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Andrzej Sapkowski

La torre de la golondrina
La saga de Geralt de Rivia Libro VI

Traducción de José María Faraldo

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BIBLIÓPOLIS
fantástica
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Título original:
Wieza jaskólki
Traducción de José María Faraldo
Ilustración de cubierta: Gallego Bros
Maqueta de cubierta: Alejandro Terán
(sobre diseño de Alberto Cairo)

Colección Bibliópolis Fantástica n° 49

Primera edición: noviembre de 2006

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o


parcial de esta obra y su almacenaje o transmisión por cualquier medio
sin permiso previo del editor.

(c) 1997 Andrzej Sapkowski Published by arrangement with Literary Agency «Agence de l´Est»

© 2006 José María Faraldo por la traducción

(c) 2006 BIBLIÓPOLIS


Luis G. Prado, editor
Alcalá, 387
28027 - Madrid
www.bibliopolis.org

ISBN-10: 84-96173-58-5
ISBN-13: 978-84-96173-58-3
Depósito legal: M. 44.628-2006

Impreso por Fareso, S.A. Paseo de la Dirección, 5. 28039 - Madrid

Impreso en España Printed in Spain

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

ÍNDICE
Capítulo primero ................................................................................ 5
Capítulo segundo .............................................................................. 20
Capítulo tercero ................................................................................ 43
Capítulo cuarto ................................................................................. 63
Capítulo quinto................................................................................. 89
Capítulo sexto .................................................................................108
Capítulo séptimo .............................................................................127
Capítulo octavo ...............................................................................149
Capítulo noveno ..............................................................................167
Capítulo décimo ..............................................................................194
Capítulo undécimo ..........................................................................219

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

En negra como manto noche se allegaron,


allá a Dun Dáre do la bruja cobijo hubiera.
Por todos lados y partes la acosaron
para que de ellos huir la moza no pudiera.
En negra como manto noche a traición la acosaron
mas aferraría a ella no lo consiguieran.
Pues primo que el pálido sol asomara al prado,
lo menos treinta muertos en la senda yacieran.

Romance de ciego tocante


a la horrenda matanza que hubo lugar
en Dun Dáre en la noche que dicen de Saovine

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Capítulo primero
—Puedo darte todo lo que desees —dijo el hada—. Riqueza, poder y cetro, fama, una vida larga y
feliz. Elige.
—No quiero riqueza ni fama, poder ni cetros —respondió la bruja—. Quiero un caballo que sea
tan negro y tan imposible de alcanzar como el viento de la noche. Quiero una espada que sea luminosa y
afilada como los rayos de la luna. Quiero atravesar el mundo en la oscura noche con mi caballo negro,
quiero quebrar las fuerzas del Mal y de la Oscuridad con mi espada de luz. Eso es lo que quiero.
—Te daré un caballo que sea más negro que la noche y más ligero que el viento de la noche —le
prometió el hada—. Te daré una espada que será más luminosa y afilada que los rayos de la luna. Pero
no es poco lo que pides, bruja, habrás de pagármelo muy caro.
—¿Con qué? En verdad nada tengo.
—Con tu sangre.
Flourens Delannoy, Cuentos y leyendas

Como todo el mundo sabe, el universo, como la vida, es un círculo. Un círculo en cuyo discurrir se
han señalado ocho puntos mágicos que cubren todo el arco, es decir, el ciclo anual. Estos puntos, que
están situados en el anillo en pares dispuestos exactamente los unos frente a los otros, son: Imbaelk —o
sea, Germinación—, Lammas —o sea, Madurez—, Belleteyn —Floración— y Saovine —Expiración—.
Hay marcados también en el círculo dos solsticios, es decir, climax, uno el de invierno, llamado
Midinvaerne, y otro Midaëte, el de estío. Hay también dos equinoccios, es decir, noches iguales: Birke, en
primavera, y Velen, en otoño. Estas fechas dividen el círculo en ocho partes y así se divide también en
ocho partes el año en el calendario de los elfos.
Cuando desembarcaron en las playas cercanas a la desembocadura del Yaruga y el Pontar, los
humanos trajeron consigo un calendario propio, de origen lunar, que dividía el año en doce meses, lo que
cubría el ciclo anual completo de trabajo en el campo: desde el principio, desde los que se realizan en
enero, hasta el final, cuando las heladas transforman la tierra en terrones congelados. Pero aunque los
humanos dividían el año y establecían las fechas de otra manera, aceptaron el ciclo de los elfos y los ocho
puntos en su discurrir. Las fiestas que provenían del calendario de los elfos, Imbaelk y Lammas, Saovine
y Belleteyn, ambos solsticios y equinoccios, también se convirtieron en fiestas importantes para los
humanos. Resaltaban tanto entre las otras fechas como resalta un árbol entre los arbustos.
Estas fechas se diferencian de las otras por la magia.
No era ni es un secreto que estas ocho fechas son días y noches durante los que el aura mágica se
intensifica extraordinariamente. A nadie le extrañan ya los fenómenos mágicos ni los acontecimientos
enigmáticos que acompañan a esas ocho fechas, en especial a los equinoccios y solsticios. Todo el mundo
se ha acostumbrado ya a estos fenómenos y pocas veces causan grande sensación.
Pero aquel año fue distinto.
Aquel año los humanos celebraron el equinoccio de otoño como solían, con una cena familiar de
gala durante la que sobre la mesa tenía que haber el mayor número de frutos posible de la cosecha anual,
aunque no fuera más que un poquito de cada. Así lo exigía la costumbre. Una vez que hubieron tomado la
cena y hubieron agradecido a la diosa Melitele la cosecha del año, los humanos se dispusieron a
descansar. Y entonces comenzó el horror.
Justo antes de la medianoche se alzó una ventisca tremenda, sopló un torbellino infernal, se podían
escuchar unos aullidos, unos gritos y unos quejidos verdaderamente espectrales por encima del ruido de
los árboles casi derribados en tierra, de los graznidos de los cuervos y del golpear de los postigos. Las
nubes que discurrían a toda velocidad por el cielo adoptaron perfiles fantásticos entre los cuales los que
más se repetían eran las siluetas de caballos y unicornios al galope. El vendaval no cedió hasta pasar más

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

de una hora y en el repentino silencio que siguió la noche se animó con los trinos y los aleteos de cientos
de chotacabras, esos pájaros misteriosos que según las creencias populares se agrupan para cantarle un
réquiem demoníaco a los agonizantes. Esta vez el coro de chotacabras era tan enorme y tan ruidoso que
parecía como si el mundo entero fuera a morir.
Los chotacabras cantaban con trinos salvajes su canción de difuntos mientras que el horizonte se
estaba cubriendo de nubes que apagaban los restos de la luz de la luna. Entonces aulló de pronto la
terrible beann'shie, heraldo de la muerte súbita y violenta, y a través del cielo negro galopó la Persecución
Salvaje, un cortejo de fantasmas con los ojos en llamas que cabalgaban a lomos de esqueletos de caballos,
agitando los jirones de sus ropas y estandartes. Como cada cierto tiempo, la Persecución Salvaje hizo su
cosecha, pero desde hacía decenios no había sido ésta tan terrible. Sólo en Novigrado se contaban
doscientas personas desaparecidas sin dejar huella.
Cuando la Persecución se alejó y las nubes se disolvieron, se pudo ver la luna, una luna menguante,
como suele suceder en tiempo de equinoccio. Pero aquella noche la luna tenía el color de la sangre.
El pueblo llano tenía muchas explicaciones para los fenómenos equinocciales, que diferían
significativamente según la demonología específica de la región. Los astrólogos, druidas y hechiceros
tenían también sus explicaciones, pero eran en su mayoría erróneas y exageradas. Pocos, muy, muy pocos
eran capaces de relacionar aquellos sucesos con hechos reales. En las islas de Skellige, por ejemplo, unos
pocos supersticiosos vieron en aquellos curiosos hechos las profecías de Tedd Deireádh, el fin del mundo,
precedido por la batalla de Ragh nar Roog, la lucha final entre la Luz y la Oscuridad. Los supersticiosos
consideraron que la violenta tormenta que en la noche del equinoccio de otoño agitó las islas era una ola
empujada por el pico del monstruoso Naglfar de Morhógg, que conducía un ejército de fantasmas y
demonios en un drakkar de bordas construidas con uñas de cadáveres. Las personas de más luces o mejor
informadas, por su parte, pusieron en relación la locura del mar y el cielo con la persona de la malvada
hechicera Yennefer y su terrible muerte. Y aun otras personas —todavía mejor informadas— vieron en el
mar revuelto la señal de que estaba agonizando alguien por cuyas venas corría la sangre de los reyes de
Skellige y Cintra.
Desde que el mundo es mundo, la noche del equinoccio de otoño es también la noche de los
espectros, las pesadillas y las apariciones, la noche de los despertares repentinos, con el ahogo y el pálpito
causados por el miedo, entre sábanas retorcidas y húmedas de transpiración. Las apariciones y los
despertares no perdonaban ni a las cabezas más claras; en Nilfgaard, en las Torres de Oro, se despertó
gritando el propio emperador, Emhyr var Emreis. En el norte, en Lan Exeter, el rey Esterad Thyssen se
irguió bruscamente en la cama, despertando a su cónyuge, la reina Zuleyka. En Tretogor se incorporó y
echó mano a su estilete el archiespía Dijkstra, despertando a la cónyuge del ministro de finanzas. En el
palacete de Montecalvo se incorporó entre sábanas de damasquino la hechicera Filippa Eilhart, sin
despertar a la mujer del conde de Noailles. Se despertaron —con mayor o menor brusquedad— el enano
Yarpen Zigrin de Mahakam, el viejo brujo Vesemir en la fortaleza de las montañas de Kaer Morhen, el
empleado de banco Fabio Sachs en la ciudad de Gors Velen, el yarl Crach an Craite sobre la cubierta del
drakkar Ringhorn. Se despertó la hechicera Fringilla Vigo en el castillo de Beauclair, se despertó la
sacerdotisa Sigrdrifa en el santuario de la diosa Freya en la isla de Hindarsfjall. Se despertó Daniel
Etcheverry, conde de Garramone, en la fortaleza sitiada de Maribor. Zyvik, decurión de los Coraceros
Grises en el fuerte de Ban Gleann. El mercader Dominik Bombastus Houvenaghel en la ciudad de
Claremont. Y muchos, muchos otros.
Pocos hubo, sin embargo, que fueran capaces de relacionar estos fenómenos con un hecho concreto
y real. Y con una persona real. El azar hizo que tres de aquellas personas pasaran la noche del equinoccio
de otoño bajo el mismo techo. En el santuario de la diosa Melitele en Ellander.
—Chotacabras... —gimió el escribanillo Jarre, al tiempo que contemplaba las tinieblas que
anegaban el parque del santuario—. Creo que hay miles de ellos, toda una bandada... Gritan por la muerte
de alguien... Por la muerte de ella... Está mulléndose...
—¡No digas tonterías! —Triss Merigold se volvió con brusquedad, alzó el puño apretado, durante
un instante pareció que iba a empujar o a golpear al muchacho en el pecho—. ¿Es que crees en

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supersticiones estúpidas? Se acaba septiembre, los pájaros se agrupan para emigrar. ¡Es algo totalmente
natural!
—Ella está muñéndose...
—¡Nadie se muere! —gritó la hechicera, palideciendo de rabia—. Nadie, ¿lo entiendes? ¡Deja de
desbarrar!
En el pasillo de la biblioteca aparecieron algunas adeptas a las que les había despertado la alarma
nocturna. Sus rostros estaban serios y pálidos.
—Jarre. —Triss se tranquilizó, le puso la mano al muchacho en el hombro, apretó con fuerza—.
Eres el único hombre en el santuario. Todos te estamos mirando, buscamos en ti apoyo y ayuda. No te
está permitido tener miedo, no te está permitido dejarte llevar por el pánico. No nos defraudes.
Jarre aspiró profundamente, intentó controlar los temblores de sus manos y labios.
—No es el miedo... —susurró, evitando la mirada de la hechicera—. ¡Yo no tengo miedo,
solamente me preocupo! Por ella. La vi en mi sueño...
—Yo también la vi. —Triss apretó los labios—. Hemos tenido el mismo sueño, tú, yo y Nenneke.
Pero ni una palabra acerca de ello.
—La sangre en su rostro... Tanta sangre...
—Te he pedido que te callaras. Viene Nenneke.
La suma sacerdotisa se acercó a ellos. Tenía el rostro cansado. A la muda pregunta de Triss contestó
negando con la cabeza. Al advertir que Jarre abría la boca, se apresuró a hablar:
—Por desgracia, nada. La Persecución Salvaje revoloteó sobre el santuario, despertó a casi todas,
pero ninguna ha tenido visiones. Ni siquiera tan nebulosa como la nuestra. Ve a dormir, muchacho, nada
hay aquí para ti. ¡Chicas, volved al dormitorio!
Se restregó el rostro y los ojos con las dos manos.
—Eh... ¡Equinoccio! Maldita noche... Acuéstate, Triss. No podemos hacer nada.
—Esta impotencia me vuelve loca. —La hechicera apretó los puños—. Sólo de pensar que ella está
sufriendo, que sangra, que la amenaza un... ¡Maldita sea, si supiera qué hacer!
Nenneke, la suma sacerdotisa del santuario de Melitele, se dio la vuelta.
—¿Y no has probado a rezar?
Al sur, allá al otro lado de los Montes de Amell, en Ebbing, en el país llamado Pereplut, en los
extensos cenagales formados por la intersección de los ríos Velda, Lete y Arete, en un lugar a unas
ochocientas millas a vuelo de cuervo de la ciudad de Ellander y del santuario de Melitele, al alba, una
pesadilla despertó con brusquedad al anciano eremita llamado Vysogota. Una vez despierto, Vysogota no
pudo recordar de ninguna manera el contenido de lo soñado, pero una extraña desazón le impidió
conciliar de nuevo el sueño.
—Frío, frío, brrr —dijo para sí Vysogota, mientras caminaba por un sendero entre los arbustos—.
Frío, frío, brrr.
La trampa siguiente estaba vacía. Ni una sola rata almizclera. Un día de caza sin suerte. Vysogota
limpió el barro y las escamas de helechos que cubrían la trampa, mientras mascullaba una maldición y
sorbía los mocos por su helada nariz.
—Frío, brrr, ay, ay —dijo, andando en dirección al pantano—. ¡Y todavía no es más que
septiembre! ¡Si no han pasado más que cuatro días después del equinoccio! Ja, no recuerdo unos fríos así
en todo el tiempo de mi vida. ¡Y llevo vivo mucho tiempo!
La siguiente trampa, la penúltima, también estaba vacía. Vysogota ya no tenía ganas ni de
blasfemar.
—Es a todas luces cierto —chocheaba mientras iba caminando— que el clima se enfría de año en
año. Y ahora parece que el efecto del enfriamiento comienza a acelerarse como una avalancha. Ja, los
elfos lo habían previsto hace ya mucho, pero, ¿quién creía en las predicciones de los elfos?
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Unas alitas se agitaron de nuevo por encima de la cabeza del anciano, cruzaron unas siluetas grises
e increíblemente rápidas. La niebla sobre los cenagales resonó de nuevo con el chillido repentino y
salvaje de los chotacabras, con el rápido palmoteo de las alas. Vysogota no prestó atención a los pájaros.
No era supersticioso y siempre había muchos chotacabras en el pantano, sobre todo al amanecer, cuando
volaban en grupos tan cerrados que daba hasta miedo de que se chocaran con la cabeza de uno. Bueno,
puede que no siempre hubiera tantos como aquel día, puede que no siempre gritaran de forma tan tétrica...
Pero en fin, en los últimos tiempos la naturaleza hacía extravagantes travesuras y los fenómenos extraños
se sucedían unos a otros, cada uno aún más extraño que el anterior.
Estaba sacando del agua la última trampa, también vacía, cuando escuchó el relincho de un caballo.
Los chotacabras quebraron su canto de inmediato, como a una orden.
En los cenagales de Pereplut había sotos secos, situados en lugares más altos, cubiertos de abedules
negros, de alisos, de sangüeños, de cornejos y endrinos. La mayor parte de los sotos estaban rodeados de
tal modo por los tremedales que era completamente imposible que caballo alguno o jinete que no
conociera las sendas consiguiera llegar hasta ellos. Y sin embargo los relinchos —Vysogota los escuchó
de nuevo— llegaban precisamente desde uno de aquellos sotos.
La curiosidad venció a la prudencia.
Vysogota no entendía mucho de caballos y sus razas, pero era un esteta y sabía reconocer y apreciar
la belleza. Y el caballo moro de pelaje brillante como la antracita que contempló perfilándose contra los
troncos de abedules era extraordinariamente hermoso. Era la verdadera quintaesencia de la belleza. Era
tan hermoso que parecía irreal.
Pero era real. Y también era real la forma en que estaba atrapado en una trampa, enredado con las
cinchas y la cabezada en el abrazo rojo sangre de las ramas de sangüeño. Cuando Vysogota se acercó
más, el caballo alzó las orejas, pateó de tal modo que el suelo tembló, meneó la graciosa cabeza, se dio la
vuelta. Ahora se veía que era una yegua. También se veía otra cosa. Una cosa que hizo que el corazón de
Vysogota comenzara a latir como si se hubiera vuelto loco y que unas invisibles pinzas de adrenalina le
apretaran la garganta.
Detrás del caballo, en un agujero poco profundo, yacía un cadáver.
Vysogota tiró su saco al suelo. Y se avergonzó de su primer pensamiento, que había sido darse la
vuelta y salir huyendo. Se acercó más, manteniendo la prudencia, porque la yegua negra pateaba el suelo,
había bajado las orejas, regañaba los dientes por encima de la embocadura y sólo esperaba la ocasión
adecuada para morderle o darle una coz.
El cadáver era el cuerpo de un muchacho de menos de veinte años de edad. Estaba tendido con el
rostro hacia la tierra, con una mano bajo el cuerpo y la otra extendida hacia un lado y con los dedos
clavados en la tierra. El muchacho llevaba puesto un juboncillo de ante, unos ceñidos pantalones de cuero
y unas botas élficas con hebillas que le llegaban hasta las rodillas.
Vysogota se inclinó y en aquel preciso momento el cadáver lanzó un fuerte gemido. La yegua mora
dio un relincho agudo y golpeteó con los cascos en la tierra.
El ermitaño se arrodilló, le dio la vuelta con cuidado al herido. Echó la cabeza para atrás en un
movimiento automático y silbó al ver la terrible máscara de sangre coagulada y suciedad que el muchacho
tenía en lugar de rostro. Apartó con delicadeza el musgo, las hojas y la arena de los labios cubiertos de
mocos y babas, intentó arrancar la maraña de cabellos pegados con sangre a la mejilla. El herido gimió
sordamente, se tensó. Y comenzó a tiritar. Vysogota le retiró los cabellos del rostro.
—Una muchacha —dijo en voz alta, sin poder creer lo que tenía delante—. Es una muchacha.
Si aquel día después de caer la noche alguien se hubiera arrastrado furtivamente hasta aquella
cabaña perdida entre los cenagales, con su hundido tejado de bálago cubierto de musgo, si alguien hubiera
mirado a través de las rendijas de los postigos, habría visto en su interior, a la escasa luz de unas
lamparillas de aceite, a una muchacha con la cabeza cubierta por gruesos vendajes que estaba
descansando en una inmovilidad casi de cadáver sobre un camastro cubierto de pieles. Habría visto
también a un viejecillo de barba gris en forma de cuña y largos cabellos blancos que le caían sobre los
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

hombros y las espaldas desde los bordes de una gran calva que le alargaba la frente hasta más allá de la
coronilla. Hubiera distinguido cómo el viejecillo encendía otra vez una vela de sebo, cómo colocaba
sobre la mesa un reloj de arena, cómo afilaba la pluma, cómo se inclinaba sobre un pliego de pergamino.
Y cómo se quedaba ensimismado y hablaba algo consigo mismo, meditabundo, sin levantar ojo de la
muchacha que yacía sobre el camastro.
Pero aquello no era posible. Nadie podía verlo. La choza del ermitaño Vysogota estaba bien
escondida entre las ciénagas. En un despoblado cubierto eternamente por la niebla, donde nadie se atrevía
a penetrar.
—Escribamos —Vysogota sumergió la pluma en la tinta— lo que sucede. Hace tres horas del
suceso. Reconocimiento: vulnus incisivum, herida de corte, realizada con mucha fuerza con una
herramienta afilada desconocida, seguramente de hoja curva. Abarca la parte izquierda del rostro,
comienza bajo la región malar, corre a través de la mejilla y alcanza hasta la región temporomasticular.
La parte más profunda de la herida, que llega hasta el periostio, es al principio, bajo la órbita ocular, sobre
el hueso malar. Tiempo estimado que transcurrió desde que las heridas fueron producidas hasta el
momento de la primera cura: diez horas.
La pluma chirriaba en el pergamino, pero el chirrido no duró más que unos instantes. Y unas líneas.
Vysogota no consideraba digno de anotar todo lo que se decía a sí mismo.
—Volviendo al tratamiento de las heridas —continuó al cabo el anciano con los ojos fijos en la
palpitante y crepitante llama de la vela de sebo—, escribiremos lo siguiente. No seccioné los bordes de la
lesión, me limité tan sólo a retirar unos cuantos desgarros que no estaban ensangrentados y por supuesto
los coágulos. Limpié las heridas con un extracto de corteza de sauce. Retiré la suciedad y los cuerpos
extraños. La cosí. Con hilo de cáñamo. Otro tipo de hilo, escribámoslo, no estaba a mi disposición.
Dispuse una compresa de árnica de montaña y coloqué una muselina formando un vendaje.
Un ratón correteó por el centro del cuarto. Vysogota le echó un pedacito de pan. La muchacha en el
jergón respiró intranquila, gimió en sueños.
—Ocho horas después del incidente. El estado de la enferma: sin cambios. El estado del médico... o
sea, el mío, mejoró, puesto que me reparé con un tanto de sueño... Puedo continuar con las notas.
Conviene pues transcribir en estas hojas algo de información acerca de mi paciente. Para las generaciones
futuras. Si acaso alguna generación futura fuera capaz de llegar hasta estos pantanos antes de que todo
esto se pudra y se deshaga en cenizas.
Vysogota suspiró con fuerza, mojó la pluma y la limpió con el borde del tintero.
—En lo tocante a la paciente —murmuró—, que quede anotado lo que sigue. La edad, por lo que
aparenta, unos dieciséis años, alta, la constitución es más bien delgada, pero al menos no es débil, no
muestra señales de desnutrición. Musculatura y constitución física son más bien típicas de las elfas
jóvenes, pero no se advierte característica alguna de mestizaje... hasta cuarterona inclusive. Un porcentaje
más bajo de sangre élfica puede, como es sabido, no dejar huella.
Sólo entonces se dio cuenta Vysogota de que no había escrito en la página ni una sola runa, ni una
sola palabra. Apoyó la pluma en el papel pero la tinta se había secado. El viejecillo no se inmutó.
—Que quede anotado también —continuó— que la muchacha nunca ha parido. Y también que en el
cuerpo no tiene señal antigua alguna, cicatriz, alforza, rastro ninguno de los que depositan el trabajo duro,
los accidentes, la vida arriesgada. Lo acentúo: hablo aquí de señales antiguas. Señales recientes no le
faltan en todo el cuerpo. A la muchacha la golpearon. Una verdadera paliza y de ningún modo a manos de
su padre. Seguramente le dieron de patadas también.
«Encontré también en su cuerpo una señal bastante extraña... Humm, que quede esto escrito para
bien de la ciencia... En la ingle, junto al monte de Venus, la muchacha tiene tatuada una rosa roja.
Vysogota contempló absorto la punta afilada de la pluma, después de lo cual la sumergió en el
tintero. Esta vez, sin embargo, no olvidó el objetivo con el que había hecho esto: comenzó a cubrir el
papel con líneas regulares de escritura inclinada. Siguió escribiendo hasta que se secó la pluma.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Medio inconsciente, gritaba y hablaba —continuó—. Su acento y la forma de expresión, si


descontamos las continuas expresiones intercaladas en el argot obsceno de los delincuentes, producen
bastante confusión, son difíciles de ubicar, pero me arriesgaría a afirmar que proceden más bien del norte
que del sur. Algunas palabras...
De nuevo rasgó el pergamino con la pluma, no demasiado tiempo, mucho menos de lo necesario
para poder escribir todo lo que había dicho un instante antes. Después de lo cual siguió con su monólogo,
exactamente allí donde lo había interrumpido.
—Algunas palabras, nombres y apelativos que la muchacha balbuceó en su fiebre son dignos de ser
recordados. E investigados. Todo apunta a que una persona muy, pero que muy poco corriente ha
encontrado el camino hasta la varga del viejo Vysogota...
Guardó silencio durante un rato, escuchando.
—Ojalá —murmuró— que la varga del viejo Vysogota no se convierta en el final de su camino.
Vysogota se inclinó sobre el pergamino e incluso apoyó en él la pluma, pero no escribió nada, ni
una sola runa. Arrojó la pluma sobre la mesa. Jadeó por un instante, murmuró con furia, se sonó los
mocos. Miró al lecho, prestó atención a los sonidos que le llegaban desde allí.
—Hay que advertir y apuntar —dijo con voz cansada— que está muy mal. Todos mis esfuerzos y
tratamientos puedan resultar insuficientes y el celo puede resultar baldío. Mis temores eran bien fundados.
La herida está infectada. La muchacha tiene una fiebre muy alta. Se han presentado ya tres de los cuatros
síntomas principales de un fuerte estado inflamatorio. Rubor, calor y tumor son fáciles de advertir en este
momento a ojo y tacto. Cuando pase el shock postaccidental aparecerá el cuarto: dolor. Que quede escrito
que ha pasado ya cerca de medio siglo desde que me dedicara a la práctica de la medicina, percibo cómo
estos años pesan sobre mi memoria y la agilidad de mis dedos. No sé hacer mucho, todavía menos puedo
hacer. Apenas tengo remedios y medicamentos. Toda mi esperanza yace en los mecanismos de defensa de
un organismo joven...
—Doce horas desde el incidente. Conforme a lo esperado, ha aparecido el cuarto síntoma principal
de la inflamación: dolor. La enferma grita de dolor, la fiebre y los temblores se incrementan. No tengo
nada, ningún medicamento que pueda darle. Dispongo de una pequeña cantidad de elixir de estramonio,
pero la muchacha está demasiado débil para sobrevivir a su acción. Tengo también algo de acónito, pero
el acónito la mataría al instante.
—Quince horas desde el incidente. Amanece. La enferma está inconsciente. La fiebre sube con
fuerza, los temblores se acrecientan. Aparte de esto aparece una fuerte contracción de los músculos del
rostro. Si se trata del tétanos, la muchacha está perdida. Tengamos sin embargo la esperanza de que se
trate tan sólo de los nervios faciales... O del trigémino. O de ambos... La muchacha quedará desfigurada...
pero estará viva...
Vysogota miró al pergamino en el que no había escrito ni una runa, ni una sola palabra.
—A condición —dijo en voz baja— de que sobreviva a la infección.
—Veinte horas desde el incidente. La fiebre crece. Rubor, calor, tumor y dolor alcanzan, me da la
impresión, el punto culminante. Pero la muchacha no tiene posibilidades de vivir siquiera hasta alcanzar
esas fronteras. Así que escribiré... Yo, Vysogota de Corvo, no creo en la existencia de los dioses. Pero si
por una casualidad existieran, pido que tomen bajo su protección a esta muchacha. Y que me perdonen a
mí lo que he hecho... Si es que lo que he hecho resultara ser un error.
Vysogota soltó la pluma, se restregó los párpados, que tenía hinchados y le picaban, apoyó los
puños en las sienes.
—Le he dado una mezcla de estramonio y acónito —dijo con voz sorda—. Las próximas horas
decidirán todo.
No estaba durmiendo, tan sólo daba unas cabezadas, cuando un golpe y un estruendo, a los que
acompañaba un gemido, lo sacaron del duermevela. Un gemido más bien de rabia que de dolor.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

En el exterior clareaba el día, las rendijas de las contraventanas dejaban apenas pasar unos débiles
rayos de luz. La arena del reloj había caído del todo, y hacía mucho. Vysogota, como de costumbre, había
olvidado darle la vuelta. La lamparilla apenas temblaba, la llama de color rubí del hogar iluminaba
levemente los rincones de la choza. El viejo se levantó, retiró el improvisado biombo de mantas que
separaban el lecho del resto del cuarto para darle un poco de tranquilidad a la enferma.
La enferma ya había conseguido levantarse del suelo sobre el que se había caído sólo un momento
antes, estaba sentada enderezada en la orilla del camastro, intentaba rascarse el rostro bajo el vendaje.
Vysogota tosió.
—Te pedí que no te levantaras. Estás demasiado débil. Si quieres algo, llámame. Siempre estoy
cerca.
—Pues yo lo que no quiero es que estés cerca —dijo bajito, a media voz, pero muy claro—. Quiero
mear.
Cuando él volvió a recoger el orinal, ella estaba tendida en el camastro, de espaldas, masajeándose
el vendaje que apretaba la mejilla y cubría la frente y el cuello con cintas de vendas. Cuando al cabo de
un rato regresó, ella no había cambiado de posición.
—¿Cuatro jornadas? —preguntó, mientras miraba al techo.
—Cinco. Ha pasado casi un día desde que hablamos por última vez. Has dormido una jornada
entera. Eso está bien. Necesitas dormir.
—Me siento mejor.
—Estoy contento de oírlo. Vamos a quitar el vendaje. Te ayudaré a sentarte. Agárrate a mi mano.
La herida cicatrizaba bien, estaba seca, esta vez retiró el vendaje casi sin dolorosos tirones al
separarlo de la costra. La muchacha se tocó con cuidado la mejilla. Frunció el ceño, pero Vysogota sabía
que no sólo era el dolor. Se aseguraba de la extensión de la mutilación, tomaba consciencia de la
gravedad de la herida. Se aseguraba, sintiendo espanto, de que lo que había sentido al tacto antes no había
sido una pesadilla producida por la fiebre.
—¿Tienes aquí un espejo?
—No tengo —mintió.
Ella lo miró, quizá completamente consciente por vez primera.
—¿Eso quiere decir que está tan mal? —preguntó, pasando la mano con cuidado por las costuras.
—Es un corte muy amplio —masculló, molesto consigo mismo por explicarse y justificarse ante
una mocosa—. Todavía tienes la cara muy inflamada. Dentro de unos días te quitaré las costuras, hasta
entonces te pondré árnica y extracto de sauce. Ya no te vendaré toda la cabeza. La herida cicatriza muy
bien.
Ella no respondió. Movía los labios y las mandíbulas, arrugaba la cara y fruncía el ceño, probando
qué le dejaba hacer la herida y qué no.
—He hecho caldo de paloma. ¿Quieres?
—Quiero. Pero esta vez lo intentaré sola. Es denigrante que le den de comer a una como a una
paralítica.
Comió largo rato. Se llevaba a la boca la cuchara de madera con tanto esfuerzo como si pesara dos
libras. Pero pudo hacerlo sin ayuda de Vysogota, quien la observaba con interés. Vysogota era curioso y
ardía de curiosidad. Sabía que junto con el regreso de la muchacha a la salud comenzaría el intercambio
de palabras que podría arrojar algo de luz al misterioso asunto. Lo sabía y no podía esperar hasta ese
momento. Llevaba demasiado tiempo viviendo solo en aquel despoblado.
La muchacha terminó de comer, se tumbó sobre los cojines. Durante un rato miró como muerta al
techo, luego volvió la cabeza. Sus extraordinarios ojos verdes, pensó otra vez Vysogota, le daban a su
rostro un aspecto de inocencia infantil, lo que en aquel momento resaltaba con la mejilla horriblemente
mutilada. Vysogota conocía aquel tipo de belleza, los grandes ojos de un niño eterno, una fisonomía que

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

producía una simpatía instintiva. Una muchacha eterna, incluso cuando su vigésimo, incluso su trigésimo
cumpleaños hubiera caído ya en el olvido. Sí. Vysogota conocía bien aquel tipo de belleza. Su segunda
mujer había sido así. Su hija era así.
—Tengo que irme de aquí —dijo de pronto la muchacha—. Y rápido. Me están persiguiendo. Lo
sabes.
—Lo sé —afirmó con la cabeza—. Fueron éstas las primeras palabras que dijiste que pese a las
apariencias no eran delirios. Más exactamente, casi de las primeras. Porque lo primero que preguntaste
fue por tu caballo y tu espada. En este orden. Cuando te aseguré que tanto el caballo como la espada
estaban en buena custodia, te entró la sospecha de que yo era un aliado de no sé qué Bonhart y de que no
te estaba curando, sino que te sometía a la tortura de darte esperanzas. Cuando, no sin esfuerzo, te saqué
de tu error, te presentaste a ti misma como Falka y me agradeciste que te hubiera salvado.
—Eso está bien. —Clavó la cabeza en la almohada, como queriendo evitar la necesidad de mirarle a
los ojos—. Eso está bien, el que no olvidara agradecértelo. Yo lo recuerdo como entre la niebla. No sé lo
que era sueño y lo que era realidad. Temía no haber dado las gracias. No me llamo Falka.
—También me enteré de ello, aunque más bien por casualidad. Lo dijiste durante la fiebre.
—Soy una fugitiva —dijo sin volver la cabeza—. Una prófuga. Es peligroso darme refugio. Es
peligroso saber cómo me llamo de verdad. Tengo que subirme a mi caballo y huir antes de que me
descubran...
—Hace un momento —dijo él con voz suave— tenías problemas para sentarte en el orinal. No sé
muy bien cómo ibas a poder sentarte en el caballo. Pero te aseguro que aquí estás a salvo. Nadie te
descubrirá.
—Me seguirán, estoy segura. Seguirán los rastros, registrarán los alrededores...
—Tranquilízate. Llueve todos los días, nadie encontrará las huellas. Estás en un despoblado, en un
desierto. En casa de un eremita, que se aisló del mundo. Para que no fuera fácil encontrarlo. Sin embargo,
si quieres puedo buscar una forma de llevar noticias sobre ti a tus parientes o a tus amigos.
—No sabes siquiera quién soy...
—Eres una muchacha herida —le cortó—. Que huye de alguien que no vacila en herir a muchachas.
¿Quieres que lleve alguna noticia?
—No hay a quién —respondió al cabo, y Vysogota percibió un cambio en el tono de voz—. Mis
amigos están muertos. Los mataron a todos.
Él no contestó.
—Yo soy la muerte —continuó, con una voz extraña—. Todo el que me conoce muere.
—No todos —negó él mirándola con atención—. No el Bonhart ése cuyo nombre gritabas en sueños,
ése ante el que ahora quieres huir. Vuestro encuentro te ha perjudicado más a ti que a él. ¿Fue él... quien te
hirió el rostro?
—No. —Ella apretó los labios para ahogar algo que podía ser un gemido o una maldición—. Fue
Antillo el que me hirió en la cara. Stefan Skellen. Y Bonhart... Bonhart me hirió mucho más hondo. Más
profundamente. ¿Hablé de ello durante la fiebre?
—Tranquilízate. Estás débil, deberías evitar todo movimiento brusco.
—Me llamo Ciri.
—Te pondré una compresa con árnica, Ciri.
—Espera... un momento. Dame un espejo.
—Te he dicho...
—¡Por favor!
Él obedeció, llegó a la conclusión de que era necesario, que no se podía esperar más. Incluso trajo
una lamparilla. Para que ella pudiera ver mejor lo que le habían hecho a su rostro.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Vaya, sí —dijo con la voz quebrada, distinta—. Sí. Tal y como me lo imaginaba. Casi como me lo
imaginaba.
Él salió, y corrió tras de sí el improvisado biombo de mantas.
Ella intentó sollozar bajito, para que no se la oyera. Lo intentó con todas sus fuerzas.
Al día siguiente Vysogota le quitó la mitad de los puntos. Ciri se masajeó la mejilla, silbó como una
serpiente, quejándose de un fuerte dolor en el oído y resintiéndose en el cuello cerca de la mandíbula. Pese a
ello se levantó, se vistió y salió al exterior. Vysogota no protestó. La acompañó. No necesitó ayudarla ni
sujetarla. La muchacha estaba sana y era mucho más fuerte de lo que parecía.
Sólo se detuvo cuando llegó afuera, se sujetó al marco de la puerta y a las bisagras.
—Pero... —espiró bruscamente—. ¡Pero qué frío! ¿Una helada? ¿Ya es invierno? ¿Cuánto tiempo
he estado en la cama? ¿Semanas?
—Exactamente seis días. Hoy es el quinto día de octubre. Pero se anuncia un octubre muy, muy
frío.
—¿El cinco de octubre? —frunció el ceño, silbó sintiendo dolor al hacerlo—. ¿Cómo puede ser?
¿Dos semanas?
—¿Qué? ¿Qué dos semanas?
—No importa. —Se encogió de hombros—. Puede que yo me equivoque... O puede que no. Dime,
¿qué es lo que apesta tanto aquí?
—Pieles. Cazo ratas almizcleras, castores, visones y nutrias, curto sus pieles. Hasta un ermitaño
tiene que vivir de algo.
—¿Dónde está mi caballo?
—En el establo.
La yegua negra les saludó con un sonoro relincho y la cabra de Vysogota la secundó con un balido
en el que se percibía un gran disgusto por la necesidad de tener que compartir su habitáculo con otro
inquilino. Ciri abrazó el cuello del caballo, le palmeteó, le acarició la crin.
—¿Dónde está mi silla? ¿El telliz? ¿Los arreos?
—Aquí.
Él no protestó, no le hizo observación alguna, no expresó su opinión. Guardó silencio, apoyado en
su bastón. No se movió cuando ella jadeó al intentar levantar la silla, no se inmutó cuando ella se
tambaleó por el peso y cayó torpemente sobre el suelo cubierto de paja, lanzando un sonoro gemido. No
se acercó a ella, no la ayudó a levantarse. La observaba con atención.
—Bueno, vale —dijo Ciri con los dientes apretados, mientras empujaba a la yegua, que estaba
intentando meter la nariz por el cuello de su camisa—. Está todo claro. ¡Pero yo tengo que irme de aquí,
joder! ¡Tengo que irme!
—¿Adonde? —preguntó él con voz fría.
Ella se masajeó el rostro, todavía seguía sentada sobre la paja, junto a la silla.
—Lo más lejos posible.
Vysogota asintió con la cabeza, como si la respuesta le satisficiera, lo aclarara todo y no dejara
lugar a duda. Ciri se levantó con esfuerzo. Ni siquiera intentó inclinarse a por la silla y los arreos. Sólo
comprobó si la yegua tenía avena y heno en el pesebre, comenzó a limpiar las pajas de la crin y los
costados del caballo. Vysogota esperó en silencio hasta que sucedió. La muchacha se afirmó en el poste
que sujetaba el techo, se quedó pálida como la pared. Él le ofreció el báculo sin decir palabra.
—No me pasa nada, es sólo que...
—Sólo que la cabeza te da vueltas porque estás enferma y tienes menos fuerzas que un recién
nacido. Volvamos. Tienes que tumbarte.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

A la puesta del sol, habiendo dormido sus buenas horas, Ciri salió de nuevo. Vysogota, que volvía
del río, se tropezó con ella junto a un seto natural de zarzas.
—No salgas demasiado lejos de la varga —dijo en tono acre—. En primer lugar, estás demasiado
débil...
—Me siento mejor.
—En segundo, es peligroso. Alrededor hay un enorme pantano, un cañaveral sin fin. No conoces los
senderos, puedes perderte o ahogarte en los lodazales.
—Y tú —señaló el saco que el ermitaño iba arrastrando— conoces los senderos, por supuesto. E
incluso vas por ellos no demasiado lejos, por lo que el pantano no debe de ser tan grande. Curtes pieles
para vivir, está claro. Kelpa, mi yegua, tiene avena y yo no veo aquí sembrados. Hemos comido pollo y
gachas de cebada. Y pan. Pan de verdad, no chuscos. No creo que el pan te lo haya dado un trampero. Así
que eso significa que hay un pueblo por los alrededores.
—Una deducción sin fallo —confirmó él con serenidad—, Ciertamente, me traen las provisiones de
la aldea más cercana. La más cercana, pero que no está para nada cerca, se halla en los límites de la
ciénaga. El pantano linda con el río. Cambio mis pieles por víveres que me traen en una canoa. Pan,
cebada, harina, sal, queso, a veces un conejo o un pollo. A veces noticias.
No hubo preguntas, así que continuó.
—Una horda de gente a caballo estuvo dos veces en el poblado buscando a alguien. La primera vez
advirtieron a los aldeanos de que no te escondieran, amenazaron con hierro y fuego si llegaras a ser
capturada en el pueblo. La segunda vez prometieron una recompensa. Por encontrar el cadáver. Tus
perseguidores están convencidos de que yaces muerta en los bosques, en alguna hoya o barranco.
—Y no descansarán —murmuró— hasta que no encuentren el cuerpo. Lo sé bien. Tienen que tener
alguna prueba de que no estoy viva. Sin esa prueba no renunciarán. Buscarán por todos lados. Y al final
llegarán hasta aquí...
—Les interesas mucho —advirtió él—. Aun diría más, les interesas de un modo extraordinario...
Ella apretó los labios.
—No tengas miedo. Me iré antes de que me encuentren. No te expondré a peligro... No tengas
miedo.
—¿Por qué supones que tengo miedo? —Se encogió de hombros—. ¿Qué motivo hay para estar
atemorizado? Aquí no llegará nadie, nadie será capaz de encontrarte aquí. Pero si sacas las napias fuera
de las cañas, te toparás de frente con tus perseguidores.
—En otras palabras —ella echó hacia atrás la cabeza en un gesto de desafío—, que tengo que
quedarme aquí. ¿Eso es lo que querías decir?
—No eres una prisionera. Puedes irte cuando gustes. Mejor dicho: cuando seas capaz. Pero puedes
también quedarte aquí y esperar. Llegará el día en que tus perseguidores se cansen. Siempre se cansan,
antes o después. Siempre. Puedes creerme. Lo conozco bien.
Los ojos verdes de la muchacha brillaron al mirarlo.
—Al fin y al cabo —dijo deprisa el ermitaño, al tiempo que se encogía de hombros y rehuía su
mirada—, harás lo que quieras. Repito, no te retendré aquí.
—Sin embargo, hoy no me iré —resopló—. Me siento débil... y el sol se va a poner... y no conozco
las sendas. Así que vamos a la choza. Me he quedado helada.
—Has dicho que llevo aquí seis jornadas. ¿Es eso cierto?
—¿Por qué iba a mentir?
—No te alteres. Estoy intentando calcular los días... Yo me escapé... me hirieron... en el día del
Equilibrio. El veintitrés de septiembre. Si prefieres contar como los elfos, el último día de Lammas.
—Eso no es posible.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¿Por qué iba a mentir? —gritó y gimió, al tiempo que se tocaba el rostro. Vysogota la miró con
serenidad.
—No sé por qué —dijo con la voz gélida—. Pero yo he sido médico, Ciri. Hace mucho, pero
todavía sé distinguir una herida hecha diez horas antes de una hecha cuatro días antes. Te encontré el
veintisiete de septiembre. Así que te hirieron el veintiséis. El tercer día de Velen, si prefieres contar como
los elfos. Tres días después del equinoccio.
—Me hirieron en el mismo equinoccio.
—Eso no es posible, Ciri. Debes de haber equivocado la fecha.
—De eso nada. Tú eres el que tiene algún calendario de ermitaño pasado de moda.
—Como quieras. ¿Tanta importancia tiene?
—No. No tiene ninguna.
Tres días después Vysogota le retiró los últimos puntos. Tenía todos los motivos para estar
satisfecho y orgulloso de su obra: la línea de costura era recta y limpia, no había que temer al tatuaje de la
suciedad entremetida en la herida. Sin embargo, al cirujano le echó a perder la satisfacción el ver a Ciri en
lúgubre silencio contemplando la cicatriz desde diversos ángulos con un espejo e intentando esconderla
—sin resultado— arrojando sus cabellos sobre la mejilla. La sutura la afeaba. Un hecho es un hecho. No
había nada que hacer. Nada le ayudaba el fingir que no era así. Todavía roja, tumefacta como una soga,
punteada con las huellas del aguijón de la aguja y marcada con las señales de los hilos, la cicatriz tenía un
aspecto verdaderamente macabro. Cabía la posibilidad de que ese estado sufriera una mejora lenta o
incluso rápida. Sin embargo, Vysogota sabía que no había posibilidad de que la cicatriz desapareciera y
dejara de afearla.
Ciri se sentía mucho mejor, pero para asombro y satisfacción de Vysogota ya no hablaba de partir.
Sacó del establo a su yegua negra Kelpa. Vysogota sabía que en el norte se llamaba kelpa a unas algas, un
peligroso monstruo marino que según la superstición podía adoptar la forma de un hermoso caballo, un
delfín o incluso una bella mujer, pero que en realidad siempre tenía el aspecto de un montón de hierbas.
Ciri ensilló a la yegua y cabalgó alrededor del corral y la choza, después de lo cual Kelpa volvió al
establo para hacerle compañía a la cabra, mientras que Ciri regresó a la choza para hacerle compañía a
Vysogota. Hasta, seguramente por aburrimiento, lo ayudó en su trabajo. Mientras él separaba las pieles de
nutria por su tamaño y su tono, ella dividía las ratas almizcleras en dorsos y vientres, y extendía las pieles
a lo largo de una mesita que habían metido en la casa. Por lo que se veía, tenía los dedos hábiles.
Precisamente durante esta tarea tuvo lugar una conversación bastante extraña entre ellos.
—No sabes quién soy. Ni siquiera te puedes imaginar quién soy.
Ella repitió varias veces esta afirmación banal y eso le incomodó a él un tanto. Por supuesto no dejó
que ella se diera cuenta de su fastidio, le hubiera rebajado el traicionar sus sentimientos ante una mocosa
como ésa. No, no podía dejar que pasara esto, pero tampoco podía traicionar la curiosidad que lo
devoraba.
Una curiosidad que en suma carecía de motivos, porque se podía imaginar sin esfuerzo quién era.
En los tiempos de Vysogota las bandas juveniles tampoco eran una rareza. Los años que habían
transcurrido no habían conseguido eliminar tampoco la fuerza magnética con que estas cuadrillas atraían
a la muchachada ávida de aventuras y fuertes emociones. Muy a menudo para su perdición. Los mocosos
que salían de ello con una cicatriz en el rostro podían decir que habían tenido suerte. A los menos felices
les esperaban torturas, el patíbulo, el hacha o el palo..
Bah, desde tiempos de Vysogota sólo había cambiado una cosa: la progresiva emancipación. Las
bandas atraían no sólo a los jovenzuelos sino también a las pipiolas alocadas, que cambiaban la sillita, la
rueca y la espera del casorio por el caballo, la espada y las aventuras.
Vysogota no le dijo aquello directamente. Lo comentó dando rodeos. Pero de tal modo que ella
pudiera saber que él lo sabía. Para hacerla consciente de que si aquí había algún enigma, con toda
seguridad no era ella: una muchacha que andaba por los caminos con una banda de bandoleros

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

adolescentes y que había escapado por milagro de una trampa. Una mocosa desfigurada que intentaba a
toda costa rodearse de una aura enigmática...
—No sabes quién soy. Pero no tengas miedo. Me iré pronto. No te expondré a peligro.
Vysogota estaba ya harto.
—No me amenaza peligro alguno —dijo él con aspereza—. ¿Cuál podría ser? Incluso si tus
perseguidores aparecen por aquí, lo que dudo, ¿qué mal me pueden hacer? Otorgar ayuda a un
delincuente huido es merecedor de castigo, pero no en el caso de un ermitaño, puesto que el ermitaño no
es consciente de las cosas del mundo. Mi privilegio es albergar a todo aquél que llegue hasta mi rincón.
Bien has dicho: no sé quién eres. ¿Cómo iba a saber yo, un ermitaño, quién eres, el delito que has
cometido y por qué te persigue la ley? ¿Y qué ley? Si yo ni siquiera sé qué ley es la que rige en estos
alrededores ni de quién es la jurisdicción. Ni me interesa. Soy un ermitaño.
Se dio cuenta de que había hablado demasiado sobre su eremitismo. Pero no cedió. Los verdes ojos
de ella llenos de furia le atravesaban como si fueran cuchillas.
—Soy un pobre eremita. Muerto para el mundo y sus trabajos. Soy un hombre sencillo y sin
instrucción, ignorante de los asuntos mundanos...
Había exagerado.
—¡Seguro! —gritó ella, arrojando la piel y el cuchillo al suelo—. ¿Me tomas por tonta o qué? Pues
no te pienses que soy tonta. ¡Ermitaño, pobre eremita! Cuando no estabas eché un vistazo por aquí. Miré
allí, en el rincón, en aquel quicio no demasiado limpio. ¿De dónde han salido tantos libros de ciencias que
hay sobre las estanterías, eh, hombre sencillo y sin instrucción?
Vysogota echó una piel de nutria sobre el jergón.
—Antes vivía aquí un cobrador de impuestos —dijo inmutable—. Ésos ton catastros y libros de
contabilidad.
—Mientes. —Ciri frunció el rostro, se masajeó la cicatriz—. ¡Mientes a todas luces!
El no respondió, haciendo como que evaluaba el tono de otra piel.
—Te piensas —siguió la muchacha al cabo— que porque tienes barba, arrugas y cien años a cuestas
vas a engañar sin esfuerzo a una moza inocente, ¿eh? Pues te diré: a la primera pardilla que pasara por
aquí puede que la engañaras. Pero yo no soy una pardilla.
Él alzó las cejas en una interrogación muda y retadora. Ella no le hizo esperar mucho.
—Yo, mi señor ermitaño, he estudiado en lugares donde había muchos libros, y también algunos
con los mismos títulos que hay en tus estanterías. Conozco muchos de esos títulos.
Vysogota alzó todavía más las cejas. Ella le miró directamente a los ojos.
—Cosas raras —otorgó Ciri— parlotea esta cerdita toda sucia, esta huérfana harapienta, ha de ser
una ladrona o una bandolera, que la encontraron en el arroyo con la jeta hecha polvo. Y sin embargo has
de saber, ermitaño, que yo he leído la Historia de Roderick de Novembre. Repasé, y más de una vez, la
obra que lleva el título de Materiae medicae. Conozco el Herbarius, el mismo que tienes en tu estantería.
También sé lo que significa la cruz de armiño sobre escudo rojo que aparece en los lomos de los libros.
Es la señal de que los editó la Universidad de Oxenfurt.
Se detuvo, seguía observándolo con atención. Vysogota guardó silencio, hacía esfuerzos para que
su rostro no delatara nada.
—Por eso pienso —dijo Ciri, echando la cabeza hacia atrás en un movimiento típico suyo,
orgulloso y un tanto violento— que tú no eres para nada un simplón ni un ermitaño. Que para nada has
muerto para el mundo sino que has huido de él. Y te escondes aquí, en los despoblados, enmascarado
entre apariencias y cañaverales sin fin.
—Si así es —Vysogota sonrió—, entonces nuestra suerte se ha unido en forma harto extraña, mi
leída señorita. En forma grandemente enigmática nos reunió el destino. Al fin y al cabo, tú también, Ciri,

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

te ocultas. Al fin y al cabo, tú también, Ciri, con destreza tejes a tu alrededor un velo de apariencias. Yo
anciano soy, y lleno de sospechas y amargado por la desconfianza de la edad...
—¿Desconfías de mí?
—Desconfío del mundo, Ciri. De un mundo donde las engañosas apariencias adoptan la máscara de
la verdad para sacar a la luz otra verdad, falsa, por decirlo pronto y mal, una verdad que también intenta
engañar. De un mundo en el que el escudo de la Universidad de Oxenfurt se pinta sobre las puertas de las
mancebías. De un mundo en el que bandoleras heridas se las dan de ser señoritas versadas, sabias y hasta
puede que de noble cuna, intelectuales y eruditas que leen a Roderick de Novembre y conocen el sello de
la Academia. Contra todas las apariencias. Contra el hecho de que ellas mismas portan otra señal. Un
tatuaje de bandido. Una rosa roja grabada en la ingle.
—Cierto, tenías razón. —Apretó los labios y su rostro se cubrió de un rubor tan intenso que la línea
de la cicatriz parecía negra—. Eres un viejo amargado. Y un rancio metomentodo.
—En mi estantería, detrás de la cortina —señaló él con un movimiento de cabeza—, está el Aen
N'og Mab Taedh'morc, una colección de cuentos élficos y de profecías en verso. Hay allí una fábula que
concuerda con esta situación y esta conversación. Es la historia de un cuervo provecto y una golondrina
nuevita. Puesto que del mismo modo que tú, Ciri, soy un erudito, me permito recordar unos fragmentos
adecuados a las circunstancias. El cuervo, como recordarás con toda seguridad, acusa a la golondrina de
frivolidad y de liviandad poco graciosa.
Hen Cerbin dic'ss aen n'og Zireael Aark, aark, caelmfoile, te veloe, ¿ell? Zireael...
Se detuvo, apoyó los codos sobre la mesa y la barbilla sobre los dedos extendidos. Ciri agitó la
cabeza, se enderezó, le miró retadora. Y terminó el poema.
... Zireael veloe que'ss aen en'ssan irch Mab og, Hen Cerbin, vean ni, ¡quirk, quirk!
—El viejo amargado y desconfiado —dijo al cabo Vysogota sin cambiar de posición— le pide
perdón a la joven erudita. El cuervo provecto, que ve mentira y engaño por doquier, le pide a la
golondrina que le perdone, a una golondrina cuya única culpa es ser joven y estar llena de vida. Y ser
guapilla.
—Ahora desbarras —refunfuñó ella, cubriéndose la cicatriz del rostro con la mano en un
movimiento inconsciente—. Estos cumplidos te los puedes ahorrar. No van a enmendar los trapos de
esparto con los que me restregaste la piel. No te pienses tampoco que así vas a conseguir conquistar mi
confianza. Yo sigo sin saber quién eres en realidad. Por qué me mentiste en lo que respecta a las fechas.
Y con qué intenciones me miraste entre las piernas aunque estaba herida en el rostro. Y si se acabó sólo
en la mirada.
Esta vez consiguió sacarlo de sus casillas.
—¿Pero qué te imaginas, mocosa? —gritó—. ¡Si podría ser tu padre!
—Mi abuelo —le corrigió con voz gélida—. Y hasta mi bisabuelo. Pero no lo eres. Yo no sé quién
eres. Pero con toda seguridad no eres la persona que pretendes ser.
—Soy quien te encontró en el pantano, casi congelada hasta los huesos, con una costra negra en
lugar de rostro, inconsciente, mugrienta y sucia. Soy quien te trajo a su casa aunque no sabía quién eras y
tenía derecho a imaginarse lo peor. Quien te curó y tendió en la cama. Te dio medicamentos cuando
estabas estallando de fiebre. Se ocupó de ti. Te lavó. Muy cuidadosamente. También por los alrededores
del tatuaje.
Ciri se apaciguó de nuevo, pero de sus ojos no había desaparecido ni por asomo una mirada
retadora e insolente.
—En este mundo —gritó—, a veces las engañosas apariencias se ponen la máscara de la verdad, tú
mismo lo has dicho. Yo también conozco un poco este mundo, hazte a la idea. Me salvaste, me curaste y
te ocupaste de mí. Gracias por ello. Te estoy agradecida por tu... bondad. Pero sé que no existe bondad
sin...

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Sin interés ni esperanza de ganar algo —terminó él con una sonrisa—. Sí, lo sé. Hombre soy de
mundo, quién sabe si no conozco el mundo tan bien como tú, Ciri. A las muchachas heridas se las despoja
de todo lo que tenga algún valor. Si están inconscientes o demasiado débiles para defenderse, se suele dar
rienda suelta a la concupiscencia y el apetito, a menudo en formas depravadas y contra natura. ¿No es
cierto?
—Nada es como parece —respondió Ciri, cubriéndose de nuevo de rubor.
—Cuan certera afirmación —dijo el ermitaño, al tiempo que arrojaba otra piel al montón
apropiado—. Y cuan ineluctablemente nos conduce a la conclusión de que nosotros, Ciri, no sabemos
nada el uno del otro. Sólo conocemos las apariencias, y éstas engañan.
Aguardó un instante, pero Ciri no se apresuró a responder nada.
—Aunque ambos hemos acertado a realizar una especie de pesquisa preliminar, seguimos sin saber
nada. Yo no sé quién eres tú, tú no sabes quién soy...
Esta vez él esperó conscientemente. Ella le miró y en sus ojos ardía la pregunta que él estaba
esperando. Algo extraño brilló en los ojos de la muchacha cuando hizo la pregunta esperada.
—¿Quién empieza?
Si tras el ocaso alguien se hubiera arrastrado a hurtadillas hasta la choza de tejado de bálago caído y
lleno de musgo, si hubiera mirado al interior, habría visto a la luz de las llamas y reflejos del hogar a un
viejecillo de barba gris encorvado sobre un montón de pieles. Hubiera visto también a una muchacha de
cabellos cenicientos con una horrible cicatriz en la mejilla, una cicatriz que no concordaba para nada con
unos ojos verdes tan grandes como los de un niño.
Pero nadie podía verlo. La choza estaba entre cañaverales, en medio de un pantano al que nadie se
atrevía a aventurarse.
—Me llamo Vysogota de Corvo. Fui médico. Cirujano. Fui alquimista. Fui investigador, historiador,
filósofo y ético. Fui profesor de la Academia de Oxenfurt. Tuve que huir de allí después de publicar cierta
obra que fue considerada como impía, acusación que entonces, hace cincuenta años, acarreaba la pena de
muerte. Tuve que emigrar. Mi mujer no quiso emigrar, así que me abandonó. Y yo sólo me detuve cuanto
estaba ya muy lejos, en el sur, en el imperio de Nilfgaard. Conseguí allá por fin la ocupación de docente de
ética en la Academia Imperial de Castell Graupian, cargo que ejercí cerca de diez años. Pero también tuve
que huir de allí después de publicar cierto tratado... En realidad la obra se ocupaba del poder totalitario y
del carácter criminal de las guerras de ocupación, pero oficialmente se nos acusó a mi obra y a mí de
misticismo metafísico y herejía clerical. Se entendió que actué en connivencia con los grupos clericales
imperialistas y revisionistas que eran los verdaderos gobernantes de los reinos del norte. ¡Bastante
divertido a la luz de la pena de muerte que recibiera por mi ateísmo veinte años antes! Y era así que al fin y
al cabo los imperialistas clericales se habían sumido hacía ya tiempo en el olvido, pero en Nilfgaard no se
había enterado nadie de ello. La unión del misticismo con la política era perseguida y castigada con rigor.
»Hoy día, juzgando con la perspectiva de los años, pienso que si me hubiera humillado y hubiera
mostrado arrepentimiento, seguro que el asunto se hubiera arreglado y el emperador se hubiera limitado a
que yo cayera en desgracia sin echar mano de medios demasiado drásticos. Seguro de mis razones, que
consideraba eternas, superiores a cualquier poder o política, me sentía atacado, y además atacado
injustamente. Tiránicamente. Así que entablé contacto activo con los disidentes que combatían al tirano en
secreto. Antes de que me pudiera dar cuenta me habían metido en la trena junto con los disidentes y
algunos de ellos, en cuanto que les enseñaron la herramienta, me señalaron como el ideólogo principal del
movimiento.
»E1 emperador hizo uso de su derecho de gracia, pero fui condenado al destierro bajo amenaza de
pena de muerte inmediata en caso de regreso a las tierras imperiales.
«Entonces me enojé con el mundo entero, con los reinos, imperios y universidades, con los
disidentes, funcionarios, juristas. Con los colegas y amigos que, al toque de una varita mágica, dejaron de
serlo. Con mi segunda esposa que, de forma parecida a la primera, entendió que los problemas del marido
son motivo suficiente de divorcio. Con mis hijos, que me abandonaron. Me convertí en ermitaño. Aquí,
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

en Ebbing, en los pantanos de Pereplut. Tomé la sede en herencia de un eremita que me fue dado conocer
en cierta ocasión. La mala suerte quiso que Nilfgaard se anexionara Ebbing y sin comérmelo ni
bebérmelo me encontré de nuevo en el imperio. No tengo ya ni fuerzas ni ganas de vagabundear más, por
eso tengo que esconderme. Las decisiones imperiales no prescriben, ni siquiera cuando el emperador que
las realizara haya muerto hace mucho y el emperador actual no tenga motivos para tener buenos
recuerdos de aquél ni para compartir sus opiniones. La sentencia de muerte sigue en vigor. Tal es la ley y
la costumbre en Nilfgaard. Las condenas de traición de estado no prescriben ni son afectadas por las
amnistías que cada emperador anuncia tras su coronación. Después de subir al trono el nuevo emperador
amnistía a todos aquéllos a los que su antecesor había condenado... excepto a quienes son culpables de
traición de estado. No tiene importancia quién gobierne en Nilfgaard: si se llega a saber que estoy vivo y
violando mi condena de destierro al vivir en territorio imperial, mi cabeza caerá en el cadalso.
»Así que, como ves, Ciri, estamos en una situación totalmente idéntica.
—¿Qué es la ética? Lo sabía, pero se me ha olvidado.
—La ciencia de la moralidad. De las reglas del comportamiento habitual, noble, benévolo y
honrado. De las alturas del bien a las que eleva el alma la moralidad y la rectitud humana. Y de los
abismos del mal a los que hace caer la maldad y la inmoralidad...
—¡Las alturas del bien! —bufó—. ¡Rectitud! ¡Moralidad! No me hagas reír, porque se me abre la
cicatriz de la jeta. Tuviste suerte de que no te persiguieran, de que no enviaran tras de ti a los cazadores
de recompensas como ese... Bonhart. Verías lo que son los abismos del mal. ¿Ética? Esa ética tuya no
vale una mierda, Vysogota de Corvo. ¡No son los malvados ni los inmorales los que se hunden en el
abismo, no! ¡Oh, no! Son los malos, pero decididos, quienes arrojan al fondo a los que son decentes,
honrados y nobles, pero torpes, vacilantes y llenos de escrúpulos.
—Gracias por tus enseñanzas —ironizó—. Créeme, aunque vivas un siglo, nunca es demasiado
tarde para aprender algo. Cierto, siempre es provechoso escuchar a personas maduras, de mundo y con
experiencia.
—Ríete, ríete —agitó ella la cabeza—. Mientras puedas. Porque ahora es mi turno. Ahora te
entretendré con un relato. Te contaré qué es lo que me pasó. Y cuando termine, veremos si sigues
teniendo ganas de bromear.
Si aquel día después de caer la noche alguien se hubiera deslizado furtivamente hasta aquella
cabaña perdida entre los cenagales, con su hundido tejado de bálago, si alguien hubiera mirado a través de
las rendijas de los postigos, habría visto en su interior escasamente iluminado a un viejecillo de barba
blanca escuchando con atención el relato de una muchacha de cabellos cenicientos que estaba sentada en
un tronco junto a la chimenea. Habría visto que la muchacha hablaba despacio, como si le fuera difícil
encontrar las palabras, que se frotaba nerviosa la mejilla deformada por una cicatriz horrible, que
sembraba con largos momentos de silencio la narración de sus vicisitudes. Una historia sobre las
enseñanzas recibidas que resultaron ser todas falsas y engañosas. Sobre las promesas que se le hicieran y
que no habían sido mantenidas. Una historia acerca de un destino en el que se le había hecho creer y que
la había traicionado vilmente y despojado de su herencia. Acerca de cómo cada vez, cuando ya
comenzaba a creer, caían sobre ella las ofensas, el dolor, la injusticia y la humillación. Acerca de cómo
aquéllos en los que confiaba y a los que amaba la habían traicionado, no habían acudido en su ayuda
cuando sufría, cuando la amenazaban la vergüenza, el tormento y la muerte. Una historia sobre los ideales
a que le habían recomendado mantenerse fiel y que la habían fallado, traicionado y abandonado
precisamente cuando los necesitaba, demostrando cuan poco valor tenían. Acerca de cómo había por fin
encontrado ayuda y amistad —y amor— entre quienes en apariencia no cabía buscar ni ayuda ni amistad.
Por no mencionar el amor.
Pero nadie pudo haber visto aquello ni mucho menos haberlo oído. La choza del hundido tejado de
bálago cubierto de musgo estaba bien escondida entre la niebla, en unos cenagales donde nadie se atrevía
a adentrarse.

19
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Capítulo segundo
Al llegar a la edad de madurez, la joven muchacha comienza a intentar penetrar en campos de la
vida que antes le estaban vedados, lo cual, en los cuentos de hadas, se simboliza mediante la entrada en
una torre enigmática y la búsqueda en ella de una habitación oculta. La muchacha sube hasta la cima de
la torre, caminando por una escalera retorcida: las escaleras en los sueños son símbolos de vivencias
eróticas. La habitación prohibida, un pequeño cuarto cerrado con llave, simboliza la vagina. El acto de
girar la llave en la cerradura es un símbolo del acto sexual.
Bruno Bettelheim, The Uses of Enchantment:
the Meaning and Importance of Fairy Tales

El viento del oeste arrastró la tormenta nocturna.


Un cielo de color negro violáceo se resquebrajó a lo largo de una línea de relámpagos que estallaron
con el estampido de un agudo trueno. Una lluvia repentina golpeó el polvo del camino con gotas tan
densas como el aceite, resonó en las tejas, deshizo la suciedad en las hojas de las ventanas. Pero un fuerte
viento expulsó con rapidez el chubasco, ahuyentó la tormenta allá lejos, al otro lado de un horizonte que
ardía a causa de los relámpagos.
Y entonces los perros comenzaron a ladrar furiosamente. Redoblaron los cascos de los caballos,
rechinaron las armas. Una algarabía y unos silbidos salvajes les pusieron los cabellos de punta a los
aldeanos, les llenó de pánico, les hizo cerrar a cal y canto puertas y ventanas. Los dedos sudorosos se
apretaron sobre los mangos de las hachas, sobre las astas de los biernos. Se apretaban con fuerza. Pero
con impotencia.
Terror, el terror está cruzando la aldea. ¿Perseguidos o perseguidores? ¿Enloquecidos y violentos a
causa de la rabia o a causa del miedo? ¿Pasarán de largo sin detener los caballos? ¿O se iluminará la
noche dentro de unos instantes con el fuego de los tejados ardiendo?
Silencio, silencio, niños...
Mamá, ¿es que son demonios? ¿Es la Persecución Salvaje? ¿Monstruos del infierno? ¡Mamá,
mamá!
Silencio, silencio, niños. No son demonios, no son diablos... Peor.
Son seres humanos.
Los perros aullaban. Soplaba la ventisca. Los caballos relinchaban, los cascos se estrellaban contra
el suelo.
Una partida de locos cabalgaba a través de la aldea y de la noche.
Hotsporn llegó a la cima, detuvo el caballo y le dio la vuelta. Era precavido y cauteloso, no le
gustaba el riesgo, sobre todo porque la atención no costaba nada. No se apresuró a bajar al río, a la
estación de postas. Primero prefería mirar bien.
Delante de la estación no había caballos ni tiros de animales, no había más que un furgón que
llevaba un par de muías enjaezadas. En la lona había un letrero que Hotsporn no podía leer desde tan
lejos. Pero no olía a peligro. Hotsporn era capaz de oler el peligro. Era un profesional.
Bajó hasta la orilla llena de matorrales y mimbres muy crecidos, metió con decisión el caballo en el
río, lo atravesó al galope entre las salpicaduras de agua que golpeaban por debajo de la silla. Los patos
que se revolcaban en el lodo huyeron lanzando sonoros cuac-cuacs.
Hotsporn azuzó al caballo, atravesó la cerca y entró en el patio de la estación. Ahora ya podía leer el
letrero de la lona del furgón. Decía: «Maestro Almavera, Tatuajes Artísticos». Cada palabra del letrero
estaba pintada de un color distinto y comenzaba por una letra exageradamente grande y muy adornada.
Pero en la caja del carro, por encima de la rueda derecha delantera, se veía una pequeña flecha rota,
pintada de púrpura.
20
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¡Abajo del caballo! —escuchó a su espalda—. ¡A tierra, y presto! ¡Las manos lejos de la
empuñadura!
Se acercaron y lo rodearon sin un ruido, Asse por la derecha, vestido con una chaqueta negra con
hilos de plata, Falka por la izquierda, llevando puesto un juboncillo verde de ante y una boina con una
pluma. Hotsporn se bajó la capucha y el pañuelo que le cubría el rostro.
—¡Ja! —Asse bajó la espada—. Sois vos, Hotsporn. ¡Sos reconocería, pero me confundió este
caballo moro!
—Vaya una yegua bonita —dijo Falka con admiración, al tiempo que se retiraba la boina sobre la
oreja—. Negra y brillante como el carbón, ni un pelo claro. ¡Y cuidado que es gallarda! ¡Eh, lindeza!
—Cierto, y la encontré por menos de cien florines. —Hotsporn sonrió con desmaña—. ¿Dónde está
Giselher? ¿Dentro?
Asse se lo confirmó con un ademán de cabeza. Falka, que miraba a la yegua como hechizada, le dio
palmadas en el cuello.
—¡Cuando corría por el agua —elevó hacia Hotsporn sus enormes ojos verdes— era igualita que
una verdadera kelpa! ¡Si hubiera salido del mar en vez de del río no hubiera creído que no era una kelpa
de verdad!
—¿Y habéis visto alguna vez, señorita Falka, una verdadera kelpa?
—En dibujos. —La muchacha se apesadumbró de pronto—. Para qué hablar más de esto. Pasad
adentro. Giselher está esperando.
Delante de una ventana que daba algo de luz había una mesa. Sobre la mesa estaba semitendida
Mistle, apoyada en los codos, desnuda de cintura para abajo, sin nada más que unas medias negras. Entre
sus piernas descaradamente abiertas había un individuo encogido, hombre delgado y de cabellos largos
vestido con una levita gris. No podía ser otro que el maestro Almavera, artista del tatuaje, puesto que
estaba ocupado precisamente en grabar en el muslo de Mistle una imagen de colores.
—Acércate, Hotsporn —pidió Giselher, al tiempo que movía un taburete de una mesa más alejada
en la que estaba sentado junto con Chispas, Kayleigh y Reef. Los dos últimos, como Asse, también
estaban vestidos con una piel de ternera negra que llevaba cosidas hebillas, tachuelas, cadenas v otros
imaginativos adornos de plata. Algún artesano tenía que estar ganando con ello buenas sumas, pensó. Los
Ratas, cuando les entraba la gana de adornarse, pagaban a los sastres, zapateros y talabarteros como un
verdadero rey. Claro está que tampoco les importaba arrancarle sin más a la persona asaltada la ropa o la
bisutería que les había caído en gracia.
—Por lo que veo, encontraste nuestro mensaje en las ruinas de la estación vieja —dijo Giselher
arrastrando las palabras—. Ja, qué digo, si no no estarías aquí. Mas he de reconocer que has viajado con
rapidez.
—Porque la yegua es muy bonita —se entrometió Falka—. ¡Y me apuesto a que también es fogosa!
—Encontré vuestro mensaje. —Hotsporn no apartó la vista de Giselher—. ¿Y qué hay del mío?
¿Llegó hasta ti?
—Llegó... —El jefe de los Ratas trastabilló—. Pero... bueno, por decirlo con pocas palabras... no
había entonces mucho tiempo. Y luego nos cogimos una buena curda y hubimos de reposar un tanto. Y
luego nos vino a mano otro camino...
Mocosos de mierda, pensó Hotsporn.
—Por decirlo con pocas palabras: no has cumplido el encargo.
—Pues no. Lo siento, Hotsporn. No fue posible... ¡mas la próxima vez, ya, ya! ¡Indefectiblemente!
—¡Indefectiblemente! —confirmó Kayleigh con énfasis, aunque nadie le había pedido que
confirmara nada.
Malditos mocosos irresponsables. Se emborracharon. Y luego les vino a mano otro camino. Seguro
que el del sastre, a por trapos raros.

21
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¿Quieres beber algo?


—Gracias, pero no.
—¿Quizá quieras probar esto? —Giselher señaló un cofrecito de laca muy adornado que estaba
entre los vasos y las damajuanas. Hotsporn supo entonces por qué en los ojos de los Ratas ardía un brillo
tan extraño, por qué sus movimientos eran tan nerviosos y rápidos.
—Polvo de primera —le aseguró Giselher—. ¿No quieres tomar un pellizco?
—Gracias, pero no. —Hotsporn miró significativamente las manchas de sangre y las huellas en el
aserrín que desaparecían en la habitación y que mostraban con claridad adonde había sido arrastrado el
cadáver. Giselher se dio cuenta de la mirada.
—Un palurdo se quiso hacer el héroe —bufó—. Hasta que la Chispas le tuvo que dar un
escarmiento.
Chispas se rió guturalmente. Enseguida se veía que estaba muy excitada por el narcótico.
—Lo escarmenté de tal modo que hasta se atoró con la sangre —se jactó—. Y al punto los otros se
quedaron tranquilitos. ¡A eso se le llama terror!
Iba, como de costumbre, llena de joyas, hasta llevaba un pendiente de diamante en una aleta de la
nariz. No iba vestida de cuero sino con un juboncillo de color cereza, con un diseño brocado que era ya
tan famoso como para ser el último grito de la moda entre la mocedad dorada de Thurn. De la misma
forma que el pañuelo de seda con el que se cubría la cabeza Giselher. Hotsporn incluso había oído hablar
de muchachas que se cortaban el cabello «a la Mistle».
—Esto se llama terror —repitió Hotsporn, pensativo, todavía con la mirada dirigida hacia los
rastros sangrientos del suelo—. ¿Y el jefe de estación? ¿Y su mujer? ¿Su hijo?
—No, no. —Giselher frunció el ceño—. ¿Piensas acaso que nos hemos cargado a todos? De eso
nada. Los metimos pa un rato en la cámara. Ahora, como ves, la estación es nuestra.
Kayleigh se enjuagó la boca con vino haciendo un fuerte ruido, escupió al suelo. Con una
pequeñísima cuchara sacó un poquito de fisstech del cofrecillo, lo espolvoreó delicadamente sobre la
yema del dedo índice, que había previamente ensalivado, y se frotó el narcótico sobre las encías. Le dio el
cofrecillo a Falka, la cual repitió el ritual y le pasó el fisstech a Reef. El nilfgaardiano lo rechazó, estaba
ocupado en contemplar un catálogo de tatuajes de colores, y le dio la caja a Chispas. La elfa se la pasó a
Giselher, sin usarla.
—¡Terror! —gruñó, entrecerrando los ojos brillantes y respirando con fuerza por la nariz—.
¡Tenemos la estación bajo el terror! El emperador Emhyr tiene el mundo entero, nosotros sólo la chabola
ésta. ¡Pero la cosa es la misma!
—¡Ahhh, voto al infierno! —aulló Mistle desde la mesa—. ¡Ten cuidao dónde pinchas! ¡Si me
haces eso otra vez te pincho yo a ti! ¡Y de tal modo que te paso de costado a costado!
Los Ratas —excepto Falka y Giselher— estallaron en risas.
—¡Para ser guapa hay que sufrir! —gritó Chispas.
—¡Pínchala, maestro, pínchala! —añadió Kayleigh—. ¡Ella está bien dura entre las patas!
Falka escupió una tremenda blasfemia y le lanzó un vaso. Kayleigh se inclinó, los Ratas se
retorcieron de risa otra vez.
—Así pues —Hotsporn se decidió a ponerle punto y final al regocijo— mantenéis la estación bajo
el terror. ¿Y para qué, si exceptuamos la satisfacción que emana del atemorizar?
—Nosotros andamos al acecho —respondió Giselher, frotándose el fisstech en las encías—. Si
alguien se detiene aquí bien para cambiar el caballo, bien para descansar, pues se le despluma. Esto es
más placentero que los cruces o los matojos al pie del camino. Mas como Chispa poco ha dijera, la cosa
es la misma.
—Pero hoy, desde el alba, no nos ha caído más que éste —se introdujo Reef, señalando al maestro
Almavera, que estaba casi del todo escondido entre los muslos abiertos de Mistle—. En pelotas, como

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

todo buen artista, no había na de lo que aflojarle, así que le aflojamos de su arte. Echad un vistazo a cuan
imaginativos son sus dibujos.
Se desnudó el antebrazo y mostró el tatuaje, una mujer desnuda que movía las nalgas cuando
apretaba el puño. Kayleigh también hizo su alarde: alrededor de una mano, por encima de un brazalete de
pinchos, se retorcía una serpiente verde con las fauces abiertas y una lengua bífida escarlata.
—Cosa de gusto —dijo Hotsporn con indiferencia—. Y que ayuda mucho para identificar los
cadáveres. Mas en lo de aflojar mal habéis salido, mis queridos Ratas. Tendréis que pagar al artista por su
arte. No os pude apercibir antes: desde hace siete días, desde el primero de septiembre, la señal es una
flecha púrpura rota. Él tiene una así pintada en su carro.
Reef maldijo por lo bajo, Kayleigh sonrió. Giselher agitó las manos impasible.
—Qué se le va a hacer. Si hay que hacerlo, se le pagará por sus agujas y sus pinturas. ¿Dices que
una flecha púrpura? Lo recordaremos. Si hasta mañana apareciera todavía por aquí otro con esa señal, no
sufrirá daño alguno.
—¿Tenéis pensado estar aquí hasta mañana? —Hotsporn se asombró con un tanto de exageración—
. Eso es poco razonable, Ratas. ¡Arriesgado e inseguro!
—¿Lo qué?
—Arriesgado e inseguro.
Giselher se encogió de hombros, Chispas bufó y un moco fue a parar al suelo. Reef, Kayleigh y
Falka miraron al mercader como si éste les acabara de asegurar que el sol se había caído al río y había que
sacarlo con rapidez antes de que lo pellizcaran los cangrejos. Hotsporn comprendió que acababa de apelar
a la razón de unos mocosos locos. Que advertía del peligro y el riesgo a unos fanfarrones llenos de loca
audacia para los que este concepto era completamente ajeno.
—Os están persiguiendo, Ratas.
—¿Y qué?
Hotsporn suspiró.
Mistle interrumpió la discusión acercándose a ellos sin hacer el esfuerzo de vestirse. Puso un pie en
un banco y moviendo las caderas mostró por doquier la obra del maestro Almavera: una rosa punzada
sobre un tallito con dos hojas, situada en el muslo, junto a la ingle.
—¿Eh? —preguntó, poniendo los brazos en jarras. Sus brazaletes, que alcanzaban casi hasta los
codos, relucieron con luz de diamante—. ¿Qué decís?
—¡Una preciosidad! —bufó Kayleigh, recogiéndose los cabellos. Hotsporn advirtió que el Rata
llevaba pendientes que perforaban los pabellones de las orejas. No cabía duda de que estos pendientes, lo
mismo que el cuero trenzado de metal, iban a estar de moda dentro de poco entre la mocedad dorada de
Thurn y en todo Geso.
—Ahora te toca a ti, Falka —dijo Mistle—. ¿Qué te vas a hacer tatuar?
Falka le tocó el muslo, se inclinó y contempló el tatuaje. De cerca. Mistle frotó con cariño sus
cabellos cenicientos. Falka risoteó y comenzó a desnudarse sin ceremonia alguna.
—Quiero la misma rosa que tú —afirmó—. En el mismo sitio que tú, cariño.
—¡Pero cuidao que hay ratones en tu casa, Vysogota! —Ciri interrumpió la narración, miraba al
suelo, donde en el círculo de la luz que arrojaba el candil se estaba celebrando una verdadera convención
de ratones. Se podía uno imaginar lo que estaría pasando más allá del círculo de oscuridad—. Te vendría
bien un gato. O mejor, dos gatos.
—Los roedores —gorgojeó el ermitaño— se meten en la casa porque se acerca el invierno. Y yo
tenía un gato. Pero se fue, el malvado, se perdió.
—Seguro que se lo comió un zorro o una marta.
—Tú no has visto qué gato era, Ciri. Si se lo zampó algo, entonces sólo pudo ser un dragón. Nada
más pequeño.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¿Tan grande era? Ja, qué pena. Él no les hubiera dejado a estos ratones pasearse por mi cama.
Una pena.
—Una pena. Pero yo pienso que volverá. Los gatos siempre vuelven.
—Echa leña al fuego. Tengo frío.
—Frío. Las noches son ahora frías del copón... Y todavía no estamos ni siquiera a mitad de
octubre... Sigue contando, Ciri.
Durante un instante, Ciri se mantuvo quieta, contemplando el hogar. El fuego se reavivó sobre la
madera nueva, crepitó, bufó, lanzó sobre el rostro desfigurado de la muchacha destellos dorados y ágiles
sombras.
—Cuenta.
El maestro Almavera pinchó con la aguja y Ciri sintió cómo las lágrimas le surgían por el rabillo de
los ojos. Aunque se había anestesiado precavidamente a base de vino y polvos blancos, el dolor era
insoportable. Apretó los dientes para no gemir. Pero no gimió, por supuesto, fingió que no prestaba
atención a la aguja y que despreciaba el dolor. Intentó hacer como que tomaba parte en la conversación
que los Ratas mantenían con Hotsporn, individuo que quería mostrar que era mercader pero que en
realidad, mención aparte del hecho de que vivía de los mercaderes, no tenía nada en común con el
mercadeo.
—Negras nubes se ciernen sobre vuestras cabezas —dijo Hotsporn, recorriendo con sus ojos
oscuros los rostros de los Ratas—. No basta con que os persiga el prefecto de Amarillo, no es poco que
los Varnhagenos, no es poco que el barón Casadei...
—¿Ése? —Giselher enarcó las cejas—. Entiendo lo del prefecto y los Varnhagenos, pero, ¿por qué
está mosqueado el tal Casadei con nosotros?
—El lobo se cubrió con una piel de oveja —Hotsporn se rió— y se puso a balar todo triste, bee,
bee, nadie me quiere, nadie me entiende, en cuanto que aparezco me tiran piedras, «sus-sus», me gritan,
pero, ¿qué es esto, qué es esta injusticia y este dolor? La hija de la baronesa Casadei, queridos Ratas,
después de la aventura junto al río Aguzanieves, sigue desmayándose y padeciendo de fiebre hasta el
mismo día de hoy...
—Aaah —se acordó Giselher—. ¿Una carreta con cuatro tordos? ¿Ésa era la doncella?
—Ésa. Ahora, como dije, enferma, se despierta por las noches gritando, evoca al señor Kayleigh...
Pero en especial a doña Falka. Y cierto broche, recuerdo de su difunta madre, broche el cual doña Falka le
arrancara con violencia de su vestido. A todo ello, pronunciando palabras diversas mientras lo hacía.
—¡Pero no se trata de eso! —gritó Ciri desde la mesa, aprovechando la ocasión para expulsar su
dolor junto con el grito—. ¡Le mostramos a la baronesa desprecio y vilipendio cuando la dejamos escapar
a boqueras! ¡Había que haber follado bien a la señoritinga!
—Ciertamente. —Ciri sintió la mirada de Hotsporn sobre sus muslos desnudos—. Grande fue de
hecho el deshonor de no follársela. No hay que asombrarse pues de que Casadei, resentido, mandara
enviar una hueste armada y pusiera precio a vuestras cabezas. También juró en público que todos vais a
colgar cabeza abajo de los matacanes de las murallas de su castillo. También anunció que por arrebatarla
el mencionado broche, le sacaría la piel a la señorita Falka. A tiras.
Ciri blasfemó y los Ratas se rieron con loca risa. Chispas estornudó y se le escaparon unos mocos
tremendos: el fisstech le afectaba a la mucosa.
—Nosotros a los perseguidores éstos los despreciamos —anunció, al tiempo que se limpiaba las
narices, los labios, la barbilla y la mesa con la bufanda—. ¡El prefecto, el barón, los Varnhagenos! ¡Nos
perseguirán pero no nos cogerán! ¡Nosotros somos los Ratas! ¡Después de lo de Velda hicimos tres
zigzags y ahora los tontos ésos andan a rebusco de un rastro frío. Antes de que se enteren andarán ya
demasiado lejos como pa volver.
—¡Y que vuelvan! —dijo fogoso Asse, el cual había abandonado la guardia hacía algún tiempo, una
guardia en la que nadie le había sustituido ni pensaba hacerlo—. ¡Nos los apiolamos y eso es todo!.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¡Por supuesto! —gritó Ciri desde la mesa, olvidando cómo habían gritado la noche anterior
mientras huían de sus perseguidores por las aldeas de Velda y olvidando también el miedo que tenía
entonces.
—Vale. —Giselher golpeó con la palma de la mano en la mesa, poniendo punto final inmediato a
aquella ruidosa cháchara—. Suéltalo ya, Hotsporn. Pues veo que quieres decirnos algo que es más
importante que lo del prefecto, los Varnhagenos, la baronesa Casadei y su sensible hija.
—Bonhart os sigue la pista.
Cayó el silencio, largo rato. Incluso el maestro Almavera dejó de tatuar por un instante.
—Bonhart —repitió espaciadamente Giselher—. Viejo canalla mugriento. Hemos debido de
haberle jodido bien a alguien.
—A alguien rico —afirmó Mistle—. No todo el mundo puede permitirse a Bonhart.
Ciri estaba a punto de preguntar quién era el tal Bonhart, pero la precedieron, casi al unísono, con
las mismas palabras, Asse y Reef.
—Es un cazador de recompensas —afirmó sombrío Giselher—. Antaño hizo de soldado, luego de
buhonero, por fin se metió en lo de matar gente por dinero. Un hideputa, por decir poco.
—Dicen —Kayleigh habló con tono un tanto despreocupado— que si quisiera meterse en un mismo
camposanto a todos los que el Bonhart se ha cargado, tendría que tener el camposanto como media milla.
Mistle vertió un montoncillo de polvo blanco en la hendidura entre el pulgar y el índice, lo aspiró
con fuerza por la nariz.
—Bonhart deshizo a la cuadrilla de Lothar el Grande —dijo—. Se le cargó a él y a su hermano,
aquél al que llamaban el Oronjas.
—Dicen que de un tajo en la espalda —añadió Kayleigh.
—También mató a Valdez —siguió Giselher—. Y cuando murió Valdez se deshizo su cuadrilla.
Una de las mejores. Una partida verdadera, de las buenas. Buenos mozos. En tiempos pensé en unirme a
ellos. Antes de que nosotros nos acopláramos.
—Todo cierto —habló Hotsporn—. Cuadrilla como la cuadrilla de Valdez ni hubo ni la habrá. Se
cantan romances de cómo escaparon de una celada en Sarda. ¡Oh, cabezas gloriosas, oh, fantasía de joven
caballero! Pocos hay que les puedan andar en parangón.
Los Ratas se quedaron callados de pronto y clavaron en él sus ojos que relampagueaban con rabia.
—¡Nosotros —dijo con énfasis Kayleigh tras un instante de silencio— cruzamos los seis una vez
por medio de un escuadrón de caballería nilfgaardiana!
—¡Rescatamos a Kayleigh de los Nissiros! —gritó Asse.
—¡Tampoco hay quien se pueda parangonar con nosotros! —silbó Reef.
—Así es, Hotsporn. —Giselher hinchó el pecho—. No son los Ratas peores que ninguna otra
partida, ni peores que la cuadrilla de Valdez. ¿Dijiste fantasía de caballero? Pues yo te diré algo acerca de
fantasías de doncellas. Chispas, Mistle y Falka, las tres, aquí presentes, a pleno día cruzaron por mitad de
la ciudad de Druigh y al enterarse de que los Varnhagenos estaban en el figón, ¡galoparon a través de todo
él! ¡De parte a parte! Entraron por la puerta y salieron por el corral. Y los Varnhagenos se quedaron con
la boca abierta, mirando las jarras rotas y la cerveza derramada. Dime, ¿te parece poca fantasía?
—No lo dirá —le antecedió Mistle, sonriendo con malignidad—. No te lo dirá porque sabe quiénes
son los Ratas. Y su gremio también lo sabe.
El maestro Almavera terminó de tatuar. Ciri se lo agradeció con un gesto orgulloso, se vistió y se
sumó a la compaña. Resopló al percibir sobre sí la mirada extraña, inquisitiva y como burlona de
Hotsporn. Le lanzó un vistazo con ojos enfadados y se apretó demostrativamente contra el brazo de
Mistle. Ya había tenido tiempo de darse cuenta de que tales manifestaciones desconcertaban y enfriaban
con éxito el ardor de los señores que tenían amores en la cabeza. En el caso de Hotsporn funcionó un
tanto al revés porque el falso mercader no le hacía ascos a estas cosas.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Hotsporn era un enigma para Ciri. Lo había visto antes sólo una vez, el resto se lo había contado
Mistle. Hotsporn y Giselher, le explicó, se conocen y se tratan desde hace mucho, tienen señales
establecidas, consignas y lugares de encuentro. Durante estos encuentros, Hotsporn les da informaciones,
y entonces se va uno a la senda señalada y se ataca al mercader escogido, o a un convoy o caravana
concreto. A veces se mata la persona designada. Siempre se acuerda también una señal. A los mercaderes
que llevan tal señal no se les debe atacar.
Ciri al principio se asombró y se decepcionó un tanto, tenía a Giselher como a un ídolo, los Ratas
eran para ella el modelo de la libertad y la independencia, y ella había acabado por amar aquella libertad,
aquel desprecio por todos y todo. Hasta que inesperadamente resultó que había que realizar trabajos por
encargo. Como a esbirros de alquiler, alguien les ordenaba a quién tenían que atacar. Y por si eso fuera
poco, ese alguien les ordenaba atacar a alguien y ellos obedecían con las orejas gachas.
Algo por algo, había dicho Mistle al preguntarle, encogiéndose de hombros. Hotsporn nos da
órdenes y también informaciones, gracias a las que sobrevivimos. La libertad y el desprecio tienen sus
fronteras. Al final siempre resulta que se es el instrumento de alguien.
Así es la vida, Halconcillo.
Ciri estaba asombrada y decepcionada, pero se le olvidó pronto. Aprendió. También el que no había
que asombrarse mucho ni esperar demasiado. Porque entonces la decepción es menos profunda.
—Yo, queridos Ratas —decía ahora Hotsporn—, tendría un remedio para todos vuestros problemas.
Para los Nissiros, los barones, los prefectos, hasta para Bonhart. Sí, sí. Porque aunque el lazo se está
apretando sobre vuestros cuellos, yo tengo una forma de escapar de la soga.
Chispas bufó, Reef se carcajeó. Pero Giselher los hizo callar de un gesto, permitió continuar a
Hotsporn.
—La noticia es —dijo al cabo el mercader— que un día de éstos se anunciará una amnistía. Si
alguien está bajo condena, qué digo, incluso si la soga cuelga ya sobre alguien, se le respetará si sólo se
presenta y proclama su culpa. A vosotros también os afecta.
—¡Gelipolleces! —gritó Kayleigh, algo lloroso, pues acababa de meterse en la nariz una punta de
fisstech—. ¡Un engaño nilfgaardiano, una argucia! ¡No será a nosotros, que somos perros viejos, a los que
nos van a engatusar con esas fullerías!
—Despacito —le detuvo Giselher—. No te aceleres, Kayleigh. Hotsporn, a quien bien conocemos,
no ha por costumbre hablar por hablar, ni hacerlo a tontas ni a locas. Más bien acostumbra a saber de lo
que platica. Así que entonces nos dirá de dónde sale esta repentina benevolencia nilfgaardiana.
—El emperador Emhyr —departió sereno Hotsporn— va a tomar esposa. Pronto tendremos
emperatriz en Nilfgaard. De ahí que vayan a hacer pública la amnistía. Parece ser que el emperador se
siente feliz en extraordinaria forma y desea que otros también lo sean.
—La felicidad imperial me la trae floja —anunció Mistle con altivez—. Y me permito no usar de la
tal amnistía porque para mí que la tal benevolencia nilfgaardiana huele más bien a esparto fresco. A algo
así como a palo con una punta bien aguda, je, je.
—Dudo que esto sea una añagaza. —Hotsporn se encogió de hombros—. Es una cosa política. Y
bien grande. Mucho más grande que vosotros, Ratas, y que todas las partidas de estos lares puestas juntas.
Se trata de política.
—Es decir, ¿de qué? —Giselher frunció el ceño—. Porque no entendí ni jota.
—El esposorio de Emhyr es político y los asuntos políticos han de ser resueltos con ayuda del tal
esposorio. El emperador formará una unión con su matrimonio, quiere unir aún más el imperio, poner
punto final a los tumultos de la frontera, traer la paz. Porque, ¿sabéis con quién se va a casar? Con Cirilla,
la heredera del trono de Cintra.
—¡Mentira! —gritó Ciri—. ¡Absurdo!
—¿A cuenta de qué doña Falka me acusa de faltar a la verdad? —Hotsporn alzó los ojos hacia
ella—. ¿Acaso está mejor informada?

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¡Por supuesto!
—Silencio, Falka. —Giselher se enfadó—. ¿Te estabas calladita ahí en la mesa cuando te andaban
pinchando en el chocho y ahora te revuelves? ¿Qué es esa Cintra, Hotsporn? ¿Quién es esa Cirilla? ¿Por
qué ha de ser todo esto tan importante?
—Cintra —se entrometió Reef mientras se vertía fisstech en un dedo— es un paisucho en el norte
por el que el imperio estuvo peleando con los gerifaltes de por allí. Hará como unos tres o cuatro años.
—Cierto —confirmó Hotsporn—. Los imperiales vencieron a Cintra e incluso atravesaron el río
Yarra, pero luego tuvieron que retroceder.
—Porque les dieron una buena en el Monte de Sodden —gritó Ciri—. ¡Se volvieron tan aprisa que
a poco no perdieron los calzones!
—Doña Falka, por lo que veo, está versada en la historia contemporánea. Digno de admirar a tan
joven edad. ¿Se puede preguntar dónde acudiera doña Falka a la escuela?
—¡No se puede!
—¡Basta! —advirtió de nuevo Giselher—. Habla de esa Cintra, Hotsporn. Y de la amnistía.
—El emperador Emhyr —dijo el mercader— decidió hacer de Cintra un estado hedéreo...
—¿Lo qué?
—Hedéreo, de hiedra. Porque, como la hiedra, no puede existir sin un fuerte tronco alrededor del
cual se enreda. Y este tronco, por supuesto, es Nilfgaard. Ya existen países así, como por ejemplo
Metinna, Maecht, Toussaint... Reinan allá dinastías locales. En apariencia, se ha de entender.
—A esto se le llama autonomía apariente —se jactó Reef—. Lo he oído decir.
—El problema con la tal Cintra en cualquier caso fue que la línea real de allá se extinguió...
—¿Se extinguió? —Parecía que de los ojos de Ciri estaban a punto de saltar chispas verdes—.
¡Vaya una extinción! ¡Los nilfgaardianos asesinaron a la reina Calanthe! ¡Simplemente la mataron!
—Reconozco —Hotsporn detuvo con un gesto a Giselher, quien parecía dispuesto de nuevo a
reconvenir a Ciri por interrumpir— que realmente doña Falka nos deslumbra con su conocimiento. En
efecto, la reina de Cintra cayó durante la guerra. Desapareció también, por lo que parecía, su nieta Cirilla,
la última de sangre real. Así que Emhyr no tenía mucho de lo que sacar la tal, como bien ha dicho don
Reef, autonomía aparente. Hasta que hete aquí que de pronto, sin comerlo ni beberlo, apareció la tal
Cirilla.
—Vaya un cuento —bufó Chispas, apoyándose en el brazo de Giselher.
—Ciertamente. —Hotsporn afirmó con la cabeza—. Hay que reconocer que un poco como un
cuento de hadas es. Dicen que una malvada hechicera habíala retenido a la susodicha Cirilla en una torre
encantada. Pero ella, Cirilla, logró escapar de la torre, huir y pedir asilo en el imperio.
—¡Eso es una puta, gorda y mentirosa mentira! —estalló Ciri, mientras tendía las manos
temblorosas hacia la cajita del fisstech.
—Por su parte el emperador Emhyr, como cuenta el rumor —siguió sin alterarse Hotsporn—,
apenas la vio, se enamoró de ella sin remedio y ahora la quiere tomar como esposa.
—El Halconcillo tiene razón —dijo Mistle con voz dura, acentuando lo dicho golpeando con el
puño en la mesa—. ¡Eso es una puta tontería! ¡Por el joder de los joderes que no puedo comprender de
qué va todo esto! Una cosa es segura: fiándose de tal estupidez sería aún más estúpido el confiar en la
benevolencia nilfgaardiana.
—¡Así es! —la apoyó Reef—. Nada hay para nosotros en el bodorrio del emperador. Aunque no sé
con quién se haya de casar el emperador, a nosotros siempre nos esperará una prometida. ¡La soga!
—No se trata de vuestros pescuezos, Ratas queridos —le recordó Hotsporn—. Es cosa de política.
En las fronteras del norte del imperio todo el tiempo menudean la rebelión, los motines y la sedición, en
especial en Cintra y sus alrededores. Y si el emperador toma por mujer a la heredera de Cintra, Cintra se
apaciguará. Si hay una amnistía festiva, las partidas de rebeldes bajarán de los montes, dejarán de

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

molestar a los imperiales y de darles disgusto. Bah, si la cintriana se sienta en el trono, los rebeldes
ingresarán en el ejército real. Y sabéis que en el norte, al otro lado del río Yarra, la guerra continúa, cada
soldado cuenta.
—Aja. —Kayleigh se enfadó—. ¡Ahora lo entiendo! ¡Ésta es la amnistía! Te dan a elegir: aquí el
palo afilado, allí los colores imperiales. O palo en el culo o colores en el lomo. ¡Y a la guerra, a diñarla
por el imperio!
—En la guerra —dijo Hotsporn con lentitud—, las cosas pueden ir de distintas maneras, como dice
la canción. Al fin y al cabo no todos han de guerrear, queridos Ratas. Es posible que, por supuesto tras
cumplir las condiciones de la amnistía, esto es, el revelarse y reconocer la culpa, haya una cierta forma
de... servicio sustitutorio.
—¿Lo qué?
—Yo sé de lo que se trata. —Los dientes de Giselher brillaron un instante en su boca bronceada y
azulada del vello afeitado—. El gremio de los mercaderes, niños, tendría el gusto de recibirnos. De
abrazarnos y cuidarnos. Como una madre.
—Como su puta madre, más bien —rebufó Chispas por lo bajini. Hotsporn hizo como que no lo
había oído.
—Tienes toda la razón, Giselher —dijo con voz gélida—. El gremio puede, si le apetece, daros
trabajo. Oficialmente, para variar. Y cuidaros. Daros protección. También oficialmente y para variar.
Kayleigh quería decir algo, Mistle quería decir algo, pero la rápida mirada de Giselher los dejó a los
dos sin palabras.
—Haz saber al gremio, Hotsporn —dijo el caudillo de los Ratas con voz helada—, que le estamos
agradecido por esta oferta. Reflexionaremos, pensaremos en ello, hablaremos. Decidiremos en concejo lo
que hacer.
Hotsporn se levantó.
—Me voy.
—¿Ahora, de noche?
—Pernoctaré en el pueblo. Aquí no me siento bien. Y mañana directito a la frontera de Metinna,
luego, por el camino real hasta Forgeham, donde pasaré hasta el equinoccio o, quién sabe, quizá más
tiempo. Esperaré allí a aquéllos que ya hayan reflexionado, estén dispuestos a revelarse y a esperar la
amnistía bajo mi cuidado. Y vosotros tampoco os demoréis, os aconsejo, con tanta reflexión y
pensamiento. Porque Bonhart está dispuesto a preceder a la amnistía.
—Todo el tiempo nos estás asustando con el Bonhart ése —dijo Giselher lentamente mientras
también se levantaba—. Pensaríase que el tal canalla está ahí en nuestros talones... Y él seguro que anda
donde la diosa perdió el gorro...
—... en Los Celos —respondió Hotsporn con serenidad—. En la posada La Cabeza de la Quimera.
Como a unas treinta millas de aquí. Si no hubiera sido por vuestros zigzags en Velda, de seguro que os lo
habríais tropezado ayer. Pero esto no os asusta, ya sé. Adiós, Giselher. Adiós, Ratas. Maestro Almavera.
Voy a Metinna y siempre gusto de compañía para el viaje... ¿Qué habéis dicho, maestro? ¿Qué con
agrado? Tal pensaba. Recoged pues vuestros útiles. Ratas, pagadle al maestro por sus artísticos esfuerzos.
La estación de postas olía a cebolla frita y a sopa de patatas que había preparado la mujer del jefe de
estación, a la que habían dejado salir temporalmente de su arresto en la cámara. La vela en la mesa
chasqueó, vibró, expulsó una línea de llamas. Los Ratas se inclinaron sobre la mesa de tal modo que la
llama ardía por encima de sus cabezas que casi se tocaban.
—Está en Los Celos —dijo Giselher bajito—. En la posada de La Cabeza de la Quimera. A un día
de viaje rápido. ¿Qué pensáis de ello?
—Lo mismo que tú —gritó Kayleigh—. Vayamos allá y matemos al hijoputa.
—Vengaremos a Valdez —dijo Reef—. Y al Oronjas.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Y no vendrán a echarnos a la cara —silabeó Chispas— ningunos Hotspornes las glorias y


fantasías ajenas. Nos cargaremos al Bonhart, ese comecadáveres, ese lobizón. ¡Clavaremos su cabeza en
la puerta de la taberna para que le pegue el nombre! Y para que todos sepan que no fue tío con un par sino
mortal como todos y que al final con mejores que él se topó. ¡Se verá qué cuadrilla es la mejor desde
Korath hasta el Pereplut!
—¡Se cantarán canciones sobre nosotros por las tabernas! —dijo petulante Kayleigh—. ¿Qué digo?
¡Y hasta por los castillos!
—Vamos. —Asse dio un palmetazo en la mesa con la mano—. Vayamos y matemos al canalla.
—Y luego —Giselher se mostró pensativo— recapacitaremos sobre la tal amnistía... Sobre el
gremio... ¿Por qué tuerces los morros, Kayleigh, como si te anduviera picando una chinche? Nos pisan los
talones y el invierno se acerca. Pienso así, Ratillas míos: invernaremos, nos calentaremos el culo en la
chimenea, la amnistía nos protegerá del frío, beberemos cerveza caliente amnistiada. Aguantaremos en la
amnistía corteses y obedientes... así como hasta la primavera. Y en la primavera... cuando la yerba salga
de por bajo la nieve...
Los Ratas se rieron a coro, bajito, con malignidad. Los ojos les ardían como a las ratas de verdad
cuando por las noches, en algún oscuro callejón, se acercan a un hombre herido e incapaz de defenderse.
—Bebamos —dijo Giselher—. ¡Por que le den por saco a Bonhart! Comamos la sopa y luego a
dormir. Descansad porque al alba nos iremos.
—Cierto —bufó Chispas—. Tomad ejemplo de Mistle y Falka, que ya llevan una hora en la cama.
Ciri alzó la cabeza, durante un largo rato guardó silencio, contemplando la llamita apenas existente
del candil en el que se estaban quemando ya los restos del aceite de ballena.
—Me deslicé entonces de la estación como una ladrona —siguió con la narración—. De
madrugada, en completa oscuridad... Pero no conseguí huir sin ser advertida. Mistle debía de haberse
despertado cuando salí de la cama. Me alcanzó en el establo cuando me estaba subiendo al caballo. Pero
no se mostró sorprendida. Y no intentó detenerme... Ya comenzaba a amanecer...
—Ahora también falta poco para el alba. —Vysogota bostezó—. Es hora de ir a dormir, Ciri.
Mañana seguirás con el relato.
—Puede que tengas razón. —Bostezó también, se levantó, respiró con fuerza—. Porque también a
mí se me cierran los ojos. Pero a este paso, ermitaño, no voy a terminar nunca. ¿Cuántas noches llevamos
ya? Por lo menos diez. Me temo que toda la historia nos puede llevar mil y una noches.
—Tenemos tiempo, Ciri. Tenemos tiempo.
—¿De quién huyes, Halconcillo? ¿De mí? ¿O de ti misma?
—Ya he terminado de huir. Ahora quiero perseguir algo. Por eso tengo que volver... allá, donde
todo comenzó. Tengo que hacerlo. Compréndelo, Mistle.
—Por eso... por eso has sido tan tierna conmigo hoy. Por vez primera en tantos días... ¿La última
vez, la despedida? ¿Y luego el olvido?
—Yo no te olvidaré nunca, Mistle.
—Me olvidarás.
—Nunca. Te lo prometo. Y no fue la última vez. Te encontraré. Vendré a por ti... Vendré en una
carroza de oro. Con un cortejo palaciego. Ya lo verás. Dentro de poco voy a tener... posibilidades.
Muchas posibilidades. Haré que cambie tu suerte... Ya lo verás. Te convencerás de todo lo que voy a
poder hacer. De todo lo que voy a poder cambiar.
—Mucho poder hará falta para ello —suspiró Mistle—.Y magia poderosa...
—Y también esto será posible. —Ciri se pasó la lengua por los labios—. Y la magia también... la
puedo recuperar... Todo lo que perdí puede volver... y de nuevo ser mío. Te lo prometo, te asombrarás
cuando nos volvamos a ver.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Mistle volvió su cabeza rapada, se quedó contemplando las estelas de color azul y rosa que el alba
había pintado ya sobre el confín oriental del mundo.
—Cierto —dijo en voz baja—. Me asombraré mucho si alguna vez nos volvemos a encontrar. Si
alguna vez te vuelvo a ver, pequeña. Vete ya. No alarguemos esto.
—Espérame. —Ciri aspiró con fuerza por la nariz—. Y no te dejes matar. Piensa en la amnistía de
la que habló Hotsporn. Incluso si Giselher y los otros no quisieran... piensa tú en ella, Mistle. Puede ser
una forma de sobrevivir... Porque yo volveré a por ti. Te lo juro.
—Bésame.
Amanecía. Crecía la claridad, hacía más frío.
—Te quiero, Azor mío.
—Te quiero, Halconcillo. Vete ya.
—Por supuesto que no me creía. Estaba convencida de que me había entrado miedo, de que corría
detrás de Hotsporn para buscar salvación, suplicar la amnistía que tanto nos había tentado. Cómo iba a
saber los sentimientos que se habían apoderado de mí al escuchar lo que Hotsporn había dicho de Cintra,
de mi abuela Calanthe... Y de que la tal «Cirilla» se iba a convertir en la mujer del emperador de
Nilfgaard. El mismo emperador que había asesinado a mi abuela Calanthe. Y que había mandado tras de
mí al caballero negro de la pluma en el yelmo. Te hablé de ello, ¿recuerdas? ¡En la isla de Thanedd,
cuando alargó la mano hacia mí, lo ahogué en sangre! Debiera haberlo matado entonces... Pero no pude...
¡Seré tonta! Qué más da, puede que al final se desangrara allí en Thanedd y se muriera... ¿Por qué me
miras así?
—Cuéntame. Cuenta cómo te fuiste detrás de Hotsporn para recuperar tu herencia. Para recuperar lo
que te pertenecía.
—No es necesario que hables con retintín, no es necesario que te burles. Sí, ya sé que fue una
tontería, ahora lo sé, entonces también... Yo era más lista cuando estaba en Kaer Morhen y en el santuario
de Melitele, allí sabía que lo que había pasado no podía volver más, que no soy ya la princesa de Cintra,
sino alguien completamente distinta, que no tengo ya ninguna herencia, que todo esto se ha perdido y que
tengo que conformarme. Se me explicó eso de forma serena e inteligente y yo lo acepté. También con
serenidad. Y de pronto comenzó a volver. Primero cuando intentaron cegarme los ojos con los títulos de
la baronesa Casadei... Nunca me afectaron tales asuntos y entonces, de pronto, me enfurecí, alcé las
narices y le grité que estoy todavía más titulada y soy mejor nacida que ella. Y desde entonces comencé a
pensar en ello. Sentía cómo crecía la rabia dentro de mí. ¿Lo entiendes, Vysogota?
—Lo entiendo.
—Y el relato de Hotsporn fue la gota que colmó el vaso. Por poco no estallo de rabia... Tanto me
habían hablado antes de la predestinación.... Y resulta que de ese destino se va a aprovechar otra, gracias
a un simple engaño. Alguien se ha hecho pasar por mí, por Ciri de Cintra y va a tener todo, va a nadar en
lujo... No, no podía pensar en ninguna otra cosa... De pronto fui consciente de que no comía hasta
saciarme, de que pasaba frío y dormía a cielo descubierto, que tenía que lavar mis partes íntimas en
corrientes heladas... ¡Yo! ¡Yo, que tendría que tener una bañera de chapas de oro! ¡Agua que oliera a
nardos y a rosas! ¡Toallas calientes! ¡Ropa de cama limpia! ¿Lo entiendes, Vysogota?
—Lo entiendo.
—De pronto estaba dispuesta a ir a la prefectura más cercana, al fuerte más próximo, a esos
nilfgaardianos negros de los que tanto miedo tenía y a los que odiaba tanto... Estaba dispuesta a decir:
«Yo soy Ciri, necio nilfgaardiano, a mí es a quien me tiene que tomar como esposa vuestro tonto
emperador, le han montado a vuestro emperador una gran estafa y ese idiota no se ha dado cuenta de
nada». Estaba tan rabiosa que lo hubiera hecho de haber tenido ocasión. Sin pensarlo. ¿Entiendes,
Vysogota?
—Lo entiendo.
—Por suerte, me enfrié.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Para tu gran suerte. —El ermitaño asintió con la cabeza en un gesto muy serio—. El asunto de
ese casorio imperial tiene toda la pinta de un asunto de estado, de una lucha de partidos o facciones. Si te
hubieras revelado, haciéndole perder el juego a alguna fuerza influyente, no hubieras escapado del estilete
o el veneno.
—También me di cuenta. Y me acordé. Me acordé bien. Desvelar quién soy significa la muerte.
Tuve ocasión de asegurarme de ello. Pero no adelantemos hechos.
Guardaron silencio durante un rato, mientras trabajaban con las pieles. Durante unos cuantos días la
caza se había dado inesperadamente bien, en las trampas y lazos habían caído muchos visones y nutrias,
dos ratas almizcleras y un castor. Así que tenían mucho trabajo.
—¿Alcanzaste a Hotsporn? —preguntó por fin Vysogota.
—Lo alcancé. —Ciri se limpió la frente con la manga—. Muy pronto, además, porque no se había
dado prisa. ¡Y no se asombró nada de verme!
—¡Doña Falka! —Hotsporn tiró de las riendas, hizo volverse danzando a la yegua negra—, ¡Qué
sorpresa más agradable! Aunque debo reconocer que no ha sido tan grande. Lo esperaba, no oculto que lo
esperaba. Sabía que ibais a tomar una decisión. Una decisión inteligente. Percibí el brillo de la
inteligencia en vuestros ojos hermosos y llenos de encanto.
Ciri se acercó de tal modo que casi se tocaban los estribos. Luego se aclaró la garganta, se inclinó y
escupió sobre la arena del camino. Había aprendido a escupir de tal modo: asqueroso, pero efectivo a la
hora de enfriar cualquier pasión galanteadora.
—¿Entiendo —Hotsporn sonrió levemente— que queréis usar de la amnistía?
—Mal entiendes.
—¿A qué le debo entonces la alegría que me produce la vista de vuestra hermosa carita?
—¿Y tiene que haber un porqué? —saltó—. Dijiste en la estación que querías compañía para el
camino.
—Ciertamente. —Hotsporn sonrió más—, Pero si me equivoco en el asunto de la amnistía no estoy
seguro de si esta compañía llevará el mismo camino. Nos encontramos, como vuesa merced ve, en un
cruce de caminos. Una encrucijada, las cuatro partes del mundo, la necesidad de decidir... Un simbolismo
como en esa leyenda tan conocida. Vas al este, no volverás... Vas al oeste, no volverás... Al norte...
Humm... Al norte de ese poste está la amnistía...
—Déjalo ya con esa amnistía tuya.
—Lo que me ordenéis. Entonces, si me está permitido preguntar, ¿adonde lleva el camino? ¿Cuál
de los caminos de esta simbólica encrucijada? El maestro Almavera, artista de la aguja, dirigió sus muías
hacia el oeste, a la ciudad de Fano. El camino oriental conduce a la aldea de Los Celos, pero yo no os
aconsejaría esa dirección...
—El río Yarra —dijo Ciri despacio— del que hablasteis en la estación es el nombre nilfgaardiano
para el río Yaruga, ¿no es cierto?
—¿Una señorita tan ilustrada —él se inclinó, miró a sus ojos— y no sabe esto?
—¿No sabes responder a las claras cuando se te pregunta a las claras?
—Si tan sólo burlaba, ¿por qué enfadarse? Sí, es el mismo río. En elfo y en nilfgaardiano es Yarra,
en el norte el Yaruga.
—¿Y la desembocadura de este río —siguió Ciri— es Cintra?
—Así es. Cintra.
—Desde aquí donde estamos, ¿qué lejos está Cintra? ¿Cuántas millas?
—No pocas. Y depende de cómo se midan las millas. Casi cada nación tiene una distinta, no es
difícil equivocarse. Lo más cómodo, el método de todos los mercaderes ambulantes, es contar las
distancias en días. Para llegar a Cintra desde aquí hacen falta de veinticinco a treinta días.
—¿En qué dirección? ¿Recto hacia el norte?
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Mucho le interesa esa Cintra a doña Falka. ¿Por qué?


—Quiero hacerme con el trono.
—Vale, vale. —Hotsporn alzó las manos en gesto defensivo—. He comprendido la delicada
alusión, no seguiré preguntando. El camino más directo a Cintra, paradójicamente, no es seguir recto
hacia el norte, porque estorban los despoblados y los pantanos lacustres. Ha de dirigirse uno, en primer
lugar, hacia la ciudad de Forgeham y luego seguir al oeste, hasta Metinna, capital del país de idéntico
nombre. Luego convendría cabalgar por la llanura de Mag Deira, por la senda de buhoneros hasta
Neunreuth. Sólo entonces hay que dirigirse al camino del norte que circula por el valle del río Yelena.
Desde allí ya es fácil: por el camino circulan sin interrupción destacamentos y transportes militares, a
través de Nazair y de las Escaleras de Marnadal, por el puerto que lleva hasta el norte, al valle de
Marnadal. Y el valle de Marnadal ya es Cintra.
—Humm... —Ciri contempló el nebuloso horizonte y la línea de desdibujadas montañas negras—.
Hasta Forgeham y luego al noroeste... Es decir... ¿Por dónde?
—¿Sabéis qué? —Hotsporn sonrió levemente—. Precisamente yo me dirijo a Forgeham y luego a
Metinna. Oh, ese caminillo cuya arena rebrilla entre los pinos. Venga vuesa merced conmigo y no
yerrará. La amnistía será la amnistía, pero a mí me resultará ameno viajar con tan hermosa dueña.
Ciri lo midió con la mirada más fría de la que fue capaz. Hotsporn se mordió el labio formando una
sonrisa picara.
—¿Y entonces qué?
—Vayamos.
—Bravo, doña Falka. Sabia decisión. Ya dije que doña Falka es tan lista como hermosa.
—Deja de titularme doña, Hotsporn. En tus labios suena como un insulto y yo no me dejo insultar
sin castigar al culpable.
—Lo que doña Falka mande.
El hermoso amanecer no cumplió su promesa, les había engañado. El día que se alzó tras él era gris
y acuoso. Una saturada niebla escondía eficazmente la deslumbrante hojarasca otoñal de los árboles
inclinados sobre el camino ardiendo en miles de tonos ocres, rojizos y amarillos.
El húmedo aire olía a corteza y hongos.
Cabalgaban al paso sobre una alfombra de hojas caídas, pero Hotsporn a menudo azuzaba a su
yegua negra hasta alcanzar paso ligero o galope. Ciri entonces la contemplaba con admiración.
—¿Tiene nombre?
—No. —Los dientes de Hotsporn brillaron—. Yo trato a los rocines de forma utilitaria, los cambio
muy a menudo, no les tomo apego. Considero pretencioso el dar un nombre a un caballo si no se es dueño
de un acaballadero. ¿No estás de acuerdo conmigo? El caballo Babieca, el perro Tobi, el gato Minino.
¡Pretencioso!
A Ciri no le gustaban sus miradas ni sus sonrisas cargadas de significados y sobre todo el leve tono
burlón con el que hablaba y respondía a las preguntas. Así que adoptó una sencilla táctica: guardaba
silencio, hablaba en medias palabras, no provocaba. Si es que le era posible. No siempre lo era.
Especialmente cuando hablaba de aquella amnistía suya. Cuando de nuevo ella mostró su desagrado, y
eso con palabras bastante fuertes, Hotsporn cambió inesperadamente de frente: comenzó de pronto a
demostrar que en su caso la amnistía era huera, puesto que no la afectaba a ella. La amnistía atañía a los
delincuentes mas no a las víctimas de los delincuentes. Ciri estalló en risas.
—¡Tú eres la víctima, Hotsporn!
—He hablado completamente en serio —afirmó—. No para despertar tu alegría de pájaro sino para
sugerirte una forma de salvar el pellejo en caso de que se te capturara. Ha de sobrentenderse que tales
artes no servirían para con el barón Casadei ni tampoco has de esperar clemencia de los Varnhagenos,
éstos, en el caso más provechoso para ti, te lincharían en el mismo sitio, rápido y, si tienes suerte, sin
dolor. Sin embargo, si cayeras en manos del prefecto y estuvieras ante la mirada de la severa pero justa
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

justicia real... Ja, entonces sugeriría que se usara precisamente este tipo de defensa: te anegas en lágrimas
y proclamas que eres una víctima inocente del cúmulo de circunstancias.
—¿Y quién va a creer en ello?
—Todo el mundo. —Hotsporn se inclinó sobre la silla, la miró a los ojos—. Porque ésa es
precisamente la verdad. Pues tú eres una víctima inocente, Falka. No tienes aún dieciséis años. Según las
leyes imperiales eres menor de edad. Te encontrabas por azar en la banda de los Ratas. No era tuya la
culpa que te le metieras entre ceja y ceja a una de esas bandidas, Mistle, cuyas apetencias contra natura no
son secreto alguno. Fuiste dominada por Mistle, utilizada sexualmente y obligada a...
—Vaya, se ha aclarado todo —le interrumpió Ciri, asombrada ella misma de su serenidad—. Por
fin se ha aclarado de lo que se trataba, Hotsporn. Ya he visto antes a gente como tú.
—¿De verdad?
—Como a cualquier gallo —seguía estando tranquila—, se te pone tiesa la cresta al pensar en
Mistle y yo. Como a cualquier machito tonto te circula por la testa el pensamiento idiota de intentar
curarme de mi enferma naturaleza, de hacer volver a la pervertida al camino de la verdad. ¿Y sabes lo que
es repugnante y contra natura en todo eso? ¡Precisamente esos pensamientos?
Hotsporn la miraba en silencio y con una sonrisa bastante enigmática en sus anchos labios.
—Mis pensamientos, querida Falka —dijo él al cabo—, puede que no sean decorosos, puede que no
sean bonitos, incluso es evidente que no son inocentes... Pero por los dioses que son acordes con la
naturaleza. Con mi naturaleza. Me desprecias cuando me acusas de que mi inclinación hacia ti tenga sus
raíces en una... curiosidad perversa. Ja, te haces a ti misma ese desprecio al no darte cuenta o no querer
aceptar el hecho de que tu extraordinario encanto y tu poco habitual belleza son capaces de poner de
rodillas a cualquier hombre. Que el hechizo de tu mirada...
—Escucha, Hotsporn —le interrumpió—. ¿Tú lo que quieres es dormir conmigo?
—Qué inteligencia —extendió las manos—. Simplemente me faltan las palabras.
—Pues yo te ayudaré. —Ella espoleó un poco al caballo para poder mirarle por el hombro—.
Porque yo tengo palabras de sobra. Me siento honrada. En otras circunstancias, quién sabe... ¡Si fuera
algún otro! Pero tú, Hotsporn, no me gustas absolutamente nada. Nada, pero simplemente nada me atrae
de ti. E incluso, diría, al contrario: todo me repugna. Tú mismo ves, en estas circunstancias, el acto sexual
sería un acto contra natura.
Hotsporn sonrió, al tiempo que también espoleaba al caballo. Su negra jaca bailoteó sobre el
camino, alzando grácil su bien formada testa. Ciri se removió en su silla, luchando con un extraño
sentimiento que le había surgido, allá bien hondo, en lo profundo de sus tripas, pero que con rapidez y
tesón se iba abriendo paso hacia el exterior, hacia la piel herida por la ropa. Le he dicho la verdad, pensó.
No me gusta, diablos, es su caballo lo que me gusta, esa yegua negra. No él, sino su caballo... ¡Vaya una
estupidez! ¡No, no, no! Ni siquiera tomando en cuenta a Mistle, sería estúpido y risible ceder ante él sólo
porque me excita la vista de una yegua negra bailando sobre el camino.
Hotsporn le permitió acercarse, le miró a los ojos con una sonrisa extraña. Luego tiró de nuevo de
las riendas, obligó a la yegua a doblar las patas, a dar la vuelta y a bailar hacia un lado. Lo sabe, pensó
Ciri, el viejo canalla sabe lo que estoy sintiendo.
¡Voto a rus! ¡Me muero de curiosidad!
—Se te han pegado algunas agujas de pino en los cabellos —dijo Hotsporn con voz amable, al
tiempo que se le acercaba mucho y extendía la mano—. Te las voy a quitar si no te importa. Añadiré que
este gesto surge de mi galantería y no de un deseo perverso.
El contacto —a Ciri no le asombró en absoluto— le produjo placer. Todavía no pensaba tomar una
decisión, pero para estar segura se puso a calcular los días desde la última regla. Esto se lo había
enseñado Yennefer: calcular con antelación y con la cabeza fría porque luego, cuando entran las
calorinas, aparece una extraña desgana de calcular unida a una tendencia a despreciar los resultados.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Hotsporn la miró a los ojos y sonrió, casi como si hubiera sabido que la cuenta había arrojado un
saldo a su favor. Si por lo menos no fuera tan viejo, suspiró Ciri furtivamente. Pero seguro que tiene por
lo menos treinta años...
—Turmalina. —Los dedos de Hotsporn tocaron con delicadeza su oreja y su pendiente—. Bonitos,
pero tan sólo turmalina. Con gusto te regalaría un alfiler de esmeraldas. Un verde más caro e intenso, que
encajaría mejor con tu belleza y el color de tus ojos.
—Sabes —murmuró ella, mirándolo con descaro— que si al final se llegara a algo, exigiría las
esmeraldas por adelantado. Porque seguro que no sólo a los caballos los tratas utilitariamente, Hotsporn.
Por la mañana, después de una noche tórrida, considerarías pretencioso el acordarte de mi nombre. ¡El
perro Tobi, el gato Minino y la muchacha María!
—Por mi honor —sonrió sin gana— que consigues enfriar hasta el deseo más ardiente, Reina de las
Nieves.
—Tuve una buena maestra.
La niebla se alzó un tanto aunque seguía remando una luz tétrica. Y soñolienta.- Pero un grito y un
ruido de cascos despejó de súbito la somnolencia. Desde detrás de los robles que estaban pasando salieron
unos jinetes.
Ambos reaccionaron tan deprisa y en forma tan concertada como si lo hubieran estado ensayando
durante semanas. Sujetaron los caballos y los hicieron volver, pasaron inmediatamente al trote, al galope,
a una carrera furiosa, aferrándose a las crines, azuzando los rocines a base de gritos y golpes con los
talones. Las plumas de unas flechas silbaron por encima de sus cabezas, se alzaron gritos, tintineos,
trápala de cascos.
—¡Al bosque! —gritó Hotsporn—. ¡Métete en el bosque! ¡En la espesura!
Doblaron sin aminorar el paso. Ciri se aferró aún más al cuello del caballo porque las ramas que
crepitaban a su paso amenazaban con tumbarla de la silla. Vio cómo la punta de la flecha de una ballesta
sacaba astillas del tronco de un aliso que acababa de dejar atrás. Azuzó al caballo con un grito, esperando
a cada segundo que una flecha le golpeara en la espalda. Hotsporn, que iba por delante, lanzó de
improviso un extraño gemido.
Atravesaron el profundo hueco dejado por las raíces de un árbol, bajaron a matacaballo por un
profundo despeñadero hacia una espesura de arbustos espinosos. Y entonces, de pronto, Hotsporn se cayó
de la silla y rodó por entre los matojos de arándanos. La yegua negra relinchó, coceó, meneó el rabo y
siguió adelante. Ciri no se lo pensó. Desmontó, le azotó a su caballo en las ancas. Cuando éste corrió
detrás de la yegua negra, ayudó a Hotsporn a levantarse, ambos se sumergieron entre los arbustos, en el
alisal, se tropezaron, rodaron por la cuesta abajo y cayeron en el alto cañaveral del fondo del barranco. Un
colchón de musgo amortiguó la caída.
Arriba, al borde de la garganta, retumbaron los cascos de sus perseguidores, por suerte en dirección
al bosque de lo alto, detrás de los caballos que huían. Parecía que no habían advertido su desaparición
entre las cañas.
—¿Quiénes son ésos? —susurró Ciri, arrastrándose de por debajo de Hotsporn y arrancándose de
los cabellos las hojas de rúcula que se le habían pegado—. ¿Gente del prefecto? ¿Los Varnhagenos?
—Bandidos comunes y corrientes... —Hotsporn escupió una hoja—. Bandoleros...
—Proponles una amnistía. —Le crujía la arena en los dientes—. Promételes...
—Cállate. Nos van a oír.
—¡Altooo! ¡Altooo! ¡Aquí! —les llegó desde arriba—. ¡Por la izquierda salen! ¡Por la izquierda!
—¿Hotsporn?
—¿Qué?
—Tienes sangre en la espalda.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Lo sé —respondió con voz fría, al tiempo que sacaba un rollo de tela del seno y le ofrecía el
costado a ella—. Méteme esto debajo de la camisa. A la altura de la paletilla izquierda...
—¿Dónde te han dado? No veo la flecha...
—Era un arbalete... Una hoja de hierro, lo más seguro que un clavo de herradura cortado. Deja, no
toques. Está junto a la columna vertebral...
—¡Maldita sea! ¿Qué tengo que hacer?
—Guardar silencio. Vuelven.
Retumbaron los cascos, alguien lanzó un penetrante silbido. Alguien gritó, llamó, le ordenó a
alguien que volviera. Ciri aguzó el oído.
—Se van —murmuró—. Se han cansado de la persecución. No han alcanzado a los caballos.
—Eso está bien.
—Tampoco nosotros los alcanzaremos. ¿Vas a poder caminar?
—No voy a tener que hacerlo. —Sonrió, mostrándole un brazalete sujeto al antebrazo que tenía un
aspecto bastante chapucero—. Compré esta alhaja junto con el caballo. Es mágica. La yegua la lleva
desde que era un potrillo. Cuando la toco así, de este modo, es como si la llamara. Talmente como si
escuchara mi voz. Vendrá al galope. Tardará un poco pero a buen seguro que vendrá. Con un poco de
suerte tu ruana la seguirá.
—¿Y con un poco de mala suerte? ¿Te irás solo?
—Falka —dijo, poniéndose serio—. Yo no me iré solo, cuento con tu ayuda. A mí habrá que
sujetarme en la silla. Los dedos de los pies ya se me enfrían. Puedo perder el conocimiento. Escucha, esta
garganta conduce al valle de un río. Irás hacia arriba, contra la corriente, hacia el norte. Me llevarás a un
lugar llamado Tegamo. Allá encontrarás a alguien que sabrá sacarme el yerro de la espalda sin
ocasionarme la muerte o la parálisis.
—¿Es el pueblo más cercano?
—No. Más cerca están Los Celos, a unas veinte millas por el barranco en dirección contraria,
siguiendo la corriente. Pero no vayas allá por nada del mundo.
—¿Por qué?
—Por nada del mundo —repitió, al tiempo que fruncía el ceño—. No se trata de mí, sino de ti. Los
Celos son tu muerte.
—No lo entiendo.
—Ni falta que hace. Simplemente confía en mí.
—A Giselher le dijiste...
—Olvídate de Giselher. Si quieres vivir, olvídate de todos ellos.
—¿Por qué?
—Quédate conmigo. Mantendré mi promesa, Reina de las Nieves. Te cubriré de esmeraldas... haré
que lluevan sobre ti...
—Ciertamente, buen momento para bromas.
—Siempre es buen momento para las bromas.
Hotsporn la abrazó de pronto, le apretó los brazos y comenzó a desatarle la blusa. Sin ceremonias,
pero sin apresurarse. Ciri le rechazó con las manos.
—¡Y ciertamente es buen momento para esto!
—Para esto también es siempre buen momento. Sobre todo para mí, ahora. Te lo dije, la columna
vertebral. Mañana pueden aparecer dificultades... ¿Qué haces? ¡Aj, mierda...!
Esta vez ella lo había empujado con más fuerza. Demasiado fuerte. Hotsporn palideció, se mordió
los labios, gimió de dolor.
—Lo siento. Pero si alguien está enfermo debe mantenerse tumbado y tranquilo.
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—La cercanía de tu cuerpo provoca que olvide el dolor.


—¡Déjalo ya, voto a bríos!
—Falka, sé agradable con un hombre que está sufriendo.
—Si no apartas la mano, es cuando vas a sufrir. ¡Y ya!
—Más bajo... Los bandoleros pudieran oírnos... Tu piel es como la seda... No te retuerzas, diablos.
Aj, al cuerno, pensó Ciri, qué más da. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene esto? Siento curiosidad.
Tengo derecho a tenerla. En ello no hay sentimiento alguno. Lo trataré utilitariamente y eso es todo. Y lo
olvidaré sin presunción.
Se sometió a las caricias y al placer que le producían. Volvió la cabeza, pero pensó que esto era una
modestia exagerada y una mojigatería embaucadora: no quería aparecer como una virtud seducida. Le
miró directamente a los ojos, pero esto le pareció demasiado atrevido y retador, tampoco quería fingir ser
así. Así que simplemente cerró los párpados, lo agarró por el cuello y le ayudó con los botones porque él
no había avanzado mucho y perdía el tiempo.
Al contacto de los dedos se unió el contacto de los labios. Ella estaba ya cerca de olvidarlo, de
olvidar al mundo entero cuando de pronto Hotsporn se quedó inmóvil e inerte. Durante un instante ella se
mantuvo tumbada pacientemente, recordaba que él estaba herido y que la herida debía de mortificarlo.
Pero aquello duraba un poco demasiado. La saliva de él se le enfrió en los pezones.
—¡Eh, Hotsporn! ¿Duermes?
Algo se le derramó a ella por el pecho y el costado. Tocó con los dedos. Sangre.
—¡Hotsporn! —Lo arrojó de sí—. Hotsporn, ¿estás muerto?
Vaya una pregunta idiota, pensó. Si lo estoy viendo.
Pues si estoy viendo que está muerto.
—Se murió con la cabeza sobre mis tetas. —Ciri volvió la cabeza. El resplandor del fuego en la
chimenea le jugaba rojizo sobre su mutilada mejilla. Puede que también hubiera algo de rubor. Vysogota
no estaba seguro—. Lo único que sentí entonces fue decepción —añadió, todavía con la cabeza vuelta—.
¿Te asombra esto?
—No. Esto precisamente no...
—Lo entiendo. Estoy intentando no colorear la narración, no alterar nada. No esconder nada.
Aunque a veces tengo ganas de hacerlo, sobre todo esto último. —Tomó aire por la nariz, se rascó con la
falange en el rabillo del ojo—. Lo cubrí con ramas y hojas. De cualquier manera, lo reconozco. Oscurecía
ya, tuve que pasar la noche allí. Los bandidos todavía andurreaban por los alrededores, escuchaba sus
gritos y entonces tuve la certeza de que no eran bandidos comunes y corrientes. Lo único que no sabía era
a quién estaban buscando, si a él o a mí. Sin embargo, me tuve que quedar en silencio. Toda la noche.
Hasta el alba. Junto a un cadáver. Brrrr. »A1 alba —siguió al cabo—, ya hacía tiempo que no se oía a los
perseguidores, así que me pude poner en movimiento. Para entonces ya tenía caballo. El brazalete mágico
que le había quitado del brazo a Hotsporn funcionaba de verdad. La yegua negra había vuelto. Ahora me
pertenecía. Era mi regalo. Es una costumbre de las islas de Skellige, ¿sabes? La muchacha ha de recibir
un regalo costoso de su primer amante. ¿Qué más da que el mío muriera antes de que llegara a serlo?
La yegua cavó con sus patas delanteras en la tierra, relinchó, se puso de lado como si le estuviera
ordenando que la admirara. Ciri no pudo contener un suspiro de éxtasis a la vista de aquel cuello de
delfín, liso y grácil, pero lleno de músculo, de la pequeña y bien formada cabeza de frente prominente,
alta nuca, una complexión de admirable proporcionalidad.
Se acercó a ella con precaución, mostrándole a la yegua el brazalete que sujetaba con la punta de los
dedos. La yegua lanzó un agudo relincho, meneó las ágiles orejas, pero permitió que le tomara de las
riendas y le acariciara la nariz de terciopelo.
—Kelpa —dijo Ciri—. Eres negra y ágil como una kelpa marina. Eres también mágica como una
kelpa. Así que te vas a llamar Kelpa. Y no me importa si es pretencioso o no.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

La yegua rebufó, puso las orejas, agitó la cola de terciopelo, que le alcanzaba hasta los cuartillos.
Ciri, a quien le gustaba sentarse alto, acortó las cinchas del estribo, palpó la montura, que era atípica,
plana y sin la horquilla ni el cuerno del arzón. Puso la bota en el estribo y agarró al caballo por las crines.
—Tranquila, Kelpa.
La silla, pese a las apariencias, era muy cómoda. Y por razones evidentes, bastante más ligera que
las monturas habituales en la caballería.
—Ahora —dijo Ciri, palmoteando el cuello cálido de la yegua—, vamos a ver si eres tan rápida
como hermosa. Si eres una verdadera yegua de raza o sólo una apariencia. ¿Qué me dices a veinte millas
al galope, Kelpa?
Si en lo profundo de la noche alguien hubiera conseguido deslizarse en silencio hasta aquella choza
perdida entre los pantanos, con su tejado de bálago cubierto de musgo, si hubiera mirado entre las
rendijas de los postigos, habría visto a un viejecillo de barba cana que escuchaba la historia de una
muchacha de menos de veinte años de edad y de ojos verdes y cabellos cenicientos.
Habría visto cómo el fuego que se iba muriendo en el hogar revivía y se hacía más claro como si
estuviera presintiendo lo que iba a ser contado.
Pero ello no era posible. Nadie pudo verlo. La choza del viejo Vysogota estaba bien escondida entre
los cañaverales del pantano. En un despoblado eternamente cubierto de niebla en el que nadie se atrevía a
adentrarse.
—El valle del río era llano, adecuado para cabalgar, así que Kelpa corría rápida como el viento. Por
supuesto, no cabalgué curso arriba, sino curso abajo del río. Recordaba aquel nombre específico: Los
Celos. Recordaba lo que Hotsporn le había dicho a Giselher en la estación. Comprendí por qué me había
prevenido de no ir a aquel pueblo. En Los Celos debía de haber una trampa. Cuando Giselher
menospreció la oferta de amnistía y de trabajar para el gremio, Hotsporn le lanzó a propósito lo del
cazador de recompensas hospedado en el pueblo. Sabía que los Ratas se tragarían aquel anzuelo, que irían
allí y caerían en el enredo. Yo tenía que llegar a Los Celos antes que ellos, cortarles el camino,
advertirles. A todos. O por lo menos a Mistle.
—Me imagino que no tuviste éxito —murmuró Vysogota.
—Entonces —dijo Ciri con voz sorda— pensaba que en Los Celos les esperaba un destacamento
numeroso y armado hasta los dientes. Ni siquiera en el más loco de mis pensamientos hubiera podido
imaginar que la trampa era un solo hombre...
Guardó silencio, contemplando la oscuridad.
—No tenía tampoco ni idea de qué tipo de hombre se trataba.
Birka era una aldea rica, bonita y situada en un lugar extraordinariamente pintoresco. El amarillo de
sus tejados de paja y el rojo de las tejas se extendían por una hondonada de pendientes abruptas y
boscosas, que cambiaban de color con las estaciones del año. Sobre todo en otoño, la vista de Birka
alegraba el ojo del esteta y el corazón del sensible.
Así había sido hasta el momento en que la aldea había cambiado de nombre. Y esto había sucedido
así:
Un joven labrador, elfo de la cercana colonia élfica, se enamoró como un loco de una molinera de
Birka. La molinera coqueta se burló de las virtudes del elfo y siguió echándose en los brazos de vecinos,
conocidos y hasta parientes. Éstos comenzaron a burlarse del elfo y de su amor ciego como un topo. El
elfo, de forma poco típica para un elfo, tuvo una explosión de rabia y de venganza, una explosión terrible.
Una noche, con ayuda de un fuerte viento, pegó fuego a la aldea y convirtió en humo toda Birka.
Las gentes arruinadas por el incendio se hundieron moralmente. Unos se lanzaron al camino, otros
cayeron en la vagancia y la embriaguez. Los dineros recogidos para la reconstrucción eran defraudados
regularmente y gastados en vino, y el pueblo presentaba ahora una imagen de pobreza y desesperación:
era una reunión de chamizos repugnantes y mal colocados, situados bajo las laderas renegridas y
desnudas de la hondonada. Antes del incendio Birka había tenido una forma oval alrededor de una plaza

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

central, ahora las escasas casas bien reconstruidas, los graneros y las aguardenterías conformaban algo así
como una larga calleja que estaba cerrada por la fachada de la posada La Cabeza de la Quimera, la cual
había sido construida con el esfuerzo común y estaba dirigida por la viuda Goulue.
Y desde hacía siete años nadie usaba ya el nombre de Birka. Se decía El Fuego de los Celos, para
acortar, simplemente Los Celos.
Por la calleja de Los Celos avanzaban los Ratas. Era una madrugada fría, nublada, siniestra.
Las gentes se apresuraban a las casas, se escondían en sus barracas y tabucos. El que disponía de
postigos, los cerraba con un estampido, el que tenía puerta, la trababa con la tranca. Quien todavía tenía
vodka, la bebía para darse coraje. Los Ratas iban al paso, con una lentitud arrogante, pegados estribo
contra estribo. En sus rostros se dibujaba un desprecio indiferente, pero sus ojos fruncidos observaban
con atención las ventanas, soportales y los rincones de los muros.
—¡Una flecha en la ballesta! —advirtió Giselher, en voz muy alta por si acaso—. ¡Un chasquido de
una cuerda y habrá una matanza!
—¡Y otra vez se dejará suelto aquí al toro de fuego!—añadió Chispas con alta y sonora voz de
soprano—. ¡No quedará más que tierra y agua!
Con toda seguridad, algunos de los habitantes tenían ballestas, pero no hubo nadie que quisiera
comprobar si los Ratas no hablaban por hablar.
Los Ratas se bajaron de los caballos. El cuarto de legua que les separaba de la posada lo hicieron
andando, costado a costado, con el rítmico tintineo y repique de sus espuelas, adornos y bisutería.
En las escaleras de la posada tres celositanos que se estaban curando la resaca del día anterior a
base de cerveza desfallecieron al verlos.
—Ojalá esté aquí —murmuró Kayleigh—. Hemos perdido el tiempo. No teníamos que habernos
detenido, deberíamos haber entrado aunque fuera de noche...
—¡Gelipolleces! —Chispas le mostró los dientes—. Si queremos que los bardos cuadren romances
de esto, no podemos hacerlo de noche y a la chita callando. ¡Ha de verlo la gente! El alba es lo mejor,
porque todavía están todos sobrios, ¿no es verdad, Giselher?
Giselher no respondió. Levantó una piedra, tomó impulso y golpeó con ella la puerta de la taberna.
—¡Sal, Bonhart!
—¡Sal, Bonhart! —repitieron a coro los Ratas—. ¡Sal, Bonhart!
Desde el interior les llegó el sonido de unos pasos. Lentos y pesados. Mistle sintió un escalofrío que
le recorría el cuello y los brazos.
Bonhart apareció en la puerta.
Los Ratas retrocedieron un paso en un movimiento reflejo, los tacones de sus altas botas se clavaron
en la tierra, las manos se apoyaron en las empuñaduras de las espadas. El cazador de recompensas llevaba
la suya bajo la axila. Así mantenía libres las manos. En una llevaba un huevo duro pelado, en la otra un
mendrugo de pan.
Se acercó con lentitud a la baranda, los miró desde lo alto, desde muy alto. Estaba encima del
porche y además era muy alto. Un gigante, aunque delgado como un gul.
Los miró, paseó sus ojos acuosos por cada uno de ellos, uno tras otro. Luego mordió primero un
poco de huevo, luego un pedacito de pan.
—¿Y dónde está Falka? —preguntó casi ininteligible. Unos pedazos de yema del huevo le cayeron
de los bigotes y los labios.
—¡Corre, Kelpa! ¡Corre, bonita! ¡Corre todo lo que puedas!
La yegua mora relinchó con fuerza, estirando el cuello en un galope desaforado. La grava salpicaba
desde bajo los cascos aunque parecía que los cascos apenas tocaban la tierra.
Bonhart se estiró con pereza, haciendo crujir su jubón de cuero, tiró de sus guantes de ante con
lentitud y se los colocó solícitamente.
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¿Y cómo es eso? —Frunció el ceño—. ¿Queréis matarme? ¿Y puede saberse por qué?
—Pues por el Oronjas.
—Y para divertirnos —añadió Chispas.
—Y para estar tranquilos —completó Reef.
—Aaah —dijo Bonhart lentamente—. ¡Así que en ésas estamos! Y si prometo que os dejo
tranquilos, ¿me dejaréis vivir?
—No, no te dejaremos, perro sarnoso. —Mistle adoptó una encantadora sonrisa—. Te conocemos.
Sabemos que no nos perdonarás, que correrás tras nuestras huellas y esperarás a la ocasión para
apuñalarnos por la espalda. ¡Sal!
—Poquito a poco, poquito a poco. —Bonhart sonrió, abrió la boca con expresión maligna por
debajo de sus bigotes grises—. Para reñir siempre hay tiempo, no hay por qué excitarse. Primero os haré
una propuesta, Ratas. Os voy a permitir escoger, luego vosotros haréis lo que queráis.
—¿Qué es lo que mascullas, viejo zampón? —gritó Kayleigh, enderezándose—. ¡Habla más claro!
Bonhart meneó la cabeza y se rascó el muslo.
—Dinero se da por vosotros, Ratas. Y no poco. Y hay que ganarse la vida.
Chispas bufó como un gato montes y como gato montes abrió los ojos. Bonhart cruzó los brazos
sobre el pecho, pasando la espada por la parte interior del codo.
—No poco dinero —repitió—, por llevaros muertos, mientras que por vivos poco más hay. Así que,
hablando francamente, a mí me da igual. Nada personal tengo contra vosotros. Todavía ayer pensaba que
me os iba a cargar por así decirlo como entretenimiento y placer, pero habéis venido solos, ahorrándome
trabajos y fatigas, por lo cual me habéis llegado al corazón. De modo que os permitiré elegir. ¿Cómo
queréis que os lleve, por las buenas o por las malas?
Los músculos en las mandíbulas de Kayleigh temblaron. Mistle se inclinó, lista para saltar. Giselher
la agarró por el brazo.
—Quiere ponernos rabiosos —susurró—. Deja que hable el canalla.
Bonhart bufó.
—¿Qué? —repitió—. ¿Por las buenas o por las malas? Yo os aconsejo lo primero. Sabed que por
las buenas duele menos, pero que mucho menos.
Los Ratas tomaron las armas como a una orden. Giselher hizo una cruz con la hoja y se quedó
quieto en una postura de esgrima. Mistle lanzó un grueso escupitajo al suelo.
—Ven aquí, engendro huesudo —dijo Mistle, aparentemente tranquila—. Ven, despojo. Te
mataremos como a un viejo perro gris.
—Así que preferís por las malas. —Bonhart, mientras miraba allá por encima de los tejados de las
casas, tomó lentamente la espada, tiró la vaina. Sin apresurarse, bajó del porche, tintineaban las espuelas.
Los Ratas se desplegaron con rapidez por la calleja. Kayleigh fue el que se fue más lejos hacia la
izquierda, casi junto al muro de la aguardentería. Junto a él estaba Chispas de pie, torciendo sus finos
labios en su acostumbrada sonrisa maligna. Mistle, Asse y Reef fueron hacia la derecha. Giselher se
quedó en el centro, con la mirada de ojos entornados clavada en el cazador de recompensas.
—Bueno, vale, Ratas. —Bonhart miró hacia los lados, contempló el cielo, luego alzó la espada y
escupió a la hoja—. Si hay que reñir, pues se riñe. ¡Música, maestro!
Se lanzaron contra él como lobos, como un relámpago, en silencio, sin advertencias. Las hojas
aullaron en el aire, llenando la calle con un agudo tintineo de acero. Al principio sólo se oía el chocar de
las hojas, suspiros, gemidos y respiraciones apresuradas.
Y luego, de pronto, inesperadamente, los Ratas comenzaron a gritar. Y a morir.
Reef fue el primero que voló del campo de batalla, se estrelló con la espalda contra la pared,
regando de sangre la cal blanquecina y sucia. Tras él salió Asse con un paso ágil, se dobló, cayó de lado,
encogiendo y estirando alternativamente la rodilla.
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Bonhart se escapaba y giraba como una peonza, rodeado por los reflejos y rebrillos de las hojas. Los
Ratas retrocedían ante él, saltando, lanzando tajos y replegándose, con rabia, tercamente, sin piedad. Y
sin resultado. Bonhart paraba, golpeaba, paraba, golpeaba, atacaba, atacaba sin pausa, no daba lugar a
descansar, les imponía su ritmo. Y los Ratas retrocedían. Y morían.
Chispas, con un tajo en el cuello, cayó sobre el barro, retrocediendo como una cabritilla, la sangre
de su arteria se disparó contra la pantorrilla y la rodilla de Bonhart, que saltó por encima de ella. El
cazador rechazó el ataque de Mistle y Giselher con un amplio mandoble, después de lo cual giró y con un
golpe rapidísimo despachó a Kayleigh, rajándole con la misma punta de la espada, desde el pectoral hasta
el muslo. Kayleigh soltó la espada, pero no cayó, sólo se encogió y se agarró con las dos manos la barriga
y el pecho, de entre sus dedos brotaba la sangre. Bonhart de nuevo se liberó de las acometidas de
Giselher, paró el ataque de Mistle y rajó a Kayleigh otra vez, en esta ocasión transformándole la parte
superior de la cabeza en una masa escarlata. El Rata de cabellos rubios cayó al suelo, un charco de sangre
mezclada con barro se formó a su alrededor.
Mistle y Giselher dudaron un momento. Y en vez de huir, gritaron al unísono, con voz rabiosa y
loca. Y se lanzaron sobre Bonhart.
Hallaron la muerte.
Ciri llegó a la aldea y galopó a través de la calle. Bajo los cascos de la yegua negra iban saltando
pedazos de barro.
Bonhart golpeó con un tacón a Giselher, que yacía junto a una pared. El caudillo de los Ratas no
daba señales de vida. De su cráneo destrozado había dejado ya de fluir la sangre.
Mistle, de rodillas, buscaba la espada, recorriendo con las dos manos el barro y el estiércol, sin ver
que se movía en un charco de sangre que crecía muy deprisa. Bonhart se acercó a ella lentamente.
—¡Noooooo!
El cazador levantó la cabeza.
Ciri saltó del caballo todavía en movimiento, se tambaleó, cayó sobre una rodilla.
Bonhart sonrió.
—La Ratilla —dijo—. La séptima Ratilla. Me alegro de que estés. Me faltabas tú para tener la
colección.
Mistle encontró la espada, pero no pudo alzarla. Tosió y se lanzó bajo las piernas de Bonhart, clavó
unos dedos temblorosos en la caña de sus botas. Abrió la boca para gritar, y en vez del grito, de sus labios
surgió una brillante línea de color carmín. Bonhart la golpeó con fuerza, derribándola sobre el estiércol.
Mistle, agarrándose la barriga rajada con las dos manos, consiguió alzarse de nuevo.
—¡Noooooo! —gritó Ciri—. ¡Miiiiiistleee!
El cazador de recompensas no prestó atención a sus gritos, ni siquiera volvió la cabeza. Agitó la
espada y lanzó un tajo con brío, como una guadaña, un golpe potente que levantó a Mistle de la tierra y la
llevó casi hasta la pared, blanda como una muñeca de trapo, como un harapo manchado de sangre.
En la garganta de Ciri se ahogó un grito. Las manos le temblaban cuando echó mano a la espada.
—Asesino —dijo, extrañándose de lo ajeno de su propia voz. De lo ajeno de sus labios, que de
pronto se habían quedado monstruosamente secos—. ¡Asesino! ¡Canalla!
Bonhart la observó con curiosidad, moviendo ligeramente la cabeza.
—¿Vamos a morir? —preguntó.
Ciri anduvo hacia él, rodeándole en un semicírculo. La espada en sus manos alzadas y tendidas se
movía, hacía molinetes, chasqueaba.
El cazador se rió en voz alta.
—¡Morir! —repitió—. ¡La Ratilla quiere morir!
Luego se movió poco a poco, estando de pie en su sitio, sin dejarse encerrar en la trampa del
semicírculo. Pero a Ciri le daba todo igual. Ardía de rabia y odio, temblaba de deseo de matar. Quería
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

acabar con aquel viejo horrible, sentir cómo la hoja se clavaba en su cuerpo. Quería ver su sangre surgir
de sus arterias cortadas, a borbotones, al ritmo de los últimos latidos de su corazón.
—Venga, Ratilla. —Bonhart alzó su sucia espada y escupió en la hoja—. Antes de que des el
último suspiro muéstranos de lo que eres capaz. ¡Música, maestro!
—En verdad que no es de entender cómo no se mataron al primer tiento —contaba, seis días más
tarde, Nycklar, hijo del carpintero de los ataúdes—. Tenían mucha gana de matarse, se veía a las claras.
Ella a él, él a ella. Se echaron el uno al otro, se toparon casi en un abrir y cerrar de ojos y hubo ruido
grande de espadas. Puede que dos o que hasta tres tajos se dieran. No hubo persona alguna que acertara a
contarlo, ni a ojos vista ni a oído. Dábanse tan rápido, vive dios, que ni ojo ni oído de persona era capaz
de apreciarlo. ¡Y bailaban y saltaban tan juntos como dos comadrejas!
Stefan Skellen, llamado Antillo, escuchaba con atención, al tiempo que jugaba con un puñal.
—Se alejaron el uno del otro —siguió el muchacho—, y ninguno tenía ni un rasguño. La Rata, se
veía, rabiosa andaba como el mismo demonio, y a esto bufaba como un gato cuando se le quiere quitar el
ratón. Mas su merced, el señor Bonhart, estaba sereno por demás.
—Falka —dijo Bonhart, sonriente y mostrando los dientes como un verdadero gul—. ¡Ciertamente
sabes bailar y menear la espada! ¡Has despertado mi curiosidad, mozuela! ¿Quién eres? Dímelo antes de
morir.
Ciri aspiró aire. Sintió cómo le comenzaba a embargar el miedo. Se dio cuenta de con quién tenía
que habérselas.
—Dime quién eres y te perdonaré la vida.
Ella apretó con más fuerza la empuñadura de la espada. Tenía que atravesar sus paradas y rajarlo,
tenía que hacerlo antes de que se pusiera en guardia. No podía permitir que rechazara sus tajos, no podía
detener sus golpes con la espada, no podía arriesgarse ya ni una sola vez al dolor y la parálisis que
atravesaban y abrumaban su codo y antebrazo cuando hacía una parada. No podía perder energía
escapando pasivamente de sus espadazos, que la erraban por un pelo. Atravesar la defensa, pensó. Ahora.
En este ataque. O morir.
—Vas a morir, Ratilla —dijo, yendo hacia ella con la espada muy extendida hacia delante—. ¿No
tienes miedo? Eso es porque no sabes qué aspecto tiene la muerte.
Kaer Morhen, pensó, mientras saltaba. Lambert. El peine. Salto.
Dio tres pasos, una media pirueta y cuando atacó, menospreciando una finta, se balanceó en un salto
hacia atrás, cayó en un ágil giro y de inmediato se lanzó hacia él, sumergiéndose por debajo de su hoja y
torciendo la muñeca para cortar, en un golpe terrible, apoyado en una potente revuelta del muslo. Al
punto la invadió la euforia, ya casi sentía cómo el filo mordía el cuerpo.
En lugar de aquello hubo un duro y sonoro golpe de metal contra metal. Y un súbito resplandor en
los ojos, un aullido y dolor. Sintió que caía, sintió que había caído. Bonhart paró y devolvió el golpe,
pensó. Voy a morir, pensó.
Bonhart le dio una patada en la barriga. Con otra patada, asestada con dolorosa precisión en el codo,
le hizo soltar la espada. Ciri se agarró la cabeza, sentía un dolor sordo, pero bajo los dedos no halló
heridas ni sangre. Me ha dado un puñetazo, pensó con horror. Simplemente me ha dado un puñetazo. O
un golpe con el pomo de la espada. No me ha matado. Me ha dado un golpe, como a una mocosa.
Abrió los ojos.
El cazador estaba de pie ante ella, horrible, delgado como un esqueleto, dominando sobre ella como
un árbol enfermo y desprovisto de hojas. Apestaba a sudor y sangre.
La agarró por los cabellos de la nuca, la alzó con violencia, la obligó a ponerse en pie, pero al
momento la arrastró con brusquedad, levantando la tierra por debajo de sus pies y se acercó, gritando
como un condenado, a Mistle, que yacía junto a la pared.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—No tienes miedo a la muerte, ¿eh? —aulló, al tiempo que la obligaba a bajar la cabeza—. Pues
entonces mira, Ratilla. Esto es la muerte. Así se muere. Mira, esto son tripas. Esto sangre. Y esto mierda.
Esto es lo que el ser humano tiene en su interior.
Ciri se tensó, se retorció, aferrada por la mano de él, explotó en vómitos secos. Mistle todavía
estaba viva, pero tenía los ojos nublados, descoloridos, como de pez. Su mano, como las garras de un
halcón, se abría y se cerraba, envuelta en barro y boñigas. Ciri percibió un fuerte y penetrante hedor a
orina. Bonhart estalló en carcajadas.
—Así se muere, Ratilla. En los propios meados.
Soltó los cabellos de Ciri. Ella se incorporó a cuatro patas, sacudiéndose en sollozos secos y
entrecortados. Mistle estaba allí, a su lado. La mano de Mistle, la delgada, delicada, suave, sabia mano de
Mistle.
Ya no se movía.
—No me mató. Me prendió las dos manos al atadero de caballos.
Vysogota estaba sentado, inmóvil. Llevaba mucho tiempo así. Retuvo el aliento. Ciri continuó la
historia y su voz se hizo cada vez más sorda, cada vez más innatural, cada vez más desagradable.
—Les ordenó a los que se acercaban que le trajeran un saco de sal y un tonelete de vinagre. Y un
hacha. No sabía... no podía comprender lo que quería hacer... Todavía entonces no sabía de lo que era
capaz. Yo estaba atada... al atadero de caballos... Llamó a unos sirvientes, les ordenó que me sujetaran
por los cabellos... y los párpados. Les enseñó cómo... de tal modo que no pudiera volver la cabeza ni
cerrar los ojos... para que tuviera que mirar a lo que hacía. Hay que cuidar de que la mercancía no se
estropee, dijo. De que no se pudra...
La voz de Ciri se quebró, la garganta se le quedó seca. Vysogota, sabiendo de pronto lo que estaba a
punto de escuchar, sintió cómo se le arremolinaba la saliva en la boca como si fuera la ola de una
inundación.
—Les arrancó la cabeza—dijo Ciri sordamente—. Con el hacha. Giselher, Kayleigh, Asse, Reef,
Chispas... y Mistle. Les cortó la cabeza... Uno tras otro. Delante de mis ojos.
Si aquella noche alguien hubiera conseguido deslizarse hasta aquella choza perdida entre los
pantanos, con su tejado de bálago cubierto de musgo, si hubiera mirado entre las rendijas de los postigos,
habría visto en el escasamente iluminado interior a un viejecillo de barba gris vestido con una zamarra y a
una muchacha de cabellos cenicientos con el rostro deformado por una cicatriz en la mejilla. Habría visto
cómo la muchacha temblaba a causa del llanto, cómo ahogaba el llanto entre los brazos del viejecillo y
cómo aquél intentaba tranquilizarla, acariciándola maquinalmente y sin gracia y palmoteando los
hombros que se sacudían espasmódicamente.
Pero aquello no era posible. Nadie pudo ver aquello. La choza estaba bien escondida entre los
cañaverales del pantano. En un despoblado eternamente cubierto por la niebla, en el que nadie se atrevía a
aventurarse.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Capítulo tercero
A menudo me preguntan por qué me decidí a escribir mis reminiscencias. Mucha gente parece
interesarse por el momento en que mis memorias comenzaran a surgir, cuál fuera el acaecimiento que
acompañara al principio de la escritura o diera pábulo a ello. Anteriormente solía dar diversas
explicaciones y no pocas veces mentí, mas ahora hago honor a la verdad puesto que hoy, cuando los
cabellos se me han encanecido y se han hecho más ralos, sé que la verdad es un grano precioso, la
mentira, en cambio, no es más que salvado huero. Y la verdad es ésta: el acaecimiento que a todo oliera
pábulo, al que le debo las primeras anotaciones, con las que se empezó a conformar la obra de mi vida,
fue el hallar casualmente papel y pluma entre las cosas que yo y mis compañeros robamos en los
acantonamientos militares lyrios. Esto sucedió...
Jaskier, Medio siglo de poesía

... sucedió el quinto día después de la luna nueva de septiembre, precisamente el trigésimo día de
nuestros lances, contando desde que salimos de Brokilón, y seis días después de la Batalla del Puente.
Ahora, querido futuro lector, retrocederé algo en el tiempo y describiré los acontecimientos que
tuvieron lugar inmediatamente después de la batalla famosa y preñada de consecuencias llamada del
Puente. Empero iluminaré primero a la extensa suma de lectores que nada saben de la Batalla del
Puente, bien sea a causa de otros intereses, bien a causa de general ignorancia. Me explico: la tal
batalla se lidió el último día del mes de agosto el año de la Gran Guerra en Angren, en el puente que
unía las dos orillas del Yaruga en las cercanías de una estanitza llamada el Embarcadero Rojo. Partes
en este conflicto armado fueron: el ejército de Nilfgaard, el corpus lyrio dirigido por la reina Meve, así
como nosotros, nuestra maravillosa pandilla, yo, o sea, el abajo firmante, y también el brujo Geralt, el
vampiro Emiel Regis Rohellec Terzieff-Godefroy, la arquera María Barring llamada Milva y Cahir Mawr
Dyffryn aep Ceaílach, el nilfgaardiano al que le gustaba demostrar con obstinación digna de mejor
causa que no era nilfgaardiano.
Pudiera ser que tampoco estuviera muy claro para ti, lector, cómo había ido a parar a Angren la
reina Meve, de la que a la sazón se pensaba que había muerto junto con su ejército durante la incursión
nilfgaardiana de julio contra Lyria, Rivia y Aedirn, finalizada con la completa conquista de aquellos
países y su ocupación por los ejércitos imperiales. Mas Meve no había muerto en la lid, como se juzgaba,
ni había caído en cautiverio nilfgaardiano. Agrupando bajo su estandarte a la noble mesnada salvada
del ejército de Lyria y enrolando a quien se podía, incluyendo a mercenarios y bandidos comunes, la
esforzada Meve acometió una guerra de guerrillas contra Nilfgaard. Y para tales estratagemas el
fragoso Angren era ideal, ya fuera para atacar en emboscadas, ya fuera para esconderse en alguna
espesura, porque en Angren hay espesuras de sobra; la verdad sea dicha, aparte de espesuras no hay
más en aquel país que sea digno de ser mencionado.
El destacamento de Meve —a quien su ejército llamaba ya la Reina Blanca— creció vertiginoso en
fuerza y cobró tanta entereza que era capaz de cruzar sin miedo a la orilla siniestra del Yaruga para
allá, en la profunda retaguardia del enemigo, llevar a cabo zalagardas y escaramuzas a placer.
Y volvamos en este punto a nuestro grano, esto es, a la Batalla del Puente. La situación táctica era
como sigue: los partisanos de la reina Meve, que habían andado algareando por la orilla izquierda del
Yaruga, quisieron escapar a la orilla derecha del Yaruga, pero se toparon con los nilfgaardianos, que
andaban algareando por la orilla derecha del Yaruga y precisamente querían escapar a la orilla
izquierda del Yaruga. Con los arriba mencionados nos topamos nosotros, en una posición céntrica, es
decir, en el medio del río Yaruga, rodeados por gentes armadas a cada lado, ya fuera diestro o siniestro.
No teniendo entonces adonde huir, nos convertimos en héroes y nos cubrimos de gloria eterna. La lucha,
dicho sea de paso, la ganaron los lyrios, dado que consiguieron lo que se proponían, es decir, huir a la
orilla derecha. Los nilfgaardianos huyeron en dirección ignota y por ello mismo perdieron la lucha. Me
hago cargo de que todo esto presenta un aspecto ciertamente confuso y, antes de publicarlo, no dejaré de
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

dar a corregir mi texto a algún teórico de la guerra. De momento me apoyo en la autoridad de Cahir aep
Ceallach, el único soldado de nuestra compaña, y Cahir confirmó que ganar una liza por el método de
huir a toda velocidad del campo de batalla es permitido por la mayoría de las doctrinas militares.
La participación de nuestro equipo en la batalla fue indisputablemente honorable pero tuvo
también efectos negativos. Milva, que se encontraba en estado de buena esperanza, padeció un trágico
accidente. Los restantes fueron de la fortuna sonreídos de tal modo que nadie sufriera daños mayores.
Pero tampoco nadie alcanzó beneficio alguno y ni siquiera se le agradeció nada. Una excepción la
constituyó el brujo Geralt. Pues Geralt el brujo, pese a su múltiples veces declarada —y a todas luces
ilusoria— indiferencia y no pocas veces anunciada neutralidad, puso en la batalla un fervor tan crecido
como espectacular hasta la exageración, con otras palabras: luchó de forma ostentosa, por no decir
ostentosamente. Esto fue apreciado y la reina Meve, reina de Lyria, con su propia mano lo armó caballero.
De tal ordenamiento, como presto se vio, resultaron más inconveniencias que ventajas.
Has pues de saber, querido lector, que el brujo Geralt fue siempre persona modesta, circunspecta y
contenida, de interior tan sencillo y poco complicado como el palo de una alabarda. No obstante, el
inesperado ascenso y el aparente favor de la reina Meve lo cambiaron, y si no lo conociera bien, pensaría
que estaba orgulloso. En vez de desaparecer de escena apriesa y anónimamente, Geralt se embrollaba en el
séquito real, se alegraba de los honores, se deleitaba con los favores y se regocijaba de la fama.
Y nosotros fama y renombre era precisamente lo que menos necesitábamos. Recuerdo a aquéllos que
no lo recuerden que este mismo brujo Geralt, ahora armado caballero, era perseguido por los órganos de
seguridad de los todos Cuatro Reinos en relación con la rebelión de los magos en la isla de Thanedd. A mí,
persona inocente y limpia como una patena, se me intentaban colgar acusaciones de espionaje. A ello habría
que añadir a Milva, colaboracionista con las dríadas y los Scoia'tael, mezclada, como resultó, en las
matanzas de humanos en los alrededores del bosque de Brokilón. Y a eso hay que agregar a Cahir aep
Ceallach, nilfgaardiano, ciudadano de una nación lo quieras o no enemiga, cuya presencia en la parte
impropia no hubiera sido fácil de explicar ni de justificar. Se daba la circunstancia que la única persona de
nuestro grupo cuyo curriculum vitae no lo afeaban asuntos políticos ni criminales era un vampiro. De este
modo, el desenmascaramiento y el reconocimiento de cualquiera de nosotros amenazaba a todos los
restantes con acabar clavados en una afilada estaca de roble. Cada día pasado a la sombra de los
estandartes lyrios —días que, al principio, eran agradables, bien provistos y seguros— acrecentaba tal
riesgo.
Geralt, cuando se le recordaba esto con claridad, se enfadaba un tanto, pero explicaba sus razones,
que eran dos. En primer lugar, Milva, tras su amarga incidencia, seguía precisando de cuidado y asistencia,
y en el ejército había sanitarios de campo. En segundo lugar, el ejército de la reina Meve se dirigía hacia el
este, en dirección a Caed Dhu. Y nuestro grupo, antes de cambiar de dirección y meterse en la lucha arriba
descrita, también tenía intenciones de alcanzar Caed Dhu: albergábamos la esperanza de obtener alguna
información de los druidas que allá habitaban y que nos sirviera de ayuda en la búsqueda de Ciri. El
camino directo hacia los mencionados druidas nos lo obstaculizaban los destacamentos y los grupos de
saboteadores que merodeaban por Angren. Ahora, bajo la protección del amigable ejército lyrio, con el favor
y la benevolencia de la reina Meve, el camino a Caed Dhu estaba abierto, incluso hasta parecía recto y
seguro.
Advertí al brujo de que tan sólo lo parecía, que apariencias nomás eran, que el favor real es una ilusión
y es voluble cual veleta. El brujo no quería escuchar. Y de qué lado estaba la razón se vio pronto. Cuando se
corrió la noticia de que de la parte de oriente a través del desfiladero de Klamat se venía una grande y bien
armada expedición de castigo de nilfgaardianos, el ejercito de Lyria, sin dudarlo, giró hacia el norte, en
dirección a las montañas de Mahakam. A Geralt, como es fácil imaginarse, no le convenía en absoluto el
cambio de dirección, ¡tenía prisa por llegar a donde los druidas y no a Mahakam! Ingenuo como un niño,
corrió a la reina Meve con intención de obtener la licencia del ejército y la bendición real para sus asuntos
privados. Y en aquel momento se terminaron el amor y la benevolencia real, y el respeto y la admiración
para el héroe de la Batalla del Puente desaparecieron como el humo. Al caballero Geralt de Rivia se le
recordaron con frío y hasta duro tono sus obligaciones caballeriles hacia la corona. A la aún débil Milva, al
vampiro Regis y al abajo firmante se les recomendó unirse a la columna que iba tras la caravana de huidos y
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

civiles. Cahir aep Ceallach, jovencito bien crecido, que en modo alguno aspecto de civil tenía, recibió una
banda blanquiazul y fue enrolado en las así llamadas compañías libres, es decir, en un destacamento de
caballería formado por la más variada masa de granujas recolectados por los caminos por el ejército lyrio.
De esta forma se nos separó y todo señalaba que nuestra aventura habíase acabado definitivamente y de
todas todas.
Como sin embargo te imaginarás, querido lector, en absoluto fue esto el final, ¡bah, si ni siquiera fue el
principio! Milva, cuando se enteró del desarrollo de los acontecimientos, de inmediato anunció que estaba
sana y presta y como primera lanzó la consigna de retirada. Cahir tiró entre los matojos los colores reales y se
redimió de las compañías libres, y Geralt se escaqueó de las lujosas tiendas de la selecta caballería.
No me entretendré con las particularidades, y además la modestia no me permite una extensa
exposición de mis propias, y no escasas, prestaciones en la empresa aquí descrita. Afirmaré un hecho: la
noche del cinco al seis de septiembre toda nuestra pandilla abandonó en secreto el ejército de la reina Meve.
Antes de despedirnos de las huestes lyrias no dejamos de aprovisionarnos abundantemente, sin recabar
por supuesto permiso del jefe de los servicios de intendencia. Considero que la palabra «saqueo», que
utilizara Milva, es excesiva. Al fin y al cabo se nos debía alguna gratificación por nuestra participación en la
celebérrima Batalla del Puente. Y si no una gratificación, al menos una satisfacción y la reposición de las
pérdidas sufridas. Dejando aparte el trágico accidente de Milva, sin contar las heridas y golpes de Geralt y
Cahir, en la batalla nos mataron o lisiaron a todos los caballos, exceptuando a mi fiel Pegaso y a la disoluta
Sardinilla, la yegua del brujo. Por ello, en el marco de nuestras recompensas tomamos tres alazanes de
caballería de pura sangre y uno de carga. Tomamos también diverso equipamiento, cuanto nos cupo en las
manos. Para ser justos, he de añadir que hubimos luego de tirar la mitad. Como dijo Milva, suele pasar
cuando se roba a oscuras. Las cosas más útiles del almacén de provisiones las tomó el vampiro Regis, quien
ve en la oscuridad mejor que de día. Regis, para colmo, redujo la capacidad defensiva del ejército lyrio en
una gorda muía gris, la cual extrajo de detrás de la cerca con tanta habilidad que ni una de las bestias
rebufó ni coceó. Las historias acerca de los animales que perciben a los vampiros y reaccionan con pánico
a sus olores cabe entonces considerar como parte integrante de los cuentos de hadas. A no ser que se
trate de ciertos animales y ciertos vampiros. Añadiré que conservamos la tal muía gris hasta hoy.
Después de extraviar el caballo de carga, que perdimos luego en los bosques de los Tras Ríos, cuando se
asustó con unos lobos, la muía porta nuestros bienes, o mejor dicho, lo que ha quedado. La mula lleva el
nombre de Draakul. Regis la llamó así nada más robarla y así se quedó. Se ve bien claro que a Regis le
hace gracia el nombre, el cual seguramente posee algún significado divertido en la cultura y la lengua de
los vampiros, pero no quiso explicarnos el porqué afirmando que se trataba de un juego de palabras
intraducible.
De esta forma la nuestra cuadrilla se encontró de nuevo en el camino, y la larga lista de personas
que no nos tenían afecto se alargó aún más. Geralt de Rivia, caballero sin tacha, abandonó las filas de la
caballería antes incluso de que el nombramiento como caballero fuera confirmado con una patente y
antes de que él heraldo de la corte le inventara un blasón. Por su lado, Cahir aep Ceallach había tenido
tiempo ya de luchar en ambos ejércitos combatientes en el gran conflicto entre Nilfgaard y los norteños,
así como de desertar de ambos, ganándose por tanto en ambos la pena de muerte en ausencia. El resto
de nosotros tampoco estaba en mejor situación: al fin y al cabo una horca es una horca y poco importa
por tanto la diferencia de por qué se pende de ella, si por huir de la honra de caballero, por deserción o
por llamar a una muía castrense con el nombre de Draakul.
Así que no te extrañe, lector, que ejerciéramos esfuerzos verdaderamente titánicos para ampliar la
distancia que nos separaba del ejército de la reina Meve. Con todas las fuerzas de que disponían los
caballos, cabalgamos como locos hacia el sur, hacia el Yaruga, con intención de pasarnos a la orilla
izquierda. No por poner de por medio el río entre la reina y sus partisanos y nosotros, sino porque los
despoblados de los Tras Ríos eran menos peligrosos que Angren, que estaba en guerra. Para llegar a
donde los druidas era mucho más razonable viajar por la orilla izquierda que por la derecha.
Paradójicamente, puesto que la orilla izquierda del Yaruga era ya parte del hostil imperio nilfgaardiano.
El padre de tal concepción izquierdista fue el brujo Geralt, que tras salirse de la hermandad de los
ordenados fachendosos recobró en buena medida el juicio, la facultad del pensamiento lógico y la
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

prudencia común y corriente. El futuro mostró que el plan del brujo estuvo preñado de consecuencias y
tuvo peso sobre la suerte de toda la expedición. Pero de ello hablaremos luego.
Junto al Yaruga, adonde llegamos, había ya un sinnúmero de nilfgaardianos que estaban cruzando
por el recién reconstruido puente del Embarcadero Rojo para continuar su ofensiva sobre Angren y,
seguramente, más adelante, hacia Temería, Mahakam y el diablo sabe adonde más que hubiera planeado
el estado mayor de Nilfgaard. Ni hablar entonces de traspasar el río de inmediato; tuvimos que
escondernos y esperar a que cruzara el ejército. Durante dos jornadas estuvimos metidos entre los
cañaverales ribereños, cultivando el reumatismo y alimentando mosquitos. Para colmo de males, el tiempo
empeoró de improviso, lloviznaba, corría un aire de la leche, y del frío los dientes chocaban los unos con los
otros. No recuerdo un septiembre tan frío entre los muchos que se han quedado grabados en mi memoria.
Precisamente entonces, querido lector, al encontrar entre los aprovisionamientos tomados prestados del
campamento lyrio lápiz y papel comencé —para matar el tiempo y olvidar las incomodidades— a apuntar y
eternizar algunas de nuestras aventuras.
La molesta intemperie y la obligada inactividad nos pusieron de mal humor y despertaron diversos
malos pensamientos. Sobre todo al brujo. Geralt ya antes solía computar los días que le separaban de Ciri y
cada día que no estaba en el camino lo alejaba de ella —en su opinión— cada vez más. Ahora, entre las
mimbreras húmedas, entre el frío y la lluvia, el brujo se volvía de minuto a minuto cada vez más sombrío y
hosco. Advertí también que cojeaba mucho, y cuando pensaba que nadie le veía ni le escuchaba,
blasfemaba y mascullaba de dolor. Has de saber, amable lector, que a Geralt le habían quebrado los huesos
durante la sedición de los hechiceros en la isla de Thanedd. Las fracturas se unieron y curaron gracias a los
mágicos esfuerzos de las dríadas del bosque de Brokilón, pero por lo visto no habían dejado de martirizarlo.
Así que el brujo sufría, como se dice, tanto de dolores del cuerpo como del espíritu, y andaba tan furibundo
por ello que hasta echaba chispas.
Y otra vez comenzaron a perseguirlo los sueños. El nueve de septiembre, temprano, porque se durmió
en la guardia, nos asustó a todos despertándose con un grito y sacando la espada. Tenía todo el aspecto de
estar amok, pero por suerte se le pasó al instante.
Se apartó de nuestra vista, pero al cabo volvió con gesto sombrío y anunció ni más ni menos que a
efectos inmediatos disolvía la cuadrilla y continuaría a solas el resto del camino, puesto que no sé dónde
pasaban no sé qué cosas espantosas, que el tiempo apremiaba, que el asunto se estaba poniendo peligroso
y que él no quería exponer a nadie ni asumir ninguna responsabilidad. Departía y razonaba deforma tan
aburrida y con tan poco convencimiento que nadie quiso discutir con él. Hasta el vampiro, a menudo tan
elocuente, le obsequió con un encogimiento de hombros, Milva con un escupitajo, Cahir recordándole con
sequedad que respondía de sí mismo y que, en lo tocante al riesgo, no llevaba la espada para que le pesara
en el cinto. Sin embargo, luego todos se sumieron en el silencio y clavaron significativamente los ojos en
el que esto escribe a todas luces esperando que usara de la ocasión para volver a casa. No he de añadir, sin
embargo, que esperaron en vano.
De todos modos el suceso nos inclinó a romper el marasmo y nos impulsó a un paso atrevido: a cruzar
el Yaruga. Reconozco que la empresa me desasosegaba; el plan apostaba por un cruce nocturno de la
corriente, por citar a Milva y Cahir, «agarrados a la cola de los caballos». Incluso si esto no era más que
una metáfora —y sospecho que lo era— no me imaginaba a mí mismo en el trance de vadear el río en tal
forma ni tampoco a mi corcel, Pegaso, en cuya cola había de confiar. Nadar, hablando comedidamente,
no era ni es mi mayor talento. Si la Madre Naturaleza hubiera querido que nadara, en el acto de la
creación y durante el proceso de la evolución no hubiera olvidado dotarme de membranas entre los
dedos. Y lo mismo en lo que se refiere a Pegaso.
Mi desasosiego resultó en vano, por lo menos en lo tocante a nadar detrás de una cola de caballo.
Cruzamos el río de otro modo. Quién sabe si todavía no más loco.
De forma bastante descarada, por el reconstruido puente del Embarcadero Rojo, ante las mismas
narices de las patrullas de guardia nilfgaardianas. La empresa, como se vio, sólo en apariencia olía a
loco albur y azaroso riesgo; en la realidad fue como una seda. Tras el paso del puente de las unidades
regulares en ésta y la otra dirección, cruzaba un transporte tras otro, un vehículo tras otro, un rebaño

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

tras otro, muy diversas muchedumbres, entre ellas también distintos civiles, entre los que nuestra
cuadrilla ni en un pelo se diferenciaba ni saltaba a la vista deforma alguna. Así, el día décimo del mes de
septiembre atravesamos todos a la orilla izquierda del Yaruga, con un solo grito de los centinelas a los
cuales Cahir, frunciendo las cejas con señorío, les ladró algo acerca de la guardia imperial, apuntalando
sus palabras con la clásica y siempre eficaz expresión castrense de mecagüen tu puta madre. Antes de
que nadie tuviera tiempo de interesarse por nosotros, estábamos ya en la orilla izquierda del Yaruga, en
lo profundo de los bosques trasrrieros, dado que pasaba por allí tan sólo un camino real que conducía
hacia el sur, y a nosotros no nos ajustaba ni la dirección ni la abundancia de nilfgaardianos que
deambulaban por él.
En el primer vivaque que hicimos en los bosques de Tras Ríos, a mí también me asaltó por la noche
un sueño extraño, aunque a diferencia de Geralt no soñé con Ciri sino con la hechicera Yennefer.
Yennefer, como de costumbre vestida de blanco y negro, se alzaba en el aire por encima de un sombrío
castillo montañés mientras que abajo otras hechiceras la amenazaban con los puños y le lanzaban
improperios. Yennefer agitó las largas mangas de su vestido y voló como un albatros negro sobre un mar
infinito hacia un sol naciente. Desde aquel momento el sueño se convirtió en una pesadilla. Al
despertarme, los detalles se habían borrado de mi memoria, quedaron solamente unas imágenes difusas,
con poco sentido, pero todas era imágenes monstruosas: tortura, grito, miedo, muerte... En una palabra:
el horror.
No me jacté ante Geralt de este sueño. No dije ni mu. Y como luego resultó, con razón.
—¡Yennefer se esfumó! Yennefer de Vengerberg. ¡Y famosa que era la hechicera! ¡Que no vea la
mañana si miento!
Triss Merigold tembló, se volvió, intentando atravesar con la mirada la masa de gente y el humo
gris que llenaba la sala principal de la taberna. Por fin se levantó de la mesa, dejando a un lado con algo
de tristeza el filete de lenguado con mantequilla de boquerones, la especialidad local y una verdadera
delicatessen. Al fin y al cabo no vagabundeaba por las tabernas y colmados de Bremervoord para comer
delicatessen, sino para conseguir información. Aparte de ello tenía que cuidar su línea.
El grupillo de gente en el que le tocó meterse era ya denso y consistente. Los habitantes de
Bremervoord gustaban de las narraciones y no dejaban pasar ocasión alguna de escuchar una nueva. Y los
numerosos marineros que andaban por allí nunca decepcionaban a nadie, siempre contaban con un
repertorio nuevo y reciente de fábulas y chilindrinas. Por supuesto, en la mayor parte de los casos,
mentiras, pero esto no tenía la menor importancia. Una narración es una narración. Tiene sus leyes.
La que estaba precisamente entonces hablando, y que había mencionado a Yennefer, era una
pescadora de las islas Skellige, corpulenta, ancha de espalda, de pelo corto, vestida como sus cuatro
camaradas con un chaleco hecho de piel de narval pulida hasta hacerla brillar.
—Fue el decimonoveno día del mes de agosto, a la mañana, tras la segunda noche de luna llena —
continuó la isleña su narración al tiempo que se llevaba una jarra de cerveza a los labios. Su mano, como
advirtió Triss, era del color de un ladrillo viejo, y su brazo desnudo, de músculos muy ceñidos, era de por
lo menos unas veinte pulgadas de diámetro. Triss tenía veintidós pulgadas en el talle.
—Muy tempranito —siguió la pescadora, pasando sus ojos por los rostros del público— salió al
mar nuestra barcaza, al sund entre An Skellig y Spikeroog, en el criadero de ostras ande solemos poner
las redes para el salmón. Prisas habíamos, y muchas, que apuntaba tormenta, el cielo volvíase negro por
poniente. Había de sacarse el salmón de las redes pues si no, como sabéis, cuando se puede de nuevo uno
echar al mar tras la tormenta, en las redes no quedan más que testas podrías, recomías, toda la pesca vase
al garete.
El público, casi todos habitantes de Bremervoord y Cidaris, que en su mayoría se sustentaban del
mar y de él dependían, asintieron y murmuraron con aprobación. Triss por lo general sólo veía los
salmones en forma de lonchas de color rosa, pero también asintió y murmuró porque no quería hacerse
notar. Estaba allí en misión secreta.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Navegábamos... —siguió la pescadora, terminando su jarra y dando señas de que cualquiera de


los que escuchaba podía invitarla a otra—. Navegábamos y recogíamos las redes hasta que de pronto va
Gudrun, la hija de Sturli, y échase a gritar a pleno pulmón. ¡Y señala con el dedo por la proa! Miramos, y
hete aquí que algo vuela por el aire, ¡y no es un pájaro! El corazón me se quedó parao al punto, pos pensé
que un viverno o un grifo chico, que a veces vuelan hasta Spikeroog, bien es cierto que prencipalmente en
invierno, máxime cuando sopla el viento de poniente. ¡Mas tratábase de algo negro: chuff y al agua! Y de
la ola: ¡a tomar por culo! Derechito a nuestra red. Se enreda en la red y sarrevuelve en el agua como una
foca, y al punto nosotras a una, las que éramos, y éramos ocho mozas, hale, a tirar y sube que te sube
aquello a la cubierta. ¡Y entonces sí que la boca se nos quedó de par en par! ¡Pos resultó ser una hembra!
Con un vestido negro y negra ella como ala de cuervo. Enreda en la red, entre dos salmones, de los cuales
uno, que me muera si miento, ¡tenía cuarenta y dos libras y media!
La pescadora de Skellige sopló la espuma de la cerveza y dio un gran trago. Ninguno de los oyentes
hizo comentario alguno ni mostró su incredulidad, aunque ni los más ancianos recordaban que alguien
hubiera pescado jamás un salmón de tan imponente tamaño.
—La morena de la red —continuó la isleña— tose, escupe agua marina y se limpia, y Gudrun,
nerviosa, que anda en estado de buena esperanza, va y grita: «¡Kelpa! ¡Kelpa! ¡Havfrue!». ¡Y hasta el
más necio podía ver que no era kelpa, pos una kelpa hubiera ya rato antes rompido la red, ríete tú de que
se dejara la monstrua de guindarse a la barca! ¡Y tampoco havfrue, pos no tenía cola de pez y la ama del
mar acostumbra a tener cola de pescado! ¡Y al fin y al cabo despeñóse de los cielos al mar, ¿y acaso
alguien viera que la kelpa o la havfrue vuele por los cielos? Pero Skadi, la hija de Una, que siempre se
caldea, también se lió a gritos, que si «¡kelpa, kelpa!», ¡y va y agarra el gancho! ¡Y con el gancho que se
me va a la red! ¡Y de la red va y sale un relámpago y la Skadi que chillotea! ¡Y el gancho a la izquierda,
ella a la derecha, que reviente si miento, pegó tres botes y pataplaf con el culo en la cubierta! ¡Ja, y
vierase que la hechicera aquella de la red más mala era que una medusa, una escorpena o una angula! ¡Y
pa colmo la meiga va y se pone a gritar y decir que si puta, puta, que daba miedo! ¡Y de la red sale un
silboteo, una peste, unos humos que pa qué, pues ella habíase puesto a hacer sus magias! Y vimos que no
era cosa de poca monta...
La isleña apuró la jarra y sin dudarlo se lanzó a por la siguiente.
—¡No es cosa de poca monta cazar a una maga con una red! —lanzó un fuerte regüeldo, se limpió
la nariz y los labios—. ¡Y nos vemos que de la magia de los güevos, que me muera si miento, hasta la
barca échase a columpiarse! ¡Tiempo no había de aflojar! Britta, la hija de Keran, apretó la red con el
bichero, y yo mesma eché mano a un remo y, ¡zumba! ¡Zumba, zumba!
La cerveza salpicó bien alto y se derramó por la mesa, unas cuantas jarras se volcaron y cayeron al
suelo. Los oyentes se limpiaron las mejillas y las cejas pero nadie emitió palabra alguna de acusación o
advertencia. Una narración es una narración. Tiene sus leyes.
—La meiga antendió bien con quién se las había. —La pescadora irguió el poderoso busto y miró
retadora a su alrededor—. ¡Con las mozas de Skellige no ha lugar a chacota! Dijo que se nos entregaba de
buena fe y apalabró no echar hechizos ni conjuros. Y su nombre pronunciara: Yennefer de Vengerberg.
Los oyentes murmuraron. Apenas habían pasado dos meses desde los sucesos de la isla de Thanedd,
se recordaban los nombres de los traidores comprados por Nilfgaard. El nombre de la famosa Yennefer
también.
—La condujimos —continuó la isleña— a Ard Skellig, a Kaer Trolde, al yarl Crach an Craite. Y no la
viera yo más. El yarl estaba en un periplo, dicen que a su vuelta recibió a la maga al pronto muy áspero, mas
luego diola un trato afable y cordial. Hummm... Y yo no más que esperaba que la hechicera me adobara una
sorpresilla por lo de que la diera con el remo. Juzgué que se quejaría de mí al yarl. Mas no. Ni mu que no dijo,
no me acusó. Una hembra de honor. Aluego, cuando se mató, hasta pena que me diera...
—¿Qué Yennefer ha muerto? —gritó Triss, olvidando con la impresión su incógnito y lo secreto de la
misión—. ¿Qué Yennefer de Vengerberg ha muerto?

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Cierto, muerta está. —La pescadora apuró la cerveza—. Muerta está como esta caballa. Con sus
propios hechizos se mató, haciendo sus artes mágicas. Bien poquito hace de ello, el último día de agosto,
justo antes de la luna nueva. Mas eso es ya otra historia...
—¡Jaskier! ¡No te duermas en la silla! —¡Yo no duermo, yo reflexiono!
Así que, querido lector, íbamos por los bosques de los Tras Ríos en dirección al sur, hacia Caed Dhu,
buscando a los druidas, que habían de ayudarnos a encontrar a Ciri. Os contaré cómo fue esto. Mas en
primer lugar, en favor de la verdad historiográfica, he de describir a nuestra cuadrilla, decir algo sobre cada
uno de sus miembros en particular.
El vampiro Regis tenía más de cuatrocientos años. Si no mentía, esto había de significar que era el
mayor de todos nosotros. Claro, podría ser una trola común y corriente: ¿quién iba a ser capaz de
comprobarlo? Sin embargo, yo prefería apostar a que nuestro vampiro era franco, puesto que declaraba
también que había dejado de propia voluntad y para siempre de chupar sangre humana, declaración la cual
nos permitía de algún modo dormir tranquilos en los vivaques nocturnos. Advertí que al principio Milva y
Cahir acostumbraban después de despertarse temerosos y desasosegados a masajearse el pescuezo, pero
pronto dejaron de hacerlo. El vampiro Regis era o parecía ser un vampiro completamente honorable. Si
decía que no iba a chupar la sangre, pues no la chupaba.
Sin embargo, tenía sus defectos, que no procedían además de su naturaleza vampírica. Regis era un
intelectual y le gustaba sobremanera demostrarlo. Poseía la exasperante costumbre de expresar
aseveraciones y verdades con tono de profeta, a lo que pronto dejamos de reaccionar, puesto que las
aseveraciones expresadas eran o verdades ciertas, o tenían pinta de ser verdad, o no se podían comprobar,
lo que al fin y al cabo era lo mismo. Verdaderamente insoportable resultaba, sin embargo, la forma en que
Regis respondía a las preguntas antes de que el que preguntaba hubiera terminado de formular su pregunta,
a veces incluso antes de que el que preguntaba hubiera tenido tiempo siquiera de comenzar a formularla. Yo
tengo para mí que esta al parecer muestra de una inteligencia elevada era más bien síntoma de arrogancia
y chulería, y estas cualidades, adecuadas para los ambientes universitarios o para tos círculos
palaciegos, son difíciles de soportar en un grupo con el que se viaja todo el día hombro con hombro y
por la noche se duerme bajo la misma manta. Sin embargo, no se llegó a un enfrenta-miento más agudo
gracias a Milva. A diferencia de Geralt y de Cahir, cuyo oportunismo nato a todas luces les hacía
adaptarse a las maneras del vampiro e incluso competir con él en ello, la arquera Milva prefería medios
sencillos y sin pretensiones. Cuando, por tercera vez, Regis le emitió la respuesta a su pregunta en mitad
de la frase, lo insultó gravemente, usando de palabras y expresiones que habrían sido capaces de sacarle
los colores de vergüenza incluso a un soldado viejo. Lo curioso es que tuvo resultado: el vampiro
abandonó sus exasperantes formas en un abrir y cerrar de ojos. De lo que resulta que la defensa más
efectiva contra la dominación intelectual es un buen rapapolvo al intelectual que intenta dominar.
Milva, me parece, sufrió mucho a causa de su trágico accidente y de su pérdida. Escribo «me
parece», puesto que soy consciente de que, siendo un hombre, no puedo imaginarme en modo alguno lo
que significa para una mujer un accidente de este tipo y una pérdida así. Aunque soy poeta y hombre de
letras, incluso mi imaginación bien entrenada y educada fracasa en esto y no sirve de nada.
La arquera recuperó muy pronto la forma física, pero con la psíquica era peor. Sucedía que
durante todo un día, del alba al ocaso, no decía palabra alguna. Solía desaparecer y mantenerse al
margen, lo que a todos nos alarmaba un poco. Hasta que por fin llegó el punto de inflexión. Milva
reaccionó como una dríada o un elfo, bruscamente, impulsivamente y sin explicaciones. Una mañana,
ante nuestros ojos, tomó un cuchillo y sin decir palabra se cortó las dos trenzas a la altura del cuello.
«No pertenece, en no siendo doncella», dijo al ver nuestras bocas abiertas de par en par. «Mas y en no
siendo viuda tampoco», añadió, «acábase el luto también». Desde aquel momento fue ya la misma que
antes: ceñuda, mordaz, deslenguada y veloz para emitir palabras groseras. De lo que dedujimos que,
afortunadamente, había superado la crisis.
El tercero, y no menos extraño miembro de nuestra cuadrilla era el nilfgaardiano al que le gustaba
demostrar que no era nilfgaardiano. Se llamaba, por lo que decía, Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach...

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Cahir Mawr Dyffryn, hijo de Ceallach —afirmó en voz alta Jaskier, al tiempo que apuntaba al
nilfgaardiano con un lapicerillo—. Hay muchas cosas que no me gustan, que incluso no soporto, con las
que me he tenido que avenir en esta ilustre compañía. ¡Pero no con todo! ¡No aguanto cuando alguien me
mira por encima del hombro cuando estoy escribiendo! ¡Y no pienso avenirme a ello!
El nilfgaardiano se alejó del poeta. Al cabo de un instante de reflexión agarró su silla, su pellejo y
su manta y se colocó junto a Milva, quien fingía dormitar.
—Lo siento —dijo—. Perdóname una y cien veces, Jaskier. Te miré inconscientemente, por pura
curiosidad. Pensaba que estabas pintando un mapa o que hacías cuentas...
—¡No soy un contable! —El poeta se levantó, tanto en sentido figurado como en el literal—. ¡Ni
tampoco cartógrafo! ¡E incluso si lo fuera esto no justifica el meter las narices en mis apuntes!
—Ya he pedido perdón —le recordó Cahir con voz seca, mientras colocaba el lecho en su nuevo
lugar—. Con muchas cosas me he avenido en esta ilustre compañía y a muchas me he acostumbrado.
Pero pedir perdón sigo haciéndolo sólo una vez.
—En verdad, Jaskier. —El brujo se inmiscuyó, de forma completamente inesperada para todos,
incluso para sí mismo, tomando partido por el joven nilfgaardiano—. Te has vuelto tremendamente
susceptible. Y no se puede dejar de advertir que esto tiene algo que ver con los papeles que no hace
mucho comenzaste a ensuciar en los vivaques con ayuda de un trozo de lápiz.
—Cierto —confirmó el vampiro Regís mientras arrojaba al fuego unas ramas de abedul—.
Susceptible se volvió últimamente nuestro maestro, además de enigmático, discreto y buscador de
soledades. Oh, no, al menos durante la satisfacción de sus necesidades naturales no le molestan los
testigos, lo que, al fin y al cabo, en nuestra situación no ha de extrañar. Su tímida reserva y su
susceptibilidad a las miradas ajenas se refieren exclusivamente a esos papeles escritos con letra menuda.
¿Acaso en nuestra presencia ha surgido un poema? ¿Una rapsodia? ¿Una epopeya? ¿Un romance? ¿Una
canción?
—No —negó Geralt, acercándose al fuego y cubriéndose las espaldas con una gualdrapa—. Yo lo
conozco. No se puede tratar de líricas, puesto que no maldice, no murmura y no cuenta sílabas con los
dedos. Escribe en silencio, así que se trata de prosa.
—¡Prosa! —El vampiro dejó que brillaran las puntas de sus colmillos, lo que por lo general
intentaba no hacer—. ¿Puede que una novela? ¿O un ensayo? ¿Unas fábulas? ¡Rayos, Jaskier! ¡No nos
tortures! ¡Revélanos qué estás escribiendo!
—Unas memorias.
—¿Lo qué?
—De estas notas —Jaskier les mostró un tubo lleno de papeles— surgirá la obra de mi vida. Unas
memorias que llevarán el título de Cincuenta años de poesía.
—Vaya un título idiota —afirmó Cahir ásperamente—. La poesía no tiene edad.
—Y si aceptamos que la tiene —añadió el vampiro—, entonces es decididamente mucho más
antigua.
—No lo entendéis. El título significa que el autor de la obra ha pasado cincuenta años, ni más ni
menos, al servicio de la Señora Poesía.
—En ese caso todavía es más idiota —dijo el brujo—. Tú, Jaskier, no tienes todavía ni siquiera
cuarenta años. La habilidad para escribir te la metieron a base de palos en el culo en el parvulario del
santuario, a la edad de ocho años. Incluso aceptando que escribieras rimas ya en el parvulario, no es
posible que sirvas a tu Señora Poesía más de treinta años. Pero precisamente sé bien, porque tú mismo
más de una vez me lo has dicho, que comenzaste de verdad a juntar rimas ya componer melodías a la
edad de diecinueve años, inspirado por el amor a la condesa de Stael. Lo cual hace menos de veinte años
de servicio, Jaskier. ¿De dónde entonces te has sacado esos cincuenta del título? ¿Se trata de alguna
metáfora?

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Yo —el bardo hinchó los carrillos— le marco un elevado horizonte a mis pensamientos.
Describo el presente, pero me dirijo hacia el futuro. Pienso publicar la obra que acabo de comenzar dentro
de unos veinte o treinta años y para entonces nadie va a poder poner en duda el título que he calculado.
—Ja. Ahora lo entiendo. Si algo me asombra es la previsión. Por lo general, poco te importaba el
mañana.
—El mañana me sigue importando bien poco —anunció con altivez el poeta—. Pienso en la
posteridad. ¡Y en la eternidad!
—Desde el punto de vista de la posteridad —advirtió Regis—, no es excesivamente ético el
comenzar a escribir ahora, haciendo acopio. La posteridad tiene derecho a esperar bajo tal título una obra
escrita con una verdadera perspectiva de medio siglo, por una persona que de verdad tenga un acervo de
medio siglo de conocimientos y experiencia...
—Alguien cuya experiencia sea de medio siglo —le interrumpió Jaskier sin ceremonias— ha de ser
por la misma naturaleza de las cosas un abuelete podrido de setenta años con el cerebro erosionado por la
arpía de la esclerosis. Éste lo que ha de hacer es quedarse sentadito en la veranda y tirarse peos al viento,
y no dictar memorias, pues la gente sólo hará que reírse. Yo no cometeré ese error, escribiré mis
recuerdos con antelación, mientras me halle en total posesión de mis fuerzas creativas. Luego, antes de
editarlas, no introduciré más que pequeños arreglos cosméticos.
—Tiene sus ventajas. —Geralt se masajeó la rodilla que le dolía y la dobló con cuidado—.
Especialmente para nosotros. Porque aunque sin duda figuramos en su obra, aunque sin duda nos habrá
puesto verdes, dentro de medio siglo no nos va a importar nada de nada.
—¿Y qué es medio siglo? —El vampiro se sonrió—. Un instante, un pestañeo pasajero... Ah,
Jaskier, una pequeña advertencia: Medio siglo de poesía suena mejor en mi opinión que Cincuenta años.
—No lo niego. —El trovador se inclinó sobre el papel y garabateó algo con el lápiz—. Gracias,
Regis. Por fin algo constructivo. ¿Alguien tiene algún consejo más?
—Yo tengo —habló de pronto Milva, sacando la cabeza de debajo de su manta—. ¿Pa qué abrís así
los ojos? ¿Que soy analfabruta? ¡Mas tonta no soy! Andamos de aventuras, vamos tras de los pasos de
Ciri, con el arma en la mano por países que mal nos quieren. Pudiera ser que los papelotes ésos de Jaskier
caigan en las garras de enemigos y gentes de mala fe. Y al juntarrimas éste conocemos, que es grande
bocazas y cotilla sin mesura. Así que mejor fuera que cuidado y atención poniera en qué cosas garrapatea,
pa que de tales gurrapatos no acabemos cuelgando.
—Exageras, Milva —dijo el vampiro con voz suave.
—Y yo diría que mucho —afirmó Jaskier.
—También me parece a mí que exageras —añadió Cahir inmutable—. No sé cómo será en los
países del norte, pero en el imperio el poseer manuscritos no es considerado un crimen, y la actividad
literaria no está amenazada de punición.
Geralt puso sus ojos en él y quebró con un chasquido el palito con el que estaba jugueteando.
—Pero en las ciudades conquistadas por esta nación tan cultivada las bibliotecas están amenazadas
de convertirse en humo —dijo con un tono que no era agresivo pero sí manifiestamente sarcástico—. No
importa, en cualquier caso. María, también a mí me parece que exageras. Los papelotes de Jaskier no
tienen, como de costumbre, ninguna importancia. Tampoco para nuestra seguridad.
—¡Seguro! —La arquera se enfadó, se sentó—. ¡Yo bien lo sé! Mi padrastro, cuando el alguacil del
rey el censo hacía en nuestro pueblo, al punto ponía pies en polvorosa, se echaba al monte y se pasaba dos
semanas allá sin menear el rabo. Ande hay papeles, mejor no te quedes, acostumbraba a decir, y al que
hoy apuntan, mañana lo multan. Y verdad decía, aunque fuera de lo más cabrón, el hideputa. ¡Ojalá que
ardiendo ande por los enriemos!
Milva dejó la manta a un lado y se acercó al fuego, se le había pasado el sueño definitivamente.
Geralt advirtió que amenazaba una noche más de interminable conversación.
—Me doy cuenta de que no apreciabas a tu padrastro —advirtió Jaskier tras un instante de silencio.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—No lo apreciaba —se oyó como Milva apretaba los dientes—. Pos marrano era. Cuando madre no
miraba, se ma acercaba y me tanteaba. No hacía caso a razones, y en vistas de que el tono no cambiaba,
hablele con una vara, y cuando cayera aún le di una o dos coces, en las costillas y en sus partes. Y aluego
dos días hubo de guardar cama, sangre escupía... De modo que yo me eché al camino, sin esperar a que
sanara... Y aluego me llegaron hablillas de que la palmó. Y madre al poco también... ¡Eh! ¡Jaskier! ¿Qué
carajo andas apuntando? ¡Ni se te ocurra, ni se te ocurra! ¿Mas no oyes qué te digo?
Extraño era que con nosotros majara Milva, sorprendente el hecho de que nos acompañara un
vampiro. No obstante, lo más extraño —y completamente incomprensible— eran los motivos de Cahir, el
cual de ser un enemigo se había vuelto de pronto si no amigo al menos aliado. El jovenzuelo había
demostrado aquello durante la Batalla del Puente, poniéndose sin dudarlo con la espada en la mano al
lado del brujo y en contra de sus compatriotas.
Tal acto se ganó nuestra simpatía y deshizo por fin nuestras sospechas. Al escribir «nuestras» me
refiero a mí, al vampiro y ala arquera. Geralt, por su parte, aunque había luchado con Cahir hombro
con hombro, aunque había contemplado los ojos de la muerte a su lado, seguía siendo desconfiado hacia
el nilfgaardiano y no le guardaba simpatía. Intentaba, es cierto, esconder su resentimiento, pero era —
como creo que ya he comentado— una persona simple como el palo de una alabarda, no sabía fingir y la
antipatía le surgía a cada paso como una anguila de una red agujereada.
La causa era evidente: Ciri.
El azar hizo que estuviera en la isla de Thanedd durante la luna nueva de julio, cuando se llegó a
la sangrienta lucha entre hechiceros fieles a los reyes y los traidores apoyados por Nilfgaard. A los
traidores los ayudaban los Ardillas, los elfos rebeldes, y Cahir, hijo de Ceallach. Cahir estuvo en
Thanedd, lo enviaron allí con una misión especial, tenía que capturar y raptar a Ciri. Cuando se
defendía, Ciri lo hirió; Cahir tiene una cicatriz en la mano izquierda, y cuando la ve siempre se le secan
los labios. Debió de doler aquello muchísimo y todavía no puede doblar dos dedos.
Y después de todo esto nosotros lo salvamos, junto al Cintillas, cuando sus propios compatriotas lo
llevaban encadenado hacia un cruel castigo. ¿Por qué, pregunto, por qué pecados querían matarlo?
¿Sólo por la derrota de Thanedd? Cahir no es muy locuaz, pero yo tengo el oído sensible hasta para una
media palabra. El muchacho no tiene todavía ni siquiera treinta, y aparenta el aspecto de ser un oficial
de alto rango del ejército nilfgaardiano. Puesto que usa de la lengua común impecablemente, lo cual es
poco habitual para un nilfgaardiano, sospecho en qué tipo de ejército servía Cahir y por qué había
avanzado tan deprisa. Y por qué le habían ordenado una misión tan extraña. Y además en el extranjero.
Puesto que precisamente Cahir había sido quien ya una vez había intentado raptar a Ciri. Casi
cuatro años antes, durante la matanza de Cintra. Entonces por vez primera había dado señales de vida el
destino que dirigía la suerte de la muchacha.
El azar permitió que hablara de ello con Geralt. Ocurrió el tercer día después de cruzar el Yaruga,
diez días antes del equinoccio, mientras pasábamos los bosques de Tras Ríos. Aquella conversación,
aunque muy corta, tuvo un tono lleno de notas desagradables e inquietantes. Y en el rostro y los ojos del
brujo ya por entonces se dibujaba la promesa de ferocidad que estallaría luego, en la noche del
equinoccio, después de que se nos uniera la rubia Angouléme.
El brujo no miraba a Jaskier. No miraba hacia delante. Miraba las crines de Sardinilla.
—Calanthe —siguió—, poco antes de morir, extrajo un juramento a algunos caballeros. No tenían
que permitir que Ciri cayera en manos de los nilfgaardianos. Durante la huida los caballeros resultaron
muertos, y Ciri se quedó sola entre los cadáveres y los incendios, en la trampa formada por los callejones
de la ciudad ardiente. No hubiera salido con vida de aquello, de eso no cabe duda. Pero él la encontró. Él,
Cahir. La sacó de entre las garras del fuego y la muerte. La salvó. ¡Qué heroicidad! ¡Qué nobleza!
Jaskier sujetó un poco a Pegaso. Cabalgaban por detrás, Regis, Milva y Cahir le llevaban un cuarto
de legua, pero el poeta no quería que ni siquiera una palabra de aquella conversación llegara a los oídos
de sus compañeros.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—El problema —siguió el brujo— es que nuestro Cahir fue noble porque se lo ordenaron. Fue tan
noble como un cormorán: no se tragó el pez porque tenía en la garganta un anillo. Tenía que llevar el pez
en el pico hasta su amo. No lo consiguió, así que el amo se enfureció con el cormorán. El cormorán ahora
ha caído en desgracia. ¿Acaso por ello busca la amistad y la compañía de los peces? ¿Qué piensas,
Jaskier?
El trovador se inclinó en la silla evitando una rama baja de un tilo. La rama tenía las hojas ya
completamente amarillas.
—Sin embargo, salvó su vida, tú mismo lo has dicho. Gracias a él Ciri escapó sana y salva de
Cintra.
—Y gritaba por las noches al verlo en sueños.
—Pero él fue quien la salvó. Deja ya de pensar en el pasado, Geralt. Demasiado se ha cambiado ya,
puf, cada día se cambia, pensar en el pasado no produce nada excepto pesadumbre, la cual está claro que
no te sirve de nada. Él salvó a Ciri. Un hecho fue, es y será siempre un hecho.
Geralt apartó por fin sus ojos de las crines, alzó la cabeza. Jaskier echó un vistazo a su rostro y
rápidamente desvió la mirada hacia un lado.
—Un hecho será siempre un hecho —repitió el brujo con una fea voz metálica—. ¡Oh, sí! Él me
gritó ese hecho a la cara en Thanedd, y la voz se le ahogaba en la garganta del miedo, porque estaba
mirando a la hoja de mi espada. Aquel hecho y aquel grito eran razones para que no le matara. En fin,
resultó ser así y creo que no cambiará. Y una pena. Porque entonces, allá en Thanedd, había que haber
comenzado una cadena. Una larga cadena de muerte, una cadena de venganza, sobre la que todavía
cuando hubieran pasado cien años siguieran corriendo leyendas. Unas leyendas tales que se tuviera miedo
de escucharlas en la oscuridad. ¿Lo entiendes, Jaskier?
—No mucho.
—Entonces vete al diablo.
La conversación fue horrible y horrible tenía entonces el brujo la jeta. Oh, no me gustaba cuando
caía en aquellos humores y se ponía de aquellos modos.
He de reconocer, sin embargo, que la pintoresca comparación con el cormorán cumplió su papel:
comencé a inquietarme. ¡Un pez en el pico, al que se lo lleva allí donde lo ahogan, lo limpian y lo fríen!
Una analogía verdaderamente divertida, una perspectiva alegre...
Pero la razón rechazaba aquellas aprensiones. Al fin y al cabo, para seguir con la metáfora del
pez, ¿quiénes éramos nosotros? Sardinillas, pequeñas y espinosas sardinillas. El cormorán Cahir no
puede contar con recuperas la benevolencia real a cambio de una pesca tan escasa.. Él mismo tampoco
era, con toda seguridad, el lucio grande que intentaba aparentar. Era una sardinilla, como nosotros. En
tiempos en los que la guerra arrasaba como un arado de hierro tanto la tierra como la suerte de los
hombres, ¿quién iba a prestar atención a las sardinillas?
Apuesto la cabeza a que en Nilfgaard ya nadie se acuerda de Cahir.-
Vattier de Rideaux, jefe de los servicios secretos militares de Nilfgaard, escuchaba la reprimenda
imperial con la cabeza gacha.
—Así es —siguió con tono venenoso Emhyr var Emreis—. Una institución que devora tres veces
tanto dinero del presupuesto del estado como la educación, la cultura y el arte juntos no es capaz de
encontrar a una sola persona. Esta persona, puf, desaparece de pronto, se esconde, aunque yo conceda
cifras astronómicas a una institución ante la que no tiene derecho a esconderse. Una persona culpable de
traición se burla a plena luz del día de la institución a la que di suficientes privilegios y medios como para
que pudiera quitarles el sueño hasta a quienes son inocentes. Oh, puedes creerme, Vattier, cuando la
próxima vez se comience a hablar en el consejo de la necesidad de recortar fondos a los servicios
secretos, escucharé con gusto. ¡Puedes creerme!
—Vuestra majestad imperial —Vattier de Rideaux carraspeó— tomará, no lo dudo, la decisión
adecuada, después de sopesar todos los pros y contras. Tanto los fracasos como los éxitos del servicio

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

secreto. Vuestra majestad también puede estar seguro de que el traidor Cahir aep Ceallach no escapará a
su castigo. He emprendido unos intentos...
—No os pago por emprender, sino por el resultado de tales intentos. Hasta ahora estos son míseros.
¡Míseros, Vattier! ¿Qué pasa con Vilgefortz? ¿Dónde diablos está Cirilla? ¿Qué murmuras? ¡Más fuerte!
—Pienso que vuestra majestad debiera casarse con esa muchacha que tenemos custodiada en Darn
Rowan, Nos es necesaria esta boda, la legalidad del feudo soberano de Cintra, la pacificación de las islas
Skellige y de los rebeldes de Attre, Strept, Mag Turga y Los Taludes. Nos es precisa una amnistía
general, tranquilidad en la retaguardia y en las líneas de abastecimiento... Nos es precisa la neutralidad de
Esterad Thyssen de Kovir.
—Lo sé. Pero la de Darn Rowan no es la verdadera. No puedo casarme con ella.
—Vuestra majestad imperial me perdone, pero, ¿acaso tiene alguna importancia que no- sea la
verdadera? La situación política precisa de unas bodas festivas. Y urgentemente. La novia irá cubierta por
un velo. Y cuando por fin encontremos a la verdadera Cirilla, simplemente se... cambia a la desposada.
—¿Te has vuelto loco, Vattier?
—La falsa se ha hecho ver aquí de pasada. A la verdadera no la ha visto nadie en Cintra desde hace
cuatro años; al fin y al cabo, se dice que ella pasaba más tiempo en las Skellige que en la propia Cintra.
Garantizo que nadie se dará cuenta del cambio.
—¡No!
—Emperador...
—¡No, Vattier! ¡Encuéntrame a la verdadera Ciri! Moved por fin el culo. Encuéntrame a Ciri.
Encuéntrame a Cahir. Y a Vilgefortz. Sobre todo a Vilgefortz. Porque él tiene a Ciri, estoy seguro...
—Vuestra majestad imperial...
—¡Te escucho, Vattier! ¡Estoy escuchando todo el tiempo!
—Durante un tiempo tuve la sospecha de que el así llamado asunto Vilgefortz no era más que una
provocación común y corriente. Que el hechicero resultó muerto o ha sido capturado y la espectacular y
ruidosa persecución sirve a Dijkstra para denigrarnos y justificar una represión sangrienta.
—Yo también tenía la misma sospecha.
—Y sin embargo... En Redania no se hizo público, pero sé por mis agentes que Dijkstra halló uno de
los escondites de Vilgefortz y en él pruebas de que el hechicero llevaba a cabo bestiales experimentos en
seres humanos. Más concretamente en los fetos de las personas... y en las mujeres embarazadas. Así que si
Vilgefortz tenía a Cirilla, entonces me temo que el seguir buscándola...
—¡Calla, diablos!
—Por otro lado —Vattier de Rideaux habló con rapidez al contemplar el rostro iracundo y furioso del
emperador—, todo esto también podría ser simple desinformación. Para hacer aborrecer al hechicero. Le
pega muy bien a Dijkstra.
—¡Tenéis que encontrar a Vilgefortz y quitarle a Ciri! ¡Voto a bríos! ¡No divaguéis ni hiléis
suposiciones! ¡Dónde está Antillo! ¿Todavía en Geso? ¡Pues si al parecer ya ha mirado allí debajo de cada
piedra y rebuscado en cada agujero en el suelo! ¡Pues si al parecer la muchacha no está allí ni nunca ha
estado! ¡Pues si el astrólogo se equivocó o miente! Todo esto son citas de sus informes. Entonces, ¿qué
hace allí?
—El coronel Skellen, me atrevo a advertir, emprende acciones no demasiado claras... Su
destacamento, el que vuestra majestad imperial le ordenó organizar, lo recluta en Maecht, en el fuerte
Rocayne, donde ha instalado su base. Este destacamento, me permito añadir, es una banda bastante
sospechosa. Y aparte de ello, resulta también sumamente grave que el señor Skellen hacia final de agosto
contratara a un famoso asesino a sueldo...
—¿Qué?

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Contrató a un esbirro a sueldo con orden de liquidar a una cuadrilla de bandidos que pulula por
Geso, cosa en sí digna de alabanza, pero, ¿acaso esto es una tarea propia para un coronel del emperador?
—¿No está hablando la envidia a través de ti, Vattier? ¿Y no es ella la que te aporta ese
apasionamiento y ese fervor?
—Afirmo únicamente hechos probados, vuestra majestad.
—Hechos —el emperador se levantó de pronto— son lo que yo quiero ver. Me he cansado ya de oír
hablar de ellos.
Había sido un día verdaderamente duro. Vattier de Rideaux estaba cansado. Es verdad que tenía
todavía en su programa del día una o dos horas de trabajo de oficina, con el objetivo de evitar que acabara
ahogado en el mar de los papeles no resueltos, pero sólo de pensarlo se echaba a temblar. No, pensó, nada
a la fuerza. No me pondré a trabajar. Me irá a casa... No, a casa no. Allá estará esperando la mujer. Iré a
ver a Cantarella. A la dulce Cantarella, junto a la que se descansa tan bien.
No se lo pensó mucho tiempo. Simplemente se levantó, tomó la capa y salió, deteniendo con un
gesto de aversión al secretario que le intentaba colocar una carpeta de guadamecí con documentos
urgentes para firmar. ¡Mañana! ¡Mañana será otro día!
Dejó el palacio por una salida trasera, por la parte de los jardines, anduvo a través de un paseo
rodeado de cipreses. Pasó junto al estanque en el que vivía una carpa que había alcanzado la provecta
edad de ciento treinta y dos años y que había soltado allí el emperador Torres, como atestiguaba una
medalla conmemoratoria de oro clavada en las agallas del enorme pez.
—Buenas tardes, vizconde.
Vattier, con un corto movimiento de la muñeca, liberó el estilete que llevaba escondido en la
manga. La propia empuñadura se le deslizó en la mano.
—Mucho te arriesgas, Rience —dijo con voz gélida—. Mucho te arriesgas mostrando en Nilfgaard
tu cara quemada. Incluso en forma de teleproyección mágica.
—¿Te has dado cuenta? Y Vilgefortz me garantizó que si no lo tocabas no ibas a adivinar que se
trataba de una ilusión.
Vattier guardó el estilete. No había adivinado en absoluto que fuera una ilusión. Pero ahora ya lo
sabía.
—Eres demasiado cobarde como para mostrar aquí tu propia persona, Rience —dijo—. Sabes muy
bien lo que te esperaría en ese caso.
—¿El emperador sigue estando tan enfadado conmigo? ¿Y con mi maestro Vilgefortz?
—Tu descaro me desarma.
—Al diablo, Vattier. Te aseguro que seguimos estando de vuestro lado, yo y Vilgefortz. Bueno, lo
reconozco, os engañamos, os dimos a la falsa Cirilla, pero fue de buena fe, que me ahorquen si miento.
Vilgefortz pensó que, dado que la verdadera había desaparecido, sería mejor una falsa que ninguna.
Pensábamos que os daba igual...
—Tu descaro ha dejado de desarmarme, ahora comienza a insultarme. No tengo intenciones de
perder el tiempo de cháchara con un espejismo que me insulta. Cuando te alcance por fin en tu verdadera
figura, conversaremos, y bastante tiempo, te lo prometo. Hasta entonces... Apage, Rience.
—No te reconozco, Vattier. En otros tiempos, aunque se te apareciera el propio diablo, antes del
exorcismo no hubieras omitido investigar si por casualidad no se podía sacar algo de él.
Vattier no le honró a la ilusión con una mirada, en vez de ello observó la carpa envuelta en algas,
que agitaba perezosamente el légamo del estanque.
—¿Sacar? —repitió por fin, inflando los labios en gesto de desprecio—. ¿De ti? ¿Y qué me podrás
dar? ¿A la verdadera Cirilla? ¿Puede que a tu patrón, Vilgefortz? ¿A Cahir aep Ceallach?
—¡Stop! —La ilusión de Rience alzó una ilusoria mano—. Lo has dicho.
—¿Qué he dicho?

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Cahir. Te daremos la cabeza de Cahir. Yo y mi maestro Vilgefortz...


—Apiádate, Rience —bufó Vattier—. Dale la vuelta a la sucesión.
—Como quieras. Vilgefortz, con mi modesta ayuda, os dará la cabeza de Cahir, hijo de Ceallach.
Sabemos dónde está, lo podemos agarrar en un pis pas, a voluntad.
—Si disponéis de tal posibilidad, venga, venga. ¿Tan buenos enchufes tenéis en el ejército de la
reina Meve?
—¿Me estás probando? —Rience frunció el ceño—. ¿O de verdad no lo sabes? Creo que esto
último. Cahir, mi querido vizconde, está... Nosotros sabemos dónde está. Sabemos adonde se dirige,
sabemos en compañía de quién. ¿Quieres su cabeza? La tendrás.
—Una cabeza —Vattier sonrió— que no va a poder contar lo que de verdad sucedió en Thanedd.
—Creo que será mejor así —dijo Rience con cinismo—. ¿Para qué dar a Cahir la posibilidad de
hablar? Nuestra tarea es aliviar y no profundizar las animosidades entre Vilgefortz y el emperador. Te
proporcionaré la cabeza callada de Cahir aep Ceallach. Lo arreglaremos de tal modo que parecerá un
mérito tuyo y solamente tuyo. Entrega en las próximas tres semanas.
La carpa prehistórica del estanque abanicaba el agua con las aletas caudales. El animal, pensó
Vattier, tiene que ser muy inteligente. Pero, ¿para qué tanta sabiduría? Todo el tiempo el mismo légamo y
los mismos nenúfares.
—¿Tu precio, Rience?
—Una cosilla de nada. ¿Dónde está Stefan Skellen y qué está tramando?
—Le dije lo que quería saber. —Vattier de Rideaux se estiró sobre los almohadones, mientras
jugueteaba con un rizo de los dorados cabellos de Carthia van Canten—. Ves, bonita, hay que ocuparse de
ciertos asuntos siempre con inteligencia. Y con inteligencia significa conformándose. Si se actúa de otra
manera, uno no tiene nada. Sólo agua podrida y légamo en el estanque. ¿Y qué más da si el estanque es de
mármol y está a tres pasos del palacio? ¿No tengo razón, bonita?
Carthia van Canten, llamada cariñosamente Cantarella, no respondió. Vattier tampoco esperaba
respuesta. La muchacha tenía dieciocho años y —para decirlo con delicadeza— no era precisamente un
genio. Sus intereses —por lo menos por el momento— se limitaban a hacer el amor con —por lo menos
por el momento— Vattier. En asuntos sexuales era Cantarella todo un talento natural que aunaba pasión y
compromiso con técnica y arte. Sin embargo, no era eso lo más importante.
Cantarella hablaba poco y raras veces, a cambio sabía escuchar con gusto. Con Cantarella podía uno
hablar lo que se quería, descansar, relajar la mente y regenerar la psiquis.
—En este servicio uno no puede más que esperarse reprimendas —dijo con énfasis Vattier—.
¡Porque no he encontrado a una tal Cirilla! ¿Y el que gracias al trabajo de mis hombres el ejército alcance
éxitos es poco? ¿Y el que el estado mayor conozca cada movimiento del enemigo no es nada? ¿Y poco el
que esa fortaleza que hubiéramos tenido que cercar durante semanas la abrieran mis agentes para los
ejércitos del imperio? Pero no, eso nadie lo alaba. ¡Lo que importa es una tal Cirilla!
Resoplando de rabia, Vattier de Rideaux tomó de las manos de Cantarella una copa llena del
estupendo Est Est de Toussaint, vino de una añada que recordaba los tiempos en que el emperador Emhyr
var Emreis era pequeño, apartado de los derechos al trono y un muchacho terriblemente herido, y Vattier
de Rideaux era un oficial del servicio secreto joven y sin importancia en la jerarquía.
Aquél fue un buen año. Para el vino.
Vattier dio un trago, jugueteó con los bien formados pechos de Cantarella y continuó narrando.
Cantarella sabía escuchar.
—Stefan Skellen, bonita —murmuró el jefe de los servicios secretos imperiales— es un
chanchullero y un conspirador. Pero yo voy a enterarme de lo que anda maquinando antes de que le
alcance Rience... Ya tengo allí a uno de los míos... Muy cerca de Skellen... Muy cerca...

56
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Cantarella desató el cinturón del batín de Vattier, se inclinó. Vattier percibió su respiración y gimió
adelantando el placer. Talento, pensó. Y luego los suaves y calientes roces de unos labios de terciopelo le
expulsaron de la cabeza todos los pensamientos.
Carthia van Canten despacito, hábilmente y con talento le proporcionó placer a Vattier de Rideaux,
jefe de los servicios secretos imperiales. No era en cualquier caso el único talento de Carthia. Pero Vattier
de Rideaux no tenía ni idea de ello.
No sabía que, pese a las apariencias, Carthia van Canten disponía de un memoria perfecta y de una
inteligencia aguda como una navaja.
Al día siguiente Carthia le transmitió a la hechicera Assir var Anahid todo lo que le había contado
Vattier, cada información, cada palabra que pronunciara junto a ella.
Sí, apuesto la cabeza a que en Nilfgaard ya todos habían olvidado a Cahir, incluyendo a su
prometida, si es que la tenía.
Pero de ello hablaremos más tarde; de momento retrocederemos hasta el día y el lugar por donde
vadeamos el Y oruga. Avanzábamos tan deprisa como era posible hacia el este: queríamos llegar a los
alrededores del Bosque Negro, llamado en la Vieja Lengua Caed Dhu. Allí habitaban los druidas que
serían capaces de pronosticar el lugar de permanencia de Ciri, quizá augurar tal lugar mediante los
extraños sueños que acosaban a Geralt. Cabalgábamos a través de los bosques de los Tras Ríos Altos,
llamados también los Ribazos Diestros, un país silvestre y casi despoblado situado entre el Yaruga y un
país situado al pie de los Montes de Amell llamado Los Taludes, que lindaba por el oriente con el valle
de Dol Angra y por el occidente con una llanura pantanosa de cuyo nombre no quiero acordarme.
Nunca nadie se había interesado en demasía por aquel país, así que tampoco se sabía a ciencia
cierta a quién en verdad pertenecía ni quién lo gobernaba. Algo de culpa de ello tenían los señores de
Temería, Sodden, Cintra y Rivia, quienes con diversos efectos habían considerado los Ribazos como
feudo de la propia corona y quienes en ocasiones habían probado a hacer valer sus razones a fuego y
espada. Y luego vinieron los ejércitos nilfgaardianos de detrás de los Montes de Amell y nadie más tuvo
nada que decir. Ni duda alguna sobre derechos feudales ni propiedad de la tierra. Todo lo que había al
sur del Yaruga pertenecía al imperio. En el momento en el que escribo estas palabras, también
pertenecen al imperio ya muchas leguas de tierras al norte del Yaruga. Por falta de informaciones más
concretas no sé cuántas ni lo lejos que están situadas hacia el norte.
Volviendo a los Tras Ríos, permíteme, querido lector, una digresión relacionada con los procesos
históricos: la historia de cierto territorio a menudo se crea y construye deforma un tanto casual, como un
producto colateral de fuerzas externas. La historia de un país dado a menudo es construida por quienes
no pertenecen a él. Los forasteros son, de este modo, causa; sin embargo, los efectos los padecen siempre
e inalterablemente los lugareños.
A los Tras Ríos tal ley les afectaba en toda su extensión.
Los Tras Ríos tenían su propia población, trasrrieros autóctonos. Aquellas continuas y duraderas
guerras y luchas los convirtieron en mendigos y los obligaron a emigrar. Las aldeas y los pueblos
ardieron, las ruinas de los jardines y los campos transformados en barbechos fueron devorados por el
bosque. El comercio se hundió, las caravanas evitaban las arruinadas sendas y carreteras. Aquellos
pocos de los trasrrieros que se quedaron se convirtieron en palurdos asilvestrados. De las raposas y de
los osos no se diferenciaban más que en que llevaban pantalones. Al menos algunos. Es decir: algunos
los llevaban y algunos se diferenciaban. Eran, en general, gentes ariscas, simples y ordinarias.
Y sin rastro alguno de sentido del humor.
La hija morena del colmenero se echó a la espalda la trenza que le estorbaba, volvió a hacer girar la
rueda con rabiosa energía. Los esfuerzos de Jaskier seguían resultando hueros, las palabras del poeta
parecía que no llegaban a la destinataria. Jaskier guiñó un ojo al resto de la compaña, fingió que suspiraba
y alzaba los ojos al techo. Pero no renunció.

57
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Dame —repitió, enseñando los dientes—. Dame, yo me lo daré vueltas, y tú baja al sótano a por
cerveza. Seguro que hay aquí algún escondrijo oculto y en el escondrijo un barrilete. ¿Me equivoco,
guapa?
—Ya podíais licenciar a la moza en paz, buen hombre —dijo con furia la colmenera, una mujer alta
y delgada de sorprendente belleza que andaba por la cocina—. Pos si ya sus dijo que no fabemos ni gota
cerveza.
—Y las veces que sus se ha dicho, hombre —apoyó el colmenero a su mujer al tiempo que
interrumpía la conversación con el brujo y el vampiro—. Sus vamos a facer unas tortas con mieles, y os
las trasegareis. ¡Mas dejar que la moza amuele tranquila la farina pos sin fariña ni una meiga pudiera
facer las tortas! Licenciaila y que reine la paz en la sala.
—¿Has oído, Jaskier? —gritó el brujo—. Suelta a la muchacha y ocúpate de algo útil. ¡0 escribe tus
memorias!
—Quiero beber. Me gustaría beber algo antes de comer. Tengo unas yerbas. Me voy a hacer una
infusión. Abuela, ¿hay en la choza agua hirviendo? Agua hirviendo, pregunto, ¿la hay?
Una viejecilla sentada junto al hogar, la madre del colmenero, levantó la vista de un calcetín que
andaba remendando.
—La hay, pajarillo, la hay —murmuró—. Sólo que fría.
Jaskier gimió, se sentó resignado a la mesa, donde la compaña platicaba con el colmenero, con el
que se habían encontrado temprano aquella mañana en el bosque. El colmenero era bajo, rechoncho,
moreno y terriblemente peludo, así que no asombraba el hecho de que, al surgir inesperadamente de la
espesura, les metiera a todos miedo en el cuerpo, puesto que le tomaron por un licántropo. Y para que
fuera todavía más gracioso, el que primero gritó «¡Lobisome, lobisome!» fue el vampiro Regis. Hubo un
pequeño alboroto, pero el asunto se aclaró pronto y el colmenero, aunque de apariencia palurda, resultó
ser hospitalario y amable. La cuadrilla aceptó su invitación sin ceremonias para ir a su posesión. Su
posesión, que en el argot de su profesión se llamaba «posada de colmenas», estaba situada en un claro
descepado, el colmenero vivía allí con su madre, su mujer y su hija. Las dos últimas eran mujeres de una
belleza poco común e incluso algo extraña, lo que era señal evidente de que entre sus antepasadas había
una dríada o una hamadríada.
Durante la conversación en la que se enzarzaron, el colmenero dio de inmediato la impresión de que
no se podía hablar con él más que de guanotas, amas, frezadas, posadas, ahumadas, ceras, mieles y
melazas, pero esto era sólo en apariencia.
—¿La pulítica? ¿Y qué va a pasar en la pulítica? Lo de costumbre. Ca vez hay que dar diezmos más
gordos. Tres urnas de mieles, y toa una monda de cera. Apenas respiro tengo pa dar abasto, de sol a sol en
la posada, aventó las arnas... ¿a quién pago la lezda? ¿Y no habrá alma caritativa que sepa darme razones
de quién nos gobierne? Últimamente usease aquestos fablaban la lengua nilfgaardiana. A lo visto sernos
agora provencia impirial o yo qué sé. Por la miel, caso que algo mercadee, con dineros impiríales me se
paga, dineros que tién la cara del impirador. Por la jeta éste se ve que es garboso anque más bien serio, se
ve al punto. Usease...
Ambos perros, el cano y el negro, se sentaron enfrente del vampiro, alzaron las cabezas y
comenzaron a aullar. La hamadríada colmenera se alejó del hogar y les atizó con la escoba.
—Mala señal es ésa —dijo el colmenero— cuando los perros otilan al pleno día. Usease... ¿De qué
tenía yo que platicar?
—De los druidas de Caed Dhu.
—¡Eh! ¿A modo que to no eran chacotas, caballeros? ¿En verdad querís ir ande los druidas? ¿Sus
habís cansao de la vida? Los muerdagueros agarran a to el que saventura por sus campos, lo amarran con
una soga de esparto y lo tuestan a fuego vivo.
Geralt miró a Regis, Regis le murmuró algo. Ambos conocían muy bien los rumores que corrían
sobre los druidas, todos, sin embargo, imaginarios. No obstante, Milva y Jaskier comenzaron a escuchar
con mayor interés que hasta entonces. Y con mayor preocupación.
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Los unos dicen —siguió el colmenero— que los muerdagueros ándanse vengando de que los
nilfgaardianos primo les dieran leña, metiéndose andel santo roble de por el Dol Angra y se liaron a
darles a los druidas sin mentar el porqué. Otros hay que dicen que los druidas fueron los que ampezaron
pos pillaron a unos impiriales y les dieron tormento fasta la muerte y que Nilfgaard así les paga con la
mesma moneda. Cuála la verdá de la güena sea, nadie sabe. Mas algo es seguro, los druidas agarran,
meten en la Moza de Esparto y queman. Ir onde ellos: la muerte cierta.
—Nosotros no tenemos miedo —dijo Geralt sereno.
—Cierto. —El colmenero midió con la mirada al brujo, a Milva y a Cahir, que justamente entonces
entraban a la choza después de haberse ocupado de los caballos—. Se ve que no sois gente cagona y más
bien duchos en armas. Je, con tales como vos no da canguelo viajar... usease... Mas no hay ya más
muerdagueros en los Bosques Negros, vanos son pues vuestro camino y vuestros trabajos. Los fechó dalla
Nilfgaard, los proscribió de Caed Dhu. Ya no están allí.
—¿Y eso?
—Pos eso. Fuyeron los muerdagueros.
—¿Y adonde?
El colmenero miró a su hamadríada, guardó un instante silencio.
—¿Adonde? —repitió el brujo.
El gato rayado del colmenero se sentó junto al vampiro y maulló penetrantemente. La hamadríada
lo echó a escobazos.
—Mala señá, cuando el gato malla en medio del día —masculló el colmenero, extrañamente
turbado—. Y los druidas... Usease... Fuyeron hacia Los Taludes. Sí. Bien digo. A Los Taludes.
—Unas buenas sesenta millas al sur —calculó Jaskier con voz suelta y hasta alegre. Pero se calló de
inmediato ante la mirada del brujo.
En el silencio que siguió sólo se pudieron escuchar los maullidos de mal agüero del gato, al que se
había expulsado a la calle.
—Al fin y al cabo —habló el vampiro—, ¿qué diferencia hay?
La mañana siguiente trajo nuevas sorpresas. Y un enigma que sin embargo halló pronta respuesta.
—Que me se lleven los diablos —dijo Milva, quien fue la primera en arrastrarse del lecho, despierta
por el barullo—. Que me cuelguen. Mira eso, Geralt.
El claro estaba lleno de gente. Al primer vistazo daba la sensación que se habían juntado gente de
cinco o seis posadas de colmenas. El ojo experto del brujo distinguió entre la multitud a algunos
tramperos y por lo menos un peguero. El grupo en conjunto había de calcularse en unos doce varones,
diez hembras, una decena de mozuelos de ambos sexos y otros tantos niños pequeños. Como
impedimenta el grupo llevaba seis carros, doce bueyes, diez vacas y cuatro cabras, bastantes ovejas y
también no pocos perros y gatos, cuyos ladridos y maullidos había que considerar en tales ocasiones
como un mal augurio.
—Me pregunto —Cahir se restregó los ojos— qué puede significar esto.
—Problemas —dijo Jaskier, al tiempo que se quitaba la paja de los cabellos. Regis guardaba
silencio, pero tenía una mueca extraña.
—Almorcen vuesas mercedes —dijo su amigo el colmenero, acercándose al vivaque en compañía
de un hombre de bastantes espaldas—. El almorzó está ya dispuesto. Gachas de leche. Y miel... Y
dejarme que sus presente: Jan Cronin, estarosta de los colmeneros...
—Encantado —mintió el brujo, sin responder a la reverencia, también porque le dolía rabiosamente
la rodilla—. Y esta banda, ¿de dónde ha salido?
—Usease... —El colmenero se rascó la sien—. Veréis, corre el invierno... Las decurias ya están
amjambradas, los bujeros fechos... Hora es ya de volver a Los Taludes, a Riedbrune... Preparar las mieles,
invernar... Mas el monte es peligroso... Solos...

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

El estarosta de los colmeneros carraspeó. El colmenero vio la mueca de Geralt y como que se
encogió un tanto.
—Vos sois gente armada y a caballo —jadeó—. Aguerridos y valientes, se ve al punto. Con tales
como vos no hay miedo de viajar... Y también a vos sus vendrá de perilla... Nosotros conocemos ca
vereda, ca sendero, ca carril y ca trocha... Y os alementaremos...
—Y los druidas —dijo Cahir con voz fría— se fueron de Caed Dhu. Precisamente a Los Taludes.
Vaya una extraordinaria coincidencia.
Geralt se acercó despacio al colmenero. Lo agarró con las dos manos del jubón, a la altura del
pecho. Pero al cabo de un instante se lo pensó mejor, lo soltó, le alisó la ropa. No dijo nada. No preguntó
nada. Pero el colmenero de todos modos se apresuró a explicarse.
—¡La verdad dijera! ¡Lo juro! ¡Que me trague la tierra si mintiera! ¡Los muerdagueros se fueron de
Caed Dhu! ¡Ya no andan allí!
—Y están en Los Taludes, ¿no? —gritó Geralt—. ¿Adonde tiene que ir toda vuestra chusma?
¿Adonde os queréis organizar una escolta armada? Habla, hombre. ¡Pero ten cuidado porque la tierra está
de verdad a punto de hundirse!
El colmenero bajó la vista y miró con desasosiego el suelo bajo sus pies. Geralt guardaba un
significativo silencio. Milva, entendiendo por fin lo que estaba pasando, lanzó una horrible blasfemia.
Cahir bufó despectivamente.
—¿Y? —le apremió el brujo—. ¿Adonde se han ido los druidas?
—¿Y quién, señor, lo ha de saber? —barboteó por fin el colmenero—. Mas pudiera ser que a Los
Taludes. Tan buen lugar como cualquiera otro. Adempero grande número de robles se crían en Los
Taludes y los druidas gozan del gobierno sobre los robles...
Detrás del colmenero estaban de pie ahora, aparte de Cronin, el estarosta, ambas hamadríadas,
madre e hija. Menos mal que la hija ha salido a la madre y no al padre, pensó maquinalmente el brujo, el
colmenero pega con la mujer como el culo con las témporas. Detrás de las hamadríadas, observó, había
todavía unas cuantas mujeres, bastante menos hermosas pero con parecido ruego en la mirada.
Miró a Regis sin saber si reírse o maldecir. El vampiro se encogió de hombros.
—Para empezar —dijo—, el colmenero tiene razón, Geralt. Al fin y al cabo es muy probable que
los druidas hayan ido a Los Taludes. En verdad es un terreno muy adecuado para ellos.
—¿La tal probabilidad es, en tu opinión —la mirada del brujo era muy, muy fría—, lo
suficientemente grande como para cambiar de dirección y seguir a ciegas con éstos de aquí?
Regis volvió a encogerse de hombros.
—¿Y qué más da? Reflexiona. Los druidas no están en Caed Dhu, por lo que esa dirección ha de ser
excluida. Volver al Yaruga, por lo que me imagino, no puede ser objeto de debate. Así que todas las
restantes direcciones son igualmente buenas.
—¿De verdad? —La temperatura de la voz del brujo era similar a la temperatura de su mirada—.
¿Y de todas las restantes, cuál, en tu opinión, sería la más indicada? ¿Ésta junto a los colmeneros? ¿O la
dirección completamente contraria? ¿Puedes definirlo en tu sabiduría sin límites?
El vampiro se dio la vuelta en dirección al colmenero, el estarosta de los colmeneros, las
hamadríadas y las otras mujeres.
—¿Y qué es lo que tanto teméis, buenas gentes —preguntó serio—, que andáis buscando escolta?
¿Qué es lo que os produce tanto miedo? Hablad con sinceridad.
—Oy, señor mío —gimió Jan Cronin, y en sus ojos apareció el miedo más auténtico—. ¡Y aún
preguntáis...! ¡La senda nuestra ha de descurrir por los Dólmenes Calados! ¡Y allá, señor, es jorrible!
Allá, señor, hay brucolacos, portahojas, endriagos, inogis y muchas más porquerías de ésas! No más face
dos semanas que al mío yerno lo agarró una silvia en tal modo que el yerno na más que a gañir alcanzó y
adiós muy buenas. ¿Os asombra por tanto que andemos cagaos con tanta moza y tanto crío? ¿Eh?

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

El vampiro miró al brujo, tenía el rostro muy serio.


—Mi sabiduría sin límites —dijo— me recomienda señalar la dirección que es más indicada para un
brujo.
Asi que nos pusimos en marcha hacia el sur, hacia Los Taludes, país situado en las laderas de los
Montes de Amell. Avanzábamos en una bandada enorme en la que de todo había: jóvenes mozas,
colmeneros, tramperos, mujeres, niños, jóvenes mozas, avíos de casa y casera parafernalia, jóvenes mozas.
Y un montón, de puñetera miel Todo estaba pegajoso de la miel de los cojones, hasta las mozas.
La columna avanzaba a la velocidad de los pies y los carros, aunque el tempo de la marcha no decayó
porque no nos equivocamos sino que progresábamos como por una cuerda: los colmeneros conocían el
camino, las trochas y veredas entre los lagos. Y bien que vino aquella conocencia, ya lo creo que vino bien,
porque comenzó a molliznar y de pronto todo aquel maldito país de los Tras Ríos se hundió en una niebla
gruesa como la nata. Sin los colmeneros nos hubiéramos perdido sin remedio o nos hubiéramos hundido allá
en los pantanos. No tuvimos tampoco que perder tiempo ni energía en buscar ni preparar las provisiones: se
nos alimentaba tres veces al día, hasta hartarnos, aunque no fueran muy rebuscadas las viandas. Y se nos
permitía tras la comida tumbarnos un ratillo con la tripa mirando al cielo.
En pocas palabras, era maravilloso. Hasta el brujo, aquel viejo tristón y aburrido, comenzó a sonreír
más a menudo y a alegrarse de la vida porque calculó que íbamos haciendo unas quince millas diarias y,
desde que salimos de Brokilón, ni una vez habíamos podido realizar tal proeza. El brujo no tenía trabajo,
porque aunque los Dólmenes Calados estaban tan calados que era difícil imaginarse algo más calado,
monstruo alguno no nos topamos. Oh, los fantasmas aullaban un poco por las noches, resonaban los llantos
de las silvias y bailaban los fuegos fatuos en las ciénagas. Nada sensacional.
Un poquillo, es cierto, nos desasosegaba el que otra vez íbamos en una dirección elegida más bien al
azar y otra vez sin un objetivo bien preciso. Pero, como expresó el vampiro Regis, mejor ir hacia delante sin
objetivo que sin objetivo quedarse en el mismo sitio, y con toda seguridad infinitamente mejor que
retroceder sin objetivo.
—¡Jaskier! ¡Amarra bien ese tubo tuyo! ¡Sería una pena que el medio siglo de poesía se desatara y se
perdiera entre los juncos!
—¡No hay que temer! No se perderá, podéis estar seguros. ¡Y no dejaré que me lo arrebaten! Todo
aquél que quiera arrebatarme el tubo tendrá que pasar primero por encima de mi frío cadáver. ¿Se puede
saber, Geralt, qué es lo que provoca tu sonrisa perlada? Permite que lo adivine... ¿Tu cretinismo de
nacimiento?
Sucedió así que un equipo de arqueólogos de la Universidad de Castell Graupian, que realizaban
excavaciones en Beauclair, halló bajo una capa de carbón de leña, lo que indicaba un fuego enorme, una
capa todavía más antigua, datada en el siglo XIII. En aquella capa desenterraron una caverna creada por
restos de muros y rellena de barro y roca caliza y, dentro de ella, para grande excitación de los científicos,
descubrieron dos esqueletos humanos perfectamente conservados: un hombre y una mujer. Junto a los
esqueletos —aparte de las armas y una incontable cifra de otros pequeños artefactos— encontraron un
tubo de treinta pulgadas realizado en piel endurecida. Sobre la piel estaba grabado un escudo de
desvaídos colores que mostraba un león y un rombo. El director del equipo, el profesor Schliemann,
famoso especialista en sigilografía de los Siglos Oscuros, identificó aquel escudo como las armas de
Rivia, un reino prehistórico de localización indeterminada.
La excitación de los arqueólogos alcanzó su punto álgido, puesto que en tales tubos en los Siglos
Oscuros solían conservarse manuscritos, y el peso del recipiente permitía sospechar que en el interior
había bastantes papeles o pergaminos. El estupendo estado del tubo permitía albergar la esperanza de que
los documentos serían legibles y arrojarían algo de luz al pasado sumido en las tinieblas. ¡Habrían de
hablar los siglos! Era aquél un increíble regalo del destino, una victoria de la ciencia, que no hubiera
estado bien destruir. A toda prisa se llamó a Castell Graupian a lingüistas y estudiosos de las lenguas
muertas y también a especialistas que supieran abrir el tubo sin el mínimo riesgo de que se deteriorara su
precioso contenido.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Entre los miembros del equipo del profesor Schliemann se extendieron en aquel momento rumores
acerca de un «tesoro». Quiso la mala suerte que tal palabra llegara a los oídos de tres personajes
contratados para trabajos de zapa conocidos como Zdyb, Cap y Kamil Ronstetter. Convencidos de que el
tubo estaba literalmente relleno de oro y joyas, los tres mencionados zapadores se agenciaron por la
noche el inestimable artefacto y huyeron con él hacia el bosque. Allí prendieron un pequeño fuego y se
sentaron a su alrededor.
—¿A qué ezperaz? —dijo Cap a Zdyb—. ¡Abre er puto tubo!
—No ze deha, el cabrón —se quejó Zdyb a Cap—. ¡Cómo ze zuheta el hihodeputa!
—¡Poz dale con loz zapatoz, al hodido hihodeputa!
La tapadera del inestimable hallazgo cedió bajo los tacones de Zdyb y su contenido cayó al suelo.
—¡Poz vaya una putada puta! —gritó Cap asombrado—. ¿Y ezto qué ez?
La pregunta era más bien tonta, porque al primer golpe de vista se veía que eran unas resmas de
papel. Por eso, Zdyb, en vez de responder, cogió uno de los pliegos con la mano y se lo acercó a la nariz.
Durante un largo instante contempló aquellos símbolos de extraño aspecto.
—Eztá ezcrito —afirmó por fin con autoridad—. ¡Ezto zon letraz!
—¿Letraz? —aulló Kamil Ronstetter, palideciendo de miedo—. ¿Letraz ezcritaz? ¡Oh, puta putada!
—¡Letraz ezcritaz quié decir que zon bruheríaz! —balbució Cap, con los dientes tintineándole de
miedo—. ¡Laz letraz dan mar de oho! ¡No le toqueh, la puta putada de zu puta mare! ¡Que te puez
contagia!
Zbyd no dejó que lo repitiera dos veces, tiró el pliego de papel al fuego y se limpió nerviosamente
la mano temblorosa al pantalón. Kamil Ronstetter, de una patada, lanzó el resto de papeles al fuego, al fin
y al cabo, cualquier niño podía toparse con aquella guarrería. Luego el trío calaveras se alejó a toda prisa
de aquel lugar.
Aquel inestimable monumento de la literatura de los Siglos Oscuros ardió con una llama clara y
alta. Durante algunos instantes los siglos hablaron con el suave susurro del papel ennegreciéndose en el
fuego. Y luego las llamas se apagaron y una oscuridad impenetrable cubrió la tierra.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Capítulo cuarto
Houvenaghel, Bominik Bombastus, *1239, se enriqueció en Ebbing comerciando a gran escala y se
asentó en Nilfgaard. Estimado por los anteriores emperadores, fue nombrado burgrave y alcabalero de la
sal venedaciano durante el gobierno del emperador Jan Calveit, y en recompensa por los servicios prestados
se le concedió la estarostía de Neweugen. Fiel consejero del emperador, gozaba H. de sus favores y tomó
parte en cuantiosos asuntos públicos. fl301. Estando aún en Ebbing, H. llevó a cabo una amplia actividad
caritativa, apoyando a los desposeídas y necesitados, fundó orfanatos, hospitales y hospicios, aportó a
ellos sumas no escasas. Gran amante de las bellas artes y los deportes, fundó en la capital un teatro cómico
y un estadio, los cuales ambos llevaban su nombre. Se le considera como modelo proverbial de honradez,
rectitud y decencia de mercader.
Effenberg y Talbot, Encyclopaedia Máxima Mundi, tomo VII

—¿Nombre y apellido de la testigo?


—Selborne, Kenna. Es decir, perdón: Joanna.
—¿Profesión?
—Prestación de diversos servicios.
—¿Se permite la testigo hacer bromas? ¡Se le recuerda a la testigo que se halla ante un tribunal
imperial en un proceso por traición al estado! ¡De la declaración de la testigo depende la vida de muchas
personas, dado que la pena por traición es la muerte! Se le recuerda a la testigo que ella misma no está ante
el tribunal de propia voluntad, sino que ha sido traída desde la ciudadela, de un lugar de reclusión, y el que
vuelva allá o salga en libertad depende entre otras cosas de sus declaraciones. El tribunal se ha permitido
esta larga diatriba para hacer ver a la testigo cuan poco adecuados son en esta sala los sainetes y los
hocicos. No es que sólo sean poco agradables, sino que también les amenazan consecuencias muy graves.
A la testigo se le da medio minuto para pensarse lo dicho. Después de ello el tribunal repetirá la pregunta.
—Ya, señor juez.
—Diríjase a nos como «noble tribunal». ¿Profesión de la testigo?
—Soy sentidora, noble tribunal. Más sobre todo acostumbro a estar al servicio de los secretas de su
majestad imperial, o sea...
—Por favor, denos respuestas cortas y concretas. Si el tribunal desea aclaraciones de mayor calado
ya las pedirá él mismo. El tribunal está al tanto del hecho de la colaboración de la testigo con los servicios
secretos imperiales. Pero para el protocolo proceda a explicar lo que significa la expresión «sentidora»
que la testigo ha usado para referirse a su profesión.
—Poseo un pe-pe-es puro, o sea, psi de primer tipo, sin posibilidad de psiquin. Dicho sea más a lo
concreto, puedo hacer tales cosas: ascudriñar pensamientos ajenos, platicar de lejos con hechiceros, elfos
u otra sentidora. Y despachar órdenes con la mente. Oseasé, forzar a alguno a hacer lo que me venga en
gana. Puedo también hacer precog, pero sólo dormida.
—Pido que conste en acta que la testigo Joanna Selborne es psiónica, posee la capacidad de
percepción extrasensorial. Es telépata y teleémpata, con la capacidad de precognición bajo hipnosis pero
no tiene capacidades telequinéticas. Se le recuerda a la testigo que el uso de la magia y las fuerzas
extrasensoriales está completamente prohibido en esta sala. Continuemos el interrogatorio. ¿Cuándo,
dónde y en qué circunstancias tuvo la testigo contacto con el asunto de Cirilla, la princesa de Cintra?
—De que era no sé qué Cirilla sólo me enteré en la trena... O sea, en el lugar de reclusión, alteza
tribunal. Durante la investigación. Entonces me hicieron caer al cabo que se trataba de la misma que
llamaban Falka o Cintriana. Y las circunstancias fueron tales que tengo que desembucharlas, para que

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

esté todo claro, se entiende. Fue así: me entró en la taberna de Etolia Dacre Silifant, oh, ése, el que está
allá sentado...
—Pido que conste en acta que la testigo Joanna Selborne ha señalado al acusado Silifant sin serle
requerido. Continúe.
—Dacre, alteza tribunal, andaba reclutando a una cuadrilla... O sea, un destacamento armado.
Todos mozos y mozas de armas tomar... Dufficey Kriel, Neratin Ceka, Chloe Stitz, Andrés Fyel, Til
Echrade... Todos han muerto, señor tribunal... Y de los que sobrevivieron, la mayor parte están aquí
sentados, eh, bajo guardia...
—Por favor, diga cuándo exactamente la testigo conoció al acusado Silifant.
—El año pasado fue, en el mes de agosto, hacia el final del mes, no me acuerdo bien. En cualquier
caso, no fue en septiembre, porque septiembre se me quedó bien grabadito en la memoria. Dacre, que no
sé dónde había oído hablar de mí, dijo que le hacía falta para la cuadrilla una sentidora, pero una que no
tuviera canguelo de los hechiceros, pues habría que vérselas con ellos. El trabajo, dijo, es para el
emperador y el imperio, y a más, bien pagado, y el mando de la cuadrilla lo tomaría el propio Antillo y
neutro.
—¿Al hablar del Antillo se refiere la testigo a Stefan Skellen, coronel imperial?
—¡A él me refiero, y cómo!
—Pido que conste en acta. ¿Cuándo y dónde se encontró la testigo con el coronel Skellen?
—Ya en septiembre, el catorce, en el fuerte de Rocayne. Rocayne, alteza tribunal, es una estación
fronteriza que guarda la ruta de mercaderes que conduce de Maecht a Ebbing, Geso y Metinna. Allá,
justamente, llevó nuestra cuadrilla Dacre Silifant, con quince caballos. Así que éramos todos veinte y dos,
puesto que el resto ya estaban listos y a la espera en Rocayne, comandados por Ola Harsheim y Bert
Brigden.
El suelo de madera resonó bajo las pesadas botas, las espuelas tintinearon, entrechocaron las
hebillas.
—¡Hola, don Stefan!
Autillo no sólo no se levantó, sino que ni siquiera bajó los pies de la mesa. Tan sólo agitó la mano,
en un gesto muy señorial.
—Por fin —dijo en tono acre—. Mucho nos has hecho esperarte, Silifant.
—¿Mucho? —sonrió Dacre Silifant—. ¡Qué donaire! Me disteis, don Stefan, cuatro semanas para
que os juntara y trajera hasta vos a una tropa de los más mejores hampones que el imperio ha dado con
diferencia. ¡Para que os trajera una cuadrilla para la que reuniría en un año sería poco! Y yo me las
compuse en veintidós días. Se merece un cumplido, ¿no?
—Guardaremos los cumplidos —repuso frío Skellen— hasta que vea a vuestra cuadrilla.
—Pues ya mismo. Éstos son mis tenientes y ahora vuestros, don Stefan: Neratin Ceka y Dufficey
Kriel.
—Vamos, vamos. —Antillo por fin se decidió a levantarse, se levantaron también sus adjuntos—.
Señores, os presento a Bert Brigden, Ola Harsheim...
—Nosotros ya nos conocemos. —Dacre Silifant apretó con fuerza la derecha de Ola Harsheim—.
Aplastamos la rebelión de Nazair junto con el viejo Braibant. ¡Vaya un donaire fue aquello, eh, Ola! ¡Ah,
donaire! ¡Más arriba de las cuartillas les llegaba la sangre a los caballos! Y el señor Brigden, si no yerro,
es de Gemmer. ¿De los Pacificadores? ¡Ah, encontrará conocencias en el destacamento! Tengo unos
cuantos Pacificadores allá.
—Ardo en deseos de verlo —cortó Antillo—. ¿Podemos ir?
—Un momentillo —dijo Dacre—. Neratin, ve y pon a los hermanos en su sitio, para que a los ojos
del noble coronel se vean donosos.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¿Éste o ésta, Neratin Ceka? —Antillo entrecerró los ojos, mirando cómo se iba el oficial—. ¿Es
macho o hembra?
—Señor Skellen. —Dacre Silifant carraspeó, pero cuando habló tenía la voz firme y la mirada
fría—. Yo eso no lo sé de seguro. Parece ser un hombre, mas certidumbre de ello no tengo. A cambio
albergo la certeza de que Neratin Ceka es un oficial. Aquello que juzgasteis conveniente preguntar,
alcance tendría si yo abrigara intenciones de pedir su mano. Y no las abrigo. Por lo que colijo, vos
tampoco.
—Tienes razón —reconoció Skellen tras pensarlo un instante—. No hay más que hablar. Vamos a
ver esa tu mesnada, Silifant.
Neratin Ceka, personaje de sexo indefinido, no había perdido el tiempo. Cuando Skellen y los
oficiales salieron al patio del fuerte, el destacamento estaba listo para pasar revista, formando una línea de
tal modo que la testa de ningún caballo sobresaliera más de una cuarta. Antillo tosió, satisfecho. No es
una mala banda, pensó. Eh, si no fuera por la política, agarraría a esta cuadrilla y me iría a la frontera, a
robar, violar, matar y quemar... Otra vez uno se sentiría joven... ¡Ay, si no fuera por la política!
—Bueno, ¿y qué tal, don Stefan? —preguntó Dacre Silifant, ruborizándose con una excitación
contenida—. ¿Cómo los puntuáis a estos mis donosos gavilancillos?
Antillo paseó la mirada de un rostro al otro, de una silueta a la otra. A alguno lo conocía
personalmente, mejor o peor. A otros a los que reconoció los conocía de oídas. Por su reputación.
Til Echrade, un elfo rubio, batidor de los Pacificadores gemmerianos. Rispat La Pointe, maestro de
guardias de esa misma formación. Y otro gemmeriano: Cyprian Fripp el Joven. Skellen había estado
presente en la ejecución de El Viejo. Ambos hermanos eran famosos por su inclinaciones sádicas.
Más allá, inclinada libremente en la silla de su yegua pía, estaba Chloe Stitz, ladrona, a veces
contratada y usada por los servicios secretos. La mirada de Antillo huyó rauda de sus ojos descarados y
sonrisa malvada.
Andrés Fyel, un norteño de Redania, un carnicero. Stigward, pirata, renegado de Skeilige. Dede
Vargas, procedente del diablo sabe dónde, asesino profesional. Kabernik Turent, asesino por gusto.
Y otros. Parecidos. Todos ellos se parecen, pensó Skellen. Una hermandad, una cofradía en la que
después de matar a las primeras cinco personas todos se hacían iguales. Los mismos gestos, los mismos
movimientos, la misma forma de hablar, de moverse y vestirse.
Los mismos ojos. Impasibles y fríos, planos e inmóviles como los de una culebra, unos ojos cuya
expresión nada, ni siquiera lo más horrible, es capaz de cambiar.
—¿Y qué? ¿Don Stefan?
—No está mal. No es mala cuadrilla, Silifant.
Dacre todavía enrojeció más, saludó en gemmeriano, con el puño apretado contra el yelmo.
—Deseaba especialmente —le recordó Skellen— algunos a los que la magia no les sea ajena. Que
no teman ni a los hechizos ni a los hechiceros.
—No lo olvidé. ¡Al cabo está Til Echrade! Y aparte dello, ah, esa alta moza de la donosa castaña,
junto a Chloe Stitz.
—Luego me llevarás ante ella.
Antillo se apoyó en la balaustrada, golpeó en ella con la punta roma del guincho.
—¡Presente, compañía!
—¡Presente, señor coronel!
—Muchos de vosotros —siguió Skellen cuando se apagó el eco del grito coral de la banda— habéis
trabajado ya conmigo, me conocéis y también mis exigencias. Aclaradles a los que no me conozcan qué
es lo que espero de los subordinados, y qué es lo que no tolero a los subordinados. Yo no me voy a cansar
la lengua en balde.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

»Hoy mismo algunos de vosotros recibiréis vuestra tarea y mañana al alba os iréis para realizarla.
Al territorio de Ebbing. Os recuerdo que Ebbing es un reino autónomo y formalmente no tenemos
jurisdicción alguna allí, así que actuad razonable y discretamente. Estáis al servicio del emperador, pero
os prohibo alardear de ello, chulear y tratar con arrogancia a los representantes locales de la autoridad.
Ordeno que os comportéis de modo que no llaméis la atención de nadie. ¿Está claro?
—¡Sí, señor coronel!
—Aquí, en Rocayne, sois invitados y tenéis que comportaros como invitados. Os prohibo salir de
los cuarteles asignados sin necesidad. Os prohibo el contacto con la tropa del fuerte. Al fin y al cabo, ya
inventarán algo los oficiales para que no os muráis de aburrimiento. Señor Harshim, señor Brigden,
¡acuartelad el destacamento!
—Al punto que acerté a bajarme de la jaca, noble tribunal, y Dacre que me agarra de las mangas. El
señor Skellen, chirló, quiere conversar contigo, Kenna. Y qué le íbamos a hacer. Pues vamos. Antillo está
a la mesa, los pies encima, se arrasca con el guincho las cañas de las botas. Y ni corto ni pezeroso, va y
me pregunta si yo sea la Joanna Selborne liada en la desaparición del barco Estrella del Sur. Y yo a esto,
que no se me pudo probar na. Y él que se ríe: «Me gustan aquéllos a los que no se les puede probar
nada», dice. Luego preguntó si el talento de pe-pe-es, o sea la sentición, lo tengo de nacimiento. Cuando
lo confirmé, se ensombreció y soltó: «Pensaba que ese tu talento me iba a ser de utilidad con los
hechiceros, mas primero habrá de servirme para otro personaje, no menos enigmático».
—¿Está segura la testigo de que el coronel Skellen utilizó precisamente esas palabras?
—Segura. Soy una sentidora.
—Continúe.
—Entonces nos interrumpió la conversación un mensajero, polvoriento, se veía que no le había
ahorrado na al caballo. Nuevas tenía urgentes para Antillo, y Dacre Silifant, cuando salimos del cuartel,
habló que se golía que este mensajero y sus nuevas nos iban a subir a las sillas antes de la retreta. Y razón
había, noble tribunal. Antes que nadie pensara en la colación ya estaba la mitad de la cuadrilla a caballo.
A mí se me cuadró, cogieron a Til Echrade, el elfo. Me regocijé de ello, pues en aquellos días de camino
se me había escoció el culo que te pasas... Y cabalmente y para colmo de males me había venido la
regla...
—Absténgase la testigo de descripciones pintorescas de las propias funciones corporales. Y
aténgase al tema. ¿Cuándo se enteró la testigo de quién era el tal «personaje enigmático» del que habló el
coronel Skellen?
—Agora lo diré, ¡mas dejad que haya algún orden pues todo se lía tal que no hay quien lo deslíe!
Los que entonces, antes de la cena, amontaron tan apriesa a los caballos, galoparon de Rocayne hasta
Malhoun. Y trajeron de allá no sé qué pipiolo...
Nycklar estaba enfadado consigo mismo. Tanto, que le daban ganas de llorar.
¡Si hubiera recordado las advertencias que le impartieran personas de buen juicio! ¡Si hubiera
recordado los proverbios o siquiera aquel cuenteci11o de la corneja que no sabía tener el pico cerrado! ¡Si
hubiera arreglado sus asuntos y vuelto a casa, a Los Celos! ¡Pero no! Excitado por la aventura, orgulloso
por poseer un caballo de silla, sintiendo en la talega el agradable peso de las monedas, Nycklar no evitó
hacer alardes. En vez de volver desde Claremont directamente hasta Los Celos, se fue a Malhoun, donde
tenía numerosos conocidos, entre ellos unas cuantas mozas a las que les hacía la corte. En Malhoun
anduvo haciendo pompa como un pavo, alborotó, bollició, trotó con el caballo por la plaza, hizo cola en la
taberna, arrojando el dinero al mostrador con gesto, si no de príncipe de pura sangre, al menos de conde.
Y contó cosas.
Contó lo que había pasado cuatro días antes en Los Celos. Contó, cambiando su versión una y otra
vez, añadiendo, fabulando, mintiendo en definitiva a todas luces, lo que en absoluto molestaba a los
oyentes. Los parroquianos de la taberna, locales y forasteros, escuchaban con gusto. Y Nycklar contaba
fingiendo estar bien informado. Y cada vez más a menudo iba poniendo a su propia persona en el centro
de los hechos imaginados.
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Ya la tercera tarde su lengua le trajo problemas.


Al ver a los individuos que entraron a la taberna cayó un silencio de tumba. En aquel silencio, el
tintineo de las espuelas, el entrechocar de los avíos metálicos, el chirrido de las armas resonaron como
una campana de mal agüero que anunciaba la desgracia desde la torre del campanario.
A Nycklar no le dieron ni siquiera la oportunidad de jugar a los héroes. Le agarraron y sacaron de la
taberna tan rápido que no acertó a tocar el suelo con sus tacones ni tres veces. Los conocidos que todavía
el día anterior, mientras bebían a su costa, habían jurado amistad eterna, ahora metían la cabeza bajo las
mesas en silencio como si allí, debajo, sucedieran no sé qué milagros o bailaran mujeres desnudas.
Incluso el ayudante del sheriff, que estaba presente, se dio la vuelta, miró a la pared y no pió ni palabra.
Nycklar tampoco pió ni palabra, no preguntó quién, qué ni por qué. El miedo le había cambiado la
lengua por una estaca seca y tiesa.
Lo subieron al caballo, le ordenaron ponerse en marcha. Unas horas. Luego hubo un fuerte con
empalizada y torre. Un patio lleno de soldadesca arrogante, ruidosa y breada de armas. Y una caseta. En
la caseta, tres personas. El jefe y dos subjefes, se veía enseguida. El jefe, no muy grande, moreno,
ricamente vestido, se mantenía estático al hablar, y era sorprendentemente amable. A Nycklar hasta se le
abrió la boca cuando escuchó que se disculpaba por los problemas e incomodidades causados y le
aseguraba que no le iba a pasar nada. Pero no se dejó engañar. Aquellas gentes le recordaban demasiado a
Bonhart.
La asociación de ideas resultó muy acertada. Precisamente les interesaba Bonhart. Nycklar podía
habérselo esperado. Pues su propia lengua le había metido en aquellas tarapatas.
Al requerirle, comenzó a contarlo. Le advirtieron que dijera la verdad, que no lo coloreara. Le
advirtieron con cortesía, pero con sequedad y vigor. Y el que se lo advirtió, el ricamente vestido, estaba
jugueteando todo el tiempo con un puñal agudo, y tenía los ojos tétricos y malvados.
Nycklar, hijo del enterrador de Los Celos, contó la verdad. Toda la verdad y nada más que la
verdad. Contó cómo el día nueve de septiembre, en el pueblo de Los Celos, Bonhart, cazador de
recompensas, les sacó las tripas a la banda de los Ratas, perdonándole la vida sólo a una de las
bandoleras, la más joven, a la que llamaban Falka. Contó cómo toda la villa acudió apresurada para
contemplar cómo Bonhart iba a destriparla y castigarla, pero se les chafó la fiesta a las gentes del pueblo,
pues Bonhart, qué extraño, no la mató y ni siquiera la torturó. No le hizo más de lo que todo varón común
y corriente le hace a su parienta el sábado por la noche al volver de la taberna, la pateó, la atizó algunas
veces en los morros, y nada más.
El hombre ricamente vestido que jugaba con el puñal guardaba silencio, y Nycklar contó cómo
después Bonhart, ante los ojos de Falka, les cortó la cabeza a los Ratas muertos y cómo arrancó de
aquellas cabezas, igual que si fueran las guindas de una tarta, los pendientes de piedras preciosas. Y cómo
Falka, al ver esto, gritó y vomitó sujeta como estaba al atadero de caballos.
Contó cómo luego Bonhart le echó un collar al cuello a Falka, como a una perra, y cómo la arrastró
de ese collar hasta la posada de La Cabeza de la Quimera. Y luego...
—Y luego —dijo el mozo, lamiéndose los labios cada dos por tres—, su merced el señor Bonhart
cerveza pidiera, pues sudaba como un cocho y tenía la garganta seca. Y luego se puso a bramar que tenía
el capricho de regalarle a alguien un buen caballo y cinco buenos florines, contantes y sonantes. Talmente
así habló, con estas mismas palabras. Yo me ofrecí al punto, sin esperar que alguno se me aventajara, ya
que mucho quería haber caballo y algunos duros propios. Padre no suelta nada, se bebe todo lo que se
embolsa con los ataúles. Así que me presento y pregunto que qué caballo sea ése, seguro que alguno de
los Ratas, ¿me lo da vuecencia? Y su señoría don Bonhart me miró hasta que me se pasaron los
temblequeos y va y habla que darme puede a lo más una pata en el culo, pues para otras cosas hay que
batirse el cobre. ¿Qué había que hacer? La yeguada al pie de la cerca, pues los caballos de los Ratas
estaban en el atadero, eran como en el dicho, ciertamente, en particular la mora de Falka, jaca de rara
fermosura. Pos eso, que me genuflexiono y pregunto qué sea lo que haya de hacer pa ganárselo. Y el don
Bonhart, que ir hasta Claremont, pasando de camino por Fano. En el caballo que yo mismo tríe. Se ve que

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

vio cómo se me iba el ojo a la yegua mora aquélla, mas justo aquélla me prohibió tomar. Pos entonces me
trié una jaca castaña con calva blanca...
—Menos sobre máscaras de caballos —le advirtió Stefan Skellen con sequedad— y más sobre los
hechos. Habla, ¿qué te encargó Bonhart?
—Su merced el señor Bonhart escribió un escrito, mandó esconderlo bien. Ordenó ir a Fano y a
Claremont, y dar en mano a las personas señaladas los escritos.
—¿Unas cartas? ¿Y qué había en ellas?
—¿Y cómo habré de saberlo, poderoso caballero? En leer no soy muy presto y a más las cartas iban
selladas con el sello del señor Bonhart.
—Pero, ¿te acuerdas de a quién iban dirigidas?
—Y cómo que me acuerdo. Cien veces me hiciera repetir el señor Bonhart para que no me olvidara.
Llegué sin yerros a donde tenía, a quien hacía falta le di el escrito en sus propias manos. Aquél me
ensalzara que pa qué y el noble señor mercader hasta un denario me diera.
—¿A quién le entregaste las cartas? ¡Habla claro!
—El escrito primero era para el maestro Esterhazy, espadero y armero de Fano. El segundo al noble
Houvenaghel, mercader de Claremont.
—¿Abrieron las cartas delante de ti? ¿No dijo alguno nada mientras la leía? Aguza tu memoria,
rapaz.
—No me se acuerdo. No lo advertí entonces y como que ahora la memoria no quiere...
—Mun, Ola. —Skellen hizo una seña a sus ayudantes, sin alzar la voz para nada—. Llevad al
granuja al patio, bajadle los pantalones y contad hasta treinta palos con el guincho.
—¡Me acuerdo! —gritó el muchacho—. ¡Ahora me acuerdo!
—No hay nada mejor para la memoria —Antillo mostró los dientes— que nueces con miel o
guincho en el culo. Suéltalo.
—Al punto que el señor mercader Houvenaghel leyera el escrito en Claremont, allá había otra
señoría, canijo él, casi un enano. El señor Houvenaghel platicaba con él... Le dijo que mismamente le
escribían allí que en breve puede haber en el cerco tal lid como el mundo no había visto. Así dijo.
—¿No te lo inventas?
—¡Lo juro por la tumba de mi madre! ¡No mandéis zurrarme, poderoso caballero! ¡Piedad!
—¡Va, va, álzate, no me lamas las botas! Ten un denario.
—Mil veces gracias... Piadoso...
—Te dije que no me lamieras las botas. Ola, Mun, ¿vosotros entendéis algo de esto? Qué tendrá que
ver un cercó con una lid...
—No cerco —dijo de pronto Bóreas Mun—. No cerco sino circo.
—¡Cierto! —gritó el muchacho—. ¡Así habló! ¡Como si allá hubierais estado, poderoso caballero!
—¡Circo y lid! —Ola Harsheim golpeó un puño contra el otro—. Una clave acordada, más no muy
bien pensada. La lid es una advertencia ante una persecución o una batida. ¡Bonhart les avisó para que se
esfumaran! Pero, ¿de quién? ¿De nosotros?
—Quién sabe —dijo Antillo pensativo—. Quién sabe. Habrá que mandar gente a Claremont... Y a
Fano también. Te ocuparás de ello, Ola, les darás su tarea a los grupos... Escucha, mozo...
—¡A la orden, poderoso caballero!
—Cuando te fuiste de Los Celos con las cartas de Bonhart, ¿entiendo que él seguía allá? ¿Y se
disponía a echarse al camino? ¿Iba con prisas? ¿Dijo adonde se dirigía?
—No lo dijo. Y no había modo en prepararse al camino. Los ropajes tenía arregados con sangre que
pa qué, mandó se los jabonaran y baldearan, y entonces todo en camisa y calzones andaba, mas con la
espada al cinto. Anque más bien pienso que prisas tenía. Pues ciertamente había apipiolado a los Ratas y
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los había cortado la testa por la recompensa, tendría que haber gana de irse y apelarla. ¿Y no prendió a la
tal Falka pa llevársela vivita y coleando a quien fuera? Tal es su profesión, ¿no?
—Esa Falka... ¿la viste bien? ¿De qué te ríes, idiota?
—¡Ay, poderoso caballero! ¿Que si la vi? ¡Y cómo! ¡Con detalles!
—Desnúdate —repitió Bonhart, y en su voz había algo que hizo que Ciri se encogiera
inconscientemente. Pero enseguida estalló su rebeldía.
—¡No!
No vio el puño, ni siquiera lo captó con el rabillo del ojo. Un relámpago en los ojos, la tierra se
balanceó, huyó bajo sus pies y cayó de pronto dolorosamente de costado. La mejilla y la oreja le ardían
como el fuego. Comprendió que le había golpeado no con el puño cerrado sino con la parte superior de la
mano abierta.
Estaba de pie ante ella, se acercó al rostro el puño cerrado. Ella vio un pesado sello en forma de
cabeza de muerto que un momento antes se le había clavado en la cara como un avispón.
—Me debes un diente de delante —dijo, gélido—. Por eso la próxima vez, cuando oiga la palabra
«no», te romperé dos de una sentada. Desnúdate.
Se levantó titubeando, con manos temblorosas comenzó a desabrocharse los botones y las hebillas.
Los aldeanos presentes en la taberna de La Cabeza de la Quimera palidecieron, tosieron, los ojos se les
salían de las órbitas. La dueña de la posada, la viuda Goulue, se agachó bajo el mostrador, fingiendo que
buscaba algo allí.
—Quítate todo. Hasta el último trapo.
No están aquí, pensó, mientras se desnudaba y miraba embotada al suelo. No hay nadie aquí. Y yo
tampoco estoy aquí.
—Abre las piernas.
Yo no estoy aquí. Lo que ahora va a pasar no me concierne a mí. En absoluto. Ni un poquito.
Bonhart sonrió.
—Me da a mí que tú te las tienes muy creídas. He de aguarte tus entelequias. Te desnudo, idiota,
para comprobar que no tengas sobre ti sellos mágicos, sorces o amuletos. No para alegrarme la vista con
tus carnes dignas de lástima. No te imagines el diablo sabe el qué. Estás seca y plana como una tabla, y
para colmo de males fea como treinta y siete desgracias. Créeme, que anque me corriera prisa preferiría
joderme a un pavo.
Se acercó a ella, removió su ropa con la punta de la bota, la valoró con la mirada.
—¡Te dije que todo! ¡Pendientes, anillos, el collar, el brazalete!
Le quitó escrupulosamente todas las joyas. De un puntapié lanzó contra un rincón su juboncillo con
cuello de zorro azul, los guantes, el pañuelo de colores y el cinturón de eslabones de plata.
—¡No vas a presumir como un papagayo o la medioelfa de un lupanar! Te puedes vestir con el resto
de las cosas. Y vosotros, ¿qué cono miráis? ¡Goulue, tráeme alguna vianda, que tengo gazuza! ¡Y tú,
tripón, mira a ver qué pasa con mi ropa!
—¡Yo soy el almocadén del pueblo!
—Pues mejor me lo pones —Bonhart pronunció con énfasis y bajo su mirada el almocadén de Los
Celos, dio la impresión, comenzó a adelgazar—. Si se me hubiera dañado algo en la colada, como
persona de autoridad que eres te haré cargar con las consecuencias. ¡Venga, al lavadero! ¡Y vosotros, en
suma, también, largo de aquí! Y tú, gañán, ¿qué haces todavía aquí? Tienes las cartas, el caballo
aderezado, ¡échate entonces al camino y al galope! Y recuerda: la cagas, pierdes las cartas o pifias la
dirección, ¡y te buscaré y te daré de zurriagazos que tu santa madre ni te va a conocer!
—¡Ya me pongo en camino, poderoso caballero! ¡Ya me pongo!
—Aquel día —Ciri apretó los labios— me golpeó todavía dos veces: con los puños y con la vara.
Luego se le pasaron las ganas. Estaba sentado y me miraba sin decir palabra. Tenía los ojos como... como
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de pez. Sin cejas, sin pestañas. Una especie de bolas acuosas, en cada una de las cuales había un núcleo
negro. Clavaba en mí aquellos ojos y guardaba silencio. Aquello me daba más miedo que los golpes. No
sabía qué estaba tramando.
Vysogota callaba. Unos ratones corrían a través de la choza.
—Todo el tiempo estaba preguntando quién era, pero yo no hablaba. Como entonces, cuando en el
desierto de Korath me atraparon los Pilladores, ahora también huí a lo profundo de mí misma, ahí
adentro, si entiendes a lo que me refiero. Los Pilladores dijeron entonces que yo era una muñeca y era una
muñeca de madera, insensible y muerta. Todo lo que se le hacía a la muñeca lo contemplaba como desde
arriba. ¿Qué más me da que me peguen, que me den patadas, que me coloquen al cuello un collar como a
un perro? ¡Pues si ésa no soy yo, si yo no estoy aquí...! ¿Me entiendes? —Te entiendo. —Vysogota
asintió—. Te entiendo, Ciri.
—A la sazón, noble tribunal, nos llegó la hora a nosotros. A nuestro grupo. Nos comandaba Neratin
Ceka, nos asignaron también a Bóreas Mun, rastreador. Bóreas Mun, poderoso tribunal, hasta una trucha
en el río, dicen, sería capaz de rastrear. ¡Así era! Dícese que cierta vez Bóreas Mun...
—Evite la testigo las digresiones.
—¿Lo qué? Ah, sí... Capito. Es decir, nos mandaron lo más que el caballo diera de sí que fuéramos
a Fano. Era entonces el decimosexto día de septiembre al albor...
Neratin Ceka y Boreas Mun iban por delante, codo a codo, Cabernik Turent y Cyprian Fripp el
Joven, más allá Kenna Selborne y Chloe Stitz, al final Andrés Fyel y Dede Vargas. Los dos últimos
cantaban una canción soldadesca de moda en los últimos tiempos, esponsorizada y lanzada por el
Ministerio de la Guerra. Incluso entre las habituales canciones militares ésta se distinguía por su molesta
pobreza de rimas y enfadosa falta de respeto por las normas de la gramática. Llevaba el título de "En la
guerra", puesto que todas las estrofas, y había más de cuarenta de ellas, comenzaban precisamente por
estas palabras.
En la guerra todo pasa: a uno la testa le sajan, a otro se dice al albor que tiene las tripas al sol.
Kenna silbaba bajito a su ritmo. Estaba satisfecha de haberse quedado entre amigos, gente que
conocía bien del largo viaje desde Etolia hasta Rocayne. Después de hablar con Antillo se esperaba más
bien un destacamento aleatorio, el ser añadida al grupo formado por la gente de Brigden y Harsheim. A
este grupo le habían asignado a Til Echrade, pero el elfo conocía a la mayor parte de sus nuevos
camaradas y ellos le conocían a él.
Iban al paso, aunque Dacre Silifant les había ordenado correr tanto como los caballos dieran de sí.
Pero ellos eran profesionales. Galoparon y levantaron polvo mientras estaban a la vista del fuerte, luego
aflojaron la marcha. Reventar los caballos y galopar a lo loco está bien para los mocosos y los
aficionados, pero la prisa, como es bien sabido, sólo es buena para cazar pulgas.
Chloe Stitz, ladrona profesional de Ymlac, le hablaba a Kenna de sus anteriores misiones con el
coronel Stefan Skellen. Kabernik Turent y Fripp el Joven sujetaban los caballos, escuchaban, las miraban
a menudo.
—Lo conozco bien. He estado bajo él ya varias veces...
Chloe se trabó un tanto al darse cuenta del ambiguo carácter de la afirmación, pero enseguida sonrió
abierta y despreocupadamente.
—También he estado bajo su mando —bufó—. No, Kenna, no temas. En ello no hay obligación por
parte de Antillo. No se impuso, yo misma busqué la ocasión y la hallé. Y para ser claros, diré: no se
puede una hacerse con protección suya de ese modo.
—Nada en tal gusto planeo. —Kenna abrió los labios, mirando retadora las sonrisas sarcásticas de
Turent y Fripp—. No habré de buscar la ocasión, mas tampoco la temeré. Yo no me dejo asustar por
cualquiera sea la cosa. ¡Y endeluego que no por una polla!
—Vosotras no sabéis hablar de otra cosa —afirmó Bóreas Mun, mientras detenía el semental bayo
y esperaba hasta que Kenna y Chloe se les igualaran—. ¡Y aquí no se ha de combatir con una polla,

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señoras mías! —dijo, siguiendo el camino junto a las dos muchachas—. Bonhart, para quien lo conozca,
pocos tiene en parangón en lo tocante a la espada. Gozoso estaría yo de que resultara que entre él y el
señor Skellen no hubiera querellas ni pendencias. Si todo quedara en agua de borrajas.
—Y a mi razón se le escapa esto —reconoció Andrés Fyel desde detrás de ellos—. Paece que no sé
qué fechicera habíamos de hostigar, pa eso nos dieron la sentidora, Kenna Selborne, aquí presente! ¡Y
agora, en contra, se habla de un fulano nombrado Bonhart y no sé qué rapaza!
—Bonhart, el cazador de recompensas —repuso Bóreas Mun, carraspeando—, tenía un trato con el
señor Skellen. Y lo pifió. Si bien le prometiera al señor Skellen que apipiolaría a la tal moza, la dejó con
vida.
—Porque a lo más seguro alguno otro le daría más dinero para que se la diera viva que Antillo por
muerta. —Chloe Stitz encogió los hombros—. Así son los cazadores de cabezas. ¡No les andes buscando
honor!
—Bonhart era de otra manera —negó Fripp el Joven, mirando a su alrededor—. Dada una vez su
palabra, jamás de los jamases la rompía.
—En tal caso, aún más peregrino que principiara de pronto.
—¿Y a nosotros qué cono nos importa eso? —Bóreas Mun frunció el ceño—. ¡Tenemos órdenes! Y
el señor Skellen está en su derecho de arreclamar lo suyo. Bonhart había de finiquitar a Falka y no la
finiquitó. En su derecho está el señor Skellen de exigir que se le dé razón de ello.
—El tal Bonhart —repitió con convicción Chloe Stitz— ha intenciones de cobrar más dineros por
ella viva que muerta. He aquí todo el misterio.
—El señor coronel —dijo Bóreas Mun— también al punto lo mesmo pensara. Que Bonhart le
prometiera a un barón de Geso, que la tenía jurada a la banda de los Ratas, que le despacharía a la Falka
viva en punto a martirizarla y rematarla poco a poco. Mas resulta que no era verdad. No es sabido para
qué Bonhart mantiene con vida a Falka, mas con certeza no para el dicho barón.
—¡Señor Bonhart! —El gordo almocadén de Los Celos entró en la taberna bufando y jadeando—.
¡Señor Bonhart, gente armada en el pueblo! ¡Van a caballo!
—Pues vaya una sorpresa. —Bonhart limpió el plato con un mendrugo de pan—. Habría que
extrañarse si fueran, digamos, en monos. ¿Cuántos?
—¡Cuatro!
—¿Y dónde está mi ropa?
—Recién lavada... No alcanzó a secarse...
—Que sus lleve el diablo. Voy a tener que recibir a los huéspedes en calzones. Mas ciertamente, a
tal convidado, tal recibimiento se ha dado.
Se colocó el cinturón con la espada apretado sobre la ropa interior, metió un poco de los calzones en
la caña de las botas, tiró de la cadena que llevaba atada al collarín de Ciri.
—En pie, Ratilla.
Cuando la condujo hacia la galería, ya se iban acercando a la posada cuatro jinetes. Se veía que
llevaban encima un largo periplo por caminos destrozados y mal tiempo. Las ropas, el utillaje y los caballos
estaban completamente cubiertos de polvo y barro secos.
Eran cuatro pero llevaban un caballo de reserva. Al verlo Ciri sintió un calor intenso aunque era un
día muy frío. Era su propia yegua ruana, todavía llevaba su silla y sus arreos. Y los jaeces, regalo de Mistle.
Aquellos caballos pertenecían a los que habían matado a Hotsporn.
Se detuvieron delante de la taberna. Uno, seguramente el caudillo, se acercó más, inclinó ante
Bonhart un capacete de marta. Era moreno y llevaba un bigote negro que tenía el aspecto de haber sido
pintado con un pedazo de carbón sobre el labio superior. El labio superior, se dio cuenta Ciri, se le encogía
cada cierto tiempo. El tic hacía que el tipo pareciera rabioso todo el tiempo. ¿O es que estaba rabioso?
—¡Saludos, señor Bonhart!

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Saludos, señor Imbra. Saludos, vuesas mercedes. —Bonhart, sin apresurarse, ató la cadena de Ciri a
un gancho en el poste—. Disculpad que esté en paños menores, mas no me esperaba a nadie. Largo
camino traéis hecho, ay, largo... ¿De Geso hasta aquí, a Ebbing, os trae la buena fortuna? ¿Y cómo está el
noble barón? ¿Quedó con buena salud?
—Como una manzana —repuso indiferente el moreno, encogiendo de nuevo el labio superior—. Mas
no habernos tiempo pa cotorrear. Habernos prisa.
—Yo —Bonhart se estiró el cinturón y los calzones— no os entretengo.
—Nos ha llegado la nueva de que te mataste a los Ratas.
—Cierto es.
—Y acorde con la palabra dada al barón —el moreno seguía fingiendo que no veía a Ciri en la
galería— tomaste viva a Falka.
—Y esto también me se da que es cierto.
—Tuviste entonces fortuna donde nosotros no la hubimos. —El moreno miró a la yegua ruana—.
Vale. Tomaré entonces a la moza y nos iremos a casa. Rupert, Stavro, cogerla.
—Despacito, Imbra. —Bonhart alzó la mano—. A nadie sus vais a llevar. Y aquesto por una ración
tan sencilla como que yo no sus la doy. Cambié de opinión. Me dejaré esta muchacha para mí, para mi
propio uso.
El moreno llamado Imbra se inclinó en la silla, carraspeó y escupió extraordinariamente lejos, casi
hasta las escaleras de la galería.
—Pos si se lo prometiste al señor barón.
—Lo prometí. Pero cambié de opinión.
—¿Qué? Pero, ¿acaso estoy oyendo bien?
—Como tú oigas, Imbra, no me importa un bledo.
—Tres días se te hospedó en el castillo. Por la promesa que le dieras al señor barón comiste y
bebiste tres días. Los mejores vinos de la bodega, pavo asado, corzo, foagrás, carasio con nata agria. Tres
noches dormiste como un rey entre plumones. ¿Y agora has cambiado de opinión? ¿Sí?
Bonhart callaba, manteniendo una expresión indiferente y aburrida. Imbra apretó los dientes para
esconder que le temblaban los labios.
—¿Y sabes, Bonhart, que podemos arrancarte a la Ratilla por la fuerza?
El rostro de Bonhart, hasta aquel momento aburrido y auséntense tensó al instante.
—Intentarlo. Sois cuatro, yo uno. Y para colmo en calzones. Mas para tales cagamos no mace falta
vestir pantalones.
Imbra escupió otra vez, dio la vuelta al caballo.
—Puff, Bonhart, ¿qué te pasó? Siempre hubiste fama de ser buen conocedor de tu oficio, hombre de
palabra, que la mantenía sin quebraila. ¡Y hete aquí que agora resulta que tu palabra no vale una mierda!
Y el hombre se mide por sus palabras, lo sabe cualquiera...
—Si de palabras se está hablando —le cortó Bonhart con tono gélido, apoyando las manos en la
hebilla del cinturón—, ándate con mucho ojito, Imbra, de modo que con tanta plática no te salga algo
demás de gordo. Puesto que pudiera dolerte si yo te lo tuviera que meter otra vez en el gaznate.
—¡Muy valentón estás contra cuatro! ¿Y habrás suficiente valentonería para catorce? ¡Pos puedo
jurarte que el barón Casadei no va a dejar pasar la afrenta sin castigo!
—Te diría lo que le haría a ese barón tuyo, mas la turba se agrupa y en ella hay mujeres y crios. Así
que diré tan sólo que en unos diez días estaré en Claremont. Quien quiera hacerse el cabal, vengar
afrentas o quitarme a Falka, que se acerque por Claremont.
—¡Allí estaré yo!
—Esperaré. Y ahora largarsus de aquí.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Le tenían miedo. Le tenían un miedo terrible. Pude sentir el miedo que emanaba de ellos.
Kelpa relinchó con fuerza, agitó la testa.
—Eran cuatro, armados hasta los dientes. Y él uno, en calzoncillos largos, camiseta de manga corta.
Hubiera sido ridículo, si no... si no hubiera sido terrible...
Vysogota guardó silencio, mientras entrecerraba los ojos a los que el viento les arrancaba lágrimas.
Estaban en una colina que dominaba los pantanos de Perepiut, no lejos del lugar donde dos semanas antes
el anciano había encontrado a Ciri. El viento hacía doblarse a los juncos, arrugaba el agua en las riberas
cenagosas del río.
—Uno de aquellos cuatro —siguió Ciri, mientras permitía a la yegua que entrara en el agua y
bebiera— tenía una pequeña ballesta en la silla, la mano se le iba en dirección a ella. Casi podía oír sus
pensamientos: «¿Me dará tiempo a tensarla? ¿A disparar? ¿Y qué pasará si fallo?». Bonhart también vio
aquella ballesta y aquella mano, también escuchó aquellos pensamientos, estoy segura. Y estoy segura
también de que a aquel jinete no le hubiera dado tiempo a tensar la ballesta.
Kelpa alzó la testa, bufó, tintinearon los anillos del bocado.
—Cada vez iba entendiendo mejor en manos de quién había caído. Sin embargo, seguía sin
comprender sus motivos. Escuché su conversación, recordé lo que antes había dicho Hotsporn. El tai
barón Casadei me quería viva y Bonhart se lo prometió. Y luego cambió de opinión. ¿Por qué? ¿Acaso
quería entregarme a alguien que le pagara más? ¿O de alguna manera había reconocido quién era yo de
verdad? ¿Y pensaba entregarme a los nilfgaardianos?
«Nos fuimos de aquella aldea antes del anochecer. Me permitió cabalgar a Kelpa. Pero me ató las
manos y todo el tiempo me sujetaba de la cadena que llevaba al cuello. Todo el tiempo. Y viajamos sin
pararnos, todita la noche y todito el día. Pensé que me moriría de cansancio. Pero a él no se le veía ni
rastro de cansancio. No era un hombre. Era el diablo encarnado.
—¿Adonde te llevó?
—A una aldehuela llamada Fano.
—Cuando entramos en Fano, noble tribunal, la noche cerrada era ya, negrura como boca de lobo, y
nomás era el decimosexto de setiembre, mas el día era tienebloso y frío del copón, se diría que
noviembre. No hubimos de buscar largo el taller del maestro armero pues era el mayor de los caseríos del
pueblo, y amas tintineaba sin tregua ni descanso el martillo fraguando el yerro. Neratin Ceka... En vano
apunta vuecencia, señor escribano, este nombre, puesto que no tengo memoria de haberlo dicho, el tal
Neratin ha fenecido ya, lo mataron en el pueblo de Licornio.
—Por favor, no le dé lecciones al protocolante. Continúe la declaración.
—Neratin aldabeó a la puerta. Con gentileza dijo quiénes éramos y qué nos antojábamos, con
cortesía pidió se le oyera. Nos abrieron. La fragua del espadero era una casa no poco buena, más bien
fortaleza, empalizada de maderos de pino, torretas de tablas de roble, por dentro las paderes fechas de
alerce pulido...
—Al tribunal no le interesan los detalles arquitectónicos. La testigo ha de pasar a los hechos. Antes
de ello, sin embargo, pido que repita para el protocolo el nombre del espadero.
—Esterhazy, noble tribunal. Esterhazy de Fano.
El espadero Esterhazy miró largo rato a Bóreas Mun, sin apresurarse a responder a la pregunta
realizada.
—Puede que estuviera aquí Bonhart —dijo por fin, jugueteando con un silbatillo de hueso que
llevaba al cuello—. O puede que no estuviera. ¿Quién sabe? Aquí, señores míos, tenemos un taller de
producción de espadas. A toda pregunta relacionada con las espadas responderemos con gusto, rapidez,
fluidez y exhaustivamente. Pero no veo razones para responder a preguntas que se refieran a nuestros
huéspedes o clientes.
Kenna sacó un pañuelillo de la manga, fingió que se limpiaba la nariz.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Se puede hallar motivo —dijo Neratin Ceka—. Lo podéis hallar vos, don Esterhazy. O puedo
hacerlo yo. ¿Queréis elegir?
Pese a su apariencia afeminada, el rostro de Neratin podía ser muy duro, y la voz amenazadora.
Pero el espadero no hizo más que bufar, mientras jugueteaba con el silbatillo.
—¿Elegir entre venderse o la amenaza? No quiero. Considero que tanto lo uno como lo otro no se
merecen más que escupitajos.
—No más que una confidencilla —carraspeó Bóreas Mun—. ¿Acaso es tanto? Pues no de hoy nos
conocemos, don Esterhazy, y el nombre del coronel Skellen tampoco os será forastero, pienso yo...
—No lo es —le cortó el espadero—. En ningún modo. Los enredos y tinglados con los que se le
relaciona, tampoco. Pero aquí estamos en Ebbing, reino autónomo y dotado de autogobierno. Aunque
aparente, pero existente. Por eso no os diré nada. Idos por vuestro camino. Como consuelo os diré que si
dentro de una semana o un mes alguien nos pregunta por vosotros, igualmente sacará de nosotros tan
poco.
—Mas, don Esterhazy...
—¿Hay que decirlo más claro? Pues lo dicho. ¡Largo de aquí!
Chloe Stitz silbó rabiosa, las manos de Fripp y de Vargas se deslizaron hacia el pomo de la espada.
Andrés Fyel apoyó el puño en la maza que le colgaba del muslo. Neratin Ceka no se movió, el rostro ni
siquiera se le agitó. Kenna sabía que no quitaba ojo del silbatillo de hueso. Antes de que salieran, Bóreas
Mun les había advertido de que aquélla era la señal para los guardianes que acechaban ocultos, unos
rajagargantas experimentados a los que en el taller del espadero se les llamaba «controladores de calidad
de los productos».
Pero habiendo previsto todo, Neratin y Bóreas planearon el siguiente paso. Tenían en la manga un
comodín.
Kenna Selborne. Sentidora.
Kenna ya había estado sondeando al espadero, lo había tanteado con impulsos, se había introducido
con cuidado en la selva de sus pensamientos. Ahora estaba lista. Se apretó un pañuelo a la nariz —
siempre existía el peligro de una hemorragia—y se introdujo en el cerebro con una pulsación y una orden.
Esterhazy se atosigó, enrojeció, apretó con las dos manos la hoja de la mesa a la que estaba sentado, como
si hubiera tenido miedo de que la mesa saliera volando hasta el trópico junto con el taco de facturas, el
tintero y un pisapapeles que tenía forma de nereida que jugueteaba de forma curiosa con dos tritones a la
vez.
Tranquilo, le ordenó Kenna, esto no es nada, no pasa nada. Simplemente tienes ganas de decirnos
lo que nos interesa. Pues sabes lo que nos interesa y las palabras hasta se te escapan a pesar tuyo. Así
que adelante. Comienza. Verás cuando apenas comiences a, hablas cómo te dejará de zumbar la cabeza,
cómo dejarán de latir las sienes y de dar punzadas las orejas. Y también se te aflojará la presión de la
mandíbula.
—Bonhart —dijo roncamente Esterhazy, abriendo los labios más a menudo de lo que precisaría la
articulación silábica— estuvo aquí hace cuatro días, el doce de septiembre. Traía con él a una muchacha a
la que llamaba Falka. Me esperaba su visita porque dos días antes me habían entregado una carta suya...
Del agujero izquierdo de la nariz le bajó una finísima línea de sangre.
Habla, le ordenó Kenna. Habla. Di todo. Verás cómo eso te alivia.
El espadero Esterhazy miraba a Ciri con curiosidad, sin levantarse de la mesa de roble.
—Para ella —adivinó, golpeteando con la base de la pluma en un pisapapeles que mostraba un
extraño grupo de figuras— es la espada que pediste en tu carta, ¿no es cierto, Bonhart? No, vamos a
valorarlo... Vamos a ver si está de acuerdo con lo que escribiste. Altura de cinco pies y nueve pulgadas...
Cierto. Peso de ciento veinte libras. Bueno, le daría menos de ciento doce, pero es un detalle sin
importancia. Una mano, me escribiste, para una empuñadura del número cinco... Enséñame la mano,
noble señora. Sí, también es verdad.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Cuando yo lo digo siempre es verdad —dijo seco, Bonhart—. ¿Tienes para ella algún buen
yerro?
—En mi empresa —respondió orgulloso Esterhazy— no se forja ni se ofrece otro acero que el
bueno. Entiendo que se trata de una espada para lucha, no para decoración o gala. Ah, cierto, lo escribiste.
Es cosa clara que se hallará arma adecuada para esta señorita sin ningún problema. Para esta altura y peso
van muy bien las espadas de treinta y ocho pulgadas, de construcción estándar. Ella, para su constitución
ligera y su pequeña mano, necesita una minibastarda con empuñadura alargada hasta nueve pulgadas y
pomo globular. Podríamos proponer también una taldaga élfica o una saberra zerrikana, una relativamente
ligera viroledanca...
—Enseña la mercancía, Esterhazy.
—Nos pica la mosca, ¿eh? Bueno, permitidme. Permitidme entonces... Pero, ¿Bonhart? ¿Qué
diablos es eso? ¿Por qué la llevas de un collarín?
—Cuida tu nariz mocosa, Esterhazy. ¡No la metas donde no se debe o igual te la pillas!
Esterhazy, jugueteando con un silbatillo que llevaba al cuello, miró al cazador de recompensas sin
miedo ni respeto, aunque tenía que mirar muy hacia arriba. Bonhart retorció los bigotes, carraspeó.
—Yo —dijo, algo más bajo, pero aún con tono enfadado— no me meto en tus asuntos ni tus
negocios. ¿Te extraña que pida reciprocidad?
—Bonhart. —Al espadero ni siquiera le temblaron los párpados—. Cuando salgas de mi casa y mi
patio, cuando cierres detrás de ti mi puerta, entonces respetaré tu privacidad, el secreto de tus asuntos, la
especificidad de tu profesión. Y no me meteré en ellos, estate seguro. Pero en mi casa no permito que se
le quite a la gente su dignidad. ¿Me has entendido? Al otro lado de mi puerta puedes arrastrar a esa
muchacha por detrás de tu caballo. En mi casa le quitas ese collarín. De inmediato.
Bonhart puso las manos sobre el collarín, lo desenganchó, sin privarse de dar un tirón que por poco
no puso a Ciri de rodillas. Esterhazy, haciendo como que no lo veía, dejó caer el silbato de entre los
dedos.
—Así es mejor —dijo seco—. Vayamos.
Cruzaron una galería hacia un segundo patio, algo menor, que daba a la parte de atrás de la forja y
con una pared abierta hacia un jardín. Bajo un techado apoyado en postes taraceados había allí una larga
mesa sobre la que los sirvientes acababan precisamente de disponer unas espadas. Esterhazy dio una señal
con un gesto para que Bonhart y Ciri se acercaran a la exposición.
—Bien, he aquí mi oferta.
Se acercaron.
—Aquí —Esterhazy señaló una larga fila de espadas sobre la mesa— tenemos mi producción, casi
todas forjadas aquí, se ve además la herradura, mi marca. El precio oscila entre cinco y nueve florines,
porque son estándares. Sin embargo, estas otras que están ahí sólo se montan y terminan aquí. Sobre todo
importadas. De dónde son, se puede reconocer por las marcas. Las de Mahakam tienen dos martillos
cruzados, éstas de Poviss, una corona o una cabeza de caballo, éstas de Viroleda un sol y una famosa
inscripción de la empresa. Los precios comienzan a partir de los diez florines.
—¿Y terminan?
—Depende. Ésta, por ejemplo, una hermosa viroledanca. —Esterhazy tomó la espada de la mesa,
saludó con ella, luego pasó a una posición de esgrima, torciendo hábilmente la mano y el antebrazo en
una finta complicada llamada «angélica»—. Cuesta quince. Trabajo antiguo, empuñadura de
coleccionista. Se ve que está hecha por encargo. Los motivos cincelados en la bigotera muestran que el
arma estaba destinada a una mujer.
Hizo girar la espada, sujetó la mano en el tercio, con la hoja enfilada hacia ellos.
—Como en todas las empuñaduras de Viroleda, la tradicional inscripción de «No me desenvaines
sin causa, no me envaines sin honor». ¡Ja! Todavía se siguen cincelando en Viroleda tales inscripciones.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Y desde que el mundo es mundo, el honor se ha abaratado mucho, puesto que estas mercancías son hoy
día bastante defectuosas...
—No hables tanto, Esterhazy. Dale esa espada, que la mida en la mano. Toma el arma, muchacha.
Ciri tocó el arma levemente y sintió de pronto cómo la salamandra de la empuñadura se adecuaba
con fuerza a la mano y cómo el peso de la hoja invitaba el brazo a lanzar y cortar.
—Es una minibastarda —le recordó Esterhazy. Sin necesidad. Sabía servirse de una empuñadura
larga, tres dedos por encima del pomo.
Bonhart retrocedió dos pasos, al patio. Sacó su espada de la vaina, la hizo girar hasta que silbó.
—¡Amos! —dijo a Ciri—. Mátame. Tienes una espada y tienes ocasión. Tienes una posibilidad.
Úsala. Porque tardaré mucho en darte otra.
—Pero, ¿os habéis vuelto locos?
—Cierra el pico, Esterhazy.
Lo engañó con una mirada a un lado y un tramposo temblor del hombro, atacó como un rayo, en
una plana siniestra. La hoja tintineó en una parada, tan fuerte que Ciri se estremeció, tuvo que retroceder,
yendo a chocar con la mesa de. las espadas. Intentando recuperar el equilibrio, bajó instintivamente la
espada. En aquel momento supo que, si quería, él la mataría sin el más mínimo problema.
—Pero, ¿os habéis vuelto locos? —Esterhazy alzó la voz, y tenía otra vez el silbato en la mano. Los
senadores y artesanos los miraban con estupefacción.
—Deja caer el yerro. —Bonhart no perdía a Ciri de vista, no hacía el menor caso al maestro
armero—. ¡Déjalo caer, te digo o te corto la mano!
Ella le obedeció tras un momento de indecisión. Bonhart adoptó una sonrisa espectral.
—Yo sé quién eres, serpiente. Mas te obligaré a que tú misma me lo digas. ¡Con palabras o hechos!
Te obligaré a que me lo cuentes. Y entonces te mataré.
Esterhazy bufó como si alguien le hubiera herido.
—Y esta espada —Bonhart ni siquiera le miró— es demasiado pesada para ti. Por eso eras
demasiado lenta. Eras tan lenta como un caracol preñado. ¡Esterhazy! Lo que le has dado era por lo
menos cuatro onzas más pesada de lo que debiera.
El espadero estaba pálido. Pasaba los ojos de él a ella, de ella a él, y tenía el rostro extrañamente
cambiado. Por fin, se inclinó hacia un sirviente y le dio una orden a media voz.
—Tengo algo —dijo lentamente— que te podría satisfacer, Bonhart.
—¿Por qué no me lo has enseñado desde un principio? —bramó el cazador—. Te escribí que quiero
algo especial. ¿No pensarás que no tengo dinero para algo mejor?
—Sé bien para lo que tienes dinero —dijo con énfasis Esterhazy— y no de ahora. ¿Y que por qué
no te lo enseñé desde el principio? No previne a quién me habías traído aquí... con una correa, con un
collarín al cuello. No fui capaz de imaginarme para quién ha de ser la espada y para qué ha de sen/ir.
Ahora ya sé todo.
El sirviente volvió, trayendo una caja alargada.
—Acércate, muchacha —dijo Esterhazy con voz baja—. Mira.
Ciri se acercó. Miró. Y lanzó un ruidoso suspiro.
Desnudó la espada con un rápido movimiento. El fuego de la chimenea brilló cegador sobre la
juntura de la hoja dibujada con un motivo de ondas y se reflejó rojizo en el metal calado.
—Ésta es —dijo Ciri—. Como seguro que te habrás imaginado. Tómala en la mano, si quieres. Pero
cuidado, está más afilada que una navaja de afeitar. ¿Sientes cómo la empuñadura se pega a la mano?
Está hecha de la piel de un pez plano que tiene una cola venenosa.
—Raya.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Creo que sí. Este pez tiene en la piel pequeños dientecillos, por eso la empuñadura nunca se
resbala en la mano, ni siquiera cuando la mano suda. Mira lo que está grabado en la hoja.
Vysogota se inclinó, miró, entrecerró lo ojos.
—Un mándala élfico —dijo al cabo, alzando la cabeza—. La así llamada «blathan caerme», la rosa
del destino: las flores estilizadas de un roble, una espirea y una retama. La torre herida por el rayo, el
símbolo del caos y la destrucción... y sobre la torre...
—Una golondrina —terminó Ciri—. Zireael. Mi nombre.
—Ciertamente, no es cosa fea —dijo por fin Bonhart—. Trabajo de gnomos, se ve al punto. Sólo
los gnomos forjaban un acero tan oscuro. Sólo los gnomos afilaban al fuego y sólo ellos calaban las hojas
para reducir el peso... Reconócelo, Esterhazy, ¿es una réplica?
—No —negó el espadero—. Un original. Una verdadera gwyhyr gnoma. Este núcleo tiene más de
doscientos años. La guarnición, se entiende, es mucho más reciente, pero yo no la llamaría réplica. Los
gnomos de Tir Tochair la hicieron a petición mía. Siguiendo técnicas, métodos y modelos antiguos.
—Joder. Puede que efectivamente no me alcance el dinero. ¿Cuánto me vas a soplar por esa hoja?
Esterhazy guardó silencio un tiempo. Su rostro era inescrutable.
—Yo la doy gratis, Bonhart —dijo por fin con la voz sorda—. Como regalo. Para que se cumpla lo
que se tiene que cumplir.
—Gracias —dijo Bonhart, visiblemente sorprendido—. Gracias, Esterhazy. Un regalo digno de un
rey, verdaderamente real... Lo acepto, lo acepto. Y estoy en deuda contigo...
—No lo estás. La espada es para ella, no para ti. Acércate, muchacha que porta un collar al cuello.
Contempla las señales grabadas en la hoja.
No las entiendes, está claro. Pero yo te las aclararé. Mira. La línea marcada por el destino es
retorcida, pero conduce hasta esta torre. Hacia el holocausto, la destrucción de los valores establecidos,
del orden establecido. Mas esto sobre la torre, ¿lo ves? Una golondrina. Símbolo de la esperanza. Toma
esta espada. Que se cumpla lo que se tiene que cumplir.
Ciri extendió la mano con cuidado, acarició delicadamente la oscura hoja de bordes brillantes corno
un espejo.
—Tómala —dijo Esterhazy poco a poco, mientras miraba a Ciri con los ojos ampliamente
abiertos—. Tómala. Tómala en la mano, muchacha. Tómala...
—¡No! —gritó de pronto Bonhart, saltando, agarrando a Ciri por el hombro y empujándola con
fuerza y brusquedad—. ¡Quita!
Ciri cayó de rodillas, la gravilla del patio se le clavó dolorosamente en las manos en las que se
apoyó.
Bonhart cerró la caja con un chasquido.
—¡Todavía no! —aulló—. ¡Hoy no! ¡Todavía no ha llegado el momento!
—Está claro —asintió Esterhazy con serenidad, mirándole a los ojos—. Sí, está claro que todavía
no ha llegado. Una pena.
—De no mucho sirvió, noble tribunal, que leyera los pensamientos del espadero aquél. Estuvimos
allá nosotros el decimosexto de septiembre, tres días antes de la luna llena. Mas cuando volvíamos de
Fano enfilando a Rocayne se nos allegó un destacamento, Ola Harsheim y siete jinetes. Don Ola nos
mandó que arreáramos a toda mecha los caballos para alcanzar al resto de los nuestros. Puesto que un día
antes, el decimoquinto de septiembre, hubo lugar una matanza en Claremont... Falta, creo, no hace, que lo
diga, de aseguro que el noble tribunal bien sabe lo que fuera la matanza de Claremont...
—Siga declarando, por favor, sin importar lo que el tribunal sepa.
—Bonhart por un día habíasenos precedido. El decimoquinto de septiembre condujo a Falka a
Claremont...
—Claremont —repitió Vysogota—. Conozco esta ciudad. ¿Adónde te condujo?
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—A una casa grande en la plaza. Con columnas y arquerías en la entrada. Se veía enseguida que allí
vivía un ricachón...
Las paredes de la habitación estaban cubiertas de ricos paños de ras y hermosos tapices que
mostraban escenas religiosas, de caza y pastoriles con la participación de mujeres desnudas. Los muebles
brillaban con taraceas y guarniciones de latón, y las alfombras eran tales que al plantar el pie éste se
hundía hasta el tobillo. Ciri no tuvo tiempo de observar más detalles porque Bonhart cruzó veloz y la
arrastró por la cadena.
—Hola, Houvenaghel.
Bajo un arco iris de colores arrojados por unas vidrieras, ante un fondo de tapices de caza, estaba de
pie un hombre de imponente corpulencia, vestido con un caftán salpicado de oro y una delia de abortón
ribeteada. Aunque en edad todavía madura, era bastante calvo y las mejillas le colgaban como a un
gigantesco bulldog.
—Bienvenido, Leo —dijo—. Y tú, señorita...
—Nada de señorita. —Bonhart mostró la cadena y el collarín—. No hace falta saludarla.
—La cortesía no cuesta nada.
—Excepto tiempo. —Bonhart tiró de la cadena, se acercó, le palmeó sin ceremonias al gordo en la
barriga—. No poco has echado —valoró—. ¡Por mi honor, Houvenaghel, si te pones en medio, sería más
fácil saltarte por encima que rodearte!
—El bienestar —le aclaró jovialmente Houvenaghel y agitó las mejillas—. Bienvenido, bienvenido,
Leo. Agradable a mis ojos eres huésped, puesto que hoy también es un día de alegría sin par. ¡Los
negocios van asombrosamente bien, tanto que hasta se podría escupir de su encanto, la caja registradora
no para de tintinear! Hoy mismo, por no ir más lejos, un oficial nilfgaardiano de la reserva, capitán de
logis, que se ocupa de transportar utillaje al frente, me pasó seis mil arcos del ejército, los cuales yo, con
un beneficio diez veces mayor, venderé al detalle a cazadores, furtivos, bandoleros, elfos y otros
luchadores por la libertad. También compré barato un castillo de un marqués de estos alrededores...
—¿Y para qué cojones quieres tú un castillo?
—Tengo que vivir conforme a mi condición. Volviendo a los negocios: uno al fin y al cabo te lo
debo a ti, Leo. Un moroso que parecía impenitente apoquinó. Literalmente hace un minuto. Las manos le
temblaban cuando apoquinaba. El tipo te vio y pensó...
—Sé lo que pensó. ¿Recibiste mi carta?
—La recibí. —Houvenaghel se sentó pesadamente, golpeando la mesa con la barriga hasta que
entrechocaron las garrafas y las copas—. Y lo he preparado todo. ¿No has visto los carteles? Seguro que
la plebe se amontona... La gente entra ya en el teatro. La caja tintinea... Siéntate, Leo. Tenemos tiempo.
Platiquemos, bebamos vino.
—No quiero tu vino. Seguro que es arramplado, robado de los transportes nilfgaardíanos.
—Bromeas. Esto es Est Est de Toussaint, uvas vendimiadas cuando nuestro amado señor el
emperador Emhyr era todavía un pequeñuelo que se cagaba en el ropón. Fue un buen año. Para el vino. A
tu salud, Leo.
Bonhart saludó en silencio con la copa. Houvenaghel masculló, contemplando a Ciri con aire
bastante crítico.
—¿Y esta escuchimizada de ojos grandes —dijo por fin— me ha de garantizar la diversión
prometida en tu carta? Me ha llegado noticia de que Windsor Imbra ya está cerca de la ciudad. Que trae
consigo a unos cuantos y buenos truhanes. Y algunos matones locales también han visto los carteles...
—¿Acaso alguna vez te ha defraudado mi mercancía, Houvenaghel?
—Nunca, es verdad. Pero también hace mucho que no he tenido nada tuyo.
—Trabajo menos que antes. Ando pensando en jubilarme del todo.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Para ello es necesario tener capital para tener de qué sustentarse. Puede que tuviera una forma...
¿Me escuchas?
—A falta de otro entretenimiento. —Bonhart corrió una silla con el pie, obligó a Ciri a que se
sentara.
—¿No has pensado en irte hacia el norte? ¿A Cintra, a Los Taludes o más allá del Yaruga? ¿Sabes
que a cada uno que llega allí y quiere asentarse en los terrenos conquistados, el imperio le garantiza una
finca de cuatro campos de tamaño? ¿Y descarga de impuestos para diez años?
—Yo —respondió el cazador con serenidad— no sirvo para la agricultura. No podría cavar la tierra
ni criar ganado alguno. Soy demasiado sensible. A la vista de la mierda o de las lombrices me dan ganas
de echar la pota.
—Como a mí —temblaron las mejillas de Houvenaghel—. De toda la actividad agraria sólo tolero
la destilación del orujo. El resto es repugnante. Dicen que la agricultura es la base de la economía y que
garantiza el bienestar. Considero, sin embargo, que es indigno y humillante que acerca de mi bienestar
juzgue algo que apesta a estiércol. Ya he realizado intentos en este sentido. No hay necesidad de cultivar
la tierra, Bonhart, no hay necesidad de criar en ella ganado. Basta con tenerla. Si se tiene lo suficiente, se
pueden conseguir bonitos beneficios. Se puede, créeme, vivir acomodadamente, de verdad. Sí, he
realizado ciertos intentos en este sentido, de ahí, en realidad, mis preguntas acerca del viaje al norte.
Porque, ¿sabes, Bonhart?, tendría un trabajo allá para ti. Estable, bien pagado, que no te absorbería. Y
estupendo para una persona sensible: nada de estiércol, nada de lombrices.
—Estoy listo para escuchar. Sin compromisos, por supuesto.
—A base de las parcelas que el imperio garantiza a los colonos, con un poco de espíritu empresarial
y un pequeño capital inicial se puede uno hacer con un latifundio no poco bonito.
—Entiendo. —El cazador se mordisqueó el bigote—. Entiendo adonde te encaminas. Ya sé cuáles
son esos intentos relativos a tu propio bienestar. ¿Y no prevés dificultades?
—Las preveo. De dos tipos. Primero hay que encontrar a unos cuantos hombres de paja que,
fingiendo ser colonos, vayan al norte a tomar posesión de las parcelas de manos de los oficiales de
asentamiento. Formalmente para sí mismos, en la práctica para mí. Pero de encontrar a los hombres de
paja me encargo yo. A ti te concierne la otra dificultad.
—Soy todo oídos.
—Algunos de los hombres de paja tomarán la tierra y no estarán luego inclinados a entregarla. Se
olvidarán del contrato y de los dineros que tomaran. No creerías, Bonhart, cuán profundamente el engaño,
la ruindad y la hideputez están enraizados en la naturaleza humana.
—Lo creo.
—Así que habrá que convencer a los que no sean honrados de que la improbidad no compensa. De
que se castiga. Tú te ocuparás de ello.
—Suena bien.
—Suena como es. Yo tengo ya práctica, ya he hecho antes estos arreglos. Después de la inclusión
formal de Ebbing en el imperio, cuando repartían las parcelas. Y luego, cuando se promulgó el Acta de
Parcelación. De este modo Claremont, esta hermosa ciudad, se erige sobre mi tierra, es decir, me
pertenece. Todo este terreno me pertenece. Hasta allá, lejos, hasta el horizonte cubierto de nieblecilla gris.
Todo esto es mío. Todos estos ciento cincuenta campos. Campos imperiales, no de villanos. Esto da
treinta mil fanegas. O sea, cien mil novecientas aranzadas.
—Miré los muros de la patria mía... —recitó sarcástico Bonhart—. Caer ha el imperio en el que
todos roban. En el egoísmo y la codicia se oculta su debilidad.
—En esto se oculta su fuerza y su poder. —Las mejillas de Houvenaghel se agitaron—. Tú,
Bonhart, confundes el robo con el espíritu empresarial del individuo.
—A menudo, además —reconoció impasible el cazador de recompensas.
—¿Y qué, vamos a formar sociedad?
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¿Y no estaremos repartiéndonos demasiado pronto esas tierras del norte? ¿No podríamos, para
mayor seguridad, esperar a que Nilfgaard gane esta guerra?
—¿Para seguridad? No bromees. El resultado de la guerra está decidido de antemano. La guerra se
gana con dinero. El imperio lo tiene, los norteños no.
Bonhart tosió significativamente.
—Ya que estamos hablando de dinero...
—Solucionado. —Houvenaghel rebuscó en los documentos que yacían sobre la mesa—. Esto es un
cheque bancario por cien florines. Esto, un poder notarial de cesión de derechos gracias al cual les sacaré
a los Varnhagenos de Geso la recompensa por las cabezas de los bandidos. Fírmalo. Gracias. Todavía te
debo los royalties de las ganancias de la función, pero las cuentas todavía no están cerradas, la caja
todavía suena. Hay mucho interés, Leo. De verdad. A la gente de mi ciudad les atormenta horriblemente
la morriña y el aburrimiento.
Se detuvo, miró a Ciri.
—Albergo la sincera esperanza de que no te equivoques con esta persona. De que nos asegurará una
diversión digna... De que querrá cooperar pensando en el beneficio común...
—Para ella —Bonhart midió a Ciri con un mirada indiferente— no habrá beneficio alguno en todo
esto. Ella lo sabe.
Houvenaghel frunció el ceño y se indignó.
—¡Eso no está bien, diablos, no está bien que yo lo sepa! ¡No debiera saberlo! ¿Qué te pasa, Leo?
¿Y si ella no quiere ser entretenida, y si resulta ser rabiosa y porfiada? ¿Entonces qué?
Bonhart no cambió la expresión del rostro.
—Entonces —dijo— le azuzaremos en la arena a tus mastines. Ellos, por lo que recuerdo, siempre
fueron entretenidamente poco porfiados.
Ciri guardó silencio durante mucho rato, acariciándose la mejilla mutilada.
—Comencé a comprender —dijo por fin—. Comencé a entender lo que querían hacer conmigo. Me
puse en guardia, estaba decidida a escapar a la primera oportunidad... Estaba dispuesta a cualquier riesgo.
Pero no me dieron ocasión. Me vigilaban bien.
Vysogota callaba.
—Me arrastraron hasta abajo. Allí estaban esperando unos invitados del gordo de Houvenaghel.
¡Otros tíos raros más! Vysogota, ¿de dónde diablos salen en este mundo tantos raros extraños?
—Se multiplican. Reproducción natural.
El primer hombre era bajo y gordezuelo, recordaba más a un mediano que a un humano, hasta se
vestía como un mediano: modesto, bonito, bien cuidado y de tonos pastel. El segundo hombre, aunque no
era joven, llevaba traje y apostura de soldado, portaba espada y en el hombro de su jubón negro brillaba
un bordado de plata que presentaba a un dragón con alas de murciélago. La mujer era rubia y delgada,
tenía una nariz ligeramente ganchuda y unos labios anchos. Su vestido de color pistacho tenía un
poderoso escote. No era una buena idea. El escote no tenía mucho que mostrar, a no ser una piel seca,
arrugada y pergaminosa, cubierta por una gruesa capa de rosa y blanco.
—La muy noble marquesa de Nementh-Uyvar —presentó Houvenaghel—. Don Declan Ros aep
Maelchlad, capitán de la reserva de los ejércitos de caballería de su majestad imperial el emperador de
Nilfgaard, don Pennycuick, burgomaestre de Claremont. Y éste es don Leo Bonhart, pariente, y antiguo
conmilitón.
Bonhart se inclinó rígidamente.
—Así que ésta es la pequeña bandolera que ha de entretenernos hoy —enunció el hecho la delgada
marquesa, clavando en Ciri sus ojos azul pálido. Tenía la voz ronca, sensual, vibrante y terriblemente
aguardentosa—. No es demasiado guapa, diría. Pero no tiene mala constitución... Un... cuerpecillo muy
agradable...

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Ciri se sacudió, apartó la mano intrusa, palideciendo de rabia y silbando como una serpiente.
—No tocar —dijo Bonhart en tono gélido—. No dar de comer. No irritar. Yo no me hago
responsable.
—Un cuerpecillo —la marquesa se pasó la lengua por los labios sin hacerle caso— siempre se
puede atar a la cama, entonces es más accesible. ¿No me la venderíais, señor Bonhart? A mi marqués y a
mí nos gustan estos cuerpecillos y el señor Houvenaghel nos pone peros cuando nos llevamos a las
pastorcillas y a los niños de los campesinos de por aquí. El marqués al fin y al cabo tampoco puede
perseguir ya a los niños. No puede correr, a causa de esos chancros y enconados que se le han abierto en
el perineo...
—Basta, basta, Matilde —dijo Houvenaghel suave pero rápido, viendo que en el rostro de Bonhart
iba apareciendo una expresión de asco—. Tenemos que ir al teatro. Precisamente le han comunicado al
señor burgomaestre que ha llegado a la ciudad Windsor Imbra con la mesnada de infantes del barón
Casadei. Es decir, ya es hora.
Bonhart sacó del seno un frasquito, limpió con la manga la superficie de ónice de la mesa, derramó
sobre ella un montoncillo de polvo blanco. Tiró de la cadena de Ciri junto al collarín.
—¿Sabes cómo usar esto?
Ciri apretó los dientes.
—Absórbelo por la nariz. O tómalo con un dedo ensalivado y te lo pones en las encías.
—¡No!
Bonhart ni siquiera volvió la cabeza.
—Lo harás tú sola —dijo en voz baja— o te lo haré yo de tal forma que todos los presentes tendrán
un poco de regocijo. No sólo tienes mucosas en la boca y en la nariz, Ratilla. También en algunos otros
lugares bastante divertidos. Llamaré a los sirvientes, mandaré que te desnuden y te sujeten y lo usaré en
esos lugares divertidos.
La marquesa de Nementh-Uyvar se rió desde la garganta, mientras miraba cómo la mano
temblorosa de Ciri se iba hacia el narcótico.
—Lugares divertidos —repitió y se pasó la lengua por los labios—. Una idea curiosa. ¡Merecería la
pena probarla algún día! ¡Eh, muchacha, cuidado, no despilfarres ese buen fisstech! ¡Deja un poco para
mí!
El narcótico era mucho más fuerte que el que había probado con los Ratas. Nada más ingerirlo, una
euforia cegadora embargó a Ciri, los perfiles agudizaron sus contornos, la luz y los colores dañaban los
ojos, los olores herían la nariz, los sonidos se hicieron insoportables y todo alrededor se volvió irreal,
fugaz como un sueño. Y hubo escaleras, hubo paños de ras y tapices que apestaban a gruesas capas de
polvo, hubo la ronca risa de la marquesa de Nementh-Uyvar. Hubo un patio, hubo rápidas gotas de lluvia
en el rostro, el tirón del collarín que todavía llevaba al cuello. Un enorme edificio con una torre de
madera y un formidable, nauseabundo y ridículo fresco pintado en el frontón. El fresco representaba a un
perro que acosaba a un monstruo: no llegaba a ser ni un dragón, ni un grifo ni un viverno. Delante de la
entrada al edificio había gente. Uno gritaba y gesticulaba.
—¡Esto es repugnante! ¡Repugnante y pecaminoso, señor Houvenaghel, el usar lo que una vez fuera
templo de un santuario para este proceder tan impío, inhumano y asqueroso! ¡Los animales también
sienten, señor Houvenaghel! ¡También tienen su dignidad! ¡Es un crimen el azuzar unos contra otros sólo
por beneficio propio y placer de la plebe!
—¡Tranquilízate, hombre santo! ¡Y no te metas en mis iniciativas privadas! ¡Y además, hoy no se
van a azuzar aquí animales! ¡Ni un solo animal! ¡Nada más que personas!
—Ah. entonces pido perdón.
El interior del edificio estaba a reventar de gente sentada en unas filas de bancos que formaban un
anfiteatro. En su centro había un foso cavado en la tierra, un hoyo de un diámetro de unos treinta pies,
rodeado de gruesos maderos, limitado por una balaustrada. El hedor y el ruido entontecían. Ciri sintió de
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

nuevo un tirón del collarín, alguien la agarró por las axilas, alguien la empujó. Sin saber cómo se
encontró sobre el fondo del foso rodeado de maderos, sobre una arena muy pateada.
En un ruedo.
La primera impresión pasó, ahora el narcótico sólo excitaba y aguzaba sus sentidos. Ciri se cubrió
los oídos con las manos, la muchedumbre que llenaba las gradas del anfiteatro aullaba, gritaba, silbaba, el
ruido era insoportable. Se dio cuenta de que llevaba en la muñeca y el antebrazo derechos un apretado
protector de cuero. No recordaba el momento en que se lo habían atado.
Escuchó una voz aguardentosa y conocida, vio a la delgada marquesa de color pistacho, al capitán
nilfgaardiano, al burgomaestre de tonos pastel, a Houvenaghel y a Bonhart, que ocupaban una logia por
encima del ruedo. Se apretó otra vez los oídos porque alguien había golpeado de pronto un gong de cobre.
—¡Mirad, buenas gentes! ¡Hoy en la arena no hay un lobo, no hay un goblin ni un endriago! ¡Hoy
en la arena está la mortífera Falka de los bandoleros llamados los Ratas! ¡Haced vuestras apuestas en la
caja de la entrada! ¡No ahorréis ni un ochavo, buenas gentes! ¡La diversión no la comes ni la bebes, pero
si escatimas en ella, no ganas, sino que pierdes!
La multitud aulló y aplaudió. El narcótico funcionaba. Ciri temblaba de euforia, su vista y su oído
registraban todo, cada detalle. Escuchó las risotadas de Houvenaghel, la aguardentosa risa de la marquesa,
la. voz seria del burgomaestre, el frío bajo de Bonhart, los gritos del sacerdote defensor de los animales,
el chillido de las mujeres, el llanto de los niños. Distinguió oscuras manchas de sangre en los maderos que
delimitaban la arena, el agujero que se abría en ellos, enrejado, apestoso. Y los rostros brillantes de sudor,
con las jetas torcidas como bueyes por encima de la balaustrada.
Una agitación repentina, unas voces alzadas, maldiciones. Gente armada, que empujaba a la
multitud, pero atascándose, atorándose contra el muro de la guardia armada de alabardas. A uno de ellos
ya lo había visto antes, recordaba la tez morena y el negro bigote que parecía una raya pintada con carbón
sobre un labio superior que temblaba con un tic.
—¿Don Windsor Imbra? —la voz de Houvenaghel—. ¿De Geso? ¿El muy noble senescal del barón
Casadei? Bienvenido, bienvenido, huésped del extranjero. Ocupad un asiento, el espectáculo va a
comenzar. ¡Pero por favor, no olvidéis pagar la entrada!
—¡Yo no estoy aquí para divertirme, señor Houvenaghel! ¡Yo estoy aquí de servicio! ¡Bonhart sabe
de qué hablo!
—¿De verdad? ¿Leo? ¿Sabes de qué habla el señor senescal?
—¡Sin bromas! ¡Quince somos! ¡A por Falka vinimos! ¡Dádnosla o algo malo va a pasar!
—No comprendo tu excitación, Imbra. —Houvenaghel frunció las cejas—. Pero te recuerdo que
esto no es Geso, ni tierra alguna de los dominios de vuestro barón. ¡Si hacéis ruido o incomodáis, haré
que se os eche de aquí por los bigotes!
—No os ofendáis, señor Houvenaghel. —Windsor Imbra se mitigó—. ¡Mas la justicia está de
nuestra parte! Bonhart, aquí presente, le prometiera Falka al barón Casadei. Dio su palabra. ¡Que no
quiebre ahora la palabra dada!
—¿Leo? —Las mejillas de Houvenaghel temblaron—. ¿Sabes de qué habla?
—Lo sé y le concedo la razón. —Bonhart se alzó, agitó con desgana la mano—. No me opondré ni
realizaré sujeción. He aquí a la moza, doquiera todos la ven. Quien sea su voluntad, que la tome.
Windsor Imbra quedó estupefacto, el labio le tembló con fuerza.
—¿Lo qué?
—La muchacha —repitió Bonhart, haciéndole un guiño a Houvenaghel— está para que quien la
quiera la coja de la arena. Viva o muerta, según gusto y deseo.
—¿Lo qué?
—¡Voto al diablo, que pierdo poco a poco la paciencia! —Bonhart fingió rabia con éxito—. ¡Y
namás que lo qué! ¡Papagayo de mierda! ¿Qué? ¡Pues como quieras! ¡Si es tu voluntad pues envenena

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

con veneno un cacho carne y échaselo a ella, como a los lobos. Mas no sé si ella se lo comería. No tiene
aspecto de tonta, ¿no? No, Imbra, quien la quiera coger habrá de fatigarse. Allí, en la arena. ¿Quieres a
Falka? ¡Pues cógela!
—La tu Falka ésta me la pasas por las napias cual a un siluro una rana en la pesca —ladró Windsor
Imbra—. No me fío de ti. Mi nariz güele que en esta presa hay un gancho de yerro escondido.
—Mis enhorabuenas para la nariz que huele el yerro. —Bonhart se levantó, sacó de bajo el banco la
espada que había conseguido en Fano, la extrajo de la vaina y la arrojó al ruedo, con tanta habilidad que
la hoja se clavó perpendicularmente en la arena dos pasos delante de Ciri—. Ah, y mirad, hay yerro. A la
vista, no está nada escondido. Porque yo no defiendo a esta moza, quien la quiera que la coja. Si es capaz
de cogerla.
La marquesa de Nementh-Uyvar se rió nerviosamente.
—¡Si es capaz de cogerla! —repitió con su contralto aguardentoso—. Porque ahora el cuerpecillo
tiene espada. Bravo, noble Bonhart. Una vergüenza me parecía el dar el cuerpecillo desarmado a las
mandíbulas de estos patanes.
—Señor Houvenaghel. —Windsor Imbra se puso de lado, sin dignar ni una mirada a la escuálida
aristócrata—. Bajo los auspicios vuestros celébrase este belén, este circo de pulgas vuestro. Contadme
sólo algo: ¿en acordamiento a qué regulas y legislados hemos de actuar aquí? ¿Las vuestras o acaso las de
Bonhart?
—Según las del teatro —se carcajeó Houvenaghel, agitando la tripa y las mejillas de bulldog—.
¡Porque aunque es verdad que el teatro es mío, al fin y al cabo el cliente es nuestro amo, él paga, él exige!
Es el cliente el que pone las reglas. Nosotros los mercaderes, por nuestra parte, hemos de actuar siguiendo
esta regla: hay que darle al cliente lo que el cliente desea.
—¿Cliente? ¿Queréis decir la gente? —Windsor Imbra abarcó en un amplio gesto los bancos
repletos—. ¿Esta toda gente acudieron acá y pagaron para divertirse con este divertimiento?
—El negocio es el negocio —respondió Houvenaghel—. Si hay demanda de algo, ¿por qué no se lo
va a vender? ¿Paga la gente por las peleas de lobos? ¿Por las peleas de endriagos y aardvarkos? ¿Por
azuzar los perros a un tejón en barril o a una viverna? ¿Por qué te asombras tanto, Imbra? A las personas
los juegos y el circo les son tan necesarios como el pan, puf, más que el pan. Muchos de los que están
aquí se lo han quitado de la boca. Y mira cómo les brillan los ojos. Se mueren de impaciencia por que
empiece el circo.
—Mas en el circo —añadió Bonhart, con una sonrisa venenosa— se han de guardar aunque sólo sea
apariencias de deporte. El tejón, antes de que lo saquen los canes del barril, puede morder con los dientes,
así es más deportivo. Y la muchacha tiene una tizona. Así que aquí también será deportivo. ¿Qué, buenas
gentes? ¿Tengo razón?
Las buenas gentes, incoherentemente pero en ruidoso y regocijado coro, confirmaron que Bonhart
tenía razón en toda su extensión.
—El barón Casadei —dijo despacio Windsor Imbra— no vendrá contento, señor Houvenaghel, os
digo, no vendrá contento. No sé si os merece la pena entrar con él en desavenencias.
—El negocio es el negocio —repitió Houvenaghel y agitó las mejillas—. El barón Casadei lo sabe
bien, sus buenos dineros tomó prestados de mí y a bajo interés, y cuando venga para tomar prestado otra
vez entonces arreglaremos nuestras desavenencias de algún modo. Pero no se me va a entrometer a mí
ningún señor barón extranjero en mi iniciativa privada e individual. Aquí hay ya apuestas, y la gente ha
pagado por la entrada. En esta arena, ahí, en el ruedo, tiene que correr la sangre.
—¿Tiene? —se enfadó Windsor Imbra—. ¡Y una mierda! ¡Ah, me quemo por mostraros que no
tiene que correr! ¡Que yo me voy de aquí y me largo, y sin rodearme patrás! ¡Y entonces que corra la
vuestra sangre! ¡Me repugna el mero pensamiento de darle regocijo a esta turba!
—Que se vaya. —De la multitud salió de pronto un tipo cubierto de pelo hasta los ojos y vestido
con un jubón de piel de caballo—. Que se vaya si ha repugnancia. A mí no me repugna. Dijeron que a
quien apiole a la Ratilla le darán una recompensa. Yo me presento y me echo al ruedo.
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¡Qué cojones! —gritó de improviso uno de los de Imbra, un hombre bajo pero fibroso y de
poderosa constitución. Tenía los cabellos abundantes, desgreñados y enmarañados—. ¡Nosaltres fuimos
los primes! ¿No es verdá, compadres?
—¡Claro, por mi fe! —le apoyó un segundo, delgado, con una perilla puntiaguda—. ¡Sernos los
primeros! ¡Y tú no te nos pongas con esos honores, Windsor! ¿Y qué que la peña nos mire? Falka está en
el ruedo, basta echar la mano y agarrarla. ¡Y si a los patanes se les saltan los ojos, nos importa un güevo!
—¡Y amas hasta pué que nos quedemos con carne en las uñas! —relinchó un tercero, vestido con
un dublete de vivo color amaranto—. Si hay deporte, pues deporte, ¿no, don Houvenaghel? ¡Y si hay
circo, pues circo! ¿No se ha hablao aquí de una recompensa?
Houvenaghel adoptó una amplia sonrisa y asintió con un movimiento de cabeza, agitando orgullosa
y majestuosamente sus enormes mejillas.
—¿Y cómo andan las apuestas? —se interesó el de la perilla.
—¡De momento —sonrió el mercader— todavía no se apuesta al resultado de la lucha! De
momento se está tres a uno a que ninguno de vosotros se atreve a meterse en el cerco.
—¡Puuuf! —gritó Piel de Caballo—. ¡Yo me atrevo! ¡Yo estoy listo!
—¡Que te quite te dicho! —aulló Malospelos—. Nosaltres fuimos los primes y la primocía es
nostra. Va, ¿a qué esperamos?
—¿Y en cuántos poemos ir palla, a la plaza? —Amaranto se apretó el cinturón—. ¿Poemos nomás
que uno en uno?
—¡Ah, hijos de la gran puta! —gritó de pronto y en modo por completo inesperado el burgomaestre
de tonos pastel, con una voz de toro que no pegaba para nada con su apostura—. ¿Y por qué no vais de
diez en diez contra una sola? ¿Y por qué no a caballo? ¿O en cuadrigas? ¿O he de prestaros una catapulta
del arsenal de modo que arrojarais a la moza rocas desde lejos? ¿Qué?
—Vale, vale —le interrumpió Bonhart, consultando algo rápido con Houvenaghel—. Que sea
deportivo entonces, mas y regocijo algo también haya. Se puede de dos en dos. En pares, se entiende.
—¡Mas la recompensa —advirtió Houvenaghel— no será doble! ¡Si en par, entonces habrá que
repartírsela!
—¿Qué par ni qué cojones? ¿Qué dos en dos? —Malospelos, con un brusco movimiento, se quitó la
capa de los hombros—. ¿No sos come la vergüenza, compadres? ¡Mas si es sólo una mozuela! ¡Puf!
¡Parta! Yo mesmo voy y me la apalanco. ¡Valiente poblema!
—¡Yo quiero tener a Falka viva! —protestó Windsor Imbra—. ¡Me caguen vuestros duelos y
desafíos! ¡Yo no voy a entrar al circo ése de Bonhart, yo quiero a la muchacha! ¡Viva! Iréis los dos, tú y
Stavro. Y me la sacáis de ahí.
—Para mí —repitió Stavro, el de la perilla— es un desprecio el ir los dos a por esa escuchimizá.
—El barón te endulzará el desprecio con florines. ¡Pero sólo si está viva!
—Como es sabido, el barón es un agarrado —risoteó Houvenaghel, agitando tripa y mejillas de
bulldog—. Y no tiene ni pizca de espíritu deportivo. ¡Ni voluntad para jugar a otro juego! Yo, por mi
parte, apoyo el deporte. Así que aumento la presente recompensa. Quien por sí solo se eche al ruedo y
solo, con sus propios pies, vaya a por ella, con estas mismas manos de este mismo monedero le pagaré no
veinte, sino treinta florines.
—¡Entonces a qué esperamos! —gritó Stavro—. ¡Yo voy primero!
—¡Quedito, quedo! —gritó de nuevo el pequeño burgomaestre—. ¡La moza no más tiene lino finito
en los lomos! ¡Así que quítate tú también, soldado, los ropajones! ¡Esto es deporte!
—¡Así sus pilléis una tiña! —Stavro se quitó el caftán ensartado de hierro, dejando al desnudo un
pecho y unos brazos delgados y peludos como un zambo—. ¡Sus pilléis una tina vos y vuestro deporte de
mierda! ¡Así voy, en pelotas! ¿O qué? ¿Me quito los pantaladrones también?

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¡Y hasta los calzoncillos! —habló con sensual voz ronca la marquesa de Nementh-Uyvar—. ¡Lo
mismo resulta que de macho sólo tienes la cháchara!
Recompensado con un sonoro aplauso, Stavro, desnudo hasta la cintura, tomó el arma, pasó un pie
sobre los maderos de la barrera, al tiempo que observaba a Ciri con atención. Ciri cruzó los brazos sobre
el pecho. No dio ni un paso en dirección a la espada clavada en la arena. Stavro vaciló.
—No lo hagas —dijo Ciri, muy bajito—. No me obligues... No dejaré que me toquen.
—No me guardes rencor, moza. —Stavro cruzó la barrera—. No tengo na contra ti. Mas los
negocios son los negocios...
No terminó, porque Ciri ya estaba junto a él, ya tenía en la mano a Golondrina: así había llamado en
su pensamiento a la gwyhyr gnoma. Utilizó el ataque más sencillo, casi infantil, una finta llamada «tres
pasos», pero Stavro se dejó atrapar por ella. Dio un paso hacia atrás e instintivamente alzó la espada, pero
entonces estaba ya a su merced. Después del salto apoyó la espalda en los maderos que contorneaban el
ruedo, la hoja de Golondrina estaba a una pulgada de la punta de su nariz.
—Este truco —le aclaró Bonhart a la marquesa, por encima de los gritos y de los bravos— se llama
«tres pasos, engaño y ataque en tercia». Un número simplón, esperaba más de la muchacha, algo más
refinado. Pero hay que reconocer que si hubiera querido, el tío éste ya estaría muerto.
—¡Mátalo, mátalo! —gritaban los espectadores y Houvenaghel y el burgomaestre mostraban sus
pulgares dirigidos hacia abajo. La sangre se le retiró a Stavro del rostro, en las mejillas se le resaltaron
feamente los agujeros y cicatrices dejados por la viruela.-
—Te dije que no me obligaras —siseó Ciri—. ¡No quiero matarte! Pero no me dejaré tocar. Regresa
allá de donde viniste.
Ciri retrocedió, se dio la vuelta, bajó la espada y miró hacia arriba, hacia la logia.
—¿Os divertís conmigo? —gritó con la voz quebrada—. ¿Queréis obligarme a luchar? ¿A matar?
¡No me obligaréis! ¡No voy a luchar!
—¿Has oído, Imbra? —resonó en el silencio la voz de Bonhart—. ¡Negocio limpio! ¡Sin riesgo
alguno! No va a luchar. Se la puede coger del ruedo y llevársela viva al barón Casadei para que juegue
con ella a voluntad. ¡Se la puede coger sin riesgo! ¡Con las manos!
Windsor Imbra escupió. Stavro, todavía con la espalda apretada contra los maderos, aspiraba,
aferrando la espada en la mano. Bonhart se rió.
—Mas yo, Imbra, apuesto brillantes contra avellanas a que no lo conseguís.
Stavro respiró hondo. Le pareció que la muchacha, que estaba de espaldas a él, se encontraba
distraída, desconcentrada. Él ardía de rabia, de vergüenza y de odio. Y no se pudo contener. Atacó.
Rápido y a traición.
Los espectadores no advirtieron el rechazo ni el contraataque. Sólo vieron cómo Stavro, que se
lanzaba sobre Falka, realizaba un verdadero paso de ballet después del que, de forma poco bailarina, cayó
de barriga sobre la arena, y cómo al instante la arena se anegaba en sangre.
—¡Los instintos se apoderan de la razón! —gritó Bonhart por encima de la turba—. ¡Los reflejos
actúan! ¿Qué, Houvenaghel? ¿No te lo dije? ¡Ya verás cómo no van a ser necesarios los alanos!
—¡Qué espectáculo más bonito y rentable! —Houvenaghel hasta entrecerraba de placer los ojos.
Stavro se alzó sobre unos brazos que temblaban del esfuerzo, agitó la cabeza, gritó, emitió un
ronquido, vomitó sangre y cayó sobre la arena.
—¿Cómo se llama ese golpe, Bonhart? —dijo con su ronca voz sensual la marquesa de Nementh-
Uyvar, restregando una rodilla contra la otra.
—Esto ha sido una improvisación. —Por detrás de los labios del cazador de recompensas, que no
miraba en absoluto a la marquesa, relucieron sus dientes—. Una improvisación hermosa, creativa y yo
diría que hasta visceral. He oído hablar de un lugar en el que enseñan tales improvisaciones para sacar las
tripas. Me apuesto a que nuestra señorita conoce ese lugar. Yo ya sé quién es ella.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¡No me obliguéis! —gritaba Ciri, y en su voz vibraba una nota casi fantasmal—. ¡No quiero!
¿Entendéis? ¡No quiero!
—¡Tú, puta del infierno! —Amaranto saltó la barrera con habilidad, enseguida se puso a recorrer la
arena para desviar la atención de Ciri de Malospelos, que estaba saltando a la arena por el lado contrario.
Después de Malospelos cruzó la barrera Piel de Caballo.
—¡Juego sucio! —gritó el burgomaestre Pennycuick, pequeño como un mediano y vigilante de la
limpieza de! juego. Y junto con él gritó la multitud entera.
—¡Tres contra una! ¡Juego sucio!
Bonhart sonrió. La marquesa se pasó la lengua por los labios y comenzó a restregar las piernas aún
más fuerte.
El plan del trío era sencillo: empujar a la muchacha haciéndola retroceder hasta la valla y luego dos
la bloquean y uno mata. No funcionó. Por una razón muy simple. La muchacha no retrocedió, sino que
atacó.
Se introdujo entre ellos con una pirueta de ballet, tan hábilmente que casi no rozaba la arena. A
Malospelos le asestó al vuelo, justo donde había que asestar. En la arteria del cuello. El corte fue tan leve
que no perdió el ritmo, bailando se retorció en un golpe de revés, tan deprisa que no le cayó encima ni
una gota de sangre, que brotaba del cuello de Malospelos en un flujo casi sin pausa. Amaranto, que se
encontraba detrás de ella, quiso cortarla en el cuello, pero su golpe traicionero tintineó contra una
relampagueante parada realizada por la hoja lanzada a la espalda. Ciri se dio la vuelta como un muelle,
cortó con las dos manos, reforzando la fuerza del golpe con una violenta torsión de las caderas. La oscura
hoja gnoma era como una navaja de afeitar, rajó la barriga con un silbido y un chasquido. Amaranto aulló
y rodó por la arena, haciéndose un ovillo. Piel de Caballo, acercándose de un salto, lanzó un pinchazo a la
muchacha en el cuello, pero ésta se removió evitándolo, se volvió ágil y lo cortó breve con el centro de la
hoja en el rostro, destrozándole el ojo, la nariz, los labios y la barbilla.
Los espectadores gritaron, silbaron, patearon y aullaron. La marquesa de Nementh-Uyvar introdujo
ambas manos por entre sus muslos apretados, se lamió los labios brillantes y rió con su aguardentoso y
nervioso contralto. El capitán nilfgaardiano de la reserva estaba blanco como el papel. Una mujer
intentaba taparle los ojos a un niño que se resistía. Un anciano de cabello grisáceo que estaba en la
primera fila vomitó violenta y sonoramente, metiendo la cabeza entre las piernas.
Piel de Caballo sollozó, sujetándose el rostro, bajo los dedos resbalaba la sangre mezclada con
saliva y mocos. Amaranto se retorcía y chillaba como un cerdo. Malospelos dejó de arañar los maderos,
resbaladizos por la sangre que brotaba de él al ritmo de los latidos de su corazón.
—¡Ayuuuda! —aulló Amaranto, sujetando espasmódicamente las entrañas que se le salían de la
barriga—. ¡Camaraaadaas! ¡Ayuuudaaa!
—Fiii... buuu... beeee... —Piel de Caballo escupía y moqueaba sangre.
—¡Má-ta-lo! ¡Má-ta-lo! —gritaban los espectadores, dando patadas rítmicamente. El viejecillo
vomitador fue extraído del banco y se le echó a patadas a la galería.
—Brillantes contra avellanas —se distinguió entre el barullo el sarcástico bajo de Bonhart— a que
nadie más se atreve a salir a la arena. ¡Brillantes contra avellanas, Imbra! ¡Pero qué más me da, hasta
brillantes contra avellanas hueras!
—¡Ma-tar! —Aullidos, pateos—. ¡Ma-tar!
—¡Noble señora! —gritó Windsor Imbra, llamando con gestos a sus subordinados—. ¡Permitid
sacar a los heridos! ¡Permitidnos entrar en el ruedo y retirar a aquéllos que se desangran y mueren! ¡Sed
humana, noble señora!
—Humana —repitió Ciri con esfuerzo, sintiendo que sólo ahora comenzaba a latir en ella la
adrenalina. Se controló rápidamente, con una serie de aspiraciones bien estudiadas—. Entrad y retiradlos
—dijo—. Pero entrad sin armas. Sed vosotros también humanos. Al menos una vez.
—¡Nooo! —gritaba la multitud, armando escándalo—. ¡Ma-tar! ¡Ma-tar!

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¡Vosotros, animales repugnantes! —Ciri se volvió con paso de baile, pasando la mirada por las
tribunas y los bancos—. ¡Vosotros, cerdos infames! ¡Canallas! ¡Malditos hijos de puta! ¿Queréis sangre?
¡Bajad aquí, entrad y saboreadla y oledla! ¡Lamedla antes de que se coagule! ¡Animales! ¡Vampiros!
La marquesa gimió, tembló, volteó los ojos y se apretó blanducha contra Bonhart, sin sacar las
manos de entre sus muslos. Bonhart frunció el ceño y la apartó de sí sin esforzarse por ser delicado. La
muchedumbre aulló. Alguien lanzó a la arena un chorizo mordisqueado, otro una bota, otro más lanzó un
pepino dirigido a Ciri. Ella rajó el pepino con un golpe de espada, provocando un griterío todavía mayor.
Windsor Imbra y su gente levantaron a Amaranto y Piel de Caballo. Amaranto, cuando lo
movieron, gritó. Piel de Caballo, por su parte, se desmayó. Malospelos y Stavro no daban ya señales de
vida. Ciri retrocedió de tal modo que se colocó lo más lejos que permitía el ruedo. La gente de Imbra
intentaba mantenerse también a distancia de ella.
Windsor Imbra se quedó inmóvil. Esperó a que sacaran a los heridos y muertos. Miró a Ciri por
debajo de sus párpados fruncidos y tenía la mano sobre la empuñadura de la espada, que, pese a las
promesas, no se había quitado al entrar en la arena.
—No —le advirtió ella, moviendo apenas los labios—. No me obligues. Por favor.
Imbra estaba pálido. La multitud pateaba, gritaba y aullaba.
—¡No la escuches! —Bonhart volvió a hablar por encima del griterío—. ¡Toma la espada! ¡En caso
contrario todo el mundo sabrá que eres un cagón y un cobarde! Desde el Alba al Yaruga se oirá que
Windsor Imbra huyó de una muchacha de pocos años, metiendo el rabo entre las piernas como un perrillo
faldero!
La hoja de Imbra salió una pulgada de la vaina.
—No —dijo Ciri.
La hoja volvió a entrar en la vaina.
—¡Cobarde! —gritó alguien entre la multitud—. ¡Comemierda! ¡Gallina!
Imbra, con el rostro pétreo, anduvo hacia el borde del ruedo. Antes de que agarrara la mano que le
tendían sus camaradas, se volvió.
—Creo que sabes lo que te espera, moza —dijo en voz baja—. Creo que ya sabes quién es Leo
Bonhart. Creo que ya sabes de lo que es capaz. Lo que le excita. Te empujarán a la arena. Matarás para
regocijar a cerdos y mirones como éstos de aquí. Y a otros todavía peores que ellos. Y cuando tus
matanzas les dejen de divertir, cuando Bonhart se aburra de la violencia que te hace, entonces te matarán
a ti. Echarán a la arena a tantos que no serás capaz de defender tu espalda. O te echarán perros. Y los
perros te destrozarán y la turba en el tendió olerá la sangre y gritará bravo. Y tú morirás sobre la arena
anegada en sangre. Como éstos a los que hoy tú has rajado. Te acordarás de mis palabras.
Extraño, pero sólo entonces se dio cuenta ella del pequeño escudo heráldico que Imbra llevaba en
su pechera esmaltada.
Un unicornio de plata erguido sobre un campo de ébano.
Un unicornio.
Ciri bajó la cabeza. Miró la hoja calada de la espada.
De pronto se hizo el silencio.
—Por el Gran Sol —habló de pronto, Declan Ros aep Maelchlad, el capitán nilfgaardiano de la
reserva, quien había estado callado hasta entonces—. No. No lo hagas, muchacha. ¡Ne tuv'en que'ss,
luned!
Ciri giró a Golondrina en sus manos poco a poco, apoyó el pomo en la arena, dobló las rodillas.
Sujetando la hoja con la mano derecha, con la izquierda dirigió la punta con precisión hasta colocarla bajo
el esternón. La hoja traspasó la ropa al instante, le pinchó.
No voy a llorar, pensó Ciri, apoyándose cada vez más en la espada. No voy a llorar, no hay por
quién ni por qué. Un movimiento rápido y se habrá acabado todo... Todo...

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—No serás capaz —resonó en el absoluto silencio la voz de Bonhart—. No serás capaz, brujilla. En
Kaer Morhen te enseñaron a matar y matas como una máquina. Inconscientemente. Pero para matarse a
uno mismo hace falta carácter, fuerza, determinación y valentía. Y eso nadie te lo pudo enseñar.
—Como ves, tenía razón —dijo Ciri con esfuerzo—. No fui capaz.
Vysogota guardaba silencio. Tenía en la mano una piel de nutria. Inmóvil. Desde hacía mucho
tiempo. Mientras escuchaba, casi había olvidado la piel.
—Me acobardé. Fui una cobarde. Y pagué por ello. Como paga todo cobarde. Con dolor,
vergüenza, una terrible humillación. Un tremendo asco hacia mí misma.
Vysogota guardaba silencio.
Si aquella noche alguien se hubiera deslizado hasta aquella cabaña con su tejado de bálago hundido,
si hubiera mirado a través de las rendijas de los postigos, habría visto en su interior escasamente
iluminado a un viejecillo de barba blanca y a una muchacha de cabellos cenicientos sentados junto a la
chimenea. Habría visto que ambos guardaban silencio, con la mirada clavada en el carbón de color rubí
que se iba consumiendo.
Pero nadie pudo haber visto aquello. La choza del hundido tejado de bálago cubierto de musgo
estaba bien escondida entre la niebla y los vapores, entre los cañaverales impenetrables, en los cenagales
de Pereplut, donde nadie se atrevía a adentrarse.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Capítulo quinto
El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada.
Génesis, 9:6
Muchos de entre los que viven merecen morir y algunos de los que mueren merecen la vida.
¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce
el fin de todos los caminos.
John Ronald Reuel Tolkien
Ciertamente, hace falta grande orgullo y grande ceguera para llamar justicia a un cadáver que
cuelga en un cadalso.
Vysogota de Corvo

—¿Qué es lo que busca el brujo en mi terreno? —repitió la pregunta Fulko Artevelde, el prefecto de
Riedbrune, quien estaba ya visiblemente impaciente por el silencio que se iba alargando—. ¿De dónde
viene el brujo? ¿Adonde se dirige? ¿Con qué objetivo?
Y así se acaba la diversión, pensó Geralt, contemplando el rostro del prefecto, marcado por gruesas
cicatrices. Así se termina el juego del caballeroso brujo que se apiada de una banda de despreciables
gentes del bosque. Así concluye el deseo de lujo y pernocta en posadas en las que siempre hay un espía.
Éstos son los resultados obtenidos de viajar con una cotorra versificadora. Por ello me hallo ahora sentado
en esta habitación sin ventanas, con aspecto de celda, sobre una silla para interrogatorios, dura y clavada
al suelo, y en el respaldo de esa silla, no se puede no advertirlo, hay unos agarraderos y unas cintas de
cuero. Para sujetar las manos e inmovilizar el cuello. De momento no las han usado, pero están ahí.
¿Y cómo, por todos los diablos, voy a escapar ahora de este enredo?
Cuando después de cinco días de viaje con los colmeneros de los Tras Ríos salieron por fin del
monte y entraron en unos pantanosos esteros, la lluvia dejó de caer, el viento ahuyentó el vaho y la
húmeda neblina, el sol se abrió paso por entre las nubes. Y bajo el sol brillaron las cumbres de las
montañas.
Si todavía no hacía mucho el río Yaruga había constituido para ellos una cesura ostensible, un
límite cuyo paso significaba el cruce a la etapa siguiente y más importante de su aventura, ahora sentían
cómo se acercaban a la frontera, a la barrera, al último lugar del que sería todavía posible volver atrás. Lo
percibían todos, y Geralt el primero. No podía ser de otro modo: todo el día, de la mañana a la tarde, se
elevaba ante sus ojos una poderosa cadena montañosa, dentada, cubierta de nieves y hielos, que se
alzaban al sur y cortaban la ruta de través. Los Montes de Amell. Y por encima de la sierra de Amell se
encumbraba, majestuoso y amenazador, afilado como la espada de la misericordia, el obelisco de la
Gorgona, la Montaña del Diablo. No hablaban sobre ello, no discutían, pero Geralt sabía lo que todos
pensaban. Porque a él, cuando miraba a las cadenas de Amell y la Gorgona, el pensamiento de continuar
la marcha hacia el sur también le parecía una verdadera locura.
Por suerte, resultó que al final no iban a tener que seguir hacia el sur.
Aquella noticia se la trajo el velludo colmenero de los montes por cuya culpa habían estado
sirviendo de escolta armada del convoy durante los últimos cinco días. El padre y marido de las hermosas
hamadríadas junto a las que tenía el aspecto de un jabalí junto a una yegua. El que había pretendido
engañarles afirmando que los druidas de Caed Dhu habían marchado a Los Taludes.
Ocurrió a la mañana siguiente de haber llegado a la ciudad de Riedbrune, tumultuosa como un
hormiguero, dado que era el objetivo de los colmeneros y tramperos de los Tras Ríos. Fue al día siguiente
de despedirse de los mieleros escoltados, a los que el brujo ya no les era necesario y a los que esperaba
que no iba a volver a ver nunca más. Por eso fue mayor su asombro.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

El colmenero comenzó pues con unos exagerados agradecimientos y le alargó a Geralt una bolsa
llena de monedas más bien pequeñas: su sueldo de brujo. Él la aceptó, sintiendo sobre sí la mirada un
tanto burlona de Regis y Cahir, ante quienes se había quejado durante la marcha más de una vez de la
ingratitud humana y había subrayado la falta de sentido así como la estupidez del altruismo desinteresado.
Y entonces, el excitado colmenero casi gritó la novedad: usease, los muerdagueros, usease los
druidas, están, querido señor brujo, usease, en los robleales del lago Loe Monduim, el cual tal lago se
encuentra, usease, a unas treinta y cinco millas yendo al oeste.
Esta noticia la había obtenido el colmenero en la tienda de venta de miel y cera de un pariente que
vivía en Riedbrune, y el pariente, por su parte, sabía aquello gracias a un conocido que era buscador de
diamantes. Cuando el colmenero se enteró de lo de los druidas, se echó a correr como un loco para
contárselo. Y ahora hasta lanzaba destellos de felicidad, orgullo y sentimiento de importancia, como todo
mentiroso cuando resulta que su mentira, por pura casualidad, acaba siendo verdad.
Geralt tuvo intención de ponerse en marcha hacia Loe Monduirn sin dudar un segundo, pero la
compaña protestó vivamente. Disponiendo del dinero de los colmeneros, anunciaron Regis y Cahir, y
encontrándose en un lugar donde se mercadeaba con todo, convenía complementar el equipo y los
víveres. Y comprar más flechas, añadió Milva, puesto que todo el tiempo se requería que ella les
proveyera de caza y no iba a andar disparando con palos afilados. Y por lo menos dormir una noche en
una posada, añadió Jaskier, tumbarse en la cama después del baño y con una agradable guarapeta de
cerveza.
Los druidas, anunciaron todos a coro, no van a salir corriendo.
—Aunque se trata de un absoluto cúmulo de circunstancias —añadió con extraña sonrisa el
vampiro Regis—, nuestro equipo está en el camino absolutamente correcto, se encamina en una dirección
absolutamente correcta. De ello se deduce que nos está absoluta y evidentemente predestinado que
lleguemos hasta los druidas, por lo que un día o dos de pausa no tienen importancia.
»En lo que se refiere al apresuramiento —añadió, filosófico—, esa sensación de que el tiempo se
acaba a toda prisa suele ser señal de alarma que anuncia que hay que reducir la velocidad, actuar poco a
poco y con la adecuada reflexión.
Geralt no se opuso, ni se peleó. Tampoco combatió la filosofía del vampiro, pese a que las extrañas
pesadillas que lo asaltaban por las noches le inclinaban más bien a apresurarse. Aunque no estuviera en
condiciones de recordar el contenido de aquellas pesadillas al despertarse.
Era el diecisiete de septiembre, luna llena. Quedaban seis días para el equinoccio de otoño.
Milva, Regis y Cahir se echaron entre pecho y espalda la tarea de hacer compras y completar el
equipaje. Geralt y Jaskier, por su parte, se encargaron de realizar trabajos de inteligencia y andar
preguntando por todo Riedbrune.
Situada en una revuelta del río Neva, Riedbrune era una ciudad pequeña, si se tenían en cuenta las
construcciones de piedra y madera que se apretaban en el interior del anillo de murallas de tierra
rematadas por una empalizada. Pero las apretadas construcciones detrás de los muros sólo constituían en
aquel momento el centro de la ciudad, allí no podía vivir más de un décimo de la población. Los otros
nueve décimos habitaban en un ruidoso mar de cabañas, chamizos, chozas, chabolas, chiqueros, tiendas
de campaña y hasta carros que hacían las veces de viviendas.
Al poeta y al brujo les servía de cicerone el pariente del colmenero, joven, vivo y arrogante, típico
ejemplar de la briba local, que había nacido en las alcantarillas, que se había bañado en más de una
alcantarilla y en más de una había apagado la sed. En medio de la barahúnda, el tumulto, la suciedad y el
hedor de la ciudad se sentía aquel mozuelo como la trucha en un rápido montaraz de aguas cristalinas.
Para colmo, la posibilidad de enseñar a alguien su desagradable ciudad lo alegraba a todas luces. Sin
alterarse por el hecho de que nadie le preguntaba por nada, el barriobajero explicaba todo con verdadera
pasión. Explicó que Riedbrune constituía una etapa importante para los colonos nilfgaardianos que
vagabundeaban hacia el norte en busca de la tierra prometida por el emperador: cuatro campos, o sea,
contando a lo bajo cuatrocientas fanegas. Y además una descarga de impuestos. Riedbrune yace a la

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

entrada del valle del Neva, que corta los Montes de Amell, delante del desfiladero de Theodula, que une
Los Taludes y los Tras Ríos con Mag Turga, Geso, Metinna y Maecht, países que ya hacía mucho que
eran súbditos del imperio nilfgaardiano. La ciudad de Riedbrune, explicó el barriobajero, es el último
lugar en el que los colonos pueden contar con algo más que consigo mismos, su mujer y lo que llevan en
los carros. Por eso también la mayor parte de los colonos acampa bastante tiempo junto a la ciudad,
tomando aliento para el último salto sobre el Yaruga y más allá del Yaruga. Y muchos de ellos, añadió el
barriobajero con orgullo de patriota de las alcantarillas, se quedan en la ciudad para siempre, porque la
ciudad es, no veas, la cultura y no un quintoelcoño de pueblo que huele a estiércol.
La ciudad de Riedbrune olía mucho. Y también a estiércol.
Geralt había estado allí, hacía muchos años, pero no reconocía nada. Había cambiado demasiado.
Antaño no se veían tantos caballeros con corazas y capas negras y con los emblemas de color de plata en
los brazos. Antaño no se oía por doquier la lengua nilfgaardiana. Antaño no había allí ninguna cantera en
la que unos individuos andrajosos, sucios, miserables y ensangrentados quebraban piedras con cincel y
martillo, azuzados a palos por vigilantes vestidos de negro.
Aquí se estacionan muchos soldados nilfgaardianos, explicó el barrio-bajero, pero no
permanentemente, sólo durante los descansos entre las marchas y las persecuciones a los partisanos de la
organización Taludes Libres. Vendrá una fuerza numerosa de nilfgaardianos cuando ya se alce una
fortaleza grande, amurallada, en lugar de la ciudad vieja. Una fortaleza de piedra extraída de la cantera.
Los que extraían las piedras eran prisioneros de guerra. De Lyria, de Aedirn, últimamente de Sodden,
Brugge, Angren. Y de Temería. Aquí, en Riedbrune, se afanan cuatro centenares de prisioneros. Más de
cinco centenares trabajan en almacenes, minas y arrugias en los alrededores de Belhaven, y más de mil
construyen puentes y alisan los caminos en el paso de Theodula.
En la plaza de la ciudad, también en tiempos de Geralt había un cadalso, pero bastante más
modesto. No había en él tantas herramientas que despertaran las más siniestras asociaciones, y en las
sogas, palos, biernos y estacas no colgaban tantas decoraciones que apestaran a podredumbre y
despertaran el asco.
Esto es cosa de don Fulko Artevelde, no hace mucho nombrado prefecto por el gobierno militar,
explicó el barriobajero, mirando el cadalso y el fragmento de anatomía humana que lo coronaba. Otra vez
le dio tormento a alguno don Fulko Artevelde. No hay bromas con don Fulko, añadió. Es un hombre
riguroso.
El buscador de diamantes, amigo del barriobajero, al que encontraron en una taberna, no le causó a
Geralt la mejor impresión. Se encontraba precisamente en ese estado tembloroso, pálido, medio sereno,
medio borracho, irreal casi, cercano a un ensueño que le produce al hombre el haber estado bebiendo sin
parar durante algunos días con sus noches. Al brujo se le hundió la moral al momento. Parecía que las
sensacionales noticias sobre los druidas podían tener su origen en un delirium tremens común y corriente.
Sin embargo, el bebido buscador respondió a las preguntas conscientemente y con sentido.
Contrarrestó graciosamente la objeción de Jaskier de que no parecía un buscador de diamantes
contestando que en cuanto encontrara siquiera uno, entonces lo parecería. Asimismo señaló el lugar
donde estaban los druidas junto al Loc Monduirn de forma concreta y detallada, sin las maneras
pintorescas y vanidosas propias de la mitomanía. Se permitió a sí mismo hacer la pregunta de qué es lo
que los interlocutores querían de los druidas y cuando le contestó un silencio despectivo avisó que
penetrar en los robledales de los druidas significaba la muerte cierta, puesto que los druidas
acostumbraban a agarrar a los intrusos, meterlos en una muñeca llamada la Moza de Esparto y quemarlos
vivos acompañándolo todo con rezos, cantos y encantamientos. Por lo visto, los rumores infundados y las
supersticiones tontas viajaban junto con los druidas, manteniendo el paso bravamente sin quedarse
siquiera media legua atrás.
No pudieron seguir hablando, pues nueve soldados de uniforme negro y armados con alavesas y que
llevaban al hombro el emblema del sol les interrumpieron.
—¿Sois vos —preguntó el suboficial que dirigía a los soldados, al tiempo que se golpeaba en la
pantorrilla con un palo de roble— el brujo llamado Geralt?
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Sí —respondió Geralt al cabo de un instante de reflexión—. Lo somos.


—Sed tan amable entonces de venir con nosotros.
—¿Por qué voy a ser tan amable? ¿O es que estoy arrestado?
El soldado, en un silencio que parecía no tener fin, le miró con una mirada extraña, como sin
respeto. No cabía duda de que era su escolta de ocho personas la que le infundía confianza para mirar de
tal modo.
—No —dijo por fin—. No estáis arrestado. No hubo orden para arrestaros. Si hubiera habido tal
orden, os hubiera preguntado de otra manera, noble señor. Totalmente distinta.
Geralt se colocó el talabarte de forma bastante provocativa.
—Y yo —dijo con tono frío— hubiera respondido de otra manera.
—Bueno, bueno, señores. —Jaskier se decidió a entrometerse, poniendo en su rostro algo que, en su
opinión, se asemejaba a la sonrisa de un diplomático experimentado—. ¿Por qué ese tono? Somos
personas honradas, no tenemos por qué temer a la autoridad, incluso hasta ayudamos gustosamente.
Todas las veces que tenemos ocasión, ha de entenderse. Pero también por ello nos merecemos algo de las
autoridades, ¿no es verdad, señor militar? Aunque no sea más que una pequeña explicación de los
motivos por los que se nos limitan nuestras libertades ciudadanas.
—Hay guerra, señores —respondió el soldado, para nada turbado por el torrente de palabras—. Las
libertades, como de su propio nombre se desprende, son cosa para tiempos de paz. Por su parte, los
motivos todos os los explicará el señor prefecto. Yo cumplo órdenes y no es cuestión mía entrar en
disputas.
—Lo que es verdad, es verdad —reconoció el brujo y le hizo un leve guiño al trovador—.
Conducidnos entonces a la prefectura, señor soldado. Tú, Jaskier, vuelve con los otros, cuenta lo que ha
pasado. Haced lo que sea conveniente. Regis ya sabrá qué.
—¿Qué hace un brujo en Los Taludes? ¿Qué busca aquí?
El que planteaba la pregunta era un hombre fornido y de cabello oscuro, con el rostro adornado por
los surcos de unas cicatrices y un parche de cuero cubriéndole el ojo izquierdo. En una calle oscura, la
visión de aquel rostro ciclópeo podría arrancar un gemido de terror de más de un pecho. Y qué
innecesario sería asustarse, teniendo en cuenta que aquél era el rostro del señor Fulko Artevelde, prefecto
de Riedbrune, la jerarquía más alta de la vigilancia de la ley y el orden en aquellos alrededores.
—¿Qué busca un brujo en Los Taludes? —repitió la más alta jerarquía de vigilancia de la ley en
aquellos alrededores.
Geralt suspiró, encogió los hombros, fingiendo indiferencia.
—Conocéis pues la respuesta a vuestra pregunta, señor prefecto. El que soy un brujo sólo podéis
haberlo sabido por los colmeneros de los Tras Ríos, que me contrataron para proteger su marcha. Y
siendo brujo, en Los Taludes, como en cualquier otro lado, busco por lo general la posibilidad de ganarme
la vida. Así que viajo en la dirección que me señalan los patronos que me contratan.
—Muy lógico —asintió con la cabeza Fulko Artevelde—, al menos en apariencia. Os separasteis de
los colmeneros hace dos días. Pero tenéis intenciones de seguir hacia el sur en una compañía un tanto
extraña. ¿Con qué objetivo?
Geralt no bajó los ojos, sostuvo la mirada ardiente del único ojo del prefecto.
—¿Estoy arrestado?
—No. De momento no.
—Entonces el objetivo y la dirección de mi marcha es asunto mío. Creo.
—Sugeriría sin embargo sinceridad y franqueza. Aunque no fuera más que por demostrar que no
escondéis culpa ninguna y no teméis a la ley, ni a las autoridades que la protegen. Intentaré repetir la
pregunta: ¿qué objetivo tiene vuestra empresa, brujo?
Geralt reflexionó un instante.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Intento llegar hasta los druidas que antes vivían en Angren y que ahora al parecer se han
instalado en estos alrededores. No fue difícil enterarse de ello por los colmeneros que estuve escoltando.
—¿Quién os ha contratado para ir contra los druidas? ¿Acaso los amigos de la naturaleza han
quemado en su Moza de Esparto a una persona de más?
—Cuentos, rumores y supersticiones, extraños en una persona cultivada. De los druidas yo preciso
información, no su sangre. Pero de verdad, señor prefecto, me parece que ya he sido hasta demasiado
sincero para demostrar que no escondo culpa alguna.
—No se trata de vuestra culpa. Al menos no sólo de ella. Quisiera sin embargo que en nuestra
conversación comenzaran a dominar tonos de deferencia mutua. En contra de las apariencias, el objetivo
de esta conversación es, entre otros, el salvaros la vida a vos y a vuestros compañeros.
—Habéis despertado, señor prefecto —dijo Geralt tras un instante—, mi más profunda curiosidad.
Entre otras cosas. Escucharé vuestra explicación con gran atención.
—No lo dudo. Llegaremos a esas explicaciones, pero gradualmente. Por etapas. ¿Habéis oído hablar
alguna vez, señor brujo, de la institución del testigo de la corona? ¿Sabéis qué es eso?
—Lo sé. Alguien que se quiere librar de responsabilidades delatando a sus camaradas.
—Una simplificación excesiva —dijo sin sonrisa Fulko Artevelde—, típica al fin y al cabo para un
norteño. Vosotros enmascaráis a menudo los agujeros en vuestra educación a base de sarcasmo o
simplificaciones caricaturescas, que consideráis bromas. Aquí, en Los Taludes, señor brujo, actúa la ley
del Imperium. En rigor, actuará la ley del Imperium cuando se siegue hasta la raíz la anarquía que reina
aquí. El mejor medio para reprimir la anarquía y el bandolerismo es el cadalso que con toda seguridad
habéis visto en la plaza. Pero a veces también sirve la institución del testigo de la corona.
Hizo una pausa efectista. Geralt no le interrumpió.
—No hace mucho —siguió el prefecto—, conseguimos enredar en una emboscada a una banda de
jóvenes criminales. Los bandidos ofrecieron resistencia y murieron...
—Pero no todos, ¿verdad? —se imaginó con brusquedad Geralt, al que toda aquella retórica le
estaba ya cansando un poco—. A uno de ellos se le cogió con vida. Se le prometió piedad si se convertía
en testigo de la corona. Es decir, si se chotaba. Y se chotó de mí.
—¿De dónde extraéis esa conclusión? ¿Habéis tenido contacto con el mundo de la delincuencia
local? ¿Ahora o en el pasado?
—No. No lo he tenido. Ni ahora, ni en el pasado. Por eso, perdonadme, señor prefecto, pero todo
este asunto no es más que un malentendido o un humbugueo. O una provocación dirigida contra mí. En
este último caso propongo que no perdamos el tiempo y vayamos al grano.
—La idea de una provocación dirigida contra vos no os abandona —advirtió el prefecto, frunciendo
una ceja deformada por una cicatriz—. ¿Acaso, pese a las afirmaciones que habéis realizado, tenéis en
verdad motivos para temer a la ley?
—No. Sin embargo, comienzo a temer que la lucha contra la delincuencia se realice aquí demasiado
aprisa, a granel y con poco detalle, sin prolijas esperas, se sea culpable o no. Pero, en fin, puede que esto
sólo sea una simplificación caricaturesca, típica para un lerdo norteño. Norteño el cual todavía no
comprende de qué forma le está salvando la vida el prefecto de Riedbrune.
Fulko Artevelde le miró durante un instante en silencio. Luego dio una palmada.
—Traedla —ordenó al soldado que había acudido.
Geralt se tranquilizó con unas cuantas inspiraciones. De pronto un cierto pensamiento le había
provocado una aceleración del corazón y una reforzada producción de adrenalina. Al cabo de un segundo
tuvo que inspirar de nuevo, tuvo incluso que hacer —algo sin precedentes— una Señal con la mano que
mantenía oculta bajo la mesa. Y no hubo —algo sin precedentes— resultado alguno. Le entró calor. Y
frío.
Porque los guardias empujaron a la habitación a Ciri.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Oh, mirar —dijo Ciri en cuanto que la sentaron en la silla y le ataron las manos a la espalda,
detrás del respaldo—. ¡Mirar lo que nos trajo el gato!
Artevelde realizó un rápido gesto. Uno de los guardianes, un gran mozo con el rostro de un niño no
muy despierto, desplegó la mano en un lento golpe y le dio una bofetada en la cara que hasta hizo
balancearse la silla.
—Perdonarla, mi señor —dijo el guardia con una voz de disculpa sorprendentemente suave—.
Joven es, y tonta. Y descarada.
—Angouléme —dijo Artevelde lenta y claramente—. Te prometí que te escucharía. Pero esto
significa que voy a escuchar tus respuestas a mis preguntas. No tengo intenciones de escuchar tus
payasadas. Serás castigada por ellas. ¿Has entendido?
—Sí, abuelete.
Un gesto. Una bofetada. La silla se balanceó.
—Joven es —musitó el guardia mientras se restregaba la mano en el muslo—. Descarada...
De la nariz rota de la muchacha —Geralt ya sabía que no era Ciri y no podía dejar de asombrarse de
su error— fluyó un delgado hilo de sangre. La muchacha se sorbió los mocos con fuerza y adoptó una
sonrisa feroz.
—Angouléme —repitió el prefecto—. ¿Me has entendido?
—Sí, señor Fulko.
—¿Quién es éste, Angouléme?
La muchacha volvió a inspirar por la nariz, inclinó la cabeza, abrió unos grandes ojos en dirección a
Geralt. Luego agitó un flequillo de cabellos desordenados y rubios como la paja, que le caían en molestos
mechones sobre las cejas.
—No le he visto en la vida. —Se lamió la sangre que le había bajado hasta los labios—. Pero sé
quién sea. Ya os lo dije, señor Fulko, ahora sabéis que no mentía. Se llama Geralt. Es un brujo. Hace unos
diez días cruzó el Yaruga y se dirige a Toussaint. ¿Acierto, abuelete de pelos blancos?
—Joven es... Descarada... —dijo el guardia con rapidez, mirando con un cierto desasosiego al
prefecto. Pero Fulko Artevelde tan sólo frunció el ceño y agitó la cabeza.
—Tú todavía vas a engalanar el cadalso, Angouléme. Bueno, sigamos. ¿Con quién, según tú, viaja
este brujo Geralt?
—¡También os lo dije! Con un guaperas de nombre Jaskier, que es trovador y lleva un laúd consigo.
Con una mujer joven, con los pelos de color rubio oscuro, cortados a la altura de la nuca. No sé cómo se
llama. Y con un hombre del que nada se dijo, su nombre tampoco. Juntos todos son cuatro.
Geralt apoyó la barbilla en los pulgares, mirando con atención a la muchacha. Angouléme no bajó
la vista.
—Cuidado que tienes ojos —dijo ella—. ¡Ojosmalojos!
—Sigue, sigue, Angouléme —la espoleó, frunciendo el ceño, don Fulko—. ¿Quién más pertenece a
esa compaña brujeril?
—Nadie. Lo dije, son cuatro. ¿No tienes orejas, abuelete?
Un gesto, una bofetada, un balanceo. El guardia se frotó la mano en el muslo, conteniéndose de
soltar más sentencias acerca de la descarada mocedad.
—Mientes, Angouléme —dijo el prefecto—. ¿Cuántos son, pregunto por segunda vez?
—Como vos queráis, señor Fulko. Como vos queráis. Vuestro gusto. Son doscientos. ¡Trescientos!
¡Seiscientos!
—Señor prefecto. —Geralt se anticipó rápido y brusco a la orden de golpear—. Dejémoslo, si se
puede. Lo que ha dicho es tan preciso que no se puede hablar de mentira, sino más bien de información
incompleta. Pero, ¿de dónde ha salido esa información? Ella misma ha reconocido que me ve por vez
primera en su vida. Yo también la veo por vez primera. Os lo prometo.
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Gracias por la ayuda en la investigación. —Artevelde le miró de reojo—. Muy valiosa. Cuando
comience a interrogaros a vos, cuento con que seáis también tan hablador. Angouléme, ¿has oído lo que
ha dicho el señor brujo? Habla. Y no me obligues a tener que apurarte.
—Se dijo —la muchacha se lamió la sangre que le caía de la nariz— que si a las autoridades se les
denunciaba algún crimen planeado, si se dijera quién planea alguna truhanería, entonces se mostraría
benevolencia. ¿Pues no lo he dicho yo? Sé de un crimen en ciernes, quiero evitar un acto malvado.
Escuchar lo que digo. Ruiseñor y su cuadrilla están esperando en Belhaven al brujo aquí presente y han
de cargárselo. Les dio este encargo un medioelfo, forastero, el diablo sabe de dónde salió, nadie lo
conoce. Todo dijo el tal medioelfo: quién es, qué aspecto tiene, de dónde vendrá, cuándo vendrá, en qué
compañía. Les reconvino de que era un brujo, no un paleto cualquiera, sino perro viejo, que no se las
dieran de listos, sino que le apuñalaran por la espalda, le tiraran de ballesta, y lo mejor, que le
envenenaran cuando bebiera o comiera algo en Belhaven. El medioelfo le dio al Ruiseñor dinero. Mucho
dinero. Y le prometió más después del trabajo.
—Después del trabajo —advirtió Fulko Artevelde—. ¿De modo que el medioelfo todavía está en
Belhaven? ¿Con la banda del Ruiseñor?
—Pudiera ser. No lo sé. Hace ya más de dos semanas que huí de la cuadrilla del Ruiseñor.
—¿Así que ése es el motivo por el que los delatas? —sonrió el brujo—. ¿Ajustes de cuentas
personales?
Los ojos de la muchacha se estrecharon, sus tumefactos labios se torcieron en un gesto horrible.
—¡Una mierda te importan a ti mis ajustes de cuentas, abuelo! Y con eso de que delato, te salvo la
vida, ¿no? ¡No vendría mal un agradecimiento!
—Gracias. —Geralt de nuevo se adelantó a la orden de golpear—. Sólo quería comentar que si se
trata de un ajuste de cuentas tu credibilidad se rebaja, testigo de la corona. La gente delata cuando quiere
salvar el pellejo y la vida, pero miente cuando quiere vengarse.
—Nuestra Angouléme no tiene ni la más mínima posibilidad de salvar la vida —le interrumpió
Fulko Artevelde—. Pero el pellejo, por supuesto, quiere salvarlo. A mi juicio se trata de una motivación
absolutamente creíble. ¿Eh, Angouléme? ¿Quieres salvar el pellejo, verdad?
La muchacha apretó los labios. Y palideció manifiestamente.
—Valentía de bandoleros —dijo el prefecto con desprecio—. Y de mocosos también. Atacar en
ventaja, robar a los débiles, matar a indefensos, eso sí se puede. Pero mirar cara a cara a la muerte es más
difícil. Eso ya no podéis.
—Todavía lo veremos —ladró ella.
—Veremos —repitió serio Fulko—. Y lo escucharemos. Gritarás en el patíbulo hasta que se te
salgan los pulmones, Angouléme.
—Prometisteis benevolencia.
—Y mantendré mi promesa. Si lo que has confesado resulta ser verdad.
Angouléme se retorció en la silla, señalando a Geralt con un movimiento que se diría de todo su
delgado cuerpo.
—¿Y esto —gritó— qué es? ¿No es verdad? ¡Que niegue que no es brujo y que no es Geralt! ¡Me
van a decir aquí que no soy creíble! ¡Pues que se vaya a Belhaven, y tendrá mejor prueba de que no
miento! Su cadáver lo hallarán a la mañana en las canales. ¡Sólo que entonces diréis que no previne el
delito y que de benevolencia nada! ¿No? ¡Fulleros, su puta madre, es lo que sois! ¡Fulleros y eso es todo!
—No la golpeéis —dijo Geralt—. Por favor.
En su voz había algo que detuvo a mitad de camino las manos alzadas del prefecto y del guardia.
Angouléme se sorbió las narices, mirándolo penetrantemente.

95
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Gracias, abuelete —dijo—. Pero pegar no es nada, si quieren que peguen. A mí me pegaban
desde pequeña, estoy acostumbrada. Si quieres hacerme bien, confirma entonces que digo la verdad. Que
mantengan su palabra. Que me cuelguen, su puta madre.
—Lleváosla —ordenó Fulko, intentando acallar con un gesto las protestas de Geralt—. No nos es
ya necesaria —aclaró, cuando se quedaron solos—. Ya sé todo y os lo aclararé. Y luego os pediré
reciprocidad.
—Primero —la voz del brujo era fría— aclaradme de qué iba este ruidoso final, terminado con una
extraña petición de ahorcamiento. Al fin y al cabo la muchacha, como testigo de la corona, ya ha hecho lo
suyo.
—Todavía no.
—¿Cómo que no?
—Homer Straggen, llamado Ruiseñor, es un truhán extraordinariamente peligroso. Cruel y
desvergonzado, astuto e inteligente, y para colmo con suerte. Su impunidad estimula a otros. Tengo que
acabar con esto. Por eso he hecho un trato con Angouléme. Le prometí que si como resultado de su
declaración, Ruiseñor es atrapado y su cuadrilla deshecha, Angouléme será ahorcada.
—¿Cómo? —El asombro del brujo no era fingido—. ¿Ésta es la institución del testigo de la corona?
¿A cambio de colaborar con las autoridades, la soga? Y por negarse a colaborar, ¿qué?
—El palo. Precedido de sacarle los ojos y arrancarle los pechos con tenazas al rojo.
El brujo no dijo ni una palabra.
—Esto se llama ejemplo por el miedo —siguió al cabo, Fulko Artevelde—. Una cosa muy necesaria
en la lucha contra el bandolerismo. ¿Por qué apretáis tanto los puños que hasta casi se oyen crujir
vuestros pulgares? ¿Acaso sois partidario de matar humanitariamente? Pero vos os podéis permitir ese
lujo, al fin y al cabo combatís principalmente a seres que, por muy ridículo que pueda sonar, también
matan humanitariamente. Yo no puedo permitirme el lujo. Yo he visto caravanas de mercaderes y casas
asaltadas por el Ruiseñor y otros parecidos. He visto lo que le hicieron a la gente para que señalaran
escondrijos o dijeran las consignas mágicas de cajas y cofres. He visto mujeres después de que el
Ruiseñor hubiera comprobado con un cuchillo si no escondían bienes preciados. He visto a personas a las
que se les hicieron cosas todavía peores para simple diversión bandoleril. Angouléme, cuyo destino tanto
os preocupa, tomó parte en tales diversiones, eso es seguro. Estuvo el tiempo suficiente en la banda. Y si
no fuera por el mero azar, por el hecho de que huyera de la banda, la hubierais conocido de otra forma.
Puede que fuera ella quien os hubiera disparado en la espalda con la ballesta.
—No me gustan los «y si». ¿Sabéis el motivo por el que escapó de la cuadrilla?
—Sus declaraciones fueron escasas en este sentido, y mis gentes no quisieron divulgarlo. Pero
todos saben que Ruiseñor es del tipo de hombre que gusta de poner a las mujeres en su papel diríamos
natural. Si no resulta de otro modo, les impone ese papel por la fuerza. A esto se añadió seguramente un
conflicto generacional. Ruiseñor es un hombre maduro y la última compaña de Angouléme eran unos
crios igual que ella. Pero esto son especulaciones, en realidad todo ello no me incumbe. Y a vos, me
permito preguntar, ¿por qué os importa tanto? ¿Por qué desde el primer momento que la visteis os
produce Angouléme tan vivas emociones?
—Extraña pregunta. La muchacha denuncia un ataque contra mí que al parecer preparan sus
antiguos camaradas por encargo de algún medioelfo. Cosa en sí bastante extraordinaria porque no tengo
ninguna cuenta pendiente con ningún medioelfo. Aparte de ello, la muchacha sabe en qué compañía viajo.
Con tales detalles como que el trovador se llama Jaskier y la mujer se ha cortado la coleta. Precisamente
esa coleta hace que sospeche que todo esto no es más que mentira o provocación. No sería muy difícil
atrapar y preguntar a uno de los colmeneros del bosque con los que viajé la semana pasada. Y montar
rápidamente una comedia...
—¡Basta! —Artevelde golpeó con el puño en la mesa—. Un poco demasiado os aceleráis, señor
mío. ¿Quiere decir esto que yo estoy montando una comedia? ¿Y con qué objetivo? ¿Para engañaros,

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

embaucaros? ¿Y quién sois vos para temer tales provocaciones y engaños? ¡Quien se pica ajos come,
señor brujo! ¡Ajos come!
—Dadme otra explicación.
—No, ¡dádmela vos!
—Lo siento. No tengo otra.
—Podría decir algo más. —El prefecto sonrió con malignidad—. Pero, ¿por qué? Dejemos las cosas
claras. A mí no me interesa saber quién os quiere ver muerto y por qué. No me importa de dónde ha
sacado ese alguien tan estupenda información sobre vos, incluyendo hasta el color y la longitud de
vuestros cabellos. Aún más: yo hasta podría incluso no haberos informado de este atentado, brujo. Podría
haber tratado a vuestra compaña como a un cebo involuntario para el Ruiseñor. Seguir, esperar hasta que
Ruiseñor pique el anzuelo, el sedal, el plomo y el corcho. Y entonces atraparlo como a un lucio. Porque él
es el que me interesa, el que quiero. ¿Y que para entonces a vosotros se os estuviera comiendo ya la
tierra? ¡Ja, mal necesario, a costes propios!
Se calló. Geralt no hizo ningún comentario.
—Sabéis, mi señor brujo —siguió al cabo el prefecto—, yo me juré a mí mismo que la ley va a
reinar en estos terrenos. A cualquier precio y por cualquier medio, per fas et nefas. Porque la ley no es la
jurisprudencia, no es un grueso libro lleno de parágrafos, no son tratados filosóficos, no son exageradas
habladurías sobre la justicia, no son gastadas frases sobre moralidad o ética. La ley son caminos y
carreteras seguros. Son callejas de ciudad por las que se puede pasear incluso después de la puesta de sol.
Son posadas y tabernas de las que se puede salir al retrete dejando la bolsa sobre la mesa y a la mujer a la
mesa. ¡La ley es el sueño tranquilo de las gentes que están seguras de que las despertará el canto del gallo
y no el gallo rojo de las llamas! ¡Y para los que violan la ley: la soga, el hacha, el palo y el hierro al rojo!
Un castigo que atemorice a otros. Los que violan la ley se merecen ser capturados y castigados. Por todos
los medios y formas posibles. ¡Eh, brujo! ¿Acaso esa desaprobación que se pinta en tu rostro se refiere al
objetivo o a los métodos? ¡Supongo que a los métodos! Porque es fácil criticar los métodos, pero a todos
nos gustaría vivir en un mundo seguro, ¿no? ¡Venga, responde!
—No hay mucho de qué hablar.
—Pues yo pienso que sí.
—A mí, don Fulko —dijo sereno Geralt— hasta me gusta ese mundo de tu visión y tu idea.
—¿De verdad? Tu gesto dice lo contrario.
—Tu mundo ideal es un mundo perfecto para mí. Nunca le faltará trabajo en él a un brujo. En vez
de códigos, parágrafos y frases exageradas acerca de la justicia, tu idea produce ilegalidad, anarquía,
arbitrariedad y búsqueda del interés propio por parte de los reyes y reyezuelos, el exceso de celo de
carreristas que quieren complacer a sus superiores, la venganza ciega de los fanáticos, la crueldad de los
esbirros, la revancha y el desquite sádico. Tu visión es un mundo de terror, no de miedo ante los bandidos
sino ante los guardianes de la ley, porque siempre y en todo lugar el efecto de las grandes cacerías de
bandoleros ha sido que los bandoleros ingresen en masa en las filas de los guardianes de la ley. Tu visión
es un mundo de sobornos, chantaje y provocación, un mundo de testigos de la corona y de falsos testigos.
Un mundo de espías y confesiones forzadas. E inevitablemente llegará el día en que en tu mundo las
tenazas arrancarán los pechos a la persona equivocada, en que se colgará o empalará a un inocente. Y
entonces será ya un mundo criminal.
«Hablando en plata —terminó—, un mundo en el que un brujo se sentiría como pez en el agua.
—Vaya —dijo al cabo de un instante de silencio Fulko Artevelde, tocándose el ojo cubierto por el
parche de cuero—. ¡Un idealista! Brujo. Profesional. Especialista en matar. Y sin embargo, un idealista.
Y moralista. Algo un poco peligroso en tu profesión, brujo. Señal de que comienzas a cansarte de tu
trabajo. Un día de estos vacilarás si rajar a una estrige o no, porque, ¿y si resulta que es una estrige
inocente? ¿Y si se trata sólo de venganza ciega y ciego fanatismo? No te deseo que se llegue a eso. Y si
alguna vez... tampoco te lo deseo, pero es posible que alguien dañe de forma cruel y sádica a alguna
persona cercana a ti. Entonces volvería gustoso a esta conversación, al problema del castigo proporcional
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

a la pena. ¿Quién sabe si entonces nuestras opiniones serían tan diferentes? Pero hoy, aquí, ahora, tal cosa
no va a ser objeto de consideraciones ni de debate. Hoy vamos a hablar de cosas concretas. Y lo concreto
eres tú.
Geralt alzó las cejas levemente.
—Aunque has hablado con sarcasmo acerca de mis métodos y de mi visión del mundo de la ley,
ayudarás, mi querido brujo, a realizar esta visión. Repito: yo me juré a mí mismo que aquéllos que violen
la ley recibirán lo suyo. Todos. Desde aquel pequeño que falsifica las medidas en el mercado a aquél que
asaltó un día en el camino un transporte de arcos y flechas para el ejército. Bandoleros, salteadores,
ladrones, desertores. Los luchadores por la libertad integrantes de la organización terrorista sonoramente
llamada Taludes Libres. Y Ruiseñor. Sobre todo Ruiseñor. Ruiseñor debe ser castigado, da igual por qué
método. Y rápido. Antes de que se anuncie una amnistía y se libre... Brujo. Hace meses que estoy
esperando algo que me permita adelantarme a él en un paso. Que me permita engañarlo, lograr que
cometa un error, ese error decisivo que lo conduzca a la perdición. ¿Tengo que seguir hablando o ya has
adivinado?
—Lo he adivinado, pero sigue hablando.
—El misterioso medioelfo, al parecer iniciador e instigador del atentado, le previno del brujo a
Ruiseñor, le recomendó precaución, desaconsejó descuido, arrogancia soberbia y fanfarronadas. Sé que
no sin motivo. Sin embargo, las advertencias serán en vano. Ruiseñor cometerá un error. Atacará a un
brujo prevenido y listo para defenderse. Atacará a un brujo que está esperando el ataque. Y éste será el
final del bandido Ruiseñor. Quiero sellar contigo un pacto, Geralt. Vas a ser mi brujo de la corona. No me
interrumpas. Es un pacto sencillo, cada parte se compromete a algo, cada una mantiene su compromiso.
Tú acabas con Ruiseñor. Yo, a cambio...
Se calló por un instante, sonrió malicioso.
—No pregunto quiénes sois, de dónde venís, adonde vais y por qué estáis en el camino. No
pregunto por qué uno de vosotros habla con un ligero acento nilfgaardiano, y por qué a otro lo evitan
algunos perros y caballos. No ordenaré que le arranquen al trovador Jaskier el tubo con los escritos ni
examinaré de lo que tratan esos apuntes. Y sólo informaré a los servicios secretos imperiales cuando
Ruiseñor esté muerto o en mis mazmorras. Incluso después, ¿para qué apresurarse? Os daré tiempo. Y
una oportunidad.
—¿Una oportunidad para qué?
—Para llegar hasta Toussaint. A ese ridículo condado de cuento, cuyas fronteras ni siquiera los
servicios secretos imperiales se atreverían a violar. Luego puede cambiar mucho. Habrá amnistía. Puede
que haya un alto el fuego al otro lado del Yaruga. Puede que hasta una paz duradera.
El brujo guardó silencio largo rato. El rostro mutilado del prefecto estaba inmóvil, su único ojo
ardía.
—De acuerdo —dijo por fin Geralt.
—¿Sin mercadeos? ¿Sin condiciones?
—Con dos.
—Cómo podría ser de otro modo. Te escucho.
—Antes debo ir unos cuantos días al sur. Al Loe Monduirn. A ver a los druidas, puesto que...
—¿Me tomas por tonto o qué? —le interrumpió con brusquedad Fulko Artevelde—. ¿Acaso quieres
liármela? ¡Todo el mundo sabe adonde conduce tu viaje! Y entre ellos, Ruiseñor, quien precisamente está
preparando una trampa en tu camino. Al sur, en Belhaven, en el lugar donde el valle del Neva corta al
valle de Sansretour que conduce hasta Toussaint.
—Eso quiere decir...
—... que los druidas ya no están en Loe Monduirn. Desde hace cerca de un mes. Se fueron por el
valle de Sansretour hasta Toussaint, a esconderse bajo el ala protectora de la condesa Anarietta de
Beauclair, quien tiene debilidad por todo género de estrafalarios, chiflados y rarezas. Y concede
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

gustosamente asilo a los tales en su paisillo de cuento de hadas. Y tú lo sabes, brujo. No me tomes por
tonto. ¡No intentes liármela!
—No lo intentaré —dijo Geralt lentamente—. Te doy mi palabra de que no lo haré. Mañana me
pondré en camino hacia Belhaven.
—¿No te olvidas de algo?
—No, no me he olvidado. Mi segunda condición: quiero a Angouléme. Adelantas la amnistía para
ella y la liberas de la mazmorra. Al brujo de la corona le es necesario tu testigo de la corona. Rápido,
¿estás de acuerdo o no?
—Lo estoy —dijo casi de inmediato Fulko Artevelde—. No tengo salida. Angouléme es tuya.
Porque al fin y al cabo sé que si accedes a colaborar conmigo es sólo por ella.
El vampiro, que iba al lado de Geralt, escuchaba con atención, no le interrumpió. El brujo no se
equivocó al confiar en su agudeza.
—Somos cinco, no cuatro —resumió rápido en cuanto que Geralt terminó de contarlo—. Viajamos
los cinco desde final de agosto, los cinco juntos cruzamos el Yaruga. Y Milva no se cortó la trenza hasta
que estuvimos en .los Tras Ríos. Hace como una semana. Tu rubia protegida sabe lo de la trenza de
Milva. Y no sabía que éramos cinco. Extraño.
—¿Es lo más extraño de toda esta extraña historia?
—Casi. Lo más extraño es Belhaven. Una ciudad donde al parecer se nos ha tendido una trampa.
Una ciudad situada muy dentro de las montañas, en la ruta del valle del Neva y del paso de Theodula...
—Y adonde no teníamos planeado ir —concluyó el brujo, mientras azuzaba a Sardinilla, que
comenzaba a quedarse atrás—. Hace tres semanas, cuando el tal bandolero Ruiseñor aceptó de un
medioelfo el encargo de matarme, estábamos en Angren, nos dirigíamos a Caed Dhu, llenos de aprensión
por los pantanos de Ysgith. Al diablo, nosotros mismos no lo sabíamos esta mañana...
—Lo sabíamos —le interrumpió el vampiro—. Sabíamos que buscábamos a los druidas. Lo mismo
esta mañana que hace tres semanas. Ese misterioso medioelfo ha preparado la trampa en el camino que
conduce a los druidas, seguro de que éste iba a ser nuestro camino. Él simplemente...
—... sabe mejor que nosotros por dónde discurre este camino. —El brujo se tomó la revancha de
que le hubieran quitado la palabra—. ¿Y cómo lo sabe?
—Eso habrá que preguntárselo a él. Por ello es por lo que aceptaste la propuesta del prefecto, ¿no es
cierto?
—Así es. Cuento con que vaya a poder charlar un ratito con el señor medioelfo —sonrió Geralt
ominoso—. Antes de que ello llegue, sin embargo, ¿no se te impone por sí misma una explicación?
¿Acaso ella misma no lo pide?
El vampiro le contempló durante un rato en silencio.
—No me gusta lo que hablas, Geralt —dijo por fin—. No me gusta lo que piensas. Considero que
ése no es un pensamiento adecuado. Una reflexión tomada a la ligera, sin pensárselo. Que surge de
prejuicios y resentimientos.
—¿Y cómo entonces explicar...?
—Como quieras. —Regis le interrumpió con un tono que Geralt jamás le había escuchado—. Lo
que quieras excepto eso. ¿No tomas en consideración, por ejemplo, que tu rubia protegida simplemente
podría estar mintiendo?
—¡Vaya, vaya, abuelete! —gritó Angouléme, que iba detrás de ellos en la muía llamada Draakul—.
¡No me acuses de mentirosa si pruebas de ello no tienes!
—No soy tu abuelete, mi querida niña.
—¡Y yo no soy tu querida niña, abuelete!
—Angouléme. —El brujo se dio la vuelta en la silla—. Cállate.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Como ordenes —Angouléme se tranquilizó al instante—. Tú tienes derecho a mandar. Tú me


sacaste de la trena, me arrancaste de las zarpas de Fulko. A ti te obedezco, tú eres ahora el caudillo, el
cabecilla de la hansa...
—Cállate, por favor.
Angouléme murmuró por lo bajo, dejó de azuzar a Draakul y se quedó atrasada, cuanto más que
Regis y Geralt se apresuraron, alcanzando a Jaskier, Cahir y Milva que iban en cabeza. Cabalgaban en
dirección a las montañas, por la orilla del río Neva, que saltaba impetuoso por entre piedras y peñas con
sus aguas turbias de color entre amarillo y bronce a causa de las recientes lluvias. No estaban solos.
Constantemente se cruzaban o eran superados por escuadrones de la caballería nilfgaardiana, jinetes
solitarios, carros de colonos y caravanas de mercaderes.
Al sur, cada vez más cerca y cada vez más amenazadores, se alzaban los Montes de Amell. Y la
aguja picuda de la Gorgona, la Montaña del Diablo, sumergida entre nubes que pronto cubrieron todo el
cielo.
—¿Cuándo se lo vas a decir? —dijo el vampiro, señalando con la mirada al trío que iba en cabeza.
—Cuando acampemos.
Jaskier fue el primero que tomó la palabra cuando Geralt terminó de contarlo.
—Corrígeme si me equivoco —dijo—. Esta muchacha, Angouléme , a la que alegre y
despreocupadamente has incorporado a nuestra pandilla, es una criminal. Para salvarla de un castigo al fin
y al cabo merecido, aceptaste colaborar con los nilfgaardianos. Te has dejado contratar. Bah, no sólo a ti
mismo, sino a todos nosotros. Tenemos todos que ayudar a los nilfgaardianos a atrapar o a matar a un
bandolero local. En pocas palabras: tú, Geralt, te has convertido en mercenario de los nilfgaardianos, en
cazador de recompensas, en asesino a sueldo. Y nosotros hemos ascendido a ser tus acólitos... o tus
fámulos...
—Tienes un increíble talento para simplificar, Jaskier —murmuró Cahir—. ¿Acaso de verdad no
has entendido de qué se trata? ¿O hablas por hablar?
—Calla, nilfgaardiano. ¿Geralt?
—Comencemos por que en esto que planeo —el brujo lanzó al fuego el palito con el que se
entretenía desde hacía mucho tiempo— nadie tiene que ayudarme. Puedo arreglármelas solo. Sin acólitos
ni fámulos.
—Atrevido eres, abuelete —intervino Angouléme—. Mas la nansa del Ruiseñor son veinte y cuatro
buenos mozos, de los cuales ni siquiera un brujo se libra tan ligero, y si de asuntos de espada hablamos, y
aunque fuera verdad lo que de los brujos se habla, un hombre solo no resiste a dos docenas. Me has
salvado la vida, de modo que yo te pago igualmente. Con una advertencia. Y con ayuda.
—¿Qué diablos es una nansa?
—Aen hanse —explicó Cahir— significa en nuestro idioma banda, pero una a la que unen lazos de
amistad...
—¿Compaña?
—Oh, eso mismo. La palabra, por lo que veo, ha entrado en el argot local...
—Una nansa es una hansa —le interrumpió Angouléme—. Y como en mi tierra: cuadrilla o hato.
¿Para qué hablar más? Aviso en serio. Uno solo no tiene ni una posibilidad contra toda la hansa. Y para
colmo de males, sin conocer ni al Ruiseñor, ni en general a nadie de Belhaven y alrededores, ni enemigos,
ni amigos y aliados. Que no conoce los caminos que conducen a la ciudad, y a la ciudad conducen muy
diversos. Yo digo esto: no será capaz el brujo solo. No sé cuáles serán en vuestra tierra las costumbres,
mas yo no dejo solo al brujo. Él a mí, como dijo el abuelete Jaskier, alegre y desenfadadamente me aceptó
en la vuestra banda, aunque soy una crimínala... Pues todavía me huelen a criminal los pelos, tiempo no
hubo de lavarlos... El brujo y no otro me sacó de esa criminalidad hacia la luz del día. Por ello le estoy
agradecida. Por eso yo no lo dejaré solo. Lo conduciré a Belhaven, al Ruiseñor y ese medioelfo. Iré junto
con él.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Yo también —dijo de inmediato Cahir.


—¡Y yo igualmente! —dijo Milva con brusquedad.
Jaskier se apretó contra el pecho el tubo con los manuscritos, de los que no se separaba últimamente
ni por un momento. Bajó la cabeza. Se veía que luchaba con sus pensamientos. Y que sus pensamientos
vencían.
—No medites, poeta—le dijo suave Regis—. Al fin y al cabo no hay de qué avergonzarse. Para
luchar en cruentas batallas a espada y puñal eres todavía menos adecuado que yo. No nos han enseñado a
mutilar a nuestros semejantes con el acero. Además... Yo, además...
Posó sobre el brujo y Milva unos ojos brillantes.
—Soy un cobarde —reconoció en pocas palabras—. Si no me veo obligado, no quiero vivir otra vez
lo que en la barcaza y el puente. Nunca. Por eso pido que se me excluya del grupo de luchadores que ha
de ir a Belhaven.
—De los tales barcaza y puente —dijo Milva con voz sorda— me asacastes en tus costillas cuando
me atacó la debilidad de los pieces. Si allí habría habido en vez tuyo algún cobarde, hubiéraselas pirado
dejándome allá. Mas allá no hubo cobarde alguno. En cambio estabas tú, Regis.
—Bien dicho, abuelilla —dijo Angouléme con convencimiento—. Mal me hago a la idea de qué
estáis hablando, mas pienso que bien dicho.
—¡No soy abuela tuya ni las narices! —Los ojos de Milva brillaron amenazadores—. ¡Cuidao,
moza! ¡Me llamas otra vez así y ya verás!
—¿Qué veré?
—¡Tranquilas! —aulló alto el brujo—. ¡Basta ya, Angouléme! Vosotros todos también, veo que hay
que llamar al orden. Se terminó el viajar a ciegas, hacia un espejismo. Porque resulta que hay algo allá,
detrás del espejismo. Ha llegado el momento de acciones concretas. El momento de rebanar pescuezos.
Porque por fin hay a quién rebanar. Aquéllos que hasta ahora no lo han entendido, que lo entiendan:
tenemos por fin a un enemigo concreto al alcance de la mano. El medioelfo que quiere nuestra muerte es
agente de fuerzas enemigas. Gracias a Angouléme estamos preparados, y hombre preparado vale por dos,
que dice el proverbio. Tengo que coger a ese medioelfo y sacarle para quién trabaja. ¿Lo has entendido
por fin, Jaskier?
—Resulta que entiendo más y mejor que tú —dijo el poeta con serenidad—. Sin ningún
atrapamiento ni sacamiento me pienso que el enigmático medioelfo actúa por órdenes de Dijkstra, a quien
dejaste lisiado ante mis propios ojos en Thanedd, clavándole un palo en el tobillo. Dijkstra, a juzgar por
lo que contó el mariscal Vissegerd, sin duda nos tiene por espías nilfgaardianos. Y después de nuestra
huida del corpus de partisanos lyrios, a buen seguro la reina Meve añadió algunos puntos a la lista de
nuestros crímenes...
—Te equivocas, Jaskier —se entrometió Regis en voz baja—. No es Dijkstra. Ni Vissegerd. Ni
Meve.
—Entonces, ¿quién?
—Todo juicio y toda conclusión serían precipitadas.
—Estoy de acuerdo —le concedió Geralt con voz gélida—. Por eso hay que investigar las cosas a
pie de obra. Y extraer las conclusiones de la autopsia.
—Y yo —Jaskier no se resignó— sigo pensando que ésta es una idea idiota y arriesgada. Bien está
que se nos haya advertido de la trampa, que sepamos de ella. Si lo sabemos, dejémosla entonces a un
lado. Que ese elfo o medioelfo nos esté esperando lo que quiera, nosotros nos apresuraremos a irnos por
nuestro camino...
—No —le interrumpió el brujo—. Basta de discursos, queridos míos. Fin de la anarquía. Ha llegado
el momento de que nuestra... hansa... tenga por fin un cabecilla.
Todos, sin excluir a Angouléme, le miraron en un silencio expectante.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Angouléme, Milva y yo —dijo— vamos a Belhaven. Cahir, Regis y Jaskier se separarán de


nosotros en el valle de Sansretour e irán a Toussaint.
—No —dijo Jaskier presto, apretando con fuerza su tubo—. Por nada del mundo. Yo no puedo...
—Cállate. Esto no es una discusión. ¡Esto es una orden del caudillo de la hansa! Iréis a Toussaint,
tú, Regis y Cahir. Allí nos esperaréis.
—Toussaint significa la muerte para mí —declaró el trovador sin énfasis—. Si me reconocen en
Beauclair, en el castillo, se acabó. Tengo que contaros que...
—No tienes —le interrumpió brusco el brujo—. Demasiado tarde. Podrías haberte vuelto, no
quisiste. Te quedaste en la banda. Para salvar a Ciri. ¿No es verdad?
—Sí.
—Así que irás con Regis y Cahir por el valle de Sansretour. Nos esperaréis en las montañas, de
momento sin cruzar las fronteras de Toussaint. Pero si... si hay necesidad, tenéis que cruzar la frontera.
Porque en Toussaint, al parecer, están los druidas, los de Caed Dhu, amigos de Regis. Si hay necesidad,
recabaréis información de los druidas e iréis a buscar a Ciri... vosotros solos.
—¿Cómo que solos? ¿Prevés...?
—No preveo nada, considero la posibilidad. El así llamado «por si acaso». El último recurso, si lo
prefieres. Puede que todo vaya bien y no tengamos que hacernos ver por Toussaint. Pero en cualquier
caso... Lo importante es que a Toussaint no os seguirá ninguna partida de nilfgaardianos.
—Cierto, no os seguirán —introdujo Angouléme—. Raro es, pero Nilfgaard respeta las fronteras de
Toussaint. Yo misma una vez me escondí allá. ¡Mas los caballeros de aquellas tierras no mejores son que
los Negros! Galanes, corteses en el habla, mas prestos de espada y de puntapiés. Y patrullean la frontera
sin descanso. Se llaman «andantes». Cabalgan solos, o de dos en dos o hasta tres. Y combaten el
bandolerismo. Es decir: a nosotros. Brujo, se pudiera cambiar una cosa en los tus planes.
-¿Qué? "
—Si hemos de ir hacia Belhaven y vérnoslas con el Ruiseñor, vendréis conmigo tú y don Cahir. Y
que con ellos se vaya la abuelilla.
—¿Y eso por qué? —Geralt, con un gesto, retuvo a Milva.
—Para este trabajo hacen falta mozos. ¿Qué te recueces, abuelilla? Yo lo sé, os digo. Si se llega a
algo, habrá que actuar más bien con el miedo que con la mera fuerza. Y ninguno de los de la nansa de
Ruiseñor se amedrentará con un trío en el que a un mozo le caen dos hembras.
—Milva vendrá con nosotros. —Geralt apretó los dedos sobre la muñeca de la arquera, que estaba
rabiosa de verdad—. Milva, no Cahir. No quiero cabalgar con Cahir.
—¿Y eso por qué? —preguntaron casi al mismo tiempo Angouléme y Cahir.
—Precisamente —dijo Regis lentamente—. ¿Por qué?
—Porque no confío en él —anunció rápido el brujo.
El silencio que cayó era desagradable, pesado, viscoso casi. Desde el bosque, al lado del cual estaba
acampada una caravana de mercaderes y un grupo de otros viajeros, les alcanzaron unas voces alzadas,
unos gritos y unos cantos.
—Aclárate —dijo por fin Cahir.
—Alguien nos ha traicionado —dijo seco el brujo—. Después de la conversación con el prefecto y
las revelaciones de Angouléme no hay duda alguna. Y si se piensa bien, uno llega a la conclusión de que
el traidor está entre nosotros. Y para adivinar quién es no hay que darle muchas vueltas.
—¿Tú, por lo que me parece —Cahir frunció el ceño—, te has permitido sugerir que ese traidor soy
yo?
—No escondo —la voz del brujo era fría— que me ha asaltado tal pensamiento, es verdad. Mucho
apunta en esa dirección. Mucho se aclararía así. Muchísimo.
—Geralt —dijo Jaskier—. ¿No vas un poco demasiado lejos?
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Que hable. —Cahir torció la boca—. Que hable. Que no se detenga.


—Os habréis preguntado —Geralt pasó la vista por los rostros de los compañeros— cómo se pudo
llegar a ese error en la cuenta. Sabéis de qué hablo. De que somos cinco, no cuatro. Podemos pensar que
simplemente alguien se equivocó: el misterioso medioelfo, el bandido Ruiseñor o Angouléme. Pero, ¿y si
rechazamos la versión del error? Entonces aparece la siguiente versión: el grupo cuenta con cinco
miembros, pero Ruiseñor ha de matar sólo a cuatro. Porque el quinto es un aliado de los atacantes.
Alguien que les informa constantemente de los movimientos del grupo. Desde el principio, desde el
momento en que después de haber comido la famosa sopa de pescado se formara el grupo. Aceptando en
su composición a un nilfgaardiano. Un nilfgaardiano que tiene que atrapar a Ciri y llevársela al
emperador Emhyr porque de ello dependen su vida y su carrera,..
—Así que no me he equivocado —dijo despacio Cahir—. Así que soy un traidor. ¿Un falso
renegado y vil?
—Geralt —habló de nuevo Regis—. Perdona mi sinceridad, pero tu teoría tiene más agujeros que
un colador viejo. Tu pensamiento, ya te he dicho antes, no es muy adecuado.
—Soy un traidor —repitió Cahir, como si no hubiera oído las palabras del vampiro—. Sin embargo,
por lo que he entendido, no hay prueba alguna de mi traición, no hay más que turbios indicios e
imaginaciones brujeriles. Por lo que entiendo, sobre mí recae el peso de demostrar mi inocencia. Soy yo
el que va a tener que demostrar que no soy un felón. ¿No es cierto?
—Sin patetismos, nilfgaardiano —ladró Geralt, poniéndose delante de Cahir y golpeándolo con la
mirada—. ¡Si tuviera pruebas de tu culpa no perdería tiempo charloteando, sino que te abriría en dos
como a un arenque! ¿Conoces la regla de «cui bono»? Entonces respóndeme: ¿quién, excepto tú, tendría
siquiera el más mínimo motivo para traicionar? ¿Quién, excepto tú, ganaría algo traicionando?
Desde el campamento de la caravana de mercaderes les llegó un chasquido fuerte y agudo. Sobre el
oscuro cielo estrellado estalló un roncador rojo y amarillo, unos cohetes dispararon un enjambre de abejas
doradas que cayeron en una lluvia multicolor.
—No soy un felón —dijo el joven nilfgaardiano con una voz poderosa y sonora—. Por desgracia,
no puedo demostrarlo. Puedo hacer otra cosa. Lo que me es propio, lo que estoy obligado a hacer cuando
se me insulta y se me denigra, cuando se ensucia mi honor y se escupe sobre mi dignidad.
Su movimiento fue rápido como el rayo, pero pese a ello no hubiera sorprendido al brujo si no
hubiera sido por su doloroso movimiento de rodilla, que lo complicaba todo. Así, Geralt no consiguió
evitarlo y el puño envuelto en el guante de monta le golpeó en la mandíbula con tanta fuerza que voló
hacia atrás y cayó directamente en el fuego, alzando una nube de chispas. Se alzó, otra vez demasiado
despacio por culpa del dolor de la rodilla. Cahir ya estaba junto a él. Y esta vez el brujo ni siquiera acertó
a inclinarse, el puño le atizó a un lado de la cabeza, y en sus ojos brillaron fuegos artificiales más
hermosos incluso que los que habían lanzado los mercaderes. Geralt lanzó una terrible maldición y se
echó sobre Cahir, lo aferró por los hombres y lo derribó en tierra, se retorcieron sobre la grava, golpeando
con los puños hasta que sonaron truenos.
Y todo esto se desarrollaba bajo la luz fantasmal e innatural de los
fuegos artificiales que salpicaban el cielo.
—¡Dejadlo! —gritó Jaskier—. ¡Dejadlo ya, idiotas de mierda!
Cahir le quitó hábilmente a Geralt la tierra bajo los pies y cuando intentó levantarse le golpeó en los
dientes. Y le volvió a dar hasta que sonó como una campana. Geralt se encogió, se distendió y le dio una
patada, no le acertó en sus partes bajas, le alcanzó en el muslo. Se engancharon de nuevo, se cayeron, se
revolcaron, cada uno atizando al otro donde podía, cegados por los golpes y el polvo y la arena que les
llenaban los ojos.
Y de pronto se separaron, se dirigieron hacia lados opuestos, cojeando
y protegiendo la cabeza de los estallidos de los cohetes.
Milva se había quitado de los muslos un grueso cinturón de cuero, lo mantenía agarrado por la
hebilla y enrollado alrededor del puño cerrado y se había acercado a los luchadores y había comenzado a
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

darles leña, desde la oreja, con todas sus fuerzas, sin condolerse ni del cinto ni de la mano. El cinturón
silbaba y con seco chasquido caía sobre manos, hombros, espaldas y brazos, ya fuera de Cahir, ya de
Geralt. Cuando se separaron, Milva saltó de uno a otro como un grillo, todavía azotándolos de justicia, de
modo que ninguno recibiera menos ni más que el otro.
—¡Idiotas idiotos! —gritaba, atizándole en la espalda con un chasquido a Geralt—. ¡Tontos
tontainas! ¡Os voy a enseñar razones, a los dos!
»¿Ya? —gritó todavía más fuerte, golpeándole a Cahir en las manos con las que se guardaba la
cabeza—. ¿Ya sus ha pasado? ¿Sus habéis calmado?
—¡Ya! —gritó el brujo—. ¡Basta!
—¡Basta! —gritó a coro Cahir, que estaba hecho un ovillo—. ¡Suficiente!
—Es suficiente —dijo el vampiro—. De verdad que es suficiente, Milva.
La arquera respiró pesadamente, se limpió la frente con el puño que llevaba envuelto con el
cinturón.
—Bravo —habló Angouléme—. Bravo, abuelilla.
Milva se giró sobre sus tacones y la golpeó con todas sus fuerzas en el hombro con el cinturón.
Angouléme gritó, se sentó y se puso a llorar.
—Te dije —jadeó Milva— que no me llamaras así. ¡Te lo dije!
—¡No ha pasado nada! —Jaskier, con una voz un tanto trémula, tranquilizó a mercaderes y viajantes que
habían acudido -allí desde el fuego vecino—. Sólo un malentendido entre amigos. Una peleílla de
compadres.
Ya se pasó.
El brujo se tocó con la lengua un diente que se movía, escupió sangre que le brotaba de un labio
partido. Sentía cómo en la espalda y en los brazos le estaban saliendo cardenales, cómo se le inflamaba —
hasta el tamaño de una coliflor, le parecía— la oreja azotada por el cinto. Junto a él, en el suelo, Cahir se
removía desmañadamente, la mano puesta en la mejilla. En sus antebrazos crecían a ojos vista unas rayas
rojas.
Sobre la tierra cayó una lluvia que apestaba a azufre, cenizas del último cohete.
Angouléme sollozaba con tristeza, sujetándose el hombro. Milva tiró el cinturón, tras un instante de
duda corrió hacia ella, la abrazó y la acarició sin palabras.
—Propongo —habló el vampiro con una voz fría— que os deis la mano. Propongo que nunca, pero
nunca jamás, volvamos a tocar este asunto.
De pronto les golpeó una susurrante racha de viento, venida de las montañas, en la que daba la
sensación de que resonaban unos aullidos, gritos y voces fantasmales. Las nubes arrastradas por el cielo
tomaban formas fantásticas. La hoz de la luna se volvió roja como la sangre.
El coro rabioso y el revuelo de las alas de los chotacabras les despertaron antes del alba.
Se pusieron en camino a poco de salir el sol, cuyo fuego cegador encendió después la nieve de las
cimas de las montañas. Se pusieron en marcha mucho antes de que el sol consiguiera mostrarse por detrás
de las cumbres. Antes de que se viera que el cielo estaba cubierto de nubes.
Cabalgaban entre bosques, y el camino conducía cada vez más alto y más alto, lo que se dejaba
notar por los cambios en la vegetación. De pronto se acabaron los robles y los ojaranzos, entraron en la
lobreguez de los hayedos, acolchados de hojas caídas, que olían a moho, a tela de araña y hongos. Hongos
había en abundancia. El húmedo final del verano había hecho crecer a los hongos como en un verdadero
otoño. La cubierta de hayas desaparecía a trechos entre los sombrerillos de los boletos, los mizcalos y las
oronjas.
Los hayedos estaban silenciosos, parecía que la mayor parte de los pájaros cantores había volado ya
a sus cuarteles de invierno. Sólo los empapados cuervos cracaban al pie de la vegetación.
Luego se acabaron las hayas, aparecieron los abetos. Olía a resina.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Cada vez con más frecuencia tropezaban con montecillos pelados y abras donde el viento les
golpeaba. El río Neva espumeaba entre saltos y cascadas, sus aguas —pese a las lluvias— estaban
cristalinas y transparentes.
En el horizonte se elevaba la Gorgona. Cada vez más cerca.
Desde los angulosos costados de la poderosa montaña se deslizaban todo el año glaciares y nieves, a
causa de lo cual la Gorgona tenía siempre el aspecto de estar cubierta por un echarpe blanco. La cumbre
de la Montaña del Diablo, como la cabeza y el cuello de una misteriosa prometida, estaba
incansablemente envuelta en el velo de las nubes. A veces la Gorgona, como una bailarina, agitaba su
blanca cubierta, una vista hermosa pero que traía la muerte. Desde los despeñaderos de las paredes de la
montaña bajaban avalanchas que arrastraban todo en su camino hasta llegar al desgalgadero situado al pie
de monte, y aún más abajo, por la pendiente, hasta el gran bosque de abetos junto al desfiladero de
Theodula, junto a los valles del Neva y Sansretour, sobre los ojos negros de los lagos de las montañas.
El sol, que pese a todo había conseguido atravesar las nubes, se esfumó demasiado deprisa.
Simplemente se escondió detrás de la montaña al oeste, quemándola con su resplandor dorado y púrpura.
Pernoctaron. El sol salió.
Y llegó el momento de separarse.
Se rodeó minuciosamente la cabeza con el pañuelo de seda de Milva. Se colocó el sombrero de
Regis. Volvió a revisar la situación del sihill en la espalda y de ambos estiletes en las cañas de las botas.
Al lado, Cahir afilaba su larga espada nilfgaardiana. Angouléme se cruzaba la frente con una cinta
de algodón, se guardaba en la caña el cuchillo de cazador que le había regalado Milva. La arquera y Regis
estaban montados. El vampiro le había dado a Angouléme su caballo negro, él estaba sobre la mula
Draakul.
Estaban listos. Sólo les quedaba por hacer una cosa.
—Venid aquí, todos.
Se acercaron.
—Cahir, hijo de Ceallach —comenzó Geralt, intentando no sonar patético—. Te insulté con una
sospecha sin fundamento y me comporté vilmente hacia ti. Con el presente acto me disculpo, ante todos,
bajando la cabeza. Me disculpo y te pido que me perdones. También a todos vosotros os pido perdón,
porque fue vil el obligaros a contemplar y escuchar aquello.
«Desahogué sobre Cahir y sobre vosotros mi furia, mi rabia y mi pena. Que surgía de que yo sé
quién nos traicionó. Sé quién nos traicionó y raptó a Ciri, a quien nosotros queremos salvar. Mi furia nace
de que se trata de una persona que me fue antaño muy cercana.
«Dónde estamos, qué pretendemos, por dónde vamos y adonde nos dirigimos... todo resultó
descubierto con ayuda de la magia escaneadora, descubridora. No es demasiado difícil para una maestra
de la magia el descubrir y observar a distancia a una persona que fuera antes bien conocida y cercana, con
la que se tuvo un largo contacto psíquico que permitiera crear una matriz. Pero la hechicera y el hechicero
de los que hablo cometieron un error. Se han desenmascarado. Se equivocaron al contar a los miembros
del grupo, y este error los traicionó. Díselo, Regis.
—Geralt puede tener razón —dijo Regis con lentitud—. Como todos los vampiros, soy invisible
para las sondas mágicas de visión y escaneo, o sea, a los encantamientos descubridores. Se puede seguir a
un vampiro con un encantamiento analítico, de cerca, pero no es posible descubrir a distancia a un
vampiro con un hechizo escaneador. Un hechizo escaneador no mostrará al vampiro. Allí donde esté el
vampiro el buscador contestará que no hay nadie. Así que sólo un hechicero pudo haberse equivocado
con nosotros: escaneó a cuatro donde en realidad había cinco, es decir, cuatro personas y un vampiro.
—Nos aprovecharemos de este error de los hechiceros —siguió de nuevo el brujo—. Yo, Cahir y
Angouléme iremos a Belhaven a hablar con el medioelfo que ha contratado a asesinos contra nosotros.
No le preguntaremos al elfo por orden de quién actúa, porque eso ya lo sabemos. Le preguntaremos

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

dónde están los hechiceros a cuyas órdenes actúa. Y cuando nos enteremos de dónde es, iremos allí. Y
nos vengaremos.
Todos guardaron silencio.
—Hemos dejado de contar las fechas, por eso ni siquiera nos dimos cuenta de que ya estamos a
veinticinco de septiembre. Hace dos días fue la noche del Equilibrio, el equinoccio. Sí, precisamente esa
noche en la que pensáis. Veo vuestro desaliento, veo lo que tenéis en los ojos. Recibisteis la señal
entonces, en aquella terrible noche cuando en el campamento vecino los mercaderes se daban ánimos con
aquavit, cantos y fuegos artificiales. Seguramente recibisteis también los presentimientos menos
claramente que Cahir y yo, pero os lo imagináis. Lo sospecháis. Y me temo que vuestras sospechas son
ciertas.
Graznaron los cuervos que volaban sobre la abra.
—Todo apunta a que Ciri está muerta. Hace dos noches, en el equinoccio, recibió la muerte. En
algún lugar lejano, sola, entre enemigos y gente extraña.
»Y a nosotros no nos queda más que la venganza. Una venganza terrible y cruel, de la que todavía
circularán leyendas dentro de cien años. Leyendas que la gente temerá escuchar cuando caiga la noche. Y
a aquéllos que quisieran repetir tal crimen, les temblará la mano al pensar en nuestra venganza. ¡Daremos
un ejemplo por el miedo que los atemorice! El método de don Fulko Artevelde, el sabio don Fulko que
sabe cómo hay que tratar a los miserables y a los canallas. El ejemplo por el miedo que daremos le
asombrará hasta a él.
»¡Así que comencemos y que el infierno nos ayude! Cahir, Angouléme, a los caballos. Vamos a ir
Neva arriba, a Belhaven. Jaskier, Milva, Regis, vosotros os dirigiréis hacia Sansretour, a la frontera con
Toussaint. No os perderéis, el camino os lo marca la Gorgona. Hasta la vista.
Ciri acariciaba al gato negro, el cual, con la costumbre de todos los gatos del mundo, volvió a la
choza en los pantanos cuando el hambre, el frío y las incomodidades vencieron a su amor por la libertad y
la golfería. Ahora estaba tendido en las rodillas de la muchacha y ponía el cuello bajo su mano con un
ronroneo que evidenciaba su intenso placer.
Lo que la muchacha estaba contando no le importaba un pimiento al gato.
—Aquélla fue la única vez que soñé con Geralt —siguió Ciri—. Desde aquel momento, desde que
nos separáramos en la isla de Thanedd, desde la Torre de la Gaviota, nunca lo había visto en sueños. Por
ello juzgaba que no vivía. Y de pronto llegó aquel sueño, uno como hacía tiempo que no tenía, un sueño
de los que Yennefer decía que son proféticos, precognitivos, que muestran o bien el pasado o bien el
futuro. Fue el día anterior al equinoccio. En una ciudad cuyo nombre no recuerdo. En el sótano en el que
me había encerrado Bonhart. Después de que me torturara y me obligara a reconocer quién soy.
—¿Le reconociste quién eras? —Vysogota alzó la cabeza—. ¿Le contaste todo?
—Por mi cobardía —tragó saliva— pagué con vergüenza y desprecio por mí misma.
—Cuéntame ese sueño.
—En él vi una montaña, enorme, escarpada, angulosa como un cuchillo de piedra. Vi a Geralt.
Escuché lo que decía. Exactamente. Cada palabra, como si estuviera allí mismo. Recuerdo que quería
gritar que no era así, que no era verdad, que se había equivocado terriblemente... ¡Que había equivocado
todo! Que no era el equinoccio en absoluto, que incluso si había sido así que yo moría en el equinoccio,
no debía decir que estaba muerta antes, cuando todavía estaba viva. Y no debía acusar a Yennefer y decir
aquellas cosas de ella...
Se calló por un instante, acarició al gato, sorbió las narices.
—Pero no pude alzar la voz. No pude siquiera respirar... Como si me ahogara. Y me desperté. Lo
último que había visto, que recordaba de aquel sueño, fue a tres jinetes. Geralt y otros dos, galopando por
una garganta por cuyas paredes caían cascadas...
Vysogota guardaba silencio.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Si al caer la noche alguien se hubiera deslizado hasta la cabaña del hundido tejado de bálago, si
hubiera mirado a través de la rendija en los postigos, habría visto en su interior escasamente iluminado a
un viejecillo de barba blanca escuchando concentrado el relato de una muchacha de cabellos cenicientos
con la mejilla destrozada por una terrible cicatriz.
Hubiera visto a un gato negro que yacía en las rodillas de la muchacha, ronroneando
perezosamente, dejándose acariciar para alegría de los ratones que correteaban por la habitación.
Pero nadie pudo haber visto aquello. La choza del hundido tejado de bálago cubierto de musgo
estaba bien escondida entre la niebla y los vapores, entre los cañaverales impenetrables, en los cenagales
de Pereplut, donde nadie se atrevía a adentrarse.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Capítulo sexto
Sabido es que el bruxo, cuando otorga tormento, sufrimiento y muerte, recibe similísimos placeres
y gustos cual el hombre piadoso no más tiene en tanto que coyunda con su legítima cónyuge, ibidem cum
eiaculatio. De esto despréndese que y hasta en esta materia es el bruxo monstruo contrario a natura,
inmoral y malévolo degenerado, nacido del fondo del más oscuro y apestoso infierno, puesto que del
sufrimiento y el tormento sólo el diablo puede lograr placer.
Anónimo, Monstrum o descripción de los bruxos

Se salieron de la carretera principal que iba hacia el valle del Neva, cabalgaron por un atajo a través
de las montañas. Iban tan deprisa como les permitía el sendero, estrecho, retorcido, pegado a unas rocas
de fantásticas formas, cubiertas de una alfombra de líquenes y musgos. Cabalgaban entre despeñaderos de
rocas verticales desde los que caían las cintas quebradas de cascadas y saltos de agua. Atravesaron
gargantas y barrancos, a través de puentecillos que se balanceaban tendidos sobre precipicios en cuyo
fondo burbujeaba la blanca espuma de unos arroyos.
La espada de granito de la Gorgona parecía alzarse justo por encima de sus cabezas. No se podía
ver la punta de la Montaña del Diablo, estaba sumergida entre nubes y nieblas que encapotaban el cielo.
El tiempo, como suele suceder en las montañas, empeoró en unas pocas horas. Comenzó a lloviznar, a
lloviznar de forma viva y molesta.
Cuando fue acercándose el ocaso, los tres empezaron a mirar a su alrededor con impaciencia y
nerviosismo, buscando un chozo de pastor, un redil arruinado o aunque fuera una cueva. Algo que les
protegiera durante la noche del agua que caía del cielo.
—Creo que ya ha dejado de llover —dijo Angouléme con esperanza en la voz—. Sólo cae agua por
los agujeros en el techo del chozo. Mañana, por suerte, andaremos ya aprés Belhaven y en los arrabales
siempre se puede pernotar en alguna choza o establo. —¿No vamos a entrar en la ciudad?
—Ni hablar de entrar. Unos forasteros a caballo resaltan demasiado y el Ruiseñor tiene en el pueblo
un montón de informantes.
—Estábamos pensando en meternos voluntariamente en la trampa...
—No —le interrumpió—. Es un mal plan. El que estemos juntos levanta sospechas. El Ruiseñor es
un rufián astuto, y de seguro que la noticia de mi captura ya se ha extendido. Si algo le quita el sosiego al
Ruiseñor, también el medioelfo se enterará.
—Así que, ¿qué propones?
—Arrodearemos la ciudad por el este, desde la salida del valle de Sansretour. Allí hay unas minas.
En una de esas minas tengo un compadre. Iremos a verlo. Quién sabe, si tenemos suerte, puede que esta
visita nos valga la pena.
—¿Puedes hablar más claro?
—Lo diré mañana. En la mina. Para no dar mala suerte.
Cahir añadió al fuego unas hojas de abedul. Había llovido todo el día, otras maderas no ardían. Pero
el abedul, aunque mojado, sólo chasqueó un poco y enseguida comenzó a arder con un poderoso fuego
azulado.
—¿De dónde eres, Angouléme?
—De Cintra, brujo. Es un país junto al mar, en la desembocadura del Yaruga...
—Sé dónde está Cintra.
—Entonces, ¿por qué preguntas si tanto sabes? ¿Tanto lo precisas?
—Digamos que un poco.
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Guardaron silencio. La hoguera chasqueaba.


—Mi madre —dijo por fin Angouléme, mirando al fuego— era una noble de Cintra y al parecer de
alto linaje. En el blasón, el linaje éste tenía un gato de mar, te lo enseñaría, pues un medalloncito tenía
con ese gato de mierda, de mi madre, mas lo perdí a los dados... Mas el tal linaje, me cagüen su perro
marino, me mandó a freír gárgaras, pues al parecer mi madre se había arrejuntado con no sé qué bellaco,
paréceme que mozo de cuadra, y yo era una bastarda, una cagada, vergüenza y mancha en el honor. Me
entregaron a unos parientes lejanos para que me cuidaran, éstos, todo sea dicho, no tenían en el blasón ni
gato ni perro ni puta alguna, pero no fueron malos conmigo. Me mandaron a la escuela, me pegaban
poco... Aunque muy a menudo me recordaban quién era, una bastarda concebida en el pajar. Mi madre
vino a verme igual tres o cuatro veces cuando era pequeña. Luego dejó de venir. A mí, al fin y al cabo,
me importaba una puta mierda...
—¿Y cómo es que acabaste entre los delincuentes?
—¡Preguntas como un juez de cargo! —bufó, torciendo el gesto en forma grotesca—. Entre
delincuentes, ¡fuuu! ¡Desde el camino de la virtú, puf!
Regruñó un poco, se rebuscó en el seno, sacó algo que el brujo no pudo ver con claridad.
—El tuerto de Fulko —dijo pronunciando indistintamente, frotándose algo con fuerza en la encía y
respirando hondo por la nariz— es, de todos modos, un tío legal. Lo que se llevó se lo llevó, pero el polvo
me lo dejó. ¿Una pizca, brujo?
—No. Y preferiría que tú tampoco lo tomaras.
—¿Por qué?
—Porque no.
—¿Cahir?
—No tomo fisstech.
—Pues no me han tocado dos santurrones —agitó la cabeza—. Ahora seguro que me vais a salir
con moralinas, que si los polvos te dejan ciego, sordo y calvo. Que si voy parir crios retrasados.
—Déjalo, Angouléme. Y termina de contar la historia.
La muchacha estornudó con fuerza.
—Vale, como quieras. En qué estaba yo... Ah. Estalló la guerra, sabes, con Nilfgaard, los parientes
perdieron todo su patrimonio, tuvieron que dejar su casa. Tenían tres hijos propios, y yo me convertí en
un peso para ellos, así que me dieron a un orfanatorio. Lo llevaban unos sacerdotes de no sé qué
santuario. Un sitio alegre, resultó ser. Un lupanar común y corriente, un burdel, ni más ni menos, para los
que les gustan las frutas acidas con pipas blancas, ¿entiendes? Muchachillas jóvenes. Y muchachos
también. Yo, cuando llegué, estaba ya demasiado desarrollada, crecida, no tenía aficionados...
Inesperadamente, se cubrió de rubor, que era visible incluso a la luz del fuego.
—Casi no tenía —añadió entre dientes.
—¿Cuántos años tenías entonces?
—Quince. Conocí allí una muchacha y cinco muchachos, de mi edad y un poco mayores. Y nos
pusimos de acuerdo al punto. Conocíamos, por supuesto, las leyendas y los cuentos. Del Loco Dei, de
Barbanegra, de los hermanos Cassini... ¡Nos tiraba el camino, la libertad, el bandolerismo! Qué es eso,
nos dijimos, sólo porque nos dan aquí de comer dos veces al día tenemos que ponerle el culo a placer a
unos mariconazos...
—Cuida tu lenguaje, Angouléme. Sabes que lo mucho empalaga.
La muchacha gargajeó estruendosamente, escupió al fuego.
—¡Vaya santurrones! Vale, voy al grano, que no tengo ganas de hablar. En la cocina del orfanatorio
se encontraron cuchillos, bastaba afilarlos bien con una piedra y esconderlos al cinto. De las patas de una
silla de roble nos salieron buenos palos. Sólo nos eran necesarios caballos y dinero, así que esperamos a
que vinieran dos depravados, clientes asiduos, unos vejestorios, puf, lo menos cuarentones. Vinieron, se

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sentaron, se tomaron su vinillo, esperaron hasta que los sacerdotes, como era costumbre, les ataran a la
mozuela elegida a un curioso mueble especial... ¡Mas aquel día no encularon a nadie, no!
—Angouléme.
—Vale, vale. En pocas palabras: degüellamos y apaleamos a ambos dos viejos depravados, a tres
sacerdotes y a un paje, el único que no salió corriendo y defendió los caballos. Al dispensador del
santuario, que no quería soltar la llave del cofre, le pusimos al fuego hasta que la soltó, pero le
perdonamos la vida, porque era un viejo amable, siempre bueno y generoso. Y nos echamos al monte, al
camino. Nuestra suerte posterior fue muy variada, a veces bien, a veces mal, a veces nos dieron, a veces
nosotros les dimos. A veces hartos, a veces hambrientos. Ja, hambrientos las más de las veces. De lo que
se arrastra he comido en mi vida todo lo que se dejara, su puta madre, cazar. Y de lo que vuela hasta una
cometa que me comí una vez, porque estaba pegada con harina.
Se calló, se restregó con brusquedad sus cabellos claritos como la paja.
—Ah, lo que pasó, pasó. Esto te diré: de los que huyeron conmigo del orfanatorio, no vive ya
ninguno. A los dos últimos, Owen y Abel, se los cargaron hace unos días los infantes de don Fulko. Abel
se entregó, como yo, mas lo rajaron igual, por mucho que había arrojado la espada. A mí no me mataron.
No pienses que por bondad de corazón. Ya me estaban tirando de espaldas y me abrían de patas, mas se
allegó un oficial y no les permitió la diversión. Y luego tú me salvaste del cadalso...
Guardó silencio un instante.
—Brujo.
—Dime.
—Yo sé mostrar gratitud. Si quieres...
—¿Qué?
—Voy a ver qué tal los caballos —dijo Cahir rápido y se levantó, envolviéndose con la capa—.
Daré un paseo... por los alrededores...
La muchacha estornudó, sorbió los mocos, carraspeó.
—Ni una palabra, Angouléme —se anticipó Geralt, verdaderamente enfadado, verdaderamente
avergonzado, verdaderamente confundido—. ¡Ni una palabra!
Carraspeó de nuevo.
—¿De verdad que no tienes ganas de mí? ¿Ni un poquitito?
—Ya te dio Milva con el cinto, mocosa. Si no te callas ahora mismo te voy a dar yo también una
buena.
—Ya no digo más.
—Buena chica.
En una pendiente poblada de pinos retorcidos y encorvados se abrían cuevas y agujeros, revestidos
y tapados con tablas, ligados con pasarelas, escalerillas y andamiajes. De los agujeros surgían unas
plataformas apoyadas sobre unos postes entrecruzados. Por algunas de aquellas plataformas se afanaban
unas personas que empujaban carretillas y vagonetas. El contenido de las carretillas y las vagonetas, que
parecía al primer golpe de vista una sucia tierra pedregosa, era vertido desde las plataformas a una artesa
cuadrangular, o más bien a un complejo de artesas cada vez más pequeñas, divididas por tablas. A través
de la artesa corría una corriente continua y ruidosa de agua conducida desde la colina boscosa con ayuda
de unos canalones de madera apoyados en unos caballetes bajos. Y de igual forma era luego despachada
hacia abajo, al despeñadero.
Angouleme bajó del caballo, hizo una señal para que Geralt y Cahir desmontaran también. Dejaron
a los animales junto a la valla y anduvieron en dirección a los edificios, hundiéndose en el barro
provocado por las cercanas artesas y canalones, que dejaban traspasar el agua.
—Lavan mena de yerro —dijo Angouleme, señalando la estructura—. De allí, de los pozos, sacan
el mineral, lo amontonan en la artesa y echan agua que toman del río. El mineral se asienta en los

110
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

lavaderos, de allí se lo recoge. Alrededor de Belhaven hay muchas minas y muchos de estos lavaderos. Y
el mineral se lleva al valle, a Mag Turga, allá hay hornos y fábricas puesto que allí hay más bosques y
para el beneficio de los metales hace falta madera...
—Gracias por la lección —le cortó Geralt, ácido—. Ya he visto en mi vida más de una mina y sé lo
que hace falta para beneficiar los metales. ¿Cuándo nos vas a revelar por fin para qué hemos venido aquí?
—Para platicar con un conocido mío. El capataz local. Venid conmigo. ¡Ja, ya lo veo! Oh, allí, al
lado de la carpintería! Vamos.
—¿Es el enano?
—Sí. Se llama Golan Tordilho. Es, como he dicho...
—El capataz local. Lo has dicho. Lo que no has dicho ha sido de qué quieres hablar con él.
—Mirad vuestras botas.
Geralt y Cahir la obedecieron, su calzado estaba hundido en un barro de un extraño color rojizo.
—El medioelfo que buscamos —Angouleme se adelantó a sus preguntas— también tenía las
mismitas manchas de limo rojizo en las polainas. ¿Entendéis?
—Ahora sí. ¿Y el enano?
—No habléis con él. Yo me ocuparé de la chachara. Ha de teneros a vosotros por unos que no
hablan, sino que degüellan. Poned cara de duros.
No tuvieron que poner ninguna cara especial. Algunos de los picadores que los miraban apartaban
los ojos rápidamente, otros se quedaban pasmados y con la boca abierta. Aquéllos que se cruzaban en su
camino se salían de él a toda prisa. Geralt se imaginó por qué. En el rostro de Cahir y en el suyo propio
todavía se veían los cardenales, rasguños, cicatrices y las hinchazones resultado de su pintoresca lucha y
de la paliza que les había atizado Milva. Así que tenían el aspecto de individuos que encuentran gusto en
darse en los morros mutuamente y a los que tampoco hay que convencer mucho rato para romperle la cara
a un tercero.
El enano amigo de Angouleme estaba al lado de un edificio con un letrero que ponía «Carpintería»
y pintaba algo en una tablilla hecha de dos listones de madera pulidos. Contempló a los que se acercaban,
soltó el pincel, posó el cubo con la pintura, los miró con los ojos entornados. En su fisonomía adornada
con una barba llena de manchas se pintó de pronto una expresión de profundo asombro.
—¿Angouléme?
—Buenas, Tordilho.
—¿Eres tú? —El enano abrió la barbada boca—. ¿Eres tú en verdad?
—No. No soy yo. Soy el profeta Lebioda, recién resucitadito. Haz otra pregunta, Golan. Para variar,
una que sea inteligente.
—No te mofes, Clara. Yo ya no me esperaba echarte el ojo encima nunca. Nomás hace cinco días
estuvo aquí el Mulillas, chocheó que te habían cazado y clavado en un palo en Riedbrune. ¡Juró que era
cierto!
—Siempre hay algún beneficio. —La muchacha se encogió de hombros—. Si ahora el Mulillas
viniera a pedirte dinero y jurara que te lo va a devolver tú ya sabrás lo que valen sus juramentos.
—Yo ya lo sabía —le repuso el enano, removiendo y encogiendo la nariz con rapidez exactamente
igual que un conejo—. A él yo ni un real de vellón roto que le prestara, ni aunque se cagara aquí mesmo y
se comiera la tierra. ¡Mas estás viva y salva, malegro, malegro, je! Y pudiera ser que me devolvieras lo
que me debes, ¿eh?
—Pudiera, ¿quién sabe?
—¿Y quiénes están contigo, Clara?
—Unos buenos amigos.
—Ah, qué lengua... ¿Y aónde te llevan los dioses?

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Como de costumbre, por el mal camino. —Angouléme, sin importarle para nada la mirada
fulminante del brujo, se metió en la nariz una pizca de fisstech, el resto se lo frotó en las encías—. ¿Una
rayita, Golan?
—Por supuesto. —El enano puso el dedo, se metió el polvillo de narcótico ofrecido en el agujero de
la nariz.
—Hablando en serio —siguió la muchacha—, pienso que a Belhaven. ¿No sabrás si acaso no ande
por allá el Ruiseñor con la hansa?
Golan Tordilho inclinó la cabeza.
—A ti, Clara, lo mejor te sea evitar al Ruiseñor. Enrabietao está, dicen, contigo, como al oso
cuando le despiertan de la invernada.
—¡Oh, venga! Y cuando la noticia llegole de que me ensartaron en una estaca afila tirando de los
tiros de dos caballos, ¿no se le cambió el corazón? ¿No lo lamentó? ¿Lagrimillas no vertiera, no se tiró de
la barba?
—Na de na. Dicen que habló así: tiene ésta, Angouléme, lo que hace tiempo se mereciera, un palo
en el culo.
—Hala, malhablado. Será vulgar el gañán. El señor prefecto Fulko diría: el fondo de la sociedad.
Yo, en cambio, digo: ¡el fondo de la cloaca!
—Mejor para ti, Clara, que no digas tales cosas ante sus ojos. Y no andurrear por Belhaven,
arrodear la villa y no entrar en ella. Y si has de entrar, lo mejor desfrazada.
—Eh, Golan, no le enseñes a tu padre cómo se hacen los hijos.
—Ni matrevería.
—Escucha, enano. —Angouléme apoyó la bota en un peldaño de la escalera de la carpintería—. Te
haré una pregunta. No has de apresurarte a responder. Piénsalo bien primero.
—Pregunta.
—¿No te ha pasao por delante últimamente un medioelfo? ¿Forastero, no de aquí?
Golan Tordilho aspiró aire, estornudó con fuerza, se limpió la nariz con la manga.
—¿Un medioelfo, dices? ¿Qué medioelfo?
—No te hagas el tonto, Tordilho. Uno que le contrató a Ruiseñor para un trabajo. Un trabajo sucio.
Para cierto brujo...
—¿Un brujo? —Golan Tordilho sonrió, alzó del suelo su tablilla—. ¡No me digas na! Nosotros, por
un casual, andamos buscando a un brujo, oh, mira, pintamos tales letreros y los colgamos por los
alredores. Mira: «Se necesita brujo, buena paga, y amás manutención y cobijo, pormenores en la oficina
de la mina La Pequeña Babette...»¿Cómo se escribe, «pormenores» o «promenores»?
—Pon: «detalles». ¿Y para qué queréis vosotros un brujo en la mina?
—Vaya una pregunta. ¿Y pa qué, si no pa los moustros?
—¿Para cuáles?
—Pa los llamadores y barbeglaces. Se nos han llenao que no veas las galerías más bajas.
Angouléme miró a Geralt, que le confirmó con un gesto de la cabeza que sabía de qué se trataba. Y
con un carraspeo le hizo señal de que era hora de volver al tema.
—Volviendo al tema. —La muchacha lo entendió al vuelo—. ¿Qué es lo que sabes de ese
medioelfo?
—No sé na de ningún medioelfo.
—Te he dicho que lo pienses bien.
—Y tal hice. —Golan Tordilho adoptó de pronto un gesto maligno—. Y me pensé que no me
merece la pena saber na de este asunto.
—¿Es decir?
112
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Es decir, que esto está peligroso. La comarca está peligrosa y los tiempos están peligrosos.
Bandas, nilfgaardianos, guerrilleros de Taludes Libres... Y varios otros alementos, medioelfos. Y tos
ardiendo en ganas de darte un disgusto...
—¿Es decir?
—Es decir, que tú unas perras me debes, Clara. Y en vez de devolverlas, quiés hacer otras deudas.
Deudas mu serias, pos por lo que me preguntas pué ser que le levanten a uno por la testa, y no con las
manos desnudas, sino con una hoz. ¿Qué gano yo de to esto? ¿Me merece la pena saber algo de ese
medioelfo, eh? ¿O me llevaré arguna cosilla? Porque si no hay más que riesgo y ningún beneficio...
Geralt estaba harto. Le aburría la conversación, le molestaba el argot y las maneras usadas. Con un
movimiento fulminante agarró al enano por la barba, lo agitó y empujó. Golan Tordilho se tropezó con el
cubo de pintura, cayó. El brujo se acercó a él de un salto, apoyó la rodilla sobre el pecho y le puso un
cuchillo ante los ojos.
—Beneficio —bramó— puede ser el de salir con vida. Habla.
Parecía que los ojos de Golan iban a salirse al instante siguiente de sus órbitas y se iban a ir a dar un
paseo por los alrededores.
—Habla —repitió Geralt—. Habla lo que sepas. Si no, te voy a rajar la nuez de tal modo que te
asfixiarás antes de desangrarte...
—Rialto... —jadeó el enano—. En la mina Rialto...
La mina Rialto se diferenciaba en muchos aspectos de la mina La Pequeña Babette, así como de otras
minas y canteras que Angouléme, Geralt y Cahir habían pasado por el camino, y que se llamaban
Manifiesto de Otoño, La Mena Vieja, La Mena Nueva, La Mena Julieta, Celestina, Asuntos Comunes y
Agujero de Fortuna. En todas se trabajaba mucho, en todas se sacaba de los pozos o de las excavaciones
la tierra sucia y se la echaba en las artesas y se la lavaba en los lavaderos. En todas había por todos lados
el característico barro rojo.
Rialto era una mina grande, excavada cerca de la cumbre de una colina. La cumbre estaba truncada
y formaba una cantera, es decir, una mina a cielo abierto. El lavadero se localizaba en una terraza
excavada en la pendiente de la colina. Allí, junto a una pared vertical en la que resaltaban las aberturas de
las galerías y los pozos, había artesas, lavaderos, canalones y demás parafernalia de la industria minera.
Allí también se levantaba un asentamiento de casuchas de madera, chozas, chabolas y hutas con el tejado
cubierto de corteza.
—No conozco aquí a nadie —dijo la muchacha, mientras ataba las riendas a una valla—. Mas
intentaremos hablar con el capataz. Geralt, si puedes, no lo agarres tan pronto del gaznate ni lo amenaces
con el bardeo. Primero platicaremos...
—No le enseñes a tu padre cómo se hacen los hijos, Angouléme.
No tuvieron tiempo de hablar. No tuvieron ni siquiera tiempo de acercarse al edificio en el que
suponían se encontraba la oficina del capataz. En la placita, donde se cargaba la gandinga en los carros, se
encontraron de pronto con cinco jinetes.
—Oh, mierda —dijo Angouléme—. Oh, mierda. Mira lo que nos ha traído el gato.
—¿Qué pasa?
—Son gente de Ruiseñor. Han venido a por la mordida por la protección. Ya me han visto y
reconocido... ¡Su puta madre! La hemos liado...
—¿Serás capaz de escaquearte? —murmuró Cahir.
—No cuento con ello.
—¿Por?
—Robé a Ruiseñor, cuando huía de la hansa. No me lo perdonarán. Mas lo intentaré... Vosotros
callad. Tened los ojos bien abiertos y estad dispuestos. A todo.

113
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Los jinetes se acercaron. En vanguardia iban dos, un tipo de largos cabellos grises vestido con una
piel de lobo y un zagalón con barba, que se había dejado a todas luces para cubrir las cicatrices del acné.
Fingían indiferencia pero Geralt distinguió un oculto brillo de odio en las miradas con las que
contemplaban a Angouléme.
—Clara.
—Novosad. Yirrel. Hola. Bonito día. Una pena que llueva.
El de las cicatrices se bajó del caballo o, mejor dicho, saltó de la silla, pasando enérgicamente la
pierna derecha por encima de la testa del caballo. Los demás también desmontaron. El de las cicatrices le
dio las riendas al zagalón de la barba, llamado Yirrel, y se acercó a ellos.
—Vaya —dijo—. Nuestra urraca parlanchína. ¿Y no resulta que vives y estás sana?
—Y doy brincos con los pies.
—¡Mocosa deslenguada! El rumor decía que dabas brincos, pero en lo alto de un palo. El rumor
decía que te había agarrado el tuerto Fulko. ¡El rumor decía que habías cantado en el potro como una
tórtola, que habías chotado todo lo que te preguntaban!
—El rumor decía —resopló Angouléme— que tu madre, Novosad, sólo pedía a sus clientes cuatro
chavos y nadie quería dar más de dos.
El bandolero le escupió a los pies con un gesto de odio. Angouléme bufó de nuevo, exactamente
igual que un caballo.
—Novosad —dijo descarada, poniéndose en jarras—. Tengo algo entre manos para el Ruiseñor.
—Curioso. Porque él también tiene algo entre manos para ti.
—Cierra el pico y escucha mientras entoavía tengo ganas de chamullar. Hace dos días, a una milla
de Riedbrune, yo y estos los mis amigos nos cargamos al brujo ése por el que había el precio. ¿Entiendes?
Novosad miró significativamente a sus camaradas, luego se quitó el guante, valoró con la mirada a
Geralt y Cahir.
—Tus nuevos amigos —repitió despacio—. Ja, veo por sus jetas que no son curas. ¿Dices que
mataron al brujo? ¿Y cómo? ¿Con un estilete en la espalda? ¿O en sueños?
—Eso son promenores sin importancia. —Angouléme frunció el ceño como un mono—. El
promenor importante es que el tal brujo se pudre bajo tierra. Escucha, Novosad. Yo no quiero importunar
al Ruiseñor ni ponérmele por medio. Mas el negocio es el negocio. El medioelfo os dio un adelanto por el
trabajo, de esto no hablo, es vuestro dinero, por los costes y la fatiga. Mas la otra parte, la que prometió el
medioelfo para después del trabajo es, según la ley, mía.
—¿Según la ley?
—¡Así es! —Angouléme no prestó atención al tono sarcástico—. Nosotros fuimos quienes
acabamos el contrato, matamos al brujo, de lo que podemos mostrar pruebas al medioelfo. Tomaré
entonces lo que sea mío y me iré adonde el dios perdió el gorro. Con el Ruiseñor, como dije, no quiero
competencias, porque Los Taludes son demasiado pequeños para mí y para él. Dile esto, Novosad.
—¿Sólo esto? —De nuevo un sarcasmo venenoso.
—Y mis besos —resopló Angouléme—. Puedes chuparle el culo de mi parte, per procura.
—Me se ocurrió a mí mejor idea que ésa —anunció Novosad, mirando de reojo a los compañeros—
. Yo le llevaré tu culo en original al Ruiseñor, Angouléme. Yo te me entrego atadita, Angouléme, y él
entonces ya hablará todo y se pondrá de acuerdo en todo contigo. Y lo regulará. Todo. La disputa de a
quién le pertenecen los dineros del contrato con el medioelfo Schirrú. Y el pago de lo que le robaras. Y lo
de que en Los Taludes no hay sitio para los dos. De este modo todo se soluciona. Al detalle.
—Hay una pega. —Angouléme bajó las manos—. ¿Y cómo quieres llevarme hasta el Ruiseñor,
Novosad?
—¡Oh, así! —El bandido estiró las manos—. ¡Por el pescuezo!

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Geralt, con un movimiento relampagueante, desenvainó el sihill y se lo puso a Novosad bajo la


nariz.
—No te lo recomiendo.
Novosad retrocedió, echó mano a la espada. Con un siseo, Yirrel sacó un sable curvo de una vaina
que llevaba a la espalda. Los otros siguieron su ejemplo.
—No te lo recomiendo —repitió el brujo.
Novosad maldijo. Miró a sus compañeros. No era muy ducho en aritmética, pero le salió que cinco
es bastante más que tres.
—¡Atacad! —gritó, al tiempo que se lanzaba sobre Geralt—. ¡Matad!
El brujo evitó el golpe con una media vuelta y lo rajó del revés en la sien. Antes de que cayera
Novosad, Angouléme se inclinó en un pequeño impulso, un cuchillo brilló en el aire. Yirrel, que estaba
atacando, se detuvo: bajo su barbilla sobresalía un mango de hueso. El bandolero dejó caer el sable,
agarró el cuchillo en el cuello con las dos manos, borboteando sangre, y Angouléme, con un impulso, le
golpeó en el pecho y lo echó al suelo. Entre tanto Geralt había degollado a un segundo bandido. Cahir
rajó a otro más. Bajo el poderoso golpe de la espada nilfgaardiana algo en forma de un pedazo de sandía
cayó del cráneo del bandolero. El último esbirro desertó, saltó sobre el caballo. Cahir bajó la espada, la
agarró por la hoja y la lanzó como una jabalina, acertando al ladrón exactamente entre los omoplatos. El
caballo relinchó y agitó la cabeza, se echó para atrás, pateó, arrastrando por el barrizal rojizo el cadáver
que llevaba la mano enganchada en las riendas.
Todo aquello no duró más que cinco latidos del corazón.
—¡Paisanooos! —gritó alguien por entre los edificios—. ¡Paisanooos! ¡Ayudaaa! ¡Asesinos,
asesinos, que matan a alguien!
—¡Al ejército! ¡Llamad al ejército! —gritó un segundo minero, mientras espantaba a los niños que,
siguiendo la costumbre ancestral de todos los niños del mundo, habían aparecido de no se sabía dónde
para mirarlo todo y enredarse en los pies de los mayores.
—¡Que alguien corra a por el ejército!
Angouléme recobró su cuchillo, lo limpió y lo introdujo en la caña.
—¡Venga, que corran! —gritó, mirando a su alrededor—. ¿Es que vosotros, picadores, estáis ciegos
o qué? ¡Ha sido en defensa propia! ¡Nos asaltaron estos truhanes! ¿Y es que no los conocéis? ¿Es que no
sus hicieron poco mal? ¿No os sacaron sus buenas mordidas?
Estornudó con fuerza. Luego le arrancó a Novosad, que todavía temblaba, la bolsa que llevaba al
cinto, se arrodilló junto a Yirrel.
—Angouléme.
—¿Qué?
—Déjalo.
—¿Y por qué? ¡Esto es el botín! ¿Te sobra el dinero?
—Angouléme...
—Eh, vosotros —se oyó de pronto una voz sonora—. Venid acá, si os place.
En las puertas abiertas de una barraca que hacía las veces de almacén de herramientas estaban de
pie tres hombres. Dos eran esbirros, con el pelo muy corto, de frentes bajas y seguramente bajo ingenio.
El tercero —el que les había gritado— era extraordinariamente alto, de cabellos negros, un hombre
apuesto.
—Sin quererlo escuché la conversación que precedió al incidente —dijo el hombre—. No estaba
muy por la labor de creer en la muerte del brujo, pensaba que se trataba de fanfarronadas. Ahora ya no lo
creo. Venid aquí, a la barraca.
Angouléme respiró sonoramente. Miró al brujo y asintió con la cabeza en un ademán apenas
perceptible.
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

El hombre era un medioelfo.


El medioelfo Schirrú era alto, tenía más de seis pies de estatura. Llevaba los largos cabellos negros
atados sobre el cuello, formando una cola de caballo que le caía sobre las espaldas. Su sangre mezclada se
revelaba en sus ojos, grandes, de forma de almendra, azules y amarillos, como de gato.
—Así que vosotros habéis matado al brujo —repitió, con una sonrisa fea—. Adelantándoos a
Homer Straggen, llamado Ruiseñor. Interesante, interesante. En una palabra, que tengo que pagaros
cincuenta florines. La segunda parte. Así que Straggen se ganó la otra media centena por no hacer nada.
Porque no creo que penséis que os la va a devolver.
—Cómo me las arregle con el Ruiseñor, eso ya es asunto mío —dijo Angouléme, sentada sobre un
baúl y balanceando las piernas—. Y el contrato relativo al brujo era un contrato por obra. Y nosotros
realizamos esa obra. Nosotros, no el Ruiseñor. El brujo está bajo tierra. Sus compañeros, los tres, bajo
tierra. Así que resulta que el contrato ha sido cumplido.
—Eso al menos es lo que decís. ¿Cómo lo hicisteis?
Angouléme no dejó de balancear las piernas.
—Cuando sea vieja —declaró, con su acostumbrado tono de descaro— escribiré la historia de mis
andanzas. Describiré en ella cómo sucediera esto y aquesto. Hasta entonces vais a tener que aguantaros,
señor Schirrú.
—Hasta tal punto os avergonzáis —advirtió el mestizo con voz fría—. Tan despreciable y
traicionero cometisteis el acto.
—¿Os molesta? —intervino Geralt.
Schirrú le miró atentamente.
—No —respondió al cabo—. El brujo Geralt de Rivia no se merecía mejor suerte. Era un inocente y
un tonto. Si hubiera tenido una muerte mejor, más honrada, más honorable, se hubiera convertido en una
leyenda. Y él no se merecía ser una leyenda.
—La muerte es siempre la misma.
—No siempre. —El medioelfo meneó la cabeza, mientras intentaba mirar a los ojos de Geralt,
escondidos por la sombra de la capucha—. Os aseguro que no siempre. Imagino que tú le diste el golpe
mortal.
Geralt no respondió. Sentía unas ganas terribles de agarrar al mestizo por su cola de caballo, tirarlo
al suelo y sacar de él todo lo que sabía, rompiéndole uno tras otro los dientes con el pomo de la espada.
Se contuvo. La razón le decía que la mistificación de Angouléme podría dar mejores resultados.
—Como queráis —dijo Schirrú, sin esperar respuesta—. No voy a insistir en que narréis los
acontecimientos. Está claro que no tenéis mucho que contar, está claro que no hay mucho de lo que
alabarse. Eso si, por supuesto, vuestro silencio no proviene de algo completamente distinto... Por ejemplo,
de que no haya pasado absolutamente nada. ¿Tenéis alguna prueba de la verdad de vuestras palabras?
—Le cortamos al brujo, después de muerto, la mano derecha —respondió descaradamente
Angouléme—. Pero luego nos la quitó un mapache y se la comió.
—Así que sólo tenemos esto. —Geralt se desató lentamente la camisa y sacó el medallón con la
cabeza de lobo—. El brujo lo llevaba al cuello.
—Dame.
Geralt no vaciló mucho. El medioelfo sopesó el medallón en la mano.
—Ahora lo creo —dijo lentamente—. El bibelot emana una magia poderosa. Algo así sólo podía
tenerlo un brujo.
—Y un brujo no se lo dejaría quitar —terminó Angouléme— si todavía respirara. Es decir, ésta es
una prueba concluyente. Así que, señor mío, versus colocando las perras en la mesa.
Schirrú guardó delicadamente el medallón, se sacó del seno un pliego de papeles, los colocó sobre
la mesa y los enderezó con la mano.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Venid acá, por favor.


Angouléme saltó del baúl, se acercó, haciendo monerías y retorciendo las caderas. Se inclinó sobre
la mesa. Y Schirrú, como un rayo, la agarró por los cabellos, la echó sobre la mesa y le puso un cuchillo
en la garganta. A la muchacha no le dio tiempo ni a gritar.
Geralt y Cahir ya tenían las espadas en la mano. Demasiado tarde. Los ayudantes del elfo, los
esbirros de estrechas frentes, aferraban unos ganchos de hierro. Pero no se atrevieron a acercarse.
—Tirad las espadas al suelo —gritó Schirrú—. Ambos, espadas al suelo. De otro modo le amplío la
sonrisa a esta puta.
—No le hagáis caso... —comenzó Angouléme, y terminó con un grito, porque el medioelfo retorció
el puño con el que le agarraba los cabellos y apretó el puñal contra la piel, unas brillantes líneas rojas
comenzaron a correr por el cuello de la muchacha.
—¡Tirad la espada al suelo! ¡Yo no bromeo!
—¿Y no podemos llegar a un acuerdo? —Geralt, sin hacer caso de la rabia que bullía dentro de él,
se decidió a ganar tiempo—. ¿Como gente civilizada?
El medioelfo sonrió venenosamente.
—¿Un acuerdo? ¿Contigo, brujo? A mí me enviaron para acabar contigo, no para hablar. Sí, sí,
imitante. Tu fingías, jugabas a los títeres y yo ya te había reconocido desde el principio, desde que te eché
el primer vistazo. Me habías sido descrito con todo detalle. ¿No te imaginas quién te describió tan
detalladamente? ¿Quién me dio detalladas explicaciones de dónde y en qué compañía te encontraría? Oh,
seguro que te lo imaginas.
—Deja a la muchacha.
—Pero yo no sólo te conozco por las descripciones —continuó Schirrú, sin pensar en absoluto en
soltar a la muchacha—. Yo ya te había visto. Yo incluso hasta te seguí una vez. En Temería. En julio. Fui
contigo hasta la ciudad de Dorian. Hasta el bufete de los abogados Codringher y Fenn. ¿Comprendes?
Geralt volvió la espada de tal modo que la hoja se reflejó en los ojos del medioelfo.
—Siento curiosidad —dijo con voz gélida— por saber cómo planeas librarte de esta situación tan
embarazosa, Schirrú. Yo veo dos salidas. Primera: sueltas inmediatamente a la muchacha. Segundo:
matas a la muchacha... Y un segundo después tu sangre coloreará hermosamente las paredes y el techo.
—Vuestras armas —Schirrú tiró del cabello a Angouléme con brutalidad— han de encontrarse en el
suelo antes de que cuente tres. Luego comenzaré a cortar a la puta.
—Veremos cuánto te va a dar tiempo a cortar. Yo pienso que no mucho.
—¡Uno!
—¡Dos! —comenzó Geralt su propia cuenta, agitando el sihill en un silbante molinete.
Un ruido de cascos, relinchos y bufidos de caballos, unos gritos humanos les llegaron desde el
exterior.
—¿Y ahora qué? —se rió Schirrú—. Estaba esperando esto. ¡Ya no estamos en tablas, esto es un
jaque mate! Han venido mis amigos.
—¿De verdad? —dijo Cahir, mirando por la ventana—. Veo uniformes de la caballería ligera
imperial.
—Así que es jaque mate, pero para ti —dijo Geralt—. Has perdido, Schirrú. Suelta a la muchacha.
—Seguro.
Las puertas de la barraca cedieron ante unos puntapiés, unas cuantas personas entraron, la mayoría
iban vestidas de negro y con el mismo uniforme. Los dirigía uno con barbas, de cabellos rubios, y con una
señal de un oso de plata en el hombro.
—¿Que aen suecc's? —preguntó amenazador—. ¿Qué pasa aquí? ¿Quién es el responsable de este
alboroto? ¿De estos cuerpos en el patio? ¡Hablad al punto!

117
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Señor jefe...
—¡Glaeddyvan vort! ¡Tirad la espada!
Obedecieron. Porque les estaban apuntando con ballestas y arbaletes. Angouléme, a quien Schirrú
había soltado, intentó levantarse de la mesa, pero de pronto se encontró en el abrazo de un rufián
rechoncho, vestido de colores, con unos ojos saltones como una rana. Ella quiso gritar, pero el rufián le
apretó sobre la boca una mano enguantada.
—Evitemos el uso de la violencia —propuso Geralt con voz fría al jefe que llevaba el oso en el
hombro—. No somos delincuentes.
—Lo que tú digas.
—Actuamos con conocimiento y beneplácito de don Fulko Artevelde, prefecto de Riedbrune.
—Lo que tú digas —repitió el Oso, haciendo una señal para que alzaran y recogieran las espadas de
Geralt y Cahir—. Con conocimiento y beneplácito. De don Fulko Artevelde. El importante señor
Artevelde. ¿Habéis oído, muchachos?
Su gente, los negros y los coloreados, risotearon a coro.
Angouléme se revolvió en el abrazo del ojos de rana, intentando gritar en vano. No era necesario.
Geralt ya lo sabía. Antes de que el sonriente Schirrú comenzara a apretar las manos que se le tendían.
Antes de que cuatro negros nilfgaardianos agarraran a Cahir y otros tres le dirigieran las ballestas
directamente al rostro.
El ojos de rana empujó a Angouléme hacia sus camaradas. La muchacha colgó en su abrazo como
una muñeca de trapo. Ni siquiera intentaba ofrecer resistencia.
El Oso se acercó lentamente a Geralt y de pronto le golpeó en la ingle con un puño embutido en un
guante de armadura. Geralt se dobló, pero no cayó. Una rabia fría le mantuvo en pie.
—Puede que te alegre la noticia —le dijo el Oso— de que no sois los primeros idiotas que el tuerto
Fulko ha utilizado para sus propios objetivos. Los rentables negocios que yo llevo a cabo aquí junto con
el señor Straggen, por algunos llamado Ruiseñor, son para él como una piedra en el zapato. A Fulko se le
llevaron los diablos cuando, en lo que concierne a estos negocios, tomé a Homer Straggen al servicio de
su emperador y lo nombré jefe de una compañía de voluntarios para proteger la minería. Así que, como no
puede vengarse oficialmente, contrata a picaros diversos.
—Y a brujos —intervino Schirrú, quien sonreía venenosamente.
—En el exterior —dijo en voz alta el Oso— hay cinco cadáveres empapándose con la lluvia. ¡Habéis
asesinado a personas que estaban al servicio del emperador! ¡Habéis estorbado el trabajo en la mina! No
hay ninguna duda: sois espías, saboteadores y terroristas. En estas tierras rige la ley marcial. Por la
presente y en vía sumaria, os condeno a muerte.
El ojos de rana se carcajeó. Se acercó a Angouléme, a quien sujetaban los bandidos, la agarró con un
rápido movimiento por un pecho y apretó con fuerza.
—Eh, ¿y qué, Clara? —gritó, y resultó que tenía la voz todavía más de rana que los ojos. El
sobrenombre del bandido, si era él mismo el que se lo había dado, denotaba sentido del humor. Y si se
trataba de un mote para camuflarse, entonces había acertado extraordinariamente.
—¡Así que nos encontramos de nuevo! —gritó otra vez el batracio Ruiseñor, pellizcando a Angouléme
en el pecho—. ¿Te alegras?
La muchacha gimió dolorosamente.
—¿Y dónde tienes, puta, las perlas y las piedras que me robaste?
—¡Las tomó en depósito el tuerto Fulko! —gritó Angouléme, intentando sin éxito aparentar que no
tenía miedo—. ¡Preséntate a él para recogerlas!
El Ruiseñor gritó y desencajó los ojos, ahora tenía el aspecto de una verdadera rana, daba la
impresión de que estaba a punto de ponerse a cazar moscas con la lengua. Apretó a Angouléme todavía

118
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

con más fuerza, ella se agitó y gimió todavía más dolorosamente. Por detrás de la roja niebla de rabia que
cubrió los ojos de Geralt, la muchacha otra vez comenzó a parecerse a Ciri.
—Lleváoslos —ordenó el Oso con impaciencia—. Al patio con ellos.
—Es un brujo —dijo inseguro uno de los bandidos de la compañía ruiseñora de protección de la
minería—. ¡Un meigo! ¿Cómo lo vamos a coger con las manos desnudas? Lo mesmo nos echa algún
hechizo o algo así...
—No tengáis miedo. —Schirrú, sonriente, se palmeó los alrededores del bolsillo—. Sin su amuleto
brujeril no puede hechizar y su amuleto lo tengo yo. Cogedlo sin miedo.
En el exterior esperaban más nilfgaardianos armados vestidos con capas negras y más miembros de
la coloreada hansa del Ruiseñor. Se había reunido también un grupo de mineros. Alrededor revoloteaban
los ubicuos niños y perros.
Ruiseñor perdió de pronto el dominio de sí mismo. Exactamente igual que si lo hubiera poseído el
diablo. Croando de rabia agredió a Angouléme con los puños, y cuando cayó la pateó varias veces. Geralt se
arrancó de la sujeción de los bandidos, por lo que recibió un golpe en la nuca con algo duro.
—¡Decían —croó Ruiseñor, mientras saltaba sobre Angouléme como un sapo loco— que te habían
clavado en un palo por el culo, allá en Riedbrune, mala pécora! ¡Escrito te estaba el palo! ¡Y en el palo
vas a reventar! ¡Eh, muchachos, buscadme por aquí alguna estaquilla y sacádmela punta! ¡Presto!
—Señor Straggen. —El Oso frunció el ceño—. No veo motivo para entretenernos con una
ejecución tan bestial y que precisa de tanto tiempo. Hay que colgar sin más a los prisioneros...
Se calló ante la mirada de furia de los ojos de rana.
—Estaos calladito, capitán —croó el bandido—. Demasiado os pago para que me vengáis haciendo
propuestas innecesarias. Yo le juré a Angouléme una mala muerte y ahora voy a jugar un poquillo con
ella. Si queréis, colgad a esos dos. A mi ni me van ni me vienen.
—Pero a mí sí —intervino Schirrú—. Ambos me son necesarios. Sobre todo el brujo.
Especialmente él. Y dado que el empalamiento de la muchacha va a tardar un poco, yo también voy a
aprovechar ese tiempo.
Se acercó, clavó en Geralt sus ojos de gato.
—Has de saber, imitante —dijo—, que yo fui quien acabó con tu amigo Codringher en Dorian. Lo
hice por orden de mi señor, el maestro Vilgefortz, al que sirvo desde hace años. Pero lo hice con
verdadero placer.
»Ese viejo canalla de Codringher —siguió el medioelfo sin esperar a la reacción— tuvo la
desvergüenza de meter la nariz en los asuntos del maestro Vilgefortz. Lo destripé con mi cuchillo. Y a ese
asqueroso monstruo de Fenn lo quemé vivo entre sus papeles. Podría simplemente haberlo acuchillado,
pero sacrifiqué un poco de tiempo y esfuerzo para escuchar cómo aullaba y gruñía. Y aullaba y gruñía, te
digo, como un cerdo en la matanza. Nada humano había en aquellos aullidos, absolutamente nada.
«¿Sabes por qué te hablo de todo esto? Porque también a ti podría simplemente acuchillarte o
mandar acuchillarte. Pero sacrificaré un poco de tiempo y esfuerzo. Voy a escuchar cómo aullas. ¿Dijiste
que la muerte es siempre la misma? Ahora verás que no todas. Muchachos, calentadme alquitrán en unas
graseras. Y traedme unas cadenas.
Algo se deshizo con un estruendo en el carbón de la barraca y explotó al instante con fuego y un
estruendo estremecedor.
Otro recipiente con aceite de roca —Geralt lo reconoció por el olor— acertó directamente en la
grasera, un tercero estalló junto al que sujetaba los caballos. Hubo un estruendo, borbotearon las llamas,
los caballos se volvieron locos. Hubo un tumulto, del tumulto emergió un perro ardiendo y aullando. Uno
de los bandidos del Ruiseñor extendió de pronto los brazos y cayó sobre el fango con una flecha en la
espalda.
—¡Vivan Los Taludes libres!

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

En la cima de la colina, detrás de los andamiajes y los soportes, se entreveían unas siluetas con
capotes grises y gorros de piel. Sobre las personas, los caballos y las barracas de la mina seguían cayendo
más proyectiles incendiarios, especie de susurros que arrastraban consigo unas trenzas de fuego y humo.
Dos cayeron sobre el taller, el suelo lleno de virutas y serrines.
—¡Vivan Los Taludes libres! ¡Muerte al ocupante nilfgaardiano!
Silbaban las trayectorias de las flechas y las saetas.
Rodó bajo el caballo uno de los negros nilfgaardianos, se derrumbó con la garganta atravesada uno
de los bandidos ruiseñores, cayó con una saeta en la nuca uno de los esbirros de pelo corto. El Oso cayó
lanzando un macabro gemido. La flecha le había atravesado el pecho, bajo el esternón, más abajo del
emblema. Eran aquéllas —aunque nadie podía saberlo— saetas robadas a un transporte militar, el modelo
estándar del ejército imperial, con unas pequeñas modificaciones. La amplia punta dos hojas había sido
aserrada en algunos lugares para lograr un efecto de expansión.
La punta se expansionaba maravillosamente en las entrañas del Oso.
—¡Abajo con el tirano Emhyr! ¡Los Taludes libres!
Ruiseñor gritó, se echó mano a un brazo al que le había rozado una flecha.
Uno de los niños cayó sobre el barro haciéndose una bola, estaba atravesado de parte a parte por la
flecha de uno de los luchadores por la libertad con mala puntería. Cayó uno de los que sujetaban a Geralt.
Se derrumbó uno de los que sujetaban a Angouléme. La muchacha se libró del otro, sacó como un rayo el
cuchillo de la caña de la bota, cortó con un amplio ímpetu. Con la pasión del momento falló la garganta
de Ruiseñor, pero le destrozó maravillosamente la mejilla, casi hasta los propios dientes. El Ruiseñor croó
si cabe todavía peor que de costumbre y sus ojos se desencajaron todavía más. Cayó de rodillas, la sangre
brotando por entre las manos con las que se aferraba el rostro. Angouléme aulló reprobatoria y se acercó
para terminar su obra. Pero no lo consiguió, pues entre ella y Ruiseñor explotó otra bomba, borboteando
de fuego y ondas de humo apestoso.
A su alrededor ya crepitaba el fuego y reinaba un pandemonium ígneo. Los caballos se habían
desbocado, relinchaban y coceaban. Los bandidos y los nilfgaardianos gritaban. Los mineros corrían en
pánico, unos huían, otros intentaban apagar los edificios que estaban ardiendo.
Geralt había conseguido ya alzar el sihill que había dejado caer el Oso. A una alta mujer con una
cota de malla que intentaba golpear a Angouléme con una maza la cortó rápido en la frente. A un negro
nilfgaardiano que se le acercaba con un regatón en la mano le rajó el muslo. Al siguiente, que
simplemente se le cruzó, le cortó la garganta.
Junto a él, un caballo enloquecido, quemado, corriendo a ciegas, derrumbó y pateó a otro niño.
—¡Coge los caballos! ¡Coge los caballos! —Cahir apareció junto a él, le señaló los dos alazanes
con unos golpes enérgicos de la espada. Geralt no oía, no veía. Desventró a otro nilfgaardiano, estaba
buscando a Schirrú.
Angouléme, de rodillas, a una distancia de tres pasos, disparó con una ballesta que tenía alzada,
metiéndole un virote en el bajo vientre a uno de los bandidos de la compañía de protección de la minería,
que la estaba atacando en aquel momento. Luego se levantó y agarró las riendas de un caballo que pasó
trotando al lado.
—¡Coge alguno, Geralt! —gritó Cahir—. ¡Y a correr!
El brujo se cargó a otro nilfgaardiano con un golpe desde arriba, desde el esternón hasta la cadera.
Con un brusco movimiento de la cabeza se limpió de sangre las cejas y las pestañas. ¡Schirrú! ¿Dónde
estás, canalla?
Un golpe. Un grito. Gotas calientes en el rostro.
—¡Piedad! —se lamentó un muchacho vestido de uniforme negro que estaba arrodillado en el barro.
El brujo vaciló.
—¡Vuelve en ti! —gritó Cahir, agarrándolo por los hombros y agitándole con fuerza—. ¡Vuelve en ti!
¿Es que te has vuelto loco!
120
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Angouléme volvió al galope, tirando de las riendas de otro caballo. La perseguían dos jinetes. Uno
cayó bajo las flechas de un luchador por la libertad de Los Taludes. Al otro lo barrió de la silla la espada
de Cahir.
Geralt saltó al caballo. Y entonces, a la luz de los incendios, vio a Schirrú, reuniendo a gritos a los
despavoridos nilfgaardianos. Junto al medioelfo croaba y gritaba maldiciones Ruiseñor, que con su jeta
ensangrentada tenía el aspecto de un verdadero troll antropófago.
Geralt bramó con rabia, dio la vuelta al caballo, hizo un molinete con la espada.
Junto a él, Cahir gritó y maldijo, se tambaleó en la silla, sangre proveniente de la frente le anegó al
instante los ojos y el rostro.
—¡Geralt! ¡Ayuda!
Schirrú reunió a su alrededor a un grupo, aulló, ordenó disparar con las ballestas. Geralt dio
palmadas con la hoja en las ancas del caballo, listo para un ataque suicida. Schirrú debía morir. El resto no
tenía importancia. No contaba. Cahir no contaba. Angouléme no contaba...
—¡Geralt! —gritó Angouléme—. ¡Ayuda a Cahir!
Volvió en sí. Y se avergonzó.
Lo detuvo, lo apoyó. Cahir se limpió los ojos con la manga, y la sangre le volvió a anegar de
inmediato.
—No es nada, unos arañazos... —La voz le temblaba—. Al caballo, brujo... Al galope, detrás de
Angouléme... ¡Al galope!
Desde los pies de la loma les llegó un enorme grito, desde allí se acercaba corriendo una
muchedumbre armada de picos, palancas y hachas. En ayuda de sus compañeros y compadres de la mina
Rialto acudían los mineros de las minas vecinas, del Agujero de Fortuna o de Asuntos Comunes. O de
alguna otra. ¿Quién podía saberlo?
Geralt golpeó al caballo con los talones. Se lanzaron a galopar, en un loco ventre á terre.
Corrieron a toda velocidad sin mirar a su alrededor, pegados a los cuellos de los caballos. El mejor
caballo le tocó a Angouléme, un pequeño pero fogoso alazán bandoleril. El caballo de Geralt, un bayo con
arreos nilfgaardianos, ya había comenzado a roncar y a resollar, tenía problemas para mantener la cabeza
alta. El caballo de Cahir, también militar, era más fuerte y resistente, pero a cambio el jinete tenía
problemas, se columpiaba en la silla, apretaba maquinalmente los muslos y arrojaba un fuerte flujo de
sangre sobre las crines y el cuello de su montura.
Pero el galope continuaba.
Angouléme, que se había situado en cabeza, les estaba esperando en una curva, en un lugar en el
que el camino se dirigía hacia abajo, retorciéndose entre las rocas.
—Los perseguidores... —jadeó, limpiándose la porquería del rostro—. Nos van a perseguir, no nos
lo perdonarán... Los mineros vieron por dónde nos fuimos. No debiéramos quedarnos en el camino...
Tenemos que entrar en el bosque, en los despoblados... Perderlos...
—No —protestó el brujo, mientras escuchaba con preocupación los sonidos que escapaban de los
pulmones del caballo—. Tenemos que ir por el camino. Por la ruta más fácil y corta hasta Sansretour...
—¿Por qué?
—No hay ahora tiempo para hablar. ¡En marcha! Sacad de los caballos lo que se pueda...
Cabalgaron. El bayo del brujo resollaba.
El bayo no estaba en condiciones de seguir. Apenas podía caminar sobre unas patas rígidas como
estacas, se iba mucho para los lados, exhalaba aire con un relincho ronco. Por fin cayó de lado, pateó
entumecido, miró a su jinete y en sus martirizados ojos había un reproche.
El caballo de Cahir estaba en mejor estado, pero a cambio su jinete estaba peor. Cayó simplemente
de la silla, se alzó, pero sólo a cuatro patas, vomitó violentamente aunque no tenía mucho que vomitar.
Cuando Geralt y Angouléme intentaron tocar su cabeza ensangrentada, gritó.
121
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Maldita sea —dijo la muchacha—. Vaya un corte de pelo que me le han hecho.
La piel sobre la frente y la sien del joven nilfgaardiano, junto con los cabellos, estaba separada en
una longitud bastante significativa del hueso del cráneo. Si no hubiera sido porque la sangre ya había
coagulado, la lonja desprendida habría caído hasta la oreja. Tenía un aspecto macabro.
—¿Cómo pasó?
—Le lanzaron un hacha derechito a la testa. Para que fuera más gracioso, no fueron ni los negros ni
los de Ruiseñor, sino uno de los picadores de la mina.
—Ahora no importa quién la lanzara. —El brujo vendó la cabeza de Cahir con un pedazo de la
manga de la camisa—. Lo importante y afortunado es que el hachero era bien malo, sólo le escalpó, y
podía haberle destrozado el cráneo. Pero el hueso del cráneo también sufrió bastante. Y hasta el cerebro
lo ha sentido. No se mantendrá en la silla, ni siquiera si el caballo consiguiera soportar su peso.
—¿Y qué habremos de hacer entonces? Tu caballo la palmó, el suyo casi, y el mío hasta gotea de
sudor... Y nos persiguen. No podemos quedarnos aquí...
—Tenemos que quedarnos. Él y yo. Y el caballo de Cahir. Tú sigue adelante. Deprisa. Tu caballo es
fuerte, aguantará el galope. E incluso si tuvieras que derrengarlo... Angouléme, en algún lugar del valle de
Sansretour nos están esperando Regís, Milva y Jaskier. No saben nada y pueden caer en las garras de
Schirrú. Tienes que encontrarles y avisarles y luego los cuatro tenéis que ir lo más deprisa que os lleven
los caballos hasta Toussaint. Allí no os perseguirán. Espero.
—¿Y tú y Cahir? —Angouléme se mordió los labios—. ¿Qué será de vosotros? Ruiseñor no es
tonto, cuando vea un caballo medio reventao buscará cada escondrijo de los alrededores. ¡Y tú con Cahir
no irás lejos!
—Schirrú, que es el que nos persigue, irá detrás de ti.
—¿Piensas?
—Estoy seguro. Cabalga.
—¿Qué dirá la abuelilla cuando aparezca sin vosotros?
—Se lo explicarás. No a Milva, sino a Regis. Regís sabrá lo que hay que hacer. Y nosotros...
Cuando la cabellera de Cahir se pegue un poco más fuerte al cráneo, iremos a Toussaint. Allí os
encontraremos de alguna manera. Venga, no pierdas tiempo, muchacha. Al caballo y en marcha. No dejes
que se acerquen los que te persiguen. No permitas que te tengan a ojo.
—¡No enseñes a tu padre cómo se hacen los hijos! ¡Cuidaos! ¡Hasta la vista!
—Hasta la vista, Angouléme.
No se alejó demasiado del camino. No pudo negarse a echarles un vistazo a los perseguidores. Y en
realidad no temía que aquéllos hicieran algo: sabía que no perderían tiempo, que irían detrás de
Angouléme.
No se equivocó.
Los jinetes, que aparecieron por el paso poco menos de cuarto de hora después, se detuvieron, es
verdad, al ver al caballo tendido, gritaron un poco, discutieron, patearon los matojos que había al lado de
la ruta, pero casi de inmediato renovaron la persecución por el camino, indudablemente consideraron que
de los tres fugitivos dos iban ahora en un solo caballo y se les iba a poder atrapar pronto si no se perdía
tiempo. Geralt vio que algunos de los caballos de los perseguidores tampoco estaban en un estado
especialmente bueno.
Entre los perseguidores no había demasiadas capas negras de la caballería ligera nilfgaardiana,
dominaban los multicolores bandoleros de Ruiseñor. Geralt no pudo distinguir si el propio Ruiseñor
tomaba parte en la persecución o si se había quedado curando la cara desfigurada.
Cuando el tableteo de los perseguidores se fue debilitando, Geralt se levantó de su escondrijo entre
las cañas, alzó y sujetó a Cahir, que jadeaba y gemía.
—El caballo está demasiado débil para llevarte. ¿Vas a poder andar?

122
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

El nilfgaardiano emitió un sonido que podría haber sido tanto una afirmación como una negación. U
otra cosa. Pero colocó los pies, y precisamente de esto se trataba.
Entraron en el barranco hacia la corriente. Cahir superó los últimos pies de las resbaladizas rocas en
un deslizarse no del todo voluntario. Se arrastró hasta el arroyo, bebió, se echó abundante agua helada
sobre el vendaje de la cabeza. El brujo no le apresuró, él mismo respiró intensamente, recolectando
fuerzas.
Anduvo corriente arriba, sujetando a Cahir y, al mismo tiempo, tirando del caballo, chapoteando en
el agua, tropezándose con los cantos rodados y los troncos desmochados. Cahir, al cabo de un tiempo, se
negó a colaborar, no ponía ya los pies en forma adecuada, dejó de moverlos en absoluto; el brujo,
simplemente, lo arrastró. No se podía seguir avanzando así, sobre todo porque el cauce del arroyo estaba
obstaculizado por quebrados y por saltos de agua. Geralt jadeó, se echó al herido a la espalda. El ir
tirando del caballo tampoco se lo hacía más fácil. Cuando por fin salieron del barranco, el brujo
simplemente se derrumbó sobre la pendiente mojada y yació allí, jadeando, completamente exhausto,
junto a Cahir, que no paraba de quejarse. Yació allí largo rato. Otra vez le comenzó a pulsar la rodilla con
un dolor rabioso.
Por fin Cahir dio señales de vida, y poco después —sorpresa— se incorporó, maldiciendo y
agarrándose la cabeza. Se pusieron en marcha. Cahir anduvo bien al principio. Luego redujo el paso.
Luego cayó.
Geralt se lo echó a la espalda y se arrastró, gimiendo, resbalándose en las piedras. La rodilla le ardía
de dolor, avispas negras y ardientes le cruzaban por los ojos.
—Hace sólo un mes... —gimió a su espalda Cahir—... quién hubiera pensado que me ibas a cargar a
los lomos...
—Calla, nilfgaardiano... Cuando hablas, te haces más pesado...
Cuando por fin llegaron a las rocas y a las paredes de roca, ya era casi de noche. El brujo ni siquiera
buscó una cueva, ni la encontró. Cayó sin fuerzas junto al primer agujero que hallaron.
En el yacente de la cueva se amontonaban cráneos humanos, costillas, pelvis y otros huesos. Pero,
lo que era más importante, también había allí ramas secas.
Cahir tenía fiebre, tiritaba, se agitaba en sueños. Había soportado valiente y conscientemente el que
le cosiera la lonja de piel al cráneo con ayuda de hilo y una aguja torcida. La crisis llegó después, por la
noche. Geralt encendió un fuego en la cueva, menospreciando las medidas de seguridad. En el exterior
estallaba la lluvia y bramaba el viento, así que era poco probable que alguien anduviera por los
alrededores y descubriera el brillo del fuego. Y Cahir necesitaba calentarse.
La fiebre le duró toda la noche. Tembló, gimió, deliró. Geralt no se durmió, se dedicó a mantener el
fuego. Y la rodilla le dolía espantosamente.
Siendo un muchacho joven y fuerte, Cahir volvió en sí por la mañana temprano. Estaba pálido y
sudoroso, se percibía cómo latía en él la fiebre. El castañeteo de dientes complicaba un poco la
articulación. Pero se entendía lo que hablaba. Y hablaba conscientemente. Se quejaba de dolor de cabeza,
algo bastante normal para alguien a quien un hacha le había arrancado del cráneo la piel junto con el
cabello.
Geralt repartió el tiempo entre unas siestecillas agitadas y el capturar el agua de lluvia que resbalaba
por las rocas con un recipiente hecho de corteza de abedul. Tanto a él como a Cahir los devoraba la sed.
—¿Geralt?
—Dime.
Cahir estaba arreglando la lumbre con ayuda de un hueso del muslo que había encontrado.
—En la mina, cuando estuvimos luchando... Me asusté, ¿sabes?
—Lo sé.
—Por un instante parecía que habías caído en una locura asesina. Que ya nada contaba para ti...
excepto el matar...
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Lo sé.
—Tenía miedo —terminó sereno— de que en tu estado de amok degollaras a ese Schirrú. Y de un
muerto no podríamos sacar información.
Geralt carraspeó. El joven nilfgaardiano le gustaba cada vez más. No sólo era valiente, sino también
inteligente.
—Hiciste bien en mandar a Angouléme que se fuera —siguió Cahir, con sólo un leve castañeteo de
dientes—. Esto no es para muchachas... Ni siquiera para tales como ella. Nosotros solos lo
solucionaremos, nosotros dos. Iremos detrás de los perseguidores. Pero no para matarlos en una locura de
berserk. Lo que entonces dijiste acerca de la venganza... Geralt, incluso en la venganza tiene que haber
algún método. Atraparemos a ese medioelfo... Lo obligaremos a que diga dónde está Ciri...
—Ciri está muerta.
—No es verdad. No creo en esa muerte... Y tú tampoco crees. Reconócelo.
—No quiero creer.
En el exterior silbaba el viento, murmuraba la lluvia. En la cueva se estaba confortable.
—¿Geralt?
—Dime.
—Ciri está viva. Tuve otro sueño... Cierto, algo sucedió en el equinoccio, algo fatal... Sí, sin duda,
yo también lo sentí y lo vi... Pero ella está viva... Vive, con toda seguridad. Démonos prisa... Pero no para
ir a la venganza y la muerte. Sino para a ir a ella.
—Sí. Sí, Cahir. Tienes razón.
—¿Y tú? ¿Ya no tienes sueños?
—Los tengo —dijo con énfasis—. Pero pocos, desde que cruzamos el Yaruga. Y nunca los
recuerdo cuando me despierto. Algo se ha acabado dentro de mí, Cahir. Algo se ha quemado. Algo se ha
cortado...
—No importa, Geralt. Yo voy a soñar por los dos.
Se pusieron en marcha al alba. Había dejado de llover, parecía incluso que el sol intentaba encontrar
algún agujero por entre la grisura que cubría el cielo.
Cabalgaban despacio, ambos en un solo caballo con arreos militares nilfgaardianos.
El caballo chapoteaba en las riberas, iba al paso por la orilla del Sansretour, un riachuelo que
discurría hacia Toussaint. Geralt conocía el camino. Ya había estado alguna vez allí. Hacía muchísimo
tiempo, mucho había cambiado desde entonces. Pero no se había cambiado el valle ni el riachuelo
Sansretour, el cual, según avanzaban, se iba convirtiendo cada vez más en el río Sansretour. No habían
cambiado los Montes de Amell ni el obelisco de la Gorgona, la Montaña del Diablo, que los dominaba.
Algunas cosas tenían esa propiedad, simplemente no cambiaban.
—Un soldado no cuestiona las órdenes —dijo Cahir, masajeándose el vendaje en la cabeza—. No
las analiza, no reflexiona sobre ellas, no espera que le expliquen su significado. Esto es lo primero que en
mi país se le enseña a un soldado. Así que puedes imaginarte que ni siquiera por un segundo reflexioné
sobre la orden que me habían impartido. La pregunta de por qué precisamente yo tenía que capturar a
aquella infanta o princesa cintriana ni siquiera se me pasó por la cabeza. Una orden es una orden. Estaba
enfadado, es cierto, porque quería obtener gloria luchando con la caballería, con el ejército regular... Pero
el trabajo para el servicio secreto se considera en nuestra tierra un honor. Si solamente se hubiera tratado
de una tarea más difícil, de un prisionero importante... Pero, ¿una muchacha?
Geralt echó al fuego las raspas de la trucha. Antes de que cayera la noche habían pescado en un
arroyuelo que caía en el Sansretour suficientes peces como para hartarse. Las truchas estaban en la época
de desove y se dejaban atrapar con facilidad.
Escuchaba la narración de Cahir, y la curiosidad luchaba en él con un sentimiento de profunda
tristeza.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Al fin y al cabo se trató del azar —dijo Cahir, mirando la lumbre—. El más puro azar. Teníamos,
por lo que me enteré más tarde, un espía en la corte de Cintra, el camarero mayor. Cuando conquistamos
la ciudad y nos preparábamos para rodear el castillo, el espía se escapó y nos hizo saber que se estaba
intentando sacar a la princesa de la ciudad. Se formaron varios grupos como el mío. Por una casualidad,
fue con el mío con el que se tropezaron los que transportaban a Ciri.
«Comenzó una persecución por las calles, en barrios que ya estaban ardiendo. Aquello era el mismo
infierno. Nada, excepto el rugido de las llamas, paredes de fuego. Los caballos no querían avanzar y las
personas, para qué hablar más, tampoco tenían muchas ganas de azuzarlos. Mis subordinados, eran
cuatro, comenzaron a agitarse, a gritar que me había vuelto loco, que los conducía a la perdición...
Apenas conseguí recuperar el control...
»Los perseguimos a través de aquella sartén de fuego y los alcanzamos. De pronto los tuvimos ante
nosotros, cinco cintrianos a caballo. Y comenzó la escabechina antes de que tuviera tiempo de gritar que
tuvieran cuidado con la muchacha. La cual, al fin y al cabo, se halló en el suelo al momento, puesto que el
que la llevaba en el arzón fue el primero en caer. Uno de los míos la alzó y la subió al caballo, pero no fue
muy lejos, alguno de los cintrianos le pinchó en la espalda y lo atravesó. Vi cómo la hoja pasó a una
pulgada de la cabeza de Ciri, quien volvió a caer al barro. Estaba medio inconsciente a causa del miedo,
vi cómo se apretaba junto al muerto, cómo intentaba arrastrarse por encima de él... Como un gatillo por
encima de una gata muerta...
Se calló, se escuchó cómo tragaba saliva.
—Ni siquiera sabía que se aferraba a un enemigo. A un odiado nilfgaardiano.
»Nos quedamos solos —dijo al cabo—. Yo y ella, y alrededor había cadáveres y fuego. Ciri se
arrastraba por un charco y el agua mezclada con sangre comenzaba ya a evaporarse. Una casa se hundió,
ya casi no veía nada a causa del humo y las chispas. El caballo no quería acercarse. La llamé, le dije que
viniera hacia mí, bramé por encima de los ruidos del incendio. Me vio y me escuchó, pero no reaccionó.
El caballo no quería moverse y yo no podía controlarlo. Tuve que desmontar. Apenas pude cogerla a ella
con una mano y con la otra sujetar el caballo, el caballo se resistió tanto que por poco no me tiró al suelo.
Cuando la alcé, comenzó a gritar. Luego se tensó y se desmayó. La envolví con la capa, que había
empapado en el charco, en el barro, el estiércol y la sangre. Y nos fuimos. Directamente a través del
fuego.
»Yo mismo no sé cómo conseguimos escapar de allí. Pero de pronto apareció una grieta en la
muralla y nos encontramos junto al río. Mala suerte, justo en un lugar que habían elegido los norteños
para huir. Tiré el casco de oficial, porque me hubieran reconocido al instante, aunque las alas se habían
quemado ya. El resto de la ropa estaba tan sucia que no podía traicionarme. Pero si la muchacha hubiera
estado consciente, si hubiera gritado, me hubieran hecho pedazos con las espadas. Tuve suerte.
«Cabalgué con ellos dos leguas, luego me quedé retrasado y me escondí en los matorrales, junto al
río lleno de cuerpos.
Se calló, carraspeó, se masajeó la cabeza vendada con las dos manos. Y enrojeció. ¿O se trataba tan
sólo del brillo de la lumbre?
—Ciri estaba terriblemente sucia. Tuve que desnudarla... No se defendió, no gritó. Sólo temblaba,
tenía los ojos cerrados. Cuantas veces la toqué, para lavarla o limpiarla, se tensó y se quedó rígida... Sé
que hubiera hecho falta hablar con ella, tranquilizarla... Pero de pronto no pude encontrar palabras en
vuestra lengua... En la lengua de mi madre, que sé desde niño. Como no pude encontrar palabras, quise
tranquilizarla con caricias, con delicadeza... Pero ella se tensaba y gimoteaba... Como un pollito...
—Esto la persiguió en sus pesadillas —susurró Geralt.
—Lo sé. A mí también.
—¿Qué pasó después?
—Se durmió. Y yo también. De cansancio. Cuando me desperté, ya no estaba junto a mí. No estaba
por ningún lado. No recuerdo el resto. Quienes me encontraron afirman que corría en círculo y aullaba
como un lobo. Tuvieron que atarme. Cuando me tranquilicé se ocuparon de mí gente del servicio secreto,
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

gentes de Vattier de Rideaux. Les interesaba Cirilla. Dónde estaba, cuándo y adónde había huido, de qué
forma se me había escapado, por qué le había permitido huir. Y otra vez, desde el principio, dónde está,
adónde ha huido... Rabioso, grité algo sobre el emperador que persigue a las muchachas como un gavilán.
A causa de aquel grito pasé más de un año en la ciudadela. Y luego recuperé la gracia imperial porque yo
era necesario. En Thanedd era necesario alguien que hablara la común y supiera qué aspecto tenía Ciri. El
emperador quería que fuera a Thanedd... Y que esta vez no fallara. Que le trajera a Ciri.
Guardó silencio un instante.
—Emhyr me dio la oportunidad. Podría haberla rechazado, objetado. Esto hubiera supuesto caer en
desgracia y el olvido definitivo y total, para toda la vida. Pero podría haberla rechazado si hubiera
querido. Pero no la rechacé. Porque sabes, Geralt... yo no había podido olvidarla.
»No te voy a mentir. Yo la veía sin descanso en mis sueños. Y no como la niña delgada que había
sido en el río, cuando la desnudé y la lavé. La veía... y todavía la veo... como una mujer, hermosa,
consciente, provocativa... Con tales detalles como una rosa tatuada en la ingle...
—¿De qué hablas?
—No sé, yo mismo no lo sé... Pero así era y así sigue siendo. Yo la sigo viendo en sueños, de la
misma forma que la veía entonces... Por eso me ofrecí a la misión a Thanedd. Por eso luego quise unirme
a vosotros. Yo... Yo quiero volverla a ver. Quiero tocar otra vez sus cabellos, contemplar sus ojos...
Quiero mirarla. Mátame si quieres. Pero no voy a fingir más. Yo pienso... pienso que la quiero. Por favor,
no te rías.
—No es en absoluto para reírse.
—Precisamente por esto voy con vosotros. ¿Entiendes?
—¿La quieres para ti o para tu emperador?
—Soy realista —susurró—. Ella no me quiere a mí. Y como esposa del emperador al menos podría
verla.
—Como realista —bufó el brujo— debieras saber que primero tenemos que encontrarla y salvarla.
Pongamos que tus sueños no mienten y que Ciri de verdad está viva.
—Lo sé. ¿Y cuando la hallemos? Entonces, ¿qué?
—Veremos. Veremos, Cahir.
—No me des largas. Sé sincero. Por supuesto no permitirás que me la lleve.
No respondió. Cahir no repitió la pregunta.
—¿Hasta entonces —preguntó frío— podemos ser amigos?
—Podemos, Cahir. Te pido perdón otra vez por aquello. No sé lo que me pasó. En realidad nunca
sospeché seriamente que fueras un traidor o un mentiroso.
—No soy un traidor. Yo nunca te traicionaré, brujo.
Cabalgaron por un profundo barranco labrado en las montañas por el agitado y ya muy amplio río
Sansretour. Caminaban hacia el este, hacia la frontera del condado de Toussaint. La Gorgona, la Montaña
del Diablo, se alzaba sobre ellos. Para mirar su cumbre tenían que echar la cabeza hacía atrás.
Pero no la echaban.
Primero percibieron el humo, luego, un poco después, vieron el fuego, y sobre él un espetón en el
que se asaban unas truchas abiertas en dos. Vieron también a un individuo solitario sentado junto al
fuego.
No mucho tiempo atrás todavía se habría reído Geralt, se habría burlado sin piedad y habría tenido
por un completo idiota a cualquiera que se hubiera atrevido a afirmar que él, el brujo, se iba a sentir
embargado por una gran alegría al ver a un vampiro.
—Ohó —dijo con tranquilidad Emiel Regis Rohellec Terzieff-Godefroy, colocando el espetón—.
Mirad lo que nos ha traído el gato.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Capítulo séptimo
Llamador, ítem nombrado knaker, coblynau, polterduk, karkonos, rubezahl, tesorero, pukacz y
desertarlo. Es variante del kobold, del cuál el ll. en porte y poderío en grande medida lo descuella. Portan
también los ll. barbas descomunales, lo cuál los koboldes no acostumbran. Habita el ll. en galerías, pozos de
mina, escombreras, abismos, cavernas oscuras, dentro de las peñas y en todo espécimen de grutas, cuevas y
piedras güecas. Allí donde mora, de seguro haya escondidas en la tierra riquezas, ya sean menas, metales,
carbones, sal o aceite de roca. Destomismo, al ll. a menudo puede encontrárselo en las minas, las más de las
veces ya sin uso, mas y en las minas vivas gusta de mostrarse. Maligno truhán y dañador, maldición y
verdadero castigo divino para mineros y picadores, a los que el ll. enseñoreado por el camino de la
amargura lleva, con sus llamamientos en las peñas confunde y amedranta, las escalas les desface, las
yerramientas y avíos todos propios de los mineros hurta y esconde, y tampoco le es impropio el echar palos
a la testa desde detrás del carbón.
Mas puede comprárselo, para que no menoscabe en demasía, colocando dosea, en corredor oscuro o
en los pozos, pan con manteca, requesón o una lonja de maharrana ahumada. Cuanto quier lo mejor sea una
garrafa de orujo, ya que el ll. muy goloso de ello acostumbra a ser.
Physiologus

—Están seguros —le confirmó el vampiro, espoleando a la mula Draakul—. El trío entero. Milva,
Jaskier y por supuesto Angouléme, se entiende, quien nos alcanzó a tiempo en el valle de Sansretour y nos
contó todo, sin ahorrarse palabras pintorescas. Nunca he podido entender por qué vosotros, humanos,
extraéis la mayor parte de las maldiciones e insultos de lo relacionado con la esfera erótica. Pero si el sexo
es hermoso, y se relaciona con la belleza, la alegría, el placer. Cómo se puede usar en forma de sinónimo
vulgar el nombre de la herramienta sexual...
—Ajústate al tema, Regis —le interrumpió Geralt.
—Por supuesto, perdón. Avisados por Angouléme de la llegada de los bandidos, cruzamos sin
vacilar la frontera de Toussaint. Milva, es verdad, no estaba contenta, rabiaba por darse la vuelta e ir a
buscaros a ambos a toda prisa. Conseguí persuadirla. Y Jaskier, sorpresa, en vez de alegrarse por el asno
que nos ofrecían las fronteras del condado, andaba a todas luces de capa caída... ¿No sabes por casualidad
qué es lo que él teme tanto en Toussaint?
—No lo sé, pero me lo imagino —respondió Geralt ácido—. Porque no sería el primer lugar donde
nuestro amigo el bardo ha hecho de las suyas. Ahora se contiene un tanto, porque viaja en compañía de
personas decentes, pero cuando era joven no existía nada sagrado para él. Incluso diría que ante él sólo
estaban seguros los erizos y aquellas mujeres que eran capaces de trepar a la misma punta de un árbol
muy alto. Y a menudo, los maridos de aquellas mujeres le tenían esto a mal al trovador, no se sabe por
qué. En Toussaint con toda seguridad hay algún marido al que ver a Jaskier puede avivar los recuerdos...
Pero esto, al fin y al cabo, no tiene importancia. Volvamos a las cosas concretas. ¿Qué hay de los
perseguidores? Espero que...
—No creo —sonrió Regís— que nos siguieran hasta Toussaint. La frontera está atestada de
caballeros andantes que se aburren soberanamente y buscan ocasión para una peleílla. Aparte de ello,
nosotros, junto con un grupo de peregrinos que encontramos en la frontera, nos llegamos enseguida a la
floresta sagrada de Myrkvid. Y ese lugar despierta el temor. Incluso los peregrinos y enfermos que viajan
hasta Myrkvid "desde los más lejanos rincones para recuperar la salud se detienen en una aldea no muy
lejos del borde del bosque, sin atreverse a entrar en su interior. Porque corren rumores de que quien se
atreve a entrar en el robledal sagrado termina ardiendo en una hoguera dentro de la Moza de Esparto.
Geralt tomó aire.
—Es decir...
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Por supuesto. —El vampiro de nuevo no le permitió terminar—. En la floresta de Myrkvid


habitan los druidas. Aquéllos que antes vivían en Angren, en Caed Dhu, que luego se trasladaron al Loc
Monduirn y por fin a Myrkvid, a Toussaint. Nos estaba predestinado que los íbamos a encontrar. No me
acuerdo, ¿dije que nos estaba predestinado?
Geralt espiró con fuerza. Cahir, que iba a su espalda, también.
—¿Está tu amigo entre esos druidas? El vampiro sonrió de nuevo.
—No es mi amigo, sino mi amiga —explicó—. Sí, está entre ellos. Hasta ha ascendido. Dirige un
Círculo entero.
—¿Una hierofanta?
—Flaminica. Así se llama el título druídico más alto cuando lo lleva una mujer. Sólo los hombres se
denominan hierofantes.
—Cierto, lo había olvidado. Así que Milva y el resto...
—Están ahora bajo los cuidados de la flaminica y su Círculo. —El vampiro, siguiendo su
costumbre, respondió a la pregunta mientras se estaba haciendo, después de lo que inmediatamente
procedía a contestar una pregunta que todavía no se había hecho—. Yo, por mi parte, me apresuré a venir
a buscaros. Puesto que sucedió una cosa enigmática. La flaminica, cuando comencé a presentar nuestro
asunto, no me dejó terminar. Afirmó que ya lo sabía todo. Que desde hacía algún tiempo espera nuestra
visita...
—¿Cómo?
—Yo tampoco pude ocultar mi incredulidad. —El vampiro detuvo la muía, se alzó sobre los
estribos, miró a su alrededor.
—¿Estás buscando algo o a alguien? —preguntó Cahir.
—Ya no busco, lo he encontrado. Descabalguemos.
—Preferiría que cuanto más deprisa...
—Descabalguemos. Te contaré todo.
Tuvieron que hablar más fuerte para poder entenderse a causa del ruido de una cascada que caía
desde una impresionante altura por la pared vertical de un despeñadero rocoso. Abajo, allá donde la
cascada se derramaba sobre una laguna bastante grande, se abría en la roca la negra boca de una cueva.
—Sí, ésa es —Regís confirmó las suposiciones del brujo—. Acudí a encontrarme contigo porque
me ordenaron dirigirte aquí. Tendrás que entrar en esa cueva. Ya te dije, los druidas sabían de ti, sabían
de Ciri, sabían de nuestra misión. Y se enteraron de ello a través de la persona que vive ahí. Esta persona,
si creemos a los druidas, desea hablar contigo.
—Si creemos a los druidas —repitió con énfasis Geralt—. Yo ya he estado en estos alrededores
antes. Sé lo que vive en las profundas cuevas bajo la Montaña del Diablo. Allí habitan diversos tipos de
gentes. Pero en su mayoría no se puede hablar con ellos, a no ser que sea con la espada. ¿Qué más es lo
que ha dicho tu druidesa? ¿En qué más tengo que creer?
—De forma muy clara —el vampiro clavó sus negros ojos en Geralt— me dio a entender que, en
general, no le vuelven loca los personajes que destruyen y matan a la naturaleza viva y, en particular, los
brujos. Le expliqué que en este momento eres brujo más bien de nombre. Que no perjudicas en absoluto a
la naturaleza viva en tanto ésta no te perjudica a ti. La flaminica, has de saber que es una mujer de
extraordinaria inteligencia, se dio cuenta al punto de que has abandonado el brujerismo no debido a un
cambio de tu forma de pensar, sino obligado por las circunstancias. Sé perfectamente, dijo, que la
desgracia ha afectado a una persona cercana al brujo. Así que el brujo se vio obligado a abandonar el
brujerismo y a apresurarse a acudir a salvarla...
Geralt no hizo ningún comentario pero su mirada era suficientemente significativa como para que el
vampiro se apresurara con las aclaraciones.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Afirmó, cito: «No siendo brujo, el brujo demuestra que es capaz de humildad y sacrificio. Entrará
en las oscuras simas de la tierra. Desarmado. Abandonando toda arma, todo hierro afilado. Todos los
pensamientos malvados. Toda agresión, rabia, furia, arrogancia. Entrará con humildad. Y una vez allí, en
las simas de la tierra, el humilde no brujo encontrará las respuestas a las preguntas que lo mortifican.
Encontrará la respuesta a muchas preguntas. Pero si el brujo sigue siendo brujo, no encontrará nada».
Geralt escupió en dirección a la cascada y la cueva.
—Esto es la chorrada de siempre —afirmó—. ¡Un juego! ¡Una burla! Clarividencias, sacrificios,
encuentros secretos en grutas, respuestas a preguntas... Tan elaboradas artimañas sólo las usan los viejos
cuentistas ambulantes. Alguien se está burlando de mí. En el mejor de los casos. Y si no es una broma...
—No lo llamaría broma en ningún caso —dijo Regis categórico—. En ningún caso, Geralt de Rivia.
—Entonces, ¿qué es? ¿Una de las famosas rarezas druídicas?
—No lo sabremos —habló Cahir— mientras no nos convenzamos. Venga, Geralt, entraremos
juntos...
—No. —El vampiro negó con la cabeza—. La flaminica fue, en ese aspecto, categórica. El brujo
tiene que entrar allí solo. Sin armas. Dame tu espada. Me ocuparé de ella durante tu ausencia.
—Que los diablos... —comenzó Geralt, pero Regis le interrumpió con un rápido gesto.
—Dame tu espada —extendió la mano—. Y si tienes alguna otra arma, déjamela también. Recuerda
las palabras de la flaminica. Nada de agresión. Sacrificio. Humildad.
—¿Sabes a quién voy a encontrar allí? ¿Quién... o qué me está esperando en esa cueva?
—No, no lo sé. Los seres más diversos habitan los pasadizos subterráneos de la Gorgona.
—¡Que me parta un rayo!
El vampiro carraspeó bajito.
—Eso tampoco se puede descartar —dijo serio—. Pero tienes que acometer el riesgo. Al fin y al
cabo, sé que lo vas a acometer.
No se había equivocado. Tal y como se esperaba, la entrada a la cueva estaba cubierta de una
impresionante alfombra de calaveras, costillas, pelvis y huesos. Sin embargo, no se percibía olor a
corrupción. Aquellos restos de la vida terrena tenían por lo visto siglos tras de sí y cumplían el papel de
decoración para asustar a intrusos.
O al menos eso pensaba él.
Entró en la oscuridad, los huesos crepitaron y chasquearon bajo sus pies.
La vista se le adaptó enseguida a la oscuridad.
Se encontraba en una gigantesca cueva, una caverna de roca cuyas medidas el ojo no estaba en
condiciones de abarcar, puesto que las proporciones se quebraban y desaparecían en el bosque de
estalactitas que colgaban del techo en pintorescos manojos. Del yacente de la cueva, brillante de humedad
y entreverado de gravilla multicolor, surgían estalagmitas blancas y rosas, toscas y achaparradas en la
base, esbeltas por arriba. Algunas de las puntas alcanzaban muy por encima de la cabeza del brujo.
Algunas se unían por arriba con las estalactitas, formando acolumnadas estalagmitas. Nadie le gritaba. El
único sonido que se podía oír era el eco del agua goteando y chapoteando.
Anduvo, despacio, directamente enfrente, en la oscuridad, entre las columnas de estalagmitas. Sabía
que le estaban observando.
La falta de la espada a la espalda se hacía sentir con fuerza, importuna y claramente. Como la falta
de un diente roto hacía poco tiempo.
Redujo el paso.
Algo que todavía un segundo antes había tomado por unas piedras redondas yaciendo a los pies de
una estalagmita clavaba ahora en él unos ojos enormes y brillantes. En una masa compacta de greñas
grisáceas cubiertas de polvo se abrían unas enormes mandíbulas y relucían unos colmillos cónicos
Barbeglaces.
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Anduvo despacio y asentando los pies con cuidado. Los barbeglaces estaban por todos lados,
grandes, medianos, pequeños, yacían en su camino, sin intenciones de apartarse. Hasta el momento se
comportaban con tranquilidad; no estaba seguro, sin embargo, de lo que pasaría si pisaba a alguno.
Las estalagmitas eran ya como un bosque, no era posible caminar derecho, tenía que rodearlas.
Desde arriba, desde la bóveda erizada de agujas como carámbanos, goteaba el agua.
Los barbeglaces —cada vez había más— le acompañaban en su marcha, revolcándose y
amontonándose por el yacente. Escuchó su monótono chamulleo y sus bufidos. Percibió su olor
penetrante y ácido.
Tuvo que detenerse. En su camino, entre dos estalagmitas, en un lugar que no le era posible evitar,
yacía un equinopes bastante grande, una masa erizada de largas espinas. Geralt tragó saliva. Sabía bien
que los equinopes podían disparar las espinas hasta una distancia de diez pies. Las espinas tenían una
propiedad especial: una vez clavadas en el cuerpo, se quebraban y las afiladas puntas se hundían y
«paseaban» cada vez más profundamente, hasta que por fin alcanzaban algún órgano sensible.
—Brujo tonto —escuchó en la oscuridad—. ¡Brujo cobarde! ¡Tiene miedo, ja, ja!
La voz sonaba extraña y ajena, pero Geralt ya había escuchado voces así más de una vez. Así
hablaban seres que no estaban acostumbrados a comunicarse con ayuda del habla articulada, por eso tenía
una acentuación y una entonación extraña, que alargaba las sílabas innaturalmente.
—¡Brujo tonto! ¡Brujo tonto!
Se abstuvo de comentar nada. Se mordió los labios y pasó junto al equinopes. Las espinas del
monstruo ondearon como los tentáculos de una actinia. Pero sólo por un momento; luego el equinopes se
quedó inmóvil y comenzó a recordar de nuevo a un gran montón de hierba del pantano.
Dos enormes barbeglaces se cruzaron por su camino, farfullando y gruñendo. Desde arriba, de lo
alto de la bóveda, le llegó el revoloteo de unas alas membranosas y unas risillas siseantes, una señal
inequívoca de la presencia de portahojas y vespertilos.
—¡Ha venido aquí un asesino, un matarife! ¡Un brujo! —Por la oscuridad se extendió la misma voz
que había escuchado antes—. ¡Entró aquí! ¡Se atrevió! Pero no tiene espada, el matarife. ¿Cómo quiere
matar? ¿Con la mirada? ¡Ja, ja!
—¿O puede —se oyó una voz con una articulación todavía más innatural— que nosotros lo
matemos? ¿Jaaa?
Los barbeglaces chamullaron en un coro furioso. Uno, grande como una calabaza madura, se acercó
mucho y chasqueó sus dientes junto a los talones de Geralt. El brujo ahogó una maldición que le salió a
los labios. Siguió adelante. Caía agua de las estalactitas, resonaba con un eco argentino.
Algo se pegó a su pierna. Se contuvo para no agitarla con violencia.
El ser era pequeño, no mucho mayor de un perro pequinés. También recordaba un poco al pequinés.
En el rostro. Lo demás parecía de mono. Geralt no tenía ni idea de lo que era. En su vida había visto algo
parecido.
—¡Burujo! —articuló el pequinés con voz estridente, pero por completo inteligible,
espasmódicamente agarrado a la bota de Geralt—. ¡Burujujo! ¡Jojoputa!
—Suéltate —dijo él a través de sus apretados dientes—. Suéltate de la bota o te doy una patada en
el culo.
Los barbeglaces chamullaron todavía en taño más alto, violento y amenazador. Algo bramó en las
tinieblas. Geralt no vio lo que había sido. Sonaba como una vaca, pero el brujo se apostaba cualquier cosa
á que no había sido una vaca.
—¡Burujo! ¡Jojoputa!
—Suelta mi bota —repitió, controlándose a duras penas—. He venido aquí sin armas, en paz. Me
estás entorpeciendo...

130
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Se detuvo y se atosigó con una ola de repugnante olor a causa del cual le lloraron los ojos y se le
puso la carne de gallina.
El ser pequinoforme aferrado a su muslo desencajó los ojos y le defecó directamente sobre la bota.
El asqueroso hedor estaba acompañado de sonidos todavía más asquerosos.
Lanzó una palabrota adaptada a la situación y separó de la pierna a la repugnante criatura. Mucho
más delicadamente de lo que le correspondía. Pero y aun así sucedió lo que se esperaba.
—¡Ha pegado una patada al pequeño! —gritó algo en la oscuridad, por encima de los huracanados
chamulleos y bufidos de los barbeglaces—. ¡Ha pegado una patada al pequeño! ¡Ha dañado a uno menor
que él!
Los barbeglaces más cercanos se le apretaron a los pies. Sintió cómo sus patillas nudosas y duras
como una piedra lo agarraban e inmovilizaban. No se defendió, estaba completamente resignado. En la
piel del más grande y más agresivo se limpió la bota enmendada. Le tiraron de las ropas, se sentó.
Algo grande se arrastró por una estalactita, saltó al suelo. Enseguida supo lo que era. Un llamador.
Rechoncho, panzudo, peludo, de pies torcidos, de un ancho de tripa de como una braza, con una barba
pelirroja que era incluso más ancha.
Al acercarse el llamador le iban acompañando unos temblores del suelo, como si no fuera el
llamador el que se acercara, sino un percherón. Los pies callosos y anchos del monstruo tenían —por muy
raro que esto sonara— una longitud cada uno de pie y medio.
El llamador se inclinó sobre él y emanó una peste a vodka. Los tunantes se destilan aquí su propio
aguardiente, pensó Geralt maquinalmente.
—Has golpeado a uno menor que tú, brujo —le echó la peste en la cara el llamador—. Sin dar razón
alguna atacaste y dañaste a una criaturilla pequeña, amable e inocente. Sabíamos que no se podía confiar
en ti. Eres agresivo. Posees instintos asesinos. ¿Cuántos de nosotros has matado, canalla?
No le pareció adecuado responder.
—¡Oooh! —El llamador le asfixió todavía más con el hedor de su alcohol digerido—. ¡Soñaba con
esto desde niño! ¡Desde niño! Por fin se han cumplido mis sueños. Mira a la izquierda.
Miró como un idiota. Y recibió un puño derecho en los dientes de tal forma que vio la más absoluta
claridad.
—¡Ooooooh! —El llamador enseñó unos grandes dientes curvos desde el interior de una densa y
apestosa barba—. ¡Soñaba con esto desde niño! Mira a la derecha.
—Basta. —Desde algún lugar en lo profundo de la caverna se escuchó una orden alta y sonora—.
Basta de estos juegos y chanzas. Dejadlo ir.
Geralt escupió la sangre de su labio parido. Lavó la bota en una corriente de agua que caía de la
pared. La mofeta con rostro de pequinés sonrió sarcástica, pero desde una distancia segura. El llamador
también sonrió, mientras se masajeaba el puño.
—Ve, brujo —ladró—. Ve hacia él, ya que te llama. Yo esperaré. Porque al fin al cabo habrás de
volver por aquí.
La caverna en la que entró, sorpresa, estaba llena de luz. A través de unas aberturas en la bóveda
preñada de estalactitas caían unas columnas de claridad que se cruzaban, arrancando de las rocas y
formaciones sedimentarias un espectáculo de brillos y colores. Además, en el aire colgaba una bola
mágica de ardiente claridad, apoyada por los reflejos del cuarzo en las paredes. Pese a toda aquella
iluminación, los límites de la caverna se perdían en la oscuridad, en una perspectiva de columnas de
estalagmitas que desaparecían en la negra oscuridad.
En una pared, a la que la naturaleza había como preparado para aquel objetivo, se estaba creando en
aquel momento una enorme escena de pinturas rupestres. El artista pintor era un alto elfo de cabello
rubio, vestido con una toga manchada de pintura. En el brillo mágico-natural, su cabeza parecía estar
rodeada por un halo luminoso.

131
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Siéntate. —El elfo, sin apartar la vista de la pintura, le señaló una roca a Geralt con un
movimiento del pincel—. ¿No te han hecho daño?
—No. La verdad es que no.
—Tienes que perdonarlos.
—Cierto. Tengo.
—Son un poco como niños. Se alegraron terriblemente de tu venida.
—Ya lo he visto.
Sólo entonces le miró el elfo.
—Siéntate —repitió—. En un momento estaré a tu disposición. Ya estoy terminando.
Lo que estaba terminando el elfo era un animal estilizado, seguramente un bisonte. De momento
sólo tenía listo el contorno, desde los imponentes cuernos hasta el no menos maravilloso rabo. Geralt se
sentó en la roca señalada y se prometió a sí mismo ser paciente y humilde. Hasta las fronteras de lo
posible.
El elfo silboteaba bajito a través de sus dientes apretados, sumergió el pincel en un recipiente con
pintura y con rápidos movimientos pintó su bisonte de color violeta. Al cabo de un momento de reflexión
pintó en un costado del animal unas rayas de tigre.
Geralt le contemplaba en silencio.
Por fin el elfo retrocedió un paso, admirando el fresco rupestre que mostraba ya toda una completa
escena de caza. Unas delgadas figuritas humanas, armadas de arcos y lanzas y pintadas con unos
negligentes toques de pincel, perseguían en salvajes saltos al bisonte violeta y rayado.
—¿Qué se supone que tiene que ser esto? —Geralt no pudo resistirse.
El elfo le miró de pasada, mientras se llevaba la punta limpia del pincel a los labios.
—Esto es —explicó— una pintura prehistórica realizada por los primeros hombres que habitaron en
esta caverna hace miles de años y se ocupaban sobre todo de cazar al ya largo tiempo extinguido bisonte
violeta. Algunos de estos cazadores prehistóricos eran artistas, sentían una profunda necesidad de
reaccionar artísticamente. Eternizar aquello que les rondaba en el espíritu.
—Fascinante.
—Claro que sí —admitió el elfo—. Vuestros científicos merodean desde hace años por las cavernas
buscando las huellas de los hombres prehistóricos. Y cuantas veces las encuentran, se sienten fascinados
sin medida. Puesto que encuentran pruebas de que no sois extraños en esta esfera y en este mundo a la
vez. La prueba de que vuestros antepasados han habitado aquí desde hace siglos, de que por ello a sus
herederos les pertenece este mundo. En fin, cada raza tiene derecho a algunas raíces. Incluso la vuestra, la
humana, cuyas raíces hay que buscar más bien en la copa del árbol. Ja, un retruécano gracioso, ¿no crees?
Digno de un epigrama. ¿Te gusta la poesía ligera? ¿Qué más piensas que se puede pintar aquí?
—Dibuja a los cazadores prehistóricos unos enormes falos tiesos.
—Es una buena idea. —El elfo sumergió el pincel en la pintura—. El culto fálico es típico de las
civilizaciones primitivas. Puede también servir para que se forje la teoría de que la raza humana padece
de degeneración física. Los antepasados tenían falos como porras, y a los descendientes no les quedaron
más que unas ridículas pollitas... Gracias, brujo.
—No hay de qué. Oh, me rondaba en el espíritu. La pintura tiene un aspecto demasiado reciente
como para ser prehistórica.
—Al cabo de tres o cuatro días los colores palidecen por influjo de la sal que colma la pared y la
imagen se hace tan prehistórica que te caes de espaldas. Vuestros científicos se van a mear de gusto
cuando lo vean. Apuesto la cabeza a que ninguno reconoce mi comedia.
—Lo reconocerán.
—¿Y cómo?
—Porque no vas a ser capaz de no firmar tu obra maestra.
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

El elfo se rió seco.


—¡Tocado! Me has descifrado sin error. Ah, es difícil que el artista apague la hoguera de las
vanidades. Ya he firmado la pintura. Oh, aquí.
—¿Eso no es una libélula?
—No. Es un ideograma que significa mi nombre. Me llamo Crevan Espane aep Caomhan Macha.
Por comodidad utilizo el alias de Avallad! y también de este modo puedes dirigirte a mí.
—No dejaré de hacerlo.
—A ti, por tu parte, te llaman Geralt de Rivia. Eres un brujo. Sin embargo, en la actualidad no te
dedicas a perseguir a monstruos y bestias, te ocupas de buscar a muchachas desaparecidas.
—Las noticias se extienden asombrosamente rápido. Y asombrosamente lejos. Y asombrosamente
profundo. Al parecer has predicho que yo iba a aparecer por aquí. Entonces, ¿he de entender que sabes
predecir el futuro?
—Predecir el futuro —Avallac´h se limpió las manos en un trapo— puede hacerlo cualquiera. Y
todo el mundo lo hace, porque en realidad es fácil. Lo difícil es acertar.
—Un argumento elegante y digno de un epigrama. Tú, está claro, sabes acertar.
—Y bastante a menudo. Yo, querido Geralt, sé muchas cosas y sé hacer muchas cosas. Al fin y al
cabo, esto lo señala mi título académico, como diríais vosotros, humanos. Al completo: Aen Saevherne.
—Un Sabedor.
—Exactamente.
—¿Y que tiene ganas, espero, de compartir su saber?
Avallac´h guardó silencio durante un instante.
—¿Compartir? —dijo por fin, arrastrando las sílabas—. ¿Contigo? El saber, querido mío, es un
privilegio, y el privilegio sólo se comparte con los que son iguales a uno. ¿Y por qué yo, elfo, Sabedor,
miembro de la élite, tendría que compartir nada con el descendiente de un ser que apareció en el universo
hace nada más que cinco millones de años, evolucionando a partir del mono, la rata, el chacal u otro
mamífero? ¿Un ser que precisó alrededor de un millón de años para descubrir que con ayuda de dos
manos peludas podía realizar no sé qué operación con un hueso mordisqueado? ¿Y que después de lo cual
se metió ese hueso en el ano, gimiendo de felicidad?
El elfo guardó silencio, se dio la vuelta y clavó los ojos en su pintura.
—¿Por qué —repitió— te atreves a juzgar que voy a compartir contigo cualquier saber, humano?
¡Dímelo!
Geralt se limpió la bota de los restos de mierda.
—¿Puede —replicó seco— que porque sea inevitable?
El elfo se dio la vuelta bruscamente.
—¿Qué —preguntó a través de los dientes apretados— es inevitable?
—¿Puede —Geralt no tenía ganas de alzar la voz— que porque cuando pasen unos cuantos años
más los humanos se vayan a adueñar por su cuenta de todo saber, sin importarles si alguien quiere
compartirlo con ellos o no? ¿Incluyendo el saber acerca de lo que tú, elfo y Sabedor, tan hábilmente
escondes tras unos frescos rupestres? ¿Contando con que los humanos no van a querer destrozar con picos
esa pared, pintada con falsas pruebas de la existencia de hombres primitivos? ¿Qué? ¿Tu hoguera de las
vanidades?
El elfo bufó. Muy alegre.
—Oh, sí —dijo—. Una vanidad verdaderamente ligada a la estupidez sería considerar que no vais a
destrozar algo. Lo destrozáis todo. Sólo que, ¿qué pasa con ello? ¿Qué pasa con ello, humano?
—No lo sé. Dímelo. Y si no lo consideras adecuado, entonces me iré. Lo mejor, por otra salida,
porque en aquélla está esperándome tu traviesa compañía con el deseo de romperme las costillas.

133
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—De acuerdo. —El elfo extendió la mano con un brusco movimiento y la pared de roca se abrió
con un chirrido y un chasquido, partiendo brutalmente en dos al bisonte violeta—. Vete entonces. Sal a la
luz. En sentido literal o figurado, suele ser el camino correcto.
—Da un poco de pena —murmuró Geralt—. Me refiero al fresco.
—Bromeas —dijo el elfo al cabo de un instante de silencio, sorprendentemente suave y amistoso—.
Al fresco no le pasará nada. Con un hechizo idéntico cerraré la roca, no quedará ni la huella de una grieta.
Ven. Saldré contigo, te guiaré. He llegado a la conclusión de que sí que tengo algo que contarte. Y que
mostrarte.
Al otro lado reinaba la oscuridad, pero el brujo enseguida supo que la cueva era enorme, por la
temperatura y el movimiento del aire. La grava sobre la que caminaban estaba húmeda.
Avallac´h hizo luz con un hechizo, al modo élfico, sólo con un gesto, sin pronunciar un
encantamiento. La bola luminiscente voló hacia el techo, unas formaciones de cristal de roca en las
paredes de la gruta ardieron con una miríada de reflejos y brillos, las sombras bailaron. Contra su propia
voluntad, el brujo lanzó un suspiro.
No era la primera vez que veía esculturas y relieves élficos, pero cada vez, la sensación era la
misma. Que las figuras de elfos y elfas congeladas en pleno movimiento, en mitad de un parpadeo, no
eran obra del cincel de un escultor sino efecto de algún poderoso hechizo capaz de transformar los tejidos
vivos en blanco mármol de Amell.
La estatua más cercana representaba a una elfa sentada con los pies recogidos sobre una placa de
basalto. La elfa volvía la cabeza como si se hubiera alarmado por unos pasos que se acercaran. Estaba
completamente desnuda. El mármol blanco, pulido hasta lograr un brillo lácteo, lograba que hasta se
sintiera el calor emanando de la estatua.
Avallac´h se detuvo y se apoyó sobre una de las columnas que delimitaban el camino entre el paseo
de estatuas.
—Por segunda vez —habló despacio— me has descifrado al momento, Geralt. Sí, tenías razón, las
pinturas de bisontes en la roca eran un camuflaje. Que se supone que tenía que evitar que cavaran y
atravesaran la pared. Que se supone que tenía que proteger todo esto del robo y la devastación. Todas las
razas, la élfica también, tienen derecho a sus raíces. Lo que ves aquí son nuestras raíces. Pisa, por favor,
con cuidado. Esto es, en realidad, un cementerio.
Los reflejos de luz que bailaban en los cristales de roca arrancaban más detalles a las tinieblas:
detrás del paseo de las estatuas se veían columnatas, escaleras, galerías de anfiteatros, arquerías y
peristilos. Todo de mármol blanco.
—Quisiera —siguió Avallac´h, deteniéndose y señalando con una mano— que todo esto perdurara.
Incluso cuando nosotros nos vayamos, cuando todo este continente y todo este mundo se encuentre bajo
una capa de una milla de espesor de hielo y nieve, Tir ná Béa Arainne perdurará. Nos iremos de aquí,
pero volveremos algún día. Nosotros, los elfos. Nos lo ha prometido Aen Ithlinnespeath, las profecías de
Ithlinne Aegli aep Aevenien.
—¿De verdad creéis en ella? ¿En esa pitonisa? ¿Tan profundo es vuestro fatalismo?
—Todo —el elfo no le miraba a él sino a la columna de mármol cubierta de un relieve delicado
como una tela de araña— ha sido ya predicho y profetizado. Vuestra llegada al continente, la guerra, la
sangre de elfo y de humano vertida. El desarrollo de vuestra raza y la decadencia de la nuestra. La lucha
de los gobernantes del norte y del sur. Y la rebelión del rey del sur contra los reyes del norte y la invasión
de sus tierras como si fuera una inundación. Ellos serán aplastados y sus naciones destruidas... Y así
comenzará el fin del mundo. ¿Recuerdas el texto de Mina, brujo? Quien esté lejos, morirá de la peste.
Quien esté cerca, caerá por la espada. Quien se esconda, morirá de hambre. Quien perviva, se perderá por
el frío... Puesto que se acerca Tedd Deireádh, el Tiempo del Fin, el Tiempo de la Espada y el Hacha, el
Tiempo del Odio, el Tiempo del Invierno Blanco y de la Ventisca del Lobo...
—Poesía.

134
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¿Lo prefieres menos poético? A causa de un cambio en el ángulo de caída de los rayos solares se
desplazará, y mucho, la frontera de los hielos eternos. El hielo que vendrá del norte destrozará estas
montañas y se arrastrará lejos hacia el sur. Todo quedará cubierto por la blanca nieve. Una capa de más
de una milla de espesor. Y hará frío, mucho frío.
—Tendremos que llevar calzoncillos largos —dijo Geralt sin emoción—. Zamarras. Y gorros de piel.
—Me lo has quitado de la boca —el elfo, sereno, concedió—. Y con esos calzoncillos y esas zamarras
sobreviviréis hasta que algún día volváis aquí, a cavar y a registrar estas cavernas, para destruir y robar. La
profecía de Itlina no lo dice, pero yo lo sé. No hay forma de destruir por completo ni a los humanos ni a las
cucarachas, siempre queda por lo menos una parejita. En lo que concierne a nosotros, los elfos, Itlina es
bastante más decidida: sólo se salvarán aquéllos que sigan a Golondrina. La Golondrina, el símbolo de la
primavera, es la salvadora, aquélla que abrirá la Puerta Prohibida, el camino de la salvación. Y permitirá la
resurrección del mundo. La Golondrina, la Hija de la Antigua Sangre.
—¿Es decir, Ciri? —Geralt no aguantó—. ¿O un hijo de Ciri? ¿Cómo? ¿Y por qué?
Avallac´h, daba la sensación, no había escuchado.
—La Golondrina de la Antigua Sangre —repitió—. De su sangre. Ven. Y mira.
Incluso entre aquellas otras estatuas increíbles por su realismo, atrapadas en un movimiento o un
gesto, la señalada por Avallad! se distinguía. Una elfa de mármol blanco, que medio yacía en una
plataforma, producía la impresión como si, habiéndola despertado, fuera a sentarse y levantarse al
momento siguiente. Estaba vuelta con el rostro hacia un lugar vacío a un lado, y la mano alzada parecía
tocar allí algo invisible.
En el rostro de la elfa se pintaba una expresión de serenidad y felicidad.
Pasó mucho tiempo antes de que Avallac´h rompiera el silencio.
—Ésta es Lara Dorren aep Shiadhal. Por supuesto, esto no es una tumba, sino un cenotafio. ¿Te
extraña la posición de la estatua? En fin, el proyecto de cincelar en el mármol a los dos legendarios
amantes no obtuvo muchos apoyos. Lara y Cregennan de Lod. Cregennan era un humano, hubiera sido
una profanación el despilfarrar el mármol de Amell en una estatua suya. Hubiera sido una blasfemia
colocar aquí la estatua de un ser humano, en Tir ná Béa Arainne. Por otro lado, todavía un crimen mayor
hubiera sido destruir con premeditación la memoria de aquel sentimiento. Así que se llegó al justo medio.
Cregennan... formalmente no está aquí. Y sin embargo lo está. En la mirada y en el gesto de Lara. Los
amantes están juntos. Ni siquiera la muerte consiguió separarlos. Ni la muerte ni el olvido... Ni el odio.
Al brujo le pareció que la voz de indiferencia del elfo se había transformado por un instante. Pero
aquello seguramente no era posible.
Avallac´h se acercó a la estatua, con precaución, con un movimiento delicado acarició el brazo de
mármol. Luego se dio la vuelta y en su rostro triangular apareció de nuevo su acostumbrada sonrisa
levemente burlona.
—¿Sabes, brujo, cuál es la peor desventaja de una larga vida?
—No.
—El sexo.
—¿Cómo?
—Has oído bien. El sexo. Al cabo de menos de cien años acaba por hacerse aburrido. Nada hay en
ello que pudiera fascinar y excitar, que tuviera la belleza excitante de la novedad. Ya se ha hecho de
todo... De una u otra forma, pero todo. Y entonces, de pronto, tiene lugar la Conjunción de las Esferas y
aparecéis vosotros aquí, los humanos. Aparecen aquí los humanos supervivientes, que provienen de otro
mundo, de vuestro antiguo mundo, el cual conseguisteis destruir con vuestras propias manos, todavía
cubiertas de pelos, apenas cinco millones de años después de haberos formado como género. Sois apenas
un puñado, el tiempo de vida media que tenéis es ridículamente corto, así que vuestra perduración
depende de la velocidad de multiplicaros, por eso el deseo de lujuria no os abandona nunca, el sexo os

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

gobierna por completo, es un impulso más fuerte incluso que el instinto de supervivencia. Morir, ¿por qué
no?, siempre y cuando antes pueda uno follar. Ésa, en pocas palabras, es toda vuestra filosofía.
Geralt no le interrumpió ni comentó nada, aunque tenía muchas ganas de hacerlo.
—¿Y de pronto qué sucede? —siguió Avallac´h—. Los elfos, aburridos de sus aburridas elfas, se
lían con las siempre dispuestas mujeres humanas; las aburridas elfas se entregan, por curiosidad perversa,
a vuestros sementales humanos, siempre llenos de vigor y fuerza. Y ocurre algo que nadie ha conseguido
explicar: las elfas, que normalmente sólo ovulan una vez cada diez o veinte años, desde que copulan con
los humanos, comienzan a ovular con cada intenso orgasmo. Actúa no sé qué hormona oculta o
combinación de hormonas. Las elfas entienden que, en la práctica, sólo pueden tener hijos con los
humanos. Fue por las elfas que no os exterminamos cuando aún éramos más fuertes. Y luego vosotros
fuisteis más fuertes y comenzasteis a exterminarnos a nosotros. Pero aún teníais aliados entre las elfas.
Ellas eran las partidarias de la convivencia, la cooperación y la coexistencia... y no querían reconocer que,
en realidad, se trataba del coacostarse.
—¿Y qué tiene que ver todo esto conmigo? —gruñó Geralt.
—¿Contigo? Absolutamente nada. Pero mucho con Ciri. Puesto que Ciri es descendiente de Lara
Dorren aep Shiadhai, y Lara Dorren era partidaria de la coexistencia con los humanos. Principalmente
con un humano. Con Cregennan de Lod, hechicero humano. Lara Dorren coexistió con el mencionado
Cregennan a menudo y con éxito. Más claro: se quedó embarazada.
También esta vez el brujo guardó silencio.
—El problema yacía en que Lara Dorren no era una elfa común y corriente. Era un depósito
genético. Especialmente preparado. El resultado de muchos años de trabajo. En unión con otro depósito,
un elfo, se entiende, había de dar a luz a un niño todavía más especial. Concibiendo de la semilla de un
humano, enterró aquella posibilidad, tiró por la borda el resultado de cientos de años de planes y
preparaciones. Así por lo menos se pensó entonces. Nadie sospechó que el mestizo engendrado por
Cregennan pudiera heredar de su valiosa madre algo positivo. No, un matrimonio tan desigual no podía
traer consigo nada bueno...
—Y por ello —le interrumpió Geralt— fue severamente castigado.
—No de la forma que piensas. —Avallac´h le lanzó una rápida mirada—. Aunque la unión de Lara
Dorren y Cregennan produjo un perjuicio incalculable a los elfos mientras que a los humanos sólo les
podía venir bien, fueron los humanos, no los elfos, los que asesinaron a Cregennan. Los humanos, no los
elfos, produjeron la perdición de Lara. Exactamente así fue, pese a que muchos elfos tenían motivos para
odiar a los amantes. También motivos personales.
A Geralt, por segunda vez, le sorprendió un leve cambio en el tono de voz del elfo.
—De una u otra forma —siguió Avallac´h—, la coexistencia estalló como una burbuja de jabón, las
razas se echaron mutuamente a la garganta. Comenzó la guerra que perdura hasta hoy. Y en este tiempo,
el material genético de Lara... existe, como seguro que ya te has imaginado. E incluso se ha desarrollado.
Por desgracia, ha sufrido mutación. Sí, sí. Tu Ciri es una mutante.
Tampoco esta vez el elfo esperó a que dijera algo.
—En esto metieron las narices por supuesto vuestros hechiceros, que unieron hábilmente al
individuo criado con una parejita, pero también se les escapó de su control. Pocos son los que se imaginan
por qué milagro el material genético de Lara Dorren se reavivó con tanta potencia en Ciri, cuál fue el
disparador. Pienso que Vilgefortz lo sabe, ese mismo Vilgefortz que te molió las costillas en Thanedd.
Los hechiceros que hacían experimentos con los descendientes de Lara y Riannon, llevando a cabo
durante algún tiempo una crianza regular, no obtuvieron los resultados deseados, se aburrieron y
abandonaron el experimento. Pero el experimento continuó, sólo que ahora autónomamente. Ciri, hija de
Pavetta, nieta de Calanthe, tataranieta de Riannon, es una verdadera descendiente de Lara Dorren.
Vilgefortz se enteró de ello seguramente por casualidad. También lo sabe Emhyr var Emreis, emperador
de Nilfgaard.
—Y tú también lo sabes.
136
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Yo, de hecho, sé mucho más que los dos. Pero esto no tiene importancia. El molino de la
predestinación actúa, muele el grano del destino... Lo que está predestinado, habrá de pasar.
—¿Y qué tendrá que pasar?
—Lo que está predestinado. Lo que fuera decidido desde el principio; dicho esto, por supuesto, en
sentido figurado. En fin, algo que está determinado por la acción infalible de un mecanismo en cuyas
bases yace el Objetivo, el Plan y el Resultado.
—Esto es o bien poesía o bien metafísica. O lo uno y lo otro, porque a veces es difícil distinguirlas.
¿No sería posible que dijeras algo concreto?
¿Aunque fuera minimamente? Con gusto discutiría contigo de esto y aquello, pero resulta que tengo
prisa.
Avallac´h lo midió con una mirada penetrante.
—¿Y por qué tienes tanta prisa? Ah, perdona... Tú, me da la impresión, no has entendido nada de lo
que he dicho. Así que te lo diré directamente: tu gran aventura de salvamento carece de sentido. Lo ha
perdido por completo.
»Hay varios motivos —siguió el elfo mirando el rostro pétreo del brujo—. En primer lugar es
demasiado tarde ya, el mal fundamental ya ha sido realizado, no estás en situación de salvar a la
muchacha. En segundo lugar, ahora, cuando ha entrado ya en el camino verdadero, Golondrina sabrá
arreglárselas sola estupendamente, posee una fuerza demasiado poderosa dentro de sí como para tener
miedo de nada. Así que tu ayuda es innecesaria. Y en tercer lugar... Hummm...
—Te. estoy escuchando todo el tiempo, Avallac´h. Todo el tiempo.
—En tercer lugar... en tercer lugar, otra persona la está ayudando ahora. Creo que no serás tan
arrogante para creer que el destino sólo y exclusivamente te haya ligado a ti con ella.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—Entonces, hasta la vista.
—Espera.
—Ya te he dicho. Tengo prisa.
—Pongamos por un momento —le dijo sereno el elfo— que yo de verdad sé lo que va a pasar, que
veo el futuro. Si te digo que lo que ha de pasar pasará independientemente de tus esfuerzos. De tus
iniciativas. Si te comunico que podrías buscar un lugar tranquilo en la tierra y sentarte allí, sin hacer nada,
esperando a que se cumplan las consecuencias inevitables de la cadena de circunstancias, ¿te decidirías a
hacer algo así?
—No.
—¿Y si te comunico que tu actividad, que atestigua tu falta de fe en el inquebrantable mecanismo
del Objetivo, el Plan y el Resultado, puede, aunque la probabilidad sea exigua, cambiar en verdad algo,
pero exclusivamente para peor? ¿Volverías a pensártelo? Ah, ya veo en tu gesto que no. Así que te
preguntaré simplemente: ¿por qué no?
—¿De verdad quieres saberlo?
—De verdad.
—Pues porque simplemente no creo en tus vulgaridades metafísicas acerca de objetivos, planes y
pensamientos primigenios de los creadores. No creo tampoco en vuestra famosa profetisa Itlina ni en
otras pitonisas. La considero a ella, imagínate, la misma chorrada y el mismo humbug que tus pinturas
rupestres. Un bisonte violeta, Avallac´h. Nada más. No sé si es que no puedes o no quieres ayudarme. Sin
embargo, no te guardo rencor...
—Dices que no puedo o no quiero ayudarte. ¿De qué modo podría?
Geralt reflexionó durante un momento, completamente consciente de que de la apropiada
formulación de la pregunta dependían muchas cosas.
137
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¿Voy a recuperar a Ciri?


La respuesta fue inmediata.
—La recuperarás. Sólo para perderla de inmediato. Y esta vez para siempre, sin vuelta atrás. Antes
de que se llegue a eso, perderás a todos los que te acompañan. Uno de tus camaradas lo perderás en las
próximas semanas, puede que incluso días. Puede que incluso horas.
—Gracias.
—Todavía no he terminado. Una consecuencia directa y rápida de tu injerencia en la rueda del
molino del Objetivo y el Plan será la muerte de varias decenas de miles de personas. Lo que al fin y al
cabo no tiene gran importancia, puesto que no mucho tiempo después perderán la vida varias decenas de
millones de personas. El mundo como lo conoces simplemente desaparecerá, dejará de existir, para que,
al cabo del tiempo necesario, resucite de una forma completamente distinta. Pero sobre ello precisamente
nadie tiene ni tendrá la mínima influencia, nadie es capaz de impedirlo ni de invertir el orden de las cosas.
Ni tú, ni yo, ni los hechiceros, ni los Sabedores. Ni siquiera Ciri. ¿Qué dices a eso?
—Un bisonte violeta. Pero con todo ello, te lo agradezco, Avallad!,
—En cierto modo —el elfo se encogió de hombros—, siento cierta curiosidad por saber lo que
puede causar una piedra que caiga en la rueda del molino... ¿Puedo hacer algo más por ti?
—Creo que no. Porque supongo que mostrarme a Ciri no podrás, ¿no?
—¿Quién ha dicho eso?
Geralt contuvo el aliento.
Avallada se dirigió con rápidos pasos en dirección a la pared de la caverna, haciendo una señal al
brujo para que le siguiera.
—Las paredes de Tir ná Béa Arainne —señaló los centelleantes cristales de roca— poseen
propiedades especiales. Y yo, modestia aparte, poseo habilidades especiales. Pon tus manos aquí. Mira
fijamente. Piensa con intensidad. En que ella te necesita mucho ahora. Y declara que se muestre aquí tu
deseo de ayudarla. Piensa que quieres correr en su auxilio, estar a su lado, algo de este estilo. La imagen
debiera aparecer sola. Y ser clara. Contempla, pero abstente de reacciones violentas. No digas nada. Será
una visión, no una comunicación.
Obedeció.
La primera visión, pese a lo prometido, no era clara. Era confusa, pero a cambio, tan violenta que
retrocedió inconscientemente. Una mano cortada sobre una mesa... La sangre salpicando sobre una tabla
vítrea... Esqueletos humanos montados en esqueletos de caballos... Yennefer, cargada de cadenas...
¿Una torre? ¿Una torre negra? ¿Y detrás de ella, al fondo... la aurora-boreal?
Y de pronto, sin advertencia, la imagen se aclaró. Hasta demasiado clara.
—¡Jaskier! —gritó Geralt—, ¡Milva! ¡Angouléme!
—¿Eh? —se interesó Avallad!—. Ah, sí. Me parece que lo has destrozado todo.
Geralt retrocedió de la pared de la caverna, a poco no se cayó sobre el suelo de basalto.
—¡No me importa una mierda! —gritó—. Escucha, AvallacTi, tengo que ir lo más deprisa posible a
ese bosque de los druidas...
—¿A Caed Myrkvid?
—¡Cierto! ¡A mis amigos les amenaza allí un peligro mortal! ¡Una lucha por sobrevivir! También
están amenazadas otras personas... ¿Por dónde más deprisa...? ¡Ah, al diablo! Vuelvo a por el caballo y la
espada...
—Ningún caballo —le interrumpió el elfo con serenidad— será capaz de llevarte hasta la floresta
de Myrkvid antes de que caiga la oscuridad...
—Pero yo...

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Todavía no he terminado. Ve a por esa tu famosa espada y yo entretanto te buscaré una montura.
Una montura perfecta para las sendas de la montaña. Se trata de una montura un poco, diría, atípica...
Pero gracias a ella estarás en Caed Myrkvid dentro de menos de media hora.
El llamador apestaba como un caballo, y aquí se acababa todo parecido. Geralt había visto una vez
en Mahakam un concurso de doma de muflones organizado por los enanos y le había parecido el deporte
más extremo posible. Pero sólo ahora, subido a los lomos de un llamador que corría como un loco, supo
lo que era lo verdaderamente extremo.
Para no caer, clavaba convulsivamente los dedos en las ásperas greñas y apretaba con los muslos los
peludos costados del monstruo. El llamador apestaba a sudor, orina y vodka. Corría como si estuviera
poseído, la tierra temblaba bajo los golpes de sus gigantescos pies, como si las plantas fueran de bronce.
Reduciendo apenas la velocidad, se lanzó por la pendiente y corrió por ella tan deprisa que el aire le
aullaba en las orejas. Volaba por sobre unas aristas, unos senderos y unos salientes tan estrechos que
Geralt apretó los párpados para no mirar abajo. Cruzó saltos de agua, cascadas, abismos y grietas que no
las saltaría un muflón y cada uno de sus saltos culminados con éxito eran acompañados por un salvaje y
ensordecedor rugido. Es decir, todavía más salvaje y ensordecedor de lo acostumbrado, puesto que el
llamador bramaba prácticamente sin pausa.
—¡No corras así! —La fuerza del viento volvía a introducir las palabras del brujo en su garganta.
—¿Por qué?
—¡Por que has bebido!
—¡Uuuuuuuaaahaaaaah!
Volaban. Le silbaban los oídos.
El llamador apestaba.
El golpeteo de los enormes pies sobre las rocas se redujo, crujieron los pedregales y los canchales.
Luego el firme se hizo menos pedregoso, pasó raudo algo verde que podría haber sido un pino enano.
Luego cruzó fugaz una mancha verde y broncínea, porque el llamador en sus locos brincos atravesaba un
bosque de abetos. El olor de la resina se mezcló con el hedor del monstruo.
—¡Uaaahaaah!
Se acabaron los abetos, crepitaban las hojas caídas. Ahora los colores eran el rojo, el burdeos, el
ocre y el amarillo.
—¡Más despacioooooo!
—¡Uaaahaaah!
El llamador atravesó de un largo salto un montón de troncos caídos. Geralt por poco no se mordió la
lengua.
La furiosa cabalgata se terminó de la misma forma poco ceremoniosa en que había empezado. El
llamador clavó el talón en la tierra, bramó y tiró al brujo sobre una pendiente cubierta de hojas. Geralt
yació allí un instante, no podía ni siquiera maldecir. Luego se levantó, gruñendo y masajeándose la
rodilla, en la que de nuevo se le había presentado el dolor.
—No te has caído —afirmó el llamador, y la voz era de asombro—. Vaya, vaya.
Geralt no dijo nada.
—Ya hemos llegado. —El llamador señaló con su pata peluda—. Esto es Caed Myrkvid.
Bajo ellos yacía un valle cubierto de niebla. Por encima del vaho sobresalían las puntas de altos
árboles.
—Esta niebla —el llamador se anticipó a su pregunta— no es natural. Aparte de ello, se siente el
humo desde aquí. En tu lugar, me daría prisa. Eeeh, iría contigo... ¡Me muero de ganas de lucha! ¡Y ya
cuando niño soñaba con cargar algún día sobre los humanos con un brujo a los lomos! Pero Avallac´h me
prohibió mostrarme. Por la seguridad de toda nuestra comunidad...
—Lo sé.

139
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—No me guardes rencor porque te diera en los morros.


—No te lo guardo.
—Eres un hombre de verdad.
—Gracias. También por estas palabras.
El llamador mostró los dientes desde debajo de su roja barba y exhaló un olor a vodka.
—El gusto ha sido mío.
La niebla que anegaba el bosque de Myrkvid era densa y tenía unos perfiles irregulares, que
recordaban a un montón de nata que un cocinero falto de razón hubiera colocado encima de una tarta.
Aquella niebla le recordaba al brujo a Brokilón. El bosque de las dríadas a menudo estaba cubierto por un
vaho mágico de protección y camuflaje parecido. Un parecido también a Brokilón había en la atmósfera
solemne y amenazadora del bosque, allí, en los bordes, que en su mayor parte se componían de alisos y de
hayas.
Y de la misma forma que en Brokilón, ya al borde del bosque, en un sendero cubierto de hojas,
Geralt casi se tropezó con unos cadáveres.
Los cuerpos horriblemente destrozados no eran ni de druidas ni de nilfgaardianos, y con toda
seguridad tampoco pertenecían a la hansa de Ruiseñor y Schirrú. Antes de que Geralt entreviera en la
niebla las siluetas de unos carros recordó que Regis le había hablado de unos peregrinos. Daba la
sensación de que la peregrinación había terminado de forma no muy afortunada para algunos peregrinos.
El hedor del humo y los fuegos, desagradable en el aire húmedo, se iba volviendo cada vez más
manifiesto, señalaba el camino. Luego el camino lo señalaron también unos sonidos. Gritos. Y la música
desafinada, con sonido a gato, de una zanfona.
Geralt aceleró el paso.
En un camino anegado por la lluvia había un carro. Junto a una rueda había más cadáveres.
Uno de los bandidos rebuscaba en el carro, tiraba al camino objetos y herramientas. El segundo
sujetaba a los caballos, un tercero le quitaba al peregrino muerto un capote de linces cruzados.. El cuarto
hacía girar el arco de una zanfona que debía de haber encontrado entre el botín. Por nada en el mundo
parecía ser capaz de extraer de ella siquiera una nota limpia.
La cacofonía le vino bien. Ocultaba el sonido de los pasos de Geralt.
La música se interrumpió con brusquedad, las cuerdas de la zanfona lanzaron un gemido
desgarrador, el ladrón cayó sobre las hojas y las regó de sangre. El que sujetaba los caballos ni siquiera
acertó a gritar, el sihill le cortó la yugular. El tercer ladrón no consiguió saltar del carro, cayó, bramando,
rajada la arteria femoral. El último consiguió incluso extraer la espada de la vaina. Pero ya no alcanzó a
alzarla.
Geralt se limpió con el pulgar una mancha de sangre.
—Sí, hijos —dijo en dirección al bosque y al olor a humo—. Fue una idea tonta. No tendríais que
haber hecho caso a Ruiseñor y Schirrú. Había que haberse quedado en casa.
Al poco se topó con el siguiente carro y los siguientes muertos. Entre los muchos peregrinos rajados
y golpeados yacían también druidas con sus manchadas túnicas blancas. El humo de un lejano fuego se
arrastraba bajito sobre la tierra.
Esta vez los ladrones estaban más alerta. Sólo consiguió acercarse sin ser advertido a uno, que
estaba ocupado en arrancar unos anillos y pulseras de baratillo del brazo de una mujer muerta. Geralt, sin
pensar, le dio un tajo al bandido, el bandido gritó y entonces los otros, que eran bandoleros mezclados
con nilfgaardianos, se lanzaron sobre él con un aullido.
Retrocedió al bosque, junto al árbol más cercano, para guardarse las espaldas con el tronco de un
árbol. Pero antes de que le alcanzaran los ladrones, sonaron unos cascos de caballo y de entre los arbustos
y la niebla surgió un gigantesco caballo cubierto con una gualdrapa ajedrezada al sesgo de color amarillo y
rojo. El caballo transportaba a un jinete en completa armadura, con una capa blanca como la nieve y un

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

yelmo con una visera en pico cubierta de agujeros. Antes de que los bandidos consiguieran reponerse, ya
tenían encima al caballero y éste les estaba dando tajos a diestro y siniestro y la sangre brotaba como de
una fuente. Era una hermosa vista.
Geralt, sin embargo, no tenía tiempo para andar contemplando nada, pues dos enemigos se le
echaban encima, uno era un bandido con un jubón de color cereza y el otro un nilfgaardiano de negra
vestimenta. Al bandolero, que logró cubrirse por pura casualidad, le cortó a través de la boca. El
nilfgaardiano, al ver dientes volando por el aire, puso pies en polvorosa y desapareció entre la niebla.
A Geralt casi le aplastó un caballo con una gualdrapa ajedrezada. Galopaba sin jinete.
Sin vacilar, saltó sobre los matorrales hacia el lugar del que provenían unos gritos, unas maldiciones
y unos golpes.
Tres bandidos habían tirado de la silla al caballero de la capa blanca y ahora intentaban asesinarlo.
Uno, que estaba con las piernas abiertas, blandía un hacha, un segundo daba tajos con la espada, un
tercero, pequeño y pelirrojo, saltaba a su alrededor como una liebre buscando la ocasión y un lugar no
cubierto por la armadura para clavarle una lanza. El caído caballero gritaba algo ininteligible desde el
interior de su casco y rechazaba los golpes con un escudo que sujetaba con ambas manos. Tras cada golpe
del hacha, el escudo estaba cada vez más bajo, ya casi se apretaba contra el pecho. Estaba claro que uno o
dos golpes más y las tripas del caballero fluirían a través de las grietas de la armadura.
En tres saltos, Geralt se encontró en mitad del torbellino, le sajó en la nuca al pelirrojo de la lanza,
dio un amplio corte en la barriga al del hacha. El caballero, ágil pese a su armadura, le sacudió al tercer
bandido en la rodilla con el escudo y cuando cayó le aporreó tres veces en la cara hasta que la sangre le
salpicó la rodela. Se puso de rodillas, palpó entre los juncos en busca de su espada, zumbando como un
enorme tábano de latón. De pronto vio a Geralt y se quedó inmóvil.
—¿En manos de quién me encuentro? —tronó desde lo profundo del casco.
—En manos de nadie. Éstos que aquí yacen son también mis enemigos.
—Ah... —El caballero intentó elevar la visera, pero la chapa estaba golpeada y el mecanismo se había
bloqueado—. ¡Por mi honor! Gracias mil por vuestra ayuda.
—A vos. Al fin y al cabo fuisteis vos quien acudió en mi ayuda.
—¿De verdad? ¿Cuándo?
No ha visto nada, pensó Geralt. Ni siquiera me advirtió a través de los agujeritos de esa olla de acero.
—¿Cómo sois llamado? —preguntó el caballero.
—Geralt. De Rivia.
—¿Armas?
—No es hora, señor caballero, para la heráldica.
—Por mi honor, verdad decís, valiente gentilhombre Geralt. —El caballero encontró su espada, se
levantó. Su escudo mellado —como la gualdrapa de su caballo— estaba cubierto por un diseño
ajedrezado al sesgo de color amarillo y rojo, en cuyos campos se veían alternativamente las letras A y H.
—Éste no es el escudo de mi linaje —zumbó aclarándolo—. Son las iniciales de mi señora, la
condesa Anna Henrietta. Yo me llamo el Caballero del Ajedrez. Soy caballero andante. No me está
permitido revelar mi nombre ni mis atributos. Hice juramento de caballero. Por mi honor, de nuevo,
gracias por la ayuda, caballero.
—Mío ha sido el placer.
Uno de los bandoleros caídos gimió e hizo susurrar las hojas. El Caballero del Ajedrez se acercó y
con una potente puñalada lo clavó a la tierra. El bandido agitó las manos y los pies como una araña
clavada a un alfiler.
—Aprestémonos —dijo el caballero—. Todavía merodean los malandrines por estos lares. ¡Por mi
honor, no es hora de descansar!

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Cierto —reconoció Geralt—. Una banda deambula por el bosque, matando a peregrinos y
druidas. Mis amigos están en peligro...
—Disculpad un momento.
Otro bandido daba señales de vida. También resultó clavado con brío y con sus pies extendidos hizo
tal trenza que hasta se le cayeron las botas.
—Por mi honor. —El Caballero del Ajedrez se limpió la espada al musgo—. ¡Difícil les resulta a
estos truhanes el separarse de la vida! No os ha de sorprender, oh caballero, que dé la puntilla a los
heridos. Por mi honor, antes no lo hacía. Mas estos bellacos recobran la salud con tal prontitud, que el
hombre honrado no puede más que envidiarlos. Desde que hubiera de medirme con un tunante tres veces
seguidas, comencé a rematarlos cuidadosamente. De modo que fuera para siempre.
—Entiendo.
—Yo, como veis, soy un andante. ¡Mas mi honor no tiene mella! Oh, aquí está mi caballo. Ven
aquí, Bucéfalo.
El bosque se hizo más espacioso y claro, comenzaron a dominar los grandes robles de coronas
amplias, pero poco densas. El humor y el hedor de los incendios se sentía ya cerca. Y al poco, los vieron.
Ardían los tejados cubiertos de juncos de las cabañas de un poblado no muy grande. Ardían las
lonas de unos carros. Entre los carros yacían cadáveres, muchos de ellos con blancas túnicas druídicas
visibles desde lejos.
Los bandidos y los nilfgaardianos, dándose a sí mismos valor a base de aullidos y escondiéndose
tras unos carros que empujaban delante de sí, atacaban una gran casa que se alzaba sobre pilotes. La casa
estaba construida de sólidas vigas de madera y cubierta con tejas de madera dispuestas en pendiente, por
las que resbalaban sin hacer daño las antorchas arrojadas por los bandidos. La casa sitiada se defendía y
contraatacaba con éxito: ante los ojos de Geralt uno de los bandidos se asomó descuidadamente por fuera
del carro y cayó, como tocado por un rayo, con una flecha en el cráneo.
—¡Vuestros amigos —alardeó de perspicacia el Caballero del Ajedrez— deben de estar en aquel
edificio! ¡Por mi honor, en arduo asedio se encuentran! ¡Vayamos, aprestémonos a ayudarles!
Geralt escuchó unos chillones alaridos y unas órdenes, reconoció al bandolero Ruiseñor con la faz
vendada. Vio también por un momento al medioelfo Schirrú, que se cubría tras los nilfgaardianos y sus
capas negras.
De pronto bramaron los cuernos hasta que las hojas empezaron a caer de los robles. Tronaron los
cascos de los alazanes guerreros, brillaron las armaduras y las espadas de caballeros cargando. Con un
rugido, los bandoleros echaron a correr en diversas direcciones.
—¡Por mi honor! —mugió el Caballero del Ajedrez, espoleando a su caballo—. ¡Son mis
camaradas! ¡Nos han alcanzado! ¡Al ataque, para que nos quede también algo de gloria! ¡Ataca, mata!
Galopando sobre Bucéfalo, el Caballero del Ajedrez cayó sobre los ladrones que se escabullían. Fue
el primero, en un instante rajó a dos y al resto los espantó como un halcón espanta a los gorriones. Dos se
volvieron en dirección a Geralt, que se acercaba. El brujo los eliminó en un abrir y cerrar de ojos.
El tercero le disparó con un gabriel.
El autodisparador en miniatura lo había diseñado y patentado un tal Gabriel, artesano de Verden. Lo
anunciaba con el eslogan: «Defiéndete solo». Alrededor tuyo campan el bandidaje y la violencia, decía el
anuncio. La ley es impotente y sin fuerza. ¡Defiéndete solo! No salgas de casa sin el auto-disparador
manual de la marca Gabriel. Gabriel es tu ángel de la guarda, Gabriel os protege a ti y a los tuyos de los
bandidos.
La venta alcanzó un verdadero récord. Al poco todos los bandidos llevaban un gabriel cuando
asaltaban a alguien.
Geralt era un brujo, sabía evitar una flecha. Pero había olvidado el dolor de la rodilla. El quiebro se
retrasó una pulgada, la punta en forma de hoja le tocó la oreja. El dolor le cegó, pero sólo un instante. El

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

ladrón no tuvo tiempo de tensar el autodisparador y defenderse solo. Geralt, lleno de rabia, le cortó las
manos y luego le sajó la tripas con un amplio corte de sihill.
No tuvo tiempo ni siquiera de limpiarse la sangre de la oreja y el cuello cuando ya le estaba
atacando un tipo pequeño y vivo como una comadreja, de unos ojos que brillaban innaturalmente, armado
con una curvada saberra zerrikana que hacía girar con una habilidad digna de admiración. Ya había
parado dos tajos de Geralt, el noble metal de ambas hojas tintineaba y echaba chispas.
Comadreja era rápido y observador. Al momento advirtió que el brujo cojeaba, al momento
comenzó a rodearle y a atacarle por el lado que le era más beneficioso. Era increíblemente rápido, la hoja
afilada de la saberra aullaba en tajos ejecutados con el peligroso arte cruzado. Geralt evitaba los golpes
con una dificultad cada vez mayor. Y cada vez cojeaba más, obligado como estaba a apoyar el peso sobre
la pierna herida.
Comadreja se encogió de pronto, saltó, realizó un hábil giro y una finta, cortó por la oreja. Geralt lo
paró al sesgo y le rechazó. El bandido giró ágil, ya se ponía en posición de lanzar un peligroso corte bajo,
cuando de pronto desencajó los ojos, estornudó con fuerza y se le salieron los mocos, bajando al
momento la guardia. El brujo le cortó rápido en el cuello, la hoja llegó hasta la columna vertebral.
—Venga, que alguien me diga —jadeó, mirando el cuerpo tembloroso— que el uso de los
narcóticos no es perjudicial.
Un bandido que le atacaba con una maza alzada se tropezó y cayó con la nariz entre el fango, una
flecha le salía de la ingle.
—¡Ya voy, brujo! —gritó Milva—. ¡Ya voy! ¡Aguanta!
Geralt se dio la vuelta, pero ya no había a quién rajar. Milva disparó al último ladrón que quedaba
en los alrededores. El resto huyó al bosque, perseguidos por los multicolores caballeros. A algunos los
perseguía el Caballero del Ajedrez. Los alcanzó, porque desde el bosque se oía cuan terrible era su acoso.
Uno de los nilfgaardianos negros, no del todo muerto, se alzó de pronto y se lanzó a la huida. Milva
alzó y tensó su arco en un decir amén, aullaron los timones, el nilfgaardiano cayó sobre las hojas con una
flecha de pluma gris entre las paletillas.
La arquera suspiró con fuerza.
—Nos cuelgarán —dijo.
—¿Ponqué dices eso?
—Esto es Nilfgaard. Y ya van para dos meses que mayormente yo echo abajo nilfgaardianos.
—Esto es Toussaint, no Nilfgaard. —Geralt se tocó un lado de la cabeza, sacó la mano llena de
sangre—. Joder. ¿Qué pasa ahí? Míralo, Milva.
La arquera lo contempló con atención crítica.
—Sólo te ha arrancado la oreja —afirmó por fin—. No hay por qué preocuparse.
—Qué fácil es hablar para ti. A mí me gustaba mucho mi oreja. Ayúdame a vendarlo con algo
porque me corre la sangre hasta el cuello. ¿Dónde están Jaskier y Angouléme?
—En la choza, con los peregrinos... Oh, mierda.
Retumbaron los cascos y tres jinetes surgieron de la niebla. Iban sobre alazanes de guerra, sus capas
y estandartes se agitaban al viento. Antes de que sonara su grito de guerra, Geralt abrazó a Milva y la
arrastró debajo de un carro. No había bromas con alguien que cargaba armado con una lanza de catorce
pies y daba un alcance efectivo de diez pies por delante de la cabeza del caballo.
—¡Salid! —Los alazanes de los caballeros pateaban la tierra alrededor del carro—. ¡Tirad las armas
y salid!
—Nos cuelgarán —murmuró Milva. Podía tener razón.
—¡Ja, tunantes! —gritó burlón uno de los caballeros, que llevaba un escudo con una cabeza de toro
en sable sobre campo de plata—. ¡Ja, belitres! ¡Por mi honor que vais a colgar!

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¡Por mi honor! —le apoyó la juvenil voz de otro, con escudo celeste—. ¡Aquí mismo os vamos a
despedazar!
—¡Pero bueno! ¡Quietos!
El Caballero del Ajedrez, montado sobre Bucéfalo, salió de entre la niebla. Había conseguido por
fin alzarse la abollada visera, desde debajo de ella surgía ahora una abundante masa de pelos de bigote.
—¡Liberadles presto! —gritó—. Éstos no son malandrines, sino gente honrada y de bien. La moza
se puso con valentía en defensa de los peregrinos. ¡Y este señor es un buen caballero!
—¿Un buen caballero? —Cabeza de Toro alzó la visera y miró a Geralt con incredulidad—. ¡Por mi
honor! ¡No puede ser!
—¡Por mi honor! —El Caballero del Ajedrez se golpeó en la pechera con un guante acorazado—.
¡Puede ser, mi palabra empeño! Este tan bravío caballero me salvó de la opresión cuando los bellacos me
tiraron al suelo. Nómbrase don Geralt de Rivia.
—¿Armas?
—No me está permitido revelarlas —bufó el brujo—. Ni el nombre verdadero, ni los atributos. Hice
el juramento de caballero. Soy el andante Geralt.
—¡Oooh! —gritó de pronto una voz descarada y bien conocida—. ¡Mirad lo que nos ha traído el
gato! ¡Ja, abuelilla, ya te dije que el brujo nos iba a venir en socorro!
—¡Y en el momento justo! —gritó, Jaskier, acercándose junto con Angouléme y un grupillo de
peregrinos, el laúd en una mano y en la otra su inseparable tubo—. Ni un segundo demasiado pronto.
Tienes sentido de lo dramático, Geralt. ¡Debieras escribir obras para el teatro!
De pronto se quedó callado. Cabeza de Toro se inclinó en su silla, los ojos le brillaban.
—¿Vizconde Julián?
—¿Barón de Peyrac-Peyran?
Otros dos caballeros salieron de entre los robles. Uno, con un casco de olía adornado con un cisne
blanco de alas abiertas de acertado parecido, conducía a dos prisioneros de un lazo. Otro caballero,
andante pero práctico, preparaba unas sogas y miraba en busca de unas buenas ramas.
—Ni Ruiseñor ni Schirrú. —Angouléme advirtió la mirada del brujo—. Una pena.
—Una pena —reconoció Geralt—. Pero intentaremos arreglarlo. Señor caballero...
Pero Cabeza de Toro —o mejor dicho, el barón de Peyrac-Peyran— no le prestaba atención. No
veía, parecía, más que a Jaskier.
—Por mi honor —dijo arrastrando las palabras—. ¡No me engaña la vista! Es el vizconde don
Julián en carne y hueso. ¡Ja! ¡Cómo se va a alegrar nuestra señora la condesa!
—¿Quién es ese vizconde Julián? —se interesó el brujo.
—Yo soy —dijo Jaskier a media voz—. No te mezcles en esto, Geralt.
—Cómo se va a alegrar doña Anarietta —repitió el barón de Peyrac-Peyran—. ¡Ja, por mi honor!
Os vamos a llevar a todos al castillo de Beauclair. ¡Nada de excusas, vizconde, no prestaré mi oído a
excusa alguna!
—Unos cuantos de los desertores han huido. —Geralt se permitió un tono bastante frío—.
Propongo capturarlos primero. Luego pensaremos qué hacer con un día que comenzara tan interesante.
¿Qué le decís a eso, señor barón?
—Por mi honor —dijo Cabeza de Toro— que de todo ello no saldrá nada. Es imposible
perseguirlos. Los criminales huyeron al otro lado del río, y nosotros no debemos plantar al otro lado ni
siquiera la punta de un casco del caballo. Aquella parte del bosque de Myrkvid es un santuario intocable,
y en el espíritu de los tratados firmados con los druidas por nuestra amada condesa Anna Henrietta,
piadosa señora de Toussaint...
—¡Los bandoleros han huido allí, joder! —le interrumpió Geralt, enfureciéndose—. ¡En ese
santuario intocable se dedicarán a matar! Y vos me venís con no sé qué tratados...
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¡Hemos dado palabra de caballero! —El barón de Peyrac-Peyran, como resultó, parecía más
digno de llevar una cabeza de carnero que de toro—. ¡No está permitido! ¡Los tratados! ¡Ni un pie en el
terreno de los druidas!
—A quien no le está permitido, no le está permitido —bufó Angouléme, llevando de las riendas a
dos caballos de los bandidos—. Deja esa chachara vacía, brujo. Vamos. Tengo aún algunas cuentas
pendientes con Ruiseñor, y tú, por lo que imagino, querrías todavía tener una charlilla con el medioelfo.
—Voy con vusotros —dijo Milva—. Presto me buscaré una yegua.
—Yo también —balbuceó Jaskier—. Yo también voy con vosotros.
—¡Pero bueno, esto no! —gritó el barón cabecitoro—. Por mi honor, el señor vizconde Julián irá
con nosotros al castillo de Beauclair. La condesa no nos perdonaría que, habiéndolo encontrado, no lo
trajéramos. A vosotros no os detendré. Sois libres en obras y pensamientos. Como compañeros del
vizconde Julián, su merced doña Anarietta os recibiría con honores y os hospedaría en el castillo, pero en
fin, si despreciáis su hospitalidad...
—No la despreciamos —le interrumpió Geralt, mitigando con una mirada amenazadora a
Angouléme, quien a espaldas del barón realizaba diferentes gestos repugnantes y ofensivos—. Lejos
estamos de despreciarla. No dejaremos de ir a inclinarnos ante la condesa a ofrecerle el homenaje que se
merece. Pero en primer lugar concluiremos lo que tenemos que concluir. Nosotros también dimos nuestra
palabra, se puede decir que también firmamos un pacto. En cuanto lo concluyamos, nos dirigiremos sin
tardanza al castillo de Beauclair. Iremos hacia allí sin falta.
«Aunque no sea más que por dar cuenta —añadió significativamente y con énfasis— de que
deshonor alguno ni menoscabo se le cause a nuestro amigo Jaskier. Es decir, puf, Julián.
—¡Por mi honor! —sonrió de pronto el barón—. ¡Ningún deshonor ni menoscabo alguno se le
causará al vizconde Julián, estoy presto a dar mi palabra. Puesto que olvidé deciros, vizconde, que el
conde Raimundo murióse hace dos años de apoplejía.
—¡Ja, ja! —gritó Jaskier, con el rostro de pronto radiante—. ¡El conde la palmó! ¡Esto sí que es una
nueva maravillosa y alegre! Es decir, me refería a tristeza y pena, congoja y angustia... Que le sea leve la
tierra... ¡Sin embargo,' si esto es así, vayamos a Beauclair lo más presto posible, señores caballeros!
¡Geralt, Milva, Angouléme, nos veremos en el castillo!
Vadearon la corriente, espolearon los caballos hacia el bosque, entre robles de ramas muy extensas,
entre helechos que les llegaban hasta las espuelas. Milva encontró sin esfuerzo el rastro de la banda de
huidos. Iban tan deprisa como podían. Geralt tenía miedo por los druidas. Temía que los restos de la
banda, al sentirse seguros, quisieran vengar en los druidas el pogromo recibido a manos de los caballeros
andantes de Toussaint.
—Cuidao que ha tenío potra el Jaskier —dijo de pronto Angouléme—. Cuando el Ruiseñor nos
cercó en la cabaña me contó por qué tenía miedo de Toussaint.
—Me lo había imaginado —respondió el brujo—. Sólo que no sabía que había apuntado tan alto.
¡Una condesa, jo, jo!
—Fue hace la tira de años. Y el conde Raimundo, ése que estiró la pata, al parecer juró que le iba a
arrancar el corazón al poeta, lo mandaría cocinar, se lo pondría de cena a la condesa infiel y la obligaría a
comerlo. Tiene Jaskier suerte de no haber caído en las garras del conde cuanto todavía vivía. Nosotros
también tenemos suerte.
—Eso habrá que verlo.
—Jaskier dice que la tal condesa Anarietta lo ama hasta la locura.
—Jaskier siempre dice eso.
—¡Cerrar el pico! —ladró Milva, tirando de las riendas y echando mano al arco.
Errando de árbol en árbol corría hacia ellos un ladrón, sin sombrero, sin armas, a ciegas. Corría, se
caía, se levantaba, volvía a correr de nuevo. Y gritaba. Gritos agudos, penetrantes, horribles.
—¿Qué pasa? —se asombró Angouléme.
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Milva tensó el arco en silencio. No disparó, esperó hasta que el bandido se acercara y aquél corría
directamente hacia ellos, como si no les hubiera visto. Cruzó a toda velocidad por entre el caballo del
brujo y el de Angouléme.
Vieron su rostro, blanco como el papel y deformado por el miedo, vieron sus ojos desencajados.
—¿Qué diablos? —repitió Angouléme.:
Milva se despertó de su estupor, se volvió en la silla y le lanzó al huido una flecha en la espalda. El
bandido gritó y cayó sobre los helechos.
La tierra tembló. De tal forma que de un roble cercano se desgranaron al suelo las bellotas.
—Me pregunto —dijo Angouléme— de qué sería de lo que huía...
La tierra tembló de nuevo. Los arbustos chasquearon, crujieron las ramas quebradas.
—¿Qué es eso? —gimió Milva, poniéndose de pie sobre los estribos—. ¿Qué es eso, brujo?
Geralt fijó la mirada, vio y lanzó un profundo suspiro. Angouléme también lo vio. Y empalideció.
—¡Su puta madre!
El caballo de Milva también lo vio. Relinchó con pánico, se puso a dos patas y luego pateó con las
ancas. La arquera voló de la silla y cayó pesadamente al suelo. El caballo huyó hacia el interior del
bosque. La montura de Geralt echó a galopar detrás sin pensarlo, con tan mala fortuna que eligió un
camino bajo una rama de roble que colgaba muy baja. La rama barrió al brujo de la silla. El golpe y el
dolor de la rodilla por poco no le quitaron el sentido.
Angouléme fue quien consiguió controlar a su enloquecido caballo por más tiempo, pero también al
final acabó en el suelo. En su huida el caballo por poco no aplastó a Milva, que se estaba levantando.
Y entonces vieron con mayor claridad la cosa que avanzaba hacia ellos. Y dejaron por completo,
pero por completo, de asombrarse del pánico de sus animales.
El ser recordaba a un gigantesco árbol, a un añudo y nudoso roble. O puede que en verdad fuera un
roble. Pero un roble bastante poco típico. En vez de erguirse tranquilito allá en el campo entre hojas y
bellotas caídas, en vez de permitir que le corrieran por encima las ardillas y se le cagaran encima los
pardillos, aquel roble caminaba con brío por el bosque, pisaba rítmicamente con gruesas raíces y agitaba
las ramas. El rechoncho tronco —o el torso— del monstruo tenía a ojo como unas dos brazas de diámetro
y el pico que sobresalía de él no era quizás pico, sino más bien fauces, porque se abría y se cerraba con un
sonido que recordaba al de unas pesadas puertas al cerrarse.
Aunque bajo su terrible peso temblaba la tierra de forma que hacía complicado mantener el
equilibrio, el monstruo cruzaba por un barranco con una agilidad pasmosa. Y no lo hacía sin objetivo.
Ante sus ojos, el monstruo agitó las ramas, hizo que susurraran las hojas y extrajo de un árbol caído
a un bandido que se escondía allí, tan hábilmente como una cigüeña extrae a una rana escondida entre la
hierba. Envuelto en las ramas, el malandrín quedó suspendido, gritando que hasta daba pena. Geralt vio
que el monstruo llevaba ya tres bandidos colgando de la misma forma. Y un nilfgaardiano.
—Huid... —jadeó, intentado en vano levantarse. Tenía la sensación como si alguien le estuviera
golpeando rítmicamente con un martillo en la rodilla para clavarle un clavo al rojo—. Milva...
Angouléme... Huid...
—¡No te vamos a dejar!
El árbol monstruo les escuchó, taconeó alegre con las raíces y corrió en su dirección. Angouléme,
intentando en vano alzar a Geralt, maldijo de forma especialmente blasfema. Milva, con las manos
temblorosas, intentaba asentar una flecha en la cuerda. Completamente sin sentido.
—¡Huid!
Era demasiado tarde. El árbol monstruo ya estaba sobre ellos. Paralizados por el miedo, ahora
podían ver con precisión su botín, cuatro ladrones que colgaban en la trenza de ramas. Dos vivían, porque
emitían terribles aullidos y meneaban las piernas. El tercero, quizá inconsciente, colgaba inerte. El
monstruo, a todas luces, intentaba capturar vivas a sus presas. Pero con el cuarto prisionero no le había

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

salido, quizá por falta de atención había apretado demasiado fuerte, lo que se dejaba ver por los ojos
desencajados de la víctima, y la lengua, que le llegaba muy lejos, hasta la barbilla, manchada de sangre y
de vómito.
Un segundo después colgaban ya en el aire, rodeados de ramas, todos gritando a voz en cuello.
—Mis, mis, mis —escucharon desde abajo, desde las raíces—.Mis, mis, Arbolillo.
Detrás del árbol monstruo, espoleándolo ligeramente con una ramita llena de hojas iba una druidesa
jovencita, con una toga blanca y una corona de florecillas en la cabeza.
—No hagas daño, Arbolillo, no aprietes. Con delicadeza. Mis, mis, mis.
—No somos unos bandidos... —jadeó Geralt desde lo alto, pudiendo apenas alzar su voz desde un
pecho apretado por las ramas—. Dile que nos suelte... Somos inocentes...
—Todos dicen lo mismo. —La druidesa espantó una mariposa que le rondaba por la ceja—. Mis,
mis, mis.
—Me he meado... —gimió Angouléme—. ¡Me cagüentó, me he meado!
Milva sólo carraspeaba. Tenía la cabeza sobre el pecho. Geralt lanzó una maldición terrible. Era lo
único que podía hacer.
El árbol monstruo, espoleado por la druidesa, avanzaba ligero por el bosque. Durante su carrera a
todos —los que estaban conscientes— les castañeteaban los dientes al ritmo de los saltos del monstruo.
Hasta se oía un eco.
Al cabo de no mucho tiempo se encontraron en un amplio claro. Geralt vio a un grupo de druidas
vestidos de blanco, y junto a ellos otro árbol monstruo. Éste había sido menos afortunado con su caza: de
sus ramas sólo colgaban tres bandidos, de los que sólo parecía vivir uno.
—¡Criminales, canallas, gentes indignas! —enunció desde abajo uno de los druidas, un viejecillo
que se apoyaba en un largo bastón—. Miradlo bien. Mirad qué castigo les espera en el bosque de Myrkvid
a los criminales e indignos. Miradlo y recordadlo. Os dejaremos ir para que podáis contarles a otros lo
que vais a contemplar dentro de un momento. ¡Para advertencia!
En el mismo centro del claro se amontonaba una gran pila de leños y carrascas, y sobre la pila,
apoyada en unos maderos, había una jaula tejida de esparto que tenía la forma de una gran muñeca de
palo. La jaula estaba llena de gentes gritando y sollozando. El brujo escuchó con claridad los gritos de
rana, roncos por el miedo, del bandolero Ruiseñor. Vio también el rostro blanco como el papel y
deformado por el pánico del medioelfo Schirrú, apretado contra las trenzas de esparto.
—¡Druidas! —gritó Geralt, movilizando para aquel grito todas sus fuerzas para que se escuchara
entre la barahúnda general—. ¡Señora flaminica! ¡Soy el brujo Geralt!
—¿Cómo? —habló desde abajo una mujer alta y delgada con el cabello de color gris acero, que le
caía sobre la espalda, sujeto a la frente con una corona de muérdago.
—Soy Geralt... El brujo... El amigo de Emiel Regis...
—Repite, porque no te oigo.
—¡Geraaalt! ¡El amigo del vampiiiro!
—¡Ah! ¡Haberlo dicho antes!
A una señal de la druidesa de cabellos de acero, el árbol monstruo los dejó en tierra. No demasiado
delicadamente. Cayeron, ninguno se pudo levantar por sus propias fuerzas. Milva estaba inconsciente, por
la nariz le salía sangre. Haciendo un esfuerzo, Geralt se alzó y se arrodilló sobre ella.
La flaminica de cabellos de acero estaba a su lado, carraspeó. Tenía el rostro muy fino, incluso
delgadísimo, tanto que despertaba asociaciones no demasiado agradables con el cráneo de un cadáver
cubierto de piel. Sus ojos azul celeste como el aciano eran amables y dulces.
—Creo que tiene una costilla rota —dijo, mirando a Milva—. Pero ahora la curamos. Enseguida le
prestarán ayuda nuestras sanadoras. Me pesa lo que ha sucedido. Pero, ¿cómo iba a saber quiénes erais?
No os invité a venir a Caed Myrkvid y no os concedí permiso para entrar en nuestro santuario. Emiel

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Regis da fe de vosotros, cierto, pero la presencia en nuestro bosque de un brujo, asesino a sueldo de seres
vivos...
—Me iré de aquí sin un momento de demora, honorable flaminica —aseguró Geralt—. Si sólo...
Se detuvo, al ver a los druidas portando teas ardiendo que se acercaban a la pila y a la muñeca de
esparto llena de personas.
—¡No! —gritó, apretando los puños—. ¡Deteneos!
—Esa jaula —dijo la flaminica, como si no lo escuchara— tenía que servir al principio como
comedero invernal para animales hambrientos, tenía que estar en el bosque llena de heno. Pero cuando
agarramos a estos canallas, recordé los rumores malvados y las calumnias que los humanos cuentan de
nosotros. Bien, pensé, vais a tener vuestra Moza de Esparto.
Vosotros mismos os la sacasteis de la manga, como pesadilla que despierta el miedo, así que yo os
voy a proporcionar esa pesadilla...
—Ordena que se detengan —susurró el brujo—. Honorable flaminica... No los queméis... Uno de
esos bandidos tiene una información muy importante para mí...
La flaminica posó una mano sobre el pecho. Sus ojos de aciano eran amables y dulces.
—Oh, no —dijo con voz seca—. No, señor. Yo no creo en la institución del testigo de la corona. El
librarse de la pena es inmoral.
—¡Deteneos! —gritó el brujo—. ¡No le prendáis fuego! ¡De...!
La flaminica realizó un breve gesto con la mano, y Arbolillo, que todavía estaba en los alrededores,
taconeó con sus raíces y le puso una rama al brujo en el hombro. Geralt se sentó y además con impulso.
—¡Prendedle fuego! —ordenó la flaminica—. Lo siento, brujo, pero ha de ser así. Nosotros,
druidas, valoramos y honramos la vida en cada una de sus formas. Pero el dejar con vida a los criminales
es simple estupidez. A los criminales no les asusta más que el miedo. Así que les vamos a dar un ejemplo
por el miedo. Albergo la esperanza de que no tenga que repetir este ejemplo.
Las carrascas se prendieron muy deprisa, la pila vomitó humo y se cubrió de llamas. Los gritos y
aullidos que salían de la Moza de Esparto ponían los pelos de punta. Por supuesto, no era posible en la
cacofonía de chasquidos producida por el fuego, pero a Geralt le parecía que distinguía el croar
desesperado de Ruiseñor y los gritos agudos, llenos de dolor, del medioelfo Schirrú.
Él tenía razón, pensó. La muerte no siempre es igual.
Y luego, después de un tiempo macabramente largo, la pila y la Moza de Esparto explotaron
piadosamente en un infierno de fuego estruendoso, un fuego al que nada podía sobrevivir.
—Tu medallón, Geralt —dijo Angouléme, que estaba junto a él. -
—¿Cómo? —carraspeó, porque tenía la garganta encogida—. ¿Qué has dicho?
—Tu medallón de plata con el lobo. Lo tenía Schirrú. Ahora ya lo has perdido del todo. Se habrá
fundido en esas brasas.
—Qué se le va a hacer —dijo al cabo, mirando a los ojos aciano de la flaminica—. Ya no soy un
brujo. Dejé de ser brujo. En Thanedd, en la Torre de la Gaviota. En Brokilón. En el puente sobre el
Yaruga. En la cueva de la Gorgona. Y aquí, en el bosque de Myrkvid. No, ya no soy un brujo. Así que he
de aprender a vivir sin el medallón de brujo.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Capítulo octavo
El rey amaba a su esposa, la reina, ilimitadamente, y ella lo amaba a él con todo su corazón. Algo
así sólo podía terminar con una desgracia.
Flourens Delannoy, Cuentos y leyendas
Delannoy, Flourens, lingüista e historiador, *1432 en Vicovaro, en los años 1460-1475 secretario
y bibliotecario en el palacio imperial. Infatigable investigador de leyendas y cuentos populares, autor de
muchos estudios que son considerados monumentos de la antigua lengua y literatura de las regiones
norteñas del Imperium. Algunas de sus obras más importantes son: Mitos y leyendas de los pueblos del
norte, Cuentos y leyendas, La sorpresa o el mito de la Antigua Sangre, La saga del brujo y El brujo y la
brújula, o de la búsqueda incansable. Desde el año 1476, profesor de la academia de Castell Graupian,
donde en +1510.
Effenberg y Talbot, Encyclopaedia Máxima Mundi, tomo IV

El viento soplaba desde el mar, hacía gemir las velas, una garúa como de pequeñísimo granizo
golpeaba dolorosamente en el rostro. El agua del Gran Canal estaba aceitosa, agitada por el viento,
salpicada con el goteo de la lluvia.
—Por aquí, señor, permitid. El barco está esperando.
Dijkstra lanzó un pesado suspiro. Estaba ya verdaderamente harto de viajes por el mar, le alegraban
aquellos pocos instantes en los que sentía bajo los pies el suelo fuerte y estable de la playa, se ponía negro
cuando pensaba que no tenía más remedio que acercarse otra vez a una cubierta balanceante. Pero qué se
le iba a hacer. Lan Exeter, la capital de invierno de Kovir, se diferenciaba de forma significativa de otras
capitales del mundo. En el puerto de Lan Exeter los viajeros que llegaban por mar desembarcaban en la
piedra del muelle sólo para embarcarse de inmediato en la siguiente unidad navegadora: una esbelta nave
de alta proa y no mucho más baja popa, impulsada por multitud de remos. Lan Exeter estaba construida
sobre el agua, en el amplio estuario del río Tango. En vez de calles, la ciudad tenía canales, y toda la
comunicación de la ciudad se llevaba a cabo mediante barcas.
Se subió a la barca, saludó al embajador redano que le esperaba junto a la escala. Se separaron del
muelle, los remos golpeaban el agua al unísono, la nave avanzaba, tomaba velocidad. El embajador
redano guardaba silencio.
El embajador, pensó Dijkstra maquinalmente. ¿Desde hace cuántos años tiene Redania embajador
en Kovir? Más de ciento veinte. Ya hace ciento veinte años que Kovir y Poviss tienen frontera con
Redania. Pero no siempre fue así.
Desde el principio de los tiempos Redania trataba a los países situados al norte, en el golfo de
Praxeda, como su propio feudo. Kovir y Poviss eran —como se decía en la corte de Tretogor—
infantados en la joya de la corona. Los condes infantes que se sucedían en aquellos gobiernos recibían el
nombre de troidenos, puesto que descendían —o afirmaban descender— de un antepasado común,
Troiden. El tai príncipe Troiden era hermano del rey de Redania Radowid I, al que luego llamaron el
Grande. Ya en su juventud había sido el tal Troiden un tipo lascivo y extraordinariamente repugnante.
Daba miedo pensar lo que saldría de él con los años. El rey Radowid, que no era una excepción a este
respecto, odiaba a su hermano como a la peste. Así que lo nombró conde infante de Kovir, para librarse
de él, enviándolo tan lejos de sí como fuera posible. Y más lejos que Kovir no se podía.
El conde infante Troiden era formalmente vasallo de Redania, pero un vasallo atípico, que no
conllevaba carga alguna ni obligaciones feudales. Ni siquiera tenía que ofrecer el juramento ceremonial
de vasallaje, se exigía de él solamente lo que se denominaba promesa de no perjudicar. Unos decían que,
simplemente, Radowid se había apiadado de él, sabiendo que la «joya de la corona» kovirana no daba ni
para tributos ni para vasallaje. Otros por su parte afirmaban que Radowid simplemente no quería tener
149
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

ante sus ojos al conde infante, se mareaba sólo de pensar que el hermanillo se podía aparecer
personalmente en Tretogor con dinero o ayuda militar. Cómo había sido en verdad, no lo sabía nadie,
pero sea como fuere, así se quedó. Muchos años después de la muerte de Radowid I, en Redania seguían
rigiendo las leyes promulgadas en tiempos del viejo rey. En primer lugar: el condado de Kovir es vasallo,
pero no tiene ni que pagar, ni que servir. En segundo: el infantado de Kovir es un bien de manos muertas
y la sucesión está exclusivamente en manos de la casa de los troidenos. En tercer lugar: Tretogor no se
mezcla en los asuntos de la casa de los troidenos. En cuarto: a los miembros de la casa de los troidenos no
se les invita a Tretogor para las celebraciones de las fiestas nacionales. En quinto: ni en ninguna otra
ocasión.
En suma, pocos sabían algo de lo que pasaba en el norte y menos aún se interesaban por ello. A
Redania llegaban —principalmente por intermedio de Kaedwen— noticias de los conflictos del conde de
Kovir con los señores menores del norte. De alianzas y guerras con Hengfors, Malleore, Creyden, Talgar
y otros países de nombres difíciles de recordar. Alguien había vencido a alguien y lo había absorbido,
alguien se había unido a alguien con un lazo dinástico, alguien había derrotado a alguien y le exigía
tributo. En resumen, nadie sabía quién, a quién ni por qué.
Sin embargo, las noticias de guerras y luchas atraían al norte a una marabunta de matones,
aventureros, buscadores de sensaciones y otros espíritus inquietos en busca de botín y posibilidades de
enriquecerse. Venían aquéllos de todos los rincones del mundo, incluso de países tan lejanos como Cintra
o Rivia. Pero sobre todo, habitantes de Redania y Kaedwen. En especial desde Kaedwen habían salido
para Kovir verdaderos pelotones de caballería. El rumor decía incluso que a la cabeza de uno iba la
famosa Aideen, la revoltosa hija natural del monarca de Kaedwen. En Redania hasta se decía que en el
palacio de Ard Carraigh se jugaba con la idea de anexionarse el condado del norte y arrebatárselo a la
corona redana. Incluso se suponía que alguien allá había comenzado a gritar que era necesaria una
intervención armada.
Sin embargo, Tretogor anunció ostentosamente que no le interesaba el norte. Como reconocieron
los juristas reales, la ley que regía era la de la reciprocidad, el principado kovirano no tenía obligación
alguna para con la corona, así que la corona no le ofrecía ayuda a Kovir. Y cuanto más que Kovir no
había pedido ayuda alguna.
Entretanto Kovir y Poviss habían salido de las guerras del norte más fuertes y poderosos. Pocos
eran los que entonces lo sabían. La señal más clara de la creciente potencia del norte era su cada vez
mayor actividad exportadora. Durante decenas de años se había dicho que la única riqueza de Kovir era la
arena y el agua marina. Se volvió a recordar la broma cuando la producción de las fábricas y salinas de
Kovir prácticamente monopolizó el mercado mundial del vidrio y la sal.
Pero aunque cientos de personas bebían en vasos con la señal de las fábricas de Kovir y aliñaban la
sopa con sal de Poviss, aún seguía siendo en la consciencia de la gente un país increíblemente lejano,
inaccesible, duro y hostil. Y sobre todo, ajeno.
En Redania y Kaedwen, en vez de «mandar al diablo» a alguien se decía «echarlo a Poviss». Si no
os gusta mi casa, decía el maestro a los aprendices recalcitrantes, camino libre a Kovir. No vamos a tener
aquí orden kovirano, les gritaba el profesor a los estudiantes que discutían como locos. A hacerte el listo a
Kovir, le decía el campesino a su hijo que criticaba el arado antiquísimo y el sistema de barbecho.
¡A quien no le guste el orden ancestral, camino libre a Kovir!
Los receptores de estos mensajes poco a poco comenzaron a reflexionar y al poco se dieron cuenta
de que, efectivamente, el camino a Kovir y a Poviss carecía de obstáculos. Una segunda ola de emigrantes
se dirigió hacia el norte. Y como la anterior, aquella ola se componía de gente rara e insatisfecha, que
eran diferentes y querían otras cosas. Pero esta vez no se trataba de aventureros enfrentados a la vida y
que no cabían en ningún sitio. Por lo menos, no sólo.
Hacia el norte se dirigieron científicos que creían en sus teorías aunque se les gritara que aquellas
teorías eran irreales y locas. Técnicos y constructores convencidos de que, contra toda opinión general, se
podían construir las máquinas y herramientas concebidas por los científicos. Hechiceros para quienes el
uso la magia para crear diques no significaba un desprecio blasfemo. Mercaderes para los que la
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

perspectiva del incremento del beneficio era capaz de sobrepasar las fronteras rígidas, estáticas y cortas
de vista del riesgo. Campesinos y ganaderos convencidos de que incluso de los peores suelos se podía
hacer un campo fructífero, de que siempre se podía criar un tipo de animal que medrara en aquel clima.
Hacia el norte se fueron también mineros y geólogos para los que la severidad de las montañas
salvajes y las rocas de Kovir significaba una señal inequívoca de que si en la superficie había tanta
pobreza, en el interior tenía que haber mucha riqueza. Pues la naturaleza ama el equilibrio.
En el interior había mucha riqueza.
Pasó un cuarto de siglo y Kovir extraía tantas riquezas mineras como Redania, Aedirn y Kaedwen
juntos. En la extracción y la transformación del mineral de hierro, Kovir tan sólo cedía ante Mahakam,
pero hasta Mahakam llegaban transportes koviranos de metal que servían para realizar las aleaciones. A
Kovir y Poviss les tocaba un cuarto de la extracción mundial de mena de plata, níquel, plomo, estaño y
cinc, la mitad de las extracciones de cobre y cobre nativo, tres cuartos de las extracciones de mena de
manganeso, cromo, titanio y volframio, y otro tanto de metales que sólo aparecían en forma nativa:
platino, ferroaurum, criobelito y dwimerita.
Y más del ochenta por ciento de las extracciones mundiales de oro.
El oro a cambio del que Kovir y Poviss compraban todo lo que no crecía y no se criaba en el norte.
Y lo que Kovir y Poviss no producían. No porque no pudieran ni supieran. No merecía la pena. El
artesano de Kovir o Poviss, hijo o nieto de emigrante que llegara aquí con el saco al hombro, ganaba
ahora cuatro veces más que su confráter de Redania o Temería.
Kovir comerciaba y quería comerciar con todo el mundo, a una escala cada vez mayor. No pudo.
Radowid III fue coronado rey de Redania. Con su bisabuelo Radowid el Grande le ligaba el nombre
y también la avaricia y la codicia. Aquel rey, por sus lameculos y hagiógrafos llamado el Atrevido, y por
todos los demás el Pelirrojo, se dio cuenta de lo que antes nadie había querido darse cuenta. ¿Por qué del
gigantesco comercio que Kovir llevaba a cabo Redania no se llevaba ni un real? Pues si Kovir no es más
que un insignificante condado, un feudo, pequeña joyita en la corona redana. ¡Era hora de que el vasallo
kovirano comenzara a servir a su soberano!
Al poco surgió una maravillosa ocasión. Redania tuvo un conflicto fronterizo con Aedirn, se
trataba, como de costumbre, del valle del Pontar.
Radowid III decidió echar mano a las armas y comenzó a prepararse. Promulgó un impuesto
especial para la guerra llamado el «diezmo de Pontar». Habían de pagarlo todos los súbitos y vasallos.
Todos. El infante de Kovir también. El Pelirrojo se frotaba las manos. ¡Diez por ciento de los ingresos de
Kovir, esto sí que era algo bueno!
Hasta Pont Vanis, del que se pensaba que era un villorrio de murallas de madera, se fueron los
enviados redanos. Cuando volvieron comunicaron al Pelirrojo unas nuevas asombrosas.
Pont Vanis no es un villorrio. Es una ciudad enorme, la capital de verano del reino de Kovir, cuyo
gobernante, el rey Gedovius, envía al rey Radowid la siguiente repuesta:
El reino de Kovir no es vasallo de nadie. Las pretensiones y las reclamaciones de Tretogor carecen
de fundamento y se apoyan en una ley que es letra muerta, que nunca tuvo vigor. Los reyes de Tretogor
no fueron nunca soberanos de Kovir, porque los señores de Kovir, lo que es fácil de comprobar en los
anales, nunca pagaron tributo a Tretogor, ni cumplieron obligaciones militares ni, lo que es más
importante, nunca fueron invitados a las celebraciones de las fiestas nacionales. Ni a ninguna otra.
Gedovius, rey de Kovir —transmitieron los enviados— lo siente mucho, pero no puede reconocer al
rey Radowid como señor y soberano, ni mucho menos pagarle el diezmo. No puede tampoco hacerlo
ninguno de los vasallos ni enfiteutas que rindan vasallaje exclusivo al señorío de Kovir.
En una palabra: que Tretogor tenga cuidado de su nariz y no la meta en los asuntos de Kovir, reino
independiente.
El Pelirrojo estalló en una fría cólera. ¿Reino independiente? ¿Extranjero? Bien, pues entonces
vamos a hacer con Kovir como con un reino extranjero.

151
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Redania y Kaedwen y Temería, obligados por el Pelirrojo, aplicaron a Kovir una aduana retorsiva y
un derecho de almacenaje sin piedad. Un mercader de Kovir que viajara hacia el sur tenía que exponer
sus mercancías, lo quisiera o no, en alguna ciudad redana y venderlas. O regresar. La misma obligación
afectaba al mercader del lejano sur que tuviera intenciones de dirigirse a Kovir.
De las mercancías que Kovir transportaba por el mar, sin tocar en puertos redanos o temerios,
Redania exigía unos derechos de aduana dignos de un pirata. Los barcos koviranos, por supuesto, no
querían pagar, sólo pagaban aquéllos que no conseguían huir. En aquel juego del gato y el ratón
comenzado en el mar, pronto se llegó a un incidente. Un patrullero redaño intentó arrestar a un mercader
kovirano, aparecieron dos fragatas de Kovir, el patrullero ardió. Hubo víctimas.
La gota colmó el vaso. Radowid el Pelirrojo decidió enseñar modales a su vasallo desobediente. Un
ejército redaño compuesto de cuatro mil hombres atravesó el río Braa, y el cuerpo expedicionario de
Kaedwen avanzó hacia Caingorn.
Al cabo de una semana, los dos mil redanos que habían logrado sobrevivir cruzaban la frontera en
dirección contraria y los miserables restos del cuerpo kaedweno se arrastraron hacia casa por los
desfiladeros de las Montañas del Milano. Así se aclaró el último objetivo para el que había servido el oro
de las montañas del norte. El ejército estable de Kovir lo constituían veinticinco mil profesionales duchos
en guerras —y atracos—, condottieros sacados de los más lejanos rincones del mundo,
incondicionalmente fieles a la corona kovirana gracias una soldada de generosidad nunca vista y una
pensión de vejez garantizada por contrato. Dispuestos a enfrentarse a cualquier peligro por recompensas
de generosidad nunca vista, pagadas por cada batalla ganada. A estos ricos soldados por su parte, los
dirigían unos caudillos experimentados en la guerra, llenos de talento y —ahora— muy ricos. A estos
caudillos el Pelirrojo y el rey Benda de Kaedwen los conocían muy bien: eran los mismos que no hacía
tanto tiempo habían estado sirviendo en sus propios ejércitos pero que, inesperadamente, habían pasado a
la reserva y se habían ido al extranjero.
El Pelirrojo no era tonto y sabía aprender de sus errores. Calmó a los agitados generales que exigían
una cruzada, no prestó oídos a los mercaderes que exigían un bloqueo económico, mitigó a Benda de
Kaedwen, que anhelaba sangre y venganza por la destrucción de su unidad de élite. El Pelirrojo inició
negociaciones. No le contuvo ni siquiera la humillación, una piedra de molino que tuvo que tragar: Kovir
accedió a las negociaciones pero en su territorio, en Lan Exeter. La montaña tenía que venir al profeta.
Acudieron entonces a Lan Exeter como suplicantes, pensó Dijkstra, envolviéndose en su capa.
Como humillados pedigüeños. Exactamente como hoy.
La escuadra redana entró en el golfo de Praxeda y se dirigió hacia la playa kovirana. Desde la
cubierta del buque insignia Alata, Radowid el Pelirrojo, Benda de Kaedwen y el jerarca de Novigrado,
que les acompañaba en papel de mediador, contemplaron con asombro el rompeolas que surgía del mar y
sobre el que se alzaban los muros y rechonchas torres de la fortaleza que defendía la entrada a la ciudad
de Pont Vanis. Y navegando hacia el norte, en dirección a la desembocadura del río Tango, los reyes
vieron puerto tras puerto, astillero tras astillero, embarcadero tras embarcadero. Vieron un bosque de
mástiles y un océano blanco de velas que hasta hería los ojos. Kovir, resultaba, ya tenía listo el remedio
contra bloqueos, retorsiones y guerras aduaneras. Kovir estaba dispuesto, evidentemente, a controlar los
mares.
El Alata entró en la amplia boca del río Tango y echó el ancla en las bocas de piedra del antepuerto.
Pero a los reyes, para su asombro, todavía les esperaba un viaje por el agua. La ciudad de Lan Exeter no
tenía calles, sino canales. Entre ellos, el Gran Canal, arteria principal y eje de la metrópolis, que conducía
directamente desde el puerto hasta la residencia del monarca. Los reyes se trasladaron a una galera
decorada con guirnaldas escarlatas y doradas y con un escudo en el que el Pelirrojo y Benda, para su
asombro, reconocieron el águila redana y el unicornio kaedweno.
Mientras navegaban por el Gran Canal, los reyes y su cohorte miraban a su alrededor y guardaban
silencio. En realidad convendría decir que se habían quedado mudos. Se habían equivocado al pensar que
sabían lo que era riqueza y pompa, que no se les iba a poder sorprender con muestras de bienestar y
demostraciones de lujo.
152
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Navegaban por el Gran Canal e iban dejando a un lado el imponente edificio del Almirantazgo, la
sede del Gremio de Mercaderes. Navegaban a través de un bulevar repleto de una multitud multicolor y
bien vestida. Navegaban entre una hilera de palacios de nobles y casonas de mercaderes que se reflejaban
en el agua del canal en un arco iris de fachadas hermosamente adornadas pero increíblemente estrechas. En
Lan Exeter se pagaba impuestos por la longitud de la fachada; cuanto más ancha, más se incrementaba el
impuesto.
En las escaleras que bajaban hasta el canal del Palacio de Ensenada, residencia de invierno del
monarca y que era el único edificio de fachada ancha, esperaba ya el comité de bienvenida y la pareja real:
Gedovius, señor de Kovir, y su esposa, Gemma. La pareja recibió a los recién llegados con cortesía,
amabilidad y... de modo bastante atípico. Querido tío, le dijo Gedovius a Radowid. Querido abuelito, sonrió
Gemma en dirección a Benda. Gedovius era al fin y al cabo un troideno. Gemma, por su parte, resultó que
provenía del linaje de la revoltosa Aideen, que había huido de Kaedwen y por cuyas venas corría sangre de
los reyes de Ard Carraigh.
El comprobar el parentesco enmendó los ánimos y despertó simpatía pero no ayudó en las
negociaciones. Los «niños» dijeron en pocas palabras lo que querían, los «abuelos» escucharon. Y firmaron
un documento que luego fue llamado por la posteridad Primer Tratado de Exeter. Para diferenciarlo de los
que luego se firmaron, el Primer Tratado llevaba también un apelativo extraído de las primeras palabras de
su preámbulo: Mare Liberum Apertum.
El mar es libre y abierto. El comercio es libre. El beneficio es sagrado. Ama al comercio y al beneficio
del prójimo como al tuyo propio. Obstaculizarle a alguien el comerciar y obtener beneficio es una violación
de las leyes de la naturaleza. Y Kovir no es vasallo de nadie. Es un reino independiente, autónomo y neutral.
No daba la impresión de que Gedovius y Gemma quisieran hacer —aunque sólo fuera por cortesía—
una concesión, siquiera la más pequeña, para salvar el honor de Radowid y Benda. Y sin embargo la
hicieron. Aceptaron que Radowid el Pelirrojo —de por vida— usara en los documentos oficiales el título de
rey de Kovir y Poviss y Benda —de por vida— el título de rey de Caingorn y Malleore.
Por supuesto, con la advertencia de «non preiudicando».
Gedovius y Gemma gobernaron durante veinticinco años. La rama real de los troidenos se acabó con
su hijo, Gerard. Al trono kovirano subió Estéril Thyssen. El fundador de la casa de los Thyssen.
Al cabo de poco tiempo, los reyes de Kovir estuvieron ligados por lazos de sangre con el resto de
las dinastías del mundo. Observaron con firmeza la letra de los tratados de Exeter. Nunca se mezclaron en
los asuntos de los vecinos. Nunca intentaron hacerse con una sucesión ajena, aunque más de una vez las
vueltas de la historia hicieron que el rey o el príncipe de Kovir tuviera todas las razones para considerarse
con derecho a suceder al trono de Redania, de Aedirn, de Kaedwen, Cidaris o incluso hasta de Verden o
Rivia. Nunca el poderoso Kovir intentó anexiones territoriales ni conquistas, no envió nunca cañoneras
armadas de catapultas y balistas a aguas territoriales extranjeras. Nunca usurpó para sí el privilegio del
«dominio sobre las olas». A Kovir le bastaba con el Mare Liberum Apertum, un mar libre y abierto para el
comercio. Kovir profesaba la religión del comercio y el beneficio.
Y una absoluta e imperturbable neutralidad.
Dijkstra se colocó el cuello de castor de su capa para proteger la nuca del viento y las gotas de
lluvia que caían. Miró a su alrededor, sacado de su ensoñación. El agua del Gran Canal parecía negra. En
el celaje y la niebla hasta el edificio del Almirantazgo, el orgullo de Lan Exeter, tenía un aspecto
cuartelero. Hasta las casonas de los mercaderes habían perdido su acostumbrado esplendor, y sus
estrechas fachadas parecían más estrechas de lo normal. O puede que hasta sean más estrechas, joder,
pensó Dijkstra. Si el rey Esterad ha subido los impuestos, los avaros poseedores de las casonas podrían
haber estrechado las fachadas.
—¿Hace mucho que tenéis este tiempo de perros, excelencia? —preguntó por preguntar, por romper
aquel molesto silencio.
—Desde mitad de septiembre, conde —respondió el embajador—. Desde la luna llena. Se anuncia
un invierno tempranero. En Talgar ya han caído las primeras nieves.

153
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Pensaba que en Talgar las nieves nunca se fundían —dijo Dijkstra.


El embajador le miró como asegurándose de que era una broma y no ignorancia.
—En Talgar —bromeó también— el invierno comienza en septiembre y termina en mayo. Las otras
estaciones del año son primavera y otoño. Hay también verano... Suele caer en el primer martes después
de la nueva de agosto. Y dura hasta el miércoles por la mañana...
Dijkstra no se rió.
—Pero incluso allí —el rostro del embajador se nubló— la nieve al final de octubre es un hecho
desacostumbrado.
El embajador, como la mayor parte de la aristocracia redaría, no soportaba a Dijkstra. La obligación
de hospedar y atender al maestro de espías la consideraba un desprecio personal y el hecho de que el
Consejo de Regencia le encargara de las negociaciones con Kovir a Dijkstra y no a él era una afrenta
mortal. Lo enfurecía que él, De Ruyter, de la rama más famosa del linaje de los ruyteros, barón desde
hacía nueve generaciones, hubiera de llamar conde a ese malcriado y advenedizo. Pero como
experimentado diplomático escondía maravillosamente su resentimiento.
Los remos se alzaban y caían rítmicamente, la nave se deslizaba veloz por el Canal. Justo estaban
pasando al lado del Palacio de Cultura y Arte, pequeño pero construido con gusto.
—¿Vamos a Ensenada?
—Sí, conde —confirmó el embajador—. El ministro de asuntos exteriores señaló que desea
entrevistarse con vos inmediatamente después de vuestra llegada, por eso os conduzco directamente a
Ensenada. Por la tarde mandaré un bote a palacio, puesto que desearía invitaros a la cena...
—Haga el favor su excelencia de perdonarme —le interrumpió Dijkstra—, pero las obligaciones no
me permiten aceptar. Tengo muchos asuntos que resolver y poco tiempo, habrá que solventarlos a costa
de los placeres. Cenaremos en otra ocasión. En tiempos más felices y tranquilos.
El embajador se inclinó y respiró subrepticiamente con alivio.
Entró en Ensenada, por supuesto, por una puerta trasera. De lo que se alegró mucho. A la entrada
principal de la residencia de invierno del monarca, situada bajo un frontón maravilloso apoyado en
esbeltas columnas, se accedía directamente desde el Gran Canal por medio de unas escaleras de mármol
blanco, imponentes pero malditamente largas. Las escaleras que conducían a una de las numerosas
puertas traseras eran muchísimo menos impactantes pero también mucho más fáciles de culminar. Pese a
ello, Dijkstra, según andaba, se mordía los labios y maldecía por lo bajo para que no le escucharan los
guardias, lacayos y el mayordomo que le escoltaban.
En el interior del palacio esperaban más escaleras y otra subida. Dijkstra maldijo otra vez a media
voz. Seguramente la humedad, el frío y la incómoda posición en la barca habían hecho que su pie,
destrozado y curado a base de magia, comenzara a hacer notar su presencia con un sordo y desagradable
dolor. Y malos recuerdos. Dijkstra apretó los dientes. Sabía que al causante de sus sufrimientos, al brujo,
también le habían roto los huesos. Abrigaba la esperanza de que al brujo también le dolieran y le deseaba
de todo corazón que le dolieran lo más largo y más fuerte posible.
En el exterior habían caído ya las tinieblas, los pasillos de Ensenada estaban oscuros, los caminos
que Dijkstra recorrió detrás del silencioso mayordomo estaban alumbrados, sin embargo, por una línea de
lacayos con velas no excesivamente densa. Delante de las puertas de madera a las que le condujo el
mayordomo había unos guardias con alabardas, tensos y rígidos como si les hubieran metido en el culo la
alabarda de reserva. Allí había muchos más lacayos con velas, la claridad hasta hería los ojos. Dijkstra se
asombró un tanto de la pompa con que lo recibieron.
Entró en la habitación y al momento dejó de asombrarse. Hizo una profunda reverencia.
—Bienvenido, Dijkstra —dijo Esterad Thyssen, rey de Kovir, Poviss, Narok, Velhad y Talgar—.
No te quedes en la puerta, ven acá, más cerca. Deja a un lado la etiqueta, esto no es una audiencia oficial.
—Mi señora.

154
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

La mujer de Esterad, la reina Zuleyka, respondió a su reverencia llena de respeto con una ligera
inclinación de la cabeza y sin dejar de hacer ganchillo.
Aparte de la pareja real no había ni un alma en la habitación.
—Cierto. —Esterad advirtió la mirada—. Hablaremos a cuatro, perdón, a seis ojos. Me da a mí la
sensación que va a ser mejor.
Dijkstra se sentó en el escabel que le habían señalado, enfrente de Esterad. El rey tenía sobre los
hombros una capa carmesí con adornos de armiño y en la cabeza un chapeau de terciopelo que conjugaba
con la capa. Como todos los hombres del clan de los thyssenios, era alto, bien formado y de una belleza
un poco salvaje. Siempre tenía un aspecto fuerte y saludable, como un marinero que acabara de volver del
mar, hasta parecía que emanara de él un aroma a agua marina y frío viento salado. Como con todos los
thyssenios, era difícil adivinar la edad exacta del rey. Mirando sus cabellos, su tez y sus manos —los
lugares que más inequívocamente hablan de la edad— se le podía dar a Esterad como unos cuarenta y
cinco años. Pero Dijkstra sabía que el rey tenía cincuenta y seis.
—Zuleyka. —El rey se inclinó hacia su mujer—. Míralo. Si no supieras que es un espía, ¿lo
creerías?
La reina Zuleyka no era muy alta, sino más bien bajita y de una falta de belleza simpática. Se vestía
de una forma bastante típica para las mujeres de su belleza, consistente en elegir tales elementos de vestir
que no permitieran a nadie pensar que no era su propia abuela. Este efecto lo conseguía Zuleyka a base de
llevar vestidos amplios, informes y de tonos grises. En la cabeza llevaba un gorrillo heredado de alguna
antepasada. No usaba maquillaje alguno ni llevaba tampoco joyas.
—El Buen Libro —dijo ella con una vocecilla bajita y agradable— nos enseña que mantengamos la
moderación a la hora de juzgar al prójimo. Porque alguna vez se nos juzgará. Y por cierto no teniendo en
cuenta nuestro aspecto.
Esterad Thyssen obsequió a su mujer con una mirada cálida. Era por todos sabido que la amaba con
un amor sin fronteras, que durante veintinueve años de matrimonio no había disminuido para nada, al
contrario, ardía cada vez más. Esterad, por lo que se afirmaba, no había traicionado nunca a Zuleyka.
Dijkstra no creía demasiado en algo tan poco probable, pero él mismo había intentado tres veces poner —
más bien tender— al rey alguna agente impresionante, candidata a favorita, una maravillosa fuente de
información. No había servido de nada.
—No me gusta andarme por las ramas —dijo el rey—, por eso te voy a desvelar al punto por qué
me decidí a hablar contigo personalmente. Hay varias razones. En primer lugar, que yo sé que no
retrocedes ante el soborno. Estoy en general bastante seguro de mis servidores pero, ¿para qué ponerles
ante una prueba tan difícil, una tentación tan grande? ¿Qué mordida tenías intención de proponerle a mi
ministro de asuntos exteriores?
—Mil coronas novigradas —respondió el espía sin pestañear—. Si hubiera regateado habría llegado
hasta mil quinientas.
—Y por eso me gustas —dijo al cabo de un instante de silencio Esterad Thyssen—. Eres un maldito
hijo de puta. Me recuerdas mi propia juventud. Te miro y me veo a mí a tu edad.
Dijkstra se lo agradeció con una inclinación. Sólo era ocho años más joven que el rey. Estaba seguro
de que Esterad lo sabía perfectamente.
—Eres un maldito hijo de puta —repitió el rey, poniéndose serio—. Pero un hijo de puta honrado y
decente. Y eso es una cosa rara en estos tiempos asquerosos.
Dijkstra se inclinó de nuevo.
—Sabes —siguió Esterad—, en cada país se pueden encontrar personas que son ciegos fanáticos de
la idea de un orden social. Se entregan a esa idea, dispuestos a todo por ella. También al crimen, puesto
que según ellos el fin justifica los medios y transforma el sentido de los términos. Ellos no matan, ellos
salvaguardan el orden. Ellos no torturan, no chantajean, ellos protegen la razón de estado y luchan por el
orden. La vida del individuo, si el individuo altera el orden dado, no vale para estas gentes ni un céntimo,
ni un encogimiento de hombros. Ellos nunca llegan a ser conscientes de que la sociedad a la que sirven se
155
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

compone precisamente de individuos. Estas personas disponen de lo que se denomina una vista hacia el
futuro... y una vista así es la mejor forma de no ver a otras personas.
—Nicodemus de Boot. —Dijkstra no pudo contenerse.
—Casi, pero no del todo. —El rey de Kovir mostró sus dientes de alabastro—. Era Vysogota de Corvo.
Un filósofo y ético menos conocido, pero también muy bueno. Léelo, te lo recomiendo. Todavía quedará
algún libro en vuestro país, no los habréis quemado todos. Venga, pero al grano, al grano. Tú, Dijkstra,
también te sirves sin escrúpulos de la intriga, el soborno, el chantaje y las torturas. No pestañeas al
condenar a alguien a la muerte u ordenar un asesinato encubierto. El que hagas todo para el reino al que
sirves fielmente no te justifica ante mis ojos ni te hace más simpático. Al menos. Has de saberlo.
El espía asintió en señal de que lo sabía.
—Tú, sin embargo —siguió Esterad—, eres, como se dijo, un hijo de puta de carácter honrado. Y
por ello te aprecio y respeto, por ello te he ofrecido una audiencia privada. Por que tú, Dijkstra, teniendo
ocasión de hacerte con millones, nunca en tu vida has hecho nada en beneficio propio ni robaste ni un real
de la hacienda del estado. Ni siquiera medio real. Zuleyka, ¡mira! ¿Se ha ruborizado o sólo me lo parece?
La reina alzó la cabeza de sus labores.
—Por su modestia conoceréis su honradez —citó el prólogo del Buen Libro, aunque seguro que veía
que en el rostro del espía no se albergaba ni siquiera un rastro de rubor.
—Bueno —dijo Esterad—. Al grano. Es hora de pasar a los asuntos de estado. Él, Zuleyka, ha
atravesado el mar dirigido por un deber patriótico.
Redania, su patria, está en peligro. Después de la trágica muerte del rey Vizimir, reina el caos allí.
Redania está gobernada por una banda de aristocráticos idiotas llamada Consejo de Regencia. Esta banda,
mi Zuleyka, no va a hacer nada por Redania. En el momento de peligro huirán o se echarán como perros a
lamer las botas adornadas de perlas del emperador nilfgaardiano. Esta banda desprecia a Dijkstra porque
es un espía, asesino, advenedizo y malcriado, Pero ha sido Dijkstra quien ha cruzado el mar para salvar
Redania. Demostrando quién es al que de verdad le importa Redania.
Esterad Thyssen guardó silencio, resopló, cansado del discurso. Se colocó su chapeau carmesí
armiñado, que se le había desplazado ligeramente hacia la nariz.
—Venga, Dijkstra —siguió—. ¿Qué mal aqueja a tu reino? Excepto la falta de dinero, se ha de
entender...
—Excepto la falta de dinero —el rostro del espía era como de piedra—, nada, todos sanos, gracias.
—Aja. —El rey afirmó con la cabeza, otra vez se le desplazó el chapeau hacia la nariz y otra vez
hubo de colocarlo—. Aja. Entiendo.
«Entiendo —siguió—. Y apruebo la idea. Cuando se tiene dinero se puede uno comprar
medicamentos para cualquier dolencia. Lo importante es tener dinero. Vosotros no tenéis. Si lo tuvieras
no estarías aquí. ¿Lo he entendido bien?
—Sin faltar nada.
—¿Y cuánto es lo que necesitáis, por pura curiosidad?
—No mucho. Un millón de bisantes.
—¿No mucho? —Esterad Thyssen, con un gesto exagerado, se agarró el chapeau con las dos
manos—. ¿Que no es mucho? Ay, ay.
—Para vuestra majestad —balbuceó el espía— esta cantidad no es más que una minucia...
—¿Una minucia? —El rey soltó el chapeau y alzó las manos hacia el techo—. ¡Ay, ay! Un millón
de bisantes es una minucia, ¿has oído lo que dice, Zuleyka? ¿Y sabes tú, Dijkstra, que tener un millón y
no tener un millón, son, sumados, dos millones? Yo entiendo, yo comprendo que tú y Filippa Eilhart
buscáis febrilmente un plan para defenderos de Nilfgaard, pero, ¿qué es lo que queréis? ¿Comprar todo
Nilfgaard o qué?

156
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Dijkstra no respondió. Zuleyka hacía ganchillo con afán. Esterad, durante un momento, fingió estar
admirando las mujeres desnudas pintadas en el techo.
—Venga, ven. —Se levantó de pronto, le hizo una señal al espía.
Se acercaron a un gigantesco cuadro que representaba al rey Gedovius sentado en un caballo gris y
señalándole al ejército con un cetro algo que no estaba en el lienzo, seguramente la dirección correcta.
Esterad rebuscó en su bolsillo una varita dorada, tocó con ella el marco de la pintura, pronunció un
encantamiento a media voz. Gedovius y el caballo gris desaparecieron y en su lugar apareció un mapa
plástico del mundo conocido. El rey tocó con la varita un alfiler de plata al borde del mapa y cambió
mágicamente la escala, acercando la parte visible del mundo al valle del Yaruga y los Cuatro Reinos.
—Lo azul es Nilfgaard —aclaró—. Lo rojo sois vosotros. ¿Qué coño miras? ¡Mira aquí!
Dijkstra apartó la vista de otros cuadros, en su mayoría actos y escenas marineras. Se preguntaba
cuál de ellos sería el camuflaje hechiceril para otro de los famosos mapas de Esterad, ése en el que se
mostraba el espionaje comercial y militar de Kovir, toda la red de informadores comprados y personas
chantajeadas, confidentes, contactos operacionales, saboteadores, asesinos a sueldo, agentes durmientes y
residentes legales. Sabía que existía tal mapa, hacía tiempo que buscaba sin fortuna cómo llegar a él.
—Los rojos sois vosotros —repitió Esterad Thyssen—. Tiene mal aspecto, ¿no?
Malo, reconoció Dijkstra para sí. Últimamente no hacía más que mirar mapas estratégicos, pero
ahora, en aquel mapa plástico de Esterad, la situación parecía todavía peor. Los cuadraditos azules se
componían en la forma de unas terribles fauces de dragón, listas en cualquier momento para atrapar y
destrozar con sus dientes a los pobres cuadraditos rojos.
Esterad buscó con la mirada algo que le pudiera servir como puntero para el mapa, sacó por fin un
adornado florete de la panoplia que tenía más cerca.
—Nilfgaard —comenzó su lección, señalando con el florete lo que hacía falta— atacó a Lyria y
Aedirn usando como casus belli el ataque al fuerte fronterizo de Glevitzingen. No voy a darle vueltas a
quién de verdad atacó Glevitzingen y disfrazado de qué. También considero falto de sentido el
preguntarse en cuántos días u horas la acción armada de Emhyr precedió a una empresa análoga de
Aedirn y Temería. Eso se lo dejo a los historiadores. Más me interesa la situación actual y lo que vendrá
mañana. En este momento, Nilfgaard está en el Dol Angra y en Aedirn, protegido por un estado tapón en
la forma del dominio élfico de Dol Blathanna, el cual tiene frontera con la parte de Aedirn que el rey
Henselt de Kaedwen, por hablar pintorescamente, arrancó de la boca a Emhyr y devoró él mismo.
Dijkstra no hizo ningún comentario.
—Dejo también a los historiadores la valoración moral de la actuación del rey Henselt —siguió
Esterad—. Pero una mirada al mapa basta para ver que, con la anexión de la Marca del Norte, Henselt le
cortó el camino a Emhyr hacia el valle del Pontar. Protegió el flanco de Temería. Y también el vuestro,
redaños. Debierais agradecérselo.
—Se lo agradecí —murmuró Dijkstra—. Pero por lo bajito. En Tretogor hospedamos al rey
Demawend de Aedirn. Y Demawend tiene una valoración moral bastante definida de la actuación del rey
Henselt. Acostumbra a expresarla en cortas pero sonoras palabras.
—Me lo imagino. —El rey de Kovir afirmó con la cabeza—. Dejemos esto por un momento,
miremos al sur, al río Yaruga. Al atacar el Dol Angra, Emhyr se aseguró al mismo tiempo el flanco
firmando una paz separada con Foltest de Temería. Pero inmediatamente después de terminar las
actividades bélicas en Aedirn, el emperador rompió el pacto sin ceremonias y atacó Brugge y Sodden.
Con su cobarde pacto Foltest consiguió dos semanas de paz. Más exactamente: dieciséis días. Y hoy es el
veintiséis de octubre.
—Lo es.
—Así que el estado de las cosas a veintiséis de octubre es el siguiente: Brugge y Sodden ocupados.
Las fortalezas de Razwan y Mayena han caído. El ejercito de Temería vencido en la batalla de Maribor,
empujado hacia el norte. Maribor sitiado. Esta mañana todavía resistía. Pero ya es de noche, Dijkstra.

157
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Maribor resistirá. Los nilfgaardianos no han conseguido ni siquiera cerrar el círculo.


—Cierto. Fueron demasiado lejos, alargaron demasiado la línea de aprovisionamientos, dejan un
flanco peligrosamente al descubierto. Antes del invierno desistirán del bloqueo, retrocederán más cerca
del Yaruga, acortarán el frente. Pero, ¿qué pasará en la primavera, Dijkstra? ¿Qué pasará cuando la hierba
salga de por debajo de la nieve? Acércate. Mira el mapa.
Dijkstra miró.
—Mira al mapa —repitió el rey—. Te diré lo que va a hacer en la primavera Emhyr var Emreis.
—Con la primavera comenzará una ofensiva a una escala nunca vista —proclamó Carthia van
Canten, mientras arreglaba ante el espejo sus rizos de oro—. Oh, sé que es una información en sí poco
sensacional, que las mozas en los lavaderos de los pueblos se amenizan la colada contándose historias de
la ofensiva de primavera.
Assire var Anahid, aquel día excepcionalmente enfadada e impaciente, consiguió sin embargo
contenerse y no expresar la pregunta de por qué en ese caso le molestaba con unas informaciones tan
poco importantes. Pero conocía a Cantarella. Si Cantarella comenzaba a hablar de algo, entonces tenía
razones para ello. Y solía terminar sus narraciones con conclusiones a juego.
—Yo, sin embargo, sé más que el vulgo —continuó Cantarella—. Vattier me contó todo, todo el
desarrollo del consejo ante el emperador. Y además trajo consigo toda una carpeta de mapas que estuve
contemplando cuando se durmió... ¿Sigo hablando?
—Por supuesto. —Assire entrecerró los ojos—. Por favor, querida mía.
—La dirección principal del ataque es, por supuesto, Temería. La frontera del río Pontar, la línea de
Novigrado-Wyzima-Ellander. Atacará el grupo de ejército Miércoles, bajo mando de Merino Coehoom.
El flanco lo protegerá el grupo de ejército Oriente, que atacará desde Aedirn al valle del Pontar y
Kaedwen...
—¿A Kaedwen? —Assire alzó las cejas—. ¿Acaso éste es el fin de la frágil amistad sellada a base de
repartirse el botín?
—Kaedwen le amenaza el flanco derecho. —Carthia van Canten abrió ligeramente sus labios llenos.
Su boca de muñequita estaba en un terrible contraste con las cosas tan inteligentes que estaba diciendo—.
El ataque tendrá carácter preventivo. Un destacamento del grupo de ejército Oriente ha de atacar al ejército
del rey Henselt y sacarle de la cabeza cualquier eventual ayuda para Temería.
»A1 oeste —siguió la rubia— atacará el grupo de operaciones Verden, con la tarea de controlar
Cidaris y cerrar el bloqueo de Novigrado, Gors Velen y Wyzima. El estado mayor cuenta con la necesidad
de sitiar las tres fortalezas.
—No has mencionado los nombres de los jefes de ambos grupos de ejército.
—El del grupo Oriente, Ardal aep Dahy. —Cantarella sonrió levemente—. El del grupo Verden,
Joachim de Wett.
Assire alzó las cejas.
—Curioso —dijo—. Dos príncipes enfadados por haber eliminado a sus hijas de los planes
matrimoniales de Emhyr. Nuestro emperador es o muy ingenuo o muy listo.
—Si Emhyr sabe algo del complot de los príncipes —dijo Cantarella—, entonces no es por Vattier.
Vattier no le dijo nada.
—Sigue hablando.
—La ofensiva tiene una escala hasta ahora nunca vista. En total, sumando destacamentos de línea,
reserva, servicios de ayuda y de retaguardia, en la operación tomarán parte más de treinta mil personas. Y
elfos, ha de entenderse.
—¿Fecha de comienzo?
—No se ha señalado. El problema principal es el aprovisionamiento. Y el problema del
aprovisionamiento es el estado de los caminos. Nadie es capaz de prever cuándo se terminará el invierno.

158
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¿Y de qué más habló Vattier?


—Se quejó, pobrecillo. —Los dientes de Cantarella relucieron—. El emperador de nuevo lo humilló y
amonestó. Delante de otros. Y otra vez a causa de la desaparición misteriosa de Stefan Skellen y todo su
destacamento. Emhyr llamó torpe públicamente a Vattier, le dijo que era jefe de un servicio que en vez de
conseguir que la gente desaparezca sin dejar rastro, se quedan estupefactos con tales desapariciones.
Construyó sobre este tema un retruécano bastante malvado que Vattier no consiguió repetir por completo.
Luego el emperador, en broma, le preguntó a Vattier si esto no significaba que se había formado otra
organización secreta, encubierta hasta de él. Es astuto nuestro emperador. Ha estado cerca.
—Cerca —murmuró Assire—. ¿Qué más, Carthia?
—El agente que Vattier tenía en el destacamento de Skellen y que también ha desaparecido se
llamaba Neratin Ceka. Vattier debía de valorarlo muchísimo, porque está extraordinariamente furioso por
su desaparición.
Yo también estoy furiosa, pensó Assire, por la desaparición de Jediah Mekesser. Pero yo, a
diferencia de Vattier de Rideaux, voy a saber pronto qué es lo que pasó.
—¿Y Rience? ¿Vattier no lo volvió a ver?
—No. No dijo nada.
Ambas guardaron silencio durante un instante. El gato en las rodillas de Assire ronroneó muy
fuerte.
—Doña Assire.
—Dime, Carthia.
—¿Voy a tener que seguir interpretando mucho tiempo el papel de amante tonta? Me gustaría
volver a estudiar, dedicarme al trabajo científico...
—No mucho más —la interrumpió Assire—. Pero todavía un poquito. Aguanta, niña.
Cantarella suspiró.
Terminaron de hablar y se despidieron. Assire var Anahid echó al gato del sillón, leyó otra vez la
carta de Fringilla Vigo, que estaba en Toussaint. Se quedó absorta en sus pensamientos, porque la carta le
había intranquilizado. Leía algo entre líneas que podía sentir, pero que no aprehendía. Era ya más de
medianoche cuando Assire var Anahid, hechicera nilfgaardiana, puso en marcha el megascopio y realizó
una telecomunicación con el castillo de Montecalvo, en Redania.
Filippa Eilhart estaba en un camisón cortito de tirantes finitos y en las mejillas y el escote tenía
huellas de labios. Assire, con un enorme esfuerzo de voluntad, contuvo un gesto de desagrado. Nunca,
pero nunca, conseguiré entender esto. Y tampoco quiero entenderlo.
—¿Podemos hablar libremente?
Filippa realizó con la mano un amplio gesto, se rodeó con una esfera mágica de discreción.
—Ahora sí.
—Tengo información —comenzó seca, Assire—. En sí no es muy sensacional, hasta las mozas en
los lavaderos hablan de ello. En cualquier caso...
—Toda Redania —dijo Esterad Thyssen, mirando su mapa— puede en este momento alistar treinta
y cinco mil soldados de línea, de ellos cuatro mil son caballería pesada. En números redondos, por
supuesto.
Dijkstra afirmó con la cabeza. La cifra era absolutamente precisa.
—Demawend y Meve tenían un ejército parecido. Emhyr los deshizo en veintiséis días. Lo mismo
les sucederá a los ejércitos de Redania y Temería si no os reforzáis. Apruebo vuestra idea, Dijkstra, tuya y
de Filippa Eilhart. Os son necesarios soldados. Os hacen falta soldados de caballería experimentados,
bien entrenados y bien equipados. Os hace falta una caballería de un millón de bisantos.
El espía confirmó con un movimiento de cabeza que tampoco a aquella cuenta se le podía poner
ninguna pega.
159
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Como tú sin duda alguna sabes —siguió el rey con sequedad—, Kovir siempre fue neutral y
siempre lo será. Un tratado nos enlaza con el imperio de Nilfgaard, firmado por mi abuelo, Estéril
Thyssen, y el emperador Fergus var Emreis. La letra de ese tratado no permite a Kovir apoyar a los
enemigos de Nilfgaard con ayuda militar. Ni dinero ni tropas.
—Cuando Emhyr var Emreis acabe con Temería y Redania —carraspeó Dijkstra—, entonces
mirará hacia el norte. Emhyr no va a tener suficiente. Puede resultar que vuestro tratado de pronto no
vaya a valer ni un pimiento. No hace mucho que hemos hablado de Foltest de Temería, cuyos tratados
con Nilfgaard no le sirvieron más que para comprar dieciséis días de paz...
—Oh, querido —se burló Esterad—. Así no se debe argumentar. Los tratados son como el
matrimonio: no se los hace pensando en traicionar, y cuando se los hace, no se sospecha. Y al que no le
guste pues que no se case. Porque no se puede ser cornudo sin estar casado, pero reconocerás que el
miedo a los cuernos es una explicación triste y bastante ridícula para un celibato obligado. Y los cuernos
en el matrimonio no son un tema para reflexiones del tipo qué pasaría si... Mientras no se llevan cuernos,
no se toca ese tema, y si se llevan, entonces no hay de qué hablar. Y hablando de cuernos, ¿cómo le va al
marido de la hermosa Marie, el marqués de Mercey, ministro del tesoro redano?
—Vuestra majestad —se inclinó rígido— tiene informadores dignos de envidia.
—Ciertamente, los tengo —reconoció el rey—. Te asombrarías de cuántos y cuan honorables. Pero
tampoco tú tienes que avergonzarte de los tuyos. Los que tienes en mis palacios, aquí y en Pont Vanis.
Oh, doy mi palabra de que cada uno de ellos se merece la más alta nota.
Dijkstra ni siquiera pestañeó.
—Emhyr var Emreis —continuó Esterad, mirando las ninfas del techo— también tiene algunos
agentes buenos y bien asentados. Por eso repito: la razón de estado de Kovir es la neutralidad y la regla de
«pacta sunt servanda». Kovir no viola los tratados. Kovir no los viola ni siquiera para preceder a la
violación del pacto por la otra parte.
—Me atrevo a advertir —dijo Dijkstra— de que Redania no intenta convencer a Kovir de que viole
los pactos. Redania no intenta conseguir de ninguna forma un pacto o una ayuda militar de Kovir contra
Nilfgaard. Redania quiere... tomar prestada una pequeña suma, que devolveremos...
—Ya estoy viendo cómo la vais a devolver —le interrumpió el rey—. Pero esto son reflexiones en
el aire porque no os vamos a prestar ni un duro. Y ahórrame manejos hipócritas, Dijkstra, porque te pegan
como a un lobo un babero. ¿Tienes algún otro argumento, serio, inteligente y certero?
—No tengo.
—Has tenido suerte de haberte hecho espía —dijo Esterad Thyssen al cabo de un instante de
silencio—. En el comercio no hubieras hecho carrera.
Desde que el mundo es mundo, todas las parejas reales han tenido dormitorios separados. Los reyes
—con muy diversa frecuencia— visitaban las habitaciones de las reinas, había casos en que las reinas
visitaban inesperadamente las habitaciones de los reyes. Luego, sin embargo, los matrimonios se
separaban, yendo a sus propias habitaciones y camas.
La pareja real de Kovir también en este sentido era una excepción. Esterad Thyssen y Zuleyka
dormían siempre juntos, en un mismo dormitorio, en una enorme cama con un baldaquino enorme.
Antes de dormir, Zuleyka —poniéndose unas gafas, algo que le daba vergüenza mostrar delante de
sus súbditos— solía leer su Buen Libro. Esterad Thyssen solía hablar.
Aquella noche tampoco fue distinto. Esterad se colocó su gorro de dormir y tomó el cetro en la mano.
Le gustaba sujetar el cetro y divertirse con él, pero oficialmente no lo hacía porque temía que los súbditos le
llamasen pretencioso.
—Sabes, Zuleyka —dijo—, últimamente tengo unos sueños rarísimos. Ya no sé desde hace cuántos
días seguidos sueño con esa arpía, mi madre. Está junto a mí y repite: «Tengo una mujer para Tancredo,
tengo una mujer para Tancredo». Y me enseña a una mozuela simpática, pero muy joven. ¿Y sabes,
Zuleyka, quién es esa mozuela? Es Ciri, la nieta de Calanthe. ¿Recuerdas a Calanthe, Zuleyka?

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—La recuerdo, marido.


—Ciri —siguió hablando Esterad, jugueteando con el cetro— es la que ahora parece que se quiere
casar con Emhyr var Emreis. Un matrimonio raro, sorprendente... Así que, ¿de qué forma, diablos, podría
llegar a ser la mujer de Tancredo?
—A Tancredo —la voz de Zuleyka se cambió un tanto, como siempre cuando hablaba de su hijo— le
vendría bien una mujer. Puede que así sentara la cabeza...
—Puede... —Esterad suspiró—. Aunque lo dudo, pero pudiera ser. En cualquier caso, el matrimonio
es una posibilidad. Humm... Esa Ciri... ¡Ja! Kovir y Cintra. ¡La desembocadura del Yaruga! No suena mal,
no suena mal. No sería mala unión... Ni mala coalición... Pero si Emhyr le ha echado el ojo a la pequeña...
Sólo, ¿por qué ella precisamente se me aparece en sueños? ¿Y por qué, diablos, sueño yo estas tonterías?
En el equinoccio, recuerdas, entonces te desperté también... Brrr, qué pesadilla, me alegro de no poder
recordar los detalles... Humm... ¿Igual llamamos a algún astrólogo? ¿Una adivina? ¿Un médium?
—Doña Sheala de Tancarville está en Lan Exeter.
—No. —El rey frunció el ceño—. No quiero a esa hechicera. Demasiado lista. ¡Me crece otra Filippa
Eilhart! Estas mujeres sabias huelen demasiado a poder, no se las puede envalentonar con privilegios y
confianzas.
—Como siempre, tienes razón, marido.
—Ufff... Pero esos sueños...
—El Buen Libro —Zuleyka pasó unas cuantas páginas— dice que cuando el ser humano duerme, los
dioses le abren los oídos y le hablan. Por su parte, el profeta Lebioda enseña que al ver un sueño se ve o
bien una gran sabiduría o bien una gran estupidez. Lo importante está en saberlas reconocer.
—El matrimonio de Tancredo con la prometida de Emhyr no parece ninguna gran sabiduría —
suspiró Esterad'—. Y si hablamos de sabiduría, me alegraría muchísimo de que una me viniera en sueños.
Se trata del asunto que trajo aquí a Dijkstra. Es un asunto difícil. Porque sabes, mi queridísima Zuleyka, la
razón no permite alegrarse de que Nilfgaard suba tanto hacia el norte y esté dispuesto a conquistar
Novigrado cualquier día, porque desde Novigrado todo, incluyendo nuestra neutralidad, tiene otro aspecto
que desde el sur. Estaría bien que Redama y Temería contuvieran el avance de Nilfgaard, que devolvieran el
ataque de vuelta al Yaruga. Pero, ¿estaría bien que lo hicieran con nuestro dinero? ¿Me escuchas, querida?
—Te escucho, marido.
—¿Y qué dices de esto?
—Toda la sabiduría se encierra en el Buen Libro.
—¿Y dice tu Buen Libro qué hacer si acude un Dijkstra y te pide un millón?
—El libro —Zuleyka parpadeó desde el otro lado de sus gafas— no dice nada del indigno mammón.
Pero en uno de los pasajes se dice: dar es mayor felicidad que recibir y el ayudar al pobre con una limosna
es noble. Se dice: reparte todo y esto hará noble a tu alma.
—Y de grandes cenas están las sepulturas llenas —murmuró Esterad Thyssen—. Zuleyka, aparte de
los pasajes acerca de nobles repartos y limosneos, ¿tiene el Libro alguna sabiduría relativa a los negocios?
¿Qué dice el libro, por ejemplo, de intercambios equivalentes?
La reina se colocó los oculares y pasó rápida las páginas del incunable.
—Como Jacobo a los dioses, así los dioses a Jacobo —leyó.
Esterad guardó silencio durante un largo rato.
—¿Y puede —dijo por fin alargando las sílabas— que algo más?
Zuleyka volvió a pasar las páginas.
—Encontré —anunció de pronto— algo entre las sabidurías del profeta Lebioda. ¿Lo leo?
—Por favor.
—«Y dice el profeta Lebioda: en verdad, da al pobre en abundancia. Mas en vez de dar al pobre toda la
sandía, dale media sandía, porque al pobre pudierasele poner tonta la cabeza de la alegría».
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Media sandía —bufó Esterad Thyssen—. ¿O sea, medio millón de bisantos? ¿Y sabes, Zuleyka,
que tener medio millón y no tener medio millón ya hacen un millón entero?
—No me has dejado terminar. —Zuleyka le lanzó al marido una severa mirada desde detrás de sus
gafas—. Sigue diciendo el profeta: «Y todavía mejor dar al pobre un cuarto de sandía. Y lo mejor de todo
es conseguir que algún otro le dé la sandía al pobre. Puesto que yo os digo que siempre se encuentra
alguno que tenga una sandía y esté presto a compartirla con el pobre, si no por su nobleza, sea por cálculo
o por otra cualquiera causa».
—¡Ja! —El rey de Kovir golpeó con el cetro en la mesita de noche—. ¡De verdad, el profeta
Lebioda era un tío listo! ¿En vez de dar, conseguir que otro dé? ¡Me gusta, esas palabras son miel a mis
oídos! Busca en la sabiduría del tal profeta, mi querida Zuleyka. Estoy seguro de que todavía encontrarás
en ella algo que me permita arreglar mis problemas con Redania y el ejército que Redania quiere
organizar con mis dineros.
Zuleyka pasó las páginas del libro durante bastante rato hasta que por fin empezó a leer.
—«Díjole cierta vez al profeta Lebioda un su discípulo: enséñame, maestro, cómo he de actuar.
Antójasele a mi prójimo mi más amado perro. Si doy a mi amado perro, el corazón me estalla de pena. Si
por otro lado no lo doy, seré infeliz porque heriré a mi prójimo con la negativa. ¿Qué hacer? ¿Tienes
acaso algo, preguntó el profeta, que te guste menos que tu perro amado? Téngolo, maestro, respondió el
discípulo, un gato travieso, bichejo pellejo. Y no lo amo para nada. Y dijo el profeta Lebioda: toma el tal
gato travieso, bichejo pellejo, y regálaselo a tu prójimo. En tal caso hallarás felicidad por dos veces.
Libráraste del gato y alegrarás a tu prójimo. Puesto que la mayor parte de las veces, el prójimo no es el
regalo lo que anhela, sino ser regalado».
Esterad guardó silencio durante cierto tiempo, tenía la frente arrugada.
—¿Zuleyka? —preguntó por fin—.Pero, ¿era éste el mismo profeta?
—«Toma el tal gato travieso...»
—¡Ya lo oí la primera vez! —gritó el rey, pero se mitigó al momento—. Perdóname, querida mía.
Lo que pasa es que no entiendo mucho lo que tiene un gato...
Se calló. Y se sumió en profundas meditaciones.
Al cabo de ochenta y cinco años, cuando la situación cambió tanto que se podía hablar ya sin
peligro acerca de ciertos asuntos y personas, habló Guiscard Vermuellen, duque de Creyden, nieto de
Esterad Thyssen, hijo de su hija mayor, Gaudemunda. El duque Guiscard era un viejecillo provecto, pero
los hechos de los que había sido testigo los recordaba bien. Precisamente fue el duque Guiscard el que
reveló de dónde salió el millón de bisantes con los que Redania equipó a su caballería para la guerra con
Nilfgaard. Aquel millón no procedía, como se suponía, del tesoro de Kovir, sino de las arcas del jerarca
de Novigrado. Esterad Thyssen, reveló Guiscard, consiguió el dinero de Novigrado por su participación
en unas compañías recién formadas de comercio ultramarino. La paradoja era que aquellas compañías se
habían constituido con la activa cooperación de comerciantes nilfgaardianos... De las revelaciones del
anciano duque se desprendía que la propia Nilfgaard —en cierta medida— había pagado la organización
del ejército redaño.
—El abuelo —recordaba Guiscard Vermuellen— decía algo acerca de unas sandías, sonriendo
picaronamente. Dijo que siempre se encuentra quien quiera regalarle al pobre aunque no sea más que por
cálculo. Dijo también que dado que la propia Nilfgaard aportaba para elevar la fuerza y la capacidad
militar del ejército redaño, no podía tener quejas con respecto a otros.
»Luego —continuaba el viejecillo—, el abuelo llamó a padre, que era por entonces jefe de los
servicios secretos, y al ministro del interior. Cuando se enteraron de la orden que tenían que ejecutar, les
entró el pánico. Pues se trataba nada menos que de liberar de prisiones, campos de internamiento y
destierro a más de tres mil personas. Además, a centenares se les tenía que levantar el arresto
domiciliario.
»No, no se trataba sólo de bandidos, criminales comunes y condottieros a sueldo. La amnistía
abarcaba sobre todo a los disidentes. Entre los afectados por la amnistía se encontraban los partidarios del
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

depuesto rey Rhyd "y las gentes del usurpador Idi, sus acérrimos guerrilleros. El ministro del interior
estaba asustado, papá muy intranquilo.
»Por su parte, el abuelo —contaba el duque— se reía como si se tratara de la mejor de las bromas.
Y luego dijo, recuerdo cada palabra: «Una gran pena, señores, que no tengáis como libro de cabecera el
Buen Libro. Si lo leyerais, entenderíais las ideas de vuestro monarca. Y de este modo las ejecutaréis sin
comprenderlas. Pero no os preocupéis sin necesidad y por demasía, vuestro monarca sabe lo que se hace.
Ahora id y dejad salir a todos mis gatos traviesos, bichejos pellejos».
«Exactamente así dijo: gatos traviesos, bichejos. Y se trataba, entonces nadie podía saberlo, de los
futuros héroes, caudillos cubiertos de gloria y fama. Estos «gatos» del abuelo eran los luego famosos
condottieros: Adam «Adieu» Pangratt, Lorenzo Molla, Juan «Frontino» Guttierez... Y Julia Abatemarco,
que brilló luego en Redania como «La Dulce Casquivana»... Vosotros, jóvenes, no lo recordáis, pero en
mis tiempos, cuando jugábamos a la guerra, todo chaval quería ser «Adieu» Pangratt y cada muchacha
Julia «La Dulce Casquivana»... Y para el abuelo éstos eran gatos traviesos.
«Luego —murmuró Guiscard Vermuellen—, el abuelo me tomó de la mano y me condujo a la
terraza, en la que la abuela Zuleyka echaba de comer a las gaviotas. El abuelo le dijo... dijo...
El viejecillo poco a poco y con gran esfuerzo intentó recordad las palabras que entonces, hacía
ochenta y cinco años, el rey Esterad Thyssen dijera a su esposa, la reina Zuleyka, en una terraza del
Palacio de Ensenada que dominaba el Gran Canal.
—¿Sabes, mi queridísima esposa, que he visto todavía otra sabiduría de entre las del profeta
Lebioda? ¿Una que me da todavía una ventaja más de haber regalado mis gatos a Redania? Los gatos,
Zuleyka mía, vuelven a casa. Los gatos siempre vuelven a casa. Y cuando mis gatos vuelvan, cuando
traigan su sueldo, su botín, sus riquezas... ¡les pondré impuestos a los gatos!
Cuando el rey Esterad Thyssen habló por vez última con Dijkstra, esto tuvo lugar a solas, incluso
sin Zuleyka. Ciertamente, en el suelo de la gigantesca sala de baile jugaba un muchacho de unos diez
años, pero éste no contaba, y aparte de ello estaba tan ocupado con sus soldaditos de plomo que no
prestaba ninguna atención a los que hablaban.
—Ése es Guiscard —aclaró Esterad, señalando al muchacho con un movimiento de cabeza—. Mi
nieto, hijo de mi Gaudemunda y de ese granuja, el conde Vermuellen. Pero este pequeño, Guiscard, es la
única esperanza de Kovir si a Tancredo Thyssen le sucediera... Si algo le pasara a Tancredo...
Dijkstra conocía el problema de Kovir. Y especialmente el problema de Esterad. Sabía que a
Tancredo ya le había pasado algo. El muchacho, si acaso tuviera redaños para ser rey, como mucho
tendría para uno malo.
—Tu asunto —dijo Esterad— en el fondo está ya resuelto. Puedes comenzar ya a considerar las
formas más efectivas de uso del millón de bisantos que dentro de poco llegará al tesoro de Tretogor.
Se inclinó y a hurtadillas tomó uno de los soldaditos de plomo, chillonamente pintados, de Guiscard,
un soldado de a caballo con una lanza alzada.
—Toma esto y guárdalo bien. El que te muestre otro soldado como éste, idéntico, será mi enviado,
aunque no lo parezca, aunque no puedas dar crédito a que es uno de mis hombres y conoce el asunto de
nuestro millón. Toda otra persona será un provocador y habrás de tratarlo como a un provocador.
—Redania —Dijkstra hizo una reverencia— no olvidará esto, vuestra majestad. Yo, por mi parte, en
mi propio nombre, quiero aseguraros mi gratitud personal.
—No asegures y trae acá esos mil con los que planeabas conseguir la benevolencia de mi ministro.
¿Qué pasa, que la benevolencia de un rey no se merece un soborno?
—Vuestra majestad se rebaja...
—Se rebaja, se rebaja. Trae acá el dinero, Dijkstra. Tener mil y no tener mil...
—... sumado dan dos mil. Lo sé.
En un ala lejana de Ensenada, en una habitación de alturas mucho menores, la hechicera Sheala de
Tancarville escuchaba con atención la relación de la reina Zuleyka.
163
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Perfecto —inclinó la cabeza—. Perfecto, vuestra majestad.


—Lo hice todo tal y como me recomendasteis, doña Sheala.
—Gracias por ello. Y os aseguro otra vez que actuamos por una causa justa. Por el bien del país. Y
de la dinastía.
La reina Zuleyka carraspeó, su voz se transformó ligeramente.
—¿Y... y Tancredo, doña Sheala?
—Di mi palabra —dijo fría Sheala de Tancarville—. Di mi palabra de que a vuestra ayuda
respondería con mi ayuda. Vuestra majestad puede dormir tranquila.
—Me gustaría mucho —suspiró Zuleyka—. Mucho. Y ya que hablamos de sueños... El rey
comienza a sospechar algo. Esos sueños le sorprenden, y cuando algo le sorprende al rey, comienza a
sospechar...
—Entonces dejaré de inspirarle sueños al rey por un tiempo —prometió la hechicera—. Volvamos
al sueño de la reina, repito, debe ser muy tranquilo. El príncipe Tancredo se separará de las malas
compañías. No irá más al castillo del barón Surcratasse. Ni a casa de la señora de Lisemore. Ni a la de la
embajadora redana.
—¿No volverá a visitar a estas personas? ¿Nunca?
—Las personas mencionadas —en los oscuros ojos de Sheala de Tancarville se encendió un brillo
extraño— no se atreverán nunca más a invitar ni a embaucar al príncipe Tancredo. No se atreverán ya
nunca. Serán conscientes de las consecuencias. Garantizo mis palabras. Garantizo también que el príncipe
Tancredo volverá a estudiar y será un estudiante aplicado, un joven serio y equilibrado. Dejará también de
perseguir faldas. Perderá la pasión... hasta el momento en que le presentemos a Ciri, princesa de Cintra.
—Ah, si pudiera creer en ello. —Zuleyka dejó caer las manos, alzó los ojos—. ¡Si pudiera creerlo!
—A veces es difícil creer en el poder de la magia, vuestra majestad. —Sheala sonrió,
inesperadamente hasta para ella misma—. Y así ha de ser.
Filippa Eilhart se colocó los tirantes finitos como telas de araña de su camisón traslúcido, se limpió
del escote unas huellas de carmín. Una mujer tan inteligente y no sabe mantener las hormonas en su sitio.
—¿Podemos hablar?
Filippa se rodeó de una esfera de discreción.
—Ahora sí.
—En Kovir todo arreglado. Positivamente.
—Gracias. ¿Ya se ha ido Dijkstra?
—Todavía no.
—¿Y a qué espera?
—Mantiene una larga conversación con Esterad Thyssen. —Sheala de Tancarville frunció los
labios—. Se han caído bien el rey y el espía.
—¿Sabes ese chiste sobre el tiempo aquí, Dijkstra? Lo de que en Kovir sólo hay dos estaciones del
año...
—Invierno y agosto. Lo sé...
—¿Y sabes cómo reconocer que ya ha empezado el verano en Kovir?
—No. ¿Cómo?
—La lluvia se hace algo más cálida.
—Ja, ja.
—Bromas son bromas —dijo serio Esterad Thyssen—, pero estos inviernos que cada vez empiezan
antes y se hacen más largos me intranquilizan un poco. Esto fue profetizado. ¿Has leído, imagino, las
profecías de Itlina? Allí dice que se acercan decenas de años de interminable invierno. Algunos afirman
que se trata de alguna alegoría, pero yo albergo ciertos temores. En Kovir tuvimos una vez cuatro años de
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

invierno, mal tiempo y malas cosechas. Si no hubiera sido por una enorme importación de comestibles
desde Nilfgaard, la gente hubiera comenzado a morir de hambre en masa. ¿Te lo imaginas?
—Hablando francamente, no.
—Y yo sí. Un enfriamiento del clima puede hacernos pasar hambre a todos. Y el hambre es un
enemigo con el que es malditamente difícil luchar.
El espía afirmó con la cabeza, pensativo.
—¿Dijkstra?
—¿Qué, vuestra majestad?
—¿Tenéis ya tranquilidad en el interior del país?
—No mucha. Pero lo intento.
—Lo sé, se habla mucho de ello. De los traidores de Thanedd, sólo ha quedado vivo Vilgefortz.
—Después de la muerte de Yennefer sí. ¿Sabéis, rey, que Yennefer resultó muerta? Murió el último
día de agosto, en unas circunstancias enigmáticas, en el famoso Abismo de Sedna, entre las islas Skellige
y el cabo de Peixe de Mar.
—Yennefer de Vengerberg —dijo Esterad muy despacio— no era una traidora. No era una aliada
de Vilgefortz. Si quieres, puedo aportarte las pruebas.
—No quiero —respondió al cabo de un instante Dijkstra—. O puede que quiera, pero no ahora.
Ahora me es más cómoda como traidora.
—Comprendo. No confíes en los hechiceros, Dijkstra. En Filippa, sobre todo.
—Nunca he confiado en ella. Pero tenemos que colaborar. Sin nosotros Redania se hundiría en el
caos y desaparecería.
—Eso es verdad. Pero si me permites un consejo, afloja un poco. Sabes de qué hablo. Cadalsos y
cámaras de tortura por todo el país, crueldades contra los elfos... Y ese horrible fuerte, Drakenborg. Sé
que lo haces por patriotismo. Pero te construyes a ti mismo una leyenda de malvado. En esa leyenda eres
un hombre lobo sediento de sangre inocente.
—Alguien ha de hacerlo.
—Y a alguien habrá que echarle la culpa. Sé que intentas ser justo, pero no serás capaz de evitar el
error, porque no se puede evitar. No se puede tampoco continuar estando limpio entre tanta sangre. Sé
que nunca has hecho daño a nadie por tus propios intereses, pero, ¿quién lo va a creer? ¿Quién lo va a
creer? Un día, la suerte te dará la espalda, te acusarán de matar a inocentes y de sacar provecho de ello. Y
la mentira se le pega al ser humano como alquitrán.
—Lo sé.
—No te darán la posibilidad de defenderte. Te cubrirán de alquitrán... luego. Después del hecho.
Cuídate, Dijkstra.
—Me cuido. No me cogerán.
—Cogieron a tu rey, Vizimir. Por lo que he oído, con un estilete, por un lado, hasta la garganta...
—Es más fácil alcanzar a un rey que a un espía. A mí no me cogerán. Nunca me cogerán.
—Y no debieran. ¿Y sabes por qué, Dijkstra? Porque, su puta madre, en este mundo tiene que haber
por lo menos algo de justicia.
Y vino un día en que ambos recordaron aquella conversación. Ambos. El rey y el espía. Dijkstra
recordó aquellas palabras de Esterad de Kovir cuando escuchaba los pasos de los asesinos que se
acercaban desde todos lados, por todos los corredores del castillo. Esterad recordó aquellas palabras de
Dijkstra en las ostentosas escaleras de mármol que llevaban desde Ensenada hasta el Gran Canal.
—Pudo haber luchado. —Los ojos nublados, ciegos, de Guiscard Vermuellen estaban clavados en
el abismo de sus recuerdos—. Sólo eran tres conjurados, el abuelo era un hombre fuerte. Pudo haber
luchado, haberse defendido hasta el momento en que llegara la guardia. Pudo simplemente haber huido.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Pero allí estaba la abuela Zuleyka. El abuelo cubrió y protegió a Zuleyka, sólo a Zuleyka, no se cuidó de
sí mismo. Cuando por fin llegó la ayuda, Zuleyka no tenía ni un rasguño. Esterad había recibido más de
veinte puñaladas. Murió al cabo de tres horas, sin recuperar el sentido.
—¿Has leído alguna vez el Buen Libro, Dijkstra?
—No, vuestra majestad. Pero sé lo que está escrito allí.
—Yo, imagínate, ayer lo abrí al azar. Y me topé con esta frase: «En el camino a la eternidad todos
caminarán por sus propias escaleras, llevando consigo su propio bagaje». ¿Qué piensas de ello?
—Se nos acaba el tiempo, rey Esterad. Es hora de cargar con el propio bagaje.
—Cuídate, espía.
—Cuidaos, rey.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Capítulo noveno
Desde la clara y antigua villa de Assengar anduviéramos puede que unas seis centenas de leguas al
sur, al país llamado Cien Lagos. Mirando aquel país desde las alturas de un monte, viéramos muchos
lagos, los cuales ciertamente por su colocación y sucesión pudieran tenerse por dibujos de lo más
disparejo. Entre los susodichos dibujos el nuestro guía, el elfo Avallac'h, mandó buscáramos uno que
fuera ensemejante a las hojas de un trifolium. Y en verdad que el tal vimos. Aunque apareciera por fin
que no tres, sino cuatro son los lagos, puesto que uno, alargado, tendido del mediodía al septentrión,
hacía como si el tallejo de la hoja fuera. Este lago, nombrado como Tarn Mira, encuéntrase rodeado de
negra selva y a su confín del norte se eleva cierta torre incógnita. Llámase la Torre .e la Golondrina,
nómbranla los elfos en su lengua Tor Zireael.
Al pronto nada se viera, no más que la niebla. Cuando me las arreglara para platicar con el elfo
Avallac'h inquiriendo por la dicha torre, éste, haciendo señal de callar la boca, estas palabras dijera:
«Esperar y tener esperanza. La esperanza vuelve con la luz y con los buenos presagios. Vigilad el agua
sin límites, puesto que allá veréis los embajadores de la buena nueva».
Buyvid Backhuysen, Peregrinaciones por sendas y lugares mágicos
Este libro es desde el principio al final un humbug. Las ruinas del lago Tarn Mira han sido
investigadas muchas veces. No son mágicas, en contra de los enunciados de B. Backhuysen; no pueden
entonces ser los restos de la legendaria Torre de la Golondrina.
Ars mágica, ed. XIV

—¡Que vienen! ¡Que vienen!


Yennefer se sujetó con las dos manos los cabellos agitados por el húmedo viento. Estaba junto a la
balaustrada de las escaleras, intentando apartarse del camino de las mujeres que corrían hacia la orilla.
Empujada por un viento del oeste, la marejada se estrellaba con estruendo contra la orilla, blancas flechas
de espuma salían disparadas cada poco tiempo de las grietas entre las rocas.
—¡Que vienen! ¡Que vienen!
Desde las terrazas superiores de la ciudadela de Kaer Trolde, la fortaleza principal de Ard Skellig,
se veía casi todo el archipiélago. En frente, al otro lado del estrecho, se extendía An Skellig, llana y baja
en su extremo sur, rocosa y quebrada por fiordos en su parte norte, que no se podía ver desde allí. A la
izquierda, lejos, rompía las olas con los agudos colmillos de sus escollos la alta y verde Spikeroog, con
sus montañas de cumbres escondidas entre las nubes. A la derecha se veían los abruptos acantilados de la
isla de Undvik, plagada de gaviotas, petreles, cormoranes y alcatraces. Desde detrás de Undvik se elevaba
el boscoso cono de Hindarsfjall, la isla más pequeña del archipiélago. Pero si se subiera a la misma punta
de alguna de las torres de Kaer Trolde y se mirara en dirección al sur, se vería la isla de Faroe, solitaria,
alejada de las otras, saliendo del agua como la cabeza de un gigantesco pez para el que el océano es
demasiado poco profundo.
Yennefer bajó a la terraza inferior, se detuvo ante un grupo de mujeres, a las cuales el orgullo y la
posición social no les permitía correr a tontas y a locas hasta la orilla y mezclarse con la muchedumbre
excitada. Abajo, a sus pies, yacía la ciudad portuaria, negra e informe, como una enorme concha marina
arrojada por las olas.
Por el estrecho entre An Skellig y Spikeroog se acercaban, unos tras otros, los drakkars. Las velas
ardían al sol en blanco y rojo, brillaban las puntas de azófar de los escudos colgados en la borda.
—El Ringhorn va el primero —afirmó una de las mujeres—. Detrás de él el Fenris...
—Trigla —reconoció otra con una voz excitada—. Detrás de él el Drac... Por detrás el Havfrue...
—Anghira... Támara... Daría... No, es el Scorpena... No está el Daría...

167
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Una joven mujer con una gruesa trenza rubia, que rodeaba con las dos manos una barriga de
avanzado estado de embarazo, gimió sordamente, palideció y se desmayó, derrumbándose sobre las
baldosas de la terraza como una cortina arrancada de las anillas. Yennefer se acercó de inmediato, se puso
de rodillas, apoyó los dedos en la barriga de la mujer y gritó un encantamiento, ahogando los espasmos y
palpitaciones, evitando con fuerza y seguridad la ruptura del cordón umbilical y la placenta. Para estar
segura lanzó un hechizo tranquilizador y protector sobre el niño, cuyas patadas sentía bajo la mano.
A la mujer, para no despilfarrar energía mágica, la reanimó con un golpe en el rostro.
—Lleváosla. Con cuidado.
—Ignorante —dijo una de las mujeres mayores—. Poco ha faltado para...
—Histérica... Puede que viva su Nils, igual está en otro drakkar...
—Gracias por vuestra ayuda, señora maga.
—Lleváosla —repitió Yennefer, levantándose. Se tragó una maldición al darse cuenta de que le
habían cedido las costuras del vestido al arrodillarse.
Descendió a una terraza todavía más baja. Los drakkars iban uno por uno alcanzando la orilla, los
guerreros saltaban a la playa. Barbados, cargados con armas, los berserkers de Skellige. Muchos se
destacaban por el blanco de los vendajes, muchos para poder andar tenían que usar de la ayuda de los
camaradas. A algunos había que transportarlos.
Las mujeres de Skellige arremolinadas en la orilla reconocían, gritaban y lloraban de alegría, si
tenían suerte. Si no la tenían, se desmayaban. O se iban, despacio, en silencio, sin un reproche. A veces
miraban, con la esperanza de que en el golfo brillara la vela blanca y roja del Daría.
No venía el Daría.
Yennefer distinguió la melena pelirroja de Crach an Craite, yarl de Skellige, por encima de las otras
cabezas. Fue uno de los últimos en bajar de la cubierta del Ringhorn. El yarl gritaba órdenes, realizaba
encargos, comprobaba, se preocupaba. Dos mujeres, una rubia y otra morena, tenían los ojos clavados en
él y lloraban. De alegría. El yarl, seguro por fin de que había vigilado todo y de todo se había ocupado, se
acercó a las mujeres, las abrazó en una tenaza de oso, las besó a las dos. Y luego alzó la cabeza y vio a
Yennefer. Sus ojos ardieron, su rostro tostado se endureció como un escollo rocoso, como la punta de
azófar de un escudo.
Lo sabe, pensó la hechicera. Las noticias se extienden pronto. Mientras estaba navegando, el yarl se
enteró de cómo me pescaron anteayer con una red, en el golfo, detrás de Spikeroog. Sabía que me iba a
encontrar en Kaer Trolde.
¿Magia o palomas mensajeras?
Se acercó a ella sin apresurarse. Olía a mar, a sal, a pez, a cansancio. Ella miró sus ojos claros e
inmediatamente resonó en sus oídos el grito de guerra de los berserker, el golpeteo de los escudos, los
chasquidos de las espadas y las hachas. El grito de los asesinados. El grito de gente saltando desde el
Daría en llamas.
—Yennefer de Vengerberg.
—Crach an Craite, yarl de Skellige. —Hizo una ligera reverencia ante él.
Él no correspondió la reverencia. Malo, pensó Yennefer.
Él vio de inmediato el cardenal de ella, un recuerdo del golpe de remo. El rostro del yarl se
endureció de nuevo, le temblaron los labios, mostró por un segundo los dientes.
—El que te golpeara responderá de ello.
—Nadie me golpeó. Me tropecé en las escaleras.
La miró con atención, luego se encogió de hombros.
—No quieres acusar a nadie; como quieras. Yo no tengo tiempo de andar investigando. Y ahora
escucha lo que tengo que decir. Atentamente, porque van a ser las únicas palabras que te diga.
—Te escucho.
168
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Mañana se te subirá a un drakkar y serás conducida a Novigrado. Allí serás entregada a los
gobernantes de la ciudad y luego a los gobernantes témenos o redaños, a quien primero acuda. Y sé que
tanto los unos como los otros te desean firmemente.
—¿Eso es todo?
—Casi. Sólo una aclaración que se te debe, al fin y al cabo. Ha sucedido muchas veces que Skellige
ha dado asilo a gentes perseguidas por la ley. No faltan en las islas posibilidades ni ocasiones de comprar
las culpas a base de trabajo duro, valentía, sacrificio, sangre. Pero no en tu caso, Yennefer. Yo no te daré
asilo; si contabas con ello, te has equivocado. Odio a los que son como tú. Odio a quienes para conseguir
el poder siembran cizaña, los que ponen por delante su beneficio, los que conspiran con el enemigo y
traicionan a aquéllos a los que deben no sólo obediencia y hasta agradecimiento. Te odio, Yennefer,
puesto que precisamente cuando tú estabas con tus cofrades y comenzabas una rebelión incitada por los
nilfgaardianos en Thanedd, mis drakkars estaban en Attre, mis muchachos les llevaban ayuda a los
rebeldes de allá. ¡Trescientos de los míos contra dos mil de los negros! ¡Ha de haber alguna recompensa
para la valentía y la fidelidad, ha de haber castigo para la vileza y la traición! ¿Cómo voy a recompensar a
los que cayeron? ¿Con cenotafios? ¿Con inscripciones en obeliscos? ¡No! Recompensaré y honraré a los
caídos de otro modo. Por su sangre, que han absorbido las dunas de Attre, tu sangre, Yennefer, goteará
bajo la tabla del cadalso.
—No soy culpable. No tomé parte en el complot de Vilgefortz.
—Las pruebas de ello se las presentarás a los jueces. Yo no te voy a juzgar.
—Tú no sólo me has juzgado. Tú hasta has emitido la condena.
—¡Basta de cháchara! Como he dicho, mañana al amanecer viajarás cargada de cadenas hasta
Novigrado, ante el juzgado real. A por un castigo justo. Y ahora dame tu palabra de que no vas a intentar
utilizar la magia.
—¿Y si no la doy?
—Marquard, nuestro hechicero, murió en Thanedd; no tenemos ahora mago que pudiera
controlarte. Pero has de saber que estarás continuamente vigilada por los mejores arqueros de Skellige. Si
sólo movieras una mano de forma sospechosa, te atravesarán.
—Está claro —afirmó ella con la cabeza—. Así que daré mi palabra.
—Perfecto. Gracias. Adiós, Yennefer. No te acompañaré mañana.
—Crach.
Se giró sobre sus talones.
—Dime.
—No tengo la más mínima intención de subir a un barco que se dirija a Novigrado. No tengo
tiempo para demostrar a Dijkstra que soy inocente. No puedo arriesgarme a que poco después de mi
arresto muera de un repentino derrame cerebral o que cometa suicidio en mi celda de alguna forma
espectacular. No puedo perder tiempo ni asumir tal riesgo. No puedo tampoco aclararte por qué esto es
tan arriesgado para mí. No iré a Novigrado.
Él la miró largo rato.
—No vas a ir —repitió—. ¿Qué es lo que te permite suponerlo? ¿Acaso el que alguna vez nos
uniera un arrebato amoroso? No cuentes con ello, Yennefer. Lo pasado, pasado está.
—Lo sé y no cuento con ello. No iré a Novigrado, yarl, porque me urge ponerme en camino para
acudir en ayuda de una persona a la que le prometí que nunca dejaría sola y sin ayuda. Y tú, Crach an
Craite, yarl de Skellige, me ayudarás en esa empresa. Porque también tú hiciste una promesa parecida.
Hace diez años. Precisamente aquí, donde estamos, en esta playa. A esa misma persona. Ciri, nieta de
Calanthe. La Leoncilla de Cintra. Yo, Yennefer de Vengerberg, considero a Ciri mi hija. Por eso, en su
nombre exijo que mantengas tu promesa. Mantenía, Crach an Craite, yarl de Skellige.
—¿De verdad? —Crach an Craite se aseguró otra vez—. ¿Ni siquiera lo vas a probar? ¿Ninguna de
estas exquisiteces?
169
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—De verdad.
El yarl no insistió. Tomó de una cazuela un bogavante, lo colocó sobre la mesa y lo abrió con un
potente pero preciso golpe de cuchillo. Lo aliñó con abundante limón y salsa de ajo, comenzó a extraer la
carne de la concha. Con los dedos.
Yennefer comía con distinción, con cuchillo y tenedor de plata. Comía filete de carnero con
espinacas, especialmente preparado para ella por el estupefacto y algo irritado cocinero. La hechicera no
quería ni ostras, ni salmonetes, ni salmón marinado en su jugo, ni sopa de trigla y moluscos cordiformes,
ni rabo seco de rana marina, ni pez espada asado, ni morena frita, ni pulpo, ni cangrejos, ni bogavantes, ni
erizos de mar. Ni —especialmente— algas frescas.
Todo lo que oliera algo a mar se le relacionaba con Fringilla Vigo y Filippa Eilhart, con una
teleportación de loco riesgo, con la caída al mar, con la red que habían echado sobre ella... en la que, por
cierto, había unas algas y unos sargazos exactamente iguales que los que había en aquella cacerola de
allá. Unas algas y sargazos que fueron destrozados sobre su cabeza y hombros con golpes que dejaban
paralizado de un remo de pino.
—Así que —continuó Crach la conversación, chupando la carne que se había quedado entre las
articulaciones quebradas de las pinzas del bogavante— he decidido darte crédito, Yennefer. No lo hago
por ti, has de saberlo. El bloedgeas, juramento de sangre, que le hice a Calanthe, ciertamente me ata las
manos. Así que si tus intenciones de prestar ayuda a Ciri son verdaderas y honestas, y apuesto por que lo
sean, no tengo otra salida: tengo que ayudarte con ellas...
—Gracias. Pero ahórrame, por favor, ese tono patético. Repito: no tomé parte en la conspiración de
Thanedd. Créeme.
—¿Acaso es tan importante —se enfureció él— que yo crea en ello? Convendría comenzar mejor
por los reyes, por Dijkstra, cuyos agentes te buscan a todo lo largo y ancho del mundo. Por Filippa Eilhart
y los hechiceros fieles a los reyes. De los que, como tú misma reconociste, viniste huyendo aquí, a las
Skellige. A ellos es a quienes hay que aportarles las pruebas...
—No tengo pruebas —interrumpió Yennefer con rabia, al tiempo que pinchaba con el tenedor en
una pequeña col que el irritado cocinero había añadido al filete de carnero—. Y si las tuviera no me
permitirían presentarlas. No puedo explicarte esto, me obliga la orden de guardar silencio. Cree sin
embargo en mis palabras, Crach. Te lo ruego.
—Te dije...
—Me lo dijiste—le interrumpió ella—. Me has confirmado tu ayuda. Gracias. Pero sigues sin creer
en mi inocencia. Cree.
Crach tiró la cáscara vacía del bogavante, se acercó una olla con salmonetes. Rebuscó
ruidosamente, escogió el más grande.
—De acuerdo —dijo por fin, mientras se limpiaba la mano en el mantel—. Te creo. Porque quiero
creerte. Pero no te concederé asilo ni protección. No puedo. Sin embargo, tú puedes dejar Skellige cuando
quieras e ir adonde quieras. Te sugeriría que te apresuraras. Llegaste aquí, permite que tal me exprese, en
alas de la magia. Otros pueden seguir tus pasos. También saben hechizos.
—Yo no busco asilo ni un escondrijo seguro, yarl. Yo tengo que ir a salvar a Ciri.
—Ciri —repitió él, pensativo—. La Leoncilla... Era una niña extraña.
—¿Era?
—Ohh. —Se enervó de nuera—. Mal me expresé. Era, porque ya no es una niña. Eso es a lo que me
refería. Sólo a eso. Cirilla, la Leoncilla de Cintra... Pasaba en las Skellige veranos e inviernos. Más de una
vez hizo unas travesuras que para qué. Diablilla era, y no Leoncilla... Voto a bríos, ya dije por segunda
vez que «era»... Yennefer, aquí nos han llegado diversos rumores desde el continente... Unos dicen que
Ciri está en Nilfgaard...
—No está en Nilfgaard.
—Otros dicen que la muchacha está muerta.
170
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Yennefer guardaba silencio, mordiéndose los labios.


—Pero este último rumor —dijo el yarl con dureza— yo lo rechazo. Estoy seguro de ello. No ha
habido señal alguna... ¡Ella está viva!
Yennefer alzó las cejas. Pero no hizo preguntas. Guardaron silencio largo rato, sumidos en el rumor
de las olas que se estrellaban contra las rocas de Ard Skellig.
—Yennefer —dijo al cabo Crach—. Del continente nos han llegado otras noticias. Sé que tu brujo,
que después de la paliza de Thanedd se ocultó en Brokilón, se fue de allí con intenciones de llegar a
Nilfgaard y liberar a Ciri.
—Repito, Ciri no está en Nilfgaard. No sé qué es lo que pretende mí, como has querido llamarlo,
brujo. Pero él... Crach, no es ningún secreto que yo... le tengo afecto. Pero sé que él no salvará a Ciri, no
conseguirá nada. Lo conozco. Él se equivocará, se perderá, comenzará a filosofar y a tener piedad de sí
mismo. Luego descargará su rabia rajando con la espada a quien sea que tenga a mano. Luego, como
expiación, realizará cualquier acto noble pero sin sentido. Al final, con toda seguridad, terminará muerto,
de una forma tonta y sin sentido, lo más probable de una puñalada por la espalda...
—Dicen —introdujo a toda prisa Crach, asustado por el tono cambiado, extraño y sombrío de la
temblorosa voz de la hechicera—. Dicen que Ciri le está predestinada. Yo mismo lo vi, entonces, en
Cintra, durante la petición de mano de Pavetta...
—La predestinación —le interrumpió bruscamente Yennefer— puede ser interpretada de formas
muy diversas. Muy diversas. Pero es una pena perder el tiempo con divagaciones. Repito que no sé lo que
Geralt pretende, si es que pretende algo. Pero tengo intenciones de ponerme yo misma manos a la obra.
Con mis métodos. Y activamente, Crach, activamente. Yo no acostumbro a sentarme y llorar,
agarrándome la cabeza con las dos manos. ¡Yo actúo!
El yarl alzó las cejas, pero no dijo nada.
—Actuaré —repitió la hechicera—. Ya tengo un plan pensado. Y tú, Crach, me ayudarás, siguiendo
la promesa que hiciste.
—Estoy listo —afirmó con dureza—. A todo. Los drakkars están en el puerto. Ordena, Yennefer.
Ella no resistió: tuvo que reírse.
—Siempre el mismo. No, Crach, ninguna prueba de hombría y valentía. No hará falta navegar hasta
Nilfgaard y alzar el hacha en combate en la Ciudad de las Torres de Oro. Me hará falta una ayuda menos
espectacular. Pero más concreta... ¿Cuál es el estado de tus finanzas?
—¿Cómo?
—Yarl Crach an Craite. La ayuda que necesito se puede medir en moneda contante y sonante.
Comenzó al día siguiente. En las habitaciones dadas para el uso de Yennefer reinaba un loco
desorden que sólo con el mayor de los esfuerzos podía controlar el senescal Guthlaf, que había sido
asignado a la hechicera.
Yennefer estaba sentada a la mesa, casi sin alzar la cabeza de los papeles. Calculaba, sumaba
columnas, hacía cuentas, con las que de inmediato alguien echaba a correr hacia el tesoro y hacia la filial
del banco de los Cianfanelli. Dibujaba y trazaba, y los dibujos y los trazos iban a parar a manos de los
artesanos: alquimistas, plateros, vidrieros, joyeros.
Durante algún tiempo todo funcionó bien; luego comenzaron los problemas.
—Lo siento, noble hechicera —pronunció despacio el senescal Guthlaf—. Pero si no hay, no hay.
Os hemos dado todo lo que teníamos. ¡Nosotros no sabemos hacer milagros ni hechizos! Y me permito
haceros observar que lo que yace ante vos son diamantes de un valor conjunto de...
—¿Y a mí qué me importa ese valor conjunto? —bufó Yennefer—. Yo necesito uno, pero lo
suficientemente grande. ¿Cómo de grande, maestro?
El tallador de diamantes miró otra vez el dibujo.
—¿Para realizar una talla y unas facetas como éstas? Como mínimo treinta quilates.

171
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Una piedra así —afirmó categóricamente Guthlaf— no existe en todas las Skellige.
—No es cierto —le contradijo el joyero—. Existe.
—¿Qué es lo que te piensas, Yennefer? —Crach an Craite frunció las cejas—. ¿He de enviar a unos
hombres armados para que asalten y saqueen ese santuario? ¿Tengo que amenazar a las sacerdotisas con
mi furia si no nos dan el brillante? No entra en juego. No soy especialmente religioso, pero un santuario
es un santuario, y unas sacerdotisas son unas sacerdotisas. Sólo puedo pedírselo educadamente. Hacerlas
entender cuánto lo necesito y cuan grande sería mi agradecimiento. Pero esto no será más que una
petición. Una súplica humillante.
—¿Que se puede rechazar?
—Así es. Pero no se pierde nada con probar. ¿Qué es lo que arriesgamos? Vayamos los dos a
Hindarsfjall, presentaremos esta súplica. Yo les haré entender a las sacerdotisas lo que haga falta. Y luego
todo estará en tus manos. Negocia. Presenta argumentos. Intenta el soborno. Despierta ambiciones.
Refiérete a todas las razones. Desespérate, llora, revuélcate, pide piedad... ¡Por todos los diablos del mar!
¿Voy a tener que enseñarte, Yennefer?
—Eso no sirve de nada, Crach. Una hechicera nunca llegará a un acuerdo con una sacerdotisa. La
diferencia de... formas de ver el mundo es demasiado fuerte. Y en la cuestión de permitir a un hechicera
el uso de un artefacto o de una reliquia «sagrada»... No, hay que olvidarse de ello. No hay ni una
posibilidad...
—¿Para qué exactamente quieres ese brillante?
—Para construir una «ventana». Es decir, un megascopio de telecomunicación. Tengo que hablar
con unas cuantas personas.
—¿Mágico? ¿A distancia?
—Si me bastara con subir a la cumbre de Kaer Trolde y gritar muy fuerte, no te molestaría.
Las gaviotas y petreles giraban por encima del agua. Los ostreros de rojos picos que anidaban en los
abruptos acantilados y fiordos de Hindarsfjall chillaban agudamente, chirriaban y graznaban roncos los
alcatraces de amarilla cabeza. Los negros copetes de los cormoranes marinos observaban cómo la barca
avanzaba con una atenta mirada de sus brillantes ojos verdes.—Esa roca enorme suspendida sobre el agua
—señaló Crach an Craite apoyado en el pretil— es Kaer Hemdall, la Guarida de Hemdall. Hemdall es
nuestro héroe mítico. La leyenda dice que cuando llegue el Tedd Deireádh, el Tiempo del Fin, el Tiempo de
la Helada Blanca y la Tormenta del Lobo, Hemdall se enfrentará a las fuerzas del mal del país de Morhógg,
los espectros, demonios y fantasmas del Caos. Estará en el Puente del Arco Iris y soplará en el cuerno,
como señal de que es hora de echar mano al arma y ponerse en formación de combate. Para Ragh nar
Roog, la Última Batalla, que decidirá si cae la noche o despuntará el alba.
La barca avanzaba fluidamente por sobre las olas, navegando sobre las aguas más tranquilas de la
ensenada, entre la Guarida de Hemdall y otra roca de formas fantásticas.
—Esa roca más pequeña es Kambi —aclaró el yarl—. En nuestros mitos, el nombre de Kambi lo
lleva un gallo mágico de oro, el cual con su canto advierte a Hemdall de que acude Naglfar, el drakkar
infernal que trae al ejército de la oscuridad, a los demonios y fantasmas de Morhógg. Naglfar está construido de
uñas de muertos. No lo creerás, Yennefer, pero todavía hay en las Skellige personas que antes del entierro les
cortan las uñas a los cadáveres para no darles materiales de construcción a los espectros de Morhógg.
—Lo creo, conozco la fuerza de las leyendas.
El fiordo les cubría un tanto del viento, la vela ondeaba.
—Haced sonar el cuerno —ordenó Crach a la tripulación—. Nos acercamos a la orilla y hay que dar
señal a las señoras santuarias de que vienen invitados.
El edificio situado en la cumbre de unas largas escaleras de piedra parecía un gigantesco erizo, de tan
cubierto que estaba de musgo, hiedra y arbustos. En su tejado, como observó Yennefer, no sólo crecían
arbustos, sino hasta pequeños árboles.

172
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Y éste es el santuario —afirmó Crach—. La floresta que lo rodea se llama Hindar y también es
lugar de culto. De aquí sale el muérdago sagrado y en las Skellige, como sabes, todo se decora y cubre de
muérdago, desde la cuna del recién nacido hasta la tumba... Cuidado, las escaleras son resbaladizas... La
religión, je, je, hace crecer el musgo... Permite que te tome por los hombros... Todavía el mismo perfume...
Yenna...
—Crach. Por favor. Lo pasado, pasado está.
—Perdona. Entremos.
Delante del santuario esperaban algunas sacerdotisas jóvenes y silenciosas. El yarl las saludó
cortésmente, expresó el deseo de hablar con su superiora, que se llamaba Modron Sigrdrifa. Entraron a un
interior alumbrado por columnas de luz que surgían de unas vidrieras situadas en alto. Una de aquellas
vidrieras iluminaba el altar.
—Por cien diablos marinos —murmuró Crach an Craite—. Me había olvidado de lo grande que es
este Brisingamen. No había estado aquí desde niño... Con él hasta se podrían comprar todos los astilleros
de Cidaris.
El yarl exageraba. Pero no mucho.
Sobre un sencillo altar de mármol, sobre unas figurillas de gatos y halcones, sobre una escudilla de
piedra para los sacrificios votivos, se erguía la estatua de Modron Freya, la Gran Madre, en su típico
aspecto maternal: una mujer de amplia toga que traicionaba un embarazo exageradamente mostrado por el
escultor. Con la cabeza inclinada y los rasgos del rostro cubiertos por un pañuelo. Sobre las manos
dispuestas en el pecho de la diosa se veía un brillante, una parte de un collar de oro. El brillante era
ligeramente celeste en su coloración. Como el agua más pura. Grande.
A ojo hasta ciento cincuenta quilates.
—Ni siquiera sería necesario cortarlo —susurró Yennefer—. Tiene un corte en rosa, exactamente
como necesito. Precisamente las facetas para la refracción de la luz...
—Es decir, que tenemos suerte.
—Lo dudo. Dentro de un instante estará aquí la sacerdotisa y yo, como impía, seré insultada y
expulsada de aquí con el rabo entre las piernas.
—¿Y no exageras?
—Ni una mica.
—Bienvenido, yarl, al santuario de la Madre. Seas también bienvenida, noble Yennefer de
Vengerberg.
Crach an Craite hizo una reverencia.
—Mis saludos, reverenda madre Sigrdrifa.
La sacerdotisa era alta, casi tan alta como Crach, lo que quería decir que superaba a Yennefer en
una cabeza. Tenía los ojos y los cabellos claros, un rostro alargado, no demasiado hermoso ni femenino.
¿Donde la he visto antes?, pensó Yennefer. No hace mucho. ¿Dónde?
—En las escaleras de Kaer Trolde, las que conducían al puerto —le recordó la sacerdotisa con una
sonrisa—. Cuando los drakkars entraron en la bahía. Estaba junto a ti cuando le prestaste ayuda a una
mujer embarazada que estuvo a punto de abortar. De rodillas, sin preocuparte de un vestido de pelo de
camello muy caro. Lo vi. Y ya jamás prestaré oído a las historias de que las hechiceras son insensibles y
egoístas.
Yennefer carraspeó, inclinó la cabeza en una reverencia.
—Estás delante del altar de la Madre, Yennefer. Que ella te cubra con su merced.
—Reverenda, yo... Quisiera pedir con humildad...
—No digas nada, yarl. Con toda seguridad tienes muchas tareas. Déjanos solas aquí, en
Hindarsfjall. Nosotras nos pondremos de acuerdo. Somos mujeres. No importa de qué nos ocupemos,

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

quiénes seamos: siempre servimos a aquélla que es Virgen, Mujer y Anciana. Arrodíllate ante mí,
Yennefer. Inclina la cabeza ante la Madre.
—¿Quitarle a la diosa el collar de Brisingamen? —repitió Sigrdrifa, y en su voz había más de
incredulidad que de enfado santurrón—. No, Yennefer. Esto es simplemente imposible. No se trata de que
ni siquiera me atreviera... Incluso aunque lo quisiera. Brisingamen no se puede quitar. El collar no tiene
cierre. Está fundido con la estatua.
Yennefer estuvo callada largo rato, midiendo a la sacerdotisa con una mirada serena.
—Si lo hubiera sabido —dijo con voz fría— me hubiera ido de inmediato con el yarl de vuelta a
Ard Skellig. No, no. El tiempo que he pasado charlando contigo al menos no lo considero perdido. Pero
tengo poco tiempo. Muy poco, de verdad. Reconozco que me has sorprendido un poco con tu amabilidad
y cordialidad...
—Soy amable contigo —le interrumpió sin emociones Sigrdrifa—. También apoyo tus planes, con
todo mi corazón. Conocí a Ciri, me gustaba aquella niña, me inquieta su suerte. Te admiro por lo decidida
que te aprestas a ir a salvar a esa muchacha. Concederé todos tus deseos. Pero no Brisingamen, Yennefer.
No Brisingamen. No pidas eso.
—Sigrdrifa, para aprestarme a ir a salvar a Ciri tengo que saber urgentemente algo. Conseguir
algunas informaciones. Sin ellas no podré hacerlo. Ese conocimiento y esas informaciones sólo las puedo
conseguir mediante la telecomunicación. Para poder comunicarme a esta distancia necesito construir con
ayuda de la magia un artefacto mágico, un megascopio.
—¿Un aparato del tipo de vuestra famosa bola de cristal?
—Bastante más complicado. La bola sólo permite la comunicación con otra bola correlacionada.
Hasta el banco de enanos local tiene una bola, para comunicarse con la de la central. El megascopio tiene
mayores potenciales... Pero, ¿para qué teorizar? Sin el brillante no voy a poder hacer nada de esto. En fin,
me despido...
—No te apresures tanto.
Sigrdrifa se levantó, atravesó la nave, deteniéndose junto al altar y la estatua de Modron Freya.
—La diosa —dijo— también es patrona de las sabedoras. De las adivinas. Y de las telépatas. Eso es
lo que simbolizan sus animales sagrados: el gato, que oye y ve lo oculto, y el halcón, que ve desde lo alto.
Esto es lo que simboliza la joya de la diosa: Brisingamen, el collar de la adivinación. ¿Para qué construir
un aparato que oye y ve, Yennefer? ¿No es más sencillo volverse a la diosa por ayuda?
Yennefer contuvo en el último segundo una maldición. Al fin y al cabo se trataba de un lugar de
culto.
—Se acerca la hora de la oración de la víspera —siguió Sigrdrifa—. Me dedicaré a la meditación
junto con otras sacerdotisas. Voy a pedir a la diosa que ayude a Ciri. A Ciri, que estuvo aquí más de una
vez, en este santuario, que más de una vez contempló Brisingamen en el cuello de la Gran Madre.
Sacrifica todavía una o dos horas de tu precioso tiempo, Yennefer. Quédate aquí con nosotras, para la
hora de la oración. Apóyame cuando esté rezando. Con tu pensamiento y tú presencia.
—Sigrdrifa.
—Por favor. Hazlo por mí. Y por Ciri.
La joya Brisingamen. En el cuello de la diosa.
Ahogó un bostezo. Si por lo menos hubiera algún canto, pensó, algunas entonaciones, algunos
ritos... algún folklore místico... sería menos aburrido, el sueño no la mortificaría tanto. Pero ellas
simplemente están ahí de rodillas, con la cabeza baja. Sin movimiento, sin sonido.
Pero también es verdad que cuando quieren saben utilizar la Fuerza, a veces tan bien como
nosotras, las hechiceras. Sigue siendo un enigma cómo lo hacen. Nada de preparaciones, nada de ciencia,
nada de estudios... Sólo oración y meditación. ¿Divinación? ¿Una forma de autohipnosis? Eso es lo que
afirmaba Tissaia de Vries... Absorben energía inconscientemente, en el trance alcanzan la capacidad de

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

transformarla de forma análoga a nuestros hechizos. Transforman la energía y piensan que se trata de un
don y una merced de la divinidad. La fe les da fuerza.
¿Por qué a nosotros, hechiceros, nunca nos es posible hacer algo así?
¿Lo probamos? ¿Utilizamos la atmósfera y el aura de este lugar? Podría intentar entran en trance yo
misma... Aunque fuera mirando a ese diamante... Brisingamen... Pensar intensamente en lo bien que
cumpliría su papel en mi megascopio...
Brisingamen... Brilla como la estrella de la mañana, allá, en la oscuridad, entre la bocanadas del
incienso y las velas humeantes...
—Yennefer.
Alzó la cabeza.
El santuario estaba oscuro. Olía intensamente a humo.
—¿Me he dormido? Perdona...
—No hay nada que perdonar. Ven conmigo.
En el exterior el cielo nocturno ardía con luces temblorosas, que se transformaban como en un
calidoscopio. ¿La aurora boreal? Yennefer se restregó los ojos con asombro. ¿Aurora borealis? ¿En
agosto?
—¿Qué es lo que estás dispuesta a dar, Yennefer?
—¿Cómo?
—¿Estás dispuesta a darte a ti misma, Yennefer? ¿Tu valiosa magia?
—Sigrdrifa —dijo con rabia—. No intentes conmigo esas inspiradas comedias. Yo tengo noventa y
cuatro años. Pero trata esto, por favor, como un secreto de confesión. Me sincero contigo sólo para que
comprendas que no me puedes tratar como a una niña.
—No has respondido a mi pregunta.
—Y no pienso. Porque es un misticismo que no acepto. Me dormí en vuestro servicio. Me cansó y
me aburrió. Porque no creo en vuestra diosa.
Sigrdrifa se dio la vuelta y Yennefer, contra su voluntad, aspiró profundamente.
—No me es demasiado halagüeña tu falta de fe —dijo una mujer de ojos llenos de oro líquido—.
Pero, ¿acaso tu falta de fe cambia algo?
Lo único que Yennefer fue capaz de hacer fue soltar el aire.
—Llegará un día —dijo la mujer de ojos de oro— en el que nadie, absolutamente nadie, incluyendo a
los niños, creerá en la hechicería. Te lo digo con estudiada maldad. Como una venganza. Ven.
—No... —Yennefer consiguió por fin romper con su pasiva aspiración y espiración—. ¡No! No voy a
ningún sitio. ¡Basta de esto! ¡Es un encantamiento o hipnosis! ¡Una ilusión! ¡Un trance! Tengo creados
mecanismos de defensa... ¡Puedo deshacer todo esto con un hechizo, oh, así! Rayos...
La mujer de ojos de oro se acercó. El diamante en su cuello ardía como la estrella de la mañana.
—Vuestro habla poco a poco deja de servir al entendimiento —dijo—. Se convierte en arte por el arte,
cuanto más incomprensible, más se considera como más profunda y más inteligente. De verdad, os prefería
cuando sólo sabíais hacer «e-e» y «gu-gu». Ven.
—Esto es una ilusión, un trance... ¡No voy a ningún lado!
—No quiero obligarte. Sería una vergüenza. Al fin y al cabo eres una muchacha inteligente y
orgullosa, tienes carácter.
Una pradera. Un mar de hierba. Un brezal. Rocas, alzándose entre los brezos como el lomo de una
fiera agazapada.
—Tú querías mi joya, Yennefer. No puedo dártela sin asegurarme antes de unos cuantos asuntos.
Quiero comprobar qué es lo que se oculta dentro de ti. Por eso te he traído aquí, a este lugar, que desde

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

tiempos inmemoriales es un lugar de Fuerza y Potencia. Tu valiosa magia al parecer está por todos lados.
Al parecer basta con alargar la mano. ¿No tienes miedo de absorberla?
Yennefer no pudo extraer ni un sonido de su garganta agarrotada.
—¿Una Fuerza capaz de cambiar el mundo —dijo la mujer a la que no está permitido llamar por su
nombre— es según tú, caos, artificio y ciencia? ¿Maldición, bendición y progreso? ¿Y no será por casualidad
fe? ¿Amor? ¿Sacrificio?
¿Lo oyes? Es el canto del gallo Kambi. Una ola se estrella contra la orilla, una ola empujada por la
proa de Naglfar. Resuena el cuerno de Hemdall, que está cara a cara con los enemigos en Bifrost, el arco
iris. Se acerca el Frío Blanco, se acerca la tempestad y la tormenta... La tierra tiembla con los violentos
movimientos de la Serpiente...
El Lobo devora al sol. La luna enrojece. No hay más que frío y oscuridad. Odio, venganza y sangre...
¿De qué lado vas a estar, Yennefer? ¿Estarás en el borde oriental o en el occidental de Bifrost?
¿Estarás con Hemdall o contra él?
Canta el gallo Kambi.
Decide, Yennefer. Escoge. Porque precisamente por ello se te devolvió una vez la vida, para que en el
momento adecuado pudieras realizar tu elección.
¿Luz u oscuridad?
—¿Bien y Mal, Luz y Oscuridad, Orden y Caos? ¡Eso son sólo símbolos, en la realidad no existe tal
polaridad! La Luz y la Oscuridad están en cada uno de nosotros, un poco de esto y un poco de aquello.
Esta conversación no tiene sentido. No lo tiene. No me embarcaré en el misticismo. Para ti y para
Sigrdrifa el Lobo devora al sol. Para mí no es más que un eclipse. Y que así se quede.
¿Se quede? ¿Qué?
Ella sintió cómo la tierra le huía de bajo los pies, cómo alguna fuerza monstruosa retorcía sus
manos, quebraba las articulaciones de los hombros y los codos, tensaba su columna vertebral como en la
tortura del strappado. Gritó de dolor, se agitó, abrió los ojos. No, no era un sueño. No podía ser un sueño.
Estaba en un árbol, colgaba estirada en las ramas de un gigantesco fresno. Sobre ella, muy alto, volaba en
círculos un halcón, bajo ella, abajo, en las oscuridad, escuchó el silbido de una serpiente, el susurro de las
escamas rozando entre sí.
Algo se movió a su lado. Por sobre su tenso y dolorido brazo correteó una ardilla.
—¿Estás lista? —preguntó la ardilla—. ¿Estás lista para el sacrificio? ¿Qué estás dispuesta a
sacrificar?
—¡No tengo nada! —El dolor la cegaba y paralizada—. ¡E incluso aunque lo tuviera no veo el
sentido de un sacrificio así! ¡Yo no quiero sufrir por millones! ¡Yo ni siquiera quiero sufrir! ¡Por nada y
por nadie!
—Nadie quiere sufrir. Y sin embargo esto es algo que todos experimentan. Y algunos sufren más.
No necesariamente por propia elección. Lo importante no es si se padece dolor. Lo importante es cómo se
padece.
¡María! ¡María!
¡Quita de mi vista a esta monstrua jorobada! ¡No quiero ni mirarla!
Es tan hija tuya como mía.
¿De verdad? Los niños que yo he engendrado son normales.
Cómo te atreves... Como te atreves a sugerir...
En tu familia era en la que había elfos hechiceros. Tú fuiste la que abortaste la primera vez. Es por
eso. Tienes la sangre y el vientre contaminados de elfo. Por eso das a luz monstruos.
Es una pobre niña desgraciada... ¡Fue la voluntad de los dioses! ¡Es tu hija igual que mía! ¿Qué
iba a hacer? ¿Ahogarla? ¿No atarle el ombligo? ¿Qué tengo que hacer ahora? ¿Llevarla al bosque y
dejarla allí? ¿Qué es lo que quieres de mí, por los dioses?
176
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

¡Papá! ¡Mamá!
Largo de aquí, bicho raro.
¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves apegar así a la niña? ¡Quieto! ¿Adónde vas? ¿ Dónde? A su
casa, ¿verdad? ¿A casa de ella?
Pues claro, mujer. Soy un hombre, me es lícito sofocar mi deseo donde quiera y cuando quiera, es
mi derecho natural. Y tú me das asco. Tú y esa fruta de tu vientre podrido. No me esperes con la cena. No
volveré a dormir.
Mamá...
¿Por qué lloras?
¿Por qué me pegas y me desprecias? Pero si he sido buena...
¡Mamá! ¡Mamá!
—¿Eres capaz de perdonar?
—Hace ya mucho que perdoné.
—Saciada por la primera venganza.
—Sí.
—¿Lo lamentas?
—No.
Dolor, un terrible dolor que le atravesaba las manos y los dedos.
—¡Sí, soy culpable! ¿Es lo que querías escuchar? ¿Confesión y arrepentimiento? ¿Querías escuchar
cómo Yennefer de Vengerberg se arrepiente y se humilla? No, no te doy esa satisfacción. Reconozco mi
culpa y espero castigo. ¡Pero no esperes que me vas a escuchar arrepentirme!
El dolor alcanza las fronteras de lo que el ser humano es capaz de soportar.
—Me recuerdas a los traicionados, engañados, utilizados, me recuerdas a quienes murieron por mi
mano, por mi propia mano... ¿El que alzara alguna vez la mano contra mí misma? ¡Se ve que tendría
algún motivo! ¡Y no lamento nada! Aunque pudiera hacer retroceder el tiempo... No lamento nada.
El halcón se posó sobre su hombro.
La Torre de la Golondrina. La Torre de la Golondrina. Apresúrate a la Torre de la Golondrina.
Hija mía.
Canta el gallo Kambi.
Ciri en una yegua mora, con los cabellos grises agitados por el viento en su galope. De su rostro
fluye y salpica la sangre, brillante, de rojo vivo. La yegua mora vuela como un pájaro, se desliza ligera
hacia la agitación de un torbellino. Ciri se agarra a la silla, pero no cae...
Ciri en medio de la noche, en un desierto de roca y arena, con la mano alzada, de su mano surge una
bola luminosa... Un unicornio arañando en la grava con su casco... Muchos unicornios... Fuego... Fuego...
Geralt en un puente. En una lucha. En el fuego. Las llamas se reflejan en la hoja de su espada.
Fringilla Vigo, sus ojos verdes muy abiertos de placer, su oscura cabe-cita de pelo corto sobre un
libro abierto, sobre el frontispicio... se ve un fragmento del título: Notas sobre lo inevitable de la muerte...
En los ojos de Fringilla se reflejan los ojos de Geralt.
Un abismo. Humo. Escaleras que conducen abajo. Escaleras que hay que bajar. Algo se termina.
Llega el Tedd Deireádh, el Tiempo del Fin...
Oscuridad. Humedad. El terrible frío de las paredes de piedra. El frío del hierro en las articulaciones
de las muñecas, en los huesos de los tobillos. Dolor palpitante en las manos destrozadas, punzante en los
acribillados dedos...
Ciri la lleva de la mano. Un largo y oscuro pasillo, columnas de piedra, puede que estatuas...
Tinieblas. En ellas susurros, bajitos como el ruido del viento.

177
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Puertas. Una serie infinita de puertas de gigantescas y pesadas hojas se abren ante ella sin ruido. Y
al final, en unas tinieblas impenetrables, unas que no se abren solas. Unas que está prohibido abrir.
Si tienes miedo, vuelve.
Está prohibido abrir estas puertas. Tú lo sabes.
Lo sé.
Y sin embargo me conduces allí.
Si tienes miedo, vuelve. Todavía estás a tiempo de volver. Todavía no es demasiado tarde.
¿Y tú?
Para mí si lo es.
Canta el gallo Kambi.
Ha llegado el Tedd Deireádh.
Aurora borealis.
El amanecer.
—Yennefer. Despiértate.
Alzó la cabeza. Miró las manos. Tenía las dos. Enteras.
—¿Sigrdrifa? Me he dormido...
—Ven.
—¿Adonde? —susurró—. ¿Adonde esta vez?
—¿Cómo? No te entiendo. Ven. Tienes que ver esto. Ha pasado algo... Algo extraño. Ninguna de
nosotras sabe cómo explicarlo. Y yo me lo imagino. La gracia... Sobre ti ha caído la gracia divina,
Yennefer.
—¿De qué se trata, Sigrdrifa?
—Mira.
Miró. Y lanzó un ruidoso suspiro.
Brisingamen, la joya sagrada de la Modron Freya no colgaba ya del cuello de la diosa. Yacía a sus
pies.
—¿Estoy oyendo bien? —se aseguró Crach an Craite—. ¿Te trasladas con todo tu taller de magia a
Hindarsfjall? ¿Las sacerdotisas te permiten usar el diamante sagrado? ¿Te permiten usarlo para esa
máquina infernal?
—Si.
—Vaya, vaya. Yennefer, ¿acaso te has convertido? ¿Qué es lo que pasó en la isla?
—No importa. Vuelvo al santuario y eso es todo.
—¿Y los medios económicos que pediste? ¿Te serán necesarios?
—La verdad es que sí.
—El senescal Guthlaf realizará cada orden tuya. Pero, Yennefer, emite esas órdenes rápidamente.
Apresúrate. He recibido nuevas noticias.
—Maldita sea, lo estaba temiendo. ¿Saben ya dónde estoy?
—No, todavía no lo saben. Me advirtieron sin embargo que podrías aparecer por las Skellige y me
ordenaron detenerte de inmediato. Me ordenaron también hacer prisioneros en nuestros ataques y divulgar
con ellos informaciones, incluso migajas de información relacionadas contigo. De tu presencia en Nilfgaard
o en las provincias. Yennefer, apresúrate. Si te siguieran y atraparan aquí, en las Skellige, me encontraría
en una situación ligeramente complicada.
—Haré lo que esté en mi poder. También de forma que no te comprometa. No tengas miedo.
Crach sonrió.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—He dicho que «ligeramente». Yo no les temo. Ni a los reyes ni a los hechiceros. No me pueden hacer
nada, porque les soy necesario. Y además, estuve obligado a prestarte ayuda a causa del juramento de
vasallaje. Sí, sí, has oído bien. Formalmente sigo siendo vasallo de la corona de Cintra. Y Cirilla tiene
derecho formal a esa corona. Al representar a Cirilla, siendo su única tutora, tienes derecho formal a
ordenarme, a exigir de mí obediencia y servicio.
—Sofismas casuísticos.
—Por supuesto. —Bufó—. Yo gritaré eso mismo, a grandes voces, si, pese a todo, resulta ser verdad
que Emhyr var Emreis obliga a la muchacha a casarse con él. En ese caso, aunque hiciera falta la ayuda
de algún picapleitos embrollador, se le quitarían a Ciri todos los derechos al trono y se pondría en él a
algún otro, aunque fuera a ese mentecato de Vissegerd. Entonces, sin tardanza, declararé obediencia y
juraré vasallaje.
—¿Y si —Yennefer entornó los ojos— pese a todo resultara que Ciri está muerta?
—Ella está viva —dijo Crach con dureza—. Lo sé con toda seguridad.
—¿Cómo?
—No vas a querer dar crédito.
—Ponme a prueba.
—La sangre de las reinas de Cintra —comenzó Crach— está extrañamente enlazada con el mar.
Cuando muere alguna mujer de esta sangre, el mar entra en una verdadera locura. Se dice que Ard Skellig
llora a las hijas de Riannon. Porque la tormenta es entonces tan fuerte que las olas que provienen del oeste
se introducen a través de las rocas y cavernas hasta la parte de oriente y de pronto las rocas dejan brotar
torrentes salados. Y toda la isla tiembla. La gente sencilla dice: mira cómo Ard Skellig sozolla. De nuevo ha
muerto alguien. Ha muerto la sangre de Riannon. La Vieja Sangre.
Yennefer guardaba silencio.
—No se trata de un cuento de hadas —siguió Crach—. Yo mismo lo he visto, con mis propios ojos.
Tres veces. Después de la muerte de Adalia la Adivina, después de la muerte de Calanthe... Y después de
la muerte de Pavetta, la madre de Ciri.
—Pavetta —advirtió Yennefer— murió precisamente durante una tormenta, así que es difícil decir
que...
—Pavetta —le interrumpió Crach, todavía pensativo— no murió durante la tormenta. La tormenta
comenzó tras su muerte, el mar como de costumbre reaccionó a la muerte de alguien de sangre cintriana.
Investigué el asunto el suficiente tiempo. Y estoy seguro de ello.
—Es decir, ¿de qué?
—El barco en el que navegaban Pavetta y Duny se hundió en el famoso Abismo de Sedna. No es el
primer barco que se pierde allí. Seguro que lo sabes.
—Cuentos. Los barcos son afectados por alguna catástrofe, es una cosa muy natural...
—En las Skellige —le interrumpió él con bastante brusquedad— sabemos suficiente acerca de
barcos y navegación como para saber diferenciar las catástrofes naturales de las innaturales. En el Abismo
de Sedna los barcos desaparecen de forma innatural. Y no por casualidad. Lo mismo se refiere al barco en
el que navegaban Pavetta y Duny.
—No voy a polemizar. —La hechicera suspiró—. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene? ¿Al cabo de
casi quince años?
—Para ella lo tiene. —El yarl apretó los labios—. Yo sacaré a la luz este asunto. Sólo es cuestión
de tiempo. Sabré... Encontraré una aclaración para todos los enigmas. También al de la época de la
matanza de Cintra...
—¿Y cuál es ahora este enigma?
—Cuando los nilfgaardianos entraron en Cintra —murmuró, mirando por la ventana—, Calanthe
ordenó sacar en secreto a Ciri de la ciudad. Lo que pasaba es que la ciudad estaba ya ardiendo, los Negros

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

estaban por todos lados, las posibilidades de escapar del cerco eran mínimas. Le desaconsejaron a la reina
aquella empresa tan arriesgada, se le sugirió que Ciri capitulara formalmente ante los atamanes de
Nilfgaard, que de esa manera salvara la vida y la razón de estado cintriana. En las calles llameantes
moriría con toda seguridad y totalmente sin sentido a manos de la soldadesca. Y la Leona... ¿Sabes lo que
respondió, según los testigos presenciales?
—No.
—«Mejor que la sangre de la muchacha corra por los adoquines de Cintra que no que sea
mancillada». ¿Mancillada, cómo?
—Por el matrimonio con el emperador Emhyr. Con la inmundicia nilfgaardiana. Yarl, ya es tarde.
Mañana comienzo al alba... Te tendré informado de todos los adelantos.
—Cuento con ello. Buenas noches, Yenna... Humm...
—¿Qué, Crach?
—¿No tendrías, humrn, ganas...?
—No, yarl. Lo pasado, pasado está. Buenas noches.
—Vaya, vaya. —Crach an Craite miró a la recién llegada, inclinando la cabeza—. Triss Merigold
en carne y hueso. Vaya un vestido más bonito. Y la piel... ¿Es chinchilla, verdad? Te preguntaría qué es
lo que te trae aquí, a las Skellige... si no supiera lo que te trae. Pero lo sé.
—Maravilloso. —Triss sonrió arrebatadoramente, arregló sus hermosos cabellos castaños—. Es
maravilloso que ya lo sepas, yarl. Eso nos ahorrará la introducción y las aclaraciones introductorias, nos
permite pasar directamente al grano.
—¿A qué grano? —Crach cruzó los brazos sobre el pecho y midió a la hechicera con una fría
mirada—. ¿Qué es lo que tendríamos que preceder con introducciones, cuáles serían esas aclaraciones?
¿A quién represen-tas, Triss? ¿En nombre de quién has venido aquí? El rey Foltest, al que servías, te
agradeció tus servicios con el destierro. Aunque no eras culpable de nada, te echó de Temería. Por lo que
he oído, te ha acogido bajo su ala Filippa Eilhart, quien hoy día, junto con Dijkstra, gobierna de hecho en
Redania. Como veo, correspondes al asilo como mejor puedes. Ni siquiera vacuas en aceptar el papel de
agente secreto para perseguir a tu antigua amiga.
—Me insultas, yarl.
—Pido perdón con humildad. Si me he equivocado. ¿Me he equivocado?
Guardaron silencio durante largo rato, midiéndose con una mirada desconfiada. Por fin Triss se
enfadó, blasfemó, dio taconazos.
—¡Ah, al diablo! ¡Dejemos de pincharnos el uno al otro! ¿Qué importancia tiene a quién se sirve,
quién está con quién, a quién se le da crédito y con qué motivos? Yennefer está muerta. Todavía no se
sabe dónde y en qué manos está Ciri... ¿Qué sentido tiene jugar a secretismos? No he venido hasta aquí
como espía, Crach. Vine aquí por propia iniciativa, como persona privada. Movida por mi preocupación
por Ciri.
—Todos se preocupan por Ciri. Esa muchacha tiene suerte.
Los ojos de Triss lanzaron destellos.
—Yo no me burlaría de ello. Sobre todo en tu lugar.
—Disculpa.
Callaron, ensimismados, mirando por la ventana al rojo sol que se ponía al otro lado de las cumbres
de Spikeroog.
—Triss Merigold.
—Dime, yarl.
—Te invito a cenar. Ah, el cocinero mandó preguntar si todas las hechiceras desprecian los
mariscos bien preparados.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Triss no despreciaba los mariscos. Al contrario, comió dos veces más de lo que tenía previsto y
ahora comenzaba a temer por su talle, por esas veintidós pulgadas de las que estaba tan orgullosa. Decidió
ayudar la digestión con vino blanco, el famoso Est Est de Toussaint. De la misma forma que Crach, lo
bebía en un cuerno.
—Así que —siguió ella la conversación— Yennefer apareció por aquí el diecinueve de agosto,
cayendo espectacularmente del cielo en una red de pescadores. Tú, como fiel vasallo de Cintra, le diste
asilo. La ayudaste a construir un megascopio... Con quién hablara, por supuesto no lo sabes.
Crach an Craite tiró fuerte del cuerno y ahogó un eructo.
—No lo sé —adoptó una sonrisa astuta—. Claro que no lo sé. ¿Qué va a saber un pobre y simple
marinero de las cosas de las poderosas hechiceras?
Sigrdrifa, la sacerdotisa de Modron Freya, bajó la cabeza mucho, como si las preguntas de Crach an
Craite le pesaran mil libras.
—Ella confiaba en mí, yarl —murmuró apenas audible—. No me exigió que hiciera juramento de
guardar silencio, pero estaba claro que le importaba mucho la discreción. Yo de verdad no sé si...
—Modron Sigrdrifa —le interrumpió serio Crach an Craite—. Lo que te pido no es una delación. Del
mismo modo que tú, apoyo a Yennefer, del mismo modo que tú deseo que encuentre y salve a Ciri. ¡Si yo
hasta hice un bloedgeas, un juramento de sangre! En lo que respecta a Yennefer, me mueve la
preocupación por ella. Es una mujer extraordinariamente orgullosa. Incluso yendo a un peligro muy grande,
no se rebaja a pedir. Así que es posible que haya que apresurarse a ir a ayudarla con ayuda no deseada.
Pero para hacer eso, necesito información.
Sigrdrifa carraspeó. Hizo una mueca imprecisa. Y cuando comenzó a hablar, la voz le temblaba un
tanto.
—Construyó esa máquina... En suma, no es una máquina, porque no tiene mecanismo alguno, sólo
dos espejos, una cortina de terciopelo negro, una caja, dos lentes, cuatro lámparas, bueno, y por supuesto,
Brisingamen... Cuando ella pronuncia un hechizo, la luz de las dos lámparas cae...
—Dejemos los detalles. ¿Con quién habló?
—Habló con varias personas. Con hechiceros... Yarl, no escuché todo, pero lo que escuché... Entre
ellos son gente miserable. Ninguno quiso ayudar desinteresadamente... Exigieron dinero... Todos exigieron
dinero...
—Lo sé —murmuró Crach—. El banco me informó de las transferencias que realizó. ¡Buenas perras,
pero buenas, me está costando mi juramento! Pero el dinero es cosa que se consigue. Lo que he dado para
Yennefer y Ciri me lo recuperaré en las provincias nilfgaardianas. Pero sigue hablando, madre Sigrdrifa.
—A algunos —la sacerdotisa bajó la cabeza— Yennefer simplemente los chantajeó. Les dio a entender
que estaba en posesión de información comprometedora y que si rehusaban colaborar la revelaría a todo el
mundo... Yarl... Es una mujer inteligente y, en el fondo, buena... Pero no tiene escrúpulo alguno. No se
anda con contemplaciones. Ni tiene piedad.
—Eso lo sé. Sin embargo, no quiero conocer los detalles de los chantajes y te aconsejo que tú
también te olvides cuanto antes de ellos. Es un juego peligroso. Con ese fuego no deben jugar quienes
estén al margen.
—Lo sé, yarl. A ti te debo obediencia... Y creo que tus objetivos justifican tus medios. Nadie más se
enterará por mí de nada. Ni amigo en amistosa conversación, ni enemigo en las torturas.
—Bien, Modron Sigrdrifa, muy bien... ¿Recuerdas en torno a qué giraban las preguntas de Yennefer?
—No lo comprendí todo, yarl. Usaban un argot especial que era difícil de entender... A menudo
hablaban de un tal Vilgefortz...
—Cómo podía ser de otro modo. —Crach hizo rechinar los dientes de manera audible. La sacerdotisa
le contempló con una mirada asustada.
—Hablaron también de elfos y de Sabedoras —siguió—. Y de portales mágicos. Hasta se habló del
Abismo de Sedna... Pero, me da la sensación, generalmente hablaban de torres.
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¿De torres?
—Sí. De dos. De la Torre de la Gaviota y de la Torre de la Golondrina.
—Lo que me imaginaba —dijo Triss—. Yennefer comenzó por hacerse con el informe secreto de la
comisión Radcliffe, que investigó los asuntos de Thanedd. No sé qué noticias acerca de ello llegaron aquí, a las
Skellige... ¿Has oído hablar del teleporte de la Torre de la Gaviota? ¿Y de la comisión Radcliffe?
Crach an Craite miró a la hechicera con aire de sospecha.
—Aquí a las islas —frunció el ceño— no nos llega ni la política ni la cultura. Estamos atrasados.
—La comisión Radcliffe —Triss consideró adecuado no prestar atención ni a su tono ni a su gesto—
investigó detalladamente las huellas de teleportación que surgían de Thanedd. El portal de Tor Lara, que se
encontraba en la isla, mientras existía impedía en un radio bastante grande toda magia teleportadora. Pero
como seguramente sabes, la Torre de la Gaviota explotó y se deshizo, haciendo posible la teleportación. La
mayor parte de los participantes en los sucesos de Thanedd salieron de la isla gracias a los portales que se
pudieron abrir.
—Ciertamente —sonrió yarl—. Tú, para no ir más lejos, volaste directamente a Brokilón. Con el
brujo a las costillas.
—Vaya. —Triss le miró a los ojos—. No llega la política, no llega la cultura, pero las habladurías
llegan. Dejemos esto por un momento, volvamos a la comisión Radcliffe. A la comisión le interesaba fijar
concretamente quién se teleportó de Thanedd y adonde. Usaron lo que se denomina sinopse, unos hechizos
capaces de crear la imagen de sucesos del pasado y mostrar las huellas ocultas de teleportación con las
direcciones a las que conducían y en consecuencia asignar a personas concretas los portales que abrieran.
Tuvieron éxito en casi todos los casos. Excepto en uno. Una de las direcciones de la teleportación
conducía a la nada. Mejor dicho, al mar. Al Abismo de Sedna.
—Alguien —imaginó al punto el yarl— se teleportó a un barco que le esperaba en el lugar y
momento acordados. Lo curioso es sólo que fuera tan lejos... y en un lugar de tan mala fama. Pero si el
hacha cuelga sobre el pescuezo...
—Precisamente. También la comisión pensó lo mismo. Y formuló la siguiente conclusión: Vilgefortz,
habiendo raptado a Ciri y con los caminos de huida cortados, utilizó una salida de emergencia: se
teleportó junto con la muchacha al Abismo de Sedna, a un barco nilfgaardiano que estaba esperando allí.
Según la comisión, esto aclara el hecho de que Ciri fuera presentada en el palacio imperial de Loc Grim
ya el diez de julio, apenas diez días después de lo sucedido en Thanedd.
—Bueno, sí. —El yarl entornó los ojos—. Esto aclara muchas cosas. Se entiende, con la condición
de que la comisión no se equivocara.
—Ciertamente. —La hechicera le devolvió la mirada, se permitió hasta una sonrisa burlona—. En
Loc Grim, se entiende, se podría haber presentado a una doble y no a la verdadera Ciri. Esto puede
también aclarar mucho. Sin embargo, no aclara un hecho todavía que estableció la comisión Radcliffe.
Tan extraño que en la primera versión del informe lo omitieron como algo poco creíble. En la segunda
versión del informe, completamente secreta, se mencionaba ese hecho. Como hipótesis.
—Hace mucho que soy todo oídos, Triss.
—La hipótesis de la comisión es: el telepuerto de la Torre de la Gaviota estaba abierto, funcionaba.
Alguien lo atravesó y la energía de dicho paso fue tan fuerte que el telepuerto explotó y fue destruido.
Al cabo de un instante Triss continuó.
—Yennefer se enteró seguramente de ello. De lo que descubrió la comisión Radcliffe. Lo que se
dice en el informe secreto. Existe alguna posibilidad... la sombra de una posibilidad... de que Ciri pudiera
cruzar segura el portal de Tor Lara, sana y salva. Que escapara de los nilfgaardianos y de Vilgefortz...
—¿Y dónde está ahora?
—Yo también quisiera saberlo.
Estaba diabólicamente oscuro. La luna, escondida detrás de cúmulos de nubes, no daba luz.
Comparándola, sin embargo, con las noches anteriores, aquélla era poco ventosa y gracias a ello no tan
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

fría. La canoa apenas se balanceaba ligeramente en la superficie de un agua arrugada por las pequeñas
olas. Olía a pantano. A vegetación podrida. Y a mucosidades de anguila.
En algún lugar junto a la orilla, un castor golpeó con su cola en el agua, de tal modo que ambos
dieron un respingo. Ciri estuvo segura de que Vysogota había estado dormitando y el castor le había
despertado.
—Sigue hablando —dijo ella, limpiándose la nariz en una parte limpia de las mangas, todavía no
cubierta de las mucosidades de anguila—. No duermas. ¡Cuando te duermes también a mí se me pegan
los ojos, todavía se nos va a llevar la corriente y nos despertamos en el mar! ¡Cuéntame más de esos
telepuertos!
—Al huir de Thanedd —siguió el ermitaño— atravesaste el portal de la Torre de la Gaviota, Tor
Lara. Y Geoffrey Monck, seguramente la mayor autoridad en cuestiones de teleportaciones, autor de una
obra titulada La magia del Antiguo Pueblo, que es como el opus magnum de los telepuertos élficos,
escribe que el portal de Tor Lara conduce a la Torre de la Golondrina,. Tor Zireael...
—El telepuerto de Thanedd estaba roto —le interrumpió Ciri—. Puede que antes de que se
rompiera llevara a alguna golondrina. Pero ahora lleva al desierto. Esto se llama «portal caótico». He
leído acerca de ello.
—Pues, aunque no te lo creas, yo también —bufó el viejecillo—. Recuerdo mucho de lo leído. Por
eso me asombra tanto tu relato... Algunos de sus fragmentos. Precisamente los que se refieren a la
teleportación...
—¿Puedes hablar más claro?
—Puedo, Ciri. Puedo. Pero ahora ya es hora de sacar la nasa. Seguro que ya han entrado anguilas en
ella. ¿Lista?
—Lista. —Ciri se escupió en la mano y agarró el bichero. Vysogota tomó la cuerda que se
introducía en el agua.
—Lo sacamos. ¡Uno, dos... tres! ¡Y a la barca! ¡Agárrala, Ciri, agárrala! ¡A la cesta, antes de que
escapen!
Ya era la segunda noche que navegaban con la canoa por los pantanosos afluentes del río, ponían la
nasa y los garlitos para las anguilas, que se dirigían en masa hacia el mar. Volvieron a la choza bastante
después de la medianoche, llenos de mucosidades de la cabeza a los pies, húmedos y cansados a más no
poder.
Mas no se tumbaron de inmediato a dormir. La pesca destinada al trueque tenía que ser metida en
cajas y asegurarse bien. Si las anguilas encontraban siquiera la más pequeña fisura, a la mañana siguiente
no quedaría ni una. Después de terminar el trabajo, Vysogota les quitó la piel a dos o tres de las anguilas
más gruesas, las cortó en rodajas, las rebozó en harina y las frió en una enorme sartén. Luego comieron y
hablaron.
—Sabes, Ciri, hay una cosa que no me deja dormir todo el tiempo. No he olvidado cómo después de
que sanaras no pudimos ponernos de acuerdo en la fecha, y tu herida en la mejilla era el más perfecto
calendario. La herida no podía tener más de diez horas, mientras que tú te empeñabas en que te habían
herido cuatro días antes. Aunque estaba convencido de que se trataba de un simple error, no pude dejar de
pensar en ello, y me hacía todo el tiempo la pregunta de dónde podían haberse metido los cuatro días
perdidos.
—¿Y qué? ¿Dónde se metieron, según tu opinión?
—No lo sé.
—Estupendo.
El gato dio un largo salto, el ratón clavado a sus uñas gimió bajito. El gato le mordió el cuello sin
apresuramiento, le sacó las tripas y comenzó a comerlas con ganas. Ciri le miraba indiferente.
—El telepuerto de la Torre de la Gaviota —comenzó otra vez Vysogota— conduce a la Torre de la
Golondrina. Y la Torre de la Golondrina...
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

El gato devoró todo el ratón, dejando el rabo para postre.


—El telepuerto de Tor Lara —dijo Ciri, dando un gran bostezo— está roto y conduce al desierto.
Te lo he dicho cien veces.
—No se trata de eso, sino de otra cosa. De que hay una conexión entre ambos telepuertos. El portal
de Tor Lara estaba roto, cierto. Pero todavía está el telepuerto de Tor Zireael. Si consiguieras llegar a la
Torre de la Golondrina, podrías teleportarte de vuelta a la isla de Thanedd. Te encontrarías lejos del
peligro que te acecha, lejos del alcance de tus enemigos.
—¡Eh! Eso me vendría bien. Hay sin embargo un pequeño escollo. No tengo ni idea de dónde está
la Torre de la Golondrina.
—Pues para eso puede que encuentre un remedio. ¿Sabes, Ciri, lo que le dan al ser humano los
estudios universitarios?
—No. ¿Qué?
—La capacidad de utilizar las fuentes.
—Sabía que lo iba a encontrar —dijo Vysogota con orgullo—. Buscaba, buscaba y... Su puta
madre...
Brazados de pesados libros se le cayeron de los dedos, incunables se estrellaron contra el suelo de
tierra, hojas se escaparon de encuadernaciones enmohecidas y se repartieron en desorden.
—¿Qué es lo que has encontrado? —Ciri se arrodilló a su lado, le ayudó a recoger las páginas
caídas.
—¡La Torre de la Golondrina! —El ermitaño espantó al gato, que se había aposentado
descaradamente sobre una de las hojas—. Tor Zireael. Ayúdame.
—¡Pero cuidado que está todo polvoriento! ¡Hasta se pega! ¿Vysogota? ¿Qué es esto? ¿Aquí, en
este dibujo? ¿Este hombre colgando de un árbol?
—¿Esto? —Vysogota miró la página suelta—. Una escena con la leyenda de Hemdall. El héroe
Hemdall estuvo colgado durante nueve días y nueve noches en el Fresno de los Mundos para, a través del
sacrificio y el dolor, poseer sabiduría y fuerza.
—He soñado varias veces con algo así. —Ciri se limpió la frente con la mano—. Una persona
colgada de un árbol...
—El grabado ha caído, eh, de ese libro. Si quieres puedes leerlo luego. Ahora, sin embargo, es más
importante que... Oh, por fin, lo tengo. Peregrinaciones por sendas y lugares mágicos de Buyvid
Backhuysen, un libro considerado por algunos como un apócrifo...
—O sea, un timo.
—Más o menos. Pero también ha habido quienes han apreciado este libro... Escucha.... Joder, qué
oscuridad hay aquí...
—Hay luz de sobra, tú que estás cegato de viejo que eres —dijo Ciri con la verdadera crueldad que
da la juventud—. Dame, yo misma lo leeré. ¿Desde dónde?
—Aquí —señaló con un dedo huesudo—. Lee en voz alta.
—Vaya una lengua rara con la que escribía este Buyvid. Assengard era un castillo, si no me
equivoco. Pero, ¿cuál es ese país, Cien Lagos? Nunca he oído hablar de él. ¿Y qué es un trifolium?
—Un trébol. Y cuando termines de leer te contaré también acerca de Assengard y Cien Lagos.
—Y, oh pechada, apenas hubiera finiquitado el elfo Avallac´h de platicar, cuando de las aguas
lacustres acudieran los tales pájaros, chicos y prietos, los cuales en el fondo de las honduras todo el
invierno habíanse guardado del frío. Puesto que la golondrina, como es cosa sabida por la gente de
ciencia, a la contra que otras aves no vuela hacia el mediodía y torna a la primavera, sino que, aferrándose
de las patas, en grande grupo caen a lo profundo de las aguas, transcurren allá toda la estación de las
nieves y a lo pronto en la primavera de bajo las aguas de profundis salen. Es por tanto esta ave no sólo

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símbolo de primavera y esperanza, mas y modelo de la limpieza no tocada, puesto que nunca pósase en la
tierra y con la suciedad y el asco terrenales no ha contacto alguno.
«Tornemos pues al nuestro lago. Diríase que las tales aves con sus alas la niebla toda aventaron,
puesto que tándem sin haberlo esperado elevárase de la bruma una portentosa torre, necromántica, y
nuestros pechos hubieron de lanzar un suspiro de asombramiento puesto que la tal torre era como si
hubiérase arrancado del rocío, habiendo la niebla como fundamentum y a lo más alto brillaban luceros,
una necromántica aurora borealis. Ciertamente, poderoso artefacto mágico había de ser aquella torre,
fuera de la razón humana.
«Contemplara el elfo Avallac'h nuestra admiración y dijo: «He aquí Tor Zireael, la Torre de la
Golondrina. He aquí la Puerta de los Mundos y el Portón del Tiempo. Alégrate, humano, que los tus ojos
esto vean, puesto que no a todos ni en todo tiempo les es dado verlo».
«Preguntado pues por nosotros si acaso pudiérase acercar a la tal torre, y de cerca verla y acaso
tocarla propria manu, sonriérase el elfo Avallac'h y dijera: «Tor Zireael es un sueño, no se toca un sueño.
Y bien está», añadiera, «puesto que la Torre a los Sabedores sirve y aun a unos pocos Elegidos para los
que el Portón del Tiempo son portones de esperanza y resurrección. Mas para los profanos son puertas a
la pesadilla».
«Apenas dijera estas palabras cayeron las nieblas nuevamente y la vista de aquel prodigio fue
vedada a nuestros ojos...
—El país de Cien Lagos —aclaró Vysogota— se llama hoy Mil Trachta. Es una región lacustre en
la parte norte de Metinna, cerca de la frontera con Nazair y Mag Turga. Buyvid Backhuysen escribe que
salieron hacia el lago desde el norte, desde Assengard... Hoy no existe Assengard, sólo han quedado
ruinas, la ciudad más cercana es Neunreuth. Buyvid contó seiscientas leguas desde Assengard. Se han
venido usando distintos tipos de leguas, pero podemos tomar la más popular según la cual seiscientas
leguas son, redondeando, cincuenta millas. Al sur de Assengard, que de aquí, de Pereplut, está alejado
como unas trescientas cincuenta millas. Por decirlo de otro modo, de la Torre de la Golondrina te separan
más o menos trescientas millas, Ciri. En tu Kelpa, como dos semanas de camino. Por supuesto en
primavera. No ahora, cuando en uno o dos días vendrán los hielos.
—De Assengard, por lo que he leído —murmuró Ciri, frunciendo la nariz pensativa—, no han
quedado de aquellos tiempos más que ruinas. Y yo he visto con mis propios ojos la ciudad élfica de
Shaerrawedd en Kaedwen, estuve allí. Los humanos habían robado y saqueado todo, no habían dejado
más que piedras desnudas. Apuesto a que de tu Torre de la Golondrina tampoco han quedado más que
piedras, y sólo las grandes, por que las pequeñas seguro que las robaron. Y si para colmo allí había un
portal...
—Tor Zireael era mágica. No era visible para todos. Y los telepuertos no son nunca visibles.
—Cierto —reconoció y se sumió en sus pensamientos—. El de Thanedd no lo era. Apareció de
pronto en la pared desnuda... Y además justo a tiempo, porque aquel hechicero que me perseguía ya
estaba cerca... Ya lo oía venir... Y entonces, como respondiendo a una llamada, apareció un portal.
—Estoy seguro —dijo Vysogota en voz baja— de que si consiguieras llegar a Tor Zireael, también
se te aparecería aquel telepuerto. Aunque fuera en las ruinas, entre las piedras desnudas. Estoy seguro de
que conseguirías encontrarlo y activarlo. Y él, estoy seguro, obedecería tus órdenes. Porque yo pienso,
Ciri, que tú eres una elegida.
—Tus cabellos, Triss, son como el fuego a la luz de las velas. Y tus ojos como lapislázuli. Tus
labios como corales...
—Cállate, Crach. ¿Estás borracho o qué? Échame más vino. Y cuéntame.
—¿Contarte qué?
—¡No finjas! Acerca de cómo Yennefer decidió navegar hasta el Abismo de Sedna.
—¿Cómo te va? Cuenta, Yennefer.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Primero tú contesta a mi pregunta: ¿quiénes son esas mujeres que encuentro siempre cuando voy
a tu casa? ¿Y que siempre me regalan unas miradas que normalmente suelen estar reservadas para mirar a
una mierda de gato que yace sobre la alfombra?
—¿Te interesa el estado formal y jurídico o el fáctico?
—El segundo.
—En ese caso son mis esposas.
—Entiendo. Aclárales entonces, cuando tengas ocasión, que lo pasado, pasado está.
—Ya lo hice. Pero las mujeres son así. No importa. Cuenta, Yennefer. Me interesan los avances en
tu trabajo.
—Por desgracia —la hechicera se mordió los labios— los progresos son mínimos. Y el tiempo
corre.
—Corre —afirmó el yarl con la cabeza—. Y sigue trayendo nuevas sensaciones. He recibido
noticias desde el continente, seguro que te interesan. Provienen del corpus de Vissegerd. Sabes, espero,
quién es Vissegerd.
—¿Un general de Cintra?
—Un mariscal. Dirige un cuerpo integrado en el ejército temerio que está compuesto por
emigrantes y voluntarios cintrianos. Sirven en él suficientes voluntarios de las islas como para tener
siempre nuevas de primera mano.
—¿Y qué tienes?
—Tú llegaste aquí, a Skellige, el diecinueve de agosto, dos días después de la luna llena. Ese mismo
día, es decir, el diecinueve, el corpus de Vissegerd atrapó durante una batalla a un grupo de fugitivos
entre los que estaban Geralt y ese trovador amigo suyo...
—¿Jaskier?
—Exacto. Vissegerd los acusó a ambos de espionaje, los detuvo y tenía intenciones de ajusticiarlos,
pero ambos prisioneros huyeron y condujeron contra Vissegerd a los nilfgaardianos, con los que parece
ser que tenían un acuerdo.
—Tonterías.
—También me parece. Pero me ronda por la cabeza que el brujo, pese a lo que tú piensas, realiza
algún plan inteligente. Queriendo salvar a Ciri, se gana la merced de Nilfgaard...
—Ciri no está en Nilfgaard. Y Geralt no realiza plan alguno. La planificación no es su mayor
cualidad. Dejémoslo. Lo importante es que estamos ya a veintiséis de agosto y yo todavía sé muy poco.
Demasiado poco para emprender nada... A menos que...
Se calló, mirando por la ventana, jugueteando con la estrella de obsidiana cosida en terciopelo
negro.
—¿A menos que? —Crach an Craite no resistió.
—En vez de burlarnos de Geralt, probemos sus métodos.
—No entiendo.
—Se puede intentar el sacrificio, yarl. Al parecer, la disposición al sacrificio otorga réditos, produce
consecuencias beneficiosas... Aunque sea en la forma del favor de una diosa. Que ama y valora el
sacrificio y el sufrimiento por una causa.
—Sigo sin entender. —Él frunció el ceño—. Pero no me gusta lo que dices, Yennefer.
—Lo sé. A mí tampoco. Pero ya he ido demasiado lejos... El tigre puede ya escuchar los balidos del
cabritillo...
—Esto es lo que me temía —susurró Triss—. Precisamente esto me temía. —Lo que quiere decir
que entonces entendí bien. —Los huesos de las mandíbulas de Crach an Craite chasquearon con fuerza—.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Yennefer sabía que alguien escuchaba las conversaciones que llevaba a cabo con ayuda de aquella
máquina infernal. O que alguno de los interlocutores la traicionaría vilmente...
—O lo uno y lo otro.
—Lo sabía. —Crach hizo chirriar los dientes—. Pero seguía haciendo lo que le daba la gana.
¿Porque tenía que hacer de cebo? ¿Ella misma iba a ser el cebo? ¿Fingía que sabía más de lo que sabía
para provocar al enemigo? Y navegó hasta el Abismo de Sedna...
—Lanzando un reto. Provocando. Muy arriesgado, Crach.
—Lo sé. No quería poner en peligro a ninguno de nosotros... Excepto a los voluntarios. Por eso
pidió dos drakkars.
—Tengo para ti los dos drakkars que has pedido. Alción y Tamara. Y la tripulación, se supone. El
Alción lo dirigirá Guthlaf, hijo de Sven, pidió ese honor, le has gustado, Yennefer. El Támara lo
capitaneará Asa Thjazi, capitán, en el que tengo la más absoluta confianza. Ah, casi lo olvido. En la
tripulación del Tamara también irá mi hijo, Hjalmar Bocatorcida.
—¿Tu hijo? ¿Cuantos años tiene?
—Diecinueve.
—Pronto empezaste.
—Le dijo la sartén al cazo. Hjalmar pidió ser añadido a la tripulación por motivos personales. No le
pude rechazar.
—¿Por motivos personales?
—¿De verdad no conoces esa historia?
—No. Dime.
Crach an Craite bajó el cuerno, sonrió al recordar.
—A los niños de Ard Skellig —comenzó— les encanta patinar en el invierno, se mueren esperando
que lleguen los hielos. Se lanzan al hielo los primeros, apenas se congela el lago, sobre una superficie tan
fina que no soportaría a los adultos. Por supuesto la mejor diversión son las persecuciones. Echar a correr
y correr cuanto dan las fuerzas de una punta del lago a otra. Los niños compiten en lo que se llama el
«salto del salmón». Se trata de saltar con los patines por encima de las rocas cercanas a la orilla, que
surgen del hielo como los dientes de un tiburón. Del mismo modo que un salmón cuando se lanza por
encima del borde de los saltos de agua. Se elige una fila de piedras adecuada, se toma impulso... Ja, yo
mismo lo hice cuando era un mocoso...
Crach an Craite se quedo pensativo, sonrió levemente.
—Por supuesto —continuó—, estas competiciones las gana y luego alardea de ello como un pavo
aquél que salta la fila de rocas más larga. En su momento, Yennefer, este honor recayó a menudo en este
tu humilde sirviente y presente interlocutor, je, je. En la época que nos interesa más, el campeón solía ser
mi hijo Hjalmar. Saltaba por encima de tales piedras que ninguno de los muchachos se atrevía a saltar. E
iba con la nariz alta, retando a todos para que intentaran vencerlo. Y se aceptó aquel reto. Ciri, hija de
Pavetta de Cintra. Ni siquiera era una isleña, aunque se consideraba a sí misma como una, puesto que
pasaba más tiempo aquí que en Cintra.
—¿incluso después del accidente de Pavetta? Pensaba que Calanthe le había prohibido venir aquí.
—¿Sabes eso? —La miró con aire de sospecha—. Vaya, Yennefer, sabes mucho. Mucho. La ira y la
prohibición de Calanthe no duraron más que medio año, luego Ciri comenzó a pasar aquí los veranos y
los inviernos... Patinaba como un diablo, pero, ¿saltar al «salmón» en competición con los chavales? ¿Y
retar a Hjalmar? ¡A nadie le cabía en la cabeza!
—Y saltó —adivinó la hechicera.
—Saltó. Saltó ese medio diablo cintriano. Una verdadera Leoncilla de la sangre de la Leona. Y
Hjalmar, para que no se burlaran de él, tuvo que arriesgar un salto sobre una fila de piedras todavía más

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larga. Se arriesgó. Se rompió una pierna, una mano, cuatro costillas y se destrozó la cara. Le quedarán
cicatrices hasta el final de su vida. ¡Hjalmar Bocatorcida! ¡Y su famosa prometida! ¡Je, je!
—¿Prometida?
—¿No sabías eso? ¿Tanto sabes y eso no? Ella fue a verle cuando guardaba cama y se estaba
curando después del famoso salto. Le leía, le contaba cosas, le sujetaba de la mano... Y cuando alguien
entraba en la habitación se ponían rojos como dos amapolas. Bueno, y por fin, Hjalmar me comunicó que
se habían prometido. Por poco no me da algo. ¡Ya te daré yo a ti, mocoso, prometimientos, le dije, pero
con un látigo! Y me embargó un poco el miedo, porque pensaba que la sangre de la Leoncilla es sangre
caliente, que ella es de aquí te pillo aquí te mato, que es una temeraria, por no decir una pequeña locuela...
Por suerte Hjalmar estaba completamente vendado y en tablillas, así que no podían haber hecho
tonterías...
—¿Cuántos años tenían entonces?
—Él quince, ella casi doce.
—Creo que exagerabas un poco con esos temores.
—Puede que un poco. Pero al menos Calanthe, a la que tuve que contárselo todo, no lo
menospreció. Sé que tenían planes de matrimonio para Ciri, creo que se trataba del joven Tancredo
Thyssen, de Kovir, o puede que Radowid de Redania, no estoy seguro. Pero los rumores podían dañar los
proyectos de matrimonio, incluso rumores de inocentes besos o caricias medio inocentes. Calanthe, sin un
instante de vacilación, se llevó a Ciri a Cintra. La muchacha se enfadó, gritó, lloró, pero no sirvió de
nada. Con la Leona de Cintra no había discusión. Luego, Hjalmar estuvo dos días de cara a la pared y no
habló con nadie. Apenas sanó, quiso robar un esquife y navegar solo hasta Cintra. Le di con el cinto y se
le pasó. Y luego...
Crach an Craite calló, se quedó pensativo.
—Luego llegó el verano, luego el otoño y ya toda el poderío nilfgaardiano se lanzó contra Cintra,
desde la pared sur, junto a las Escaleras de Marnadal. Y Hjalmar encontró otra ocasión para mostrar su
hombría. En Marnadal, en Cintra, luego en Sodden, se enfrentó valientemente contra los Negros. Luego
también, cuando los drakkars fueron a las costas nilfgaardianas,
Hjalmar vengó con la espada en la mano a su casi prometida, de la que entonces se pensaba que ya
no vivía. Yo no lo creía porque no habían sucedido los fenómenos de los que te había hablado... Bueno, y
ahora, cuando Hjalmar se enteró de la posibilidad de una expedición de rescate, se ofreció como
voluntario.
—Gracias por esta historia, Crach. He descansado al oírte. Me he olvidado de mis... pesadumbres.
—¿Cuándo te vas, Yennefer?
—En los próximos días. Puede que incluso mañana. Sólo me queda por hacer una última
telecomunicación.
Los ojos de Crach an Craite eran como ojos de azor. Se clavaban profundamente, hasta el fondo.
—¿No sabes por casualidad con quién habló Yennefer por ultima vez antes de desmontar la
máquina infernal? ¿La noche del veintisiete al veintiocho de agosto? ¿Con quién? ¿Y de qué?
Triss cubrió los ojos con sus pestañas.
El rayo de luz desviado por el brillante revivió con un resplandor la superficie del espejo. Yennefer
extendió las dos manos, gritó un hechizo. El reflejo cegador se convirtió en una niebla retorcida, de la
niebla comenzó a surgir enseguida una imagen. La imagen de una habitación de paredes cubiertas con
unos tapices multicolores.
Un movimiento en la ventana. Y una voz inquieta.
—¿Quién? ¿Quién está allí?
—Soy yo, Triss.
—¿Yennefer? ¿Eres tú? ¡Dioses! ¿De dónde... dónde estás?

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—No importa dónde esté. No bloquees porque la imagen titila. Y quita la lamparilla porque me
ciega.
—Ya. Por supuesto.
Aunque era muy tarde, Triss Merigold no estaba ni en negligé ni en roba de trabajo. Llevaba un
vestido de calle. Como de costumbre, abrochado muy alto junto al cuello.
—¿Podemos hablar libremente?
—Por supuesto.
—¿Estás sola?
—Sí.
—Mientes.
—Yennefer...
—No me engañas, mocosa. Conozco ese gesto, estoy harta de verlo. Hacías lo mismo cuando
comenzaste a dormir con Geralt a mis espaldas. Entonces también te ponías la misma máscara de pollito
inocente que veo ahora en tu rostro. ¡Y ahora significa lo mismo que entonces!
Triss enrojeció. Y junto a ella apareció en la ventana Filippa Eilhart, vestida con un jubón granate
de hombre con bordados de plata.
—Bravo —dijo—. Astuta, como siempre, como siempre penetrante. Estoy contenta de verte sana y
salva, Yennefer. Estoy contenta de ver que la loca teleportación desde Montecalvo no terminó en una
tragedia.
—Pongamos que de verdad te alegras. —Yennefer torció el gesto—. Aunque se trata de una
suposición bastante atrevida. Pero dejémoslo. ¿Quién me traicionó?
—¿Acaso importa? —Filippa se encogió de hombros—. Ya hace cuatro días que contactas con
traidores. Con aquéllos para los que la traición y la venalidad son su segunda naturaleza. Y con aquéllos a
los que tú misma empujaste a la traición. Uno de ellos te traicionó. El orden natural de las cosas. No me
digas que no lo esperabas.
—Por supuesto que me lo esperaba —bufó Yennefer—. La mejor prueba es que contacto con
vosotras. No tendría por qué hacerlo.
—No tendrías. Eso quiere decir que quieres algo.
—Bravo. Astuta, como siempre, como siempre penetrante. Contacto con vosotras para aseguraros
que el secreto de vuestra logia está a salvo conmigo. No os traicionaré.
Filippa la miró a través de sus pestañas.
—Si contabas —dijo por fin— con que esta declaración te iba a servir para comprarte tiempo,
tranquilidad y seguridad, te equivocas. No nos engañemos, Yennefer. Al huir de Montecalvo realizaste
una elección, te declaraste por un lado de la barricada. Quien no está en la logia está contra ella. Ahora
intentas adelantarte a nosotras en la tarea de encontrar a Ciri y los motivos que te mueven a ello son
precisamente los contrarios a los nuestros. Actúas contra nosotras. No quieres permitir que utilicemos a
Ciri para nuestros objetivos políticos. Así que nosotras haremos todo lo posible para que no consigas
utilizar a la muchacha para los tuyos, sentimentales.
—¿Así que guerra?
—Competencia —sonrió Filippa venenosamente—. Sólo competencia, Yennefer.
—¿Leal y honorable?
—Estás bromeando.
—Por supuesto. Sin embargo, al menos hay cierto asunto que querría dejar claro honestamente.
—Dilo.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—En los próximos días, puede que mañana, sucederán unos acontecimientos cuyas consecuencias
no estoy en estado de prever. Puede ser que nuestra competencia deje de tener importancia de pronto. Por
una causa muy simple. Que no haya competidora.
Filippa Eilhart entornó sus ojos, matizados por una sombra celeste.
—Entiendo.
—Conseguid entonces que recupere después de mi muerte mi reputación y mi buen nombre. Para
que no me consideren más como una traidora y aliada de Vilgefortz. Pido esto a la logia. Te lo pido a ti
personalmente.
Filippa calló un instante.
—Rechazo la petición —dijo por fin—. Lo siento, pero tu rehabilitación no está dentro de los
intereses de la logia. Si mueres, mueres como una traidora. Serás una traidora y una criminal para Ciri,
porque entonces será más fácil manipular a la muchacha.
—Antes de que emprendas algo que amenace muerte —habló de pronto Triss—, déjanos...
—¿Un testamento?
—Algo que nos permita... continuar... seguir tus huellas. Encontrar a Ciri. ¡Se trata de su bienestar!
¡De su vida! Yennefer, Dijkstra encontró... ciertas huellas. Si Vilgefortz tiene a Ciri, a la muchacha le
amenaza una muerte horrible.
—Calla, Triss —ladró brusca Filippa Eilhart—. Aquí no habrá mercadeo ni regateos.
—Os dejaré indicaciones —dijo Yennefer lentamente—. Os dejaré informaciones de lo que me
enteré y de lo que voy a emprender. Os dejaré huellas que podréis seguir. Pero no gratis. No queréis
rehabilitarme a ojos del mundo, pues al diablo con vuestro mundo. Pero rehabilitadme siquiera a ojos de
un brujo.
—No —respondió casi de inmediato Filippa—. Esto tampoco entra dentro de los intereses de la
logia. También para tu brujo seguirás siendo una hechicera traidora y nefanda. No entra dentro de los
intereses de la logia el que alborotara, buscando venganza, y si te desprecia, no va a querer vengarte. Al
fin y al cabo, creo que ya está muerto. O lo estará un día de éstos.
—Informaciones —habló Yennefer con voz sorda— por su vida. Sálvalo, Filippa.
—No, Yennefer.
—Porque no entra dentro de los intereses de la logia. —En los ojos de la hechicera ardió un fuego
violeta—. ¿Lo has oído, Triss? Ésta es tu logia. Éste es su verdadero rostro, éstos sus verdaderos
intereses. ¿Y qué dices a ello? Eras la tutora de la muchacha, casi, como tú misma dijiste, su hermana
mayor. Y Geralt...
—No tomes a Triss por la fibra romántica, Yennefer. —Filippa se tomó la revancha con el fuego de
sus ojos—. Encontraremos y rescataremos a la muchacha sin tu ayuda. Y si tú tuvieras éxito, entonces
gracias mil, nos la proporcionarás, nos ahorrarás fatigas. Tu arrancas a la muchacha de manos de
Vilgefortz, nosotros de las tuyas. ¿Y Geralt? ¿Quién es Geralt?
—¿Has oído, Triss?
—Perdóname —dijo sordamente Triss Merigold—. Perdóname, Yennefer.
—Oh, no, Triss. Nunca.
Triss miraba al suelo. Los ojos de Crach an Craite eran como ojos de azor.
—Al día siguiente de esta última comunicación secreta —dijo despacio el yarl de Skellige—, de ésa
de la que tú, Triss Merigold, no sabes nada, Yennefer se fue de Skellige, poniendo curso al Abismo de
Sedna. Al preguntarle por qué se dirigía precisamente hacia allí, me miró a los ojos y respondió que tenía
intenciones de comprobar en qué se diferencian las catástrofes naturales de las innaturales. Se fue con dos
drakkars, el Támara y el Alción, con una tripulación compuesta exclusivamente de voluntarios. Esto fue
el veintiocho de agosto, hace dos semanas. No la volví a ver...
—¿Cuándo te enteraste...?

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Cinco días después. —La interrumpió bastante poco ceremoniosamente—. Tres días después de
la nueva de septiembre.
El capitán Asa Thjazi, sentado delante del yarl, estaba intranquilo. Se lamía los labios, se removía
en el banco, retorcía los dedos de tal forma que hasta saltaban los pulgares.
El sol rojo, que había logrado salir por fin de entre las nubes que cubrían el cielo, iba bajando poco
a poco hacia Spikeroog.
—Habla, Asa —le ordenó Crach an Craite.
Asa Thjazi tosió con fuerza.
—Avanzamos muy deprisa —siguió—. El viento nos era favorable, hacíamos mas de doce nudos.
Entonces, ya el veintinueve, vimos por la noche la luz del faro de Peixe de Mar. Doblamos un poco hacia
el oeste, para no toparnos con algún nilfgaardiano... Y un día antes de la nueva de septiembre, al alba,
entramos en la zona del Abismo de Sedna. Entonces, la hechicera nos llamó a mí y a Guthlaf...
—Necesito voluntarios —dijo Yennefer—. Sólo voluntarios. Ni uno más de los que sean necesarios
para manejar el drakkar por un corto período de tiempo. No sé cuántos hacen falta, no sé nada de esto.
Pero pido que no se deje en el Alción ni siquiera a una persona más por encima de la cifra estrictamente
necesaria. Y repito: sólo voluntarios. Lo que pretendo hacer... es muy arriesgado. Más que una batalla
naval.
—Comprendo. —El viejo senescal afirmó con la cabeza—. Y me presento como primero. Yo,
Guthlaf, hijo de Sven, pido este honor.
Yennefer le miró largo rato a los ojos.
—Está bien —dijo—. El honor es mío.
—Yo también me presenté —dijo Asa Thjazi—, pero Guthlaf no accedió. Alguien, dijo, tiene que
llevar el mando del Támara. Como resultado, se presentaron quince. Entre ellos Hjalmar, yarl. Crach an
Craite alzó las cejas.
—¿Cuántos hacen falta, Guthlaf? —repitió la hechicera—. ¿Cuántos sobran? Por favor, cuéntalo
con precisión.
El senescal guardó silencio algún tiempo, calculó.
—Con ocho basta —dijo por fin—. Si no es mucho tiempo... Pero al fin y al cabo aquí todos son
voluntarios, así que no hay ninguna necesidad...
—Selecciona a ocho de entre esos quince —le interrumpió con brusquedad—Elígelos tú mismo. Y
ordena a los elegidos que pasen al Alción. El resto se queda en el Tamara. Ah, uno de los que se queda lo
selecciono yo. ¡Hjalmar!
—¡No, señora! ¡No podéis hacerme esto! ¡Me presenté y estaré a vuestro lado! Quiero estar...
—¡Calla! ¡Te quedas en el Tamara! ¡Es una orden! ¡Una palabra más y hago que te aten al mástil!
—Sigue, Asa.
—La maga, Guthlaf y los mencionados ocho voluntarios subieron al . Alción y navegaron hacia el
Abismo. Nosotros, con el Tamara, nos mantuvimos a un lado siguiendo las órdenes, pero de modo que no
nos alejáramos. Con el tiempo, que hasta entonces nos había sido favorable, alguna diablura comenzó a
pasar al pronto. Sí, bien digo, diablura, porque alguna fuerza impura era, yarl... Que me pasen por la
quilla si miento...
—Sigue.
—Allá donde nosotros estábamos, el Tamara, se entiende, estaba tranquilo. Aunque soplaba algo el
aire y el cielo se puso negro de las nubes, hasta que casi parecía que el día se tornaba noche. Mas allá
donde estaba el Alción, se había abierto el mismo infierno. Un verdadero infierno...
La vela del Alción se agitó de pronto con tanta fuerza que escucharon sus estampidos pese a la
distancia que los separaba del drakkar. El cielo se ennegreció, las nubes se agruparon. El mar, que

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

alrededor del Tamara parecía totalmente tranquilo, se enfureció y bullía espumeante junto a la borda del
Alción. Alguien gritó de pronto, otro le siguió y al poco gritaban todos.
Bajo una masa de negras nubes que se aposentaban sobre él, el Alción bailaba entre las olas como
un corcho, girando, virando y saltando, golpeando en ellas bien con la proa, bien con la popa. A veces el
drakkar desaparecía de la vista casi por completo. A veces no se veía más que la vela de bandas de
colores.
—¡Esto son hechizos! —gritó alguien a espaldas de Asa—. ¡Es magia diabólica!
Un remolino hacía girar al Alción cada vez más deprisa y más deprisa. Los escudos, arrancados por
la fuerza centrífuga de las bordas del drakkar, volaban por el aire como discos, revoloteaban a izquierda y
derecha los destrozados remos.
—¡Arrizar la vela! —gritó Asa Thjazi—. ¡Y a los remos! ¡Vamos allá! ¡Hay que salvarlos!
Era ya, sin embargo, demasiado tarde.
El cielo sobre el Alción se había puesto negro, la oscuridad estalló de pronto en el zigzag de los
relámpagos que rodearon el drakkar como los tentáculos de una medusa. Las nubes agrupadas en formas
fantásticas se retorcían en un embudo monstruoso. El drakkar giraba en círculo con una increíble
velocidad. El mástil se quebró como una cerilla, la vela destrozada salió disparada por encima de la
cubierta como un gigantesco albatros.
—¡A los remos, por mi fe!
Por encima de sus propios gritos, por encima del bramido de los elementos que lo amortiguaban
todo, escuchaban sin embargo los gritos de la gente del Alción. Gritos tan increíbles que los pelos se
ponían de punta. A ellos, viejos lobos de mar, sangrientos berserkers, marineros que habían visto y
escuchado mucho.
Soltaron los remos, conscientes de su impotencia. Quedaron estupefactos, hasta dejaron de gritar.
El Alción, todavía girando, se comenzó a elevar lentamente por encima de las olas. Y subía cada
vez más alto y más alto. Vieron el agua que se escurría, la quilla cubierta de moluscos y algas. Vieron
luego una forma negra, una silueta que caía al agua. Luego una segunda. Y una tercera.
—¡Están saltando! —bramó Asa Thjazi—. ¡A remar, muchachos, sin parar! ¡Con todas las fuerzas!
¡Vamos a ayudarlos!
El Alción estaba ya a más de cien codos de la superficie marina, que bullía como una olla. Seguía
girando, enorme, el timón rezumando agua, rodeado por una ígnea tela de araña de relámpagos, atraído
por una fuerza invisible hacia las nubes.
De pronto, una explosión que taladraba los oídos quebró el aire. Aunque empujado hacia delante
por la fuerza de quince pares de remos, el Támara retrocedió de pronto y voló hacia atrás. A Thjazi le
desapareció el suelo bajo sus pies. Cayó, se golpeó en la frente con la borda.
No se pudo levantar por sí mismo, tuvieron que alzarlo. Estaba aturdido, agitaba y movía la cabeza,
se tambaleaba, balbuceaba sin sentido. Escuchaba los gritos de su tripulación como desde detrás de una
pared. Se acercó a la borda, agarrándose como un borracho, clavó los dedos en el reling.
El viento enmudeció, las olas se calmaron. Pero el cielo todavía seguía negro de a causa de los
cúmulos de nubes.
Del Alción no quedaban ni las huellas.
—Ni huellas quedaron, yarl. Oh, algún pedacillo, algunos trapos... Pero no más.
Asa Thjazi interrumpió la narración, miraba al sol, que desaparecía por detrás de la cumbre boscosa
de Spikeroog. Crach an Craite, pensativo, no le apremió.
—No se sabe —siguió por fin Asa Thjazi— cuántos consiguieron saltar antes de que aquella
diabólica nube se tragara al Alción. Pero de los que no saltaron, ninguno sobrevivió. Y nosotros, aunque
no ahorramos tiempo ni esfuerzo, no conseguimos más que pescar dos cadáveres. Dos cuerpos, llevados
por el agua. Sólo dos.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¿La hechicera —preguntó el yarl con un tono de voz levemente distinto— no estaba entre ellos?
—No.
Crach an Craite guardó silencio largo tiempo. El sol se ocultó por completo detrás de Spikeroog.
—Desapareció el viejo Guthlaf, hijo de Sven —habló de nuevo Asa Thjazi—. Seguro que hasta el
último hueso lo han devorado ya los cangrejos del fondo del Sedna... Desapareció completamente la
maga... Yarl, la gente comienza a decir... que todo esto es por su culpa... El castigo por su crimen...
—¡Tontas habladurías!
—Murió —murmuró Asa— en el Abismo de Sedna. En el mismo sitio que entonces Pavetta y
Duny... Una coincidencia...
—No fue una coincidencia —dijo convencido Crach an Craite—. Ni entonces ni ahora; con toda
seguridad, no fue una coincidencia.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Capítulo décimo
Es esencial que el infortunado sufra; su humillación y sus dolores figuran entre las leyes de la
naturaleza y su existencia es útil al plan general, tanto como la prosperidad de quien lo aplasta. Ésta es
la verdad que debe sofocar el remordimiento tanto en el alma del tirano como en la del malhechor. Que
no se coarte, que se entregue ciegamente a cuantas maldades se le ocurran: la voz de la naturaleza sólo
le sugiere esta idea, el único modo posible con que ella nos convierte en agentes de sus leyes. Cuando sus
inspiraciones secretas nos predisponen al mal, es porque el mal le es necesario.
Donatien Alphonse Francois de Sade

El estampido y el chirrido de las puertas primero abiertas y luego cerradas de la celda despertaron a
la más joven de las hermanas Scarra. La mayor estaba sentada a la mesa, ocupada en rascar unas gachas
pegadas al fondo de una escudilla de estaño.
—¿Y cómo te ha ido en el juicio, Kenna?
Joanna Selborne, llamada Kenna, no dijo nada. Se sentó en el camastro, apoyó los codos en las
rodillas y la frente en las manos.
Scarra la Joven bostezó, eructo y se peyó ruidosamente. LeCoq, acurrucado en el camastro de
enfrente, murmuró algo ininteligible y volvió la cabeza. Estaba enfadado con Kenna, con las hermanas y
con todo el mundo.
En las prisiones normales todavía se dividía tradicionalmente a los arrestados según su sexo. En las
ciudadelas militares era distinto. Ya el emperador Fergus var Emreis, confirmando en un decreto la
igualdad de derechos de las mujeres en el ejército imperial, ordenó que, si emancipación, pues
emancipación, la igualdad debía ser igual en todos lados y en todos los aspectos, sin ninguna excepción,
ni especiales privilegios para ninguno de los sexos. Desde aquel momento, en las fortalezas y ciudadelas
los prisioneros cumplían su condena en celdas coeducacionales.
—¿Y qué entonces? —repitió Scarra la Mayor—. ¿Te sueltan?
—¡Seguro! —dijo Kenna con amargura, todavía con la cabeza apoyada en las manos—. Antoavía
voy a tener suerte si no me cuelgan. ¡Joder! He declarado toda la verdad, sin ocultar ni miaja, bueno, casi
nada, se entiende. Y ese hijoputa comenzó a machacarme, hízome primero quedar como una tonta ante
todos, luego arresultó que soy persona sin credibilidad y elemento criminal y al mismito final va y me
sale con participación en conspiración dirigida a derrocar.
—Derrocar. —Scarra la Mayor, haciendo como si lo entendiera, meneó la cabeza—. Aah, si se trata
de derrocar... La has cagao, Kenna.
—Como si no lo supiera.
Scarra la Joven se estiró, bostezó de nuevo, con la boca más abierta y haciendo más ruido que un
leopardo, saltó del camastro de arriba, de una enérgica patada quitó de en medio el estorbo del taburete de
LeCoq, escupió al suelo junto al taburete. LeCoq gruñó, pero no se atrevió a más.
LeCoq estaba mortalmente enfadado con Kenna. Y tenía miedo de las hermanas.
Cuando hacía tres días le instalaron a Kenna en la celda, pronto resultó que LeCoq tenía sus propias
ideas en lo tocante a la emancipación y la igualdad de la mujer. En mitad de la noche le echó a Kenna una
manta sobre la parte superior del cuerpo con intenciones de servirse de la parte inferior, lo que
seguramente hubiera conseguido si no hubiera sido por el hecho de que dio con una empática. Kenna se le
metió en el cerebro de tal forma que LeCoq aulló como un lobisome y se arrastró por la celda como si le
hubiera picado una tarántula. Kenna, por su parte y por pura venganza, le obligó telepáticamente a
ponerse a cuatro patas y a golpear con la cabeza en la puerta cubierta de chapa de la celda. Cuando,
alarmados por el terrible ruido, los guardianes abrieron la puerta, LeCoq le dio un embate a uno de ellos,
194
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

por lo que recibió cinco golpes de palo y otros tantos puntapiés. Recapitulando, LeCoq no saboreó aquella
noche los placeres con los que contaba. Y se enfadó con Kenna. Ni siquiera se atrevió a pensar en la
revancha, porque al día siguiente les pusieron en la celda a las hermanas Scarra. De modo que el bello
sexo estaba en mayoría y, para colmo pronto se vio que las opiniones de las hermanas acerca de la
igualdad eran parecidas a las de LeCoq, sólo que completamente al revés en lo que se refería a los roles
adjudicados a los sexos. Scarra la Joven miraba al hombre con ojos de rapaz y emitía comentarios
inequívocos, mientras que la Mayor se carcajeaba y se frotaba las manos. El efecto fue que LeCoq dormía
con su taburete, con el cual, en caso necesario, preveía defender su honor. Pero escasas eran sus
posibilidades y perspectivas: ambas Scarra habían servido en el ejército de línea y eran veteranas de
muchas batallas, no se rendirían ante un taburete; si querían violar, violaban, incluso si el hombre estaba
armado con un hacha. Kenna, sin embargo, estaba segura de que las hermanas sólo bromeaban. Bueno,
casi segura.
Las hermanas Scarra estaban en la trena por haber pegado a un oficial, mientras que en el asunto del
guardamangier LeCoq había una investigación relacionada con un chanchullo de robo de botín de guerra
que era ya grande y famoso y que iba alcanzando cada vez círculos más altos.
—La has cagao, Kenna —repitió Scarra la Mayor—. Entonces te has metió en una buena maraña. O
más bien te han metió. ¡Y por el diablo diablero, que no te anteraras a tiempo que andabas embrollá en un
pastel político!
—Bah.
Scarra la miró sin saber muy bien cómo había de entender la afirmación monosilábica. Kenna evitó
su mirada.
No os voy a contar a vosotras lo que silenciara ante los jueces, pensó. El que sabía en qué juego me
estaba metiendo. Ni eso, ni la forma en que me enterara.
—Mordiste más de lo que podías tragar —afirmó sabia la más joven de las Scarra, la menos
desarrollada, la que (Kenna estaba segura) no había entendido ni jota de lo que se trataba.
—¿Y qué pasó con la princesa ésa de Cintra? —no se resignó Scarra la Mayor—. Al cabo la
echastis mano, ¿no?
—La echamos mano. Si se puede decir así. ¿Qué día es hoy?
—El ventidós de septiembre. Mañana es el equinoccio.
—Ja. Ved cuán raro es el decurso del azar. Entonces mañana se cumplirá el año desde aquellos
hechos... Un año ya...
Kenna se tumbó en el camastro, con las manos unidas detrás del cuello. Las hermanas callaban, con
la esperanza de que aquello fuera la introducción para una historia.
Nada de eso, hermanillas, pensó Kenna, mirando las guarrerías escritas y las todavía mayores
guarrerías dibujadas en la tabla del camastro de arriba. No habrá ninguna historia. Ni siquiera es porque
ese apestoso LeCoq me apesta a mí a chota de mierda o a otro testigo de la corona. Simplemente no
quiero hablar de ello. No quiero recordarlo.
Lo que pasó hace un año... después de que Bonhart se nos escapara en Claremont.
Llegamos allí dos días demasiado tarde, recordó, el rastro ya se había enfriado. Nadie sabía adonde
había ido el cazador de recompensas. Nadie, excepto el mercader Houvenaghel, se entiende. Pero
Houvenaghel no quiso hablar con Skellen, ni siquiera le dejó entrar en su casa. Le transmitió mediante el
servicio que no tenía tiempo y no concedía audiencia. Antillo se enrabietó y se inflamó, pero, ¿qué iba a
hacer? Aquello era Ebbing, no tenía allí jurisdicción. Y de otro —nuestro— modo no se podía agarrar a
Houvenaghel, porque él tenía en Claremont un ejército privado y no se podía empezar una guerra...
Bóreas Mun rastreó, Dacre Silifant y Ola Harsheim intentaron el soborno, Til Echrade, la magia
élfica, yo sentí y leí pensamientos, pero no sirvió de mucho. Nos enteramos solamente de que Bonhart se
fue de la ciudad por la puerta del sur. Y de que antes de que se fuera...

195
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

En Claremont había un santuario pequeñito, de madera de alerce... Junto a la puerta del sur, frente a
una placita con mercado. Antes de irse de Claremont, Bonhart, en aquella plaza, delante del santuario,
torturó a Falka con un látigo. Ante los ojos de todos, incluyendo de los sacerdotes del santuario. Gritó que
le demostraría quién era su señor y amo. Que esto se lo enseñaría con un palo, como quisiera, y si lo
quisiera, la golpearía hasta la muerte, porque nadie tomaría parte por ella, nadie la ayudaría, ni los
hombres ni los dioses.
Scarra la Joven miraba por la ventana, colgaba agarrada a las rejas. La Mayor comía gachas de la
escudilla. LeCoq tomó el taburete, se tumbó y se cubrió con la manta.
Se escuchó la campana del cuerpo de guardia, los centinelas se gritaron en la muralla.
Kenna se dio la vuelta, el rostro hacia la pared.
Algunos días después, nos encontramos, pensó. Yo y Bonhart. Cara a cara. Miré a sus inhumanos
ojos de pez: sólo pensaba en una cosa, en cómo golpear a esa muchacha. Y le eché un vistazo a sus
pensamientos... Sólo por un momento. Y fue como meter la cabeza en un tumba abierta...
Esto sucedió en el equinoccio.
Y el día anterior, el veintidós de septiembre, me di cuenta de que se había metido entre nosotros un
invisiblero.
Stefan Skellen, coronel imperial, escuchaba sin interrumpir. Pero Kenna vio cómo se le
transformaba el rostro.
—Repite, Selborne —pronunció arrastrando las sílabas—. Repite porque no creo a mis propios
oídos.
—Cuidado, señor coronel —murmuró—. Haced como que os enfadáis... Como si yo petición
alguna tuviera y vos no quisierais permitirla... En apariencia, se entiende. Yo no me equivoco, segura
estoy. Dos días ha que un invisiblero nos ronda. Un espía invisible.
Antillo, había que reconocérselo, era listo; lo pilló al vuelo.
—No, Selborne, no lo concedo —dijo en voz alta, pero evitando exageraciones actorales tanto en el
tono como en los gestos—. La disciplina ata a todos. No hay excepciones. ¡No concedo mi permiso!
—Pídoos al menos que escucharéis, señor coronel. —Kenna no tenía el talento de Antillo, no
escapaba a la artificialidad, pero en la escena que estaban interpretando cierta artificialidad y confusión
habrían sido aceptables—. Pídoos al menos escuchar...
—Habla, Selborne. ¡Pero corto y conciso!
—Nos espía desde hace dos días —murmuró, fingiendo que explicaba sus razones con humildad—.
Desde Claremont. Ha de ir secretamente tras nos, se acerca en los vivaques, invisible, andurrea entre la
gente, escucha.
—Escucha, el puto espía. —Skellen no tenía que fingir enfado ni severidad, su voz vibraba de
rabia—. ¿Cómo lo descubriste?
—Cuando antenoche dierais junto a la posada las órdenes al señor Silifant, un gato que al punto
andaba durmiendo en un poyo siseó y puso las orejas. Raro se me hiciera aquello, puesto que no había
nadie en aqueste lado.... Y luego sentí algo, como un pensamiento, ajena voluntad. Cuando alredor nomás
hay pensamientos de los nuestros, normales, un pensamiento ajeno es entonces para mí, señor coronel,
como si alguien gritara a lo loco... Principié a estar atenta, fuerte, doblemente, y lo sentí.
—¿Lo puedes sentir siempre?
—No. No siempre. Ha de tener alguna protección mágica. No más lo siento de muy cerca, y esto no
de continuo. Por esto hay que guardar la apariencia, puesto que no se sabe si justamente anduviera por
acá.
—No lo espantemos —Antillo arrastró las sílabas—. No lo espantemos... Yo lo quiero vivo,
Selborne. ¿Qué propones?
—Lo vamos a hacer crepés.

196
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¿Crepés?
—Más bajito, señor coronel.
—Pero... Ah, no importa. De acuerdo. Te dejo mano libre.
—Mañana hacer que tomemos cuartelillo en alguna aldea. Yo apañaré el resto. Y ahora, para las
apariencias, gritarme severamente y yo me iré.
—No sé cómo gritaros —le sonrió con los ojos y guiñó levemente, tomando de inmediato gesto de
caudillo severo—. Porque estoy satisfecho de vos, doña Joanna.
Dijo «doña». Doña Joanna. Como a un oficial.
Hizo de nuevo un guiño.
—¡No! —dijo, y agitó la mano, interpretando estupendamente su papel—. ¡Petición rechazada!
¡Idos!
—A la orden, señor coronel.
Al día siguiente, por la tarde, Skellen arregló que se quedaran en una aldea junto al río Lete. La
aldea era rica, rodeada por una empalizada, se entraba en ella por una elegante puerta giratoria de
tablones nuevos de pino. La aldea se llamaba Licornio. Y tomaba este nombre de una pequeña capilla de
piedra en la que había un muñeco de paja que representaba a un unicornio.
Recuerdo, dijo para sí Kenna, cómo nos burlamos de aquel diosecillo de paja, y el alcalde, con un
gesto serio, aclaró que el santo licornio que protegía la ciudad había sido, hacía años, de oro, luego de
plata, luego de cobre, luego hubo algunas versiones de hueso y de maderas nobles. Pero todos habían sido
robados y saqueados. Sólo desde que el licornio era de paja había tranquilidad.
Extendimos el campamento en la aldea. Skellen, como estaba convenido, ocupó la sala del concejo.
Al cabo de menos de una hora hicimos del espía invisible un crepé. De una forma clásica, de
manual.
—Por favor, acercaos —ordenó en voz alta Antillo—. Por favor, acercaos y echadle un vistazo a
este documento... ¿Ahora? ¿Están ya todos? Que no tenga que explicarlo dos veces.
Ola Harsheim, que estaba precisamente bebiendo crema agria algo diluida con leche cortada en un
cubo de ordeñar, se limpió los labios de los chorrillos de la crema, soltó el vaso, miró a su alrededor,
contó. Dacre Silifant, Bert Brigden, Neratin Ceka, Til Echrade, Joanna Selborne...
—No está Dufficey.
—Llamadlo.
—¡Kriel! ¡Duffi Kriel! ¡Al mando, una reunión! ¡A por órdenes importantes! ¡Aprisa!
Dufficey Kriel, jadeando, entró en la choza.
—Todos presentes, señor coronel —anunció Ola Harsheim.
—Dejad la ventana abierta. Aquí apesta a ajo que te mueres. Dejad también abiertas las puertas,
para hacer corriente.
Brigden y Kriel, obedientes, abrieron puertas y ventanas. Kenna advirtió de nuevo cómo Antillo
habría sido un excelente actor.
—Por favor, señores, acercaos. He recibido del emperador este documento, secreto y de una
importancia inaudita. Os pido que atendáis...
—¡Ahora! —gritó Kenna, enviando un fuerte impulso direccional cuya acción sobre el pensamiento
era semejante a ser tocado por un rayo.
Ola Harsheim y Dacre Silifant agarraron los cubos y lanzaron la crema al mismo tiempo en el lugar
señalado por Kenna. Til Echrade arrojó con brío un corcho de harina que estaba escondida bajo la mesa.
En el suelo de la habitación se materializó una forma cremo-harinosa,- al principio irregular-. Pero Bert
Brigden vigilaba. Valorando sin error alguno dónde podía estar la cabeza del crepé, llamó con todas sus
fuerzas a tal cabeza con ayuda de una sartén de hierro fundido.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Luego todos se echaron sobre el espía cubierto de crema y harina, le quitaron de la cabeza el gorro
de la invisibilidad, le agarraron por las manos y los pies. Dieron la vuelta a la mesa, ataron las
extremidades del prisionero a las patas de la mesa. Le quitaron las botas y los peales, uno de los peales se
lo introdujeron en la boca mientras la abría para gritar.
Para coronar la obra, Dufficey Kriel le asestó con deleite una patada en las costillas al prisionero y
el resto contempló con satisfacción cómo al pateado se le desencajaban los ojos.
—Buen trabajo —valoró Antillo, el cual durante aquel corto espacio de tiempo no se había movido
del sitio, con las manos cruzadas sobre el pecho—. Bravo. Os felicito. Sobre todo a vos, doña Joanna.
Joder, pensó Kenna. Si esto sigue así, de verdad que me colocan de oficial.
—Señor Brigden —dijo Stefan Skellen con voz fría, de pie junto a los pies del prisionero
extendidos y atados a la mesa—, por favor, ponga el hierro al fuego. Señor Echrade, por favor, vigile que
en los alrededores de la sala del concejo no haya niños.
Se inclinó, miró al prisionero a los ojos.
—Hace mucho que no te has mostrado, Rience —dijo—. Ya había comenzado a pensar que te había
ocurrido alguna desgracia.
Sonó la campana del cuerpo de guardia, la señal del cambio de guardia. Las hermanas Scarra
roncaban melodiosamente. LeCoq mascullaba en sueños, aferrando su taburete.
Intentó dárselas de valiente, recordó Kenna, fingió no tener miedo, el Rience aquél. El hechicero
Rience, hecho un crepé, atado a las patas de una mesa con los pies desnudos hacia arriba. Intentaba
dárselas de valiente. Aunque no engañaba a nadie y a mí la que menos. Antillo me había advertido de que
era un hechicero, así que le removí los pensamientos para que no pudiera hacer hechizos ni pedir ayuda
mágicamente. De paso lo leí. Defendió la entrada, pero cuando olió el humo del fuego de carbón en el que
se estaba calentando el hierro, sus defensas y bloqueos mágicos se abrieron por todos lados como unos
calzones viejos y pude leerlo a mi gusto. Sus pensamientos no se diferenciaban para nada de los de otros
que había leído en situaciones similares. Pensamientos desvariados, temblorosos, llenos de miedo y
desesperación. Pensamientos fríos, viscosos, húmedos y malolientes. Como el interior de un cadáver.
—¡Bueno, venga, Skellen! ¡Me habéis pillado, vuestra es la captura! Te felicito. Me inclino ante la
técnica, el saber hacer y la profesionalidad. Es de envidiar, una gente extraordinariamente bien entrenada.
Y ahora, por favor, libérame de esta posición tan incómoda.
Antillo se acercó una silla, se sentó sobre ella del revés, apoyando las manos entrelazadas y la
barbilla en el respaldo. Miró al prisionero desde arriba. Guardaba silencio.
—Ordena que me suelten, Skellen —repitió Rience—. Y luego pide a tus subordinados que salgan.
Lo que tengo que decir está destinado sólo a tus oídos.
—Señor Brigden —preguntó Antillo, sin volver la cabeza—. ¿Qué color tiene el hierro?
—Todavía hay que esperar un poco, señor coronel.
—¿Señora Selborne?
—Se le lee ahora peor. —Kenna se encogió de hombros—. Demasiado miedo tiene, el miedo ahoga
todos sus otros pensamientos. Y hay también otros pensamientos que no veas. Y algunos que esconder
intenta. Tras de barreras mágicas. Mas esto no es difícil para mí, pudiera...
—No será necesario. Lo intentaremos con el clásico hierro al rojo.
—¡Diablos! —gritó el espía—. ¡Skellen! No tendrás intenciones de...
Antillo se inclinó, el rostro se le transformó ligeramente.
—En primer lugar: señor Skellen —pronunció arrastrando las palabras—. En segundo: sí, tengo
intenciones de ordenar que te tuesten las plantas de los pies. Lo haré además con una satisfacción
inenarrable. Así que trátalo como expresión de justicia histórica. Me apuesto a que no lo entiendes.
Rience guardaba silencio, así que Skellen continuó.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Sabes, Rience, yo aconsejé a Vattier de Rideaux que te quemara los talones ya entonces, hace
siete años, cuando te arrastraste hasta los servicios secretos imperiales como un perro, suplicando la
merced y el privilegio de ser un traidor y un agente doble. Lo volví a decir hace cuatro años, cuando te
metiste en el culo de Emhyr sin vaselina, mediando en los contactos con Vilgefortz. Cuando, con ocasión
de la caza a la cintriana, ascendiste de mercenario común y corriente a jefecillo casi. Aposté con Vattier a
que si te tostábamos nos contarías a quién sirves... No, digo mal. Que nos mencionarías uno por uno todos
a los que sirves. Y a todos a los que traicionas. Y entonces, le dije, verás, te vas a asombrar, Vattier, de
hasta qué punto coinciden las dos listas. Pero en fin, Vattier de Rideaux no me hizo caso. Y ahora con
toda seguridad lo lamenta. Pero nada se ha perdido. Yo no te voy a tostar más que un poquillo, y cuando
sepa lo que quiero saber, te pondré a disposición de Vattier. Y él te va a sacar la piel, poco a poco, en
pequeños fragmentos.
Antillo sacó un pañuelo y una botellita de perfume del bolsillo. Roció abundantemente el pañuelo y
se lo puso en la nariz. El perfume olía agradablemente a almizcle, y sin embargo casi hizo vomitar a
Kenna.
—El hierro, señor Brigden.
—¡Os sigo por orden de Vilgefortz! —gritó Rience—. ¡Se trata de la muchacha! ¡Siguiéndoos a
vosotros tenía la esperanza de llegar antes a ese cazador de recompensas! ¡Tenía que intentar comprarle la
muchacha! ¡A él y no a vosotros! ¡Porque vosotros queréis matarla y a Vilgefortz le es necesaria viva!
¿Qué más queréis saber? ¡Lo diré! ¡Lo diré todo!
—¡Vaya, vaya! —gritó Antillo—. ¡Más despacio! De tanto ruido y abundancia de información
hasta le puede a uno doler la cabeza. ¿Os imagináis, señores, lo que pasará cuando se le tueste? ¡Nos va a
volver locos a gritos!
Kriel y Silifant se carcajearon a plena voz. Kenna y Neratin Ceka no se unieron a la alegría común.
Tampoco se unió a ella Bert Brigden, quien precisamente había sacado del fuego la varilla y la
contemplaba críticamente. El hierro estaba tan caliente que parecía transparente, como si no fuera un
hierro sino un tubo de cristal relleno de fuego líquido.
Rience lo miró y graznó.
—¡Yo sé cómo encontrar al cazador y a la muchacha! —gritó—. ¡Lo sé! ¡Os lo diré!
—Pues claro.
Kenna, que seguía intentando leer sus pensamientos, hasta frunció el ceño al recibir una ola de rabia
desesperada e impotente. En el cerebro de Rience de nuevo se rompió algo, otra barrera más. De tanto
miedo que tiene va a decir algo, pensó Kenna, algo que pensaba mantener hasta el final, como carta de
triunfo, un as que podría haber superado a otros ases en el último y decisivo palo y la apuesta más alta.
Ahora, de puro y duro miedo al dolor, va a echar esa carta sobre el tapete.
De pronto, algo se vertió en su cabeza, sintió calor en las sienes, luego frío repentino.
Y lo supo. Conoció los pensamientos ocultos de Rience.
Por los dioses, pensó. Vaya un embrollo en el que me he metido...
—¡Lo diré! —aulló el hechicero, enrojeciendo y clavando sus ojos desencajados en el rostro del
coronel—. ¡Te diré algo verdaderamente importante, Skellen! Vattier de Rideaux...
Kenna escuchó de pronto otra mente, extraña. Vio cómo Neratin Ceka, con la mano en el estilete, se
acercaba a la puerta.
Golpeteo de botas. Boreas Mun entró en sala del concejo.
—¡Señor coronel! ¡Deprisa, señor coronel! Han venido... ¡no vais a creer... quiénes!
Skellen, con un gesto, detuvo a Brigden, que se inclinaba con el hierro sobre los talones del espía.
—Debieras jugar a la lotería, Rience —dijo, mirando a la ventana—. No he visto en mi vida a nadie
que tenga tanta potra como tú.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Por la ventana se veía gente agrupándose, y en el centro del grupo, una pareja a caballo. Kenna supo
de inmediato quiénes eran. Supo quién era aquel delgado gigante de pálidos ojos de pez, que iba en un
espigado bayo.
Y quién era la muchacha de cabellos grises montada en una hermosa
yegua mora. Con las manos atadas y una cadena al cuello. Con cardenales
sobre su mejilla hinchada.
Vysogota volvió a la choza con un humor de perros, constipado, silencioso, enfadado incluso. La
causa era una charla con un aldeano que había venido en canoa a recoger las pieles. Igual la última vez
antes de la primavera, dijo el aldeano. El tiempo peor cada día, una lluvia y un viento que hasta da miedo
ir en barca. A la mañana se hielan los charcos, no más que veas que vengan los nevizos, y aluego vendrán
los yelos, no más que veas como el río se pare y se yele, ya puedes entonces meterte la canoa en el chozo
y sacarte el trineo. Mas en el Pereplut ni con los trineos se puede ir uno, calvero tras calvero...
El labrador tenía razón. Por la tarde el cielo se nubló, se volvió granate y cayeron blancas plaquitas.
Un impetuoso viento del oeste derribó los matorrales secos, jugueteó con blancas ráfagas por los
lodazales. El frío se hizo penetrante y doloroso.
Pasado mañana, pensó Vysogota, es la fiesta de Saovine. Según el calendario élfico, dentro de tres
días será año nuevo. Según el calendario de los humanos habrá que esperar todavía dos meses para el año
nuevo.
Kelpa, la yegua mora de Ciri, pateaba y bufaba en el establo.
Cuando entró en la choza, encontró a Ciri que rebuscaba en los cofres. Él se lo había permitido,
incluso la había animado. En primer lugar, era una ocupación completamente nueva, después de cabalgar
en Kelpa y repasar los libros. En segundo, en las cajas había bastantes cosas de su hija y la muchacha
necesitaba ropa más abrigada. Varias mudas de ropa, porque en el frío y la humedad pasaban largos días
antes de que las ropas lavadas se secaran finalmente.
Ciri elegía, se probaba, rechazaba, colocaba. Vysogota se sentó a la mesa. Comió dos patatas
cocidas y un ala de pollo. Callaba.
—Buena artesanía. —Le mostró un objeto que no había visto desde hacía años y hasta había
olvidado que lo tenía—. ¿Pertenecían también a tu hija? ¿Le gustaba patinar?
—Le encantaba. Esperaba con ansia el invierno.
—¿Puedo cogerlos?
—Coge lo que quieras —se encogió de hombros—. A mí no me sirven para nada. Si a ti te sirven y
si las botas te vienen bien... Pero, ¿es que estás preparando el equipaje, Ciri? ¿Te preparas para irte?
Ella clavó sus ojos en un montón de ropa.
—Sí, Vysogota —dijo al cabo de un instante de silencio—. Lo he decidido. Porque sabes... No hay
tiempo que perder.
—Tus sueños.
—Sí —reconoció al cabo—. He visto en sueños unas cosas poco agradables. No estoy segura de si
han tenido ya lugar, o si sólo es el futuro... Pero tengo que irme. Ves, yo, en cierto momento, me quejé de
que mis amigos no habían acudido en mi ayuda. Que me dejaron a merced del destino... Y ahora pienso
que quizá ellos necesiten mi ayuda. Tengo que ir.
—Se acerca el invierno.
—Precisamente por eso tengo que irme. Si me quedo, me quedaré atascada hasta la primavera...
Hasta la primavera me reconcomeré en esta inactividad e inseguridad, perseguida por las pesadillas.
Tengo que ir, tengo que ir ahora, intentar encontrar esa Torre de la Golondrina. Ese telepuerto. Tú mismo
has calculado que hasta el lago hay quince días de camino. Estaría allí antes de la luna llena de
noviembre.
—No puedes dejar ahora tu escondite —murmuró con esfuerzo—. Ahora no. Date cuenta, Ciri...
Tus perseguidores están... bastante cerca. No puedes ahora...
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Tiró al suelo una blusa, se levantó como impulsada por un muelle.


—Te has enterado de algo —afirmó brusca un hecho—. Del aldeano que vino a por las pieles. Dilo.
—Ciri...
—¡Habla, por favor!
Lo dijo. Y luego se arrepintió.
—El diablo los trajo, señor ermitaño —murmuró el campesino, interrumpiendo por un momento la
cuenta de las pieles—. El diablo sería, digo yo. Ende el Igualamiento que andurrean por los montes, no sé
qué moza dicen que buscan. Asustaron, gritaron, amenazaron mas luego fuéronse, ni tiempo hubieron pa
cansarse de dar voces. Mas agora vinieron con otra maldá: han ido dejando por pueblos y aldeas unos...
como se ice... viejolantes o algo así. Y nada de viejos, oh, no, sino tres o cuatro bandidos tunantes
comunes y corrientes, no más que pa joder. Paece ser que van a andar haciendo guardia to el invierno, no
sea que la moza que buscan saque el hocico del esconderijo suyo y lo meta en el pueblo. Y en tal caso
habrán los viejolantes de agarrarla.
—¿Y también los hay en vuestro pueblo?
—No, en nuestro pueblo no, por ventura. Mas en Dun Dáre, a media jornada de nosotros, hay
cuatro. Aposentáronse en la posada de los arrabales. Canallas, señor ermitaño, canallas redomados y
asquerosos. Se les echaron encima a las mozas, y cuando los mozos les plantaron cara los zurraron, señor
ermitaño, sin caridá. Hasta la muerte...
—¿Han matado a gente?
—A dos. Al alcalde y a otro más. ¡Y dígame usté, señor ermitaño, si es que no hay castigo pa tales
cabrones! ¿No hay ley? ¡Ni ley ni castigo! Un concejal que vino ende Dun Dáre con la parienta y la cría
decía que antaño rumbeaban por esos mundos de los dioses los brujos... Y les arrejustaban las cuentas a to
tipo de cabronazos. Falta haría llamar a Dun Dáre a algún brujo pa que echara a esos hideputas...
—Los brujos mataban monstruos y no gente.
—Éstos son cabrones y no gente, señor ermitaño, cabrones mandaos por el diablo. Un brujo hace
falta, carallo, un brujo... Bueno, mas hora es ya de echarse al camino, señor ermitaño... ¡Uh, vaya frío!
¡Bien pronto habrá que meter en el pajar la canoa y sacar el trineo...! Y pa los cabrones de Dun Dáre,
buen ermitaño, un brujo hace falta.
—Tiene razón —repitió Ciri a través de sus dientes apretados—. Toda la razón. Hace falta un
brujo... O una bruja. ¿Cuatro, verdad? ¿En Dun Dáre, no? ¿Y dónde está ese maldito Dun Dáre? ¿Río
arriba? ¿Llegaría cruzando el islote?
—Por los dioses, Ciri —se asustó Vysogota—. No lo pensarás en serio...
—No se jura por los dioses si no se cree en ellos. Y yo sé que tú no crees.
—¡Dejemos en paz mis ideas! ¡Ciri, vaya unos pensamientos diabólicos que te rondan por la
cabeza! Cómo puedes siquiera...
—Ahora deja tú en paz mis ideas, Vysogota. ¡Yo sé lo que tengo que hacer! ¡Soy una bruja!
—¡Eres una persona joven y desequilibrada! —estalló—. Eres una niña que ha sufrido unos sucesos
traumáticos, una niña herida, neurótica y cercana al ataque de nervios. ¡Y sobre todo estás enferma con tu
ansia de venganza! ¿Es que no lo entiendes?
—¡Lo entiendo mejor que tú! —gritó ella—. ¡Porque tú no tienes ni idea de lo que significa ser
herido! ¡No tienes ni idea de la venganza, porque nadie te ha hecho verdadero mal!
Salió corriendo de la choza, dando un portazo, un viento helado penetró en un momento a través de
las puertas al zaguán y a la habitación. Al cabo de un rato escuchó un relincho y el sonido de los cascos.
Enfadado, golpeó con el plato en la mesa. Que se vaya, pensó furioso, que eche la rabia fuera de sí.
No tenía miedo por ella, había ido a través de los pantanos a menudo, de día y de noche, conocía las
sendas, las presas, los islotes y los bosques. Y si se perdiera, le bastaría con soltar las riendas. La mora
Kelpa conocía el camino a casa, al establo de la cabra.

201
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Al cabo de un tiempo, cuando oscureció mucho, salió, colgó una lámpara en una estaca. Se quedó
junto a un seto, aguzó el oído para escuchar el sonido de los cascos, el chapoteo del agua. Sin embargo, el
viento y el ruido de los arbustos ahogaban todos los ruidos. La lámpara en la estaca se agitó primero
como loca, luego se apagó.
Y entonces lo escuchó. Desde lejos. No, no del lado por el que se había
ido Ciri. Del lado opuesto. Desde el pantano.
Un grito salvaje, inhumano, agudo, quejumbroso. Un chotacabras. Un instante de silencio.
Y de nuevo. Beann'shie.
El espectro élfico. El heraldo de la muerte.
Vysogota tembló de frío y de miedo. Volvió rápido junto a la choza, murmurando y mascullando,
para no escuchar, porque aquello no debía ser escuchado.
Antes de que consiguiera encender de nuevo la lámpara, Kelpa surgió de entre la niebla.
—Entra en la choza —dijo Ciri, suave y conciliadora—. Y no salgas. Horrible noche.
Volvieron a pelearse durante la cena.
—¡Resulta que sabes mucho de los problemas del bien y el mal!
—¡Porque lo sé! ¡Y no de los libros de la universidad!
—No, claro. Tú lo sabes todo por propia experiencia. Por la práctica. Has recopilado muchas
experiencias en tu larga vida de dieciséis años.
—Bastantes. ¡De sobra!
—Te felicito. Colega científica.
—Tú te burlas —rechinó los dientes— sin tener siquiera idea de cuánto mal habéis hecho al mundo
vosotros los científicos seniles, los teóricos con vuestros libros, con siglos de experiencia en la lectura de
tratados morales, tan concienzudos que ni siquiera tuvisteis tiempo de mirar por la ventana y ver qué
aspecto tiene de verdad el mundo. Vosotros, filósofos, que mantenéis artificialmente una filosofía
artificial para cobrar vuestros sueldos en la universidad. Y como ni el tonto del pueblo os pagaría por
contar la asquerosa verdad sobre el mundo, os inventasteis vuestra ética y moral, ciencias bonitas y
optimistas. ¡Pero mentirosas y tramposas!
—¡No hay nada más tramposo que un juicio prejuzgado, mocosa! ¡Que una sentencia apresurada y
desequilibrada!
—¡No habéis encontrado remedio para el mal! ¡Y yo, una brujilla mocosa, lo he encontrado! ¡Un
remedio infalible!
Él no respondió, pero algo debió traicionarle en su rostro porque Ciri se alzó de la mesa con
brusquedad.
—¿Consideras que digo tonterías? ¿Que hablo por hablar?
—Considero —respondió tranquilo— que hablas así por rabia. Considero que planeas una venganza
por rabia. Y te exhorto calurosamente a que te tranquilices.
—Yo estoy tranquila. ¿Y la venganza? Respóndeme: ¿por qué no? ¿En nombre de qué? ¿De
razones superiores? ¿Y qué mejor razón que un orden de las cosas en que los hechos malvados reciben
castigo? Para tu filosofía y tu ética la venganza es un acto feo, censurable, falto de ética, al fin, ilícito. Y
yo pregunto: ¿y dónde está el castigo para el mal? ¿Quién lo ha de confirmar, juzgar y medir? ¿Quién?
¿Los dioses en los que no crees? ¿El gran demiurgo creador con el que decidiste sustituir a los dioses? ¿O
puede que la ley? ¿Quizá la justicia nilfgaardiana, los tribunales imperiales, los prefectos? ¡Viejo
ingenuo!
—¿Así que ojo por ojo, diente por diente? ¿Sangre por sangre? ¿Y por esta sangre, más sangre aún?
¿Un mar de sangre? ¿Quieres ahogar el mundo en sangre? ¿Ingenua y herida muchacha? ¿Así quieres
luchar con el mal, brujilla?

202
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Sí. ¡Exactamente así! Porque yo sé de lo que tiene miedo el mal. No de tu ética, Vysogota, no de
las prédicas ni de los tratados morales sobre la vida digna. ¡El mal tiene miedo del dolor, de la mutilación,
del sufrimiento, de la muerte al fin y al cabo! ¡El mal herido aúlla de dolor como un perro! Se retuerce en
el suelo y gruñe, mirando cómo la sangre surge de las venas y arterias, viendo un hueso que asoma de un
muñón, viendo cómo las tripas se escapan de la barriga abierta, sintiendo cómo se acerca la fría muerte.
Entonces y sólo entonces al mal se le ponen los pelos de punta y grita entonces el mal: «¡Piedad!
¡Lamento esos pecados! ¡Voy a ser bueno y honrado, lo juro! ¡Pero salvadme, sujetad esa sangre, no me
dejéis sucumbir de forma tan terrible!».
»Sí, ermitaño. ¡Así es como se combate el mal! ¡Si el mal quiere prepararte un perjuicio, causarte
daño, adelántate a él, lo mejor allí donde el mal no se lo espera! Sin embargo, si no has podido adelantarte
a él, si el mal te ha dañado, ¡házselo pagar entonces! Alcánzalo, lo mejor cuando ya no se lo espera,
cuando ha olvidado, cuando se siente seguro. Házselo pagar el doble. El triple. ¿Ojo por ojo? ¡No! ¡Los
dos ojos por un ojo! ¿Diente por diente? ¡No, todos los dientes por un diente! ¡Hazle pagar al mal!
Consigue que aúlle de dolor, que le estallen los globos oculares de tanto aullar. Y entonces, cuando lo
mires en el suelo, puedes decir con seguridad y sin miedo que esto que yace aquí ya no va a dañar a nadie,
que no supone un peligro para nadie. Porque, ¿cómo va a ser un peligro si no tiene ojos? ¿Si le faltan las
dos manos? ¿Cómo puede dañar a nadie si sus tripas se arrastran por la arena y la arena absorbe su
sangre?
—Y tú —dijo el ermitaño lentamente— estás con la espada ensangrentada en la mano, miras la
sangre que absorbe la arena. Y tienes la insolencia de pensar que has resuelto el problema eterno, que has
alcanzado el sueño de todo filósofo. ¿Piensas que la naturaleza del mal ha cambiado?
—Sí —dijo ella retadoramente—. Porque lo que yace en el suelo y sangra ya no es el mal. ¡Puede que
todavía no sea el bien, pero con toda seguridad ya no es el mal!
—Dicen —dijo Vysogota lentamente— que la naturaleza no aguanta el vacío. Lo que yace en la
tierra y sangra, lo que cayó bajo tu espada, ya no es el mal. Entonces, ¿qué es? ¿Has reflexionado acerca
de ello?
—No. Soy una bruja. Cuando me enseñaron, juré combatir el mal. Siempre. Y sin reflexionar.
«Porque cuando se comienza a reflexionar —añadió Ciri con voz sorda— el matar deja de tener sentido.
La venganza deja de tener sentido. Y eso no se puede permitir.
Él agitó la cabeza, pero ella, con un gesto, le impidió argumentar.
—Es hora de que termine mi narración, Vysogota. Te la estuve contando durante treinta noches,
desde el equinoccio a Saovine. Pero no te conté todo. Antes de que me vaya has de saber lo que sucedió el
día del equinoccio en una aldea que se llamaba Licornio.
Ella gimió cuando la arrancó de la silla. El muslo en el que le había golpeado el día anterior le dolía.
Él tiró de la cadena por el collarín, la arrastró en dirección a un edificio iluminado.
A las puertas del edificio había unos cuantos hombres armados. Y una mujer muy alta.
—Bonhart —dijo uno de los hombres, delgado, de cabello moreno, de rostro chupado, que llevaba
en la mano un guincho de azófar—. Hay que reconocer que sabes dar sorpresas.
—Hola, Skellen.
El llamado Skellen la miró durante algún tiempo directamente a los ojos. Ella tembló bajo aquella
mirada.
—¿Y entonces? —Se volvió de nuevo hacia Bonhart—. ¿Lo aclara todo de una vez o poco a poco?
—No me gusta aclarar nada en la plaza del pueblo, que entran moscas en la boca. ¿Se puede entrar a
la casa?
—Adelante.
Bonhart tiró del collarín.

203
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

En la casa había todavía otro hombre, desgreñado y pálido, quizá un cocinero, porque estaba
ocupado en limpiar de su ropa manchas de harina y crema agria. Al ver a Ciri, los ojos le brillaron. Se
acercó.
No era un cocinero.
Ella lo reconoció al punto, recordaba aquellos ojos terribles y la quemadura en la cara. Era aquél que
junto con los Ardillas la había estado persiguiendo en Thanedd, de él se había escapado saltando por la
ventana y él ordenó a los elfos ir tras ella. ¿Cómo lo llamó el elfo aquél? ¿Rens?
—¡Vaya, vaya! —dijo él con voz venenosa, al tiempo que con fuerza dolorosa le plantaba la mano en
un pecho—. ¡Doña Ciri! No nos hemos visto desde Thanedd. Hace mucho, mucho que os buscaba,
señorita. ¡Y por fin os he encontrado!
—No sé, vuesa mercé, quién seáis —dijo Bonhart con voz fría—. Mas lo que dijerais que
encontrarais, resulta que es mío, así que poneros las patas bien lejos, si es que le tenéis gusto a vuestros
deditos.
—Me llamo Rience. —Los ojos del hechicero brillaron de forma desagradable—. Haced la merced
de recordarlo, señor cazador de recompensas. Y quién yo sea ya se verá. También se verá a quién le
pertenecerá la doncella. Mas no adelantemos los hechos. De momento quiero solamente dar recuerdos y
hacer cierta promesa. No tenéis nada en contra, espero.
—Sois libre de esperar lo que queráis.
Rience fue hacia Ciri, le miró a los ojos muy de cerca.
—Tu protectora, la meiga Yennefer —arrastró venenosamente las palabras— me afrentó una vez.
Así que, cuando cayó en mis manos, le enseñé lo que era el dolor. Con estas manos, con estos dedos. Y le
hice la promesa de que cuando caigas en mis manos, también a ti te enseñaré lo que es el dolor. Con estas
manos, con estos dedos...
—Muy arriesgado —dijo Bonhart en voz baja—. Un grande riesgo, don Rience, o como sos
llaméis, es el afrentar a mi moza y amenazármela. Ella es vengativa, no sos olvidará. Mejor que lejos de
ella, repito, mantuvierais vuestras manos, dedos y algorras partes del cuerpo.
—Basta —cortó Skellen sin levantar de Ciri una mirada curiosa—. Déjalo, Bonhart. Y tú, Rience,
cálmate también. Te he concedido piedad, pero puedo pensármelo mejor y mandar atarte otra vez a las
patas de la mesa. Sentaos ambos. Hablemos como gente civilizada. Los tres, a tres pares de ojos. Porque,
me parece a mí, hay de qué hablar. Y al objeto de la conversación lo ponemos por el momento bajo
guardia. ¡Señor Silifant!
—¡Mas vigilármela bien! —Bonhart le tendió la punta de la cadena a Silifant—. Como a la niña de
tus ojos.
Kenna se mantuvo a un lado. Por supuesto, quería ver a la muchacha de la que se había hablado
tanto en los últimos tiempos, pero sentía un extraño reparo a meterse en la multitud que rodeaba a
Harsheim y a Silifant, quienes conducían a la enigmática prisionera junto a la picota en la plaza del
pueblo.
Todos se empujaban, se amontonaban, miraban, intentaban incluso tocar, pinchar, arañar. La
muchacha estaba rígida, cojeaba un poco pero tenía la cabeza bien alta. La golpeó, pensó Kenna. Pero no
la doblegó.
—Así que es Falka.
—¡Mozuela apenas!
—¿Mozuela? ¡Truhana!
—A lo visto se cargó a seis hombres, la bruta, en la arena de Claremont...
—Y a cuántos no habrá matao antes... Diablilla...
—¡Una loba!

204
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Y la yegua, mirarla, la yegua. Maravilla de sangre pura... Y allá, ajunto las alforjas de Bonhart,
qué espada... Vaya maravilla...
—¡Dejadla! —ladró Dacre Silifant—. ¡No la toquéis! ¿Qué es eso de meter la mano en cosas
ajenas? ¡Tampoco toquéis ni empujéis a la moza, no la insultéis ni la hagáis desprecios! Mostrad algo de
compasión. No huye, de modo que no habrá que castigaila antes del alba. Que al menos hasta entonces
tenga un sueño reparador.
—Si la moza ha de ir a la muerte —mostró los dientes Cyprian Fripp el Joven— a lo mesmo
podíamos alegrarla y endulzarla sus horas últimas, ¿no? ¿Echarla a la paja y jodémosla?
—¡Claro! —se rió Cabernik Turent—. ¡Podríase! Preguntemos a Antillo, si podemos...
—¡Yo os digo que no podéis! —le cortó Dacre—. ¡No sus ronda más que una cosa por los
cerebelos, jodidos pajilleros! Dije que dejarais a la moza en paz. Andrés, Stigward, quedarsus aquí con
ella. No la quitéis el ojo de encima, no sus vayáis ni un pie. ¡Y a quienes se acerquen, con el palo!
—¡Oh, vaya! —dijo Fripp—. Si es no, pues no, nos da igual. Vamos, chachos, al río, que los del
pueblo andan asando cochinillo y camero pa la comilona. Que hoy es el Igualamiento, la romería.
Mientras los señoritos parlotean, bien podemos nosotros celebrarlo.
—¡Vamos! Saca, Dede, algún garrafón de aguardiente. ¡A beber! ¿Podemos, señor Silifant? ¿Señor
Harsheim? Hoy es fiesta y a la noche talmente que no nos vamos.
—¡Vaya una idea donosa! —Silifant frunció el ceño—. ¡Parrandas y bebercios es lo que tenéis en la
testa! ¿Y quién se queda aquí, pa ayudar a cuidar de la moza y estar presto a la llamada de don Stefan?
—Yo me quedo —dijo Neratin Ceka.
—Y yo —dijo Kenna.
Dacre Silifant los miró con atención. Por fin agitó la mano aceptándolo. Fripp y compañía lo
agradecieron con un grito desafinado.
—¡Mas tenerme cuidado en la verbena ésa! —les advirtió Ola Harsheim—. ¡No sus echéis a las
mozas no sea que algún aldeano sus pinche con el biemo en las partes blandas!
—¡Pero qué va! ¿Vienes con nosotros, Chloe? ¿Y tú, Kenna? ¿No vas a cambiar de opinión?
—No. Me quedo.
—Me dejaron junto a la picota, encadenada, con las manos atadas. Me vigilaban dos de ellos. Y dos
que no estaban lejos me miraban sin pausa, observaban. Una mujer alta y no fea. Y un hombre de
apariencia y movimientos algo femeninos. Un poco raro.
El gato que estaba sentado en el centro de la habitación bostezó con fuerza, aburrido, porque el
ratón martirizado había dejado de ser ya divertido. Vysogota estaba en silencio.
—Bonhart, Rience y el tal Skellen o Antillo seguían hablando en la sala del concejo. No sabía de
qué. Podía esperarme lo peor, pero estaba resignada. ¿Otra arena más? ¿O simplemente me iban a matar?
Pues que lo hagan, pensaba, así se acabará todo por fin. Vysogota callaba.
Bonhart suspiró.
—No mires con esos ojos, Skellen —repitió—. Simplemente quería ganar algunos dineros. Como
verás, ya va siendo hora de retirarme, de aposentarme en el balcón, mirar a las palomas. Me dabas por la
Ratilla cien florines, la querías muerta a toda costa. Esto me hizo liarme a darle vueltas. Y cuánto no
valdrá la moza, pensé. Y me resultaba que si se la mata o se da, la moza sería a lo más seguro menos
valiosa que si se la guarda uno. Una ley vieja de la economía y el comercio. Las mercancías como ella
suben to el rato de precio. Podríase entonces regatear...
Antillo frunció la nariz como si algo apestara en los alrededores.
—Eres sincero hasta no poder más, Bonhart. Pero ve al grano, a las aclaraciones. Huyes con la
muchacha por todo Ebbing, y de pronto apareces y explicas todo con leyes de la economía. Aclara qué es
lo que pasó.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Qué hay que aclarar aquí —sonrió sarcástico Rience—. El señor Bonhart simplemente se ha
enterado por fin de quién es de verdad la moza. Y lo que vale.
Skellen no se dignó mirarlo. Miraba a Bonhart, a sus ojos de pez, faltos de expresión.
—¿Y a esta muchacha tan valiosa —habló—, a este valioso botín que se supone que garantizaría tu
pensión de vejez, la empujas a la arena en Claremont y la obligas a luchar a muerte? ¿Arriesgas su vida
aunque parece que viva es tan valiosa? ¿Cómo es eso, Bonhart? Porque algo no me cuadra aquí.
—Si hubiera muerto en la arena —Bonhart no bajó los ojos—, eso hubiera significado que no
valdría nada.
—Entiendo. —Antillo frunció las cejas—. Pero en vez de conducir a la moza a otra arena me la
traes a mí. ¿Por qué, si me es dado preguntar?
—Repito. —Rience frunció el ceño—. Se enteró de quién es ella.
—Listo sois, señor Rience. —Bonhart se estiró hasta que le sonaron los huesos—. Lo adivinasteis.
Sí, ciertamente, con la brujilla entrenada en Kaer Morhen aún quedaba un enigma. En Geso, durante el
asalto a la baronesa, a la moza se le fue la lengüecilla, que ella de tan alta cuna y título, que una baronesa
no era pa ella ni una mierda, que hasta debiera arrodillarse ante ella. Entonces, la tal Falka, pensé yo
mesmo, es por lo menos condesa. Qué curioso. Una brujilla, es lo primero. ¿Es que hay muchas brujas?
Que en la banda de los Ratas, es lo segundo. El coronel imperial en persona se apalanca tras ella del
Korath hasta Ebbing, la manda matar, lo tercero. Y a más de ello... una noble, como de alta cuna. Ja, me
pensé, habrá que enterarse por fin de quién es en verdad la mozuela.
Calló un momento.
—A lo primero —se limpió la nariz con la manga— no quería soltarlo. Aunque se lo pedí. Con
manos, pies y palos que se lo pedí. No quería lisiarla... Pero ya hay que tener potra, se nos cruzó un
barbero. Con apaños para sacar dientes. La até a una silla...
Skellen tragó saliva sonoramente. Rience sonrió. Bonhart se miraba la manga.
—Me lo soltó todo antes... Na más ver los instrumentos. Esas tenazas dentales y pelícanos. Al punto
se hizo más parlanchína. Resultó ser que es...
—La princesa de Cintra —dijo Rience, mirando a Antillo—. La heredera del trono. Candidata a
mujer del emperador Emhyr.
—Lo cual más bien no me dijera el señor Skellen. —El cazador de recompensas frunció la boca—.
Me mandó cargármela de lo más normal, lo recalcó varias veces. ¡Matar en el acto y sin piedad! ¿Pero
qué es esto, señor Skellen? ¿Matar a una reina? ¿A la futura mujer de vuestro emperador? ¿Con la que, si
ha de creerse los rumores, el emperador no piensa más que en contraer santo matrimonio, tras lo que
vendrá una gran amnistía?
Mientras lanzaba su discurso, Bonhart taladraba con la mirada a Skellen. Pero el coronel imperial
no bajó los ojos.
—De lo que resulta: un embrollo —siguió el cazador—. De modo que entonces, aunque con pesar,
hube de renunciar a los míos planes relacionados con esta brujilla y princesa. Me traje todo este embrollo
aquí, al señor Skellen. Para charlar, ponernos de acuerdo... Porque este embrollo como que le viene un
poco grande a un solo Bonhart...
—Una conclusión muy acertada —chilló algo desde el seno de Rience—. Una conclusión muy
acertada, señor Bonhart. Lo que habéis capturado, señores, es algo un poco demasiado grande para
ambos. Para suerte vuestra, todavía me tenéis a mí.
—¿Qué es eso? —Skellen se levantó de la silla—. Pero, ¿qué cono es eso?
—Mi maestro, el hechicero Vilgefortz. —Rience sacó de su seno una pequeña cajita de plata—.
Más exactamente, la voz de mi maestro. Que nos llega desde ese instrumento mágico llamado xenovoce.
—Saludo a todos los presentes —dijo la caja—. Una pena que sólo pueda escucharos, pero unos
asuntos urgentes no me permiten una teleproyección o teleportación.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Su puta madre, lo que nos faltaba —ladró Antillo—. Pero me lo pude haber imaginado. Rience es
demasiado tonto como para actuar por sí mismo y en propio beneficio. Podía haberme imaginado que te
escondes todo el tiempo en las tinieblas, Vilgefortz. Como una vieja araña gorda, acechas en la oscuridad,
esperando que la tela vibre.
—Vaya una comparación más ofensiva.
Skellen bufó.
—Y no intentes engañarnos, Vilgefortz. Usas de Rience y su cajilla no porque estés muy ocupado,
sino porque tienes miedo del ejército de hechiceros, tus antiguos camaradas del Capítulo, que escanean
todo el mundo buscando rastros de magia o tu algoritmo. Si intentaras teletransportarte, te encontrarían en
un sus.
—Que imponente sabiduría.
—No hemos sido presentados. —Bonhart se inclinó bastante teatral-mente ante la caja de plata—.
Mas, ¿acaso a orden vuestra y como vuestro apoderado, señor necromántico, su mercé Rience jurara dar
tormento a la muchacha? ¿No se equivocara? Doy mi palabra, a cada momento más importante la moza
se hace. A todos, resulta, les es necesaria.
—No hemos sido presentados —dijo Vilgefortz desde la caja—. Pero yo os conozco, señor
Bonhart, os asombraríais de cuan bien. Y la muchacha es, ciertamente, importante. Al fin y al cabo se
trata de la Leoncilla de Cintra, de la Antigua Sangre. De acuerdo con las profecías de Mina, sus
descendientes gobernarán el mundo en el futuro.
—¿Y por qué os es tan necesaria?
—A mí no me es necesaria más que su placenta. La paria. Cuando le saque la placenta, podéis
quedaros con el resto. ¿Qué es lo que escucho, unos bufidos? ¿Unos suspiros y aspiraciones llenos de
asco? ¿De quién? ¿De Bonhart, que tortura todos los días a la muchacha de las formas más refinadas,
física y psíquicamente? ¿De Stefan Skellen, que a órdenes de traidores y conspiradores quiere matar a la
muchacha? ¿Eh?
Los estaba escuchando, recordaba Kenna, tumbada en el camastro con las manos puestas tras la
nuca. Estaba de pie en la esquina y sentía. Y se me pusieron los pelos de punta. En todo el cuerpo. De
pronto entendí el terrible embrollo en el que me había metido.
—Sí, sí —surgió del xenovoce—, has traicionado a tu emperador, Skellen. Sin dudarlo, a la primera
oportunidad.
Antillo bufó con desprecio.
—La acusación de traición de la boca de tal architraidor como tú eres, Vilgefortz, es de verdad
tremenda. Me sentiría honrado. Si no lo dijera esa broma de feria barata.
—Yo no te acuso de traición, Skellen, yo me burlo de tu ingenuidad y tu incapacidad para la
traición. Porque, ¿para qué traicionas a tu señor? Por Ardal aep Dahy y De Wett, condes heridos en su
orgullo enfermo, enfadados porque el emperador menospreció a sus hijas al planear el matrimonio con la
cintriana. ¡Y ellos contaban que de sus linajes iba a surgir la nueva dinastía, que sus linajes iban a ser los
primeros en el imperio, que crecerían rápidamente incluso más allá del trono! Emhyr les quitó de un
golpe esta esperanza y entonces ellos decidieron cambiar el rumbo de la historia. No están todavía listos
para una empresa armada, pero se puede sin embargo eliminar a la muchacha que Emhyr puso por delante
de sus hijas. No quieren ensuciar, por supuesto, sus propias y aristocráticas manitas, así que encontraron a
un esbirro a sueldo, Stefan Skellen, que padece de ambición desmedida. ¿Cómo fue eso, Skellen? ¿No
quieres contárnoslo?
—¿Para qué? —gritó Antillo—. ¿Y a quién? ¡Pero si tú como siempre lo sabes todo, gran mago!
¡Rience, como siempre, no sabe nada, y así ha de ser, y a Bonhart no le concierne...
—Tú, por tu lado, como ya he señalado, no tienes mucho de lo que enorgullecerte. Los condes te
compraron con sus promesas, pero eres demasiado inteligente para no comprender que con los
señoritingos no tienes nada que ganar. Hoy les eres necesario como instrumento para eliminar a Ciri,

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

mañana se librarán de ti porque eres un advenedizo de baja cuna. ¿Te prometieron el cargo de Vattier de
Rideaux en el nuevo imperio? Ni tú mismo crees en ello, Skellen. Vattier les es mucho más necesario,
porque golpes de estado los que quieras, pero los servicios secretos siguen siendo siempre los mismos.
Ellos sólo quieren matar con tus manos, a Vattier lo necesitan para controlar el aparato de seguridad.
Aparte de que Vattier es vizconde y tú no eres nada.
—Ciertamente —dijo Antillo—. Soy demasiado inteligente como para no haberlo advertido. Así
que entonces, ¿ahora tengo que traicionar a Ardal aep Dahy y pasarme a tu lado, Vilgefortz? ¿Eso es lo
que quieres? ¡Pero yo no soy una veleta en una torre! Si apoyan la idea de la revolución es por
convencimiento e ideología. Hay que acabar con la tiranía autocrática, introducir una monarquía
constitucional y después la democracia...
—¿Lo qué?
—El gobierno del pueblo. Un sistema en el que gobernará el pueblo. El común de la ciudadanía de
todos los estamentos, a través de los más dignos y honrados representantes surgidos de elecciones justas...
Rience estalló en carcajadas. Bonhart se reía con fuerza. De todo corazón, aunque algo chillón, se
rió desde el xenovoce el hechicero Vilgefortz. Los tres se rieron durante largo tiempo, echando lágrimas
como garbanzos.
—Venga —interrumpió Bonhart la alegría—. No nos hemos juntado aquí pa estar de farra, sino pa
hacer negocios. La muchacha, de momento, no pertenece al común de los ciudadanos de todos los
estamentos, sino a mí. Mas puedo venderla. ¿Qué tiene para ofrecer el señor hechicero?
—¿Te interesa el poder sobre el mundo entero?
—No.
—Te permitiré —dijo Vilgefortz muy despacio— que estés presente en lo que le voy a hacer a la
muchacha. Vas a poder observarlo. Sé que consideras que este espectáculo está por encima de cualquier
otro placer.
Los ojos de Bonhart brillaron con fuego blanco. Pero estaba tranquilo.
—¿Y más concretamente?
—Y más concretamente: estoy dispuesto a pagar tu tarifa por veinte veces. Dos mil florines.
Considera, Bonhart, que se trata de una bolsa de dinero que no vas a ser capaz de llevar tú mismo,
necesitarás una mula de carga. Te bastará para la pensión, balcón, palomas y hasta para vodka y putas si
mantienes unas medidas razonables.
—De acuerdo, señor mago. —El cazador sonrió aparentemente despreocupado—. Esa vodka y esas
putas ciertamente a mi corazón han llegado.
Hagamos el trato. Mas el mencionado espectáculo también lo añadiría. Más de mi gusto sería,
cierto, mirar cómo muere en la arena, mas también con deleite echaré un vistazo a vuestro trabajo de
cuchillería. Añadirlo como bonificación.
—Trato hecho.
—Rápido os ha ido —valoró áspero Antillo—. De verdad, Vilgefortz, rápido y sin problemas has
formado con Bonhart una sociedad. Sociedad que es y será societas leonina. Pero, ¿no os habéis olvidado
de algo? La sala del concejo en la que estáis, y la cintriana con la que mercadeáis, están rodeadas de dos
docenas de hombres armados. De mis hombres.
—Querido coronel Skellen —resonó la voz de la caja de Vilgefortz—. Me insultas juzgando que
con este intercambio deseo perjudicarte. Antes al contrario. Pretendo ser extraordinariamente liberal. No
puedo asegurarte lo que has dado en llamar democracia. Pero te garantizo ayuda material, apoyo logístico
y acceso a la información gracias a la que dejarás de ser para los conspiradores un mero instrumento y te
convertirás en socio. Uno con cuya persona y opinión tendrán que contar el infante Joachim de Wett, el
duque Ardal aep Dahy, el conde Broinne, el conde d'Arvy y todo el resto de conspiradores de sangre azul.
¿Qué más da que se trate de una societas leonina? Cierto, si el botín es Cirilla, tomaré la parte del león de
ese botín por mis, como me parece, merecimientos. ¿Tanto te duele? Al fin y al cabo vas a tener un

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

beneficio que no es pequeño. Si me das a la cintriana, el puesto de Vattier de Rideaux lo tendrás en el


bolsillo. Y siendo el jefe de los servicios secretos, Stefan Skellen, podrás realizar tus diversas utopías,
incluyendo la democracia y elecciones justas. Como ves, a cambio de una delgada quinceañera, te
concedo que se cumplan las ambiciones y deseos de tu vida. ¿Lo ves?
—No. —Antillo meneó la cabeza—. Sólo lo escucho.
—Rience.
—¿Sí, maestro?
—Dale al señor Skellen una prueba de la calidad de nuestra información. Dile qué es lo que sacaste
de Vattier.
—En este destacamento —dijo Rience— hay un espía.
-¿Qué?
—Lo que has oído. Vattier de Rideaux tiene aquí un topo. Sabe todo lo que hacéis. Por qué lo haces
y para quién. Vattier os ha metido a su agente.
Se acercó a ella muy despacio. Casi no la oyó.
—Kenna.
—Neratin.
—Estabas abierta a mis pensamientos. Allí, donde el concejo. Sabes en lo que estaba pensando. Así
que sabes quién soy.
—Escucha, Neratin...
—No. Escucha tú, Joanna Selborne. Stefan Skellen traiciona a la patria y al emperador. Conspira.
Todos los que estén con él terminarán en el cadalso. Los descuartizarán los caballos en la plaza del
Milenario.
—Yo no sé nada, Neratin. Yo sólo cumplo órdenes... ¿Qué es lo que quieres de mí? Yo sirvo al
coronel... ¿Y a quién sirves tú? —Al imperio. Al señor de Rideaux.
—¿Qué es lo que quieres de mí?
—Que muestres sentido común.
—Vete. No te traicionaré, no diré nada... pero vete, por favor. Yo no puedo, Neratin. Soy una mujer
sencilla. Esto no es para mi cabeza...
No sé qué hacer. Skellen dice: «doña Joanna». Como a un oficial. ¿A quién sirve? ¿Al emperador?
¿Al imperio?
¿Y cómo lo voy a saber yo?
Kenna despegó su espalda de la esquina de la choza, con unos manotazos y unos murmullos
amenazadores espantó a los muchachos de la aldea que estaban mirando curiosos a la que estaba sentada
junto a la picota. A Falka.
Oy, en bonito embrollo me he metido. Oy, el aire huele a soga. Y a estiércol de caballo en la plaza
del Milenario.
No sé cómo se va a acabar esto, pensó Kenna. Pero tengo que entrar en ella. En esa Falka. Sentir
sus pensamientos aunque sea sólo por un instante. Saber quién es.
Comprender.
—Se acercó —dijo Ciri, acariciando al gato—. Era alta, bien cuidada, muy diferente del resto de
aquella pandilla... Incluso hermosa, en cierta forma. Y producía respeto. Los dos que me vigilaban, dos
simplones vulgares, dejaron de maldecir cuando se acercó.
Vysogota guardaba silencio.
—Entonces ella —siguió Ciri— se inclinó, me miró a los ojos. Al momento percibí algo... algo
extraño... Como si algo me crujiera en la parte posterior de la cabeza, dolía. Me zumbaban los oídos. Por
un momento hubo mucha claridad ante mis ojos... Algo entró en mí, repugnante y viscoso... Yo ya lo
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

conocía. Yennefer me lo enseñó en el santuario... Pero a aquella mujer no pensaba permitírselo... Así que
simplemente empujé aquello que estaba penetrándome, lo empujé y lo eché de mí con toda a fuerza que
podía. Y la mujer alta se dobló y se estremeció como si le hubieran dado un puñetazo, dio dos pasos para
atrás... Y le salió sangre por la nariz. Por los dos agujeros.
Vysogota guardaba silencio.
—Y yo —Ciri alzó la cabeza— comprendí de pronto lo que había pasado. De pronto sentí la Fuerza
dentro de mí. La había perdido allá, en el desierto de Korath, había renunciado a ella. Y ella, aquella
mujer, me dio la Fuerza, puso el arma en mi mano. Aquélla era mi oportunidad.
Kenna se tambaleó y se sentó pesadamente en la arena, moviendo la cabeza y tocando el suelo
como borracha. La sangre brotaba de su nariz y se derramaba por los labios y la barbilla.
—¿Qué pasa...? —Andrés Fyel se levantó, pero de pronto se agarró la cabeza con las dos manos,
abrió la boca, de sus labios surgió un grito. Con los ojos muy abiertos miró a Stigward, pero de la nariz y
la boca del pirata también salía la sangre y en sus ojos surgía una niebla. Andrés cayó de rodillas,
mirando a Neratin Ceka, que estaba a un lado y contemplaba todo con serenidad...
—Nera... tin... Ayuda...
Ceka no se movió. Miró a la muchacha. Ésta volvió sus ojos hacia él, y él se estremeció.
—No hace falta —le previno él con rapidez—. Estoy de tu lado. Quiero ayudarte. Deja, te cortaré
las ligaduras... Aquí tienes un cuchillo, ábrete tu misma el collarín. Yo traeré los caballos.
—Ceka... —surgió de la sofocada laringe de Andrés Fyel—. Traidor...
La muchacha lo golpeó con la mirada y cayó sobre Stigward, que yacía inmóvil en posición fetal.
Kenna seguía sin poder levantarse. La sangre le salpicaba en gruesas gotas el pecho y el vientre.
—¡Alarma! —gritó de pronto Chloe Stitz, saliendo de detrás de la choza y tirando a un lado una
costilla de carnero—. ¡Alarmaaa! ¡Silifantl ¡Skellen! ¡La muchacha escapa!
Ciri ya estaba en la silla. Tenía la espada en la mano.
—¡Yaaaaa, Kelpa!
—¡Alarmaaa!
Kenna arañó la arena. No podía levantarse. Tampoco le obedecían los pies, eran como de madera.
Una psiónica, pensó. Me he topado con una superpsiónica. La muchacha es diez veces más fuerte que
yo... Menos mal que no me ha matado... ¿Por qué milagro sigo todavía consciente?
Desde las casas se acercaba ya un grupo a cuya cabeza iban Ola Harsheim, Bert Brigden y Til
Echrade, y se apresuraron también a la plaza los guardianes del torno Dacre Silifant y Boreas Mun. Ciri
se volvió, aulló, galopó hacia el río. Pero también desde allí acudían ya hombres armados.
Skellen y Bonhart salieron del concejo. Bonhart tenía la espada en la mano. Neratin Ceka gritó, se
acercó a ellos con el caballo y los derribó. Luego, directamente desde la silla, se tiró sobre Bonhart y lo
sujetó al suelo. Rience apareció en el umbral y miraba como atontado.
—¡Agarradla! —gritó Skellen, levantándose—. ¡Agarradla o matadla!
—¡Viva! —gritó Rience—. ¡Vivaaa!
Kenna vio cómo le hacían alejarse a Ciri de la empalizada del río, cómo daba la vuelta y se lanzaba
en dirección al torno. Vio cómo Cabernik Turent se acercaba y quería tirarla de la silla, vio cómo brilló la
espada, vio cómo del cuello de Turent fluía una línea de color carmín. Dede Vargas y Fripp el Joven
también lo vieron. No se decidieron a ponerse en el camino de la muchacha, se metieron entre las chozas.
Bonhart se levantó, con un golpe del pomo de la espada alejó a Neratin Ceka y le dio un tajo
terrible, oblicuo, en el pecho. Y al momento saltó detrás de Ciri. El herido y sangrante Neratin Ceka
consiguió todavía agarrarlo por el pie, sólo lo soltó cuando resultó clavado a la arena de un pinchazo.
Pero aquellos pocos segundos fueron suficientes.
La muchacha espoleó a la yegua al pasar ante Silifant y Mun. Skellen, inclinado como un lobo,
venía corriendo desde la izquierda, moviendo la mano. Kenna vio cómo algo brillaba en el vuelo, vio

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

cómo la muchacha se agitaba y se tambaleaba en la silla, y cómo de su rostro brotaba una fuente de
sangre. Se inclinó hacia atrás de forma que por un instante yació con la espalda sobre las ancas de la
yegua. Pero no cayó, se enderezó, se sujetó en la silla, aferrándose al cuello del caballo. La yegua negra
pisoteó a los hombres armados y se lanzó directamente hacia el torno. Detrás de ella corrían Mun, Silifant
y Chloe Stitz con una ballesta.
—¡No va a saltar! ¡La tenemos! —gritó Mun triunfante—. ¡Ningún caballo salta siete pies!
—¡No dispares, Chloe!
Chloe Stitz no lo oyó en el griterío general. Se detuvo. Se puso la ballesta a la mejilla. Todo el
mundo sabía que Chloe no fallaba nunca.
—¡Un cadáver! —gritó—. ¡Un cadáver!
Kenna vio cómo un hombre de baja estatura, cuyo nombre no sabía, se acercó, alzó una ballesta y
disparó de cerca a Chloe en el pecho. El virote la atravesó de parte a parte en una explosión de sangre.
Chloe cayó sin un gemido.
La yegua negra galopó hasta el torno, echó ligeramente hacia atrás la cabeza. Y saltó. Se alzó y voló
por encima de la puerta, extendiendo con gracia las patas delanteras se deslizó como una negra línea de
terciopelo. Los cascos traseros, recogidos, ni siquiera rozaron la viga superior.
—¡Dioses! —gritó Dacre Silifant—. ¡Por los dioses, qué caballo! ¡Vale su peso en oro!
—¡La yegua para el que la atrape! —gritó Skellen—. ¡A los caballos! ¡A los caballos y a
perseguirla!
A través del tomo por fin abierto galopó un grupo en persecución, alzando polvo. Delante de todos,
en cabeza, cabalgaban Bonhart y Boreas Mun.
Kenna se levantó con esfuerzo. Y al momento se tambaleó y se sentó pesada en la arena. Le
hormigueaban dolorosamente los pies.
Cabernik Turent no se movía, yacía en un charco de sangre con las piernas y brazos muy abiertos.
Andrés Fyel intentaba levantar al todavía inconsciente Stigward.
Encogida en la arena, Chloe Stitz parecía pequeña como un niño.
Ola Harsheim y Bert Brigden trajeron a Skellen al hombre de baja estatura, el que había matado a
Chloe. Antillo suspiró. Y hasta tiritaba de rabia. De la bandolera que llevaba cruzada al pecho extrajo una
segunda estrella de metal, como la que hacía un instante había herido el rostro de la muchacha.
—Que te trague el infierno, Skellen —dijo el hombre de baja estatura. Kenna recordó su nombre.
Mekesser. Jediah Mekesser. Un gemmeriano. Lo había conocido en Rocayne.
Antillo se encorvó, agitando la mano con brusquedad. La estrella de seis puntas aulló en el aire y se
clavó profunda en el rostro de Mekesser, entre el ojo y la nariz. Ni siquiera gritó, comenzó sólo a temblar
espasmódicamente y con fuerza en el abrazo de Harsheim y Brigden. Tembló largo rato, y le
entrechocaban tanto los dientes que todos volvieron la cabeza. Todos menos Antillo.
—Sácale mi orión, Ola —dijo Stefan Skellen, cuando el cadáver por fin colgó inerte en los brazos
que le sujetaban—. Y meted a esta carroña en el estercolero, junto con esa otra carroña, ese hermafrodita.
Que no quede ni rastro de estos asquerosos traidores.
De pronto aulló el viento, fluyeron las nubes. De pronto hizo mucho frío.
La guardia se llamaba sobre los muros de la ciudadela. Las hermanas Scarra roncaban a dúo. LeCoq
meaba haciendo mucho ruido en una bacinilla vacía.
Kenna se subió la manta hasta la barbilla.
No alcanzaron a la muchacha. Desapareció. Simplemente desapareció. Bóreas Mun —increíble—
perdió el rastro de la yegua mora al cabo de unas tres millas. De pronto, sin advertencia, se hizo la
oscuridad, el viento dobló los árboles casi hasta el suelo. Rompió a llover, incluso bramaron los truenos,
brillaron los rayos.

211
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Bonhart no desistía. Volvieron a Licornio. Se gritaron los unos a los otros: Bonhart, Antillo, Rience
y el cuarto, la enigmática e inhumana voz chillona. Luego pusieron en pie a toda la hansa, excepto a
aquéllos que —como yo— no estaban en estado de viajar. Juntaron a unos campesinos con antorchas, se
metieron en el bosque. Volvieron hacia el alba.
Volvieron sin nada. Descontando el miedo que tenían en los ojos.
Los rumores, recordaba Kenna, sólo comenzaron algunos días después. Al principio todos tenían
miedo de Antillo y Bonhart. Éstos estaban tan rabiosos que era mejor quitarse del paso. Por cualquier
palabra descuidada hasta Bert Brigden, el oficial, recibió un palo con el asta del guincho.
Pero luego se habló de lo que había pasado durante la persecución. Del pequeño unicornio de paja
que creció de pronto hasta el tamaño de un dragón y asustó a los caballos de tal modo que los jinetes
cayeron al suelo, sólo por un milagro no se rompieron los cuellos. Y de la cabalgada celestial de espectros
de ojos de fuego montados en esqueletos de caballos y conducidos por el terrible esqueleto de un rey que
ordenaba a su servidores fantasmas que borraran las huellas de los cascos de la yegua negra con los
jirones de sus capas. Del macabro coro de chotacabras que gritaban «¡Liiic-oorr de sangre, liiic-oorr de
sangre!». De los aullidos terroríficos de la fantasmagórica beann'shie, la mensajera de la muerte...
Viento, lluvia, nubes, arbustos y árboles de formas fantásticas, sumados al miedo que grandes ojos
ha, como dijo Boreas Mun, que, al fin y al cabo, allí también estuvo. Ésa era toda la explicación. ¿Y los
chotacabras? Los chotacabras, como chotacabras, añadió, siempre gritan.
¿Y el rastro, las huellas de los cascos que de pronto desaparecen, como si el caballo hubiera echado
a volar?
El rostro de Bóreas Mun, rastreador capaz de rastrear a un pez en el agua, se endurecía ante esta
pregunta. El viento, el viento borró las huellas con arena y hojas. No había otra explicación posible.
Algunos hasta lo creyeron, recordó Kenna. Algunos hasta creyeron que todo aquello habían sido
fenómenos naturales o quimeras. Y hasta se rieron de ellos.
Pero dejaron de reírse. Después de Dun Dáre. Después de Dun Dáre ya no se volvió a reír nadie.
Cuando la vio, retrocedió inconscientemente, tomando aire.
Ella había mezclado grasa de ganso con tizones de la chimenea, haciendo una gruesa masa con la
que había ennegrecido las cuencas de los ojos y los párpados, alargando las líneas hasta las orejas y las
sienes.
Tenía el aspecto de un demonio.
—Desde el cuarto islote hasta el bosque alto, por el mismo margen —él repitió las indicaciones—.
Luego siguiendo el río hasta los tres árboles secos, desde allí por la arboleda de sauces directa hacia el
oeste. Cuando aparezcan los pinos, cabalga al borde y cuenta las sendas. Tuerces en la novena y luego no
tuerzas ya más. Luego vendrá la aldea de Dun Dáre, el arrabal está en su parte norte. Unas cuantas
cabañas. Y detrás de ellas, en el cruce, la taberna.
—Lo recuerdo. Lo encontraré, no te preocupes.
—Sobre todo ten cuidado con los meandros del río. Guárdate de los sitios donde los arbustos son
escasos. De los lugares de centinodias crecidas. Y si acaso te sorprendiera la oscuridad antes del bosque
de pinos, detente y espera la mañana. En ningún caso cabalgues por el pantano de noche. Ya es casi luna
nueva, y para colmo hay nubes...
—Lo sé.
—Si se trata del País de los Lagos... Dirígete al norte, por las colinas. Evita los caminos principales,
los caminos principales están llenos de soldados. Cuando llegues a un río, a un gran río, que se llama
Sylte, llevarás más de la mitad del camino.
—Lo sé. Tengo el mapa que me dibujaste.
—Ah, sí, cierto.

212
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Ciri comprobó de nuevo los atalajes y la alforja. Maquinalmente, sin saber qué decir. Intentando
evitar lo que al fin y al cabo era necesario decir.
—Ha sido un placer tenerte, brujilla —él se le adelantó—. De verdad. Adiós, brujilla.
—Adiós, ermitaño. Gracias por todo.
Ya estaba sentada en la silla, ya se aprestaba a espolear a Kelpa, cuando él se acercó y la agarró de
la mano.
—Ciri. Quédate. Espera que pase el invierno...
—Llegaré al lago antes de los hielos. Y luego, si es tal y como dijiste, ya nada va a tener
significado. Volveré por el telepuerto a Thanedd. A la escuela de Aretusa. A doña Rita... Vysogota...
Cuánto tiempo hace de ello...
—La Torre de la Golondrina es una leyenda. Recuerda. Sólo una leyenda.
—Yo también soy sólo una leyenda —dijo con amargura—. De nacimiento. Zireael, Golondrina,
Niña de la Sorpresa. Elegida. Niña del destino. Hija de la Vieja Sangre. Me voy, Vysogota. Que tengas
salud.
—Que tengas salud, Ciri.
La posada en el cruce detrás de los arrabales estaba vacía. Cyprian Fripp el Joven y sus tres
camaradas habían prohibido el acceso a los lugareños y espantado a los viajeros. Ellos, sin embargo,
festejaban y bebían días enteros, sentados en aquel local frío y lleno de humo, que apestaba como suelen
apestar las posadas en invierno, cuando no se abren las ventanas ni la puerta: a sudor, gatos, ratones,
calcetines, madera de pino, de abedul, grasa, ceniza y ropa húmeda y humeante de vapor.
—Vaya una perra suerte —repitió quizás por centésima vez Yuz Jannowitz, gemmeriano, haciendo
una señal a las sirvientas para que trajeran vodka—. Así se pudra el Antillo. ¡Hacernos quedar en este
pueblo de mierda! ¡Mejor irse con la patrulla por esos bosques!
—Anda que no estás tonto —le respondió Dede Vargas—. ¡Allá afuera hace un frío del copón! Yo
prefiero a lo calentito. ¡Y cabe las mozas!
Le dio una palmada con ímpetu a la muchacha en la nalga. La muchacha chilló, no demasiado
convincente y con evidente indiferencia. Era, la verdad sea dicha, algo retrasada. El trabajo en la posada
sólo le había enseñado que si daban palmadas o pellizcaban, había que chillar.
Ya al segundo día de estar allí, Cyprian Fripp y sus compañeros se habían lanzado sobre las dos
mozas de servicio. El posadero tenía miedo de protestar y las muchachas eran demasiado poco despiertas
como para pensar en protestar. La vida les había enseñado ya que si una moza protesta, le pegan. Así que
más razonable era esperar a que se aburrieran.
—La Falka ésa —Rispat La Pointe, aburrido, retomó el otro tema estándar de sus aburridas
conversaciones nocturnas— la giñó allá en los bosques, sus digo. ¡Yo vi cómo entonces el Skellen le
jodio la jeta con un orión, y cómo la sangre le retañaba como una fuente! ¡De ello, sus digo, no pudo
reposarse!
—Antillo falló —dijo Yuz Jannowitz—. No más la rozó con el orión. Cierto que le hizo en la jeta
no poco daño. Mas, ¿acaso estorbara aquello a la moza para saltar por encima del torno? ¿Se cayó del
caballo? ¡No te jode! Y luego midieron el torno: siete pies y dos pulgadas, te cagas. ¿Y qué? ¡Lo saltó! Y
entre la silla y el culo no podrías haber metido ni el filo de un chuchillo.
—Le brotaba la sangre como de una tina —protestó Rispat La Pointe—. Cabalgó, cabalgó y luego
se cayó y la giñó en algún barranco, los lobos y los pájaros se comieron la carroña, las martas lo
terminaron y los gusanos arrelimpiaron las güellas. ¡Sacabó, deireádh! De modo que nosotros, sus digo,
estamos aquí esperando en vano, bebiéndonos las perras. ¡Y es por esto porque a la zorra ésa no se la ve!
—No puede ser así porque de la muerta ni rastro que ha quedao —dijo Dede Vargas con
seguridad—. Siempre algo queda, el cráneo, las caerás, algún güeso gordo. Rience, el fechicero, por fin
dará con Falka. Y entonces sabrá acabao to.

213
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Y pué que entonces nos den caza de tal modo que hasta con gusto nos vamos a acordar de esta
vagüancia y de esta puta pocilga. —Cyprian Fripp el Joven pasó su aburrida mirada por la pared de la
posada, de la que se conocía ya cada clavo y cada mancha—, Y de este puto aguardiente. Y de las dos
éstas, que apestan a cebolla y cuando las follas se están quietas como ganao, miran al techo y se rebuscan
en los dientes.
—Cualquier cosa mejor que este coñazo —sentenció Yuz Jannowitz—. ¡Hasta dan ganas de
echarse a gritar! ¡La puta, hagamos algo! ¡Lo que sea! ¿Le prendemos fuego al pueblo, o así?
Chirriaron las puertas. El sonido era tan poco cotidiano que los cuatro se levantaron.
—¡Fuera! —gritó Dede Vargas—. ¡Lárgate, abuelo! ¡Pordiosero! ¡Apestoso! ¡Fuera, a la calle!
—Déjalo —Fripp agitó una mano aburrida—. Ves, carga una gaita. Es un viejo rondador, a lo
seguro antaño soldado, que tocando y cantando por las tabernas gánase en algo la vida. En la calle diluvia
y yela. Que se siente aquí...
—Pero lejitos de nosotros. —Yuz Jannowitz le señaló al abuelete dónde tenía que sentarse—. Pos
nos llena de pulgas. Ende aquí veo cómo se le comen. Se diría que no son pulgas sino tortugas.
—¡Dale alguna vianda, posadero! —Fripp el Joven hizo un gesto de mando—. ¡Y a nosotros
aguardiente!
El vejete se quitó de la cabeza un gran gorro de piel y con gracia extendió a su alrededor un hedor
terrible.
—Gracias os sean dadas, vuesas mercedesas —dijo—. Puesto que hoy es la vegilia de Saovine, es
fiesta. Y en fiesta no cuadra que se eche a naide, para que se moje y se yeie en la lluvia. Lo que cuadra en
día de fiesta es envitar...
—Es verdad. —Rispat La Pointe se dio una palmada en la frente—. ¡Ciertamente hoy es la vegilia
de Saovine! ¡El final de octubre!
—La noche de los prodigios. —El vejete sorbió la sopa aguada que le habían traído—. ¡Noche de
los fantasmas y los espetros!
—¡Jojó! —dijo Yuz Jannowitz—. ¡El vejete, veréis, nos va a enregalar con un cuento de viejas!
—Que nos enregale —bostezó Dede Vargas—. ¡Cualquier cosa mejor que este coñazo!
—Saovine —repitió el abatido Cyprian Fripp el Joven—. Ya hace cinco semanas desde Licornio. Y
dos semanas ya que andamos aquí encaramaos. ¡Dos putas semanas, ja!
—La noche de los moustros. —El vejete lamió la cuchara, eligió algo con un dedo del fondo del
cuenco y se comió ese algo—. ¡La noche de los espetros y de los encantamientos!
—¿Y no lo decía yo? —Yuz Jannowitz sonrió—. ¡Habremos cuento de viejas!
El anciano se enderezó, se rascó y dio un hipido.
—La vegilia de Saovine —comenzó con énfasis—, la última noche antes de que suba la nueva de
noviembre, es pa los elfos la última noche del año viejo. Cuando nace el nuevo día, ya es para los elfos el
año nuevo. De modo que hay costumbre entre los elfos en la noche de Saovine prender todos los fuegos
de la casa y alrededores con una astilla embreada y guardar bien los restos de la astilla hasta mayo, y con
la misma, enchiscar el fuego de Belleteyn, entonces, dicen, habrá abundancia. Y no sólo la gente elfa sino
y muchos de entre los nuestros hacen lo mismo. Para que de las ánimas malvadas salvaguardar...
—¡Ánimas! —bufó Yuz—. ¡Escuchad nomás lo que este patán chamulla!
—¡Ésta es la noche de Saovine! —anunció el viejo con voz emocionada—. ¡En tal noche los
espíritus rondan por la tierra! ¡Los espíritus de los muertos llaman a la ventana, dejadnos pasar, gimen,
dejadnos! Entonces hay que dar miel, y gachas, y todo presto regarlo con vodka...
—La vodka yo me la prefiero regar a mí mesmo en el gaznate —se rió Rispat La Pointe—. Y tus
espíritus, viejo, me puen besar aquí.
—¡Oh, vuesa mercedesa, no hagáis bromas de los espíritus, que bien pudieran oírlo, y son
rencorosos! ¡Hoy es la vegilia de Saovine, noche de los espetros y encantamientos! Aguzar el oído,

214
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

¿escucháis cómo algo alredor toca y llama? Son los muertos que acuden del otro mundo, quieren colarse
en las casas para calentarse al fuego y comer en abundamiento. Allá, por los riscales desnudos y los
bosques sin hojas, aulla el viento y el cierzo, los pobres espíritus se congelan, entonces vanse para los
hogares donde hay fuego y calor. Entonces no hay que olvidar poner viandas en una cazuela en la
esquina, o bien en los pajares, puesto que si las ánimas no hallaran allí nada, a la medianoche meterán el
hocico en la casa para buscar...
—¡Oh, dioses! —susurró con fuerza una de las mozas de servicio, y enseguida chilló porque Fripp
le había pellizcado en el trasero.
—¡No es mal cuento! —dijo Fripp—. ¡Mas pa ser bueno aún falta mucho! ¡Dadle, tabernero, una
jarra de cerveza meona al viejo, pué que entonces le salga bueno! ¡Un buen cuento de espíritus,
muchachos, conócese porque a las mozas que lo escuchan les pues pillizcar y ni se enteran!
Los hombres rieron, se escucharon los chillidos de las mozas, a las que se les comprobaba el estado
de escucha. El viejo dio un sorbo de cerveza caliente, haciendo mucho ruido y eructando.
—¡Mas ni se te ocurra aposentarte y dormirte! —le advirtió Vargas amenazador—. ¡No te irás de
rositas! ¡Cuenta, canta, sopla la gaita! ¡Que haya parranda!
El viejo abrió la boca en la que un único diente aparecía como mojón de camino en una negra
estepa.
—¡Mas vuesa mercedesa, que hoy es Saovine! ¿Qué música, ni qué cánticos? ¡La música de
Saovine es el cierzo a la ventana! ¡Son los lobisomes y los vamperos que agullan, los mamunios que
relinchan y gimen, los gules que rechinan los dientes! La beann'shie gaña y grita, y quien escuchara los
sus gritos, a ése de seguro le está escrita pronta muerte. ¡Todos los malos espíritus abandonan sus
guaridas, las meigas vuelan al último conciliábulo antes del invierno! ¡Saovine es noche de los espetros,
los moustros y los aparecidos! ¡No entréis al bosque, porque sus devorará la floresta! ¡No paséis por el
camposanto, porque el muerto se os puede trajinar! Y lo mejor no salir del chozo, y para mayor
certidumbre clavar en la esquina un cuchillo nuevo de yerro, que con él no se atreven los malos. Las
mujeres que celen de los niños, puesto que en la noche de Saovine bien pudiera una rusalka o llorona
robar al niño, en su lugar poniendo un repelente mutante. ¡Y la moza preñada mejor que no se asome
afuera, no sea que una nocturnala le eche mal de ojo al niño en el vientre! En lugar de un niño parirá una
estrige con dientes de yerro...
—¡Oh, dioses!
—Con dientes de yerro. Primero a la madre la teta le come. Luego las manos le come. La mejilla le
come... Uh, pero cuidao que mantrao hambre...
—Tomar mi güeso, tiene carne entoavía. ¡Comer más no es sano pa la vejez, que sus podéis
atragantar y agogar, ja, ja! Y tú, eh, moza, dale más cerveza. ¡Venga, viejo, relata más de los espíritus!
—Saovine, vuestras mercedesas, es la última noche en que los fantasmas pueden andurrear, que
luego los yelos les quitan las fuerzas, y se van al Abismo, bajo tierra, de donde ya no sacan los hocicos en
todo el invierno. Por eso es de Saovine hasta febrero, hasta la fiesta de Imbaelk, el mejor tiempo para
acudir a lugares inmundos y buscar allá los tesoros. Si, pongamos, en tiempo de calores, se arrebusca
junto a un túmulo de wichtes, como que dos y dos son cuatro que se despierta el wicht, salta todo rabioso
y devora al arrebuscador. Y de Saovine a Imbaelk rasca y rebusca las fuerzas que tenga: el wicht duerme
profundo como el oso viejo.
—¡Las cosas que se inventa el viejo descarao!
—No más que la verdad, vuesas mercedesas. Sí, sí. Mágica es la noche de Saovine, horrible, mas y
aun es la mejor para profecías y augurios todos. En tal noche merece la pena echar las cartas, y adivinar
con ios güesos, y la mano, y con el gallo blanco, y la cebolla, y el queso, de las tripas de los conejos, de
un murciégalo muerto...
—¡Fu!
—La noche de Saovine es noche de espetros y fantasmas... Más vale quedarse en casa. Toda la
familia... Junto al fuego... .
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Toda la familia —repitió Cyprian Fripp, enseñando de pronto los dientes de ave de presa a sus
camaradas—. Toda la familia, ¿sus dais cuenta? ¡Junto con la lista ésa que ende hace una semana por no
sé qué viajes se esconde!
—¡La herrera! —se imaginó al momento Yuz Jannowitz—. ¡La rubia garbosa! Cuidado que tienes
cabeza, Fripp. ¡Hoy igual la cogemos en la palloza! ¿Qué, muchachos? ¿Hacemos una visita al cotarro de
la herrera?
—Uuuh, pero ya mismito. —Dede Vargas se estiró con fuerza—. Sus lo digo, ante los míos ojos la
tengo, a la herrera, andurreando por el pueblo, esas tetillas saltaronas, este culillo redondete... Había que
haberla echao mano entonces, sin esperar, pero Dacre Silifant, ese tonto maestresala... ¡pero agora no está
aquí el Silifant y la herrera está en su chozo! ¡Esperando!
—En esta aldea hemos rajao ya al alcalde. —Rispat enarcó las cejas—. Le pateamos al cabronazo
que vino a su sucorro. ¿Más muertos necesitamos? El herrero y su hijo son membrudos como robles. Con
miedo no nos los llevamos. Habrá que...
—Mutilar —terminó Fripp tranquilo—. Sólo amutilarlos un poco, no más. Terminarsus la cerveza,
aderecémonos y pal pueblo. ¡Nos vamos a festejar el Saovine! ¡Vamos a rellenar una zamarra con los
pelos pafuera, nos liamos a berrear y a loquear, los paletos pensarán que son los diablos o los wichtes!
—¿Nos traemos a la herrera paca, a las habitaciones, o nos antrenemos como en nuestra tierra, a lo
gemmeriano, ante los ojos de la familia?
—Lo uno no quita lo otro. —Fripp el joven miró a la noche a través de la ventana—. ¡Vaya un
viento más cojonudo, joder! ¡Hasta los álamos se doblan!
—¡Oh, jo, jo! —dijo el viejo desde detrás de su jarra—. ¡No es el viento, mercedesas, no es el
cierzo eso! Son las hechiceras que se apresuran a su aquelarre montadas en sus escobas, algunas en sus
almireces y sus morteros, limpian las huellas tras de sí con las escobas. ¡No ha escape, si alguna de las
tales en el bosque se le cruza en el camino a un hombre y le sale a la zaga, no ha escape! ¡Y ella tiene, oh,
así los dientes!
—¡Abuelo, vete a asustar a los niños con tus fechiceras!
—¡No habléis, señor, en mala hora! ¡Pues y aún os diré que las peores hechiceras, ese estamento de
condesas y princesas hechiceriles, jo, jo, ésas no en escobas, no en morteros ni almireces vuelan, no!
¡Ésas cabalgan en sus gatos negros!
—¡Je, je, je, je!
—¡Cierto es! Puesto que la vegilia de Saovine es la única noche del año en que los gatos
hechiceriles se transforman en yeguas negras como la pez. Y pobre de aquél que en noche negra como
boca de lobo oyera el golpeteo de cascos y viera a una hechicera en su yegua negra. Quien con tal
hechicera se encontrara, no escapará a la muerte. ¡Lo arrastrará la hechicera como el viento a la hoja, lo
llevará al otro mundo!
—¡Cuando volvamos terminas! ¡Y concibe un cuento bueno, viejo de los cojones, y arrefina la
gaita! ¡Cuando volvamos habrá aquí jarana! ¡Se bailará aquí y se joderá a la señora herrera...! ¿Qué pasa,
Rispat?
Rispat La Pointe, que había salido al corral para aliviar la vejiga, volvió corriendo, y tenía el rostro
tan blanco como la nieve. Gesticulaba violentamente, señalando a la puerta. No consiguió pronunciar ni
una palabra. Y no era necesario. Desde la calle les llegó el donoso relincho de un caballo.
—Una yegua mora —dijo Fripp con el rostro casi pegado al cristal de la ventana—. La misma
yegua mora. Es ella.
—¿La hechicera?
—Falka, idiota.
—¡Es su espíritu! —Rispat tomó aire con violencia—. ¡Un fantasma! ¡Ella no pudo sobrevivir!
¡Murió y regresa como fantasma! En la noche de Saovine.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Vendrá en noche negra como boca de lobo —murmuró el viejo, apretando la jarra vacía contra la
tripa—. Y quien con ella se encuentre, no escapará a la muerte...
—¡A las armas, tomar las armas! —dijo Fripp, febril—. ¡Apriesa! ¡A ambos laos de la puerta! ¿No
entendéis? ¡La fortuna nos sonríe! ¡Falka nada sabe de nosotros, vino acá para calentarse, los yelos y la
hambre la sacaron de su bujero! ¡Derecha a nuestras manos! ¡Antillo y Rience nos llenarán de oro! Tomar
las armas...
Las puertas chirriaron.
El vejete se dobló sobre la tabla de la mesa, entrecerró los ojos. Veía mal. Tenía los ojos cansados,
arruinados por el glaucoma y una conjuntivitis crónica. Además, la taberna estaba oscura y llena de
humo. Por ello el abuelete apenas vio a la delgada figura que entró a la casa desde el zaguán, vestida con
un jubón de piel de almizclera, con una capucha y un pañuelo que le escondían el rostro. A cambio el
viejo tenía un buen oído. Escuchó un apagado grito de una de las mozas de servicio, el golpeteo de los
zuecos de la otra, la maldición a media voz del posadero. Escucho el tintineo de las espadas en las vainas.
Y la voz baja, venenosa, de Cyprian Fripp:
—¡Te tenemos, Falka! No nos esperabas aquí, ¿eh?
—Os esperaba —escuchó el vejete. Y tembló con el sonido de aquella voz.
Vio el movimiento de la figura delgada. Y escuchó un suspiro de miedo. Un ahogado grito de una
de las mozas. No pudo ver que la muchacha llamada Falka se había quitado la capucha y el pañuelo. No
pudo ver el rostro terriblemente mutilado. Ni los ojos pintados con una pasta de grasa y tizones de modo
que parecían los ojos de un demonio.
—No soy Falka —dijo la muchacha. El abuelete de nuevo contempló un rápido y desdibujado
movimiento, algo ígneo brilló a la luz de las lámparas—. Soy Ciri de Kaer Morhen. Soy una bruja. He
venido aquí para matar.
El abuelete, que en su vida había visto más de una pelea de taberna, tenía un método elaborado para
escapar a las injurias: zambullirse bajo la mesa, encogerse mucho y agarrarse con fuerza a las patas de la
mesa. Desde esa posición, está claro, ya no podía ver nada. Y tampoco quería. Se aferraba espasmódico a
la mesa, y la mesa ya recorría la habitación junto con el resto de los muebles, entre golpeteos, chasquidos
y crujidos, el sonido de pesadas botas, maldiciones, gritos, gemidos y el tintineo del acero.
Una moza de servicio gritaba penetrantemente sin parar.
Sobre la mesa rodó alguien, desplazando al mueble junto con el viejo agarrado a él, cayó al suelo a
su lado. El viejo gritó al sentir cómo le salpicaba la sangre caliente. Dede Vargas, el que le había querido
echar al principio —el viejo lo reconoció por los botones de azófar en el jubón— lanzaba macabros
chillidos, se retorcía, lanzaba sangre, agitaba con las manos a su alrededor. Uno de sus golpes impotentes
le acertó al anciano en un ojo. El abuelete ya no pudo ver absolutamente nada. La muchacha que gritaba
se atragantó, se calló, tomó aire y comenzó a gritar de nuevo, en una entonación todavía más alta.
Alguien cayó con estrépito al suelo, de nuevo se extendió la sangre por el recién fregado suelo de
tablas de pino. El abuelete no reconoció quién había muerto ahora. Era Rispat La Pointe, al que Ciri le
había dado un tajo en el cuello. No vio cómo Ciri realizaba una pirueta justo frente a Fripp y Jannowitz,
cómo atravesaba su guardia como una sombra, como humo gris. Jannowitz se lanzó tras ella con un
rápido y blando salto de gato. Era un espadachín diestro. Apoyándose con seguridad en el pie derecho,
golpeó con una larga y extendida prima, apuntando al rostro de la muchacha, directamente a su horrible
cicatriz. No podía fallar.
Falló.
No consiguió protegerse. Ella lo cortó al azar, desde cerca, con las dos manos, a través del pecho y
la barriga. Y ella volvió a saltar, giró, y al tiempo que escapaba de los tajos de Fripp, le rajó al retorcido
Jannowitz por el cuello. Jannowitz se derrumbó con la frente cayendo sobre un banco. Fripp saltó por
encima de banco y cadáver, lanzó un tajo rapidísimo. Ciri lo paró al bies, hizo una media pirueta y dio un
corto tajo en el muslo. Fripp se tambaleó, se tropezó con la mesa, perdiendo el equilibrio, instintivamente
extendió la mano. Cuando apoyó la mano en la mesa, Ciri, con un rápido golpe, se la cortó.
217
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Fripp levantó el muñón que despedía sangre, lo miró con atención, luego miró a la mano que estaba
sobre la mesa, y se derrumbó de pronto, violentamente, con ímpetu posó el trasero sobre el suelo,
exactamente igual que si se hubiera resbalado con jabón. Una vez sentado gritó, y luego comenzó a aullar,
con un aullido salvaje, agudo y penetrante de lobo.
Encogido bajo la mesa y regado en sangre, el viejo escuchó cómo durante un instante se oía aquel
dueto espectral: los gritos monótonos de la moza de servicio y los aullidos espasmódicos de Fripp.
La moza se calló primero, terminó sus inhumanos gritos con un chillido quebrado. Fripp
simplemente enmudeció.
—Mamá —dijo de pronto, muy claro y completamente consciente—. Mamá... ¿Qué es... qué es... lo
que me ha pasado? ¿Qué me... pasa?
—Te estás muriendo —le dijo la muchacha del rostro mutilado.
Al viejo se le pusieron de punta los pocos pelos que le quedaban. Para detener el temblor de los
dientes los apretó con la manga de la aljuba.
Cyprian Fripp el Joven exhaló un sonido como si tragara con dificultad. Ya no emitió más sonidos.
Ninguno.
Reinaba el más absoluto silencio.
—Pero qué es lo que has hecho... —gimió el posadero en aquel silencio—. Pero qué es lo que has
hecho, muchacha...
—Soy una bruja. Mato monstruos.
—Nos colgarán... ¡Quemarán el pueblo y la posada!
—Mato monstruos —repitió, y en su voz de pronto apareció algo como asombro. Como vacilación.
Inseguridad.
El posadero gimió, suspiró. Y sollozó.
El abuelete salió poco a poco de debajo de la mesa, apartándose del cadáver de Dede Vargas, de su
rostro horriblemente cortado.
—En una yegua negra cabalgas... —murmuró—. En noche oscura como boca de lobo... las huellas
tras tuyo vas borrando...
La muchacha se volvió, le miró. Ya había tenido tiempo de cubrirse el rostro con el pañuelo, desde
encima del pañuelo lo contemplaban unos ojos fantasmales rodeados por negros círculos.
—Quien se encuentra contigo —balbuceó el viejo—, no escapará a la muerte... porque tú misma
eres la muerte.
La muchacha lo miró. Largo tiempo. Y con bastante indiferencia.
—Tienes razón —dijo por fin.
En algún lugar en los pantanos, allá lejos, pero bastante más cerca que antes, resonó de nuevo el
aullido lastimero de la beann'shie.
Vysogota yacía en el suelo, sobre el que se había caído al levantarse de la cama. Confirmó con
espanto que no era capaz de levantarse. Su corazón golpeaba, subía hasta la garganta, le estrangulaba.
Ya sabía a quién le anunciaba la muerte el grito nocturno del espíritu élfico. La vida era hermosa,
pensó. Pese a todo.
—Dioses... —murmuró—. No creo en vosotros... Pero si existís...
Un monstruoso dolor le explotó de pronto en el pecho, bajo el esternón. Allá en los pantanos, lejos,
pero bastante más cerca que antes, la beann'shie chilló por tercera vez.
—¡Si existís, proteged a la brujilla en su camino!

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Capítulo undécimo
—¡Tengo unos ojos muy grandes para verte bien! —gritó el lobato de hierro—. ¡Tengo unas
garras muy grandes para poder agarrarte y abrazarte con ellas! Todo lo tengo grande, todo, ahora te
convencerás de ello. ¿Por qué me miras de ese modo tan raro, muchachilla? ¿Por qué no respondes? La
brujilla sonrió. —Tengo una sorpresa para ti.
Flourens Delannoy, "La sorpresa", del tomo Cuentos y leyendas

Las adeptas estaban de pie e inmóviles delante de la suma sacerdotisa, estiradas como cuerdas de
laúd, tensas, mudas, ligeramente pálidas. Estaban listas para el camino, preparadas hasta en los detalles
más nimios. Ropas de viaje masculinas, de color gris, unas zamarras cálidas, pero que no entorpecían los
movimientos, cómodas botas élficas. Los cabellos cortados de tal modo que fuera fácil mantenerlos
ordenados y limpios en los campamentos y durante las marchas, para que no estorbaran durante el trabajo.
Unos hatillos bien empaquetados, pequeños, que sólo contenían víveres para el camino y los útiles más
imprescindibles. El resto se lo tenía que dar el ejército. El ejército en el que se habían alistado.
Los rostros de las dos muchachas parecían serenos. Pero sólo en apariencia. Triss Merigold veía que
a ambas les temblaban ligeramente las manos y los labios.
El viento agitaba las desnudas ramas de los árboles del parque del santuario, hacía deslizarse las
hojas secas sobre las placas de piedra del patio. El cielo era de color granate. Una tormenta de nieve
colgaba en el ambiente. Se la sentía.
Nenneke interrumpió el silencio.
—¿Habéis sido ya asignadas?
—Yo no —masculló Eurneid—. De momento voy a invernar en el campamento de Wyzima. El
comisario de enrolamientos dijo que en la primavera se detendrán allá los destacamentos de los
condottieros del norte... Voy a ser sanitaria de uno de ellos.
—Yo ya tengo destino. —Iola Segunda sonrió apenas—. A la cirugía de campo, con el señor Milo
Vanderbeck.
—Que por lo menos no me traigáis vergüenza. —Nenneke repartió a ambas adeptas sendas miradas
amenazadoras—. Que no me deshonréis a mí, al santuario ni el nombre de la Gran Melitele.
—Por supuesto que no, madre.
—Y hacedme el favor de cuidaros.
—Sí, madre.
—Vais a caeros de cansancio mientras estéis con los enfermos, no vais a conocer el sueño. Tendréis
miedo, os embargará la duda cuando veáis el dolor y la muerte. Y en esos momentos fácil es echar mano
de los narcóticos o de los remedios excitantes. Tened cuidado con ellos.
—Lo sabemos, madre.
—La guerra, el miedo, la matanza y la sangre —la suma sacerdotisa las atravesó con la mirada—
también aflojan las costumbres, y para algunas actúan como un fuerte afrodisíaco. Ahora mismo,
mocosas, no podéis saber cómo va a actuar sobre vosotras. Por favor, tened también cuidado con esto. Sin
embargo, si se llega a algo, tomad medios anticonceptivos. Si pese a todo alguna de vosotras se metiera
en problemas, entonces, ¡lejos de matasanos de estraperto y de viejas de aldea! Buscad un santuario o
mejor una hechicera.
—Lo sabemos, madre.
—Esto es todo. Ahora podéis acercaros a por mi bendición.

219
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Les puso las manos sobre la cabeza, primero a una, luego a la otra, las abrazó y las besó una detrás
de la otra. Eurneid sorbió por la nariz. Iola Segunda rompió a llorar sin más. Nenneke, aunque a ella
misma los ojos le brillaban algo más que de costumbre, bufó.
—Sin escenas, sin escenas —dijo, aparentando estar furiosa y crispada—. Vais a una guerra normal
y corriente. De allí se vuelve. Tomad los bártulos y hasta la vista.
—Hasta la vista, madre.
Anduvieron a vivo paso hacia la puerta del santuario, sin volverse. La suma sacerdotisa Nenneke, la
hechicera Triss Merigold y el escribano Jarre las acompañaron con la mirada.
Este último volvió sobre él la atención con un importuno carraspeo.
—¿Qué pasa? —Nenneke puso sus ojos sobre él.
—¡Se lo has permitido! —estalló el muchacho con pasión—. ¡A ellas, unas mujeres, les has
permitido alistarse! ¿Y a mí? ¿Por qué a mí no me está permitido? ¿Tengo que seguir volviendo las
páginas de pergaminos polvorientos, aquí, detrás de estos muros? ¡No soy un inválido ni un cobarde! Es
una vergüenza para mí seguir aquí en el santuario cuando hasta las mujeres...
—Esas mujeres —le interrumpió la sacerdotisa— han estudiado durante toda su joven vida las
técnicas de curación y de restablecimiento, el cuidado de los enfermos y heridos. Van a la guerra no por
patriotismo ni deseo de aventura, sino porque con toda seguridad allí habrá enfermos y heridos. ¡Un
montón de trabajo, de día y de noche! Eurneid, Iola, Myrrha, Katja, Prune, Debora y otras muchachas son
la aportación del santuario para esta guerra. El santuario, como parte de la sociedad, paga a la sociedad su
deuda. Da al ejército y a la guerra su aportación: especialistas bien entrenadas. ¿Lo entiendes, Jarre?
¡Especialistas! ¡No carne de cañón!
—¡Todos se alistan! ¡Sólo los cobardes se quedan en casa!
—Has dicho una tontería, Jarre —dijo Triss en voz alta—. No has entendido nada.
—Yo quiero ir a la guerra... —La voz del muchacho se quebró—. Quiero salvar a... Ciri...
—Vaya —dijo Nenneke con tono de burla—. El caballero andante quiere ir a salvar a la dama de su
corazón. En un caballo blanco...
Se calló al ver la mirada de la hechicera.
—Basta ya de todo esto, Jarre —reprendió al muchacho con la mirada—. ¡Te he dicho que no te lo
permito! ¡Vuelve a tus libros! Estudia. Tu futuro es la ciencia. Vamos, Triss. No perdamos tiempo.
Sobre la tela extendida delante del altar había un peine de hueso, un anillo barato, un libro de
cubiertas raídas, un echarpe azul muy gastado. De rodillas, inclinada sobre los objetos, estaba Iola
Primera, la sacerdotisa de dones proféticos.
—No te apresures, Iola —le advirtió Nenneke, quien estaba a su lado—. Concéntrate poco a poco.
No queremos una predicción repentina, no queremos un enigma con mil respuestas. Queremos una
imagen. Una imagen clara. Absorbe el aura de estos objetos, pertenecían a Ciri, Ciri los tocó. Absorbe el
aura, poco a poco. No hay por qué apresurarse.
En el exterior aullaba el cierzo y se retorcía la ventisca. La nieve cubrió muy deprisa los tejados y el
patio del santuario.
Era el día decimonoveno de noviembre. Luna llena.
—Estoy lista, madre —dijo Iola Primera con su voz melodiosa.
—Comienza.
—Un momento. —Triss se levantó del banco como impulsada por un muelle, arrojó de sus hombros
la piel de chinchilla—. Un momento, Nenneke. Quiero entrar en trance con ella.
—Eso es arriesgado.
—Lo sé. Pero yo quiero ver. Con mis propios ojos. Se lo debo. A Ciri... Amo a esa muchacha como
a una hermana menor. En Kaedwen me salvó la vida, arriesgando su propia cabeza...
La voz de la hechicera se quebró de pronto.
220
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Lo mismito que Jarre. —La suma sacerdotisa meneó la cabeza—. Corres a salvarla, a ciegas, a
matacaballo, sin saber adonde ni por qué. Pero Jarre es un muchachillo ingenuo, mientras que tú eres una
maga adulta y al parecer sabia. Debieras saber que no ayudas a Ciri entrando en trance. Y que sin
embargo te puedes perjudicar a ti misma.
—Quiero entrar en trance junto con Iola —repitió Triss, mordiéndose los labios—. Permítemelo,
Nenneke. Al fin y al cabo, ¿cuál es el riesgo? ¿Un ataque de epilepsia? Incluso si así fuera, me sacas de él
y en paz.
—Te arriesgas —dijo Nenneke muy despacio— a que veas aquello que no debieras ver.
El Monte, pensó Triss con aprensión, el Monte de Sodden. En el que morí una vez. En el que me
enterraron y grabaron mi nombre en el obelisco de mi tumba. El Monte y la tumba que algún día se
acordarán de mí.
Lo sé. Ya me fue predicho antes.
—Yo ya he tomado mi decisión —dijo con voz fría y altiva, al tiempo que se levantaba y echaba
con las dos manos su hermoso pelo por detrás del cuello—. Comencemos.
Nenneke se arrodilló, apoyó la frente en las manos juntas.
—Comencemos —dijo en voz baja—. Prepárate, Iola. Arrodíllate junto a mí, Triss. Toma a Iola de
la mano.
En el exterior era de noche. Aullaba el cierzo, caía la nieve.
Al sur, allá tras los Montes de Amell, en Metinna, en el país llamado Cien Lagos, en un lugar
alejado de la ciudad de Ellander y del santuario de Melitele unos quinientos mil vuelos de cuervo, una
pesadilla despertó bruscamente al pescador Gosta. Al despertarse, Gosta no pudo recordar el contenido de
lo que había soñado, pero una extraña intranquilidad no le permitió volver a conciliar el sueño durante
mucho tiempo.
Todo pescador que conozca su oficio sabe que si hay que capturar una perca, sólo se consigue con
los primeros hielos.
El invierno de aquel año, aunque inesperadamente tempranero, se burlaba de todos y era tan
caprichoso como una mozuela hermosa y con éxito. Los primeros hielos y las primeras nevadas dieron
una desagradable sorpresa, como un ladrón en una emboscada. Fue al principio de noviembre, hacia
Saovine, en una época en la que todavía nadie se esperaba nieves ni hielos y había un montón de trabajo.
Ya hacia la mitad de noviembre una delgada capita cubrió el lago y cuando casi casi parecía que iba a
poder sostener el peso de un hombre, el caprichoso invierno cedió de pronto, volvió el otoño, redobló la
lluvia, y la capa humedecida por ella gimió, se desgajó de la orilla y la deshizo el cálido viento del sur.
¿Qué diablos?, se asombraban los labradores. ¿Es invierno o no es invierno?
No habían pasado ni tres días cuando volvió el invierno. Esta vez sin nieves, sin ventiscas, pero a
cambio el frío golpeaba como el herrero con el martinete. Hasta hacía temblar los huesos. En el
transcurso de una noche el agua que se deslizaba por los aleros de los tejados se convirtió en afilados
carámbanos de hielo y los patos, sorprendidos por el hecho, a poco no se quedaron pegados a los
congelados cenagales.
Y los lagos de Mil Trachta lanzaron un suspiro y se quedaron petrificados en forma de hielo.
Gosta esperó todavía un día, para estar seguro, luego sacó de la troje una caja con una cuerda para
llevarla al hombro, dentro de la cual tenía sus aparejos de pesca. Limpió con cuidado sus botas de paja,
tomó la zamarra, asió el punzón, el saco y se apresuró al lago.
Ya se sabe: si se trata de la perca, lo mejor con el primer hielo.
El hielo era fuerte. Se rehundía un pelín bajo el peso, chirriaba algo, pero resistía. Gosta avanzó
perpendicularmente, abrió un hueco con el punzón, se sentó sobre la caja, desenrolló la cuerda de pelo de
caballo asida a una corta verga de alerce, le prendió un pez de estaño con un gancho, la lanzó al agua. La
primera perca, de medio codo, picó el anzuelo antes de que cayera la cuerda y se tensara.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

No había pasado ni una hora cuando alrededor del agujero en el hielo yacían ya más de medio
centenar de peces verdes, rayados, con aletas tan rojas como la sangre. Gosta tenía más percas de las que
necesitaba, pero su euforia de pescador no le permitía dejar de pescar. Al fin y al cabo, siempre podía
regalar los peces a los vecinos.
Escuchó un relincho agudo.
Alzó la cabeza del hueco. En la orilla del río había un hermoso caballo negro, de los ollares le salía
una nube de vaho. El jinete, vestido con un abrigo de piel de almizclera, tenía el rostro embargado por la
locura.
Gosta tragó saliva. Era demasiado tarde para salir huyendo. En lo más profundo de su espíritu, sin
embargo, contaba con que el jinete no se iba a atrever a adentrarse con el caballo en el quebradizo hielo.
Seguía moviendo maquinalmente la caña, otra perca tiró de la cuerda. El pescador la cogió, la
desenganchó y la arrojó sobre el hielo. Con el rabillo de un ojo vio cómo el jinete desmontaba, arrojaba
las riendas a un desnudo arbusto y se acercaba a él, pisando con precaución en la superficie resbaladiza.
La perca se agitaba en el hielo, estiraba la aleta puntiaguda, meneaba las agallas. Gosta se levantó, se
inclinó y tomó el punzón, que en caso de necesidad podía servirle de arma.
—No tengas miedo.
Era una muchacha. Ahora, cuando se retiró el pañuelo del rostro, le vio la cara, deformada por una
horrible cicatriz. Llevaba una espada cruzada a la espalda, veía la empuñadura de hermoso trabajo que
surgía por encima del hombro.
—No te haré nada malo —dijo en voz baja—. Sólo quiero preguntar por algo.
Sí, claro, pensó Gosta. Lo que tú digas. Justo ahora, en invierno. Durante la helada. ¿Quién pasea o
viaja? Sólo los ladrones. O algún desertor.
—Este país. ¿Es Mil Trachta?
—Cierto... —murmuró, mirando al agujero, al agua negra—. Mil Trachta. Pero nostros decimos:
Cien Lagos.
—¿Y el lago de Tarn Mira? ¿Sabes de un lago así?
—Tos lo conocen. —Miró a la muchacha, asustado—. Ca en estos lares lo decimos Sinfondo. Un
lago maldito. Una jondura tremenda. Las ninfas moran allí, ahogan al que pasa. Y en unas ruinas viejas y
encantadas anidan las ánimas.
Vio cómo los ojos verdes de la muchacha brillaban.
—¿Hay ruinas allí? ¿Una torre, quizá?
—¡Qué va a haber una torre! —No consiguió contener un resoplido—. Unos pedruscos encima
dotros, amontonaos, tos llenos de yerbajos crecíos, montones de cascotes...
La perca dejó de saltar, yacía moviendo las agallas entre sus hermanas de coloreadas rayas. La
muchacha se quedó absorta, pensativa.
—La muerte en el hielo —dijo— posee en sí misma algo como fascinante.
—¿Lo qué?
—¿Qué lejos queda de aquí el lago de las ruinas? ¿Por dónde hay que ir?
Se lo dijo. Se lo señaló. Incluso hizo un dibujo en el hielo con la punta aguda del punzón. Movió la
cabeza, mientras se lo aprendía. La yegua a la orilla del lago golpeaba con los cascos en los terrones
congelados, relinchaba, arrojaba vaho con un sonido ronco.
Miró cómo se alejaba a lo largo de la orilla occidental del lago, cómo galopaba por las aristas del
barranco que bajaba hacia el agua, por delante de los alisos y sauces sin hojas ya, a través del hermoso
bosque de cuento de hadas, decorado por la helada con un blanco baño de escarcha. La yegua mora corría
con una gracia indescriptible, veloz y al mismo tiempo ligera, apenas se podían escuchar los golpeteos de
sus cascos sobre el suelo helado, apenas expulsaba de las ramas que golpeaba la nieve plateada. Como si

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

por aquel bosque de cuento de hadas escarchado y paralizado por la helada estuviera cabalgando no un
caballo normal, sino un caballo de cuento, un caballo fantasma.
¿Y no sería aquello una aparición?
¿Un demonio en un caballo espectral, un demonio que había tomado el aspecto de una muchacha de
grandes ojos verdes y rostro deforme?
¿Quién, si no un demonio, viaja en invierno? ¿Pregunta el camino a unas ruinas malditas?
Cuando se fue, Gosta recogió a toda prisa sus avíos de pescador. Llegó a casa cruzando el bosque.
Era un camino más largo, pero la razón y el instinto le aconsejaban que no fuera por el sendero, que no se
expusiera a la vista. La muchacha, le decía la razón, pese a todas las apariencias, no era un fantasma, era
un ser humano. La yegua mora no era una aparición sino un caballo. Y detrás de los que cabalgan a toda
prisa por despoblados, y para colmo en invierno, suelen ir los perseguidores.
Una hora más tarde los perseguidores galoparon por el sendero. Catorce jinetes.
Rience volvió a agitar el cofrecillo de plata, blasfemó, golpeó con rabia el arzón de la silla. Pero el
xenovoce guardaba silencio. Como si estuviera maldito.
—Mierda de magia —comentó Bonhart con voz fría—. Se jodio, vaya un cacharro de feria.
—O Vilgefortz nos demuestra lo que le importamos —añadió Stefan Skellen.
Rience alzó la cabeza y los miró a ambos con ojos de enfado.
—Gracias al cacharro de feria estamos en la pista y no la perderemos. Gracias al señor Vilgefortz
sabemos adonde se dirige esta muchacha. Sabemos adonde vamos y lo que tenemos que hacer. Opino que
esto es mucho. En comparación con vuestras acciones de hace un mes.
—No hables tanto. Eh, Bóreas, ¿qué dicen las señales?
Bóreas Mun se enderezó, tosió.
—Estuviera aquí como una hora antes que nosotros. Cuando puede, intenta cabalgar deprisa. Mas
éste es un terreno difícil. Ni siquiera en esa su yegua tan extraordinaria nos lleva una ventaja de cinco o
seis millas.
—Y en verdad se mete entre estos lagos —murmuró Skellen—. Vilgefortz tenía razón, y yo no lo
creí...
—Yo tampoco —reconoció Bonhart—. Pero sólo hasta el momento en que los labriegos ayer
confirmaran que en el lago Tarn Mira hay de verdad algún constructo mágico.
Los caballos bufaron, el vaho les brotaba por los ollares. Antillo lanzó un vistazo por su hombro
izquierdo a Joanna Selborne. Desde hacía algunos días no le gustaba el aspecto de la cara de la telépata.
Se está poniendo nerviosa, pensó. Esta persecución nos ha cansado a todos, física y psíquicamente. Ya es
hora de terminar. Lo más pronto posible.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Recordó el sueño que lo embargó la noche anterior.
—¡Vale ya! —Se sacudió—. Basta de meditaciones. ¡A los caballos!
Bóreas Mun bajó del caballo, observó las huellas. No era fácil. Con la tierra completamente
congelada, sobre los terrones, los montones de nieve, la nieve empujada por el viento sólo se mantenía en
los surcos y las hendiduras. En ellas buscaba Boreas las pisadas de los cascos de la yegua mora. Tenía
que prestar mucha atención para no perder el rastro, sobre todo ahora cuando la voz mágica que les
llegaba de la cajita de plata se había callado y había dejado de prestarles consejo y advertirles.
Estaba inhumanamente cansado. E intranquilo. Perseguían a la muchacha desde hacía ya casi tres
semanas, desde Saovine, desde la masacre de Dun Dáre. Casi tres semanas sobre las sillas, todo el tiempo
al acoso. Y ni la yegua mora ni la muchacha que iba sobre ella desfallecían ni aminoraban la velocidad.
Bóreas Mun observaba las huellas.
No podía dejar de pensar en el sueño que le había asaltado la última noche. En ese sueño se hundía,
se ahogaba. Las negras aguas se cerraban sobre su cabeza y él bajaba hacia el fondo, el agua helada le

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

llenaba la garganta y los pulmones. Se había despertado sudoroso, mojado, febril, aunque a su alrededor
hacía un frío de perros.
Basta ya, pensó, al bajar de la silla para observar las huellas. Ya es hora de acabar con esto.
—¿Maestro? ¿Me escucháis? ¿Maestro?
El xenovoce callaba como un maldito.
Rience meneó con fuerza los brazos, echó el aliento sobre las manos heladas. El cuello y la espalda
estaban ateridos del frío, la cruz y el dorso le dolían, cada movimiento un poco fuerte del caballo le
recordaba este dolor. Ya no tenía fuerzas ni para maldecir.
Casi tres semanas sobre las sillas, en una persecución incansable. Con un frío penetrante y, desde
hacía un par de días, con una helada que rompía los huesos.
Y Vilgefortz calla.
Nosotros también callamos. Y nos miramos los unos a los otros como lobos.
Rience extendió las manos, tiró de los guantes.
Skellen, pensó, cuando pone los ojos en mí, tiene una mirada extraña. ¿Acaso prepara una traición?
Demasiado rápido y demasiado fácil se avino con Vilgefortz... Y este destacamento, estos ganapanes, al
fin y al cabo le son fieles a él, cumplen sus órdenes. Si prendiéramos a la muchacha, estaría presto, sin
atender a ningún pacto, a matarla o a conducirla a esos sus conspiradores para poner en práctica sus locas
ideas de democracia y gobiernos ciudadanos.
¿O puede que a Skellen ya se le hayan pasado las ganas de conspirar? ¿Puede que un conformista y
oportunista nato como él piense ahora en entregarle la muchacha al emperador Emhyr?
Me mira con ojos extraños. El Antillo. Y toda su banda... Esa Kenna Selborne...
¿Y Bonhart? Bonhart es un sádico impredecible. Cuando habla de Ciri, la voz le tiembla de rabia.
Según su capricho, cuando capturemos a la muchacha puede estar dispuesto a atacarla o a raptarla para
obligarla a luchar en los circos. ¿El pacto con Vilgefortz? A él le importará un pimiento. Sobre todo ahora
que Vilgefortz...
Tomó el xenovoce de bajo el brazo.
—¿Maestro? ¿Me escucháis? Aquí Rience...
El aparatillo guardaba silencio. Rience ya ni siquiera tenía ganas de maldecir.
Vilgefortz calla. Skellen y Rience sellaron un pacto con él. Y en uno o dos días, cuando alcancemos
a la muchacha, puede suceder que no haya pacto. Y entonces a mí me puede tocar que me pongan un
cuchillo en la garganta. O que me lleven a Nilfgaard en cadenas, como prueba y prenda de la lealtad del
Antillo...
¡Voto a bríos!
Vilgefortz calla. No proporciona consejos. No señala el camino. No aclara las dudas con esa voz
suya tan serena, lógica, que llega hasta lo profundo del alma. Calla.
El xenovoce ha sufrido una avería. ¿Puede que sea a causa del frío? O puede...
¿Puede ser que Skellen tenga razón? ¿Puede ser verdad que Vilgefortz esté haciendo otra cosa y no
se preocupa de nosotros ni de nuestra suerte?
Por todos los diablos, no pensé que esto fuera a ser así. Si lo hubiera sospechado, no habría
accedido a esta tarea... Hubiera ido a matar al brujo en vez de Schirrú. ¡Su perra madre! Yo me estoy aquí
pelando de frío y Schirrú seguro que está bien caliente...
Pensar que yo mismo me empeñé para que me encargaran a Ciri y le dieran el brujo a Schirrú. Yo
mismo lo pedí...
Entonces, a principios de septiembre, cuando Yennefer cayó en nuestras manos.
El mundo, que todavía un minuto antes parecía una negrura irreal, laxa, pegajosa y turbia, adoptó de
repente ásperos contornos y superficies. Se aclaró. Se volvió real.

224
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Yennefer abrió los ojos, agitada por unos temblores espasmódicos. Estaba tendida sobre piedras,
entre cadáveres y tablas destrozadas, aplastada por los restos de las jarcias del drakkar Alción. A su
alrededor veía piernas. Piernas calzadas con pesadas botas. Una de aquellas botas hacía un momento le
había atizado una patada, lo que sirvió para hacerla volver en sí.
—¡Levanta, hechicera!
Otra patada, que la embargó de dolor hasta las raíces de los dientes. Vio un rostro que se inclinaba
sobre ella.
—¡Que te levantes, he dicho! ¡De pie! ¿Me reconoces?
Ella frunció los ojos. Lo reconocía. Era el tipo que hacía tiempo había quemado cuando estaba
huyendo de ella por medio del teleporte. Rience.
—Vamos a arreglar cuentas —le prometió—. Vamos a arreglar cuentas por todo, puta. Te voy a
enseñar lo que es el dolor. Con estas manos y estos dedos te voy a enseñar el dolor.
Ella se tensó, apretó y extendió la mano, lista para lanzar un hechizo. E inmediatamente se hizo un
ovillo, ahogándose, gimiendo y temblando. Rience se carcajeó.
—No sale nada, ¿eh? —escuchó Yennefer—. ¡No tienes ni una miga de Fuerza! ¡No te puedes
medir con los hechizos de Vilgefortz! Te ha sacado hasta la última gota, como se saca el suero del queso
con un cincho. Ni siquiera eres capaz de...
No terminó. Yennefer extrajo un estilete de una vaina que llevaba atada a la parte interior del
muslo, se alzó como un gato y acuchilló a ciegas. No acertó, la hoja sólo rozó el objetivo, rasgó el
material de los pantalones. Rience retrocedió de un salto y se dio la vuelta.
De inmediato cayó sobre ella una lluvia de golpes y patadas. Aulló cuando una pesada bota cayó
sobre su brazo, quitándole el puñal de su mano estrujada. Otra bota la pateó en el bajo vientre. La
hechicera se dobló con un estertor. La levantaron del suelo, le pusieron las manos a la espalda. Vio un
puño que volaba en su dirección, el mundo de pronto brilló con deslumbrantes colores, el rostro explotó
en dolor. La ola de dolor se extendió hacia abajo, hacia el vientre y el perineo, transformó las rodillas en
una fofa gelatina. Se quedó colgada de los brazos que la sujetaban. Alguien la agarró por los cabellos y
tiró, haciéndole alzar la cabeza. La golpearon otra vez, en la cuenca del ojo, otra vez desapareció todo y
se difuminó en un brillo cegador.
No se desmayó. Lo sintió todo. La golpearon. La golpearon con fuerza, con crueldad, tal y como se
golpea a un hombre. Con golpes que no sólo han de doler, sino también quebrar, que han de extraer de
quien es golpeado toda la energía y la voluntad de resistencia. La golpearon mientras se convulsionaba en
el abrazo de acero de muchas manos.
Quería desmayarse pero no podía. Lo sentía todo.
—Basta —escuchó de pronto, a lo lejos, desde detrás de la cortina de dolor—. ¿Te has vuelto loco,
Rience? ¿Queréis matarla? Me es necesaria con vida.
—Le prometí a ella, maestro —bramó una sombra temblorosa que poco a poco adoptaba la silueta y
el rostro de Rience—. Le prometí que se lo haría pagar... Con estas manos...
—Poco me importa lo que le hayas prometido. Te repito que me es necesaria viva y capaz de hablar
articuladamente.
—A los gatos y las meigas —se rió el que la agarraba por los cabellos— no es tan fácil sacarles las
tripas.
—No te hagas el listo, Schirrú. He dicho que basta ya de golpes. Levantadla. ¿Cómo estás,
Yennefer?
La hechicera escupió sangre, levantó el rostro entumecido. No lo reconoció a primera vista. Llevaba
una especie de máscara que le cubría toda la parte izquierda de la cabeza. Pero sabía quién era.
—Vete al diablo, Vilgefortz —balbuceó, rozando cuidadosamente con la lengua los dientes
anteriores y los labios mutilados.

225
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¿Qué te han parecido mis hechizos? ¿Te gustó cómo te recogí en el mar junto con el barco? ¿Te
gustó el vuelo? ¿Con qué hechizos te protegiste que conseguiste sobrevivir a la caída?
—Vete al diablo.
—Arrancadle del cuello esa estrella. Y al laboratorio con ella. No perdamos el tiempo.
La curaron, la arrastraron, a veces la llevaron cogida. Una planicie pétrea, sobre ella yacía el
destrozado Alción. Y muchos otros barcos naufragados, con sus erguidas cuadernas que recordaban los
esqueletos de monstruos marinos. Crach tenía razón, pensó. Los barcos que habían desaparecido sin dejar
huella en el Abismo no habían caído a causa de una catástrofe natural. Por los dioses... Pavetta y Duny...
En la planicie, a lo lejos, las cumbres de unas montañas se perfilaban sobre un cielo nublado.
Luego hubo muros, puertas, galerías, pavimentos, escaleras. Todo un tanto extraño, innaturalmente
grande... Y pocos detalles que le permitieran enterarse de dónde se encontraba, adonde había ido a parar,
adonde la había llevado el encantamiento. Le latía el rostro, lo que dificultaba todavía más la observación.
El único sentido que le proporcionaba información era el olfato: al instante percibió el olor de la
formalina, el éter, el alcohol. Y la magia. El olor de un laboratorio.
La sentaron con brutalidad en un sillón de metal, alrededor de sus muñecas y tobillos se cerraron
dolorosamente unas frías y apretadas abrazaderas. Antes de que las mandíbulas de hierro de un torno le
apretaran la sien y le inmovilizaran la cabeza, le dio tiempo a mirar a lo largo de la amplia y brillante sala.
Vio otro sillón, una extraña construcción de acero sobre un pedestal de piedra.
—Ciertamente —escuchó la voz de Vilgefortz, quien estaba detrás de ella—. Este sillón es para tu
Ciri. Espera desde hace mucho tiempo, ya no aguanta la espera. Yo tampoco.
Le escuchaba muy cerca de ella, hasta sentía su aliento. Le clavaba agujas en la piel de la cabeza, le
aferró algo a los lóbulos de las orejas. Luego se puso de pie delante de ella y se quitó la máscara.
Yennefer lanzó un suspiro sin quererlo.
—Esto es obra de tu Ciri, precisamente —dijo, mientras señalaba lo que antaño habían sido unos
rasgos de belleza clásica, ahora terriblemente destrozados, atravesados por unos enganches y grapas de
oro que sujetaban un cristal multifacetado en la órbita izquierda—. Intenté cogerla cuando entraba en el
telepuerto de la Torre de la Gaviota —explicó con serenidad el hechicero—. Quería salvar su vida, estaba
seguro de que el teleporte la iba a matar. ¡Ingenuo! Lo atravesó tan sencillamente, con tanta fuerza, que el
portal estalló, me explotó en la propia cara. Perdí un ojo y la mejilla izquierda, también bastante piel en el
rostro, el cuello y el pecho. Muy triste, muy doloroso y muy capaz de complicar la vida. Y muy feo, ¿no
es cierto? Ja, tendrías que haberme visto antes de que comenzara a regenerarlo mágicamente.
»Si creyera en tales cosas —continuó, al tiempo que le introducía en la nariz un tubito de cobre—
pensaría que es una venganza de Lydia van Bredevoort. Desde la tumba. Estoy regenerándolo, pero muy
despacio, lenta y penosamente. La reconstrucción de los globos oculares, sobre todo, presenta muchas
dificultades... El cristal que tengo en la órbita del ojo cumple estupendamente su función, veo en tres
dimensiones, pero de todos modos es un cuerpo extraño, la falta de un globo ocular propio me conduce a
veces a verdaderos estallidos. Entonces, embargado por una rabia ciertamente irracional, me juro a mí
mismo que si agarro a Ciri, nada más cogerla le ordenaré a Rience que le saque uno de esos grandes ojos
verdes. Con los dedos. Con estos dedos, como acostumbra a decir. ¿Guardas silencio, Yennefer? ¿Sabes
que tengo ganas de sacarte un ojo a ti también? ¿O los dos?
Le estaba clavando gruesas agujas en las venas del dorso de la mano. A veces no acertaba, le
traspasaba hasta el hueso. Yennefer apretó los dientes.
—Me has causado problemas. Me has obligado a alejarme de mi trabajo. Me has expuesto a riesgos.
Metiéndote con ese barco en el Abismo de Sedna, en mi Absorbedor... El eco de nuestro pequeño duelo
fue muy fuerte y alcanzó lejos, pudo haber llegado a oídos curiosos y no permitidos. Pero no fui capaz de
contenerme. La idea de que te iba a poder tener aquí, de que te iba a poder conectar a mi escáner, era
demasiado atractiva.
«Porque seguro que no creerás —le clavó otra aguja— que me dejé engatusar por tu provocación.
Que me tragué el anzuelo. No, Yennefer, si piensas así, confundes el cielo con las estrellas que se reflejan
226
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

por la noche en la superficie de un estanque. Tú me perseguías y al mismo tiempo yo te perseguía a ti. Al


cruzar el Abismo, simplemente me facilitaste la tarea. Porque yo, como ves, no puedo escanear a Ciri, ni
siquiera con ayuda de esta herramienta que no tiene igual. La muchacha tiene un poderoso mecanismo
defensivo de nacimiento, una poderosa aura antimágica y supresora propia: al fin y al cabo es de la Vieja
Sangre... Pero aun así mi superescáner debiera poder encontrarla. Y no la encuentra.
Yennefer ya estaba completamente cubierta por una red alambres de plata y cobre, entibada por un
andamiaje de tubitos de plata y porcelana. En unos soportes pegados al sillón se agitaban unos recipientes
de cristal que contenían unos líquidos incoloros.
—Así que pensé —Vilgefortz le introdujo otro tubito en la nariz, esta vez de cristal— que la única
forma de escanear a Ciri era una sonda empática. Sin embargo, para ello me era necesaria una persona
que tuviera con la muchacha un contacto emocional lo suficientemente fuerte y que trabajara con una
matriz empática, un especie de, por usar un neologismo, algoritmo de los sentimientos y simpatías
mutuas. Pensé en el brujo, pero el brujo había desaparecido, aparte de ello los brujos son malos médiums.
Tenía intenciones de ordenar que raptaran a Triss Merigold, nuestra Decimocuarta del Monte. Le di
vueltas a la idea de traer a Nenneke de Ellander... Pero cuando resultó que tú, Yennefer de Vengeberg,
por tu propia voluntad, te ponías en mis manos... De verdad, no podía haber contado con nada mejor... Te
conectaré al aparato y me escanearás a Ciri. La tarea precisa de cooperación por tu parte, es verdad...
Pero, como sabes, hay métodos para obligarte a cooperar.
«Por supuesto —siguió, mientras se frotaba las manos—, habría que aclararte unas cuantas cosas.
Por ejemplo, cómo y de qué forma me enteré de esto de la Vieja Sangre. ¿Y de la herencia de Lara
Dorren? ¿Qué es en realidad ese gen? ¿Cómo se llegó a que Ciri lo tuviera? ¿Quién se lo transmitió? ¿De
qué forma se lo voy a quitar a ella y para qué lo voy a utilizar? ¿Cómo funciona el Absorbedor del
Abismo, a quién absorbí con él, qué es lo que hice con los absorbidos y por qué? ¿Verdad que son
muchas preguntas? Hasta me da pena que no haya tiempo para contártelo todo, de aclarártelo todo. Buf, y
de asombrarte, porque estoy seguro de que algunos hechos te asombrarían, Yennefer... Pero, como se ha
dicho, no hay tiempo. Los elixires comienzan a funcionar, es hora de que comiences a concentrarte.
La hechicera apretó los dientes, ahogando un profundo gemido que le desgarraba las entrañas.
—Lo sé. —Vilgefortz asintió con la cabeza, al tiempo que acercaba un enorme megascopio
profesional, una pantalla y una gran bola de cristal sustentada en un trípode y que estaba cubierta por una
red de alambres de plata—. Lo sé, es muy molesto. Y duele mucho. Cuanto antes te pongas a escanear,
menos durará. Venga, Yennefer. Quiero ver a Ciri aquí, en esta pantalla. Dónde está, con quién, qué hace,
con quién duerme y dónde.
Yennefer lanzó un grito penetrante, salvaje, desesperado.
—Duele —se imaginó Vilgefortz, clavando en ella su ojo vivo y el cristal muerto—. Por supuesto
que duele. Escanea, Yennefer. No te resistas. No te hagas la heroína. Sabes bien que no puedes resistirlo.
Las consecuencias de tu oposición pueden ser lamentables, puedes sufrir un derrame, sufrir paraplejia o
convertirte en un vegetal. ¡Escanea!
Ella apretó las mandíbulas hasta que le temblaron los dientes.
—Venga, Yennefer —dijo el hechicero con voz suave—. ¡Aunque sólo sea por curiosidad! Seguro
que sientes curiosidad por saber cómo se las apaña tu pupila. ¿Y no la amenazará algún peligro? ¿Puede
que se halle en necesidad? Sabes de sobra cuántas personas le desean el mal a Ciri y anhelan su perdición.
Escanea. Cuando averigüe dónde está la muchacha la traeré aquí. Aquí estará segura... Aquí no la
encontrará nadie. Nadie.
Su voz era aterciopelada y cálida.
—Escanea, Yennefer. Escanea. Te lo pido. Te doy mi palabra: tomaré de Ciri lo que necesito. Y
luego os devolveré a las dos la libertad. Lo juro.
Yennefer apretó todavía más los dientes. Un hilillo de sangre le corrió por la barbilla. Vilgefortz se
levantó bruscamente, agitó una mano.
—¡Rience!
227
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Yennefer sintió cómo le apretaban algún instrumento a sus manos y dedos.


—A veces —dijo Vilgefortz, mientras se inclinaba sobre ella—, allí donde fallan la magia, los
elixires y narcóticos, tiene éxito con los que se resisten el viejo y buen dolor, el dolor clásico, común y
corriente. No me obligues a ello. Escanea.
—¡Vete al diablo, Vilgefortz!
—Haz girar el perno, Rience. Poco a poco.
Vilgefortz miró el cuerpo inerte que estaba tendido en el suelo en dirección a las escaleras que
conducían al sótano. Luego alzó el ojo hacia Rience y Schirrú.
—Siempre existe el riesgo —dijo— de que alguno de vosotros caiga en manos de mis enemigos y
le interroguen. Me gustaría creer que en ese caso mostraríais no menos dureza de cuerpo y espíritu. Sí, me
gustaría creerlo. Pero no lo creo.
Rience y Schirrú callaban. Vilgefortz puso de nuevo el megascopio en marcha, una imagen,
generada por el enorme cristal, apareció en la pantalla.
—Esto todo es lo que escaneó —dijo, señalando con un dedo—. Yo quería a Cirí, ella me dio al
brujo. Curioso. No permitió que le extrajeran la matriz empática de la muchacha, pero con Geralt se
quebró. No me imaginaba que albergara sentimiento alguno hacia ese Geralt... Pero en fin, nos
contentaremos de momento con lo que tenemos. El brujo, Cahir aep Ceallach, el bardo Jaskier, una mujer.
Humm... ¿Quién va a asumir esta tarea? ¿La solución final de la cuestión brujeril?
Schirrú se presentó como voluntario, recordaba Rience, incorporándose sobre los estribos para
aliviar siquiera un poco sus doloridas posaderas. Schirrú se presentó para matar al brujo. Conocía el lugar
en el que Yennefer había escaneado a Geralt y su compañía, tenía allí amigos o incluso parientes. A mí,
por mi parte, Vilgefortz me envió a negociar con Vattier de Rideaux, luego a perseguir a Skellen y
Bonhart...
Y yo, tonto de mí, me alegré entonces, seguro de que me había tocado una tarea mucho más fácil y
agradable. Una que llevaría a cabo rápidamente, con facilidad y gusto...
—Si los campesinos no mintieron —Stefan Skellen estaba de pie en los estribos— el lago debe de
estar detrás de esa colina, en la hondonada.
—También lleva allí el rastro —confirmó Boreas Mun.
—Entonces, ¿por qué estamos parados? —Rience se tocó su helada oreja—. ¡Picad espuelas y en
marcha!
—No tan presto —le contuvo Bonhart—. Separémonos. Rodeemos la colina. No sabemos por qué
orilla del lago haya ido. Si escogemos la dirección equivocada puede que de pronto nos encontremos con
que el lago nos separa de ella.
—Más razón que un santo —sancionó Boreas.
—El lago está cubierto de hielo.
—Puede ser demasiado débil para los caballos. Bonhart tiene razón, hay que separarse.
Skellen impartió las órdenes con rapidez. El grupo dirigido por Bonhart, Rience y Ola Harsheim,
compuesto de siete jinetes, galopó por la orilla oriental, desapareciendo con rapidez en el oscuro bosque.
—Bien —ordenó Antillo—. Vamos, Silifant...
De inmediato se dio cuenta de que algo no era como tenía que ser.
Dio la vuelta al caballo, le dio una palmada con la fusta, se acercó a Joanna Selborne. Kenna hizo
retroceder a su rocín, tenía el rostro como de piedra.
—De eso nada, señor coronel —dijo ella roncamente—. Ni intentarlo habrías. Nosotros no vamos
con vosotros. Nosotros nos volvemos. Nosotros estamos hartos de esto.
—¿Nosotros? —aulló Dacre Silifant—. ¿Quiénes son esos nosotros? ¿Qué es esto, un motín?
Skellen se inclinó en la silla, escupió a la helada tierra. Detrás de Kenna estaban Andrés Fyel y Til
Echrade, el elfo rubio.
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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Señora Selborne —dijo Antillo, arrastrando una voz cargada de veneno—. La cuestión no es que
vos desperdiciáis una carrera que se prevé con futuro, que disipáis y malgastáis la oportunidad de vuestra
vida. La cuestión es que vais a ser sometida a tormento. Junto con esos idiotas que os han escuchado.
—Lo que tenga que sonar, sonará —respondió filosóficamente Kenna—. Y no nos asustéis con el
verdugo, señor coronel. No ha forma de saber quién sea más cerca del cadalso, si nosotros o vos.
—¿Así juzgas? —Los ojos de Antillo echaban chispas—. ¿De ello te convenciste al leer
ladinamente los pensamientos de alguien? Teníate por más lista. Y tú tan sólo una tonta eres, mujer.
¡Conmigo siempre se gana, contra mí siempre se pierde! Recuérdalo. Incluso si me tuvieras por caído,
aún habría de ser capaz de mandarte a la horca. ¿Lo oís, todos vosotros? ¡Con ganchos al rojo os haré
separar la carne de los huesos!
—Sólo se nace una vez, señor coronel —dijo con voz suave Til Echrade—. Vos habéis elegido
vuestro camino, nosotros el nuestro. Ambos son inseguros y plenos de contingencia. Y nadie sabe qué a
quién el hado prepara.
—No nos vais a azuzar contra la muchacha como a esos perros, señor Skellen. —Kenna alzó la
cabeza con orgullo—. Y no nos vamos a dejar destripar al final como perros, al modo de Neratin Ceka. Y
basta de chácharas. ¡Volvemos! ¡Boreas! Ándate con nosotros.
—No. —El rastreador menó la cabeza, mientras se limpiaba la frente con su gorra de piel—. Que
tengáis salud, nada malo os deseo. Mas me quedo. El deber. Lo he jurado.
—¿A quién? —Kenna frunció el ceño—. ¿Al emperador o a Antillo? ¿O a un hechicero que habla
desde una caja?
—Soy un soldado. El deber.
—Esperad. —gritó Dufficey Kriel, saliendo de por detrás de Dacre Silifant—. Voy con vosotros.
¡También estoy harto! Anoche soñé mi propia muerte. ¡Yo no quiero diñarla por esta asquerosa causa!
—¡Traidores! —gritó Dacre, enrojeciendo como una cereza, parecía que la sangre negra le saltaba
de la cara—. ¡Felones! ¡Perros sarnosos!
—Cierra el pico. —Antillo seguía mirando a Kenna, y tenía los ojos tan horribles como el pájaro de
quien había tomado el apodo—. Ellos han escogido su camino, ya lo has oído. No hay por qué gritar ni
por qué gastar saliva. Pero nos volveremos a ver algún día. Os lo prometo.
—Puede que en el mismo cadalso —dijo Kenna sin odio—. Porque a vos, Skellen, no se os
castigará junto con los grandes príncipes, sino con nosotros, el vulgo. Mas razón tenéis, no hay por qué
gastar saliva. Vamos. Adiós, Boreas. Adiós, don Silifant.
Dacre escupió por entre las orejas del caballo.
—Y helo aquí lo que dijera. —Joanna Selborne alzó la cabeza con orgullo, se retiró un rizo oscuro
del rostro—. No he más de añadir, señores del tribunal.
El presidente del tribunal la miró desde arriba. Tenía un rostro indescifrable. Ojos grises. Y
bondadosos.
Y qué más me da, pensó Kenna, lo voy a intentar. Sólo se muere una vez, o todo o nada. No me voy
a pudrir en la ciudadela esperando la muerte. Antillo no hablaba por hablar, hasta desde la tumba estaría
dispuesto a vengarse...
¡Y qué más me da! Puede que no se den cuenta. ¡O todo o nada!
Apretó la mano contra la nariz, como si se estuviera limpiando. Miró directamente a los ojos grises
del presidente del tribunal.
—¡Guardias! —dijo el presidente del tribunal—. Por favor, conduzcan a la testigo Joanna Selborne
de vuelta a...
Se detuvo, tosió. De pronto le apareció sudor en la frente.
—A la secretaría —terminó, respiró con fuerza—. Que se escriba el documento necesario. Y se la
deje libre. La testigo Selborne no le es ya necesaria a este tribunal.

229
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Kenna se limpió furtivamente la gota de sangre que le salía de la nariz. Sonrió encantadoramente y
agradeció con una delicada inclinación.
—¿Que desertaron? —repitió Bonhart con incredulidad—. ¿Los otros desertaron? ¿Y nada, que se
fueron, así por las buenas? ¿Skellen? ¿Se lo permitiste?
—Si nos delatan... —comenzó Rience, pero Antillo le cortó de inmediato.
—¡No nos delatarán porque le tienen aprecio a su cabeza! Y al fin y al cabo, ¿qué podía hacer?
Cuando Kriel se les sumó, conmigo no quedaron más que Bert y Mun, y ellos eran cuatro...
—Cuatro no es tanto —dijo Bonhart con rabia—. En cuanto alcancemos a la muchacha me echaré a
buscarlos. Y daré de comer con ellos a los cuervos. En nombre de ciertos principios.
—Alcancémosla primero a ella —le interrumpió Antillo, espoleando a su rucio con una fusta—.
¡Boreas! ¡Cuidado con el rastro!
La hondonada estaba cubierta por una densa capa de niebla, pero sabían que allá abajo estaba el
lago, porque aquí, en los Mil Trachta, en cada hondonada había un lago. Y en éste hacia el que les dirigía
el rastro de los cascos de la yegua mora sin duda estaba aquello que estaban buscando, aquello que les
había ordenado buscar Vilgefortz. Lo que les había descrito detalladamente. Y les había dado el nombre.
Tarn Mira.
El lago era estrecho, no más grande que un tiro de arco, embutido en una ligera media luna entre
unas altas y abruptas orillas cubiertas de negros abetos, bellamente espolvoreados con el blanco polvo de
la nieve. La orilla estaba silenciosa, tanto que hasta sonaban los oídos. Se habían callado hasta los
cuervos, cuyos graznidos malignos habían acompañado su camino durante algunos días.
—Ésta es la orilla del sur —afirmó Bonhart—. Si el hechicero no ha jodido el asunto y no se
equivocó, la torre está en la orilla del norte. ¡Cuidado con el rastro, Boreas! Si perdemos la pista el lago
nos separará de ella.
—¡El rastro es muy claro! —gritó Boreas Mun desde abajo—. ¡Y fresco! ¡Lleva hacia el lago!
—Cabalguemos. —Skellen controló su rucio que se retorcía junto a la pendiente—. Hacia abajo.
Se deslizaron por la pendiente, con cuidado, conteniendo a los caballos que resoplaban. Atravesaron
una maraña negra, desnuda, helada, que bloqueaba la entrada al lago.
El bayo de Bonhart se introdujo cautelosamente en el hielo, quebrando con un chasquido un arbusto
seco que surgía de la vítrea superficie. El hielo crujió, bajo los cascos del caballo se extendieron los
largos hilos en forma de estrella del hielo al quebrarse.
—¡Atrás! —Bonhart tiró de las riendas, hizo volverse a la orilla al caballo que bufaba
roncamente—. ¡Bajad de los caballos! El hielo está débil.
—Sólo aquí junto a la orilla, en los arbustos —opinó Dacre Silifant, al tiempo que golpeaba en la
helada superficie con el tacón—. Pero y hasta aquí tiene más de media pulgada. Sujetará los caballos
como nada, no hay de qué asustar...
Unos relinchos y unas maldiciones ahogaron sus palabras. El rucio de Skellen se había resbalado, se
sentó de culo, los pies se le quedaron por debajo. Skellen le golpeó con las espuelas, maldijo de nuevo,
esta vez la blasfemia fue acompañada del fuerte crujido del hielo al quebrarse. El rucio golpeteó con las
patas delanteras; las traseras, aprisionadas, se agitaron en su trampa, rompiendo la superficie y haciendo
saltar la oscura agua de por debajo. Antillo saltó de la silla, tiró de las riendas, pero se resbaló y cayó cuan
largo era, por un milagro evitó los cascos del propio caballo. Dos gemmerianos, también azorados, le
ayudaron a levantarse, Ola Harsheim y Bert Brigden sacaron a la orilla al rucio, que relinchaba como un
condenado.
—Bajad de los caballos, muchachos —repitió Bonhart con los ojos clavados en la niebla que
anegaba el lago—. No hay por qué arriesgarse. Alcanzaremos a la moza a pie. Ella también ha
descabalgado, también va andando.
—Verdá de la güeña —asintió Bóreas Mun, señalando hacia el lago—. Si se ve.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Sólo junto a la misma orilla, bajo las ramas que colgaban, era la capa de hielo lisa y
semitransparente como el vidrio oscuro de una botella, bajo ella se podían ver plantas y algas
ennegrecidas. Más allá, en el centro, una fina capa de nieve húmeda cubría el hielo. Y sobre ella, tan lejos
como la niebla permitía ver, las huellas de unos pasos.
—¡La tenemos! —gritó con furia Rience, haciendo un nudo con las riendas—. ¡No es tan
espabilada como parecía! Ha ido por el hielo, por el medio del lago. ¡Si hubiera elegido alguna de las
orillas, el bosque, no hubiera sido fácil agarrarla!
—Por el centro del río... —repitió Bonhart, dando la impresión de estar pensativo—. Justo por el
centro del lago va el camino más directo y sencillo para llegar a esa torre mágica de la que habló
Vilgefortz. Ella lo sabe. ¿Mun? ¿Cuánto nos lleva de delantera?
Bóreas Mun, que estaba ya en el lago, se arrodilló sobre una huella de bota, se inclinó muy bajito, la
contempló.
—Como media hora —calculó—. No más. Va haciendo más calor, mas el rastro no se ha deshecho,
se ve cada clavo de la suela.
—El lago —murmuró Bonhart, intentando en vano atravesar la niebla con la mirada— sigue hacia
el norte por lo menos cinco millas. Como dijo Vilgefortz. Si la muchacha lleva media hora de ventaja está
por delante de nosotros como a una milla.
—¿En el yelo resbaloso? —Mun meneó la cabeza—. Tampoco. Seis, como más siete leguas.
—¡Pues mejor! ¡En marcha!
—En marcha —repitió Antillo—. ¡Al hielo y en marcha, deprisa!
Marcharon, jadeando. La cercanía de la víctima les excitaba, les llenaba de euforia como un
narcótico.
—¡No se nos escapará!
—Mientras no perdamos el rastro...
—Y que no se nos vaya de tiro con esta niebla... Blanca como la nieve... No se ve nada a veinte
pasos, joder...
—Poneos las raquetas —gritó Rience—. ¡Más deprisa, más deprisa! Mientras haya nieve sobre el
hielo, seguiremos las huellas...
—Las huellas son recientes —murmuró de pronto Bóreas Mun, deteniéndose e inclinándose—.
Recientitas... Se ve cada clavo... ¡Está aquí delante nuestro! ¿Por qué no la vemos?
—¿Y por qué no la oímos? —reflexionó Ola Harsheim—. ¡Nuestros pasos retumban en el hielo, la
nieve rechina! ¿Por qué no la escuchamos?
—¡Porque le dais a la sinhueso! —les interrumpió Rience con brusquedad—. ¡Adelante, en marcha!
Bóreas Mun se quitó el gorro, se limpió con él el sudor de la frente.
—Ella está allí, en la niebla —dijo en voz baja—. En algún lado, en la niebla... Pero no se ve dónde.
No se ve desde dónde va a atacar... Como entonces... En Dun Dáre... En la noche de Saovine...
Con la mano temblorosa comenzó a sacar la espada de la vaina. Antillo se acercó a él, le agarró por
los hombros, le empujó con fuerza.
—Cierra el pico, viejo loco —silbó.
Pero ya era tarde. El miedo embargaba ya a los otros. También sacaron la espada, situándose
inconscientemente de tal modo que tuvieran a la espalda a alguno de los compañeros.
—¡Ella no es un fantasma! —gritó Rience con fuerza—. ¡Ni siquiera es una maga! ¡Y nosotros
somos diez! ¡En Dun Dáre había cuatro y todos estaban borrachos!
—Dispersaos —dijo Bonhart de pronto— a la izquierda y a la derecha, en línea. ¡Y andad a la
larga! Pero de tal forma que no os escapéis los unos de los ojos del otro.

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Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¿Tú también? —Rience frunció el ceño—. ¿También a ti te ha dado, Bonhart? Te tenía por
menos supersticioso.
El cazador de recompensas le contempló con una mirada más fría que el hielo.
—Dispersaos a la larga —repitió, despreciando al hechicero—. Mantened la distancia. Yo vuelvo a
por los caballos.
-¿Qué?
Tampoco esta vez Bonhart se dignó responderle a Rience.
—Deja que se vaya —rezongó—. Y no perdamos tiempo. Todos a la larga. ¡Bert y Stigward a la
izquierda! ¡Ola a la derecha...!
—¿Por qué esto, Skellen?
—Yendo al montón —murmuró Bóreas Mun— no poco más fácil sería que el yelo se quiebrara que
yendo a la larga. Y amas, si vamos a la larga menor será nuestro albur de que la moza se nos arrime por
los costados.
—¿Por los costados? —bufó Rience—. ¿De qué modo? Tenemos las huellas por delante. La
muchacha va recta como una flecha, si intentara torcer, las huellas la delatarían.
—Basta de cháchara —les cortó Antillo, al tiempo que miraba hacia atrás, a la niebla entre la que
había desaparecido Bonhart—. ¡Adelante!
Echaron a andar.
—Se va templando el aire —susurró Bóreas Mun—. El yelo de la cubierta vase deshaciendo, el
desyelo sacerca...
—La niebla se hace más espesa...
—Pero todavía se ve el rastro —afirmó Dacre Silifant—. Además, me da la sensación de que la
muchacha va más despacio. Pierde fuerza.
—Como nosotros. —Rience se quitó el sombrero y se abanicó con él.
—Silencio. —Silifant se detuvo de súbito—. ¿Habéis oído? ¿Qué ha sido eso?
—Yo no he oído nada.
—Pues yo sí... Como un chirrido... Un chirrido del yelo... Pero no de allí. —Bóreas Mun señaló a la
niebla en la que desaparecieron las huellas—. Como a la siniestra, a un lao...
—También lo he escuchado —afirmó Antillo, mirando intranquilo a su alrededor—. Pero ya no se
oye. Maldita sea, no me gusta esto. ¡No me gusta esto!
—¡Las huellas! —repitió Rience con tono aburrido—. ¡Seguimos viendo sus huellas! ¿Es que no
tenéis ojos? ¡Va recta como una flecha! ¡Si doblara un paso, siquiera medio paso, lo sabríamos por las
huellas! ¡Andando, más deprisa, y la tendremos enseguida! Os prometo que la veremos dentro de nada...
Se detuvo. Bóreas Mun expulsó aire hasta tal punto que los pulmones le dolían. Antillo lanzó una
blasfemia.
Diez pasos delante de ellos, justo delante de la frontera de lo visible trazada por la densa y lechosa
niebla, se acababan las huellas. Desaparecían.
—¡Leche de pato!
—¿Qué pasa?
—¿Ha echado a volar o qué?
—No. —Boreas Mun meneó la cabeza—. No voló. Peor todavía.
Rience lanzó una vulgaridad mientras señalaba unas líneas en la cubierta helada.
—Patines —aulló, apretando maquinalmente los puños—. Llevaba patines y se los ha puesto...
Ahora se deslizará por el hielo como el viento... ¡No la alcanzaremos! ¿Dónde, maldita sea su estirpe, se
ha metido Bonhart? No alcanzaremos a la muchacha sin los caballos.

232
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Bóreas Mun tosió con fuerza, suspiró. Skellen se desató lentamente la zamarra, dejando al
descubierto una bandolera con una serie de oriones que le cruzaba el pecho al través.
—No vamos a tener que perseguirla —dijo con frialdad—. Ella será la que nos alcance. No vamos a
tener que esperar mucho.
—¿Te has vuelto loco?
—Bonhart lo previo. Por eso volvió a por los caballos. Sabía que la muchacha nos metería en una
trampa. ¡Cuidado! ¡Aguzad el oído por si suena el chirrido de unos patines sobre el hielo!
Dacre Silifant palideció, se veía pese a sus mejillas enrojecidas por el frío.
—¡Muchachos! —gritó—. ¡Atención! ¡Vigilad! ¡Y en grupo, en grupo! ¡No os perdáis en la niebla!
—¡Cierra el pico! —bramó Antillo—. ¡Mantened silencio! Un silencio completo, o no oiremos...
Lo oyeron. Por la izquierda, desde el extremo más alejado de la línea, de entre la niebla, les llegó un
corto grito que se quebró al instante. Y el fuerte y ronco chirrido de los patines, que ponía los pelos de
punta como el rayar un cristal con un hierro.
—¡Bert! —gritó Antillo—. ¡Bert! ¿Qué ha pasado?
Escucharon un grito ininteligible y al cabo surgió de la niebla Bert Brigden, que corría como un
loco. Cuando ya estaba muy cerca se resbaló, se cayó y se deslizó sobre el hielo boca abajo.
—Le acertó... a Stigward... —jadeó, se levantó con esfuerzo—. Se lo cargó... al vuelo... Tan
rápido... que apenas la vio... Una hechicera...
Skellen maldijo. Silifant y Mun, ambos con espadas en la mano, se dieron la vuelta, esforzaron sus
ojos en la niebla.
Chirrido. Chirrido. Chirrido. Rápidos. Rítmicos. Y cada vez más audibles. Cada vez más audibles...
—¿De dónde viene? —gritó Boreas Mun, volviéndose y agitando en el aire la hoja de la espada que
llevaba en las dos manos—. ¿De dónde viene?
—¡Silencio! —gritó Antillo, con el orión en la mano alzada.—. ¡Creo que por la derecha! ¡Sí! ¡Por
la derecha! ¡Se acerca por la derecha! ¡Cuidado!
El gemmeriano que iba en el lado derecho maldijo de pronto, se dio la vuelta y corrió a ciegas hacia
la niebla, chapoteando al pisar la capa de hielo que se deshacía. No llegó lejos, no acertó ni siquiera a
desaparecer de su vista. Escucharon un agudo chirrido de unos patines que se deslizaban, distinguieron
una sombra informe y ágil. Y el brillo de una espada. El gemmeriano gritó. Vieron cómo caía, vieron un
charco enorme de sangre sobre el hielo. El herido se retorció, se encogió, gritó, aulló. Luego se calló y se
quedó inmóvil.
Pero mientras gritaba, había estado ahogando el chirrido de los patines que se acercaban. No se
esperaban que la muchacha fuera capaz de dar la vuelta tan pronto.
Cayó en medio de ellos, en el mismo centro. Le dio un tajo al vuelo a Ola Harsheim, profundo, por
debajo de las rodillas, cortándolo como con unas tijeras. Dio la vuelta en una pirueta, derramando sobre
Bóreas Mun un granizo de punzantes pedazos de lodo. Skellen retrocedió, se resbaló, agarró por la manga
a Rience. Cayeron ambos. Los patines chirriaron junto a ellos, unas frías y agudas partículas les azotaron
el rostro. Uno de los gemmerianos aulló, el aullido se cortó con un gruñido brutal. Antillo sabía lo que
había pasado. Había oído ya a mucha gente a la que le habían cortado la garganta.
Ola Harsheim gritó, se revolcó por el hielo.
Chirrido, chirrido, chirrido.
Silencio.
—Don Stefan —barbotó Dacre Silifant—. Don Stefan... Nuestra esperanza está en ti... Sálvanos...
No dejes que te sorprenda...
—¡La puta ma dejao cojo! —se quejaba Ola Harsheim—. ¡Ayudadme, por vuestros muertos!
¡Ayudadme a levantar!

233
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—¡Bonhart! —gritó hacia la niebla Skellen—. ¡Bonhart! ¡Ayudaaa! ¿Dónde estás, hijo de puta?
¡Bonhaaart!
—Nos está arrodeando —jadeó Bóreas Mun, dándose la vuelta y aguzando el oído—. Voltea entre
la niebla... Ataca de no se sabe dónde... ¡La muerte! ¡La moza es la muerte! ¡La vamos a diñar aquí!
Habrá una masacre, como en Dun Dáre, en la noche de Saovine...
—Manteneos en grupo —gimió Skellen—. Manteneos en grupo, ella persigue a los que están
aislados... Si veis que se acerca, no perdáis la cabeza... Echadle a los pies la espada, los sacos, los
cinturones... lo que sea para que...
No terminó. Esta vez no escucharon el chirrido de los patines. Dacre Silifant y Rience salvaron la
vida porque se tiraron al suelo. Bóreas Mun acertó a dar un salto hacia atrás, resbaló, hizo caer a Bert
Brigden. Cuando la muchacha pasó a su lado, Skellen se removió y lanzó el orión. Acertó. Pero a la
persona equivocada. Ola Harsheim, quien precisamente acababa de conseguir incorporarse, cayó entre
estertores sobre la ensangrentada superficie, sus ojos completamente abiertos parecían mirar de reojo la
estrella de acero que tenía clavada en la base de la nariz.
El último de los gemmerianos arrojó la espada y comenzó a sollozar, con cortos e irregulares
espasmos. Skellen se le acercó y le golpeó con todas sus fuerzas en el rostro.
—¡Domínate, hombre! ¡No es más que una muchacha! ¡Sólo una muchacha!
—Como en Dun Dáre, en la noche de Saovine —dijo Bóreas Mun en voz baja—. No saldremos de
estos yelos, de este lago. ¡Aguzar el oído, aguzarlo! Y oyereis cómo se acerca la muerte a vosotros.
Skellen alzó la espada del gemmeriano e intentó ponerle el arma al sollozante soldado en la mano,
pero sin resultado. El gemmeriano, que se estremecía con espasmos, le contemplaba con una mirada
vacía. Antillo arrojó la espada y se acercó a Rience.
—¡Haz algo, hechicero! —gritó, agarrándolo por los hombros. El miedo le duplicaba las fuerzas,
aunque Rience era más alto, más pesado y más fuerte, se agitaba en el abrazo de Antillo como si fuera
una muñeca de trapo—. ¡Haz algo! ¡Llama a tu poderoso Vilgefortz! ¡O haz tú mismo algún
encantamiento! ¡Hechiza, echa alguna brujería, convoca a los espíritus, conjura demonios! ¡Haz lo que
sea, maldito enano, pedazo de mierda! ¡Haz algo antes de que ese monstruo nos mate a todos!
El eco de su grito retumbó por las pendientes cubiertas de árboles. Antes de que se apagara,
chirriaron los patines. El sollozante gemmeriano cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las manos. Bert
Brigden gritó, arrojó la espada y se lanzó a correr. Se resbaló, se cayó, durante algún tiempo corrió a
cuatro patas como un perro.
—¡Rience!
El hechicero blasfemó, alzó las manos. Cuando gritó el hechizo, las manos le temblaban, la voz
también. Pero lo consiguió. Aunque, ciertamente, no del todo.
El delgado rayo que surgió de sus dedos atravesó el hielo, la superficie estalló. Pero no a través,
para cortar el camino a la muchacha que se acercaba. Estalló a lo largo. La capa de hielo se abrió con un
sonoro chasquido, agua negra salpicó y retumbó, la grieta se fue abriendo con rapidez en dirección a
Dacre Silifant, que la contemplaba asombrado.
—¡A los lados! —gritó Skellen—. ¡Huiiid!
Era ya demasiado tarde, el hielo se quebró como el cristal, estalló en grandes pedazos. Dacre perdió
el equilibrio, el agua sofocó su grito. Cayó en el agujero también Boreas Mun, desapareció bajo el agua el
gemmeriano que estaba de rodillas, desapareció el cadáver de Ola Harsheim. Después el agua negra
devoró a Rience e inmediatamente a Skellen, que consiguió aferrarse a los bordes en el último instante.
La muchacha, sin embargo, dio un fuerte salto, voló sobre la grieta, aterrizó salpicando hielo deshecho,
desapareció detrás de Brigden, quien estaba huyendo. Al cabo de un instante a los oídos de Antillo, que
colgaba de los bordes de la grieta, llegó un grito que erizaba los cabellos.
Lo había alcanzado.

234
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

—Señor... —jadeó Boreas Mun, que no se sabía cómo había conseguido encaramarse sobre el
hielo—. Dadme la mano... Señor coronel...
Skellen, una vez fuera del agua, se puso morado y comenzó a tiritar terriblemente. El borde del
hielo se quebró otra vez bajo Silifant, que había conseguido salir, y Dacre de nuevo desapareció bajo el
agua. Pero volvió a emerger al momento, tosiendo y escupiendo, se encaramó sobre el hielo haciendo un
esfuerzo sobrehumano. Se arrastró y cayó, exhausto hasta el límite. Junto a él fue creciendo un charco.
Bóreas jadeaba, cerraba los ojos. Skellen tiritaba.
—Sálvame... Mun... Ayuda...
Al borde de la capa de hielo, sumergido hasta las axilas, colgaba Rience. Sus húmedos cabellos
estaban pegados muy planos al cráneo. Los dientes tintineaban como castañuelas, sonaba como la
fantasmal obertura de alguna danse macabre infernal.
Chirriaron los patines. Boreas no se movió. Esperaba. Skellen tiritaba.
Ella se acercó. Lentamente. Su espada chorreaba sangre, marcaba el hielo con una línea goteante.
Boreas tragó saliva. Aunque estaba mojado hasta los huesos por el agua helada, de pronto le embargó un
calor insoportable.
Pero la muchacha no le miraba a él. Miraba a Rience, que intentaba en vano alzarse sobre la
plataforma.
—Ayuda... —Rience venció su castañeteo de dientes—. Sálvame...
La muchacha frenó, girando con los patines con gracia de danzarina. Estaba de pie con las piernas
ligeramente separadas, la espada sujeta con las dos manos, a baja altura, hacia las caderas.
—Sálvame —gimió Rience, clavando los temblorosos dedos en el hielo—. Sálvame... Y te diré...
dónde está Yennefer... Lo juro...
La muchacha se retiró lentamente el chal del rostro. Y sonrió. Bóreas Mun vio una terrible cicatriz y
ahogó con dificultad un grito.
—Rience —dijo Ciri, aún sonriente—. Pues si tú me querías enseñar lo que es el dolor. ¿Lo
recuerdas? Con estas manos. Con estos dedos. ¿Con éstos? ¿Con éstos con los que ahora te sujetas al
hielo?
Rience respondió, Boreas no entendió qué, porque los dientes del hechicero castañeteaban y
chasqueaban de forma que impedían el habla articulada. Ciri giró y alzó la mano con la espada. Bóreas
apretó los dientes convencido de que iba a rajar a Rience, pero la muchacha sólo tomaba impulso para
ponerse en marcha. Para enorme asombro del rastreador, la muchacha se fue, deprisa, impulsándose con
bruscos encogimientos de los brazos. Desapareció en la niebla, al cabo de un momento se apagó también
el rítmico chirrido de los patines.
—Mun... Saaa... saca... me... —ladró Rience, con la barbilla sobre el borde de la grieta. Echó las
dos manos sobre el hielo, intentó clavar las uñas, pero tenía ya todas rotas. Enderezó los dedos,
intentando agarrarse a la superficie con las palmas y las muñecas. Bóreas Mun le miraba y estaba seguro,
completamente seguro...
Escucharon el chirrido de los patines en el último momento. La muchacha se acercó con increíble
velocidad, hasta se desdibujaba ante los ojos. Se acercó hasta el mismo borde de la grieta, se detuvo junto
a la orilla.
Rience gritó. Y se atragantó con el agua densa y aceitosa. Y desapareció. Encima del hielo, encima
de unas huellas muy regulares de los patines, había sangre. Y dedos. Ocho dedos.
Boreas Mun vomitó sobre el hielo.
Bonhart galopaba por el borde de la escarpa del lago, cabalgaba como un loco, sin cuidarse de que
el caballo podía romperse una pierna en cualquier momento entre las rocas cubiertas de nieve. Las hojas
escarchadas de los abetos le rozaban el rostro, le arañaban los hombros, le arrojaban sobre el cogote polvo
de hielo.

235
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

El lago no se veía, toda la depresión estaba llena de niebla como la cacerola humeante de una
hechicera.
Pero Bonhart sabía que la muchacha estaba allí.
Lo presentía.
Bajo el hielo, muy hondo, un banco de percas acompañaba con curiosidad hacia el fondo del lago a
una cajita plateada que relumbraba fascinadora, la cual se había deslizado del bolsillo de un cadáver que
se iba hundiendo en la arcilla. Antes de que la cajita cayera sobre el fondo, alzando una nubecilla de
fango, las percas más atrevidas intentaron incluso hasta mordisquearla. Pero de pronto huyeron asustadas.
La cajita emitía unos sonidos extraños, alarmantes.
—¿Rience? ¿Me escuchas? ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Por qué no respondéis desde hace dos días?
¡Pido un informe! ¿Qué pasa con la muchacha? ¡No debéis dejarle entrar en la torre! ¿Me oyes? ¡No
podéis permitir que entre en la Torre de la Golondrina...! ¡Rience! ¡Responde, diablos! ¡Rience!
Rience, naturalmente, no podía responder.
La escarpa se terminaba, la orilla era ahora plana. El final del lago, pensó Bonhart, estoy en el
borde. He rodeado a la muchacha. ¿Dónde está? ¿Y dónde está esa puñetera torre?
La cortina de niebla estalló de pronto, se alzó. Y entonces la vio. Estaba casi delante de él, sentada
sobre su yegua mora. Será hechicera, pensó, se comunica con ese animal. La envió a la otra punta del
lago y la ordenó esperarla.
Pero tampoco esto le va a ayudar.
Tengo que matarla. Que el diablo se lleve a Vilgefortz. Tengo que matarla. Primero haré que
suplique por su vida... Y luego la mataré.
Dio un aullido, espoleó al caballo con las espuelas y se lanzó a un galope maníaco.
Y de pronto se dio cuenta de que había perdido. De que al final ella se había burlado de él.
No le separaba de ella más de media legua, pero sobre hielo muy delgado. Estaba en la otra orilla
del lago. Mas todavía la media luna perpendicular se doblaba ahora sobre el lado contrario: la muchacha,
que iba por la cuerda del arco, estaba mucho más cerca del límite del lago.
Bonhart blasfemó, tiró de las riendas y dirigió el caballo hacia el hielo.
—¡Corre, Kelpa!
De bajo de los cascos de la yegua salpicaba un fango helado.
Ciri se agarró al cuello del caballo. La vista de Bonhart persiguiéndola había hecho que la abrumara
el miedo. Tenía miedo de aquel hombre. Sólo de pensar en plantarle cara en una lucha, un puño invisible
le apretaba el estómago.
No, no podía luchar con él. Todavía no.
La torre. Sólo la podía salvar la torre. Y el portal. Como en Thanedd, cuando el hechicero
Vilgefortz ya estaba allí mismito, ya casi le ponía la mano encima...
Su única salvación era la Torre de la Golondrina.
La niebla se alzó.
Ciri tiró de las riendas sintiendo cómo la embargaba un repentino y monstruoso calor. No podía
creer lo que veía. Lo que tenía ante sí.
Bonhart también lo vio. Y aulló triunfante.
En el borde del lago no había torre alguna. No había siquiera ruinas de una torre, simplemente no
había nada. Sólo unos montecillos apenas dibujados y visibles, sólo unos cúmulos de rocas cubiertos de
tallos desnudos, secos y congelados.
—¡Ésta es tu torre! —gritó—. ¡Ésta es tu torre mágica! ¡Éste es tu refugio! ¡Un montón de piedras!

236
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Parecía que la muchacha ni escuchaba ni veía. Condujo a la yegua a las cercanías de una colina,
sobre el cúmulo de rocas. Alzó ambas manos hacia lo alto como si maldijera a los cielos por lo que había
encontrado.
—¡Te dije —gritó Bonhart, espoleando a su bayo con las espuelas— que eras mía! ¡Que haría
contigo lo que quisiera! ¡Que nadie me lo impediría! ¡Ni los hombres ni los dioses, ni los diablos, ni los
demonios! ¡Ni tampoco los hechizos! ¡Eres mía, brujilla!
Los cascos del bayo resonaban en la superficie helada.
De pronto la niebla se encogió, desapareció a causa del golpe de un viento que salía de no se sabe
dónde. El bayo relinchó y bailoteó, restregó los dientes sobre el bocado. Bonhart se inclinó en la silla, tiró
de las riendas con toda su fuerza, porque el caballo se había vuelto loco, agitaba la testa, golpeteaba en el
suelo, se resbalaba en el hielo.
Delante de ellos —entre ellos y la orilla sobre la que estaba Ciri— bailaba sobre la capa de hielo un
unicornio blanco como la nieve, que estaba erguido, adoptando la postura típica de los escudos de armas.
—¡No podrán conmigo estas tretas! —gritó el cazador, al tiempo que controlaba el caballo—. ¡No
me vas a asustar con tus hechizos! ¡Te atraparé, Ciri! ¡Esta vez te mataré, brujilla! ¡Eres mía!
La niebla volvió a encogerse, se rebulló, adoptó extrañas formas. Las formas se iban haciendo cada
vez más claras. Eran jinetes. Siluetas de pesadilla de jinetes fantasmales.
Bonhart abrió desmesuradamente los ojos.
Sobre las osamentas de unos caballos cabalgaban los esqueletos de unos jinetes vestidos con
armaduras y cotas de malla comidas por el óxido, capas hechas jirones, yelmos abollados y agujereados
decorados con cuernos de búfalo, restos de penachos de plumas de avestruces y pavos. Por debajo de las
viseras de los yelmos los ojos de los fantasmas brillaban con un resplandor lívido. Unos estandartes
deshilachados gemían al viento.
A la cabeza de la demoníaca comitiva galopaba un ser en armadura, con una corona sobre el yelmo,
con un medallón sobre el pecho, envuelto en una coraza herrumbrosa.
Vete, resonó en la cabeza de Bonhart. Vete, mortal. Ella no es tuya. Ella es nuestra. ¡Vete!
Una cosa no se le podía negar a Bonhart: el valor. No cedió ante el espectro. Controló su miedo, no
se dejó llevar por el pánico.
Pero su caballo resultó ser menos resistente.
El rocín bayo alzó las patas, bailó como un bailarín sobre las patas traseras, relinchó salvaje, dio
coces y retrocedió. El hielo estalló bajo el golpeteo de sus cascos con un chapoteo horroroso, la capa de
hielo se elevó perpendicularmente, el agua salpicó. El caballo chilló, golpeó con las patas delanteras en el
borde, lo hizo pedazos. Bonhart sacó los pies de los estribos, se bajó de un salto. Demasiado tarde.
El agua se cerró sobre su cabeza. Los oídos le retumbaban como en un campanario. Los pulmones
estaban a punto de estallarle.
Tuvo suerte. Sus pies que pateaban el agua se apoyaron en algo, seguramente el caballo que se iba
hundiendo. Se impulsó, emergió con ímpetu, escupiendo y resoplando. Se agarró al borde del agujero en
el hielo. Sin ceder al pánico, echó mano al cuchillo, lo clavó en el hielo y se subió. Se derrumbó,
respirando pesadamente, el agua escapaba de él con un chapoteo.
El lago, el hielo, las vertientes nevadas, el negro bosque de abetos espolvoreados de blanco... todo
se inundó de pronto de una claridad innatural.
Bonhart se puso de rodillas con un enorme esfuerzo.
Sobre el horizonte del cielo rojizo ardía una corona de cegadora brillantez, una cúpula de luz de la
que de pronto surgieron pilares y hélices de fuego, se dispararon columnas bailarinas y remolinos de luz.
En el firmamento estuvieron suspendidas por un instante las formas centelleantes, ágiles y rápidamente
mudables de cintas y colgaduras.
Bonhart gimió. Le parecía que tenía en la garganta el anillo de hierro de un garrote.

237
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

En el lugar donde todavía un minuto antes no había más que una colina y un montón de piedras se
elevaba ahora una torre.
Majestuosa, esbelta y delgada, negra, lisa, brillante, como si estuviera labrada de un solo trozo de
basalto. El fuego centelleaba en unas pocas ventanas, en las dentadas almenas de la cima ardía la aurora
borealis.
Vio a la muchacha, vuelta hacia él en la silla. Vio sus ojos brillantes y la marcada línea de la fea
cicatriz de la mejilla. Vio cómo la muchacha espoleaba a la yegua mora, cómo entraba sin apresurarse en
la tiniebla negra, bajo el arco de piedra de la entrada.
Cómo desaparecía.
La aurora boreal estalló en un cegador remolino de fuego.
Cuando Bonhart volvió a ver de nuevo, ya no había torre. Había una colina nevada, un montón de
piedras, unos tallos secos y negros.
De rodillas sobre el hielo, en el charco del agua que rezumaba de él, el cazador de recompensas
gritó salvaje, horriblemente. De rodillas, alzando las manos al cielo, gritó, aulló, bramó y blasfemó contra
los hombres, los dioses y los demonios.
El eco de sus gritos resonó por entre las escarpas cubiertas de abetos, viajó por la helada superficie
del lago Tarn Mira.
El interior de la torre le recordó de inmediato a Kaer Morhen: el mismo largo corredor detrás de una
arquería, el mismo interminable abismo de la perspectiva de columnas y estatuas. No era posible
comprender de qué forma el delgado obelisco de la torre podía contener aquel abismo. Pero también sabía
que no tenía sentido analizar, no al menos en el caso de una torre que había surgido de la nada, había
aparecido donde antes no existía. En aquella torre podía haber de todo y no había por qué asombrarse.
Miró hacia atrás. No creía que Bonhart se atreviera a seguirla, ni que hubiera tenido tiempo. Pero
prefería asegurarse.
La arquería a través de la que había entrado ardía con un resplandor innatural.
Los cascos de Kelpa resonaban en el suelo, bajo las herraduras algo crujía. Huesos. Cráneos, tibias,
costillares, fémures, pelvis. Cabalgaba a través de un gigantesco osario. Kaer Morhen, pensó, recordando.
A los muertos se los debiera enterrar bajo tierra... Cuánto tiempo hacía de aquello... Entonces todavía
creía en ello... En la majestad de la muerte, en el respeto a los muertos... Y la muerte no es más que
muerte. Y un muerto no es más que un cadáver frío. No importa dónde yace, ni dónde se pudren sus
huesos.
Entró en la oscuridad, bajo la arquería, entre columnas y estatuas. La oscuridad ondulaba como si
fuera humo, los oídos se le llenaron con unos susurros intrusos, con unos suspiros, con unos cánticos
lejanos. Ante ella estalló de pronto una luminiscencia, se abrieron unas puertas gigantescas. Se abrieron
unas tras otras. Puertas. Una serie de puertas interminables de pesadas hojas que se abrían ante ella sin un
susurro.
Kelpa entró, sus cascos resonaban sobre el suelo de piedra.
La geometría de las paredes que la rodeaban, las arcadas y columnas, resultó de pronto perturbada,
tan radicalmente que Ciri sintió que la cabeza le daba vueltas. Le dio la sensación de que se encontraba en
el interior de algún imposible cuerpo poliédrico, de algún octaedro gigantesco.
Seguían abriéndose puertas. Pero ya no era en una sola dirección. Era en una serie interminable de
direcciones y posibilidades.
Y Ciri comenzó a ver.
Una mujer de cabello moreno que conducía de la mano a una muchacha de cabellos cenicientos. La
muchacha tiene miedo, tiene miedo de la oscuridad, teme los susurros que surgen de la oscuridad, le
aterran los golpes de las herraduras que escucha. La mujer morena que lleva una centelleante estrella con
brillantes al cuello también tiene miedo. Pero no lo deja entrever. Sigue conduciendo a la muchacha hacia
delante. Hacia su destino.
238
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

Kelpa avanza. La siguiente puerta.


Iola Segunda y Eurneid, con zamarras, con sus hatillos, caminan por una senda congelada y cubierta
de nieve. El cielo es de color rojo.
La siguiente puerta.
Iola Primera está de rodillas ante el altar. Junto a ella, la madre Nenneke. Ambas miran, sus rostros
se deforman en una mueca de espanto. ¿Qué ven? ¿El pasado o el futuro? ¿La verdad o la mentira?
Sobre ambas, Nenneke y Iola, unas manos. Las manos extendidas en un gesto de bendición de un
mujer de ojos dorados. En el cuello de la mujer hay un brillante que refulge como la estrella del alba. En
los hombros de la mujer hay un gato. Sobre su cabeza, un halcón.
La siguiente puerta.
Triss Merigold sujeta sus hermosos cabellos castaños, revueltos y agitados por la fuerza del viento.
No se puede escapar del viento, nada te guarda de él.
No aquí. En la cima del monte.
Una larga, interminable columna de sombras se acerca al monte. Figuras. Caminan despacio.
Algunos vuelven hacia ella el rostro. Rostros familiares. Vesemir. Eskel. Lambert. Coën. Yarpen Zigrin y
Paulie Dahlberg. Fabio Sachs... Jarre... Tissaia de Vries.
Mistle...
¿Geralt?
La siguiente puerta.
Yennefer, envuelta en cadenas, amarrada a las paredes húmedas de una mazmorra. Sus dedos son
una masa de sangre coagulada. Sus cabellos negros están desgreñados y enmarañados... Los labios rotos e
hinchados... Pero en sus ojos violetas todavía no se ha apagado la voluntad de lucha y resistencia.
—¡Mamá! ¡Aguanta! ¡Resiste! ¡Voy a ayudarte!
La siguiente puerta. Ciri vuelve la cabeza. Con tristeza. Y confusión.
Geralt. Y una mujer de ojos verdes. Ambos desnudos. Ocupados, absortos en sí mismos.
Procurándose el uno al otro placer.
Ciri controla la adrenalina que le aprieta la garganta, espolea a Kelpa. Los cascos resuenan. En la
oscuridad palpitan los susurros.
La siguiente puerta.
Hola, Ciri.
—¿Vysogota?
Sabía que lo conseguirías, mi valiente muchacha. Mi valerosa Golondrina. ¿Lo conseguiste sin
daño?
—Los vencí. En el hielo. Tenía una sorpresa para ellos. Los patines de tu hija...
Me refería a un daño psíquico.
—Me abstuve de vengarme... No maté a todos... No maté a Antillo... Aunque él fue quien me hirió
y desfiguró. Me controlé.
Sabía que vencerías, Zireael. Y que entrarías en la torre. Pues ya lo había leído. Porque esto ya
había sido descrito... Todo esto ya había sido descrito. ¿Sabes lo que te dan los estudios? La capacidad de
utilizar las fuentes.
—¿Cómo es posible que estemos hablando...? Vysogota... Acaso tú...
Sí, Ciri. Estoy muerto. Pero no importa. Lo importante es de lo que me enteré, de lo que me di
cuenta... Ahora ya sé dónde fueron a parar los días perdidos, qué sucedió en el desierto de Korath, de qué
forma desapareciste ante los ojos de tus perseguidores...
—¿Y la forma en que entré en esta torre, también?

239
Andrzej Sapkowski La torre de la golondrina

La Vieja Sangre que corre por tus venas te da poder sobre el tiempo. Y sobre el espacio. Sobre las
dimensiones y las esferas. Ahora eres la Señora de los Mundos, Ciri. Posees un poderosa Fuerza. No
permitas que te la quiten y la usen para sus propios objetivos, criminales e indignos...
—No lo permitiré.
Adiós, Ciri. Adiós, Golondrina.
—Adiós, Viejo Cuervo.
La siguiente puerta. Claridad, una claridad cegadora.
Y un penetrante olor a flores.
Una neblina estaba suspendida sobre el lago, ligera como gotitas de vaho, que era barrida aprisa por
el viento. La superficie del agua estaba pulida como un espejo, sobre el verde diván de planas hojas de
nenúfar resaltaban unas flores blancas.
Las orillas estaban sumergidas en verdor y en el color de las flores.
Hacía calor.
Era primavera.
Ciri no se asombró. ¿Por qué se iba a asombrar? Pero si ahora todo era posible. Noviembre, hielo,
nieve, fango congelado, un montón de piedras sobre una cumbre cubierta de matojos... eso era allí. Y aquí
es aquí, aquí la delgada torre de basalto de dentadas almenas en la cumbre se refleja en el agua verde de
un lago salpicado del blanco de los nenúfares. Aquí es mayo, porque sólo en mayo florecen la rosa salvaje
y la cereza.
Alguien estaba tocando el caramillo o la flauta, arrancándole una alegre y saltarina melodía.
En la orilla del lago, con las patas delanteras en el agua, bebían dos caballos blancos como la nieve.
Kelpa bufó, golpeó con los cascos en las rocas. Entonces los caballos alzaron las cabezas y relincharon, el
agua les caía de los morros, y Ciri lanzó un fuerte suspiro.
Porque no eran caballos, sino unicornios.
Ciri no se asombró. Había suspirado de admiración, no de sorpresa.
Cada vez se escuchaba más claramente la melodía, le llegaba desde unos cerezos cubiertos de
blancas flores. Kelpa se movió en aquella dirección por propia iniciativa, sin que la apremiaran. Ciri tragó
saliva. Los dos unicornios, inmóviles como estatuas, la miraban, mientras se reflejaban en la superficie
del agua, pulida como un espejo.
Al otro lado de los cerezos, sentado sobre una piedra circular, había un elfo rubio de rostro
triangular y enormes ojos almendrados. Tocaba, desplazando con habilidad los dedos por los agujeros de
la flauta. Aunque vio a Ciri y a Kelpa, aunque las miró, no dejó de tocar.
Las florecillas blancas olían a cereza con el perfume más intenso que Ciri había percibido en su
vida. Y no es extraño, pensó, completamente consciente: en el mundo en el que he vivido hasta ahora,
simplemente los cerezos huelen de otro modo.
Porque en aquel mundo todo es distinto.
El elfo terminó la melodía con un trémolo muy agudo, se quitó la flauta de los labios, se incorporó.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó con una sonrisa—. ¿Qué te ha entretenido?

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