Las meninas en una escena descartada

Notas desde el Prado, 14

Un panel blanco y sobre él una reproducción de Las meninas. He aquí todo el atrezo. Ante este fondo mínimo Víctor Erice, director de El sol del membrillo (1992), puso a conversar al pintor Antonio López y a su amigo y compañero de reparto, el también pintor Enrique Gran. Por el modo en que ambos visten debemos de estar ya en otoño, seguramente en el otoño de 1990.
¿Por qué merece la pena volver a esos ocho minutos largos? La verdad es que entiendo que Erice —pura finura cinematográfica— descartase la escena. De hecho, todo en ella transmite una cierta sensación de «abocetamiento» un tanto tosca: la cámara se mueve con impericia (en varias ocasiones se cuela incluso el brazo de algún técnico) y con una torpeza similar se entabla un seudodiálogo entre ambos personajes que poco tiene que ver con ese arte del conversar, en el que, según don José Ortega, los españoles somos tan diestros. Además, el tono general a lo que recuerda es al que siempre se acaba produciendo en las interesantes entrevistas al pintor manchego; salvo que en esta ocasión Antonio López formula las preguntas y se da a sí mismo las respuestas. Tal vez sea por ello por lo que resulta tan conmovedor, aunque a veces también algo incómodo, ver al bueno de Enrique Gran defenderse braceando en un estanque en el que no hace pie. Por suerte, El sol del membrillo nos ha dejado en el alma ese par de minutos inolvidables: Cariño, cariño mío / ramito de mejorana ¡Ahí si que hablaban los dos amigos el mismo idioma!

¿Pero entonces… por qué seguir con esto? Pues, porque en la escena hay enjundia, es todo lo que se me ocurre decir. Aquí va parte de su contenido, que cada cual juzgue según su entender:

Antonio. L.— ¿Dónde situarías la mirada de Velázquez en el cuadro? ¿Cuál piensas que es el horizonte, ahí en el cuadro?
Enrique. G.— Ya, bueno, claro, Velázquez naturalmente se puso delante de…
A. L.— ¿Por qué piensas que la cabeza de Velázquez rebasa la altura de la puerta? Tú no podrías salir por esa puerta, es más alto que la puerta.
E. G.— ¿Él, es más alto que la puerta? Bueno pues se agacharía un poquito…
A. L.— No, no… Yo creo que está pintado con un espejo que hace que las figuras de delante tengan más altura que las figuras de atrás, o sea, que la puerta, por ejemplo. Es decir, que el punto de vista suyo sería más bajo de lo que es su ojo. Yo creo que la línea de horizonte en este cuadro estaría más o menos debajo de los ojos de Velázquez…
E. G.— En fin, el enigma de la composición no lo termino de entender, ni creo que nadie lo entienda del todo.
A. L.— ¿En qué sentido?
(…) El solo podía ver toda la escena completa… Da la sensación de que lo ha pintado todo a la vez, con todas las figuras puestas y toda la relación que hay entre ellas, de que había un gran espejo delante de la escena, porque era la única manera en que podía ver todo lo que hay ahí, incluyéndose él mismo.
E. G.— Eso sí, eso sí, eso sí:  un gran, gran, gran, gran espejo…

Las meninas. Museo Nacional del Prado, Madrid.

¿Una pose de grupo?

Encontrar esa línea de horizonte, que en realidad pasa por debajo del codo de José Nieto —el personaje que se recorta en la puerta del fondo—, es una cuestión elemental. Seguramente Antonio López ya sabía de sobra dónde confluían todas las líneas de fuga perpendiculares a esa pared del fondo (que sabemos paralela al plano del cuadro) y lo más seguro es que tan solo quisiese escuchar la opinión de su amigo. Lo que de verdad me llama la atención es su sincero convencimiento de que Velázquez había pintado el cuadro todo a la vez, con todas las figuras puestas y toda la relación que hay entre ellas, idea peculiar — y un tanto irracional — que en cambio comparten numerosos autores.

¿Será necesario decir que no comparto su convencimiento? Me temo que sí, y para tratar de explicar los motivos de mi «disidencia» tal vez sea necesario comenzar por lo más toscamente evidente:

Hacia 1635 Velázquez recibe el encargo de pintar un cuadro conmemorativo de la toma de la ciudad de Breda por el general Spínola. El resultado, como todos sabemos, es ese épico esfuerzo pictórico al que hoy nos solemos referir por su mote: Las lanzas. Pues bien, al margen de que ya son bastante conocidas algunas de sus fuentes de inspiración, es obvio que nadie en su sano juicio pensaría hoy que Velázquez estuvo en Breda contemplando la escena, ni mucho menos que todas esas figuras posasen a la vez para él…

Pongamos otro ejemplo: Las hilanderas. Es cierto que, desde al menos 1711 (Inventario del IX duque de Medinaceli) hasta bien entrada la cuarta década del siglo XX, el lienzo velazqueño se leía —salvo alguna aislada excepción (como Ceán Bermúdez, Ortega o el finísimo Aby Warburg)— como un cuadro poco menos que costumbrista; pero a partir de los demoledores descubrimientos de Diego Angulo —como, por ejemplo, el que Velázquez había compuesto a sus dos protagonistas principales tomando como «modelos» nada menos que a dos de los ignudi del techo de la Sixtina— la idea de que aquellas mujeres habían sido captadas en un momento de su realidad —¡prodigiosa retina velazqueña!— se desmoronó como un castillo de naipes.

Claro que podríamos añadir otros ejemplos, pero creo que basta. La cuestión es: ¿y si somos capaces de aceptar que Velázquez se inventó estas escenas, por qué se nos resisten tanto Las meninas? ¿Por qué seguimos queriendo convencernos a nosotros mismos de que esa lagartijilla de cinco años se estuvo quietecita, posando para el pintor de su padre, mientras Agustina Sarmiento aguantaba la bandejita con el búcaro de barro e Inés de Velasco, la otra menina, trataba de mantener su incómodo «movimiento y acción propríssima de hablar» del que nos hablaba Palomino? Es cierto que, en lo referente a la construcción espacial, resulta convincente la hipótesis del uso del espejo —Luis Ramón-Laca se ha ocupado de ella con sólidos argumentos (*). Pero en este sentido también cabría hablar de otros posibles usos, como el recurso a algún tipo de lente, que podrían explicar ese escenográfico efecto de perspectiva acelerada observado por Antonio López o Ramón-Laca. Por cierto, y en relación con ese Velázquez «tecnológico», no deja de resultar llamativa la poca atención que se ha prestando al testimonio de Ceán, quién en 1800 ya nos contaba como el maestro «se propuso apurar todos los caminos para observarla [a la naturaleza] y halló el muy seguro de la cámara obscura».

¿Que cómo pintaba Velázquez? Pues está claro que, como ser poliédrico que era, lo hacía de muchas maneras. A este respecto me parece sumamente curioso que una de las respuestas a esta cuestión —tal vez la más modesta y a la vez la más cercana— se encuentre al fondo de un retrato de familia (Kunsthistorisches, Viena); pintado esta vez por Mazo, su yerno. Y es que seguramente a Velázquez le encantaba que sus nietos se acercaran a molestarle mientras pintaba.

José Antonio Alcalá

  • (*) Luis Ramón-Laca. «Modos de representación del espacio en Las meninas», Locvs Amoenvs, 15, 2017: 91-103

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