Las reclusas medievales: confinadas para ayudar

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Mujeres de toda condición se emparedaron voluntariamente: así es cómo vivían y resistían

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Percival encuentra a su tía, reclusa, 1380-1385, manuscrito italiano, Bibliotèque Nationale de France, París

Reclusas, muradas, emparedadas... Desde la alta edad media y hasta finales del siglo XVII mujeres de toda condición decidieron en muchos países europeos abandonar el mundo para encerrarse entre cuatro paredes, en un sentido literal: celdas minúsculas en las que algunas pasaban unos años y otras el resto de su vida, sin abandonarlas en ningún momento y sin que nadie entrara en ellas, con sólo una o dos pequeñas ventanas. Una vida de aislamiento que ahora, cuando la pandemia nos ha obligado a recogernos en nuestras casas, puede enseñarnos muchas cosas.

Una de las ventanas, que daba al exterior, permitía que las reclusas recibieran alimentos y limosnas, la otra daba al interior de los iglesias, en cuyos muros se construían habitualmente las pequeñas celdas, así podían seguir los oficios litúrgicos. Las dimensiones en principio eran mínimas, aunque en esto como en todo siempre ha habido clases, y algunas muradas de alta condición disponían de dos habitáculos, el dormitorio y un locutorio, e incluso alguna doncella, como la muy elevada Juliana de Norwich, quien se encerró en una celda adosada a la iglesia de la localidad británica, pero no dejó de disponer de una sirvienta.

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Una reclusa es formalmente encerrada en su celda, Corpus Christi College, Cambridge

No era esto lo habitual, sin embargo. Las condiciones de vida eran duras y no muy higiénicas, si tenemos en cuenta que no había baño ni similar, y las horas de meditación y oración podían hacerse eternas. ¿Por qué entonces un número no desdeñable de mujeres decidieron abrazar esta reclusión? Religiosidad extrema, deseo de soledad y de vivir la devoción al máximo, ayudar con sus plegarias a sus conciudadanos, pero también una cierta libertad en una época en que las mujeres de bien poca disponían, incluso si decidían no seguir la senda matrimonial e ingresar en un convento. Además, era una decisión aplaudida y que estaba bien diferenciada de aquellas a las que se les imponía como castigo, que también había. El valenciano Fray José Teixidor en el siglo XVIII insistía en que “se encerravan entre quatro paredes no en castigo de su mal vivir, sino libre y voluntariamente y con la aprobación de sus confessores y assenso de sus parientes para hacer penitencia, entregarse a la contemplación i para conseguir otros fines buenos”.

El encierro

Las celdas de las muradas se solían construir adosadas a una iglesia y tenían dos ventanas, por una al exterior recibían los alimentos y por otra interior veían los oficios religiosos

Las muradas eran bien apreciadas por los habitantes de las ciudades o pueblos en cuyas iglesias se confinaban. Recibían encargos de oraciones por los que obtenían recompensas en ocasiones elevadas; numerosos documentos dan fe de esta estima, así, en el siglo XIV una dama de origen andaluz, Leonor López de Córdoba, dejó en su testamento diez maravedís a las emparedadas de Córdoba y Santa María de las Huertas con la demanda de que rezaran por ella. Mucho antes, en el siglo XIII, Teobaldo II de Navarra dejó también en su testamento una cláusula “legando mandas a reclusos, ciegos y todas las emparedadas a cada tres sueldos, que rueguen por nos”. Incluso los Reyes Católicos las eximieron del pago de determinados tributos, lo que hace pensar que su pobreza no era tanta como se ha venido estableciendo.

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Una reclusa aconseja a una alta dignidad, probablemente un rey, siglo XIV, Rothschild Canticles

Y es que al iniciar su nueva vida las reclusas hacían voto de castidad y obediencia, pero no de pobreza, y se tiene noticia de emparedadas que siguieron administrando sus propiedades sin poder visitarlas, una buena paradoja. El hecho de separarse del mundo incluso físicamente también les procuraba una protección extra, tanto a sus personas como a sus cuerpos, que eran considerados inviolables (y en caso de intentarlo estaban las paredes de por medio). Una separación cuya ceremonia se llevaba a cabo en público y como si se tratara de un entierro: el obispo u otra autoridad religiosa celebraba una misa de Réquiem y daba la extremaunción a la murada, cuya celda era sellada con cal para siempre.

Relevancia social

Las reclusas eran apreciadas y valoradas en su comunidad, rezaban y sobre todo escuchaban y daban consejos

Era sin embargo un momento de alegría, como dejó escrito Gonzalo de Berceo en un poema dedicado a Santa Oria, una mujer murada en Silos, Burgos, famosa por sus virtudes y que se encerró con su madre, Amuña, algo más frecuente, puesto que una buena parte de las reclusas eran viudas o mujeres ya de una cierta edad. Pero en este caso la joven Oria decidió renunciar a las mieles del mundo antes de probarlas, y así lo cantó el poeta en el siglo XIII:

“Una manceba era que avie nomne Oria

niña era de días como diz la historia

fazer a Dios servicio essa era su gloria...

Era esta manceba de Dios enamorada,

por otras vanidades non dava ella nada,

más querrie seer ciega que veerse casada

fo end a pocos diás fecha emparedada,

ovo gran alegría cuando fo encerrada…”

Una gran alegría parece que para la reclusa, pero también para la gente del pueblo, que tendría quien orase por ellos, pero también mucho más. El hecho de estar fuera del alcance del mundo no quiere decir que estas mujeres fueran ajenas a él, y así se convirtieron en la mayoría de los casos en las receptoras de las confidencias y dudas de la población, a la que estas aconsejaban desde su ventana “gratis et amore”. En un mundo en que las mujeres estaban sometidas a todas las normas, las reclusas no marcaban totalmente las suyas, pero sí podían opinar, y lo que decían era tenido en cuenta, hasta tal punto de convertirse en personas populares, cuando no se conocía su nombre, se hacía referencia a su ubicación, como la emparedada de Santa Marta, en Astorga, iglesia en la que aún se conservan restos de su celda.

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Santa Viborada, reclusa, asiste tras la ventana de su celda a la celebración de la misa, Stiftsbibliothek, St. Gallen

Tanta relevancia social adquirieron en ocasiones que su ventana se convirtió en lugar frecuentado de reunión y nido de cotilleos, interviniendo las autoridades eclesiásticas. Así, Elredo de Rieval (1110-1167), conocido como San Alfredo, escribió para su hermana murada la guía Sobre la vida de las recl usas, en la que se queja de los escándalos y abusos en que en ocasiones incurrían estas mujeres. Elredo propone unas normas de alimentación para las reclusas que cuestionan la idea de pan y agua que se les suele asociar: “Se servirá un plato de verduras o legumbres o al menos de pasta de harina, con un poco de aceite, mantequilla o leche para suavizar la aspereza de la condimentación, y con ello será suficiente, aunque después vaya a cenar. A la cena tome un poco de leche, pescado o algo semejante que tenga más a mano, y deberá conformarse con una porción, a la que añadirá fruta o ensalada si tiene”.

Sobre la vida de las reclusas es uno de los tratados de la época con normas para las muradas. Se escribió en Gran Bretaña, al igual que la Ancrene Wisse, porque el emparedamiento fue un fenómeno común a toda Europa, como las cellane italianas. En España se tiene constancia de numerosas de estas mujeres, incluso en la parroquial de la iglesia de los santos Justo y Pastor en la Barcelona del siglo XIV.

Las enseñanzas

Las reclusas organizaban su vida en torno a una rutina, aceptaban las incomodidades de su vida sabiendo que cumplían una función

Justamente, de la Ancrene Wisse se pueden extraer muchas indicaciones para ayudarnos en estos días de reclusión, en nuestro caso forzosa. Golinde Gertrude Perk, investigadora de Historia Medieval en la Universidad de Oxford, ha seleccionado algunas de ellas:

1. Ser conscientes de nuestra vulnerabilidad. Juliana de Norwich, reclusa del siglo XIV y una de las escritoras místicas de Gran Bretaña, recomendaba en sus textos sacar fuerzas de las flaquezas, en especial en momentos de dificultad, toda una guía medieval de autoayuda que mantiene su vigencia.

2. Saber que no será cómodo y aceptarlo. Desde luego el confort de nuestras casas no tiene nada que ver con las celdas de las reclusas, pero sentirse encerrado no es una sensación agradable. Hay que convivir con ella.

3. Las reclusas seguían una rutina de lecturas y oraciones a lo largo del día. Establecer un horario puede sernos de utilidad.

4. Y recordar sobre todo porqué lo hacemos: estamos encerrados para ayudarnos a nosotros, pero sobre todo a los demás. Ellas lo hacían para rezar, nosotros para mantener sanos a nuestros conciudadanos. No es poco.

Documentación principal: “Antropología y ambiente, de Felipe Cárdenas Támara; “La mujer en la edadmedia”, de Ricardo Walter Corleto; “Obispos y sínodos hispanos ante el emparedamiento bajomedieval”, de Gregoria Cavero Domínguez.

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Un caballero se acerca a la celda de una reclusa, siglo XIII, ‘La Queste del Saint Grial’

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