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Ramón de Mesonero Romanos<br />

Antología costumbrista<br />

2003 - Reservados todos los derechos<br />

Permitido el uso sin fines comerciales


Ramón de Mesonero Romanos<br />

Antología costumbrista<br />

El retrato<br />

«Quien no me creyere, que tal sea de él. Al<br />

menos me deben la tinta y papel.»<br />

BARTOLOMÉ TORRES NAHARRO<br />

Por los años de 1789 visitaba yo en Madrid una casa en la calle Ancha de San Bernardo;<br />

el dueño de ella, hombre opulento y que ejercía un gran destino, tenía una esposa joven,<br />

linda, amable y petimetra: con estos elementos, con coche y buena mesa, puede<br />

considerarse que no les faltarían muchos apasionados. En efecto, era así, y su tertulia se<br />

citaba como una de las más brillantes de la corte. Yo, que entonces era un pisaverde (como<br />

si dijéramos un lechuguino del día), me encontraba muy bien en esta agradable sociedad;<br />

hacía a veces la partida de mediator a la madre de la señora; decidía sobre el peinado y<br />

vestido de ésta; acompañaba al paseo al esposo; disponía las meriendas y partidas de<br />

campo, y no una vez sola llegué a animar la tertulia con unas picantes seguidillas a la<br />

guitarra, o bailando un bolero que no había más que ver. Si hubiese sido ahora, hubiera<br />

hablado alto, bailado de mala gana, o sentándome en el sofá, tararearía un aria italiana,<br />

cogería el abanico de las señoras, haría gestos a las madres y gestos a las hijas, pasearía la<br />

sala con sombrero en mano y de bracero con otro camarada, y en fin, me daría tono a la<br />

usanza... pero entonces... entonces. me lo daba con mi mediator y mi bolero.<br />

Un día, entre otros, me hallé al levantarme con, una esquela, en que se me invitaba a no<br />

faltar aquella noche; y averiguando el caso, supe que era día de doble función, por<br />

celebrarse en él la colocación en la sala del retrato del amo de la casa. Hallé justo, el<br />

motivo, acudí puntual, y me encontré al amigo colgado en efigie en el testero con su gran<br />

marco de relumbrón. No hay que decir que hube de mirarle al trasluz, de frente y costado;<br />

cotejarle con el original, arquear las cejas, sonreírme después, y encontrarle<br />

admirablemente parecido; y no era la verdad, porque no tenía de ello sino el uniforme y los<br />

vuelos de encaje. Repitiose esta escena con todos los que entraron, hasta que ya llenala sala<br />

de gentes, pudo servirse el refresco (costumbre harto saludable y descuidada en estos<br />

tiempos), y de allí a poco sonó el violín, y salieron a lucir las parejas, alternando toda la<br />

noche los minuets con sendos versos que algunos poetas de tocador improvisaron al retrato.<br />

Algunos años después volví a Madrid y pasé a la casa de mi antigua tertulia; pero, ¡oh,<br />

Dios! quantum mutatus ab illo! ¡qué trastorno! El marido había muerto hacía un año, y su<br />

joven viuda se hallaba en aquella época del duelo en que, si bien no es lícito reírse


francamente del difunto, también el llorarle puede chocar con las costumbres. Sin embargo,<br />

al verme, sea por afinidad, o sea por cubrir el expediente, hubo que hacer algún puchero, y<br />

esto se renovó cuando notó la sensación que en mí produjo la vista del retrato, que pendía<br />

aún sobre el sofá. «¿Le mira usted?, exclamó: «¡Ay, pobrecito mío!» Y prorrumpió en un<br />

fuerte sonado de nariz; pero tuvo la precaución de quedarse con el pañuelo en el rostro, a<br />

guisa del que llora.<br />

Desde luego un don No-sé-quién, que se hallaba sentado en el sofá con cierto aire de<br />

confianza, saltó y dijo: «Está visto, doña Paquita, que hasta que usted no haga apartar este<br />

retrato de aquí, no tendrá un instante tranquilo»; y esto lo acompañó con una entrada de<br />

moral que había yo leído aquella mañana en el Corresponsal del Censor. Contestó la viuda,<br />

replicó el argumentante, terciaron otros, aplaudimos todos, y por sentencia sin apelación se<br />

dispuso que la menguada efigie sería trasladada a otra sala no tan cotidiana; volví a la tarde,<br />

y la vi ya colocada en una pieza interior, entre dos mapas de América y Asia.<br />

En estas y las otras, la viuda, que sin duda había leído a Regnard y tendría presentes<br />

aquellos versos, que traducidos en nuestro romance español podrían decir:<br />

Mas ¿de qué vale un retrato<br />

Cuando hay amor verdadero?<br />

¡Ah! sólo un esposo vivo<br />

Puede consolar del muerto.<br />

hubo de tomar este partido, y a dos por tres me hallé una mañana sorprendido con la nueva<br />

de su feliz enlace con el don Tal, por más señas. Las nubes desaparecieron, los semblantes<br />

se reanimaron, y volvieron a sonar en aquella sala los festivos instrumentos... ¡Cosas del<br />

mundo!<br />

Poco después, la señora, que se sintió embarazada, hubo de embarazarse también de<br />

tener en casa al niño que había quedado de mi amigo, por lo que se acordó en consejo de<br />

familia ponerle en el Seminario de nobles; y no hubo más, sino que a dos por tres hiciéronle<br />

su hatillo y dieron con él en la puerta de San Bernardino!; dispúsosele su cuarto, y el retrato<br />

de su padre salió a ocupar el punto céntrico de él. La guerra vino después a llamar al joven<br />

al campo del honor; corrió a alistarse en las banderas patrias, y vueltos a la casa paterna sus<br />

muebles, fue con ellos el malparado retrato, a quien los colegiales, en ratos de buen humor,<br />

habían roto las narices de un pelotazo.<br />

Colocósele por entonces en el dormitorio de la niña, aunque, notándose en él a poco<br />

tiempo cierta virtud chinchorrera, pasó a un corredor, donde le hacían alegre compañía dos<br />

jaulas de canarios y tres campanillas.<br />

La visita de reconocimiento de casas para los alojados franceses recorría las inmediatas;<br />

y en una junta extraordinaria, tenida entre toda la vecindad, se resolvió disponer las casas<br />

de modo que no apareciera a la vista sino la mitad de la habitación, con el objeto de quedar<br />

libres de alojados. Dicho y hecho; delante de una puerta que daba paso a varias<br />

habitaciones independientes, se dispuso un altar muy adornado, y con el fin de tapar una<br />

ventana que caía encima... «¿Qué pondremos? ¿Qué no pondremos?» El retrato. Llega la


visita, recorre las habitaciones, y sobre la mesa del altar ya daba el secretario por libre la<br />

casa, cuando ¡oh, desgracia!... un maldito gato, que se había quedado en las habitaciones<br />

ocultas, salta a la ventana, da un maído, y cae el retrato, no sin descalabro del secretario,<br />

que enfurecido tomó posesión, a nombre del Emperador, de aquella tierra incógnita,<br />

destinando a ella un coronel con cuatro asistentes.<br />

Asenderado y maltrecho yacía el pobre retrato, maldecido de los de casa y escarnecido<br />

de los asistentes, que se entretenían, cuando en ponerle bigotes, cuando en plantarle<br />

anteojos, cuando en quitarle el marco para dar pábulo a la chimenea.<br />

En 1815 volví yo a ver la familia, y estaba el retrato en tal estado en el recibimiento de<br />

la casa; el hijo había muerto en la batalla de Talavera; la madre era también difunta, y su<br />

segundo esposo trataba de casar a su hija. Verificose esto a poco tiempo, y en el reparto de<br />

muebles que se hizo en aquella sazón tocó el retrato a una antigua ama de llaves, a quien ya<br />

por su edad fue preciso jubilar. Esta tal tenía un hijo, que había asistido seis meses a la<br />

Academia de San Fernando, y se tenía por otro Rafael, con lo cual se propuso limpiar y<br />

restaurar el cuadro. Este muchacho, muerta su madre, sentó plaza, y no volví a saber más de<br />

él.<br />

Dieciséis años eran pasados cuando volví a Madrid, el último. No encontré ya mis<br />

amigos, mis costumbres, mis placeres; pero en cambio encontré más elegancia, más ciencia,<br />

más buena fe, más alegría, más dinero y más moral pública. No pude dejar de convenir en<br />

que estamos en el siglo de las luces. Pero como yo casi no veo ya, sino aquella regla de que<br />

al ciego el candil le sobra; y así que, abandonando los refinados establecimientos, los<br />

grandes almacenes, los famosos paseos, busqué en los rincones ocultos los restos de nuestra<br />

antigüedad, y por fortuna acerté a encontrar alguna botillería en que beber a la luz de un<br />

candilón; algunos calesines en que ir a los toros; algunas buenas tiendas en la calle de<br />

Postas; algunas cómodas escaleras en la Plaza y, sobre todo, un teatro de la Cruz, que no<br />

pasa día por él.<br />

Finalmente, cuando me hallé en mi centro, fue cuando llegaron las ferias. No las hallé,<br />

es verdad, en la famosa plazuela de la Cebada; pero en las demás calles el espectáculo era<br />

el mismo. Aquella agradable variedad de sillas desvencijadas, tinajas sin suelo, linternas sin<br />

cristal, santos sin cabeza, libros sin portada; aquella perfecta igualdad en que yacen por los<br />

suelos las obras de Loke, Bertoldo, Fenelon, Valladares, Metastasio, Cervantes y<br />

Belarmino; aquella inteligencia admirable con que una pintura del de Orbaneja cubre un<br />

cuadro de Ribera o de Murillo; aquel surtido general, metódico y completo de todo lo útil y<br />

necesario, no pudo menos de reproducir en mí las agradables ideas de mi juventud.<br />

Abismado en ellas subía por la calle de San Dámaso a la de Embajadores, cuando a la<br />

puerta de una tienda, y entre muchos retazos de paño de varios colores, creí divisar un<br />

retrato cuyo semblante no me era desconocido. Limpio mis anteojos, aparto los retales, tiro<br />

un velón y dos lavativas que yacían inmediatas; cojo el cuadro, miro de cerca... «¡Oh, Dios<br />

mío! exclamé: ¿y es aquí donde debía yo encontrar a mi amigo?<br />

En efecto, era él, era el cuadro del baile, el cuadro del Seminario, de los alojados y del<br />

ama de llaves; la imagen, en fin, de mi difunto amigo. No pude contener mis lágrimas; pero


tratando de disimularlas, pregunté cuánto valía el cuadro. «Lo que usted guste», contestó la<br />

vieja que me lo vendía; insté a que le pusiera precio, y por último me lo dio en dos pesetas:<br />

informéme entonces de dónde había habido aquel cuadro, y me contestó que hacía años que<br />

un soldado se lo trajo a empeñar, prometiendola volver en breve a rescatarlo; pues, según<br />

decía, pensaba hacer su fortuna con el tal retrato, reformándole la nariz y poniéndole<br />

grandes patillas, con lo cual quedaba muy parecido a un personaje a quien se lo iba a<br />

regalar; pero que habiendo pasado tanto tiempo sin aparecer el soldado, no tenía escrúpulo<br />

en venderlo, tanto más cuanto que hacía seis años que salía a las ferias, y nadie se había<br />

acercado a él; añadiéndome que ya le hubiera tirado, a no ser porque le solía servir cuando<br />

para tapar la tinaja y cuando para aventar el brasero.<br />

Cargué al oír esto precipitadamente con mi cuadro, y no paré hasta dejarle en mi casa<br />

seguro de nuevas profanaciones y aventuras. Sin embargo, ¿quién me asegura que no las<br />

tendrá? Yo soy viejo, muy viejo, y muerto yo, ¿qué vendrá a ser de mi buen amigo?<br />

¿Volverá séptima vez a las ferias? ¿O acaso, alterado su gesto, tornará de nuevo a autorizar<br />

una sala? ¡Cuántos retratos habrá en este caso! En cuanto a mí, escarmentado con lo que vi<br />

en éste, me felicito más y más de no haber pensado en dejar a la posteridad mi retrato -<br />

¿para qué?- para presidir un baile; para excitar suspiros; para habitar entre mapas, canarios<br />

y campanillas; para sufrir golpes de pelota; para criar chinches; para tapar ventanas; para<br />

ser embigotado y restaurado después, empeñado y manoseado, y vendido en las ferias por<br />

dos pesetas.<br />

La Romería de San Isidro<br />

«Plácenme los cuadros en narración; en cuanto a<br />

los de lienzo, aunque no dejo de hablar de ellos,<br />

como tantos otros, confieso francamente que no<br />

los entiendo.»<br />

DIDEROT<br />

Así lo ha dicho un autor francés; por supuesto que lo decía en francés, porque tienen esta<br />

gracia los escritores de aquella nación, que casi todos escriben en su lengua; no así muchos<br />

de nuestros castellanos, que cuando escriben no se acuerdan de la suya; pero, en fin, esto no<br />

es del caso; vamos a la sustancia de mi narración.<br />

Yo quería regalar a mis lectores con una descripción de la Romería de San Isidro, y para<br />

ello me había propuesto desde la víspera darme un madrugón y constituirme al amanecer en<br />

el punto más importante de la fiesta. Por lo menos tengo esto de bueno, que no cuento sino<br />

lo que veo, y esto sin tropos ni figuras; pero viniendo a mi asunto, digo que aquella noche<br />

me acosté más temprano que de costumbre, revolviendo en mi cabeza el exordio de mi<br />

artículo.<br />

«Romería (decía yo para darme cierta importancia de erudito) significa el viaje o<br />

peregrinación que se hace a algún santuario»; y si hemos de creer el Diccionario de la<br />

Lengua, añadiremos que «se llamó así porque las principales se hacían a Roma». Luego


vino a mi imaginación la memoria de Jovellanos, quien considerando a las romerías como<br />

una de las fiestas más antiguas de los españoles, añade: «La devoción sencilla los llevaba<br />

naturalmente a los santuarios vecinos en los días de fiesta y solemnidad, y allí, satisfechos<br />

los estímulos de la piedad, daban el resto del día al esparcimiento y al placer.» Esto, según<br />

la ya dicha respetable autoridad, acaecía en el siglo XII, y mi imaginación se dirigía a<br />

cavilar sobre la fidelidad de los pueblos a sus antiguas usanzas.<br />

Largo rato anduvieron alternando en mi memoria, ya las famosas de Santiago de Galicia,<br />

ya las de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, y pareciame ver los peregrinos, con su<br />

bordón y la esclavina cubierta de conchas, acudir de luengas tierras a ganar el jubileo del<br />

año santo. Luego se me representaban las animadas fiestas de esta clase que aún hoy se<br />

celebran en las Provincias Vascongadas, y de todo ello sacaba observaciones que podrían<br />

tener lugar cuando escribiera la historia de las romerías, que no dejaría de ser peregrina;<br />

mas por lo que es ahora, no venían a cuento, pues que sólo trataba de formar el cuadro de la<br />

de San Isidro en nuestra capital. En fin, tanto cavilé, tantos autores revolví en los estantes<br />

de mi cabeza, tal polvo alcé de citas y pergaminos, que al cabo de algunas horas me quedé<br />

dormido profundamente.<br />

La imaginación, empero, no se durmió; afectada con la idea de la próxima función, me<br />

trasladó a la opuesta orilla del Manzanares, al sitio mismo donde la emperatriz doña Isabel,<br />

esposa de Carlos V, fundó la ermita del patrón de Madrid, en agradecimiento de la salud<br />

recobrada por su hijo el príncipe don Felipe con el agua de la vecina fuente, que, según la<br />

tradición, abrió el Santo labrador al golpe de su ahijada para apagar la sed de su amo Iban<br />

de Vergas. Dominaba desde allí la pequeña colina sobre que está situada la ermita, y la<br />

desigualdad del terreno, los paseos que conducen a ella, y las elevadas alturas que la<br />

rodean, borraban de mi imaginación la natural aridez de la campiña; añádase a esto la<br />

inmediación del río, la vista de los puentes de Toledo y Segovia, y más que todo, la extensa<br />

capital, que se ostentaba ante mis ojos por el lado más agradable, ofreciéndome por<br />

términos el Palacio Real, el cuartel de Guardias y el Seminario de nobles a la izquierda, el<br />

convento de Atocha, el Observatorio y el Hospital general a la derecha; al frente tenía la<br />

nueva puerta de Toledo, y desde ella y la de Segovia la inmensa muchedumbre<br />

precipitándose al camino formaba una no interrumpida cadena hasta el sitio en que yo<br />

estaba o creía estar.<br />

Mi fantasía corría libremente por el espacio que media entre el principio y el fin del<br />

paseo, y por todas partes era testigo de una animación, de un movimiento imposible de<br />

describir. Nuevas y nuevas gentes cubrían el camino; multitud de coches de colleras corrían<br />

precipitadamente entre los ligeros calesines que volvían vacíos para embarcar nuevos<br />

pasajeros; los briosos caballos, las mulas enjaezadas, hacían replegarse a la multitud de<br />

pedestres, quienes, para vengarse, los saludaban a su paso con sendos latigazos, o los<br />

espantaban con el ruido de las campanas de barro. Los que volvían de la ermita, cargados<br />

de santos, de campanillas y frascos de aguardiente bautizado y confirmado, los ofrecían<br />

bruscamente a los que iban, y éstos reían del estado de acaloramiento y exaltación de<br />

aquéllos, siendo así que podrían decir muy bien: «Vean ustedes cómo estaré yo a la tarde.»<br />

Las danzas improvisadas de las manolas y los majos; las disputas y retoces de éstos por<br />

quitarse los frasquetes; los puestos humeantes de buñuelos, y el continuo paso de carruajes,


hacían cada momento más interrumpida la carrera, y esta dificultad iba creciendo según la<br />

mayor proximidad a la ermita.<br />

Ya las incansables campanas de ésta herían los oídos, entre la vocería de la<br />

muchedumbre, que coronaba todas las alturas, y apiñándose en la parte baja hacía sentir su<br />

reflujo hasta el medio del paseo. Los puestos de santos, de bollos y campanillas iban<br />

sucediéndose rápidamente hasta llegar a cubrir ambos bordes del camino, y cedían después<br />

el lugar a tiendas caprichosas y surtidas de bizcochos, dulces y golosinas, eterna comezón<br />

de muchachos llorones, tentación perenne de bolsillos apurados. Cada paso que se avanzaba<br />

en la subida se adelantaba también en el progreso de las artes del paladar; a los puestos<br />

ambulantes de buñuelos habían sucedido las excitantes pasas, higos y garbanzos tostados;<br />

luego los roscones de pan duro y los frasquetes alternaban con las tortas y soldados de<br />

pasta-flora; más allá, los dulces de ramillete y bizcochos empapelados ofrecían una<br />

interesante batería, y por último, las fondas entapizadas ostentaban sobre sus entradas los<br />

nombres más caros a la gastronomía madrileña, y brindaban en su interior con las apetitosas<br />

salsas y suculentos sólidos.<br />

¡Qué espectáculo manducante y animado! Cuáles sobre la verde alfombra formaban<br />

espeso círculo en derredor de una gran cazuela, en que vertían gruesos cantarillos de leche<br />

de las Navas sobre una gran cantidad de bollos y roscones; cuáles, ostentando un noble<br />

jamón, le partían y subdividían con todas las formalidades del derecho.<br />

La conversación por todas partes era alegre y animada, y las escenas a cual más varia e<br />

interesante. Por aquí unos traviesos muchachos, atando una cuerda a una mesa llena de<br />

figuras de barro, tiraban de ella corriendo, y rodaban estrepitosamente todos aquellos<br />

artefactos, no sin notable enojo de la vieja que los vendía; por allá un grupo de chulos, al<br />

pasar por junto a un almuerzo, dejaban caer en el cuenco de leche una campanilla; ya<br />

levantándose otros, volvían a caer impelidos de su propio peso, o bien al concluir un<br />

almuerzo rompían un gran botijo tirándole a veinte pasos con blandos bollos, restos del<br />

banquete. Los chillidos, las risas, los dichos agudos se sucedían sin cesar; y mientras esto<br />

pasaba de un lado, del otro los paseantes se agitaban, bebían agua del Santo en la fuente<br />

milagrosa, intentaban penetrar en la ermita, y la turba saliente les obligaba a volver a bajar<br />

las gradas, penetrando al fin en el cementerio próximo, donde reflexionaban sobre la<br />

fragilidad de las cosas humanas, mientras concluían los restos del mazapán y bizcocho de<br />

galera.<br />

En la parte elevada de la ermita algunos cofrades asomaban a los balconcillos,<br />

ostentando en medio al santero vestido con un traje que remedaba al del Santo labrador, y<br />

en lo alto de las colinas cerraban todo este cuadro varios grupos de muchachos, que<br />

arrojaban cohetes al aire.<br />

La parte más escogida de la concurrencia refluye en las fondas, adonde aguardaban de<br />

pie y con sobrada disposición de almorzar, mientras los felices que llegaron antes no<br />

desocupaban las mesas. La impaciencia se pintaba en el rostro de las madres, el deseo en el<br />

de las niñas, y la incertidumbre en los galanes acompañantes; entre tanto, los dichosos<br />

sentados saboreaban una perdiz o un plato de crema, sin pasar cuidado por los que les<br />

estaban contando los bocados.


Desocupose en fin una mesa... ¡Qué precipitación para apoderarse de ella!... Ocúpanla<br />

una madre, tres hijas y un caballero andante, el cual, a fuer de galán, pone en manos de la<br />

mamá la lista fatal. Los ojos de ésta brillan al verla... «Pichones», «pollos», «chuletas...<br />

«¿Qué escogerá? Yo, lo que ustedes quieran; pero me parece que ante todo debe venir un<br />

par de perdices; tú, Paquita, querrás un pollito, ¿no es verdad? «Venga», gritó el galán<br />

entusiasmado, y tú, Mariquita, ¿jamón en dulce? Pues yo a mis pichones me atengo. Vaya,<br />

probemos de todo. «Venga de todo» -respondió el Gaiferos con una sonrisa si es no es<br />

afectada.<br />

Con efecto, el mozo viene, la mesa se cubre, el trabajo mandibular comienza, y el infeliz<br />

prevé, aunque tarde, su perdición; mas, entre tanto, Paquita le ofrece un alón de perdiz, y en<br />

aquel momento todas las nubes desaparecen. La vieja incansable vuelve a empuñar la lista.<br />

Ahora los fritos y asados, dice, y señala cinco o seis artículos al expedito mozo. No para<br />

aquí, sino que en el furor de su canino diente, embiste a las aceitunas, saltando dos de ellas<br />

a la levita del amartelado; cae y rompe un par de vasos, y para hacer tiempo de que vuelva<br />

el mozo, se come un salchichón de libra y media.<br />

Tres veces se habían renovado de gente las otras mesas y aún duraba el almuerzo, no sin<br />

espanto del joven caballero, que calculaba un resultado funesto; las muchachas, cual más,<br />

cual menos, todas imitaban a la mamá, y cuando ya cansadas apenas podían abrir la boca,<br />

les decía aquélla: Vamos, niñas, no hay que hacer melindres; y siempre con la lista en la<br />

mano, traía al mozo en continua agitación.<br />

Por último, concluyó al fin de tres horas aquel violento sacrificio; pídese la cuenta al<br />

mozo, y éste, después de mirar al techo y rascarse la frente, responde: «Ciento cuarenta y<br />

dos reales.» El Narciso, a tal acento varía de color, y como acometido de una convulsión,<br />

revuelve rápidamente las manos de uno a otro bolsillo, y reuniendo antecedentes, llega a<br />

juntar hasta unos cuatro duros y seis reales; entonces llama al mozo aparte, y mientras hace<br />

con él un acomodo, la mamá y la niñas ríen graciosamente de la aventura.<br />

Arreglado aquel negocio, salen de la fonda, llevando al lado a la Dulcinea con cierto aire<br />

triunfal; pero a pocos pasos, un cierto oficialito, conocido de las señoras, que se perdió a la<br />

entrada de la fonda vuelve a aparecer casualmente y ocupa el otro lado de doña Paquita, no<br />

sin enojo del caballero pagano. Mas no para aquí el contratiempo; a poco rato, el excesivo<br />

almuerzo empieza a hacer su efecto en la mamá, y se siente indispuesta; el síntoma catorce<br />

del cólera se manifiesta estrepitosamente, y las niñas declaran al pobre galán que por una<br />

consecuencia desgraciada su mamá no puede volver a pie...<br />

No hay remedio; el hombre tiene que ajustar un coche de colleras y empaquetarse en él<br />

con toda la familia, más el aumento del recién venido, que se coloca en el testero entre<br />

Paquita y su madre, quedándole al caballero particular el sitio frontero a éste, para ser<br />

testigo de sus náuseas y horribles contorsiones. El cochero en tanto ocupa su lugar, y chas...<br />

co-mandanta...


Al ruido del coche desperté precipitado, y mirando al reloj vi que eran las diez, con lo<br />

cual tuve que desistir de la idea de ir a la romería, quedándome el sentimiento de no poder<br />

contar a mis lectores lo que pasa en Madrid el día de San Isidro.<br />

(Mayo de 1832)<br />

El cesante<br />

«Les hommes en place ne sont que des pantins;<br />

coupez le fil qui le faisoit mouvoir, le pantin<br />

reste inmovile.»<br />

DIDEROT<br />

La sociedad moderna, con su movilidad y fantasías, ofrece al escritor filósofo usos tan<br />

extravagantes, caracteres tan originales que describir, que espontáneamente y sin violencia<br />

alguna han de hacerle distinguirse entre los que le precedieron en la tarea de pintar a los<br />

hombres y las cosas en tiempos más unísonos y bonancibles.<br />

Uno de estos tipos peculiares de nuestra época, y tan frecuentes en ella como<br />

desconocidos fueron de nuestros mayores, es sin duda alguna el hombre público reducido a<br />

esta especie de muerte civil, conocida en el diccionario moderno bajo el nombre de<br />

cesantía, y ocasionada, no por la notoria incapacidad del sujeto, no por la necesidad de su<br />

reposo, no, en fin, por los delitos o faltas cometidas en el desempeño de su destino, sino por<br />

un capricho de la fortuna, o más bien de los que mandan a la fortuna; por un vaivén<br />

político, por un fiat ministerial; por aquella ley, en fin, de la Física que no permite a dos<br />

cuerpos ocupar simultáneamente un mismo espacio.<br />

Fontenelle solía decir que el Almanak royal era el libro que más verdades contenía; si<br />

hubiera vivido entre nosotros y en esta época, no podría aplicar igual dicho a nuestra Guía<br />

de forasteros. Ésta (según los más modernos adelantamientos) no rige más que el primer<br />

mes del año; en los restantes sólo puede consultarse como documento histórico, como el<br />

ilustre panteón de los hombres que pasaron; monetario roñoso y carcomido; museo antiguo,<br />

ofrecido a los curiosos con su dolor de polvo y su ambiente sepulcral.<br />

Fueron ya los tiempos en que el afortunado mortal que llegaba a hacerse inscribir en tan<br />

envidiado registro podía contar en él con la misma inamovilidad de los bienaventurados<br />

que llenan el calendario. En aquella eternidad de existencia, en aquella unidad clásica de<br />

acción, tiempo y lugar, los destinos parecían segundos apellidos, los apellidos parecían<br />

vinculados en los destinos. Ni aun la misma muerte bastaba a las veces a separar los unos<br />

de los otros; trasmitíanse por herencia directa o transversal, descendente o ascendente, a los<br />

hijos, a los nietos, a los hermanos, a los tíos, a los sobrinos; muchas veces a las viudas, y<br />

hasta los parientes en quinto grado. De este modo existían familias, verdaderos planteles<br />

(pepinières en francés) para las respectivas carreras del Estado; tal para la Iglesia, cuál para<br />

la toga, ésta para el palacio, esotra para el foro, aquélla para la diplomacia; una para la<br />

militar, otra para la rentística; cuáles para la municipal, y hasta para la porteril y


alguacilesca; familias venerandas, providenciales, dinásticas, que parecían poseer<br />

exclusivamente el secreto de la inteligencia de cada carrera, y transmitirlo y dispensarlo<br />

únicamente a los suyos, cual el inventor de un bálsamo antisifilítico, o de un emplasto<br />

febrífugo, endosa y trasmite sigilosamente a su presunto heredero el inestimable secreto de<br />

su receta.<br />

Desgraciadamente (para ellas) estos tiempos desaparecieron, y con ellos el exclusivo<br />

monopolio de los empleos y distinciones sociales. Hoy, éstos corren las calles y las plazas,<br />

y penetran en los salones, y suben a las buhardillas, y bajan al taller del artesano, y arrancan<br />

al escolar del aula, y al rústico de la aldea, y al comerciante de la tienda, y al atrevido<br />

escritor de la redacción de su periódico; pero a par de esta universalidad de derecho, de esta<br />

posibilidad de adquisiciones a todas las condiciones, a todos los individuos, así es también<br />

la inconstancia de su posesión, la veleidosa rapidez de su marcha. Semejantes a los actores<br />

de nuestros teatros, los hombres públicos del día, aprenden costosamente su papel; y no<br />

bien le han ensayado, cuando ya se les reparte otro, o se quedan las más veces para<br />

comparsas. Hoy de magnates, maña de plebe; ora dominantes, luego dominados; tan pronto<br />

de Césares, tan luego de Brutos; ya de la oposición, ya de la resistencia; cuando levantados<br />

como ídolos, cuando arrastrados por los pies.<br />

Esta porción agitada, esta masa flotante de individuos, que forma lo que vulgarmente<br />

suele llamarse la patria, viene a constituir el más entretenido juego teatral para el modesto<br />

espectador que, sentado en su luneta, y sin otra obligación que la de pagar cuando se lo<br />

mandan (obligación no por cierto la más lisonjera ni agradecida), apenas tiene tiempo de<br />

formarse una idea bien clara de los actores, ni aun del drama; y con la mayor buena fe,<br />

atento siempre a los movimientos del patio, aplaude lo que éste aplaude, y silba cuando éste<br />

tiene por conveniente silbar.<br />

Pero dejemos a un lado los hombres en acción; prescindamos de este cuadro animado y<br />

filosófico, digno de las plumas privilegiadas de un Cervantes o del autor de Gil Blas; mi<br />

débil paleta no alcanza a coordinar acertadamente los diversos colores que forman su<br />

conjunto; y volviendo a mi primer propósito, sólo escogeré por objeto de este artículo<br />

aquellas otras figuras que hoy suelen llamarse pasivas; dejaremos los hombres en plaza, por<br />

ocuparnos de los hombres en la calle; los empleados de labor, por los empleados de<br />

barbecho; los que con más o menos aplauso ocupan las tablas, por aquellos a quienes sólo<br />

toca abrir los palcos o encender las candilejas.<br />

Como no todos los lectores de este artículo tienen obligación de haberlo sido de todos<br />

mis anteriores cuadros de costumbres, muchos habrá que no tengan noticia de las varias<br />

figuras que, según lo ha exigido el argumento, han salido a campear en esta mágica<br />

linterna. Tal podrá suceder con la de Don Homobono Quiñones, empleado antiguo y exvecino<br />

mío, cuyo carácter y semblanza me tomé la libertad de rasguñar en el artículo<br />

titulado El Día 30 del mes.<br />

Cinco años han transcurrido desde entonces, y en ellos los sucesos, marchando con<br />

inconcebible rapidez, han arrastrado tras sí los hombres y las cosas, en términos que lo de<br />

ayer es ya antiguo; lo del año pasado, inmemorial.


Pongo en consideración del auditorio que parecerá don Homobono con sus sesenta y tres<br />

cumplidos, su semblante jovial y reluciente, su peluca castaña, su corbata blanca, su vestido<br />

negro, su paraguas encarnado y sus zapatos de castor; ni si un hombre que no se sienta a<br />

escribir sin haberse puesto los guardamangas, que no empieza ningún papel sin la señal de<br />

la cruz, ni concluye sin añadirle puntos y comas, podía alternar decorosamente con los<br />

modernos funcionarios en una oficina montada según los nuevos adelantamiento de la<br />

ciencia administrativa.<br />

No es, pues, de extrañar que, pesadas todas aquellas circunstancias, y puestos en una<br />

balanza la peluca de don Homobono, sus años y modales, su añejo formulario, su letra de<br />

Palomares, sus anteojos a la Quevedo, su altísimo bufete y sus carpetas amarillas; y<br />

colocadas en el otro peso las flamantes cualidades de un joven de veintiocho, rubicundo<br />

Apolo, con sus barbas de a tercia y su peinado a la Villamediana, su letra inglesa, sus<br />

espolines y su lente, su erudición romántica y la extensión de sus viajes y correrías; no es<br />

de extrañar, repito, que todas esas grandes cualidades inclinasen la balanza a su favor,<br />

suspendiendo en el aire al don Homobono, aunque se le echasen de añadidura sus treinta<br />

años de servicio puntual, sus conocimientos prácticos, su honradez y probidad no<br />

desmentidas. Verdad es que para neutralizar el efecto de estas cualidades cuidó de echarse<br />

mano de algunas muletillas relativas a las opiniones de don Homobono; verbigracia: si leía<br />

o no leía más periódicos que el Diario; si rezaba o no rezaba novenas a Santa Rita, y si<br />

paseaba o no paseaba todas las tardes hacia Atocha con un ex-consejero del ex Consejo de<br />

la ex Hacienda.<br />

Sea, pues, de estas causas la que quiera, ello fue, en fin, que una mañanita temprano, a<br />

tiempo que nuestro bonus vir se cepillaba la casaca y se atusaba el peluquín para trasladarse<br />

a su oficina, un cuerpo extraño a manera de portero se le interpone delante y le presenta un<br />

pliego a él dirigido con la S. y N. de costumbre. El desventurado rompe el sello fatal, no sin<br />

algún sobresalto en el corazón (que no suele engañar en tales ocasiones), y lee en claras y<br />

bien terminantes palabras que «S. M. ha tenido a bien declararle cesante, proponiéndose<br />

tomar en consideración sus servicios, etc.», y terminando el ministro su oficio con el<br />

obligado sarcasmo del «Dios guarde a usted muchos años».<br />

Hay circunstancias en la vida que forman época, por decirlo así; y el tránsito de una<br />

ocupación constante a un indefinido reposo, de una tranquila agitación a una agitada<br />

tranquilidad, no es por cierto de las mejores peripecias que en este pícaro drama de nuestra<br />

existencia suelen venir a aumentar el interés de la acción. Don Homobono, que por los años<br />

de 1804 había logrado entrar de meritorio en su oficina por el poderoso influjo de una<br />

prima del cocinero del secretario del Príncipe de la Paz, y no había pensado en otra cosa<br />

que en ascender por rigurosa antigüedad, se hallaba por primera vez de su vida en aquella<br />

situación excéntrica, después de haber visto pasar sobre su impermeable cabeza todos los<br />

chubascos retrógrados y progresivos todas las formas de gobierno conocidas de antiguos y<br />

modernos.<br />

Volvió, pues, a su despacho; dejó en él con dignidad teatral los papeles y el cortaplumas;<br />

pasó al cuarto de su esposa, con la que alternó un rato en escena jaculatoria; tomó una<br />

copita de Jerez (remedio que, aunque no le apuntó el andaluz Séneca, no deja de ser de los<br />

más indicados para la tranquilidad del ánimo), y ya dadas las once, se trasladó en persona a


la calle, donde es fama que su presencia a tales horas, y en un día de labor, ocasionó una<br />

consternación general, y hasta los más reflexivos de los vecinos del barrio auguraron de<br />

semejante acontecimiento graves trastornos en nuestro globo sub-lunar.<br />

Yo quisiera saber qué se hace un hombre cuando le sobra la vida; quiero decir, cuando<br />

tiene delante de sí seis horas en que acostumbraba prescindir de su imaginación entre los<br />

extractos y los informes. ¿Oír misa? Don Homobono tenía la costumbre de asistir a la<br />

primera de la mañana, y por consecuencia ya la había oído. ¿Sentarse en una librería? En su<br />

vida había entrado en ninguna, más que una vez cada año para comprar el Calendario.<br />

¿Pararse en la calle de la Montera? Todos los actores de aquel teatro le eran desconocidos.<br />

¿Entrar en un café? ¿Qué se diría de la formalidad de nuestro héroe? No había, pues, más<br />

remedio que ir a dar tormento a una silla en casa de algún amigo, y por cuanto y no, este<br />

amigo, en quien recayó la elección, fue desgraciadamente un servidor de ustedes.<br />

Dejo a un lado mi natural extrañeza por semejante visita y a tales horas; prescindiré<br />

también, en gracia de la brevedad, de la apasionada relación de su cuita que me hizo el<br />

buen don Homobono; estas cosas son mejor para escuchadas que para escritas, y acaso en<br />

mi pluma parecerían pálidos y sin vida razonamientos que en su boca iban acompañados de<br />

todo el fuego del sentimiento. Dejando, pues, a un lado estas hipérboles, que cada uno de<br />

los lectores (y más si es cesante) sabrá suplir abundantemente, vendremos a lo más<br />

sustancial de nuestro diálogo, quiero decir, a aquella parte que tenía por objeto demandar<br />

consejo y formar planes de vida para lo sucesivo.<br />

Cosa bien difícil, por no decir imposible del todo, es dar nueva dirección a un tronco<br />

antiguo, y cambiar la existencia de un ser humano cuando ya los años han hecho de la<br />

costumbre la condición primera del vivir. ¿Qué podría yo aconsejar a nuestro buen cesante<br />

en este sentido, aun cuando hubiera llamado a mi auxilio todas las disertaciones de los<br />

filósofos antiguos (que no fueron cesantes), y de los modernos, que no sabrían serlo?<br />

Semejante al pez, a quien una mano inhumana arrancó de su elemento, pugnaba el<br />

desgraciado con la esperanza de volver a sumergirse en él; ideaba nuevas pretensiones;<br />

recorría la nomenclatura de sus amigos y de los míos, por si alguno podía servirle de apoyo<br />

en su demanda; traía a la memoria sus olvidados servicios a todos los gobiernos posibles, y<br />

ya se preparaba a visitar antesalas y gastar papel sellado. Pero yo, que le contemplaba con<br />

tranquilidad; yo, que miraba su casacón y su peluca visiblemente retrógrados y opuestos,<br />

como quien nada dice, a la marcha del siglo; yo, que sabía que su delito capital era ocupar<br />

una placita que había caído en gracia para darla por vía de dote, con una blanca mano, al<br />

joven barbudo; yo, en fin, que consideraba lo inútil de todas las diligencias, lo excusado de<br />

todas las fatigas del buen viejo, traté de disuadirle, no sin grave dificultad, ofreciendo a su<br />

imaginación otras perspectivas más gratas que los desaires del Ministro y las groserías de<br />

los porteros.<br />

Hablele de las dulzuras de la vida doméstica; de la independencia en que entraba de<br />

lleno al fin de sus días; hícele una pintura virgiliana de los placeres de la vida del campo,<br />

excitándole a abandonar la corte, esta colonia de los vicios (como decía el buen cortesano<br />

Argensola), y a pasar tranquilamente el resto de su vida cultivando sus campos o<br />

inspeccionando sus ganados; pero a todo esto me contestó con algunas pequeñas


dificultades, tales como que no tenía campos que cultivar, ni ganados que poder dirigir; que<br />

sólo contaba con una mujer altiva y exigente, con unos hijos frívolos y mal educados, con<br />

una bolsa vacía, con algunos amigos egoístas, con necesidades grandes, con esperanza<br />

ninguna.<br />

-Pues escriba usted (le dije como inspirado) y gane con la pluma su sustento y su<br />

reputación.<br />

-¡Escribir, escribir! (me interrumpió el pobre hombre). ¿Usted sabe el trabajo que me<br />

cuesta el escribir? ¿Usted sabe que el día que tengo mejor el pulso podría con dificultad<br />

concluir un pliego de líneas anchas y de letra redonda, de la que ya por desgracia no está en<br />

moda? Y luego al cabo de este trabajo, ¿qué me resultaría de ganancia? Una peseta, como<br />

quien dice, todo lo más, y esto... (prosiguió, derramando una lágrima) después de<br />

humillarme y...<br />

-Calle usted, por Dios (le interrumpí), calle usted, pues, y no prosiga en delirio<br />

semejante. Cuando yo le aconsejaba escribir, no fue mi idea el que se metiese a escribiente;<br />

nada de eso, no, señor. Mi intención fue elevarle a la altura de escritor público, a esta que<br />

ahora se llama «alta misión de difundir las luces», «público tribunado de la multitud»,<br />

«apostólica tarea de los hombres superiores», y otro dictados así, más o menos modestos. Y<br />

en cuanto al contenido de sus escrito, eso me daba que fuesen propios o cuyos; parto de su<br />

imaginación o adopciones benéficas; que no sería usted el primero que en esta materia se<br />

vistiese de prendería; y sepa que las hay literarias y políticas, donde en un santiamén<br />

cualquier hombre honrado puede encontrar hecho el ropaje que más cuadre a su talle y<br />

apostura.<br />

-En medio de muchas cosas que se me han escapado, creo haber llegado a entender -me<br />

replicó don Homobono- que usted me aconseja que publique mis pensamientos.<br />

-Cabalmente.<br />

-Está bien, señor Curioso; y ¿sobre qué materia parécele a usted que me meta a escribir?<br />

-Pregunta excusada, señor mío, sabiendo que hoy día, como no sea yo y algún otro<br />

pobre diablo, nadie se dedica a otras materias que no sean las materias políticas.<br />

-Pero es el caso, señor Curioso, que yo no sé qué cosa sea la política.<br />

-Pues es el caso, señor don Homobono, que yo tampoco.<br />

-¡Medrados quedamos!<br />

Después de un rato de silencio contemplativo, nos miramos ambos a las caras, como<br />

buscando el modo de añudar el roto hilo de nuestro diálogo; hasta que yo, dándole una<br />

palmada en el hombro, le dije con tono solemne y decidido:<br />

-Haga usted la oposición.


-¿Y a qué, señor Curioso, si usted no lo ha por enojo?<br />

-¡Buena pregunta por cierto! Al poder.<br />

-Cada vez le entiendo menos a usted. Si usted me habla de oposición pública, es bien<br />

que le diga que este destino mío (que Dios haya) no es de los que suelen darse por<br />

oposición, como las cátedras y prebendas.<br />

-O usted, don Homobono, no conoce una sola voz del diccionario moderno, o yo me<br />

explico en hebreo... Hombre de Barrabás, ¿de qué oposiciones me está usted hablando? La<br />

oposición que yo le aconsejo es la oposición política, la oposición ministerial, que, según<br />

los autores más esclarecidos, suele dividirse en dos clases: oposición sistemática y<br />

oposición de circunstancias; quiero decir (porque, según los ojos y la boca que va usted<br />

abriendo, veo que no me entiende una palabra), quiero decir que usted debe de hoy más<br />

constituirse en fiscal, acusador, contrincante, denunciador y opuesto a todos los altos<br />

funcionarios (que es a lo que llamamos el poder), y añadir el cañón de su pluma al órgano<br />

periodístico (que es lo que llamamos la opinión pública).<br />

-Y después de haber hecho todo eso (caso de que yo supiera hacerlo), ¿qué bienes me<br />

vendrán con esa gracia?<br />

-¿Qué bienes dice usted! ¡Ahí que no es nada! Desde luego una corona cívica adornará<br />

su frente, y podrá contar de seguro con una buena ración de aura popular, cosa de<br />

inestimable valor, sobre lo cual han hablado mucho los filósofos griegos; pero, como usted<br />

no es filósofo griego, y por el gesto que va poniendo veo que nada de esto le satisface, le<br />

añadiré, como cosa más positiva, que aún podrá conseguir otros frutos más materiales y<br />

tangibles; que acaso el miedo que llegará a inspirar pueda más que su mérito; acaso el<br />

poder se doblará a su látigo; acaso le tenderá la mano; acaso le asociará a su elevación y...<br />

¿qué destino tenía usted?<br />

-Oficial de mesa de la contaduría de...<br />

-Pues ¡qué menos que intendente o covachuelo!<br />

-¿De veras?<br />

-De veras.<br />

-¡Ay, señor Curioso de mi alma! ¿Por dónde y cuándo debo empezar a escribir?<br />

-Por cualquier lado y a todas horas no le faltará motivo; pero, supuesto que usted ha sido<br />

empleado durante treinta años, con sólo que cuente sencillamente lo que en ellos ha visto le<br />

sobra materia para más de un tratado de política sublime, de perpetua y ejemplar aplicación.


-Usted me ilumina con una idea feliz; ahora mismo vuelo a mi casa y... ya me falta el<br />

tiempo... ¡Ah!... se me olvidaba preguntar a usted, qué título le parece a usted que podría<br />

poner a mi obra?<br />

-Hombre, según lo que salga.<br />

«Si sale con barbas, será San Antón;<br />

Y si no, la pura y limpia Concepción.»<br />

Pero, según le miro a usted, paréceme que a su folleto, libro o cronicón, o lo que sea, no le<br />

cuadraría mal el titulillo de Memorias de un cesante.<br />

-Cosa hecha -dijo levantándose mi interlocutor y estrechándome la mano-, cosa hecha; y<br />

antes de quince días me tiene usted aquí a leer el borrador, y como Dios Nuestro Señor -<br />

añadió entusiasmado- quiera continuarme el fuego que en este instante me inspira, creo,<br />

señor Curioso, que no se arrepentirá usted de haber proporcionado a la patria un publicista<br />

más.<br />

(Agosto de 1837)<br />

El duelo se despide en la iglesia<br />

- I -<br />

El testamento<br />

«Ved de cuán poco valor<br />

Son las cosas tras que andamos<br />

Y corremos<br />

En este mundo traidor,<br />

Que aun primero que muramos<br />

Las perdemos.»<br />

JORGE MANRIQUE<br />

Solamente una vez en mi vida me he visto tan apurado...; pero entonces se trataba de un<br />

padrinazgo de boda que la suerte y mi genio complaciente habíanme deparado: bastaba para<br />

quedar bien en semejante ocasión dar suelta a la lengua y al bolsillo, y reír, y charlar, y<br />

hacer piruetas, y engullir dulces, y echar pullas a los novios, y cantar epitalamios, y<br />

disparar redondillas, y llenar de simones la calle, y dar dentera a la vecindad. Mas ahora<br />

¡qué diferencia!... otros deberes más serios eran los que exigía de mí la amistad... ¡Funesto<br />

privilegio de los años, que blanqueando mi cabellera, han impreso en mí aquel carácter de<br />

formalidad legal que la Novísima exige para casos semejantes!


Día 1.º de marzo era... me acordaré toda mi vida... y acababa yo de despertarme y de<br />

implorar la protección del Santo Ángel de la Guarda, cuando vi aparecer en mi estudio una<br />

de esas figuras agoreras que un autor romántico no dudaría en calificar de sinistro bulto; un<br />

poeta satírico apellidaría espía del purgatorio; pero yo, a fuer de escritor castizo, me<br />

limitaré a llamar simplemente un escribano.<br />

Venía, pues, cubierto de negras vestiduras (según rigurosa costumbre de estos señores,<br />

que siempre llevan luto, sin duda porque heredan a todo el mundo), y con semblante<br />

austero y voz temblorosa y solemne me hizo la notificación de su nombre y profesión:<br />

-Fulano de Tal, secretario de S. M...<br />

Confieso francamente que aunque mi conciencia nada me argüía, no pudo menos de<br />

sorprenderme aquella exótica aparición... ¡Un escribano en mi casa! Pues ¿en qué puedo yo<br />

ocupar a estos señores? ¿Denuncias?... Yo no soy escritor político, ni tal permita Dios.<br />

¿Notificación? Con todo el mundo vivo en paz, e ignoro siquiera dónde se vende el papel<br />

sellado. ¿Protesta? Un autor no conoce más letras que la de imprenta... Pues, ¿qué puede<br />

ser?<br />

-Voy a decírselo a usted, me replicó el escribano, aunque me sea sensible el alterar por<br />

un momento su envidiable tranquilidad. Ignoro si usted es sabedor de que su amigo don<br />

Cosme del Arenal está enfermo.<br />

-¿Cómo? Pues ¿cuándo, si hace pocas noches que estuvo jugando conmigo en Levante<br />

una partida de dominó?<br />

-Pues en este momento se halla muy próximo a llegar a su ocaso.<br />

-¿Es posible?<br />

-Sí, señor; una pulmonía, de estas pícaras pulmonías de Madrid, que traen aparejada la<br />

ejecución; letras de cambio pagaderas en el otro barrio a cuatro días fijos, y sin cortesía -<br />

con arreglo al art. 447, título 9º, lib. 3.º del Código de Comercio-, ha reducido al don<br />

Cosme a tal extremidad, que en el instante en que hablamos está, como si dijéramos,<br />

apercibido de remate; y a menos que la divina providencia no acuda a la mejora, es de creer<br />

que quede adjudicado hoy al señor cura de la parroquia.<br />

Viniendo ahora a nuestro propósito, debo notificar a usted, pro forma, cómo el<br />

susodicho don Cosme, hallándose en su cabal entendimiento y tres potencias distintas,<br />

aunque postrado en cama in articulo mortis, a causa de una enfermedad que Dios Nuestro<br />

Señor se ha servido enviarle, ha determinado hacer su testamento y declarar su última<br />

voluntad ante mí el infrascrito escribano real y del número dé esta M. H. villa, según y en<br />

los términos en él contenidos y son como sigue.<br />

Y aquí el secretario me hizo una fiel lectura de todo el testamento, desde el In Dei<br />

nomine hasta el signo y rúbrica acostumbrados, y por dicha lectura vine en conocimiento de<br />

que el moribundo don Cosme había tenido la tentación -que tentación sin duda debió de


ser- de acordarse de mí para nombrarme su albacea y encargado de cumplir su disposición<br />

final.<br />

Heme, pues, al corriente de aquel nuevo deber que me regalaba la suerte, y si me era<br />

doblemente sensible y doloroso, déjolo a la consideración de las almas tiernas que sin<br />

pretenderlo se hayan hallado en casos semejantes.<br />

Mi primera diligencia fue marchar precipitadamente a la casa del moribundo, para<br />

recoger sus últimos suspiros y asistir a consolar a su desventurada familia. Encontré aquella<br />

casa en la confusión y desorden que ya me figuraba; las puertas francas y descuidadas; los<br />

criados corriendo aquí y allí con cataplasmas y vendajes; los amigos hablándose<br />

misteriosamente en voz baja; los médicos dando disposiciones encontradas; las vecinas<br />

encargándose de ejecutarlas; los viejos penetrando en la alcoba para cerciorarse del estado<br />

del paciente; los jóvenes corriendo al gabinete a llevar el último alcance a la presunta viuda.<br />

Mi presencia en la escena vino a darla aún mayor interés; ya se había traslucido el papel<br />

que me tocaba en ella, que, si no era el del primer galán -porque éste nadie se le podía<br />

disputar al doliente-, era, por lo menos, el de barba característico y conciliador del interés<br />

escénico. Bajo este concepto, la viuda, los hijos, parientes, criados y demás referentes al<br />

enfermo me debían consideraciones, que yo no comprendí por el pronto, aunque en lo<br />

sucesivo tuve ocasión de apreciarlas en su justo valor.<br />

A mi entrada en la alcoba, el bueno de don Cosme se hallaba en uno de aquellos<br />

momentos críticos, entre la vida y la muerte, del que volvió por un instante a fuerza de<br />

álcalis y martirios. Su primer movimiento, al fijar en mí la vista, fue el de derramar una<br />

lágrima; quiso hablarme, pero apenas se lo permitían sus fuerzas; únicamente con voz<br />

balbuciente y apagada y en muy distantes períodos, creí escucharle estas palabras...<br />

-Todos me dejan... mis hijos... mi mujer... el médico... el confesor...<br />

-¿Cómo?, exclamé conmovido: ¿en qué consiste esto? ¿Por qué causa semejante<br />

abandono?<br />

No haga usted caso -me dijo, llamándome aparte, un joven muy perfumado, que, sin<br />

quitarse los guantes, aparentaba aproximar de vez en cuando un pomito a las narices del<br />

enfermo-, no haga usted caso; todos esos son delirios, y se conoce que la cabeza... Vea<br />

usted, aquí hemos dispuesto todo esto; el médico estuvo esta mañana temprano, pero<br />

viendo que no tenía remedio, se despidió y... por señas que dejó sobre la chimenea la<br />

certificación para la parroquia... El confesor quería quedarse, es verdad; pero le hemos<br />

disuadido, porque, al fin, ¿qué se adelanta con entristecer al pobre paciente?... En cuanto a<br />

la señora, ha sido preciso hacerla que se separe del lado de su esposo, porque es tal su<br />

sensibilidad, que los nervios se resentían, y por fortuna hemos podido hacerla pasar al<br />

gabinete que da al jardín; por último, los niños también incomodaban y se ha encargado una<br />

vecina de llevarlos a pasear.<br />

-Todo eso será muy bueno, repliqué yo, pero el resultado es que el paciente se queja.


-¡Preocupación!, ¿quién va a hacer caso de un moribundo?<br />

-Sin embargo, caballerito, la última voluntad del hombre es la más respetable, y cuando<br />

este hombre es un esposo, un padre, un honrado ciudadano, interesa a su esposa, interesa a<br />

sus hijos, interesa a la sociedad entera el recoger cuidadosamente sus últimos acentos.<br />

-¡Bah! ¡antiguallas del siglo pasado! -dijo el caballerito, y frunció los labios, y arregló la<br />

corbata al espejo, y se deslizó bonitamente del lado del gabinete al jardín.<br />

Entre tanto que esto pasaba, el enfermo iba apurándose por momentos; los circunstantes,<br />

conmovidos por aquel terrible espectáculo, fueron desapareciendo, y sólo dos criados, un<br />

practicante y yo quedamos a ser testigos de su último suspiro, que a la verdad no se hizo<br />

esperar largo rato.<br />

- II -<br />

El ajuste de un entierro<br />

Pompa mortis magis terret quam<br />

mors ipsa.<br />

El difunto don Cosme había casado en segundas nupcias, a la edad de cincuenta y siete<br />

años, con una mujer joven, hermosa y petimetra... Puede calcularse por esta circunstancia la<br />

exquisita sensibilidad de la recién viuda y cuan natural era que no pudiera resistir el<br />

espectáculo de la muerte de su consorte.<br />

La casualidad que acabo de indicar de haberme dejado solo, me obligó a ser mensajero<br />

de tan triste nueva, pasando al efecto al gabinete donde se hallaba la nueva Artemisa,<br />

reclinada en un elegante sofá y asistida por diversidad de caballeros con la más interesante<br />

solicitud. Al verme entrar, la señora se incorporó, y alargándome su blanca mano, hubo<br />

aquello de respirar agitada, y sollozar, y desvanecerse, y caer redonda... en el almohadón.<br />

Aquí la tribulación de aquellos rutilantes servidores; aquí el sacar elixires y esencias<br />

antiespasmódicas; aquí el aflojar el corsé, y repartirse las manos, y apartar los bucles, y<br />

colocar la cabeza en el hombro, y hacer aire con el abanico... ¡Qué apurados nos vimos!...<br />

Pero al fin pasó aquel terrible momento, y la viuda pareció, en fin, resignarse con la<br />

voluntad del Señor, y aún nos agradeció a todos nominalmente por -nuestros respectivos<br />

auxilios, como si ninguno se le hubiera escapado, en medio de la ofuscación de su vitalidad,<br />

que así la llamó mi interlocutor de la alcoba.<br />

Pero, como todas las cosas en este pícaro mundo suelen equilibrarse por el feliz sistema<br />

de las compensaciones, vi que era ya llegada la hora de neutralizar la profunda aflicción de<br />

la viudita con la lectura del testamento de don Cosme, en el cual este buen señor, con<br />

perjuicio de sus hijos (que no sé si he dicho que eran del primer matrimonio), hacía en<br />

favor de su consorte todas las mejoras que le permitían nuestras leyes, rasgo de heroicidad<br />

conyugal, que no dejó de excitar las más vivas simpatías en la agraciada y en varios de lo<br />

afligidos concurrentes.


Desde este momento quedé instalado en mi fúnebre encargo, y después de tomar la<br />

venia de la señora, pasé a dar las disposiciones convenientes para que el difunto no tuviera<br />

motivo de arrepentirse de haber muerto dejando, como dejaba, su decoro en manos tan<br />

entendidas y generosas.<br />

Mientras esto pasaba en la sala, la alcoba mortuoria servía de escena a otra<br />

transformación no menos singular, cual era la que había experimentado el difunto en las<br />

diligentes manos de los enterradores, de las vecinas y del barbero. Cuando yo regresé a<br />

aquel sitio, ya me encontré al buen don Cosme convertido en reverendo padre fray Cosme,<br />

y dispuesto, al parecer, y resignado a tomar de este modo el camino de la puerta de Toledo.<br />

Pero como antes que esto pudiera verificarse era preciso obtener el pasaporte de la<br />

parroquia, tuve que trasladarme a ella para negociar el precio y demás circunstancias a<br />

aquel viaje final.<br />

Si estuviéramos despacio, y si los indispensables antecedentes de esta historia no me<br />

hubieran ya obligado a dilatarme más que pensé, ocuparía un buen rato la atención de mis<br />

lectores para trascribir aquí el episodio del dicho ajuste, y las diversas escenas de que fui<br />

actor o testigo durante él en el despacho de la parroquial.<br />

Pero baste decir que después de largas y sostenidas discusiones sobre las circunstancias<br />

del muerto y la clase de entierro que, según ellos, le correspondía; después de pasar en<br />

revista una por una todas las partidas de aquel diccionario funeral; después de arreglar lo<br />

más económicamente posible la tarifa de responsos, tumba, crucero, sacerdotes, sacristán,<br />

acólitos, capa, clamores, ofrenda, sepultura, nicho, posas, vestuarios, paño, lutos,<br />

blandones, tarimas, blandoncillos, sepultureros, hospicio, depósito, veladores, licencias,<br />

cera de tumba, santos y altares, cera de sacerdotes, voces y bajones, manda forzosa y oblata<br />

cuarta parroquial, quedó arreglado un entierro muy decentito y cómodo de segunda clase,<br />

en los términos siguientes:<br />

Reales<br />

A la parroquia, dependientes y cera. 1712<br />

Ofrenda para los partícipes. 630<br />

Dos bajones y seis cantores con el facistol, a veinticuatro reales. 192<br />

Dos filas de bancos. 80<br />

Nicho para el cadáver, y capellán del cementerio. 490<br />

Bayetas para entapizar el suelo y cubrir el banco travesero, diez piezas, a diez reales y<br />

veinticuatro maravedises. 107 2<br />

Seis hachas para el túmulo, a ocho reales. 48<br />

La cuarta parte de misas para la parroquia. 250<br />

-------------<br />

3509 2


Ya que estuvo arreglado convenientemente, sólo tratamos de echar, como quien dice, el<br />

muerto fuera, pues todo el empeño de los amigos y aún de la viuda era que no pasara la<br />

noche en casa, por no sé qué temores de apariciones románticas como las que acababa de<br />

leer en uno de los cuentos de Hoffmann».<br />

En los tiempos antiguos, cuando la civilización no había hecho tantos progresos, era<br />

frecuente el conservar el cuerpo en la cama mortuoria, uno, dos o más días, con gran<br />

acompañamiento de blandones y veladores, responsos y agua bendita. Los parientes del<br />

difunto, los amigos y vecindad alternaban religiosamente en su custodia, o venían a<br />

derramar lágrimas y dirigir oraciones al Eterno por el alma del difunto, y la religión y la<br />

filosofía encontraban en este patético espectáculo amplio motivo a las más sublimes<br />

meditaciones.<br />

Ahora, bendito Dios, es otra cosa; desde la invención de los nervios (que no data de<br />

muchos años), nuestros difuntos pueden estar seguros de que no serán molestados con<br />

visitas impertinentes, y que aún no habrán enfriado la cama, cuando de incógnito, sin<br />

aparato plañidero, y, como dicen los franceses, á la derobée, serán conducidos en hombros<br />

de un par de mozos como cualquiera de los trastos de la casa: v. gr., una tinaja, un piano o<br />

una estatua de yeso. Luego que lo hayan entregado al sacristán de la parroquia, éste le hará<br />

colocar en una cueva muy negra y muy fría, y dando el gesto a una rejilla que arranca sobre<br />

el piso de la calle, le acomodará entre cuatro blandones amarillos, que con su pálido<br />

resplandor atraerán las miradas de los chicos que salgan de la escuela, y se asomarán y<br />

harán muecas al difunto, y dirán a carcajadas: «¡Qué feo está!»... y los elegantes al pasar se<br />

taparán las narices con el pañuelo, y las damas exclamarán: «¡Jesús, qué horror!... ¿por qué<br />

permitirán esta falta de policía?».<br />

Y luego que haya trasnochado en aquel solitario recinto, por la mañanita con la fresca, le<br />

volverán a coger los susodichos acarreadores, y le subirán bonitamente a la llanura de<br />

Chamberí, o le bajarán a las márgenes del Manzanares, donde, sin más formalidad<br />

preliminar, pasará a ocupar su hueco de pared en aquella monótona anaquelería, con su<br />

número corriente y su rótulo que diga: «Aquí yace don Fulano de Tal»; y sin más dísticos<br />

latinos, ni admiraciones, ni puntos suspensivos, ni oraciones fúnebres, ni coronas de<br />

siemprevivas, se quedará tranquilo en aquel sitio, sin esperar otras visitas que las de los<br />

murciélagos, ni escuchar ruido alguno hasta que le venga a despertar la trompeta del juicio.<br />

Quédense la tierna solicitud, las lágrimas, las oraciones y las flores para las humildes<br />

sepulturas de aldea, a donde todos los días, al tocar de la oración, vuelen la desconsolada<br />

viuda y los huérfanos a dirigir al cielo sus plegarias por el objeto de su amor, recibiendo en<br />

cambio aquel dulce bálsamo de la conformidad cristiana, que sólo la verdadera religión<br />

puede inspirar. Nosotros, los madrileños, somos más desprendidos; para nada necesitamos<br />

estos consuelos, y hacemos alarde de ignorar el camino del cementerio, hasta que la muerte<br />

nos obliga por fuerza a recorrerle.<br />

- III -<br />

La viuda


Vestida toda de luto<br />

Cédula que dice al aire:<br />

«Aquí se alquila una boda;<br />

El que quiera, que no tarde.»<br />

(CASTRO, comedia antigua)<br />

A los cuatro días de muerto don Cosme celebró el funeral en la parroquia<br />

correspondiente, para cuyo convite hice imprimir en papel de Holanda algunos centenares<br />

de esquelas, poniendo por cabeza de los invitantes al Excmo. señor secretario de Estado y<br />

del despacho de la Guerra, por no sé qué fuero militar que disfrutaba el difunto por haber<br />

sido en su niñez oficial supernumerario de milicias; y además, por advertencia de la viuda,<br />

que quería absolutamente prescindir de recuerdos dolorosos, no olvidé estampar al final de<br />

la esquela y en muy bellas letras góticas la consabida cláusula de<br />

El duelo se despide en la iglesia<br />

Llegado el momento del funeral, ocupé, con el confesor y un vetusto pariente de la casa,<br />

el banco travesero o de ceremonia, y muy luego vimos cubiertos los laterales por<br />

compañeros, amigos y contemporáneos del anciano don Cosme, que venían a tributarle este<br />

último obsequio, y, de paso, a contar el número de bajones y de luces, para calcular el coste<br />

del entierro y poder murmurar de él. En cuanto a la nueva generación, no tuvo por<br />

conveniente enviar sus representantes a esta solemnidad, y creyó más análogo el<br />

permanecer en la casa procurando distraer a la señora.<br />

Concluido el De profundis con todo el rigor armónico de la nota, y después de las<br />

últimas preces dirigidas por los celebrantes delante de nuestro banco triunviral, en tanto que<br />

se apagaban las luces y que las campanas repetían su lúgubre clamor, fuimos<br />

correspondiendo con sendas cortesías a las que nos eran dirigidas por cada uno de los<br />

concurrentes al desfilar hacia la puerta, hasta que, cumplido este ligero ceremonial pudimos<br />

disponer de nuestras personas. Y sin embargo, de que ya la costumbre ha suprimido<br />

también la solemne recepción del acompañamiento en la casa mortuoria, el otro pie de<br />

banco y yo creímos oportuno el pasar a dar cuenta de nuestra comisión a la señora viuda.<br />

Hallábase ésta en la situación más sentimental, envuelta en gasas negras, que realzaban<br />

su hermosura, y con un prendido tan cuidadosamente descuidado, que suponía largas horas<br />

de tocador. Ocupaba, pues, el centro de un sofá entre dos elegantes amigas, también<br />

enlutadas, que la tenían cogida entrambas manos, formando un frente capaz de inspirar una<br />

elegía al mismo Título. A uno y otro lado del sofá alternaban interpolados diversas damas y<br />

caballeros (todos de este siglo), que en voz misteriosa entablaban apartes, sin duda en<br />

alabanza del finado.<br />

Nuestra presencia en la sala causó un embarazo general; los dúos sotto voce cesaron por<br />

un momento; la viuda, como que hubo de llamar en su auxilio la ofuscación vital del otro<br />

día; pero luego aquellas amigas diligentes acertaron a distraer su atención enseñándola las<br />

viñetas del «No me olvides» y de aquí la conversación vino a reanimarse, y todos alababan<br />

los lindos versos de aquel periódico, y hasta el difunto me pareció que repetía, aunque en<br />

vano, su título. Después se habló de viajes, y se proyectaron partidas de campo, y luego de


modas, y de mudanzas de casa, y de planes de vida futura, y la viuda parecía recobrarse a la<br />

vista de aquellos halagüeños cuadros, como la mustia rosa al benéfico influjo del astro<br />

matinal. ¡Qué consejos tan profundos, qué observaciones tan acertadas se escucharon allí<br />

sobre la necesidad de distraerse para vivir, y la demencia de morirse los vivos por los<br />

muertos, y luego las ventajas de la juventud y las esperanzas del amor!...<br />

Viendo, en fin, mi compañero y yo que íbamos siendo allí figuras tan exóticas como las<br />

del Silencio y la Sorpresa, que adornaban las rinconeras de la sala, tratamos despedirnos;<br />

pero el buen hombre (¡castellano y viejo) atravesando la sala e interponiéndose delante de<br />

la viuda, compungió su semblante e iba a improvisar una de aquellas relaciones del siglo<br />

pasado que comienzan «Que Dios» y concluyen «por muchos años», cuando yo,<br />

observando su imprudencia y lo mal recibido que iba a ser este apóstrofe extemporáneo de<br />

parte de todos los concurrentes, le tiré de la casaca y le arrastré hacia la puerta, diciéndole:<br />

«Hombre de Dios, ¿qué va usted a hacer? ¿No sabe usted que El duelo se ha despedido en<br />

la iglesia?»<br />

(Junio de 1837)<br />

El romanticismo y los románticos<br />

«Señales son del juicio<br />

Ver que todo lo perdemos,<br />

Unos por carta de más<br />

Y otros por carta de menos.»<br />

LOPE DE VEGA<br />

Si fuera posible reducir a un solo eco las voces todas de la actual generación europea,<br />

apenas cabe ponerse en duda que la palabra romanticismo parecería ser la dominante desde<br />

el Tajo al Danubio, desde el mar del Norte al estrecho de Gibraltar.<br />

Y sin embargo (¡cosa singular!), esta palabra, tan favorita, tan cómoda, que así<br />

aplicamos a las personas como a las cosas, a las verdades de la ciencia como a las ilusiones<br />

de la fantasía; esta palabra, que todas las plumas adoptan, que todas las lenguas repiten,<br />

todavía carece de una definición exacta, que fije distintamente su verdadero sentido.<br />

¡Cuántos discursos, cuántas controversias han prodigado los sabios para resolver<br />

acertadamente esta cuestión! Y en ellos ¡qué contradicción de opiniones! ¡Qué<br />

extravagancia singular de sistemas!... «¿Qué cosa es romanticismo?...» -les ha preguntado<br />

el público- y los sabios le han contestado cada cual a su manera. Unos le han dicho que era<br />

todo lo ideal y romanesco; otros, por el contrario, que no podía ser sino lo<br />

escrupulosamente histórico; cuáles han creído ver en él la naturaleza en toda su verdad;<br />

cuáles la imaginación en toda su mentira; algunos han asegurado que sólo era propio para<br />

describir la Edad Media; otros le han hallado aplicable también a la moderna; aquéllos le<br />

han querido hermanar con la religión y con la moral; éstos le han echado a reñir con ambas;


hay quien pretende dictarle reglas; hay, por último, quien sostiene que su condición es la de<br />

no guardar ninguna.<br />

Dueña, en fin, la actual generación de este pretendido descubrimiento, de este mágico<br />

talismán, indefinible, fantástico, todos los objetos le han parecido propios para ser mirados<br />

al través de aquel prisma seductor; y no contenta con subyugar a él la literatura y las bellas<br />

artes, que por su carácter vago permiten más libertad a la fantasía, ha adelantado su<br />

aplicación a los preceptos de la moral, a las verdades de la Historia, a la severidad de las<br />

ciencias; no faltando quien pretende formular bajo esta nueva enseña todas las<br />

extravagancias morales y políticas, científicas y literarias.<br />

El escritor osado, que acusa a la sociedad de corrompida, al mismo tiempo que<br />

contribuye a corromperla más con la inmoralidad de sus escritos; el político, que exagera<br />

todos los sistemas, todos los desfigura y contradice, y pretende reunir en su doctrina el<br />

feudalismo y la república; el historiador, que poetiza la Historia; el poeta, que finge una<br />

sociedad fantástica, y se queja de ella porque no reconoce su retrato; el artista, que pretende<br />

pintar a la naturaleza aún más hermosa que en su original; todas estas manías, que en<br />

cualesquiera épocas han debido existir, y sin duda en siglos anteriores habrán podido pasar<br />

por extravíos de la razón o debilidades de la humana especie, el siglo actual, más<br />

adelantado y perspicuo, las ha calificado de romanticismo puro.<br />

«La necedad se pega» -ha dicho un autor célebre-. No es esto afirmar que lo que hoy se<br />

entiende por romanticismo sea necedad, sino que todas las cosas exageradas suelen<br />

degenerar en necias; y bajo este aspecto, la romántico-manía se pega también. Y... no sólo<br />

se pega, sino que, al revés de otras enfermedades contagiosas, que a medida que se<br />

trasmiten pierden en grado de intensidad, ésta, por el contrario, adquiere en la inoculación<br />

tal desarrollo, que lo que en su origen pudo ser sublime, pasa después a ser ridículo; lo que<br />

en unos fue un destello del genio, en otros viene a ser un ramo de locura.<br />

Y he aquí por qué un muchacho que por los años de 1810 vivía en nuestra corte y su<br />

calle de la Reina, y era hijo del general francés Hugo y se llamaba Víctor, encontró el<br />

romanticismo donde menos podía esperarse, esto es, en el Seminario de Nobles; y el<br />

picaruelo conoció lo que nosotros no habíamos sabido apreciar, y teníamos enterrado hace<br />

dos siglos con Calderón; y luego regresó a París, extrayendo de entre nosotros esta primera<br />

materia, y la confeccionó a la francesa, y provisto, como de costumbre, con su patente de<br />

invención, abrió su almacén, y dijo que él era el Mesías de la literatura, que venía a<br />

redimirla de la esclavitud de las reglas; y acudieron ansiosos los noveleros; y la manada de<br />

imitadores (imitatores servum pecus, que dijo Horacio) se esforzaron en sobrepujarle y<br />

dejar atrás su exageración; y los poetas transmitieron el nuevo humor a los novelistas; éstos<br />

a los historiadores; éstos a los políticos; éstos a todos los demás hombres; éstos a todas las<br />

mujeres, y luego salió de Francia aquel virus ya bastardeado, y corrió toda la Europa, y<br />

vino, en fin, a España, y llegó a Madrid (de donde había salido puro), y de una en otra<br />

pluma, de una en otra cabeza, vino a dar en la cabeza y en la pluma de mi sobrino, de aquel<br />

sobrino de que ya en otro tiempo creo haber hablado a mis lectores; y tal llegó a sus manos,<br />

que ni el mismo Víctor Hugo le conocería, ni el Seminario de Nobles tampoco.


La primera aplicación que mi sobrino creyó deber hacer de adquisición tan importante,<br />

fue a su propia física persona, esmerándose en poetizarla por medio del romanticismo<br />

aplicado al tocador.<br />

Porque (decía él) la fachada de un romántico debe ser gótica, ojiva, piramidal y<br />

emblemática.<br />

Para ello comenzó a revolver cuadros y libros viejos y a estudiar los trajes del tiempo de<br />

las Cruzadas, y cuando en un códice roñoso y amarillento acertaba a encontrar un monigote<br />

formando alguna letra inicial de capítulo, o rasguñado al margen por infantil e inexperta<br />

mano, daba por bien empleado su desvelo, y luego poníase a formular en su persona aquel<br />

trasunto de la Edad Media.<br />

Por resultado de estos experimentos llegó muy luego a ser considerado como la estampa<br />

más romántica de todo Madrid, y a servir de modelo a todos los jóvenes aspirantes a esta<br />

nueva, no sé si diga ciencia o arte. Sea dicho en verdad; pero si yo hubiese mirado el<br />

negocio sólo por el lado económico, poco o nada podía pesarme de ello; porque mi sobrino,<br />

procediendo a simplificar su traje, llegó a alcanzar tal rigor escético, que un ermitaño daría<br />

más que hacer a los Utrillas y Rougets.<br />

Por de pronto eliminó el frac, por considerarle del tiempo de la decadencia; y aunque no<br />

del todo conforme con la levita, hubo de transigir con ella, como más análoga a la<br />

sensibilidad de la expresión. Luego suprimió el chaleco, por redundante; luego el cuello de<br />

la camisa, por inconexo; luego las cadenas y relojes, los botones y alfileres, por minuciosos<br />

y mecánicos; después los guantes, por embarazosos; luego las aguas de olor, los cepillos, el<br />

barniz de las botas, y las navajas de afeitar, y otros mil adminículos que los que no<br />

alcanzamos la perfección romántica creemos indispensables y de todo rigor.<br />

Quedó, pues, reducido todo el atavío de su persona a un estrecho pantalón, que<br />

designaba la musculatura pronunciada de aquellas piernas; una levitilla de menguada<br />

faldamenta y abrochada tenazmente hasta la nuez de la garganta; un pañuelo negro<br />

descuidadamente añudado en torno de ésta, y un sombrero de misteriosa forma, fuertemente<br />

introducido hasta la ceja izquierda. Por bajo de él descolgábanse de entrambos lados de la<br />

cabeza dos guedejas de pelo negro y barnizado, que formando un doble bucle convexo, se<br />

introducían por bajo de las orejas, haciendo desaparecer éstas de la vista del espectador; las<br />

patillas, la barba y el bigote, formando una continuación de aquella espesura, daban con<br />

dificultad permiso para blanquear a dos mejillas lívidas, dos labios mortecinos, una afilada<br />

nariz, dos ojos grandes, negros y de mirar sombrío, una frente triangular y fatídica. Tal era<br />

la vera efigies de mi sobrino; y no hay que decir que tan uniforme tristura ofrecía no sé qué<br />

de siniestro e inanimado; de suerte que no pocas veces, cuando, cruzado de brazos y la<br />

barba sumida en el pecho, se hallaba abismado en sus tétricas reflexiones, llegaba yo a<br />

dudar si era él mismo o sólo su traje colgado de una percha; y aconteciome más de una<br />

ocasión el ir a hablarle por la espalda, creyendo verle de frente, o darle una palmada en el<br />

pecho, juzgando dársela en el lomo.<br />

Ya que vio romantizada su persona, toda su atención se convirtió a romantizar<br />

igualmente sus ideas, su carácter y sus estudios. Por de pronto, me declaró rotundamente su


esolución contraria a seguir ninguna de las carreras que le propuse, asegurándome que<br />

encontraba en su corazón algo de volcánico y sublime, incompatible con la exactitud<br />

matemática o con las fórmulas del foro; y después de largas disertaciones, vine a sacar en<br />

consecuencia que la carrera que le parecía más análoga a sus circunstancias era la carrera<br />

de poeta, que, según él, es la que guía derechita al templo de la inmortalidad.<br />

En busca de sublimes inspiraciones, y con el objeto sin duda de formar su carácter<br />

tétrico y sepulcral, recorrió día y noche los cementerios y escuelas anatómicas; trabó<br />

amistosa relación con los enterradores y fisiólogos; aprendió el lenguaje de los búhos y de<br />

las lechuzas; encaramose a las penas escarpadas, y se perdió en la espesura de los bosques;<br />

interrogó a las ruinas de los monasterios y de las ventas (que él tomaba por góticos<br />

castillos); examinó la ponzoñosa virtud de las plantas, e hizo experiencia en algunos<br />

animales del filo de su cuchilla y de los convulsos movimientos de la muerte. Trocó los<br />

libros que yo le recomendaba, los Cervantes, los Solís, los Quevedos, los Saavedras, los<br />

Moretos, Meléndez y Moratines, por los Hugos y Dumas, los Balzacs, los Sands y Souliés;<br />

rebutió su mollera de todas las encantadoras fantasías de lord Byron y de los tétricos<br />

cuadros de d'Arlincourt; no se le escapó uno solo de los abortos teatrales de Ducange, ni de<br />

los fantásticos ensueños de Hoffman; y en los ratos en que menos propenso estaba a la<br />

melancolía, entreteníase en estudiar la Craneoscopia del doctor Gall, o las Meditaciones de<br />

Volney.<br />

Fuertemente pertrechado con toda esta diabólica erudición, se creyó ya en estado de<br />

dejar correr su pluma, y rasguñó unas cuantas docenas de fragmentos en prosa poética, y<br />

concluyó algunos cuentos en verso prosaico; y todos empezaban con puntos suspensivos y<br />

concluían en ¡maldición!; y unos y otros estaban atestados de figuras de capuz, y de<br />

siniestros bultos; y de hombres gigantes, y de sonrisa infernal; y de almenas altísimas, y de<br />

profundos fosos, y de buitres carnívoros, y de copas fatales; y de ensiteños fatídicos, y de<br />

velos transparentes; y de aceradas mallas, y de briosos corceles; y de flores amarillas, y de<br />

fúnebre cruz. Generalmente todas estas composiciones fugitivas solían llevar sus títulos tan<br />

incomprensibles y vagos como ellas mismas; v. gr.: ¡¡¡Qué será!!! ¡¡¡...No...!!! ¡Más allá...!<br />

Puede ser. ¿Cuándo? ¡Acaso! ¡Oremus!<br />

Esto en cuanto a la forma de sus composiciones en cuanto al fondo de sus pensamientos,<br />

no sé qué decir, sino que unas veces me parecía mi sobrino un gran poeta, y otras un loco<br />

de atar; en algunas ocasiones me estremecía al oírle cantar el suicidio, o discurrir<br />

dudosamente sobre la inmortalidad del alma; y otras teníale por un santo, pintando la<br />

celestial sonrisa de los ángeles o haciendo tiernos apóstrofes a la Madre de Dios. Yo no sé a<br />

punto fijo qué pensaba él sobre todo esto; pero creo que lo más seguro es que no pensaba<br />

nada, ni él mismo entendía lo que quería decir.<br />

Sin embargo, el muchacho con estos raptos consiguió al fin verse admirado por una<br />

turba de aprendices del delirio, que le escuchaban enternecidos cuando él con voz<br />

monótona y sepulcral les recitaba cualquiera de sus composiciones; y siempre le aplaudían<br />

en aquellos rasgos más extravagantes y oscuros, y sacaban copias nada escrupulosas, y las<br />

aprendían de memoria, y luego esforzábanse a imitarlas, y sólo acertaban a imitar los<br />

defectos, y de ningún modo las bellezas originales que podían recomendarlas.


Todos estos encomios y adulaciones de amistad lisonjeaban muy poco el altivo deseo de<br />

mi sobrino, que era nada menos que atraer hacia sí la atención y el entusiasmo de todo el<br />

país y convencido de que para llegar al templo de la inmortalidad (partiendo de Madrid) es<br />

cosa indispensable el pasarse por la calle del Príncipe, quiero decir, el componer una obra<br />

para el teatro, he aquí la razón porque reunió todas sus fuerzas intelectuales; llamó a<br />

concurso su fatídica estrella, sus recuerdos, sus lecturas; evocó las sombras de los muertos<br />

para preguntarles sobre diferentes puntos; martirizó las historias y tragó el polvo de los<br />

archivos; interpeló a su calenturienta musa, colocándose con ella en la región aérea donde<br />

se forman las románticas tormentas; y mirando desde aquella altura esta sociedad terrena,<br />

reducida por la distancia a una pequeñez microscópica, aplicado al ojo izquierdo el catalejo<br />

romántico, que todo lo abulta, que todo lo descompone, inflamose al fin su fosfórica<br />

fantasía y compuso un drama.<br />

¡Válgame Dios! ¡Con qué placer haría yo a mis lectores el mayor de los regalos posibles<br />

dándoles in integrum esta composición sublime, práctica explicación del sistema romántico,<br />

en que, según la medicina homeopática, que consiste en curar las enfermedades con sus<br />

semejantes, se intenta, a fuerza de crímenes, corregir el crimen mismo! Mas ni la suerte ni<br />

mi sobrino me han hecho poseedor de aquel tesoro, y únicamente la memoria, depositaria<br />

infiel de secretos, ha conservado en mi imaginación el título y personajes del drama. Helos<br />

aquí:<br />

¡¡ELLA...!!! Y ¡¡ÉL!!!<br />

DRAMA ROMÁNTICO NATURAL<br />

EMBLEMÁTICO-SUBLIME, ANÓNIMO, SINÓNIMO, TÉTRICO Y ESPASMÓDICO<br />

Original, en diferentes prosas y versos,<br />

en seis actos y catorce cuadros<br />

Por...............<br />

Aquí había una nota que decía: (Cuando el público pida el nombre del autor), y seguía más<br />

abajo:<br />

Siglos IV y V.-La escena pasa en toda Europa y dura unos cien años.<br />

INTERLOCUTORES<br />

El marido (todos los maridos).<br />

La mujer (todas las mujeres, toda la mujer).


Un hombre salvaje (el amante).<br />

El Dux de Venecia.<br />

El tirano de Siracusa.<br />

El doncel.<br />

La Archiduquesa de Austria.<br />

Un espía.<br />

Un favorito.<br />

Un verdugo.<br />

Un boticario.<br />

La Cuádruple Alianza.<br />

El sereno del barrio.<br />

Coro de monjas carmelitas.<br />

Coro de PP. agonizantes ídem que agarra.<br />

Un demandadero de la Paz y Caridad.<br />

Un judío.<br />

Cuatro enterradores.<br />

Músicos y danzantes.<br />

Comparsas de tropa, brujas, gitanos, frailes y gente ordinaria.<br />

Los títulos de las jornadas (porque cada una llevaba el suyo, a manera de código) eran,<br />

si mal no me acuerdo, los siguientes: 1.ª Un crimen. 2.ª El veneno. 3.ª Ya es tarde. 4.ª El<br />

panteón. 5.ª ¡Ella! 6.ª ¡Él! Y las decoraciones eran las seis obligadas en todos los dramas<br />

románticos, a saber: Salón de baile; Bosque, La capilla; Un subterráneo; La alcoba, y El<br />

Cementerio.<br />

Con tan buenos elementos confeccionó mi sobrino su admirable composición, en<br />

términos, que si yo recordase una sola escena para estamparla aquí, peligraba el sistema<br />

nervioso de mis lectores; con que, así no hay sino dejarlo en tal punto y aguardar a que<br />

llegue día en que la fama nos las trasmita en toda su integridad; día que él retardaba,<br />

aguardando a que las masas (las masas somos nosotros) se hallen (o nos hallemos) en el<br />

caso de digerir esta comida, que él modestamente llamaba un poco fuerte.<br />

De esta manera mi sobrino caminaba a la inmortalidad por la senda de la muerte; quiero<br />

decir, que con tales fatigas cumplía lo que él llamaba su misión sobre la tierra. Empero la<br />

continuación de las vigilias y el obstinado combate de sentimientos tan hiperbólicos<br />

habíanle reducido a una situación tan lastimosa de cerebro, que cada día me temía<br />

encontrarle consumido a impulsos de su fuego celestial.<br />

Y acontenció que, para acabar de rematar lo poco que en él quedaba de seso, hubo de<br />

ver una tarde por entre los mal labrados hierros de su balcón a cierta Melisendra de<br />

dieciocho abriles, más pálida que una noche de luna, y más mortecina que lámpara<br />

sepulcral; con sus luengos cabellos trenzados a la veneciana, y sus mangas a la María<br />

Tudor, y su blanquísimo vestido aéreo a la Straniera, y su cinturón a la Esmeralda, y su cruz<br />

de oro al cuello a la. huérfana de Underlach.<br />

Hallábase a la sazón meditabunda, los ojos elevados al cielo, la mano derecha en la<br />

apagada mejilla, y en la izquierda sosteniendo débilmente un libro abierto... libro que,


según el forro amarillo, su tamaño y demás proporciones, no podía ser otro, a mi entender,<br />

que el Han de Islandia o el Bug-Jargal.<br />

No fue menester más para que la chispa eléctricoromántica atravesase instantáneamente<br />

la calle, y pasase desde el balcón de la doncella sentimental al otro frontero donde se<br />

hallaba mi sobrino, viniendo a inflamar súbitamente su corazón. Miráronse, pues, y<br />

creyeron adivinarse; luego se hablaron, y concluyeron por no entenderse; esto es, por<br />

entregarse a aquel sentimiento vago, ideal, fantástico, frenético, que no sé bien cómo<br />

designar aquí, sino es ya que me valga de la consabida calificación de... romanticismo puro.<br />

Pero al cabo, el sujeto en cuestión era mi sobrino, y el bello objeto de sus arrobamientos,<br />

una señorita, hija de un honrado vecino mío, procurador del número y clásico por todas sus<br />

coyunturas. A mí no me desagradó la idea de que el muchacho se inclinase a la muchacha<br />

(siempre llevando por delante la más sana intención), y con el deseo también de distraerle<br />

de sus melancólicas tareas, no sólo le introduje en la casa, sino que favorecí (Dios me lo<br />

perdone) todo lo posible el desarrollo de su inclinación.<br />

Lisonjeábame, pues, con la idea de un desenlace natural y espontáneo, sabiendo que<br />

toda la familia de la niña participaba de mis sentimientos, cuando una noche me hallé<br />

sorprendido con la vuelta repentina de mi sobrino, que en el estado más descompuesto y<br />

atroz corrió a encerrarse en su cuarto gritando desaforadamente: «¡Asesino...! ¡Asesino!...<br />

¡Fatalidad! ¡Maldición...!»<br />

-¿Qué demonios es esto? -Corro al cuarto del muchacho, pero había cerrado por dentro y<br />

no me responde; vuelo a casa del vecino por si alcanzo a averiguar la causa de aquel<br />

desorden, y me encuentro en otro no menos terrible a toda la familia: la chica accidentada y<br />

convulsa, la madre llorando, el padre fuera de sí...<br />

-¿Qué es esto, señores?, ¿qué es lo que hay?<br />

-¿Qué ha de ser? (me contestó el buen hombre), ¿qué ha de ser? sino que el demonio en<br />

persona se ha introducido en mi casa con su sobrino de usted... Lea usted, lea usted qué<br />

proyectos son los suyos; qué ideas de amor y de religión... Y me entregó unos papeles, que<br />

por lo visto había sorprendido a los amantes.<br />

Recorrilos rápidamente, y me encontré diversas composiciones de estas de tumba y<br />

hachero, que yo estaba tan acostumbrado a escuchar a mi sobrino. En todas ellas venía a<br />

decir a su amante, con la mayor ternura, que era preciso que se muriesen para ser felices;<br />

que se matara ella, y luego él iría a derramar flores sobre su sepultura, y luego se moriría<br />

también y los enterrarían bajo una misma losa... Otras veces la proponía que para huir de la<br />

tiranía del hombre -«este hombre soy yo», decía el pobre procurador-, se escurriese con él a<br />

los bosques o a los mares, y que se irían a una caverna a vivir con las fieras, o se harían<br />

piratas o bandoleros; en unas ocasiones la suponía ya difunta y la cantaba el responso en<br />

bellísimas quintillas y coplas de pie quebrado; en otras llenábala de maldiciones por haberle<br />

hecho probar, la ponzoña del amor.


-Y a todo esto (añadía el padre), nada de boda, ni nada de solicitar un empleo para<br />

mantenerla... Vea usted, vea usted: por ahí ha de estar...; oiga usted como se explica en este<br />

punto...; ahí, en esas coplas o seguidillas, o lo que sean, en que la dice lo que tiene que<br />

esperar de él...<br />

Y en tan fiera esclavitud,<br />

Sólo puedo darte mi alma<br />

Un suspiro... y una palma...<br />

Una tumba... y una cruz...<br />

-Pues cierto que son buenos adminículos para llenar una carta de dote...; no, sino échelos<br />

usted en el puchero y verá que caldo sale... Y no es esto lo peor (continuaba el buen<br />

hombre), sino que la muchacha se ha vuelto tan loca como él, y ya habla de féretros y<br />

letanías, y dice que está deshojada y que es un tronco carcomido, con otras mil<br />

barbaridades, que no sé cómo no la mato... y a lo mejor nos asusta por las noches,<br />

despertando despavorida y corriendo por toda la casa, diciendo que la persigue la sombra<br />

de no sé que Astolfo o Ingolfo el exterminador; y nos llama tiranos a su madre y a mí; y<br />

dice que tiene guardado un veneno, no sé bien si para ella o para nosotros; y entre tanto las<br />

camisas no se cosen, y la casa no se barre, y los libros malditos me consumen todo el<br />

caudal.<br />

-Sosiéguese usted, señor don Cleto, sosiéguese usted.<br />

Y llamándole aparte, le hice una explicación del carácter de mi sobrino, componiéndolo<br />

de suerte que, si no lo convencí deque podía casar a su hija con un tigre, por menos le<br />

determiné a casarla con un loco.<br />

Satisfecho con tan buenas nueva, regresé a mi casa para tranquilizar el espíritu del joven<br />

amante; pero aquí me esperaba otra escena de contraste, que por lo singular tampoco dudo<br />

en apedillar romántica.<br />

Mi sobrino, despojado de su lacónico vestido y atormentado por sus remordimientos,<br />

había salido en mi busca por todas las piezas de la casa, y no hallándome, se entregaba a<br />

todo el lleno de su desesperación. No sé lo que hubiera hecho considerándose solo, cuando<br />

al pasar por el cuarto de la criada, hubo, sin duda, ésta de darle a conocer por algún suspiro<br />

que un ser humano respiraba a su lado. (Se hace preciso advertir que esta tal moza era una<br />

moza gallega, con más bellaquería que cuartos, y más cuartos que pesetas columnaria, y<br />

que hacía ya días que trataba de entablar relaciones clásicas con el señorito.) La ocasión la<br />

pintan calva, y la gallega tenía buenas garras para no dejarla escapar; así fue que entreabrió<br />

la puerta, y modificando todo lo posible la aguardentosa voz, acertó a formar un sonido<br />

gutural, término medio entre el graznido del pato y los golpes de la codorniz.<br />

-Señoritu..., señoritu..., ¿qué diablus tiene...? Entre y dígalo; siquier una cataplasma para<br />

las muelas o un emplasto para el hígadu...<br />

Y cogió y le entró en su cuarto y sentole sobre la cama, esperando, sin duda, que él<br />

pusiera algo de su parte.


Pero el preocupado galán no respondía, sino de cuando en cuando exhalaba hondos<br />

suspiros, que ella contestaba a vuelta de correo con otros descomunales, aderezados con<br />

aceite y vinagre, ajos crudos y cominos, parte del mecanismo de la ensalada que acababa de<br />

cenar. De vez en cuando tirábale de las narices o le pinchaba las orejas con un alfiler (todo<br />

en muestra de cariño y de tierna solicitud); pero el hombre-estatua permanecía siempre en<br />

la misma inmovilidad.<br />

Ya estaba ella en términos de darse a todos los diablos por tanta severidad de principios,<br />

cuando mi sobrino, con un movimiento convulsivo, la agarró con una mano de la camisa<br />

(que no sé si he dicho que era de lienzo choricero del Vierzo), e hincando una rodilla en<br />

tierra, levantó en ademán patético el otro brazo y exclamó:<br />

Sombra fatal de la mujer que adoro,<br />

Ya el helado puñal siento en el pecho;<br />

Ya miro el funeral lúgubre lecho<br />

Que a los dos nos reciba al perecer;<br />

Y veo en tu semblante la agonía,<br />

Y la muerte en tus miembros palpitantes,<br />

Que reclama dos míseros amantes<br />

Que la tierra no pudo comprender.<br />

-¡Ave María purísima!... (dijo la gallega santiguándose). Mal dimoñu me lleve si le<br />

comprendu...¡Habrá cermeñu...! Pues si quier lechu, ¿tien más que tenderse en ese que está<br />

ahí delante, y dejar a los muertos que se acuesten con los difuntos?<br />

Pero el amartelado galán seguía, sin escucharla, su improvisación, y luego, variando de<br />

estilo y aún de metro, exclamaba:<br />

¡Maldita seas, mujer!<br />

¿No ves que tu aliento mata?<br />

Si has de ser mañana ingrata,<br />

¿Por qué me quisiste ayer?<br />

¡Maldita seas, mujer!<br />

-El malditu sea él y la bruja que lo parió... ¡ingratu! después que todas las mañanas le<br />

entru el chocolate a la cama, y que por él he despreciadu al aguador Toribiu, y a Benitu el<br />

escarolero del portal...<br />

Ven, ven y muramos juntos,<br />

Huye del mundo conmigo,<br />

Ángel de luz,<br />

Al campo de los difuntos;<br />

Allí te espera un amigo<br />

Y un ataúd.


-Vaya, vaya, señoritu, esto ya pasa de chanza; o usted está locu, o yo soy una bestia...<br />

Váyase con mil demonius al cementerio u a su cuartu, antes que empiece a ladrar para que<br />

venga el amu y le ate.<br />

Aquí me pareció conveniente poner un término a tan grotesca escena, entrando a recoger<br />

a mi moribundo sobrino y encerrarle bajo de llave en su cuarto; y al reconocer<br />

cuidadosamente y separar todos los objetos con que pudiera ofenderse, hallé sobre la mesa<br />

una carta sin fecha, dirigida a mí, y copiada de la Galería fúnebre, la cual estaba concebida<br />

en términos tan alarmantes, que me hizo empezar a temer de veras sus proyectos y el estado<br />

infeliz de su cabeza. Conocí, pues, que no había más que un medio que adoptar, y era el<br />

arrancarle con mano fuerte a sus lecturas, a sus amores y a sus reflexiones, haciéndole<br />

emprender una carrera activa, peligrosa y varia; ninguna me pareció mejor que la militar, a<br />

la que él también mostraba alguna inclinación; hícele poner una charretera al hombro<br />

izquierdo, y le vi partir con alegría a reunirse a sus banderas.<br />

Un año ha transcurrido desde entonces, y hasta hace pocos días no le había vuelto a ver;<br />

y pueden considerar mis lectores el placer que me causaría al contemplarle robusto y<br />

alegre, la charretera a la derecha y una cruz en el lado izquierdo, cantando perpetuamente<br />

zorcicos y rondeñas, y por toda biblioteca en la maleta la Ordenanza militar y la Guía del<br />

oficial en campaña.<br />

Luego que ya le vi en estado que no peligraba, le entregué la llave de su escritorio; y era<br />

cosa de ver el oírle repetir a carcajadas sus fúnebres composiciones; deseoso, sin duda, de<br />

probarme su nuevo humor, quiso entregarlas al fuego; pero yo, celoso de su fama póstuma,<br />

me opuse fuertemente a esta resolución; únicamente consentí en hacer un escrupuloso<br />

escrutinio, dividiéndolas, no en clásicas y románticas, sino en tontas y no tontas,<br />

sacrificando aquéllas y poniendo éstas sobre las niñas de mis ojos. En cuanto al drama, no<br />

fue posible encontrarle, por haberle prestado mi sobrino a otro poeta novel, el cual le<br />

comunicó a varios aprendices del oficio, y éstos le adoptaron por tipo, y repartieron entre sí<br />

las bellezas de que abundaba, usurpando de este modo, ora los aplausos, ora los silbidos<br />

que a mi sobrino correspondían, y dando al público en mutilados, trozos el esqueleto de tan<br />

gigantesca composición.<br />

La lectura, en fin, de sus versos trajo a la memoria del joven militar un recuerdo de su<br />

vaporosa deidad; preguntome por ella con interés, y aún llegué a sospechar que estaba<br />

persuadido de que se habría evaporado de puro amor; pero yo procuré tranquilizarle con la<br />

verdad del caso; y era que la abandonada Ariadna se había conformado con su suerte: ítem<br />

más, se había pasado al género clásico, entregando su mano, y aun no sé sí su corazón, a un<br />

honrado mercader de la calle de Postas.;. ¡Ingratitud notable de mujeres!... bien es la verdad<br />

que él por su parte no la había hecho, según me confesó, sino unas catorce o quince<br />

infidelidades en el año transcurrido. De este modo concluyeron unos amores que, si<br />

hubieran seguido su curso natural, habrían podido dar a los venideros Shakespeares materia<br />

sublime para otro nuevo Romeo.<br />

(Septiembre de 1837)


Serafín Estébanez Calderón, El solitario<br />

Pulpete y Balbeja<br />

(Historia contemporánea de la plazuela de Santa Ana)<br />

Caló el chapeo, requirió la espada,<br />

miró al soslayo, fuese y no hubo más.<br />

(CERVANTES)<br />

No hay más que decir sino que Andalucía es la mapa de los hombres regulares, y Sevilla<br />

el ojito negro de la tierra de donde salen al mundo los buenos mozos, los bien plantados, los<br />

lindos cantadores, los tañedores de vihuela, los decidores en chiste, los montadores de<br />

caballos, los llamados atrás, los alanceadores de toros, y sobre todo aquellos del brazo de<br />

hierro y de la mano airada. Si sobre estas calidades no tuvieran infundida en el pecho más<br />

de una razonable prudencia, y el diestro y el sinistro brazo no los hubieran como atados a<br />

un fino bramante que les tira, modera y detiene en el mejor punto de su cólera, no hay más<br />

tus tus sino que el mundo sería a estas horas más yermo que la Tebaida.<br />

Por fortuna, estos paladines de capa y baldeo se contienen, enfrenan y han respetado los<br />

unos a los otros, librando así los bultos de los demás, copiando de aviesa manera lo que<br />

llaman el equilibrio de la Europa.<br />

Aquí tose el autor con cierta tosecilla seca, y prosigue así relatando.<br />

Por el ámbito de la plazuela de Santa Ana, enderezándose a cierta ermita de lo caro,<br />

caminaban en paso mesurado dos hombres que en su traza bien manifestaban el suelo que<br />

les dio el ser. El que medía el ándito de la calle, más alto que el otro, como medio jeme,<br />

calaba al desgaire ancho chambergo ecijano con jerbilla de abalorios, prendida en listón tan<br />

negro como sus pecados; la capa la llevaba recogida bajo el siniestro brazo; el derecho<br />

campeando por encima de un embozo turquí, mostraba la zamarra de merinos nonatos con<br />

charnelas de argentería. El zapato vaquerizo, las botas blancas de botonería turquesca, el<br />

calzón pardomonte, despuntando en rojo por bajo de la capa y pasando la rodilla, y sobre<br />

todo la traza membruda y de jayán, el pelo encrespado y negro, y el ojo de ascua ardiente,<br />

pregonaba a tiro de ballesta que todo aquel conjunto era de los que rematan un caballo con<br />

las rodillas y rinden un toro con la pica. En dimes y diretes iba con el compañero, que era<br />

más menguado que pródigo de persona, pero suelto y desembarazado a maravilla. Este tal<br />

calzaba zapatos escarpín, los cenojiles sujetaban la media a un calzón pana azul, el justillo<br />

era caña, el ceñidor escarolado y en la chaqueta carmelita los hombrillos airosos, con<br />

sendos golpes de botones en las mangas. El capote abierto, el sombrero derribado a la oreja,<br />

pisando corto y pulidamente, y manifestando en todos sus miembros y movimientos<br />

ligereza y elasticidad a toda prueba, daba a entender abiertamente que en campo raso y con<br />

un retal carmesí en la mano, bien se burlaría del más rabioso jarameño o del mejor<br />

encornado de Utrera.<br />

Yo, que me fino y desparezco por gente de tal laya, aunque maldigan los Pares y los<br />

Lores, íbame paso pasito tras sus dos mercedes, y sin más poder en mí, entréme con ellos


en la misma taberna o ya figón, puesto que allí se dan ciertos llamativos más que el vino, y<br />

yo, cual ven los lectores, gusto llamar las cosas por sus nombres castizos. Me entré y<br />

acomodéme en punto y manera de no interrumpir a Oliveros y Roldán , ni que parasen la<br />

atención en mí, cuando vi que, así que se creyeron solos, se pasaron los brazos, en ademán<br />

amigable, por derredor del cuello, y así principiaron su plática:<br />

-Pulpete -dijo el más alto-: ya que vamos a brincar frontero el uno del otro con el alfiler<br />

en la mano, de aquí te apunto y allí te doy, de guárdate y no le des, de triz traz, tómala,<br />

llévala y cuéntala como quieras, vamos antes a nos echar una gotera a son y compás de<br />

unos cantares.<br />

-Seor Balbeja -respondió Pulpete, sacando al soslayo la cara y escupiendo con el mayor<br />

aseo y pulcritud, en derecho de su zapato-; no seré yo el que por la Gorja ni otra<br />

mundanidad semejante, ni porque me envainen una lengua de acero, ni me aportillen el<br />

garguero, ni pequeñeces tales, me amostace yo ni me enoje con amigo tal como Balbeja.<br />

Venga vino, y cantemos luego, y súpito sanguino aquí mismo démonos cuatro viajes.<br />

Trajeron recado, apuntaron los vasos, y mirándose el uno al otro, cantaron a par de<br />

voces aquello de caminito de Sevilla y por la tonada de los panes calientes.<br />

Esto hecho, se desnudaron de las capas con donoso desenfado y desenvainaron para<br />

pingarse cada cual, el uno un flamenco de tercia y media, con cabo de blanco, y el otro un<br />

guadifeño de virola y golpetillo, ambos hierros relucientes que quitaban la vista, y agudos y<br />

afilados para batir cataratas cuanto más para catar panzoquis y bandullos. Ya habían<br />

hendido el aire dos o más veces con las tales lancetas, revueltas las capas al siniestro brazo,<br />

encogiéndose, hurtándose, recreciéndose, y saltando, cuando Pulpete alzó bandera de<br />

parlamento y dijo:<br />

-Balbeja, amigo, sólo te pido la gracia de que no me abaniques la cara con Juilón, tu<br />

cuchillo, pues de una dentellada me la parara tal que no me conociera la madre que me<br />

parió, y no quisiera pasar por feo, ni tampoco es conciencia descomponer y desbaratar lo<br />

que Dios crió a su semejanza.<br />

-Concedido -respondió Balbeja-; asestaré más bajo.<br />

-Salva, salva los ventrículos también, que siempre fui amigo del aseo y la limpieza, y no<br />

quisiera verme manchado de mala manera, si el cuchillo y tu brazo me trasegasen los<br />

hígados y el tripotaje.<br />

Tiraré más alto, pero andemos.<br />

-Cuidado con el pecho, que padezco de cansancio.<br />

-Y dígame, hermano; ¿por dónde quiere que haga la visita o calicata?


-Mi buen Balbeja, siempre hay demasiado tiempo y persona para desvencijar a un<br />

hombre: aquí sobre el muñón siniestro tengo un callo donde puede hacer cecina a todo su<br />

sabor.<br />

-Allá voy -dijo Balbeja. Y lanzose como una saeta; reparose el otro con la capa, y ambos<br />

a dos, a fuer de gallardos pendolistas, comenzaron de nuevo a trazar SS y firmas en el aire<br />

con lazos y rúbricas, sin despuntar, empero, pizca de pellejo.<br />

No sé en qué hubiera venido a dar tal escarceo, puesto que mi persona revejida, seca y<br />

avellanada no es propia para hacer punto y coma entre dos combatientes; y que el montañés<br />

de la casa se cuidaba tan poco de lo que sucedía, que la algazara de los saltos combatientes<br />

y el alboroto de las sillas y trebejos que rebullían, los tapaba con el rasgado de un pasacalle<br />

que tañía en la vihuela con toda la potencia del brazo. Por lo demás, estaba tan pacífico<br />

como si hospedase dos ángeles y no dos diablos encarnados.<br />

No sé, repito, dónde llegara tal escena, cuando se entró por el umbral de la puerta una<br />

persona que vino a tomar parte en el desenlace del drama. Entró, digo, una mujer de veinte<br />

a veintidós años, reducida de persona, pero sobrada en desenfado y viveza. El calzado<br />

limpio y pulido, la saya corta, negra y con caireles, la cintura anillada, y la toca o<br />

mantellina de tafetán afranjado, recogida por bajo del cuello y un cabo de ella pasado por<br />

sobre el hombro. Pasó ante mis ojos titubeando las caderas, los brazos en asas en el cuadril,<br />

blandiendo la cabeza y mirando a todas partes.<br />

A su vista, el montañés soltó el instrumento, yo me sobrecogí de tal bullir cual no lo<br />

sentía de treinta años acá (pues a fin soy de carne y hueso), y ella, sin hacer alto en tales<br />

estafermos, prosiguió hasta llegar al campo de batalla. Allí fue buena: don Pulpete y don<br />

Balbeja, viendo aparecer a doña Gorja, primer capítulo del disturbio, y premio futuro del<br />

triunfante, aumentaron los añascos, los brinquillos, los corcovos, los hurtadillos, las<br />

agachadillas y los gigantones, pero sin tocarse en un pelo. La Gorgoja Elena presenció en<br />

silencio por larga pieza aquella historia con aquel placer femenil que las hijas de Eva<br />

gustan en trances semejantes. Tanto a tanto fue oscureciendo el gracioso sobrecejo, hasta<br />

que, sacándose de la linda oreja, no un zarcillo ni arracada, sino un trozo de cigarro de<br />

corachín negro, lo arrojó en mitad de los justadores. Ni el bastón de Carlos V, en el postrer<br />

duelo de España, produjo tan favorables efectos. Uno y otro, como quien dice Bernardo y<br />

Ferraguto, hicieron afuera con formal aspecto, y cada cual, por la descomposición en que se<br />

hallaba en persona y vestido, presumía presentar títulos con que recomendarse a la de los<br />

caireles. Ésta, como pensativa, estuvo dándose cuenta en sus adentros de aquel pasaje, y<br />

luego con resolución firme y segura dijo así:<br />

-¿Y este fregado es por mí?<br />

-¿Y por quién había de ser? Porque yo..., porque nadie..., porque ninguna... -<br />

respondieron a un tiempo.<br />

-Escuchedes, caballeros -dijo ella-. Por hembras tales cuales yo y mis pedazos, de mis<br />

prendas y descendencia, hija de Gatusa, sobrina de la Méndez y nieta de la Astrosa, sepan<br />

que ni estos son tratos, ni contratos, ni cosas que van y vienen, ni nada de ello vale un


pitoche. Cuando hombres se citan en riña, ande el andelgue y corra la colorada, y no haber<br />

tenido aquí a la hija de mi madre sin darle el placer de hacer un florero en la cara del otro.<br />

Si por mí mentían pelea, pues nada de ello fue verdad, hanse engañado de entero a entero,<br />

que no de medio a mitad. A ninguno de vos quiero. Mingalarios el de Zafra me habla al<br />

ánima, y él y yo os miramos con desprecio y sobreojo. Adiós, blandengues, y si queréis,<br />

pedid cuenta a mi don Cuyo.<br />

Dijo, escupió, mató la salivilla con el piso del zapato, encarándose a Pulpete y Balbeja, y<br />

salió con las mismas alharacas que entró. La Magdalena la guíe.<br />

Los dos ternes legítimos y sin mancha siguieron con los ojos a aquella doña María la<br />

Brava, la valerosa Gorja; después, en ademán baladí, pasaron los hierros por el brazo como<br />

limpiándoles de la sangre que pudieran haber tenido; a compás los envainaron y se dijeron<br />

a un tiempo:<br />

-Por mujeres se perdió el mundo, por mujeres se perdió España; pero no se diga nunca,<br />

ni romances canten, ni ciegos pregonen, ni se escuche por plazas y mataderos que dos<br />

valientes se maten por tal y tal. Deme ese puño, don Pulpete.<br />

-Venga esa mano, don Balbeja -dijeron y saltaron en la calle lo más amigos del mundo,<br />

quedando yo espantado de tanta bizarría.<br />

El asombro de los andaluces, o Manolito Gázquez, el sevillano<br />

...Con tus mentiras a nadie agravias<br />

y a todos entretienes; éstas no son<br />

mentiras, sino ingeniosidades; no son<br />

mentiras vulgares, digo, sino fábulas<br />

poéticas.<br />

(SALAS BARBADILLO, Estafeta del dios MOMO)<br />

Así españoles como extranjeros, saben el remoquete con que son señalados los<br />

andaluces. Todos, al, oírles relatar tal historia o cual noticia, llaman en auxilio de sus<br />

respectivas creederas la suma total de las reglas de la crítica para fijar en algo o acercarse a<br />

la verdad; todos, escuchándolos citar guarismos y vomitar cantidades, cercenan, rebajan,<br />

sustraen, amputan y restan, y no contentos aún, sacan la raíz cúbica del residuo, y todavía<br />

admitiendo tal cantidad por buena, creen hacer mucho favor al bizarro y boyante contador y<br />

de numerador andaluz. Fuera agraviar a cuatro grandes provincias que valen otros tantos<br />

imperios, suponerles en su calidad y condición algo tan rahez y de baja ley que pueda<br />

trocarse con el embuste y confundirse con la gratuita mentira. Esto siempre revelará algún<br />

defecto en el carácter, cierta falta en el corazón, siendo así que, en contraste con todas las<br />

demás de España, no hay ninguna que sobre la Andalucía presente mayor número de<br />

héroes, de hombres valientes, y todos saben que la cualidad más contraria al valor es la<br />

mentira. Por consecuencia, es necesario buscar en otra parte el origen de esta afición, de<br />

esta propensión irresistible a contar, a relatar siempre con encarecimiento y ponderación, a


demostrar los hechos montados en zancos, y a presentar las cantidades por océanos<br />

insondables de guarismos. Tal cualidad tiene su asiento y trono en lo más principal y<br />

pintipirado del alma, en la fantasía, en la imaginación. Lo que se ve en aumentativo no<br />

puede explicarse por microscopio, lo que se multiplica en el pensamiento no puede unicarse<br />

por los labios, si se permite la expresión, ni lo que se pinta en el ánimo con todos los<br />

colores del iris, puede ni debe retratarse por la palabra, y en la narración con las tintas<br />

mortecinas de la aguada. Ahora bien: si un andaluz siente, concibe, ve, imagina y piensa de<br />

cierta manera, ¿cómo no ha de hablar y explicarse por el propio estilo? Si tal no fuese,<br />

fuerza sería desconocer el admirable acuerdo que existe entre las facultades de nuestra<br />

alma, el recíproco enlace con que se atan unos a otros los sentidos y todos se ligan a la<br />

mente, contradecir los estudios de todos los filósofos desde Aristóteles, y destruir, en fin, la<br />

verdad de la Psicología; de la ciencia del pensamiento.<br />

Ya esta cualidad de la imaginación andaluza y su ostentosa manifestación por la palabra,<br />

la conoció el famoso orador romano hablando de los poetas de Córdoba, y la indicó en una<br />

de sus más brillantes oraciones. La mezcla con los árabes de fantasía arrebatada, pintoresca<br />

e imaginativa, dio más vuelo a tal facultad, y su permanencia de siete siglos en aquellas<br />

provincias los aclimató para siempre el ver por telescopio y el expresarse por pleonasmo. Si<br />

fue en Córdoba, cabeza de la Bética y patria de grandes oradores y poetas, en donde<br />

Cicerón notó esta cualidad andaluza, si hubiera vivido dieciocho siglos después o en<br />

nuestros días, la notara, fijara y ampliara por todas aquellas grandes provincias, poniéndole<br />

empero su trono y asiento principal en la capital artística de España, en la reina del<br />

Guadalquivir, en el imperio un tiempo de dos mundos, en la patria del señor Monipodio, en<br />

la mágica y sin igual Sevilla. Los sevillanos, pues, son los reyes de la inventiva, del<br />

múltiplo, del aumentativo y del pleonasmo, y de entre los sevillanos, el héroe y el<br />

emperador era Manolito Gázquez.<br />

Manolito Gázquez, a vivir hoy, debiera ser considerado como un artista. Él daba al<br />

estaño y al latón tal forma y apariencia que con la ayuda del zumo de la oliva y de un<br />

mechón de lienzo viejo, difundía la claridad y las luces por doquiera; en una palabra, era<br />

belonero, pero al propio tiempo, era cazador; en los rosarios tocaba el fagot o pimpoddo,<br />

como él decía; en los toros era un oráculo. Por lo demás, no, había habilidad en que no<br />

descollase, aventura extraordinaria por la que no hubiera pasado, ni ocasión estupenda en<br />

que no se hubiese encontrado. Y no se crea que esta inclinación a hacerse el héroe de sus<br />

historias era por vanidad, ni que encarecía por gala ni afectación ni menos que se alejaba de<br />

la verdad por afición a la mentira. Nada de eso: su imaginación le ofrecía por verdadero<br />

cuanto decía; los ojos de su alma veían los objetos cual los refería, y su fantasía lo ponía en<br />

el mismo lugar y grado del héroe cuya historia relataba. Júntese a todo esto la facultad<br />

preciosa de darle a sus aventuras final picante, caída adecuada, todo sin estudio, sin<br />

afectación, y por añadidura, traza singular de persona y cierta pronunciación peregrina y<br />

extraña aun para los mismos sevillanos, y se concebirá justa y cabal idea de los<br />

fundamentos que tiene la gloria duradera de Manolito Gázquez, cuyos cronistas<br />

quisiéramos ser si el espacio no nos faltara y nos ayudara el talento. Manolito Gázquez,<br />

además del «socunamiento» o eliminación de las finales de todas las palabras y de la<br />

transformación continua de las eses en zetas y al contrario, pronunciaba de tal manera las<br />

sílabas en que se encuentra la de o la erre, que sustituía estas letras por cierto sonido<br />

semejante a la «d». Esta indicación es la única que conservaremos en sus palabras, al referir


algunos de sus dichos y sentencias. La vida la dividía dulce y tranquilamente entre su taller,<br />

sus amigos y su esposa doña Teresa, y de noche entre el descanso y su asistencia al rosario<br />

tocando el fagot.<br />

Dos tardes entre semana las empleaba concurriendo, en cierto paraje enfrente de Triana,<br />

a oír leer la Gaceta, sentado sobre su capa en los maderos que en aquella ominosa época en<br />

que teníamos marina bajaban desde Segura por el Guadalquivir, y que servían en la orilla<br />

para cómodo asiento de la gente desocupada. Por aquel tiempo sólo llegaban a Sevilla cinco<br />

ejemplares de la Gaceta, único papel que se publicaba en España, cosa que prueba la<br />

infelicísima infelicidad de aquella época, en que recibíamos de América cien millones de<br />

duros al año. El que presidía el auditorio en donde concurría Manolito, cobraba un ochavo<br />

de los que acudían a oírse leer la Gaceta. Allí nuestro héroe oyó por primera vez el nombre<br />

de Austerlitz, cuya palabra jamás le pudo caber en la boca. El concurso, para formar idea<br />

minuciosamente de la topografía del terreno, hizo extender el mapa de Europa que solía<br />

acompañar en aquel tiempo a la Guía de Forasteros. (Todo el mundo sabe que el tal mapa<br />

tendría sus tres pulgadas de bojeo.) Manolito, enardecido ya con la relación de tan<br />

sangrienta jornada, seguía cuidadosamente con los ojos la punta del alfiler que a tientas iba<br />

señalando en aquel mapa gorgojo el punto donde pudo haber sido la batalla. Don Manolito,<br />

al ver que el alfiler se fijaba, exclamaba entusiasmado:<br />

-Señoddes, aquí es, aquí es; vean ustedes el señod genedal que toca a ataque, y aquí<br />

están los vivandeddas que venden tajadillas a los soldados.<br />

Y al decir esto, ponía su dedo rehecho y gordifloncillo sobre el reducido papel que casi<br />

lo tapaba, y de este modo calculadas las distancias, ponía esta parte de la escena a<br />

quinientas leguas del campo de batalla.<br />

En tal gabinete de lectura y en tal tertulia oyó nuestro héroe, en su capítulo<br />

correspondiente de la Gaceta, hablar varias veces de la Sublime Puerta. La idea que<br />

concibiera Manolito Gázquez de lo que era el poder otomano, lo probará la anécdota<br />

siguiente. Cierto día trabajaba en su taller sendos clavos de ancha cabeza y de traza singular<br />

que herreros y carpinteros llaman de bolayque. Eran lucientes y grandísimos. Uno de sus<br />

visitantes, al verlos, exclamó:<br />

-¡Qué clavos tan hermosos, grandes y bizarros!<br />

-Catorce cajones llenos de ellos hay ya en el día -replicó don Manolito-; ¿y no han de ser<br />

hedmosos si van a sedvid pada la Puedta Otomana?<br />

Este hecho lo hemos oído contar al mismo interrogante, que lo fue el señor López<br />

Cepero, hoy senador del reino, y que alcanzó y frecuentó mucho el trato de nuestro héroe.<br />

Manolito tenía gran vanidad en su habilidad de fogotista. Nadie, a juicio suyo, le<br />

prestaba a tal instrumento el empuje y sonoridad que él.<br />

-En ciedta ocasión -dijo- quise pasmad a Doma y ad Padre Santo. Pada ello entré en da<br />

iglesia de San Pedro un día ded Santo Patrón ed primed Apóstod. Allí estaba ed Papa y dos


caddenades, y ciento cincuenta y cinco obispos, y toda da cristiandad. Tocaban veinte<br />

ódganos y muchos instrumentos, y más de mid pitos y flautas, y entonaban el Pange linguae<br />

dos mid y cincuenta voces. Llega don Manodito con su casaca (iba yo de codto) y me<br />

pongo detrás de una codumna que hay a da entrada pod Odiente, así confodme se entra a<br />

mano dedecha, y cuando más bullicio había, meto un pimpoddazo y toda aquella adgazada<br />

calló y da iglesia hizo bum, bum a este dado y ad otro como pada caedse. A poco siguió la<br />

función creyendo al consistodio que el teddemoto había pasado, y entonces meto otro<br />

pimpoddazo de mis mayúsculos y da gente se asusta, y ed Papa dijo ad punto: «O ed<br />

templo se viene abajo, o Manolito Gázquez está en Doma tocando el pimpoddo.» Sadiedon<br />

y buscadme, pedo yo tenía que haced y me vine a Sevilla pada id ad dosadió.<br />

Si algún paseante al pasar en aquellos días calurosos de estío por la puerta de Manolito<br />

se sentía aquejado por la sed y le pedía una poca de agua, gritaba al punto:<br />

-Doña Tedesa (su esposa), bajad la jadda de odo con agua fresca, y si no está a mano<br />

venga da de plata o da de cristal, y si ninguna se encuentra, traed da talla de baddo, que este<br />

caballedo disimudadá pod esta vez, si se de sidve con buena voluntad.<br />

En cierto día que para una noticia que era preciso hacer saber en Cádiz, se hablaba del<br />

modo de transmitirla con mayor celeridad desde Sevilla, dijo don Manolito:<br />

-¿pod qué no va pod agua la noticia?<br />

-Pero siempre -le replicaron- serían necesarios tres o cuatro días.<br />

-Dos hodas -repuso Gázquez-, yendo nadando como yo fui, cuando la guedda con ed<br />

inglés a llevad ciedta odden ded genedad. Yo me eché ad agua al anocheced en da Todde<br />

del. Odo; meto ed brazo, saco ed brazo, estoy en Tablada; meto ed brazo, saco ed brazo,<br />

heme en San Lucad de Baddameda; meto ed brazo, saco ed brazo ad frente de Dota, y de<br />

allí como una danzadeda a Cádiz; ad entrad pod da puedta ded mad tidaban ed cañonazo y<br />

tocaban da detreta.... ¡digo, señodes, si me descuido!- aludiendo a que en tal hora se cierran<br />

en Cádiz las puertas. Como plaza de guerra, y hubiérase quedado fuera.<br />

En el danzar, cuando sus verdes años, y creyendo sus propios informes, había sido don<br />

Manolito una Terpsícore del género masculino, un portento de ligereza y agilidad.<br />

-Una noche -decía- estaba yo en da tedtudia de da condesa de... (siempre entre gente de<br />

calidad) y allí habían baidado ciedtos itadianos bastante bien. Don Manolito no quiso<br />

baidad aquella noche, pedo das señodas me dogadon tanto que ad fin sadí haciendo mi<br />

devedencia y mi paseo. Comienzan a tocad y yo a figudad y a tenzad; ellos tocando y yo<br />

tenzando y dando con da cabeza en ed techo, todos midando y yo tenza que tenza; das<br />

señodas, «Manodito, bájese usted», y Manodito tenza que tenza...; cuando concluí, pod<br />

gusto saqué ed dedoj..., quince minutos estuve en ed aide.


En los toros valía doble el andamio donde tomaba asiento Manolito Gázquez. Siempre<br />

tenía la palabra. No había suerte que él no comentase, ni lance que no sujetase a su crítica,<br />

aunque todo lo presidiese el famoso Pepe Hillo, que era muy su amigo.<br />

-Quítesese de allá ed señod Pepe, no sabe usté ed mosquito que tiene dedante. Oiga usté<br />

dos consejos del maestro de dos todos...<br />

Una tarde salió nuestro héroe muy disgustado de la corrida.<br />

-Ya no hay hombre en Sevilla -decía-. Hasta ed señod Pepe se ha convedtido en monja;<br />

a no sed pod don Manolito, ¿qué hubieda sido de da cuadrilla? El todo -añadía- había<br />

baddido ya da plaza dos de a caballo dodando, dos peones en das vayas y ed señod Pepe<br />

enfrontidado por ed todo y do iba a ensadtad cuando don Manolito se echó a da plaza y da<br />

fieda se dispadó a mí y deja ad señod Pepe y addemete...<br />

-¿Y qué sucedió?- le preguntaban los del asustado auditorio.<br />

-Y addemete y yo de meto da mano pod da boca y de pronto de vuedve como una<br />

cadceta poniéndole da cabeza donde tenía ed dabo, y ed todo salió más dispadado que antes<br />

y fue a dad ciego en ed budladedo de enfrente y se estrelló y das muditas viniedon pod éd.<br />

Don Manolito, como de generación algo trasañeja y muy lejos de los adelantos del siglo<br />

actual, era español castizo y antifrancés por todo extremo, y eso que no alcanzó en vida los<br />

desahogos de Murat en el Dos de Mayo, ni el saqueo de Córdoba, ni las lindezas de<br />

gabachos y afrancesados de 1808. Por lo mismo y tal antipatía, nada era de extrañar que a<br />

tiempo o a deshora, se estremeciese, despeluznara y conturbarse al oír por las esquinas y<br />

cantones del barrio el pito del castrador, o silbar por los zaguanes y antipatios la piedra<br />

aguzadera que a fuerza de rueda y agua mordía el acero de los cuchillos y tijeras, todo por<br />

obra y manufactura de los labios, patas y manos de algún auvernés o picardo. Al pasar tales<br />

estantiguas por jurisdicción de la casa de don Manolito, y según y conforme más o menos<br />

avinagrado se hallaba de condición, así era el recibimiento que les hacía. Si el cielo de su<br />

frente, a dicha, se mostraba despejado y sereno, en cuanto escuchaba el chiflo o entendía el<br />

pregón del amolador, partía la telera de pan y escanciaba en el vaso media azumbre de vino,<br />

y saliendo al umbral de la puerta, calle de Gallegos, comenzaba a decir:<br />

-Venga acá, capullo, y no me adbodote da vecindad. Tome este trago y este taco y<br />

váyase duego a otra padte con sus heddamientas, dejándonos con nuestra entedeza y<br />

menestedes. En esta tienda los hieddos se dan fido unos hieddos contra otros hieddos y no<br />

con piedda aspedón, y nos vamos a la sepudtuda como vinimos ad mundo.<br />

Cuando el clamoreo de mala y aviesa catadura Cogía al buen andaluz de mal temple, no<br />

había inventiva en su magín, ni especie o palabra picante en el diccionario que desde su<br />

puerta o ventana no se las disparase a grito hendido sobre el deshonesto francés pordiosero<br />

si era de los de la piedra de asperón. Tal vez acertó a estar en su tienda cierta persona grave,<br />

que al ver el alboroto de Manolito, que en pocas ocasiones se descomponía, le manifestó<br />

grande extrañeza por sus voces y exclamaciones. Nuestro héroe al oírlo replicó:


-Chodizo (esta era la interjección más formidable que solía permitirse), chodizo -volvió<br />

a repetir-, ¿no ve usted que si dos gabachos dan en venid con das pieddas y dos chiflos<br />

concluidán pod amolad a dos españodes y pod dejadnos útides sodo para eunucos ded gran<br />

tudco o ded empedadod de Madduecos?<br />

Por lo que después ha sucedido y en la actualidad estamos alcanzando, verán nuestros<br />

lectores que don Manolito, además de otros muchos, poseia también el don de la profecía.<br />

Fuera prolija tarea referir los destellos poéticos de maravillosa magia de encarecimiento<br />

inmenso con que Manolito Gázquez inmortalizó su nombre en la poética, en la mágica y<br />

ponderativa Sevilla. Pondremos fin con el siguiente rasgo. Cierto día nuestro héroe asistió<br />

con gran parte de la nobleza y juventud sevillana, que siempre lo admitía en su círculo, a un<br />

palenque de arma, en donde así se hacía alarde de la destreza del sutil florete, como del<br />

irresistible poder de la espada negra. Después que dos contendiente admiraron al concurso<br />

por sus primores, su gallardía, sus tretas, sus estocadas, sus quites, y que reiterándose del<br />

asalto dejaban a todos los aficionados con impresión profunda de agradable sorpresa, uno<br />

de los más notables por su habilidad en las armas, le preguntó a nuestro héroe:<br />

-Y usté, Manolito, no juega la espada?<br />

-Ese ha sido mi fuedte -replicó-; yo soy discíolo de dos discípulos de Caddanza y<br />

Pacheco. ¿Se acueddan utedes de das famosas lluvias ded año setenta y seis?<br />

-Sí, nos acordamos.<br />

-Pues en una de aquella noches de diduvio -prosiguió- estaba yo en da tedtudia de da<br />

señoda marquesa de *** Todas das señodas se habían ya detidado en sus coches y sólo<br />

quedaba da condesita de *** y su hedmana, que no podían idse podque su caddoza no había<br />

podido llegad con ed agua. Aquellas señodas se afligían y quedían idse, ¿y qué hace<br />

Manodito?, saca da espada y dice: señodas, agáddense ustedes, y Manolito da con da<br />

espada a da lluvia: taz, taz, taz, tedcia, cuadta, prima, siempre con ed quite y ed depado,<br />

llegamos ad padacio; ni una gota de agua había podido tocad a das seflodas, y dejábamos<br />

detrás ahogándose a da Gidadda.<br />

Manolito Gázquez, cuya juventud, por su lozanía, conservó hasta lo último de su vida,<br />

murió cerca ya de los ochenta años, al entrar el famoso de 1808.<br />

¿Qué hubiera dicho este rey de los andaluces si, viviendo algunos meses más, alcanzara<br />

el trágico Dos de Mayo, la inmortal jornada de Bailén? ¡Qué no hubiera visto aquella<br />

poderosa imaginación en las poderosas maravillas que entonces improvisó el verdadero<br />

entusiasmo, el no mentido patriotismo español! Manolito Gázquez, presenciando la lucha-<br />

por la independencia y los principios de nuestras disensiones civiles, hubiera sido para<br />

hechos de la primera un cristal de crecidísimo aumento, como para los segundos un prisma<br />

que los descompusiera y presentara en términos de arrancar algunas agradables lisas, en<br />

cambio de las muchas lágrimas y sangre que nos han costado. Si nuestro héroe hubiera<br />

llegado, como milagro de longevidad, hasta la guerra cuya primera jornada acaba de<br />

concluir (estamos en 1841), entonces es indudable que le viéramos o escribiendo algún


oletín de noticias en un periódico, o bien al lado de algunos generales redactando partes de<br />

encuentros, asaltos y batallas. ¡Tanta feria hubiera tomado su peregrina facultad de<br />

aumentar lo poco, y de ver lo que no había!<br />

Un baile en Triana<br />

-¡Ay señor mío! -respondió la Rufina<br />

María-; si son de Nigromancia, me<br />

pierdo por ellas, que nací en Triana<br />

y sé echar las habas y andar el cedazo<br />

y tengo otros principios mejores.<br />

(El Diablo Cojuelo, tranco 8)<br />

En Andalucía no hay baile sin el movimiento de los brazos, sin el donaire y<br />

provocaciones picantes,de todo el cuerpo, sin la ágil soltura del talle, sin los quiebros de<br />

cintura, y sin lo vivo y ardiente del compás, haciendo contraste con los dormidos y<br />

remansos de los cernidos, desmayos y suspensiones. El batir de los pies, sus primores, sus<br />

campanelas, sus juegos, giros y demás menudencias, es como accesorio al baile andaluz, y<br />

no forman, como en la danza, la parte principal. La Gayarda, el Bran de Inglaterra, la<br />

Pavana, la Haya, y otras danzas antiguas españolas fundaban sólo su vistosidad y realce en<br />

la primera soltura y batir de los pies, y en el aire y galanía del pasear la persona.<br />

Allí no había pasión, delirio, frenesí, como se pretende pintar en todos los bailes que<br />

desde muy antiguo han sido peculiares a España, singularmente en las provincias<br />

meridionales. Aquellas danzas tenían su lugar en la gala ceremoniosa del sarao; los bailes<br />

para el desenfado del festín, para la libertad del teatro. Sabido es que las saltatrices y<br />

bailarinas españolas, singularmente las cordobesas y gaditanas, eran las más celebradas de<br />

cuantas se presentaban en los teatros de la gentílica Roma; y tal habilidad y lo picante de<br />

los bailes se han ido transmitiendo de siglo en siglo, de generación en generación, hasta<br />

nuestros días. Acaso la configuración de la mujer andaluza, de pie breve, de cintura<br />

flexible, de brazos airosos, la hagan propia cual ninguna para tales ejercicios, y acaso su<br />

imaginación de fuego y voluptuosa, y su oído delicado y sensibilidad exquisita la<br />

conviertan en una Terpsícore peligrosa para revelar con sus movimientos los delirios del<br />

placer, en sus mudanzas los diversos grados y triunfos del amor, y en sus actitudes los<br />

misterios y bellezas de sus formas y perfiles. De cualquier modo que sea, ello es que estos<br />

bailes andaluces siempre mueven y fijan la curiosidad del extranjero que una vez los llegó a<br />

ver, y jamás sacian la ambición del que, por haber nacido en Andalucía, siempre los tuvo<br />

bajo su vista.<br />

Pero de todo aquel país, Sevilla es la depositaria de los universos recuerdos de este<br />

género, el taller donde se funden, modifican y recomponen en otros nuevos los bailes<br />

antiguos, y la universidad donde se aprenden las gracias inimitables, la sal sin cuento, las<br />

dulcísimas actitudes, los vistosos volteos y los quiebros delicados del baile andaluz. En<br />

vano es que de las dos Indias lleguen a Cádiz nuevos cantares y bailes de distinta, aunque<br />

siempre de sabrosa y lasciva prosapia; jamás se aclimatarán, si antes pasando por Sevilla no


dejan en vil sedimento lo demasiado torpe y lo muy fastidioso y monótono, a fuerza de ser<br />

exagerado. Saliendo un baile de la escuela de Sevilla, como de un crisol, puro y vestido a la<br />

andaluza, pronto se deja conocer y es admitido desde Tarifa a Almería y desde Córdoba a<br />

Málaga y Ronda. No por el continuo aluvión de nuevos bailes, ni de la recomposición de<br />

los unos, ni de la fusión de los otros, dejan de existir siempre los recuerdos y las imágenes<br />

más vivas de la antigua zarabanda chacona, Antón Colorado, y otros mil que mencionan los<br />

escritores desde el siglo XVI hasta el presente, desde Mariana hasta Pellicer. En el moderno<br />

bolero se encuentran recuerdos de aquellos bailes, y una de sus mudanzas más picantes<br />

conserva todavía el nombre de la Chacona. El Ole y la Tana son descendientes legítimos de<br />

la Zarabanda, baile que provocó excomuniones eclesiásticas, prohibiciones de los consejos,<br />

y que, sin embargo, resistía a tantos entredichos, y que si al parecer moría, volvía a<br />

resucitar tan provocativo como de primero. No hace muchos años que todavía se oyó cantar<br />

y bailar, por una cuadrilla de gitanos y gitanillas, en algunas ferias de Andalucía.<br />

Estos bailes pueden dividirse en tres grandes familias, que según su condición y carácter<br />

pueden ser o de origen morisco, español o americano. Los de origen español pueden<br />

conocerse por su compás de dos por cuatro, vivo y acelerado, que se retrae por su aire<br />

antiguo al Pasacalle, y que, cantado en coplas octosílabas de cuatro o cinco versos, se<br />

parece mucho a la jota de Aragón y de Navarra. Los de alcurnia americana se revelan por<br />

su mayor desenvoltura, como provenientes de pueblo en que el pudor tenía pocas o<br />

ningunas leyes; pero entre todos estos bailes y cantares merecen llamar la atención (del que<br />

al través de estos usos y diversiones trate de estudiar el carácter de los pueblos y las<br />

vicisitudes que han corrido) los que conservan su filiación árabe y morisca. Estos se<br />

descubren por la melancólica dulzura de su música y canto, y por el desmayo alternado con<br />

vivísimos arrebatos en el baile.<br />

Desde luego haremos notar que la Caña, que es el tronco primitivo de estos cantares,<br />

parece con poca diferencia palabra gannia, que en árabe significa el canto. Nadie ignora que<br />

la Caña es un acento prolongado que principia por un suspiro, y que después recorre toda la<br />

escala y todos los tonos, repitiendo por lo mismo un propio verso muchas veces y<br />

concluyendo con otra copla por un aire más vivo, pero no por eso menos triste y<br />

lamentable. Los cantadores andaluces, que por ley general lo son la gente de a caballo y del<br />

camino, dan la primera palma a los que sobresalen en la Caña, porque viéndose obligados a<br />

apurar el canto, como ellos dicen, o es preciso que tengan mucho pecho y facultades, o que<br />

pronto den al traste y se desluzcan. Por lo general, la Caña no se baila porque en ella el<br />

cantador o cantadora pretende hacer un papel exclusivo.<br />

Hijos de este tronco son los oles, las tiranas, polos y las modestas serranas y tonadas. La<br />

copla, por lo regular, es de pie quebrado. El acto principia también por un suspiro, la<br />

guitarra o la tiorba rompe primero con un son suave y melancólico por mi menor, pasando<br />

alternativamente y sin variación la mano izquierda de una posición a otra, y la derecha hiere<br />

las cuerdas a lo rasgado, primero por lo dulce y blando, y después fuerte y airadamente,<br />

según la intención y sentido de la copla. El cantador o cantadora entra cuando bien le<br />

parece, y la bailadora, con sus<br />

crótalos de granadillo o de marfil, rompe también sus movimientos con la introducción que<br />

tiene toda danza o baile que allí se llama paseo.


Y son muy de notar, por cierto, los toques y particularidades de este canto que, por lo<br />

mismo de ser tan melancólico y triste, manifiesta honda y elocuentemente que es de música<br />

primitiva. En él es verdad que no se encuentra el aliño, el afeite o la combinación estudiada<br />

e ingeniosa de la nota italiana; pero en cambio, ¡cuánto sentimiento, cuánta dulzura y qué<br />

mágico poder para llevar al alma a regiones desconocidas y apartadas de las trivialidades de<br />

la actualidad y del materialismo de lo presente! Por eso el cantador, arrobado también como<br />

el ruiseñor o el mirlo en la selva, parece que sólo se escucha a sí mismo, menospreciando la<br />

ambición de otro canto y de otra música vocinglera que apetece los aplausos del salón o del<br />

teatro, contentándose sólo con los ecos del apartamiento y de la soledad.<br />

Al entrar en la copla el cantador, entra en mudanza la bailadora, ya sola, ya acompañada<br />

con su pareja, y los tocadores imprimen en las cuerdas aquellos sones que más les sugiere<br />

su buen gusto y su sensibilidad. En aquel punto el que baila, el que canta y el que toca se<br />

unen en un propio sentimiento, se arroban, se entusiasman, y este con sus trinos, aquella<br />

con sus movimientos, y el otro con sus suspiros y gorjeos tristísimos, de tal manera<br />

arrebatan a los concurrentes que todos prorrumpen en monosílabos de placer y en gritos de<br />

entusiasmo. Acaso algún decano, ya por sus años, o por su voz averiada, derribado de la<br />

plaza de cantandor, u otro aficionado que espera su turno para dar vuelo a su copla, con los<br />

dedos sobre la mesa, o con las palmas en alto, llevan el compas y medida de la orquesta, no<br />

perjudicando lo rústico de la traza al buen efecto y final resultado de aquella singularísima<br />

ópera.<br />

Cuando los principales cantadores apuran sus fuerzas, se suspenden las tonadas y polos<br />

de punta, de dificultad y lucimiento, y entran en liza con la rondeña, o granadina, otros<br />

cantadores y cantadoras, de no tanta ejecución, pero no inferiores en el buen estilo. Después<br />

de pasar difíciles y peregrinas centurias, se ameniza de vez en cuando la fiesta con el canto<br />

de algún romance antiguo, conservado oralmente por aquellos trovadores no menos<br />

románticos que los de la Edad Media, romances que señalan con el nombre de corridas, sin<br />

duda por contraposición a los polos, tonadas y tiranas, que van y se cantan por coplas y<br />

estrofas sueltas. Acaso en estos romances se encuentran muchos de los comprendidos en el<br />

Romancero general, en el Cancionero de romances y otros, y acaso se conservan también<br />

algunos, que no se hallan en semejantes colecciones, pero que, a pesar de las mutilaciones y<br />

errores que tienen, revelan desde luego pertenecer al mejor tiempo de nuestra poesía<br />

peculiar. ¿Por qué se han conservado en Andalucía mejor que en Castilla u otras provincias<br />

estos cantares y romances? ¿Cómo es que preciosidades de la literatura y costumbres tan<br />

interesantes no se han recogido en las antiguas o modernas colecciones? Una respuesta sola<br />

hay para esto: la música oral los ha conservado así como los cánticos de Escocia y la poesía<br />

de otros pueblos. El averiguar por qué en Andalucía se conserva más resto de costumbres<br />

antiguas, más tradiciones caballerescas que en otras provincias antes restauradas de los<br />

moros, fuera asunto para una curiosa disertación.<br />

En tanto, hallándome en Sevilla, y habiéndoseme encarecido sobre manera la destreza<br />

de ciertos cantadores, la habilidad de unas bailadoras, y sobre todo, teniendo entendido que<br />

podría oír algunos de estos romances desconocidos, dispuse asistir a una de estas fiestas. El<br />

Planeta, el Fillo, Juan de Dios, María de las Nieves, la Perla y otras notabilidades, así de<br />

canto como de baile, tornaban parte en la función. Era por la tarde, y en un mes de mayo


fresco y florido. Atravesé con mi comitiva de aficionados el puente famoso de barcas para<br />

pasar a Triana, y a poco nos vimos en una casa que por su talle y traza recordaba la época<br />

de la conquista de Sevilla por San Fernando. El río bañaba las cercas del espacioso patio,<br />

cubiertas de madreselvas, arreboleras y mirabeles, con algún naranjero o limonero en medio<br />

de aquel cerco de olorosa verdura. La fiesta tenía su lugar y plaza en uno como zaguán que<br />

daba al patio.<br />

En la democracia práctica que hay en aquel país, no causó extrañeza la llegada de gente<br />

de tan distinta condición de la que allí se encontraba en fiesta. Un ademán más obsequioso<br />

y rendido de parte de aquellos guapos, llevándose la mano al calañés, sirvió, de saludo,<br />

ceremonia, introducción y prólogo, y la fiesta proseguía cada vez más interesante.<br />

Entramos a punto en que el Planeta, veterano cantador, y de gran estilo, según los<br />

inteligentes, principiaba un romance o corrida después de un preludio de la vihuela y dos<br />

bandolines, que formaban lo principal de la orquesta, y comenzó aquellos trinos penetrantes<br />

de la prima, sostenidos con aquellos melancólicos dejos del bordón, compascado todo por<br />

una manera grave y solemne, y de vez en cuando, como para llevar mejor la medida, dando<br />

el inteligente tocador unos blandos golpes en el traste del instrumento, particularidad que<br />

aumenta la atención tristísima del auditorio. Comenzó el cantador por un prolongado<br />

suspiro, y después de una brevísima pausa dijo el siguiente lindísimo romance, del conde<br />

del Sol, que por su sencillez y sabor a lo antiguo bien demuestra el tiempo a que debe ser:<br />

Grandes guerras se publican<br />

entre España y Portugal,<br />

y al conde del Sol le nombran<br />

por capitán general.<br />

La condesa, como es niña,<br />

todo se le va en llorar.<br />

-Dime, conde, cuántos años<br />

tienes de echar por allá.<br />

-Si a los seis años no vuelvo,<br />

os podréis, niña, casar.<br />

Pasan los seis y los ocho,<br />

y los diez se pasarán,<br />

y llorando la condesa<br />

pasa así su soledad.<br />

Estando en su estancia un día<br />

la fue el padre a visitar.<br />

-¿Qué tienes, hija del alma,<br />

que no cesas de llorar?<br />

-¡Padre, padre de mi vida,<br />

por la del santo Grial,<br />

que me deis vuestra licencia<br />

para el conde ir a buscar.<br />

-Mi licencia tenéis, hija,<br />

cumplid vuestra voluntad.<br />

Y la condesa, a otro día,<br />

triste fue a peregrinar.


Anduvo Francia y la Italia,<br />

tierras, tierras sin cesar.<br />

Ya en todo desesperada<br />

tornábase para acá,<br />

cuando gran vacada un día<br />

halló en un ancho pinar.<br />

-Vaquerito, vaquerito,<br />

por la Santa Trinidad,<br />

que me niegues la mentira,<br />

y me digas la verdad.<br />

¿De quién es este ganado<br />

con tanto hierro y señal?<br />

-Es del conde el Sol, señora,<br />

que hoy está para casar.<br />

-Buen vaquero, buen vaquero,<br />

¡así tu hato veas medrar!<br />

Que tomes mis ricas sedas<br />

y me vistas tu sayal.<br />

Y tomándome la mano<br />

a su puerta me pondrás<br />

a pedirle una limosna<br />

por Dios, si la quiere dar.<br />

-Al llegar a los umbrales,<br />

veis al conde que allí está,<br />

cercado de caballeros,<br />

que a la boda asistirán.<br />

-Dadme, conde, una limosna.<br />

El conde pasmado se ha:<br />

-¿De qué país sois, señora?<br />

-Soy de España natural.<br />

-¿Sois aparición, romera,<br />

que venisme a conturbar?<br />

-No soy aparición, conde,<br />

que soy tu esposa leal.<br />

Cabalga, cabalga el conde,<br />

la condesa en grupas va,<br />

y a su castillo volvieron<br />

salvos, salvos y en solaz.<br />

La música con que se cantan estos romances es un' recuerdo morisco todavía. Sólo en<br />

muy pocos pueblos de la serranía de Ronda o de tierra de Medina y Jerez es donde se<br />

conserva esta tradición árabe, que se va extinguiendo poco a poco, y desaparecerá para<br />

siempre. Lo apartado de comunicación en que se encuentran estos pueblos de la serranía, y<br />

el haber en ellos familias conocidas por descendientes de moriscos, explican la<br />

conservación de estos recuerdos.


Después que concluyó el romance salió la Perla con su amante el Jerezano a bailar. El<br />

tan bien plantado en su persona cuanto lleno de majeza y boato en su vestir, y ella así<br />

picante en su corte y traza como lindísima en su rostro, y realzada y limpia en las sayas y<br />

vestidos. El Jerezano, sin sombrero, porque lo arrojó a los pies de la Perla para provocarla<br />

al baile, y ella, sin mantilla y vestida de blanco, comenzaron por el son de la rondeña a dar<br />

muestras de su habilidad y gentileza. El pie pulido de ella se perdía de vista, por giros y<br />

vueltas que describía, y por los juegos y primores que ejecutaba; su cabeza airosa, ya<br />

volviéndola gentilmente aliado opuesto de por donde serenamente discurría, ya apartándola<br />

con desdén y desenfado de entre sus brazos, ya orlándola con ellos, como queriéndola<br />

ocultar y embozarse ofrecía para el gusto las proporciones de un busto griego, para la<br />

imaginación las ilusiones de un sueño voluptuoso. Los brazos, mórbidos y de linda<br />

proporción, ora se columpiaban, ora los alzaba como en éxtasis, ora los abandonaba como<br />

en desmayo, ya los agitaba como en frenesí y delirio, ya los sublimaba o derribaba<br />

alternativamente como quien recoge flores o rosas que se le caen. Aquí doblaba la cintura<br />

allí trepaba el talle, por doquier se estremecía, por todas partes circulaba, ora blandamente,<br />

como cisne que hiende el agua, ora ágil y rápida, como sílfide que corta el aire. El bailador<br />

la seguía menos como rival en destreza que como mortal que sigue a una diosa. Los<br />

cantadores y cantadoras llovían coplas para provocar y multiplicar otras mudanzas y nuevas<br />

actitudes. Este cantaba aquello de:<br />

Toma, niña, esta naranja,<br />

que la cogí de mi huerto;<br />

no la partas con cuchillo<br />

que va mi corazón dentro.<br />

Otro lo de:<br />

Hermosa deidad, no llores,<br />

de mi amor no tomes quejas,<br />

que es propio de las abejas<br />

picar donde encuentran flores.<br />

El concurso se animaba, se enardecía, tocaba en el delirio. Uno recogía la pandereta, y<br />

volviéndola y revolviéndola entre los dedos, animaba el compás, diestra y donosamente.<br />

Aquel con las palmas sostenía la medida, y según costumbre, ganábase, para después del<br />

baile, con el tocador, un abrazo de la bailadora. Todos aplaudían, todos deliraban.<br />

-¡Orza, orza!» -decía el uno-. ¡De este lado, bergantín empavesado!<br />

Otro, al ver y gozarse de un movimiento picante, en una actitud de desenfado:<br />

-Zas, puñalada rechiquita, pero bien dada.<br />

De una parte exclamaban, pidiendo nuevas mudanzas:<br />

-Máteme vuesa merced la curiana; ¡hágame vuesa merced el bien parado!


De otra, queriendo llevar el baile a la última raya del desenfado:<br />

-¡Eche vuesa merced más ajo al pique! ¡Movimientos y más movimientos!...<br />

¡Quién podrá explicar ni describir, ni el fuego, ni el placer, ni la locura, así como<br />

tampoco reproducir las sales y chistes que en semejantes fiestas y zambras rebosan por<br />

todas partes y se derraman a manos llenas y perdidamente!<br />

Después de esta escena tan viva cantó el Fillo y cantó María de las Nieves las tonadas y<br />

sevillanas; se bailaron seguidilla y caleseras, y Juan de Dios. entonó el Polo Tobalo,<br />

acompañándole al final y como en coro los demás cantadores y cantadoras, cosa, por cierto,<br />

que no cede en efecto músico a las mejores combinaciones armónicas del maestro más<br />

famoso. Después de esta ópera toda española y andaluza, me retiré pesaroso por no haber<br />

podido oír los romances de Roldán y de Gerineldos, pues el tiempo había huido más<br />

rápidamente que lo que yo quisiera.<br />

Alguno de los del festejo, que por más cortesía quiso venir en mi compañía y conserva,<br />

entendiendo mi curiosidad, que para ellos eran una nueva obligación por ver la importancia<br />

que yo daba atales cosas, me dijo con desenfado noble y con parla de la tierra:<br />

-Padrino, no tome desabrimiento por tal niñería, puesto que el romance de Gerineldos lo<br />

sé de coro, y ya que no con discante y gorjeos, al menos se lo iré relatando al son y compás<br />

del pasitrote que llevamos.<br />

-Que me place -dije ansiosamente a mi acompañante.<br />

-Pues óigame, padrinito mío -me respondió con agrado, y así comenzó a relatar:<br />

-Gerineldos, Gerineldos,<br />

mi camarero pulido,<br />

¡quién te tuviera esta noche<br />

tres horas a mi servicio!<br />

-Como soy vuestro criado,<br />

señora, burláis conmigo.<br />

-No me burlo, Gerineldos,<br />

que de veras te lo digo.<br />

-¿A cuál hora, bella infanta,<br />

cumpliréis lo prometido?<br />

-Entre la una y las dos,<br />

cuando el rey esté dormido.<br />

Levantose Gerineldos,<br />

abre en secreto el rastrillo,<br />

calza sandalias de seda<br />

para andar sin ser sentido.<br />

Tres vueltas le da al palacio<br />

y otras tantas al castillo.<br />

-Abráisme -dijo-, señora,


abráisme, cuerpo garrido.<br />

-¿Quién sois vos el caballero<br />

que llamáis así al postigo?<br />

-Gerineldos soy, señora,<br />

vuestro tan querido amigo.<br />

Tomáralo por la mano,<br />

a su lecho lo ha subido,<br />

y besando y abrazando<br />

Gerineldos se ha dormido.<br />

Recordado había el rey<br />

del sueño despavorido,<br />

tres veces lo había llamado,<br />

ninguna le ha respondido<br />

-Gerineldos, Gerineldos,<br />

mi camarero pulido,<br />

si me andas en traición<br />

trátasme como a enemigo;<br />

o con la infanta dormías<br />

o el alcázar me has vendido.<br />

Tomó la espada en la mano,<br />

con gran saña va encendido.<br />

Fuérase para la cama<br />

donde a Gerineldos vido.<br />

Él quisiéralo matar,<br />

mas criole desde niño.<br />

Sacara luego la espada,<br />

entre entrambos la ha metido<br />

para que al volver del sueño<br />

catasen que el yerro ha visto:<br />

recordado hubo la infanta,<br />

vio la espada y dio un suspiro.<br />

-Recordad heis, Gerineldos,<br />

que ya érades sentido,<br />

que la espada de mi padre<br />

de nuestro yerro es testigo.<br />

Gerineldos va a su estancia,<br />

le sale el rey de improviso:<br />

-¿Dónde vienes, Gerineldos,<br />

tan mustio y descolorido?<br />

-Del jardín vengo, señor,<br />

de coger flores y lirios,<br />

y la rosa más fragante<br />

mis colores ha comido.<br />

-Mientes, mientes, Gerineldos,<br />

que con la infanta has dormido,<br />

testigo de ello mi espada.<br />

En su filo está el castigo.


Justamente el último verso lo dijo el bardo de Triana pasando todos la puerta de este<br />

nombre para envainarnos por la calle de la Mar, en donde va fue preciso desmoronar la<br />

escuadra escogida de mis acompañantes, entrando yo en mi morada con los recuerdos y<br />

agradables ideas que estos cantos sugieren a la imaginación amante de tales baladas y<br />

tradiciones.<br />

La Celestina<br />

ALICIA. -¡Ay, hermana mía, que mi madre Celestina parece; ay, válame la Virgen<br />

María; ay, no sea alguna fantasma que nos quiere matar!<br />

CELESTINA. -¡Ay, bobas, y no hayáis miedo, que yo soy! Las mis hijas y los mis<br />

amores, venidme a abrazar y dad gracias que acá tornar me dejó.<br />

AREUSA. -¡Ay, tía! Señora, espantadas nos tienes en ver cuanto dices, sino que vienes<br />

más vieja y más cana...<br />

CELESTINA. -Sabed, hijos míos, que no vengo a descubrir los secretos de ella, sino a<br />

enmendar la vida de por acá para con las obras dar el ejemplo con aviso de lo que allá pasa,<br />

pues la misericordia fue de volverme al siglo a hacer penitencia...<br />

(Segunda comedia de Celestina, escena IX)<br />

Allá cerca de los muros,<br />

casi en cabo de la villa,<br />

cosas han de maravilla<br />

una vieja con conjuros;<br />

porque tengamos seguros<br />

los placeres cada día,<br />

llámese Mari-García,<br />

hace encantamientos duros.<br />

Una casa pobre tiene;<br />

vende huevos en cestilla;<br />

no hay quien tenga amor en villa<br />

que luego a ella no viene;<br />

hagamos que nos ordene,<br />

pues que sabe tantas tramas,<br />

para que de nuestras famas<br />

que nunca nada se suene.<br />

Está en misa y procesiones,


nunca las pierde contino;<br />

misas de alba yo imagino<br />

jamás pierda los sermones;<br />

son las más sus devociones<br />

vísperas nonas, completas;<br />

sabe cosas muy secretas<br />

para mudar corazones.<br />

Trae estambre de unas casas,<br />

dalo a otras a hilar<br />

y con achaque de entrar<br />

ir preparando las masas;<br />

finge que anda a vender pasas<br />

a las dueñas y doncellas<br />

por tener parte con ellas<br />

con su rostro como brasas.<br />

(RODRIGO DE REINOSA, Coplas de las comadres)<br />

Si Feliciano de Silva, para llevar a buen cabo los amores del caballero Filides y de la<br />

hermosa Poliandria, supo resucitar y tomar al mundo con más caudal de astucias, con<br />

mayor raudal de razones dulces y con número más crecido de trazas y de ardides, a la<br />

famosa Celestina, para asediar más estrechamente la honestidad y el recogimiento,<br />

embebecer y enlabiar la crédula hermosura, y para enredar entre los lazos del amor liviano<br />

y desenvuelto la inocencia y la virginidad, antemuradas y defendidas con el rigor de los<br />

padres y hermanos, y la vigilancia de las dueñas y madres, no semejará, por cierto, extraño<br />

que al cabo los años mil vuelva a dar muestras de sus tocas y de su siniestra persona, la<br />

primera y más famosa, comienzo, fin y epílogo de las andantes y tratantes en tercerías y<br />

tratos y enredos de amor. Y no diremos, pues, que Celestina ha resucitado, sino que<br />

Celestina nunca murió, y que de siglo en siglo, de edad en edad, de generación en<br />

generación, la vemos prolongar su endiablada vida, renovando sus trazas y dándoles otros y<br />

mejores aliños al son y compás que las costumbres y usos se renuevan. Con efecto, si<br />

recordamos todas aquellas aventuras, y el continente y talante de aquellos personajes que<br />

con sus apacible estilo nos pone ante los ojos, después de tanto tiempo, la inmortal<br />

tragicomedia de Calixto y Melibea, no podremos menos de conferir las unas y cotejar las<br />

otras con los sucesos por donde uno ha pasado y con muchas de las personas que en ellos<br />

intervinieron, sacando en claro una semejanza admirable, ya que no sea una identidad justa<br />

y como de molde. Y no es más sino que tal semejanza está inherente al propio ser y<br />

naturaleza de las cosas; porque sí los fuegos nocivos del amor siempre han de mortificar y<br />

consumir el pecho de los mancebos, y más de los que divierten la vida en recreaciones y<br />

entretenimientos de la vanidad ociosa, y esta enfermedad, como de germen intenso y<br />

semilla poderosa, ha de querer contaminar e inficionar a la causa y principio de ella, no hay<br />

más que para llegar a tan malvado y punible fin ha de valerse de los mismos medios por<br />

donde siempre se comunicó y llegó a inocular su fatal ponzoña; es decir, a emplear y hacer<br />

ministros de sus furores y liviana intención a las viejas interesadas, a los aviesos sirvientes<br />

y a las criadas más continuas y familiares de las principales damas y doncellas. Y de tan<br />

feas cataduras como llevan y parecen estos instrumentos de la liviandad y del desordenado<br />

amor, ninguna presenta bulto más siniestro ni rasgos más elocuentemente malvados como


la vejez femenil, que apoyando su máquina cascada y su magra y repugnante persona en un<br />

bordón encorvado, para no caer en la losa de la sepultura a cada paso, torna placer<br />

incalificable y recóndita y maldita voluptuosidad en dar al traste con la entereza de las<br />

vírgenes y en descalabrar las honras y la fama de las doncellas.<br />

Sólo en la especie humana es donde se encuentra ese tipo de maldad y de reprobación.<br />

Ni en las aves que pueblan los aires, ni en las alimañas que corren por el suelo, ni aun entre<br />

los reptiles que se arrastran entre el lodo y el cieno de las infectas lagunas y esteros, se<br />

hallará hembra alguna, entre tantas y tan diversas especies, que torne a su cargo el<br />

amaestramiento y enseñanza que en la familia humana desempeña tan gustosa cuanto<br />

espontáneamente la Celestina. Y es la causa que, como la inteligencia de los animales tiene<br />

un límite y un vallado estrecho, impuesto y levantado por la misma naturaleza, también han<br />

de ser de reducido alcance y de términos conocidos los instintos de su perversidad; pero<br />

como la razón humana, al contrario, abarca esos ámbitos inmensos por donde vuela y<br />

campea según sus propias inspiraciones, si estas, por móviles que no son del caso explicar,<br />

llegan a contaminarse con los hálitos del mal, son también inconmensurables y no sujetos a<br />

dimensión ni cálculo los grados de reprobación y maldad que llena y puede alcanzar. La<br />

mujer desenvuelta que en sus primeros años cumplió el oficio vil que sólo puede ser<br />

vencido en vileza por el empleo diabólico que ha de ejercer después; que borrando en su<br />

ánimo todas las nociones de lo bello y de lo noble no obedece ya más leyes que las<br />

impresiones más groseras y feroces; que, familiarizada, en fin, con todos los vicios y con<br />

todo el cinismo de la gente más perdida y baladí, de los galeotes, de los rufianes y demás<br />

fruta de cuelga que se cría y amamanta en las galeras y cárceles, es de derecho y por juro de<br />

heredad la llamada a desempeñar en su vejez el papel de Celestina, si antes la muerte no ha<br />

venido a sorprenderla, o con los horrores de enfermedades espantosas, o con la catástrofe<br />

del puñal o del cordel, que son las arras y dote que de sus desastrosas y desventuradas<br />

amantes suelen alcanzar y poseer. Mas para que la Celestina produzca la fascinación que en<br />

sus operaciones y oficios ha menester, para que ejerza ese imperio en la imaginación de los<br />

dolientes y rendidos de amor que a ella acudan pidiendo antídoto y consuelo, y para que su<br />

autoridad, por una parte, y sus suaves razones, por otra, logren abrirse las puertas de las<br />

clausuras, disipar las sospechas de guardianes, porteros, maderas y tías, y ablandar la<br />

condición dura y zahareña de las solitarias viudas, de las apartadas esposas y de las<br />

recogidas doncellas, se necesita que en el pueblo o ciudad en donde haga teatro de sus artes<br />

y hazañas, nadie sepa de dónde vino, nadie pueda fijar fecha a sus bautismos, todos duden<br />

si es santa o si es hechicera, cuenten muchas historias fabulosas de ella, diga aquel que una<br />

noche la vio cabalgando en una escoba escuadronada entre diez zánganos y cien brujas,<br />

refiera, por el contrario, otro que en la ermita del monte la encontró orando en arrobamiento<br />

divino a cuatro palmos del suelo y sirviéndole de peldaño y escabel un celaje de gloria y<br />

ambrosía, y todos, al encontrarla, salúdenla cortésmente si es de día y prueben un<br />

sentimiento indefinible de curiosidad y de horror si de noche la encuentran vagando<br />

temerosamente por las calles solitarias, por los atrios de las iglesias y en las afueras del<br />

pueblo al rayo de la luna entre alamedas o cementerios.<br />

Establecida de tal manera la opinión y fama de nuestra heroína insigne, es estar ya la<br />

miel en su punto y presto el telar para la labor y menester. El tener en el magín los nombres<br />

y condiciones de las damas y caballeros principales de la villa, el conocer cuáles sean sus<br />

hábitos y flaquezas, el saberles sus aficiones presentes y las inclinaciones de antaño, el no


ignorar las historias y aventuras de sus peregrinaciones y mocedades, son aditamentos,<br />

noticias y armas auxiliares que no deben faltar nunca de la memoria de Celestina para sacar<br />

fruto cumplido de sus trazas y poder llevar a buen cabo sus empresas. La compostura en el<br />

rostro y en los ademanes, la humildad en las tocas y sayas, y sobre todo un hablar dulce y<br />

compasado, ora amoroso y roncero, ora sentencioso y plagado de refranes y adagios,<br />

pusieran el sello de perfeccionar el tipo universal que retratamos, si no se nos quedara en el<br />

tintero la parte mecánica y manual de que debe ser diestra operaria y consumada maestra.<br />

Hablamos de los afeites, de los untos, de las lejías y de las hierbas que ha de saber<br />

confeccionar, de las poderosas artes, suertes y conjuros que ha de echar, y de la habilidad<br />

estupenda en que ha de ser sola para retrotraer a virgen la que fue mártir diez veces. Con la<br />

baraja en la mano ha de averiguar la vida pasada de cualquiera, los azares y sucesos que le<br />

han de sobrevenir, y los toques y encuentros en que al presente se halla, trabajando tales<br />

suertes la astuta vieja, bien por la manera del culebrón o bien por el poder de la cruz de<br />

Malta. Por el cedazo ha de encontrar y hacer hallazgo de toda prenda que se haya hecho<br />

perdidiza entre sus vecinas y comadres, y sendas nóminas y oraciones debe tener en la<br />

memoria para los alojamientos, madrejón, mal caduco y otros accidentes y dolencias. En su<br />

compañía no ha de ser ni hospedar más que esta o aquella sobrina, que por más estrechar el<br />

parentesco, no han de comunicarse sino con el tierno cuanto mentido remoquete de la mi<br />

madre, la mi hija. En fin, la casa ha de ubicar un paraje apartado, colindante con los campos<br />

y ejidos, y no lejos de las torres y campanarios en donde se dejan sentir a deshoras de la<br />

noche el reñir de las espadas y los acentos tristes y siniestros del búho y del cárabo.<br />

Supongamos, pues, que a tal nido y con huésped tan endiablado dentro cuanto nos<br />

imaginemos a Celestina, dirige sus pasos allá algún mancebo enamorado, de ánimo<br />

levantado, de riquezas muchas,, de airosa persona y agraciado gesto, y para quien cada su<br />

capricho y fantasía es una ley irrevocable y deuda que trae aparejada pronta e<br />

inmediatamente ejecución, sin haber alegatos ni fórmulas que la puedan evitar, entorpecer<br />

ni aplazar, aunque quieran hacerlos valer todos los abogados de la chancillería y los más<br />

fervorosos predicadores de todas las órdenes mendicantes. Finjamos, pues, que llega a la<br />

boca del infierno, queremos decir a la puerta de la caverna en donde reside y tiene asiento<br />

el hórrido serpentón de quien hacemos estudio y anatomía. Suenan los golpes repetidos en<br />

la puerta, y dice el mancebo:<br />

-Maldición a la vieja. Mucho le dura la audiencia con su amor y señor el que se viste de<br />

encarnado y negro, y muy embebecida debe estar con la infernal visión, pues de otro modo<br />

la sacarán de su éxtasis los redoblados truenos, que no golpes, con que le bataneo la puerta.<br />

Mas apelemos a otro medio. Dejemos el guijarro y los golpes, y hagámosla oír y escuchar<br />

el sonido de los reales de a ocho y escudos que en esta bolsa se encubren y disfrazan, que si<br />

a su mágico estruendo no despierta y abre la trampa de esta cueva la malvada vieja, cierto<br />

es y no dudar que ya bajó a servir de ascua y tizón a la caldera de Pedro Botero, en donde<br />

con boca de sierpe morderá los dientes de las ruedas que atormenten, martiricen y dilaceren<br />

los miembros malditos de su cuerpo. Sonó el dinero, y ya creo escuchar algo de fragor por<br />

dentro.<br />

CELESTINA. -Al punto voy, quienquiera que sea; allá voy, bajo al punto. ¡Qué sueño el<br />

mío! Vieja, pobre y sola, sueño de modorra. Entrad, entrad, señor gentilhombre, que la<br />

noche es húmeda y las siete cabrillas ya parecieron, y corre un relente que asaz embaraza y<br />

entorpece los miembros. Y creí haber escuchado algo del argén que caía. Dejádmelo


uscar, señor, ante el lindar de la puerta. Buenas almas, sin duda que habrán querido<br />

socorrer a la pobre viuda.<br />

MANCEBO. -Cierra la puerta, maldita que apacible está la noche para recibir el vaho de<br />

noviembre con sus nieves y ventisqueros, y más hombre que como a mí me has tenido<br />

hincado en el lodo de la rúa como astil de almotacén, y ya sabes tú, brujidiabla, que el<br />

dinero no cae ni bulle por los tejados y ventanas como el granizo que nos azota, sino que se<br />

encuentra solo en las ahuchas y escondrijos tuyos y de tus iguales o en los bolsillos de los<br />

caballeros. Helas, helas aquí esas gallardas piezas de plata y oro que son para ti, si tus<br />

servicios me son en ayuda y tan presto como mi voluntad requiere.<br />

CELESTINA. -Líbreme Dios de alboroto de pueblo de ira de señor, y Dios me guarde<br />

de lanza de moro izquierdo y de mano de hidalgo de buen talle, y cornudo y apaleado y<br />

hacerlo bailar, y como dijo el otro, si os acuden con la vaquilla llegadeis con la soguilla, y<br />

blancas manos no ofenden, y de vos no se diga que sois como la zarza que da su fruto<br />

espinando, y antes cuéntese de vos que, si abrió la boca, la bolsa no la cerró, y hablad,<br />

señor, que, aunque humilde y pecadora, todavía tengo para mis bienhechores muchas<br />

romerías que dedicarles y grandes devociones orales y mentales para aplicación suya y de<br />

sus pecados, pues...<br />

MANCEBO. -Calla, traidora, y no me mientas ni finjas. Si tengo paciencia para sufrir<br />

ante mis ojos tu maldita catadura, ¿no he de tener valor para sufrir en todo su desnudo la<br />

fealdad de tu alma? Aparte que no quiero ni pretendo por ahora cosa de mayor marca, pues<br />

ni pienso en robar esposa ni otorgada a hidalgo alguno de las cercanías, ni menos el escalar<br />

convento ni monasterio en busca de amores místicos. Quiero sólo hablar inocentemente con<br />

Teodora, la hermosa hija de Jacinto el labrador, que pronto va a casar con Antón el<br />

estudiante.<br />

CELESTINA. -¿Y qué queréis decir a esa paloma sin hiel? Arrullos, sin duda, que ella<br />

aprenderá para repetírselos a su prometido después, celando, empero, el nombre del primer<br />

maestro. ¡Ah, ah, ah! Es muy picante, en verdad, el pensamiento de endonarle a un<br />

estudiante ladino, y con sus bártulos y baldos en la mollera, una esposa ya bien enseñada y<br />

amaestrada: esto me indujera a servir a otro cualquier garzón de ingenio vivo y de donaires,<br />

cuanto más a caballero que tan de antiguo obligada me tiene con sus graciosas palabras y<br />

dádivas ricas. Y no tardaré en visitar a Teodora y en volvérosla flexible como un guante de<br />

ámbar y azucarada como manjar de alcorza. ¡La otorgada de Antón! El sabihondo<br />

estudiante, el que con sus cálculos y astrolabios pretende defraudar la veracidad a mis<br />

pronósticos y buenaventuras, y que sus almanaques y horóscopos tengan más autoridad que<br />

mis profecías y conjuros. Allá veremos si su astrología le advierte la flor que le preparo, y<br />

si el horóscopo que ha de levantar sin duda la noche de sus bodas, le avisa del anzuelo que<br />

va a tragarse y de la obra que va a desbaratar, toda forjada y edificada por las artes, cuidado<br />

y traza de su amiga la Celestina. ¡Hi, hi, hi! ¡Qué burla tan extremada, y más cuando nos<br />

juntemos en corro a recordarla y reírla los tres personajes de la escena: la Teodora, este su<br />

enamorado, y yo, la desventurada vieja, que de tales regocijos sólo puedo haber noticias<br />

apartadas y de ningún útil ni provecho para este cuerpo ya desierto y deshabitado para las<br />

glorias del amor!...


Y la infernal meguera, dejando desvanecido entre sus imaginaciones licenciosas al<br />

desacordado mancebo, se lanza como saeta envenenada a dar en el blanco de su perverso<br />

intento.<br />

Y si estos o muy semejantes son los introitos de tales aventuras, y en la que ofreceros por<br />

ejemplar hemos visto los pensamientos que animan a Celestina, los móviles que la deciden<br />

y los resortes que la disparan, conviene verla cual milano que cierne el vuelo sobre su<br />

inofensiva presa, cuál ronda ella también a su presunta víctima, cuál la fascina, cuál la<br />

convence y conviene, y cuál, primero con aliento suave, va prendiendo en el pecho de la<br />

doncella las primeras llamas del amor, hasta que, viéndolas alzarse con ahínco y cresta<br />

encendidas, las atiza y aviva con soplo desesperado y rabioso, hasta convertir en pavesas<br />

todos los obstáculos que el recogimiento y la honestidad pudieran oponer a tanto furor, y la<br />

conduce paciente y embebecida a la última perdición.<br />

¿Y quién no ha de sentirse aguijado de curiosidad viva por oír a la embajadora de la<br />

maldad cuando, puesta en escena, se sabe abrir las puertas de los altos palacios, adormecer<br />

la vigilancia de los argos que custodian la honestidad, y acercándose a la hermosura<br />

depositaria de tanta virtud y excelencia, primero la hinche con vanagloria y soberbia<br />

encareciendo sus perfecciones, después le despierta la compasión por los fingidos<br />

tormentos del galán enamorado, luego la escandece y concita maligna y diestramente su<br />

rivalidad y femenil orgullo, hablándole de la afición que otras doncellas sus amigas o<br />

parientas abrigan por el embaidor temerario, cuya causa desordenada y licenciosa amadrina<br />

y procura; y, al fin, cuando observa todas aquellas maquinaciones y trazar a punto en día<br />

cierto y a plazo dado, hace hundir en el oprobio y vilipendio todo aquel sagrado, hasta allí<br />

inviolable, de altivez, de nobleza, de belleza y de virginidad! Hela aquí a la infernal arpía<br />

en su obra de iniquidad, y empleando embelecos de mayor y más subida traza, como que<br />

van encaminados a empresa en donde con el riesgo que se corre se pide habilidad grande,<br />

secreto mucho y ánimo muy sereno. Camina a hacer su presa en la honestidad de unas<br />

grandes señoras, y dice:<br />

CELESTINA. -Allí se parescen y encuentran los palacios encumbrados en donde ha de<br />

conquistar ese vellocino que tanto valor tiene para este necio del garzón enamorado, pero<br />

gallardo y dadivoso a fe. Mas las puertas me las tienen tomadas aquellos dos sayones de<br />

criados, que acaso querrán oponerse a mi pacífica entrada.<br />

UN PORTERO. -Es aquella la mala mujer de quien tantas hechicerías y malas artes se<br />

cuentan.<br />

OTRO PORTERO. -¡Cómo mala mujer! Esa es la honra de la villa. Después de vísperas<br />

la encuentro todas las tardes encendiendo candelas en los cementerios.<br />

OTRO PORTERO. -Es que va a ejercitar sus horribles misterios rebuscando dientes por<br />

la boca de los últimamente ajusticiados y... mas ya llega.<br />

CELESTINA. -Sé de lo que tratabais entre vosotros. Mas la caduca vejez cierto nunca<br />

alcanzó loores y de mozos y de rufianes jamás le vino sino males; y en verdad que por eso<br />

os huyo tanto a vosotros y a vuestros iguales. Y si hoy toco por estos umbrales, fuérzame la


voluntad, el mandato de vuestra señora, que al darme algo de limosna el día de la Epifanía,<br />

por mano de su bellísima hija en la capilla, me encargó con mucho encarecimiento ciertos<br />

recaudos de que le traigo buena cuenta. Y tú, Sigeril (a un portero), no te andes a deshoras<br />

de la noche dando músicas por la calle de San Román a la sobrina de Silveria, que los que<br />

mal te quieren arman celada contra tu vida. Y tú, Poveda (dirigiéndose al otro) ten más<br />

recaudo en las sisas que haces en la despensa y en las sangrías que cometes en la bodega,<br />

que ya el mayordomo tiene ojos fijos en ti, y sus ventores y sabuesos, gente de tu propia<br />

ralea y catadura, están ya a tu alcance, y mía fe si muy pronto no te desenzarcen y salteen,<br />

con gran placer de Doroteo que avizora tu plaza y ración, y ansía por ser tu sucesor y<br />

heredero...<br />

LOS DOS PORTEROS. -Entrad, madre, entrad... ¡Al diablo con la vieja, y qué punto<br />

por punto nos sabe la vida, y qué noticias tan cabales tiene para escribir nuestras crónicas!<br />

Y la Celestina, que ya dentro de aquel alcázar de la virtud y la inocencia se considera,<br />

prueba él mismo gozo que la garduña cuando a duras penas y trazas se ve y mira poseyendo<br />

y dominando un vivar de cándidas palomas; y encontrando en la próxima estancia a la<br />

matrona noble que como águila poderosa resguarda y custodia con sus alas el fruto de sus<br />

amores de las asechanzas de la sierpe, se arroja a sus pies y la dice:<br />

-¡Ah, señora, báculo de la vejez, apoyo en la orfandad, amparo de los desvalidos y<br />

antemural y defensa de las doncellas!, ¿cómo atreverme a ofrecer ante tus ojos personas de<br />

achaques tantos como la mía, y vestiduras tan humildes como las que traigo, si tu<br />

benignidad de un lado y el traerte ocasión de emplear santamente los raudales de tu<br />

liberalidad cristiana no me dieran valor para salvar los umbrales de tu casa y para llegar<br />

hasta donde puedan mis labios besar la tierra que tus pies tocan? He aquí, señora -sacando<br />

un curioso canastillo de bajo de sus faldas-, de aquí en matizadas madejas de rico estambre<br />

el arco iris de todos los colores más vivos y el delgado viento hilado y puesto a punto de ser<br />

tejido en telas finísimas y transparentes. Obra es toda ella de dos recogidas y hermosas<br />

doncellas que combaten la liviandad y la seducción con el fruto de su rara habilidad y la<br />

tarea de sus manos. Y conociendo yo el peligro en que su estrechez ahora las arriesga, y<br />

contemplando también la astucia y deshonesta codicia de sus enamorados, que como lobos<br />

hambrientos las rodean y acechan para traerlas al trance vil de la deshonra, he querido<br />

anteponer y atravesar mis buenos oficios para desviar tamaño mal, y recogiendo de entre su<br />

labor y tarea estas ricas muestras de su cuidadosa habilidad, os las traigo para que,<br />

adquiriéndolas, amparéis aquellas pobres hermosuras, y se logre con el fruto riquísimo de<br />

tanto esmero la sin par beldad de vuestra hermosísima hija.<br />

Y en verdad que estas palabras y sentidas razones hallarán acogida y buen recibimiento<br />

del corazón más desabrido, cuanto más de una principal señora tan amorosa y compasiva. Y<br />

divertidos sus ojos y embebecida su atención con el dibujo y variedad de los colores o con<br />

el artificio y extrañeza de cualquiera presente que le ofreciera aquella mensajera de la<br />

deshonestidad, o más bien queriendo hacer partícipe de su maravilla y gusto a la hija de sus<br />

entrañas, que por otras estancias más recónditas vagara distraída o recreándose entre las<br />

flores de los vergeles y jardines, ¿quién duda que, diligentemente, la hiciera llamar,<br />

poniendo así inadvertidamente la simple avecilla a tiro el veneno de la maligna sierpe? Y<br />

ya las cosas en tal estado, ¡cuán fácil no debe serle a ella el comenzar su obra de


perversidad y producir el efecto que se propuso, fin, blanco y objeto adonde han ido<br />

enderezadas todas sus trazas y arterías!<br />

-¡Oh ángel en hermosura -diría-, o cielo estrellado en todas horas, oh sol siempre suave<br />

y sereno, oh beldad sobrehumana, oh mujer celestial ante quien son lodo y barro todas las<br />

bellezas del mundo, oh flor, en fin, a cuyo lado se mustian y marchitan cuantas otras flores<br />

y rosas se mecen y ufanan con su necia hermosura en los demás alcázares de la villa y por<br />

los otros ámbitos de esta espaciosa provincia! Y ni el ébano es más negro que estas<br />

crenchas que bajan en tan gentil cabeza, y ni los ramos del lloroso sauce bajan con más<br />

copia y riqueza que estos rizos que casi quieren besar el suelo, sin reparar los necios que<br />

antes han pasado por tal garganta y por tal luciente espalda, de donde nunca debieran<br />

desenredarse amorosamente. Y dejadme, bellísima doncella, ya que la importunidad de<br />

estas criadas distraídas es ahora menos asidua, que me llegue más de cerca a contemplar<br />

tanta belleza, que la hermosura sin ser vista y admirada, loada y apetecida, fuera lo propio<br />

que dejar siempre en noche oscura las perfecciones que Dios derramó por la naturaleza.<br />

Mas ¡oh qué talle delgadísimo, tomado con tal aire y gentileza, y que descendiendo con<br />

perfiles de agradable y voluptuoso incremento hasta llegar a su asiento gracioso y lleno de<br />

donaire, conmueve al arrobamiento y a la adoración! ¡Y qué pie tan imposible por breve y<br />

tan breve, por su donosa figura y planta, para sostener templo tan arrogante de hermosura; y<br />

sin embargo, lo sostienen con señorío tal, que no parece sino que cuando huellan el suelo<br />

son emperadores de la tierra! Y no quiero relatar con mi lengua lo que esos nexos de<br />

mórbida encarnación me revelan de inefable belleza y de angelical estructura, hasta enlazar<br />

miembros tan perfectos con el sagrario divino y con el ser todo de tanta belleza, porque si<br />

su visión matara de placer a la mitad del mundo, la relación de tantos misterios matara de<br />

envidia a la otra mitad.<br />

Si tales o semejantes razones no hayan de despertar ideas inusitadas en el pecho de<br />

mujer que se encuentra en la aurora de su vida, y que percibe vagamente el placer de amar<br />

y ser amada, y la satisfacción dulce de oírse celebrada y encarecida, son cosas que pueden<br />

dejarse a la consideración de la menos entendida. Y de aquí a deslindar y tocar los primeros<br />

propósitos de amor, y a presentar, como visión entre celajes, la imagen de algún noble<br />

caballero cuyo nombre sea bien familiar y conocido por su gentileza y gallardía, ya no hay<br />

más que un paso, porque tales cosas se tocan como eslabones de cadena eléctrica y como<br />

esta, rápidamente comunican sus ideas e impresiones. Por lo mismo no haya miedo que<br />

defraude con su pereza la Celestina la buena ocasión que su diligencia supo procurarse.<br />

-Y no fue ciego, no, sino lince y muy lince -proseguiría la vieja- el garzón gentil que os<br />

alcanzó a mirar no ha mucho, una de estas mañanas, cogiendo lirios y rosas en el jardín,<br />

pues hasta las mínimas y ápices más remotos de tanta hermosura me las supo referir punto<br />

por punto el otro día que vino a encargarme algunas sus limosnas que él compasivamente<br />

distribuye todos los viernes, siendo yo el indigno instrumento que recoge para hacerlas<br />

llegar a los necesitados y cercados de pobreza. Y no sé cómo no le conozcáis, pues es el<br />

caballero justeante que tanta gloria y prez ganó en el último torneo, y que después con tanta<br />

gala y bizarría rindió dos toros con sus rejoncillos y espada, llevándose el aplauso de la<br />

fiesta, concitando la envidia de los caballeros y cautivando la voluntad de las damas. Pero<br />

de éstas no hay ninguna que fijar pueda caballero tan cortesano, y que a prendas tan<br />

cumplidas añade tanta riqueza y tales mayorazgos, si no es que la celebrada Ramira, vuestra


prima, y que locamente presume contender con vos la palma de la hermosura, logra alguna<br />

correspondencia y hace venturoso señuelo de su amor del listón verde bordado con su<br />

mano, que le dejó caer al caballero cuando desalojaba la plaza.<br />

Desde este punto avanzado, y ya en el interior recinto de la fortaleza, el éxito y final de<br />

la aventura ya se deja adivinar, y cualquier cronista podrá poner fin a la historia, sin que<br />

nosotros tomemos a nuestro cargo relación tan lastimosa.<br />

Pero allí en donde la Celestina demuestra su condición verdadera, y donde le bulle y<br />

salta el gozo infernal que le procura ver la triste condición a que ha reducido sus víctimas,<br />

es cuando alguna de estas, recobrada de su sorpresa, burlada acaso en las esperanzas que<br />

había concebido de mirarse colmada de preseas y de dádivas, y despechada al contemplarse<br />

humillada sin poder salvar del naufragio en que ella misma ha puesto su honra, se presenta<br />

rabiosa, en cabellos, mesado el rostro, cárdeno con los golpes con que ella misma lo ha<br />

castigado, los ojos encendidos, el llanto convertido en globos de fuego, la vista traspuesta, y<br />

torciéndose las manos, se presenta, digo, a grito herido y con sollozos lastimeros delante de<br />

la infernal y regocijada vieja, que la recibe con extremos de amor y con palabras de miel<br />

que encubren, como ponzoña en flores, la ironía más amarga, así como el placer más<br />

diabólico.<br />

-Por amor de mi vida -la dice- que no me llores de tan amarga manera. Mal sientan las<br />

lágrimas en las bodas, y bodas tan dulces y regocijadas cual las tuyas lo han sido, que aún<br />

todavía recuerdo ayer noche (pues tú me dejaste ver por el horado que para tales casos dejo<br />

en la puerta del teatro de tales bodas), todavía recuerdo, loquilla, que andabas colgada de la<br />

mano de tu enamorado para que volvieses a halagar los aladares de tus cabellos, que por ser<br />

tan rizos y copiosos, tienen gran vanidad y soberbia en ellos. Bien lo provocabas a nuevas<br />

obras, sin darte por vencida en tan agradable lucha, y tus ayes y lastimerías de muy diverso<br />

son eran, y por distinto tono se dejaban sentir que las presentes. Sin duda, él, desvanecido<br />

con su triunfo, no te habrá cumplido la promesa de te volver a ver hoy; pero déjalo llegar,<br />

bobilla, que antes ha de tornar a ti que no tú al estado que ayer tenías, que yo por mis artes<br />

sé y bien alcanzo que pájara quincena es mejor reclamo que canto de sirena, y los gustos<br />

del agraz gustos son para apurar, y lo que bien supo cuando empezó nunca luego ni presto<br />

se dejó: conque así, ovejuela mía, paloma sin hiel, toma huelgo y solaz aquí al par mío y al<br />

orete del fuego, y oyendo mis buenos preceptos y enseñanza, atiende a tu enamorado, que<br />

no tardará en parecer; que gato cominero presto halla al mur en el agujero; y en tanto,<br />

asienta bien las crenchas de ese pelo, que por ser tan luengo casi te lo atropellas, mete<br />

orden en esas tocas, refresca el rostro con agua de la fuente y toma un continente señoril y<br />

reposado para sobresaltar la atención y saltear la voluntad de aquel a quien aguardas, que<br />

cierto al verte con tal sosiego y tan lejos de las locuras y graciosidades picantes de la noche,<br />

muy mucho se la ha de regocijar la sangre en las venas y muy mucho se le han de despertar<br />

mil gustosas imaginaciones; pues a pernil, pernil, múdale la salsa y te sabrá a perdiz, y en<br />

tal extrañeza y en hacer la acometida por donde no hay gola ni coracina es como se vence y<br />

sojuzga ese capricho voluble de los hombres. Aprende, aprende, la mi hija, que doctrina y<br />

ejemplos te lloveré sobre tu cabeza como si fuesen arena; y si de poco acá comenzaste a<br />

saber y deprender, bueno es que pronto tomes borlas, si no de Salamanca o de Alcalá, al<br />

menos de las que en Sevilla, Valencia, Granada y Madrid Ponen las Garduñas, las Floras,<br />

las Elisas y otras doctoras, mis hermanas y mis iguales.


La desconsolada moza, que entre tal oleaje de palabras y malas razones, y por en medio<br />

de tanta burla y crueldad, no acierta ni a dar significado a las frases ni a descubrir en dónde<br />

está el sarcasmo o la verdad, la flecha envenenada de la burla o el bálsamo consolador de la<br />

esperanza, incierta en lo que ha de decir, conociendo su humillación, pero dudando de<br />

hallar tanta infamia en mujer, se deja caer sobre el asiento más inmediato, y prorrumpiendo<br />

en frenético llanto, exclama:<br />

-¡He perdido mi honra, me han engañado vilmente!...<br />

Innumerables fueran los cuadros que de sucesos tan trágicos y lastimosos pudieran<br />

sacarse a luz para escarmiento de los unos y aviso saludable de los otros. Y no nos hemos<br />

detenido más en ellos, casi por creerlo, si no de entera superfluidad, al menos de un lujo<br />

innecesario e inoportuno; porque felizmente, en los tiempos que alcanzamos, las<br />

costumbres han adelantado lo bastante para que la Celestina se considere como un peón que<br />

sobra y como pieza que no tiene aplicación. Las negociaciones de amor suelen hacerse<br />

ahora directamente y sin necesidad de mandato o procuraduría. Denos Dios larga vida para<br />

ver hasta dónde en este ramo podemos llegar progresando.<br />

Mariano José de Larra<br />

El café<br />

Neque enim notare singulos mens est mihi,<br />

Verum ipsam vitam et mores hominum ostendere.<br />

(PHAEDR, Fab. Prol. I. III)<br />

No sé en qué consiste que soy naturalmente curioso; es un deseo de saberlo todo que<br />

nació conmigo, que siento bullir en todas mis venas, y que me obliga más de cuatro veces<br />

al día a meterme en rincones excusados por escuchar caprichos ajenos, que luego me<br />

proporcionan materia de diversión para aquellos ratos que paso en mi cuarto y -a veces en<br />

mi cama sin dormir; en ellos recapacito lo que he oído, y río como un loco de los locos que<br />

he escuchado.<br />

Este deseo, pues, de saberlo todo me metió no hace dos días en cierto café de esta corte<br />

donde suelen acogerse a matar el tiempo y el fastidio dos o tres abogados que no podrían<br />

hablar sin sus anteojos puestos, un médico que no podría curar sin su bastón en la mano,<br />

cuatro chimeneas ambulantes que no podrían vivir si hubieran nacido antes del<br />

descubrimiento del tabaco: tan enlazada está su existencia con la nicociana, y varios de<br />

estos que apodan en el día con el tontísimo y chabacano nombre de lechuguinos, alias,<br />

botarates, que no acertarían a alternar en sociedad si los desnudasen de dos o tres cajas de<br />

joyas que llevan, como si fueran tiendas de alhajas, en todo el frontispicio de su persona, y<br />

si les mandasen que pensaran como racionales, que accionaran y se movieran como<br />

hombres, y, sobre todo, si les echaran un poco más de sal en la mollera.


Yo, pues, que no pertenecía a ninguno de estos partidos, me senté a la sombra de un<br />

sombrero hecho a manera de tejado que llevaba sobre sí, con no poco trabajo para mantener<br />

el equilibrio, otro loco cuya manía es pasar en Madrid por extranjero; seguro ya de que<br />

nadie podría echar de ver mi figura, que por fortuna no es de las más abultadas, pedí un<br />

vaso de naranja, aunque veía a todos tomar ponche o café, y dijera lo que dijera el mozo, de<br />

cuya opinión se me da dos bledos, traté de dar a mi paladar lo que me pedía, subí mi capa<br />

hasta los ojos, bajé el ala de mi sombrero, y en esta conformidad me puse en estado de<br />

atrapar al vuelo cuanta necedad iba a salir de aquel bullicioso concurso.<br />

Se hablaba precisamente de la gran noticia que la Gaceta se había servido hacernos<br />

saber sobre la derrota naval de la escuadra turcoegipcia. Quién, decía que la cosa estaba<br />

hecha: «Esto ya se acabó; de esta vez, los turcos salen de Europa», como si fueran<br />

chiquillos que se llevan a la escuela: quién, opinaba que las altas potencias se mirarían en<br />

ello, y que la gran dificultad no estaba en desalojar a los turcos de su territorio, como se<br />

había creído hasta ahora, sino en la repartición de Turquía entre los aliados, porque al cabo<br />

decía, y muy bien, que no era queso: y, por último, hubo un joven ex militar de los de estos<br />

días, que cree que tiene grandes conocimientos en la Estrategia y que puede dar voto en<br />

materias de guerra por haber tenido varios desafíos a primera sangre y haberle favorecido<br />

en no sé qué encrucijada con un profundo arañazo en una mano, no sé si Marte o Venus; el<br />

cual dijo que todo era cosa de los ingleses, que era muy mala gente, y que lo que querían<br />

hacía mucho tiempo, era apoderarse de Constantinopla para hacer del Serrallo una Bolsa de<br />

Comercio, porque decía que el edificio era bastante cómodo, y luego hacerse fuertes por<br />

mar.<br />

Pero no le parezca a nadie que decían esto como quien conjetura, sino que a otro que no<br />

hubiera estado tan al corriente de la petulancia de este siglo le hubieran hecho creer que el<br />

que menos se carteaba con el Gran Señor o, por el pronto, que tenía espías pagados en los<br />

gabinetes de la Santa Alianza, riendo estaba yo de ver cómo arreglaba la suerte del mundo<br />

una copa más o menos de ron, cuando un caballero que me veía sin duda fuera de la<br />

conversación y creyó que el desprecio de las opiniones dichas era el que me hacía callar,<br />

creyéndome de su partido se arrimó con un tono tan misterioso como si fuera a descubrirme<br />

alguna conjuración contra el Estado, y me dijo al oído, con un aire de importancia que me<br />

acabó de convencer de que también estaba tocado de la politicomanía:<br />

-No dan en el punto, amigo mío; un niño que nació en el año 11, y que nació rey, reinará<br />

sobre los griegos; las potencias aliadas le están haciendo la cama para que se eche en ella;<br />

desengañémonos (como si supiera que yo estaba engañado): el Austria no podrá ver con<br />

ojos serenos que un nieto suyo permanezca hecho un particular toda su vida. ¿Qué tal? -<br />

como quien dice: ¿he profundizado? ¿He dado en el blanco?<br />

Yo le dije que sí, que tenía razón, y, efectivamente, yo no tenía noticia alguna en<br />

contrario ni motivo para decirle otra cosa, y aun si no se hubiera separado de mí tan pronto,<br />

y con tanta frialdad como interés manifestó al acercarse, le hubiera aconsejado que no<br />

perdiese momentos y que hiciese saber sus intenciones a las altas potencias, las que no<br />

dejarían de tomarlas en consideración, y mucho más si, como era muy factible, no les<br />

hubiera ocurrido aún aquel medio tan sencillo y trivial de salir de rompimientos de cabeza<br />

con la Grecia.


Volví la cabeza hacia otro lado, y en una mesa bastante inmediata a la mía se hallaba un<br />

literato; a lo menos le vendían por tal unos anteojos sumamente brillantes, por encima de<br />

cuyos cristales miraba, sin duda porque veía mejor sin ellos, y una caja llena de rapé, de<br />

cuyos polvos, que sacaba con bastante frecuencia y que llegaba a las narices con el objeto<br />

de descargar la cabeza, que debía tener pesada del mucho discurrir, tenía cubierto el, suelo,<br />

parte de la mesa y porción no pequeña de su guirindola, chaleco y pantalones. Porque no<br />

quisiera que se me olvidase advertir a mis lectores que desde que Napoleón, que calculaba<br />

mucho, llegó a ser emperador, y que se supo podría haber contribuido mucho a su elevación<br />

el tener despejada la cabeza, y, por consiguiente, los puñados de tabaco que a este fin<br />

tomaba, se ha generalizado tanto el uso de este estornudorífico, que no hay hombre, que<br />

discurra que no discurra, que queriendo pasar por persona de conocimiento no se atasque<br />

las narices de este tan precioso como necesario polvo. Y volviendo a nuestro hombre:<br />

-¿Es posible -le decía a otro que estaba junto a él y que afectaba tener frío porque, sin<br />

duda, alguna señora le había dicho que se embozaba con gracia-, es posible -le decía<br />

mirando a un folleto que tenía en las manos-, es posible que en España hemos de ser tan<br />

desgraciados o, por mejor decir, tan brutos? -en mi interior le di las gracias por el agasajo<br />

en la parte que me toca de español, y siguió-: Vea usted este folleto.<br />

-¿Qué es?<br />

-Me irrito; eso es insufrible -y se levantó y dio un golpe tremendo en la mesa para dar<br />

más fuerza a la expresión; golpe que hubiera sido bastante a trastornar todos los vasos si<br />

alguno hubiera habido; mirele de hito en hito, creyéndole muy interesado en alguna<br />

desgracia sucedida o un furioso digno de atar por no saber explicarse sino a porrazos, como<br />

si los trastos de nadie tuviesen la culpa de que en Madrid se publiquen folletos dignos de la<br />

indignación de nuestro hombre.<br />

-Pero, señor don Marcelo, ¿qué folleto es ese, que altera de ese modo la bilis de usted?<br />

-Sí, señor, y con motivo; los buenos españoles, los hombres que amamos a nuestra<br />

patria, no podemos tolerar la ignominia de que la cubren hace muchísimo tiempo esas<br />

bandadas de seudoautores, este empeño de que todo el mundo se ha de dar a luz, ¡maldita<br />

sea la luz! ¡Cuánto mejor viviríamos a oscuras que alumbrados por esos candiles de la<br />

literatura!<br />

Aquí, todo el mundo reparó en la metáfora; pero nuestro hombre, que se creyó aplaudido<br />

tácitamente, y seguro de que su terminillo había tenido la felicidad de reasumir toda la<br />

atención de los concurrentes, prosiguió con más entereza:<br />

-Jamás, jamás he leído cosa peor; abra usted, amigo, abra usted, la primera hoja; lea<br />

usted: «Carta de las quejas que da el noble arte de la imprenta, por lo que le degrada el<br />

señor redactor del Diario de Avisos.»¿Qué dice usted ahora?<br />

-Hombre, la verdad: el objeto me parece laudable, porque yo también estoy cansado del<br />

señor diarista.


-Sí, señor, y yo también; no hay duda que el señor diarista da mucho pábulo a la sátira y<br />

a la cólera de los hombres sensatos; pero si el diarista, con su malísima impresión y sus<br />

disparatados avisos, degrada la imprenta, no sé qué es lo que hace el señor S. C. B. cuando<br />

emplea ese noble arte en indecencias como las que escribe; lea usted y verá el cuarto o<br />

quinto renglón «todo el auge de su esplendor», el sueldo de inválidas que deben gozar las<br />

letras, gracia que después nos repite en verso, el país de los pigmeos, los ojos de linces, el<br />

anteojo de Galileo para estrellas, los tatarabuelos de las letras, y otras mil chocarrerías y<br />

machadas, tantas como palabras, que ni venían al caso ni han hecho gracia a ningún lector,<br />

y que sólo prueban que el que las forjó tenía la cabeza más mal hecha que la peor de sus<br />

décimas, si es que hay alguna que se pueda llamar mejor; pues entre usted luego... vamos...<br />

yo me sofoco... El muy prosaico, ¿pues no se le antoja decir, después de habernos<br />

malzurcido un mediano pedazo de grana ajeno entre sus miserables retales, que tiene<br />

comercio con las musas, cuando en el Parnaso no le querrían ni para limpiar las<br />

inmundicias del Pegaso, no le darían entrada ni aun para recibir sus bien merecidas coces, y<br />

nos regala por muestra una cadena de décimas que no tienen más de verso que el estar<br />

partidos los renglones, y, después de mil insulseces y frías necedades, le da por imitar al<br />

señor Iriarte en el malísimo gusto de sus décimas disparatadas, como si tuviesen algo que<br />

ver los delirios de una cabeza enferma con la indolencia del señor diarista, y no ha leído la<br />

primera página del Arte poética de Horacio, que hasta los chicos saben de memoria, donde<br />

hubiera visto retratado su plan antes de escribirle tan descabelladamente, que no parece sino<br />

que se hicieron aquellos versos después de haber leído el folleto, aunque tengo para mí que<br />

si el señor Horacio hubiera sabido que tales hombres habían de escribir con el tiempo tales<br />

cosas, no la hubiera hecho, porque no está la miel para... etcétera, y ¿hay quien haya dado<br />

cerca de un real (ocho cuartos, treinta y dos maravedís) por tal sarta de sandeces? ¿Por qué<br />

no le han de volver a uno su dinero? Señores, no puedo más: o ese hombre tiene mala la<br />

cabeza, o nació sin ella.<br />

Aquí, el hombre pensó echar los bofes por la boca, y yo me lo temí cuando le<br />

interrumpió el que estaba con él.<br />

-Efectivamente, señor don Marcelo, y yo, si fuera usted, escribiría contra esos folletistas<br />

y les cardaría las liendres muy a mi sabor.<br />

-¿Qué dice usted? ¿Merece acaso ese hombre que se hable de él en letras de molde? Eso<br />

sería, como él dice, degradar aún más que él y el diarista el arte de la imprenta; además, que<br />

si yo me pusiera a escribir, ¿dónde habría papel? Pues qué, ¿es el único que merece<br />

semejante tratamiento? Hace mucho tiempo que nos infestan autores insulsos; digo, ¡pues,<br />

la leccioncita de modestia...! Y, vamos, que siquiera allí hay gracias, hay sales de trecho en<br />

trecho; es verdad que, como dice Virgilio, sin que parezca gana de citar, apparent rari<br />

nantes in gurgite vasto. Sí, señor, pocas, pero las hay; también hay majaderías; tan pronto<br />

dice que no vale nada la comedia, como que es buena; las décimas son poco mejores que<br />

las del antidiarista; y, sobre todo, señores, yo no puedo ver con serenidad que haya hombres<br />

tan faltos de sentido que se empeñen en hacer versos, como sino se pudiera hablar muy<br />

racionalmente en prosa; al menos, una prosa mala se puede sufrir; pero, en materia de<br />

verso, lean lo que dice Boileau:


Il est dans tout autre art des dégrés différents,<br />

On peut avec honneur remplir les seconds rangs,<br />

Mais dans l'art dangereux de rimer et d'écrire<br />

Il n'est point de dégré du médiocre au pire.<br />

Y siguió:<br />

-Si yo escribiera no dejaría tampoco en paz al autor de «Clavel histórico de mística<br />

fragancia, o, ramillete de flores cogido en el jardín espiritual en el día de San Juan» etc.,<br />

siquiera por el título estrafalario, por esa hinchada e incomprensible metáfora, que hace<br />

cabeza de tanto disparate; y dale que ha de ser en verso, y que hasta los animales van a<br />

hablar en verso; y el autor petulante de la tragedia de Luis XVI. ¡Qué bien viene aquí el<br />

Quid feret?... de Horacio! ¿Se ha visto nunca modo más arrogante de alabarse a sí mismo<br />

en un cartel que forra los edificios de media calle?, y ¿para qué?, para producir versos<br />

prosaicos y una tragedia soporífera que debía hallarse en todas las boticas en lugar de opio;<br />

no digo nada, el de Orruc Barbarroja, cuyo autor se nos ha querido vender, y no menos<br />

petulantemente, por segundo Homero, con decir que es ciego; eso es una lástima; lo siento<br />

mucho; pero ¿qué culpa tienen las musas para que las asiente palos talmente de ciego? Pues<br />

¿qué le parece a usted de otro título? No hace mucho tiempo que iba yo por la calle,<br />

pensando en cosa de muy poco valor, cuando levanto la cabeza y me hallo con un cartelón<br />

más grande que yo, que decía, con unas letras que dificulto se puedan escribir mayores: El<br />

té de las damas. ¿Querrán ustedes creer lo que voy a decir? Precisamente yo tengo una<br />

mujer demasiado afectada del histérico, y como este mal, es tan común en las señoras, vea<br />

usted que el deseo mismo me hizo consentir en que sería alguna medicina para algún mal<br />

de las mujeres; de modo, que me puse tan contento, creyendo haber encontrado la piedra<br />

filosofal, y sin leer más, ni donde se vendía siquiera, pensando hallarlo en los cafés, me<br />

dirigí al primero que encontré, interiormente regocijado de ver los adelantos que hace la<br />

Medicina; pregunté por un té que acaba de descubrirse, exclusivamente para las señoras;<br />

respondiome el mozo: «Señor, yo le sacaré a usted té; pero hasta la presente, el que<br />

tenemos en estas casas puede servir, y ha servido siempre, para señoras y para caballeros.»<br />

Creí, pues, hallarlo en alguna lonja, donde se rieron en mis hocicos; salí de aquí, y me<br />

Sucedió otro tanto en la droguería, en una botica. y, por último, desesperado de encontrarlo,<br />

volví a mi cartel y distinguí, ¡necio de mí!, con la mayor admiración, que era un libro. ¡Oh,<br />

cabeza redonda, exclamé, la que produjo este título! En España, donde las señoras ni toman<br />

té, si no es cuando se desmayan y no hay por casualidad a mano manzanilla, flores<br />

cordiales, salvia o cosa semejante de las que dicen que son buenas para tales casos, ni, por<br />

consiguiente, hablan reunidas al tomarle; pues ya que quería poner un título de cosa de<br />

comer o de beber, ¿por qué no dijo El chocolate de las damas? ¡Como si fuera preciso que<br />

para hablar unas señoras estuviesen tomando algo! ¡Pues no andan por ahí mil títulos<br />

rodando, que, a lo menos, no hacen reír y no puede equivocarse lo que pueda dar de sí la<br />

obra, como Tertulias en Chinchón, Noches de invierno, y caso que fuese para hablar de<br />

personas muertas, llamáralas primero Tertulias en los infiernos o Noches en el otro mundo,<br />

y no El té de las damas, título que, después de habernos abierto el apetito, nos deja con una<br />

cuarta de boca abierta!<br />

«Pues qué, ¿le parece a usted que si yo me pusiera a escribir dejaría a nadie en paz? No,<br />

señor; tengo ya llenas las medidas; y volviendo a la «Carta», mire usted un asunto tan


onito, si podía haber criticado al señor diarista el no pasar la vista por los anuncios que le<br />

dan, para redactarlos de modo que no hagan reír, como cuando nos dice que se venden<br />

«zapatos para muchachos rusos», «pantalones para hombres lisos», «escarpines de mujer de<br />

cabra» y «elásticas de hombre de algodón». Cuando anuncia que el sombrero Fulano de<br />

Tal, «deseando acabar cuanto antes con su corta existencia, se propone dar sus sombreros<br />

más baratos»; que «una señora viuda quisiera entrar en una casa en clase de doncella, y que<br />

sabe todo lo perteneciente a este estado». Y hay más; aquí creo que he de traer una<br />

apuntacioncita que he tenido la curiosidad de hacer varios avisos»; lean ustedes:<br />

«El lunes 8 del corriente, por la tarde, se perdió un librito encuadernado en papel de<br />

poesías alemanas, titulado Charitas, 20 de octubre.»<br />

«En la posada de la Gallega Vieja, red de San Luis, número 20, hay un coche que caben<br />

seis asientos para Vitoria, Bilbao, Bayona, etc., 8 de noviembre.»<br />

«En la calle del Baño, número 16, cuarto segundo, se venden desde hoy hasta el 12 del<br />

corriente, desde las diez de la mañana hasta el anochecer, pinturas originales de los pintores<br />

más clásicos y de varios tamaños, a precios equitativos.»<br />

«Un matrimonio sin hijos, que saben servir perfectamente bien, y tienen quien les<br />

abonen, desean colocarse con un sacerdote u otros cualesquiera señores. 4 de octubre.»<br />

«El día 2 del corriente se han perdido unos papeles desde la calle del Carmen hasta la<br />

iglesia del Buen Suceso, que contienen unas fees de matrimonio y bautismo de las<br />

parroquias de Santa Cruz y San Ginés.»<br />

«El miércoles 10 del corriente se extraviaron del palco bajo número 8, en el teatro de la<br />

Cruz, unos anteojos dobles, su autor Lemiére, metidos en una caja de tafilete encarnado. 16<br />

de octubre.»<br />

«Se venden medias negras inglesas de estambre lisas, de hombre y mujer de superior<br />

calidad. Ídem.»<br />

«Y sería nunca acabar; esto sólo es de octubre y noviembre. Lo del dinero está bien<br />

criticado, que yo también he tenido que poner algún aviso que otro y lo sé por mí, que no<br />

me lo han contado; y aunque no me duele el dinero cuando es preciso gastarlo, no hallo la<br />

razón por qué ha de mantener con mi sueldo al señor diarista, y que el tal señor se quede<br />

riendo de mí y de cuantos tenemos la desgracia de haber perdido lo que nos hacía falta.»<br />

-Dice usted muy bien, señor don Marcelo, ha hablado usted mucho y muy bueno.<br />

-¡Oh si hablo! Y dijera más si no me llamase mi obligación. (Esto dijo levantándose y<br />

sacando el reloj, y yo me hubiera alegrado que hubiera apuntado con una hora de adelanto,<br />

que ya me dolía la cabeza, al paso que me gustaba aquel hombre estrepitoso.) Amo - siguió-<br />

, amo demasiado a mi patria para ver con indiferencia el estado de atraso en que se halla;<br />

aquí nunca haremos nada bueno... y de esto tiene la culpa... quien la tiene... Sí, señor... ¡Ah!


¡Si pudiera uno decir todo lo que siente! Pero no se puede hablar todo... no porque sea<br />

malo, pero es tarde y más vale dejarlo... ¡Pobre España! Buenas noches señores.<br />

Entre paréntesis, y antes que se me olvide, debo prevenir que la misma curiosidad de<br />

que hablé antes me hizo al día siguiente indagar, por una casualidad que felizmente se me<br />

vino a las manos, quién era aquel buen español tan amante de su patria, que dice que nunca<br />

haremos nada bueno porque somos unos brutos (y efectivamente que lo debemos ser, pues<br />

aguantamos esta clase de hipócritas); supe que era un particular que tenía bastante dinero,<br />

el cual había hecho teniendo un destino en una provincia, comiéndose el pan de los pobres<br />

y el de los ricos, y haciendo tantas picardías que le habían valido el perder su plaza<br />

ignominiosamente, por lo que vivía en Madrid, como otros muchos, y entonces repetí para<br />

mí su expresión «¡Pobre España!»... Buenos noches, señores.<br />

Y volviendo a mi café, levanteme cansado de haber reunido tantos materiales para mi<br />

libreta; pero quise echar un vistazo, antes de marcharme, por varias mesas: en una se<br />

hallaba un subalterno vestido de paisano, que se conocía que huía de que le vieran, sin duda<br />

porque le estaba prohibido andar en aquel traje, al que hacían traición unos bigotes que no<br />

dejaba un instante de la mano, y los torcía, y los volvía a retorcer, como quien hace cordón,<br />

y apenas dejaba el vaso en el platillo cuando acudía con mucha prisa a los bigotes, como si<br />

tuviese miedo de que se le escapasen de la cara; hablaba en tono bastante bajo y como<br />

receloso de que le escucharan, aunque estaba en un rincón bastante retirado con una que<br />

parecía joven, y en cuyo examen no me quise detener mucho porque me hice<br />

prudentemente el cargo de que sería prima suya o cosa semejante.<br />

Otro estaba más allá, afectando estar solo con mucho placer, indolentemente tirado<br />

sobre su silla, meneando muy de prisa una pierna sin saber por qué, sin fijar la vista<br />

particularmente en nada, como hombre que no se considera al nivel de las cosas que ocupan<br />

a los demás, con un cierto aire de vanidad e indiferencia hacia todo, que sabía aumentar<br />

metiéndose con mucha gracia en la boca un enorme cigarro, que se quemaba a manera de<br />

tizón, en medio de repetidas humaradas, que más parecían salir de un horno de tejas que de<br />

boca de hombre racional, y que, a pesar de eso, formaba la mayor parte de la vanidad del<br />

que le consumía, pues le debía haber costado el llenarse con él los pulmones de hollín más<br />

de un real.<br />

Aparteme de él porque me fastidian los hombres vanos y no tenía gana de que me<br />

sofocara el humo que despedía; y en otra mesa reparé en otra clase de tonto que compraba<br />

los amigos que le rodeaban a fuerza de sorbetes, pagaba y bebía por vanidad, y creía que<br />

todos aquellos que se aprovechaban de su locura eran efectivamente amigos, porque por<br />

cada bebida se lo repetían un millón de veces; le habían hecho creer que tenía mucho<br />

talento, soltura, gracia, etc., y de este modo le hacían hacer un papel ridículo; él no conocía<br />

que nunca se granjea sino enemigos el que ofende el amor propio de los demás haciendo<br />

siempre el gasto, porque no hay uno que no quiera hallarse en el caso de hacerle para dar a<br />

los demás en cara; y como ésta es una situación envidiable, porque todos quieren ajar a los<br />

otros, sólo engendra odio hacia aquel que de este modo nos insulta, aunque saquemos<br />

partido por el pronto de su largueza; ni preveía que el día en que se le acabara el dinero<br />

serían aquellos mismos los primeros a ridiculizarle, a reírse en sus bigotes y a no hacerle<br />

más caso que si nunca le hubieran conocido. Vi que hacía ostentación de despreciar la


vuelta que el mozo le dio, al mismo tiempo que una pobre anciana se le acercaba,<br />

pidiéndole alguno de aquellos cuartos que tanto despreciaba; y, efectivamente, vi que creyó<br />

cumplir con lo que debe a la humanidad el que tiene dinero, regalándola con un seco y<br />

repetido «perdone usted, hermana»; y dándola un empellón al levantarse, añadió:<br />

Vamos; ya se habrá empezado la sinfonía, y en esta ópera es preciso sacar todo el jugo<br />

posible a los 12 reales y dos cuartos. ¡También es desgracia que haya tanto pobre! ¡A mí<br />

me parte el corazón; por todas partes no halla usted sino pobres!<br />

Al fin, dije para mí, el otro tenía la cabeza huera, pero éste tiene el corazón en la lengua.<br />

Púseme a mirar en seguida con bastante atención a otro mozalbete muy bien vestido, cuya<br />

fisonomía me chocó, y el mozo, que gustaba de hablar a veces conmigo porque le suelo dar<br />

algunos cuartos siempre que tomo algo, y que conoce mi curiosidad, se acercó y me dijo:<br />

-¿Está usted mirando a aquel caballero?<br />

-Sí, y quisiera saber quién es.<br />

-Es un joven, como usted ve, muy elegante, que viene a tomar todos los días café;<br />

ponche, ron en abundancia, almuerzos, jamón, aceitunas; que convida a varios, habla<br />

mucho de dinero y siempre me dice, al salir, con una cara muy amistosa y al mismo tiempo<br />

de imperio: «Mañana le pediré a usted la cuenta», o «pasado mañana te daré lo que te<br />

debo». Hace ya medio año que sucede esto; yo, todavía no he visto la cruz a la moneda, y le<br />

busco, y le hablo, y nada, no consigo nada, y lo peor es que tiene uno más vergüenza que él,<br />

porque no me atrevo a decirle: «Págueme usted, o no le sirvo», y resulta que se luce con mi<br />

bolsillo; ¡oh!, y si fuera el único; pero hay muchos que, a trueque de conde, marqués,<br />

caballero, y a la capa de sus vestidos, nunca pagan si no es con muy buenas palabras. Y<br />

¿qué ha de hacer usted?<br />

-¡Bravo! ¿Y aquel otro que está ahora hablando con él?<br />

-Sí, señor, ya sé... aquél, ¿eh?... Si supiera usted; sólo a usted se lo diría; pero, de todos<br />

modos, no le diré cómo se llama, ni quien es, que aunque usted me ve de mozo de café,<br />

también tengo mi poquito de miramiento y no quiero ajar la opinión de nadie.<br />

-Diga usted, que si él no cuida de la suya, ¿por qué se la ha de conservar usted,<br />

importándole mucho menos?<br />

-Pues aquel sujeto, ahí donde usted le ve tan bien vestido, suele traerme los días que hay<br />

apretura para ver la ópera algunos billetes, que le vendo por una friolera: al duplo o al<br />

triplo, según es aquélla; da una gratificación por una o dos docenas a quien se las<br />

proporciona a poco más del justo precio, y viene a sacar veinte, cuarenta o sesenta reales en<br />

luneta; estoy seguro que la Semíramis le ha valido más de tres onzas; luego suena que yo<br />

soy el vendedor, porque saca con mi mano el ascua, y él gana mucho y no pierde su<br />

opinión, y yo, de quien dicen que no la tengo porque se le figura a la gente que un hombre


mal vestido o que sirve a los otros por precisión está dispensado de tener honor, gano poco<br />

dinero y no gano nada en crédito.<br />

En esto salía yo ya, y al pasar por un pasillo me quedaba todavía que observar; tuve que<br />

hacer la vista gorda porque un mozo, creyendo que nadie le veía, estaba echando un poco<br />

de agua en una cafetera de leche, sin duda para quitarle la parte mantecosa, que siempre<br />

fastidia al paladar; y al tiempo de salir de un billar contiguo, que atravesé con mucha prisa<br />

por el humo del tabaco, la bulla y las malísimas trazas de los que pasan el día en dar tacazos<br />

a una bola al ronco y estrepitoso ruido del bombo, acompañado del continuo gritar «El 1, el<br />

2, etc., y en herir los oídos de las personas sensatas con palabras tan superfluas como<br />

indecentes, tropecé, por desgracia, con un buen hombre a quien los años no dejan andar tan<br />

de prisa como él quisiera, y que, a pesar de eso, sé yo que no deja de ir hace la friolera de<br />

unos cuarenta años a su partida de billar o a ser espectador de la de los demás cuando el<br />

pulso no le permite jugar a él mismo; el tropezón fue fuerte por su natural torpeza, y no<br />

pude menos de exclamar, en la fuerza del dolor: «¿A qué vendrán estos hombres, cargados<br />

con tantos años como vicios, al billar, como si no hubiera iglesias en Madrid, o no tuviesen<br />

casa y mujer, sobrina o ama de quien despedirse para la otra vida?»<br />

-Seguí quejándome hasta mi casa, sin ninguna gana de reír de mis observaciones como<br />

otros días, aunque siempre convencido de que el hombre vive de ilusiones y según las<br />

circunstancias, y sólo al meterme en la cama, después de apagar mi luz, y al conciliar el<br />

sueño, confesé, como acostumbro: «Este es el único que no es quimera en este mundo.»<br />

¿Quién es el público y dónde se encuentra?<br />

(Artículo mutilado, o sea refundido. Hermite de la Chaussé d'Antin.)<br />

El doctor tú te lo pones,<br />

El Montalván no le tienes,<br />

Con que quitándote el don<br />

Vienes a quedar Juan Pérez.<br />

(Epigrama antiguo contra el doctor<br />

don Juan Pérez de Montalván)<br />

Yo vengo a ser lo que se llama en el mundo un buen hombre, un infeliz, un pobrecillo,<br />

como ya se echará de ver en mis escritos; no tengo más defecto, o llámese sobra si se<br />

quiere, que hablar mucho,. las más veces sin que nadie me pregunte mi opinión; váyase<br />

porque otros tienen el de no hablar nada, aunque se les pregunte la suya. Entremétome en<br />

todas partes como un pobrecito, y formo mi opinión y la digo, venga o no al caso, como un<br />

pobrecito. Dada esta primera idea de mi carácter pueril e inocentón, nadie extrañará que me<br />

halle hoy en mi bufete con gana de hablar, y sin saber qué decir; empeñado en escribir para<br />

el público, y sin saber quién es el público. Esta idea, pues, que me ocurre al sentir tal<br />

comezón de escribir será el objeto de mi primer artículo. Efectivamente, antes de dedicarle<br />

nuestras vigilias y tareas quisiéramos saber con quién nos las habemos.


Esa voz público que todos traen en boca, siempre en apoyo de sus opiniones, ese<br />

comodín de todos los partidos, de todos los pareceres, ¿es una palabra vana de sentido, o es<br />

un ente real y efectivo? Según lo mucho que se habla de él, según el papelón que hace en el<br />

mundo, según los epítetos que se le prodigan y las consideraciones que se le guardan,<br />

parece que debe de ser alguien. El público es ilustrado, el público es indulgente, el público<br />

es imparcial, el público es respetable: no hay duda, pues, en que existe el público. En este<br />

supuesto,,¿quién es el público y dónde se le encuentra?<br />

Sálgome de casa con mi cara infantil y bobalicona a buscar al público por esas calles, a<br />

observarle, y a tomar apuntaciones en mi registro acerca del carácter, por mejor decir, de<br />

los caracteres distintivos de ese respetable señor. Paréceme a primera vista, según el sentido<br />

en que se usa generalmente esta palabra, que tengo de encontrarla en los días y parajes en<br />

que suele reunirse más gente. Elijo un domingo, y donde quiera que veo un número grande<br />

personas llámolo público o imitación de los demás. Este día un sin número de oficinistas y<br />

de gentes ocupadas o no ocupadas el resto de la semana, se afeita, se muda, se viste y se<br />

perfila; veo que a primera hora llena las iglesias, la mayor parte por ver y ser visto; observa<br />

a la salida las caras interesantes, los talles esbeltos, los pies delicados de las bellezas<br />

devotas, les hace señas, las sigue, y reparo que a segunda hora va de casa en casa haciendo<br />

una infinidad de visitas: aquí deja un cartoncito con su nombre cuando los visitados no<br />

están o no quieren estar en casa; allí entra, habla del tiempo, que no le interesa, de la ópera,<br />

que no entiende, etc. Y escribo en mi libro: «El público oye misa, el público coquetea<br />

(permítaseme la expresión mientras no tengamos otra mejor), el público hace visitas, la<br />

mayor parte inútiles, recorriendo casas, a donde va sin objeto, de donde sale sin motivo,<br />

donde por lo regular ni es esperado antes de ir, ni es echado de menos después de salir; y el<br />

público en consecuencia (sea dicho con perdón suyo) pierde el tiempo, y se ocupa en<br />

futesas»: idea que confirmo al pasar por la Puerta del Sol.<br />

Entrome a comer en una fonda, y no sé por qué me encuentro llenas las mesas de un<br />

concurso que, juzgando por las facultades que parece tener para comer de fonda, tendrá<br />

probablemente en su casa una comida sabrosa, limpia, bien servida, etc., y me lo hallo<br />

comiendo voluntariamente, y con el mayor placer, apiñado en un local incómodo (hablo de<br />

cualquier fonda de Madrid), obstruido, mal decorado, en mesas estrechas, sobre manteles<br />

comunes a todos, limpiándose las babas con las del que comió media hora antes en<br />

servilletas sucias sobre toscas, servidas diez, doce, veinte mesas, en cada una de las cuales<br />

comen cuatro, seis, ocho personas, por uno o solos dos mozos mugrientos, mal encarados y<br />

con el menor agrado posible: repitiendo este día los mismos platos, los mismos guisos del<br />

pasado, del anterior y de toda la vida; siempre puercos, siempre mal aderezados; sin poder<br />

hablar libremente por respetos al vecino; bebiendo vino, o or mejor decir agua teñida o<br />

cocimiento de campeche abominable. Digo para mi capote: «¿Qué alicientes traen al<br />

público a comer a las fondas de Madrid?» Y me contesto: «El público gusta de comer mal,<br />

de beber peor, y aborrece el agrado, el aseo y la hermosura del local.»<br />

Salgo a paseo y ya en materia de paseos me parece difícil decidir acerca del gusto del<br />

público, porque si bien un concurso numeroso, lleno de pretensiones, obstruye las calles y<br />

el salón del Prado. o pasea a lo largo del Retiro, otro más llano visita la casa de las fieras, se<br />

dirige hacia el río, o da la vuelta a la población por las rondas. No sé cuál es el mejor, pero<br />

sí escribo: «Un público sale por la tarde a ver y ser visto; a seguir sus intrigas amorosas ya


empezadas, o enredar otras nuevas; a hacer el importante junto a los coches; a darse<br />

pisotones, y ahogarse en polvo; otro público sale a distraerse, otro a pasearse, sin contar con<br />

otro no menos interesante que asiste a las novenas y cuarenta horas, y con otro no menos<br />

ilustrado, atendidos los carteles, que concurre al teatro, a los novillos, al fantasmagórico<br />

Mantilla» y al Circo Olímpico.<br />

Pero ya bajan las sombras de los altos montes, y precipitándose sobre estos paseos<br />

heterogéneos arrojan de ellos a la gente; yo me retiro el primero, huyendo del público que<br />

va en coche o caballo, que es el más peligroso de todos los públicos; y como mi<br />

observación hace falta en otra parte, me apresuro a examinar el gusto del público en materia<br />

de cafés. Reparo con singular extrañeza que el público tiene gustos infundados; le veo<br />

llenar los más feos, los más oscuros y estrechos, los peores, y reconozco a mi público de las<br />

fondas. ¿Por qué se apiña en el reducido, puerco y opaco café del Príncipe, y el mal servido<br />

de Venecia, y ha dejado arruinarse el espacioso y magnífico de Santa Catalina, y<br />

anteriormente el lindo del Tívoli, acaso mejor situados? De aquí infiero que el público es<br />

caprichoso.<br />

Empero aquí un momento de observación. En esta mesa cuatro militares disputan, como<br />

si pelearan, acerca del mérito de Montes y de León, del volapié y del pasatoro; ninguno<br />

sabe de tauromaquia; sin embargo, se van a matar, se desafían, se matan en efecto por<br />

defender su opinión, que en rigor no lo es.<br />

En otra, cuatro leguleyos que no entienden de poesía, se arrojan a la cara en forma de<br />

alegatos y pedimentos mil dicterios disputando acerca del género clásico y del romántico,<br />

del verso antiguo y de la prosa moderna.<br />

Aquí cuatro poetas, que no han saludado el diapasón se disparan mil epigramas<br />

envenenados, ilustrando el punto poco tratado de la diferencia de la Tossi y de la Lalande, y<br />

no se tiran las sillas Por respeto al sagrado del café.<br />

Allí cuatro viejos en quienes se ha agotado la fuente del sentimiento, avaros, digámoslo<br />

así, de su época, convienen en que los jóvenes del día están perdidos, opinan que no saben<br />

sentir como se sentía en su tiempo, y echan abajo sus ensayos, sin haberlos querido leer<br />

siquiera.<br />

Acullá un periodista sin período, y otro periodista con períodos interminables, que no<br />

aciertan a escribir artículos que se vendan, convienen en la manera indisputable de redactar<br />

un papel que llene con su fama sus gavetas, y en la importancia de los resultados que tal o<br />

cual artículo, tal o cual vindicación debe tener en el mundo que no los lee.<br />

Y en todas partes muchos majaderos, que no entienden de nada, disputan de todo.<br />

Todo lo veo, todo lo escucho, y apunto con mi sonrisa, propia de un pobre hombre, y<br />

con perdón de mi examinando: «El ilustrado público gusta de hablar de lo que no<br />

entiende.»


Salgo del café, recorro las calles, y no puedo menos de entrar en las hosterías y otras<br />

casas públicas; un concurso crecido de parroquianos de domingo las alborota merendando o<br />

bebiendo, y las conmueve con su bulliciosa algazara; todas están llenas: en todas el Yepes y<br />

el Valdepeñas mueven las lenguas de la concurrencia, como el aire la veleta, y como el<br />

agua la piedra del molino; ya los densos vapores de Baco comienzan a subirse a la cabeza<br />

del público, que no se entiende a sí mismo. Casi voy a escribir en mi libro de memorias:<br />

«El respetable público se emborracha»; pero felizmente rómpese la punta de mi lápiz en tan<br />

mala coyuntura, y no siendo aquel lugar propio para afilarle, quédese in pectore mi<br />

observación y mi habladuría.<br />

Otra clase de gente entretanto mete ruido en los billares, y pasa las noches empujando<br />

las bolas, de lo cual no hablaré, porque éste es de todos los públicos el que me parece más<br />

tonto.<br />

Ábrese el teatro, y a esta hora cero que voy a salir para siempre de dudas, y conocer de<br />

una vez al público por su indulgencia ponderada, su gusto ilustrado, sus fallos respetables.<br />

Esta parece ser su casa, el templo donde emite sus oráculos sin apelación. Represéntase una<br />

comedia nueva; una parte del público la aplaude con furor: es sublime, divina; nada se ha<br />

hecho mejor de Moratín acá; otra la silba despiadadamente; es una porquería, es un sainete,<br />

nada se ha hecho peor desde Comella hasta nuestro tiempo. Uno dice: «Está en prosa, y me<br />

gusta sólo por eso; las comedias son la imitación de la vida; deben escribirse en prosa.»<br />

Otro: «Está en prosa y la comedia debe escribirse en verso, porque no es más que una<br />

ficción para agradar a los sentidos; las comedias en prosa son cuentecitos caseros, y si<br />

muchos las escriben así, es porque no saben versificarlas.» Este grita: «¿Dónde está el<br />

verso, la imaginación, la chispa de nuestros antiguos dramáticos? Todo eso es frío; moral<br />

insípida, lenguaje helado; el clasicismo es la muerte del genio.» Aquel clama: «¡Gracias a<br />

Dios que vemos comedias arregladas y morales! La imaginación de nuestros antiguos era<br />

desarreglada: ¿qué tenían? Escondidos, tapadas, enredos interminables y monótonos,<br />

cuchilladas, graciosos pesados, confusión de clases, de géneros; el romanticismo es la<br />

perdición del teatro: sólo puede ser hijo de una imaginación enferma y delirante.» Oído<br />

esto, vista esta discordancia de pareceres, ¿a qué me canso en nuevas indagaciones?<br />

Recuerdo que Latorre tiene un partido considerable, y que Luna, sin embargo, es también<br />

aplaudido sobre esas mismas tablas donde busco un gusto fijo; que en aquella misma<br />

escena los detractores de la Lalande arrojaron coronas a la Tossi, y que los apasionados de<br />

la Tossi despreciaron, destrozaron a la Lalande; y entonces ya renuncio a mis esperanzas.<br />

¡Dios mío¡ ¿Dónde está ese público tan indulgente, tan ilustrado, tan imparcial, tan justo,<br />

tan respetable, eterno dispensador de la fama, de que tanto me han hablado; cuyo fallo es<br />

irrecusable, constante, dirigido por un buen gusto invariable, que no conoce más norma ni<br />

más leyes que las del sentido común, que tan pocos tienen? Sin duda el público no ha<br />

venido al teatro esta noche: acaso no concurre a los espectáculos.<br />

Reúno mis notas, y más confuso que antes acerca del objeto de mis pesquisas, llego a<br />

informarme de personas más ilustradas que yo. Un autor silbado me dice, cuando le<br />

pregunto quién es el público: «Preguntadme más bien cuántos necios se necesitan para<br />

componer un público.» Un autor aplaudido me responde: «Es la reunión de personas<br />

ilustradas, que deciden en el teatro del mérito de las producciones literarias.»


Un escritor cuando le silban dice que el público no le silbó, sino que fue una intriga de<br />

sus enemigos, sus envidiosos, y éste ciertamente no es el público; pero si le critican los<br />

defectos de su comedia aplaudida, llama al público en su defensa; el público le ha<br />

aplaudido; el público no puede ser injusto; luego es buena su comedia.<br />

Un periodista presume que el público está reducido a sus suscriptores, y en este caso no<br />

es grande el público de los periodistas españoles. Un abogado cree que el público se<br />

compone de sus clientes. A un médico se le figura que no hay más público que sus<br />

enfermos, y gracias a su ciencia este público se disminuye todos los días; y así de los<br />

demás; de modo que concluyo la noche sin que nadie me dé una razón exacta de lo que<br />

busco.<br />

¿Será el público el que compra la Galería fúnebre de espectros y sombras<br />

ensangrentadas, y las poesías de Salas, o el que deja en la librería las Vidas de los españoles<br />

célebres, y la traducción de la Iliada. ¿El que se da de cachetes por coger billetes para oír a<br />

una cantatriz pinturera, o el que los revende? ¿El que en las épocas tumultuosas quema,<br />

asesina y arrastra, o el que en tiempos pacíficos sufre y adula?<br />

Y esa opinión pública tan respetable, hija suya sin duda, ¿será acaso la misma que tantas<br />

veces suele estar en contradicción hasta con las leyes y con la justicia? ¿Será la que<br />

condena a vilipendio eterno al hombre juicioso que rehúsa salir al campo a verter su sangre<br />

por el capricho o la imprudencia de otro, que acaso vale menos que él? ¿Será la que en el<br />

teatro y en la sociedad se mofa de los acreedores en obsequio de los tramposos, y marca<br />

con oprobio la existencia y el nombre del marido que tiene la desgracia de tener una loca u<br />

otra cosa peor por mujer? ¿Será la que acata y ensalza al que roba mucho con los nombres<br />

de señor o de héroe, y sanciona la muerte infante del que roba poco? ¿Será la que fija el<br />

crimen en la cantidad, la que pone el honor del hombre en el temperamento de su consorte,<br />

y la razón en la punta incierta de un hierro afilado?<br />

¿En qué consiste, pues, que para granjear la opinión de ese público se quema las cejas<br />

toda su vida sobre su bufete el estudioso e infatigable escritor, y pasa sus días manoteando<br />

y gesticulando el actor incansable? ¿En qué consiste que se expone a la muerte por merecer<br />

sus elogios el militar arrojado? ¿En qué se fundan tantos sacrificios que se hacen por la<br />

fama que de él se espera? Sólo concibo, y me explico perfectamente, el trabajo, el estudio<br />

que se emplean en sacarle los cuartos.<br />

Llega empero la hora de acostarse, y me retiro a coordinar mis notas del día: léolas de<br />

nuevo, reúno mis ideas, y de mis observaciones concluyo:<br />

En primer lugar, que el público es el pretexto, el tapador de los fines particulares de cada<br />

uno. El escritor dice que emborrona papel, y saca el dinero al público por su bien y lleno de<br />

respeto hacia él. El médico cobra sus curas equivocadas, y el abogado sus pleitos perdidos<br />

por el bien del público. El juez sentencia equivocadamente al inocente por el bien del<br />

público. El sastre, el librero, el impresor, cortan, imprimen y roban por el mismo motivo; y,<br />

en fin, hasta el... Pero ¿a qué me canso? Yo mismo habré de confesar que escribo para el<br />

público, so pena de tener que confesar que escribo para mí.


Y en segundo lugar, concluyo: que no existe un público único, invariable, juez<br />

imparcial, como se pretende; que cada clase de la sociedad tiene su público particular, de<br />

cuyos rasgos y caracteres diversos y aun heterogéneos se compone la fisonomía monstruosa<br />

del que llamamos público; que éste es caprichoso, y casi siempre tan injusto y parcial como<br />

la mayor parte de los hombres que le componen; que es intolerante al mismo tiempo que<br />

sufrido, y rutinero al mismo tiempo que novelero, aunque parezcan dos paradojas; que<br />

prefiere sin razón, y se decide sin motivo fundado; que se deja llevar de impresiones<br />

pasajeras; que ama con idolatría sin por qué, y aborrece de muerte sin causa; que es<br />

maligno y mal pensado, y se recrea con la mordacidad; que por lo regular siente en masa y<br />

reunido de una manera muy distinta que cada uno de sus individuos en particular; que suele<br />

ser su favorita la medianía intrigante y charlatana, y objeto de su olvido o de su desprecio el<br />

mérito modesto; que olvida con facilidad e ingratitud los servicios más importantes, y<br />

apremia con usura a quien le lisonjea y le engaña; y, por último, que con gran sinrazón<br />

queremos confundirle con la posteridad, que casi siempre revoca sus fallos interesados.<br />

El casarse pronto y mal<br />

(Artículo del bachiller)<br />

[Habrá observador el lector, si es que nos ha leído, que ni seguimos método, ni<br />

observamos orden, ni hacemos sino saltar de una materia en otra, como aquel que no<br />

entiende ninguna, cuando en mala prosa, cuando en versos duros, ya denunciando a la<br />

pública indignación necios y viciosos, ya afectando conocimiento del mundo en<br />

aplicaciones generales frías e insípidas. Efectivamente, tal es nuestro plan, en parte hijo de<br />

nuestro conocimiento del público, en parte hijo de nuestra nulidad.<br />

-No tienen más defecto esos cuadernos -nos decía días pasados un hombre pacato que<br />

esa audacia incomprensible, ese atrevimiento cínico con que usted descarga su maza sobre<br />

las cosas más sagradas. Yo soy hombre moderado, y no me gusta que se ofenda a nadie.<br />

Las sátiras han de ser generales, y esa malignidad no puede ser hija sino de una alma más<br />

negra que la tinta con que escribe.<br />

-Deme usted un abrazo -exclamaba otro de esos que por no haberse purificado lo ven<br />

todo con ojos de indignación-; así me gusta: esa energía nos sacará de nuestro letargo; duro<br />

en ellos. ¡Bribones!... Sólo una cosa me ha disgustado en sus números de usted; ese quinto<br />

número, en que ya empieza usted a adular.<br />

-¿Yo adular? ¿Es adular decir la verdad?<br />

-Cuando la verdad no es amarga, es una adulación manifiesta; corríjase usted de ese<br />

defecto, y nada de alabar, aunque sea una cosa buena, que ese no el camino del bolsillo del<br />

público.<br />

-Economice usted los versos -me dice otro-; pasó el siglo de la poesía y de las ilusiones:<br />

el público de las Batuecas no está ahora para versos. Prosa, prosa mordaz y nada más.


-¡Qué buena idea -me dice otro- esa de las satirillas en tercetos! ¿Y seguirán? Es preciso<br />

resucitar el gusto a la poesía: al fin, siempre gustan más las cosas mientras mejor dichas<br />

están.<br />

-¡Política -clama otro-; nada de ciencias ni artes! ¡En un país tan instruido como éste, es<br />

llevar agua al mar!<br />

-¡Literatura -grita aquél-; renazca nuestro Siglo de Oro! Abogue usted siempre por el<br />

teatro, que ése es asunto de la mayor importancia.<br />

-Déjese usted de artículos de teatros -responde un comerciante-. ¿Qué nos importa a los<br />

batuecos que anden rotos los poetas, y que se traduzca o no? ¡Cambios, y bolsa, y vales y<br />

créditos, y bienes N..., y empréstitos!<br />

¡Dios mío! Dé usted gusto a toda esta gente, y escriba usted para todos. Escriba usted un<br />

artículo jovial y lleno de gracia y mordacidad contra los que mandan, en el mismo día en<br />

que sólo agradecimiento les puede uno profesar. Escriba usted un artículo misantrópico<br />

cuando acaban de darle un empleo. ¿Hay cosa entonces que vaya mal? ¿Hay mandón que le<br />

parezca a uno injusto, ni cosa que no esté en su lugar, ni nación mejor gobernada que<br />

aquella en que tiene uno un empleo? Escriba usted un artículo gratulatorio para agradecer a<br />

los vencedores el día en que se paró el carro de sus esperanzas, y en que echaron su<br />

memorial debajo de la mesa. ¿Hay anarquía como la de aquel país en que está uno cesante?<br />

Apelamos a la conciencia de los que en tales casos se hayan hallado. Que den diez mil<br />

duros de sueldo a aquel frenético que me decía ayer que todas las cosas iban al revés, y que<br />

mi patriotismo me ponía en la precisión de hablar claro; verémosle clamar que ya se<br />

pusieron las cosas al derecho, y que ya da todo más esperanzas. ¿Se mudó el corazón<br />

humano? ¿Se mudaron las cosas? ¿Ya no serán los hombres malos? ¿Ya será el mundo<br />

feliz? ¡Ilusiones! No, señor; ni se mudarán las cosas, ni dejarán los hombres de ser tontos,<br />

ni el mundo será feliz. Pero se mudó su sueldo, y nada hay más justo que el que se mude su<br />

opinión.<br />

Nosotros, que creemos que el interés del hombre suele tener, por desgracia, alguna<br />

influencia en su modo de ver las cosas; nosotros, en fin, que no, creemos en hipocresías de<br />

patriotismo, le excusamos en alguna manera, y juzgamos que opinión es, moralmente,<br />

sinónimo de situación. Así que, respetando, como respetamos, a los que no participan de<br />

nuestro modo de pensar, daremos, para agradar a todos, en la carrera que hemos<br />

emprendido, artículos de todas clases, sin otra sujeción que la de ponernos siempre de parte<br />

de lo que nos parezca verdad y razón, en prosa y verso, fútiles o importantes, humildes o<br />

audaces, alegres y aun a veces tristes, según la influencia del momento en que escribimos; y<br />

basta de exordio: vamos al artículo de hoy, que será de costumbres, por más que<br />

confesernos también no tener para este género el buen talento del Curioso Parlante, ni la<br />

chispa de Jouy, ni el profundo conocimiento de Addison].<br />

Así como tengo aquel sobrino de quien he hablado en mi artículo de empeños y<br />

desempeños, tenía otro [también] no hace mucho tiempo, que en esto suele venir a parar el<br />

tener hermanos. Éste era hijo de una mi hermana, la cual había recibido aquella educación


que se daba en España no hace ningún siglo: es decir, que en casa se rezaba diariamente el<br />

rosario, se leía la vida del santo, se oía misa todos los días, se trabajaba los de labor, se<br />

paseaba [sólo] las tardes de los de guardar, se velaba hasta las diez, se estrenaba vestido el<br />

domingo de Ramos [se cuidaba de que no anduviesen las niñas balconeando], y andaba<br />

siempre señor padre, que entonces no se llamaba papá, con la mano más besada que<br />

reliquia vieja, y registrando los rincones de la casa, temeroso de que las muchachas,<br />

ayudadas de su cuyo, hubiesen a las manos algún libro de los prohibidos, ni menos aquellas<br />

novelas que, como solía decir, a pretexto de inclinar a la virtud, enseñan desnudo el vicio.<br />

No diremos que esta educación fuese mejor ni peor que la del día; sólo sabemos que<br />

vinieron los franceses, y como aquella buena o mala educación no estribaba en mi hermana<br />

en principios ciertos, sino en la rutina y en la opresión doméstica de aquellos terribles<br />

padres del siglo pasado, no fue necesaria mucha comunicación con algunos oficiales de la<br />

guardia imperial para echar de ver que si aquel modo de vivir era sencillo y arreglado, no<br />

era sin embargo el más divertido. ¿Qué motivo habrá, efectivamente, que nos persuada que<br />

debemos en esta corta vida pasarlo mal, pudiendo pasarlo mejor? Aficionóse mi hermana<br />

de las costumbres francesas, y ya no fue el pan pan, ni el vino vino; casose, y siguiendo en<br />

la famosa jornada de Vitoria la suerte del tuerto Pepe Botellas, que tenía dos ojos muy<br />

hermosos y nunca bebía vino, emigró a Francia.<br />

Excusado es decir que adoptó mi hermana las ideas del siglo; pero como esta segunda<br />

educación tenía tan malos cimientos como la primera, y como quiera que esta débil<br />

humanidad nunca sepa detenerse en el justo medio, pasó del Año Cristiano a Pigault<br />

Lebrun, y se dejó de misas y devociones, sin saber más ahora porque las dejaba que antes<br />

porque las tenía. Dijo que el muchacho se había de educar como convenía; que podría leer<br />

sin orden ni método cuanto libro le viniese a las manos, y qué sé yo qué más cosas decía de<br />

la ignorancia y del fanatismo, de las luces y de la ilustración, añadiendo que la religión era<br />

un convenio social en que sólo los tontos entraban de buena fe, y del cual el muchacho no<br />

necesitaba para mantenerse bueno; que padre y madre eran cosa de brutos, y que a papá y<br />

mamá se les debía tratar de tú, porque no hay amistad que iguale a la que une a los padres<br />

con los hijos (salvo algunos secretos que guardarán siempre los segundos de los primeros, y<br />

algunos soplamocos que darán siempre los primeros a los segundos): verdades todas que<br />

respeto tanto o más que las del siglo pasado, porque cada siglo tiene sus verdades, como<br />

cada hombre tiene su cara.<br />

No es necesario decir que el muchacho, que se llamaba Augusto, porque ya han<br />

caducado los nombres de nuestro calendario, salió despreocupado, puesto que la<br />

despreocupación es la primera preocupación de este siglo.<br />

Leyó, hacinó, confundió; fue superficial, vano, presumido, orgulloso, terco, y no dejó de<br />

tomarse más rienda de la que se le había dado. Murió, no sé a qué propósito, mi cuñado, y<br />

Augusto regresó a España con mi hermana, toda aturdida de ver lo brutos que estamos por<br />

acá todavía los que no hemos tenido como ella la dicha de emigrar: y trayéndonos entre<br />

otras cosas noticias ciertas de cómo no había Dios, porque eso se sabe en Francia de muy<br />

buena tinta. Por supuesto que no tenía el muchacho quince años y ya galleaba en las<br />

sociedades, y citaba, y se metía en cuestiones, y era hablador y raciocinador como todo<br />

muchacho bien educado; y fue el caso que oía hablar todos los días de aventuras


escandalosas y de los amores de Fulanito con la Menganita, y le pareció en resumidas<br />

cuentas cosa precisa para hombrear, enamorarse.<br />

Por su desgracia acertó a gustar a una joven, personita muy bien educada también, la<br />

cual es verdad que no sabía gobernar una casa, pero se embaulaba en el cuerpo en sus ratos<br />

perdidos, que eran para ella todos los días, una novela sentimental, con la más desatinada<br />

afición que en el mundo jamás se ha visto; tocaba su poco de piano y cantaba su poco de<br />

aria de vez en cuando, porque tenía una bonita voz de contralto. Hubo guiños y apretones<br />

desesperados de pies y manos, y varias epístolas recíprocamente copiadas de la Nueva<br />

Eloísa; y no hay más que decir sino que a los cuatro días se veían dos inocentes por la<br />

ventanilla de la puerta y escurrían su correspondencia por las rendijas, sobornaban con el<br />

mejor fin del mundo a los criados, y por último, un su amigo, que debía de quererlo muy<br />

mal, presentó al señorito en la casa. Para colmo de desgracia, él y ella, que habían dado<br />

principio a sus amores porque no se dijese que vivían sin su trapillo, se llegaron a imaginar<br />

primero, y a creer después a pies juntillas, como se suele muy mal decir, que estaban<br />

verdadera y terriblemente enamorados. ¡Fatal credulidad! Los parientes, que previeron en<br />

qué podía venir a parar aquella inocente afición ya conocida, pusieron de su parte todos los<br />

esfuerzos para cortar el mal, pero ya era tarde. Mi hermana, en medio de su<br />

despreocupación y de sus luces, nunca había podido desprenderse del todo de cierta afición<br />

a sus ejecutorias y blasones, porque hay que advertir dos cosas: 1.º Que hay<br />

despreocupados por este estilo; y 2.º Que somos nobles, lo que equivale a decir que desde<br />

la más remota antigüedad nuestros abuelos no han trabajado para comer. Conservaba mi<br />

hermana este apego a la nobleza, aunque no conservaba bienes; y esta es una de las razones<br />

porque estaba mi sobrinito destinado a morirse de hambre si no se le hacía meter la cabeza<br />

en alguna parte, porque eso de que hubiera aprendido un oficio, ¡oh!, ¿qué hubieran dicho<br />

los parientes y la nación entera? Averiguose, pues, que no tenía la niña un origen tan<br />

preclaro, ni más dote que su instrucción novelesca y sus duettos, fincas que no bastan para<br />

sostener el boato de unas personas de su clase. Averiguó también la parte contraria que el<br />

niño no tenía empleo, y dándosele un bledo de su nobleza, hubo aquello de decirle:<br />

-Caballerito, ¿con qué objeto entra usted en mi casa?<br />

-Quiero a Elenita -respondió mi sobrino.<br />

-¿Y con qué fin, caballerito?<br />

-Para casarme con ella.<br />

-Pero no tiene usted empleo ni carrera...<br />

-Eso es cuenta mía.<br />

-Sus padres de usted no consentirán...<br />

-Sí, señor; usted no conoce a mis papás.


-Perfectamente; mi hija será de usted en cuanto me traiga una prueba de que puede<br />

mantenerla, y el permiso de sus padres; pero en el ínterin, si usted la quiere tanto, excuse<br />

por su mismo decoro sus visitas...<br />

-Entiendo.<br />

-Me alegro, caballerito.<br />

Y quedó nuestro Orlando hecho una estatua, pero bien decidido a romper por todos los<br />

inconvenientes.<br />

Bien quisiéramos que nuestra pluma, mejor cortada, se atreviese a trasladar al papel la<br />

escena de la niña con la mamá; pero diremos, en suma, que hubo prohibición de salir y de<br />

asomarse al balcón, y de corresponder al mancebo; a todo lo cual la malva respondió con<br />

cuatro desvergüenzas acerca del libre albedrío y de la libertad de la hija para escoger<br />

marido, y no fueron bastantes a disuadirla las reflexiones acerca de la ninguna fortuna de su<br />

elegido: todo era para ella tiranía y envidia que los papás tenían de sus amores y de su<br />

felicidad; concluyendo que en los matrimonios era lo primero el amor, que en cuanto a<br />

comer, ni eso hacía falta a los enamorados, porque en ninguna novela se dice que coman las<br />

Amandas y los Mortimers, ni nunca les habían de faltar una sopas de ajo.<br />

Poco más o menos fue la escena de Augusto con mi hermana, porque aunque no sea<br />

legítima consecuencia, también concluía de que los padres no deben tiranizar a los hijos,<br />

que los hijos no deben obedecer a los padres: insisía en que era independiente; que en<br />

cuanto a haberle criado y educado, nada le debía, pues lo habla hecho por una obligación<br />

imprescindible; y a lo del ser que le había dado, menos, pues no se lo había dado por él,<br />

sino, por las razones que dicenuestro Cadalso, entre otras lindezas sutilísimas de este jaez.<br />

Pero insistieron también los padres, y después de haber intentado infructuosamente<br />

varios medios de seducción y rapto, no dudó nuestro paladín, vista la obstinación de las<br />

familias, en recurrir al medio en boga de sacar a la niña por el vicario. Púsose el plan en<br />

ejecución, y a los quince días mi sobrino había reñido ya decididamente con su madre;<br />

había sido arrojado de su casa, privado de sus cortos alimentos, y Elena depositada en<br />

poder de una potencia neutral; pero se entiende, de esta especie de neutralidad que se usa en<br />

el día; de suerte que nuestra Angélica y Medoro se veían más cada día, y se amaban más<br />

cada noche. Por fin amaneció el día feliz; otorgóse la demanda; un amigo prestó a mi<br />

sobrino algún dinero, uniéronse con el lazo conyugal, estableciéronse en su casa, y nunca<br />

hubo felicidad igual a la que aquellos buenos hijos disfrutaron mientras duraron los pesos<br />

duros del amigo.<br />

Pero ¡oh, dolor!, pasó un mes y la niña no sabía más que acariciar a Medoro, cantarle<br />

una aria, ir al teatro y bailar una mazurca; y Medoro no sabía más que disputar. Ello sin<br />

embargo, el amor no alimenta, y era indispensable buscar recursos.<br />

Mi sobrino salía de mañana a buscar dinero,cosa más difícil de encontrar de lo que<br />

parece, y la vergüenza de no poder llevar a su casa con qué dar de comer a su mujer, le<br />

detenía hasta la noche. Pase. mos un velo sobre las escenas horribles de tan amarga


posición. Mientras que Augusto pasa el día lejos de ella en sufrir humillaciones, la<br />

infeliz,consorte gime luchando entre los celos y la rabia. Todavía se quieren; pero en casa<br />

donde no hay harina todo es mohína; las más inocentes expresiones se interpretan en la<br />

lengua del mal humor como ofensas mortales; el amor propio ofendido es el más seguro<br />

antídoto del amor, y las injurias acaban de apagar un resto de la antigua llama que<br />

amortiguada en ambos corazones ardía; se suceden unos a otros los reproches; y el infeliz<br />

Augusto insulta a la mujer que le ha sacrificado su familia y su suerte, echándole en cara<br />

aquella desobediencia a la cual no ha mucho tiempo él mismo la inducía; a los continuos<br />

reproches se sigue en fin el odio.<br />

¡Oh, si hubiera quedado aquí el mal! Pero un resto de honor mal entendido que bulle en<br />

el pecho,de mi sobrino, y que le impide prestarse para sustentar a su familia a ocupaciones<br />

groseras, no le impide precipitarse en el juego, y en todos los vicios y bajezas, en todos los<br />

peligros que son su consecuencia. Corramos de nuevo, corramos un velo sobre el cuadro a<br />

que dio la locura la primera pincelada, y apresurémonos a dar nosotros la última.<br />

En este miserable estado pasan tres años, y ya tres hijos más rollizos que sus padres<br />

alborotan la casa con sus juegos infantiles. Ya el himeneo y las privaciones han roto la<br />

venda que ofuscaba la vista de los infelices: aquella amabilidad de Elena es coquetería a los<br />

ojos de su esposo; su noble orgullo, insufrible altanería; su garrulidad divertida y graciosa,<br />

locuacidad insolente y cáustica; sus ojos brillantes se han marchitado, sus encantos están<br />

bajados, su talle perdió sus esbeltas formas, y ahora conoce que sus pies son grandes y sus<br />

manos feas; ninguna amabilad, pues, para ella, ninguna consideración. Augusto no es a los<br />

ojos de su esposa aquel hombre amable y seductor, flexible y condescendiente; es un<br />

holgazán, un hombre sin ninguna habilidad, sin talento alguno, celoso y soberbio, déspota y<br />

no marido... en fin, ¡cuánto más vale el amigo generoso de su esposo, que les presta dinero<br />

y les promete aún protección! ¡Qué movimiento en él! ¡Qué actividad! ¡Qué heroísmo!<br />

¡Qué amabilidad! ¡Qué adivinar los pensamientos y prevenir los deseos! ¡Qué no permitir<br />

que ella trabaje en labores groseras! ¡Qué asiduidad y qué delicadeza en acompañarla los<br />

días enteros que Augusto la deja sola! ¡Qué interés, en fin, el que se toma cuando le<br />

descubre, por su bien, que su marido se distrae con otra...!<br />

¡Oh poder de la calumnia y de la miseria! Aquella mujer que, si hubiera escogido un<br />

compañero que la hubiera podido sostener, hubiera sido acaso una Lucrecia, sucumbe por<br />

fin a la seducción y a la falaz esperanza de mejor suerte.<br />

Una noche vuelve mi sobrino a su casa; sus hijos están solos.<br />

-¿Y mi mujer? ¿Y sus ropas?<br />

Corre a casa de su amigo. ¿No está en Madrid? ¡Cielos! ¡Qué rayo de luz! ¿Será<br />

posible? Vuela a la policía, se informa. Una joven de tales y tales señas con un supuesto<br />

hermano han salido en la diligencia para Cádiz. Reúne mi sobrino sus pocos muebles, los<br />

vende, toma un asiento en el primer carruaje y hétele persiguiendo a los fugitivos. Pero le


llevan mucha ventaja y no es posible alcanzarlos hasta el mismo Cádiz. Llega; son las diez<br />

de la noche; corre a la fonda que le indican, pregunta, sube precipitadamente la escalera, le<br />

señalan un cuarto cerrado por dentro; llama; la voz que le respondele es harto conocida y<br />

resuena en su corazón; redobla los golpes; una persona desnuda levanta el pestillo. Augusto<br />

ya no es un hombre, es un rayo que cae en la habitación; un chillido agudo le convence de<br />

que le han conocido; asesta una pistola, de dos que trae, al seno de su amigo, y el seductor<br />

cae revolcándose en su sangre; persigue a su miserable esposa, pero una ventana inmediata<br />

se abre y la adúltera, poseída del terror y de la culpa, se arroja, sin reflexionar, de una altura<br />

de más de sesenta varas. El grito de la agonía le anuncia su última desgracia y la venganza<br />

más completa; sale precipitado del teatro del crimen, y encerrándose antes de que le<br />

sorprendan, en su habitación, coge aceleradamente la pluma y apenas tiene tiempo para<br />

dictar a su madre la carta siguiente:<br />

«Madre mía: Dentro de media hora no existiré; cuidad de mis hijos, y sí queréis hacerlos<br />

verdaderamente despreocupados, empezad por instruirlos... Que aprendan en el ejemplo de<br />

su padre a respetar lo que es peligroso despreciar sin tener antes más sabiduría. Si no les<br />

podéis dar otra cosa mejor, no les quitéis una religión consoladora. Que aprendan a domar<br />

sus pasiones y a respetar a aquellos a quienes le deben todo. Perdonadme mis faltas: harto<br />

castigado estoy con mi deshonra y mi crimen; harto cara pago mi falsa preocupación.<br />

Perdonadme las lágrimas que os hago derramar. Adiós para siempre.»<br />

Acabada esta carta, se oyó otra dotación que resonó en toda la fonda, y la catástrofe que<br />

le sucedió me privó para siempre de un sobrino, que, con el más bello corazón, se ha hecho<br />

desgraciado a sí, y a cuantos le rodean.<br />

No hace dos horas que mi desgraciada hermana, después de haber leído aquella carta, y<br />

llamándome para mostrármela, postrada en su lecho, y entregada al más funesto delirio, ha<br />

sido desahuciada por los médicos.<br />

«Hijo... despreocupación... boda... religi... infeliz... « son las palabras que vagan errantes<br />

sobre sus labios moribundos. Y esta funesta impresión, que domina en mis sentidos<br />

tristemente, me ha impedido dar hoy a mis lectores otros artículos más joviales que para<br />

mejor ocasión les tengo reservados.<br />

[Réstanos ahora saber si este artículo conviene a este país, y si el vulgo de lectores está<br />

en el taso de aprovecharse de esta triste anécdota. ¿Serán más bien las ideas contrarias a las<br />

funestas consecuencias que de este fatal acontecimiento se deducen las que deben<br />

propalarse? No lo sabernos. Sólo sabemos que muchos creen por desgracia que basta una<br />

ilustración superficial, cuatro chanzas de sociedad y una educación falsamente<br />

despreocupada para hacer feliz a una nación. Nosotros declaramos positivamente que<br />

nuestra intención al pintar los funestos efectos de la poca solidez de la instrucción de los<br />

jóvenes del día ha sido persuadir a todos los españoles que debemos tomar del extranjero lo<br />

bueno, y no lo malo, lo que está al alcance de nuestras fuerzas y costumbres, y no lo que les<br />

es superior todavía. Religión verdadera, bien entendida, virtudes, energía, amor al orden,<br />

aplicación a lo útil, y menos desprecio de muchas cualidades buenas que nos distinguen aún<br />

de otras naciones, son en el día las cosas que más nos pueden aprovechar. Hasta ahora, una<br />

masa que no es ciertamente la más numerosa, quiere marchar a la par de las más


adelantadas de los países más civilizados; pero esta masa que marcha de esta manera no ha<br />

seguido los mismos pasos que sus maestros; sin robustez, sin aliento suficiente para poder<br />

seguir la marcha rápida de los países civilizados, se detiene ijadeando, y se atrasa<br />

continuamente; da de cuando en cuando una carrera para igualarse de nuevo caminando a<br />

brincos como haría quien saltase con los pies trabados, y semejante a un mal taquígrafo,<br />

que no pudiendo seguir la viva voz, deja en el papel inmensas lagunas, y no alcanza ni<br />

escribe nunca más que la última palabra. Esta masa, que se llama despreocupada en<br />

nuestro. país, no es, pues, más que el eco, la última palabra de Francia no más. Para esta<br />

clase hemos escrito nuestro artículo; hemos pintado los resultados de esta despreocupación<br />

superficial de querer tomar simplemente los efectos sin acordarse de que es preciso<br />

empezar por las causas; de intentar, en fin, subir la escalera a tramos; subámosla tranquilos,<br />

escalón por escalón, si queremos llegar arriba. «¡Qué otros van a llegar antes!», nos<br />

gritarán. ¿Qué mucho les responderemos, si también echaron a andar antes? Dejadlos que<br />

lleguen; nosotros llegaremos después, pero llegaremos. Mas si nos rompemos en el salto la<br />

cabeza, ¿qué recurso nos quedará?<br />

Deje, pues, esta masa la loca pretensión de ir a la par con quien tantas ventajas le lleva;<br />

empiécese por el principio: educación, instrucción. Sobre estas grandes y sólidas bases se<br />

ha de levantar el edificio. Marche esa otra masa, esa inmensa mayoría que se sentó hace<br />

tres siglos; deténgase para dirigirla la arrogante minoría, a quien engaña su corazón y sus<br />

grandes deseos, y entonces habrá alguna remota vislumbre de esperanza.<br />

Entretanto, nuestra misión es bien peligrosa: los que pretenden marchar adelante, y la<br />

echan de ilustrados, nos llamarán acaso del orden del apagador, a que nos gloriamos de no<br />

pertenecer, y los contrarios no estarán tampoco muy satisfechos de nosotros. Estos son los<br />

inconvenientes que tiene que arrostrar quien piensa marchar igualmente distante de los dos<br />

extremos: allí está la razón, allí la verdad; pero allí el peligro. En fin, algún día haremos<br />

nuestra profesión de fe: en el entretanto quisiéramos que nos hubieran entendido. ¿Lo<br />

conseguiremos? Dios sea con nosotros; y si no lo lográsemos, prometemos escribir otro día<br />

para todos.]<br />

El castellano viejo<br />

Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo<br />

hace tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que no he abandonado mis lares ni un<br />

solo día para quebrantar mi sistema, sin que haya sucedido el arrepentimiento más sincero<br />

al desvanecimiento de mis engañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, del antiguo<br />

ceremonial que en su trato tenían adoptado nuestros padres, me obliga a aceptar a veces<br />

ciertos convites a que parecería el negarse grosería, o por lo menos ridícula afectación de<br />

delicadeza.<br />

Andábase días pasados por esas calles a buscar materiales para mis artículos. Embebido<br />

en mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí mismo riendo como un pobre hombre<br />

de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba<br />

de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor


circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto de<br />

admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía reflexionar que los soliloquios no se<br />

deben hacer en público; y no pocos encontrones que al volver las esquinas di con quien tan<br />

distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no<br />

entran en el número de los cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e<br />

impasibles. En semejante situación de mi espíritu, ¿qué sensación no debería producirme<br />

una horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que por entonces entendí) a un<br />

grandísimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis hombres, que por desgracia no tienen<br />

punto alguno de semejanza con los de Atlante?<br />

[Una de esas interjecciones que una repentina sacudida suele, sin consultar el decoro,<br />

arrancar espontáneamente de una boca castellana, se atravesó entre mis dientes, y hubiérale<br />

echado redondo a haber estado esto en mis costumbres, y a no haber reflexionado que<br />

semejantes maneras de anunciarse, en sí algo exageradas, suelen ser las inocentes muestras<br />

de afecto o franqueza de este país de exabruptos.]<br />

No queriendo dar a entender que desconocía este enérgico modo de anunciarse, ni<br />

desairar el agasajo de quien sin duda había creído hacérmela más que mediano, dejándome<br />

torcido para todo el día; traté sólo de volverme por conocer quién fuese tan mi amigo para<br />

tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que cuando está de gracias no se ha de<br />

dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que siguió dándome pruebas de confianza<br />

y cariño? Echome las manos a los ojos y sujetándome por detrás: «¿Quién soy?», gritaba<br />

alborozado con el buen éxito de su delicada travesura. «¿Quién soy?» «Un animal<br />

[irracional]», iba a responderle; pero me acordé de repente de quién podría ser, y<br />

sustituyendo cantidades iguales:«Braulio eres», le dije.<br />

Al oírme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota la calle y pónenos a<br />

entrambos en escena.<br />

-¡Bien, mi amigo! ¿Pues en qué me has conocido?<br />

-¿Quién pudiera sino tú...?<br />

-¿Has venido ya de tu Vizcaya?<br />

-No, Braulio, no he venido.<br />

-Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres? es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro<br />

de que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días?<br />

-Te los deseo muy felices.<br />

-Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco y castellano viejo;<br />

el pan pan y el vino vino; por consiguiente exijo de ti que no vayas a dármelos; pero estás<br />

convidado.<br />

-¿A qué?


-A comer conmigo.<br />

-No es posible.<br />

-No hay remedio.<br />

-No puedo -insisto ya temblando.<br />

-¿No puedes?<br />

-Gracias.<br />

-¿Gracias? Vete a paseo; amigo, como no soy el duque de F..., ni el conde de P...<br />

¿Quién se resiste a una [alevosa] sorpresa de esta especie? ¿Quién quiere parecer vano?<br />

-No es eso, sino que...<br />

-Pues si no es eso... -me interrumpe-, te espero a las dos: en casa se come a la española;<br />

temprano. Tengo mucha gente; tendremos al famoso X. que nos improvisará de lo lindo; T.<br />

nos cantará de sobremanera una rondeña con su gracia natural; y por la noche J. cantará y<br />

tocará alguna cosilla.<br />

Esto me consoló algún tanto, y fue preciso ceder; un día malo, dije para mí, cualquiera<br />

lo pasa; en este mundo, para conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus<br />

obsequios.<br />

-No faltaré -dije con voz exánime y ánimo de caído, como el zorro que se revuelve<br />

inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado coger.<br />

-Pues hasta mañana [mi Bachiller] -y me dio un torniscón por despedida.<br />

Vile marchar como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado, y quedeme<br />

discurriendo cómo podían entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas.<br />

Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo<br />

Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de buen tono;<br />

pero no es tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un empleado de los de<br />

segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta; que<br />

tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la sombra de la solapa; que es persona, en<br />

fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manera se oponen a que tuviese una<br />

educación más escogida y modales más suaves e insinuantes. Mas la vanidad le ha<br />

sorprendido por donde ha sorprendido casi siempre a toda o a la mayor parte de nuestra<br />

clase media, y a toda nuestra clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas<br />

del extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las<br />

responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos


como los españoles, en lo cual bien puede tener razón, defienda que no hay educación<br />

como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; a trueque de defender que el cielo de<br />

Madrid es purísimo, defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de todas las<br />

mujeres; es un hombre, en fin, que vive de exclusivas, a quien le sucede poco más o menos<br />

lo que a una parienta mía, que se muere por las jorobas sólo porque tuvo un querido que<br />

llevaba una excrecencia bastante visible sobre entrambos omoplatos.<br />

No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos mutuos, de estas<br />

reticencias urbanas, de esa delicadeza de trato que establece entre los hombres una preciosa<br />

armonía, diciendo, sólo lo que debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. Él se<br />

muere por plantarle una fresca al lucero del alba, como suele decir, y cuando tiene un<br />

resentimiento, se le espeta a uno cara a cara. Como tiene trocados todos los frenos, dice de<br />

los cumplimientos que ya sabe lo que quiere decir cumplo y miento; llama a la urbanidad<br />

hipocresía, y a la decencia monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje<br />

de la finura es para él poco más que griego: cree que toda la crianza está reducida a decir<br />

Dios guarde a ustedes al entrar en una sala, y añadir con permiso de usted cada vez que se<br />

mueve; a preguntar a cada uno por toda su familia, y a despedirse de todo el mundo; cosas<br />

todas que así se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con franceses. En conclusión,<br />

hombres de estos que no saben levantarse para despedirse sino en corporación con alguno o<br />

algunos otros, que han de dejar humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman<br />

su cabeza, y que cuando se hallan en sociedad por desgracia sin un socorrido bastón, darían<br />

cualquier cosa por no tener manos ni brazos, porque en realidad no saben, dónde ponerlos,<br />

ni qué cosa se puede hacer con los brazos en una sociedad.<br />

Llegaron las dos, y como yo conocía ya a mi Braulio, no me pareció conveniente<br />

acicalarme demasiado para ir a comer; estoy seguro de que se hubiera picado: no quise, sin<br />

embargo, excusar un frac de color y un pañuelo blanco, cosa indispensable en un día de<br />

días [y] en semejantes casas; vestime sobre todo lo más despacio que me fue posible, como<br />

se reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien pecados más<br />

cometidos que contar para ganar tiempo; era citado a las dos y entré en la sala a las dos y<br />

media.<br />

No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la hora de comer<br />

entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no eran de despreciar todos los<br />

empleados de su oficina, con sus señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus<br />

chanclos, y sus perritos, déjome en blanco los necios cumplimientos que se dijeron al señor<br />

de los días; no hablo del inmenso círculo con que guarnecía la sala el concurso de tantas<br />

personas heterogéneas, que hablaron de que el tiempo iba a mudar, y de que en invierno<br />

suele hacer más frío que en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro y nos hallamos<br />

solos los convidados. Desgraciadamente para mí, el señor de X, que debía divertimos tanto,<br />

gran conocedor de esta clase de convites, había tenido la habilidad de ponerse malo aquella<br />

mañana; el famoso T se hallaba oportunamente comprometido para otro convite; y la<br />

señorita que tan bien había de cantar y tocar estaba ronca, en tal disposición que se<br />

asombraba ella misma de que se la entendiese una sola palabra, y tenía un panadizo en un<br />

dedo.¡Cuántas esperanzas. desvanecidas!


-Supuesto que estamos los que hemos de comer -exclamó don Braulio-, vamos a la<br />

mesa, querida mía.<br />

-Espera un momento -le contestó su esposa casi al oído-, con tanta visita yo he faltado<br />

algunos, momentos de allá dentro y...<br />

-Bien, pero mira que son las cuatro.<br />

-Al instante comeremos.<br />

Las cinco eran cuando nos sentábamos a la mesa.<br />

-Señores -dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas colocaciones-, exijo<br />

la mayor franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos. ¡Ah, Fígaro!, quiero que estés<br />

con toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras íntimas<br />

relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea que le manches.<br />

-¿Qué tengo de manchar? -le respondí, mordiéndome los labios.<br />

-No importa, te daré una chaqueta mía; siento, que no haya para todos.<br />

-No hay necesidad.<br />

-¡Oh!, sí, sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala; un poco ancha te vendrá.<br />

-Pero, Braulio...<br />

-No hay remedio, no te andes con etiquetas.<br />

Y en esto me quita él mismo el frac, velis nolis, y quedo sepultado en una cumplida<br />

chaqueta rayada, por la cual sólo asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me<br />

permitirían comer probablemente. Dile las gracias: ¡al fin el hombre creía hacerme un<br />

obsequio!<br />

Los días en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa baja, poco más<br />

que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como dice, ¿para qué quieren más? Desde<br />

la tal mesita, y como se sube el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde<br />

llega goteando después de una larga travesía; porque pensar que estas gentes han de tener<br />

una mesa regular, y estar cómodos todos los días del año, es pensar en lo excusado ya se<br />

concibe, pues, que la instalación de una gran mesa de convite era un acontecimiento en<br />

aquella casa; así que, se había creído capaz de contener catorce personas que éramos una<br />

mesa donde apenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio<br />

lado como quien va a arrimar el hombro a la comida, y entablaron los codos de los<br />

convidados íntimas relaciones entre sí con la más fraternal inteligencia del mundo.<br />

Colocaronme, por mucha distinción, entre un niño de cinco años, encaramado en unas<br />

almohadas que era preciso enderezar a cada momento porque las ladeaba la natural<br />

turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que ocupan en el mundo el


espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados se salía de madre de la única silla<br />

en que se hallaba sentado, digámoslo así, como en la punta de una aguja. Desdobláronse<br />

silenciosamente las servilletas, nuevas a la verdad, porque tampoco eran muebles en uso<br />

para todos aquellos buenos señores a los ojales de sus fraques como cuerpos intermedios<br />

entre las salsas y las solapas.<br />

-Ustedes harán penitencia, señores -exclamó, el anfitrión una vez sentado-; pero hay que<br />

hacerse cargo de que no estamos en Genieys -frase que creyó preciso decir. Necia<br />

afectación es ésta, si es mentira, dije, yo para mí; y si verdad, gran torpeza convidar a los<br />

amigos a hacer penitencia.<br />

Desgraciadamente no tardé mucho en conocer que había en aquella expresión más<br />

verdad de la que mi buen Braulio se figuraba. Interminables y de mal gusto fueron los<br />

cumplimientos con que para dar y recibir cada plato nos aburrimos unos a otros.<br />

-Sírvase usted.<br />

-Hágame usted el favor.<br />

-De ninguna manera.<br />

-No lo recibiré.<br />

-Páselo usted a la señora.<br />

-Está bien ahí.<br />

-Perdone usted.<br />

-Gracias.<br />

-Sin etiqueta, señores -exclamó Braulio, y se echó el primero con su propia cuchara.<br />

Sucedió a la sopa un cocido surtido de todas las sabrosas impertinencias de este<br />

engorrosísimo, aunque buen plato; cruza por aquí la carne; por allá la verdura; acá los<br />

garbanzos; allá el jamón; la gallina por derecha; por medio del tocino; por izquierda los<br />

embuchados de Extremadura. Siguiole un plato de ternera mechada, que Dios maldiga, y a<br />

éste otro y otros y otros; mitad traídos de la fonda, que esto basta para que excusemos hacer<br />

su elogio, mitad hechos en casa por la criada de todos los días, por una vizcaína auxiliar<br />

tomada al intento para aquella festividad y por el ama de la casa, que en semejantes<br />

ocasiones debe estar en todo, y por consiguiente suele no estar nada.<br />

-Este plato hay que disimularle -decía ésta de unos pichones-; están un poco quemados.<br />

-Pero, mujer...<br />

-Hombre, me aparté un momento, y ya sabes lo que son las criadas.


-¡Qué lástima que este pavo no haya estado media hora más al fuego! Se puso algo<br />

tarde.<br />

-¿No les parece a ustedes que está algo ahumado este estofado?<br />

-¿Qué quieres? Una no puede estar en todo.<br />

-¡Oh, está excelente! -exclamábamos todos dejándonoslo en el plato- ¡Excelente!<br />

-Este pescado está pasado.<br />

-Pues en el despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababan de llegar. ¡El<br />

criado es tan bruto!<br />

-¿De dónde se ha traído este vino?<br />

-En eso no tienes razón, porque es...<br />

-Es malísimo.<br />

Estos diálogos cortos iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido<br />

Para advertirle continuamente a su mujer alguna neglicencia, queriendo darnos a entender<br />

[a todos ] entrambos a dos que estaban muy al corriente de todas las fórmulas que en<br />

semejantes casos se reputan finura, y que todas las torpezas eran hijas de los criados, que<br />

nunca han de aprender a servir. Pero estas negligencias se repetían tan a menudo, servían<br />

tan poco ya las miradas, que le fue preciso al marido recurrir a los pellizcos y a los<br />

pisotones y ya la señora, que a duras penas había podido hacerse superior hasta entonces a<br />

las persecuciones de su esposo tenía la faz encendida y los ojos llorosos.<br />

-Señora, no se incomode usted por eso- le dijo el que a su lado tenía.<br />

-¡Ah!, les aseguro a ustedes que no vuelvo a hacer estas cosas en casa: ustedes no saben<br />

lo que es esto: otra vez, Braulio, iremos a la fonda y no tendrás...<br />

Usted, señora mía, hará lo que...<br />

-¡Braulio! ¡Braulio!<br />

Una tormenta espantosa estaba a punto de estallar; empero todos los convidados a porfía<br />

probamos a aplacar aquellas disputas, hijas del deseo de dar a entender la mayor delicadeza,<br />

para lo cual no fue poca parte la manía de Braulio y la expresión concluyente que dirigió de<br />

nuevo a la concurrencia acerca de la inutilidad de los cumplimientos, que así llamaba él a<br />

estar bien servido y al saber comer. ¿Hay nada más ridículo que estas gentes que quieren<br />

pasar por finas en medio de la más crasa ignorancia de los usos sociales; que para<br />

obsequiarle le obligan a usted a comer y beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su


gusto? ¿Por qué habrá gentes que sólo quieren comer con alguna más limpieza los días de<br />

días?<br />

A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de<br />

magras con tomatey una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el<br />

día: y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al<br />

lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había roído; el convidado de<br />

enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un<br />

capón, o sea, gallo, que esto nunca se supo: fuese por los ningunos conocimientos<br />

anatómicos del victimario, jamás parecieron las coyunturas. «Este capón no tiene<br />

coyunturas», exclamaba el infeliz sudando y forcejeando, más como quien cava que como<br />

quien trincha. ¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal<br />

como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar su<br />

vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente como<br />

pudiera en un palo de un gallinero.<br />

El susto fue general, y la alarma llegó a su colmo cuando un surtidor de caldo,<br />

impulsado por el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa: levántase<br />

rápidamente a este punto el trinchador con ánimo de cazar el ave prófuga, y al precipitarse<br />

sobre ella, una botella que tiene a la derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando su<br />

posición perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepeñas sobre el capón y el<br />

mantel; corre el vino, auméntase la algazara, llueve la sal sobre el vino para salvar el<br />

mantel; para salvar la mesa se ingiere por debajo de él una servilleta, y una eminencia se<br />

levanta sobre el teatro de tantas ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en el plato<br />

de su salsa;al pasar sobre mí hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa<br />

desciende, como el rocío sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi pantalón color de<br />

perla; la angustia y el aturdimiento de la criada no conocen término; retírase atolondrada sin<br />

acertar con las excusas; al volverse tropieza con el criado que traía una docena de platos<br />

limpios y una salvilla con las copas para los vinos generosos, y toda aquella máquina viene<br />

al suelo con el más horroroso estruendo y confusión. «¡Por San Pedro!», exclama dando<br />

una voz Braulio, difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al paso que brota<br />

fuego el rostro de su esposa. «Pero sigamos, señores, no ha sido nada», añade volviendo en<br />

sí.<br />

¡Oh, honradas casas donde un modesto cocido y un principio final constituyen la<br />

felicidad diaria de una familia, huid del tumulto de un convite de día de días! Sólo la<br />

costumbre de comer y servirse bien diariamente puede evitar semejantes destrozos.<br />

¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! Sí, las hay para mí, ¡infeliz! Doña Juana, la de los<br />

dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una fineza, que es<br />

indispensable aceptar y tragar, el niño se divierte en despedir a los ojos de los concurrentes<br />

los huesos disparados de las cerezas; don Leandro me hace probar el manzanilla exquisito,<br />

que he rehusado, en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus labios<br />

grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh última<br />

de las desgracias!, crece el alboroto y la conversación, roncas ya las voces, piden versos y<br />

décimas y no hay más poeta que Fígaro.


-Es preciso.<br />

-Tiene usted que decir algo -claman todos.<br />

-Dese pie forzado; que diga una copla a cada una.<br />

-Yo le daré el pie: A don Braulio en este día.<br />

-Señores, ¡por Dios!<br />

-No hay remedio.<br />

-En mi vida he improvisado.<br />

-No se haga usted el chiquito. -Me marcharé.<br />

-Cerrar la puerta.<br />

-No se sale de aquí sin decir algo. y digo versos por fin, y vomito disparates, y los<br />

celebran, y crece la bulla y el humo y el infierno.<br />

A Dios gracias, logro escaparme de aquel nuevo Pandemonio. Por fin, ya respiro el aire<br />

fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios, ya no hay castellanos viejos a mi<br />

alrededor.<br />

¡Santo Dios, yo te doy [las] gracias, exclamo respirando, como el ciervo que acaba de<br />

escaparse de una docena de perros y que oye ya apenas sus ladridos; para de aquí en<br />

adelante no te pido riquezas, no te pido empleos, no honores; líbrame de los convites<br />

caseros y de días de días; líbrame de estas casas en que es un convite un acontecimiento en<br />

que sólo se pone la mesa decente para los convidados, en que creen hacer obsequios cuando<br />

dan mortificaciones, en que se hacen finezas, en que se dicen versos, en que hay niños, en<br />

que hay gordos, en que reina, en fin, la brutal franqueza de los castellanos viejos! Quiero<br />

que si caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un roastbeef, desaparezca del<br />

mundo el beefsteak, se anonaden los timbales de macarrones, no haya pavos en Perigueux,<br />

ni pasteles en Perigord, se sequen los viñedos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo<br />

la deliciosa espuma del Champagne.<br />

Concluida mi deprecación mental, corro a mi habitación a despojarme de mi camisa y de<br />

mi pantalón, reflexionando en mi interior que no son unos todos los hombres, puesto que<br />

los de un mismo país, acaso de un mismo entendimiento, no tienen las mismas costumbres,<br />

ni la misma delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vístome y vuelo a<br />

olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes que piensan, que viven sujetas al<br />

provechoso yugo de una buena educación libre y desembarazada, y que fingen acaso<br />

estimarse y respetarse mutuamente para no incomodarse, al paso que las otras hacen<br />

ostentación de incomodarse, y se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose tal vez<br />

verdaderamente.


Vuelva usted mañana<br />

(Artículo del bachiller)<br />

Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que<br />

ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos<br />

habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de<br />

la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia,<br />

y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en<br />

que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.<br />

Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi<br />

casa un extranjero de estos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro<br />

país una idea exagerada e hiperbólica, de estos que, o creen que los hombres aquí son<br />

todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que<br />

son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando<br />

que nuestro carácter se conserva tan íntacto como nuestra ruina; en el segundo vienen<br />

temblando por esos caminos, y preguntan si son los ladrones que los han de despojar<br />

losindividuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los<br />

azares de un camino, comunes a todos los países.<br />

Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda<br />

vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a<br />

esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que<br />

estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su<br />

poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas<br />

veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haberlas<br />

profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre,<br />

que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las<br />

comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.<br />

Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta<br />

ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar<br />

que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.<br />

Un extranjero de estos fue el que se presentó en mi casa, provisto de competentes cartas<br />

de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras,<br />

y aun proyectos vastos concebidos en París de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal<br />

cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían.<br />

Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente<br />

que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto<br />

seguro en que invertir su capital. Parecióme el extranjero digno de alguna consideración,<br />

trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su


casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse.<br />

Admiróle la proposición, y fue preciso explicarme más claro.<br />

-Mirad -le dije-, monsieur Sans-delai, que así se llamaba; vos venís decidido a pasar<br />

quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.<br />

-Ciertamente -me contestó- Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos<br />

un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis<br />

ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado<br />

mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y<br />

corno será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis<br />

derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis<br />

especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis<br />

proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días;<br />

en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el<br />

décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me<br />

vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince cinco días.<br />

Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me andaba<br />

retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna<br />

jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de<br />

asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.<br />

-Permitidme, monsieur Sans-délai -le dije entre socarrón y formal-, permitidme que os<br />

convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.<br />

-¿Cómo?<br />

-Dentro de quince meses estáis aquí todavía.<br />

-¿Os burláis?<br />

-No por cierto.<br />

-¿No mepodré marchar cuando quiera?¡Cierto que la idea es graciosa!<br />

-Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.<br />

-¡Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de<br />

hablar mal [siempre] de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.<br />

-Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a<br />

una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.<br />

-¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.<br />

-Todos os comunicarán su inercia.


Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por<br />

la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en<br />

hablar por mí.<br />

Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a bucar un genealogista, lo cual sólo sepudo<br />

hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido: encontrámosle por<br />

fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que<br />

necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que<br />

nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonríeme y marchámonos. Pasaron<br />

tres días: fuimos.<br />

-Vuelva usted mañana -nos respondió la criada-, porque el señor no se ha levantado<br />

todavía.<br />

-Vuelva usted mañana -nos dijo al siguiente día-, porque el amo acaba de salir.<br />

-Vuelva usted mañana -nos respondió el otro-, porque el amo está durmiendo la siesta.<br />

-Vuelva usted mañana -nos respondió el lunes siguiente-, porque hoy ha ido a los toros.<br />

-¿Qué día, a qué hora se ve a un español?<br />

Vímosle por fin, y «Vuelva usted mañana -nos dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva<br />

usted mañana, porque no está en limpio».<br />

A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido<br />

Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije<br />

a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.<br />

Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.<br />

Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas<br />

pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el<br />

genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del<br />

mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia;<br />

sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo<br />

después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que<br />

sepa escribir no le hay en este país.<br />

No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado<br />

llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas;<br />

la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero a quien<br />

le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir<br />

de casa.


Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni<br />

respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!<br />

-¿Qué os parece esta tierra, monsieur San-délai? -le dije al llegar a estas pruebas.<br />

-Me parece que son hombres singulares...<br />

-Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.<br />

Presentose con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo<br />

que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.<br />

A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.<br />

-Vuelva usted mañana -nos dijo el portero-. El oficial de la mesa no ha venido hoy.<br />

-Grande causa le habrá detenido -dije yo entre mí. Fuimos a dar un paseo, y nos<br />

encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una<br />

vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid.<br />

Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:<br />

-Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.<br />

-Grandes negocios habrán cargado sobre él-, dije yo.<br />

Como soy el diablo, y aún he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el<br />

agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una<br />

charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo el acertar.<br />

-Es imposible verle hoy -le dije a mi compañero-; su señoría está en efecto ocupadísimo.<br />

Dionos audiencia el miércoles, inmediato, y ¡qué fatalidad! el expediente había pasado a<br />

informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan,<br />

porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y<br />

vino tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido<br />

encontrar empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos<br />

ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos<br />

perdidos de la justicia de nuestra causa.<br />

Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina de que el<br />

tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error,<br />

pasose al ramo establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos, caminando después de<br />

tres meses a la cola siempre de nuestro expediente,como hurón que busca el conejo, y sin<br />

poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí que el expediente<br />

salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.


-De aquí se remitió con fecha de tantos -decían en uno.<br />

-Aquí no ha llegado nada -decían en otro.<br />

-¡Voto va! -dije yo a monsieur Sans-délai, ¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado<br />

en el aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma<br />

sobre algún tejido de esta activa población?<br />

Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio!<br />

-Es indispensable -dijo el oficial con voz campanuda-, que esas cosas vayan por sus<br />

trámites regulares.<br />

Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro<br />

expediente tantos o cuantos años de servicio.<br />

Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al<br />

informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre<br />

mañana, salió con una notita al margen que decía:<br />

«A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado.»<br />

-¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai -exclamé riéndome a carcajadas-; éste es nuestro<br />

negocio.<br />

Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los diablos.<br />

-¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré<br />

conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted mañana, y cuando<br />

este dichoso mañana llega en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles<br />

dinero? ¿Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado<br />

para oponerse a nuestras miras.<br />

-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La<br />

pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta: es más<br />

fácil negar las cosas que enterarse de ellas.<br />

Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para la<br />

anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.<br />

-Ese hombre se va a perder -me decía un personaje muy grave y muy patriótico.<br />

-Esa no es una razón -le repuse-: si él se arruina, nada, nada se habrá perdido en<br />

concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia.


-¿Cómo ha de salir con su intención?<br />

-Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno aquí morirse<br />

siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?<br />

-Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que ese<br />

señor extranjero quiere.<br />

-¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?<br />

-Sí, pero lo han hecho.<br />

-Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. ¿Con que, porque siempre<br />

se han hecho las cosas del modo peor posible, será preciso tener consideraciones con los<br />

perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al<br />

moderno.<br />

-Así estáestablecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.<br />

-Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.<br />

-En fin, señor Fígaro, es un extranjero.<br />

-¿Y por qué no lo hacen los naturales del país?<br />

-Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.<br />

-Señor mío -exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia-, está usted en un error harto<br />

general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por<br />

poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco<br />

orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones<br />

que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de<br />

recurrir a los que sabían más que ellas. Un extranjero -seguí- que corre a un país que le es<br />

desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo,<br />

contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero, si<br />

pierde es un héroe; si gana es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos<br />

proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en<br />

este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece<br />

y se arriesga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya ni puede serlo;<br />

sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al<br />

suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son<br />

españoles, y sus nietoslo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital<br />

suyo que irá invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento, que vale<br />

por lo menostanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de<br />

quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al<br />

aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades,


todos los Gobiernos sabios y prudentes han llamado así a los extranjeros: a su grande<br />

hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de<br />

todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras<br />

naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las<br />

últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted<br />

-concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es muy difícil convencer al<br />

que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos<br />

fundar en usted grandes esperanzas! [La fortuna es que hay hombres que mandan más<br />

ilustrados que usted, que desean el bien de su país, y dicen: «Hágase el milagro, y hágalo el<br />

diablo.» Con el Gobierno que en el día tenemos, no estamos ya en el caso de sucumbir a los<br />

ignorantes o a los malintencionados, y quizá ahora se logre que las cosas vayan a mejor,<br />

aunque despacio, mal que les pese a los batuecos.]<br />

Concluida esta filípica, fuime en busca de mi Sans-délai<br />

-Me marcho, señor Fígaro -me dijo-. En este país no hay tiempo para hacer nada; sólo<br />

me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable.<br />

-¡Ay! mi amigo -le dije-, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia;<br />

mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.<br />

-¿Es posible?<br />

-¿Nunca me habéis de creer? Acordaos de los quince días...<br />

Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo.<br />

-Vuelva usted mañana -nos decían en todas partes-, porque hoy no se ve.<br />

-Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial.<br />

Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del memorialito: representábasele en la<br />

imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y... Contentose con decir:<br />

-Soy extranjero-. ¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos!<br />

Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días<br />

tardamos en ver [a fuerza de esquelas y de volver], las pocas rarezas que tenemos<br />

guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año<br />

más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y<br />

dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de<br />

nuestras costumbres; diciendo sobre todo que en seis meses no había podido hacer otra cosa<br />

sino volver siempre mañana, y que a la vuelta de tanto mañana eternamente futuro, lo<br />

mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno había sido marcharse.<br />

¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo),<br />

tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza?


¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos<br />

esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no<br />

tienes, como suelos, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de<br />

abrir los ojos para ojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo a mí mismo,<br />

que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de<br />

esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista<br />

amorosa; abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas de más de un<br />

empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible;<br />

renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, o relaciones sociales que<br />

hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay<br />

negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las<br />

once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o<br />

roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando<br />

cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más<br />

que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavo en un sitial, y bostezando sin cesar, las<br />

doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me<br />

acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida<br />

desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy<br />

confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones,<br />

el título de este artículo, que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las noches y muchas<br />

tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz<br />

diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones: ¡Eh,<br />

mañana le escribiré! Da gracias a que llegó por fin este mañana, que no es del todo malo;<br />

pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!<br />

Modos de vivir que no dan de vivir. Oficios menudos<br />

Considerando detenidamente la construcción moral de un gran pueblo se puede observar<br />

que lo que se llama profesiones conocidas o carreras, no es lo que sostiene la gran<br />

muchedumbre; descártense los abogados y los médicos, cuyo oficio es vivir de los<br />

disparates y excesos de los demás; los curas, que fundan su vida temporal sobre la espiritual<br />

de los fieles; los militares, que venden la suya con la expresa condición de matar a los<br />

otros; los comerciantes, que reducen hasta los sentimientos y pasiones a valores de bolsa;<br />

los nacidos propietarios, que viven de heredar; los artistas, únicos que dan trabajo por<br />

dinero, etc., etc.; y todavía quedará una multitud inmensa que no existirá de ninguna de<br />

esas cosas, y que sin embargo existirá; su número en los pueblos grandes es crecido, y esta<br />

clase de gentes no pudierian sentar sus reales en ninguna otra parte; necesitan el ruido y el<br />

movimiento, y viven, como el pobre del Evangelio, de las migajas que caen de la mesa del<br />

rico. Para ellos hay una rara superabundancia de pequeños oficios, los cuales, no pudiendo<br />

sufragar por sus cortas ganancias a la manutención de una familia, son más bien pretextos<br />

de existencia que verdaderos oficios; en una palabra, modos de vivir que no dan de vivir;<br />

los que los profesan son, no obstante, como las últimas ruedas de una máquina, que sin<br />

tener a primera vista grande importancia, rotas o separadas del conjunto paralizan el<br />

movimiento.


Estos seres marchan siempre a la cola de las pequeñas necesidades de una gran<br />

población, y suelen desempeñar diferentes cargos, según el año, la estación, la hora del día.<br />

Esos mismos que en noviembre venden ruedos o zapatillas de orillo, en julio venden<br />

horchata, en verano son bañeros del Manzanares, en invierno cafeteros ambulantes; los que<br />

venden agua en agosto, vendían en carnaval cartas y garbanzos de pega y en navidades<br />

motes nuevos para damas y galanes.<br />

Uno de estos menudos oficios ha recibido últimamente un golpe mortal con la sabia y<br />

filantrópica institución de San Bernardino, y es gran dolor por cierto, pues que era la<br />

introducción a los demás, es decir, el oficio de examen, y el más fácil; quiero hablar de la<br />

candela. Una numerosa turba de muchachos, que podía en todo tiempo tranquilizar a<br />

cualquiera sobre el fin del mundo (cuyos padres es de suponer existen, en atención a lo<br />

difícil que es obtener hijos sin previos padres, pero no porque hubiese datos más positivos)<br />

se esparcían por las calles y paseos. Todas las primeras materias, todo el capital necesario<br />

para empezar su oficio se reducían a una mecha de trapos, de que llevaban siempre sobre sí<br />

mismos abundante provisión; a la luz de la filosofía, debían tener cierto valor; cuando el<br />

mundo es todo vanidad,cuándo todos los hombres dan dinero por humo, ellos solos daban<br />

humo por dinero.Desgraciadamente, un nuevo Prometeo les ha robado el fuego de las<br />

profesiones conocidas, de las instituciones sentadas y reglamentadas.<br />

Pero con respecto a los demás,dígasenos francamente si pueden subsistir con sus<br />

ganancias: aquel hombre negro y mal encarado, que con la balanza rota y la alforja vieja<br />

parece, según lo maltratado, la imagen de la justicia, y cuya profesión es dar higos y pasas<br />

por hierro viejo; el otro que, siempre detrás de su acémila, y tan inseparable de ella como<br />

alma y cuerpo, no vende nada, antes compra... palomina; capitalista verdadero, coloca sus<br />

fondos y tiene que revender después y ganar en su preciosa mercancía; ha de mantenerse él<br />

y su caballería, que al fin son dos, aunque parecen uno, y eso suponiendo que no tenga más<br />

familia; el que vende alpiste para canarios, la que pregona pajuelas, etc.<br />

Pero entre todos los modos de vivir ¿qué me dice el lector de la trapera que con un cesto<br />

en el brazo y un instrumento en la mano recorre a la madrugada, y aun más comúnmente de<br />

noche, las calles de la capital? Es preciso observarla atentamente. La trapera marcha sola y<br />

silenciosa; su paso es incierto como el vuelo de la mariposa; semejante también a la abeja,<br />

vuela de flor en flor (permítaseme llamar así a los portales de Madrid, siquiera por figura<br />

retórica y en atención a que otros hacen peores figuras que las debieran hacer mejores).<br />

Vuela de flor en flor, como decía, sacando de cada parte sólo el jugo que necesita;<br />

repáresela de noche: indudablemente ve como las aves nocturnas; registra los más<br />

recónditos rincones, y donde pone el ojo pone el gancho, parecida en esto a muchas<br />

personas de más decente categoría que ella; su gancho es parte integrante de su persona; es,<br />

en realidad, su sexto dedo, y le sirve como la trompa al elefante; dotado de una sensibilidad<br />

y de un tacto exquisitos, palpa, desenvuelve, encuentra, y entonces, por un sentimiento<br />

simultáneo, por una relación simpática que existe entre la voluntad de la trapera y su<br />

gancho, el objeto útil, no bien es encontrado, ya está en el cesto. La trapera, por tanto, con<br />

otra educación sería un excelente periodista y un buen traductor de Scribe; su clase de<br />

talento es la misma: buscar, husmear, hacer propio lo hallado; solamente mal aplicado: he<br />

ahí la diferencia.


En una noche de luna el aspecto de la trapera es imponente; alargar el gancho, hacerlo<br />

guadaña, y al verla entrar y salir en los portales alternativamente, parece que viene a llamar<br />

a todas las puertas, precursora de la parca. Bajo este aspecto hace en las calles de Madrid<br />

los oficios mismos que la calavera en la celda del religioso: invita a la meditación, a la<br />

contemplación de la muerte, de que es viva imagen.<br />

Bajo otros puntos de vista se puede comparar a la trapera con la muerte; en ella vienen a<br />

nivelarse todas las jerarquías; en su cesto vienen a ser iguales, como en el sepulcro,<br />

Cervantes y Avellaneda; allí, como en un cementerio, vienen a colocarse al lado los unos de<br />

los otros: los decretos de los reyes, las quejas del desdichado, los engaños del amor, los<br />

caprichos de la moda; allí se reúnen por única vez las poesías releídas, de Quintana, y las<br />

ilegibles de A***; allí se codean Calderón y S***; allá van juntos Moratín y B***. La<br />

trapera, como la muerte, equo pulsat pede pauperum tabernas, regumque turres. Ambas<br />

echan tierra sobre el hombre oscuro, y nada pueden contra el ilustre; ¡de cuántos bandos ha<br />

hecho justicia la primera! ¡De cuántos banderos la segunda!<br />

El cesto de la trapera, en fin, es la realización única posible, de la fusión, que tales nos<br />

ha puesto. El Boletín de Comercio y La Estrella, La Revista y La Abeja, las metáforas de<br />

Martínez de la Rosa y las interpelaciones del conde de las Navas, todo se funde en uno<br />

dentro del cesto de la trapera.<br />

Así como el portador de la candela era siempre muchacho y nunca envejecía, así la<br />

trapera no es nunca joven: nace vieja; éstos son los dos oficios extremos de la vida, y como<br />

la Providencia, justa, destinó a la mortificación de todo bicho otro bicho en la naturaleza,<br />

como crió el sacre para daño de la paloma, la araña para tormento de la mosca, la mosca<br />

para el caballo, la mujer para el hombre y el escribano para todo el mundo, así crió en sus<br />

altos juicios a la trapera para el perro. Estas dos especies se aborrecen, se persiguen, se<br />

ladrán, se enganchan y se venden.<br />

Ese ser, con todo, ha de vivir, y tiene grandes necesidades, si se considera la carrera<br />

ordinaria de su existencia anterior; la trapera, por lo regular (antes por supuesto de serlo) ha<br />

sido joven, y aun bonita; muchacha, freía buñuelos, y su hermosura la perdió. Fea, hubiera<br />

recorrido una carrera oscura, pero acaso holgada; hubiera recurrido al trabajo, y éste la<br />

hubiera sostenido. Por desdicha era bien parecida, y un chulo de la calle de Toledo se<br />

encargó en sus verdores de hacérselo creer; perdido el tino con la lisonja, abandonó la casa<br />

paterna (taberna muy bien acomodada), y pasó a naranjera. El chulo no era eterno, pero una<br />

naranjera siempre es vista; un caballerete fue de parecer de que no eran naranjas loque<br />

debía vender, y le compró una vez por todas todo el cesto; de allí a algún tiempo, queriendo<br />

desasirse de ella, la aconsejó que se ayudase, y reformada ya de trajes y costumbres, la<br />

recomendó eficazmente a una modista; nuestra heroína tuvo diez años felices de modistilla;<br />

el pañuelo de labor en la mano, el fichú en la cabeza, y el galán detrás, recorrió las calles y<br />

un tercio de su vida; pero cansada del trabajo pasó a ser prima de un procurador (de la<br />

curia) que como pariente la alhajó un cuarto; poco después el procurador se cansó del<br />

parentesco, y le procuró una plaza de corista en el teatro; ésta fue la época de su apogeo y<br />

de su gloria; de señorito en señorito, de marqués en marqués, no se hablaba sino de la<br />

hermosa corista. Pero la voz pasa, y la hermosura con ella, y con la hermosura los galanes<br />

ricos; entonces empezó a bajar de nuevo la escalera hasta el último piso, hasta el piso bajo;


luego mudó de barrios hasta el hospital; la vejez por fin vino a sorprenderla entre las<br />

privaciones y las enfermedades; el hambre le puso el gancho en la mano, y el cesto fue la<br />

barquilla de su naufragio. Bien dice Quintana:<br />

¡Ay!¡Infeliz de la que nace hermosa!<br />

Llena, por consiguiente, de recuerdos de grandeza la trapera necesita ahogarlos en algo,<br />

y por lo regular los ahoga en aguardiente. Esto complica extraordinariamente sus gastos.<br />

Desgraciadamente, aunque el mundo da tanto valor a los trapos, no es a los de la trapera.<br />

Sin embargo, ¡qué de veces lleva tesoros en su cesto! ¡Pero tesoros impagables!<br />

Ved aquel amante, que cuenta diez veces al día y otras tantas a la noche las piedras de la<br />

calle de su querida. Amelia es cruel con él: ni un favor, ni una distinción, alguna mirada de<br />

cuando en cuando... algún... nada. Pero ni una contestación de su letra a sus repetidas<br />

cartas, ni un rizo de su cabello que besar, ni un blanco cendal de batista que humedecer con<br />

sus lágrimas. El desdichado daría la vida por un harapo de su señora.<br />

¡Ah!, ¡mundo de dolor y [de] trastueques! La trapera es más feliz. ¡Mírala entrar en el<br />

portal, mírala mover el polvo! El amante la maldice; durante su estancia no puede subir la<br />

escalera; por fin sale, y el imbécil entra, despreciándola al pasar. ¡Insensato! Esa que<br />

desprecia lleva en su banasta, cogidos a su misma vista, el pelo que le sobró a Amelia del<br />

peinado aquella mañana, una apuntación antigua de la ropa dada a la lavandera, toda de su<br />

letra (la cosa más tierna del mundo), y una gola de linón hecha pedazos... ¡Una gola!!! Y<br />

acaso el borrador de algún billete escrito a otro amante.<br />

Alcánzala, busca; el corazón te dirá cuáles son los afectos de tu amada. Nada. El amante<br />

sigue pidiendo a suspiros y gemidos las tiernas prendas, y la trapera sigue pobre su camino.<br />

Todo por no entenderse. ¡Cuántas veces pasa así la felicidad a nuestro lado sin que nosotros<br />

la veamos!<br />

Me he detenido, distinguiendo en mi descripción a la trapera entre todos los demás<br />

menudos oficios, porque realmente tiene una importancia que nadie le negará. Enlazada con<br />

el lujo y las apariencias mundanas por la parte del trapo, e íntimamente unida con las letras<br />

y la imprenta por la del papel, era difícil no destinarle algunos párrafos más.<br />

El oficio que rivaliza en importancia con el de la trapera es indudablemente el del<br />

zapatero de viejo.<br />

El zapatero de viejo hace su nido en los rincones de los portales; allí tiene una especie de<br />

gruta, una socavación subterránea, las más veces sin luz ni pavimento. Al rayar del alba<br />

fabrica en un abrir y cerrar de ojos su taller en un ángulo (si no es lunes); dos tablas unidas<br />

componen su recinto; una mala banqueta, una vasija de barro para la lumbre,<br />

indispensablemente rota, y otra más pequeña para el agua en que ablanda la suela con todo<br />

su menaje; el cajón de las lesnas a un lado, su delantal de cuero, un calzón de pana y<br />

medias azules son los signos distintivos. Antes de extender la tienda de campaña bebe un<br />

trago de aguardiente y cuelga con cuidado a la parte de afuera una tabla, y de ella pendiente<br />

una bota inutilizada; cualquiera al verla creería que quiere decir: Aquí se estropean botas.


No puede establecerse en un portal sin previo permiso de los inquilinos, pero como<br />

regularmente es un infeliz cuya existencia depende de las gentes que conoce ya en el barrio,<br />

¿quién ha de tener el corazón tan duro para negarse a sus importunidades? La señora del<br />

cuarto principal, compadecida, lo consiente; la del segundo, en vista de esa primera<br />

protección, no quiere chocar con la señora condesa; los demás inquilinos no son siquiera<br />

consultados. Así es que empiezan por aborrecer al zapatero, y desahogan su amor propio<br />

resentido en quejas contra las aristocráticas vecinas. Pero al cabo el encono pasa, sobre todo<br />

considerando que desde que se ha establecido allí el zapatero, a lo menos está el portal<br />

limpio.<br />

Una vez admitido, se agarra a la casa como un alga a las rocas; es tan inherente a ella<br />

como un balcón a una puerta, pero se parece a la hiedra y a la mujer: abraza para destruir.<br />

Es la víbora abrigada en el pecho; es el ratón dentro del queso. Por ejemplo, canta y<br />

martillea y parece no hacer otra cosa. ¡Error! Observa la hora a que sale el amo, qué gente<br />

viene en su ausencia, si la señora sale periódicamente, si va sola o acompañada, si la niña<br />

balconea, si se abre casualmente alguna ventanilla o alguna puerta con tiento cuando sube<br />

tal o cual caballero; ve quién ronda la calle, y desde su puesto conoce al primer golpe de<br />

vista, por la inclinación del cuello y, la distancia del cuyo, el piso en que está la intriga.<br />

Aunque viejo, dice chicoleos a toda criada que sale y entra, y se granjea por tanto su buena<br />

voluntad; la criada es al zapatero lo que el anteojo al corto de vista: por ella ve lo que no<br />

puede ver por sí, y reunido lo interior y lo exterior, suma y lo sabe todo. ¿Se quiere saber la<br />

causa de la tardanza de todo criado o criada que va a un recado? ¿Hay zapatero de viejo?<br />

No hay que preguntarla. ¿Tarda? Es que le está contando sus rarezas de usted, tirano de la<br />

casa, y lo que con usted sufre la señora, que es una malva la infeliz.<br />

El zapatero sabe lo que se come en cada cuarto, y a qué hora. Ve salir al empleado en<br />

Rentas por la mañana, disfrazado con la capa vieja, que va a la plaza en persona, no porque<br />

no tenga criada, sino porque el sueldo da para estar servido, pero no para estar sisado. En<br />

fin, no se mueve una mosca en la manzana sin que el buen hombre la vea; es una red la que<br />

tiende sobre todo el vecindario, de la cual nadie escapa. Para darle más extensión, es<br />

siempre,casado, y la mujer se encarga de otro menudo oficio; como casada no puede servir,<br />

es decir, de criada, pero sirve de lo que se llama asistenta; es conocida por tal en el barrio.<br />

¿Se despidió una criada demasiado bruscamente y sin dar lugar al reemplazo? Se llama a la<br />

mujer del zapatero. ¿Hay un convite que necesita aumento de brazos en otra parte? ¿Hay<br />

que dar de prisa y corriendo ropa a lavar, a coser, a planchar, mil recados, en fin<br />

extraordinarios? La mujer del zapatero, el zapatero.<br />

Por la noche el marido y la mujer se reúnen y hacen fondo común de hablillas; ella da<br />

cuenta de lo que ha recogido su policía, y él sobre cualquier friolera le pega una paliza, y<br />

hasta el día siguiente. Esto necesita explicación: los artesanos en general no se embriagan<br />

más que el domingo y el lunes, algún día entre semana, las Pascuas, los días de santificar y<br />

por este estilo; el zapatero de viejo es el único que se embriaga todos los días; ésta es la<br />

clave de la paliza diaria; el vino que en otros se sube a la cabeza,. en el zapatero de viejo se<br />

sube a las espaldas de la mujer; es decir, que se trasiega.


Este hermoso matrimonio tiene numerosos hijos, que enredan en el portal, o sirven de<br />

pequenos nudos a la gran red pescadora.<br />

Si tiene usted hija, mujer, hermana o acreedores, no viva usted en casa de zapatero de<br />

viejo. Usted al salir le dirá: Observe usted quién entra y quién sale de mi casa. A la vuelta<br />

ya sabe quién debe sólo decir que ha estado, o habrá salido un momento fuera, y como no<br />

haya sido en aquel momento... Usted le da un par de reales por la fidelidad. Par de reales<br />

que sumados con la pesetas que le ha dado el que no, quiere que se diga que entró, forma la<br />

cantidad de seis reales. El zapatero es hombre de revolución, despreocupado, superior a las<br />

preocupaciones vulgares, y come tranquilamente a dos carrillos.<br />

En otro cuarto es la niña la que produce: el galán no puede entrar en la casa y es preciso<br />

que alguien entregue las cartas; el zapatero es hombre de bien, y por tanto no hay<br />

inconveniente; el zapatero puede además franquear su cuarto, puede... ¡qué se yo qué puede<br />

el zapatero!<br />

Por otra parte, los acreedores y los que persiguen a su mujer de usted, saben por su<br />

conducto si usted ha salido, si ha vuelto, si se niega o si está realmente en casa. ¡Qué<br />

multitud de atenciones no tiene sobre sí el zapatero! ¡Qué tino no es necesario en sus<br />

diálogos y respuestas! ¡Qué corazón tan firme para no aficionarse sino a los que más pagan!<br />

Sin embargo, siempre que usted llega al puesto del zapatero, está ausente; pero de allí a<br />

poco sale de la taberna de enfrente, adonde ha ido un momento a echar un trago; semejante<br />

a la raña, tiendela tela en el portal y se retira a observar la presa al agujero.<br />

Hay otro zapatero de viejo, ambulante, que hace su oficio de comprar desechos... pero<br />

éste regularmente es un ladrón encubierto que se informa de ese modo de las entradas y<br />

salidas de las casas, de... en una palabra, no tiene comparación con nuestro zapatero.<br />

Otra multitud de oficios menudos merecen aún una historia particular, que les haríamos<br />

si no temiésemos fastidiar a nuestros lectores. Ese enjambre de mozos y sirvientes que<br />

viven de las propinas, y en quienes consiste que ninguna cosa cueste realmente lo que<br />

cuesta, sino mucho más; la abaniquera de abanicos de novia en el verano, a cuarto la pieza;<br />

la mercadera de torrados de la Ronda; el de los tirantes y navajas; el cartelero que vive de<br />

estampar mi nombre y el de mis amigos en la esquina; los comparsas del teatro, condenados<br />

eternamente a representar por dos reales, barbas, un pueblo numeroso entre seis o siete; el<br />

infinito corbatines y almohadillas, que está en todos los cafés a un mismo tiempo; siempre<br />

en aquel en que usted está, y vaya usted al que quiera; el barbero de la plazuela de la<br />

Cebada, que abre su asiento de tijera y del aire libre hace tienda; esa multitud de corredores<br />

de usura que viven de llevar a empeñar y desempeñar; esos músicos del anochecer, que, el<br />

calendario en una mano y los reales nombramientos en otra, se van dando días y<br />

enhorabuenas a gentes que no conocen; esa muchedumbre de maestros de lenguas a 30<br />

reales y retratistas a 70 reales; todos los habitantes y revendedores del rastro, las prenderas,<br />

los... ¿no son todos menudos oficios? Esas casamenteras de voluntades, como las llama<br />

Quevedo... pero no todo es el dominio del escritor, y desgracidiamente en punto a<br />

costumbres y menudos oficios acaso son los más picantes los que es forzoso callar; los hay<br />

odiosos, los hay despreciables, los hay asquerosos, los hay que ni adivinar se quisieran;


pero en España ningún oficio reconozco más menudo, y sirva esto de conclusión, ningún<br />

modo de vivir que dé menos de vivir que el de escribir para el público y hacer versos para<br />

la gloria; más menudo todavía el público que el oficio, es todo lo más si para leerlo a usted<br />

le componen cien personas, y con respecto a la gloria, bueno es no contar con ella, por si<br />

ella no contase con nosotros.<br />

El día de difuntos de 1836<br />

Fígaro en el cementerio<br />

Beati qui moriuntur in Domino<br />

En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta<br />

especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué<br />

artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de<br />

cuantas cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal<br />

cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto poco<br />

importante en época en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han<br />

hecho. Pero suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal dije,<br />

es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa<br />

alguna. He visto tanto, tanto, tanto... como dice alguien en El Califa. Lo que sí me sucede<br />

es no comprender claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos<br />

no me asombra precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo<br />

comprendo.<br />

En esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el<br />

antiguo refrán que dice: Fíate en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe en<br />

un país tan eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con<br />

tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas<br />

melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea<br />

aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía; un hombre que cree en la amistad y<br />

llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo<br />

tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene<br />

asignada pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones,<br />

un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y sin<br />

Estatuto, un grande que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un<br />

general constitucional que persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo siempre<br />

tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del Mundo en la carcel en<br />

virtud de la libertad de imprenta, un ministro de España y un Rey, en fin, constitucional,<br />

son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su melancolía con aquélla que a mi me<br />

acosaba, me oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.<br />

Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis<br />

meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal mal de casado,<br />

ora sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis


faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos Gobiernos, ora alzaba la vista<br />

al cielo como si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba<br />

avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono,<br />

semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia.<br />

-¡Día de difuntos! -exclamé.<br />

Y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que<br />

han sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte.<br />

Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el<br />

estertor del moribundo; ellas también van a morir a manos de la libertad, que todo lo<br />

vivifica, y ellas serán las únicas en España ¡santo Dios!, que morirán colgadas. ¡Y hay<br />

justicia divina!<br />

La melancolía llegó entonces a su término; por una reacción natural cuando se ha<br />

agotado una situación, ocurriome de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del<br />

mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión...<br />

¡Fuera, exclamé, fuera! -como si estuviera viendo representar a un actor español-:<br />

¡fuera! -como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojeme a la calle; pero en<br />

realidad con la misma calma y despacio como si se tratase de cortar la retirada a Gómez.<br />

Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de<br />

unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y<br />

para eso salían de las puertas de Madrid!<br />

Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo<br />

espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid.<br />

Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia,<br />

cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una<br />

esperanza o de un deseo.<br />

Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los<br />

muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las<br />

calles del grande osario.<br />

-¡Necios! -decía a los transeúntes-. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por<br />

ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a<br />

vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio. ¿Vais a ver a vuestros<br />

padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos<br />

tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no<br />

pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son<br />

presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel;<br />

ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo.<br />

Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encauzar y a condenar. Ellos, en<br />

fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí los puso, y esa<br />

la obedecen.


-¿Qué monumento es éste? -exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio-. ¿Es<br />

él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos?<br />

¡Palacio! Por un lado mira a Madrid, es decir, a las demás tumbas; por otro mira a<br />

Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me<br />

acordé del verso de Quevedo:<br />

Y ni los v... ni los diablos veo<br />

En el frontispicio decía: «Aquí yace el trono; nació en reinado de Isabel la Católica,<br />

murió en La Granja de un aire colado.» En el basamento se veían cetro y corona y demás<br />

ornamentos de la dignidad real. La Legitimidad figura colosal de mármol negro, lloraba<br />

encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba<br />

sobre sí las muestras de la ingratitud.<br />

¿Y este mausoleo a la izquierda? La armería. Leamos:<br />

Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos R. I. P.<br />

Los Ministerios: Aquí yace media España; murió de la otra media.<br />

Doña María de Aragón Aquí yacen los tres años.<br />

Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el<br />

sarcófago; una nota al pie decía:<br />

El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar.<br />

Y otra añadía, más moderna sin duda: Y resucitó al tercero día.<br />

Más allá: ¡santo Dios! Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de<br />

vejez. Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían<br />

puesto, o no se debía poner nunca.<br />

Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin<br />

embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aún antes de<br />

borrarse: Gobernación. ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los<br />

sepulcros respetan.<br />

¿Qué es esto? ¡La cárcel! Aquí reposa la libertad del pensamiento. ¡Dios mío, en<br />

España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel<br />

célebre epitafio y añadí, involuntariamente:<br />

Aquí el pensamiento reposa,<br />

En su vida hizo otra cosa.


Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en<br />

el relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los<br />

escritores o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.<br />

La calle de Postas, la calle de la Montera. Éstos no son sepulcros. Son osarios, donde,<br />

mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio.<br />

Sombras venerables, ¡basta el valle de Josafat!<br />

Correos. ¡Aquí yace la subordinación militar!<br />

Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano<br />

una especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.<br />

Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.<br />

La bolsa. Aquí yace el crédito español. Semejante a las pirámides de Egipto, me<br />

pregunté, ¡es posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan<br />

pequeña!<br />

La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, éste es el sepulcro de la verdad.<br />

única tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.<br />

La Victoria. Esa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había<br />

monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: ¡Este terreno le ha<br />

comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de conventos!<br />

¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a<br />

mañana?<br />

Los teatros. Aquí reposan los ingenios españoles. Ni una flor, ni un recuerdo, ni una<br />

inscripción.<br />

El Salón de Cortes. Fue casa del Espíritu Santo, pero ya el Espíritu Santo no baja al<br />

mundo en lenguas de fuego.<br />

Aquí yace el Estatuto.<br />

Vivió y murió en un minuto.<br />

Sea por muchos años, añadí, que sí será: éste debió de ser raquítico, según lo poco que<br />

vivió.<br />

El Estamento de Próceres. Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que<br />

dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia provisora, inexplicable! Los próceres y<br />

su sepulcro en el Retiro.<br />

El sabio en su retiro y villano en su rincón.


Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre<br />

el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido<br />

prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se<br />

removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro:<br />

una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.<br />

No había aquí yace todavía: el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto<br />

saltaban a la vista ya distintamente delineados.<br />

¡Fuera, exclamé, la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces!<br />

¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia! Todas estas palabras parecían<br />

repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de<br />

Difuntos de 1836.<br />

Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas.<br />

Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón,<br />

lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.<br />

¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué<br />

dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!<br />

¡Silencio, silencio!!!<br />

Fermín Caballero<br />

El clérigo de misa y olla<br />

Érase un labradorcillo de mediana fortuna (que medianía en los pueblos cortos es tener<br />

pan moreno que comer, seis gallinas que pongan huevos y un pedazo de tierra donde coger<br />

algunas patatas y berzas), casado con una aldeana misticona, buena hilandera y en extremo<br />

hacendosa. Vivían en una paz sepulcral sólo interrumpida por los lloros de los chiquillos,<br />

que eran doce hembras y un varón. Éste se dedicó de tierna edad al cultivo del campo, en el<br />

cual despuntaba por sus fuerzas hercúleas, por su dureza en aplicarlas, por su asiduidad de<br />

yunque y porque nada le distraía sino el azadón o la esteva. ¡Qué pesar sentían sus padres<br />

viéndole en la pubescencia sin medios para librarle de la quinta! Porque ni él daba muestras<br />

de inclinarse al matrimonio, ni podía ordenarse a título de insuficiencia; ni contaban<br />

recursos para ponerle un sustituto (caso de que entonces existiesen empresas y comercio de<br />

sangre humana); ni tenía hernia ni otro defecto corporal que le eximiera de ser soldado.<br />

Mas la Providencia, que hasta de los pájaros cuida, vino a proporcionar un consuelo a<br />

esta familia predestinada. Cayole al chico una capellanía colativa por muerte de un clérigo<br />

su pariente, y cátate abierto un ancho campo de esperanzas risueñas a los ancianos padres y<br />

a las desvalidas hermanas. Ya se creían en el goce de prebendas y de diezmos; ya se<br />

repartían de memoria la copia y los derechos de estola y ya se figuraban a su neófito todo<br />

un capellán de honor, un abad mitrado vere nullius, o un obispo in partibus infidelium.El


muchacho tenía encallecidas las manos y no menos entumecido el cerebro para estudiar lo<br />

más preciso, pero no era cosa de abandonar el beneficio real, positivo y palpable, por cosas<br />

meramente ideales, abstractas y de pura imaginación. ¡Bueno fuera que despreciaran la<br />

fortuna que se les metía en casa por miedo de la ignorancia! Si el ser tonto no arredra al que<br />

logra una toga, un ministerio, una mitra o un capelo, ¿qué mucho que el paleto se atreva<br />

con una capellanía? Pecho al agua dijo, y dijo como un ángel.<br />

Empezó a aprender las primeras letras con el maestro del lugar, que al cabo de tres años<br />

le dio por suficiente en leer el catecismo y en firmar sin muestra. Continuó sus estudios con<br />

el padre cura, que le procuró instruir en deletrear el latín y le enseñó de memoria unas<br />

cuantas reglas de Nebrija. Ora que le pareciese bastante para ser capellán lo que le había<br />

enseñado de gramática, ora que llegado el mozo a los veinticinco años no consentía demora<br />

su ordenación, pasó a darle algunas lecciones del Lárraga, novena vez ilustrado, y antes de<br />

que cumpliese los treinta años se aventuró a aconsejarle que solicitase la tonsura, los grados<br />

y las órdenes mayores. Contaba el párroco, su director, con que la rudeza ostensible del<br />

discípulo, y su hablar balbuciente, serían un motivo de compasión para las sinodales, y<br />

confiaba todavía más en la bondad acreditada del prelado, que por no causar penas a las<br />

familias, ni privarlas del que miraban como sustentáculo de su vejez y orfandad, ordenaba<br />

sin escrúpulo a todo yente y veniente que llamaba a sus puertas. No dicen los anales si este<br />

suceso acaeció en el obispado de Santo Domingo de la Calzada, pues según el proverbio,<br />

En Calahorra<br />

Al asno hacen de corona;<br />

o si tuvo lugar en el episcopado de Solano, sucesor de San Julián, que en esto de dar<br />

órdenes era tan franco como el diputado don Francisco en dar cartas de recomendación.<br />

Nuestro héroe logró aquellos tiempos anchurosos, que han traído a la iglesia estos otros de<br />

estrechez.<br />

Hízose en efecto, clérigo de corona y de menores, a beneficio de la indulgencia sin<br />

límites de los examinadores y del diocesano; empero quedó el pobre capellán tan fatigado y<br />

aturdido del sínodo, que por su voluntad (si es que la tenía propia) fuera capigorrón eterno,<br />

antes que presentarse otra vez a prueba tan terrible. Sólo el aguijón del cura y los llantos de<br />

la madre y hermanas pudieron obligarle a que pretendiera ordenarse in sacris. Las misas en<br />

seco que tuvo que decir para adiestrarse en las rúbricas, los sobos que dio a la hoja del Te<br />

igitur y a las páginas del padre Paco que le concernían, y las angustias que pasó hasta<br />

contarse en el presbiterado sólo él y Dios lo supieron, si no es que por su torpeza y falta de<br />

memoria reservaron a Dios sólo este conocimiento. Pon fin llegó, sufrió el examen, le<br />

ordenaron de epístola, evangelio y misa, y recogió el título para ganar una peseta diaria con<br />

la intención (que la tenía como un toro), y para invertir en su congrua sustentación las<br />

rentas de la capellanía y demás bienes eclesiásticos que adquiriese. ¡Albicrias ilustrísimo<br />

señor! ¡Victoria por Mosen Zoilo o el licenciado Cermeño! ¡Sea enhorabuena, familia<br />

bienaventurada! ¡feliz tú que has logrado meter por las bardas de la iglesia a un hijo, que<br />

puede llegar a ser papa, pues de menos nos hizo Dios!<br />

Aquí tienen ustedes lo que propiamente se llama en Castilla un Clérigo de misa y olla,<br />

porque es un presbítero sin carrera, un clérigo en bruto, un capellán que no sabe de la misa


la media, un eclesiástico raro, un cura de los de su misa y su doña Luisa, un clérigo echado<br />

en casa, un curalienzos, un cantacredos, un saltatumbas, un clerizonte, en fin, por su<br />

vestimenta y modales, y un alquitivi, por servir mejor para alquilón de pasos que para<br />

preste de procesiones. Trasladando esta definición a otras profesiones y materias para<br />

compararlas, resulta que el Clérigo de misa y olla es el maestrante de la milicia cristiana,<br />

pues viste el uniforme sin ir a la guerra; es el esbirro de la iglesia militante que cobra el<br />

sueldo por soplar y oír chismes; es el editor responsable de lo que hacen canónigos y<br />

prelados; es el burro de la viña mística, que únicamente sirve para los oficios más bajos y<br />

groseros, y es el mágico de los bienes temporales, porque espiritualiza con su solo contraste<br />

los edificios, las tierras y los olivares.<br />

Tenemos a nuestro clérigo misicantano, esto es, preparándose para hacer el primer<br />

sacrificio, que vulgarmente se llama cantar misa, y en términos técnicos decir la misa<br />

nueva. El día señalado para esta ceremonia aparatosa ondea sobre la picota del campanario<br />

una bandera encarnada, que suele ser un pañuelo de seda toledano; regalado al dicente por<br />

una monja compatriota. Y además de llamar la atención por la vista se excitan las<br />

sensaciones del oído con repiques, gaitas y festejos; las de ambos sentidos juntos con<br />

voladores y carretillas; las del olfato con las yerbas y flores que adornan la iglesia, y para el<br />

gusto se preparan abundantes comidas por el estilo de las bodas de Camacho. Los curas de<br />

la contorna convierten la parroquia en una colegiata, por todas partes se encuentran gentes<br />

forasteras y todo el pueblo anda revoloteando y de jolgorio.<br />

Acabada la misa, en que don Zoilo ha lucido su voz de sochantre, se celebra el<br />

solemnísimo besamanos. En una zafa de Alcora muy rameada sirve el padrino lego el<br />

lavatorio al celebrante, no sé si para evitar que las chuponas beatas tomen alguna partícula<br />

sagrada o para que acaben de limpiarse las escamas campesinas y queden propiamente<br />

manos de cura. Por primera vez se lavan las palmas del capellán con agua de colonia; y<br />

como si se le quedaran yertas con tan desusada ablución, tienen que suspenderlas los<br />

padrinos eclesiásticos, ínterin que el pueblo fiel toca con sus labios donde tantas veces se<br />

limpiaron las narices del patán.<br />

Llegado el cortejo a la casa clerical empieza la enhorabuena, cumplida, interesante,<br />

tierna. La madre rompe la marcha, abrazando cordialmente a su prenda, y embargada de<br />

alegría hace esta exclamación: ¡Quién me lo había a mí de decir que mi Zoilo metería barba<br />

en cáliz y sería padre de las almas! «A las hermanitas se les van las aguas sin sentirlo, y al<br />

oír que su mayorazgo se ha casado con la iglesia, arden en deseos de matrimoniar aunque<br />

fuera con el sacristán y por detrás del coro. Cual pariente se promete que a la sombra del<br />

nuevo capellán estudiará el sobrinillo y le sucederá en el beneficio: otro celebra lo bien que<br />

le cae la casulla y el bonete y la gracia con que se maneja; y los mozallones, antiguos -<br />

compañeros de fatigas, recuerda lances del boleo y de la barra; y alguno que piensa que el<br />

campo espiritual se cultiva a fuerza de puños, asegura que no ha entrado operario más tieso<br />

que Zoilo en la viña del Señor.<br />

El nuevo estado produce mudanzas marcadas en el héroe de nuestra historia. La primera<br />

es en el traje, porque desde el principio cuida de que olviden las gentes lo que fue y le<br />

presten el homenaje de lo que es. No se quita el alzacuello ni aun para dormir la siesta; el<br />

sombrero de canal le acompaña por todas partes aunque vaya de chaqueta; al color de la


lana y a todo otro color sustituye el lúgubre negro, y en la casa suele revestirse de un raído<br />

talar que fue balandrán de su difunto tío. Huye del trato con los profanos, ya por aparentar<br />

retraimiento del mundo y ocupaciones de su ministerio ya por evitar que le recuerden<br />

bromas y simplezas asadas, ya por quitar la confianza a los que le tuteaban. Pasea solo por<br />

los parajes más extraviados y camina con los ojos bajos, aunque al soslayo y a hurtadillas<br />

guste de enterarse de todo y especialmente de las perfecciones de las criaturas.<br />

Lo común es separarse de la familia y poner casa aparte; y a pesar del empeño de una y<br />

otro hermana por emanciparse a título de cuidarle, él prefiere para sirvienta a la hija del<br />

tamborilero, que es una muchacha rolliza, desenvuelta y de disposición para todo. En los<br />

antiguos cánones se llamaba esta ayuda de parroquia, compañera y barragana del clérigo;<br />

hoy se titula el ama por decencia clerical, pero jamás se confunde ni en el trato, ni en el<br />

porte, ni en el nombre con la simple criada.<br />

Otra variedad causa en don Zoilo el cambio de estado. Antes embotaba sus potencias el<br />

ejercicio corporal; ahora, si bien no han ganado mucho en despejo, suelta algunas<br />

sentencias tradicionales contra libertinos y filósofos aunque ignora qué casta de pájaros<br />

son; habla de duendes, brujas y de ánimas aparecidas y contradice todo lo que suena a<br />

invenciones y novedades. En una palabra, se considera tan otro desde el día en que se abrió<br />

la corona y se vistió los hábitos, que por inmunidad entiende que ningún juez del mundo<br />

tiene que ver con él, sino el obispo o el papa, y al príncipe temporal le considera como un<br />

pobre penitente rendido a sus pies, que espera humildemente su absolución o que le envía<br />

por ella a Roma, si no ha comprado la bula de la santa cruzada.<br />

Andando el tiempo va volviendo el capellán, sin sentirlo a su pristino ser, como la cabra<br />

que siempre tira al monte. Su única obligación es decir los días de precepto misa de alba en<br />

la sementera y de once en los agostos; y aunque el resto del año nunca deja de celebrar,<br />

estando sano, ni tiene precisión de madrugar, ni de estarse en ayunas hasta el medio día. En<br />

veinte minutos hace su deber y su negocio, y como dos horas le bastan para comer y diez<br />

para dormir, el resto del día en algo ha de ocuparlo. Ya le cansa la conversación perpetua<br />

de su sirvienta; no le satisface su exclusiva privanza, y se aburre del retraimiento por los<br />

andurriales. Empieza a salir de la monotonía entrando en alguna casa de más confianza; va<br />

por las tardes y noches a echar un truque con la gente de su estambre, y anuda relaciones<br />

que los humos clericales habían interrumpido. Recobra la anterior franqueza, tira el<br />

cuellecillo reservándolo para los oficios eclesiásticos; sale en mangas de camisa durante la<br />

canícula; se detiene a hablar con las mujeres que lo merecen, mirándola de hito en hito, y si<br />

le enfadan los muchachos, o el ruido de los perros, o las rondas a deshoras, echa sus tacos y<br />

votivas, como un hombre de carne y hueso. El genio bravío y los resabios de la educación<br />

no le abandonarán hasta la fuesa; y guarte no le duren, como diz que dura el carácter<br />

sacerdotal; hasta en los infiernos.<br />

Este es el período álgido de los goces clericales, supuesto que a la compostura afectada<br />

y al aparato exterior ha sucedido la naturalidad grotesca y sin aprensión. El ama procura por<br />

todos los medios que en su casa encuentre el señor lo que necesite, y que le parezca mejor<br />

que lo ajeno; ni la madre Celestina sería más diestra en aderezar tónicos, corroborantes,<br />

excitantes, dulcificantes y sustancias suculentas. Del agua no prueba más gota que la que<br />

destila con la cucharilla en el cáliz; pero todas las vinajeras del vino le parecen chicas, y


golosos todos los monaguillos que le ayudan. Para él está de más el sumidero, aunque le<br />

caiga en el sangüis un mosquito o una avispa, que con los alcohólicos todo pasa por sus<br />

tragaderas espaciosas; y si en vez del pan ácimo le dieran un hornazo o un hojaldre de a<br />

libra se lo engulliría en un santiamén, sin que los fieles conociesen si consumía una hostia.<br />

En resumen, come como un eleogábalo, bebe de lo tinto a boca de jarro, duerme como un<br />

lirón; engorda como un tudesco; huelga pacenteramente, y deja rodar la bola de este diablo<br />

mundo.<br />

No se vaya a juzgar por lo referido que el clérigo de misa y olla es el hombre feliz por<br />

excelencia. Momentos llegan de zozobra en que tiene que poner en tortura sus embotadas<br />

potencias, y volver a arrastrar las hopalandas. Un año y no más le duran las licencias de<br />

celebrar y confesar, y con esta frecuencia ha de solicitarlas de nuevo, previo el examen<br />

correspondiente. Si de recién eleccionado había tantos trabajos para el sínodo, ¿cuánto<br />

crecerán los apuros con el tiempo perdido en la molicie y en el embrutecimiento? Si no ha<br />

vuelto a abrir un libro ni a tener conferencia, ¿qué mucho que haya olvidado lo poco que<br />

sabía? Del idioma latino no conserva otras palabras que las vulgarizadas entre los labriegos:<br />

el busilis, el intríngulis, el cum quibus, un quidam, un agibilibus, la vista bona, la pecunia,<br />

de facto y de populo bárbaro. Baste saber que habiéndole rogado unos cazadores amigos<br />

que les dijera misa de madrugada, encareciéndole la ligereza con la frase de misa de<br />

palomas, pasó largo rato buscando por el misal este oficio, hasta que tropezando con la<br />

Dominica impalmis, que él leyó in palomis, les encajó la pasión entera del Redentor,<br />

dejando a los cazadores crucificados.<br />

Las interminables abreviaturas del Añalejo eran para nuestro cura letras gordas, como lo<br />

son para algunos canónigos, más oscuras que el siriaco y el rúnico. Tomando la cartilla por<br />

almanaque de Torres, o por Piscato-Sarrabal, cuando veía que las lecciones del primer<br />

nocturno eran Justus si morte decía que aquel era buen día para morirse en gracia de Dios;<br />

cuando señalaba Mulierem fortem, retraía a los hombres de que se casasen, porque era día<br />

de mujer testaruda, y si en el rezo se prevenía el salmo Confitemini, abreviado confit,<br />

aseguraba que era el día propio para comprar dulces en las zucrerías. El 7 de marzo tuvo<br />

una petera escandalosa con el sacristán, obstinado en que le había de poner el altar en<br />

medio de la nave, porque el añalejo decía Missa In medio Ecclesiae, y la Dominica in albis<br />

se empeñó en celebrar sin casulla, tomando al pie de la letra lo de en alba.<br />

En tan lastimoso estado de ignorancia era matarle inhumanamente hacerle comparecer a<br />

examen. Así es que se valía de certificados de los facultativos para excusar el viaje, y<br />

comprometía todas las relaciones de los curas y caciques de la comarca para lograr remisiva<br />

cerca de un párroco conocido y asequible. Y si a pesar de los pesares no alcanzaba eximirse<br />

y comparecía en sínodo, aquello era un aluvión de disparates que anegaba en barbarismos a<br />

los examinadores hasta las melenas y cerquillos. Si le preguntaban por el título colorado de<br />

supuesta jurisdicción, respondía con el lege coloratum de los rubricistas. Interrogado sobre<br />

si se podía decir misa con hostia de papel, contestaba con un distingo. Y escudriñándole<br />

acerca de la confesión auricular, decía cándidamente que en su tierra no se estilaba esta<br />

confesión, sino la de pascua florida. Los jueces o lo tomaban a risa, o tenían compasión, o<br />

le dejaban por incorregible.


Toda la vida de don Zoilo fue un tejido de chistes y de anécdotas capaces de enriquecer<br />

una floresta. La historia refiere lances curiosísimos, y muchos se han hecho proverbiales en<br />

España, corriendo de boca en boca, de generación en generación. Aquí le pintan diciendo<br />

misa, y al ver por una ventana contigua al altar que un chicuelo gateaba por un donguindo<br />

de su huerto para robarle las peras, dice alzando la hostia (que éste era el momento de la<br />

observación): ¡ahora sube el hi de puta! Allá le recuerdan rezando la novena de Dolores, y<br />

al llegar a la adoración de las llagas, anuncia la del pie izquierdo en estos términos: «A la<br />

llaga de la pata zurda.» Acullá refieren que no queriendo recibir la primera y única carta<br />

que le llevó el balijero, éste le objetó que para él venía dirigida, pues decía en el sobre A<br />

don Zoilo Cermeño, presbítero, pero obstinose en la negativa protestando que Cermeño sí<br />

se llamaba, mas que el apellido presbítero no era, de ninguno de su casa. Finalmente,<br />

nuestro capellán era de los que niegan todo lo que no entienden, porque le es más fácil<br />

negar que comprender, y por eso a un criado que le hizo una diligencia de bastantes leguas<br />

en pocas horas creyéndole brujo, le ajustó la cuenta y lo despidió diciendo que no quería en<br />

su casa criado tan listo. Que no rezaba las horas canónicas lo evidencie un curioso, pues<br />

viéndole el Breviario empolvado se lo sustrajo, y en muchos meses no lo echó de menos.<br />

Lo que es misas sí, decía regularmente 365 en año no bisiesto, porque a cambio de las<br />

cuatro que dejaba en semana santa, ensartaba los dos ternos de los Santos y de Navidad, y<br />

salían pie con bola. Esto por lo que toca a celebrar, que en tomar limosna era más amplio.<br />

¡Sobre celemín y medio de garbanzos se hallaron a su muerte en un arcón, donde había<br />

depositado uno por cada peseta que no aplicaba!<br />

Hasta aquí la descripción acompasada y prosaica del tipo que me he propuesto delinear,<br />

pero quiero también echar un cuarto a espadas, trazando algunos rasguños románticos y<br />

pinceladas goyescas, que sirvan como de epílogo, o sea, miniatura del cuadro.<br />

El clérigo de misa y olla, con relación a los demás hombres, presenta anomalías<br />

misteriosas dignas de ocupar una imaginación ardiente y un genio filosófico; su estudio<br />

puede ayudar a conocer ciertas notabilidades políticas y literarias. Nuestro ejemplar<br />

presenta estos caracteres:<br />

1.º No es capacidad y el vulgo le mira como inteligente: Le creen un calendario vivo si<br />

anuncia temporales. Le juzgan adivino si predice acontecimientos.<br />

2.º No es propietario, ni mayor contribuyente, y le rinden homenaje debido a la<br />

aristocracia de riqueza: Pídenle limosna, aunque él la necesite. Sin sólida hipoteca alcanza<br />

su créditos a los bolsillos ajenos. Todos los vecinos y allegados son sus sirvientes<br />

voluntarios.<br />

3.º Es del estado general, clase pechera, y goza del fuero de hidalguía: En los padrones<br />

ocupa un lugar aparte, como los nobles y capitulares. Tiene tratamiento de don y de su<br />

merced. Ni sufre alojamientos ni cargas concejiles.<br />

4.º Nació aislado, no ganó un amigo y por todas partes halla afiliados y protectores: El<br />

organista, el acólito, el niño de coro, el campanero, el salmista, el sepulturero y hasta el


pariente del vecino del sacristán, que se considera gente de iglesia, se creen obligados a<br />

defenderle a capa y espada.<br />

5.º Es de naturaleza flaca y le veneran santamente: Le quitan el sombrero mejor que al<br />

alcalde. Los muchachos le besan la mano al encontrarle. Se le levantan las mujeres cuando<br />

pasa, y aquí me ocurre una<br />

Nota. Esta diferencia del bello sexo, que ni con autoridades ni principales se tiene, que<br />

ni los caballeros ni los tíos admiten, en obsequio a la beldad; que en nación alguna<br />

consiente la virilidad de la débil mujer, de la bella mitad, de la femenil flaqueza, de la diosa<br />

de las gracias, del ídolo del amor, de la compañera inseparable, del depósito de las<br />

confianzas, del objeto de las consideraciones humanas, ¿será porque los clérigos gastan<br />

faldas y se visten por la cabeza como las hembras? ¿O será que no teniendo los<br />

eclesiásticos libertad de galantear en público, ellos y las mujeres guardan la etiqueta para la<br />

calle y la franqueza para dentro de casa?<br />

Este es el tipo común, el característico del clérigo que se llama de misa y olla, porque no<br />

sabe más que mal decir una misa y tragar, pero hay también excepciones y variedades.<br />

El clérigo ramplón de que hemos hablado se abre una corona frailuna como un plato,<br />

ostentando vano lo que no merece. Otro la toma por la inversa y se la deja como real de<br />

vellón para que no le conozcan la clerecía ni con microscopio.<br />

En lugar de una capellanía miserable logra otro majadero un pingüe patronato, y en vez<br />

de la vida mojigata y de padre quieto anda de feria en feria, de banca en garito, con perros,<br />

con caballos, en cacerías, fumando puros habanos y cortejando viudas, casadas y doncellas.<br />

Si aquél sigue el precepto de ser cauto, éste se echa al alma atrás, abraza la vida airada,<br />

hace alarde de ir con su dama a las funciones y espectáculos y riñe en público sobre celos y<br />

sobre otros asuntos casi matrimoniales.<br />

Por último, tal hay que enreda todo el pueblo a fuerza de chismes e intrigas solapadas<br />

sin descubrir el cuerpo a estilo de policía secreta; y cual que desaforadamente se pone a la<br />

cabeza de un bando, promueve pleitos, maneja ayuntamientos, dirige elecciones y atrae<br />

sobre el vecindario las plagas de Faraón.<br />

Réstanos observar una diferencia cronológica. Ejemplares como el del clérigo que<br />

dejamos pintado han existido hasta hoy en número crecidísimo; en adelante o no los habrá<br />

o serán más raros; llegará a ser este tipo una entidad histórica. Como nacía y medraba en<br />

tiempos de absolutismo, la libertad, la ilustración y la imprenta le resisten, le matan.<br />

Entonces sabía más el clero, ahora, dan lecciones los legos. Entonces la iglesia adquiría<br />

muchos bienes; hoy los ha perdido. Entonces un fanático con un crucifijo conmovía las<br />

masas: ahora no las mueve contra su interés ni un terremoto. Entonces, en fin, daba<br />

consideración la ropa talar y encubría las miserias, y al presente se aprecia la diferencia que<br />

hay del saber y de la virtud a un clérigo de misa y olla.


El alcalde de Monterilla<br />

Confieso, yo pecador, que acabo de tomar la pluma para escribir de lo que dice el<br />

epígrafe, y al segundo renglón me encuentro en mayor aprieto que el que acaban de pasar<br />

los empleados electores; porque obligado por el título de la obra, y como español que soy<br />

(con perdón de la nacional independencia), a pintarme a mí mismo, y comprometido en el<br />

presente artículo a retratar un alcalde de monterilla que ni fui, ni soy, ni seré, como no me<br />

den un cetro para trocarlo por la vara de mi lugar, dudaba en qué términos daría principio a<br />

mi tarea, hasta que me he desembarazado del comienzo con el parrafillo que aquí acaba.<br />

Allá en tiempo de antaño, cuando el señorón de más alcurnia se honraba con los títulos<br />

de regidor perpetuo y de alguacil mayor, cuando todo viviente en los dominios de España e<br />

Indias nombraba al monarca «el Rey Nuestro Señor», y cuantos lo escuchaban decían,<br />

descubriéndose la cabeza: «Dios le guarde» si comía y bebía, o «en gloria está» si yacía en<br />

el panteón de El Escorial; cuando la familia alcaldesca era tan numerosa que se conocían;<br />

alcalde de hijosdalgo, alcalde de Casa, Corte y rastro, alcalde del crimen, alcalde de obras y<br />

bosques, alcalde de alzadas, alcalde de sacas, alcalde entregador de la Mesta, alcalde<br />

mayor, acalde ordinario, alcalde pedáneo, alcalde de la hermandad, alcalde de cofradía y<br />

hasta alcalde de tresillo, entonces, sin duda, les vino en voluntad a los chuzones literatos o a<br />

los rufianes palaciegos de aumentar el catálogo con la denominación de alcalde de<br />

monterilla.<br />

Es preciso ser tan ciego como un ministro tonto para no advertir desde luego que este<br />

título era ilegal, inconstitucional y excepcional, porque ni le reconocían las leyes, estatutos<br />

y constituciones vigentes, ni se leía en el orden normal alfabético de los vocabularios, ni<br />

existía en otra parte que en la república ideal de las fantasías románticas, en las novelas y<br />

en los dramas. Solamente el uso, ese dictador de, vocablos, ese rey absoluto de las lenguas<br />

ciudadanas, ese tirano que prescinde de las reglas parlamentarias o parladorescas, es el que<br />

ha podido sostener la alcaldía enmonterada, no digo a la par de tantos alcaldes ilustres del<br />

antiguo régimen, sino hasta en lo más democrático de los ayuntamientos constitucionales.<br />

¿Y qué han querido expresar con alcalde de monterilla? ¿Qué significa esta frase? ¿Qué<br />

es un alcalde de monterilla? Puto de mí, que voy a retratarle, y así tropiezo con el original<br />

como con el ave Fénix o la cuadratura del círculo. Pues no, sino irlo a buscar en el<br />

Diccionario completísimo de la Academia, que a lo sumo nos encontraremos con un alcalde<br />

de palo; que los españoles estamos destinados siempre a ser regidos como los rebaños, ya<br />

por académicos que dan palo por montera, ya por hacendistas que dan gato por liebre, ya<br />

por gobernantes que dan bombazos por razón. Pero hete aquí a dos señoras mías, cuyos pies<br />

beso, que vienen a sacarme de la duda y a presentarme la vera efigies del alcalde de<br />

monterilla.<br />

Doña Etimología -Alcalde de monterilla es aquel alcalde que gasta montera, y si usted<br />

gusta, montera pequeña.


Doña Acepción -Alcalde de monterilla designa un alcalde lego, liso, llano y abonado; un<br />

alcalde común de pueblo o aldea.<br />

¡Vive Dios que las dos señoras catedráticas me dejan tan confuso como antes, si ya no<br />

redoblan mis dudas sus encontrados pareceres como embrollan la inteligencia de las leyes<br />

las aclaraciones covachuelísticas! Porque una de dos: o el hábito hace este monje, es decir,<br />

o alude la denominación a la prenda de vestuario, y entonces es alcalde de monterilla el que<br />

la gasta, aunque sepa más leyes que Gregorio López y ejerza su jurisdicción en la ciudad<br />

más culta, o atañe a la rústica simplicidad del juez, o su torpeza innata, y en este caso hay<br />

alcaldes de monterilla con birretes y bandas, aunque estén aposentados por arte del diablo<br />

en el consistorio de la Corte. Mas haciendo una coalición de las dos opiniones antedichas,<br />

se encontrará la solución del enigma, el voto de la mayoría parladora.<br />

Entiéndese en esta España de conejos y gazapos por alcalde de monterilla un alcalde<br />

zote, sin carrera literaria, que necesita asesor para actuar en negocios graves, que obra a<br />

tontas y a locas cuando le guía su instinto zopenco, o que cede a las inspiraciones de un<br />

mentor petulante y enredador; un alcalde labriego más o menos burdo. Y como esta rudeza<br />

se ha creído propia de los alcaldes campesinos de chupa y garrote, que ordinariamente<br />

usaban montera, se dio el apodo de alcalde de monterilla al que hace alcaldadas de patán,<br />

aunque tenga más sombreros que las fábricas de Leza, y más condecoraciones que un vía<br />

crucis. Y nota bien que no dijeron alcalde montera, sino diminutivando de monterilla, modo<br />

despreciativo, usual en los cortesanos orgullosos, siempre que han de tratar de las cosas y<br />

de las personas, antes plebe y ahora masa inerte de la sociedad.<br />

Entre tanto que la gente de letras se ocupaba del distintivo capital de los alcaldes, la<br />

moda caprichosa, que todo lo lleva por delante, como el espíritu reformador del siglo, hizo<br />

en nuestras provincias un pronunciamiento general contra las monteras. Así debía de ser a<br />

fe. Las cabezas constitucionales no era razón que continuasen cubriéndose con el aparato<br />

que cobijara las testas del servilismo. A la sombra del árbol de la libertad progresaron los<br />

sombreros, y las fanáticas monteras fueron a esconderse avergonzadas con los señoríos y<br />

los diezmos, con las vinculaciones y las santas hermandades. Coincidencia fue que oriundo<br />

el régimen constitucional de la Andalucía, vino también por Sierra Morena la inundación de<br />

calañeses, gachos, chambergos y de chozo, que, tan pronto como los sarracenos, se<br />

apoderaron de Castilla, sin dejar cabeza con montera.<br />

Deducirás de aquí, lector benévolo, que hoy puede caer bajo el dictado de alcalde de<br />

monterilla todo mandarín municipal simple y atestuzado, ora le cubra un pavero, un tres<br />

candiles o un copudo sombrero, ora vista al modelo del último figurín de París. Tan<br />

variados, y multiformes son en nuestros días. los alcaldes de monterilla como los rateros de<br />

Corte, y los esbirros de Policía. Si entre político y naturalista me propusiera hacer una<br />

clasificación botánica lineana del reino alcaldesco monterillal, verían ustedes cuántos<br />

órdenes, géneros, especies y variedades. A pintarlos todos, era cosa de alquilar conventos<br />

para formar galerías y museos. Iré describiendo algunos, y por ligeras que sean las<br />

pinceladas, no será difícil al curioso observador el cotejarlos con ciertos originales de los<br />

que funcionan por estos mundos. de Dios, si es que este mundo no está dejado de su mano<br />

y entregado a mandones del otro.


La escena es un lugar de trescientos vecinos, entre Alcarria y Mancha. El protagonista es<br />

un labrador de la medianía, de genio apacible y zonzo, y obeso, a fuerza de comer mucho y<br />

pensar poco. Sus cinco compañeros de Ayuntamiento son: un mayorazguillo simplote, que<br />

tiene un par de mulas flacas y bastantes tierras eriales; un cultivador rentero, viudo y con<br />

dos hijastras; otro labrador de primavera que gran parte del año se ocupa en la arriería; un<br />

tintorero codicioso, escogido para procurador del común, y un sacristán maestro de escuela<br />

y fiel de fechos en una pieza, pendolista de mal gusto, practicón confuso, pero ducho en los<br />

enredos de cuentas, libretes y manejo de propios. Acostumbrados los concejales a fiarse en<br />

el alcalde, y no pudiendo este fiarse de sí mismo, preciso es un resorte privado que mueva<br />

la máquina municipal. El secretario es el alma de la corporación, los pies y las manos de su<br />

presidente, como si dijéramos la camarilla que se oculta tras los ministros responsables.<br />

Bueno será conocer bien, a este favorito, para comprender los actos de su dirigido.<br />

Don Deogracias Langarica es un vecino natural del pueblo, oriundo de Vizcaya, cuyo<br />

padre picapedrero se estableció aquí con el ama de un clérigo. Este cuidó de la educación<br />

del hijo de su padre que llegó a reunir los tres cargos: eclesiástico, literario y municipal, que<br />

le rinden al año doscientos ducados y manos puercas. Soltero de por vida, a fuer de<br />

escarmentado, no tiene más familia que una criada anciana, tan gruñidora como sucia. La<br />

casa es un zaquizamí con cuatro taburetes de pino y una mesa vieja de nogal, sobre la cual<br />

se halla todo el archivo de la Villa, que se conocerá por el índice: «un montón de papeles<br />

confusos, llenos de manchas del candil; otro brazado de pedazos de pergamino, medios<br />

pliegos rotos, salpicados de gotas de flor baja, y varios papeles, oficios, tiras y retazos<br />

dispersados, jaspeados de moscas y de chinches». Unas veces en la estancia angustiosa y<br />

otras en el corral al sol, se ocupa en escribir las cosas del Ayuntamiento, interpolando los<br />

renglones para las planas de los chicos, y las cuentas de la fábrica, a más de invertir algunos<br />

ratos en el libro de caja del obligado de la carne y en las listas de lo que fía el abacero. Este<br />

es el asesor, el oráculo, el todo de nuestro alcalde de monterilla; el que sabe hacer que su<br />

merced salga siempre alcanzando a los fondos de Villa y de propios; el que entiende cómo<br />

se confeccionan dos subastas de los puestos públicos, una secreta y verdadera para cobrar, y<br />

otra aparente más baja para las oficinas y menos repartir; el que liberta al juez de los<br />

sablazos que quiere darle un cabo de escuadra porque no le suministra un bagaje mayor<br />

para cada dos soldados, y el que en los sorteos de quintas acierta a combinar las cédulas de<br />

modo que siempre saca números altos el hijo del cacique su protector.<br />

¡Qué mucho que el buen alcalde no acierte a respirar sin el soplo de tan afamado<br />

entonador! Si viene una orden de la capital, ha de leérsela y explicársela a su modo el<br />

secretario; si pide justicia una mozuela, atropellada en el campo por un zagal incontinente,<br />

responde que tiene que consultarlo con su secretario; si el guarda del monte trae un dañador<br />

penado, lo envía al fiel para que lo absuelva o condene; si han de correrse novillos en la<br />

fiesta del patrón, es preciso saber que lo aprueba don Deogracias, y si se trata de cualquier<br />

costumbre, debe oírse in voce al secretario para que instruya el asunto con antecedentes. No<br />

hay día en que su merced no vaya un par de veces a casa del fiel de fechos, y en que no le<br />

envíe al alguacil más de otras tantas; se guardaría de llamarle como de azotar a un Cristo,<br />

que la supremacía inteligente sabe aquí, como en otras partes, hacerse necesaria y<br />

respetable.


Figúrense mis leyentes que se hallan presenciando una sesión de nuestro cabildo, en que<br />

amén de los seis municipales hay cuatro repartidores nombrados por el mismo<br />

Ayuntamiento, y son: un ganadero, un labrador ricote, otro mediano y un bracero<br />

acomodado. La sala capitular en donde están reunidos sobre ser estrecha de suyo, se halla<br />

ocupada por un arcón viejo de tres cerraduras, que servía en lo antiguo para guardar los<br />

caudales que ya no hay; por dos bancos de respaldo carcomidos y rotos; por una mesa<br />

travesera de aspa; por la marca para tallar los mozos, y principalmente por un montoncillo<br />

de tranquillón que llaman el pósito. Abre la sesión don Deogracias, sentado a la derecha del<br />

alcalde; se cala las antiparras de muelle, y lee un presupuesto de contribuciones y gastos<br />

para el año entrante. Advierte a los oyentes que el ascender a trescientos ducados más que<br />

en el año anterior consiste en que quedó un déficit por partidas incobrables, en las costas de<br />

causa criminal del que dio de navajadas al Monito, suplidas por la Villa a falta de bienes del<br />

reo, y que el pliego de cargo aumenta mil quinientos reales para indemnización de daños<br />

causados por las facciones. Y mientras el secretario se pone a extender la cabeza del acta<br />

con una Pluma de pavo mojada en tintero de vidrio del Recuenco se entabla entre los<br />

repúblicos la siguiente discusión.<br />

El procurador síndico dice que todos los años va subiendo el presupuesto como la<br />

espuma; que cuando se reparte se excluye a los pobres, viudas y vecinos inútiles, y no debe<br />

haber fallidos si se quiere cobrar; que el autor de las heridas tiene un solar de casa, y no es<br />

justo que pague la Villa sus delitos, y que el recargo para indemnizaciones es indebido,<br />

porque todos han experimentado daños en la guerra y se trata de indemnizar a los<br />

embrollones agibílibus, que han supuesto lo que no hubo y centuplicado lo que perdieron.<br />

Esfuerza un repartidor lo expuesto por el preopinante, añadiendo que, si no se pone coto al<br />

desorden que hay en las gabelas, será cosa de abandonar el pueblo; que antes se excusaban<br />

las derramas con la guerra, y ahora que no la hay (gracias a Dios de los cielos y a los dioses<br />

de la tierra, que de balde y de bóbilis-bóbilis nos han dado la paz), se saca lo mismo y más,<br />

no se sabe para quién; porque, según dicen los papeles católicos que lee el señor cura, todos<br />

están rabiando de hambre, y el dinero se desaparece entre los músicos y danzantes que<br />

andan por Madrid y por las oficinas de amortización. Al llegar a este punto, don Deogracias<br />

interpela al alcalde para que haga guardar el orden, increpando duramente a los que sin<br />

saber critican a las autoridades, y amenazando a los que vierten doctrinas republicanas<br />

contrarias a la Regencia del reino y a la religión de nuestros padres. Concluye con decir que<br />

allí son llamados a hacer el reparto, y que todo lo que se hable fuera de esto es nulo y de<br />

ningún valor con arreglo a la ley de febrero. El alcalde se conforma, el regidor decano es de<br />

la misma opinión, y los demás se encogen de hombros dándose por cachiporrados.<br />

Sale el librete cobratorio del año anterior para que vean lo que cada vecino tiene de<br />

cuota, y regulen si está alta o baja, si ha decaído o medrado desde entonces. Generalmente<br />

se opina por la subida, porque a excepción de los diez presentes, todos parecen<br />

beneficiados, y sobre todo los forasteros.<br />

-Echarle a ese más, que le ha caído dos veces a la lotería -dice un repartidor.<br />

-Ese otro bien puede pagar hogaño -replica el síndico-, que heredó un buche de su<br />

señora.


Por todos lados suenan voces de:<br />

-Fulano paga poco, que nunca le tocó quinto a su hijo.<br />

-Citano sacó mucho de su tierra de la vega, que primero tuvo un gran alcacer y luego un<br />

patatar.<br />

-Mengano no deja de comprar lo que sale, y cuando adquiere, sobrado estará.<br />

-Zutano bien le chupa a la hija que tiene con el administrador del duque.<br />

-Perengano fue muy perseguidor cuando marras, y luego ha estado con los Palillos<br />

cogiendo lo que ha podido, que bien le luce; echadle de firme.<br />

-No en mis días -repone el secretario-, que por el convenio de Vergara se echaron pelitos<br />

a la mar, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.<br />

-Pues al Majo bien se le puede meter mano -objeta el regidor segundo-, que cuando se<br />

dividió la dehesilla se puso a la par con los ricos; no haya una medida para tomar y otra<br />

distinta para el pago.<br />

Por este orden van siguiendo la tarea, y si al concluir salen algunos miles de más, el<br />

alcalde, con acuerdo de su don Deogracias, alega que siempre conviene dejar algún<br />

sobrante para cosas extraordinarias e imprevistas, que son los fondos secretos de la<br />

diplomacia aldeana. Un tanto gruñen los de la junta; pero como es engorrosa la rebaja<br />

partida por partida, están, como los diputados a última hora de sesión, por irse a comer, y<br />

queda aprobado el statu quo. La opinión de no hacer y de ruede la bola tiene mucho<br />

adelantado en este perro mundo.<br />

Todos los alcaldes bozales no están dominados por el escribano; hay variedades en este<br />

tipo. Véase un Juan Lanas por el estilo, subyugado por su mujer, que es a lo paleto la Ana<br />

Bolena del pueblo. Y no se crea piadosamente que la tal hembra le ha cautivado el corazón<br />

con sus gracias, cual aquella de quien se canta:<br />

Un juez dijo a una moza:<br />

-¿Cómo se entiende<br />

que siendo yo justicia<br />

usted me prende?<br />

La alcaldesa de nuestra historia es una arpía en condición, y en figura un basilisco, una<br />

sátira. Varonil y dominante, ni admite superior, ni aguanta contradicción: tiene los calzones<br />

en su casa, y el mero y mixto imperio en la población.<br />

El día de Año Nuevo van, según estilo, a darle la enhorabuena de alcaldía; y entre los<br />

tragos de vino y de rosolí, y los excitantes cañamones y torrados, gira la conversación sobre<br />

el motivo de la visita. Los ministeriales, que adularon al alcalde colado y ven lucir otro sol<br />

en el horizonte, se desatan en declamaciones contra el desgobierno del año que fina, en el


cual, a decir de los tornadizos, ni se ha guardado el campo, ni ha habido orden en el riego ni<br />

igualdad en las cargas, ni justicia para el pobre; pero ya ha llegado el día, añaden mirando<br />

al ama, de que todo se enderece, con la buena elección que acabamos de hacer.<br />

Doña Eduvigis, pavoneándose con los requiebros generales y particulares, en estilo<br />

mordiente y aire rabanero, jura y perjura que no se han de reír de su hombre como de otros,<br />

y que en buenas manos está el pandero para que quede la vara mal puesta. El escribano<br />

aprovecha el momento para celebrar las buenas partes de la señora, refiriendo a los<br />

circunstantes lances de su tesón de cuando fue alcalde por el estado noble su primer esposo,<br />

que le hizo quemar el banco de la iglesia porque se había sentado en él un pechero.<br />

Mientras estos diálogos, el alcalde bonachón está pensativo y cabizbajo, dando señales de<br />

quien no sirve para el caso en que le mete su mujer.<br />

Quedan al fin solos los dos cónyuges, y madama Eduvigis comienza a dar a su Oyes la<br />

primera lección de lo que debe hacer, si ha de haber paz en la casa, y no ha de andar la de<br />

Dios es Cristo; y entre los preceptos acalorados y fervientes de la dómine se halla el<br />

siguiente razonamiento:<br />

-Mira, bruto (no es errata de b minúscula, porque no es nombre de bautismo): un alcalde<br />

es el rey de su pueblo y le deben temblar como las hojas en el árbol. No seas tan bragazas<br />

como sueles. Al que no te dé el tratamiento o deje de descubrirse a tu presencia o te<br />

desobedezca de pensamiento, le has de dar una calabozada que lo deshuese. Los días de<br />

tribunal, que te busque el que te necesite, y en los feriados has de ir a misa al banco de la<br />

señora justicia, con tu acompañamiento de dependientes; y no seas tan llano que dejes<br />

sentar a nadie cerca de ti, ni consientas que el cura dé agua bendita a otro primero que al<br />

soberano del lugar. Cuando vayas a las oficinas a llevar caudales, cuida de que no te<br />

desprecien los mequetrefes empleados, como suelen; que sobre ser tú autoridad y ellos<br />

criados de la nación, contribuyes a pagarles el sueldo y a que sus mujeres gasten moños. El<br />

maestro de escuela ha de venir a dar lección a los chicos en casa, que no son los míos<br />

menos que los del indiano, y no quiero yo que vayan a oler a pobre mezclados con los hijos<br />

de los jornaleros. Por lo que a mí toca, el sacristán me ha de tener bien limpio el felpudo<br />

junto al presbiterio; en los novillos se me ha de aderezar el palco de orden; el escribano no<br />

ha de despachar cosa alguna sin mi consentimiento, y el alguacil ha de estar de ordenanza<br />

junto a mi cuarto para lo que yo mande; pero cuidado con que tenga la montera en la mano<br />

y se esté en pie, que estos plebeyos sirvientes se toman licencias si no se les trata con<br />

imperio, y si las señoronas del lugar quieren darme en ojos con su lujo, páguenlo sus bienes<br />

en contribuciones y multas, que yo no me caso con nadie, y el que me la haga me la ha de<br />

pagar, aunque sea el lucero del alba. Cuidado conmigo... y no digo más.<br />

Regida la aldea conforme a los estatutos femeniles preinsertos, calcúlese cómo andará la<br />

justicia, el gobierno económico y el orden público. Los paniaguados de la alcaldesa cuentan<br />

con carta blanca para hacer lo que gusten: cazar sin licencia hasta en tiempo de veda; no<br />

van de bagajes ni con pliegos; usan pasaporte de gratis; sacan el trigo del alori; riegan<br />

cuando quieren; apenas pagan libros; se traen la leña del vedado; son cobradores,<br />

alcabaleros y expendedores de bulas; hacen de peritos y hombres buenos, y pueden dejar<br />

sus bestias sin bozal para que pasten por los erreñales ajenos, por más que murmure el<br />

pópulo bárbaro. Por el contrario, los que no están bienquistos con doña Eduvigis, o por


tener mujer más joven y bonita, o porque no le hacen el zalamelí, o porque no convidaron<br />

los chicos a un bautizo ni pueden usar armas ni reciben las cartas a tiempo ni rondan por la<br />

noche ni venden vino al por menor ni son de la Milicia Nacional.<br />

Poniendo en miniatura este boceto, resulta un alcalde andrógino, cuya parte bominal<br />

corresponde a las autoridades provinciales y a los protocolos en los encabezamientos y en<br />

las firmas, quedando la parte femenina en la región de los hechos que presencian los<br />

vecinos. El varón suena, la mujer obra; el marido suscribe, la esposa dicta; el alcalde lleva<br />

la vara, la alcaldesa tiene la autoridad; en suma, lo masculino es una abstracción, que reina<br />

y no gobierna, y doña Eduvigis, ejerce en nombre de este autómata el gobierno supremo.<br />

De aquí debió de sacarse la teoría constitucional de la inviolabilidad del monarca y la<br />

responsabilidad de los ministros. Semejante administración suele proporcionar al alcalde<br />

enemistades, choques, cuentos y chismes; pero sus intereses materiales ganan comúnmente,<br />

porque como vale más ochavo de mujer que real de hombre, queda equipada la casa,<br />

renovada la labor, repuestas las paneras y aumentado el terrazgo con alguna haza adquirida<br />

en las glorias del reinado.<br />

Otro género bastante común de alcaldes de monterilla es el que se funda en un carácter<br />

bronco, crudo y aferrado, cuya suprema ley es el capricho. Sea para lo bueno o para lo<br />

malo, lo que aprende sostiene y lo que se propone lleva adelante, sin que le retraigan de su<br />

empeño ni influencias ni dificultades. Este puede reputarse el prototipo del alcalde de<br />

monterilla, el que mantiene la fama de la entereza concejil, el que aún sirve para hacer el<br />

coco a los muchachos y a los gobernantes débiles, y el que ha dado al proverbio de<br />

Señor alcalde, vinagre<br />

¿se vende en este lugar?<br />

Uno de estos alcaldes tremebundos hubo en un pueblo del partido de Alcalá, provincia<br />

de Madrid. Había reunido bienes de fortuna con su actividad y natural despejo, que<br />

instrucción maldita la que tenía, pues la señal de la cruz era su firma y no conocía la Q.<br />

Tomó la manía de no dar cumplimiento a las cédulas y pragmáticas, y la lógica de Lesmes<br />

Cabezudo era esta. Leíaselas el escribano; escuchaba atento la retahíla cancilleresca de «rey<br />

de Castilla, de León, de Toledo, de Sevilla, de Valencia, de Murcia, de Jerusalén, etc.», y<br />

notando que no decía «rey de Daganzuelo», mandaba cesar al secretario y que archivara la<br />

orden, porque era visto que con ellos no hablaba.<br />

Con la misma frescura que obraba en tiempo del extinguido Consejo Real, se resistió a<br />

obedecer órdenes de la Diputación y del jefe político, siendo alcalde por la Constitución de<br />

la Monarquía. Tres veces seguidas negó el cumplimiento al juez de primera instancia, que<br />

venía comisionado para presidir las elecciones municipales, en ocasión de hallarse el<br />

pueblo dividido en bandos. Decía, y decía como un ángel, que él era el presidente nato, el<br />

exclusivo por la ley; y como se mantuvo tieso en sus trece, presidió, escrutó, ganó la<br />

votada, a pesar de superioridades y de adversarios. Pedirle el jefe político partes diarios de<br />

las elecciones de diputados estando él en la mesa de su distrito, era lo mismo que pedir<br />

peras al olmo: contestaba a su señoría que la ley electoral no le marcaba otro deber que fijar<br />

al público el resultado, y que allí podía verlo si gustaba. Cuestar en su jurisdicción nadie lo<br />

hacía impunemente: a dos pedigüeños italianos, con bulas del obispo de Rímini, con


pasaporte en regla, y garantidos con suscripciones de todos los prelados y magnates de<br />

España, me los sopló en la trena, les siguió causa, les sacó los cien mil y más reales que<br />

llevaban de ofrendas, y tuvieron que largarse a contar en Roma lo que es un alcalde de<br />

monterilla en los dominios del rey católico. Y para decirlo de una vez, nuestro don Lesmes<br />

fue el Sancho de la ínsula Daganzaria, el Abdón Terradas de la Campiña, el non plus ultra<br />

de los alcaldes tozudos e indomables.<br />

Reverso de esta medalla es don Caraciolo Benavides, alcalde de un pueblo andaluz, que<br />

guarda su atestuzamiento para ser ministerial incansable de todos los gabinetes presentes y<br />

futuros. Da por razón de esta conducta que los alcaldes deben atender a las mejoras<br />

materiales de sus localidades, y que el gobierno las concede y el enemigo las niega; que por<br />

haber ayuntamientos hostiles han tomado tirria contra ellos los doctrinarios, y piensan en<br />

poner alcaldes reales, y que el buen liberal debe ayudar al que manda, para que no le<br />

derriben los serviles y carlistas. Con estas bases previas, es un constitucional furibundo, del<br />

movimiento rápido, progresista legal, y tan exaltado, que al escribano su secretario le tiene<br />

hechas estas prevenciones terminantes: 1.ª Que jamás use en los escritos real de vellón, sino<br />

nacional de vellón; 2.ª Que no ponga ni por pienso real orden, sino orden nacional, y 3.ª<br />

Que en las escrituras públicas en vez de empezar invocando la Santísima Trinidad,<br />

sustituya esta cláusula: «En el nombre de las inspecciones de infantería y de milicia, y de la<br />

secretaría de S. A., que son tres cosas distintas regidas por un solo hombre verdadero», etc.<br />

Y al que no abunda en estos sentimientos, lo tiene por absolutista, moderado, afrancesado y<br />

mal patriota.<br />

Con las pinceladas, rasguños y brochazos antecedentes creo haber pintado alcaldes de<br />

monterilla de fisonomía bien marcada; concluiré dando por vía de epílogo algunas reglas<br />

para conocer las pertenencias de sus mercedes.<br />

Si veis a una lugareña oronda de vanidad que grita a otra vecina: «¡Tú pagarás la<br />

desvergüenza!», tened por seguro que es la alcaldesa la que habla.<br />

El joven labriego a quien llaman de usted los ancianos de su misma clase, o es alcalde<br />

en la actualidad, o lo ha sido en años precedentes.<br />

Cuando entre los niños que juegan en la plaza oigáis a uno que exclama ofendido:<br />

«¡Mira que se lo he de decir a mi padre!», aquel es hijo del alcalde.<br />

La zagala que a pesar de su desgraciada figura sale la primera a bailar y recibe el primer<br />

mayo de los mozalbetes, cuéntala por hija de su merced.<br />

¿Ves aquel gañán que con imperio exige de otro labrador que le haga lado para pasar<br />

con la yunta sin detenerse? Criado del alcalde, sin falta.<br />

Aquel forastero viajante que cerca del pueblo y a la vista del guarda entra con desenfado<br />

a coger uvas de las viñas, es huésped del alcalde y lobo de su camada.


Si ves un cerdo andar suelto por do quiere, que en todos los portales entra sin recelo y<br />

que tiene una gordura extraordinaria, cree a pies juntillas que es el cochino de San Antón, o<br />

el marrano del alcalde.<br />

Últimamente, si leéis el último renglón de este artículo escrito con letras mayúsculas,<br />

contad por averiguado quién es el retratista del Alcalde de Monterilla.<br />

Antonio Gil de Zárate<br />

El empleado<br />

Aprended, flores, de mí<br />

lo que va de ayer a hoy;<br />

que ayer maravillosa fui,<br />

y hoy sombra mía no soy.<br />

Con efecto, ¿a quién con más razón que al empleado español puede aplicarse tan sabida<br />

y manoseada copla? ¿Dónde se encontrará un dechado más perfecto de las mudanzas<br />

humanas? El zapatero hace ahora zapatos como antaño, y como antaño los cobra, excepto<br />

de los tramposos, que son de todas las épocas. El propietario percibe los alquileres de sus<br />

fincas, aunque ande a pleito con inquilinos renitentes, plaga muy anterior a las reformas<br />

modernas. El cura, si ha perdido el diezmo, tiene esperanza en la caridad de los fieles,<br />

mientras el empleado, ni aguarda caridad, ni conoce fieles en el mundo. En ninguna clase,<br />

en fin, ha impreso la revolución tan profundamente su sello; él es la revolución<br />

personificada.<br />

«Aprended, flores, de mí», puede, en verdad, decir el empleado; porque el empleado es<br />

ahora flor de efímera existencia, que nace por la mañana y por la tarde ha desaparecido,<br />

cuando antes no viene a troncharla inesperado huracán en su mayor lozanía. Antes, ¡ay!, no<br />

era flor, sino una cosa a manera de ostra, tenazmente agarrada a la roca de su destillo; ostra<br />

que, en un mar siempre bonancible, allí vivía, allí engordaba, sin más movimiento que el de<br />

abrir sus conchas para recibir los rayos de su sol querido, es decir, las mesadas que en su<br />

periódico curso volvían con tanta regularidad como el astro del día en el suyo. ¡Aquel sí<br />

que era régimen perfecto y sabiamente combinado. Aquella sí que se podía llamar<br />

constitución verdad, y no ahora que sólo predomina el régimen dietético, el cual,<br />

destruyendo la constitución física del empleado, no le enseña más verdad que una: ¡que su<br />

sueldo es una mentira! ¡Tiempos felices de Carlos III y de su hijo! Vosotros fuisteis la edad<br />

dorada de los empleados. Ahora no nos hallamos siquiera en la edad de hierro sino en la de<br />

barro, fiel emblema de la fragilidad de los empleos.<br />

El empleado de antaño, seguro de su inamovilidad, vivía feliz, tendiéndose a la bartola:<br />

el de hogaño, expuesto a mil vaivenes, no conoce lo que es paz ni contento. Aquel<br />

ostentaba en su rostro una serenidad inalterable; este es la vera-efigies del susto y de la<br />

zozobra. El primero era más cachazudo; el segundo es más activo. En el uno había mayor<br />

inteligencia de los negocios; el otro vence en travesura. Ambos a dos podrían correr parejas


en cuanto a instrucción y conocimientos; pero, al menos, el antiguo sabía el camino de su<br />

oficina, en vez de que el moderno suele ignorarlo, bien que tampoco necesita saberlo.<br />

Resultan, pues, dos tipos distintos de empleados en España: el antiguo, que es el<br />

primordial, el genuino; el moderno, que es el tipo reformado. Hablando con propiedad, sólo<br />

el antiguo es el verdadero tipo, porque el personaje a que se refiere es el único que tenía<br />

ocupaciones constantes, ideas fijas, costumbres inalterables, circunstancias necesarias para<br />

formar un tipo; el moderno es un camaleón que no se sabe por dónde cogerle, tanto varía de<br />

forma y colores.<br />

El tipo antiguo va desapareciendo: únicamente se encuentra alguno en la inmensa masa<br />

de cesantes; el moderno puebla toda España, y al paso que vamos no habrá en breve un<br />

ciudadano que no pueda decir, como aquel célebre artista: «Anch'io sono pittore.» Sin<br />

embargo, a pesar de la abundancia de este y de la escasez de aquel, necesitamos principiar<br />

por el empleado de antaño, porque, como ya hemos dicho, es el verdadero tipo; el otro no<br />

es más que una variedad debida a las circunstancias.<br />

Aunque el ser empleado no era en España antiguamente privilegio exclusivo de ninguna<br />

clase, una práctica constante hacía que, por lo general, el empleado naciese del empleado.<br />

Apenas el hijo de un oficinista había salido de la escuela, cuando, teniendo a lo sumo doce<br />

años, se le colocaba de meritorio al lado de su padre. Allí se soltaba en la letra, se<br />

perfeccionaba en las cuentas y aprendía lentamente las prácticas burocráticas. Al cabo de<br />

seis o más años había por fin una vacante, y entraba el neófito de escribiente de número con<br />

sus trescientos ducados de sueldo, habiendo aquel día arroz y gallo muerto en la casa<br />

paterna, refresco en la botillería de Canosa y palco segundo en el coliseo para ver la<br />

comedia de magia. Cate usted a nuestro muñeco hecho todo un hombre: ya estaba<br />

encarrilado; ya no tenía más que dorrnirse sobre su cartapacio, dejarse llevar suavemente y<br />

entregarse al dulce y pausado movimiento que año tras otro le hacía recorrer todos los<br />

grados de la escala hasta llegar a escribiente primero; desde allí daba en otro empujón el<br />

suspirado salto a la categoría de oficial, y ya entonces, si antes no había hecho una<br />

calaverada, teniendo treinta años, con dieciséis de buenos servicios, y en atención a que<br />

pagaba el descuento para el Montepío, elegía esposa entre las hijas de los oficiales<br />

primeros, con lo cual ponía un nuevo clavo a la rueda de su fortuna, y tomaba puesto entre<br />

los padres graves de la comunidad. El horizonte de sus deseos no se extendía más allá del<br />

círculo de su oficina; aspiraba únicamente, si Dios le daba vida, al puesto de oficial mayor;<br />

y cuando al cabo de años le alcanzaba, cubierto de canas, con la dignidad de secretario del<br />

Rey, y tal vez la cruz de Carlos III, teníase por un personaje en la sociedad, viéndose<br />

acatado por todas partes, honrado en las tertulias, funciones públicas y actos del Gobierno,<br />

y optando en cualquier ocasión a todas las preeminencias de su distinguida categoría.<br />

Excusado es decir que en estas transformaciones había ido tomando el empleado la<br />

fisonomía correspondiente a la situación que ocupaba. Al muchacho motilón que salía de la<br />

escuela para ir a copiar oficios al lado de su padre, se le arreglaba una casaca vieja de éste,<br />

dejándosela bien larga para que fuese crecedera; su madre le peinaba cuidadosamente,<br />

recogiéndole el pelo en coleta, pero sin polvos todavía; y con su ancho sombrero de tres<br />

picos, sus calzones cortos, su chupa que no llegaba a los calzones, dejando ver algo de la<br />

camisa, sus calcetas arrugadas y sus zapatos de cabra sin hebillas, iba hecho un hombrecito,


encantando a toda la oficina con su aire candoroso y su docilidad. Cuando entraba en la<br />

adolescencia, y a esto se añadía un sueldecillo de cuatro reales diarios, ya se vestía con ropa<br />

nueva; pero si no le arrastraban los faldones de la casaca, solían, por el contrario, hacerse<br />

cortos y las mangas harto estrechas porque la escasez de los fondos, menguados todavía<br />

con las sisas paternales, no permitía renovar con la necesaria frecuencia las prendas del<br />

vestuario. Pero una vez nombrado escribiente de número, y adquirida de este modo la<br />

investidura de verdadero empleado, ya era preciso presentarse con los requisitos de tal, y<br />

desde entonces, procurando imitar a los petimetres de la época, se colgaba el espadín, se<br />

clavaba sus hebillas, añadía chorrera a la camisa, vuelos a los puños, y lucía su brillante<br />

botonadura de acero sobre el rico paño de Guadalajara; este equipaje, sin embargo, no<br />

llegaba a su complemento sino cuando era ya oficial; y andando el tiempo, tomada posesión<br />

de los grados altos, se usaba la vicuña, el terciopelo rizado, el encaje en vuelos y chorrera, y<br />

la ancha bolsa en el peluquín muy empolvado. Así, al aspecto exterior de un oficinista<br />

podía decirse desde luego sin más información el puesto que ocupaba, y las madres<br />

calculaban si había llegado ya el punto en que era un novio conveniente para la niña.<br />

Pero veamos a este tipo primordial de nuestros empleados en las dos situaciones de su<br />

monótona vida: en la oficina y en el interior doméstico.<br />

El empleado antiguo era más matinal que el moderno. A las nueve ya estaba andando<br />

para su oficina; llegaba, abría la papelera con calma, aquella papelera modelo donde todo<br />

estaba colocado en un orden admirable, ostentando los legajos su perfecta simetría, sin que<br />

ningún pliego se atreviese a interrumpir la recta alineación con sus hermanos, comprimidos<br />

todos en amarillentas carpetas mediante el encarnado balduque artísticamente enlazado, y a<br />

la vista el correspondiente rótulo en hermosa letra bastardilla. Sacados que eran los papeles,<br />

colocados cada cual en el lugar oportuno, cortadas las plumas y dispuesto el tinglado de<br />

forma que anunciase la presencia del dueño, echada una ojeada a la Gaceta, que, por<br />

fortuna, era corta y no diaria, principiábanse los trabajos por la indispensable tarea del<br />

cigarro. El cigarro en las oficinas sirve para dos cosas: para dejar de trabajar y para armar<br />

conversación. Formábase, pues, el corro; y como entonces la política no preocupaba los<br />

ánimos, se hablaba de la última corrida, de la caída de Costillares, de la estocada de Pedro<br />

Romero, o bien del admirable paso del puñal hecho por la Rita Luna en La esclava del<br />

Negroponto. No faltaba algún gastrónomo que daba noticia de dónde se vendían los<br />

mejores jamones de Candelario, o a qué punto habían llegado los más frescos besugos; y en<br />

tan sabrosa conversación daban las once, hora en que se tomaba el refrigerio (que de la<br />

puntualidad con que entonces se servía ha conservado este nombre). Reconfortado el<br />

estómago, hallábase por fin un hombre «en disposición de entregarse al trabajo, y de<br />

emprender la lectura de un expediente, formar un extracto o redactar algún informe, hecho<br />

todo con pausa, circunspección y esmero. En aquellas caras no se veía la agitación del que<br />

anhela despachar pronto, ni la contracción del pensador profundo, ni la animación del que<br />

engendra en su cabeza un pensamiento grande; todo era serenidad, cachaza,<br />

imperturbabilidad, como quien trabaja por rutina, siguiendo el camino trillado, y sin dársele<br />

un pito de acabar hoy o mañana. En esto daba la una; de repente las plumas todas se<br />

paraban donde las hallaba la campanada; echábanse polvos, se recogía, oyéndose un ruido<br />

de papeleras a manera de fuego graneado, y tomando cada cual capa y sombrero, con un<br />

«hasta mañana, caballeros» se despedía la gente. ¡Oh vida feliz aquella! ¡A la una cesaba el<br />

trabajo!... ¡Cuánto han variado los tiempos! ¿Qué dirían aquellos benditos y patriarcales


oficinistas si alzasen ahora la cabeza y viesen a sus sucesores salir a las cinco de la tarde?<br />

¿Y qué si hubiesen alcanzado la diabólica invención de volver a la oficina por las noches?<br />

Pero no os asustéis, venerables sombras de la antigua burocracia española: no es tan fiero el<br />

león como le pintan. Si ahora salimos a las cinco, también vamos a las dos, o no vamos que<br />

es lo más fijo; si ahora volvemos por las noches, el daño es para las pobres luces, que arden<br />

sin duda para las ánimas. Hoy día hay largos y eternos periódicos, novelas de Jorge Sand,<br />

discusiones políticas; todo esto ocupa y hace pasar agradablemente las eternas horas,<br />

cuando uno es tan concienzudo que sacrifica el teatro o el liceo a la material presencia en la<br />

oficina.<br />

A la una, pues, volvía el empleado a su hogar; desaparecía el hombre público, y hasta las<br />

nueve del día siguiente, si no era domingo, fiesta de guardar o día feriado, es decir, la mitad<br />

del año, quedaba reducido a caballero particular, tan dueño de su persona como el más<br />

ocioso mayorazgo. Comía con calma, echábase a dormir la siesta, salía a dar un paseo,<br />

volvía al anochecer a tomar su chocolate o le tomaba en casa ajena, iba a su tertulia, y a las<br />

diez ya estaba recogido para entregarse al sueño después de una parca cena. Ese sueño no<br />

era turbado por visiones horribles de revolución y trastorno; la idea de su destitución no le<br />

atormentaba; hallábase aún por inventar la palabra cesante, torcedor continuo del empleado<br />

moderno, y si acaso se trasladaba su imaginación al porvenir, era solo para contar los años<br />

o enumerar los achaques de los que le precedían en la escala, extendiéndose todo su encono<br />

a desear que los jubilasen.<br />

Si el sueldo no era grande, pagábase, al menos, puntualmente, y había gajes, regalos y<br />

obvenciones; no hablemos de manos puercas; éstas son de todos tiempos. La casa del<br />

empleado era por Navidad una colmena. ¿Qué pretendiente no hacía su obsequio al oficial<br />

de la mesa? ¿Qué agente no mandaba a los jefes un mozo cargado con frutas de la época?<br />

¿Qué intendente, qué cabildo, qué Ayuntamiento dejaba de cumplir con los covachuelistas<br />

influyentes? ¡Oh, España era entonces un país de Jauja para los empleados! Ahora han<br />

desaparecido los regalos, aunque suelen subsistir en las cuentas de los agentes, y es, en<br />

verdad, calamitosa la poca generosidad de los que solicitan.<br />

Aún había más. Pocos empleados eran los que no acumulaban a su empleo una<br />

administración de fincas, otro destino en casa de algún grande, o que, por lo menos, no<br />

aumentasen su escaso peculio con los productos de copias, arreglo de papeles o<br />

liquidaciones de cuentas, y si a esta nueva ocupación querían añadir la respetabilidad, se<br />

hacían nombrar síndicos o de alguna cofradía, cuyo pendón llevaban en la procesión del<br />

Corpus, o bien pedían en las calles para el pecado mortal, entonando con voz sonora sus<br />

agudas saetillas.<br />

¿Y qué diremos del alto empleado del oficial de covachuela? ¿Le pintaremos con su<br />

uniforme, yendo tarde a la secretaría, no para trabajar, sino para presentarse al ministro y<br />

despachar con él, no ensuciándose nunca los dedos con la tinta de su escribanía de plata ni<br />

con el polvo de su papelera forrada de tafilete, teniendo un escribiente que le hacía el<br />

trabajo, respondiendo al humilde pretendiente con desdeñosos monosílabos, citando a su<br />

casa al agente de Indias que se insinuaba cual conviene, y corriendo en seguida a hacer su<br />

corte al ídolo de la época, de quien esperaba conseguir una plaza de camarista o ser<br />

nombrado asistente de Sevilla? Pero el espacio nos falta para tanto, y tenemos que venir a


los tiempos modernos, tiempos calamitosos en que los españoles hubieran renunciado a la<br />

empleomanía sin los gratos antecedentes que ha dejado, y si no fuese una plaga incurable<br />

en esta patria favorecida del cielo.<br />

No sé si el hambre habrá dejado todavía vivo a algún empleado del tiempo de Carlos IV.<br />

Si este fenómeno existe, él podrá decir las revoluciones que su clase ha padecido desde<br />

entonces, y cómo ha variado hasta el aspecto exterior del oficinista, que tampoco el<br />

oficinista está libre del imperio de la moda, aunque, por motivos independientes de su<br />

voluntad, suele seguirla de lejos. Este venerable y escuálido resto de la antigua burocracia<br />

diría cómo se apartó del costado el espadín, reemplazado hoy con el sable de miliciano;<br />

cómo se abandonaron las casacas redondas para sustituirlas con el frac y la levita; cómo el<br />

calzón corto, que resistió más tiempo, se alargó, en fin, hasta caer en pantalón sobre el<br />

tobillo, y cómo perecieron los peluquines, cayeron las coletas, y las calvas se cubrieron<br />

trayéndose hacia adelante el pelo de atrás que ondeaba a veces en guisa de penacho, a pesar<br />

del artístico batido. Tal ha sido, en fin, la revolución, que hoy ya se ven empleados con<br />

trabillas, guantes amarillos, cabello largo y rizado... y hasta con barbas: con barbas, sí, que<br />

hubieran horrorizado a su antecesores y fueran suficientes a ocasionar su destitución en un<br />

tiempo en que esta ominosa palabra sólo se encontraba por lujo en el diccionario de la<br />

lengua castellana.<br />

Pero, ¿qué ha de suceder, si todo ha variado a tal punto, que una oficina, símbolo antes<br />

de la paz y suavidad de costumbres, ofrece ahora el aspecto de un cuartel lleno de<br />

uniformes, armas e insignias militares; si en vez de las palabras expediente, legajo,<br />

extracto, minuta, orden, sólo se oyen las de batallón, compañía, fusil, guardia, formación y<br />

ejercicio; si a la palabra señor mayor han sustituido los subalternos las de mi capitán, mi<br />

comandante? ¿Nos hemos vuelto todos guerreros? Sí; porque los destinos no se consiguen<br />

ahora por escala, ni a fuerza de años de servicios, como antiguamente, sino que se asaltan,<br />

se ganan en buena o mala lid y se quitan al que los tiene para colocarse uno en ellos. Este es<br />

un nuevo método que hemos inventado, mucho más expedito y cómodo, porque en estos<br />

tiempos de máquinas de vapor queremos también carreras al vapor que en un periquete nos<br />

alcen a los cuernos de la luna.<br />

Con efecto, ya no existe el meritorio, aquel tiempo tierno y cándido novicio que, con la<br />

leche en los labios, iba a aprender el oficio al lado de su padre. ¿Dónde hay paciencia ahora<br />

para esperar seis u ocho años hasta obtener una miserable plaza de escribiente? La táctica<br />

es otra. ¿Se halla usted sin oficio ni beneficio? ¿Aspira a una placita en rentas o en un<br />

Gobierno político? ¿No es usted, en fin, más que un pretendiente de escalera abajo? Pues se<br />

mete usted miliciano, alborota y chilla en su compañía, se hace nombrar sargento, la echa<br />

de patriota, arma alguna bullanga, se luce en un pronunciamiento, y mal ha de andar la cosa<br />

para que al fin no se calce (esta es voz nuevamente inventada para significar que se ha<br />

alcanzado un destino). ¿Tiene usted más ambición? ¿Apetece una intendencia, una jefatura<br />

política, una magistratura, un Ministerio? ¡Oh! Entonces, según la categoría del destino,<br />

adelanta usted más en la milicia, se hace capitán o comandante, se cuela en un<br />

Ayuntamiento, se ingiere en una Diputación provincial, se arroja a la tribuna parlamentaria,<br />

o bien se constituye miembro de alguna junta revolucionaria, y ya no necesita más; por<br />

poco que se mueva, que charle, que farolee, o que, según convenga, haga la oposición o<br />

apoye al Ministerio, no hay falencia: a los dos meses, cate usted a Periquito hecho fraile; y


el que no ha mucho era paseante en corte manda a toda una provincia, dirige un vasto ramo<br />

de la administración; en una palabra, tiene cuarenta o cincuenta mil reales de sueldo, que es<br />

el problema que había de resolver.<br />

Pero, ¡oh vanidad de las vanidades humanas! Apenas se ha llegado al suspirado término,<br />

apenas se ha satisfecho la ambición o se ha matado al hambre que mataba, cuando se entra<br />

en un mar tempestuoso, en un piélago de inquietudes, en fin, en una vida de perros. Y no<br />

porque abrume el trabajo: gracias a Dios, esto es lo que da menos cuidado, lo que menos<br />

ocupa; pero el monstruo de la cesantía se le pone a uno delante con faz torva y desabrida, le<br />

sigue a todas partes, le acosa en los paseos, envenena las comidas, altera el sueño, y haría<br />

caer la pluma de las manos, si alguna vez la pluma se cogiese. Ved al empleado sentado en<br />

su silla, delante de su papelera, no aquella papelera antigua, modelo de orden y simetría,<br />

sino revuelta, desarreglada, confusa, símbolo de la época y del alma de su dueño: ved,<br />

decimos, al empleado, inmóvil, aunque la procesión anda por dentro, pálido, mirar sombrío,<br />

meditabundo. Cualquiera dirá que piensa en los negocios que le están encomendados, que<br />

se hilvana los sesos por despacharlos con acierto; nada de eso: piensa en su destino, en el<br />

tiempo que le tiene, en el tiempo que le durará, en los medios de conservarle. Calcula, lee<br />

los papeles que tiene delante, que no son expedientes, sino periódicos; repasa los sucesos<br />

del día, procura adivinar los de la mañana; desearía tener al lado una sibila (si es que sabe<br />

lo que es una sibila) que le descorriese el velo del porvenir; se afana por averiguar de qué<br />

lado ha de soplar el viento. ¿Triunfará la oposición? ¿Vencerá el Ministerio? ¿Habrá<br />

mudanza, crisis? ¿Conviene ser todavía fiel, o es tiempo ya de virar de bordo y pasarse a<br />

los contrarios? Dispuestos estamos a una defección; pero ¿ha llegado la hora de la<br />

defección? ¡Terrible problema! ¿Quién le resolverá? Se levanta; va a charlar por lo bajo con<br />

otro camarada que se halla en la misma disposición de ánimo.<br />

-¿Qué hay?<br />

-Hombre, esto se pone de mala data.<br />

-¿Habrá mudanza?<br />

-Peor.<br />

-¿Pues qué?<br />

-Pronunciamiento.<br />

-¿Qué dice usted?<br />

-Está reunido el consejo: la sesión de mañana será borrascosa.<br />

-¿Qué haremos?<br />

-Estemos a ver venir.<br />

-¡Válgame Dios! ¡Qué situación!


-No, pues yo... esto de quedarme apeado...<br />

-Deje usted. Conozco... Sobre todo, ¿no es usted de aquello?<br />

-Sí; pero hace tiempo que no he asistido.<br />

-¿Quién diablos deja eso? Esta noche es preciso que usted venga.<br />

-Sin falta, sí; veremos de qué se trata; allí se sabrá algo, se tomará un partido.<br />

-Cualquiera, con tal de tenernos firmes.<br />

-Yo por mí no me importa que me quiten de aquí... como me lleven a otra parte mejor.<br />

-¡Toma! Entonces no tenemos caso.<br />

Dicho esto, se amontonan los papeles, se arrojan barajados dentro de la taquilla, se<br />

cierra, se toma sombrero y bastón, se lanza uno a la calle, se va a la Puerta de Sol, luego por<br />

la tarde al café, se charla, se patriotiza; llega la noche, se acude a aquella parte, los cofrades<br />

echan cuatro arengas, se alborota el cotarro, se toma una resolución enérgica, y cada uno<br />

sale a ocupar el puesto que le ha sido señalado. Hay bullanga: se grita a favor del que<br />

vence, se brama contra el vencido, se aprovecha la ocasión, y si es posible, se sube un<br />

escaloncito.<br />

¡Vida de tribulaciones y amarguras! ¡Y si a todo esto se comiese! Pero las pagas van<br />

atrasadas: nos deben ya treinta meses; el tesoro está exhausto; no se habla siquiera de una<br />

nueva distribución; el ministro de Hacienda es un hombre sin entrañas. El ciudadano<br />

empleado va a su casa, y encuentra que aquel día no se ha encendido lumbre, y que el<br />

casero ha estado por la mañana a reclamarlos alquileres de seis meses, y que el sastre apura<br />

para el pago de la única levita que tiene. ¡Pagar la levita cuando ya está raída, cuando los<br />

ojales se niegan al servicio, servicio necesario para ocultar el mal estado de la camisa! ¡Y<br />

para esto ha de haber andado en seis pronunciamientos! ¡Y esto se saca de haber mudado<br />

otras tantas veces de partido! ¡Más le valiera haberse quedado en la antigua oscuridad!<br />

Pero, ¿qué es esto? ¡Han pasado sólo seis meses, y al mismo hombre, tan tronado antes,<br />

le veo ahora hecho un milord, vestido con la mayor elegancia, habitando una casa<br />

magníficamente alhajada, teniendo en su bombé al que no ha mucho se paseaba con él,<br />

oyéndole el triste relato de sus miserias! ¿Cómo se ha verificado tan extraña mudanza? ¿Ha<br />

heredado? ¿Ha contraído el Estado algún empréstito y paga ya corriente? No, señor; no se<br />

le ha muerto ningún pariente millonario; la nación está cada día más pobre y más atrasada.<br />

Pues, ¿qué milagro es este? Recóndito misterio que no nos incumbe profundizar; bástenos<br />

dejar consignado como única cosa que hace a nuestro propósito, que el empleado de<br />

hogaño está destinado, o bien a pasar miserias y penalidades, o bien a escandalizar con su<br />

repentina fortuna. Sobre todo, aconsejaremos, y no diremos por qué, a los que quieran ser<br />

empleados de provecho, que dejen la Corte y se vayan a una provincia. Lo que hay que ser<br />

es empleado de provincia, y si es posible, en alguna aduana. No deslumbre el oropel de la


Corte, que sólo procura indigencia; en la provincia se halla lo positivo, y seis reales de<br />

sueldo en ella dan más de sí que sesenta mil en el Tribunal Supremo de Justicia.<br />

Diré más: aun ese oropel que antes existía, y que satisfacía la vanidad, ha desaparecido.<br />

Y si no, trasladaos a una audiencia. Antes salía el oficial de la mesa a darla muy finchado,<br />

con uniforme bordado de oro, la mano derecha metida en el pecho y el brazo izquierdo<br />

apoyado en la espalda. Su mirar erguido se dignaba apenas caer sobre el trémulo<br />

pretendiente que se acercaba con el sombrero en la mano, inclinándose hasta el suelo y<br />

atreviéndose apenas a preguntar con voz desmayada acerca del estado de su expediente.<br />

Ahora ha variado. la posición: el oficial parece ser el pretendiente, y éste el que da la<br />

audiencia. Aquél, vestido con sencillez, toma una actitud humilde a fuerza de querer<br />

mostrarse amable; él es el que se encorva, mientras el otro se yergue; la sonrisa afectada del<br />

empleado contrasta con el ceño adusto del solicitante; su voz meliflua apenas se oye<br />

apagada por el eco imperioso de la del peticionario que, vestido de miliciano, con enormes<br />

barbas, retorcido bigote y facha de patriota crudo, se olvida tal vez de quitarse el chacó y<br />

acaricia con áspera mano, en aire de amenaza, el puño de su sable.<br />

Pero lo que hay que ver es una secretaría del despacho en día que se muda el ministro.<br />

¡Qué semblantes tan largos y macilentos! ¡Qué miradas tan inquietas! ¡Qué afán, qué<br />

desasosiego! Las mesas están abandonadas, los expedientes amontonados sin despachar; en<br />

todas las piezas, corros y conversaciones misteriosas. ¡Qué ir y venir! ¡Qué informarse!<br />

¡Qué hablar de las cualidades y de los antecedentes favorables o contrarios del nuevo jefe!<br />

De repente, viene un portero: «Señores, que se sirvan usías pasar a la subsecretaría.» Este<br />

es el momento de la presentación; todos acuden cabizbajos, se reúnen, y con el<br />

subsecretario al frente, pasan al despacho de S. E., colocándose en círculo y observando<br />

con inquietud el semblante del árbitro de sus destinos, con el fin de adivinar en sus ojos la<br />

suerte que les espera. Pero el taimado, con una sonrisita nacida, más bien que de afabilidad,<br />

del contento de su reciente elevación, los desorienta y los recibe afectuoso, maravillándose<br />

tal vez de la numerosa grey que tiene a sus órdenes, y habiendo ministro que en semejante<br />

ocasión ha exclamado con estúpida candidez: «¡Oh!, ¡oh!, parece esto una comunidad!»<br />

Oye el balbuciente cumplido que le dirige el subsecretario en nombre de sus subordinados,<br />

y en seguida responde que se ha visto precisado a aceptar aquel puesto, que se sacrifica al<br />

bien público, y que sólo la cooperación, las luces de los que están presentes podrán sacarle<br />

airoso del arduo empeño y ayudarle a llevar la pesada carga que han arrojado sobre sus<br />

débiles hombros. «Espero -dice (son palabras históricas) que con los brazos unísonos me<br />

ayudarán ustedes a tirar del carro.» En seguida le hacen todos una profunda cortesía, y la<br />

comunidad se larga silenciosa por la puerta, quedando el ministro ocupado en nombrar a<br />

otros para tirar del carro, y los oficiales haciendo comentarios sobre la entrevista, hasta que<br />

reciben la orden de irse con la música a otra parte.<br />

¡Irse con la música a otra parte! ¡Caer en el inmenso panteón de los cesantes! Triste<br />

suerte; pero suerte infalible de todo empleado moderno. El empleo no es más que un<br />

pasadizo que lleva desde la nada a la cesantía, es decir, a otra nada peor que la anterior, por<br />

estar llena de recuerdos y de esperanzas burladas; burladas, digo, pero no perdidas, porque<br />

el cesante siempre espera. Puesta la vista en el destino que ha dejado, aguarda una nueva<br />

revolución que le reintegre en su prístino resplendor, para perderle de nuevo y recobrarle<br />

otra vez y otras veinte en el espacio de pocos años. Como los arcaduces de una noria, los


empleados actuales suben y bajan alternativamente, y se sumergen, y vuelven a aparecer, y<br />

están llenos unas veces, y otras vacíos, y nunca quietos, porque la rueda a que van atadoslos<br />

arrastra en su incesante movimiento; y como los mismos arcaduces, sólo sirven todos para<br />

agotar el manantial por donde pasan, es decir, la nación, a la cual, ya en activo servicio, ya<br />

cesantes, arruinan y sirven poco. Agentes, más bien que del Gobierno, de la revolución,<br />

ellos y los aspirantes a serlo son los que alimentan nuestras revueltas y nos tienen en<br />

perpetua alarma. Antiguamente, al menos, si trabajaban poco, hacían mucho más y no eran<br />

tantos; y sobre todo, pacíficos y morigerados, servían con fidelidad y no armaban<br />

trastornos. Ahora... Pero basta, basta; ya es tiempo de acabar, que harto he dicho y harto he<br />

murmurado de mis carísimos compañeros; pues, por si lo ignora el benévolo lector, yo<br />

también he sido tres o cuatro veces empleado y cesante, y soy esto último ahora, y mientras<br />

escribo este artículo, estoy pensando en cuándo volveré a las ollas de Egipto, aguardando,<br />

como tantos, que haya una nueva revolución o que suba al Ministerio un amigo que bien<br />

me quiera. Por desgracia del país, lo primero es más fácil que lo segundo.<br />

Eugenio de Ochoa<br />

El emigrado<br />

Lejos, muy lejos de mí la idea, no ya de escarnecer o ridiculizar al infortunio, mas ni aún<br />

de procurar siquiera remotamente disminuir el respeto y la simpatía que a todos debe<br />

inspirar la triste suerte de los proscritos. En todos tiempos la proscripción se ha considerado<br />

como el más duro de los castigos, después de la pena de muerte. Apartar a un hombre<br />

violentamente del seno de su familia, del suelo siempre querido donde por vez primera se<br />

abrieron sus ojos a la luz del sol; desprenderle como un miembro podrido del gran cuerpo<br />

nacional; condenarle implícitamente al aislamiento y a la miseria, ¿no es, por ventura, un<br />

resto de la antigua barbarie? ¿No es éste un acto impío y abominable a los ojos de Dios? Y<br />

cuando se considera que el motivo o el pretexto de este tremendo castigo es ya un simple<br />

error político, ya un exceso tal vez de amor patriótico, tentaciones dan de ver todavía en las<br />

proscripciones modernas, como en el ostracismo de la antigua Grecia, una verdadera<br />

expiación impuesta a la virtud y al genio por el egoísmo y la medianía.<br />

Circunscribiéndonos a nuestra España, es cierto que los hombres que más la honran en<br />

virtud, en letras y en armas, han comido, en alguna época de su vida, el pan amargo del<br />

destierro, esa triste y solemne sanción del mérito en estos borrascosos tiempos que<br />

alcanzamos. Esto basta para honrar, digámoslo así, el carácter de emigrado; pero a la<br />

sombra de tantas ilustres víctimas del mezquino encono de nuestras pasiones políticas como<br />

cuentan en España todos los partidos, ha llegado a formarse una turba parásita y bastarda de<br />

hombres sin vergüenza que han convertido el infortunio en profesión, la emigración en<br />

industria, y que son a la respetable clase de los verdaderos emigrados lo que es la moneda<br />

falsa a la de buena ley: una plaga para lo que llaman ellos su partido, una deshonra para la<br />

patria que no merecen.<br />

Entre estas dos grandes divisiones fundamentales del ente emigrado, que son el legítimo<br />

y el bastardo, hay una multitud de matices que, aunque someramente, iremos describiendo<br />

en este cuadro copiado del natural. Desde luego, se presentan dos clases, separadas entre sí


por una distancia verdaderamente inconmensurable, cuales son el emigrado rico y el<br />

emigrado pobre; estas dos clases apenas tienen entre sí el menor punto de contacto. Las<br />

diferencias de instrucción, de talento, de carácter, separan mucho a los hombres; pero las<br />

separaciones que establecen entre ellos, lo mismo en la emigración que en el estado normal<br />

de la sociedad, son estrechas zanjillas, pequeños surcos, ¡qué digo!, verdaderas líneas<br />

matemáticas en comparación del insondable abismo que abre entre unos y otros la<br />

diferencia de caudal. Así el rico discreto, emigrado o no emigrado, se roza sin dificultad<br />

con el rico tonto; el pobre instruido, ¿con quién se ha de rozar más que con otro pobre,<br />

aunque sea un asno? Hablamos en general; a esta regla hay muchas excepciones, honrosas<br />

para los pobres que las forman, más honrosas todavía para los ricos que las facilitan.<br />

Antes de pasar adelante, establezcamos bien aquí el valor de las palabras. Las<br />

emigraciones, como nadie ignora, se dividen en voluntarias y forzosas. Las primeras, muy<br />

frecuentesen los tiempos antiguos, lo son todavía en los modernos más de lo que<br />

generalmente se cree. Hay también emigraciones temporales y emigraciones perpetuas;<br />

éstas pueden incluirse en la categoría de las forzosas, pues rarísima vez deja de motivarlas<br />

una absoluta necesidad, como el exceso de la población respectivamente a los recursos del<br />

terreno. Ésta es la causa más general de las emigraciones; de ellas nos ofrecen continuos<br />

ejemplos la Alsacia en Francia, la Inglaterra, la Alemana y alguna de nuestras provincias<br />

del Norte. Excusado es decir que no es de estas emigraciones de las que hablamos.<br />

Emigrado, en la acepción en que tomamos aquí esta voz, que es en el día la más común, es<br />

el hombre que no puede residir en su patria bajo la protección de la ley común, que es la<br />

que generalmente se llama el emigrado político, único en que por ahora vamos a ocuparnos.<br />

Obsérvese bien la expresión que hemos subrayado, bajo la protección de la ley común,<br />

porque ella es la que expresa cuál es el verdadero carácter que distingue al emigrado en la<br />

gran familia social. La ley común no alcanza al emigrado; éste está sujeto a la ley<br />

excepcional. La ley que rige para el salteador como para el vecino honrado, para el grande<br />

como para el pequeño, no rige para el emigrado, por el mero hecho de serlo, y esto es lo<br />

que le distingue esencialmente de todos los demás ciudadanos. Expliquemos esto por un<br />

ejemplo, pues es necesario penetrarse bien de la índole de esta proposición para percibir<br />

bien la gran diferencia en el fondo, aunque pequeña en la apariencia, que media entre lo que<br />

hemos llamado el emigrado legítimo y el bastardo. Supongamos que entran en España y<br />

son cogidos por la justicia un hombre que ha cometido un delito o un crimen cualquiera, y<br />

por el cual estaba fugitivo, y un emigrado; el primero, por grande que sea el crimen que<br />

cometió, será juzgado por un tribunal ordinario con arreglo a la ley que rige para todos los<br />

españoles; el segundo lo será en virtud de una ley excepcional, dictada siempre por la<br />

pasión, casi siempre por la injusticia. Esto es lo que hace tan digna de interés la condición<br />

del emigrado, ésta es la causa por que en todos los países cultos donde no dominan las<br />

pasiones o la injusticia que dictaron la ley de proscripción, se mira a los emigrados con<br />

respeto y se los acoge como a hermanos; ésta es en fin, la razón por que conviene tanto<br />

distinguir bien en la gran masa de los emigrados la categoría de los que lo son por motivos<br />

políticos de los que lo son por delitos comunes. A veces es muy difícil distinguirlos: en las<br />

emigraciones modernas, resultado casi siempre de las guerras civiles, la línea divisoria<br />

entre ambas categorías suele desaparecer con frecuencia, y se necesita un gran criterio para<br />

suplirla; pero estos casos son raros, porque muy raros son los delitos verdaderamente tales<br />

que puede justificar cumplidamente la opinión política del delincuente. Es admirable, sin<br />

embargo, ver hasta qué grado se hacen ilusión en este punto algunos hombres: muchos he


conocido yo que de muy buena fe miraban como emigrado político al asesino o ladrón<br />

fugado que mató o robó su color de exaltación en sus opiniones, como si los actos de robar<br />

y de matar dejaran de ser ordinarios y se convirtiesen en crímenes políticos por sólo<br />

ejercerlos contra personas de distinta opinión. ¡Pues esta casta de emigrados entra por una<br />

gran suma en la mayor parte de las emigraciones!<br />

Fuera de esta emigración, o más bien proscripción que pudiéramos llamar legal, porque<br />

es el triste fruto de una ley, por lo general inicua, hay otra más triste todavía, y no menos<br />

común en estos tiempos, que es aquella que se origina de los enconos privados, en virtud de<br />

los cuales huye una porción del pueblo de los furores del populacho, siempre dispuesto a<br />

ponerse del lado del partido vencedor y a ensangrentar su victoria. Esto hace que sea<br />

todavía más difícil de definir exactamente al emigrado y distinguir bien al verdadero del<br />

falso, pues hay, en efecto, muchos hombres a quienes no condena ley alguna escrita y que,<br />

sin embargo, no pueden volver a su patria sin arriesgar su vida; justo es, por consiguiente,<br />

considerarlos como verdaderos emigrados y tratados con el respeto a los tales debido,<br />

aunque, por desgracia, ésta es la clase a cuya sombra pululan más impostores o falsos<br />

emigrados. No todos pueden inventar una ley que los proscriba del suelo patrio; pero todos,<br />

con razón o sin ella, pueden asegurar que son el blanco de las iras populares en tal o cual<br />

población, y acógense, por consiguiente, al sagrado carácter de verdaderos emigrados. De<br />

aquí resulta que si el populacho no tomara, como acostumbra, parte en las disensiones<br />

políticas, haciéndose juez y verdugo de los que ni sabe ni le importa saber si son criminales<br />

o inocentes, si tenían razón o no en el punto que dio ocasión a la discordia, las<br />

emigraciones serían mucho menos frecuentes, menos numerosas y, por de contado, menos<br />

duraderas. Verdad es que, después de verificada la emigración, suele ésta convertirse en<br />

destierro, porque el gobierno, o el partido que se apodera de él, niega la entrada o cierra las<br />

puertas de su país al que le abandonó voluntariamente, y crea un delito especial que, a falta<br />

de otro título que justifique la pena, suele llamarse delito de emigración, como si ésta por sí<br />

sola pudiese ser jamás un delito. Esta sola consideración, que no tratamos ahora de<br />

amplificar, daría suficiente materia para un largo tratado de derecho público, y es una de las<br />

infinitas pruebas de lo atrasadas que están todavía las ciencias políticas y morales en la<br />

culta Europa. La misma consideración basta para que desde luego resulten también patentes<br />

dos grandes categorías en la gran masa que forma una emigración, que son la de los<br />

proscritos y la de los simples emigrados. Generalmente se confunden, y para los resultados<br />

vienen a ser ambas, en efecto, una misma cosa.<br />

Los emigrados se dividen en otras dos clases: la de los que viven en libertad y la de los<br />

que viven en depósito.<br />

Nada más triste y monótono que la vida de los emigrados pobres en los depósitos donde<br />

los confina la policía del país en que van a refugiarse. Estos depósitos suelen ser, por lo<br />

común, lugares de corta población y, por consiguiente, de escasísimos recursos. Yo he<br />

recorrido de aficionado algunos de ellos, y jamás olvidaré la impresión de profundo<br />

desconsuelo que casi siempre me dejaba el aspecto de tanta miseria, de tanta incuria y,<br />

siento decirlo, a veces de tanta degradación. La razón de esto último es muy obvia:<br />

generalmente los emigrados que se resignan a quedarse en los depósitos (pues rara vez se<br />

les niega la traslación a otros puntos a los que la solicitan, renunciando al socorro que les<br />

pasa el gobierno del país) son aquellos a quienes ha dotado la suerte de menos recursos


naturales y adquiridos, y aquellos también para quienes más atractivos ofrece la<br />

holgazanería. Los que poseen aún caudal o alguna instrucción, y tienen buena voluntad de<br />

trabajar pronto consiguen trasladarse a las ciudades, donde, aunque bajo la severísima<br />

inspección de la policía, viven de su industria con bastante libertad. Los que se sienten con<br />

alguna travesura para sacar el caballo adelante, como suele decirse, viviendo de la trampa<br />

en este pícaro mundo, también hallan medio de proporcionarse un campo más fecundo para<br />

ejercer sus habilidades que el que presenta la pobretería de los depósitos. Lo que queda en<br />

éstos es, por lo general, esa masa inerte de inteligencias lánguidas, de cuerpos indolentes y<br />

de bolsas vacías que constituye el gran fondo de toda emigración, sin que entre la multitud<br />

de gansos que suelen formar esta gran masa de individuos falten también algunos milanos,<br />

cuya misión sobre la tierra es despojar a los primeros de la poca pluma que les ha dejado su<br />

mala estrella. Por miserable que sea el lugar en que establece el gobierno (sea el francés,<br />

sea el inglés, pues de éstos principalmente hablamos, como que a Francia o a Inglaterra es<br />

adonde van siempre a parar las grandes masas de nuestras emigraciones), por miserable que<br />

sea, repetimos, el lugar donde establece el gobierno un depósito, al instante como por<br />

encanto se alza en él: primero, un café con su mesa o sus mesas de billar; segundo, un<br />

garito reservado y tenebroso con abundancia de barajas españolas. Como dice muy bien la<br />

Sagrada Escritura, no sólo de pan vive el hombre; en todas partes se observa la verdad de<br />

esta sentencia, y señaladamente en los depósitos, donde faltará acaso el pan alguna vez,<br />

pero no hay cuidado de que falten las otras cosas de que también vive el hombre, como son<br />

el mingo, el as de oros, la copa de aniseta, etc. En esos nidos de miseria que se llaman<br />

depósitos, el juego, con todas sus punzantes emociones, reina cual déspota absoluto, lo<br />

mismo, más aún que en las más ricas poblaciones, porque allí es la distracción casi única, y<br />

en éstas hay otras muchas; el juego es la lepra que devora el escasísimo socorro que da el<br />

gobierno a los emigrados en depósito. Así es que sólo viéndolo puede uno formarse idea del<br />

grado de pobreza a que llegan en ellos algunos infelices. Yo he conocido en un depósito,<br />

que no quiero nombrar, siete emigrados que no tenían entre todos más que un roto pantalón<br />

y tres chaquetas; cada uno de ellos se vestía alternativamente un día a la semana, y pasaba<br />

los otros seis en la cama. Esto, que me sorprendió, como es natural, era, me dijeron, cosa<br />

vulgarísima en los depósitos, siempre chupados, exprimidos hasta el último maravedí por<br />

tres o cuatro sanguijuelas que, luego que han hecho su agostillo en un depósito, se van a<br />

otro a acabar de llenarse o vaciarse en Burdeos, París o Londres, para volver en seguida a<br />

las mismas rapiñas en los mismos sitios.<br />

En los depósitos, la vida del emigrado que se levanta de su cama, es decir, del hombre<br />

acomodado, de aquel de quien todos dicen que tiene posibles, viene a ser la siguiente: De su<br />

casa, donde una rústica patrona le ha servido el más frugal de los desayunos presentes,<br />

pasados y futuros, va al café a leer o a oír leer el periódico o periódicos que se reciben en el<br />

pueblo, porque lo que es esto tampoco puede faltar en ningún depósito, aunque jamás se<br />

haya visto hasta entonces en todo el distrito más papel impreso que las boletas del<br />

recaudador de contribuciones. La hora de la llegada de los emigrados al café coincide<br />

siempre con la llegada de los periódicos, de suerte que varía en cada punto; por la lectura de<br />

las nouvelles d'Espagne dejaría el emigrado español sus más preciados placeres: lo mismo<br />

digo respectivamente de los emigrados de otras naciones, pues cuenta con lo que voy<br />

diciendo de nuestros paisanos es aplicable, con levísimas modificaciones, a los polacos, los<br />

portugueses y los italianos, únicos pueblos que, con el nuestro, gozan en el día del alto<br />

honor de suministrar a Francia e Inglaterra su contingente de emigrados políticos. En todos


los hombres el amor de la patria aumenta cuando están ausentes de ella, pudiendo aplicarse<br />

a este amor la conocida cuanto ingeniosa seguidilla popular:<br />

El amor que te tengo<br />

parece sombra;<br />

cuanto más apartado<br />

más cuerpo toma.<br />

La ausencia es aire<br />

que apaga el fuego chico<br />

y enciende el grande.<br />

En el corro que forman los emigrados en el café se comentan y amplifican las noticias<br />

de España, cometiendo en este comentario y amplificación todas las figuras retóricas que<br />

reconoce Hermosilla y muchas más. Allí se explica cómo y por qué donde el periódico, si<br />

es de opinión contraria a la de la emigración (lo que rara vez sucede, porque ésta cuida de<br />

hacerle trizas si comete tal pecado), donde el periódico, repito, dice blanco debe entenderse<br />

que aquello significa negro, ironía sutilísima, pero lícita. Allí, cuando el periódico amigo<br />

dice que un lugar de cuarenta vecinos se ha pronunciado en favor del partido emigrado, se<br />

entiende y pasa en autoridad de cosa juzgada que toda España se ha levantado como un solo<br />

hombre para derrocar la tiranía existente: aplicación feliz de la figura llamada sinécdoque,<br />

que consiste en tomar la parte por el todo o, como decía Larra, en tomar una cosa por otra.<br />

Con estas inocentes ilusiones conforta el emigrado su decaído espíritu y se aferra más y<br />

más en la opinión que le tiene proscrito. Estas ilusiones, aunque a veces hagan sonreír por<br />

lo erróneas, nunca, a mí a lo menos, nunca dejan de conmover a quien las oye manifestarse<br />

de buena fe: la esperanza, esa última áncora de nuestro corazón en las grandes tribulaciones<br />

de la vida, esa dulce y hermosa hermana de la fe, es un bien demasiado precioso para que le<br />

hagamos nunca objeto de befa o de desprecio. ¡Respetemos las ilusiones del proscrito!<br />

¡Quién sabe si mañana tal vez esas ilusiones serán las nuestras! Como Damocles tenía<br />

siempre suspendida una espada sobre su cabeza, nosotros los españoles, de cualquier<br />

partido que seamos, tenemos siempre suspendida sobre las nuestras la perspectiva de una<br />

emigración.<br />

Acabada la lectura del periódico, apurados los comentarios, asentado ya como verdad<br />

inconcusa que antes de un mes, y esto lo mismo un día que otro, cada emigrado habrá<br />

vuelto a su casa (se entiende, los que tengan casa), todos con un grado más, por de contado,<br />

para los militares, con un empleo muy superior para los empleados, llenos todos de alegría<br />

con tan risueño porvenir, fórmanse unos en cuadros alrededor del billar para que decidan<br />

las bolas del orden que ha de seguirse en los tacazos de una guerra o de un chapeau;<br />

emprenden otros con el dominó entre dos o tres o cuatro, robado o no robado; éstos, los que<br />

carecen de metálico y de crédito en la plaza, se sientan en los banquillos laterales para<br />

representar el desairado papel de mirones, y aquéllos, los Rothschilds del depósito, se<br />

encaminan con grave y reposado continente, muy embozados en sus capas, a la casa donde<br />

está establecido el monte. ¿A qué describir el local? Aunque es claro que lo que vamos<br />

refiriendo pasa fuera de España, para nuestro propósito es lo mismo que si pasara dentro,<br />

pues donde quiera que se juntan dos españoles, allí está España, es decir, allí están los<br />

hábitos, gustos y carácter de España. El garito en cuestión es, pues, el mismo exactamente<br />

que puede verse en la calle de *** en Madrid, o más bien en cualquier pueblo de provincia


donde hay guarnición; el mismo tapetillo verde, los mismos naipes mugrientos, el mismo<br />

humazo pestilente, las mismas caras morenas, enjutas y muy barbadas. A falta de<br />

fascinadoras onzas de oro y doblillas francesas sobre el tapete verde, aparecen y<br />

desaparecen en él con suma rapidez puñados de calderilla, tal cual franco, un napoleón de<br />

cuando en cuando, y en fin..., sí, señores, lo digo porque lo he visto, un par de calcetines<br />

llenos de puntos, un corbatín raído, un par de botas viejas, y aun también ¡oh pudor!, una<br />

espada que acaso brilló algún día con gloria en las batallas. Lo que no se juega en un<br />

depósito de emigrados no se juega en ninguna parte, y sabido es que un verdadero jugador<br />

pondría su alma sobre la sota de copas contra medio duro. Lo que es su patrona, en caso de<br />

no ser excesivamente vieja, fea y dura de corazón, no hay jugador en depósito y sin dinero<br />

que no la haya jugado y perdido más de diez veces. El juego dura hasta la hora de comer,<br />

que también varía según las provincias: lo común en los depósitos es comer temprano, a la<br />

española, y todos juntos, a lo pobre. En este punto el triste emigrado pasa mil trabajos;<br />

acostumbrado al buen trato que nos damos en España, donde el refrán popular que el<br />

estómago es lo primero, las patatas inglesas, las judías fatales, el mezquino y ético bouilli<br />

de franceses, miserable parodia de nuestro sustancioso puchero, son el constante objeto de<br />

las maldiciones del emigrado español, siempre bamboleado entre el hambre y el cólico. Lo<br />

general en Francia y en Inglaterra entre la clase acomodada es comer a las seis de la tarde;<br />

pero la gente que vive del trabajo manual, lo mismo que los lugareños, comen a las doce o a<br />

la una, método más racional que el que ya vamos copiando de los extranjeros, en cuanto<br />

supone que no se hace del día noche, y viceversa. Claro está que para comer a esa hora es<br />

preciso haberse levantado temprano y haber disfrutado, por consiguiente, de esa hermosa<br />

luz del sol que, según todas las apariencias, hizo Dios para alumbrar nuestra vigilia más<br />

bien que nuestro sueño. El emigrado, pues, como hemos dicho, come en los depósitos a la<br />

hora del pueblo, es decir, alrededor de la una. Luego, fiel a los recuerdos de su patria,<br />

duerme la siesta; luego, en virtud de la misma fidelidad, da su paseo corriente, a media<br />

tarde vuelve al juego, y así pasa su vida lo mismo un día que otro, que es lo que llamaría<br />

nuestro Mariana en su enérgico lenguaje una holgazanería miserable. Adviértase que hablo<br />

de lo que sucede en general. Esta pintura, harto fiel por desgracia, tiene muchas y muy<br />

honrosas excepciones. Oficiales, y aun generales emigrados, he conocido que emigraron<br />

poseyendo por único caudal de conocimientos la Ordenanza militar y el Tratado de<br />

equitación, y a quienes son familiares en el día los más recientes adelantos hechos en el arte<br />

de la guerra. Con decir que algunos de estos dignos militares han estado o están en<br />

depósitos, dicho se queda que el cuadro que poco antes he bosquejado pinta sí a la mayoría,<br />

pero no a la universalidad.<br />

Una regla que no tiene excepción, digámoslo con orgullo, es ésta: entre todos los<br />

emigrados, tanto en Francia como en Inglaterra, los españoles se han distinguido por su<br />

resignación en los trabajos, su obediencia a las leyes y su profunda y sincera gratitud a sus<br />

bienhechores. Al paso que los emigrados de otros países han solido desconocer su situación<br />

hasta el punto de ser un objeto de continua inquietud para las autoridades y del descontento<br />

mal disimulado de los pueblos, los españoles, lo repito, han sido modelos de su misión y<br />

decoro, de suerte que, aun prescindiendo de algunas otras ventajas de que más adelante<br />

hablaremos, que han producido entre algunos males de que también haremos mención, las<br />

últimas emigraciones políticas han traído para España la de dar a conocer el noble y<br />

pundonoroso carácter de sus hijos, bastante desconocido hasta la época actual; así es que<br />

los emigrados españoles son mirados en todas partes entre los demás con particular


predilección. Muchísimo tiene que agradecer, es verdad, sobre este punto a la generosa<br />

conducta observada por el gobierno de Carlos IV y por los particulares españoles,<br />

señaladamente por el alto clero, con los refugiados franceses durante los furores de su<br />

revolución, porque ha provocado la constante correspondencia del gobierno y del pueblo<br />

francés con los nuestros, sin distinción de colores ni de opiniones y sin considerar amigos<br />

ni enemigos. Este es el signo más visible de una civilización adelantada, y el propio y<br />

verdadero carácter de la nacionalidad bien entendida; pues al paso que se ejerce una virtud<br />

internacional, se sacan sin sentir inmensas utilidades y se esparcen grandes riquezas que<br />

nada cuestan a los gobiernos ni a los pueblos.<br />

Del sombrío cuadro que arriba hemos bosquejado pasemos a otro que viene a ser su<br />

antípoda. La escena es en París; son las doce de la mañana, una de las rigurosas de invierno.<br />

En una pieza deliciosamente amueblada del hotel de Castilla, delante de una chimenea de<br />

mármol blanco cubierto de terciopelo carmesí con rapacejos de seda, todo claveteado de<br />

tachuelas de oro, y brillante con una magnífica lumbrada, están sentados cuatro hombres de<br />

diferentes edades y cataduras; pero todos vestidos con la última elegancia, alrededor de un<br />

veladorcito de laca, sobre el cual se ven todavía los restos de un delicadísimo almuerzo.<br />

Llévaselos un mozo con todas las apariencias de un señor, y él mismo trae y pone sobre la<br />

mesa una bandeja en que vienen una tetera de metal inglés, lustrosa como la plata, café,<br />

chocolate y tazas adecuadas a cada uno de estos líquidos digestivos; un cajón de excelentes<br />

vegueros de la Vuelta de Abajo, verdadera basura habanera, llega en manos del mozo, que<br />

lo baja de encima de un secretaire estilo rocaille, y acaba de llenar el velador. Vase el<br />

mozo, elige y enciende cada uno de los convidados su cigarro después de haber tomado té,<br />

café o chocolate, y prosigue entre los cuatro en nuestra hermosa lengua castellana una<br />

interesante y profunda discusión sobre el mérito respectivo de las españolas y de las<br />

francesas. Estos cuatro personajes no son ni más ni menos que cuatro emigrados y, sin<br />

embargo, encima de la chimenea se ven todavía con sus fajas el Diario de los Debates, la<br />

Prensa, el Siglo y otros periódicos políticos franceses, igualmente que alguno de los<br />

nuestros: el Heraldo, la Posdatam, etcétera; sólo están desplegados y sin duda leídos, el<br />

Diario de los Teatros, un periódico de modas y el mordaz Charivari. Esta indiferencia o<br />

desdén a la política es el rasgo que más distingue al emigrado rico del pobre, y la razón es<br />

sencilla. No es, ciertamente, porque sean unos más o menos patriotas que otros, sino porque<br />

para el rico la emigración es un mal muy llevadero, cuyo término no siempre desea con<br />

gran vehemencia, al paso que para el pobre es una situación llena de amargura: salir pronto<br />

de ella es su sueño de todos los días, de todas las horas, de todos los minutos. Esta es una<br />

prueba más de la falsedad que envuelve esa supuesta igualdad ante la ley que nos<br />

imaginamos haber conseguido y disfrutar como una gran conquista. El mismo castigo<br />

impuesto a dos hombres es para uno insignificante, para otro, durísimo. Esta decantada<br />

igualdad es la más monstruosa de las desigualdades y, por consiguiente, de las injusticias.<br />

Sin manifestarlo con una impaciencia febril de leer las noticias de España, el emigrado rico<br />

abriga, no obstante, en su corazón un vivo apego a las cosas de su patria; así vemos a los<br />

cuatro felices proscritos que acaban de desayunarse, salir, acabada su conversación (y<br />

sustituida ya a la elegante bata del anfitrión una levita forrada de ricas pieles), y<br />

encaminarse por el boulevard a una Puerta del Sol imaginaria improvisada en la plaza<br />

Vendôme, donde encuentran a varios amigos paisanos con quienes forman bullicioso corro.<br />

Es la hora a que pasan por aquella hermosa calle muchedumbre de coches y de jinetes que<br />

van al bosque de Bolonia, y de parejas pedestres que se encaminan al jardín de las


Tullerías. No pasa buena moza a quien no se le eche disimuladamente algún requiebro a la<br />

española. «Allí se fuma, de allí se baja al prado (vulgo las Tullerías); allí se decide a qué<br />

restaurador se irá a comer, en qué teatro se empezará la noche, a cuál soirée se irá después...<br />

Porque, digámoslo ya, en fin, y nos excusaremos llevar más adelante este bosquejo: el<br />

emigrado rico en todas partes es perfectamente recibido. En realidad no tiene de emigrado<br />

más que el nombre: su vida es en todo la misma que la del viajero rico de su mismo país.<br />

Ya entra en una categoría aparte que merece también su descripción especial, porque se<br />

diferencia enteramente de la del emigrado, cual es la del español fuera de España. Por eso<br />

deben omitirse aquí muchas observaciones críticas que ocurren, y que sería injusto aplicar<br />

al emigrado, no recayendo sobre cualidades esencialmente propias de esta clase. El<br />

principal carácter del emigrado en general, que es el anhelo por volver a su patria, falta en<br />

el emigrado rico; fáltale también el aislamiento entre los suyos, la exclusión de todo trato<br />

con los representantes del gobierno y de su país y aun con todas las personas de distinta<br />

comunión política, que tan altamente caracteriza al emigrado.<br />

¿Qué le queda, pues, de tal? Nada más que el nombre; ningún rasgo propio esencial le<br />

distingue de cualquier otro español no emigrado y ausente de su patria fuera del hecho<br />

material de no volver a ella. No debemos, pues, ocuparnos en él en este artículo más que<br />

como lo hemos hecho, es decir, más que por mera fórmula de recordación. Por lo mismo<br />

me abstendré de pintar al falso emigrado que hace de su usurpado título un recurso para<br />

estafar a sus paisanos. Este emigrado no es más que una variedad del caballero de industria,<br />

otro de los tipos que también merecen pintarse y en el que no renuncio a emplear mi tosco<br />

pincel; porque son tantos y tan curiosos los que me ha deparado la suerte adversa, que, sin<br />

más que apuntar unas cuantas figuras de las que más impresas se me han quedado, verá el<br />

lector cosas que le maravillarán.<br />

Hasta aquí sólo he hablado del emigrado soltero o, a lo menos, que no lleva consigo su<br />

familia, si la tiene, que es, como naturalmente debe ser, la clase más numerosa; pero fuerza<br />

es decir algo también del emigrado con una mujer e hijos. Éste, si no es rico, en cuyo caso<br />

tenemos, lo mismo que antes dije, una familia fuera de las duras condiciones características<br />

de la emigración, es, sin disputa, el emigrado más digno de interés y lástima. Rara vez el<br />

emigrado de esta especie se fija en un depósito; rara vez también deja de añadir al socorro<br />

del gobierno el producto de alguna honrada industria: aunque nunca haya sido apto para<br />

nada, aunque nunca haya hecho ni creído poder hacer otra cosa más que cumplir bien o mal<br />

las obligaciones de su destino, la necesidad, que, como todos saben, tiene cara de hereje, le<br />

fuerza a trabajar. En esto se distingue esencialmente del emigrado soltero, el cual, por lo<br />

común, se abstiene prudentemente de toda ocupación que pueda redituarle algún provecho.<br />

El trabajo a que más generalmente se dedica el emigrado con familia es a dar lecciones de<br />

español o a traducir para los libreros que comercian con nuestras antiguas colonias de<br />

América: así están inundadas de traducciones increíbles; las hay tan sublimemente<br />

desatinadas, que merecerían estamparse con letras de oro para delicia de las personas de<br />

buen humor.<br />

La casa del emigrado con familia es el punto de reunión por las noches de todos los<br />

emigrados del pueblo, o, cuando menos, del barrio, si se halla en París o en una ciudad<br />

grande. Allí se forma una verdadera tertulia, con su murmuración, sus amoríos, su poquito<br />

de mala música y aun de baile de cuando en cuando. A estas tertulias suele asistir algún


indígena que aspira a llegar a poseer la especialidad española en la literatura de su país,<br />

estudiando la lengua, el colorido local, las costumbres de los españoles; pero es preciso que<br />

tenga mucha magnanimidad para resignarse a oír con indiferencia las mil pestes que<br />

probablemente dirán de las cosas de Francia aquellos mismos que tan humana acogida<br />

están recibiendo en esta hospitalaria nación. Sólo una docilidad a toda prueba y una<br />

grandísima despreocupación pueden granjear al extranjero el honor de ser visto sin<br />

desagrado como individuo o tal vez de ser positivamente excluido de la susodicha tertulia<br />

española y emigrada.<br />

Otras variedades hay del tipo emigrado, pero muy secundarias y que poco o ningún<br />

carácter general presentan al observador, pues lo que tienen les son comunes con el otro<br />

tipo arriba indicado del español fuera de España, tipo que no renunciamos a bosquejar.<br />

Terminaré este artículo con algunas consideraciones, de las que prometí al principio,<br />

sobre las ventajas e inconvenientes de las emigraciones.<br />

Las emigraciones políticas ¿son un bien o un mal para el país de donde salen y en que se<br />

repiten de tiempo en tiempo? Esta es la primera pregunta que se hace a sí mismo el hombre<br />

que piensa, sobre todo cuando ya no es emigrado, porque claro está que, mientras dura su<br />

emigración, la tiene de cierto por un mal, sobre todo si escasea de dinero. Mas lo que<br />

parece ofrecer poca duda es que si en el mundo no hubiera habido emigraciones, la marcha<br />

de la civilización habría sido mucho más lenta y probablemente menos segura; porque no<br />

hay emigrado, por rudo y desaplicado que sea, que no haya hecho voluntariamente o por<br />

fuerza una multitud de observaciones y comparaciones, que a su vuelta aplica o comunica<br />

con cierta vanidad a sus amigos y compatriotas. El uno observa el progreso o atraso de las<br />

artes mecánicas; el otro, las costumbres domésticas y familiares; éste se pone a traducir mal<br />

o bien los libros que cree pueden ser útiles o por lo menos venderse en su patria. Algunos<br />

estudian los métodos más aventajados en tal o cual ramo de industria o de la agricultura; no<br />

pocos se dedican a enseñar su propia lengua, y la estudian al mismo tiempo; otros siguen<br />

los cursos de enseñanza establecidos en los pueblos donde la suerte o su situación particular<br />

les permite residir; varios aprenden un oficio a que tal vez tenían inclinación cuando eran<br />

jóvenes, o de que poseían ya algunas nociones elementales; quién hace valer las habilidades<br />

que aprendió por sólo recreo, y enseñándolas se perfecciona en ellas; quien adquiere<br />

aplicación al trabajo, cuando antes era un haragán de por vida; los más leen una multitud de<br />

libros o periódicos que probablemente no hubieran hojeado jamás si hubiesen permanecido<br />

en su país; todos aprenden bien o mal un idioma que ignoraban la mayor parte de ellos; no<br />

hay uno que no adquiera por fuerza el hábito de la economía doméstica y el<br />

convencimiento de la inutilidad de muchas que él tenía por necesidades indispensables; y,<br />

por último, ninguno deja de pensar en su país a cada cosa buena que ve en el que<br />

accidentalmente se encuentra, y que no desee llevar o introducir para bien de su patria,<br />

siendo, a nuestro entender, las emigraciones, uno de los mayores estímulos al verdadero<br />

patriotismo, como que en general todo emigrado ama más a su patria cuando nunca había<br />

salido de ella.<br />

Verdad es que contra esta última reflexión acostumbran oponerse algunos que con la<br />

emigración suele, si no perderse, a lo menos debilitarse eso que han dado en llamar<br />

nacionalidad. Pero antes de decidir esta cuestión nos parece que convendría ponernos de


acuerdo sobre lo que se entiende y debe entenderse por esta palabra, que la mayor parte<br />

confunden con el patriotismo. Si por nacionalidad se entiende esa manía de aborrecer a<br />

todas las naciones extranjeras, como hicieron los judíos desde que se escaparon de Egipto y<br />

se reunieron por primera vez en cuerpo de nación, obedeciendo al pie de la letra lo que les<br />

decía la ley de Moisés, a saber: «Las naciones extranjeras que no adoran al verdadero Dios<br />

no son nada para él: vosotros debéis sujetarlas y exterminarlas». Semejante nacionalidad ni<br />

la queremos ni la deseamos para España ni para ningún otro pueblo del mundo. Si se<br />

entiende también por esta voz aquella bárbara y grandiosa resolución, que se atribuye a los<br />

romanos casi desde la cuna de su imperio, de dominar a todo el mundo conocido, sin<br />

perdonar para ello la violencia, ni la astucia, ni la traición, arrogándose el derecho de matar<br />

o hacer esclavos a los vencidos y cumpliendo ferozmente el precepto de las doce tablas que<br />

dice: Adversus hostem (hostis aquí quiere decir extranjero) perpetua auctoritas esto,<br />

tampoco nos acomoda una nacionalidad que jamás ha producido ni tenido otro origen que<br />

la injusticia. Y, por último, si por nacionalidad se entiende lo que hasta ahora han<br />

entendido, y parece que siguen entendiendo, los ingleses y los rusos es decir, el derecho de<br />

valerse de la fuerza para usurpar y hacer suyo todo lo que puedan adquirir sin gran peligro,<br />

esa nacionalidad es detestable como el robo y la piratería. Así hemos visto a Inglaterra<br />

ejercerla constantemente sobre todo el globo, despojando a casi todas las naciones, muy<br />

particularmente a la nuestra, de las posesiones que habíamos adquirido legítimamente en<br />

ambos hemisferios; y así vemos a la Rusia absorber poco a poco lo que ya quedaba de la<br />

nacionalidad polaca, al paso que va minando la nacionalidad turca.<br />

No es así como nosotros quisiéramos que se entendiese la nacionalidad española, sino<br />

como quiso que la entendiera el espíritu del cristianismo desde su aparición sobre la tierra;<br />

es decir, procurando mirar, como hermanos a todos los demás hombres, sin perjuicio de que<br />

cada nación procure tener entre todos los individuos que la componen identidad de ideas y<br />

de intereses, así materiales como morales. Cuanta mayor unidad haya en estos tres<br />

caracteres esencialmente constitutivos, más firme, más compacta y vigorosa será la<br />

nacionalidad. Hay gentes tan estrechas en sus ideas o tan mezquinas en sus juicios, que con<br />

sólo ver que los emigrados, y particularmente aquellos contra quienes están mal prevenidos,<br />

vuelven a su patria con distinto traje del que en ella se acostumbra, o prefiriendo esta o la<br />

otra manera de comer o de estar en visita, al momento pronuncian el anatema de que el tal o<br />

la tal han perdido su nacionalidad, y gracias sí no propalan caritativamente que se han<br />

desmoralizado del todo. Como si la nacionalidad ni la moralidad consistiesen en la forma<br />

de un sombrero o en comer a las cinco o a la una de la tarde. Ese modo de calificar las<br />

nacionalidades sólo probarla que desde que dejamos de usar las anguarinas y las calzas<br />

atacadas hemos perdido el carácter de españoles.<br />

No por eso negaremos que ha habido, hay y habrá muchos emigrados, y aun simples<br />

viajeros, para quienes la estación más o menos prolongada en extraños países no es otra<br />

cosa que una escuela de imitaciones pueriles o ridículas, un pretexto para despreciar o hacer<br />

despreciable su propio país, y un modelo tal vez de vicio y corrupción que acaso no hubiera<br />

tenido la desgracia de copiar no habiendo salido de su patria. Admitimos también y vemos<br />

con harta pena, muchos fatuos que desde que un sastre los viste a la francesa o a la inglesa<br />

ponen todo su conato en remedar no los usos, sino hasta los movimientos, las frases más o<br />

menos estropeadas y, en general, todos los defectos visibles con que les parece que llevan<br />

escrita en la frente la noticia de que han viajado por tal o cual país; que no repararán en


traducir malditamente las expresiones más usuales, haciendo un potaje casi ininteligible de<br />

la lengua ajena y de la propia, en términos de no dejar la menor duda al hombre inteligente<br />

que los escucha de que no han aprendido la una y han procurado olvidar la otra. Pero ¿qué<br />

especie de gente son las que se hacen notar por este defecto, y cuántos podrán contarse en<br />

cada emigración? Desde luego, nos atrevemos a asegurar que no hay uno por ciento en<br />

quien se eche de ver semejante ridiculez, al paso que podríamos citar muchísimos a quienes<br />

ha servido de mucho el conocimiento más perfecto que han adquirido de un idioma extraño<br />

para limar y corregir el suyo, y sobre todo para estimarle más y más en fuerza de la<br />

comparación. Lo que nos parece un axioma es que, para saber amar a la patria y para<br />

aprender a servirla, es menester haber salido de ella, pero con instrucción anticipada, sin<br />

que a esto deje de haber algunas honrosas excepciones...<br />

¡Ojalá que tantas ventajas de las emigraciones no sufriesen una dura compensación en la<br />

masa del numerario, que necesariamente obligan a extraer estas peregrinaciones forzadas, a<br />

que tanta frecuencia están dando lugar nuestras discordias políticas y los efímeros triunfos<br />

de los partidos!...<br />

Pero ¿se inferirá de lo dicho que, pues las emigraciones ocasionan tantas ventajas y sólo<br />

producen en nuestro sentir un solo perjuicio, deben los gobiernos promoverlas, o cuando<br />

menos no economizarlas? No, de ninguna manera; pues, a pesar de ser evidentísimo cuanto<br />

acabamos de exponer, a nadie más que a los mismos gobiernos interesa evitar las ocasiones<br />

de que se repitan semejantes desgracias. Lo primero, porque las emigraciones, lejos de ser<br />

un signo de fuerza de la autoridad pública, denuncian, por el contrario, su propia debilidad,<br />

y tal vez también la de las leyes. Lo segundo, porque siempre presuponen una grande<br />

injusticia, como que nadie podrá persuadirse de que un número tan crecido de hombres que<br />

a veces llegan a exceder de diez, de quince o veinte mil puedan ser todos criminales. Lo<br />

tercero, porque, como ya hemos repetido dos veces, son una señal infalible de que el<br />

Gobierno está supeditado por la opinión, no del pueblo -esto sería generalmente un bien-,<br />

sino por el capricho, la ignorancia y las malas pasiones del populacho o, lo que es lo<br />

mismo, de la hez de la sociedad. Lo cuarto, porque se desacredita y pierde su consideración<br />

con las potencias extranjeras un Gobierno cuyos súbditos tienen que huir por no encontrar<br />

protección ni en los tribunales ni en las leyes de la suya propia. Y, por último, porque,<br />

repetimos, las emigraciones son un signo de debilidad, así como las amnistías son una señal<br />

de fuerza y de confianza en su derecho.<br />

¡Plegue a Dios que estas ligeras reflexiones sirvan, a lo menos, para excitar otras más<br />

profundas en los que sepan hacerlas, y sobre todo para poner término a la ferocidad de los<br />

partidos, ya que todos ellos han sido alternativamente víctimas o verdugos de las opiniones<br />

que les eran contrarias!<br />

Duque de Rivas<br />

El hospedador de provincia<br />

¿Quién podrá imaginar que el hombre acomodado que vive en una ciudad de provincia o<br />

en un pueblo de alguna consideración, y que se complace en alojar y obsequiar en su casa a


los transeúntes que le van recomendados o con quienes tiene relación, es un tipo de la<br />

sociedad española, y un tipo que apenas ha padecido la más ligera alteración en el trastorno<br />

general, que no ha dejado títere con cabeza? Pues sí, pío lector; ese benévolo personaje que<br />

se ejercita en practicar la recomendable virtud de la hospitalidad, y a quien llamaremos el<br />

hospedador de provincia, es una planta indígena de nuestro suelo que se conserva<br />

inalterable, y que vamos a procurar describir con la ayuda de Dios.<br />

Recomendable virtud hemos llamado a la hospitalidad, y recomendada la vemos en el<br />

catálogo de las obras de misericordia siendo una de ellas dar posada al peregrino, y otra dar<br />

de comer al hambriento. Esto basta para que el que en ellas se ejercite cumpla con un deber<br />

de la humanidad y de la religión, y desde este punto de vista no podemos menos de tributar<br />

los debidos elogios al hospedador de provincia. Pero, ¡ay!, que si a veces es un<br />

representante de la provincia, es más comúnmente un cruel y atormentador verdugo del<br />

fatigado viajero, una calamidad del transeúnte, un ente vitando para el caminante. Y lo que<br />

es yo, pecador, que escribo estos renglones, quisiera cuando voy de viaje pasar antes la<br />

noche al raso o en un pastoril albergue que la guerra entre unos robles lo olvidó por<br />

escondido o lo perdonó por pobre que en la casa de un hacendado de lugar, de un caballero<br />

de provincia o de un antiguo empleado que haya tenido bastante maña o fortuna para<br />

perpetuarse en el rincón de una administración de rentas o de una contaduría subalterna.<br />

Virtud cristiana y recomendada por el catecismo es la hospitalidad, pero virtud propia de<br />

los pueblos donde la civilización ha hecho escasos progresos. Así se ve que los países<br />

semisalvajes son los más hospitalarios del mundo, y se sabe que en la infancia de las<br />

sociedades la hospitalidad era no sólo una virtud eminente, sino un deber religioso,<br />

indeclinable, y de que nacían vínculos indisolubles entre los individuos, entre las familias y<br />

entre los pueblos.<br />

La hospitalidad de los españoles en los remotos siglos está consignada en las historias,<br />

es proverbial; y que no han perdido calidad tan eminente, y que la ejercitan con las<br />

modificaciones, empero, que exigen los tiempos en que vivimos, es notorio, pues que los<br />

que la practican merecen con justa razón ser considerados cual tipos peculiares de nuestra<br />

sociedad, como verá el lector benévolo que tenga la paciencia de concluir este artículo.<br />

Artículo que nos apresuramos a escribir, porque pronto la facilidad de las comunicaciones,<br />

la rapidez de ellas, lo que crecen los medios de verificarlas y el aumento y comodidad que<br />

van tomando las posadas, paradores y fondas en todos los caminos de España, disminuirán<br />

notablemente el número de hospedadores de provincia, o burlarán su vigilancia e<br />

inutilizarán su bienintencionada índole, o modificarán su cristiana y filantrópica<br />

propensión, hasta el punto de confundirlos con la multitud que ve ya con indiferencia, por<br />

la fuerza de la costumbre, atravesar una y otra rápida, aunque pesada y colosal diligencia<br />

por las calles de un pueblo, o hacer alto un convoy de cuarenta galeras en el parador de la<br />

plaza de su lugar.<br />

El tipo, pues, de que nos ocupamos es conocidísimo de todos mis lectores que hayan<br />

viajado, ya hace cuarenta años, en coche de colleras o en silla de posta con compañero a<br />

partir gastos, ya ahora en diligencia, en galera o a caballo, agregados al arriero. Porque<br />

¿cuál de ellos en uno u otro pueblo del tránsito no habrá encontrado uno de estos tales, que<br />

andan en acecho de viajeros y en espera de caminantes para obsequiarlos? ¿Cuál de ellos no


habrá sido portador de una de esas cartas de recomendación, que como a nadie se niegan, se<br />

le dan a todo el mundo? ¿Cuál de ellos, en fin, o por su particular importancia o por sus<br />

relaciones en el país que haya atravesado, no habrá tenido un obsequiador? Sí; el<br />

hospedador de provincia es conocido por todos los españoles y por cuantos extranjeros han<br />

viajado en España.<br />

Va uno en diligencia a Sevilla a despedir a un tío que embarca para Filipinas, o a<br />

Granada, a comprar una acción de minas, o a Valladolid, o a Zaragoza a lo que le da la<br />

gana, y tiene que hacer los forzosos altos y paradas para comer y reposar. Y he aquí que<br />

apenas sale entumecido de la góndola, y maldiciendo el calor o el frío, el polvo o el barro, y<br />

deseando llenar la panza de cualquier cosa y tender la raspa en cualquier parte las tres o<br />

cuatro horas que sólo se conceden al preciso descanso, se presenta en la posada el<br />

hospedador solícito que, al cruzar el coche, conoció al viajero o que tuvo previo aviso de su<br />

llegada, o porque el viajero mismo cometió la imprudencia de pronunciar su nombre al<br />

llegar al parador, o porque hizo la sandez de hacer uso de la carta de recomendación que le<br />

dieron para aquel pueblo. Advertido, en fin, de un modo u otro, llega, pues, el hospedador,<br />

hombre de más de cuarenta años, padre de familia y persona bien acomodada en la<br />

provincia, preguntando al posadero por el señor don F., que viene de tal parte y va a tal<br />

otra. El posadero pregunta al mayoral y éste da las señas que se le piden, y corre a avisar al<br />

viajero que un caballero amigo suyo desea verlo. Sale al corredor o al patio el cuitado<br />

viajero, despeluznado, sucio, hambriento, fatigado, con la barba enmarañada si es joven y la<br />

deja crecida, o con ella blanquecina y de una línea de larga si es maduro y se la afeita, con<br />

la melena aborrascada si es que la tiene, o con la calva al aire si es que se la oculta y<br />

esconde artísticamente, o con la peluca torcida si acaso con ella abriga su completa<br />

desnudez, y lleno de polvo si es verano, y de lodo si es invierno, y siempre mustio,<br />

legañoso e impresentable. Y se halla frente a frente con el hospedador, vestido de toda<br />

etiqueta con el frac que le hicieron en Madrid diez años atrás, cuando fue a la jura, pero que<br />

se conserva con el mismo lastre con que lo sacó de la tienda, y con un chaleco de piqué que<br />

le hizo Chassereau cuando vino el duque de Angulema y un cordón de abalorio al cuello y<br />

alfiler de diamantes al pecho y guantes de nuditos; en fin, lo más elegante y atildado que ha<br />

podido ponerse, formando un notable antítesis con el desaliño y negligente traje del viajero.<br />

No se conocen, pero se abrazan, y en seguida el hospedador agarra del brazo al viajero y<br />

le dice con imperioso tono: «Venga, señor don Fulano, a honrarme y a tomar posesión de su<br />

casa». El viajero le da gracias cortésmente y le manifiesta que está rendido, que está<br />

impresentable, que no se detiene la diligencia más que cuatro horas; pero el hospedador no<br />

suelta presa, y después de apurar todas las frases más obligatorias y de prohibir al posadero<br />

que dé a su huésped el más mínimo auxilio, se lo lleva trompicando por las mal empedradas<br />

calles del lugar a su casa, donde ya reina la mayor agitación preparando el recibimiento del<br />

obsequiado.<br />

Salen a recibirlo al portal la señora y las señoritas con los vestidos de seda que se<br />

hicieron tres años atrás cuando fueron a la capital de la provincia a ver la procesión del<br />

Corpus, y la mamá con una linda cofia que de allí la trajo la última semana el cosario, y las<br />

niñas adornadas sus cabezas con las flores de mano que sirvieron en el ramillete de la<br />

última comida patriótica que dio la milicia del pueblo al señor jefe político. Y madre e hijas<br />

con su cadena de oro al cuello formando pabellones y arabescos en las gargantas y


turgentes pecheras, llevando además las manos empedradas de sortijones de grueso calibre.<br />

Queda el pobre viajero corrido de verse tan desgalichado y sucio entre damas tan atildadas,<br />

por más que le retoza la risa en el cuerpo notando lo heteróclito de su atavío; y haciendo<br />

cortesías, y respondiendo con ellas a largos y pesados cumplimientos, lo conducen al<br />

estrado y lo sientan en el sofá, cuando él deseara hacerlo a la mesa. Al verse mi hombre en<br />

tal sitio, vuelve a pensar en su desaliño y desaseo, y trasuda, y pide que le dejen un<br />

momento para lavarse, y... pero en vano: el obsequiador y su familia le dicen que está muy<br />

bien, que aquélla es su casa, que los trate con franqueza, y otras frases de ene que ni quitan<br />

el polvo, ni atusan el cabello, ni desahogan el cuerpo, pero que manifiestan que está mal,<br />

que aquélla no es su casa, y que no hay ni asomo de franqueza.<br />

Entran varios amigos y parientes del obsequiador, el señor cura y otros allegados;<br />

nuevos cumplimientos, nuevas ofertas, nuevas angustias para el viajero. Llena la sala de<br />

gente, el hospedador y su esposa desaparecen para activar las disposiciones del obsequio. Y<br />

mientras retumba el abrir y cerrar de antiguas arcas y alacenas, de donde se está sacando la<br />

vajilla, la plata tomada y la mantelería amarillenta, resuenan los pasos de mozos y criadas<br />

que cruzan desvanes y galerías, y se oyen disputas y controversias, y el fragor de un plato<br />

que se estrella y de un vaso que se rompe, y el cacareo de las gallinas a quienes se retuerce<br />

a deshora el pescuezo, y se percibe el chirreo del aceite frito, perfumándose la casa toda con<br />

su penetrante aroma. Una de las niñas de casa se pone a tocar un piano. Pero ¡qué piano,<br />

ánimas benditas... qué piano! La fortuna es que, mientras cencerrean sus cuerdas sin<br />

compás ni concierto una pieza de Rossini, que no la conociera la misma Colbran que sin<br />

duda no se le debe despintar ninguna de las de su marido; el señor cura está discurriendo<br />

sobre la política del mes anterior con el pobre caminante, que daría por haber ya engullido<br />

un par de huevos frescos, y por estar roncando sobre un colchón toda la política del<br />

universo.<br />

Concluye la sonata, y un mozalbete, que es siempre el chistoso del pueblo, toma la<br />

guitarra y canta las caleseras, y luego hace la vieja con general aplauso, y luego, para que se<br />

vea que también canta cosas serias y de más miga, entona, tras de un grave y mesurado<br />

arpegio, la Atala, el Lindoro y otra pieza de su composición. Y gracias a que saltaron la<br />

prima y la tercera, y a que no hay ni en la casa, ni en la del juez, ni en la del barbero, ni en<br />

la botica, ni en todo el pueblo, cuerdas de guitarra, aunque se le han encargado ya al arriero,<br />

que cesa la música súbitamente con gran sentimiento de todos y pidiendo repetidos<br />

perdones al viajero, que está en sus glorias, creyendo que este incidente dará fin al sarao y<br />

apresurará la llegada de la cena. Pero está en el salón el hijo del maestro de escuela, que<br />

acaba de llegar de Madrid, y que representa maravillosamente imitando a Latorre, a Romea<br />

y a Guzmán, y todos a una voz le piden un pasillo. Él se excusa con que está ronco, con que<br />

se le han olvidado las relaciones, porque hace días que no repasa sus comedias y con que no<br />

está allí su hermana, que es la que sale con él para figurar. Pero insisten los circunstantes. Y<br />

ya el cómico titubea, anheloso de gloria. Y al verle poner una silla en medio del estrado,<br />

para que le sirva de dama, una de las señoritas de la casa, por mera complacencia, se presta<br />

a hacer el papel de la silla y se pone de pie entre el general palmoteo. «¡Silencio, silencio!»,<br />

gritan todos. Los criados y criadas de la casa, y hasta los gañanes y mozos de la labor, se<br />

agolpan solícitos a la puerta de la sala; las personas machuchas que rodean al obsequiado le<br />

dicen sotto voce: «¡Verá usted qué mozo, verá usted qué portento!». Y el hijo del maestro<br />

de escuela, con, tono nasal y recalcado, sale con una relación del Zapatero y el rey,


estropeando versos y desfigurando palabras, y con tal manoteo y tan descompasados gritos,<br />

que el auditorio, nemine discrepante, le proclama el Roscio, el Talma, el Máiquez de la<br />

provincia. Piden en altas voces otro paso, y el actor se descuelga con un trocito del<br />

Guzmán, que tiene igual éxito. Y porque está ya ronco y sudando como un pollo, se<br />

contentan los concurrentes con que les dé por final algo de la Marcela. Concluida la<br />

representación, cree el obsequiado que cesará el obsequio, y en verdad que fuera razón.<br />

Pero como aún no está lista la cena, el obsequiador y su esposa, que ya han concluido el<br />

tomar disposiciones, y que ya han dejado sus últimas órdenes a la cocinera y al ama de<br />

llaves, vuelven al salón. Y empiezan a enredar en laberinto de palabras al huésped,<br />

contándole lo bueno que estaba el pueblo el año pasado y lo mucho que se hubiera divertido<br />

entonces, porque había un regimiento de guarnición, con una oficialidad brillante. El<br />

soñoliento, hambriento y fatigado viajero bosteza y responde con monosílabos, y pregunta<br />

de cuando en cuando: «¿Cenaremos pronto?». Y el patrón le dice: «Al instante», y sigue<br />

contándole cómo se hicieron las últimas elecciones, los proyectos que tiene el actual alcalde<br />

de hermosear la villa, y otras cosas del mismo interés para el viajero, cuando ve entrar al<br />

sobrino del señor cura, y en él un ángel que le ayude a divertir al obsequiado mientras llega<br />

la cena, que se ha atrasado porque el gato ha hecho no sé qué fechoría allá en la cocina.<br />

Efectivamente, el sobrino del señor cura es poeta, improvisa, y en dándole pie, se está<br />

diciendo décimas toda una noche.. Entra en corro; las señoritas de la casa hacen el oficio de<br />

la fama patentizando al huésped su clase de habilidad. Todos le rodean, le empiezan a dar<br />

pie, y él arroja versos como llovidos. Ya no puede más el cuitado viajero; ¡qué<br />

desfallecimiento, qué fatigas, que vahídos!... Cuando, afortunadamente, vuelve a la sala la<br />

señora, que salió un momento antes a dar la última mano al obsequio, y dice: «Vamos a<br />

cenar, si usted gusta, caballero». «¡Santa palabra!, grita la concurrencia, y todos se dirigen<br />

al comedor.<br />

¡Espléndida, magnífica cena! Veinte personas van a devorarla, y hay ración para ciento.<br />

¡Qué botellas tan cucas, de vidrio cuajado, con guirnaldas de florecitas y letreros dorados<br />

que dicen viva mi dueño, viva la amistad! Una gran fuente redonda ostenta, entre cabezas<br />

de ajos y abultadas cebollas, veinte perdices despatarradas y aliabiertas, cuál boca abajo,<br />

cuál panza arriba, cuál acostadita de lado, dando envidia al aburrido viajero. En otra gran<br />

fuente ovalada campean seis conejos descuartizados, prolijamente; allá perfuman el<br />

ambiente con su vaho veinticuatro chorizos fritos; acullá exhala el aroma del clavo y de la<br />

canela ochenta albondiguillas como bolas de billar. ¡Qué de menestras! ¡Qué de ensaladas!<br />

Servicio estupendo, aunque muchas cosas están ahumadas, otras achicharradas, casi todo<br />

crudo por la prisa, y todo frío por el tiempo que se ha tardado en colocarlo en simetría<br />

grotesca.<br />

Náuseas le dan al pobre viajero de ver ante sí tanta abundancia, y más cuando todos le<br />

hostigan a que coma sin cortedad, porque no hay más, y cuando la señora y las niñas de<br />

casa le dan cada una con la punta del tenedor su correspondiente finecita, y cuando el<br />

hospedador le insta a repetir y comer con toda confianza y se aflige de lo poco que se sirve,<br />

olvidando que<br />

comer hasta matar el hambre es bueno<br />

y hasta matar al comedor es malo


Mas ¿quién encaja este axioma en la mollera de un hospedador de provincia, por más<br />

que lo recomiende Quevedo?...<br />

Los platos se suceden unos a otros como las olas al mar embravecido: al de las perdices,<br />

arrebatado por una robusta aldeana alta de pechos y ademán brioso, le sustituye otro con un<br />

pavo a medio asar, al de los conejos, levantado por los trémulos brazos arremangados de<br />

una viejezuela, otro con un jamón más salado que una sevillana. Y ocupa el puesto de los<br />

chorizos la fruta de sartén, y el de las menestras, mostillo, arrope, tortas, pasas,<br />

almendrucos, orejones, y fruta, y calabazate, y leche y cuajada y natillas, y... ¡qué sé yo!<br />

Aquello es una inundación de golosinas, un aluvión de manjares que parece va a añadir una<br />

capa más a nuestro globo. Y ya circula un frasco cuadrado y capaz de media azumbre de<br />

mano en mano, derramando vigorosísimo anisete. Y el cantor de la tertulia entona<br />

patrióticas, y el poeta improvisa cada bomba que canta el misterio, y el declamador<br />

declama trozos del Pelayo y la señora de la casa se asusta porque su marido el hospedador<br />

trinca demasiado y luego padece de irritaciones, y las señoritas fingen alarmarse porque hay<br />

un chistoso que dice cada desvergüenza como el puño, y todo es gresca, broma, cordialidad<br />

y obsequio, cuando, por la misericordia de Dios, la voz ronca del mayoral, gritando en el<br />

patio: «Al coche, al coche; hemos perdido más de una hora; no puedo esperar más» viene a<br />

sacar al viajero de aquel pandemonium, donde a fuerza de obsequios lo tienen padeciendo<br />

penas tales que en su cotejo parecerían dulces las de los precitos.<br />

El amo de la casa aún defiende su presa en los últimos atrincheramientos. Empieza por<br />

decirle con voz de cocodrilo que deje ir el coche, que en la góndola venidera proseguirá el<br />

viaje. Pero como halla una vigorosa repulsa, tienta al mayoral de todos los modos<br />

imaginables: con halagos, con vino, con aguardiente, con dinero, en fin, y nada, el mayoral<br />

se mantiene firme contra tantas seducciones; y salva a su viajero, y lo saca de las manos del<br />

hospedador, como el Ángel de la Guarda salva y saca de las manos del encarnizado Luzbel<br />

a un alma contrita.<br />

Cuanto dejamos dicho que acaece con el viajero de diligencia ocurre con el de galera o<br />

caballería, sin más diferencia que dilatarse algo más el obsequio con una cama que compite<br />

con el cielo, y cuya colcha de damasco, que ruge y se escapa por todos lados como si<br />

estuviera viva, no deja dormir en toda la noche al paciente obsequiado.<br />

También tiene el obsequio de los hospedadores de provincia sus jerarquías; y si es<br />

intolerable y una desgracia para un particular, es para un magistrado intendente o jefe<br />

político una verdadera desdicha, para un capitán general, diputado influyente o senador<br />

parlante, una calamidad, y para un ministro electo, que vuela a sentarse en la poltrona, un<br />

martirio espantoso, un azote del cielo, una terrible muestra de las iras del Señor, un ensayo<br />

pasajero de las penas eternas del infierno.<br />

Aconsejamos, pues, al viajero de bien, esto es, al que sólo anhela llegar al término de su<br />

viaje con la menor incomodidad posible, que evite las asechanzas de los hospedadores, de<br />

sus espías y de sus auxiliadores; y para lograrlo no fuera malo se proveyese de parches con<br />

que taparse un ojo, de narices de cartón con que desfigurarse o de alguna peluca de distinto<br />

color del de su cabello que variase su fisonomía, ya que no está en uso caminar con antifaz<br />

o antiparra, como en otro tiempo, y con tales apósitos debería disfrazarse y encubrirse a la


entrada de los pueblos donde tuviese algún conocido. Usando de estas prudentes<br />

precauciones, amén de las ya sabidas y usadas por los prudentes viandantes de no decir su<br />

nombre en los mesones y posadas, y de no hacer uso, sino en caso fortuito, de las cartas de<br />

recomendación.<br />

Pero si los hospedadores de provincia son vitandos para los viajeros de bien, pueden ser<br />

una cucaña, una abundante cosecha para los aventureros y caballeros de industria que<br />

viajan castigando parientes y conocidos, como medio de comer a costa ajena, de remediarse<br />

unos días y de curarse de la terrible enfermedad conocida con la temible calificación de<br />

hambre crónica.<br />

A unos y otros creemos haber hecho un importante servicio llamándoles la atención<br />

sobre esta planta indígena de nuestro suelo: a aquéllos, para que procuren evitar su<br />

contacto; a éstos, para que lo soliciten a toda costa.<br />

Antonio Flores<br />

El barbero<br />

Como que es una cosa indispensable pasar los puntos de la pluma por el suavizador de<br />

Lanne, para colocarnos después a la esquina de una calle y observar con detención esas<br />

hileras de yelmos de Mambrino que diezman las casas de la capital, dando guardia de honor<br />

a las puertas de las barberías, nadie extrañará que en nuestras noticias barberiles demos la<br />

preferencia a la bacía.<br />

La bacía no es una cosa así como suena, tratándose de un barbero, porque difícilmente<br />

se encontrará un instrumento más significativo ni tan característico acaso.<br />

La bacía colgada al exterior de los establecimientos en una palomilla de hierro o de<br />

madera (esta distinción indica los humos aristocráticos del maestro sangrador) suele ser de<br />

azófar o de hojalata (esto también pertenece a la categoría del establecimiento); podrá<br />

servir de tam tam a las conteras de los paraguas en los días de lluvia, de blanco a las<br />

pedradas de los muchachos, de barómetro a los vecinos cuando los huracanes y aquilones<br />

andan robando sombreros y poniendo de manifiesto las pantorrillas, y... de piedra<br />

magnética a las bayonetas de los nacionales que van de patrulla, y últimamente, de aviso a<br />

los que quieran oír el punto de la Habana o decreten la siega de su barba. Pero es más<br />

importante que todo eso la misión de las bacías cuando libres del aire y los muchachos, se<br />

muestran obedientes a su, centro de gravedad. Cada bacía es un espejo ustorio de su<br />

respectivo barbero; el elegante que pasea tranquilo e inocente por la calle es el foco del<br />

instrumento; los anchos faldones de su frac o el ala enorme de su sombrero se retratan con<br />

toda precisión en la bacía; el barbero no quita la vista de su daguerrotipo, y apenas se<br />

conoce que la moda se ha enriquecido con algún nuevo descubrimiento, tira la navaja o la<br />

guitarra, pues precisamente tendrá una cosa de las dos en la mano, descorre la cortinilla, y<br />

llama desaforado al sastre de enfrente que por miedo a las contribuciones tiene su taller en<br />

un portal. Llega por fin el profesor tijera, recibe las instrucciones del mancebo, y nosotros,


que aún no hemos concluido de examinar la parte exterior del establecimiento, sabremos<br />

después lo que discurren los dos vecinos.<br />

Las puertas de la barbería gozan de una libertad absoluta para ser verdes, blancas, etc.;<br />

pero ordinariamente son azules con listas amarillas, y una gran estrella encarnada en el<br />

fondo del cuerpo inferior, que es la parte leñosa de ellas. De medio cuerpo arriba están<br />

compuestas de cristales o vidrios, las más veces de esta última materia, y cuando son de la<br />

primera, imitan tanto a los segundos, que parecen una misma cosa.<br />

A la parte exterior de estas vidrieras suele haber unos cartelitos de papel con lazos de<br />

colores que dicen:<br />

Acui se uenden sanguiguelas de superior calidad y se da Razón de un Maestro de<br />

guitarra por cifra; son estremeñas.<br />

Por el estilo de estos anuncios suele ser la muestra que, colocada entre las dos bacías,<br />

sirve de rodapié en el balcón del piso principal. Distínguense todas por su contenido, que<br />

regularmente no baja de cien letras lo menos. Es cuanto pueda saberse antes de diez<br />

minutos que vive allí<br />

D. CIRIACO LAGARTOS. PROFESOR.<br />

APROBADO DE CIRUGÍA. COMA<br />

DRÓN Y SACAMUELAS. AFEITA Y CORTA<br />

A REAL, Y MEDIO RIZA EL PELO.<br />

Mucho antes de ponerse el transeúnte a tiro de navaja en las barberías, hiere sus oídos el<br />

rascar de la guitarra con que el mancebo entretiene la ausencia de los parroquianos, y<br />

consigue tener siempre desalquilado el piso principal de la casa, merced al poco gusto que<br />

se observa hacia las filarmonías ratoneras.<br />

Pero ya se va haciendo tiempo de levantar el picaporte de las vidrieras, y a riesgo de<br />

interrumpir los acordes del guitarrista, asomar la cabeza por la trampilla y saludar al artista<br />

con las palabras del ángel: ¡Ave María! «Adelante, adelante», replicará sin detención el<br />

barbero. Volveremos a cerrar la puerta y ya hemos penetrado en el despacho del dentista,<br />

en la sala de recibo del comadrón, en la agencia de los guitarristas por cifra, en el depósito<br />

de sanguijuelas, en el gabinete de consultas médico-quirúrgico-farmacéuticas, y<br />

últimamente estamos ya de puertas adentro en la tienda barbería.<br />

En el fondo de este aposento se hacen indispensables dos puertas, la una con vidrieras, y<br />

la otra sin ellas, pero coronadas ambas de unos pabellones que precisamente han de ser<br />

blancos, o cuando más, amarillos, pues son los únicos colores que admiten las colgaduras<br />

de estos establecimientos.<br />

La primera conduce a una alcoba destinada para las consultas secretas y los disparates a<br />

oscuras en perjuicio de la humanidad doliente. La otra, que carece de colgaduras, es<br />

pequeña; por ella sale y entra el barbero toda vez que le ocurre dirigirse a la cocina para<br />

calentar el agua, sacar lumbre a los parroquianos fumadores y... algún día que la mujer está


lavando los navajeros en el río, es indudable que el marido espuma los pucheros y pica la<br />

ensalada.<br />

Entre estas dos puertas hay un espejo colgado en la pared, cuyo tamaño varía desde seis<br />

pulgadas en cuadro hasta poco más de medio pie, y aun a veces suelen llegar a una quinta<br />

parte de vara, lo suficiente para que el parroquiano sepa dónde ha de aplicar el pañuelo que<br />

restañe bien la sangre en los dibujos de la navaja.<br />

Debajo de este imparcial retratista del Almadén, hay una mesa parda que todos creen ser<br />

de pino, menos el carpintero que la hizo con intención de adulterar la caoba. Un majo y una<br />

maja, de yeso, se ven sobre ella, y en medio de estas figuras, una gran jarra de cristal, llena<br />

de agua y peces de colores; alrededor, un tintero y una salvadera de metal dorado,<br />

formando parte de un heterogéneo recado de escribir que termina con una caja de cartón<br />

donde yacen en armonía las obleas y las lamparillas.<br />

En los cuatro ángulos de la sala-tienda hay cuatro magníficos pedestales de yeso, que<br />

sostienen otras tantas estatuas de la misma materia, a quienes llamó el escultor: Europa,<br />

Asia, África y América.<br />

En la fachada opuesta a la del espejo se ve una repisa de madera sostenida por unas<br />

cuerdas, y sobre ella una magnífica redoma de vidrio llena de agua y cubierta la boca por<br />

un trapo.<br />

Allí dentro se agita un centenar de sanguijuelas, maldicientes tal vez de la sangre que<br />

desperdicia su dueño cuando descañona algún prójimo.<br />

Y para no desmentir en nada los anuncios de las puertas vidrieras no hace falta debajo<br />

de esta repisa un enorme clavo romano, cubierto por un gran lazo de cintas de colores que<br />

forman el moño de la guitarra, colgada allí para los usos consabidos.<br />

Dos listones del mismo color y materia que la mesa de pino, se hallan tendidos<br />

horizontalmente en la pared. Anchos de seis dedos y largos de una vara, sostienen,<br />

ayudados de dieciocho presillas de cuero, docena y media de navajas, jubiladas las más y<br />

en actual servicio las menos. Por grande que sea la riqueza y elegancia barberil del<br />

sangrador, jamás exceden de este número los instrumentos cortantes de cada navajero;<br />

suele acontecer únicamente que estos se multipliquen, pero eso sucede pocas veces, y así se<br />

sabe por regla general que cada barbero tiene un navajero, y cada uno de estos dieciocho<br />

navajas.<br />

Varias estampas iluminadas, con marcos pocas y sin ellos muchas, adornan las paredes<br />

de estos gabinetes, perpetuando la vida, milagros y amores de Atala con Chaptas, las<br />

aventuras de Robinsón y tal cual retrato, de algún héroe francés, por ser este país el que<br />

expende a menos precio sus notabilidades. Una docena de sillas de Vitoria, con su<br />

correspondiente sofá de a siete, jamás hace falta en estos lugares. Dos de ellas están en<br />

medio de la sala con un paño blanco cada una, destinado a cubrir los hombros del paciente<br />

a quien Dios castiga dándole pelos en la cara, y la gente dicha de buen tono, haciéndoselos<br />

quitar.


Con una mano en la cadera y la otra en el respaldo de una de estas dos sillas, recibe el<br />

barbero a los parroquianos a quienes hace una reverente cortesía, pasando en seguida a<br />

recogerlos el sombrero o a quitarles la capa en invierno. Y acto continuo los envuelve en el<br />

mencionado roquete blanco, haciéndoles tomar asiento en el banquillo del sacrificio.<br />

El barbero de que nos ocupamos no es el dueño de la tienda, ni tiene nada que ver con<br />

las certificaciones mortuorias que su maestro anda firmando por las casas pobres del barrio,<br />

ni prueba tampoco los dulces que recoge muy a menudo el comadrón, gracias a que el<br />

mundo no tiene trazas de acabarse por ahora. El barbero, que se ha dirigido por el agua<br />

caliente a la cocina, es uno de los aspirantes a la dignidad y prerrogativas del maestro<br />

sangrador que este tiene en su casa, y a quienes llama mancebos a boca llena.<br />

Estatura regular, pelo castaño, casi incrustado en el carrillo, y formando sobre la sien<br />

izquierda un gracioso rizo, que parece participar de la sonrisa que baña a todas horas los<br />

labios del mancebo, joven de unos veinte a veintidós años; casaquilla gris cenicienta, o un<br />

dormán verde claro con felpa blanquecina, forma un bello contraste con el chaleco escocés<br />

y la corbata pajiza. Un pantalón ancho de todas partes y muy ajustado de la rodilla, hace<br />

alarde de su hermoso color de grana, en cuanto lo permiten las campanas de hule negro y<br />

las franjas de paño azul. últimamente una boina de paño negro con una franja de plata<br />

termina el traje barberil, haciendo llegar hasta el hombro de su dueño una magnífica borla<br />

del mismo metal que el galón plateado.<br />

La primera operación del barbero, apenas tiene a su víctima con el peinador, es sacar del<br />

bolsillo de la chaqueta una petaca de cuero, picar un cigarro de los que lleva en ella, hacer<br />

con aquellos escombros otro cigarrillo, forrarlo en un papel, y colocárselo tras de la oreja.<br />

En seguida coge una navaja, cualquiera de las que están en la pared, y pasándola una y otra<br />

vez sobre la correa que coloca a la izquierda, se dirige al parroquiano con la siguiente:<br />

-¿Ha visto usted qué tiempo?... ¡Ya, ya! Ningún año se ha conocido cosa por el estilo.<br />

Pues de las provincias dicen lo mismo; a mí me escriben de casa que hace un temporal<br />

insufrible. Pues al tendero de enfrente... y los periódicos también dicen...<br />

-Vaya, despache usted -es lo único que suele contestar el paciente.<br />

-Sí, señor, al momento; ya tenemos corriente lo principal, que es dar chuleta a la navaja.<br />

Ahora -continúa el barbero, aunque el parroquiano no conteste una sola palabra- le pongo a<br />

usted la charretera, y manos a la obra.<br />

Al concluir estas palabras, desaparece por la puerta de la cocina, volviendo a poco rato<br />

con una bacía blanca floreada de azul propia de la fábrica de Talavera, de la cual se<br />

desprende gran cantidad de agua de vapor; y así, sin más ni menos, hace que la garganta del<br />

infeliz barbudo llene la media luna de la bacía. Entonces echa mano el barbero al bolsillo<br />

de su chaqueta y saca una bola de jabón jaspeado, incrustada de diferentes materias<br />

extrañas, gracias a las migas de pan y polvo de tabaco, que alternan con dicha bola en el<br />

bolsillo.


El agua de la bacía ha perdido en todo este tiempo más de diez grados de temperatura,<br />

pero aún se conserva a ochenta, poco más o menos, y el despiadado barbero prueba la<br />

incombustibilidad de su mano derecha introduciéndola en este líquido y jabonando después<br />

la cara del parroquiano. En esta operación suele gastar el barbero menos de un cuarto de<br />

hora y más de trece minutos, porque este, a no dudarlo, es uno de los mejores pasos del<br />

oficio. En él regularmente se distrae el barbero, y pasa y repasa la bola de jabón por el<br />

rostro consabido, hasta que consigue cubrirle de espuma desde los ojos abajo; y entonces<br />

retira la bacía, preparándose para lo más penoso del sacrificio.<br />

Acto continuo, enciende el cigarro que había colocado tras de la oreja, vuelve a pasar la<br />

navaja por la correa, y empieza la formidable, sangrienta y descomunal operación. El<br />

infeliz sentenciado obedece en los giros las voces ejecutivas del hombre-navaja, que con la<br />

menor amabilidad posible se coloca la cabeza de su víctima debajo del brazo, asoma la suya<br />

por encima, y tajo a derecha, tajo a izquierda, humo de tabaco en todas direcciones, varias<br />

rociaduras de un líquido viscoso que a no salir de la boca del mancebo, cualquiera tendría<br />

por espuma de jabón; todo esto acompañado del enfadoso diálogo sobre el tiempo y la<br />

política y los chismes de la vecindad, aumenta la tortura del agraciado, a quien se le<br />

pregunta, por añadidura:<br />

-¿Está dura la navaja?... ¡Siente usted aspereza?<br />

-¡Oh, no tal! -responde el paciente, temiendo la venganza del barbero, y resuelto a<br />

perdonarle el sarcasmo de la pregunta reprime las lágrimas que saltan de sus ojos, y repasa<br />

en silencio todo el martirologio, comparando su vida con la de San Bartolomé y demás<br />

santos desollados.<br />

Concluye por fin el barbero de raspar y manosear al parroquiano, y con la mayor<br />

impavidez le dice:<br />

-¿Quiere usted que le descañone?<br />

-¡Huya todo el que no lleve la volubilidad al extremo de mudar de cutis, y no dé nunca<br />

una contestación afirmativa en estos casos! Conténtese con lo sufrido, y concluya por fin de<br />

fiesta, estableciendo sobre todo una aduana entre el corbatín y la bacía, para que no se<br />

forme entre el pecho y su camisa el sumidero del líquido jabonoso. Lleve con paciencia la<br />

caricia final del barbero, que le pasará el peinador por la cara, diciendo:<br />

-Salud, y mandar.<br />

Responda: «Gracias, amiguito», y póngale en la mano seis u ocho cuartos. Con esto y<br />

desprenderse de toda educación, para poder dejar al barbero empezando a referir cualquier<br />

historieta, dará vuelta a su casa, y allí se podrá aplicar tres o cuatro telas de araña, según el<br />

número de deslices que hubiese cometido la navaja.<br />

La misma función se repite con todos los parroquianos, con más el guiño de ojos que<br />

suelen hacerse mutuamente los barberos cuando entra alguno de barba cerrada y sobre todo


vidriosa. En estos casos se necesita una orden expresa del maestro o una reprimenda de la<br />

maestra para que los mancebos cumplan su obligación.<br />

Por la mañana temprano salen de cada barbería uno o dos mancebos a cumplir con los<br />

parroquianos, que esperando en sus casas al barbero, suelen perder más tiempo del que<br />

gastarían en arrancarse uno a uno los pelos de la barba.<br />

En cuanto al momento del sacrificio, hacen lo mismo, ni más ni menos, que en las<br />

tiendas; lo único que suele ocurrir de nuevo en casa de los parroquianos es la consulta de la<br />

amarillenta y desencajada doncella que cuenta en secreto al barbero su enfermedad. Este no<br />

es hombre aprensivo, y la ordena unos polvos cualquiera, que tras de cinco o seis meses de<br />

hospital hacen crónica la palidez, y la pobre muchacha acude con su palma al cementerio. y<br />

henos aquí en un punto de la fisiología que nos obliga a decir algo sobre la posición social<br />

del barbero y sus ocupaciones en el resto del día.<br />

La primer diligencia del barbero, apenas se ha botado de la cama (a las seis de la<br />

mañana en invierno, y a las cuatro en verano) es sacar las llaves de la tienda debajo de la<br />

almohada del maestro; abrir de par en par las puertas de la calle, regar la barbería y un trozo<br />

de cuatro varas en cuatro hasta el arroyo, barrerlo muy bien todo, limpiar los muebles,<br />

sacudir los peinadores, colgar las bacías en las palomillas que, aunque no han pasado la<br />

noche con las llaves, no se quedaron al raso por necesitarlas el maestro debajo de la cama, y<br />

últimamente, colocar las puertas vidrieras, meter la cabeza en un cubo de l'eau véritable de<br />

pozo, hacerse el rizo consabido, ajustarse la corbata escocés y, sobre todo, alzarse las<br />

mangas de la casaquilla y puntear un poco la vihuela, que es un reclamo seguro para los<br />

parroquianos. A esas horas suelen estrenar la navaja los horteras, los jornaleros y tal cual<br />

sacristán de monjas. Más tarde empiezan a rasurarse los que han vendido en las plazuelas a<br />

las cuatro de la mañana, y los nacionales que salen de guardia; los más perezosos, en fin,<br />

suelen ser porteros de oficinas, varios holgazanes y demás gente de la que madruga a las<br />

diez y no se sabe afeitar sola ni recibir en su casa al barbero.<br />

Después de las dos de la tarde apenas acude nadie a las barberías, y entonces coge el<br />

mancebo su capa parda, se emboza bien en ella, mete un libro en cuarto debajo del brazo y<br />

dirige sus pasos hacia el colegio de medicina, adonde aumenta el número de más de dos mil<br />

capas pardas y otras tantas boinas, propias de otros tantos mancebos de barbería que acuden<br />

allí a lo mismo que el nuestro: a ponerse en estado de ser cirujanos romancistas,<br />

aprendiendo a sangrar, a echar sanguijuelas, aplicar ventosas, y en suma, a que el pueblo<br />

los llame lanceros, y estar autorizados para llevar siempre consigo la lanceta y demás<br />

chismes cortantes del oficio.<br />

En esta época del día es cuando el barbero se lanza a la política y se pronuncia contra el<br />

catedrático porque comete la necesidad de decirle que estudie si quiere saber cuanto ignora;<br />

y en estos casos tiembla el Gobierno y vigilan las autoridades, porque los lanceros son un<br />

combustible seguro en las revoluciones.<br />

Pero dejando en paz que el estudiante romancista, con cincuenta o más de su calaña,<br />

vaya encendiendo la guerra por las calles de la capital, cantando el himno de Riego en los<br />

tiempos del absolutismo, y la pitita en las épocas constitucionales, examinemos sus


ocupaciones en la tarde del domingo y demás fiestas solemnes. Dejémosle pasar en vela la<br />

noche del sábado, restituyendo el color perdido en ciertos trozos del frac, dando friegas<br />

espirituosas a las costuras del pantalón, y cerremos los ojos por un momento, ínterin el<br />

elegante mancebo se afana por encorvar las alas del sombrero y descose avergonzado las<br />

borlas que ha lucido toda una semana, sin que su invención haya tenido más prosélitos que<br />

el diputado por su provincia y tal cual cofrade del gremio barberil. Apartemos sobre todo la<br />

vista cuando se envuelva en el gabán azul, y no tendremos necesidad de averiguar por qué<br />

se le vendió en cuarenta reales el criado del cuarto segundo, mandándole por única<br />

condición de venta que no le usase sin teñir, y mucho menos sin mudarle los botones.<br />

Figurémonos que ya el mancebo está en la calle, y procuremos no perderle de vista, porque<br />

apenas haya llegado al Prado, se confundirá con los primeros elegantes que paseen allí y en<br />

este caso es imposible reconocerle. Los días de fiesta por la tarde, hace sombra el barbero a<br />

las más exquisitas notabilidades de figurín. Las academias de baile y los teatros caseros le<br />

abren sus puertas por la noche, de esto resulta que nuestro mocito se enamora de la hermosa<br />

joven que ocupa la silla inmediata; se vuelve loco de alegría al observar la franqueza con<br />

que aquella responde a su amor, la ofrece el brazo al salir, y casi está resuelto a decirla:<br />

«Señora marquesa, usted se ha engañado; soy... un mancebo de barbería»; pero gracias a<br />

una llave que la elegante joven saca del pecho, para abrir la puerta de su bohardilla, conoce<br />

el barbero que no es un obstáculo ser oficiala de modista para vestirse de señora los<br />

domingos.<br />

Reducido es, como se ha dicho ya, el número de atenciones pecuniarias que pesan sobre<br />

nuestro mancebo; pero siendo algo menores las cantidades que ingresan en sus bolsillos,<br />

nos vemos obligados a escudriñar los medios de que se vale para la adquisición del chaleco<br />

blanco, que luce en Minerva y las Delicias, con más de los cuarenta reales de aquel gabán y<br />

otras frioleras que, no fundiéndose con los garbanzos en el puchero, gravitan sobre los<br />

débiles hombros del mancebito. El maestro le da por único salario la comida, y la maestra<br />

le lava gratis camisas y calzoncillos. Puchero y ropa limpia es todo lo que tienen por rasurar<br />

a destajo. Los abanicos y los pañuelos que de vez en cuando regala a su novia, y las<br />

bocanadas de humo habano con que acompaña su amorosa declaración, son para nuestro<br />

propósito del mismo género que los chalecos y las corbatas. ¿De dónde sale el dinero para<br />

todo? Es lo que pretendemos averiguar, suponiendo que no le paga al maestro tres barbas<br />

cuando cobra siete, o que no recoge el valor de cuatro después de haberlas entregado todas.<br />

El barbero, en general, es honrado, aunque pobre, y sólo toma lo ajeno contra la voluntad<br />

de su dueño cuando saca tres muelas en vez de una, y este precisamente es uno de sus<br />

recursos pecuniarios. El maestro ignora, o aparenta ignorar, los casos de medicina y cirugía<br />

que diariamente resuelven los, mancebos, porque él hizo otro tanto en sus mocedades, y<br />

porque ya de tiempo inmemorial ha sucedido lo mismo. Entre morir de cornada de buey, y<br />

ponerse en manos de un barberillo no hay diferencia alguna; la muerte nos hace a todos<br />

iguales, y se lleva sus parroquianos como mejor le place. El único consuelo en esos casos es<br />

conformarse con la voluntad de Dios, y gracias, que a cada cual le llega su San Martín. Y<br />

como este santo se aparece siempre bajo distintas formas, según la gente a quien visita, el<br />

San Martín de los enfermos pobres que tienen asco al hospital es el mancebo de la barbería<br />

inmediata. Su habilidad en la guitarra le proporciona varios admiradores, que a poco más se<br />

llaman sus amigos, y andando el tiempo enferman, porque la sociedad de seguros generales<br />

no llega a prevenir las calenturas ni las tercianas. Esta última enfermedad es la que mejor


conoce el barbero, gracias a los muchos desgraciados que imploran su auxilio cuando<br />

sienten el frío de la calentura.<br />

Sea cualquiera la clase de enfermedad que padecen sus parroquianos, los medicamentos<br />

que aplica siempre son los mismos. Sangrías, ventosas y sanguijuelas; de este modo cobra<br />

por médico, cirujano y barbero a la vez. Lo primero que hace al entregarse de algún<br />

enfermo no es la señal de la cruz, ni otra invocación por el estilo; se contenta con advertir a<br />

la familia del paciente que él no está autorizado para visitar enfermos, aunque bien pudiera,<br />

pues sabe tanto como cualquier médico, a cuya modesta ignorancia añaden los interesados:<br />

«¡Y algo más!» Con esto basta para coger la mano del enfermo, hacer con ella lo mismo<br />

que hacen los médicos cuando toman el pulso, y decir a renglón seguido:<br />

-Esto no vale nada por ahora; haremos una sangría, para ver si se presenta enfermedad<br />

conocida; y no se aflijan ustedes -añade, dirigiéndose a la angustiada familia-:tengo unas<br />

pastillas secretas que ya... el panacean universalitatem, que decimos en la facultad. ¡Si<br />

hubiese caído usted en manos de algún médico moderno -dice, dirigiéndose al paciente-, ya<br />

la llevaba usted larga!<br />

-Como que están interesados en que duren los males -responde en voz débil el<br />

desgraciado-. Desde que un compañero de usted, andaluz por cierto, juró a mi compadre<br />

una pulmonía que trujo del hospital no tengo fe ninguna en los médicos.<br />

-Pues ea, venga el brazo -replica el improvisado doctor; y diciendo y haciendo, toma una<br />

cazuela que le presentan al efecto, saca una cinta del bolsillo y aquí es donde hace la señal<br />

de la cruz sobre la vena que ha de rasgar o sobre el tendón que ha de romper; pero esto no<br />

indica miedo en el operario, ni mucho menos que el enfermo se halle poseído de los<br />

demonios, sino que así lo hacía el barbero de su pueblo, y «cuando él lo hacía, estudiado lo<br />

tendría». Por lo demás, el mancebo aprendió a sangrar en una hoja de berza, y se atreve a<br />

sacar la sangre de cualquiera a través de una toalla o con los ojos vendados.<br />

De estas empresas sale casi siempre mal, como se debió suponer; pero como se viene a<br />

la mano lo que está de Dios y nadie se muere hasta que sufre la última enfermedad, por más<br />

esfuerzos que de buena fe hace el barbero para quitar la vida al infeliz que la puso en sus<br />

manos, deja de conseguirlo algunas veces, y la naturaleza suele triunfar de la enfermedad, y<br />

de los disparates barberiles, que precisamente es la parte más rebelde y el enemigo más<br />

formidable de la humanidad. Y si estos casos no fuesen del número de las chiripas, algo<br />

más lucido andaría el barbero; porque cuando se pone bueno el zapatero de la bohardilla, lo<br />

primero que hace es cumplir con el facultativo, aunque para ello necesite destinar los<br />

jornales de toda una semana.<br />

Ahora bien: ya parece que, con la escrupulosa revista que hemos practicado en todos los<br />

pasos de la vida barberil, no debiéramos tener nada que añadir sobre el porvenir de estos<br />

señores, apenas han terminado sus años de colegio y establecido su oficina, para cumplir<br />

con su lanceta las disposiciones del médico cirujano y visitar por sí y ante sí a las gentes<br />

pobres de su barrio, que no por el deseo de morir más pronto, sino con ánimo de pagar<br />

menos el asesinato, le nombran médico de cabecera. Pero hay una cierta clase de barberos<br />

apóstatas, que a voz en grito reclaman un lugar en este artículo. Es muy difícil que, entre


los diversos parroquianos de barba que tiene el mancebo, no cuente algún marqués,<br />

senador, diputado a Cortes, o tal vez un ministro; y cualquiera de estos casos,<br />

especialmente en el último, ya puede decirse que el barbero ha tirado la navaja, y que<br />

llegará a ser, cuando menos, comisionado de amortización en su pueblo. El mancebo,<br />

charlatán de oficio y adulador de circunstancias, no amortigua nunca sus palabras en estas<br />

ocasiones, y empieza su carrera reemplazando al ayuda de cámara del ministro o sirviendo<br />

este oficio por primera vez en casa de S. E., porque no todos los secretarios del despacho<br />

usan esta clase de sirvientes. Pasa en seguida a ser secretario particular del magnate, se casa<br />

con la doncella más querida de este señor, y marcha a su pueblo con una comisión del<br />

Gobierno y una doncella... del ministro a quien afeitaba. Esta brillante posición no la logran<br />

muchos barberos, pero se les presenta a casi todos, y la saben aprovechar algunos.<br />

Hay más divisiones que hacer aún entre esa clase de gente, que si no vive de lo que rape<br />

como otros muchos, vive rapando, que es una vida como otra cualquiera, y no de las peores,<br />

por cierto. Existe un gremio de barberos ambulantes, que nos echaría en cara nuestro olvido<br />

sino diésemos cuenta aquí de sus trabajos en obsequio del rostro tiznado de carbonero, de la<br />

dificultosa patilla del mozo de esquina y de la evacuación sanguínea que hace sufrir a los<br />

aguadores.<br />

Con una chaqueta de pieles en invierno, y en mangas de camisa los veranos, se ajusta un<br />

cinturón de cuero con diferentes bolsas, en las que lleva un par de navajas y otro de tijeras,<br />

media docena de nueces chicas con grandes, un trozo de jabón y media vara en cuadro de<br />

trapo blanco que fue; una bacía de hierro colado debajo del brazo, un escalfador del mismo<br />

metal, con agua caliente, en la mano derecha, y un asiento de tijera en la izquierda. Así sale<br />

el barbero ambulante todas las mañanas, y se dirige a la fuente más inmediata como teatro<br />

principal de sus operaciones. Extiende el asiento, acomoda en él al aguador, le introduce<br />

una nuez en la boca, chica o grande, según el calibre del asturiano; a beneficio de este<br />

cuerpo extraño infla los carrillos el paciente, le jabona el barbero la cara, y entre la navaja y<br />

el agua hirviendo, saltan las barbas que crecieron en una semana, y se renuevan las heridas<br />

que cicatrizaron aquel mismo día tal vez. Esta operación se repite con todos los aguadores<br />

que, teniendo barbas, pueden pagar tres cuartos al que se las quita, y seis cuando hace uso<br />

de la tijera para pelarle la cabeza y cogerle tal cual vez las orejas con el mismo instrumento,<br />

Además de los citados carboneros y mozos de cordel, son también pasto del hombre<br />

escalfador los aldeanos transeúntes, que sufren los mismos tajos y las mismas cortaduras, a<br />

vista y presencia de todo el que pasea por las calles y tropieza con estos sangrientos<br />

espectáculos. De este modo pasea el barbero ambulante todas las calles de la capital,<br />

afeitando gratis a uno de los carboneros para que éste le suministre a igual precio el carbón<br />

necesario a mantener caliente el agua del escalfador; y entra en un bodegón cuando se<br />

siente acometido del hambre y puede disponer de dos reales, a dar de baja en el barreño de<br />

la mondonguera uno de los pucherillos que humean al efecto.<br />

Nada hemos dicho sobrela procedencia de los barberos en cuanto a su naturaleza, ni de<br />

su instalación en las barberías, porque ambas cosas son de poca importancia para nuestros<br />

lectores. Aconsejámosles únicamente que rehúsen el trato íntimo con los dueños de tienda,<br />

porque todos los mancebos se reciben a prueba, y para averiguar su habilidad en la navaja,<br />

se estrenan manoseando al parroquiano más amable y menos exigente. Tauromáquicamente<br />

hablando, se diría que la prueba barberil era la suerte de perros en día de toros.


Sin embargo, y a pesar de que la elegancia y el aseo interior de las barberías no cambia<br />

en nada las noticias que dejamos apuntadas sobre el barbero, no será de más que los<br />

nombres de Reigon, Munilla y otros varios, en cuyos elegantes gabinetes de tocador<br />

completo se afeita con delicadeza y esmero, nos sirvan para terminar aquí este artículo.<br />

Los gritos de Madrid<br />

«El buen paño en el arca se vende.»<br />

(Consejos de una madre recogida a<br />

una doncella que rabiaba porque algún<br />

hombre la recogiera.)<br />

El que calla... no dice nada, y nunca con menos razón que ayer se ha podido pensar que<br />

el que calla otorga.<br />

Ni los labradores de 1800, que nada decían al entrar las primicias de sus tierras al fraile<br />

que se las decomisaba en las eras, daban su otorgamiento al diezmo mayor, ni porque<br />

callaban al dar a los mismos benditos religiosos, y por vía de diezmos menores o minucias,<br />

la mejor porción de sus aves y de sus rebaños se puede decir que estaban conformes con<br />

aquella langosta cereal y pecuaria.<br />

Tampoco los comerciantes decían esta boca es mía, al ver que la Cámara o el Tesoro<br />

Real decía esa hacienda es nuestra, declarando el todo o parte de sus géneros como<br />

propiedad sin dueño y que forzosamente había de dar en poder del fisco.<br />

Tras de no hallar a la mano otro transporte que el que les ofrecían las naves extranjeras,<br />

pagaba una crecida suma al rey, y callaban ellos al oír llamar regalía a lo que él regalaba<br />

muy a su pesar.<br />

Hacíanle los votos pagar sendos tributos, y se contentaban con votar a sus solas, pero de<br />

manera que no les oyese ni el cuello de la camisa y siempre después de haber pagado.<br />

No era, sin embargo, todo resignación ni todo virtud el silencio mercantil de antaño.<br />

Tampoco era temor a las mordazas del Santo Oficio y a la sala de Alcaldes, sino costumbre<br />

de callar; que la costumbre, tú, lector, lo sabes, la costumbre hace oficios de ley cuando<br />

éstas andan por las nubes.<br />

El silencio y la reserva con que se hacía el comercio entonces es buena prueba de lo que<br />

decimos y de que antaño la raza mercantil no estaba sujeta a las enfermedades que hoy<br />

padece.


Hubiéranse desarrollado ayer las plagas de la abundancia y de la concurrencia, y el<br />

comercio de antaño habría, como el de hogaño, puesto el grito en los cielos.<br />

Pero la plétora era una enfermedad poco conocida en las fábricas y enteramente<br />

ignorada en los almacenes, y la lanceta de la publicidad era excusada.<br />

Decirle a un comerciante de antaño que anunciase al público la venta de sus géneros,<br />

habría sido peor que llamarle perro judío (ofensa gravísima entonces), y habría contestado<br />

de seguro:<br />

-Pues qué, ¿mis géneros están averiados o podridos, que necesite pregonarlos para<br />

venderlos? No, señor, nada de eso: el buen paño en el arca se vende.<br />

Y en el arca se vendía sin que ni el arca estuviese de muestra.<br />

Para buscar un despacho de tal o cual género se necesita una guía, que no había por<br />

cierto, y al forastero que pensaba comprar alguna cosa en la corte le era indispensable<br />

valerse de prácticos que le dijesen la calle en que se vendían los lienzos, los portales de la<br />

Plaza en que estaban los almacenes de paño, el barrio en que se albergaban los caldereros y<br />

los puntos que los demás gremios tenían señalados para el despacho de sus mercancías.<br />

Pero aun estas noticias no eran suficientes para encontrar los géneros que se deseaban.<br />

Dábanla entonces las mercancías tan de recatadas y de honestas que se metían debajo de<br />

siete estados de tierra para no incitar con su desenvoltura el apetito del comprador.<br />

Todas las tiendas ofrecían el mismo aspecto y en todas ellas parecía que se vendía una<br />

misma cosa, a pesar de que los gremios se vigilaban de tal modo que ningún comerciante<br />

era osado a tratar ni vender otra cosa que aquella por la que estaba matriculado.<br />

Para escribir una carta era preciso buscar la tienda en que se vendía el papel, y allí<br />

preguntar si sabían dónde habría plumas, y luego indagar la casa en que se hallarían las<br />

obleas, y correr todo Madrid en busca de una botella de tinta, o llevar un frasquito a casa<br />

del tintorero para que, por favor, diese un poco de tinte negro o pardo, que para el caso era<br />

lo mismo.<br />

Y decimos que era preciso andar de tienda en tienda preguntando si tenían el género que<br />

se quería comprar, porque lo mismo se parecía la lonja de sedas a la confitería, que ésta al<br />

almacén de paños y al despacho de lienzos.<br />

Todas tenían una entrada sucia con unas puertas de madera virgen, claveteadas de<br />

hierro, y en el suelo el indispensable tragaluz de la cueva, y una estantería de pino en<br />

derredor de la habitación, y un mostrador de nogal, sobre el que hacía palotes el recién<br />

llegado mancebo de la tienda, y por último el indispensable retablito del santo patrón de la<br />

casa, que solía ser la Virgen del Carmen o San Antonio, con un par de velas que se<br />

encendían los sábados y el día en que al amo le había salido bien la cuenta.


Los mancebos mayores alternaban con el amo en el despacho, aunque no en la mesa,<br />

que él comía solo con su esposa y para los muchachos se ponía olla aparte; y no crean<br />

ustedes que olla podrida, sino los garbanzos y algunas cortezas de tocino y un poco de<br />

carnero. Y si al doblar los manteles era día de fiesta solemne, solía tocarles algún<br />

desperdicio del estofado de vaca con que se regalaba el amo. Los demás días los doblaban<br />

con un racimo de uvas o una rebanada de queso y un pedazo de pan, no muy grande ni muy<br />

tierno, porque, según decía el amo de la tienda, el mucho pan embrutece y cuando está<br />

reciente lastima la dentadura.<br />

Mancebos tan regalados en la comida lo eran no menos en el vestir, cuyo aseo nunca<br />

permitió que la manga de la chaqueta barriese el mostrador, sino que se quedaba muy atrás<br />

de la muñeca, y la chupa no les alcanzaba nunca al estómago, y todo era parco y tímido,<br />

siéndolo tanto la capa, que jamás la vio ningún hortera sobre sus hombros.<br />

Profetizando la flamante cadena magnética, iban a cuerpo gentil, cogidos por el dedo<br />

meñique, todos los domingos a ver las fieras en el real sitio del Buen Retiro o a jugar al<br />

trompo en la pradera de la Teja. Volvían a su casa dos horas antes de anochecer y allí<br />

rezaban el rosario con el amo, que como aún no se llamaba principal ni los mancebos<br />

dependientes, solía santiguarles la cara con un bofetón cada vez que se dormían y tomarse<br />

con ellos otras franquezas por el estilo, entre ellas la de tutearles, apostrofándolos con el<br />

expresivo dictado de bárbaros y de zoquetes y otras lindezas de los rudimentos mercantiles<br />

de aquella época.<br />

El muchacho que hacía palotes barría la tienda y la calle, y llevaba el cesto cuando su<br />

amo iba a la compra, y echaba una mano y las dos, aunque tuviera sabañones, a las<br />

haciendas del ama, soplando los pucheros y fregando el vidriado.<br />

La contabilidad en esas casas era muy sencilla y exenta de libros y de borradores.<br />

Consistía en tener dos arcas de hierro, la una del capital para compra y reposición de<br />

géneros y la otra de las utilidades. En la primera, cada vez que el amo hacía pago de alguna<br />

letra o cosa por el estilo, echaba en el arca un papelito en el que tras la consabida señal de<br />

la cruz y con una ortografía deliciosa se leía lo siguiente: He sacado veinticinco doblones<br />

para pagar el azúcar. Lo mismo hacía con la segunda, de donde sacaba lo necesario para el<br />

gasto diario de la casa, y ponía otro papel que decía: He sacado de este talego una onza para<br />

el gasto del mes -más veinte reales para pagar el salario de la muchacha más dos pesos para<br />

Paco el mancebo -más cien reales por la limosna mensual a los Santos Lugares -más cuatro<br />

pesetas que saqué para la pedidera del Carmen -más tres ducados para el escapulario de la<br />

Merced y engarzar el rosario.<br />

A la criada le daba además del salario dos cuartos para el almuerzo, que recibía<br />

diariamente y en ochavos por mano del ama, que asimismo daba a los mancebos una onza<br />

de chocolate, que los más días comían cruda con un zoquete de pan. Y si preferían quedarse<br />

en ayunas, la guardaban en el cofre para hacer con ella un regalo a la novia.<br />

Pero esto ocurría raras veces, porque los mancebos de las tiendas no se enamoraban ni<br />

sabían qué cosa era el amor hasta que ya eran amos, y como esta dignidad rara vez la


adquirían sin esperar a que enviudara el ama para casarse con ella, no tenían que pensar en<br />

ser novios hasta después de haberse casado.<br />

Eran honrados para con el amo, y mala cuenta les habría tenido no serlo, porque todos<br />

los días sufrían un escrupuloso registro que terminaba por aplicarles un soplamocos si les<br />

hallaban una sola pieza de dos cuartos en el bolsillo, despidiéndolos y pasando aviso a<br />

todas las tiendas del gremio en el caso de reincidencia.<br />

He ahí lo que eran los mancebos de las tiendas antes de soñar en que algún día podían<br />

llegar a llamarse dependientes, y a comer en la fonda, y a bailar en el Ariel, y a vestir de<br />

manera que nadie al verlos el día de fiesta en la calle adivine que el resto de la semana son<br />

figuras de medio cuerpo las que con tanto lujo visten el cuerpo entero.<br />

Pero dejemos a los horteras enseñando el busto detrás del mostrador y cerrando la puerta<br />

de la tienda a la hora de comer y a la de la siesta, y creyendo que no es su casa la que<br />

necesita vender, sino el público el que no puede dejar de ir a comprar, que harto le sacarán<br />

de su engañoso letargo los mercados extranjeros. Y puesto que ellos nada anuncian ni nada<br />

pregonan, figurémonos que nada tienen de venta y oigamos los gritos y las voces de los<br />

primeros paladines de la publicidad en 1800.<br />

Oigamos los gritos del Madrid de ayer, los que pasaron a la posteridad en un pliego de<br />

aleluyas y en unos excelentes grabados, de que se ocupó nada menos que la calcografía de<br />

la Imprenta Real.<br />

El librero era hombre que lo entendía y no anunciaba la venta de su género por medio de<br />

rótulos ni de carteles. Sabía que la generalidad de las gentes no tenían tratos con el<br />

abecedario, y se valía de la pintura para pregonar su comercio.<br />

Unas fajas encarnadas y amarillas, que así parecían libros como ladrillos o libras de<br />

chocolate, pintadas en el quicio de la puerta, eran indicio seguro, de que la tienda lo era de<br />

librería. Si alguna vez ponía algún anuncio en el Diario, era de libros en latín o cosa de<br />

iglesia, porque harto sabía el librero que los curas no dejaban de saber leer y aun de leer<br />

algunos el Diario.<br />

Los gritos de este periódico eran proporcionados a su estatura; se contentaba con<br />

anunciar todos los días pérdidas de rosarios y hallazgos de reliquias, sin que por las<br />

primeras ofreciesen retribución al que las entregara, ni entonasen un Tedeum porque el que<br />

se había hallado una cosa que no era suya quisiera restituirla a su legítimo dueño. Eran los<br />

anuncios de hallazgo muy frecuentes, y no estaban los hombres tan civilizados que se<br />

asombraran de la buena fe y de la honradez de sus semejantes.<br />

También el sujeto instruido en el manejo de botica y que deseaba acomodarse en el<br />

ejercicio daba su grito en el Diario, y asimismo le daba el que se creía apto para el ejercicio<br />

de la pluma y el manejo de papeles, manejadores que escaseaban mucho y cuya aparición<br />

era casi tenida por un milagro.


Los festeros y cofrades eran los únicos que gritaban muy alto, haciéndose oír en las<br />

esquinas por medio de carteles, en las plazas valiéndose de edictos y pregones y en las<br />

columnas del Diario reproduciendo el texto de los carteles.<br />

También se pregonaba el sacerdote que, graduado in utroque, deseaba encargarse de la<br />

educación de uno o dos niños, instruyéndolos en alguna de ambas facultades o en la poesía.<br />

Estos anuncios eran muy frecuentes y tampoco escaseaban los de jóvenes que tenían<br />

nociones de latín y sabían ayudar a misa y, dar aire al órgano, solicitando entrar de<br />

sacristanes o monaguillos.<br />

Finalmente, el fósforo, antes de ser prohibido por considerarse de ninguna, utilidad, dio<br />

algunos gritos en el Diario, anunciando que se vendía a veinte reales cada frasquito y que<br />

servía para sacar fuego de pronto.<br />

Los tenderos de comestibles ponían el grito sobre la puerta de su casa por medio de un<br />

rótulo, en el que se leía con no poco trabajo: tienda de mercería, esto es, de cosas menudas.<br />

El tintorero acudía, como el vendedor de libros, a los colores para exhalar sus ayes, y<br />

dos retazos de bayeta, uno amarillo y otro encarnado, que colgaba a la puerta indicaban que<br />

allí se teñía de todos colores, con no mucha fijeza de color por cierto. Pero de esto no tenían<br />

la culpa los quitamanchas y tintoreros, sino la química, que haciendo cuarentena en el<br />

lazareto del Santo Oficio, no pudo llegar a tiempo de darles algunos consejos.<br />

Algunos otros industriales se valían de esa clase de anuncios, entre ellos el colchonero,<br />

que clavaba uno en la pared por vía de muestra; el zapatero de viejo, que con un trozo de<br />

bota y media chancla, atados a una caña de escoba, daba el grito a los que tuvieran<br />

necesidad de componer el calzado; el sillero, que colgaba en la pared un sofá, con gran<br />

riesgo de los que pasaban por la calle, y por último el prendero, cuyo pendón mercantil era<br />

un palo con un manojo de trapos en la punta.<br />

La única exposición de la industria española era la que se tenía perpetua en el Rastro de<br />

todos los restos de las pasadas grandezas humanas, y que a la vez que procuraba grandes<br />

ganancias a los vendedores, era un excelente archivo histórico para los eruditos de la época.<br />

Pero ninguno de esos satélites de la publicidad de 1800 pregonaba sus mercancías, como<br />

lo hacían los vendedores ambulantes, que eran los que formaban el verdadero comercio.<br />

Los que se habían anticipado, a reconocer que, aunque el paño sea bueno, para venderle es<br />

preciso sacarle del arca y enseñarle y pregonar su calidad y su baratura, éstos eran los<br />

únicos gritos mercantiles de antaño.<br />

El sereno pasaba la noche gritando la hora para, que el hombre que dormía acudiese a<br />

tomar de balde el mejor y más productivo de los capitales, la mercancía más universal aún<br />

que el oro, con permiso de los economistas. Y cuanto más gritaba el sereno, menos caso<br />

hacían de sus voces ni menos se cuidaban de su mercancía.<br />

Con el alba salían a la calle las buñoleras, mezclando su grito de ¡a ochavo y a cuarto<br />

calentitos! (y solían ir cubiertos de una capa de nieve) con el del diligente valenciano que


pregonaba el agua sebá, o con la ruda voz del serrano que vendía la leche de ovejas por<br />

medio de un grito convencional que nada decía, pero que nadie dejaba de entender.<br />

Más tarde iban entrando por las puertas de la corte los foncarraleros, como manteca; los<br />

coloraos y frescos tomates; las judías como la seda (pero seda cristiana); el repollo como<br />

escarola; las manchegas y las gallegas, patatas de las huertas de Madrid; las calabatas a<br />

cuarto y tres en dos cuartos; los chorizos de Leganés (a cuyo grito se ponía el boticario a<br />

machacar cien quintales de quinta, y buscaba el médico la receta de las tercianas); los de a<br />

cala y a cala, y otra porción de frutas y verduras cuya venta estacional empezaba siempre<br />

con la licencia del corregidor, y así los gritos venían a ser el verdadero calendario de los<br />

pobres.<br />

Sin que el termómetro empezase a bajar, no se permitía que las manolas diesen el grito<br />

de ca qui hay arveyanas nuevas, arveyanas... como la leche,.arveyanas fresquitas, ni menos<br />

que el burro manchego entrase cargado de ruedos gritando ¿ruedo?, ni que el palentino<br />

pregonara las mantas de Palen....quedándosele siempre atragantada la sílaba final. Era<br />

preciso que el cuarenta de mayo estuviese próximo para que el gallardo fresero (de cuya<br />

existencia nada se volvía a saber en todo el año) pudiera atravesar las calles anunciando su<br />

mercancía, ni menos que los toledanos se diesen por maduritos si aún estaban por madurar,<br />

ni las garrafales de Toro y de Arenas y las mollares, ni ninguna otra fruta, a cuyos primeros<br />

gritos también se consolaba el médico y se sonreía de gozo el boticario.<br />

Cuando andaban los cebaos y gordos por las calles, ya se había que estaba cerca el<br />

nacimiento del Hijo de Dios; nadie ignoraba que era día de vigilia al oír pregonar la<br />

espinaca como albahaca, y los de Jarama vivitos, y para saber que había resucitado el Señor<br />

bastaba oír gritar ¡el medio cabrito!...<br />

A esas voces estacionales se juntaba el i... qui... rabanú... reloj que marcaba<br />

perfectamente la hora,del mediodía, y otro grito que no cesaba en toda la mañana, diciendo:<br />

la sebera... ¿hay algo e sebo que vender?..., y el del hombre que compraba trapo y yerro<br />

viejo..., y el otro que decía ¡componer... tenajas y artesones... barreños, platos y fuentes!,<br />

grito que iba derecho a la conciencia de las fregatrices, pero más derecho aún al bolsillo de<br />

los amos; y ya se sabía que iba concluyendo la tarde cuando la aldeana de Fuencarral<br />

andaba de casa en casa diciendo: ¿quién me saca de güevera?<br />

El amolaooor... tras del cual, por ser francés o parecerlo, solían ir siempre los<br />

muchachos gritándole aquello de «el carro español y el burro francés»; el ¡sartenerooo!; el<br />

santi boniti barati, cuyos santos solían ser algunos perros de yeso, o las cuatro partes del<br />

mundo, o cosa por el estilo; el rosariero, que iba engarzando rosarios y vendía ratoneras y<br />

jaulas para grillos, y otra multitud de voces que a todas horas estaban en el aire, y que no<br />

enumeramos por no ser molestos, eran los verdaderos gritos de Madrid.<br />

Los únicos síntomas de la publicidad, que más tarde había de acudir a Gutenberg para<br />

no desgañitarse gritando, y cuyo hijo bastardo, el charlatanismo, no perdona hoy esquina,<br />

puerta, balcón ni ventana adonde no se asome para desquitarse de lo que dejó de gritar su<br />

madre.


El pliego de aleluyas que hemos citado antes y en el que estaban representados todos los<br />

gritos de Madrid de1800, le hemos buscado con empeño y nos ha sido imposible hallarle.<br />

La generación actual no quiere saber nada de la de ayer, y ha ahogado esos gritos,<br />

rompiendo por lo visto las láminas de madera que tanto dieron a ganar a la estampera que<br />

vivía en la plazuela del Gato.<br />

¡Si quisiera Dios que hiciera lo mismo con otros resabios, verdaderamente nocivos, que<br />

la quedan aún y con otros que quiere adquirir de nuevo!<br />

Pero no nos metamos en terreno vedado; ya se acerca la hora de pintar los cuadros de<br />

hoy, y allí podemos decir... lo que podamos, y aún tendremos que besar la mano y dar las<br />

gracias.<br />

Pues qué, ¡se figuran ustedes que todas las vigilias y todas las abstinencias fueron de<br />

ayer!... ¡Qué disparate! Aún tenemos hoy muchos santos que nos hagan ayunar.<br />

La escuela de las costumbres<br />

Si el teatro es la escuela de las costumbres, para saber cuáles son éstas no hay nada<br />

mejor que examinar las costumbres del teatro.<br />

En la primera parte de esta obra le teníamos tan obediente a la autoridad, tan humilde,<br />

tan honesto y tan morigerado, que por mucho que haya sacado los pies de las alforjas, como<br />

dice el vulgo, y aunque haya quitado aquel tablón que cubría los pies de las bailarinas, aún<br />

nos parece que hemos de hallarle algunas de las virtudes de antaño.<br />

Verdad es que ahora madruga poco y trasnocha mucho; no tiene autoridad que le<br />

presida, ni honestidad que peque de exagerada, ni humildad conocida, ni siquiera sayas que<br />

cubran las piernas de las bailarinas; pero todo esto no importa nada para lo que hemos de<br />

decir en este capítulo. El teatro es la escuela de las costumbres, y si éstas han cambiado,<br />

claro está que el maestro no podía quedar rezagado. Marchaba con el siglo, y éste y no él ha<br />

cambiado.<br />

Por de pronto, y tratándose de una época de tanta ilustración, no podía consentirse que la<br />

escuela de las costumbres estuviera establecida en un corral, y cambiamos, no el corral,<br />

sino el nombre; le llamamos coliseo y teatro. El degolladero, la cazuela y el patio parecían<br />

nombres más propios de una plaza de toros o de un matadero que de un teatro, y se trocaron<br />

por los de paraíso, anfiteatro y platea. También se creyó que las gentes tenían juicio de<br />

sobra para andar todas juntas; y sin miedo a los desórdenes que, según los antiguos alcaldes<br />

de casa y corte, facilita la obscuridad en concurso de ambos sexos, se mezclaron éstos,<br />

haciendo neutras y comunes de dos las antiguas localidades masculinas y femenina. Con<br />

esto y con las luces de gas, que no dejan rincones obscuros y mucho terciopelo en los<br />

asientos, y mucho oro en las paredes, y musas y genios y nubes en el techo, los corrales han<br />

quedado convertidos en unos verdaderos templos de la inmortalidad.


Pero las reformas hechas en el local de las escuelas no habrían sido suficientes para<br />

mejorar la enseñanza de las costumbres si no hubiésemos pensado también en reformar los<br />

profesores. Era una inhumanidad, risible de puro salvaje, el negar sepultura sagrada a los<br />

que, representando autos sacramentales, habían contribuido a encaminar a muchas gentes<br />

por la senda de la virtud, y desde luego dijimos que se pusieran los campos santos a<br />

disposición de los cómicos. Nos pareció asimismo poco respetuoso y poco digno el tratar tú<br />

por tú a nuestros maestros, y usando ellos la mitad de su vida el tratamiento de alteza y aun<br />

el de majestad en los papeles de príncipes y emperadores, no quisimos regatearles la<br />

dignidad y les dimos don y aun les dejamos usar señoría. Y una vez cambiado el mote con<br />

que antiguamente se los conocía a todos por el don y el señorío, creímos, y creímos bien, y<br />

ojalá lo creyéramos con más fe, que era preciso sacarlos de otras clases de gentes de las que<br />

antes surtían el teatro y educarlos de otro modo también. Aún suele el vulgo llamarles<br />

histriones y cómicos y comediantes; pero ellos no contestan, y hacen bien, sino cuando los<br />

apellidan actores. Y así como hubo un tiempo en que tenían su arte como un oficio de mera<br />

imitación, mientras estaba abierta la escuela del toreo, ahora que se ha cerrado la<br />

universidad de los toreros y que éstos viven de la rutina y del empirismo, los que se dedican<br />

al teatro tienen sus cátedras de declamación, sus escuelas de canto y sus academias de baile.<br />

¡Figúrate, lector, si con unas escuelas tan bonitas y unos maestros tan bien educados habrán<br />

mejorado las costumbres!<br />

Dicen que entre amigos con verlo basta; pues vamos a verlo.<br />

Aunque podríamos asistir a la función desde un palco, porque tenemos varias amigas<br />

que nos han invitado a ello, no queremos hacerlo porque deseamos ser espectadores, y eso<br />

sería darnos en espectáculo.<br />

Al que tiene abonado cada tercer día la marquesa de las Batallas no podemos ir porque<br />

incomodaríamos a los demás y no estaríamos cómodos nosotros. Le llaman el palco de<br />

ánimas porque allí se asoman las de todos los amigos, y unos a otros se quitan la vista del<br />

escenario. La duquesa del Desfiladero ha estrenado un traje de tanto lujo y la modista le ha<br />

robado tanta tela en el escote, que allí se van a fijar las miradas del público, y estaremos en<br />

berlina. En el palco de la condesa de la Emboscada no podemos entrar hasta que ella vaya,<br />

y como irá muy vestida no llegará hasta la mitad de la función, y esto no nos conviene.<br />

Últimamente, la baronesa de la Trinchera también nos ha invitado a ir al teatro; pero como<br />

ella se asoma tres minutos para ver cómo se han vestido las demás mujeres y que éstas vean<br />

cómo ella lo ha hecho, y luego se retira a jugar al tresillo en el interior del palco, no<br />

veremos la función.<br />

Lo mismo que nos sucede con la aristocracia militar, que es la gran aristocracia en estos<br />

tiempos de libertad civil, nos pasa con los exiguos restos de la aristocracia antigua y con la<br />

del dinero o el de la alta banca; y por no oír hablar en estos palcos de tres por ciento y de<br />

contratas y de caminos de hierro; en aquéllos de grados, de empleos y de votaciones<br />

parlamentarias; en los del medio de etiqueta y de ceremonias palaciegas, y en todos ellos de<br />

modas y de política, nos vamos a sentar en una butaca. Si el espectador que tenemos a la<br />

derecha nos habla, cortamos su conversación; y si el de la izquierda nos pregunta, no le<br />

contestamos. Nosotros somos de aquella gente que iba al café a tomar café, a la iglesia a oír


misa y al teatro a ver la comedia. Para hablar, al paseo o a la calle y mejor aún en casa y a<br />

puerta cerrada. La función que hemos escogido es variada. El cartel la anuncia en los<br />

términos siguientes:<br />

«1.º Gran sinfonía del Romanticismo a toda orquesta y con melodías clásicas. -2.º El<br />

drama nuevo en dos actos, original y en verso, titulado Un charco de sangre o la venganza<br />

de una madre -3.º La zarzuela nueva en un acto, arreglada del francés, con el título de<br />

¡Murió de amor el Serafín del valle! -4.º La comedia nueva en un acto, tomada del francés,<br />

con el título de La mujer en malos pasos y el marido en pasos peores. -5.º 120.a<br />

representación del estrepitosamente aplaudido paso de baile filosófico, sacado del francés,<br />

y titulado ¡Por andar en malos pasos!... -6.º y último. El juguete cómico, imitado del<br />

francés, titulado ¡Pobre marido!»<br />

Al alzarse el telón aparece una magnífica decoración de campo, en la que se ven<br />

multitud de árboles, flores, cascadas y arroyos. Una luna dulcísima alumbra la escena, los<br />

pájaros cantan en la enramada y aun parece que se respiran gratísimos aromas. Si aquella<br />

no es la copia del Paraíso, cerca le anda. Bien hace el apuesto galán, que tiene entre sus<br />

manos la de una hermosa dama, en sellar con un beso el juramento de amor eterno que<br />

pronuncian sus labios, y bien hace ella en poner por testigos de su fidelidad, no sus años,<br />

aunque parece de mayor edad, sino las auras que besan su frente, las aves que arrullan sus<br />

palabras y el sol que ilumina el cuadro. El público envidia la situación de aquellos<br />

felicísimos amantes, aplaude con entusiasmo los versos en que se pintan su amor y pide que<br />

se repita y se repite una y otra vez la escena.<br />

¡Qué cuadro más interesante, ni más tierno, ni de mejor enseñanza, ni mayor edificación<br />

que el del amor en medio de un paraíso de amores! Lástima da que aquellos<br />

bienaventurados mortales interrumpan su coloquio amoroso y vuelvan la cabeza asustados<br />

al oír el rumor de unas ramas, tras de las que aparece un hombre, que asomando a la escena<br />

a una joven que trae de la mano, le dice:<br />

«¡Míralos!... ¡Ellos son!... ¡Malditos sean!»<br />

El público se indigna al ver aquella pareja que viene a interrumpir la purísima felicidad<br />

de los dos amantes, los cuales, con acento de desesperación y cogiéndose de las manos,<br />

exclaman:<br />

ELLA. -¡Mi esposo!... ¡Maldición!... ¡Cielos!... ¡Mi hija!<br />

ÉL. -¡Mi mujer y su padre!... ¡Ábrete, infierno!<br />

Cae el telón, vuelve a sonar la música, cúbrense los hombres la cabeza y empieza el<br />

entreacto.<br />

Antiguamente, cuando el teatro estaba mal alumbrado por unas cuantas luces de aceite,<br />

no se hacía otra cosa durante el entreacto sino respirar con trabajo los gases de la aceituna,<br />

beber un vaso de aloja, vendido por gentes que habían hecho su correspondiente<br />

información de buena vida y costumbres y comentar con respeto las escenas que acababan


de representarse; todo con la misma separación de sexos que había existido durante la<br />

representación. Los entreactos de hoy son otra cosa muy distinta.<br />

En las localidades baratas, que ahora que hemos suprimido la infamia se llaman asientos<br />

de ignominia, como las gentes han tenido la lengua pegada al paladar, la boca abierta y los<br />

ojos fijos en la escena, hacen bastante con volver en sí y recordar lo que han visto,<br />

procurando retener en la memoria algunos de los versos que han escuchado. Los demás<br />

espectadores son los que aprovechan el entreacto.<br />

Entran y salen en los palcos y en el salón de descanso a descansar de no haberse<br />

cansado, calificando magistralmente de buena o de mala la obra y a su autor de estúpido o<br />

de sabio y a los actores de inimitables o de detestables. Si el drama gusta, no falta quien<br />

haga coro a los que le elogian, para decir que es lo mejor que se ha escrito en francés; con<br />

lo cual todos dicen que «ya les parecía que era demasiado bueno para ser original», y nadie<br />

se cuida de averiguar de qué obra extranjera ha sido tomado, sino que todos acogen<br />

gustosos la calumnia. ¡Se critica el plan, las situaciones y los versos; pero nada se dice del<br />

fondo de la obra, nada de su argumento ni de su fin moral! En este punto son los<br />

espectadores verdaderos niños de escuela que toman sin replicar lo que les da el maestro, el<br />

cual dice a su vez que da lo que más les gusta a los chicos; y ¡vaya usted a averiguar quién<br />

de los dos tiene razón!<br />

Pero las conversaciones, que giran sobre el acto que se acaba de representar, duran en<br />

algunos círculos poco y en otros nada. El entreacto se invierte en hacer política y en hacer<br />

atmósfera para la política del siguiente día; porque los teatros son grandes propagandistas<br />

de toda clase de rumores. En los casinos, en los cafés, en la Bolsa y hasta en la misma<br />

presidencia del Consejo de ministros se ha de preguntar «¿qué se dijo anoche en el teatro?»,<br />

y es preciso oír hablar y aun inventar alguna cosa para que no se diga que en el teatro no se<br />

dijo nada.<br />

Con gran sentimiento de las gentes de la ignominia, los de las butacas no abandonan los<br />

palcos, ni vuelven a sus asientos hasta que han pasado dos o tres escenas del acto, y entran<br />

con ruido, no para interrumpir a los actores, sino para que a ellos los vean entrar.<br />

En la escena el paraíso ha desaparecido y en su lugar se ve un salón de baile. La luna se<br />

ha trocado en una luz vivísima de bujías esteáricas, los arroyos en riquísimas alfombras, los<br />

árboles en columnas de pórfido, las flores en colgaduras de terciopelo y oro y los dos<br />

amantes en una legión de enmascarados. Damas vestidas con gran lujo, pero con el rostro<br />

cubierto, cruzan la escena, y en los salones que se ven en el fondo se oye una armoniosa<br />

orquesta y el rumor de gente que baila.<br />

De repente, empiezan a desaparecer las máscaras; la música va sonando lejos, como si<br />

los salones se fueran retirando a dormir, y del fondo del escenario se destaca un dominó<br />

negro, que avanza lentamente hasta encontrarse con otro azul que ha estado oculto detrás de<br />

una de las columnas. Pasea el primero la escena como quien registra la casa, y con aire de<br />

cazador que escucha para ver dónde está la fiera y cogiendo del brazo al del dominó azul, le<br />

arrodilla con violencia, saca un puñal, se le hunde en el seno, y quitándose el antifaz


exclama con sardónica sonrisa, a tiempo que se escucha el doblar de una campana entre<br />

bastidores:<br />

«¿Oyes ese lamento agonizante,<br />

voz sepulcral de fúnebre agonía?<br />

¡Es la iglesia que dobla por tu amante,<br />

y yo le hice matar; sábelo, impía!»<br />

El dominó azul se incorpora con trabajo, sin apartar la mano izquierda del sitio de la<br />

herida, y arrancándose la máscara, cae al suelo gritando:<br />

«¡Es mi padre! ¡Qué horror!... ¡Yo le maldigo!»<br />

Oyese a ese tiempo una estrepitosa carcajada en el fondo de la escena, y aparece la dama<br />

del primer acto cubierta con un dominó azul y con la careta en la mano; el padre se arroja<br />

sobre el cadáver de la hija, cae el telón, empieza la música y aplauden los espectadores<br />

pidiendo a gritos «¡El autor!». Sale uno de los actores a decir quién es el autor del drama<br />

que han tenido el honor de representar, y el público, sin escuchar el nombre, pide que salga<br />

para conocerlo si es nuevo en la plaza, o simple ente para hacerle salir si ya le conoce. El<br />

autor no permite que se impaciente el público, y sale y saca consigo a la madre que hizo<br />

asesinar a su hija, al padre que la asesinó, a la joven asesinada y al yerno por quien<br />

doblaban en la parroquia. Hay coronas para el verdugo y para las víctimas, y el Charco de<br />

sangre se convierte en una espuerta de flores.<br />

La zarzuela no es del género triste; empieza, por el contrario, con un retozo general de<br />

todos los actores, aldeanos sencillísimos que van a la feria del pueblo inmediato, más<br />

alegres que las castañuelas que llevan en las manos, y con un gozo tan inocente y tan<br />

pastoril que no parece sino que aquella aldea pertenece a un nuevo mundo en el cual no ha<br />

querido Dios plantar el árbol del bien y del mal. Retozan con tal sencillez y tienen unas<br />

conversaciones tan inocentes y tan cándidas, que todos parecen unos camuesos incapaces<br />

de probar nunca la manzana prohibida.<br />

De repente y cuando se cree que tienen más prisa por llegar a la feria, la orquesta da dos<br />

o tres golpes, y uno de los aldeanos paseando misteriosamente la escena con el dedo índice<br />

en la boca, reúne en torno de sí a todos sus compañeros de ambos sexos y les dice:<br />

-¿Sabéis lo que se cuenta de Feliciana, de aquella orgullosa pastora que no quería que<br />

ninguno de nosotros la echásemos coplas, ni la rondásemos la casa porque decía que todos<br />

éramos unos bárbaros?<br />

-No, no lo sabemos -contestan a una voz todos. -Pero ¿os acordáis que se escapó con<br />

aquel militar que estuvo alojado en el pueblo y se fue a Madrid y no ha escrito a nadie<br />

nunca?<br />

-Sí.


-Pues estadme atentos, porque aquí en secreto y sin que nadie nos oiga os voy a decir lo<br />

que se cuenta en el lugar.<br />

Los aldeanos se acercan, alargan la cabeza para escuchar, el chismoso se adelanta hacia<br />

el público, y volviendo la espalda a su verdadero auditorio, acompañado de la orquesta,<br />

canta en voz alta lo siguiente:<br />

«Sabéis, amigos,<br />

que Feliciana<br />

una mañana<br />

desapareció;<br />

pues en silencio<br />

os juro a fe,<br />

que yo os diré lo que pasó.<br />

CORO. -Él nos dirá<br />

lo que pasó,<br />

lo que pasó... oooó.<br />

ALDEANO. -Silencio.<br />

CORO. -Silencio.<br />

ALDEANO. -Silencio, atención.<br />

CORO. -Silencio... atención... ooón.»<br />

El aldeano alza la voz cuando puede, aun a riesgo de desafinar cuanto sea posible, y<br />

dice:<br />

«En la corte<br />

las princesas,<br />

las duquesas<br />

y otras más,<br />

con Feliciana<br />

iban en coche,<br />

a troche y moche<br />

a pasear.<br />

CORO. -A troche y moche<br />

a pasear... a pasear... ar, ar, ar.<br />

ALDEANO. -Pero es el caso<br />

que Feliciana,<br />

de una terciana<br />

o qué sé yo,<br />

cayó malita<br />

y aquí la echaron,<br />

la abandonaron<br />

y aquí llegó.<br />

CORO. -La abandonaron<br />

y aquí llegó... y aquí llegó... oooó.»


A ese tiempo asoma por la cima de una montaña, que se ve en el fondo, una joven<br />

pálida, ojerosa, con el cabello destrenzado y vestida con una túnica blanca, y el aldeano<br />

grita:<br />

«Vedla, allí viene<br />

con paso lento.<br />

¡Qué macilento<br />

su rostro está!<br />

CORO. -Qué macilento<br />

su rostro está... su rostro está... aaaá.<br />

ALDEANO. -Busca las flores<br />

que, siendo niña,<br />

en la campiña<br />

se puso a oler.<br />

CORO. -En la campiña<br />

se puso a oler... se puso a oler... er, er er»<br />

Cesa la orquesta, óyese un solo de arpa, ábrense en dos filas los aldeanos con rigurosa<br />

división de sexos, y alzan todos los ojos y las manos al cielo como en señal de una gran<br />

desgracia, mientras la joven, tosiendo a compás del arpa y como si a cada paso fuera a<br />

rendir el alma, avanza lentamente hasta el agujero del apuntador, y en vez de sacar un grano<br />

de goma o una pastilla de malvavisco, arranca una hoja de un árbol, la besa, alza los ojos al<br />

cielo (cuyo movimiento de cabeza la produce un fuerte golpe de tos, que con las armonías<br />

del arpa y los gestos de los coristas produce un efecto desgarrador) y desfallece y cae en los<br />

brazos de las aldeanas, que corren a sostenerla y la sostienen, mientras ella, suspirando,<br />

tosiendo y agonizando, suelta la siguiente copla:<br />

«¡Ay, que no sabe el mundo<br />

lo que se pesca,<br />

cuando deja en el campo<br />

a las doncellas!<br />

Lirio del valle<br />

es la mujer, y el hombre<br />

viene a secarle.<br />

Zagalas, yo me muero,<br />

estoy muy mala,<br />

la fiebre me devora,<br />

la tos me mata.<br />

A...di...ós... a... mi... gos...<br />

per... dón... per...dón... a to... dos...<br />

per... dón... os... pi... do...»<br />

Feliciano cierra los ojos, muere, y caen de rodillas todos los aldeanos, mientras el arpa<br />

larga sus últimas notas, que mueren ahogadas por el redoble de un tambor, y aparece en la<br />

escena un capitán mandando ocho hombres y una cantinera. El capitán es el militar con<br />

quien se escapó Feliciana, y la cantinera es una de las duquesas de Madrid, que por seguir<br />

al capitán ha adoptado el disfraz de cantinera. Ambos reconocen el cadáver que las


aldeanas están cubriendo con flores sin haber visto llegar la tropa, y cuando se dan cuenta<br />

de ello lanza cada una un grito, los soldados se apoderan de ellas, visten con sus uniformes<br />

a los novios, que son unos corderos, y les dejan patrullando por si viene el general que anda<br />

por aquellos contornos, y cae el telón.<br />

La comedia, como su título lo indica, se reduce a un marido malo, a una mujer perversa<br />

y a un amigo malísimo.<br />

No nos detenemos a explicar cómo los segundos engañan al primero, y cómo éste,<br />

después que ha sabido que le han engañado, vuelve a quedar tan contento; porque el<br />

argumento es demasiado conocido y los personajes están siempre de guardia en el moderno<br />

teatro español. Un amigo falso, una mujer infiel, un marido tonto y una colección de gentes<br />

que amparan a los primeros y se ríen del segundo, apenas hay comedia que no los tenga. El<br />

lector los conoce mejor que nosotros, y habrá visto aplaudir esas obras con verdadero<br />

entusiasmo, no por el fondo de ellas, que eso importa poco, sino por los chistes en que<br />

abundan. No se puede hacer reír al público sin hacer llorar a la moral pública; pero como<br />

esta dama se ha empeñado en no asistir al teatro, llora en su casa y los autores no han<br />

podido ver esas lágrimas.<br />

Lo que verdaderamente aflige es un baile serio. Figúrate, lector, una joven modesta y<br />

hermosísima, con las piernas al aire, el pecho descubierto, los hombros y los brazos<br />

desnudos y un tonelete tan hueco y tan apartado del cuerpo, que más que una prenda del<br />

traje parece un salvavidas para arrojarse al mar; figúratela, digo, saliendo de entre<br />

bastidores, cabizbaja y pensativa, con los brazos cruzados y marcando el paso, con un<br />

compás tan lento y tan dolorido, que parece que va a caer exánime sobre la escena. Mírala<br />

cómo de repente llega al medio del escenario, y alzando los ojos al cielo y apretándose el<br />

corazón con ambas manos eleva su cuerpo sobre la punta del pie derecho, y extendiendo la<br />

pierna izquierda hasta poner el pie un metro más alto que la cabeza, baja éste hacia el suelo,<br />

tiende los brazos como si fuera a volar y empieza a dar brincos y saltos, cogiendo puñados<br />

de aire y llevándolos al corazón, que parece estarle saltando de pena. Obsérvala cuando<br />

lleva una mano hacia la oreja y, en ademán del que escucha, se mantiene cuatro minutos<br />

sobre la uña de uno de los dedos del pie izquierdo, y abre sus ojos espantados como si<br />

hubiera oído un rumor siniestro, y si todo esto no te aflige ni la situación de esa mujer te<br />

hace verter lágrimas, diré que tienes un corazón cómo el del público que aplaude en estos<br />

momentos de supremo dolor y pide que se repitan aquellos retortijones de piernas y de<br />

brazos que tan bien expresan los retortijones del amor, de los celos, del miedo y de la ira.<br />

Figúrate que del fondo de la escena sale un hombre no más vestido que la joven, aunque<br />

con su tonelete menos voladizo, y corre hacia ella, explicándole con sus ademanes todo el<br />

amor que le inspira, y ella huye y le indica que se tirará al mar si da un paso más, y él le<br />

pregunta también por señas «¿por qué?», y ella le impone silencio indicándole que se lo va<br />

a contar al momento, y recorre la escena con los brazos extendidos y de puntillas para ver si<br />

están solos, y rompe por fin a hablar con pies y con manos, hasta que cae rendida y<br />

desmayada en los brazos del galán que la contempla, y éste le da un beso y la deja tendida<br />

en un banco de piedra. Y tras de esto alza los ojos al cielo para expresar su alegría, y echa<br />

las piernas al aire y da cien saltos y cien brincos, mientras poco a poco va despertando la<br />

joven, y se horroriza de encontrarse allí sola y se pasa la mano por la frente como para


ecordar lo que le ha sucedido. Entonces él, bailando y sin que ella le vea, llega por detrás<br />

del banco, le da un beso en la frente y entablan un diálogo de brazos animadísimo, del cual<br />

resulta que quedan perdidos de amor y que se lo cuentan al público en un paso a dos, que<br />

no hay más que pedir.<br />

El público, que no vierte lágrimas a la vista de aquellos dolores secos y mudos, cubre de<br />

flores y palomas la escena, arroja coronas de laurel a los pies de la bailarina, y ésta sale una<br />

vez y otra a dar gracias sonriendo y como si estuviera loca de alegría. Entre bastidores la<br />

tienen preparada una cama, en la cual se tiende apretándose de veras el corazón, que se le<br />

sale del pecho, mientras el público sigue aplaudiendo y ella quita la mano del corazón y<br />

vuelve a sonreír y hasta vuelve a repetir el baile para volverse a revolcar en la cama. Pero<br />

esto no lo ve el público; esto lo ven las madres o los maridos de las bailarinas, los mismos<br />

que para que aprendan y puedan ejecutar un paso nuevo les estiran las piernas y les<br />

descoyuntan los brazos, y luego para que les pase el susto les ofrecen un vaso de agua de<br />

azahar. Lo que el público ve después del baile es el juguete cómico, cuyo protagonista, si<br />

no es un marido tonto, es un novio simple y una novia que para ir a la iglesia se empeña en<br />

que le ha de dar el brazo su antiguo. amante o cosa por el estilo; lo cual encuentran muy<br />

natural los suegros y los demás amigos de la casa, y al público le hace reír sobre manera,<br />

porque, como hemos dicho antes, abunda en chistes y esta sociedad es muy chistosa. He<br />

aquí, lector, las costumbres del teatro. Los que a todas horas se dicen que el teatro es la<br />

escuela de las costumbres, te dirán si esas son las costumbres de la sociedad. No podemos<br />

decir más porque nos hemos extendido demasiado; ni siquiera tenemos espacio para hablar<br />

de los alabarderos, que han reemplazado a los antiguos mosqueteros, ni de si a esos<br />

aplaudidores de oficio, hoy mejor organizados que ayer, se debe el buen o mal éxito de<br />

algunas obras dramáticas.<br />

Somos creyentes sinceros del sufragio universal; profesamos con toda fe el sistema de<br />

las mayorías, y no creemos que éstas puedan ser nunca ficticias. ¡Adónde iríamos a parar si<br />

dudáramos en estas materias!<br />

Benito Pérez Galdós<br />

Aquel<br />

¿Quién es aquel?<br />

¡Enigma indescifrable! Tengo para mí que todos los seres de la creación ignoran quién<br />

es aquel, y sin embargo, aquel existe y está en todas partes, os persigue como vuestra<br />

sombra por donde quiera que vais; parece el acreedor sempiterno que está reclamando<br />

constantemente una deuda inmortal; parece el Banquo de todos nuestros sustos, el ave<br />

agorera de todos nuestros presentimientos, la imagen óptica de todas nuestras<br />

alucinaciones.<br />

Supongamos que un día nefasto os veis en la necesidad de formar en las tristes filas de<br />

un entierro. Llegáis al cementerio, entráis en la capilla para asistir al oficio fúnebre, y entre<br />

la enlutada muchedumbre está infaliblemente aquel.


En otro día, quizá más nefasto, vais a un baile de máscaras; discurrís por el salón<br />

tratando de matar el fastidio. Supongamos que os divertís, que no; supongamos que os dan<br />

una broma pesada o una feliz sorpresa. Todo esto es accidental y está sujeto a mil<br />

contingencias. Lo invariable, lo categóricamente cierto, es que al entrar, al salir, en todas<br />

las vueltas que, como mariposa atontada, dísteis por el salón, encaró con vosotros una<br />

persona cuyo semblante conocíais bien, y esta persona era aquel.<br />

Pongamos el ejemplo de que vais a una parada, a una ceremonia pública, a un meeting, y<br />

en el primer caso os causa perplejidad y admiración la variedad de uniformes, el guerrero<br />

ademán de las tropas, la estirada gravedad y deslumbrante entorchamiento de los generales,<br />

así como en el segundo nada os conmueve tanto como la elocuencia y ardor de los oradores<br />

políticos, que se quieren tragar unos a otros por un mendrugo de libertad más o menos. Pero<br />

en la parada y en el meeting lo que os causará un asombro parecido al espanto es ver<br />

confundido entre el gentío... ¿a quién, cielos divinos?... a aquel.<br />

Otro caso: un día que debe marcarse con piedra negra en nuestra mísera existencia os<br />

prenden, por equivocación, en una calle de las más públicas, por haberos confundido<br />

(nuestra policía tiene un ojo... ) con cierto sujeto célebre en los garitos, y al formarse en<br />

torno de vuestra persona el indispensable círculo de curiosos que miran con indignación al<br />

delincuente, observáis que entre todas aquellas caras se destaca una, la más insolente y<br />

desvergonzada de todas, y esa cara... no lo dudéis ni un momento, esa cara es la de aquel.<br />

Más ejemplos. Sentemos la atrevida hipótesis de que os casáis. Llega el infausto día. Os<br />

personáis en la iglesia: llega la novia, llegan los padrinos, llega el cura, llega el monaguillo,<br />

llegan los amigos; parece que no falta nadie. Como nada falta, principia la ceremonia: os<br />

dais la mano, el sacerdote os bendice, y cuando ya parece que está consumado el sacrificio,<br />

extendéis la presuntuosa mirada por todo el ámbito del templo para que la felicidad,<br />

estampada en vuestra cara, despierte envidias en el apiñado concurso, y... ¡oh sorpresa de<br />

las sorpresas!, apoyado en una columna, con la vista fija en el novel matrimonio, está un<br />

hombre, en cuyo semblante reconoceréis al punto las aborrecidas facciones de aquel.<br />

En resumen, si vais al café, ahí está aquel tomando su brebaje; si vais al teatro, allí está<br />

aquel desde que se alza el telón; si viajáis en verano, al poner el pie en el coche veis una<br />

figura que se acurruca en el rincón y recorre las páginas del Indicador de los caminos de<br />

hierro, y al punto le conocéis... es aquel.<br />

Basta de ejemplos y meditemos.<br />

Todo el que se encuentra en presencia de este singularísimo fenómeno social se<br />

pregunta: ¿quién es aquel?<br />

Como respondiendo que aquel no es nadie iríamos a parar a un absurdo, es fuerza<br />

convenir en que aquel es una persona que se encuentra en todas partes, lo mismo en los<br />

espectáculos gratuitos que en los de pago, lo mismo en los tristes, como el entierro, que en<br />

los alegres, como el baile; figura decorativa de los cafés y de los teatros; parte alícuota de<br />

todo numeroso y escogido público en las reuniones y meetings; un hombre que siempre


estamos viendo y nunca conocemos, el tipo de los tipos, raras veces simpático; por lo<br />

común, insoportable, ente aborrecido, que nadie sabe cómo se llama, ni quién es, ni qué<br />

hace, ni de qué vive.<br />

El ser misterioso que viene al mundo predestinado a ser el aquel de la sociedad lleva en<br />

su enigmática ubicuidad el don de originar multitud de interpretaciones diversas acerca de<br />

su posición y persona. Por tanto, si un día preguntáis, ¿quién es aquel? recibiréis respuestas<br />

tan diferentes que os dejarán más confusos. Quien abriese una información sobre este<br />

singular personaje y fuese apuntando en su cartera las diversas noticias que sobre él<br />

recibiría, había de formar el curiosísimo ramillete que va a continuación:<br />

-Aquel es un hombre a quien se ve en todas partes. Yo tengo para mí que es un vago.<br />

-Aquel es un marqués inmensamente rico que, como no tiene nada que hacer, se anda<br />

por ahí con las manos en los bolsillos. Me figuro que es persona extravagante.<br />

-Aquel es un conde tronado que derrochó al juego su fortuna y ahora está tratando de<br />

distraerse.<br />

-Aquel es un filósofo extravagante que se pasea.<br />

-Aquel es un hombre de mucho talento, que se ocupa en estudiar la sociedad en sus<br />

varios aspectos y condiciones.<br />

-Aquel es de la policía secreta.<br />

De lo cual se deduce que nuestro hombre es todo el mundo.<br />

Pero hagamos personalmente una indagación concienzuda, y fijémonos bien en él.<br />

Miradle, ¡oh curiosos lectores!, asistiendo con solícita puntualidad al relevo de la guardia<br />

que tiene lugar en palacio todas las mañanas. Es un hombre de mediana estatura, de<br />

mediana edad, de mediana decencia: todo mediano. Anda solo; no pasa junto a otra persona<br />

sin mirarla bien, y por su parte parece cuidarse poco de que le miren bien o mal. Antes de<br />

comenzar la música se acerca a los atriles para ver en el papel de música el nombre de la<br />

pieza que se va a tocar. Cuando suena el redoble se para para oír mejor, y hasta se nos<br />

figura que se mueven sus pies como queriendo contradancear un poco en presencia del<br />

público. Concluye la fiesta musical, y esta es la ocasión de satisfacer nuestra mortificante<br />

curiosidad, pues. le seguiremos, y viendo adónde va, averiguaremos quién es. Por ejemplo,<br />

si entra en una oficina, sabremos que es empleado; si se cuela en la Universidad tendremos<br />

la certidumbre de que es estudiante; si penetra en la iglesia no hay remedio sino que es<br />

secretario de alguna archicofradía; si se mete en la Bolsa, cátate que es hombre de<br />

negocios; si se abren ante él las puertas de uno de esos santuarios de la opinión que se<br />

llaman redacciones de periódicos, es indudable que periodista ha de ser; si se introduce,<br />

hundiéndose a manera de espectro de teatro, por uno de los agujeros de la alcantarilla, no<br />

hay duda de que es de la ronda nocturna, y, por último, para que no se nos escape ninguna<br />

conjetura en lo que se refiere a este ser extraordinario, si se desvanece ante nuestros ojos


como el humo de un cigarro será preciso confesar que es un espectro, enviado al mundo<br />

para nuestro tormento.<br />

Sigámosle, pues. Concluido el relevo de la guardia, aquel se dirige a la Puerta del Sol, y<br />

cuando esperábamos verle entrar en alguna parte, he aquí que comienza a pasearse con<br />

mucha calma, mirando cada poco tiempo al reloj de la casa de Correos. Pues con este dato<br />

al menos listo comprenderá que aquel es un cesante. ¡Oh, desventurada porción del linaje<br />

humano! Si no se te conoce por tu rancia costumbre de medir las aceras de la Puerta del<br />

Sol, fijando la vista en aquel misterioso reloj que parece contar los momentos en que se dan<br />

y se quitan los destinos, en aquel reloj cuya inflexible manecilla hace como que está<br />

escribiendo credenciales y cesantías; si no se le conoce en este rasgo genuino y<br />

característico, ¿de qué sirven la filosofía y la zoología?, ¿para qué vino al mundo Buffon?<br />

No hay duda ya de que nuestro hombre es cesante; pero como el ser cesante es no ser<br />

nada, por fuerza nuestro interesante aquel ha de ser alguna otra cosa, y eso es lo que<br />

tratamos de averiguar. Atención. Por fin se cansó de pasear y entra en un café. ¿Será<br />

preciso verle para asegurar que va a tomarse un gran vaso de café con media tostada? No,<br />

seguramente; y, si queréis cercioraros, al través del empañado cristal podéis contemplarle<br />

engullendo con voracidad leonina su frugal almuerzo. Como es fácil comprender, éste dura<br />

poco y, al concluir, nuestro personaje lleva a efecto un acto de heroísmo, que despierta el<br />

dormido entusiasmo en nuestro positivista espíritu. ¡Acción inaudita! Aquel mete la mano<br />

en el bolsillo y paga su café. ¿No os conmueve este rasgo de sublime generosidad? Todos<br />

nuestros cálculos y conjeturas han venido a tierra como alcázar de utopías que destruye de<br />

un golpe el poderoso ariete del sentido común. Nuestro hombre no puede ser cesante. Ha<br />

pagado.<br />

Pero no desmayemos en nuestras pesquisas: no nos acobardamos por este contratiempo,<br />

y sigamos tras él. Ya sale, vuelve a pasear y a mirar al reloj. Sin duda espera una hora<br />

determinada para ir a alguna parte. Pero pasa un entierro lujoso: delante va el féretro<br />

arrastrado por los caballos de la Funebridad; detrás, en lenta y simoníaca procesión, van los<br />

amigos, a quienes el recuerdo del que se fue obliga a cumplir el más fastidioso de los<br />

deberes. Todos los transeúntes miran el entierro incluso aquel; pero todos le dejan pasar;<br />

menos aquel, que lo sigue.<br />

Probablemente no será pariente del difunto; pero sigue el entierro a pie hasta el<br />

cementerio, oye con profunda atención el oficio de difuntos, acude solícito a ver el cadáver<br />

cuando se le destapa y, por último, no quita los ojos del nicho hasta que el albañil no ha<br />

puesto el último ladrillo en aquella puerta de la eternidad.<br />

Pues no hay duda: nuestro interesante aquel ha de tener en la sociedad la rara misión de<br />

asistir a los entierros; y o mucho nos equivocamos, o existe una misteriosa liga de<br />

protección a los muertos, que impone a sus individuos la obligación de presenciar las tristes<br />

escenas del cementerio con objeto de que se nos trate allí con consideración y respeto.<br />

Siniestro oficio es éste, y si realmente existe, no se podía haber escogido para desempeñarle<br />

persona más a propósito que el ente singularísimo de quien nos ocupamos.


Ved cómo sale del cementerio y pedibus andando se vuelve a Madrid. Nosotros le<br />

seguimos de cerca, espiando sus movimientos, observando si habla con alguno. Se para<br />

ante los escaparates de las tiendas, examinando lo que hay allí como si fuera a comprar<br />

algo. Pero no: no compra nada, y sigue en su camino; de repente llama su atención cierta<br />

mujer, portadora de un recién nacido, cuya diminuta figura no se distingue bajo el follaje de<br />

lienzos blancos que le cubre. Esta mujer seguida de algunas personas más entra en una<br />

iglesia y acto continuo aquel se cuela también dentro.<br />

Tenemos bautizo. El incógnito asiste a esta patética ceremonia acercándose todo lo que<br />

puede a la santa pila, y ahora comprendemos que el oficio de aquel es velar para que los<br />

recién nacidos entren con pie derecho en nuestra católica Iglesia. Él sin duda ha recibido<br />

esa misión de algún comité protector de los bautizos, y ved con cuánta solicitud la cumple.<br />

Gracias a Dios que hemos averiguado el papel que desempeña en el mundo este hombre, a<br />

ninguno otro parecido. De seguro al salir de nuevo a la calle va a situarse en punto a<br />

propósito para observar quién se bautiza. Pero no, anda y anda, nuevo judío errante,<br />

paseando siempre su voluble mirada por todas las tiendas sin hablar con nadie. No le<br />

abandonemos todavía, con tanto más motivo cuanto que le estamos viendo llegar al<br />

Congreso, acercarse a la puerta del público, hacer su cola correspondiente y subir al fin,<br />

cuando le ha llegado el turno.<br />

¡Tontos e imbéciles de nosotros! Hasta ahora no habíamos caído en la cuenta de que este<br />

ser incomprensible no es ni inspector de muertos ni vigilante de nacidos, sino simplemente<br />

un pensador consagrado a los problemas políticos; un hombre que se va a estudiar las<br />

grandes cuestiones del día en el candente terreno donde se debaten, como un geólogo que<br />

estudia la lava en el mismo cráter del volcán. Subamos tras él, si no con el cuerpo, con la<br />

imaginación, y veremos cómo está allí las horas muertas, atendiendo a cuanto se dice,<br />

tomando apuntes para sus futuras obras, entre las cuales por fuerza ha de haber una en que<br />

se trate del origen y fin del hombre.<br />

¿Pero cuál no será nuestra sorpresa al ver que apenas está un cuarto de hora en la<br />

tribuna, al ver que baja y sale después, sin haber prestado atención a la edificante discusión<br />

del Congreso? Nos engañamos. Aquel no es ni cata-muertos, ni cata-nacidos, ni hombre<br />

político, ni filósofo. Por fuerza ha de ser otra cosa, y esta otra cosa es la que hemos de<br />

averiguar, corriendo tras él, como soga tras el caldero. Se dirige al paseo. Suena la<br />

bandurria de un ciego, y ya le tenéis abriéndose paso para ponerse en la primera fila del<br />

corro. Se desbocan los caballos de un coche, y es el primero que se apresura a informarse<br />

de la gravedad del suceso. Sacan a un ahogado del estanque del Retiro, y él es quien<br />

primero le. toca y le examina y le registra. Se abre la verja de la, casa defieras, y él es el<br />

primero que entra a pasar revista, por ver si falta algún cuadrumano o algún, paquidermo.<br />

Se eleva un globo en punto lejano, y él es el primero que lo ve, y, mirando al cielo como un<br />

astrónomo sorprendido hace converger hacia aquel punto los ojos de todos los circundantes.<br />

Por fin, torna a Madrid después de sentarse cuatro veces y pasear otras tantas, y cuando ha<br />

descrito complicadísimas curvas y diagonales por cien calles, plazuelas, costanillas y<br />

recovecos, le vemos entrar en un portal y desaparece de nuestra vida. Ha entrado en su<br />

casa. Nuevo y más indescifrable enigma. Veamos si la mansión de aquel tiene algún rótulo<br />

en sus balcones que indique oficio o profesión. No hay muestra alguna. Preguntemos al<br />

portero. La casa no tiene portero. Entremos; es casi de noche y no hay luz en la escalera. Se


ha perdido, se ha hundido como una sombra en la noche, que después de aterrar una<br />

comarca entera se sumerge en su cueva o en su hoyo. En vano se pide a aquella también<br />

ininteligible morada una letra, un signo, que manifiesten al aturdido pasajero la condición<br />

de los que la habitan. Su casa calla como una tumba sin epitafio.<br />

¿Y estamos condenados a no saber nunca quién es aquel, quién es el hombre que<br />

encontramos en todas partes, por la mañana y por la noche, sombra de nuestro cuerpo,<br />

especie de sempiterno acreedor que está reclamando sin cesar una deuda inmortal? Sí.<br />

Aquel ha sido, es y continuará siendo indescifrable. Inclinemos con respeto la frente ante<br />

este misterio, y, apartándonos de la casa en que parece habitar, demos fin a este artículo,<br />

que debía haberse titulado, El Vago.<br />

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