Relato: Un lamento acompasado

Entonces era yo una niña de seis años cuando llegaron esos soldados en la madrugada, armados hasta los dientes, a enfrentarse, según ellos, a un comando poderoso; debió darles vergüenza cuando descubrieron que solo se trataba de un grupo de personas indefensas que dormían en sus sencillas habitaciones.

Por: Prof. Mario Juárez

Los forzaron y obligaron a salir y los tendieron en un jardín desprovisto de flores, bajo la luna llena, que lo miraba todo. Luego hicieron alarde como si se tratase de un verdadero combate, utilizando un cohete antitanque Low, un fusil AK-47, fusiles M16, y una ametralladora M-60 con la que salpicaron la fachada del edificio, y finalmente, un lanzallamas para quemar las oficinas del Centro Monseñor Romero.

Todo esto me lo contó mi mamá, que pudo observar, agazapada, desde una ventana. Dijo que al principio se escuchó una detonación y luego una serie de disparos de grueso calibre; que escuchó gritos y voces, algo así como: “No hagan tanto relajo, ya les voy a abrir” “Venga, compa”, “esto es una injustica; ustedes son carroña”, y sobre todo, un lamento acompasado, que no era más que un rezo que los padres hacían en ese momento crucial.

A las seis de la mañana mi mamá salió y pudo ver lo que ella había sospechado; pudo mirar las vidas segadas de los jesuitas: Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Martín Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno, Joaquín López y López, y la empleada doméstica Elba Ramos y su hija Celina, con sendos disparos en distintas partes de sus cuerpos. Estos últimos quedaron adentro de unas habitaciones, en medio de un charco de sangre.

Una bengala lanzada al aire descubrió los rostros de los tenientes, subsargentos y soldados, quienes, con el sello del crimen en sus rostros, iniciaron la retirada a su guarida.

Según fui creciendo, supe, no en la escuela, sino por otros medios, que los asesinos eran del temible batallón Atlacatl, entrenado en Carolina del Norte por la Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos; se les recuerda por ser sanguinarios y culpables de numerosas atrocidades, entre ellas algunas masacres contra la población civil.

Ese día, miércoles 15 de noviembre salieron a eso de las nueve de la noche y se dirigieron a unos apartamentos a medio construir, un sitio lúgubre y maloliente. Después de algunas instrucciones, avanzaron en la oscuridad y con rapidez, y asaltaron la entrada peatonal de la universidad, y guiaron sus pasos de muerte hacia Centro Monseñor Romero, donde alzaron sus gritos y ordenaron a los jesuitas que les abrieran la puerta. El primero que apareció fue Ignacio Ellacuría -que aún se anudaba su albornoz café-, y con serenidad les dijo: “No armen este escándalo que ya les voy a abrir”. Su voz se adornaba de un acento firme, sin miedo.

Supe, además, que las fuerzas guerrilleras del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), lanzaron la “ofensiva final” el 11 de noviembre de 1989 en represalia, en parte, por el atentado dinamitero a la Federación Nacional Sindical de trabajadores Salvadoreños (FENASTRAS), el 31 de octubre de 1989.

Otros hechos son confusos para mí en este momento, sin embargo, hay algo que recuerdo con gran regocijo: las muestras de simpatía que me mostraban los padres jesuitas cuando me los encontraba en el campus de la universidad en los momentos en que solía dar paseos con mi padre, o cuando íbamos a cenar en la casa de ellos, en esos días durante la ofensiva. Adoraba yo el chocolate que nos servía doña Elba Ramos, la amiga de mi mamá.

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