De incrédulo a creyente



A veces tiene uno la impresión de que sólo haya un paso, como si fueran extremos que se tocan, siendo así que entre uno y otro, sin embargo, media un abismo de eternidad, que eso sí que son palabras mayores. Este domingo cierra la Octava de Pascua como un único día «en que actuó el Señor», caracterizado por el distintivo de la Resurrección y de la alegría de los discípulos al ver a Jesús. Desde la antigüedad se llama «in albis», del término latino «alba», dado al vestido blanco que los neófitos llevaban en el Bautismo la noche de Pascua y se quitaban a los ocho días.

San Juan Pablo II dedicó este domingo a la Divina Misericordia cuando canonizó a santa María Faustina Kowalska, el 30 de abril de 2000. Es este, pues, domingo de la Divina Misericordia, segundo de Pascua o in albis y también, por supuesto, de Tomás con su incredulidad a cuestas primero y luego su ferviente profesión de fe Señor mío y Dios mío, por cuya virtualidad sería también posible decir Domingo del más hermoso acto de fe. Tanto es así que los maestros de espíritu recomiendan repetir dichas palabras durante el alzar a ver a Dios, o sea cuando el celebrante muestra a los fieles, para su adoración, las especies sacramentales, esto es, el cuerpo y la sangre de Cristo.

De misericordia y bondad divina está lleno el Evangelio de san Juan (20, 19-31): se narra en él que Jesús, después de la Resurrección, visitó a sus discípulos, atravesando las puertas cerradas del Cenáculo. San Agustín explica que «las puertas cerradas no impidieron la entrada de ese cuerpo en el que habitaba la divinidad. Aquel que naciendo había dejado intacta la virginidad de su madre, pudo entrar en el Cenáculo a puerta cerrada» (In Io. 121,4); y san Gregorio Magno añade que nuestro Redentor se presentó, después de su Resurrección, con un cuerpo de naturaleza incorruptible y palpable, pero en un estado de gloria (cfr. Hom. in Evang., 21, 1). Jesús muestra las señales de la pasión, hasta permitir al incrédulo Tomás que las toque. Lo asombroso aquí es que un discípulo dude. Y todavía más: ¿qué alcance consigue, a ojos vistas, este misterio?

En realidad, la condescendencia divina nos permite sacar provecho hasta de la incredulidad de Tomás, y de los discípulos creyentes. En definitiva, pues, tanto de la increencia como de la creencia. De hecho, tocando las heridas del Señor, el discípulo dubitativo cura no sólo su desconfianza, sino también la nuestra.

San Agustín recoge en una de sus admirables predicaciones los ricos matices del cuadro y sobre todo la importancia de la fe: «El Señor, que pudo haber resucitado sin huellas de heridas, conservó las cicatrices para que las tocase el incrédulo (Tomas) y sanar las heridas de su corazón […] Dio a sus discípulos la cena consagrada con sus manos. Nosotros no estuvimos sentados a la mesa en aquel convite. Sin embargo, a través de la fe, participamos a diario de la misma cena. Y no tengáis por cosa grande el haber asistido, sin fe, a la cena ofrecida por las manos del Señor, puesto que es mejor la fe posterior que la incredulidad de entonces. Allí no estuvo Pablo, que creyó; sin embargo, estuvo Judas, que lo entregó» (Sermón 112.4). Y por supuesto, el incrédulo y creyente Tomás.

La visita del Resucitado, por otra parte, no se limita al espacio del Cenáculo, sino que va más allá, para que todos puedan recibir el don de la paz y de la vida con el «Soplo creador». En efecto, en dos ocasiones Jesús dijo a los discípulos: «La paz con vosotros», y añadió: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (v.21). Dicho esto, sopló sobre ellos, añadiendo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (vv. 22-23).

Exégetas hay que descubren sobrentendido aquí el Pentecostés según san Juan. El que san Lucas pintará de otra manera y colocará cincuenta días después de la Pascua no será sino el mismo, pero con espectacular parafernalia escénica al servicio de otro rumbo. Esta es la misión de la Iglesia perennemente asistida por el Paráclito: llevar a todos el alegre anuncio, la gozosa realidad del Amor misericordioso de Dios, «para que —como dice san Juan— creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (v. 31).



El evangelista san Juan subraya la identidad del Resucitado con el Crucificado. El testimonio de los ángeles, los encuentros, las apariciones y, en especial, las exigencias de comprobación por parte de Tomás, son de sumo interés y mucho fundamento, sin duda. De ellas se deduce –nótese bien esto-- que el Resucitado y el Crucificado son el mismo, aunque su forma de vida sea diversa. Ambos aspectos son igualmente importantes. De ahí las exigencias de ver y palpar los agujeros de las manos y el costado: identidad. Y de ahí, asimismo, a la vez, la dificultad en reconocer al Resucitado: creen ver un fantasma, un viandante, el jardinero: diversidad en su nueva forma de vida.

La resurrección de Jesús no es la vuelta de un cadáver a la vida, como pudo serlo la de Lázaro, sino la plena participación de la vida divina por un ser humano. A fin de cuentas, este tipo de acciones --contacto físico, comer, pasear, preparar la comida a la orilla del lago de Genesaret, ofrecer los agujeros de las manos y del costado para ser tocados…--, pertenece al género literario y es meramente funcional. Se recurre a él para destacar la identidad del Resucitado, el Cristo de la fe, con el Crucificado, el Jesús de la historia.

Aspira también el evangelista san Juan a destacar la confesión adecuada de la fe cristiana cuando cita las palabras de Tomás: Señor mío y Dios mío. Tomás así, a bote pronto, es presentado primero como representante de los que no quieren creer sin ver. Ahora bien, después de vencida su increencia, el evangelista nos lo presenta como modelo de fe. Sus palabras son las que recogen la auténtica confesión de la fe cristiana. En sus palabras, además, el evangelio de Juan alcanza su cota más elevada: el reconocimiento de Jesús como Dios y Señor. No extrañe, pues, que los maestros de espiritualidad recomienden esas palabras del Apóstol antes incrédulo y ahora fervoroso creyente, en los labios de los fieles durante la consagración, como antes he dicho.

El evangelio de Juan subraya que la presencia de Jesús es real, pero distinta de la de antes, y que este Jesús es el crucificado y puede dar aquella paz que proviene de dar la vida. La misión de los discípulos es la misma de Jesús: ser testimonios del Padre, del Dios que ama tanto al mundo que le da la propia vida. No habla el evangelista de unos cuantos discípulos privilegiados, sino de todos. Empieza una nueva creación. Lo que pasa es que Tomás pide otros signos que no son, ni de lejos, el testimonio de la comunidad creyente que habla en nombre del Señor. De hecho, le bastará con el «reproche» que Jesús le dirige, para creer como los demás, por su palabra. Y no sólo eso: Tomás hará también la confesión máxima de la fe. ¡Exclama que Jesús es Dios! De ahí que la bienaventuranza final se dirija a cuantos creerán por la palabra y el testimonio.

La dificultad del Apóstol Tomás para admitir la resurrección sin haber experimentado personalmente la presencia de Jesús vivo, y luego su comportamiento ante las pruebas que el mismo Jesús le suministró, confirman lo que resulta de los Evangelios en cuanto a la resistencia de los Apóstoles y de los discípulos a admitir la resurrección.

De ahí que sea inconsistente la hipótesis de que la resurrección haya sido un 'producto' de la fe (o de la credulidad) de los Apóstoles. Su fe en la resurrección nació, por el contrario (bajo la acción de la gracia divina, por supuesto), de la experiencia directa de la realidad de Cristo resucitado. Es el mismo Jesús el que, tras la resurrección, entra en contacto con los discípulos con el fin de darles el sentido de la realidad y disipar la opinión (o el miedo, que tampoco era pequeño) de que se tratara de un 'fantasma' y por tanto de que fueran víctimas de una ilusión.



El Resucitado, en efecto, establece con ellos relaciones directas, precisamente mediante el tacto. Así es en el caso de Tomás, que acabamos de recordar, pero también en el encuentro descrito en el Evangelio de Lucas, cuando Jesús dice a los discípulos asustados: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo» (24,39). Les invita a constatar que el cuerpo resucitado, con el que se presenta a ellos, es el mismo que fue martirizado y crucificado.

Ese cuerpo posee al mismo tiempo, sin embargo, propiedades nuevas: se ha «hecho espiritual» (y «glorificado» y, por lo tanto, ya no está sometido a las limitaciones habituales a los seres materiales y, por ello, a un cuerpo humano. Ello explica que Jesús entre en el Cenáculo a pesar de que las puertas están cerradas, aparezca y desaparezca, etc.) Pero al mismo tiempo ese cuerpo es auténtico y real. En su identidad material está la demostración de la resurrección de Cristo.

La resurrección es, en sí misma, una transformación, una pneumatización del cuerpo de Cristo, ahora Cuerpo glorioso. La resurrección de Cristo transforma la vida de los que creen. Creamos, pues, para que la resurrección de Cristo nos transforme, nos haga creyentes en su victoria y poder y divina misericordia.

Jesús le dijo a Tomás: « Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído» (v. 29). Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, «y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (v. 31).

Predicando a sus dilectísimos fieles de Hipona sobre la aparición al apóstol Tomás (Jn 20, 24-31), san Agustín se recrea largamente en las palabras «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído» (v. 29), y comenta: «Tú (Tomás) anuncias lo que has visto, anuncias lo que tocaste, anuncias lo que, viendo y tocando, apenas creíste; y, no obstante, ha de creerte quien ni vio ni tocó. Me ves, y no me crees; me tocas, y a duras penas me crees; otro te oye a ti y cree en mí» (Sermón 375 C, 4). He ahí la fuerza de la fe. Y de la fe en Cristo resucitado.


Señor mío y Dios mío

Dijo Tomás: «Señor mío y Dios mío».
Así el Apóstol, antes obstinado,
al verse ante Jesús acorralado,
derriba el muro de su desafío.

En aquel corazón altivo y frío,
que precisó de manos y costado
para encenderse en ti resucitado,
me veo a veces yo con mi albedrío.

Cese ya de una vez la pertinacia,
que me impide ser pascua de tu aurora,
y acate de verdad lo que tú me hagas.

Creer sin haber visto es pura gracia
y es don que tú regalas sin demora
por la fuerza infinita de tus llagas.

(Pedro Langa Aguilar, Al son de la palabra.
Ediciones Religión y Cultura, Madrid 2013, p. 70).

Volver arriba