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Restauraciones adornistas en la Alhambra del siglo XIX

Las restauraciones adornistas en la Alhambra del siglo XIX intentaron recuperar la belleza y esplendor del conjunto monumental. Pero, en lugar de ello, propiciaron una gran controversia, tanto por su falta de rigor histórico como por la alteración de la arquitectura original.

Restauraciones adornistas en la Alhambra del siglo XIX (José Manuel Rodríguez Domingo)

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El siglo XIX supuso, para la Alhambra, el tiempo de su restauración, cuando, tras un largo periodo de decadencia, abandono y expolio, se abrió una etapa de recuperación y valoración.

La conservación de los Palacios Nazaríes había estado supeditada, hasta ese momento, a una eventual visita de los miembros de la familia real, dada su consideración de Real Sitio; de ahí que la mayor atención hubiera estado siempre concentrada en el mantenimiento de las estructuras militares, por su carácter de fortaleza.

Las críticas a la pésima gestión del conjunto —extendidas por los viajeros en sus escritos— llamaron la atención de la Corona, que empezó a mostrarse sensible hacia la problemática del patrimonio monumental, disponiendo las primeras partidas económicas dedicadas a su restauración.

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El Arco de las Orejas fue reconstruido en 1933 para salvar los restos de la bab al-Rambla, que había sido demolida entre 1873 y 1884 por el Ayuntamiento. FOTO: SHUTTERSTOCK.

Como consecuencia del historicismo romántico sobre el legado de al-Ándalus, los diferentes estudios académicos convergieron, a mediados del Ochocientos, en el debate acerca de la originalidad del llamado «arte árabe», estableciendo su periodización a través de los principales rasgos estilísticos y delimitando conceptualmente otro, como el mudéjar o el mozárabe.

La literatura de viajes y algunas publicaciones periódicas contribuyeron a la difusión del arte y la cultura andalusíes, marcando los niveles de apreciación no solo hacia tales manifestaciones, sino también respecto de los criterios que debían primar en la conservación monumental. Hasta la década de 1920, a través de los restauradores adornistas y arquitectos que se sucedieron en la gestión del conjunto monumental, primaron en las intervenciones sobre la Alhambra los criterios restauracionistas.

Restauración adornista de una Alhambra regia

La labor de los arquitectos José Contreras y Salvador Amador, entre las décadas de 1830 y 1840, coincidió con la renovación de la estructura administrativa de los Reales Sitios y la pérdida del valor militar de la Alhambra al término de la primera guerra carlista, momento a partir del cual se ejecutaron trabajos no esenciales (Patio de Arrayanes, Sala de las Camas) que postergaron otros de mayor urgencia. Es el inicio de las restauraciones en estilo, que concebían el conjunto palatino como un modelo ideal acabado, dentro de los parámetros del más exacerbado gusto orientalista.

La mentalidad romántica buscaba, en la restauración de un monumento, restablecerlo en su originario «carácter». Así, el éxito de un restaurador estribaba, de este modo, en lograr engañar a sus propios contemporáneos. No importaba, por tanto, la autenticidad testimonial de los restos materiales, sino la recuperación de la personalidad perdida del edificio.

La intensidad de las restauraciones motivó ardientes campañas de oposición, llegándose incluso a declarar la preferencia del estado anterior de incuria y abandono a la sustitución del monumento por un edificio nuevo. Sin embargo, la aparición de Rafael Contreras Muñoz al frente del taller de vaciados del monumento cambió la mala percepción de una actividad que consumía crecidos recursos y ofrecía escasas garantías. Conceptuado como el «regenerador del pensamiento árabe», este hábil operario granadino se aplicó al ambicioso proyecto de reproducir, mediante modelos en yeso finamente policromados, los Palacios Nazaríes hasta en sus mínimos detalles decorativos.

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Sala de Dos Hermanas (1890), por Johann Victor Krämer. Museo de Viena (Austria). FOTO: ALBUM.

Concluido el modelo correspondiente a la Sala de Dos Hermanas, sirvió de obsequio a la reina Isabel II, de quien logró a su autor generosas recompensas como el nombramiento de «restaurador adornista» de la Alhambra, que implicaba la restauración de «los adornos de aquel bellísimo recuerdo de la España árabe en la misma forma, absolutamente la misma, que tenía al tiempo de la conquista, empezando por los deterioros de las salas existentes, y siguiendo a las demás».

Para el desarrollo de una actividad que copaba la mayor parte del presupuesto anual de obras, Contreras contó con la colaboración de una amplia plantilla de operarios, albañiles y confinados del presidio de la Alcazaba, algunos de los cuales abrieron talleres propios con los que abastecieron la creciente demanda particular de estos productos, como Tomás Pérez o los hermanos Antonio y Miguel Marín Torres. Las amplias facultades con que contó le llevaron a ejercer un férreo monopolio, extendido incluso al Real Alcázar de Sevilla, donde se repusieron yeserías con vaciados alhambreños. Siempre que veía cuestionada de algún modo su actuación, insistía sobre la esencialidad de estos trabajos —«los arabescos que visten esas paredes son el todo», porfiaba—, debiendo quedar cualquier otra intervención subordinada «a la idea principal de su conservación».

La entronización de Contreras como «restaurador adornista», a partir de 1847, supuso la definitiva difusión internacional del alhambrismo. Sus trabajos al frente del taller de vaciados pronto se orientaron hacia una lucrativa vertiente comercial, generosamente galardonada en exposiciones y certámenes internacionales, a través de la cual sus apreciadas «esculturas en árabe» se aplicaron a la decoración de interiores en todo tipo de palacios y viviendas burguesas de todo el mundo. De hecho, este dimorfismo de la práctica decorativa, aplicada a la restauración y a la ornamentación contemporánea, determinó intervenciones caprichosas y coloristas destinadas a devolver a los Palacios Nazaríes su pretendida «fisonomía oriental» (Baño de Comares, Patio de Arrayanes, fachada de Comares, Sala de los Reyes, Patio de los Leones).

La Alhambra, como Monumento Nacional, pasa a manos del Estado

La revolución de septiembre de 1868 transformó por completo la Alhambra, que de ciudadela y palacio real pasó a Monumento Nacional.

La inestabilidad política del sexenio democrático marcó los primeros años de gestión pública del conjunto cuando, como antigua propiedad regia, quedó integrada en la Dirección General del Patrimonio que fue de la Corona, dependiente del Ministerio de Hacienda. No obstante, habiendo quedado excluidos los Palacios Nazaríes del conjunto de bienes considerados de uso de la Monarquía, sobrevoló en algún momento la amenaza de su enajenación.

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Detalle del techo del Patio de las Emplazadas en el Real Alcázar de Sevilla. FOTO: SHUTTERSTOCK.

El Ayuntamiento de Granada y la Comisión Provincial de Monumentos se unieron entonces en un ruidoso alegato de defensa del alcázar con sus bosques, jardines, aguas, adarves, puertas y ruinas, que elevaron a las Academias de San Fernando y de la Historia, y resto de comisiones provinciales del país. Tras unos meses de incertidumbre y acusaciones cruzadas, en abril de 1870 el conjunto nazarí quedaba definitivamente adscrito al Ministerio de Fomento a través de la Dirección General de Instrucción Pública. Y cuando por Real Orden de 12 de julio se declaró Monumento Nacional Histórico-Artístico, la comisión provincial granadina asumió su vigilancia e inspección.

Como director de la conservación y restauración quedó nombrado el antiguo restaurador adornista, Rafael Contreras, de manera que durante los veinte años siguientes dominaron las labores de reposición de adornos sobre las obras de mera conservación, en un momento en el que las críticas hacia la restauración estilística arreciaban. «Copiar, reproducir, sostener, reparar y distinguir cada punto y cada detalle, exponiéndose siempre más bien a hacer poco que a equivocarse mucho» era el criterio defendido por el director de la Alhambra. De este modo, continuaron las restauraciones en el Palacio de los Leones y en el Mexuar, acometiéndose actuaciones en las torres de la Cautiva y de las Infantas.

Tanto como las intervenciones de carácter arquitectónico, la investigación arqueológica del recinto monumental estuvo completamente desatendida, con meros sondeos en el área de la Rawda, el Palacio de Carlos V y la Alcazaba.

Conflictos reiterados en la gestión pública de la Alhambra

Por su parte, la Academia de San Fernando, que debía informar de los proyectos presentados, insistía en la necesidad de reducir las actuaciones sobre el monumento a simples trabajos de conservación y consolidación, y nunca de restauración ni restitución, «para que no se corra el peligro de alterar su carácter o destruir la unidad del monumento ». Dudas más que justificadas por cuanto advertía irregularidades en la tramitación de las memorias, remitidas a la Dirección General directamente por Contreras, sin pasar por la Comisión Provincial de Monumentos.

Suspendida por este motivo la consignación en algunos ejercicios, la situación se hizo insostenible en 1890 cuando el incendio que destruyó la Sala de la Barca evidenció la vulnerabilidad del conjunto. En efecto, la sustitución ese año al frente del monumento de Rafael Contreras por su hijo, Mariano Contreras Granja, abrió una nueva etapa dominada por la generalizada sensibilidad pública en asuntos patrimoniales. Alentada por la presión mediática, pronto se convirtió en argumento para el enfrentamiento político.

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Vista de la fortaleza de la Alhambra desde el castillo de Torres Bermejas, por Francisco Muntaner y Moner (1743-1805). FOTO: ALBUM.

La gestión de este arquitecto estuvo marcada aún por la reposición de ornamentos, tímidas actuaciones de consolidación (Rawda, Partal) y las primeras iniciativas de carácter arqueológico. El informe emitido por el arquitecto Ricardo Velázquez Bosco y la creación de la Comisión Especial de Conservación y Restauración de la Alhambra reflejan ya el creciente arraigo de los principios de la restauración filológica, los cuales proponían el conocimiento histórico y la investigación documental como fundamento en la defensa de la autenticidad del monumento. Los conflictos reiterados en el seno de esta comisión desembocaron en el nombramiento en 1907 de Modesto Cendoya Busquets como nuevo director de la Alhambra. Sin embargo, se mantuvo el enfrentamiento que había caracterizado la etapa de su antecesor motivando, finalmente, la disolución del organismo ante el afán desmedido del arquitecto navarro por priorizar las obras de restauración y reposición de arabescos frente a un programa de conservación integral del conjunto. Su mayor preocupación, no obstante, se hallaba en el saneamiento del subsuelo y acometió excavaciones arqueológicas en la Alcazaba y la reposición de cañerías y desmontes que afectaron a una extensa masa de arbolado, todo lo cual originó importantes críticas.

Como último intento por controlar la labor del arquitecto, se creó en 1914 el Patronato de la Alhambra con el propósito de «conservar, consolidar y respetar» el conjunto monumental, si bien Cendoya trató siempre de eludir su control y obstaculizar su operatividad. Como antes hiciera Contreras, recurrió a una calculada inactividad que provocó su cese en febrero de 1923, siendo sustituido por el arquitecto Leopoldo Torres Balbás e imponiéndose definitivamente el conservacionismo en la Alhambra.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Interesante o Muy Historia.

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