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FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO VIDAS IMAGINARIAS DE LOS SIGLOS XVI Y XVII CON PRIVILEGIO . EN NEW YORK . IDEA . 2020 EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO VIDAS IMAGINARIAS DE LOS SIGLOS XVI Y XVII FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA NEW YORK, IDEA, 2020 INSTITUTO DE ESTUDIOS AURISECULARES (IDEA) COLECCIÓN «BATIHOJA», 67 CONSEJO EDITOR: DIRECTOR:VICTORIANO RONCERO (STATE UNIVERSITY OF NEW YORK-SUNY AT STONY BROOK, ESTADOS UNIDOS) SUBDIRECTOR: ABRAHAM MADROÑAL (CSIC-CENTRO DE CIENCIAS HUMANAS Y SOCIALES, ESPAÑA) SECRETARIO: CARLOS MATA INDURÁIN (GRISO-UNIVERSIDAD DE NAVARRA, ESPAÑA) CONSEJO ASESOR: WOLFRAM AICHINGER (UNIVERSITÄT WIEN, AUSTRIA) TAPSIR BA (UNIVERSITÉ CHEIKH ANTA DIOP, SENEGAL) SHOJI BANDO (KYOTO UNIVERSITY OF FOREIGN STUDIES, JAPÓN) ENRICA CANCELLIERE (UNIVERSITÀ DEGLI STUDI DI PALERMO, ITALIA) PIERRE CIVIL (UNIVERSITÉ DE LE SORBONNE NOUVELLE-PARÍS III, FRANCIA) RUTH FINE (THE HEBREW UNIVERSITY-JERUSALEM, ISRAEL) LUCE LÓPEZ-BARALT (UNIVERSIDAD DE PUERTO RICO, PUERTO RICO) ANTÓNIO APOLINÁRIO LOURENÇO (UNIVERSIDADE DE COIMBRA, PORTUGAL) VIBHA MAURYA (UNIVERSITY OF DELHI, INDIA) ROSA PERELMUTER (UNIVERSITY OF NORTH CAROLINA AT CHAPEL HILL, ESTADOS UNIDOS) GONZALO PONTÓN (UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA, ESPAÑA) FRANCISCO RICO (UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA, ESPAÑA / REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, ESPAÑA) GUILLERMO SERÉS (UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA, ESPAÑA) CHRISTOPH STROSETZKI (UNIVERSITÄT MÜNSTER, ALEMANIA) HÉLÈNE TROPÉ (UNIVERSITÉ DE LE SORBONNE NOUVELLE-PARÍS III, FRANCIA) GERMÁN VEGA GARCÍA-LUENGOS (UNIVERSIDAD DE VALLADOLID, ESPAÑA) EDWIN WILLIAMSON (UNIVERSITY OF OXFORD, REINO UNIDO) Impresión: Ulzama Digital. © Del autor ISBN: 978-1-938795-68-8 Depósito Legal: M-7717-2020 New York, IDEA/IGAS, 2020 A la memoria de Julio Picasso Muñoz, humanista, al que le hubiera gustado leer algo así ÍNDICE Naturalmente, un testamento: Garcilaso de la Vega, poeta toledano .......................................................................... 11 Hijo del Sol: Pedro Rojas, capitán de artillería ..................... 15 Almadén: Mateo Alemán, contador .......................................... 23 Una visita real: Ana, personaje pastoril .................................... 33 Un ajuar para Beatriz: Garcilaso Inca de la Vega, historiador ................................................................................ 43 Un encargo académico: don Alonso de Castillo Solórzano, poeta de burlas ....................................................... 51 El pesquisidor de figuras: Alonso J. de Salas Barbadillo, autor satírico ............................................................................ 61 Coloquio intitulado «Un mundo propio»: Mariana de Caravajal y Saavedra, novelista ............................ 71 Epílogo: notas sueltas para aficionados al Siglo de Oro ........ 81 NATURALMENTE, UN TESTAMENTO GARCILASO DE LA VEGA, POETA TOLEDANO El testamento del maestre de campo y poeta toledano Garcilaso de la Vega sigue las convenciones de estos documentos, llenos de formulismos y la morosidad del estilo notarial. De su lectura, queda la imagen de un Garcilaso piadoso, como lo era cualquier sujeto de su época contemplando el tránsito de la muerte, y de caballero memorioso dispuesto a honrar sus deudas (hasta aquella que tiene con un hombre que en la guerra de Navarra le prestó un caballo), a las que destina la última parte de su testamento. En esa sección, para la que nombra un albacea que asuma a su nombre todas las gestiones financieras necesarias (pagar tanto a este, otro tanto a aquel), se encuentra este párrafo, que desata la imaginación: Yo creo que soy en cargo a una moza de su honestidad. Llámase Elvira, pienso que es natural de La Torre u del Almendral, lugares de Extremadura, a la cual conoce don Francisco, mi hermano, u Bariana el alcaide que era de los Arcos u Parra su mujer; estos dirán quién es. Envíen allá una persona honesta y de buena conciencia que sepa de ella si yo le soy en el cargo sobredicho, y si yo le fuere en él, denle diez mil maravedís, y si fuese casada, téngase consideración con esta diligencia a lo que toca a su honra y a su peligro. ¿Quién habrá sido exactamente Elvira? Imagino a una muchacha hermosa, es decir ‘robusta y llena de vida’ (como aún se dice en castizo hablando de niños y de fruta), que vivía en un lugar, o sea una ‘aldea pequeña’ (La Torre o El Almendral, Garcilaso no lo recuerda), en labores agrícolas ligeras (ayudar en la cosecha o arrancar la mala hierba) u 12 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA ocupándose de amasar el pan o ayudando a su madre a hacer la morcilla. ¿Sería linda en su aspecto rústico? Quizás tenía el cabello castaño oscuro con destellos rubios o mantenía una tez clara, no tan herida aún por el sol. La pienso dulce en su trato, con una voz suave y cariñosa, acostumbrada a guardar silencio cuando hablaban sus mayores y las personas que no conocía. A esta Elvira debió conocer un joven Garcilaso, señorito de Toledo que venía a visitar los predios familiares. ¿Se habrá enamorado entonces aquel caballero destinado a una vida de viajes, poesía, guerra, y charla intelectual y refinada entre salones y jardines? ¿O habrá sido solo una aventura, un lance de una noche, lo que groseramente llaman ahora un calentón, un triste episodio de estupro, quizás, de arrinconar a la muchacha inocente contra la pared cuando iba al corral, al anochecer, a alimentar a las gallinas? También podemos imaginar una trama algo más conmovedora: la del señorito de la ciudad que se ilusiona con un amor así de rústico y hasta piensa, en sus sueños, sacar a Elvira de ese entorno, darle una educación y llevarla a Toledo. Casarse con ella estaba fuera de toda posibilidad, pero quizás estar amancebado algunos años, darle dinero y ubicarla en una ocupación decente, como que entrase a servir a una casa de familia. En suma, darle un futuro mejor que romperse las espaldas y las manos con el áspero trabajo del campo al que estaba destinada. Lamentablemente, no sabemos más que lo dicho por Garcilaso en su testamento. Pensemos que Elvira salió embarazada de él, que ella y su familia tuvieron que cargar con esa deshonra en secreto. Digamos que la madre de Elvira rondaba los cuarenta años y que alcanzó a fingir un embarazo para encubrir el de su hija y esta crio a su vástago como si fuera, para todo el mundo, un su hermanico. O digamos que al irse el señorito Garcilaso, Elvira conoció a un mozo de mulas o, mejor, al hijo del zapatero de la aldea. Imaginemos que ella se dejó seducir por un galán así de humilde, sabiendo que tenía más chances de matrimonio con él y resarcir su deshonra de esa manera. Entonces el muchacho, un villano o el hijo de un oficial, llamémosle Gil, habrá creído que, en efecto, él y no otro era responsable de esa hinchazón de vientre. A continuación, se casan y Elvira puede respirar tranquila. El niño sale hermoso, su padre postizo lo quiere como suyo y hasta cree que esos cabellos castaños son herencia de su madre y no del señorito toledano. Y pasan diez, quince… veinte años, que no son nada para la veloz saeta que es el tiempo. El buen Gil, marido de Elvira, ha muerto de cuartanas. Su hijo, a quien llamaron Pedro, el auténtico hijo de Garcilaso de la Vega, le ha sucedido en el oficio de zapatero y es diestro estirando el cuero EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 13 con los dientes. En todo este tiempo, Elvira ha tenido seis hijos más. Dos de ellos murieron al poco de nacer. De los cuatro restantes, uno entró a ayudar en la misa, el cura del pueblo le enseñó algunos latines y ahora quiere estudiar. ¿Pero cómo? ¿Con qué dinero si apenas alcanza para comer y vestir, con lo pobre que se ha vuelto Extremadura? El otro hijo se conforma con ser un gañán y solo espera recibir en herencia el campo del padre de Elvira, su abuelo. La hija mayor de Elvira, Teresa, tiene dieciséis años y es tan linda como la propia Elvira a esa edad.Y eso es lo que más miedo le da a su madre: quiere protegerla a toda costa de algún tropiezo como el que ella misma tuvo, porque tal vez Teresica no llegue a tener la buena fortuna que Elvira sí. Su otra hija quiere ser monja, pero ¿con qué dinero tomar el velo? Sería más fácil convencer al cura del pueblo de que le facilite el ingreso como sirvienta en el convento de las clarisas en Badajoz. Esa es la coyuntura en la que se encuentra Elvira cuando llega a su aldea Juan de Ibárcena, el delegado del finado Garcilaso para enderezar el entuerto y, de ser necesario, saldar la deuda del toledano. Como su marido el zapatero ha muerto, Ibárcena puede visitar a Elvira en su humilde rincón. Le acompañan Bariana y Parra, su mujer, quienes le explican a Elvira que el señor Ibárcena viene de Toledo para preguntarle algo. Ella, que ahora es una mujer que ha perdido el talle y a la que le asoma un bozo que revela su entrada al climaterio, no entiende. Solo cuando escucha el nombre Garcilaso de la Vega su mirada cambia y la boca se desencaja. Llevaba veinte años sin escucharlo y es como abrir la puerta de una habitación abandonada y llena de polvo.Y ese olor rancio, húmedo y vetusto le cierra el pecho, las piernas le flaquean y no sabe qué hacer. Por ahora solo atina a hacerles pasar y tomar asiento junto al fuego. El señor Ibárcena le dice que tiene que responderle con la verdad, ya que lo que le diga involucra el honor de un caballero. Como tiene que rendir cuentas al albacea de Garcilaso, el letrado saca unos folios, afila la pluma y está dispuesto a escuchar y tomar notas. La tarde recién empieza y hay mucho que contar. HIJO DEL SOL PEDRO ROJAS, CAPITÁN DE ARTILLERÍA Hacia 1553, Pedro Rojas pasaba una descansada vida en Peñafiel, su patria. Tenía el hidalgo poco más de cincuenta años y era veterano de la conquista de México, en la que había participado en la famosa hueste de cuatrocientos hombres dirigida por Hernán Cortés. Con el marqués de Valle, precisamente, se había embarcado de vuelta a España, en 1541, sin saber que ninguno de los dos volvería a las Indias. Cortés lo respetaba porque era hidalgo y, a pesar de ello, no levantisco, sino más bien de los primeros en coger martillo y clavos para construir balsas y después ponerse a remar. Había muchos otros, en cambio, cuyos nombres no solían consignarse en las relaciones, que se resistían a tal labor, acogiéndose a privilegios heredados a miles de leguas de distancia de Castilla, pese a la necesidad de brazos para el trabajo cuando los indígenas les daban caza y la vida peligraba. «No abundan los soldados pláticos por acá», se lamentaba Cortés en las noches frías de Cholula, cuando apartaba las lágrimas por los caídos, a los que veía como a hijos, y recitaba en voz alta las Trescientas de Juan de Mena para darse fuerzas. Pedro Rojas había vivido todo eso también, codo a codo, junto a su capitán Cortés y a otros aventureros de la hueste, soldados de fortuna que el extremeño había alzado en Cuba, a espaldas del gobernador, prometiéndoles lo que solo conocía de oídas y mal, pero el deseo de alabanza y riqueza juntamente era más fuerte que todo. En ese viaje a la península de Yucatán se embarcó Rojas junto a Lencero, el de la famosa venta, Díaz, que llegó a ser regidor en Guatemala, Pizarro, el que 16 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA luego conquistó el Pirú, Diego Catalán, que dicen que ensalmaba, el sin ventura Juan Yuste, el que acabó sus días como todo el mundo sabe, y tantos otros camaradas. Iban con expectativas, sueños y también una ignorancia supina de lo que les esperaba, pese a que la convivencia con los indios de las islas les daba una gran confianza. De la hueste, echando cuentas, a moco de candil, como se dice, más o menos un tercio murió en la guerra, otro tercio se afincó en las nuevas tierras y el último tercio volvió a España a pleitear, con resultados desiguales. Los retornados cargaban con el mote de indianos, es decir, ricos y muy avarientos, y solo querían volver a sus pueblos a reclamar hidalguías viejas, por ser de solar conocido o pretenderlo, y descansar, arrimados a su veteranía, que les daba prestigio, y soportando, el que más, unas bubas que no remitían. Salvo las bubas, él había regresado en condiciones similares, aunque no por decisión propia.Vino en el mismo barco que su capitán Cortés para solucionar papeles de una herencia de un tío en Burgos, muerto sin testar, mientras el marqués venía a enfrentar denuncias y desmentir testimonios terribles. Rojas pensaba quedarse un año y volver a Guatemala, donde, como Bernal Díaz y tantos otros, había recibido tierras, indios y vivía como un señor feudal. ¿Cómo no querer volver a ese lugar, pese a ser remoto, estar inundado de mosquitos, cocodrilos y lleno de maleza, si los indios seguían tratándolo como a un teule, como se decía por allá? Nadie en España podía entender eso, porque no lo había vivido. Quizás un noble de título sabría esa sensación, pero no un hidalgo pobre como lo era Rojas antes de irse a las Indias, próximo a cumplir los veinte años, con los dineros que le dieron sus padres con la venta de la última fanega al villano Angulo, el labrador rico de Peñafiel que ahora tenía hija rubia, carirredonda y con aires de dama. «Esta es la nueva Castilla», suspiró Rojas cuando volvió a su pueblo y vio los cambios, «los villanos se levantan, los hidalgos se mueren de hambre y la Corona está endeudada». Nacido en 1500, Rojas había vivido en los cincuenta años de su edad una retahíla de acontecimientos que sus ancestros habrían vivido en dos centurias: un rey extranjero, la revuelta comunera, un nuevo continente, el título de emperador para el rey, anexión de sucesivos reinos, viajes y empresas militares en todo el orbe conocido, la prisión del rey de Francia, el saco de Roma, herejías en Castilla y fuera de ella, y un largo etcétera. Sin embargo, poco de lo acontecido lo conocía de primera mano, ya que mientras buena parte de eso pasaba en Europa, él andaba al otro lado del mar comiendo cazabe con la mejor salsa del EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 17 mundo, armando balsas con sus limpias manos de hidalgo y peleando por domeñar un imperio junto a sus camaradas con la esperanza de recibir un botín y sentar la cabeza con lo suficiente para vivir tranquilo, como no habría podido hacerlo de haberse quedado en Castilla. De Guatemala, tras más de una década lejos, apenas le llegaban noticias a su lugar de Peñafiel. Tenía que ir a Valladolid, por negocios, y rondar la Chancillería para escuchar alguna novedad que no le decía francamente nada, apenas la muerte de algún notable o algún desastre climático, como una tormenta que hubiese provocado la destrucción de un barco o la caída de la iglesia local. Él, por su parte, apenas cumplió con enviar una carta a su vecino allá, el conquistador Francisco Márquez, a poco de haber confirmado que no podría volver, para que traspasara su encomienda y propiedades, cobrase deudas y se asegurase de no dejar cabos sueltos. Solo tres años después recibió carta de respuesta afirmativa en todo lo que había estado en su mano hacer para zanjar asuntos enfadosos para Rojas. Allá, en Guatemala, se quedaban sus ocho indios de servicio personal, sus dos alanos, Roldán y Galaor, y los árboles de aguacate que finalmente habrían empezado a dar fruto, entre otras menudencias que poco a poco iba olvidando. Al menos, se consolaba él, no había dejado atrás nada afrentoso. Rojas nunca había sabido meterse en pendencias ni querellas y gozaba del aprecio de toda la hueste siquiera por esa virtud ejercida por defecto. Otros eran famosos por su destreza sobre el caballo o por hazañas increíbles que los malsines pretendían cuestionar, como el salto de Alvarado; Rojas pasaría a la historia, si alguna de esas relaciones manuscritas alguna vez llevaba a las prensas, como el hombre que sabía manejar el único cañón que cargaba la hueste. En verdad, no tenía mayor formación en artillería, salvo los principios básicos en que lo había vezado un soldado, veterano de los tercios del Gran Capitán, que vivía en Cuba con sus bubas bien ganadas en Nápoles. Rojas apenas conocía un par de ángulos y con ese conocimiento incipiente pudo operar aquel cañón maltrecho que al menos en dos ocasiones logró salvar la situación, cuando enorme cantidad de indios amenazaba con cargar y el estruendo los hacía correr como galgos. Esa maniobra ordenada por Cortés funcionó en escaramuzas que, a la larga, fueron decisivas para consolidar posiciones y su prestigio, más que su maestría, fue lo que inspiró entre los camaradas el mote de «capitán de artillería» para Rojas, quien siempre se había sentido más ducho con la pica y la espada, como cumplido infante. Pero el 18 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA hombre propone y la providencia dispone, de forma que Pedro Rojas se vio, en cuestión de un año, hecho capitán sin probanza, por aclamación de compañeros más idiotas que él en materia de cañones. De las Indias, además del grado militar falso, se había llevado el sueño intranquilo. Acostumbrado durante las campañas a dormir pocas horas y con un ojo abierto, le era imposible, ahora que tenía colchón y almohada de plumas, sábanas limpias y todo el maravilloso silencio nocturno de una casa para él solo, echar un sueño largo como se lo merecía tras tanta peleadera con los malditos mexicas. En fin, que dormir mal era el costo de haber ganado un imperio. Al menos era solo uno y no uno de esos recuerdos que quedan grabados en el cuerpo, como acabar tuerto de un ojo o rengo de por vida por un flechazo en la espalda baja. También la sacó barata con las cicatrices: una debajo de la tetilla izquierda, que era como medialuna, por un corte de cuchillo en una riña con otro soldado, apostando el sol antes que nazca; y una en la frente, que le cubría el nacimiento del pelo y de la que le quedaba una comba sutil que se sentía con los dedos, pero era prácticamente invisible, a causa de una piedra que le lanzaron en una escaramuza a poco de llegar a México. Fuera de esas cosillas, estaba ileso y sin mayores desgracias impresas en el cuerpo o en el alma. El capitán Rojas destacaba, en suma, por la medianía de sus actos, tanto como de la de sus propias opiniones, que tampoco eran memorables. Por ello, cuando lo invitó el condestable don Pedro Fernández de Velasco a hacer penitencia con él en su palacio de Burgos, junto a otros señores, se sintió honrado, pero asumió la invitación como parte de esos rituales de los nobles de título que gustan de comer alrededor de veteranos para jugar a sentirse reyezuelos generosos en sus propias tierras. Había conocido al condestable en Valladolid, en una de esas interminables esperas en los pasillos de la Chancillería y el buen viejo (que había visto morir, como su doncel, a Felipe el Hermoso) lo llenó de preguntas sobre el Nuevo Mundo, del que solo había escuchado cosas sueltas. De ese encuentro habían pasado unos meses y Rojas ya lo había olvidado, hasta que una carta le sacó de su molicie en Peñafiel para aceptar la invitación de Fernández de Velasco. El capitán preparó esa visita con esmero, hasta el punto de mandar herrar su caballo e ir a Valladolid antes para comprarse un zamarro nuevo que lucir y no verse roto frente a extraños. Tras esos preparativos, emprendió su viaje a caballo hacia el palacio del condestable, quien lo recibió al llegar con un abrazo «de soldado a soldado», como reza el dicho. La mesa del convite era luenga y se con- EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 19 taba una docena de personas, entre caballeros y damas. Había parientes del condestable, así como amigos suyos, tan nobles como él, y además un sujeto cuyas vestimenta y barba profusa lo hacían ver como un abogado, personaje singular en un convite como ese, más propio de amigos y deudos. El condestable era consciente de su excentricidad y por ello se lo presentó a Rojas con especial atención: «Capitán, este es el señor Luis de Pinedo, humanista. El capitán Pedro Rojas, Pinedo, peleó en las Indias y fue buen lado del marqués del Valle en la conquista de México». El veterano hizo la venia cortés y dio la mano, aunque en el último instante dudó en la forma en que debía tratar al letrado. ¿No debía decirle acaso «beso las manos de vuesa merced»? Pero no llevaba don y quizás ni siquiera era hidalgo como él, sino hombre plebeyo, aunque hechura tal vez del condestable y por tanto con mayor dignidad. Como lo cortesano no quita lo modesto, Rojas se atrevió a hacerle una pregunta para superar el silencio que se avecinaba frente al misterio de su estamento. «Señor Pinedo, partí mancebo a las Indias y volví hace pocos años. Castilla es moderna ahora y quisiera saber qué es ser humanista, porque ignoro el vocablo». Luis de Pinedo se sonrió y pareció sentirse examinado ante la pregunta, ya que el resto de los asistentes dejó de hablar y prestó atención a lo que iba a decir, con igual curiosidad que Rojas. «Ser humanista, capitán, es cultivar las letras y ser filósofo, que en griego vale como decir “amador de la ciencia”», respondió el letrado. Una de las damas, sobrina del condestable, añadió: «Es oficio que se trajo de Italia, señor Rojas, como todo lo bueno de este siglo». A ello repuso el condestable, para rescatar al capitán: «No más bueno que el chocolate de México, mi señora, que es manjar raro que probé en la corte el año pasado y me gustó. ¿Os gusta también, Rojas?». El capitán entendió que el viejo quería mostrarlo frente a todos como un comensal curioso y contó todo lo que pudo al respecto, con detalles que espantaron a los presentes y particularmente a Pinedo, quien se tocaba la barba y asentía en silencio. De ese letargo lo sacó el condestable, quien, tocándole el hombro, le dijo: «¿A que no gustáis de mi invitado, Pinedo? Supe que os iba a espantar todo lo que saliera de su boca.Ya tenéis más materia para vuestro libro». El humanista iba a decirle algo, cuando lo interrumpió el maestresala, que anunció en alta voz que la mesa y el servicio estaban listos. Rojas respiró profundamente y recordó que en peores batallas había estado y sobrevivido de una sola pieza. A continuación, hizo lo que aprendió del marqués en sus primeros encuentros con los indios: observa e imita. El 20 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA capitán se dirigió con pasos lentos, con lo que fue uno de los últimos en entrar al salón, y así pudo contemplar todas las ubicaciones y reconocer dónde sentarse sin incomodar a nadie. Lo mismo llevó a cabo con la platería, los aguamaniles y los lienzos que distribuían los criados. Con el tenedor alguna experiencia tenía y se holgó de no haber olvidado cómo usarlo de la primera comida en manteles en casa del marqués, cuando cataron el vino nuevamente hecho en México, que no les supo tan mal. Lo que Rojas sí tuvo que volver a aprender era a usar el lienzo, que solo en la tercera ocasión recordó, viendo a los demás, que debía coger entre los filos, apretándolo con el pulgar y el dedo del corazón, a la vez que presionando con el índice la esquina para hacer una especie de paleta que pasar por los labios como quien da toques suaves. Así pasaron cerca de tres horas comiendo, que fue todo como una ceremonia de cambio de guardia de palacio, tiempo en el que el banquete se amenizó con música y después con un enano que hizo dar cabriolas a un perro. Para cuando llegaron los postres, Rojas tuvo una alegría íntima: eran todas frutas que felizmente podían comerse a mano suelta. Entre actos, y las entradas y las salidas de criados, la gente hablaba en grupos, las mujeres con risa recatada y los hombres con más desenfado. El único circunspecto era el humanista Pinedo, que de vez en cuando lo miraba, intentando que sus ojos coincidieran. Rojas no acababa de comprender ese gesto frecuente en el humanista, quien solo habló, a pedido del condestable, cuando este le mandó que contara sobre el libro que estaba escribiendo. «Estoy recogiendo cuentos graciosos y de curiosidades, a la manera de las apotegmas que hay en latín, pero en nuestra lengua castellana». Todos asintieron haciendo un oh prolongado, para placer del condestable, y entonces una dama preguntó cómo se iba a llamar el libro. «Liber facetiarum, mi señora, que es como decir en romance Libro de burlas», contestó Pinedo. «Por eso lo truje, señores míos, pues sé que hay muchos aficionados a la burla en esta mesa. Todo lo que digáis de donaire aquí, quedará en el librillo de nuestro amigo Pinedo», decía señalando, sonriente, con el cuchillo de pelar nísperos, a cada uno de los asistentes. Las damas hacían un mohín coqueto y los hombres levantaban sus copas para celebrar al humanista Pinedo. Solo entonces, cuando el condestable miró a Rojas, como quien lo sacaba de un baúl de ropa vieja, la gente recordó que estaba allí: «Capitán, vos que habéis conocido tierras y gentes peregrinas, contad algo de deleite para el libro». Rojas sintió miedo como no recordaba haberlo sentido desde que peleaba con los indios. No manejaba retórica alguna, no era más que un EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 21 infante metido a artillero por necesidad, apenas sabía firmar y conocía de memoria un par de coplas de Manrique de tanto haberlas escuchado. ¿Qué podía contar él, con buen ornato, de lo vivido en las Indias? Ya había pedido Pinedo al criado que le trujera sus papeles, pues siempre los llevaba consigo en los viajes, y se alistaba a tomar nota de lo que el capitán de artillería contara, que era lo que él más quería. Rojas pensó que era inútil excusarse, pues solo era prerrogativa de los músicos ser rogados muchas veces para tocar. Por otro lado, como todo soldado de pro sabe, dentro de la camarada todo se habla, pero nada fuera de ella, a riesgo de caer en la fanfarronería que tanta deshonra traía al gremio. Hubiera podido contar lo más doloroso (como la historia del desdichado Yuste o aquella noche triste en que muchos cursaron de puro miedo) o lo más jocoso (como los cuentos del loco Cervantes o lo del alpargate de Cortés), pero se dijo que esas eran cosas que solo entendían los soldados y que en esa mesa apenas el condestable (que había peleado en Italia) y alguno de los caballeros que no fuese boquirrubio se deleitarían escuchándolas. En lo que a su propia vida concernía, bien poco tenía digno de contar para complacer la curiosidad de aquel senado de señorías que ignoraba el sabor amargo de las hojas del infame tabaco que tuvo que probar una vez, como quien hurtaba bogas, para que un cacique le regalase a una de sus hijas. Esos galanes y sus damas nunca saldrían de Castilla, porque no necesitaban hacerlo, ni mucho menos sabían lo que era morirse de hambre atrapado en un pantanal y tener que recoger el agua de la lluvia para bebérsela. Entre aguamaniles y lienzos, con criados que escanciaban más vino y traían más frutas, Rojas comprendió que él también era, junto al músico, el enano y el perro que saltaba por el rey de Francia, una figura de la comedia y que tenía que cumplir como tal: se llenaría la boca con hazañas prestadas como el que más. El condestable lo había traído como curioso entretenimiento del convite y Rojas iba a dárselo. Se puso de pie y dijo en voz alta: «Señores, soy un simple soldado sin letras, pero voy a contar lo que vi en las Indias en veinte años, los mejores de mi edad, que pasé peleando por llevar nuestra santa fe católica a los gentiles. Con la venia de mi señor el condestable, va de cuento…». Contó en primera persona no solo lo que había visto hacer a otros, sino también lo que había escuchado decir y hasta lo que nunca vio ni escuchó, lo cual pudo inventar basado en la exageración. Naturalmente, cometió prevaricaciones lingüísticas y pleonasmos que el buen Pinedo tuvo criterio para censurar. Finalmente, en su pulido estilo, deudor de la 22 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA prosa de fray Antonio de Guevara y Pedro Mejía, el veterano Rojas pasó a su Liber facetiarum de esta guisa: Estando un día en Burgos comiendo con el condestable don Pero Fernández de Velasco, Rojas, capitán de artillería, vecino de Peñafiel, que había estado en Indias muchos años, perdido, según él decía, porque perecieron sus compañeros todos, contó cosas de gran admiración, entre otras dijo tres o cuatro maravillosas. Entre ellas, que hay peñas de diamante fino como acá, que las hay de piedra o canto y que le adoraban los indios por hijo del Sol y que había hecho muchos milagros sanando enfermos de repente. El mediocre capitán de artillería nunca volvió a sentarse en la mesa del condestable, aunque este siempre evocaba sus historias apócrifas del Nuevo Mundo cada vez que hablaba con cortesanos, para arrancarles una admiración. Quedaba, además, el cuentecillo de Pinedo para refrendarlo en el Liber facetiarum.Tres años después de su viaje a Burgos, Rojas murió de apoplejía tras beber demasiado frío, por confiarse de su aparente buena salud. Con todo, sus vecinos decían que en sus últimos años lo veían dichoso de saber que, a diferencia de muchos de sus camaradas, moriría de su muerte, en su tierra, y no de un flechazo en la cara o intentando salvar la vida en una puente rodeado de fieros enemigos. Pese a ello, pasó a las letras, sin habérselo propuesto, como un miles gloriosus de tantos que habitan en los cuentecillos al uso. ALMADÉN MATEO ALEMÁN, CONTADOR El 20 de enero de 1593, el contador de resultas Mateo Alemán salió de Madrid, junto a su escribano Juan de Cea, tras recibir las instrucciones del secretario del Consejo de las Órdenes, para dirigirse a Almadén, donde iba a llevar a cabo una misión confidencial como juez visitador de la Corona. Llevaba diez años ejerciendo este oficio, porque los números se le daban bien y porque poder firmar como «criado de Su Majestad» era llave maestra, pese a los sueldos atrasados, pero también porque había sido su única tabla de salvación en aquella accidentada carrera que había sido su vida hasta entonces. Tenía cuarenta y cinco años, había empezado muchos proyectos personales y parecía no haber concluido ninguno, salvo haberse casado y haberle nacido una hija. Para empezar, sus estudios descaminados. Se había iniciado como aprovechado estudiante de Juan de Mal Lara (quien albergaba grandes esperanzas en su caro discípulo), para después graduarse de bachiller a los diecisiete, en los claustros de la universidad de Maese Rodrigo, en su Sevilla natal. Con padre galeno, se esperaba de él que estudiase medicina, a lo que se dedicó algunos años, entre Salamanca y Alcalá. Sin embargo, abandonó las aulas de la afamada Compluto en su cuarto año de facultad, el último. Con todo, esos años universitarios le darían pie a presentarse en adelante como licenciado, para que se conociera su buena doctrina. Años más tarde, luego de un traspié en los negocios (que tanto le atraían, pero en los que tenía tan mala fortuna), intentaría 24 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA matricularse en Derecho, otra vez en su alma mater sevillana, pero no pasó del primer año. Escarmentado, emprendió un segundo camino, igualmente sinuoso. Si lo suyo no eran la cátedra o el ejercicio profesional, que era para lo que valía sacarse el título universitario, serían los negocios. Al fin fin, era de Sevilla, parte de su familia se dedicaba a ello y la ciudad era una de las cabezas europeas del comercio, junto a Venecia y Génova. Por eso, tras lo de Alcalá, sin título oficial alguno, decidió hacerse mercader, aprovechando sus contactos familiares. Tenía veintiún años entonces y todo el optimismo por delante frente a esta nueva aventura. Confiado en su olfato para la inversión y en que las tasas de interés jugarían a su favor, el joven Alemán sacó préstamos que no pudo o no supo aprovechar. El negocio no levantó vuelo y a los veinticuatro ya estaba casado (tal era la obligación de uno de sus espléndidos préstamos) y endeudado. Aun siendo la fortuna ingrata, la ocasión no deja de aparecer en el camino. Así se pudo ir a Madrid, por unos meses, a servir a Felipe II en la Contaduría Mayor, tras el primer intento en su intermitente carrera de mercader. La corte le impresionó bastante, dada su juventud, pero se quedó con la espina de no haber perseverado más en el gremio amparado por Mercurio. Regresó a Sevilla pronto, pues siempre le tiraba la patria, y ejerció de mercader unos años más, con resultados desiguales; aunque el debe siempre era mayor que el ha de haber, considerando que, en 1580, sus acreedores le metieron en la cárcel. Cumplió los treinta y tres años de su edad cargado de prisiones. «Nadie es profeta en su tierra», pensó al salir de allí, gracias a la mediación de su tío, quien le sugirió probar suerte en el Perú. Ese viaje al Nuevo Mundo fue su tercer proyecto a medias, antes de retornar, sin otras esperanzas, al cuidado de las cuentas del rey. Se dedicó dos años a reunir papeles detalladísimos (algunos falsificados o que incluían ciertas mentiras) y gestionar con la más morosa burocracia, de la Casa de Contratación y el Consejo de Indias juntamente, para viajar a tierras antárticas con mercaderías. Cuando le autorizaron a emprender el viaje, con esposa y criados, se echó para atrás, tal vez por falta de capital propio o de confianza de los inversionistas. Resultaba comprensible, ya que su viaje a América era, bien mirado, otro capítulo de su infructuoso batallar en los negocios y porque, como decía el cordobés Séneca, no se mejora el estado por cambiar de lugar, sino de costumbres. Nuevamente su habilidad con los números lo salvó y sus fiadores en la EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 25 Contaduría Mayor le ofrecieron el puesto que lo curtió en el oficio: juez de comisión. En esos diez años como juez comisionado a provincias se hallaba de todo, como en botica.Viajó mucho, entre Castilla, Andalucía y Murcia, haciendo farragosas auditorías a tesoreros, algunos corruptos, otros no tanto, protegiendo las rentas del rey. En esos andares, aprendió a lidiar con la malicia de los venteros, a reconocer a los falsos mendigos, y a tasar tanto a los ladrones que acechaban en los caminos como a los que en las ciudades vestían de terciopelo. En suma, a no fiarse de nadie. De hecho, su bautizo fue mejor que el que desearía cualquier soldado de fortuna en los tercios. Había ocurrido en Usagre, junto a Badajoz, de donde su rigor y su falta de mano izquierda lo llevaron preso a la cárcel real de Madrid. El tinglado acabó en proceso por presunto prevaricato y solo se aclaró un año después, de lo que salió fortalecido. Su diligencia en los siguientes despachos y el paso de los años le valieron el ascenso a contador de primera clase, con un prestigio que avalaba su propio santo. ¿No había sido san Mateo recaudador de impuestos, es decir hombre de cifras, antes de ser apóstol? Por su celo en las cuentas reales y su buena disposición para los viajes, don Diego de Paredes Bribiesca le había asignado esa delicada misión en Almadén, que involucraba a los Fúcares, banqueros de la Corona, cuyo usufructo de las minas de azogue generaba ganancias tan pingües que llamaban a la suspicacia en las cabezas más esclarecidas de la monarquía. Alemán debía presentarse en Almadén e investigar en qué estado se encontraba la administración de la mina, sus cuentas y, más que nada, en qué situación se hallaban los forzados del rey que este había entregado como mano de obra a los Fúcares. Era primordial saber cuántos eran y si se cumplía la ordenanza de hacerlos trabajar solo por los años en que habían sido originalmente condenados a galeras, ya que se rumoreaba que se les retenía en las minas para beneficiarse de su trabajo incluso tiempo después de acabada su pena. En la carta, Paredes Bribiesca establecía un plazo de cincuenta días para que Alemán llevara a cabo su trabajo y preparase una información secreta con la asistencia de su escribano. Por experiencia, el contador sabía que las visitas tendían a alargarse por circunstancias inesperadas, de forma que se dirigió pronto a su destino. En cuatro jornadas, llegó a Almagro, donde no respetó el domingo y procedió a requerir al agente de los Fúcares todos los papeles de la mina. Este era un tudesco, llamado Juan Jedler, quien se lo puso difícil, 26 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA argumentando que no tenía nada, que los papeles estaban en la oficina de los Fúcares en Madrid. Alemán ya conocía esas estratagemas, así que empezaron un tira y afloja que, tras cinco días de conversaciones desatinadas, acabó en un registro del domicilio de Jedler, con el apoyo del alguacil y sus porquerones. Naturalmente, el tudesco se quejó y se puso a escribir de inmediato a sus corresponsales, por el escándalo de ver su casa tomada. Un día entero se tomó el juez para espulgar entre tantos papeles que guardaba Jedler, que incluían cartas en su lengua, la cual lamentó no conocer para averiguar a fondo cuál era el busilis del asunto. Con suerte, asistido por Cea, alcanzó los documentos más importantes para lo que concernía a su misión y se hizo de copias: los procesos y expedientes de los galeotes que debían estar trabajando en Almadén. Le urgía ir a la mina, pero tuvo que tomarse unos días más en Almagro para poner en orden los documentos que había transcrito, preparar los autos del caso de Jedler, hacerle pagar una multa por no colaborar con la justicia y retribuir al alguacil por sus servicios de brazo fuerte. Había pasado una semana y media de su llegada a Almagro y solo entonces pudieron emprender camino a la, a esas alturas para Alemán y Cea, celebérrima Almadén. «Almadén es vocablo árabe y vale “la mina”», explicó Alemán a Cea, quien, como vizcaíno, no sabía nada de esos topónimos que abundaban en el sur. Aunque se conocían apenas hacía dos años, Alemán se fiaba de Cea como de su sombra, ya que sentía que este, a poco de conocerse ambos, había participado en la salvación de su vida, allá en el puerto de Cartagena. Recién estaba luciendo su nuevo cargo de contador de primera clase, cuando tuvo en tierra murciana ese accidente que, pasados los años, era agradable de narrar. Habían acabado felizmente una revisión de las cuentas del tesorero real y las buenas gentes los invitaron a visitar un navío flamenco recién aportado. Para despedir como se debía al funcionario, dispararon, a manera de salva de honor, varios tiros de cañón. El primero hizo temblar al juez y encomendarse, ya que nunca había escuchado aquel estruendo, superior al del trueno. El segundo llevaba carga con visos de mortífera: un taco de madera del volumen de una castaña debió descalabrarlo, pero se verificó pronto que había quedado ileso y sin huella alguna, lo que se atribuyó a un milagro. Alemán hizo entonces un voto a san Antonio de Padua de escribir su vida por el felicísimo suceso. Con todo el aprecio que guardaba a Cea, no lo consideraba amigo, sino compañero. Hablaban poco y Alemán prefería en las horas muertas EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 27 de los viajes leer el Flos Sanctorum de Villegas o su libro de fray Antonio de Granada que lo acompañaba desde antes del accidente en Cartagena y que de tan manoseado se estaba deshaciendo. Sin embargo, a ratos, en algunas esperas, se daban espacio para conversar. «Vuesa merced es piadoso, Alemán, ¿no querría entrar a la orden tercera de los franciscos?», preguntaba Cea, cuando veía al juez suspender su lectura. El sevillano solía contestarle que era nazareno en su tierra y que su devoción la iba plasmar, cuando Dios le diere descanso, en una Vida y milagros del santo lisboeta. Eso llevaba a Cea a preguntar si quería dedicarse a escribir o era solo una acción de gracias. «Solo acción de gracias, lo mío son los números, no las letras», reponía entonces Alemán, para suspender la conversación en ese punto. Lo cierto es que había saboreado las letras de la mano de su maestro Juan de Mal Lara en aquel patio inolvidable en que, con la música de una fuente y el olor sutil que despedían las macetas con flores, este lo introdujo a Garcilaso y a traducir apotegmas latinas. Qué lejos se veía todo eso ahora, en esta tierra llana y seca manchega, adonde lo había llevado su oficio real, su último amparo ante el naufragio prematuro de su pretendida vida de mercader allende los mares. En momentos de melancolía, que lo solían embargar a poco de llegar a su destino, sopesaba esos sueños rotos de Mal Lara para él, los suyos propios con las mercaderías que nunca logró vender y ese camino de acechanzas que era ser juez visitador. Entraba a Almadén, de noche, para ensombrecer aún más su pensamiento, junto a Cea, la única persona en la que podía confiar en esta villa de nombre moro en la que nadie iba a querer contarle de buena gana verdad alguna. La mañana del 6 de febrero, con energías recobradas, Alemán volvió a ejercer su papel de perro de presa con el contador de los Fúcares a cargo, otro tudesco de apellido impronunciable, que Cea logró transcribir, en su mejor esfuerzo, como «Herbruguen». Este, como el de Almagro, jugó al desgaste con el juez, porque no le conocía, y se quebró en dos días. Así se enteró Alemán de que había catorce galeotes en las minas, aunque uno de ellos estaba loco. «Son trece los que trabajan. El otro no cuenta. Está azogado. No lo va a poder interrogar», explicó el tudesco. El juez había escuchado hablar de la enfermedad que producía el azogue a quienes lo extraían, pero nunca había visto a alguien que la padeciera. Como todo el mundo, solía usar la palabra azogado para significar ‘inquieto’. Lo que vendría a descubrir en los días siguientes era que el decimocuarto galeote no era el único azogado o loco de remate. El primer for- 28 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA zado que interrogó, con Juan de Cea al lado, se llamaba Miguel de Aldea y mostraba ligeros signos de estar alelado y falto de memoria, indicios de la enfermedad. Con todo, tras el desfile de todos los forzados, sería uno de los que mejor se conservaba. Hubo alguno al que se le suspendió el interrogatorio apenas empezar porque no sabía siquiera a lo que contestaba, de tan afectado por el azogue. El más saludable, con mucha ventaja, era fray Juan de Pedraza, infame asesino al que, por ser de hábito, habían conmutado la pena de muerte por diez años de galeras. El pícaro, gracias al dinero de su familia, había tenido, hasta hacía poco, a un esclavo que hacía el trabajo por él. Este era también el galeote más taimado y de mejor discurso, ya que los demás eran ladrones corrientes y molientes, entre ellos varios gitanos que hurtaban cabalgaduras. Su vocabulario era limitado, su sintaxis rota y su dicción estropeada. Con el paso de los galeotes por su despacho improvisado, Alemán empezó a comprender lo que ocurría, cansado de recibir, más o menos, las mismas respuestas. Las condiciones de vida, a simple vista, eran duras, pero ningún forzado se quejaba mayormente de la jornada de trabajo, excepto de capataces que ya estaban muertos o de que en la enfermería no les dejaban suficiente tiempo para reestablecerse por completo, por la urgencia de devolverlos a la faena. Sobre los maltratos señalados, dos nombres se repetían constantemente, como una letanía. El primero era el capataz Luis Sánchez, quien azotaba sin piedad alguna. El fraile Pedraza, gracias a su educación, logró plasmar una escena muy lograda que impresionó a Alemán hasta el punto de hacerlo pensar que la había inventado. A decir del religioso, ante las súplicas de misericordia de los demás forzados frente a los crueles azotes que recibía la víctima de turno, el sayón de Sánchez llegó a exclamar al miserable, que chorreaba sangre: «Vos pagáis aquí, yo pagaré allá». Menos dramático, pero usando un símil, lo recreó otro galeote, gitano, que dijo que «mientras Luis Sánchez fue vivo, señor, pasaron mucha malaventura todos los forzados, que nos dejaba como a san Bartolomé». El otro abusón que los galeotes recordaban era Miguel Brete, otro fiero soldado de Anás, por cuyos maltratos murieron más de veinte de ellos. Un forzado, preocupado por su salvación, observó un detalle que empeoraba las cosas: muchos de los galeotes morían sin poder confesarse, ya que expiraban rabiando o ya perdida por completo el habla. A Alemán estos cuentos le ocupaban la imaginación por las noches, aunque le costaba sentir más compasión que cautela hacia aquellos infelices. Un juez debía evaluar hechos verificables y ninguna de esas EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 29 historias constituía denuncia cierta relevante para su investigación. Para colmo, dentro de lo presumible, los trabajadores de los Fúcares se iban al extremo opuesto. Pintaban Almadén como el país de Jauja, en el que se ejercía la disciplina, mas sin exceso («estos forzados de Su Majestad son todos holgazanes, señor juez»), y donde se repartía tanta comida y tan buena a los galeotes que estos inclusive vendían lo que les sobraba. Al unísono, alababan a los banqueros que habían traído tanto bienestar a la villa, pues casi todos eran oriundos de Almadén, y, más que nada, coincidían en señalar que los forzados servían únicamente el tiempo de sus condenas, ni un día más ni un día menos. De parte de los galeotes, bien poco se podía sacar en limpio, salvo que sobrevivían, aunque medio locos y sin quejarse del trato actual, por miedo o por resignación.Todos declaraban que ahora el trato no era tan malo como antes; que hubo tiempos peores, pero sus protagonistas estaban ya muertos, mas el declarante «lo ha escuchado así de otros forzados»; que no sabía ni había oído nada sobre lo que preguntaba el señor juez; que, cumplido el plazo de su condena, eran liberados por Jedler, quien les proveía de una carta; etcétera. «Todos están locos, todos mienten, este mundo es todo trazas, yo no puedo más», se decía el juez, desvelado, mientras intentaba concentrarse en su Flos, que se le caía de las manos a causa de la distracción que le provocaba ese trabajo tan frustrante. Así fueron sus desvelos en las varias noches en que meditó las deposiciones de los galeotes y los empleados de los Fúcares. En vano confrontó los legajos que logró requisarle a Lucas Rodríguez, el administrador del pozo de la mina, a quien tuvo bajo arresto durante semanas, con las accidentadas memorias de los galeotes y las respuestas diplomáticas de sus guardas. Aunque dichos legajos estaban incompletos, supuestamente albergaban registros de galeotes desde treinta años atrás, pero ninguna pieza encajaba con otra. En torno a ciertos años se podía especular, jugando con las cifras, un poco y subir la cuenta hasta sesenta forzados, pero nadie podía afirmar, a causa del descuido, la locura o la conveniencia, que su número había superado alguna vez la rata de cuarenta que el rey había acordado con la banca tudesca. Esa confusión azuzaba mucho más las sospechas, las que habían despertado al león del Consejo de Órdenes, que en verdad estaba fiscalizando, con esta medida, asientos que habían hecho los Fúcares con el Consejo de Hacienda. Con todo, los rumores de crueldades y explotación habían llegado a esas altas cabezas de palacio que, escudadas en la protección de los súbditos, también 30 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA estaban defendiendo la mano de obra esclava que estaba dejando de usarse en las galeras que guardaban las costas de la piratería de Argel. En ese laberinto de intereses y celos más bien cortesanos, al juez visitador Alemán solo le quedaba juntar las deposiciones y elevarlas bajo la forma de un documento que, en la caligrafía de Cea, rezaba Información secreta hecha sobre la visita del pozo y mina de los azogues de la villa de Almadén, que se hizo por el contador Mateo Alemán, juez visitador de Su Majestad y que el escribano tasó en ciento noventa y cinco hojas cosidas. En la despedida de Almadén no hubo salvas en su honor, sino apenas un fláccido apretón de manos con el Lucas Rodríguez, quien estuvo preso en su casa casi todo el mes de febrero, y con el tudesco Herbruguen, quien ni siquiera le deseó buen viaje de regreso a Almagro. Allí descansaron Alemán y Cea, apenas con ganas de hablar sobre lo ocurrido en Almadén. El juez visitador quiso pensar que todo lo que pasaba en la mina, con los Fúcares y sus asientos millonarios, los capataces sayones y los miserables galeotes, estaba fuera de su competencia administrativa ya, al firmarse la Información secreta, y que apenas podría constituir, con los años, la memoria de unos infelices que no tenían quién los remediara, salvo la voluntad divina que todo lo puede o la de alguien que contara sus vidas para mover los afectos de quien quisiera escucharlas. Así, se convenció de que el remedio no estaba sus manos y quedó mucho más desengañado al respecto cuando recibió, el 4 de marzo, una carta de don Diego de Paredes Bribiesca que estaba fechada en Madrid a 13 de febrero, precisamente en aquellos días de su mayor inquietud escuchando las miserias de los forzados y cuando Lucas Rodríguez protestaba por su encierro. El Consejo me ha mandado escriba a vuesa merced que, luego que esta reciba, sin detenimiento alguno deje el negocio en que está entendiendo tocante al Almadén en el punto y estado en que estuviere cuando vuesa merced esta reciba, sin hacer ni proveer en él novedad alguna, y se venga con los papeles que tuviere hechos y acuda vuesa merced con ellos al señor don Diego López de Ayala, para que su merced diga y mande lo que se ha de hacer. Vuesa merced lo cumplirá así sin exceder de lo que se le manda. El portador no va a otra cosa. Cuando Cea le preguntó que decía el secretario del Consejo de Órdenes, Alemán fue al punto, sin guardarse lo que pensaba: «No hay nada. Los Fúcares habrán tirado de sus hilos en el Consejo. Nos volvemos a Madrid y el Almadén se queda como está». Decía Temístocles que hallaba menos un arte para olvidar. Mateo Alemán se pasó todo el camino de vuelta a la corte rumiando en su mula de alquiler la inutilidad del viaje, de las puertas tiradas abajo por EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 31 alguaciles pagados, de la tinta seca en papeles que nadie más leería, la fábrica de bien decoradas mentiras de los empleados de la mina y el pozo, y las voces flacas de los galeotes azogados sin remisión. ¿Cuánto tiempo más iba a seguir empeñado en ese empleo de la Corona que pagaba mal y encima no velaba lo suficiente por lo que era justo, bajo la sempiterna zarpa del unto? Difícil olvidar sus empresas postergadas, como la de ser mercader o el voto a san Antonio de Padua. No por nada leía tanto el Flos, por si se le pegaba algo del estilo de Villegas, que le parecía decente, mas no con el timbre que él hubiera querido para contar una vida tan santa como la del lisboeta. Tenía que escribir, soltar la pluma, calentar el brazo, para estar preparado para la empresa mayor, aquella para la que su maestro Mal Lara tanto le aguijaba, como jinete a corcel joven. Sin embargo, allí estaban, otra vez, el piélago de la corte y las malicias de palacio, alrededor de la oficina de la Contaduría, sus superiores y las comisiones. Quizás debía empezar a pensar en sí mismo otra vez, como cuando dejó la facultad, tantas veces, y hasta descartó un viaje al ignoto Perú, para seguir su intuición para las oportunidades, aunque estas nunca hubieran salido hasta entonces tan bien como prometían. Lo cierto es que había tenido afición a las letras siempre, pero no había escrito nada. Traducir a Horacio podía ser un buen ejercicio de estilo, como hubiera aconsejado Mal Lara. «Me paso de los números a las letras, como san Mateo dejó las cuentas para componer un evangelio», dijo para sí mismo. Y entonces, entre aquellos proyectos tan disímiles en apariencia como romancear unas odas de Horacio y cumplir su voto con san Antonio de Padua, a Mateo Alemán le surgió la idea de una poética historia con carácter de urgencia, a propósito de su experiencia con los Fúcares. Compondría la vida de un galeote, contada por él mismo, pero no uno como los de esa canalla, vulgares rateros que hablaban poco o mal, por ignaros, por miedo al castigo o porque estaban embrutecidos. Su protagonista sería un ladrón inteligente, culto, que supiera retórica y sus latines, para contar sus desgracias con buena prosa, gracia y documentos de filosofía moralizada. En ese delincuente con aires de predicador, Mateo Alemán, aprendiz de todo, maestro de nada, volcaría todo lo que llevaba en el archivo de su corazón cansado, de juez visitador, contador de resultas, mercader contumaz, sobreviviente de una contusión cerebral y estudiante fracasado. Fue así como, de esa baldada visita al Almadén, el juez visitador extrajo el azogue que refinó toda su experiencia de hombre de cuarenta 32 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA y tantos para convertirla en el dorado metal que reviste la prosa de ese libro compuesto en los años siguientes (como que lo tenía acabado en 1597, cuatro años después de su estancia en las minas), el cual llamó La vida de Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana. Lo compuso en dos partes, que cosecharon un éxito rotundo en ventas, aunque él no se benefició tanto de ellas. El privilegio de impresión de la segunda parte del Guzmán, junto al de su San Antonio de Padua y su casa en Madrid fueron la pequeña fortuna que empleó para untar a un secretario del Consejo de Indias, con el fin de poder realizar su viejo proyecto de cruzar el mar a ser mercader, obstinado como era en llegar a la conclusión de esos caminos que había dejado a medio hacer a lo largo de su vida. En esa última empresa también encalló y, al acabar sus días en la más absoluta pobreza, pasaba tanta necesidad (mucho mayor que la padecida por los galeotes que entrevistó en el Almadén) que sus vecinos en un remoto pueblo mexicano tuvieron que pedir limosna para enterrarlo. UNA VISITA REAL ANA, PERSONAJE PASTORIL Muy señor mío: espero que esta carta halle a vuesa merced con mejor salud que aquella con la que lo dejé cuando fui a despedirme, en vísperas de mi partida con el séquito del duque, su primo hermano. Luenga jornada dista entre Valladolid y León, que nos tomó poco más de dos semanas, porque a ratos hubimos de tomar senderos accidentados, muchas ventas son miserables y las bestias mal acondicionadas, además de que el rey quiso probar la montería en medio del camino y en eso solo se pasaron dos días. Por comunicación con amigos que conocen a vuesa merced y saben de su achaque, el duque me ha contado que su terciana no remite y lo lamento mucho. En parte por eso, mas también porque me deleita, enderezo esta a vuesa merced, con la esperanza de que le alivie en la privacidad de su cámara, si está en la cama descansando, o en la mesa si está comiendo con mi señora doña María delante. Lo que contaré aquí es para discretos, mas no para secreto, por lo que me holgaría mucho que lo escuchen todos los de su casa. Siendo médico, pienso que estas noticias del viaje de Su Majestad le divertirán de sus males y la melancolía que vi lo aquejaba en mi última visita. Como vuesa merced sabe, Su Majestad ostenta una canonjía en la iglesia mayor de León y, tras suceder a su padre, que en gloria esté, el prudente Felipe II de las Españas, muchos ruegos enviaban su prelado y otras cabezas de allá un año hace para que fuese a tomar posesión de ella. Este asunto, por lo que veo claramente aquí, se dilató más de la cuenta a causa de los intereses del duque de Lerma, quien primero quiso tener 34 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA bien atado el traslado de la corte a Valladolid, por lo que le va en ello y no digo más, y luego despachar otras cosas de menor importancia, como esto de León que es, según murmuró un cortesano, como el barato de Cordovilla, arduo trabajo por muy poco precio. Yo, que soy de buen ánimo por mi natural, no lo veo tan enfadoso, porque creo que de todo se aprende y mucho más en mi oficio de poeta de burlas. Así, señor, todo lo veo y todo lo escucho, todo lo medito, aunque finalmente poco escribo y mucho menos paso en limpio de mis borrones. De manera que la presente es apenas la uña de la fiera y ya vuesa merced podrá estimar la proporción de todo el cuerpo y miembros. Lo cierto es que, apartando las rutas ásperas y el frío recio que no da tregua, León es tierra pobre y sus gentes, exceptuando hidalgos y señores de título, son tristes y bastas, como los asturianos y gallegos que son esportilleros en la corte. La pobreza obedece a que los campos están yermos, faltan brazos por la hambre y las ciudades no recaudan lo suficiente, mientras la nobleza de aquí está ociosa y echada a perder.Tras duro viaje, el rey entró a la ciudad el viernes uno de febrero de este año del Señor de mil y seiscientos y dos, para sentar su real en el monasterio de San Francisco, el cual tenía una puerta tan estrecha que solo Sus Majestades y unos cuantos elegidos entraron a través de ella.Yo, por mis pecados, sin derecho a regalía de aposento ni nada de ese estilo, aunque médico con barba y sortijón, quedeme con otros pobretos del séquito en casa de los dominicos quienes, por la bucólica, oso afirmar que son grandes filósofos, por lo sutiles. Indagué por librería, para entretenerme con algo de lectura, y me dijeron que la habían vendido en almoneda, porque no les alcanzaba para velas y otras necesidades. Mejores cosas he escuchado, de los sirvientes de los pocos elegidos que se quedaron con los franciscos, de los hermanos de la santa orden del Seráfico, ya que dicen que pusieron manteles al rey en habitación con colosal candelabro flamenco y le mostraron varios relicarios curiosos que movieron la devoción de la reina, quien se despojó enternecida de unas arracadas de oro para darlas como limosna a los frailes. Se lo cuento para que mire cuánta piedad en reina tan moza, en casa bien provista de alimento para el cuerpo y el alma, y cuánta hambre pasé yo entre frailes enemigos del coro y más dados a divertir la caridad con sus gatos lucios y hartos de comer ratones y sabandijas. EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 35 Día siguiente, sábado dos de febrero, la reina se levantó con calentura y, como se sospecha que puede estar preñada, el físico recomendó que se quedara a reposar. En consecuencia, el rey salió solo a la iglesia mayor a ser canónigo. La ceremonia fue breve, humilde, mas, aunque sé poco de música, el órgano sonó templado, hasta óptimo yo diría, y el coro, sin los cachorros de Cristo, no desentonó. Por la tarde, como caminar es gratis y los señores van a caballo, el prelado y otros notables de León dieron un paseo al rey y su comitiva de cerca de doscientas personas, entre caballeros, damas, criados y perrillos de muchas bodas como este su médico abufonado. De los edificios, templos y otros monumentos de esta ciudad Aquí fue Troya daré extensa relación a lo burlesco en el libro que estoy componiendo que vuesa merced ya sabe. Por ahora solo le diré que mi musa fue mirona gustosa y que la fachada del palacio de los Guzmanes, linaje que no es para reír, tiene dos figuras de salvajes que solo darían miedo a un estudiante pardal de esos que llevan antojos y se llaman Bartolo.Yo vi tanto que mis ojos quedaron hidrópicos al final del día, el cual acabó muy tarde y yo más cansado de lo que ya soy por mi noble sangre y con dolor de pies. El domingo hubo máscara y torneo de caballeros, mas todo fue muy miserable, con decirle que hubo unos de ellos que se fueron a las aldeas y villas aledañas para no pasar vergüenza de no poder obsequiar a Sus Majestades ni lucir galas que no tenían. Por el decoro que merece el trato con la nobleza, pues de ser pobre nadie se salva, aunque sea honrado, el duque de Lerma propuso al rey levantar su real esa misma tarde y salir pronto, ya que la posta trajo noticia de que venía embajada del de Orange y, tras la gatada de Valladolid, una tregua con los holandeses es lo que al valido quita más el sueño. Por último, sobre ese tema, solo añadiré que, fiel a su hábito, el buen Sandoval no respetó siquiera estar bajo techo de frailes franciscanos y se desveló de sábado a domingo jugando al descuadernado con Su Majestad. Un lacayo, que sustenta su vida con los baratos que recibe llevando y trayendo orinales, me dijo que, tras inculcarle el vicio de los naipes, Lerma le ratona al rey (y eso es decir a la hacienda real) miles de reales jugando a la primera y al hombre.Yo también tengo mis puntas de tahúr, no lo niego, pero no jugaría con mi amo sin dejarlo ganar siempre. Considérelo el aprovechamiento de ese paso alegre y triste, y baste de murmuraciones, porque de aquí en adelante de esta carta, me quito los cascabeles y, si bien no predico, me pongo 36 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA loba de quien va a graduarse para discurrir sobre un tema elevado y concerniente a las letras que, sin ninguno del séquito haberlo imaginado, ocurrió en medio de nuestra jornada de Zamora, es historia verdadera y ojalá que deleitosa para vuesa merced.Va de libros, amores y disfraces. Érase que se era que, entre León y Zamora, llegamos a la noche a un lugar llamado Valencia de Don Juan. Como siempre, el rey, los grandes y los títulos fueron aposentados en los mejores edificios posibles. A la primera mañana en el pueblo, los secretarios, escuderos y otra canalla así, entre los cuales fui yo, se reunieron en el rollo y alguien contó las excelencias de la posada que había tocado en suerte al marqués de las Navas, en una de las casas más ricas del lugar, cuya güéspeda era señora viuda de las venerables (no de las hipócritas, digo), de la que corría fama, entre los cortesanos viejos, que tratábase de la Diana del célebre libro de Jorge de Montemayor. La información había llegado a oídos de los reyes y estos iban a visitar a la señora güéspeda, que a la sazón se llamaba Ana. Yo, por mostrarme agudo, dije que en audiencia tal el rey podría empezar jugando del vocablo así: «Di Ana, ¿eres Diana?». El donaire fue solemnizado por los presentes que eran letrados y hubo quien propuso uparme a secretario de mi señor el duque su primo para asistir a encuentro de ese tipo nunca oído ni visto. Créame vuesa merced que no hice más para difundir mi gracejo, con lo que causome admiración que, a la tarde, el duque me mandase llamar para que lo acompañara a la visita real que iba a hacerse después de completas. Parece que el chiste fue de gusto del rey, que no es malencónico como su padre, y con él favorecí también a mi señor su primo, que no contaba con asistir y, en haciendo la venia a Sus Majestades, me presentó como su secretario, no siéndolo. Paso entonces a contar a vuesa merced, para su solaz y el de quienes más oyeren, quién es la verdadera Diana de la que tantos cuerpos de libros hay impresos en castellano, francés y toscano, y aun dice alguno que los hay en lengua de herejes. Se trata de una señora hidalga, la más hacendada y rica del pueblo, y se echa de ver que fue hermosa de las hermosas en su tiempo. Dicen que tiene sesenta años, por lo que calculo que debió tener más de quince y menos de veinte, ¡quién la viera entonces!, cuando Montemayor, poeta insigne en dos lenguas, portuguesa y castellana, la conoció. Entró a la sala vestida con recato de viuda, cubierta la cabeza con la reverenda toca, pero a petición y insistencia de la reina doña Margarita, se la quitó para que todos pudieran admirar algo de su pasada belleza. Sin hacerse de rogar, mas con vergüenza y humildad, obedeció. EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 37 Sus cabellos, que antes fueron de oro, eran de luciente plata y aún a esta avanzada edad adorna con esmero sus madejas cuando se las descubre. La frente despejada que habrá merecido alabanza en el pasado, yo la encontré, puesto que con inevitables sulcos, también con vestigios de la nobleza de antaño. La boca, según pude ver cuando hablaba, no ha perdido los dientes principales, cosa que me hace pensar que los ha cuidado como preciosas perlas toda su vida (y es de alabar por eso). Del cuello, que debió ser columna de exquisito alabastro, no puedo hablar, porque como discreta, la señora lo cubría de delicado tafetán para no desdorar su figura. Vi con atención sus manos y puedo decir, sin exagerar, que fueron hermosísimas y ahora lo son un punto menos, porque, por ser tan blancas, algunas venas se ven de través. Cualquier arruga que se hallare en los cristales de sus manos la afeita con elegantes sortijas de oro, una de ellas con un rubí engastado, el cual explicó que fue obsequio de su fallecido esposo, y la lleva siempre por ser piedra que ayuda a la salud corporal y tiene fuerza contra imaginaciones y tristezas. Tras alabar su fino gusto, el rey susurró a un paje y luego luego le trujeron un cofre de donde le ofreció a la dama que escogiera la piedra que desease para lucirla en su otra mano.Yo alcancé a ver, entre muchas, piedra amatista, que es buena contra la embriaguez; el diamante, contra los hechizos; la piedra coral que alegra el corazón; y el cristal contra los que aojan. Como experta en el arte lapidario, ella tomó una piedra de coral y dijo que era, precisamente, por favorecer el gozo cordial. Besándola y agradeciendo el obsequio, la guardó en su faltriquera y prometió que se la pondría en el dedo melguerite para que fuera como anillo de memoria y nunca olvidara esta visita con la que la honraban Sus Majestades. El rey don Felipe pidió que le trajeran su bebida favorita, agua cocida de canela, para compartir con la güéspeda. Ella aceptó el convite y lo deleitó contándole sus memorias más dichosas de doña Juana, la hija del emperador, a la que sirvió como su dama cuando era princesa de Portugal. Mucho agradó al rey escuchar historias de su tía, pues había muerto siendo él niño de pocos años, y las elogió mucho más por el buen lenguaje en que ella las contaba, por lo que se notaba que era mujer entendida y educada en la corte. A propósito de la princesa de Portugal, el conde de Olivares, del consejo de estado, quien era el más nevado caballero entre los presentes, declaró que, siendo mancebo en la corte de Madrid, había conocido a doña Juana, cuando era monja en el convento de las Descalzas Reales, y alabó sus partes y virtudes. Asimismo, la reina, que es aficionada a la pintura, recordó que había visto, a poco de llegar 38 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA a España, un retrato de doña Juana que hizo de ella la famosa Sofonisba, mujer extraordinaria que, a lo que se sabe, vive todavía en el reino de Nápoles con la generosa pensión que le dejó don Felipe II por los años en que fue pintora en Madrid. Aprovechó la señora Ana el parlamento de la reina para decirle que sus cabellos rubios bermejos le recordaban a los de doña Juana y que su color es seña de la muy católica casa de Austria. En este punto el rey no aguantó más la curiosidad y le preguntó respetuosamente: «Señora Ana, ¿conoció vuesa merced a Jorge de Montemayor, poeta y cortesano muy apreciado también por mi tía, que en gloria esté?». La güéspeda, sin dejar de mirarlo, le dijo que el Montemayor fue cantor contrabajo de la capilla de doña Juana y que como tal vivió unos años en ese oficio adscrito a la casa de su señora, mas después había viajado a la guerra de Flandes, porque quería ganar honra entre armas y caballos; de que fuera poeta sí sabía, aunque solo de oídas, porque era de todos conocido en Valencia de Don Juan que había compuesto églogas dedicadas a la familia de los duques del lugar, que eran parientes de doña Juana. La reina, asintiendo con la cabeza, dijo que ella y su esposo eran aficionados a la poesía de Montemayor y que muchos de sus versos se encontraban en el libro de pastores intitulado La Diana. «¿Lo conoce vuesa merced, señora Ana?», acabó por preguntar doña Margarita. Ella contestó que solo de oídas, pues al pueblo no llegaban los mercaderes de libros y los pocos volúmenes que había, todos piadosos, se prestaban o leían en voz alta durante las noches de invierno. «Difícil de creer, señora, que una mujer entendida como vuesa merced no haya leído La Diana tan famosa en todas las lenguas de la Europa y que cuenta casos de amor realmente ocurridos en las riberas del caudaloso río Ezla, que corre cabe este pueblo», dijo el rey. La dama contestó a esto con las siguientes razones: «Como viuda y mujer de muchas navidades, señor, soy iñorante y, con excepción de las vidas de santos, las letras humanas me son ajenas y más prefiero, por mi honra, que se me estime por reservada que por novelera. De lo que he escuchado, ese libro que dice Su Majestad está compuesto de historias de amores disfrazados que acaecieron entre caballeros y damas de la corte del duque de Alba, al que el señor Montemayor también sirvió, personas todas que, por cuidar de su honor y reputación, el poeta encubrió en sus versos. Delicada cosa es la reputación, mucho más en mujeres, y en eso el portugués hizo bien en ocultar los nombres reales y las susodichas personas mucho mejor en no hablar al respecto y dejar que EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 39 la leyenda corra sin entorpecer su camino, para que el tiempo la vaya corroyendo, como hace con todo lo que está sometido a su imperio». Al acabar la señora Ana su discurso, doña Margarita dijo: «Sabia, eres, amiga, si me permites llamarte así por lo que tenemos ambas en común, el ser mujeres y honradas, y has hablado con la autoridad de quien ha vivido mucho y filosofado sin libros, sino a partir de su experiencia. A diferencia de ti, soy moza y debo confesarte que aprendí el castellano leyendo la Diana y el Amadís con mis damas. Espero que mi edad me excuse ante ti por cualquiera impertinencia de mi esposo, que no ha hecho más que seguir mi capricho, que es mal que, como mujeres, hemos contraído desde la cuna. Si me permitieres seguir adelante, quisiera decirte que la Diana es lectura de provecho, aunque pinte pastores y pastoras más de fantasía que de los que descansan efectivamente en las majadas. No embargante que sean fantásticos, esos personajes tienen mucho de verdad, porque es cierto que los amores, en acaeciendo en la edad de la juventud, son como fuego que quema el pecho y dejan cenizas que el tiempo, como bien dices, mitiga hasta llegar al puerto del olvido, que es la muerte. Con esto digo que más vale leer los amores y sufrimientos de la señora Diana y sus pastores, con el dulce estilo con que los describió Montemayor, que querer indagar, con ciencia vana, si existió o vivió mujer llamada así riberas del Ezla. ¿No te parece ansí, amiga? Di, Ana querida, tu opinión sobre el misterioso poder de esas patrañas bien escritas». La señora hidalga estaba absorta de documentos tan bien hilados por la reina, que, como vuesa merced sabe, va a cumplir dieciocho años y aparenta quince, pero aquí habló como si fuera de mujer de cuarenta; a lo que le respondió: «Llamarme amiga es, señora, un premio inmerecido para una pobre viuda que se retiró de la corte hace más de treinta años, cuando mi señora doña Juana tomó el velo, bien casada y para criar sus hijos. Grande afición había, en esos años, por la materia pastoril y no había quien no fuera fino cortesano si no tenía dama a la que dedicase versos llamándola Diana, Belisa, Nise o Marfisa. Nunca se lloraron tanto los amores, hasta comparar los ojos humanos con dos fuentes, ni se sospiró hasta la extenuación por el pastor o la pastora que no escuchaba los lamentos; nunca se tensaron con el primor de entonces los rabeles, ni se llevaron cordones de verde seda, ni se atesoraron mechones de cabellos como en mi época; nunca los lectores discreparon tanto en opiniones sobre los confusos amores de la pastora Selvagia, ni hubo más controversia sobre la verdad y funcionamiento del agua mágica que ponía a 40 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA dormir a quien la bebiera. Mas de todo eso me salvé yo, que desposé dichosamente y no lloré, como otras infelices, por un amor perdido o embarcado para casarse lejos con malos presagios». Atentamente escuchaba el rey a la señora y no osó interrumpirla hasta aquí, cuando dijo: «Mucho me ha intrigado a mí y a otros amigos míos, caballeros y letrados, ese asunto del agua mágica, que tan diferente efecto tenía en unos y en otros, ya que, si mal no me acuerdo, a algunos hacía olvidar los desamores y a otros enamoraba. Disputas he escuchado yo, como entre catedráticos, sobre si es mejor estado la soledad de un corazón libre, como el que alcanza Sireno gracias a que con el agua de la sabia Felicia no ama más a Diana, o si es preferible conservarse como virtuoso enamorado, lleno el corazón de afectos y versos que quedarán grabados en la memoria del gran libro del mundo que es la fama. ¿Qué piensa vuesa merced?». Tras las palabras del rey, la señora se quedó meditando un poco sus razones y la casa llenose de un maravilloso silencio que solo se rompió cuando ella habló alto y mesurado: «Escuchado he, señor, que toda la fama del mundo solo mantiene gran justa con la muerte, que parece que triunfa ante cualesquiera se le pongan enfrente. Como bozal, porque nunca cursé escuelas, yo diría que es mejor estado, en pasando el verano de nuestra vida y sintiéndose ya venir los fríos yelos del invierno, olvidar lo vivido, por más hermoso que haya sido y solo agradecer a la providencia, de la que es esclava la fortuna, por todo lo que nos proveyó cuando fuimos mancebos y locos por la fuerza del amor, el cual, por fineza de los amantes, ha de tener las cuatro eses: sabio, solo, solícito y secreto. Si alguien me pregunta cuál es el significado del agua mágica de Felicia, yo diría que es ese: el aprender a olvidar, conforme pasan los años y la juventud se va, quiénes fuimos y cómo eran nuestros rostros». La señora hidalga acabó de hablar y escuchamos que sonaban las campanas de maitines.Yo, pese a ser hombre de buen humor, reconozco que sus ideas penetraron en mí como saetas en la carne y, viendo el gesto de otros cortesanos y hombres de mi oficio, confirmé que nadie se sonreía o pretendía hacer chanza de nada de lo que se había dicho esa noche. La llamada a maitines fue ocasión para que los reyes despidieran a la señora Ana, quien les besó las manos y agradeció por la visita, que prometió no olvidaría el resto de su vida. Por mi parte, acabo esta carta misiva advirtiendo que la conversación fue más extensa, porque duró más de dos horas, pero que he dado relación sucinta y esencial de ella, para que se conozca y viva muchos años dentro de su familia la memo- EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 41 ria de aquesta sin par mujer, cuyas respuestas, exprimidas en términos políticos, tenían tan buena gracia y que con razón fue llamada Diana, como diosa símbolo de la castidad y el más honesto amor, señora tan famosa en la estampa que todos los libros de ese género pastoril son llamados Dianas, aunque las pastoras que los habitan tengan cualquier otro nombre. Deseándoles a vuesa merced y a mi señora doña María salud y felicidad, con ansias de emprender la vuelta a Valladolid, besa las manos de vuesa merced su criado, Francisco López de Úbeda. UN AJUAR PARA BEATRIZ GARCILASO INCA DE LA VEGA, HISTORIADOR La mañana en que murió Garcilaso de la Vega se esperaba todavía una visita más del escribano, a quien mandaron a decir que ya no se le requeriría a mediodía, sino por la tarde, cuando el cuerpo estuviera vestido para velarlo. Era 23 de abril de 1616. Si bien Beatriz esperaba este desenlace desde hacía más de una semana, Garcilaso había dispuesto de sus últimas voluntades hasta la víspera, por lo que se creía que podía seguir habiendo visitas y con ellas las necesarias previsiones para que el orden de la casa se mantuviera pese al olor de muerte que ya lo infestaba todo. El señor había testado el 18 de abril. Entre el 19 y el 22, dispuso cuatro codicilos, documentos accesorios del testamento, aclaraciones y agregados de último minuto para confirmar lo testado, detallarlo o reparar algún olvido. Junto al escribano y al albacea, el hijo de Beatriz, Diego, había estado asistiendo, escuchando, guardando en su memoria lo que se escribía y ayudando a Garcilaso cuando necesitaba recordar algún nombre de persona o lugar, o una cantidad adeudada. Beatriz escuchaba la voz de su vástago detrás de las puertas, aunque sin distinguir palabras, solo murmullos, mientras esperaba que saliera el pan cocido, mirando a un punto fijo del horno, con el gato en las rodillas, segura de que lo había criado bien y que el señor no los desampararía. Beatriz había tomado la agonía de Garcilaso con serenidad y diligencia, pese a sus propios achaques (el mismo dolor de ijada que habían sufrido su madre y su abuela a la vejez), y apenas había tenido tiempo para sentirse triste, tanto por el cansancio de la faena cotidiana como 44 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA porque se contenía mucho frente a los otros criados, especialmente Marina y Alonso, pero también María, Francisco y Diego Pavón. Beatriz era la más antigua de la casa, por lo que ejercía como la matrona, aunque nadie se lo había enseñado ni mucho menos otorgado título alguno para serlo. El señor la había dejado hacer y deshacer, atar y desatar, con la misma autoridad de silencio y actos simples que él había ejercido con la cría de los caballos y sus otros negocios. Como sea, al final de las tardes, a Beatriz las piernas se le hinchaban y se le hacía enfadoso moverse, por lo que se sentaba en la cocina y desde allí daba órdenes al resto de la familia, que la obedecía sin murmuraciones. Hasta Marina, quien la había desplazado en las atenciones del señor, asentía y le consultaba en torno a la crianza de su hijo Alonso. Beatriz, por su parte, no guardaba rencor a Marina y había aceptado, pasados ya treinta años de su llegada a la casa, la presencia de la muchacha y lo que significó para ella su arribo en los primeros tiempos. En ese entonces, cuando Marina llegó a la casa, todavía vivían en Montilla. Allí había empezado el señor su próspero negocio de hacer mal a caballos. La evidencia del éxito estaba en la propia Marina: un deudor de Garcilaso se la ofreció para saldar su deuda, a lo que el señor aceptó. Eso fue en 1585 y Beatriz llevaba tres lustros sirviéndolo. Había entrado a la casa como criada suya al volver Garcilaso de la guerra, con su nombramiento de flamante capitán, título que lo hacía de golpe uno de los más ilustres del pueblo. Había vuelto a Montilla con la gloria del triunfo, en la mesnada del marqués de Priego, con la arrogancia serena de los treinta años y con un alfanje que decían había sido de un Abencerraje de Granada como gran despojo. En consecuencia, el señor otorgó al alfanje un lugar destacado en la casa, pues estaba colgado en una pared de su librería, donde solía encerrarse luengas jornadas en los meses de otoño e invierno, apenas unas horas en los de verano y muy excepcionalmente durante el severo estío. Beatriz llevaba buena cuenta de ello, porque era la única autorizada para entrar a limpiar lo que se podía, ya que, con el paso de los años, el señor se volvió más y más desordenado. Por el cansancio, sus papeles se acumulaban y, peor aún, en los tres últimos años era imposible que entrase más de una persona allí, porque los mozos la habían atiborrado con quinientos cuerpos de libros traídos desde Lisboa vía Sevilla, y, sin estanterías donde colocarlos, habían formado pilas que dificultaban caminar. Ese desastre de la librería también lo observó el albacea, don Manuel Cortés de Mesa, cuando acabó de comer el pan recién horneado que le EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 45 ofreció Beatriz al verlo salir de la habitación del señor. Se le avecinaba una tarea fatigosa en los días por venir, pero lo guiaba la amistad que le había tributado al fallecido. Al ponerse de pie, le pidió a Beatriz que le mostrara la librería. Le bastó ponerse en el umbral, mirarlo todo y suspirar. «Mañana vendré a hacer el inventario. Dile a Diego que me espere con papel y tinta. Con suerte, los libros estarán en la almoneda del sábado». Ella asintió y no dejó de pensar en cómo se lo diría a su hijo. Imaginó decirle que cogiera algún libro que le fuera útil más adelante, para sus estudios de clérigo. Eso había querido el señor para él y no traicionaría esa voluntad tomando algunos latines para sí de aquella librería donde apenas podían darse unos pasos. Cuando el albacea se marchó y volvió a quedarse sola en la cocina, Beatriz pensó otra vez en su hijo y tuvo miedo de preguntarle por el testamento más tarde. ¿Y si Garcilaso no había cumplido? Don Manuel siempre había sido serio y hasta seco con ella, aunque siempre había mostrado simpatía por Diego. ¿Qué habría pensado el señor Cortés de Mesa de los deseos finales del señor? ¿Lo habría aceptado? ¿Acaso no lo sabía desde hacía tiempo atrás? Ojalá Diego volviera pronto de sus visitas a los parientes de la ciudad para averiguarlo y quitarse las ansias. Mientras, solo le quedaba mantenerse firme en el gobierno de la casa. Total, tenía cincuenta y seis años y también, pensó tristemente, le quedarían pocos años más por vivir, los suficientes para ver a Diego ordenarse. No pedía más. Había trabajado duro desde los diez años, cuando su madre, por no tener cómo alimentarla, la entregó a la tía del señor para que entrase a servir. Aprendió rápido las labores domésticas, no se quejaba y a los quince la pasaron a la casa nueva del capitán, el único sobrino varón de un matrimonio, el de los Vargas Ponce de León, en el que solo habían nacido mujeres. En esos primeros tiempos, el señor conversaba mucho con los jesuitas del pueblo, que le prestaban libros y los comentaban con él. Garcilaso empezó entonces a adquirir los suyos propios y a darle forma a la librería que luego llevó a Córdoba. Mezclaba esas jornadas de estudio con la compra y la venta de caballos, que fueron el principio de su pequeña fortuna. Cuando Beatriz tenía alrededor de veinte años, Garcilaso la forzó en la cocina un día cualquiera, temprano en la mañana, antes de salir a la caballeriza. Beatriz entendió que no podía defenderse y su resistencia fue breve. En adelante, el señor adoptó el hábito de meterse en su cama todos los años, por lo general los martes de antruejo, cerca de maitines, con la boca oliéndole a vino jerezano. Con los años, ella se acostumbró 46 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA y hasta lo esperaba con entusiasmo resignado, pensando que era mejor ser dócil para hacerlo pasable. Así, se atrevía a besarlo para que él la sintiera receptiva y, ganando su confianza, intentaba guiar sus manos para que no la sobajara y sus movimientos fueran menos rudos. En diez años, Beatriz logró domesticarlo como amante furtivo, pero no por ello insinuó algún tipo de satisfacción frente a esos alivios culposos del señor. Garcilaso nunca se salió de sus casillas fuera de esos martes previos a la cuaresma en que la cama de Beatriz crujía y la trataba, a solas o en público, con la misma cordialidad distante del primer día. Por su parte, ella nunca dejó de llamarlo voacé o señor, como le enseñaron en casa de los tíos de Garcilaso. Esos ayuntamientos duraron una década. Beatriz solo tuvo paz en los antruejos cuando llegó a la casa Marina, con quince años recién cumplidos. Le bastó mirar los colores de su rostro una mañana de cuaresma y sus movimientos torpes, por lo afectados, para verificar que Garcilaso había cambiado de ninfa ocasional y que nunca más la visitaría a ella. Entonces sintió que ya era mayor (frisaba los treinta años), que tenía el resto de su vida para expiar la culpa de esos encuentros y, sobre todo, que había ganado, repentinamente, una autoridad frente al resto de la familia. Era superior a Marina, porque ahora el señor la usaba a ella para aliviarse; era superior a Francisco, quien nunca pasaría de ser mozo de cuadra y aquel a quien ella pagaba y dirigía por encargo de Garcilaso. En los años siguientes a la venida de Marina, la familia creció, a causa de la mudanza a Córdoba, y todos pasaron a ser subordinados de Beatriz: la huérfana María de Prados fue recogida en 1606, como uno de los arrebatos caritativos del señor, y a ella había podido Beatriz transmitir algunas lecciones femeninas que no había podido compartir con Diego; Marina dio a luz a Alonso, que asistía a Francisco Sevillano en la caballeriza, porque la cabeza no le daba para más; y el otro Diego de la casa, Diego Pavón, un año mayor que María, era el mozo de los recados, el que llevaba la esportilla y a quien el hijo de Beatriz adoctrinaba en los principios básicos de la fe. En suma, la familia de criados de Garcilaso se constituía, al momento de su muerte, de siete personas. Tres mujeres (Beatriz, Marina y María, en orden descendente) y cuatro varones (Diego, el hijo de Beatriz, Alonso, el hijo de Marina, Francisco Sevillano y Diego Pavón). Entre ellos, el pilar de la casa, por antigüedad y carácter, había sido Beatriz, cuyo hijo Diego la secundaba y había sabido compenetrarse en los negocios del señor hasta el punto de ser su escriba. Diego tenía cerca de EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 47 treinta años, la misma edad que tenía Garcilaso cuando Beatriz lo vio por primera vez con el famoso alfanje en el cinto y su futuro ahora dependía de lo que el señor había dejado escrito en estos días agónicos. A ella poco le importaba ya su propia vida, pues había empezado su carrera en la servidumbre tan temprano que no tenía planes para sí. Cerca de cumplir sesenta, poco podía ella imaginar viviendo sin amo. Por eso, cuando el albacea reunió, la misma tarde de la muerte de Garcilaso, a los siete habitantes de la casa para abrir el testamento, ella se mantuvo con el rosario apretado entre las manos, rezando mentalmente, mientras el primo del señor, el canónigo de la catedral, miraba distraído la escena. La lectura de todos los documentos tomó dos horas. Se turnaron para leer Diego y el escribano, con pausas para refrescar la garganta ellos y llenarse el estómago los demás presentes. Francisco no soportó el tráfago de la lectura y a la media hora abandonó. Prometió volver al día siguiente a cobrar «lo que era de justicia», según dijo él mismo antes de tirar la puerta. Nadie le contestó. A poco de haberse marchado él, el testamento comenzó a hablar a nombre del finado: Mando que den a Beatriz de la Vega, mi criada, durante los días y años de su vida, ochenta ducados de renta en cada año y más le den la dicha renta un año después de los días de su vida de la dicha Beatriz de la Vega para que la susodicha haga y disponga de ellos lo que quisiere a su voluntad. Beatriz, en silencio, recibió la manda con gratitud, aunque no pudo imaginar qué hacer con ochenta ducados en un año. Nunca había visto ni mucho menos tenido que pensar en una cantidad de dinero así de grande para ella sola. Su lealtad al señor le hizo sentir un orgullo vano de ser la primera mencionada en el testamento. El segundo mencionado, naturalmente, era su hijo. Mando den a Diego de Vargas, vecino de Córdoba, que yo he criado durante los días y años de su vida ochenta ducados en cada año de renta mientras viviere y más le den la dicha renta un año después de los días de su vida. No le extrañó que Garcilaso, tan caballero y tan celoso de su honra, callara su paternidad. Al mismo tiempo, se ilusionó pensando que Diego sabría qué hacer con esa suma. Digo y declaro que yo tengo y poseo por mi esclava cautiva sujeta a sujeción y servidumbre a Marina de Córdoba. Es mi voluntad que después de mis días Marina de Córdoba quede libre y horra de la sujeción y cautiverio en que ha estado. 48 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA Beatriz no quiso ver a Marina en ese momento, pero la imaginó escuchando que desde ahora era mujer libre con la misma mansedumbre de siempre, la cabeza gacha y las manos recogidas sobre la falda, porque no solía rezar el rosario en público para que no murmurasen que era una hipocritona. Su manumisión debía alegrarla, pensó Beatriz, pero también había debido dolerle en lo profundo que Garcilaso no mencionara a Alonso, que era tan suyo como Diego, en verdad. Mando que den a María de Prados, huérfana de padre y madre, que yo he criado y será de edad de diez años, para el dote de ser monja seiscientos ducados. María, aburrida, se había ido a la cocina a jugar con el gato y se perdió de la buena noticia. Beatriz se sintió bien por ella y hasta pensó que definitivamente la niña había sido la hija que el señor hubiera deseado tener. Mando que den a Francisco Sevillano doscientos ducados en dineros, con los cuales con el vestido y calzado y comidas que le haya dado se haya de contentar y contente por entero pago y satisfacción de todo el tiempo que me ha servido. Esas líneas finales las había sugerido el escribano y Garcilaso había asentido resignado, pero era necesario hacerlo así. Recientemente, Francisco reclamaba supuestos sueldos atrasados y trabajos adicionales que al señor no constaban. Se había sumergido en sus papeles junto a Diego, a quien le dictaba, y nadie en casa había sinceramente visto todo lo que Sevillano decía haber hecho. El escribano llegó a la última página del pliego leyendo los nombres de los firmantes y la fecha. Todos en el salón amagaron con ponerse en pie o moverse sobre su silla, pero Diego dijo que faltaba leer los cuatro codicilos. Alonso pareció saltar del asiento para preguntar qué era eso. El escribano explicó que eran mandas que complementaban el testamento. El rostro de Alonso cambió y pareció iluminarse de esperanza ante la idea de escuchar a continuación su nombre entre las voluntades últimas del señor. Sin embargo, el primer codicilo empezó recordando al otro Diego de la casa. Mando que den a Diego Pavón mi criado, de edad de once años, seis mil maravedís en dineros en pago del tiempo de dos años que me ha servido. Ahora Beatriz quiso pensar que su Diego había intervenido para convencer a Garcilaso de dejarle algo a Diego Pavón, a quien trajeron a casa como esportillero sin zapatos y casi desnudo. En ese mismo primer EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 49 codicilo Garcilaso también enmendó lo dicho sobre Francisco Sevillano. Ahora lo nombraba sacristán de su capilla con salario de cuarenta ducados al año, seguramente para evitar pleitos que habría sido Diego quien hubiera tenido que afrontar. Tras el nuevo oficio de sacristán para Sevillano, Garcilaso también recordó a Marina García, aquella mendiga de Montilla a la que Beatriz daba el pan sobrante. Le dejó treinta reales, con los que quizás podría dedicarse a un oficio, por malo que fuera. Diego había dicho que eran cuatro codicilos. Quedaban tres y Beatriz no perdía la concentración, acariciando las cuentas de su rosario, ni la fe en el arrepentimiento de Garcilaso al encarar la muerte. Intentó seguir con atención la lectura del segundo codicilo, pero se perdió bien pronto en su lenguaje alambicado. Entre legalismos, el señor se preocupaba de afinar los detalles de la administración de su capilla particular y cómo se sucederían sus administradores para que el mantenimiento no sufriera mella en lo porvenir. Hasta se dio el espacio para establecer que su amigo, el licenciado Andrés Fernández de Bonilla, tendría la prioridad de decir misa en la capilla si le apetecía, por encima de cualquier otro sacerdote que lo pidiera. El tercer codicilo, con el mismo tono cansino, discurría sobre más asuntos de su capilla. Se desdijo en la preferencia del licenciado Bonilla y ahora decía que los sacerdotes que dieran misa debían ser escogidos por el administrador, don Francisco de Corral. Además, establecía que dicho cargo sería heredado por sus descendientes en línea recta de varón. Beatriz ya estaba entrecerrando los ojos por el cansancio cuando volvió a escuchar su nombre en la que era la última página del documento: Mando que den a Beatriz de la Vega mi criada que tengo en mi casa todo el aderezo de cocina: sartenes, calderos, cazos, asadores, morillos y ollas de cobre, alnafes y tinajas, y mesa de banco y cadena y cuatro sillas de granada y todo el lienzo de sábanas, colchones, almohadas y camas y candiotas y vidrios y redomas y todo el plete y vidriado y esteras y arcos. Esa manda no parecía propia de Garcilaso, sino de Diego, quien había crecido viéndola entre fogones, amasando pan y despachando a los demás criados. Recibir como suyos los aderezos que ella misma había adquirido, usado y empleado para servir a la familia le entusiasmó, ciertamente, más que la renta vitalicia, que no dejaba aún de ser una abstracción, un número que viene a la mente y solo es eso. Mucho más sin esperárselo. 50 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA El cuarto codicilo era igual de monótono que los previos, en torno a asuntos de la capilla que Beatriz no entendía. Tampoco había acabado de comprender, en realidad, la última manda del señor para ella. Solo logró hacerlo esa noche, a solas con su hijo Diego, en la cocina, hablando a la luz de la vela, como lo habían hecho siempre desde que él tenía uso de razón. Es el ajuar para tu casa nueva, madre. La última mañana que estaba más despierto de mente, antes de que viniera el escribano, dije a padre que iba a llevarte a vivir conmigo a otra colación, para que nadie murmure. Entonces él me dijo que, para empezar, ibas a necesitar tus aderezos de aquí. Eso era, me dijo, más importante que dejarnos rentas de por vida. Otras cosas dejó ordenadas en el testamento que no me dijo y recién las escuché hoy, como que hay lugar en su capilla para enterrarnos junto a él. Padre era así, tú sabes. UN ENCARGO ACADÉMICO DON ALONSO DE CASTILLO SOLÓRZANO, POETA DE BURLAS Una vez a la semana, después de cenar, don Alonso cumplía con pedirle la venia al conde para ir a las reuniones de la academia. Este siempre asentía y hasta prometía asistir «una noche de estas», aunque nunca lo hizo durante todo el tiempo que don Alonso fue su gentilhombre en su residencia de Madrid. Don Alonso pensaba entonces que al conde le agradaba mucho más que su criado asistiera fielmente a las reuniones y que participara para tener de qué presumir frente a los demás hombres de título de la corte. Madrid era enorme, cierto, pero para los señores (lo descubrió pronto don Alonso) era una aldea. Las noticias corrían en cuestión de horas y las gradas de San Felipe eran el lugar donde se consolidaban famas y se arruinaban por igual los linajes. Llevaba dos años viviendo en Madrid, adonde había entrado en vísperas del día grande, la fiesta de San Isidro, como parte del séquito del conde de Benavente. Lo había conocido en Tordesillas, su patria, cuando el conde pasaba de camino hacia Alba de Tormes, las tierras del duque, noble al que la familia de don Alonso estaba vinculada por servidumbre de dos generaciones. Don Alonso lo recibió entre los vecinos principales de Tordesillas y luego de asistir a la misa le cupo el honor de sentarse junto al conde en el almuerzo de cochinillo que se le ofreció. La charla fue animada y le permitió a don Alonso soltar algunos donaires que mantuvieron al huésped entretenido. Al final de la tarde, cuando estaba por subirse a su coche, el conde le confesó que no había imaginado que 52 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA en Tordesillas clareasen ingenios como el suyo y que debería ir a la corte en lugar de ahuesarse entre jamones y el villanaje que cultivaba sus tierras. Don Alonso entonces dejo caer un tímido «vuesa señoría me honra y me anima, no embargante, no tengo dineros o señor a quien servir en Madrid». El conde se quitó entonces un guante y se lo entregó, diciéndole: «Escribid a mi secretario y él buscará donde se os haga merced». Don Alonso besó el guante, que despedía el delicado olor del ámbar, y bajó la cerviz con devoción. No había sido fácil preparar la mudanza. Su esposa, Agustina Paz, no entendía por qué quería dejar esa vida cómoda de hidalgo con posibles, mucho más a su edad (treinta y cinco años), como si no recordara que ya no era el muchacho que había regresado de Salamanca por el desbocado caballo de los veinte. Sus años universitarios, pagados por el duque de Alba como reconocimiento a los años de servicio de su padre (buen siglo haya), solo le habían dejado la sensación de ser un talento resfriado, porque en las escuelas no destacó y nadie atendió a sus esforzadas imitaciones de Garcilaso. Pero ahora el conde de Benavente le había reconocido por su gracejo y le animaba a tentar la carrera en Madrid, flor de academias y certámenes. Don Alonso pensó que era su gran ocasión, quizás la última. En cuestión de meses malvendió todo lo que tenía en Tordesillas, hasta lo heredado por muertes familiares recientes, tan providenciales, y entonces se jugó la polla, como decían los tahúres. Agustina gruñó al inicio, mas luego el boato de la corte también la obnubiló y se dejó llevar por su canto de sirena. Lo cierto es que la apuesta había resultado. Como gentilhombre del conde de Benavente, don Alonso se aseguraba casa, comida y un vestido decente. Su participación en las galas era un rédito adicional, ya que los señores de título siempre eran dadivosos si se les sabía tocar la cuerda exacta; eso lo sabía hacer bien don Alonso, con cuentecillos y motes oportunos que amenizaban la mesa. Asistir a los festejos aseguraba, además, ropa nueva. Don Alonso lo descubrió pronto: en el campo se puede usar lo mismo siempre, con tal que esté más o menos limpio, y reservar el atuendo mejor para los domingos o los bautizos y las bodas; en cambio, en Madrid había que estar siempre arreglado, porque «así manda el Galateo», como decían los cortesanos viejos, y al menor viso de grasa en el cuello, la capa o los filos de las mangas, se cambiaba de inmediato para no afrentar a la casa de su señor. El fracaso de Salamanca veinte años atrás le había servido. Ahora no cometería esos errores de bisoño. Eligió el árbol de mejor sombra, al EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 53 celebérrimo Lope, y se afilió a la causa del estilo llano que identificaba a Castilla frente a la peste culta que subía del Andalucía. No iba a aspirar a ser original tan de prisa, sino que iba a ir con la sonda en la mano, cauto, escuchando más que hablando, meditando opiniones para que sonasen más graves cuando las vertiera y aplicándose al humor, que tanto gustaba y abría todas las puertas. Por el camino de esa humildad, si no llegaba lejos, al menos caminaría un buen trecho, seguro y con algún aplauso. Lope de Vega campeaba en todos los géneros famosos, Góngora destacaba dentro de su lenguaje griego y, más allá de la mofa, conocía su oficio y su talento era indiscutible. El tercero en fama era Quevedo. A él intentaba imitar cuanto podía don Alonso, porque era casi su contemporáneo, y porque su registro cómico era altísimo. Como Quevedo, él también era noble, aunque no tuviera su esmerada educación de Alcalá. Esa seguridad de ser perito en letras, se decía don Alonso para consolarse de sus propias limitaciones, era también su gran debilidad: Quevedo era un magnífico Demócrito, pero también quería ser Heráclito o un Epicteto redivivo. Quería abarcar mucho, porque él lo valía, y le parecía que lo cómico no le bastaba. Don Alonso, en cambio, modestamente, sabía que lo suyo era la risa y de ese sendero no se saldría por decisión propia. Por todo eso, la academia de Medrano le venía de plácemes. Los temas de composición eran siempre materia de burlas y en ese terreno don Alonso podía brillar con su habilidad para el arte menor y los retruécanos. Iba a lo seguro, siempre, ya que tenía memorizadas varias fórmulas y esquemas, y en base a ellas escribía sus novedades. Entre eso, su humildad y sus cortesías, no tenía émulos ni enemigos encarnizados. Con esa destreza en la diplomacia con poetas y señores en casa de Medrano, aspiraba a ser nombrado secretario, tarde o temprano. Sabía que presidente no iba a ser jamás, ya que ese lugar evidentemente siempre sería para Lope o para Quevedo si no tuviera tan malas pulgas a veces. Para ser presidente de la academia se requería un genio que no era el suyo, amable y dispuesto, más bien, a negociar y hacer sentir que su trabajo era afición y no tanto pasión. Poco a poco, esa conducta empezaba a darle buena cosecha.Ya había logrado colocar un par de poemas laudatorios en libros de colegas académicos, todos sabían quién era y Lope lo llamaba «mi querido don Alonso». Él le devolvía la gracia diciéndole «mi señor Fénix». Sus poemas recibían elogios en las veladas y ya el mismo Medrano le había dicho que si seguía así podría pensar en sacar un librillo con todo lo escrito para su academia. 54 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA La vida literaria parecía sonreírle a don Alonso hasta aquella noche en que Medrano propuso un tema que le hizo dudar de su buena fortuna. Un poema en el que se use a Plinio para satirizar una figura de la corte, rezaba el bando. Don Alonso volvió a casa con un amago de melancolía, porque no había leído a Plinio y se le hacía cuesta arriba leerlo para encontrar un motivo que usar para uno de sus tan celebrados romances. Para colmo, se habían incorporado a las academias nuevos señores, como el marqués de Villar, que andaban buscando protegidos y por ende era imperioso lucir más que de costumbre. Se desveló esa noche pensando lo dura que era la vida de poeta en Madrid, donde todo pasa de moda pronto y uno no puede bajar la guardia nunca. El mismo conde de Benavente se había quejado de la ingratitud de palacio y que los privados no le estaban ayudando a concretar aquel asiento que saldaría sus deudas, el único motivo realmente por el que se había mudado a Madrid y derrochaba su dinero en aquel tren de vida de príncipe en el que don Alonso cumplía su papel de paniaguado para sacar lustre a la casa. Así las cosas, tal vez el conde duraría un año más apenas en la corte y volvería, si no se enderezaba su economía, a sus tierras de Zamora, donde la vida era mucho más barata y más acomodada frente a los sacrificios de mantener casa, coche y familia de treinta criados en Madrid. A don Alonso le quedaban seis días para preparar sus coplas burlescas con gallarda mención a Plinio. Se le ocurrió tomarle el pelo al bando y hacer un poema sobre su ignorancia de «aqueste buen viejo Plinio / doto romano infernal», en los primeros dos octosílabos que le salieron, mas temió que la chanza diera lugar a preguntas que no iba a saber responder. Y, además, ¿de quién reírse esta vez? Ya se había burlado en sus versos de la escasez del río Manzanares, de la fiesta de Santiago el Verde en el Sotillo, de la fábula de Acteón y Diana, de los esportilleros gallegos, de la maldita venta de Viveros, de un corcovado, de un bizco, de los chirlos de un valentón y hasta de su propia calvicie, solo para que todos vieran que su musa era tan cándida que no se corría de reírse de sí mismo. Le bastó un día de garrapatear versos hueros e insípidos para aceptar que no podía escribir porque no tenía idea de qué quería hacer. Necesitaba algo para empezar, una imagen, un estímulo, una chispa, y solo podía obtener eso leyendo a Plinio. Se pasó su segunda noche en blanco para planear cómo conseguir, al descuido, un tomo de la Historia natural. Eso tampoco le solucionaba precisamente la vida, ya que su latín era incipiente y se remontaba a veinte años atrás, en sus horas de estudiante capigorrón y poco dado al EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 55 estudio de Calepino. ¡Cómo había malgastado su tiempo entonces! Un estudiante había dejado empeñado un Garcilaso con los comentos del Brocense en el pupilaje y don Alonso se había dejado arrastrar por los endecasílabos a la italiana, que le estragaron la imaginativa. En lugar de asistir a clase, memorizar las frases de Digestos y Bártulos, se creía entonces el elegido para reescribir la lírica de la mano con su fervor hacia Garcilaso y había fracasado irremediablemente, quemándose las pestañas durante las noches en una actividad que a nadie agradó. Todo eso recordaba, tantos años después, en Madrid, cerca de los cuarenta años, ingenio idiota (ese significado sí lo sabía) y sin saber cómo ocultarlo en esta encrucijada. Pero tenía que mantener la esperanza y conseguir el Plinio para, siquiera, aspirar a entenderlo. Recordó a Francisco de Rioja, quien tenía a su cargo la librería del conde de Olivares y pensó que quizás, sabiendo hablarle, le prestaría el libro. Rioja era eximio poeta de silvas y su tema eran las flores, con las que hacía versos que eran purísimo tempus fugit. Con este simuló don Alonso encontrarse («qué casualidad, Rioja, dar con vuesa merced») a mediodía en una calle cerca de la plaza mayor, por donde sabía que podría hallarlo. Elogiarle su última silva, «A la azucena», leída en casa de Medrano, decirle que tenía un asunto que le importaba saber y recomendar que probaran la cazuela del bodegón de la calle de Cuchilleros fue todo uno. Invitó don Alonso, naturalmente, y le contó a Rioja, como gran novedad, que el fraile Téllez buscaba poemas para alabar sus Cigarrales. «Y yo he recomendado mucho a vuesa merced a Tirso, porque una silva sería linda guirnalda a tan honesto libro de entretenimiento». Rioja agradeció el gesto y dejó caer un comentario que encerraba una petición. «Se nota que vuesa merced, don Alonso, tiene buen gusto para los versos y que, como yo, sabe lo difícil que es convencer a Madrid del talento de un forastero. Mucho más cuando uno viene de Sevilla». Don Alonso recordó las bromas y las indirectas que había escuchado entre los corrillos en torno a los andaluces que estaba promoviendo el valido del rey y los celos que eso provocaba entre los sanos de Castilla. «No os preocupéis, Rioja, quien triunfó en la Hispalense no hará menos en Madrid», dijo, lambiscón, y vio al sevillano sonreír como si fueran amigos y se lo creyera. Luego empezaron a hablar de minucias, como la cantidad estimada de oro y plata que llegaría de Indias en unos meses, o si Espínola iba a aceptar el encargo de volver a hacer la guerra en Flandes. Todos los días había novedades, chismes, anuncios, profecías y casi todo acababa olvidándose al día siguiente o era de lleno falso. 56 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA Solo cuando estaban por levantarse, en la sobremesa, como quien no quería, don Alonso dijo: «Vuesa merced me perdone, Rioja, pero debo partir a hacer las cuentas con el despensero de mi señor el conde». El sevillano preguntó entonces, con extrañeza: «¿No está escribiendo su merced un romance para leer en la academia?». Don Alonso explicó, sin aspavientos, que no tenía tiempo esta semana, pues el conde pensaba ir a Valladolid a ver unos deudos y quizás se ausentaba. «Además, tengo el Plinio en mi librería de Tordesillas, no lo consulto a menudo. ¿Dónde guarda vuesa merced el suyo?». Rioja contó que el suyo estaba en Sevilla, pero que el conde de Olivares tenía un curioso Plinio romanceado, «el que tradujo el sabio doctor Huerta, quien lo sangró hace un mes y se lo regaló. En agradecimiento, el conde le está buscando una plaza en el Santo Oficio». Don Alonso aprovechó para darse aires y pedir el favor: «¿Plinio en romance? Me provocaría leerlo si es obra de un sabio. En Salamanca lo leíamos en latín. Me gustaría saber cómo suena en castellano». Don Alonso recibió la traducción de Jerónimo Gómez de la Huerta esa misma tarde. Con el libro entre sus manos, quiso creer que la fortuna volvía a girar su rueda y que, si seguía así, acabaría por alzarlo y hacerle salir de este aprieto. Se pasó otra noche desvelado leyendo páginas al azar, como se leen las polianteas, a veces guiado por la tabla, otras solo conducido por ese capricho con que los humanistas de Italia leen ciertos versos de la Eneida y no otros, paladeando su misterio. Leyó que las gatas paren veintiocho crías durante su vida; que poniéndose sobre el pecho el hombro izquierdo de un camaleón sueña el hombre lo que quiere; que la pluma del águila quema las de las otras aves; que el oso se lame las manos y los pies cuando hiberna; que el perro se purga con yerbas que sabe escoger con el olfato.Ya sabía bastantes curiosidades de animales, las tenía frescas en la cabeza, y solo quedaba encontrar el tema satírico que pudiese vincular con una de ellas. Durante la jornada, se la pasó despachando los negocios de la casa y acompañando a su mujer en sus labores. Le había ocurrido antes que la inspiración para un poema le llegaba así, en medio de lo cotidiano, en un coloquio de cosas corrientes o mirando a alguien trabajar. Hacía días que no hablaba con Agustina y le contó de su último empeño poético, por si ella le daba algún consejo. Al fin y al cabo, a ella le debía el asunto de su romance «Describiendo al río Manzanares y lo que pasa junto a él entre fregonas y lacayos que las enamoran», pues don Alonso no solía bajar al río y vino a descubrirlo gracias a que Agustina le contó de la EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 57 deshonra de la asturiana que el conde echó precisamente por esos devaneos. El consejo de la mujer no es poco y don Alonso se fiaba de lo que sacaba en limpio de esas conversaciones. «¿Y ese señor Rioja tiene familia en Madrid?», le preguntó Agustina. Don Alonso no lo sabía, pero si la tenía debía recibir buenos dineros del conde de Olivares, porque siempre iba bien vestido y nunca le había visto en festejos comiendo a mansalva como el que más que presumía de poeta en los salones. «Y así y todo no se excusó cuando lo invitaste a comer? Él podía invitarte a ti», siguió inquiriendo su mujer. Don Alonso se enfadó suavemente por lo que insinuaba su esposa, como si le raleara la bolsa y no tuviera él cómo alimentarse con dignidad. «No soy yo hidalgo pobre de esos, Agustina, que van buscando convite bajando la calle Mayor». Su mujer entonces levantó la mirada al cielo, lanzando un «a Dios gracias, Alonsico, a Dios gracias».Y don Alonso recordó entonces aquellos temores iniciales cuando estaban por mudarse y dejarlo todo, para seguir su sueño de ser escritor en Madrid. Él, evidentemente, no había querido decirlo en voz alta, pero también había sufrido sus angustias, en silencio, y temido la indigencia que para alguien de su alcurnia era trágica, como no lo era para un villano o un mercader. ¡No había escuchado él historias de hidalgos pobres en Valladolid y en la misma Salamanca! ¿No le contaba su padre en las noches de invierno de cuando había estado en la corte, con el duque de Alba, por dos meses, en 1588, de ese hidalgo de su mismo pueblo que le confesó que no cenaba y que se consolaba con el olor de la grasa del jamón del almuerzo que aún le impregnaba los dedos y él devoraba con la nariz por las noches? Entonces don Alonso sintió como que despertaba de un sueño y lo vio todo junto: Plinio, el animal, la figura de la corte, el poema todo. Allí estaba el tema y la mención a la Historia natural. Se excusó con Agustina, que lo dejó ir sospechando que ya le había llegado la inspiración que buscaba a su lado, y se fue al bufete. Afiló la pluma, la remojó y despachó primero lo primero: «Plinio, el que tantas patrañas / escribió en lo natural… / dice que naturaleza / fue con el oso voraz / avara, pues en invierno / alimentos no le da…». El concepto era simple, pero por eso mismo efectivo, contundente y ridículo. Tal como el oso se lamía las manos, el hidalgo pobre en la corte se alimentaba con lo poco de grasa y olor que le quedaba en las suyas, en las ralas comidas que alcanzaba importunando mil veces a los señores. Don Alonso los veía a menudo a mediodía, como demonios de los que había que huir, y más de una vez, en sus salidas con el conde, había tenido que decirle al escudero, que era 58 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA vizcaíno, que les cerrara el paso a su señal para que su señor no tuviera que sufrir el enfado de sus chácharas, sus impertinencias, sus ruegos y sus genuflexiones para intentar besarle las manos enguantadas. Seguro, recobrados sus arrestos poéticos, acabó el romance dos días antes del plazo, y se dio el gusto de limar las rimas y hasta hacer reír al conde leyéndoselo en la sobremesa. «Muy bueno, don Alonso, vuestros donaires os llevarán lejos. Ya le dije a Sessa que después de Lope, en verso festivo solo vuesa merced le sigue», lo elogió el de Benavente. Don Alonso agradeció con su humildad característica y se tomó la tarde libre, víspera de la lectura pública, para pasear por el Prado. Llevaba su romance en la faltriquera y lo repasaba de vez en cuando, por si algo le malsonaba o si le venía algún arrepentimiento de última hora. No le encontraba defectos y se convenció de que este poema era un paso más hacia el Parnaso, una cuesta empinada por la que muchos rodaban o se quedaban postrados a la mitad. Él seguía caminando, hacia arriba, garboso, sin maledicentes Zoilos, amigo de todos, dedicado en exclusiva a su jocoseria. Allá Quevedo y sus afanes de Anacreonte o el fraile Téllez y sus mujeres varoniles. Lo suyo eran la sátira y la risa ingeniosa, la crítica a las costumbres y la burla aleccionadora que cosechaban aplausos en la academia, entre señores y poetas notables. A los cuarenta cumplidos, le quedaban tres años para conseguirlo, quería ver su primera obra original en estampa. El título ya le rondaba la cabeza desde que decidió entregarse por completo a ejercer el verso alegre: Donaires del Parnaso, porque la academia era ese monte eminente y él se proponía hacer reír desde su cumbre. «Nada más que eso, pero tampoco menos», se dijo, convencido de su talento para alcanzarlo. Todo objetivo entraña sacrificio. El suyo había sido aprender de sus errores de juventud y hacer de lo poco lo suficiente para destacar en una sola cosa, aun a costa de rozar, a veces, la vergonzosa chocarrería de reírse de sus propios defectos. Los cómicos lo hacían sobre las tablas y don Alonso admitía que, para poeta jocoso, había que tener algo de ese desenfado. La academia exigía tener buen humor no solo para hacer chistes sobre casi todo tema, sino también para recibirlos y encajarlos sin picarse. Algo de esa disciplina de saber recibir el latigazo de la sátira encerraba, él lo sabía mejor que nadie, ese romance nuevo sobre el hidalgo muerto de hambre convertido en oso que hiberna. En verdad, poco lo diferenciaba de ese personaje que vagamundeaba las calles junto a él. Don Alonso también era un hidalgo que había venido a la ciudad con el propósito de servir a un señor y ganarse el pan. Como hidalgo de EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 59 pueblo, don Alonso también había sido vanidoso de su alcurnia y había despreciado a los villanos y oficiales que le decían «vuseñoría» o «beso las manos de vuesa merced», mientras él podía tratarlos de vos y hasta amenazarlos con darles de palos cuando se atrasaban en los pagos o no le cumplían con eficacia algún servicio. Como hidalgo, don Alonso sabía el valor de un bonete, cuándo y cómo sacárselo, con elegancia, para demostrar educación, y lo importante que era tener el calzado limpio y cuidarse de los lodos que estropeaban los ropajes mientras se caminaba. La única diferencia, la esencial, era que al padre de su padre, a su padre y a él mismo les había ido mejor. «Cada uno dice de la feria como le va en ella», pensó, cuando volvía a casa, a paso gentil, al morir la tarde, viendo los coches que se atascaban en la carrera de San Jerónimo, los lacayos que corrían a servir y los religiosos de los conventos que atendían a la chusma arremolinada para recibir algo de la sopa boba. Eso era Madrid y él era un peregrino del monte Parnaso, con un buen poema en la mano y todo por ganar. Así lo entendieron también los asistentes a la reunión de esa noche en casa de Medrano. Don Alonso recibió el guante que era el precio al mejor poema y la audiencia exigió una continuación. «Una respuesta del hidalgo pobre al romance», sugirió el marqués de Villar. «Sea», respondió don Alonso, haciendo la venia que hacía relucir su noble calva de Nuño Rasura, como pedía el chiste. Aunque ya sin referencias rebuscadas (no olvidaría devolver el Plinio a Rioja), don Alonso se vería conminado, por una semana más, a seguir zahiriendo a su propio estado para arrancar las carcajadas del respetable público, en el que solo algunos de los poetas presentes sabían realmente lo penoso que era pasar hambre por no poder trabajar con las manos. Don Alonso tendría que recurrir a lo que mejor conocía, a los cuentos de su padre, a lo que había visto en su natal Tordesillas y a sus congéneres que pululaban en la corte con la mala fortuna de la que él había milagrosamente escapado. El guante del marqués de Villar, que pasó a guardar en su armario como trofeo, lo demostraba. «En una semana, triunfo con otro romance y cambio de señor», se propuso don Alonso. Después, rezó sus oraciones y durmió como un bendito. EL PESQUISIDOR DE FIGURAS ALONSO JERÓNIMO DE SALAS BARBADILLO, AUTOR SATÍRICO El libro se lo dejó Antonio de Castilla con otro de los ujieres, una tarde de poco tráfico en palacio, envuelto en papelón y con un billete pegado que decía: fruta nueva de Barcelona, aunque será vieja para ti. Tan nueva para el vulgo que recién la están vendiendo por acá. Era uno de esos días soleados de invierno en que podían verse desde el Alcázar las cumbres nevadas de la sierra heridas por esa luz que, le gustaba pensar a Salas Barbadillo, solo caía de esa manera, a plomo, en Madrid. Rasgó lo suficiente para ver el título bimembre en la portada, que rezaba La niña de los embustes,Teresa de Manzanares, y apartó el paquete de su vista, para sentarse junto al brasero y ponerse a pensar. Apenas recordaba la pluma de don Alonso, su colombroño hidalgo, y no esperaba gran cosa de ella. Lo único que guardaba en su memoria sobre el tordesillano era su calvicie, de la que él mismo se mofaba, y algunos romances jocosos que había leído en la academia de Medrano. En verdad, le había perdido todo rastro cuando se marchó de la corte, ya como protegido del marqués de los Vélez, cuando este fue nombrado virrey de Valencia, más de cinco años atrás. Todavía le parecía increíble cómo, con sus limitaciones, don Alonso había sabido granjearse mecenas y publicar, burla burlando, un libro todos los años. Sin embargo, tampoco tenía mucho que envidiarle, sinceramente. Para empezar, no tenía su invención. He allí esa Teresa de Manzanares, que no sería más que una contrahechura más o menos bien compuesta 62 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA por don Alonso inspirada en su novela La niña de los embustes, publicada quince años antes, para demostrar que inventar historias no era su fuerte. Además, don Alonso no tenía la esmerada educación que él había recibido en Alcalá, sino que había desperdiciado sus mejores años en Salamanca, sin provecho alguno para la poesía. De Virgilio solo conocía el nombre, por lo que del chiste aquel de «vengo sin Eneas, siendo Acates» no pasaba. Anastasio Pantaleón y Quevedo sí eran buenos latinos, como él mismo, y hasta saboreaban el griego. Ahora recordaba la sonrisa floja de don Alonso y sus movimientos de cabeza, como asintiendo, cuando en los vejámenes se ensartaba un verso de Marcial y hacía como que lo entendía. Por último, el provinciano don Alonso, que se había llamado alguna vez, con afectación, Castalio en sus poemas para la academia, sería todo lo fecundo que se podía ser cuando uno se hallaba bajo la sombra de un árbol eminente, como que el señor de uno sea virrey, pero sus libros no eran sino mera sarta de disciplinantes, sin la originalidad que él sí había pretendido mucho antes, mal que le pesare. ¿Habríase mudado don Alonso a Barcelona entonces? Revisando la información de la portada, era dudoso. Primeramente, reparó en que lo publicaba Cormellas, un librero con olfato para las ventas, ya que publicaba en Barcino todo lo que salía en Madrid, por lo que esa Teresa de Manzanares estaría pensada para el vulgo novelero y no tanto para los discretos. Ojeó la portada, con el grabado de la dama en chapines que ya había sido utilizado por Sendrat para las Patrañas del ciego Timoneda (ni en eso Cormellas se atrevía a ser original) y prestó especial atención a la dedicatoria: a Juan Alfonso Martínez de Vera, teniente de baile de la ciudad de Alicante. ¿Se podía ser más ruin? La calidad de un libro está en divina proporción con la grandeza del señor de título al que se dirige. El paniaguado de don Alonso no era más que una hechura del marqués de los Vélez, a cuya casa ayudaba cada vez que iba a gobernar un reino nuevo, adulando a los caballeros y títulos, untando a los criados veletas y ganándose a los cortesanos salamandras con sus gracejos y su prestigio de secretario (regalo de Lope al provinciano hidalgo por atacar a Góngora con ahínco) de la extinta academia de Madrid. ¿Era acaso superior esa vida de poeta al servicio de un noble de título, al que asistir, rogar y decir mentiras para comer caliente y recibir un sayo nuevo cada navidad? Para Salas Barbadillo lo que hacía don Alonso no era siquiera ser criado, sino lacayo, o peor que eso, un simple mochilero. Su pluma era como mula de alquiler: desastrada, barata y porfiada. Más tranquilo se hallaba él en su humilde oficio de ujier de EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 63 saleta, con sus desgracias a cuestas, mas en su patria y todavía con algunas obras que estaba escribiendo y que publicaría Deo volente. Aunque había estaciones, era verdad, mejores que otras. Se había resignado a la pobreza, a la vida arrimado junto a su hermana, quien le aguantaba todos sus malhumores, diciéndose que la virtud salía más barata y que al menos haría vida de aprendiz de santo o de mártir siquiera. Su peor achaque físico era la sordera, sin duda, y solo recientemente había logrado sentirse cómodo con la tablilla colgada del cuello, algo que en los inicios le resultaba vergonzoso. Él, Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, hijo de un solicitador de los negocios de la Nueva España, estudiante siendo mozo de derecho canónico, vecino y natural de la villa de Madrid, como le gustaba firmar sus libros, había llegado a ser, para su desdicha y sonrisa de sus rivales, una figura más de la corte, con aquel defecto en los oídos y su tablilla para comunicarse sobre el pecho que felizmente casi no se movía cuando caminaba. Como la yerba mala en un jardín, había empezado su sordera sin que él le prestara atención y para cuando el médico se la vio ya poco se podía hacer. A los ciegos se les trata como santos o sabios, cuando no ocurren las dos cosas, y hasta tienen cómo ganarse la vida rezando y diz que curando, mas los sordos, ¿quién los tolera o los aprecia como fuente de sabiduría alguna? La sordera no le había dado más que disgustos, la burla de los muchachos y la satisfacción de sus émulos en el Parnaso, quienes ya habían celebrado bastante la caída de sus protectores, los genoveses Fiesco. Cierto es que eran ricos y avaros en lo que concernía a su hacienda y costumbres, puesto que eran sensibles a las buenas letras y habían financiado la publicación de varias obras suyas. La pluma de Salas Barbadillo había sido generosa en prosa y en verso, como lluvia de mayo, y no se dedicaba a ninguna otra cosa con más firmeza desde sus años en Alcalá. Como resultado, siempre había sido más lo que tenía escrito que lo que había podido sacar a luz. Gozó de la subvención de los hermanos genoveses un lustro casi, para verse, de un día para el otro, en la mendicidad de las letras de molde, sin mano liberal que tramitase licencias y pagase las costas de la imprenta. Agustín y Francisco, sus mecenas Fiesco, ahora caídos en desgracia tras un escándalo de sí sé qué y no sé qué en torno a cuentas malhechas como tesoreros de la Santa Cruzada, habían renunciado a la vida pública y vivían arropados por otros de su nación, quienes los empleaban en labores menores, volando bajo para evitar mayores desgracias. Nadie los veía ya en los mentideros o en las lonjas. Como recuerdo, Salas Bar- 64 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA badillo aún guardaba su último billete, de inicios de 1624, en el que en breves líneas se cifraba el final de una época de su vida: Malos tiempos para nuestra hacienda y para los hijos de vuestro entendimiento, amigo Salas. En adelante, vivire [sic] recogidos. A Dios. A y F. Acaso la mejor, pensaba a veces, y en otras no tanto; pues, en verdad, como sabe el discreto, no hay dicha ni desdicha hasta la muerte. No embargante, no dejaría nunca de lamentarlo en sus rincones de soledad y pobreza de hoy. ¡Ah, los hermanos Fiesco! ¡Quién encontrara hombres de negocios así de instruidos más a menudo en este mundo sublunar! Ocurrió en los mismos años de la tan celebrada academia de Madrid, cuando junto a otros ingenios, resfriados mas políticos, se disputaba la atención y el amparo de algún príncipe entre los que asistían a sus reuniones. Nunca tuvo la poesía tan buena salud como en ese tiempo dichoso en que tirios y troyanos, apasionados de Góngora y de Lope se lanzaban papeles como cohetes. La fortuna de su colombroño se labró por entonces, gracias a las habilidades cortesanas de quien aspira a un oficio real más que a sus propios romances, desiguales para gusto de Salas. No podían compararse, por ejemplo, con sus cien epigramas que corrían manuscritos entre colegas, señores y pajes. Eran sus años alegres, la primavera de su vida, cuando había sido un escritor lleno de locas ilusiones. Había escrito mucho y variado para la audiencia de esas floridas academias. Antes de los Fiesco, precisamente, había buscado protección en ese caballerito, el duque de Cea, el nieto del gran privado de entonces, al que le dedicó en 1619 la continuación de su Caballero puntual. La apuesta salió mala, pues ese muchacho heredero del título de su abuelo acabó aficionándose a Anastasio Pantaleón, porque le celebraba cada suceso con un romance y porque las bubas del ingenio le provocaban a la risa sin recato. El poeta gongorino pudría tres años ha, fallecimiento memorable por cómo murió, mas también porque su patrón, que ya no era duque de Cea sino de Lerma, corrió con los gastos y hasta dejó proveída a la madre de Anastasio Pantaleón. El duque había marchado a Flandes poco tiempo después y no había noticias de él, salvo alguna mención esporádica, libre de adjetivos, en las relaciones de sucesos que enviaban desde el frente. «Conviénele más morir buscando gloria», murmurarían los cortesanos viejos en los mentideros y los pajes lo repetirían en las antecámaras, en referencia a la alicaída estrella de los Sandovales en tiempos modernos.Total, «es privilegio del sordo», pensaba Salas, «hacer que entiende bien lo que escucha y hacer que escucha lo que bien entiende». EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 65 El retruécano estaba tan bien expresado a su gusto que lo escribió en el reverso de su tablilla mientras hacía hablar, en silencio, a su memoria, a propósito de la Teresa de don Alonso, en aquella saleta cuyos tapices tanto le gustaba ver de un tiempo a esta parte. Perder la audición era, mutatis mutandis, como volverse loco, en la medida en que los humores se desequilibraban y entonces otros sentidos se avivaban porque el cuerpo luchaba para compensarse. A Salas, según quería pensar él mismo, se le había avivado la visión. Así, si antaño había sido un aficionado a la música de la vihuela y el clavicordio juntamente, hogaño encontraba en las imágenes de los tapices flamencos y la pintura al olio un deleite nuevo. De esa forma había logrado amistarse con la saleta o antecámara, aquel lugar de trabajo que al inicio le había repugnado tanto, pero al que había tenido que empezar a asistir por quedar en vergonzante pobreza tras la desaparición de los Fiescos. Con cuarenta y tres navidades encima, encontró en ese oficio real un remedio a su economía y un placer recientemente descubierto en los tapices de palacio, cuyos detalles mitológicos y motes latinos pasaba horas descifrando. En torno a la pintura, compartía la afición de su compatrioto Quevedo por las figuras extrañas del Bosco y últimamente aprovechaba cualquier excusa (que surgía al menos una vez al mes) para merodear el taller de Velázquez, cuya flema para los encargos era proverbial entre los ujieres y hubiese sido francamente enfadosa de no haber sido por su buen gusto para la decoración (que tenía de plácemes a los señores) y su genio para los retratos. Las incursiones de Salas en el taller del pintor del rey hubieran sido más largas si se hubiese desprendido de su inquina por don Rodrigo, que dañaba su percepción de Velázquez, por ser ambos sevillanos. El oficio de ujier de saleta suena a más de lo que es: Salas cuidaba aquella antesala (la saleta) de la antecámara, que era a su vez el preámbulo de la cámara de la reina. En la práctica, Salas era un portero ordinario de un espacio relativamente lejano del poder (dos niveles por debajo del ámbito de los señores) y por encima de él estaba el ujier de cámara, ese Cerbero de las eses aspiradas, don Rodrigo, un ignorante petimetre (vocablo francés que se había pegado al habla de los salones, para asco suyo), cuyo único mérito era ser sevillano y por ende uno de los tantos protegidos del conde duque. La tirria hacia don Rodrigo, y por extensión a todo lo que viniera de Hispalis, podía más que su curiosidad por el noble oficio de la pintura, del que habían corrido manuscritos en su defensa de pluma de Lope y Vicente Carducho. A Salas la admiración por el pincel le cundía y, modestamente, se proponía perseverar en sus 66 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA descripciones en prosa para honrar el arte al que se había aficionado más con la enfadosa sordera. Por todo lo antedicho, los deleites anejos a su servidumbre en la casa real bastaban para desterrar toda envidia de su pecho frente a los librillos de don Alonso, maestresala de un virrey marqués en lejas tierras donde no admiraría ni tapices flamencos ni pinturas con que recrear los ojos del cuerpo. Al fin y al cabo, solo Madrid es corte y el tordesillano lo sabía, ¿a qué escribir si no la historia de una sanguijuela de mantellina como esa Teresa y hacerla natural de nuestra antigua Mantua? Sin duda, don Alonso extrañaba la corte y ese libro picaresco era un panegírico de sus años de pretendiente con más fortuna que talento; a diferencia de él, Salas, sordo y desgraciado, pese a su caudal para las letras, a cuyo ejercicio su natural lo inclinaba desde la puericia. Sabido es que la desdicha persigue al buen ingenio, ¿debía sentirse entonces bien porque don Alonso le había hurtado la idea de una Teresica polilla de las bolsas? La suya, creía recordar, era una muchacha cortesana de Salamanca que se burlaba de los rijosos, especialmente de un viejo verde, con el que llevó a cabo burla de fama entre los muchachos que cursaban las escuelas. Así la había pintado en su Corrección de vicios. Y ahora, según verificaba repasando las páginas de esa Teresa de Manzanares, la moza que pintaba el autor tordesillesco no era muy diferente de su modelo. ¡Qué honor le hacía don Alonso en imitarlo! ¿Acaso se acordaría de sus comentarios a los romances que leía en la academia de Medrano sobre los versos que había que pulir y que su colombroño mantuvo, tal cual, cuando los publicó en Donaires del Parnaso? Don Alonso jamás hizo caso de sus consejos, aunque nunca dejó tampoco de sonreírle, porque tenía esa vocación de salamandra gracias a la cual había saltado desde su remota villa pinciana, en la que no habría más que azotado gañanes, hasta las frescas academias madrileñas, como aquella última de la inolvidable calle de Majadericos. No, definitivamente, no, ninguna envidia podía albergar su pecho de lo que había alcanzado don Alonso con su pluma. Esa Teresa de Manzanares sería flor de un día, como todo lo que publicaba bajo el amparo de señores de gusto estragado. Él, Salas Barbadillo, tenía ideas superiores sobre la composición de libros de entretenimiento. Sí, la imitación es el principio del primor en un arte, pero débese emular lo que tiene dignidad de clásico o aspira a serlo, como son los autores latinos y griegos de la antigüedad y, modernamente, los italianos. Y eso cumple para el aprendiz que quiera soltar la mano, pues luego tendrá que tentar metas mayores con el ingenio EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 67 propio, la lección sabida de coro y los autores favoritos bajo llave en la librería. No había que justar con los clásicos, sino asimilar sus enseñanzas y intentar ser original en lo que se escribía, proponiendo conceptos nuevos a la lengua, siendo sutil en la invención y claro en el estilo. Ese había sido el credo de Salas siempre, mientras que otros habían innovado en prosa solo recientemente, cuando no había más remedio que hacerlo, por la suspensión de licencias para publicar novelas y comedias que había empezado en 1625. ¡Él había experimentado bastante con la ficción, contrahaciendo personajes y mezclando géneros, sin repetirse nunca, desde mucho antes! Los discretos, que no abundan, se lo reconocían. Lope de Vega, entre ellos, lo leía y elogiaba. Esas novelas suyas con amorosos intercolunios que había publicado en La Circe, ¿no provenían acaso de la comunicación epistolar que había mantenido él con Ana Suazo en su Corrección de vicios? El mismo Fénix le había elogiado El sagaz Estacio y La sabia Flora, por ser comedias a la manera de La Celestina, ese libro divino del que ambos eran muy aficionados. El resultado era tan bueno que Lope le había confesado que le tentaba a él también escribir así, componiendo «acción en prosa», tal era la frase que empleaba. Por el contrario, ¿habríale Lope elogiado algo a don Alonso, aparte de su habilidad para navegar en el proceloso mar de la corte? Lo dudaba. Finalmente, ¿de qué le había servido tanta pericia cortesana a don Alonso si ya no vivía en Madrid? Donde estuviera, no viviría nunca mejor que en esa Noruega de claridad donde Salas malvivía, pobre mas honrado, comido por servido. Con todo, ¿a qué quejarse de esa vida que tenía y era la suya y de nadie más? Ya se había calentado las manos y el cuerpo con la cercanía del brasero, con el libro sobre las rodillas, y ahora tenía apetito de castañas. El sol empezaría a caer pronto («el carro de Apolo va a sulcar los cielos de vuelta», pensó poéticamente) y dentro de poco don Rodrigo daría su paseo de inspección. Por ello, quería aprovechar este rato para reflexionar, como plático en el oficio, sobre la obra de don Alonso. Hablando con propiedad, de lo que Salas le había leído, esa vida de granjería del tordesillano solo le había dado para componer romances jocosos como el que más, novelas con fábulas hurtadas del Bandello y Straparola, como todo el mundo sabía, y ahora ese libro que, conforme leía el primer capítulo, Salas encontraba defectuoso, por lo desabrido de la prosa, la escasez de variedad y lo trillado de la historia. La niña de los embustes, Teresa de Manzanares era un libro que escribía, supuestamente, una mujer, tal como había hecho aquel chocarrero autor de La pícara 68 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA Justina. ¿Cuánto de alma poética albergaba esa historia? Poca. Escribir en primera persona era hazaña del autor del Pícaro y repetir ese modo era seguir una vía muerta, un ejercicio que no entrañaba novedad alguna.Y so capa feminil, peor aún. Contrahacer una vida de mujer libre contada por ella misma era monstruoso y propio de un ingenio sin arte para escribir libros entretenidos. Las mujeres pueden urdir buenas burlas, mas las excelentes son de caballeros y hombres de bien que saben aquilatar el humor con la moral. Es fácil censurar conductas ajenas, en tanto lo difícil es hacerlo con donaire y juicio para distribuir el castigo adecuado a cada uno. Esa era la guía de Salas para los contenidos de sus libros, llenos de personajes extravagantes cuyos comportamientos y aspectos describía con primor y delectación de entendido pesquisidor de figuras, entre las que no se escapaban ni siquiera los animales. ¡Tanta era su enemistad con los perrillos de faldas, al amparo de damas pidonas o engreídas que los acunaban como si fueran recién nacidos en fajas! Corrían las primeras semanas del año del Señor de 1633 y don Alonso había publicado meses atrás en Barcelona un libro picaresco que, a todas luces, le debía mucho a la crespa prosa del Salas de 1615. Le debía la primicia al librero Castilla, su amigo fiel y admirador, quien no había sabido estimar su efecto en el ánimo del humilde ujier. Siendo más amigo de Epicteto que de Aristarco, Salas concluyó para sí que no, definitivamente no envidiaba a su colombroño. El sol había ya descendido completamente, la bella Diana empezaba a reinar y él estaba aburrido leyendo ese libro barcelonés, junto al brasero, pensando en sus cosas, en lo que había escrito, lo que había dejado de escribir, en lo que quería publicar y en lo que jamás vería publicado (si las dos últimas cosas no eran una sola). En el fondo, estaba melancólico, al ver cómo triunfaba la repetición y la ignorancia de las buenas letras, a despecho de una obra escrita con la cultura del que vive desengañado en su rincón. Todos los esfuerzos de Salas en los últimos tiempos estaban puestos en un libro que titularía Coronas del Parnaso y Platos de las musas, a imitación de Trajano Boccalini, discursos y poemas varios, dedicados al conde duque de Olivares y otros señores de título, tan doctos como nobles de sangre y actos. Tenía esa obra a medias y su único temor era morir sin haberla acabado. Pero era tarea ardua pulir el estilo, huir de la afectación, ofrecer variedad y claridad, erudición y gracia juntamente. En ese ejercicio invertía sus días de huelga, en los que casi no comía, por ahorrar, así como algunas noches en las que reunía bastantes cabos de vela viejos traídos de palacio para poder quedarse despierto hasta tarde EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 69 sin apesadumbrarse por consumir la lumbre que alcanzaba su economía con el bajo sueldo de ujier de saleta so el poder del grosero don Rodrigo. Así escribía, sin esperar merced alguna, ni envidiado ni envidioso, por el gusto de pasar la vida, esta pobre vida, en ocupación honrosa, que es la única riqueza de verdad que puede ganarse en la humana carrera. Don Alonso no conocía tales pesadumbres, mas tampoco esas limaduras de sabiduría que solo podía rociar la pluma de su desgraciado colombroño en Madrid, en veladas miserables y con el silencio como su más leal compañía. COLOQUIO INTITULADO «UN MUNDO PROPIO» MARIANA DE CARAVAJAL Y SAAVEDRA, NOVELISTA Fabia: Mucha alegría me causa, querida Mariana, visitarte en vísperas del nacimiento de nuestro Señor. Cuando conté a mis vecinos en Granada que venía a Madrid por navidades y a quedarme en casa de señora así llamada, no sabes cuántos me dieron albricias adelantadas porque iba a pasar estos días de regocijo junto a una mujer dichosa dos veces, por hallarse bajo el amparo de nombres de dos mujeres tan santas. Mariana: Mayor alegría inunda mi pecho, Fabia, de verte con salud y recién llegada a la corte de una pieza, tras viaje tan largo habiendo cruzado la sierra. Somos amigas desde niñas y, pese a las distancias, siempre te he llevado en mi corazón y en mis oraciones, y mantenido comunicación a través de nuestras cartas mensajeras. Dime, ¿qué novedades traes de esa nuestra común patria, Granada? Fabia: Nada que no sepas ya a través de las postas y el contador de la familia, amiga de mi alma. La cosecha de olivo fue buena, por lo que tus rentas de este año están aseguradas, y mi hijo Diego, a quien tú conociste tamañito, ha sido nombrado finalmente veinticuatro de la ciudad, tras pretenderlo seis años. Aparte de eso, la justicia sola anda con sus males de siempre, el cohecho y el prevaricato. Mariana: Son males mayores en la corte y hay que guiar el leme con mano prudente para no encallar a causa de ellos. Celebro grandemente el logro de mi cuasi sobrino, a quien pensé más inclinado a las armas y los caballos que al gobierno y los papeles. La administración es asunto 72 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA grave, amiga, y no dudo de que Diego mostrará en su cargo la virtud que aprendió en casa. Fabia: Así sea, a mayor loor de nuestro linaje, que, puesto que humilde, no es menos en sangre que muchos de los que ostentan cargos y títulos ahora en Granada. No he de incurrir en discursos sobre los excesivos dones que se prodigan estos días por allá, porque aquí ya tendrás experiencia de esa langosta de los títulos falsos y las genealogías de alquimia. Mariana: Bien sé yo de ese vicio que infesta las aulas cortesanas y rehúyo de esa afectación como gato por el agua escaldado. También sé de nuestra antigua pobreza y no reniego de ella, sino que la traigo a mi memoria en cada ocasión oportuna, por que ningún empingorotado ose desenterrar mis muertos. Mas, ¿para qué ocupar nuestra conversación con un sujeto tan desabrido? Baste con recordar que las dos labramos con hilo y aguja, quemándonos las pestañas muchas noches siendo muchachas, para ayudar a la economía de la casa. Esos trabajos deslucirán linajes de condes o marqueses, mas a nosotras, descendientes de hidalgos pobres pero honrados, nos sustentaron el comer. Ahora, las dos somos viudas de mediana vida, con rentas y hijos acomodados, y hemos de descansar en este momento de la jornada. Fabia: Descanso muy merecido por ti especialmente, Mariana, a quien la providencia prodigó con muchos hijos y un marido que fue hombre de chapa, como dicen familiarmente, criado del rey y caballero. Y veo, por la pulidez de tu estrado y el mantenimiento de tu casa toda, que al final, pese a los reveses que todas padecimos, la fortuna no fue contigo ingrata. Mariana: En la carrera del vivir, como sabes tú mejor que yo, Fabia, las ilusiones son grande acicate para las empresas y en ellas apoyé, con todas mis energías, a mi señor don Fernando, que buen siglo haya, y más tarde a mi primogénito, don Rodrigo, mancebo brioso que ha alcanzado la cruz de Santiago, una merced real que ha llovido como maná a toda la familia. Solo entonces pude sentir que nuestros trabajos habían acabado y que el resto de la travesía era, como dicen los marineros, sobre un mar de leche. Y porque las alegrías no lo son si no se comparten es que me huelga mucho más acogerte en mi casa y regalarte, porque eres mi otro yo, como definía el Filósofo a los amigos. Hermana Fabia, en mi casa estamos, sobre los cojines de mi estrado, con pomos de vidrio nuevos, el brasero nos mantiene calientes y mi criada Emerenciana está preparando el chocolate de Oaxaca. Tengo un laúd para que lo toques, pues compites en habilidad con el músico tebano. También, si apetece, EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 73 podemos leer comedias, poemas o novelas que mi librería guarda. ¡No nos falta de nada, amiga! Fabia: En efecto, me siento contigo a qué quieres boca. ¿Quién diría que la vida de la viuda, pasada ya la tristeza del luto y la sempiterna memoria del difunto oíslo, podía tener esta dicha del sosiego entre placeres honestos y en casa? Nuestros hijos son hombres de bien y mujeres honrosamente casadas que crían su propia descendencia. Regocijémonos en el invierno de nuestra vida con saber que los criamos bien y que se valen por sí solos. Mariana: Sola yo tengo aún una preocupación, la de mi hijo Álvaro, el último, que se alistó en los tercios de Nápoles y escribe poco. Ahora que don Rodrigo es caballero de hábito y tiene entrada a palacio, va a procurarle una plaza más cercana, en una fuerza en puerto de mar, quizás en Cádiz o en Mallorca. Fuera de esa incertidumbre sobre el futuro de Alvarico, mis días pasan entre los asuntos de administración con el contador, las visitas de mis otros hijos y el despacho para mantener la casa junto a mi fiel Emerenciana. El resto del tiempo, que son algunas tardes y las más noches después de cenar y rezar, lo ocupo en escribir. Pero no me refiero solo a cartas, sino a novelas y versos. Fabia: Puesto que siempre supe de tu afición a las letras, no deja de admirarme que te hayas propuesto, frisando tu edad con los cincuenta años, escribir siendo mujer, como otra Cornelia o Safo de Lesbos.Temo que tomar el cálamo no es más oficio propio de varones, según quieren algunos apasionados. Mariana: Con ese prejuicio y otros tantos sostuve cruenta batalla buen tiempo hace, Fabia, y puedo decirte que ya vencí ese miedo a la murmuración del vulgo. No soy tampoco la primera ni seré la última mujer, diz que flaca de entendimiento, que va a escribir y además querer ver sus obras publicadas en letras de molde. Fabia: Bien dices y por eso, considerando tu larga meditación, aquestos temores no deberían tener fundamento. Recuerda que no hace mucho publicó libros de novelas María de Zayas con aplauso de algunos doctos y también corrían poemas suyos manuscritos en las academias. ¿No te gustan sus novelas? ¿No te parece bien intencionada su defensa de las mujeres contra las vilezas de los hombres? Mariana: La admiro, Fabia, y creo que tiene bien ganado el mote de Sibila de Madrid, como la llamaba su aficionado don Alonso del Castillo. Encontrar sus libros y leerlos me inspiró a tomar la pluma y dedicarme a mis borrones, mas su estilo trágico no casa con mi natural 74 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA inclinación a la aventura dichosa y al deleite de las cosas pequeñas. Más me vale a mí retratar un bizarro mancebo, algo boquirrubio, cautivo del amor de una muchacha en un jardín que se orea con jazmines antes que hombres crueles que tiranizan a la casada hasta convertirla en mártir, como los moros en sus mazmorras.Y no es porque no crea que es necesario para la república hacer protestación sobre esos tristes casos, sino porque María de Zayas ya lo hace y con mucho provecho para sus cristianos lectores. Entonces, ¿a qué competir yo con las bien compuestas tragicomedias de su Sarao? El buey solo bien se lame y yo me llamo a boca llena cándida si se trata de representar cómo se cría el honesto amor de dos mozuelos o cómo la fortuna separa a dos leales amantes y ellos padecen tormentas, calamidades, guerras y desafíos para volver a encontrarse. Si un banquete completo tiene platos fuertes y ligeros, salados, con especias y potajes dulces, ¿por qué yo no he de dedicarme con amoroso tesón a lo que sé hacer mejor? Vivan muchos años los libros, pues son partos felices, de María de Zayas, para envidia de los varones que en vano pretenden vejarla con poemas burlescos. Hace poco llegaron a mis manos unas décimas de ese ruin estilo satírico sobre ella y apenas entré al segundo verso cuando mi asco fue tan grande que eché el papel al fuego. Porque has de saber, amiga, que si ser maldiciente ya es pecado, lo es el doble si se habla mal de una mujer. Fabia: En escuchándote decir ansí entiendo mejor tus razones, amiga, para componer tus novelas. No sigues el estilo de la Décima Musa, porque tu alma está más inclinada a la comedia que a la tragedia, al contento que al infortunio, pero no por eso dejas de admirarla y hasta la defiendes de los hombres que osan cuestionar su noble ejercicio de las letras. Pero entonces dime ¿qué autores admiras y aspiras a imitar? ¿Qué libros lees? Mariana: Apartando los libros piadosos, pues las Horas y el Símbolo de la fe del padre Granada son mi alimento diario para el alma, soy devota, a lo humano, de las novelas, los libros de pastores y las historias a la manera de Heliodoro, esas que algunos letrados llaman épica en prosa, aunque a mí más me parecen novelas encadenadas o simplemente luengas. Mas si me preguntaras cuál es el mejor libro que he leído, te diría, sin pensarlo dos veces, que la Diana del divino Montemayor. Me encantan la suavidad de los coloquios, la dulzura de los versos, y la lucha del amor y los celos entre los pastores y sus pastoras.Todo lo que yo quisiera escribir está en esa primera Diana, sin par con ninguna de su género, salvo quizás El pastor de Fílida de Gálvez de Montalvo. EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 75 Fabia: Siendo novelera, vocablo que algunos consideran grosero, pero que nosotras vindicamos en su sentido recto de persona aficionada a las novelas, ¿tú también crees que los autores italianos son superiores a los que han tentado escribir novelas en castellano? Mariana: Ese debate, amiga, no es para un ingenio protoidiota como el mío. Averígüelo Vargas o los preceptistas como Pellicer o don Juan de Jáuregui, a quien debe apreciarse más, pienso, como poeta que como censor del Cisne cordobés, labor gravosa que opaca, creo, sus buenos versos. Lo que yo te sé decir, sin ser perito, es que entre las perlas de poesía de mi querida Diana se encuentra la mejor novela del mundo, que es la Historia del Abencerraje y la hermosa Jarifa. Solo esa novela vale cien novelas en toscano, por su elegancia de estilo, delicadeza de sus pasos y su retrato excelente de la honra, el amor y la amistad de moros y cristianos. Una pizca de eso, y lo digo con algo de vergüenza, he pretendido yo plasmar, aunque con el burdo barro de mi lenguaje, en una novela que he intitulado El esclavo de su esclavo, imitación pobre del prístino Abencerraje, en tierras lueñes. Fabia: Ese intento suena algo atrevido, amiga mía, y no quisiera verte caer como Ícaro en las aguas. ¿Tan alto vuelas? ¿Qué pretendes con este libro que cocinas hace tanto tiempo? ¿No has pensado en la crítica del vulgo fiero viéndote salir a la plaza pública con todas tus navidades encima, viuda y con hijos ya casados o que apuntan el bozo? ¿No tienes miedo de que te llamen vieja barbuda o urdidora de mentiras? Mariana: No soy medrosa, pues has de recordar que la fortuna favorece a los valientes. No tuve miedo cuando perdí a mi marido y me encontré cargada de deudas. No me arredró venir a Madrid con dos baúles a vivir en una casa vacía, con mis hijos tamañitos y el último casi en fajas. No ser hombre no significa no poder hacer algunas cosas si nadie más puede hacerlas por nosotras, Fabia. Eso lo aprendí de María de Zayas, cuyo estilo no sigo, pero cuya lección bien aprendida tengo. No tuvo que ser moza santa Ana para parir y enseñar virtud a nuestra inmaculada madre la Virgen María, cuyo hijo nos salvó. No tuvo que ser hombre santa Juana, doncella, para capitanear, caballero de punta en blanco, los ejércitos del rey de Francia contra sus enemigos los herejes. Tampoco fue hombre Beatriz Galindo, La Latina, tan famosa y alabada por su gran doctrina. Mucho podemos hacer las mujeres, Fabia, tan bien como los varones, pues nuestros cuerpos son diferentes y nuestros organismos tienen funcionamientos particulares, mas las almas no tienen género. El que yo sea mujer y cargada de años, ¿qué suma o resta a mis 76 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA escritos? Si te gusta la música del laúd, ¿acaso te fijas en que su madera está gastada y que el músico se escabecha, o te deleitas en su habilidad y la armonía que sale de sus cuerdas? Fabia:Tu arrojo y bizarría, Mariana, me conforman y me hacen pensar que eres mujer de pecho, a la que ninguno de esos diz que cortesanos expertos podrían descomponer con agravios. Además, sé que desde muchacha eres también aficionada a la carátula y que incluso años atrás escribistes comedias. Con esa experiencia, conoces bien la furia de los mosqueteros y la murmuración de la cazuela. Mariana: Más de diez comedias escribí con estos pulgares, robándole tiempo a mi trabajo en la rueca, con lo que me gané un jornal hilando y cosiendo, cuando poco o nada me llegaba de las rentas de nuestros campos. Ninguna ganancia saqué de esos pliegos, excepto el desengaño de lo poco que se estiman los nombres nuevos en el teatro, mucho peor si es de mujer. Los autores de comedias solo quieren mirar, y pagan su justo precio, a los poetas consagrados y de antemano queridos por el público. Hablo, con respeto, de las excelencias de don Pedro Calderón, el ingenio de un Agustín Moreto y el gracejo feliz de un Cubillo de Aragón, que son sus Indias para llenar los corrales. Ese desdén no me amilanó, sino que me convenció de dedicarme a escribir novelas, con la esperanza de recibir la atención de los lectores en la tranquilidad de la librería o al amparo de un estrado en el que, entre amigos, mis historias fueran leídas sin ruidos molestos ni armas arrojadizas antes siquiera de que el gracioso haga el primer chiste. Fabia: Sé de lo que hablas. Hace años asistía yo a los corrales y vi comedias de capa y espada del maestro Tirso, de Calderón y del Fénix, Lope de Vega. En todas ellas encontraba figuras convincentes, lenguaje florido y enredos bien desatados al final de sus jornadas. ¿No te conformaban estas comedias? ¿Qué puedes escribir en las novelas que no puede admirarse en los versos que se escuchan en un corral? Mariana: La agudeza de tu pregunta me aplace, porque responderte me hace pensar más sobre mis borrones, Fabia. Has de saber que el que escucha los versos de los actores y los ve sobre las tablas se queda como pasmado y sigue pasivamente sus acciones, como dice Platón, escribiendo en alegoría, que los hombres ignorantes están en una cueva oscura viendo sombras de objetos y no los objetos mismos. En cambio, el que lee, según lo creo yo, tiene que usar más su imaginación, formando imágenes en su memoria con los detalles que dice la historia. Esa actividad EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 77 del celebro hace al lector más activo que el mosquetero que va al corral y se queda de pie cuatro horas comiendo naranjas como un bobo, riendo cuando los otros ríen, gritando porque los que lo rodean gritan también o aplaudiendo sin voluntad propia. Fabia: Lo que dices lo he leído yo en los prólogos de las Partes de comedias de Lope, donde él se queja de la poca inteligencia que se encuentra en los corrales y que por eso se animó a publicar, para que lo que se haya visto de prisa y sin reflexión de sus obras se pueda leer de espacio y comprenderlo mejor impreso en papel. Mariana: En efecto, Fabia, la idea es vieja y tampoco fue Lope el primero en usarla. Mas, si él tenía tantos reparos del público de los teatros, ¿por qué entonces representó sus obras primero y no solo las sacó en estampa como hizo su émulo Miguel de Cervantes con sus Comedias y entremeses, que intituló además nunca representados? El Fénix era único en su arte, no lo niego, mas también pensó en imprimir cuando empezaron a faltarle dineros, pues buenos reales sacó de sus Partes, no por codicia (cosa que yo le censuraría) sino por proveer a su familia, que era vasta y pasaba necesidades. En eso hizo como buen padre y me consta que no desamparó a hijo ni hija. Fabia: Entonces no faltó a su deber ante Dios y los hombres, que es cosa para alabar, con que te preguntaría, como mujer, madre y viuda, en el invierno de una vida familiar proficua, ¿no piensas a veces que debistes empezar a escribir mucho antes? Mariana: Pensándolo bien, hermana Fabia, yo creo que empecé a escribir en mi cabeza desde que era muchacha, en mis tardes cuando hilaba o en las mañanas mientras observaba a mis hijos trebejando o cuando, en esos viajes en coche entre Granada y Jaén o haciendo la vuelta de la corte, me ponía a ver la llanura y me quedaba en soledad con mis pensamientos. Muchas de las historias que estoy escribiendo ahora las imaginé años ha, en mis horas muertas o cuando era soltera y asábamos las castañas en invierno, con madre, contigo y las criadas, hace cuarenta años. ¿No ves que el mundo es todo uno? Anduve como vagamunda, mi fiel amiga, con marido y luego sin él, cargando ajuar y hijos, y siempre fui dada a la rara invención, a imaginar personajes y escenas. De manera que yo escribí siempre, al menos mentalmente, desde que recuerdo, pero solo en este punto de la carrera del vivir, horra de la crianza y los deberes de esposa, desato mi pluma y la dejo correr para pintar al olio lo que tenía apenas dibujado con carboncillo en mi imaginativa. 78 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA Fabia: Si es así y me permites inquirir más, ¿en qué lienzo estás trabajando estos días? ¿Qué colores mueles para verter en tu paleta? ¿Qué bosquejo que hicistes antaño estás convirtiendo ahora en valiente pintura? Mariana: Estos días compongo una novela que he llamado La industria vence desdenes y no sabes cuánto quisiera que fuese la más primorosa historia salida de mi torpe pluma. Solo sé decirte que cuento las fortunas de un mancebo atribulado por el deseo de alcanzar la joya de mayor precio, que es el amor de una moza gallarda, aunque afligida por la pobreza y la envidia de una rival que, siendo baja y ruin en su corazón, está encumbrada sin merecerlo. Retrato, dicho en cifra, un laberinto de amor en el que los dos amantes enfrentan desafíos sin espadas, cruzan abismos sin puentes y superan obstáculos sin endriagos. Y si lo digo usando metáforas es porque la acción ocurre en la corte y en lugares que son familiares de todos; solo que los enredos provienen de los libros de caballerías y otros contextos peregrinos que he querido naturalizar para recreación de un lector suave al que agrade esta manera de contar lances que pasan pared en medio con la gravedad con la que están escritas las historias impresas más acreditadas. Fabia: Creo entender el proyecto de tu libro y el estilo de tus historias. Te propones escribir historias de amor con figuras que se parecen a las personas comunes, mas que experimentan las aventuras con la intensidad de los afectos que es más propia de los libros. Esa forma de deleitar aprovechando a los lectores, que los humanistas llaman eutrapelia, me parece original. Habrá entre los noveleros, pues no excluyo a los varones en nuestro gremio, mujeres como tú y como yo, damas en la medianía, de la corte u de otras ciudades como Barcelona o Granada, que aprovechen la leyenda de estas historias, donde pueden hallar un espejo en el cual verse reflejados ellas y ellos, y sus hijos. Mariana: Acabar ese libro es el empeño máximo de esta época de mi vida, Fabia, en que ya no ansío ni amores ni otros placeres mundanos, sino solo construir, desde mi bufete, con vocablos bien escogidos y temas decorosos, un mundo propio en el que pueda vivir como quien sueña recordando sus sucesos, como cuando se sintió dichoso o cuando fue desgraciado pensando en que no iba a dejar de serlo. En ese mundo que quiero componer con mi propio lenguaje el llanto es escuchado, la locura tiene sentido y los objetos que decoran las casas son curiosos y siempre significativos. Finalmente, ¿sabes cómo pienso intitular mi libro? Fabia: ¿Cómo, hermana Mariana? EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 79 Mariana: Quiero intitularlo Navidades en Madrid y me daría por bien pagada si pudiera recrear a quien me leyere siquiera con un ápice del entretenimiento honesto que pasamos juntas esta tarde y pasaremos las siguientes. Y dado que ya empleamos nuestras lenguas bastante, si bien no en sujeto vil, sino en cosas de filosofía, es tiempo de dejarlas descansar. Toca el laúd como sola tú sabes, mi Fabia, y recordemos el alma dormida con esa música hermosa que acerca nuestro entendimiento al cielo. Fabia: Que me place. EPÍLOGO NOTAS SUELTAS PARA AFICIONADOS AL SIGLO DE ORO Debo a una recomendación de Abelardo Oquendo (que buen siglo haya), dada al descuido en una clase suya de 1997, y a una librería de viejo del centro de Lima el descubrimiento de las Vidas imaginarias de Marcel Schwob. Su lectura me fascinó entonces y aún reviso con placer el libro de cuando en vez, en la antigua edición barcelonesa de Barral que conservo. Ese libro, publicado originalmente en 1896, proponía, con sus biografías falsas o supercherías biográficas, un género que cuenta en nuestra lengua con Jorge Luis Borges como uno de sus mejores practicantes (Historia universal de la infamia), junto al Roberto Bolaño de La literatura nazi en América. Abrazando ese modelo de escritura, compuse estas vidas imaginarias pertenecientes a la España de los siglos xvi y xvii con la idea de ofrecer a los lectores interesados textos curiosos y agradables, como juguetes entretenidos y a la vez provechosos para su cultura literaria. En su diseño, rehuí, en la medida de lo posible, de los asuntos trillados referidos a la época. Ese plan maestro me excusará, siquiera ante el benévolo lector, de no haber contado, por enésima vez, el valor de un afiebrado Cervantes que salta de la cama para pelear en la naval, o de evitarme retratar el proceso de un heterodoxo en las cárceles de la Inquisición. El título En los márgenes del Siglo de Oro aspira, precisamente, a recuperar personajes y asuntos que se quedaron en ese espacio en blanco del papel y han pasado mayormente desatendidos: mujeres ignoradas 82 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA que fueron probablemente forzadas por sujetos consagrados; escritores que quedaron rezagados, por diversos motivos, en el canon literario actual; así como episodios poco conocidos en la pequeña historia de aquellos siglos, como los galeotes enfermos a los que nadie, salvo un funcionario, compadeció o la dama olvidada que inspiró un personaje literario famosísimo. José Bianco creaba sus textos, empezando por sus títulos, con la ilusión de que los lectores reconocieran sus más sutiles referencias a la literatura que él admiraba como quien cita sin citar. Los editores le recomendaron pronto colocar epígrafes para revelar esas huellas, pues, de lo contrario, pasarían desapercibidas. Me siento más inclinado a la fe, aunque ingenua, de Bianco y menos generoso que sus editores, por lo que, celoso además de mis lecturas (que son pocas, pero son), me agrada pensar que alguien se detendrá en un determinado pasaje y que del hilo se sacará el ovillo. No obstante, admito que puede ser estimulante ofrecer algunas notas para aquel que, sin ser especialista, quisiere ampliar su conocimiento en torno a los personajes y hechos que integran estos textos. Por su parte, el lector familiarizado con el Siglo de Oro podrá sonreírse con ellos y con eso me conformo. Para ese mismo tipo de lector deslizo a continuación, de paso, algunas anécdotas personales que le mostrarán esa doble vida, que le sonará conocida, de filólogo escéptico y con la fantasía bajo control, y de escritor envenenado por la invención y las ganas de compartir su entusiasmo por ciertas imágenes indelebles. Dejo de lado justificar las licencias literarias que me he tomado, pues configuraría trabajo frívolo para un narrador, y ahora no estoy en disposición. Naturalmente, un testamento Cuando yo era adolescente, todavía circulaban manuales de literatura en los que se transmitía la leyenda de Garcilaso de la Vega como ese caballero modelo que había forjado su obra poética a la sombra de su amor platónico hacia una dama portuguesa. Probablemente esa idea, junto a la del cancionero petrarquista como eje articulador de su poesía que consolidó Rafael Lapesa, es la que más fructífera ha sido para la literatura. Este texto pretendió ser original en la medida en que echó mano de un detalle menos decoroso de la trayectoria del Garcilaso de carne y hueso. Los testamentos son fuente de muy ricos datos y descubren mucho de la mentalidad y preocupaciones materiales de la época. El texto puede consultarse en el todavía apreciable volumen Obras completas con EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 83 comentario de Elias Rivers. Una biografía nueva y remozada que muestra varias de las aristas del toledano es la de María del Carmen Vaquero Serrano, Garcilaso, príncipe de poetas. «Naturalmente, un testamento» fue el primer texto de este jaez que escribí, cuando aún no se me había ocurrido el proyecto completo de En los márgenes del Siglo de Oro; por esa razón, su estilo es muy libre, especulativo y hasta desenfadado, distante de los registros, definitivamente más artificiosos, que caracterizan a los otros. Tal vez ello es lo que me hizo decidir que fuera pórtico del libro, no solo por ser fiel a la cronología interna de su composición, sino también para que se saboreara desde el principio un talante amistoso que no intimidara al lector y lo invitara, más bien, a seguir leyendo y a sumergirse en atmósferas construidas por voces narrativas cada vez más lejanas de la actualidad. Por último, aunque pensé al inicio que era ocioso decirlo, cumplo con señalar aquí que el título del texto remite a El nombre de la rosa, novela a la que cualquier elogio queda pequeño. Hijo del Sol Como indica el relato, la historia del capitán Rojas se encuentra en el Liber facetiarum de Luis de Pinedo (se incluye en el utilísimo Más de mil y un cuentos del Siglo de Oro de José Fradejas Lebrero), pero a su anécdota le he sumado materiales anejos que, si a alguien interesa el análisis filológico, aparecen en mi trabajo «Entre España y América: hacia una clasificación de cuentecillos tradicionales indianos (con varios ejemplos)» en Hipogrifo. Revista de Literatura y Cultura del Siglo de Oro (7,2, 2019, pp. 269-282). En los últimos años no deja de admirarme cómo los cuentecillos se reescriben y transmiten por vías insospechadas o que se prestan a todo tipo de especulación. Muchos detalles, que no voy a diseccionar aquí, de la vida imaginada de Rojas, a quien me apeteció volver encomendero en Guatemala por algunos años, provienen de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo. Por cierto, el recurso del viejo capitán para salir del aprieto y atribuirse aventuras proviene de la muy noble costumbre de los «cuentos de mentiras», de la que el Lazarillo de Tormes es ejemplo insigne, como lo estudió Marcel Bataillon en su Novedad y fecundidad de L. de T. Almadén Hace unos veinte años, le dije a la profesora Carmela Zanelli que quería estudiar la picaresca en las Novelas ejemplares cervantinas y ella me 84 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA preguntó, con naturalidad: «Me parece bien. ¿Has leído el Guzmán de Alfarache?». A los pocos días, adquirí los dos tomos de la edición de José María Micó, la más prestigiosa en esos tiempos, la leí con agrado y así empezó mi relación con Mateo Alemán, a quien a estas alturas le guardo el afecto que se tiene por los viejos héroes que el vulgo ha olvidado. Todo el episodio de Almadén, con el texto completo de la Información secreta, fue desenterrado y puesto en valor por Germán Bleiberg en su estudio de 1985 (El «informe secreto» de Mateo Alemán sobre el trabajo forzoso en las minas de Almadén), aunque fue publicando datos al respecto en pequeños trabajos que se remontan a la década de 1960. Gracias a la publicación de La obra completa (2014) en tres tomos, dirigida por Katharina Niemeyer y Pedro Piñero, tenemos acceso a ese y otros textos valiosos del sevillano, con estudios autorizados y mayores datos, de los que me he servido grandemente para componer mi texto. El estudio de Marc Vitse que precede a su edición al alimón con el fallecido Henri Guerreiro del San Antonio de Padua (en el segundo tomo de La obra completa) me ayudó mucho también para otros rasgos biográficos. Para entender mejor la obra de Alemán sigue siendo relevante el monumental Protée et le gueux de Edmond Cros, tanto como el Gueux et marchands de Michel Cavillac. Durante décadas, y todavía cuando empecé a estudiarlo, se creía, a partir de un dato sin mayor respaldo, que Alemán estaba vivo en Chalco en 1615 y que había muerto en algún lugar de México el año siguiente; solo hace pocos años, Juan Cartaya Baños sacó a luz un documento que verifica el final desdichado de una vida así de agónica, en el sentido griego del término, como la del autor del magistral Guzmán de Alfarache («“Que se avia pedido limosna para enterrallo”: una información definitiva sobre la muerte de Mateo Alemán», Archivo Hispalense, 94, 2011, pp. 263-281). Una visita real Una nota jugosa de Edwin S. Morby a un pasaje de La Dorotea, donde Lope mencionaba el rumor sobre la señora Ana, me llevó al ensayo de Narciso Alonso Cortés («Sobre Montemayor y La Diana» en sus Estudios histórico-literarios) que hizo despegar mi imaginación para crear el texto. A ello sumé otras referencias que ofrece el llorado Francisco López Estrada en el estudio preliminar de su clásica edición de Los siete libros de la Diana. Más información, actualizada, sobre la trayectoria y el perfil ideológico de Montemayor se encuentra en «La corte literaria EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 85 de doña Juana de Austria» de Eduardo Torres Corominas, trabajo incluido en Las relaciones discretas entre las monarquías hispana y portuguesa: las casas de las reinas (siglos XV y XIX), vol. II, 2008. Quien consultare ese ensayo entenderá las segundas intenciones de la respuesta de Ana sobre los amores disfrazados en el libro de Montemayor (y ahí lo dejo). Datos útiles sobre este viaje a León y el reinado de Felipe III en general se encuentran en las Relaciones de las cosas sucedidas en la corte de España de Luis Cabrera de Córdoba. Otrosí, me pareció interesante vincular este viaje de los reyes y la anécdota del personaje pastoril con la figura, aún misteriosa, del presunto autor de La pícara Justina, el médico Francisco López de Úbeda. En años recientes se ha especulado mucho sobre la autoría de este libro picaresco, y se ha especulado con otros nombres, pero a mí me sigue pareciendo estimulante el perfil del médico bufón y la función paródica de su obra que delinearon los ensayos de Marcel Bataillon, príncipe de los hispanistas, en el volumen Pícaros y picaresca, y que defiende aún, con solvencia, el justinista Luc Torres en su edición de la novela (2010). Un ajuar para Beatriz Contamos con tres estudios, desde de la perspectiva clásica de vida y obra, dedicados al historiador cuzqueño en tres lenguas europeas mayores, los cuales recomiendo aquí a quien interese: en castellano, El Inca Garcilaso de Aurelio Miró Quesada; en francés, Un Inca Platonicien de Carmen Bernand; y en inglés, El Inca. The Times and the Life of Garcilaso de la Vega de John G. Varner. A propósito de mi libro El Inca Garcilaso en su Siglo de Oro (2019) acumulé una bibliografía tan amplia que me costaría determinar a qué autores les debo más para este texto sobre los últimos días de Garcilaso, el cual pretendía, sobre todas las cosas, escapar de las convenciones ficcionales sobre este personaje casi mítico que, a mi ver, suelen pecar de románticas, ignorantes o inclusive delirantes. De ese escrutinio de textos literarios garcilasistas que corrieron en el siglo xx rescato el Retrato de Garcilaso de Luis Loayza, por su fineza estilística, y el Diario del Inca Garcilaso de Francisco Espejo Carrillo, por su originalidad formal dentro del corpus. Como ocurre con el toledano Garcilaso, tío abuelo del cuzqueño, la lectura atenta de un testamento y sus textos complementarios es el origen de toda la ficción, por lo que remito a quien quiera echar un vistazo a esos documentos al trabajo de Rosario de la Fuente Hontañón («Estudio del testamento y codicilos del Inca 86 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA Garcilaso de la Vega: primer humanista peruano [a. 1616]», Revista de Derecho, 11, 2010, pp. 193-224). Un encargo académico Como me ha ocurrido con el Inca Garcilaso de la Vega, me pasé varios años conviviendo con la vida y la obra de don Alonso de Castillo Solórzano (la prueba es mi Picaresca femenina de A. de C. S.), sus poemas de Donaires del Parnaso y sus novelas, compuestas como churros, que tanto deben a los italianos Bandello y Straparola, y a su contemporáneo, Alonso J. de Salas Barbadillo, sin duda mejor narrador que el vallisoletano. La biografía de Castillo Solórzano está bien delineada por el trabajo pionero de Emilio Cotarelo en la introducción a su edición de Teresa de Manzanares (1906) y la sintetizó mejor Pablo Jauralde en un artículo clásico («Alonso de Castillo Solórzano, Donaires del Parnaso y la Fábula de Polifemo», Revista de archivos, bibliotecas y museos, 82, 4, 1979, pp. 727766). En torno al poema que es materia de los desvelos de don Alonso, le dediqué un análisis, en el que confluyen la cultura de la academia, las tensiones sociales y la composición literaria, que se ha publicado bajo el nombre de «El hidalgo pobre en la poesía satírico-burlesca de A. de C. S.», Calíope. Journal of the Society for Renaissance and Baroque Hispanic Poetry, 24, 1, 2019, pp. 78-100. Un detalle que me guardé, porque era difícil de encajar en la trama, es que don Alonso incluyó un poema laudatorio en los preliminares de una reedición de aquella traducción de Jerónimo de la Huerta de la que tomó la imagen del oso que se chupa las manos. Esa Historia natural en romance salió en 1624, el mismo año en que aparece el primer tomo de Donaires del Parnaso donde se publicó el poema del hidalgo pobre con la alusión a Plinio. Se puede especular mucho en torno a los meses y días que distan entre un libro y otro, pero eso sería materia de un texto diferente. Para acabar en torno a Castillo Solórzano, una veta fascinante, que obsequio a quien tenga aliento para trabajar en ello, es su identificación con el autor de la segunda parte apócrifa de Don Quijote. Se trata de una sugerencia riquísima que expuso James Iffland en su sobresaliente Sobre fiestas y aguafiestas. Risa e ideología en Cervantes y Avellaneda (1999), una posible atribución que a su vez cuenta con el antecedente del meritorio estudio de Justo García Soriano titulado Los dos «Don Quijotes». Investigaciones acerca de la génesis de «El ingenioso hidalgo» y de quién pudo ser Avellaneda (1944). EN LOS MÁRGENES DEL SIGLO DE ORO 87 El pesquisidor de figuras La anécdota que da lugar al relato se me ocurrió más o menos en la época en que estudié seriamente la intertextualidad entre dos novelas cortas de Salas Barbadillo («La niña de los embustes» y «El escarmiento del viejo verde») y el libro picaresco La niña de los embustes, Teresa de Manzanares de Castillo Solórzano, en mis lejanos días de estudiante de doctorado. En 2009 publiqué un trabajo que indagaba, con las herramientas de la filología, este fenómeno («La niña de los embustes, entre Salas Barbadillo y Castillo Solórzano», Dicenda. Cuadernos de Filología Hispánica, 27, 2009, pp. 109-130). Sin embargo, la pregunta, más para la creación literaria que para la crítica, persistía y se prestaba a un juego delicioso: ¿qué habría pensado el primero de la reinvención que llevó a cabo el segundo con su historia primigenia? Mi escepticismo de crítico me llevaría a decir, cómodamente desde la cátedra, que esas situaciones abundaban en el Siglo de Oro y pocos se preocupaban de ello, salvo cuando corrían asuntos personales de por medio (casos CervantesAvellaneda y Alemán-Luján de Sayavedra). Como escritor, la respuesta no es tan fría e invita a dejar correr la pluma. Para el estudio de Salas Barbadillo, contamos con los tres volúmenes de La vie et l’oeuvre de A. J. de S. B. (1979) de Émile Arnaud, en la tradición de las tesis francesas que tomaban una década y se defendían pasados los cuarenta años. Últimamente, la figura de Salas Barbadillo ha merecido mayor atención y la bibliografía ha crecido en brazos de la estampa que da gusto. A Enrique García Santo-Tomás le debemos la incursión más esforzada, en términos teóricos, para colocar al autor madrileño en el centro de la peculiar modernidad que se gesta en la península en el siglo xvii. Recomiendo al curioso lector sus trabajos críticos (sobre todo su libro Modernidad bajo sospecha) y sus ediciones de textos de Salas Barbadillo (como La hija de Celestina y Don Diego de Noche). El otro notable salista (o salasista como él prefiere que le llamen) de pro es Enrique López Martínez, quien viene preparando una nueva biografía del prolífico madrileño que promete sacar pronto a la luz. Este dilecto amigo publicó en 2016 una impecable edición de El caballero puntual, a cuyas notas mi texto debe igualmente bastante. Un mundo propio Quería que este texto, a través de su forma, fuera también un homenaje a un género que tanto se empleó en su época para defender 88 FERNANDO RODRÍGUEZ MANSILLA ideas polémicas, mucho más en este caso por la misoginia imperante entonces, que felizmente está en extinción ahora. Sobre el género del diálogo, que fue favorito de los erasmistas peninsulares, escribió Bataillon páginas memorables en el magnífico Erasmo y España. Otro libro de consulta obligatoria sobre el tema es el de Jesús Gómez, El diálogo en el Renacimiento español. Quien quisiere hacerse una idea del panorama de la escritura femenina de la época podría empezar consultando la antología Entre la rueca y la pluma. Novelas de mujeres en el Barroco de Evangelina Rodríguez Cuadros y Marta Haro Cortés. Mariana de Caravajal o Carvajal, dicho modernamente, forma parte de un tridente de voces femeninas peninsulares en el siglo xvii, junto a María de Zayas y Leonor de Meneses. La escasa obra conservada de la última y, por el contrario, la no chica bibliografía sobre textos y figura de Zayas me excusaban de escribir una vida imaginaria en torno a alguna de las dos. Dar a conocer algo de Mariana de Caravajal me placía más, por su sentimentalismo elaborado y su gusto por los detalles domésticos que ha estudiado Noelia Cirnigliaro en contacto con el arte pictórico («Megalografía y rhopografía: lecciones de cultura visual en María de Zayas y Mariana de Carvajal», Letras Femeninas, 38, 2, 2012, pp. 45-68). Espero que este coloquio de mujeres, en el que Mariana habla con su amiga Fabia (nombre cuyas reverberaciones no comento aquí, por no cansar), sea del gusto de Shifra Armon, otra devota marianista que ha dedicado muy buenas páginas al estudio de esta escritora del siglo xvii en su estudio Picking Wedlock. Women and the Courtship Novel in Spain (2002). Finalmente, el título del texto es reflejo evidente del de un famoso, y muy bien escrito, ensayo feminista y no hay más que decir al respecto, a riesgo de caer en lo obvio, vicio que es casi tan atroz como el de la afectación, tanto en verso como en prosa. Vale. TÍTULOS PUBLICADOS 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. Francisco de Quevedo, España defendida, ed. de Victoriano Roncero, New York, IDEA, 2012. ISBN: 978-1-938795-87-9. Ignacio Arellano, El ingenio de Lope de Vega. Escolios a las «Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos», New York, IDEA, 2012. ISBN: 978-1-938795-84-8. Lavinia Barone, El gracioso en los dramas de Calderón, New York, IDEA, 2012. ISBN: 978-1-938795-85-5. Pedrarias de Almesto, Relación de la jornada de Omagua y El Dorado, ed. de Álvaro Baraibar, New York, IDEA, 2013. ISBN: 978-1-938795-88-6. Joan Oleza, From Ancient Classical to Modern Classical: Lope de Vega and the New Challenges of Spanish Theatre, New York, IDEA, 2012. 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Con modalidades textuales diversas, estos ocho relatos son también un ejercicio de estilo que reelabora la expresión literaria del Siglo de Oro, con sus lugares comunes, su léxico y algunos de sus moldes narrativos. Fernando Rodríguez Mansilla es miembro asociado del GRISO (Grupo de Investigación Siglo de Oro) y del PEI (Proyecto Estudios Indianos). Actualmente es profesor titular en Hobart and William Smith Colleges (Geneva, Nueva York). Recibió el premio «Luis Andrés Murillo» al mejor artículo cervantino del año 2014 entregado por la Cervantes Society of America. Es autor de los libros Picaresca femenina de Alonso de Castillo Solórzano (2012) y El Inca Garcilaso en su Siglo de Oro (2019). Además, ha publicado trabajos sobre Cervantes, Quevedo, la novela picaresca, Lope de Vega, María de Zayas y literatura colonial. IGAS Institute of Golden Age Studies / IDEA Instituto de Estudios Auriseculares