Diario de Ibiza

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Memoria de la isla

Cuando la tierra duerme

Precisamente ahora, cuando las tierras se ven abandonadas, los muros de piedra se desmoronan, se amputan los árboles porque están enfermos, los caminos de tierra desaparecen alquitranados y la casa payesa ha perdido la vida que tuvo, conviene más que nunca retener los recuerdos de aquel mundo rural que ya es sólo memoria

Invierno, tierra aletargada y expectante.

Los contados cultivos que hoy tiene la isla son casi un milagro. Quien todavía hace vino y aceite es un bendito resistente al que no le importa que su esfuerzo haya pasado a ser testimonial. Hay quien trata de sacarle partido a la algarroba; quien se esfuerza en darle salida comercial al higo seco, la exquisita xereca; quien cuida las abejas porque su desaparición sería una debacle; quien planta almendros y olivos en pequeños bancales; y quien resucita viñas que ya se cultivaban hace dos mil años. Son la excepción. La isla no volverá a ser como era, rural y marinera. Mar y tierra tienen hoy otro aprovechamiento más rentable que, sin embargo, va en detrimento del medio natural en nuestros litorales, en nuestras aguas y en los campos. Mucho me temo que, a partir de ahora, la tradicional ruralidad de la isla sólo podremos conservarla como relato. Pero eso sí, si en él no cabe la nostalgia, menos cabe el olvido.

Recuerdo que acudía con mis padres todos los domingos a can Fontasa y los tiempos del ciclo agrario que más llamaban mi atención, más que los días de bonanza y de cosechas, eran aquellos, entre octubre y febrero, en los que parecía que la tierra quedaba dormida. Agostados tras el abrasador estiaje, los campos reposaban y aletargados, expectantes y en silencio, esperaban las primeras lluvias. En el lugar menos húmedo de la casa que podía ser un rincón de la cocina, colgaban de las vigas del techo largas ristras de tomates, pimientos, cebollas y ajos.

De puertas adentro

El otoño acortaba los días y como a las seis de la tarde era casi de noche, la familia se recogía y vivía de puertas adentro. El lugar de reunión era precisamente la cocina por aquello de que junto al fuego, como se decía, «al hivern s'està calent». Y el cuadro, explicaba sa majora, apenas variaba de una casa a otra: «Mentre els més petits, davant la llar de foc jugaven sense joguines, només amb la imaginació perquè no hi havia diners per comprar cavalls de cartró ni bicicletes, les dones preparaven el menjar de l'aviram i els homes aprofitaven per fer qualsevol feina, cas d'afinar amb la pedra d'esmolar el tall malmès de la falç, la destral o la dalla». Nadie, con la sola excepción de los niños, quedaba mano sobre mano. Una precaria economía que exigía autoabastecerse hacía que todos los miembros de la familia, en estos días de pausa obligada en los campos, colaboraran de alguna manera: «S'omplia el temps arranjant tot allò que calia. Posavem als sostres una mica d'argila, una senalla a cada casa, feiem cals i carbó, refeiem marges i parets, feiem desenrocs als camps, les dones feiem cistelles o espardenyes, i, sobretot, anavem al bosc a fer llenya, o fusta si ens compraven quatre pins a la Taulera. A tallar els arbres hi anavem preferentment als voltants de Nadal, sempre amb lluna vella perquè així la madera no es corcava ni es tornava guerxa. La cançó ja ho deia, si bona fusta vols fer, la tallaràs al gener». La cuestión era no tener que comprar lo que, entre todos, se podía hacer en la propia casa.

De todas aquellas ocupaciones que llenaban los tiempos muertos del invierno me ha sorprendido años después, cuando lo he sabido, que las casas también hicieran su propio jabón y su lejía. Para hacer jabón se utilizaba la ceniza del horno, además de agua y aceite, a partes iguales, medio quilo de ceniza por cada dos litros de agua y aceite. El aceite podía ser el utilizado en la cocina o el de la reprensada. En una olla grande de barro con agua muy caliente se volcaba la ceniza, se añadía poco a poco el aceite y se removía con un palo, sin parar y en la misma dirección para que no se cortara la mezcla.

Conseguida una pasta consistente, se depositaba en unos moldes de madera y cuando la pasta estaba fría, no seca, se cortaba en tamaños que facilitaban su uso. Había quien añadía a la mezcla limón o hierbas aromáticas para que el jabón tuviera buen olor. Y por lo que se refiere a la lejía, también se mezclaba la ceniza y el agua, un quilo de ceniza por 20 litros de agua, se removía, se dejaba reposar 2 o 3 días y ya se podía usar. Esta lejía casera tenía la ventaja, sobre muchas que se utilizan ahora, que no amarilleaba la ropa. Y en el blanqueo de la colada ayudaba secar la ropa al sol, procedimiento más higiénico que utilizar las secadoras automáticas que tenemos hoy.

Recoger patatas

Eran pocas las cosas que en otoño se podían hacer en el campo. Todo lo más, recoger la patata tardana sembrada en septiembre, cuando las plantas ya amarilleaban: «Es clavava a terra l'arpella, de cara a la patatera, no massa arran per no malmetre el tubèrcul, es feia palanca i, aixecant la terra per treure la mata d'arrel, les patates quedaven a la vista. Llavors, s'arrancaven i es deixaven per recollir-les després. També era costum reservar les patateres per a menjar del bestiar». Si las patatas no tenían salida en el mercado y la cosecha era buena, aguantaban bien sin grillarse si se guardaban en un lugar seco y fresco, pero eso sí, «fent nius de palla per evitar el contacte que provocava la podredura». No muchos días después, -dependía del año-, se podían recoger las aceitunas: se extendía al pie del árbol una borrassa, -arpillera o estera de cáñamo- y una vez que habían caído las aceitunas, bastaba plegar la estera para volcarlas en los cestos, coves de vimet o cabassos d'espart. Las ramas más altas se vareaban con una caña, pero si las aceitunas estaban a media altura se utilizaba una escalera payesa de tres pies y el árbol se ordeñaba a mano.

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