VINO AL MUNDO entre el humo de cigarros chuña y la ... - Sumpul

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José Ilusión 

Más allá de la vereda y el rugir de la quebrada. 

Historias de Chalate. 

… 

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Vino al mundo entre el humo de cigarros chuña y la 

evidencia de la falta de instrumentos quirúrgicos para 

sacarlo del vientre civilizadamente, como para avisarle 

sobre las inclemencias que tendría que enfrentar desde 

sus primeros días. Como un acto milagroso y un 

capricho de la naturaleza, surge entre las entrañas de la 

madre, recibiéndolo la tierra prometedora de sueños 

irrealizables, de la realidad concreta miserable y de 

ilusiones inconquistables. Melancólicas canciones 

rancheras conmovedoras de borrachos enardecidos por 

el chaparro dominguero, y conflictos sociales presentes 

aún no definidos, reciben a la criatura que recién ha 

nacido. 

El invierno comienza a cubrir con sus gotas estrepitosas 

los más remotos parajes de la meseta baja de Piedras 

Calientes. Tres caminos, dos pilas públicas y los sueños 

de que un día pasen carros levantando polvo por El 

Plancito son parte del panorama físico y emocional del 

caserío y sus habitantes. 

El Cerro del Garrobo, cual jornalero decrépito, agotado 

por las tareas de sol a sol nos vigila silencioso todos los 

días. Su figura misteriosa ha observado desde el 

occidente todos los acontecimientos que se han dado en 

los cantones a su alrededor. Él ha presenciado las 

alegrías y las tristezas de los descendientes de los 

pipiles y los españoles. Las grandes rocas que 

atormentan su piel ancestral han observado por miles de 

años las retiradas del astro mayor, y han callado por 

siglos los secretos que los amantes llegaron a contarle a 

la luna en sus mejores noches de esplendor. 

Las abundantes laderas y pequeñas planicies que 

rodean Piedras Calientes ya han sido preparadas para 

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ecibir la bendición invernal. Las candelas bendecidas 

por el párroco de la iglesia del pueblo han sido 

encendidas frente a la imagen de San José para pedirle 

que interceda ante Dios por suficientes lluvias y para 

que las tormentas no caigan con tanta violencia. Los 

pájaros, las ranas y los muchos insectos cantores de 

Piedras Calientes ya han organizado su orquesta 

vespertina para recibir el invierno. La diversidad de 

sonidos y tonalidades silvestres son transportados por 

los vientos a lo largo del caserío como predicciones 

divinas que traerán las buenas nuevas para la región. 

En Las Limas don Cirilo ya ha encendido su fragua. 

Sus setenta y cinco años aún no doblegan su espíritu de 

lucha. Sus fuertes y productivos brazos dan vuelta de 

forma armoniosa a la manivela que sopla las brasas; 

creando vivas llamas rojas y destructoras. El hierro 

cambiará su estado inerte con la furia del fuego para 

darle oportunidad al artesano de usar su creativa 

imaginación. El hierro ardiente violado en su integridad 

física parirá las cumas, güisutes, machetes y otras 

herramientas que simbolizan trabajo, esperanza y 

acción. Sobrevivir. Las fuertes y encalladas manos de 

don Cirilo hacen honor al trabajo y a la lucha por la 

subsistencia en la campiña chalateca. Curvas, filosas y 

duraderas como la fe y el hambre han sido elaboradas 

las rudimentarias herramientas que transformarán las 

rocosas tierras que rodean los cantones de la región. 

Los animales domésticos ya han sido recogidos en sus 

corrales para permitirle a las cosechas espacio para su 

inspiración. La ansiedad y la espera de los primeros 

hijos verdes que parirá la madre tierra son los temas de 

discusión en todas las reuniones alrededor del Plancito, 

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en la pila, en el patio de la casa de don Beto y en los 

juegos de fútbol los domingos en las mañanas. 

Líneas de peones como tandas de aves en posición de 

vuelo se divisan en todas las milpas de la región. El 

incesante cumaseo asesino de hierbas malas es 

acompañado por los inclementes rayos del sol que 

sabotean las gotas de sudor salado de la peonada. En 

pocos días nacerá el fruto verde; surgirá la reserva de 

vida para el próximo año. Las tortillas calientes como 

hostias divinas que traen vida desde Dios, serán la 

alegría y la recompensa para todos. 

Ya son las diez de la mañana. Las laboriosas y dedicadas 

mujeres de Piedras Calientes han gastado varias horas 

en las cocinas de gruesos adobes del caserío preparando 

el almuerzo para la peonada. El trabajo de desyerbar la 

milpa es duro y consumidor de energía física. El hambre 

comienza a ser mala acompañante después de pocas 

horas de intensa labor. Tan pronto llega el canasto con 

los milagros alimentarios, los peones buscan las mejores 

sombras de los árboles más cercanos. En pocos minutos 

las redondas figuras de masa de maíz, los frijoles fritos, 

el arroz y los huevos duros de gallina india son 

devorados por los agotados guardianes que cuidan el 

crecimiento de las plantas de la vida. El sol es 

inclemente y quema con despiadada furia la espalda del 

peón. El tecomate de agua fresca se ha vaciado 

rápidamente una vez más, y nuevamente, el más joven 

de la peonada se apresura hacia el pocito próximo al 

jagüey donde toman agua las vacas para llenar la 

estilizada obra de la naturaleza con más agua fresca. 

Cuales fantasmas verdes derrotados, las hierbas yacen 

moribundas en toda la cañada. El maíz aparece 

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erguido como emperador victorioso entre los verdes 

cadáveres recién eliminados por no poseer la virtud de 

producir alimentación. 

El sol baja lentamente sobre la punta de los cerros 

anunciando a los pájaros que el atardecer ha llegado 

para que comiencen a recibir con sus alegres trinos una 

noche más de existencia campesina. Los caminos 

angostos y húmedos vuelven a ser recorridos por los 

hombres que han cumplido con la tarea del día. La tarde 

comienza a cubrir con su manto oscuro las casas de 

adobe, y el rito de la cena en cada casa de Piedras 

Calientes expele el olor a frijoles fritos y a café a los 

cuatro vientos. 

Cuando la tarde aún era joven, las cipotas lavaban el 

maíz en la pila del Plancito. Más tarde, cual orquesta de 

cantores a unísono, las palmas de las mujeres del 

caserío elaboraban las tortillas de maíz con gran entrega 

y devoción. A un lado del patio el marido exhausto por 

la dura jornada del día se mecía a los cuatro vientos en 

su desvencijada hamaca de pita de maguey. Su paz y su 

serenidad parecían estar espantando el cansancio 

acumulado durante el duro día de trabajo. La noche con 

su oscura e imperante personalidad se burlaba del sol, 

quien había calentado sin compasión durante el día; el 

astro mayor también huía lentamente hacia el occidente 

detrás del Cerro del Garrobo, como negándose a 

cumplir con su obligación. 

—Humberto veniacomer —grita doña Gude, desde la 

cocina de gruesas paredes de adobe pintadas con hollín 

—la comida yesta lista, apurate que sino se tevenfriar. 

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Don Beto, que se encontraba descansando en la hamaca 

del corredor escuchó con claridad la noticia. El hambre 

lo empujó a acercarse rápidamente a la descolorida 

mesa de madera de aceituno que hizo con sus propias 

manos antes de casarse. La única silla junto a la mesa es 

ocupada por don Beto. Alrededor de la mesa, dos 

vichitas y un vichito cheles sentados en fila en la banca 

vieja, también de aceituno, esperan por su comida. Doña 

Gude termina de servir la cena y por último se 

acomoda en un extremo de la banca para controlar el 

grupo de niños. Cinco platos llenos de frijoles 

salcochados, arroz frito, un huevo duro y un rimero de 

tortillas calientes están siendo devorados por la 

hambrienta familia. 

—¡Qué rico vamosa comer hoy! —comento con 

emoción de niño pobre campesino. 

Mis raíces se arraigaron con el olor a tierra mojada, con 

lluvia exuberante y con el sabor a frutas tropicales. Mis 

pasos surgieron al ritmo del rugir de la quebrada y el 

trinar de los cenzontles y ruiseñores. Mis huesos se 

forjaron con el paso de años sudorosos y luchas 

matutinas, derrotando hierbas malas, recorriendo 

universos imaginarios y forjando sueños con alcances 

milenarios. 

Resulta que mi padre, don Beto Urbina iba luchando 

consigo mismo, buscando un nombre para el recién 

llegado cipotillo. Él era un hombre sencillo y practico, y 

no buscaba muy lejos para resolver situaciones comunes 

de la vida. En el recorrido entre Piedras Calientes y 

nuestro pueblo, San José Las Flores, tuvo suficiente 

tiempo para elegir el nombre para su primer hijo. 

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—José le voy a poner al bichito —me contó que se dijo 

para si mismo—pa’que puercas me voy a quebrar tanto 

la cabeza buscando otro nombre. 

En la década de los setentas, San José Las Flores era un 

pueblo muy pequeño y sencillo. Básicamente estaba 

compuesto de tres trechos de calles empedradas. 

La vida comercial, legal y celebratoria del pueblo 

tomaba lugar en la plaza central, donde se encontraban 

la iglesia, la alcaldía, las oficinas de telecomunicaciones, 

la escuela, las tienditas y la farmacia, una cancha de 

basketball, así como un árbol de amate y un chorro 

público de agua de beber. La clínica de salud estaba 

ubicada a la salida norte del pueblo, a la orilla de la 

carretera que continúa hacia los pueblos de Nueva 

Trinidad y Arcatao. 

Todos los habitantes de los cantones y caseríos que 

pertenecían a San José Las Flores acudíamos al pueblo a 

realizar compras, a oír misa, a la escuela, a vender 

animales, a enterrar sus muertos, y a realizar trámites 

legales en la alcaldía municipal y el juzgado. 

El centro del pueblo era el punto de convergencia de 

todos los visitantes de los cantones y del mismo pueblo. 

En la empedrada plaza central se daban los 

acontecimientos que tenían gran relevancia para los 

aproximadamente tres mil habitantes que pertenecían a 

San José Las Flores y sus cantones en la década de los 

setentas. 

Cuando don Beto Urbina fue al pueblo a registrar la 

partida de nacimiento de su hijo, fue bajo el amate de la 

plaza del pueblo que se encontró al viejito Filemón, del 

cantón Hacienda Vieja, quien era amigo del abuelo 

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Pedro y demás miembros de la familia Urbina del 

caserío Piedras Calientes. A don File no le gustó la idea 

del nombre que mi padre tenía en mente ponerme. 

—¿Como estás Beto? yasilla dillas que no te miraba vos. 

—Poraqui don File, bastante bien ¿y usté que tal, como 

está? ¿Como están nuestros amigos de CindaVieja? 

—Pues poraquí mirá vos Beto, más viejo, todo cansado y 

desrabadillado; pero contento de todavilla estar 

respirando aigre. Yo anantes camino ya vos, solo soy 

dolores y achaques por toduelesqueleto, pero ya ni les 

hago caso porques por el gran pijo diaños quevivido, y 

diandar liriando con los animales y haciendo milpa en 

esas laderas del valle. ¿Y cómo está el viejo Pedro? yace 

dillas que no lo miro. La última vez que lo vi fue en 

noviembre del año pasado, cuando andábamos en las 

cortas de café en Tierra Virgen. 

—Pues fíjese que mi papá está bien don File, allianda el 

viejito, siempre trabajando en el guatal, viendo como 

mejora la cosecha y cuidando los animalitos. Hoy está 

contento con el nuevo nieto, porque los otros que tiene 

viven en Las Limas, y casi ni los mira. A dar las vueltas 

diasentar la partida de nacimiento esquevinial pueblo, 

porque mi hijo yaciuna semana y media que nació, y 

hasta mucho metardado en venir asentar la partida. 

—¡Asi que ya tenés tu primer cipotillo vos! Esues 

tabueno mirá ombe, ¡mia alegro por vos Beto. Los vichos 

le dan alegrilla a uno, más si son varones, porquiuno 

tiene esperanzas de que le ayuden en la milpa cuando 

yestan grandecitos. 

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—El vichito millo yesta bien vivito, toda la familia está 

muy contenta. Yo yestoy pensando de como voyahacer 

el esfuerzo de ver si lo pongo a estudiar cuando esté 

más grande, porquiaquí en el monte la vida es muy 

dura. Yo no quiero que mijo tenga quiandar como 

nosotros en esos guatales rascando los pedregales que 

ya niel maicillo quiere pegar. 

—Eso siesta bueno vos; quienquita que podás mandar la 

criatura a lescuela, y tal vez un dilla seya importante y 

tiayude mucho. ¿Y que nombre le pensás poner a la 

criatura vos? 

—Pues a dar esas vueltas es quevenido al pueblo. Horita 

voy pa’lalcaldilla con el secretario pa’cer el tramite. 

_¡…Otro José! Beto no jodás vos también al pobre 

bichito. Poneliotro nombre ombe! no ves quiay muchos 

vichos que se llaman José en todos los cantones. Yo no 

se porque puercas todos le ponen José a los cipotes y 

Marilla a las cipotas, como si nubieran más nombres pa’ 

ponerles. Beto, tuijo tiene que tener un nombre 

cachimbón que tenga algún sinnificado o una idella; así 

cuando ya están grandes uno les puede esplicar porqué 

les puso ese nombre. Es cierto que nosotros los 

campesinos somos innorantes, pero no somos tan 

tontos, como los estudiados piensan—dijo don Filemón 

—También uno sevita que le reclamen cuando seyan 

grandes. Yo metí las patas cuando les puse a los 

gemelos Ciriaco y Ciriaca. Mijo cuando era muchacho se 

encachinbaba conmigo porque no le gustaba el nombre 

que le puse. El cipote no querilla decirle como se 

llamaba a las muchachas cuando le preguntaban como 

se llamaba, y también porque la plebada del cantón lo 

jodillan mucho. Vos ya sabés como joden los muchachos 

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a los otros cuando se reúnen. Cada vez que tenillan 

oportunidad los demás del cantón de joder a mijo le 

decillan: “hay viene Caco, el hermanuela Caca,” y como 

a mi de baboso no se mio ocurrió para nada de 

ponerliotro nombre, pa’quiaunqueseya usara el 

segundo, el pobre indisuelo no tenilla otro remedio más 

quiaguantarse el nombre fello que le clavé. —finalizó. 

—¿Quiotro nombre se liocurre que le ponga pues don 

File? 

—Pues mirá ombe vos, y porque puercas no le ponés 

José Ilusión pues. 

—No joda don File, y entonces el nombre queda igual o 

pior. 

—Nombe Beto, ponele coco. José Ilusión es bien 

diferente del puro José. Ilusión le da vida y personalidá 

al nombre, además nues un nombre muy conocido. Vos 

bien decís que todos tenemos ilusiones de ser algo o 

alguien algún dilla. Como vos querés que tu vichito no 

seya campesino como nosotros, le quedarilla bien; ¿no 

cres vos? 

—Púchica don File, perues quiaber que dice la mamá y 

los demás de la casa. A mí si me gusta desaforma 

quiuste dice, ya con la explicacioncita que miadado. Le 

voyacer caso a usté y le voy a poner José Ilusión al 

cipotillo, haber si no me critican mucho en el Valle. Pero 

lo vuiraser horita antes que miarrepienta. Gracias por el 

consejo don File, hay lo miro otro dilla por aquien el 

pueblo, o talvez nos encontramos allí en los guatales. 

Vuir horita hacer el trámite antes que siaga tarde. 

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Todos los días, después de la cena, el Plancito de Piedras 

Calientes comenzaba a llenarse de vida. Cerca de la pila, 

los muchachos más abusados estaban esperando a las 

cipotas que van a traer agua para enamorarlas. En un 

extremo del Plancito, por donde el sol aparecía con sus 

primeros rayos por las mañanas, un grupo de cipotas 

jugaban mica afanosamente. En el centro del Plancito, 

un partido de fútbol entre cipotes provocaba gritos e 

instrucciones de ataque y defensa. 

El sitio para los mayores siempre estaba reservado en el 

patio de mi casa, en el extremo norte del Plancito, donde 

las jugadas de naipe, las radionovelas, las pasadas y los 

comentarios de acontecimientos alrededor del mundo 

eran parte de la diversión para los adultos. 

Las mujeres de las casas vecinas han quedado ocupadas 

lavando los platos y limpiando la cocina. Después de 

terminar su faena, ellas llegan a observar la alegría que 

envuelve a los miembros de su comunidad. Como 

espías, las mujeres se ubican en el patio de la casa de 

don Pedro, la cual está ubicada en el costado noroeste 

del Plancito. Desde allí, ellas también forman parte del 

lugar más alegre de Piedras Calientes todas las tardes. 

La noche va tiñendo con su manto ennegrecido la 

alegría del atardecer; de repente, como una sorpresa a la 

que ya estamos acostumbrados, comienza a tronar 

violentamente. 

—Ya vallover —asegura el abuelo Pedro—las nubes 

oscuras ya vienen por las faldas del cerro de la Pitajaya, 

y vienen moviéndose bien rápido pal lado del valle. 

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En pocos minutos un fuerte aguacero comienza a 

invadir el cielo que cubre Piedras Calientes. En una 

repentina estampida todos corren hacia sus casas. El 

Plancito queda desolado. Yo contemplo con tristeza 

desde la ventana de mi cuarto la soledad repentina que 

trajera la lluvia insolente. Inquieto, desilusionado y con 

una gran sensación de abandono, subo mi mente en una 

nave ficticia para atravesar los límites de la imaginación. 

Mis cinco años no me permiten navegar muy lejos. Mis 

ideas aún pululan cerca de la realidad, sin despegar mas 

allá de la vereda que termina en la colina. Mis alas aún 

no han emplumado para emprender vuelo mas allá del 

caserío, y por temor, me sujeto a la cobija que hoy no ha 

mojado la gotera insistente que suele caer sobre mi 

tijera cada vez que la tormenta sacude su manto gris 

sobre Piedras Calientes. 

Inhóspitos matorrales, cuna de pájaros bobos, chojuis, 

chinchintoras y pijuyos totocones, cubran con sus 

sombras misteriosas mis más atrevidos sueños. 

Transporten con su silencio mis más inocentes ilusiones. 

Riachuelos hijos de inviernos copiosos, por favor 

conduzcan mi canoa hacia los más recónditos parajes, y 

allá, con mi cuerpo envejecido, llenen mi alma de 

emociones, estremezcan mi corazón de pasiones, alaben 

a nuestros santos patrones, para que al fin de nuestras 

plegarias intercedan ante el supremo creador para que 

podamos erradicar nuestras preocupaciones. 

El domingo es el único día de descanso, el día para 

ponerse la mejor mudada, para visitar a la novia, para ir 

a la misa en el pueblo y aprovechar para comer 

charamuscas de todos sabores. Temprano, las planchas 

calentadas con brasas comienzan su tarea rutinaria para 

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mejorar nuestra apariencia rudimentaria. 

—Esta camisa de seda que le compró Humberto a 

Chepito es bien delicada y difícil pa’planchar —dice la 

niña Gude para si misma—pero nuimporta, con tal de 

que se mire bien galán mi vichito. 

—Andá visarle a Hernán que yestamos listos parirnos 

pal pueblo —ordena don Beto a una de sus hijas, quien 

aunque quiere ir al pueblo no se atreve a pedirle que la 

lleve. 

—Dice que ya vavenir —grita José Ilusión, mientras 

apunta con su pequeña ondilla de hule amarillo a un 

mango que está en la punta de la rama más baja del 

árbol de su tío Carlos —ya le fui avisar yo, dijo que ya 

venilla. 

—¡Chepe no te vayas a enchucar! —grita doña Gude, 

—no ves que ya te cambiaste parir al pueblo. 

—Hijueputa piñal, te vua cortar y dar juego cuando 

menos acordés. Esta es la segunda vez que me caye un 

mango en medio de las pencas maldecía Chepe. 

Los retorcidos caminos que conducen al pueblo son 

testigos mudos del cansancio, de las aspiraciones y 

temores que persiguen a cada sombra en la soleada 

campiña chalateca. El municipio de Las Flores está allí, 

silencioso y tranquilo, con sus casas de adobe 

añejadas por el paso inexorable del tiempo, la lluvia y el 

sol tropical. Cual fantasma verde, testigo de peleas y 

asesinatos durante las fiestas patronales, el amate de la 

plaza del pueblo sigue mudo, callando las ofensas 

amorosas anunciadas en los parlantes de la chicagua y 

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la voladora que año con año llegan a matar la rutina del 

pequeño pueblo norteño cada mes de marzo. 

Oh marzo heroico, 

mes perfecto, 

mes esperado con alegría, 

mes transportador de esperanzas e ilusiones. 

Mes conductor de milagros, 

realizador de alegrías 

y venerador de San José. 

Vos traés en tus días medianos regocijo a mis hermanos, 

vos conjugás mis acciones en la dimensión infinita de 

mis lamentos; 

vos ahogás con agua ardiente la tristeza acumulada de 

mi gente. 

Vos comunicás con Dios a mis hermanos penitentes. 

Época de alegría, sacrificio y devoción. Los olores de los 

tamales de pollo y el pan de trigo, las quesadillas y 

marquesotes, cuales tentaciones irreverentes se 

dispersan por todos los puntos cardinales de Piedras 

Calientes, sofocando el olfato y emocionando los 

paladares malnutridos de los habitantes del caserío. 

En los arboles del caserío, los gallos pierden sus energías 

cantoras, y sus anuncios matutinos encuentran eco en 

las gallinas, las cuales se comienzan a tirar de los palos y 

tapescos para ir a buscar su desayuno. Los chillidos de 

los marranos y el canto de las aves en la madrugada 

asemejan almas afligidas que deambulan en la tenue 

oscuridad de una noche más que ya casi acaba. 

_¡Pobrecito el currito! ¿Porque no vamos a comprar 

carne donde la ñora Marta mejor, y ay matamos al 

marranito el otro año papá? 

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—Ay engordamos otro, Chepito, éste currito ya tiene 

bastante manteca, y no tenemos pisto ni maicillo 

pa’seguirlo engordando. 

El cariño acumulado en pocos meses por el 

marranito gordo era grande, pero no tan grande como 

para rogar a papá por mucho tiempo para que no lo 

matara. La idea de comer tortillas tostadas con asiento, 

morongas fritas, carne seca asada por varios días, y 

frijoles fritos por varios meses, eran más fuertes que 

cualquier otro sentimiento hacia el animal. 

José Ilusión fue creciendo entre los mimos de la abuela Lila y 

la protección de media docena de tíos, quienes lo llevaban con 

ellos por todo Piedras Calientes y sus alrededores. La doña 

Gude estaba orgullosa de su hijo. Algunas veces no lo miraba 

todo el día pues el vichito era como propiedad colectiva de la 

familia. Era el primer sobrino, el primer nieto que nacía en el 

círculo más cercano de la familia. 

Los silenciosos y oscuros pedregales, y las verdes 

mesetas de Piedras Calientes observaban el crecimiento 

de José Ilusión. Los ya mal nutridos suelos de los 

alrededores siguen intentando sostener la vida agrícola 

de los pobladores de la región. Los años parecen 

transitar lentos en el caserío. No se ven cambios 

significativos en la vida física y emocional de sus 

habitantes. Sin embargo, el tiempo pasa inexorable 

envejeciendo a los más viejos y transformando a los que 

van creciendo, generando planes simples de 

subsistencia y pariendo sueños complejos que buscan 

forjar un futuro mejor. 

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—Gudelia, el año que viene Chepito va cumplir cinco 

años, y yo creo que yesbueno que comiencir a lescuela. 

—¿Pero vos no cres que está muy chiquito el niño? 

acordate que tiene quir hastel Palo Verde el solito, y a 

mi me da miedo que vaya cuando hay chuchos con 

rabia. 

—Sí, perues hombresito, y así como sevasta los potreros 

de la Liberata y bien abajo en la quebrada tirándole 

piedras a los pájaros, ¿como no va tener valor dir sólo al 

Palo Verde, questay nomasito? 

—¡Eso sies verdá! y talvez van los vichos de Hernán 

también. 

¿Bueno y horita dónde está el Chepito, yase ratos que no 

miruese bandido por aquí? 

—Anda viendo la arriada de trompos de seguro. A 

diandar con Rafel y Elio, vos sabes quellos nunca lo 

dejan dondiandan. Cuando venga le vamos a decir lo 

dir alescuela, haber que dice. 

—No tiene que decir nada, comues curioso el 

condenado tal vez le gusta lescuela. 

Una vez más, la tarde va perdiendo su juventud 

invernal; va cubriendo con su madurez vespertina las 

casitas que descansan armoniosas a lo largo y ancho de 

Piedras Calientes. Las arriadas de trompo terminan con 

la llegada del anochecer y José regresa a casa. 

El bichito lleva sus manos sucias, sus pantalones 

enlodados hasta la rodilla, soguillas de lodo alrededor 

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del cuello y los pies descalzos, también llenos de lodo. 

Su aspecto es desastroso y casi divertido. A doña Gude 

no le asombra ver a su hijo con tal facha. Después de un 

regaño, al cual ni siquiera pone atención, el niño se deja 

quitar la ropa. 

—La próxima vez te voy a dar duro vasaver, mirá que 

chuco venís, —le dice. 

—Así le dice todas las veces mamá, y uste nunca liace 

nada —interviene Nora, la hermana menor, quien con 

cierta envidia descubre las ventajas de ser varón. 

—A vos ya te dije que te vayás a comer —reprende—ya 

voya llegar a la cocina, solo le vua cambiar la ropa a este 

bicho chuco. 

En la mesa ya están comiendo don Beto y las otras dos 

cipotas. Después de vaciar su pocillo de café de maíz 

con canela y endulzado con dulce de panela, don Beto 

mira fijamente a José, y con una media sonrisa le 

pregunta: 

—¿José, querésir a lescuela del Palo Verde estieaño? 

Sorprendido y aun pensando en los trompos que 

todavía no puede hacer bailar, contesta rápidamente: 

—Sí, si quieruir alescuela ¿cuándues que voyir? 

—Todavilla no sé. Don Chus nos vavenir avisar, y 

diuna vez le vamos a decir que te matricule. 

Días de emociones interminables, días de envidiar a los 

que ya podían bailar los trompos y jugar arriadas. Días 

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en que la emoción y el suspenso se sentían a lo largo de 

los tres caminos de acceso a pie y a caballo a Piedras 

Calientes. 

—Tillo, ya tengo visto el palo de guayabo de donde 

quiero que miaga el trompo. 

—¿Dónde tiene visto el palo, Güito? 

—Venga, le voy a decir. 

—Me lo voy a robar del guatal de ñora Genara. 

—No se vaya machetiar por andar cortando palos en 

lua ajeno. Mejor yo le voy a conseguir el palo diotro 

lugar, y se lo vuacer. 

—¿Pero cuándo tillo? ¡ustes muy lerdo pa’comenzar! 

—Mañana voy a conseguir el palo cuando venga de la 

milpa y el domingo en la mañanita se lo vuacer. 

—A la púchica tíllo, ¿y no me lo puediacer antes? ¡Si 

tillo! ¡no sea malo! si no le cuesta mucho hacermel 

trompo tillo. Fíjese que yo ya quiero tener trompo. ¡No 

mira quiasta el vereco de Manuel ya tiene, y yo todavilla 

no! Véngase mañana tempranito de la milpa y me luace. 

Tillo yo ya tengo el clavo cortado, mire pues, está bien 

rectesito. Le vuir a decir a papita que lo deje venir 

temprano de la milpa; él va decir que sí, vaver! 

José corre apresuradamente hacia donde el abuelo Pedro, quien 

se está meciendo en la hamaca de pita que cuelga de un 

extremo de la viga del corredor y de la rama más gruesa del 

palo de jocotes redondos. 

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—Papita, ¿puede dejar venir a tillo Rafel mañana 

temprano de la milpa? Es que yo quiero quel miaga un 

trompo. Papita, fíjese que todos los otros vichos ya 

tienen trompo, y solo yo no tengo. Hay me tocandar 

solo de mirón porque nadie me lo presta. Tillo Rafel dice 

que me luace antes del domingo pero siuste lo deja que 

no vaya a trabajar un rato. Dígale que me luaga mañana 

rápido Papita, si le dice que me luaga le voy a buscar 

piojos y le rasco la cabeza. 

—Yo no tengo piojos hijo, pero dígale a su tillo aver si 

quiere hacércelo mañana pues. 

—Él ya dijo que me luace siuste le da permiso de nuir 

al guatal a desyerbar. 

—Vaya pues, ay lo voy a dejar que se venga tempranito 

mañana de la milpa. 

José corrió de regreso a darle la noticia a su tío. 

—Tillo, tillo, Papita dijo que sí. Dijo que no vaya a 

trabajar pa’que miaga el trompo mañana tempranito. 

—Usté siempre se sale con las suyas monito. 

—Tillo, como ustés bien rápido talvez me puede hacer 

dos trompos, no vaya ser que salga teterete si solo miace 

uno. 

—A mi niun trompo me sale teterete. 

—Tillo, una vez le salió uno bien teterete, ¿no siacuerda 

diaquel grandote de palo de montesina que relinchaba 

20

como garañón cuando lo bailaba en El Plancito? De tan 

teterete questaba el animal ese que si lo tiraba a bailar 

por la pila, llegaba a mi casa bien rápido. 

—A la púchica, no friegue Güito, uste siempre de vivo. 

Las arriadas de trompos eran uno de nuestros 

pasatiempos favoritos a finales del verano en Piedras 

Calientes. Después de cierta edad, todos los cipotes en el 

caserío debíamos saber como bailar el trompo, tanto en 

el piso como tirándolo al aire y cacharlo bailando en la 

mano. No saber bailar trompo durante la temporada 

significaba no participar en las arriadas y por tanto, 

pasar aburrido todos los días en la tarde. 

...Oh días de inviernos violentos en Piedras Calientes, 

aún mantengo en mis recuerdos invernales el ruido 

armonioso de las lluvias viniendo detrás del cerro de la 

Pitajaya. Aún recuerdo las gotas rebeldes saliendo del 

manto mojado de las nubes, cual fantasmas blancos que 

nos perseguían cada tarde en las entrañas de nuestras 

guaridas. Aún recuerdo las piedras de los cercos que 

presenciaban nuestras grandes batallas trompales, las 

derrotas sufridas y las revanchas prometidas para salvar 

nuestra reputación herida. 

Veintitrés humildes casas de adobe de diferente tamaño y 

figura, ubicadas sin orden estético alguno, estaban como 

testigos a lo largo de los tres caminos de acceso a pie y a 

caballo a Piedras Calientes. Al anochecer, los candiles de gas, 

ubicados estratégicamente en la parte más alta de la casa 

iluminaban tenuemente la limitada vida nocturna que 

podíamos disfrutar antes de dormir. Las camas de madera, 

pitas y petates eran el regalo favorito para los cuerpos 

21

cansados y asoleados en los caminos, lomas y laderas desnudas 

de los alrededores. 

—Chepito apagá el candil —exige la doña Gude a su 

hijo, quien trata afanosamente de aprender a enrollar el 

trompo—si no luapagás novajustar el gas pa’la semana, 

no mirás que ya solo tenemos media botella, y nos 

vamos a tener que acostarnos en loscuro porque nuay 

pisto pa’comprar mas. 

—Ya lo vuapagar mamá —replica el niño, como 

corriendo contra el tiempo para aprender a bailar el 

trompo y participar en las arriadas que están en su 

apogeo —sies temprano, todavilla están Pancho y 

Enrique hablando allí en la pila, nuestan noche 

todavilla. 

El invierno va envejeciendo paulatinamente, y las tareas 

agrícolas van cambiando de condición. 

Agosto, …mes que compensa el esfuerzo de nuestras 

vidas. Mes que retribuye nuestras batallas en el mes de 

mayo por la vida. Mes en que las milpas comienzan a 

parir sus primeros hijos verdes para saciar el hambre 

que a los pobres nunca discrimina. Mes de los que con 

ilusiones desconocidas llegaron a la tierra que hoy los 

cobija y los cuida. Mes de los Alas, los Guardados, los 

Recinos, los Henríquez y los Urbinas. Mes de Piedras 

Calientes. 

—Ayer pasé por la milpa de Moncho Pichinga —decía 

Catamán—ya están buenos los elotes, yo destusé uno, y 

yestaba durito. Vamos mañana a robarnos unos varios, 

y los vamos asar debajo del almendro de la quebradita, 

pa’que nadie nos halle. 

22

—Peruese viejo es bravo, si nos agarra nos va a dar una 

verguiada. 

—¡Vamos ombe, no seya miedoso Güito! yo me vua 

quedar vigiando en el camino pa’ver si el viejo viene, y 

uste corta los elotes en una carrerita. 

—Vamos pues, de todos modos nos caye mal ese viejo 

bravo. Hay que gueviarle varios elotes pa’que se 

encachimbe el maistro. 

Cuando la cosecha de elotes estaba en su apogeo, comer elotes 

asados o sancochados no sería algo especial. En un par de 

semanas todas las milpas habrían sazonado sus hijos verdes. 

Un mínimo porcentaje de la cosecha sería sacrificada en atol 

de elote, riguas y tamales, y el resto se guardaría para el 

consumo del año venidero. 

A comienzos del invierno de ese año, don Beto compró 

su segundo caballo. Se lo compró a Chepe Chusudo del 

caserío Gualpeto. Él contaba que el primer caballo que 

compró lo llamó Manito. De acuerdo a mi papá, Manito 

era un buen caballo; fuerte, obediente y manso. Él 

relataba con tristeza como un día que lo traía cargado 

con leña desde el cerro los Mogotes, cuando iban a la 

par de un gran barranco, el caballo se deslizó y fue a 

parar al fondo. El pobre animal quedó todo 

resquebrajado, y mi papá no pudo verlo sufriendo tanto, 

y con gran dolor tuvo que matarlo de un balazo. Cada 

vez que pasábamos por el lugar donde murió Manito, él 

se acordaba del animal con tristeza. Mi papá decía que 

eso de pegarle el balazo a Manito fue una experiencia 

muy triste. El caballo era un animal muy noble y 

obediente, admirado y respetado por todos en Piedras 

23

Calientes. Matar al caballo además de ser una perdida 

económica, fue más que todo perder un poco de 

humanidad para don Beto Urbina. Pero la opción de 

dejar al animal sufriendo era aun peor. 

Los animales domésticos de carga y productores de 

alimentos tienen un valor sentimental y económico muy 

importante para el campesino, y nosotros los 

considerábamos casi como miembros de la familia. 

El segundo caballo que compró mi papá para remplazar 

a Manito, lo nombró Lucero, en honor a un pequeño 

punto blanco en forma de estrella que tenía en la frente. 

El resto de su cuerpo era de color café oscuro. Lucero 

también tenía muchas cualidades, y era un caballo de 

mediana edad. 

—Chepe, este caballo vaser tuyo —me dijo —vos lo vas 

a cuidar dioy en adelante. 

El caballo era pequeño y tenía como doce años de vida, 

según decían los que entendían de caballos, cuando le 

miraban los dientes. Lucero tenía una fuerza y una 

resistencia muy grande. Era el animal más manso que 

yo conocía. Yo me metía en medio de sus patas y él solo 

las movía, como aceptando mi presencia. 

Cuando andaba suelto y me miraba, salía corriendo 

hacia mí, rugiendo y moviendo su cabeza 

coquetamente, como saludándome y exigiendo 

atención. El caballo recibía muchas atenciones de mi 

parte. Cuando mi papá hacía la carga para ponerle, yo 

siempre intercedía para que no se la pusiera muy 

pesada. 

En Piedras Calientes solamente había dos caballos; el 

mío y el de Chemo, quien casi no lo alquilaba porque se 

24

pelaba de la espalda y no aguantaba trabajar un día 

entero. Además, el caballo era tan viejo que ya no tenía 

energías, todos le decíamos “relámpago” burlescamente. 

En contraste, Lucero era muy conocido en el caserío por 

ser fuerte, rápido y manso. Todos en Piedras Calientes 

habían tenido necesidad de él en más de una ocasión; él 

era un símbolo de respeto y de servicio en el caserío. 

—Don Beto, dice mi papá que si lialquila Lucero parir a 

trer una carga de dulce a Las Flores. 

—Humberto, dice mi mamá si lialquila el caballo parir a 

dejar una carga de maicillo a la Peñita —llegaba la gente 

diciéndole en las tardes, especialmente los sábados. 

Generalmente la carga para un caballo era de unas 

doscientas libras si la distancia era corta, decían en el 

caserío. Algunos abusaban y les ponían más carga a las 

bestias. A mi me disgustaba que mi papá alquilara a 

Lucero. No me gustaba la idea de que otros lo utilizaran 

porque no sabía si le daban agua y comida, si le daban 

ratos de descanso y le quitaban el aparejo, si le ponían 

mucha carga, o y si le pegaban para que caminara 

rápido. En ocasiones que arrendábamos el caballo, el 

animal venía hambriento y sediento, además de llegar 

bien cansado, porque lo apuraban para hacer el mayor 

número de viajes en el día. 

En la época de corta de café, Lucero disfrutaba de 

libertad y descanso. Pasaba varias semanas sin trabajar, 

y se quedaba solamente comiendo zacate verde en los 

potreros de Bonerge, o en el guatal del abuelo Pedro 

después de la corta del maicillo. Cuando regresábamos 

de las cortas de café el caballo estaba bien gordo y 

25

algunas veces arisco, por haber pasado mucho tiempo 

sin trabajar y sin convivir con nosotros. 

Lucero se había convertido en una parte importante de 

mi niñez. Él ocupaba parte de mi tiempo libre y era un 

aliado importante para mis aventuras en los alrededores 

de Piedras Calientes. 

…Lucero vos sos mi amigo ¿verdá? Vos sos mi amigo 

porque siempre mias querido. Yo lo sé porque cuando 

me meto entre de tus patas vos no tenojás. Yo lo sé 

porque siempre me saludás cuando me ves. ¿Verdá que 

sí sos miamigo Lucero? Porque si no fueras miamigo no 

me dejaras que me subiera en vos solo agarrándote de 

las crines. Vos sos miamigo porque te sentís libre en mi 

presencia. Vos sos miamigo porque me llevás donde yo 

quiero, y sin que yo te lo exija. Lucero, papá miadicho 

que dos amigos se respetan y se cuidan el uno al otro; 

vos y yo nos respetamos y nos cuidamos. 

Yo tialimento y te cuido; vos me transportás, me cuidás, 

me escuchás y ponés atención cuando yo te hablo. 

Lucero, es bonito ser tu amigo. Yo menojo cuando papá 

tialquila porque yo sé que nadie te cuida como yo, papá 

y los tillos. Pero,...pero discúlpanos, es que los otros 

también necesitan de tu ayuda, y aunque no te traten 

tan bien como nosotros, no es que seyan malos; ellos 

simplemente no entienden que eres tan humano como 

nosotros, o tal vez mas... 

Mi apego al caballo era muy grande y la relación de 

amistad que había establecido con el animal era 

muy importante para mi tierna edad. 

La vida en Piedras Calientes continuaba con las rutinas 

de finales del invierno y las preocupaciones de ganarnos 

la subsistencia del fruto directo de la madre tierra. 

26

—Mañana vuir a doblar el pedazo de la milpa que ya 

está seca porque los chejes, los pericos, los mapaches y 

cotuzas ya sestán hartando varias mazorcas —y eso 

siesta jodido, comentaba Chemo. 

—Yo también voya comenzar el lunes porque vuir a 

darme una vueltesita a Tierra Virgen. Quiero ver si ya 

comienzan a floriar los cafetales y a saludar a don 

Vicente, que siempre nos da chance cuando llegamos 

—dice papá—así cuando regrese solo vengo a tapiscar 

bien rápido y nos vamos pa’las cortas. 

—Humberto, entonces porque no mialquilás el caballo 

pa jalar el mais de la baguada, y hay le pago a Chepito 

lo del alquiler. 

—Va pues, le vua decir al cipote que lo vaya garrar 

mañana, porque ya tiene como una semana de no 

trabajar, y está bien gordo y arisco, asien el fin de 

semana se le quita un poco la malicia. 

—Mañana me vuir pa’ Tierra Virgen a chequiar 

comuestan los cafetales—me dijo papá —El domingo te 

vas a trer el caballo pa’lquilárselo dos dillas a Chemo. Te 

acordás dir a trerle zacate jaraguá. Ayer vi que habilla 

zacate verdesito alorilla de la quebradita, si no lo llevás 

un rato a la mesita pa’que coma en la sabaneta; después 

le das una buena bañada y lo metés en la galerita pa’que 

duerma agusto. En la mañanita le das una guacalada de 

mais mojado con sal par’que este bien alimentado parel 

dilla de trabajo. Le decis a Chemo que siacuerde de 

darliagua cada vez que pase por la quebradita y que le 

dé decomer un rato al mediodialla. También le decís que 

lo deje descansar un ratito después de cada viaje. Decile 

27

que siel animal viene todo cansado en la tarde, que no se 

lo vua prestar otra vez. 

—Ajá, pero ay siacuerda de trerme un pito de barro y 

unos dulces de colación de Chalate cuando venga de 

regreso. 

—Vaya pues, ay te los vua trer. 

Como acordado fui a buscar a Lucero. 

—Luceróó, Luceróó, ¿dónde estás? —le gritaba—voyir a 

buscarlo a la otra sabaneta, tal vez allí está estianimal 

vereco que no mioye. —decía para mi mismo. 

Después de más de una hora de buscar al caballo por 

todo el terreno baldío de Moncho Pichinga, al fin, como 

por arte de magia apareció detrás de una parra de 

cusuco, mordiendo las últimas hierbas de campanilla 

que estaban por ahí. Tan pronto me miró, Lucero se 

acercó coquetamente, contento de reconocerme. 

—Ji...Jii.. Jiii —se acerca Lucero—yo lo tomo de la crin, 

y él como siempre obedece mis instrucciones. Ya bajo 

mi control, lo acerco al murito de la ruina del obraje 

que estaba cerca, me subo sobre su ancha espalda y lo 

llevo a la casa; no sin antes sacarle una carrera en El 

Plancito, frente a mi casa. 

Después de dos días regresó don Beto de Tierra Virgen. 

—Vestar buena Tierra Virgen estieaño. Ya se ven los 

grandes plantillales bien cargados de flores, y algunos 

ya tienen hasta grandes gajos. —les dice papá a mis tíos 

cuando regresó de su viaje exploratorio —Don Vicente 

28

me dijo quia comienzos de noviembre ya nos podemos 

ir, paque liayudemos a aporriar el frijol y diuna vez 

quedamos apuntados en la primera cuadriDla, junto 

con sus familiares. No hagamos la regasón, solo nos 

vamos a llevar a Perucho, Bonerge, Hernán, Enrique, 

Israel, Pancho y... a ver quien más. 

La época de las cortas de café cambiaba la dinámica de 

comunicación entre los residentes de Piedras Calientes. 

—Ayer te vi cuando venillas por la cuesta del Amatillo 

al mediodilla —dice Chemo a don Beto —Yo traiba la 

última carga de mais de la arada. 

—¿Cuántas cargas de mais te salieron del guatal estiaño 

vos?—pregunta mi papá. 

—Mirá, fijate quiapenas me salieron treinta carguitas y 

una matatada. 

—Te salió buena la milpa entonces vos, ¿verdá? 

—Estuvo regularsita, pero me dio tres cargas más el año 

pasado fijate. 

—¿Cómo estaba el cafetal de Tierra Virgen hoy que 

juiste vos a chequiar? 

—Fijate quiapenas comienzan floriar los plantillas. Don 

Vicente me dijo que tal vez nuestén tan buenas las 

cortas estiaño. 

—¿Y ustedes cuando vanir a Santa Teresa a chequiar? 

29

—Yo no sé vos, porque como la Chela es la que va. Ella 

es la que las puede con don Lito. Él siempre nos da 

trabajo en la finca. Solo que liadicho a la Chela que no 

lleve más gente, que solo lleve la misma del año pasado 

porque nuay apunte para más. 

—Achís, si yo no testoy diciendo que me lleven a Santa 

Teresa. Nosotros ya tenemos el apunte en Tierra Virgen. 

Para esos días Piedras Calientes se convertía en un lugar 

de conspiración. El caserío se dividía en tres o cuatro 

bloques de gente, generalmente familiares y amigos mas 

apegados, pues todos nos considerábamos amigos. Cada 

grupo tenía su finca favorita, donde tenían algún amigo 

que era colono, caporal o mandador, quien siempre 

garantizaba el apunte para la corta de café. Información 

sobre las condiciones de la cosecha de café no se daba a 

todo mundo. Sólo se difundía entre el grupo que estaba 

supuesto a ir a esa finca, para que nadie más quisiera ir 

allí. 

Noviembre se acerca rápidamente, y había que apurarse a 

recoger la cosecha de maicillo, la cual era la última del año. 

—Chepito, mañana vamos a comenzar a cortar el 

maicillo en la milpa del Tamarindo —me dijo mi papá. 

—No, yo no quiero ir a coartar maicillo, ¡pica mucho ese 

bolado! Deberíamos descansar una semana más papá. 

—A vos que te va picar puercada, si solo vas a ver y 

apedriar los pájaros. 

—Sí, pero siempre pica el ajuate. Esa babosada pica 

aunquiuno solueste viendo. 

30

—Humberto, debieras de pagar un par de piones para 

que te ayuden —recomendó mi mamá, quien estaba 

escuchando nuestra conversación, —a vos sólo te va 

tocar muy duro cortar y jalar el maicillo. 

—Serilla bueno verdá; entonces porque no va 

preguntarle a Abel y a Luis, aver si quieren ayudarme. 

Dígales que les vamos a pagar tres pesos, y les vamos a 

dar el almuerzo y la comida —encargaba mi papá. 

La cosecha de maicillo se encargaba de traernos los días 

más duros de trabajo del verano. Cortar maicillo, 

transportarlo y aporriarlo era lo que más nos disgustaba 

a todos durante el año. El ajuate picaba hasta las partes 

más escondidas del cuerpo, especialmente cuando el sol 

estaba bien caliente, y uno sudaba y se rascaba. Toño 

Zarco siempre aconsejaba que uno no se debiera de 

bañar desde que comenzaba a cortar maicillo hasta que 

terminaba de aventar el último grano. 

—Yo no me baño desde que comienza la cosecha de 

maicillo hasta que termina, y por esues que casi no sufro 

por la picazón diajuate—decía Toño. 

Toño Zarco tenía fama de ser bueno para aporriar 

maicillo. Él no se agüevaba por la picazón ni por lo 

caliente del sol. Mi papá siempre lo contrataba para que 

le ayudara en las actividades del verano. A Toño le 

gustaba trabajar con mi papá porque él le pagaba cinco 

Colones por el día, y mi mamá le daba almuerzo, y para 

complementar, en la cena siempre le tenía sopa de pollo 

pichón con arroz. En la mañana también le llevábamos 

fresco de horchata, de carao o de tamarindo, para que 

estuviera tomando todo el día. Toño Zarco siempre 

31

manifestaba simpatía por los actos de atención que le 

proporcionábamos durante el día de trabajo. En 

ocasiones cuando estaba muy contento hasta recitaba 

algún poema que se inventaba espontáneamente. 

—Así como miatiende su mamá da gusto trabajar con 

don Beto—me decía Toño cuando le llevábamos algo 

para que comiera o bebiera. 

—Toño, cuénteme un par de poemitas de esos quiuste se 

sabe —le decía yo cuando iba a dejarle fresco—a mi me 

gusta como uste los cuenta, papá dice quiustes el único 

poeta de Piedras Calientes. 

Toño se salió un momento de la plaza de aporriar 

maicillo, se fue debajo del palo de mango y puso su 

mano en la rama mas baja del árbol, luego colocó el caite 

derecho en la piedra que estaba próxima al tronco del 

árbol y comenzó entusiasmado a recitar: 

Aquí viene ya el invierno 

como madre que nos ama, 

trayéndonos a los oídos el sonido de las ranas. 

Aquí viene ya el invierno 

alegrando la mañana 

acariciando con sus gotas a 

la mujer quia mi me ama. 

Aquí está ya la tormenta 

que enverdece los potreros, 

aquí están ya los gemidos 

con que la reciben los terneros. 

32

En Las Flores y en Las Limas, 

en Piedras Calientes y sus colinas 

viven las flores y las mujeres 

que alegran nuestras vidas. 

Cuando seya grandesito 

y se sienta hombresito 

no le tenga miedo a nadie 

que no seya tata Diosito. 

—Esues todo Chepito, dígale a su mamá que muchas 

gracias por el fresco. Ay le voy a contar otros puemitas 

mas tarde cuando vayacomer. 

En la tarde, cuando la maicillo quedaba sola, los pájaros 

plaza de aporriar llegaban a servirse su cena. Tandas de 

tortolitas, torditos, rutugulas, palomas alas blancas, 

gualcachillas, chorchas y pijuyos volaban de todas 

partes hacia la plaza de aporriar. El revoloteo de sus alas 

y sus insinuaciones amorosas generaban un panorama 

que inspiraba mis pocos años de vida. 

Con curiosidad me escondía detrás del cerco de piedra 

que separaba la chácara de la casa de Pancho con el 

Plancito. Allí pasaba varios minutos observando las 

ceremonias y rituales de los pájaros que celebraban la 

retirada de Toño Zarco, mientras disfrutaban de los 

muchos granos de maicillo esparcidos por todas partes 

en la placita. Yo envidiaba la libertad que gozaban las 

aves. Envidiaba la armonía con que competían por el 

alimento y sus expresiones románticas a la hora de 

comer. Cuando comenzaba a oscurecer, los pájaros se 

retiraban a las copas de los árboles que rodeaban el 

caserío, allí recibían la oscuridad con sus alegres cantos 

vespertinos. Las aves ya habían llenado sus buches; yo 

33

había aprendido a amar un poco más a Piedras 

Calientes y sus diversos habitantes. 

Nosotros también saciábamos nuestra hambre temprano 

en la tarde. A las cinco mi mamá ya tenía la cena lista. 

—Andá avisarle a Toño que venga a comer ya —me 

ordenaba. 

Tan pronto llegaba Toño, mi papá se sentaba junto a él 

en la mesa y comenzaban a conversar sobre la situación 

del clima y otras preocupaciones sobre nuestras vidas, 

que eran sostenidas fundamentalmente con la actividad 

de la agricultura durante las cuatro estaciones del año. 

—Oiga Toño, uste ques medio adivinador, ¿cre que va 

llover hoy en enero? 

—Por las brisas questado sintiendo, tal vez caigan unas 

cabañuelitas aunqueseya, porquenestinvierno nubo 

niun chubasco, ni siquiera de tres días. Sería bueno estar 

preparados pa’tapar el maicillo y la leña aunque seya. 

—¿Toño Zarco y a usté porque no le pica el ajuate 

cuando aporrella maicillo? —pregunté con curiosidad. 

—Ya le dije quia los mayores se respetan —me 

reprendió mi papá. 

—Déjelo Beto, los niños son como las flores, necesitan 

libertá pa’crecer, nuay que regañarlos tanto, ellos son 

curiosos y es bueno que seyan preguntones. 

34

—No Toño, es que después les queda la mala maña de 

no respetar a los adultos, y después no se les quita lo 

malcriados ya grandes. 

—No, no me pica Chepito, es que nuay que rascarse ni 

pensar quel ajuate pica, también nuay que bañarse muy 

seguido pa’que el pellejo aguante más la picazón. 

—¿Cuántas piladas sizo hoy Toño? —pregunta don 

Beto Urbina. 

—Fijese Beto quioy solo hice ocho piladas porque 

viera que la pilada condenada de la mañana estaba bien 

talluda, y soluesa me costó más diuna hora y la mitá 

pa’cabarla. 

—¿Cre que va terminar diaporriar pasado mañana? Si 

tantella que no termina le voy ayudar, porque yo ya 

voya terminar mañana de entejar la casa de Felipe, y 

quiero irme a Tierra Virgen a chequiar como están los 

cafetales el Sábado. 

—Beto, tal vez solo me falte quiaventar; en eso me 

puede ayudar si quiere. Es que como nuay tanto viento, 

la aventada del maicillo va costar más porquiay 

quiacerlo a puro guacal. 

La aporriada del maicillo era la última, más dura y 

disgustada tarea del verano haste de ir a las cortas de 

café. 

—Vamos a darle una mano a Beto con la corta del 

maicillo, porque si no aquel no vasalir a tiempo parir a 

las cortas—decían mis tíos. 

35

Ellos generalmente terminaban la corta del maicillo y de 

aporriarlo más temprano que papá y yo. Todos nos 

ayudábamos, especialmente le ayudaban a mi papá, 

porque él trabajaba prácticamente sólo, pues yo estaba 

muy chiquito todavía. Mi papá era quien las podía con 

don Chente en Tierra Virgen, y por él era que siempre le 

daban trabajo de cortar café a todo el grupo en la finca. 

—Yo creo que los de Manuel Ángel se vanir mañana 

pa’las cortas vos—dijo mi mamá —La Amalia me dijo 

que estiaño vanir a la finca del Porvenir, serquita de 

Tierra Virgen —dicen quel primo dellos que vive en el 

caserillo del Tamarindo ya los apuntó en esa finca, 

porquel mandador es conocido del primo dellos. 

—¿Porqué decís quellos sevanir ya? 

—Es que la Lola hoy en la mañanita estaba lavando un 

gran montón de mais, y yo vi quiayer también estaban 

cociendo un gran montón de frijoles. La Lupa también le 

fue a comprar cinco libras de queso duro donde la Ester 

ayer. 

—Ah, por esuesquestaban jalando el mais hasten la 

noche —reafirmó mi papá. —¡A ver como les va! Ellos 

son ambiciosos, siempre se van primero que todos, y se 

quedan aunque seya pepenando hasta el último grano, 

con tal de trer mas pisto. 

—Nosotros también ya nos vamosir, y ya vamos 

seguros con el apunte. Primero vamosir aporriarle los 

frijoles a don Chente y después vamos a comenzar la 

pepitiada pa’luego comenzar la corta yen serio. 

36

—Dicen que en Santa Teresa van a comenzar lotra 

semana —decía mi mamá —La Chela me dijo quellos se 

vanir el viernes y que se van a llevar a todos los de 

Chemo, los de Tomasito y los de la ñora Genara del 

Palo Verde. Solo nosotros nos vamos quedando ya en el 

valle. 

—También nosotros nos vamos lotra semana, después 

que ellos se vayan —replica mi papá —y nosotros nos 

vamosestar más diun mes y medio, porque don Chente 

me dijo que no vaponer muchas cuadrillas, porque 

estiaño ha estado más frillo y el café sesta tardando mas 

pa’madurar. 

Por primera vez experimenté el olor a granos de café 

maduro. En Tierra Virgen, además de cosechar café 

también cosechaban caña de azúcar en los terrenos 

próximos al casco. Allí vi por primera vez, con 

admiración; cuando las tenazas de un tractor mordían la 

tierra, como fiera salvaje devorando a su presa inmóvil. 

Mientras miraba la máquina extraña, me preguntaba 

como era que tenía tanta fuerza y como se sentiría tener 

una maquina de esas en Piedras Calientes, para hacer 

una buena calle desde Piedras Calientes hasta Las 

Flores y otra hasta la parada de buses de la Peñita de 

Agua. 

—Chepito, yeshora de comer —gritaba mamá—ya 

véngase, ¿que no siaburre destar viendo esianimal 

rascando el suelo? Ay se va quedar sordo con tanto 

ruido quiase, vaver. 

—Mamá, cuando esté grande ay le dice a papá que me 

compre un traitor como ese. Así podemos hacer unos 

buenos caminos y una calle para que pasen carros por 

37

El Plancito, a la par de la casa, igual que en Las Limas y 

La Lagunita. Fíjese que sianimal en un ratito sihizo una 

callesita desdiaqui hastel cerco de lorilla de la bodega. 

—Ay le dice usté a su tata cuando venga, solo fue a 

comprar unas baterillas a la tiendita. Esianimal ha de ser 

bien caro, nuay tales que lo vaya poder comprar su tata. 

—Mejor dígale usté mamá, es quiami no me vaser caso 

si le digo que lo compre. 

La noche envejeció una vez más en el casco de la finca. 

Como de costumbre cenamos en grupo, y luego cada 

uno se fue para su champita a dormir. El día siguiente 

seguimos nuestra misma rutina. 

—Esos de la cuadrilla número uno, vénganse por 

aquieste lado —gritaba el caporal —quien era uno de 

los más amigables, porque en esa cuadrilla estaban los 

familiares y amigos de don Chente, el administrador 

de la finca, quien se esmeraba en poner el mejor caporal 

en la cuadrilla. Por tradición, según comentarios de 

otros cortadores, la cuadrilla número uno era la 

cuadrilla privilegiada, y siempre la mandaban a los 

mejores terrenos con mejores y más cafetales. Hasta la 

carreta de repartir comida llegaba primero donde estaba 

la cuadrilla numero uno. 

En esa cuadrilla estaban apuntados los amigos y 

familiares del mandador o administrador de la finca. En 

Tierra Virgen, el grupo de Piedras Calientes siempre 

trabajábamos en esa cuadrilla. 

38

La anciana madre de don Vicente, al mandador de 

Tierra Virgen, era mi amiga, y en cierta forma me 

miraba como si fuera su nieto. 

— ¿Como está mi niño chulo diojitos verdes? —me 

decía cada vez que me miraba. 

La señora Mina supervisaba las personas que trabajaban 

en la cocina de la finca. Cuando yo iba a recoger la cena, 

ella tenía para mi algún huevo duro, un pedazo de 

queso o cualquier otro aditivo para la ordinaria cena que 

nos daban en la finca. 

La cena, al igual que el almuerzo, estaba compuesta de 

dos tortillas grandes, mal hechas, y un poco de frijoles, 

también con mala facha. 

Para el almuerzo, en ocasiones la niña Mina me enviaba 

alguna comidita especial con uno de los dos carreteros 

que distribuían el almuerzo en los cafetales. 

—Chepito, la niña Mina le mandó este tarantín con 

comida. Dijo quen la tarde se lo llevara de regreso 

cuando vaya a trer la comida—me decía el carretero. 

Cada día en la mañana, todas las personas apuntadas 

pasaban a la bodega a recoger sacos de yute, pitas para 

amarrarlos, y las fichas para pedir el almuerzo y la cena. 

Luego, como ejércitos de hormigas guerreras 

comandadas por su capitán, todas las cuadrillas 

tomaban diferente rumbo hasta desaparecer en la densa 

vegetación cafetalera. 

—Ése número uno, véngase pareste surco —gritaba el 

caporal—El número dos al siguiente surco. El número 

39

tres al que sigue... Ése número treinta, aquí a la orilla del 

barranco. 

Todos se acomodaban sus canastos al frente, debajo de su 

vientre, y se prepararon para cortar los rojos granos. 

—¿Beto, trajiste otra cincha? Es que la milla se mio 

olvidó —gritaba el tío Rafael, quien estaba en el surco 

número diez. 

—Sí, yo siempre traigo más diuna, por si las dihule, 

venia trerla. 

—Ay voy horita. 

Tío Rafael llegó a traer la cincha. 

—Ey Güito, véngase a mi surco —me dijo al llegar—en 

el millo hay unas plantillas bien bajitas y están bien 

cargadas, pero no vaya a hacer la gran regazón de 

granos cuando corte, porque mucho cuesta pepenar. 

El ambiente de trabajo en las fincas era hasta cierto 

punto agradable. Cortar café era una tarea menos 

demandante, en comparación con las tareas agrícolas 

que realizábamos en Piedras Calientes. La abundante 

vegetación nos protegía del sol, lo cual hacía la tarea 

menos difícil. 

A la hora del almuerzo, el repartidor de comida pasaba 

en una carreta jalada por bueyes y sonaba un caracol 

para anunciar su presencia. Mis tripas habían estado 

chillando de hambre hacía dos horas, pero no me atrevía 

a decir nada, para que me siguieran llevando a cortar y 

no me dejaran en el casco de la finca, donde la pasaba 

muy aburrido. Cuando finalmente la carreta almuercera 

40

pasaba cerca de nuestro tablón, yo salía a traer la ración 

rápidamente, pero en ocasiones había que caminar un 

buen trecho para llegar a la carreta almuercera, si se 

estaba trabajando retirado de la calle. 

—Chepe, andá a trer las chengas. Las fichas están en la 

cebadera; hay le pedís bastantes frijoles a Juan Pleito. 

Yo salía disparado hacia la orilla de la calle a esperar la 

carreta para pedir el almuerzo. El carretero ya me 

conocía y siempre me daba una tortilla más de la ración 

reglamentaria de dos. También me daba más frijoles de 

lo usual. En ocasiones no me pedía la ficha, y me decía 

que la guardara para otro día, y así podía pedir una 

ración extra la próxima vez que tuviéramos mas 

hambre. 

La ficha era una piececita de metal con un número, y 

cada mañana nos daban dos junto con los sacos para 

colectar el café. 

Algunas veces la carreta almuercera pasaba lejos del 

surco donde estábamos. En ocasiones, cuando se nos 

olvidaba llevar un contenedor plástico para echar los 

frijoles, estos los echaban encima de las tortillas, y con 

facilidad se me caían en el camino, especialmente 

cuando el terreno era empinado. Cuando se me caían los 

frijoles, mi papá me regañaba, y teníamos que comernos 

las tortillas solo con un pedacito de queso duro, el cual 

nunca nos faltaba para complementar el conqué para el 

almuerzo. 

—Chepe trete la cantimplora y la cebadera, quiallí tengo 

un pedazo de queso. Ay le llevás un pedacito a tus tillos 

y diuna vez les preguntás si les sobró alguna chenga, 

porque yo quedé con hambre. 

41

El día comenzó a envejecer una vez más en el cafetal. A 

las cuatro de la tarde el caporal anunciaba sus primeras 

instrucciones para preparar la salida del cafetal. 

—Todos comiencen a pepenar, que ya voy a pasar 

revisando los surcos —gritaba —háganlo bien diuna 

sola vez pa’no perder el tiempo. 

Pocos minutos después pasaba revisando cada uno de 

los surcos. 

—Aquí está un grano, allá estotro —decía el caporal a 

mi papá, buscando hasta el último grano de café 

escondido entre las ramas más altas—ustes bien fino pa’ 

trabajar don Beto, casi no deja niun grano; siasi comues 

usté pa’trabajar fueran todos los demás cortadores, 

yubieramos terminado el tablón. 

El sol se iba despidiendo inconforme detrás de los altos 

arboles de pepeto, después de su larga jornada diurna. 

Los tenues rayos que emitía su redonda figura 

parecían aferrarse de las ramas de los arboles, 

intentando disminuir la velocidad de su retirada. El 

amigo que nos calentaba todos los días en las frescas 

mañanas de Tierra Virgen huía lentamente en el 

horizonte occidental. El Cerro Verde de Santa Ana era 

el testigo de su infeliz retirada en cada atardecer. 

Por la tarde los hombres y mujeres comenzaban a 

acarrear el producto del trabajo del día. Todos llegaban 

de diferentes rumbos hacia el lugar donde colectaban el 

café, al que todos conocíamos como el recibidero. Una 

por una, las cuadrillas se distribuían en el recibidero 

para limpiar el café colectado. Todas las entradas de las 

calles que se unían en el recibidero estaban adornadas 

42

con los pequeños volcanes de granos rojos que parecían 

una fresa gigante. 

En el recibidero nunca faltaban temas para discutir a la 

hora de limpiar el café. 

—Ey Hernán —gritaba Pancho. 

—Sí, ¿qué pasa vos? 

—¿Ya viste la mamayita de vestido rojo y cachuca negra 

questa escogiendo en el otro lado de la calle, por el palo 

de pepeto? 

—Sí, ya la habilla visto. Está bien bonita esa chamaca, es 

de Las Vueltas, y parece que no tiene novio, ni marido. 

Un chero me dijo que ella anda con sus tillos. 

—¿Sabés dónde sestán quedando ellos a dormir? Yo 

nunca la habilla visto antes. 

—Creo que están durmiendo en la galera questá a la par 

del tanque. Yo los he mirado haciendo la hornilla debajo 

del palo de amate en la nochesita. 

—Vaver que ir a darse una vueltesita por allí después 

de comer—decía Pancho maliciosamente —a esa 

mamayita soy capaz dir todos los dillas a sacarlel saco 

de café hasta del barranco más empinado quialla en la 

finca. 

El grupo de Piedras Calientes siempre hacíamos unas 

champas en un costado del casco de la hacienda, entre 

varios arboles de pino que nos protegían y nos 

permitían armar de forma mas fácil nuestras casas 

43

temporales. A nosotros no nos gustaba quedarnos en 

las galeras que proporcionaba para dormir porque 

había muchas pulgas y olía muy mal entre tanta gente. 

Por ser amigos con el Mandador de la finca, nos dejaba 

hacer nuestras propias champas, las cuales 

construíamos con plásticos, ramas de palo de pepeto y 

hojas de palma. Después de varios años de ir a las 

fincas, habíamos adquirido experiencia en hacer los 

refugios temporales rápidamente. Mi papá, mi mamá y 

yo nos quedábamos en una champa, los tíos se 

quedaban en otra y Hernán, Pancho y otros amigos se 

quedaban en la más grande. 

Era toda una fortaleza construida por amistad y 

compañerismo. Entre las champas hacíamos una fogata 

común, en la cual cocinábamos la cena y el desayuno. 

Todos aportábamos algo de trabajo y materiales para 

hacer sopa, freír frijoles, hacer café, ir a traer agua al 

tanque y lavar los tarantines. Hacíamos un círculo 

alrededor de la fogata mientras cocinábamos. Todos 

comíamos con los platos en las manos y al mismo 

tiempo hablábamos de cualquier tema; especialmente 

los adultos, quienes contaban las historias y narraban 

experiencias de la vida. Los más viejos comenzaban a 

contar pasadas de sustos y de andanzas de enamorados, 

lo cual hacía más amena la cena. 

—Ayer mestaba contando Chepe Chejaso quiallí en el 

tanque diagua pa’las vacas asustan cuando ya sihan ido 

todos los cortadores —decía don Hilario, un colono 

amigo de mi papá quien ocasionalmente llegaba a cenar 

con nosotros por las tardes—Chepe dice que casi todas 

las noches ven a un baboso pelón que llega a tomar 

agua a la pila, debajo del palo de amate. Dice que 

después de tomar agua el jodiduese se baña chulón y 

cada vez que secha agua le sale humo de toduel cuerpo. 

44

Cuando el pelón termina de bañarse dicen que se pone 

bien colorado, como si la sangre se le saliera. Después se 

va pa’la banca debajo del amate, allí se poniabrincar un 

ratito, después siapucuya un rato y se devana en el 

lodalito del chorro hasta que se convierte en un chucho 

blanco y peludo. Diultimo se va caminando bien rápido 

parel lado del cañal, hasta que desaparece entre la caña. 

Lo pior de todo es quiadeser un espíritu malo, porque ni 

los chuchos lo sienten —concluía don Hilario. 

—Que novaya ver yuese hijueputa porhay porque lo 

vua plomasiar todo, pa’ver sies pura chunganeta o sies 

espiritu —dijo mi papá, acariciándose la pistola treinta 

y ocho empavonada de calibre largo, que siempre 

andaba envainada debajo de la camisa. 

—A media noche también pasa una mujer toda flaca con 

un niño gordito y sombrerudo y un chucho negro por el 

recibidero de las Tres Marías —continuaba don Hilario. 

—Polo y Rufino los han visto varias veces y los han 

seguido, pero no los han podido alcanzar. Cuando 

llegan a la bajadita del palo de amate del recibidero del 

tablón del Pinal, la mujer se convierte en una yegua 

prieta y gordota; el niño se sube en ella y desaparecen 

corriendo en el cafetal. Una vez que Polo y Rufino 

llegaron bien cerca dellos, dicen quiasta le vieron los 

ojos a la yegua, y dicen que eran bien colorados, como 

brasas. Los babosos vinieron que no podillan niablar del 

espanto, y desde entonces ya no volvieron a seguirlos, 

nia pasar de noche por el recibidero. Esa vez cuando los 

babosos vinieron al casco, yo tuve que pasarles una 

crucita bendita enfrente de la cara, rezar unas Aves 

Marías y encender incienso un rato pa’que se les fuera el 

espanto del demonio que traiban. Esos babosos ya no 

quedaron convidados a ir por allí en la noche. Hoy 

45

dicen quiasta cuando pasan dedilla por allí les da 

culillera y les tiemblan las patas del miedo –-concluyó 

don chente. 

El círculo alrededor de la fogata se iba reduciendo más y 

más. Las pasadas nos erizaban los pelos y nos causaban 

miedo, especialmente a los cipotes. Todos queríamos 

estar más cerca los unos de los otros. Yo me iba 

arrimando lentamente a mi papá, como buscando 

protección. En esa ocasión, mientras don Hilario 

contaba las pasadas, tío Pedrito había ido a miar a la 

orilla del cerco, y cuando regresó pegó un aullido, 

tratando de asustarnos. Debido a la tensión que nos 

causaban las pasadas, todos brincamos y le echamos 

una putiada por la bayuncada. 

—Siasustó vaá Güito —me dijo el tío—así se vir 

haciendo hombresito, pa’que cuando tenga unos quince 

años y vayaver la cipota no tenga miedo en loscuro, si 

no siace hombresito rápido uno, las bichas dicen quiuno 

es medio marica, y no liacen caso —sentenciaba el tío 

Pedrito, tratando de entrenarme como niño-hombre. 

—Pedrito, deje de molestar el niño —reprendió mi 

mamá—poresuesque cuando son grandes siacen pícaros 

y trasnochadores comusté, quiay anda detrás de todas 

las cipotas de Las Limas, Los Urbinas, El Palo Verde y 

quien sabe de donde más. 

Cuando la noche comenzaba a envejecer, todos 

buscábamos nuestras champas para ir a dormir. 

—Papá, hoy me voya quedar a dormir con los tillos, 

porque allí hay más hombres pa’que me cuiden. 

46

—Hijo, ellos son más pero no tienen pistola, y todos sus 

tillos son miedosos—me recordó mi mamá. 

—Está bien, quedate con ellos pues —dijo mi papá con 

cierta alegría —llevate la cobija gruesa pa’que no te dé 

frillo. 

—Decile a tu tillo Carlos o a tu tillo Elio que te tapen 

bien, porque sos muy loco pa’dormir, y te destapás a 

cada rato. No les vayas miar las costillas, porque si no ya 

no te vua dejar ir a dormir con ellos otra vez—me 

recomendó mi mamá. 

—No, yo ya casi no me meyo mamá. 

—Güito, véngase pa’quienmedio, pa’que no le de tanto 

frillo —me dijo tillo Pedrito —no se vayamiar, si le dan 

ganas miavisa parir con usté afuera. 

—Ajá, está bien tillo, hoy no me vuamiar vaver. 

—Pero tampoco usté se vayestar pedorriando. 

—Cállese Güito, tápese la cara y duérmase, quel surco 

para mañana está bien bueno. Tiene que cortarse unas 

tres arrobas, para que gane para una buena mudada y 

un buen par de chinelas pa questrene en las fiestas de 

marzo. 

—A la púchica tillo, pero me voyhogar con tanto tufo a 

pedo. 

—Nues pa’tanto Güito !no seya tan escandaloso jodido! 

—Es quiustes muy pedorro tillo. 

47

—Duérmase, deje de estar hablando que yesnoche, sino 

lovuir a dejar de regreso con su nana. 

El domingo no trabajábamos y lo ocupábamos para 

bañarnos, lavar la ropa e ir a comprar algunas cosas que 

necesitaríamos para los días venideros. 

—¿Quiénes quieren ir conmigo el domingo a Ciudad 

Arce? —preguntó el tío Carlos —vamosir a comprar 

unos canastos, dulce de panela y otra jarrilla, porque ya 

siarruinó la agarradera de la que tenemos, sino no 

vamos a tomar café lotra quincena. 

Temprano, varios del grupo hicimos el viaje hacia 

Ciudad Arce, el pueblo más cercano a la finca. Nuestra 

presencia en las calles de la pequeña ciudad era 

evidente. La mayoría éramos cheles, algunos hasta con 

ojos de colores. Cuando pasábamos por las calles, 

algunas veces oíamos a la gente decir: “Ve, hay votro 

grupo de chalatecos cortadores de café a comprar al 

mercado.” 

Todos nos emocionábamos mirando en las tiendas 

herramientas y otros artículos que eran importantes y 

necesarios para nuestro estilo de vida rural. 

—Mirá ese colín, ¡que vergón está vos! tiene un 

empavonado talegón, y es bien largo; solo liahacés una 

buena punta, le comprás una buena vaina, y ya tenés 

corvo parun buen rato. 

—Sí está cachimbón ese colín, pero vamos a ver sihay 

buenos zapatos y ropa en aquellotra tiendita de la 

esquina. Allí también vi una vaina negra de cuero que 

48

creo que está exacta pa’mi pistola. 

—Pancho esas chinelas se ven bien chivas, y son de 

puro cuero. Con esas chinelas, un buen pantalón de 

poliéster, una camisa de dacrón y un su buen 

perfumito, creo que todas las vichas del Palo Verde y 

Las Limas lo van a seguir —insinuábamos los del grupo, 

como animándolo a comprarlas. 

—Están pijudas, pero vi unas que me gustaron más en 

la tienda de los Saca en Chalate, mejor las voy a comprar 

allá cuando vayamos de regreso. 

—Yo ya tenguambre —decía mi papá —vamos a 

echarnos una sopita de pollo al mercado antes dirnos pa 

Tierra Virgen. También nos compramos unos chorisitos 

pa’echarnos una buena cena cuando regresemos a Tierra 

Virgen. 

Cuando viajábamos a Ciudad Arce necesitábamos 

caminar unas dos horas a través de potreros y 

cañaverales. El sol inclemente del mediodía no nos 

detenía al grupo de Chalatecos acostumbrados a 

caminar y a las tareas agrícolas duras de todo tipo. Las 

caminatas ya estaban contempladas dentro del ritmo de 

vida de las cortas de café en el occidente del país y del 

estilo de vida cotidiano de Piedras Calientes, en el 

noreste de Chalatenango. 

...Mares verdes que navego sin cayuco, ustedes son 

testigos de mis tristezas y mis alegrías, ustedes ven mi 

hambre y mis aflicciones. Ustedes lucen inertes ante mis 

calamidades. ¿Porque no puedo pescar en ustedes 

suficientes frutos para saciar mi hambre ancestral? Mis 

manos encalladas limpian y hacen producir tus verdes 

49

mares. Mis pies descalzos gastan su juventud en tus 

hierbas y zarzas, y vos seguís inerte ante la miseria que 

me mantiene agonizante. ¿Acaso no te basta con negar 

mi identidad, mi esfuerzo, mi origen y mi destino?, 

¿Acaso mi sudor no ha irrigado tus surcos interminables 

y fertilizado tus plantas desgranables? ¿Porqué cuando 

les pregunto por un pedazo de vida o por una porción 

del producto de mi trabajo, se esconden, y cuando les 

sigo me regañan y me humillan. ¿Porque siguen 

negando que yo aporto mi gran cuota de esfuerzo para 

construir sus lujosas guaridas? 

Tu vida y la mía son diferentes; 

si, son diferentes 

porque la mía ayuda a construir la tuya, 

y la mía queda herida, cansada y destruida 

para que la tuya florezca con orgullo; 

gobierne mi existencia y robe mi paz, mi energía y mi 

libertad. 

Vos entendés de qué testoy hablando ¿verdad? 

Si, vos entendés, y ves mis cicatrices, 

pero no podés sentir mis dolores, 

porque mientras vos acariciás las rosas, 

yo corto las espinas, 

y mientras leo torpemente la palabra pescado, vos te 

comés la carne y yo me quedo lamiendo las espinas… 

La sopa de huesos con guineos majonchos y chipilín 

posaba humeante, como desafiando a nuestros ansiosos 

paladares. 

—Muchachos, ¿cómo están, como los trata la vida por 

acá? 

50

—Ahorita nos está tratando bien don Chente, aquí 

estamos alimentándonos. 

—¿Gusta un platillo de sopa de hueso? 

—Nombe, gracias Beto, acabo de comer, en otra ocasión 

con gusto se las voyaceptar. 

—Don Chente, esta semana vamos a terminar el tablón 

de los Pericos, según nos dijo el caporal. ¿Cuántos días 

más le calcula que podemos seguir trabajando? 

—Solo nos falta que cortar el tablón de los pinitos. Por 

eso solo dejé la cuadrilla diustedes y los colonos pa’que 

terminen la quincena. A mi me gusta quiustedes estén 

aquí haciendo su pistillo, porque cuando terminan las 

cortas, esto queda bien solo y triste. Ustedes le dan vida 

a la finca en la temporada de corta. Aunque ya estamos 

acostumbrados a la soledá del invierno aquí en la finca, 

siempre nos sentimos tristes cuando terminan las cortas, 

pues se siente bonito cuando hay mucha gente poraqui. 

A mi me gusta ver los niños corriendo por todos lados y 

me gusta ver toda la actividad en el casco de la finca y 

en los cafetales. Yo creo ques como cuando llegan las 

ruedas a Las Flores, después de la gran alegría de la 

fiesta, se ha de sentir tristel pueblo, ¿verda? Así son 

nuestras vidas aquí en la hacienda, ¿porque fuimos 

pobres verdá? —decía don Vicente con cierta 

resignación. 

El día de pago llegó apresuradamente. La cola en la 

oficina de pago era corta. Solo éramos unos cincuenta 

cortadores, incluyendo los colonos. Éramos los últimos 

que recibíamos el pago final por haber cortado hasta 

51

los granos más escondidos que quedaban en las puntas 

de los palos de café. 

Las despedidas nos ponían melancólicos. 

—Muchachos, muchas gracias por toduel trabajo qui 

cieron —decía don Hilario— Cuídense mucho… y 

probablemente aceptemos la invitación dir a su pueblo, 

asies que hay llego a Las Flores pa’ las fiestas patronales. 

Voyir a ver todas esas mamayitas chelitas bellas que hay 

en Chalate, y a que nos echemos unas cuantas botellitas 

de ese chaparro rico quistedes hacen. 

—Ay lo esperamos pues don Hilario. Uste ya sabe ques 

bien ricibido allá en Piedras Calientes. Le vamos a tener 

unas tres botellas de guaro curado con nances y piña, 

para que pasemos alegres un buen rato. 

—Vamos rápido a despedirnos de don Chente, porque 

si no nos vagarrar la tarde y no vamos a alcanzar el bus 

que va directo pa’ San Salvador. 

—Don Chente, ya nos vamos. Venimos a despedirnos y 

a darle las gracias por toda suayuda y por todas las 

atenciones que usté siempre nos presta aquien Tierra 

Virgen. Ya sabe que lestamos muy agradecidos. 

—Muchas gracias don Chente. 

—Muchas gracias don Chente. 

—Gracias a ustedes muchachos. Muchas gracias por ser 

tan buenos trabajadores, por el chaparro que me 

trajeron, questaba bien bueno. No se les olvide quiaquí 

52

siempre vaber trabajo parustedes mientras yo esté vivo 

y seya el mandador. 

—¿Quién se va a llevar los canastos? —preguntaron los 

más jóvenes. 

—Yo me lo vua llevar decía Bonerge. 

—Yo también me lo vua llevar decía mi papá. 

—Yo no lo dejo chís, si me costó tres pesos, y está bien 

bueno todavilla decía Hernan. 

—Yo no me llevo esa bobosada, yo miagüevo dir con el 

canasto chuco en el bus decía el tío Pedrito. 

—Yo no chís, si no me luegüeviado, ni soy rico pa’ 

dejarlo. Me va servir pa’ la corta del maicillo —decía 

alguien mas. 

La alegría de saber que regresábamos a Piedras 

Calientes era visible en todos nuestros rostros. Habían 

pasado unas pocas semanas y por fin regresábamos a 

casa. 

—A la puta, apúrense babosos, vámonos ya porque si 

no nos va dejar La Vencedora —decía mi papá, quien 

era el líder del grupo —si no nos apuramos nos va tocar 

que tomar dos buses pa’ llegar a San Salvador. Ya saben 

ques mejor echar el buitre en una sola camioneta que en 

dos, porque no compramos pastillas pa’ los vomitones. 

Después de una hora de camino entre los cafetales, 

llegamos a la parada de los buses en la carretera de Los 

Naranjos. A los pocos minutos de estar esperando en la 

calle, apareció el gran bus verde, el cual iba lleno de 

53

pasajeros, la mayoría cortadores que venían de las otras 

fincas de la zona, y unos pocos que tenían apariencia de 

ser trabajadores de oficina. 

Algunos de los pasajeros que no parecían ser 

campesinos preferían levantarse del asiento e irse 

parados para no ir topándose con nosotros. A pesar de 

que parecíamos limpios, se notaba a leguas que 

veníamos de cortar café y a lo mejor olíamos mal. Mi 

papá siempre buscaba una ventana, y si era posible, en 

el último asiento del bus, porque yo siempre vomitaba. 

En un par de horas llegamos a la terminal de buses de 

occidente en San Salvador. Desde allí teníamos que 

transportarnos a la terminal de buses de oriente, lo cual 

era la parte del viaje que yo más odiaba. Los buses 

urbanos siempre iban bien llenos y nosotros llevábamos 

el gran montón de tiliches y unas cuantas libras de café 

seco que nos habíamos güeviado. 

Los estudiantes y trabajadores capitalinos que viajaban 

en los buses nos miraban con lástima o con desprecio, 

especialmente cuando alguno de nosotros vomitaba 

cerca de sus pies y les topábamos los bultos sucios. Los 

buses urbanos no tenían parrilla y no había otra 

alternativa para poner las maletas. Por suerte, el tramo 

entre las terminales de buses no es tan largo. Llegar a la 

terminal de buses de oriente era una razón para celebrar 

en silencio. Yo me sentía más libre, más soberano y más 

dueño de mi niñez. En la terminal podía comer 

cualquier babosada, porque allí siempre agarrábamos el 

bus vacío, y el último asiento de atrás, si nos poníamos 

abusados, y la competencia no llegaba antes. En el bus 

de Chalate yo podía echar el buitre en la ventanilla sin 

chorrear a nadie. 

54

La carretera hacia Chalate tiene sus particularidades. Yo 

disfrutaba del paisaje y de las golosinas que podíamos 

comprar en los pueblos del camino. 

En la Ciudad de Aguilares y El Coyolito el bus se 

detenía por pocos minutos para que los pasajeros 

compráramos algo de lo que allí ofrecían los vendedores 

ambulantes. 

—Naranjas, pupusas, elotes, fresco bien dulcito, sandía, 

¿va querer? —gritaban todas las mujeres, niños y 

hombres que vendían sus golosinas. 

Cuando ya habíamos comprado golosinas, el bus 

reanudaba su jornada, y después de una hora viajando 

en la carretera Troncal del Norte, finalmente llegábamos 

a la ciudad de Chalate que tanto queríamos. Ya en la 

ciudad todos se dedicaban a comprar todo tipo de 

productos para llevar a casa. Algunos compraban 

chacalines, dulces de colación, machetes, cantimploras y 

demás cosas útiles en Piedras Calientes. 

—¿Traemos hambre verdá? —decía mi papá. 

—Sí —decíamos todos —ya nos vienen chillando las 

tripas diahambre. 

—Bueno, entonces váyanse unos a comer rápido al 

mercado, y yo y mi papá nos vamos a quedar 

cuidando los chunches. Cuandustedes regresen, 

vamosir a comer nosotros. 

Nos fuimos al mercado rápidamente. 

—¿Qué va a comer Güito? —preguntaba el tío Elio. 

55

—Yo voy a pedir frijoles con crema, arroz, tres tortillas y 

un fresco diorchata, ¿y usté tillo? 

—Yo voy a pedir una sopa de gallina, frijoles fritos, 

mantequilla y un rimerito de tortillas. 

Don Beto se desesperaba cuando los que andaban comiendo 

no regresaban rápido. 

—Puta, estos sestán tardando mucho en el mercado, 

piensan que nosotros no tenemos hambre también 

—dijo mi papá al abuelo Pedro con enfado —Papá vaya 

decirles a esos babosos que siapuren, y diuna vez pide 

comida paruste mientras yo llego; porquiustes mas 

lerdo que yo pa’mascar. 

Después de haber hecho todas las compras era tiempo 

de irnos a la terminal de buses de Chalate a esperar el 

que nos llevaría a Piedras Calientes. 

—Ay viene La Tulita, pónganse abusados pa’garrar 

asiento. 

—Ustedes súbanse a agarrar asiento y nosotros vamos a 

subir los bultos a la parrilla —recomendó papá. 

Después de un rato recorriendo la polvosa carretera, y 

de haber pasado dejando otros pasajeros por los pueblos 

de Potonico y Los Ranchos, y los cantones Guarjila, 

Guancora y La Lagunita, llegamos a la parada de la 

Peñita de Agua. 

—Jalen la pita que ya llegamos —gritó alguien del 

grupo. 

56

La parada de buses de la Peñita de Agua estaba 

esperándonos como siempre. Su gran palo de conacaste, 

el cerco de piedra de la casa de don Chepe Urbina y 

unas cuantas piedras que servían de asientos nos daban 

la bienvenida al camino que conducía al caserío que 

todos amábamos. 

En Piedras Calientes todos teníamos la costumbre de 

generar hipótesis sobre los resultados económicos que el 

grupo recién llegado había obtenido en las cortas de 

café. Basados en la duración de la estadía, en lo bueno 

que se suponía había sido la cosecha de café, y en la 

habilidad para cortar de cada uno, todos especulábamos 

sobre cuanto pisto había ganado cada uno de los que 

regresaban. 

—Ya vinieron los de Tierra Virgen, han de venir bien 

rolludos —murmuraban los que ya habían llegado de 

las otras fincas. 

Con nuestra llegada, Piedras Calientes volvía a tener la 

misma población. Esa tarde El Plancito se llenó de gente 

más que de costumbre. La curiosidad de todos por saber 

cuanto pisto habíamos ganado los que habíamos 

regresado de Tierra Virgen era grande. No era algo 

nuevo, era lo ordinario. Todos querían saber como les 

había ido a los otros en las cortas de café. 

La semana que seguía después de regresar de las cortas 

de café nadie trabajaba, y algunos se reunían a contar 

sus pasadas en las cortas de café, y a descansar, lo cual 

servía para reinsertarse de nuevo en la vida cotidiana 

del caserío. El regreso de todos los que habíamos ido a 

cortar café revivía la soledad que había pasado Piedras 

Calientes en los últimos dos meses. 

57

Naipes recién nuevos, navajas brillantes, colines, 

guarisamas nuevas y alguno que otro radio nuevo, era 

usual ver en El Plancito después de la época de cortas de 

café en el occidente del país. Aires de prosperidad se 

respiraban en Piedras Calientes y los demás cantones 

de Las Flores. Los candiles iluminaban con más 

intensidad que nunca las paredes de adobe de los 

cuartos de dormir y en las cocinas pintadas de hollín. La 

luz también llegaba levemente al tabanco que guardaba 

celosamente nuestros granos para el año venidero. Los 

árboles del patio dejaban caer sus hojas libremente, 

como aceptando su independencia para morir en las 

secas garras del verano. Nuestras vidas en Piedras 

Calientes continuaban con la pobreza y la alegría de 

siempre. Éramos pobres pero parecía que nos dábamos 

cuenta. Nuestra riqueza radicaba en vivir una vida llena 

de pequeños triunfos económicos y de convivencia 

social armoniosa, y de disfrutar el contacto con la tierra 

y los demás elementos que ella nos proporcionaba. 

Los meses de febrero a abril eran de descanso o de 

trabajar poco. Generalmente cortábamos leña para 

guardar para el invierno. También se hacían tejas, 

ladrillos y adobes cuando alguien necesitaba construir 

una casa. Mi papá era el constructor del caserío y él 

hacía por lo menos una casa cada verano. Generalmente 

ganaba trescientos o cuatrocientos colones por construir 

la casa, dependiendo del tamaño de la casa y otros 

factores. 

La hora de comenzar un nuevo estilo de vida llegó a las 

puertas de mi niñez. 

—Chepe, mañana le decís a tu nana que te bañe 

temprano, porque don Chus vavenir a matricularte 

58

—me dijo mi papá —El sábado vuir a Chalate y te voy a 

comprar el Silabario, un cuaderno y lápices pa’questés 

listo pal primer dilla de clases. También te voy a 

comprar un pedazo de lona pa’que tu nana tiaga un 

buen bolsón. 

Después de matricularme y de que mi papá me 

comprara todo lo necesario para la escuela, llegó el día 

de ir a la escuela del Palo Verde, el caserío mas cercano 

que tenía una escuelita con un profesor solamente. Las 

clases comenzaron un lunes a las siete de la mañana. 

Llegamos unos veinte cipotes a la primera clase. 

Don Chus comenzó con sus instrucciones. 

—¿Niños, quienes tienen Silabario? Levanten la mano 

—dijo—Los que no tienen Silabario se van a sentar a la 

par de los que tienen, para que lean juntos. Aquí todos 

van aprender a leer y a escribir, aunque no tengan 

Silabario; porque no todos los papás les han comprado 

Silabario a algunos de ustedes. 

Hoy vamos a comenzar con la lección de “papá”, y 

cuando ya se puedan la lección, vamos a seguir con las 

demás. 

Papá tiene dos palos de poshtas y uno de achiote. 

Pedro corta chichiguas y siguanperes en el potrero. 

Pirujo juega con la Lupe, y los dos cortan anonas. 

Poncho tiró un chipuste de lodo en el tabanco. 

Pucuyo corta papaturros en el guatal de la niña Petra. 

59

--Además de aprender a leer, hay otras cosas 

importantes que van aprender en el primer grado—dijo 

don Chus—Hoy les voy a enseñar como lavarse los 

dientes. Van a hacer dos filas a la orilla de la pila. Les 

voy a dar un vasito para que lo llenen de agua y 

después todos van a venir a la mesa, para que le pongan 

pasta a su cepillo. Esto lo vamos a hacer todos los días; 

fíjense bien como lo van hacer —El cepillo se agarra de 

aquí cerca de la punta, aprietan los dientes y lo mueven 

de arriba para abajo, así como le hago yo. Hoy se van a 

llevar el cepillo para su casa. Le dicen a su papá o su 

mamá que les ponga sus iniciales en el cepillo con un 

clavo o la punta de una aguja. Después lo van a dejar 

aquí en la escuela colgado en un clavito allí en esa tabla 

que esta por la puerta. Cada uno debe conocer su 

cepillo. En la mañanita, antes de la clase vamos a ir en 

orden a la pila a lavarnos los dientes. Nadie debe usar el 

cepillo de otro niño, porque es malo usar el cepillo que 

ha usado otra persona, pues se pasan los microbios de 

una boca a otra. Por ejemplo, si José Ilusión está 

enfermo y Manuel usa el cepillo que ha usado José, 

Manuel se va enfermar con lo mismo que tiene José. Si 

no tienen pasta de dientes en su casa, hay que echar un 

poco de sal en un vaso de agua y aunque sea con eso se 

enjuagan los dientes—termina diciéndonos el profesor. 

—Don Chus, en mi casa nadie se cepilla los dientes. 

—En mi casa tampoco se lavan los dientes don Chus. 

—Don Chus, en mi casa también nadie se cepilla. Yo 

miro que mi papá y mi mamá solo senjuagan la boca 

con agua y se pasan el dedo en los dientes un par de 

veces después de comer. 

60

—Bueno, entonces ustedes les van a decir que todos se 

tienen que cepillar los dientes. Díganle a su papá o a su 

mamá que cuando vayan a Chalate les compren un 

cepillo y pasta de dientes, para que todos se cepillen, 

porque es muy importante para que les duren los 

dientes y no queden cholcos desde jóvenes, y no se 

anden tapando la boca cuando hablen para que no les 

miren los dientes. 

Ese año, cuando el verano estaba a punto de terminar, 

comenzaron a aparecer varios chuchos con rabia en los 

caseríos. Todos los días, especialmente en las tardes se 

oía en Piedras Calientes los gritos anunciando la 

presencia de algún perro enfermo de la peligrosa 

enfermedad. 

—Horita va pasando un chucho con rabia pa’bajo! 

…espérenlo allí por el chorro —gritaban los que vivían 

en la parte alta del caserío. 

En ese mismo momento salían a esperarlo o a seguirlo, 

mi papá, Pancho, Hernán, Bonerge y los demás de las 

casas del centro de Piedras Calientes. Muchas veces los 

perros caían muertos bajo la filosa figura del colín o la 

guarisama. Otras veces sucumbían ante bajo las balas 

infalibles de un fusil veintidós, de un revolver treinta y 

ocho, bajo una lluvia de pedradas de ondilla, o 

apaleados por los más atrevidos. En pocas ocasiones los 

perros escapaban. Cuando los perros con rabia no se 

mataban, estos usualmente mordían a otros perros, y 

algunas veces también mordían a la gente. 

Si un perro mordía a alguien, el precio era caro para la 

víctima. La persona mordida tenía que ir varios días a 

la clínica de salud de Las Flores, hasta que le pusieran 

todas las inyecciones antirrábicas necesarias alrededor 

del ombligo. La peste de la rabia representaba una gran 

61

amenaza para todos, especialmente para mí. Yo tenía 

que caminar de lunes a viernes a la escuela del caserío 

Palo Verde, el cual estaba aproximadamente a unos dos 

kilómetros de mi casa. 

—Se va bien rápido pa’la escuela —me recomendaba mi 

papá— Sioye que los chuchos están latiendo, o si ve que 

viene un chucho vaviando, escóndase donde pueda. 

Súbase a un palo y nuaaga ruido, o si va cerca de la casa 

de Saúl Recinos, de Pedro Cuchumbo, de Eliberto o de 

la Celia, métase allí y no se vaya hasta que ya no latan 

los chuchos. De todos modos vaya fijándose bien en el 

camino. Siempre lleve la ondilla y varias piedras 

pa’tirar. También lleve aunque seya un palo en la mano, 

y si se le acerca un chucho procure darle lo más duro 

que pueda un leñazo en el hocico, que con eso se va 

detener. 

Mi edad no me permitía comprender la dimensión del 

riesgo que yo corría. Cuando los perros ladraban, 

especialmente cuando iba por donde no habían casas, el 

miedo sacudía mis delgadas piernas. Siempre me 

escondía detrás de un cerco de piedras o corría para 

subirme a algún palo que no era muy difícil. En todo el 

camino yo había designado lugares estratégicos para 

protegerme. El único lugar donde no había 

posibilidades de protección era el trecho entre la pila de 

las casas del Garrobo y la escuela. Ese trecho era el 

potrero que había que cruzar para llegar a la escuela. El 

camino era despejado, sin cercos a la orilla, solo había 

zacate y árboles retorcidos de sicagüite, en los que yo no 

podía subirme. 

—Cuando llegue a la pila del Garrobo, espérese un rato 

en el cerco —continuaba recomendándome mi papá 

62

—Sioye que los chuchos laten, se mete a la casa de la 

ñora Minta. Si los chuchos nuestan latiendo váyase 

corriendo hasta lescuela. Si por desgracia no puede 

evitar quiun perro se liacerque, gritele bien fuerte y 

agárrelo a bolsonasos, que los animales también 

siasustan con los gritos diuno —me dijo muy 

seriamente. 

El tiempo normal para llegar a la escuela era como 

de veinte minutos caminando rápido, si no había perros 

con rabia. El trecho de la pila del Garrobo hasta la 

escuela me tomaba unos cuatro minutos solamente pues 

casi siempre corría. Si había ladrazón de perros podía 

demorar hasta media hora, pero siempre llegaba a la 

clase. En ocasiones cuando por casualidad un hombre 

iba al mismo tiempo que yo hacia El Palo Verde, me iba 

con él, pues generalmente todos los del Palo Verde o de 

Piedras Calientes llevaban corvo o pistola, y todos nos 

conocíamos. Cuando iba una mujer también me iba con 

ella, aunque prefería irme con un hombre porque me 

sentía más seguro. 

La lluvia no me detenía para ir a la escuela, al contrario, 

me gustaba que lloviera para venir metiéndome en las 

positas que se hacían en el camino. Si estaba lloviendo 

conseguía una bolsa plástica para meter los cuadernos, 

me quitaba los zapatos y me iba a clases. Generalmente 

llovía en la tarde, cuando ya estábamos saliendo de la 

escuela o cuando iba en el camino. Muchas veces llegaba 

todo enlodado a la casa pues el camino se ponía 

resbaloso y muchas veces me caía. De regreso a Piedras 

Calientes el camino es una bajada barrialosa que se 

ponía muy lisa con la lluvia. Los pantalones siempre se 

me rompían de las nalgas y las rodillas porque me 

pasaba deslizando en cualquier piedra o raíz que había 

en el camino. Los zapatos tenían que ser de hule porque 

63

los de cuero no aguantaban en el invierno, además, eran 

más caros y un lujo que no podíamos pagar. 

—Te les voy a poner un remiendo de cuero, pa ver siasi 

te duran los pantalones—me decía mi mamá cada vez 

que yo llegaba con el pantalón roto—Muchachito, 

vengase con mas cuidado pa’que no se enchuque tanto 

en el camino—reprimía. 

El cerro del Garrobo fue testigo de mis primeros 

temores infantiles, de mis primeras aventuras de 

estudiante, de la caminata por el camino solitario y 

difícil que conectaba el caserío Piedras Calientes con El 

Palo Verde. El costado noreste del cerro del Garrobo 

aparecía ante mis ojos desde que dejaba la última casa 

de Piedras Calientes. El camino hacia la escuela pasaba 

cerca de su sima. Ya en la escuela, el costado suroeste 

del cerro parecía solemne e imperativo, vigilante del 

compromiso de aprender a leer y escribir. El cerro 

parecía una estatua gigante deforme que me perseguía, 

de la cual no me podía escapar; siempre estaba a la vista 

por donde quiera que yo fuera en los alrededores. 

Grandes piedras negras, árboles de jiote que se 

agarraban de su piel, y pequeñas cuevas que servían de 

guarida a garrobos e iguanas, así como muchos pájaros, 

eran los perennes y misteriosos pobladores del cerro. El 

montículo de piel rustica también era fuente de vida 

para grandes tubérculos de barbasco que 

ocasionalmente utilizábamos para la pesca. 

Ya en primer grado, en pocos meses me aprendí el 

Silabario desde el principio al fin. Para esos días 

también era tiempo de mudar los dientes que el profesor 

nos había enseñado a cepillar. 

64

Mi mamá vigilaba con paciencia el desarrollo de mi 

niñez. 

—Enseñame los dientes Chepe—me decía —aver si ya 

se testán aflojando. 

—Sí sentís que tenés un diente un poco flojo, seguitelo 

aflojando hasta questé bien flojito, después le decís a tu 

tata que te le diun solo jalón con un cáñamo. 

Mi mamá nunca se olvidaba del estado transitorio de 

mi niñez. 

—Estate moviéndo los dientes Chepe, porque si no te 

los arrancás a tiempo te van a salir arrimerados, todos 

fellos —decía—no vayas a tirar los dientes al entejado 

cuando te los arranque tu tata, porque si no se los 

vanallevar bien lejos los ratones y no te vananacer los 

nuevos—amenazaba mi mamá. 

—¿Es ciertueso papá? 

—No liagas caso a tu nana hijo, esues mentira, los 

ratones solo comen mais y maicillo, tortillas… y queso 

siuno lo deja mal tapado. 

En el verano siguiente fuimos a Tierra Virgen, como de 

costumbre. No había nada nuevo. Allí estaban las 

mismas plantillas, la misma carreta repartidora de 

almuerzos y todas las otras cosas que siempre 

mirábamos cada año. Nada parecía haber cambiado en 

la finca. Yo había cambiado mucho. A diferencia del año 

anterior, ya podía leer frases enteras. También leía todos 

los rótulos de las tiendas, los nombres de los buses y 

cualquier otro letrero que miraba. 

65

—Allá viene la Güevara, papá. 

—No se dice Güevara, se dice Guevara —me corregía. 

Los viajes en los buses seguían siendo problemáticos. 

Aún seguíamos buscando los asientos traseros para 

vomitar libremente. 

La mitad del verano había quedado atrás. Una vez más 

regresamos de las cortas de café, y los caminos hacia 

Piedras Calientes recibieron nuevamente la presencia 

de sus forjadores. 

Ese verano mi papá y mis tíos recibieron la oferta de 

hacer tejas para un par de casas, una en El Palo Verde y 

una en El Garrobo. Yo estaba emocionado de saber que 

podría participar en tal tarea, la cual parecía entretenida. 

Mi papá comenzó a repartir las tareas para la 

elaboración de las tejas, y a mi me tocó ir a buscar burril, 

chirica de vaca y zacate de conejo. Mientras tanto los 

demás se dedicaron a conseguir la leña para quemar las 

tejas, el barro y la tierra blanca. También limpiaron el 

pozo de donde acarrearíamos el agua, chapodaron el 

espacio donde pondrían las tejas a secar, e hicieron la 

pila donde se bate el barro con zacate picado y burril en 

polvo. Además mi papá hizo el cusuco, la gradilla, la 

plancha y el tapesco donde se fabricaba la teja. Cuando 

ya todos los materiales y los demás elementos estaban 

listos, comenzamos el proceso de elaboración. Dos tíos 

se dedicaron a hacer el lodo para las tejas, el cual no 

tiene que llevar ninguna piedrita porque si no la teja se 

raja al quemarla. Después que el lodo estaba listo lo 

colocaban a la par del tapesco formando como un tronco 

de árbol, al cual le llamaban el mono, del cual mi papá 

66

agarraba porciones de lodo para formar la teja. Él lo 

ponía sobre la plancha, a la cual antes le echaba ceniza 

para que el lodo no se pegara a la madera. 

Posteriormente el lodo lo esparcía dentro de la gradilla, 

tratando de buscar cualquier piedrita que se les hubiera 

escapado a los tíos. Posteriormente pasaba una reglita 

de madera sólida sobre el molde para que el lodo 

quedara uniformemente distribuido. Cuando la teja ya 

estaba formada en la gradilla, se ponía el cusuco 

próximo a la plancha para deslizar cuidadosamente la 

teja sobre el molde. Finalmente mi papá caminaba hacia 

la placita para hacer la tarea más complicada, la cual era 

sacar el cusuco y lograr que la teja se quedara detenida 

por su propia cuenta, sin perder la figura. Dependiendo 

que tan bien se hubiera preparado el lodo, así era de 

fácil o difícil lograr que la teja no se cayera al nomás 

sacar el cusuco. 

Había días en que hacíamos unas doscientas tejas o más. 

Para que las tejas se secaran completamente se requería 

por lo menos cinco días, y se debía tener mucho cuidado 

para evitar que perros u otros animales llegaran a 

pararse en ellas mientras se secaban. Para finalizar el 

proceso de elaboración de tejas, cuando ya se tenían 

unas mil quinientas secas se ponían a quemar. Para 

quemarlas se colocaban juntas como haciendo un círculo 

y se metían rajas de leña en medio de cada línea para 

que todas se quemaran bien. Cuando ya estaban todas 

las tejas en el círculo se cubría con chirica de vaca, zacate 

seco y más leña. Después de varias horas se habían 

consumido todos los materiales, y finalmente aparecían 

las hermosas tejas rojizas nacidas del suelo de Piedras 

Calientes y del esfuerzo y sudor de algunos de sus 

pobladores. 

67

Una vez se terminaba de hacer las tejas, se comenzaba a 

hacer los adobes, a cortar la madera para las vigas y el 

techo, las tablas o reglas de bambú para sostener las 

tejas, y cuando todos los materiales ya estaban listos, se 

iniciaba la construcción de la casa. 

El primer mes del año lo gastábamos buscando los 

primeros mangos tiernos que comenzaban a crecer en 

todos los árboles de los alrededores de Piedras 

Calientes. Las expediciones de cipotes a apedrear los 

palos de mango que no tenían dueño a la orilla de la 

quebrada era casi una devoción de todos los días. 

Ondillas, piedras y garrotes eran los instrumentos más 

utilizados para derribar las apetecidas frutas verdes. 

Nunca nos faltaban las cajitas de fósforos llenas de sal y 

la navaja para pelarlos y saborear el acido sabor de la 

fruta. 

La compra y venta de chibolas de cera de chumelo, 

trompos y capiruchos era la fuente de ingresos que 

algunos niños teníamos para comprar hule para las 

ondillas que utilizábamos para bajar mangos y matar 

pájaros, garrobos, conejos y otros animales silvestres 

comestibles. 

Febrero siempre llegaba a restringir nuestras aventuras 

infantiles del verano. La escuela comenzaba a mediados 

del mes y todos debíamos asistir a clases por la mañana. 

La escuela del pueblo queda mucho más lejos que la del 

Palo Verde. Teníamos que atravesar el terreno de doña 

Juana Tiliches, luego pasábamos por la quebradita, 

llegábamos a la quebrada y subíamos la cuesta del 

Amatillo, para luego llegar al cantón Las Limas. Allí 

pasábamos tomando agua en los lavaderos públicos que 

recién habían construido a comienzos de la década de 

68

los setenta, o en el chorro del tanque de agua, para luego 

irnos de un solo tirón hasta el pueblo. 

Después de regresar de la escuela, los varones 

usualmente teníamos que ayudar en las tareas agrícolas. 

—Chepe, cuando vayas ayudarme a la milpa acordate 

que la quebrada está bien crecida allí por la pasada pal 

guatal de la Posa del Potrero. Mejor te vas a dar la 

vuelta hasta el paso de los caballos, donde lava la ñora 

Gustina, porquialli está pachito. 

La lucha contra todas las inclemencias naturales y 

sociales era un reto para nuestras tiernas edades. En 

muchas ocasiones el invierno nos sorprendía con 

fuertes tormentas con rayos, truenos y relámpagos al 

mediodía. La quebrada crecía mucho y teníamos que 

esperar en la orilla hasta que bajara la creciente o hasta 

que vinieran los adultos a ayudarnos a cruzarla. Para 

cubrirnos de la lluvia siempre llevábamos una bolsa de 

plástico, la cual obteníamos de los sacos de fertilizante 

que se compraban cada invierno. Cuando la lluvia era 

muy fuerte, nos quedábamos sentados sobre una piedra 

o acurrucados debajo de un árbol, pues muchas veces la 

lluvia venía con viento y nos resultaba difícil caminar. 

La quebrada rugía como fiera salvaje. Sus fuertes 

corrientes de aguas turbias arrastraban troncos, piedras 

y animales que habían sido sorprendidos en la orilla. 

Los palos de chaparro y sicagüite callaban la descripción 

húmeda de nuestras afligidas siluetas. Ellos eran 

cómplices de nuestras desventuras y parecían hablarnos 

con sus ramas movedizas para expresar su solidaridad 

con nuestra causa infantil para el futuro. Nuestra lucha 

no era solamente contra las primeras leyendas de la 

69

cultura nacional que teníamos que memorizar, ni contra 

las tablas de multiplicar y dividir; nuestra lucha también 

era contra los caprichos de la naturaleza, que siempre 

parece ensañarse con los más desposeídos, como sino 

fuera suficiente lo que hacen contra ellos los más 

afortunados de la misma especie. 

—Aver si pasamos —decía Manuel, quien sufría de 

incertidumbre a la hora de saber si habíamos pasado al 

grado inmediato. 

—Tal vez pasemos —decía Jorge con cierta inseguridad. 

—Mañana vamos a dar los certificados, todos tienen que 

venir a recogerlos—nos dijo la niña Yita. 

Al día siguiente todos recibíamos las buenas nuevas. 

—Jorge Guardado, —pasó —raspadito pero pasó. 

—Manuel Urbina, —pasó —también raspadito pero 

pasó. 

—Antonio Recinos, —pasó —bastante bien. 

—José Ilusión, —también pasó bien. 

El papel que certificaba nuestro ascenso educativo era el 

símbolo comprimido de muchos sacrificios; la 

recompensa de las largas caminatas diarias y de las 

frustraciones por no haber estado suficientemente 

grandes para colgarnos del bus en la cuesta de Las 

Limas, y así evitarnos la caminata. 

70

Los arboles de sicagüite, los chaparros y los almendros 

de la cuesta del Amatillo parecían estar contentos. Sus 

hojas se movían tenuemente con los húmedos vientos 

que venían del sur. Sus ramas se movían 

armoniosamente, como saludando nuestro triunfo 

infantil. Ellos eran fieles y comprensivos, nunca nos 

guardaron rencor por los golpes que sufrían cuando 

apedreábamos las chinchintoras y senzontes bobos que 

llegaban a descansar y almorzar en sus benignas ramas 

cargadas de nutritivas semillas. 

—¡Híjole ya vamosir a quinto grado elotruaño! Después 

del mudo Celestino nosotros vamos aser los más 

estudiados de Piedras Calientes —comentábamos entre 

nosotros mismos, con cierto orgullo. 

A finales de noviembre nos preparábamos nuevamente 

para ir a las cortas de café en el occidente del país. En mi 

casa mi mamá preparaba la comida que llevaríamos en 

el viaje. 

Durante los preparativos para el viaje a las cortas de café 

todos los de la casa teníamos que participar en la 

preparación de la comida que llevábamos a las cortas de 

café. 

—Chepe, si querés salir a jugar tenés quiayudarme antes 

a moler dos cumbadas de mais, porquioy tenemos que 

echar las pupusas, las tortillas y los tamales chomos que 

vamos a llevar a las cortas. 

—¿Mamá, porque no le dice a la Nora que muela el 

mais? Solo a mi me dice siempre ve! como si solo yo voy 

a comer! 

71

—Vos tenés que moler dos cumbados y tu hermana me 

vayudar con una cumbada también. 

—Está bueno, voy a moler una cumbada y la mitá nada 

más. 

—No, tenés que moler las dos cumbadas de mais, sino le 

vua decir a tu tata cuando venga de la milpa pa’que te 

castigue por haragán. 

—Bueno, eche el mais ya pues, las voy a terminar bien 

rápido, pero no apriete mucho las tenazas del molino 

porque si no me cuesta mucho. 

—No vayas a votar el cumbo por estar diapurado 

Chepe. Si lo botás te vatocar recoger el mais y lo vasa 

tener que lavar vos solito también. 

—A mi no se me caye el cumbo. Los hombres todo 

luacemos bien. 

—Puercada, nias mudado los dientes y ya te crés 

hombre. 

—Ya los mudé todos. Solo falta que me crezcan un 

poquito. Ya me los vi en el espejo; ¿uste cre que soy 

tonto mamá? 

—¡Quien te gana a vos babosada! 

—Apúrese pues, eche el mais en el cumbo, que ya 

quiero terminar de moler parir a oír la novela de Rayo 

de Plata donde la ñora Genara. 

72

Esa noche los candiles consumieron más gas, como 

siempre lo hacían cada vez que preparábamos la comida 

para llevar a las cortas de café. En esa ocasión nos 

acostamos como a las diez de la noche, pues estuvimos 

haciendo todos los preparativos para el viaje. El día 

siguiente, a las tres de la madrugada, todo el 

contingente que íbamos para Tierra Virgen estaba ya 

listo en El Plancito. La luna estaba llena y la caminata 

sería fácil. 

—Pancho, ya nos vamos, si no siapura se va quedar o se 

va tener quir solo—gritábamos todos. 

—A la puta, este baboso del Pancho es pior que las 

mujeres pa’salir. —decía su hermano Hernán, ya 

impaciente por partir. 

La caminata desde Piedras Calientes a Chalate duraba 

como tres horas, si no había algún contratiempo en el 

camino. Teníamos que recorrer a paso normal unas 

cuatro leguas para llegar a la ciudad. En la ciudad de 

Chalate pasábamos comprando pastillas para no 

vomitar en los buses y otras para dolores de cabeza, 

diarrea, y para curarnos pequeñas heridas durante 

nuestra estadía en las fincas. También pasábamos por la 

casa de mis abuelos recogiendo al tío Perucho, quien 

siempre iba con nosotros a las cortas de café. Después de 

un breve descanso salíamos de Chalate en bus hacia San 

Salvador. 

Cuando llegábamos a la terminal de buses de oriente, en 

San Salvador, teníamos que tomar los buses hacia la 

terminal de buses de occidente, al otro extremo de la 

ciudad, para finalmente tomar otro bus que nos llevaría 

cerca de nuestro destino final. 

73

Finalmente, después de viajar menos de dos horas en 

bus y de caminar unas dos horas a pie, llegamos 

nuevamente al casco de la finca Tierra Virgen. Como 

siempre fuimos a saludar a don Chente y a avisarle de 

nuestra presencia. Después de que mi papá y los demás 

hablaron un rato con él, nos fuimos para la galera, pues 

aún no había mucha gente, ni pulgas. Allí descansamos 

un momento y luego dimos una vuelta en los 

alrededores para ver como estaban los cafetales. 

Nosotros éramos los primeros cortadores en llegar. Con 

nuestra presencia la finca comenzaba a tener más vida. 

Cuando comenzó a oscurecer llegó don Vicente a 

conversar con el grupo. 

—¡Que grande está Chepito! ha crecido un montón en 

un año el cipote. 

—Sí mire, ya está grandecito este bandido. Fíjese que ya 

pasó a quinto grado, y es bueno pa’ leer y pa’ la 

matemática. Ya se sabe todas las tablas de multiplicar y 

dividir, y lee bien rápido el jodido. 

—Ha salido inteligente pa’lescuela el cipote pues. 

—decía don Vicente. 

—Sí mire, ha salido bien fijado este bandido. —reafirmó 

mi papá con cierto orgullo, echándome el brazo en el 

hombro y poniéndome enfrente de él. 

Los días pasaban rápidamente en Tierra Virgen. Yo 

miraba con admiración a los hombres que cargaban con 

gran habilidad el café en los grandes camiones. Los 

cargadores se echaban al hombro los sacos llenos de café 

con increíble rapidez y fuerza. Algunos de ellos tenían 

74

tanta fuerza que hasta levantaban un saco de ocho 

arrobas con los dientes. 

Después de la pesa de los granos, los camiones 

abandonaban el recibidero, llevándose con su fuerza 

mecánica la acumulación de sudor, raspones, 

hambriadas y agüevadas de los caporales y capataces de 

la finca. Al comenzar a oscurecer mirábamos pasar a la 

orilla del casco de la finca los camiones que se llevaban 

todas nuestras energías comprimidas en sacos de yute y 

de mezcal. Iban hacia los beneficios procesadores, 

donde transformaban el trabajo mal pagado de los 

trabajadores en granos limpios que construían 

mansiones lujosas y pagaban por viajes caros alrededor 

del mundo de los propietarios de las haciendas. 

Todos los que trabajábamos en la finca Tierra Virgen 

considerábamos a don Vicente como un buen 

mandador, y un buen ser humano. A la hora de la pesa 

del café, don Chente metía la puya de medir hasta el 

fondo de los sacos con café, y anunciaba en voz alta la 

cantidad de arrobas y libras que contenía el saco. El 

escribiente iba anotando en su libro todas las arrobas 

que él anunciaba, para que al fin de la quincena 

pudieran pagarnos por el trabajo realizado. 

Una vez más llegó el último día de pago en la finca. Las 

despedidas de los nuevos amigos que se habían hecho 

en la temporada eran emotivas. Todos se invitaban 

mutuamente a las fiestas patronales de sus pueblos y a 

chupar chaparro y chicha elaborados en sacaderas 

clandestinas. 

Lo que más les gustaba a algunos invitados que 

llegaban a visitarnos a Piedras Calientes era ir 

directamente al lugar de producción del guaro chaparro 

y observar todo el proceso de fabricación de la bebida, el 

75

cual era simple pero interesante. Para comenzar, se 

tenía que conseguir un sitio remoto y de difícil acceso, y 

con facilidad para conseguir agua; por lo que 

usualmente se escogía algún barranco a la orilla de un 

riachuelo. Por lo general el proceso consiste en 

conseguir unas tres hoyas grandes para llenar con agua 

y posteriormente echar el maíz y el dulce de panela. 

Después de un poco tiempo en los contenedores con 

agua, el maíz se fermenta y en muchas ocasiones hasta 

nacen gusanos en el proceso de fermentación, de lo cual 

se genera la chicha, que cuando aún no se ha vuelto 

amarga tiene un sabor agradable. Cuando la chicha se 

vuelve amarga es el momento adecuado para comenzar 

a fabricar el guaro. Para dicho proceso se utilizaba un 

perol grande de metal o de barro, al cual se le adaptaba 

una tapa especial echa de barro, conocida como el 

cabezón, cuya función es colectar el vapor que se 

generaba al hervir la chicha. La colección del vapor se 

realiza poniendo una tela en la parte interior del 

cabezón, la cual tenía un hilo grueso que se insertaba en 

la única salida de dicho pertrecho. Una vez la tela se 

empapaba de agua, ésta buscaba la salida por el 

cáñamo, y finalmente era colectada en una botella 

grande de vidrio, naciendo de esa forma el famoso 

chaparro; el licor oficial e ilegal de la campiña 

salvadoreña. 

Cuando la guardia nacional o la policía de hacienda 

capturaban a alguien fabricando chaparro, éste era 

llevado hacia el pueblo cargando el cabezón, el cual era 

la evidencia del delito, sin embargo el castigo no era 

muy severo, y usualmente consistía en pasar unos tres 

días en la cárcel y pagar una multa. 

Don Vicente lucía más viejito y cansado cada año que 

pasaba. 

76

—Adiós don Vicente, cuídese mucho —le decíamos 

todos. 

—Adiós muchachos, haber si todavía miallan vivo el 

otruaño —respondió, apoyándose en su bordón. 

A diferencia de los años anteriores, las cortas en Tierra 

Virgen terminaron más temprano, y fuimos los primeros 

en regresar a Piedras Calientes. 

Cuando regresamos, la soledad del caserío era bien 

notoria. En la época de las cortas de café solo quedaban 

los viejitos, niños y unas pocas mujeres, que no habían 

ido a cortar porque tenían niños recién nacidos o porque 

estaban enfermas. Todos los adultos, los jóvenes y unos 

cuantos cipotes nos íbamos a las cortas. 

Ese año me incorporé al equipo de jugadas de trompos, 

pero aún no podía jugar con los más grandes y expertos. 

También ya podía jugar parches de cera de chumelo o 

talneque. El juego de parches consistía en hacer 

pequeñas y grandes ruedas de cera de abejas. En una 

cara del parche se le hacía pequeños canales con las 

uñas para que se pegara con facilidad al otro. El primer 

paso era decidir quien tenía que poner primero el 

parche y quien le tocaba tirar. El parche usualmente se 

ponía con las marcas de la uña hacia la superficie de una 

piedra. Luego el otro jugador tiraba su parche encima, 

tratando de voltear el parche enemigo para que quedara 

con la parte marcada hacia arriba. Si el parche del 

tirador quedaba también en la misma posición el 

tirador, éste ganaba el parche del oponente. Muchas 

veces los parches quedaban pegados y daban vuelta 

juntos, lo que convertía al tirador del parche en ganador. 

77

También jugábamos treinta y uno, cartas tapadas, 

banquito, perro y otros juegos de cartas o naipe. Entre 

los cipotes, la moneda oficial para las apuestas eran 

chibolas de cera de chumelo, que era la cera de más 

alta calidad y valor, debido a su delicioso olor y 

suavidad. 

El verano llegó a su edad media nuevamente, anunciado 

por la presencia del mes de febrero. La escuela esperaba 

por nosotros. Ese año fuimos bastantes vichos a la 

escuela de Las Flores. Mis dos hermanas menores 

también comenzaron clases, al igual que otras cipotas de 

Piedras Calientes. Unos íbamos en la mañana y otros en 

la tarde; todos enfrentábamos los mismos retos del 

camino, falta de recursos, etc. 

Muchas veces llevábamos a vender una libra de maíz o 

unas dos libras de maicillo, con lo cual nos ajustaba para 

llevar diez centavos, tres días a la semana. Con diez 

centavos comprábamos una charamusca de cinco 

centavos cada recreo. Algunas veces teníamos suerte y 

alguien nos encargaba que le lleváramos algo de la 

tienda, por lo cual nos pagaba unos veinte centavos. Ese 

día que estábamos más pistudos comprábamos 

charamuscas, cocada u otra chuchada que no costara 

más de cinco o diez centavos. 

A mediados del año, la monotonía de las clases 

ordinarias fue perturbada. La escuela organizó una 

excursión para ir a explorar la punta del Cerro de la Bola 

con los cipotes de cuarto, quinto y sexto grado. Salimos 

muy temprano de la escuela. Todos íbamos muy 

contentos porque finalmente conoceríamos de cerca el 

cerro que mirábamos todos los días. Después de más de 

una hora y media de camino por una empinada vereda, 

llegamos a la pequeña planicie próxima a la cima. Allí 

descansamos un rato y desayunamos. Posteriormente 

78

los profesores nos señalaron donde pasaba el río 

Sumpul, el pueblo de Las Vueltas, Honduras y todos 

los demás lugares que podíamos divisar desde esa 

altura. Desde la punta del cerro también se miraban 

todas nuestras casas de Piedras Calientes y de Las 

Limas. Posteriormente fuimos a una cueva próxima al 

pico más elevado del cerro, la cual es conocida como La 

Cueva de la Golondrina. En esa cueva hay una piedra 

labrada que parece tener muchos años de antigüedad. 

Todos conocíamos la roca como La Cama del Diablo. 

Según contaba la gente del pueblo, en esa piedra llegaba 

el diablo a dormir con La Siguanaba, porque era muy 

oscura y olía mal debido a que residían aves nocturnas. 

Después de disfrutar por varias horas del hermoso 

paisaje desde la punta del cerro, nos preparamos para 

regresar. Cuando el sol comenzaba a perder sus rayos 

más calientes, bajamos por la empinada vereda. 

En quinto grado los vichos más pícaros ya hacían sus 

maldades. Algunos de ellos llevaban pequeños espejos, 

y cuando se presentaba la oportunidad, se los ponían en 

los zapatos, para mirarle los calzones a las vichas. 

Algunas veces hasta se atrevían intentar vérselos a las 

profesoras. 

Una vez más el año escolar terminó. La alegría nos 

invadió nuevamente. Pasamos a sexto grado, lo cual 

significaba un gran privilegio, un triunfo importante 

para cada uno de nosotros y motivo de orgullo para 

nuestros padres y los doscientos pobladores de Piedras 

Calientes, pues era considerado un alto nivel de 

educación en esos años de la década de los setenta para 

los campesinos. 

79

—Estos vichos yestán bien avanzados —decía la gente 

del caserío. 

El siguiente año casi todos los vichos en edad de ir a la 

escuela estábamos asistiendo a clases. Todos soñábamos 

con llegar a séptimo grado para usar uniforme y para 

comenzar a recibir clases de inglés. 

Después de haber cortado el maicillo y aporriarlo, y de 

regresar de las cortas de café, llegaba un nuevo período 

de diversiones para los cipotes de Piedras Calientes. En 

la noche jugábamos ladrón librado, escondelero, mica, 

salta brincas, y otros juegos. 

Ese año comenzamos las carreras de carretas, lo cual era 

una vieja tradición de los jóvenes de Piedras Calientes. 

Para hacer las carretas necesitábamos básicamente 

cuatro tipos de materiales: madera, clavos, pita y sebo o 

jabón de aceitunas. El chasis de la carreta lo hacíamos 

de un gancho de madera en forma de “Y.” Los 

molinillos o ejes los hacíamos de madera de hüiligüíste, 

cacaguanance o cola de pavo. Esos eran de los palos mas 

fáciles para trabajar, y más resistentes al desgaste. Las 

llantas generalmente las hacíamos de palo de chaparro, 

por ser fácil de cortar y ser resistente. Cuando la carreta 

ya estaba lista, le echábamos bastante sebo a los hoyos 

de las ruedas para que corrieran más rápido y para que 

no se desgastara la madera tan rápidamente. El asiento 

de la carreta lo hacíamos de piezas de madera rolliza o 

tablitas. Algunos le poníamos algún colchón de 

cualquier material, para que no se sintiera tan duro al 

sentarse. Las autopistas para las carretas generalmente 

las hacíamos en los terrenos baldíos de Pedro Viola, en 

el camino hacia el Palo Verde y en la bajadita a un lado 

de mi casa, la cual terminaba en el Plancito. Al menos 

diez cipotes participábamos en los juegos de carreras de 

80

carretas. Cada uno con una carreta diferente. La 

velocidad que desarrollaban nuestras rudimentarias 

máquinas dependía de lo redondas que habíamos 

logrado hacer las ruedas y si eran del mismo tamaño; 

también dependía de lo bien hecho de los hoyos de las 

ruedas, lo rollizo de los molinillos y de la cantidad de 

sebo o jabón que usábamos de lubricantes. 

Las últimas brisas de febrero se despedían 

paulatinamente; se negaban a decir adiós. Se resistían a 

privarnos de nuestras carreras y demás pasatiempos 

preferidos del verano. La época de regresar a la escuela 

llegó nuevamente. 

Nuevamente, los caminos retorcidos de la cuesta del 

Amatillo comenzaron a marcar en su piel morena las 

huellas de los zapatos burros de hule que los escueleros 

de Piedras Calientes usábamos. Los lavaderos públicos 

de Las Limas nos dejaron nuevamente abrir sus llaves 

para permitirnos saciar la sed ocasionada por la 

agotadora caminata. 

Ese año a mediados de la década de los setenta, después 

de muchos esfuerzos de sus habitantes, construyeron 

una glorieta a la orilla de la calle en el cantón Las Limas, 

frente a la casa de los Urbina, quienes eran los más 

pistudos del cantón. A partir de entonces, la glorieta se 

convirtió en nuestra protectora contra el cansancio, los 

rayos solares y las tormentas del mediodía. Sus bancas 

de cemento nos ofrecían sus duras espaldas para 

reposar. Algunas veces cuando estaba el Chele Mico, 

Solín y otros plebes de Las Limas, los cipotes de Piedras 

Calientes nos íbamos de paso porque ellos mucho nos 

jodían diciéndonos apodos y leperadas. 

81

Algunos limeños se consideraban más inteligentes, 

mejor vestidos y más civilizados que los de Piedras 

Calientes, debido a que ellos tenían electricidad y 

porque la carretera pasaba por el cantón. Nuestro 

caserío estaba aislado y no tenía acceso por carretera, 

solamente se podía llegar por dos caminos que pasaban 

entre dos riachuelos y una quebrada, además de tener 

que brincar sobre varios cercos y otros obstáculos que la 

naturaleza presentaba. 

Entre los que siempre permanecían en la glorieta estaba 

el mudo Julián, quien era hermano del Chele Mico. Él 

era amigable con nosotros, siempre y cuando estuviera 

en sus momentos de lucidez mental. Con señas y ruidos 

nos trataba de decir cosas que generalmente le 

entendíamos. Cuando sufría sus ataques de 

inestabilidad mental se enojaba con mucha facilidad y se 

volvía agresivo, por lo que era mejor no hablarle. 

En la jornada hacia o desde Las Flores, las cipotas de 

Piedras Calientes eran las que más detestaban pasar por 

la glorieta de Las Limas cuando estaba llena de plebes, 

porque siempre las enamoraban o les decían cualquier 

bayuncada. 

—Esos limeños desgraciados tan horribles que son, y tan 

mal que caen —decían todas las vichas, quienes 

procuraban pasar bien rápido. 

Algunas veces, cuando las cipotas llevaban los ánimos 

en alto, o iban hasta chapudas por la asoleada en el 

camino, se animaban y les echaban una puteada. 

—Vayan a trabajar limeños haraganes y fellos —les 

decían. 

82

Sexto grado comenzó con todas las emociones que 

traían las clases de verano. El entusiasmo por terminar 

el año lo más pronto posible era grande. Para entonces 

ya habíamos aprendido a colgarnos en la escalera de la 

parrilla del bus que pasaba de Chalate hacia Arcatao a 

la hora que íbamos para la escuela. Debido a la cuesta 

de Las Limas, el bus bajaba su velocidad y cuando iba a 

media subida era el momento propicio para colgarse. 

En ocasiones cuando el bus no iba tan lleno, este subía 

la cuesta más rápido y era muy difícil y peligroso 

intentar subirse. 

En más de una ocasión los más atrevidos se caían en el 

intento de subirse. La suerte parecía estar a su favor y 

cuando se caían, algunas veces ni se raspaban, solo 

quedaban empolvados o enlodados; dependiendo de la 

época. Yo y los demás cipotes del grupo de Piedras 

Calientes no éramos tan atrevidos y sólo nos subíamos 

cuando la oportunidad era muy evidente. 

A diferencia de los años anteriores, en sexto grado yo 

llevaba más pisto y podía comprar más de una 

charamusca en los recreos. Muchas veces traía encargos 

del pueblo y me pagaban por llevarlos. Para entonces 

ya estaba más grande y la gente tenía más confianza de 

que les llevaría los productos que me encargaban de las 

tienditas del pueblo. 

—Chepito tráigame una botella de gas de la tienda de 

Chepe Toño. Tráigame tomates. Tráigame una atado de 

dulce —me decían, especialmente las mujeres, quienes 

eran las encargadas de abastecer la casa de lo necesario. 

—Chepito, ¿puede trerme unas cafiaspirinas y unos 

mejorales? y diuna vez le pregunta a don Nico siay 

cartas pa’nosotros. También me traye un par de 

83

charamuscas de leche y una de nance dionde la tienda 

de la Paca de Las Limas, aunque lleguen un poco 

aguaditas, noliase —me encargaba mi abuela. 

En el caserío la gente estaba pendiente de lo que 

hacíamos los estudiantes. 

—Que bueno que estos vichos van a la escuela, porque 

le pueden traer del pueblo alguna cosita quiuno 

necesita sin tener que dar la gran caminada quellos 

dan—decían. 

—Pobresitos los vichos, a mi me dan lástima porque les 

toca que dar la gran caminada todos los dillas parir a 

lescuela. Ojalá que lescuela les sirva dialgo más adelante 

cuando ya estén grandes. Talvez tienen suerte y 

consiguen un buen trabajo en San Salvador cuando 

seyan más estudiados. 

—Si, porque algunas veces yo los encuentro por la 

quebrada y vienen bien chapudos y sudados. Por eso yo 

con gusto les doy sus centavitos pa’que me traigan algo 

del pueblo, y así se pueden comprar una su charamusca 

aunque seya. 

Además de los encargos, algunas veces yo alquilaba el 

caballo y mi papá me daba lo del alquiler. Ese año le 

ayudé a mi papá más que nunca. Yo ya podía ponerle el 

aparejo al caballo y jalar cargas de maíz, leña, frijoles o 

maicillo. Ya sabía como arreglarle la carga a Lucero 

cuando se le iba para un lado. También sabía como 

enrollar los lazos, además ya tenía suficiente fuerza para 

abrir los falsos de los potreros, y lo mas importante, 

descargar el animal sin lastimarlo. 

84

El invierno se despidió nuevamente con sus fuertes 

lluvias. La quebrada creció las últimas veces y 

posteriormente disminuyó su corriente invernal. La 

época de pescar con barbasco y de poner tapescos en las 

corrientes había llegado. 

—Beto fijate que ayer que fui a comprar queso donde 

don Cenón a Los Amates pasé viendo que la Poza del 

Guacal está llena de platiadas, mojarras, burras y un 

pijo de chinbolotas tigrillas —decía mi tío Elio, bien 

emocionado —También vi varios juilines y rascadas de 

cangrejos debajo de las piedras. Si querés vamos a 

buscar barbasco. Yo ya tengo vistas dos grandes pelotas 

cerca del peñón de las brujas en el Cerro del Garrobo. 

—Puta, entonces si querés vamos el domingo—decía mi 

papá—peruhay que procurar que nadie se dé cuenta, no 

seya que se nos quieran adelantar. 

—Ajá, esues cierto, solo les voyadecir a los de la casa pa’ 

que nos ayuden. 

—Mañana nos vamosir a trer el barbasco cuando ya esté 

clariando, como a las cinco de la mañana, porque allí 

donde está el barbasco no hay ni siquiera una vererita 

pa’ llegar donde están las pelotas—confirmaba mi tío— 

Paque no nos cueste mucho vamos a rodar las pelotas 

de barbasco hastel potrero de don Julián Recinos; lo 

pedasiamos allí y diuna vez cargamos a Lucero. Vamos 

a tapar los costales con zacate jaraguá pa’que la gente 

piense que tremos otra cosa. 

En la noche mi papa y mis tíos picardearon y 

machucaron el barbasco. Para que fuera más efectivo y 

85

matara también a los cangrejos, a la hora de machucarlo 

le echaron ceniza y cal. Después de un buen rato de 

trabajo con el mazo y la piladera, el barbasco quedó 

hecho una masa gris oscura. En la madrugada, como a 

las cuatro, salimos con Lucero cargado de barbasco 

hacia La Poza del Guacal. 

El barbasco lo pusimos en sacos de tela en la parte de 

arriba de la posa para que despidiera su veneno cuando 

bajaba la corriente. Luego echamos otros sacos en el 

centro de la posa para envenenar todo. En pocos 

minutos toda el agua estaba turbia por el color que le 

daba la ceniza y la cal, pues el barbasco no tiene color. 

—Vamosesperar un rato mientras hace efecto el 

barbasco —dijo mi tío Pedrito. 

La impaciencia por agarrar los primeros peces 

fácilmente me estremecía. Los primeros rayos del sol 

comenzaron a brillar en el horizonte, como dando la 

despedida fúnebre a todos los peces de La Poza del 

Guacal y de las pocitas próximas a ella. Las chimbolas 

pequeñas fueron las primeras en irse haciendo a la 

orilla, como tratando de escapar de su ambiente natural 

que había sido invadido por los sabores aniquilantes 

que les robaba el oxigeno del agua. Las burras y las 

plateadas también comenzaron a buscar su reposo final 

a la orilla de la poza. Los pescaditos eran presas fáciles 

de cazar, solo bastaba meter la mano en la orilla, y sin 

ninguna resistencia caían moribundos en el canasto, que 

meses atrás había sido comprado en Ciudad Arce para 

cortar café en Tierra Virgen. En pocas horas la poza 

quedó desolada. Sólo los cangrejos sobrevivían al 

barbasco, pero en ocasiones, como esa vez cuando el 

barbasco tenía bastante cal, también ellos salían 

86

lentamente de su guarida en las cuevas de las piedras 

más grandes de las pozas. 

Después de agarrar todo el pescado de la poza nos 

fuimos a buscar el pescado de las pocitas próximas, a las 

cuales la corriente había llevado el veneno implacable, 

que llegaba con menos fuerza, pero que aún envenenaba 

a los peces más débiles. En esa ocasión nos fue muy 

bien, casi nos salió una canastada de guapotes y juilines 

y otra de chimbolas, burras, plateadas y cangrejos. A la 

hora del almuerzo hicimos un fogón y asamos varios 

juilines, con los cuales nos dimos un suculento almuerzo 

con tortillas tostadas y frijoles, los cuales eran 

indispensables para complementar cualquier comida. 

—Vámonos ya pa’que no lleguemos tan tarde, si no les 

vagarrar la noche a las mujeres limpiando y salando el 

pescado —recomendaba mi abuelo Pedro. 

Al llegar a la casa, mi mamá comenzó a hacer cuenta a 

quienes les íbamos a llevar pescado. 

—Llévale esta pailadita a tu tillo Carlos, ésta a Bonerge, 

ésta a Pancho y estotra a Toño Zarco. 

—No, a esos no les demos —recomendaba yo algunas 

veces. 

—¡Como no! —respondía mi mamá —ellos también 

son buenos con nosotros, cualquier cosita quiacen 

siempre nos trayen aunqueseya solo pa’probar. 

Una vez más, las fiestas de marzo se acercaban 

sigilosamente. A inicios del mes comenzaron a llegar al 

87

pueblo los primeros camiones con las ruedas y todos los 

juegos de argollas, tiro al blanco y lotería. 

Los hornos de lodo, con piso de ladrillos; de todas las 

casas de Las Flores, comenzaron a ser revisados para 

que estuvieran listos para cocer pan. 

Dentro de pocos días, los hogares del pueblo 

comenzarían a expeler sus ricos olores tradicionales de 

la comida típica de la ocasión. Los peroles de lata y las 

ollas de barro comenzarían a hervir los tamales de carne 

de gallina y de marrano. Los muchachos comenzamos a 

probarnos los pantalones de sincatex y las camisas de 

poliester, estilo chaleco, con botones negros; las cuales 

eran nuestra máxima expresión de la moda para esos 

días. 

Ese año estrené mi primer par de chinelas, las cuales me 

probaba todos los días después de venir de la escuela; 

como para asegurarme que me iban a quedar buenas el 

diecinueve de marzo. La ansiedad por ser grande crecía 

a pasos agigantados. En la víspera, antes de que todos 

los del caserío nos fuéramos para Las Flores, las 

primeras canciones para llamar a los fiesteros se oían 

con claridad hasta Piedras Calientes, pues hay un 

espacio en forma de cañón en dirección del caserío, en el 

cual no hay ningún cerro que impidiera que las ondas 

sonoras llegaran a nuestras casas a pesar de la 

distancia. 

—Vámonos papá, vámonos, no ve que yestarde, ¿que 

noye la música de las ruedas? 

—Si, ya la oí, pero nuestan tarde todavilla. Encendel 

radio pa’ver quiora dicen ques. Ponelo en Radio Cadena 

Central, quialli dan la hora a cada rato. 

88

—Yestoscuro, yeshora dirnos, si no vamos a llegar tarde 

a las ruedas. 

—Hijo, los de las ruedas comienzan a poner la música 

tempranito pa’llamar la gente de los cantones. Esperáte 

que vengan los demás, pa’que nos vayamos todos 

juntos, además nuay nadie esperándonos en el pueblo. 

—Pero yestabienoscuro, y los demás no siapuran. 

—Nuimporta, pareso están las lámparas, ...y como si no 

conocieras bien el camino pal’pueblo vos. 

—Si, pero yo siempre me trompiezo en tanta peña, y se 

me van a pelar las chinelas nuevitas. 

—Hoy en la noche tenés que llevar los burros de cuero, 

las chinelas te las ponés mañana en el dilla. 

—¡Papá, peruesquiuste...! 

—Hay viene Pancho y Hernán, ya nos vamosir. 

—¡A la púchica! ellos siempre se tardan mucho. Cuando 

pasan por Las Limas se quedan hablando con todos los 

de allí, y nunca que nos vamos pal pueblo. 

—Ya te dije que te esperés jodidueste, si seguís de necio 

te voy a dar un par de chilillasos. 

La emoción de la fiesta me impacientaba. A mi me 

gustaba ir con los demás, siempre y cuando nos 

fuéramos temprano y rápido. Cuando íbamos por Las 

Limas comenzábamos a oír las primeras dedicaciones de 

89

los novios, tanto de los que estaban despechados como 

de los que estaban bien correspondidos. 

—En esta noche especial “El Burro Sin Mecate" va 

dedicada pa’fulano, de parte de fulana —decía el 

anunciante. 

—Esta dedicación es de fulano pa’fulana, con mucho 

cariño: "La Mula Bronca.” 

La guerra de dedicaciones era muy divertida. Cada 

dedicación costaba veinticinco centavos, los cuales los 

enamorados o desilusionados pagaban con gusto. Los 

interesados generalmente mandaban a un vicho a hacer 

la dedicación; solo le daban un papelito con el nombre 

de la persona a quien le estaban dedicando la canción y 

el nombre de la canción, la cual reflejaba el estado de la 

relación. Generalmente los anunciantes no decían el 

nombre de la persona que dedicaba la canción, y 

solamente mencionaban alguna palabra o descripción 

clave, pero cuando el despecho o el amor eran muy 

grandes, los involucrados pedían que sus nombres 

salieran al aire. 

De todas maneras, aunque los nombres de los que 

dedicaban las canciones no se anunciaran en el aire, 

todos los del mismo cantón o del pueblo podían 

predecir entre quienes era el asunto con cierta facilidad. 

Durante las fiestas patronales del pueblo, mis juegos 

favoritos eran la chicagua, los juegos de las argollas y las 

rifas, en las cuales casi siempre ganaba algo. Las 

festividades también traían acontecimientos 

lamentables. Casi no había fiesta en que no hubiera un 

muerto, baleado o acuchillado. La mayoría de 

buchinches sucedían entre ebrios. En muy pocas 

90

ocasiones sucedían incidentes entre los hombres que no 

estaban borrachos. 

La venta de sandías, piñas y todo tipo de dulces también 

eran parte de la festividad. Ir a la iglesia a oír la misa era 

imperativo. Sin embargo, a mi no me gustaba ir a misa; 

en primer lugar porque no me gustaba persignarme y 

repetir las oraciones, además, no entendía la mayoría de 

lo que decía el padre. Él era de origen alemán y no 

hablaba muy bien el español. También me sofocaba el 

olor de las flores de coyol, el olor del incienso y el calor 

causado por la aglomeración de tanta gente en la iglesia. 

Durante la fiesta de marzo, las gruesas paredes de la 

iglesia, el amplio portón de la entrada principal y las 

gruesas vigas de álamo que sostenían el techo, parecían 

cobrar vida y sentirse orgullosas de cobijar la fe de todos 

los floreños. La vieja palma próxima a la entrada 

principal de la iglesia también lucía contenta, y movía 

sus hojas tenuemente, como saludando a la gente 

durante el intento de comunicación con el ser superior. 

En el curso de las festividades me gustaba ver cuando 

reventaban los cuetes; sobre todo ver como se iban hacia 

arriba con rapidez. Me causaba emoción ver las varillas 

que venían para abajo amenazando a todos con caerles 

en la cabeza. 

La semana siguiente después del diecinueve de marzo 

aún era alegre. Algunas veces íbamos por las tardes al 

pueblo, lo cual significaba dos caminadas para los que 

habíamos ido a la escuela en la mañana. 

Los juegos mecánicos comenzaban a irse a finales de 

marzo. Ver que las ruedas y todos los demás juegos se 

iban del pueblo era lo más triste de ir a la escuela en 

esos días. Cada vez que salía al recreo, miraba con 

desilusión como todos los huesos metálicos de los 

91

aparatos eran subidos a los grandes camiones que se los 

llevarían para otros pueblos. 

—Debieran quedarse más tiempito —les decíamos todos 

los escueleros. 

—No podemos, tenemos quirnos pa’Los Ranchos. Aquí 

ya pasó la alegrilla —respondían los hombres sucios 

llenos de grasa, que no paraban de cargar en los 

camiones las máquinas que nos habían dado mucha 

alegría temporalmente. 

—El otruaño que vengamos les vamos a trer una 

chicagua más alta pa’que niun otro pueblo les gane — 

decían, intentando consolarnos. 

Después de la fiesta de marzo, la Semana Santa llegaba 

casi de sorpresa. Esa semana no comíamos carne de 

animales terrenales. Los siete días de la semana 

comíamos bagres secos envueltos con huevo y vegetales. 

La Semana Santa era la época más aburrida del año 

pues no podíamos tirar piedras a los pájaros, no 

podíamos correr, jugar trompo, ladrón librado, ni decir 

malcriadezas. Para la Semana Santa la iglesia de Las 

Flores se llenaba de fieles. Las estatuas de los santos 

parecían cobrar vida y lucir más contentos que nunca. 

Los viernes santos por la noche todos teníamos la 

oportunidad de ver películas sobre el calvario y la 

resurrección de Jesucristo. Las películas las exhibían en 

un costado de la iglesia, donde todos disfrutábamos del 

evento al aire libre. Muchos de Piedras Calientes íbamos 

exclusivamente a ver las películas, pues era la única 

diversión de ese tipo que podíamos tener al año. 

92

Santa María, madre de Dios, 

santificado sea tu nombre, 

aquí en la tierra, como en el cielo. 

Por mi culpa, por mi grandísima culpa... 

En vos confío... 

Dios te salve María, 

llena eres de gracias, 

bendita tú eres entre todas las mujeres 

y vendito es el fruto de tu vientre, amen. 

La esperanza en los milagros de los santos del 

catolicismo y la posibilidad de que ellos intercedieran 

por los pecadores ante el Espíritu Santo, daban 

esperanzas de salvación y perdón de los pecados a toda 

la gente. Las cruces de hojas de palma, el olor a incienso 

quemado y la reventazón de cuetes adornaban la 

sencillez de las calles empedradas del pueblo. La cancha 

de baloncesto representaba la invasión cuadrangular de 

civilización gringa; que junto con el chorro y el viejo 

amate adornaban el centro del pueblo. Ellos eran 

testigos mudos de todos los acontecimientos que allí se 

daban. 

Ese año las vacaciones de la Semana Santa terminaron 

sin ninguna novedad. Nadie se ahogó en el Sumpul, ni a 

nadie se le atravesó una espina de pescado en el 

pescuezo. 

A comienzos de mayo, las primeras lluvias del invierno 

aparecieron detrás del Cerro Iramón, pasando 

posteriormente por el Cerro de la Pitajaya, hasta llegar a 

Piedras Calientes, Las Limas, El Palo Verde y demás 

caseríos de la zona. 

93

—Chepe, mañana voyir a Chalate a ver si nuestá tan 

caro el abono y a comprar una arroba de mais híbrido; 

¿no querés ir conmigo a ver a tus abuelos? 

—Sí, me lleva voy, yace dillas que no vamos ¡verdá! 

—Bueno, entonces te vas a trer a Lucero al guatal en la 

tarde, le das una buena bañada y un buen poco de mais 

con sal, pa’que esté más fuerte. Nos vamos acostar más 

temprano pa’madrugar mañana. 

—Chepito, levántese, su tata yestensillando el caballo, si 

no siapura no lo vallevar a Chalate. 

—Alcánceme el pantalón, los zapatos y los calcetines 

pues, quiahorita mialisto. 

A las cuatro de la mañana comenzamos la larga 

caminata. El Cerro del Garrobo aún estaba cubierto por 

las sombras de la oscura mañana. Su gorda silueta 

ocultaba los peñascos y todos los misterios que 

escondían sus cuevas. Lucero avanzaba silenciosamente, 

dando cada paso con seguridad en el camino que 

conocía muy bien. Él lo había recorrido muchas veces, 

tantas veces como yo lo había recorrido cuando iba a 

primer grado al Palo Verde. El sueño aún no era 

vencido por mis párpados y mi cuerpo aún se negaba a 

acoplarse perfectamente en las ancas de Lucero. 

—Agarrate bien Chepe, despertá, mirá allá por Guarjila 

se ven las siete cabritas, los tres reyes magos y el 

nistamalero —decía mi papá, tratando de romper el 

silencio de la recién nacida mañana. 

94

Pasamos por el cantón Lagunita, al cual pertenece 

Piedras Calientes. Luego llegamos al río Gualpeto, en el 

cual Lucero pasó tomando su primera dosis de agua 

fresca, la cual nacía entre los grandes peñascos de la 

cadena de cerros que se extienden hasta el Cerro de la 

Bola. El canto de un gallo y el aleteo de varias gallinas 

que huían de sus insinuaciones amorosas, provocaron 

mi completa inserción en el despertar matutino cuando 

íbamos por la primera casa del cantón Guancorita. 

—Chepe, agarrate bien porque vamos a pegar un 

trotesito pa’que no nos alcance el bus de La Tulita 

aquien la polvazón —me recomendaba mi papá. 

Lucero corrió moderadamente por pocos minutos hasta 

que llegamos a la rivera del río Guancora. La Tulita pasó 

rápidamente dejando una leve nube de polvo blanco 

detrás de ella, pues el rocío de la mañana aplacaba el 

polvo. 

Lucero siguió avanzando en la ruta que ya había 

recorrido varias veces. Para el noble animal, esa ruta 

significaba sufrimiento, pues nunca había pasado por 

allí sin llevar una carga; ya fuera humana, dulce, frijoles, 

abono o cualquier otro producto. 

El sol nos sorprendió llegando al cantón Guarjila. Sus 

primeros disparos amarillos cubrían las casas de adobes 

y los potreros llenos de palos de carago, morro, zacate 

jaragua y varios tipos de maleza. Los ruidos mañaneros 

de la naturaleza nos recibían después de varios minutos 

de oscuro caminar. 

—Papá ya me duelen las nalgas, y pobrecito Lucero, ya 

nua diaguantar con la carga de nosotros. 

95

—Bueno, entonces bajémonos un rato pa’que descanse 

el caballo y pa’desentumirnos. Cuando lleguemos a 

Tepeyac vamos a descansar unos diez minutos y nos 

vamosir diun solo tirón hastel pueblo. 

Tepeyac es el último pueblito antes de llegar a Chalate y 

está ubicado en las faldas de una colina al costado norte 

de la ciudad. Al bajar a la sima se encuentra el río 

Tamulasco, que irriga los terrenos a lo largo de la 

ciudad. En esa ocasión Tamulasco todavía no había 

crecido porque aun no comenzaba el invierno. Lucero 

pasó con facilidad el río con nosotros dos en su espalda. 

Cuando viajábamos a mediados del invierno, la cosa era 

diferente. Tamulasco crecía bastante y teníamos que 

buscar donde el río era más ancho y la corriente no era 

tan fuerte para que pasara Lucero. Nosotros teníamos 

que bajarnos y pasarnos por el puente colgante o de 

hamaca. Pasar sobre ese puente me daba culillera, pues 

se movía mucho y las tablas se miraban viejas y casi 

podridas, además de que tenían muchos hoyos. 

Después de cruzar el río Tamulasco prácticamente nos 

sentíamos en la ciudad de Chalate. En pocos minutos 

llegamos a la humilde casa de los abuelos, en el Barrio 

San Antonio, quienes se ponían contentos siempre que 

llegaba algún conocido de Piedras Calientes o de Las 

Limas y El Palo Verde, especialmente si alegraban si 

éramos los nietos y los demás de la familia. 

—¿Cuantos dillas se piensan quedar? —preguntó la 

abuela. 

—Nos vamosir mañana tempranito —respondió papá. 

—¿Y porque se vanestar tan poquito? 

96

—Es que tenemos quir a terminar diarreglar el guatal 

del Tamarindo, si no nos va’garrar el mero invierno sin 

limpiar, y también tenemos que preparar un pedazo de 

tierra pa’ponerle fuego porque ya no quiere crecer niel 

maicillo allí, mucho menos el mais. 

Mi abuelo Belarmino madrugaba a tomar atol shuco 

todos los fines de semana al chalesito de la ñora Minta 

cerca del hospital nacional de Chalate. 

—Ay viene Belarmino ya —dijo mi abuela, señalando 

hacia la calle. Ha de venir bien bolo el viejuese. 

El abuelo perdió la vista cuando era muy joven, pero 

había desarrollado una gran habilidad para conducirse 

por las calles de la ciudad con su bordón. Con gran 

certeza, el abuelo evadía los cercos y demás obstáculos 

en el camino. Sus pies descalzos parecían tener circuitos 

censores que le permitía remplazar sus ojos. Yo me 

sorprendía cuando me decía que fuéramos a lugares que 

yo no conocía, pues siempre llegábamos sin 

contratiempo; lo cual me parecía extraordinario. 

En ocasiones, yo cerraba los ojos y trataba de caminar 

con un pedazo de palo como bordón, pero siempre 

terminaba chocando contra cualquier objeto que se me 

presentaba. 

—Papita, hace poquito vinimos fíjese. Vinimos a ver 

como está el abono y a comprar mais híbrido pa’la 

siembra. 

—Chepito, que bueno quia venido mihijito. Mialegro 

mucho cuando vieniusté, ¿y Humberto dónde está? ¿O 

vino con la Gudelia? 

97

—Vine con papá, horita está comiendo, váyase pa’la 

mesa paquihable con él —le dije. 

El abuelo tomaba guaro tic tac con frecuencia. Su aliento 

olía a cigarros chuña mezclado con aguardiente, y era 

un martirio para mi tierno sentido del olfato. 

—Venga mi Chepito, ¡que grande está ya mi niño! 

haber, déjeme tocarlo pa’ver cuantuacrecido. Está más 

gordito que la vez pasada, mire hasta petaconsituestá 

—dijo —después de pasar su mano a lo largo de mi 

cuerpo. 

—¿Dóndestás Humberto? Quiero que hablemos. Quiero 

que me digás cuanto tiempo te vas a quedar en Chalate. 

—Soloy nos vamos estar poraquí. Mañana temprano nos 

vamosir de regreso pa’l valle. 

—¿Porqué se vanir tan rápido, si casi ni vienen a 

visitarnos? 

—Es que tenemos quir a preparar el guatal, y Chepito 

no puede faltar a la escuela. 

—Déjame a Chepito aunque seya unos dos dillas ombe, 

ay yo lovuir a dejar después. 

—Dígale que no, papá —le dije al oído. 

—Chepe no quiere porque la niña Juve se enoja si falta a 

clases. 

98

—No se priocupe por lescuela Chepito —insistía el 

abuelo—eso yo luarreglo con su profesora cuando vaya 

a dejarlo. Ya sabe que yo soy amigo con todos los 

Urbina de Las Limas, no ve que siempre que voy a 

Piedras Calientes me voy en el bus que maneja el esposo 

de la Juve. Él me deja en la casa dellos, y cuando me 

embolo hasta miandan cargando de la mano pa’que no 

me pierda o me meta en algún hoyo, porque siempre 

pierdo el bordón, y ando chocando por todos lados en 

los cercos del cantón. 

—Humberto mejor no dejés al niño —intervino la 

abuela Rosamelia—que no se quede Chepito porqueste 

bolo solo va a causar problemas cuando va a Las Limas 

y a Piedras Calientes. A este viejo choco no le da pena 

andar fregandualagente allá, peruami si me da pena 

quel luaga. 

—Vos no digás nada Rosamelia, que ni sabés como soy 

yo. Mejor treme la pachita que tengo debajuelacama, 

todavilla tengo un traguito allí que me quieruechar — 

dijo el abuelo, ya bastante enojado. 

El día siguiente, de madrugada comenzamos nuestra 

caminata de regreso. Lucero iba un poco menos 

cargado, pero llevaba la arroba de maíz híbrido y otras 

cosas que habíamos comprado en el pueblo, y nosotros 

caminamos detrás de él en toda la jornada. 

Los rayos del sol nos sorprendieron nuevamente en 

Guarjila. El primer bus que venía de Chalate nos 

alcanzó, pero en la noche había caído un chaparrazo y no 

tuvimos que huirle a la polvazón que la maquina dejaba 

a su paso en los días de verano. Después de pasar el 

cantón Guarjila, la carretera era más o menos plana, solo 

99

hay pequeñas bajadas hasta llegar al cantón Guancorita. 

Cuando llegamos al río Gualpeto Lucero se inclinó 

nuevamente para saborear las dulces aguas que bajaban 

de los peñascosos cerros del Mogote. Llegamos al 

cantón La Lagunita, allí tomamos agua del chorro que 

estaba a la orilla de la calle, descansamos un rato 

mientras Lucero comía zacate a la orilla de la calle, y 

seguimos de un solo tirón hasta llegar a Piedras 

Calientes. En esa ocasión ni siquiera nos detuvimos en 

La Peñita de Agua, que era un punto clave de descanso 

para todos los de Piedras Calientes, El Palo Verde y Las 

Limas. 

El invierno ya hacía honor a su nombre. Las lluvias de 

fines de mayo cayeron recias, como usualmente lo 

hacían. Los cerros de la región comenzaron a vestirse de 

verde nuevamente y los pájaros comenzaron a 

interpretar sus alegres canciones invernales. 

La mayor parte de los pobladores de Piedras Calientes 

ya habían sembrado sus milpas. Todos los cipotes 

estábamos asistiendo a la escuela, y la vida era rutinaria. 

En los recreos, los alumnos siempre salíamos a comprar 

charamuscas de leche y alguna que otra galletita cuando 

teníamos para comprar en las tienditas del pueblo. 

En ocasiones cuando no teníamos dinero, nos 

quedábamos jugando trompo en el patio de la escuela y 

otras veces nos íbamos a ver las cipotas de otros salones. 

Entre los nuevos compañeros de clase estaba Mario 

Cachetes, quien era del cantón El Llano Verde, quien 

repetía casi todos los grados porque jodía mucho y era 

mal estudiante. Él se convirtió en nuestro verdugo, 

pues nunca nos dejaba en paz. Cachetes nos jodía 

100

siempre que podía. Él nos quitaba las charamuscas, nos 

jalaba las orejas, nos manchaba los cuadernos y nos 

tiraba mocos, entre otras cosas. 

La calle hacia Las Limas cobraba vida al mediodía con el 

montón de cipotes caminando por la calle. 

Generalmente los cipotes y cipotas que iban para El 

cantón Guancorita esperaban el bus que venía de 

Arcatao hacia Chalate, el cual pasaba por Las Flores a 

las doce y media, y como era propiedad de familiares de 

algunos de los alumnos, ellos viajaban gratis. Además 

Guancorita estaba mas retirado que todos los demás 

cantones, y este cantón pertenecía al municipio de San 

Isidro Labrador. 

Los demás cipotes caminábamos la mayoría de 

ocasiones. 

En Las Limas vivía Abel, un hombre de unos cuarenta y 

cinco años quien por temporadas padecía de trastornos 

mentales. En ocasiones cuando le atacaba su 

enfermedad, le daba por subirse al palo de coco más alto 

que estaba a pocos metros de la orilla de la calle, 

después de la última casa de Las Limas, en dirección a 

Chalate. Él se quedaba en el palo hasta tres días 

completos sin comer ni beber agua. Posteriormente se 

bajaba. Eso lo hacía como dos o tres veces al año. Cada 

vez que Abel se subía al palo todo mundo pasaba 

viéndolo y hablándole, pero él no contestaba. Cuando 

ese acontecimiento se daba, todos los vichos de Piedras 

Calientes nos íbamos a dar la vuelta hasta La Peñita, 

cerca de La Lagunita. Cuando no había personas adultas 

o familiares tratando de convencer a Abel de que se 

bajara del palo, aprovechábamos la oportunidad para 

101

tirarle piedras. El palo de coco era muy alto y la mayoría 

de piedras que le tirábamos no llegaban hasta la copa 

del árbol donde él estaba. Para suerte de Abel, el árbol 

tenía muchas palmas y era muy difícil que le cayera una 

piedra. Toda la gente de La Lagunita, El Palo Verde, 

Piedras Calientes y Las Limas se daban cuenta cuando 

Abel estaba subido en el palo de coco. En la escuela 

también se daban cuenta los profesores, quienes ya 

sabían que los vichos le tirábamos piedras, por lo que 

siempre nos amenazaban con castigarnos y decirles a 

nuestros padres si se daban cuenta que lo habíamos 

apedreado. 

En Las Limas también vivía otro señor que se llamaba 

Julián, a quien todo mundo lo conocía como Julián 

Calzoncillo, porque todo el tiempo usaba una calzoneta 

de manta hasta las rodillas. Julián Calzoncillo era muy 

pacífico, pero tenía la adicción de chupar piedras. Él 

siempre andaba una cebadera en la cual depositaba 

cierto tipo de piedras negras lisas, las cuales eran sus 

favoritas para chupar. Muchas veces, cuando íbamos 

para la escuela lo encontrábamos en la quebrada 

buscando piedras. Nosotros le gritábamos muy fuerte, 

porque también era medio sordo. Él hablaba muy poco 

y casi nunca contestaba cuando nosotros le hablábamos. 

Julián Calzoncillo también tenía güegüecho, el cual decía 

la gente que se le había hecho por chupar tantas piedras. 

Don Chon Churute, quien era el peluquero oficial de 

Las Limas, era muy amigo con mi papá. Cada vez que él 

iba a cortarse el pelo los domingos, pasaba un buen rato 

discutiendo cosas sin importancia con el viejito. Don 

Chon era conocido por ser muy chismoso y por ciertas 

filosofías sobre la vida que él había desarrollado. Mi 

papá era muy joven para esa fecha, sin embargo don 

102

Chon lo respetaba a su manera, y se tenían aprecio 

mutuo. Cada vez que mi papá iba a cortarse el pelo 

donde don Chon, yo procuraba ir con él para oírle sus 

leperadas, no importaba que a mi también me jodiera, 

pues siempre me daba un dinerito para que comprara 

algo en la tiendita de la ñora Paca, que estaba detrás de 

la casa de don Chon. 

—Chepe palillo —me decía —tené estos diez centavos 

pa’que vayás donde la vieja Paca a comprarte una tu 

charamusca. 

—Beto, y este tu vicho seco que nunca engorda vos, ha 

destar lumbrisoso. Debieras de darle lumbrisaca y 

después debieras de darliuna botella de leche todos los 

dillas, y vasaver sino se te pone chapudo y gordito, y ya 

nova parecer juilín de rillo seco —le decía don Chon a 

mi papá, mientras continuaba —Venia pedirles leche a 

estos tus familiares de Las Limas, quesos babosos tienen 

cachimbuevacas en todos esos potreros, y si no te dan 

cuando les pidás, andate bien tempranito pal potrero 

del Amatillo, y ordeñas una de sus vacas pa’que le des 

lechita al cipote. –concluía 

Don Chon se burlaba de toda la gente de Las Flores y 

sus cantones. A la gente más conocida hasta le hacía 

algunos chistes burlescos. 

Por cada corte de pelo don Chon cobraba veinticinco 

centavos, lo cual era considerado caro en esa época. Sin 

embargo, él tenía muchos clientes porque cortaba el pelo 

muy bien, además de entretenerlos con sus leperadas y 

chismes. 

—La vida tiene cuatro etapas, —decía don Chon—a los 

treinta años tu vida es oro, a los cuarenta tu vida es 

103

plata, a los cincuenta tu vida es lata y a los sesenta tu 

vida es caca. 

—Entonces usté ya tiene más de diez años de estar en la 

cuarta etapa, o seya diandar oliendo mal —le dijo mi 

papá burlescamente —Mejor ya me voy, ay nos vemos 

otro dilla don Chon, usté nunca deja de joder y 

diahablar paja. Me vua tener que pasar lavando por los 

lavaderos porque mia de ver dejado todo untado, y no 

quiero llegar a Piedras Calientes oliendo a caca, según 

esa su tiorilla sobre la vida quiste siainventado. 

Los meses en la escuela asistiendo a sexto grado pasaron 

rápidamente. El verano nos sorprendió una vez más con 

su calor penetrante y uno que otro viento seco que 

pasaba distribuyendo polvo por todas partes. Los 

últimos días de octubre nos llevaron la despedida de 

clases y la alegría de haber pasado al grado siguiente. En 

esa ocasión la celebración fue más grande y emotiva. 

Habíamos pasado a séptimo grado, lo cual significaba 

un gran triunfo y un gran avance, no sólo para nosotros 

sino para todo Piedras Calientes. 

En el caserío todos comentaban lo estudiados que los 

vichos del valle éramos. El próximo año recibiríamos 

clases de inglés y usaríamos uniforme, lo cual nos daba 

cierto prestigio. 

Mario Cachetes también pasó a séptimo grado, bien 

raspadito con cinco y medio, pero pasó. Para nuestra 

suerte, ese año se matriculó en séptimo grado un 

muchacho de La Lagunita, el cual era más grande y 

fuerte que Cachetes, con la ventaja de que era nuestro 

amigo. El Tata —le decíamos todos los vichos. Él se 

convirtió en nuestro protector contra Cachetes, pues era 

al único a quien le tenía miedo en el grado. A partir de 

entonces comenzamos a sentirnos más tranquilos pues 

104

Cachetes ya no nos jodía tanto y al contrario, se volvió 

un poco amigable pues el Tata lo tenía intimidado. 

La época de los mangos, los jocotes, y los juegos de 

trompos, piscuchas, carretas y parches de cera de 

chumelo había llegado nuevamente. Una vez más 

fuimos a cortar café a Tierra Virgen, y nuevamente 

pasamos el martirio de subirnos a los buses capitalinos y 

los departamentales. Ese año don Vicente ya estaba 

muy viejito y enfermo, por lo que necesitaba de un 

ayudante para meterle la puya a los sacos de café para 

medir la producción de cada trabajador. 

—Muchachos, el año que viene talvez ya no mevan 

hallar vivo, mestado sintiendo bien cansado y bien débil 

—decía, con una sonrisa triste y su voz medio 

temblorosa. 

—No don Chente, usté ya se va poner bien —le 

animaba mi papá. 

—No muchachos, ya viví suficiente. Ya es hora que le 

vaya entregando el equipo al colocho. 

El período de corta de café terminó nuevamente y la 

hora de regresar a casa llegó. Esta vez nos fuimos con la 

preocupación de que el próximo año tal vez no 

encontrábamos vivo a don Chente. Todos le teníamos 

mucho aprecio al viejito y nos sentíamos agradecidos 

por sus atenciones. Si él moría no sabíamos quien iba a 

ser el nuevo mandador de la finca, probablemente 

alguien que no conocíamos y que no tendría ninguna 

preferencia por nosotros a la hora del apunte. Tres 

meses después de haber llegado a Piedras Calientes nos 

dimos cuenta que el viejito había muerto. Mi papá y los 

105

demás del grupo nos pusimos tristes y lo lamentamos 

por varios días. 

Enero llegó sigilosamente, como escondiéndose de la 

velocidad del tiempo y de las preocupaciones de los 

habitantes de Piedras Calientes. Los potreros de los 

alrededores del caserío comenzaron a lucir pelones 

debido a la sequedad del verano y al ataque del ganado. 

El verano iba envejeciendo con lentitud. La fecha de ir a 

la escuela llegó una vez más. Éste era un acontecimiento 

que los cuatro cipotes de Piedras Calientes y los demás 

de los otros cantones estábamos esperando con 

ansiedad. 

El año recién pasado yo me había ganado más de cien 

Colones en las cortas de café. Yo me sentía pistudo con 

esa cantidad de dinero. A comienzos de febrero fui con 

mi papá a comprar los libros a la Administración de 

Rentas de Chalate. Los libros costaban once Colones, y 

juntos pesaban como quince libras. A diferencia de otras 

ocasiones, esa vez nos fuimos en bus y regresamos el 

mismo día al caserío, o al Valle, como todos solíamos 

llamarle. En nuestra corta visita al pueblo, sólo fuimos a 

saludar a los abuelos, a comprar mis libros y cuadernos, 

una libra de chacalines, una alforja, pescado seco, y un 

hacha, y luego regresamos rápidamente en el bus de las 

tres de la tarde. 

De los tres cipotes de Piedras Calientes que iríamos a 

séptimo grado, yo era el más emocionado. Toño y Jorge 

también lo estaban, pero no tanto como yo lo estaba. Yo 

fui el primero en mandar a hacer dos pantalones azules 

y dos camisas blancas con una estrellita negra bordada 

en la bolsa izquierda. También me compré unos zapatos 

burros negros de cuero y unos burros de hule para 

106

cuando estuviera lloviendo o hubiera algún chubasco 

de varios días. 

En la escuela seguíamos teniendo los retos típicos de 

nuestra niñez. Nos faltaba la soltura comunicativa, y nos 

sobraba timidez, lo cual era el producto de haber crecido 

en el campo, aislados del contacto con gente con más 

educación y desenvolvimiento social. 

“Hello” –hola-, “table” –mesa-, “repeat after me” 

—repitan después de mi, decía la niña Mercedes, quien 

era nuestra profesora favorita. 

Las clases de inglés nos ofrecían un nuevo reto y una 

ventana nueva hacia un mundo desconocido. Las clases 

de séptimo y octavo grado eran impartidas por la 

mañana. Estos eran los grados que le daban vida a la 

plaza central del pequeño pueblo, pues el bullicio de las 

clases de música y de inglés se oía hasta el palo de 

amate, el chorro público, la entrada de la iglesia, la 

alcaldía y la cancha de baloncesto. 

La campana de la escuela era nuestra amiga preferida 

cuando estábamos en las clases de don Chicho. Él era 

conocido por castigar a los alumnos que no hacían las 

tareas y que no ponían atención en clase. Cada vez que 

él anunciaba el recreo salíamos disparados a comprar 

golosinas, tomar agua y a jugar. 

También, cuando las necesidades biológicas se 

presentaban, teníamos que ir al Canculunco, pues la 

escuela no tenía letrinas. El Canculunco era el inodoro 

público del pueblo. El lugar simplemente era un espacio 

abierto, lleno de arboles y piedras ubicado en el costado 

107

noroeste, donde la gente que visitaba el pueblo realizaba 

sus necesidades biológicas cuando no había mas opción. 

Para llegar al Canculunco tomaba unos pocos minutos 

desde el centro del pueblo, especialmente si la urgencia 

era apremiante y requería caminar rápidamente. 

Cada hora don Chicho salía con su personalidad de 

militar a sonar la vieja campana que colgaba en la vieja 

viga llena de telarañas del corredor de la escuela. En el 

corredor también había una banca de madera, en la cual 

los profesores llegaban a sentarse durante los recreos. 

Ellos observaban el quehacer de sus alumnos desde ese 

lugar estratégico; el cual tenía vista hacia todo el centro 

del pueblo, incluyendo la cancha de baloncesto, la 

iglesia, el chorro y las tienditas cercanas; las cuales 

estaban en la plaza central del pueblito. 

En el pueblo había cosas y acontecimientos 

extraordinarios; entre ellos estaban el comportamiento 

de un barraco, el cual era bastante irrespetuoso y feo. El 

animal vagaba por las calles empedradas libremente. 

Algunas veces cuando estábamos en clase llegaba a la 

puerta del aula a chillar, por lo que alguien de nosotros 

tenía que salir a espantarlo a escobazos. 

Otras veces llegaba a la hora del recreo al corredor 

donde se encontraba la campana de la escuela. Cuando 

los profesores estaban hablando en la banca del corredor 

de la escuela el animal se ponía a chillar enfrente de 

ellos y no se iba por más que lo espantaran. Todo 

mundo en el pueblo conocía el marrano como 

Chicharrón Desperdiciado. Él era el animal más 

popular de Las Flores. Algunas veces cuando llegaba a 

chillar a la entrada de la iglesia y de la alcaldía, lo 

echaban preso en el poste o corral, pero luego el alcalde 

108

tenía que liberarlo por pedido popular y porque no 

tenían comida para darle. 

El mal comportamiento del cerdo le había ganado 

popularidad, y en cierta forma hasta lo añorábamos 

cuando no lo mirábamos deambulando en las calles del 

pueblo. En ocasiones cuando había algún grupo de 

gente comiendo algo bajo la sombra del árbol de amate, 

Chicharrón Desperdiciado llegaba y comenzaba a chillar 

enfrente de ellos, pidiendo que le dieran algo de lo que 

estaban comiendo. 

Cuando por alguna razón el barraco no se escapaba de 

la casa del dueño y no andaba en el pueblo, todos 

preguntaban por él. 

—¿Dondiandará Chicharrón Desperdiciado que 

nuandado jodiendo hoy? —decía la gente. 

El sacristán de la iglesia le echaba agua bendita en la 

cabeza siempre que se le presentaba la oportunidad, 

para que se le quitara lo travieso y jodión, pero nunca le 

hizo algún efecto. Cuando andaba en brama, era común 

encontrar al barraco persiguiendo chanchas por todo el 

pueblo. Algunas veces se iba hasta Las Limas, y 

regresaba hasta que el dueño lo iba a traer o hasta que se 

le pasaba la brama. Los dueños de tuncas de Las Flores 

y caseríos vecinos procuraban que el barraco no las 

encontrara, porque no querían que él fuera el papá de 

los marranitos, pues era muy feo y flaco y temían que 

los animalitos que engendrara fueran como él. 

En una de sus tantas aventuras amorosas, una tarde 

muy oscura, pocos días antes de la fiesta de marzo, el 

barraco sufrió las consecuencias de su irregular 

comportamiento. Cuando regresaba de Las Limas 

después de una de sus jornadas de romanticismo y 

109

pasión, lo atropelló un camión en el área que 

conocíamos como El Ujuste. Chicharrón Desperdiciado 

quedó gravemente herido. Debido a que quedó todo 

resquebrajado, el dueño tuvo que matarlo. Por varios 

días pasamos lamentando la muerte del barraco. Todos 

le echábamos putiadas al motorista de Arcatao que lo 

atropelló. Los más sentimentales y los que nos caía en 

gracia las travesuras de Chicharrón Desperdiciado 

fuimos a verlo cuando estaba muerto. Cuando lo 

destazaron dio muy pocos chicharrones porque estaba 

muy flaco, sin embargo dejó una huella en el corazón de 

muchas tuncas y un recuerdo de su presencia en la 

mente de los pobladores de Las Flores. 

En el caserío Los Calles, muy cerca del pueblo, también 

había un animal muy especial. Este era el burro de don 

Fabio. El animal era el único burro en todo el pueblo, y 

era la fuente de dinero del viejito. 

Debido a que con el cruce de un burro y una yegua nace 

una mula o un macho, el burro tenía mucha demanda, 

pues las mulas y los machos son animales muy 

resistentes para las tareas del campo, razón por la cual 

muchos floreños y de otros pueblos vecinos requerían 

los servicios especiales del burro para intentar obtener 

una cría. Uno de los problemas que había que enfrentar 

al intentar obtener los servicios del animal era que 

muchas veces no estaba en actitud de prestar sus 

servicios sexuales. 

Don Fabio había desarrollado algunas técnicas para 

lograr que su burrito estuviera siempre dispuesto a 

hacer su trabajo especializado, pero no siempre 

funcionaban. Por lo tanto a cualquier cliente interesado 

en tal servicio le informaba que no era seguro que con 

una visita se pudiera lograr el tan deseado encuentro 

110

sexual. En vista de las reglas establecidas por don Fabio, 

los clientes llevaban almuerzo para esperar todo el 

tiempo necesario, y si no se podía ese día regresaban 

nuevamente. Lo más importante era saber cuando la 

yegua estaba en el período de quedar embarazada, por 

lo que no siempre era fácil obtener mulas o machos. En 

vista de lo complicado de la transacción comercial, pues 

los resultados no eran seguros, don Fabio había 

establecido unos cuantos reglamentos para la 

implementación de su negocio, los cuales daba a 

conocer verbalmente antes de cobrar por los servicios 

del burro. 

La primera regla era: “si el burro la mete me pagan 

cinco colones.” “Si no se logra que el burro la meta me 

paga tres colones por el intento, ya seya por un dilla o 

más. Si la yegua sale preñada me va pagar veinticinco 

colones cuando sepamos que se preñó” y “si la mula o 

el macho nace, me invita a una botella de chaparro, 

pa’celebrar.” 

Cuando alguien le decía a don Fabio que solo le iban a 

pagar si la yegua salía preñada, él no aceptaba la 

transacción, pues decía que él siempre tenía que 

trabajar, ya que su obligación era tener el burrito bien 

alimentado para tal propósito. El cobro era por la 

asistencia que él proveía para que el burro hiciera su 

trabajito lo mejor posible; lo cual significaba hasta tener 

que sobarle la herramienta principal para excitarlo en 

ocasiones. 

La dinámica de la vida en Piedras Calientes también nos 

daba sorpresas cotidianamente, tanto en el día como en 

por la noche. Muchas veces, especialmente en el 

invierno, los tacuazines llegaban a los árboles que 

111

odeaban nuestras casas, donde dormían las gallinas. En 

ocasiones se comían a los pollos más pequeños, otras 

veces mataban a gallinas viejas o las dejaban heridas, y 

algunas veces no comían nada y morían bajo una lluvia 

de pedradas, de un balazo o de un machetazo de 

guarisama. Los ataques de los tacuacines casi siempre 

eran a media noche o por la madrugada. Cuando un 

tacuazín llegaba a los palos de la casa de mi abuelo, de 

mis tíos, de Pancho o de mi papá, oíamos del aleteo y los 

gritos de las gallinas rápidamente. En un par de minutos 

aparecían todos mis tíos, el abuelo Pedro, Pancho, Israel, 

Enríque y mi papá. Todos ellos salían alumbrando con 

lámparas o candiles, y con el corvo, la pistola o la 

ondilla en mano. Debido a que los tacuacines tienen 

dificultad para ver en la claridad, cuando eran 

alumbrados con lámpara corrían muy torpemente, y no 

escapaba de la furia de los dueños de las gallinas. En 

ocasiones el animal actuaba astutamente y se quedaba 

agazapado en alguna cuevita o detrás de un matocho, 

de esa forma tenía la oportunidad de escapar y seguir 

intentando comerse las gallinas nuevamente, hasta que 

su suerte cambiara. 

La primavera comenzó a soplar con las frescas y 

húmedas brisas que bajaban suavemente del Cerro de la 

Bola. El cansancio del invierno huía junto con el calor 

invernal. Los caminos hacia Piedras Calientes 

comenzaron a calzarse con polvo blanco, y la cuesta del 

Amatillo dejó de ponerse resbalosa. Los palos de jocotes 

de iguana y los veraneros comenzaron a llenar sus 

ramas con las verdes y ácidas semillas que saciaban 

nuestros adictos paladares cada año. 

La ida a las cortas de café, la corta del maicillo, la corta 

de leña para almacenar para el invierno y todos los 

112

juegos característicos del verano vinieron nuevamente a 

llenar de acción el ambiente de Piedras Calientes. En ese 

verano no fuimos a Tierra Virgen. El nuevo mandador 

no nos conocía y optamos por ir a buscar trabajo a otras 

fincas en el departamento de La Libertad. 

Al igual que los veranos anteriores no hubo mucho 

trabajo agrícola que hacer. A mi papá solamente le 

encargaron construir una casa pequeña en Las Limas, 

por lo que yo tenía mucho tiempo para dedicarme a mis 

inventos y experimentos; algunos de los cuales había 

aprendido en la escuela. 

Ese verano yo hice la carreta de madera más moderna 

de Piedras Calientes. Le adapté un timón giratorio que 

funcionaba igual que en los carros modernos. El timón 

lo hice de un bejuco de chupamiel enrollado en círculo, 

forrado con pita y un palo que medía como medio 

metro de altura. El timón tenía como base la esquina del 

gancho de la carreta, al cual le había clavado un pedazo 

de lata para que fuera resistente. Las llantas de la carreta 

las hice más redondas que nunca y los molinillos eran 

de madera de guachipilín viejo. La bajada de las mesitas 

fue la autopista ese verano. Allí cada uno de los 

corredores demostraba sus habilidades de piloto 

carretero, especialmente cuando iban a vernos las 

cipotas, a quienes tratábamos de impresionar con 

nuestras habilidades de conductor. 

A la hora de construir las carretas, aquellos que no 

tenían habilidades de carpintería elemental hacían unas 

carretas lentas y feas. Los que teníamos la ventaja de 

tener algunas herramientas éramos más privilegiados y 

hacíamos las mejores y más veloces carretas. En 

ocasiones nuestra ingeniería no era tan buena, y se nos 

113

destrababan las llantas o se nos desquebrajaban durante 

la carrera. 

Al igual que los demás juegos, la corrida en carretas 

pasaba de moda después de pocas semanas, y luego nos 

dedicábamos a practicar otros juegos típicos de la 

campiña salvadoreña. 

El ladrón librado era otro de los juegos más populares 

entre los cipotes del caserío Piedras Calientes. Este 

consistía en organizar dos grupos con la misma 

cantidad de participantes. El grupo que perdía en la rifa 

le tocaba huir. El otro grupo se dedicaba a buscar a los 

fugitivos. Cuando se capturaba el primer fugitivo se 

tenían que quedar unos dos del equipo perseguidor 

vigilando al prisionero, para evitar que lo vinieran a 

liberar los demás compañeros que andaban huyendo y 

que eran perseguidos. 

Después de los juegos de ladrón librado quedábamos 

bien sudados y nos quedaban las marcas de las uñas de 

los que nos perseguían o los perseguidos. El juego 

generalmente lo hacíamos al atardecer, pero en 

ocasiones cuando había luna llena, durábamos jugando 

hasta por la noche, o hasta que el cansancio nos vencía. 

Ladrón librado pasaba de moda y continuábamos con el 

juego de parches de cera. Luego venían las tardes de 

juegos de fútbol, el juego de mármoles y la caza de 

luciérnagas y murciélagos. Los murciélagos que 

capturábamos o dejábamos heridos con golpes de 

ramas, tratábamos de revivirlos dándoles de fumar un 

cigarro chuña. Los cipotes nos divertíamos viendo como 

los pobres animales inhalaban el humo, sin saber si les 

gustaba o lo hacían por miedo u otra razón. 

114

En otras ocasiones durante el día, nos dedicábamos a 

perseguir pájaros, especialmente senzontes bobos y 

pijuyos totocones, los cuales no eran muy habilidosos 

para volar. Los perseguíamos entre varios vichos hasta 

que ya no podían volar de cansados, luego los 

agarrábamos y los dejábamos ir. 

En el verano también jugábamos a los trinquetes, los 

cuales eran muy divertidos y peligrosos. Este juego 

consistía en sembrar un palo de madera sólida como de 

un metro de altura en el centro del Plancito. Luego se 

conseguía un palo de unos cuatro metros de largo de 

guarumo viejo, para que fuera más resistente. Al palo de 

guarumo le hacíamos un hoyo en la mitad, luego lo 

insertábamos en el que estaba sembrado, quedando 

como una hélice. Para lograr mas velocidad, al palo que 

estaba sembrado fijamente, le echábamos jabón de 

aceitunas de lubricante. En cada extremo del palo de 

guarumo se le abrían dos hoyos pequeños para ponerle 

dos púas para que se sujetaran los cipotes que se iban 

ha dar vuelta. Luego alguien le daba vueltas al palo lo 

más rápido que fuera posible. En algunas ocasiones el 

palo de guarumo se quebraba y los pasajeros salían 

disparados en el aire. Por suerte, ninguno de los bichos 

resultó herido seriamente. 

Otro juego que practicábamos era el salta brincas, el cual 

consistía en saltar obstáculos, los cuales hacíamos de 

palos con ganchos en el extremo superior, con un palo 

horizontal uniendo ambos ganchos en forma de portería 

de fútbol. La altura del palo se iba incrementando hasta 

que ya no había nadie capaz de saltarla sin tirar el palo 

horizontal. 

115

Una vez más llegó el mes de febrero con sus exigencias 

educativas. La hora de cursar octavo grado había 

llegado. Ese era el grado más difícil, según las 

aseveraciones de todos los que habían estudiado en el 

pueblo y del vereco de Celestino, quien era el único de 

Piedras Calientes que había terminado noveno. 

Ese año, además de oír las canciones rancheras 

mexicanas y las radionovelas, también mexicanas, 

comenzamos a ponerle más atención a las noticias en la 

radio. 

Ese año viajé solo a Chalate, antes de llegar a la ciudad 

había un retén de la guardia nacional, que estaba 

pidiendo los papeles y revisando los bultos que llevaba 

la gente. Después de habernos registrado, los 

pasajeros del bus comentaban que la guardia estaba 

registrando los buses porque andaban buscando 

guerrilleros que se estaban viniendo de San Salvador 

para Chalate. 

El incidente pasó casi desapercibido para mí. La 

emoción de ir a octavo grado era más fuerte que 

cualquier otro acontecimiento que aún no entendía del 

todo. 

Llegué a Chalate y solamente fui a visitar los abuelos 

por una hora, compre los libros y regresé a Piedras 

Calientes en el penúltimo bus. El retén en la salida de 

Chalate aún estaba revisando la gente que entraba y 

salía del pueblo. Ellos decían que solo era una cosa de 

rutina, porque andaban buscando a unos muchachos 

que eran ladrones. 

Las clases de octavo grado comenzaron la semana 

siguiente, e igual que en los años anteriores, las 

caminatas bajo el sol inclemente y las fuertes lluvias 

siguieron castigándonos constantemente. Ese año se 

116

matricularon en la escuela más muchachos de Las 

Limas, entre ellos: Bulinche, El Chele Mico, Solín y El 

Chillo. 

El año trajo muchos acontecimientos a Las Flores; 

acontecimientos que posteriormente cambiarían para 

siempre las vidas de todos los habitantes, no solo del 

pueblo sino de todo el país. 

En los primeros meses del año comenzaron a llegar a 

Las Limas personas que no eran de allí. Ellos se reunían 

en algunas casas y luego en lugares públicos como en la 

glorieta. Según los rumores, se decía que era gente de la 

Unión de Trabajadores del Campo —UTC— Varios en 

Las Limas ya se estaban uniendo a ellos. 

Para ese año se comenzaron a oír muchas noticias de 

bombazos y balaceras que sucedían en San Salvador. La 

gente de Las Flores decía que eran estudiantes que no 

querían al gobierno y que eran comunistas. Don Chicho 

nos decía que mejor no oyéramos las noticias de la 

radio, porque a lo mejor eran mentiras o porque eran 

muy alarmantes. Ese año fue uno de los más duros en la 

escuela y al mismo tiempo uno de los más divertidos. 

Toda la plebada de Las Limas eran compañeros de clase. 

La mayoría de ellos, como El Chele Mico, Solín y Saúl, 

eran más viejos que el resto de los de la clase y no le 

tenían miedo a don Chicho. En cualquier momento 

hacían actos de rebeldía en el salón de clase. El piso no 

estaba en muy buenas condiciones, varios ladrillos 

estaban flojos y otros ya desprendidos. En varias 

ocasiones cuando estábamos en la clase de don Chicho, 

los limeños agarraban un ladrillo de los que ya estaban 

arrancados y lo tiraban en el pequeño pasillo que estaba 

entre las líneas de pupitres o sobre algún pupitre que 

estaba vacío. Don Chicho reaccionaba muy enojado, 

117

pero contenía su ira, limitándose a decir que esa no era 

conducta de estudiantes y que respetaran a los demás 

de la clase. Los limeños decían que ese año no iban a 

dejar que nos agüevara o nos castigara, porque las cosas 

estaban cambiando y que los profesores eran para 

educar y no para castigar a los alumnos; si no que 

fuéramos a San Salvador para que nos diéramos cuenta 

como las cosas estaban cambiando en el país. 

Veintidós años antes del segundo milenio, ya no era 

secreto que en Las Limas muchos estaban organizados 

en la UTC. Solín era uno de los que había tomado la 

cosa más en serio. Él se había convertido en el 

representante de la organización en el cantón. 

Cada día que pasaba se oían noticias en la radio sobre 

las acciones de las organizaciones populares en todo el 

país. También supimos que en Las Vueltas, Arcatao y 

todos los cantones ubicados al norte del Cerro de la Bola 

se estaban organizando. En Las Limas los ya 

organizados realizaban mítines frente al tanque, en la 

glorieta y en casas particulares. Allí llegaban unos 

señores que decían ser religiosos, quienes le hablaban a 

la gente de vivir mejor y sobre los derechos de los 

campesinos a conquistar una vida mejor. Según ellos, si 

se derrotaba el gobierno existente y se instalaba un 

gobierno popular, cada uno de nosotros iba a tener por 

lo menos una vaca, tierra propia para trabajar, 

préstamos, mejores escuelas y clínica de salud, entre 

otras cosas. 

Cuando había mítines en Las Limas, Solín siempre que 

miraba a alguien conocido le pedía que se quedara a oír 

lo que estaban hablando, porque era importante, según 

él. 

118

Recuerdo que una vez realizaron un mitin en el caserío 

El Palo Verde, en el potrero frente a la escuela donde fui 

a primer grado. 

Varios de Piedras Calientes fuimos a curiosear, y 

cuando estábamos allí, comenzó a sobrevolar un 

helicóptero verde. La máquina pasó un par de veces y 

luego se fue. Para entonces ya se había formado la 

defensa paramilitar en Las Flores, los cuales 

acompañaban a la guardia nacional en todas sus 

acciones de represión del movimiento que recién 

tomaba apogeo. A finales de agosto comenzaron a pasar 

por el pueblo las primeras marchas de protesta de los 

campesinos que ya estaban organizados. Pasaban 

gritando consignas y llevaban grandes mantas con 

letreros alusivos a sus peticiones. En sus cebaderas y 

mochilas llevaban agua, comida y otras provisiones. 

Para esos días llegó a Las Flores un muchacho que 

estudiaba en la capital. Él estaba recién operado porque 

le habían pegado un balazo en una marcha en San 

Salvador, y una gran cicatriz en el estomago era la 

evidencia del percance. 

La Curcucha fue una de las primeras muchachas de Las 

Limas que comenzaron a participar en los mítines. Otras 

dos muchachas del cantón Los Amates y dos hijas de 

don Emeregildo, quien vivía en una casita aislada entre 

los cerros, en el camino entre Las Flores y el cantón Los 

Amates, cerca de La Posa del Guacal, también se habían 

visto participando activamente en las marchas de 

protesta. 

Con una situación política que comenzaba a 

deteriorarse, terminó el año escolar. Pasamos a noveno 

grado, lo cual casi era un sueño hecho realidad y un 

119

triunfo grande para todos. En Piedras Calientes, los 

otros dos vichos y yo éramos los más estudiados. Todos 

nos preguntaban cosas y pedían sugerencias sobre 

algunos asuntos que requería algo de matemática o 

escribir alguna nota. La gente llegaba a nuestras casas 

para que le ayudáramos a hacer cuentas y para 

escribirles cartas con letra más bonita y con menos 

errores ortográficos. Era de opinión generalizada que 

nosotros podíamos conseguir un buen trabajo en San 

Salvador después de terminar noveno grado. 

En una ocasión recibí la petición de escribir un 

mensajito de amor y propuesta de matrimonio de parte 

de alguien de Piedras Calientes para su enamorada que 

vivía en El Palo Verde. 

—Mire Güito, quiero que miayude a escribirle una 

cartita cachimbona a la Lichita del Palo Verde. Pero 

tiene que prometerme que no levacontar a nadie, 

porquella ya me dijo que sí, pero como somos penosos 

los dos, no nos gusta que la gente sepa que somos 

novios. 

—Está bueno Tito, yo no le voya contar a nadie. ¿Como 

qué le gustaría que le ponga en el papelito pa’ su novia 

pues? 

—Uste quesestudiado invéntese algo chivo y con letra 

bonita. Yo quiero que le ponga que quiero que nos 

casemos, y que si me dice que sí, que yo me comienzo 

alistar comprando más cositas pa’ mi casita; y también 

póngale que si no quiere casarse, que me diga siestá 

diacuerdo que me la robe. Ella ya sabe que yo tengo mi 

terrenito en las faldas del cerro del Garrobo, y ya conoce 

mis tres vaquitas. Fijese quiuna vez, hace poquito, la 

120

invité a ordeñar la vaca parchada, y ella fue conmigo al 

potrero. Viera que bonita se miraba la Lichita bien 

apucuyadita jalándole las tetas a la vaca. Y diultimo 

póngale que yo yestoy listo pal matrimonio desdiace 

dillas. 

Estimada Lichita: 

Le escribo este papelito pa’ saludarla y decirle que la 

quiero mucho y que miacuerdo de usté todos los días y 

todas las noches. Uste’s la muchacha más bonita de 

todas Las Flores y del Palo Verde. En todas partes que 

voy ando pensando en usté, y siempre cargo bien 

cuidadito en mi bolsa el pañito azul que me dio en las 

cortas en Tierra Virgen el año pasado. Siacuerda que allí 

nos dimos cuenta que nos caíamos bien, y comenzamos 

a hablar a escondiditas a la orilla del cañal debajo del 

palo de ceiba. Cada vez que puedo me saco el pañito de 

la bolsa y lo toco con suavidá, y me figuro que son sus 

manos y su carita blanquita y chapudita questoy 

tocando. 

El domingo pasado fui cerca de su casa con la idella de 

verla, pero no tuve valor de llegar porque me dio pena 

de que me viera su mamá o su papá. Por eso le pedí a 

Chepito Ilusión que me escribiera esta notita para usté. 

Chepito mia prometido que no le va contar a nadie lo de 

nosotros, y porueso es que la letra está mas bonita y 

limpita, no como la milla. 

Tambien quiero decirle que pa’la fiesta de marzo en el 

pueblo, uste se miraba muy bonita con el vestidito 

amarillo largo y los zapatos negros de tacón alto 

quiandaba. Parecilla la reina del pueblo usté Lichita. Yo 

me sentilla celoso cuando los demás hombres la 

121

miraban y le tiraban piropos. Pero yo vi quiuste no les 

hacilla caso, y eso si que me gustó mucho. 

Después de lo anterior paso a lo siguiente: 

Lichita, yuestoy muy enamorado diuste, y uste ya sabe 

que yo la quiero mucho y que no miaguanto las ganas 

de que nos casemos. Yo sé que nosotros nuemos 

hablado nada desto todavilla en serio, pero con este 

mensajito quiero que sepa que yo quiero que nos 

casemos lo más pronto posible. Siuste me dice que sí, yo 

le puedo pedir a don Beto, el papá de Chepito, que es 

gran amigo millo, que miayude con lo dir a pedirle la 

mano a su papá. 

Uste ya sabe que ya tengo mi casita lista, mi terrenito 

paracer milpa y tres vacas lecheras, pa’que juntos 

podamos hacer nuestra familia. También, siuste me dice 

que sí, yo tengo unos ahorritos del pistiyo que me gané 

el año pasado en las cortas de café, ese nos va servir 

pa’comprar las cositas para quiusté pueda moler el 

mais, jalar el agua, barrer, cocinar y planchar. 

Como el año pasado me fue bien con la cosecha, 

también tengo la troja bien llena de mais y maicillo, y 

suficientes frijoles pa’más diun año. Y como uste ya sabe 

ordeñar, hacer cuajada, queso, mantequilla y requesón, 

todo vaser mas facilito cuando vivamos juntos. 

Si Dios quiere quiuste me diga que si, yo mialisto parel 

casamiento. También quisiera saber que si no nos 

podemos casar, siuste esta dispuesta a que yo me la 

robe. Si me la tengo que robar solo miavisa cuando se 

puede escapar de la casa, pa’yuirmela a trer. Yo la 

puedo esperar detrás del cerco de piedra, allí por la 

mata de achote, y uste siase como que va ponde la ñora 

Celia a comprar algo en la tiendita. A yo me gustarilla 

mas si nos casáramos por la iglesia, pa’que no tengamos 

problemas con su papá después, pero también estoy 

122

dispuesto a robármela siuste no quiere que nos casemos 

o si sus papás dicen que no. 

Lichita, por favor contésteme lo más prontito que 

pueda, porque yo ya me figuro viviendo con usté. Vaver 

que vamos a ser bien felices. Yo yasta miro nuestros 

cipotillos corriendo por el corrededor de la casa 

siguiendo los pollos, y uste detrás dellos siguiéndolos. 

Yo ya me figuro comiéndome las tortillas calientitas 

quiuste hace todos los dillas, y me la figuro 

esperándome con una sonrisota en el patio de la casa 

cuando yo venga de la milpa. 

Vaver que todo vacer muy bonito cuando vivamos 

juntos Lichita. 

Chepito Ilusión dice que siuste necesita ayuda pa’ 

escribirme un papelito con la respuesta, quialli en El 

Palo Verde la Sofilla Sosa es buena pa’escribir, y ella le 

puediayudar. 

Voyestar esperando su respuesta lo más pronto posible. 

Lito Henríquez Guardado. 

Con el fin del año escolar llegó también el verano. Los 

palos de mangos y de jocotes comenzaron nuevamente 

a darnos sus deliciosos regalos. Sus ramas comenzaron a 

llenarse con sus apetecidos hijos verdes. A diferencia de 

otras épocas, nadie de Piedras Calientes fue a las cortas 

de café ese año. El verano fue más largo y aburrido que 

nunca. De acuerdo con las noticias en la radio y las 

traídas por algunos que viajaban ocasionalmente a San 

Salvador, la situación política se estaba poniendo difícil 

en varias ciudades del país. En San Salvador 

continuamente había grandes marchas, huelgas y 

balaceras entre militares y guerrilleros. 

123

Mucha gente organizada de Las Limas ya estaba en 

plena acción; algunos de ellos los habían visto en 

mítines en otros pueblos y cantones, pero la guardia 

nacional y el ejército aún no habían comenzado a 

perseguirlos con tanta intensidad. 

Ese año nadie le encargó a mi papá la construcción de 

alguna casa de adobe, por lo que aprovechamos el 

tiempo para recoger leña y para buscar otras formas de 

conseguir dinero para comprar fertilizante para la 

milpa. Sin haber podido ir a las cortas de café a ganar el 

dinero que tradicionalmente nos permitía cubrir varios 

gastos durante el año, la situación era mucho más difícil 

para todos los de Piedras Calientes. 

Ese verano tuvimos más tiempo para hacer otras cosas, 

y las tardes eran más largas, por lo que era necesario 

buscar como entretenernos. Toño Mulquite, el vecino 

de mi abuelo Pedro, comenzó a llegar con más 

frecuencia al Plancito, y él era famoso por saber muchas 

pasadas y le gustaba contarlas cada vez que tenía 

audiencia de varios cipotes y cipotas. 

Los cipotes comenzamos a pedirle a Toño Mulquite que 

nos contara sus historias, y él tomó muy en serio la 

contada de pasadas. Toño se sentaba en una piedra a la 

orilla del Plancito y varios cipotes nos sentábamos en el 

suelo a su alrededor sosteniéndonos la quijada con las 

dos manos mientras oíamos sus relatos. 

—Fijense vichos quel año pasado cuando Chepe 

Chusudo y yo andábamos pescando en la Chorrera del 

Guayabo, nojotros ya liabillamos echado chingaste a las 

hornillas, y cuando fuimos a chequiar pa’ver si habilla 

pescado comiéndoselchingaste,...no van a crer que salen 

124

dos caballotes blancos bien cholotones corriendo cabal 

encima dionde nosotros habillamos hecho las hornillas. 

Nojotros dijimos: ve que caballos hijos de puta, hoy si se 

cagaron en nojotros; yespantaron toduel pescado, y no 

vamos agarrar nada por culpadellos. Pero vanacrer que 

cuando nos fuimos a ver, las hornillas estaban como si 

nada habilla pasado. El agua estaba bien limpita, y 

habillan varias mojarras, platiadas y guapotes; y hasta 

bagres estaban comiéndose el chingaste de mais que les 

habillamos echado. Nojostros rapidito tiramos las 

atarrayas, y agarramos un cachimbue pescado en el par 

diornillas. Después cuando yestabmos en lo seco, 

nojotros nos pusimos a pensar en lo quiabilla pasado 

con los caballos, y nos dió una gran culillera, y nos 

juimos bien chipustiados de allí en el cayuco. Nos 

fuimos remando bien rápido, como si nosiba siguiendo 

el mero lucifer. —concluyó Toño Mulquite. 

Llegó el tiempo de cortar el maicillo, y con ello todas las 

incomodidades que causaba dicha cosecha. Ese año, mi 

papá y Bonerge hicieron una milpa juntos. La milpa 

quedaba como a una legua de Piedras Calientes, cerca 

de La Posa del Guacal. En la época de cortar maicillo, la 

situación política se comenzó a complicar bastante más 

en Las Flores y demás pueblos del norte de Chalate. 

En la carretera hacia Las Flores, en la curva que todos 

conocíamos como Los Liones, ubicada antes de llegar a 

Las Limas cuando se viaje de la ciudad de Chalate, don 

Manuel Urbina descubrió entre unos matorrales el 

cadáver de un hombre que ya estaba descompuesto. 

Don Manuel reportó al puesto de la guardia nacional de 

Las Flores dicho descubrimiento, pero ellos no se 

sorprendieron y dijeron que probablemente era alguno 

125

de los guerrilleros que andaban por allí, que lo 

enterraran para que no siguiera oliendo, y así quedaría 

resuelto el problema. 

El verano fue muy largo y poco excitante. Todos los 

cipotes de los cantones de Las Flores no nos divertimos 

igual que los años anteriores. En la época de Navidad 

no se reventaron cuetes, como siempre lo hacíamos, 

porque la guardia nacional prohibió que se reventaran. 

Ellos dijeron que quien reventara cuetes lo iban a echar 

preso, o que hasta algo peor le podía pasar. La guardia 

nacional informaba de forma no convencional, por 

medio de habitantes cercanos a su cuartel que había 

guerrilleros armados por todos lados y que podían 

aprovechar la oportunidad para llegar a atacarlos si la 

gente reventaba pólvora durante las celebraciones. 

Debido a que no fuimos a las fincas a cortar café, ese 

año fue más difícil para comprar los materiales 

necesarios para la escuela. Sin embargo, todos hicimos 

lo que estaba a nuestro alcance para adquirir lo que 

necesitaríamos para culminar nuestra educación básica. 

Yo vendí un marranito que tenía engordando, y con ese 

dinero pude comprar los libros de noveno grado, un 

pantalón, una camisa y un par de zapatos burros, para el 

uniforme, y demás materiales escolares. 

El año escolar comenzó con una normalidad aceptable. 

Todos los que pasamos a noveno grado asistimos a 

clases nuevamente. Ese año la cuesta del Amatillo fue 

más dura para subir. Nos tocaba caminar sobre sus 

angostos y pedregosos caminos al mediodía, cuando el 

sol estaba más caliente y la humedad nos hacía sudar 

con más facilidad. 

El tiempo seguía su curso, y la celebración de la fiesta de 

marzo llegó una vez más. A diferencia de los años 

126

anteriores, solo llegaron dos voladoras pequeñas y un 

juego de argollas y lotería. Casi nadie de Piedras 

Calientes estrenó ropa y zapatos, y muy poca gente hizo 

tamales, pan y marquesotes. La emoción de la llegada 

de la fiesta en honor a San José siempre se mantuvo, 

pero todo fue totalmente diferente. La guardia nacional 

estaba registrando cada uno que salía o pasaba por Las 

Limas. Al grupo que íbamos de Piedras Calientes nos 

hicieron ponernos contra el cerco de piedra que rodeaba 

la casa de los Urbina y nos registraron a todos, 

incluyendo a los cipotes que íbamos en el grupo. A 

algunos les dieron patadas y luego nos dejaron ir 

para la fiesta. 

A diferencia de otros años no hubo muertos ni heridos 

durante la celebración. La gente tenía miedo de portar 

armas pues la guardia registraba en todas partes, y si le 

encontraban un arma, aunque fuera una navaja, 

acusaban al portador de ser guerrillero, y las 

consecuencias eran fatales. Después de terminar la 

celebración, los juegos mecánicos, que nosotros siempre 

llamábamos ruedas, se fueron rápidamente. El pueblo 

quedó con un silencio entristecedor que nunca antes se 

había sentido. 

En los días venideros ya no hubo más alegría en el pueblo. 

Debido a la situación conflictiva, el reclutamiento de 

jóvenes para unirse tanto del ejército gubernamental 

como a las fuerzas insurgentes era bastante intenso. 

A mediados del año escolar, muchos que venían de 

lugares aún más lejanos que Piedras Calientes dejaron 

de asistir a clases por miedo. La situación política se iba 

poniendo más complicada cada día que pasaba en todos 

los pueblos de Chalatenango. 

127

Cuando estábamos en la escuela mirábamos que la 

guardia de Las Flores pasaba frecuentemente hacia La 

Aldea Vieja, un cantón al noreste de Las Flores, donde la 

mayoría de sus pobladores se habían organizado para 

participar activamente en la pretendida revolución que 

estaba naciendo. Muchos de los habitantes del cantón 

ya andaban huyendo, por lo que casi todas las casas 

habían sido abandonadas. Según nos contaba un 

miembro de la defensa civil, quien vivía en la casa 

próxima a la escuela; a todos los de La Aldea Vieja los 

consideraban guerrilleros. Él y su familia se vinieron 

para Las Flores porque los querían matar por no querer 

participar en las actividades de la guerrilla. 

El nefasto miembro de la defensa civil contaba que ellos 

iban junto a la guardia nacional a los cantones donde 

sospechaban que había gente organizada y se 

disfrazaban de guerrilleros; y que cuando lograban 

reunir alguna cantidad de gente los mataban a sangre 

fría. 

Solín comenzó a llegar a la escuela con una escuadra 

cuarenta y cinco. A pesar de que la llevaba bien 

escondida, algunos ya se la habíamos visto. Él nos pidió 

que no le dijéramos a nadie que él andaba armado. 

Cuando le preguntábamos para que llevaba su pistola, 

nos decía que era de un amigo y que se la había dejado 

para que se la guardara, y que no le gustaba dejarla en 

su casa. 

A comienzos de junio de mil novecientos ocheta, la 

situación se puso mucho más difícil. Un día que 

veníamos de la escuela, miembros paramilitares de la 

defensa civil acababan de asesinar a un hombre de la 

Aldea Vieja, al cual acusaban de ser guerrillero. Cuando 

128

nosotros íbamos para la casa por la tarde, ellos todavía 

estaban donde habían matado al hombre. El que lo mató 

fue un cipote que también era de la Aldea Vieja, quien 

tenía como diecisiete años y era el más criminal de los 

paramilitares. 

Según versiones de gente del pueblo, ese cipote siempre 

pedía que lo dejaran matar a alguien que capturaban. Él 

decía que su carabina era su única amiga y fiel 

protectora. En esa ocasión los asesinos habían matado a 

su victima a machetazos. Cuando nosotros pasamos por 

donde estaba el cadáver, los asesinos nos ofrecían los 

machetes y decían que le diéramos machetazos, que no 

fuéramos maricones, que aprendiéramos a matar 

guerrilleros comunistas. Por suerte no insistieron tanto y 

nos fuimos aterrorizados para Piedras Calientes y Las 

Limas. 

Después de ese incidente nuestros familiares ya no nos 

querían dejar ir a la escuela. Mi mamá y las de los 

demás cipotes tenían mucho miedo. Nosotros también 

teníamos mucho miedo, pero queríamos terminar 

noveno grado a cualquier costo, pues ya faltaba muy 

poco tiempo para que terminara el año escolar. Pocos 

días después, la guardia nacional comenzó a buscar 

gente de la que ya estaba organizada en Las Limas. 

Algunos de ellos, los más comprometidos, ya se habían 

incorporado al movimiento armado. Solín y la Curcucha 

ya no siguieron asistiendo a la escuela. A los pocos días 

supimos que andaban con los grupos armados en la 

zona de Los Amates. 

Los de la defensa civil y la guardia nacional pasaban 

patrullando muy seguido por todo el pueblo, los 

cantones y caseríos. Siempre andaban deseando 

129

encontrarse con los guerrilleros, para ver si eran 

vergones para peliar, según ellos decían. 

A comienzos de julio pasó un acontecimiento que 

estremeció todos los pobladores de Las Flores. En la 

milpa de Chaneco, uno de los miembros de la defensa 

civil, quien vivía en Las Limas, mataron a cinco 

muchachos de la familia que eran mejor conocidos como 

Los Chocoyos, quienes vivían cerca de Piedras 

Calientes. 

Cinco muchachos de Los Chocoyos habían ido a 

desyerbar la milpa de Chaneco, pues él ya no podía ir 

porque ya era blanco seguro de la guerrilla. 

La milpa estaba ubicada en uno de los cerros que rodean 

los cantones de Las Flores, cerca de La Lagunita. Esa 

área es bastante remota y era un buen lugar para 

transitar para la guerrilla. Era obvio que entre los que 

pasaban por la zona de la milpa había algunos de Las 

Limas que ya andaban organizados, quienes sabían a 

quien pertenecía dicha cosecha. Los cinco muchachos 

fueron asesinados a balazos. Todos ellos quedaron 

exactamente en el lugar donde se encontraban 

desyerbando. Todos los cadáveres quedaron en línea, 

con sus rostros destrozados por las balas. 

El asesinato había sido realizado en la mañana, como a 

las diez. La matanza probablemente fue realizada por 

miembros de las Fuerzas Populares de Liberación — 

FPL— que era la organización guerrillera que 

predominaba en presencia militar en el área de 

Chalatenango. El día de la matanza nosotros fuimos a la 

escuela pues aún no sabíamos en Piedras Calientes a la 

hora que partimos hacia el pueblo. Fue hasta que 

llegamos a Las Limas que supimos de la matazón. Allí 

nos aconsejaron que no fuéramos a la escuela porque los 

130

de la defensa civil y la guardia estaban muy bravos y al 

rato iban a pasar por Las Limas matando gente en 

venganza. A pesar de la recomendación, seguimos hacia 

Las Flores, pues aún no percibíamos la dimensión del 

riesgo. Después de pasar por las últimas casas de Las 

Limas, comenzamos a oír algunas ráfagas de fusiles G-3 

y tiros de carabinas, los cuales ya habíamos aprendido a 

identificar por los sonidos característicos de cada arma. 

Toño, Jorge, Nilson y otros cipotes continuamos 

caminando hacia el pueblo. Oír balazos ya era usual y 

parte de las actividades a las cuales estábamos 

acostumbrándonos. 

Cuando íbamos bajando por la cuestesita de la 

quebradona, antes de llegar a Las Flores, oímos varios 

balazos en el patio de la casa de don Daniel Henríquez. 

En ese momento la guardia nacional y los paramilitares 

acababan de asesinarlo. Nosotros seguimos nuestro 

camino con serenidad, desconfianza y ya con miedo. 

Para nuestra sorpresa, al llegar a la quebrada, venía un 

guardia que parecía traer el diablo adentro. De repente 

nos vio y nos dijo: 

—Hoy los vua a matar a ustedes vichos hijos de puta, 

ustedes son guerrilleros también cerotes. 

El guardia se puso el fusil al hombro para dispararnos, 

pero aparentemente ya no tenía balas en el cargador 

pues cuando iba a dispararnos el aparato no funcionó. 

Esos segundos fueron los más largos de mi existencia. 

Yo sentí mi cuerpo vacío y la respiración parecía 

extinguirse. Sentí que mis flacas piernas no tenían 

energías para sostenerme; cerré los ojos y me consideré 

muerto. En ese par de segundos, como por milagro, 

131

apareció Chaneco pocos pasos atrás del guardia que 

intentaba dispararnos. 

—No, no vayas a matar los cipotes —le gritó—esos 

cipotes son de Piedras Calientes, yo los conozco bien, y 

ellos no se meten con nadie en ese caserillo. No ves que 

dialli son los muchachos que me mataron en la milpa. 

El grito de Chaneco pidiéndole al asesino que no nos 

matara fue como el detonante que me hizo despertar 

del susto de la muerte. Chaneco nos acompañó hasta 

que pasó el último de los que andaban haciendo "la 

barrida," como ellos le llamaban al hecho de ir a asesinar 

la gente que se identificaba ideológicamente con el 

movimiento guerrillero. 

Llegamos al pueblo. Nos fuimos a tomar agua al chorro 

próximo al palo de amate, y nos sentamos un rato en el 

borde de la cancha de baloncesto. No le dijimos a nadie 

del incidente. Las clases fueron irregulares, lo cual ya se 

había vuelto común. La guardia y los de la defensa civil 

siguieron con la barrida hacia Las Limas. Allí se 

dedicaron a buscar a todos los que sabían que estaban 

organizados. Muchos de ellos no sabían lo que había 

pasado pues estaban en sus milpas. Los que supieron y 

se sentían más comprometidos, huyeron a tiempo y no 

los hallaron. Entre los asesinados en la barrida estaban 

el papá y un par de hermanos de la Curcucha y otros 

que solamente eran familiares de algunos que estaban 

organizados. 

Cuando regresamos de la escuela a Piedras Calientes, 

comenzaba a oscurecer. En ese momento, varios del 

caserío y otros del Palo Verde venían bajando con los 

cadáveres de los cinco asesinados. A cada uno lo traían 

132

en una hamaca sujeta a una vara de bambú de ambos 

lados, el cual era el mismo método para transportar 

heridos y enfermos por los caminos irregulares de los 

cantones entre dos cargadores. Sus cabezas 

semidestruidas, totalmente ensangrentadas, colgaban de 

las hamacas, presentando una imagen aterradora. La 

cabeza de uno de los muertos rozaba ligeramente el 

pecho de Pancho, quien junto a Herman, venía cargando 

a Moncho, uno de los asesinados. 

Después de dejar los cadáveres en sus casas, todos 

regresaron a Piedras Calientes. Para entonces, el miedo 

era muy grande entre nosotros; nadie fue al velorio de 

las primeras víctimas más cercanas a Piedras Calientes. 

Los familiares de las casas vecinas fueron los únicos que 

estuvieron velando a los muertos brevemente. El día 

siguiente comenzaron a recoger los demás muertos en 

las milpas de Las Limas y sus alrededores. En el 

cementerio hicieron un gran hoyo y allí metieron más de 

trece cadáveres, incluyendo los que había matado la 

guardia y la defensa civil. A partir de entonces la 

situación de seguridad y sobrevivencia se tornó más 

complicada en Las Flores. Después de que mataron a 

los Chocoyos nadie siguió yendo a trabajar a las milpas. 

Ese año no se hicieron maicilleras ni frijolares. En 

Piedras Calientes se seguía manteniendo el calor 

fraternal entre los que allí habitábamos. En esos días 

todo mundo se iba temprano del Plancito para sus 

casas. Las jugadas de naipes era el pasatiempo más 

importante que seguíamos manteniendo para disimular 

el temor y la zozobra durante el día. Generalmente todo 

mundo estaba pendiente de la cuesta del Amatillo y de 

los otros caminos que bajaban de los cerros, pues desde 

allí se miraba cualquiera que venía para el caserío. En 

133

muchas ocasiones mirábamos que bajaban grupos de 

soldados o guerrilleros, pero pocas veces pasaban por 

Piedras Calientes. Cada vez que mirábamos grupos de 

siluetas oscuras bajar por los caminos, deshacíamos las 

reuniones en El Plancito y cada uno se iba para su casa. 

En varias ocasiones pasaban por el caserío por la noche 

grupos de gente que andaba huyendo. Los niños 

lloraban de hambre y de enfermos, se percibía que 

andaban con gran pánico y desesperación. Yo siempre 

espiaba por la ventana que estaba en el cuarto donde 

dormía. Desde allí miraba las largas filas de mujeres, 

niños y hombres que pasaban tomando agua por el 

chorro del Plancito, tratando de hacer el menor ruido 

posible. En otras ocasiones pasaba el ejército o la 

guardia. Para suerte de nosotros nunca pasaron 

abriendo las casas o matando gente de Piedras 

Calientes. 

En el caserío teníamos la reputación de no meternos con 

nadie, cosa que nos había dado cierta protección contra 

ambos bandos, especialmente contra el ejército. Para 

entonces, la guardia de Las Flores ya había hecho 

obligatorio que los hombres que habían quedado en Las 

Limas y que no estaban organizados, los de las casas 

cercanas al pueblo y los del pueblo, tenían que ir a 

prestar vigilancia al cerro que estaba enfrente de su 

cuartel, conocido como Cerro el Gallo . A los de Piedras 

Calientes no nos obligaban porque estaba muy lejos y no 

había miembros de la defensa civil del caserío. 

El año escolar terminó dos meses antes de lo normal. Sin 

ningún acto de celebración nos dieron el certificado que 

nos acreditaba el haber pasado noveno grado y el fin de 

la educación básica, lo cual nos convertía en los más 

educados del Piedras Calientes. 

134

Ese fue el verano más largo de nuestras vidas en 

Piedras Calientes. Las actividades rutinarias del verano 

habían sido fortuitamente interrumpidas. La escasez de 

granos básicos, medicinas y otros utensilios comenzó a 

afectarnos a todos en Piedras Calientes, Las Flores y 

todos sus cantones. Nuestra ya pobre dieta alimenticia 

comenzó a sufrir más estragos. Casi todas las familias 

comenzamos a comer solamente dos veces al día. 

El temor a salir a buscar alimentos a los lugares 

tradicionales hacía más difícil la situación. Los juegos de 

naipe siguieron siendo la diversión número uno. Las 

demás diversiones no las practicábamos por miedo a 

hacer ruidos o porque era necesario alejarse un poco del 

Plancito y del caserío. Mantenernos lo más unidos 

posibles era muy importante para sobrevivir la 

situación. Poner atención a los ladridos de los perros, a 

la cuesta del Amatillo y las faldas de los otros cerros y 

lomas para detectar el peligro de la presencia ya fuera 

de los guerrilleros o del ejército, era muy importante. 

Cuando detectábamos la presencia de ellos, cada uno 

se iba a su casa, a rezarles a los santos para que no nos 

pasara nada. 

Cada día que pasaba había más pobreza y miedo. Los 

que tradicionalmente no hacían suficientes milpas 

fueron los primeros en sufrir los más duros estragos de 

la escasez. La pila del Plancito comenzó a ser testigo 

mudo de la falta de maíz. Todas las mujeres 

comenzaron a llevar menos cantidades de maíz a lavar 

en ella. La mayoría de pobladores del caserío comenzó a 

hacer tortillas de maicillo; lo cual reflejaba crisis y peores 

condiciones alimentarias. Ese fin de año no hubieron 

cuetillos ni buscaniguas para reventar. Todo mundo 

135

quería estar lo más callado posible para evitar llamar la 

atención; además, era prohibido y nadie tenía dinero. 

Aunque para entonces el dinero ya no servía de mucho, 

pues ya no había nada para comprar. 

La aflicción y las crecientes necesidades condujeron a la 

gente de Piedras Calientes a actuar con más unidad; 

hasta algunos pequeños cambios positivos se dieron. 

Los muy pocos hombres del caserío que eran apáticos a 

reunirse con la mayoría, se integraron a las reuniones 

matadoras de tiempo en El Plancito. 

Después de la más triste Navidad en Piedras Calientes, 

continuó el suplicio. 

Todos los días en la mañana nos despertaban los 

papayasos que disparaba el ejército desde La Sierpe, en 

las afueras de la ciudad de Chalatenango, a veinte 

kilómetros de distancia, en el costado sudeste de la 

ciudad. Las gigantescas balas pasaban zumbando en 

medio de las nubes más bajas que cubrían Piedras 

Calientes. Cuando el día era muy claro, hasta podíamos 

ver como si fuera un fantasma la silueta de las bombas 

asesinas que pasaban surcando el horizonte, hasta que 

finalmente estallaban en los alrededores de Los Amates, 

Nueva Trinidad y Arcatao. 

Los ataques de la guerrilla al puesto de la guardia de 

Las Flores también nos sorprendían a cualquier hora de 

la noche o del día. En Piedras Calientes, El Plancito 

quedaba desolado a las seis de la tarde, cuando cada 

uno buscaba su casa. Todos íbamos a rogarle a Dios que 

amaneciéramos vivos el día siguiente. Para agravar más 

la situación, en esos días una banda de ladrones 

comenzó a robarse cualquier cosa que encontraban. 

136

Generalmente llegaban a las casas que estaban más 

aisladas, pero después fueron tomando confianza y se 

metían a robar a punta de pistola a cualquier lugar. 

Para esos días, muchos de Piedras Calientes tomamos la 

decisión de abandonar las casas por la noche e irnos a 

dormir al monte, o quedarnos en algunas casas que 

ofrecían más posibilidades de defensa. Mientras unos 

dormían, otros hacíamos nuestro turno de vigilancia, 

esperando que llegaran los ladrones. La idea era que si 

llegaban teníamos que defendernos, la guardia había 

dicho que los podíamos matar y que no habría ningún 

problema. 

Todos aquellos que ya podíamos agarrar el corvo 

teníamos que quedarnos haciendo turno. Las pocas 

noches que me tocó mi turno de vigilancia fueron largas 

y solitarias. Mis trece años ya me cualificaban para la 

mayor parte de tareas, incluyendo protección. Yo rogaba 

a todos los santos habidos y por haber para que esa 

noche no se les ocurriera a los ladrones llegar. Yo no 

sabía si nos iban a matar o si yo tenía el suficiente 

coraje o habilidad para poder defenderme, o al menos 

pegarle un machetazo al primero que asomara por la 

entrada del pasillo que me tocaba cuidar. Sin embargo, 

estaba consciente de la necesidad de protegernos los 

unos a los otros. Finalmente, parece que mis ruegos 

fueron oídos y no pasaron ninguna de las noches. 

Conforme los días pasaban, los alimentos se escaseaban 

más. Mi familia ya había sentido los estragos. Para ese 

tiempo, muchos apenas comíamos una vez al día, y si 

teníamos suerte, comíamos tortillas con unos pocos 

frijoles; sino, solo las tortillas con sal o alguna sopita de 

137

hojas de chile u otro charral que con dificultad todavía 

encontrábamos en los alrededores. 

A comienzos del año, veinte años antes del segundo 

milenio, la guerrilla había adquirido más destreza y 

fuerza militar en la región. Los ataques al puesto de la 

guardia nacional de Las Flores eran más frecuentes y 

destructores. Con mucha frecuencia aterrizaba un 

helicóptero del ejército en la cancha de fútbol del 

pueblo. Venía a recoger guardias heridos o cadáveres 

para entregarlos a sus familiares. 

Cada día que pasaba era un martirio. Nuestros cuerpos 

y nuestras mentes se debilitaban lentamente. Casi nadie 

de Piedras Calientes iba a Las Flores. Ya no había nada 

que ir a comprar y las posibilidades de encontrarse con 

la guerrilla o la guardia y la defensa civil eran muy 

grandes, desagradables y mortales. 

En esos días comenzó a llegar a la casa el esposo de la tía 

Tula. Él con toda su familia andaban huyendo desde 

hacía varios meses. Enrique llegaba solamente a buscar 

algo de comida para llevar a mis primos y a mi tía, 

quienes se quedaban por allí cerca, escondidos entre los 

matorrales que rodeaban al caserío. Quike era uno de 

los varios de Las Limas que se habían organizado en la 

Unión de Trabajadores del Campo-UTC, razón por la 

que fueron los primeros en huir cuando la situación se 

puso más difícil. Él siempre llegaba a escondidas por la 

parte trasera de la casa, procurando que nadie lo viera, 

para no comprometernos. A mi papá no le gustaba que 

él viniera, pero eran nuestros familiares y solo buscaban 

ayuda cuando ya no aguantaban el hambre. Siempre 

que llegaba le dábamos de lo poco que podíamos, lo 

cual era tortillas y frijoles, antes de que la crisis se 

tornara tan difícil. 

138

Cuando la situación se agravó más, ellos ya no siguieron 

llegando porque se fueron para otra zona del país, y 

para entonces, las pocas arrobas de frijoles y maíz que 

habíamos cuidado celosamente por varios meses ya casi 

se habían acabado. 

Para esos días aún estaba completa la carretera que 

conectaba Chalate con Arcatao, Nueva Trinidad, Las 

Flores y los demás pueblos del noreste del 

departamento. El transporte regular de buses ya no 

funcionaba desde hacía un par de meses, sólo 

camioneros atrevidos se aventuraban a desafiar el 

peligro cuando la carretera era reparada temporalmente 

por el ejército nacional. 

En una ocasión en que mi hermana menor y mi tía 

fueron a Chalate por una emergencia, se subieron al 

único camión que pasó, en el cual también viajaban 

guardias uniformados. En el camino hacia Chalate, 

cerca del cantón Guarjila, en una pequeña loma que la 

calle había dividido en dos paredones, un guerrillero 

lanzó una granada al camión. Para suerte de los que 

iban en la máquina, la granada fue mal lanzada y cayó 

cerca del camión, hiriendo levemente a unos cuantos 

pasajeros. El guerrillero escapó y los guardias que iban 

en el camión lo siguieron hasta que le dieron alcance y 

lo mataron. Los guardias contaron a los demás pasajeros 

que le encontraron una cebadera con tortillas duras y 

que no cargaba ni arma. Después de ese acontecimiento, 

la guardia comenzó a reclutar gente para ir a chapodar 

la orilla de la calle, especialmente en los lugares que se 

facilitaban para hacer emboscadas. 

139

Cada día era más difícil salir de Las Flores hacia 

cualquier otro lugar. Cualquier persona desconocida en 

el pueblo era calificado como guerrillero y era 

asesinado si lo capturaba la defensa civil o la guardia 

nacional. En esos días, un muchacho atrevido o 

ignorante, fue de San Salvador a Las Flores a buscar una 

muchacha que había sido su novia, sin saber 

exactamente donde vivía ella. La guardia lo encontró 

dando vueltas en el pueblo y lo capturó por sospechoso. 

El día siguiente amaneció con la cabeza cortada debajo 

del viejo amate que adornaba el centro del pueblo. Todo 

mundo supo que la guardia lo había matado, pero nadie 

se atrevía a decir nada. 

Cuando aún pasaban buses, pocos días después de que 

los guerrilleros mataron a los Chocoyos, la guardia de 

Las Flores le cortó la cabeza a un niño de Arcatao. El 

niño venía en el mismo bus que venía mi papá. El 

vichito tenía doce años más o menos y venía sólo en el 

bus de Chalate hacia Arcatao. Cuando lo interrogaron 

en un retén que tenía la guardia en La Lagunita, el niño 

dijo que sus papás andaban en el monte y no supo 

explicar más debido a su tierna edad. Las bestias lo 

acusaron de ser hijo de guerrilleros, y enfrente de los 

demás que venían en el bus lo mataron. Luego le 

cortaron la cabeza y la pusieron encima de una piedra a 

la orilla de la calle. La imagen de la cabeza del niño en la 

roca le causó espanto a mi papá y pasó con pesadillas 

por varias semanas. 

El primer mes del año, veinte años antes del segundo 

milenio, se comenzó a ver más movimiento de gente 

organizada pasando en las noches por Piedras Calientes. 

En más de una ocasión algunos de Piedras Calientes 

habían sido obligados a ayudar a cargar unas piezas de 

metal bien pesadas cubiertas con lonas, las cuales no 

140

supieron identificar, pero que todos llegaron a la 

conclusión que eran armas de grueso calibre que la 

guerrilla transportaba por sus escenarios de combate en 

la zona. 

A mediados del verano de ese año, reapareció Moncho, 

un primo de mi papá quien había andado huyendo por 

más de un año. Él y Salvador, otro muchacho de Piedras 

Calientes, según versiones de ellos mismos, habían 

matado a machetazos al comandante cantonal del 

cantón La Lagunita cuando intentó reclutarlos para el 

ejército. En los varios meses que habían andado 

huyendo, habían vagado por varios lugares, incluyendo 

Honduras, y se sospechaba que habían cometido más 

delitos para sobrevivir. 

Moncho vino contando que había andado en la guerrilla 

y que le habían pegado un machetazo en la espalda. Su 

rostro lucía totalmente demacrado y estaba más pálido 

que nunca. Él llegó a buscarme y a pedirme que le 

hiciera una media curación. Yo apenas tenía unos 

conocimientos elementales de primeros auxilios, pero 

no había nadie más ni mejores opciones para él. Cuando 

me acerqué a él, sentí el fuerte olor a carne putrefacta. 

Moncho se quitó con dificultad la camisa vieja y sucia, 

volteó la espalda hacia mí, y para mi asombro, apareció 

ante mis ojos una gran herida en la parte baja del 

hombro derecho. La herida era como de varios 

centímetros de largo y bastante profunda. El alrededor 

de la herida estaba rojizo e inflamado, y toda la herida 

se miraba blanca por el pus acumulado. Moncho quería 

que lo curara como yo pudiera, para mientras llegaba a 

un lugar donde lo curaran mejor. Conseguí un poco de 

algodón de un palo de ceiba, lo puse en la punta de un 

palillo y lo impregné del último poco de alcohol que mi 

141

mamá guardaba celosamente, el cual no había 

posibilidad de remplazar. 

Cuando comencé a remover el pus, aparecieron unos 

gusanillos blancos y gorditos. La piel se me puso eriza, 

pero no paré hasta sacarlos todos de la herida. Él se 

retorcía del dolor; yo le pedí que mordiera un palillo 

para que aguantara sin gritar. Después de varios 

minutos le saqué todos los gusanos y la herida quedó 

aún más profunda y roja. Mi tío Carlos me dio el último 

poquito de pomada de penicilina que él tenía, el cual 

había estado guardando como un tesoro. Finalmente, le 

puse la pomada en toda la herida, se la cubrí con un 

pedazo de tela limpia, le conseguí otra camisa y él se 

marchó. 

Yo le recomendé que buscara ayuda en otra parte lo más 

pronto posible. Moncho dijo que se iría para Honduras 

y que allá buscaría ayuda. Pasaron varios meses y no 

supimos nada más de él. Posteriormente supimos por 

medio de alguien que lo había conocido, que lo habían 

matado cerca de Los Amates, casi en la frontera con 

Honduras. Nunca pudimos confirmar si era cierto que él 

había muerto. 

Cada día que pasaba la situación alimentaria y de 

seguridad se volvía más precaria. En Piedras Calientes, 

Las Limas, El Palo Verde y Las Flores ya no se podía 

conseguir ni para comer una vez al día. A pesar de todo, 

el sentido del humor no se perdía, y entre nosotros 

mismos nos burlamos del hambre y de las demás 

penurias por las que estábamos pasando. Los charrales 

de loroco, parras de ayote y demás hierbas comestibles 

ya se habían extinguido en los alrededores. Los más 

atrevidos tomaban el riesgo de ir a pescar de vez en 

cuando, y así, de apuro en apuro pasábamos cada día. 

142

La desnutrición se comenzaba a notar en los más 

débiles. 

Entre los más atrevidos del caserío siempre estaba mi 

papá. Un día a comienzos del año, él y su primo Enrique 

se fueron a pescar a la presa Hidroeléctrica del 

Guayabo, la cual queda a unos pocos kilómetros de 

distancia de Piedras Calientes. Enrique siempre andaba 

su ondilla, con la cual mataba palomas, garrobos y 

conejos. En esa ocasión, él se fue más adelante de mi 

papá, para ir tirándole a las palomas alas blancas, la 

cuales abundaban en esa época del verano. Caminaron 

un buen trecho río abajo en dirección a la presa 

hidroeléctrica, manteniéndose como a una cuadra de 

distancia el uno del otro. 

Cuando Enrique llegó a La Posa del Guacal mi papá oyó 

el sonido de balas muy cerca. Él se acercó para ver que 

pasaba, y vio a un grupo de hombres que recién habían 

asesinado a Enrique. Los hombres estaban vestidos de 

civil y lo vieron desde lejos. Tan pronto descubrieron su 

presencia, ellos comenzaron a dispararle. Mi papá corrió 

quebrada arriba, escondiéndose de las balas entre las 

piedras y los árboles y escapando del lugar 

apresuradamente. Finalmente no lo alcanzaron ni las 

balas ni los que lo persiguieron. Él llegó a la casa muy 

asustado. El sudor le corría por la espalda 

incesantemente, y con su voz temblorosa me llamó para 

contarme lo sucedido. Yo estaba muy asustado por su 

apariencia, pero puse atención a cada palabra que 

decía. 

—Chepe, andá a decirle a Israel que mataron a Enrique 

—me dijo. 

143

Yo corrí a contarle la mala noticia a Israel, quien es mi 

tío por parte de mi abuelo Belarmino. Él se puso pálido 

y asustado con la mala noticia. El dolor se le notó 

inmediatamente. Bajó a la casa para confirmar con 

palabras de papá el acontecimiento. En pocos minutos, 

todos en Piedras Calientes sabían lo que había pasado. 

Con temor fueron a dar el reporte a la Guardia 

Nacional, para ver si ayudaban para ir a traer el cadáver, 

pero dijeron que ellos no irían allí porque estaba muy 

peligroso. La guardia recomendó que dejáramos que se 

lo comieran los zopilotes. Nunca más alguien se atrevió 

a salir a pescar o a buscar cualquier otra cosa lejos de los 

alrededores de Piedras Calientes. Pocos días después de 

la muerte de Enrique, pasaron los guerrilleros por las 

casas de los Chocoyos y preguntaron si sabían quien era 

el otro que había huido la vez que mataron a Enrique. 

Los de la guerrilla no lo habían identificado, pero 

nosotros sabíamos que pronto se podrían dar cuenta. 

Después de pocas semanas un anciano atrevido que 

vino de Los Amates se vino quebrada arriba y pasó por 

el lugar donde murió Enrique. Él dijo que ya sólo 

estaban los huesos entre la ropa y que apenas había 

chuquillo. Él nos informó que habían muchas cagadas 

de sopes alrededor de donde había estado el cadáver y 

que todavía estaba en el lugar la ropa, la ondilla, el 

sombrero y la cebadera que Enrique llevaba. 

Debido a las circunstancias, pocas semanas después del 

acontecimiento, tan pronto fue posible, mi papá se fue 

para San Salvador. Tres semanas después mi mamá y el 

resto de cipotes también comenzamos a prepararnos 

para irnos de Piedras Calientes. En la media noche del 

diez de mayo, diecinueve años antes del segundo 

milenio, salimos de Piedras Calientes con rumbo a 

Chalate. 

144

Ya nada era igual. El camino que tantas veces había 

recorrido en las ancas de Lucero hacia Chalate bajo el sol 

y la luna, lucía lúgubre. La presencia de la muerte se 

sentía por todas partes. Yo no pude contemplar las 

estrellas, ni puse atención a los ruidos de los animales 

nocturnos, como antes lo hacía. Íbamos pendientes de 

oír el sonido aterrorizante de botas y pertrechos de 

guerra. Detectarlos a tiempo podía hacer la diferencia 

entre la vida y la muerte. 

Mi mamá, mis cuatro hermanas menores, mi hermanito 

de un año; Amalia, nuestra vecina quien trabajaba de 

sirvienta en San Salvador y yo partimos de Piedras 

Clientes a media noche. Yo venía en la yegua que 

habíamos comprado después de vender Lucero al tío 

Elio. En ella traía un poco de ropa y a mi hermanito 

dormido. Amalia venía ayudando con la niña menor, 

mientras mi mamá cuidaba los pasos de las otras niñas. 

La noche estaba más oscura que de costumbre. El canto 

de los sapos sonaba más triste y desentonado que 

nunca. Las oscuras siluetas de los árboles pequeños 

parecían amenazantes, cuando en mi imaginación se 

asemejaban a la figura de un hombre en uniforme 

militar. El miedo a encontrarnos con ladrones, el 

ejército o la guerrilla era espantoso. La caminata era 

lenta pero constante. El temor nos hacía superar 

cualquier obstáculo razonable que hubiera en el 

camino. Cada vez que pasábamos por un lugar de la 

carretera donde había una cruz se me paraban los pelos 

del miedo. Las cruces a la orilla de la calle significaban 

que allí había muerto asesinado alguien y era común 

encontrarlas a lo largo de la carretera. 

La carretera hacia Chalate estaba obstaculizada por 

zanjas que la guerrilla había hecho hacía pocos meses 

145

para detener el tráfico de carros del ejército y civiles. Las 

zanjas eran difíciles de pasar hasta para los caballos. 

Algunas veces estaba fea la orilla que no había sido 

excavada, y la situación se ponía más complicada. La 

caminata fue dura y larga. Mis hermanos se portaron 

bien y no lloraron en todo el camino. Mi mamá y Amalia 

caminaban serenas, probablemente rezando para que no 

nos pasara nada. La carretera polvosa que tantas veces 

había recorrido en Lucero y en los buses lucía desolada, 

cada curva y cada sombra parecía representar peligro, 

tristeza y amenaza contra nuestra existencia. 

La caminata fue lenta pero constante. El temor vencía la 

fatiga y todos los obstáculos que el camino 

presentaba. Para suerte de nosotros no encontramos a 

nadie durante nuestra jornada, y cuando la noche 

comenzaba a perder su nombre nos encontrábamos 

llegando a la entrada de Chalate. Tan pronto pasamos el 

puente de Tamulasco, pudimos ver con la tenue 

claridad del nuevo día varios cadáveres que yacían 

inertes a la orilla de la calle. Pasamos lo más rápido 

posible por el sitio tratando que los niños no vieran los 

muertos. Para completar nuestra suerte, no había retén 

del ejército en la entrada del pueblo. 

En los días venideros todos los habitantes de Piedras 

Calientes, Las Limas, Las Flores y los demás cantones, 

caseríos y pueblos de la zona abandonaron sus casas. La 

región quedó desolada; el olor a muerte seguía 

imperante en la región. 

Sobrevivir fue lo más importante de vivir. 

Correr por la vida sin perderla en el camino 

fue el reto diario, fue de muchos su destino. 

Valía la pena, solo era cuestión de amarrarse bien 

146

las faldas o los pantalones 

y dar un paso adelante para desafiar al destino. 

Sus rebeldes cerros, sus pulgosos perros 

y un montón de vichitos cheles 

fueron parte de la historia... 

sufrieron los ataques de la guerra, 

fueron parte del infierno y de la gloria. 

José continuaba creciendo y luchando contra los temores que 

compartía con el resto de la población. El haber crecido entre 

los verdes matorrales de Piedras Calientes le daba un toque de 

serenidad que yo percibía como una lucha por crear una visión 

clara de su futuro. La transición a la adolescencia parecía un 

reto grande para su vida llena de contrastes y temores. 

PARTE II 

Finalmente llegamos a la casa de los abuelos en el Barrio 

San Antonio, en la ciudad de Chalatenango, y allí 

pasamos el día. Yo desensillé la yegua y acomodé la poca 

ropa que traíamos en un solo costal. Nuestro destino 

final sería la ciudad de Mejicanos en San Salvador. 

Mi papá ya había hecho arreglos con el primo Bonerge 

para que nos diera donde quedarnos por algún tiempo. 

Él había salido de Piedras Calientes varios meses antes 

que nosotros, y con la ayuda de otros familiares que 

tenían dinero ya se había establecido en la ciudad. 

Los primeros días en la ciudad comenzaron a 

inquietarme. Las horas eran largas y aburridas, y yo no 

sabía donde ir ni que hacer con tanto tiempo libre. 

Algunas veces ayudaba a descargar el camión que 

llevaba leña y granos para la tiendita de Bonerge. Otras 

veces nos sentábamos Meme y yo a recordar todas las 

147

cosas que hacíamos en Piedras Calientes antes de que la 

guerra comenzara. 

—Güito, siacuerda cuando íbamos a rodar piedras a los 

terrenos de los Vides y también íbamos a tirarle piedras 

con las ondillas a los pájaros y a matar charancacos y 

lagartijas a los guatales . Eso a mi me gustaba, yo no se 

como esta guerra vino a jodernos, ¡tan contentos que 

estábamos en Piedras Calientes, ¿vaa? 

—Yace dos años casi desde que se puso más feo. Para 

entonces no se oilla niuna bulla de guerrilleros todavía. 

Yo miacuerdo de todo lo que hacíamos y teníamos 

nosotros. ¿Asaber quiabrá pasado con todo lo que 

dejamos allá ¿vaa? 

—Todo se luan de ver llevado las gentes que pasaban 

por allí huyendo, los del ejército, los de la guerrilla o los 

ladrones. Tan alegre que se ponía El Plancito cuando 

todos los vichos jugábamos por las tardes ¿vaa? 

Miacuerdo que cuando la llave del chorro se arruinaba y 

Humberto la cambiaba, salía un pijaso diagua que 

llegaba casi hasta el centro del Plancito. A todos los 

vichos nos gustaba ir a mojarnos en el chorrazo verdá. 

—Meme, ¿siacuerda la vez que rodamos un gran tetunte 

en el guatal de Santos? 

—Esa vez nunca se me volvidar porque rompimos la 

cañería que iba para la casa de los Vides donde vivía 

Santos. La idea que uste tuvo dir avisarle a Santos que 

una vaca había roto los caños funcionó verdá. Porque si 

Santos siubiera dado cuenta que nosotros habíamos sido 

que rompinos la cañerilla, liubiera ido a decir a don Beto 

148

y a mi papá, y ellos nos vieran dado una buena 

hilillasiada por traviesos. 

—Lástima que esos días ya nunca van a volver. Tan 

bonito que era cuando jugábamos a las arriadas de 

trompos, ladrón librado, a las carretas, parches de cera 

de chumelo y jugábamos fútbol todas las tardes. 

—Tanto que me gustaba ir a cortar guayabas, 

montesinas, chichiguas y buscar siguanperes en todos 

los guatales del valle. Pero lo que más me gustaba era ir 

a bañarme a la quebrada después de las tormentas, 

cuando estaba bien crecida. Siacuerda que el agua 

quedaba hasta azulita y la corriente era bien fuerte. 

—Nosotros hacíamos de todo verdá. Era divertido vivir 

en Piedras Calientes cuando todo estaba en paz. 

¿Siacuerda cuando agarrábamos el caballo viejo de la 

Celia y le ponillamos sombrero y calcetines viejos, y 

liamarrábamos cumbos de lata en la cola paquiciera 

ruido cuando caminaba? Dicen que cuando el caballo 

llegaba al Garrobo, la Celia se ponilla bien colorada de 

encachimbada, y nos echaba putiadas a todos los vichos 

de Piedras Calientes. Menos mal que a Lucero nunca lo 

jodió nadie verdá. 

—A Lucero como luiban a joder, si sabillan que 

Humberto siba encachimbar y elera capaz de agarrar a 

balazos a alguien que se diera cuenta que jodilla a 

Lucero. 

—Otra cosa que me gustaba mucho era ver el montón de 

nacimientos de agua que aparecían en cualquier rendijita 

a la orilla del camino cuando el invierno ya estaba bien 

entrado, ahí por agosto. A mi me gustaba hacer positos 

149

cuando iba pa’la milpa del Tamarindo, allí cerca dionde 

los Chocollos y la casa de la ñora Gustina. Cuando venía 

de regreso en la tarde, el agua estaba bien clarita y casi 

azul. En todos los pocitos quiabilla hecho me tomaba 

aunque fuera un traguito de agua para saboriarla. 

—A mi me gustaba ir a buscar pericos a los talchinoles 

de lorilla de la quebradita, por el potrero de Manuel 

Angel y el de nojotros. Yo solito miba con el chucho 

Padilla que tenillamos pa’lorilla de la quebrada a 

buscarlos. Me gustaba hallar los chocoyos cuando 

yestaban medio emplumaditos, pa’que no me costara 

estar dándoles masa con una hojita de naranjo todos los 

días hasta que crecieran. Siacuerda que a mi siempre me 

gustaba tener como seis pericos y como cuatro tacalnicas. 

Mi papá se enojaba cuando el montón dianimales se 

ponillan a chillar tempranito en la mañana. Él siempre 

me decilla que en vez de estar cuidando todos esos 

chocoyos que me fuera a cuidar los terneros al potrero, 

quia esos si se les sacaba provecho, pero los chocoyos 

solo servillan pa’ joder y chillar. 

—Si se termina la guerra nosotros nos vamos a 

regresar rápido pa’ Piedras Calientes, dice mi papá. 

—Nosotros también nos iríamos rápido si siacabara la 

guerra. A papá no le gusta aquí, y a él siempre le gusta 

estar donde está Humberto y los demás del valle. 

Después de cinco años de vivir en la ciudad, con mucho 

esfuerzo y dedicación logré terminar mi educación media 

asistiendo a clases por la noche, mientras durante el día 

trabajaba en un taller de carpintería. Con aún más esfuerzos 

ingresé a la Universidad Nacional para continuar mi 

educación superior. 

150

La universidad tenía sus peculiaridades en esa época de 

conflicto social. El ambiente universitario era muy dinámico y 

requería dedicación y sacrificio. 

Las organizaciones estudiantiles de cada facultad eran 

muy activas políticamente, tanto dentro como fuera de 

la Universidad. Sus miembros se dedicaban a reclutar 

nuevos alumnos y a politizarlos para jugar un papel más 

activo en la coyuntura especial que el país estaba 

viviendo. Debido al interés que yo expresaba por los 

asuntos académicos y políticos, fui uno de varios 

estudiantes que se incorporaron a la organización 

estudiantil. El reclutamiento de estudiantes para la 

organización se daba de varias formas: por medio del 

interés explícito del individuo, al acercarse a las 

organizaciones estudiantiles; por medio de profesores 

politizados que ayudaban a identificar posibles 

estudiantes con interés político; o por medio de amigos y 

amigas que ya estaban en las organizaciones, quienes 

también tenían la tarea de incrementar la participación 

de mas estudiantes. 

Debido a los años anteriores de represión, el 

movimiento estudiantil había quedado prácticamente 

desarticulado por un período. El campus oficial de la 

Universidad de El Salvador, mejor conocida como 

Universidad Nacional, había permanecido cerrada por 

varios años pero la lucha popular organizada continuaba 

con su presencia en las calles. El incorporarse a una 

organización estudiantil universitaria significaba 

prácticamente incorporarse al movimiento 

revolucionario. Muchos estudiantes temían acercarse a 

las organizaciones estudiantiles, pues implicaba un 

riesgo grande que podía resultar en ser capturado y 

asesinado. Al comienzo, en la Sociedad de Estudiantes 

151

el mayor aporte era a nivel estudiantil: reproducir 

folletos para los demás estudiantes, participar en 

actividades de carácter estudiantil y colaborar en hacer 

mantas de publicidad u otras actividades propias del 

gremio de estudiantes. Entrar a las oficinas de la 

organización era un avance para muchos, pues el hecho 

de estar en la asociación de estudiantes significaba ser un 

posible blanco para los escuadrones de la muerte, el 

ejército y todas sus mortíferas dependencias. 

La organización de estudiantes de la facultad de 

economía era una de las organizaciones con influencia 

de las Fuerzas Populares de Liberación, una de las cinco 

organizaciones que componía el movimiento guerrillero, 

conocido como Frente Farabundo Martí para la 

Liberación Nacional –FMLN-. Además, cada 

organización estudiantil era parte de la Asociación 

General de Estudiantes Universitarios, que siempre 

había sido blanco de asesinatos, secuestros y 

desaparecimiento de sus miembros debido a su histórica 

inclinación política con la izquierda y a su participación 

activa en actividades de protesta contra los gobiernos 

derechistas en turno. 

El primer año en la universidad fue trajo nuevas 

emociones, frustraciones y retos. Mi rendimiento 

académico era aceptable y mi envolvimiento político se 

iba haciendo mayor cada día. El año siguiente, las 

protestas populares y la lucha política no cambiaron 

notablemente, hasta finales del año, cuando los 

dirigentes del Frente Democrático, una organización 

política de orientación izquierdista y amiga del 

movimiento guerrillero salvadoreño se arriesgaron a 

insertarse en la vida política del país nuevamente 

después de estar en el exilio por varios años. 

152

Nuestra organización estudiantil había reclutado 

muchos nuevos miembros ese año y había mucha 

actividad. El trabajo organizativo dentro de la 

universidad estaba en apogeo nuevamente. Ese año, yo 

ya estaba bastante involucrado en el trabajo político de la 

sociedad de estudiantes. 

Además de luchar por los intereses puramente 

estudiantiles, los estudiantes organizados realizábamos 

actividades de conspiración para remover autoridades 

universitarias y trabajadores que no simpatizaban con 

nuestra lucha. El trabajo organizativo y de denuncia nos 

mantenía con bastante presión psicológica debido a los 

riesgos implícitos. Teníamos que tomar muchas medidas 

de seguridad como individuos y como grupo. Los 

policías infiltrados en la universidad y el resto de las 

fuerzas represivas gubernamentales eran un eminente 

peligro las veinticuatro horas de todos los días. A pesar 

de conocer el peligro, yo era algunas veces incauto, y en 

varias ocasiones caminaba sólo por lugares desolados, y 

hasta en zonas militarizadas. 

En la universidad nacional continuaban pasando 

muchos acontecimientos pequeños y grandes, políticos y 

no políticos. La composición ideológica del estudiantado 

era diversa pero muchos no se atrevían a expresar sus 

posiciones ideológicas. Estábamos los que nos 

considerábamos muy revolucionarios, los simpatizantes, 

los colaboradores y los que solamente recibían clases y 

se marchaban lo más rápido posible del campus. 

Además, estaban los orejas, quienes generalmente se 

envolvían en todas las actividades de protesta, donde 

propiciaban desordenes para que sus compañeros 

tuvieran motivos para reprimir nuestras actividades. 

Participar en nuestras actividades también les facilitaba 

153

saber quienes andábamos involucrados, para luego 

capturarnos, torturarnos y desaparecernos. 

Timo Chiripiolca, un compañero de clases de la 

universidad, quien también vivía cerca de donde yo 

vivía, un día me dijo que él estaba participando en 

reuniones de un partido político de izquierda, y él me 

invitó a una de sus reuniones. Cuando asistí a la primera 

reunión, me encontré con Cámbara, quien yo había 

conocido al recién llegar a la ciudad de Mejicanos a 

comienzos de los ochentas. Hacía más de cinco años que 

no lo miraba y él se alegró de ver que yo estaba 

interesado en el trabajo del partido al cual él pertenecía, 

y que estaba en proceso de legalización como tal. El 

objetivo principal de las actividades en ese momento era 

colectar las firmas necesarias de simpatizantes para 

legalizar el partido político. Había que recolectar más de 

tres mil firmas de apoyo en tres meses, cosa que no era 

fácil. El miedo de la población de identificarse con un 

partido político de izquierda era grande pues eran 

considerados parte del brazo político de la guerrilla. 

Las personas que daban su firma de apoyo tenían que 

dar sus datos personales, cosa que la gente común temía. 

Solo lo hacían aquellos con compromiso y convicción 

política, o aquellos que no les importaba nada. Durante 

los tres meses visitamos muchos lugares, especialmente 

las Universidades, sindicatos y lugares de concentración 

pública en San Salvador. La tarea no era fácil, pero era 

importante hacerla. Cada uno de nosotros puso el 

empeño y la cuota de sacrificio que se requería. El trabajo 

en grupo era muy eficiente y cada día teníamos 

diferentes retos. 

154

Cámbara: Compas, mañana el grupo número uno va ir a 

una convención de sindicalistas. Allí pensamos que van 

a recoger varias firmas. Tenemos buenas relaciones con 

los compañeros y ya se comprometieron a darnos su 

apoyo. Como siempre, acuérdense de todas las medidas 

de seguridad que debemos tomar y de no agüevarse por 

pequeños gajes del oficio que se les presenten. 

—Y nosotros, ¿dónde nos toca ir hoy a conseguir firmas 

Cámbara? 

—Usted y la Goyita Plongois van a trabajar con el grupo 

del peche Chepito Ilusión y Salvador Teterete. Ustedes se 

vanir en la mañana pa’ la UCA y en la tarde frente pa’la 

Catedral en la Plaza Barrios. ¿Qué les parece?, ¿están 

diacuerdo compañeras y compañeros? 

A Cambara le gustaba recetarnos discursos y recomendaciones, y 

nunca perdía la oportunidad para hacerlo. Nosotros no estábamos 

tan impresionados con sus habilidades de orador, pero él era nuestro 

jefe. 

Cámbara: Compañeros estamos en las puertas de un día 

más de lucha. Hoy vamos nuevamente a la calle a tocarle 

el corazón y la consciencia a la gente que nos va apoyar. 

Como siempre, cada vez que salimos a la calle 

acuérdense de todo lo que hemos discutido acerca de 

seguridad, del rollo político y todos los otros volados 

que hablamos en las reuniones. Deben saber explicarle a 

la gente, claro y brevemente nuestros objetivos políticos; 

y lo más importante por ahora, convencerlos de lo 

correcto de nuestra lucha y de la necesidad de comenzar 

el cambio político con la simple acción de darnos la 

firma de apoyo para legalizar el partido. Además no se 

olviden de no ponerse a desperdiciar el tiempo en 

155

grandes discursos o discusiones que generalmente solo 

crean problemas. Tenemos que ir al grano, tenemos 

que conseguir las firmas lo más rápido posible, con el 

menor riesgo y desgaste posible. También no olviden de 

evitar cualquier roce con la gente que no está de acuerdo 

con nosotros o que no le caemos bien. Si en un momento 

determinado ven algo que los puede poner en peligro, 

acuérdense de actuar con serenidad y sensatez; eso es 

muy importante a la hora de tomar una decisión para 

salvar el pellejo. Compañeros, que el Colocho que dicen 

que está en el cielo los cuide nuevamente, y nos vemos 

en la tarde. 

En varios lugares conseguíamos muchas firmas de 

apoyo, en otros muy pocas y en otros nada. Casi todos 

los días lográbamos la meta propuesta, y cada tarde 

celebrábamos dicho logro tomando café con pan, hasta 

que finalmente después de tres meses se logró el objetivo 

de la legalización del partido político. 

...no importa 

si tus caminos han sido destruidos por la ignorancia, 

no importa 

si tus vestidos han sido desgarrados 

por la pobreza ancestral; 

vos sos así, 

puro pueblo, 

pura expresión de amor inmensurable. 

Vos le robás la cena a tu vida 

para saciar el hambre de tus hijos 

de la generación empobrecida. 

Vos sos la madre que da por sus hijos todos los días su 

vida. 

Las actividades en la universidad eran constantes y 

consumían tiempo y recursos para organizarlas. 

156

Chele Remolino: Compitas, ya saben que mañana 

vamos a tener una protesta. Necesitamos organizar un 

buen equipo de compañeros, tanto para seguridad como 

para hacer ruido. La protesta va ser en la embajada 

gringa, y tenemos que ponernos las pilas para tener un 

buen evento. Los demás compas de las otras facultades 

van a llevar gente también, pero en esta ocasión, a los de 

economía nos va tocar proporcionar la seguridad de 

todo el contingente. Por lo tanto, quiero saber quienes 

quieren entrarle. No voy a explicar los riesgos y todas las 

otras ondas porque ya todos sabemos. Como siempre, 

tenemos que ir preparados para cualquier situación. 

Vitacoro: Mirá compita, tal vez sería bueno que nos 

explicaras el plan general, para saber como tenemos que 

organizarnos, así sabemos quienes van ir al frente, en la 

retaguardia o de periféricos. 

Chele Remolino: No se ajolote compa, toda la 

información le va a llegar a su debido tiempo, la protesta 

es mañana. ¿O quiere que los orejas sepan de antemano 

todos los detalles? 

Chaki: Yo le voy a entrar a este evento compa, pero 

prefiero ir medio disfrazada entre la mara, todavía no 

me quiero dar color, si nuay inconveniente. 

José: Lo más importante es que siaga presente 

compañera, lo demás vendrá a su tiempo sin ajolotarse. 

Así nos pasaba a nosotros al principio, mire ahora, nos 

hace falta la acción. Acuérdense que se vale tener miedo, 

y el que sienta que esta onda es demasiado, pues que 

simplemente diga que se agüeva; nadie lo va criticar; es 

algo natural y un derecho que todos tenemos. Así es que 

157

hablen ahora, o callen para siempre. No se olviden del 

compromiso que tenemos con el pueblo, y no se olviden 

de todos los compañeros que han muerto y siguen 

muriendo por la causa, nosotros también tenemos que 

dar nuestro pequeño aporte. 

Chele Remolino: La reunionsita de hoy era solo 

informativa. Mañana tenemos que reunirnos una hora 

antes de la actividad para planchar todo y delegar las 

responsabilidades específicas. Todos tenemos que estar 

aquí en punto, para preparar los materiales y para darles 

las instrucciones de la estrategia de movilización y 

seguridad, que ya tenemos lista. 

El día siguiente: 

Chele Remolino: Bueno compas, como dijimos ayer, hoy 

estamos aquí para discutir los detalles y asignar 

responsabilidades para la protesta. Yo hice una lista de 

los compas que van a tener ciertas responsabilidades 

bien específicas: Vitacoro se va hacer cargo de coordinar 

la seguridad en la parte delantera de la marcha. Él y el 

equipito que ya tenemos listo van a ser responsables de 

detener el tráfico y vigilancia en general. La Choca y 

Carlitos Pepa se van a hacer cargo de tomar prestados a 

la fuerza, por lo menos cinco buses para regresarnos 

para el campus después de la actividad. Ustedes ya 

tienen la gente y las herramientas, en eso ya estamos 

planchados. El compañero Chepe Ilusión, (cachimbón tu 

nombre, me llega cabrón) …y Pablo Chiruste se van a 

hacer cargo de coordinar la seguridad en la retaguardia. 

Estos compas tienen que detener el tráfico y los cuilios, 

si es necesario. Los compañeros que van a vigilar la 

periferia van a llegar de otro lugar y no los conocemos. 

Ellos tienen habilidades especiales y van a actuar solo en 

158

caso de emergencia. Ya saben que puede haber balacera, 

y hay que estar alerta cada segundo. Tenemos que estar 

preparados para lo que venga ¿Alguien tiene preguntas? 

Chaki: Si mirá compa, ¿vamos a ir con una actitud 

confrontativa o nos vamos hacer los suizos en caso de 

un desvergue? 

Chele Remolino: Bueno, no vamos a ir con una actitud 

confrontativa, esperamos que no pase ningún desvergue, 

pero si pasa vamos a recibir instrucciones en el 

momento, porque tampoco vamos con los puros dientes. 

Si acaso la situación se pusiera cabrona, en otras palabras 

si hay balas, contamos con el apoyo de los compas 

periféricos, quienes nos apoyarían en la retirada. Como 

les dije anteriormente, nosotros no los vamos a ver, pero 

ellos van a estar muy cerca por si necesitaramos sus 

fierros para defendernos. 

Vitacoro: Mirá compa, yo quiero saber si vamos a llevar 

miguelitos y molotovs, por si acaso, ¿mentendés? Te 

pregunto porque en la vanguardia tenemos que ir bien 

preparados, y con las puras uñas y garrotes vestar 

cabrón, pues nosotros tenemos que hacer la maldita por 

protegerlos a todos en la marcha. 

Chele Remolino: Esa pregunta está de sobra compa. Los 

miguelitos y las botellitas calientes son tan inseparables 

como los zapatos y la ropa, ya son parte de nuestra vida 

cotidiana compañero. Si nuay más preguntas nos vamos 

ya. En el punto de partida vamos a encontrar lo 

necesario; ah, y no se olviden que en la camionetilla van 

andar las consignas, los compas paramédicos, el botiquín 

y trapos húmedos, por si hay bombas lacrimógenas. 

159

Saber las consignas de la marcha y gritarlas con mucha 

fuerza era muy importante para mantener el espíritu de 

lucha en alto y para hacer sentir nuestra presencia. 

“Por un presupuesto justo, todos a luchar. “ 

“Porque la autonomía universitaria... se respeta.” 

“El pueblo unido, jamás será vencido. “ 

“Porque el color de la sangre jamás se olvida, los 

masacrados serán vengados.” 

“Luchar vencer, el pueblo al poder. “ 

“Yankee invasor fuera de El Salvador.” 

“Aquí y allá el Yankee morirá.” 

Después de marchar varios minutos llegamos a las 

afueras de la embajada de los Estados Unidos. Había 

policías armados por todos lados. Nuestra música y 

voces de protesta les anunciaron nuestra presencia. 

Durante la protesta frente a la embajada de Estados Unidos. 

Dirigente estudiantil: Hoy estamos una vez más frente 

a la guarida del imperio agresor. Desde esta fortaleza 

que ustedes ven, se planifican los asesinatos, torturas y 

la política de eliminación contra nuestro pueblo. Desde 

aquí el imperio yankee protege a los militares que 

asesinan a nuestra gente todos los días. Es por eso que 

nuevamente estamos enfrente de la casa de la muerte 

para decirles que estamos dispuestos a seguir luchando 

hasta que logremos la paz con justicia social que todos 

ansiamos. Pero nosotros no hablamos de una paz de los 

cementerios, como la que ellos nos ofrecen; nosotros 

hablamos de una paz con respeto a la dignidad humana, 

con respeto a la libre autodeterminación de nuestro 

pueblo y a la vida. El gobierno de Estados Unidos debe 

saber que el pueblo salvadoreño luchará por quitarse 

160

sus garras imperialistas de encima. Los estudiantes 

universitarios estaremos en pie de lucha en todo 

momento. Queremos agradecer profundamente a todos 

los compañeros de la solidaridad internacional por ese 

apoyo solidario que es tan importante para nosotros. Su 

presencia es importante por la justeza de nuestra lucha y 

porque sabemos que no estamos solos, que hay 

hermanos en todo el mundo que entienden nuestra 

lucha, y sobre todo, que están aportando concretamente 

a ella. Una vez más, gracias por haber venido 

compañeros, y hasta la victoria siempre. 

Chele Remolino: Compañeros, con la presentación del 

compañero vamos a dar por terminada nuestra 

actividad. Todos nos vamos ordenadamente para los 

buses que nos están esperando en la esquina, los cuales 

fueron facilitados gracias a la amabilidad de los amigos 

motoristas y de los compañeros que les solicitaron su 

colaboración un poco agüevos. 

Ya en los buses: 

Chele Remolino: Compañero motorista, queremos 

pedirle disculpas por las inconveniencias que le 

causamos. El aporte que usted está dando ahorita es 

importante para nosotros y es su colaboración para la 

construcción de un futuro mejor para todos. ¡Que vivan 

los compañeros motoristas! 

La vida convulsionada de las organizaciones 

estudiantiles me gustaba. Cada día había un reto nuevo 

que enfrentar, aunque había un alto riesgo como 

compensación. Mi contribución económica a la familia 

había sido casi nula en los últimos meses. Todos 

sobrevivíamos con la ayuda que mi hermana enviaba 

desde Estados Unidos. Mi envolvimiento en la 

161

universidad y en las actividades políticas me absorbía 

mucho tiempo. La presión psicológica de saber que 

éramos blancos seguros de los escuadrones de la muerte 

a cualquier hora era un fantasma que nos perseguía y 

obligaba a tomar muchas medidas de seguridad 

personal y colectiva. La captura, asesinato y desaparición 

de compañeros era constante. Cuando nos reuníamos en 

grupos pequeños en momentos de socialización nos 

preguntábamos entre nosotros mismos quien sería el 

próximo en ser capturado, torturado o asesinado; 

generalmente haciendo chistes, como tratando de ocultar 

una posibilidad concreta. 

Yo siempre estudiaba las posibilidades de ser capturado 

o desaparecido, sin embargo nunca llegaba a una 

conclusión definida. Nuestra mayor preocupación era la 

tortura y la posibilidad de hablar y decir información 

que comprometiera a los demás compañeros. Cada uno 

de nosotros estaba aparentemente preparado 

emocionalmente para una eventual captura. Mi 

capacidad de concentración en mis clases y el 

rendimiento académico ya habían bajado 

considerablemente. 

En esos días formamos el Frente de Estudiantes 

Revolucionarios Salvadoreños. La idea de la creación 

surgió como una forma de incorporar estudiantes de 

otros centros educativos y de canalizar los compañeros 

que querían participar en los más altos niveles de lucha. 

Al frente llegaban los compañeros que habían tomado la 

decisión de participar en las actividades más riesgosas, 

que en ocasiones significaba acciones armadas contra 

objetivos militares. 

162

”...La unidad de inteligencia de nuestras fuerzas urbanas 

había detectado la existencia de una célula de los 

escuadrones de la muerte. Acción inmediata fue 

requerida. 

Mi punto de conexión con parte del equipo asignado a 

confrontar al enemigo fue una sala de masaje en la parte 

occidental de la ciudad. Masajistas muy sensuales 

entraban y salían de sus cuartos de trabajo. Finalmente, 

una mujer muy bonita me propuso que fuera su cliente. 

La puerta se cerró secamente y la hermosa mujer se 

identificó celosamente con los protocolos acordados. 

Después de un momento salimos juntos. Ella me 

entregó las llaves de un Mercedes Benz polarizado que 

estaba estacionado atrás de la sala de masajes. 

—Vamos a seguir ese pickup rojo —me dijo, señalando 

hacia el otro lado de la calle. 

Cuatro jóvenes vestidos de obreros se encontraban 

abordo del pickup, dos en la cabina y dos en la parte de 

atrás. Emprendimos el camino. Salimos serenamente 

hasta que llegamos a una casa muy bonita. Una 

sirvienta muy joven salió a abrir el portón para que 

entraran ambos carros. 

El sol huía lentamente detrás del Cerro de San Salvador. 

Sus últimos rayos tenues nos señalaban la hora indicada. 

Los cuatro trabajadores salieron con el pickup cargado 

de pedazos de madera y otros desechos de construcción. 

Mi acompañante y yo no intercambiamos palabras con 

ellos. Salimos de la casa como si fuéramos novios. La 

sirvienta cerró el portón y subió al carro. Ella llevaba 

consigo una maleta, como si fuera para su pueblo. 

163

De acuerdo a nuestra unidad de inteligencia, casi todas 

las noches salía un pickup de doble cabina y una 

camioneta de vidrios polarizados de la casa y nuestro 

objetivo era eliminarlos. Cada carro salía con tres 

hombres armados. Su horario de salida variaba todos los 

días, pero siempre por la noche. El equipo de la célula 

escuadronera estaba compuesto de diez hombres. Ellos 

salían por lo menos con dos horas de diferencia los unos 

de los otros. Operaban separadamente en la mayoría de 

los casos. Siempre se reunían en la misma casa, y la 

mayor parte del día la pasaban allí. Ellos estaban 

equipados con granadas, pistolas, ametralladoras cortas 

y radios de comunicación. 

La unidad de rastreo de comunicaciones de nuestro 

comando de inteligencia había identificado sus canales 

de comunicación recientemente. Utilizaban lenguaje 

común para comunicarse. Nuestra misión era aniquilar 

solamente una unidad, para forzar a los otros a hacer 

cualquier otro contacto. De esa forma comenzaríamos 

una cacería constante de ellos. Después de una larga 

espera, cerca de medianoche, salió la camioneta. Las 

siluetas de cinco hombres distribuidos dentro del carro 

se miraban con la tenue luz de las lámparas públicas. 

Nuestros compañeros del pickup, quienes ya no 

andaban vestidos de obreros, estaban ubicados en la 

otra posible ruta de salida. La camioneta comenzó a 

movilizarse rápidamente hacia el norte de la ciudad. Yo 

seguí la camioneta sigilosamente a una distancia 

prudencial. Los posibles puntos en que los 

interceptaríamos los determinaría la sirvienta, en 

coordinación con la unidad de apoyo que se ubicaría en 

el lugar de ataque. Los compañeros del pickup 

cambiaron de transportación y en ese momento ya se 

conducían en el cabezal de un camión de carga. Los que 

164

nos conducíamos en el Mercedes Benz informábamos a 

los del cabezal de todos los cambios de rutas de la 

camioneta, para que se mantuvieran adelante de ellos. 

La camioneta de los escuadroneros tomó la carretera 

Troncal del Norte. La sirvienta dio instrucciones 

nuevamente. Desde ese punto en adelante, no habían 

rutas alternativas que tomar. Nosotros nos dimos cuenta 

que ellos se dirigían hacia Apopa. Después de pocos 

minutos de seguir el carro escuadronero, pudimos ver 

las luces de emergencia del cabezal ubicado en un carril 

y un carro pequeño descompuesto al otro lado de la 

calle. Tan pronto vi las luces de los frenos de la 

camioneta tornarse más rojas, aceleré con normalidad 

hasta llegar muy cerca de ellos. Los pasajeros del auto 

escuadronero no habían salido del carro, y no 

percibíamos sus reacciones. Los compañeros del tráiler 

habían bajado a curiosear el carro descompuesto y 

estaban listos para disparar. Cada uno de nosotros en el 

Mercedes Benz tenía su ametralladora lista para arrojar 

sus hijos mortales en pocos segundos. Hasta el momento 

no habíamos recibido órdenes de disparar. Cuando los 

pasajeros de la mini van intentaron bajarse a ver que 

pasaba, nosotros ya estábamos listos para jalar el gatillo. 

Una lluvia interminable de balas surgió de un costado de 

la carretera. Todas pegaban en el automóvil que 

perseguíamos. Unas pocas balas salieron en respuesta. 

En pocos segundos la pequeña camioneta quedó como 

colador. Los cadáveres de los cinco pasajeros yacían 

inertes en los asientos, y sus armas parecían juguetes 

ensangrentados inservibles. Bajamos rápidamente a 

recuperar el material bélico y Mercedes ordenó finalizar 

la operación consumiendo el carro con una llamarada. 

Nos alejamos rápidamente del escenario de guerra. En 

ambos lados de la calle otros compañeros habían 

165

garantizado la ausencia de otros vehículos para evitar 

victimas inocentes.” 

Periódicamente hacíamos reuniones para planificar las 

actividades y para recibir nuevos miembros en la 

organización. El Gordo trabajaba haciendo copias por la 

tarde en la sociedad de estudiantes. El resto del día lo 

dedicaba a vender productos para el hogar de casa en 

casa, con lo cual se ganaba la vida. Trabajar como 

vendedor le había ayudado a desarrollar sus habilidades 

de comunicador. Todos nos divertíamos con su soltura 

vocal y su espontaneidad en el manejo del idioma, 

especialmente cuando hacía reflexiones filosóficas sobre 

el pasado y el futuro y cuando leía la mano para predecir 

si íbamos a morir o no en el curso del conflicto. El Gordo 

se había entregado por completo al trabajo organizativo 

en la organización estudiantil, y había hecho suya la 

lucha revolucionaria. Igual que todos nosotros, él 

participaba, y estaba disponible para todas las 

actividades en que se le era requerido. Sin embargo, un 

día pasó lo que a cualquiera de nosotros le podía pasar 

en cualquier momento. Él y otros dos compañeros 

fueron capturados por los cuerpos represivos del 

gobierno. Al igual que muchos otros, fueron torturados, 

y por suerte, llevados a la cárcel. Después de dos 

semanas de gestiones y presión de varias organizaciones 

nacionales e internacionales, tuvimos la alegría de verlos 

vivos nuevamente. 

Un día después de su liberación, el Gordo y los demás 

fueron presentados en un auditorio de la universidad, y 

allí, nuevamente mostró sus habilidades de orador. 

Gordo: Compañeros, gracias por haber venido a mostrar 

su solidaridad con nosotros. Como ustedes saben, 

166

nosotros fuimos capturados y torturados por las fuerzas 

oscurantistas del régimen. Gracias al apoyo de todos 

ustedes y al de muchos otros compas que se pusieron las 

pilas, estamos vivos y libres. Esta oportunidad es 

propicia para manifestarles nuestra decisión de seguir 

luchando y reafirmar nuestra convicción política. 

Compañeros y compañeras; en esta ocasión fuimos 

capturados nosotros, pero eso no significa que nos 

vamos agüebar, ¿verdad? Nuestra lucha tiene que ser 

como el sol; debe calentar y dar luz cada día…— 

aplauso—… Nuestra lucha es nuestra vida y el futuro de 

las generaciones venideras. Por lo tanto, nuestros pasos 

tienen que seguir firmes, el camino es nuestro, pero 

tenemos que conquistarlo, no importa si tenemos que 

pagar con gotas, botellas o lagos de sangre. El camino ya 

fue transitado por varios compañeros y nosotros 

tenemos la responsabilidad de llegar hasta el final; y el 

final es el triunfo del pueblo, compañeros. 

Yo, José Ilusión, escribo mi historia con las alegrías y las 

tristezas de mi niñez, con el ímpetu me mi juventud y 

con la convicción de que el futuro puede mejorarse, aun 

sin saber como puede lograrse. 

Hoy, me siento a contemplar la belleza de la vida desde 

el rincón más alegre de mis temores, y en el momento de 

tomar responsabilidad por mis acciones camino hacia ti 

pueblo, que me viste nacer y crecer en Piedras Calientes, 

mi primera guarida. 

Desde este verde amanecer junto a tu gente y a sus 

sueños teñidos de azul viviente, elevo una plegaria a 

los que luchan y se aferran cada día a la vida y a sus 

ideales. Desde aquí, donde el hombre nace, se reproduce 

y muere, dejo mis huellas en el espacio común de la 

historia y viajo al infinito, donde encontraré tú nombre, 

167

tus sueños realizados y un jardín construido a tu 

memoria y a tus lamentos. 

Cada día aprendía a ver los fenómenos sociales más 

analíticamente. Trataba de hacer conexiones entre la 

teoría y la práctica, y gastaba energía en soñar con 

buenas soluciones para las muchas necesidades que 

tenía la gente. 

Mi colaboración en el partido político seguía siendo 

significativa, y satisfacía en cierta medida mis 

inquietudes de acción política. En el partido todos los 

días aprovechábamos para hacer cualquier tipo de 

propaganda, especialmente los fines de semana. 

Continuamente se unía más gente con deseos de hacer 

trabajo político, aunque no quisieran darse color por 

miedo. Yo me había familiarizado con todos los 

compañeros que coordinaban, dirigían y participaban 

en la organización. Ellos se habían convertido en mi otra 

gran familia. 

En nuestras jornadas de propaganda visitábamos 

muchos pueblos alrededor del país. La música de 

protesta del grupo de música de protesta Los Guaraguao 

se oía de repente en algún pueblo remoto. La gente nos 

miraba con sorpresa, y en algunas ocasiones con miedo 

o admiración, porque andábamos desafiando el temor a 

hablar y a pensar diferente a los que mantenían el poder. 

Los militares de los pueblos nos miraban con recelo y 

rabia. En algunas ocasiones disparaban al aire para 

asustarnos, o nos llegaban a intimidar diciéndonos que 

nos fuéramos, que no querían vernos ahí; que de lo 

contrario nos iban a ponchar las llantas, o a nosotros a 

balazos. 

168

Antes de realizar las caravanas políticas a los pueblos 

con los candidatos del partido, los encargados de la 

publicidad nos íbamos a hacer propaganda los días 

anteriores. Durante la campaña electoral realizamos 

muchas caravanas de proselitismo. Las condiciones 

políticas eran totalmente adversas a nosotros, sin 

embargo mucha gente llegaba a oírnos y a manifestar su 

apoyo aunque fuera tímidamente. También 

encontrábamos gente que nos acusaba de ser guerrilleros 

o nos decía cualquier otra cosa para ofendernos. En las 

jornadas de publicidad, en más de una ocasión, por 

error, visitamos pueblos abandonados debido al 

conflicto. Cuando descubríamos que no había gente en 

ellos, pasábamos tratando de hacer el menor ruido 

posible. 

Las casas destruidas por bombardeos durante combates 

entre el ejército y el FMLN ofrecían un panorama poco 

atractivo. Las desoladoras ruinas de los pueblos traían a 

mi mente Pedro Páramo, una obra literaria muy 

excitante que narra vívidamente los acontecimientos en 

un pueblo fantasma. También venía a mi memoria 

Piedras Calientes, Las Limas y Las Flores. Sabía que los 

lugares de mi niñez estaban en las mismas condiciones, 

por lo cual, una mezcla de miedo y añoranza recorría 

mis venas, creándome escalofríos que no me dejaban 

presionar el acelerador del auto por unos pocos 

segundos. La voz de mis acompañantes me hacía volver 

a la realidad. 

Nuestro trabajo era arriesgado, pero nosotros lo 

considerábamos necesario para comenzar a romper el 

miedo a la participación política de las fuerzas de 

oposición al régimen. 

169

Después del tiempo estipulado para la campaña electoral 

vino el día de las elecciones. Nosotros en el partido 

político sabíamos que no era posible ganar las elecciones, 

pero también estábamos convencidos de que era muy 

importante nuestra participación. Esas elecciones fueron 

una experiencia transcendental para mí y también para 

muchos salvadoreños que una vez más comenzaron a 

romper con el miedo a la represión. Nos sentíamos 

satisfechos con el trabajo que habíamos realizado y 

también contentos de que ningún incidente grave había 

sucedido hasta la fecha, lo cual era otra gran victoria. 

Mi educación en la universidad continuaba con cierta 

normalidad. Durante toda la campaña electoral siempre 

asistí a clases, aunque había disminuido mi 

involucramiento en el trabajo de la organización 

estudiantil. Durante ese período había aumentado la 

inestabilidad interna de las organizaciones estudiantiles 

debido a sospechas de infiltrados. El ambiente de 

desconfianza entre nosotros había aumentado. Se sabía 

que había algún o algunos infiltrados de la policía en las 

organizaciones universitarias, pero no sabíamos quienes 

eran. Algunos nos convertimos en sospechosos, sin 

ningún fundamento. El trato de algunos compañeros 

hacia mí era notablemente diferente. Yo ingenuamente 

no creía que se debiera a que desconfiaban de mí, sino al 

hecho de que no participaba en las actividades con la 

misma frecuencia que antes. Debido a eso decidí 

alejarme casi por completo de la organización de 

estudiantes y solo asistía a mis clases, tomando más 

medidas de precaución para evitar ser víctima de mis 

propios compañeros. 

En el partido político lo máximo del trabajo proselitista 

lo realizábamos los fines de semana, cuando era más 

170

fácil encontrar la gente en sus casas. El temor a los 

escuadrones de la muerte y al ejército y demás cuerpos 

militares y paramilitares seguía siendo el obstáculo más 

difícil de superar. 

A mediados del año la represión contra las 

organizaciones de oposición incrementó con la llegada 

del nuevo gobierno. Varios compañeros de la 

universidad fueron capturados, desaparecidos y 

asesinados. La universidad fue cercada militarmente. La 

tensión entre los estudiantes era muy grande y 

frecuentemente se daban incidentes entre los estudiantes 

y los uniformados de verde y negro aterrorizante que 

nos vigilaban. 

El Chele Remolino fue capturado por la Policía de 

Hacienda en los primeros días de julio once años antes 

del segundo milenio. Para denunciar la captura, las 

organizaciones estudiantiles organizaron una marcha de 

protesta alrededor del campus de la universidad, 

desafiando al mismo tiempo el cerco militar que 

permanecía. La marcha de unos quinientos estudiantes 

salió del portón noroeste de la universidad. Los soldados 

que vigilaban esa entrada se hicieron a un lado y no 

hubo ningún problema para salir del campus. 

Marchamos alrededor del Campus hasta llegar a la 

entrada principal. Sin embargo, los militares que 

custodiaban dicha entrada, no nos permitieron entrar. 

Nosotros comenzamos a forcejear con ellos, quienes se 

pusieron nerviosos y comenzaron a disparar para todos 

lados. Todos comenzamos a buscar refugio contra las 

balas. Muchos nos tiramos al piso, otros gritaban que no 

dispararan, mientras que otros corrían en todas las 

direcciones. La situación era un caos horrible. Yo me tiré 

171

a un lado de la cuneta de la calle, mientras que muchos 

otros simplemente se tiraban al piso en el lugar en que 

se encontraban. El sonido agudo de las balas de los 

fusiles M-16 que caían como lluvia cerca de nosotros, me 

causaban pánico. Mi imaginación disturbada dibujaba 

con angustia los agujeros de las balas entrando en mi 

cuerpo. Los soldados paraban de disparar por momentos 

mientras se ubicaban al lado de los muros de la entrada 

de la universidad. Los primeros gritos de heridos se 

comenzaron a oír. Vitacoro se había tirado en el piso sin 

ninguna protección. Él estaba cerca de mí, y en lo más 

fuerte de la balacera gritó: 

—¡Me pegaron un balazo, estoy herido! 

—¿Dónde putas te dieron?, ¿cómo te sentís, podés 

caminar o no? —le pregunté. 

—Sí, yo creo que sí —contestó—la herida es en la cabeza 

creo, pero me siento bien—dijo titubeante. 

—Tratá de calmarte, dejame pensar un momentito—le 

dije. 

La sangre se me puso fría, y un conjunto de ideas 

desesperadas llegaron a mi mente. Después de una 

evaluación espontánea de la situación, decidí actuar. La 

balacera había parado por unos segundos, y aproveché 

para decirle que corriera hacia la entrada para que nos 

encontráramos allí. Eran solo pocos metros de distancia, 

pero nadie quería atreverse a correr. El riesgo de que los 

soldados dispararan a matar, o con suerte, solamente a 

herirnos, era muy grande. Vitacoro corrió hacia mí y yo 

hacia él, encontrándonos exactamente en la entrada. Lo 

tomé del brazo para sostenerlo, y en ese preciso 

172

momento se desmayó. Su espalda estaba cubierta de 

sangre que bajaba desde la parte superior del cuello. 

Tan pronto pude, me lo puse en mi espalda y lo sostuve 

de los brazos. Mientras daba los primeros pasos con 

Bitácor0 en mi espalda, sentía la sensación de muerte, 

sentía que una lluvia de balas caería sobre nosotros 

despiadadamente. Caminé varios pasos con él sobre mi 

espalda hasta detrás del muro de la entrada. Un par de 

minutos después, ya dentro del campus, Vitacoro volvió 

en sí. Para entonces, estudiantes de medicina habían 

traído algún equipo de primeros auxilios, lo cual habían 

logrado arrastrándose por el piso hasta llegar a la 

entrada del campus. Me aseguré de que la herida de 

Vitacoro no era grave y de que estuviera en manos de 

otros compañeros, y luego me retiré. 

Comencé a buscar la forma de abandonar la 

universidad. Los soldados seguían disparando al aire 

esporádicamente y más refuerzos llegaban. La Cruz 

Roja llegó posteriormente a recoger los heridos. Cuatro 

compañeros habían sido baleados en el estómago y en 

las piernas, otros se habían lastimado cuando corrieron 

o se tiraron al piso. 

Mi camisa había quedado ensangrentada, por lo que 

mi mayor preocupación era salir de la universidad y 

cambiarme sin ser detectado. Para entonces ya había 

oscurecido, lo cual me favoreció. Los soldados ubicados 

en el portón noroeste de la universidad se habían 

movido hacia el otro lado de la calle, donde había muros 

que les servían de protección. Muchos estudiantes 

estábamos abandonando la universidad debido al 

incidente. Todos iban tan asustados que nadie se dio 

cuenta, o no les importó que yo fuera ensangrentado. 

173

Cuando salí de la universidad, no llevaba mis 

cuadernos, por lo que no aparentaba ser estudiante. 

Busqué la calle más solitaria para no encontrarme con 

nadie. Por mala suerte, me encontré con un grupo de 

soldados que iban corriendo hacia la universidad, 

aparentemente ellos iban enfocados en lo que estaba 

pasando en el centro de estudios, y no pusieron atención 

en mí. Caminé varias cuadras por la colonia próxima a 

la universidad, hasta que llegué a la calle San Antonio 

Abad. Allí tomé un microbús, el cual iba vacío, por lo 

que me acomodé de tal forma que no se viera la parte 

ensangrentada de mi camisa. Me bajé cerca de la oficina 

del partido y allí fui a conseguir ropa para cambiarme. 

Vitacoro solo había sido herido por una esquirla que se 

le incrustó levemente en la cabeza pero sangró mucho. 

Dos días después del incidente llegó de nuevo a la 

universidad con una cachucha que le cubría las vendas. 

La captura de El Chele Remolino sucedió debido a la 

imprudencia de salir sólo de la universidad durante el 

fin de semana, cuando muy poca gente visitaba el 

campus. Después de varios días de tortura en el cuartel 

de la Policía de Hacienda, fue transferido a la cárcel de 

San Vicente, por lo que nosotros exigíamos su libertad. 

Muchos estudiantes abandonaban la universidad 

frecuentemente por temor a la represión. La mayoría ya 

estábamos acostumbrados a dicha situación de zozobra, 

y seguíamos asistiendo a clases sin importar lo que 

pasaba. Todas las organizaciones de oposición al 

gobierno estaban sufriendo una vez más la envestida de 

los irracionales ataques del gobierno y sus aparatos de 

represión. 

174

A pesar de toda la ola de represión, el trabajo del partido 

en la ciudad de Mejicanos estaba creciendo 

paulatinamente. Continuamente realizábamos pequeñas 

actividades de presencia en las calles. Para esos días, el 

gobierno anunció un aumento de diez centavos en el 

pasaje de los autobuses urbanos, y nosotros, el colectivo 

de Mejicanos, salimos a repartir propaganda de repudio 

a dicho acontecimiento. Después de más de una hora de 

reparto de volantes informativos, regresamos al local del 

partido. Los demás compañeros se fueron al local de 

Ciudad Delgado a seguir distribuyendo más papeles con 

los del Colectivo de dicha ciudad. Yo tenía que ir a hacer 

unas tareas a la universidad y me fui a esperar el bus. 

Cuando iba cerca de la parada de los buses, se acercó 

bruscamente, casi atropellándome, un pickup de doble 

cabina con vidrios polarizados, del cual salieron dos 

hombres que me forzaron a entrar al carro apuntándome 

con sus ametralladoras. La pesadilla de que solíamos 

hablar en la universidad, llegaba a mí. “Llegó mi hora,” 

pensé con terror. 

Mi martirio comenzaba. 

Hijos de patria 

construida con lágrimas de madres afligidas. 

Calles fertilizadas con temores 

de masas oprimidas. 

¿Callarán ustedes las historias de sus vidas? 

¿Pintarán con su sangre derramada 

las historias de los Pipiles heredadas? 

¿Construirán con sus manos encalladas las 

esperanzas que les fueron mutiladas? 

Si. 

Vos podés generar sueños 

de corrientes literarias 

175

Sí. 

Vos podés encender convicciones 

apagadas. 

Recordar verdades olvidadas. 

Descubrir que estás donde no deseabas. 

Llegar donde la historia no ha llegado. 

Y por último, encontrar mi mano ensangrentada 

sembrando una flor y una bala. 

...y cuando el aire se acabe en mis pulmones, 

mis labios comenzarán 

a leer la estrofa 

de un poema de amor que nunca acaba. 

Me esposaron, me cubrieron los ojos rápidamente y me 

tiraron en el asiento del carro. Uno de ellos se sentó 

sobre mi cabeza y todos comenzaron a interrogarme. 

Comenzaron a darme golpes fuertes en una pierna con 

el mango de una pistola. Me dijeron que tenían varios 

días de andar buscándome, y que finalmente tenían el 

gusto de encontrarme. 

—Así que vos sos José Ilusión, uno de los famosos y 

temibles guerrilleros urbanos —me dijeron. 

Comenzaron a manejar en forma de círculos para 

despistarme. Ellos insistían en que aceptara que era 

miembro de Las Fuerzas Populares de Liberación . Yo 

insistía en que solo era estudiante, y que todas mis 

actividades políticas estaban solamente relacionadas con 

el trabajo del partido. Ellos no estaban muy interesados 

en mi trabajo en el partido, insistían en que aceptara que 

era miembro de las FPL, que si no colaboraba me iban a 

matar lentamente, como a muchos otros compañeros. 

También iban a matar a mi familia y a mi novia, etc. 

176

Yo me mantuve en silencio. El dolor en mi pierna ya era 

insoportable. Después de cierto tiempo, y sabiendo las 

posibles consecuencias, acepté que era de las FPL. Ellos 

se sintieron contentos y hasta dejaron de golpearme en la 

pierna. 

—Ustedes son nuestros guerrilleros favoritos —dijeron 

sínicamente.—Ustedes son cabrones, y en cierta forma 

los respetamos porque tienen los güevos bien puestos, 

pero también tenemos que matarlos, porque ustedes no 

nos perdonan cuando agarran a alguien de nosotros. Los 

compañeros que han encontrado, solo los han agarrado a 

balazos y ni siquiera les han dado quebrada de gritar 

algo. Nosotros somos buena gente y algunos que se 

portan bien o tienen suerte y colaboran, los mandamos a 

la cárcel, un poco verguiados, pero vivos. 

Pocos minutos después, sentí que el carro pasó sobre 

unos túmulos, lo que me hizo asumir que estábamos 

entrando a algún cuartel o algo similar. El carro se 

detuvo, abrieron las puertas y le dijeron a alguien: 

—Es de los Felipes, ahora es el turno de ustedes. 

El dolor en mi pierna derecha era muy fuerte, por lo que 

casi caí al piso cuando me sacaron del carro. Sin decir 

nada, alguien me tomó del brazo y me condujo hacia un 

lugar encerrado, según podía percibir. El sonido seco de 

una puerta metálica me hizo pensar que estaba en una 

cárcel. Me quitaron las esposas por un momento y me 

exigieron que me quitara la ropa, luego me trajeron una 

calzoneta y una camiseta para cambiarme. Me esposaron 

nuevamente y se marcharon. El dolor en la pierna seguía 

siendo muy fuerte, me sostenía mayormente con la 

pierna derecha y me apoyaba en la pared con la espalda. 

177

El temor a lo que faltaba que enfrentar era muy grande, 

sin embargo hacía el esfuerzo de mantener cierto grado 

de tranquilidad. Pensaba en lo que era conveniente decir. 

En cierta medida me tranquilizaba el no tener 

información importante. Por otro lado, mi situación era 

más difícil, porque ellos asumían que yo sabía mucha 

información sobre casas de seguridad, escondites de 

armamento y de acciones militares de los comandos 

urbanos. Eran muchas ideas las que me venían al mismo 

tiempo. Las ideas más aterradoras eran imaginarme que 

tipo de torturas me iban a aplicar. Yo sabía que eran 

muchas formas de torturas que ellos practicaban, todas 

eran escalofriantes, y pensar que estaba muy cerca de 

sentir cualquiera de ellas me enfriaba la sangre. Después 

de un momento de convulsionadas hipótesis, logré 

mantener la calma y me enfoqué en pensar que yo era 

mejor que ellos y que debía mantenerme firme a mis 

principios revolucionarios. Mi determinación de 

sacrificio y convicción política para soportar el dolor y 

no comprometer a los demás compañeros se pondrían a 

prueba. Estar preparados psicológicamente para 

enfrentar el dolor y mantener nuestra integridad con la 

causa que defendíamos, aun pagando con la vida, era 

una de nuestras prioridades. De acuerdo a nuestra 

perspectiva, demostrar nuestra superioridad intelectual 

y tratar de ganarles la moral eran las únicas armas que 

teníamos disponibles en caso de ser capturados. Dichas 

herramientas había que utilizarlas al máximo posible 

para sobrevivir o morir con dignidad, sin delatar a los 


Después de más de una hora de espera en el pequeño 

cuarto, alguien vino a traerme para comenzar el 

interrogatorio. Me condujeron por un pasillo. Yo aún 

178

seguía vendado e ignoraba las condiciones del piso por 

donde era conducido. Después de dar los primeros 

pasos caí en unas gradas. El que me custodiaba me dijo 

que no fuera torpe, que caminara bien. Me levanté y 

seguí caminando con un poco más de cuidado. El 

guardia perdió la casi nula paciencia que tenía, se enojó 

y me llevó más rápido a empujones. Caí un par de veces 

más en otras gradas, pero con suerte, porque no me 

lastimé mucho. Sin embargo, seguía sintiendo dolor, 

sobre todo en la pierna, que aún tenía adolorida por los 

golpes que me habían dado hacía un par de horas. 

Finalmente llegamos al cuarto donde ellos me 

necesitaban. 

La espera fue nuevamente larga. Estuve parado por más 

de una hora, hasta que llegó el encargado del 

interrogatorio. Comenzó por preguntar mi nombre, 

dónde trabajaba y dónde vivía. Su método de 

interrogación no era el que yo esperaba. Preguntaba con 

educación y tranquilidad. Su estrategia era convencerme 

de hablar sin golpearme. Siempre hacía énfasis en que él 

había estudiado sicología y no consideraba necesaria la 

violencia con los prisioneros. Comenzó por 

preguntarme cuales eran mis responsabilidades dentro 

de las Fuerzas Populares de Liberación, FPL, quien era 

mi responsable inmediato y cuales eran las acciones más 

importantes que había realizado en los comandos 

urbanos. Él quería saber donde estaban las casas de 

seguridad y en que sitios teníamos escondites de armas. 

Además preguntaba por nombres de compañeros de la 

universidad, cuales eran mis funciones dentro del 

político al que yo pertenecía, y a qué se debía que yo 

tenía una libreta con teléfonos de algunas embajadas de 

países Europeos y de Norte América. Comencé por 

darle respuestas muy generales sobre mis actividades en 

179

el movimiento estudiantil. Le di respuestas bastante 

específicas de mis actividades dentro del partido, sin 

embargo, nunca estuvo tan interesado en mis 

actividades en el partido, pues era legal y no muy fuerte. 

Su principal énfasis eran mis actividades en el 

movimiento estudiantil. En más de una ocasión me 

advirtió que conocía a todos los dirigentes estudiantiles 

y que no pensara que podía engañarlo. 

—Yo estoy bien informado de tus actividades en la 

universidad—insistía—lo que yo quiero es información 

concreta. Yo he ido a un montón de marchas y hasta he 

andado con ustedes quemando buses. Lo que yo quiero 

es que me des nombres o seudónimos de tus 

compañeros más clandestinos, los otros como vos que 

andan matando a mis compañeros aquí en la capital. — 

me dijo. 

Yo mantuve la posición de que solo participaba en las 

marchas, tomas de oficinas del gobierno, reparto de 

propaganda y otras pequeñas actividades de 

desobediencia civil. Por momentos el interrogador 

cambiaba su estrategia y se convertía en consejero. 

Comenzó por decirme que no fuera tonto, que no iba 

a sacar nada andando de guerrillero, que solo hacía 

sufrir a mi familia, que mejor me dedicara solo a 

estudiar, pues de eso iba obtener más provecho, pero 

andando de revoltoso solo iba a lograr que me mataran. 

Yo le seguí la corriente y le manifesté que no estaba muy 

seguro de porque andaba involucrado en política, que a 

lo mejor era un error que me estaba saliendo caro. Le 

conté que yo era el único de la familia que andaba 

metido en líos, y que la mayoría de ellos no podían ni 

leer, que solo estaban preocupados por trabajar para 

sobrevivir. Debido a que yo estaba en la universidad casi 

180

inconscientemente me había involucrado en la 

organización. 

Me mantuve firme en lo que decía, siempre me 

concentraba en lo que iba a decir, para que tuviera 

correlación y sentido con lo que había dicho 

anteriormente. Él continuó su estrategia de persuasión. 

Comenzó por ofrecerme visa para viajar a Canadá, 

Estados Unidos o cualquier otro lugar que yo quisiera. 

La otra proposición era quedarme a trabajar para ellos. Si 

yo aceptaba me darían un trabajo de oficina, lo único que 

tenía que hacer era salir a enseñarles quienes eran mis 

compañeros. A cambio, ellos me darían protección y un 

arma para mi defensa personal. 

—Yo siempre cargo mi metralleta con doble cargador en 

el carro. Sé que un día me pueden matar, pero si puedo 

me voy a pasar quebrando por lo menos un cabrón—me 

dijo, tratando de impresionarme. 

Yo me manifesté impresionado por tales ofrecimientos y 

le dije que podíamos seguir hablando del asunto. 

Después de más de dos horas de interrogarme, comenzó 

a perder la paciencia. Me dijo que me pusiera claro, que 

quería información completa. Para entonces yo sentía 

una sed terrible, pues ya hacía más de cinco horas que 

me habían capturado, y a la hora que me capturaron ya 

tenía mucha sed. Le dije si me regalaba agua, y me trajo 

un vaso con un trago. Siguió insistiendo en que no le 

había dicho nada importante y que ya estaba 

acabándosele su abundante paciencia. 

Durante toda la entrevista yo estuve moviendo las cejas 

disimuladamente, para tratar de subir la venda un poco 

y ver más o menos en donde estaba. Finalmente logré 

ver hasta la cintura del entrevistador. De su bolsa 

181

delantera colgaba un llavero con la bandera del partido 

del gobierno en turno, Alianza Republicana 

Nacionalista, pero él se dio cuenta que estaba tratando 

de ver y me puso otra venda más grande encima de la 

primera. 

—Sos pícaro vaa —dijo serenamente —me caes bien, 

pero como no querés colaborar conmigo, van a tener 

que venir unos compañeros que no son tan buena gente 

como yo, pa’ver que les podés decir a ellos. 

Me dio una palmada suave en el hombro y me dijo que 

íbamos a hablar más tarde, que esperara, que ya iban a 

llegar sus compañeros. Yo me sentía satisfecho con los 

resultados del primer interrogatorio. Sin embargo, las 

piernas me temblaban de saber lo que me esperaba. En 

los pasillos se oían gritos de otros prisioneros que 

estaban siendo interrogados, y me daba escalofríos 

oírlos. 

Me preguntaba yo mismo: “¿Que tipo de tortura será 

esa?” Los gritos eran escalofriantes; en los lamentos se 

oía como que si les faltaba aire, o como si los estaban 

degollando. El tiempo pasaba y nadie llegaba. La espera 

era desesperante. El dolor de la pierna ya se me había 

olvidado por estar pensando en lo que me esperaba. 

Mil ideas venían y se iban de mi mente: 

—¿Cómo puedo hacer para suicidarme; si tengo las 

manos atadas? Yo nunca he sido tan valiente, tal vez me 

muero de la primera tortura. ¿Quién va a velar por mi 

familia? ¿Se habrán dado cuenta ya en el partido que 

me han capturado? ¿Que pensarán mis compañeros si 

hablo? ¿Qué va decir la gente del partido? 

182

¡Mi mamá se puede morir de aflicción cuando se dé 

cuenta que me han agarrado! ¿Cómo hago? 

¿Acepto quedarme trabajando con ellos y luego me 

escapo tan pronto sea posible? ¿Y los principios 

revolucionarios…para que sirven? 

Finalmente decidí: 

—Tengo quihacerle güevos hasta donde pueda. Esta es 

la situación de la que siempre hablábamos, y ahora 

tengo que enfrentarla —dije internamente, dándome 

fuerzas emocionales yo mismo. 

Luché por poner mi mente vacía y no seguir 

martirizándome yo mismo. Comencé a darme mi propia 

terapia sicológica. Decidí pensar que era fuerte y que 

podía resistir el dolor. 

—Desde pequeño he aprendido a soportar retos difíciles, 

y esto solamente será una prueba más —decía 

mentalmente. 

Sabía que podía resistir la tortura o morir con dignidad 

intentándolo. Mi mente estaba libre, estaba 

respondiendo positivamente a sus propias 

determinaciones. Después del momento de auto terapia 

y decisiones, comencé a pensar cuanto tiempo faltaba 

para que vinieran los que me torturarían. Mi 

pensamiento pareció haberlos llamado, y de repente 

sentí una patada en la espalda, la cual me hizo caer de 

frente al piso. 

—¿Asies que no querés hablar Ilusión? ¿Pensás que sos 

muy machito no? Aquí hasta los mas hombres lloran – 

dijo burlescamente dijo el nuevo torturador. 

183

Yo no respondí. 

Cuando ya estaba en el suelo, uno de ellos me dobló las 

piernas y me las sujetó junto con las manos, sobre la 

espalda, mientras el otro me ponía una capucha en la 

cabeza. El torturador la apretó con fuerza en mi cuello 

y con las rodillas presionaba mi espalda en dirección de 

los pulmones. 

—Cuando decidás hablar movés la cabeza —dijo. 

El aire comenzó a escasearse casi de inmediato. Por un 

momento muy breve traté de perder el conocimiento por 

mí mismo, pero no pude lograrlo. La desesperación por 

la falta de aire era horrible. Después de abrir la boca en 

búsqueda de los últimos átomos de oxígeno, comencé a 

succionar la bolsa con ansias incontenibles. Los gritos de 

desesperación salían agonizantes con la última fuerza 

por la preservación de la vida. Luego vino un breve 

segundo en el cual sentí un vacío y calma infinita. Todo 

quedó silencio. 

Comencé a sentir un aire muy fresco, tan rico que no se 

podía comparar a nada. En pocos segundos me sentía 

vivo, recobré el conocimiento y me di cuenta que era un 

ventilador que habían puesto para que me recuperara. 

—¿Ya estás listo pa’hablar —dijo uno de ellos—o querés 

un poquito más diayuda? 

No dije nada, me sentía tan cerca de la muerte, que no 

me importaba. Me colocaron nuevamente la capucha y 

me dieron las mismas instrucciones. 

—Cuando querás hablar movés la cabeza. 

184

En la segunda ocasión sentí que el aire se acabó más 

rápidamente. Los gritos de desesperación fueron mucho 

más fuertes y la sensación de vacío y muerte fue igual de 

cruel. Lo último que pude oír decir a uno de ellos fue: 

—Este hijueputa también está saliendo duro. Estos 

guerrilleros cerotes son majes, y prefieren morirse en vez 

dihablar —dijo alguien que estaba por allí. 

No supe si me pusieron la capucha más veces. Cuando 

volví al mundo de los vivos nuevamente, estaba en un 

cuarto pequeño; podía tocar las paredes con los pies y la 

cabeza. Pude detectar que había un inodoro en el centro 

de la celda. 

—¿Ya despertaste vos? —me preguntó el guardia que 

estaba afuera. 

Me dolía todo el cuerpo, especialmente los hombros, la 

espalda y las piernas. El cuarto estaba muy frío, y tenía 

mucha sed y hambre. El guardia me ordenó que me 

parara y que estuviera parado todo el tiempo. Mis 

piernas apenas podían sostener mi cuerpo, y comencé a 

sentir un fuerte dolor en la cabeza, por lo que le dije al 

guardia si me podía conseguir una pastilla para el dolor. 

—Mejor te voy a mandar el doctor —me dijo. 

En ese momento, casi ingenuamente había perdido la 

noción de donde estaba, y cuando reaccioné para 

corregir el error ya era tarde. En pocos minutos se abrió 

la puerta y alguien preguntó. 

—¿A vos es que te duele la cabeza? 

185

—Sí —contesté. 

—Dejame ver —dijo secamente —ya te vas a sentir 

mejor, ésta es la mejor cura que yo tengo pa’los 

guerrilleros. 

Me tomó del pelo y me pegó un fuerte golpe contra la 

pared. Yo sentí que se me habían quebrado todos los 

huesos del cráneo. Comencé a ver lucecitas de todos 

colores y no pude evitar caer al piso. 

—Gracias —le dije, casi desmayándome. 

La puerta se cerró y el “doctor” salió. Permanecí en el 

piso muy pocos minutos y nuevamente llegó el guardia 

a recordarme que tenía que permanecer parado. Los pies 

los sentía mas helados que nunca, y el cuerpo me 

temblaba de dolor y aflicción 

—No miobligués abrir la puerta pa’hacerte que te parés 

porque te va salir pior cabrón—me dijo el guardia. 

Más dolores se habían añadido a mi lista de 

calamidades. El cuello y la cabeza también me dolían. Yo 

trataba de mover mis músculos para calmarme un poco, 

pero no era suficiente. Las vendas también habían 

comenzado a incomodarme más, después de mover la 

cabeza muchas veces, el roce de la venda me había 

causado una pequeña herida en la parte de atrás de cada 

oreja, cosa que me causaba un ardor muy fuerte cada vez 

que me movía. Cada momento que pasaba me sentía 

más débil. Yo continuaba tratando de mantener mi 

mente vacía para amortiguar el dolor, y también 

pensaba en que forma podía suicidarme para terminar 

con el martirio. Al mismo tiempo, también tenía la 

186

esperanza de que la gente del partido pudiera sacarme 

por medio de las influencias en las embajadas y hasta en 

el gobierno. Pensaba en el dolor que estaba pasando mi 

familia, mi mamá sobre todo; y me sentía más triste y 

abandonado por mi suerte. Yo hacía cálculos que 

después del primer día de no aparecer por ningún lado, 

todo mundo iba a comenzar a buscarme. Que al segundo 

día, con suerte, a lo mejor sabían que estaba preso; lo 

cual era como la mejor opción. 

El tiempo me parecía cada vez más largo. Yo sentía como 

si había estado muchos días en la celda. Desde que me 

capturaron no me había preguntado quien lo había 

hecho, pues casi no importaba. De pronto me entró la 

necesidad de investigar donde estaba y quienes me 

habían capturado. Comencé a poner atención a todos los 

ruidos que no fueran los gritos de los demás presos, ni 

las grabaciones de madres y niños llorando. Lo primero 

que supe fue que era de noche. Lo pude determinar 

porque oía a los guardias bostezar y alguien a lo lejos 

dijo que ya era noche y que ya tenía sueño. Poniendo 

más atención, también oí el ruido de un tren a lo lejos. 

Me puse a pensar en la ubicación de todos los cuarteles 

del ejército y los cuerpos de “seguridad.” La respuesta 

ya estaba. El único lugar donde pasaba el tren cerca, era 

la Policía de Hacienda. Tal descubrimiento me causó 

más pánico. Todo mundo sabía que ellos eran de los más 

criminales; aun así, recuperé un poco de ánimo y seguí 

en mi posición obligatoria; parado y sin moverme. 

Después de varias horas de haber permanecido en la 

celda, llegó nuevamente el interrogador amable a 

preguntarme si ya había decidido hablar. Yo le dije que 

ya le había dicho todo lo que sabía y que con gusto 

hablaría si supiera más. No insistió mucho y se fue. Para 

187

entonces yo calculaba que ya habían pasado unas 

cuarenta horas desde que me habían capturado. Yo aún 

no perdía totalmente las esperanzas y me aferraba a la 

idea de que la gente del partido estaría buscándome. El 

tiempo pasaba lentamente. Los ruidos y gritos de los 

torturados estaban causando los primeros efectos en mí. 

En la noche, los ruidos disminuían y el bostezar de los 

guardias era constante. A pesar de que nunca pude ver, 

la luz siempre estuvo encendida en la celda, de acuerdo 

a mis cálculos. 

Según mi percepción del tiempo y de los ruidos, la 

segunda noche había llegado. Ese día solo había recibido 

un par de palizas, pero aun así, el dolor de los hombros, 

de las piernas, el piso helado, la sed y las heridas detrás 

de las orejas, me estaban haciendo grandes estragos 

físicos. La técnica de vaciar mi mente de cualquier 

pensamiento era la única que me ayudaba un poco a 

amortiguar el dolor temporalmente, pues no era posible 

hacerlo por mucho tiempo. Al transcurrir la noche yo 

esperaba que algún tipo de tortura me fuera ser aplicada, 

pues era cuando más gritos se oían. Esa noche estaba 

sumido en mis pensamientos cuando se oyeron unos 

gritos desgarradores. Al momento oí también que 

algunos de los torturadores se estaban peleando a 

palabras entre ellos mismos. Según lo que pude oír, 

estaban torturando a un cipote como de quince años, que 

habían capturado en Chalate. Durante la tortura se le 

había pasado la mano a uno de los torturadores, y el 

niño se les estaba muriendo. Preguntaban por un 

enfermero y aparentemente no estaba el de turno. Según 

pude deducir, había como una autoridad interna que 

regulaba la tortura, pues noté que estaban preocupados 

por lo que había pasado. 

188

—Cabrón, ¿que no ves quesun niño todavía? mirale la 

cara, el vichito nuaguanta lo quiaguanta un hombre 

grande —decía alguien. 

Después de cierto rato no supe lo que pasó. Ya no oí 

ningún otro ruido o comentario sobre el niño. Durante y 

después del acontecimiento del niño, sentía mis nervios 

más alterados. Sentía un odio increíble contra ellos. Me 

imaginaba el rostro pálido del niño moribundo. Mi 

mente se olvidó de la situación de su dueño y seguía 

dibujando en sus neuronas el cuerpo inerte del tierno 

prisionero. La impotencia de no poder hacer nada 

asfixiaba mi existencia, que también estaba en peligro de 

sucumbir. Después de un corto tiempo de calma, volví a 

oír los ruidos de nuevas torturas. Oí el ruido de barriles 

vacíos, el ruido de agua cayendo de mangueras y los 

gritos de desesperación de otros prisioneros. Cada 

momento los ruidos se oían más cerca. El corazón me 

palpitaba, casi se me salía del miedo, de la impotencia de 

estar tan vulnerable. Llegó el turno de la celda vecina, y 

hasta el momento yo no tenía una idea clara sobre el 

tipo de tortura. Yo había deducido que era ahogamiento 

en barriles llenos de agua, pero aparentemente también 

les ponían electricidad en alguna parte del cuerpo. Llegó 

el turno de mi vecino. Él comenzó a decirles que eran 

unas bestias cobardes, que lo soltaran y se dieran verga 

con él uno por uno, que demostraran que eran hombres. 

—A mi me van a matar perros hijos de puta —decía con 

valentía—pero me voy a dar el lujo de no decirles niuna 

palabra aunque me maten como quieran. 

Después de gritar por unos cuantos minutos por el dolor 

de la tortura, no oí más ruidos. Aparentemente se había 

desmayado o lo habían matado. El valor de mi vecino 

189

me había dado un poco de coraje y me sentía decidido a 

seguir su ejemplo. Yo era el próximo. Oí que cerraron la 

puerta de la celda vecina y luego alguien comenzó a 

abrir la de mi celda. 

—Hoy es tú turno —me advirtió uno de ellos —ya vas a 

saber de lo bueno vos también. 

Cuando estaban abriendo la puerta oí alguien que llegó 

y les dijo: 

—No labrás, a ése no le toca hoy. 

—¿Porqueste no? 

—Yo no se, así dijo el Capi, quiaese no le toca lo bueno 

hoy. 

Cerraron la puerta de mi celda y abrieron la puerta de la 

siguiente, para continuar con la tortura. Igual que los 

demás, se oyeron los gritos de dolor del detenido y 

después de un momento, quedó en silencio. Yo aún no 

podía creerlo. 

El dolor en las piernas, en las rodillas y el frío en las 

plantas de los pies, junto con los otros dolores, 

mantenían mi cerebro ocupado, procesando información 

de acuerdo a sus prioridades. Esa noche ya no soportaba 

el deseo de tomar agua y de relajar un poco mis 

músculos. 

El inodoro ocupaba casi la mitad de la celda, por lo que 

yo ya sabía su localización exacta. Tomé la 

determinación de intentar tomar agua. Por un momento 

puse mucha atención a cualquier ruido, para determinar 

190

si el guardia no me estaba viendo. Según mis cálculos, 

deduje que no había nadie y actué cautelosamente. Con 

gran esfuerzo encontré la manivela del tanque y 

rápidamente dejé ir el agua, me di vuelta 

inmediatamente y me incliné con gran dificultad. La 

suerte no parecía estar de mi lado, me resbalé y di con la 

frente en el borde del inodoro. La idea era tomar aunque 

fuera unas gotas del agua que iba saliendo por las orillas, 

pues posiblemente estaba limpia. Debido al resbalón 

solo me cayeron unas pocas gotas en la cara, pues el 

agua solo caía por pocos segundos y no sabía 

exactamente los puntos de donde salía. Después del 

vano intento de tomar agua, me paré tan rápido como 

pude para que no se diera cuenta el guardia, si venía. 

Sin embargo, el guardia me había visto. Cuando volví a 

mi posición habitual, me dijo: 

—Sos pícaro verdá vicho, pero no te salió la jugada, te 

dejé quintentaras porque me pareció divertido, pa’que 

veas que no soy mala gente. Pero no tomaste 

niuntraguito diagua ¿vaa? 

—No, no pude tomar niuna gota, pero gracias de todos 

modos —le respondí. 

En las horas venideras, cuando yo calculaba que era de 

noche me llevaron a otra celda más grande, la cual 

aparentemente estaba cerca de la cocina, porque olía 

mucho a comida. El olor representaba una tortura 

adicional después de más de dos días sin beber ni comer 

nada. 

Después de un largo rato me llevaron al cuarto de 

fotografía, allí me quitaron la venda, y antes de 

tomarme la foto me dieron como un minuto para que 

mis ojos se acostumbraran a la luz. Luego me dieron un 

191

peine y me tomaron la fotografía con el número de 

prisionero en el pecho. Los dos fotógrafos tenían la cara 

cubierta y no mencionaron ni una palabra. Después de 

la foto me pusieron la venda nuevamente y me llevaron 

a otra celda. Esa noche tampoco hubo tortura para mí. La 

necesidad de dormir comenzaba a dominarme. Los ojos 

me ardían, los sentía como si me hubiera enchilado. 

Aparentemente la noche ya había pasado, y según mis 

cálculos era el tercer o cuarto día de estar detenido. 

Las horas comenzaron a pasar lentamente. La sed y el 

hambre, más el conjunto de dolores ya no me dejaban en 

paz. La situación se estaba volviendo intolerable, la idea 

de morir lentamente se estaba apoderando de mí. 

Después de un par de horas sentí que abrieron la puerta 

nuevamente, y alguien entró y dijo: 

—Vení, te voy a cambiar las esposas pa’delante, pa’que 

descansés y comás. 

—¿Comer? —me pregunté para mí mismo. 

—¿Algo de beber no me podés dar? 

—Como no —respondió —también te traje agua. 

—Tocá, aquí está la comida y aquí al lado estun vaso 

diagua. No los vayas a tirar porque te vas a joder. 

—Ay lo dejás que se siente en el suelo —le dijo al 

guardia. 

Tan pronto oí esas palabras comencé a buscar la forma 

de sentarme. La necesidad de sentarme era más grande 

que la de comer y beber, sin embargo, la suerte no 

parecía estar conmigo. Debido al dolor en las piernas, 

192

sentarme resultó un gran sacrificio. Tenía que calcular 

que el plato de comida y el agua me quedaran en medio 

de las piernas. Cuando hice el intento de sentarme las 

piernas no me respondieron, caí sentado de un sólo 

golpe al piso y boté el agua con un pie. 

—Ya te jodiste por no tener cuidado. Hoy te vas a quedar 

sin beber agua otra vez. Ya tuviste dos oportunidades y 

no las aprovechaste. 

—Bueno, entonces déjeme agarrar del inodoro. 

—No, no puedo dejarte. Mejor comé ligero, que ya vana 

venir a trer la paila, sino también te vas a quedar sin 

comer. 

Localicé rápidamente el plato. Me lo puse con gran 

dificultad en la boca y lo empiné con precaución. A 

pesar del cuidado que tuve, parte de la comida se me 

cayó. Sin embargo, logré comer algo; incluso un 

pedacito de carne, el cual tenía un sabor raro, pero muy 

rico. La hora de pararse nuevamente llegó. Me 

cambiaron las esposas hacia atrás y todo siguió en su 

lugar, aunque momentáneamente había tenido un poco 

de relajamiento de los hombros, del estómago y de las 

piernas. 

Las horas eran muy largas, pasaban con una lentitud 

pasmosa. El efecto de los pocos minutos de relajamiento 

pasó rápidamente. Después de comer, más incógnitas 

llegaron a mi mente. 

¿Será ésta la última cena? 

¿Me irán a sacar, y quieren que no me vea tan jodido? 

193

No había respuestas, sólo preguntas para mi mismo e 

incertidumbre. 

Los minutos pasaban como negándose a existir; lentos, 

tortuosos y sin la prisa que exige la sociedad actual. Mi 

preocupación por saber el tiempo se estaba volviendo 

una obsesión. Después de interminables horas de luchar 

contra emociones y el dolor físico, los hierros fríos de la 

puerta de la celda sonaron nuevamente, anunciando la 

presencia de alguien. 

—Vasir a firmar unos papeles —me ordenó el guardia, 

con cierto enfado. 

Su conducta hacia mi parecía haber mejorado un poco. 

Me condujo por lo que parecía ser un pasillo y 

finalmente me dijo que esperara en un lugar 

determinado. Alguien me ordenó que pasara. El guardia 

me guio frente a un escritorio. Me quitaron las esposas 

y me subieron la venda un poco, para que pudiera ver 

solamente hasta el nivel del escritorio. El hombre detrás 

del mueble me dijo que tenía que firmar mi declaración, 

aceptando los cargos que me habían impuesto. Con las 

manos temblorosas y adoloridas tomé el lapicero y 

firme el documento. 

—Guerrilleros cerotes que nunca siacaban porque 

siempre hay algunos que soltamos —dijo con enfado 

alguien que estaba por ahí. 

Posteriormente me trajeron la ropa y los zapatos y me 

encerraron en otra celda nuevamente. Después de esos 

acontecimientos yo estaba seguro que me iban a liberar. 

Lo notaba por el gesto enojado de los que me hicieron 

firmar los documentos y por las acciones anteriores. 

194

Ya en la nueva celda me dejaron en las mismas 

condiciones: las esposas hacia atrás y parado, pero sin 

prohibirme que me moviera. En realidad, era tan 

pequeño el lugar que no había para donde moverse. Sin 

embargo, me reclinaba un poco en la pared. 

Aparentemente cuando firmé los papeles comenzaba 

anochecer, según mis cálculos posteriores. Las horas 

pasaban nuevamente, lentas y agonizantes. Mi fortaleza 

física y mental ya había llegado a límites alarmantes. Mis 

piernas apenas podían sostenerme. El dolor en los 

hombros y la espalda me estaba matando, al igual que el 

del cuello y las heriditas detrás de las orejas. Cada 

minuto que pasaba el dolor se hacía más intolerable. 

Después de un momento comencé a sentir una sensación 

de aflicción. Comencé a sentir miedo, algo como una 

pesadilla, en la cual soñaba que no podía dormir, pero 

que tampoco podía despertar. También sentía que el 

techo de la celda se iba bajando lentamente, que iba 

acercándose a mi cabeza y me hacía presión contra el 

piso. Yo intentaba detener el techo con las manos, pero 

no las sentía, las buscaba y no las encontraba. Luego 

comencé a sentir mucho calor, sentía fiebre y 

desesperación. De repente comencé a gritar que me 

sacaran, que quería irme para la casa. Luego sentí que 

todo se nublaba a mi alrededor, una sensación de 

relajamiento se apoderó de mí. Posteriormente sentí 

como que regresaba a la realidad, y comencé a sentirme 

incómodo. Me sentía muy adolorido, pero mis ideas 

eran claras y coherentes. Al poco tiempo de haber 

recobrado mi lucidez, alguien abrió la puerta y me 

preguntó porque había estado gritando tanto. No estaba 

muy seguro de lo que había pasado antes, pero le dije 

que no aguantaba el dolor en todas partes de mi cuerpo. 

En ese momento me tomó del brazo y me condujo por 

195

varios pasillos. Me devolvieron mi cartera y 

posteriormente sentí una brisa fresca y la sensación de 

más claridad. Luego me subieron a un camión que 

comenzó a moverse. Después de pocos minutos, uno de 

los guardias que iban vigilándome comenzó a decir que 

me quitaran la venda, que ya casi iban llegando a la calle, 

mientras el otro insistía que más allasito. Finalmente me 

quitaron la venda. Mis ojos no se acostumbraban a la luz. 

Con dificultad comencé a abrirlos para ver a mi 

alrededor. Iba saliendo de la Policía de Hacienda. Los 

guardias iban con su uniforme regular y finalmente 

miraba algunos de ellos. Los que iban en el camión 

tenían aspecto campesino y su dura mirada no la 

dirigían hacia mí. 

—Agarrá bien a este maje, si se te suelta y se tira del 

camión y se mata, estihueputa nos va a meter en un gran 

güevo —decía uno de los policías a otro. —Este vicho 

cerote parece que tiene conecte con alguien diarriba. 

—¡Ay Dios, diaquí como se me va soltar este vicho seco! 

—aseguraba, mientras me sujetaba más fuerte contra un 

tubo de la baranda del camión. 

Después de pasar por toda la Avenida Juan Pablo II y de 

ser revisado por la mirada curiosa de la gente de la calle 

y de los buses, llegamos al juzgado en el Centro de 

Gobierno. Allí se encontraba Daniel, un compañero del 

partido, quien se había graduado de abogado 

recientemente. 

Los trabajadores del juzgado me pidieron dar mi 

declaración, y me revisaron físicamente para ver los 

golpes y demás posibles heridas. Antes que nada les 

pedí agua, varios vasos de agua, la cual había extrañado 

196

en los últimos días. Posteriormente comenzó el 

interrogatorio. El abogado del partido estaba pendiente 

de lo que me preguntaban, así como de lo que yo 

respondía. El responsable del partido se había encargado 

de llamar la prensa, los cuales estaban esperando que yo 

saliera del juzgado para entrevistarme y otros del 

partido también estaban a la salida del juzgado. Tan 

pronto terminó la entrevista con los del juzgado, los 

policías llegaron por mí. Ellos trataron de evitar que 

hablara con los periodistas. Me empujaron rápido y 

violentamente hacia el camión. Una de las periodistas les 

gritaba muy enojada: 

—¡Dejen de joder al chamaco, no lo empujen animales, 

no ven que está todo débil! 

Cuando iba en el camión comencé a sentir un poco de 

miedo nuevamente. No sabía si los policías uniformados 

planeaban hacerme algo en el camino hacia la cárcel de 

Mariona. Sin embargo, me calmé cuando me puse a 

pensar que no les convenía, porque mi caso ya se había 

convertido en algo público. Salieron muy rápido del 

juzgado y se fueron por las calles más solitarias hasta 

llegar a la ciudad de Mejicanos, donde ya no se podía 

tomar otra ruta. 

Yo iba muy pendiente de los buses que pasaban cerca 

del pickup, para tratar de que no me viera la cara algún 

conocido. Finalmente llegamos a la cárcel. Después de 

esperar por un rato llenaron todos los papeles requeridos 

y me fue asignada la celda correspondiente a los 

detenidos políticos. 

Era un ambiente totalmente desconocido. Cuando llegué 

al penal era mediodía y todos los presos estaban en el 

197

patio común. No sabía por donde comenzar a buscar a 

los reos políticos y no sabía quienes eran. El resto de la 

tarde lo pasé dando vueltas en el patio con timidez. 

Miraba disimuladamente y con desconfianza a mi 

alrededor, como deseando encontrar a alguien conocido. 

A las cinco de la tarde, cuando todos los presos tenían 

que irse a sus celdas, busqué la que me habían asignado. 

Cuando llegué a la celda, me encontré con algunas caras 

conocidas; algunos de ellos eran estudiantes 

universitarios, y otros, miembros de organizaciones de 

trabajadores, a quienes los había visto antes en 

actividades políticas. Al llegar fui cordialmente recibido. 

El único colchonsito que había en la celda me fue 

proporcionado para que descansara y recuperara mi 

estado físico. Los compañeros ya estaban acostumbrados 

a rehabilitar a los recién llegados, pues todos llegaban 

casi muriéndose de hambre, de dolores por las torturas y 

emocionalmente destrozados. Después de darme una 

sopa levanta muertos, el encargado de la celda me 

explicó la estructura organizativa de la celda y las reglas 

de funcionamiento interno y externo. Habíamos doce 

reos políticos. Todos éramos jóvenes; algunos 

estudiantes universitarios, sindicalistas y un par de 

combatientes que habían sido capturados heridos. Entre 

ellos un muchacho de dieciséis años, quien había sido 

capturado en Chalate, cuando le dieron un balazo en la 

pierna durante un combate. La pierna se la amputaron 

en el hospital militar, y todavía no le había cicatrizado 

totalmente, por lo que requería bastante apoyo de todos. 

La estructura organizativa de la celda consistía del 

responsable, el tesorero, el secretario y el encargado de la 

seguridad y disciplina. Cada uno tenía una misión 

específica. El responsable supervisaba el funcionamiento 

general de la celda. El tesorero se encargaba de manejar 

198

las finanzas. El secretario anotaba decisiones, 

responsabilidades y acuerdos. El encargado de 

seguridad y disciplina se ocupaba de garantizar que 

todo estuviera en orden, y sobre todo, de analizar las 

posibles amenazas y medidas de seguridad que 

debíamos tomar tanto en el día como en la noche. En la 

celda teníamos un régimen que se podría considerar 

más o menos comunista. Todos trabajábamos en función 

de todos. Tomábamos decisiones colectivas y 

compartíamos las mismas responsabilidades y derechos. 

Cualquier cosa que recibíamos pasaba a ser propiedad 

colectiva. Todos nos beneficiábamos de la cooperación 

mutua. Algunos compañeros que no tenían quien los 

visitara o les llevara algo, se beneficiaban más del 

sistema de gobierno de la celda. Entre las 

responsabilidades que cada uno de nosotros tenía era 

hacer limpieza, cocinar, vigilancia y recopilación y 

distribución de información. Durante la noche había 

alguien haciendo turno de vigilancia, pues siempre 

esperábamos que en cualquier momento llegaran a 

atacarnos, y lo que menos queríamos era que nos 

agarraran dormidos. Aunque no teníamos con que 

defendernos, era mejor estar preparados para hacer lo 

que fuera posible con las puras manos, un cuchillo de 

cocina o con el par de palos de escoba que teníamos. 

Todas las tardes reuníamos cinco colones para rentar un 

televisor para mantenernos informados de lo que 

pasaba afuera. En el día, cuando nos sacaban de la celda, 

nos íbamos para el puesto que habían comprado los 

compañeros con más tiempo de estar en la cárcel. El 

puesto estaba a la par del puesto de los exmilitares. Ellos 

nos miraban con recelo, especialmente cuando miraban 

que nos llegaban cosas del exterior, pues ellos nunca 

recibían nada. 

199

En nuestro puesto había un par de sillas mecedoras, una 

banca de madera, un par de piedras y una cocina 

rudimentaria de lata, la cual hacíamos funcionar con 

trocitos de madera que obteníamos en el taller de 

carpintería de la cárcel. La cocina la ocupábamos todos 

los días para hacer nuestro desayuno, almuerzo y cena, 

pues de la comida que daban en la cárcel solamente nos 

comíamos las tortillas. Durante el día pasábamos 

hablando de nuestras aventuras, nuestro sufrimiento por 

las torturas que habíamos recibido, haciendo análisis 

políticos de la situación del país y del mundo en general, 

y tratando de adivinar el futuro político del país y de 

nosotros mismos. 

Para matar la rutina salíamos a caminar en grupo o en 

parejas en la plaza central de la cárcel. Por razones de 

seguridad, nunca caminábamos solos y procurábamos 

tener el mínimo de relación con los demás detenidos. 

Mantener nuestra disciplina, seriedad y un poco de 

misterio nos garantizaba cierta categoría dentro de la 

cárcel. Yo percibía que los demás prisioneros nos tenían 

respeto. Algunos nos preguntaban que cuando iban a 

llegar a atacar los compas para sacarnos. Otros 

simplemente nos saludaban y miraban con cierta 

curiosidad, como queriendo atreverse a preguntar algo. 

Ser guerrilleros urbanos o combatientes rurales, nos 

daba ventaja sobre los demás prisioneros. Todos en la 

cárcel sabían que no estábamos solos aunque 

estuviéramos presos. Aparentemente, ningún prisionero, 

incluyendo los militares, estaba interesado en tener 

problemas con nosotros. 

El jueves, que era el día de visita, llegó mi mamá a 

dejarme comida y una mudada. Ella estaba muy 

demacrada. La alegría de verme fue enorme. Le daba 

200

gracias a Dios que yo estuviera vivo, aunque estuviera 

preso. 

—No mamá, no tengo ningún dolor ni ninguna herida, 

lo cherche es del susto, pero ya se me va quitar. No creo 

que sea necesario que me traiga vitaminas, yo me siento 

bien, no me pegaron mucho. 

—¡Mirá como tenés el pelo! —me dijo, acariciándome la 

cabeza —¿Que es este gran chindondo que tenés aquí? 

—Esto no es nada mamá, solo es un golpesito que me di 

cuando me agarraron, pero ya no me duele. De todas 

maneras yo creo que me van a sacar pronto de aquí, pues 

el abogado del partido me dijo que todo está saliendo 

bien. 

El jueves, el encargado de la celda me pidió que saliera a 

caminar un rato con él. Él sabía que yo era de las FPL y 

él también lo era, por lo que me hablaba con cierta 

confianza. Me explicó que dentro de la celda había por lo 

menos tres personas de las cuales había que tener 

desconfianza. Uno de ellos era un supuesto combatiente, 

un estudiante de la universidad acusado de haber 

matado a un político de derecha y otro supuesto 

guerrillero urbano. A partir de entonces comencé a ver la 

situación más complicada. Era lógico y común tener 

desconfianza entre nosotros mismos pues nunca se sabía 

quien podía ser el enemigo. 

Llegó el viernes. Ese día en la mañana tuve la visita del 

abogado y compañero del partido. Él vino a avisarme 

que en la tarde me iban a sacar de la prisión. 

201

La vida llegó nuevamente a mí. Mi compañero de 

caminata de ese día me dijo que avisáramos a los demás. 

Los compañeros se alegraron, y yo me alegré mucho 

más. Les dejé lo poco que tenía, y a las pocas horas oí 

mi nombre que era llamado para salir. Con alegría y 

tristeza a la vez, me despedí de los demás. Los 

compañeros del partido estaban esperando por mí en el 

patio de la cárcel. Todos estaban muy contentos de 

verme nuevamente. Cada uno llegó a abrazarme muy 

emotivamente. La camioneta del partido salió 

lentamente del penal. Alguna gente fuera de la cárcel 

miraba con curiosidad a los que íbamos saliendo. 

Algunos guardias del penal que ya me conocían, aunque 

solo de vista, me saludaban, pues ya era conocida mi 

situación por la gente que vivía alrededor de la prisión. 

En pocos minutos llegamos al local del partido, donde 

otros compañeros me recibieron con alegría. Yo me había 

convertido en el primer capturado del partido desde que 

lo habíamos legalizado meses atrás. 

Vos podés cortar mis venas. 

Sí, vos podés. 

Vos podés interrumpir mis sueños. 

Si, vos podés. 

Tus blancas mariposas pueden hacer 

un suave aterrizaje 

sobre mi corazón latiente, 

transportando a mi pueblo, 

orientando a mi gente. 

Vos liberaste la paloma que cantaba 

las canciones de amor, 

ahora es libre, libre y sin temor, 

ahora puede cagarse libremente 

sobre la estatua de Cristóbal Colón. 

202

Vos sos firme en tus nobles ideales 

Vos confirmás mis temores terrenales 

Vos dibujás en mi mente la tristeza de mi gente 

Vos cicatrizas las heridas que hicieron 

los salvajes criminales. 

Vos sos la vida, 

vos sos la espiga del amor que nunca termina. 

En los días venideros llegó más gente a visitarme y a 

expresarme su solidaridad. A partir de entonces, el local 

del partido y las casas de los demás compañeros se 

convirtieron en mis refugios. Mi mamá llegaba a 

visitarme esporádicamente y me mantenía informado de 

lo que pasaba en la familia. Durante mi estancia en la 

cárcel murió mi abuela Lila. Debido a las circunstancias 

no pude asistir a su entierro y tuve que tragarme la pena 

de no poder darle la despedida final. Para honorar el 

amor que ella siempre me tuvo, y rendir tributo a su 

muerte, una noche me puse a recordar todos los 

momentos de alegría que pasábamos en Piedras 

Calientes. 

Recordé los momentos cuando yo hacía alguna travesura 

y me iba donde ella para que no me castigara mi papá. 

La recordé con el cántaro de barro lleno de agua en la 

cabeza, lavando el maíz en la pila del Plancito y 

llamando las gallinas para que llegaran a comer maicillo 

al patio de la casa. La recordé diciéndome que no me 

metiera entre la patas de Lucero, porque aunque fuera 

manso le podía agarrar un momento de enojo. La 

recordé en la infinita dimensión del verbo amar en los 

labios de una madre y en la conjugación de todos sus 

tiempos a lo largo de la historia. 

Los días pasaban rápidamente y yo comenzaba a salir 

del susto que había pasado. Generalmente salía a la calle 

203

acompañado de más compañeros, y solamente si era 

necesario. Después de un par de semanas comenzaba a 

sentirme desesperado, me sentía prisionero de mi mismo 

y de la incertidumbre. En varias ocasiones salía a la casa 

de compañeros del partido y otras veces me iba a las 

actividades políticas. Antes de mi captura estaba 

acostumbrado a caminar por las calles sólo y sin tantas 

precauciones. Permanecer encerrado varias horas todos 

los días me estaba resultando difícil. 

Un día, tres semanas después de haber salido de la 

cárcel, mi mamá vino en una de sus visitas rutinarias y 

me trajo una noticia. Me dijo que ya había hecho todos 

los arreglos necesarios para que me fuera para Estados 

Unidos. Mi hermana le había enviado dinero, y ella 

había pagado a una agencia que se dedicaba a llevar 

gente a los Estados Unidos para que me llevaran. La 

noticia me tomó por sorpresa. Yo no tenía ninguna 

intención ni deseo de viajar. Me sentí un poco 

desconcertado, pero al mismo tiempo me hizo 

reflexionar, y me asustaba la preocupación de mi familia 

por mi seguridad. Después de reconsiderarlo decidí salir 

del país, no por convicción de que era lo mejor, sino 

como un tributo al dolor que mi mamá y el resto de la 

familia estaban pasando. Yo me sentía un poco apenado 

con la gente del partido por la decisión que estaba 

tomando. Hablé con el responsable del partido, y él 

entendió la situación. 

El día anterior a mi partida se hizo una conferencia de 

prensa para denunciar nuevamente mi captura y otras 

que habían sucedido en esos días. Ese mismo día los 

compañeros organizaron una pequeña despedida. Cada 

uno se expresó con palabras muy emotivas. Yo me 

sentía agüevado, pero al mismo tiempo halagado por 

204

todas las expresiones de cariño de los compañeros. Esa 

fue una despedida muy dura y triste. El grupo de 

compañeros era como una extensión de mi familia. 

PARTE III 

La mañana del cinco de septiembre, once años antes del 

segundo milenio llegó, y con ella vino mi mamá para 

llevarme a la agencia de viajes, de donde partiría en bus 

hacia la frontera entre Guatemala y México. Después de 

varios minutos de espera, llegó el bus. Mi mamá me dio 

todas sus bendiciones y consejos y se alejó con tristeza. 

Un nerviosismo inmenso comenzó a invadirme. Era la 

primera vez que salía del país y la primera vez que me 

sentía realmente perseguido. Dejar a toda la gente que 

apreciaba, para emprender un viaje a lo incierto y 

desconocido no era mi deseo. La suerte me había tratado 

bastante mal en toda la década y no tenía ninguna 

esperanza de encontrarme con algo bueno fuera del país. 

Sólo quería cumplir con un compromiso con la familia, 

pues la idea de intentar llegar a los Estados Unidos 

ilegalmente no era atractiva para mí. 

El bus se detuvo en la aduana entre El Salvador y 

Guatemala. Todos fuimos a reportarnos a la oficina y 

luego pasamos a territorio guatemalteco. Todo era igual, 

los árboles, las casas, la gente y la pobreza. Por primera 

vez respiraba aire extranjero. El camino estaba adornado 

con la tropical vegetación guatemalteca. Después de 

varias horas, el autobús se detuvo en un pequeño 

poblado, donde todos almorzamos. Allí comencé a 

contactar los primeros miembros del grupo que íbamos 

hacia Estados Unidos. 

El coyote era un muchacho joven y amigable, quien 

decía ser peruano, lo cual no parecía por su acento, que 

205

sonaba más mexicano que una canción ranchera. 

Después de almorzar abordamos nuevamente el bus 

hasta llegar a la frontera con México. El coyote nos 

condujo a un hospedaje de muy mala facha. Allí nos dio 

las primeras instrucciones de como íbamos a cruzar la 

frontera mexicana. La mayoría del grupo no dormimos, 

algunos estuvimos hablando toda la noche sobre lo que 

habíamos oído decir acerca de Estados Unidos y sobre 

las posibilidades de éxito de la odisea que habíamos 

emprendido. En la madrugada salimos hacia la ribera 

del río, que en ese punto sirve de línea divisoria entre 

México y Guatemala. Después de caminar un poco, 

llegamos al lugar donde íbamos a cruzar. Éramos 

aproximadamente dieciséis personas, de los cuales 

cuatro eran mujeres. La mayor parte del grupo éramos 

jóvenes. En pocos minutos fuimos pasados en 

neumáticos hacia el otro lado del río. Luego llegamos a 

unas chozas, dónde pasamos escondidos todo el día, 

hasta que oscureció. Allí nos dieron de comer y nos 

mantuvimos lo más callados posibles. Según versión de 

algunas gentes que se encontraban en dichas chozas, 

algunos pasaban varios días esperando que vinieran los 

coyotes a recogerlos. En muchas ocasiones los coyotes 

nunca regresaban y los dueños de las chozas no los 

dejaban ir porque no había quien pagara la comida que 

habían consumido. Muchos de ellos estaban 

prácticamente como prisioneros, especialmente los más 

humildes. Según pude informarme, muchas mujeres 

eran violadas y forzadas a prostituirse para pagar por los 

gastos que habían ocasionado en su forzada estadía. 

Muchas de ellas se quedaban a vivir en esa frontera, y 

así terminaba su ilusión de ir a ganar billetes verdes a los 

Estados Unidos. 

206

Permanecimos todo el día y las primeras horas de la 

noche en la misma choza. Alrededor de las diez de la 

noche, el coyote nos dijo que podíamos salir, pero muy 

callados. Después de caminar un poco nos pasó 

recogiendo un camión cubierto con una lona verde. Para 

entonces, las mujeres del grupo ya se habían ido delante 

con otro coyote, pues según ellos era más fácil pasar a 

las mujeres. Después de varias horas el camión se detuvo 

en un hospedaje en el camino. El coyote dijo que otro 

camión nos pasaría recogiendo allí. Todos 

permanecimos en un cuarto del hospedaje por más de 

dos horas. 

El tiempo pasaba aceleradamente y el camión no 

aparecía. El coyote parecía estar preocupado por la 

tardanza. Finalmente, dijo que iría al pueblo a buscar 

otro camión para continuar el viaje, porque el contacto le 

había fallado. Para garantizar que regresaría, nosotros le 

dijimos que dos del grupo irían con él, lo cual aceptó. 

Para entonces él dijo que ya no tenía dinero para pagar 

por la transportación, por lo que insistió en que era 

necesario que le prestáramos dinero para pagar el viaje 

hasta la ciudad de México. No teníamos muchas 

opciones, y colectamos para pagar. Después de pocos 

minutos apareció el coyote con el camión en que 

continuaríamos el viaje por un trecho más. 

El sol se ocultaba lentamente en los verdes cerros de 

Chiapas. Todos los del grupo ya estábamos perdiendo 

las esperanzas de tener éxito en el viaje, pero teníamos la 

intensión de seguir hasta donde fuera posible. El camión 

cubierto con una lona salió lentamente del pequeño 

pueblo chiapaneco. La noche cubrió el panorama con su 

negra personalidad, y nosotros callábamos nuestras 

preocupaciones con la respiración sostenida por la 

ansiedad. Todos viajábamos en silencio, con el corazón 

207

latiendo levemente y con la mente volando en el espacio 

como tratando de visualizar los retos que nos esperaban 

en cada kilómetro que falta por recorrer en nuestra ruta 

hacia el norte. Yo me sentía muy indefenso, sentía que 

mi espíritu no generaba la energía emocional necesaria 

para superar algún obstáculo fuerte. Las tenues gotas de 

lluvia que se escapaban por los hoyos de la lona del 

camión me llevaban a la realidad cada momento de 

incertidumbre en que yo le daba espacio a la 

imaginación para crear un mundo ideal. Después de 

unas cuantas horas de camino el camión se detuvo, nos 

indicaron que hasta allí nos podían llevar solamente. 

Como a un kilómetro de distancia se miraban las luces 

de la caseta de control de inmigración mexicana. 

—Todos tenemos que irnos por este potrero y atravesar 

el río pa’evadir la caseta de control de la policía—indicó 

el coyote. 

La tenue lluvia continuó atacando nuestra faena. En 

pocos minutos, después de luchar contra un terreno 

pedregoso y lleno de monte, pasamos al otro lado de la 

caseta. La lluvia se volvió nuestra mayor enemiga. El frío 

comenzó a penetrar en nuestros huesos. Una choza 

abandonada nos observaba con la impotencia de no 

poder ofrecernos guarida bajo su techo a punto de 

derribarse, y un árbol con escasas hojas nos ayudaba a 

evadir unas cuantas gotas, de las muchas que caían. Las 

horas pasaban frías, largas y desesperantes. La ropa ya la 

teníamos totalmente mojada, la cual unida al hambre y la 

incertidumbre parecían una tortura cruel. Finalmente 

amaneció y la hora de avanzar llegó nuevamente. 

Caminamos por un momento más hasta llegar al río que 

recorre los alrededores de Ciudad Arriaga. Allí 

208

esperamos que saliera el sol y después de secarnos por 

un rato, seguimos la jornada. Caminamos en parejas por 

las concurridas calles del pueblo, hasta llegar a la 

terminal de autobuses. Cada uno fue a comprar su 

boleto para tomar el autobús que nos llevaría a la 

Ciudad de México. 

El coyote nos dio instrucciones de no permanecer en 

grupo, para despistar a los agentes de inmigración que 

frecuentaban dicha terminal. Después de comprar el 

boleto, yo decidí ir a ver trabajar unos mecánicos que 

reparaban un carro, a una cuadra de la terminal. Las 

instrucciones eran estar pendientes de cuando viniera el 

autobús y subirnos rápidamente para evitar ser 

identificados. Algunos del grupo no fueron muy 

precavidos y yo vi cuando fueron capturados. Después 

de varios minutos llegó el autobús a la terminal. Tan 

pronto se detuvo, me subí rápidamente, como habíamos 

sido aconsejados. El bus iba muy lleno, y no me percaté 

si más gente del grupo, o el coyote se habían subido. En 

pocos minutos la máquina se dirigió a la salida del 

pueblo. Debido a la sobrecarga, el bus comenzó a salir 

de la ciudad lentamente. Momentos después, la verde y 

espesa vegetación de la selva apareció en ambos lados de 

la angosta calle pavimentada. 

La cuesta de Las Sepulturas era el reto inmediato para la 

potente máquina. Después de recorrer pocos kilómetros, 

llegamos al punto de la carretera donde la cuesta hace 

honor a su nombre. Con temor pude ver hacia el 

precipicio que estaba a un par de pasos de donde 

pasaban las llantas del bus. La profundidad del 

precipicio es tan grande que parece que llueve en el 

fondo. 

Según iban contando unos pasajeros del bus, a la cuesta 

le llaman “La Sepultura”, porque si alguien cae allí, 

nunca más es rescatado. Yo miraba con terror los 

209

camiones que venían en sentido opuesto, pues parecía 

que iban a golpear el autobús y empujarlo a la siniestra 

oscuridad del precipicio. Después de varios tortuosos 

minutos, la generosa máquina finalizó la temerosa 

faena cuesta arriba. Comencé a respirar con alivio el 

fresco aire que nos regalaban los verdes árboles que 

formaban la espesa vegetación. En las próximas paradas 

el autobús comenzó a descargar varios de sus pasajeros. 

A medida que la gente bajaba me di cuenta que nadie 

más del grupo iba en el autobús. Yo no me había 

equivocado de autobús, porque si no, no hubieran 

aceptado mi boleto, pero algo había pasado y ya no 

había forma de cambiar la situación. Aparentemente la 

mayoría de pasajeros del grupo habían sido capturados 

o los había dejado el autobús por tratar de esconderse de 

la policía migratoria, y supuse que el coyote nos había 

abandonado. 

Comencé a preguntarme a mi mismo como iba a seguir 

el camino sin conocer y con el poco dinero que llevaba. 

Después de haber recorrido varios minutos y de haber 

subido la cuesta de Las Sepulturas, La Policía Judicial 

Mexicana paró el bus para revisarlo. La revisión era 

exclusivamente para detectar pasajeros indocumentados 

que viajaban hacia Estados Unidos. Comenzaron una 

revisión visual, y de esa forma agarraron al primer 

pasajero, quien no quiso decir su nacionalidad al 

momento de su detención. Los policías continuaron con 

su revisión hacia la parte trasera del bus hasta llegar a los 

últimos asientos, donde ya me había acomodado. 

—¿De dónde eres? 

—Soy salvadoreño. 

210

—Así me gusta, que digan la verdad; enséñame tú 

pasaporte. 

—Aquí está. 

—Tu visa no sirve, es falsa, tienes que venirte conmigo. 

—Señor, pero esa visa debe ser buena. 

—Si, debiera ser buena, pero no es. A ti te vacilaron, o 

tú quieres vacilarnos; pero nosotros ya nos hicimos 

expertos en detectar visas chuecas, y la tuya es una de 

esas. 

Yo sabía que la visa era falsa, porque de lo contrario no 

nos hubiéramos venido escondiendo de la policía de 

inmigración; por lo tanto no respondí, pues no tenía 

argumentos para hacerlo. A pesar de que aún me sentía 

psicológicamente afectado por mi reciente captura, no 

sentí miedo ante la presencia de los policías, quienes no 

usaban uniforme regular. Nuevamente me sentí 

frustrado por lo difícil que estaba resultando la travesía. 

Los dos prisioneros fuimos conducidos al microbús de 

los policías. Ya en el auto, los policías se enfocaron en 

tratar de sacarle la verdad al otro detenido, quien no 

quería decir su nacionalidad. Comenzaron a pegarle 

fuerte en la cara hasta que finalmente dijo que era 

salvadoreño. 

Posteriormente le preguntaron si venía más gente con él, 

y después de más golpes, les dijo que iba una pareja en el 

autobús, a los cuales no detectaron en la revisión. Nos 

subieron rápidamente en el auto y persiguieron el 

autobús hasta alcanzarlo. Pararon la máquina y fueron a 

sacar a la pareja también salvadoreña, que se les había 

escapado en la primera inspección. Uno de los policías 

211

comenzó a revisarnos cada pequeño espacio de nuestra 

ropa hasta que nos quitaron todo el dinero y 

documentos que traíamos escondidos en las partes más 

remotas del pantalón. Después de quitarnos todo nos 

dijeron que nos dejarían presos en el pueblo más 

cercano. 

Al poco rato llegamos a Cintalapa de Figueroa, un 

pueblo a la orilla de la carretera Panamericana. Nos 

dijeron que nos iban a dejar en la cárcel del pueblo, sin 

embargo, después de dar un par de vueltas nos dijeron 

que nos bajáramos, que no nos iban a echar presos. Me 

sentí preocupado por estar en un lugar que no conocía, 

sobre todo porque estaba anocheciendo y los policías no 

nos habían dejado ni un solo centavo. Sin embargo yo 

hice un intento final. Le dije al policía que había tenido 

más contacto con nosotros que si nos podía devolver 

aunque fuera diez dólares para llamar por teléfono y 

comer algo. Aparentemente se le conmovió el corazón y 

me devolvió diez dólares, a los demás detenidos les dio 

cinco dólares a cada uno. 

Comenzaba a oscurecer y ninguno de los detenidos 

teníamos la menor idea de donde estábamos. El 

muchacho que delató a la pareja trató de convencerlos 

de que no lo había hecho, pero ellos estaban muy 

enojados y no quisieron que se fuera con ellos, quienes 

comenzaron a caminar por la carretera. El muchacho que 

los delató comenzó a caminar desesperadamente tras 

ellos, hasta que los vi perderse en el horizonte. Yo decidí 

orientarme un poco y averiguar donde estaba, así como 

buscar la posibilidad de buscar otras alternativas, ya 

fuera de seguir o de regresar. Caminé un momento hasta 

llegar a la calle principal, donde había visto unas tiendas 

de partes de autos. Me dirigí a la tienda de partes de 

212

autos más próxima. No había ningún cliente. Detrás del 

mostrador solo estaban una señora y un muchacho. 

Desde que adivinaron mi intención de entrar a la tienda, 

pude percibir que su mirada la dirigían hacia mí con 

cierta curiosidad o desconfianza. 

Entré saludando educadamente, intercambié algunas 

palabras con ellos y les expliqué brevemente mi 

situación. Les pregunté si me hacían el favor de 

cambiarme los diez dólares que me devolvió el policía, y 

la señora me dijo que sí; luego continúo haciéndome 

preguntas. Después de un momento, me dio el cambio 

equivalente y diez mil pesos más. Les pregunté por el 

horario del próximo bus hacia la frontera con Guatemala 

y me dijeron que en una hora más iba a pasar. Luego me 

preguntaron si había comido, y les dije la verdad; hacía 

más de un día que no había probado nada de comer. La 

señora ordenó a la sirvienta traerme algo de comer y 

beber. Ellos continuaron preguntando sobre la situación 

en El Salvador. Yo les narré mi situación y la razón del 

viaje. En pocos minutos detecté cierto interés y simpatía 

por mi situación. Después de la prolongada 

conversación con las personas de la tienda, vi que se 

acercaba un bus y pensé que era el que iba hacia 

Tapachula. Yo todavía estaba desorientado, y en 

realidad, el bus iba en sentido contrario, para la ciudad 

de México. Yo había determinado que necesitaba definir 

mi situación lo más rápido posible; ya era noche y al 

menos quería descansar un poco en el bus. Les di las 

gracias por la ayuda que me habían brindado y fui hacia 

la parada, la cual estaba al otro lado de la calle, frente a 

la tienda. Pasó más de una hora y el bus no aparecía. La 

noche se hizo más oscura y me sumí en un momento de 

reflexión y desilusión. La idea de tener que regresar era 

una derrota moral muy grande. Yo no pensaba en el 

miedo a los escuadrones de la muerte, sino en lo que mi 

213

mamá iba a sentir y lo que la gente iba a decir cuando 

supieran de mi fracaso. Estaba sumido en mis 

pensamientos cuando la voz suave de una muchacha de 

aspecto indígena me hizo volver a la realidad. 

—Dice la señora que vaya a la tienda —me dijo 

tímidamente. 

Levanté mis ojos cansados, le di las gracias y la 

acompañé. Atravesé la calle y me anuncié con cortesía. 

Me explicaron que a lo mejor pasaba algún trailero 

amigo de ellos y que le iban a pedir que me llevara a la 

Ciudad de México. Yo les agradecí su intensión 

nuevamente, pero les expliqué mi opinión respecto a la 

idea. A ellos les pareció sensata mi oposición a seguir el 

viaje sin tener ninguna garantía de éxito. Yo temía ser 

detenido nuevamente en un lugar más lejano y sobre 

todo, que me quitaron los pocos pesos que me podían 

permitir movilizarme. Sin embargo, no pasó ningún 

trailero conocido y optaron por otra alternativa. 

Preguntaron a uno de sus empleados si me daba donde 

quedarme por esa noche, mientras ellos buscaban otra 

solución. Pasé la noche en la casa de Ricardo, un 

muchacho humilde y muy buena gente. Allí me dieron 

de comer y un sillón viejo para dormir. En la mañana 

siguiente llegué a la tienda, ellos ya tenían una mudada 

para que me cambiara y una cita con el esposo de una de 

las hijas de la señora. Me llevaron al restaurante que 

estaba en la terminal de autobuses del pueblo, el cual era 

propiedad de don Enríque de Castilla. Me fui a 

presentar con él. El señor aparentaba ser muy serio y 

poco amigable. En su cara se podía detectar una 

personalidad de militar brabucón. Después de una 

breve conversación pude darme cuenta que su aspecto 

físico no reflejaba su comportamiento. Al final de la 

214

conversación me dijo que comenzaría ayudándoles a sus 

trabajadores en el taller de carpintería de su propiedad, 

y que luego vería que otra cosa podía ponerme hacer. 

Me seguí quedando en la casa de Ricardo por unos 

cuantos días más. Allí me daban el desayuno y luego me 

iba a esperar que saliera don Quique, para que me dijera 

que hacer durante el día. Después de pocos días yo le 

había contado mucho sobre la situación conflictiva en El 

Salvador. Él ya sabía de mi ideología política y se sentía 

muy bien informándose de los acontecimientos en 

Centroamérica. En los días venideros, todos los de la 

familia me dieron señales de más confianza. Mi recién 

adquirido protector me dijo que me moviera a vivir a su 

casa, que allí estaría más cómodo. Los días pasaban 

lentamente y yo comenzaba a desesperarme. Los cuatro 

trabajadores de la terminal de buses y los empleados de 

don Quique se habían hecho amigos míos, ellos siempre 

me hablaban con respeto y confianza. Ellos me decían 

que no me fuera, que me quedara en el pueblo, que para 

que tenía que ir a Estados Unidos; sin embargo, me 

mantuve firme en mi decisión de continuar. 

Después de un mes de permanecer en Cintalapa, mucha 

gente me conocía. Don Quique me había dicho que si 

alguien me preguntaba sobre mi procedencia, que dijera 

que él era mi tío. Él me había sugerido que tuviera un 

poco de paciencia, que ellos no querían que intentara 

irme sólo. Él tenía planificado viajar a la Ciudad de 

México en corto tiempo y me llevaría. 

Cada día trabajaba menos. La mayor parte del tiempo la 

pasaba en la venta de repuestos y aceite de autos 

propiedad de mi benefactor. Otras veces viajaba con él a 

diferentes pueblos, promoviendo los muebles que 

215

fabricaba. En el transcurso de todos los viajes me 

interrogaba sobre asuntos políticos y sociales 

Yo le contaba cuanto sabía sobre la situación conflictiva 

en El Salvador y sobre la perspectiva que yo tenía acerca 

de temas políticos y económicos en Latinoamérica y el 

mundo en general. En ocasiones hasta tenía que 

inventar algo para satisfacer su curiosidad. 

—Oye José, tú crees que la guerrilla va a ganar en tú 

país. Esos pinches guerrilleros parece que son bravos 

pa’peliar ¿verdá tu? 

—Sí, los muchachos ya aprendieron a defenderse. En 

cuanto si ganan o no, todavía no se sabe. La situación es 

bastante complicada porque el ejército recibe mucha 

ayuda de los gringos, y la guerrilla no da señales de 

rendirse, así es que nadie sabe todavía. 

—En caso que la guerrilla gane, ¿crees que le convenga a 

tú país? Porque yo tengo entendido que ellos harían 

reforma agraria y otros cambios, que en otras partes, 

como en Nicaragua y hace varios años, aquí en México, 

no funcionaron. Por ejemplo cuando la revolución 

Mexicana de 1910, el gobierno hizo la famosa reforma 

agraria, pero lo que pasó, según lo que yo he leído, fue 

que le quitaron la tierra a los que tenían bastante, y le 

dieron parcelas a los campesinos. Sin embargo, hasta allí 

todo estaba bien, podríamos decir. El problema surgió 

cuando los campesinos no sabían que hacer con los 

pedazos de tierra, pues no les dieron ayuda técnica ni 

económica para sembrar o criar ganado. La mayoría de 

los que recibieron la tierra comenzaron a venderla, pues 

no sabían que hacer con los pedazos de selva que les 

habían dado. Entonces vinieron los antiguos dueños y 

216

les compraron de nuevo. Con el dinero que recibieron, 

lo único que hicieron los campesinos fue ponerse 

grandes borracheras, algunos ni siquiera un par de 

guaraches se compraron, para que si quiera les quedara 

algún recuerdo de la famosa revolución. 

—Bueno, si la revolución se da, ojalá que no se repitan 

los casos que usted conoce. Cada pueblo tiene una forma 

diferente de hacer las cosas. Yo espero que nosotros 

aprendamos de los errores de otros y no metamos las 

patas en el mismo hoyo donde otros las metieron. 

En los días venideros la confianza de don Quique hacia 

mi había incrementado considerablemente. Me confiaba 

cantidades de dinero para ir a pagarle a algunos clientes 

y abastecedores. También me había dado la tarea de ir a 

dejar y traer en el carro a sus hijos a la escuela. Durante 

mi estadía en el pueblo yo tenía garantizada la comida, 

vivienda y protección, y en algunas ocasiones me daba 

unos cuantos pesos para comprar cosas personales. 

Ya habían pasado casi dos meses de estar en el pueblo. 

Yo sentía que estaba perdiendo mi tiempo en relación 

con el objetivo final, que era llegar a Estados Unidos o a 

la ciudad de México por lo menos. En ciertos momentos 

de desesperación tuve la intención de irme sin avisar, 

pero luego reflexionaba y decidía que no era justo ni 

correcto traicionar la buena voluntad de la gente que me 

había dado la mano. Mi realidad entraba constantemente 

en conflicto con mis intenciones. El padre del 

sicoanálisis, habría dicho que mi ego no me permitía 

hacer una acción contraria a mis actos racionales. 

217

En una ocasión, de las varias en que yo me sentaba a 

reflexionar a la orilla de la calle Panamericana, Don 

Quique llegó a darme ánimos. 

—José, mi cuñado y yo vamos ir al D.F. -Ciudad de 

Mexico- la próxima semana. Solo aguántate unos 

cuantos días más, que todo va salir bien. —me dijo — 

Con nosotros no vas a tener ningún problema en el 

camino, así es que vale la pena que te esperes un 

tiempito más. 

—Está bien, yo aprecio mucho todo lo que ustedes hacen 

por mí. No me siento mal aquí con ustedes, al contrario, 

ya me acostumbré, y les estoy muy agradecido; pero 

como ya le expliqué antes, necesito avanzar. 

—Si, yo entiendo tú situación, aunque me gustaría que 

te quedaras más tiempo para que me ayudaras en 

algunos planes que tengo. Pero ni modo, yo no puedo 

detenerte —me dijo—Todos en la familia estamos 

contentos contigo, todos los vecinos y trabajadores 

siempre hablan bien de ti y te tienen aprecio y respeto 

porque eres educado y a varios nos haz enseñado algo. 

La semana pasó rápidamente. Yo estaba muy 

esperanzado en que finalmente podría seguir el viaje. En 

los días anteriores había ido a registrarme como 

miembro del Partido Revolucionario Institucional en 

Cintalapa de Figueroa. Así obtuve una tarjeta de 

identificación. Don Quique me ayudó a conseguir otra 

tarjeta que me acreditaba como miembro de un sindicato 

de obreros de Chiapas. 

El día anterior a mi partida fui a despedirme y a darle las 

gracias a toda la gente que conocí. Ellos me desearon 

mucha suerte y me ofrecieron su casa y ayuda si en un 

218

momento determinado lo necesitaba. Algunos de los 

amigos me dieron algún dinero, ropa y consejos. Yo me 

sentía triste por tener que dejar a la gente que aún sin 

conocerme, en un corto tiempo, me habían 

proporcionado su confianza y ayuda desinteresada. El 

día de partir llegó. Con respeto por sus nobles actos les 

dije adiós, solemnemente. Don Quique y su cuñado iban 

a la capital para dar sangre a una sobrina que estaba 

muy enferma y hacer algunos negocios. Los tres 

partimos en el pickup de doble cabina que dirigió la 

rotación de sus llantas hacia el norte. Después de pocas 

horas pasamos un retén de la Policía Federal. Ellos 

revisaron la parte trasera del pickup y no preguntaron 

más. Después de varias horas de camino llegamos a la 

ciudad de Orizaba, en el estado de Veracruz. Allí 

pasamos la noche y el día siguiente partimos. Don 

Quique dejó su carro en el pueblo y continuamos el viaje 

en autobús. En pocas horas llegamos a la parte sur de 

la Ciudad de México. 

Después de varios minutos rodando a través de las 

empobrecidas colonias aledañas a la ciudad, el autobús 

se detuvo en la terminal del sur. Allí tomamos un taxi 

que nos condujo al centro de la gran metrópoli. Tan 

pronto llegué al cuarto del hotel, llamé a Nayo y él me 

indicó como llegar a su apartamento. Don Quique me 

dio cincuenta mil pesos, me ofreció nuevamente su casa 

y cualquier ayuda si era necesario. Nos despedimos 

emotivamente. Tomé un taxi que me condujo al pequeño 

apartamento de Nayo. Me sentía contento por haber 

llegado a la Ciudad de México. El taxi se detuvo a dos 

cuadras de la Estatua del Ángel, en el Paseo de la 

Reforma. En pocos minutos yo estaba tocando la puerta 

del apartamento de Nayo. 

219

—Hey gato, ¿cómo estás cabrón?, ¡quialegría de verte 

nuevamente cabrón!, pasá cabrón, ésta es tú casa. Yo creí 

que nunca ibas a venir cabrón. ¡Te llevó putas en la 

venida va! Pero lo bueno es que ya estás aquí cabrón. 

—Fue toda una aventura llegar hasta aquí vos. La suerte 

no parece estar conmigo, pero ni modo, finalmente 

llegué. 

—Mirá cabrón, la Chencha está más preocupada que tú 

mamá. Me ha estado llamando cada semana pa’ver si yo 

sabía algo de vos. Ahorita descansá un rato y mañana le 

hablás. Ay le decís que vayan los del partido a traer a tú 

mamá para que hablés con ella, para que se sienta 

tranquila la pobre señora. 

Pasamos varios minutos hablando hasta que anocheció. 

Permanecí dos semanas en la ciudad de México y 

aproveché el tiempo para visitar los lugares interesantes 

de la ciudad y prepararme para lo que faltaba del viaje. 

Por las noches las frías temperaturas de octubre 

congelaban mis huesos acostumbrados al calor tropical 

de El Salvador. 

A comienzos de mi segunda semana de estancia en la 

Ciudad de México, una noticia presagiaba el inicio de 

varios días de la parte más intensa del conflicto en El 

Salvador. Todos los encabezados de los periódicos de la 

ciudad de México informaron que una bomba había 

destruido las oficinas de FENASTRAS, uno de los 

sindicatos más activos políticamente en San Salvador. 

Habían muerto varios sindicalistas que se encontraban 

reunidos a la hora de la explosión. 

La trágica semana llegó a su fin. Mi hermana quien vivía 

en la ciudad de Los Angeles me envió dinero para 

220

comprar un pasaje aéreo para continuar el viaje hacia 

Tijuana, una ciudad mexicana fronteriza con Estados 

Unidos. El día siguiente fui a despedirme de los amigos 

y me preparé para continuar el viaje. En la noche me 

despedí de Nayo, y muy temprano tomé el autobús 

hacia el aeropuerto. Después de pocos minutos de 

espera, el gran avión apuntó su nariz hacia el horizonte, 

y en pocos minutos yo contemplaba la amenazante nube 

gris que con sus tóxicos químicos cobijaba mortalmente 

la gran ciudad. 

Las horas en el aire pasaban lentamente mientras miraba 

una película gringa de guerra. Mi preocupación 

inmediata era evitar ser capturado por el servicio de 

inmigración mexicano al bajar del avión. Después de tres 

horas de vuelo, el gran pájaro mecánico comenzó a 

descender lentamente entre los cerros de Baja California. 

La tripulación de la nave anunció la llegada a Tijuana. 

Me bajé serenamente y subí al edificio del aeropuerto. 

Allí vi con preocupación los oficiales de inmigración, 

quienes miraban con ojo clínico a cada persona que 

pasaba en el pasillo; hasta que llegó mi turno. 

El oficial me dio una revisión visual y me dijo que tenía 

que pasar a un cuarto de espera, el cual estaba vigilado. 

Después de chequear a otras personas en un cuarto 

adyacente, seguí yo. Allí me hicieron quitarme la ropa 

para examinarla cuidadosamente en búsqueda de drogas 

y posteriormente me pidieron mi identificación. Les 

mostré las dos tarjetas que había obtenido en Cintalapa. 

Después de revisarlas me hicieron algunas preguntas 

sobre ciertas fechas importantes para los mexicanos, 

algunas de ellas las contesté correctamente pero aun así 

no me creyeron. Me permitieron recoger mi maleta y 

luego un oficial me escoltó hacia una patrulla. 

221

—Dame cien dólares, y te dejo ir —me dijo cuando 

íbamos caminando hacia el carro. 

—Solo le puedo dar cuarenta, eso es todo lo que tengo. Si 

tuviera los cien se los diera —le respondí. 

—Por cuarenta no te puedo dejar ir, es muy poquito para 

mi —me dijo cuando ya íbamos muy cerca del carro, 

donde esperaba otro policía con un detenido más. 

La patrulla policial emprendió la marcha hacia el centro 

de la ciudad. 

—Allí es Estados Unidos —dijo el otro oficial, señalando 

hacia una cerca que parecía ser la línea divisoria entre los 

dos países— Ya les faltaba poco para llegar. En otra 

oportunidad tal vez tengan más suerte. Si lo hacen de 

nuevo y quieren evitarse contratiempos, tráiganse una 

buena feriesita extra. Aquí en Tijuana hasta otra mamá 

se puede comprar uno si tiene billetes verdes. 

—Lo vamos a tomar en cuenta pa’la próxima —le dije. 

En pocos minutos llegamos a la cárcel. Fuimos 

conducidos a la celda de los extranjeros indocumentados 

y los polleros. En la celda se encontraban otros tres 

hombres: un pollero mexicano, un pollero chicano y un 

muchacho de Bolivia. Los polleros resultaron bastante 

amistosos y muy conversadores. 

La tarde se acercó lentamente y la primera noche llegó a 

la reducida celda, trayendo con ella el congelante frío de 

finales de octubre. 

Todos teníamos muy poco con que cubrirnos. La celda 

tenía rejas al frente y estaba en el segundo piso, a la orilla 

de la calle. Tenía dos camas metálicas de tres pisos sin 

222

colchones y un inodoro en el centro, el cual requería que 

un vigilante trajera una manguera para echarle agua 

cada vez que se utilizaba. Las sucias paredes y el mal 

olor generaban un ambiente desagradable y 

antihigiénico. Intentar dormir en las camas era 

imposible. El metal estaba muy frío, por lo que 

dormíamos sentados, cubriéndonos con las camisas y 

pantalones extras que teníamos. La primera noche fue 

larga y tortuosa, hasta que el nuevo día vino a regalarnos 

los tibios rayos solares que entraban por las rejas. Los 

coyotes nos informaron que de comida solamente daban 

un burrito para todo el día, pero que casi todos los días 

venían religiosos de San Diego, California a regalar algo 

de comer. 

La situación en la celda era muy incómoda; 

sicológicamente revivió mi recién pasada captura. 

Comencé a establecer parámetros de comparación; a 

pesar de todo, la situación era mejor. Aquí se podía 

comprar si se tenía dinero; no había tortura directa ni 

interrogatorios, no estaba esposado, me podía mover y 

había otras personas para conversar. Las horas pasaban 

lentamente. El segundo día llegó a nuestra triste celda. 

Me encontraba tratando de averiguar cuanto tiempo más 

o menos tendría que estar detenido antes de ser 

deportado, cuando vi a unas monjitas que repartían 

comida en las celdas del frente. Para entonces todavía no 

habían dado el burro para el desayuno, almuerzo y cena 

del día. Todos en la celda teníamos mucha hambre. 

Llegó el turno en que la monjita llegó a nuestra celda. 

Además de dar comida, ellas trataban de saber porque 

estaba uno detenido. Nos preguntaron a todos sobre la 

razón de nuestro cautiverio. Cuando llegó mi turno le 

expliqué brevemente mi situación. La monjita se interesó 

223

por mi caso y me dijo que le diría a otra compañera que 

andaba en el primer piso, quien era salvadoreña. 

Sister Fita llegó posteriormente a la celda y habló 

conmigo por varios minutos secretándonos para que los 

demás no oyeran. Después de oírme cuidadosamente 

me prometió que harían todo lo posible por sacarme de 

la cárcel. Antes de irse, las monjitas me dieron algún 

dinero y prometieron venir el día siguiente a dejarme 

ropa y unas cobijas para todos. La noche siguiente nos 

encontró mejor protegidos contra el frío. 

Según el cálculo de los polleros, los que habíamos sido 

detenidos por indocumentados tendríamos que 

permanecer presos de tres a cuatro semanas, 

dependiendo que tan rápido se llenaban las celdas. La 

policía de inmigración esperaba que hubiera suficiente 

gente detenida para llenar un bus para enviarlos a 

Guatemala. Eso significaba que teníamos que haber por 

lo menos veinte hombres y veinte mujeres en la otra 

celda. 

Yo no quería darme por vencido y continué buscando la 

posibilidad de no regresar. Me comuniqué con mi 

hermana en Los Angeles. Ella envió al esposo de mi tía 

para que pagara un abogado para sacarme, pues ella 

todavía estaba indocumentada y no podía salir de 

Estados Unidos. Él contrató un abogado que tenía su 

oficina cerca de la cárcel, el cual solo cobró y no fue 

capaz de hacer nada para sacarme. 

Posteriormente uno de los vigilantes nos dijo que ese 

abogado era ladrón y que nunca había sacado a nadie de 

la cárcel. Las monjitas vinieron nuevamente a repartir 

comida y a hablar conmigo sobre el asunto. Les conté lo 

del abogado y me dijeron que no siguiera intentando 

nada, que ellas me sacarían como fuera posible. Para 

entonces ya habían logrado una cita con el jefe de 

224

inmigración de Tijuana y ellas estaban seguras que me 

sacarían. Sister Judy, otra de las monjitas, se mantuvo en 

comunicación con mi hermana en Los Angeles. Ella me 

mantenía informado de todo lo que estaba pasando. La 

semana siguiente, las monjitas vinieron a avisarme que 

el jefe de inmigración había aceptado soltarme, con un 

solo requisito: Yo tenía que esperar hasta que se 

completara la cantidad de detenidos para llenar un bus y 

deportar a todo mundo. Cuando todos se fueran, yo me 

quedaría un día más y luego me sacarían. Según me 

contaron las monjitas, de esa forma el jefe de inmigración 

se evitaba tener algún problema con sus superiores. 

La permanencia en la celda se hacía cada momento más 

difícil. Cada día llegaban más detenidos, por lo que el 

espacio para moverse se reducía más con cada nuevo 

detenido. Todos permanecíamos sentados en el borde de 

las dos camas de tres pisos, incluyendo el inodoro, 

cuando no estaba cumpliendo la función que le 

correspondía. Ese inodoro fue el más bien utilizado que 

yo había conocido. Cada vez que alguien de nosotros 

necesitaba usarlo se tenían que dar cuenta todos los de 

la celda. En ese momento todos servíamos de pared, de 

testigos y de cómplices de la privacidad de cada uno de 

nosotros. 

Para finales de la tercera semana ya resultaba imposible 

moverse en la celda. Varios teníamos que permanecer 

parados por varias horas, turnándonos para descansar 

un poco. A pesar de la incomodidad de la celda, el sueño 

y el cansancio nos vencían y dormíamos aunque fuera 

sentados o parados reclinándonos unos en otros. Todos 

nos habíamos convertido como en una familia unida por 

las circunstancias. Cada uno vigilaba por el bienestar del 

otro. Era una forma simple de subsistencia. En cierta 

225

forma practicábamos un comunismo primitivo. En las 

largas horas de espera contábamos chistes e historias de 

lo que nos había pasado durante el viaje o en otras 

aventuras. 

Entre los detenidos había un joven negro 

estadounidense, quien había sido capturado por 

borracho y hacer desordenes en Tijuana. Él no hablaba 

español, pero todos tratábamos de comunicarnos con las 

pocas y muy mal pronunciadas palabras en inglés que 

sabíamos. Resultaba divertido enfrentar la primera 

barrera de comunicación. Después de más de dos 

semanas, los familiares del joven afroamericano 

vinieron a pagar la multa requerida y fue liberado. 

Entre los últimos detenidos por problemas de 

inmigración ilegal vino un argentino, quien pasó casi 

toda su estadía echándole putiadas a la policía mexicana 

porque lo habían capturado y robado el dinero. Él tenía 

visa para viajar hasta la ciudad de México, pero no debía 

viajar a Tijuana, lo cual descubrió en la prisión. Después 

de un par de días lo deportaron para la ciudad de 

México. 

Las monjitas vinieron nuevamente a dejar comida, sin 

olvidar llevar algo especial para mí. Sister Fita y Sister 

Judy eran mis ángeles guardianes. Sus acciones, sus 

bendiciones y oraciones parecían tener poderes 

extraordinarios. A diferencia de otras ocasiones, venían 

más contentas pues traían la buena nueva. Parecían 

niñas pícaras que habían logrado una meta importante. 

—Pasado mañana lo van a soltar, oye —me dijo Sister 

Judy, emocionada y con una amplia sonrisa —Mañana 

se van a llevar a los demás, pasado mañana lo van a 

226

dejar libre a usted, y luego lo vamos a venir a traer. 

Después nosotros veremos como hacemos para llevarlo a 

Los Angeles—me aseguró. 

Finalmente, la celda de los hombres y la de las mujeres 

indocumentadas se llenaron completamente, y fue hora 

de hacer viaje hasta la frontera sur. Los últimos dos días 

en la celda no pudieron ser más difíciles. Era imposible 

dormir o descansar. Sino era porque nos turnábamos 

para permanecer sentados, nos hubiera resultado 

imposible soportar tal tortura. Habían pasado tres 

semanas de cautiverio. 

Los días habían pasado muy lentos, como negándose a 

cederle espacio al tiempo. A pesar de todas las 

desventuras, el esfuerzo de las monjitas y la tenacidad de 

su amor y fe me habían dado mucha energía emocional 

en los últimos días. 

Finalmente llegó la hora de desalojar la celda. Los 

nombres de los detenidos comenzaron a sonar en el 

pasillo. Cada uno fue saliendo de la celda con la cabeza 

baja, como reprochándole a la mala suerte por no haber 

logrado llegar a Estados Unidos. El autobús permanecía 

inerte, silencioso y calculador, cual fiera que esperaba su 

presa indefensa frente a la cárcel. La celda quedó vacía 

nuevamente. Quedamos el coyote de Guadalajara y yo, 

casi como al comienzo. Al día siguiente vinieron las 

monjitas por mí. La puerta de la celda se abrió 

suavemente para permitir mi salida. 

—Allá abajo lo esperan unas monjitas, llévese sus cosas 

por que ellas lo vienen a sacar —me dijo el guardia. 

Mis entumidas piernas reaccionaron; sentían la presencia 

cercana de la libertad que necesitaban. Finalmente era 

227

libre después de tres semanas y media de martirio. Una 

vez más había salido triunfante. 

El carro conducido por Sister Fita se dirigió hacia el norte 

de la ciudad. En pocos minutos llegamos a la Casa del 

Emigrante, donde las monjitas me dejaron por tres días. 

La casa es un refugio donde dan protección a 

inmigrantes de Centroamérica, del sur de México o de 

cualquier otro lugar del planeta. Allí pasé la primera 

noche caliente y cómoda. También tomé el primer baño 

después de tres semanas de cautiverio. Debido a la 

influencia de las monjitas recibí trato preferencial en el 

refugio. 

Durante el día me dejaron permanecer en la oficina, 

donde pasaba hablando con la recepcionista y 

ayudando a hacer algunas cosas. El refugio tenía reglas 

de conducta para los hospedados y cierto tipo de 

educación y orientación política. Por las tardes, antes de 

acostarnos nos daban charlas informativas sobre 

nuestros derechos civiles en cualquier parte del mundo y 

en Estados Unidos específicamente. También nos 

informaban sobre la forma de vida de los Estados 

Unidos y las dificultades de comunicación y 

discriminación, entre otras cosas. 

El tercer día en el refugio llegó rápidamente. Las 

monjitas llegaron a verme. Además de Sister Fita y Sister 

Judy venían Sister Lita y otra religiosa estadounidense. 

Venían con prisa. Me explicaron que ya habían hablado 

con mi hermana y que no habían encontrado ninguna 

forma segura de pasarme al otro lado de la frontera. 

Ellas no querían que yo corriera el riesgo sólo, por lo que 

tomaron una decisión radical. 

228

—Nosotras lo vamos a pasar por la línea —manifestó 

Sister Judy con mucha serenidad y autoridad. 

Yo las vi con sorpresa y admiración. 

—No se preocupe —dijo—Dios lo ama mucho, y 

nosotras sabemos que todo saldrá bien. 

—¿No es un riesgo muy grande para ustedes? 

—Ya tenemos permiso de la madre superiora y el 

consentimiento de Nuestro Señor Jesucristo, quien nos lo 

puso en el camino para que lo ayudáramos. Nosotras 

sabemos todas las posibles consecuencias, pero no se 

preocupe que no habrá ningún problema. 

—Yo sé, pero... es que a mi no me gustaría que ustedes 

tuvieran problemas por tratar de ayudarme. Ya hicieron 

mucho por mí, y después de aquí yo puedo intentar por 

mi cuenta. 

—No jovencito, usted se va ir con nosotras —me dijo 

Sister Fita con firmeza—usted ya sufrió suficiente, 

déjenos hacer nuestra parte. Dios nos ha encomendado 

amar a nuestro prójimo, y esto es parte de nuestra 

misión. 

—Bueno, ustedes mandan, yo solo decía... —contesté. 

—Póngase este suéter, que si no se va resfriar —exigió 

Sister Judy. 

Salimos del refugio al mediodía del dieciséis de 

noviembre, once años antes del segundo milenio. El sol 

brillaba tenuemente. Mi corazón palpitaba inquieto y 

229

asustado, lleno de incertidumbre por la emoción de la 

odisea. El carro blanco de cuatro puertas, conducido por 

Sister Lita comenzó a desplazarse por las avenidas de 

Tijuana. Yo miraba cuidadosamente las calles, tratando 

de orientarme y de saber como llegar al refugio 

nuevamente en caso fuera necesario. Por consejo de las 

monjitas me vestí con un pantalón deportivo rojo y una 

camiseta amarilla. Adquirí cierta apariencia de un 

muchacho estadounidense descuidado en el vestir. A la 

salida de Tijuana pasamos comprando papitas y coca 

cola, las cuales guardé para comérmelas cuando 

fuéramos llegando a la caseta de inmigración. En el 

camino fui practicando las posibles respuestas a las 

preguntas en Inglés que eran ordinariamente hechas por 

los oficiales de inmigración, de acuerdo a las monjitas. "I 

am American citizen" (Soy ciudadano de los Estados 

Unidos.), "I live in Los Angeles" (Vivo en Los Angeles.), 

"I’m coming back from visiting my relatives” (Regreso 

de visitar mis familiares). Si no teníamos suerte y nos 

detectaban, tenía que decir que había nacido en Estados 

Unidos; que de niño me llevaron a Tijuana y por eso no 

hablaba Inglés y que no tenía ningún documento 

conmigo en ese momento. Ellas se encargarían de lo 


Después de viajar un rato llegamos muy cerca de la línea 

fronteriza. Pasamos por un convento que estaba 

parcialmente construido. Me presentaron con otros 

religiosos, a quienes las monjitas les explicaron el 

objetivo de la expedición. Después de pocos minutos 

partimos hacia la línea fronteriza. Toda la gente en el 

convento quedó pidiéndole al ser con más poder para 

que pasáramos sin ningún percance. También los 

religiosos de la Casa del Inmigrante habían quedado 

pidiendo para que todo nos saliera bien. Nuevamente, 

el carro cargado de la fe de las monjitas y de mi 

230

incertidumbre se movilizó hacia la zona limítrofe. Las 

plegarias, súplicas y todas las formas de comunicación 

con Dios parecían salirse de los vidrios del automóvil y 

volar hacia una dimensión infinita, donde con suerte 

encontrarían eco en paredes celestiales pintadas de color 

azul puro. En pocos minutos estábamos en la larga línea 

de carros que esperaban su turno para ser revisados por 

los oficiales de inmigración estadounidenses. Las 

monjitas no paraban de pedirle a Dios para que todo 

saliera bien. Yo me sentía asombrosamente sereno. Me 

sentía protegido y casi seguro de que todo iba a salir 

bien, aunque en ciertos momentos sentía duda debido a 

todos los acontecimientos previos. 

Nos acercamos a la caseta y las monjitas dejaron de 

rezar. Cuando ya se podía identificar al oficial de la 

caseta, Sister Lita disidió cambiarse de carril. 

—Me voy a pasar a esta otra línea porque en ésta hay 

una mujer, y las mujeres son más curiosas que los 

hombres —reflexionó Sister Lita. 

Puse atención a la forma en que el oficial de inmigración 

se dirigía a los del carro anterior, tratando de adivinar lo 

que nos esperaba. Llegó nuestro turno. Con gran 

serenidad Sister Lita detuvo el carro y el oficial se 

dirigió a ella. 

—”May I have your identification?” (¿Puede mostrarme 

su identificación?) —dijo el oficial. 

—”Of course” (Claro que sí.) —respondió Sister Lita. 

Las otras tres monjitas se precipitaron a entregar sus 

documentos también. Mientras, yo comía las papitas y 

me tomaba la coca cola, tratando de fingir que no me 

231

importaba lo que estaba pasando. Después de ver 

ligeramente los documentos de las monjitas, así como su 

apariencia, se dirigió hacia mí: 

—”Where are you from?” (¿De dónde eres?) —me 

preguntó. 

—”I’m an American citizen, sir” (Soy ciudadano 

estadounidense, señor.) —contesté mirándolo fijamente 

a los ojos, al mismo tiempo que comía las papitas fritas 

serenamente. 

—”Welcome home.” (Bienvenidos a casa.) —dijo el 

oficial en señal de aprobación. 

Sister Lita presionó lentamente el acelerador, y el carro 

obedeció fielmente. Pasaron varios segundos y ninguno 

de nosotros decía una palabra. Yo seguía sereno y hasta 

sentía que todo era normal. De pronto, todos dentro del 

vehículo reaccionamos y volvimos a la realidad. Las 

monjitas comenzaron a darle gracias a Dios por el 

acontecimiento. Yo comencé a sentir una sensación de 

relajamiento y satisfacción. Las monjitas comenzaron a 

cantar de alegría y yo no pude resistir el unirme a la 

celebración, repitiendo sus alabanzas. Sister Judy siguió 

insistiendo en que Dios tenía un proyecto importante 

conmigo y por eso había sido protegido en todo; desde 

mi niñez en Piedras Calientes, en San Salvador y en el 

camino hacia Estados Unidos. Sister Lita, Sister Fita y la 

otra monjita, encontraban la misma explicación al éxito 

de mi expedición. Los agradecimientos al Divino 

Creador y la alegría del momento no parecían tener fin. 

En pocos minutos me anunciaron que íbamos llegando a 

casa. Finalmente el carro se detuvo frente al portón de 

un costado de la gran mansión de fachada religiosa. 

232

Sister Judy corrió como loca por el pasillo hasta 

encontrar a Sister Ángel, la madre superiora. Sister 

Ángel llegó a recibirnos. Me abrazó tiernamente y le dio 

gracias a Dios porque todo había salido bien. 

—Dios le tocó el corazón a ella y nos autorizó para hacer 

todo esto —dijo Sister Judy —Nunca antes lo hemos 

hecho, ni siquiera lo habíamos pensado —recalcó. 

Varias monjitas llegaron a conocerme. Su curiosidad era 

evidente, pues querían saber por quien habían estado 

rezando todo el tiempo, desde que las demás hermanas 

me habían encontrado en la cárcel. 

Después de un rato de descanso Sister Judy se dedicó a 

presentarme a todo mundo en la casa. A ella le gustaba 

hablar de política, ya que había vivido la mayor parte de 

su vida en Nicaragua y tenía conocimiento de todos los 

acontecimientos que se dieron antes y durante la 

revolución nicaragüense. Sister Judy era familiar cercana 

con algunos políticos de alto rango que gobernaron 

Nicaragua después del triunfo revolucionario en 1979. 

Ella tenía ciertas críticas hacia ellos debido a la forma en 

que estaban dirigiendo su país natal y otras cosas que 

mantenía solo para ella. Sister Judy me contaba todas las 

aventuras que había pasado durante la Revolución 

Sandinista. Ella describía con mucha vivacidad los 

acontecimientos, así como su participación en las 

actividades de apoyo a dicho movimiento. Discutíamos 

todos los temas políticos imaginables, los cuales ella 

nunca dejaba de relacionar con su profesión religiosa. 

Sister Fita por su parte, nunca dejaba de visitarme 

siempre que tenía la oportunidad. Ella era menos 

politizada; sin embargo, le preocupaba la situación en El 

233

Salvador, sobre todo porque en esos días el Frente 

Farabundo Martí para la Liberación Nacional había 

lanzado la mayor ofensiva militar en el transcurso del 

conflicto. El gobierno estaba a punto de sucumbir y el 

ejército estaba muy desesperado. El día que cruzamos la 

frontera seis padres Jesuitas y la madre e hija que 

trabajaban para ellos fueron asesinados por tropas del 

ejército en la Universidad Centro Americana, UCA. Las 

noticias sobre El Salvador eran alarmantes. Yo al igual 

que ella estaba muy preocupado por mi familia y todos 

mis compañeros y amigos. 

Durante mi estadía en la casa protectora aprendí 

rápidamente a seguir las reglas de la casa. A las siete de 

la mañana iba a misa a la capilla. Después iba por el 

desayuno y luego Sister Judy trataba de ponerme a hacer 

algo para entretenerme. Mi estadía en el refugio se 

estaba prolongando porque las monjitas no encontraban 

una forma segura de enviarme a la ciudad de Los 

Angeles, que era mi destino final. Aún existía el riesgo 

de ser detenido en la última caseta de control de 

inmigración en la ciudad de San Clemente, dentro de los 

Estados Unidos. Mientras tanto, cada una seguía 

cuidándome a su manera. 

Sister Lita me visitaba con menos frecuencia pues ella 

aún era novicia y no vivía en la casa religiosa. Ella tenía 

una familia establecida, y su amor por el prójimo le salía 

hasta por los poros de su piel. Sister Lita había nacido en 

Sonora, México, y de pequeña llegó a Estados Unidos. 

Sister Ángel, la madre superiora era estadounidense. 

Ella era más seria, pero las pocas veces que la miraba no 

dejaba de tener gestos cariñosos hacia mí. El resto de las 

monjitas generalmente solo me saludaban y me 

preguntaban como estaba. Después de quince días de 

234

estancia en la ciudad fronteriza, llegó la hora en que 

había que dar el último paso del viaje. 

Finalmente, mi cuñado me avisó que iría a traerme. Las 

monjitas decidieron comprarme ropa y otras cosas 

personales para el período de adaptación en Los 

Angeles. La hora de partir llegó. Yo me sentí triste por 

tener que dejar a las mujeres que me habían protegido 

por más de un mes. Ellas habían arriesgado todo para 

ayudarme. Su amor por el prójimo era inmensurable, y 

yo no encontraba palabras para expresarles mi 

agradecimiento. 

La noche anterior me despedí de todas las religiosas del 

asilo, y finalmente de Sister Judy y Sister Fita, quienes 

permanecieron conmigo hasta medianoche, cuando 

llegaron por mí. Una vez más, ellas quedaron rezando 

para que llegara bien a Los Angeles. Sus plegarias 

parecían derribar todos los obstáculos que se me 

presentaban en el camino. Al momento de pasar por la 

caseta de inmigración en la ciudad de San Clemente, 

cerca de Los Angeles, los oficiales de inmigración 

solamente hicieron señal de que pasáramos, dándome la 

bienvenida por segunda vez. 

Para no ser detenidos fue importante que viajáramos en 

un carro de lujo y nuevo que brillaba de limpio, vestidos 

de blanco y con traje formal, lo cual daba la apariencia de 

que veníamos de alguna fiesta y no de recién haber 

cruzado la frontera ilegalmente. Pasamos al pueblo 

próximo a San Clemente para informar a mi hermana de 

que todo había salido bien. Después de una hora y 

media de viaje contemplé con inquietud los altos 

edificios del centro de la gran metrópoli Angelina. Cerré 

los ojos por un momento y comencé a dibujar mi futuro 

en el nuevo mundo que me esperaba. 

235

PARTE IV 

El tiempo ha pasado y ha dejado muchas huellas en mi 

vida. Mi realidad espiritual y material es diferente, y ha 

requerido de cambios radicales en la forma en que me 

desenvuelvo como ser social. Sin embargo a pesar de que 

el existencialismo materialista es predominante en 

nuestros tiempos, siempre hay espacio para la reflexión, 

la creatividad y la superación individual. Mantener los 

valores culturales que conectan mi pasado con cada 

acción del presente y el futuro sigue siendo mi lucha 

principal. 

Hoy revisé brevemente los cambios en mi vida... 

Como de costumbre, cada noche enciendo mi 

computadora y me introduzco en su complicado mundo. 

"You Have Mail" (Tienes correspondencia), anuncia la 

inteligente máquina. Un mensaje escrito en el lenguaje 

de mi niñez, con preguntas y respuestas sobre mi pasado 

e ideas y conceptos que transitan con frecuencia en mi 

presente llama mi atención. Leo lentamente y encuentro 

en el mensaje un contenido que me impulsa a contestar. 

Querido Amigo, 

Recibí con alegría tu mensaje. Me alegro mucho que 

hayas podido encontrarme. Te contesto hoy por ser un 

día muy especial. Hace varios años vivo en la tierra que 

muchos llaman de oportunidades. Por suerte me 

encuentro saludable y optimista. Me siento contento 

conmigo mismo. Sin embargo quiero decirte que extraño 

Piedras Calientes. Extraño su gente humilde, sus 

caminos húmedos, empinados y retorcidos y las 

236

ugientes tormentas viniendo detrás del Cerro de la 

Pitajaya. Sigo recordando El Plancito, la pila cubierta por 

la sombra del palo de carao y las huellas que cada uno 

de nosotros dejó en la sólida y morena piel de los 

caminos del caserío. Aun tengo en mi memoria la 

imponente figura del Cerro de la Bola que vigila a 

Piedras Calientes desde el occidente, y recuerdo con 

cariño a mi fiel caballo Lucero y sus manifestaciones de 

amor condicionado. También oigo desde mi pasado el 

sonido armonioso de las aguas deslizándose 

rápidamente entre las piedras de la Quebrada Vieja y del 

río Sumpul en los días de Semana Santa. 

Las calles empedradas que un día adornaron el pueblo 

siguen siendo fuente de inspiración, y todos los 

acontecimientos bonitos del pasado aún tienen la 

capacidad de hablar conmigo todos los días. Sabes 

amigo, siempre había querido escribirte pero abundan 

pretextos para no hacerlo, y no sabía por donde 

comenzar. Me duele reconocerlo pero esta sociedad en 

constante evolución me consume. Sus garras rasguñan 

mis entrañas todos los días, su consumismo disturba mi 

paz emocional y corroen los valores y el amor por la 

naturaleza. . 

Sabes, ésta es la primera vez que me he quejado... ¡no lo 

haré nuevamente!; no tengo la solvencia moral para 

hacerlo porque aún con todos sus defectos y virtudes 

soy parte de ella. Amigo, yo quiero reafirmarte mi 

amistad porque siempre me siento en paz cuando hablo 

contigo. Siempre veo en ti a mi sombra, mi espíritu y mi 

guía, tú eres como el eslabón que conecta mi pasado con 

mi presente y mi futuro. Tú eres lo que puedo ser a pesar 

de todo. 

237

Amigo, ya no sueño con que pasen carros levantando 

polvo por el plancito de Piedras Calientes; es más, me 

opongo a pensar que un día pasen. Me incomoda pensar 

en la presencia de ésas máquinas disturbando mis 

lugares queridos de la niñez. Vos sabés que siempre he 

sido complicado. Siempre he querido ser diferente a ti, 

pero sigo repitiendo tus pasos, tus ideas, tus sabores, tus 

gustos y tus ideales. Sigo viendo en vos a mi pasado, a 

mi presente y mi futuro. Disculpa que te diga esto, pero 

hoy decidí revisar mi consciencia y quiero que tú seas el 

primero y el único en saber mis preocupaciones. Es 

difícil aceptar mis debilidades, mirar atrás y ver que he 

envejecido. Hoy veo el mundo desde un horizonte 

diferente, lo veo pasar como una película que no para, 

mostrándome el pasado y el presente, pero no veo el 

futuro que yo quiero. Vos me entendés ¿verdad? 

Cada día que pasa me gusta más mi nombre: "José 

Ilusión.” Es tan sencillo, tan fácil de pronunciar, tan mío; 

sigue oliendo a flores silvestres y frutas tropicales. Mi 

nombre sigue conduciéndome por caminos inesperados 

y superando retos imprevistos. Cada día le busco un 

significado en los horóscopos del mundo. Sabes, algunas 

veces me pongo a soñar y veo que todos los hombres y 

mujeres se llaman como yo, "José Ilusión,” sin embargo, 

no quiero que se parezcan a mí. Es algo contradictorio 

¿verdad?, pero así es. Amigo, antes de despedirme 

quiero decirte algo más, algo muy triste. Don Beto, 

quien me puso éste nombre, el hombre que me compró 

Lucero y me enseñó cómo defenderme de los perros con 

rabia cuando era niño, se fue. Él se fue joven; quince 

años antes del segundo milenio. Se fue y no tuvo tiempo 

para decirme adiós, se fue sólo, tranquilo, 

probablemente con mucho dolor, pero sereno y 

responsablemente. Él se ponía contento cuando yo le 

238

hablaba de ti. Cuando le decía que eras mi amigo y que 

te parecías mucho a mí, se reía y dejaba mi tierna 

imaginación volar libremente para que yo forjara mi 

propio destino. Él también fue mi amigo. Sabes, él me 

dejó su herencia. Me dejó en su testamento la inspiración 

para forjar estas letras que hoy te escribo como un acto 

de resistencia a la injusticia, a la falta de solidaridad y 

humildad, y a los muchos otros defectos de que 

padecemos los humanos. 

José Ilusión. 

239

Esta es una foto de la pila mencionada en el libro. El caserío 

Los Urbina (Piedras Calientes) fue abandonado en 1982 debido 

a la guerra civil en El Salvador. Solo quedan ruinas del 

caserío 30 años mas tarde. Foto tomada en Marzo de 2009. 

240

Foto del cerro del Garrobo. Tomada desde el cantón Las Limas. 

241

Ruinas de la casa del abuelo Pedro Urbina. Al fondo se ve el 

Cerro de la Bola, el cual es el pico más alto. Tomada en Marzo 

del 2009. 

242

Este es un trecho (el más bonito) de uno de los tres caminos 

que conducía (aun conduce) hacia San José Las Flores, pasando 

por el cantón Las Limas. 

243

El río Sumpul nace en el departamento de Chalatenango y se 

extiende a través de éste hasta unirse al río Lempa en la presa 

hidroeléctrica conocida como 5 de Noviembre o La Chorrera del 

Guayabo. 

244

Aquí era el Plancito o la placita central del Caserío Piedras 

Calientes. (Nombre real: Los Urbinas). Ahora es simplemente 

ruinas, y sirve de potrero para animales que pastan. Las 

plantas y la cerca de metal y cemento no existían cuando el 

caserío estuvo poblado hasta finales de 1982. (Foto tomada en 

Marzo 2009) 

245

Estudiantes de la Escuela del pueblo (San José Las Flores) 

1980). Edwin Urbina es el primero de la izquierda en la 

primera fila de enfrente. 

Las Flores (San José Las Flores) en el departamento de 

Chalatenango (Chalate), El Salvador. Foto de ahí por el 2008. 

246

Sección del Cantón Las Limas (actual 2012) La Glorieta 

solamente ha sido mejorada y las calles cementadas. 

247

VINO AL MUNDO entre el humo de cigarros chuña y la ... - Sumpul

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