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Domingo VIII del Tiempo Ordinario (ciclo C) (Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía) • DEL MISAL MENSUAL • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com) • FRANCISCO – Ángelus 2019 y Homilía en Santa Marta, 13.IX.13 • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org) • PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes) • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar) • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org) − Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org) • Dr. Johannes VILAR (Köln, Alemania) (www.evangeli.net) • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís *** Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes, para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical. Si desea recibirlo directamente a su correo, puede pedir suscripción a doctos.de.interes@gmail.com. Para recibirlo por WhatsApp: https://chat.whatsapp.com/BfPOpiv1Tp02zK168vOLMd. (Nuestras redes sociales) *** DEL MISAL MENSUAL LA PRUEBA DEL HOMBRE Sir 27, 5-8. 1 Cor 15, 54-58; Lc 6, 39-45 Entre ambos pasajes bíblicos podemos encontrar más de una conexión. El tema del juicio, la autocrítica y la urgencia de alcanzar la sensatez están presentes en ambos textos. En primer lugar, el texto sapiencial se concentra de manera especial en el valor del razonamiento y la argumentación. La persona que aprende a razonar, es decir, a buscar las buenas razones que avalen o cuestionen sus propias convicciones, va aprendiendo los secretos de la vida buena. Quien no se deja atrapar por las apariencias ni los prejuicios, consigue juzgar y juzgarse con acierto. El Evangelio nos anima a ser tan rigurosos o compasivos según el caso, tanto con nosotros mismos como con los demás. El buen juicio y la prudencia exigen cuestionarse a uno mismo, antes de cuestionar el proceder del prójimo. Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) Las personas sensatas transparentan en su forma de vivir la calidad humana de que están llenos. Como bien dice el refrán evangélico: cada árbol se conoce por sus frutos. ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 17, 19-20 El Señor es mi refugio, lo invoqué y me libró. Me salvó porque me ama. ORACIÓN COLECTA Concédenos, Señor, que tú poder pacificador dirija el curso de los acontecimientos del mundo y que tu Iglesia se regocije al poder servirte con tranquilidad. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. LITURGIA DE LA PALABRA PRIMERA LECTURA No alabes a nadie antes de que hable. Del libro del Eclesiástico (Sirácide): 27, 5-8 Al agitar el cernidor, aparecen las basuras; en la discusión aparecen los defectos del hombre. En el horno se prueba la vasija del alfarero; la prueba del hombre está en su razonamiento. El fruto muestra cómo ha sido el cultivo de un árbol; la palabra muestra la mentalidad del hombre. Nunca alabes a nadie antes de que hable, porque esa es la prueba del hombre. Palabra de Dios. SALMO RESPONSORIAL Del salmo 91, 2-3. 13-14. 15-16 R/. ¡Qué bueno es darte gracias, Señor! ¡Qué bueno es darte gracias, Dios altísimo, y celebrar tu nombre, pregonando tu amor cada mañana y tu fidelidad, todas las noches! R/. Los justos crecerán como las palmas, como los cedros en los altos montes; plantados en la casa del Señor, en medio de sus atrios darán flores. R/. Seguirán dando fruto en su vejez, frondosos y lozanos como jóvenes, para anunciar que en Dios, mi protector, ni maldad ni injusticia se conocen. R/. SEGUNDA LECTURA Nos ha dado la victoria por nuestro Señor Jesucristo. De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 15, 54-58 Hermanos: Cuando nuestro ser corruptible y mortal se revista de incorruptibilidad e inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: La muerte ha sido aniquilada por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado y la fuerza del pecado es la ley. Gracias a Dios, que nos ha dado la victoria por nuestro Señor Jesucristo. Así pues, hermanos míos muy amados, estén firmes y permanezcan constantes, trabajando siempre con fervor en la obra de Cristo, puesto que ustedes saben que sus fatigas no quedarán sin recompensa por parte del Señor. Palabra de Dios. ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Fil 2, 15. 16 R/. Aleluya, aleluya. 2 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) Iluminen al mundo con la luz del Evangelio reflejada en su vida. R/. EVANGELIO La boca habla de lo que está lleno el corazón. Del santo Evangelio según san Lucas: 6, 39-45 En aquel tiempo, Jesús propuso a sus discípulos este ejemplo: “¿Puede acaso un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un hoyo? El discípulo no es superior a su maestro; pero cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué ves la paja en el ojo de tu hermano y no la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo te atreves a decirle a tu hermano: ‘Déjame quitarte la paja que llevas en el ojo’, si no adviertes la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Saca primero la viga que llevas en tu ojo y entonces podrás ver, para sacar la paja del ojo de tu hermano. No hay árbol bueno que produzca frutos malos, ni árbol malo que produzca frutos buenos. Cada árbol se conoce por sus frutos. No se recogen higos de las zarzas, ni se cortan uvas de los espinos. El hombre bueno dice cosas buenas, porque el bien está en su corazón; y el hombre malo dice cosas malas, porque el mal está en su corazón, pues la boca habla de lo que está lleno el corazón”. Palabra del Señor. ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS Señor Dios, que haces tuyas nuestras ofrendas, que tú mismo nos das para dedicarlas a tu nombre, concédenos que también nos alcancen la recompensa eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Sal 12, 6 Cantaré al Señor por el bien que me ha hecho, y entonaré un himno de alabanza al Dios Altísimo. O bien: Mt 28, 20 Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo, dice el Señor. ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN Alimentados por estos dones de salvación, suplicamos, Señor, tu misericordia, para que este sacramento que nos nutre en nuestra vida temporal nos haga partícipes de la vida eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. _________________________ BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com) No elogies a nadie antes de que hable (Si 27,4-7) 1ª lectura Como en otras ocasiones, los proverbios recogidos en este capítulo, de los que estos cuatro son una muestra, reflejan muchas veces la sabiduría popular y así se invita a obrar no fiado sólo en el momento presente o guiado por un análisis superficial, pues las consecuencias de los actos pueden volverse contra uno (cfr por ejemplo 27,28 - 33). Sin embargo, el motivo profundo que guía a Sirácida es religioso: se trata de no pecar (cfr 26,25 - 27,1), de no hacer lo que odia el Señor (cfr 27,27), de seguir siempre la justicia (cfr 27,9). 3 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) También hay en estos versículos una invitación a saber hablar y a saber escuchar (27,12 - 24). El sabio, sensato y prudente, se manifiesta en el hablar. Tiene el arte de saber decir la verdad de la manera adecuada en cada momento, de modo que su conversación sea siempre amable y llena de delicadeza con todos, también cuando otros conducen la conversación por derroteros inoportunos. «La caridad y el respeto de la verdad deben dictar la respuesta a toda petición de información o de comunicación. El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, o para usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla (cfr Si 27,17; Pr 25,9 - 10)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2489). Dios nos da la victoria sobre la muerte por medio de Jesucristo (1 Co 15,54-58) 2ª lectura Poco antes, San Pablo ha afirmado que «No todos moriremos, pero todos seremos transformados» (v. 51). Con lenguaje apocalíptico (sonido de la trompeta, uso de la primera persona del plural) transmite el Apóstol «un misterio» que a primera vista puede resultar difícil de compaginar con la universalidad de la muerte. Pero aquí no trata de la muerte ni del momento concreto de la Parusía, sino de la resurrección. Afirma que todos — vivos y difuntos, dice hiperbólicamente — experimentarán la transfiguración de su cuerpo mortal en un cuerpo glorioso (cfr 1 Ts 4,13 - 18). La imagen de la nueva vestidura (vv. 53-54) indica gráficamente el triunfo definitivo de la vida sobre la muerte. De lo que rebosa el corazón, habla la boca (Lc 6,39-45) Evangelio El discurso concluye con varias enseñanzas del Señor que tienen un común denominador: no hay que atender a las manifestaciones externas de piedad o virtud, sino a la disposición interior. Las glosas de los santos pueden ayudarnos a hacer práctica esa doctrina. En el comienzo (vv. 39-42), se subraya la necesidad de purificarnos para poder ver con claridad a Dios y a los demás: «Si tú me dices: “Muéstrame a tu Dios”, yo te diré a mi vez: “Muéstrame tú al hombre que hay en ti”, y yo te mostraré a mi Dios. Muéstrame, por tanto, si los ojos de tu mente ven, y si oyen los oídos de tu corazón. (…) Ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque todo el mundo tiene ojos, pero algunos los tienen oscurecidos y no ven la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean ha de decirse que el sol ha dejado de lucir, sino que esto hay que atribuírselo a sí mismos y a sus propios ojos. De la misma manera, tienes tú los ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y malas acciones» (S. Teófilo de Antioquía, Ad Autolycum1,2). Después (vv. 43-45), Jesucristo nos habla de pureza de intención. De la misma manera que los frutos dan a conocer el árbol que los produjo, las obras acaban por descubrir el corazón del que nacieron. Ahí está, en el corazón, la determinación última del valor de nuestras acciones (v. 45), pues «no está el negocio en tener hábito de religión u no, sino en procurar ejercitar las virtudes y rendir nuestra voluntad a la de Dios en todo y que el concierto de nuestra vida sea lo que Su Majestad ordenare de ella, y no queramos nosotras que se haga nuestra voluntad, sino la suya» (Sta. Teresa de Jesús, Moradas 3,2,6). _____________________ 4 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) FRANCISCO – Ángelus 2019 y Homilía en Santa Marta, 13.IX.13 Ángelus 2019 Todos tenemos defectos Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El pasaje del Evangelio de hoy presenta parábolas breves, con las cuales Jesús quiere señalar a sus discípulos el camino a seguir para vivir sabiamente. Con la pregunta: «¿Podrá un ciego guiar a otro ciego?» (Lc 6, 39), quiere subrayar que un guía no puede ser ciego, sino que debe ver bien, es decir, debe poseer la sabiduría para guiar con sabiduría, de lo contrario corre el peligro de perjudicar a las personas que dependen de él. Así, Jesús llama la atención de aquellos que tienen responsabilidades educativas o de mando: los pastores de almas, las autoridades públicas, los legisladores, los maestros, los padres, exhortándoles a que sean conscientes de su delicado papel y a discernir siempre el camino acertado para conducir a las personas. Y Jesús toma prestada una expresión sapiencial para indicarse como modelo de maestro y guía a seguir: «No está el discípulo por encima del maestro. Todo el que esté bien formado será como su maestro» (v. 40). Es una invitación a seguir su ejemplo y su enseñanza para ser guías seguros y sabios. Y esta enseñanza está encerrada, sobre todo, en el Sermón de la Montaña, que desde hace tres domingos la liturgia nos propone en el Evangelio, indicando la actitud de mansedumbre y de misericordia para ser personas sinceras, humildes y justas. En el pasaje de hoy encontramos otra frase significativa, que nos exhorta a no ser presuntuosos e hipócritas. Dice así: «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?» (v. 41). Muchas veces, lo sabemos, es más fácil o más cómodo percibir y condenar los defectos y los pecados de los demás, sin darnos cuenta de los nuestros con la misma claridad. Siempre escondemos nuestros defectos, también a nosotros mismos; en cambio, es fácil ver los defectos de los demás. La tentación es ser indulgente con uno mismo ―manga ancha con uno mismo― y duro con los demás. Siempre es útil ayudar a otros con consejos sabios, pero mientras observamos y corregimos los defectos de nuestro prójimo, también debemos ser conscientes de que tenemos defectos. Si creo que no los tengo, no puedo condenar o corregir a los demás. Todos tenemos defectos: todos. Debemos ser conscientes de ello y, antes de condenar a los otros, mirar dentro de nosotros mismos. Así, podemos actuar de manera creíble, con humildad, dando testimonio de la caridad. ¿Cómo podemos entender si nuestro ojo está libre o si está obstaculizado por una viga? De nuevo es Jesús quien nos lo dice: «No hay árbol bueno que dé fruto malo, y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto» (vv.43-44). El fruto son las acciones, pero también las palabras. La calidad del árbol también se conoce de las palabras. Efectivamente, quien es bueno saca de su corazón y de su boca el bien y quien es malo saca el mal, practicando el ejercicio más dañino entre nosotros, que es la murmuración, el chismorreo, hablar mal de los demás. Esto destruye; destruye la familia, destruye la escuela, destruye el lugar de trabajo, destruye el vecindario. Por la lengua empiezan las guerras. Pensemos un poco en esta enseñanza de Jesús y preguntémonos: ¿Hablo mal de los demás? ¿Trato siempre de ensuciar a los demás? ¿Es más fácil para mí ver los defectos de otras personas que los míos? Y tratemos de corregirnos al menos un poco: nos hará bien a todos. Invoquemos el apoyo y la intercesión de María para seguir al Señor en este camino. *** 5 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) Homilía 13.IX.13 De las malévolas murmuraciones al amor por el prójimo Las murmuraciones matan igual y más que las armas. Sobre este concepto el Papa Francisco volvió a hablar en la mañana del viernes, 13 de septiembre, en la misa que celebró en la capilla de Santa Marta, como cada día. Comentando las lecturas del día, de la carta a Timoteo (1, 1-2.12-14) y del Evangelio de Lucas (6, 39-42), el Pontífice puso en evidencia cómo el Señor —después de haber propuesto en los días anteriores actitudes como la mansedumbre, la humildad y la magnanimidad— «hoy nos habla de lo contrario», esto es, «de una actitud odiosa hacia el prójimo»: la que se tiene cuando se pasa a ser «juez del hermano». El Papa Francisco recordó el episodio evangélico en el que Jesús reprocha a quien pretende quitar la mota en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio. Este comportamiento, sentirse perfectos y por lo tanto capaces de juzgar los defectos de los demás, es contrario a la mansedumbre, a la humildad de la que habla el Señor, «a esa luz que es tan bella y que está en perdonar». Jesús — evidenció el Santo Padre— usa «una palabra fuerte: hipócrita». Y subrayó: «Los que viven juzgando al prójimo, hablando mal del prójimo, son hipócritas. Porque no tienen la fuerza, la valentía de mirar los propios defectos. El Señor no dice sobre esto muchas palabras. Después, más adelante dirá: el que en su corazón tiene odio contra el hermano es un homicida. Lo dirá. También el apóstol Juan lo dice muy claramente en su primera carta: quien odia al hermano camina en las tinieblas. Quien juzga a su hermano es un homicida». Por lo tanto «cada vez que juzgamos a nuestros hermanos en nuestro corazón, o peor, cuando lo hablamos con los demás, somos cristianos homicidas». Y esto «no lo digo yo, sino que lo dice el Señor», precisó el Papa, añadiendo que «sobre este punto no hay lugar a matices: si hablas mal del hermano, matas al hermano. Y cada vez que hacemos esto imitamos el gesto de Caín, el primer homicida». Recordando cuánto se habla en estos días de las guerras que en el mundo provocan víctimas, sobre todo entre los niños, y obligan a muchos a huir en busca de un refugio, el Papa Francisco se preguntó cómo es posible pensar en tener «el derecho a matar» hablando mal de los demás, de desencadenar «esta guerra cotidiana de las murmuraciones». En efecto —dijo—, «las maledicencias van siempre en la dirección de la criminalidad. No existen maledicencias inocentes. Y esto es Evangelio puro». Por lo tanto, «en este tiempo que pedimos tanto la paz, es necesario tal vez un gesto de conversión». Y a los «no» contra todo tipo de arma, decimos «no también a esta arma» que es la maledicencia, porque «es mortal». Citando al apóstol Santiago, el Pontífice recordó que la lengua «es para alabar a Dios». Pero «cuando usamos la lengua —prosiguió— para hablar mal del hermano y de la hermana, la usamos para matar a Dios» porque la imagen de Dios está en nuestro hermano, en nuestra hermana; destruimos «esa imagen de Dios». Y también hay quien intenta justificar todo esto —observó el Santo Padre— diciendo: «se lo merece». A estas personas el Papa dirigió una invitación precisa: «ve y reza por él. Ve y haz penitencia por ella. Y después, si es necesario, habla a esa persona que puede remediar el problema. Pero no se lo digas a todos». Pablo —añadió— «fue un pecador fuerte. Y dice de sí mismo: primero era un pecador, un blasfemo, un violento. Pero se usó misericordia conmigo». «Tal vez ninguno de nosotros blasfema —dijo—. Pero si alguno de nosotros murmura, ciertamente es un perseguidor y un violento». El Pontífice concluyó invocando «para nosotros, para toda la Iglesia, la gracia de la conversión de la criminalidad de las maledicencias en la humildad, en la mansedumbre, en la apacibilidad, en la magnanimidad del amor por el prójimo». 6 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) _________________________ DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA El corazón es la demora de la verdad 2563. El corazón es la morada donde yo estoy, o donde yo habito (según la expresión semítica o bíblica: donde yo “me adentro”). Es nuestro centro escondido, inaprensible, ni por nuestra razón ni por la de nadie; sólo el Espíritu de Dios puede sondearlo y conocerlo. Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la vida y la muerte. Es el lugar del encuentro, ya que a imagen de Dios, vivimos en relación: es el lugar de la Alianza. Los buenos actos y los malos actos 1755. El acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del objeto, del fin y de las circunstancias. Una finalidad mala corrompe la acción, aunque su objeto sea de suyo bueno (como orar y ayunar para ser visto por los hombres). El objeto de la elección puede por sí solo viciar el conjunto de todo el acto. Hay comportamientos concretos —como la fornicación— que siempre es un error elegirlos, porque su elección comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral. 1756. Es, por tanto, erróneo juzgar de la moralidad de los actos humanos considerando sólo la intención que los inspira o las circunstancias (ambiente, presión social, coacción o necesidad de obrar, etc.) que son su marco. Hay actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias y de las intenciones, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto; por ejemplo, la blasfemia y el perjurio, el homicidio y el adulterio. No está permitido hacer el mal para obtener un bien. La formación de la conciencia y la decisión según la conciencia 1783. Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas. 1784. La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los primeros años despierta al niño al conocimiento y la práctica de la ley interior reconocida por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la virtud; preserva o sana del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y engendra la paz del corazón. 1785. En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz de nuestro caminar; es preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica. Es preciso también que examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones del 7 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia (cf DH 14). III. Decidir en conciencia 1786. Ante la necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular un juicio recto de acuerdo con la razón y con la ley divina, o al contrario un juicio erróneo que se aleja de ellas. 1787. El hombre se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y la decisión difícil. Pero debe buscar siempre lo que es justo y bueno y discernir la voluntad de Dios expresada en la ley divina. 1788. Para esto, el hombre se esfuerza por interpretar los datos de la experiencia y los signos de los tiempos gracias a la virtud de la prudencia, los consejos de las personas entendidas y la ayuda del Espíritu Santo y de sus dones. 1789. En todos los casos son aplicables algunas reglas: — Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien. — La “regla de oro”: “Todo [...] cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros” (Mt 7,12; cf Lc 6, 31; Tb 4, 15). — La caridad debe actuar siempre con respeto hacia el prójimo y hacia su conciencia: “Pecando así contra vuestros hermanos, hiriendo su conciencia..., pecáis contra Cristo” (1 Co 8,12). “Lo bueno es [...] no hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o debilidad” (Rm 14, 21). IV. El juicio erróneo 1790. La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Si obrase deliberadamente contra este último, se condenaría a sí mismo. Pero sucede que la conciencia moral puede estar afectada por la ignorancia y puede formar juicios erróneos sobre actos proyectados o ya cometidos. 1791. Esta ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad personal. Así sucede “cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega” (GS 16). En estos casos, la persona es culpable del mal que comete. 1792. El desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral. 1793. Si por el contrario, la ignorancia es invencible, o el juicio erróneo sin responsabilidad del sujeto moral, el mal cometido por la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un mal, una privación, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral de sus errores. 1794. La conciencia buena y pura es iluminada por la fe verdadera. Porque la caridad procede al mismo tiempo “de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera” (1 Tm 1,5; 3, 9; 2 Tm 1, 3; 1 P 3, 21; Hch 24, 16). «Cuanto mayor es el predominio de la conciencia recta, tanto más las personas y los grupos se apartan del arbitrio ciego y se esfuerzan por adaptarse a las normas objetivas de moralidad» (GS 16). 8 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) La dirección espiritual 2690. El Espíritu Santo da a ciertos fieles dones de sabiduría, de fe y de discernimiento dirigidos a este bien común que es la oración (dirección espiritual). Aquellos y aquellas que han sido dotados de tales dones son verdaderos servidores de la tradición viva de la oración: Por eso, el alma que quiere avanzar en la perfección, según el consejo de san Juan de la Cruz, debe “mirar en cuyas manos se pone, porque cual fuere el maestro tal será el discípulo, y cual el padre, tal el hijo”. Y añade que el director: “además de ser sabio y discreto, ha de ser experimentado. [...] Si no hay experiencia de lo que es puro y verdadero espíritu, no atinará a encaminar el alma en él, cuando Dios se lo da, ni aun lo entenderá” (Llama de amor viva, segunda redacción, estrofa 3, declaración, 30). El sentido cristiano de la muerte 1009. La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte, propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (cf. Mc14, 33-34; Hb 5, 78), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (cf. Rm 5, 19-21). El sentido de la muerte cristiana 1010. Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. “Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia” (Flp 1, 21). “Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él” (2 Tm 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente “muerto con Cristo”, para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este “morir con Cristo” y perfecciona así nuestra incorporación a Él en su acto redentor: «Para mí es mejor morir en (eis) Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros; lo quiero a Él, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima [...] Dejadme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos 6, 1-2). 1011. En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de san Pablo: “Deseo partir y estar con Cristo” (Flp 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (cf. Lc 23, 46): «Mi deseo terreno ha sido crucificado; [...] hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí “ven al Padre”» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos 7, 2). «Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir» (Santa Teresa de Jesús, Poesía,7). «Yo no muero, entro en la vida» (Santa Teresa del Niño Jesús, Lettre (9 junio 1987). 1012. La visión cristiana de la muerte (cf. 1 Ts 4, 13-14) se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia: «La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo. (Misal Romano, Prefacio de difuntos). 1013. La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin “el único curso de nuestra vida terrena” (LG 48), ya no 9 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) volveremos a otras vidas terrenas. “Está establecido que los hombres mueran una sola vez” (Hb 9, 27). No hay “reencarnación” después de la muerte. _________________________ RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org) ¿Por qué te fijas en la mota del ojo ajeno? El Evangelio de hoy nos da instrucciones sobre el recto uso de dos de nuestras más nobles facultades: la vista y la palabra. De la primera nos dice: «¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?»; de la segunda dice: «Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca». El ojo es, en verdad, la linterna o el espía del alma (cfr. Mateo 6, 22). Las emociones más intensas, las pasiones más violentas, las alegrías y las ofuscaciones más profundas, las que no pueden ser traducidas en palabras, vienen comunicadas con los ojos. ¡A lo largo del curso de los siglos han cambiado tantas cosas!; pero, no ha cambiado el alfabeto de los ojos: la sonrisa, las lágrimas, el miedo, la maravilla, la confianza. En el mundo hay cerca de seis mil millones y medio de personas, lo que significan trece miles de millones de ojos que miran, que interrogan, que refieren, que expresan. Pero, ¿cuántos son verdaderamente los ojos que funcionan como... ojos? Solamente una persona psicológicamente madura sabe usar bien de sus ojos. Jesús es un modelo insuperable también en ello. Él tiene una mirada amorosa y atenta sobre todas las cosas. En los Evangelios, podemos ver a través de sus ojos, como en un film, el mundo que le circundaba. Jesús hace vivir las cosas mirándolas, como ciertos grandes pintores son capaces de hacer bella y única al mundo hasta una silla de paja con una pipa encima... En los Evangelios se han registrado distintas miradas de Jesús, que cambian la vida de las personas. Él mira a Mateo y éste se levanta del banco de los impuestos y le sigue; mira a Pedro y éste llora amargamente. Los de Jesús son ojos que han conocido muchas veces las lágrimas. A la luz de la importancia que reviste la mirada para Cristo, podemos entender mejor, además, lo que dice él en el Evangelio de hoy acerca de algunas disfunciones de nuestro ojo. La medicina moderna ha llegado a diagnosticar las enfermedades de una persona observando simplemente el fondo del ojo; Jesús hace lo mismo para con nuestros ojos del corazón. La enfermedad más fundamental señalada es la ceguera espiritual: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?» De este modo, Jesús advierte a los apóstoles y a los discípulos que no sean como los escribas y fariseos, «guías ciegos» (Mateo 23, 16). El guía ciego es el que él mismo no se deja guiar por la luz de la palabra de Dios, sino sólo por la sensatez o, peor, por la astucia humana. Esta advertencia está dirigida en particular a los guías de la comunidad. (Lucas piensa ciertamente con el problema de los falsos profetas en la comunidad de su tiempo). Escuchemos, más bien, lo que Jesús dice de otra enfermedad de la vista, que sin distinción se refiere a todos: «¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano». Espiritualmente hablando, el defecto más frecuente de la vista no es la miopía sino la presbicia. Miopía es ver bien de cerca y mal de lejos; presbicia, por el contrario, es ver bien de lejos, 10 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) pero mal de cerca. Aquel que ve la paja en el ojo del hermano y no ve la viga en el suyo ¡es uno que ve de lejos; pero, no ve de cerca! Es un présbita. El présbita, a veces, no consigue leer un escrito, incluso teniendo los caracteres grandes como vigas, teniéndolo a un palmo de los ojos. Jesús denuncia aquí una tendencia innata del hombre, que los antiguos moralistas han ilustrado con el cuento de las dos alforjas. En la reelaboración, que hace de ella, La Fontaine dice: «Cuando vienen a este valle lleva cada uno sobre sus espaldas una doble alforja. Dentro de la que está delante cada uno de nosotros pone de buena gana los defectos de los demás, y en la otra mete los suyos». Tenemos ojos de lince, nota el mismo autor, para darnos cuenta de los defectos del prójimo y somos topos ciegos cuando se trata de los nuestros. Simplemente, debemos cambiar las cosas: poner nuestros defectos en la alforja, que tenemos delante, y los defectos de los demás en la de atrás. Cuando esta enseñanza de la sabiduría popular viene hecha precisamente por Cristo en el Evangelio toma una motivación mucho más profunda. Se trata de un aspecto del mandamiento nuevo del amor. «¿De dónde viene, decía un antiguo Padre, toda esta nuestra manía de juzgarlo todo y a todos, si no es por la falta de amor? Si tuviésemos en nosotros un poco más de amor y de compasión, no nos preocuparíamos en mirar los pecados del prójimo, porque, como dice la Escritura: «El amor todo lo excusa» (1 Corintios 13, 7). Ciertamente, los santos no son ciegos y todos odian el pecado; y, sin embargo, no odian a quien lo comete, no juzgan, sino que le tienen compasión, le aconsejan, le consuelan, tienen cuidado de él como de un miembro enfermo, hacen todo lo posible para salvarlo» (Doroteo de Gaza). Si uno de nosotros tiene un pie enfermo, llagado, ciertamente, no lo desprecia, no pide que sea amputado de inmediato, sino que hace de todo cuanto puede para salvarlo, incluso si está a punto de tener gangrena. ¿No debiéramos hacer lo mismo de cara al hermano, que ha pecado, desde el momento en que «nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo los unos para los otros?» (Romanos 12,5). Con ello no se excluye la posibilidad ya veces, también, el deber de la corrección fraterna; se dice sólo que para que tenga éxito, es necesario primero quitar la viga de nuestro ojo. Esto es, quitar cualquier sentido de desprecio, de superioridad, de prevención; darnos cuenta que para movemos no ha de ser la ira o el resentimiento sino el deseo del bien del hermano o de la comunidad. En suma, no hay que condenar juntos al pecado y al pecador. ¡Qué aire nuevo se respiraría en la familia, incluso en la comunidad y en la sociedad, si nos esforzáramos en seguir un poco más estas exhortaciones del Evangelio! Ahora, veamos los consejos que nos da Jesús a propósito de la otra facultad nuestra, que es la palabra: «No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca». De cada acción nuestra se puede decir que es un fruto bueno o un fruto malo; pero, aquí, como indica la frase final, se discute sobre todo de lo que habla la boca, de las palabras. Ello se 11 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) deduce también del fragmento del Sirácida escuchado en la primera lectura: «El horno prueba la vasija del alfarero, el hombre se prueba en su razonar». Jesús enseña, sí, a juzgar al hombre por las palabras que dice; pero, también, a juzgar las palabras de aquel que las dice; enseña a calificar al árbol por los frutos; pero, también, juzga los frutos del árbol. Si un árbol malo, silvestre, lleva encima frutos buenos, brillantes, es necesario preguntarse si no son frutos artificiales y postizos. Cuando habla de frutos, Jesús no entiende sólo las palabras, sino, más globalmente, todo el modo de comportarse y de vivir. Las palabras pueden engañar a quien no conoce a la persona, no a quienes viven juntos. Con esta precisión, la observación de Jesús: «Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca» se manifiesta extraordinariamente verdadera y corresponde a la realidad. Basta simplemente observamos durante una conversación: de qué hablamos, sobre qué cosa tendemos siempre a llevar el discurso si no es a lo que nos está más cerca, junto al corazón, en aquel momento, lo que más nos turba o nos alegra. La lengua golpea donde el diente duele, dice el proverbio. Todo esto no debe quedar sólo a nivel de observación psicológica sino que debe servimos como criterio para juzgamos a nosotros mismos. Cuando nos damos cuenta de que todo lo que sale de nuestra boca, cada vez que hablamos sobre una cierta persona, es siempre negativo, crítico o sutilmente ambiguo, nos debemos preguntar si en nuestro corazón hay amor o, por el contrario, no hacia aquella persona: esto es, desprecio, resentimiento o envidia. El Apóstol nos exhorta: «No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen» (Efesios 4, 29). Las palabras «malas o dañosas», cargadas de sarcasmo o de reproche, que ponen siempre a la luz el lado débil del otro, tienen el mismo efecto que los filamentos gelatinosos de las medusas en el mar: donde se dejan caer hacen un agudo dolor y dejan un amoratado durante días y semanas. Palabras «buenas» en sentido absoluto son solamente las que Dios nos dirige a nosotros, como son las palabras evangélicas que hasta aquí hemos escuchado. Y, también, cuando corrigen, edifican, porque vienen de un corazón que nos ama. Por esto, podemos terminar con las palabras de la aclamación del Evangelio: «Señor, ábreme los labios y mi boca proclamará tu alabanza») (Salmo 51, 17) o las otras: «Abre, Señor, nuestro corazón y comprenderemos las palabras de tu Hijo». _________________________ PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes) Aprender de los errores El Señor llama hipócritas a los soberbios y orgullosos que no practican lo que predican, sino que dicen una cosa y hacen otra; a los que juzgan, difaman y dicen chismes de los demás, pero no reconocen sus propios errores; a los que ponen cargas muy pesadas a otros, pero ellos ni con un dedo quieren moverlas; a los que ven la paja en el ojo ajeno, pero no ven la viga en el propio. En la misma medida que midan serán medidos, no en este mundo, sino en su propio juicio, cuando tengan el alma desnuda frente al Justo Juez, que todo lo ve, todo lo sabe, todo lo conoce. Jesús es el Maestro, y el que lo sigue y aprende de Él es su discípulo. Su enseñanza es la perfección, para que los hombres puedan llegar a ser como Él, viviendo las virtudes y practicando la misericordia, siendo ejemplo, viviendo en coherencia con la fe y el Evangelio. 12 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) Aprende del Maestro a ser manso y humilde de corazón, a ser compasivo, y a soportar con paciencia los errores de los demás. Aprende tú de esos errores y de los tuyos, para que crezcas en virtud, y puedas entonces corregir a tus hermanos. Ten humildad, reconoce que tú también te equivocas, pide a Dios que les dé la gracia también a ellos, para que tengan paciencia y misericordia contigo. Tómate de la mano de María, la Madre de Dios. Ella es camino de perfección, modelo de todas las virtudes. El que va a Ella como hijo recibe su abrazo de Madre y, sin importar sus errores, siempre lo lleva a Jesús. _____________________ PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar) Hipocresía y respeto humano Antes de escuchar esta página de Evangelio, la liturgia, en la Aclamación al Evangelio, puso en nuestros labios un breve ruego: “Abre, Señor, nuestro corazón y comprenderemos las palabras de tu Hijo”. ¡Qué ruego necesario! Escuchamos algunas palabras del Señor aparentemente muy claras: un ciego no puede guiar a otro ciego; ¿por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano? No hay árbol bueno que dé frutos malos. Nunca como hoy el Evangelio nos parece tan comprensivo y obvio. Pero la comprensión que la liturgia nos hizo invocar es otra: no es tanto a nivel de inteligencia, cuanto de corazón; no es tanto un entender cuanto un comprender, o sea un abrazar con todo nuestro ser, un hacer nuestro las palabras. Estamos en la parte del Evangelio de Lucas que se abre con las bienaventuranzas y toma los grandes discursos sobre la ley nueva; no se puede tomar solamente un fragmento, como hacemos durante la Misa, porque el espíritu de Jesús, la novedad evangélica surge más bien del conjunto. Al “se dijo”, Jesús opone ahora su revolucionario “pero yo les digo”, que cumple y transforma, al mismo tiempo, la ley antigua. “Pero yo les digo a ustedes...”: así empezó a hablar ese día Jesús (cf. Lc. 6,27) y así nos dice ahora también a nosotros. ¡Qué nos dice exactamente? Se trata de tres temas: primero, un ciego no puede guiar a otro ciego; segundo, es celo errado querer quitar la paja del ojo del hermano cuando se tiene además una viga en el ojo propio; tercero, cada árbol se reconoce por los frutos, o sea cada hombre se reconoce por lo que es verdaderamente, no por las palabras que di ce sino por las obras que realiza. Cosa singular: Jesús muestra que dirige aquí a sus discípulos una serie de advertencias que, en otra oportunidad, había dirigido en forma de reprobación, a los fariseos: Son ciegos que guían a otros ciegos. Pero si un ciego guía a otro, los dos caerán en el pozo (Mt. 15,14); justamente, Jesús había gritado su “¡Hipócritas!” en varias oportunidades sobre todo a los fariseos. Y resulta que hoy esta terrible exclamación “¡Hipócrita!” la encontramos en un discurso dirigido a sus discípulos Y, por ende, también a nosotros: ¡Hipócrita! saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano. En torno de esta palabra debemos organizar hoy valientemente nuestro examen de conciencia, y dejarnos juzgar por el Evangelio. Tal vez por primera vez, nos veremos obligados a admitir, por más que nos desagrade, que somos todos hipócritas. Como casi todos los discursos de Cristo, también éste sobre la hipocresía puede tener dos explicaciones: una para toda la comunidad cristiana Y una para el creyente individual. No son pocos hoy los que se sienten llamados a denunciar la hipocresía de la Iglesia, especialmente de la Iglesia institucional, con nosotros los sacerdotes incluidos. La Iglesia —se afirma— dice y no hace; se 13 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) escandaliza de algunos males y calla otros; denuncia los pecados de la sociedad civil, como los de la injusticia social, sin tener, ella misma las manos totalmente limpias; se preocupa por salvar la vida no nacida, pero no hace otro tanto por salvar la vida y la supervivencia de quien ya nació. Cuando esta crítica no es pura polémica rencorosa e interesada, sino que viene de grupos e instancias proféticas que quieren sinceramente mejorar la Iglesia, debemos tomarlos en serio y dejarnos interpelar por ellos. A través de estas cosas, es Cristo mismo el que llama a la Iglesia a purificarse cada vez más para adecuarse a su palabra. Uno de los motivos que llevó a Jesús a gritar a los jefes del judaísmo de su tiempo su terrible” ¡Hipócritas!” fue que ellos no sabían, o no que rían, reconocer los signos de los tiempos (cf. Lc. 12, 54ssq.). “La Iglesia —se lee en un texto del Vaticano II— confiesa que obtuvo y puede obtener mucho provecho incluso de la oposición de los que la combaten y la persiguen” (GS 44). Sin embargo, nosotros los cristianos no haríamos más que perpetuar el error de querer quitar la paja del ojo ajeno, sin sacar la viga del nuestro, si nos limitáramos a hacer un discurso sobre la hipocresía de la sociedad o de la Iglesia, sin bajar nunca a nosotros mismos y a nuestra hipocresía multiforme. Una sociedad hipócrita es el resultado de individuos hipócritas, del mismo modo que un lago contaminado es producto de muchas gotas de agua sucias. El Eclesiastés, en la primera lectura, nos exhortó hoy justamente a esta auto crítica personalísima: Cuando se agita la criba, quedan los residuos: así los desechos de un hombre aparecen en sus palabras. Echemos un vistazo, entonces, al Evangelio para ver cuáles son, según Jesús, las principales manifestaciones de la hipocresía y si no se encuentran, tal vez, todas, alguna más o alguna menos, en nuestra vida. El primer caso es el escuchado en el trozo que leímos hoy: hipócrita es aquel que encuentra siempre algo que decir sobre los demás, empezando tal vez por el amigo o la amiga más íntimos, y nunca se pregunta si lo que detesta en los otros —la vanidad, el egoísmo, la avaricia, la insinceridad, la ambición— no se encuentran, en medida aún mayor, en sí mismo. Hipócrita —dice Jesús en otro contexto— es aquel que impone a los demás cargas morales gravísimas, que pretende que los demás no se quejen, que nunca se inquieten, que nunca exijan reivindicaciones, que nunca digan que están cansados, y sí les reconozcan, en todo momento, esos derechos a ellos (cf. Mt. 23,4). Hipócrita — dice además Jesús— es aquel que paga el diezmo de las pequeñas cosechas, pero descuidan las cosas realmente importantes de la ley: la justicia hacia los pobres, la misericordia y la fidelidad (cf. Mt. 23,23). Aquí nos descubrimos realmente todos parientes cercanos de los fariseos. Cuántos cristianos creen estar bien frente a Dios porque pagan el diezmo de la menta y el hinojo, o sea porque dan una ofrenda, tal vez miserable, al párroco que pasa a bendecir su casa, porque encienden cada tanto una vela a san Antonio, porque financian una obra pía, pero no se plantean nunca el problema de si son justos con la familia, con los propios dependientes, si no devoran también ellos las casas de las viudas, imponiendo alquileres intolerables, si ejercitan de veras la misericordia con los hombres y la fidelidad a Dios. Hablando de la limosna y la oración, Jesús saca a relucir la raíz última y la médula de la hipocresía que es la de ser vistos por los hombres: Por lo tanto, cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti, como hacen los hipócritas...para ser honrados por los hombres... Cuando ustedes oren, no hagan como los hipócritas: a ellos les gusta orar de pie... para ser vistos (Mt. 6, 2.5). Mateo, el publicano, fue el más atento en registrar a todos estos “¡Hipócritas!” enumerados por Jesús; se ha dicho que él es el evangelista de la Iglesia, que escribe para la Iglesia; por eso, estos que escuchamos los recogió más para nosotros que para los fariseos. ¿De qué nos enseña, entonces, a huir el Señor en todos es tos textos contra los hipócritas? ¿Qué es la hipocresía? Es el intento de burlarse de Dios; es la falsedad del corazón, la ilusión de 14 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) contentar a Dios con las apariencias, casi ilusionándonos de que pueda engañarse y tomar por bueno lo que no lo es. Entre los hombres, esta es una actitud que llamamos de astucia, de viveza, de doblez. El hipócrita es, en el fondo, un falsario, alguien que intenta pagarle a Dios con moneda falsa, alguien que honra con los labios, mientras su corazón está lejos de Dios (cf. Mt. 15,8). Sobre los hipócritas, el Evangelio pronuncia la más terrible de las amenazas: Les aseguro que ya tienen su recompensa (Mt. 6,2). Como decir: Dios ya no les debe nada. Cuando es una actitud consciente y querida (cosa que ocurre rara vez), es verdadera mente un pecado terrible; es, en la práctica, un ateísmo, porque significa creer en un Dios que tiene ojos, pero no ve, tiene oídos pero no oye; es olvidar que el Dios bíblico es un Dios viviente y santo que escudriña en los corazones y lee los pensamientos antes de que se formen en la mente. San Pablo, en su carta, tiene estas palabras encendidas: No se engañen: nadie se burla de Dios (Gal. 6,7). La hipocresía, es por eso ante todo una ingenuidad, una insensatez, una mentira de patas cortas, destinada a ser puesta al desnudo por Dios ya en esta vida. No obstante, no se puede hablar de la hipocresía hoy sin denunciar la “nueva hipocresía de los tiempos modernos”, una hipocresía al revés. “En un tiempo, la gente fingía ser mejor de lo que era; ahora, en cambio, finge ser peor. En un tiempo, los hombres aseguraban que iban a Misa el domingo, aunque no fueran; ahora, en cambio, cuentan que el domingo van a jugar al golf y quién sabe lo mal que se sentirían si sus amigos descubrieran que, por el contrario, van a la iglesia. En otras palabras, la hipocresía, en una época era el tributo que el vicio pagaba a la virtud, mientras que ahora es el tributo que la virtud’ paga al vicio” (B. Marshall). Se podrían mencionar, en este sentido, todas las formas extrañas que cierta gente, especialmente los jóvenes, pone en práctica actualmente para parecer más desprejuiciada de lo que en realidad es. Una nueva hipocresía, desconocida para el Evangelio, se decía; nueva, no obstante, hasta cierto punto; es antiquísima, si la llamamos con su nombre más habitual que es respeto humano. Entre las palabras ciertamente auténticas de Jesús, hay una que dice: Porque si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su padre con sus santos ángeles (Mc. 8,38). La palabra de Dios nos condujo a través de una saludable autocrítica; a partir de ella debe surgir en nosotros un deseo intenso de ser verdaderamente “honestos con Dios”, de caminar para adelante hacia él “con los panes sin levadura de la pureza y la verdad” (cf. 1 Cor. 5,8). Cuando, al final del “Padrenuestro” decimos hoy: “Líbranos del mal”, de ese mal debemos pedir la liberación: del mal de la hipocresía. Pero no podemos obtenerlo de nosotros; Jesús es el pan por excelencia de sinceridad y de verdad: viniendo a nosotros él puede volvernos transparentes en las intenciones y puros en el corazón; puede hacer de nosotros un nuevo alimento; por eso, de hecho, Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado (1 Cor. 5,7). _________________________ BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org) Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica «Sí, sí... No, no» (Mt 5,37) I. LA PALABRA DE DIOS Si 27, 4-7: No alabes a nadie antes de que razone Sal 91, 2-3.13-14.15-16: Es bueno dar gracias al Señor 15 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) 1 Co 15, 54-58: Nos da la victoria por Nuestro Señor Jesucristo Lc 6,39-45: Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca II. LA FE DE LA IGLESIA «El octavo mandamiento prohíbe falsear la verdad en las relaciones con el prójimo. Este precepto moral se deriva de la vocación del pueblo santo a ser testigo de su Dios, que es y que quiere la verdad. Las ofensas a la verdad expresan, mediante palabras o actos, una negación a comprometerse en la rectitud moral: son infidelidades fundamentales frente a Dios y, en este sentido, socaban las bases de la Alianza» (2464). «La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse verdadero en sus juicios y en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía» (2505). III. TESTIMONIO CRISTIANO «Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla; y si no la puede salvar, inquirirá cómo la entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve» (S. Ignacio de Loyola, ex. spir. 22) (2478). El cristiano «no debe avergonzarse de dar testimonio del Señor» (2 Tm 1,8) en obras y palabras. El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe (2506). IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA A. Apunte bíblico-litúrgico Exhortaciones morales de Jesús dentro del «sermón» o discurso que está siguiendo la liturgia de estos domingos. Hoy se habla acerca del juicio sobre el prójimo y de la presunción e hipocresía: 8.o Mandamiento de la Ley de Dios. En el Antiguo Testamento sabios consejos enseñan a no precipitarse en el juicio de los demás hasta observar bien su razonamiento y coherencia. La segunda lectura concluye la primera carta a los Corintios que en el cap. 15 ha tratado sobre la resurrección de Cristo y de los muertos. El texto es un himno a la victoria de Cristo sobre la muerte. B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica La fe: Vivir en la Verdad. Dios es veraz. Jesús es «la verdad»: 2465-2470. La respuesta: Dar testimonio de la Verdad: 2471-2474. Las ofensas a la verdad: 2475-2487. C. Otras sugerencias La meta y el camino de la vida moral cristiana se concreta cada día, en las relaciones sociales cotidianas y en el pensar, hablar y actuar sobre la veracidad de nuestra vida y del juicio verdadero que tenemos del prójimo. Es el 8º Mandamiento de la Ley de Dios. Una concreción de los expuesto en domingos anteriores. 16 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) Tanto los sabios consejos del Antiguo Testamento, como, sobre todo, la enseñanza de Jesús nos exhortan a revisarnos en la hipocresía, simulación y juicios sobre el prójimo. Son actitudes y actos que rebosan de un corazón que no conoce la Verdad. Cristo, el vencedor del pecado y de la muerte, es la Verdad y el testigo fiel. Camino, Verdad y Vida para el hombre. ___________________________ HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org) El triunfo sobre la muerte – La muerte, consecuencia del pecado. De esta vida sólo nos llevaremos el mérito de las buenas obras y el débito de los pecados. I. Nos enseña San Pablo en la Segunda lectura de la Misa1 que cuando el cuerpo resucitado y glorioso se revista de inmortalidad, la muerte será definitivamente vencida. Entonces podremos preguntar: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Pues el aguijón de la muerte es el pecado... Fue el pecado quien introdujo la muerte en el mundo. Cuando Dios creó al hombre, junto con los dones sobrenaturales de la gracia le otorgó también otros dones que perfeccionaban la naturaleza en su mismo orden. Entre ellos figuraba el de la inmortalidad corporal, que nuestros primeros padres debían transmitir con la vida a su descendencia. El pecado de origen llevó consigo la pérdida de la amistad con Dios y de este don de la inmortalidad. La muerte, estipendio y paga del pecado2, entró en un mundo que había sido concebido para la vida. La Revelación nos enseña que Dios no hizo la muerte ni se goza en la pérdida de los vivientes3. Pero, con el pecado, la muerte llegó para todos: “lo mismo muere el justo y el impío, el bueno y el malo, el limpio y el sucio, el que ofrece sacrificios y el que no. La misma suerte corre el bueno y el que peca. El que jura, lo mismo que el que teme el juramento. De igual modo se reducen a pavesas y a cenizas hombres y animales”4. Todo lo material se acabará: cada cosa a su hora. El mundo corpóreo y cuanto existe en él está abocado a un fin. También nosotros. Con la muerte, el hombre pierde todo lo que tuvo en la vida. Como al rico de la parábola, el Señor dirá al que sólo ha pensado en sí mismo, en su bienestar y comodidad: ¡Insensato!... ¿De quién será cuanto has acumulado?5. Cada uno llevará consigo, solamente, el mérito de sus buenas obras y el débito de sus pecados. Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor. Ya desde ahora dice el Espíritu que descansen de sus trabajos, puesto que sus obras los acompañan6. Con la muerte termina la posibilidad de merecer para la vida eterna, según advertía el Señor: luego viene la noche, cuando nadie puede trabajar7. Con la muerte, la voluntad se fija en el bien o en el mal para siempre; queda en la amistad con Dios o en el rechazo de su misericordia por toda la eternidad. La meditación de nuestro final en este mundo nos mueve a reaccionar ante la tibieza, ante la posible desgana en las cosas de Dios, ante el apegamiento a las cosas de aquí abajo, que bien pronto 1 1Co 15, 54 - 58. Rm 6, 23. 3 Sb 1, 13 - 14. 4 SAN JERONIMO, Epístola 39, 3. 5 Lc 12, 20 - 21. 6 Ap 14, 13. 7 Jn 9, 4. 2 17 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) hemos de dejar; nos ayuda a santificar el trabajo y a comprender que esta vida es un tiempo, corto, para merecer. Recordamos hoy que somos barro que perece, pero también sabemos que hemos sido creados para la eternidad, que el alma no muere jamás y que nuestros propios cuerpos resucitarán gloriosos un día para unirse de nuevo al alma. Y esto nos llena de alegría y de paz y nos mueve a vivir como hijos de Dios en el mundo. – Sentido cristiano de la muerte. II. Con la Resurrección de Cristo, la muerte ha sido vencida: ya no tiene esclavizado al hombre; es éste quien la tiene bajo su dominio8. Y esta soberanía la alcanzamos en la medida en que estamos unidos a Aquel posee las llaves de la muerte9. La auténtica muerte la constituye el pecado, que es la tremenda separación -el alma separada de Dios-, junto a la cual la otra separación, la del cuerpo y el alma, es menos importante y, además, provisional. Quien cree en mí -dice el Señor-, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás10. “En Cristo, la muerte ha perdido su poder, le ha sido arrebatado su aguijón, la muerte ha sido derrotada. Esta verdad de nuestra fe puede parecer paradójica cuando a nuestro alrededor vemos todavía hombres afligidos por la certeza de la muerte y confundidos por el tormento del dolor. Ciertamente, el dolor y la muerte desconciertan al espíritu humano y siguen siendo un enigma para aquellos que no creen en Dios, pero por la fe sabemos que serán vencidos, que la victoria se ha logrado ya en la muerte y resurrección de Jesucristo, nuestro Redentor”11. El materialismo, en sus diversos planteamientos a lo largo de los tiempos, al negar la subsistencia del alma después de la muerte, trata de calmar el ansia de eternidad que Dios ha puesto en el corazón humano, aquietando las conciencias con el consuelo de pervivir a través de las obras que se hayan dejado, y en el recuerdo y el afecto de los que aún viven en el mundo. Es bueno que quienes vengan detrás nos recuerden, pero el Señor nos enseña más: No temáis a los que matan el cuerpo, y no pueden matar el alma: temed más bien al que puede arrojar alma y cuerpo en el infierno12. Éste es el santo temor de Dios, que tanto nos puede ayudar en ocasiones a alejarnos del pecado. Para toda criatura, la muerte es un trance difícil, pero después de la Redención obrada por Cristo, ese momento tiene una significación completamente distinta. Ya no es sólo el duro tributo que todo hombre ha de pagar por el pecado como justa pena por la culpa; es, sobre todo, la culminación de la entrega en manos de nuestro Redentor, el tránsito de este mundo al Padre13; el paso a una vida nueva de eterna felicidad. Si somos fieles a Cristo, podremos decir con el Salmista: aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno, porque Tú estás conmigo14. Esta serenidad y optimismo ante el momento final nacen de la firme esperanza en Jesucristo, que quiso asumir íntegramente la naturaleza humana, con sus flaquezas, a excepción del pecado15, para destruir por su muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a aquellos que por el 8 1Co 3, 2. Ap 1, 18. 10 Jn 11, 25 - 26. 11 SAN JUAN PABLO II, Homilía 16 - II - 1981. 12 Mt 10, 28. 13 Cfr. Jn 13, 1. 14 Sal 23, 4. 15 Cfr. Hb 4, 15. 9 18 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) temor de la muerte andaban sujetos a servidumbre16. Por eso enseña San Agustín que “nuestra herencia es la muerte de Cristo”17: por ella podemos alcanzar la Vida. La incertidumbre de nuestro fin debe empujarnos a confiar en la misericordia divina y a ser muy fieles a la vocación recibida, gastando nuestra vida en servicio de Dios y de la Iglesia allí donde estemos. Siempre debemos tener presente, y de modo particular cuando llegue ese momento último, que el Señor es un buen Padre, lleno de ternura por sus hijos. ¡Es nuestro Padre Dios quien nos dará la bienvenida! ¡Es Cristo quien nos dice: Ven, bendito de mi Padre...! La amistad con Jesucristo, el sentido cristiano de la vida, el sabernos hijos de Dios, nos permitirán ver y aceptar la muerte con serenidad: será el encuentro de un hijo con su Padre, a quien ha procurado servir a lo largo de esta vida. Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno, porque Tú estás conmigo. – Frutos de la meditación sobre las postrimerías. III. La Iglesia recomienda la meditación de los Novísimos, pues de su consideración podemos sacar muchos frutos. El pensamiento de la brevedad de la vida no nos aleja de los asuntos que el Señor ha puesto en nuestras manos: familia, trabajo, aficiones nobles... Nos ayuda a estar desprendidos de los bienes, a situarlos en el lugar que les corresponde, y a santificar todas las realidades terrenas, con las que hemos de ganarnos el Cielo. Cuando muera un amigo, un familiar, una persona querida, puede ser un momento oportuno, entre otros, para llevar a nuestra consideración estas verdades ineludibles. El Señor se presentará quizá cuando menos lo pensemos: vendrá como ladrón en la noche18, y debe hallarnos dispuestos, vigilantes, desprendidos de lo terreno. Aferrarse a las cosas de aquí abajo cuando hemos de dejarlas tan pronto sería un grave error. Hemos de caminar con los pies en la tierra, estamos en medio del mundo y a eso nos llama la vocación de cristianos, pero sin olvidar que somos caminantes que tienen la vista en Cristo y en su Reino, que será lo definitivo. Debemos vivir todos los días con la conciencia de ser peregrinos que se dirigen -muy deprisa- hacia el encuentro de Dios. Cada mañana damos un paso más hacia Él, cada tarde nos encontramos más cerca. Por eso viviremos como si el Señor fuera a llamarnos enseguida. La incertidumbre en que quiso dejar el Señor el fin de nuestra vida terrena nos ayuda a vivir cada jornada como si fuera la última, preparados siempre y dispuestos a “cambiar de casa”19. De todas formas, ese día “no puede estar muy lejos”20; cualquier día puede ser el último. Hoy han muerto miles de personas en circunstancias diversísimas; posiblemente, muchas jamás imaginaron que ya no tendrían más tiempo para merecer. Cada día nuestro es una hoja en blanco en la que podemos escribir maravillas o llenarla de errores y manchas. Y no sabemos cuántas páginas faltan para el final del libro, que un día verá nuestro Señor. La amistad con Jesucristo, el amor a nuestra Madre María, el sentido cristiano con que nos hemos empeñado en vivir la existencia, nos permitirán ver con serenidad nuestro encuentro definitivo con Dios. San José, abogado de la buena muerte, que tuvo a su lado la dulce compañía de Jesús y María a la hora de su tránsito de este mundo, nos enseñará a preparar día a día ese encuentro inefable con nuestro Padre Dios. 16 Hb 2, 14 - 15. SAN AGUSTIN, Epístola2, 94. 18 1Ts 5, 2. 19 Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 744. 20 SAN JERÓNIMO, Epístola 60, 14 17 19 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) San Pablo se despide de los primeros cristianos de Corinto con estas palabras consoladoras con las que termina la Primera lectura. Podemos considerarlas nosotros como dirigidas a cada uno en particular: Por tanto, amados hermanos míos, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, sabiendo que vuestro trabajo no es en vano en el Señor. Madre nuestra -acudimos, para terminar nuestra oración, a la Virgen Santísima-, alcánzanos de tu Hijo la gracia de tener siempre presente la meta del Cielo en todos nuestros quehaceres: trabajar con empeño, con la mirada puesta en la eternidad: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. ____________________________ Dr. Johannes VILAR (Köln, Alemania) (www.evangeli.net) «El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno» Hoy hay sed de Dios, hay frenesí por encontrar un sentido a la existencia y a la actuación propias. El boom del interés esotérico lo demuestra, pero las teorías auto-redentoras no sirven. A través del profeta Jeremías, Dios lamenta que su pueblo haya cometido dos males: le abandonaron a Él, fuente de aguas vivas, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados, que no retienen el agua (cf. Jer 2,13). Hay quienes vagan entre medio de pseudo-filosofías y pseudo-religiones —ciegos que guían a otros ciegos (cf. Lc 6,39)— hasta que descorazonados, como san Agustín, con el esfuerzo proprio y la gracia de Dios, se convierten, porque descubren la coherencia y trascendencia de la fe revelada. En palabras de san Josemaría Escrivá, «La gente tiene una visión plana, pegada a la tierra, de dos dimensiones. —Cuando vivas vida sobrenatural obtendrás de Dios la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen». Benedicto XVI iluminó muchísimos aspectos de la fe con textos científicos y textos pastorales llenos de sugerencias, como su trilogía “Jesús de Nazaret”. He observado cómo muchos no-católicos se orientan en sus enseñanzas (y en las de san Juan Pablo II). Esto no es casual, pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, no hay árbol malo que dé fruto bueno (cf. Lc 6,43). Se podrían dar grandes pasos en el ecumenismo, si hubiere más buena voluntad y más amor a la Verdad (muchos no se convierten por prejuicios y ataduras sociales, que no deberían ser freno alguno, pero lo son). En cualquier caso, demos gracias a Dios por esos regalos (Juan Pablo II no dudaba en afirmar que Concilio Vaticano II es el gran regalo de Dios a la Iglesia en el siglo XX); y pidamos por la Unidad, la gran intención de Jesucristo, por la que Él mismo rezó en su Última Cena. ___________________________ EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís Pedir perdón y perdonar «Sean misericordiosos como el Padre es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados, perdonen y serán perdonados» (Lc 6, 36-37). Eso dice Jesús. Te lo dice a ti, sacerdote. Te lo pide a ti, sacerdote. Te lo manda a ti, sacerdote. 20 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) Te lo exige a ti, sacerdote. Porque te ama. Y Él también te dice que con la misma medida con que midas tú, serás medido, sacerdote. Ama, y el Padre te amará y vendrá a ti, y serás con Él una sola cosa. Ora al Padre y pídele, sacerdote, misericordia, para que tengas que dar. Porque al que da, se le dará. Perdona los pecados de los hombres, porque si tú no perdonas, tus pecados tampoco serán perdonados. Tú tienes el poder, sacerdote, porque los pecados que tú perdones a los hombres, les quedarán perdonados, pero los que no les perdones, les quedarán sin perdonar. Esa, sacerdote es una gran responsabilidad. Pero no estás solo, sacerdote. Tu Señor te dice: yo te ayudo. Ora, sacerdote, al Padre, como Jesús te enseñó, para que sepas discernir, para que sepas corregir, para que sepas enseñar y aconsejar, para que sepas tú primero, lo que está bien y lo que está mal, y puedas regir a su pueblo, guiándolo al camino de la vida, con la verdad. Todos los pecados, sacerdote, y las blasfemias contra el Hijo de Dios se pueden perdonar, pero los pecados y las blasfemias contra el Espíritu Santo, esos, sacerdote, no se pueden perdonar. Ora, sacerdote, y pide perdón por tus pecados y por los pecados del pueblo de Dios. Pide para ellos compasión, pide alimento, pide sustento y providencia, pide lo que ellos no saben pedir, y pídelo también para ti. Santifica, sacerdote, el nombre de tu Señor, y cumple su voluntad construyendo su Reino en la Tierra, porque eso es lo que Él te pide. Pero pide, sacerdote, en conciencia, y pide bien, en el nombre de tu Señor, porque todo lo que pidas en su nombre, el Padre te lo concederá, pero de todo eso te pedirá cuentas. Pero pide, sacerdote, no dejes nunca de pedir, pide mucho, con insistencia, para el pueblo de Dios y para ti. Acuérdate que está escrito que al que mucho se le da, mucho se le pedirá, pero al que no tiene hasta ese poco se le quitará. No recites palabras, sacerdote, porque a las palabras se las lleva el viento. Ora con palabras de tu boca, pero con la intención y pureza de tu corazón. Y pídele a tu Señor un corazón generoso y humilde, contrito y humillado que Él no desprecia, que sepa perdonar, para que sea perdonado, que sea fortalecido, para que pueda resistir y no caiga en la tentación, y sea librado de todo pecado. Pídeselo con pureza de intención y con todas tus fuerzas, amando a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo. Entonces, sacerdote, todo lo que pidas te será concedido. 21 Domingo VIII del Tiempo Ordinario (C) Pero pide primero la gracia de la fe. Una fe fuerte, invencible, que dé testimonio de aquel en el que crees, que contagie, que convenza, que lleve a otros a creer en aquel en el que tú crees y por quién han sido hechas nuevas todas las cosas. Pide la fe para que sepas pedir bien, porque aquel en el que crees es el Bien, y es el único que puede darte el bien, hacerte bien, y transformarte en el Bien. Póstrate, sacerdote, ante tu Señor. Perdona a su pueblo y pídele perdón por las veces que has dudado, por las veces que lo has traicionado cuando no has creído, y no has agradecido, y no has adorado a tu Señor sacramentado, que es Eucaristía. Pídele perdón y pídele la conversión de tu corazón, y perdona sacerdote los pecados de los hombres y pide tú también perdón en el confesionario. Eso es lo que te dice tu Señor, eso es lo que te pide tu Señor, eso es lo que te manda tu Señor, eso es lo que te exige tu Señor. Ese es el poder y la misericordia que Él te ha dado, porque te ama. Perdona a su pueblo, sacerdote, y tú también serás perdonado. (Espada de Dos Filos I, n. 63) (Para pedir una suscripción gratuita por email del envío diario de “Espada de Dos Filos”, facebook.com/espada.de.dos.filos12- enviar nombre y dirección a: espada.de.dos.filos12@gmail.com) _____________________ NUESTRAS REDES SOCIALES: +52 1 81 1600 7552 www.lacompañiademaria.com La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes Espada de Dos Filos Lacompaniademaria lacompaniademaria01@gmail.com espada.de.dos.filos12@gmail.com La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes 22