La elegancia auténtica es resultado de la virtud

Elegancia del Señor… Podemos pensar que, más bien, la elegancia es una cuestión de estética. Sin duda, tiene que ver con la belleza; y, a la vez, la elegancia auténtica es resultado de la virtud, expresión de hábitos cultivados y adquiridos que dan como fruto un estilo que aparece en todos los actos de la persona.

Jesús recorre los caminos a pie, no monta a caballo, lleva una túnica de una sola pieza y a la vez viste con sencillez. Él mismo afirma: los que visten con lujo y viven con regalo están en los palacios de los reyes. No era su caso. Sin embargo, la elegancia la lleva dentro y aparece en su modo de estar, de actuar, hablar, mirar, escuchar; aparece al andar, cuando se sienta a la mesa, en las posturas que adopta, en todos sus gestos, cuando camina sobre el mar, al curar a los leprosos, al lavar los pies de sus discípulos; en su conversación con la mujer samaritana y, más tarde, ante Pilato.

Nos gustan los caballos de pura raza porque su porte es excelente. En el caso de las personas, la elegancia es otra cosa: expresa belleza interior, profundidad, sencillez, respeto, serenidad, delicadeza, una sensibilidad que capta lo esencial. Es un conjunto de virtudes que puestas en acción hacen a la persona amable y atrayente; cualidades que favorecen la confianza y la comunicación sincera; virtudes que contribuyen a crear una convivencia en la que se respira paz

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  1. La compostura, sin embargo, se limita más bien a «no desentonar». Aunque sin compostura no es posible la elegancia (esto conviene no olvidarlo), para alcanzar esta última se requiere algo más: ser atractivos, o al menos estarlo, desarrollar el gusto y el estilo, alcanzar la distinción.

    Con el fin de comprender un poco qué significa ser elegantes, lo más práctico es analizar los requisitos o contenidos de esta rara cualidad que a todos nos gustaría tener. Lo más inmediato y obvio es que ser elegante significa tener buen gusto. Pero ¿qué es el buen gusto? Ante todo, como nos enseñan Baltasar Gracián y H. Gadamer, es una capacidad de discernimiento espiritual que nos lleva no sólo a «reconocer como bella tal o cual cosa que es efectivamente bella, sino también a tener puesta la mirada en un todo con el que debe concordar cuanto sea bello». Se trata por tanto de una capacidad que permite afirmar las realidades «gustadas» como «bonitas» o «feas». Pero decir «esto es bonito» o «esto es feo» sólo puede hacerse si «esto», particular y concreto (un vestido, un peinado o un jardín) se refiere a un todo frente al cual el objeto juzgado queda «iluminado» y descubierto como «adecuado» o «inadecuado». El buen gusto es pues «un modo de conocer», un cierto sentido de la belleza o fealdad de las cosas. No se aplica sólo a la naturaleza o al arte, sino a todo el ámbito de las costumbres, conveniencias, conductas y obras humanas, e incluso a las personas mismas. Y desde luego no es algo innato, sino que depende del cultivo espiritual de la educación y la sensibilidad que cada uno haya adquirido. Las cosas de «mal gusto» no pueden ser de ninguna manera elegantes, sino más bien torpes y vergonzosas.

    Lógica y afortunadamente, no existe una regla fija que determine qué es de buen y mal gusto. Lo que sabemos es que el buen gusto mantiene la mesura, el orden, incluso dentro de la moda, a la que lleva a su mejor excelencia, sin seguir a ciegas sus exigencias cambiantes, sino más bien encontrando en ella la manera de mantener el estilo personal.

    La idea del buen gusto nos lleva a la segunda nota de la elegancia: la distinción. Lo distinguido se opone a lo vulgar, a lo zafio, que tiene ya connotaciones de cierto desaliño y suciedad. Distinguido es lo que sobresale, lo elevado, lo señorial. La persona humana tiende de por sí a moverse hacia lo alto: le gusta volar, soñar, subir, despegarse del peso de la materia y sentirse ingrávida y espiritual, despegada, libre en definitiva. La distinción es aquello que sitúa a la persona humana por encima de la vulgaridad y dentro del señorío. En el caso de la elegancia, la distinción proviene del buen gusto, puesto que éste permite hacer presente la belleza en aquello que el mantenimiento de la compostura nos obliga a realizar.

    Cuando la persona dispone su apariencia exterior con arreglo al buen gusto, entonces está bella: guapa, se dice en castellano. Y es esencial entender, como decisiva nota de la elegancia, la presencia de la belleza en la persona. Es ésta la que le da ese aire distinguido y espiritual que, por decirlo así, la desmaterializa y eleva. Claro está que algunas personas tienen una belleza natural, física, que apenas necesita aliños para ser elegante: su porte, su andar, tienen ya una forma naturalmente distinguida y bien proporcionada, hermosa. Estas personas, si tienen buen gusto y son elegantes, pueden llegar a enriquecer su ya natural belleza hasta un esplendor que a las demás les suele estar vedado por su inferior disposición natural.

    Es esencial recordar que la belleza significa en primer lugar armonía y proporción de las partes dentro del todo, sean las partes del cuerpo, de los vestidos, del lenguaje o de la conducta. Pero además, como dice Aristóteles, «a las obras bien hechas no se les puede quitar ni añadir, porque tanto el exceso como el defecto destruyen la perfección». «La fealdad -dice Tomás de Aquino comentando este pasaje- es el defecto de la forma corporal, y acaece cuando un miembro se muestra con una forma inadecuada (indecente). Pues la belleza (la elegancia) no se consigue si todos los miembros no están bien proporcionados y adornados». Esto quiere decir que un sólo defecto estropea el conjunto, pues para que la belleza se haga presente en el aspecto exterior de la persona todo en él debe ser íntegro, acabado y bien proporcionado.

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