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Lo que vale un peine

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<strong>Lo</strong> <strong>que</strong> <strong>vale</strong> <strong>un</strong> <strong>peine</strong><br />

Relatos<br />

Germán de Patricio Ansón


ÍNDICE<br />

Marzo. Un tren por Alemania en 1990 . . . . . . . . . . . . . . 3<br />

Sexotoño en Amsterdam . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7<br />

Desde aquí se ve el mar: No me había dado cuenta . . . 11<br />

Un momento de gloria. Amsterdam y decadencia . . . 13<br />

La Distorsión de Siseb<strong>un</strong>do Cebolla . . . . . . . . . . . . . 26<br />

¡Fuera! Weg! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31<br />

Marisco gratis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35<br />

Sodoma y Moncloa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 42<br />

Nuestro gachó en Varsovia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49<br />

I just r<strong>un</strong> out of memory . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59<br />

2


(Publicado en Europa Sur el 12 de abril de 1992)<br />

Marzo<br />

Hace mucho <strong>que</strong> sucedió esto, y no sé por qué he tenido <strong>que</strong> recordarlo justamente ahora,<br />

años después y de madrugada dominical. En fin.<br />

Yo viajaba en tren a<strong>que</strong>l invierno, posiblemente corría el mes de marzo. Era la primera vez —<br />

y hasta ahora la única— <strong>que</strong> visitaba Suiza, y, si he de ser sincero, no me entusiasmó nada. En<br />

Zurich me asaltaba caprichosa e insistentemente <strong>un</strong> destello mental muy curioso: la imagen de <strong>un</strong><br />

donante, entre cuatro paredes blan<strong>que</strong>cinas de azulejo de hospital, al <strong>que</strong> le conminaban: Venga,<br />

¡mastúrbese! Tiene <strong>que</strong> darnos su semen, ¿a qué espera? Bah, es <strong>un</strong>a idea sin sentido; cuando viajo<br />

por vez primera a <strong>un</strong> lugar, mi magín se torna caprichoso. Yo venía de Milán, y poco después llegaba<br />

a Stuttgart. La única persona <strong>que</strong> conocía allí era <strong>un</strong>a tipa gorda con la <strong>que</strong> había compartido piso en<br />

la calle San Bernardo en Madrid. Andrea, <strong>un</strong> l<strong>un</strong>ar postizo. Una de estas señoritas feas <strong>que</strong> pegan<br />

grititos y pretenden hacerse pasar por lascivas y libidinosas, señoritas de culo fofo y verbo lúbrico. A<br />

estas mujeres los va<strong>que</strong>ros, la democracia y la educación mixta pienso <strong>que</strong> les ha hecho <strong>un</strong>a mala<br />

faena, pero en fin. La llamé. No se acordaba ni de mi nombre. I don’t speak Spanish anymore, that’s<br />

all over, and besides I’m very very busy. Adiós, Andrea. Auf Wiedersehen.<br />

Recuerdo <strong>que</strong> en la estación de Stuttgart conocí a <strong>un</strong> macaco inglés <strong>que</strong> practicaba alpinismo<br />

en Hannover, <strong>un</strong> homosexual español muy bajito, y perros pastores asesinos <strong>que</strong> en la mirada se<br />

parecían a sus amos policías. Un desequilibrado me impidió plantar mi tienda de campaña en el<br />

par<strong>que</strong>, así <strong>que</strong> dormité en la sala de espera entre los borrachos y los mendigos.<br />

Al día siguiente, yo <strong>que</strong>ría ir a Köln, donde conocía <strong>un</strong> par de números de teléfono; <strong>que</strong>ría<br />

probar, por si acaso, antes de cruzar la frontera holandesa y saltar a Nijmegen, <strong>que</strong> era mi verdadero<br />

destino. Bien, hubo suerte.<br />

Alguien me aconsejó visitar <strong>un</strong>a oficina donde conductores con el coche vacío buscaban<br />

viajeros <strong>que</strong> compartieran los gastos de gasolina. Me tradujeron del alemán al inglés, pagué <strong>un</strong>os<br />

marcos, y me senté dentro de <strong>un</strong> Wolkswagen metalizado con calefacción y cartel de No Smoking.<br />

Hola, cómo estáis, sorry I don’t speak any German, éramos tres y la conductora, y nadie se conocía.<br />

A mi lado, <strong>un</strong>a chica alemana rubia se <strong>que</strong>dó pronto dormida; no sólo no cruzamos <strong>un</strong>a palabra: es<br />

<strong>que</strong> apenas cruzamos <strong>un</strong>a mirada. Yo era <strong>un</strong> viajero mediterráneo <strong>que</strong> miraba extasiado por la<br />

3


ventana. Ella, <strong>un</strong>a ciudadana cansada.<br />

Las horas transcurrían lentas. El sol se puso. Me sorprendí y sobresalté cuando finalmente el<br />

automóvil frenó y todos se apearon. Köln?, preg<strong>un</strong>té. No, this is Bonn; I don’t go further. Debí<br />

mostrar tal cara de perdido y desconcertado <strong>que</strong> las otras dos chicas se ofrecieron a ayudarme. Había<br />

<strong>que</strong> tomar <strong>un</strong> tren de cercanías. Casualmente <strong>un</strong>a de ellas iba a Köln, capital. En el vagón las dos<br />

coclearon incesantemente en alemán granizado, hasta <strong>que</strong> en cierto momento <strong>un</strong>a de ellas se despidió<br />

y se bajó en <strong>un</strong>a estación: andén, soledad, viento y l<strong>un</strong>a.<br />

Nadie <strong>que</strong>daba en el vagón. El tren se arrastraba diligentemente calvinista hacia la ciudad<br />

eterna de la catedral y absolutamente nadie además de nosotros dos <strong>que</strong>daba en el vagón. Entonces la<br />

miré.<br />

Las galaxias de las inmensidades siderales tendrán su orden a<strong>un</strong><strong>que</strong> yo no lo conozca. ¿Por<br />

qué al arrojar el dado ha salido —pongamos— <strong>un</strong> cinco? Me fascina pensar <strong>que</strong> entre los dos, la<br />

galaxia inabarcable y el diminuto dado de madera, hay algún tipo de nexo, ya <strong>que</strong> desde <strong>un</strong> p<strong>un</strong>to de<br />

vista global no se detecta diferencia cualitativa alg<strong>un</strong>a entre ambos cuerpos. Si me olvido por <strong>un</strong><br />

momento de mis despreciables medidas corporales , ¿cómo me arrogaré el derecho a establecer la<br />

superioridad de <strong>un</strong>o sobre el otro? Como canicas en <strong>un</strong>a teo-caja de zapatos, se influyen mutuamente.<br />

Miré a la mujer alemana, algo mayor <strong>que</strong> yo; era la <strong>que</strong> había sesteado j<strong>un</strong>to a mí en el coche. Yo<br />

tenía los ojos llenitos de dados y ruletas siderales y, I come from Spain, le dije de repente. Ella abrió<br />

mucho sus párpados. Se asombró. Ella había estado en España, conocía algo, pueblos <strong>que</strong> yo jamás<br />

pisara ni quisiera pisar; se volvió amable, dijo cosas prof<strong>un</strong>das sobre los españoles <strong>que</strong> mi edad<br />

demasiado juvenil y mi torpe inglés me impidieron entender. Nos animamos mucho; bromeamos,<br />

reímos.<br />

¿Dónde deberías ir, en Köln?, me preg<strong>un</strong>tó. Le mostré <strong>un</strong>a dirección en mi agenda de<br />

bolsillo; ella sonrió observando mi mochila sucia y mis botas de autoestopista y se ofreció a llevarme<br />

en su coche, aparcado j<strong>un</strong>to a la Estación Central. Bien. Seguimos conversando, hablamos de<br />

política, de arte, de literatura, de sexo. De toros: le encantaban los toros, la literatura y, decía, el sexo.<br />

Volví de nuevo a preg<strong>un</strong>tarme hasta qué p<strong>un</strong>to los individuos del norte de Europa pueden vivir<br />

instantes apreciándolos como mágicos. Por<strong>que</strong> para mí a<strong>que</strong>llo era mágico. Estaba encontrando<br />

decenas de p<strong>un</strong>tos en común con alguien cuyo país visitaba por primera vez, y a quien conocía de la<br />

forma más casual del m<strong>un</strong>do. Ella sonreía de <strong>un</strong>a manera <strong>que</strong> yo llamaría picante en <strong>un</strong>a<br />

mediterránea, lo cual me mantenía en pura expectación, intrigado, pues los gestos de las mujeres<br />

protestantes son para mí <strong>un</strong> significante vacío.<br />

Seguimos conversando, ja natürlich, ella <strong>que</strong>ría volver a España, salimos del vagón, tomamos<br />

el metro, ella incluso hablaba algo de español, el diálogo se fue tornando más y más denso, más y<br />

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más cercano, más y más íntimo; y cuando por fin nos montamos en su coche me preg<strong>un</strong>tó: ¿Qué<br />

harás si tu amiga no está en casa?<br />

Por supuesto era la posibilidad más lógica; hacía <strong>un</strong> año <strong>que</strong> no me escribía con Bárbara<br />

Schmidt. Podía haberse mudado, haberse ido de vacaciones, haberse muerto, cualquier cosa, y por<br />

supuesto no se me había ocurrido llamarla antes por teléfono y por supuesto las calles de Alemania<br />

en invierno a las once y media de la noche no son el mejor lugar para hacer amigos y turismo.<br />

El coche arrancó. Miré a mi acompañante con la respuesta a p<strong>un</strong>to de salirme de la boca.<br />

Mientras la calefacción apenas empezaba a f<strong>un</strong>cionar, encendí <strong>un</strong> cigarrillo y lo pasé de mis labios a<br />

los suyos. Me sonrió ampliamente. Pero, maldita sea, eran significantes demasiado poco individuales<br />

para mí.<br />

En el camino a la Schutzlosstrasse hablamos de Alemania del Este, del com<strong>un</strong>ismo <strong>que</strong> había<br />

comenzado a derrumbarse, de Picasso, de Herman Hesse, de Sevilla y de Thomas Mann. Yo<br />

temblaba con algo parecido a la alegría convulsiva, a la felicidad de <strong>un</strong> reconocimiento irreprimible.<br />

Dos o tres veces me repitió la misma preg<strong>un</strong>ta, qué harás si no encuentras a tu amiga. A mi<br />

conocida, pensaba yo, a ésa de quien no recuerdo ni la cara. No sé, no sé, n<strong>un</strong>ca he estado antes en<br />

Köln, murmuré. Y además es tan tarde, añadió ella, y no debes de tener mucho dinero, seguro <strong>que</strong> no<br />

podrás ir a <strong>un</strong> hotel. Y yo estoy sola en casa.<br />

Al cruzar los primeros semáforos de la temida Schutzlosstrasse, la muchacha dijo, casi<br />

saltando, <strong>que</strong> en caso de no encontrar a mi conocida yo debía ir a su casa a<strong>que</strong>lla noche. Recordé <strong>que</strong><br />

aún llevaba <strong>un</strong>a botella de excelente vino español en la mochila y <strong>un</strong>a piedra de hachís algecireño en<br />

el bolsillo: lo puse a su disposición. Me preg<strong>un</strong>té, antes de salir del coche para buscar a la tal<br />

Bárbara, si la dirección no podría estar equivocada. Ojalá Bárbara y Andrea se parecieran. No sé qué<br />

maldita frase dije del Fausto, mi acompañante la tradujo, entusiasmada, a su original germano, y<br />

luego, con peculiar acento, entonó de memoria: Muchos años después, frente al pelotón de<br />

fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar a<strong>que</strong>lla tarde en <strong>que</strong> su padre lo llevó<br />

a conocer el hielo. Dios mío, quise, deseé besarla.<br />

Llegamos al número en cuestión, digamos el doscientos. Gran sorpresa: la dirección de mi<br />

agenda solamente señalaba la calle y el número —pero en el portal lucían <strong>un</strong>a docena de botoncitos<br />

de portero automático. Todos en el doscientos. Me alegré de no saber alemán, y de <strong>que</strong> los<br />

septentrionales respetaran más las horas <strong>que</strong> nosotros. <strong>Lo</strong>s dos nos miramos. Ella volvió a sonreír<br />

enigmáticamente, pero, maldita sea, maldita sea, el significante seguía estando vacío.<br />

—Voy a llamar a <strong>un</strong> timbre —me dijo—, y si no es, nos vamos. Uno cualquiera, por<strong>que</strong> no se<br />

ve ningún nombre.<br />

Hacía frío. Mucho frío. Una voz nasal surgió del negro altavoz. No pude resistirlo: miré a mi<br />

5


acompañante y le rogué con la mirada <strong>que</strong> no respondiera. Que callara, <strong>que</strong> olvidara.<br />

Demasiado tarde. Se cruzaron <strong>un</strong> par de frases interrogativas en el idioma sajón, la voz del<br />

agujero metálico se alegró y excitó. Pensé <strong>que</strong> Bárbara era <strong>un</strong>a estúpida, con su novio el turco<br />

ingeniero.<br />

—¿Germán? ¿Eres tú? ¡Qué sorpresa! ¡Sube, por favor!<br />

Momentos mágicos, nosotros los mediterráneos, los cantores embusteros. Nos miramos.<br />

Empezó a llover.<br />

—¿Subes, Germán? ¿Has abierto ya la puerta?<br />

Quise preg<strong>un</strong>tarle a mi acompañante por algo, pero no pude. No pude. Ella tomó su bufanda a<br />

cuadros, me la enroscó alrededor del cuello, me besó breve y dulcemente y se marchó casi llorando.<br />

Y llovía tanto <strong>que</strong> no pude ni ver al Wolskwagen alejarse.<br />

«Marzo», Europa Sur, 11 de abril de 1992.<br />

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Sexotoño en Amsterdam<br />

(Publicado en Diario de Cádiz en 1993)<br />

[Germán de Patricio, escritor algecireño, acaba de regresar de Holanda, donde estuvo por <strong>un</strong> período<br />

de tres años, en cuyo transcurso estudió Filología y, al mismo tiempo, para poder subsistir con cierta<br />

holgura económica, se dedicó a desempeñar oficios tan diversos y eventuales como dependiente de<br />

<strong>un</strong>a sex-shop. Éste es el relato de su insólita experiencia.]<br />

Cuando entré a trabajar en la sex-shop Madame, al sur de Amsterdam, pude observar <strong>que</strong> en<br />

la Avenida de Kennedy seguían engalanándose las gorgueras de las acacias con esferitas<br />

amarillentas, <strong>un</strong>as bolitas esponjosas y diminutas como testículos de saltamontes japoneses. En<br />

Amsterdam las acacias florecen en otoño, y a<strong>que</strong>l día los pobres árboles apuraban los últimos<br />

perfumes y colores antes de los grandes fríos.<br />

El encargado era <strong>un</strong> tiparrón calvo y con gafas. Me lo había presentado la víspera mi<br />

compañero de clase Erik, <strong>un</strong> belga de Amberes <strong>que</strong> despachaba a la noche treinta y tres clases<br />

distintas de marihuana y hachís en <strong>un</strong> Coffee-Shop legalizado de la plaza Leidseplein. Tanto el<br />

encargado como el amigo <strong>que</strong> me recomendó eran por demás abstemios, no fumaban, vivían<br />

sobriamente con sus estables esposas y eran de costumbres tan fijas como los piñones únicos de sus<br />

bicicletas. Todo ello, me aseguraban, les otorgaba a<strong>un</strong> más derecho a presumir de tolerancia.<br />

Tolerancia. Menudo vocablo. Debo confesar empero <strong>que</strong> mis conjeturas preconcebidas sobre<br />

la labor cotidiana en <strong>un</strong>a sex-shop variarían radicalmente tras <strong>un</strong>a semana en el mostrador, pero no sé<br />

certificar si ello se debía a <strong>que</strong> nos hallábamos en la inverosímil y prodigiosa ciudad de Amsterdam,<br />

a <strong>que</strong> me empleaban sólo cuatro tardes a la semana, o acaso a <strong>que</strong> yo era entonces <strong>un</strong> estudiante<br />

<strong>un</strong>iversitario español, trotam<strong>un</strong>dos y dispuesto a todo. O a casi todo.<br />

La iglesia de San Nicolás se alzaba detrás de nuestra esquina. No era <strong>un</strong> hecho tan exagerado<br />

como en el Barrio Rojo, donde la sagrada Oude Kerk abría sus predicaciones, crucifijos, liturgias y<br />

misas justo enfrente de la mayor casa de putas del m<strong>un</strong>icipio, e infinidad de mujeres casi desnudas<br />

guiñaban a la parroquia desde escaparates fetichistas con luces coloradas. No, decididamente, no era<br />

algo tan espectacular. Sin embargo, cuando en mi quinta jornada laboral el presbítero protestante<br />

fran<strong>que</strong>ó mi umbral entre tetas de plástico, ligueros negros y condones con cabezas de Micky Mouse,<br />

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temblé, sospechándome <strong>un</strong> nuevo, orgulloso, insolente discurso holandés sobre la tolerancia.<br />

A<strong>un</strong><strong>que</strong> tan sólo se acercó, sonriente, a pedir prestada <strong>un</strong>a bufa para inflar la rueda de su bicicleta.<br />

¿Quiere usted <strong>que</strong> yo le pague medio florín por cinco minutos de aire?, me preg<strong>un</strong>tó. Yo negué con<br />

la cabeza, primero por<strong>que</strong> en a<strong>que</strong>l otoño medio florín apenas llegaba a veinticinco pesetas, en<br />

seg<strong>un</strong>do lugar por<strong>que</strong> si él era <strong>un</strong> orgulloso holandés tolerante yo era <strong>un</strong> orgulloso andaluz<br />

desprendido, y también por<strong>que</strong>, en el fondo, yo agradecía <strong>que</strong> <strong>un</strong> ministro divino santificara con su<br />

presencia a<strong>que</strong>lla bendita casa.<br />

¿Y las mujeres? ¿Cómo eran las mujeres <strong>que</strong> visitaban la porno-tienda? Por lo general se<br />

trataba de holandesas gordas, horteras, pálidas y feas. Venían en parejas, alardeaban conmigo de<br />

tolerancia y reían a carcajadas (reír a carcajadas en <strong>un</strong>a sex-shop sirve para ocultar el azoramiento).<br />

Y lo más atroz del as<strong>un</strong>to: me engañaban. Sí, me engañaban. Me había acostumbrado a los turistas,<br />

<strong>que</strong> cruzaban el recinto con sigilo como si a<strong>que</strong>llo fuera <strong>un</strong>a casa de espíritus minada de trampas<br />

secretas, tratando de reírse de su propia turbación o examinando películas y muñecas hinchables<br />

entre murmullos. Pero estas jamonas cerveceras me avasallaban con re<strong>que</strong>rimientos inauditos. ¿Por<br />

qué el líquido eyaculador de este consolador a pilas no surge caliente? ¿Esperas en serio <strong>que</strong> abone<br />

cincuenta florines por <strong>un</strong> cipote al <strong>que</strong> se le quiebran los pinchos? ¿Cómo es posible <strong>que</strong> las escenas<br />

de la carátula no aparezcan después en el filme? ¿Es <strong>que</strong> no vas a reintegrarme el importe de este<br />

camisón erótico, <strong>que</strong> no es de mi talla, por<strong>que</strong> ya lo he usado <strong>un</strong>a sola vez? Humanitario y caritativo,<br />

yo transigía, y sistemáticamente me ganaba los amenazantes rapapolvos del encargado al cerrar la<br />

caja.<br />

Sin embargo <strong>un</strong> día me ocurrió algo poco común; acaso a ustedes les resultará insólito, pero<br />

nadie en clase se inmutó cuando lo relaté. Eran las siete de la tarde, y el local se hallaba vacío por<strong>que</strong><br />

las cabinas de monedas para Peep-Show no empezaban hasta las nueve. De súbito entró <strong>un</strong>a chica.<br />

Yo ese día andaba algo amargado; debía redactar doscientas páginas sobre el surrealismo en la obra<br />

literaria de no sé qué mentecato, encima no lograba <strong>que</strong> el calvo de las gafas me legalizara para<br />

extender permisos y visitar al otorrino de la Seguridad Social, y en definitiva iba tan as<strong>que</strong>ado por<br />

fotos fláccidas <strong>que</strong> ya ni siquiera me masturbaba. La chica no era gorda ni pálida; es más, tampoco<br />

parecía holandesa. Vestía falda negra y medias negras de nylon, y por sus ojillos podría ser <strong>un</strong>a<br />

oriental, tailandesa o algo semejante.<br />

Resplandecía en ella esa zona pe<strong>que</strong>ña donde terminan las largas medias y empieza justo esa<br />

chispa de carne. Era lo más sutil <strong>que</strong> veía en <strong>un</strong>a quincena. Era tan sutil <strong>que</strong> me excitó como <strong>un</strong><br />

cañón de artillería.<br />

—He <strong>que</strong>dado aquí. Con mi novio —musitó.<br />

¡Pres<strong>un</strong>tuoso de mí! Me alegré, imaginando <strong>que</strong> sería <strong>un</strong>a novata y atrevida casualidad, y <strong>que</strong><br />

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su deliciosa torpeza me dejaba en condiciones de ayudarla. Olía a bálsamo de espliegos. Antes de<br />

<strong>que</strong> yo hablara, me preg<strong>un</strong>tó:<br />

—¿Te aburres?<br />

—Bueno... a veces viene <strong>un</strong> cura para hinchar su bici.<br />

De pronto entraron dos magrebíes. El primero se fijó en mi cara y en mi barba, y me preg<strong>un</strong>tó<br />

algo en árabe. Yo, <strong>un</strong> chico listo, le contesté en holandés lírico y casi me rompe la crisma: ¡creían<br />

<strong>que</strong> yo era marroquí y les estaba tomando el pelo! Al fin se calmaron, concentrándose en elegir<br />

objetos para <strong>un</strong>a movida de tríos, no sé. Iban hasta el culo de algo —pero tampoco sé exactamente de<br />

qué. A mí quien me daba miedo era el seg<strong>un</strong>do, tenía rostro de serpiente de suburbio. Sé cómo son<br />

esos tipos. Sujetos h<strong>un</strong>didos en la mierda de <strong>un</strong>a metrópoli extranjera, tratando de convencerse de<br />

<strong>que</strong> Amsterdam les ofrece algo inmaterial. Tolerancia, supongo. Consoladores de discos giratorios,<br />

muñecas de tacto mórbido, condones fluorescentes con cabezas de Bugs B<strong>un</strong>ny. Tolerancia.<br />

—¿Y si me voy contigo? —le preg<strong>un</strong>té.<br />

—Cien florines. En casa de mi novio.<br />

Dice el gran poeta Al-Mutanabbi: Es el mayor mérito del hombre <strong>que</strong> sus defectos puedan<br />

enumerarse. Pero ¡cien florines! La vida era realmente dura con <strong>un</strong> pobre estudiante como yo; al fin<br />

y al cabo, las putas del Barrio Rojo costaban menos de la mitad. Minutos después volví a <strong>que</strong>darme<br />

solo en la tienda y, comp<strong>un</strong>gido y desconsolado, recordé los versos de Pablo Neruda: Puedo escribir<br />

los versos más tristes esta noche. Ay, el amor.<br />

Seguí viendo películas y bragas sobreponiéndome al desengaño. Sobre todo filmes en los <strong>que</strong><br />

actúa siempre el moro ése con bigote <strong>que</strong> han contratado los productores pornográficos americanos,<br />

no me acuerdo de cómo se llama pero vaya verga gasta el sarraceno, si la llega a emplear de<br />

catapulta en la defensa de Granada—pero lo cierto es <strong>que</strong> cuando me hacía macocas observando las<br />

fotos les cambiaba mentalmente el rostro por el de la tailandesa. Decididamente, estaba enamorado.<br />

El presbítero siguió viniendo cada tarde a inflar aire en su bicicleta; más tarde me enteré de<br />

<strong>que</strong> en el taller del barrio la máquina del aire costaba efectivamente medio florín. Seguían acudiendo<br />

las celulíticas adiposas oliendo a Heineken. Cada noche seguían apareciendo los dos asiduos de las<br />

cabinas: <strong>un</strong> giboso <strong>que</strong> curraba en <strong>un</strong>os billares y otro <strong>que</strong> se dejaba allí la subvención mensual del<br />

Estado del Bienestar.<br />

El encargado fue gradualmente tornándose más calvo y más nervioso: me insistía en <strong>que</strong> las<br />

sex-shops iban de capa caída, <strong>que</strong> eran <strong>un</strong> invento de los años sesenta y setenta, <strong>que</strong> en Amsterdam<br />

alg<strong>un</strong>as se salvaban gracias al turismo y a su desmesurada fama lúbrico-drogadicta. A todas luces,<br />

fama injustificada, vistas las actitudes de él y de Erik. Todo era <strong>un</strong>a cuestión de comercio, me dijo. Y<br />

de tolerancia.<br />

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Pomadas trempadoras, látigos y anillos con púas, coños de poesía mecánica. Poco después yo<br />

aprobé mi megatrabajo sobre el surrealismo en la poesía de posguerra o no sé <strong>que</strong> leches en vinagre,<br />

me ofrecieron manufacturar tarrinas de mayonesa sin colesterol en <strong>un</strong>a fábrica de Rotterdam, y al<br />

cabo el calvo con gafas determinó <strong>que</strong> <strong>un</strong>a rubia risueña atraería mejor a la clientela <strong>que</strong> <strong>un</strong><br />

estudiante flaquillo con cara de turco.<br />

—<strong>Lo</strong> lamento —dije—. No puedo afeitarme a diario. Me salen granos.<br />

—Yo sé <strong>que</strong> eres español, pero es <strong>que</strong> así pareces <strong>un</strong> turco —explicó el encargado; y, luego,<br />

limpiándose las gafas metálicas, añadió con mal gesto:<br />

—No soporto a los árabes, sabes. No los soporto. No tienen ni idea de tolerancia.<br />

No obstante, el amor acabaría tri<strong>un</strong>fando. Justo en mi último día de sex-empleado, el camión<br />

repartidor de Private aparcó j<strong>un</strong>to a la iglesia de San Nicolás para suministrar el último número<br />

mensual (con textos en inglés, holandés, alemán y <strong>un</strong> español literalmente traducido con la polla).<br />

Garabateé mi última firma falsa en el albarán y rasgué el precinto del embalaje. Cuando colocaba las<br />

revistas en sus casilleros, de pronto el corazón me dio <strong>un</strong> vuelco. ¡Allí estaba mi tailandesa! ¡Oh<br />

júbilo! ¡Oh dicha infinita! Aún recordaba mi vanidad y pres<strong>un</strong>ción al creerla novata casual. Ojeé las<br />

fotografías: allí estaba, la penetraban su novio y <strong>un</strong> nórdico con aspecto de futbolista del PSV<br />

Eindhoven. Ahí la tenía, para mí y por mucho menos de cien florines: apenas dieciocho. Después de<br />

todo, alg<strong>un</strong>a sabiduría había aprendido trabajando en <strong>un</strong>a sex-shop.<br />

Cuando salí a la calle, el cielo amenazaba tormenta. No sé por qué, me fijé en <strong>que</strong> los racimos<br />

de mimositas amarillas, las espinas y las hojuelas se habían caído de las gorgueras de las acacias, y a<br />

lo largo de la Avenida Kennedy sólo se distinguían contra el cielo gris sus ramajes de álabes y<br />

tánganos, secos y desnudos.<br />

«Sexotoño en Amsterdam», Diario de Cádiz, 19 de septiembre de 1993.<br />

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Desde aquí se ve el mar<br />

(Publicado en Europa Sur en 1994)<br />

Alejandro Martín nació en <strong>un</strong> pe<strong>que</strong>ño pueblo costero. Fernando Martín, su padre, también<br />

había nacido allí, y don Eustaquio Martín, el abuelo, y don Carlos Eugenio Martín, el bisabuelo <strong>que</strong><br />

había combatido en Cuba en 1898. Don Carlos Eugenio lo había pasado tan mal en las ciénagas del<br />

Caribe <strong>que</strong> temía más a las infecciones de mosquitos <strong>que</strong> a la metralla, y su obsesión le hizo negarse<br />

a guerrear nuevamente contra Marruecos: construyó <strong>un</strong>a farmacia.<br />

Setenta años después el pe<strong>que</strong>ño Alejandro jugaba en el sótano de la farmacia. Alcohol,<br />

menta, formol, penicilina, fueron respectivamente nombres <strong>que</strong> aprendió escuchando, y también<br />

apodos <strong>que</strong> hubo de ir sufriendo y soportando. Rubito, inocente y sanote, gozaba del mar, al cual —<br />

como hacen todos los afort<strong>un</strong>ados habitantes costeros— no concedía la menor importancia.<br />

Acabó la escuela primaria. Murió el abuelo. Alejandro Martín era ahora mucho más rubio,<br />

igual de inocente y mucho menos sano. Le pusieron gafas, le operaron de apendicitis. Sus padres<br />

debatieron seriamente sobre su futuro. El pe<strong>que</strong>ño pueblo no tenía instituto de enseñanza sec<strong>un</strong>daria,<br />

y sus calificaciones eran buenas. La farmacia marchaba bien.<br />

Al año siguiente el mocito Alejandro soñaba dentro de <strong>un</strong> autobús con la capital de la<br />

provincia, su nuevo hogar. Se alojó en casa de <strong>un</strong>a viuda y telefoneó regularmente a sus padres.<br />

Al cabo del tiempo, el mozo volvió de vacaciones y pretendió <strong>que</strong> se le llamara don<br />

Alejandro, como a su dif<strong>un</strong>to abuelo y a su pobre padre, ya enfermo. Recibió entre enormes<br />

carcajadas otros nombres: don Alcohol, don Menta, don Formol y don Penicilina. Entre burlas y<br />

odios se acabaron de diluir sus antiguas amistades. Alejandro dijo solemnemente a la familia <strong>que</strong><br />

renegaba de la farmacia y <strong>que</strong> estaba escribiendo <strong>un</strong> largo, larguísimo poema al mar, a la mar, a ese<br />

dios infinito <strong>que</strong> parece dormir acechante y temible. El muchacho se hizo solitario y distante.<br />

Acabó el instituto. Murió el padre. Alejandro Martín era ahora igual de rubio, menos inocente<br />

y menos sano. La farmacia comenzó a marchar mal, y los préstamos se acumulaban. Su madre y sus<br />

hermanos debatieron con él sobre su futuro. Cuando se le preg<strong>un</strong>tó, respondió indignado, ya <strong>que</strong><br />

daba por supuesto continuar sus estudios en la <strong>un</strong>iversidad. Al final se decidió apostar fuerte.<br />

Alejandro Martín escribía muchos versos sobre el mar, y, cuando se emborrachaba, lloraba<br />

por él allá lejos. Dejó de telefonear regularmente. Un día la familia descubrió con sorpresa <strong>que</strong> el<br />

estudiante ya no vivía con la viuda —y lo <strong>que</strong> es más, ésta reclamaba furiosa deudas sin pagar. Hubo<br />

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<strong>un</strong>a mujer joven embarazada. Hubo <strong>un</strong> arresto policial. Hubo <strong>un</strong>a devolución de matrícula, <strong>un</strong>a<br />

expulsión y <strong>un</strong>a congelación de expediente.<br />

Murió <strong>un</strong> día la madre y Alejandro Martín encontró a su vuelta cuatro hermanos más sanos<br />

<strong>que</strong> él, dispuestos a cortar de raíz con tanta deuda. <strong>Lo</strong>s padres habían tenido tolerancia con él; ellos<br />

no. Tuvo <strong>que</strong> trabajar en la farmacia desde el primer día.<br />

Un año después abrieron <strong>un</strong>a sucursal. Al año siguiente no le <strong>que</strong>daba a Alejandro nada del<br />

orgullo y nada del distanciamiento. Trabajaba duro y el negocio f<strong>un</strong>cionaba.<br />

Pasaron <strong>un</strong>os cuantos años más y <strong>un</strong> buen día de verano llegó al pe<strong>que</strong>ño pueblo costero<br />

cierto antiguo compañero de clase de Alejandro. Éste lo recibió con afabilidad, a<strong>un</strong><strong>que</strong> no podía<br />

recordar su nombre. El antiguo camarada se sintió obligado a buscar recuerdos com<strong>un</strong>es, ya <strong>que</strong><br />

Alejandro Martín sólo hablaba de cifras, préstamos, inversiones y horarios.<br />

—¿Qué tal tus poemas? —preg<strong>un</strong>tó el forastero.<br />

Alejandro contestó sin pudor <strong>que</strong> no sabía qué habría sido de a<strong>que</strong>llos papeles. Tampoco le<br />

importaba. Incómodo, el antiguo colega señaló la parte trasera de la enorme balconada llena de cajas<br />

de embalaje y albaranes.<br />

—Qué maravilla —dijo—. Desde aquí se ve el mar, la mar.<br />

Alejandro Martín torció el cuello con esfuerzo.<br />

—Ah —dijo—. No me había dado cuenta.<br />

«Alejandro Martín», Europa Sur, 17 de diciembre de 1994.<br />

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Un momento de gloria<br />

(Publicado en Almoraima en 1993)<br />

¿Qué es eso de allá?<br />

Eso es <strong>un</strong>a fábrica, hijo.<br />

Ah, <strong>un</strong>a fábrica.<br />

La fábrica. Siempre hace viento en los suburbios industriales de Amsterdam, sobre todo en<br />

a<strong>que</strong>l rincón <strong>que</strong> forman el fondo oeste del puerto y la estación de Sloterdijk. Carretera Deccaweg,<br />

nave número dieciséis. United Parcel Company, importación y exportación. Se desploman allí a<br />

menudo chubascones pegajosos, turbiones de agua sucia antes de tocar el suelo. Una lluvia <strong>que</strong> cae a<br />

escupitajos, a ráfagas de gargajazos de cristal oscuro: es la fría orina de las nubes, <strong>que</strong> se derrama<br />

como el vómito agrio de <strong>un</strong> estómago tan rancio como alto.<br />

Cerca del edificio largo y aplastado las luces brillan débiles y amarillas como las hornacinas<br />

de velas en las tumbas, y el cambalache frenético de los camiones <strong>que</strong> pululan alrededor de la nave<br />

parece el de lombrices <strong>que</strong> estuvieran sacando jirones de carne muerta de <strong>un</strong> osario manufacturado.<br />

La oficina. El suelo está hueco, deformado, y el calor es asfixiante en la oficina, <strong>un</strong> pe<strong>que</strong>ño<br />

recinto <strong>que</strong> debe atravesarse antes de llegar a la gran sala. Siempre en <strong>un</strong> rincón lejano, <strong>un</strong> hombre<br />

sentado con gorra a cuadros y perdido sin remedio cierra sobres, pega sellos, ordena lápices y<br />

carpetas o va a por el café de los idiotas. A veces se levanta la gorra para rascarse el cráneo y<br />

muestra a todo el m<strong>un</strong>do <strong>un</strong>a calva seca y rugosa, sin brillo ni dignidad. Usualmente <strong>un</strong> perro<br />

dormita bajo su mesa. Hay <strong>un</strong> reloj j<strong>un</strong>to a él, cargado de fichas, atrasado testarudamente, y <strong>un</strong> hedor<br />

desagradable de sudor acorralado. Son las tres o cuatro personas restantes de la oficina gente severa,<br />

antipática y altiva: siempre la gente de la oficina está hablando de ap<strong>un</strong>tarse a estudiar alg<strong>un</strong>a cosa en<br />

alg<strong>un</strong>a academia, pero n<strong>un</strong>ca se matriculan en nada y lo único <strong>que</strong> hacen es beber café, gorronear<br />

fotocopias y humillar a los obreros.<br />

La sala. Inmensa y fría como la cavidad del aborto de <strong>un</strong>a ballena congelada. Es <strong>un</strong> vientre<br />

vacío y envilecido, abombado y lúgubre, con eco y con escarcha. Nadie ha mirado n<strong>un</strong>ca al techo.<br />

<strong>Lo</strong>s hombres de la sala trabajan en cuatro grupos: <strong>un</strong>o descarga los camiones en <strong>un</strong> ala, el seg<strong>un</strong>do<br />

controla documentos de las cajonetas sobre <strong>un</strong>a larga mesa de rodillos y entrega facturas por <strong>un</strong>a<br />

ventanilla (llena de vaho por la calefacción de dentro), el tercero distribuye cajas apilando rehatos en<br />

sus elevadores automóviles con pinzas como mandíbulas de escarabajos, y el último vuelve a meter<br />

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todo en los mismos contenedores, pero por el lado contrario.<br />

<strong>Lo</strong>s grupos. Como insectos ciegos, como topos ya resignados, los grupos no se hablan entre<br />

ellos. Solamente conocen los empleados a los de su propio grupo. Por ejemplo: en el primero y en el<br />

último ab<strong>un</strong>dan los negros africanos <strong>que</strong> hablan sólo su propio idioma; éstos sudan, maldicen y se<br />

agitan. <strong>Lo</strong>s del tercero se esparcen inaccesibles sobre sus robots pesados, altos, ruidosos y brutales:<br />

éstos son los señores del micropaís. <strong>Lo</strong>s del seg<strong>un</strong>do, de pie bajo <strong>un</strong> par de bombillas, únicamente<br />

mueven los brazos igual <strong>que</strong> maniquíes de cuerda sincronizada, a<strong>un</strong><strong>que</strong>, si el estruendo de las<br />

máquinas no se lo impide, también la lengua. La tarea es esperar, cada <strong>un</strong>o en su lugar de la fila, a<br />

<strong>que</strong> les llegue su cajoneta; entonces rasgan en plástico adherido a ella y del sobre timbrado extraer<br />

<strong>un</strong>a factura de las cinco copias <strong>que</strong> matemáticamente todas portan como canguras geométricas<br />

preñadas; <strong>un</strong>ida con <strong>un</strong> clip al resguardo del destino la arrojan a la boca de la oficina y agarran <strong>un</strong>a<br />

nueva cajoneta mientras la anterior ya se pierde de vista.<br />

En este grupo no hay negros: hay <strong>un</strong> egipcio católico <strong>que</strong> dice <strong>que</strong> huyó del Magreb por<br />

miedo a las persecuciones de cristianos, <strong>un</strong> holandés de melenas tarareando melodías rockeras<br />

eternamente narcotizado, <strong>un</strong> marroquí <strong>que</strong> desgarra sus facturas con <strong>un</strong>a navaja terrorífica <strong>que</strong> se<br />

saca del bolsillo, <strong>un</strong> matrimonio cobrizo y reluciente de Bangladesh <strong>que</strong> no se separan n<strong>un</strong>ca y <strong>que</strong><br />

no hablan jamás con nadie, <strong>un</strong> polaco con barba y foto de su hija pe<strong>que</strong>ña en la cartera, <strong>un</strong> joven<br />

griego con la mirada soñadora y ausente y también <strong>un</strong>a mujer irlandesa algo pava.<br />

Ella. Sinéad O Dalaigh había llegado con su novio ocho meses atrás desde Crossmolina, <strong>un</strong>a<br />

aldea de buenas ovejas irlandesas consagrada a San Patricio. Luego el novio se le evaporó, a<strong>un</strong><strong>que</strong><br />

ella no quiso arrastrar <strong>un</strong>a vergüenza tan católica como la de retornar a su pe<strong>que</strong>ño pueblecito y a sus<br />

padres, y la inercia le fue h<strong>un</strong>diendo así en el fango de los canales holandeses. El novio, <strong>un</strong> irlandés<br />

fornido, Nile Causeway, se fue a Noruega para <strong>un</strong> empleo de seis meses y n<strong>un</strong>ca volvió. Desde Oslo<br />

le escribió siete cartas, la última sin remite. A Sinéad le <strong>que</strong>dó empero <strong>un</strong> lindo permiso laboral con<br />

el <strong>que</strong> subsistir. N<strong>un</strong>ca había estudiado pero de vez en cuando pintarrajeaba <strong>un</strong>a cartulina en la pared,<br />

y los compañeros de piso, <strong>un</strong> búlgaro y <strong>un</strong>a tailandesa <strong>que</strong> trabajaban en <strong>un</strong>a planta de concentrados<br />

químicos para sopas de sobre, después de cubrirle el suelo con latas de cerveza Heineken vacías le<br />

decían <strong>que</strong> pintaba maravillosamente. Sinéad O Dalaigh era tan mediocre como inocente: a <strong>un</strong><br />

monigote trazado a bolígrafo lo llamaba “libertad” o “violencia”, insuflándole estrías añiles, lilas o<br />

granates. Iba de sorpresa en sorpresa, abriendo mucho sus pe<strong>que</strong>ños ojos grises; la vida no le había<br />

golpeado todavía lo suficiente como para perder <strong>un</strong> aire entre ingenuo y co<strong>que</strong>to, y se consideraba<br />

afort<strong>un</strong>ada al vivir en <strong>un</strong> gris suburbio de Amsterdam cuando lo comparaba con su aldea verde,<br />

pétrea e inmóvil. Era en fin bajita, resultona, rubia y blancuzca como <strong>un</strong> camarón enano; a<strong>un</strong><strong>que</strong> el<br />

frío le sacaba pecas rojas de bebé escocido daba siempre saltitos con sus muslos menudos y gordos,<br />

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y, cuando usaba <strong>un</strong>a bufandota de cinco vueltas, incluso cantaba.<br />

Él. Apostolis Tsirgotakis, natural de Thoukididou, provincia de Alexandrópolis, a nueve<br />

kilómetros de la frontera con Turquía, olía siempre a ajo y a aceite de oliva por<strong>que</strong> prácticamente era<br />

lo único <strong>que</strong> tomaba. Un hijo modélico de familia pobre. Era el mayor de siete hermanos y cada<br />

semana facturaba <strong>un</strong> giro postal a su tía materna con la mitad del sueldo de la fábrica: jamás llegó a<br />

enterarse de <strong>que</strong> el Postbank le sustraía <strong>un</strong> veintitrés por ciento del giro caritativo, impuesto<br />

obligatorio <strong>que</strong> se apropiaba el estado holandés y <strong>que</strong> n<strong>un</strong>ca se escapaba de sus fronteras.<br />

Llevaba casi dos años en Amsterdam. Había llegado haciendo auto-stop en las gasolineras de<br />

camiones, y empezado a despertar (<strong>que</strong> no a espabilarse) en <strong>un</strong> restaurante griego del centro, el<br />

Panagoulis, en el Herengracht tal como se baja del Spui por la Koningsplein. Despertó cuando<br />

comprendió <strong>que</strong> bregaba de diez de la mañana a doce de la noche, el doble <strong>que</strong> sus “compañeros” de<br />

tarea holandeses —mientras <strong>que</strong> cobraba menos de la mitad <strong>que</strong> ellos, no recibía propinas e incluso<br />

pagaba la moussakka y el gassolaffous <strong>que</strong> comía en el propio restaurante. Cuando lo comprendió<br />

sintió <strong>un</strong>a vergüenza tan tremenda <strong>que</strong> no volvió a aparecer por allí: no sólo no protestó sino <strong>que</strong> ni<br />

siquiera se atrevió a recoger el sueldo de la última semana de trabajo (su tía materna, Karmelussa, le<br />

escribió desde Thoukididou <strong>un</strong>a angustiada carta con reproches violentos). En vez de protestar se<br />

acurrucó en la cama como <strong>un</strong> gazapo <strong>que</strong> oliera los perdigones y escribió <strong>un</strong> poema de ocho páginas.<br />

En resumen, esto era lo <strong>que</strong> le gustaba, componer versos y relatos. Tampoco había estudiado n<strong>un</strong>ca;<br />

el griego de sus papelotes chapoteaba guarro en faltas de ortografía, cacofonías varias y errores de<br />

concordancia. Eran trivialidades sentimentales, sin estilo ni estructura ni vocabulario: ni siquiera<br />

intentaban inyectar nueva savia a los mitos eternos de la Literatura Universal. Eran, sencilla y<br />

llanamente, <strong>un</strong>a vulgar mierda. Reflexiones de <strong>un</strong> joven inculto <strong>que</strong> apenas se sabía de memoria <strong>un</strong><br />

soneto de Cavafis. Sin embargo, acerca de tales pamplinas su amigo de la infancia Kirtikos le<br />

mandaba p<strong>un</strong>tualmente comentarios serios y convencidos desde el pueblo, siendo esto lo único <strong>que</strong><br />

verdadera y sustancialmente ataba a Apostolis a la vida. Y él ni siquiera lo sabía.<br />

También se consideraba afort<strong>un</strong>ado al compartir <strong>un</strong> ático miserable con dos argelinos<br />

homosexuales de cuarenta años en el extrarradio de Amsterdam. Era espigado como <strong>un</strong> olivo<br />

hambriento, feo, torpe, delatoramente moreno y con bigote; de rizos negrísimos sucios y rebeldes<br />

como los trabajadores mediterráneos; despistado y con los bolsillos de los va<strong>que</strong>ros podridos por<br />

papelajos con versos mediocres, y <strong>que</strong> ni a<strong>un</strong><strong>que</strong> se sumergiese durante tres días en la palangana<br />

como <strong>un</strong> garbanzo en remojo podría haberse quitado de encima el pestazo a ajos y a aceite de oliva.<br />

A<strong>que</strong>lla tarde. El estridente alboroto de la gran sala aturde a los <strong>que</strong> no están acostumbrados.<br />

Las cajonetas van y vienen como las olas de la costa y como los detritus de las cloacas:<br />

monótonamente, <strong>un</strong>a tras otra, todas iguales. De todas las bocas surge vaho humeante, del frío <strong>que</strong><br />

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les pincha en las gargantas, en los dedos, en las orejas. Por la fila el holandés con melena tararea<br />

desafinado <strong>un</strong>a canción, la navaja del marroquí silba como <strong>un</strong>a serpiente al rajar membranas y<br />

precintos, el egipcio discute desganado con la oficina, el matrimonio asiático mantiene su murmullo,<br />

<strong>un</strong>a letanía sin variaciones tonales en su idioma incomprensible; el polaco y el griego operan en<br />

silencio, la irlandesa pega saltitos de cuando en cuando y canturrea alg<strong>un</strong>a estrofa gaélica. Las horas<br />

pasan, se suceden, se desgastan como las suelas de los zapatos, como las de todos los días,<br />

simplemente como siempre. Pero... hoy no va a ser <strong>un</strong>a tarde como las demás.<br />

A las seis suena <strong>un</strong>a sirena como fin de jornada <strong>que</strong> parece el pedo de <strong>un</strong> hipopótamo<br />

sifilítico o <strong>un</strong> petardo cabraloca <strong>que</strong> ha resultado húmedo por dentro. Cada insecto ciego abandona su<br />

labor, las lombrices como camiones se alejan en la noche; la fila de polillas humanas se va<br />

concentrando en el embudo de la oficina. Nadie habla salvo los negros africanos <strong>que</strong> ya están medio<br />

borrachos y ríen con carcajadas de urracas histéricas.<br />

Súbitamente la irlandesa ha mirado al griego. Sólo <strong>un</strong> seg<strong>un</strong>do, pero lo suficiente para <strong>que</strong> su<br />

ingenuidad co<strong>que</strong>ta le haga brincar. ¿Por qué no hacemos el viaje en bicicleta... j<strong>un</strong>tos?, ha<br />

preg<strong>un</strong>tado en inglés. El griego, con la cabeza en las nubes, tarda <strong>un</strong>os seg<strong>un</strong>dos en comprender. Sí,<br />

claro, claro, musita, por qué no. Caminan a la explanada barrosa donde dormitan las bicicletas de<br />

seg<strong>un</strong>da, de cuarta mano, compradas en la calle a <strong>un</strong> heroinómano <strong>que</strong> la acaba de robar, por <strong>un</strong> par<br />

de monedas, destartaladas, sin luces, morib<strong>un</strong>das, leprosas, perdiendo poco a poco piezas y<br />

accesorios hasta <strong>que</strong> se quiebren los radios y sean tiradas en <strong>un</strong>a esquina o al fondo de <strong>un</strong> canal.<br />

Hace meses el griego y la irlandesa se habían presentado mecánicamente; ahora por supuesto ya no<br />

se acuerdan de sus nombres. Sinéad. Apostolis. Emprenden la marcha; van a tardar <strong>un</strong>a hora en llegar<br />

al centro y aún más en llegar a casa.<br />

Ning<strong>un</strong>o de los dos habla holandés, como la mayoría de los operarios de la fábrica, y<br />

Apostolis usa su inglés igual <strong>que</strong> usa el aceite de oliva: friendo cuatro o cinco veces con él, o sea,<br />

diciendo la mayor cantidad de ideas con el menor número posible de palabras. Su acento le hace<br />

gracia a Sinéad, quien se reiría más a no ser por<strong>que</strong> el catarro le hace gotear la nariz; conduce con<br />

<strong>un</strong>a sola mano y se seca con el revés de <strong>un</strong> guante. Como pedalea con sus muslos fuertes y<br />

rechonchos más rápido <strong>que</strong> el esbeltísimo Apostolis, en <strong>un</strong> cruce solitario del largo Westhaven debe<br />

adaptar su velocidad a la de él para preg<strong>un</strong>tarle cómo es ese sitio de donde viene, Thoikidou. No:<br />

Thoukididou, corrige el griego, y muestra <strong>un</strong> gesto de desprecio. Mujeres viejas vestidas de negro,<br />

<strong>un</strong>a plaza con las losetas borradas por los siglos, dos tabernas sólo para hombres donde se grita, se<br />

fuma y se escupe en el suelo; pobreza y rutina, vino seco y melancolía. A Sinéad ese cuadro le suena,<br />

naturalmente. “¿Hay muchos cotillas?”, preg<strong>un</strong>ta, y a ambos les consuela la idea de <strong>que</strong> los cotillas<br />

de sus pueblos respectivos hablan mucho de ellos. Luego Sinéad habla de Irlanda y refiere con ira,<br />

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como si lo hubiera vivido, las invasiones de los odiados ingleses. “Sí, sí, igual <strong>que</strong> los turcos con<br />

nosotros”, dice Apostolis. La irlandesa no llega a decirlo, pero piensa <strong>que</strong> al fin y al cabo es mejor<br />

ser invadido por ingleses <strong>que</strong> por turcos, es <strong>un</strong>a simple cuestión de nivel, por lo <strong>que</strong> la conversación<br />

languidece hasta <strong>que</strong> ven <strong>un</strong> bar, cerca de las vías del tren.<br />

El bar. La seg<strong>un</strong>da cerveza sabe mejor <strong>que</strong> la primera, y la tercera a<strong>un</strong> mejor <strong>que</strong> la seg<strong>un</strong>da.<br />

Sinéad se ha destapado con la Guiness Special y charla por los codos, alegre y halagada por las<br />

miradas de él. Cuando el tímido griego va al baño, ella registra su cazadora y encuentra bajo <strong>un</strong><br />

pliegue de zwarttramreisboeten (multas-por-viajar-en-tranvía-sin-pagar) <strong>un</strong> intento de poema en<br />

inglés primitivo. Se exalta y abre <strong>un</strong>a carpeta roída y agujereada para mostrarle a Apostolis bocetos<br />

de pinturas, a lápiz y a bolígrafo sobre papel barato cuadriculado, <strong>que</strong> siempre seguirán siendo<br />

bocetos y n<strong>un</strong>ca llegarán a nada. <strong>Lo</strong>s dos se emocionan y se sienten a la vez terriblemente felices.<br />

Apostolis intenta traducir al inglés <strong>un</strong> papel manuscrito suyo, arrugado y manchado de aceite. Suena<br />

en inglés tan mal como <strong>un</strong> griego, pero Sinéad supone <strong>que</strong> algo habrá perdido en ese puente <strong>que</strong> lleva<br />

de <strong>un</strong>a lengua a la otra. Mira con fogonazos cálidos y lanza elogios como la máquina de discos<br />

compactos con monedas de <strong>un</strong> florín: te da justo lo <strong>que</strong> tú quieres escuchar.<br />

En el local hace calor; Sinéad ha perdido las pecotas rojizas <strong>que</strong> le salen cuando hace<br />

demasiado frío y ahora gana en belleza por<strong>que</strong> más <strong>que</strong> <strong>un</strong> camarón enano parece <strong>un</strong>a rana esquimal<br />

contenta. Incluso Apostolis ha ocultado el olor del aceite bajo el humo de sus cigarrillos y <strong>un</strong> par de<br />

eructos de cerveza, así <strong>que</strong> ahora gracias a la penumbra del café sus rizos parecen menos grasientos.<br />

Hace meses <strong>que</strong> Sinéad no habla a gusto con <strong>un</strong> hombre, sólo a ratos con el búlgaro de su casa <strong>que</strong> es<br />

muy bruto y les roba a ella y a la tailandesa la ginebra, las cervezas, el papel de plata y las cucharas.<br />

También Apostolis, salvo <strong>un</strong> sucio y acelerado escarceo a oscuras con <strong>un</strong>a mulata celulítica del<br />

Surinam, no ha conocido mujer durante los dos años largos <strong>que</strong> ya lleva en Amsterdam. La irlandesa<br />

da a su cara de rana pálida <strong>un</strong> giro pícaro para comentar <strong>que</strong> su Irlanda se llena en verano de<br />

españoles <strong>que</strong> van allí a estudiar inglés por<strong>que</strong> es más barato <strong>que</strong> <strong>Lo</strong>ndres, tan mediterráneos, tan<br />

guapotes, tan pasionales, tan morenitos... El griego responde <strong>que</strong>... <strong>un</strong>a lástima, él no conoce a<br />

ningún español. Y la conversación vuelve a languidecer.<br />

El bar, oscuro y pe<strong>que</strong>ño como el culo de <strong>un</strong>a lagartija, huele a marihuana pasada y a pedos, a<br />

hachís y a sudor de árabes, asiáticos y negros <strong>que</strong> creían <strong>que</strong> venían al Paraíso. Para saber de verdad<br />

cuál es el color del suelo habría <strong>que</strong> encender allí abajo <strong>un</strong>a cerilla; hay cositas diminutas <strong>que</strong> crujen<br />

y resbalan al andar como crías de araña o huevos de culebras. De improviso la puerta se abre con <strong>un</strong>a<br />

patada y la oscuridad nocturna vomita la silueta de <strong>un</strong> policía. Se corta la música violentamente.<br />

Todos protestan y gritan; se rompen <strong>un</strong> par de botellas; se troncha <strong>un</strong>a silla, golpea <strong>un</strong>a porra a<br />

alguien, hasta <strong>que</strong> en medio minuto ya hay más agentes de policía <strong>que</strong> clientes. Nadie tiene papeles<br />

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de identificación; se les conduce esposados a <strong>un</strong> discreto autocar —a todos excepto a Sinéad y<br />

Apostolis, <strong>que</strong> por los pelos se libran con sus pasaportes europeos de tercera clase y son ruda y<br />

despectivamente expulsados del zipizape. “Be careful, you two”, les escupe <strong>un</strong> agente con cara de<br />

caballo bizco, a<strong>un</strong><strong>que</strong> ni el griego ni la irlandesa entienden muy bien a qué se refiere.<br />

Todo se ha fastidiado. Como las tetas descom<strong>un</strong>ales de <strong>un</strong>a puta latinoamericana, la noche de<br />

Amsterdam se extiende por el Spaarndammerdijk entre luces de neón, agonizantes farolas amarillas y<br />

lluvia intermitente. Sinéad tiene hambre, es muy tarde y se va a ir a casa, ella es quien vive más lejos.<br />

Mientras gira la cerradura del candado de su bicicleta, Apostolis desarrolla <strong>un</strong> esfuerzo titánico.<br />

“Podríamos, podríamos también —tartamudea— cenar, cenar, cenar en mi casa”, y antes de acabar<br />

de decirlo ya se ha arrepentido de proponerlo, pero ella asegura sin embargo <strong>que</strong> sí, <strong>que</strong> es <strong>un</strong>a gran<br />

idea por<strong>que</strong> se muere de ganas de hacer pis y en el bar no podía por<strong>que</strong> los ciempiés y las tijeretas<br />

por las paredes del baño le daban mucho asco. Al griego le laten las sienes y, nervioso, quiere<br />

expresar en inglés algo de <strong>un</strong> poema y le cuesta horrores y estruja su cerebro, espachurra la materia<br />

gris y por fin murmura: “está bien, mujer con el sol en el pelo”, pero es demasiado tarde por<strong>que</strong><br />

Sinéad ya está con la bici en la siguiente esquina y no le ha oído y dice <strong>que</strong> venga <strong>que</strong> se está<br />

haciendo pis encima.<br />

La casa de Apostolis. Trasponen <strong>un</strong>a portonaza grande, suben después por <strong>un</strong>a escalera de<br />

madera carcomida hasta el nivel de <strong>un</strong> cuarto piso, recorren <strong>un</strong> pasillo horadado a ambas caras,<br />

aseteado con posters de paisajes tropicales, hembras semidesnudas y bandas heavies (todo lo observa<br />

Sinéad con curiosidad), luego cruzan <strong>un</strong> patio sobre <strong>un</strong> sendero a base de tablas <strong>que</strong> salvan el suelo<br />

de arena y barro, penetran <strong>un</strong>a cocina grande donde cenan ocho jóvenes, jóvenes harapientos, con<br />

cresta de pelos de colores, como gallos estereofónicos de <strong>un</strong> trópico de caleidoscopio; saltan <strong>un</strong>a<br />

escalera a la <strong>que</strong> faltan dos peldaños, caminan a lo largo de <strong>un</strong> corredor con barandillas <strong>que</strong> se eleva<br />

a cuarenta metros sobre el asfalto y serpentea alrededor del edificio, ascienden dos pisos de escaleras<br />

estrechas de caracol (en el primero viven los dos argelinos homosexuales) y Apostolis inserta su<br />

llave en <strong>un</strong>a cerradura. “Está <strong>un</strong> poco desordenado”, advierte antes de abrir. La irlandesa desorbita y<br />

despliega la visión de sus ojos azules <strong>que</strong> tanto se sorprenden siempre, <strong>que</strong> parecen continuamente<br />

los ojos azules de <strong>un</strong> reo asustado o de <strong>un</strong> enfermo miedoso.<br />

Casi entera, <strong>un</strong>a pared consiste en <strong>un</strong> ventanal; en otra descansa <strong>un</strong> lavabo comido en su<br />

fondo por <strong>un</strong>a costra grisácea de cien mil afeitados, <strong>un</strong> espejo por supuesto res<strong>que</strong>brajado por la<br />

mitad y <strong>un</strong>a repisa con veinte frascos de perfumes y colonias, todos usados hace mucho y vacíos.<br />

Indefiniblemente, <strong>un</strong>a presencia rancia y solitaria sofoca el aire del cuarto. En <strong>un</strong> rincón duerme <strong>un</strong><br />

garrafón de diez litros de aceite de oliva virgen. Hay en el centro <strong>un</strong>a mesa construida con <strong>un</strong> enorme<br />

trozo de an<strong>un</strong>cio mural publicitario y cuatro canalones de desagüe de <strong>un</strong>a obra; el tablón es de <strong>un</strong><br />

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an<strong>un</strong>cio de refrescos y trae la foto playera de <strong>un</strong>a americana en bikini con <strong>un</strong>os pechos siete veces<br />

más grandes y redondos <strong>que</strong> los de Sinéad. Se cayó del an<strong>un</strong>cio del tejado vecino cuando el<br />

accidente del avión de la KLM; Apostolis pasa bastante tiempo saltando por los tejados.<br />

También hay dos sillas, <strong>un</strong>a de madera y otra metálica, robada en la terraza de <strong>un</strong> bar. Detrás,<br />

en la pared <strong>que</strong> <strong>que</strong>da frente al ventanal, reposa <strong>un</strong> colchón en el suelo, suelo <strong>que</strong> el griego tuvo la<br />

idea de alfombrar en su totalidad, hace diez o doce meses, con hojas de periódicos suizos. Hoy el<br />

papel se ha tornado amarillento, y es como si vivieran y pisaran sobre la piel de <strong>un</strong> elefante cirrótico,<br />

<strong>un</strong> aplatanado lomo de hepatitis. Completan la situación <strong>un</strong> infiernillo para cocinar, <strong>un</strong>a estantería<br />

con: dos velas, dos libros, <strong>un</strong> despertador, <strong>un</strong>a radio, <strong>un</strong> montoncito de calzoncillos limpios y <strong>un</strong>a<br />

postal del Palacio M<strong>un</strong>icipal de Orestíada; en las paredes hay tres retratos, <strong>un</strong>o de Theodorakis, otro<br />

de Aristóteles y otro de Marylin Monroe.<br />

Apostolis espachurra <strong>un</strong>a pila de prendas de ropa tras la puerta, prende las velas y pronto<br />

cocina lo <strong>que</strong> han comprado en <strong>un</strong> Snack-Bar: dos hamburguesas, tres cro<strong>que</strong>tas Nasi-Bami y <strong>un</strong><br />

fálico Frikandel. <strong>Lo</strong>s ha pagado Sinéad, por eso tiene el valor de preg<strong>un</strong>tar: “¿Puedes hacerlos con<br />

mantequilla, por favor? El aceite de oliva del continente me da arcadas”, a lo <strong>que</strong> el griego esboza<br />

<strong>un</strong>a mueca de dolor, pero no contesta palabra. Sólo comen. La irlandesa ya ha vuelto del baño, pero<br />

la “excursión” al cuarto de Apostolis fue tan larga e interminable <strong>que</strong> se ha hecho medio pis encima<br />

y olía tan fuerte <strong>que</strong> ha acabado por quitarse las braguitas, las ha tirado por el ventanuco ridículo del<br />

retrete y ahora la entrepierna de las mallas rosas ceñidas <strong>que</strong> viste le marca la protuberancia de los<br />

labios.<br />

Por el ventanal se destacan los techos de la ciudad, el monstruo <strong>que</strong> les ataca, <strong>que</strong> les<br />

acorrala, <strong>que</strong> les aísla. Como <strong>un</strong> pastel putrefacto hormigueado por cien mil luciérnagas, los gusanos<br />

de sus fanales enfermizos, se extiende casi sin fin sobre <strong>un</strong> <strong>un</strong>iverso de holandeses rubios con<br />

uitkerings, prestaciones sociales, seguros médicos, estudios y servicios gratuitos, subvenciones y<br />

subsidios infinitos de desempleo. El sub<strong>un</strong>iverso comienza en el límite de las farolas, con asiáticos<br />

ilegales, árabes expulsados a patadas de <strong>un</strong> bar de hachís, sudamericanos sudando entre las calderas y<br />

sartenes de las cocinas de los restaurantes, negros africanos descargando los pestilentes camiones del<br />

puerto, inhalando los vapores asesinos de las factorías químicas, sumergiendo los brazos hasta los<br />

codos en la mierda y la orina de los inodoros para desatascarlos, recogiendo los mejillones de la<br />

costa de Zelanda a diez grados bajo cero, barriendo, fregando, limpiando, excavando, sudando,<br />

sufriendo y muriendo hasta <strong>que</strong> son deportados.<br />

Sinéad y Apostolis <strong>que</strong>daron algo tristes mirando por la ventana. De repente ambos se<br />

sintieron, a la vez, terriblemente solos. Sus ojos se encontraron desde los extremos de la americana<br />

en bikini y el cielo azul de California. Sonrieron. Ella dijo <strong>que</strong> se encontraba muy bien cuando estaba<br />

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con él, él asintió tan entusiásticamente con la cabeza <strong>que</strong> <strong>un</strong>a minúscula nevada de caspa cayó frente<br />

a la luz de las velas. Ella extrajo <strong>un</strong> kleenex para limpiarse los mocos por<strong>que</strong> sabía <strong>que</strong> la iban a<br />

besar. Él hubiera entonces deseado no haber tenido bigote.<br />

Las delgadas pantorrillas anémicas del griego tiritaban bajo la mesa, alargadas<br />

inconscientemente entre las carnosas y rollizas gambas de la irlandesa y su ostentosa raja. Sin<br />

intención Apostolis rozó sus tobillos con los muslos de ella; la chica dio <strong>un</strong> respingo, sonrió, le tomó<br />

al mozo <strong>un</strong> pellizco afable en la mejilla y dijo: “Pillín, pillín”. No fue algo muy acertado. Primero<br />

por<strong>que</strong> luego a Sinéad se le <strong>que</strong>daron los dedos pringosos como si hubiera comido patatas fritas con<br />

las manos, y, seg<strong>un</strong>do, por<strong>que</strong> a Apostolis le hizo daño de verdad (su madre, cuando vivía, le solía<br />

decir <strong>que</strong> si se comiese <strong>un</strong>a sopa con <strong>un</strong> solo guisante le formaría <strong>un</strong> grano en la nariz), de manera<br />

<strong>que</strong> al pobre chaval se le nubló la vista, y rompió a latirle el corazón en el pecho, en las sienes, en los<br />

ojos, en las muñecas, como el galope de <strong>un</strong> caballo <strong>que</strong> ha perdido la razón. Como <strong>un</strong> potro loco y<br />

desbocado.<br />

Ya no hay más poemas <strong>que</strong> leer. Apostolis Tsirgotakis ha enseñado todos sus mediocres<br />

ripios y cuentos, ha enseñado su perfume favorito, <strong>un</strong>o <strong>que</strong> halló vacío en el césped del<br />

Rembrandtpark el año anterior; ha enseñado las vulgares fotos del último verano en la isla de<br />

Mykonos donde vendía tatuajes solubles en la playa a turistas pederastas, el libro desportillado de<br />

Manolis Anagnostakis y la pipa pseudo-india. La emisora de Rotterdam en la radio se está <strong>que</strong>dando<br />

sin pilas y emite <strong>un</strong> rumor ronco y triste. La vela se está acabando.<br />

Sinéad afirma <strong>que</strong> él es <strong>un</strong> chico muy especial, diferente a los demás. Se <strong>que</strong>da mirándolo<br />

fijamente a las pupilas marrones hasta <strong>que</strong>, tras <strong>un</strong> silencio de zumbido radiofónico agonizante, el<br />

griego acerca por fin su rostro al de ella. Sinéad cierra los ojos y abre la boca, como si le fueran a<br />

sacar <strong>un</strong>a muela.<br />

La boca de Sinéad huele a hamburguesa y a tabaco, a cebolla y a cerveza de lata. Pero en el<br />

momento en <strong>que</strong> sus labios se tocan, el brazo suelto de Apostolis choca con las botellas, los platos,<br />

los vasos, el tarro de colonia, la mesa inestable y la vela. Todo se viene abajo con <strong>un</strong> estrépito de mil<br />

demonios, se <strong>que</strong>dan repentinamente a oscuras y la pareja de maricones argelinos golpea<br />

furiosamente con <strong>un</strong>a escoba en el techo. Sinéad y Apostolis se besan con sonoros gemidos y mucha<br />

saliva, <strong>un</strong> gato maúlla en la cornisa y <strong>un</strong>a ambulancia y <strong>un</strong> coche policial chillan como locas en<br />

alg<strong>un</strong>a parte. <strong>Lo</strong>s árabes amenazan a la pareja joven, los p<strong>un</strong>kies amenazan a los árabes y la policía<br />

amenaza a los p<strong>un</strong>kies.<br />

Cuando al fin retorna el silencio, los dedos morenos de Apostolis acarician temblando la cara<br />

de salmón despellejado de la irlandesa; parecen rábanos <strong>que</strong>mados paseando por <strong>un</strong> boniato pelado y<br />

hervido. Ella se vuelve melosa y frota como <strong>un</strong>a gata su cabeza contra la mano <strong>que</strong> le acaricia. Se<br />

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van a besar de nuevo y, de pronto, Sinéad preg<strong>un</strong>ta: “¿Me puedo quitar las mallas?” Apostolis dice<br />

encantado a todo <strong>que</strong> sí, además a ella le escuecen los labios y la vulva con el roce de la tela y con <strong>un</strong><br />

par de gotitas <strong>que</strong> se le han escapado al ser besada por él. Mientras la besa otra vez, ahora de pie,<br />

Apostolis susurra entre las sombras: “mujer de rosas sin cortar, paloma de mi esperanza, primavera<br />

de mi juventud”. Ella se ríe quitándose las botas de remaches. “¿No es bello, <strong>que</strong>rida princesa, <strong>que</strong><br />

nos amemos esta noche aquí <strong>un</strong>a pintora y <strong>un</strong> escritor? ¡Una pintora y <strong>un</strong> escritor!” Abajo, en el<br />

bulevar, las luces públicas titilan <strong>un</strong> instante de forma casi imperceptible.<br />

Y entonces sucedió algo muy extraño. Algo inaudito. Algo n<strong>un</strong>ca visto. Algo verdaderamente<br />

increíble. Entonces, <strong>un</strong> aire fresco, como el de los pinos silvestres florecidos, viajó repentinamente<br />

por la habitación, de p<strong>un</strong>ta a p<strong>un</strong>ta. La ciudad desapareció. El país desapareció. El m<strong>un</strong>do<br />

desapareció. Todo desapareció menos ellos. La irlandesa desnuda se sentó suavemente sobre las<br />

rodillas del griego. Se besaron prof<strong>un</strong>da, ariscamente, como dos panteras, como dos fieras sin<br />

civilizar al fondo de <strong>un</strong> bos<strong>que</strong> salvaje. Él era Ulises, el rey de la Itaca, presto a batallar; ella era <strong>un</strong>a<br />

amazona de las sagas de Finn y Connagh, del Táin Bó Cualnge, hija de druidas y espadas de<br />

guerreros. El mediterráneo desnudó a su animal húmedo de los campos verdes y los acantilados, besó<br />

incansablemente la piel pura, nívea, la piel inmaculada de su ninfa céltica. La isleña desnudó a su<br />

toro ardiente, su animal de sabiduría milenaria y sangre eterna, besó su piel viril de vello y de sol, y<br />

besó en él a Mercurio, a Apolo y a Príapo. Surgió la l<strong>un</strong>a y lo único <strong>que</strong> vio sobre la superficie de la<br />

Tierra fue <strong>un</strong>a pareja de panteras, <strong>un</strong>a blanca y la otra negra, <strong>que</strong> saltaban la <strong>un</strong>a sobre la otra en <strong>un</strong><br />

juego eterno y cíclico <strong>que</strong> ligaba su origen y su término a las simas de los despeñaderos y a las<br />

altiplanicies de las cumbres heladas, a los luceros celestes y a los prof<strong>un</strong>dos abismos de las mareas.<br />

La pleamar y la bajamar, la energía del recién nacido y las cenizas del último cadáver. El Señor<br />

omnipotente y la pulga infecta. A todo a<strong>que</strong>llo, en fin, <strong>que</strong> es siempre <strong>un</strong>a partícula de infinitesimal<br />

pero perpetua gloria: <strong>un</strong>a simiente de la totalidad disgregada entre astro y astro o entre átomo y<br />

átomo. Ese hornaje o levadura <strong>que</strong> está mezclado en todos nosotros, y <strong>que</strong> puede llegar a expandirse,<br />

siquiera <strong>un</strong>a sola vez, por<strong>que</strong> por amor a la esencia de lo Eterno hay, y habrá por siempre, <strong>un</strong>a brizna<br />

de híbrida gloria en todas, absolutamente todas las cosas.<br />

El día después. Las chimeneas, ventanas trasteras y conductos de aire acondicionado del<br />

restaurante indio empiezan a transpirar agrios olores hediondos, humos podridos y gases químicos<br />

as<strong>que</strong>rosos justo al poco de salir el sol invernal de Amsterdam, <strong>que</strong> es <strong>un</strong>a galleta ajada e inofensiva,<br />

<strong>un</strong>a lonja de limón sin ácido ni sabor. Con náusea en el paladar y alfileres en los ojos del cerebro,<br />

Apostolis Tsirgotakis, de veintisiete años de edad, se levanta aterido de frío y cierra bien la ventana<br />

21


al patio por donde se deslizaba a<strong>que</strong>lla invasión de ruido, humos y peste fétida. Se rasca los rizos, los<br />

muslos, el culo y el glande, y contempla su fofo cuerpo desnudo en el espejo astillado. Como de<br />

costumbre, necesita <strong>un</strong> par de minutos para comprender la realidad <strong>que</strong> le circ<strong>un</strong>da. La mesa<br />

descabalgada, platos, vasos, añicos de botellas por el suelo, la vela pisoteada, las siete en el<br />

despertador, la radio sin pilas. Y <strong>un</strong> hueco insustituible en el colchón <strong>que</strong> por vez primera ha<br />

albergado a dos es<strong>que</strong>letos en lugar de <strong>un</strong>o. Apostolis se agacha y h<strong>un</strong>de su nariz en las sábanas<br />

arrugadas; aspira lo más fuerte <strong>que</strong> puede y, es verdad, aún <strong>que</strong>da algún lejano perfume de<br />

acantilados, praderas verdes y ninfas. Pero ya tan débil <strong>que</strong> pronto se extingue.<br />

Ahorcada con la chincheta inferior del retrato de Marylin Monroe cuelga <strong>un</strong>a nota. Dice:<br />

“Popototolis <strong>que</strong>rido: De repente ha venido mi menstruación y he tenido <strong>que</strong> ir corriendo a <strong>un</strong>a<br />

farmacia a comprar tampones. He robado <strong>un</strong>o de tus calzoncillos. ¿No te importa? Luego debo ir<br />

derecha al dermatólogo <strong>que</strong> me trata las pecas, así <strong>que</strong> nos vemos en la fábrica. Gracias por todo.”<br />

Y termina subrayando: “Un beso enorme donde tú quieras, toro mío.” El griego sonríe, brinca<br />

imitándola a ella, y vuelve a la cama. Duerme feliz.<br />

Cuando Apostolis despierta es muy tarde. Le llena <strong>un</strong> miedo extraño, como si estuviera en <strong>un</strong><br />

útero materno y la placenta se tornase fría por<strong>que</strong> la madre ha muerto y él ha <strong>que</strong>dado dentro,<br />

atrapado, nonato y perdido. Se hace <strong>un</strong> ovillo en las mantas y empieza a escribir versos sobre/para<br />

Sinéad, en lugar de salir en su busca. Escribe: “tu boca de cervecita / irlandesa cristalina”, o bien:<br />

“tus piernas / de dulce y sensual mantequilla”. Son frases tan horribles <strong>que</strong> hasta el folio gritaría de<br />

dolor si tuviera boca. En lugar de correr a la fábrica, devora <strong>un</strong> plato de pan, ajo, aceite de oliva y sal<br />

entre las sábanas, y permanece allí, evocando a su irlandesita. Suspirando con sus malditas<br />

metáforas. Soñando como <strong>un</strong> cretino.<br />

En la fábrica Sinéad ha intentado ayudar, relatando <strong>un</strong>a boba excusa al ver <strong>que</strong> Apostolis no<br />

aparece. El encargado de la oficina, <strong>un</strong> piojo sin sangre <strong>que</strong> succionar, gruñe al firmar la ficha de<br />

trabajo, ref<strong>un</strong>fuñando y rezongando por lo bajo. El imbécil calvo de la gorra sigue ordenando<br />

rotuladores por colores y tamaños y lamiendo las gomas de los sobres, y todos, todos los árabes<br />

muestran sonrisas de rodaja de melón para preg<strong>un</strong>tarle: “You man Greek fuck?” No es Queen’s<br />

English pero Sinéad no es tan mema para no entender. Desgajando sobres de las cajonetas, se<br />

preg<strong>un</strong>ta, confusa, trata de imaginar qué sucede. Ella no entiende nada. Ella no sabe qué pasa. Ella<br />

no puede y no podría jamás imaginarse lo <strong>que</strong> pasa. <strong>Lo</strong>s negros sacan y meten los bultos en los<br />

camiones entre gritos bestiales.<br />

Por la noche el griego advierte su empanada mental y sale a las calles, pedalea hacia<br />

Leidseplein, cruza volando el Spui, atraviesa el Rokin y el Dam, y cuando llega al<br />

Spaarndammerdijk y está empapado por<strong>que</strong> llueve a cántaros, se da cuenta de <strong>que</strong> no sabe a dónde<br />

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va. Por su parte Sinéad ha tratado esforzadamente de encontrar la casa de Apostolis, algo laberíntico<br />

y difícil. A base de tesón y mapas la descubre por fin, pero sufre <strong>un</strong>a decepción por<strong>que</strong> el griego no<br />

está y por<strong>que</strong> <strong>un</strong>o de los p<strong>un</strong>kies le coge el culo en la cocina y tiene <strong>que</strong> salir corriendo. Se enfada<br />

con el griego y también consigo misma y vuelve en bici a su casa, donde esa noche bebe demasiado<br />

vino portugués de oferta de supermercado con el búlgaro y la tailandesa, <strong>que</strong> ahora está embarazada<br />

y dice <strong>que</strong> se va a desenganchar. Luben, el búlgaro, también le palpa el culo. Y, esta vez, ella se deja.<br />

Apostolis da mil vueltas estúpidas y acaba derramando en coca y marihuana el dinero <strong>que</strong> iba<br />

a enviar a su tía materna. A<strong>un</strong><strong>que</strong> el tugurio del barrio de las luces rojas donde bebe huele como el<br />

coño de <strong>un</strong>a cabra, no lo abandona hasta muy avanzada la madrugada; está tan pasado de rosca y<br />

agilipollado <strong>que</strong> olvida candar su bicicleta a la señal de prohibido sacar la basura de l<strong>un</strong>es a jueves,<br />

con lo <strong>que</strong> en pocos minutos se la agencia <strong>un</strong> paquistaní agradecido.<br />

Al día siguiente es sábado. No consigue despegar los párpados hasta el mediodía. Como le<br />

han vuelto a robar la bici, va meciéndose, resacoso y amodorrado, en el tranvía <strong>que</strong> le lleva a la<br />

fábrica. Y—sorpresa: se topa con <strong>un</strong> cartel en la puerta.<br />

GESLOTEN OP ONZE<br />

GELIEFDE KONINGINNEDAG<br />

Cerrado por el día de nuestra bienamada Reina<br />

Apostolis regresa caminando, recorriendo toda la ciudad con la vana esperanza de<br />

encontrarla, mientras los holandeses han ocupado las calles con todo tipo de tenderetes y puestos<br />

por<strong>que</strong> hoy todo <strong>vale</strong> y todo se puede comprar o vender sin licencia. J<strong>un</strong>to a la portezuela de su casa,<br />

Apostolis ve a <strong>un</strong> crío rubillo de <strong>un</strong>os doce años vendiendo pañales usados sobre <strong>un</strong>a caja de<br />

plátanos. Qué monada. Suspira y asciende las escaleras para darse de cabezazos contra la pared, para<br />

amargarse el día con sub-arte de desecho y para escribir <strong>un</strong>a larga carta a su tía materna en<br />

Thoukididou y explicarle <strong>que</strong> desgraciadamente esta semana no podrá mandarle ni <strong>un</strong> solo bendito<br />

florín holandés.<br />

El retorno. Como <strong>un</strong> caracol herido de muerte, el fin de semana transcurre cansino y a<br />

trompicones. El l<strong>un</strong>es a las siete y media las odiadas cajonetas de United Parcel Trading Company<br />

vuelven a ser sobadas por las manos frías del griego Apostolis. Sin dejar de facturar, estira su cuello<br />

de galápago para escrutar a derecha e izquierda. Él no sabe <strong>que</strong> a<strong>que</strong>l fin de semana retornó de<br />

Noruega Nile Causeway, el novio de Sinéad. Había estado adherido a <strong>un</strong>a periodista divorciada de<br />

cuarenta años en Oslo pero su caradura extraordinaria decididamente había superado todos los<br />

límites y, en resumen, lo habían puesto de patitas en la calle. Volvió el sábado, el día de la Reina, a<br />

casa de Sinéad (el búlgaro, por sorpresa y sin explicaciones, le pagó <strong>un</strong>a antiquísima deuda atrasada).<br />

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Nile agarró el dinero, se sentó a la mesa de la camarona enana, dijo <strong>que</strong> estaba cansado de tonterías,<br />

se bebió medio litro de cerveza sin respirar, le pegó cuatro hostias bien dadas y se la llevó de vuelta a<br />

Irlanda. Ese mismo domingo habían embarcado en el ferry a Dover.<br />

El tiempo y su hijo.<br />

¿Qué es eso de allí?<br />

Hijo, eso es <strong>un</strong>a comadrona.<br />

¿Por qué está entrando en a<strong>que</strong>lla casa?<br />

Por<strong>que</strong> dentro de poco va a nacer <strong>un</strong> niño.<br />

¿Qué está haciendo ahora?<br />

Ahora se lava las manos con jabón de fregar vajillas.<br />

¿Por qué?<br />

Por<strong>que</strong> en Crossmolina, <strong>que</strong> es esa aldea en el centro desolado de Irlanda, todas las tiendas<br />

están cerradas el día de San Patricio. No tiene otro jabón.<br />

¿La de la cama es la madre?<br />

Sí, es la futura madre. Va a tener su quinto hijo.<br />

¿Cómo se llama?<br />

Se llama Sinéad O Dalaigh.<br />

¡Anda! ¡Yo la conozco!<br />

Pues claro <strong>que</strong> la conoces. Mira, mira esa plaza de más allá, esa plaza con las losetas<br />

desgastadas por los siglos. Ese hombre es su marido, Nile, el calvo de la gorra a cuadros, el <strong>que</strong> bebe<br />

cerveza y juega a las cartas.<br />

¿No va a estar en casa cuando nazca su hijo? ¿Por qué no?<br />

Es complicado de explicar. Verás, el ya no tiene mucho interés en su familia.<br />

¿No debería estar con su mujer?<br />

Bueno, ha perdido la curiosidad. Y a fin de cuentas la comadrona conoce bien su trabajo y<br />

sabe perfectamente todo lo <strong>que</strong> hay <strong>que</strong> hacer.<br />

Entonces, ¿por qué no se casa Sinéad con la comadrona?<br />

Hijo mío, a veces haces <strong>un</strong>as preg<strong>un</strong>tas muy difíciles.<br />

¿Por qué sólo hay hombres en el corro del bar?<br />

Por<strong>que</strong> es la costumbre.<br />

¿Por qué juegan a las cartas?<br />

Por<strong>que</strong> es la costumbre.<br />

¿Por qué escupen en el suelo?<br />

Por<strong>que</strong> se pudren de melancolía, hijo.<br />

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La fábrica, la fábrica. Siempre hace viento en los suburbios industriales de Amsterdam.<br />

Apostolis Tsirgotakis, de treinta y cinco años hoy, impregna en las facturas <strong>que</strong> entrega a la oficina<br />

su halo de aceite de oliva y ajos. Guarda como de costumbre su puesto en la fila del seg<strong>un</strong>do grupo,<br />

en silencio, con la mirada soñadora y ausente y empapado hasta la médula por la nostálgica apatía de<br />

<strong>un</strong> buey. De repente, y sin saber por qué, se ha acordado de algo. El corazón sentimental ha <strong>que</strong>dado<br />

oscurecido en sus ilusiones cotidianas.<br />

“Pero”, murmura, “¡n<strong>un</strong>ca me devolvió mis calzoncillos!”<br />

Amsterdam, 25 de diciembre de 1992.<br />

«Un momento de gloria», Almoraima, Creación Literaria y Artística, 10 (1993): 30-39.<br />

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(Publicado en De Babel en 1995)<br />

Distorsión y Cebolla<br />

Al mediodía, el colegio nacional detrás de la Cuesta del Piojo celebraba almuerzos masivos<br />

para retenerles acorralados hasta las cinco. Toda la vida recordaría Siseb<strong>un</strong>do Cebolla a sus alegres<br />

camaradas: el Tocino, el Mojón, el Conejo, el Basurita, el Mugre. Angelitos.<br />

<strong>Lo</strong>s renacuajos gozaban de cierta libertad justo antes y después de almorzar, cuando el<br />

profesorado engullía con afán el aperitivo o sorbía a chispos el café de molinillo de don Virgilio, y<br />

dejaba de inquietarse por la chiquillería. <strong>Lo</strong>s corderitos de Dios correteaban hasta por los tejados, las<br />

mediaguas y los sobradillos, descolgándose por la azotea, por los chaperones sucios, por las canaletas<br />

oxidadas, por la claraboya de la clase aborrecida. La clase de Siseb<strong>un</strong>do se separaba del comedor<br />

colectivo mediante <strong>un</strong>a raquítica cortina plegable de madera de raja cañiza. Desde luego el recinto no<br />

había sido concebido como aula, pero en fin, había <strong>que</strong> acomodarse, y como decía la <strong>Lo</strong>la: yo soy la<br />

carne y usted el cuchillo.<br />

Las criaturas soportaban garabatear metódicamente las caligrafías de los cuadernos de<br />

Amiguitos. Declamaban las tablas de multiplicar. Salmodiaban las preg<strong>un</strong>tas y respuestas del último<br />

catecismo católico. Calcaban artículos esotéricos del Sol-Diario de Málaga con el anfibológico<br />

nombramiento de <strong>un</strong> nuevo ministro de Educación y Ciencia. Leían actividades prácticas del libro de<br />

Naturales <strong>que</strong> no podrían realizar por<strong>que</strong> carecían de laboratorio. Leían propuestas del libro de<br />

Sociales <strong>que</strong> no podrían realizar por<strong>que</strong> sugería visitas a museos o viajes utópicos en metro, peculiar<br />

arrogancia tipográfica de Madrid o Barcelona. Y todo en el pasillo de <strong>un</strong>a casa vieja con las<br />

columnas enmedio, el cañillo, los cubos de las fregonas y el suelo de baldosines rojos de patio.<br />

En el patio el Tocino se sentía muy frágil. El Tocino era Fabián Rosales, el <strong>que</strong> luego<br />

acabaría en Polonia pintando guarrerías. Le llamaban el Tocino por<strong>que</strong> su madre le llevaba<br />

bocadillos de pringá en los recreos. Era <strong>un</strong>a pobre criatura sin malicia, <strong>un</strong> pedazo de pan blanco <strong>que</strong><br />

el m<strong>un</strong>do se empeñaba en amasar. Llegaba de aluvión por<strong>que</strong> su padre no encontraba empleo en<br />

Facinas, y allí en San Martín del Despojo le habían hecho camarero de turistas.<br />

A<strong>un</strong><strong>que</strong> a los alumnos no les estaba permitido pisar el rectángulo de hormigón para fútbol en<br />

las horas comestibles, Siseb<strong>un</strong>do siempre persuadía a Fabián para fugarse, y se escabullían cruzando<br />

de p<strong>un</strong>tillas por delante de la sala de claustro, donde los maestros debatían con vasos turbios en la<br />

mano. Don Enri<strong>que</strong> Tomate se sobaba la barba, silencioso, en <strong>un</strong> rincón, mirando nostálgico las<br />

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umas marítimas a través de la ventana, tras calimas nebulosas y anocheceres inciertos.<br />

—Que sí, Enri<strong>que</strong> —exclamaba don Virgilio, el dueño de la máquina de café—, lo <strong>que</strong><br />

planteo no es moral, sino empírico. Tú ya me entiendes. ¡<strong>Lo</strong>s hombres sienten <strong>un</strong>a atracción<br />

irracional por la belleza, y las mujeres sienten <strong>un</strong>a atracción irracional por la inteligencia!<br />

¿no?<br />

despensa.<br />

—Claro —reía don Enri<strong>que</strong>—, por eso la mujer tiende a ser vaca y el hombre a ser burro,<br />

—Hombre, Enri<strong>que</strong>, no me estás tomando en serio... —repuso don Virgilio.<br />

Pero en ese momento descubrió a Siseb<strong>un</strong>do y a Fabián reptando hacia la ventanuca de la<br />

—¡Cebolla! —gritó cariñosamente el maestro— ¿Dónde te crees <strong>que</strong> vas, feto de gamba?<br />

¡Arreando al comedor, so ablandabrevas! Y tú, Rosales, alma de cántaro, no te j<strong>un</strong>tes con el golfo<br />

éste <strong>que</strong> vas a acabar llorando.<br />

En efecto, acabó llorando en la comida. Por<strong>que</strong> Rogelio el Basurita, el <strong>que</strong> luego conduciría<br />

camiones de los supermercados Día en Madrid, se atiborraba la boca de macarrones en tomate.<br />

Luego los escupía solemnemente dentro del plato de Fabián, la pandilla reía a borbotones y<br />

Fabiancito gemía, sollozaba, protestaba entre dientes. En el revuelo armado por <strong>un</strong> arroz con leche de<br />

postre, los seis compinches se escurrieron por la cortina de madera dentro del aula, ágiles y delgados,<br />

como anguilas ahumadas resbalando por el desagüe. El colegio era tan chapucero <strong>que</strong>, tras el<br />

pizarrón, descubrieron <strong>un</strong> falsete escondido, sin cerradura.<br />

—¿<strong>Lo</strong> abrimos? —preg<strong>un</strong>tó Sise.<br />

—No —gemía Fabián el Tocino—, dejarlo, dejarlo <strong>que</strong> nos van a pillar.<br />

—Venga, venga —animó el Mugre.<br />

—Abre tú, Tocino —ordenó Rogelio el Basurita.<br />

La puerta daba a <strong>un</strong>a especie de almacén destartalado, <strong>que</strong> dormitaba en penumbras. Olía a<br />

cerrado y a humedad.<br />

—Ay, ay, ay —lloraba Fabián Rosales—. Algo me ha tocado la cabeza. ¡Mamá!<br />

—Una telaraña, Tocino —dijo el Basurita—. Cállate ya.<br />

—So cagón —rubricó el Conejo.<br />

Casi se le podía oír al cuarto respirar, con <strong>un</strong> ronquido lúgubre de polvo y cucarachas.<br />

Reposaban en desorden soñoliento la mayoría de cachivaches enviados desde Madrid o Sevilla y la<br />

Diputación Provincial, amodorrándose en la media luz <strong>un</strong> aletargado revoltijo de encerados, tizas,<br />

esponjas, mesas, sillas de hierro y pupitres verdes.<br />

—Menudo cabrón es el director —expuso Rogelio el Basurita—. Mi silla sin respaldo, yo<br />

hincándome los barrotes en la espalda, y todo esto aquí, nuevo y muerto de risa.<br />

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—Es culpa del director —sec<strong>un</strong>dó el Mugre.<br />

—Es <strong>un</strong> cabrón —certificó Sise.<br />

—Y además está calvo —añadió el Conejo.<br />

—Menudo cabrón —repitió el Basurita.<br />

—Es tan cabrón <strong>que</strong> se ha <strong>que</strong>dado calvo —teorizó Sise.<br />

—A lo mejor —aventuró Gorgui el Conejo— esto es como los barriles del Chiclana de mi<br />

padre, <strong>que</strong> se tienen <strong>que</strong> curar en la bodega.<br />

—A lo mejor hay bichos —se estremeció el Tocino— y nos pican. Vámonos.<br />

—A lo mejor son como los ataudes —intervino Sise—, o como las momias de las pirámides.<br />

—Mira el Muerto con lo <strong>que</strong> sale ahora —se admiró Rogelio el Basurita, entre risas.<br />

—No sabía <strong>que</strong> te llamaban el Muerto —dijo Fabián.<br />

—Cierra tu puta boca, Tocino de mierda —se defendió Sise—. Tú eres <strong>un</strong> pringoso de mierda<br />

y tu madre es <strong>un</strong>a piojosa y tu padre es <strong>un</strong> cornudo y le chupa la polla a los alemanes.<br />

—Qué valiente eres con el Tocino, Muerto —bramó la voz de Rogelio el Basurita—. A ver si<br />

tienes huevos de decírmelo a mí.<br />

—Suelta —protestó Sise—. Que me sueltes. No me agarres de la chamarreta, tío, <strong>que</strong> es de<br />

mi padre y me la vas a romper. Suelta ya, Basurita...<br />

—Dime otra vez Basurita si tienes cojones...<br />

—No es culpa mía, Rogelio... —aseguró Sise— Yo no uso tu mote n<strong>un</strong>ca, es <strong>que</strong> como tu<br />

padre trabaja en...<br />

Tras el forcejeo y el puñetazo, Siseb<strong>un</strong>do <strong>que</strong>dó tendido con la cabeza bajo <strong>un</strong> pupitre virgen,<br />

y se tapó la mos<strong>que</strong>ta de la nariz con el envés de la manga. La sangre dejaba <strong>un</strong> rastro negruzco en el<br />

percal.<br />

—¿Te ayudo?<br />

—Tocino puerco as<strong>que</strong>roso —escupió Sise—, vete a comerle la polla a tu padre.<br />

—Tengo <strong>un</strong> pañuelo.<br />

—Déjame en paz.<br />

Rogelio el Basurita y los demás ya jugaban a escalar a<strong>que</strong>l erizo gigante de patas de mesas<br />

infinitas. De vez en cuando, el cuarto parecía bostezar, y desperezarse de la siesta, y hacía como el<br />

<strong>que</strong> se aparta la sábana o la almohada de la cara durante el sopor. Una silla se h<strong>un</strong>día de improviso.<br />

Una mesa volteaba del revés. El m<strong>un</strong>do se abría a los pies del Mojón, el Conejo se agarraba al lomo<br />

de <strong>un</strong> armario, y el Mugre retozaba encima de la superficie verde de <strong>un</strong>a pizarra tornada. Haciendo<br />

equilibrios, resbalando y cayendo, encontraron allá arribota <strong>un</strong> ventanuco de vidrio esmerilado<br />

cosido a telarañas por <strong>un</strong>as tarántulas incansables. Con rostros de agudo placer, despachurraron la<br />

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tejedura con las manos.<br />

Pero en el almacén había algo más. <strong>Lo</strong> halló Siseb<strong>un</strong>do, con la nariz aún goteando sangre<br />

púrpura. Un botellín de agua tónica. La maestra de Lengua y Literatura era <strong>un</strong>a momia rancia con los<br />

hocicos pintarra<strong>que</strong>ados, <strong>que</strong> reservaba la botella para aclararse el pescuezo cuando tras cuatro o<br />

cinco horas de vociferar y mandar callar se volvía afónica. Siseb<strong>un</strong>do la vio y no se lo pensó dos<br />

veces. Debía recuperar algo de prestigio después del puñetazo recibido, y como por añadidura había<br />

bebido bastante gaseosa en el almuerzo, estaba a p<strong>un</strong>to de reventar.<br />

Se la sacó delante de sus buenos camaradas. Metió la p<strong>un</strong>ta por el cuello del botellín (en esos<br />

años le cabía) y se descargó enterito dentro.<br />

El Mojón y el Basurita brincaban de alborozo, Siseb<strong>un</strong>do resopló y se alzó los pantalones<br />

m<strong>un</strong>icipales. Le veían plácidamente satisfecho.<br />

—Qué tío —exclamaban.<br />

—Para <strong>que</strong> aprendáis.<br />

Les poseyó entonces <strong>un</strong>a cosquilleante risa nerviosa, <strong>un</strong>a convulsiva risa del espasmo ante el<br />

peligro muy difícil de detener. De súbito resonaron los tres tañidos tropológicos, acostumbrados, en<br />

el campanario de la iglesia de Santa Algarabía Micaela. Repicó el cencerro de formar fila en el patio.<br />

Del patio pasaron a la primera clase. Lengua y Literatura. En la mitad de la hora lectiva,<br />

emborronaban entre renglones la conjugación del pretérito pluscuamperfecto de subj<strong>un</strong>tivo, la<br />

descomposición y putrefacción del sintagma nominal predicativo, y los mensajes absurdos,<br />

incoherentes, para provocar a las niñas de las coletas, como <strong>un</strong>a necesidad biológica inextricable.<br />

Súbitamente, la voz de la maestra rajó la membrana de <strong>un</strong> silencio lleno de cartabones y gomas<br />

Milán de borrar, y la Momia, corriendo, huyó despavorida desde el cuarto trastero.<br />

—¡Aaaaah! —chillaba la pobre mujer— ¡Animales, salvajes, cafres! ¡Aaaaah!<br />

Aterrorizada, iba con todo el maquillaje arruinado y trastabillando como <strong>un</strong>a disparada<br />

gallina sin cabeza corriendo por las veredas de <strong>un</strong>a granja. Aún hoy día, con barriga, con hijos, con<br />

gafas metálicas, al Mojón todavía le dan ganas de reírse. Rogelio, el Basurita, el <strong>que</strong> llegó a<br />

camionero de los supermercados Día de Madrid, desgraciadamente ya no puede reírse.<br />

En breve, toda la pandilla formaba fila frente al despacho del director, <strong>un</strong> cabezudo pelón,<br />

alto y con gafotas negras. Había <strong>que</strong> trasladar a la Momia al hospital, le había dado <strong>un</strong> genuino<br />

ata<strong>que</strong> de nervios. Circulaban tubos de pastillas y grageas de colores por los pasillos. Las maestras<br />

correteaban por el corredor. Sonaban los teléfonos. Entró <strong>un</strong> guardia m<strong>un</strong>icipal. Siseb<strong>un</strong>do miraba a<br />

sus cómplices, rogando auxilio y deseando poder escapar.<br />

Y fue de órdago: <strong>un</strong> verdadero rapapolvo mitológico. El director se rascaba la sandía calva, se<br />

atragantaba con el café de zurrapa, escupía <strong>un</strong>a ensalada salivosa de blasfemias y maldiciones, y<br />

29


preg<strong>un</strong>taba quién había sido el pedazo de hijo de puta. Les había visto Vicente el Garrapata<br />

colándose en la salita de material. Maldito Garrapata, ya te cogeremos, mamón, te vamos a hacer <strong>un</strong><br />

gazpacho gitano, por éstas. Como se mantenían todos tan calladitos, igual <strong>que</strong> los fiambres del padre<br />

de Siseb<strong>un</strong>do, el cabezón determinó entrevistarlos por separado en su despacho. A Siseb<strong>un</strong>do se<br />

ignora realmente qué le preg<strong>un</strong>taron, pero él lo negó tozudamente todo, le estamparon cuatro<br />

bofetones en la boca y le cocearon afuera. Después los demás, lentamente, <strong>un</strong>o a <strong>un</strong>o, apellido por<br />

apellido, ahora usted Rodríguez, no meta tanta prisa Heredia, <strong>que</strong> tenemos todo el día, los inocentes<br />

no tienen nada <strong>que</strong> temer, pausadamente, como la tortura de la gota en el cerebro. Hasta <strong>que</strong> le tocó<br />

por fin al último.<br />

Era Fabián Rosales el Tocino quien sufría ahora dentro del despacho. Nadie había chivado<br />

nada todavía. <strong>Lo</strong>s demás aguardaban impacientes al otro lado de la puerta. Gorgui el Conejo<br />

aseguraba, temblando, <strong>que</strong> esa misma tarde se marcharía fugitivo al monte de Ronda o a la Garganta<br />

del Capitán, con <strong>un</strong>a navaja de cortauñas y <strong>un</strong>a yesca para encenderse fogatas, por<strong>que</strong> por nada del<br />

m<strong>un</strong>do ni del infierno se atrevía a presentarse ante su padre el bodeguero cuando se enterara. El<br />

Mojón también afirmaba otra tentativa de huida montaraz, y todos ya tomaban trascendentales<br />

decisiones análogas.<br />

Pero, de pronto, se abrió el despacho. Surgió del interior a oscuras Fabián el Tocino<br />

llori<strong>que</strong>ando como <strong>un</strong>a María Magdalena. Y, j<strong>un</strong>to a él, sonriente, el director, secándose la enorme<br />

bola calva, afirmando <strong>que</strong> el culpable se había confesado solo. Fabián Rosales el Tocino lloraba con<br />

los mocos y la baba colgando, rojo como <strong>un</strong> pavo asfixiado, y sangrando por las puertas de las<br />

narices, tal como Siseb<strong>un</strong>do en el almacén. Se armó <strong>un</strong> buen revuelo por los pasillos, acudió don<br />

Virgilio, se acercó el guardia m<strong>un</strong>icipal, y a a<strong>que</strong>l pobre me<strong>que</strong>trefe lo expulsaron del colegio.<br />

En esas edades <strong>un</strong>a escena así impresiona mucho. Siseb<strong>un</strong>do no volvió a ver al Tocino por<br />

San Martín del Despojo, y, caminando después a casa a lo largo de la calle Santa Algarabía Micaela,<br />

meditó largamente en torno al Fabián Rosales inocente y autoculpado, acerca del poder y acerca de la<br />

opresión. Creyó haber aprendido finalmente qué es lo <strong>que</strong> buscan en realidad las autoridades, el<br />

director de la escuela, el cura, el sargento y el preboste. No soluciones a problemas, no explicaciones<br />

a las incógnitas, sino cabezas de turco, receptáculos del odio colectivo, canales de evasión. Desde<br />

luego. Qué crueles. Qué inmorales. Qué hipócritas.<br />

Qué cerdos.<br />

«Distorsión», De Babel, Revista Literaria Internacional, 3 (1995): 7-10.<br />

30


(Publicado en Diario de Cádiz en 1993)<br />

¡Fuera!<br />

Una kantoorboekhandel es <strong>un</strong>a papelería. Pero <strong>un</strong>a vervangingsordendelenwinketje es <strong>un</strong>a<br />

tienda de repuestos para máquinas de escribir. Hay <strong>un</strong>a diminuta<br />

typemaschinenvervangingsordendelenwinkeltje familiar en Verbrande Brug, <strong>un</strong>a ciudad-dormitorio<br />

satélite de Bruselas. Se llama Typemaschinenvervangingsordendelenwinkeltje MAAS, y a partir del<br />

nombre todos pueden colegir <strong>que</strong> los dueños son ori<strong>un</strong>dos del bátavo río Maas, en cuyas riberas es<br />

Maas <strong>un</strong> apellido común, y <strong>que</strong> se trata de <strong>un</strong> negocio <strong>que</strong> después de la Seg<strong>un</strong>da Guerra M<strong>un</strong>dial<br />

levantó cierta familia holandesa establecida en Bélgica. Así, cuando con <strong>un</strong> tiempo de perros Raschid<br />

entra en el establecimiento, <strong>un</strong>a aguda campanilla destila <strong>un</strong> gorjeo de oro en las alturas. Esforzando<br />

el cuello, Raschid busca con la mirada ese cascabel de bienvenida <strong>que</strong> supuestamente debe de<br />

columpiarse sobre las jambas de la puerta. Pero no lo descubre por ning<strong>un</strong>a parte.<br />

Huele muy bien. Flores tiernas saltan desde los jarrones de las esquinas, y <strong>un</strong> cuidadoso orden<br />

apilado justo al borde del caos fec<strong>un</strong>da el recinto con tranquilidad casera y maternal. Macetitas,<br />

afables cuencos de caramelos, fotos de sobrinos o nietos, pinzas de la ropa, f<strong>un</strong>da de gafas, pipa a<br />

medio recargar, pa<strong>que</strong>tito de cápsulas con metamizol para los nervios, escanciador de agua de<br />

colonia. Todo sobrevive, en perfecto equilibrio, entre las vitrinas de los productos y las estanterías<br />

<strong>que</strong> ordenan los líquidos para borrar la tinta y los tamaños de hojas de papel. Sobre <strong>un</strong>a delicada<br />

montañita de cintas mecanográficas destaca <strong>un</strong> minúsculo espejo enmarcado con orlas. Allá se<br />

contempla Raschid, admirándose de su propio afeitado y de lo tersa <strong>que</strong> le ha <strong>que</strong>dado hoy la piel.<br />

Llega <strong>un</strong>a mujer. Le duele la espalda y ha tratado de cardar su peinado rubio <strong>un</strong>a docena de<br />

veces en lo <strong>que</strong> va de jornada. Retira la f<strong>un</strong>da de las gafas, el cenicero y la pipa con asco y <strong>un</strong> suspiro<br />

de desesperación, y tamborileando con los dedos sobre el mostrador se dirige a Raschid:<br />

—¿En qué puedo ayudarle?<br />

Raschid sonríe.<br />

—Gracias, gracias.<br />

La mujer entorna <strong>un</strong> párpado.<br />

—Bueno, bueno; ¿qué es lo <strong>que</strong> deseaba usted?<br />

—Gracias, muchas gracias —repite Raschid.<br />

31


geometría.<br />

La mujer lo observa de través, con la mirada oblicua de <strong>un</strong> estudiante ante <strong>un</strong>a ecuación de<br />

—Vamos a ver. ¿Habla usted neerlandés?<br />

—Pues sí, de verdad. Es <strong>que</strong>, verá, no quiero comprar nada.<br />

—Usted no quiere comprar nada.<br />

—No. Sólo quiero charlar <strong>un</strong> poco.<br />

—Ya.<br />

—No se ponga nerviosa.<br />

—No me pongo nerviosa —dice ella; se asoma a la escalera de caracol y emite <strong>un</strong> chillido<br />

desgarrador—. ¡Hans! ¡Hans, por Dios! ¡Ven rápido!<br />

Afuera la tormenta arrecia. Raschid chas<strong>que</strong>a la lengua, dibuja <strong>un</strong> gesto de resignación y<br />

extrae <strong>un</strong> pa<strong>que</strong>te de Gitanes.<br />

—Ni se le ocurra fumar aquí —le ordena la mujer.<br />

Ya suenan los pasos de Hans en la escalera. Aparecen primero <strong>un</strong>as zapatillas deshilachadas y<br />

sin suelas <strong>que</strong>, a medida <strong>que</strong> van dando vueltas lentamente al eje de la escalera de caracol, van<br />

descubriendo poco a poco más y más: <strong>un</strong>os calcetines caídos, <strong>un</strong>os pantalones domésticos. Las<br />

rodillas lustradas, los puños gastados.<br />

—¡Hans, vamos, por el amor de Dios!<br />

—Ya voy, ya voy...<br />

Hans, sin embargo, no se ha afeitado hoy, y las trácalas de la barba gris le espolvorean los<br />

mentones bajo las gafas. Es indudable <strong>que</strong> Hans no ha intentado peinarse ni <strong>un</strong>a sola vez, y<br />

contempla el apurado de Raschid con admiración.<br />

—A ver si te entiendes —dice ella— con este señor, <strong>que</strong> tiene ganas de bromear.<br />

—Señora, no me ha entendido; no dije bromear, sino charlar.<br />

—Yo sé muy bien lo <strong>que</strong> usted me ha dicho.<br />

Hans ar<strong>que</strong>a las cejas con curiosidad.<br />

—Buenas tardes. Soy Hans Maas.<br />

El bienafeitado inclina la cabeza con respeto.<br />

—Es <strong>un</strong> placer, buenas tardes. Yo soy Raschid Al-Bisara.<br />

—Así <strong>que</strong> quiere usted charlar.<br />

—Eso es.<br />

—Comprendo. La verdad es <strong>que</strong> hace <strong>un</strong> tiempo de mierda —dice el hombre; la mujer se<br />

muerde los labios—. Tal vez sea mejor <strong>que</strong> espere hasta <strong>que</strong> escampe. Un seg<strong>un</strong>do... tengo ganas de<br />

fumar, ahora vuelvo.<br />

32


ningún sitio.<br />

marroquí!<br />

Hans se gira y penetra en la trastienda.<br />

—¿De dónde viene usted? —preg<strong>un</strong>ta la mujer.<br />

—De Marruecos, señora —responde Raschid.<br />

—Hay <strong>que</strong> joderse —maldice Hans retornando al mostrador—, no encuentro mi pipa por<br />

—No blasfemes y no fumes —dice la mujer, y, jalándole de la manga, le susurra—. ¡Es <strong>un</strong><br />

—Sí, señor Maas —afirma <strong>un</strong> atento Raschid—, soy de Mekhnes.<br />

—Qué interesante. Pero óigame, señor Bisagra...<br />

—Bisara, Bisara. Raschid Al-Bisara.<br />

—Ciertamente, señor Al-Bisara. ¿No habrá usted visto mi pipa por aquí?<br />

Con sonrisa divertida, Raschid mira a la mujer. Ella emite otro gemido de desesperación y<br />

saca la pipa de <strong>un</strong> cajoncito.<br />

—Por favor, fuma sólo <strong>un</strong>a pipa y nada más.<br />

—Ya, ya. Escuche, señor Pizarra, ¿por qué no se sienta en este taburete? A mí me gusta mi<br />

tienda, sabe... Me gusta sentarme a veces aquí, en medio de todo esto. Es como <strong>un</strong> bazar, ¿no le<br />

parece? Así <strong>que</strong> usted es de Mekhnes.<br />

—Nací en Mekhnes, a<strong>un</strong><strong>que</strong> luego he vivido muchos años en Fez.<br />

—¡Qué casualidad! Ahí estudia <strong>un</strong> sobrino mío. El hijo de mi hermano mayor, éste de la foto.<br />

Nosotros no tenemos hijos... Es <strong>un</strong> chico listo y serio. Estudia Textos Sagrados. Dice <strong>que</strong> el placer<br />

espiritual del perdón es superior al de la venganza. Oh, pero... tómese <strong>un</strong> té, por favor.<br />

Hans empuja <strong>un</strong> termo de cerámica con el escudo de la Batavia.<br />

—¿Su sobrino estudia en la Universidad de Fez? —preg<strong>un</strong>ta Raschid, contento— Hombre,<br />

allí estudié yo también.<br />

—No me diga. ¡Qué coincidencia!<br />

Hans enciende feliz su pipa. La mujer asiste a la conversación con ojos de garza incrédula.<br />

Tras <strong>un</strong> par de frases más, sale del mostrador y se planta entre los dos como <strong>un</strong>a estaca.<br />

—Quiero <strong>que</strong> se vaya —escupe despacio.<br />

—Marieke, estás muy nerviosa —dice Hans, con la dulzura apagada de la costumbre—, toma<br />

<strong>un</strong>a pastilla y vete a descansar.<br />

—¡Fuera! —repite ella.<br />

—No quiero causar problemas...<br />

—Claro —sostiene Hans con lisa calma—. Usted no es ningún problema, ella se calmará, y<br />

ésta es mi casa. No se preocupe.<br />

33


—¡Fuera!<br />

—Prefiero marcharme... No me siento muy bien —dice Raschid, alzándose del taburete—.<br />

Gracias por la taza de té.<br />

Con otra respetuosa salutación de cabeza, Raschid Al-Bisara se despide. Abre la puerta, la<br />

cascada de gorgoritos de oro resuena sarcástica y amistosa, y abandona la<br />

Typemaschinenvervangingsordendelenwinkeltje MAAS zambulléndose en la tormenta de agua y<br />

viento.<br />

Frente a frente, la mujer y el hombre se miran con odio.<br />

«Fuera», Diario de Cádiz, 3 de octubre de 1993.<br />

34


Marisco gratis<br />

Durante la primavera, el ámbito fermentable del cementerio de San Martín del Despojo se<br />

poblaba de insectos, y por la mañana todos andaban rascándose brazos y pantorrillas.<br />

—Un año más —repetía cansino don Ambrosio el huevo frito—. Hay <strong>que</strong> ver, <strong>un</strong> año más.<br />

Qué barbaridad.<br />

Estaba sentado en <strong>un</strong>a tumbona playera de franjas verdes y amarillas, con <strong>un</strong> cojín estampado<br />

de flores. Don Ambrosio era <strong>un</strong> buen hombre, narigudo, regordete y entrado en los cincuenta años.<br />

Sorbía <strong>un</strong> quinto de cerveza Estrella del Sur escuchando el transistor, <strong>que</strong> siempre hacía sintonizar<br />

con Juan Carlos Viaga y su programa Ecos de nuestras raíces en Radio Marbella. Se sacó <strong>un</strong>a taja de<br />

mojama seca del bolsillo y la mordis<strong>que</strong>ó. Recordó su llegada al pueblo, las cajonetas y el mercado y<br />

los camiones hasta <strong>que</strong> se topó con la barba de perejil de don Enri<strong>que</strong> Tomate, maestro y militante de<br />

las Plataformas de Lucha Libre Obrera <strong>que</strong> le ayudó a conseguir la plaza de sepulturero m<strong>un</strong>icipal.<br />

Cómo había cambiado todo.<br />

Mientras se palpaba la tripa pudo ver <strong>que</strong>, simultáneamente, Siseb<strong>un</strong>do ascendía por la vereda<br />

de la hoyanca y el Mayuyo surgía por detrás de los contenedores. Al amanecer se había fijado en<br />

cómo el Mayuyo hacía sus cien flexiones en el suelo antes de desay<strong>un</strong>ar y había contemplado sus<br />

piernas fuertes llenas de picotazos. También había oído a Siseb<strong>un</strong>do recitar monólogos en extranjero,<br />

frente al espejo. El Mayuyo era alto pero algo lento de ideas; Siseb<strong>un</strong>do era delgado y despierto,<br />

a<strong>un</strong><strong>que</strong> había heredado la nariz paterna. Una extraña alegría le in<strong>un</strong>dó el corazón al sepulturero<br />

viendo a sus hijos, dos varones adolescentes.<br />

—A ver, sentaos ustedes dos —les conminó—, <strong>que</strong> ahora <strong>que</strong> lo pienso n<strong>un</strong>ca nos ponemos a<br />

charlar los machos de esta casa.<br />

—Mucha verdad —opinó el Mayuyo, colgándose de la barra horizontal <strong>que</strong> cruzaba el vano<br />

de la puerta, ejercitando bíceps mientras hablaba—, aquí sólo nos peleamos.<br />

—Ostia —picó Siseb<strong>un</strong>do—, el mono Amedio éste sabe hablar y todo.<br />

—Bueno, bueno —interrumpió el padre—, vamos a hablar <strong>un</strong>a mijita. Sentarse.<br />

—Yes —aceptó Siseb<strong>un</strong>do—, yes, ya era hora.<br />

A<strong>que</strong>lla era <strong>un</strong>a tarde extraña. Se iba poniendo el sol, y se les estaba contagiando algo<br />

melancólico del oro brillante del mar.<br />

35


—Niño —preg<strong>un</strong>tó el padre a Siseb<strong>un</strong>do— ¿de dónde vienes tú ahora, <strong>que</strong> te fuiste esta<br />

mañana con la fresca?<br />

—A Gibraltar con Rogelio el Basurita. Very good today —dijo Sise; su padre y su hermano<br />

se echaron a reír en su misma cara—. Ustedes reírse pero el tío está todo el día up and down y saca<br />

de tó. Yo ya sé contar hasta quince fifteen numbers, y dice <strong>que</strong> a lo mejor si cuento bien me enchufa<br />

en el Bingo de Main Street.<br />

—Ahí hay goma de la buena —dijo el Mayuyo.<br />

—Digo —afirmó Sise—. Pero hay <strong>que</strong> hablar como el primo del Basurita, el policía, <strong>que</strong> le<br />

dice a su mujer: “chiquilla, abre la window pa’ <strong>que</strong> entre el cold.” No sabe nada ése. Habla ya <strong>un</strong>a<br />

jartá de cool, qué envidia.<br />

—Sise, hazme el favor —rogó el Mayuyo, mirando únicamente al músculo de su brazo, al<br />

<strong>que</strong> hacía subir y bajar—. Dile al primo del Basurita <strong>que</strong> me dé <strong>un</strong>a pistola, anda.<br />

—Y dale, Mayuyo —contestó el hermano—, cojones, pareces tonto, no te lo habré dicho<br />

veces. Le cae <strong>un</strong> puro del diez. Ya <strong>vale</strong>. Finish —y se giró hacia el padre—. Pero no veas, viejo,<br />

cómo habla el tío. Y <strong>que</strong> no se corta n<strong>un</strong>ca; ha cogido a la paquistaní ésa y delante nuestra la ha<br />

puesto colorada, le ha dicho “niña, I love you yo a ti.” Casi se tapa la cara la tía con el pañuelo.<br />

—Pues —dijo el Mayuyo— a mí lo <strong>que</strong> me gustaría es tener <strong>un</strong>a pistola.<br />

El enterrador contemplaba a sus dos hijos con candor: con el embeleso indescifrable de la<br />

sangre. Arrojó la botella a lo lejos y la estrelló contra el contenedor. Se les acercó.<br />

—Queridos míos, <strong>un</strong> año más —murmuró—. No se os acordaréis por<strong>que</strong> sois los dos <strong>un</strong>os<br />

hijos de la gran puta, pero ya es el cumpleaños de la mama.<br />

se lo merece.<br />

—¡Otro birthday! —exclamó Siseb<strong>un</strong>do— Yo ya ni me acuerdo de cuántos años tiene.<br />

—Vamos a matarla, para <strong>que</strong> no sufra —dijo el Mayuyo, y los tres rieron.<br />

—Hay <strong>que</strong> tener corazón —expuso el padre—. Vamos a hacerle algo especial a la pobre, <strong>que</strong><br />

—Yo me he traído <strong>un</strong>a lata de cornered beef —dijo Siseb<strong>un</strong>do—. La he chorizeado en el<br />

Leandro’s Grocery del Governor Square.<br />

—Déjate de pamplinas. <strong>Lo</strong> <strong>que</strong> hay <strong>que</strong> hacer... —y aquí el padre les encerró en <strong>un</strong> círculo<br />

secreto de susurro cómplice, paternal— Es <strong>que</strong> me he enterado de <strong>que</strong> Pentecostés, el primo de<br />

vuestro maestro Enri<strong>que</strong> Tomate, ya sabéis, el <strong>que</strong> trabaja en la Transmediterránea...<br />

—Aligera, papa —rogó Siseb<strong>un</strong>do—, <strong>que</strong> se hace de noche.<br />

—Que el gachó —continuó el padre— se ha traído de extranjis <strong>un</strong>a partida de marisco entera;<br />

a<strong>que</strong>llo <strong>vale</strong> <strong>un</strong> potosí: percebes, langostas, gambas y ostras y <strong>un</strong>os mejillones como sandías... Pero<br />

ese tío es <strong>un</strong> sinvergüenza y no se lo merece, así <strong>que</strong> como el <strong>que</strong> roba a <strong>un</strong> ladrón tiene mil años de<br />

36


sifón...<br />

—Será de perdón, papa —dijo el Mayuyo.<br />

—Pues bueno. Eso —aceptó el padre—. Se lo vamos a quitar y ese va a ser <strong>un</strong> pedazo de<br />

regalo de cumpleaños para la mama.<br />

<strong>Lo</strong>s dos hijos se miraron sorprendidos.<br />

—Pero papa —terció Siseb<strong>un</strong>do—, <strong>que</strong> el Pentecostés es <strong>un</strong>a mala bestia. Y a la mama le<br />

sienta mal el marisco, tú sabes <strong>que</strong> no lo puede comer... Y además <strong>que</strong> a ella no le gusta. Que no es<br />

buena idea, viejo. Me think no good, pero for nothing, vamos.<br />

mí.<br />

—Un día es <strong>un</strong> día, carajo —exclamó el padre—.Y de Pentecostés me ocupo yo. Dejármelo a<br />

—Di <strong>que</strong> sí, papa —opinó el Mayuyo—. Y yo le tengo <strong>un</strong>as ganas a su hijo el Geriberto <strong>que</strong><br />

no me puedo aguantar... ¿Pues no se está paseando por ahí con la Auxiliadora? Ella era mi novia<br />

antes y ahora me lo está restregando por la cara el muy gitano, <strong>que</strong> encima su madre ni está casada<br />

con el moraco ése, con lo feo <strong>que</strong> es, y le trae al fresco todo lo <strong>que</strong> haga la niña, como se nota <strong>que</strong>...<br />

¿<strong>Lo</strong> ves? Si yo tuviera <strong>un</strong>a pistola... Si yo tuviera <strong>un</strong>a pistola...<br />

—Está decidido —zanjó el padre. Rodeó sus cinturas, empujándoles, y formando la figura de<br />

gordo, delgado y forzudo más cómica de todo San Martín.<br />

—Vamos para allá, hijos míos —dijo; y, con <strong>un</strong>a sonrisa en sus labios demasiado gruesos,<br />

añadió:— Por fin vamos a hacer <strong>un</strong>a cosa los tres j<strong>un</strong>tos.<br />

—Sí, no veas —dijo Siseb<strong>un</strong>do—. Parecemos el bueno, el feo y el malo.<br />

Ya la noche descendía desde lo alto del cielo, como <strong>un</strong> tiento de calma oscura; como <strong>un</strong>a<br />

descom<strong>un</strong>al mano pacífica y negra. <strong>Lo</strong>s silbidos de las ollas a presión y el olor de los delicados<br />

potajes de garbanzos con acelgas se remontaban hasta las fosas nasales como <strong>un</strong>a fiesta postrera de la<br />

tierra. Una tierra pateada ahora por las sandalias de los tres machos Cebolla <strong>que</strong> cruzaban el barrio de<br />

Santa Algarabía Micaela hacia los pisos nuevos, entre andamios, estrellas fugaces y ab<strong>un</strong>dantes gatos<br />

con manchas pardas sobre los ojos.<br />

Finalmente entraron en <strong>un</strong> edificio malparido, con el hormigón al aire, como si fuera <strong>un</strong><br />

gigante gris despellejado por orden del Ay<strong>un</strong>tamiento. En la seg<strong>un</strong>da planta, diez personas jugaban al<br />

bingo alrededor de <strong>un</strong>a mesa de cocina.<br />

—A las buenas de Dios —saludó el sepulturero.<br />

—A la paz de Dios —exclamó Siseb<strong>un</strong>do.<br />

—Dios bendiga esta santa casa —dijo el Mayuyo.<br />

—Que Dios nos coja confesados —se alarmó Encarna, la esposa de Pentecostés, abrazando al<br />

37


epelente de su hijo pe<strong>que</strong>ño y levantando la vista de las bolas del bingo—. ¿Ustedes qué hacéis<br />

aquí?<br />

Ambrosio el huevo frito se subió el cinturón de los pantalones, propiedad del m<strong>un</strong>icipio. En<br />

la cara de Encarna sólo cabían dos enormes ojos y <strong>un</strong>a boca, aún atractiva y rodeada de carmín,<br />

desde donde salían todos sus desdenes.<br />

—Estas no son maneras de recibir a <strong>un</strong> cristiano —se <strong>que</strong>jó don Ambrosio Cebolla.<br />

—Mamá, mamá —dijo el niño pe<strong>que</strong>ño—, ¿este hombre quién es?<br />

—No me frías más la sangre, Ambrosito —exclamó la madre. <strong>Lo</strong>s vecinos <strong>que</strong> jugaban al<br />

bingo levantaron la vista, y <strong>un</strong>o con bigote aprovechó para mover <strong>un</strong>a bolita inquieta.<br />

—Mira —dijo Encarna—. <strong>Lo</strong>s enterradores traen mal fario, tú ya sabes.<br />

—Mamá, déjame jugar al bingo.<br />

—¿Que los enterradores traen mal fario? —preg<strong>un</strong>tó don Ambrosio— Claro. Y los higos<br />

chumbos también. No te fastidia... En fin. Tengo <strong>que</strong> hablar con el cornudo de tu marido.<br />

—Mamá, yo quiero jugar al bingo.<br />

—Tú verás a Pentecostés si a mí me sale del jigo, ¿estamos? —se irritó Encarna— No te creas<br />

tú <strong>que</strong> vas a venir a darme órdenes en mi propia casa. Pues nada más <strong>que</strong> me faltaba eso, leche.<br />

—Mamá, yo quiero pipas con sal.<br />

Una muchacha salió del interior de la casa con <strong>un</strong>a fuente de altramuces. Era bajita y<br />

pizpireta, sonriente y algo bizca.<br />

—Hola, Sise, corazón —saludó ella.<br />

—Qué tal, Auxiliadora —respondió Siseb<strong>un</strong>do.<br />

—¿Auxiliadora? —se extraño la muchacha— Antes no me llamabas así. Tú me decías Auxili.<br />

Siseb<strong>un</strong>do dirigió <strong>un</strong>a mirada temerosa a su hermano.<br />

—¿Todavía sigues hablando con los muertos? —insistió ella.<br />

—Claro —dijo él—. Everyday y todos los días.<br />

—¿Y ya hablaste con mi abuela Felipa?<br />

—Sí... Dice... <strong>que</strong>... <strong>que</strong> tengas cuidado con quién andas...<br />

Auxiliadora se echó a reír.<br />

—Déjate de hablar con los muertos —le aconsejó a Siseb<strong>un</strong>do— y vente a trabajar a la<br />

panadería de mi tío Eustaquio. Ven aquí cerquita. Por Dios, Siseb<strong>un</strong>do, aféitate ya —y añadió en voz<br />

baja, para <strong>que</strong> sólo la oyera Siseb<strong>un</strong>do:— ¿Has visto cómo nos mira tu hermano el Mayuyo?<br />

Pentecostés el de la Transmediterránea, también <strong>un</strong> cincuentón regordete, acudió al salón sin<br />

peinar ni afeitar. Aún traía los ojos rojizos del sueño.<br />

—Cuando yo era chinorri —dijo— la gente respetaba el sueño de <strong>un</strong> trabajador.<br />

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—Di <strong>que</strong> sí, Pentecostés —terció el vecino del bigote—. Que entonces vivía Franco.<br />

—Mamá, yo quiero jugar al bingo.<br />

—Ni a<strong>un</strong><strong>que</strong> tenga yo turno de noche, hay aquí respeto —continuó Pentecostés—. Ustedes se<br />

acordáis de <strong>que</strong> con este hombre —dijo señalando <strong>un</strong> retrato de Francisco Franco aferrado a <strong>un</strong> gran<br />

pendón, bajo <strong>un</strong> cartel de las Plataformas de Ducha Obrera— había <strong>un</strong> respeto y <strong>un</strong>a autoridad y <strong>un</strong>a<br />

cosa. Había hasta más pescado, el marisco se reproducía más y mejor. <strong>Lo</strong>s marroquíes nos tenían<br />

más miedo, y los barcos iban más rápido.<br />

—Mamá, yo quiero la foto de Franco.<br />

—Qué casualidad —empezó a hablar Ambrosio Cebolla—, fíjate tú lo <strong>que</strong> son las cosas.<br />

Precisamente de marisco venía yo a hablarte...<br />

Del pasillo de la entrada, donde abría su corriente la puerta abierta de la calle, llegó <strong>un</strong> mozo<br />

alto y moreno, con la camisa abierta y <strong>un</strong>a medalla de San Clarenbaldo en el pecho. Era Geriberto,<br />

<strong>que</strong> escupió y dijo:<br />

¿no?<br />

—Aquí huele a muerto, qué peste.<br />

—Peor huele el pescado —dijo el Mayuyo.<br />

—Peor huele otra cosa <strong>que</strong> me callo.<br />

—Pues más <strong>vale</strong> <strong>que</strong> te la calles.<br />

—Oye, sepulturero —replicó Geriberto—, tú no habrás venido aquí a molestar a mi novia,<br />

—Hombre, Geriberto —se rió el Mayuyo—, no seas agonía. Entérate de las cosas, <strong>que</strong> más<br />

<strong>vale</strong> vomitar <strong>que</strong> tener mala digestión. Pero si esta mujer se la ha chupado hasta a mi hermano<br />

Siseb<strong>un</strong>do, con lo alfeñi<strong>que</strong> <strong>que</strong> es.<br />

—Ay, ay —gimió Auxiliadora; la muchacha miró al Mayuyo entornando y achicando los<br />

ojos, y le dijo:— Tú te vas a morir de <strong>un</strong>a enfermedad muy mala, muy mala.<br />

—¿Eso es verdad? —rugió Geriberto, agarrando a Siseb<strong>un</strong>do por <strong>un</strong> brazo— ¿A ti te la ha<br />

chupado mi novia? ¿Sí o no? ¡Venga, habla!<br />

—¿Yo? —murmuró Siseb<strong>un</strong>do, a quien se le enturbiaban los ojos del pánico— A mí dejarme<br />

en paz... yo no quiero saber nada, dejarme en paz...<br />

—Tú suelta a mi hermano, espulgaperros —gritó el Mayuyo.<br />

Detrás de ellos, Pentecostés enrojecía de furor.<br />

—¿Que yo te dé para tu mujer...? —preg<strong>un</strong>tó, incrédulo— Mira, tú... A ti te ha dado mucho<br />

el sol en la cabeza, Cebolla.<br />

—¿Tú quieres... —dijo don Ambrosio Cebolla, alzándose de nuevo los pantalones como<br />

Manolo Morán— tú quieres <strong>que</strong> yo hable aquí, delante de toda esta buena gente?<br />

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<strong>Lo</strong>s jugadores del bingo, tres matrimonios vecinos, prestaron la mayor atención.<br />

—Mamá, yo quiero coca-cola...<br />

—Maldita sea la leche <strong>que</strong> mamó el demonio de todos los colores —exclamó Pentecostés,<br />

con livor de rabia en la cara—. ¡Que viva España, coño! —gritó, y se cuadró a lo fascista.<br />

—Sí, viva —dijo el sepulturero sin cuadrarse—, ya sé <strong>que</strong> fuiste legionario de la muerte en el<br />

Sáhara, pero yo espero —y aquí miró a la mujer de Pentecostés—, yo espero no tener <strong>que</strong> hablar.<br />

—Ay, San Bartolomé de los Milagros —gimió Encarna, perdiendo aplomo—. Vete y <strong>que</strong> te<br />

perdone la Virgen. Ay, en qué mala hora...<br />

—Mamá, ¿por qué no jugamos más al bingo?<br />

A Pentecostés se le deshacía la cara de ira.<br />

—¡O sea <strong>que</strong> lo confiesas! —chilló Pentecostés a su mujer; y volviéndose a continuación<br />

hacia su enemigo, exclamó:— ¡Me cago en tu madre, Cebolla, y me cago en todos tus muertos!<br />

—Un momento —interrumpió Siseb<strong>un</strong>do, acercándose—. Ahora me toca a mí.<br />

Agarró la mesa por las patas delanteras, la alzó, y gritó ¡Bingo! volcándola encima de<br />

Pentecostés, Encarna y el niño pe<strong>que</strong>ño. El Mayuyo empezó a descargar mamporros sobre la cabeza<br />

de Geriberto. Todos corrían y soltaban grandes alaridos. Siseb<strong>un</strong>do revoleó las sillas, los altramuces<br />

y los arriates de geranios, pegó <strong>un</strong>a patada en la barriga de Franco y se fue. <strong>Lo</strong>s vecinos chillaban en<br />

el suelo, Ambrosio Cebolla se hizo con el saco del tesoro y Auxiliadora se tiraba de los pelos como<br />

<strong>un</strong>a loca.<br />

—Mamá, mamá, me he tragado <strong>un</strong>a bola...<br />

Serpenteando por los senderos de rastrojos, colina arriba, se divisa <strong>un</strong> paisaje espléndido<br />

cuando hay l<strong>un</strong>a. Al ascender hacia el cementerio es posible contemplar todo el camino de plata mar<br />

adentro y el revoloteo de polvo de estrellas de alg<strong>un</strong>os ángeles. Las tres espaldas <strong>que</strong> ya conocemos<br />

subían turnándose el acarreo de la talega.<br />

—¿Es verdad <strong>que</strong> tú hablas con los muertos? —preg<strong>un</strong>tó el Mayuyo.<br />

—Cuando se tercia —contestó el hermano—, sólo cuando se tercia.<br />

—También se lo has dicho a Auxili... —murmuró el Mayuyo. Y, con <strong>un</strong> gesto de prof<strong>un</strong>da<br />

tristeza, añadió:<br />

— A ti también te gusta mucho Auxili, ¿verdad?<br />

—Mira, hermano —dijo Siseb<strong>un</strong>do—, hoy es <strong>un</strong> día muy importante, sabes. Hoy yo me he<br />

dado cuenta, y todo el m<strong>un</strong>do se ha dado cuenta, de <strong>que</strong> a ti no te hace falta ning<strong>un</strong>a pistola. Desde<br />

luego, me voy a acordar toda mi vida de la cara <strong>que</strong> ponía el tontolhigo del Geriberto cuando tú se la<br />

estabas partiendo... Alucinante, tío. Alucinante. ¿<strong>Lo</strong> ves? A ti no te hace falta ning<strong>un</strong>a pistola,<br />

40


hermano. Estoy muy orgulloso de ti.<br />

El Mayuyo sonrió. De pronto, el cabeza de familia se detuvo, perplejo. Volviéndose hacia su<br />

prole, preg<strong>un</strong>tó:<br />

—Chiquillos, ¿qué horas serán?<br />

—<strong>Lo</strong> menos las cuatro —respondió Siseb<strong>un</strong>do.<br />

—Pues vaya pegote —dijo el padre, y se sentó, jadeando, sobre <strong>un</strong>a gran roca de pizarra.<br />

—¿Qué pasa ahora?<br />

—Que la mama ya se ha acostado —explicó el padre—, por<strong>que</strong> no hay luz en la casa. Claro,<br />

se tiene <strong>que</strong> tomar las pastillas del médico y se <strong>que</strong>da frita. Hemos llegado demasiado tarde.<br />

<strong>Lo</strong>s hermanos, con <strong>un</strong> par de cortes y cicatrices en las mejillas, se miraron asustados.<br />

—¡Será posible! —exclamó el Mayuyo— Y ahora, ¿qué?<br />

—Quieto parado —dijo el padre—. Qué asco de juventud, no sabéis hacer nada. Tiene guasa<br />

esto. ¿Quién lleva el limón?<br />

El Mayuyo se sacó <strong>un</strong> limón de la camisa a cuadros y el padre empezó a descerrajar<br />

mejillones con su navaja. Luego los fue regando con el agrio y repartiendo con sus hijos.<br />

Mantuvieron silencio hasta <strong>que</strong> se trocearon la langosta encima de la piedra. El vientre suculento se<br />

ofrecía blanquísimo a la luz de la l<strong>un</strong>a, y les llegaba <strong>un</strong>a brisa suave desde la superficie del mar.<br />

—Oye papa —dijo el Mayuyo—, ¿tú crees <strong>que</strong> Auxiliadora es <strong>un</strong>a puta?<br />

—No sé, hijo —respondió el sepulturero, masticando la pata del crustáceo—. Puede ser.<br />

Puede ser. Pero no te preocupes tú mucho por eso.<br />

—Por<strong>que</strong> —murmuró el Mayuyo— <strong>un</strong>a mujer <strong>que</strong> se la chupa a tu hermano es <strong>un</strong>a puta, ¿no?<br />

—Pues... según, hijo mío, según —dijo el enterrador, y miró con cariño a su vástago—.<br />

Según. Tú tranquilo. Tú no le des más vueltas.<br />

—Hey, father —intervino Siseb<strong>un</strong>do—, ¿con Franco había más putas? El Pentecostés<br />

siempre dice <strong>que</strong> cuando Franco las putas tenían las tetas más gordas...<br />

—Desde luego —razonó el padre—, hay <strong>que</strong> ver la poca consideración del espíritu <strong>que</strong> tenéis<br />

ustedes. Aquí los dos hablando de guarrerías y ¿no se acordáis de quién es cumpleaños hoy?<br />

—Es verdad —dijo el Mayuyo—. Mañana llevamos a la mama a comer caracoles y luego nos<br />

vamos sin pagar.<br />

<strong>Lo</strong>s tres asintieron.<br />

—La mama es muy buena, ¿no, papa? —preg<strong>un</strong>tó Siseb<strong>un</strong>do.<br />

—La mama es <strong>un</strong>a santa, hijos míos. Una santa. Una verdadera santa —contestó el padre,<br />

sorbiendo el vientre delicioso de la langosta.<br />

Por encima de ellos brillaba, feliz, la l<strong>un</strong>a llena, con <strong>un</strong> círculo blanco de moneda divina.<br />

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Sodoma y Moncloa<br />

—¿Por qué han matado a papá? —preg<strong>un</strong>té.<br />

A mi abuelo Ramón, Capitán del Ejército<br />

del Gobierno Legítimo de la Seg<strong>un</strong>da República Española,<br />

cuyos recuerdos sobre su amigo el barbero dieron pie a este relato.<br />

Mi madre y sus dos hermanas me guiparon de reojo. Mamá y la tía Bernarda eran morenas y<br />

topochas; estaban sudando a chorros. La tía Rosa era rubia y delgada, y no sudaba n<strong>un</strong>ca. Pero<br />

a<strong>un</strong><strong>que</strong> no había motivo, yo intuía <strong>que</strong> me iban a atizar, por<strong>que</strong> se las veía muy nerviosas.<br />

—¿Por qué han matado a papá? —insistí.<br />

—Cállate, desgraciao —escupió la tía Bernarda—. Cretino. Anormal.<br />

—Deja ya al crío —intervino la tía Rosa.<br />

Conduje de nuevo mis ojos hasta la ventana. <strong>Lo</strong>s cuatro re<strong>que</strong>tés altaneros volvían a echarse<br />

los fusiles al hombro entre grandes voces. Mi padre, inanimado, yacía en el suelo rojizo del patio de<br />

luces como <strong>un</strong> espantapájaros derribado, como <strong>un</strong> títere al <strong>que</strong> le hubieran cortado los hilos.<br />

—Cuánta sangre —dije yo—. Y cómo se parece papá al tío Santiago.<br />

—¡Aparta de la ventana! —exclamó mi madre, y me propinó <strong>un</strong> p<strong>un</strong>tapié en el trasero—. Vas<br />

a conseguir <strong>que</strong> nos maten a todas.<br />

Todo el m<strong>un</strong>do estaba muy nervioso. Menos mi padre, claro.<br />

Era septiembre de 1939, y todo Madrid era <strong>un</strong>a ratonera hedionda y cochambrosa. La viuda<br />

tía Bernarda desde luego apestaba <strong>un</strong> mazo. Padecía del estómago, siempre estaba evacuando y no<br />

dejaba a nadie entrar al retrete. Ahora dormía en nuestro cuarto trastero, pero toda la vida había<br />

residido en la calle Ferraz, y la tía Rosa, <strong>que</strong> ni podía concebir ni se había casado, en el Paseo de<br />

Rosales. Las dos al oeste de Moncloa, donde el frente de guerra. Sus casas habían <strong>que</strong>dado<br />

aplastadas, con mis primos dentro, y las dos tías se habían venido entonces a vivir con nosotros. A<br />

mí los primos n<strong>un</strong>ca me habían caído muy allá, y desde <strong>que</strong> <strong>que</strong>daron espachurrados la tía Bernarda<br />

me aborrecía con <strong>un</strong> odio mortal. Me pateaba las posaderas con mayor saña <strong>que</strong> mi madre, y repetía<br />

<strong>que</strong> la vida era injusta, por<strong>que</strong> siendo yo el zopenco y el majadero de la familia había sido el único<br />

niño en salvar la epidermis. Desde <strong>que</strong> me llevaron otra vez al colegio después de tres años sin asistir<br />

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a clase y me raparon la olla, tenía <strong>un</strong>a pinta de paparote <strong>que</strong> echaba para atrás, todo hay <strong>que</strong> decirlo.<br />

Ay, la calle Fuencarral, el número 103, y el reparto semanal de comidas mediante cartillas<br />

familiares para Chamberí y Moncloa, y la cola <strong>que</strong> llegaba hasta Alonso Martínez... <strong>Lo</strong>s atardeceres<br />

estaban llenos de moscas, y seguían circulando camiones atestados de cadáveres con las manos y los<br />

pies, azules y huesudos, colgando por fuera. Mientras mamá guardaba cola, yo leía los an<strong>un</strong>cios<br />

pegados al kiosko de la plaza de Bilbao. El público ahora era muy militar, pero teatros y cines<br />

seguían ofreciendo las mismas obras <strong>que</strong> meses antes con la República. Mismos actores, mismo<br />

horario. El novillero Félix Almagro, debuta José Alcántara. <strong>Lo</strong>lita Granados y la Or<strong>que</strong>sta Atracción<br />

Bolero en el Chueca, tres pesetas precio único. Harold Lloyd y Adolfo Menjou. En el Variedades<br />

contaban chistes del tipo de: “Señora, lo <strong>que</strong> tiene usted en ese ojo es <strong>un</strong>a catarata.” “No me extraña,<br />

he pasado <strong>un</strong>a larga temporada j<strong>un</strong>to al Niágara.” En los diarios, Serrano Súñer visita a Mussolini y<br />

la Legión Cóndor <strong>que</strong> liberó Guernica es recibida en Alemania entre grandes desfiles. Luego yo<br />

acompañaba a mi madre, de vuelta a nuestra casa en Hilarión Eslava número quince, y teníamos <strong>que</strong><br />

pasar por delante de la barbería de papá. El cartel colgado en la puerta cerrada era <strong>un</strong> verdadero<br />

escupitajo en el alma: “Cerrado por def<strong>un</strong>ción.” Me sentía triste, como <strong>un</strong> largo, largo río sin agua.<br />

Alguien había traicionado a mi padre y nos le habían matado. ¿Quién habría sido? Mi padre<br />

había sido pelu<strong>que</strong>ro, y <strong>un</strong> pelín chuleta, muy del Foro, muy Madriles. Pasaba los cuarenta años,<br />

tenía la frente muy ancha, los ojos verdes, el mentón bien dibujado, y daba gusto verle sonreír. Mi<br />

madre sin embargo, cuando él no estaba presente, decía <strong>que</strong> era <strong>un</strong> toliri y <strong>un</strong> enterao. Desde el<br />

balcón, mi madre y yo solíamos ver a mi padre pasear del brazo de la tía Rosa, y mamá comentaba:<br />

“Ya viene tu tía Rosa; no es <strong>un</strong>a moto pero trae sidecar.” La tía Rosa era muy buena conmigo: me<br />

compró <strong>un</strong>a bayonesa el día <strong>que</strong> por fin cobró su primer sueldo de maestra en moneda nacional.. En<br />

la Travesía del Arenal les pagaban a los maestros nacionales el día tres. A las maestras el día cuatro.<br />

Condición precisa era presentar certificados de la vac<strong>un</strong>a antitífica y antivariólica. La vac<strong>un</strong>a era<br />

gratis si se llevaba el carnet de Falange.<br />

¿Quién habría matado a mi padre? Una tarde, jugando entre las bombas sin explotar <strong>que</strong><br />

habían caído cerca de la Estación del Norte, me contó Indalecio, el hijo del limpia, <strong>que</strong> a papá<br />

alguien le había vendido. Al día siguiente la tía Rosa me enseñó <strong>un</strong>a foto del ABC (era la única en<br />

casa <strong>que</strong> leía los papeles). En la foto salíamos el Indalecio y yo, rapados y harapientos, saltando entre<br />

los yerros, los escombros y los despojos, y debajo venía escrito: Ante <strong>un</strong>a época de destrucción y<br />

muerte, estos niños están aprendiendo a ser optimistas constructores de <strong>un</strong>a primavera de paz y de<br />

amor. La tía Rosa sonrió, mostrando <strong>un</strong>os dientes preciosos, y rasgando la hoja me dijo:<br />

—Anda, majo, guarda la foto. Que como tu madre vea <strong>que</strong> estabas haciendo pellas te va a<br />

zurrar la badana.<br />

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¿<strong>Lo</strong> habían traicionado? Qué raro, pensé, por<strong>que</strong> mi padre era boquifresco pero prudente, y<br />

<strong>un</strong> barbián precavido n<strong>un</strong>ca se hace enemigos. Sólo le había visto acalorarse fuerte <strong>un</strong>a baza con mi<br />

vieja. Mamá padecía de los nervios, pasaba semanas enteras en cama y lloraba <strong>un</strong> rato todos los días.<br />

A mí me encantaba <strong>que</strong> llorara. Por<strong>que</strong> entonces era cuando mi padre aprovechaba y me sacaba de<br />

paseo. Por ejemplo en las verbenas de San Isidro, él la decía:<br />

—Gordi, ya sé <strong>que</strong> te toca llorar a las ocho, pero podrías hacer <strong>un</strong> esfuerzo y llorar ahora. Es<br />

<strong>que</strong> han montao <strong>un</strong> guiñol en el Retiro. Así saco al mamacallos éste y matamos dos pájaros de <strong>un</strong><br />

tiro.<br />

Y ella lloraba y yo brincaba de alegría. Un día sin embargo, mi madre gritó <strong>que</strong> él la estaba<br />

engañando con su propia hermana.<br />

—Ahí va —dijo mi padre—, parece <strong>que</strong> va refrescar. Será <strong>que</strong> hay borrasca en Cibeles.<br />

—Te gusta por<strong>que</strong> es más joven <strong>que</strong> yo —dijo mamá—. Sólo por eso.<br />

—¿De verdad? —dijo él— Fíjate tú. Pos no me había dao ni cuenta.<br />

—Na más <strong>que</strong> buscas su cuerpo, su palmito, si lo sabré yo —dijo ella—. Cochino as<strong>que</strong>roso.<br />

Pos te juro <strong>que</strong> <strong>un</strong> día me las has de pagar. ¡Por éstas!<br />

Cada tarde, al salir de la cate<strong>que</strong>sis obligatoria de la escuela nacional, yo ayudaba a mi viejo<br />

en la barbería, con la basura y los pelos y esas marranadas. El tío Santiago le había convencido para<br />

<strong>que</strong> colgara <strong>un</strong> cartelón <strong>que</strong> an<strong>un</strong>ciaba: Corte de pelo, dos pesetas—Héroes de la Cruzada: Sólo<br />

peseta y media, pero no había retirado los almana<strong>que</strong>s de la pared, <strong>que</strong> eran de <strong>un</strong>a señora muy<br />

adornada y con la bandera tricolor, por<strong>que</strong> según decía, seguía siendo el treinta y nueve y no estaba<br />

la cosa para derrochar.<br />

Cierto día, faltando poco para cerrar, entró <strong>un</strong> señor corpulento de pelo cano con cha<strong>que</strong>ta<br />

oscura. Echó <strong>un</strong> vistazo al local y luego se <strong>que</strong>dó mirando a mi padre, entornando los ojos y apoyado<br />

en el camarín. Mi viejo acabó de trasquilar al quios<strong>que</strong>ro de la plaza de Valle-Suchil, <strong>que</strong> salió<br />

rascándose la nuca, y durante <strong>un</strong> tiempo bien largo, el recién llegado y mi barbero se estuvieron<br />

quietos mirándose a los ojos. Al final fue el desconocido quien rompió el silencio.<br />

usted <strong>un</strong> rojo?<br />

—Su pelu<strong>que</strong>ría no me gusta ni <strong>un</strong> pelo —dijo.<br />

—Da igual —repuso mi padre—. Como no está en venta...<br />

—¿Eso qué hace ahí? —preg<strong>un</strong>tó el desconocido, ap<strong>un</strong>tando a los almana<strong>que</strong>s— ¿No será<br />

—Ni por pienso. Soy devoto de San Froilán. Estudié en el seminario. Yo iba pa cura, pero...<br />

—¿No hablará usted de política con los clientes? —preg<strong>un</strong>tó el hombre.<br />

—Aquí sólo se habla de toros y <strong>un</strong>a miaja boxeo. Yo no entiendo ni de football.<br />

—Ya —dijo el desconocido—. ¿Qué hizo usted durante la Cruzada?<br />

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—Rezar —contestó mi padre—. Rezar muchísimo.<br />

—No se me pase de listo —ordenó el hombre, perdiendo la paciencia.<br />

—Y usted no se enfade, hombre, <strong>que</strong> los coléricos viven poco y mal...<br />

El hombre del pelo blanco reventó como <strong>un</strong> obús del ejército.<br />

—¡Quita eso de ahí o hago <strong>que</strong> te entrullen, mamarracho!<br />

Mi padre inclinó la cabeza, lo suficiente para <strong>que</strong> el desconocido no viera <strong>que</strong> seguía<br />

sonriendo, y arrancó los calendarios. Amasó <strong>un</strong>a bola con ellos y le arrojó a la papelera.<br />

—Así está mejor —dijo el hombre.<br />

Y se dirigió a la salida. Pero al abrir la puerta, dudó. Se giró de nuevo y volvió a mirarnos<br />

desde el umbral.<br />

pulso. Rojo.<br />

—Tal vez venga <strong>un</strong> día a cortarme el pelo —dijo sonriendo—. Espero <strong>que</strong> no te tiemble el<br />

—No hay cuidao —contestó mi padre—. Uno es <strong>un</strong> profesional.<br />

El tipo se marchó riendo. Mi padre se secó las manos y murmuró:<br />

—Falangistas a tutiplén. Jopé qué plaga.<br />

—Pero papá —dije yo, boquiabierto—, ¿cómo sabes <strong>que</strong> era <strong>un</strong> falangista?<br />

—Por la olor, hijo —me contestó—, por la olor.<br />

Al cabo llegó el tío Santiago, camarero vitalicio del Café Comercial, al <strong>que</strong> informamos de<br />

a<strong>que</strong>lla desapacible audiencia. Mi tío tenía el coraje de <strong>un</strong>a alcachofa y se asustó. Siendo hermanos<br />

gemelos mi padre y él, era chocante ver cuánto se parecían en la cara y cuán poco en el carácter.<br />

—Atiende, Ricardo —le dijo a mi padre, <strong>un</strong>a vez <strong>que</strong> cerramos la barbería, y yo andaba<br />

barriendo pelos—, vengo del médico. <strong>Lo</strong> mío del soplo en el corazón no tiene cura, macho. Tengo<br />

anemia y me levanto vomitando sangre.<br />

cosa.<br />

macho.<br />

—Resumiendo —intervino mi padre—, <strong>que</strong> la vas a cascar.<br />

—Pos me temo <strong>que</strong> sí —masculló mi pobre tío, mirando al suelo.<br />

—Pos ya ves tú —repuso mi padre—. Total, pa lo <strong>que</strong> hay <strong>que</strong> ver, tampoco te pierdes gran<br />

—Tú n<strong>un</strong>ca pierdes desplante —dijo mi tío, ahora sonriendo—. Qué empa<strong>que</strong> el tuyo,<br />

—Y tú qué cacho bolo andas hecho, Santiago —dijo mi padre—. Manda más pelotas y no<br />

pongas ese hocico. Pero si tós nos habemos de morir, jolín. Hasta yo, con lo guapo <strong>que</strong> soy.<br />

perfecto.<br />

—Eres muy vanidoso, Ricardín.<br />

—No, majo, no —aseguró mi padre—. Yo solía ser vanidoso antes. Ahora lo <strong>que</strong> soy es<br />

45


El tío Santiago suspiró, y vomitó <strong>un</strong> chorro de sangre en el aguamanil. Contemplándome con<br />

lástima, sugirió <strong>que</strong> me sonara los mocos. Luego se lió <strong>un</strong> maloliente pitillo, hecho de colillas<br />

sueltas.<br />

—No sé qué hacer, Ricardo —dijo mi tío—. Ahora me apena no haber tenido arrestos para ir<br />

al frente. Tanto conservar el pellejo, y al final, pá qué... A<strong>un</strong><strong>que</strong> a lo mejor, quién sabe...<br />

Mi tío echó el humo por la nariz, observando el vacío <strong>que</strong> los almana<strong>que</strong>s habían dejado en la<br />

pared mugrienta.<br />

—Quizá aún podría dar la vida por alg<strong>un</strong>a buena causa —continuó diciendo—. Quizá podría<br />

dar la vida por ti, si algún día te metes en <strong>un</strong> tollo garrafal.<br />

—Anda, déjate de tont<strong>un</strong>as —dijo mi padre.<br />

—Que sí —repuso mi tío—. Como somos gemelos, podría hacerme pasar por ti... no sé...<br />

—Ay, qué indeciso eres, Santiago.<br />

—No, majete, no —dijo mi tío, tosiendo con fuerza—. Yo solía ser indeciso antes. Ahora,<br />

ya... no estoy tan seguro.<br />

¿Quién había matado a mi padre? ¿Sería el desconocido del pelo blanco y la cha<strong>que</strong>ta oscura?<br />

Una tarde no acudí ni a la cate<strong>que</strong>sis ni a la barbería por<strong>que</strong> mi madre apenas podía moverse. La<br />

pelotera entre mis padres a la hora de la sopa había sido de órdago, y me había tocado barrer la casa.<br />

Entonces llamaron a la puerta, y cuando ya me temía <strong>que</strong> fuera el cura del colegio, abrí y me<br />

encontré con el señor del pelo cano.<br />

Preg<strong>un</strong>tó por mi autora, y empezó a mostrarla documentos del Subsidio Familiar. Estaban<br />

j<strong>un</strong>to a la ventana desde donde, poco después, yo creería ver fusilar a mi padre. De repente el hombre<br />

preg<strong>un</strong>tó:<br />

—¿Su marido es <strong>un</strong> rojo?<br />

—Un cabronazo es lo <strong>que</strong> es —contestó mi madre—. Tol barrio sabe <strong>que</strong> me los tié puestos<br />

como pitones...<br />

—Pos si es <strong>un</strong> cabrón, le podría den<strong>un</strong>ciar —propuso él.<br />

—Pos sí <strong>que</strong> podría, sí —aventuró mi madre—. Se merece <strong>un</strong>a buena t<strong>un</strong>da. O <strong>un</strong>a<br />

temporadita a la sombra.<br />

protección.<br />

—Natural —afirmó el hombre—. Eso esta hecho.<br />

Pero mi madre seguía siendo madre, y el sentimiento de despecho pronto dejó paso al de<br />

—Tampoco quiero <strong>que</strong> me le maten —dijo al desconocido.<br />

—A veces no hay más remedio —dijo éste—. Ya sabe <strong>que</strong> <strong>un</strong>a manzana podrida corrompe el<br />

cesto entero. Pero yo tengo mucha mano en el reparto de comidas...<br />

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El hombre sonreía con maldad. Mi vieja lo miró fijamente. Se irguió como pudo, y dijo:<br />

—Haga usté el favor de marcharse. Hoy estamos de limpieza.<br />

Me sentí como <strong>un</strong> babieca, con la escoba en la mano. El aire de la casa estaba lleno de<br />

moscas. Apestaba. La tía Bernarda había vuelto a encerrarse en el retrete.<br />

—Recuerde —dijo el hombre— <strong>que</strong> la guerra aún no ha terminado.<br />

—Usté lárguese o le echo a los perros —afirmó mamá.<br />

—¿Qué perros, mamá? —preg<strong>un</strong>té yo.<br />

—Le repito <strong>que</strong> la guerra no ha terminado —insistió el hombre.<br />

—Pero, ¿qué perros, mamá? —insistí yo.<br />

—Amos, fuera de aquí, caballero —exclamó mi madre.<br />

El hombre retrocedió despacio y se fue.<br />

—Pero mamá, ¿dónde está el perro? —repetí.<br />

—Ay, hijo —se desesperaba mi vieja—. De verdad, eres más tonto <strong>que</strong> <strong>un</strong> hilo de uvas.<br />

¿Por qué habrían matado a mi padre? Al día siguiente de su entierro hubo <strong>un</strong>a concentración<br />

femenina de Falange en Medina del Campo. Un dólar valía nueve pesetas, <strong>un</strong> marco alemán, tres con<br />

cuarenta y cinco. Decían <strong>que</strong> el procurador hispano-soviético había estrangulado a mil setecientas<br />

personas en Leganés con sus propias manos. Radio Nacional abría la emisión a las diez y media de la<br />

noche y la cerraba sólo hora y pico después, pero le daba tiempo a contar algún chiste de exámenes:<br />

“¿Conoce usted, señorita, el Principio de Arquímedes?” “No señor, el principio no; yo vine a clase<br />

cuando ya estaba empezado el curso.” Habíamos vuelto a atender misa cada domingo, y allí el cura<br />

aseguraba <strong>que</strong> nuestro barrio estaba lleno de mujeres de moral distraída. “Esto no es Sodoma y<br />

Gomorra,” bramaba, “es peor: ¡esto es Sodoma y Moncloa!” Entonces mi madre miraba a la tía Rosa.<br />

Y la tía Rosa la devolvía retadora la mirada.<br />

N<strong>un</strong>ca volví a ver al tío Santiago. Contaron <strong>que</strong> el enfermo había emigrado a las pampas,<br />

empleando allí su experiencia para montar <strong>un</strong> restaurante especializado en cocidito madrileño<br />

demócrata y chotis constitucionales. Una sarta de filfas, claro. Por mi parte, después del entierro de<br />

papá seguí haciendo pellas y yendo a jugar entre obuses fallidos con Indalecio, el hijo del limpia.<br />

—Oye —me soltó <strong>un</strong>a baza—, ¿sabes <strong>que</strong> a tu padre le despacharon por culpa de tu madre?<br />

—Sí —repuse—. Ya lo sé.<br />

—¿Y qué piensas?<br />

—Ná —dije—. Qué voy a pensar. Son cosas de ellos.<br />

—Tu madre es <strong>un</strong>a cacho puta —sentenció.<br />

—Eso no puede ser.<br />

—Amos, no te giba el tío ahora —dijo Indalecio—. ¿Y por qué no?<br />

47


—Por<strong>que</strong> las putas follan y mamá no folla desde lo de Calvo Sotelo.<br />

—¿Y tú cómo lo sabes, criatura? —preg<strong>un</strong>tó riendo.<br />

—Jolín —exclamé—, yo duermo al otro lado de la cortina <strong>que</strong> separa las camas.<br />

—Ostras —dijo Indalecio—, entonces ¿ya sabes tú lo <strong>que</strong> es follar?<br />

—Pos es resoplar como hacen los caballos... pero en plan mú bestia.<br />

¿Por qué habrían matado a mi padre? En noviembre de 1939, mis tías, mi madre y yo nos<br />

mudamos de Moncloa a Carabanchel, a la calle de la Oca. La tía Rosa se había hecho con el poder<br />

absoluto desde <strong>que</strong> la pusieran en <strong>un</strong> colegio muy grande. Ahora pagaba las facturas y había obligado<br />

a la tía Bernarda y a mamá a trabajar tras el mostrador de <strong>un</strong>a tienda de refajos y bragas en General<br />

Ricardos. Y había arrancado el pestillo del retrete. Yo me <strong>que</strong>dé sordo de <strong>un</strong> oído cuando me estalló<br />

<strong>un</strong>a bomba en la Estación del Norte, a<strong>un</strong><strong>que</strong> Indalecio tuvo peor suerte. Y la tía Rosa me insistía en<br />

<strong>que</strong> yo no era ningún toliri, <strong>que</strong> no me lo creyera, y me hacía leerla el periódico en voz alta.<br />

Un sábado por la mañana la tía Rosa y yo estábamos solos en el piso y yo la leía el ABC: Las<br />

fábricas españolas de papel aumentarán su actual producción. Pronto no habrá ni <strong>un</strong>a imprenta<br />

parada ni <strong>un</strong> cerebro ocioso por la falta de esta materia indispensable, cuando de pronto llamaron al<br />

timbre de la puerta. Mi tía fue a abrir, oí <strong>que</strong> reprimía <strong>un</strong> grito de júbilo, y, al asomarme al recibidor,<br />

vi cómo abrazaba y besaba en la boca a <strong>un</strong> hombre muy delgado y con barba. Al principio no me di<br />

cuenta, pero cuando le vi los ojos verdes comprendí por fin. Llevaba gafas falsas y <strong>un</strong> abrigo largo y<br />

negro. Me acerqué y le tiré de la manga.<br />

—Oye, papá —dije—, pero ¿a ti no te habían matao?<br />

Y mi padre, <strong>que</strong> lloraba en silencio, me acarició la cabeza y sonrió dulcemente.<br />

48


Nuestro gachó en Varsovia<br />

Dicen <strong>que</strong> ayer murió <strong>un</strong>o de Algeciras en Polonia, no veas qué sitio más rarísimo para<br />

morirse, aquí viene, en el diario, mira, Fuentes de la Oficina de Información Diplomática<br />

confirmaron ayer la muerte de dos personas de ciudadanía española en la capital de la República de<br />

Polonia. Un f<strong>un</strong>cionario <strong>que</strong> exigió permanecer en el anonimato aseguró <strong>que</strong> el accidente se había<br />

producido en <strong>un</strong> edificio anejo a la Universidad de Varsovia, y <strong>que</strong> ambos fallecidos eran profesores<br />

de español.<br />

Esta mañana, pensó nuestro gachó en Varsovia a<strong>que</strong>l último día de su vida, esta mañana he<br />

mirado a Coral con <strong>un</strong> viso de pena y he apagado mi cigarrillo polaco j<strong>un</strong>to a la ventana. Mi perro, el<br />

Tozmi, ha ladrado bajito por<strong>que</strong> desea jugar. Es <strong>un</strong> chucho castrado de color marrón, pe<strong>que</strong>ño como<br />

<strong>un</strong> conejo. He tosido, ay, ay, tengo <strong>que</strong> dejar este veneno. Estos polacos manufacturan <strong>un</strong> tabaco<br />

rubio llamado Carmen, <strong>que</strong> trae franjas horizontales rojas y blancas en el pa<strong>que</strong>te y <strong>que</strong> a mí me<br />

recuerda al Bisontes. Sigo aplicando Fostún en las j<strong>un</strong>turas de los rodapiés, <strong>un</strong>a mixtura de solanina,<br />

arsénico y heléboro, visto <strong>que</strong> seis millones de polacos asesinados en la Seg<strong>un</strong>da Guerra no libraron<br />

a este país de las ratas y las cucarachas.<br />

—Jolín, eres <strong>un</strong> aful de tío —insiste Coral. Parece nerviosa. Yo también padecía la tendencia<br />

a crisparme con frecuencia durante mis primeros años como lector de español en la <strong>un</strong>iversidad de<br />

aquí, pero por suerte cada vez mi organismo se aproxima más a la ataraxia de los monjes ortodoxos<br />

rusos y menos al livor irascible de los curas católicos de Varsovia. Por la pantalla en blanco y negro<br />

de mi televisor zangolotean los magistrales dibujos animados de Lenica y Borowczyk, a<strong>que</strong>llos <strong>que</strong><br />

luego acabaron especializándose en filmes eróticos de gran calidad. Aún distingo el espejismo de mi<br />

cara en los cristales de la ventana, con la nieve de febrero al fondo, con mis ojos bizcos, y con mis<br />

canas, <strong>que</strong> ahora peino y me niego a teñir. También Coral se mesa los cabellos, por<strong>que</strong> está nerviosa,<br />

dándome la espalda. En el patio interior se oyen los gritos de las últimas agnuskas y kobietas<br />

azotando las alfombras en los alféizares, blasfemando en polaco y exclamando curva, <strong>que</strong> significa<br />

puta, y gufno, <strong>que</strong> significa mierda, al ver <strong>que</strong> torna a nevar con copos tiernos, idénticos,<br />

parsimoniosos, y tienen <strong>que</strong> abandonar la tarea.<br />

—Oye, lo siento... —murmura Coral, y ahora se ha girado hacia mí para pedirme perdón. Sus<br />

ojos muestran <strong>un</strong> arrebol púrpura y a duras penas contienen el cauce de las lágrimas.<br />

49


—Es preciso aguardar, al menos, <strong>un</strong>as horas —le aconsejo con tono grave pero paternal—.<br />

Eres demasiado joven, demasiado impulsiva. No es descartable <strong>que</strong> entonces tus apreciaciones hayan<br />

devenido en otras, más cautas y sensatas.<br />

acompañe.<br />

—¿Y tú? —preg<strong>un</strong>ta ella— ¿No podrías tú cambiar de opinión?<br />

—Acusas la falta de experiencia —digo—. Tal vez no sea imprescindible <strong>que</strong> yo te<br />

—¡Y <strong>un</strong> cuerno! —me grita— ¡<strong>Lo</strong> <strong>que</strong> pasa es <strong>que</strong> te da miedo, jolines!<br />

Ay, yo ya no estoy para estos trotes. Se me ocurre, el método para impedir más efusiones es<br />

trasladarnos a <strong>un</strong>a cafetería, voy a proponérselo con la bufanda en la mano a<strong>un</strong><strong>que</strong> se <strong>que</strong>je de la<br />

nieve, y por supuesto al salir de mi pe<strong>que</strong>ño apartamento anejo a la <strong>un</strong>iversidad ella volverá a<br />

<strong>que</strong>jarse del mal gusto del escudo y de la gran fotografía <strong>que</strong> cubren la pared j<strong>un</strong>to a la puerta.<br />

—Qué ordinariez —exclama Coral, subiendo la cremallera de su anorak, y extrayendo el<br />

paraguas—. Cuelga mejor el escudo de tu apellido. Y si no tienes, yo puedo prestarte <strong>un</strong>o del mío.<br />

Ya ha criticado el escudo. Ahora le toca criticar la fotografía.<br />

—Y los moros y los gitanos de allí —dice, ap<strong>un</strong>tando a la foto con el dedo— ¿qué opinan?<br />

—Quien no existe estadísticamente —respondo yo—, es difícil <strong>que</strong> pueda tener opinión.<br />

Antes de cerrar la puerta, vuelvo a mirar la pared. Bajo el emblema triangular del Real Betis<br />

Balompié cuelga <strong>un</strong>a gran foto panorámica del Puerto de Algeciras, donde deambulan ab<strong>un</strong>dantes<br />

cabecitas morenas cercadas por colosales grúas locomovibles, con la silueta del Peñón de Gibraltar<br />

como <strong>un</strong> tótem sagrado al fondo del decorado de hierros y cementos. Pero no se ve ni <strong>un</strong> solo árbol.<br />

Nos hacen falta más árboles, más delicadeza. La poesía de nuestro país puede haber vivido<br />

momentos sublimes, pero siempre ha carecido de genuina ternura. No tenemos ni <strong>un</strong> Reymont, ni <strong>un</strong><br />

Sienkiewicz, ni <strong>un</strong> Milosz. Hoy, prácticamente ya no conozco a nadie allí, en Algeciras. Pues yo no<br />

conozco a nadie aquí, se <strong>que</strong>jaba siempre Coral. Por eso, al descender las escaleras protosocialistas<br />

del mastodonte habitable, ya intuyendo la proximidad de <strong>un</strong>a derrota para mi aparente madurez, he<br />

recordado mi asombro de <strong>un</strong>a hora antes...<br />

—¡Ha venido! —había exclamado Coral, con <strong>un</strong>a sonrisa enorme, nada más entrar en mi<br />

piso— ¡Está aquí, está aquí, en Varsovia!<br />

—Tranquila, chiquilla —repetía yo, inútilmente. Estaba afeitándome y la muchacha me<br />

zarandeaba el brazo, con el correspondiente peligro <strong>que</strong> ello conlleva. Con la excitación y los gritos,<br />

el Tozmi se me había colado entre las piernas y casi me rompo la crisma contra el lavabo.<br />

—¡Está aquí, está aquí! —repetía como loca.<br />

—Apestas a vodka, niña —le recriminé—. Espera a <strong>que</strong> me duche.<br />

—¿Te ayudo a ducharte? —me preg<strong>un</strong>tó sonriendo.<br />

50


—Pues claro <strong>que</strong> no. Sal del baño.<br />

Me <strong>que</strong>dé solo, y, al desnudarme, observé mi cuerpo en el espejo. Yo también tuve veintiséis<br />

años, como Coral, dije para mis adentros. De la alcachofa de la ducha se destilaba <strong>un</strong> delgado hilo<br />

líquido, ya estamos otra vez. Siempre hay problemas con el agua caliente, carajo de país, exclamé<br />

curva y gufno varias veces. Al salir olía a salchichas ahumadas y sonaba <strong>un</strong>a cassette de Mecano.<br />

—Por el Rey de España y por la Pomerania de Danzig —clamaba Coral entre las salchichas,<br />

la mantequilla y la botella con vodka de hierbas de toro—, desay<strong>un</strong>o polaco. Bebe, <strong>que</strong> es sangre de<br />

Dios y de Chopin y de Jaruzelski. ¡Nazdrovia!<br />

—Debes controlarte —le aconsejé—. Estás demasiado contenta.<br />

—Ya te lo he dicho —exclamó. Coral tragaba con dificultad. Jadeaba como mi perro el<br />

Tozmi, por el fuego del licor—. Está aquí, está aquí. ¡Ha venido! Toma <strong>un</strong> kieliszek.<br />

siete?<br />

—No —repliqué, chas<strong>que</strong>ando la lengua—. <strong>Lo</strong>s viejos bebemos más tarde.<br />

—Jopé —exclamó Coral—, pero si todavía... ¿Cuántos tienes, exactamente? ¿Cincuenta y<br />

—Cincuenta y seis, muchas gracias.<br />

—Disculpe Su Majestad...<br />

—Bueno, ¿quién diantres es el <strong>que</strong> ha venido?<br />

—Gaspar —confesó Coral, mirando al suelo, y se ensombreció. El Tozmi ladraba.<br />

Sí, ya sé quién es Gaspar. Me lo ha enseñado en innumerables fotografías. Gaspar en la playa,<br />

Gaspar en Berlín, Gaspar tocando la guitarra, Gaspar abrazándola en el Par<strong>que</strong> del Retiro, Gaspar en<br />

albornoz, Gaspar ante el ordenador, Gaspar el mejor periodista joven de El País. Igual <strong>que</strong> <strong>un</strong> Tintín<br />

o <strong>un</strong> Capitán Trueno o las aventuras de Astérix: tiene la colección completa, la muy jodida. Debe de<br />

ser <strong>un</strong> tipo decidido, este Gaspar. Hace siete años la dejó embarazada, nada más abortar se despidió<br />

de ella y viajó a cubrir reportajes primero en Haití, luego en Tailandia. N<strong>un</strong>ca volvieron a verse. Aún<br />

hoy día Coral lleva su foto carnet en el bolso, muy bien escondida. A él se le escapan resolución,<br />

aplomo y autoestima por las orejas, es alto, moreno y guapo. Coral es rubia de bote y bajita. No tiene<br />

pechos. Le sale demasiado vello en las patillas, en el bigote y en los brazos. Para <strong>un</strong>a pija de éstas,<br />

debe de ser peor <strong>que</strong> la muerte. No es muy atractiva. Pobrecilla.<br />

—Es <strong>un</strong> rollo de las relaciones de la OTAN con el antiguo Pacto de Varsovia —explica<br />

Coral—, ha venido a cubrirlo para el periódico.<br />

—Y ¿te ha llamado Gaspar para avisarte? Qué raro —dije, y me serví café, de ése <strong>que</strong> me<br />

envían desde España—. Me preg<strong>un</strong>to cómo te habrá localizado.<br />

Coral desvió la mirada al kiesliszek de vodka, algo avergonzada. Tenía al Tozmi en el regazo,<br />

sacando la lengua.<br />

51


—Yo... —balbuceó— Me he enterado por <strong>un</strong>a amiga de Madrid...<br />

—Así <strong>que</strong> le tienes controlado a distancia —dije—. Y sin <strong>que</strong> él lo sepa, intuyo. La juventud<br />

es el conopeo de la estupidez. Oye, no bebas más vodka.<br />

Le arrebaté la botella, forcejeamos hasta <strong>que</strong> empezó a sollozar. Coral es muy joven y actúa<br />

con cierta inconsciencia. Si no le hubiese arrancado el vodka luego me habría reprochado <strong>que</strong> yo la<br />

había dejado beber en exceso. Ahora <strong>que</strong> caigo, no creo <strong>que</strong> Coral sepa lo <strong>que</strong> es <strong>un</strong> conopeo. Aún<br />

me <strong>que</strong>dan palabrejas de cuando era monaguillo en la iglesia de la Palma y me paseaba por la Plaza<br />

Alta como <strong>un</strong> pe<strong>que</strong>ño monarca. Pero eso fue antes del escándalo provinciano <strong>que</strong> me obligó a<br />

abandonar mi pueblo en 1953. Ay, a Piotr le encantaba oírme hablar de estos recuerdos entre<br />

caricias... Pero eso era hasta ayer, cuando él me abandonó a mí como <strong>un</strong>a colilla. ¿Tendré todavía<br />

alg<strong>un</strong>a oport<strong>un</strong>idad con él?<br />

—Coral —le dije—, prueba <strong>un</strong> poco de café, es español.<br />

Y añadí, como quien azota a <strong>un</strong>a hija en el trasero:<br />

—Seguro <strong>que</strong> a ese Gaspar no le gustan las borrachas.<br />

Coral me miró a los ojos con amargura.<br />

—No —repuso—. Es de muy buena familia.<br />

La expresión me provocó, después de tantos años fuera del país, más perplejidad <strong>que</strong> risa.<br />

—Además —añadió— la novia <strong>que</strong> tiene ahora se llama Gladysín, y no bebe n<strong>un</strong>ca por<strong>que</strong><br />

hace aerobic. Es muy alta. Y tiene <strong>un</strong>as tetas así...<br />

—Espero <strong>que</strong> no hayas contratado a <strong>un</strong> detective —dije, y las kobietas empezaron a armar su<br />

gran estrépito de sacudidoras y esteras en el patio interior. Deseé <strong>que</strong> sonara el teléfono, <strong>que</strong> alguien<br />

llamara al timbre, <strong>que</strong> se rompiera <strong>un</strong> cristal: algo <strong>que</strong> me librara, a<strong>un</strong><strong>que</strong> fuese momentáneamente,<br />

de Coral. Me di <strong>un</strong> poco de asco a mí mismo, por pensar eso.<br />

—Sería muy caro contratar a <strong>un</strong> detective durante... siete años y cuatro meses... —balbuceó—<br />

Pero yo he venido para pedirte <strong>un</strong> favor, Francisco —dijo, y su rostro sorbió la negrura del café para<br />

volverse serio y ceremonioso—. Es... es vital para mí. Tú eres mi amigo, ¿verdad?<br />

Asentí con la cabeza y me temí lo peor.<br />

—He llamado a Gaspar a su hotel —continuó Coral—. Decía <strong>que</strong> aún estaba dormido, pero<br />

yo sé <strong>que</strong> estaba completamente desconcertado. Yo soy más lista de lo <strong>que</strong> parezco... Al final dijo<br />

<strong>que</strong> n<strong>un</strong>ca había estado antes en Polonia y me preg<strong>un</strong>tó si yo conocía algún restaurante decente. El<br />

muy idiota, parece creer <strong>que</strong> aún hay to<strong>que</strong> de <strong>que</strong>da. Hemos <strong>que</strong>dado para cenar en el barrio de los<br />

reyes.<br />

—Será muy beneficioso para ti, sin duda —aduje, en mi tono más sabio y paternal. Me sentía<br />

como arropando a <strong>un</strong> niño en su cama—. Te darás cuenta de <strong>que</strong> es <strong>un</strong> hombre normal y corriente y<br />

52


dejarás de idealizarle.<br />

—Hay <strong>un</strong> problema.<br />

—Vaya por Dios.<br />

—El problema —dijo Coral— es <strong>que</strong>... Ha venido con "su" Gladysín a Varsovia, y desde<br />

luego va a traerla a cenar. Y yo... <strong>que</strong>ría pedirte...<br />

—Taxativamente no —afirmé—. Ahora, hija mía, tengo <strong>un</strong>a clase <strong>que</strong> preparar. Ya te has<br />

acabado el café, ¿no?<br />

—Escúchame <strong>un</strong> momento, te lo suplico —dijo Coral—. Please. Sólo necesito <strong>que</strong> me<br />

acompañes esta noche. No he visto a Gaspar en todos estos años, ya lo sabes. Me siento... me siento<br />

tan, tan pe<strong>que</strong>ñita cuando pienso en él... y encima si viene con esa Barbie, yo... yo <strong>que</strong>daría fatal si<br />

voy sin novio... pero claro, yo no tengo novio...<br />

El Tozmi empezó a agitar el rabo, con tanto afán, <strong>que</strong> derramó <strong>un</strong>a taza en la mo<strong>que</strong>ta.<br />

—Tienes <strong>que</strong> aprender a controlarte, mujer —le dije—. ¡Tozmi, perro del demonio, me estás<br />

friendo la sangre! Pásame la bayeta, anda, y <strong>un</strong>a pizca de sal. Sabes <strong>que</strong> detesto darte consejos,<br />

Coral, pero deberías volver a tu casa ahora. Me traes por la calle de la amargura, Tozmi, hijo mío.<br />

—¡Sí, detestas darme consejos, y me das mil al día!<br />

—Por<strong>que</strong> te hacen mucha falta, y por<strong>que</strong> tú me los pides.<br />

—No sólo sería para mí <strong>un</strong> apoyo inmenso poder ir con <strong>un</strong> hombre a la cena, sino <strong>que</strong> además<br />

ir contigo... con <strong>un</strong> hombre maduro, <strong>un</strong> hombre curtido, no como él... sería <strong>un</strong> tri<strong>un</strong>fo, ¿no lo<br />

comprendes?<br />

Coral no era tonta del todo. Siguió adulándome durante <strong>un</strong> cuarto de hora, sin <strong>que</strong> yo hiciera<br />

nada por interrumpirla. Al final acabé por sentirme incluso más joven, y me eché <strong>un</strong> kieliszek de<br />

vodka al coleto. Encendí <strong>un</strong> cigarrillo.<br />

—Pero sería <strong>un</strong> tri<strong>un</strong>fo ficticio, Coral. Después tendrías remordimientos por haber mentido,<br />

sabiendo <strong>que</strong> lo de él es verdad y lo tuyo no. Tal vez no podrías resistir y le llamarías días después a<br />

Madrid para confesar la comedia. Eso sería lamentable.<br />

—¡Y <strong>un</strong>a eme, le voy a contar! No quiero más <strong>que</strong> sentirme superior a él por <strong>un</strong>a noche.<br />

¡Sólo <strong>un</strong>a noche, no pido más! Es el favor más importante de mi vida el <strong>que</strong> te estoy pidiendo.<br />

—No va a colar, Coral —aseguré—. No se lo va a tragar.<br />

—Ya veremos.<br />

Y he mirado a Coral con <strong>un</strong> viso de pena y he apagado mi cigarrillo polaco j<strong>un</strong>to a la ventana.<br />

Mi perro, el Tozmi, ha ladrado bajito por<strong>que</strong> desea jugar. Es <strong>un</strong> chucho castrado de color marrón,<br />

pe<strong>que</strong>ño como <strong>un</strong> conejo...<br />

53


Fíjate tú qué cosas, nuestro gachó en Varsovia había sido monaguillo aquí mismo, en la<br />

iglesia de la Palma, y tuvo <strong>que</strong> irse por<strong>que</strong> era de la cáscara amarga y encima bardaja, lo tenían<br />

amargadito perdido; te leo lo <strong>que</strong> pone aquí, dice El cadáver de la mujer no podrá ser repatriado<br />

hasta el próximo jueves por<strong>que</strong> los representantes de la embajada española no han conseguido<br />

contactar con la empresa f<strong>un</strong>eraria local. "Hoy (por ayer) ha sido fiesta en Polonia y no hemos<br />

podido hablar con ning<strong>un</strong>a autoridad para acelerar los trámites de la repatriación," afirmó <strong>un</strong><br />

portavoz de la embajada <strong>que</strong> eludió ser identificado. Desde <strong>que</strong> se produjo el fallecimiento, el<br />

cuerpo del varón de ciudadanía española y origen malagueño o quizá gaditano, tiene guasa esto<br />

hombre, permanece en el depósito de cadáveres de <strong>un</strong>a localidad próxima al lugar del accidente. A<br />

diferencia de la mujer, nadie ha reclamado sus restos.<br />

En la noche de Varsovia ab<strong>un</strong>dan los locales semiclandestinos, discotecas ilegales sin luces<br />

de neón bajo compuertas negras de garaje, y mercados espontáneos <strong>que</strong> desaparecen tan rápido como<br />

se forman, surtidos con puestos anémicos de imitaciones. Imitaciones de perritos calientes, de música<br />

occidental, de pornografía. Si traduces mentalmente los precios de zyotis a pesetas te da casi<br />

vergüenza pagar tales miserias. Pero eso es al principio. Después de <strong>un</strong>os pocos años acabas<br />

creyéndote de verdad el amo, como <strong>un</strong> yanqui en la Fuengirola de 1953. Solidarnosc, la remolacha<br />

azucarera, las fábricas de cojinetes y rodamientos industriales, el Papa Wojtyla y el Gran Ducado de<br />

la Horda de Oro y Vladimiro el sanguinario. Al final, por detrás de las fachadas en ruinas, los gritos<br />

salvajes de sus trifulcas y los rostros como llanuras de nieve ingenua, amarás sus benditas almas de<br />

perdedores históricos, de falsos melancólicos, de adúlteros ardientes, de cosacos borrachos perdidos<br />

en medio de la ventisca gélida y la t<strong>un</strong>dra.<br />

Camino j<strong>un</strong>to a Coral por la calle Dworcowa, corazón de <strong>un</strong>a Stare Miasto plena de colorido<br />

y ruidos, aún con este clima de hibernación, en dirección al restaurante. Detrás de la Adama<br />

Mickiewicza, en la Plaza del Rey, todavía se aguanta el colosal abeto <strong>que</strong> la m<strong>un</strong>icipalidad levantara<br />

por Navidad. Las casitas de dos plantas, formando corro, cada <strong>un</strong>a de <strong>un</strong> color, le otorgan a la amplia<br />

Plaza del Dworcowy <strong>un</strong>a decoración infantil, gozosa, quimérica, de cuento para niños.<br />

—Ustedes vienen del f<strong>un</strong>eral del pobre Spalinski, me imagino —aventura el camarero en<br />

polaco, a tenor de las cuatro caras largas <strong>que</strong> los cuatro españoles tenemos al ocupar nuestra mesa<br />

compartida—. Era <strong>un</strong> buen hombre, no faltaba n<strong>un</strong>ca a pescar en el lago. Y tenía barba desde los<br />

siete años. En fin.<br />

El camarero suspira, para agregar a continuación: todas las remolachas han crecido en la<br />

mierda, <strong>que</strong> es algo así como nuestro español "no somos nada." De repente, no puedo creerlo, por<br />

más <strong>que</strong> parpadeo sigo viendo a Piotr, con su barba impecable y con <strong>un</strong> nuevo amigo, sentados en<br />

<strong>un</strong>a mesa cercana. Me mira, sonríe al ver <strong>que</strong> Coral me toma del brazo. Y me niega el saludo. Hijo<br />

54


de puta.<br />

—Así <strong>que</strong> usted también es profesor —comenta Gaspar, vertiéndose <strong>un</strong>a copa de Beaujolais<br />

ante la envidia indisimulada de otros clientes. Francamente, le veo muchísimo más guapo <strong>que</strong> en las<br />

fotos. Coral parece abatida.<br />

amargados?<br />

—Oiga, Francisco —insiste Gaspar—, ¿es verdad <strong>que</strong> todos los profesores son <strong>un</strong>os<br />

—Gaspar, por favor —reconviene su novia, Gladysín, chica desplegable de cualquier revista<br />

de moda, amueblada para la ocasión.<br />

—No te falta razón —admito—. Pero en este país aún conservan cierta aceptación social.<br />

Creo <strong>que</strong> en España eso ya se ha perdido.<br />

—Aquí en el Tercer M<strong>un</strong>do —expone Gaspar— se conservan muchas cosas. Tártaros, la<br />

Galitzia, Walesa, el esfínter libre de Danzig, cuajadas agrias y calzoncillos bombachos...<br />

—Bueno —digo yo—, su literatura no es tan deleznable.<br />

—No me haga reír, yayo —ruega Gaspar—. Rudnicki era <strong>un</strong> lameculos kafkiano del agujero<br />

quin<strong>que</strong>nal, y Milosz atrincó el Nóbel y se largó a Nueva York. Y todavía no ha vuelto.<br />

Kruczkowsky, el hijo del zapatero, no era del todo mediocre. Una pena <strong>que</strong> el pobre se zambullera en<br />

las piscinas de la Seg<strong>un</strong>da Internacional. Al menos ahora estaría cosiendo medias suelas a las<br />

zapatillas de las bailarinas del Madison Square Garden y su padre estaría orgulloso de él.<br />

nacional.<br />

—Tal vez —afirmo—. Pero entonces no habría sido <strong>un</strong> adalid de la democracia ni <strong>un</strong> héroe<br />

—¡Cielos! —grita Gaspar.<br />

Hace decenios <strong>que</strong> yo no oía esta exclamación, probablemente en <strong>un</strong>a comedia de Pemán<br />

retransmitida por el Teatro Oral de Radio Exterior de España. Con <strong>un</strong>a cha<strong>que</strong>ta de tweed comprada<br />

en <strong>Lo</strong>ndres, corte de pelo Iranzo y mocasines italianos, Gaspar me fascina. Te estrecha la mano como<br />

a <strong>un</strong> compatriota co-responsable de haber ganado la batalla de Lepanto, y diríase <strong>que</strong> dispone de <strong>un</strong><br />

algodón mágico <strong>que</strong> abrillanta sus ojos, su dentadura, sus palabras, sus aspavientos histriónicos, y<br />

<strong>que</strong> le aporta <strong>un</strong> rostro admirable y sanguíneo de entusiasmo contagioso. Tenis, rayos uva,<br />

neocapitalismo, verborrea altanera y yo <strong>que</strong> entre frase y frase echo miradas hacia Piotr, ahora <strong>que</strong><br />

me fijo lleva puesta la cha<strong>que</strong>ta <strong>que</strong> yo le regalé hace <strong>un</strong> mes, me dan ganas de ir hacia allí y<br />

rompérsela en pedazos. Pero sigue ignorándome, y se ríe a carcajadas con su nuevo amigo.<br />

—Coralita —dice Gaspar—, tienes por novio a <strong>un</strong> buen hombre solidario. Felicidades. A lo<br />

mejor, incluso nos ha salido usted utópico. Diga, ¿cuál es su equipo de fútbol?<br />

Saboreando cada palabra y con el pecho henchido de orgullo, respondo:<br />

—El Real Betis Balompié.<br />

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—¡Justo lo <strong>que</strong> yo decía! —exclama Gaspar— ¡Un soñador! Debe volverse menos onírico,<br />

yayo, de lo contrario no durará mucho con nuestra pe<strong>que</strong>ña Coral y el Ay<strong>un</strong>tamiento le recalificará<br />

como propiedad en ruinas.<br />

—No le haga usted caso —tercia "bisuterías Gladysín."<br />

—Andalucía y yo somos así, señora —contesto. Miro de reojo a Piotr. Advierto <strong>que</strong> Coral<br />

está vaciando su décima copa de vino—. Yo soy progresista pero acepto la herencia inquietante de lo<br />

desconocido. Al fin y al cabo, todo el m<strong>un</strong>do manifestado se produce dentro del Tiempo. Fuera de él<br />

sólo <strong>que</strong>dan las aguas primordiales.<br />

—Fuera del Tiempo... —repite Coral, ensimismada— Haces <strong>que</strong> me dé vueltas la cabeza.<br />

—Yo sé bien por qué te da vueltas la cabeza, guapa —dice Gladysín.<br />

—¿Por qué vino usted a Polonia, Francisco? —sonríe Gaspar— ¿Huía de algo?<br />

Me da vueltas la cabeza, y me da vueltas el corazón. A pocos metros, Piotr se empeña en<br />

ignorarme. Me entran <strong>un</strong>as incontenibles ganas de llorar. Por mí, por Coral, por lo inevitable... Pero<br />

luego todo ocurre muy deprisa. Coral quiere besarme en la boca delante de Gaspar, cree <strong>que</strong> así se<br />

sentirá mejor y más segura, pero no es verdad, y yo no quiero besarla pero también estoy ebrio y me<br />

dejo. Mientras nos besamos abro los ojos y veo a Piotr, <strong>que</strong> ahora venía hacia nosotros, quizá para<br />

decirme algo, pero se frena al verme soldado a Coral. Piotr sonríe con menosprecio gélido, se da<br />

media vuelta y abandona el restaurante del brazo de su nuevo amigo. Entonces me despego de la<br />

muchacha, empujándola lejos de mí, haciéndola casi caer de su silla. Pero ya es demasiado tarde.<br />

—Déjame en paz —le escupo con rencor.<br />

Diez seg<strong>un</strong>dos de silencio caen sobre la mesa. Gaspar y Gladysín nos miran.<br />

—<strong>Lo</strong> siento —dice Coral, sollozando. Con los ojos bañados en lágrimas, se vuelve hacia su<br />

gran amor para escenificar la destrucción total. El destino de los muros en ruinas es venirse abajo, es<br />

la demolición, la disolución en el caos, el fin.<br />

—En realidad... —balbucea Coral, mientras yo busco a Piotr por la ventana— En realidad,<br />

aquí Francisco no es mi novio. <strong>Lo</strong> he traído por<strong>que</strong>...<br />

—No nos interesa —guillotina Gaspar.<br />

Cae otra lluvia de silencio sobre nosotros. Coral solloza, hipa y mo<strong>que</strong>a como <strong>un</strong> bebé. Pero<br />

es mi turno para la destrucción. Yo ya lo he perdido todo.<br />

—No, si la culpa es mía —escupo— por j<strong>un</strong>tarme con niñatos pijos.<br />

Alarma en los ojos sobremaquillados de Gladysín. Confusión en los de Coral. La seriedad<br />

vuelve aún más bello el rostro de Gaspar, el escita.<br />

—Me resulta usted de lo más previsible, abuelo —dice él—. Ya me imagino a priori todos<br />

sus prejuicios sobre las clases dirigentes, sus movimientos reflejos oxidados contra el mercado libre,<br />

56


su opinión de <strong>Lo</strong>la Flores y hasta a qué partido vota mediante la embajada del Reino, por<strong>que</strong> usted<br />

seguro <strong>que</strong> vota. ¿Le extraña <strong>que</strong> lo intuya?<br />

—¿Tú qué preferirías, niño? ¿Que me extrañara o <strong>que</strong> no me extrañara?<br />

—Da igual —afirma Gaspar—, los dialécticos son como Joe Mantegna en House of Games,<br />

emocionando a la gente con trucos de fiesta infantil de cumpleaños. Usted es de los <strong>que</strong> aplicaba para<br />

<strong>un</strong>as cosas el materialismo histórico y para otras el materialismo dialéctico y de ahí debe de haberse<br />

<strong>que</strong>dado bizco. Usted es de los <strong>que</strong> iban por la vida pidiendo perdón por saber leer y escribir y<br />

haberse educado en los Salesianos...<br />

—Gaspar... —dice Coral.<br />

—De los <strong>que</strong> llamaba camaradas a las putas <strong>que</strong> enculaba en los burdeles, de los <strong>que</strong><br />

levantaron cerca de aquí el muro de Berlín...<br />

—¡Gaspar, por favor! —grita Coral— Francisco no es Stalin.<br />

Tan espeso y oscuro fue el volumen de desprecio escupido por Gaspar al mirarla, <strong>que</strong> llegué a<br />

sentir <strong>un</strong>a angustia fría como <strong>un</strong> hachazo de hielo en las entrañas, como si el corazón de Coral<br />

hubiese entrado en el mío. Como si su corazón fuese el mío.<br />

—Esto es <strong>un</strong>a bazofia incomestible —brama Gaspar, con grandes gesticulaciones—. A<br />

menudo sitio me habéis traído. Supongo <strong>que</strong> aquí <strong>un</strong>a fondí es considerada <strong>un</strong> aparato de brujería y si<br />

pido <strong>un</strong>a Vichyosie me traerán pasta de dientes. En fin, usted no quiere comprender <strong>que</strong> el pueblo<br />

existe para ser sodomizado eternamente. Y <strong>que</strong> además le gusta. <strong>Lo</strong>s <strong>que</strong> se oponen a ello son los <strong>que</strong><br />

gastan la vida en discusiones sobre la propiedad y mientras la tierra se <strong>que</strong>da sin sembrar.<br />

—Hablando de sembrar —digo—, hablando de sembrar y observando tu mímica, o sea, lo<br />

<strong>que</strong> dices y cómo lo dices, me reafirmo en <strong>un</strong>a teoría <strong>que</strong> aprendí del amigo Kierkegaard. El bueno<br />

de Soren decía <strong>que</strong> la Naturaleza aún reconoce la dignidad del género humano, por<strong>que</strong> cuando<br />

alguien desea alejar a los cuervos de <strong>un</strong> sembrado, fija allí <strong>un</strong> armatoste <strong>que</strong> recuerda a <strong>un</strong> periodista,<br />

y la vaga resemblanza <strong>que</strong> de <strong>un</strong> ser humano conserva ese espantapájaros es suficiente para inspirar<br />

respeto a las aves...<br />

La familia de la fallecida, víctima mortal del accidente <strong>que</strong> se produjo el sábado en Varsovia,<br />

expresó ayer su malestar con el Ministerio de As<strong>un</strong>tos Exteriores y con la embajada española en<br />

Polonia, por la información oficial del suceso. Un hermano de la fallecida afirmó ayer <strong>que</strong> ningún<br />

representante de la administración tenía derecho a hacer comentarios. La versión ofrecida por<br />

Exteriores difiere de la den<strong>un</strong>cia efectuada por la familia. Su cadáver llegará mañana al aeropuerto<br />

de El Prat de Barcelona.<br />

Vienen del frío armazón metálico entretejido por las escaleras del blo<strong>que</strong> de apartamentos, y<br />

lo primero <strong>que</strong> ve Francisco al abrir es su escudo del Betis, <strong>un</strong> abrazo de bienvenida hoy inútil tocado<br />

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por la corona real y bañado en las olas blancas y verdes de su pasado, <strong>un</strong> pasado como <strong>un</strong>a marea de<br />

melocotones <strong>que</strong> se acerca y se va de su memoria. Deja a Coral sentada borracha en el suelo de la<br />

salita, llorando, y, mientras orina en el baño, musita por lo bajo:<br />

—Viva el Betis, joé.<br />

Todavía en el suelo, Coral bebe medio kopiszek más de vodka, y se echa a toser entre<br />

lágrimas, vómitos y alcohol. Francisco le palmea la espalda.<br />

—Te gustaba Gaspar, ¿verdad? —preg<strong>un</strong>ta Coral; Francisco asiente con la cabeza— Pues a él<br />

le das asco. A él los maricones le dais asco.<br />

—La vida es <strong>un</strong>a comedia, hija.<br />

El hombre maduro levanta el kopiszek de vodka <strong>que</strong> Coral ha vuelto a llenar. Pero no bebe.<br />

Abre <strong>un</strong> cajón, extrae el pa<strong>que</strong>te de Fostún blanco y vierte <strong>un</strong> buen puñado dentro. <strong>Lo</strong> mantiene en<br />

alto, como si fuera <strong>un</strong> cáliz en la misa de sus tiempos de monaguillo, contempla en el espejo sus<br />

canas y sus arrugas, y con el brazo derecho abraza a Coral. Seguro, curtido y confiado, como ella le<br />

<strong>que</strong>ría, Francisco engulle medio vaso ante la muchacha, ante el espejo cabrón, ante la ventana<br />

graneada de nieve y escarcha. Entonces Coral bebe lo <strong>que</strong> <strong>que</strong>da en el vaso y reposa lentamente su<br />

cabeza en el pecho de Francisco.<br />

—Este vodka sabe a matacucarachas, qué por<strong>que</strong>ría.<br />

—Estoy temblando. Cómo me duele aquí dentro, Francisco. Y tengo frío. Francisco, tengo<br />

mucho frío, muchísimo frío. Abrázame más fuerte, por favor.<br />

El cadáver de la joven española, según las previsiones de las autoridades de la Oficina de<br />

Información Diplomática llegará hoy al aeropuerto del Prat <strong>un</strong>a vez solventados los trámites<br />

burocráticos ante las autoridades polacas. El caso constituye <strong>un</strong>a trágica pieza más en lo <strong>que</strong> está<br />

siendo <strong>un</strong> verdadero "año negro" para los turistas españoles en el extranjero.<br />

No lo publicará ningún periódico, pero, tendidos y abrazados en el suelo, con las caras<br />

lamidas por la lengua áspera y roja del Tozmi, los dos comparten <strong>un</strong> último pensamiento: el deseo de<br />

<strong>que</strong>rer ver <strong>un</strong> lago, j<strong>un</strong>to a <strong>un</strong>a ladera repleta de flores amarillas, con <strong>un</strong>as pocas casas lejanas sobre<br />

las <strong>que</strong> da de lleno el sol. Y <strong>un</strong> perro sano, <strong>un</strong> vino fresco, <strong>un</strong> gran beso de cariño y de sinceridad, y<br />

el trigo rubio, muy rubio, meciéndose al compás de la brisa <strong>que</strong> sin duda debe de reinar allá en el<br />

campo.<br />

58


I just r<strong>un</strong> out of memory<br />

No vais a creerme cuando lo cuente, pero a mis ochenta y nueve años ya da igual si me<br />

tomáis por loco. Cuando veo las hojas caer de los árboles en otoño temo <strong>que</strong> sea la última vez <strong>que</strong> lo<br />

presencio; en la carnicería los demás compradores sonríen con sarcasmo por<strong>que</strong> me sospechan sin<br />

dientes, y el mozo <strong>que</strong> atiende la farmacia me trata con desfachatez (¿Sulfato de cobre, abuelo? ¿No<br />

quiere <strong>un</strong> bote de Viagra?) Sin embargo debo contároslo: es lo más portentoso <strong>que</strong> he visto en mi<br />

vida. Una vida <strong>que</strong> se acaba, por<strong>que</strong> me duelen los huesos y la conciencia, y tengo <strong>un</strong> bultito aquí en<br />

la rodilla <strong>que</strong> no me gusta nada... En fin, centrémonos. Todo ocurrió cuando el Partido Socialista<br />

sacó a la palestra <strong>un</strong> nuevo líder con los ojos de colores. Me encontraba en mi domicilio madrileño<br />

de la calle Arganzuela, comiendo pistachos mientras veía el debate sobre el estado de la nación, <strong>que</strong><br />

era la puesta de largo de a<strong>que</strong>l nuevo adalid. Me sobresaltaron entonces ruidosos trastazos<br />

provenientes del piso de arriba, y fr<strong>un</strong>cí el ceño. A<strong>que</strong>llo me desazonó. Bajé el volumen del<br />

televisor justo cuando el presidente replicaba al líder de la oposición. Era pensionista y los dientes<br />

me fallaban, pero el oído, hijos míos, me f<strong>un</strong>cionaba a las mil maravillas, y lo agucé.<br />

¡Esto no va aquí! Gritaban. ¡Llevadlo al dormitorio!<br />

Suspiré. Las figuras mudas del presidente conservador y el nuevo líder socialista<br />

zangoloteaban ante mis ojos, pero ya no les hacía ningún caso: ahora lo individual primaba sobre lo<br />

social. No había duda, alguien se estaba mudando al piso de arriba. Maldije mi suerte. ¡Un nuevo<br />

inquilino no, por favor! La bonanza había durado cinco felices años, mientras <strong>un</strong> oftalmólogo<br />

retirado ocupaba el seg<strong>un</strong>do derecha, y el cuarto derecha permanecía vacío por<strong>que</strong> los hijos del<br />

malogrado Achútegui pleiteaban por los despojos de la herencia. También es mala suerte, me dije,<br />

<strong>que</strong> se hayan puesto de acuerdo en sólo cinco años; seguro <strong>que</strong> éste tiene la culpa de todo, murmuré<br />

cuando vi al presidente del gobierno gesticular torpemente en la pantalla. Creedme, no quiero hablar<br />

sobre mi propia persona, pero es preciso. Os desvelaré el primer secreto: soy alquimista. Mi padre<br />

había regentado <strong>un</strong>a farmacia en Villanueva de los Infantes, provincia de Ciudad Real, pero como el<br />

negocio iba a heredarlo mi hermano <strong>un</strong> día mi progenitor me condujo por <strong>un</strong>as escaleras secretas<br />

hasta <strong>un</strong> sótano secreto repleto de alquitaras y probetas secretas.<br />

Hijo mío, dijo, secretamente, mi padre; como eres <strong>un</strong> enclen<strong>que</strong>, tienes cara de solterón<br />

desde <strong>que</strong> naciste, y no vas a heredar la farmacia, te desvelaré <strong>un</strong> secreto familiar. Voy a enseñarte<br />

59


los misterios de la alquimia.<br />

¿Y podré convertir cualquier objeto en oro mediante la piedra filosofal? le preg<strong>un</strong>té.<br />

No, contestó él, resignado. Tengo <strong>un</strong> primo seg<strong>un</strong>do en el Ay<strong>un</strong>tamiento de Madrid <strong>que</strong> me<br />

ha prometido recomendarte en la Concejalía de Abastos cuando cumplas dieciséis. Tendrás <strong>que</strong><br />

mudarte a la capital, cosa <strong>que</strong> acrecentará tu ya huraño carácter. Pero es <strong>un</strong>a bicoca de empleo, y es<br />

para toda la vida.<br />

Entonces, dije yo, ¿con qué fin me enseñarás los misterios de la alquimia?<br />

Con el fin, Isaac, de <strong>que</strong> no te gastes el sueldo a los naipes como hizo tu abuelo, respondió<br />

indignado. Tu etmoides te protegerá de las mujeres malas, el sombrero protegerá tu prematura<br />

calvicie y la alquimia te protegerá de las siete y media.<br />

¡Ese rodapiés! ¡Que os cargáis el armario!<br />

<strong>Lo</strong>s suelos crujían, los muebles se arrastraban, las paredes retumbaban. Con lo tranquilo <strong>que</strong><br />

había vivido yo. Y en pleno centro. A<strong>que</strong>lla noche no concilié el sueño hasta el alba, y horribles<br />

pesadillas me asaltaron para torturarme: imaginaba tropeles de estudiantes juerguistas con discos de<br />

p<strong>un</strong>k-pop y trash-metal; altercados de parejas jóvenes; colillas de porros en el patio interior; jadeos<br />

genitales y tra<strong>que</strong>teo inagotable de colchones... Me temía lo peor...<br />

Pero no pasó nada. Al día siguiente sólo se oían los trinos del jilguero en el seg<strong>un</strong>do derecha<br />

y el tenue borboteo de mis alquitaras en la antecocina. Transcurrió <strong>un</strong> día. Transcurrió otro. Así<br />

pasaron varias semanas. El silencio era mirífico. Llegué a olvidarme del vecino de arriba, al <strong>que</strong> ni<br />

siquiera había visto la cara. El nuevo líder del PSOE era bien valorado por las encuestas. En muchas<br />

tertulias se hablaba ya de la “lógica alternancia”, y yo sonreía rememorando la Restauración y a<br />

Cánovas del Castillo... Hasta <strong>que</strong> llegamos al cuarto mes, y sobrevino el desastre...<br />

Habían transcurrido cuatro meses y dos días cuando <strong>un</strong> portazo me despertó a las tres de la<br />

mañana. Tuve <strong>un</strong> mal presentimiento. Me senté en el borde de la cama, me coloqué mi gorro con<br />

borla y la dentadura postiza, y esperé. Un minuto más tarde, el detestable guirigay de <strong>un</strong> reproductor<br />

de música lo invadió todo. Era mi vecino de arriba, por supuesto. ¿Se habría cansado de la buena<br />

educación? <strong>Lo</strong>s decibelios de <strong>un</strong>a cantante, Luz Casal, se filtraban por todas las rendijas de mi<br />

vivienda. Un alarido desgarrador repetía incesante: piensa en mí, piensa en mí, piensa en mí. Las<br />

preg<strong>un</strong>tas se agolpaban en mi cerebro: ¿se habría vuelto loco? ¿Estaría ajumado? Y a<strong>que</strong>llo fue sólo<br />

el principio. La condenada canción resonaba a todas horas: piensa en mí piensa en mí cuando sufras,<br />

y algún vecino se <strong>que</strong>jaba, otros llamaron en vano a los m<strong>un</strong>icipales, tu párvula boca <strong>que</strong> siendo tan<br />

niña me enseñó a pecar, y hasta decían <strong>que</strong> el jilguero se había muerto, no sé si de pena o de<br />

envidia, para nada para nada para nada me sirve sin ti... y vuelta a empezar. Adquirí tapones de cera<br />

para los oídos, pero todo era inútil. No podía concentrarme en mis investigaciones ni realizar<br />

60


experimentos delicados. Ni mucho menos dormir en paz.<br />

Al cuarto día me armé de valor y subí las escaleras. Ante la puerta se amontonaban varias<br />

bolsas de basura, sobre las <strong>que</strong> pululaban las moscas. Llamé al timbre. La música estaba tan alta <strong>que</strong><br />

pulsé el botón varias veces, hasta <strong>que</strong> <strong>un</strong>a voz ronca gritó en el interior: Ya voy, ya voy.<br />

Asomó <strong>un</strong> rostro decepcionado: parece <strong>que</strong> esperaba a otra persona, y no ocultó su desilusión<br />

al ver a <strong>un</strong> jubilado en bata y zapatillas. Mi vecino debía de rondar la treintena, era bastante delgado,<br />

moreno y de ojos oscuros. La desdicha se pintaba en sus ojos enrojecidos, <strong>que</strong> parecían haber<br />

llorado, y la barba de cuatro días le otorgaba <strong>un</strong> indudable aspecto carcelario.<br />

Ah... fue lo único <strong>que</strong> dijo al verme.<br />

Hijo, soy tu vecino de abajo, le expliqué.<br />

Ah... repitió, aterrorizado.<br />

Aquí vivimos personas mayores, sabes, y con tu música nos has robado la tranquilidad.<br />

Ah... dijo, con verdadero pánico, y volvió a <strong>que</strong>darse callado.<br />

Entonces lo comprendí todo. Comprendí <strong>que</strong> aquél era <strong>un</strong> buen hombre, pacífico y de natural<br />

silencioso. Pero también comprendí <strong>que</strong> mientras perdurara la tragedia <strong>que</strong> estaba sufriendo, yo no<br />

regresaría a mi anhelada paz. Si no era la música, sería cambiar los muebles de sitio, serían<br />

re<strong>un</strong>iones alcohólicas, serían suspiros y lágrimas. Y <strong>un</strong> hombre adulto llorando en el silencio de la<br />

noche podía ser a<strong>un</strong> peor <strong>que</strong> <strong>un</strong> disco compacto.<br />

<strong>Lo</strong> siento... Murmuraba con voz temblorosa, casi sollozando. <strong>Lo</strong> siento muchísimo, de<br />

verdad... no me había dado cuenta...<br />

“Is”...<br />

¿Cómo te llamas, hijo?<br />

Ismael, repuso. Y, tras <strong>un</strong>a pausa, añadió para mi terror: A<strong>un</strong><strong>que</strong> a ella le gustaba llamarme<br />

Que el demonio se te lleve, simplísimo mentecato, pensé. Así <strong>que</strong> a<strong>que</strong>l desgraciado sufría<br />

pena de amores. ¡Era la peor de las noticias! Un vecino joven y sensible abandonado por su gran<br />

amor invertiría meses en el caos, sería imprevisible, viviría entre altibajos, lágrimas y melancolías, y<br />

a lo peor hasta acababa suicidándose en nuestro patio de luces. Francamente era preferible tener <strong>un</strong><br />

vecino narcotraficante.<br />

¿Cómo te ganas la vida, hijo?<br />

Soy traductor, traductor de literatura, confesó, casi avergonzado. A<strong>un</strong><strong>que</strong> hace ya muchos<br />

días <strong>que</strong> no trabajo... no puedo trabajar... no puedo hacer nada...<br />

Y su cara se ensombreció. Ahora comprendía el silencio de sus tareas, las bolsas de reciclaje<br />

de papel usado... y la irresponsable sentimentalidad de a<strong>que</strong>l pobre insensato. Ya lo decía mi padre<br />

en Ciudad Real: quien trabaja con la literatura es <strong>un</strong> necio, sufre como <strong>un</strong> borrico y muere como <strong>un</strong>a<br />

61


cucaracha. A<strong>un</strong><strong>que</strong> quizá no lo dijera con estas palabras...<br />

Ismael, ¿vas a tenerme aquí en la puerta todo el día? Soy muy mayor ya para estar de pie.<br />

Además, es <strong>un</strong> delito <strong>que</strong>, siendo vecinos, aún no nos conozcamos, ¿no te parece?<br />

Oh, desde luego... <strong>Lo</strong> <strong>que</strong> pasa es <strong>que</strong>... está todo muy desordenado, y... pero por Dios, pase<br />

usted. Abriré las ventanas.<br />

Encontré lo <strong>que</strong> me esperaba y temía. Una presencia rancia y solitariamente masculina<br />

impregnaba el aire sofocante del apartamento. El suelo se hallaba alfombrado de hojas manuscritas.<br />

En la única mesa del recinto se amontonaban pliegos de papel aseteados a tachaduras, y botellas<br />

vacías de coñac. <strong>Lo</strong>s ceniceros rebosaban colillas. La cocina llevaba tiempo sin utilizarse. Las<br />

persianas estaban bajadas, y <strong>un</strong>a lámpara se inclinaba hacia la mesa proyectando <strong>un</strong>a angustiosa isla<br />

de luz sobre tristes cuartillas y muchas fotos, donde siempre aparecía la misma mujer morena de<br />

rasgos llamativos. Ismael tuvo la deferencia de subir <strong>un</strong>a persiana y ventilar a<strong>que</strong>lla pocilga. Seguro<br />

<strong>que</strong> llevaba <strong>un</strong>a semana sin ducharse.<br />

¿Era tu novia? preg<strong>un</strong>té, señalando <strong>un</strong>a de a<strong>que</strong>lla instantáneas, en la <strong>que</strong> ella parecía sonreír<br />

más a <strong>un</strong> tercer hombre <strong>que</strong> a Ismael.<br />

¿Cómo lo sabe? dijo, con cara de memo.<br />

Por<strong>que</strong> soy adivino, y disfruto de facultades paranormales. (¿No te fastidia? añadí<br />

mentalmente, pero no lo dije, igual <strong>que</strong> silencié mi juicio sobre a<strong>que</strong>lla señorita medio bizca)<br />

¿De verdad? preg<strong>un</strong>tó el infeliz en voz muy alta, acercándose peligrosamente a mí. ¿<strong>Lo</strong> dice<br />

usted en serio?<br />

Qué mal olía a<strong>que</strong>l desgraciado. Me giré hacia la pared, para no sufrir a<strong>que</strong>l hedor, fingiendo<br />

curiosear los estantes llenos de diccionarios y ociosas novelerías. Contemplé el ordenador, la silla<br />

acolchada, el atril, el cactus, el Diccionario Ideológico de Casares, la impresora atascada.<br />

Déjame adivinar. Te ha abandonado, y ahora le escribes cartas, pero a los pocos minutos te<br />

arrepientes y al final no le mandas ning<strong>un</strong>a.<br />

Santo cielo. ¡Es usted <strong>un</strong> verdadero adivino del más allá! ¡Dios le ha puesto en mi camino!<br />

¡Estoy salvado! ¡Aleluya!<br />

Y se arrodilló ante mí, con la intención de besarme los pies.<br />

¡<strong>Lo</strong> sabe todo! relinchaba el infeliz, al borde de la locura. ¡Dios le ha puesto en mi camino!<br />

Por favor, ayúdeme... imploraba, abrazado a mis piernas. Hace tres meses <strong>que</strong> la conocí... Pienso en<br />

ella noche y día, a todas horas... No me responde al teléfono, me ignora, me desprecia... No puedo<br />

pensar en otra cosa, no puedo trabajar, ni siquiera soy capaz de salir a la calle... todo me recuerda a<br />

ella... lo único <strong>que</strong> hago es beber, fumar y llorar, y escuchar todo el tiempo su canción favorita...<br />

Y a<strong>que</strong>l hombre, con su cultura y con su barba negra, rompió a llorar como <strong>un</strong> recién nacido.<br />

62


Ay... balbuceaba entre hipidos, suspiros y lágrimas. Yo sólo quiero morirme... yo no puedo<br />

vivir sin ella... Ah, si alguien pudiera ayudarme a olvidarla...<br />

Eureka. La luz se hizo en mi cerebro: aún <strong>que</strong>daba esperanza. Si no ayudaba a a<strong>que</strong>l ser,<br />

frágil como <strong>un</strong>a muñeca de trapo, no tendríamos paz en la casa durante mucho tiempo. Además la<br />

posibilidad del suicidio, <strong>que</strong> ahora consideraba más real <strong>que</strong> n<strong>un</strong>ca, me espeluznaba. Todo se<br />

llenaría de sangre, de curiosos, ¡de policías m<strong>un</strong>icipales! Podrían incluso descubrir mi laboratorio<br />

secreto... En fin, supongo <strong>que</strong> esto es lo <strong>que</strong> el vulgo denomina “hacer de la necesidad virtud”.<br />

Suspiré.<br />

Ismael, hijo, dije posando mi mano en su hombro. Voy a ayudarte, a<strong>un</strong><strong>que</strong> me pese.<br />

¿Va a conseguir <strong>que</strong> Eva vuelva conmigo? preg<strong>un</strong>tó, esperanzado.<br />

Ni loco, exclamé entre risas. ¿No ves <strong>que</strong> volvería a abandonarte?<br />

Entonces... murmuró, con labios temblorosos. ¿Qué va usted a hacer conmigo?<br />

Voy a hacerte olvidar tus últimos tres meses de vida.<br />

Todavía hoy sonrío cuando recuerdo la cara de Ismael al ver mis redomas osmóticas y mis<br />

destilados químicos. Se le veía algo inquieto, pero en su desesperación debía de creer en mí como en<br />

<strong>un</strong> ángel enviado del cielo. Permaneció silencioso en <strong>un</strong> rincón de mi casa, mientras yo vertía el<br />

líquido de <strong>un</strong>a alquitara en <strong>un</strong>a copa labrada. Muy cerca, el televisor encendido volvía a ofrecer la<br />

imagen del líder socialista con los ojos de colores.<br />

¿Qué te parece el nuevo rival del presidente del gobierno? le preg<strong>un</strong>té, fingiendo<br />

desentenderme de la ósmosis difusora de mis preparados.<br />

Ese tío es <strong>un</strong> piernas, rumió Ismael.<br />

Pero, ¿llegará a presidente?<br />

No me extrañaría.<br />

El potingue amnésico estaba listo. Llevé a mi joven vecino hasta el salón, le hice sentarse<br />

frente al televisor y deposité la copa en su mano.<br />

¿Hiciste lo <strong>que</strong> te dije? preg<strong>un</strong>té. ¿Has <strong>que</strong>mado todas las fotos de Eva?<br />

Sí, a<strong>un</strong><strong>que</strong> no sé para qué.<br />

El hombre es indagador por naturaleza. Cualquiera porfiaría hasta dar con ella. Tendrías<br />

curiosidad por averiguar quién es esa señorita <strong>que</strong> sale en veinte fotos besándote y cuyo nombre ni<br />

recuerdas.<br />

Comprendo, afirmó resignado.<br />

Vamos allá. Bebe.<br />

Ismael olis<strong>que</strong>ó el preparado con desconfianza.<br />

63


¿Y si me muero? preg<strong>un</strong>tó.<br />

Todos saldríamos ganando.<br />

Pero ¿y si no f<strong>un</strong>ciona?<br />

Sonreí de oreja a oreja.<br />

¿Tú crees <strong>que</strong> te iba a dejar ver mi laboratorio secreto, si no estuviera seguro? Soy el mejor<br />

alquimista de Castilla la Nueva, merluzo. ¡Bebe!<br />

Ismael respiró prof<strong>un</strong>damente. Se santiguó y se echó el líquido al coleto de <strong>un</strong> solo trago.<br />

Por supuesto yo sabía lo <strong>que</strong> iba a ocurrir. Cerró los ojos <strong>un</strong> instante. Después volvió a abrirlos.<br />

Miró con extrañeza la copa <strong>que</strong> tenía en la mano, miró la habitación, y me miró a mí.<br />

Qué curioso, dijo. Me siento muy raro. No recuerdo... ¿Quién es usted?<br />

Soy tu vecino de abajo, afirmé, satisfecho. Ya te lo dije, hijo. Este aguardiente de mi pueblo<br />

es dinamita. <strong>Lo</strong>s jóvenes de hoy estáis afeminados, sólo bebéis cervecitas con gaseosa y por<strong>que</strong>rías<br />

light.<br />

Qué pasada, abuelo, dijo riendo. Es <strong>que</strong> ni me acuerdo de cómo he venido a tu casa.<br />

Algo en su tono de voz me hizo entender <strong>que</strong> me había perdido el respeto. Pero no le concedí<br />

demasiada importancia.<br />

Bueno Ismael, majete, le dije, señalándole la pantalla del televisor. ¿Así <strong>que</strong> el político de los<br />

ojos de colores te parece <strong>un</strong> piernas?<br />

Ismael achicó los ojos, escrutando la imagen.<br />

Pero, dijo, ¿quién es ese tipo?<br />

La vida volvió a la normalidad. O al menos eso parecía. De nuevo volvieron a oírse trinos<br />

ornitológicos en el seg<strong>un</strong>do derecha, esta vez de <strong>un</strong> canario. Del techo de mi casa no me llegaba más<br />

<strong>que</strong> silencio, acaso interrumpido por las blasfemias de Ismael cuando volvía a atascarse la impresora<br />

de su ordenador. Volví a retomar mis investigaciones y a asomarme al insondable pozo de sabiduría<br />

de mis mayores, y a mis experimentos ocultos con el praseodimio, <strong>un</strong> elemento químico de número<br />

atómico cincuenta y nueve. El praseodimio es <strong>un</strong> lantánido. El praseodimio... Pero me parece <strong>que</strong> es<br />

como si hablara con la pared. Mejor os cuento qué ocurrió cuando Ismael olvidó sus últimos tres<br />

meses de vida, y sin <strong>que</strong> yo sospechara nada. Primero regresó a su casa y la limpió. Luego telefoneó<br />

a su editor, <strong>un</strong> tal Constantino, sujeto de voz cavernosa pero talante bonachón. Talante <strong>que</strong> parecía<br />

haber extraviado.<br />

tres meses?<br />

¡Te voy a desmantelar la cabeza! gritaba.<br />

¿Cómo? ¿Que dónde me he metido? ¿Que tenía <strong>que</strong> haber entregado la última novela hace<br />

64


ayer.<br />

¡Te adelanté la mitad del dinero! bramaba Constantino. ¡Sollastre! ¡Pinchaúvas!<br />

Constantino, ¿no habrás bebido ese orujo <strong>que</strong> traes de Galicia? Me entregaste el original<br />

Si vuelves a hacerme esto te degüello. Tuve <strong>que</strong> buscar otro traductor, así <strong>que</strong> ya estás<br />

devolviéndome el anticipo. ¡Hoy mismo!<br />

Bueno, hombre... no te pongas así.<br />

¡Te pasaré a cuchillo! amenazaba el editor. ¡Te daré al anatema!<br />

Ismael colgó el teléfono. Se rascó la nuca.<br />

Debo de haberme pillado <strong>un</strong>a borrachera cósmica, murmuró. Tendré <strong>que</strong> andarme con ojo.<br />

Cuando descubrió doce botellas de coñac vacías en la cocina, se horrorizó. Las bajó al<br />

contenedor de vidrio en bolsas de plástico y luego fue al banco para transferir el dinero.<br />

Efectivamente, Constantino le había ingresado doscientas mil pesetas tres meses antes.<br />

Encogiéndose de hombros, extrajo la cantidad de su propia cuenta y después la ingresó en la del<br />

editor. Al final, su saldo venía a <strong>que</strong>dar en... ¡setenta pesetas! Mientras, caía la noche. En casa el<br />

canario dejó de trinar y sólo se percibía el rumor de fondo del monstruo urbano: detonaciones<br />

lejanas, sirenas de ambulancias, alarmas de entidades bancarias, bocinas de automóviles y rugidos<br />

de motocicletas ilegales. La locura colectiva de <strong>un</strong> Madrid <strong>que</strong> yo había apartado vol<strong>un</strong>tariamente<br />

de mí, en <strong>un</strong>a especie de exilio interior. <strong>Lo</strong> <strong>que</strong> ignoraba era <strong>que</strong>, mientras me dormía, Ismael<br />

entraba en “La Prestancia”, su taberna de toda la vida. El local estaba medio lleno.<br />

Hoy traes mejor cara, le dijo afablemente Aruba, el camarero. ¿Ya no piensas en Eva?<br />

¿Quién es Eva? preg<strong>un</strong>tó Ismael, con sincero asombro.<br />

Bien, repuso Aruba, feliz. Así me gusta.<br />

Aruba era egipcio pero llevaba media vida en Madrid. Tenía rizos y cara de no haber roto<br />

n<strong>un</strong>ca <strong>un</strong> plato, pero no decía ni la mitad de lo <strong>que</strong> sabía. Conocía a Ismael desde la adolescencia.<br />

No hay quien te entienda, suspiró Ismael, sin comprender. Oye, no tengo <strong>un</strong> duro.<br />

Ya me extrañaba <strong>que</strong> vinieras a saludar a este pobre sarraceno.<br />

Tengo <strong>que</strong> traducir <strong>un</strong> ladrillo holandés sobre la eutanasia, pero no voy a ver guita en dos<br />

semanas. Venga, tío, préstame cincuenta mil, sabes <strong>que</strong> te los devuelvo.<br />

Y si no me los devuelves, te momifico, se reía Aruba, mientras abría la caja registradora y le<br />

pasaba cinco billetes de diez mil. Ya <strong>que</strong> te veo tan recuperado... tienes <strong>un</strong>a presa al final de la<br />

barra. J<strong>un</strong>to a los catavinos.<br />

¿La rubia? preg<strong>un</strong>tó Ismael, contento. ¿Qué posibilidades tengo?<br />

Setenta y cinco por ciento, aseguró el egipcio. Ha venido tres o cuatro veces por aquí. Le<br />

gustan los idiomas, estudia literatura en la <strong>un</strong>iversidad de su país. Y es de las <strong>que</strong> se dejan seducir<br />

65


por charlatanes como tú.<br />

Tú sí <strong>que</strong> eres <strong>un</strong> amigo, Faraón, susurró Ismael. Shukran.<br />

Affan, capullo.<br />

Preferiría no tener <strong>que</strong> dar muchos detalles, por<strong>que</strong> los jóvenes de hoy son todos <strong>un</strong>a panda<br />

de sinvergüenzas. La chica estaba en sus redes media hora después, pero dijo tener hambre e Ismael<br />

se ofreció a llevarla a <strong>un</strong> restaurante <strong>que</strong> conocía. Y la fatalidad ocurrió (pero cómo iba a<br />

imaginarme lo <strong>que</strong> podía pasar). Estaban sentados a <strong>un</strong>a mesa, haciendo manitas y memeces de ese<br />

jaez, cuando de pronto irrumpió Eva en el local. Al divisar a mi vecino, su boca produjo <strong>un</strong> mohín<br />

de intenso desdén y el bamboleo de sus caderas se acentuó. Venía vestida con amplio escote,<br />

delicado fular y lasciva minifalda. Sensual, altanera, inaccesible, martirizando el suelo con altos<br />

tacones, ondeaba su larga cabellera negra, meciendo su cuerpo como si fuera <strong>un</strong>a ola en el mar, y<br />

fingía no oír lo <strong>que</strong> le decía su acompañante, <strong>un</strong> hombre ya perdido: tímido, con corbata y billetera.<br />

¿Es necesario consignar <strong>que</strong>, al pasar j<strong>un</strong>to a la mesa donde galanteaba Ismael, el balanceo de sus<br />

caderas se hizo mucho más pron<strong>un</strong>ciado? El joven traductor, absorto en su nueva amiga, apenas<br />

miró a a<strong>que</strong>lla “desconocida”. ¿Acaso es necesario añadir <strong>que</strong> a<strong>que</strong>lla indiferencia hizo enfurecer a<br />

Eva? No dejó de observar, siquiera de reojo, a su ex-amante y su nueva rubia y su pretendido<br />

menosprecio. Ahora el hombre tímido con corbata le parecía <strong>un</strong> cretino. Ismael podía ser realmente<br />

divertido, y las carcajadas de la rubia se oían (o eso pensaba Eva) en todo el local.<br />

¿Qué pasa, Eva? dijo el hombre con corbata. No me estás escuchando.<br />

Vámonos de aquí, ordenó ella. No soporto a esa ordinaria. ¡Qué tipeja más vulgar!<br />

Pero... ¿quién? se desesperaba el hombre.<br />

¡La rubia de a<strong>que</strong>lla mesa! ¡No me puedo creer <strong>que</strong> no te des cuenta! La oye todo el m<strong>un</strong>do.<br />

Parece <strong>un</strong>a gallina clueca. Y mira cómo va vestida... ¡será puta!<br />

El hombre miró la minifalda de Eva, se encogió de hombros y llamó al camarero para abonar<br />

el vermut. Pero aún no había visto nada: lo peor estaba por llegar. Al pasar de nuevo j<strong>un</strong>to a la mesa<br />

de Ismael, Eva se detuvo <strong>un</strong> mero instante... <strong>que</strong> fue excesivo. Primero sólo murmuró “Adiós”. La<br />

parejita separó sus labios. Se miraban fijamente <strong>un</strong>o al otro. Entonces Eva vocalizó con sonora<br />

claridad: “Adiós, Ismael”. El traductor giró la cabeza, la miró apenas <strong>un</strong> seg<strong>un</strong>do con sincera<br />

extrañeza, pensó <strong>que</strong> había oído mal (en el local había ruido de fondo) y volvió a murmurarle<br />

cositas a su rubia. ¡Ah, ignorante, loco! El volcán explotó con toda su violencia.<br />

¡Serás canalla! gritó Eva, perdiendo la paciencia. ¡Eres <strong>un</strong> resentido, y <strong>un</strong> miserable! ¡Te he<br />

dicho “Adiós, Ismael”!<br />

Mi vecino la miró desconcertado.<br />

¡He dicho “Adiós”! continuó Eva, furiosa. ¡Y tú has hecho como <strong>que</strong> no me oías! ¡Y luego te<br />

66


he dicho claramente “Adiós, Ismael”! ¿Qué pasa, <strong>que</strong> ahora no me vas a hablar? ¡Tan inmaduro<br />

como siempre! ¿No me piensas dirigir la palabra? ¡Rencoroso!<br />

La chica rubia se esforzaba por sonreír, a<strong>un</strong><strong>que</strong> no lo conseguía del todo. El hombre con<br />

corbata acumulaba abandono a su desolación, y no apartaba los ojos de la puerta de la calle. El<br />

asombro de Ismael dejó paso a <strong>un</strong>a mueca divertida.<br />

Creo <strong>que</strong> me conf<strong>un</strong>des con otro, afirmó sonriendo. Me sorprende <strong>que</strong> sepas mi nombre,<br />

por<strong>que</strong> yo a ti no te conozco.<br />

¿Que no me conoces? chillaba Eva, encolerizada, sin advertir <strong>que</strong> la miraban todos los<br />

clientes. Pero ¿quién te has creído <strong>que</strong> eres, hijo de puta?<br />

¡Vaya genio, amigo! le dijo Ismael al hombre con corbata, <strong>que</strong> no sabía dónde meterse. Pero<br />

no te pongas así... A lo mejor nos conocimos hace tiempo y...<br />

Mira, ¿sabes lo <strong>que</strong> te digo? gritó Eva, y se tapó el escote con el fular. Que si es así como tú<br />

lo quieres, pues a mí me parece muy bien, no seré yo quien monte escenitas, ¿te enteras? ¡A mí no<br />

me interesas nada de nada! ¡Pero <strong>que</strong> sepas <strong>que</strong> eres <strong>un</strong> mezquino, y <strong>un</strong> miserable, y... y <strong>un</strong>... y <strong>un</strong><br />

rencoroso!<br />

Girándose hacia la rubia, habló con voz pretendidamente neutral.<br />

Ten mucho cuidadito con él, recomendó. Y no te creas nada de lo <strong>que</strong> te diga.<br />

Eva alzó la nariz, advirtió <strong>que</strong> todo el m<strong>un</strong>do la observaba en silencio y abandonó el<br />

restaurante seguida por su lacayo. Gradualmente, el volumen de los diálogos fue recobrando su<br />

hispánica, vocinglera normalidad.<br />

jactancia.<br />

Las vuelves locas, ¿eh? le dijo la rubia a Ismael, equidistante entre la perplejidad y la<br />

Os juro por mi honor <strong>que</strong> yo no sabía nada de todo esto. Yo era <strong>un</strong> buen alquimista, y le<br />

había prometido a mi padre en Villanueva de los Infantes <strong>que</strong> jamás interferiría en la vida de nadie.<br />

Pero, qué cuernos, yo sólo había intentado restaurar la tranquilidad perdida. Me traicionó mi orgullo<br />

sapiencial, lo confieso, y tal vez pequé de prepotente. En mi defensa alegaré <strong>que</strong> esos días sufría <strong>un</strong>a<br />

lacerante orquitis. Al día siguiente la rubia volvió a su país. Ismael trabajó en el libro holandés sobre<br />

la eutanasia y al atardecer acudió a “La Prestancia”, donde Aruba, con poca clientela, fumaba j<strong>un</strong>to<br />

al fregadero.<br />

Te debo <strong>un</strong>a, sadikhi, dijo Ismael, guiñando <strong>un</strong> ojo.<br />

¡Alá castigue tu ingratitud! se felicitó el egipcio.<br />

A<strong>un</strong><strong>que</strong> me sucedió algo muy curioso...<br />

¿Gatillazo? preg<strong>un</strong>tó Aruba, mientras escanciaba <strong>un</strong>a copa de manzanilla.<br />

67


No, no. Estábamos en <strong>un</strong> restaurante, y... es difícil de explicar... Una tía <strong>que</strong> estaba<br />

buenísima se acercó y... creo <strong>que</strong> me ha conf<strong>un</strong>dido con <strong>un</strong> ex-novio suyo... o algo así...<br />

Todos los tontos tenéis suerte, se reía Aruba, fingiendo desesperarse.<br />

De pronto se abrió la puerta de “La Prestancia”, y las miradas masculinas se volvieron al<br />

<strong>un</strong>ísono para admirar a la recién llegada.<br />

La suerte <strong>que</strong> tengo, sadikhi, dijo Ismael apurando su copa y sonriendo ampliamente. No lo<br />

sabes tú bien...<br />

Meciéndose como <strong>un</strong>a pantera, la mujer se acercó a Ismael.<br />

Entonces, ¿no me guardas rencor?<br />

Seguro <strong>que</strong> no, afirmó Ismael, sonriendo.<br />

Es curioso, pero me gustas más así <strong>que</strong> hecho <strong>un</strong> llorica. Si quieres... lo pasado, pasado, y no<br />

se hable más. ¿Empezamos desde cero?<br />

Sus ojos brillaban. Ismael se relamía, henchido de gozo. ¡N<strong>un</strong>ca había sido tan fácil! Afirmó<br />

con la cabeza, sin dejar de sonreír. El corazón le latía con fuerza.<br />

cero...<br />

Desde cero, repitió él. ¿Cómo te llamas? Ella chas<strong>que</strong>ó la lengua.<br />

Hijo, mira <strong>que</strong> eres literal. ¿Así lo traduces todo, tan al pie de la letra? Cuando digo desde<br />

Es <strong>que</strong> me gustaría saber tu nombre.<br />

Está bien... Ella se rió. Me llamo Eva. ¿Contento?<br />

Mucho.<br />

Arrojó <strong>un</strong>as monedas sobre la barra, la invitó a cambiar de local con <strong>un</strong> gesto de la cabeza, y<br />

salieron. Aruba se había convertido en <strong>un</strong>a estatua: aún tardó medio minuto en volver a cerrar la<br />

boca, abierta por el estupor.<br />

A<strong>que</strong>lla noche los dos durmieron j<strong>un</strong>tos en casa de Eva. Cuando al día siguiente Ismael<br />

regresó a su propio piso, me encontró a mí por las escaleras y, de lo rápido <strong>que</strong> subía, me propinó <strong>un</strong><br />

empujón <strong>que</strong> casi me tira al suelo.<br />

¡Abuelo, a ver si miras por dónde vas!<br />

A<strong>que</strong>l niñato ya me estaba cargando. ¿Es necesario <strong>que</strong> os diga <strong>que</strong>, <strong>un</strong>a semana más tarde,<br />

Eva volvió a abandonarlo? Seguro <strong>que</strong> ya os lo imaginabais. Y yo creyendo <strong>que</strong> la vida había vuelto<br />

a la normalidad... La normalidad ¿qué es la normalidad? Que me duelan los riñones y me duela la<br />

infancia, y <strong>que</strong> me an<strong>un</strong>cien <strong>que</strong> padezco cataratas. Que fallezca Don Agapito, el fitógrafo jubilado<br />

del primero derecha, ¿es eso normal? La víspera me había encontrado a su viuda en el portal, y los<br />

dos lloramos j<strong>un</strong>tos, cuando recordé <strong>que</strong> Agapito fue quien me llevó a ver mi primera película<br />

68


sonora en el Cine Imperial. Qué triste es ser viejo, y ver cómo van muriendo tus antiguos amigos y<br />

camaradas, ver cómo van cayendo a tu alrededor igual <strong>que</strong> soldados en <strong>un</strong>a emboscada, ver cómo<br />

poco a poco va cercándote la muerte. Olvidé a mi joven vecino y me di en releer de nuevo la Biblia:<br />

“¿Por qué rebelarte contra el fallo del Altísimo? Qué más da, <strong>que</strong> vivas diez, cien o mil años; en el<br />

Hades no hay disputas sobre la duración de la vida” (Eclo, 41, 6-7). La viuda de Agapito se marchó<br />

a vivir con su nuera en Fuenlabrada y el mismo día del f<strong>un</strong>eral colgó <strong>un</strong> cartel de “Se vende/Se<br />

alquila” como antídoto de la nostalgia. Y al día siguiente del f<strong>un</strong>eral ya no vi el cartel sino a <strong>un</strong>a<br />

mujer joven, muy mona, rubia y bajita, metiendo en la casa enseres, cajas con libros y <strong>un</strong> sofá. La<br />

vida seguía. Así es Madrid. Así es el m<strong>un</strong>do. Ni siquiera te dan tiempo para llorar a tus muertos...<br />

A<strong>que</strong>lla noche no logré conciliar el sueño por dos razones. La primera por<strong>que</strong> el recuerdo de<br />

Agapito llevándome al Cine Imperial y la relectura de la Biblia me daban ganas de destruir mis<br />

alquimias y sentarme en el sillón de mi tristeza a esperar a <strong>que</strong> la muerte viniera a llevarme. La<br />

seg<strong>un</strong>da por<strong>que</strong> a las tres y pico <strong>un</strong> llanto agudo y estridente sobresaltó a todo el vecindario. Me<br />

asomé al patio interior. No había duda: era el llanto de <strong>un</strong>a criatura y provenía del primero derecha,<br />

donde acababa de mudarse a<strong>que</strong>lla joven. A la mañana siguiente no se hablaba de otra cosa: la chica<br />

del primero derecha era madre soltera. O separada, o yo qué sé; algo así. <strong>Lo</strong>s tiempos han cambiado<br />

tanto <strong>que</strong> ya no sabe <strong>un</strong>o cómo llamar a las cosas <strong>que</strong> antes eran tan claras, tan fijas. A mí, <strong>que</strong> me<br />

veía con <strong>un</strong> pie en la sepultura, ya me daba todo igual. Pero las vecinas mayores andaban<br />

soliviantadas. “¡Qué escándalo, qué vergüenza!” <strong>Lo</strong> cierto era <strong>que</strong> vivía sola y <strong>que</strong> el crío no tenía<br />

padre.<br />

Me acordé de mi progenitor, y a<strong>que</strong>l día, pensativo y triste, me entretuve en contemplar el<br />

patio de luces desde mi ventana. Mi padre... ¿no habría sido mejor para mí, no haber tenido padre?<br />

¿No habría sido mejor <strong>que</strong> no me hubiera iniciado por las sendas de la alquimia, de la soledad<br />

absoluta, del secreto y la ocultación? ¿No me habría puesto mi padre <strong>un</strong> peso excesivo sobre los<br />

hombros, apartándome de todo concurso humano, de toda vida social, sin mujer, sin hijos, apenas<br />

sin amigos, sin diversiones? Estaba enfrascado en estas cavilaciones tan amargas cuando de pronto<br />

la joven madre salió a tender ropa al patio. Con mucho cariño colocó al bebé sobre <strong>un</strong>a sillita en <strong>un</strong><br />

rincón, y mientras tendía le cantaba en voz baja para <strong>que</strong> no llorara. Mi niño es más bonito <strong>que</strong> los<br />

reales de a ocho, dulce como el caramelo y tierno como el bizcocho. A<strong>un</strong><strong>que</strong> quizá esas palabras me<br />

las imaginara yo y fueran las <strong>que</strong> solía decirme a mí mi propia madre. Sonriendo como <strong>un</strong> abuelo<br />

enternecido, se me saltaban las lágrimas. De pronto se abrió el portal y alguien entró al patio con<br />

violentas pisadas. Miré con atención pero, ay, ya mis cataratas no me permitían ver tan lejos, así <strong>que</strong><br />

agucé el oído.<br />

Hola, dijo la chica. Soy mujer nueva de primero derecha. Me llamo Lena. ¿Y tú?<br />

69


Ismael, tu vecino de arriba.<br />

Su voz sonaba penosa y abatida.<br />

¿De dónde eres?<br />

Soy checa, contestó ella. Ésta es mi hija.<br />

Hubo <strong>un</strong>a pausa.<br />

Padre nos ha abandonado.<br />

A mí me ha abandonado mi novia, balbuceó Ismael.<br />

Oh, Dios mío... exclamó ella. <strong>Lo</strong> siento.<br />

Oh, Dios mío... exclamé yo, en voz baja y desde el tercero derecha. Yo sí <strong>que</strong> lo siento.<br />

¿Por qué la niña no tiene zapatos? preg<strong>un</strong>tó él.<br />

Yo... dudaba Lena. Soy traductora. Pero no tengo mucho trabajo. Sólo para pagar piso y<br />

poco más. Niña no tiene zapato... bueno, tiempo no es frío.<br />

Hubo otra pausa. Oí cómo Ismael se sonaba, por<strong>que</strong> había llorado.<br />

Oye, Lena, yo también soy traductor. Tengo muchos diccionarios, <strong>un</strong> día te los enseño,<br />

¿<strong>vale</strong>? Ahora mira esto. Me han pagado la traducción de <strong>un</strong> libro holandés sobre la eutanasia. A ti te<br />

hace más falta <strong>que</strong> a mí. Son cien mil pesetas. Toma.<br />

Pero... decía Lena, ahogando <strong>un</strong> grito. Tú eres loco...<br />

Y se marchó volando. Las lágrimas me desbordaron los ojos, y lloré de algo parecido a la<br />

felicidad. Fui tan feliz como si en realidad tuviera hijos. Ése es mi Ismael, murmuré con orgullo. Así<br />

<strong>que</strong> no os extrañará <strong>que</strong> a<strong>que</strong>lla noche, a eso de las tres, yo saltara de <strong>un</strong> brinco en la cama al oír de<br />

nuevo el estridente llanto de <strong>un</strong> niño pe<strong>que</strong>ño, y <strong>que</strong> ni pestañara cuando poco después mi casa<br />

vibró con los acordes de <strong>un</strong>a música atronadora. Piensa en mí, piensa en mí, cuando sufras, piensa<br />

en mí, y yo me calzaba las zapatillas, cuando quieras, cuando quieras quitarme la vida, me<br />

abrochaba la bata y ascendía jadeando (cada día me costaba más trabajito) las escaleras <strong>que</strong> me<br />

separaban de mi joven vecino.<br />

Ah... dijo Ismael aterrorizado, con sus ojos llenos de coñac, al abrirme la puerta.<br />

Hijo mío... musité, despacio, para nada, para nada, para nada, por<strong>que</strong> acababa de subir las<br />

escaleras y me faltaba, para nada me sirve sin ti, el resuello. Hijo mío, tenemos <strong>que</strong> hablar...<br />

Esta vez será diferente, Ismael, hijo mío, ya verás, esta vez no vamos a cometer los mismos<br />

errores, tu párvula boca, <strong>que</strong> siendo tan niña, me enseñó a pecar, piensa en mí, pero quita ya esa<br />

música, jolines, <strong>que</strong> entre los berridos del checo enano y tu Luz Casal me vais a volver loco. Usted<br />

perdone, Don Isaac, usted perdone. Ya me conozco yo tus vaivenes: muy manso en la tribulación y<br />

muy arrogante en el éxito. Pues has de ser exactamente al revés, hijo: humilde al vencer y altivo al<br />

perder. ¿<strong>Lo</strong> comprendes? Sí, Don Isaac, lo comprendo. Así me gusta. Y ahora la preg<strong>un</strong>ta clave:<br />

70


¿quieres olvidar a Eva para siempre? Ismael, hijo mío, qué mal te sienta esa cara de bobo. Ah, pero,<br />

¿usted conoce a Eva?<br />

Una vez sentado en <strong>un</strong> rincón de mi antecocina, Ismael lo mira todo con ojos abiertos como<br />

platos. Le he contado toda la verdad y aún duda, no sabe si creérselo o tomarme por cacaseno. Me<br />

observa fijamente mientras preparo el potingue amnésico.<br />

¿Está usted seguro de lo <strong>que</strong> hace? me preg<strong>un</strong>ta.<br />

¿Tú quieres olvidarte de esa Eva, sí o no?<br />

Sin duda, afirma.<br />

Estupendo. Pero no vamos a cometer el mismo error de la última vez. Hice <strong>que</strong> <strong>que</strong>maras sus<br />

fotos, pero ahora vamos a usar esto.<br />

¿Una... cámara portátil?<br />

¿A <strong>que</strong> es maja? exclamo con orgullo. Y me ha salido baratísima... Voy a grabarte antes de<br />

<strong>que</strong> lo olvides todo. Sólo has de decirle al “nuevo” Ismael <strong>que</strong> lo ha olvidado todo gracias a mí, y<br />

<strong>que</strong> bajo ningún concepto se le ocurra tratar a ning<strong>un</strong>a mujer <strong>que</strong> se llame Eva.<br />

Seguro <strong>que</strong> pagarán Evas por pecadoras.<br />

Muy ingenioso.<br />

Me preparo a grabarle. Nada puede fallar. Hice pruebas de grabación con el bebé eslavo y<br />

salieron perfectas.<br />

sorprenderá...<br />

Ejem... musita Ismael, y tose. ¿Está grabando ya?<br />

Sí, diantres, está grabando. ¡Empieza ya!<br />

Ismael vuelve a carraspear antes de hablar.<br />

Ejem... hola, Ismael... yo soy tú, como puedes ver. <strong>Lo</strong> <strong>que</strong> voy a contarte sin duda te<br />

¿Es necesario <strong>que</strong> os diga <strong>que</strong> otra vez había vuelto a equivocarme? La vida pareció volver a<br />

la normalidad, más o menos, después de <strong>que</strong> Ismael volviera a olvidarlo todo. Lena, la checa, le<br />

saludaba cada vez con más cariño, y el niño había dejado de llorar. La canción del “Piensa en mí”<br />

tampoco había vuelto a sonar en el vecindario. Por ese lado todo estaba en orden, y me daban ganas<br />

de pedir <strong>un</strong>a medalla. Pero Ismael acudió a “La Prestancia” y a<strong>que</strong>lla visita fue lamentable. Su<br />

amigo Aruba le miraba con recelo y desilusión.<br />

¿Por qué me miras así? le preg<strong>un</strong>tó Ismael.<br />

Espero <strong>que</strong> no te vuelvas a liar con Eva.<br />

Una lucecita se encendió en el cerebro del traductor.<br />

Eh, no, descuida. Eso no ocurrirá.<br />

71


Tú tranquilo, dijo el egipcio. Simplemente, no mires a la derecha.<br />

Al instante, Ismael giró su cabeza a la derecha. A pocos metros de distancia bebían en la<br />

barra cuatro hombres y dos mujeres. Una de ellas teñía su pelo de rojo. La otra era morena y miraba<br />

a Ismael con ostentosa repulsa. El traductor admiró la belleza de su cuerpo, pero se alegró de no<br />

sentir vibrar cuerda alg<strong>un</strong>a en el alma. Volvió los ojos a Aruba.<br />

y ya seré feliz.<br />

Yo estoy muy tranquilo.<br />

Así me gusta, se alegró Aruba. Ahora sólo falta <strong>que</strong> me devuelvas mis cincuenta mil pesetas<br />

Ismael soltó <strong>un</strong>a carcajada burlona.<br />

Sí, hombre, claro. ¿Y por qué no cincuenta mil euros?<br />

Déjate de chorradas, dijo Aruba, y enarcó las cejas. No hagas bromas con el dinero. Ya te<br />

han pagado cien mil por el libro sobre eutanasia. Sabes <strong>que</strong> me debes cincuenta.<br />

Por supuesto <strong>que</strong> no, protestó Ismael. Yo no he leído <strong>un</strong>a línea sobre eutanasia en mi vida. Y<br />

a ti no te debo <strong>un</strong> duro.<br />

Maldita sea, exclamó Aruba, agarrándolo por las solapas. O me pagas o te abro la cabeza.<br />

¡Es la mitad de mi sueldo y lo saqué de la caja! ¡Me echarán a la calle!<br />

Otra lucecita surgió en <strong>un</strong> rincón del cerebro.<br />

Espera, Aruba, espera. Perdona, chico, era <strong>un</strong>a broma de mal gusto, lo siento. Mira, ahora<br />

mismo voy a <strong>un</strong> cajero automático, saco las cincuenta y te las doy, ¿de acuerdo?<br />

Más te <strong>vale</strong>, dijo Aruba, echando chispas.<br />

Ismael saltó a la calle escupiendo blasfemias. Esto es culpa de mi vecino, seguro; si Aruba lo<br />

dice es <strong>que</strong> me las prestó, no hay duda. He <strong>que</strong>dado como <strong>un</strong> cerdo. En el banco le esperaba <strong>un</strong>a<br />

ingrata sorpresa: no tenía saldo. Aporreó la máquina y se lastimó la mano. Pidió <strong>un</strong> extracto de los<br />

últimos movimientos en su cuenta. Entre reintegros menores, allí estaba: pocos días atrás había<br />

sacado ¡doscientas mil pesetas! Pero ¿para qué? Se mordió las uñas. No se acordaba de nada. Corrió<br />

a casa. Revolvió cajones y muebles, abrió libros y carpetas, vació todos los bolsillos. Nada. Maldita<br />

sea, gritaba, ¿dónde he metido ese dinero? Le oí desesperarse, y esta vez me sentí culpable. Me<br />

asomé a la ventana y pensé <strong>que</strong> aquél era mi hijo adoptado, <strong>que</strong> no podía fallarle más, como mi<br />

padre me había fallado a mí. Que la alquimia desaparecería conmigo de la faz de la tierra después de<br />

legarle a mi hijo el piso y los ahorros. Le vi salir cabizbajo al patio. Abrí la boca para llamarle.<br />

Buenas noches, dijo alguien. Pero no era yo. Ismael levantó los ojos y se encontró con Lena,<br />

la vecina checa.<br />

Buenas noches, contestó Ismael sin reconocerla.<br />

¿No te acuerdas de mí? dijo ella, sonriendo.<br />

72


Ya estaba acostumbrado. Suspiró.<br />

Sé <strong>que</strong> te vas a enfadar, pero... lo cierto es <strong>que</strong> no, no me acuerdo de ti.<br />

Soy Lena, insistió ella. Vecina de abajo. La chica checa.<br />

Y se echó a reír por<strong>que</strong> sonaba divertido. Ismael sonrió, pero se encogió de hombros.<br />

Soy traductora, tengo hijo, vivo sola con él. Padre se fue. Tú prestaste diccionario.<br />

Qué bien. ¿A ti también te debo dinero?<br />

Lena le miró, riendo.<br />

¿Cómo es posible <strong>que</strong> dices eso? No, tú te portaste muy bien conmigo.<br />

¿De verdad? se sorprendió Ismael. Qué raro.<br />

¡Claro! ¡Me diste cien mil pesetas!<br />

¿En serio? Caray, se asombró él. Vaya, es <strong>que</strong>, verás, tuve <strong>un</strong> accidente... con el coche de <strong>un</strong><br />

amigo... Estoy bien, pero me di <strong>un</strong> golpe muy fuerte en la cabeza, y ahora tengo amnesia. Y no<br />

recuerdo ni pizca de los últimos meses.<br />

Lena <strong>que</strong>dó asombrada.<br />

Así <strong>que</strong> ahora... la gente tiene <strong>que</strong> ir recordándome, con paciencia, todas las cosas <strong>que</strong> he hecho,<br />

¿comprendes?<br />

Comprendo, dijo ella. Yo te prometí <strong>que</strong> te ayudaría a traducir a Jon Amos Comenius. Era<br />

pedagogo checo hereje, muy interesante.<br />

Suena bien.<br />

Lena calló <strong>un</strong> instante. Clavó sus ojitos claros en mi vecino y sonrió prof<strong>un</strong>damente.<br />

Oye, Ismael ¿y no recuerdas el beso <strong>que</strong> me diste?<br />

<strong>Lo</strong>s dos se miraron en silencio. Me pareció <strong>que</strong> transcurría mucho tiempo. Las manos me<br />

temblaban. Ismael empezó a sonreír.<br />

Creo <strong>que</strong> sí.... murmuró. Pero no estoy seguro...<br />

No te preocupes, dijo ella. Yo te ayudaré.<br />

Y se besaron en el patio.<br />

Entonces la luz de la escalera se apagó, y permanecieron abrazados entre las sombras. <strong>Lo</strong>s<br />

cabellos rubios de Lena brillaban levemente bajo la cándida luz de la l<strong>un</strong>a, mientras se oía al bebé<br />

balbucear en la alcoba con <strong>un</strong> licor sonoro tan dulce como el trinar del jilguero.<br />

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