Yo acaricié el dharma y el fuego se adormeció bajo el peso de mi sombra, sepultando su alarido anaranjado y sus siseos que hacían recular al Absoluto. El silencio zumbó a mi paso con la intensidad de un cataclismo y todas las puertas se me abrieron como si un niño deletreara por primera vez la palabra refugio.
Hinqué en todos los atrios la semilla, rancia necesariamente, de la que brota el árbol del sosiego e intenté mecerme con el vaivén crepuscular de sus ramas que intentan, instante tras instante, acompasar el infinito. El frenesí exhaló su aliento final de reptil aletargado y el tizón escondido en el vientre del arbusto olvidó sus sueños de incendio.
Posé mis pies sobre el vellón de cenizas trasquilado a la lumbre mansa y entoné el cántico con que los ciervos imploran bajo las brumas del cansancio no olvidar su balido. Dejé mis sobresaltos como quien le da el pésame a la oscuridad en que el trueno sepulta tarde a la llovizna.
Pero a pesar de todo se agitan la tinta y la memoria en el ácido arsénico que me mueve a las palabras y lo innombrable me arroja a tu cuerpo como si sublimara la única irreligión irrefutable:
El acallador imperio del adharma.
[Puebla de Zaragoza, Puebla, a 13 de junio de 2018.]
[Imagen: Jackson Pollock, sin título, 1950; MoMA, Nueva York.]