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El genio del idioma - Alex Grijelmo Garcia

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¿Qué es lo que nos hace identificar palabras como propias o ajenas, o<br />

asignarlas a una u otra lengua?: el <strong>genio</strong> de cada <strong>idioma</strong>, que alcanzamos a<br />

identificar someramente incluso aunque no lo conozcamos.<br />

"Si usted lee der schwankende Wacholder flüstert, sabrá que está ante una<br />

frase en alemán. Y pensará que se ha topado con el inglés si ve en un texto<br />

before it is too late. Y no dudará que se escribió en italiano la frase e'un<br />

ragazzo molto robusto che non presenta particolari problema. Si escucha la<br />

palabra cusa en un contexto español, pensará que es un vocablo que usted<br />

desconoce pero que probablemente existe (porque sí están en nuestro<br />

<strong>idioma</strong> "casa", "cesa", o "cosa", o "musa", o "rusa", "lusa", o "fusa"). Aunque<br />

en realidad no exista. Pero a usted le sonará español si las palabras que la<br />

rodean son castellanas. Y, si es usted español, no le cabrá ninguna duda de<br />

qué lengua tiene ante sus ojos si lee txamangarria zera eder eta zera nere<br />

biotzak ez du zu besteroik maite. En efecto, es euskera.<br />

¿Qué es lo que nos hace identificar palabras como propias o ajenas, o<br />

asignarlas a una u otra lengua?: el <strong>genio</strong> de cada <strong>idioma</strong>, que alcanzamos a<br />

identificar someramente incluso aunque no lo conozcamos. Esta obra se<br />

pregunta —y procura algunas respuestas— sobre el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong><br />

español. Qué le gusta y qué rechaza, cómo se comporta desde hace siglos y<br />

cuáles son sus manías y sus misterios. Sabiendo todo eso, adivinaremos<br />

mejor cómo somos nosotros y cómo va a evolucionar nuestra lengua.<br />

www.lectulandia.com - Página 2


Álex <strong>Grijelmo</strong> García<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong><br />

ePUB v1.0<br />

elchamaco 20.08.12<br />

www.lectulandia.com - Página 3


Título original: <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>.<br />

Álex <strong>Grijelmo</strong> García, 2004.<br />

Traducción: -<br />

Diseño/retoque portada: elchamaco<br />

Editor original: elchamaco (v1.0)<br />

ePub base v2.0<br />

www.lectulandia.com - Página 4


GENIO [1]<br />

(<strong>del</strong> Lat. geníus)<br />

1. m. Índole o condición según la cual obra alguien comúnmente. Es de <strong>genio</strong><br />

aplacible<br />

2. m. Disposición ocasional <strong>del</strong> ánimo por la cual éste se manifiesta alegres,<br />

áspero o desabrido<br />

3. m. Mal carácter, temperamento difícil<br />

4. m. Capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas y<br />

admirables.<br />

5. m. Persona dotada de esta facultad. Calderón es un <strong>genio</strong>.<br />

6. m. Índole o condición peculiar de algunas cosas. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> de la lengua<br />

7. m. Carácter (firmeza, energía)<br />

8. m. En la gentilidad, cada una de ciertas deidades menores, tutelares o enemigas<br />

9. m. Ser fabuloso con figura humana, que interviene en cuentos y leyendas<br />

orientales. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> de la lámpara de Aladino<br />

10. m. En las artes, ángel o figura que se coloca al lado de una divinidad o para<br />

representar una alegoría.<br />

corto de ~. loc. adj. (tímido, encogido)<br />

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I <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong><br />

Entre los restos arqueológicos de Atapuerca no se ha encontrado ninguna palabra.<br />

Quién sabe si los científicos analizarán algún día las vibraciones <strong>del</strong> aire en la cueva<br />

de Altamira para descubrir así el primer vocablo, como hallaron, en 1992, el<br />

momento en que estalló el Universo unos 15.000 millones de años antes.<br />

Es cierto que ahora podemos imaginar, con los indicios de los esqueletos y<br />

utensilios que se han desenterrado en la Gran Dolina o en la Sima de los Huesos,<br />

cómo vivían los primeros pobladores de Europa, cómo se alimentaban, qué<br />

enfermedades sufrían, cuántos años vivió cada uno. Y sin embargo nada sabemos de<br />

aquellos vocablos, quizá gruñidos, que les servían para comunicarse. Se perdieron<br />

con la fuerza <strong>del</strong> viento <strong>del</strong> norte de la sierra burgalesa o con la brisa <strong>del</strong> Cantábrico.<br />

¿Por qué? Porque aquellos seres no sabían cómo escribirlos.<br />

Pero es muy probable que algo, quizás mucho, de lo que ellos pronunciaban siga<br />

estando en nuestro <strong>idioma</strong> de hoy. Tal vez entronque con el lenguaje de las cavernas<br />

la fuerza de esas erres que nos desahogan los enfados («cabreo», «bronca»,<br />

«cabrón»…) y que tanto gustan a los locutores deportivos por el vigor que<br />

transmiten: «recorte», «regate», «remate», «arrebata», «raso», «rompe», «roba»… O<br />

la sonoridad que notamos en las viejas y recias voces prerrománicas y que<br />

pronunciaremos aún durante muchos siglos más («barro», «cerro», «barraca»,<br />

«rebeco», «berrueco»…). Quizás guarden relación aquellos gruñidos con los sonidos<br />

guturales de nuestra congoja primitiva («garganta», «atraganta», «angosto», «grito»,<br />

«gemido», «angustia»…), o quién sabe si tendremos ahí el origen remoto de las<br />

palabras dulces como el sonido <strong>del</strong> viento cuando se dedica a hacer música<br />

(«bisbiseo», «sonrisa», «silencio», «sensible», «sigiloso», «sosiego», «susurro»,<br />

«siega», «sensación»…). Nuestra lengua esconde un <strong>genio</strong> interno invisible,<br />

inaudible, antiguo, que podemos reconstruir si seguimos las pistas que nos dejan sus<br />

hilos. Hilos son, y con ellos nos ha manejado el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>.<br />

Nosotros, al hablar, constituimos únicamente el resultado de su lámpara<br />

maravillosa: nos expresamos conforme a sus decisiones, heredamos frases enteras,<br />

recursos estilísticos completos, y continuamos las estructuras sintácticas que él ha<br />

diseñado.<br />

Los científicos, sí, hallarán algún día en las vibraciones imperceptibles <strong>del</strong> aire<br />

aquellas palabras de Atapuerca o de Altamira, o las de Ojo Guareña… tal vez<br />

viajando incluso en el túnel <strong>del</strong> tiempo. Pero entre los restos de esas cuevas no darán<br />

nunca con el <strong>genio</strong> de la lengua. Él no puede reposar ahí porque todavía no ha<br />

muerto.<br />

Existe hace tantos cientos de años, que bien podemos considerarlo inmortal;<br />

como duraderos son sus gustos, sus manías y su carácter. Si lo conociéramos a la<br />

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perfección, sabríamos sin duda cómo será nuestro <strong>idioma</strong> dentro de tres siglos. Y<br />

también nos conoceríamos mejor a nosotros mismos.<br />

Han cambiado en este tiempo las palabras, desde luego; y las construcciones, la<br />

ortografía, la literatura… Pero en todos esos aspectos encontramos rasgos comunes<br />

de un ser originario que los alumbró; y que forma parte, a su vez, de una estirpe de<br />

<strong>genio</strong>s que se relacionan entre sí, a veces como hermanos y a menudo en la línea<br />

directa de sucesión. Comparten, por ello, algunos rasgos de su personalidad.<br />

Decimos «el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>» y nos vale como metáfora porque, en realidad,<br />

designamos el alma de cuantos hablamos una lengua: el carácter con el que la hemos<br />

ido formando durante siglos y siglos. Y las decisiones de ese <strong>genio</strong> han resultado tan<br />

coherentes, tan acertadas para enriquecer la capacidad de expresarnos, que sólo<br />

podemos teorizar sobre ellas imaginando a un ser sensacional que lo ha organizado<br />

todo con pulcritud. Al describir a ese <strong>genio</strong>, comprenderemos la historia de nuestro<br />

<strong>idioma</strong> y, como consecuencia, nuestra propia historia, incluso para predecir su futuro.<br />

<strong>El</strong> <strong>idioma</strong> español es, pues, la obra de un <strong>genio</strong> misterioso. Lo que alcanzamos a<br />

descubrir ahora, cuando nos sumergimos en la historia de la lengua, responde a unas<br />

leyes que vienen de antiguo y que regulan la pronunciación, las combinaciones de<br />

sílabas, los significados, la sintaxis… y, sobre todo, la evolución de las palabras a<br />

través de los siglos y de los <strong>idioma</strong>s por los que han pasado (superpuestos unos sobre<br />

otros como algunas iglesias católicas se construyeron sobre las visigóticas; pero<br />

siempre con el mismo arquitecto).<br />

Da la impresión de que los vocablos de nuestro <strong>idioma</strong> se han movido y han<br />

cambiado al través <strong>del</strong> tiempo como si fueran un ejército, progresando desde el<br />

indoeuropeo hasta aquí de una forma disciplinada, sin apenas excepciones en su<br />

evolución fonológica y como si estuvieran bajo el mando de un general; miles de<br />

palabras que el pueblo fue haciendo suyas y sobre las que decidió soberanamente.<br />

Repasar algunas de esas decisiones colectivas que han adoptado las palabras<br />

como si estuvieran uniformadas nos da una idea de la disciplina que impuso el <strong>genio</strong><br />

<strong>del</strong> <strong>idioma</strong>.<br />

<strong>El</strong> diptongo griego ai pasó al latín como ae y después para el castellano se redujo<br />

a e; el también griego oi se convirtió en el latino oe y se quedó para nosotros en e,<br />

asimismo reducido. Cuando una palabra <strong>del</strong> latín tiene tres consonantes juntas, todas<br />

ellas pasan sin modificaciones al castellano en el caso de que la primera sea nasal o s<br />

y la tercera una r. Por ejemplo, los acusativos latinos nove-mbr-em, ra-str-um y nostr-um<br />

dan en nuestra lengua «novie-mbr-e», «ra-str-o» y «nue-str-o»,<br />

respectivamente. Las letras pueden variar a su alrededor, pero el grupo consonántico<br />

se hace fuerte y resiste. Y si se forma en latín un grupo con una consonante seguida<br />

de pl, fl o cl, estas últimas consonantes se convierten en ch: así, de amplus obtenemos<br />

«ancho» [2] . Algo demasiado complicado como para que se lo aprendieran tantos<br />

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analfabetos como había entonces. Eso tenía que ser cosa de alguien suprahumano: <strong>del</strong><br />

<strong>genio</strong>, desde luego. Pero tal evolución se produjo en cientos de palabras que el pueblo<br />

fue haciendo suyas y sobre las que actuó con naturalidad, sin que parecieran ponerse<br />

de acuerdo expresamente ciudades y comarcas.<br />

La voz latina ficus fue cambiando lentamente hasta terminar en «higo»; y vita<br />

hizo lo mismo hasta convertirse en «vida», y cualquiera podría pensar que ambas<br />

evoluciones se deben a la casualidad; hasta que percibimos un programa genético en<br />

el interior de cada palabra según el cual las consonantes fuertes abrazadas por vocales<br />

han tendido a suavizarse en su camino secular desde el latín al castellano de hoy.<br />

Podía haber ocurrido al revés: que las consonantes suaves se tornaran crespas, pero<br />

alguien elaboró ese misterioso manual de instrucciones y éste se fue cumpliendo<br />

inexorablemente. Y así metus es ahora «miedo», y rota derivó en «rueda». Y hasta las<br />

excepciones han seguido unas reglas que también podemos adivinar [3] .<br />

La tercera declinación latina, por ejemplo, ofreció al castellano durante la Edad<br />

Media el sacrificio de la e que quedaba a final de palabra tras haberse perdido la nasal<br />

<strong>del</strong> antiguo acusativo: de mare, nos quedamos con «mar»; de sole, con «sol»; de<br />

pane, con «pan»… Y así sucesivamente. Pero en ese análisis de palabras nos topamos<br />

con «puente», «orbe», «muerte»… (ponte, orbe, morte…). ¿Por qué? La excepción,<br />

decíamos, tiene también sus reglas: si la e va precedida en castellano de dos o más<br />

consonantes (nte, rbe, rte), se siente arropada y aguanta el tipo. O visto <strong>del</strong> revés: no<br />

puede dejar solas a esas dos consonantes que no sabríamos pronunciar bien sin una<br />

vocal posterior. Y éste es el caso de las citadas palabras y de otras muchas como ellas.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> —el ser desconocido que vamos a bosquejar en este libro—<br />

ha ordenado las oraciones, ha creado las normas para la evolución de las palabras, ha<br />

dictado las leyes de los acentos, organizó las analogías, preparó los sufijos y los<br />

prefijos, adoptó y adaptó los vocablos ajenos… Estamos ante un ser inexistente,<br />

cuyos actos, paradójicamente, podemos reconstruir sin dificultad.<br />

¿Quién es ese personaje extrahumano que programó todo para que las<br />

consonantes dobles latinas se transformaran inexorables en fonemas palatales en<br />

castellano, que distribuyó los sonidos de modo que nunca coincidieran una s y una r<br />

juntas y por ese orden en la misma palabra, que dio sentido a todo un monumento de<br />

la inteligencia como es nuestro <strong>idioma</strong>?<br />

Es un <strong>genio</strong> interno, invisible, inaudible, antiguo, pero podemos reconstruirlo si<br />

seguimos las pistas que nos ha dejado.<br />

Los filólogos acuden a menudo a la expresión «el <strong>genio</strong> de la lengua», pero su<br />

perfil o sus reacciones no se han llegado a definir con detenimiento. «<strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong><br />

<strong>idioma</strong>» es, pues, un lugar común que sirve para explicarnos su ser interno, su<br />

personalidad, cuando algo no se aviene a los criterios generales de una lengua, y por<br />

tanto lo hemos visto definido más por cuanto no le gusta que por aquello que prefiere;<br />

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más por todo lo que rechaza que por todo lo que asume. «Esto no va con el <strong>genio</strong> de<br />

la lengua», nos dicen.<br />

Acercarnos a su figura puede constituir una manera de conocer cómo funciona<br />

nuestra lengua y por qué, para desentrañarla poco a poco. Y también habrá de<br />

permitirnos prever su evolución. Y conocer cómo funcionamos nosotros, pues sólo<br />

pensamos con palabras.<br />

Todo lo que ha sucedido en nuestra forma de entender el <strong>idioma</strong> responde a los<br />

designios <strong>del</strong> <strong>genio</strong>, y podemos imaginar que así continuará ocurriendo. A veces<br />

parecemos depender de nuestras propias decisiones en tanto que comunidad de<br />

hablantes, incluso tememos que esa sociedad de usuarios <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> sea dominada<br />

por los poderosos que dictan sus caprichos desde la cúpula social. Conozcamos al<br />

<strong>genio</strong> de la lengua para percibir de verdad cómo funciona nuestra mente lectora y<br />

habladora.<br />

¿Cómo es, cómo actúa, qué carácter tiene el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español? ¿Cómo es<br />

el alma de nuestra lengua?<br />

Eu<strong>genio</strong> Coseriu nos ha dicho que el lenguaje es gobernado, según normas<br />

infinitamente complejas, por los individuos hablantes [4] : por todos los hablantes de<br />

una comunidad y por cada uno de ellos, en cada acto lingüístico concreto. Pero hay<br />

un «sentimiento lingüístico» que todos acaban adquiriendo siquiera sea<br />

inconscientemente. Las palabras despiertan en ellos asociaciones de ideas eficaces e<br />

imprevistas. Alguien debe de estar gobernando eso.<br />

Los <strong>genio</strong>s de los <strong>idioma</strong>s crecieron con nosotros como género humano. Sus<br />

embriones dieron valor a los sonidos y más tarde otorgaron belleza a los ritmos.<br />

Después se desarrollaron en fonemas, y luego en sílabas, y luego en étimos, y hasta<br />

llegaron a crear el pretérito pluscuamperfecto, que Nebrija llamaba «el más que<br />

acabado». Pasaron por capas freáticas que les dieron la forma <strong>del</strong> latín con el barniz<br />

<strong>del</strong> griego, y antes <strong>del</strong> indoeuropeo… y antes quién sabe. Antes, Atapuerca y<br />

Altamira. Se dividieron y se subdividieron, y se enriquecieron y se ampliaron.<br />

Generaron varios <strong>genio</strong>s hermanos: «<strong>genio</strong>» y «generar», he ahí sus hilos que nos<br />

llevan a «gen» y a «generación» y a «genoma» y a «engendrar» y a «genial», y a<br />

«ingeniero» y a «in<strong>genio</strong>», y a «patógeno» y «endógeno», y al «hidrógeno» («que<br />

engendra agua», eso es el hidrógeno)…, todas las palabras que toca el verbo «crear».<br />

Así hasta definir un <strong>idioma</strong> perfecto, articulado, sonoro; aguerrido o liviano, según se<br />

necesite; una lengua universal que conserva aquel embrión originario <strong>del</strong> que<br />

nacieron las ideas. <strong>El</strong> <strong>idioma</strong> español.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> de nuestra lengua se ha extendido como un árbol que engrosa su tronco a<br />

la vez que se extiende en sus ramas. Unas nacen de las otras, se relacionan entre ellas<br />

por su proximidad y parentesco, y finalmente dan hojas o frutos que son la<br />

consecuencia <strong>del</strong> alimento que llegó desde las raíces: son las palabras tal como las<br />

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usamos ahora. Por esas raíces entró probablemente el sonido kur, tal vez en un grito<br />

de alerta: ¡kur! En su tronco se metabolizó para convertirse en currere, en «cursar»,<br />

en «correr», para moldearse en «carrera», ramificarse en «cursor» y «curso», dar el<br />

fruto <strong>del</strong> «correo» que «corre»(¡kur!) a fin de entregar la noticia cuanto antes (¡kur,<br />

kur!). La misma savia primitiva circula por todas esas palabras que ahora escribimos<br />

y pronunciamos con naturalidad, seguramente la misma savia que se hallaba en las<br />

palabras que habrán mascado esas mandíbulas de Atapuerca, calladas ahora. Silentes,<br />

claro; pero aquí estamos nosotros para continuar con aquellas voces, herederos <strong>del</strong><br />

<strong>genio</strong> que las impregna y todavía las gobierna.<br />

Qué maravillosas conexiones las que aquel misterioso poder ha establecido entre<br />

las palabras. Sabemos identificar los cromosomas <strong>del</strong> lenguaje y analizar su genética;<br />

y, por tanto, percibimos en nuestra inconsciencia el significado que nos dan sus<br />

familias: «frío» y «frígido», «fuego» y «fogoso»; «semen» y «semilla» y<br />

«seminario». También percibimos la estructura de las oraciones, los nexos que las<br />

relacionan, tocamos las rugosidades de los puntos y las comas, leemos la partitura de<br />

los acentos… <strong>El</strong> <strong>genio</strong> de la lengua lo ha organizado todo con un acierto formidable.<br />

Existen, por ejemplo, palabras con significados diversos («significado» viene de<br />

«signo», como «seña», como «señuelo», como «señal» o «señalizar», como<br />

«signatura» o «asignar»); y así se identifican y se diferencian la «madre <strong>del</strong> río», la<br />

«madre de uno», la «madre <strong>del</strong> vino»; pero nunca se emplean en contextos que las<br />

confundan. A no ser que busquemos precisamente eso: el error falso que conduce a<br />

un chiste. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> es un tipo con buen humor, y ya lo ha previsto. Igual que ha<br />

previsto la arenga y los poemas, los rezos y las blasfemias.<br />

Existen también los modos de los verbos, el indicativo de la realidad y el<br />

subjuntivo de la conjetura. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español organizó las concordancias,<br />

previó la sintaxis, se valió de los sufijos… Calentó las palabras árabes para que las<br />

usemos en nuestras expresiones más cálidas, enfrió los términos griegos para que<br />

definan las ciencias, acarició las voces indígenas que fue descubriendo y las hizo<br />

suyas, dio valor a las voces más antiguas para que las sintiésemos interiores y<br />

placenteras… Aceptó injertos de otros árboles cuyos frutos caían cerca, los regó y los<br />

asimiló para que no produjeran rechazo, y así le gustaron el «fútbol», el «rugby», el<br />

«tenis», «Internet», el «mamey», la «yuca», la «butaca», el «jamón», el olor de<br />

«jardín» (que tomó <strong>del</strong> francés), la «acequia» y la «aceituna»; incorporó también la<br />

fuerza <strong>del</strong> «huracán» y de muchas otras palabras prestadas, como las vecinas<br />

«capicúa» o «kiosco», «peseta» y «akelarre», «cobla» y «morriña»… Y llegó un día<br />

en que se sintió satisfecho de su obra y cambió de actitud. Entonces se mostró ya muy<br />

estricto.<br />

Siempre fue lento, este <strong>genio</strong>. No perezoso, sino lento. Se toma su tiempo para<br />

todo. Se lo piensa, lo mira, le da la vuelta a cada término. Y se extiende poco a poco;<br />

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confía en su capacidad de fascinación y no necesita de guerras. Las ha habido, claro.<br />

Y los guerreros llevaron allende los mares sus vocablos, los verbos y las<br />

preposiciones que con tanto mimo había lanzado al mundo. Eso inclinó a algunos a<br />

culparle de tropelías y crueldades, <strong>del</strong> cercenamiento de los fueros, de la dictadura de<br />

Franco y de la extensión <strong>del</strong> español en América. Pero con sus palabras se hizo la<br />

guerra como se hizo la paz.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> llevó unos términos allá y se trajo otros para acá,<br />

acompañando a los hombres y a las madres. Estuvo presente en todo cuanto<br />

acometieron los padres y las mujeres, pero nunca fue agente de nada. Sólo testigo.<br />

Quienes despreciaban su lentitud intentaron que se infiltrase con rapidez en otros<br />

pueblos, forzaron su ritmo y no le dejaron actuar en el terreno que más le había valido<br />

hasta entonces: la seducción. <strong>El</strong> campo de la coquetería le habría bastado para seguir<br />

creciendo, con la fuerza de la necesidad y de la costumbre, como le había ocurrido<br />

para sustentar el negocio de las lanas castellanas, contribuir a la difusión <strong>del</strong> textil<br />

catalán o dar salida a la ganadería de Asturias y Cantabria. Porque el <strong>idioma</strong><br />

castellano estaba destinado al encuentro de personas y de mundos. Al encuentro, no<br />

al choque. Su <strong>genio</strong> podía aceptar los intercambios siempre que se le sumaran frutos<br />

y no se le quebrasen las ramas que soportan su entramado. Siempre despacio, por<br />

supuesto; siempre listo para el mestizaje, porque sus palabras suenan propias y<br />

castizas en la boca de un guineano, de un filipino, de un maya, de un europeo… La<br />

lengua española no tiene razas como no las tiene el genoma humano, con el que<br />

quizás entronca.<br />

Pero al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> le forzaron para extenderse; y ahora algunos le fuerzan<br />

para que corra. No lo hacen los mismos, y sin embargo la insensibilidad se parece.<br />

Qué poco conocemos al <strong>genio</strong> de la lengua: desvirtuado por algunos historiadores<br />

interesados, arrinconado por los programas educativos (o poco educativos), vadeado<br />

por los periodistas modernos (que adoran al becerro de oro construido por tantas<br />

palabras manipuladas). A veces —no muchas—, el <strong>genio</strong> ni siquiera está de acuerdo<br />

con la gramática, ni con el diccionario.<br />

<strong>El</strong> calmo caminar <strong>del</strong> <strong>genio</strong> de la lengua nos lo presenta como perdedor en esa<br />

carrera que se le obliga a disputar contra los ordenadores, los nuevos aparatos, los<br />

descubrimientos científicos o las naves espaciales. Siempre parece llegar tarde, pero<br />

ése es su carácter. No tiene prisa porque sabe que con el tiempo todos volvemos a él<br />

para dar con los significados profundos, identificar los cromosomas de cuanto<br />

decimos y aislar las clonaciones de tantos vocablos adosados que tapan los<br />

verdaderos sentidos geniales de nuestro vocabulario y arruinan su ADN (esos genes<br />

que podemos identificar para comprender el sentido último de las palabras).<br />

Nuestro <strong>genio</strong> parece un perdedor, pero al cabo se demostrará que su carrera tenía<br />

la meta más lejos. Y aún no sabemos hasta dónde piensa llegar. Su empuje crece y su<br />

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territorio se agranda. Algunos le interponen cortafuegos (el «espanglish», el<br />

«portuñol») para que no avance, y le arrojan palabras contaminadas que le inoculen<br />

un virus destructivo, un pulgón depredador que provoque no sólo el desuso de la<br />

vieja cultura <strong>del</strong> español sino, sobre todo, el complejo de sentirse inferior por haberla<br />

ideado.<br />

Nuestro <strong>genio</strong> sabrá defenderse, y hará valer por sí mismo la riqueza de todo el<br />

pensamiento que anida en el diccionario. Sólo necesita tiempo. Porque se trata, no lo<br />

olvidemos, de un <strong>genio</strong> eterno. Por eso aún decimos «coche» o «carro» aunque no se<br />

inventaran con motores; por eso «colgamos» el teléfono, que ya no está en la pared<br />

sino sólo en la palma de la mano; por eso «tiramos» o «jalamos» de la cadena al<br />

pulsar el botón que la cisterna nos ofrece; por eso «embarcamos» en un avión y<br />

«navegamos» en la Red para buscar una «página»; por eso «corremos» en nuestro<br />

auto aunque estemos sentados en él (¡kur, kur!). Las palabras perduran por los siglos<br />

de los siglos, aunque nuestra vida sea ya tan distinta.<br />

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II EL <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> tiene un reloj<br />

Es fácil imaginarse al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> como alguien flexible y tolerante,<br />

dispuesto a admitir cualquier innovación: alguien con manga ancha. Algunos suponen<br />

que su carácter encaja con esta idea, seguramente porque necesitan creer en ese rasgo<br />

para forzar con ventaja sus costuras. Así ocurre en otros órdenes de la vida: nos<br />

gustaría una actitud más ligera en determinadas instituciones cuando eso nos resulta<br />

cómodo, y sin embargo la propia entidad precisa de firmeza para seguir funcionando.<br />

Esta quimera sobre la flexibilidad de la lengua, a la que se supone en continua<br />

evolución, queda también muy lejos de la realidad. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español,<br />

querámoslo o no, tiene un reloj en la mano y es alguien estricto. De manga estrecha,<br />

precisamente («estricto» y «estrecho» tienen los mismos genes). Se comporta de un<br />

modo suave, eso sí, porque jamás emplea la fuerza. Ya hemos dicho que hace de la<br />

seducción su principal arma; pero mantiene su criterio con personalidad.<br />

Y no podía ocurrir de otra manera, puesto que debe gobernar un universo donde<br />

se mueven decenas de miles de palabras, con sus derivaciones, afijos, conjugaciones,<br />

concordancias… En ese mundo no valen las soluciones individuales, ya que se trata<br />

de orquestar un sistema homogéneo a cuyos recursos tengan acceso todos los<br />

hablantes, y en el que todos los hablantes entiendan lo mismo cuando toman alguno<br />

de ellos para transmitírselo a otros, que a su vez deben comprender el mensaje tal<br />

cual se ha intentado utilizar.<br />

Y al mismo tiempo precisa de un equilibrio entre todos esos elementos, para que<br />

se respeten sus vinculaciones de modo que se facilite la comprensión y, sobre todo, el<br />

aprendizaje de la lengua en los niños.<br />

Las soluciones individuales requieren precisamente —para resultar eficaces, para<br />

que las asuman los demás y para que progresen en el <strong>idioma</strong>— de una condición<br />

primordial: cumplir las firmes directrices <strong>del</strong> <strong>genio</strong>.<br />

<strong>El</strong> paso <strong>del</strong> tiempo le ha aconsejado admitir innovaciones, desde luego. Ahora<br />

bien, nunca con carácter general o irrestricto. Y todas ellas se han acomodado además<br />

a una época concreta y a unas normas claras. Usted mismo, querido lector, seguirá<br />

sus designios inconscientemente todavía hoy.<br />

Usted sabe que en español tenemos verbos terminados en —ar («amar»,<br />

«cantar»), en —er («temer», «querer») y en —ir («venir», «latir»). Evidentemente,<br />

esos verbos se han formado alguna vez, y por eso los usamos ahora. Pero ya pasó el<br />

tiempo de crear verbos en —er y en —ir. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> es severo en esto. Si usted quiere<br />

inventarse un verbo, no tendrá más remedio que formarlo en la primera conjugación.<br />

Hace mucho tiempo que el <strong>genio</strong> de nuestra lengua vetó cualquiera de las otras dos<br />

posibilidades. Y usted está gobernado por él y por su reloj. Pruebe y verá.<br />

¿Hasta ahora no se había dado cuenta de esto? Claro, porque el <strong>genio</strong> obra con<br />

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firmeza pero intenta que no se le note. Y usted, en definitiva, es uno de los suyos; no<br />

va a tratarle mal.<br />

Ya en latín se podían formar verbos a partir de sustantivos. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> latín lo<br />

alentó. No sabemos si el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> español es el mismo que el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> latín, con una<br />

evolución de siglos por el camino que propició ciertos cambios; o quizás se trate de<br />

un hijo suyo; pero el caso es que ambos comparten algunas manías.<br />

En la lengua de Roma, la conjugación y la formación de verbos terminados en —<br />

are (amare, cantare) constituía la posibilidad principal, aunque no fuera la única. Y<br />

en ella se colocó la mayoría de los extranjerismos de la época, como los verbos de<br />

origen germano. En algún momento (en la etapa primitiva <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>) se crearon<br />

también en español verbos en —ecer a partir de sustantivos o de adjetivos, como<br />

«fortalecer». Menos suerte alcanzó, por su parte, la tercera conjugación: quedó<br />

esterilizada muy pronto, de modo que los verbos terminados ahora en —ir son los<br />

mismos de hace ocho siglos, por no ir más lejos. Poca evolución para un <strong>idioma</strong> al<br />

que se intenta presentar a menudo como muy propicio al cambio.<br />

La derivación verbal en latín se construía por lo general agregando —are o —ire<br />

al nombre: color-are, fin-ire. Pero así como era habitual la terminación con alguna de<br />

esas dos conjugaciones, los verbos que se formaban en —ere resultaban más escasos.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> castellano siguió en eso una actitud muy de familia: no admitió la<br />

derivación en —ere salvo que llegara tal cual de la lengua madre o que se tratara de<br />

una formación en —ecer Y ni aun así respetó todos los ejemplos. Digamos que el<br />

<strong>genio</strong> <strong>del</strong> español —quizás por ser más joven— se comportó con una radicalidad<br />

inexorable.<br />

Ya el latín vulgar que se habló en la península Ibérica dijo fidare, que pese a venir<br />

de fidere desembocó en «fiar»; y en vez de studere, «estudiar»; en vez de invidere,<br />

«envidiar». Pero el <strong>genio</strong> jovenzuelo <strong>del</strong> castellano tampoco dejó muchos títeres con<br />

cabeza en los verbos de la conjugación en —ir si a él le parecía que su procedencia<br />

eran un sustantivo o un adjetivo. Es decir, si descubría una derivación, aunque no lo<br />

fuera realmente. En finire advirtió la palabra «fin» y por eso se llevó el verbo a la<br />

primera conjugación: «finar». Con custodire (de custos, «guardián»), reparó en la<br />

palabra «custodia» y lo cambió por «custodiar». Y así sucesivamente. Su norma<br />

estaba clara: de una palabra (sustantivo o adjetivo) puede salir un verbo, pero sólo si<br />

lo hace con la conjugación en —ar. ¡Ar! Y si alguna derivación verbal se escapaba, la<br />

perseguía por los siglos de los siglos: gratire llegó hasta el siglo XIII como gradir<br />

pero luego se terminó convirtiendo en «agradar» [5] .<br />

Como ocurría en latín, el todavía imberbe <strong>genio</strong> <strong>del</strong> castellano dejó una rendija<br />

para verbos formados con la terminación —ecer (-scere en el <strong>idioma</strong> de los romanos),<br />

y de paso aprovechó para desviar por ahí algunos que antes terminaban en —ir::<br />

adormir se convirtió en «adormecer», y establir en «establecer», por ejemplo. Pero,<br />

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como es su costumbre, sólo tuvo franca esa puerta un cierto tiempo, para castigar<br />

luego a los impuntuales. Se crearon en su día verbos como «endurecer», «esclarecer»,<br />

«rejuvenecer», «favorecer», «embravecer»…, a menudo recurriendo a prefijos para<br />

ayudarse en la formación y usando como raíz un adjetivo —a veces un sustantivo—,<br />

y también relacionando el significado con un proceso que comienza o que se abre (en<br />

lingüística, «significación incoativa»). Con todo ello, seguiría todavía hoy ciertas<br />

directrices <strong>del</strong> <strong>genio</strong> de la lengua quien inventase el verbo «rebuenecer» [6] . Ese<br />

«rebuenecer» es posible con arreglo a las normas <strong>del</strong> <strong>genio</strong> para esta derivación<br />

verbal: se forma sobre un adjetivo, se ayuda de un prefijo y su significado denota la<br />

apertura de un proceso; pero ya no tendría éxito en español: porque el <strong>genio</strong> se puso<br />

intransigente en su día sobre este asunto y cerró la puerta. Además, prefería el verbo<br />

«mejorar».<br />

<strong>El</strong> español concentra ahora, pues, toda la actividad en —ar para formar verbos a<br />

partir de sustantivos. Y uno de los hechos que demuestran la longevidad <strong>del</strong> <strong>genio</strong> de<br />

la lengua hasta nuestros días —el mismo <strong>genio</strong> de entonces— nos lo aporta la curiosa<br />

circunstancia de que esta norma se mantiene igual en la actualidad que hace mil años.<br />

A esa primera conjugación se adscriben ahora neologismos radiantes como<br />

«esponsorizar», «atachear», «chatear», «linkar», «liderar» o el atroz «emailear»; pero<br />

también palabras legítimas creadas con los propios genes <strong>del</strong> español y que el <strong>genio</strong><br />

bendice, como «ningunear», «piratear», «sambear», «salsear», «mensajear»,<br />

«telefonear» o «televisar». Cualquier hablante que se proponga crear un verbo<br />

acudirá a esta desinencia, siguiendo inconscientemente los deseos seculares de<br />

nuestro amigo el <strong>genio</strong>. A nadie se le habría ocurrido decir por primera vez —ni por<br />

segunda ni tercera— «emaileír», «esponsoricer», «piratecer» o «telefoneír». Porque<br />

eso iría contra el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>.<br />

Tres tipos de palabras. Él mira a menudo el reloj y el calendario. Muchas de las<br />

transformaciones fonéticas que convirtieron el latín en castellano se produjeron en<br />

oleadas, en bloques sucesivos. Hasta el siglo XII, por ejemplo, se mantenía la t como<br />

letra final de palabra en los verbos («puedet»). Y sólo a partir de entonces desaparece.<br />

Antes no había llegado el momento.<br />

Cada evolución tenía su tiempo. Así, el <strong>genio</strong> cerraba la puerta principal <strong>del</strong><br />

<strong>idioma</strong> sin contemplaciones a los invitados que llegaban tarde. Ni un minuto más.<br />

Los términos que no estén junto a la casa en el momento oportuno no podrán pasar al<br />

jardín de las palabras patrimoniales (aquellas que sufren la evolución <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> y se<br />

adaptan fonética y morfológicamente a él), sino que, como mucho, deberán<br />

resguardarse en una zona secundaria, a veces incluso la caseta de los trastos.<br />

Veamos.<br />

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<strong>El</strong> <strong>genio</strong> ha animado innumerables palabras populares, las manejadas por el<br />

pueblo a su antojo. Son las que más le gustan. Y seguramente las que mejor ha<br />

gobernado. Los lingüistas las llaman, ya lo decíamos, «palabras patrimoniales», y se<br />

han transmitido de boca en boca ininterrumpidamente, desde la época <strong>del</strong> latín<br />

hablado hasta el español moderno, para formar el grueso <strong>del</strong> pelotón de nuestro<br />

<strong>idioma</strong>. Por supuesto, en ese camino han sufrido todos los cambios fonológicos y<br />

morfológicos que les correspondían, disciplinadamente. Así, de alter (acusativo<br />

alterum) acaba saliendo «otro»; y de filius tenemos «hijo». Las normas establecidas<br />

estrictamente por el <strong>genio</strong> se van cumpliendo en ese proceso.<br />

También englobamos aquí las palabras prerrománicas que suponemos presentes<br />

en la Península antes de que llegaran los soldados y los arquitectos <strong>del</strong> Imperio:<br />

«gazpacho», «becerro», «cazurro», «garduña»…, sometidas también a las leyes de la<br />

evolución. Es decir, son palabras patrimoniales todas aquellas que llegaron<br />

puntualmente a la formación <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>.<br />

Las «palabras cultas» son las que el español tomó <strong>del</strong> latín clásico o medieval,<br />

pero ya no de boca en boca y al principio, sino de pergamino en pergamino y tiempo<br />

después. Éstas no parecen tan <strong>del</strong> agrado <strong>del</strong> <strong>genio</strong> —su pronunciación le incomoda a<br />

veces—, porque él es alguien muy de pueblo como más a<strong>del</strong>ante veremos. Pero<br />

también las acogió, sabedor de que se usaban menos y para dar gusto a los sabios y<br />

gentes cultas de cada época. Y además porque se trataba de palabras muy próximas al<br />

latín, amparadas tantos siglos por su propio padre, y porque cumplirán su función de<br />

distinguir a las personas instruidas y constituir un ideal de dicción y de cultura. Ahora<br />

bien, tales vocablos, precisamente por su circulación entre gentes de latines y por<br />

haber llegado impuntuales, no han sufrido todas las modificaciones de aquellos que<br />

pasaron por el camino oral.<br />

Muchas de estas palabras cultas que vinieron a nuestra lengua por el papel escrito<br />

lo habían hecho también por vía popular y analfabeta, con lo cual adquirieron<br />

finalmente dos grafías y, por fortuna, dos significados. <strong>El</strong> <strong>genio</strong>, que no da puntada<br />

sin hilo, las especializó con sentidos distintos pero próximos, lo suficientemente<br />

distintos y próximos como para que podamos descubrir sus genes comunes: «frígido»<br />

y «frío», «fabular» y «hablar», «íntegro» y «entero», «mutar» y «mudar», «masticar»<br />

y «mascar», «vindicar» y «vengar», «plano» y «llano», «coagular» y «cuajar»,<br />

«atónito» y «tonto»… Y lo mismo hizo con los sufijos que aceptó por la puerta de la<br />

vía oral y los que entraron por la zona culta: «monedero» y «monetario», «somero» y<br />

«sumario», «primero» y «primario»…<br />

Y a medio camino entre unas y otras quedan las «palabras semicultas», más<br />

antiguas que las cultas pero menos que las patrimoniales; y que también tuvieron su<br />

puerta. Estas voces se heredaron <strong>del</strong> latín por vía oral, y se vieron influidas por la<br />

lengua de la iglesia o los tribunales (en ambas instituciones se habló latín durante<br />

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siglos). En ellas, una parte de sus fonemas se aviene a la evolución, pero otra no. Así<br />

sucede con regula, que nos da «regla» y que habría terminado en «reja» si hubiera<br />

hecho todo el recorrido [7] .<br />

Es normal. En la época <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> incipiente —aún no está fijada la evolución—,<br />

los sacerdotes en sus púlpitos eran como la televisión de ahora, pero con más<br />

influencia porque el público no tenía un <strong>idioma</strong> tan asentado como el de nuestros<br />

días; y repetían tanto algo, que se quedaba en el aire: saeculum debía haber derivado<br />

en sejo (corno «espejo» derivó de especulum), pero no completó la evolución porque<br />

los eclesiásticos usaban continuamente esa voz culta en sus sermones y sus oraciones<br />

(per saecula saeculorum), y esto mantuvo «sieglo» y luego «siglo». De la rareza de<br />

este vocablo da idea el hecho de que no resulte fácil ponerlo al final de un verso y<br />

encontrarle rima.<br />

Carácter estricto. Las palabras que no son patrimoniales —las que no llegaron a<br />

la hora adecuada— acaban pagando por lo general algún tipo de peaje: una<br />

pronunciación difícil en boca <strong>del</strong> pueblo (/solene/ en vez de /solemne/), un<br />

desparejamiento de rima, un uso muy restringido… <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> se cobra su<br />

impuesto, aunque las acepte.<br />

Podemos hallar muchas muestras más de ese carácter estricto de nuestro mítico<br />

personaje, por ejemplo el hecho de que el <strong>genio</strong> no haya consentido que se acentúe ni<br />

un solo prefijo. O que ni una sola palabra formada por composición<br />

(«espantapájaros» , « a cierraojos», «duermevela»…) lleve el acento ortográfico o<br />

prosódico en el primero de los dos elementos. O aquella disciplina con que los grupos<br />

de sonidos se fueron modificando desde el latín: la diptongación de e y o breves y<br />

tónicas que se transmutan en ie y ue: bene, «bien»; terra, «tierra»; bonus, «bueno»;<br />

porta, «puerta»; fortis, «fuerte» [8] . O que en la transición <strong>del</strong> latín al castellano no se<br />

haya perdido la vocal a —si acaso, se transforma—, esté donde esté y tenga acento o<br />

no lo tenga [9] . Tan firme es también el <strong>genio</strong> —y tan claro lo ve todo—, que no<br />

admite ni una sola oración situada tras el nexo «para que» (no confundir con «para<br />

qué») que no se forme con el verbo en subjuntivo («voy para que me lo des», «lucha<br />

para que nadie se lo quite»). Tampoco permite que las palabras patrimoniales <strong>del</strong><br />

español se casen con determinados sufijos tomados <strong>del</strong> griego o <strong>del</strong> latín (valen<br />

«cefalópodo» o «filólogo», pero no cabezópodo o lenguófilo) … [10] .<br />

Este carácter estricto, que impone cambios fonéticos y prohíbe formaciones<br />

ajenas a su costumbre, no se relaciona tanto con sus caprichos como con sus<br />

herencias, porque tal actitud le viene de familia. Ya antes el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong><br />

indoeuropeo transfirió palabras a otras lenguas con ciertas reglas estrictas: la s latina<br />

que inicia una palabra se transfiguraba en una /h/ al llegar ese mismo término al<br />

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griego: así, septem se corresponde con heptá, por ejemplo. La p <strong>del</strong> latín (pater) se<br />

convertía en f en islandés antiguo (fader), en el gótico (fadar) y en inglés (father). La<br />

c se volvía h (cornu y horn), la h se tornaba k … [11]<br />

Decimos que el <strong>genio</strong> es «estricto» y estamos así ante una palabra procedente de<br />

strictus (que a su vez nace de stringere: apretar, comprimir). Exactamente la misma<br />

etimología de «estrecho». Los dos términos pueden definir lo mismo, incluso el<br />

Diccionario los hace sinónimos al darnos la definición de «estricto»: «estrecho,<br />

ajustado enteramente a la necesidad o a la ley y que no admite interpretación»; no<br />

muy diferente de lo que dice sobre «estrecho»: «que tiene poca anchura. Ajustado,<br />

apretado». No obstante, la primera («estricto») es más abstracta, y se refiere a los<br />

juicios y los ánimos de los seres humanos; la segunda se aplica más a la tierra y a los<br />

objetos: un juez es «estricto» pero un zapato no; lo que no impide que un juez pueda<br />

ser un «estrecho» («rígido, austero, exacto», en otra de las acepciones). Así solía<br />

establecerlo el <strong>genio</strong>: dejaba los conceptos más elevados para las grafías cultas y<br />

adjudicaba los más terrenales para sus versiones populares.<br />

Pues bien, las dos palabras —«estricto» y «estrecho»— procedentes de una<br />

misma etimología (y que por tanto comparten su carga genética) son producto,<br />

precisamente, de lo estricto <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>. Una sola etimología ha dado dos<br />

significados, y así debía ocurrir.<br />

En efecto, el dúo de consonantes ct derivó en el español primitivo a ch,<br />

circunstancia que lo hacía diferente de los demás dialectos románicos (peninsulares y<br />

extranjeros), porque en otras lenguas sí encontramos esa combinación de letras y<br />

sonidos en las palabras correspondientes. Pero transcurrida una primera época el<br />

<strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> ya no impuso más esta evolución. Y por eso decimos «estricto»,<br />

«impacto» o «edicto», palabras de desarrollo diferente, por tardío, al que<br />

experimentaron «dicho» (de dictum) o «hecho» (de factum). Tanto «directo» como<br />

«edicto» y otras de similar fonética son palabras que llegaron tarde. Ya estaba cerrada<br />

la puerta de esa evolución patrimonial hacia ch y el <strong>genio</strong> se mostró implacable.<br />

Así pues, no permitió la evolución de las impuntuales, que dejó para toda la vida<br />

con ese estigma. <strong>El</strong> tiempo de la transformación desde el latín ya había pasado, y el<br />

<strong>genio</strong> bisoño se había convertido en un adulto… Un adulto joven todavía, pero un<br />

adulto, que creía tener recursos suficientes y mostraba cierta altivez ante lo nuevo.<br />

Hubo algunos ruegos al respecto, pero no cambió de postura. La gente de baja<br />

condición decía /efeto/, /lición/, /sinificar/, /ecelente/, /solene/, /acetar/… Pero el<br />

<strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> no se conmovió: si esas palabras llegaron tarde en la evolución<br />

popular, que se note; si aparecieron por la vía culta, que se note también. Y vaya que<br />

si se nota, porque todavía hoy mucha gente no acierta a pronunciar bien «efecto»,<br />

«lección», «significar», «excelente», «solemne», «aceptar»… De hecho, algunas de<br />

estas palabras de pronunciación culta adoptan un sonido más natural en determinadas<br />

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zonas de España (sobre todo en Galicia), cuyos hablantes entroncan así con la<br />

tradición <strong>del</strong> castellano viejo.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> aceptó, pues, algunas palabras difíciles de pronunciar entonces —y esta<br />

disculpa tal vez le parecía a ratos una exageración, pues no en vano venían <strong>del</strong> latín; y<br />

el latín no estaba tan lejos—, pero dejó que la tendencia natural <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> se<br />

impusiera en otras similares: «luto», «fruto», «<strong>del</strong>ito» (que sin embargo tienen sus<br />

desarrollos cultos «luctuoso», «fructífero», «<strong>del</strong>ictivo» … ). ¿Por qué unas perdieron<br />

esas uniones complejas de fonemas y otras no? Paradójicamente, unas palabras<br />

tomaban determinadas formas debido a su abundante utilización, y otras obtenían una<br />

forma distinta… debido a su empleo escaso. Dicho de modo más simple: lo popular<br />

ganaba por el uso, lo culto ganaba por el desuso.<br />

Algunas de esas «palabras cultas» <strong>del</strong> latín nos pueden parecer ahora normales;<br />

pero eso no significa que en su momento lo fueran, en un lenguaje popular dominado<br />

entonces por el léxico <strong>del</strong> campo y las labores menestrales.<br />

<strong>El</strong> caso es que el <strong>genio</strong> aceptó —imaginamos que no con buena cara— que la<br />

Real Academia Española promulgara su estricta decisión contra solene, lición, efeto y<br />

sus palabras compañeras. Los sabios de la docta institución determinaron en el siglo<br />

XVIII —con el latín como lengua de prestigio, usada en iglesias, instituciones y<br />

palacios— consagrar las variantes más latinas (las que mantenían intactos los grupos<br />

consonánticos rechazados siglos atrás). Pero el señor <strong>del</strong> lenguaje sacó petróleo de<br />

aquella decisión, aunque no participara de ella enteramente. Porque tuvo un efecto<br />

interesante (el <strong>genio</strong> se las sabe todas): las posibilidades fonológicas <strong>del</strong> español se<br />

ampliaron hasta aceptar a final de sílaba consonantes anteriormente imposibles: k, g,<br />

p y b, que le darían luego mayor ductilidad para nuevas formas [12] . (Ojo, a final de<br />

sílaba; no a final de palabra. Eso ya habría sido demasiado).<br />

De todos modos, el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> no puede mirar con malos ojos las<br />

pronunciaciones populares /ojeto/ o /efeto/, por ejemplo, aunque haya consentido las<br />

formas cultas y sepa que aquéllas denotarán para siempre descuido o ignorancia a<br />

ojos académicos. Seguramente el <strong>genio</strong> sabe, aunque ahora lo reconozca a<br />

regañadientes, que la Academia fue demasiado cultista en aquel momento. Tal vez la<br />

Academia se comportó contra el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>…<br />

No obstante, el lingüista Walter Porzig ha venido a auxiliar a ambos, al <strong>genio</strong> y a<br />

la Academia: «los sonidos de la lengua», escribió, «cambian bajo las mismas<br />

condiciones <strong>del</strong> mismo modo» [13] . Una ley fonética, sostiene el autor alemán, no es<br />

válida para siempre, sino sólo para un cierto espacio de tiempo, unos siglos o unos<br />

decenios. Se supone, pues, que la evolución de las palabras patrimoniales y su<br />

estricto orden de fonemas había terminado ya, y que eran posibles algunas otras<br />

fórmulas como las bendecidas por los sabios.<br />

Y el <strong>genio</strong>, en verdad, tenía sus disculpas para ceder y dar por bueno lo sucedido,<br />

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una vez —eso sí— que sucedió. Las alternativas que se le mostraban («efecto» frente<br />

a efeto, «objeto» frente a ojeto) no le iban a ofrecer opción para aplicar significados<br />

distintos como había hecho en casos anteriores —ahora no se daba un doblete, sino<br />

una sustitución—, pero necesitaba estas nuevas combinaciones fonéticas para usos<br />

más interesantes. Y ya se sabe que para experimentar la evolución popular hacía falta<br />

estar a la hora indicada, como él mismo tenía establecido. Así que aceptó la enmienda<br />

académica.<br />

<strong>El</strong> vocablo titulum, por ejemplo, fue impuntual también. Si este término hubiera<br />

seguido la misma evolución de sus similares —si hubiera llegado al habla general en<br />

el momento oportuno—, ahora estaríamos diciendo «tejo»: «el tejo de esta película es<br />

muy bueno», por ejemplo; y quizás pensaríamos así, por analogía, que los títulos son<br />

los tejados de las obras, y quién sabe si «echar los tejos» se diría en ese caso de otra<br />

manera. Porque la i breve acentuada de titulum se habría convertido en e en su<br />

evolución: tetlum, —y el dúo consonántico tl se habría transformado seguramente,<br />

tras pasar por teclum, en j, como «viejo» sale de aquel veclum <strong>del</strong> latín vulgar y éste<br />

<strong>del</strong> literario vetulus. Pero titulum llegó al español cuando ya esas evoluciones estaban<br />

pasadas de moda, y sólo se le cambió a la palabra su terminación, para hacerla<br />

reconocible en nuestra lengua: este otro tipo de adaptaciones menores tenían tiempo<br />

de sobra, carecían de fecha de caducidad [14] .<br />

La historia se repite. <strong>El</strong> fenómeno de aquellos siglos no queda tan lejos. Algo<br />

similar ha ocurrido incluso en los últimos años con la palabra francesa élite. La<br />

Academia supuso enseguida una pronunciación llana en español, porque ésa es la<br />

tendencia general en nuestro <strong>idioma</strong> y porque en francés el acento tónico está en la<br />

segunda sílaba (se pronuncia /elít/, aunque el acento ortográfico figure en la primera).<br />

Pero el tiempo en que las palabras francesas se tomaban al oído por el camino de<br />

Santiago pasó hace siglos; y el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> ya no admite fácilmente vocablos<br />

así. <strong>El</strong> francés élite fue en español un término escrito antes que hablado. No entró por<br />

la vía oral, y los españoles que no saben otros <strong>idioma</strong>s identificaron el acento<br />

ortográfico (que no es equivalente en español) con el de cualquier otra palabra<br />

esdrújula. Y decidieron pronunciar /élite/. Y así se extendió luego el vocablo entre<br />

locutores y periodistas que jamás habían oído la palabra en francés.<br />

Pero hay una diferencia entre aquellos «locutores» de los púlpitos y estos de<br />

ahora. Aquéllos dominaban el latín, todavía muy próximo por otra parte. Y los latines<br />

que repartían los curas no resultaban tan ajenos a los fieles. Alguna adaptación<br />

acabaron teniendo (de saeculum a «siglo» va un trecho, a pesar de todo), aunque no<br />

fuera la misma que si hubieran llegado antes y el <strong>genio</strong> hubiera tramitado esas<br />

palabras por la vía popular. Entraron, como estamos explicando, en una estancia<br />

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distinta; pero entraron finalmente, porque el <strong>genio</strong>, deudor de sus antecesores, les<br />

abrió una puerta. No la puerta principal, que las habría convertido en palabras<br />

patrimoniales con todas las modificaciones que les serían de aplicación, sino un<br />

acceso lateral. Y el caso es que ya están dentro y nadie se acuerda de por dónde<br />

ingresaron.<br />

Algunas otras palabras han experimentado más tarde evoluciones similares,<br />

también por haber usado una puerta secundaria. Tomaron algo de la fonética <strong>del</strong><br />

castellano y se camuflaron, pero algo en ellas —fíjense en la terminación— denuncia<br />

su origen no patrimonial: «ambigú», «debut», «chalé» o «chalet»… Luego<br />

hablaremos de estos vocablos.<br />

Nebrija incluía galicismos en su diccionario de 1495 [15] como «paje», «manjar» o<br />

«jaula»» (que procede de geoley antes jaole) [16] . Muchos de ellos habían llegado<br />

como consecuencia de la peregrinación desde Francia hacia Santiago de Compostela.<br />

Así, hemos visto que los galicismos anteriores al siglo XVI acuden en español a la j<br />

para sustituir los sonidos de la j y la g <strong>del</strong> francés (similares al sonido /y/ ante vocal),<br />

como «jardín» (<strong>del</strong> francés jardín, /yardin/); pero los galicismos modernos recurren a<br />

la s o la ch para esa misma situación: por eso se forma «charretera» (una divisa<br />

militar) a partir de jarrete; y «bisutería» a partir de bijoux [17] . ¿No podían haber<br />

seguido el mismo camino que sus palabras familiares? No. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> había<br />

decidido ya otra cosa, y es riguroso con su reloj. Lo estamos viendo.<br />

Claro que llegarán más tarde nuevos galicismos, pero cualquier hablante notará<br />

que lo son; y eso acaba por influir en que muchos de ellos desaparezcan; a no ser que<br />

pasen por el aro y se adapten a la fonética que el <strong>genio</strong> impone desde hace siglos. Y<br />

aun así a veces también sucumben.<br />

Tenemos, pues, galicismos patrimoniales como «jardín», semicultos como<br />

«bisutería» y cultos como «élite». <strong>El</strong> semblante de nuestra lengua ha mostrado<br />

durante un tiempo voces como «soirée» (que se acabará sustituyendo por «sarao», si<br />

esto funciona como parece), o «chalet» (que se terminará escribiendo «chalé» y que<br />

quizás dentro de unos decenios vuelva a llamarse «casa» por oposición —y<br />

especialización— frente a «piso» o «apartamento»; «departamento» en América); o<br />

como pot pourri (españolizada como «pupurri» o «popurrí» pero que en francés es un<br />

calco <strong>del</strong> español «olla podrida» , expresión esta que viene a su vez de poderida,<br />

«poderosa») ; o «ambigú» (en camino de desaparición también porque el «bar» de los<br />

cines o de los teatros sigue siendo un bar). La diferencia fonética que percibimos al<br />

instante entre «jaula» y «jardín», por un lado, y «soirée» o «ambigú», por el otro, nos<br />

muestra claramente que aquéllas son palabras patrimoniales (han sufrido las<br />

evoluciones propias de nuestro <strong>idioma</strong> al través de los siglos), pero las otras no. La<br />

puerta principal se había cerrado. ¿Por qué? Usted lo sabe ya: porque el <strong>genio</strong> se<br />

comporta con firmeza y consideró que la época de la influencia francesa estaba<br />

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superada y que a qué ton se presentaban esas otras palabras, tan a destiempo. Tan<br />

impuntuales.<br />

Tal vez no sólo pensó que aquella época estaba pasada, sino que las épocas de<br />

incorporar palabras tan distintas de las propias habían quedado atrás. Porque ya nunca<br />

más asimiló con naturalidad una cantidad semejante de términos extranjeros, casi<br />

todos ajenos a las lenguas con las que pudo jugar de pequeño (con ésas siempre se<br />

mostrará condescendiente).<br />

Puede haber un punto de arrogancia en esta actitud. Igual que la ejercía en sus<br />

albores, porque el <strong>idioma</strong> era «certero y decidido» en las elecciones, como lo describe<br />

Rafael Lapesa. Firme, tajante, tenaz. Mientras los dialectos colindantes (el leonés o el<br />

aragonés) titubeaban entre las distintas formas de una misma palabra que en aquellos<br />

tiempos tenían ante sí, el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español escogía rápidamente «puerta» y<br />

«silla», con energía y contundencia, frente a voces como puorta, puerta, puarta,<br />

siella y sialla en las que andaban sus vecinos. Esa determinación <strong>del</strong> <strong>genio</strong>, las<br />

decisiones estrictas, le vienen de las épocas de transición en sus evoluciones, unos<br />

años en que debió dirigir el tráfico con entereza. Recuérdese que en español arcaico<br />

la segunda persona <strong>del</strong> pretérito permitía elegir entre feziste, fiziste, fizieste, fezist,<br />

fizist, fiziest, fezieste y feziest (ocho posibilidades), al mismo tiempo que los hablantes<br />

alternaban elle, elli, ell y él; aquest, aquesti, est y esti; y esse, est, es y essi. Menos<br />

mal que puso orden.<br />

La adaptación. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> de la lengua va creando el <strong>idioma</strong>, y se siente satisfecho<br />

con el camino andado. ¿Por qué va a dar por bueno «debú» a la primera si ya tiene<br />

«presentación» y «estreno»? Sí, es cierto que aceptó «jamón», pero primero lo<br />

transformó desde jambon (/yambón/) y de todas formas no renunció <strong>del</strong> todo a<br />

«pernil», que sigue en el diccionario; y además ése era otro momento. Después ya no<br />

le gustan las voces nuevas que llegan con ínfulas y que parecen denunciar lagunas<br />

léxicas o fonéticas en su acervo, acusándole de no haber hecho bien su trabajo. Así<br />

que les pone dificultades. Ahora bien: si insisten mucho y muestran algún gesto de<br />

adaptación —siquiera sea incompleta—, les franquea el paso. Ahí está «fútbol», por<br />

ejemplo. También tenernos «balompié», pero esta palabra no era anterior al<br />

anglicismo. Como tantas otras, había llegado tarde.<br />

Con el latín primitivo viajaron en su día algunas voces de otras naciones, que la<br />

lengua de Roma había recogido en sus múltiples campañas militares y civiles. Esos<br />

vocablos sí participarán de la evolución general hacia el castellano, simplemente<br />

porque llegaron puntuales a la cita —estaban ahí en el momento adecuado—, y al<br />

<strong>genio</strong> le pareció bien: es riguroso, pero también justo. Así, la palabra supuestamente<br />

gala cervesia (en el celtolatino cerevisia) termina siendo «cerveza»; igual que <strong>del</strong><br />

latín vulgar ceresia hemos llegado a «cereza». Estas voces aparecen en su debido<br />

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momento, y pasan por la evolución común. Entraron por la puerta principal.<br />

<strong>El</strong> griego clásico, por su parte, ya era muy reacio a aceptar palabras foráneas sin<br />

adaptarlas previamente a su fonología y a su morfología [18] . También el español ha<br />

mostrado siempre una fuerte tendencia a asimilar los fonemas extranjeros a los<br />

propios. Lo mismo había hecho el latín, que recibió el griego sjolé, lo transformó en<br />

schola y nos brindó «escuela», con una aspiración de la s inicial que se fue perdiendo<br />

paulatinamente.<br />

Los germanismos más antiguos (que llegaron al castellano de dos maneras: con el<br />

fondo común románico o bien <strong>del</strong> gótico) se convirtieron en palabras patrimoniales y<br />

siguieron también las leyes fonéticas de las voces populares. <strong>El</strong> <strong>genio</strong>, mientras<br />

estuvo a la puerta, impuso condiciones: las palabras debían adaptarse a la fonología<br />

<strong>del</strong> castellano y seguir todos los procesos propios <strong>del</strong> latín hablado, <strong>del</strong><br />

protorromance hispánico y <strong>del</strong> castellano mismo. No le importó al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong><br />

que algunos fonemas germánicos carecieran de una correspondencia clara, siquiera<br />

aproximada, en el español naciente: la /h/ aspirada y la /w/, igual que las oclusivas<br />

intervocálicas /p/, /k/ y /t/, plantearon sus problemas. Pero no habría clemencia. La /h/<br />

aspirada ya había desaparecido <strong>del</strong> latín antes de que naciera Jesucristo, así que el<br />

fonema que traían los teutones y sus parientes desapareció también en el castellano,<br />

que formó «espía», «arpa» o «yelmo» olvidando que en algún momento fueron<br />

spahia, harpa o helm. A su vez, el sonido /w/ se asimiló a /gw/ (el castellano ya tenía<br />

algo parecido en «lengua» y otras palabras) cuando la vocal siguiente era una a<br />

(triggwa nos da «tregua»; pero cuando le sigue otra vocal se reduce a g).<br />

Las voces árabes serían las últimas admitidas a la fiesta de la evolución con<br />

influencia ajena. Y, por lo general, los arabismos llegaron al romance hispánico a<br />

tiempo, cuando la puerta principal no se había cerrado. Por eso experimentaron los<br />

mismos cambios fonológicos que percibimos en las palabras de origen latino. Así, los<br />

fonemas sordos intervocálicos <strong>del</strong> árabe están sujetos a la lenición (debilitamiento)<br />

que se estaba produciendo con las palabras latinas: igual que decollare da «degollar»<br />

(y se desvanece la idea de «cuello»), al kutún deriva en «algodón» (la t intervocálica<br />

se convierte en d, además de la suavización de la segunda consonante, k) [19] .<br />

Y se acabó. Después <strong>del</strong> siglo XVI el <strong>genio</strong> no admite con facilidad más palabras<br />

que puedan convertirse en patrimoniales (de ahí la dificultad ahora con los vocablos<br />

<strong>del</strong> inglés, tan actuales y tan poco capaces de evolucionar ante un personaje así de<br />

firme). Él considera que ya tiene una lengua construida y se tumba a sestear. A partir<br />

de ahí, todas las palabras serán prestadas (y a menudo con ánimo de devolución).<br />

Habrá excepciones, claro, pero éstas a su vez deberán atender a otras razones que<br />

considere válidas. Es juicioso y riguroso, ya lo hemos dicho. Y sí… parece que le<br />

gusta el «fútbol» ; tanto, que ha permitido su progreso en el <strong>idioma</strong>: futbolístico,<br />

futbolero, futbolista… Claro, la palabra pagó el peaje exigido y abandonó la vieja piel<br />

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con la que llegó (football).<br />

Esa historia que viene de tan lejos invita a pensar que raramente los anglicismos<br />

léxicos que nos rodean (overbooking outsourcing, planning…) se asentarán en<br />

nuestro <strong>idioma</strong> tal y como los escribimos hoy en los periódicos, pues los <strong>genio</strong>s de las<br />

lenguas que han alumbrado la nuestra, estrictos todos según se ve, no ponen buena<br />

cara al respecto. O se adaptan, o serán sustituidos por palabras españolas con<br />

procedimientos que luego analizaremos.<br />

Cuestión de épocas. Los casos repasados aquí —y se trata sólo de ejemplos de<br />

una tendencia más amplia— nos presentan a un ser ciertamente riguroso, de esos que<br />

dicen «cada cosa a su tiempo», «todo con sus reglas». Un carácter <strong>del</strong> <strong>genio</strong> que<br />

tampoco nos resulta ajeno. Los seres humanos que han poblado nuestro entorno<br />

tuvieron su momento para el barroco, para el románico, para el gótico… No<br />

encontraremos iglesias visigodas con los ornamentos <strong>del</strong> churrigueresco, ni templos<br />

neoclásicos en los años <strong>del</strong> barroco. Y otro tanto sucede con los estilos musicales,<br />

pues el <strong>genio</strong> de cada época inspiró a los compositores según el mundo en el que<br />

vivían, lo mismo que a escultores, pintores y hombres de letras.<br />

Es también nuestro propio sino: toda evolución cultural ha necesitado de la<br />

coherencia, de la acomodación a la realidad y al terreno… y de puntualidad. Muchas<br />

actitudes que los seres humanos ponían en práctica de natural en una época se<br />

quedaban obsoletas de repente: se había pasado su momento oportuno. Las catedrales<br />

que se construyen en nuestros días han de ser por fuerza distintas de las <strong>del</strong> siglo XII.<br />

Y si intentaran parecerse, sólo derivarían en una imitación. Pero algunas de nuestras<br />

basílicas se estuvieron construyendo durante siglos; y en cada día de trabajo humano<br />

sobre la piedra hubieron de vivir las influencias de los tiempos. Que luego su<br />

resultado fuera armónico también se debió de producir gracias a algún otro <strong>genio</strong>.<br />

Ese cierre de plazos tan estricto como el de un tribunal de justicia funcionó en el<br />

<strong>idioma</strong>. Las distintas evoluciones tuvieron su época. Luego, al <strong>genio</strong> de la lengua le<br />

correspondió la difícil tarea de equilibrarlo todo para que el resultado fuera coherente.<br />

En ciertos terrenos, el <strong>genio</strong> sigue evolucionando aún —y lo hace según su<br />

historia, desde dentro de sí mismo—, puesto que no es de piedra; pero en otros dejó<br />

de hacerlo, y ya no lo intentará más. Y siempre, por debajo de esas capas históricas<br />

permanecen sus reglas; como debajo de cada estilo musical se aprecian las armonías<br />

básicas <strong>del</strong> solfeo y como las catedrales de los más divergentes estilos cumplen sin<br />

duda las leyes primarias de la arquitectura.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> es estricto, pero nosotros también. La garantía de la libertad precisa de<br />

plazos, normas y sanciones, y todas las sociedades se los dan a sí mismas. <strong>El</strong> <strong>genio</strong><br />

evoluciona, pero con reglas. Será difícil, por ejemplo, que se cree una sola<br />

preposición. Ya existen todas las que hacían falta. A veces se percibe como estrictos e<br />

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intransigentes a quienes intentan explicar la evolución y el comportamiento de la<br />

lengua. Pero no les culpemos: es el <strong>genio</strong>. Y el <strong>genio</strong> nos atenaza a todos, aunque<br />

miremos para otro lado. Hay soluciones individuales, claro que sí; sin embargo, la<br />

colectividad necesita, para que arraiguen, un mínimo de coherencia con la historia. Si<br />

una persona inventa el verbo «camioneír» (un imaginario «construir camiones»), no<br />

tenga duda: ya puede insistir cuanto quiera, que los demás dirán —si es que dicen<br />

algo al respecto— «camionear». <strong>El</strong> <strong>genio</strong> tiene un reloj, y no es lo mismo llegar antes<br />

que después de la hora.<br />

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III <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> es lento<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> de la lengua tiene el aspecto de un peso pesado. No tanto el de esos<br />

conocidos <strong>genio</strong>s que salen de lámparas maravillosas y que derrochan protuberancias<br />

grasientas desde la garganta hasta los tobillos, sino el de un ser sólido y bien<br />

musculado. Si no fuera por su carácter pacifista, podría parecer un gran boxeador. Un<br />

gran boxeador lento, por supuesto.<br />

No podemos pretender que de repente se vuelva ágil. Incluso si alguna vez lo<br />

fuera, necesitaría un largo período para ponerse a dieta… y para que ésta surtiera<br />

efecto. Esa faceta de la premiosidad constituye uno de los rasgos principales de<br />

nuestro personaje: todo cuanto se puede atribuir a su mano se desarrolló despacio.<br />

Atendiendo a ese pasado, podemos imaginar qué ocurrirá con ciertas palabras que<br />

llaman ahora a la puerta; lo que no podremos hacer es determinar cuándo se<br />

desperezará para atender al timbre.<br />

Hace muchos siglos que el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> adopta decisiones, pero ni siquiera<br />

sabemos cuándo empezó a tomarlas. Sólo alcanzamos a suponer que eso ocurrió hace<br />

más de un milenio.<br />

En lo que concierne a sus movimientos para ir formando el <strong>idioma</strong> español,<br />

podemos considerar que ha empleado unos dos mil años. Previamente se aplicó con<br />

calma a transformar una lengua anterior, el latín, y a enriquecerla con el griego y con<br />

las que ya se hablaban en la península Ibérica antes de que llegaran los romanos. Se<br />

ayudó de la historia, como es lógico, pues el Imperio de la época —el Imperio<br />

Romano— exportó su cultura y sus palabras. Y la historia se ayudó de su influencia,<br />

pues el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> sólo buscaba que los seres humanos se entendieran mejor.<br />

Los romanos llegaron a la Península en el siglo in antes de Jesucristo, y aquel<br />

Imperio se desmembró en el siglo V de la era cristiana. Casi ocho siglos de dominio,<br />

decenio más o menos.<br />

En el año 400, por ejemplo, los castellanohablantes todavía pronunciaban el<br />

diptongo au de aurum, y también en el año 500, y en el 600, y en el 750, y en el<br />

800… y así sucesivamente; hasta que, muy despacio, en la época hegemónica <strong>del</strong><br />

leonés, la transformación en o de los diptongos au —y de los finales latinos en um—<br />

acaba proporcionándonos «oro», heredera lógica de aurum pero con una<br />

transformación que esperó y duró siglos. Podemos imaginarnos a las gentes de las<br />

aldeas y los mercados pronunciar «oro» y también auro, después de que se hubiera<br />

dicho siglos antes aurum (la caída de la m final fue uno de los primeros cambios,<br />

durante el siglo I antes de Cristo)… en un proceso que sin duda hubo de registrar<br />

convivencias entre las distintas formas de las palabras que se hallaban en evolución.<br />

Novo coexistiría cierto tiempo con su antecesor novum, y muchos siglos después<br />

compartiría el <strong>idioma</strong> general con «nuevo», que ya no evolucionó más (recordemos<br />

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que el <strong>genio</strong> hace uso de su reloj). Palabras latinas que comenzaban por f —por<br />

ejemplo, farina— se escribieron así durante muchos siglos a pesar de que ya se<br />

pronunciaban con /h/ (aspirada), pero el cambio ortográfico hasta la h de nuestros<br />

días no se produjo hasta finales <strong>del</strong> XV y principios <strong>del</strong> XVI.<br />

<strong>El</strong> lento recorrido de esta evolución nos puede dar una ajustada idea sobre el<br />

carácter actual de nuestro <strong>genio</strong>, que viene de entonces. A principios <strong>del</strong> siglo X, el<br />

sonido /h/ (laringal, aspirada) estaba asentado en el norte de España, mientras que en<br />

otras zonas se mantenía la /f/ latina (que sólo en uno de sus dos comportamientos se<br />

mudaría en /h/). Todavía en el siglo XVI (reunificada ya políticamente España y<br />

transcurridos más de cinco siglos), esta evolución seguía sin completarse: en las<br />

zonas de Castilla situadas al norte se pronuncia /orno/ («horno»), mientras que en<br />

Toledo se dice /horno/ (con hache aspirada). Todavía hoy se oyen palabras con esa<br />

pronunciación en zonas rurales de España y de América («tengo mucha hambre»<br />

como «tengo mucha /jambre/»).<br />

En ese lento recorrido geográfico y temporal, el castellano pasó por su época<br />

visigótica (414-711), durante la cual, y entre otros rasgos, aún conservaba los<br />

diptongos latinovulgares ai y au; la asturiano-mozárabe (711 a 920), que registra ya<br />

algunos arabismos; la hegemónica <strong>del</strong> leonés (920 a 1067), cuando, por ejemplo,<br />

llegan nuevos arabismos; y la que dará paso a la hegemonía castellana (1067 a 1140),<br />

con la entrada de galicismos que recogerá el Mío Cid. Esos más de 600 años —<br />

parecen muchos, pero son apenas los albores <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>— nos dejan sólo un<br />

castellano como el <strong>del</strong> famoso cantar de gesta, tan distante aún <strong>del</strong> que hemos<br />

recibido nosotros. Todavía quedaba mucho camino.<br />

Segmentado el tiempo de otra forma [20] , y centrándonos en los documentos<br />

escritos, podemos comenzar con la época preliteraria (siglos VII a XII), en que el<br />

castellano se va alejando <strong>del</strong> latín vulgar, toma helenismos por el contacto comercial<br />

<strong>del</strong> Mediterráneo y se manifiesta ya por escrito en las Glosas Silenses y las Glosas<br />

Emilianenses (siglo X). Después nos adentramos en la época de la iniciación literaria<br />

(siglos XII y XIII), con la aparición <strong>del</strong> Poema de Mío Cid (en torno a 1140) y el<br />

fuerte impulso y exaltación <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> a cargo <strong>del</strong> rey Alfonso X el Sabio. La época<br />

preclásica (siglos XIV, XV y principios <strong>del</strong> XVI) nos ofrece ya un castellano que<br />

comienza a ser fijado en la literatura, con don Juan Manuel, el Arcipreste de Hita, el<br />

Marqués de Santillana, Juan de Mena… Y le sigue la época clásica y barroca (siglos<br />

XVI y XVII): Santa Teresa de Jesús, fray Luis de León, Quevedo… y Cervantes. Más<br />

tarde llegaría la época academicista (siglo XVII), donde predomina la reflexión<br />

frente a la creación, se establecen las normas sobre el <strong>idioma</strong> y llegan muchos<br />

galicismos que se acaban adaptando al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> castellano. En 1713 se crea la<br />

Academia Española; en 1726 aparece su primer diccionario, denominado Diccionario<br />

de Autoridades. Y en 1871 nace la primera academia de Hispanoamérica, la<br />

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Academia Colombiana de la Lengua.<br />

Esto que aquí se ha contado deprisa ocurrió bastante despacio. No faltan voces<br />

que le animan ahora a acelerarse, al <strong>genio</strong>. Todo a nuestro alrededor evoluciona a<br />

velocidad de vértigo. Estamos rodeados de objetos nuevos que enseguida serán<br />

viejos, y de objetos viejos que hace bien poco constituían la más sorprendente<br />

innovación (¿quién usa ya un «busca» o «bíper»?). Por eso esperamos que el <strong>idioma</strong><br />

se acelere, y le pedimos a la Academia que obre en consonancia con los tiempos que<br />

corren, que corren mucho.<br />

Pero el <strong>genio</strong> es un lento, decimos, y nunca va a responder a esas provocaciones.<br />

No hace falta más que ver su carácter cansino, forjado en una expansión llena de<br />

calma. Las prisas eran de otros, de quienes ambicionaban tierras y conquistas. No<br />

suyas. Porque el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> no ha hecho la historia, aunque la haya compartido.<br />

La historia le ha influido, eso sí, y le incitó a asumir determinados hechos.<br />

<strong>El</strong> latín había llegado a la península Ibérica en el año 218 antes de Jesucristo, con<br />

la triste compañía de la Segunda Guerra Púnica. Entró por el noreste pero aguardó<br />

nueve años, hasta 209, para que Cornelio Escipión tomara Cartago Nova. Y casi dos<br />

centurias a que la conquista romana alcanzara, en el año 19 antes <strong>del</strong> Nacimiento, la<br />

costa cantábrica. «En un territorio tan amplio como Hispania el proceso fue lento»,<br />

escribe Javier Medina López [21] . Las cosas ocurrían así en aquel tiempo, y ésa fue la<br />

infancia de nuestro <strong>genio</strong>. No le pidan celeridad ahora, porque su carácter se hizo<br />

tranquilo y recibió la sana virtud de esperar con paciencia.<br />

La etapa <strong>del</strong> español medieval se considera formalmente el período de formación<br />

<strong>del</strong> castellano, que va desde las Glosas Emilianenses y las Glosas Silenses (siglo X)<br />

—primeros documentos escritos conocidos que atestiguan el nacimiento <strong>del</strong> <strong>idioma</strong><br />

—, hasta el final de la Reconquista (1492, es decir, finales <strong>del</strong> siglo XV). Por tanto,<br />

estuvo formándose nada menos que cinco siglos. Y al término de ese periodo aún no<br />

era el <strong>idioma</strong> que hablamos hoy.<br />

Las armas siempre se movieron más deprisa, claro. Los cristianos recuperaban<br />

Calatañazor, pongamos por caso, y eso no cambiaba el <strong>idioma</strong> de los sorianos de la<br />

noche a la mañana. Pero sí cambiaban de la noche a la mañana sus jefes. Como nos<br />

recuerda Antonio Alatorre, hacia el año 1200 en el fuero o estatuto municipal de una<br />

población situada al norte de Toledo se leen palabras como tella en vez de «teja» y<br />

cutello en lugar de «cuchillo» [22] . Parecen voces leonesas y aun portuguesas, pero no<br />

son sino voces mozárabes que no se habían «puesto al día» en más de un siglo. «Si la<br />

reconquista militar pudo ser rápida, en muchos casos, la castellanización no lo fue de<br />

ninguna manera», dice el historiador mexicano.<br />

<strong>El</strong> latín se fue extendiendo despacio, pues, y durante muchos decenios convivió<br />

con otras lenguas que ahora llamamos prerromanas (antes nadie sabía que eran<br />

prerromanas, pues los romanos no habían llegado) y que mostraban una variada gama<br />

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de sonidos y palabras (de ellas sólo sobrevivió el euskera, a salvo de la<br />

romanización). Se trataba de lenguas repartidas geográficamente por la Península,<br />

desde luego, y quizás no permitían que se entendieran entre sí muchos de los grupos<br />

que las empleaban. Algo parecido sucedería siglos más tarde en América, por cierto,<br />

cuando llegó el <strong>idioma</strong> español y se encontró innumerables tribus que tampoco<br />

podían conversar entre sí.<br />

Tal vez pasaron cientos de años en esa convivencia <strong>del</strong> latín con lenguas<br />

peninsulares prerromanas. Y en aquellos siglos —no podemos saber con certeza<br />

cuándo—, el <strong>genio</strong> de un <strong>idioma</strong> viejo hizo nacer de sus entrañas un joven <strong>genio</strong> con<br />

gran curiosidad hacia cuanto encontraba alrededor. Era ya el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong><br />

español, nacido <strong>del</strong> latín y abierto a incorporar todas esas palabras que iba oyendo a<br />

su paso, para crear su propia obra. Con respeto al padre, desde luego; pero con sus<br />

ideas personales.<br />

Tomó la mayor parte de su vocabulario <strong>del</strong> ya alumbrado por su predecesor, que a<br />

su vez lo había tomado <strong>del</strong> indoeuropeo; pero incorporó voces <strong>del</strong> vascuence, <strong>del</strong><br />

celta… algunas otras cuyo origen ignoramos y también construcciones gramaticales y<br />

sintácticas. Cuando llegó a los conventos, a los palacios y a las cortes, le costó<br />

presentarlas en sociedad, porque en aquella época se tenían por menos prestigiosas.<br />

(<strong>El</strong> latín era la lengua de la cultura). Había resquicios, desde luego, como los campos<br />

léxicos de la flora y de la fauna, <strong>del</strong> estilo propio de vivir la vida en cada tierra, de las<br />

labores <strong>del</strong> campo y de las herramientas. Incluso aprovechó cualquier suplencia para<br />

asentar en la lengua culta el término tomado de la reserva popular. Sinister<br />

(«izquierdo» en latín) había caído en mala fama por peyorativo: «siniestro». Y ahí,<br />

muy cerca, de raigambre peninsular indudable, estaba ezkerro, que empleó como<br />

antecedente de la futura voz castellana «izquierdo». Por unas u otras razones le<br />

gustaron también «aquelarre», «boina», «bruces», «cachorro», «chaparro», «pizarra»,<br />

«socarrar», «urraca»… y «alud» (que probablemente procede de lurte,<br />

«derrumbamiento de tierra» en euskera).<br />

Por los mismos procedimientos, el <strong>genio</strong> hizo suyas palabras <strong>del</strong> celta como<br />

«álamo», «berro», «bota», «brezo», «brío», «gancho», «greña», «lama» o «losa» [23] .<br />

No contrariaba con ello el legado paterno, pues el latín ya había incorporado para<br />

entonces algunas voces célticas en otras tierras <strong>del</strong> Imperio, así «carpintero» o<br />

«vasallo», que llegaron a la Península como si fueran latines auténticos.<br />

«Carpintero», por ejemplo, se dijo en latín carpentarius [24] y procedía <strong>del</strong> latinocelta<br />

carpentum (un rudimentario «carro en forma de cesto» que debían de fabricar los<br />

carpinteros cuando ellos ni se imaginaban que algún día, siglos más tarde, se harían<br />

llamar «ebanistas»). Y también pescó en otras lenguas cercanas, hoy sólo intuidas<br />

pues poco conocemos de ellas, de donde sacó «abarca», o «zarza», o «charco».<br />

Así conocemos ahora estos términos, pero eso no significa que hace dos mil años<br />

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se pronunciaran <strong>del</strong> mismo modo. Fueron cambiando despacio, hasta conformar con<br />

las palabras de origen latino un cuerpo fonético sólido y reconocible que ahora<br />

llamamos español.<br />

«Dentro de la Romania occidental», escribió Rafael Lapesa, «unas lenguas se<br />

muestran más revolucionarias y otras más conservadoras. <strong>El</strong> francés ha llevado hasta<br />

el último extremo las tendencias generales […] En cambio, el español es el más lento<br />

en su evolución» [25] . Ya en la época <strong>del</strong> latín, el <strong>idioma</strong> de la Península estaba<br />

demasiado lejos de Roma como para seguir al detalle los cambios allí registrados; y<br />

eso se le quedó en el carácter a nuestro <strong>genio</strong>, que, como veremos más a<strong>del</strong>ante, se<br />

hizo muy de pueblo.<br />

Todo ocurrió lentamente, con procesos de asimilación costosos. Y gracias a la<br />

comunicación oral. La escritura en la lengua castellana no se perfiló hasta el siglo<br />

XII, más de mil años después de que entrara el latín. Entre otras razones, porque la<br />

mayor parte de quienes hablaban español eran analfabetos.<br />

No deja de tener importancia este hecho: fueron los analfabetos quienes crearon<br />

nuestra lengua, poseídos por el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>. Y todavía hoy, las clases menos<br />

cultivadas siguen teniendo una intuición formidable de la lengua que hablan, en la<br />

que sólo yerran cuando abandonan sus acervos léxicos para adentrarse en aquellos<br />

que les resultan ajenos. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> sigue en ellos. Como ha escrito Eu<strong>genio</strong> Coseriu, lo<br />

que el hablante ingenuo piensa de su lengua es decisivo para su funcionamiento [26] .<br />

La Reconquista ayudó a que el castellano se extendiera (siglos XIII a XV) hacia<br />

el sur. Las variedades de lenguas romances que nacieron en el norte se agruparon en<br />

su camino hacia Granada, y tomaron como referencia el castellano de Castilla,<br />

gracias, entre otras razones, a la creación de su Reino (1035) y a los éxitos militares,<br />

culturales y políticos que se procuró. En la segunda mitad <strong>del</strong> siglo XIII Castilla ya<br />

ocupaba más de medio territorio peninsular, y su lengua iba desplazando al árabe<br />

mientras acababa con el mozárabe [27] . Pero sin que nadie inculcara prisa alguna.<br />

Entre aquel 1035 en que nació Castilla y el año 1492, en que se expulsó a los<br />

musulmanes, median casi cinco siglos. Y además él iba todavía más despacio que los<br />

nobles, los caballeros y las huestes [28] .<br />

Hasta comienzos <strong>del</strong> siglo XII, las clases llanas seguían mezclando el latín con el<br />

romance, en una modalidad llamada despectivamente rusticus sermo. Los mozárabes<br />

(o arabizados) la llamaban por su parte latinum circa romancium, por oposición al<br />

latinum obscurum [29] . En esa época, las palabras romances se latinizan y otras latinas<br />

se romancean, una indeterminación de campos que favoreció el crecimiento de los<br />

semicultismos. Porque, evidentemente, y como se ha explicado más arriba, las plazas<br />

y fortalezas, los mercados y las plantaciones de trigo y cebada, no cambiaban de<br />

lengua de un día para otro. <strong>El</strong> proceso se desarrollaba con lentitud, y ese rasgo ha<br />

permanecido en el <strong>genio</strong> de la lengua que nos ilumina ahora. (Aun cuando pueda<br />

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equivocarnos la invasión de barbarismos que revolotean como insectos junto a la luz<br />

de la lámpara).<br />

Para entender esta actitud <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> hay que acudir a lo que el filólogo<br />

Emilio Lorenzo llamó el «semblante» y el «talante» de la lengua [30] . Se suelen<br />

confundir ambos aspectos. <strong>El</strong> semblante varía (hay un semblante medieval, un<br />

semblante <strong>del</strong> XVIII, un semblante de ahora), y en él se producen cambios continuos<br />

Y sobre todo, desapariciones de cambios registrados con anterioridad. En el talante,<br />

por el contrario, los cambios permanecen.<br />

Coseriu reflejó también con precisión estas tensiones que se dan en todo <strong>idioma</strong>:<br />

«la lengua se constituye diacrónicamente y funciona sincrónicamente» [31] . <strong>El</strong> <strong>genio</strong><br />

ha gobernado siempre, pues, varias potencias encontradas: la <strong>del</strong> semblante contra el<br />

talante; la corriente <strong>del</strong> cambio contra la fuerza de la permanencia; la de sus voces<br />

contra las ajenas; la prisa contra la calma; la evolución oral y los cultismos escritos.<br />

En realidad, todo se reduce al mismo choque: lo que es y lo que parece. Y casi<br />

siempre se acaba imponiendo lo que es. <strong>El</strong> partido que disputa este <strong>genio</strong> no tiene<br />

noventa minutos, sino que dura muchos siglos. Y, además de disponer de músculo y<br />

talento, lo juega muy despacio.<br />

Hay quien cree, por el contrario, que el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> alienta las continuas<br />

modificaciones y, con cierto aire trotskista, la evolución permanente. Eso, si es que<br />

sucede (y sostengo que no sucede tanto), ocurre sólo en el semblante de la lengua.<br />

Ahora las palabras procedentes <strong>del</strong> inglés aparecen a cada rato en nuestros medios de<br />

comunicación y se prenden a menudo de nuestras bocas, lo que da un aspecto de<br />

movilidad al <strong>idioma</strong> que se queda sólo en eso: en el semblante. Porque éste es externo<br />

al <strong>genio</strong> de la lengua, que no suele preocuparse mucho al respecto. ¿Por qué? Ya<br />

hemos dicho que se trata de alguien lento, y atender al semblante le obligaría al<br />

movimiento continuo.<br />

Recordemos que se trata de un peso pesado. Además, tampoco tiene necesidad,<br />

porque él lo ha organizado todo de manera que funcione con unos engranajes seguros<br />

que puso en marcha en su día, hace miles de años, y no le parece preciso alimentarlos<br />

de continuo. Otra cosa es el talante, adonde van a depositarse algunas formas que<br />

estuvieron en el semblante, pero una vez transformadas.<br />

Lentitud en América. Si será lento el <strong>genio</strong>, que en América se desperezó muy<br />

tarde. Y eso que se trataba ya de tierra conquistada. <strong>El</strong> imaginario colectivo cree que<br />

el español lo extendieron en América los españoles, cuando sería más atinado decir<br />

que lo extendieron los americanos.<br />

Las deformaciones interesadas han difundido la idea de que los conquistadores<br />

barbudos impusieron a machamartillo la nueva lengua. Nada más lejos de la realidad.<br />

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Y si lo hubieran intentado, probablemente el propio <strong>genio</strong> se habría opuesto.<br />

Demasiada rapidez. No es su carácter, como ya se había demostrado antes en los<br />

territorios ganados al Islam.<br />

España coloniza América en el siglo XVI, y sale de allí por completo en el XIX<br />

(ya a las puertas <strong>del</strong> siglo XX). Salió España, por supuesto, pero no salieron muchos<br />

españoles que habían ido allá, ni muchos que viajarían más tarde. Cuando se produce<br />

la independencia de las colonias, sólo hablan español uno de cada tres americanos.<br />

Esa lentitud <strong>del</strong> <strong>genio</strong> puede parecer exasperante. <strong>El</strong> exitoso Vocabulario de Pedro<br />

Arenas, publicado en México en 1611 para enseñar el español a los indígenas, seguía<br />

vendiéndose doscientos cincuenta años después con igual aceptación. «Esto debe<br />

hacernos reflexionar», ha escrito el historiador de la lengua Juan Ramón Lodares,<br />

«sobre la tranquilidad y paciencia con que las cosas idiomáticas transcurrían en los<br />

virreinatos. También sobre el hecho de que la lengua de los españoles estaba menos<br />

extendida de lo que parecía en un principio» [32] . En 1570, cuando aún no se había<br />

cumplido un siglo <strong>del</strong> Descubrimiento, habría en el continente unas seis mil<br />

quinientas familias españolas frente a los tres millones largos de familias indias. Una<br />

desproporción considerable. Cien años después, los términos seguían sin equilibrarse.<br />

En Ciudad de México residían entonces ocho mil españoles y unos seiscientos mil<br />

indígenas. En 1635, el obispo Maldonado le escribe una carta a Felipe V en la que,<br />

entre otras cosas, le dice: «en esta tierra poco hablan los indios y españoles en<br />

castellano porque está más connaturalizada la lengua natural de los indios» [33] . Otra<br />

carta, llegada desde Quito (que se había fundado ciento treinta años antes), le informa<br />

de que son innumerables los indios de servicio en las casas «a los cuales sus amos y<br />

amas los hablan en la lengua <strong>del</strong> inca». En 1789, Alejandro Malaspina recorre todos<br />

los dominios de España en América y llega a la conclusión de que el Imperio no tenía<br />

lengua común propiamente dicha, y de que el español se hablaba sólo en los grandes<br />

centros urbanos, donde además no eran infrecuentes otras lenguas autóctonas.<br />

<strong>El</strong> lento <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, que gobernaba todo aquello desde el interior de cada<br />

hablante, no animó mucho a la expansión. Era su carácter, que —ya lo hemos visto—<br />

le venía de la Reconquista. En general, toda evolución y expansión de una lengua va<br />

despacio. A veces nos deslumbra el éxito <strong>del</strong> inglés; su rapidez para invadir culturas.<br />

Pero, si rascamos un poco, vemos que por debajo queda una lengua autóctona —ya<br />

sea el hindi, el malayo o el afrikáans— tan fuerte o más que el <strong>idioma</strong> invasor. En<br />

América, el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> castellano actuó despacio, y tal vez por eso sirva hoy como<br />

lengua materna a más <strong>del</strong> 90 por ciento de los habitantes de los países colonizados<br />

por España.<br />

Fueron los españoles quienes se inventaron la palabra «mestizo» (<strong>del</strong> latín mixtus,<br />

mezclado). Y seguramente a causa de su actitud de mezclar se han incorporado con<br />

tamaña naturalidad al español muchas palabras de los <strong>idioma</strong>s indígenas, tanto al que<br />

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se habla en España como al que se reparte por los países <strong>del</strong> continente americano. Y<br />

se añadieron o se adaptaron «chévere» (palabra de los negros esclavos que<br />

significaba «lo que está bien hecho» [34] y «chocolate»,y «chapapote»… Pero con<br />

mucha desenvoltura y sin ninguna prisa.<br />

No podríamos imaginar ahora sino con dificultad que se produjera una evolución<br />

inversa (una involución) a la que se ha producido hasta aquí, y que eso ocurriera con<br />

rapidez. ¿Cuánto tardaríamos en volver a decir titulum en vez de «título», o<br />

cacahualtl en vez de «cacahuete»? Si estamos tardando decenios en acostumbrarnos a<br />

sustituir champán por «cava» sin necesidad de pensarlo, cuando se trata <strong>del</strong><br />

espumoso catalán, ¿cuánto tardaríamos en decir todos los hispanohablantes inalienare<br />

en vez de «enajenar»?<br />

No vale la pena, por tanto, confiar en una evolución rápida <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>. Nunca ha<br />

sido así y es probable que nunca sea. Ese es el carácter de nuestro <strong>genio</strong>, y<br />

probablemente también el nuestro como colectividad. Quizá los cambios que<br />

experimentamos en tanto que sociedad vayan más lentos de lo que creemos, y todo lo<br />

que ahora parece suceder deprisa se venga larvando desde hace mucho. Tal vez los<br />

aparatos cuya eficacia nos hace pensar que nuestra vida ha cambiado nos la están<br />

dejando en realidad como estaba, con sus problemas fundamentales intactos. (Puede<br />

que hasta agravados).<br />

Hay «revoluciones» muy lentas. Y en eso reside la mejor garantía de que lleguen<br />

a fructificar. También en la vida las evoluciones lentas suelen ofrecer resultados<br />

duraderos; mientras que las transformaciones rápidas o violentas quedan<br />

habitualmente en precario ante eventuales acontecimientos de igual índole.<br />

Seguramente, el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> lo sabe muy bien.<br />

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IV <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> es analógico<br />

La coherencia <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> constituye una de esas características que, si fuéramos<br />

crédulos, nos harían pensar que todo el sistema lingüístico lo ha organizado una sola<br />

persona y que ésta sigue en el puente de mando. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, por tanto, es<br />

coherente tantos siglos después. Primero se dotó de unas reglas, porque no puede<br />

aplicarse una norma sin coherencia; y ante situaciones semejantes, aporta dictámenes<br />

semejantes también. La analogía forma parte de sus encantos.<br />

Esa relación visible entre diversos fenómenos <strong>del</strong> lenguaje nos permite deducir un<br />

comportamiento perenne y entroncado con su historia. Las dudas que se nos plantean<br />

en nuestro uso cotidiano tienen siempre una posibilidad de resolución mediante la<br />

analogía; y a menudo resulta certera si se aplica sin conculcar otras normas<br />

(generalmente, también analógicas).<br />

Toda la estructura <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> guarda un equilibrio interno en el que unos pilares<br />

sujetan otros y cuyo objetivo final es una armonía de toda la arquitectura.<br />

Consonancia de elementos, integración de colores… La fuerza impresa por el <strong>genio</strong><br />

en las palabras para que se aproximen a sus semejantes y vivan los mismos procesos<br />

ya se demostró con la evolución fonética <strong>del</strong> conjunto de la lengua. Pero no se<br />

detuvieron ahí los efectos.<br />

La coherencia que el <strong>genio</strong> ha inoculado en los hablantes les llevó a tomar<br />

decisiones muy llamativas. Así, algunas palabras que suelen ir juntas en el<br />

pensamiento están destinadas a semejarse a pesar de sus diferentes orígenes<br />

etimológicos y fonéticos. No se pronuncian en todas las ocasiones una detrás de otra,<br />

pero siempre el vocablo que se profiere recuerda al que se calla.<br />

«A diestro y siniestro», decimos a menudo. Y «diestro» casi siempre nos trae a la<br />

memoria —en esa cohorte de palabras que asoman en el pensamiento, como nos han<br />

demostrado los psicolingüistas— la voz «siniestro». Gracias a eso precisamente<br />

decimos «siniestro», y no sinistro como habría correspondido primero al latín y luego<br />

a las leyes de la evolución fonética. <strong>El</strong> hablante ha percibido la coherencia general <strong>del</strong><br />

<strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, y ha buscado la máxima relación entre dos palabras que le parecían<br />

cercanas. No le pareció coherente decir «a diestro y sinistro».<br />

Algo similar ocurrió con los días de la semana. En latín, por ejemplo, se decía<br />

Martis dies (el «día de Marte»; todavía hoy en algunos países de América, como<br />

Bolivia y Perú, se oye generalmente «eso pasó el día martes», o «el día jueves» … ).<br />

Y también Iovis dies («día de Júpiter»), Veneris dies («el día de Venus») … Esos días<br />

de la semana terminaban en s. Y la recitación de los siete juntos ocasionaba ciertas<br />

molestias: lunae, martis, mercurii, iovis, veneris… Así que el <strong>genio</strong>, en su coherencia<br />

analógica, decidió igualarlos: lunae y mercurii se sumaron a la fonética mayoritaria,<br />

incluso cambiando este último su acento a la primera sílaba. Y por eso decimos ahora<br />

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«lunes, martes, miércoles, jueves y viernes», porque si el <strong>genio</strong> no hubiera heredado<br />

esa coherencia analógica estaríamos recitando «lune, martes, miércole (llana), jueves<br />

y viernes». <strong>El</strong> «sábado» continuó igual, puesto que no procedía de ningún astro sino<br />

<strong>del</strong> latín bíblico sabbatum. (Y éste, <strong>del</strong> griego sabbaton, y éste <strong>del</strong> hebreo sabbat, y<br />

éste <strong>del</strong> acadio sabattum: «descanso»). Lo mismo ocurrió con Dominicus dies, el<br />

eclesiástico «día <strong>del</strong> Señor» , que se quedó en «domingo».<br />

La analogía tuvo influencia también en el dúo de palabras «suegra» —«nuera».<br />

Porque la primera procede de socra y la segunda de nura (socrus y nurus<br />

respectivamente en latín clásico). Pero de socra y de nura debía esperarse «suegra» y<br />

«nora». Sin embargo, el <strong>genio</strong> prefirió que se relacionasen más fácilmente en el<br />

archivo lingüístico de los hablantes, y estableció la relación «suegra»-«nuera».<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> de la lengua tiene un sentido, como se ve, fuertemente analógico, que<br />

infunde a los hablantes y que éstos aplican sin darse cuenta. Y lo mismo puede<br />

reconducir una voz latina que una griega.<br />

La voz griega melímelon designaba lo que ahora llamamos «membrillo». Para<br />

llegar hasta nuestra palabra debían cumplirse determinadas modificaciones en el<br />

camino, incluidas las que el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> latín imponía como peaje a su paso por esa<br />

lengua. En ese recorrido, y tras superar el fielato, recibimos memrillo. Pero ¿por qué<br />

decimos entonces «membrillo»? Por coherencia: porque no teníamos la combinación<br />

mr en nuestro <strong>idioma</strong> y porque nos acudía al subconsciente la palabra «mimbre»,<br />

dentro de esa cohorte de voces similares que se activan en nuestro cerebro a<br />

velocidad de vértigo cada vez que elegimos una en concreto. Así que optamos por<br />

añadir una consonante intrusa. Eso en lingüística se llama epéntesis. Porque si se<br />

tratara de una vocal agregada se llamaría anaptixis: y esto último es lo que ocurrió<br />

precisamente con algunas palabras árabes como al qasr (que se convirtió en<br />

«alcázar»), o batn («badén»), entre otras, para adaptarlas también a nuestra<br />

coherencia fonética.<br />

La analogía atrae a distintas palabras entre sí como un imán. Ahora decimos<br />

«diezmar» (en el español de hoy, «causar gran número de bajas»), pero deberíamos<br />

haber llegado a dezmiar [35] , puesto que procede de decimare. Sin embargo, la palabra<br />

«diezmo» (el impuesto que consistía en pagar una décima parte) atrajo hacia sí a<br />

«diezmar».<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> de la lengua aplicó estas normas que conocía bien por su experiencia con<br />

el latín (la suya o la de su padre, que a veces no sabemos bien si se trata <strong>del</strong> mismo<br />

ser o de uno que nació <strong>del</strong> otro). En la lengua de Roma ya se dijo primarius y<br />

postremus. Las reglas fonológicas habrían llevado, si el <strong>genio</strong> no se hubiera<br />

gobernado con esta analogía tan coherente, a «primero» y postremo, y no a «primero»<br />

y «postrero» como decimos ahora.<br />

Walter Porzig afirma que «los hablantes producen siglo tras siglo formas nuevas<br />

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por analogía con las que han escuchado, y de la misma manera comprenden nuevas<br />

formas» [36] . Eso sí, siempre que sean coherentes.<br />

Tal analogía es la que se dio con «tinieblas», donde la l de la última sílaba no<br />

tiene sentido etimológico, sino sólo analógico: el étimo latino era tenebrae, de donde<br />

debió salir tiniebras y de donde tenemos «tenebroso». Pero la fuerza analógica de<br />

«niebla» y de «nublar» (nubilare) creó la palabra actual. Es el caso también de<br />

«cerrojo», que procede <strong>del</strong> latín verruculum o «barra de hierro» y que debería<br />

habernos dado «verrojo» . <strong>El</strong> vigor de «cerrar» hizo el resto.<br />

Ante ostium era en latín la plazuela situada <strong>del</strong>ante de la puerta de una casa: «ante<br />

la puerta». Eso derivó en español hacia antustianu (ante-ustianu). Pero con el tiempo<br />

esta plazuela ya sólo la tuvieron las mansiones, iglesias y castillos, casi siempre<br />

situados en la parte alta de la ciudad. Por eso la etimología popular dio en la flor de<br />

denominarlo «altozano». Y dejaron de llamar así a las plazuelas que no estaban en<br />

alto. La analogía continuaba haciendo de las suyas, movida por la lógica <strong>del</strong> <strong>genio</strong>.<br />

Pero lo más interesante es que los antiquísimos casos de «tinieblas» o «altozano»,<br />

y otros muchos de su época, encuentran su correspondencia en hechos muy parecidos<br />

de hoy en día. La analogía funciona por encima de los siglos.<br />

<strong>El</strong> imán entre semejanzas fonéticas es más fuerte en la conjugación de los verbos<br />

que en ningún otro capítulo de la gramática [37] . Gracias a eso aprendemos desde<br />

niños los tiempos y las personas con mayor facilidad, puesto que deducimos<br />

enseguida una lógica interna. Y también como consecuencia de esa fuerza analógica<br />

que inoculó el <strong>genio</strong> en los hablantes se han producido «errores» a los que asistimos<br />

ahora.<br />

Es lo que ocurre con el pasado de segunda persona hablastes (lo correcto es<br />

«hablaste»). En él influyen con poderío todas las demás posibilidades de conjugar<br />

este y otros verbos en segunda persona: hablas, hablarías, hablarás, hablabais,<br />

habláis… Todos terminan en s. Choca entre ellos, pues, ese «hablaste» que nos<br />

impone la gramática normativa.<br />

Como explicó Fernando Lázaro Carreter en EI dardo en la palabra [38] , tampoco<br />

en latín existía esa s: «amaste» era amavisti. La segunda persona <strong>del</strong> plural se diría<br />

después en castellano —hasta el siglo XVI— vosotros amastes exactamente igual que<br />

la <strong>del</strong> singular tú amastes. Precisamente para diferenciarlas, el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> retiró<br />

la s a la segunda persona <strong>del</strong> singular (la dejó en «amaste», frente al plural amastes).<br />

Pero luego la segunda persona <strong>del</strong> plural varió y se quedó en «amasteis». Por eso el<br />

pueblo dejó de percibir la necesidad de mantener sin s el singular —una vez que<br />

ambas formas ya eran distintas— y aplicó la fuerza anterior otorgada por el <strong>genio</strong> a<br />

igualar todas las segundas personas <strong>del</strong> singular y terminarlas en s. Las escuelas y las<br />

Academias han mantenido en la lengua escrita —y la lengua culta, por tanto— ese<br />

atípico «cantaste» o «amaste» o «hablaste». No imaginamos a nuestro <strong>genio</strong> muy de<br />

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acuerdo con esta decisión. La fuerza de la analogía que él ha esparcido entre su gente<br />

invita continuamente al vulgo a decir cantastes, amastes o hablastes. Estamos de<br />

nuevo, tantos siglos después, ante dos formas iguales y distintas que reclaman su<br />

sitio, una popular y otra culta. Y la popular tiene sus argumentos.<br />

Otro error por analogía verbal se produce con el extraño imperfecto de subjuntivo<br />

«cantara» en funciones de pretérito indefinido o de pluscuamperfecto de indicativo.<br />

En puridad, es incorrecta la frase «vuelve al escenario donde ya cantara hace dos<br />

años» (lo correcto sería «donde ya cantó» o «donde ya había cantado»). <strong>El</strong> gramático<br />

Emilio Alarcos condenaba este uso como no perteneciente a la norma moderna <strong>del</strong><br />

español, sino a una tendencia arcaizante, dialectal o afectada [39] . Pero el hallazgo se<br />

extendió entre periodistas. Y una vez que se ha abierto camino en los medios de<br />

comunicación, este «cantara» extraño ha empezado a alternar con «cantase» como le<br />

habría correspondido en sus funciones legales de subjuntivo pretérito. Curiosamente,<br />

ese imperfecto forzado no sale <strong>del</strong> pueblo, no parece responder a los criterios <strong>del</strong><br />

<strong>genio</strong>. Pero, una vez aceptado por los usuarios inocentes de la adopción de tal forma<br />

arcaizante, la analogía se les impone también a ellos.<br />

<strong>El</strong> pueblo se ha apartado a menudo de la lengua culta, como hemos visto. Pero no<br />

<strong>del</strong> <strong>genio</strong>. Aquella coherencia analógica que éste impuso anidó en la gente, que la ha<br />

defendido. Pues si decimos «de-trás» y «de-lante», lo más coherente es que al<br />

adverbio «a-trás» le corresponda a-lante. La escuela y las lecturas corregirán según la<br />

norma actual ese desatino, que responde sin embargo a una de las tendencias <strong>del</strong><br />

<strong>genio</strong> popular <strong>del</strong> español y que aflora incluso en la voz de personas muy cultas.<br />

Pero también en la lengua más técnica, incluso en la propia lengua de los<br />

lingüistas, la fuerza analógica se ha impuesto por encima de la fuerza lógica. Así, la<br />

búsqueda de coherencia y similitud nos hace pronunciar «morfema» cuando<br />

correspondía mórfoma (ésa es la palabra griega, y de ella salen «morfosintaxis»,<br />

«morfología» «a-morfo» o «meta-morfo-sis»). Pero ya teníamos en ese acervo la<br />

serie «lexema», «grafema», «semantema»… Y le añadimos «morfema». Por<br />

analogía.<br />

Este rasgo en el carácter <strong>del</strong> <strong>genio</strong>, que le convierte en un obseso de la analogía,<br />

no se reduce a las cuestiones fonéticas, sino que se extiende por otros ámbitos <strong>del</strong><br />

<strong>idioma</strong>, como iremos viendo a lo largo de este libro. Uno de ellos concierne a los<br />

significados: las analogías que se producen cuando una palabra crece en su sentido y<br />

se recrea en otra. La fuerza de la analogía nos ha invitado, por ejemplo, a decir<br />

«patada». ¿Por qué «patada», que viene de «pata», y no piernada, que vendría de<br />

«pierna», cuando la propina un ser humano? La percepción en ese acto de la violencia<br />

animal produce la analogía adecuada. Porque, además, para las patadas de los<br />

animales que pueden o suelen darlas tenemos la palabra «coz».<br />

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Las mismas reacciones. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> de la lengua sigue vivo en todo eso; continúa<br />

aplicando su influencia, todavía hoy. Los fenómenos registrados hace siglos tienen su<br />

réplica sísmica en otros muchos que se presentan en la actualidad.<br />

<strong>El</strong> Diccionario español recomienda escribir «extravertido» («movimiento <strong>del</strong><br />

ánimo que sale fuera de sí por medio de los sentidos»). Parece lógico, porque la<br />

palabra se compone con el prefijo extra— y el participio «vertido», para significar<br />

«vuelto hacia fuera». Pero a los hablantes les ha dado por decir «extrovertido», un<br />

vocablo alejado de la norma culta y de la etimología. ¿Por qué? Por lo mismo que<br />

prosperó «siniestro» junto a «diestro», en vez de sinistro: porque se asocian<br />

«introvertido» y «extrovertido». <strong>El</strong> primero, sí, se forma bien etimológicamente, pues<br />

el prefijo al que acude es intro-. La lengua culta, aquella empleada por quienes tienen<br />

un conocimiento mayor <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, usará generalmente «extravertido», y con ello<br />

obtendrá réditos estilísticos y de significado, tal vez también de prestigio; pero el<br />

vulgo (y no olvidemos que el <strong>genio</strong> se centra en él) dirá sin miedo «extrovertido» por<br />

analogía con «introvertido».<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> ha inoculado en los hablantes ese sentido necesario para percibir el<br />

funcionamiento <strong>del</strong> lenguaje; hasta el punto de que incluso cuando el pueblo «se<br />

equivoca» sigue sus designios, todavía hoy. Así sucede también con los inventos<br />

recientes «trikini» y «monokini», donde el impulso <strong>del</strong> <strong>genio</strong> nos hace ver el<br />

concepto «dos» de «bikini», cuando no se trata de una formación con bi— sino <strong>del</strong><br />

nombre propio de una isla <strong>del</strong> Pacífico que dio uso y denominación a esta prenda de<br />

baño [40] .<br />

Véase también la intuición popular con la terminación griega —itis, que<br />

significaba dolor o enfermedad y ha pasado al lenguaje médico para significar<br />

«inflamación». Pero tantas enfermedades terminan en —itis («apendicitis», «otitis»,<br />

«gastritis», «artritis» …) que el pueblo ha deducido el valor «enfermedad» que tuvo<br />

en el griego. Y por eso se dice de alguien que tiene «mieditis» si adopta una postura<br />

cautelosa, que sufre de «titulitis» si no aprecia a las personas en su verdadero valor<br />

sino sólo por sus diplomas, o que es víctima de la «medallitis», tanto si se procura la<br />

medalla al mérito militar como si se cabildea la <strong>del</strong> Congreso de Estados Unidos.<br />

Ni siquiera el océano que media entre España y América ha impedido mantener<br />

esa cohesión. «Muchos de los cambios lingüísticos que se operan en el país de origen<br />

se reflejan paralelamente en las comunidades ultramarinas», nos recuerda Emilio<br />

Lorenzo [41] . Hoy en día, las palabras <strong>del</strong> español que se crean en América siguen las<br />

mismas normas morfológicas que las nacidas en España. «Ningunear», que antes<br />

poníamos como ejemplo, nació en México probablemente, y se formó con la primera<br />

conjugación como todos los nuevos verbos que el <strong>genio</strong> consiente. Y lo mismo<br />

ocurrió con las también mexicanas «apapachar» o «achicopalar»… O «balconear» [42] ,<br />

verbo creado probablemente en Argentina («observar los acontecimientos sin<br />

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participar en ellos»). «Todo es así de descomplicado», decía el presidente<br />

colombiano, Álvaro Uribe, en unas declaraciones periodísticas [43] , mostrando a los<br />

españoles una palabra original para ellos pero construida analógicamente.<br />

Un mexicano podrá decir, como dicen muchos de sus compatriotas: «eso que hizo<br />

es refeo». Y la palabra creada allí habrá cumplido con los gustos de nuestro <strong>genio</strong>.<br />

Por eso el vocablo «refeo» circulará sin problemas por todo el ámbito hispano.<br />

Asunto distinto será el «¿cachai?» chileno («¿comprendes?»), perteneciente a un<br />

supuesto verbo «cachar» que sólo los chilenos conjugan con ese significado y que<br />

procede <strong>del</strong> inglés to catch.<br />

Vale la pena detenerse en este ejemplo. La Academia ha admitido una nueva<br />

entrada <strong>del</strong> verbo «cachar», además de las viejas que se refieren a «hacer cachos», a<br />

una forma de arar y a «cornear» (que en este caso viene de «cacha»). Pero esa nueva<br />

entrada de «cachar» se separa un tanto <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> y de los cromosomas<br />

tradicionales <strong>del</strong> español, y el <strong>genio</strong> no parece haberla bendecido. Dos formas de<br />

deducirlo son la incoherencia que supone y la falta de analogía que muestra, porque<br />

ese «cachar» anglicado significa en Bolivia y Colombia «agarrar al vuelo una<br />

pelota», y por extensión cualquier objeto arrojado al aire. En Cuba, <strong>El</strong> Salvador,<br />

Honduras y México equivale a «sorprender a alguien», «descubrirlo». Y en<br />

Argentina, Paraguay y Uruguay, a «burlarse de alguien». Y en Nicaragua o Perú, a<br />

«agarrar», «asir», «tomar». Y en Chile, significa «sospechar». Y en Cuba se añade la<br />

acepción «observar a alguien disimuladamente». Y en <strong>El</strong> Salvador, la de «conseguir<br />

algo». Para rematar, en Perú también entienden que «cachar» significa «practicar el<br />

coito».<br />

Como ha defendido Emilio Lorenzo, la vinculación lingüística entre el nuevo y el<br />

viejo mundo no se rompe nunca, gracias a la coherencia <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>; y podemos<br />

convenir en que «cachar», quizás por su procedencia <strong>del</strong> inglés, no va con el <strong>genio</strong> de<br />

la lengua.<br />

<strong>El</strong> vigor de las analogías se muestra también en determinadas maneras de escribir<br />

las palabras. A menudo nos topamos con el error «preveer» (lo correcto es «prever»),<br />

pero podemos disculparlo en un hablante descuidado —no así en un profesional de la<br />

palabra— porque ha seguido al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> en su gusto analógico y ha<br />

establecido la relación con «proveer». La fuerza de la etimología siempre podrá más<br />

entre los hablantes cultos (y no le disgusta tampoco al <strong>genio</strong>, pues ya veremos que es<br />

nostálgico), porque permite pensar con mayor rectitud y deducir mejor el origen de<br />

las palabras. Pero eso no quita que podamos apreciar con cierto gusto el valor de la<br />

palabra «mondarina» cuando alguien se refiere con ella a una «mandarina» que, es<br />

obvio, se monda; o cuando alguien cuenta que se ha hecho un «moratón» porque,<br />

indudablemente, es morado [44] .<br />

Tiene mayor lógica el primer término, «mondarina», si se ve además lo que<br />

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ocurrió con «mandarín». Su origen es mantrin («consejero» en sánscrito), que en el<br />

dialecto malayo significaba «autoridad extranjera». Y claro, mandaban tanto que se<br />

quedaron en «mandarines» [45] . Al <strong>genio</strong> a veces se le van de las manos sus propios<br />

mecanismos, cuando el azar da conciencia a los hablantes de algo científico, porque<br />

todo animal está educado para relacionar cosas. Y se producen analogías similares,<br />

incluso con los prefijos: por ejemplo, en «antidiluviano» por «antediluviano»<br />

(«antes» <strong>del</strong> diluvio, no «contra» el diluvio), tal vez por la proximidad con la<br />

excepción «antifaz» (que se forma también con el prefijo ante—, en este caso<br />

enmascarado haciendo honor a la propia palabra).<br />

Así, consideramos también prestigiosa la palabra «emérito» cuando la<br />

escuchamos en la frase «conferencia <strong>del</strong> profesor emérito Fulano». Pero «emérito»<br />

viene de merere o mereri, que en latín significaba «servir en el ejército». «E-mérito»<br />

se refería, por tanto, a quien dejó de servir en el ejército, a un militar jubilado. Y<br />

«profesor emérito» es en puridad un profesor retirado, al que nuestro diccionario<br />

añade que «disfruta de algún premio por sus buenos servicios». Nada que ver con el<br />

mérito profesoral y la admiración que despierta la palabra y que inmediatamente<br />

adjudicamos al profesor que nos da la conferencia (quien, además, muy posiblemente<br />

no disfruta de premio alguno pese a los buenos servicios prestados).<br />

Estos y otros «errores» demuestran que el mecanismo existe: existe la conciencia<br />

difundida por el <strong>genio</strong>, la capacidad de relacionar unas palabras con otras, y apreciar<br />

la vinculación entre sus cromosomas.<br />

Al <strong>genio</strong> le importa que todo guarde un orden coherente, que podamos relacionar<br />

entre sí las raíces y los morfemas. Incluso le quita la s a «catalejos» para dejarlo en<br />

«catalejo», de modo que pueda tener su singular y formar su plural como cualquier<br />

otra palabra. Por eso también los hablantes, poseídos sin duda por el <strong>genio</strong> y por la<br />

analogía antes que por la Academia, dicen ya «tengo una carie en una muela», pese a<br />

que se supone que «caries» vale tanto para el singular como para el plural.<br />

Pocos hablantes <strong>del</strong> español saben que la palabra «trasportín» procede de un<br />

origen muy distinto <strong>del</strong> que deducen de su aparente etimología. La caja donde «se<br />

transporta» a los perros y otros animales —por comodidad o para que puedan viajar<br />

en coche, en tren, en barco o en avión cumpliendo las reglas <strong>del</strong> tránsito o de la<br />

correspondiente compañía— se llamó en su origen «traspuntín» (<strong>del</strong> italiano<br />

strapuntino, colchoncillo embastado), palabra que definía un asiento suplementario y<br />

plegadizo que había en algunos coches. Tal vez por el colchoncillo que llevan los<br />

trasportines para que se acomoden los perros, ya sea por la analogía, el caso es que<br />

ahora los criadores de animales y sus dueños hablan <strong>del</strong> «trasportín» o «transportín»<br />

para definir esa caja con barrotes <strong>del</strong>anteros y rejilla superior. <strong>El</strong> diccionario de la<br />

Academia incluye «trasportín» (sin n) como equivalente de «traspuntín» .<br />

<strong>El</strong> gusto por los acrónimos llevó hace años a la Administración española a crear<br />

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la palabra «Insalud» (Instituto Nacional de la Salud), que debería pronunciarse como<br />

aguda. Sin embargo, raramente se oye con esa acentuación. ¿Por qué? Quizás tenga<br />

algo que ver el gusto por la analogía y la coherencia: una marca de agua mineral muy<br />

difundida se llama y se anuncia «Insalus», como palabra llana.<br />

Ese sentimiento analógico <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> español, presente en casi todos los rasgos<br />

que estamos repasando aquí, se ha manifestado en fenómenos tan curiosos como la<br />

recuperación de una raíz inexistente por analogía retroactiva: de «monaguillo» se<br />

derivó la palabra «monago», al entender los hablantes que la voz original era en<br />

realidad una derivación por vía de diminutivo. Pero «monago» no podía venir de<br />

mónachus por su acento [46] . De ros marinus (una metáfora: «rocío de mar») salió<br />

«romerino», de donde la regresión ocasionó «romero»… Aún hoy, nombres como<br />

Agapito y Margarita nos inducen a pensar que se trata de diminutivos (de los cuales<br />

obtenemos Agapo o Márgara).<br />

Estos ejemplos nos demuestran, pues, que el <strong>genio</strong> es analógico desde sus<br />

ancestros latinos hasta hoy, como lo es también nuestra propia mentalidad y como la<br />

inteligencia que hemos heredado. <strong>El</strong> ser humano tiende a cotejar: somos incapaces de<br />

observar un paisaje sin compararlo con otro, o un país sin contrastarlo con el nuestro.<br />

En el <strong>idioma</strong> sucede otro tanto, pues unas palabras nos llevan a las siguientes o a las<br />

parecidas, y gracias a eso construimos el pensamiento, merced a una enorme<br />

capacidad de deducción.<br />

A veces, esa tendencia hace que se desvíen algunos de los comportamientos<br />

propios <strong>del</strong> <strong>genio</strong> de la lengua, porque prefiere la coherencia fonética o la de sentido<br />

a la coherencia etimológica. Las sucesivas corporaciones de la Real Academia han<br />

intervenido para salvaguardar la etimología, pero el <strong>genio</strong> ha seguido actuando por su<br />

cuenta. Digamos que, para él, entre dos derechos iguales acaba primando el<br />

analógico. Quizás por eso prefirió «ventana» y su relación con «viento» a la voz<br />

finestra, que no podía relacionar con nada. Vale la pena tener en cuenta esta<br />

circunstancia cuando alimentamos nuestra lengua con palabras que se agotan en sí<br />

mismas.<br />

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V <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> es ordenado<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español es ordenado. Sin duda consideró enseguida que el<br />

orden en las palabras determina el orden en el pensamiento, y por eso ha establecido<br />

una coherencia en la sucesión de los términos y una relación entre los tiempos<br />

verbales. Incluso la persona más caótica en vida particular o profesional suele ser<br />

ordenada con su sintaxis, poseída por el espíritu interno de la lengua.<br />

<strong>El</strong> gran creador <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español impuso el orden para facilitar el pensamiento,<br />

pero también como un nuevo recurso expresivo, pues aquellas frases que no lo<br />

respetan encuentran en eso precisamente un nuevo significado. Si el hablante conoce<br />

bien su <strong>idioma</strong>, apurará esa posibilidad; si no, construirá significados que no<br />

responden a lo que pretendía decir.<br />

Pero no tuvo las manos libres el <strong>genio</strong> de la lengua a la hora de construir sus<br />

normas. Pronto se topó con el orden impuesto por sus mayores. La sucesión natural<br />

<strong>del</strong> latín y el griego se formaba con el sujeto en primer lugar, el objeto después y el<br />

verbo al final. Él, joven como era, decidió alterarlo. Así, mantuvo el sujeto como rey<br />

de la oración (no podía ser menos; tampoco estamos ante un ser revolucionario, como<br />

veremos más a<strong>del</strong>ante) pero situó el verbo inmediatamente detrás, dejando los<br />

complementos para el término de la oración; y prefirió ir aproximando las palabras<br />

modificadas y las modificantes. Tras un lento proceso, el hipérbaton desapareció de la<br />

lengua hablada. La inclinación hacia el orden constituía también la tendencia por la<br />

claridad y la sencillez.<br />

Se quedó contento con su obra particular, pero no pudo actuar con autonomía<br />

completa: tuvo que respetar lo que habían impuesto los <strong>genio</strong>s <strong>del</strong> latín y <strong>del</strong> griego<br />

cuando acudió a ellos para pedir ayuda. <strong>El</strong> fue construyendo su sintaxis y su<br />

gramática…; sin embargo, cuando buceó en la formación de palabras compuestas se<br />

dio cuenta de que había cierto orden sobre el que no tenía poder. Creó «pelagallos», o<br />

«catacaldos», o «trotaconventos»… siempre con el verbo por <strong>del</strong>ante. Pero hubo de<br />

aceptar el peaje de invertir esa relación, y poner el verbo por detrás, cuando acudía a<br />

sus antecesores para pedirles recursos en la formación de nuevos términos. Y por eso<br />

decimos «ovíparo», «antropófago» o «insecticida» (huevospare, hombrescome o<br />

insectosmata), con el verbo por detrás, si acudimos a las raíces <strong>del</strong> latín o <strong>del</strong> griego,<br />

mientras que seguimos creando con los propios vocablos <strong>del</strong> castellano «abrecartas»<br />

o «sacacorchos», o «quitamiedos» o «quitamanchas»… O, en imaginaria respuesta a<br />

los anteriores, parehuevos, comehombres o matainsectos (ahora sí mediante el orden<br />

conforme el <strong>genio</strong> deseaba, con el verbo por <strong>del</strong>ante) [47] .<br />

Superado ese primer disgusto, el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> se afanó en que el orden<br />

lingüístico tuviese un significado en sí mismo, de manera que reproduzca el estado<br />

natural de las cosas, la sucesión habitual de acontecimientos y la escala convencional<br />

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sobre la importancia de cuanto sucede y se narra. Eso le permite al <strong>genio</strong> dar un valor<br />

añadido al desorden para que éste, como excepción, se convierta en un recurso<br />

expresivo. Que el desorden resulte significativo es una forma de mantener el orden de<br />

las cosas. <strong>El</strong> orden tiene un significado. Y el desorden, también: en cuanto se altera lo<br />

que esperamos recibir, el significado cambia. Ambos hechos responden a un orden<br />

superior que los abarca y que está organizado por el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>. No es lo<br />

mismo «yo cogí el arma» que «el arma la cogí yo». La frase desordenada altera sobre<br />

todo la percepción psicológica, cuando no el contenido entero.<br />

<strong>El</strong> concepto de orden es común a todas las lenguas. Y en todas se dan estos cuatro<br />

tipos de palabras: las que expresan acciones o sucesos, las que designan objetos o<br />

cosas, las que nombran abstracciones o cualidades, y las que establecen relaciones<br />

entre unas y otras [48] . Pero esa coincidencia entre todos los <strong>idioma</strong>s en cuanto al tipo<br />

de los factores no significa que el orden sea el mismo en cada uno de ellos.<br />

En el esquema habitual <strong>del</strong> español, el sujeto es la primera palabra. <strong>El</strong> <strong>genio</strong><br />

entendió que el agente de cualquier acción constituye el elemento principal, sobre<br />

todo porque en la mayoría de los casos corresponde a una persona (o a una<br />

personificación). «Sujeto, verbo y predicado» no sólo es una fórmula sintáctica sino<br />

también una manera de ordenar las ideas: la fórmula lingüística «alguien hace algo<br />

para algo y en alguna circunstancia» constituye el armazón <strong>del</strong> que puede colgar toda<br />

la sintaxis de nuestra lengua. Pero las opciones teóricas no se detenían ahí, como han<br />

mostrado algunas lenguas indígenas (en las cuales no se dice «el paisaje tiene<br />

montañas» sino «el paisaje montañea»). Se trata simplemente de las posibilidades<br />

que nuestro <strong>genio</strong> adoptó.<br />

Ese espíritu partidario <strong>del</strong> orden general lo heredó también <strong>del</strong> latín. En la lengua<br />

de Roma no se estilaba la misma ordenación sintáctica a la que nos hemos<br />

acostumbrado en el español (en latín, como hemos dicho, el verbo aparecía al final).<br />

Pero un orden sí tenía. Sobre todo, por la correcta alineación de sus casos: <strong>El</strong><br />

«nominativo» (sujeto de una oración). <strong>El</strong> «acusativo» (por cierto, una mala<br />

traducción <strong>del</strong> griego aitiatiké ptôsis, o «caso causal»; pero aitía significaba, además<br />

de «causa», «acusación». Debería haberse llamado «causativo»; pero no por referirse<br />

a la causa, sino a lo causado [49] . <strong>El</strong> «genitivo» (de geniké ptôsis, caso genérico). <strong>El</strong><br />

«dativo» (que viene de «dar» —casus dandi—, pues se refiere al ser al que se da o<br />

para el que se hace algo). <strong>El</strong> «ablativo» (derivado de ablatus, participio de aufero,<br />

«llevar de o desde»; se ponía en ese caso el nombre a partir <strong>del</strong> cual se desarrollaba<br />

un movimiento). Y el «vocativo» (una suerte de advocación o apelación yuxtapuesta,<br />

sin relación sintáctica con los demás).<br />

En latín, los casos eran considerados desviaciones frente al casus rectus o «caso<br />

directo», el que nombraba directamente lo significado por el nombre (nominativo).<br />

En relación con él, los demás eran casos oblicuos [50] .<br />

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Las declinaciones latinas ofrecían doce terminaciones diferentes, en teoría (seis<br />

en singular y seis en plural). Pero en la práctica no sumaban más de siete, porque<br />

muchas de ellas coincidían. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> entendió que la desinencia por sí misma no<br />

servía a menudo para aclarar la función que desempeñaba un sustantivo. «Hacían<br />

falta otras pistas, como el orden de las palabras, las desinencias verbales u otros<br />

sustantivos», explica Ralph Penny [51] . Ya hemos conocido la desaparición de las<br />

declinaciones y el protagonismo nuevo de las preposiciones, un proceso que, no<br />

obstante, se cumple con extremada lentitud. Así, la preposición «a» como marca <strong>del</strong><br />

complemento directo de persona («llevé a María» frente a «llevé unos paquetes»)<br />

sólo se convirtió en obligatoria a finales <strong>del</strong> Siglo de Oro, tan cerca ya de nosotros.<br />

En la lengua escrita tal vez pudiera funcionar aquella confusión de casos y<br />

preposiciones, porque una segunda lectura permitía resolver el eventual error. Pero en<br />

el habla no, puesto que en el diálogo oral hace falta una comprensión inmediata.<br />

<strong>El</strong> acartonamiento de las palabras y sus casos le dio al latín, paradójicamente, una<br />

gran movilidad en el orden (a tenor de cómo lo entendemos nosotros ahora): las<br />

funciones de cada vocablo estaban muy claras gracias a la declinación, merced a los<br />

casos y sus desinencias. Pero el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> español, como había decidido acabar con<br />

las declinaciones, necesitaba un mayor orden de las palabras. Ahora bien, de la<br />

necesidad hizo virtud al convertir a su vez en significativo el desorden que contradice<br />

la sucesión habitual de las palabras en una frase.<br />

<strong>El</strong> valor de empezar. Si el sujeto ocupa el lugar principal —el significado<br />

prominente—, con razón le otorga el <strong>genio</strong> un valor superior a la palabra que lo<br />

ocupa. «Madrid dista 600 kilómetros de Barcelona» no significa exactamente lo<br />

mismo que «Barcelona dista 600 kilómetros de Madrid», puesto que en el primer<br />

caso la importancia psicológica de la frase recae sobre Madrid, y en el segundo sobre<br />

Barcelona. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> de la lengua se nos muestra ordenado porque (como veremos<br />

más a<strong>del</strong>ante) es un tanto rácano: administra sus recursos, emplea medios escasos que<br />

le sirven para fines múltiples. La importancia reside en el sujeto, y el sujeto está al<br />

principio de la frase. Pero si colocamos cualquier otro elemento en ese lugar, le<br />

otorgamos el valor protocolario <strong>del</strong> sujeto y resalta así sobre el conjunto. «Raquel ya<br />

estaba aquí antes de que vinieras» no significa lo mismo exactamente que «antes de<br />

que vinieras, Raquel ya estaba aquí». Ni significan milimétricamente lo mismo «tú<br />

llegaste después que Raquel» y «Raquel llegó antes que tú». Porque el orden forma<br />

parte <strong>del</strong> significado, y el elemento por el que empieza una frase (en lo natural<br />

reservado al sujeto, a la persona) reina sobre el resto de la composición.<br />

Ese orden fue importante también para las letras, de manera que las vocales que<br />

figuraban a principio de palabra en latín apenas desaparecían en su evolución hacia el<br />

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castellano. Para nuestro <strong>genio</strong>, con toda claridad el lugar principal es el lugar<br />

primero.<br />

Tomemos las frases —iguales pero distintas— «ayer no pudo hablar con ella» y<br />

«no pudo hablar con ella ayer». En este último caso («no pudo hablar con ella ayer»)<br />

se cumple el orden natural, porque la oración comienza con el sujeto (implícito, pues<br />

el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> español no lo necesita expresar, en su tacañería) y continúa con el verbo<br />

y los complementos. Pero en el otro caso («ayer no pudo hablar con ella»),<br />

cambiamos el orden y colocamos la circunstancia en primer plano. Eso da un valor<br />

adicional a la primera palabra: «ayer». Así, resaltamos la circunstancia de que ayer no<br />

pudo hablar con ella, exactamente ayer. Mientras que en «no pudo hablar con ella<br />

ayer» este adverbio se halla en su lugar natural y no excede por ello de su significado<br />

concreto: estamos diciendo que el sujeto llamó a esa persona ayer y no pudieron<br />

hablar, sin más. Pero en «ayer no pudo hablar con ella», la desordenada presencia de<br />

«ayer» nos invita a pensar que los demás días sí hablaba con ella pero ayer,<br />

precisamente ayer, no pudo. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> es así de sutil.<br />

Esto parece una característica propia <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> español. Cuando queremos<br />

hablar otro <strong>idioma</strong> no podemos acudir a los mismos recursos expresivos y reproducir<br />

el orden de nuestra lengua materna, puesto que la arbitrariedad de cada <strong>idioma</strong> —el<br />

español tiene también la suya— hace que varíen estos recursos.<br />

<strong>El</strong> orden planea sobre toda la sintaxis <strong>del</strong> castellano, de modo que regula las<br />

relaciones entre las palabras, sus concordancias, la cronología de los hechos («llegó y<br />

comió» significa que primero llegó; «comió y llegó» significa que primero comió). A<br />

menudo el lugar que ocupa una palabra concierne al significado completo de la frase,<br />

o cuando menos a su énfasis («fui al restaurante ayer, y tenían arroz», «fui al<br />

restaurante, y tenían arroz ayer»; en el primer caso, es probable que tuvieran arroz<br />

ayer y también otros días; en el segundo caso, es probable que sólo ayer tuvieran<br />

arroz).<br />

La ausencia de las declinaciones latinas ha dado una importancia mayor en<br />

nuestra lengua al lugar que ocupan las palabras. Dicho de otra forma: con las mismas<br />

palabras se pueden decir cosas distintas si se sitúan en diferente orden, por ejemplo<br />

«el niño enfadado está con el maestro» , «el niño está enfadado con el maestro» o «el<br />

niño está con el maestro enfadado».<br />

Género y número. Hace muchos siglos que el <strong>genio</strong> intenta implantar un orden.<br />

Por eso estableció las concordancias de género y de número. Y las correspondencias<br />

sintácticas («si el equipo ganase, se clasificaría primero»; «si el equipo gana, se<br />

clasificará primero»). Fue acomodando todas las terminaciones y dotándoles de cierta<br />

lógica. «La cuchara y «las cuchares», como se decía antiguamente, se convierten en<br />

«la cuchara» y «las cucharas»; «la infante» pasa a ser «la infanta»…<br />

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Y vemos de nuevo que el <strong>genio</strong> sigue vivo ahora —y que es el mismo—, porque<br />

median muchos siglos entre el cambio de «la infante» por «la infanta» y los más<br />

recientes que nos conducen ya a decir «la gerenta», «la parienta», «la presidenta»…<br />

Y, aunque las diferencias de formación entre aquélla y éstas sean evidentes, el<br />

hablante percibe la posibilidad de cambio, y ésta le llevará quizás a pronunciar algún<br />

día «la almiranta» cuando así lo necesite, entre otras razones porque ya existe<br />

«giganta», por ejemplo. Cambios que se registran conforme el <strong>genio</strong> entiende que la<br />

palabra recibe más la fuerza <strong>del</strong> sustantivo que <strong>del</strong> participio presente.<br />

Porque el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> distribuyó los masculinos y femeninos atendiendo a<br />

un cierto orden que necesitaba en aquel momento: prohibió que la vocal a en final de<br />

palabra y sin acento fuera un masculino, y aplicó el mismo criterio (es decir, el<br />

inverso) cuando se trataba de la o y el femenino. Ese era el criterio general, que le<br />

importaba más para resolver un problema que para dejar una norma in aeternum.<br />

Porque más a<strong>del</strong>ante, cuando no le pareció acuciarte la situación, abrió la mano.<br />

Precisamente era ésa una de las excepciones que había consentido en la Edad Media:<br />

«la mano», y también «el día». Otros femeninos de entonces que se formaron con<br />

terminación —o <strong>del</strong>atarían con ello su procedencia foránea («la nao», por ejemplo,<br />

<strong>del</strong> provenzal o el catalán) [52] . Pero más allá <strong>del</strong> español medieval, el <strong>genio</strong> <strong>del</strong><br />

<strong>idioma</strong> admitió excepciones traídas de otras lenguas: «el pijama» —que en algunos<br />

países de América se dice sin embargo «la pijama» (/piyama/)—, «la dinamo». Todos<br />

esos casos vendrían a dar la razón a Nebrija, quien definió los géneros <strong>del</strong> castellano<br />

por el eficaz método de discernirlos según el artículo, en vez de la letra final.<br />

La Academia ha defendido hasta hace poco la palabra «autodidacto» como<br />

masculino, y «autodidacta» como femenino. Pero pocos se sienten cómodos al<br />

escribir o pronunciar «un autodidacto». Les avalan en su coherencia palabras como<br />

«un protagonista», «un poeta», «un demócrata», «un cosmopolita», «un psicópata»,<br />

«un exegeta» … [53] .<br />

También aplicó el <strong>genio</strong> su orden particular a todos los neutros heredados <strong>del</strong> latín<br />

y que en castellano se quedaron sin su género (sólo subsiste en el artículo<br />

determinado y en algunos pronombres: «el grande», «la grande», «lo grande»; «él» ,<br />

«ella», «ello» … ).<br />

Aquel neutro latino tenía la misma terminación en nominativo y acusativo (un<br />

horror para el gusto de nuestro <strong>genio</strong>; una disculpa más para acudir a las<br />

preposiciones y suprimir los casos), y en el plural esa desinencia coincidía en ser una<br />

a. Ante ello, el <strong>genio</strong> decidió que todos los neutros terminados en —o fueran<br />

masculinos, y todos los acabados en —a se considerasen <strong>del</strong> género femenino. Con el<br />

resto, que tenían las terminaciones más variopintas, adoptó soluciones individuales,<br />

atendiendo a la historia de cada palabra. Los adjetivos neutros desaparecieron como<br />

consecuencia de todo eso, también por una cuestión de orden: no tenían nada con lo<br />

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que concordar. Sin embargo, el <strong>genio</strong> dispuso que se distinguiera entre el masculino y<br />

el femenino de muchos adjetivos que en latín carecían de tal división. Hacía falta<br />

respetar el orden, y que concordaran como es debido.<br />

Esa vieja decisión de convertir en femeninos los neutros plurales sigue siendo<br />

productiva en nuestros días. Gracias a ella, algunos genéricos que abarcan un<br />

conjunto de objetos son femeninos, frente al masculino que designa cada uno de esos<br />

objetos en particular. Por eso distinguimos entre «el fruto» y «la fruta», «el leño» y<br />

«la leña», «el hueso» y «la huesa» (fosa), «el policía» y «la policía»… y más<br />

modernamente entre «el banco» y «la banca». De nuevo, el <strong>genio</strong> sacó petróleo de<br />

una circunstancia desfavorable para obtener partido de ella… gracias a su orden<br />

nuevo [54] .<br />

Si siempre ha sido ordenado, el <strong>genio</strong> mantendrá su orden en los años venideros.<br />

Podemos preguntarnos si el hecho de que la mujer se haya incorporado a las fuerzas<br />

policiales alterará esta distribución, porque la expresión «la policía» puede referirse<br />

ya no sólo al cuerpo de seguridad en su conjunto sino a uno solo de sus integrantes,<br />

en este caso una mujer. ¿Cómo afectará esto al orden establecido? <strong>El</strong> <strong>genio</strong> lo<br />

resolverá sin duda. Y conociéndole, bien podemos suponer que en frases como «vino<br />

la policía» el hablante (movido por los hilos de nuestro misterioso personaje) decidirá<br />

inconscientemente decir «vino una policía» cuando esté aludiendo a una mujer y<br />

«vino la policía de la que te hablé» si precisa referirse a una en concreto que el<br />

hablante ya conoce. Lógicamente, el contexto amparará muchos casos en que se diga<br />

«la policía» para citar a una persona en particular.<br />

Y así ocurrirá con otros supuestos que pueden plantear dudas de significado con<br />

el cambio de género: «el soldado» y «la soldada», «el cámara» y «la cámara»…<br />

Los historiadores de la lengua consideran probable que el primer objetivo de los<br />

géneros fuera diferenciar entre seres animados e inanimados. Más tarde se añadiría<br />

entre los animados la diferencia por sexo. En este caso, el sexo es «significativo»; y<br />

el género, «distintivo». Esta división de géneros, este orden gramatical, resulta de una<br />

gran utilidad para el estilo, porque las sucesivas palabras masculinas o femeninas que<br />

se empleen en un párrafo se excluyen entre sí para las concordancias y ayudan a la<br />

economía <strong>del</strong> lenguaje porque «distinguen» unas relaciones de otras. Por ejemplo: «la<br />

vendedora se encaró con el cliente porque dijo que estaba harta de que intentara<br />

tantos engaños» frente a «la vendedora se encaró con el cliente porque dijo que<br />

estaba harto de que intentara tantos engaños».<br />

<strong>El</strong> orden de géneros se estableció también para los adjetivos terminados en —or,<br />

que antiguamente eran invariables. Pero a partir <strong>del</strong> siglo XIV el <strong>genio</strong> abrió la puerta<br />

y se les sumó una —a en el femenino. Antes, la puerta estaba cerrada. Y cerrada<br />

sigue, por cierto, para los comparativos, porque así como decimos «trabajador» y<br />

«trabajadora», no podemos convertir una frase como «Juan es mejor» en «Ana es<br />

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mejora». Otra cosa es si el comparativo se sustantiva (ahí la puerta sigue abierta<br />

desde el siglo XVI) : «la superiora» , por ejemplo.<br />

Un rasgo más que muestra el carácter ordenado <strong>del</strong> <strong>genio</strong> es su invención <strong>del</strong><br />

artículo, que no existía en latín pero sí en griego. Agotadas la serie y la distribución<br />

de sentido de los demostrativos, le hacía falta algo más ligero, de andar por casa. No<br />

le resultaba cómodo acudir a fórmulas como «llegó con estos cavallos» cuando<br />

deseaba designar objetos o personas cercanas. Eso lo hacía el latín también para la<br />

tercera persona, en la que acudía a un demostrativo cuando necesitaba lo que ahora<br />

llamamos artículo. <strong>El</strong> castellano incipiente escogió «ille» para esta función, y por eso<br />

ahora decimos «él» y «ella» y «ello», dentro de ese orden que el <strong>genio</strong> nos ha dado.<br />

Porque el artículo viene a ser un demostrativo que determina un objeto más<br />

vagamente que los otros demostrativos, sin significación accesoria de cercanía ni de<br />

alejamiento, según explicó Ramón Menéndez Pidal. <strong>El</strong> artículo sirve sólo para señalar<br />

un individuo particular entre todos los que abarca la especie designada por el<br />

sustantivo. Ya sea uno que tenemos muy cerca o uno <strong>del</strong> que se ha hablado o que está<br />

determinado por la conversación. O bien para expresar que el individuo al que nos<br />

referimos no forma parte de esa cercanía.<br />

<strong>El</strong> caso es que aquí lo tenemos, y que sirve para ordenar el tráfico de las<br />

oraciones. Y se le echa de menos cuando no aparece, por ejemplo en algunos<br />

titulares. («Palestinos matan a dos colonos en un asentamiento judío en Hebron» [55] ).<br />

La ausencia <strong>del</strong> artículo contraviene en muchos casos el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, que<br />

decidió expresar mediante su uso si el nombre al que nos referimos es cercano o<br />

lejano, conocido o desconocido (pues no sería lo mismo decir «los palestinos matan»<br />

que «unos palestinos matan» ).<br />

Los signos. Al <strong>genio</strong> le importa, pues, el lugar que ocupan las palabras. Rara vez<br />

son exactamente iguales dos frases con idénticos vocablos y orden diferente. Al<br />

menos, como ya se ha dicho, estaremos ante una diferencia psicológica.<br />

Un titular de periódico dice: «mata a su mujer y se ahoga en Córdoba» [56] . Con<br />

ese orden, sabemos que el hombre que mató a su esposa se ahogó en Córdoba, pero<br />

desconocemos dónde la asesinó. Si el título hubiera dicho «mata a su mujer en<br />

Córdoba y se ahoga», seguramente tendríamos una mayor certeza sobre el lugar<br />

donde ocurrieron ambos hechos, aunque no total. Pero la solución mejor, que nos<br />

resuelve todas las dudas, habría sido «mata a su mujer y se ahoga, en Córdoba».<br />

Otra frase nos cuenta que los vecinos <strong>del</strong> inmueble de Leganés (Madrid) donde se<br />

suicidaron siete terroristas «preguntaban angustiados cuándo podrían volver a ver si<br />

sus pisos estaban afectados» [57] . Según está escrito, esos vecinos ya habían visto si<br />

sus pisos estaban afectados, y deseaban volver a verlo. Se deduce <strong>del</strong> contexto que,<br />

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para leer bien la frase a la primera, hacía falta una coma: «preguntaban angustiados<br />

cuándo podrían volver, a ver si sus pisos estaban afectados».<br />

Ah, la coma. La coma es un guardia de tráfico sensacional para mantener el<br />

orden. Y por eso la adopta nuestro <strong>genio</strong>.<br />

Por influjo griego, en el siglo XVI se usaban ya la coma (komma: «corte»,<br />

«cesura»), el punto (stigmé, «punción»), así como los dos puntos, el paréntesis, las<br />

comillas y el signo de interrogación. En el XVII se añadieron al <strong>idioma</strong> español el<br />

punto y coma y la exclamación. Más a<strong>del</strong>ante los puntos suspensivos y el resto de los<br />

signos que ahora empleamos.<br />

Casi todos ellos (no tanto el acento, las interrogaciones y exclamaciones o los<br />

puntos suspensivos) fueron creados para el mejor orden de la escritura, y para que la<br />

alteración <strong>del</strong> orden quedara a su vez bajo un orden complementario.<br />

Las distintas calles que podemos transitar con las frases y las oraciones tienen<br />

esquinas, cruces, baches, portales, parques, coches… y por eso necesitamos<br />

semáforos y guardias de tráfico para organizar nuestro discurso. <strong>El</strong> orden que ha<br />

establecido el <strong>genio</strong> de la lengua precisa también de señales que lo hagan cumplir, en<br />

forma de acentos, guiones, comas, interrogaciones. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> los sitúa con sutileza,<br />

nunca detiene a nadie por incumplirlos y ni siquiera levanta la voz cuando nos<br />

aconseja un signo de exclamación.<br />

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VI <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> es conservacionista<br />

Quizás esta palabra vaya contra el <strong>genio</strong> de la lengua: «conservacionista».<br />

Demasiado larga, demasiado artificial. <strong>El</strong> diccionario la hace equivaler a<br />

«ecologista». Podríamos definir al <strong>idioma</strong> como «conservador»: que conserva, como<br />

el conservador de un museo. Pero las connotaciones políticas de la palabra pueden<br />

dar una idea equivocada, porque el <strong>genio</strong> también se ha mostrado capaz de innovar,<br />

de inventar y de adaptarse a los nuevos tiempos. Ahora bien, le gusta conservar todo<br />

cuanto ha ido atesorando.<br />

Pero el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> no guarda sus recuerdos porque sí; no le podemos incluir<br />

en ese tipo de gente incapaz de tirar nada y que almacena un montón de objetos<br />

inservibles en su trastero. Al contrario: él ha creado un archivo muy bien ordenado<br />

(ya hemos visto que así es su carácter), y muy productivo. Todo lo que ha guardado a<br />

lo largo de su enorme historia lo deja al alcance de la mano para cuando le hace falta.<br />

Así, ante nuevas necesidades acude al almacén de sus palabras y extrae la que<br />

necesita. Esto ha de conjugarse, claro está, con su carácter tranquilo. A veces<br />

reacciona deprisa, pero sólo cuando siente que se le espera con ansiedad y dudas. En<br />

ocasiones, por el contrario, le lleva años y años tomar la decisión de salir <strong>del</strong> letargo<br />

y abrir la documentación que guarda. Algo que le suele pasar cuando se ha puesto en<br />

circulación una palabra ajena, inventada por un <strong>genio</strong> extraño y sin relación con su<br />

pasado (el latín, el griego, el árabe). Le parece tal afrenta, que durante un tiempo se<br />

hace el interesante. Pero después aparecerá con su palabra, vieja y deslumbrante<br />

como una joya de anticuario.<br />

Por conservar, hasta conserva a veces lo que no le gusta. Todo sea por no<br />

desaprovechar nada.<br />

La letra x, por ejemplo. Esta letra va claramente contra el <strong>genio</strong> genuino <strong>del</strong><br />

<strong>idioma</strong> español. Infinidad de hablantes no la pronunciaron bien durante siglos. Sólo<br />

personas con la prosodia educada eran capaces de articular correctamente este sonido.<br />

Y cada día oímos esamen, ekcepto, sacto (por «exacto») o toras (por «tórax»).<br />

La x debería haber desaparecido de nuestro <strong>idioma</strong>, y la tendencia parecía clara:<br />

sistemáticamente, esta letra era sustituida por una j (dixo se convirtió en «dijo», texer<br />

evolucionó hacia «tejer», el griego partidoxa se mudó en «paradoja» … ). <strong>El</strong> vulgo lo<br />

tenía claro: le molestaba esa pronunciación, que casi se desvaneció en las palabras<br />

patrimoniales.<br />

Pero los cultismos que entraron con legajos y papelajos respetaron la x, tanto los<br />

latinos («máximo», «explicar»…) como los griegos («galaxia», «ortodoxo»… en este<br />

último caso con la misma etimología final de «paradoja»).<br />

No es difícil suponer que el <strong>genio</strong> aceptó la letra a regañadientes, como ya hemos<br />

visto que hizo con otros muchos paquetes que llegaban por la vía culta, puesto que lo<br />

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arreglado por un lado se descomponía por el otro. «Es sintomático —ha escrito jorge<br />

Bergua Cavero [58] — que x sea el único grafema <strong>del</strong> alfabeto español cuyo nombre<br />

(«equis») no contiene el sonido en cuestión».<br />

Las palabras cultas que incluían la x resultaron ser útiles, en efecto; incluso esa<br />

letra sirvió para prestigiarlas (como prestigia a quienes saben pronunciarla). Más<br />

a<strong>del</strong>ante el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> español se vería reconfortado en esa decisión adoptada con<br />

escaso convencimiento: los hispanohablantes de la altiplanicie a los que inoculó el<br />

espíritu <strong>del</strong> español en América sabían decir con anterioridad «Tlaxcala»,<br />

«Xochimilco»… Incluso «Quetzalcoatl» o «Popocatepetl». <strong>El</strong>los avalarían las x,<br />

incluso con seseo; pero curiosamente no lograron que sus padres españoles<br />

pronunciaran un dúo de fonemas como /tl/ al final de palabra (chocolatl, cacahuatl),<br />

porque se llevaron a la Península las adaptaciones «chocolate» o «cacahuete». Con<br />

chocolates y cacahuetes, por supuesto [59] .<br />

Otra muestra de conservadurismo, en este caso gráfico, nos la proporciona la letra<br />

h. <strong>El</strong> fonema que le correspondía dejó de pronunciarse en latín en el siglo I antes de<br />

Jesucristo. Pero la h se mantuvo en la escritura como marcador genético: ahora nos<br />

ayuda a conocer la procedencia histórica de un término y a relacionar algunos entre sí<br />

(«hielo» y «helada», «herrumbre» y «hierro) … y a cometer faltas de ortografía.<br />

Conservacionista como es, al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> le pareció bien que no perdiéramos<br />

esta rara avis en nuestra fauna. Y hasta repobló algunas zonas, porque en el siglo<br />

XVIII —época cultista en que la Academia impulsó la restitución de la h a muchas<br />

palabras que la merecían— dotó también de esta letra impronunciable a términos<br />

como «huevo» o «hueso», que en latín se escribían ovum y ossum. Eso explica la<br />

extraña diferencia entre orphanus y «huérfano», que nos lleva a escribir «orfanato» .<br />

Pero, con la fuerza de las analogías y de la tradición como las percibimos (incluidos<br />

sus errores de interpretación), el <strong>genio</strong> nos hace suponer ahora que difícilmente<br />

escribiríamos con normalidad «uérfano» si tenemos la semejanza de «huerto»<br />

(hortus) o «huelga» (holgar).<br />

<strong>El</strong> espíritu conservacionista le llevó al <strong>genio</strong> a proteger las palabras propias, los<br />

árboles y los animalillos con los que había crecido en su bosque. Por eso le molestan<br />

los extranjerismos a los que corresponde un equivalente en español: porque pisan las<br />

palabras autóctonas hasta secarlas. No sólo eso, sino que dejan sin agua también a<br />

algunas de los alrededores. Los extranjerismos tienen la puerta abierta si traen frutos<br />

nuevos. Habrán de acomodarse, eso sí, a las características de este bosque, usar el<br />

mismo riego y vivir de la misma savia. De otro modo, sencillamente no le gustan.<br />

Las palabras foráneas disponen de distintas maneras de llamar a la puerta <strong>del</strong><br />

paraíso. Pueden presentarse como extranjerismo, como préstamo, como adaptación<br />

fonética, como calco, como traducción libre… hasta disfrazadas de etimología<br />

popular. La reacción <strong>del</strong> <strong>genio</strong> no será la misma en cada caso.<br />

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Por ejemplo, la palabra «fútbol». Se presentó el extranjerismo, football, y no<br />

pasó. La grafía inglesa no le resultaba grata a nuestro <strong>genio</strong>. Apenas son ocho las<br />

consonantes que le gustan para formar finales de palabra, y aquí se presentaba nada<br />

menos que una ll (que ni siquiera procedía de su hermano el catalán como la ya<br />

acogida «detall»), además de una doble o que se pronuncia como /u/. Apareció luego<br />

el calco «balompié», y sí pasó al jardín, pero se quedó en un rincón. Allí fabricó un<br />

nuevo fruto, «balompédico», y hasta sirvió para dar nombre oficial a tres o cuatro<br />

equipos españoles (el Real Betis Balompié, el Albacete Balompié, la Balompédica<br />

Linense…). Y finalmente llegó el préstamo «fútbol», que mostró sus credenciales de<br />

palabra españolizada. (Un préstamo es la palabra que un <strong>idioma</strong> toma de otro sin<br />

traducirla, pero adaptada fonéticamente por lo general). <strong>El</strong> <strong>genio</strong> la aceptó. Y sin<br />

embargo se puede atisbar que aún le parece mejorable su presentación (ya sabemos<br />

que es lento). Sí, es cierto que esa t y esa b no le agradan juntas, porque no tiene<br />

precedentes en su patrimonio [60] . Por eso ha empezado a difundir por ahí la especie<br />

fúrbol, quién sabe con qué intenciones. Esta posibilidad cuenta con la analogía de<br />

«árbol», entre otras… y empieza a hacer su trabajo. (<strong>El</strong> diccionario recoge 119<br />

palabras terminadas en l y con acento en la penúltima sílaba). La etimología popular<br />

ya ha creado fúrgol, pues de marcar goles se trata; y el pueblo también ha vadeado el<br />

problema con una fórmula que se oye en muchas frases de aldea y de familia: «los<br />

niños están jugando al balón». O tal vez «están jugando al gol» [61] .<br />

Todas las posibilidades de entrada <strong>del</strong> concepto «fútbol» definen con cierta<br />

claridad el funcionamiento de nuestro <strong>genio</strong>. Y aquí ha actuado en una primera fase<br />

con cierta rapidez, dado el carácter tan atractivo de ese deporte y su éxito en todo el<br />

mundo hispano. Con «squash» se lo pensará un poco más [62] .<br />

«<strong>El</strong> préstamo trata de llenar una laguna en la lengua receptora», explica García<br />

Yebra [63] . Y, claro, los préstamos fueron antes extranjerismos (palabras que no se<br />

adaptan a la lengua receptora). Como tales no entraron (el <strong>genio</strong> no les dejó pasar),<br />

pero su insistencia acabó modificándolos para obtener el pase.<br />

No hay ninguna lengua conocida que pueda considerarse lengua pura. Pero<br />

Valentín García Yebra, maestro de traductores y académico, ha escrito: «desde el<br />

punto de vista <strong>del</strong> traductor, el extranjerismo es una confesión de impotencia», o<br />

también, «una muestra de esnobismo» [64] . García Yebra interpreta al <strong>genio</strong> de la<br />

lengua con acierto (como no podía ser menos, dada su sabiduría): a estas alturas, la<br />

creación <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> a cargo de nuestro <strong>genio</strong> es tan ingente que no puede permitir que<br />

le muestren las vergüenzas. Aceptar un extranjerismo significa confesar una laguna.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> es orgulloso también. Pero el calco puede resolver eso, al menos<br />

testimonialmente. Nos imaginamos al <strong>genio</strong> diciendo: «vale, acepto "fútbol" por<br />

ahora. Pero ponme ahí al lado "balompié", que ya veré qué se me ocurre más<br />

a<strong>del</strong>ante. No hay prisa». Y para empezar, se le ocurrió «balompédico». Por eso el<br />

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sabio García Yebra defiende que no consideremos peyorativamente el calco. Además,<br />

los hay magníficos, como decir «telefonazo» donde el francés proponía coup de<br />

téléphone.<br />

<strong>El</strong> préstamo y el calco ya se daban en latín con relación al griego: atomus, por<br />

ejemplo, es un préstamo <strong>del</strong> griego átomos; y accentus un calco de prosodía.<br />

A veces no resulta fácil distinguir el calco de la traducción. Pero, en cualquier<br />

caso, en esos procesos vemos al <strong>genio</strong> trabajando: restaurant, por ejemplo, dio<br />

tímidamente «restorán» y «restauran», pero finalmente el español ha acogido<br />

«restaurante» porque le suena propio. ¿Es un calco? Puede, pero ¿no será en realidad<br />

una traducción? <strong>El</strong> <strong>genio</strong>, no obstante, ha conservado una planta interesante en su<br />

inmenso jardín botánico. Porque ya disponíamos de «fonda». Ahora bien,<br />

«restaurante» añade modernidad al concepto. Pero él se encargará de resucitar el<br />

valor auténtico de aquella palabra popular. Y ya la está prestigiando por otro lado: La<br />

Fonda de las perdices, La Fonda <strong>del</strong> Cordero…<br />

Las palabras antiguas. Hemos dicho que el <strong>genio</strong> es conservacionista. Cuando<br />

llegan a su puerta «autobús» o «autocar», percibe su rasgos extraños, y por eso<br />

defiende «coche de línea» o simplemente «coche». En los pueblos españoles se decía:<br />

«¿a qué hora llega el coche de línea?», «voy a tomar el correo» (el coche o el tren que<br />

llevaban y traían el correo). Todavía hoy resiste la expresión «cochera», frente a<br />

«garaje» o parking y, conociendo al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, no aventuraríamos mucho si<br />

creyéramos que algún día reaparecerá con fuerza la vieja palabra castellana.<br />

<strong>El</strong> gusto <strong>del</strong> <strong>genio</strong> por los vocablos antiguos lo percibirnos a menudo cuando nos<br />

saltan al oído, pronunciados por un agricultor o por un ganadero… o por un<br />

arquitecto o un navegante. La hermosura de sus sonidos nos invita a que los<br />

aprehendamos y a no soltarlos ya nunca. Ese gusto por los aperos <strong>del</strong> campo, por las<br />

viejas medidas de capacidad, por el almohaz o la almohaza que sirve para limpiar las<br />

jacas, por la muserola y la serreta, la gualdrapa de lana colorida y el calandrajo<br />

trasañejo… Y como antiguas eran, al <strong>genio</strong> de la lengua también le encandilaron las<br />

palabras que halló en América: «calma», «colibrí», «guacal», «tamarindo»,<br />

«guanasco», «cuate», «churuata»… Los hablantes de tierras americanas le<br />

devolvieron al <strong>genio</strong> la cortesía y conservaron en su nombre muchas voces que se<br />

perdían en España, con el encargo de regresarlas hacia la Península algún día:<br />

«Azafate», «rancho», «zafar», «auspiciar»… Ya están volviendo.<br />

Una lengua es la suma de las posibilidades de hablarla, explicó Eu<strong>genio</strong><br />

Coseriu [65] ; posibilidades que en parte ya han sido realizadas históricamente y en<br />

parte están aún por realizar. No es un sistema cerrado, sino que se halla en<br />

permanente sistematización. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> conoce bien sus propios recursos y por eso<br />

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intenta reactivarlos. Ya reactivó «azafata», o la palabra «chupa» en el lenguaje juvenil<br />

español (cazadora de cuero) para recordar aquella que usaban los maestros (la chupa<br />

<strong>del</strong> dómine, siempre tan desastrada).<br />

¿Por qué? Porque dispone de un caudal inmenso de recursos. Y es capaz de mirar<br />

hacia dentro para encontrar las soluciones que se le piden desde fuera. Lo hicieron en<br />

su día el latín y el griego, que bucearon en sus propios genes con la intención de<br />

aportar alternativas a la modernidad. Tiene un bosque lleno de especies animales y<br />

vegetales, y para conservarlas necesita que resulten útiles. En la creación de palabras<br />

acude a sus propias herramientas. Utiliza los prefijos como semillas para mezclar;<br />

logra derivaciones y ramificaciones; y compone vocablos mediante injertos de su<br />

propio jardín. Conservó los prefijos <strong>del</strong> latín y <strong>del</strong> griego que había heredado, y<br />

todavía les saca partido. Ha hecho de ellos su fórmula principal de crecer y<br />

evolucionar, y de dar respuesta a los retos que se le plantean. Y siguen activos.<br />

«Superactivos», diríamos para homenajearles con la palabra misma. Porque ha creado<br />

el «hipermercado» y la «macrosuperficie» y la «macrofiesta», y el «minigolf», y<br />

seguramente todo eso le parece «megadivertido».<br />

En todos estos procedimientos, el castellano supera en riqueza y variedad a la<br />

lengua latina [66] .<br />

Esas partículas que sirven para crear palabras —prefijos y sufijos— se mezclan<br />

entre sí (la parasíntesis) en combinaciones de jardinero para crear nuevos términos:<br />

«des-alm-ado», «com-pone-dor», «real-iza-ción», «bomba-rdear», «a-bomb-ar»,<br />

«em-par-ej-ar»…<br />

También acude el <strong>genio</strong> a sus propios recursos mediante la derivación, léxica o<br />

afectiva: «tontada», «patronazgo», «peregrinaje», «tizón» (léxica); «calvorota»,<br />

«tipejo», «grandullón», «camastro», «pintoresco»… (afectiva).<br />

Y no se olvida de la composición, mediante dos conceptos que se unen:<br />

«abrecartas», «sacacorchos», «paticorto», «metomentodo», «cuellilargo»,<br />

«cejijunto», «padrenuestro», «hincapié», «bracicorto», «ganapierde», «catalejo»…<br />

Una posibilidad también muy activa hoy en día, muestra de la vitalidad <strong>del</strong> <strong>genio</strong>: en<br />

los últimos años ha compuesto palabras como «telebasura», «pinchadiscos»,<br />

«quitanieves», «quitamiedos», «comecocos»… incluso algún híbrido divertido, como<br />

«amigovio» (para esa fase intermedia en las relaciones que no es ni una cosa ni otra y<br />

que tiene algo de las dos).<br />

Esta facilidad para la composición la heredó <strong>del</strong> griego. Pero digamos la verdad:<br />

el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español no ha alcanzado aquella maestría <strong>del</strong> <strong>genio</strong> clásico por<br />

excelencia. <strong>El</strong> griego, en efecto, comparte ese rasgo con el sánscrito [67] . Mas ni el<br />

latín ni el castellano supieron adoptar tal ductilidad. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español sí ha<br />

podido lograr esas composiciones, aunque a diferencia <strong>del</strong> griego —además de<br />

respetar el orden con el verbo por detrás, allá donde lo haya— no logra que<br />

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fructifiquen con derivados. <strong>El</strong> griego nos da «filología», pero también «filológico» o<br />

«filólogo»; «misoginia», pero también «misógino»; «filantropía» origina «filántropo»<br />

y «filantrópico»… y lo mismo pasa coro «filosofía», «parapsicología» o<br />

«democracia», que pueden alumbrar otros derivados. En cambio, el español no ha<br />

podido sacar más derivados a sus composiciones: no tenemos —ni podríamos tener—<br />

quitanievístico ni cantautorismo, por ejemplo. Así que una palabra semejante iría<br />

contra el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, mal que le pese.<br />

Por eso, y porque forman parte de su pasado, el <strong>genio</strong> gusta de abrir la puerta a<br />

todo tipo de voces científicas formadas con cromosomas griegos o latinos, porque,<br />

conservacionista como es, aprecia ese regreso a la antigüedad para rescatar las viejas<br />

raíces <strong>del</strong> bosque ya casi perdidas.<br />

En todos sus procesos, este <strong>genio</strong> se muestra claramente ecológico. Lo recicla<br />

todo, no desperdicia nada si le resulta útil, pero tampoco lo guarda si lo ve<br />

prescindible. Su reciclamiento de vocablos es proverbial. Los ha moldeado y<br />

modificado, pero tal actividad no deja de ser una forma de conservarlos. Y aun así,<br />

algunos de ellos los ha traído hasta nosotros exactamente igual que se escribían hace<br />

miles de años. «Fortuna», «rosa», «amo», «gratis», «incuria», «fama», «cura»…<br />

Tampoco desperdicia los frutos que caen cerca de su árbol si los ve próximos y<br />

familiares: «morriña», «cobla», «mamey», «kiosco»…<br />

Ángel Rosenblat nos habló de que en el lenguaje se dan dos corrientes<br />

enfrentadas: una que se basa en la innovación y otra que pretende claramente la<br />

conservación. De la lucha entre ambas resulta la evolución de la lengua. Es curioso<br />

que en el español ocurra eso ahora, porque distintos investigadores, en diferentes<br />

épocas, caracterizaron al latín hispánico por su arcaísmo y su conservadurismo. Y a la<br />

vez, paradójicamente, existe un cierto número de particularidades que permiten<br />

calificar al latín de Hispania como innovador [68] .<br />

Son las dos corrientes que debe gobernar el <strong>genio</strong>, ya lo sabemos. Pero<br />

conociéndole como empezamos a conocerlo aquí, creeremos que su proverbial<br />

lentitud le inclinará a dar más valor a esta segunda fuerza: la conservacionista.<br />

Decisiones anteriores. En los años treinta <strong>del</strong> siglo pasado, el teatro Romea de<br />

Barcelona anunciaba un espectáculo donde se podría ver a «cinco girls con los senos<br />

en libertad» [69] . Ahora nadie utilizaría ese anglicismo, puesto que los senos en<br />

libertad pueden corresponder a cualquier procedencia. Años más tarde, los jóvenes se<br />

reunirían en guateques en torno a un pick-up, palabra que circuló durante un buen<br />

tiempo hasta que el <strong>genio</strong> de la lengua inventó el «tocadiscos» . Con el tenis llegaron<br />

smash, lob, out, deuce… y el tiempo hizo que surgieran «mate», «globo», «fuera»,<br />

«iguales»… palabras todas que ya tenía de antes, y que valía la pena reciclar.<br />

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En la actualidad, Internet y todo el mundo nuevo de la informática están<br />

imponiendo, es cierto, un vocabulario especializado. Sin embargo, nos encontramos<br />

ante una situación que el <strong>genio</strong> ya conocía y sobre la que había tomado decisiones en<br />

tiempos lejanos. Si analizamos aquéllas, podemos imaginar qué sucederá con éstas.<br />

Como ya hemos visto, el fútbol, inventado en Inglaterra, nos trajo una jerga que<br />

incluía en su tiempo palabras como las que hemos citado más arriba, a las que<br />

podemos añadir manager, shoot, dribbling…, que luego se quedaron en «secretario<br />

técnico» o «director deportivo»; en «disparo» o «lanzamiento», y en «regate». Y el<br />

viejo plongeon se dice ahora «tirarse a la piscina» (si se pretende simular una falta) o<br />

«estirada» y «palomita» (si se trata de una acción <strong>del</strong> guardameta). La palabra<br />

football era traducible, desde luego; pero «balompié» no tenía una existencia anterior<br />

a ella (por eso es un calco <strong>del</strong> inglés, porque se inventó más tarde). En cambio, sí<br />

existían en español las palabras «portero», «<strong>del</strong>antero» , «defensa»… y por ese<br />

motivo no prosperaron las fórmulas foráneas. Porque el <strong>genio</strong> es conservacionista, v<br />

acude con frecuencia para sus plantaciones y repoblaciones a las especies de las que<br />

ya dispone. Eso las resguarda además de la depredación que suelen producir los<br />

anglicismos: entra «cúter» y ya nadie parece recordar «estilete», «fleje» o «lanceta»<br />

(en el aeropuerto de Bogotá oí que una empleada que necesitaba abrir un precinto se<br />

refería a esta cuchilla como «bisturí»). Pero así como reapareció «regate» para<br />

sustituir a dribbling, bien puede pensarse que algún día recuperaremos, por influencia<br />

<strong>del</strong> <strong>genio</strong> de la lengua, alguna de estas cuatro formas de referirse a un pequeño<br />

utensilio que corta. Ya decimos que suele tardar más en reaccionar cuando se topa<br />

con una palabra que se usa sin consultarle.<br />

Pues bien, en el caso de la informática, «mensaje» es también anterior a mail;<br />

«enlace» precede a link; y «conectar» y «enchufar» se conocen antes que plugin. Y,<br />

por supuesto, el prefijo griego cíber— cumple con ventaja (y con más antigüedad) el<br />

papel de la raquítica e que en inglés (menos rico que el español en la creación de<br />

palabras mediante prefijos, infijos y sufijos) sirve para abreviar el concepto<br />

«electrónico» [70] . Por eso podemos decir «cibermensaje», «cibercorreo»,<br />

«ciberdirección», «ciberbuzón» (términos estos que un norteamericano común no<br />

sabría diferenciar, pues en todos los casos diría e-mail), o «cibercafé», «ciberforo» y<br />

«cibercharla». <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> conoce bien esos recursos para la formación de<br />

palabras, como ya hemos visto antes, y podemos esperar que haga una incursión en<br />

su historia, igual que en otras ocasiones, para regresar de allá con algunas opciones<br />

como éstas.<br />

Bastará con que ciertos hablantes de prestigio o algún medio de comunicación<br />

beban en fuentes parecidas para que los usuarios <strong>del</strong> español las reconozcan de<br />

inmediato como suyas y las acepten. Estarán acudiendo así a sus propios cromosomas<br />

verbales, con los que sin duda se sentirán más cómodos porque se adaptan mejor a su<br />

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pensamiento y al perfume de las palabras heredadas. Esta reacción colectiva es más<br />

tardía, pero también más duradera cuando de recuperar las viejas palabras se trata.<br />

Puede que la extensión de los anglicismos se produzca con mayor rapidez, pero con<br />

frecuencia se quedan sólo en el semblante <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, <strong>del</strong> que después desaparecen.<br />

Un buen ejemplo es la palabra «dopaje», puesta en circulación por la Academia<br />

como alternativa a doping y que fue acogida inmediatamente por hablantes y<br />

periodistas. «Dopaje» atiende al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> («anclaje», «pelaje», «pillaje»,<br />

«doblaje» …) mientras que la terminación de doping jamás se habría incrustado con<br />

naturalidad en nuestra lengua. De cualquier forma, aún queda la posibilidad de que el<br />

<strong>genio</strong> alumbre, con su lentitud proverbial, una posibilidad más que se acerque a sus<br />

cromosomas propios y se aleje <strong>del</strong> préstamo. Tal vez «trampeo», tal vez «drogaje»…<br />

quién sabe.<br />

Pero eso que acaba de suceder con «dopaje» ya ocurrió en el siglo XIII (el <strong>genio</strong><br />

no hace sino dar muestras de que sigue siendo el mismo). Porque Alfonso X el Sabio<br />

y sus colaboradores se enfrentaron al problema de que la lengua romance diera<br />

réplica a los tecnicismos o conceptos <strong>del</strong> pasado que sólo se habían expresado hasta<br />

entonces en latín y otros <strong>idioma</strong>s de cultura. Siempre que podían, Alfonso y los suyos<br />

aprovechaban las posibilidades <strong>del</strong> castellano de entonces y las incrementaban con<br />

derivados edificados sobre la base de palabras ya existentes. Así escribían húmido<br />

(ahora «húmedo»), diversificar, deidat («deidad») … «Alfonso el Sabio, a pesar de<br />

haber introducido abundantísimos cultismos, no se salió de la línea trazada por la<br />

posibilidad de comprensión de sus lectores, y por ello casi todas sus innovaciones<br />

lograron arraigo», ha escrito Rafael Lapesa [71] .<br />

Esa intervención desde arriba debe ser muy certera para que el pueblo la siga. Ya<br />

se sabe que la evolución de la lengua no funciona así, puesto que las decisiones se<br />

toman abajo: el pueblo ha de reconocer algo propio en las palabras que asume.<br />

Hemos escrito en otro lugar que se puede intervenir en el <strong>idioma</strong> como los biólogos<br />

actúan en el océano: en consonancia con las corrientes marinas y de acuerdo con la<br />

naturaleza, para preservar sus especies. Porque —a diferencia de lo que había logrado<br />

Alfonso X— dos siglos más tarde se instaló entre los escritores un fervor latinizante<br />

que excedía con mucho las necesidades <strong>del</strong> pueblo y <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>. Iban contra el <strong>genio</strong>,<br />

sin duda, y por eso el <strong>genio</strong> rechazó abundantes palabras escritas entonces: sciente<br />

(sabio), punir (castigar), fruir (gozar), ultriz (vengadora)… [72] . Alguna está en el<br />

Diccionario de la Academia (pues fueron usadas en la literatura, y constan ahí), pero<br />

nada más queda de ellas. En unos casos, por cursis; en otros, porque ya tenían<br />

equivalentes. (Llegarían más tarde fray Luis de León y Garcilaso de la Vega para<br />

hacer lo contrario: ambos huyen de introducir significantes que muestren latinismo o<br />

helenismo evidente). Junto a aquellos términos rechazados, por supuesto otros sí<br />

arraigaron, pues cumplían las normas exigidas por el <strong>genio</strong> de la lengua: que fueran<br />

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inteligibles y no resultaran superfluos.<br />

Inventos nuevos, palabras viejas. <strong>El</strong> fenómeno continúa. Las palabras certeras<br />

arraigan. En su obra ya citada, Walter Porzig nos advierte de que vivimos rodeados de<br />

objetos que no han cumplido aún cien años [73] . Todavía podemos recordar cómo<br />

empezó el <strong>genio</strong> a darles nombre. <strong>El</strong> mundo nuevo <strong>del</strong> ferrocarril, por ejemplo, nos<br />

hizo inventar esa palabra en español (y con los genes <strong>del</strong> español) para sustituir con<br />

ventaja a chemin de fer y a iron roads (expresiones ambas que procedían a su vez de<br />

los carriles mineros). Nuestro <strong>idioma</strong> eligió «revisor» donde el inglés prefirió guard<br />

(guarda; porque los revisores debían defender el correo ante salteadores de caminos).<br />

Y tomó «estación» por analogía con las estaciones donde se cambiaba de caballo de<br />

posta o con las paradas <strong>del</strong> recorrido por las iglesias en Jueves Santo (las «siete<br />

estaciones»); «vías» evoca mediante transposición metafórica el rastro que dejaban<br />

los carruajes o el simple «lugar por donde se transita» que ya definió el diccionario;<br />

«andén» era el corredor para andar por donde caminaban las mulas en las norias,<br />

tahonas y otros in<strong>genio</strong>s movidos por tracción animal; y así, «andén» es ahora el<br />

lugar por donde andamos junto a los carriles por donde discurre la maquinaria de<br />

tracción mecánica, eléctrica o de combustión. (<strong>El</strong> francés, en cambio, adoptó quai,<br />

«muelle»; eligió el acervo portuario). Y, como pasaría luego en el caso de «fútbol»,<br />

también tenemos «tren» (de train en francés), que convive con «ferrocarril» y que ha<br />

asumido la grafía <strong>del</strong> español. Más bien parece «tren» una excepción sonora (por su<br />

fuerza onomatopéyica) entre tantas palabras nuevas que en su día salieron… <strong>del</strong><br />

diccionario. Y así sucedería más tarde con la «navegación» aérea («aero-puerto»,<br />

«aero-nave», «embarque», «sobrecargo», «a bordo», «borda», «pasaje», «bodega»,<br />

«piratas» …; y adoptamos <strong>del</strong> francés «avión» tal vez porque entendimos que se<br />

trataba de un ave muy grande). Por tanto, como sostiene Porzig, en la búsqueda de<br />

términos para hallazgos recientes «se transfieren palabras de vecinos campos<br />

objetivos y más antiguos al nuevo» [74] .<br />

Es decir, el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> acude incesantemente a lo que ya tenía, para darle<br />

nuevo uso, para reciclar las palabras como un buen ecologista.<br />

Así sucede, sin ir más lejos, con el verbo «arrancar» cuando se emplea con el<br />

significado de «poner en marcha» un coche. Como sucedió con «armario», por<br />

ejemplo, que antes era el lugar donde se guardaban las armas, pero ahora guarda los<br />

abrigos y se le sigue llamando igual; porque el <strong>genio</strong> quiso guardar en él la palabra<br />

que lo nombra. Continuamente, palabras que significaban sólo una cosa amplían su<br />

sentido, pero sin que ello mueva jamás a confusión. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> sabe arreglárselas. Hace<br />

muchos años que ejecuta con maestría los cambios por asociación de sentidos<br />

(metáforas, metonimia) y por asociación de formas (etimología popular, elipsis). A su<br />

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carácter analógico se suma aquí su obsesión por el reciclado.<br />

En ese terreno, el <strong>genio</strong> de la lengua recicló tiempo atrás el término «teclado»,<br />

que es anterior al ordenador o computadora, incluso más antiguo que la máquina de<br />

escribir (porque nace de la «tecla» <strong>del</strong> piano, <strong>del</strong> órgano o <strong>del</strong> clavicordio [75] ). Ese<br />

conservacionismo <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> —«conservadurismo» si no se le da tinte<br />

político— hace que las palabras permanezcan como evocadoras de conceptos incluso<br />

a pesar de los avances que éstos experimenten. Así, llamamos «coche» o «carro» a un<br />

potente automóvil en nada parecido a aquéllos arrastrados por caballos o bueyes… O<br />

ahora una persona «enciende» la luz en su apartamento (o la «prende», según el uso<br />

más extendido en América) porque alguien antes «encendió» o «prendió» las velas en<br />

un castillo <strong>del</strong> siglo XIII; pero también «encendemos» el televisor (que no por ello se<br />

quema) y después lo «apagamos» (sin utilizar calderos de agua). Evolucionan los<br />

conceptos, pero las palabras permanecen; precisamente porque se agarran a ellos. Las<br />

imágenes de televisión nos llegan gracias a las «cámaras», tan distintas de las<br />

cámaras de aquellos fotógrafos de trípode y manta, tan diferentes a su vez de las<br />

ligeras cámaras de fotos, y tan distintas todas ellas de las «cámaras» que definía el<br />

primer diccionario: «aposento interior o retirado donde regularmente se duerme», de<br />

donde salió «cámara oscura» (una cámara muy grande, eran los albores de la<br />

fotografía) pero también «camarada» (de las cámaras donde los soldados dormían<br />

juntos) y «camarilla» (aquellos que se reunían en la cámara <strong>del</strong> Rey).<br />

<strong>El</strong> <strong>idioma</strong>, puesto que se crea dentro de sí mismo, responde a lo más nuevo con lo<br />

más viejo. Eso puede darnos pie a defender legítimamente que todo invento no tiene<br />

por qué ir definido por una palabra nueva, al contrario de lo que muchos sostienen. <strong>El</strong><br />

<strong>genio</strong> ha demostrado que sabe aportar soluciones al respecto. Ahora jugamos al<br />

scrabble, un invento anglosajón que pronunciamos difícilmente /escrábel/. Puesto que<br />

se trata de un juego de palabras cruzadas, no resultaría extraño que dentro de unos<br />

decenios «jugar al scrabble» se dijese simplemente «Jugar al crucigrama»; en<br />

oposición con «resolver un crucigrama» o «hacer el crucigrama», expresiones estas<br />

que se reservarían para los publicados en diarios y revistas.<br />

En los hoteles nos dan ya una tarjeta para abrir la puerta de la habitación, y a ese<br />

instrumento lo seguimos llamando «llave», a pesar de que ésta no se parece en nada a<br />

aquéllas de sólido hierro que cerraban las mazmorras. Y se denomina «llave» porque<br />

lo importante no es su forma, ni el avance técnico que muestre, sino que abra la<br />

puerta. Que tenga la «clave» —su etimología— para pasar. Lo mismo sucede cuando<br />

un comentarista deportivo dice que un futbolista estrelló el balón en el «palo» a pesar<br />

de que las porterías se hacen ya de aluminio y no de madera. O cuando narra que el<br />

balón —palabra anterior también al juego <strong>del</strong> fútbol— llega a la «red» (un término<br />

que tuvo un uso previo en el mar).<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> de la lengua nos da esas fórmulas de una manera natural; pero es posible<br />

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que la solución se retarde si por el medio se cuela un anglicismo para denominar el<br />

nuevo utensilio. Ya hemos dicho que el <strong>genio</strong> se hace entonces el interesante. No<br />

importa: al final regresará con el vocablo auténtico; como pasa con «elepé« «cedé»…<br />

recuperaremos la palabra «disco» y desaparecerán las dos anteriores; desaparecerá<br />

«chófer» y recuperaremos «conductor» [76] , y hasta es posible que con el tiempo se<br />

vaya perdiendo «frigorífico» y digamos más a menudo «nevera»; o que arrinconemos<br />

office para pronunciar de nuevo «antecocina» [77] .<br />

Las palabras permanecen, y así lo ha querido el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> durante siglos,<br />

frente a los avances técnicos que han vivido los conceptos que nombran. Como ha<br />

explicado el mexicano Raimundo Sánchez, lo accidental, lo accesorio, no anula el<br />

contenido esencial de las palabras.<br />

La palabra «pantalla» no ha llegado hasta la computadora así como así. Antes fue<br />

la pantalla <strong>del</strong> televisor, y antes la <strong>del</strong> cine. Y antes, la de una lámpara. Todas tienen<br />

en común que sobre ellas se proyecta la luz. Todavía la primera acepción que nos da<br />

el diccionario sobre la voz «pantalla» dice: «lámina que se sujeta <strong>del</strong>ante o alrededor<br />

de la luz artificial para que no moleste a los ojos o para dirigirla hacia donde se<br />

quiera».<br />

Estas actitudes <strong>del</strong> <strong>genio</strong> de la lengua, como se ve, continúan en vigor. Y con<br />

mucho vigor. <strong>El</strong> mismo criterio que llevó hace dos mil años a nombrar «sierra» a una<br />

cordillera, el que hizo que la «púa» <strong>del</strong> puercoespín diera nombre al utensilio con el<br />

que se mueven las cuerdas de la guitarra para dotarlas de mayor volumen, logra ahora<br />

que llamemos «gorila» al que se sitúa en la puerta de una discoteca para impedir el<br />

paso a quienes no le parecen adecuados a la categoría <strong>del</strong> lugar. Y probablemente<br />

hemos llegado al punto en que el llamado «gorila» ni se ofende.<br />

La obsesión <strong>del</strong> <strong>genio</strong> por crear significados desde dentro nos ha invitado a<br />

nombrar partes <strong>del</strong> cuerpo con objetos ajenos a él: la caja torácica, la palma de la<br />

mano, el globo ocular, la nuez de la garganta, el martillo y el yunque <strong>del</strong> oído… Y su<br />

técnica de las metáforas antropomorfas nos dio el efecto contrario (partes <strong>del</strong> cuerpo<br />

que nombran objetos): los ojos <strong>del</strong> Guadiana, la boca <strong>del</strong> túnel, la pata de la mesa, las<br />

manecillas <strong>del</strong> reloj, las entrañas <strong>del</strong> volcán, la cara norte de la montaña o la cara<br />

oculta de la Luna… Y el sillón con orejas.<br />

Se considera que un 35 por ciento de las palabras que figuran en el diccionario se<br />

han construido dentro de la lengua, utilizando los propios recursos de que dispone el<br />

<strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>. Ese gusto por ejercer la innovación con el almacén propio resulta<br />

muy llamativo.<br />

Por eso podemos pronosticar que en el futuro hallarán mejor acomodo en nuestro<br />

<strong>idioma</strong>, por los gustos <strong>del</strong> <strong>genio</strong>, las voces que más se parezcan a las nacidas desde<br />

dentro, aunque lleguen envueltas en un extranjerismo: palabras como «lavavajillas»,<br />

«telespectador», «quinceañero» , «motocaca»… Y también las metáforas fosilizadas,<br />

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construidas igualmente con ingredientes propios: un «plumas» , un «puente festivo»<br />

(a menudo sólo «puente» si el contexto lo avala), una «canguro» …<br />

Las palabras así formadas serán longevas, mientras que no cabe suponer lo mismo<br />

de zapping, holding, focus group, outsourcing… Entre otras razones, porque en su día<br />

ya rechazó el <strong>genio</strong> las grafías francesas que, sobre todo en el siglo XVIII, acechaban<br />

a cualquier documento impreso. Algunas quedaron, claro que sí, gracias a su utilidad<br />

y a que se adaptaron a la morfología y la fonética <strong>del</strong> español («financiero»,<br />

«cotizar», «la Bolsa», «revancha»… ). Pero en cambio no tuvieron mucha suerte<br />

expresiones que parecían de lo más fetén, como golpe de ojo (mirada), pitoyable<br />

(lastimoso), chimía (química), remarcable (notable), y otros inservibles inventos más,<br />

además de clonaciones sintácticas como el uso <strong>del</strong> gerundio en función adjetiva («se<br />

ha recibido una caja conteniendo libros») o el abuso de los artículos ante nombres de<br />

países («está de moda en la Italia») [78] .<br />

<strong>El</strong> valor de la ñ. Ese espíritu ecologista de nuestro <strong>genio</strong> reapareció a finales <strong>del</strong><br />

siglo XX, en los primeros años noventa, cuando algunos fabricantes de ordenadores<br />

intentaron evadirse de la norma española según la cual todos los teclados de<br />

importación debían tener incorporada la ñ como letra, en pie de igualdad con el resto<br />

de los caracteres. Las propuestas de que el español mudase esta grafía para adoptar<br />

alguna de las alternativas en otros <strong>idioma</strong>s indignó a casi todos los pueblos que<br />

hablan nuestra lengua.<br />

La ñ, en efecto, es un invento peculiar <strong>del</strong> español. No existía en latín, y si ha<br />

pasado a otras lenguas (el euskera —donde ocupa incluso el lugar insigne de la<br />

bandera vasca, ikurriña—, el aimara, el guaraní, el quechua, el araucano, el tagalo…<br />

) eso se debe a que el castellano les prestó su alfabeto porque estos <strong>idioma</strong>s carecían<br />

de él.<br />

La ñ tiene sus antecedentes en los fonemas latinos n (vinea, «viña»), nn (annus,<br />

«año») y gn (ligna, «leña»). Esta nasal palatal no existía en latín ni siquiera como<br />

sonido, pero sí anidaba en la mente de los habitantes de la Península y en la evolución<br />

que aplicaron a su <strong>idioma</strong>. La marabunta de grafemas que usaron en la Edad Media<br />

las lenguas romances para sonidos similares se formaba con posibilidades como in,<br />

yn, ny, nj, ng, nig, ign y n. <strong>El</strong> italiano y el francés se quedaron con gn; el catalán<br />

eligió ny; el portugués, nh, y el castellano se decidió en un primer momento por<br />

nn [79] . Luego —por esa economía de esfuerzos que alienta nuestro <strong>genio</strong>— las dos<br />

letras iguales («geminadas» en el lenguaje técnico, palabra que se asocia fácilmente<br />

con «gemelas») se redujeron a una, como en muchísimos otros casos; pero la<br />

ausencia de la otra se indicaba mediante una rayita trazada sobre la letra<br />

superviviente. La ortografía de Alfonso X el Sabio consagró esa solución. Y Nebrija<br />

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eflejó después estos orígenes en su gramática (siglo XV): «la n esso mesmo tiene<br />

dos oficios: uno proprio, cuando la ponemos sencilla, cual suena en las primeras<br />

letras destas diciones: nave, nombre; y otro ageno, cuando la ponemos doblada o con<br />

una tilde encima, como suena en las primeras letras destas diciones: ñudo, nublado, o<br />

en las siguientes destas: año, señor». Pero, por si las dudas, el gramático sevillano<br />

sentencia luego sobre la ñ: «hacemos le injuria en no la poner en orden con las otras<br />

letras <strong>del</strong> a b c». En Nebrija, la raya superior se ha hecho ya ondulada. Y desde<br />

entonces la conservamos contra viento y marea, para que nadie le haga injuria.<br />

Porque forma parte ya <strong>del</strong> talante de nuestra lengua.<br />

<strong>El</strong> semblante <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> son los alrededores, que el <strong>genio</strong> visita de tanto en vez y<br />

sobre los que no ejerce una vigilancia estricta. Sin embargo, el talante es su guarida.<br />

En el talante reside el <strong>genio</strong>, o viceversa. Si en el semblante están los anglicismos,<br />

por ejemplo, el talante es la actitud que el <strong>genio</strong> mantiene ante ellos. En el semblante<br />

se puede apreciar cierta desorganización, porque las fuerzas que intervienen en él son<br />

ajenas a las esencias <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>: generalmente, proceden de las cúpulas sociales. En<br />

el talante, por el contrario, todo responde a un patrón estable y reconocible, que<br />

entronca con el pueblo.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> nos influye… quién sabe. <strong>El</strong> gusto por conservar las palabras ancestrales<br />

nos habrá alimentado seguramente el placer de mantener las tradiciones, tal vez nos<br />

ha animado a que, generación tras generación, se hayan transmitido los romances de<br />

ciego y los cuentos populares, los refranes y los dichos, las canciones infantiles y los<br />

ritos adultos, que hayamos respetado los templos antiguos (incluso los de otras<br />

religiones) y los teatros romanos. Todo lo que pasa con el <strong>idioma</strong> va ligado quizás a<br />

nuestro carácter. A veces, la lengua es la consecuencia de nuestros actos; pero en<br />

otras ocasiones le corresponde a ella influir en nuestras ideas.<br />

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VII <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> es melancólico<br />

Esta característica <strong>del</strong> <strong>genio</strong> de la lengua, la melancolía, va ligada al rasgo<br />

analizado en el capítulo anterior («el <strong>genio</strong> es conservacionista»). Uno sólo puede<br />

acudir a sus recuerdos si previamente los ha conservado bien, sea en la memoria o sea<br />

en un cuaderno escolar. Pero aquí no hablaremos únicamente de su capacidad para<br />

recuperar el pasado, sino de su gozo al hacerlo.<br />

Analizar el <strong>idioma</strong> español desde cualquier punto de vista es encontrar su<br />

melancolía. Miguel Delibes, el formidable escritor castellano, acude con frecuencia a<br />

la elisión <strong>del</strong> verbo «decir» y otros similares cuando hace hablar a sus personajes:<br />

«llevo tres días mano sobre mano. Por no tener no tengo ni ganas de comer. Y la<br />

madre dale duro con que si me pasa algo» (Diario de un cazador); «pues tal cual,<br />

doctor, o sea, a Padre le picó la codicia un día, se llegó a la Sindical, puso las<br />

medallas en la mesa y que un crédito agrícola, ¿entiende?» (Las guerras de nuestros<br />

antepasados). Delibes toma al oído el lenguaje <strong>del</strong> castellano rural, y lo reescribe con<br />

una inmensa calidad literaria sin desprenderse de sus peculiaridades. Se trata, por<br />

descontado, de un lenguaje ancestral que pervive en el mundo donde las palabras se<br />

han desenvuelto más cómodamente a lo largo de la historia, donde el pueblo las ha<br />

sentido más propias: en la agricultura.<br />

Y esa forma de construir las frases en las que se hace hablar a otro ya estaba en<br />

los autores de los siglos XII y XIII, y por supuesto en el <strong>idioma</strong> popular de entonces.<br />

Y al <strong>genio</strong> le gusta.<br />

<strong>El</strong> español arcaico, de hecho, se contentaba con dar a entender, con yuxtaponer<br />

las frases sin coordinarlas; y en ese contexto era habitual omitir el verbo «decir» ante<br />

su oración subordinada: «a aquel rey de Sevilla el mandado llegaba / que presa es<br />

Valencia, que no se la emparan». «<strong>El</strong> rey dioles fi<strong>del</strong>es / por dezir el derecho e al<br />

none; / que non varagen con ellos / de sí o de none» [80]<br />

La conexión entre el estilo que se emplea en el Cantar de Mío Cid y el que mueve<br />

la pluma de Miguel Delibes es la pura melancolía <strong>del</strong> pueblo. Y éste siente tan clara<br />

la sintaxis y el orden de las palabras que puede prescindir incluso de un verbo. Se<br />

trata <strong>del</strong> mismo sentimiento verbal que experimentamos cuando debemos repetir una<br />

frase porque no se nos ha oído en la primera formulación.<br />

—Voy a viajar a Barcelona.<br />

—¿Qué?<br />

—Que voy a viajar a Barcelona.<br />

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Es casi impensable repetir la frase sin introducirla con «que», un resto (igual que<br />

en los ejemplos citados) de la elisión <strong>del</strong> verbo «decir» («he dicho que»). <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong><br />

<strong>idioma</strong> anda por ahí.<br />

Y está tan presente el verbo suprimido, que por lo común construimos la segunda<br />

frase en subjuntivo:<br />

—Ven aquí.<br />

—¿Qué?<br />

—Que vengas aquí.<br />

Tampoco son de hoy los intercambios —a veces erróneos— de adjetivos y<br />

adverbios («ganaron fácil», en vez de «fácilmente» o «con facilidad»; «vinieron<br />

rápido» en vez de «vinieron deprisa» o «vinieron rápidamente»). En el español<br />

arcaico podemos encontrar frases como «violos el rey, fermoso sonrisaba» (en vez de<br />

«sonreía fermosamente» o «con fermosura»).<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> es nostálgico, pues, se siente cómodo con lo que ya conoce; y por eso<br />

muchas innovaciones las relaciona con su propia experiencia para aplicarles las viejas<br />

recetas.<br />

Si nuestro automóvil necesita gasolina, pararemos a «repostar». Este verbo,<br />

formado con los propios recursos <strong>del</strong> español, entra en el diccionario en 1956 para<br />

referirse a la acción de reponer víveres o combustible. Pero podemos imaginar el<br />

rostro complacido <strong>del</strong> <strong>genio</strong> cuando se consagró el uso de «repostar». Porque en su<br />

melancolía recordó al «caballo de posta» que, valga la redundancia intencionada, se<br />

«apostaba» en los caminos (mayormente en lo que se llamaba «estación») para servir<br />

de relevo al equino agotado que llegaba desde la posta anterior [81] . Por lo general,<br />

mediaban dos o tres leguas entre una estación y otra, y cumplían el papel que se<br />

reserva ahora a las gasolineras, en las que el viajero se detiene para «re-postar» y<br />

seguir su marcha con nuevos bríos. Por cierto, se detiene en las «estaciones de<br />

servicio» [82] .<br />

Conociendo al <strong>genio</strong> de la lengua como lo vamos haciendo en estas páginas,<br />

podemos pensar que no debió de ser ajeno a que se nos apareciera ese verbo y lo<br />

asumiéramos de inmediato con plena integración en el sistema <strong>del</strong> español. De hecho,<br />

tampoco estuvo lejos de la palabra «postal», que se vinculó al término «correo»<br />

precisamente por cuestión de las postas que en ellas hacían los carteros, ya fuera a<br />

caballo o al gobierno de los tiros y carruajes que también precisaban de patas de<br />

repuesto. Y decimos ahora «casa de correos» como antes se decía «casa de postas»,<br />

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precisamente la «parada donde tomaban caballos de refresco los correos y los que<br />

viajaban en posta», según la definición todavía presente en el Diccionario. En él<br />

figura asimismo esta definición de «apostar» (segunda entrada): «de postar. Poner<br />

una o más personas o caballerías en determinado puesto o paraje para algún fin». Ya<br />

tenemos ahí ese verbo original «postar», al que sólo hacía falta añadir un prefijo que<br />

reflejara la reiteración. Y no quedaba tan alejado en el tiempo <strong>del</strong> sustantivo «posta»<br />

que se sigue empleando en las carreras de relevos, donde los atletas o nadadores<br />

corren en la primera posta, la segunda posta… hasta las cuatro en que suelen<br />

dividirse.<br />

Algo suena raro en «posta», desde luego. No parece una palabra patrimonial<br />

(pues las reglas de la evolución lingüística nos hacen suponer «puesta»). En efecto, se<br />

trata de un italianismo que entró cuando la ventanilla de esa evolución ya se había<br />

cerrado (recordemos que el <strong>genio</strong> mira mucho la hora), pero el vocablo es tan<br />

antiguo, está tan asimilado y es tan productivo que el señor de la lengua (como hace<br />

con todas las palabras incorporadas con la vestimenta debida) ya nunca le hará ascos.<br />

Las palabras nacionales y las nacionalizadas son suyas por entero. Y tampoco<br />

reprocha nada a un derivado tan elegante como «repostar»… como no reprocha nada<br />

ni a «jardinero» (<strong>del</strong> galicismo «jardín») ni a la mismísima «albañilería» (<strong>del</strong><br />

arabismo «albañil»). No son ésos precisamente sus problemas.<br />

En realidad, todas las lenguas disfrutan de la melancolía; todas guardan una cierta<br />

unidad con su propia historia; todas presentan más coincidencias con su pasado que<br />

discrepancias. «En ningún otro dominio de la cultura sobrevive tanto el pasado como<br />

en la lengua» escribió Coseriu [83] .<br />

Por eso hay una buena manera de engañar al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> español: presentarle algo<br />

nuevo como si fuera viejo. Cuela enseguida. Da igual que la palabra nos llegue a<br />

través <strong>del</strong> inglés o <strong>del</strong> suajili.<br />

Los helenismos que han venido al español dentro de palabras inglesas se han<br />

adaptado sin dificultad. En esos casos el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> ni siquiera repara en cómo<br />

se escribe en inglés, y pone en marcha sus propios mecanismos como si la palabra la<br />

hubiera recibido directamente <strong>del</strong> griego hace siglos y por la vía <strong>del</strong> comercio con el<br />

Mediterráneo. Es lo que pasó, por ejemplo, con la voz psyche<strong>del</strong>ic. No habría sido el<br />

primer anglicismo que se adoptase y se adaptase más o menos como llega. Y si<br />

hubiera ocurrido eso estaríamos diciendo y escribiendo psiquedélico y psique<strong>del</strong>ia,<br />

como en francés escriben psyché<strong>del</strong>ique. Pero el <strong>genio</strong> ya tenía en su seno unos genes<br />

que le servían para componer una palabra con dos sustantivos griegos. Así que se<br />

aplicó a su trabajo melancólico y por eso decimos «psico<strong>del</strong>ia» como asumimos<br />

«psicofonía» o «psicodrama». <strong>El</strong> <strong>genio</strong>, a pesar de que la palabra de origen era<br />

psyché o psique (depende de la transliteración; es decir, de la transcripción que<br />

usemos) ya tenía decidido que la vocal de conexión para los compuestos sería la o. Y<br />

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así no queda sobre la palabra en español ni rastro <strong>del</strong> inglés [84] .<br />

A veces tardan en aparecer estas palabras que, como «repostar», dan en el clavo.<br />

Pero el <strong>genio</strong> tiene paciencia. Incluso en el siglo XX se han incorporado<br />

innumerables latinismos con total naturalidad: «amputación», «caries»,<br />

«conmiseración», «excavación», «excreción», «proyección» . Las incorporaciones<br />

contemporáneas son casi todas internacionales: «anemia», «autógrafo» (antes<br />

«manuscrito»), «biografía», «fonética», «arqueología», «programa»… Suelen<br />

presentarse envueltas en otra lengua, y al <strong>genio</strong> no le parecen mal porque las<br />

reconoce como propias y eso le agrada.<br />

Y ésta es la clave de su melancolía: al <strong>genio</strong> le gusta todo aquello por lo que ha<br />

pasado su historia. Ahí reside la razón de que vea con buenos ojos las palabras que<br />

traen un barniz de latín, o de griego, o <strong>del</strong> árabe, incluso de que le gusten algunas<br />

voces germánicas o italianas. Con vocablos que comparten esas lenguas ha formado<br />

palabras patrimoniales, incorporadas así a su propia genética para generar nuevas<br />

voces. Y ése es el problema que le plantea el inglés: por el inglés no ha pasado nunca<br />

el <strong>genio</strong>, y con esta lengua se muestra más riguroso que con ninguna (también lo sería<br />

con otras, pero ésas no se hallan tan presentes en su mundo). Eso sí: lo que viene en<br />

inglés disfrazado con una pátina antigua acaba pasando. Como «computador» o<br />

«computadora», pues no le resultan ajenos el verbo «computar» y sus posibles<br />

derivados. Tampoco puso pegas a «locomotora», que se había presentado en calidad<br />

de locomotive cuando la inventó George Stephenson en el siglo XIX. Siguiendo los<br />

criterios de todo inventor que se precie (tal vez hubo un congreso internacional de<br />

<strong>genio</strong>s <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> para decidir esto, e influir luego en los <strong>genio</strong>s de la industria), el<br />

ingeniero británico acudió al latín para dar nombre a su nueva máquina. En realidad,<br />

para darle adjetivo, pues se trataba <strong>del</strong> locomotive engine. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong><br />

español aceptó inmediatamente, sin que apenas se barajase otra posibilidad,<br />

«máquina locomotora», de donde (como ya hemos visto en anteriores páginas) el<br />

adjetivo pasó a resumirse en nombre.<br />

«Locomotora» era la máquina que se movía <strong>del</strong> lugar (locus, en latín), y por eso<br />

la designación se centró en ese aspecto. En aquel tiempo ya existían máquinas de<br />

vapor, pero se estaban quietas en su sitio. Llama la atención que un siglo después los<br />

hablantes se fijaran en la misma diferencia (móvil-fijo) al llegar los nuevos<br />

teléfonos [85] .<br />

Los inventores, en efecto, acudían al latín, al griego, a veces incluso a los dos:<br />

«electricidad», «telégrafo», «teléfono», «fotografía», «automóvil», «aeroplano>,<br />

«biciclo» (después «bicicleta»; «velocípedo» antes).<br />

Por culpa de esa tendencia <strong>del</strong> <strong>genio</strong> a dar por bueno lo que llega con un barniz<br />

conocido, las «clonaciones» de palabras forman un disfraz peligroso. Estamos<br />

hablando de esos términos que se pronuncian o se escriben con gran similitud en<br />

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inglés y español pero que albergan significados muy distintos… al menos hasta ahora<br />

(como sucede con table y «tabla»). Se trata de palabras que tenemos ante nosotros y<br />

nos resultan familiares, pero que no han seguido una evolución genética en nuestra<br />

propia lengua sino que se clonan directamente de otra, ocasionando así una confusión<br />

entre el vocablo original y el clonado. Por ejemplo, esas lesiones «severas» de las que<br />

hablan los médicos ignorando que la rigidez de juicio —la severidad— sólo<br />

corresponde a los seres animados; esa «librería» (library) que en realidad es una<br />

biblioteca… En estos casos el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> se halla más indefenso, porque le<br />

costará mucho trabajo reparar con su eterna lentitud los efectos de estos ataques<br />

contra su cuidado patrimonio. Se ayudará para ello <strong>del</strong> escaso recorrido que suelen<br />

tener tales palabras, porque estas clonaciones («falsos amigos» en el lenguaje de los<br />

filólogos) padecen sus propios efectos transgénicos y se estropean con facilidad<br />

cuando empiezan a moverse por el sistema, produciendo errores al saltarse el rigor y<br />

la analogía que ha inoculado nuestro <strong>genio</strong> a todos los hablantes: la retransmisión «en<br />

vivo» que no tiene su antónimo en la retransmisión «en muerto»; el trabajador<br />

«ignorado» por sus jefes, que, sin embargo, le conocían bien; los miles de «copias»<br />

de un libro (copies) que fueron impresos legalmente en una rotativa; un cantante que<br />

actúa «en concierto» pero que no es un concertista…<br />

No obstante, el <strong>genio</strong> está aquí ante un reto; y, visto el dolor que podrían<br />

ocasionarle estas palabras clonadas, imaginamos que sabrá responder a él.<br />

Muy de pueblo. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> es también muy de pueblo, y a causa de eso puede<br />

encontrar en el terruño todo lo que necesita. Su verdadera esencia procede <strong>del</strong> mundo<br />

rural, por más que haya aceptado muchas propuestas de las clases cultas y urbanas. Y<br />

tanto su evolución como su resistencia a la evolución —pues ambas corrientes se dan<br />

en su seno, gobernadas por la lentitud y el calendario como hemos visto— entroncan<br />

con las clases populares.<br />

La gente sencilla constituye el verdadero nexo entre las distintas épocas de<br />

nuestro <strong>idioma</strong>. <strong>El</strong> pueblo ha acogido con calor todo su acervo patrimonial y lo ha<br />

defendido, desdeñando generalmente los modernismos que ya en la antigüedad se<br />

alentaban desde la gran capital. La autoridad y el prestigio de la metrópoli le seguían<br />

quedando muy lejos con el paso de los años, y el <strong>genio</strong> decidió refugiarse en su<br />

propio ambiente para guardar lo que ya tenía, sin incorporar las modas de la gran<br />

urbe romana o de la fina corte central. Encontró en las aldeas y las zonas rurales su<br />

granero de militantes, que intuyeron muy bien el alma <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, lo albergaron y lo<br />

enriquecieron. En ellas caló el espíritu que el <strong>genio</strong> deseaba inculcar a los hablantes:<br />

la ausencia de prisa, la necesidad de que todo tuviera un orden, el gusto por ahorrar…<br />

Como la romanización empieza en España en el siglo III antes de Cristo, el latín<br />

que llega corresponde a esa época. No es el mismo <strong>idioma</strong> que lleva el Imperio a las<br />

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Galias, porque allí la conquista se produce un siglo después. A la Dacia (más o menos<br />

la actual Rumania) la romanización no llega hasta el siglo II después de nacer<br />

Jesucristo, cuatro siglos más tarde que en la Península. Por tanto, la lengua que<br />

trasladan los romanos a España es un latín más antiguo, que, merced a ese carácter<br />

conservacionista <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español, pervivirá en muchas palabras que<br />

otros lugares no albergaron. Los centuriones y los arquitectos llegaron en un primer<br />

momento directamente de Roma. Con el paso de los decenios, los romanos habían<br />

nacido ya en Hispania. <strong>El</strong> centro <strong>del</strong> Imperio va quedando más lejos.<br />

<strong>El</strong> latín español se fue haciendo cada vez más español y más <strong>del</strong> pueblo. Y fue<br />

más español cuanto más <strong>del</strong> pueblo. <strong>El</strong> latín hablado en las zonas más remotas y más<br />

pobres de la Península era menos parecido al de Roma —a su norma de prestigio—<br />

que el hablado en las ciudades próximas al Mediterráneo. Y precisamente aquella<br />

habla rural fue la que sirvió de germen para el castellano.<br />

Más a<strong>del</strong>ante, el hispanorromance conservaría muchos rasgos de latín, cómo no;<br />

pero de ese latín correspondiente a los siglos III y II antes de Cristo que se<br />

modificaría luego en el habla de Roma y en los usos de otras provincias latinizadas<br />

después [86] .<br />

Así que el castellano (y el portugués) preservaron formas corrientes en el latín<br />

clásico que no se registran luego fuera de la Península, salvo en otras áreas<br />

igualmente alejadas de los centros de irradiación cultural [87] . Eso hace al español tan<br />

de pueblo: su caldo de cultivo está en la lejanía <strong>del</strong> poder y de la ciudad.<br />

Está documentado que el entonces cuestor Adriano (emperador de 117 a 138<br />

después de Cristo), hispano e hijo de hispanos, leyó un discurso ante el Senado<br />

romano con tan marcado acento regional que despertó las risas de los senadores [88] . Y<br />

eso que Adriano era un hombre culto, pero seguramente le influían —a él como a<br />

otros miles de personas— la fonética y la fuerza de las lenguas que existieron en<br />

Iberia antes de que llegaran los romanos, hasta el punto de hacerle conservar el eco<br />

de su acento pese a tantos siglos de dominación en la Península. No es difícil<br />

imaginar su pronunciación de las vocales, demasiado hispana. Todavía hoy son<br />

notorias las similitudes entre la fonología <strong>del</strong> castellano y la <strong>del</strong> euskera —una de las<br />

lenguas prerrománicas—, frente a la <strong>del</strong> latín: cinco fonemas vocales en ambas<br />

lenguas españolas, contra los diez <strong>del</strong> latín clásico y los siete <strong>del</strong> latín vulgar de<br />

Hispania.<br />

La lejanía de Roma explica que el castellano diga «mesa» (mensa) mientras que<br />

el francés dice table, el catalán taula y el italiano távola. <strong>El</strong> español dice «queso» (<strong>del</strong><br />

latín caseus), pero el catalán formatge y el francés fromage, y el italiano formaggio, o<br />

«hervir» (fervere) en vez de boullir (francés), bollire (italiano) y bullir (catalán). Las<br />

viejas palabras <strong>del</strong> castellano proceden <strong>del</strong> latín, pero de un latín más antiguo. Y el<br />

<strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español decidió conservarlas [89] .<br />

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Así pues, el español heredó ese conservadurismo de aquel latín (entendemos por<br />

conservadurismo el hecho de que en la Península se mantuvieran formas<br />

desaparecidas en el resto <strong>del</strong> Imperio) . Y ya entonces se vio obligado a manejar las<br />

dos presiones que le rodeaban y que le iban a perseguir siempre: una conservadora<br />

otra de innovación. Una, <strong>del</strong> latín; otra, de las lenguas prerrománicas. Y por increíble<br />

que parezca, las hizo compatibles.<br />

Roma era la capital <strong>del</strong> Imperio y allí se marcaba la moda, también en las<br />

palabras. Pero las zonas periféricas, como España, quedaban lejos de la metrópoli.<br />

Una flecha lanzada desde un arco ya no puede cambiar su trayectoria una vez que ha<br />

salido de la cuerda…; puede detenerse, pero no variar. La luz de una estrella se sigue<br />

viendo desde la Tierra muchos años después de que ese astro haya desaparecido… Y<br />

algo semejante sucedió con las palabras lanzadas desde Roma hacia la Península:<br />

siguieron su camino, aunque en el lugar de origen hubiera cambiado el foco que las<br />

proyectó.<br />

En las regiones más alejadas, se van registrando una serie de cambios que no se<br />

daban en los territorios centrales de la Europa románica, más relacionados con el<br />

poder central. <strong>El</strong> latín magis hace que nazcan «más» (español), mais (gallego), més<br />

(catalán) y mai (rumano), pero la también latina y posterior plus origina plus en<br />

francés y piú en italiano. Algo paralelo con lo que le sucede a la palabra «pájaro»,<br />

pues el latín vulgar passar (latín clásico passer «gorrión») da en gallego pasaro, en<br />

portugués pássaro, en rumano pasere…; pero el francés se queda con oiseau, el<br />

italiano con uccello, y el catalán con aucell, todos ellos con origen en aucellus<br />

(avecilla). Una voz tan empleada como «hermano» derivó en español de germanus, y<br />

por eso mismo se dice irmao en portugués y germá en catalán, mientras que en<br />

francés utilizan frére y en italiano fratello, derivados de un posterior frater en latín<br />

(de donde también el posterior fraternal <strong>del</strong> español) [90] . Digamos, pues, que<br />

«hermano» es más de pueblo y más antiguo que frére.<br />

Una buena prueba de ese carácter rural que tintó toda la evolución patrimonial <strong>del</strong><br />

castellano nos la da la palabra «caballo» . Esta voz no puede proceder de ninguna<br />

manera <strong>del</strong> equus latino. De ahí saldrán muchos años más tarde los términos cultos<br />

«equino», «équido» o «equitación» , formas de entender el caballo con perspectiva<br />

científica o de alta sociedad. Nuestra palabra, «caballo» —similar en otras lenguas<br />

romances— viene también <strong>del</strong> latín: de caballus; pero no era éste el caballo de los<br />

caballeros, valga la redundancia paradójica, ni el caballo de los centuriones o de los<br />

emperadores. Caballus significaba «caballo de carga»; es decir, el empleado para las<br />

labores <strong>del</strong> campo con funciones que más a<strong>del</strong>ante asumirían nuestras mulas. Para el<br />

pueblo no había otro caballo. Y por eso nosotros no tenemos ya otro caballo que el<br />

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«caballo», sea de un mariscal o de un aparcero.<br />

<strong>El</strong> Imperio Romano cayó, y el influjo lingüístico de Roma se esfumaría. Pero no<br />

se esfumó el latín, que continuó vivo muchos siglos, sobre todo en la iglesia, en los<br />

tribunales y entre las clases cultas. Ahora bien, no había un latín único, porque el<br />

hablado en Castilla se había alejado mucho, como decimos, de la norma prestigiosa<br />

de Roma.<br />

En la época árabe, tres cuartas partes de la Península quedaron bajo dominio de<br />

los invasores llegados <strong>del</strong> sur. Sin embargo, en el norte y en el noroeste<br />

permanecieron algunos núcleos que hablaban un <strong>idioma</strong> embrionario de lo que ahora<br />

llamamos español. Se trataba también de las áreas que habían estado más alejadas de<br />

las normas romanas, zonas rurales. Y por ahí anduvo la cuna de este <strong>idioma</strong>, retratada<br />

más tarde en las Glosas de Silos y San Millán (unos kilómetros más abajo).<br />

Ese aislamiento <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> en una zona alejada de la metrópoli (y sus correlativos<br />

efectos) se produciría más tarde en América. Durante siglos, el contacto con la<br />

península Ibérica se mantenía únicamente a través de México y Lima. Por eso<br />

algunas zonas, como el Río de la Plata, permanecieron más alejadas lingüísticamente<br />

de España que los territorios conectados por las vías de comunicación preferentes [91] .<br />

Hasta las puertas <strong>del</strong> siglo XIX, a Buenos Aires se llegaba sólo después de un<br />

larguísimo viaje por tierra, cruzando el continente de norte a sur. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> de la<br />

lengua anidó en los hispanohablantes de aquellas zonas, reprodujo en ellos el<br />

sentimiento melancólico de la lejanía y la endogamia lingüística. Eso explica que la<br />

norma argentina esté más alejada <strong>del</strong> castellano peninsular que la mexicana o la<br />

peruana. <strong>El</strong> español de Buenos Aires, por ejemplo, es más conservador que el de<br />

Madrid o el de Lima, y, como se sabe, abundan en él los arcaísmos que en otras zonas<br />

hispanohablantes ya no se usan, como el empleo <strong>del</strong> «vos» para la segunda persona<br />

<strong>del</strong> singular.<br />

<strong>El</strong> sentimiento continúa. Todavía hoy se mantienen los efectos de la flecha que<br />

se disparó en el siglo XV hacia América: muchas palabras desaparecidas en el<br />

español de España siguen vivas en las gargantas <strong>del</strong> Nuevo Continente, aunque hayan<br />

sido sustituidas por otras en el foco que las lanzó hacia allá; y, en un efecto similar,<br />

todavía hoy suena extraña en tierras americanas la unión de preposiciones «a por»,<br />

que se da como normal en la Península y que tal vez se tenga por demasiado<br />

metropolitana. No les puede sonar vetusta, pues carece de ese encanto popular.<br />

La melancolía <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> y su espíritu popular se unen, por el contrario,<br />

cuando oímos voces que nos recuerdan el herrenal donde se encierra a los burros, la<br />

algorza que recubre sus tapias, el tajuelo donde nos sentamos para verlo, aquellas<br />

lajas con que se ataba a los animales, las servillas que nos calzan los pies antes de ir a<br />

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la cama, el burato de seda, la saya y el mandil, las piedras que tomamos <strong>del</strong> majano<br />

para arrojárselas al garduño que huye, la gayola, los bogales y la jineta. Son antiguas,<br />

y por eso también hermosas.<br />

Al <strong>genio</strong> le gustan porque es melancólico, arropado sin duda por la experiencia de<br />

tantos pueblos hispanos que abandonaron su tierra para emigrar a otras, y que<br />

acumularon así una nostalgia de sus orígenes, de sus majuelos en flor y de los<br />

vencejos siempre incansables que revoloteaban junto al campanario. Aquellos<br />

aventureros rememoraron los zopilotes majestuosos y siguieron venerando al cóndor<br />

andino. Llevaron sus nombres a países lejanos —San Antonio, Los Ángeles, tantas<br />

Barcelonas, y Santanderes, y Méridas y Cartagenas…—; buscaron tierras llanas si<br />

venían de la llanura, y zonas escarpadas si procedían de la montaña. Los pueblos<br />

hispanos han ido y han regresado, y a veces se han quedado en otras tierras, pero<br />

siempre guardaron el placer de recordar lo que era suyo, para no perderlo nunca.<br />

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VIII <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> es sencillo<br />

Con las palabras <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español se pueden construir los textos más<br />

enrevesados pero también los más sencillos. La diferencia estriba en que el público<br />

suele apreciar mejor estos últimos. Algunos escritores —Azorín a la cabeza— han<br />

hecho de la sencillez su estilo, acompañada de la precisión porque siempre que se<br />

evitan las complicaciones y las ambigüedades se disfruta de la claridad. Y la claridad<br />

sólo tiene esos dos factores: sencillez y precisión.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> de la lengua prefiere también la sencillez, y sobre ella ha construido su<br />

poder. Busca las fórmulas más simples: ya lo hemos visto con su espíritu analógico y<br />

su capacidad para dejarse enseñar. Los vientos que en algunos sectores tienden a<br />

contradecir esta tendencia están llamados al descrédito y luego al olvido. <strong>El</strong> <strong>idioma</strong><br />

resulta mucho más fácil de lo que pretenden quienes hacen negocio de oscurecerlo.<br />

La tendencia natural <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> es la palabra llana, que no en vano se llama así.<br />

De las 92.000 entradas <strong>del</strong> diccionario, son palabras llanas o graves (acento tónico en<br />

la penúltima sílaba) 72.500 (el 71 por ciento). «Casa», «mesa», «silla», «circo»,<br />

«campo», «bosque», «árbol» … <strong>El</strong> léxico <strong>del</strong> español está inundado de palabras<br />

sencillas y llanas. Las palabras agudas son sólo el 19 por ciento («avión», «color»,<br />

«querer», «motor» … ).<br />

<strong>El</strong> sonido de nuestro <strong>idioma</strong> invita a hablar con llaneza. Las esdrújulas son muy<br />

escasas («último», «índice», «pérgola», «águila» … ), y no digamos las<br />

sobresdrújulas («rápidamente», «acapáraselo», «déjanoslos» … ). Y no se puede<br />

defender que esdrújulas y sobresdrújulas desagraden al <strong>genio</strong>, pero sí podemos<br />

deducir que no las tiene como preferidas, porque hay menos esdrújulas entre las<br />

palabras patrimoniales que entre los compuestos griegos y los cultismos latinos. Ya<br />

su vez el grupo de palabras patrimoniales (las que han experimentado toda la<br />

evolución <strong>del</strong> castellano) contiene muy pocas esdrújulas con más de tres sílabas.<br />

Números estos que también aumentaron gracias a los cultismos latinos y griegos<br />

«antropólogo», «filósofo», «homínido», «entomólogo», «pirómano»…). De hecho,<br />

en el habla común las palabras esdrújulas apenas aparecen. Y si éstas se identifican<br />

generalmente con el lenguaje culto, tal vez podamos establecer un baremo que<br />

relacione la formación de una persona y el uso que hace de las esdrújulas (número de<br />

ellas en relación con la media habitual en español, cantidad de sílabas en esas<br />

palabras, procedencia latina o griega…).<br />

Por lo general, las palabras largas son cultas; y se han formado con adición de<br />

afijos y partículas que denotan un cierto conocimiento superior de la lengua. Aunque<br />

no racionalmente, muchos políticos han debido de hacerse, de forma intuitiva, este<br />

planteamiento. De otro modo no se explica su gusto por alargar las palabras y colocar<br />

su acento en las primeras sílabas y no donde les corresponde (préparacion,<br />

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cónstitunonalidad, éstimular, sólidaridad, ínvertiremos…). Parece que quisieran<br />

incrementar el número de esdrújulas, y la apariencia de expresión refinada, por el<br />

tramposo método de presentar como tales las que no lo son.<br />

Pero, vistos los datos expuestos aquí, eso va claramente contra el gusto <strong>del</strong> <strong>genio</strong>,<br />

y aleja el lenguaje político <strong>del</strong> que utiliza el pueblo con naturalidad, el lenguaje llano.<br />

Porque estadísticamente semejante esdrujulización constante no se corresponde con<br />

la presencia habitual de tales palabras en el <strong>idioma</strong>. Y por tanto varía el sonido global<br />

<strong>del</strong> discurso, lo que puede producir el efecto contrario al buscado: que el pueblo<br />

desconfíe de quien no habla como él.<br />

De hecho, el pueblo tiende a lo contrario: a acortar muchos términos que le<br />

parecen excesivamente largos (palabras compuestas, por lo general), como bici-cleta,<br />

foto-grafía, cine-matógrafo, porno-gráfico, zoo-lógico, auto-móvil, tele-visión, narcotraficante,<br />

peli-cula («me voy a ver una peli»), micro-fono, híper-mercado, ultraderechista…<br />

que en ámbitos familiares suman muchos más: «el presi», «la seño», «la<br />

Ascen»…<br />

En efecto, al <strong>genio</strong> no le gustan las palabras largas. Es normal que la gente se<br />

trabe al pronunciarlas, incluso los locutores profesionales las ensayan con cuidado<br />

para cuando se les presenten inexorables. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> español no propone unas<br />

palabras tan cortas como las <strong>del</strong> inglés, donde abundan los monosílabos, pero digiere<br />

mal «antiestadounidense», «baloncestístico» o «anticonstitucionalmente».<br />

Ese carácter llano <strong>del</strong> español le viene, como es lógico, <strong>del</strong> latín. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> de la<br />

lengua de Roma no creó nunca palabras agudas ni sobresdrújulas. Nosotros decimos<br />

«amor», pero los romanos pronunciaban ámor. Nosotros escribimos «libélula», pero<br />

en latín se dice libelúla (diminutivo a su vez de libella, que procede de libra,<br />

«balanza»: por el equilibrio que mantiene ese insecto en el aire, con las alas<br />

desplegadas y horizontales).<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> español (que como buen hijo <strong>del</strong> latín rompió con algunas reglas <strong>del</strong><br />

padre, pero heredó muchas más) ha mantenido ese gusto. <strong>El</strong> latín, de hecho, adaptó<br />

palabras <strong>del</strong> griego haciéndolas pasar por el aro de sus propias reglas fonéticas: a<br />

causa de eso apenas nos han llegado al español voces griegas agudas (excepto los<br />

nombres propios, que no sufrieron adaptación).<br />

Por todo ello, la mayoría de los vocablos agudos <strong>del</strong> español son tardíos (además<br />

de relativamente escasos). La primera persona. ¿Es descabellado relacionar la<br />

sencillez <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> español con su desapego de la primera persona? Tal vez, pero<br />

eso es lo que ocurre. «Dejamos a los psicólogos e historiadores de la cultura la tarea<br />

de aclarar por qué el español, entre otras lenguas románicas y germánicas<br />

culturalmente colindantes, hace al sujeto hablante menos protagonista que aquéllas»,<br />

escribió Emilio Lorenzo [92] . Ciñéndonos al retrato meramente lingüístico, es cierto<br />

que en inglés o francés se pierden las desinencias verbales y eso obliga a introducir el<br />

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sujeto. En español, en cambio, la desinencia verbal garantiza casi siempre la<br />

identificación de la persona-sujeto («¿vienes?» frente a «¿tú vienes?»). Y eso oculta<br />

al agente y favorece la sencillez, hasta el punto de que salta al oído la inmodestia de<br />

quienes utilizan continuamente el «yo» cuando hablan.<br />

En español, el sujeto queda como recurso para el énfasis o para resolver una<br />

ambigüedad. Pero más para el énfasis. Ese recurso no lo tiene el inglés. <strong>El</strong> francés sí:<br />

moi, toi, lui…, en formaciones como moi, je vais…<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, para más abundancia en las posibilidades de sencillez, puso<br />

también al servicio <strong>del</strong> hablante la opción <strong>del</strong> sujeto «uno» y «una», que logran<br />

subsumir el protagonismo de la primera persona en una tercera: «uno piensa que eso<br />

es lo adecuado», «una creería que eso era verdad»…<br />

La ocultación <strong>del</strong> «yo» se extiende en español a la resistencia frente al uso <strong>del</strong><br />

posesivo: «se le cayeron las gafas», en vez de «se le cayeron sus gafas». Por eso<br />

podemos pensar que van contra el <strong>genio</strong> de la lengua las frases tan habituales de los<br />

periodistas deportivos: «Zidane se lesionó en su tobillo», «Beckham dispara con su<br />

pierna derecha», «Ronaldinho se lleva su mano a su cabeza», puesto que en todas<br />

ellas los pronombres son superfluos (y no hay que olvidar que el <strong>genio</strong> tiende a la<br />

economía). No es difícil imaginar la influencia de una lengua distinta cuando se oyen<br />

frases así (generalmente el inglés) [93] .<br />

Lo expresó muy bien Juan de Valdés en su Diálogo de la lengua: «[…] el estilo<br />

que tengo me es natural y sin afetación ninguna escrivo como hablo; solamente tengo<br />

cuidado de usar de vocablos que sinifiquen bien, lo que quiero dezir, y dígolo quanto<br />

más llanamente me es possible, porque a mi parecer, en ninguna lengua está bien la<br />

afetación». Valdés coincide con don Juan Manuel en que «todo el bien hablar<br />

castellano consiste en que digáis lo que queréis con las menos palabras que<br />

pudiéredes».<br />

Me permito recordar aquí la frase que escribió un periodista, amonestado en su<br />

día por el Departamento <strong>del</strong> Español Urgente de la agencia Efe: «abandonó la Ciudad<br />

Condal para iniciar su período vacacional». A su alcance había tenido una frase<br />

mejor, y además sin rima: «salió de Barcelona para empezar las vacaciones». <strong>El</strong> 4 de<br />

septiembre de 2004 oigo en la radio: «el coche sufrió una salida de la calzada», lo<br />

cual se parece bastante a «el coche se salió de la carretera» .<br />

Ya lo contaba Cervantes: «aquí alzó otra vez la voz maese Pedro, y dijo: "llaneza,<br />

muchacho, no te encumbres; que toda afectación es mala"».<br />

<strong>El</strong> gusto por la sencillez lleva al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español a proponer frases<br />

sencillas, directas, sin muchas subordinadas. Las frases largas y llenas de<br />

subordinaciones enredan su ritmo y lo amaneran. Hace falta mucha maestría literaria<br />

para manejarse en esos terrenos inhóspitos, porque ni el ánimo ni la estructura de<br />

nuestra lengua ayudan en el intento. Y ni siquiera cuando esas frases se construyen<br />

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con corrección y resultan inteligibles se puede garantizar que sean también literarias.<br />

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IX <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> es preciso<br />

La precisión constituye otra de las obsesiones <strong>del</strong> <strong>genio</strong> de la lengua. Los<br />

campesinos medievales que sabían distinguir las variedades <strong>del</strong> ganado o de los<br />

équidos, cada una con su nombre, se acostumbraron a nombrar las zoquetas, los<br />

cañiceros y los hocinos, a agavillar lo segado y a salir al acarreo. Cada objeto tenía su<br />

palabra, y cada función su verbo.<br />

Eso estaba y eso permanece en la mentalidad <strong>del</strong> pueblo hispanohablante, que<br />

busca siempre atinar en los matices. Todo atentado contra la precisión de la lengua es<br />

un acto de leso <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>.<br />

<strong>El</strong> Diccionario <strong>del</strong> español ha acogido el galicismo «devenir» (que se escribe<br />

igual en francés) y lo define como equivalente de «sobrevenir», «suceder», «acaecer»<br />

o «llegar a ser». Como concepto filosófico, «el devenir» es «la realidad entendida<br />

como proceso o cambio, que a veces se opone a ser». Así, «el devenir» puede ser «el<br />

desarrollo», «la evolución» o «el proceso» de algo.<br />

Pensando en francés, uno puede «devenir catedrático»; es decir, llegar a ser<br />

catedrático. O pensando en español: «convertirse en catedrático». La expresión<br />

francesa parece ganarle al español en la significación de un proceso, un camino en el<br />

cual el sujeto se está transformando para terminar en el sustantivo o adjetivo que la<br />

sigue. Pero llama la atención, como muy bien ha expuesto Emilio Lorenzo, la<br />

facilidad <strong>del</strong> español para ganar a su vez en precisión y eficacia a ese «devenir» que<br />

tanto acomplejaba a algunos filósofos desilusionados por no encontrar en nuestro<br />

<strong>idioma</strong> un sustantivo y un verbo equivalentes a «derivar <strong>del</strong> ser». Porque «devenir»<br />

se dice en español de muchas maneras: devenir vulgaire, por ejemplo, es<br />

«adocenarse». Y devenir fou, «enloquecer» . Y hacerse viejo, «envejecer» (o<br />

«avejentarse», que la precisión <strong>del</strong> español sabe distinguir el ser <strong>del</strong> parecer). Y así<br />

tenemos «rejuvenecer», «enriquecerse», «a<strong>del</strong>gazar» , «engordar», «debilitar»,<br />

«ablandar», «enrojecer» (y «ruborizarse», «sonrojarse»), «abaratar», «encarecer»,<br />

«acrecentar»… Verbos que no existen en otras lenguas y que ganan en precisión<br />

frente a cualquier alternativa. <strong>El</strong> español puede decir «enamorarse», significando así<br />

el proceso, el devenir, mientras que el francés debe acudir a tomber amoreux y el<br />

inglés a to fall in love, con un tránsito necesariamente brusco pues los dos hablan de<br />

una caída.<br />

Ir perdiendo el pelo sería «encalvecer», y una traducción de «abarraganarse» en<br />

inglés nos daría nada menos que to enter into concubinage [94] . Son centenares los<br />

ejemplos que nos ofrece el diccionario que, para mayor rigor, concretan el devenir en<br />

evoluciones precisas.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> busca atinar con los matices y tiende a la especialización de las palabras.<br />

Eso no quiere decir que cada término corresponda a un significado y sólo a uno, sino<br />

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que significados cercanos pero no iguales deben encontrar sus términos precisos y<br />

por tanto, distintos.<br />

Partimos de la base de que el <strong>genio</strong> ha consentido oposiciones lingüísticas que, a<br />

diferencia de las oposiciones lógicas, no son exclusivas, sino inclusivas [95] . Y sin<br />

embargo es casi imposible el error (salvo intencionado) . Así, tenemos la oposición<br />

día-noche. Pero la noche está dentro <strong>del</strong> día. Yeso no es en absoluto fuente de<br />

equivocaciones o malos entendidos al hablar. La ambivalencia de «día» no afecta a su<br />

precisión, como tampoco el extenso valor de «caballos» (palabra que puede referirse<br />

a los animales o a la potencia de un coche), porque el contexto da siempre idea <strong>del</strong><br />

significado (y si en el 99 por ciento de los casos no fuera así, ese doble valor acabaría<br />

desapareciendo). Sin embargo, sí afectaría al rigor <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> que no supiéramos<br />

distinguir entre «caballos», «burros» o «mulas» porque todos se denominaran de la<br />

misma forma. Y no sólo es imposible eso, sino que además el <strong>genio</strong> de la lengua ha<br />

sabido distinguir entre «alazán», «jaca», «corcel», «purasangre» o «percherón». Igual<br />

que entre «berrendo», «ensabanao» o «bragado» . Y antes, entre «fanega», «carga»,<br />

«cahíz», «almud», «almudada», «rebujal», «celemín», «yugada» y «obrada», palabras<br />

con las que el léxico medía la vida rural.<br />

<strong>El</strong> sistema verbal <strong>del</strong> español constituye uno de los factores de la precisión que ha<br />

desarrollado nuestro <strong>genio</strong>. Para empezar, dispone <strong>del</strong> inmenso valor <strong>del</strong> subjuntivo.<br />

La especialización de significados verbales nos permite distinguir bien entre estas tres<br />

frases: «come todo lo que le da», «comió todo lo que le dieron», «comerá todo lo que<br />

le den». Este último verbo, expresado en subjuntivo, nos refleja una conjetura, algo<br />

irreal por el momento. En alemán, en cambio, se tiende a enfocar el hecho como real,<br />

usando para ello el indicativo [96] .<br />

Igualmente, en los casos en que se muestra una esperanza mezclada con deseo, el<br />

francés, el alemán y el inglés usan el presente o el futuro de indicativo, mientras que<br />

el español acude al presente de subjuntivo. J'espére que mon pére viendra me voir, I<br />

hope my father will come to see me; Wird mich besuchen; en los tres casos, se está<br />

diciendo «espero que mi padre vendrá a verme». Pero en español se distingue la<br />

conjetura: «espero que mi padre venga a verme». <strong>El</strong> subjuntivo en español, con ese<br />

valor intrínseco de irrealidad, especializa mejor lo que se está contando. Decimos en<br />

nuestra lengua «cuando me vaya», pero en francés quand je m'irai. Y «cuando salga<br />

la luna» se diría en inglés when the moon comes out.<br />

<strong>El</strong> indicativo, según lo considera nuestro <strong>genio</strong> de la lengua, se acerca más a los<br />

hechos que acaecen; el subjuntivo se aleja, para acercarse a los que tal vez no<br />

acaezcan: «creo que mi padre vendrá», frente a «no creo que mi padre venga» .<br />

Por tanto, podemos decir que va contra el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español ese uso,<br />

influido por el inglés o el francés, de un indicativo que debiera ser subjuntivo:<br />

«espero que vendrá», «confío en que lo hará» (pero sí es correcto «creo que vendrá»).<br />

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<strong>El</strong> valor psicológico que le da el español a estos usos resulta interesante, porque no<br />

son exactamente iguales las fiases «quizá tienes razón» y «quizá tengas razón».<br />

Ese sentido preciso <strong>del</strong> subjuntivo se aprecia también con la diferencia entre estas<br />

oraciones: «he convocado a los directivos. Quiero conocer a uno que habla inglés».<br />

«He convocado a los directivos. Quiero conocer a uno que hable inglés». En este<br />

segundo caso hay que buscar dos veces: un directivo y que hable inglés. Uno «que<br />

habla inglés» existe, tiene una fisonomía o una descripción o un nombre; uno «que<br />

hable inglés» hay que buscarlo, aún no sabemos nada de él o de ella. En el primer<br />

caso, esa persona está en el grupo donde buscamos. En el segundo, quizás en él nadie<br />

hable inglés.<br />

Como nos explican los lingüistas, el indicativo indica y el subjuntivo subordina<br />

(se somete). <strong>El</strong> subjuntivo es pieza principal en la idiosincrasia de nuestra lengua. En<br />

inglés, los tiempos <strong>del</strong> subjuntivo casi siempre coinciden formalmente con los <strong>del</strong><br />

indicativo, y eso a veces hace difícil saber si nos hallamos ante un indicativo o un<br />

subjuntivo, a la hora de traducir.<br />

<strong>El</strong> español, por otro lado, es la única lengua de las culturas occidentales que ha<br />

desarrollado un sistema o programa peculiar con el que se desperfectivizan los<br />

verbos [97] . Sirve para precisar que la acción acabada no ha terminado y sigue en<br />

desarrollo la acción que se entiende ya ha concluido: «te lo vengo diciendo» es un<br />

ejemplo; ya hemos dicho lo que teníamos que decir, pero damos la apariencia de que<br />

seguimos haciéndolo.<br />

Por su parte, Valentín García Yebra destaca también el pretérito imperfecto, que<br />

«es un recurso de las lenguas románicas verdaderamente precioso» [98] . Porque se<br />

trata de un tiempo pasado que contempla la acción el, su desarrollo, sin atender a su<br />

principio ni a su fin. Es decir, que generalmente expresa una acción pasada que<br />

ocurre mientras acontece otra.<br />

Esa riqueza (y por tanto precisión, pues ésta no se concibe sin aquélla) nos ofrece<br />

igualmente la diferencia psicológica entre «mi padre ha muerto hace tres años» y «mi<br />

padre murió hace tres años», porque la afectividad es diferente [99] . Igual que el valor<br />

psicológico que se deduce de un hablante cambia en el caso de que diga «si quisieras,<br />

iríamos al cine» o «si quieres, vamos al cine», puesto que en el primer caso la<br />

posibilidad es más remota. (Por eso seguramente le disgustan al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong><br />

frases como «si quieres, iríamos al cine», o «si el Madrid gana, se pondría segundo»;<br />

que mezclan las dos posibilidades y arruinan esa precisión expresiva).<br />

García Yebra, el maestro de traductores, resalta asimismo la diferencia entre<br />

oraciones como «el presidente se planteaba una reforma fiscal pero tenía que sortear<br />

esos problemas» y «el presidente se planteó una reforma fiscal pero tuvo que…».<br />

Una y otra se pueden usar, por supuesto, pero sus puntos de vista lingüísticos son<br />

distintos. En el segundo caso, se consideran los hechos simplemente pasados y<br />

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concluidos, mientras que en el primero se ven como procesos en cierto modo<br />

presentes en el pasado, que se muestran al lector como no concluidos todavía. Esta<br />

riqueza psicológica (derivada de la riqueza gramatical) alcanza a otros tiempos: por el<br />

plurivalor <strong>del</strong> presente y su uso para el pasado («Felipe González es elegido en 1982<br />

con mayoría absoluta…») y por el futuro de pasado («… pero la última parte de su<br />

mandato, de 1990 hasta 1996, estará rodeada de la polémica»).<br />

Demostrativos más certeros. <strong>El</strong> rigor y especialización que ha impuesto nuestro<br />

<strong>genio</strong> al <strong>idioma</strong> español se observa con claridad en el sistema de los demostrativos,<br />

que en palabras de Emilio Lorenzo es «uno de los más perfectos y eficientes de los<br />

romances ibéricos» [100] , pues a las tres posiciones en el espacio corresponden tres<br />

pronombres personales, tres demostrativos y tres adverbios de lugar, todos ellos<br />

perfectamente ensamblados.<br />

En francés podemos decir ce pied, en inglés this foot, en alemán dieses Fuss o en<br />

italiano questo piede, pero ninguna de esas expresiones es traducción exacta de «ese<br />

pie», porque en español «ese» forma parte de un sistema de localización en tres<br />

grados, frente a los dos grados de los otros <strong>idioma</strong>s. «<strong>El</strong> significado <strong>del</strong> español es<br />

intransferible en su integridad», sentencia Emilio Lorenzo. Porque la precisión de<br />

nuestro <strong>genio</strong> ha alumbrado «este», «ese» y «aquel»; «aquí», «allí» y «allá» , y «yo»,<br />

«tú» y «él», con sus correspondientes plurales en el caso de los pronombres y los<br />

adjetivos.<br />

Además, «tú» no significa lo mismo que you. Porque «tú» se ha circunscrito al<br />

tono familiar y cercano, mientras que you puede traducirse también libremente como<br />

«uno» («Uno va al cine…»), como «Nosotros» y como «usted». <strong>El</strong> español refleja<br />

una imagen <strong>del</strong> mundo en la que existen el tú y el usted. Y el nosotros y el nosotras.<br />

Por tanto, el significado español es intransferible [101] .<br />

Al <strong>genio</strong> le ha importado mucho la perspectiva <strong>del</strong> hablante, y por eso no ha<br />

renunciado (al contrario que otras lenguas) a convertirlo en referencia de lugar. De<br />

ahí las distinciones entre «ir» y «venir» o «traer» y «llevar». (En las relativas y<br />

peculiares de «ser» y «estar» no vale la pena entrar, por ser de sobra conocidas).<br />

Otra precisión maravillosa de nuestro <strong>genio</strong> es la preposición a para significar<br />

complemento directo de persona, que nos hace diferenciar entre las frases «la<br />

decisión dividió el pueblo» y «la decisión dividió al pueblo»; «el entrenador alteró el<br />

equipo» o «el entrenador alteró al equipo»… Y sutilezas como «cambió el alcalde por<br />

un ministro» o «cambió al alcalde por un ministro»… o «los socios cambiaron el<br />

presidente» y «los socios cambiaron al presidente» [102] .<br />

Una de las razones por las que nuestro <strong>idioma</strong> huye de la voz pasiva (aun siendo<br />

posible) radica en su ambigüedad: «estos niños son descuidados» puede significar<br />

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que los niños carecen de orden y disciplina, tal vez con el añadido de un cierto<br />

despiste; o bien que sus padres no les dedican la debida atención [103] .<br />

Por todo ello (los ejemplos podrían sumar mas páginas, desde luego), podemos<br />

describir legítimamente al <strong>genio</strong> de la lengua como un personaje que gusta de la<br />

precisión cuando la necesita, desde el léxico rural hasta el científico (donde se le<br />

supone), pasando por los recursos que él mismo ofrece en la gramática, las partículas<br />

que atinan con los significados certeros: «dormir», «adormecer», «adormilar»…<br />

En la Edad Media, coexistían las pronunciaciones /horma/ (con h aspirada) y<br />

/forma/, para una sola grafía: «forma». Eso fue consecuencia de la evolución<br />

fonológica que convertía ciertas /f/ <strong>del</strong> latín en /h/ y que no estuvo acompañada<br />

durante un tiempo por la correspondiente evolución ortográfica. Por eso el <strong>genio</strong> <strong>del</strong><br />

<strong>idioma</strong> se vio en la necesidad, atendiendo a su rigor y precisión, de ordenar las cosas.<br />

Durante siglos, «forma» se pronunciaba de dos maneras y tenía significados distintos<br />

con cada una de ellas. Así que a principios <strong>del</strong> XVI se comenzó a escribir «horma» y<br />

«forma», según correspondiera, para distribuir adecuadamente los dos significados.<br />

Lo contrario nos resultaría hoy inconcebible: una misma grafía para dos<br />

pronunciaciones, dos significados repartidos en una sola escritura.<br />

Esta especialización de palabras y sonidos le agrada al <strong>genio</strong>, y por ello tal vez<br />

podemos defender que la desespecialización le disgusta cuando resta matices al<br />

<strong>idioma</strong> de uso general. Cualquier empleo <strong>del</strong> lenguaje que borre los límites entre las<br />

palabras y los verbos, que anule las diferencias psicológicas, va contra la precisión<br />

<strong>del</strong> <strong>genio</strong> de la lengua. Por ejemplo, «hindú» (que profesa el hinduismo) e «indio»<br />

(ciudadano de la India) ya se han unificado actualmente bajo el paraguas de «hindú»<br />

(que hospeda tanto a «ciudadano de la India» como a «quien profesa el hinduismo»)<br />

hasta el punto de que un «hindú» (ciudadano) puede no ser un «hindú» (religioso).<br />

«Prueba» se acerca en el lenguaje periodístico a «evidencia»; «ingresar» se aproxima<br />

a «entrar»; «alarmista» equivale ya a «alarmante»… han perdido sus diferencias<br />

«carbonizar» y «calcinar»… [104] . Todo esto ocurre en el semblante de la lengua, pero<br />

la Academia ha consagrado en el diccionario estas pérdidas de precisión.<br />

¿Terminarán formando parte <strong>del</strong> talante <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>? ¿Está la Academia en<br />

consonancia con el <strong>genio</strong> de la lengua? Ya contestará éste cuando se decida.<br />

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X <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> es tacaño<br />

Tacaño o ahorrador, el caso es que el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> tiende a la economía de<br />

medios. Este recurso le resulta muy productivo, porque da mucho más valor a cada<br />

palabra: si se elimina todo lo superfluo, lo que queda es valioso. Y si una palabra<br />

figura en una frase, eso se debe a que tomamos el vocablo como significativo; de otro<br />

modo debería desaparecer. Por eso se produce ruido cuando suponemos expresiva<br />

una palabra y resulta que no lo es. Porque si dijéramos «el estadio se hallaba<br />

completamente repleto» estaríamos dando a entender —puesto que cada palabra ha<br />

de expresar algo que sería distinto si ese vocablo desapareciera— que existe la<br />

posibilidad de que el estadio se hallase repleto a medias.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> tiene un principio irrenunciable: «Si algo está, que sirva para<br />

algo».<br />

Por eso abomina de los pleonasmos («laudo arbitral», «totalmente desconectado»,<br />

«cojea visiblemente», «totalmente gratis», «difícil reto» … ), expresiones que nadie<br />

diría de natural si no las hubiera oído por los medios de comunicación, como a nadie<br />

se le ocurre decir en un contexto de realidad «leche blanca» o «gigante grande»,<br />

porque esto sólo sería válido en un contexto en el que hubiese leche negra o gigantes<br />

pequeños.<br />

Si le decimos a alguien «abre la puerta» —tomo el ejemplo <strong>del</strong> libro de Juan Luis<br />

Conde [105] — eso significa que nuestro interlocutor sabe perfectamente a qué puerta<br />

nos referimos y cómo debe abrirla. Si, por el contrario, le indicamos «acércate hasta<br />

la puerta de esta habitación, coge el pomo, gíralo en el sentido de las agujas <strong>del</strong> reloj<br />

y luego empuja hacia dentro», caben dos posibilidades: o quien nos escucha ignora el<br />

procedimiento adecuado para abrir esa puerta porque se trata de uno distinto <strong>del</strong><br />

habitual, o le estamos llamando idiota. Nuevamente la abundancia de palabras —de<br />

la que en otro caso podríamos prescindir— ha de resultar significativa. De otro modo,<br />

el <strong>genio</strong> la rechaza: si algo redunda, que tenga un sentido.<br />

Algunos pleonasmos han adquirido una gran expresividad, y ésos sí son<br />

admitidos. «Caía nieve blanca» no añade gran cosa. Pero podemos manejar la<br />

redundancia con cierta técnica: «en aquel pueblo, todas las vacas eran blancas, a<br />

juego con su leche blanca, todas las casas daban al aire blanco la luz de la cal blanca,<br />

y el viento <strong>del</strong> alba levantaba unas semillas blancas que parecían nieve blanca de<br />

verano». Ese párrafo está lleno de redundancias, pero el <strong>genio</strong> podría dejarlas pasar si<br />

viera una intención expresiva y hasta elogiarlas si hallase una expresión literaria. La<br />

misma intención expresiva que encontramos en «lo vi con mis propios ojos» o «lo<br />

cogió con sus mismas manos».<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> da continuamente muestras de ahorro. Nada de despilfarros. De hecho,<br />

muchas evoluciones que ha experimentado nuestra lengua han consistido en distintas<br />

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economías: de sílabas, de fonemas, de construcciones verbales, de palabras, de<br />

declinaciones… Nuestros antepasados dijeron viridis, pero luego virdis y después<br />

«verde». Del esperable latinovulgar essere hemos pasado a «ser»… No todos, pero<br />

muchísimos de los rasgos evolutivos <strong>del</strong> castellano están guiados por el ahorro.<br />

Así ocurre en la supresión de las geminadas (o consonantes dobles) que no<br />

diferenciaban su sonido respecto a su posible representación simple (es decir, no se<br />

trata <strong>del</strong> caso r y rr, o de l y ll): flamma da «llama», cuppa deriva en «copa», siccus<br />

se escribe «seco»… Las letras geminadas, en efecto, exigen una mayor energía que<br />

las simples; por eso acaban amortizándose en las palabras patrimoniales.<br />

Y así, con el mismo fin, ha inventado el <strong>genio</strong> nuestras oraciones de relativo, para<br />

que se puedan reducir aún más: «los políticos que habían sido acusados de corrupción<br />

tuvieron que dimitir» se queda a menudo en «los políticos acusados de corrupción<br />

tuvieron que dimitir».<br />

La supresión <strong>del</strong> «yo». Todo eso liga con el capítulo anterior y el uso <strong>del</strong> «yo»: o<br />

es enfático, o aclara una ambivalencia o se lo calla uno. Porque el significado debe<br />

variar si usamos el «yo» correctamente: no es lo mismo «lo sé», que «yo lo sé» o que<br />

«yo sí lo sé». Cada palabra que se agrega en esa serie tiene una razón de existir. Y si<br />

no sucede así, el <strong>genio</strong> prefiere que no se empleen porque añaden confusión.<br />

Tanto se ha dado el <strong>genio</strong> de la lengua a la tacañería, que ha descubierto una<br />

posibilidad de reducción con que no cuenta tampoco ningún otro <strong>idioma</strong>: ese empleo<br />

peculiar <strong>del</strong> neutro «lo». Con su contribución, todos los adjetivos pueden<br />

transmutarse en un concepto absoluto abstracto. (¡Maravilloso!). Así, podemos decir<br />

«lo hermoso», «lo excepcional», «lo admirable», «lo descabellado»… Y eso da paso<br />

a un empleo de «lo» realmente sensacional: «¿te hablaron de lo <strong>del</strong> otro día?», «¿qué<br />

hay de lo mío?», «ya me he enterado de lo <strong>del</strong> comité».<br />

Del valor económico que aporta esta fórmula nos da sena idea la siguiente<br />

comparación:<br />

Lo de ir a la tienda no le gusta.<br />

Doesn't like the idea of going to the store [106] .<br />

Indudablemente, el pronombre «lo» aporta una gran riqueza y diferencia esa frase<br />

de la otra posible: «ir a la tienda no le gusta». Pero la adición <strong>del</strong> «lo» añade también<br />

un conjunto de situaciones que se imaginan en torno al hecho de ir a la tienda: tal vez<br />

el largo camino que hay que recorrer, quizá los pesados paquetes que se deban<br />

acarrear al regreso… Y ahí está la brillante idea <strong>del</strong> <strong>genio</strong>: en que tales circunstancias<br />

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no aparecen; se economizan en el pronombre «lo», un dúo de letras que hizo mucho<br />

más sugerente en español el título de aquella famosa película: Gone with the wind<br />

(Lo que el viento se llevó) [107] .<br />

Ese recurso, la «sustantivación de algo definido, consabido o indefinible», como<br />

lo describe Emilio Lorenzo [108] , se extiende a oraciones tremendamente expresivas y<br />

económicas: «¡lo que nos divertimos!», «¡lo bien que lo pasamos!». Es difícil<br />

imaginar una traducción breve en otro <strong>idioma</strong> para una frase como «¡lo que tengo que<br />

contarte!», porque quizás debiéramos acudir a una solución como «Tengo algo<br />

importante que contarte!». Y encuentra parangón en frases de difícil traslado a otras<br />

lenguas: «lo que es yo, no pienso ir», «es mejor de lo que crees»… [109] .<br />

Ahorro fonético. La economía <strong>del</strong> <strong>genio</strong> ha alcanzado también a las repeticiones<br />

fonéticas. No se trata solamente de una cuestión cacofónica (de eso se hablará<br />

después), sino de que un fonema pueda adoptar dos valores: lo que en lingüística se<br />

llama haplología (que podríamos explicar como «simplificación», pues «haplología»<br />

procede <strong>del</strong> griego haplóos, «simple»).<br />

Así, si la voz «ídolo» se junta con —latría (adoración) debería dar idolo-latría,<br />

pero se reduce a «idolatría»; y lo mismo pasa en palabras como simbolo-logía (que se<br />

reduce a «simbología») o trágico-cómico («tragicómico»). Un fenómeno que el <strong>genio</strong><br />

no ha olvidado, y que sigue vivo actualmente en «impudicia» (impudicitia),<br />

«autobús» (de auto y ómnibus), «apartotel» (en vez de apartahotel de «apartamento»<br />

y «hotel»), o la más arriba citada «amigovio» (amigo-novio), entre otras.<br />

La ley <strong>del</strong> mínimo esfuerzo se extiende en el español a determinadas perezas<br />

fonéticas, una necesidad no consciente de ahorrar energía articulatoria. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong><br />

español salió en eso más vago que su antecesor. Eso explica que praesepe se<br />

convirtiera en «pesebre», o crepare en «quebrar». Palabra tras palabra, evolución tras<br />

evolución, los fonemas se reacomodan movidos por una misma orden para hacer su<br />

pronunciación más fácil y economizar energía.<br />

La supresión de fonemas se extiende a la de oraciones enteras, en enlaces que<br />

cuentan con la inteligencia de quien escucha. Como en este ejemplo que nos presenta<br />

Graciela Reyes: «hablé de mi operación con el médico. Ahora operan con láser» [110] .<br />

Donde se deduce que eso es lo que ha dicho el médico. O bien: «llamó Violeta. Se va<br />

el miércoles a Roma».<br />

La polisemia. Esa economía lingüística que tanto le agrada al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong><br />

ha provocado la existencia de una notable polisemia. Al contrario de lo que pudiera<br />

pensarse a primera vista, el hecho de que una palabra tenga varios significados<br />

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constituye una prueba evidente de austeridad. De ese modo, se reduce el número de<br />

voces que es necesario conocer, y la lógica de los significados que se les adhieren<br />

permite deducir inmediatamente lo que quieren decir en cada contexto.<br />

La palabra «pluma» tiene varios significados si la encontramos apoltronada en el<br />

Diccionario, pero sólo le daremos uno si la hallamos trabajando. En latín se escribía y<br />

pronunciaba exactamente igual que ahora (estamos de nuevo ante una palabra con<br />

miles de años, que nos ha llegado inalterada). Pero de aquel pluma, plumae a la<br />

pluma de la grúa, a la pluma <strong>del</strong> escritor (su utensilio o su estilo), a la pluma <strong>del</strong><br />

afeminamiento masculino, o al peso pluma en el boxeo… van muchas decisiones <strong>del</strong><br />

<strong>genio</strong> de la lengua gobernadas por su sentido económico. Las metáforas lexicalizadas<br />

han agrandado el sentido de las palabras: la hoja de papel, la hoja de la espada, la<br />

hoja de afeitar… el cometa y la cometa… la falda de la montaña… Y así como un<br />

escritor con buena pluma es alguien con estilo brillante, un actor con tablas es el que<br />

acumula mucha experiencia. Y el plural de pluma, «plumas» , sirve para definir un<br />

tipo de abrigo, de tan reciente creación léxica que aún no ha llegado al Diccionario.<br />

Es realmente admirable que aquellos mecanismos que sirvieron para crear dentro<br />

<strong>del</strong> <strong>idioma</strong> palabras como «venta» (lugar de hospedaje) o «gloria» (lugar abovedado<br />

de las casas antiguas que funcionaba como calefacción), ejerzan ahora el mismo<br />

poder y nos brinden «canasta» (acción de encestar en baloncesto), «acicate» (como<br />

«incentivo»; pero el acicate, traída <strong>del</strong> árabe, era una punta de espuela); o<br />

«embrague» (que Viene de «briaga»: cuerda o maroma que se usaba en los lagares y<br />

toneles; en el Diccionario desde 1726) y «embragar»: «abrazar un fardo, piedra,<br />

etcétera, con bragas o briagas», y que ya estaba en el Diccionario con el sentido<br />

mecánico en 1925, cuando los automóviles todavía no se estilaban mucho [111] . (Hasta<br />

1984 no admite el Diccionario «embrague» como uno de los pedales <strong>del</strong> coche).<br />

La metáfora para ampliar el significado es frecuente incluso en el lenguaje<br />

científico, que intenta ser preciso: vías urinarias, circulación de la sangre, cavidad<br />

paleal…<br />

Pero ahí reside la gran habilidad, la gran pirueta <strong>del</strong> <strong>genio</strong>: tendríamos que<br />

esforzarnos mucho si quisiéramos que esos significados diferentes para una misma<br />

palabra nos llevaran a la confusión. «Sueño» tiene doble valor en español, y por eso<br />

decimos «tengo sueño» y «tengo un sueño», la misma diferencia que se produce entre<br />

«tengo sueño» y «tengo sueños», o «está soñando algo» y «está soñando con algo».<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> no propicia el error cuando se producen estas ambivalencias. «Fortuna»<br />

puede usarse con el mismo significado que «suerte». Y diremos «¡qué suerte tiene<br />

Marta!». Pero el <strong>genio</strong> de la lengua siempre nos quitará de la cabeza la frase «¡qué<br />

fortuna tiene Marta!» para referirnos a su suerte, porque en ese caso se puede dar a<br />

entender que es muy rica y se produciría la confusión; así que de una manera natural<br />

expresaremos «¡qué suerte tiene Marta!» mientras no queramos decir que atesora<br />

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mucho dinero.<br />

La analogía tiene su técnica; hacen falta muchos años de uso general de una<br />

palabra con distintos significados para que ambos se aposenten en el <strong>idioma</strong> y<br />

demuestren que no hay peligro de confusión. La analogía está al servicio de la<br />

relación correcta entre dos términos, y se rompe cuando el lenguaje se fuerza hasta tal<br />

punto que equivoca los sentidos. Ahora nos llega, por vía televisiva, la palabra<br />

«polígrafo» (el detector de mentiras que va reproduciendo en un gráfico las<br />

alteraciones <strong>del</strong> pulso, y que se emplea en algunos programas espectáculo para<br />

averiguar si algún personajillo dice o no la verdad). Porque «polígrafo» significaba en<br />

español «autor que escribe sobre diferentes materias», tomando el prefijo griego poli-<br />

(procedente de polýs, «mucho», escrito en griego con ípsilon y en formación aguda) y<br />

la raíz grafos (<strong>del</strong> griego graféin, «escribir»). Este nuevo polígrafo, sin embargo, se<br />

forma con la raíz griega polis, semejante a la anterior pero no igual. En este caso<br />

significa «ciudad» —de donde salió «policía», politeia— y se escribe en aquel<br />

<strong>idioma</strong> con iota y en forma llana. ¿Puede el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> aceptar algo así? No lo<br />

parece. Se perciben como raras ciertas posibilidades: «el polígrafo dirá la verdad», o<br />

«fulanito va a someterse al polígrafo», porque una persona con cierta cultura<br />

(conocedora por tanto de la voz «polígrafo» referida al que escribe sobre muchas<br />

materias) no sabrá bien al principio de qué se le habla. La «máquina de la verdad» (o<br />

veromáquina, por inventar algo) ha escogido un nombre difícil para el <strong>genio</strong> <strong>del</strong><br />

<strong>idioma</strong>.<br />

¿Nos hemos confundido alguna vez al entender «tarde» como retraso en vez de<br />

como parte <strong>del</strong> día? Es posible que una persona viva noventa años sin que eso le<br />

ocurra ni una sola vez. La vieja palabra tarde significaba en latín (también con igual<br />

grafía) «fuera de tiempo», «tardíamente», y se relacionaba con el verbo tardo,<br />

«tardar», mientras que la lengua de Roma para «la tarde» como parte <strong>del</strong> día contaba<br />

con vesper y serum. <strong>El</strong> latín disponía, pues, de dos voces —tres en realidad— para<br />

dos conceptos diferentes, y el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español los redujo a un solo término,<br />

interpretando sin duda en aquel tiempo que cuanto ocurría al caer el sol llegaba con<br />

retraso. Mucho después, el <strong>genio</strong> abriría la puerta a «vespertino» como cultismo<br />

procedente <strong>del</strong> latín [112] .<br />

En realidad, como explica Graciela Reyes, el significado no está en las palabras,<br />

sino en el reconocimiento de la intención con que se dicen las palabras. La mayoría<br />

de los signos lingüísticos son polisémicos, pero se trata de significados potenciales,<br />

que sólo se activan en el habla, escribe García Yebra. En francés existen rive y riviére<br />

para el español «río». En español tenemos «pez» y «pescado» para el francés poisson,<br />

o «sueño» para el inglés dream y sleep (el sueño ilusorio y el sueño de dormir poco,<br />

respectivamente); mientras que el corner inglés se puede traducir en nuestra lengua<br />

por «rincón» o «esquina» (según se trate <strong>del</strong> espacio interior o exterior de un ángulo),<br />

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y fish por «pez» o «pescado» (según esté en el mar o en la sartén). Estos ejemplos y<br />

otros muchos que se podrían aportar (una palabra para dos, o dos para una) no vienen<br />

aquí a demostrar que un <strong>idioma</strong> es más rico o más pobre que otro (nada más lejos de<br />

nuestra intención), sino a dibujar ese impulso que sienten los <strong>genio</strong>s de las distintas<br />

lenguas de dotar a una misma palabra con valores diferentes pero próximos, casi<br />

siempre en un esfuerzo económico.<br />

Este orden que mantiene el <strong>genio</strong> en todos sus actos afecta a un hecho realmente<br />

admirable: teniendo el español muchísimas palabras polisémicas, los errores en su<br />

empleo y comprensión parecen escasísimos. Y cuando se producen, casi siempre<br />

estamos ante un uso intencionado o chistoso.<br />

Porque el <strong>genio</strong> ha evitado lo que Guilliéron llamaba «patología verbal» [113] : la<br />

que sucede cuando dos palabras, en virtud de los cambios fonéticos que han<br />

experimentado o por casualidades etimológicas, se hacen homófonas. Se necesita<br />

entonces una «terapéutica»: el hablante siente ahí, movido por el <strong>genio</strong>, la necesidad<br />

de modificar o sustituir la palabra que ya no le sirve.<br />

Ya hemos comentado el caso de sinister (el <strong>genio</strong> prefirió ezkerro para crear<br />

«izquierdo» y huir <strong>del</strong> significado peyorativo de «siniestro»). Esa misma reacción<br />

debió de producirse con bellum («guerra»), cuando el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> tomó la<br />

palabra gótica werra para evitar la confusión con bellus que daría «bello». En<br />

Argentina, «cocer» dejó paso a «cocinar», para esquivar (con el uso habitual <strong>del</strong><br />

seseo) la homofonía con «coser» [114] .<br />

Una gran cantidad de hablantes sentía simultáneamente la necesidad de arrinconar<br />

el vocablo dudoso, porque no les servía; y acudían a uno próximo. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> de la<br />

lengua les iba incitando, pero sin prisa.<br />

Fuera las declinaciones. Las decisiones ahorradoras de este <strong>genio</strong> estricto son<br />

firmes. Ya se vio en su día cuando actuó sin miramientos con las declinaciones<br />

latinas. No quedó ni una. También, el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> hizo desaparecer con su magia<br />

el género neutro latino. No le hacía falta nada de eso. Entre los casos, primero<br />

sobrevivió el acusativo, pero las evoluciones fonéticas tendieron a igualarlo y a<br />

confundir muchos vocablos: demasiadas palabras acababan ya en —o, una vez<br />

perdidas terminaciones como —um o —u. Así que el <strong>genio</strong> empezó una limpia. Dejó<br />

estar, eso sí, las desinencias verbales porque le parecieron útiles. Al fin y al cabo, los<br />

verbos experimentan en sí mismos alteraciones importantes: se sitúan en el pasado,<br />

en el futuro, en la primera o la tercera personas, forman tiempos compuestos: hay<br />

alteración, proceso, mudanza… [115] Las demás palabras, en cambio, dan la sensación<br />

de estarse quietas. Las variaciones en un mismo verbo saltan a la vista, pero los casos<br />

de los sustantivos —las declinaciones— habían perdido vigor y eficacia. Además, al<br />

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<strong>genio</strong> le gustaban las preposiciones, y las había reforzado y esparcido por todo el<br />

<strong>idioma</strong>. ¿Para qué hacían falta entonces los casos latinos? A la basura y no había más<br />

que, hablar.<br />

Porque en el habla de aquellos españoles remotos, el acusativo de la cuarta<br />

declinación latina —singular, manum, plural, manus— se confundía fonéticamente<br />

con el de la segunda —cervum y cervos, respectivamente (ya en latín clásico muchos<br />

nombres de la cuarta declinaban algunos casos por la segunda); y la quinta<br />

declinación no podía distinguirse de la tercera. Quedaban, pues, en romance sólo tres<br />

declinaciones [116] .<br />

La preposición ad había ido a parar junto a los dativos; los genitivos se<br />

apropiaron de la preposición «de». <strong>El</strong> vocativo no precisaba de preposición, pues<br />

nunca nos ha dado idea de que exprese una relación sintáctica. <strong>El</strong> ablativo tenía un<br />

carro de preposiciones a su disposición (dependiendo de las circunstancias, claro,<br />

pues complementos circunstanciales escenifica). Quedaban indemnes, pues, el<br />

nominativo y el acusativo. Poca cosa para seguir manteniendo todo el sistema de<br />

desinencias. La preposición se había adueñado de ellas, porque conseguía decirlo<br />

todo por sí misma. Y eso ocasiona que casi todos los sustantivos castellanos deriven<br />

<strong>del</strong> acusativo latino, probablemente el caso en el que más aparecían.<br />

Las desinencias de caso se habían convertido en marcas redundantes para las que<br />

ya servían con mayor decoro y justeza las preposiciones que antecedían al<br />

complemento. Y si bien es cierto que todas las lenguas admiten un grado de<br />

redundancia (es correcto «yo concuerdo con», por ejemplo), tal hecho explica que<br />

esas desinencias no resistiesen el envite. Por ejemplo, la pérdida de la —m final de las<br />

palabras implicó frecuentemente la confusión entre el acusativo y el ablativo de la<br />

tercera declinación: monte(m) y monte (estamos hablando de los siglos IV y V) [117] .<br />

Además, el hecho de que la —s apareciese en todas las formas <strong>del</strong> plural y sólo en<br />

algunas <strong>del</strong> singular hizo que finalmente se considerase este fonema como marca de<br />

número y no de caso. Miles de ejemplos así condujeron a la aparición de las<br />

preposiciones y a la supresión consiguiente, por economía, de las declinaciones<br />

latinas: por paradójico que parezca, dejaron de declinarse y comenzaron a declinar.<br />

La desaparición de un género. Peor le fue al género neutro. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> también<br />

vio que no le iba a servir de nada, porque carecía de función concreta. Sólo en<br />

determinados pronombres le parecía de alguna utilidad… Así que los tres géneros <strong>del</strong><br />

latín —ah, los géneros, ese concepto gramatical que ahora se confunde con el sexo,<br />

como si alguna vez hubiera existido el sexo neutro— se redujeron prácticamente a<br />

dos.<br />

<strong>El</strong> neutro apenas presentaba ya diferencias propias que sirvieran de algo. Tal vez<br />

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el hecho de que las terminaciones de nominativo y acusativo fueran iguales, y que<br />

ambos casos acabasen siempre en —a en el plural; pero poco más. (Esto último sí<br />

tendría luego cierta importancia, porque ahí reside la explicación de esos nombres<br />

colectivos o genéricos terminados en —a que todavía utilizamos: «la madera» frente<br />

a «el madero» ).<br />

En efecto, a menudo se daban sustantivos neutros con terminaciones masculinas,<br />

en tanto que otros tradicionalmente masculinos adoptaban a veces la terminación —a<br />

<strong>del</strong> plural neutro.<br />

<strong>El</strong> neutro lo puso en marcha el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> latín para designar lo inanimado frente a<br />

los seres animados (personas y animales), pero ya en el siglo I antes de Jesucristo iba<br />

desapareciendo tal diferenciación [118] .<br />

Muchos inanimados tenían género masculino o femenino, mientras que algunos<br />

animados se encontraban entre los neutros. Ese desbarajuste le hizo cortar por lo sano<br />

y anular el género neutro, salvo en los pronombres personales de tercera persona, los<br />

demostrativos y algunos otros pronombres, y siempre en singular («lo», «ello»,<br />

«esto», «eso» … ), puesto que no se habían metido con nadie.<br />

La lucha de géneros. Se puede considerar que el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> es machista.<br />

Por ejemplo, obliga a elegir el masculino cuando se produce una lucha de géneros en<br />

la sintaxis. Si decimos «los niños y las niñas de este año son más altos que los <strong>del</strong> año<br />

pasado», al principio se produce una igualdad de géneros, pero luego se disuelve a<br />

favor <strong>del</strong> masculino en la concordancia. También gana el masculino cuando opera<br />

como genérico: «los alemanes son organizados y los españoles improvisamos<br />

mucho». Se puede achacar esto a una inclinación conservadora que favorece al<br />

hombre, pero habría que plantearse dos salvedades.<br />

En primer lugar, se está hablando de género, no de sexo; el género y el sexo son<br />

dos cosas muy diferentes (por más que la influencia de la clonación inglesa gender =<br />

género —cuando aquí la traducción correcta es «sexo»— esté ocasionando algunos<br />

destrozos que suponemos poco <strong>del</strong> agrado de nuestro <strong>genio</strong>). Como hemos visto, los<br />

géneros en español son tres (masculino, femenino y neutro), mientras que los sexos<br />

sólo suman dos; los primeros funcionan en el terreno gramatical; y los segundos, en<br />

el terreno biológico (incluso hay un sexo mental que puede ser distinto <strong>del</strong> sexo<br />

biológico). Es decir, se trata de planos distintos de la realidad.<br />

En segundo lugar, podemos plantearnos si esta actitud <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> que da<br />

preponderancia al masculino (en el nuestro y en otros muchos) no responde más al<br />

carácter tacaño <strong>del</strong> <strong>genio</strong> que a su propósito discriminatorio (insistimos en que, en<br />

todo caso, sería una discriminación gramatical, no legal). Porque si discriminatorio<br />

fuera, lo habría sido en todos los terrenos. Ya hemos visto en otro capítulo, por<br />

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ejemplo, que es abrumadora la mayoría de palabras que terminan en la letra a.<br />

Estamos hablando <strong>del</strong> «<strong>genio</strong>» de la lengua y usamos un masculino para eso, y de<br />

hecho se nos presenta tarea difícil escribir la expresión «la genia», pero llamamos a<br />

nuestro <strong>idioma</strong> «lengua materna». No decimos «la genia» pero podemos decir «la<br />

<strong>genio</strong>» como decimos «un figura» o «Plácido Domingo es una figura de la lírica» o<br />

«ese actor es toda una estrella».<br />

Las mujeres se libran igualmente de que las tilden de «monstruas» (además de<br />

esquivar algún insulto sólo masculino, como «calzonazos»; bien es verdad que los<br />

femeninos son más numerosos). Además, el genérico masculino se usa para lo bueno<br />

y para lo malo, y así la expresión «cinco ladrones entraron en la tienda» se emplea en<br />

ese género a pesar de que entre esos facinerosos hubiera cuatro mujeres, que de este<br />

modo desaparecen <strong>del</strong> <strong>del</strong>ito. Por si fuera poco, cientos de profesiones que ejercen<br />

hombres y mujeres tienen una terminación en —a que no se puede sustituir por —o,<br />

mientras que casi todas las que terminan en —o sí se pueden convertir en palabras<br />

que concluyen con —a. (Entre aquéllas, «policía» , «guardia», «pediatra»,<br />

«carmelita», «dentista», «electricista», «lingüista» … y todas las que, innumerables,<br />

llevan esta terminación —ista que indica dedicación u oficio). Ya hemos dicho<br />

también que el femenino predomina como género a su vez en ciertos colectivos («la<br />

banca», «el arma de artillería», «la concurrencia», etcétera). Si el <strong>genio</strong> hubiera sido<br />

realmente machista, habría evitado estos equilibrios, por inestables que resulten.<br />

Él mismo parece haber sido consciente en algún momento de cierta inclinación<br />

injusta por su parte, y ha sabido ponerse a la altura de las circunstancias. Ha<br />

propiciado ya muchos femeninos antes impensables (como «presidenta») y<br />

seguramente creará algunos más, con su proverbial lentitud, a medida que perciba<br />

terminado el recorrido de la palabra en su evolución desde el participio presente al<br />

sustantivo: «gerenta», «intendenta», «militanta»… como ya admitió «dependienta» y<br />

otros similares. En cualquier caso, sigue otorgando su fuerza al artículo como<br />

auténtico señalador <strong>del</strong> femenino y el masculino: «la juez», «la cantante», «la<br />

agente»… como «la contralto», «la soprano», «la mo<strong>del</strong>o»… Igual que «el pirata»,<br />

«el obstetra», «el entusiasta»… También ha sido capaz el <strong>genio</strong> de arrinconar o<br />

corregir muchos significados asimétricos («un profesional» y «una profesional»;<br />

«hombre público» y «mujer pública», «un Fulano» y «una Fulana», en todos ellos<br />

con un significado vejatorio para la mujer…), expresiones que antes no eran<br />

sinónimas y que ahora se alejan paulatinamente de aquella discriminación.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, por otro lado, ha colocado en el escaparate algunas fórmulas<br />

a las que pueden acudir los hablantes: «la persona» en vez de «el hombre» (en<br />

expresiones como «los derechos <strong>del</strong> hombre»); «la gente» («la gente de la calle» en<br />

vez de «el hombre de la calle»), o «el pueblo» y «la sociedad» («el pueblo alemán» o<br />

«la sociedad alemana» en vez de «los alemanes»).<br />

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Todo esto no acaba con el problema, desde luego. Todavía quedan muchas<br />

expresiones anacrónicas («hombría de bien», «caballerosidad», «hidalguía» ,<br />

«machada» con sentido meliorativo…). Pero la ausencia de discriminación en la<br />

gramática no valdrá de nada si no está acompañada de la supresión <strong>del</strong> mismo<br />

problema en la sociedad (ya decimos que son planos de realidad diferentes). Buena<br />

voluntad sí se le ve al <strong>genio</strong>: actualmente se encuentra en el proceso de eliminar<br />

algunas discriminaciones lingüísticas. Viendo esas evoluciones en ciertas palabras,<br />

debemos pensar que poco a poco las ampliará a otras. Pero no podemos pedirle<br />

excesos que dañen su tacañería. Frases como «los alumnos y las alumnas que sean<br />

pequeños y pequeñas tendrán que salir al recreo con sus profesores y profesoras»<br />

resultan imposibles. Y no por prejuicios sexuales: su tendencia hacia la economía es<br />

ancestral, y eso va a arrasar cualquier intento semejante.<br />

<strong>El</strong> hablante podrá percibir con gran fuerza en su experiencia personal cómo debe<br />

medir cada término, inconscientemente, para no despilfarrar las sílabas ni los<br />

vocablos. Se trata de uno de los rasgos más elogiables <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>: los<br />

pensamientos son rápidos, y las frases que los reproducen no pueden alargarse porque<br />

de ese modo se ocasionaría un desacomodo excesivo entre las dos velocidades, la de<br />

pensar o sentir y la de expresarse. Y además las frases llegan mejor al pensamiento<br />

<strong>del</strong> lector si no se le obliga a separar lo útil de lo superfluo, sino que se le da el<br />

trabajo ya hecho porque todo aquello que se ha escrito cumple una función<br />

determinada y certera.<br />

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XI <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> es caprichoso<br />

Quienes admiramos a este <strong>genio</strong> singular debemos reconocerlo: a veces es<br />

caprichoso. Tal vez por su mala cabeza infantil mezclada con su orgullo escondido, el<br />

señor <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> adopta posturas arbitrarias, que no anulan las descripciones<br />

aportadas hasta aquí: ordenado, analógico, tacaño…, pero sí las complementan.<br />

En español nos topamos de tanto en vez con decisiones <strong>del</strong> <strong>genio</strong> que nos dejan<br />

perplejos. ¿Por qué admite la fórmula «nosotros os amamos» pero no «nosotros me<br />

amamos»? En este y otros casos que veremos ahora no existen precedentes en su<br />

<strong>genio</strong> paterno, es cierto; pero él podía haber hecho algo por avanzar en ese capítulo.<br />

No le dio la gana.<br />

Podemos decir con toda naturalidad «cántame» y «me canta», colocando el<br />

pronombre por <strong>del</strong>ante <strong>del</strong> verbo (proclítico) o por detrás (enclítico), en este último<br />

caso pegadito a él. O también «pidiole que lo hiciera» (formación frecuente en<br />

Asturias) y «le pidió que lo hiciera». Y también sería correcto «quisiera que me<br />

alcanzaras la ropa», pero ya no «quisiera que alcanzárasme la ropa». Por alguna<br />

razón, el <strong>genio</strong> ha establecido que en las oraciones subordinadas los tiempos simples<br />

de subjuntivo lleven el pronombre <strong>del</strong>ante. Y al contrario, en el gerundio y el<br />

infinitivo deben ir siempre detrás: «animándole a leer», pero no «le animando a leer».<br />

Igualmente, el <strong>genio</strong> permite que el pronombre enclítico (el que va pegado y por<br />

detrás) se aparte <strong>del</strong> gerundio o <strong>del</strong> infinitivo si están subordinados a otro verbo, y<br />

que se conviertan por tanto en proclíticos (por <strong>del</strong>ante y separados <strong>del</strong> verbo): «qué<br />

quieres decirme» es habitual, como «qué me quieres decir»; pero no «qué quiéresme<br />

decir».<br />

Se pueden construir las frases «tienes que darme» y «me tienes que dar»; pero si<br />

bien decimos «hay que hacerlo» no se nos ocurre nunca «lo hay que hacer» (salvo<br />

algún uso local de Asturias). Y es válido «muero por conocerla» pero no «la muero<br />

por conocer» [119] .<br />

También fue caprichoso el <strong>genio</strong> en su clara preferencia por la voz activa frente a<br />

la pasiva (diferente de lo que sucede en inglés, donde la pasiva tiene una presencia<br />

estadística mayor). Ninguna frase hecha admite en español la pasiva, por ejemplo:<br />

nunca diríamos «aquí los perros son atados con longaniza» o «en todas partes son<br />

cocidas habas»<br />

Como sucedía con la presencia <strong>del</strong> sujeto «yo» y otros pronombres, el <strong>genio</strong> <strong>del</strong><br />

<strong>idioma</strong> español prefiere que la pasiva tenga un significado adicional. Así, no le gusta<br />

«Juan va a visitar las obras de la casa que está siendo construida por su hermano»,<br />

sino «Juan va a visitar las obras de la casa que está construyendo su hermano». Ahora<br />

bien, si se desea un énfasis o un significado adicional sí que acepta esta fórmula: «en<br />

este pueblo la informática es estudiada por los barrenderos» frente a «en este pueblo<br />

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los barrenderos estudian informática» . Y también cuando no se quiere o no se puede<br />

nombrar el sujeto: «el pueblo fue destruido» (y no sabemos por quién). La pasiva le<br />

atrae al <strong>genio</strong> de la lengua «cuando interesa más poner de relieve la meta <strong>del</strong> proceso<br />

verbal que su origen», en palabras de García Yebra [120] .<br />

A este arrinconamiento de la pasiva contribuye otra herramienta de la que dispone<br />

el español: la pasiva refleja. Frente a la frase «no conecten sus aparatos electrónicos<br />

hasta que las puertas hayan sido abiertas», con la que nos suelen castigar en los<br />

aviones, el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> prefiere «no conecten sus aparatos electrónicos hasta que<br />

se hayan abierto las puertas».<br />

También favorece el uso de la voz activa el hecho de que el orden de palabras en<br />

español sea menos rígido que en el inglés: si se quiere resaltar algo, se pone en primer<br />

lugar y se acabó. En vez de «que se pongan ahí los árboles», se puede decir «los<br />

árboles, que se pongan ahí» antes que «los árboles sean puestos ahí»; pues para<br />

resaltar un complemento y colocarlo en el comienzo de la frase disponemos de esa<br />

posibilidad («los conservadores nombraron ministro a José», «José fue nombrado<br />

ministro por los conservadores» , «a José le nombraron ministro los conservadores»).<br />

Tanto huye el <strong>genio</strong> de la pasiva, que ha inventado las frases impersonales en<br />

plural (aunque el hipotético sujeto sea uno): «anoche le mataron», «me han robado la<br />

cartera»; y hasta acude al pronombre indefinido: «alguien me ha robado la cartera»,<br />

«alguien lo mató anoche».<br />

No se comprenden a veces sus decisiones, ciertamente. En algún lugar leí que la<br />

traductora María Luisa Balseiro reivindicaba el uso de la palabra «constructo»: si de<br />

«producción» decimos «producto», ¿por qué de «construcción» no decimos<br />

«constructo»? En efecto, se vende un producto pero no se compra un constructo. En<br />

inglés, sin embargo, sí existe. Y en español encajaría con el <strong>genio</strong> de la lengua (estoy<br />

de acuerdo con la apreciación de esta prestigiosa traductora). Pero de momento su<br />

capricho lo ha dejado al margen. Quién sabe si más a<strong>del</strong>ante…<br />

Ahora bien, ese espíritu caprichoso no siempre se puede poner como disculpa<br />

para vulnerar aquellos criterios que, en otra parte de su carácter, sí tiene establecidos.<br />

La voz pasiva, precisamente, nos la ha puesto el <strong>genio</strong> al servicio de nuestras dudas<br />

para averiguar dónde está el complemento directo de una oración activa: el sujeto de<br />

ésta pasa a ser complemento en la pasiva, mientras que el complemento directo de la<br />

activa se convierte en el sujeto de la pasiva. Decimos «Juana comunicó la noticia» o<br />

«la noticia fue comunicada por Juana».<br />

Actualmente algunas tendencias de duda con el régimen de los verbos (muy<br />

extendidas en América) no parecen casar con el <strong>genio</strong> de la lengua, cuando defienden<br />

la posibilidad de decir «el Gobierno informó que tomará medidas» (evitando «de<br />

que» y convirtiendo en completiva la frase y en complemento directo «que tomará<br />

medidas»): porque de ahí saldría «que tomará medidas fue informado por el<br />

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Gobierno», en una pasiva un tanto alambicada. <strong>El</strong> problema (y el <strong>genio</strong> lo sabe) se<br />

aprecia mejor cuando «informó» —un verbo que no funciona igual que «comunicar»,<br />

aunque ambos se parezcan— tiene un auténtico complemento directo: «el Gobierno<br />

informó al Parlamento que tomará medidas». Porque en ese caso la pasiva debería ser<br />

«el Parlamento fue informado por el Gobierno que tomará medidas», frase que induce<br />

a confusión (puesto que hablamos de un «Gobierno que tomará medidas») y que<br />

sonaría mejor con la preposición «de»: «el Parlamento fue informado por el Gobierno<br />

de que…»). Todo lo cual demuestra que la construcción más adecuada era «el<br />

Gobierno informó de que…», ya que el complemento «que tomará medidas» no es<br />

directo, sino circunstancial («acerca de que», «sobre el hecho de que»), pues en la<br />

voz pasiva queda en el mismo lugar que en la activa si lo escribimos todo<br />

correctamente: «el Gobierno informó al Parlamento de que tomará medidas» (o<br />

«acerca de que»); «el Parlamento fue informado por el Gobierno de que tomará<br />

medidas». Aún se aprecia mejor si quitamos el sujeto de la activa («el Gobierno»):<br />

«el Parlamento fue informado de que se tomarán medidas», o «según el Gobierno, el<br />

Parlamento fue informado de que tomará medidas» (nos sonaría mal «fue informado<br />

que tomará medidas»).<br />

Todo esto, a efectos de lo que concuerda con el orden establecido por el <strong>genio</strong><br />

histórico, con su gramática y su sintaxis curtidas por los años y los usos. A efectos de<br />

cada cual, escriba cada uno lo que desee, y defienda aquello en lo que crea. <strong>El</strong> caso es<br />

que la especie se ha extendido tanto en algunos países de América —incluso ha<br />

alcanzado a escritores prestigiosos— que el <strong>genio</strong> debe de estar barruntando algo al<br />

respecto. Si esta fórmula («informar que») se consolidase, habría que preguntarse si<br />

tal vez el <strong>genio</strong> de la lengua es más caprichoso de lo que jamás imaginamos.<br />

Y misterioso. A veces los caprichos <strong>del</strong> <strong>genio</strong> nos lo presentan cromo un ser<br />

misterioso. Aunque conocemos sus motivos para la mayoría de las decisiones que<br />

tomó, lo desconocemos todo de otras. Y aún tenemos abiertas muchas interrogantes,<br />

algunas de las cuales hacen pensar de nuevo en una reunión de <strong>genio</strong>s idiomáticos<br />

que hubieran adoptado determinados acuerdos.<br />

¿Por qué existe tanta proximidad en diversos <strong>idioma</strong>s entre las palabras «nueve»<br />

y «nuevo»? Tenemos nine y new en inglés, nou y nou en catalán (idénticos), neuf y<br />

neuf en francés (iguales también), neun y neu en alemán, nove y nuovo en italiano,<br />

nove y novo en portugués, ni y ny en noruego, navah y na’va en sánscrito… Podemos<br />

acudir, desde luego, a la sostenible teoría de que esas lenguas proceden de troncos<br />

comunes y de ahí el parecido por vía de casualidad. Pero ¿qué ocurre con el apartado<br />

euskera, donde «nueve» y «nuevo» se dicen bederatzi y berri? ¿Demasiada<br />

casualidad? Tal vez; sin embargo ¿por qué pasa lo mismo entre «ocho» y «noche»:<br />

eight-night (inglés), huit-nuit (francés), buit-nit (catalán), otto-notte (italiano), achtwww.lectulandia.com<br />

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nacht (alemán), oito-noite (portugués)… donde además se puede observar que es más<br />

fuerte el parecido entre esas dos palabras dentro de un mismo <strong>idioma</strong>, que el que<br />

existe entre cada una de ellas y sus equivalentes en las otras lenguas (hay más<br />

proximidad entre acht y nacht o huit y nuit que entre acht y buit o huit y eight) [121] .<br />

Conocemos la relación entre chapeau, «capelo» y «cabeza» (una relación que<br />

alcanza incluso a la «capucha», al «capuz» y a la txapela <strong>del</strong> euskera, en este caso<br />

influido por el latín): todos esos vocablos arrancan de capitis. En español,<br />

«sombrero» significa lo mismo que en francés chapeau, pese a escribirse y<br />

pronunciarse de forma tan diferente. Ambas palabras no tienen relación, y<br />

«sombrero» se escapa de la serie; pero sabemos también de dónde sale (de<br />

«sombra»). Al contrario de lo que sucede en el siguiente caso.<br />

En inglés, existe una relación entre wind y window, como en español entre sus<br />

equivalentes viento y ventana. Pero ¿por qué se vinculan tanto aquí en su relación<br />

semántica estas dos lenguas distantes, mientras que las demás —incluido el alemán,<br />

tan próximo <strong>del</strong> inglés— se alían con el latín fenestra para dar finestra (italiano),<br />

fenêtre (francés), el alemán Fenster o el antiguo finiestras <strong>del</strong> Mío Cid? ¿Tuvo ese<br />

poder la fuerza analógica <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español para vincular la «ventana» con<br />

el «viento» y arrinconar la expresión latina? ¿Es una casualidad que el <strong>genio</strong> <strong>del</strong><br />

inglés decidiera lo mismo? Pero, sobre todo, ¿de dónde demonios viene fenestra, con<br />

qué otra palabra se puede relacionar? [122] .<br />

¿Y por qué no hay en español un término que traduzca la voz latina amita (tía,<br />

hermana <strong>del</strong> padre) ni su complementaria matértera (tía, hermana de la madre)? <strong>El</strong><br />

español dice normalmente «mi tía» sin precisar si el parentesco viene por parte <strong>del</strong><br />

padre o de la madre, una pérdida frente al latín. Al <strong>genio</strong> dejó de interesarle esa<br />

diferencia, pero ¿por qué?<br />

Hay más preguntas posibles sobre estos misterios. ¿Por qué el verbo «desear»<br />

necesita siempre un subjuntivo como apoyo cuando le sigue una oración<br />

subordinada? ¿Por qué el verbo «querer» no funciona igual gramaticalmente cuando<br />

significa lo mismo que «desear»? Decimos «quiero que te diviertas» y «deseo que te<br />

diviertas»; pero «deseo que te hayas divertido» y no «quiero que te hayas divertido».<br />

Son cosas <strong>del</strong> <strong>genio</strong> de la lengua.<br />

Podemos conjeturar que el verbo «querer» sólo se proyecta hacia <strong>del</strong>ante («deseo<br />

que hayas sido tú», pero no «quiero que hayas sido tú») … Sin embargo, no sabemos<br />

bien la razón: el <strong>genio</strong> tiene sus secretos.<br />

Los filólogos aún se preguntan también por qué unas palabras latinas iniciadas<br />

con una f pasaron al castellano con ésta convertida en h, mientras que otras<br />

mantuvieron el sonido original. Barajan ciertas hipótesis, claro; pero no han resuelto<br />

este misterio.<br />

Son muchos, pues, los enigmas; aún no sabemos qué le hizo adoptar determinadas<br />

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decisiones, con qué relacionó algunas raíces. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> de la lengua no habla, no<br />

sabemos dónde está. Sólo podemos deducir su personalidad a través de sus actos.<br />

Quizás algún día la aparición de una lápida antigua, el descubrimiento de una ciudad<br />

escondida, la inscripción en una vasija de porcelana hallada en un yacimiento<br />

arqueológico… Seguiremos a la espera.<br />

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XII <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> tiene mucho oído<br />

No sabemos dónde se esconde el <strong>genio</strong>, y sólo podemos imaginar su fisonomía.<br />

Tal vez sea calvo, tal vez pequeño… tal vez sea una mujer o tal vez un hombre… o,<br />

como ocurre con algunos seres mitológicos, quizás carezca de sexo. Lo que sí<br />

sabemos es que tiene mucho oído: una clara concepción <strong>del</strong> ritmo y la certera<br />

percepción sobre la tonalidad de las palabras.<br />

Si usted lee der schwankende Wacholder flüstert, sabrá que está ante una frase en<br />

alemán. Y pensará que se ha topado con el inglés si ve en un texto before it is too<br />

late, I think. Y no dudará que se escribió en italiano la frase é un ragazzo molto<br />

robusto che non presenta particolari problemi. Si escucha la palabra cusa en un<br />

contexto español, pensará que es un vocablo que usted desconoce pero que<br />

probablemente existe (puesto que sí están en nuestro <strong>idioma</strong> «casa», «cesa» o «cosa»;<br />

o «musa», «rusa», «lusa» o «fusa»). Aunque en realidad no exista. Pero a usted le<br />

sonará a castellano si las palabras que la rodean son de esta lengua. Y si es usted<br />

español, no le cabrá ninguna duda de qué <strong>idioma</strong> tiene ante sus ojos si lee<br />

txamangarria zera eder eta zera nere biotzak ez du zu besteroik maite. En efecto, es<br />

euskera. Y a cualquier conocedor <strong>del</strong> vascuence le resultaría imposible en ese grupo<br />

una palabra como festeroik, tan parecida a besteroik. ¿Por qué, Porque en el euskera<br />

patrimonial no existe la f.<br />

¿Qué es lo que nos hace identificar palabras como propias o ajenas, o asignarlas a<br />

una u otra lengua? <strong>El</strong> <strong>genio</strong> de cada <strong>idioma</strong>, aquel que alcanzamos a identificar<br />

someramente incluso aunque no lo conozcamos.<br />

Cualquier hispanohablante que oiga o lea la palabra amro sabrá enseguida que no<br />

se trata de una voz <strong>del</strong> español. Tal vez piense en un acrónimo o una marca, pero no<br />

en una palabra patrimonial, ni siquiera naturalizada. ¿Por qué? Porque las leyes<br />

fonéticas que ha elaborado el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> no contienen ni pueden contener esa<br />

combinación de sonidos.<br />

Lo mismo pasará si ese mismo hispanohablante oye añuf. O strid o bnid,<br />

ejemplos estos dos últimos que inventa Noam Chomsky cuando expone lo mismo<br />

para el caso <strong>del</strong> inglés [123] . «Los hablantes <strong>del</strong> inglés no han oído ninguna de estas<br />

dos formas» , dice Chomsky, «pero saben que la palabra strid es posible, quizás el<br />

nombre de alguna fruta exótica que no hayan visto antes; y que bnid, aunque se puede<br />

pronunciar, no es una palabra posible en su lengua». En efecto, cada <strong>genio</strong> de un<br />

<strong>idioma</strong> ha ordenado sus propias palabras posibles. Bnid no es viable tampoco en<br />

español, pero los hablantes <strong>del</strong> árabe sí podrían considerar que ese término forma<br />

parte de su lengua aunque ellos hasta ese momento no lo hubiesen oído nunca, al<br />

contrario de lo que sucede con strid, que jamás podrá ser una voz árabe. Todos<br />

aprendemos las reglas de nuestra lengua sin saberlo, inducidos por el <strong>genio</strong><br />

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misterioso, y las descubrimos ante casos así.<br />

Pusa sí podría formar parte <strong>del</strong> léxico <strong>del</strong> español, puesto que tenemos «pasa»,<br />

«pesa», «pisa» y «posa», y a pesar de eso no existe. Y además suena rara. Son cosas<br />

<strong>del</strong> <strong>genio</strong>, porque también tenemos la serie «masa», «mesa», «misa»… y «musa»<br />

(con el hueco para mosa). En cambio, cameo parece <strong>del</strong> español (se usa en el mundo<br />

<strong>del</strong> cine para designar una colaboración desinteresada o una aparición fugaz en una<br />

película), y sin embargo no lo es (procede <strong>del</strong> inglés y no está en nuestro<br />

Diccionario). Al <strong>genio</strong> de la lengua también le suena bien un término como «sauna»,<br />

pero se trata de una palabra finesa. Y son más fáciles de asimilar actualmente en<br />

español los japonesismos que los germanismos, por ejemplo (las palabras niponas<br />

entran siempre como voces llanas: las ya viejas «harakiri», «kamikaze», «sayonara»,<br />

«geisha» … y la más moderna «karaoke»). ¿Por qué? Porque suenan muy próximas,<br />

y el <strong>genio</strong> de la lengua aplica su oído. Tiende a convertirlas en llanas (la propensión<br />

natural <strong>del</strong> español), como hace incluso con los nombres propios. <strong>El</strong> futbolista Claude<br />

Makelele, que jugó en el Real Madrid, era citado por todos los comentaristas con<br />

entonación llana (/makeléle/), frente a su nombre real en francés « (/makelelé/). Y lo<br />

mismo hacen con su compatriota Vieira (que debería ser /vieirá/), entre otros casos.<br />

Estricto con los sonidos. Estricto —y eficaz— se ha mostrado nuestro personaje<br />

con los sonidos de la lengua española. Algunos grupos de palabras viables en otros<br />

<strong>idioma</strong>s son imposibles en español. Las combinaciones inexistentes en nuestro léxico<br />

—pero posibles en otros— son casi innumerables. Baste decir que el <strong>genio</strong> de nuestra<br />

lengua se fija sobre todo en la situación de las consonantes y, en el plano fonético, en<br />

los distintos tipos de vocales. Así, no admitirá nunca una combinación schw como en<br />

el alemán schwankende, ni la sucesión de dos mm como podía ocurrir en latín<br />

(summum); ni la terminación en una m que sí aparece en latín, árabe o inglés…<br />

(quorum, imam, dream, respectivamente); ni el dúo sr en ningún lugar de la palabra;<br />

ni los grupo pv, vg; ts, tz, tx ni ms, posibles algunos de ellos en otros <strong>idioma</strong>s… Y sus<br />

plurales de sustantivos los forma con eses, y no con las íes <strong>del</strong> italiano que le dan a<br />

esa lengua su sonido propio; tan peculiar para nosotros, que no tenemos muchos<br />

sustantivos terminados en i (y de entre ellos, gran número no son patrimoniales).<br />

A la hora de aceptar sonidos finales de palabra, en español valen todas las<br />

vocales, aunque con muy desigual frecuencia (la u aparece en escasos ejemplos);<br />

mientras que sólo algunas consonantes disfrutan de ese privilegio —únicamente ocho<br />

de las más de veinte de nuestro alfabeto: n, s, d, l, r, y, x, z [124] — y varias de ellas con<br />

muy poca producción al respecto.<br />

Para empezar, la u da fin solamente a 152 palabras, frente a 33.932 de la a y<br />

18.804 de la o. Y entre las consonantes, la j termina sólo 21 vocablos; la x, 67; y la t,<br />

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147 (en este último caso, casi todos son de origen extraño al español, y de difícil<br />

plural); frente a los 15.195 de la r, los 2.078 de la l y los 1.224 de la d [125] .<br />

Es decir, que el <strong>genio</strong> de la lengua sólo ha permitido realmente a doce letras<br />

situarse al final de una palabra. Y podemos sostener por tanto que las voces<br />

terminadas en el resto de los sonidos o grafías van también contra el <strong>genio</strong> <strong>del</strong><br />

<strong>idioma</strong>.<br />

Más estricto aun se ha demostrado con las esdrújulas: ninguna voz propia <strong>del</strong><br />

castellano que forme parte de ese grupo puede terminar en letra distinta de una vocal,<br />

la n o la s: «íntimo», «hipérbaton», «galápagos». La predilección <strong>del</strong> <strong>genio</strong> por estas<br />

tres terminaciones (vocal, n y s) se aprecia también en que no permite que ninguna<br />

otra letra cierre una forma verbal (excluimos el infinitivo y el imperativo): «hago»,<br />

«haces», «hacen», «vengo», «vinieras», «vendrán», «labro», «labrarán»,<br />

«labrarían»…<br />

Vuelta de tuerca. Otra cuestión son los fonemas. Porque en los párrafos<br />

anteriores hemos hablado de los grafemas. Y con los fonemas el <strong>genio</strong> aprieta un<br />

poco más las tuercas, en su estricto carácter. Aquí damos por desechada<br />

fonéticamente también la letra t, puesto que incluso las palabras más aceptadas y<br />

empleadas que la usan para su final son claramente ajenas al castellano, hasta el<br />

punto de que muchas de ellas cuentan con una grafía alternativa que excluye esa<br />

consonante: «accésit», «acimut», «argot», «ballet», «bidet» («bidé»), «boicot»<br />

(«boicoteo»), «cabaret» («cabaré»), «carnet» («carné»), «chalet» («chalé»), «debut»<br />

(«debú»), «paquebot» («paquebote»), «parquet» («parqué»), «plácet», «vermut»<br />

(«vermú»), «soviet», «superávit»… La t desapareció <strong>del</strong> español patrimonial en el<br />

siglo XII como letra final de palabra, y aun entonces ya sólo estaba agarrada a las<br />

terminaciones verbales (saliot, por ejemplo, que daría «salió»). Desde entonces les<br />

resulta incómoda a los hablantes naturales <strong>del</strong> español, que no son capaces además de<br />

añadirle una s para el plural.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> español excluye, pues, la t y en final de palabra tiende a suprimirla<br />

en aquellas que vienen <strong>del</strong> francés, arreglándoselas así para formar más fácilmente<br />

ese plural. Pero tampoco le agrada demasiado la d. Esto parece evidente, mas la<br />

realidad nos dice también que, a pesar de su criterio, ha acabado aceptando algunas<br />

razones a favor de la d final. Digamos que en ocasiones el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> acepta<br />

propuestas a regañadientes; y luego procura que su disgusto se note. De hecho, ya<br />

había suprimido muchos sonidos /d/ finales en el paso <strong>del</strong> latín al castellano (aliquod<br />

se convierte en «algo», ad se queda en «a» … ) .<br />

Todavía ahora, muchos hispanohablantes no pronuncian el fonema /d/ a final de<br />

palabra, y algunos no lo pronuncian bien: por ejemplo, en «Madrid» reemplazan la /d/<br />

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por una /z/ —Madriz—, mientras que otros —en la zona catalanohablante de España<br />

— acuden al sonido /t/ (que también se emplea en Colombia y algunos países<br />

hispanoamericanos para igual cometido); y otros se refugian en la terminación más<br />

natural de /í/ (Madrí). Incluso cuando se liga el final de una palabra terminada en d<br />

con el comienzo de otra empezada por vocal se producen errores prosódicos: «Damos<br />

los resultados de la jornada: Madrí uno, Celta uno», por ejemplo (también tenemos<br />

las versiones «Madrí-zuno» y «Madrí-tuno» ), en vez <strong>del</strong> más adecuado «Madríduno».<br />

Ocurre lo mismo con nombres propios de persona terminados en d y<br />

acompañados de un apellido que empieza por vocal: «Davi-zAlonso», en vez de<br />

«Davi-dAlonso». Sin embargo, no ocurre lo mismo con otras terminaciones en<br />

consonante: «Cádi-zuno, Burgo-suno»; o «Barcelona de Guayaqui-luno, Deportivo<br />

Cali, uno», en los que sí se produce la unión silábica entre la consonante final y la<br />

vocal siguiente.<br />

La dificultad de esa d final la observamos asimismo en pronunciaciones vulgares<br />

como /verdá/, /usté/ y /¿verdá usté?/, entre otros muchos ejemplos. En algún<br />

documento <strong>del</strong> siglo XVI se leen también grafías como Navidá. Y tenemos otro caso<br />

de esa refracción en los imperativos que el vulgo sustituye por infinitivos: «hacer esto<br />

ahora mismo», en vez de «haced». Estos problemas vienen de lejos, pues, y nos<br />

hablan de un gobernante <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> que se siente incómodo con ese final de palabra.<br />

La d ha pasado la severa criba por los pelos, tal vez haciendo valer que en muchas<br />

zonas donde habita sí se pronuncia correctamente. Y tal vez gracias también a que su<br />

plural no resulta incómodo (al contrario que en las voces terminadas en t), puesto que<br />

se le añade una e con toda naturalidad («vid», «vides»; «navidad», «navidades»). En<br />

algunas zonas, la correcta pronunciación de la d final sirve ahora para identificar a<br />

una persona culta, como hace siglos el grupo mn diferenciaba entre los letrados que<br />

pronunciaban /solemne/ y aquellas personas, de más baja condición, que proferían<br />

/solene/. No podemos decir con seguridad que las pronunciaciones de «Madrid» que<br />

hemos citado vayan contra el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> en su manifestación popular, sino<br />

contra la tendencia culta (de la que también cuida, mal que le pese).<br />

<strong>El</strong> <strong>idioma</strong> español, pues, vive una cierta tensión con esta consonante final d,<br />

muestra de las diferencias entre las dos fuerzas que se han producido históricamente.<br />

Y el caso es que ahora, cuando algunos pretenden colocar en el acervo léxico<br />

palabras extranjeras de extraña pronunciación so pretexto de que la lengua lo soporta<br />

todo y evoluciona sin problemas, el mensaje que nos envía el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong><br />

representa lo contrario: la supuesta evolución tal vez se produzca al revés. Incluso un<br />

fonema como la /d/ a final de palabra que fue incorporado a la norma hace siglos —<br />

hablamos <strong>del</strong> fonema, no de la letra— puede acabar desapareciendo o al menos<br />

alterarse o mudarse como ocurrió cientos de años atrás con otras consonantes<br />

incómodas y con ella misma en su paso <strong>del</strong> latín al castellano. Habremos de<br />

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permanecer atentos a ese proceso, pues no ocurrirá de la noche a la mañana: ya<br />

hemos visto qué desesperadamente lento es nuestro <strong>genio</strong>.<br />

La desafinación. Todos los lingüistas y los historiadores de la lengua han sentido<br />

la necesidad alguna vez de encontrar una alternativa a la palabra «latín» para evitar<br />

alguna reiteración. Es posible que les haya venido a la cabeza la expresión «el <strong>idioma</strong><br />

de Roma». Pero ninguno la habrá escrito, porque en el momento en que eso se<br />

percibe mediante la subvocalización típica de nuestro cerebro (que no oye pero<br />

escucha, que no dice pero pronuncia) se aparece el <strong>genio</strong> de la lengua para advertir<br />

<strong>del</strong> desatino. Nunca le agradará una redundancia fonética de ese calibre. Sobre todo<br />

porque tiene alternativas: la lengua de Roma, el <strong>idioma</strong> de los romanos.<br />

Al <strong>genio</strong> le preocupa la música de las palabras, y en parte por eso ha dejado<br />

alternativas como «quizás» y «quizá» (la primera para preceder a vocal, la segunda<br />

para preceder a consonante); o «cantara» y «cantase», para aligerar las oraciones de<br />

sonidos /s/ o sonidos /r/, según pueda interesar, por ejemplo si se han usado muy<br />

cerca de ellas las palabras «manera» o «madera», o «frase» o «fase»: «le dijo que no<br />

lo hiciera de esa manera» («le dijo que no lo hiciese de esa manera»). Seguramente,<br />

también la supervivencia de la conjunción adversativa «mas» —poco usada en la<br />

lengua hablada— se debe a su utilidad para evitar las cacofonías de «pero» (por<br />

ejemplo, en «pero para eso no hace falta…»).<br />

De hecho, algunos fenómenos gramaticales sólo se explican por la obsesión<br />

eufónica <strong>del</strong> <strong>genio</strong>. Por ejemplo, la colocación <strong>del</strong> artículo determinado masculino<br />

(«el») frente a nombres femeninos que comienzan por a acentuada («el hacha», «el<br />

águila», «el habla leonesa», «el área pequeña»…). O la tendencia a no terminar una<br />

frase hecha en una palabra monosilábica si existe una alternativa mediante el<br />

intercambio de los términos. Nunca decimos «de cabeza a pies» sino «de pies a<br />

cabeza» [126] .<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> no disculpa que alguien escriba «tras tres siglos» si tiene la posibilidad<br />

de elegir «después de tres siglos», como tampoco admite un largo sujeto si se puede<br />

situar el verbo por <strong>del</strong>ante y mejorar el ritmo de la frase. No le gusta la acumulación<br />

de adjetivos alrededor de un sustantivo («la embravecida y peligrosa extensa mar<br />

profunda y azul» … ), ni las aposiciones pueden romper un sintagma coherente y<br />

unido («no es menos importante, a nuestro juicio, en el problema, la escasez de<br />

dinero», frente a «no es menos importante en el problema, a nuestro juicio, la escasez<br />

de dinero») …<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> sería un buen escritor. Para empezar, la ausencia de<br />

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cacofonías ya constituye un primer grado de eufonía [127] . Si se evita la sucesión de<br />

monosílabos («las personas a las que se les han limitado» ), si la última sílaba de una<br />

palabra no es igual a la primera de la siguiente, si nunca termina una voz en s cuando<br />

la que va a continuación comienza por r (salvo casos inevitables: «los reyes») … eso<br />

acaba sonando bien.<br />

<strong>El</strong> cuidado por el ritmo y los sonidos ha producido muchos casos de analogía y<br />

asimilación fonética incluso dentro de una sola palabra. Por ejemplo, directus debería<br />

haber fabricado, en su evolución patrimonial, la voz direcho. Pero la e acentuada<br />

influyó sobre la e inicial para producir «derecho» y mejorar su sonoridad (y facilitar<br />

la pronunciación, desde luego). También se da asimilación —pero de consonantes—<br />

en «ceniza» , que de otro modo habría dado cenisa; porque la boca queda mejor<br />

articulada para pronunciar un segundo sonido /z/ después de haber proferido el<br />

primero, mientras que la /s/ presenta más dificultad.<br />

Y como el <strong>genio</strong> sigue siendo el mismo, hoy en día decimos «in fraganti» cuando<br />

creemos acudir a la expresión latina in flagranti (es decir, «en flagrante <strong>del</strong>ito», «con<br />

las manos en la masa»). Pero ahí influyen en la memoria palabras como «fragante» o<br />

«fragancia», y la mayor comodidad de estos sonidos frente al extraño fl combinado<br />

con un posterior gr que acaba desplazando la r a la primera sílaba. (La combinación<br />

de consonantes fl no es incómoda en sí —decimos «flamante» sin problemas, aunque<br />

se trate de un cultismo—, sino que la convierte en molesta el segundo grupo, gr).<br />

Y también se da lo contrario (la disimulación), pero con el mismo objetivo de<br />

evitar la cacofonía. Eso pasaba ya en latín (el <strong>genio</strong> acepta una herencia inmensa): la<br />

terminación —alis (que servía para formar adjetivos) se transformaba en —aris<br />

cuando en una sílaba anterior y próxima aparecía el fonema /l/; así, por una parte, se<br />

formaban los adjetivos actualis, annualis, floralis, legalis, naturalis.… y por otra<br />

angularis, auxiliaris, familiaris, molaris, popularis, saecularis, solaris; velaris,<br />

vulgaris… [128] . Porque habrían sonado mal, al oído <strong>del</strong> <strong>genio</strong>, angulalis, auxilialis,<br />

familialis, molalis, populalis, saeculalis, solalis, velalis o vulgalis. Es decir, lo mismo<br />

que probablemente pasó con un intermedio fragrante, en el que las dos erres<br />

terminaron siendo incómodas y sonando mal.<br />

La disimilación se produce, pues, al evitar la inquietante semejanza entre dos<br />

sonidos de una palabra [129] . Así, viginti daba viinti, pero se disimiló en «veinte». Y<br />

dicir (proveniente <strong>del</strong> latín dicere) se transfiguró en «decir». La voz latina robur<br />

derivaría en robre, pero el <strong>genio</strong> de la lengua la mutó en «roble» para mejor<br />

pronunciarla (lo que no ha evitado el apellido «Robredo» o el topónimo<br />

«Robregordo», entre otros similares que, por menos usados, no han incomodado tanto<br />

el oído <strong>del</strong> señor <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>). Tambien carcer huye <strong>del</strong> lógico cárcer para quedarse<br />

en «cárcel», y marmor da «mármol» porque no le gusta el mármor que le habría<br />

correspondido por la evolución fonética… Y con la búsqueda de una mejor<br />

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pronunciación esquivamos «vayámosnos» y elegimos «vayámonos». Y no decimos<br />

«verdurero» porque nos suena mejor «verdulero» (el <strong>genio</strong> ni siquiera ha permitido el<br />

doblete, y «verdurero»jamás fue autorizada a entrar en el paraíso de las palabras).<br />

Ese sentido <strong>del</strong> oído le ha hecho añadir una r en determinadas ocasiones, para<br />

aprovechar su fuerza sonora. Tonus <strong>del</strong> latín, daba tueno en castellano; pero un sonido<br />

como el que esa palabra representaba no podía quedarse así. Y por eso decimos<br />

«trueno». No debía de andar lejos el <strong>genio</strong> de los sonidos, el que construyó palabras<br />

como «tremendo», «trepar», «arrastrar», «rasgar», «romper»… los fonemas que<br />

seguramente se usaron en Atapuerca y con cuya herencia se cambiaron tantas erres de<br />

sitio para dar fuerza a todo el sonido <strong>del</strong> castellano (semper vira hacia «siempre»,<br />

quattuor da paso a «cuatro» … ) .<br />

<strong>El</strong> gusto <strong>del</strong> <strong>genio</strong> por relacionar sonidos y significados está presente en las<br />

onomatopeyas («susurro», «bisbiseo», «tintineo», «titilar», «tormenta», «arrullo»,<br />

«farfullar», «cuchicheo», «aullar», «guirigay», «estruendo», «chapotear»,<br />

«chiscar»… la lista sería muy larga); pero también en otros aspectos. Por ejemplo, en<br />

su enigmática manía de vincular el sonido /i/ con la idea de pequeño («nimio»,<br />

«milimétrico», «ínfimo», «ridículo», «miniatura», «infantil», «birria», «chisgarabís»,<br />

«minucia», «disminuir», «chiquitín», «miseria», «microbio» … ), así como los afijos<br />

—ito, —illo, —ico…; mientras que /a/ y /o/ reflejan lo grande («descomunal»,<br />

«faraónico», «grandilocuentes, «megalómano», «ampuloso», «aparatoso»…), como<br />

también lo hacen los afijos —ón, —azo, —ota, —ona… [130]<br />

Estos fenómenos de disimilación se deben al gusto colectivo (y por tanto natural)<br />

de evitar en el habla corriente la repetición próxima de lo igual o semejante. Los<br />

buenos prosistas latinos siguen, consciente o inconscientemente, esta tendencia de la<br />

lengua, explica García Yebra. Y los buenos escritores permanecen atentos a las<br />

inclinaciones <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>.<br />

La virtud en el verso puede ser vicio en la prosa. <strong>El</strong> mejor procedimiento para<br />

conseguir la eufonía en prosa es evitar la cacofonía. Para eso hace falta oído, y el<br />

<strong>genio</strong> lo tiene. Como lo tiene el <strong>genio</strong> de la música.<br />

Otra característica <strong>del</strong> oído de nuestro personaje consiste en que no le gustan las<br />

sucesiones de monosílabos; y ha previsto para evitar esos golpes monótonos de voz<br />

algunas posibilidades. Si se encuentra la frase «no les da regalos a los que le resultan<br />

incómodos» (donde el grupo «a los que les» constituye una sucesión de monosílabos<br />

átonos, frente al grupo «no les da», en el que «da» tiene la fuerza tónica superior), el<br />

<strong>genio</strong> ofrece la alternativa «no les da regalos a aquellos que le resultan incómodos»; o<br />

bien «no les da regalos a quienes le resultan incómodos». Una frase como «si a los<br />

que les ven mal les suspenden» no sería, pues, de su gusto, por culpa de los cinco<br />

monosílabos átonos iniciales.<br />

Viene todo esto a abundar en que al <strong>genio</strong> no le dan igual los sonidos, y en ningún<br />

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momento se ha mostrado indiferente ante ellos: al contrario, todo su gobierno se ha<br />

basado en obras públicas que tenían corno misión encauzar este caudal de fonemas<br />

<strong>del</strong> que dispone nuestro <strong>idioma</strong> y que le han llegado de diversas lenguas.<br />

Hace muchos siglos que el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> añadió y quitó letras para<br />

acomodarse los vocablos. Ya en el paso <strong>del</strong> latín al castellano colocó al comienzo de<br />

palabra una e por <strong>del</strong>ante de la s si ésta iba seguida de consonante: sperare dio<br />

«esperar»; stare, «estar»; schola, «escuela»… y lo mismo pasó con el helenismo<br />

spatha («espada») y con cientos y cientos de términos. Más de mil años después, el<br />

fenómeno continúa: stress se convierte en «estrés», snob da «esnob», de smokin<br />

obtenemos «esmoquin», de scanner escribimos «escáner», y el slogan se ha<br />

convertido en «eslogan»… Lo cual nos deja imaginar para algún futuro próximo<br />

palabras como «esquás» o «esprín» (de la que saldría «esprínter», o tal vez<br />

«esprintador» o « esprintero» [131] ). Tales vocablos estarán de acuerdo con el <strong>genio</strong> <strong>del</strong><br />

<strong>idioma</strong>, lo que equivale a decir que las grafías actuales squash y sprint van contra él.<br />

De hecho, en nuestras bocas están ya con todos los fonemas que ampara el <strong>genio</strong> de<br />

la lengua. Y el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, aprendida la lección <strong>del</strong> latín, parece muy interesado<br />

en que se produzcan muy pocas diferencias entre el español escrito y el hablado [132] .<br />

Esas mismas naturalizaciones hacen que al franc se le llame «franco», al mark<br />

«marco» y al rubl rublo.<br />

Los acentos, tan fáciles. Pero la gran estrella de su criterio con el oído es la<br />

acentuación. Para empezar, el <strong>genio</strong> no ha permitido una sola frase con más de ocho<br />

sílabas en la que no exista un acento que predomine sobre los demás (no estamos<br />

hablando de palabras, sino de frases; porque también existe un acentuación de frase).<br />

Eso ha ocasionado que el romance (la composición poética por excelencia en<br />

español) se base en las ocho sílabas por verso. Es la métrica <strong>del</strong> canto a lo llano en<br />

Castilla, de los corridos mexicanos, de la isa canaria, de las tonadas tradicionales<br />

chilenas, de la jota navarra o la aragonesa… y de sinfonías poéticas firmadas por<br />

Lorca, Machado o Rubén Darío.<br />

<strong>El</strong> sistema de acentuación en español se mantiene casi intacto desde hace cientos<br />

de años. Han cambiado los criterios de expresión gráfica de esta carga tónica, pero no<br />

el sonido. Incluso suman pocos los casos de palabras latinas que hayan modificado su<br />

acento al pasar al español, y todos ellos se pueden agrupar bajo ciertas subreglas [133] .<br />

<strong>El</strong> sonido de las palabras lo llevamos en las entrañas, hasta el punto de que está<br />

demostrado que un bebé ya distingue cuáles son de su <strong>idioma</strong> y cuáles no [134] . Las<br />

combinaciones de letras y sonidos en una lengua no son tantas como parece.<br />

Por ejemplo, el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> español apenas ha permitido a unas cuantas letras<br />

situarse a final de palabra, como ya hemos visto: las cinco vocales y las consonantes<br />

n, s, r, l, d y z son las realmente autorizadas. Sí, algunas otras palabras terminan en<br />

letras distintas de éstas, pero son muy escasas y generalmente se trata de<br />

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extranjerismos.<br />

De entre las vocales, la u sale claramente perjudicada. En las consonantes, las<br />

más agraciadas son la n y la s, que están por detrás de la r en cuanto a entradas en el<br />

Diccionario, pero sin olvidar que con n y s se forman todos los plurales en español<br />

(en las conjugaciones verbales y en los sustantivos), lo cual multiplica sus<br />

posibilidades [135] .<br />

<strong>El</strong> español medieval contaba con pocos nombres y adjetivos que terminaran en<br />

vocal tónica (acentuada prosódicamente). Después, las palabras árabes que se<br />

presentaban a la puerta <strong>del</strong> <strong>genio</strong> debían modificarse para ser tomadas como<br />

préstamo, y entendieron bien qué consonantes debían escoger para su terminación: n,<br />

r, l… (por eso tenemos «adoquín», «alquiler» o «albañil»). Pero en otros casos se<br />

mantuvo la vocal tónica [136] lo que amplió las posibilidades fonológicas <strong>del</strong> español,<br />

porque el <strong>genio</strong> estaba en la época de formación y tenía los criterios más flexibles.<br />

Todo esto es importante, porque el <strong>genio</strong> tenía que basar sobre estos datos sus<br />

normas de acentuación ortográfica. Y, realmente, aquí obró con una sencillez<br />

deslumbrante que podemos ver con claridad si desbrozamos las complicadas normas<br />

que explican las gramáticas [137] .<br />

En español, a efectos de acentuación las palabras se concentran en dos grupos<br />

exclusivamente:<br />

1. Las que acaban en vocal, en n o en s, y que tienden a ser llanas (o «graves»). Es<br />

decir, la mayoría de estas palabras tiene el acento en la penúltima sílaba.<br />

2. Las que acaban en cualquier otra letra, y cuya tendencia natural es a ser agudas.<br />

Es decir, la inmensa mayoría de estas palabras tiene el acento en la última sílaba.<br />

Establecidos estos dos grupos, el <strong>genio</strong> decidió que sólo llevaran acento gráfico<br />

las palabras que violen cada una de estas tendencias naturales: las que terminando en<br />

vocal, n o s son agudas; y las que, terminando en cualquier otra letra, son llanas.<br />

Dicho de otro modo: llevan tilde las que van contra la tendencia natural. Así pues, el<br />

acento gráfico es una multa que ponemos a las palabras por contravenir la costumbre<br />

de su grupo.<br />

En estos tres párrafos precedentes se resumen las reglas de los acentos en español,<br />

y cualquiera que los comprenda dejará de cometer faltas de ortografía con ellos.<br />

¿Por qué decidió el <strong>genio</strong> de la lengua colocar entre las palabras que no se<br />

acentúan a las que terminan precisamente en vocal, n o s? Ésa fue una sabia decisión,<br />

sólo explicable por la mitológica imaginación de nuestro protagonista: porque así<br />

abarcaba el mayor número de términos en español, al incluir las vocales (tendencia<br />

natural en la que terminan las palabras de nuestra lengua) y las que forman el plural<br />

de nombres y verbos (la s y la n). Las terminaciones en vocal suman 64.920 palabras,<br />

sobre un total de 91.968 entradas de diccionario (al hablar de «entradas» se entiende<br />

que de cada verbo, por ejemplo, sólo está el infinitivo, y sólo el singular de los<br />

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sustantivos, etcétera). Y si se les agregan las acabadas en n o en s —excluidos todavía<br />

los plurales—, la cifra asciende a 72.504. Es decir, más <strong>del</strong> 80 por ciento de las<br />

palabras de nuestro <strong>idioma</strong> se incluyen en el grupo que precisamente tiene tendencia<br />

a no acentuarse.<br />

Según datos relativos a la edición <strong>del</strong> Diccionario de la Real Academia de 1992,<br />

donde figuran 85.186 vocablos, llevan tilde o diéresis (es decir, signos diacríticos)<br />

15.899. Eso significa que el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> no hizo mal su trabajo, pues redujo la<br />

tarea de la acentuación al mínimo esfuerzo, ya que 69.287 palabras (el 81,3 por<br />

ciento) no la precisan.<br />

Pero en ese estudio nos encontramos un dato más llamativo todavía: de entre las<br />

palabras acentuadas (repetimos, 15.899 palabras acentuadas en total), terminan en<br />

vocal, n o s nada menos que 15.517. Por tanto, ¡sólo 382 palabras —cráter, carácter,<br />

árbol, látex…— violan la norma según la cual si terminan en cualquier otra<br />

consonante no deben llevar acento prosódico en la penúltima sílaba!<br />

¿Y qué pasa con las esdrújulas y las sobresdrújulas? Nada: entran en el primer<br />

grupo, puesto que no tienen el acento prosódico en la penúltima sílaba y siempre<br />

terminan en vocal, en n o en s [138] . Por tanto, contravienen la norma y pagan la multa.<br />

<strong>El</strong> sistema académico de explicar la acentuación tal vez no sea muy <strong>del</strong> agrado<br />

<strong>del</strong> <strong>genio</strong>, a quien ya sabemos sencillo y claro. Porque el método que se ha enseñado<br />

tradicionalmente hasta ahora en español obliga al estudiante a clasificar las palabras<br />

en seis grupos: agudas acabadas en vocal, en n o en s (que llevan tilde); agudas<br />

acabadas en otra letra (que no llevan acento gráfico); graves acabadas en vocal, n o s<br />

(que tampoco lo llevan); graves acabadas en otra letra (que sí llevan); esdrújulas (se<br />

acentúan todas) y sobresdrújulas (que también). Realmente, es más sencillo agrupar<br />

todas las palabras en los dos únicos grupos ya referidos.<br />

Superado todo eso, sólo queda preguntarse por los diptongos. Pero esta tarea<br />

también parece sencilla: la tendencia natural de los diptongos es formar una sola<br />

sílaba («paria»), y si se pronuncian como dos («paría») deben llevar tilde por la<br />

misma razón que se expuso antes: porque hay que pagar la multa de contravenir la<br />

tendencia natural de las cosas (ya sabemos que el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> es estricto). En el<br />

colegio nos explicaron que hacía falta poner el acento «para romper el diptongo» ;<br />

pero en realidad hace falta colocarlo «porque se rompe el diptongo» . (Recuérdese:<br />

toda tilde denota una infracción).<br />

Por cierto, el hiato, o separación de las vocales de un diptongo, era frecuente en<br />

los comienzos <strong>del</strong> latín. Pero ninguno de esos casos de la lengua de Roma ha<br />

sobrevivido en las palabras patrimoniales españolas, lo cual da idea de con qué fuerza<br />

la tendencia natural <strong>del</strong> castellano es la unión de las vocales cuando van juntas.<br />

Finalmente, ya sólo quedarán las palabras monosilábicas y las que se acentúan<br />

para diferenciarse de otras homófonas pero no sinónimas: «té» y «te» , «éste» y<br />

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«este», «sólo» y «solo», «dé» y «de», «sé» y «se»… Esta cuestión apenas plantea<br />

problemas si se atiende a la entonación de frase. De hecho, los quince monosílabos<br />

que tienen acento diacrítico son tónicos frente a sus correspondientes grafías sin tilde,<br />

que son átonas: «y te doy» (átona), frente a «y té doy» (tónica).<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> de la lengua bien podía sentirse satisfecho de todo este sistema de<br />

acentos, porque otorga a la escritura <strong>del</strong> español una ventaja de la que carecen otros<br />

<strong>idioma</strong>s de acento libre (como el portugués, el italiano, el inglés, el alemán, el<br />

euskera, el gallego, el catalán y el ruso): la de haber descubierto la forma de indicar la<br />

pronunciación exacta de cada palabra y, por tanto, su significado preciso (frente a lo<br />

que ocurre en inglés, por ejemplo, donde podemos encontrar record, entre otras<br />

palabras, con dos acentuaciones prosódicas distintas —y dos funciones diferentes,<br />

como verbo o como sustantivo— para una sola escritura; algo que le resulta<br />

extrañísimo a cualquier hispanohablante).<br />

<strong>El</strong> sistema de acentuación organizado por el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> tiene, pues, una<br />

función utilísima: saber cómo se pronuncia exactamente una palabra que leemos por<br />

primera vez y saber cómo se escribe un término que acabamos de escuchar también<br />

por vez primera. Eso nos permite ir aumentando el vocabulario particular de cada<br />

persona con precisión y seguridad.<br />

Interrogaciones y exclamaciones. En los últimos años, ha llegado a diversos<br />

textos escritos en español la moda de usar sólo la interrogación o la exclamación de<br />

cierre, suprimiendo la de apertura. Traen esta costumbre los diseñadores gráficos, los<br />

publicistas, los importadores de tecnología y los creadores de programas para<br />

telefonía celular. Todos ellos deben de estar preguntándose por qué usar dos signos en<br />

español si al inglés o el francés les basta con uno. En este caso son invadidos por la<br />

tendencia <strong>del</strong> <strong>genio</strong> hacia la economía de esfuerzos, pero olvidan otros criterios que<br />

el propio <strong>genio</strong> maneja.<br />

Porque, en efecto, el inglés, el francés y otras lenguas emplean recursos<br />

sintácticos y morfológicos especiales que indican ya desde el principio de la pregunta<br />

—aunque no de manera infalible— que el lector ha de disponerse a entonar la frase<br />

como tal. Pero la libertad sintáctica <strong>del</strong> español hace necesario emplear los dos<br />

signos, para anticipar en la lectura la naturaleza interrogativa de la frase que sigue. Y<br />

no digamos con las exclamaciones. Al español se le supone más cantarín, porque las<br />

preguntas no dependen de la estructura sintáctica sino de la entonación [139] .<br />

No sólo el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español tiene muy desarrollado su oído, sino que, por<br />

los métodos habituales que él empleó en la historia (sutiles y subrepticios), ha<br />

provocado que lo desarrollen también todos los hispanohablantes. Porque hace falta<br />

sutileza para coger al vuelo las diferencias entre las frases «qué techo», «qué te he<br />

hecho» y «que te echo»; entre «los suelen freír», «los huelen freír» y «lo suelen<br />

freír»; entre «la ventura» y «la aventura»; entre «nos sienta bien» y «no sienta bien»;<br />

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entre «los Pérez no son simpáticos» y «los Pérez nos son simpáticos»; entre «rico y<br />

responsable» y «rico irresponsable» [140] . En cualquier caso, siempre caben soluciones<br />

parciales: quien no sepa entonar bien y diferenciar por tanto entre «¿qué te he<br />

hecho?» y «¿qué te echo?» dirá seguramente en el primer supuesto «¿qué te he hecho<br />

yo?» .<br />

Ese oído <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> ha sido percibido extraordinariamente por nuestros<br />

mejores poetas. <strong>El</strong>los han combinado los acordes de las oraciones y las frases, y han<br />

cuidado las notas de las sílabas y el ritmo de los acentos. <strong>El</strong> oído de nuestro señor de<br />

la lengua ha originado las canciones populares y los romances de ciego recitados de<br />

aldea en aldea, y ha mantenido en la memoria todas esas historias que contaban,<br />

gracias a las reglas nemotécnicas de las rimas y las estrofas, y sobre todo a su<br />

entonación. Nuestra lengua no sería nada sin sus sonidos y sus combinaciones de<br />

fonemas, tan imperceptibles y tan perennes que hasta suenan con toda su fuerza en<br />

nuestra mente cuando sólo estamos leyendo.<br />

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XIII <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> es pacifista<br />

Nuestro enigmático personaje jamás ha empuñado un arma. No le acusemos de<br />

nada de eso. En la expansiva historia española se produjeron muchas crueldades, pero<br />

no en nombre <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> (salvo en la dictadura franquista).<br />

Desde tiempo inmemorial el <strong>genio</strong> de la lengua se había aplicado a anidar en las<br />

mentes populares, a sugerir ideas a los prestigiosos y a dejar caer en saco roto algunas<br />

propuestas; y a crecer sin violencia. Con la llegada de los romanos a la Península y<br />

hasta los albores <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> castellano, hubo combates y sacrificios —Viriato;<br />

Numancia, Sagunto…— pero no se produjeron por la lengua; y sin embargo la<br />

vinculación de los peninsulares primero al latín y luego al castellano tenía ya en su<br />

germen el destino: empezando por el establecimiento <strong>del</strong> propio <strong>idioma</strong> de los<br />

romanos y el abandono de las lenguas que habitaban Hispania, y siguiendo por la<br />

creación <strong>del</strong> castellano. También resultó inexorable el cambio en Cataluña (no hay<br />

que olvidar, por cierto, que el catalán es lengua romance y, desde un punto de vista<br />

técnico, fruto también de una invasión, la invasión de los romanos, que acabó con<br />

lenguas precedentes, incluidas las que se hablasen antes en Cataluña).<br />

Se han producido muchas injusticias contra el <strong>genio</strong> de la lengua <strong>del</strong> <strong>idioma</strong><br />

español. Se le ha menospreciado, con asertos como «no habría sido nada sin la<br />

imposición de las armas», «el español se extendió detrás de los ejércitos» , y otras<br />

similares.<br />

Pero en el reino de Alfonso X el Sabio se hablaban con naturalidad —y convivían<br />

con el castellano— el árabe, el gallego, el vascuence (en el señorío de Vizcaya),<br />

también el catalán y el latín. Y está documentado que hacia el año 1235, en tiempos<br />

de Fernando III, los habitantes <strong>del</strong> valle riojano de Ojacastro —una de las zonas que<br />

se supone repoblaron los vascos— respondían en vascuence a las demandas<br />

judiciales [141] .<br />

Podemos decir, si hemos interpretado bien las enseñanzas de los historiadores de<br />

la lengua, que el <strong>idioma</strong> español se habría extendido igualmente al margen de las<br />

batallas que ha contemplado, algunas de ellas, como la dictadura de Franco, de feroz<br />

combate contra las demás lenguas españolas. Y bien que debemos lamentarlo, porque<br />

las heridas que abrió el fascismo tardarán mucho en cerrarse, y porque además han<br />

esparcido el hedor de la dictadura franquista por toda la historia de España [142] .<br />

Ni siquiera en América esa imposición (que se produjo en determinados casos,<br />

desde luego) adquirió proporciones globales durante la invasión española. Porque<br />

aquellas batallas no se desataron para imponer la lengua, sino para extender la<br />

religión. De hecho, el papa Alejandro VI —una suerte de ONU unipersonal—<br />

condicionó en 1493 los derechos españoles sobre los nuevos territorios al empeño<br />

fundamental de convertir a los nativos al cristianismo. Ésa era la tarea, no el <strong>idioma</strong>.<br />

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Y bien se sabe además que la Iglesia, tras llegar a América, comenzó a adoctrinar<br />

a los indios en sus lenguas nativas, después de acometer el esfuerzo de aprenderlas.<br />

La documentación existente al respecto es abrumadora. No hay que olvidar que según<br />

las Escrituras los apóstoles recibieron <strong>del</strong> Espíritu Santo el don de lenguas («predicad<br />

a cada uno en su lengua») y se fueron a dar doctrina con esa facilidad por todo el<br />

orbe. Así que los religiosos debían aplicarse con el ejemplo. Y a menudo con exceso:<br />

en España, el Concilio Provincial de Tarragona (con amplias competencias<br />

territoriales) establecía en 1591: «en el Principado de Cataluña, que se use la lengua<br />

catalana; en el Reino de Aragón las naturales de allí; en el de Valencia, la valenciana<br />

y nunca otra». Y para entonces ya se había aniquilado a los comuneros (1521, batalla<br />

de Villalar), en lo que podemos considerar la desaparición de Castilla.<br />

Mientras, al otro lado <strong>del</strong> océano, don Alonso de la Peña Montenegro, obispo de<br />

Quito, proclamaba que un párroco que no supiese quéchua o aimara cometía pecado<br />

mortal [143] .<br />

Para los castellanos de entonces, el <strong>idioma</strong> no constituía un elemento aglutinador.<br />

Hasta el punto de que el cronista catalán Ramón Muntaner explicaba en los tiempos<br />

<strong>del</strong> rey sabio que Cataluña era más nación que Castilla porque tenía mayor<br />

homogeneidad lingüística, basada en el catalán [144] . Y a nadie se le ocurrió arremeter<br />

contra eso, sino todo lo contrario: los reinos de Aragón y de Castilla (en realidad,<br />

Aragón era el reino catalanoaragonés) pactaron su unión política mediante el<br />

matrimonio de Isabel y Fernando. Los Reyes Católicos juraron los fueros catalanes,<br />

en una época en la que brilla la literatura en ese <strong>idioma</strong> y en la que también se podía<br />

leer, sin embargo, a poetas bilingües como Pere Torroella [145] . Y es bajo su reinado<br />

cuando el cardenal Cisneros manda —frente a decisiones anteriores— que la<br />

cristianización de los árabes tenga como vehículo la lengua castellana, sin que conste<br />

entonces decisión alguna contra los catalanes, a buen seguro porque cristianos eran en<br />

su propia lengua. <strong>El</strong> hispanoárabe finalmente no desapareció de España por ser<br />

lengua distinta, sino por ser lengua de musulmanes. Ahí se produjo un exterminio<br />

indiscutible, mas no por un conflicto de lenguas sino de dioses. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> sólo podía<br />

lamentarlo. <strong>El</strong> ha acompañadlo a la historia, pero no la ha gobernado.<br />

Cosa diferente es que la unidad de la corona de Aragón con la de Castilla diera de<br />

rebote una menor influencia política de Cataluña y redujera la autonomía <strong>del</strong> antiguo<br />

condado de Barcelona; y más diferente aún que en el siglo XVIII Felipe V destruyera<br />

los fueros catalanes —en venganza por la toma de partido que adoptó Cataluña contra<br />

él en la guerra de Sucesión— con sus decretos de Nueva Planta (1707), que ahora<br />

juzgamos con razón infames. Pero nada de eso tuvo que ver en realidad con la lengua.<br />

Digamos que la lengua pasaba por allí y sufrió las consecuencias.<br />

De hecho, Felipe V hablaba sólo francés y le traía sin cuidado la cuestión<br />

idiomática de España. Le importaba bastante más instaurar el Estado centralista que<br />

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había aprendido en Francia, y ejercer sin escrúpulos su «tradicional inclinación por su<br />

país natal» [146] . Podemos imaginar incluso que si el catalán hubiera sido entonces el<br />

<strong>idioma</strong> central de España y el castellano una lengua regional, Felpe V habría<br />

impuesto el catalán sin ningún problema. Su voluntad no era filológica, sino de poder.<br />

Con algo de venganza, claro, puesto que la tomó con los catalanes pero dejó<br />

indemnes los fueros de vascos y navarros. De hecho, los nacionalistas españoles<br />

(digamos fascistas para entendernos mejor) abominarían tiempo después de ese rey<br />

afrancesado.<br />

Aún más: Castilla también fue víctima <strong>del</strong> centralismo. Lo dijo el propio Pi i<br />

Margall (1824-1901): «Castilla fue entre las naciones de España la primera que<br />

perdió las libertades; las perdió en Villalar bajo el primer rey de la Casa de<br />

Austria» [147] . Una vez consumado eso, añadía el político catalán, Castilla sirvió de<br />

instrumento para destruir el resto de las libertades de los otros pueblos de España. Es<br />

lo que Julio Valdeón ha llamado «el rapto de Castilla» por sus dirigentes. Así fue<br />

como Felipe V, «al concluir la guerra de Sucesión, se valió de instrumentos<br />

castellanos para suprimir de raíz las instituciones privativas de Cataluña».<br />

Pero no es nuestro propósito defender a Felipe V sino al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>. Y, de<br />

paso, a la auténtica Castilla. Las nuevas leyes que privilegiaron el castellano llegaron<br />

más tarde, con Carlos III (1767) cuando ya ocho de cada diez habitantes de la<br />

Península hablaban este <strong>idioma</strong> y las zonas urbanas con lengua autóctona eran en<br />

buena parte bilingües. <strong>El</strong> Diario de Barcelona aparecerá en 1792, escrito en<br />

castellano y defendiendo el castellano, como le interesaba entonces a la burguesía<br />

catalana que lo leía y lo arropaba, dedicada en buena medida al suculento comercio<br />

con las colonias de América (recuérdese que el algodón llegaba desde allí para la<br />

industria textil, favorecido por la protección a Cataluña que instauró el propio Felipe<br />

V, quien prohibió la importación de algodones y linos extranjeros en todo el territorio<br />

español) [148] . Mataró, Terrasa y Saba<strong>del</strong>l son ya ricas zonas industriales, que atraen a<br />

gran número de trabajadores de Andalucía y Extremadura [149] .<br />

Tampoco el latín se había impuesto por la fuerza necesariamente. La acompañó,<br />

pero no más. <strong>El</strong> talento y la cultura superior de los romanos expandieron su <strong>idioma</strong> y<br />

eso hizo que los nativos fueran olvidando el suyo, que les resultaba inferior e<br />

insuficiente para las complejas necesidades de la nueva vida que la colonización traía<br />

consigo [150] . «Para su difusión no hicieron falta coacciones; bastó el peso de las<br />

circunstancias. […] superioridad cultural y conveniencia de emplear un instrumento<br />

expresivo común a todo el imperio» [151] . Las lenguas prerromanas convivieron con el<br />

latín durante muchos siglos (por eso influyeron en su evolución hacia el castellano).<br />

<strong>El</strong> historiador latino Tácito cuenta que un aldeano de Termes (actualmente provincia<br />

de Soria) daba grandes voces en su lengua nativa cuando se le acusó de haber<br />

intervenido en el asesinato <strong>del</strong> pretor Lucio Pisón. Y eso ocurría en el año 25 después<br />

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de Jesucristo (los romanos habían llegado en el siglo III antes <strong>del</strong> Nacimiento). No es<br />

el único testimonio de esa realidad. <strong>El</strong> vascuence llegaría mas lejos, sin duda, porque<br />

incluso los repobladores vascos de Castilla hablaban su lengua vernácula hasta muy<br />

avanzado el siglo XIII.<br />

La fase de conquista y asentamiento de los romanos dio paso a la extensión <strong>del</strong><br />

latín. Ahora bien, el uso de ese <strong>idioma</strong> no fue impuesto (apenas podría haberlo sido) :<br />

las poblaciones locales lo aprendieron —porque les interesó— de los colonos<br />

romanos, administradores, soldados, comerciantes, etcétera. <strong>El</strong> proceso fue rápido en<br />

algunas zonas (este y sur), más lento en otras (centro, oeste y norte) y no llegó a<br />

completarse en un área (País Vasco). Cualquier cambio de lengua como éste implica<br />

un período de bilingüismo que se prolonga durante varias generaciones, pero el<br />

proceso de latinización fue mucho más rápido en el este y el sur, donde el íbero y el<br />

griego (en las actuales Cataluña y Valencia) y el tartesio (Andalucía y sur de<br />

Portugal) parecen haber sido desplazados totalmente antes <strong>del</strong> siglo I de nuestra<br />

era [152] .<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> es pacifista incluso en tiempos de guerra. Hubo una<br />

acometida brutal contra los árabes, sí, pero eso no le impidió asimilar miles de<br />

palabras que procedían de ellos. Y no sólo eso: los arabismos se incorporaron en su<br />

mayor parte antes <strong>del</strong> siglo X; es decir, antes de la victoria militar mediante<br />

aplastamiento, y, por consiguiente, antes de la expansión final de Castilla y de su<br />

lengua en territorio musulmán. Esas palabras que empiezan a circular entre los<br />

cristianos que admiran los avances de los árabes son préstamos tomados más bien de<br />

un <strong>idioma</strong> vecino que de una lengua que comparte territorio. Se debieron de nuevo,<br />

probablemente, a la necesidad de designar objetos que llegaron a Castilla desde Al<br />

Ándalus. (A principios de la Edad Media, el árabe gozaba de un gran prestigio,<br />

porque pertenecía a una cultura más a<strong>del</strong>antada que la de la España cristiana). Un<br />

porcentaje muy alto de esos arabismos fueron sustantivos. <strong>El</strong> artículo (ese al con el<br />

que empiezan tantos vocablos) fue tomado como parte de la palabra, pues era<br />

invariable en género y número y por tanto para el <strong>genio</strong> de la lengua no se podía<br />

entender como un artículo.<br />

<strong>El</strong> castellano, por acentuar su pacifismo, tenía una ventaja adicional frente al<br />

latín, el árabe o el hebreo: en aquellos tiempos era neutral para los creyentes de las<br />

tres religiones (cristiana, musulmana y hebrea) que convivían en Castilla [153] . Podía<br />

servir para mediar entre ellos.<br />

Tampoco fue belicoso el <strong>genio</strong> de la lengua durante la Conquista de América.<br />

Presente en todo, pero agente de nada, los misioneros que se comunicaban en el siglo<br />

XVI con sus superiores de España se veían en la obligación de argumentar<br />

continuamente que no había más remedio para salvar a los indios que adoctrinarles en<br />

su propia lengua.<br />

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Así que Felipe II resolvió: «no parece conveniente apremiarlos a que dejen su<br />

lengua natural, mas se podrían poner maestros para los que voluntariamente quisieren<br />

aprender la castellana, y se dé orden como se haga guardar lo que está mandado en no<br />

proveer los curatos sino a quien sepa de los indios».<br />

La solución funcionó durante unos cuantos años, hasta que los españoles fueron<br />

descubriendo los cientos de lenguas que hablaban los nativos, y que la aprendida en<br />

un lugar no les servía en otro. De manera que en 1769 el arzobispo de México,<br />

Francisco Antonio de Lorenzana, ya estaba pidiéndole a Carlos III que permitiera<br />

unificar el asunto [154] : elegir sólo a los clérigos que sabían lenguas dejaba fuera a<br />

otros más capacitados pero monolingües. Por si el argumento verdadero no fuera<br />

convincente, el arzobispo se sacó de la manga además que la doctrina cristiana no<br />

podía exponerse en lenguas tan primitivas. Eso hace que Carlos III enmiende a Felipe<br />

II, y merced a ello el avance <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español se producirá ya con menos trabas, lo<br />

que, como ocurrirá en la Península, sirve para que los hablantes de lenguas diferentes<br />

se puedan entender entre sí y siempre con un solo objetivo: extender la religión.<br />

Pero ya hemos dicho que el <strong>genio</strong> de la lengua no es rápido. Colón llegó a<br />

América en 1492, y en 1810 (más de dos siglos después) sólo uno de cada tres<br />

americanos hablaba español. En aquellos momentos en que las colonias americanas<br />

desencadenan los movimientos a favor de su independencia, viven allá tres millones<br />

de hispanohablantes (blancos y mestizos, bien españoles o bien descendientes de<br />

ellos) junto con nueve millones de indios, desconocedores casi todos <strong>del</strong> <strong>idioma</strong><br />

castellano [155] (estos números, que con razón nos parecen bajos, se multiplicaron por<br />

seis o por siete en un siglo, y en 1900 los hispanohablantes sumaban ya setenta<br />

millones). Pero una vez producida la separación política entre América y España es<br />

cuando el <strong>genio</strong> de la lengua se aplica a trabajar, y así colaboró en lograr la situación<br />

de hoy, en la que más <strong>del</strong> 95 por ciento de los habitantes de esos países hablan<br />

español. Las nuevas naciones decidieron asumir este <strong>idioma</strong> y convertirlo en oficial.<br />

La población indígena entiende que necesita el español para progresar, y la clase<br />

política cree que la unidad latinoamericana, el sueño de Simón Bolívar, sólo se puede<br />

forjar con un <strong>idioma</strong> común.<br />

Dentro de su espíritu pacifista, el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español se ha aplicado a<br />

recoger palabras y enseñanzas de todas las lenguas que hablaban aquellos pueblos<br />

que sufrieron en su presencia acoso político o religioso. Y en los últimos decenios se<br />

ha dedicado a inspirar preferentemente a sus hablantes de América, tan suyos como<br />

los españoles, porque en esas tierras no sólo ha nacido la mejor literatura en español<br />

durante el siglo XX sino que se ha creado una multitud de palabras («grabadora» ,<br />

«estacionamiento», «abanderado», «novedoso», «ubicar», «receso» —como<br />

equivalente de «descanso breve»—, «exitoso», «golpiza»…) que salen al paso de<br />

nuevas necesidades y responden, cómo no, al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>.<br />

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Y hoy —discútase todo lo discutible sobre la historia— esta lengua se presenta<br />

ante el mundo, sin duda alguna, como una de las grandes lenguas de cultura y de<br />

entendimiento, destinada con firmeza, como bien anunció Nebrija al presentar su<br />

gramática ante la reina Isabel, a servir de vehículo para que «florezcan las artes de la<br />

paz».<br />

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XIV <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> es genial<br />

Estos rasgos <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español, todo cuanto define su alma, culminan<br />

con uno más importante: el <strong>genio</strong> es genial. Su ironía, su humor y su doble sentido,<br />

su capacidad de dar soluciones imaginativas, conforman un perfil apasionante.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> no juega sólo con lo que se dice: también con lo que se calla. Y con lo<br />

que se sobreentiende, y con lo que se percibe con retraso. Podemos decir «un soldado<br />

arrojado», y reírnos después; «el presidente fue honrado en sus últimos años», y<br />

descubrir enseguida la duda sobre lo que se esconde en una frase con tantas aristas.<br />

La ironía es una manera de usar mal el lenguaje <strong>del</strong>iberadamente, para buscar un<br />

efecto de sorpresa.<br />

«Va a venir Enrique. Guarda los pasteles». En estos casos el <strong>genio</strong> cuenta con la<br />

enciclopedia general y personal que cada hablante y cada escuchante tiene en su<br />

recuerdo. Y así puede burlarla.<br />

Es lo que hacía Marcos Mundstock, <strong>del</strong> grupo argentino Les Luthiers, cuando<br />

representaba en el escenario a una vieja gloria de la música, viejísima gloria en<br />

realidad, a quien un presentador de televisión entrevista en su casa. <strong>El</strong> ex cantante, ya<br />

anciano y orgulloso de su propia vida, cuenta a su interlocutor: «yo tengo muchos<br />

libros escritos». Y ante la sorpresa <strong>del</strong> periodista, pues no sabía que el cantante<br />

hubiera sido también escritor, el entrevistado aclara: «sí, sí. Yo todos los libros los<br />

compro escritos».<br />

<strong>El</strong> chiste mismo demuestra que el <strong>genio</strong> lo tiene todo organizado, pues el<br />

entendimiento natural de los usuarios <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> esquiva el error. Para que éste se<br />

produzca, casi por fuerza debe mediar la intención de que tal ocurra, o el manejo<br />

equivocado.<br />

Y en este caso no se trata de usos erróneos de la lengua, sino de su aplicación al<br />

caso concreto. <strong>El</strong> lenguaje admite muchas economías gracias a la enciclopedia de los<br />

hablantes en contacto. Podemos decir «le conté lo de Ramón» porque nuestro<br />

interlocutor sabe qué es «lo de Ramón». Pero si eso se rompe —si la enciclopedia no<br />

es común— podemos llegar al chiste buscado o al chiste involuntario.<br />

Así ocurre precisamente en el chascarrillo —real o imaginario, pero verosímil—<br />

que recoge Juan Luis Conde [156] : un grupo de pacientes espera en una clínica a que<br />

les atienda el doctor, entre ellos un hombre con una abultada joroba. Cuando la puerta<br />

de la consulta queda entreabierta, se oye que el médico le dice a la enfermera: «a ver,<br />

que pase el <strong>del</strong> cuerpo extraño». Y, sin pensárselo dos veces, el jorobado se levanta y<br />

acude a la llamada con paso firme.<br />

No estamos aquí ante un fallo <strong>del</strong> lenguaje, sino de su aplicación. <strong>El</strong> médico se<br />

está dirigiendo a la enfermera, quien sabe que «cuerpo extraño» se usa cuando<br />

alguien se ha tragado un objeto que no es precisamente un alimento. Pero esa frase<br />

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dirigida a la asistente llega a oídos equivocados, y entonces la enciclopedia de los<br />

interlocutores ya no es la misma. Esto provoca el malentendido, pero también la<br />

genialidad y el chiste.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> ha dejado, pues, algunas rendijas para el uso artero de su propia<br />

herramienta.<br />

Una vez, visitaron a Pío Cabanillas Callas (dirigente de Unión <strong>del</strong> Centro<br />

Democrático, UCD, el partido que gobernó en España de 1977 a 1982) varios<br />

compañeros que deseaban implicarle en un proyecto. Sus visitantes repetían<br />

continuamente la palabra «nosotros»: «porque nosotros podemos…», «nosotros<br />

conseguiremos… ». Hasta que el ministro centrista les cortó: «un momento.<br />

"Nosotros" quiénes sois?» [157] .<br />

En efecto, el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> español no ha previsto aclarar si en una conversación entre<br />

un interlocutor, de un lado, y un grupo, de otro, la expresión «nosotros» agrupa a<br />

todos los presentes, a algunos ausentes con los que se identifica el interlocutor<br />

solitario o a todas estas personas (ausentes y presentes) por igual. Ya hemos visto que<br />

tampoco prevé la expresión «nosotros me amamos», por lógica que pudiera parecer<br />

en su significado.<br />

Hay lenguas, como el manchí, el tibetano, ciertas lenguas australianas, malayo<br />

polinesias, americanas, etcétera, que tienen para el pronombre de primera persona<br />

una forma de plural llamada «plural exclusivo»: yo + ellos, pero no vosotros. Esta<br />

forma se opone a la <strong>del</strong> «plural inclusivo», que considera la forma equivalente a<br />

«nosotros» como igual a yo + vosotros. <strong>El</strong> «nosotros» español puede ejercer<br />

cualquiera de estas dos funciones, determinadas por la situación o por el<br />

contexto [158] .<br />

La exclusión o inclusión de elementos puede propiciar, pues, todo un ejercicio de<br />

inteligencia.<br />

«Cómo es el novio de María?». «Es simpático» . Quedan excluidas así cualidades<br />

que suelen aparecer antes en cualquier descripción, en el caso de que existan. Pero a<br />

veces esta técnica adquiere un valor inverso (y positivo), como cuando le preguntaron<br />

a Katharine Hepburn cómo era su nuevo amor (Spencer Tracy) : «es bajito», contestó.<br />

Y siendo ella una mujer alta (esto es lo que forma parte de la enciclopedia de quien<br />

escucha), la definición de Tracy como «bajito» no hacía sino transmitir que debía<br />

detener grandes cualidades espirituales para que una mujer tan alta y atractiva<br />

reparase en él, frente a los prejuicios de la época. Siempre que se dice algo se deja de<br />

decir algo; y eso el <strong>genio</strong> lo sabe. Y lo utiliza.<br />

La ironía, explica Graciela Reyes, invita a la complicidad, alude a los acuerdos<br />

previos de los participantes, y deja fuera, a veces cruelmente, a quienes pueden<br />

asociarse con la expresión objeto de la ironía y, además, a quienes no la entienden.<br />

Estos dos últimos grupos suelen tener características en común [159] .<br />

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Creativo con las palabras. Pero donde más luce el <strong>genio</strong> de la lengua su<br />

genialidad es en la creación de palabras, con verdaderos hallazgos obtenidos en su<br />

propio acervo. Esta cualidad no debe pasar inadvertida a los hablantes, a veces<br />

decepcionados injustamente con él; porque las soluciones existen. <strong>El</strong> <strong>genio</strong> de nuestro<br />

<strong>idioma</strong> sigue siendo el mismo —como hemos pretendido demostrar— que aquel<br />

inspirador <strong>del</strong> alumbramiento que dio lugar a la lengua castellana. Pero hace siglos<br />

que se rige con una nueva reflexión: «ya creé palabras para el castellano usando los<br />

recursos <strong>del</strong> latín. Ahora quiero generarlas para el español con los propios recursos<br />

<strong>del</strong> castellano». En realidad, se trata de la misma técnica: acude siempre al almacén<br />

más próximo. Ya sabemos que es ecologista y que recicla todo.<br />

Por eso los niños dan sus primeros pasos en un «tacatá» («andador metálico con<br />

asiento de lona y ruedecillas en las patas, para que los niños aprendan a andar sin<br />

caerse»; una definición tan larga, un pensamiento tan refinado… pero que cabe<br />

dentro de la simple onomatopeya «tacatá»). Esta y otras palabras nuevas han<br />

designado objetos que nuestros ancestros no conocieron, pues el <strong>genio</strong> dispone de<br />

ciertas técnicas para encontrar respuestas a los inventos.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> in<strong>genio</strong>so y genial <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español dio al mundo hispano, por<br />

ejemplo, una palabra que asoció a un invento nacido en España: la «fregona». Los<br />

países de inigualable tecnología no habían conseguido descubrirla; pero si lo hubieran<br />

hecho habríamos pasado años cuantos años llamando a este utensilio con un<br />

anglicismo. Tal vez algún día dijéramos fregoning o algo por el estilo. Y como la<br />

inventó un ingeniero en su casa, se llama «fregona». Si hubiera nacido en el<br />

departamento de investigación de una gran empresa, se llamaría fregaquick o cleanclean…<br />

algo así. Pero el <strong>genio</strong> de la lengua posee a los hablantes naturales. En este<br />

caso, al español Manuel Jalón, ingeniero aeronáutico, responsable de haber mejorado<br />

el trabajo de limpieza en todos los hogares <strong>del</strong> mundo. <strong>El</strong> invento data de 1956, pero<br />

fue en 1965 cuando desarrolló la sustancial mejora en el escurridor <strong>del</strong> cubo (antes<br />

tenía unos rodillos que se accionaban a pedal).<br />

<strong>El</strong> Diccionario define «fregona» como «utensilio para fregar los suelos sin<br />

necesidad de arrodillarse» [160] . Se forma con un palo largo que tiene un mango en un<br />

extremo y una cabellera de trapos en el otro, con la cual se limpia el suelo que es un<br />

primor. Un cubo dotado de escurridera complementa el hallazgo.<br />

La palabra «fregona» ya estaba en el Quijote [161] . Y el Diccionario <strong>del</strong> español la<br />

admitió así en su primera edición (1732): «la criada que sirve en la cocina y friega los<br />

platos y las demás vasijas». Pero la nueva acepción de «fregona» no entró en el<br />

léxico oficial <strong>del</strong> español hasta 1984, para definir ya el utensilio de limpieza<br />

inventado casi treinta años antes.<br />

Así que una vez más el <strong>idioma</strong> español buscaba en su propia historia, y daba a<br />

una palabra un sentido más amplio mediante la conocida fórmula de la metáfora. De<br />

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hecho, su antecedente ya constituía una creación dentro de la propia lengua, puesto<br />

que «fregona» se formó a partir <strong>del</strong> verbo «fregar». En sus orígenes, describía<br />

simplemente a la mujer que se ganaba la vida fregando, pero luego, en un nuevo<br />

impulso <strong>del</strong> <strong>genio</strong> de la lengua para crecer desde dentro, ha tomado en nuestra época<br />

un matiz despectivo, que amplía incluso su significado al de «mujer tosca o vulgar».<br />

Antes «fregona» tenía entrada propia en el Diccionario, pero ahora la comparte con<br />

«fregón», que en algunos países de América es alguien que produce molestias.<br />

Véase la analogía entre la creación endógena «fregona», que se produjo hace<br />

siglos, y la muy reciente «apagón», otro neologismo por vía de aumentativo que salió<br />

también de dentro <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>.<br />

La sufijación es el procedimiento más eficaz que tiene el español para la<br />

formación de palabras. Y además el <strong>genio</strong> no ha parado nunca, por despacio que<br />

vaya. Y con esos recursos propios ha inventado sus genialidades: «cajonera»,<br />

«calculadora», «freidora», «barredera», «trancón», «bajonazo», «salvamanteles»,<br />

«transbordador»… Sin olvidar los nombres propios: «lazarillo», «donjuán»,<br />

«simones» (carruajes que se alquilaban en Madrid, propiedad en otro tiempo de un tal<br />

Simón), perillán (de Per Illán, un perillán primitivo), «quevedos»…<br />

Y al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> español no le importa acudir a dos o más palabras cuando debe<br />

ocupar el lugar de una sola en otro <strong>idioma</strong>. <strong>El</strong> castellano ya componía una frase con<br />

más palabras de las que necesitaba el latín. Los lingüistas explican que impuso su<br />

tendencia analítica frente a la sintética: es decir, en castellano se expresaba con<br />

rodeos y varias palabras lo que el latín podía designar con una. Así, por ejemplo, el<br />

comparativo brevior terminó bifurcado en estos dos términos: «más breve» (y<br />

paradójicamente más largo). En vez <strong>del</strong> genitivo plural sintético cervorum, decía el<br />

vulgo «de cervos», y más tarde «de los ciervos» [162] . En general, la evolución hacia el<br />

castellano es reductora, como ya hemos visto; pero al <strong>genio</strong> no le importa alargar su<br />

propuesta si con ello obtiene un fruto mayor por otro lado.<br />

Vale la pena considerar aquel proceso antiguo para ver cómo actúa nuestro <strong>genio</strong><br />

—que sigue siendo el mismo— ante esas expresiones extranjeras cuya traducción nos<br />

obliga a escribir más palabras (a veces sólo más sílabas) que en el <strong>idioma</strong> original: le<br />

importa un comino. Primero, porque eso no le afecta en gran medida (otra cosa es que<br />

afecte al ajuste <strong>del</strong> titular en un periódico: pero ése es otro problema, ajeno a nuestro<br />

enigmático personaje). Al <strong>genio</strong> no le importa que se diga «grupo de presión» en vez<br />

de lobby, ni que esta expresión sea más larga. Tiene en su experiencia el proceso <strong>del</strong><br />

latín vulgar, en el que se basó para crear el castellano. Y ya en el latín vulgar pasaba<br />

eso. Por ejemplo, el futuro imperfecto amabo fue sustituido por amare habeo («he de<br />

amar») que con el tiempo se convertiría en «amaré». Y cantare habebam originó el<br />

pospretérito o condicional románico «cantaría». Es decir, primero verificó ese<br />

estiramiento; pero luego, en un antecedente claro <strong>del</strong> efecto acordeón, recompuso la<br />

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palabra para reducirla. Así sucederá también, podemos prever, con muchas<br />

expresiones que han salido a la calle para defender al <strong>idioma</strong> de tanto anglicismo:<br />

linier dio en España «juez de línea», en una primera fase equivalente a amare habeo.<br />

Pero luego el <strong>genio</strong> se las arregló (se las ingenió) para que ya empecemos a decir en<br />

los estadios «el línea». Es exactamente lo que había pasado siglos atrás con<br />

expresiones como buey noviello (que se quedó en «novillo»), «ciudad capital» (que<br />

resumimos en «capital», o con la «manta sudadera» que se ponía a las cabalgaduras,<br />

reducida luego a la «sudadera», palabra que hasta se ha extendido a una prenda<br />

deportiva que se ponen las personas… para correr y sudar.<br />

Y todavía antes, en la época medieval, tenemos fenómenos parangonables (vemos<br />

continuamente cómo el <strong>genio</strong> ha de ser ahora por fuerza el mismo, pues reacciona de<br />

igual modo). En aquel tiempo, el calcetín se llamó calcea, un derivado de calceus<br />

(zapato, calzado). Durante la Edad Media, la calcea fue creciendo hacia arriba, hasta<br />

llegar a la cintura: las «calzas». En el siglo XVI, la prenda se dividió en dos para<br />

mayor comodidad: por un lado las «calzas» (unos pantaloncillos; de ahí vendrían más<br />

tarde «calzón» y «calzones» y «calzoncillos») y por otro las «medias calzas». Pero<br />

igual que ahora de «juez de línea» ha quedado «el línea», entonces de «las medias<br />

calzas» quedaron «las medias», y así las llamamos todavía.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> siguió imitándose cuando se le presentó el germanismo Kindergarten o<br />

«jardín de infancia». <strong>El</strong> aportó como solución propia «guardería infantil», de donde<br />

ha quedado sólo «guardería».<br />

<strong>El</strong> aire acondicionado es un invento más reciente aún, y lo denominamos con dos<br />

palabras. Pero cada vez decimos más «¿puede bajar el aire?» (y sobre todo lo<br />

decimos mucho porque siempre está demasiado fuerte), igual que «cinturón de<br />

seguridad» se ha quedado en «ponte el cinturón».<br />

No es difícil imaginar que muchas palabras nuevas que nos inundan ahora sigan<br />

igual proceso: de hecho, la palabra «correo», a secas, sustituye a menudo a la<br />

expresión «correo electrónico» («te envié un correo»), por más que se confunda en<br />

ella el sistema con una de sus partes (pues se envían un mensaje o una carta mediante<br />

el correo).<br />

¿Qué pasará con lobby? Es difícil saberlo, pero el <strong>genio</strong> tiene en la cartera<br />

palabras como «cabildeo», «cabildear» y «cabildero» —arraigadas en nuestra<br />

historia [163] — o «conseguidor». Tampoco sería descartable «pasilleros». De todas<br />

formas, este tipo de anglicismos no le desazonan mucho. Pueden preocupar más a<br />

quienes desean escribir con elegancia o comunicarse con un grupo amplio de<br />

personas que debe entender el mensaje completo. Pero al <strong>genio</strong>, no demasiado. Sabe<br />

que a la larga esos términos pasarán al limbo de las palabras muertas.<br />

Si se pueden componer sinfonías geniales y muy distintas con sólo unas cuantas<br />

notas (siete notas básicas con sus bemoles), ¿qué no se podrá hacer con un léxico de<br />

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noventa mil palabras? <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> es creativo. Como dijo Coseriu, «no<br />

aprendemos una lengua, sino que aprendemos a crear en una lengua». Sus recursos no<br />

están agotados. «Interesantemente», por ejemplo, no existe en nuestro <strong>idioma</strong>, pero<br />

sería una palabra posible si algún día nos hiciera falta. Y sería nueva en el uso, pero<br />

no en el sistema.<br />

La genialidad de nuestro personaje se manifiesta también, de vez en cuando, de<br />

forma individual, no colectiva. Y así, algunos hablantes en concreto atinan con<br />

híbridos memorables que, por más que nos produzcan risa, reflejan con claridad la<br />

manera en que el <strong>genio</strong> de la lengua nos ha hecho relacionar unas palabras con otras.<br />

Fue el caso de Jesús Gil, entonces presidente <strong>del</strong> Atlético de Madrid, cuando acusó a<br />

un jugador de acudir a juergas nocturnas y hacerlo de manera «ostentórea». O el de<br />

una periodista española que en un programa de cotilleo rosa comentó: «Maricielo ha<br />

defendido siempre a su padre de todos los embistes». Oído en Tele 5 el 20 de agosto<br />

de 2003, a las 16.02, en el programa Aquí hay tomate. Desde luego, la frase lo<br />

tiene [164] .<br />

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XV <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> está de vuelta<br />

Hemos visto hasta aquí que el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> se ha mostrado estricto en<br />

mantener sus reglas de puntualidad, que ha ordenado las palabras y la sintaxis para<br />

que el desorden adquiera también un significado, que ha sido coherente en buscar las<br />

analogías para dar sentido común a todo el conglomerado, que ha conservado las<br />

palabras antiguas, y las ha ofrecido cuando observaba fenómenos nuevos que ya eran<br />

nombrados por ellas, que ha deslindado con precisión los matices y los significados,<br />

que ha economizado sus recursos a fin de facilitar la tarea a los hablantes y también<br />

para dar valor a las redundancias, que ha aplicado el oído para reconocer los sonidos<br />

propios y rechazar los difíciles, que ha sido capaz de encontrar en su almacén de<br />

recursos los sufijos y las derivaciones que le sirven para crear con in<strong>genio</strong> nuevos<br />

vocablos… y todo eso con mucha sencillez. No parece la obra de una sola persona<br />

que lo hubiera organizado todo?<br />

Hemos visto además que el <strong>genio</strong> sigue siendo el mismo de hace mil años. La<br />

decisión analógica que adoptó para «diestro» y «siniestro» es la misma que aplica<br />

ahora a «introvertido» y «extrovertido»; la consonancia de significado que hace<br />

siglos experimentó en su evolución la palabra «tinieblas» no parece muy distinta de la<br />

que ha registrado más recientemente «moratón» ; la extensión semántica de<br />

«pantalla» desde su utilidad para amortiguar la luz hasta ser instrumento fundamental<br />

<strong>del</strong> cine tiene mucho que ver con el moderno uso de la voz «teclado», tan antigua<br />

como los clavicordios barrocos.<br />

Por tanto, estamos ante un <strong>genio</strong> que ya ha vivido mucho, que no se puede<br />

sorprender ante los fenómenos que a nosotros nos dejan perplejos. Para la actual<br />

generación es la primera vez que se produce una revolución técnica espectacular.<br />

Pero el <strong>genio</strong> ya asistió a la invención <strong>del</strong> cinematógrafo, a la llegada <strong>del</strong> ferrocarril,<br />

vio el descomunal desarrollo de las imprentas, la popularización <strong>del</strong> teléfono, la<br />

compra masiva de televisores y hasta bendijo la taquigrafía y los telegramas.<br />

Ahora el fenómeno de Internet ha deslumbrado al mundo. Y no podía suceder de<br />

otro modo, dadas su novedad y la descomunal atracción que desprende. Porque las<br />

nuevas conexiones ultrarrápidas nos permiten comunicarnos al instante con personas<br />

alejadísimas y conocer documentos antes inaccesibles salvo para quienes dedicaran<br />

toda una vida a buscarlos.<br />

Pero ese fulgor inicial, comprensible y lógico, ha hipnotizado después a muchas<br />

personas, que han cambiado la luz <strong>del</strong> sol por el brillo de la pantalla y consideran que<br />

Internet va a entrar en nuestras vidas, en nuestras mentes y, como consecuencia de<br />

ello, en nuestro lenguaje.<br />

<strong>El</strong> formidable avance electrónico ha invadido cuanto toca, y así hay quien piensa<br />

incluso que se ha creado un <strong>idioma</strong> a la luz de Internet, cuando simplemente ha<br />

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obtenido mayor luminosidad —por su contacto con la Red— lo que antes permanecía<br />

más oscuro.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español ya vivió todos los fenómenos lingüísticos que se<br />

asocian ahora a Internet, sin que despertaran entonces los apocalípticos augurios que<br />

nos invaden en la actualidad.<br />

Internet, como medio de comunicación que es, ha influido ciertamente en el<br />

mensaje periodístico («el medio es el mensaje», no lo olvidemos), y así los textos que<br />

los diarios digitales ofrecen en la Red adoptan paulatinamente unas características<br />

comunes y nuevas: brevedad y sencillez, exclusión de determinados géneros (van<br />

desapareciendo las entrevistas largas y los reportajes muy amplios), profusión de<br />

otros (infografía animada, cuadros y estadísticas…), interrelación de las noticias<br />

mediante enlaces informáticos, facilidad para el picoteo en distintos espacios,<br />

documentación poco depurada, disponible en bruto pero con búsquedas rapidísimas<br />

<strong>del</strong> dato deseado…<br />

Esa repercusión se extenderá muy pronto a una mayoría de los periódicos que se<br />

imprimen en papel prensa, que ofrecerán más despieces (informaciones<br />

complementarias), cuadros, dibujos, tablas comparativas… Porque intentarán no<br />

alejarse mucho de las ventajas que muestren los diarios digitales. Y también<br />

alcanzará a las cartas que se intercambien los internautas, a menudo muy breves y<br />

que constituirán un diálogo ágil, muy lejano de aquellos monólogos románticos de la<br />

vieja tradición epistolar. Con todo, se tratará seguramente de una influencia parcial en<br />

el continente, en las posibilidades técnicas, en la rapidez y en la extensión, pero no en<br />

las palabras mismas. No en el lenguaje. También los mensajes que trasladaban las<br />

palomas se escribían con menos frases que aquellos que distribuirían más a<strong>del</strong>ante los<br />

servicios de correos. Y las primeras conversaciones telefónicas duraban menos que<br />

las charlas en persona (al menos mientras no bajaron los precios). Se trata de una<br />

simple adaptación al canal que utilizamos. Y ninguno de esos medios alteró las<br />

palabras ni las estructuras gramaticales.<br />

Internet ha dirigido un foco muy potente sobre la realidad de la lengua, y ha<br />

resaltado los defectos que antes sólo suponíamos: la general ausencia de tildes, la<br />

profusión de abreviamientos, la sintaxis pedestre… No es Internet lo que ha<br />

favorecido eso, sino solamente el medio que lo muestra.<br />

La ortografía deficiente. Las carencias técnicas de los ciberprogramas (o los<br />

problemas de comunicación entre ellos) han ocasionado temporalmente algunas<br />

dificultades para escribir los acentos, las mayúsculas y algunos otros signos (como<br />

los que inician una interrogación o exclamación). Pero ya antes habían tardado<br />

mucho tiempo las imprentas en adoptar todas las posibilidades ortográficas, por<br />

ejemplo la acentuación de las mayúsculas. Hace apenas treinta años, numerosos<br />

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periódicos utilizaban las versales para sus titulares, y jamás aparecían las tildes en<br />

ellos porque las virgulillas se salían de la caja o chocaban con la línea superior. Se<br />

extendió, es cierto, la falsa creencia de que las mayúsculas estaban exentas de las<br />

obligaciones sobre acentuación; pero bastó que las nuevas técnicas de composición<br />

de textos admitieran la posibilidad de incluir las tildes para que los criterios<br />

ortográficos volvieran a su ser en todos los periódicos que se escriben en español.<br />

Guando se daban esas carencias en las viejas imprentas, que lo mismo elaboraban un<br />

periódico en la linotipia que imprimían un panfleto en la rotoplana o que reproducían<br />

el cartel de las fiestas <strong>del</strong> pueblo en la minerva, a nadie se le ocurrió predecir la<br />

desaparición <strong>del</strong> acento ortográfico, a la vista de que el trascendental invento de<br />

Gutenberg no daba satisfacción a tales necesidades.<br />

Poco a poco, las insuficiencias actuales de Internet irán desapareciendo. También<br />

han desaparecido en los teletipos de las agencias de prensa, que hace apenas diez<br />

años se redactaban sin tildes ni mayúsculas. Dentro de algún tiempo nos habremos<br />

olvidado de esas carencias, como los viejos cajistas han olvidado versales y versalitas<br />

para reconvertirse en técnicos de rotativa; y como los viejos regentes de imprenta han<br />

pasado a ser directores de planta de impresión.<br />

Nuevos códigos. Al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> le debe de resultar curioso, por otra parte,<br />

que en los «innovadores» códigos grafemáticos de los mensajes por Internet las<br />

mayúsculas equivalgan a un grito. Esa novedad también encuentra un parangón muy<br />

claro en los periódicos (inventados hace ya algún decenio que otro), que destacaron<br />

siempre con letras de caja alta los titulares, y que aumentan o reducen los cuerpos de<br />

los tipos según crece o mengua la importancia de la noticia. La tipografía también es<br />

el mensaje. Los titulares gritan al lector (gritan más o gritan menos) para atraerle y<br />

avisarle de la importancia de ese texto.<br />

Otro fenómeno «actualísimo» ligado a la modificación de la escritura por causa<br />

de las telecomunicaciones son los mensajes telefónicos llenos de abreviamientos, lo<br />

que constituye sólo una consecuencia de las dificultades para escribir con rapidez en<br />

sus teclados. No estamos aquí, pues, ante una ventaja técnica sino ante una<br />

desventaja. Y cabe suponer también que tales escrituras irán desapareciendo<br />

conforme se solvente esa dificultad de teclado. De hecho, los proveedores ya han<br />

establecido algunas fórmulas que facilitan la escritura correcta; y las mejorarán<br />

mucho más si acuden a equipos de filólogos que analicen la frecuencia de las<br />

palabras y si elaboran programas que adapten esas estadísticas al lenguaje habitual de<br />

cada usuario.<br />

Pero las cartas y mensajes con claves de tribu como las que se usan en los<br />

teléfonos celulares existen hace muchos años. La representación de «besos» mediante<br />

la letra equis ya la conocían los jóvenes de hace treinta años: se suponía que en el<br />

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lugar de la equis se había estampado un beso, al que podía unir el suyo quien<br />

recibiese la carta, para formar así un tornillo a distancia; y la empezaron a emplear<br />

después de abandonar por fin la religiosa cruz que encabezaba las cartas. Lo mismo<br />

sucede con los emociconos (el filólogo y experto en lenguaje informático José<br />

Antonio Millán nos ha mostrado la palabra «caritas» como alternativa) que se<br />

representan mediante puntos y paréntesis, pues también antaño se colocaban a<br />

menudo junto a la firma de un escrito dirigido a un amigo, o a una pareja real o<br />

pretendida. Y se añadían corazones atravesados por flechas, que herían también las<br />

cortezas de los árboles. De hecho, uno de los mensajes con imágenes que contienen<br />

los nuevos teléfonos portátiles es un corazón con alas. Al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> no debe<br />

de parecerle muy original.<br />

Se supone que esos dibujos (pues dibujos son, independientemente de que se<br />

confeccionen con signos <strong>del</strong> teclado) sirven para trasladar emociones. Y nos<br />

imaginamos al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> pensando que esas emociones sólo se pueden<br />

trasladar con palabras (si nos referimos a la escritura), pues la reducida gama de<br />

«caritas» queda muy lejos de la infinita expresión que se puede alcanzar mediante el<br />

lenguaje verdadero de los sentimientos que él ha ido cultivando durante tantos siglos.<br />

Comparar esos signos tan simples con las posibilidades que ofrecen las palabras y las<br />

frases sin duda le mueve a la sonrisa. Difícilmente se pueden presentar como<br />

avances; y vivirán por ello una existencia si acaso testimonial, pues el género humano<br />

no tiende precisamente a retroceder en la perfección de sus rudimentos. Bastante más<br />

ricos y variados que estos remedos de palabras le parecerán probablemente al <strong>genio</strong><br />

aquellos «emociconos» esculpidos como bajorrelieves en las columnas <strong>del</strong> claustro<br />

de Silos, y aun así no han salido de ellas.<br />

Las abreviaturas, además, han existido siempre. Y siempre cumplieron un papel<br />

de economía entre personas que participaban <strong>del</strong> código común; pero propiciaron<br />

errores a quienes permanecían ajenos a él. Aún podemos recordar el caso de la<br />

abreviatura pdte. que figuraba en la agenda secreta <strong>del</strong> espía español Perote, y que<br />

unos interpretaron como «presidente» —lo que implicaba a Felipe González en las<br />

fechorías de aquel sujeto—, mientras que para otros significaba «pendiente» («pdte.<br />

para el viernes» era la frase completa). Problemas como ése se producirán a menudo<br />

si se da pábulo a estas tísicas grafías, que incluso empiezan a necesitar un<br />

diccionario. Así, más de uno de los educados en esta nueva escuela de ortografía<br />

requerirá dos consultas: una primera para identificar la palabra, en el diccionario de<br />

abreviamientos, y una segunda, en el Diccionario de la Real Academia, para saber<br />

qué significa. Y el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, tan tacaño siempre, creerá sin duda que no vale<br />

la pena esa inicial economía de esfuerzo en relación con el que se precisa después<br />

para compensarla.<br />

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Una nueva taquigrafía. Además, parece lógico predecir que, en el momento en<br />

que los miniteléfonos experimenten mejoras en su teclado y en su manejo, los<br />

abreviamientos desaparecerán también sin remedio. Tal vez se mantengan entre<br />

grupos que logren una escritura afín y comprensible para ellos. Estaremos, pues, ante<br />

una nueva taquigrafía. Y cuando aquélla se inventó y se puso en práctica entre<br />

secretarias y periodistas, nadie pensó que estaba naciendo un lenguaje especial, ni<br />

que la nueva escritura iba a modificar la conocida hasta entonces, gracias a su mayor<br />

rentabilidad. La taquigrafía <strong>del</strong> español fue una técnica (hoy ya un tanto arrinconada<br />

por la eficacia de las grabadoras y los vídeos) que a principios <strong>del</strong> siglo XIX (en<br />

1803) difundió el sabio Francisco de Paula Martí (1761-1827), cuyo hijo Ángel<br />

Ramón colaboraría más tarde en la transcripción de los debates parlamentarios de las<br />

Cortes de Cádiz. Su primer tratado de taquigrafía llevaba el siguiente título:<br />

Tachigrafía Castellana, o Arte de escribir con tanta velocidad como se habla y con la<br />

misma claridad que la escritura común. <strong>El</strong> autor <strong>del</strong> tratado pensaba, pues, que<br />

aquellos signos se podían leer con toda comodidad, tal vez igual que lo creen ahora<br />

los actuales promotores de esas palabras esmirriadas que van de un portátil a otro<br />

como si estuvieran en ayunas.<br />

<strong>El</strong> teléfono y su conversación inmediata han arrinconado otro medio de<br />

comunicación, herido de muerte con la aparición de Internet: los telegramas. <strong>El</strong><br />

invento <strong>del</strong> telégrafo puede colocarse con justicia entre los grandes saltos de la<br />

humanidad. Las dificultades técnicas y el coste por palabra impusieron un lenguaje<br />

sin artículos ni preposiciones, en el que todo vocablo inferior a tres sílabas parecía un<br />

lujo. Los pronombres enclíticos vivieron su época de grandeza, pues los textos<br />

reiteraban «infórmole», «comuníquesenos», «apréciola» … y así contaba como un<br />

solo vocablo lo que podían ser dos. Hubo durante un tiempo una manera de escribir<br />

telegramas, un código diferente, también, en el que incluso se cambiaba cada punto y<br />

seguido por la anglicada fórmula «stop». Pero nadie llevó esa economía de vocablos<br />

a los periódicos o a la radio. Ese tipo de escritura se consideró hijo de una limitación,<br />

y no valía la pena por tanto extenderlo a otros medios que disfrutaban de mayor<br />

holgura.<br />

Por su lado, los antiguos radioaficionados que se comunicaban en onda corta de<br />

continente a continente no seguían diciendo «cambio» al terminar cada parrafada<br />

cuando hablaban con sus amigos en el bar.<br />

Hasta ahora, pues, los modismos asociados a los distintos avances técnicos en la<br />

transmisión de palabras no han pasado de sus propios ámbitos. Resultaron útiles, sí;<br />

pero terminaron mostrándose superfluos cuando desaparecieron los limites que los<br />

acogotaban.<br />

Ausencia de subordinadas. Si en el lenguaje de los telegramas faltaban artículos<br />

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y preposiciones, en el actual lenguaje de Internet parecen haber desaparecido las<br />

oraciones subordinadas. Pero estamos ante un reflejo, no ante una causa. <strong>El</strong> lenguaje<br />

de los jóvenes actuales es así, y así se mostraría en Internet o en cuantos exámenes de<br />

enseñanza secundaria osásemos plantearles con papel y bolígrafo. Como la mayoría<br />

de los internautas (o por lo menos los que más se dejan notar) ronda los años de la<br />

adolescencia, su lenguaje parece haberse convertido en el lenguaje de la Red. Sin<br />

embargo, los usuarios de mayor edad no caen en esa pobreza. Los universitarios y<br />

profesionales buscarán un lenguaje de mayor prestigio para comunicarse con sus<br />

iguales (médicos, arquitectos…); como hacen en la vida real.<br />

Para el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español, el lenguaje escrito era por definición el culto. <strong>El</strong><br />

manejó precisamente las diferencias entre éste y el oral, y se propuso reducirlas para<br />

que no le ocurriera como al latín, que terminó siendo una lengua escrita y otra<br />

hablada. Dejó que el culto influyera en el hablado, y que a su vez la literatura se<br />

enriqueciera con los inventos <strong>del</strong> pueblo siguiendo sus corrientes. <strong>El</strong> aparente<br />

problema que nos presenta Internet consiste en que el lenguaje escrito es aquí el habla<br />

<strong>del</strong> pueblo; y eso puede movernos a confusión.<br />

Pero quien adopta un lenguaje de prestigio en la vida real lo mostrará también en<br />

la vida virtual. Y esa misma persona podrá cambiar de registro según sus<br />

interlocutores. No se habla igual en un grupo de amigos que ante un congreso de<br />

cardiología. Así sucederá también en la Red: el lenguaje coloquial quedará reservado<br />

para las cibercharlas y sobre todo para los textos anónimos, tan abundantes en<br />

Internet; y la expresión erudita, para mostrar al mundo los conocimientos de alguien.<br />

Ahora nos distinguen ante los demás el traje, el coche, el aspecto externo. En<br />

Internet, nuestra única distinción nos la otorgarán nuestras palabras. Y así como una<br />

misma persona se pone una ropa para ir a la playa y otra para asistir a la ópera, así se<br />

modificarán los registros para expresarse en la Red. Por supuesto, habrá quien sólo<br />

disponga de ropa playera. Como en la vida real. Y habrá quien, cuando lo considere<br />

necesario, se pondrá una corbata de diseño o una blusa de seda. (No siempre el pobre<br />

registro de algunos se producirá por culpa suya, porque no todos los individuos tienen<br />

las mismas oportunidades educativas. Pero eso es otro cantar) .<br />

Conociendo al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> como hasta aquí lo conocemos, podemos prever<br />

que cuando las palabras se hayan convertido en nuestro traje, en nuestro saco, nuestra<br />

americana, nuestra chaqueta, nuestra falda, nuestra camisa; cuando constituyan la<br />

única manera de mostrarnos ante los demás en un foro con miles de espectadores, su<br />

riqueza volverá a adquirir el prestigio que ahora dan las riquezas materiales. No<br />

desaparecerán las bermudas ni las zapatillas de deporte («playeras» en algunos<br />

lugares), pero tampoco las camisas de diseño.<br />

Caudal léxico. <strong>El</strong> ciberbrillo de las pantallas ha ocasionado diversas teorías sobre<br />

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la evolución <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, según las cuales las nuevas técnicas proporcionarán nuevas<br />

palabras, más internacionales, más «globalizadas». Internet está aportando<br />

supuestamente un caudal léxico impresionante, pero nos hallamos de nuevo ante un<br />

espejismo que también cuenta con antecedentes. <strong>El</strong> ciberlenguaje ha entrado con los<br />

avances tecnológicos y con una brutal influencia <strong>del</strong> inglés; pero sus propuestas<br />

contravienen por todos los lados la historia <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> y violan su carácter.<br />

Se habla por ejemplo de «bajar» algo de Internet, y eso carece de coherencia<br />

analógica en el resto <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> (va por tanto contra el <strong>genio</strong> de la lengua), porque lo<br />

que supuestamente se baja no deja de estar donde estaba (se supone que arriba), ya<br />

que no se cambia de sitio sino que se duplica; se llama «archivo» o «fichero» a lo que<br />

constituye un único documento y no un lugar donde se ordenan varios. Se intentan<br />

colar palabras de otro <strong>idioma</strong> muy alejadas de los genes y el gusto de nuestro<br />

misterioso personaje, pues no muestran ni un solo cromosoma visible de latín, ni de<br />

griego ni de árabe, pero sí tienen equivalentes conocidos por el <strong>genio</strong> y por su<br />

historia: hardware y software se parecen mucho, desde el punto de vista <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong><br />

<strong>idioma</strong>, a palabras como «aparato», «instrumental», «ordenador» y «computadora»<br />

—en el caso de hardware— y a «programas», «programación» y «programática», en<br />

lo que se refiere a software. La analogía en este caso se puede llevar al mundo de la<br />

televisión —un invento tan importante o más que éste—, y a sus continentes y<br />

contenidos: el hardware se llama «televisor» y el software equivale también a los<br />

«programas». Y las ampliaciones de significado que nos propone este nuevo mundo<br />

acaban por perder la relación con el semantema original, al contrario de lo que se ha<br />

venido trabajando el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>. Porque sí existe una relación común entre la<br />

pantalla <strong>del</strong> cine y la de una lámpara (pues ambas reciben la proyección de la luz), y<br />

entre la <strong>del</strong> cine y la <strong>del</strong> televisor (pues ambas muestran imágenes); y entre la <strong>del</strong><br />

televisor y la que complementa la computadora (pues incluso tienen la misma forma).<br />

Pero un término como la clonación «comando» (de command, «orden») no arranca de<br />

la genética propia <strong>del</strong> castellano, pues no tiene nada que ver ni con un grupo militar<br />

ni con un grupo terrorista.<br />

No vale la pena extenderse en otros ejemplos que presentan distintas palabras<br />

pero iguales situaciones. Situaciones iguales, sobre todo, a muchas que ya ha vivido<br />

el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, a quien ya hemos visto reaccionar aportando sus propias palabras<br />

y adoptando para el lenguaje común determinados vocablos eficaces y algunos<br />

tecnicismos que el pueblo alcanza a entender. <strong>El</strong> resto desaparece.<br />

Y desaparecerá en cuanto las clases populares se hagan con los nuevos aparatos y<br />

con ellos hagan suyas también las palabras. Aún no sabemos cuáles. Un informático o<br />

un periodista podrán hablar <strong>del</strong> hardware. Pero el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> no se imagina que<br />

un carpintero le pregunte al dueño de la casa en la que está haciendo ciertos arreglos:<br />

«¿le quito el jarguare de ahí, que me molesta para apuntalar la mesa?».<br />

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Fenómenos reunidos. Vemos, pues, que los emociconos existían en las cartas de<br />

adolescentes; que la ausencia de subordinadas ya se daba en los telegramas; que los<br />

mensajes abreviados se inventaron con la taquigrafía; que las palabras de la ciberjerga<br />

tienen su parangón y su precedente en cuantas innovaciones ha vivido el ser<br />

humano… Que en definitiva no hay nada en el lenguaje de Internet que no se haya<br />

conocido ya en otros momentos. Salvo un hecho, realmente singular: que todas esas<br />

circunstancias que se dieron al través de los siglos, y en muy distintos campos, se<br />

registran aquí simultáneamente y en uno solo. En esto radica la potencia de Internet;<br />

en esto y en que sus millones de usuarios dan una apariencia de democratización en la<br />

Red. Y por todo ello estamos hablando de este asunto.<br />

La única duda que puede plantearnos el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, si lo conocemos bien,<br />

radica en descifrar cómo responderá ante este alud de términos y situaciones, si lo<br />

hará con tanta lentitud como siempre o si, teniendo en cuenta las circunstancias, esta<br />

vez se desperezará un poco antes.<br />

En cualquier caso, podemos apoyarnos en la historia de la lengua, en la<br />

trayectoria <strong>del</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> español, para pensar que cuando amaine el actual<br />

complejo de inferioridad ante una tecnología que aún nos parece ajena, y a medida<br />

que dominemos y comprendamos con nuestro pensamiento construido en español los<br />

conceptos que nos han llegado en inglés, este debate sobre «el lenguaje de Internet»<br />

quedará desinflado. Sus argumentos y sus vocablos sólo habrán constituido un<br />

fenómeno provisional, que habrá formado parte <strong>del</strong> «semblante» de la lengua sin<br />

llegar a depositarse en su «talante»; que habrá producido sus estragos mientras dure,<br />

tal vez algunos daños ocasionales (pero irreparables); que quizás haya influido<br />

durante ese periodo en acrecentar los complejos de inferioridad de muchas<br />

colectividades… Ya explicó Ángel Rosenblat que en la evolución de la lengua<br />

conviven una corriente innovadora, que implica sustituciones y desapariciones, y otra<br />

conservadora, que primero frena a la otra corriente y después restaura el <strong>idioma</strong> [165] .<br />

Habrá, desde luego, un vocabulario propio de informáticos y de expertos, como lo<br />

hay entre médicos o entre pintores, entre agricultores y entre electricistas. Pero,<br />

finalmente, Internet no entrará en nuestras vidas, sino que nuestras vidas entrarán en<br />

Internet, como ya pasó con todos los inventos que el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> ha conocido. Y<br />

cuanto suceda de una manera en el mundo real se reproducirá de forma muy<br />

semejante en el mundo virtual, con la analogía de nuestra lengua. No igual:<br />

semejante. Es decir, más rápida, con una nueva percepción <strong>del</strong> tiempo (la espera de<br />

algunos segundos ante el ordenador para encontrar un dato nos transmite lentitud,<br />

cuando hace unos años esa misma búsqueda nos habría llevado semanas). Pero<br />

aunque cambien el entorno y la rapidez, las esencias se mantendrán. Seguramente la<br />

vida llevará sus propios códigos a Internet, y no al revés. También el lenguaje.<br />

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Podemos conjeturar entonces que no habrá un nuevo <strong>idioma</strong> influido por la Red o<br />

por la informática. No hay un lenguaje de Internet como no hay un lenguaje de hablar<br />

por teléfono. Sólo estamos ante un deslumbramiento.<br />

Imaginar que el <strong>idioma</strong> español no va a dar con el tiempo una respuesta a este<br />

desafío supone un menosprecio de nuestra lengua y de nuestra historia cultural. Y,<br />

sobre todo, de nosotros mismos.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> que por pura coherencia llamó «cardenales» a las autoridades<br />

eclesiásticas pues vestían de cárdeno, el mismo que sólo ha permitido a unas pocas<br />

consonantes ser final de palabra, que ya sólo deja crear verbos terminados en —ar, el<br />

que adoptó encantado la palabra «locomotora», el que cuidó <strong>del</strong> orden en la lengua y<br />

de los sonidos agradables, el que pretende con toda claridad que lo escrito se parezca<br />

mucho a lo hablado, difícilmente cambiará de criterio ahora, ante unas innovaciones<br />

técnicas que a él no le parecen tan importantes y que seguirán necesitando sus<br />

palabras.<br />

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XVI Quién es el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong><br />

Quién es, finalmente, este <strong>genio</strong> de la lengua? No es nadie, no es nadie en<br />

concreto. Se trata, como bien sabemos, de un ser mitológico, un ente que sale de la<br />

lámpara maravillosa, un cuento. Pero ¿no habíamos quedado en que el <strong>idioma</strong> se<br />

gobierna con unas leyes que parecen dictadas enteramente por una misma persona?<br />

En efecto, en toda la historia <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> se percibe un gobernante que maneja un tiro<br />

de dos caballos, dos fuerzas que representan la evolución popular y la tendencia de<br />

las corrientes cultas; el campo y la ciudad; los fieles y el clero; y consigue que ambos<br />

avancen en colaboración, prestándose mutuamente el ánimo para que el carruaje siga<br />

su camino, dando la primacía a las clases cultas en las palabras menos usadas y<br />

otorgando el poder al pueblo en las más corrientes. Lento y tranquilo, de espíritu<br />

analógico y sencillo, riguroso con el orden pero condescendiente con el desorden si<br />

eso implica aportaciones, conservacionista y melancólico, certero con los<br />

significados, económico en sus gastos y ahorrador de sus inmensos caudales para<br />

usarlos en el momento oportuno, pacifista y equilibrado, algo caprichoso, guardián de<br />

sus misterios, atento a los sonidos y la música de las palabras, creativo y genial.<br />

…Tiene que haber un <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>, pero no un ser único con fisonomía<br />

individual. ¿Quién es el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>? <strong>El</strong> <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong> lo formamos todos los<br />

hablantes de nuestra lengua que hemos pisado la Tierra desde que este <strong>idioma</strong> nació,<br />

y aún recibimos la herencia de cuantas culturas nos cobijaron y nos agrandaron, y nos<br />

dieron la amplitud de miras necesaria para seguir creciendo con aportaciones nuevas<br />

que se irán amoldando a nuestro carácter, a la forma de ser que nos ha dado la historia<br />

como hispanohablantes, por encima de razas y de naciones pero apegada a una<br />

cultura que nos ha formado. Una cultura mestiza y auténtica a la vez, respetuosa de<br />

sus vecinos y dispuesta a relacionarse con ellos y a aprender de sus a<strong>del</strong>antos sin ser<br />

ellos ni sentirse inferior a ellos.<br />

Ojalá cuando dentro de miles de años los seres <strong>del</strong> futuro descubran el<br />

«Atapuerca» donde ahora vivimos encuentren algunas palabras, a diferencia de lo que<br />

nos ha ocurrido a nosotros en los más antiguos yacimientos. Si el <strong>genio</strong> de la lengua<br />

ha pervivido a la destrucción de la naturaleza que prodigamos, o a la catástrofe<br />

nuclear que seguimos temiendo, o al deterioro <strong>del</strong> pensamiento, los seres que en ese<br />

momento pueblen la Tierra alcanzarán a entendernos y a sacar algo bueno de cuanto<br />

hemos hecho.<br />

Les ayudará entonces el <strong>genio</strong> de la lengua, un personaje con el que nos<br />

identificamos tanto (a menudo sin saberlo) porque en él cabemos todos, porque algo<br />

de su espíritu tenemos cada uno, puesto que entre nosotros lo hemos formado. La<br />

lengua es la mayor de las democracias, no sólo porque todas las decisiones las acaba<br />

tomando o ratificando el pueblo sino porque agrupa también a los que nos<br />

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precedieron y a los que vendrán. Como escribió Eu<strong>genio</strong> Coseriu, «el lenguaje no es<br />

la actividad de un sujeto absoluto, sino de un sujeto histórico». «<strong>El</strong> español abarca<br />

por eso no sólo lo ya dicho, sino también lo que se puede decir en español» [166] .<br />

Wilhelm von Humboldt define la lengua como «un trabajo <strong>del</strong> espíritu» [167] , y añade:<br />

«el lenguaje no es un producto, es una energía» [168] ;. Emilio Lorenzo entendió que la<br />

lengua de la que disfrutamos reúne unos «instrumentos eficaces depurados tras siglos<br />

de historia <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>» [169] .<br />

Y por ahí podemos aprehender el <strong>genio</strong> de la lengua. Porque si él en realidad<br />

somos nosotros, como «nosotros» que somos intentaremos desarrollar nuestra<br />

personalidad con él, convivir con los demás que no son «nosotros» y acoger sus<br />

aportaciones, resolver nuestras dudas, construir lentamente nuestros monumentos,<br />

llegar puntuales a nuestras citas históricas, aprender de los que nos a<strong>del</strong>antan,<br />

comprender mejor a los otros, ahorrar en nuestros recursos, preservar la naturaleza<br />

que nos rodea y aprovechar los frutos que encontramos en el camino, promover las<br />

artes de la paz, ejercitar nuestra experiencia, comparar los hechos y aplicarles las<br />

soluciones verificadas, recordar lo hermoso de cuanto nos precedió, definir con rigor<br />

la realidad para obtener rendimientos mejores, apreciar el sonido de los acordes<br />

verbales… y todo eso con sencillez y sin darse importancia, sin creerse superior a<br />

nadie pero tampoco inferior, sin distinguir razas ni países sino sólo palabras.<br />

<strong>El</strong> <strong>genio</strong> nunca habla por sí mismo, se refleja en nosotros —en el pueblo y en sus<br />

letrados— y, sobre todo, se muestra en las constantes de sus actos, que son los<br />

nuestros también. Se mueve y se detiene, a veces se equivoca, reflexiona sobre sus<br />

decisiones y analiza los hechos que se le presentan <strong>del</strong>ante. Está dotado de una fuerza<br />

descomunal que a veces han canalizado las Academias y que a veces se desborda. A<br />

menudo construye sus propios criterios y los aplica sin miramientos. Y tiene sus<br />

defectos, como todo el mundo: esa altivez, ese orgullo de haberlo inventado todo y no<br />

necesitar ya nada, por ejemplo. Pero sólo se trata de mecanismos de defensa,<br />

destinados a mantener el conjunto de la obra que construyó durante siglos, una<br />

maravilla de gramática, sintaxis, semántica, ritmo, léxico, fonética y sentido común.<br />

Ha sido un placer conocerlo.<br />

www.lectulandia.com - Página 130


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www.lectulandia.com - Página 133


Agradecimientos<br />

Por sus enmiendas y aportaciones, a Pilar Barbeito y a Pepa Fernández.<br />

www.lectulandia.com - Página 134


Notas<br />

www.lectulandia.com - Página 135


[1]<br />

Diccionario de la Real Academia Española<br />

www.lectulandia.com - Página 136


[2]<br />

Ramón Menéndez Pidal, Manual de Gramática Histórica de España, Madrid,<br />

Espasa,1999<br />

www.lectulandia.com - Página 137


[3]<br />

Un ejemplo de eso. <strong>El</strong> verbo «decir» es morfológicamente irregular (digo, dices),<br />

pero regular desde el punto de vista de la fonología histórica, por la evolución <strong>del</strong><br />

<strong>idioma</strong>. La /k/ latina se palatalizaba cuando iba seguida de vocales palatales (como la<br />

/i/), pero permaneció como velar ante las no palatales (Ralph Penny, Gramática<br />

histórica <strong>del</strong> español, Madrid, Ariel Lingüística, 1993, p.111). Así que el sonido /k/<br />

de dico produce /g/, mientras que ese mismo sonido en dicis (que se pronuncia<br />

/dikis/), deriva finalmente en nuestro «dices». Dico-«dices»; dicis-«dices». Sin<br />

embargo, por medio de la analogía a menudo se restaura o se mantiene la similitud<br />

entre los componentes de un mismo paradigma, ya que, a través de este proceso, las<br />

formas relacionadas por su función gramatical llegan a asemejarse. <strong>El</strong> cambio<br />

morfológico puede entenderse (en parte) como el resultado de la lucha competitiva<br />

entre el cambio fonológico y el ajuste analógico. <strong>El</strong> éxito de una u otra fuerza guarda<br />

relación con la frecuencia de las palabras afectadas. Cuanto más se emplea un tipo de<br />

palabra, menos probable es que sus elementos se vean afectados por la analogía, y<br />

más posible resulta, en cambio, que muestre los efectos destructivos <strong>del</strong> cambio<br />

fonológico. Es precisamente el caso <strong>del</strong> verbo «decir».<br />

www.lectulandia.com - Página 138


[4]<br />

Eu<strong>genio</strong> Coseriu, <strong>El</strong> hombre y su lenguaje, Madrid, Gredos, 1991, p.87<br />

www.lectulandia.com - Página 139


[5]<br />

Menéndez Pidal, op. cit., p. 325. Agustín Mateos, Etimologías latinas <strong>del</strong> español,<br />

México, Esfinge, 2001, p. 229<br />

www.lectulandia.com - Página 140


[6]<br />

«Ha rebuenecido», oí decir a mi hermana María, cuando era niña, después de una<br />

tormenta.<br />

www.lectulandia.com - Página 141


[7]<br />

La palabra «reja», que usamos ahora para referirnos a los barrotes que defienden<br />

una propiedad, procede en última instancia de la expresión latina «porta regia», y<br />

llegó al español a través <strong>del</strong> italiano<br />

www.lectulandia.com - Página 142


[8]<br />

Walter Porzig, <strong>El</strong> mundo maravilloso <strong>del</strong> lenguaje, Madrid, Gredos, 1986, p.311.<br />

www.lectulandia.com - Página 143


[9]<br />

Se mantienen siempre las vocales acentuadas, pero no así las que carecen de esa<br />

fuerza. Las demás vocales átonas dependen de su colocación en la palabra respecto al<br />

lugar que ocupa el acento tónico, y la posición inicial es la más firme. Sin embargo,<br />

la a resiste todo (véase R Menéndez Pidal, op. cit., p. 67).<br />

www.lectulandia.com - Página 144


[10]<br />

En América central se ha inventado la voz «todólogo», como sátira contra quienes<br />

creen saber de todo y por contraste con otras palabras a las que acompaña ese sufijo y<br />

que denotan precisamente lo contrario, una especialización. Se suele emplear con<br />

matiz despectivo o chistoso: «Ese es un todólogo».<br />

www.lectulandia.com - Página 145


[11]<br />

W. Porzig, op. cit., p. 364<br />

www.lectulandia.com - Página 146


[12]<br />

R. Penny, op. cit., p. 103<br />

www.lectulandia.com - Página 147


[13]<br />

W. Porzig, op. cit<br />

www.lectulandia.com - Página 148


[14]<br />

<strong>El</strong> «tejo» <strong>del</strong> tejado viene de «teja», y esta palabra procede de tegula<br />

www.lectulandia.com - Página 149


[15]<br />

Los galicismos entraron casi todos a partir <strong>del</strong> s. XI (véase R. Penny, op. cit., p.<br />

246).<br />

www.lectulandia.com - Página 150


[16]<br />

R. Menéndez Pidal, op. cit., p. 24. 38<br />

www.lectulandia.com - Página 151


[17]<br />

Ibíd., p. 25. W. Porzig, op. cit., p. 315.<br />

www.lectulandia.com - Página 152


[18]<br />

Jorge Bergua Cavero, Los helenismos <strong>del</strong> español, Madrid, Gredos, 2004, p.37.<br />

www.lectulandia.com - Página 153


[19]<br />

R. Penny, op. cit<br />

www.lectulandia.com - Página 154


[20]<br />

A. Mateos, op. cit., p. 45.<br />

www.lectulandia.com - Página 155


[21]<br />

Javier Medina López, Historia de la Lengua Española I. <strong>El</strong> español medieval,<br />

Madrid, Arco Libros, 1999<br />

www.lectulandia.com - Página 156


[22]<br />

Antonio Alatorre, Los 1.001 años de la lengua española, México, Fondo de<br />

Cultura Económica, 1995, p. 103<br />

www.lectulandia.com - Página 157


[23]<br />

R. Penny, op. cit., p. 232<br />

www.lectulandia.com - Página 158


[24]<br />

Rafael Lapesa, Historia de la lengua española, Madrid, Gredos, 1997, p. 50.<br />

www.lectulandia.com - Página 159


[25]<br />

Ibid., p.87<br />

www.lectulandia.com - Página 160


[26]<br />

E. Coseriu, op. cit, p. 18.<br />

www.lectulandia.com - Página 161


[27]<br />

En los siglos X y XI era el romance más hablado en la Península<br />

www.lectulandia.com - Página 162


[28]<br />

«La castellanización de los reinos vecinos no fue, por supuesto, rápida (aunque<br />

indudablemente fue más veloz entre la gente culta que entre el vulgo) y todavía hoy<br />

resulta incompleta en áreas rurales de Asturias, occidente de León, norte de Huesca,<br />

etcétera (y naturalmente, en los dominios lingüísticos catalán y gallego)», R. Penny,<br />

op. cit., p. 15.<br />

www.lectulandia.com - Página 163


[29]<br />

R. Lapesa, op. cit., p. 160<br />

www.lectulandia.com - Página 164


[30]<br />

Emilio Lorenzo, <strong>El</strong> español y otras lenguas, Madrid, Sociedad General Española<br />

de Librería, 1980.<br />

www.lectulandia.com - Página 165


[31]<br />

E. Coseriu, op. cit., p. 191<br />

www.lectulandia.com - Página 166


[32]<br />

Juan Ramón Lodares, Lengua y patria, Madrid, Taurus, 2002, p.32<br />

www.lectulandia.com - Página 167


[33]<br />

Ibid., p.36<br />

www.lectulandia.com - Página 168


[34]<br />

Ibíd., p. 40<br />

www.lectulandia.com - Página 169


[35]<br />

R Menéndez Pidal, op. cit., p. 187<br />

www.lectulandia.com - Página 170


[36]<br />

W. Porzig, op. cit., p. 18<br />

www.lectulandia.com - Página 171


[37]<br />

R. Menéndez Pidal, op. cit., p. 269.<br />

www.lectulandia.com - Página 172


[38]<br />

Fernando Lázaro Carreter, <strong>El</strong> dardo en la palabra, Barcelona, Galaxia Gutenberg,<br />

1997.<br />

www.lectulandia.com - Página 173


[39]<br />

Emilio Marcos, Gramática, de la lengua española, Madrid, Espasa Calpe, 1994.<br />

www.lectulandia.com - Página 174


[40]<br />

<strong>El</strong> «trikini» es el bañador de dos piezas unidas entre sí por una tercera. <strong>El</strong><br />

«monokini» no precisa más explicación.<br />

www.lectulandia.com - Página 175


[41]<br />

E. Lorenzo, op. cit., p. 142<br />

www.lectulandia.com - Página 176


[42]<br />

Oí en Bogotá al periodista mexicano Luis Alegre en 1997 la frase «Los políticos<br />

andan todo el día balconeándose». Entendí perfectamente la palabra, como podría<br />

pasarle a cualquiera, aunque era la primera vez que yo escuchaba este verbo. Esa<br />

analogía, esa relación entre los cromosomas de las palabras, es la que configura la<br />

unidad <strong>del</strong> <strong>idioma</strong>.<br />

www.lectulandia.com - Página 177


[43]<br />

<strong>El</strong> País, domingo 10 de agosto de 2003<br />

www.lectulandia.com - Página 178


[44]<br />

Desde 1884 está en el Diccionario «moretón»; en 1992 se incorporó la analogía<br />

fonética «moratón» como sinónimo de «cardenal» (que también se llama así por el<br />

color morado —o cárdeno—; he ahí la analogía completa).<br />

www.lectulandia.com - Página 179


[45]<br />

E. Coseriu, op. cit., pp. 86-88<br />

www.lectulandia.com - Página 180


[46]<br />

R. Menéndez Pidal, op. cit., p. 227. 77<br />

www.lectulandia.com - Página 181


[47]<br />

<strong>El</strong> español dispone de las posibilidades «raticida» y «matarratas», en las que se<br />

aprecia con claridad el distinto orden <strong>del</strong> morfema que representa al verbo y <strong>del</strong> que<br />

designa al complemento. <strong>El</strong> primero, no obstante, y por provenir <strong>del</strong> griego, suena<br />

más técnico y refinado. <strong>El</strong> segundo, más casero,<br />

www.lectulandia.com - Página 182


[48]<br />

Valentín García Yebra, Teoría y práctica de la traducción I y II, Madrid, Gredos,<br />

1997, p. 92<br />

www.lectulandia.com - Página 183


[49]<br />

Ibíd. p. 130<br />

www.lectulandia.com - Página 184


[50]<br />

Ibíd.<br />

www.lectulandia.com - Página 185


[51]<br />

R. Penny, op.cit.<br />

www.lectulandia.com - Página 186


[52]<br />

R. Penny, op. cit. p. 124<br />

www.lectulandia.com - Página 187


[53]<br />

Los numerosos ejemplos que hay en español de sustantivos masculinos<br />

terminados en —ta se explican por su origen griego, pues en esta lengua el sufijo —<br />

tes (<strong>del</strong> que deriva nuestro —ta) se utilizaba para formar nombres de agente de<br />

género masculino. Otro tanto ocurre con los nombres masculinos acabados en —ma<br />

(como «clima», «tema» o «poema»), que heredan otro de los procedimientos<br />

empleados por la lengua griega para la derivación nominal; en este caso, el sufijo se<br />

utilizaba para formar nombres de acción de género neutro.<br />

www.lectulandia.com - Página 188


[54]<br />

Un entendimiento desviado de aquella norma —pero analógico ha llevado a una<br />

nueva oposición singular-colectivo mediante el femenino para el segundo caso: «el<br />

militante» frente a «la militancia»; «el uniforme» y «la uniformidad», cuando tanto<br />

«militancia» como «uniformidad» tienen significados diferentes de ese pretendido<br />

colectivo. Pero el mero hecho de que hayan sido posibles (y publicables) da idea <strong>del</strong><br />

vigor que aún tienen las viejas decisiones de nuestro <strong>genio</strong>.<br />

www.lectulandia.com - Página 189


[55]<br />

<strong>El</strong> País, 27 de septiembre de 2003.<br />

www.lectulandia.com - Página 190


[56]<br />

La Vanguardia, 10 de abril de 2004<br />

www.lectulandia.com - Página 191


[57]<br />

<strong>El</strong> País, 4 de abril de 2004<br />

www.lectulandia.com - Página 192


[58]<br />

J. Bergua, op. cit.<br />

www.lectulandia.com - Página 193


[59]<br />

Ibíd.<br />

www.lectulandia.com - Página 194


[60]<br />

Emilio Lorenzo criticaba la decisión académica de incluir «fútbol» en el<br />

Diccionario con esta escritura. «No fue un acierto»; [la t al final de sílaba] «va<br />

claramente contra el sistema fonológico español». Es decir, va contra el <strong>genio</strong> <strong>del</strong><br />

<strong>idioma</strong> (E. Lorenzo, Anglicismos hispánicos, Madrid, Gredos, 1996).<br />

www.lectulandia.com - Página 195


[61]<br />

«Fútbol» y «gol» (goal en inglés) —tal vez penalty, también, adaptada en<br />

«penalti» pero con la alternativa «pena máxima»— son en la práctica las únicas<br />

palabras de este deporte que no han encontrado una traducción de éxito (sin embargo,<br />

a veces se usa «tanto» en vez de gol). Por el camino quedaron score (marcador»)<br />

referee («árbitro»), goalkeeper («Portero», «guardameta»), linier («juez de línea»,<br />

«abanderado», «línea», «auxiliar» o «asistente», según los países), offside (primero el<br />

préstamo «orsay» en España, después «fuera de juego»; o «fuera de lugar» en<br />

algunos países de América), corner (el préstamo «córner» y «córneres» ha dejado<br />

paso a «saque de esquina»; «tiro de esquina» en algunos países de América)… Estas<br />

y otras palabras inglesas se han venido usando hasta hace bien poco. Pero el <strong>genio</strong> ha<br />

encontrado después una solución mejor en su propio almacén de palabras. Algo<br />

parecido ocurre en el béisbol: en algunos lugares se llama «la pelota»; el pitcher es el<br />

«lanzador» y el catcher el «receptor». Para más información sobre estos aspectos,<br />

véase <strong>El</strong> <strong>idioma</strong> español en el deporte, VV.AA., Madrid, Cátedra, 1992; y Jesús<br />

Castañón Rodríguez, Reflexiones lingüísticas sobre el deporte, Valladolid, edición <strong>del</strong><br />

autor, 1995.<br />

www.lectulandia.com - Página 196


[62]<br />

<strong>El</strong> deporte está lleno de préstamos, como «voleibol» (su calco fue «balonvolea»)<br />

o «béisbol» (su calco, «pelota-base»). Sí prosperó el calco «baloncesto» (basket-ball,<br />

en inglés, que se emplea en Hispanoamérica).<br />

www.lectulandia.com - Página 197


[63]<br />

V. García Yebra, op. cit., p. 340.<br />

www.lectulandia.com - Página 198


[64]<br />

Ibíd. p.342<br />

www.lectulandia.com - Página 199


[65]<br />

E. Coseriu, op. cit., p. 23<br />

www.lectulandia.com - Página 200


[66]<br />

Emilio Lorenzo ofrece una copiosa serie de palabras formadas con el prefijo des<br />

— que son difíciles de traducir: «desahogar», «desagraviar», «desahuciar»,<br />

«desalmado», «desairar», «desalentar», «desenvoltura», «desaliño», «deslumbrar»,<br />

«desazón, «desamor», «desamparar», «desandar», «desangrar», «desarraigar»,<br />

(distinto de «erradicar»), «desnucarse»… (<strong>El</strong> español …, p. 25). <strong>El</strong> diminutivo,<br />

añadimos, es uno de los recursos lingüísticos que mejor marcan la fisonomía de<br />

nuestra lengua. «Pequeñino», «un asuntico», un «tiempico» (en Colombia y en<br />

Navarra), los «muertitos», «ahorita», .ahoritita» (México)… Los sufijos sirven para<br />

diferenciar entre la visión objetiva y subjetiva de la realidad, uno de los recursos que<br />

mejor definen nuestro <strong>idioma</strong>, «por su desarrollo y vitalidad». Nebrija fue quien<br />

primero escribió la idea de que la lengua castellana supera a la griega o la latina en la<br />

formación de diminutivos.<br />

www.lectulandia.com - Página 201


[67]<br />

J. Bergua. op. cit., p.191<br />

www.lectulandia.com - Página 202


[68]<br />

R. Penny, op. cit., p. 7<br />

www.lectulandia.com - Página 203


[69]<br />

Ramos Perera, Antología de las canciones publicitarias, Madrid, Cámara de<br />

Comercio e Industria, 1993.<br />

www.lectulandia.com - Página 204


[70]<br />

<strong>El</strong> prefijo cíber— hunde sus raíces remotas en el griego, pero su camino ha sido<br />

curvilíneo. La cibernética refirió en biología a las conexiones nerviosas de los seres<br />

vivos, y ahora (en una nueva traslación de .significado, por campos próximos)<br />

nombra las conexiones entre los seres electrónicos <strong>El</strong> diccionario de María Moliner<br />

define la palabra «cibernética» como la «ciencia que estudia toda clase de aparatos y<br />

dispositivos que transforman ciertas señales o información que se les suministra en<br />

un resultado, de modo semejante a como lo hace la inteligencia humana». Como<br />

explica José Antonio Millán (http://jamillan.com/v_ciber.htm), en griego kybernetes<br />

era el «timonel», la persona que gobierna la nave. Por eso cuando Norman Wiener, en<br />

1948, publicó una obra sobre el control de las máquinas, llamó a esa nueva ciencia<br />

cibernética. Lo cibernético se puso más de moda según se iban construyendo aparatos<br />

mecánicos o electrónicos que podían controlar procesos: robots, computadoras… A<br />

finales de los años ochenta existía un poderoso ordenador llamado Cyber, que —<br />

según se cree— sugirió a William Gibson en 1984 la creación <strong>del</strong> término<br />

cyberspace, en la novela Neuromante. Otros piensan que por esa época había bastante<br />

cibernética en el ambiente como para haberle podido influir. «Sea como fuere.<br />

Gibson dio el nombre de cyberspace al conjunto de las redes electrónicas, como lugar<br />

de tránsito, hallazgos y encuentros, y lo definió como "una alucinación consensuada".<br />

<strong>El</strong> término se adaptó bastante naturalmente al castellano como ciberespacio (la<br />

traducción de la novela la hizo Minotauro en 1989). <strong>El</strong> uso se extendió para casi<br />

cualquier cosa que ocurriese a través de la Internet». «En resumen: el prefijo ciber—<br />

es una forma clara —y no excesivamente violenta para la lengua— de marcar ciertos<br />

conceptos cuando se aplican al mundo de la Internet» concluye José Antonio Millán.<br />

www.lectulandia.com - Página 205


[71]<br />

R. Lapesa, op. cit., p.245<br />

www.lectulandia.com - Página 206


[72]<br />

Ibíd.<br />

www.lectulandia.com - Página 207


[73]<br />

Véase también Fernando Lázaro Carreter, <strong>El</strong> neologismo. Planteamiento general<br />

y actitudes históricas, en <strong>El</strong> neologismo necesario, Madrid, Agencia Efe, 1992<br />

www.lectulandia.com - Página 208


[74]<br />

W. Porzig, op. cit.<br />

www.lectulandia.com - Página 209


[75]<br />

Definiciones extraídas <strong>del</strong> Diccionario de la Real Academia <strong>del</strong> siglo XVIII:<br />

«Tecla. Una tablita de palo, o marfil, en que se afirman los dedos para hacer sonar los<br />

cañones, ó cuerdas al órgano, clavicordio, ú otro instrumento semejante». «Teclado.<br />

<strong>El</strong> compuesto de teclas <strong>del</strong> órgano, ú otro instrumento semejante, según su orden, y<br />

disposición». «Teclear. Mover las teclas. Vale también menear les dedos a la manera<br />

<strong>del</strong> que toca las teclas». Evidentemente, los primeros que escribieron con celeridad en<br />

una máquina mecanográfica no hacían otra cosa que teclear en este último sentido. Y<br />

de ahí todos los demás<br />

www.lectulandia.com - Página 210


[76]<br />

Al conductor <strong>del</strong> automóvil se le llamó chauffeur como al de la locomotora<br />

(«calentador»: el que echaba el carbón). Después se empleó la palabra «mecánico»,<br />

puesto que el chófer (o chofer) atendía además a los problemas <strong>del</strong> auto. La acepción<br />

décima de «mecánico» dice: «Conductor asalariado de un automóvil».<br />

www.lectulandia.com - Página 211


[77]<br />

Utilicé varios de estos ejemplos —y algunos otros de este libro— en la<br />

introducción de mi libro La punta de la lengua y en la ponencia que me correspondió<br />

presentar ante el Congreso Internacional de la Lengua celebrado en Valladolid<br />

en2001.<br />

www.lectulandia.com - Página 212


[78]<br />

R. Lapesa op. cit., p.455<br />

www.lectulandia.com - Página 213


[79]<br />

Gregorio Salvador y Juan Ramón Lodares, Historia de las letras, Madrid, Espasa<br />

Minor, 2001<br />

www.lectulandia.com - Página 214


[80]<br />

Ejemplos extraídos <strong>del</strong> Poema de Mío Cid. La traducción de esta Última frase al<br />

castellano actual, en la edición de M. Martínez (Burgos, Caja de Ahorros Municipal,<br />

1982) es la siguiente: «Para fallar en justicia el rey fieles designó, / y que nadie entre<br />

con ellos en pleito de sí o de no». En los tiempos de Alfonso X, 1252-1284, la<br />

sintaxis se haría ya más compleja y sutil, para acercarse paulatinamente a la que hoy<br />

empleamos (véase R. Penny, op cit., p. 17).<br />

www.lectulandia.com - Página 215


[81]<br />

La palabra «posta» figura en el Diccionario <strong>del</strong> español desde 1737 (el llamado<br />

Diccionario de Autoridades, el primero que elaboró la Academia). Este lexicón cita a<br />

su vez al de Covarrubias, quien explicaba que la «posta» se llama así porque los<br />

caballos estaban «expuestos» para quien los necesitase.<br />

www.lectulandia.com - Página 216


[82]<br />

Una de las acepciones de «estación» es «paraje en que se hace alto durante un<br />

viaje, correría o paseo».También usamos la expresión «las siete estaciones», que se<br />

recorren en Semana Santa para visitar por devoción distintos templos, en los que se<br />

van parando los fieles para orar y luego seguir camino. Ese nombre reciben<br />

igualmente las paradas <strong>del</strong> vía crucis. «Estación» se halla en nuestro Diccionario<br />

desde 1732, definida así (entre otras acepciones meteorológicas y religiosas): «Lugar<br />

señalado para algún fin o efecto.<br />

www.lectulandia.com - Página 217


[83]<br />

E. Coseriu, op. cit., p. 50<br />

www.lectulandia.com - Página 218


[84]<br />

Psyche<strong>del</strong>ic se formó sobre psyché (alma) y <strong>del</strong>óo (revelar). En griego clásico se<br />

podían usar como vocal de conexión o, e y, a. Pero el <strong>genio</strong> <strong>del</strong> español prefirió la o<br />

para las formaciones griegas —como en «psicología» o «psicópata»— y la i para las<br />

latinas —como en «altímetro» o «insecticida» —(véase Bergua, op, cit.). La forma<br />

inglesa original no era inocente, pues pretendía huir de las connotaciones de la forma<br />

psycho, asociada a menudo a enfermedades mentales<br />

www.lectulandia.com - Página 219


[85]<br />

«Telefonía móvil» en España, «celular. en América. Habría sido más adecuada la<br />

palabra «portátil», que se ha quedado en la retaguardia y ceñida por el momento a los<br />

ordenadores o computadoras que se pueden llevar de un sitio a otro. Pero el uso de<br />

«portátil» para los teléfonos empieza ya a notarse tímidamente, sobre todo en algunas<br />

zonas de América (así lo he oído en Colombia). Es previsible que dentro de unos<br />

años vuelvan a llamarse «teléfonos» todos ellos, en un fenómeno similar al de<br />

«disco» (superados y abandonados «elepé» y «cedé») o «radio» (superado y<br />

abandonado también progresivamente el concepto de «transistor»).<br />

www.lectulandia.com - Página 220


[86]<br />

R. Penny, op. cit., p.8<br />

www.lectulandia.com - Página 221


[87]<br />

Ibíd. p.9<br />

www.lectulandia.com - Página 222


[88]<br />

R. Lapesa, op. cit, p. 37<br />

www.lectulandia.com - Página 223


[89]<br />

<strong>El</strong> catalán siempre estuvo más próximo al latín, también por su mayor proximidad<br />

geográfica a Roma<br />

www.lectulandia.com - Página 224


[90]<br />

Germanus fue en aquel latín el «hermano de padre y madre» (frater germanus), el<br />

«hermano genuino» o hermano carnal, frente a una voz frater más imprecisa (de<br />

hecho, se decía frater germanus para referirse al hermano de padre y madre; y fratres<br />

gemini para designar a los gemelos).<br />

www.lectulandia.com - Página 225


[91]<br />

R. Penny, op. cit., p. 20<br />

www.lectulandia.com - Página 226


[92]<br />

E. Lorenzo, <strong>El</strong> español…, op. cit.<br />

www.lectulandia.com - Página 227


[93]<br />

Hay quien defiende ese uso redundante de los posesivos en el español de México.<br />

Me sorprendió leerlo, pues no lo había percibido en mis numerosos viajes a ese país.<br />

Muchas otros autores han censurado estas fórmulas como impropias <strong>del</strong> español. Juan<br />

Luis Conde se refiere concretamente a doblajes y traducciones de películas: «pon el<br />

lazo en tu cuello», en vez de «ponte el lazo en el cuello; «sus manos son muy<br />

grandes», en vez de «tiene las manos muy grandes», etcétera (<strong>El</strong> segundo amo <strong>del</strong><br />

lenguaje, Madrid, Debate, 2001).<br />

www.lectulandia.com - Página 228


[94]<br />

E. Lorenzo, <strong>El</strong> español …, p.78<br />

www.lectulandia.com - Página 229


[95]<br />

E. Coseriu, op. cit., p. 44<br />

www.lectulandia.com - Página 230


[96]<br />

V. García Yebra, op. cit<br />

www.lectulandia.com - Página 231


[97]<br />

E. Lorenzo, <strong>El</strong> español…, p.23<br />

www.lectulandia.com - Página 232


[98]<br />

V. García Yebra, op. cit., p. 163.<br />

www.lectulandia.com - Página 233


[99]<br />

Ibíd., p. 177<br />

www.lectulandia.com - Página 234


[100]<br />

E. Lorenzo, <strong>El</strong> español…, p.24<br />

www.lectulandia.com - Página 235


[101]<br />

En realidad, como sostiene Emilio Lorenzo, «no es posible transferir el<br />

significado de un <strong>idioma</strong> a otro en su integridad» (en <strong>El</strong> español…, op. cit.).<br />

www.lectulandia.com - Página 236


[102]<br />

Cambiar el alcalde por un ministro puede entenderse como visitar a uno en vez<br />

de al otro, y cambiarlos en la agenda. Cambiar al alcalde por un ministro puede<br />

significar que el alcalde es sustituido en alguna función. por alguien que ahora es<br />

ministro. Cambiar el presidente puede significar que se le sustituye por otro. Cambiar<br />

al presidente se entiende como alterar su carácter o su actitud. De todas formas,<br />

reconozco que se trata de sutilezas que. admiten discusión.<br />

www.lectulandia.com - Página 237


[103]<br />

E. Lorenzo, Anglicismos…, p. 622<br />

www.lectulandia.com - Página 238


[104]<br />

Me extiendo sobre este problema relativo a la pérdida de matices y significados<br />

propios en mi libro En la punta de la lengua, ya citado<br />

www.lectulandia.com - Página 239


[105]<br />

J. L. Conde, op. cit., p. 28.<br />

www.lectulandia.com - Página 240


[106]<br />

Hay más supuestos de economía en el español frente al inglés: por ejemplo, los<br />

tiempos continuos <strong>del</strong> inglés. It's raining. «está lloviendo»; pero también «llueve».<br />

Sin embargo, l am not wearing a coat as it isn't cold («no estoy llevando abrigo<br />

porque no hace frío») solo puede traducirse como «no llevo abrigo porque no hace<br />

frío» (tomo estos ejemplos de V. García Yebra, op. cit., p. 152).<br />

www.lectulandia.com - Página 241


[107]<br />

Gone with the wind sería literalmente «ido con el viento».<br />

www.lectulandia.com - Página 242


[108]<br />

E. Lorenzo, <strong>El</strong> español …, p. 16<br />

www.lectulandia.com - Página 243


[109]<br />

María Helena Cortés Palazuelos, en Tendencias actuales de la enseñanza <strong>del</strong><br />

español como lengua extranjera II, León, Universidad de León, 1996.<br />

www.lectulandia.com - Página 244


[110]<br />

Graciela Reyes, Metapragmática. Lenguaje sobre lenguaje, ficciones, figuras,<br />

Valladolid, Universidad de Valladolid, 2002, p. 84.<br />

www.lectulandia.com - Página 245


[111]<br />

La definición primitiva <strong>del</strong> embrague mecánico era «mecanismo dispuesto para<br />

que un eje participe o no, a voluntad, <strong>del</strong> movimiento de otro».<br />

www.lectulandia.com - Página 246


[112]<br />

A mi entender, en la entrada «tarde» <strong>del</strong> Diccionario de la Real Academia falta<br />

una remisión o referencia a la expresión «más tarde», que se podría dar como<br />

equivalente de «después» o «más a<strong>del</strong>ante».<br />

www.lectulandia.com - Página 247


[113]<br />

Citado por E. Coseriu, op. cit., p. 141.<br />

www.lectulandia.com - Página 248


[114]<br />

Coseriu, op. cit., p. 142.<br />

www.lectulandia.com - Página 249


[115]<br />

R. Menéndez Pidal, op. cit. p. 205<br />

www.lectulandia.com - Página 250


[116]<br />

Ibíd. p. 210.<br />

www.lectulandia.com - Página 251


[117]<br />

R, Penny, op. cit., p. 115<br />

www.lectulandia.com - Página 252


[118]<br />

Ibíd., p. 119<br />

www.lectulandia.com - Página 253


[119]<br />

Marta Luján, «La subida de clíticos y el modo en los complementos verbales <strong>del</strong><br />

español», en Olga Fernández Soriano (ed.), Los pronombres átonos, Madrid, Taurus<br />

Universitaria, 1998. Estas combinaciones posibles e imposibles han traído de cabeza<br />

a los filólogos, que han buscado las reglas ocultas hasta ahora. <strong>El</strong> citado libro aporta<br />

algunas soluciones al respecto sobre en qué condiciones el <strong>genio</strong> se comporta de una<br />

u otra forma; pero uno sigue sin saber muy bien por qué.<br />

www.lectulandia.com - Página 254


[120]<br />

V. García Yebra, op. cit., p. 216<br />

www.lectulandia.com - Página 255


[121]<br />

Aquí el euskera sí se aparta: zortzi significa «ocho», y «noche» se dice gau.<br />

www.lectulandia.com - Página 256


[122]<br />

En español, evidentemente, con «defenestrar»: arrojar por la ventana; pero es<br />

posterior: no entra en el Diccionario hasta ¡1984!<br />

www.lectulandia.com - Página 257


[123]<br />

Noam Chomsky, <strong>El</strong> leguaje y los problemas <strong>del</strong> conocimiento, Madrid, Visor,<br />

1992.<br />

www.lectulandia.com - Página 258


[124]<br />

Hay excepciones a este aserto, pero se trata de palabras insólitas o de<br />

procedencia foránea (corno «anorak»» o «robot»)<br />

www.lectulandia.com - Página 259


[125]<br />

Roberto Veciana, La acentuación española. Nuevo manual de normas acentúales,<br />

Santander, Universidad de Cantabria, 2004. Otras vocales: e, 10.584; i, 1.489. Otras<br />

consonantes: y, 148; z, 579; b, 22 (como «querub»); c, 38 (como .«vivac»); ch, 4<br />

(como «huich»); f 12 (como «golf»); g, 6 (como «gong»); h, 18 (como «sah»); k, 3<br />

(como «anorak»); ll, 3 (como «detall») »; m, 80 (generalmente latinismos, como<br />

«quórum» o «referéndum», o el arabismo «imam»); ñ, 1 (Veciana cita «estañ», que<br />

no figura ya en el Diccionario); p, 7 (Veciana cita «polop», ausente también <strong>del</strong><br />

lexicón oficial); q, 5 (como el nombre propio Iraq); v, ninguna. EI estudio se ha<br />

hecho sobre 91.968 palabras consideradas españolas, pero ya se ve que las<br />

terminaciones menos frecuentes corresponden por lo general a voces tomadas de<br />

otras lenguas. (Por supuesto, hablamos de entradas en el Diccionario y de algunos<br />

nombres propios. Si considerásemos todas las construcciones posibles, la s y la n<br />

aumentarían espectacularmente, como consecuencia de la formación de los plurales y<br />

de las conjugaciones de los verbos).<br />

www.lectulandia.com - Página 260


[126]<br />

V. García Yebra, op. cit., p. 327. En otras lenguas aparece al revés: von Kopf bis<br />

Fuss, from head to foot; da capo a piedi o dalla testa ai piedi. <strong>El</strong> inglés tiende al<br />

monosílabo, pero el español no. Cosas <strong>del</strong> <strong>genio</strong>. No obstante, es una tendencia, no<br />

una obligación: decimos «ni bien ni mal», pero es que en ese caso no hay alternativa.<br />

www.lectulandia.com - Página 261


[127]<br />

V. García Yebra, op. cit., p. 324.<br />

www.lectulandia.com - Página 262


[128]<br />

Ibíd., p.328<br />

www.lectulandia.com - Página 263


[129]<br />

R. Menéndez Pidal, op. cit., p. 180<br />

www.lectulandia.com - Página 264


[130]<br />

Me he referido más extensamente a este fenómeno en La seducción de las<br />

palabras<br />

www.lectulandia.com - Página 265


[131]<br />

Algunos comentaristas deportivos empiezan a utilizarla palabra italiana volata en<br />

el lugar de sprint Indudablemente, la perciben más próxima al <strong>genio</strong> <strong>del</strong> <strong>idioma</strong><br />

español (identifican sus cromosomas con el vuelo final de los ciclistas, casi a punto<br />

de despegar). De hecho, decimos «voy volando» cuando esperamos acudir deprisa a<br />

algún sitio.<br />

www.lectulandia.com - Página 266


[132]<br />

Menéndez Pidal (op. cit., p. 3) ilustra la diferencia entre la lengua clásica y la<br />

escrita diciendo que el cantero más rudo, al grabar un letrero, se proponía escribir en<br />

la lengua clásica, tan lejana de sus propias palabras y por tanto <strong>del</strong> latín vulgar. Sin<br />

embargo, en nuestros días es imposible a veces distinguir uno y otro registro: un<br />

presentador de televisión lee un texto, pero no lo percibimos así porque suena como<br />

el lenguaje oral; un libro se escribe mediante la reproducción textual de entrevistas, o<br />

reproduce una conversación imaginaria (como en Las Guerras de nuestros<br />

antepasados, de Miguel Delibes) … Y una misma noticia de agencia sirve para la<br />

radio y para el periódico. Las distancias se reducen, pero esto no significa que hayan<br />

desaparecido.<br />

www.lectulandia.com - Página 267


[133]<br />

R Penny, op. cit., p. 35.<br />

www.lectulandia.com - Página 268


[134]<br />

Estos experimentos se han hecho invitando al niño a succionar una tetina. La<br />

atención <strong>del</strong> bebé en su tarea decrecía al oír palabras de su propia lengua, mientras<br />

que si se le hablaba en otro <strong>idioma</strong> no alteraba su dedicación (Alberto Anula Rebollo,<br />

<strong>El</strong> abecé de la psicolingüística, Madrid, Arco Libros, 1998, p. 23).<br />

www.lectulandia.com - Página 269


[135]<br />

Véanse la p. 188 y ss. de este trabajo, en las que estos datos se analizan de forma<br />

exhaustiva. (para esta edición digital 84 y ss.)<br />

www.lectulandia.com - Página 270


[136]<br />

R. Penny, op. cit., p. 244<br />

www.lectulandia.com - Página 271


[137]<br />

A explicar todo esto con sencillez se aplicó precisamente el profesor Roberto<br />

Veciana, que falleció en 2003 en Portsmouth (Reino Unido) sin alcanzar a ver<br />

publicado su trabajo. De sus manos recibí el manuscrito al que me refiero, editado<br />

después, en 2004, por la Universidad de Cantabria. AI menos, sí pudo ser<br />

entrevistado por Pepa Fernández en Radio Nacional de España y leer el reportaje que<br />

se publicó sobre él en <strong>El</strong> País <strong>del</strong> 20 de enero de 2003, firmado por Javier Sampedro<br />

y titulado así: «Un profesor de español propone un sistema fácil para aprender los<br />

acentos».<br />

www.lectulandia.com - Página 272


[138]<br />

A no ser que se trate de una palabra <strong>del</strong> latín o de otra lengua, como «déficit» o<br />

«hábitat», que pueden terminar en otra consonante. Pero éstas también<br />

contravendrían la norma, en este caso la <strong>del</strong> grupo 2, y precisan igualmente de tilde.<br />

www.lectulandia.com - Página 273


[139]<br />

Emilio Lorenzo (<strong>El</strong> español…, p. 154) se extiende en explicar que el inglés<br />

tiende también a economizar (you know? en vez de do you know?), y va quitando<br />

auxiliares sintácticos de pregunta. ¿Le vendría bien entonces la interrogación de<br />

entrada? Tal vez sí.<br />

www.lectulandia.com - Página 274


[140]<br />

También E. Lorenzo explica técnicamente estas diferencias (Ibíd., pp. 41-44)<br />

www.lectulandia.com - Página 275


[141]<br />

R Lapesa, op. cit., p. 31.<br />

www.lectulandia.com - Página 276


[142]<br />

Conviene recordar, corno hace Juan Ramón Lodares, que algunos textos<br />

históricos y decretos reales que se han esgrimido como muestra de la imposición <strong>del</strong><br />

castellano en escuelas y tribunales tras los decretos de Nueva Planta (siglo XVIII) no<br />

estaban dirigidos contra el catalán y otras lenguas, sino contra el latín, que todavía era<br />

empleado en esas instituciones; cierto que en vez <strong>del</strong> castellano podían haber<br />

impuesto el catalán en Cataluña, pero eso no era la mentalidad de un francés de<br />

aquella época como Felipe V. De la misma estirpe es el error que atribuye referencia<br />

al castellano en la famosa frase de Nebrija «siempre fue la lengua compañera <strong>del</strong><br />

imperio» (siglo XV). En aquel momento, Nebrija sólo se podía referir al latín, pues<br />

Colón aún no había puesto su pie sobre América. Y cuando el gramático sevillano<br />

habla de «las Ieies quel vencedor pone al vencido, y con ellas nuestra lengua» sólo<br />

puede referirse a los árabes, como indica más a<strong>del</strong>ante: a «los enemigos de nuestra fe,<br />

que», precisa, «tienen la necesidad de saber el lenguaje castellano». Y cita<br />

marcadamente aparte a «los vizcaínos, navarros, franceses, italianas y todos los otros<br />

que tienen algún trato y conversación con España y necesidad de nuestra lengua». No<br />

está pensando aquí en imponer el castellano a los vizcaínos o a los navarros (aunque<br />

sí a los árabes, insistimos, pero por cuestiones religiosas), como tampoco a los<br />

franceses o italianos, sino que —en lo que a estos pueblos respecta— sólo tiene en su<br />

cuente la necesidad <strong>del</strong> comercio y el cultivo de las artes.<br />

www.lectulandia.com - Página 277


[143]<br />

J. R. Lodares, Lengua y Patria, p. 82.<br />

www.lectulandia.com - Página 278


[144]<br />

Ibíd., p. 64.<br />

www.lectulandia.com - Página 279


[145]<br />

R. Lapesa, op. cit., p. 274.<br />

www.lectulandia.com - Página 280


[146]<br />

Jaime Vicens Vives, Historia General Moderna, Barcelona, Montaner y<br />

Simón,1971, p.15.<br />

www.lectulandia.com - Página 281


[147]<br />

Julio Valdeón, Aproximación histórica a Castilla y León, Valladolid, Ámbito,<br />

1982, pp. 84, 95 y 121.<br />

www.lectulandia.com - Página 282


[148]<br />

«La monarquía borbónica conseguirá ganarse a los fabricantes catalanes,<br />

verdaderas fuerzas vivas <strong>del</strong> Principado, al prohibir la importación de algodones y<br />

linos extranjeros en todo el territorio español» (Fernando García de Cortázar,<br />

Biografía de España, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1998, p.249).<br />

www.lectulandia.com - Página 283


[149]<br />

Los barcos arriban a Barcelona de su viaje desde América cargados de algodón y<br />

salen luego de allí con aguardiente catalán, pero con sitio en las bodegas para<br />

embarcar, a su paso por África, a esclavos que acabarán sirviendo en las plantaciones<br />

americanas. Son los negocios de la época y la mentalidad de la época, y lo mismo<br />

habría que contextualizar estas actividades de la burguesía catalana que los desmanes<br />

de aquel rey mal llamado castellano (puesto que era francés). Cada tela salida de<br />

Reus o Mataró para su venta en cualquier punto de la Península o de Europa llevaba<br />

en su margen comercial la explotación de miles de inocentes de otra raza, sin que a<br />

nadie se le ocurra ahora acusar al <strong>idioma</strong> catalán de tamaña crueldad por haber<br />

asistido a esos hechos.<br />

www.lectulandia.com - Página 284


[150]<br />

R. Menéndez Pidal, op. cit., p. 3<br />

www.lectulandia.com - Página 285


[151]<br />

R. Lapesa, op. cit., p.56.<br />

www.lectulandia.com - Página 286


[152]<br />

R. Penny, op. cit., p. 6.<br />

www.lectulandia.com - Página 287


[153]<br />

Ibíd., p. 17<br />

www.lectulandia.com - Página 288


[154]<br />

J. R. Lodares, op, cit.<br />

www.lectulandia.com - Página 289


[155]<br />

Fernando Lázaro Carreter, Lengua española, historia, teoría y práctica II,<br />

Madrid, Anaya, 1974.<br />

www.lectulandia.com - Página 290


[156]<br />

J. L. Conde, op. cit., p. 28.<br />

www.lectulandia.com - Página 291


[157]<br />

Pío Cabanillas dejó alguna pieza más para la antología de personajes irónicos,<br />

también jugando con la primera persona <strong>del</strong> plural. Cuando aún se estaba formando<br />

UCD, una agrupación de partidos pequeños y heterogéneos que no tenía siquiera una<br />

ideología común, el político gallego pronosticó ante las inminentes elecciones:<br />

«ganaremos, pero no sé quiénes».<br />

www.lectulandia.com - Página 292


[158]<br />

V. García Yebra, op. cit.<br />

www.lectulandia.com - Página 293


[159]<br />

G. Reyes, op. cit., p. 84.<br />

www.lectulandia.com - Página 294


[160]<br />

En la definición de ediciones anteriores se decía «utensilio doméstico», pero<br />

luego se retiró ese adjetivo<br />

www.lectulandia.com - Página 295


[161]<br />

En el capítulo I 48, concretamente: «¿qué mayor disparate puede ser en el sujeto<br />

que tratamos que salir un niño en mantillas en la primera scena <strong>del</strong> primer acto, y en<br />

la segunda salir ya hecho hombre barbado? ¿Y qué mayor que pintarnos un viejo<br />

valiente y un mozo cobarde, un lacayo retórico, un paje consejero, un rey ganapán y<br />

una princesa fregona?».<br />

www.lectulandia.com - Página 296


[162]<br />

R. Menéndez Pidal, op. cit., p. 5.<br />

www.lectulandia.com - Página 297


[163]<br />

«Cabildear» está en el Diccionario de la Academia desde 1884, con esta<br />

definición; «gestionar con habilidad y maña par a ganar voluntades en un cuerpo<br />

colegiado o corporación… Eso es exactamente lo que queremos expresar cuando nos<br />

referimos a «hacer lobby». En correspondencia, la acción de los lobbies es «el<br />

cabildeo»; y sus integrantes, «cabilderos».<br />

www.lectulandia.com - Página 298


[164]<br />

Y no le faltaba lógica a esa otra persona que, también en televisión, dijo que para<br />

acordarse de algo recurría a reglas «menostécnicas». En efecto, las hay mucho más<br />

complicadas<br />

www.lectulandia.com - Página 299


[165]<br />

Ángel Rosenblat, «<strong>El</strong> futuro de la lengua», Revista de Occidente, 56-57 (1967),<br />

pp. 152-192 (citado por César Hernández Alonso en su conferencia Aspectos<br />

gramaticales <strong>del</strong> español actual, dentro <strong>del</strong> ciclo La lengua española a finales <strong>del</strong><br />

milenio, cuyos textos fueron publicados por Cajaburgos en 1998).<br />

www.lectulandia.com - Página 300


[166]<br />

E. Coseriu, op. cit., p. 48<br />

www.lectulandia.com - Página 301


[167]<br />

Citado por W. Porzig, op. cit., p. 411<br />

www.lectulandia.com - Página 302


[168]<br />

Citado por E. Coseriu, op. cit., p. 19<br />

www.lectulandia.com - Página 303


[169]<br />

E. Anglicismos … p. 616<br />

www.lectulandia.com - Página 304

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