EL MONTE DE LAS ÁNIMAS
Gustavo Adolfo Bécquer
(Leyenda Soriana)
La Noche de Difuntos, me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas.
Su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace
poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo. ¡Imposible! Una vez aguijoneada la imaginación es un
caballo que se desboca y al que no sirve tirarlo de la rienda. Por pasar el rato,
me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
A las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un cigarro en la boca,
no les hará mucho efecto a los lectores de El Contemporáneo. Yo la oí en el
mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza
con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el
aire de la noche.
Sea de ello lo que quiera, allá va, como el caballo de copas.
-Atad los perros, haced la señal con las trompas para que se reúnan los
cazadores y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los
Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves
del Moncayo han arrojado de sus madrigueras, pero hoy es imposible. Dentro
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de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos
comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
-No, hermosa prima. Tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace
un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también
pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos. Los condes de Borges y
de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus
hijos Beatriz y Alonso, que precedían a la comitiva a bastante distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida
historia:-
-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía a los Templarios, cuyo
convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y
religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de
lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello
notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran solos sabido
defenderla corno solos la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y
poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló
al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde
reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus
placeres. Los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a
pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a
sus enemigos. Cundió la voz del reto, y nada fue a parte a detener a los unos en
su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada
expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras. Antes la tendrían
presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no
fue una cacería. Fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de
cadáveres. Los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento
festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de
tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada
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en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos,
comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que cuando llega la noche de
Difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los
muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería
fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados,
los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos. Y al otro día se han visto
impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por
eso en Soria lo llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de
él antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al
extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al
resto de la comitiva, la cual, después de incorporársele los dos jinetes, se perdió
por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del
palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando
algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban
familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del
salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso.
Beatriz seguía con los ojos, y absorta en un vago pensamiento, los caprichos de
la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas
de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos temerosos, en
que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las
campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y
triste.
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-Hermosa prima exclamó, al fin, Alonso, rompiendo el largo silencio en que se
encontraban, Pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas
llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y
patriarcales, sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por
algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia: todo un carácter de mujer se reveló
en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
-Tal vez por la pompa de la Corte francesa, donde hasta aquí has vivido se
apresuró a añadir el joven. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en
perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te
acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la
salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi
gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu
oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la
que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo contestó la hermosa, pero en mi país una prenda recibida
compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un
presente de manos de un deudo..., que aún puede ir a Roma sin volver con las
manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento
al joven que, después de serenarse, dijo con tristeza:
-Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos y el tuyo entre todos; hoy
es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
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Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya,
sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volvióse a oír la cascada voz
de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que
hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de las
campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a reanudarse de este
modo:
-Y antes que concluya el día de Todos los Santos en que así como el tuyo se
celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo
harás? -dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un
relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico:
-¿Por qué no? -exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho, como para
buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado
de oro, y después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que no sé qué
emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
-Sí.
-¡Pues... se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
-¡Se ha perdido! ¿Y dónde? -preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y
con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
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-No sé... En el monte acaso.
-¡En el Monte de las Animas! -murmuró, palideciendo y dejándose caer sobre el
sitial. ¡En el Monte de las Ánimas! -luego prosiguió, con voz entrecortada y
sorda-: Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces. En la ciudad, en toda
Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis
fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esta diversión,
imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario de
mi raza. La alfombra que pisan tus pies es despojos de fieras que he muerto por
mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres, y he combatido con ellas
de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha
visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y
volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche..., ¿a qué
ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado
en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus
amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡Las ánimas!,
cuya sola vista puede helar de terror la sangre del más valiente, tornar sus
cabellos blancos o arrebatarlo en el torbellino de su fantástica carrera como una
hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de
Beatriz, que, cuando hubo concluido, exclamó en un tono indiferente y mientras
atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de
mil colores.
-¡Oh! Eso, de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante
friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase la recargó de un modo tan especial, que Alonso no
pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte
se puso en pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo
que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó,
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dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar,
entreteniéndose en revolver el fuego:
-Adiós, Beatriz, adiós, Hasta pronto.
-¡Alonso, Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o
aparentó querer detenerlo, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La
hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus
mejillas, prestó oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se
desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire
zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo
lejos.
Había asado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto de sonar,
cuando Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, y, a querer,
en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven, cerrando su libro de oraciones y
encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar
algunos de los rezos que la Iglesia consagra en el día de Difuntos a los que ya
no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se
durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
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Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las
vibraciones de las campanas, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos.
Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y
por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
-Será el viento -dijo-, y poniéndose la mano sobre su corazón procuró
tranquilizarse.
Pero su corazón latía cada vez con más violencia, las puertas de alerce del
oratorio habían crujido sobre sus goznes con chirrido agudo, prolongado y
estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso
a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y grave, y
aquellas con un lamento largo y crispado. Después, un silencio; un silencio
lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche; lejanos ladridos de
perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen,
crujir de ropas que arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas,
que casi se siente, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia
de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinas y escuchó
un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba
a escuchar; nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que
se movían en todas las direcciones, y cuando dilatándolas las fijaba en un
punto, nada; oscuridad de las sombras impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de
raso azul del lecho. ¿Soy yo tan miedosa como esas pobres gentes cuyo corazón
palpita de terror bajo una armadura al oír una conseja de aparecidos?
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Y cerrando los ojos, intentó dormir...: pero en vano había hecho un esfuerzo
sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más
aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían
rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor
de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su
compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se
acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz
lanzó un grito agudo, y rebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza
y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con
un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las
ráfagas de aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, y otras
distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció
eterna a Beatriz. Al fin, despuntó la aurora. Vuelta de su temor entreabrió los
ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de
terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de
seda del lecho, tendió una mirada serena a su alrededor, y ya se disponía a
reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su
cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas:
sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que fue
a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron, despavoridos, a notificarle la muerte del
primogénito de Alcudiel, que por la mañana había aparecido devorado por los
lobos entre las malezas del Monte de las Animas, la encontraron inmóvil; asida
con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los
ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros, muerta,
¡muerta de horror!
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Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la
noche de Difuntos sin poder salir del Monte de las Animas, y que al otro día,
antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas terribles. Entre otras, se
asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles de
Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con
un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como
a una fiera a una mujer hermosa y pálida y desmelenada que, con los pies
desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de
la tumba de Alonso.
Comprensión de lectura:
CUESTIONARIO DEL MONTE DE LAS ÁNIMASA DE GUTAVO ADOLFO BEQUCER
1. Busca en el diccionario las palabras desconocidas.
2. ¿A quién le pertenecía el monte de las ánimas en la Edad Media?
3. Da el nombre de los dos personajes principales de las historia.
4. ¿Qué parentesco tuenen los personajes principales?
5. ¿Para qué llegaron los caballeros templarios al lugar?
6. ¿De dónde es esta leyenda?
7. ¿Cuál era la noche especial en la que salían las almas?
8. Cuando Beatriz despertó de su sueño incómodo ¿Qué encontró en su reclinatorio?
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