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Penúltimo volumen de la saga que ha convulsionado la fantasía.

Ciri, convertida en
bandolera, se enfrenta al implacable asesino enviado tras ella por el emperador de
Nilfgaard. La pequeña bruja es cada vez más mortífera y despiadada… pero tal vez no lo
suficiente. Mientras tanto, la compañía de Geralt se interna en el sur, y Yennefer rastrea
el océano en busca del escondite del mago traidor Vilgefortz, que puede estar relacionado
con la muerte de los padres de Ciri.
Andrzej Sapkowski

La torre de la golondrina
Geralt de Rivia Libro VI

ePub r1.6
libra 24.10.14
Título original: Wieza jaskólki
Andrzej Sapkowski, 1997
Traducción: José María Faraldo

Editor digital: libra


Primer editor: ikero
Corrección de erratas: Tizón, viejo_oso, Banshee, nemiere, Kyrylys, YitanFFIX, Rubirpg
ePub base r1.2
En negra como manto noche se allegaron,
allá a Dun Dâre do la bruja cobijo hubiera.
Por todos lados y partes la acosaron
para que de ellos huir la moza no pudiera.
En negra como manto noche a traición la acosaron
mas aferrarla a ella no lo consiguieran.
Pues primo que el pálido sol asomara al prado,
lo menos treinta muertos en la senda yacieran.

Romance de ciego tocante a la horrenda matanza que hubo lugar en Dun Dâre en
la noche que dicen de Saovine
Capítulo primero

—Puedo darte todo lo que desees —dijo el hada—. Riqueza, poder y cetro, fama,
una vida larga y feliz. Elige.
—No quiero riqueza ni fama, poder ni cetros —respondió la bruja—. Quiero un
caballo que sea tan negro y tan imposible de alcanzar como el viento de la
noche. Quiero una espada que sea luminosa y afilada como los rayos de la luna.
Quiero atravesar el mundo en la oscura noche con mi caballo negro, quiero
quebrar las fuerzas del Mal y de la Oscuridad con mi espada de luz. Eso es lo
que quiero.
—Te daré un caballo que sea más negro que la noche y más ligero que el viento
de la noche —le prometió el hada—. Te daré una espada que será más luminosa
y afilada que los rayos de la luna. Pero no es poco lo que pides, bruja, habrás de
pagármelo muy caro.
—¿Con qué? En verdad nada tengo.
—Con tu sangre.

Flourens Delannoy, Cuentos y leyendas

Como todo el mundo sabe, el universo, como la vida, es un círculo. Un círculo en cuyo discurrir se
han señalado ocho puntos mágicos que cubren todo el arco, es decir, el ciclo anual. Estos puntos,
que están situados en el anillo en pares dispuestos exactamente los unos frente a los otros, son:
Imbaelk —o sea, Germinación—, Lammas —o sea, Madurez—, Belleteyn —Floración— y
Saovine —Expiración—. Hay marcados también en el círculo dos solsticios, es decir, climax, uno
el de invierno, llamado Midinvaerne, y otro Midaëte, el de estío. Hay también dos equinoccios, es
decir, noches iguales: Birke, en primavera, y Velen, en otoño. Estas fechas dividen el círculo en
ocho partes y así se divide también en ocho partes el año en el calendario de los elfos.
Cuando desembarcaron en las playas cercanas a la desembocadura del Yaruga y el Pontar, los
humanos trajeron consigo un calendario propio, de origen lunar, que dividía el año en doce meses,
lo que cubría el ciclo anual completo de trabajo en el campo: desde el principio, desde los que se
realizan en enero, hasta el final, cuando las heladas transforman la tierra en terrones congelados.
Pero aunque los humanos dividían el año y establecían las fechas de otra manera, aceptaron el
ciclo de los elfos y los ocho puntos en su discurrir. Las fiestas que provenían del calendario de los
elfos, Imbaelk y Lammas, Saovine y Belleteyn, ambos solsticios y equinoccios, también se
convirtieron en fiestas importantes para los humanos. Resaltaban tanto entre las otras fechas como
resalta un árbol entre los arbustos.
Estas fechas se diferencian de las otras por la magia.
No era ni es un secreto que estas ocho fechas son días y noches durante los que el aura mágica
se intensifica extraordinariamente. A nadie le extrañan ya los fenómenos mágicos ni los
acontecimientos enigmáticos que acompañan a esas ocho fechas, en especial a los equinoccios y
solsticios. Todo el mundo se ha acostumbrado ya a estos fenómenos y pocas veces causan grande
sensación.
Pero aquel año fue distinto.
Aquel año los humanos celebraron el equinoccio de otoño como solían, con una cena familiar
de gala durante la que sobre la mesa tenía que haber el mayor número de frutos posible de la
cosecha anual, aunque no fuera más que un poquito de cada. Así lo exigía la costumbre. Una vez
que hubieron tomado la cena y hubieron agradecido a la diosa Melitele la cosecha del año, los
humanos se dispusieron a descansar. Y entonces comenzó el horror.
Justo antes de la medianoche se alzó una ventisca tremenda, sopló un torbellino infernal, se
podían escuchar unos aullidos, unos gritos y unos quejidos verdaderamente espectrales por encima
del ruido de los árboles casi derribados en tierra, de los graznidos de los cuervos y del golpear de
los postigos. Las nubes que discurrían a toda velocidad por el cielo adoptaron perfiles fantásticos
entre los cuales los que más se repetían eran las siluetas de caballos y unicornios al galope. El
vendaval no cedió hasta pasar más de una hora y en el repentino silencio que siguió la noche se
animó con los trinos y los aleteos de cientos de chotacabras, esos pájaros misteriosos que según
las creencias populares se agrupan para cantarle un réquiem demoníaco a los agonizantes. Esta vez
el coro de chotacabras era tan enorme y tan ruidoso que parecía como si el mundo entero fuera a
morir.
Los chotacabras cantaban con trinos salvajes su canción de difuntos mientras que el horizonte
se estaba cubriendo de nubes que apagaban los restos de la luz de la luna. Entonces aulló de pronto
la terrible beann’shie, heraldo de la muerte súbita y violenta, y a través del cielo negro galopó la
Persecución Salvaje, un cortejo de fantasmas con los ojos en llamas que cabalgaban a lomos de
esqueletos de caballos, agitando los jirones de sus ropas y estandartes. Como cada cierto tiempo,
la Persecución Salvaje hizo su cosecha, pero desde hacía decenios no había sido ésta tan terrible.
Sólo en Novigrado se contaban doscientas personas desaparecidas sin dejar huella.
Cuando la Persecución se alejó y las nubes se disolvieron, se pudo ver la luna, una luna
menguante, como suele suceder en tiempo de equinoccio. Pero aquella noche la luna tenía el color
de la sangre.
El pueblo llano tenía muchas explicaciones para los fenómenos equinocciales, que diferían
significativamente según la demonología específica de la región. Los astrólogos, druidas y
hechiceros tenían también sus explicaciones, pero eran en su mayoría erróneas y exageradas.
Pocos, muy, muy pocos eran capaces de relacionar aquellos sucesos con hechos reales. En las islas
de Skellige, por ejemplo, unos pocos supersticiosos vieron en aquellos curiosos hechos las
profecías de Tedd Deireádh, el fin del mundo, precedido por la batalla de Ragh nar Roog, la lucha
final entre la Luz y la Oscuridad. Los supersticiosos consideraron que la violenta tormenta que en
la noche del equinoccio de otoño agitó las islas era una ola empujada por el pico del monstruoso
Naglfar de Morhög, que conducía un ejército de fantasmas y demonios en un drakkar de bordas
construidas con uñas de cadáveres. Las personas de más luces o mejor informadas, por su parte,
pusieron en relación la locura del mar y el cielo con la persona de la malvada hechicera Yennefer
y su terrible muerte. Y aun otras personas —todavía mejor informadas— vieron en el mar
revuelto la señal de que estaba agonizando alguien por cuyas venas corría la sangre de los reyes de
Skellige y Cintra.
Desde que el mundo es mundo, la noche del equinoccio de otoño es también la noche de los
espectros, las pesadillas y las apariciones, la noche de los despertares repentinos, con el ahogo y el
pálpito causados por el miedo, entre sábanas retorcidas y húmedas de transpiración. Las
apariciones y los despertares no perdonaban ni a las cabezas más claras; en Nilfgaard, en las
Torres de Oro, se despertó gritando el propio emperador, Emhyr var Emreis. En el norte, en Lan
Exeter, el rey Esterad Thyssen se irguió bruscamente en la cama, despertando a su cónyuge, la
reina Zuleyka. En Tretogor se incorporó y echó mano a su estilete el archiespía Dijkstra,
despertando a la cónyuge del ministro de finanzas. En el palacete de Montecalvo se incorporó
entre sábanas de damasquino la hechicera Filippa Eilhart, sin despertar a la mujer del conde de
Noailles. Se despertaron —con mayor o menor brusquedad— el enano Yarpen Zigrin de
Mahakam, el viejo brujo Vesemir en la fortaleza de las montañas de Kaer Morhen, el empleado de
banco Fabio Sachs en la ciudad de Gors Velen, el Jarl Crach an Craite sobre la cubierta del
drakkar Ringhorn. Se despertó la hechicera Fringilla Vigo en el castillo de Beauclair, se despertó
la sacerdotisa Sigrdrifa en el santuario de la diosa Freya en la isla de Hindarsfjall. Se despertó
Daniel Etcheverry, conde de Garramone, en la fortaleza sitiada de Maribor. Zyvik, decurión de los
Coraceros Grises en el fuerte de Ban Gleann. El mercader Dominik Bombastus Houvenaghel en la
ciudad de Claremont. Y muchos, muchos otros.
Pocos hubo, sin embargo, que fueran capaces de relacionar estos fenómenos con un hecho
concreto y real. Y con una persona real. El azar hizo que tres de aquellas personas pasaran la
noche del equinoccio de otoño bajo el mismo techo. En el santuario de la diosa Melitele en
Ellander.
—Chotacabras… —gimió el escribanillo Jarre, al tiempo que contemplaba las tinieblas que
anegaban el parque del santuario—. Creo que hay miles de ellos, toda una bandada… Gritan por la
muerte de alguien… Por la muerte de ella… Está mulléndose…
—¡No digas tonterías! —Triss Merigold se volvió con brusquedad, alzó el puño apretado,
durante un instante pareció que iba a empujar o a golpear al muchacho en el pecho—. ¿Es que
crees en supersticiones estúpidas? Se acaba septiembre, los pájaros se agrupan para emigrar. ¡Es
algo totalmente natural!
—Ella está muriéndose…
—¡Nadie se muere! —gritó la hechicera, palideciendo de rabia—. Nadie, ¿lo entiendes? ¡Deja
de desbarrar!
En el pasillo de la biblioteca aparecieron algunas adeptas a las que les había despertado la
alarma nocturna. Sus rostros estaban serios y pálidos.
—Jarre. —Triss se tranquilizó, le puso la mano al muchacho en el hombro, apretó con fuerza
—. Eres el único hombre en el santuario. Todos te estamos mirando, buscamos en ti apoyo y
ayuda. No te está permitido tener miedo, no te está permitido dejarte llevar por el pánico. No nos
defraudes.
Jarre aspiró profundamente, intentó controlar los temblores de sus manos y labios.
—No es el miedo… —susurró, evitando la mirada de la hechicera—. ¡Yo no tengo miedo,
solamente me preocupo! Por ella. La vi en mi sueño…
—Yo también la vi. —Triss apretó los labios—. Hemos tenido el mismo sueño, tú, yo y
Nenneke. Pero ni una palabra acerca de ello.
—La sangre en su rostro… Tanta sangre…
—Te he pedido que te callaras. Viene Nenneke.
La suma sacerdotisa se acercó a ellos. Tenía el rostro cansado. A la muda pregunta de Triss
contestó negando con la cabeza. Al advertir que Jarre abría la boca, se apresuró a hablar:
—Por desgracia, nada. La Persecución Salvaje revoloteó sobre el santuario, despertó a casi
todas, pero ninguna ha tenido visiones. Ni siquiera tan nebulosa como la nuestra. Ve a dormir,
muchacho, nada hay aquí para ti. ¡Chicas, volved al dormitorio!
Se restregó el rostro y los ojos con las dos manos.
—Eh… ¡Equinoccio! Maldita noche… Acuéstate, Triss. No podemos hacer nada.
—Esta impotencia me vuelve loca. —La hechicera apretó los puños—. Sólo de pensar que ella
está sufriendo, que sangra, que la amenaza un… ¡Maldita sea, si supiera qué hacer!
Nenneke, la suma sacerdotisa del santuario de Melitele, se dio la vuelta.
—¿Y no has probado a rezar?
Al sur, allá al otro lado de los Montes de Amell, en Ebbing, en el país llamado Pereplut, en los
extensos cenagales formados por la intersección de los ríos Velda, Lete y Arete, en un lugar a unas
ochocientas millas a vuelo de cuervo de la ciudad de Ellander y del santuario de Melitele, al alba,
una pesadilla despertó con brusquedad al anciano eremita llamado Vysogota. Una vez despierto,
Vysogota no pudo recordar de ninguna manera el contenido de lo soñado, pero una extraña
desazón le impidió conciliar de nuevo el sueño.

—Frío, frío, brrr —dijo para sí Vysogota, mientras caminaba por un sendero entre los arbustos—.
Frío, frío, brrr.
La trampa siguiente estaba vacía. Ni una sola rata almizclera. Un día de caza sin suerte.
Vysogota limpió el barro y las escamas de helechos que cubrían la trampa, mientras mascullaba
una maldición y sorbía los mocos por su helada nariz.
—Frío, brrr, ay, ay —dijo, andando en dirección al pantano—. ¡Y todavía no es más que
septiembre! ¡Si no han pasado más que cuatro días después del equinoccio! Ja, no recuerdo unos
fríos así en todo el tiempo de mi vida. ¡Y llevo vivo mucho tiempo!
La siguiente trampa, la penúltima, también estaba vacía. Vysogota ya no tenía ganas ni de
blasfemar.
—Es a todas luces cierto —chocheaba mientras iba caminando— que el clima se enfría de año
en año. Y ahora parece que el efecto del enfriamiento comienza a acelerarse como una avalancha.
Ja, los elfos lo habían previsto hace ya mucho, pero, ¿quién creía en las predicciones de los elfos?
Unas alitas se agitaron de nuevo por encima de la cabeza del anciano, cruzaron unas siluetas
grises e increíblemente rápidas. La niebla sobre los cenagales resonó de nuevo con el chillido
repentino y salvaje de los chotacabras, con el rápido palmoteo de las alas. Vysogota no prestó
atención a los pájaros. No era supersticioso y siempre había muchos chotacabras en el pantano,
sobre todo al amanecer, cuando volaban en grupos tan cerrados que daba hasta miedo de que se
chocaran con la cabeza de uno. Bueno, puede que no siempre hubiera tantos como aquel día, puede
que no siempre gritaran de forma tan tétrica… Pero en fin, en los últimos tiempos la naturaleza
hacía extravagantes travesuras y los fenómenos extraños se sucedían unos a otros, cada uno aún
más extraño que el anterior.
Estaba sacando del agua la última trampa, también vacía, cuando escuchó el relincho de un
caballo. Los chotacabras quebraron su canto de inmediato, como a una orden.
En los cenagales de Pereplut había sotos secos, situados en lugares más altos, cubiertos de
abedules negros, de alisos, de sangüeños, de cornejos y endrinos. La mayor parte de los sotos
estaban rodeados de tal modo por los tremedales que era completamente imposible que caballo
alguno o jinete que no conociera las sendas consiguiera llegar hasta ellos. Y sin embargo los
relinchos —Vysogota los escuchó de nuevo— llegaban precisamente desde uno de aquellos sotos.
La curiosidad venció a la prudencia.
Vysogota no entendía mucho de caballos y sus razas, pero era un esteta y sabía reconocer y
apreciar la belleza. Y el caballo moro de pelaje brillante como la antracita que contempló
perfilándose contra los troncos de abedules era extraordinariamente hermoso. Era la verdadera
quintaesencia de la belleza. Era tan hermoso que parecía irreal.
Pero era real. Y también era real la forma en que estaba atrapado en una trampa, enredado con
las cinchas y la cabezada en el abrazo rojo sangre de las ramas de sangüeño. Cuando Vysogota se
acercó más, el caballo alzó las orejas, pateó de tal modo que el suelo tembló, meneó la graciosa
cabeza, se dio la vuelta. Ahora se veía que era una yegua. También se veía otra cosa. Una cosa que
hizo que el corazón de Vysogota comenzara a latir como si se hubiera vuelto loco y que unas
invisibles pinzas de adrenalina le apretaran la garganta.
Detrás del caballo, en un agujero poco profundo, yacía un cadáver.
Vysogota tiró su saco al suelo. Y se avergonzó de su primer pensamiento, que había sido darse
la vuelta y salir huyendo. Se acercó más, manteniendo la prudencia, porque la yegua negra pateaba
el suelo, había bajado las orejas, regañaba los dientes por encima de la embocadura y sólo
esperaba la ocasión adecuada para morderle o darle una coz.
El cadáver era el cuerpo de un muchacho de menos de veinte años de edad. Estaba tendido con
el rostro hacia la tierra, con una mano bajo el cuerpo y la otra extendida hacia un lado y con los
dedos clavados en la tierra. El muchacho llevaba puesto un juboncillo de ante, unos ceñidos
pantalones de cuero y unas botas élficas con hebillas que le llegaban hasta las rodillas.
Vysogota se inclinó y en aquel preciso momento el cadáver lanzó un fuerte gemido. La yegua
mora dio un relincho agudo y golpeteó con los cascos en la tierra.
El ermitaño se arrodilló, le dio la vuelta con cuidado al herido. Echó la cabeza para atrás en un
movimiento automático y silbó al ver la terrible máscara de sangre coagulada y suciedad que el
muchacho tenía en lugar de rostro. Apartó con delicadeza el musgo, las hojas y la arena de los
labios cubiertos de mocos y babas, intentó arrancar la maraña de cabellos pegados con sangre a la
mejilla. El herido gimió sordamente, se tensó. Y comenzó a tiritar. Vysogota le retiró los cabellos
del rostro.
—Una muchacha —dijo en voz alta, sin poder creer lo que tenía delante—. Es una muchacha.
Si aquel día después de caer la noche alguien se hubiera arrastrado furtivamente hasta aquella
cabaña perdida entre los cenagales, con su hundido tejado de bálago cubierto de musgo, si alguien
hubiera mirado a través de las rendijas de los postigos, habría visto en su interior, a la escasa luz
de unas lamparillas de aceite, a una muchacha con la cabeza cubierta por gruesos vendajes que
estaba descansando en una inmovilidad casi de cadáver sobre un camastro cubierto de pieles.
Habría visto también a un viejecillo de barba gris en forma de cuña y largos cabellos blancos que
le caían sobre los hombros y las espaldas desde los bordes de una gran calva que le alargaba la
frente hasta más allá de la coronilla. Hubiera distinguido cómo el viejecillo encendía otra vez una
vela de sebo, cómo colocaba sobre la mesa un reloj de arena, cómo afilaba la pluma, cómo se
inclinaba sobre un pliego de pergamino. Y cómo se quedaba ensimismado y hablaba algo consigo
mismo, meditabundo, sin levantar ojo de la muchacha que yacía sobre el camastro.
Pero aquello no era posible. Nadie podía verlo. La choza del ermitaño Vysogota estaba bien
escondida entre las ciénagas. En un despoblado cubierto eternamente por la niebla, donde nadie se
atrevía a penetrar.

—Escribamos —Vysogota sumergió la pluma en la tinta— lo que sucede. Hace tres horas del
suceso. Reconocimiento: vulnus incisivum, herida de corte, realizada con mucha fuerza con una
herramienta afilada desconocida, seguramente de hoja curva. Abarca la parte izquierda del rostro,
comienza bajo la región malar, corre a través de la mejilla y alcanza hasta la región
temporomasticular. La parte más profunda de la herida, que llega hasta el periostio, es al
principio, bajo la órbita ocular, sobre el hueso malar. Tiempo estimado que transcurrió desde que
las heridas fueron producidas hasta el momento de la primera cura: diez horas.
La pluma chirriaba en el pergamino, pero el chirrido no duró más que unos instantes. Y unas
líneas. Vysogota no consideraba digno de anotar todo lo que se decía a sí mismo.
—Volviendo al tratamiento de las heridas —continuó al cabo el anciano con los ojos fijos en
la palpitante y crepitante llama de la vela de sebo—, escribiremos lo siguiente. No seccioné los
bordes de la lesión, me limité tan sólo a retirar unos cuantos desgarros que no estaban
ensangrentados y por supuesto los coágulos. Limpié las heridas con un extracto de corteza de
sauce. Retiré la suciedad y los cuerpos extraños. La cosí. Con hilo de cáñamo. Otro tipo de hilo,
escribámoslo, no estaba a mi disposición. Dispuse una compresa de árnica de montaña y coloqué
una muselina formando un vendaje.
Un ratón correteó por el centro del cuarto. Vysogota le echó un pedacito de pan. La muchacha
en el jergón respiró intranquila, gimió en sueños.

—Ocho horas después del incidente. El estado de la enferma: sin cambios. El estado del médico…
o sea, el mío, mejoró, puesto que me reparé con un tanto de sueño… Puedo continuar con las
notas. Conviene pues transcribir en estas hojas algo de información acerca de mi paciente. Para las
generaciones futuras. Si acaso alguna generación futura fuera capaz de llegar hasta estos pantanos
antes de que todo esto se pudra y se deshaga en cenizas.
Vysogota suspiró con fuerza, mojó la pluma y la limpió con el borde del tintero.
—En lo tocante a la paciente —murmuró—, que quede anotado lo que sigue. La edad, por lo
que aparenta, unos dieciséis años, alta, la constitución es más bien delgada, pero al menos no es
débil, no muestra señales de desnutrición. Musculatura y constitución física son más bien típicas
de las elfas jóvenes, pero no se advierte característica alguna de mestizaje… hasta cuarterona
inclusive. Un porcentaje más bajo de sangre élfica puede, como es sabido, no dejar huella.
Sólo entonces se dio cuenta Vysogota de que no había escrito en la página ni una sola runa, ni
una sola palabra. Apoyó la pluma en el papel pero la tinta se había secado. El viejecillo no se
inmutó.
—Que quede anotado también —continuó— que la muchacha nunca ha parido. Y también que
en el cuerpo no tiene señal antigua alguna, cicatriz, alforza, rastro ninguno de los que depositan el
trabajo duro, los accidentes, la vida arriesgada. Lo acentúo: hablo aquí de señales antiguas.
Señales recientes no le faltan en todo el cuerpo. A la muchacha la golpearon. Una verdadera paliza
y de ningún modo a manos de su padre. Seguramente le dieron de patadas también.
»Encontré también en su cuerpo una señal bastante extraña… Humm, que quede esto escrito
para bien de la ciencia… En la ingle, junto al monte de Venus, la muchacha tiene tatuada una rosa
roja.
Vysogota contempló absorto la punta afilada de la pluma, después de lo cual la sumergió en el
tintero. Esta vez, sin embargo, no olvidó el objetivo con el que había hecho esto: comenzó a cubrir
el papel con líneas regulares de escritura inclinada. Siguió escribiendo hasta que se secó la pluma.
—Medio inconsciente, gritaba y hablaba —continuó—. Su acento y la forma de expresión, si
descontamos las continuas expresiones intercaladas en el argot obsceno de los delincuentes,
producen bastante confusión, son difíciles de ubicar, pero me arriesgaría a afirmar que proceden
más bien del norte que del sur. Algunas palabras…
De nuevo rasgó el pergamino con la pluma, no demasiado tiempo, mucho menos de lo
necesario para poder escribir todo lo que había dicho un instante antes. Después de lo cual siguió
con su monólogo, exactamente allí donde lo había interrumpido.
—Algunas palabras, nombres y apelativos que la muchacha balbuceó en su fiebre son dignos
de ser recordados. E investigados. Todo apunta a que una persona muy, pero que muy poco
corriente ha encontrado el camino hasta la varga del viejo Vysogota…
Guardó silencio durante un rato, escuchando.
—Ojalá —murmuró— que la varga del viejo Vysogota no se convierta en el final de su
camino.

Vysogota se inclinó sobre el pergamino e incluso apoyó en él la pluma, pero no escribió nada, ni
una sola runa. Arrojó la pluma sobre la mesa. Jadeó por un instante, murmuró con furia, se sonó
los mocos. Miró al lecho, prestó atención a los sonidos que le llegaban desde allí.
—Hay que advertir y apuntar —dijo con voz cansada— que está muy mal. Todos mis
esfuerzos y tratamientos puedan resultar insuficientes y el celo puede resultar baldío. Mis temores
eran bien fundados. La herida está infectada. La muchacha tiene una fiebre muy alta. Se han
presentado ya tres de los cuatros síntomas principales de un fuerte estado inflamatorio. Rubor,
calor y tumor son fáciles de advertir en este momento a ojo y tacto. Cuando pase el shock
postaccidental aparecerá el cuarto: dolor. Que quede escrito que ha pasado ya cerca de medio siglo
desde que me dedicara a la práctica de la medicina, percibo cómo estos años pesan sobre mi
memoria y la agilidad de mis dedos. No sé hacer mucho, todavía menos puedo hacer. Apenas
tengo remedios y medicamentos. Toda mi esperanza yace en los mecanismos de defensa de un
organismo joven…

—Doce horas desde el incidente. Conforme a lo esperado, ha aparecido el cuarto síntoma principal
de la inflamación: dolor. La enferma grita de dolor, la fiebre y los temblores se incrementan. No
tengo nada, ningún medicamento que pueda darle. Dispongo de una pequeña cantidad de elixir de
estramonio, pero la muchacha está demasiado débil para sobrevivir a su acción. Tengo también
algo de acónito, pero el acónito la mataría al instante.

—Quince horas desde el incidente. Amanece. La enferma está inconsciente. La fiebre sube con
fuerza, los temblores se acrecientan. Aparte de esto aparece una fuerte contracción de los
músculos del rostro. Si se trata del tétanos, la muchacha está perdida. Tengamos sin embargo la
esperanza de que se trate tan sólo de los nervios faciales… O del trigémino. O de ambos… La
muchacha quedará desfigurada… pero estará viva…
Vysogota miró al pergamino en el que no había escrito ni una runa, ni una sola palabra.
—A condición —dijo en voz baja— de que sobreviva a la infección.

—Veinte horas desde el incidente. La fiebre crece. Rubor, calor, tumor y dolor alcanzan, me da la
impresión, el punto culminante. Pero la muchacha no tiene posibilidades de vivir siquiera hasta
alcanzar esas fronteras. Así que escribiré… Yo, Vysogota de Corvo, no creo en la existencia de los
dioses. Pero si por una casualidad existieran, pido que tomen bajo su protección a esta muchacha.
Y que me perdonen a mí lo que he hecho… Si es que lo que he hecho resultara ser un error.
Vysogota soltó la pluma, se restregó los párpados, que tenía hinchados y le picaban, apoyó los
puños en las sienes.
—Le he dado una mezcla de estramonio y acónito —dijo con voz sorda—. Las próximas horas
decidirán todo.

No estaba durmiendo, tan sólo daba unas cabezadas, cuando un golpe y un estruendo, a los que
acompañaba un gemido, lo sacaron del duermevela. Un gemido más bien de rabia que de dolor.
En el exterior clareaba el día, las rendijas de las contraventanas dejaban apenas pasar unos
débiles rayos de luz. La arena del reloj había caído del todo, y hacía mucho. Vysogota, como de
costumbre, había olvidado darle la vuelta. La lamparilla apenas temblaba, la llama de color rubí
del hogar iluminaba levemente los rincones de la choza. El viejo se levantó, retiró el improvisado
biombo de mantas que separaban el lecho del resto del cuarto para darle un poco de tranquilidad a
la enferma.
La enferma ya había conseguido levantarse del suelo sobre el que se había caído sólo un
momento antes, estaba sentada enderezada en la orilla del camastro, intentaba rascarse el rostro
bajo el vendaje. Vysogota tosió.
—Te pedí que no te levantaras. Estás demasiado débil. Si quieres algo, llámame. Siempre
estoy cerca.
—Pues yo lo que no quiero es que estés cerca —dijo bajito, a media voz, pero muy claro—.
Quiero mear.
Cuando él volvió a recoger el orinal, ella estaba tendida en el camastro, de espaldas,
masajeándose el vendaje que apretaba la mejilla y cubría la frente y el cuello con cintas de vendas.
Cuando al cabo de un rato regresó, ella no había cambiado de posición.
—¿Cuatro jornadas? —preguntó, mientras miraba al techo.
—Cinco. Ha pasado casi un día desde que hablamos por última vez. Has dormido una jornada
entera. Eso está bien. Necesitas dormir.
—Me siento mejor.
—Estoy contento de oírlo. Vamos a quitar el vendaje. Te ayudaré a sentarte. Agárrate a mi
mano.
La herida cicatrizaba bien, estaba seca, esta vez retiró el vendaje casi sin dolorosos tirones al
separarlo de la costra. La muchacha se tocó con cuidado la mejilla. Frunció el ceño, pero Vysogota
sabía que no sólo era el dolor. Se aseguraba de la extensión de la mutilación, tomaba consciencia
de la gravedad de la herida. Se aseguraba, sintiendo espanto, de que lo que había sentido al tacto
antes no había sido una pesadilla producida por la fiebre.
—¿Tienes aquí un espejo?
—No tengo —mintió.
Ella lo miró, quizá completamente consciente por vez primera.
—¿Eso quiere decir que está tan mal? —preguntó, pasando la mano con cuidado por las
costuras.
—Es un corte muy amplio —masculló, molesto consigo mismo por explicarse y justificarse
ante una mocosa—. Todavía tienes la cara muy inflamada. Dentro de unos días te quitaré las
costuras, hasta entonces te pondré árnica y extracto de sauce. Ya no te vendaré toda la cabeza. La
herida cicatriza muy bien.
Ella no respondió. Movía los labios y las mandíbulas, arrugaba la cara y fruncía el ceño,
probando qué le dejaba hacer la herida y qué no.
—He hecho caldo de paloma. ¿Quieres?
—Quiero. Pero esta vez lo intentaré sola. Es denigrante que le den de comer a una como a una
paralítica.
Comió largo rato. Se llevaba a la boca la cuchara de madera con tanto esfuerzo como si pesara
dos libras. Pero pudo hacerlo sin ayuda de Vysogota, quien la observaba con interés. Vysogota era
curioso y ardía de curiosidad. Sabía que junto con el regreso de la muchacha a la salud comenzaría
el intercambio de palabras que podría arrojar algo de luz al misterioso asunto. Lo sabía y no podía
esperar hasta ese momento. Llevaba demasiado tiempo viviendo solo en aquel despoblado.
La muchacha terminó de comer, se tumbó sobre los cojines. Durante un rato miró como
muerta al techo, luego volvió la cabeza. Sus extraordinarios ojos verdes, pensó otra vez Vysogota,
le daban a su rostro un aspecto de inocencia infantil, lo que en aquel momento resaltaba con la
mejilla horriblemente mutilada. Vysogota conocía aquel tipo de belleza, los grandes ojos de un
niño eterno, una fisonomía que producía una simpatía instintiva. Una muchacha eterna, incluso
cuando su vigésimo, incluso su trigésimo cumpleaños hubiera caído ya en el olvido. Sí. Vysogota
conocía bien aquel tipo de belleza. Su segunda mujer había sido así. Su hija era así.
—Tengo que irme de aquí —dijo de pronto la muchacha—. Y rápido. Me están persiguiendo.
Lo sabes.
—Lo sé —afirmó con la cabeza—. Fueron éstas las primeras palabras que dijiste que pese a
las apariencias no eran delirios. Más exactamente, casi de las primeras. Porque lo primero que
preguntaste fue por tu caballo y tu espada. En este orden. Cuando te aseguré que tanto el caballo
como la espada estaban en buena custodia, te entró la sospecha de que yo era un aliado de no sé
qué Bonhart y de que no te estaba curando, sino que te sometía a la tortura de darte esperanzas.
Cuando, no sin esfuerzo, te saqué de tu error, te presentaste a ti misma como Falka y me
agradeciste que te hubiera salvado.
—Eso está bien. —Clavó la cabeza en la almohada, como queriendo evitar la necesidad de
mirarle a los ojos—. Eso está bien, el que no olvidara agradecértelo. Yo lo recuerdo como entre la
niebla. No sé lo que era sueño y lo que era realidad. Temía no haber dado las gracias. No me llamo
Falka.
—También me enteré de ello, aunque más bien por casualidad. Lo dijiste durante la fiebre.
—Soy una fugitiva —dijo sin volver la cabeza—. Una prófuga. Es peligroso darme refugio. Es
peligroso saber cómo me llamo de verdad. Tengo que subirme a mi caballo y huir antes de que me
descubran…
—Hace un momento —dijo él con voz suave— tenías problemas para sentarte en el orinal. No
sé muy bien cómo ibas a poder sentarte en el caballo. Pero te aseguro que aquí estás a salvo. Nadie
te descubrirá.
—Me seguirán, estoy segura. Seguirán los rastros, registrarán los alrededores…
—Tranquilízate. Llueve todos los días, nadie encontrará las huellas. Estás en un despoblado,
en un desierto. En casa de un eremita, que se aisló del mundo. Para que no fuera fácil encontrarlo.
Sin embargo, si quieres puedo buscar una forma de llevar noticias sobre ti a tus parientes o a tus
amigos.
—No sabes siquiera quién soy…
—Eres una muchacha herida —le cortó—. Que huye de alguien que no vacila en herir a
muchachas. ¿Quieres que lleve alguna noticia?
—No hay a quién —respondió al cabo, y Vysogota percibió un cambio en el tono de voz—.
Mis amigos están muertos. Los mataron a todos.
Él no contestó.
—Yo soy la muerte —continuó, con una voz extraña—. Todo el que me conoce muere.
—No todos —negó él mirándola con atención—. No el Bonhart ése cuyo nombre gritabas en
sueños, ése ante el que ahora quieres huir. Vuestro encuentro te ha perjudicado más a ti que a él.
¿Fue él… quien te hirió el rostro?
—No. —Ella apretó los labios para ahogar algo que podía ser un gemido o una maldición—.
Fue Autillo el que me hirió en la cara. Stefan Skellen. Y Bonhart… Bonhart me hirió mucho más
hondo. Más profundamente. ¿Hablé de ello durante la fiebre?
—Tranquilízate. Estás débil, deberías evitar todo movimiento brusco.
—Me llamo Ciri.
—Te pondré una compresa con árnica, Ciri.
—Espera… un momento. Dame un espejo.
—Te he dicho…
—¡Por favor!
Él obedeció, llegó a la conclusión de que era necesario, que no se podía esperar más. Incluso
trajo una lamparilla. Para que ella pudiera ver mejor lo que le habían hecho a su rostro.
—Vaya, sí —dijo con la voz quebrada, distinta—. Sí. Tal y como me lo imaginaba. Casi como
me lo imaginaba.
Él salió, y corrió tras de sí el improvisado biombo de mantas.
Ella intentó sollozar bajito, para que no se la oyera. Lo intentó con todas sus fuerzas.

Al día siguiente Vysogota le quitó la mitad de los puntos. Ciri se masajeó la mejilla, silbó como
una serpiente, quejándose de un fuerte dolor en el oído y resintiéndose en el cuello cerca de la
mandíbula. Pese a ello se levantó, se vistió y salió al exterior. Vysogota no protestó. La acompañó.
No necesitó ayudarla ni sujetarla. La muchacha estaba sana y era mucho más fuerte de lo que
parecía.
Sólo se detuvo cuando llegó afuera, se sujetó al marco de la puerta y a las bisagras.
—Pero… —espiró bruscamente—. ¡Pero qué frío! ¿Una helada? ¿Ya es invierno? ¿Cuánto
tiempo he estado en la cama? ¿Semanas?
—Exactamente seis días. Hoy es el quinto día de octubre. Pero se anuncia un octubre muy,
muy frío.
—¿El cinco de octubre? —frunció el ceño, silbó sintiendo dolor al hacerlo—. ¿Cómo puede
ser? ¿Dos semanas?
—¿Qué? ¿Qué dos semanas?
—No importa. —Se encogió de hombros—. Puede que yo me equivoque… O puede que no.
Dime, ¿qué es lo que apesta tanto aquí?
—Pieles. Cazo ratas almizcleras, castores, visones y nutrias, curto sus pieles. Hasta un
ermitaño tiene que vivir de algo.
—¿Dónde está mi caballo?
—En el establo.
La yegua negra les saludó con un sonoro relincho y la cabra de Vysogota la secundó con un
balido en el que se percibía un gran disgusto por la necesidad de tener que compartir su habitáculo
con otro inquilino. Ciri abrazó el cuello del caballo, le palmeteó, le acarició la crin.
—¿Dónde está mi silla? ¿El telliz? ¿Los arreos?
—Aquí.
Él no protestó, no le hizo observación alguna, no expresó su opinión. Guardó silencio, apoyado
en su bastón. No se movió cuando ella jadeó al intentar levantar la silla, no se inmutó cuando ella
se tambaleó por el peso y cayó torpemente sobre el suelo cubierto de paja, lanzando un sonoro
gemido. No se acercó a ella, no la ayudó a levantarse. La observaba con atención.
—Bueno, vale —dijo Ciri con los dientes apretados, mientras empujaba a la yegua, que estaba
intentando meter la nariz por el cuello de su camisa—. Está todo claro. ¡Pero yo tengo que irme de
aquí, joder! ¡Tengo que irme!
—¿Adónde? —preguntó él con voz fría.
Ella se masajeó el rostro, todavía seguía sentada sobre la paja, junto a la silla.
—Lo más lejos posible.
Vysogota asintió con la cabeza, como si la respuesta le satisficiera, lo aclarara todo y no dejara
lugar a dudas. Ciri se levantó con esfuerzo. Ni siquiera intentó inclinarse a por la silla y los arreos.
Sólo comprobó si la yegua tenía avena y heno en el pesebre, comenzó a limpiar las pajas de la crin
y los costados del caballo. Vysogota esperó en silencio hasta que sucedió. La muchacha se afirmó
en el poste que sujetaba el techo, se quedó pálida como la pared. Él le ofreció el báculo sin decir
palabra.
—No me pasa nada, es sólo que…
—Sólo que la cabeza te da vueltas porque estás enferma y tienes menos fuerzas que un recién
nacido. Volvamos. Tienes que tumbarte.

A la puesta del sol, habiendo dormido sus buenas horas, Ciri salió de nuevo. Vysogota, que volvía
del río, se tropezó con ella junto a un seto natural de zarzas.
—No salgas demasiado lejos de la varga —dijo en tono acre—. En primer lugar, estás
demasiado débil…
—Me siento mejor.
—En segundo, es peligroso. Alrededor hay un enorme pantano, un cañaveral sin fin. No
conoces los senderos, puedes perderte o ahogarte en los lodazales.
—Y tú —señaló el saco que el ermitaño iba arrastrando— conoces los senderos, por supuesto.
E incluso vas por ellos no demasiado lejos, por lo que el pantano no debe de ser tan grande. Curtes
pieles para vivir, está claro. Kelpa, mi yegua, tiene avena y yo no veo aquí sembrados. Hemos
comido pollo y gachas de cebada. Y pan. Pan de verdad, no chuscos. No creo que el pan te lo haya
dado un trampero. Así que eso significa que hay un pueblo por los alrededores.
—Una deducción sin fallo —confirmó él con serenidad—, ciertamente, me traen las
provisiones de la aldea más cercana. La más cercana, pero que no está para nada cerca, se halla en
los límites de la ciénaga. El pantano linda con el río. Cambio mis pieles por víveres que me traen
en una canoa. Pan, cebada, harina, sal, queso, a veces un conejo o un pollo. A veces noticias.
No hubo preguntas, así que continuó.
—Una horda de gente a caballo estuvo dos veces en el poblado buscando a alguien. La primera
vez advirtieron a los aldeanos de que no te escondieran, amenazaron con hierro y fuego si llegaras
a ser capturada en el pueblo. La segunda vez prometieron una recompensa. Por encontrar el
cadáver. Tus perseguidores están convencidos de que yaces muerta en los bosques, en alguna hoya
o barranco.
—Y no descansarán —murmuró— hasta que no encuentren el cuerpo. Lo sé bien. Tienen que
tener alguna prueba de que no estoy viva. Sin esa prueba no renunciarán. Buscarán por todos
lados. Y al final llegarán hasta aquí…
—Les interesas mucho —advirtió él—. Aun diría más, les interesas de un modo
extraordinario…
Ella apretó los labios.
—No tengas miedo. Me iré antes de que me encuentren. No te expondré a peligro… No tengas
miedo.
—¿Por qué supones que tengo miedo? —Se encogió de hombros—. ¿Qué motivo hay para
estar atemorizado? Aquí no llegará nadie, nadie será capaz de encontrarte aquí. Pero si sacas las
napias fuera de las cañas, te toparás de frente con tus perseguidores.
—En otras palabras —ella echó hacia atrás la cabeza en un gesto de desafío—, que tengo que
quedarme aquí. ¿Eso es lo que querías decir?
—No eres una prisionera. Puedes irte cuando gustes. Mejor dicho: cuando seas capaz. Pero
puedes también quedarte aquí y esperar. Llegará el día en que tus perseguidores se cansen.
Siempre se cansan, antes o después. Siempre. Puedes creerme. Lo conozco bien.
Los ojos verdes de la muchacha brillaron al mirarlo.
—Al fin y al cabo —dijo deprisa el ermitaño, al tiempo que se encogía de hombros y rehuía su
mirada—, harás lo que quieras. Repito, no te retendré aquí.
—Sin embargo, hoy no me iré —resopló—. Me siento débil… y el sol se va a poner… y no
conozco las sendas. Así que vamos a la choza. Me he quedado helada.

—Has dicho que llevo aquí seis jornadas. ¿Es eso cierto?
—¿Por qué iba a mentir?
—No te alteres. Estoy intentando calcular los días… Yo me escapé… me hirieron… en el día
del Equilibrio. El veintitrés de septiembre. Si prefieres contar como los elfos, el último día de
Lammas.
—Eso no es posible.
—¿Por qué iba a mentir? —gritó y gimió, al tiempo que se tocaba el rostro. Vysogota la miró
con serenidad.
—No sé por qué —dijo con la voz gélida—. Pero yo he sido médico, Ciri. Hace mucho, pero
todavía sé distinguir una herida hecha diez horas antes de una hecha cuatro días antes. Te encontré
el veintisiete de septiembre. Así que te hirieron el veintiséis. El tercer día de Velen, si prefieres
contar como los elfos. Tres días después del equinoccio.
—Me hirieron en el mismo equinoccio.
—Eso no es posible, Ciri. Debes de haber equivocado la fecha.
—De eso nada. Tú eres el que tiene algún calendario de ermitaño pasado de moda.
—Como quieras. ¿Tanta importancia tiene?
—No. No tiene ninguna.

Tres días después Vysogota le retiró los últimos puntos. Tenía todos los motivos para estar
satisfecho y orgulloso de su obra: la línea de costura era recta y limpia, no había que temer al
tatuaje de la suciedad entremetida en la herida. Sin embargo, al cirujano le echó a perder la
satisfacción el ver a Ciri en lúgubre silencio contemplando la cicatriz desde diversos ángulos con
un espejo e intentando esconderla —sin resultado— arrojando sus cabellos sobre la mejilla. La
sutura la afeaba. Un hecho es un hecho. No había nada que hacer. Nada le ayudaba el fingir que no
era así. Todavía roja, tumefacta como una soga, punteada con las huellas del aguijón de la aguja y
marcada con las señales de los hilos, la cicatriz tenía un aspecto verdaderamente macabro. Cabía
la posibilidad de que ese estado sufriera una mejora lenta o incluso rápida. Sin embargo, Vysogota
sabía que no había posibilidad de que la cicatriz desapareciera y dejara de afearla.
Ciri se sentía mucho mejor, pero para asombro y satisfacción de Vysogota ya no hablaba de
partir. Sacó del establo a su yegua negra Kelpa. Vysogota sabía que en el norte se llamaba kelpa a
unas algas, un peligroso monstruo marino que según la superstición podía adoptar la forma de un
hermoso caballo, un delfín o incluso una bella mujer, pero que en realidad siempre tenía el
aspecto de un montón de hierbas. Ciri ensilló a la yegua y cabalgó alrededor del corral y la choza,
después de lo cual Kelpa volvió al establo para hacerle compañía a la cabra, mientras que Ciri
regresó a la choza para hacerle compañía a Vysogota. Hasta, seguramente por aburrimiento, lo
ayudó en su trabajo. Mientras él separaba las pieles de nutria por su tamaño y su tono, ella dividía
las ratas almizcleras en dorsos y vientres, y extendía las pieles a lo largo de una mesita que habían
metido en la casa. Por lo que se veía, tenía los dedos hábiles.
Precisamente durante esta tarea tuvo lugar una conversación bastante extraña entre ellos.

—No sabes quién soy. Ni siquiera te puedes imaginar quién soy.


Ella repitió varias veces esta afirmación banal y eso le incomodó a él un tanto. Por supuesto no
dejó que ella se diera cuenta de su fastidio, le hubiera rebajado el traicionar sus sentimientos ante
una mocosa como ésa. No, no podía dejar que pasara esto, pero tampoco podía traicionar la
curiosidad que lo devoraba.
Una curiosidad que en suma carecía de motivos, porque se podía imaginar sin esfuerzo quién
era. En los tiempos de Vysogota las bandas juveniles tampoco eran una rareza. Los años que
habían transcurrido no habían conseguido eliminar tampoco la fuerza magnética con que estas
cuadrillas atraían a la muchachada ávida de aventuras y fuertes emociones. Muy a menudo para su
perdición. Los mocosos que salían de ello con una cicatriz en el rostro podían decir que habían
tenido suerte. A los menos felices les esperaban torturas, el patíbulo, el hacha o el palo…
Bah, desde tiempos de Vysogota sólo había cambiado una cosa: la progresiva emancipación.
Las bandas atraían no sólo a los jovenzuelos sino también a las pipiolas alocadas, que cambiaban
la sillita, la rueca y la espera del casorio por el caballo, la espada y las aventuras.
Vysogota no le dijo aquello directamente. Lo comentó dando rodeos. Pero de tal modo que ella
pudiera saber que él lo sabía. Para hacerla consciente de que si aquí había algún enigma, con toda
seguridad no era ella: una muchacha que andaba por los caminos con una banda de bandoleros
adolescentes y que había escapado por milagro de una trampa. Una mocosa desfigurada que
intentaba a toda costa rodearse de un aura enigmática…
—No sabes quién soy. Pero no tengas miedo. Me iré pronto. No te expondré a peligro.
Vysogota estaba ya harto.
—No me amenaza peligro alguno —dijo él con aspereza—. ¿Cuál podría ser? Incluso si tus
perseguidores aparecen por aquí, lo que dudo, ¿qué mal me pueden hacer? Otorgar ayuda a un
delincuente huido es merecedor de castigo, pero no en el caso de un ermitaño, puesto que el
ermitaño no es consciente de las cosas del mundo. Mi privilegio es albergar a todo aquél que
llegue hasta mi rincón. Bien has dicho: no sé quién eres. ¿Cómo iba a saber yo, un ermitaño, quién
eres, el delito que has cometido y por qué te persigue la ley? ¿Y qué ley? Si yo ni siquiera sé qué
ley es la que rige en estos alrededores ni de quién es la jurisdicción. Ni me interesa. Soy un
ermitaño.
Se dio cuenta de que había hablado demasiado sobre su eremitismo. Pero no cedió. Los verdes
ojos de ella llenos de furia le atravesaban como si fueran cuchillas.
—Soy un pobre eremita. Muerto para el mundo y sus trabajos. Soy un hombre sencillo y sin
instrucción, ignorante de los asuntos mundanos…
Había exagerado.
—¡Seguro! —gritó ella, arrojando la piel y el cuchillo al suelo—. ¿Me tomas por tonta o qué?
Pues no te pienses que soy tonta. ¡Ermitaño, pobre eremita! Cuando no estabas eché un vistazo por
aquí. Miré allí, en el rincón, en aquel quicio no demasiado limpio. ¿De dónde han salido tantos
libros de ciencias que hay sobre las estanterías, eh, hombre sencillo y sin instrucción?
Vysogota echó una piel de nutria sobre el jergón.
—Antes vivía aquí un cobrador de impuestos —dijo inmutable—. Ésos son catastros y libros
de contabilidad.
—Mientes. —Ciri frunció el rostro, se masajeó la cicatriz—. ¡Mientes a todas luces!
Él no respondió, haciendo como que evaluaba el tono de otra piel.
—Te piensas —siguió la muchacha al cabo— que porque tienes barba, arrugas y cien años a
cuestas vas a engañar sin esfuerzo a una moza inocente, ¿eh? Pues te diré: a la primera pardilla
que pasara por aquí puede que la engañaras. Pero yo no soy una pardilla.
Él alzó las cejas en una interrogación muda y retadora. Ella no le hizo esperar mucho.
—Yo, mi señor ermitaño, he estudiado en lugares donde había muchos libros, y también
algunos con los mismos títulos que hay en tus estanterías. Conozco muchos de esos títulos.
Vysogota alzó todavía más las cejas. Ella le miró directamente a los ojos.
—Cosas raras —otorgó Ciri— parlotea esta cerdita toda sucia, esta huérfana harapienta, ha de
ser una ladrona o una bandolera, que la encontraron en el arroyo con la jeta hecha polvo. Y sin
embargo has de saber, ermitaño, que yo he leído la Historia de Roderick de Novembre. Repasé, y
más de una vez, la obra que lleva el título de Materiae medicae. Conozco el Herbarius, el mismo
que tienes en tu estantería. También sé lo que significa la cruz de armiño sobre escudo rojo que
aparece en los lomos de los libros. Es la señal de que los editó la Universidad de Oxenfurt.
Se detuvo, seguía observándolo con atención. Vysogota guardó silencio, hacía esfuerzos para
que su rostro no delatara nada.
—Por eso pienso —dijo Ciri, echando la cabeza hacia atrás en un movimiento típico suyo,
orgulloso y un tanto violento— que tú no eres para nada un simplón ni un ermitaño. Que para nada
has muerto para el mundo sino que has huido de él. Y te escondes aquí, en los despoblados,
enmascarado entre apariencias y cañaverales sin fin.
—Si así es —Vysogota sonrió—, entonces nuestra suerte se ha unido en forma harto extraña,
mi leída señorita. En forma grandemente enigmática nos reunió el destino. Al fin y al cabo, tú
también, Ciri, te ocultas. Al fin y al cabo, tú también, Ciri, con destreza tejes a tu alrededor un
velo de apariencias. Yo anciano soy, y lleno de sospechas y amargado por la desconfianza de la
edad…
—¿Desconfías de mí?
—Desconfío del mundo, Ciri. De un mundo donde las engañosas apariencias adoptan la
máscara de la verdad para sacar a la luz otra verdad, falsa, por decirlo pronto y mal, una verdad
que también intenta engañar. De un mundo en el que el escudo de la Universidad de Oxenfurt se
pinta sobre las puertas de las mancebías. De un mundo en el que bandoleras heridas se las dan de
ser señoritas versadas, sabias y hasta puede que de noble cuna, intelectuales y eruditas que leen a
Roderick de Novembre y conocen el sello de la Academia. Contra todas las apariencias. Contra el
hecho de que ellas mismas portan otra señal. Un tatuaje de bandido. Una rosa roja grabada en la
ingle.
—Cierto, tenías razón. —Apretó los labios y su rostro se cubrió de un rubor tan intenso que la
línea de la cicatriz parecía negra—. Eres un viejo amargado. Y un rancio metomentodo.
—En mi estantería, detrás de la cortina —señaló él con un movimiento de cabeza—, está el
Aen N’og Mab Taedh’morc , una colección de cuentos élficos y de profecías en verso. Hay allí una
fábula que concuerda con esta situación y esta conversación. Es la historia de un cuervo provecto
y una golondrina nuevita. Puesto que del mismo modo que tú, Ciri, soy un erudito, me permito
recordar unos fragmentos adecuados a las circunstancias. El cuervo, como recordarás con toda
seguridad, acusa a la golondrina de frivolidad y de liviandad poco graciosa.

Hen Cerbin dic’ss aen n’og Zireael


Aark, aark, caelmfoile, te veloe, ¿ell?
Zireael…

Se detuvo, apoyó los codos sobre la mesa y la barbilla sobre los dedos extendidos. Ciri agitó la
cabeza, se enderezó, le miró retadora. Y terminó el poema.

… Zireael veloe que’ss aen en’ssan irch


Mab og, Hen Cerbin, vean ni, ¡quirk, quirk!
—El viejo amargado y desconfiado —dijo al cabo Vysogota sin cambiar de posición— le pide
perdón a la joven erudita. El cuervo provecto, que ve mentira y engaño por doquier, le pide a la
golondrina que le perdone, a una golondrina cuya única culpa es ser joven y estar llena de vida. Y
ser guapilla.
—Ahora desbarras —refunfuñó ella, cubriéndose la cicatriz del rostro con la mano en un
movimiento inconsciente—. Estos cumplidos te los puedes ahorrar. No van a enmendar los trapos
de esparto con los que me restregaste la piel. No te pienses tampoco que así vas a conseguir
conquistar mi confianza. Yo sigo sin saber quién eres en realidad. Por qué me mentiste en lo que
respecta a las fechas. Y con qué intenciones me miraste entre las piernas aunque estaba herida en
el rostro. Y si se acabó sólo en la mirada.
Esta vez consiguió sacarlo de sus casillas.
—¿Pero qué te imaginas, mocosa? —gritó—. ¡Si podría ser tu padre!
—Mi abuelo —le corrigió con voz gélida—. Y hasta mi bisabuelo. Pero no lo eres. Yo no sé
quién eres. Pero con toda seguridad no eres la persona que pretendes ser.
—Soy quien te encontró en el pantano, casi congelada hasta los huesos, con una costra negra
en lugar de rostro, inconsciente, mugrienta y sucia. Soy quien te trajo a su casa aunque no sabía
quién eras y tenía derecho a imaginarse lo peor. Quien te curó y tendió en la cama. Te dio
medicamentos cuando estabas estallando de fiebre. Se ocupó de ti. Te lavó. Muy cuidadosamente.
También por los alrededores del tatuaje.
Ciri se apaciguó de nuevo, pero de sus ojos no había desaparecido ni por asomo una mirada
retadora e insolente.
—En este mundo —gritó—, a veces las engañosas apariencias se ponen la máscara de la
verdad, tú mismo lo has dicho. Yo también conozco un poco este mundo, hazte a la idea. Me
salvaste, me curaste y te ocupaste de mí. Gracias por ello. Te estoy agradecida por tu… bondad.
Pero sé que no existe bondad sin…
—Sin interés ni esperanza de ganar algo —terminó él con una sonrisa—. Sí, lo sé. Hombre soy
de mundo, quién sabe si no conozco el mundo tan bien como tú, Ciri. A las muchachas heridas se
las despoja de todo lo que tenga algún valor. Si están inconscientes o demasiado débiles para
defenderse, se suele dar rienda suelta a la concupiscencia y el apetito, a menudo en formas
depravadas y contra natura. ¿No es cierto?
—Nada es como parece —respondió Ciri, cubriéndose de nuevo de rubor.
—Cuán certera afirmación —dijo el ermitaño, al tiempo que arrojaba otra piel al montón
apropiado—. Y cuan ineluctablemente nos conduce a la conclusión de que nosotros, Ciri, no
sabemos nada el uno del otro. Sólo conocemos las apariencias, y éstas engañan.
Aguardó un instante, pero Ciri no se apresuró a responder nada.
—Aunque ambos hemos acertado a realizar una especie de pesquisa preliminar, seguimos sin
saber nada. Yo no sé quién eres tú, tú no sabes quién soy…
Esta vez él esperó conscientemente. Ella le miró y en sus ojos ardía la pregunta que él estaba
esperando. Algo extraño brilló en los ojos de la muchacha cuando hizo la pregunta esperada.
—¿Quién empieza?
Si tras el ocaso alguien se hubiera arrastrado a hurtadillas hasta la choza de tejado de bálago caído
y lleno de musgo, si hubiera mirado al interior, habría visto a la luz de las llamas y reflejos del
hogar a un viejecillo de barba gris encorvado sobre un montón de pieles. Hubiera visto también a
una muchacha de cabellos cenicientos con una horrible cicatriz en la mejilla, una cicatriz que no
concordaba para nada con unos ojos verdes tan grandes como los de un niño.
Pero nadie podía verlo. La choza estaba entre cañaverales, en medio de un pantano al que
nadie se atrevía a aventurarse.

—Me llamo Vysogota de Corvo. Fui médico. Cirujano. Fui alquimista. Fui investigador,
historiador, filósofo y ético. Fui profesor de la Academia de Oxenfurt. Tuve que huir de allí
después de publicar cierta obra que fue considerada como impía, acusación que entonces, hace
cincuenta años, acarreaba la pena de muerte. Tuve que emigrar. Mi mujer no quiso emigrar, así
que me abandonó. Y yo sólo me detuve cuanto estaba ya muy lejos, en el sur, en el imperio de
Nilfgaard. Conseguí allá por fin la ocupación de docente de ética en la Academia Imperial de
Castell Graupian, cargo que ejercí cerca de diez años. Pero también tuve que huir de allí después
de publicar cierto tratado… En realidad la obra se ocupaba del poder totalitario y del carácter
criminal de las guerras de ocupación, pero oficialmente se nos acusó a mi obra y a mí de
misticismo metafísico y herejía clerical. Se entendió que actué en connivencia con los grupos
clericales imperialistas y revisionistas que eran los verdaderos gobernantes de los reinos del norte.
¡Bastante divertido a la luz de la pena de muerte que recibiera por mi ateísmo veinte años antes! Y
era así que al fin y al cabo los imperialistas clericales se habían sumido hacía ya tiempo en el
olvido, pero en Nilfgaard no se había enterado nadie de ello. La unión del misticismo con la
política era perseguida y castigada con rigor.
»Hoy día, juzgando con la perspectiva de los años, pienso que si me hubiera humillado y
hubiera mostrado arrepentimiento, seguro que el asunto se hubiera arreglado y el emperador se
hubiera limitado a que yo cayera en desgracia sin echar mano de medios demasiado drásticos.
Seguro de mis razones, que consideraba eternas, superiores a cualquier poder o política, me sentía
atacado, y además atacado injustamente. Tiránicamente. Así que entablé contacto activo con los
disidentes que combatían al tirano en secreto. Antes de que me pudiera dar cuenta me habían
metido en la trena junto con los disidentes y algunos de ellos, en cuanto que les enseñaron la
herramienta, me señalaron como el ideólogo principal del movimiento.
»El emperador hizo uso de su derecho de gracia, pero fui condenado al destierro bajo amenaza
de pena de muerte inmediata en caso de regreso a las tierras imperiales.
»Entonces me enojé con el mundo entero, con los reinos, imperios y universidades, con los
disidentes, funcionarios, juristas. Con los colegas y amigos que, al toque de una varita mágica,
dejaron de serlo. Con mi segunda esposa que, de forma parecida a la primera, entendió que los
problemas del marido son motivo suficiente de divorcio. Con mis hijos, que me abandonaron. Me
convertí en ermitaño. Aquí, en Ebbing, en los pantanos de Pereplut. Tomé la sede en herencia de
un eremita que me fue dado conocer en cierta ocasión. La mala suerte quiso que Nilfgaard se
anexionara Ebbing y sin comérmelo ni bebérmelo me encontré de nuevo en el imperio. No tengo
ya ni fuerzas ni ganas de vagabundear más, por eso tengo que esconderme. Las decisiones
imperiales no prescriben, ni siquiera cuando el emperador que las realizara haya muerto hace
mucho y el emperador actual no tenga motivos para tener buenos recuerdos de aquél ni para
compartir sus opiniones. La sentencia de muerte sigue en vigor. Tal es la ley y la costumbre en
Nilfgaard. Las condenas de traición de estado no prescriben ni son afectadas por las amnistías que
cada emperador anuncia tras su coronación. Después de subir al trono el nuevo emperador
amnistía a todos aquéllos a los que su antecesor había condenado… excepto a quienes son
culpables de traición de estado. No tiene importancia quién gobierne en Nilfgaard: si se llega a
saber que estoy vivo y violando mi condena de destierro al vivir en territorio imperial, mi cabeza
caerá en el cadalso.
»Así que, como ves, Ciri, estamos en una situación totalmente idéntica.

—¿Qué es la ética? Lo sabía, pero se me ha olvidado.


—La ciencia de la moralidad. De las reglas del comportamiento habitual, noble, benévolo y
honrado. De las alturas del bien a las que eleva el alma la moralidad y la rectitud humana. Y de los
abismos del mal a los que hace caer la maldad y la inmoralidad…
—¡Las alturas del bien! —bufó—. ¡Rectitud! ¡Moralidad! No me hagas reír, porque se me
abre la cicatriz de la jeta. Tuviste suerte de que no te persiguieran, de que no enviaran tras de ti a
los cazadores de recompensas como ese… Bonhart. Verías lo que son los abismos del mal. ¿Ética?
Esa ética tuya no vale una mierda, Vysogota de Corvo. ¡No son los malvados ni los inmorales los
que se hunden en el abismo, no! ¡Oh, no! Son los malos, pero decididos, quienes arrojan al fondo a
los que son decentes, honrados y nobles, pero torpes, vacilantes y llenos de escrúpulos.
—Gracias por tus enseñanzas —ironizó—. Créeme, aunque vivas un siglo, nunca es demasiado
tarde para aprender algo. Cierto, siempre es provechoso escuchar a personas maduras, de mundo y
con experiencia.
—Ríete, ríete —agitó ella la cabeza—. Mientras puedas. Porque ahora es mi turno. Ahora te
entretendré con un relato. Te contaré qué es lo que me pasó. Y cuando termine, veremos si sigues
teniendo ganas de bromear.

Si aquel día después de caer la noche alguien se hubiera deslizado furtivamente hasta aquella
cabaña perdida entre los cenagales, con su hundido tejado de bálago, si alguien hubiera mirado a
través de las rendijas de los postigos, habría visto en su interior escasamente iluminado a un
viejecillo de barba blanca escuchando con atención el relato de una muchacha de cabellos
cenicientos que estaba sentada en un tronco junto a la chimenea. Habría visto que la muchacha
hablaba despacio, como si le fuera difícil encontrar las palabras, que se frotaba nerviosa la mejilla
deformada por una cicatriz horrible, que sembraba con largos momentos de silencio la narración
de sus vicisitudes. Una historia sobre las enseñanzas recibidas que resultaron ser todas falsas y
engañosas. Sobre las promesas que se le hicieran y que no habían sido mantenidas. Una historia
acerca de un destino en el que se le había hecho creer y que la había traicionado vilmente y
despojado de su herencia. Acerca de cómo cada vez, cuando ya comenzaba a creer, caían sobre
ella las ofensas, el dolor, la injusticia y la humillación. Acerca de cómo aquéllos en los que
confiaba y a los que amaba la habían traicionado, no habían acudido en su ayuda cuando sufría,
cuando la amenazaban la vergüenza, el tormento y la muerte. Una historia sobre los ideales a que
le habían recomendado mantenerse fiel y que la habían fallado, traicionado y abandonado
precisamente cuando los necesitaba, demostrando cuan poco valor tenían. Acerca de cómo había
por fin encontrado ayuda y amistad —y amor— entre quienes en apariencia no cabía buscar ni
ayuda ni amistad. Por no mencionar el amor.
Pero nadie pudo haber visto aquello ni mucho menos haberlo oído. La choza del hundido
tejado de bálago cubierto de musgo estaba bien escondida entre la niebla, en unos cenagales donde
nadie se atrevía a adentrarse.
Capítulo segundo

Al llegar a la edad de madurez, la joven muchacha comienza a intentar penetrar


en campos de la vida que antes le estaban vedados, lo cual, en los cuentos de
hadas, se simboliza mediante la entrada en una torre enigmática y la búsqueda
en ella de una habitación oculta. La muchacha sube hasta la cima de la torre,
caminando por una escalera retorcida: las escaleras en los sueños son símbolos
de vivencias eróticas. La habitación prohibida, un pequeño cuarto cerrado con
llave, simboliza la vagina. El acto de girar la llave en la cerradura es un símbolo
del acto sexual.

Bruno Bettelheim, The Uses of Enchantment: the Meaning and Importance of


Fairy Tales

El viento del oeste arrastró la tormenta nocturna.


Un cielo de color negro violáceo se resquebrajó a lo largo de una línea de relámpagos que
estallaron con el estampido de un agudo trueno. Una lluvia repentina golpeó el polvo del camino
con gotas tan densas como el aceite, resonó en las tejas, deshizo la suciedad en las hojas de las
ventanas. Pero un fuerte viento expulsó con rapidez el chubasco, ahuyentó la tormenta allá lejos,
al otro lado de un horizonte que ardía a causa de los relámpagos.
Y entonces los perros comenzaron a ladrar furiosamente. Redoblaron los cascos de los
caballos, rechinaron las armas. Una algarabía y unos silbidos salvajes les pusieron los cabellos de
punta a los aldeanos, les llenó de pánico, les hizo cerrar a cal y canto puertas y ventanas. Los
dedos sudorosos se apretaron sobre los mangos de las hachas, sobre las astas de los biernos. Se
apretaban con fuerza. Pero con impotencia.
Terror, el terror está cruzando la aldea. ¿Perseguidos o perseguidores? ¿Enloquecidos y
violentos a causa de la rabia o a causa del miedo? ¿Pasarán de largo sin detener los caballos? ¿O
se iluminará la noche dentro de unos instantes con el fuego de los tejados ardiendo?
Silencio, silencio, niños…
Mamá, ¿es que son demonios? ¿Es la Persecución Salvaje? ¿Monstruos del infierno? ¡Mamá,
mamá!
Silencio, silencio, niños. No son demonios, no son diablos… Peor.
Son seres humanos.
Los perros aullaban. Soplaba la ventisca. Los caballos relinchaban, los cascos se estrellaban
contra el suelo.
Una partida de locos cabalgaba a través de la aldea y de la noche.

Hotsporn llegó a la cima, detuvo el caballo y le dio la vuelta. Era precavido y cauteloso, no le
gustaba el riesgo, sobre todo porque la atención no costaba nada. No se apresuró a bajar al río, a la
estación de postas. Primero prefería mirar bien.
Delante de la estación no había caballos ni tiros de animales, no había más que un furgón que
llevaba un par de mulas enjaezadas. En la lona había un letrero que Hotsporn no podía leer desde
tan lejos. Pero no olía a peligro. Hotsporn era capaz de oler el peligro. Era un profesional.
Bajó hasta la orilla llena de matorrales y mimbres muy crecidos, metió con decisión el caballo
en el río, lo atravesó al galope entre las salpicaduras de agua que golpeaban por debajo de la silla.
Los patos que se revolcaban en el lodo huyeron lanzando sonoros cuac-cuacs.
Hotsporn azuzó al caballo, atravesó la cerca y entró en el patio de la estación. Ahora ya podía
leer el letrero de la lona del furgón. Decía: «Maestro Almavera, Tatuajes Artísticos». Cada palabra
del letrero estaba pintada de un color distinto y comenzaba por una letra exageradamente grande y
muy adornada. Pero en la caja del carro, por encima de la rueda derecha delantera, se veía una
pequeña flecha rota, pintada de púrpura.
—¡Abajo del caballo! —escuchó a su espalda—. ¡A tierra, y presto! ¡Las manos lejos de la
empuñadura!
Se acercaron y lo rodearon sin un ruido, Asse por la derecha, vestido con una chaqueta negra
con hilos de plata, Falka por la izquierda, llevando puesto un juboncillo verde de ante y una boina
con una pluma. Hotsporn se bajó la capucha y el pañuelo que le cubría el rostro.
—¡Ja! —Asse bajó la espada—. Sois vos, Hotsporn. ¡Sos reconocería, pero me confundió este
caballo moro!
—Vaya una yegua bonita —dijo Falka con admiración, al tiempo que se retiraba la boina sobre
la oreja—. Negra y brillante como el carbón, ni un pelo claro. ¡Y cuidado que es gallarda! ¡Eh,
lindeza!
—Cierto, y la encontré por menos de cien florines. —Hotsporn sonrió con desmaña—. ¿Dónde
está Giselher? ¿Dentro?
Asse se lo confirmó con un ademán de cabeza. Falka, que miraba a la yegua como hechizada,
le dio palmadas en el cuello.
—¡Cuando corría por el agua —elevó hacia Hotsporn sus enormes ojos verdes— era igualita
que una verdadera kelpa! ¡Si hubiera salido del mar en vez del río no hubiera creído que no era
una kelpa de verdad!
—¿Y habéis visto alguna vez, señorita Falka, una verdadera kelpa?
—En dibujos. —La muchacha se apesadumbró de pronto—. Para qué hablar más de esto.
Pasad adentro. Giselher está esperando.

Delante de una ventana que daba algo de luz había una mesa. Sobre la mesa estaba semitendida
Mistle, apoyada en los codos, desnuda de cintura para abajo, sin nada más que unas medias negras.
Entre sus piernas descaradamente abiertas había un individuo encogido, hombre delgado y de
cabellos largos vestido con una levita gris. No podía ser otro que el maestro Almavera, artista del
tatuaje, puesto que estaba ocupado precisamente en grabar en el muslo de Mistle una imagen de
colores.
—Acércate, Hotsporn —pidió Giselher, al tiempo que movía un taburete de una mesa más
alejada en la que estaba sentado junto con Chispas, Kayleigh y Reef. Los dos últimos, como Asse,
también estaban vestidos con una piel de ternera negra que llevaba cosidas hebillas, tachuelas,
cadenas y otros imaginativos adornos de plata. Algún artesano tenía que estar ganando con ello
buenas sumas, pensó. Los Ratas, cuando les entraba la gana de adornarse, pagaban a los sastres,
zapateros y talabarteros como un verdadero rey. Claro está que tampoco les importaba arrancarle
sin más a la persona asaltada la ropa o la bisutería que les había caído en gracia.
—Por lo que veo, encontraste nuestro mensaje en las ruinas de la estación vieja —dijo
Giselher arrastrando las palabras—. Ja, qué digo, si no no estarías aquí. Mas he de reconocer que
has viajado con rapidez.
—Porque la yegua es muy bonita —se entrometió Falka—. ¡Y me apuesto a que también es
fogosa!
—Encontré vuestro mensaje. —Hotsporn no apartó la vista de Giselher—. ¿Y qué hay del
mío? ¿Llegó hasta ti?
—Llegó… —El jefe de los Ratas trastabilló—. Pero… bueno, por decirlo con pocas
palabras… no había entonces mucho tiempo. Y luego nos cogimos una buena curda y hubimos de
reposar un tanto. Y luego nos vino a mano otro camino…
Mocosos de mierda, pensó Hotsporn.
—Por decirlo con pocas palabras: no has cumplido el encargo.
—Pues no. Lo siento, Hotsporn. No fue posible… ¡mas la próxima vez, ya, ya!
¡Indefectiblemente!
—¡Indefectiblemente! —confirmó Kayleigh con énfasis, aunque nadie le había pedido que
confirmara nada.
Malditos mocosos irresponsables. Se emborracharon. Y luego les vino a mano otro camino.
Seguro que el del sastre, a por trapos raros.
—¿Quieres beber algo?
—Gracias, pero no.
—¿Quizá quieras probar esto? —Giselher señaló un cofrecito de laca muy adornado que estaba
entre los vasos y las damajuanas. Hotsporn supo entonces por qué en los ojos de los Ratas ardía un
brillo tan extraño, por qué sus movimientos eran tan nerviosos y rápidos.
—Polvo de primera —le aseguró Giselher—. ¿No quieres tomar un pellizco?
—Gracias, pero no. —Hotsporn miró significativamente las manchas de sangre y las huellas
en el aserrín que desaparecían en la habitación y que mostraban con claridad adonde había sido
arrastrado el cadáver. Giselher se dio cuenta de la mirada.
—Un palurdo se quiso hacer el héroe —bufó—. Hasta que la Chispas le tuvo que dar un
escarmiento.
Chispas se rio guturalmente. Enseguida se veía que estaba muy excitada por el narcótico.
—Lo escarmenté de tal modo que hasta se atoró con la sangre —se jactó—. Y al punto los
otros se quedaron tranquilitos. ¡A eso se le llama terror!
Iba, como de costumbre, llena de joyas, hasta llevaba un pendiente de diamante en una aleta de
la nariz. No iba vestida de cuero sino con un juboncillo de color cereza, con un diseño brocado que
era ya tan famoso como para ser el último grito de la moda entre la mocedad dorada de Thurn. De
la misma forma que el pañuelo de seda con el que se cubría la cabeza Giselher. Hotsporn incluso
había oído hablar de muchachas que se cortaban el cabello «a la Mistle».
—Esto se llama terror —repitió Hotsporn, pensativo, todavía con la mirada dirigida hacia los
rastros sangrientos del suelo—. ¿Y el jefe de estación? ¿Y su mujer? ¿Su hijo?
—No, no. —Giselher frunció el ceño—. ¿Piensas acaso que nos hemos cargado a todos? De
eso nada. Los metimos pa un rato en la cámara. Ahora, como ves, la estación es nuestra.
Kayleigh se enjuagó la boca con vino haciendo un fuerte ruido, escupió al suelo. Con una
pequeñísima cuchara sacó un poquito de fisstech del cofrecillo, lo espolvoreó delicadamente sobre
la yema del dedo índice, que había previamente ensalivado, y se frotó el narcótico sobre las
encías. Le dio el cofrecillo a Falka, la cual repitió el ritual y le pasó el fisstech a Reef. El
nilfgaardiano lo rechazó, estaba ocupado en contemplar un catálogo de tatuajes de colores, y le dio
la caja a Chispas. La elfa se la pasó a Giselher, sin usarla.
—¡Terror! —gruñó, entrecerrando los ojos brillantes y respirando con fuerza por la nariz—.
¡Tenemos la estación bajo el terror! El emperador Emhyr tiene el mundo entero, nosotros sólo la
chabola ésta. ¡Pero la cosa es la misma!
—¡Ahhh, voto al infierno! —aulló Mistle desde la mesa—. ¡Ten cuidao dónde pinchas! ¡Si me
haces eso otra vez te pincho yo a ti! ¡Y de tal modo que te paso de costado a costado!
Los Ratas —excepto Falka y Giselher— estallaron en risas.
—¡Para ser guapa hay que sufrir! —gritó Chispas.
—¡Pínchala, maestro, pínchala! —añadió Kayleigh—. ¡Ella está bien dura entre las patas!
Falka escupió una tremenda blasfemia y le lanzó un vaso. Kayleigh se inclinó, los Ratas se
retorcieron de risa otra vez.
—Así pues —Hotsporn se decidió a ponerle punto y final al regocijo— mantenéis la estación
bajo el terror. ¿Y para qué, si exceptuamos la satisfacción que emana del atemorizar?
—Nosotros andamos al acecho —respondió Giselher, frotándose el fisstech en las encías—. Si
alguien se detiene aquí bien para cambiar el caballo, bien para descansar, pues se le despluma.
Esto es más placentero que los cruces o los matojos al pie del camino. Mas como Chispa poco ha
dijera, la cosa es la misma.
—Pero hoy, desde el alba, no nos ha caído más que éste —se introdujo Reef, señalando al
maestro Almavera, que estaba casi del todo escondido entre los muslos abiertos de Mistle—. En
pelotas, como todo buen artista, no había na de lo que aflojarle, así que le aflojamos de su arte.
Echad un vistazo a cuan imaginativos son sus dibujos.
Se desnudó el antebrazo y mostró el tatuaje, una mujer desnuda que movía las nalgas cuando
apretaba el puño. Kayleigh también hizo su alarde: alrededor de una mano, por encima de un
brazalete de pinchos, se retorcía una serpiente verde con las fauces abiertas y una lengua bífida
escarlata.
—Cosa de gusto —dijo Hotsporn con indiferencia—. Y que ayuda mucho para identificar los
cadáveres. Mas en lo de aflojar mal habéis salido, mis queridos Ratas. Tendréis que pagar al
artista por su arte. No os pude apercibir antes: desde hace siete días, desde el primero de
septiembre, la señal es una flecha púrpura rota. Él tiene una así pintada en su carro.
Reef maldijo por lo bajo, Kayleigh sonrió. Giselher agitó las manos impasible.
—Qué se le va a hacer. Si hay que hacerlo, se le pagará por sus agujas y sus pinturas. ¿Dices
que una flecha púrpura? Lo recordaremos. Si hasta mañana apareciera todavía por aquí otro con
esa señal, no sufrirá daño alguno.
—¿Tenéis pensado estar aquí hasta mañana? —Hotsporn se asombró con un tanto de
exageración—. Eso es poco razonable, Ratas. ¡Arriesgado e inseguro!
—¿Lo qué?
—Arriesgado e inseguro.
Giselher se encogió de hombros, Chispas bufó y un moco fue a parar al suelo. Reef, Kayleigh y
Falka miraron al mercader como si éste les acabara de asegurar que el sol se había caído al río y
había que sacarlo con rapidez antes de que lo pellizcaran los cangrejos. Hotsporn comprendió que
acababa de apelar a la razón de unos mocosos locos. Que advertía del peligro y el riesgo a unos
fanfarrones llenos de loca audacia para los que este concepto era completamente ajeno.
—Os están persiguiendo, Ratas.
—¿Y qué?
Hotsporn suspiró.
Mistle interrumpió la discusión acercándose a ellos sin hacer el esfuerzo de vestirse. Puso un
pie en un banco y moviendo las caderas mostró por doquier la obra del maestro Almavera: una
rosa punzada sobre un tallito con dos hojas, situada en el muslo, junto a la ingle.
—¿Eh? —preguntó, poniendo los brazos en jarras. Sus brazaletes, que alcanzaban casi hasta
los codos, relucieron con luz de diamante—. ¿Qué decís?
—¡Una preciosidad! —bufó Kayleigh, recogiéndose los cabellos. Hotsporn advirtió que el
Rata llevaba pendientes que perforaban los pabellones de las orejas. No cabía duda de que estos
pendientes, lo mismo que el cuero trenzado de metal, iban a estar de moda dentro de poco entre la
mocedad dorada de Thurn y en todo Geso.
—Ahora te toca a ti, Falka —dijo Mistle—. ¿Qué te vas a hacer tatuar?
Falka le tocó el muslo, se inclinó y contempló el tatuaje. De cerca. Mistle frotó con cariño sus
cabellos cenicientos. Falka risoteó y comenzó a desnudarse sin ceremonia alguna.
—Quiero la misma rosa que tú —afirmó—. En el mismo sitio que tú, cariño.

—¡Pero cuidao que hay ratones en tu casa, Vysogota! —Ciri interrumpió la narración, miraba al
suelo, donde en el círculo de la luz que arrojaba el candil se estaba celebrando una verdadera
convención de ratones. Se podía uno imaginar lo que estaría pasando más allá del círculo de
oscuridad—. Te vendría bien un gato. O mejor, dos gatos.
—Los roedores —gorgojeó el ermitaño— se meten en la casa porque se acerca el invierno. Y
yo tenía un gato. Pero se fue, el malvado, se perdió.
—Seguro que se lo comió un zorro o una marta.
—Tú no has visto qué gato era, Ciri. Si se lo zampó algo, entonces sólo pudo ser un dragón.
Nada más pequeño.
—¿Tan grande era? Ja, qué pena. Él no les hubiera dejado a estos ratones pasearse por mi
cama. Una pena.
—Una pena. Pero yo pienso que volverá. Los gatos siempre vuelven.
—Echa leña al fuego. Tengo frío.
—Frío. Las noches son ahora frías del copón… Y todavía no estamos ni siquiera a mitad de
octubre… Sigue contando, Ciri.
Durante un instante, Ciri se mantuvo quieta, contemplando el hogar. El fuego se reavivó sobre
la madera nueva, crepitó, bufó, lanzó sobre el rostro desfigurado de la muchacha destellos dorados
y ágiles sombras.
—Cuenta.

El maestro Almavera pinchó con la aguja y Ciri sintió cómo las lágrimas le surgían por el rabillo
de los ojos. Aunque se había anestesiado precavidamente a base de vino y polvos blancos, el dolor
era insoportable. Apretó los dientes para no gemir. Pero no gimió, por supuesto, fingió que no
prestaba atención a la aguja y que despreciaba el dolor. Intentó hacer como que tomaba parte en la
conversación que los Ratas mantenían con Hotsporn, individuo que quería mostrar que era
mercader pero que en realidad, mención aparte del hecho de que vivía de los mercaderes, no tenía
nada en común con el mercadeo.
—Negras nubes se ciernen sobre vuestras cabezas —dijo Hotsporn, recorriendo con sus ojos
oscuros los rostros de los Ratas—. No basta con que os persiga el prefecto de Amarillo, no es poco
que los Varnhagenos, no es poco que el barón Casadei…
—¿Ése? —Giselher enarcó las cejas—. Entiendo lo del prefecto y los Varnhagenos, pero, ¿por
qué está mosqueado el tal Casadei con nosotros?
—El lobo se cubrió con una piel de oveja —Hotsporn se rio— y se puso a balar todo triste,
bee, bee, nadie me quiere, nadie me entiende, en cuanto que aparezco me tiran piedras, «sus-sus»,
me gritan, pero, ¿qué es esto, qué es esta injusticia y este dolor? La hija de la baronesa Casadei,
queridos Ratas, después de la aventura junto al río Aguzanieves, sigue desmayándose y
padeciendo de fiebre hasta el mismo día de hoy…
—Aaah —se acordó Giselher—. ¿Una carreta con cuatro tordos? ¿Ésa era la doncella?
—Ésa. Ahora, como dije, enferma, se despierta por las noches gritando, evoca al señor
Kayleigh… Pero en especial a doña Falka. Y cierto broche, recuerdo de su difunta madre, broche
el cual doña Falka le arrancara con violencia de su vestido. A todo ello, pronunciando palabras
diversas mientras lo hacía.
—¡Pero no se trata de eso! —gritó Ciri desde la mesa, aprovechando la ocasión para expulsar
su dolor junto con el grito—. ¡Le mostramos a la baronesa desprecio y vilipendio cuando la
dejamos escapar a boqueras! ¡Había que haber follado bien a la señoritinga!
—Ciertamente. —Ciri sintió la mirada de Hotsporn sobre sus muslos desnudos—. Grande fue
de hecho el deshonor de no follársela. No hay que asombrarse pues de que Casadei, resentido,
mandara enviar una hueste armada y pusiera precio a vuestras cabezas. También juró en público
que todos vais a colgar cabeza abajo de los matacanes de las murallas de su castillo. También
anunció que por arrebatarla el mencionado broche, le sacaría la piel a la señorita Falka. A tiras.
Ciri blasfemó y los Ratas se rieron con loca risa. Chispas estornudó y se le escaparon unos
mocos tremendos: el fisstech le afectaba a la mucosa.
—Nosotros a los perseguidores éstos los despreciamos —anunció, al tiempo que se limpiaba
las narices, los labios, la barbilla y la mesa con la bufanda—. ¡El prefecto, el barón, los
Varnhagenos! ¡Nos perseguirán pero no nos cogerán! ¡Nosotros somos los Ratas! Después de lo de
Velda hicimos tres zigzags y ahora los tontos ésos andan a rebusco de un rastro frío. Antes de que
se enteren andarán ya demasiado lejos como pa volver.
—¡Y que vuelvan! —dijo fogoso Asse, el cual había abandonado la guardia hacía algún
tiempo, una guardia en la que nadie le había sustituido ni pensaba hacerlo—. ¡Nos los apiolamos y
eso es todo!
—¡Por supuesto! —gritó Ciri desde la mesa, olvidando cómo habían gritado la noche anterior
mientras huían de sus perseguidores por las aldeas de Velda y olvidando también el miedo que
tenía entonces.
—Vale. —Giselher golpeó con la palma de la mano en la mesa, poniendo punto final
inmediato a aquella ruidosa cháchara—. Suéltalo ya, Hotsporn. Pues veo que quieres decirnos algo
que es más importante que lo del prefecto, los Varnhagenos, la baronesa Casadei y su sensible
hija.
—Bonhart os sigue la pista.
Cayó el silencio, largo rato. Incluso el maestro Almavera dejó de tatuar por un instante.
—Bonhart —repitió espaciadamente Giselher—. Viejo canalla mugriento. Hemos debido de
haberle jodido bien a alguien.
—A alguien rico —afirmó Mistle—. No todo el mundo puede permitirse a Bonhart.
Ciri estaba a punto de preguntar quién era el tal Bonhart, pero la precedieron, casi al unísono,
con las mismas palabras, Asse y Reef.
—Es un cazador de recompensas —afirmó sombrío Giselher—. Antaño hizo de soldado, luego
de buhonero, por fin se metió en lo de matar gente por dinero. Un hideputa, por decir poco.
—Dicen —Kayleigh habló con tono un tanto despreocupado— que si quisiera meterse en un
mismo camposanto a todos los que el Bonhart se ha cargado, tendría que tener el camposanto
como media milla.
Mistle vertió un montoncillo de polvo blanco en la hendidura entre el pulgar y el índice, lo
aspiró con fuerza por la nariz.
—Bonhart deshizo a la cuadrilla de Lothar el Grande —dijo—. Se le cargó a él y a su
hermano, aquél al que llamaban el Oronjas.
—Dicen que de un tajo en la espalda —añadió Kayleigh.
—También mató a Valdez —siguió Giselher—. Y cuando murió Valdez se deshizo su
cuadrilla. Una de las mejores. Una partida verdadera, de las buenas. Buenos mozos. En tiempos
pensé en unirme a ellos. Antes de que nosotros nos acopláramos.
—Todo cierto —habló Hotsporn—. Cuadrilla como la cuadrilla de Valdez ni hubo ni la habrá.
Se cantan romances de cómo escaparon de una celada en Sarda. ¡Oh, cabezas gloriosas, oh,
fantasía de joven caballero! Pocos hay que les puedan andar en parangón.
Los Ratas se quedaron callados de pronto y clavaron en él sus ojos que relampagueaban con
rabia.
—¡Nosotros —dijo con énfasis Kayleigh tras un instante de silencio— cruzamos los seis una
vez por medio de un escuadrón de caballería nilfgaardiana!
—¡Rescatamos a Kayleigh de los Nissiros! —gritó Asse.
—¡Tampoco hay quien se pueda parangonar con nosotros! —silbó Reef.
—Así es, Hotsporn. —Giselher hinchó el pecho—. No son los Ratas peores que ninguna otra
partida, ni peores que la cuadrilla de Valdez. ¿Dijiste fantasía de caballero? Pues yo te diré algo
acerca de fantasías de doncellas. Chispas, Mistle y Falka, las tres, aquí presentes, a pleno día
cruzaron por mitad de la ciudad de Druigh y al enterarse de que los Varnhagenos estaban en el
figón, ¡galoparon a través de todo él! ¡De parte a parte! Entraron por la puerta y salieron por el
corral. Y los Varnhagenos se quedaron con la boca abierta, mirando las jarras rotas y la cerveza
derramada. Dime, ¿te parece poca fantasía?
—No lo dirá —le antecedió Mistle, sonriendo con malignidad—. No te lo dirá porque sabe
quiénes son los Ratas. Y su gremio también lo sabe.
El maestro Almavera terminó de tatuar. Ciri se lo agradeció con un gesto orgulloso, se vistió y
se sumó a la compaña. Resopló al percibir sobre sí la mirada extraña, inquisitiva y como burlona
de Hotsporn. Le lanzó un vistazo con ojos enfadados y se apretó demostrativamente contra el
brazo de Mistle. Ya había tenido tiempo de darse cuenta de que tales manifestaciones
desconcertaban y enfriaban con éxito el ardor de los señores que tenían amores en la cabeza. En el
caso de Hotsporn funcionó un tanto al revés porque el falso mercader no le hacía ascos a estas
cosas.
Hotsporn era un enigma para Ciri. Lo había visto antes sólo una vez, el resto se lo había
contado Mistle. Hotsporn y Giselher, le explicó, se conocen y se tratan desde hace mucho, tienen
señales establecidas, consignas y lugares de encuentro. Durante estos encuentros, Hotsporn les da
informaciones, y entonces se va uno a la senda señalada y se ataca al mercader escogido, o a un
convoy o caravana concreto. A veces se mata la persona designada. Siempre se acuerda también
una señal. A los mercaderes que llevan tal señal no se les debe atacar.
Ciri al principio se asombró y se decepcionó un tanto, tenía a Giselher como a un ídolo, los
Ratas eran para ella el modelo de la libertad y la independencia, y ella había acabado por amar
aquella libertad, aquel desprecio por todos y todo. Hasta que inesperadamente resultó que había
que realizar trabajos por encargo. Como a esbirros de alquiler, alguien les ordenaba a quién tenían
que atacar. Y por si eso fuera poco, ese alguien les ordenaba atacar a alguien y ellos obedecían con
las orejas gachas.
Algo por algo, había dicho Mistle al preguntarle, encogiéndose de hombros. Hotsporn nos da
órdenes y también informaciones, gracias a las que sobrevivimos. La libertad y el desprecio
tienen sus fronteras. Al final siempre resulta que se es el instrumento de alguien.
Así es la vida, Halconcillo.
Ciri estaba asombrada y decepcionada, pero se le olvidó pronto. Aprendió. También el que no
había que asombrarse mucho ni esperar demasiado. Porque entonces la decepción es menos
profunda.
—Yo, queridos Ratas —decía ahora Hotsporn—, tendría un remedio para todos vuestros
problemas. Para los Nissiros, los barones, los prefectos, hasta para Bonhart. Sí, sí. Porque aunque
el lazo se está apretando sobre vuestros cuellos, yo tengo una forma de escapar de la soga.
Chispas bufó, Reef se carcajeó. Pero Giselher los hizo callar de un gesto, permitió continuar a
Hotsporn.
—La noticia es —dijo al cabo el mercader— que un día de éstos se anunciará una amnistía. Si
alguien está bajo condena, qué digo, incluso si la soga cuelga ya sobre alguien, se le respetará si
sólo se presenta y proclama su culpa. A vosotros también os afecta.
—¡Gelipolleces! —gritó Kayleigh, algo lloroso, pues acababa de meterse en la nariz una punta
de fisstech—. ¡Un engaño nilfgaardiano, una argucia! ¡No será a nosotros, que somos perros
viejos, a los que nos van a engatusar con esas fullerías!
—Despacito —le detuvo Giselher—. No te aceleres, Kayleigh. Hotsporn, a quien bien
conocemos, no ha por costumbre hablar por hablar, ni hacerlo a tontas ni a locas. Más bien
acostumbra a saber de lo que platica. Así que entonces nos dirá de dónde sale esta repentina
benevolencia nilfgaardiana.
—El emperador Emhyr —departió sereno Hotsporn— va a tomar esposa. Pronto tendremos
emperatriz en Nilfgaard. De ahí que vayan a hacer pública la amnistía. Parece ser que el
emperador se siente feliz en extraordinaria forma y desea que otros también lo sean.
—La felicidad imperial me la trae floja —anunció Mistle con altivez—. Y me permito no usar
de la tal amnistía porque para mí que la tal benevolencia nilfgaardiana huele más bien a esparto
fresco. A algo así como a palo con una punta bien aguda, je, je.
—Dudo que esto sea una añagaza. —Hotsporn se encogió de hombros—. Es una cosa política.
Y bien grande. Mucho más grande que vosotros, Ratas, y que todas las partidas de estos lares
puestas juntas. Se trata de política.
—Es decir, ¿de qué? —Giselher frunció el ceño—. Porque no entendí ni jota.
—El esposorio de Emhyr es político y los asuntos políticos han de ser resueltos con ayuda del
tal esposorio. El emperador formará una unión con su matrimonio, quiere unir aún más el imperio,
poner punto final a los tumultos de la frontera, traer la paz. Porque, ¿sabéis con quién se va a
casar? Con Cirilla, la heredera del trono de Cintra.
—¡Mentira! —gritó Ciri—. ¡Absurdo!
—¿A cuenta de qué doña Falka me acusa de faltar a la verdad? —Hotsporn alzó los ojos hacia
ella—. ¿Acaso está mejor informada?
—¡Por supuesto!
—Silencio, Falka. —Giselher se enfadó—. ¿Te estabas calladita ahí en la mesa cuando te
andaban pinchando en el chocho y ahora te revuelves? ¿Qué es esa Cintra, Hotsporn? ¿Quién es
esa Cirilla? ¿Por qué ha de ser todo esto tan importante?
—Cintra —se entrometió Reef mientras se vertía fisstech en un dedo— es un paisucho en el
norte por el que el imperio estuvo peleando con los gerifaltes de por allí. Hará como unos tres o
cuatro años.
—Cierto —confirmó Hotsporn—. Los imperiales vencieron a Cintra e incluso atravesaron el
río Yarra, pero luego tuvieron que retroceder.
—Porque les dieron una buena en el Monte de Sodden —gritó Ciri—. ¡Se volvieron tan aprisa
que a poco no perdieron los calzones!
—Doña Falka, por lo que veo, está versada en la historia contemporánea. Digno de admirar a
tan joven edad. ¿Se puede preguntar dónde acudiera doña Falka a la escuela?
—¡No se puede!
—¡Basta! —advirtió de nuevo Giselher—. Habla de esa Cintra, Hotsporn. Y de la amnistía.
—El emperador Emhyr —dijo el mercader— decidió hacer de Cintra un estado hedéreo…
—¿Lo qué?
—Hedéreo, de hiedra. Porque, como la hiedra, no puede existir sin un fuerte tronco alrededor
del cual se enreda. Y este tronco, por supuesto, es Nilfgaard. Ya existen países así, como por
ejemplo Metinna, Maecht, Toussaint… Reinan allá dinastías locales. En apariencia, se ha de
entender.
—A esto se le llama autonomía apariente —se jactó Reef—. Lo he oído decir.
—El problema con la tal Cintra en cualquier caso fue que la línea real de allá se extinguió…
—¿Se extinguió? —Parecía que de los ojos de Ciri estaban a punto de saltar chispas verdes—.
¡Vaya una extinción! ¡Los nilfgaardianos asesinaron a la reina Calanthe! ¡Simplemente la
mataron!
—Reconozco —Hotsporn detuvo con un gesto a Giselher, quien parecía dispuesto de nuevo a
reconvenir a Ciri por interrumpir— que realmente doña Falka nos deslumbra con su
conocimiento. En efecto, la reina de Cintra cayó durante la guerra. Desapareció también, por lo
que parecía, su nieta Cirilla, la última de sangre real. Así que Emhyr no tenía mucho de lo que
sacar la tal, como bien ha dicho don Reef, autonomía aparente. Hasta que hete aquí que de pronto,
sin comerlo ni beberlo, apareció la tal Cirilla.
—Vaya un cuento —bufó Chispas, apoyándose en el brazo de Giselher.
—Ciertamente. —Hotsporn afirmó con la cabeza—. Hay que reconocer que un poco como un
cuento de hadas es. Dicen que una malvada hechicera habíala retenido a la susodicha Cirilla en
una torre encantada. Pero ella, Cirilla, logró escapar de la torre, huir y pedir asilo en el imperio.
—¡Eso es una puta, gorda y mentirosa mentira! —estalló Ciri, mientras tendía las manos
temblorosas hacia la cajita del fisstech.
—Por su parte el emperador Emhyr, como cuenta el rumor —siguió sin alterarse Hotsporn—,
apenas la vio, se enamoró de ella sin remedio y ahora la quiere tomar como esposa.
—El Halconcillo tiene razón —dijo Mistle con voz dura, acentuando lo dicho golpeando con el
puño en la mesa—. ¡Eso es una puta tontería! ¡Por el joder de los joderes que no puedo
comprender de qué va todo esto! Una cosa es segura: fiándose de tal estupidez sería aún más
estúpido el confiar en la benevolencia nilfgaardiana.
—¡Así es! —la apoyó Reef—. Nada hay para nosotros en el bodorrio del emperador. Aunque
no sé con quién se haya de casar el emperador, a nosotros siempre nos esperará una prometida. ¡La
soga!
—No se trata de vuestros pescuezos, Ratas queridos —le recordó Hotsporn—. Es cosa de
política. En las fronteras del norte del imperio todo el tiempo menudean la rebelión, los motines y
la sedición, en especial en Cintra y sus alrededores. Y si el emperador toma por mujer a la
heredera de Cintra, Cintra se apaciguará. Si hay una amnistía festiva, las partidas de rebeldes
bajarán de los montes, dejarán de molestar a los imperiales y de darles disgusto. Bah, si la
cintriana se sienta en el trono, los rebeldes ingresarán en el ejército real. Y sabéis que en el norte,
al otro lado del río Yarra, la guerra continúa, cada soldado cuenta.
—Ajá. —Kayleigh se enfadó—. ¡Ahora lo entiendo! ¡Ésta es la amnistía! Te dan a elegir: aquí
el palo afilado, allí los colores imperiales. O palo en el culo o colores en el lomo. ¡Y a la guerra, a
diñarla por el imperio!
—En la guerra —dijo Hotsporn con lentitud—, las cosas pueden ir de distintas maneras, como
dice la canción. Al fin y al cabo no todos han de guerrear, queridos Ratas. Es posible que, por
supuesto tras cumplir las condiciones de la amnistía, esto es, el revelarse y reconocer la culpa,
haya una cierta forma de… servicio sustitutorio.
—¿Lo qué?
—Yo sé de lo que se trata. —Los dientes de Giselher brillaron un instante en su boca
bronceada y azulada del vello afeitado—. El gremio de los mercaderes, niños, tendría el gusto de
recibirnos. De abrazarnos y cuidarnos. Como una madre.
—Como su puta madre, más bien —rebufó Chispas por lo bajini. Hotsporn hizo como que no
lo había oído.
—Tienes toda la razón, Giselher —dijo con voz gélida—. El gremio puede, si le apetece, daros
trabajo. Oficialmente, para variar. Y cuidaros. Daros protección. También oficialmente y para
variar.
Kayleigh quería decir algo, Mistle quería decir algo, pero la rápida mirada de Giselher los dejó
a los dos sin palabras.
—Haz saber al gremio, Hotsporn —dijo el caudillo de los Ratas con voz helada—, que le
estamos agradecido por esta oferta. Reflexionaremos, pensaremos en ello, hablaremos.
Decidiremos en concejo lo que hacer.
Hotsporn se levantó.
—Me voy.
—¿Ahora, de noche?
—Pernoctaré en el pueblo. Aquí no me siento bien. Y mañana directito a la frontera de
Metinna, luego, por el camino real hasta Forgeham, donde pasaré hasta el equinoccio o, quién
sabe, quizá más tiempo. Esperaré allí a aquéllos que ya hayan reflexionado, estén dispuestos a
revelarse y a esperar la amnistía bajo mi cuidado. Y vosotros tampoco os demoréis, os aconsejo,
con tanta reflexión y pensamiento. Porque Bonhart está dispuesto a preceder a la amnistía.
—Todo el tiempo nos estás asustando con el Bonhart ése —dijo Giselher lentamente mientras
también se levantaba—. Pensaríase que el tal canalla está ahí en nuestros talones… Y él seguro
que anda donde la diosa perdió el gorro…
—… en Los Celos —respondió Hotsporn con serenidad—. En la posada La Cabeza de la
Quimera. Como a unas treinta millas de aquí. Si no hubiera sido por vuestros zigzags en Velda, de
seguro que os lo habríais tropezado ayer. Pero esto no os asusta, ya sé. Adiós, Giselher. Adiós,
Ratas. Maestro Almavera. Voy a Metinna y siempre gusto de compañía para el viaje… ¿Qué
habéis dicho, maestro? ¿Qué con agrado? Tal pensaba. Recoged pues vuestros útiles. Ratas,
pagadle al maestro por sus artísticos esfuerzos.
La estación de postas olía a cebolla frita y a sopa de patatas que había preparado la mujer del
jefe de estación, a la que habían dejado salir temporalmente de su arresto en la cámara. La vela en
la mesa chasqueó, vibró, expulsó una línea de llamas. Los Ratas se inclinaron sobre la mesa de tal
modo que la llama ardía por encima de sus cabezas que casi se tocaban.
—Está en Los Celos —dijo Giselher bajito—. En la posada de La Cabeza de la Quimera. A un
día de viaje rápido. ¿Qué pensáis de ello?
—Lo mismo que tú —gritó Kayleigh—. Vayamos allá y matemos al hijoputa.
—Vengaremos a Valdez —dijo Reef—. Y al Oronjas.
—Y no vendrán a echarnos a la cara —silabeó Chispas— ningunos Hotspornes las glorias y
fantasías ajenas. Nos cargaremos al Bonhart, ese comecadáveres, ese lobizón. ¡Clavaremos su
cabeza en la puerta de la taberna para que le pegue el nombre! Y para que todos sepan que no fue
tío con un par sino mortal como todos y que al final con mejores que él se topó. ¡Se verá qué
cuadrilla es la mejor desde Korath hasta el Pereplut!
—¡Se cantarán canciones sobre nosotros por las tabernas! —dijo petulante Kayleigh—. ¿Qué
digo? ¡Y hasta por los castillos!
—Vamos. —Asse dio un palmetazo en la mesa con la mano—. Vayamos y matemos al
canalla.
—Y luego —Giselher se mostró pensativo— recapacitaremos sobre la tal amnistía… Sobre el
gremio… ¿Por qué tuerces los morros, Kayleigh, como si te anduviera picando una chinche? Nos
pisan los talones y el invierno se acerca. Pienso así, Ratillas míos: invernaremos, nos
calentaremos el culo en la chimenea, la amnistía nos protegerá del frío, beberemos cerveza
caliente amnistiada. Aguantaremos en la amnistía corteses y obedientes… así como hasta la
primavera. Y en la primavera… cuando la yerba salga de por bajo la nieve…
Los Ratas se rieron a coro, bajito, con malignidad. Los ojos les ardían como a las ratas de
verdad cuando por las noches, en algún oscuro callejón, se acercan a un hombre herido e incapaz
de defenderse.
—Bebamos —dijo Giselher—. ¡Por que le den por saco a Bonhart! Comamos la sopa y luego a
dormir. Descansad porque al alba nos iremos.
—Cierto —bufó Chispas—. Tomad ejemplo de Mistle y Falka, que ya llevan una hora en la
cama.

Ciri alzó la cabeza, durante un largo rato guardó silencio, contemplando la llamita apenas
existente del candil en el que se estaban quemando ya los restos del aceite de ballena.
—Me deslicé entonces de la estación como una ladrona —siguió con la narración—. De
madrugada, en completa oscuridad… Pero no conseguí huir sin ser advertida. Mistle debía de
haberse despertado cuando salí de la cama. Me alcanzó en el establo cuando me estaba subiendo al
caballo. Pero no se mostró sorprendida. Y no intentó detenerme… Ya comenzaba a amanecer…
—Ahora también falta poco para el alba. —Vysogota bostezó—. Es hora de ir a dormir, Ciri.
Mañana seguirás con el relato.
—Puede que tengas razón. —Bostezó también, se levantó, respiró con fuerza—. Porque
también a mí se me cierran los ojos. Pero a este paso, ermitaño, no voy a terminar nunca. ¿Cuántas
noches llevamos ya? Por lo menos diez. Me temo que toda la historia nos puede llevar mil y una
noches.
—Tenemos tiempo, Ciri. Tenemos tiempo.

—¿De quién huyes, Halconcillo? ¿De mí? ¿O de ti misma?


—Ya he terminado de huir. Ahora quiero perseguir algo. Por eso tengo que volver… allá,
donde todo comenzó. Tengo que hacerlo. Compréndelo, Mistle.
—Por eso… por eso has sido tan tierna conmigo hoy. Por vez primera en tantos días… ¿La
última vez, la despedida? ¿Y luego el olvido?
—Yo no te olvidaré nunca, Mistle.
—Me olvidarás.
—Nunca. Te lo prometo. Y no fue la última vez. Te encontraré. Vendré a por ti… Vendré en
una carroza de oro. Con un cortejo palaciego. Ya lo verás. Dentro de poco voy a tener…
posibilidades. Muchas posibilidades. Haré que cambie tu suerte… Ya lo verás. Te convencerás de
todo lo que voy a poder hacer. De todo lo que voy a poder cambiar.
—Mucho poder hará falta para ello —suspiró Mistle—. Y magia poderosa…
—Y también esto será posible. —Ciri se pasó la lengua por los labios—. Y la magia
también… la puedo recuperar… Todo lo que perdí puede volver… y de nuevo ser mío. Te lo
prometo, te asombrarás cuando nos volvamos a ver.
Mistle volvió su cabeza rapada, se quedó contemplando las estelas de color azul y rosa que el
alba había pintado ya sobre el confín oriental del mundo.
—Cierto —dijo en voz baja—. Me asombraré mucho si alguna vez nos volvemos a encontrar.
Si alguna vez te vuelvo a ver, pequeña. Vete ya. No alarguemos esto.
—Espérame. —Ciri aspiró con fuerza por la nariz—. Y no te dejes matar. Piensa en la
amnistía de la que habló Hotsporn. Incluso si Giselher y los otros no quisieran… piensa tú en ella,
Mistle. Puede ser una forma de sobrevivir… Porque yo volveré a por ti. Te lo juro.
—Bésame.
Amanecía. Crecía la claridad, hacía más frío.
—Te quiero, Azor mío.
—Te quiero, Halconcillo. Vete ya.

—Por supuesto que no me creía. Estaba convencida de que me había entrado miedo, de que corría
detrás de Hotsporn para buscar salvación, suplicar la amnistía que tanto nos había tentado. Cómo
iba a saber los sentimientos que se habían apoderado de mí al escuchar lo que Hotsporn había
dicho de Cintra, de mi abuela Calanthe… Y de que la tal «Cirilla» se iba a convertir en la mujer
del emperador de Nilfgaard. El mismo emperador que había asesinado a mi abuela Calanthe. Y
que había mandado tras de mí al caballero negro de la pluma en el yelmo. Te hablé de ello,
¿recuerdas? ¡En la isla de Thanedd, cuando alargó la mano hacia mí, lo ahogué en sangre! Debiera
haberlo matado entonces… Pero no pude… ¡Seré tonta! Qué más da, puede que al final se
desangrara allí en Thanedd y se muriera… ¿Por qué me miras así?
—Cuéntame. Cuenta cómo te fuiste detrás de Hotsporn para recuperar tu herencia. Para
recuperar lo que te pertenecía.
—No es necesario que hables con retintín, no es necesario que te burles. Sí, ya sé que fue una
tontería, ahora lo sé, entonces también… Yo era más lista cuando estaba en Kaer Morhen y en el
santuario de Melitele, allí sabía que lo que había pasado no podía volver más, que no soy ya la
princesa de Cintra, sino alguien completamente distinta, que no tengo ya ninguna herencia, que
todo esto se ha perdido y que tengo que conformarme. Se me explicó eso de forma serena e
inteligente y yo lo acepté. También con serenidad. Y de pronto comenzó a volver. Primero cuando
intentaron cegarme los ojos con los títulos de la baronesa Casadei… Nunca me afectaron tales
asuntos y entonces, de pronto, me enfurecí, alcé las narices y le grité que estoy todavía más
titulada y soy mejor nacida que ella. Y desde entonces comencé a pensar en ello. Sentía cómo
crecía la rabia dentro de mí. ¿Lo entiendes, Vysogota?
—Lo entiendo.
—Y el relato de Hotsporn fue la gota que colmó el vaso. Por poco no estallo de rabia… Tanto
me habían hablado antes de la predestinación…. Y resulta que de ese destino se va a aprovechar
otra, gracias a un simple engaño. Alguien se ha hecho pasar por mí, por Ciri de Cintra y va a tener
todo, va a nadar en lujo… No, no podía pensar en ninguna otra cosa… De pronto fui consciente de
que no comía hasta saciarme, de que pasaba frío y dormía a cielo descubierto, que tenía que lavar
mis partes íntimas en corrientes heladas… ¡Yo! ¡Yo, que tendría que tener una bañera de chapas
de oro! ¡Agua que oliera a nardos y a rosas! ¡Toallas calientes! ¡Ropa de cama limpia! ¿Lo
entiendes, Vysogota?
—Lo entiendo.
—De pronto estaba dispuesta a ir a la prefectura más cercana, al fuerte más próximo, a esos
nilfgaardianos negros de los que tanto miedo tenía y a los que odiaba tanto… Estaba dispuesta a
decir: «Yo soy Ciri, necio nilfgaardiano, a mí es a quien me tiene que tomar como esposa vuestro
tonto emperador, le han montado a vuestro emperador una gran estafa y ese idiota no se ha dado
cuenta de nada». Estaba tan rabiosa que lo hubiera hecho de haber tenido ocasión. Sin pensarlo.
¿Entiendes, Vysogota?
—Lo entiendo.
—Por suerte, me enfrié.
—Para tu gran suerte. —El ermitaño asintió con la cabeza en un gesto muy serio—. El asunto
de ese casorio imperial tiene toda la pinta de un asunto de estado, de una lucha de partidos o
facciones. Si te hubieras revelado, haciéndole perder el juego a alguna fuerza influyente, no
hubieras escapado del estilete o el veneno.
—También me di cuenta. Y me acordé. Me acordé bien. Desvelar quién soy significa la
muerte. Tuve ocasión de asegurarme de ello. Pero no adelantemos hechos.
Guardaron silencio durante un rato, mientras trabajaban con las pieles. Durante unos cuantos
días la caza se había dado inesperadamente bien, en las trampas y lazos habían caído muchos
visones y nutrias, dos ratas almizcleras y un castor. Así que tenían mucho trabajo.
—¿Alcanzaste a Hotsporn? —preguntó por fin Vysogota.
—Lo alcancé. —Ciri se limpió la frente con la manga—. Muy pronto, además, porque no se
había dado prisa. ¡Y no se asombró nada de verme!

—¡Doña Falka! —Hotsporn tiró de las riendas, hizo volverse danzando a la yegua negra—, ¡Qué
sorpresa más agradable! Aunque debo reconocer que no ha sido tan grande. Lo esperaba, no oculto
que lo esperaba. Sabía que ibais a tomar una decisión. Una decisión inteligente. Percibí el brillo de
la inteligencia en vuestros ojos hermosos y llenos de encanto.
Ciri se acercó de tal modo que casi se tocaban los estribos. Luego se aclaró la garganta, se
inclinó y escupió sobre la arena del camino. Había aprendido a escupir de tal modo: asqueroso,
pero efectivo a la hora de enfriar cualquier pasión galanteadora.
—¿Entiendo —Hotsporn sonrió levemente— que queréis usar de la amnistía?
—Mal entiendes.
—¿A qué le debo entonces la alegría que me produce la vista de vuestra hermosa carita?
—¿Y tiene que haber un porqué? —saltó—. Dijiste en la estación que querías compañía para
el camino.
—Ciertamente. —Hotsporn sonrió más—, Pero si me equivoco en el asunto de la amnistía no
estoy seguro de si esta compañía llevará el mismo camino. Nos encontramos, como vuesa merced
ve, en un cruce de caminos. Una encrucijada, las cuatro partes del mundo, la necesidad de
decidir… Un simbolismo como en esa leyenda tan conocida. Vas al este, no volverás… Vas al
oeste, no volverás… Al norte… Humm… Al norte de ese poste está la amnistía…
—Déjalo ya con esa amnistía tuya.
—Lo que me ordenéis. Entonces, si me está permitido preguntar, ¿adonde lleva el camino?
¿Cuál de los caminos de esta simbólica encrucijada? El maestro Almavera, artista de la aguja,
dirigió sus mulas hacia el oeste, a la ciudad de Fano. El camino oriental conduce a la aldea de Los
Celos, pero yo no os aconsejaría esa dirección…
—El río Yarra —dijo Ciri despacio— del que hablasteis en la estación es el nombre
nilfgaardiano para el río Yaruga, ¿no es cierto?
—¿Una señorita tan ilustrada —él se inclinó, miró a sus ojos— y no sabe esto?
—¿No sabes responder a las claras cuando se te pregunta a las claras?
—Si tan sólo burlaba, ¿por qué enfadarse? Sí, es el mismo río. En elfo y en nilfgaardiano es
Yarra, en el norte el Yaruga.
—¿Y la desembocadura de este río —siguió Ciri— es Cintra?
—Así es. Cintra.
—Desde aquí donde estamos, ¿qué lejos está Cintra? ¿Cuántas millas?
—No pocas. Y depende de cómo se midan las millas. Casi cada nación tiene una distinta, no es
difícil equivocarse. Lo más cómodo, el método de todos los mercaderes ambulantes, es contar las
distancias en días. Para llegar a Cintra desde aquí hacen falta de veinticinco a treinta días.
—¿En qué dirección? ¿Recto hacia el norte?
—Mucho le interesa esa Cintra a doña Falka. ¿Por qué?
—Quiero hacerme con el trono.
—Vale, vale. —Hotsporn alzó las manos en gesto defensivo—. He comprendido la delicada
alusión, no seguiré preguntando. El camino más directo a Cintra, paradójicamente, no es seguir
recto hacia el norte, porque estorban los despoblados y los pantanos lacustres. Ha de dirigirse uno,
en primer lugar, hacia la ciudad de Forgeham y luego seguir al oeste, hasta Metinna, capital del
país de idéntico nombre. Luego convendría cabalgar por la llanura de Mag Deira, por la senda de
buhoneros hasta Neunreuth. Sólo entonces hay que dirigirse al camino del norte que circula por el
valle del río Yelena. Desde allí ya es fácil: por el camino circulan sin interrupción destacamentos
y transportes militares, a través de Nazair y de las Escaleras de Marnadal, por el puerto que lleva
hasta el norte, al valle de Marnadal. Y el valle de Marnadal ya es Cintra.
—Humm… —Ciri contempló el nebuloso horizonte y la línea de desdibujadas montañas
negras—. Hasta Forgeham y luego al noroeste… Es decir… ¿Por dónde?
—¿Sabéis qué? —Hotsporn sonrió levemente—. Precisamente yo me dirijo a Forgeham y
luego a Metinna. Oh, ese caminillo cuya arena rebrilla entre los pinos. Venga vuesa merced
conmigo y no yerrará. La amnistía será la amnistía, pero a mí me resultará ameno viajar con tan
hermosa dueña.
Ciri lo midió con la mirada más fría de la que fue capaz. Hotsporn se mordió el labio
formando una sonrisa picara.
—¿Y entonces qué?
—Vayamos.
—Bravo, doña Falka. Sabia decisión. Ya dije que doña Falka es tan lista como hermosa.
—Deja de titularme doña, Hotsporn. En tus labios suena como un insulto y yo no me dejo
insultar sin castigar al culpable.
—Lo que doña Falka mande.

El hermoso amanecer no cumplió su promesa, les había engañado. El día que se alzó tras él era
gris y acuoso. Una saturada niebla escondía eficazmente la deslumbrante hojarasca otoñal de los
árboles inclinados sobre el camino ardiendo en miles de tonos ocres, rojizos y amarillos.
El húmedo aire olía a corteza y hongos.
Cabalgaban al paso sobre una alfombra de hojas caídas, pero Hotsporn a menudo azuzaba a su
yegua negra hasta alcanzar paso ligero o galope. Ciri entonces la contemplaba con admiración.
—¿Tiene nombre?
—No. —Los dientes de Hotsporn brillaron—. Yo trato a los rocines de forma utilitaria, los
cambio muy a menudo, no les tomo apego. Considero pretencioso el dar un nombre a un caballo si
no se es dueño de un acaballadero. ¿No estás de acuerdo conmigo? El caballo Babieca, el perro
Tobi, el gato Minino. ¡Pretencioso!

A Ciri no le gustaban sus miradas ni sus sonrisas cargadas de significados y sobre todo el leve
tono burlón con el que hablaba y respondía a las preguntas. Así que adoptó una sencilla táctica:
guardaba silencio, hablaba en medias palabras, no provocaba. Si es que le era posible. No siempre
lo era. Especialmente cuando hablaba de aquella amnistía suya. Cuando de nuevo ella mostró su
desagrado, y eso con palabras bastante fuertes, Hotsporn cambió inesperadamente de frente:
comenzó de pronto a demostrar que en su caso la amnistía era huera, puesto que no la afectaba a
ella. La amnistía atañía a los delincuentes mas no a las víctimas de los delincuentes. Ciri estalló
en risas.
—¡Tú eres la víctima, Hotsporn!
—He hablado completamente en serio —afirmó—. No para despertar tu alegría de pájaro sino
para sugerirte una forma de salvar el pellejo en caso de que se te capturara. Ha de sobrentenderse
que tales artes no servirían para con el barón Casadei ni tampoco has de esperar clemencia de los
Varnhagenos, éstos, en el caso más provechoso para ti, te lincharían en el mismo sitio, rápido y, si
tienes suerte, sin dolor. Sin embargo, si cayeras en manos del prefecto y estuvieras ante la mirada
de la severa pero justa justicia real… Ja, entonces sugeriría que se usara precisamente este tipo de
defensa: te anegas en lágrimas y proclamas que eres una víctima inocente del cúmulo de
circunstancias.
—¿Y quién va a creer en ello?
—Todo el mundo. —Hotsporn se inclinó sobre la silla, la miró a los ojos—. Porque ésa es
precisamente la verdad. Pues tú eres una víctima inocente, Falka. No tienes aún dieciséis años.
Según las leyes imperiales eres menor de edad. Te encontrabas por azar en la banda de los Ratas.
No era tuya la culpa que te le metieras entre ceja y ceja a una de esas bandidas, Mistle, cuyas
apetencias contra natura no son secreto alguno. Fuiste dominada por Mistle, utilizada sexualmente
y obligada a…
—Vaya, se ha aclarado todo —le interrumpió Ciri, asombrada ella misma de su serenidad—.
Por fin se ha aclarado de lo que se trataba, Hotsporn. Ya he visto antes a gente como tú.
—¿De verdad?
—Como a cualquier gallo —seguía estando tranquila—, se te pone tiesa la cresta al pensar en
Mistle y yo. Como a cualquier machito tonto te circula por la testa el pensamiento idiota de
intentar curarme de mi enferma naturaleza, de hacer volver a la pervertida al camino de la verdad.
¿Y sabes lo que es repugnante y contra natura en todo eso? ¡Precisamente esos pensamientos!
Hotsporn la miraba en silencio y con una sonrisa bastante enigmática en sus anchos labios.
—Mis pensamientos, querida Falka —dijo él al cabo—, puede que no sean decorosos, puede
que no sean bonitos, incluso es evidente que no son inocentes… Pero por los dioses que son
acordes con la naturaleza. Con mi naturaleza. Me desprecias cuando me acusas de que mi
inclinación hacia ti tenga sus raíces en una… curiosidad perversa. Ja, te haces a ti misma ese
desprecio al no darte cuenta o no querer aceptar el hecho de que tu extraordinario encanto y tu
poco habitual belleza son capaces de poner de rodillas a cualquier hombre. Que el hechizo de tu
mirada…
—Escucha, Hotsporn —le interrumpió—. ¿Tú lo que quieres es dormir conmigo?
—Qué inteligencia —extendió las manos—. Simplemente me faltan las palabras.
—Pues yo te ayudaré. —Ella espoleó un poco al caballo para poder mirarle por el hombro—.
Porque yo tengo palabras de sobra. Me siento honrada. En otras circunstancias, quién sabe… ¡Si
fuera algún otro! Pero tú, Hotsporn, no me gustas absolutamente nada. Nada, pero simplemente
nada me atrae de ti. E incluso, diría, al contrario: todo me repugna. Tú mismo ves, en estas
circunstancias, el acto sexual sería un acto contra natura.
Hotsporn sonrió, al tiempo que también espoleaba al caballo. Su negra jaca bailoteó sobre el
camino, alzando grácil su bien formada testa. Ciri se removió en su silla, luchando con un extraño
sentimiento que le había surgido, allá bien hondo, en lo profundo de sus tripas, pero que con
rapidez y tesón se iba abriendo paso hacia el exterior, hacia la piel herida por la ropa. Le he dicho
la verdad, pensó. No me gusta, diablos, es su caballo lo que me gusta, esa yegua negra. No él, sino
su caballo… ¡Vaya una estupidez! ¡No, no, no! Ni siquiera tomando en cuenta a Mistle, sería
estúpido y risible ceder ante él sólo porque me excita la vista de una yegua negra bailando sobre
el camino.
Hotsporn le permitió acercarse, le miró a los ojos con una sonrisa extraña. Luego tiró de nuevo
de las riendas, obligó a la yegua a doblar las patas, a dar la vuelta y a bailar hacia un lado. Lo sabe,
pensó Ciri, el viejo canalla sabe lo que estoy sintiendo.
¡Voto a rus! ¡Me muero de curiosidad!
—Se te han pegado algunas agujas de pino en los cabellos —dijo Hotsporn con voz amable, al
tiempo que se le acercaba mucho y extendía la mano—. Te las voy a quitar si no te importa.
Añadiré que este gesto surge de mi galantería y no de un deseo perverso.
El contacto —a Ciri no le asombró en absoluto— le produjo placer. Todavía no pensaba tomar
una decisión, pero para estar segura se puso a calcular los días desde la última regla. Esto se lo
había enseñado Yennefer: calcular con antelación y con la cabeza fría porque luego, cuando entran
las calorinas, aparece una extraña desgana de calcular unida a una tendencia a despreciar los
resultados.
Hotsporn la miró a los ojos y sonrió, casi como si hubiera sabido que la cuenta había arrojado
un saldo a su favor. Si por lo menos no fuera tan viejo, suspiró Ciri furtivamente. Pero seguro que
tiene por lo menos treinta años…
—Turmalina. —Los dedos de Hotsporn tocaron con delicadeza su oreja y su pendiente—.
Bonitos, pero tan sólo turmalina. Con gusto te regalaría un alfiler de esmeraldas. Un verde más
caro e intenso, que encajaría mejor con tu belleza y el color de tus ojos.
—Sabes —murmuró ella, mirándolo con descaro— que si al final se llegara a algo, exigiría las
esmeraldas por adelantado. Porque seguro que no sólo a los caballos los tratas utilitariamente,
Hotsporn. Por la mañana, después de una noche tórrida, considerarías pretencioso el acordarte de
mi nombre. ¡El perro Tobi, el gato Minino y la muchacha María!
—Por mi honor —sonrió sin gana— que consigues enfriar hasta el deseo más ardiente, Reina
de las Nieves.
—Tuve una buena maestra.
La niebla se alzó un tanto aunque seguía reinando una luz tétrica. Y soñolienta. Pero un grito y
un ruido de cascos despejó de súbito la somnolencia. Desde detrás de los robles que estaban
pasando salieron unos jinetes.
Ambos reaccionaron tan deprisa y en forma tan concertada como si lo hubieran estado
ensayando durante semanas. Sujetaron los caballos y los hicieron volver, pasaron inmediatamente
al trote, al galope, a una carrera furiosa, aferrándose a las crines, azuzando los rocines a base de
gritos y golpes con los talones. Las plumas de unas flechas silbaron por encima de sus cabezas, se
alzaron gritos, tintineos, trápala de cascos.
—¡Al bosque! —gritó Hotsporn—. ¡Métete en el bosque! ¡En la espesura!
Doblaron sin aminorar el paso. Ciri se aferró aún más al cuello del caballo porque las ramas
que crepitaban a su paso amenazaban con tumbarla de la silla. Vio cómo la punta de la flecha de
una ballesta sacaba astillas del tronco de un aliso que acababa de dejar atrás. Azuzó al caballo con
un grito, esperando a cada segundo que una flecha le golpeara en la espalda. Hotsporn, que iba por
delante, lanzó de improviso un extraño gemido.
Atravesaron el profundo hueco dejado por las raíces de un árbol, bajaron a matacaballo por un
profundo despeñadero hacia una espesura de arbustos espinosos. Y entonces, de pronto, Hotsporn
se cayó de la silla y rodó por entre los matojos de arándanos. La yegua negra relinchó, coceó,
meneó el rabo y siguió adelante. Ciri no se lo pensó. Desmontó, le azotó a su caballo en las ancas.
Cuando éste corrió detrás de la yegua negra, ayudó a Hotsporn a levantarse, ambos se sumergieron
entre los arbustos, en el alisal, se tropezaron, rodaron por la cuesta abajo y cayeron en el alto
cañaveral del fondo del barranco. Un colchón de musgo amortiguó la caída.
Arriba, al borde de la garganta, retumbaron los cascos de sus perseguidores, por suerte en
dirección al bosque de lo alto, detrás de los caballos que huían. Parecía que no habían advertido su
desaparición entre las cañas.
—¿Quiénes son ésos? —susurró Ciri, arrastrándose de por debajo de Hotsporn y arrancándose
de los cabellos las hojas de rúcula que se le habían pegado—. ¿Gente del prefecto? ¿Los
Varnhagenos?
—Bandidos comunes y corrientes… —Hotsporn escupió una hoja—. Bandoleros…
—Proponles una amnistía. —Le crujía la arena en los dientes—. Promételes…
—Cállate. Nos van a oír.
—¡Altooo! ¡Altooo! ¡Aquí! —les llegó desde arriba—. ¡Por la izquierda salen! ¡Por la
izquierda!
—¿Hotsporn?
—¿Qué?
—Tienes sangre en la espalda.
—Lo sé —respondió con voz fría, al tiempo que sacaba un rollo de tela del seno y le ofrecía el
costado a ella—. Méteme esto debajo de la camisa. A la altura de la paletilla izquierda…
—¿Dónde te han dado? No veo la flecha…
—Era un arbalete… Una hoja de hierro, lo más seguro que un clavo de herradura cortado.
Deja, no toques. Está junto a la columna vertebral…
—¡Maldita sea! ¿Qué tengo que hacer?
—Guardar silencio. Vuelven.
Retumbaron los cascos, alguien lanzó un penetrante silbido. Alguien gritó, llamó, le ordenó a
alguien que volviera. Ciri aguzó el oído.
—Se van —murmuró—. Se han cansado de la persecución. No han alcanzado a los caballos.
—Eso está bien.
—Tampoco nosotros los alcanzaremos. ¿Vas a poder caminar?
—No voy a tener que hacerlo. —Sonrió, mostrándole un brazalete sujeto al antebrazo que
tenía un aspecto bastante chapucero—. Compré esta alhaja junto con el caballo. Es mágica. La
yegua la lleva desde que era un potrillo. Cuando la toco así, de este modo, es como si la llamara.
Mentalmente como si escuchara mi voz. Vendrá al galope. Tardará un poco pero a buen seguro
que vendrá. Con un poco de suerte tu ruana la seguirá.
—¿Y con un poco de mala suerte? ¿Te irás solo?
—Falka —dijo, poniéndose serio—. Yo no me iré solo, cuento con tu ayuda. A mí habrá que
sujetarme en la silla. Los dedos de los pies ya se me enfrían. Puedo perder el conocimiento.
Escucha, esta garganta conduce al valle de un río. Irás hacia arriba, contra la corriente, hacia el
norte. Me llevarás a un lugar llamado Tegamo. Allá encontrarás a alguien que sabrá sacarme el
yerro de la espalda sin ocasionarme la muerte o la parálisis.
—¿Es el pueblo más cercano?
—No. Más cerca están Los Celos, a unas veinte millas por el barranco en dirección contraria,
siguiendo la corriente. Pero no vayas allá por nada del mundo.
—¿Por qué?
—Por nada del mundo —repitió, al tiempo que fruncía el ceño—. No se trata de mí, sino de ti.
Los Celos son tu muerte.
—No lo entiendo.
—Ni falta que hace. Simplemente confía en mí.
—A Giselher le dijiste…
—Olvídate de Giselher. Si quieres vivir, olvídate de todos ellos.
—¿Por qué?
—Quédate conmigo. Mantendré mi promesa, Reina de las Nieves. Te cubriré de esmeraldas…
haré que lluevan sobre ti…
—Ciertamente, buen momento para bromas.
—Siempre es buen momento para las bromas.
Hotsporn la abrazó de pronto, le apretó los brazos y comenzó a desatarle la blusa. Sin
ceremonias, pero sin apresurarse. Ciri le rechazó con las manos.
—¡Y ciertamente es buen momento para esto!
—Para esto también es siempre buen momento. Sobre todo para mí, ahora. Te lo dije, la
columna vertebral. Mañana pueden aparecer dificultades… ¿Qué haces? ¡Aj, mierda…!
Esta vez ella lo había empujado con más fuerza. Demasiado fuerte. Hotsporn palideció, se
mordió los labios, gimió de dolor.
—Lo siento. Pero si alguien está enfermo debe mantenerse tumbado y tranquilo.
—La cercanía de tu cuerpo provoca que olvide el dolor.
—¡Déjalo ya, voto a bríos!
—Falka, sé agradable con un hombre que está sufriendo.
—Si no apartas la mano, es cuando vas a sufrir. ¡Y ya!
—Más bajo… Los bandoleros pudieran oírnos… Tu piel es como la seda… No te retuerzas,
diablos.
Aj, al cuerno, pensó Ciri, qué más da. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene esto? Siento
curiosidad. Tengo derecho a tenerla. En ello no hay sentimiento alguno. Lo trataré utilitariamente
y eso es todo. Y lo olvidaré sin presunción.
Se sometió a las caricias y al placer que le producían. Volvió la cabeza, pero pensó que esto
era una modestia exagerada y una mojigatería embaucadora: no quería aparecer como una virtud
seducida. Le miró directamente a los ojos, pero esto le pareció demasiado atrevido y retador,
tampoco quería fingir ser así. Así que simplemente cerró los párpados, lo agarró por el cuello y le
ayudó con los botones porque él no había avanzado mucho y perdía el tiempo.
Al contacto de los dedos se unió el contacto de los labios. Ella estaba ya cerca de olvidarlo, de
olvidar al mundo entero cuando de pronto Hotsporn se quedó inmóvil e inerte. Durante un instante
ella se mantuvo tumbada pacientemente, recordaba que él estaba herido y que la herida debía de
mortificarlo. Pero aquello duraba un poco demasiado. La saliva de él se le enfrió en los pezones.
—¡Eh, Hotsporn! ¿Duermes?
Algo se le derramó a ella por el pecho y el costado. Tocó con los dedos. Sangre.
—¡Hotsporn! —Lo arrojó de sí—. Hotsporn, ¿estás muerto?
Vaya una pregunta idiota, pensó. Si lo estoy viendo.
Pues si estoy viendo que está muerto.

—Se murió con la cabeza sobre mis tetas. —Ciri volvió la cabeza. El resplandor del fuego en
la chimenea le jugaba rojizo sobre su mutilada mejilla. Puede que también hubiera algo de rubor.
Vysogota no estaba seguro—. Lo único que sentí entonces fue decepción —añadió, todavía con la
cabeza vuelta—. ¿Te asombra esto?
—No. Esto precisamente no…
—Lo entiendo. Estoy intentando no colorear la narración, no alterar nada. No esconder nada.
Aunque a veces tengo ganas de hacerlo, sobre todo esto último. —Tomó aire por la nariz, se rascó
con la falange en el rabillo del ojo—. Lo cubrí con ramas y hojas. De cualquier manera, lo
reconozco. Oscurecía ya, tuve que pasar la noche allí. Los bandidos todavía andurreaban por los
alrededores, escuchaba sus gritos y entonces tuve la certeza de que no eran bandidos comunes y
corrientes. Lo único que no sabía era a quién estaban buscando, si a él o a mí. Sin embargo, me
tuve que quedar en silencio. Toda la noche. Hasta el alba. Junto a un cadáver. Brrrr. Al alba —
siguió al cabo—, ya hacía tiempo que no se oía a los perseguidores, así que me pude poner en
movimiento. Para entonces ya tenía caballo. El brazalete mágico que le había quitado del brazo a
Hotsporn funcionaba de verdad. La yegua negra había vuelto. Ahora me pertenecía. Era mi regalo.
Es una costumbre de las islas de Skellige, ¿sabes? La muchacha ha de recibir un regalo costoso de
su primer amante. ¿Qué más da que el mío muriera antes de que llegara a serlo?

La yegua cavó con sus patas delanteras en la tierra, relinchó, se puso de lado como si le estuviera
ordenando que la admirara. Ciri no pudo contener un suspiro de éxtasis a la vista de aquel cuello
de delfín, liso y grácil, pero lleno de músculo, de la pequeña y bien formada cabeza de frente
prominente, alta nuca, una complexión de admirable proporcionalidad.
Se acercó a ella con precaución, mostrándole a la yegua el brazalete que sujetaba con la punta
de los dedos. La yegua lanzó un agudo relincho, meneó las ágiles orejas, pero permitió que le
tomara de las riendas y le acariciara la nariz de terciopelo.
—Kelpa —dijo Ciri—. Eres negra y ágil como una kelpa marina. Eres también mágica como
una kelpa. Así que te vas a llamar Kelpa. Y no me importa si es pretencioso o no.
La yegua rebufó, puso las orejas, agitó la cola de terciopelo, que le alcanzaba hasta los
cuartillos. Ciri, a quien le gustaba sentarse alto, acortó las cinchas del estribo, palpó la montura,
que era atípica, plana y sin la horquilla ni el cuerno del arzón. Puso la bota en el estribo y agarró al
caballo por las crines.
—Tranquila, Kelpa.
La silla, pese a las apariencias, era muy cómoda. Y por razones evidentes, bastante más ligera
que las monturas habituales en la caballería.
—Ahora —dijo Ciri, palmoteando el cuello cálido de la yegua—, vamos a ver si eres tan
rápida como hermosa. Si eres una verdadera yegua de raza o sólo una apariencia. ¿Qué me dices a
veinte millas al galope, Kelpa?

Si en lo profundo de la noche alguien hubiera conseguido deslizarse en silencio hasta aquella


choza perdida entre los pantanos, con su tejado de bálago cubierto de musgo, si hubiera mirado
entre las rendijas de los postigos, habría visto a un viejecillo de barba cana que escuchaba la
historia de una muchacha de menos de veinte años de edad y de ojos verdes y cabellos cenicientos.
Habría visto cómo el fuego que se iba muriendo en el hogar revivía y se hacía más claro como
si estuviera presintiendo lo que iba a ser contado.
Pero ello no era posible. Nadie pudo verlo. La choza del viejo Vysogota estaba bien escondida
entre los cañaverales del pantano. En un despoblado eternamente cubierto de niebla en el que
nadie se atrevía a adentrarse.

—El valle del río era llano, adecuado para cabalgar, así que Kelpa corría rápida como el viento.
Por supuesto, no cabalgué curso arriba, sino curso abajo del río. Recordaba aquel nombre
específico: Los Celos. Recordaba lo que Hotsporn le había dicho a Giselher en la estación.
Comprendí por qué me había prevenido de no ir a aquel pueblo. En Los Celos debía de haber una
trampa. Cuando Giselher menospreció la oferta de amnistía y de trabajar para el gremio, Hotsporn
le lanzó a propósito lo del cazador de recompensas hospedado en el pueblo. Sabía que los Ratas se
tragarían aquel anzuelo, que irían allí y caerían en el enredo. Yo tenía que llegar a Los Celos antes
que ellos, cortarles el camino, advertirles. A todos. O por lo menos a Mistle.
—Me imagino que no tuviste éxito —murmuró Vysogota.
—Entonces —dijo Ciri con voz sorda— pensaba que en Los Celos les esperaba un
destacamento numeroso y armado hasta los dientes. Ni siquiera en el más loco de mis
pensamientos hubiera podido imaginar que la trampa era un solo hombre…
Guardó silencio, contemplando la oscuridad.
—No tenía tampoco ni idea de qué tipo de hombre se trataba.

Birka era una aldea rica, bonita y situada en un lugar extraordinariamente pintoresco. El amarillo
de sus tejados de paja y el rojo de las tejas se extendían por una hondonada de pendientes abruptas
y boscosas, que cambiaban de color con las estaciones del año. Sobre todo en otoño, la vista de
Birka alegraba el ojo del esteta y el corazón del sensible.
Así había sido hasta el momento en que la aldea había cambiado de nombre. Y esto había
sucedido así:
Un joven labrador, elfo de la cercana colonia élfica, se enamoró como un loco de una molinera
de Birka. La molinera coqueta se burló de las virtudes del elfo y siguió echándose en los brazos de
vecinos, conocidos y hasta parientes. Éstos comenzaron a burlarse del elfo y de su amor ciego
como un topo. El elfo, de forma poco típica para un elfo, tuvo una explosión de rabia y de
venganza, una explosión terrible. Una noche, con ayuda de un fuerte viento, pegó fuego a la aldea
y convirtió en humo toda Birka.
Las gentes arruinadas por el incendio se hundieron moralmente. Unos se lanzaron al camino,
otros cayeron en la vagancia y la embriaguez. Los dineros recogidos para la reconstrucción eran
defraudados regularmente y gastados en vino, y el pueblo presentaba ahora una imagen de pobreza
y desesperación: era una reunión de chamizos repugnantes y mal colocados, situados bajo las
laderas renegridas y desnudas de la hondonada. Antes del incendio Birka había tenido una forma
oval alrededor de una plaza central, ahora las escasas casas bien reconstruidas, los graneros y las
aguardenterías conformaban algo así como una larga calleja que estaba cerrada por la fachada de
la posada La Cabeza de la Quimera, la cual había sido construida con el esfuerzo común y estaba
dirigida por la viuda Goulue.
Y desde hacía siete años nadie usaba ya el nombre de Birka. Se decía El Fuego de los Celos,
para acortar, simplemente Los Celos.
Por la calleja de Los Celos avanzaban los Ratas. Era una madrugada fría, nublada, siniestra.
Las gentes se apresuraban a las casas, se escondían en sus barracas y tabucos. El que disponía
de postigos, los cerraba con un estampido, el que tenía puerta, la trababa con la tranca. Quien
todavía tenía vodka, la bebía para darse coraje. Los Ratas iban al paso, con una lentitud arrogante,
pegados estribo contra estribo. En sus rostros se dibujaba un desprecio indiferente, pero sus ojos
fruncidos observaban con atención las ventanas, soportales y los rincones de los muros.
—¡Una flecha en la ballesta! —advirtió Giselher, en voz muy alta por si acaso—. ¡Un
chasquido de una cuerda y habrá una matanza!
—¡Y otra vez se dejará suelto aquí al toro de fuego! —añadió Chispas con alta y sonora voz de
soprano—. ¡No quedará más que tierra y agua!
Con toda seguridad, algunos de los habitantes tenían ballestas, pero no hubo nadie que quisiera
comprobar si los Ratas no hablaban por hablar.
Los Ratas se bajaron de los caballos. El cuarto de legua que les separaba de la posada lo
hicieron andando, costado a costado, con el rítmico tintineo y repique de sus espuelas, adornos y
bisutería.
En las escaleras de la posada tres celositanos que se estaban curando la resaca del día anterior
a base de cerveza desfallecieron al verlos.
—Ojalá esté aquí —murmuró Kayleigh—. Hemos perdido el tiempo. No teníamos que
habernos detenido, deberíamos haber entrado aunque fuera de noche…
—¡Gelipolleces! —Chispas le mostró los dientes—. Si queremos que los bardos cuadren
romances de esto, no podemos hacerlo de noche y a la chita callando. ¡Ha de verlo la gente! El
alba es lo mejor, porque todavía están todos sobrios, ¿no es verdad, Giselher?
Giselher no respondió. Levantó una piedra, tomó impulso y golpeó con ella la puerta de la
taberna.
—¡Sal, Bonhart!
—¡Sal, Bonhart! —repitieron a coro los Ratas—. ¡Sal, Bonhart!
Desde el interior les llegó el sonido de unos pasos. Lentos y pesados. Mistle sintió un
escalofrío que le recorría el cuello y los brazos.
Bonhart apareció en la puerta.
Los Ratas retrocedieron un paso en un movimiento reflejo, los tacones de sus altas botas se
clavaron en la tierra, las manos se apoyaron en las empuñaduras de las espadas. El cazador de
recompensas llevaba la suya bajo la axila. Así mantenía libres las manos. En una llevaba un huevo
duro pelado, en la otra un mendrugo de pan.
Se acercó con lentitud a la baranda, los miró desde lo alto, desde muy alto. Estaba encima del
porche y además era muy alto. Un gigante, aunque delgado como un ghul.
Los miró, paseó sus ojos acuosos por cada uno de ellos, uno tras otro. Luego mordió primero
un poco de huevo, luego un pedacito de pan.
—¿Y dónde está Falka? —preguntó casi ininteligible. Unos pedazos de yema del huevo le
cayeron de los bigotes y los labios.

—¡Corre, Kelpa! ¡Corre, bonita! ¡Corre todo lo que puedas!


La yegua mora relinchó con fuerza, estirando el cuello en un galope desaforado. La grava
salpicaba desde bajo los cascos aunque parecía que los cascos apenas tocaban la tierra.

Bonhart se estiró con pereza, haciendo crujir su jubón de cuero, tiró de sus guantes de ante con
lentitud y se los colocó solícitamente.
—¿Y cómo es eso? —Frunció el ceño—. ¿Queréis matarme? ¿Y puede saberse por qué?
—Pues por el Oronjas.
—Y para divertirnos —añadió Chispas.
—Y para estar tranquilos —completó Reef.
—Aaah —dijo Bonhart lentamente—. ¡Así que en ésas estamos! Y si prometo que os dejo
tranquilos, ¿me dejaréis vivir?
—No, no te dejaremos, perro sarnoso. —Mistle adoptó una encantadora sonrisa—. Te
conocemos. Sabemos que no nos perdonarás, que correrás tras nuestras huellas y esperarás a la
ocasión para apuñalarnos por la espalda. ¡Sal!
—Poquito a poco, poquito a poco. —Bonhart sonrió, abrió la boca con expresión maligna por
debajo de sus bigotes grises—. Para reñir siempre hay tiempo, no hay por qué excitarse. Primero
os haré una propuesta, Ratas. Os voy a permitir escoger, luego vosotros haréis lo que queráis.
—¿Qué es lo que mascullas, viejo zampón? —gritó Kayleigh, enderezándose—. ¡Habla más
claro!
Bonhart meneó la cabeza y se rascó el muslo.
—Dinero se da por vosotros, Ratas. Y no poco. Y hay que ganarse la vida.
Chispas bufó como un gato montes y como gato montes abrió los ojos. Bonhart cruzó los
brazos sobre el pecho, pasando la espada por la parte interior del codo.
—No poco dinero —repitió—, por llevaros muertos, mientras que por vivos poco más hay. Así
que, hablando francamente, a mí me da igual. Nada personal tengo contra vosotros. Todavía ayer
pensaba que me os iba a cargar por así decirlo como entretenimiento y placer, pero habéis venido
solos, ahorrándome trabajos y fatigas, por lo cual me habéis llegado al corazón. De modo que os
permitiré elegir. ¿Cómo queréis que os lleve, por las buenas o por las malas?
Los músculos en las mandíbulas de Kayleigh temblaron. Mistle se inclinó, lista para saltar.
Giselher la agarró por el brazo.
—Quiere ponernos rabiosos —susurró—. Deja que hable el canalla.
Bonhart bufó.
—¿Qué? —repitió—. ¿Por las buenas o por las malas? Yo os aconsejo lo primero. Sabed que
por las buenas duele menos, pero que mucho menos.
Los Ratas tomaron las armas como a una orden. Giselher hizo una cruz con la hoja y se quedó
quieto en una postura de esgrima. Mistle lanzó un grueso escupitajo al suelo.
—Ven aquí, engendro huesudo —dijo Mistle, aparentemente tranquila—. Ven, despojo. Te
mataremos como a un viejo perro gris.
—Así que preferís por las malas. —Bonhart, mientras miraba allá por encima de los tejados de
las casas, tomó lentamente la espada, tiró la vaina. Sin apresurarse, bajó del porche, tintineaban
las espuelas.
Los Ratas se desplegaron con rapidez por la calleja. Kayleigh fue el que se fue más lejos hacia
la izquierda, casi junto al muro de la aguardentería. Junto a él estaba Chispas de pie, torciendo sus
finos labios en su acostumbrada sonrisa maligna. Mistle, Asse y Reef fueron hacia la derecha.
Giselher se quedó en el centro, con la mirada de ojos entornados clavada en el cazador de
recompensas.
—Bueno, vale, Ratas. —Bonhart miró hacia los lados, contempló el cielo, luego alzó la espada
y escupió a la hoja—. Si hay que reñir, pues se riñe. ¡Música, maestro!
Se lanzaron contra él como lobos, como un relámpago, en silencio, sin advertencias. Las hojas
aullaron en el aire, llenando la calle con un agudo tintineo de acero. Al principio sólo se oía el
chocar de las hojas, suspiros, gemidos y respiraciones apresuradas.
Y luego, de pronto, inesperadamente, los Ratas comenzaron a gritar. Y a morir.
Reef fue el primero que voló del campo de batalla, se estrelló con la espalda contra la pared,
regando de sangre la cal blanquecina y sucia. Tras él salió Asse con un paso ágil, se dobló, cayó de
lado, encogiendo y estirando alternativamente la rodilla.
Bonhart se escapaba y giraba como una peonza, rodeado por los reflejos y rebrillos de las
hojas. Los Ratas retrocedían ante él, saltando, lanzando tajos y replegándose, con rabia,
tercamente, sin piedad. Y sin resultado. Bonhart paraba, golpeaba, paraba, golpeaba, atacaba,
atacaba sin pausa, no daba lugar a descansar, les imponía su ritmo. Y los Ratas retrocedían. Y
morían.
Chispas, con un tajo en el cuello, cayó sobre el barro, retrocediendo como una cabritilla, la
sangre de su arteria se disparó contra la pantorrilla y la rodilla de Bonhart, que saltó por encima de
ella. El cazador rechazó el ataque de Mistle y Giselher con un amplio mandoble, después de lo
cual giró y con un golpe rapidísimo despachó a Kayleigh, rajándole con la misma punta de la
espada, desde el pectoral hasta el muslo. Kayleigh soltó la espada, pero no cayó, sólo se encogió y
se agarró con las dos manos la barriga y el pecho, de entre sus dedos brotaba la sangre. Bonhart de
nuevo se liberó de las acometidas de Giselher, paró el ataque de Mistle y rajó a Kayleigh otra vez,
en esta ocasión transformándole la parte superior de la cabeza en una masa escarlata. El Rata de
cabellos rubios cayó al suelo, un charco de sangre mezclada con barro se formó a su alrededor.
Mistle y Giselher dudaron un momento. Y en vez de huir, gritaron al unísono, con voz rabiosa
y loca. Y se lanzaron sobre Bonhart.
Hallaron la muerte.

Ciri llegó a la aldea y galopó a través de la calle. Bajo los cascos de la yegua negra iban saltando
pedazos de barro.

Bonhart golpeó con un tacón a Giselher, que yacía junto a una pared. El caudillo de los Ratas no
daba señales de vida. De su cráneo destrozado había dejado ya de fluir la sangre.
Mistle, de rodillas, buscaba la espada, recorriendo con las dos manos el barro y el estiércol, sin
ver que se movía en un charco de sangre que crecía muy deprisa. Bonhart se acercó a ella
lentamente.
—¡Noooooo!
El cazador levantó la cabeza.
Ciri saltó del caballo todavía en movimiento, se tambaleó, cayó sobre una rodilla.
Bonhart sonrió.
—La Ratilla —dijo—. La séptima Ratilla. Me alegro de que estés. Me faltabas tú para tener la
colección.
Mistle encontró la espada, pero no pudo alzarla. Tosió y se lanzó bajo las piernas de Bonhart,
clavó unos dedos temblorosos en la caña de sus botas. Abrió la boca para gritar, y en vez del grito,
de sus labios surgió una brillante línea de color carmín. Bonhart la golpeó con fuerza,
derribándola sobre el estiércol. Mistle, agarrándose la barriga rajada con las dos manos, consiguió
alzarse de nuevo.
—¡Noooooo! —gritó Ciri—. ¡Miiiiiistleee!
El cazador de recompensas no prestó atención a sus gritos, ni siquiera volvió la cabeza. Agitó
la espada y lanzó un tajo con brío, como una guadaña, un golpe potente que levantó a Mistle de la
tierra y la llevó casi hasta la pared, blanda como una muñeca de trapo, como un harapo manchado
de sangre.
En la garganta de Ciri se ahogó un grito. Las manos le temblaban cuando echó mano a la
espada.
—Asesino —dijo, extrañándose de lo ajeno de su propia voz. De lo ajeno de sus labios, que de
pronto se habían quedado monstruosamente secos—. ¡Asesino! ¡Canalla!
Bonhart la observó con curiosidad, moviendo ligeramente la cabeza.
—¿Vamos a morir? —preguntó.
Ciri anduvo hacia él, rodeándole en un semicírculo. La espada en sus manos alzadas y tendidas
se movía, hacía molinetes, chasqueaba.
El cazador se rio en voz alta.
—¡Morir! —repitió—. ¡La Ratilla quiere morir!
Luego se movió poco a poco, estando de pie en su sitio, sin dejarse encerrar en la trampa del
semicírculo. Pero a Ciri le daba todo igual. Ardía de rabia y odio, temblaba de deseo de matar.
Quería acabar con aquel viejo horrible, sentir cómo la hoja se clavaba en su cuerpo. Quería ver su
sangre surgir de sus arterias cortadas, a borbotones, al ritmo de los últimos latidos de su corazón.
—Venga, Ratilla. —Bonhart alzó su sucia espada y escupió en la hoja—. Antes de que des el
último suspiro muéstranos de lo que eres capaz. ¡Música, maestro!

—En verdad que no es de entender cómo no se mataron al primer tiento —contaba, seis días más
tarde, Nycklar, hijo del carpintero de los ataúdes—. Tenían mucha gana de matarse, se veía a las
claras. Ella a él, él a ella. Se echaron el uno al otro, se toparon casi en un abrir y cerrar de ojos y
hubo ruido grande de espadas. Puede que dos o que hasta tres tajos se dieran. No hubo persona
alguna que acertara a contarlo, ni a ojos vista ni a oído. Dábanse tan rápido, vive dios, que ni ojo
ni oído de persona era capaz de apreciarlo. ¡Y bailaban y saltaban tan juntos como dos
comadrejas!
Stefan Skellen, llamado Autillo, escuchaba con atención, al tiempo que jugaba con un puñal.
—Se alejaron el uno del otro —siguió el muchacho—, y ninguno tenía ni un rasguño. La Rata,
se veía, rabiosa andaba como el mismo demonio, y a esto bufaba como un gato cuando se le quiere
quitar el ratón. Mas su merced, el señor Bonhart, estaba sereno por demás.

—Falka —dijo Bonhart, sonriente y mostrando los dientes como un verdadero ghul—.
¡Ciertamente sabes bailar y menear la espada! ¡Has despertado mi curiosidad, mozuela! ¿Quién
eres? Dímelo antes de morir.
Ciri aspiró aire. Sintió cómo le comenzaba a embargar el miedo. Se dio cuenta de con quién
tenía que habérselas.
—Dime quién eres y te perdonaré la vida.
Ella apretó con más fuerza la empuñadura de la espada. Tenía que atravesar sus paradas y
rajarlo, tenía que hacerlo antes de que se pusiera en guardia. No podía permitir que rechazara sus
tajos, no podía detener sus golpes con la espada, no podía arriesgarse ya ni una sola vez al dolor y
la parálisis que atravesaban y abrumaban su codo y antebrazo cuando hacía una parada. No podía
perder energía escapando pasivamente de sus espadazos, que la erraban por un pelo. Atravesar la
defensa, pensó. Ahora. En este ataque. O morir.
—Vas a morir, Ratilla —dijo, yendo hacia ella con la espada muy extendida hacia delante—.
¿No tienes miedo? Eso es porque no sabes qué aspecto tiene la muerte.
Kaer Morhen, pensó, mientras saltaba. Lambert. El peine. Salto.
Dio tres pasos, una media pirueta y cuando atacó, menospreciando una finta, se balanceó en un
salto hacia atrás, cayó en un ágil giro y de inmediato se lanzó hacia él, sumergiéndose por debajo
de su hoja y torciendo la muñeca para cortar, en un golpe terrible, apoyado en una potente revuelta
del muslo. Al punto la invadió la euforia, ya casi sentía cómo el filo mordía el cuerpo.
En lugar de aquello hubo un duro y sonoro golpe de metal contra metal. Y un súbito resplandor
en los ojos, un aullido y dolor. Sintió que caía, sintió que había caído. Bonhart paró y devolvió el
golpe, pensó. Voy a morir, pensó.
Bonhart le dio una patada en la barriga. Con otra patada, asestada con dolorosa precisión en el
codo, le hizo soltar la espada. Ciri se agarró la cabeza, sentía un dolor sordo, pero bajo los dedos
no halló heridas ni sangre. Me ha dado un puñetazo, pensó con horror. Simplemente me ha dado un
puñetazo. O un golpe con el pomo de la espada. No me ha matado. Me ha dado un golpe, como a
una mocosa.
Abrió los ojos.
El cazador estaba de pie ante ella, horrible, delgado como un esqueleto, dominando sobre ella
como un árbol enfermo y desprovisto de hojas. Apestaba a sudor y sangre.
La agarró por los cabellos de la nuca, la alzó con violencia, la obligó a ponerse en pie, pero al
momento la arrastró con brusquedad, levantando la tierra por debajo de sus pies y se acercó,
gritando como un condenado, a Mistle, que yacía junto a la pared.
—No tienes miedo a la muerte, ¿eh? —aulló, al tiempo que la obligaba a bajar la cabeza—.
Pues entonces mira, Ratilla. Esto es la muerte. Así se muere. Mira, esto son tripas. Esto sangre. Y
esto mierda. Esto es lo que el ser humano tiene en su interior.
Ciri se tensó, se retorció, aferrada por la mano de él, explotó en vómitos secos. Mistle todavía
estaba viva, pero tenía los ojos nublados, descoloridos, como de pez. Su mano, como las garras de
un halcón, se abría y se cerraba, envuelta en barro y boñigas. Ciri percibió un fuerte y penetrante
hedor a orina. Bonhart estalló en carcajadas.
—Así se muere, Ratilla. En los propios meados.
Soltó los cabellos de Ciri. Ella se incorporó a cuatro patas, sacudiéndose en sollozos secos y
entrecortados. Mistle estaba allí, a su lado. La mano de Mistle, la delgada, delicada, suave, sabia
mano de Mistle.
Ya no se movía.
—No me mató. Me prendió las dos manos al atadero de caballos.
Vysogota estaba sentado, inmóvil. Llevaba mucho tiempo así. Retuvo el aliento. Ciri continuó
la historia y su voz se hizo cada vez más sorda, cada vez más innatural, cada vez más
desagradable.
—Les ordenó a los que se acercaban que le trajeran un saco de sal y un tonelete de vinagre. Y
un hacha. No sabía… no podía comprender lo que quería hacer… Todavía entonces no sabía de lo
que era capaz. Yo estaba atada… al atadero de caballos… Llamó a unos sirvientes, les ordenó que
me sujetaran por los cabellos… y los párpados. Les enseñó cómo… de tal modo que no pudiera
volver la cabeza ni cerrar los ojos… para que tuviera que mirar a lo que hacía. Hay que cuidar de
que la mercancía no se estropee, dijo. De que no se pudra…
La voz de Ciri se quebró, la garganta se le quedó seca. Vysogota, sabiendo de pronto lo que
estaba a punto de escuchar, sintió cómo se le arremolinaba la saliva en la boca como si fuera la ola
de una inundación.
—Les arrancó la cabeza —dijo Ciri sordamente—. Con el hacha. Giselher, Kayleigh, Asse,
Reef, Chispas… y Mistle. Les cortó la cabeza… Uno tras otro. Delante de mis ojos.

Si aquella noche alguien hubiera conseguido deslizarse hasta aquella choza perdida entre los
pantanos, con su tejado de bálago cubierto de musgo, si hubiera mirado entre las rendijas de los
postigos, habría visto en el escasamente iluminado interior a un viejecillo de barba gris vestido
con una zamarra y a una muchacha de cabellos cenicientos con el rostro deformado por una
cicatriz en la mejilla. Habría visto cómo la muchacha temblaba a causa del llanto, cómo ahogaba
el llanto entre los brazos del viejecillo y cómo aquél intentaba tranquilizarla, acariciándola
maquinalmente y sin gracia y palmoteando los hombros que se sacudían espasmódicamente.
Pero aquello no era posible. Nadie pudo ver aquello. La choza estaba bien escondida entre los
cañaverales del pantano. En un despoblado eternamente cubierto por la niebla, en el que nadie se
atrevía a aventurarse.
Capítulo tercero

A menudo me preguntan por qué me decidí a escribir mis reminiscencias. Mucha


gente parece interesarse por el momento en que mis memorias comenzaran a
surgir, cuál fuera el acaecimiento que acompañara al principio de la escritura o
diera pábulo a ello. Anteriormente solía dar diversas explicaciones y no pocas
veces mentí, mas ahora hago honor a la verdad puesto que hoy, cuando los
cabellos se me han encanecido y se han hecho más ralos, sé que la verdad es un
grano precioso, la mentira, en cambio, no es más que salvado huero. Y la verdad
es ésta: el acaecimiento que a todo oliera pábulo, al que le debo las primeras
anotaciones, con las que se empezó a conformar la obra de mi vida, fue el hallar
casualmente papel y pluma entre las cosas que yo y mis compañeros robamos en
los acantonamientos militares lyrios. Esto sucedió…

Jaskier, Medio siglo de poesía

… sucedió el quinto día después de la luna nueva de septiembre, precisamente el trigésimo día de
nuestros lances, contando desde que salimos de Brokilón, y seis días después de la Batalla del
Puente.
Ahora, querido futuro lector, retrocederé algo en el tiempo y describiré los acontecimientos
que tuvieron lugar inmediatamente después de la batalla famosa y preñada de consecuencias
llamada del Puente. Empero iluminaré primero a la extensa suma de lectores que nada saben de la
Batalla del Puente, bien sea a causa de otros intereses, bien a causa de general ignorancia. Me
explico: la tal batalla se lidió el último día del mes de agosto el año de la Gran Guerra en Angren,
en el puente que unía las dos orillas del Yaruga en las cercanías de una estanitza llamada el
Embarcadero Rojo. Partes en este conflicto armado fueron: el ejército de Nilfgaard, el corpus
lyrio dirigido por la reina Meve, así como nosotros, nuestra maravillosa pandilla, yo, o sea, el
abajo firmante, y también el brujo Geralt, el vampiro Emiel Regis Rohellec Terzieff-Godefroy, la
arquera María Barring llamada Milva y Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach, el nilfgaardiano al
que le gustaba demostrar con obstinación digna de mejor causa que no era nilfgaardiano.
Pudiera ser que tampoco estuviera muy claro para ti, lector, cómo había ido a parar a Angren
la reina Meve, de la que a la sazón se pensaba que había muerto junto con su ejército durante la
incursión nilfgaardiana de julio contra Lyria, Rivia y Aedirn, finalizada con la completa
conquista de aquellos países y su ocupación por los ejércitos imperiales. Mas Meve no había
muerto en la lid, como se juzgaba, ni había caído en cautiverio nilfgaardiano. Agrupando bajo su
estandarte a la noble mesnada salvada del ejército de Lyria y enrolando a quien se podía,
incluyendo a mercenarios y bandidos comunes, la esforzada Meve acometió una guerra de
guerrillas contra Nilfgaard. Y para tales estratagemas el fragoso Angren era ideal, ya fuera para
atacar en emboscadas, ya fuera para esconderse en alguna espesura, porque en Angren hay
espesuras de sobra; la verdad sea dicha, aparte de espesuras no hay más en aquel país que sea
digno de ser mencionado.
El destacamento de Meve —a quien su ejército llamaba ya la Reina Blanca— creció
vertiginoso en fuerza y cobró tanta entereza que era capaz de cruzar sin miedo a la orilla
siniestra del Yaruga para allá, en la profunda retaguardia del enemigo, llevar a cabo zalagardas
y escaramuzas a placer.
Y volvamos en este punto a nuestro grano, esto es, a la Batalla del Puente. La situación táctica
era como sigue: los partisanos de la reina Meve, que habían andado algareando por la orilla
izquierda del Yaruga, quisieron escapar a la orilla derecha del Yaruga, pero se toparon con los
nilfgaardianos, que andaban algareando por la orilla derecha del Yaruga y precisamente querían
escapar a la orilla izquierda del Yaruga. Con los arriba mencionados nos topamos nosotros, en
una posición céntrica, es decir, en el medio del río Yaruga, rodeados por gentes armadas a cada
lado, ya fuera diestro o siniestro. No teniendo entonces adonde huir, nos convertimos en héroes y
nos cubrimos de gloria eterna. La lucha, dicho sea de paso, la ganaron los lyrios, dado que
consiguieron lo que se proponían, es decir, huir a la orilla derecha. Los nilfgaardianos huyeron
en dirección ignota y por ello mismo perdieron la lucha. Me hago cargo de que todo esto presenta
un aspecto ciertamente confuso y, antes de publicarlo, no dejaré de dar a corregir mi texto a
algún teórico de la guerra. De momento me apoyo en la autoridad de Cahir aep Ceallach, el único
soldado de nuestra compaña, y Cahir confirmó que ganar una liza por el método de huir a toda
velocidad del campo de batalla es permitido por la mayoría de las doctrinas militares.
La participación de nuestro equipo en la batalla fue indisputablemente honorable pero tuvo
también efectos negativos. Milva, que se encontraba en estado de buena esperanza, padeció un
trágico accidente. Los restantes fueron de la fortuna sonreídos de tal modo que nadie sufriera
daños mayores. Pero tampoco nadie alcanzó beneficio alguno y ni siquiera se le agradeció nada.
Una excepción la constituyó el brujo Geralt. Pues Geralt el brujo, pese a su múltiples veces
declarada —y a todas luces ilusoria— indiferencia y no pocas veces anunciada neutralidad, puso
en la batalla un fervor tan crecido como espectacular hasta la exageración, con otras palabras:
luchó de forma ostentosa, por no decir ostentosamente. Esto fue apreciado y la reina Meve, reina
de Lyria, con su propia mano lo armó caballero. De tal ordenamiento, como presto se vio,
resultaron más inconveniencias que ventajas.
Has pues de saber, querido lector, que el brujo Geralt fue siempre persona modesta,
circunspecta y contenida, de interior tan sencillo y poco complicado como el palo de una
alabarda. No obstante, el inesperado ascenso y el aparente favor de la reina Meve lo cambiaron, y
si no lo conociera bien, pensaría que estaba orgulloso. En vez de desaparecer de escena apriesa y
anónimamente, Geralt se embrollaba en el séquito real, se alegraba de los honores, se deleitaba
con los favores y se regocijaba de la fama.
Y nosotros fama y renombre era precisamente lo que menos necesitábamos. Recuerdo a
aquéllos que no lo recuerden que este mismo brujo Geralt, ahora armado caballero, era
perseguido por los órganos de seguridad de los todos Cuatro Reinos en relación con la rebelión
de los magos en la isla de Thanedd. A mí, persona inocente y limpia como una patena, se me
intentaban colgar acusaciones de espionaje. A ello habría que añadir a Milva, colaboracionista
con las dríadas y los Scoia’tael, mezclada, como resultó, en las matanzas de humanos en los
alrededores del bosque de Brokilón. Y a eso hay que agregar a Cahir aep Ceallach, nilfgaardiano,
ciudadano de una nación lo quieras o no enemiga, cuya presencia en la parte impropia no hubiera
sido fácil de explicar ni de justificar. Se daba la circunstancia que la única persona de nuestro
grupo cuyo curriculum vitae no lo afeaban asuntos políticos ni criminales era un vampiro. De este
modo, el desenmascaramiento y el reconocimiento de cualquiera de nosotros amenazaba a todos
los restantes con acabar clavados en una afilada estaca de roble. Cada día pasado a la sombra de
los estandartes lyrios —días que, al principio, eran agradables, bien provistos y seguros—
acrecentaba tal riesgo.
Geralt, cuando se le recordaba esto con claridad, se enfadaba un tanto, pero explicaba sus
razones, que eran dos. En primer lugar, Milva, tras su amarga incidencia, seguía precisando de
cuidado y asistencia, y en el ejército había sanitarios de campo. En segundo lugar, el ejército de
la reina Meve se dirigía hacia el este, en dirección a Caed Dhu. Y nuestro grupo, antes de
cambiar de dirección y meterse en la lucha arriba descrita, también tenía intenciones de alcanzar
Caed Dhu: albergábamos la esperanza de obtener alguna información de los druidas que allá
habitaban y que nos sirviera de ayuda en la búsqueda de Ciri. El camino directo hacia los
mencionados druidas nos lo obstaculizaban los destacamentos y los grupos de saboteadores que
merodeaban por Angren. Ahora, bajo la protección del amigable ejército lyrio, con el favor y la
benevolencia de la reina Meve, el camino a Caed Dhu estaba abierto, incluso hasta parecía recto
y seguro.
Advertí al brujo de que tan sólo lo parecía, que apariencias nomás eran, que el favor real es
una ilusión y es voluble cual veleta. El brujo no quería escuchar. Y de qué lado estaba la razón se
vio pronto. Cuando se corrió la noticia de que de la parte de oriente a través del desfiladero de
Klamat se venía una grande y bien armada expedición de castigo de nilfgaardianos, el ejercito de
Lyria, sin dudarlo, giró hacia el norte, en dirección a las montañas de Mahakam. A Geralt, como
es fácil imaginarse, no le convenía en absoluto el cambio de dirección, ¡tenía prisa por llegar a
donde los druidas y no a Mahakam! Ingenuo como un niño, corrió a la reina Meve con intención
de obtener la licencia del ejército y la bendición real para sus asuntos privados. Y en aquel
momento se terminaron el amor y la benevolencia real, y el respeto y la admiración para el héroe
de la Batalla del Puente desaparecieron como el humo. Al caballero Geralt de Rivia se le
recordaron con frío y hasta duro tono sus obligaciones caballeriles hacia la corona. A la aún
débil Milva, al vampiro Regis y al abajo firmante se les recomendó unirse a la columna que iba
tras la caravana de huidos y civiles. Cahir aep Ceallach, jovencito bien crecido, que en modo
alguno aspecto de civil tenía, recibió una banda blanquiazul y fue enrolado en las así llamadas
compañías libres, es decir, en un destacamento de caballería formado por la más variada masa de
granujas recolectados por los caminos por el ejército lyrio. De esta forma se nos separó y todo
señalaba que nuestra aventura habíase acabado definitivamente y de todas todas.
Como sin embargo te imaginarás, querido lector, en absoluto fue esto el final, ¡bah, si ni
siquiera fue el principio! Milva, cuando se enteró del desarrollo de los acontecimientos, de
inmediato anunció que estaba sana y presta y como primera lanzó la consigna de retirada. Cahir
tiró entre los matojos los colores reales y se redimió de las compañías libres, y Geralt se
escaqueó de las lujosas tiendas de la selecta caballería.
No me entretendré con las particularidades, y además la modestia no me permite una extensa
exposición de mis propias, y no escasas, prestaciones en la empresa aquí descrita. Afirmaré un
hecho: la noche del cinco al seis de septiembre toda nuestra pandilla abandonó en secreto el
ejército de la reina Meve. Antes de despedirnos de las huestes lyrias no dejamos de
aprovisionarnos abundantemente, sin recabar por supuesto permiso del jefe de los servicios de
intendencia. Considero que la palabra «saqueo», que utilizara Milva, es excesiva. Al fin y al cabo
se nos debía alguna gratificación por nuestra participación en la celebérrima Batalla del Puente.
Y si no una gratificación, al menos una satisfacción y la reposición de las pérdidas sufridas.
Dejando aparte el trágico accidente de Milva, sin contar las heridas y golpes de Geralt y Cahir,
en la batalla nos mataron o lisiaron a todos los caballos, exceptuando a mi fiel Pegaso y a la
disoluta Sardinilla, la yegua del brujo. Por ello, en el marco de nuestras recompensas tomamos
tres alazanes de caballería de pura sangre y uno de carga. Tomamos también diverso
equipamiento, cuanto nos cupo en las manos. Para ser justos, he de añadir que hubimos luego de
tirar la mitad. Como dijo Milva, suele pasar cuando se roba a oscuras. Las cosas más útiles del
almacén de provisiones las tomó el vampiro Regis, quien ve en la oscuridad mejor que de día.
Regis, para colmo, redujo la capacidad defensiva del ejército lyrio en una gorda mula gris, la
cual extrajo de detrás de la cerca con tanta habilidad que ni una de las bestias rebufó ni coceó.
Las historias acerca de los animales que perciben a los vampiros y reaccionan con pánico a sus
olores cabe entonces considerar como parte integrante de los cuentos de hadas. A no ser que se
trate de ciertos animales y ciertos vampiros. Añadiré que conservamos la tal mula gris hasta hoy.
Después de extraviar el caballo de carga, que perdimos luego en los bosques de los Tras Ríos,
cuando se asustó con unos lobos, la mula porta nuestros bienes, o mejor dicho, lo que ha quedado.
La mula lleva el nombre de Draakul. Regis la llamó así nada más robarla y así se quedó. Se ve
bien claro que a Regis le hace gracia el nombre, el cual seguramente posee algún significado
divertido en la cultura y la lengua de los vampiros, pero no quiso explicarnos el porqué afirmando
que se trataba de un juego de palabras intraducible.
De esta forma la nuestra cuadrilla se encontró de nuevo en el camino, y la larga lista de
personas que no nos tenían afecto se alargó aún más. Geralt de Rivia, caballero sin tacha,
abandonó las filas de la caballería antes incluso de que el nombramiento como caballero fuera
confirmado con una patente y antes de que el heraldo de la corte le inventara un blasón. Por su
lado, Cahir aep Ceallach había tenido tiempo ya de luchar en ambos ejércitos combatientes en el
gran conflicto entre Nilfgaard y los norteños, así como de desertar de ambos, ganándose por tanto
en ambos la pena de muerte en ausencia. El resto de nosotros tampoco estaba en mejor situación:
al fin y al cabo una horca es una horca y poco importa por tanto la diferencia de por qué se pende
de ella, si por huir de la honra de caballero, por deserción o por llamar a una mula castrense con
el nombre de Draakul.
Así que no te extrañe, lector, que ejerciéramos esfuerzos verdaderamente titánicos para
ampliar la distancia que nos separaba del ejército de la reina Meve. Con todas las fuerzas de que
disponían los caballos, cabalgamos como locos hacia el sur, hacia el Yaruga, con intención de
pasarnos a la orilla izquierda. No por poner de por medio el río entre la reina y sus partisanos y
nosotros, sino porque los despoblados de los Tras Ríos eran menos peligrosos que Angren, que
estaba en guerra. Para llegar a donde los druidas era mucho más razonable viajar por la orilla
izquierda que por la derecha. Paradójicamente, puesto que la orilla izquierda del Yaruga era ya
parte del hostil imperio nilfgaardiano. El padre de tal concepción izquierdista fue el brujo Geralt,
que tras salirse de la hermandad de los ordenados fachendosos recobró en buena medida el juicio,
la facultad del pensamiento lógico y la prudencia común y corriente. El futuro mostró que el plan
del brujo estuvo preñado de consecuencias y tuvo peso sobre la suerte de toda la expedición. Pero
de ello hablaremos luego.
Junto al Yaruga, adonde llegamos, había ya un sinnúmero de nilfgaardianos que estaban
cruzando por el recién reconstruido puente del Embarcadero Rojo para continuar su ofensiva
sobre Angren y, seguramente, más adelante, hacia Temeria, Mahakam y el diablo sabe adonde
más que hubiera planeado el estado mayor de Nilfgaard. Ni hablar entonces de traspasar el río de
inmediato; tuvimos que escondernos y esperar a que cruzara el ejército. Durante dos jornadas
estuvimos metidos entre los cañaverales ribereños, cultivando el reumatismo y alimentando
mosquitos. Para colmo de males, el tiempo empeoró de improviso, lloviznaba, corría un aire de la
leche, y del frío los dientes chocaban los unos con los otros. No recuerdo un septiembre tan frío
entre los muchos que se han quedado grabados en mi memoria. Precisamente entonces, querido
lector, al encontrar entre los aprovisionamientos tomados prestados del campamento lyrio lápiz y
papel comencé —para matar el tiempo y olvidar las incomodidades— a apuntar y eternizar
algunas de nuestras aventuras.
La molesta intemperie y la obligada inactividad nos pusieron de mal humor y despertaron
diversos malos pensamientos. Sobre todo al brujo. Geralt ya antes solía computar los días que le
separaban de Ciri y cada día que no estaba en el camino lo alejaba de ella —en su opinión— cada
vez más. Ahora, entre las mimbreras húmedas, entre el frío y la lluvia, el brujo se volvía de minuto
a minuto cada vez más sombrío y hosco. Advertí también que cojeaba mucho, y cuando pensaba
que nadie le veía ni le escuchaba, blasfemaba y mascullaba de dolor. Has de saber, amable lector,
que a Geralt le habían quebrado los huesos durante la sedición de los hechiceros en la isla de
Thanedd. Las fracturas se unieron y curaron gracias a los mágicos esfuerzos de las dríadas del
bosque de Brokilón, pero por lo visto no habían dejado de martirizarlo. Así que el brujo sufría,
como se dice, tanto de dolores del cuerpo como del espíritu, y andaba tan furibundo por ello que
hasta echaba chispas.
Y otra vez comenzaron a perseguirlo los sueños. El nueve de septiembre, temprano, porque se
durmió en la guardia, nos asustó a todos despertándose con un grito y sacando la espada. Tenía
todo el aspecto de estar amok, pero por suerte se le pasó al instante.
Se apartó de nuestra vista, pero al cabo volvió con gesto sombrío y anunció ni más ni menos
que a efectos inmediatos disolvía la cuadrilla y continuaría a solas el resto del camino, puesto
que no sé dónde pasaban no sé qué cosas espantosas, que el tiempo apremiaba, que el asunto se
estaba poniendo peligroso y que él no quería exponer a nadie ni asumir ninguna responsabilidad.
Departía y razonaba de forma tan aburrida y con tan poco convencimiento que nadie quiso
discutir con él. Hasta el vampiro, a menudo tan elocuente, le obsequió con un encogimiento de
hombros, Milva con un escupitajo, Cahir recordándole con sequedad que respondía de sí mismo y
que, en lo tocante al riesgo, no llevaba la espada para que le pesara en el cinto. Sin embargo,
luego todos se sumieron en el silencio y clavaron significativamente los ojos en el que esto escribe
a todas luces esperando que usara de la ocasión para volver a casa. No he de añadir, sin
embargo, que esperaron en vano.
De todos modos el suceso nos inclinó a romper el marasmo y nos impulsó a un paso atrevido:
a cruzar el Yaruga. Reconozco que la empresa me desasosegaba; el plan apostaba por un cruce
nocturno de la corriente, por citar a Milva y Cahir, «agarrados a la cola de los caballos». Incluso
si esto no era más que una metáfora —y sospecho que lo era— no me imaginaba a mí mismo en el
trance de vadear el río en tal forma ni tampoco a mi corcel, Pegaso, en cuya cola había de
confiar. Nadar, hablando comedidamente, no era ni es mi mayor talento. Si la Madre Naturaleza
hubiera querido que nadara, en el acto de la creación y durante el proceso de la evolución no
hubiera olvidado dotarme de membranas entre los dedos. Y lo mismo en lo que se refiere a
Pegaso.
Mi desasosiego resultó en vano, por lo menos en lo tocante a nadar detrás de una cola de
caballo. Cruzamos el río de otro modo. Quién sabe si todavía no más loco.
De forma bastante descarada, por el reconstruido puente del Embarcadero Rojo, ante las
mismas narices de las patrullas de guardia nilfgaardianas. La empresa, como se vio, sólo en
apariencia olía a loco albur y azaroso riesgo; en la realidad fue como una seda. Tras el paso del
puente de las unidades regulares en ésta y la otra dirección, cruzaba un transporte tras otro, un
vehículo tras otro, un rebaño tras otro, muy diversas muchedumbres, entre ellas también distintos
civiles, entre los que nuestra cuadrilla ni en un pelo se diferenciaba ni saltaba a la vista de forma
alguna. Así, el día décimo del mes de septiembre atravesamos todos a la orilla izquierda del
Yaruga, con un solo grito de los centinelas a los cuales Cahir, frunciendo las cejas con señorío,
les ladró algo acerca de la guardia imperial, apuntalando sus palabras con la clásica y siempre
eficaz expresión castrense de mecagüen tu puta madre. Antes de que nadie tuviera tiempo de
interesarse por nosotros, estábamos ya en la orilla izquierda del Yaruga, en lo profundo de los
bosques trasrrieros, dado que pasaba por allí tan sólo un camino real que conducía hacia el sur, y
a nosotros no nos ajustaba ni la dirección ni la abundancia de nilfgaardianos que deambulaban
por él.
En el primer vivaque que hicimos en los bosques de Tras Ríos, a mí también me asaltó por la
noche un sueño extraño, aunque a diferencia de Geralt no soñé con Ciri sino con la hechicera
Yennefer. Yennefer, como de costumbre vestida de blanco y negro, se alzaba en el aire por encima
de un sombrío castillo montañés mientras que abajo otras hechiceras la amenazaban con los
puños y le lanzaban improperios. Yennefer agitó las largas mangas de su vestido y voló como un
albatros negro sobre un mar infinito hacia un sol naciente. Desde aquel momento el sueño se
convirtió en una pesadilla. Al despertarme, los detalles se habían borrado de mi memoria,
quedaron solamente unas imágenes difusas, con poco sentido, pero todas era imágenes
monstruosas: tortura, grito, miedo, muerte… En una palabra: el horror.
No me jacté ante Geralt de este sueño. No dije ni mu. Y como luego resultó, con razón.
—¡Yennefer se esfumó! Yennefer de Vengerberg. ¡Y famosa que era la hechicera! ¡Que no vea la
mañana si miento!
Triss Merigold tembló, se volvió, intentando atravesar con la mirada la masa de gente y el
humo gris que llenaba la sala principal de la taberna. Por fin se levantó de la mesa, dejando a un
lado con algo de tristeza el filete de lenguado con mantequilla de boquerones, la especialidad local
y una verdadera delicatessen. Al fin y al cabo no vagabundeaba por las tabernas y colmados de
Bremervoord para comer delicatessen, sino para conseguir información. Aparte de ello tenía que
cuidar su línea.
El grupillo de gente en el que le tocó meterse era ya denso y consistente. Los habitantes de
Bremervoord gustaban de las narraciones y no dejaban pasar ocasión alguna de escuchar una
nueva. Y los numerosos marineros que andaban por allí nunca decepcionaban a nadie, siempre
contaban con un repertorio nuevo y reciente de fábulas y chilindrinas. Por supuesto, en la mayor
parte de los casos, mentiras, pero esto no tenía la menor importancia. Una narración es una
narración. Tiene sus leyes.
La que estaba precisamente entonces hablando, y que había mencionado a Yennefer, era una
pescadora de las islas Skellige, corpulenta, ancha de espalda, de pelo corto, vestida como sus
cuatro camaradas con un chaleco hecho de piel de narval pulida hasta hacerla brillar.
—Fue el decimonoveno día del mes de agosto, a la mañana, tras la segunda noche de luna
llena —continuó la isleña su narración al tiempo que se llevaba una jarra de cerveza a los labios.
Su mano, como advirtió Triss, era del color de un ladrillo viejo, y su brazo desnudo, de músculos
muy ceñidos, era de por lo menos unas veinte pulgadas de diámetro. Triss tenía veintidós pulgadas
en el talle.
—Muy tempranito —siguió la pescadora, pasando sus ojos por los rostros del público— salió
al mar nuestra barcaza, al sur entre An Skellig y Spikeroog, en el criadero de ostras ande solemos
poner las redes para el salmón. Prisas habíamos, y muchas, que apuntaba tormenta, el cielo
volvíase negro por poniente. Había de sacarse el salmón de las redes pues si no, como sabéis,
cuando se puede de nuevo uno echar al mar tras la tormenta, en las redes no quedan más que testas
podrías, recomías, toda la pesca vase al garete.
El público, casi todos habitantes de Bremervoord y Cidaris, que en su mayoría se sustentaban
del mar y de él dependían, asintieron y murmuraron con aprobación. Triss por lo general sólo veía
los salmones en forma de lonchas de color rosa, pero también asintió y murmuró porque no quería
hacerse notar. Estaba allí en misión secreta.
—Navegábamos… —siguió la pescadora, terminando su jarra y dando señas de que cualquiera
de los que escuchaba podía invitarla a otra—. Navegábamos y recogíamos las redes hasta que de
pronto va Gudrun, la hija de Sturli, y échase a gritar a pleno pulmón. ¡Y señala con el dedo por la
proa! Miramos, y hete aquí que algo vuela por el aire, ¡y no es un pájaro! El corazón me se quedó
parao al punto, pos pensé que un viverno o un grifo chico, que a veces vuelan hasta Spikeroog,
bien es cierto que prencipalmente en invierno, máxime cuando sopla el viento de poniente. ¡Mas
tratábase de algo negro: chuff y al agua! Y de la ola: ¡a tomar por culo! Derechito a nuestra red. Se
enreda en la red y sarrevuelve en el agua como una foca, y al punto nosotras a una, las que éramos,
y éramos ocho mozas, hale, a tirar y sube que te sube aquello a la cubierta. ¡Y entonces sí que la
boca se nos quedó de par en par! ¡Pos resultó ser una hembra! Con un vestido negro y negra ella
como ala de cuervo. Enredá en la red, entre dos salmones, de los cuales uno, que me muera si
miento, ¡tenía cuarenta y dos libras y media!
La pescadora de Skellige sopló la espuma de la cerveza y dio un gran trago. Ninguno de los
oyentes hizo comentario alguno ni mostró su incredulidad, aunque ni los más ancianos recordaban
que alguien hubiera pescado jamás un salmón de tan imponente tamaño.
—La morena de la red —continuó la isleña— tose, escupe agua marina y se limpia, y Gudrun,
nerviosa, que anda en estado de buena esperanza, va y grita: «¡Kelpa! ¡Kelpa! ¡Havfrue!». ¡Y
hasta el más necio podía ver que no era kelpa, pos una kelpa hubiera ya rato antes rompido la red,
ríete tú de que se dejara la monstrua de guindarse a la barca! ¡Y tampoco havfrue, pos no tenía
cola de pez y la ama del mar acostumbra a tener cola de pescado! ¡Y al fin y al cabo despeñóse de
los cielos al mar!, ¿y acaso alguien viera que la kelpa o la havfrue vuele por los cielos? Pero
Skadi, la hija de Una, que siempre se caldea, también se lio a gritos, que si «¡kelpa, kelpa!», ¡y va
y agarra el gancho! ¡Y con el gancho que se me va a la red! ¡Y de la red va y sale un relámpago y
la Skadi que chillotea! ¡Y el gancho a la izquierda, ella a la derecha, que reviente si miento, pegó
tres botes y pataplaf con el culo en la cubierta! ¡Ja, y vierase que la hechicera aquella de la red
más mala era que una medusa, una escorpena o una angula! ¡Y pa colmo la meiga va y se pone a
gritar y decir que si puta, puta, que daba miedo! ¡Y de la red sale un silboteo, una peste, unos
humos que pa qué, pues ella habíase puesto a hacer sus magias! Y vimos que no era cosa de poca
monta…
La isleña apuró la jarra y sin dudarlo se lanzó a por la siguiente.
—¡No es cosa de poca monta cazar a una maga con una red! —lanzó un fuerte regüeldo, se
limpió la nariz y los labios—. ¡Y nos vemos que de la magia de los güevos, que me muera si
miento, hasta la barca échase a columpiarse! ¡Tiempo no había de aflojar! Britta, la hija de Keran,
apretó la red con el bichero, y yo mesma eché mano a un remo y, ¡zumba! ¡Zumba, zumba!
La cerveza salpicó bien alto y se derramó por la mesa, unas cuantas jarras se volcaron y
cayeron al suelo. Los oyentes se limpiaron las mejillas y las cejas pero nadie emitió palabra
alguna de acusación o advertencia. Una narración es una narración. Tiene sus leyes.
—La meiga antendió bien con quién se las había. —La pescadora irguió el poderoso busto y
miró retadora a su alrededor—. ¡Con las mozas de Skellige no ha lugar a chacota! Dijo que se nos
entregaba de buena fe y apalabró no echar hechizos ni conjuros. Y su nombre pronunciara:
Yennefer de Vengerberg.
Los oyentes murmuraron. Apenas habían pasado dos meses desde los sucesos de la isla de
Thanedd, se recordaban los nombres de los traidores comprados por Nilfgaard. El nombre de la
famosa Yennefer también.
—La condujimos —continuó la isleña— a Ard Skellig, a Kaer Trolde, al Jarl Crach an Craite.
Y no la viera yo más. El Jarl estaba en un periplo, dicen que a su vuelta recibió a la maga al pronto
muy áspero, mas luego diola un trato afable y cordial. Hummm… Y yo no más que esperaba que
la hechicera me adobara una sorpresilla por lo de que la diera con el remo. Juzgué que se quejaría
de mí al Jarl. Mas no. Ni mu que no dijo, no me acusó. Una hembra de honor. Aluego, cuando se
mató, hasta pena que me diera…
—¿Qué Yennefer ha muerto? —gritó Triss, olvidando con la impresión su incógnito y lo
secreto de la misión—. ¿Qué Yennefer de Vengerberg ha muerto?
—Cierto, muerta está. —La pescadora apuró la cerveza—. Muerta está como esta caballa. Con
sus propios hechizos se mató, haciendo sus artes mágicas. Bien poquito hace de ello, el último día
de agosto, justo antes de la luna nueva. Mas eso es ya otra historia…

—¡Jaskier! ¡No te duermas en la silla!


—¡Yo no duermo, yo reflexiono!

Así que, querido lector, íbamos por los bosques de los Tras Ríos en dirección al sur, hacia Caed
Dhu, buscando a los druidas, que habían de ayudarnos a encontrar a Ciri. Os contaré cómo fue
esto. Mas en primer lugar, en favor de la verdad historiográfica, he de describir a nuestra
cuadrilla, decir algo sobre cada uno de sus miembros en particular.
El vampiro Regis tenía más de cuatrocientos años. Si no mentía, esto había de significar que
era el mayor de todos nosotros. Claro, podría ser una trola común y corriente: ¿quién iba a ser
capaz de comprobarlo? Sin embargo, yo prefería apostar a que nuestro vampiro era franco,
puesto que declaraba también que había dejado de propia voluntad y para siempre de chupar
sangre humana, declaración la cual nos permitía de algún modo dormir tranquilos en los vivaques
nocturnos. Advertí que al principio Milva y Cahir acostumbraban después de despertarse
temerosos y desasosegados a masajearse el pescuezo, pero pronto dejaron de hacerlo. El vampiro
Regis era o parecía ser un vampiro completamente honorable. Si decía que no iba a chupar la
sangre, pues no la chupaba.
Sin embargo, tenía sus defectos, que no procedían además de su naturaleza vampírica. Regis
era un intelectual y le gustaba sobremanera demostrarlo. Poseía la exasperante costumbre de
expresar aseveraciones y verdades con tono de profeta, a lo que pronto dejamos de reaccionar,
puesto que las aseveraciones expresadas eran o verdades ciertas, o tenían pinta de ser verdad, o
no se podían comprobar, lo que al fin y al cabo era lo mismo. Verdaderamente insoportable
resultaba, sin embargo, la forma en que Regis respondía a las preguntas antes de que el que
preguntaba hubiera terminado de formular su pregunta, a veces incluso antes de que el que
preguntaba hubiera tenido tiempo siquiera de comenzar a formularla. Yo tengo para mí que esta
al parecer muestra de una inteligencia elevada era más bien síntoma de arrogancia y chulería, y
estas cualidades, adecuadas para los ambientes universitarios o para los círculos palaciegos, son
difíciles de soportar en un grupo con el que se viaja todo el día hombro con hombro y por la
noche se duerme bajo la misma manta. Sin embargo, no se llegó a un enfrentamiento más agudo
gracias a Milva. A diferencia de Geralt y de Cahir, cuyo oportunismo nato a todas luces les hacía
adaptarse a las maneras del vampiro e incluso competir con él en ello, la arquera Milva prefería
medios sencillos y sin pretensiones. Cuando, por tercera vez, Regis le emitió la respuesta a su
pregunta en mitad de la frase, lo insultó gravemente, usando de palabras y expresiones que
habrían sido capaces de sacarle los colores de vergüenza incluso a un soldado viejo. Lo curioso
es que tuvo resultado: el vampiro abandonó sus exasperantes formas en un abrir y cerrar de ojos.
De lo que resulta que la defensa más efectiva contra la dominación intelectual es un buen
rapapolvo al intelectual que intenta dominar.
Milva, me parece, sufrió mucho a causa de su trágico accidente y de su pérdida. Escribo «me
parece», puesto que soy consciente de que, siendo un hombre, no puedo imaginarme en modo
alguno lo que significa para una mujer un accidente de este tipo y una pérdida así. Aunque soy
poeta y hombre de letras, incluso mi imaginación bien entrenada y educada fracasa en esto y no
sirve de nada.
La arquera recuperó muy pronto la forma física, pero con la psíquica era peor. Sucedía que
durante todo un día, del alba al ocaso, no decía palabra alguna. Solía desaparecer y mantenerse
al margen, lo que a todos nos alarmaba un poco. Hasta que por fin llegó el punto de inflexión.
Milva reaccionó como una dríada o un elfo, bruscamente, impulsivamente y sin explicaciones.
Una mañana, ante nuestros ojos, tomó un cuchillo y sin decir palabra se cortó las dos trenzas a la
altura del cuello. «No pertenece, en no siendo doncella», dijo al ver nuestras bocas abiertas de
par en par. «Mas y en no siendo viuda tampoco», añadió, «acábase el luto también». Desde aquel
momento fue ya la misma que antes: ceñuda, mordaz, deslenguada y veloz para emitir palabras
groseras. De lo que dedujimos que, afortunadamente, había superado la crisis.

El tercero, y no menos extraño miembro de nuestra cuadrilla era el nilfgaardiano al que le gustaba
demostrar que no era nilfgaardiano. Se llamaba, por lo que decía, Cahir Mawr Dyffryn aep
Ceallach…
—Cahir Mawr Dyffryn, hijo de Ceallach —afirmó en voz alta Jaskier, al tiempo que apuntaba
al nilfgaardiano con un lapicerillo—. Hay muchas cosas que no me gustan, que incluso no soporto,
con las que me he tenido que avenir en esta ilustre compañía. ¡Pero no con todo! ¡No aguanto
cuando alguien me mira por encima del hombro cuando estoy escribiendo! ¡Y no pienso avenirme
a ello!
El nilfgaardiano se alejó del poeta. Al cabo de un instante de reflexión agarró su silla, su
pellejo y su manta y se colocó junto a Milva, quien fingía dormitar.
—Lo siento —dijo—. Perdóname una y cien veces, Jaskier. Te miré inconscientemente, por
pura curiosidad. Pensaba que estabas pintando un mapa o que hacías cuentas…
—¡No soy un contable! —El poeta se levantó, tanto en sentido figurado como en el literal—.
¡Ni tampoco cartógrafo! ¡E incluso si lo fuera esto no justifica el meter las narices en mis
apuntes!
—Ya he pedido perdón —le recordó Cahir con voz seca, mientras colocaba el lecho en su
nuevo lugar—. Con muchas cosas me he avenido en esta ilustre compañía y a muchas me he
acostumbrado. Pero pedir perdón sigo haciéndolo sólo una vez.
—En verdad, Jaskier. —El brujo se inmiscuyó, de forma completamente inesperada para
todos, incluso para sí mismo, tomando partido por el joven nilfgaardiano—. Te has vuelto
tremendamente susceptible. Y no se puede dejar de advertir que esto tiene algo que ver con los
papeles que no hace mucho comenzaste a ensuciar en los vivaques con ayuda de un trozo de lápiz.
—Cierto —confirmó el vampiro Regis mientras arrojaba al fuego unas ramas de abedul—.
Susceptible se volvió últimamente nuestro maestro, además de enigmático, discreto y buscador de
soledades. Oh, no, al menos durante la satisfacción de sus necesidades naturales no le molestan los
testigos, lo que, al fin y al cabo, en nuestra situación no ha de extrañar. Su tímida reserva y su
susceptibilidad a las miradas ajenas se refieren exclusivamente a esos papeles escritos con letra
menuda. ¿Acaso en nuestra presencia ha surgido un poema? ¿Una rapsodia? ¿Una epopeya? ¿Un
romance? ¿Una canción?
—No —negó Geralt, acercándose al fuego y cubriéndose las espaldas con una gualdrapa—. Yo
lo conozco. No se puede tratar de líricas, puesto que no maldice, no murmura y no cuenta sílabas
con los dedos. Escribe en silencio, así que se trata de prosa.
—¡Prosa! —El vampiro dejó que brillaran las puntas de sus colmillos, lo que por lo general
intentaba no hacer—. ¿Puede que una novela? ¿O un ensayo? ¿Unas fábulas? ¡Rayos, Jaskier! ¡No
nos tortures! ¡Revélanos qué estás escribiendo!
—Unas memorias.
—¿Lo qué?
—De estas notas —Jaskier les mostró un tubo lleno de papeles— surgirá la obra de mi vida.
Unas memorias que llevarán el título de Cincuenta años de poesía.
—Vaya un título idiota —afirmó Cahir ásperamente—. La poesía no tiene edad.
—Y si aceptamos que la tiene —añadió el vampiro—, entonces es decididamente mucho más
antigua.
—No lo entendéis. El título significa que el autor de la obra ha pasado cincuenta años, ni más
ni menos, al servicio de la Señora Poesía.
—En ese caso todavía es más idiota —dijo el brujo—. Tú, Jaskier, no tienes todavía ni
siquiera cuarenta años. La habilidad para escribir te la metieron a base de palos en el culo en el
parvulario del santuario, a la edad de ocho años. Incluso aceptando que escribieras rimas ya en el
parvulario, no es posible que sirvas a tu Señora Poesía más de treinta años. Pero precisamente sé
bien, porque tú mismo más de una vez me lo has dicho, que comenzaste de verdad a juntar rimas y
a componer melodías a la edad de diecinueve años, inspirado por el amor a la condesa de Stael. Lo
cual hace menos de veinte años de servicio, Jaskier. ¿De dónde entonces te has sacado esos
cincuenta del título? ¿Se trata de alguna metáfora?
—Yo —el bardo hinchó los carrillos— le marco un elevado horizonte a mis pensamientos.
Describo el presente, pero me dirijo hacia el futuro. Pienso publicar la obra que acabo de
comenzar dentro de unos veinte o treinta años y para entonces nadie va a poder poner en duda el
título que he calculado.
—Ja. Ahora lo entiendo. Si algo me asombra es la previsión. Por lo general, poco te importaba
el mañana.
—El mañana me sigue importando bien poco —anunció con altivez el poeta—. Pienso en la
posteridad. ¡Y en la eternidad!
—Desde el punto de vista de la posteridad —advirtió Regis—, no es excesivamente ético el
comenzar a escribir ahora, haciendo acopio. La posteridad tiene derecho a esperar bajo tal título
una obra escrita con una verdadera perspectiva de medio siglo, por una persona que de verdad
tenga un acervo de medio siglo de conocimientos y experiencia…
—Alguien cuya experiencia sea de medio siglo —le interrumpió Jaskier sin ceremonias— ha
de ser por la misma naturaleza de las cosas un abuelete podrido de setenta años con el cerebro
erosionado por la arpía de la esclerosis. Éste lo que ha de hacer es quedarse sentadito en la
veranda y tirarse peos al viento, y no dictar memorias, pues la gente sólo hará que reírse. Yo no
cometeré ese error, escribiré mis recuerdos con antelación, mientras me halle en total posesión de
mis fuerzas creativas. Luego, antes de editarlas, no introduciré más que pequeños arreglos
cosméticos.
—Tiene sus ventajas. —Geralt se masajeó la rodilla que le dolía y la dobló con cuidado—.
Especialmente para nosotros. Porque aunque sin duda figuramos en su obra, aunque sin duda nos
habrá puesto verdes, dentro de medio siglo no nos va a importar nada de nada.
—¿Y qué es medio siglo? —El vampiro se sonrió—. Un instante, un pestañeo pasajero… Ah,
Jaskier, una pequeña advertencia: Medio siglo de poesía suena mejor en mi opinión que Cincuenta
años.
—No lo niego. —El trovador se inclinó sobre el papel y garabateó algo con el lápiz—.
Gracias, Regis. Por fin algo constructivo. ¿Alguien tiene algún consejo más?
—Yo tengo —habló de pronto Milva, sacando la cabeza de debajo de su manta—. ¿Pa qué
abrís así los ojos? ¿Que soy analfabruta? ¡Mas tonta no soy! Andamos de aventuras, vamos tras de
los pasos de Ciri, con el arma en la mano por países que mal nos quieren. Pudiera ser que los
papelotes ésos de Jaskier caigan en las garras de enemigos y gentes de mala fe. Y al juntarrimas
éste conocemos, que es grande bocazas y cotilla sin mesura. Así que mejor fuera que cuidado y
atención poniera en qué cosas garrapatea, pa que de tales gurrapatos no acabemos cuelgando.
—Exageras, Milva —dijo el vampiro con voz suave.
—Y yo diría que mucho —afirmó Jaskier.
—También me parece a mí que exageras —añadió Cahir inmutable—. No sé cómo será en los
países del norte, pero en el imperio el poseer manuscritos no es considerado un crimen, y la
actividad literaria no está amenazada de punición.
Geralt puso sus ojos en él y quebró con un chasquido el palito con el que estaba jugueteando.
—Pero en las ciudades conquistadas por esta nación tan cultivada las bibliotecas están
amenazadas de convertirse en humo —dijo con un tono que no era agresivo pero sí
manifiestamente sarcástico—. No importa, en cualquier caso. María, también a mí me parece que
exageras. Los papelotes de Jaskier no tienen, como de costumbre, ninguna importancia. Tampoco
para nuestra seguridad.
—¡Seguro! —La arquera se enfadó, se sentó—. ¡Yo bien lo sé! Mi padrastro, cuando el
alguacil del rey el censo hacía en nuestro pueblo, al punto ponía pies en polvorosa, se echaba al
monte y se pasaba dos semanas allá sin menear el rabo. Ande hay papeles, mejor no te quedes,
acostumbraba a decir, y al que hoy apuntan, mañana lo multan. Y verdad decía, aunque fuera de lo
más cabrón, el hideputa. ¡Ojalá que ardiendo ande por los enriemos!
Milva dejó la manta a un lado y se acercó al fuego, se le había pasado el sueño
definitivamente. Geralt advirtió que amenazaba una noche más de interminable conversación.
—Me doy cuenta de que no apreciabas a tu padrastro —advirtió Jaskier tras un instante de
silencio.
—No lo apreciaba —se oyó como Milva apretaba los dientes—. Pos marrano era. Cuando
madre no miraba, se me acercaba y me tanteaba. No hacía caso a razones, y en vistas de que el
tono no cambiaba, hablele con una vara, y cuando cayera aún le di una o dos coces, en las costillas
y en sus partes. Y aluego dos días hubo de guardar cama, sangre escupía… De modo que yo me
eché al camino, sin esperar a que sanara… Y aluego me llegaron hablillas de que la palmó. Y
madre al poco también… ¡Eh! ¡Jaskier! ¿Qué carajo andas apuntando? ¡Ni se te ocurra, ni se te
ocurra! ¿Mas no oyes qué te digo?

Extraño era que con nosotros viajara Milva, sorprendente el hecho de que nos acompañara un
vampiro. No obstante, lo más extraño —y completamente incomprensible— eran los motivos de
Cahir, el cual de ser un enemigo se había vuelto de pronto si no amigo al menos aliado. El
jovenzuelo había demostrado aquello durante la Batalla del Puente, poniéndose sin dudarlo con
la espada en la mano al lado del brujo y en contra de sus compatriotas.
Tal acto se ganó nuestra simpatía y deshizo por fin nuestras sospechas. Al escribir «nuestras»
me refiero a mí, al vampiro y a la arquera. Geralt, por su parte, aunque había luchado con Cahir
hombro con hombro, aunque había contemplado los ojos de la muerte a su lado, seguía siendo
desconfiado hacia el nilfgaardiano y no le guardaba simpatía. Intentaba, es cierto, esconder su
resentimiento, pero era —como creo que ya he comentado— una persona simple como el palo de
una alabarda, no sabía fingir y la antipatía le surgía a cada paso como una anguila de una red
agujereada.
La causa era evidente: Ciri.
El azar hizo que estuviera en la isla de Thanedd durante la luna nueva de julio, cuando se
llegó a la sangrienta lucha entre hechiceros fieles a los reyes y los traidores apoyados por
Nilfgaard. A los traidores los ayudaban los Ardillas, los elfos rebeldes, y Cahir, hijo de Ceallach.
Cahir estuvo en Thanedd, lo enviaron allí con una misión especial, tenía que capturar y raptar a
Ciri. Cuando se defendía, Ciri lo hirió; Cahir tiene una cicatriz en la mano izquierda, y cuando la
ve siempre se le secan los labios. Debió de doler aquello muchísimo y todavía no puede doblar dos
dedos.
Y después de todo esto nosotros lo salvamos, junto al Cintillas, cuando sus propios
compatriotas lo llevaban encadenado hacia un cruel castigo. ¿Por qué, pregunto, por qué pecados
querían matarlo? ¿Sólo por la derrota de Thanedd? Cahir no es muy locuaz, pero yo tengo el oído
sensible hasta para una media palabra. El muchacho no tiene todavía ni siquiera treinta, y
aparenta el aspecto de ser un oficial de alto rango del ejército nilfgaardiano. Puesto que usa de la
lengua común impecablemente, lo cual es poco habitual para un nilfgaardiano, sospecho en qué
tipo de ejército servía Cahir y por qué había avanzado tan deprisa. Y por qué le habían ordenado
una misión tan extraña. Y además en el extranjero.
Puesto que precisamente Cahir había sido quien ya una vez había intentado raptar a Ciri.
Casi cuatro años antes, durante la matanza de Cintra. Entonces por vez primera había dado
señales de vida el destino que dirigía la suerte de la muchacha.
El azar permitió que hablara de ello con Geralt. Ocurrió el tercer día después de cruzar el
Yaruga, diez días antes del equinoccio, mientras pasábamos los bosques de Tras Ríos. Aquella
conversación, aunque muy corta, tuvo un tono lleno de notas desagradables e inquietantes. Y en el
rostro y los ojos del brujo ya por entonces se dibujaba la promesa de ferocidad que estallaría
luego, en la noche del equinoccio, después de que se nos uniera la rubia Angoulême.

El brujo no miraba a Jaskier. No miraba hacia delante. Miraba las crines de Sardinilla.
—Calanthe —siguió—, poco antes de morir, extrajo un juramento a algunos caballeros. No
tenían que permitir que Ciri cayera en manos de los nilfgaardianos. Durante la huida los
caballeros resultaron muertos, y Ciri se quedó sola entre los cadáveres y los incendios, en la
trampa formada por los callejones de la ciudad ardiente. No hubiera salido con vida de aquello, de
eso no cabe duda. Pero él la encontró. Él, Cahir. La sacó de entre las garras del fuego y la muerte.
La salvó. ¡Qué heroicidad! ¡Qué nobleza!
Jaskier sujetó un poco a Pegaso. Cabalgaban por detrás, Regis, Milva y Cahir le llevaban un
cuarto de legua, pero el poeta no quería que ni siquiera una palabra de aquella conversación
llegara a los oídos de sus compañeros.
—El problema —siguió el brujo— es que nuestro Cahir fue noble porque se lo ordenaron. Fue
tan noble como un cormorán: no se tragó el pez porque tenía en la garganta un anillo. Tenía que
llevar el pez en el pico hasta su amo. No lo consiguió, así que el amo se enfureció con el
cormorán. El cormorán ahora ha caído en desgracia. ¿Acaso por ello busca la amistad y la
compañía de los peces? ¿Qué piensas, Jaskier?
El trovador se inclinó en la silla evitando una rama baja de un tilo. La rama tenía las hojas ya
completamente amarillas.
—Sin embargo, salvó su vida, tú mismo lo has dicho. Gracias a él Ciri escapó sana y salva de
Cintra.
—Y gritaba por las noches al verlo en sueños.
—Pero él fue quien la salvó. Deja ya de pensar en el pasado, Geralt. Demasiado se ha
cambiado ya, puf, cada día se cambia, pensar en el pasado no produce nada excepto pesadumbre,
la cual está claro que no te sirve de nada. Él salvó a Ciri. Un hecho fue, es y será siempre un
hecho.
Geralt apartó por fin sus ojos de las crines, alzó la cabeza. Jaskier echó un vistazo a su rostro y
rápidamente desvió la mirada hacia un lado.
—Un hecho será siempre un hecho —repitió el brujo con una fea voz metálica—. ¡Oh, sí! Él
me gritó ese hecho a la cara en Thanedd, y la voz se le ahogaba en la garganta del miedo, porque
estaba mirando a la hoja de mi espada. Aquel hecho y aquel grito eran razones para que no le
matara. En fin, resultó ser así y creo que no cambiará. Y una pena. Porque entonces, allá en
Thanedd, había que haber comenzado una cadena. Una larga cadena de muerte, una cadena de
venganza, sobre la que todavía cuando hubieran pasado cien años siguieran corriendo leyendas.
Unas leyendas tales que se tuviera miedo de escucharlas en la oscuridad. ¿Lo entiendes, Jaskier?
—No mucho.
—Entonces vete al diablo.

La conversación fue horrible y horrible tenía entonces el brujo la jeta. Oh, no me gustaba cuando
caía en aquellos humores y se ponía de aquellos modos.
He de reconocer, sin embargo, que la pintoresca comparación con el cormorán cumplió su
papel: comencé a inquietarme. ¡Un pez en el pico, al que se lo lleva allí donde lo ahogan, lo
limpian y lo fríen! Una analogía verdaderamente divertida, una perspectiva alegre…
Pero la razón rechazaba aquellas aprensiones. Al fin y al cabo, para seguir con la metáfora
del pez, ¿quiénes éramos nosotros? Sardinillas, pequeñas y espinosas sardinillas. El cormorán
Cahir no puede contar con recuperar la benevolencia real a cambio de una pesca tan escasa… Él
mismo tampoco era, con toda seguridad, el lucio grande que intentaba aparentar. Era una
sardinilla, como nosotros. En tiempos en los que la guerra arrasaba como un arado de hierro
tanto la tierra como la suerte de los hombres, ¿quién iba a prestar atención a las sardinillas?
Apuesto la cabeza a que en Nilfgaard ya nadie se acuerda de Cahir.

Vattier de Rideaux, jefe de los servicios secretos militares de Nilfgaard, escuchaba la reprimenda
imperial con la cabeza gacha.
—Así es —siguió con tono venenoso Emhyr var Emreis—. Una institución que devora tres
veces tanto dinero del presupuesto del estado como la educación, la cultura y el arte juntos no es
capaz de encontrar a una sola persona. Esta persona, puf, desaparece de pronto, se esconde, aunque
yo conceda cifras astronómicas a una institución ante la que no tiene derecho a esconderse. Una
persona culpable de traición se burla a plena luz del día de la institución a la que di suficientes
privilegios y medios como para que pudiera quitarles el sueño hasta a quienes son inocentes. Oh,
puedes creerme, Vattier, cuando la próxima vez se comience a hablar en el consejo de la necesidad
de recortar fondos a los servicios secretos, escucharé con gusto. ¡Puedes creerme!
—Vuestra majestad imperial —Vattier de Rideaux carraspeó— tomará, no lo dudo, la decisión
adecuada, después de sopesar todos los pros y contras. Tanto los fracasos como los éxitos del
servicio secreto. Vuestra majestad también puede estar seguro de que el traidor Cahir aep Ceallach
no escapará a su castigo. He emprendido unos intentos…
—No os pago por emprender, sino por el resultado de tales intentos. Hasta ahora estos son
míseros. ¡Míseros, Vattier! ¿Qué pasa con Vilgefortz? ¿Dónde diablos está Cirilla? ¿Qué
murmuras? ¡Más fuerte!
—Pienso que vuestra majestad debiera casarse con esa muchacha que tenemos custodiada en
Darn Rowan. Nos es necesaria esta boda, la legalidad del feudo soberano de Cintra, la pacificación
de las islas Skellige y de los rebeldes de Attre, Strept, Mag Turga y Los Taludes. Nos es precisa
una amnistía general, tranquilidad en la retaguardia y en las líneas de abastecimiento… Nos es
precisa la neutralidad de Esterad Thyssen de Kovir.
—Lo sé. Pero la de Darn Rowan no es la verdadera. No puedo casarme con ella.
—Vuestra majestad imperial me perdone, pero, ¿acaso tiene alguna importancia que no sea la
verdadera? La situación política precisa de unas bodas festivas. Y urgentemente. La novia irá
cubierta por un velo. Y cuando por fin encontremos a la verdadera Cirilla, simplemente se…
cambia a la desposada.
—¿Te has vuelto loco, Vattier?
—La falsa se ha hecho ver aquí de pasada. A la verdadera no la ha visto nadie en Cintra desde
hace cuatro años; al fin y al cabo, se dice que ella pasaba más tiempo en las Skellige que en la
propia Cintra. Garantizo que nadie se dará cuenta del cambio.
—¡No!
—Emperador…
—¡No, Vattier! ¡Encuéntrame a la verdadera Ciri! Moved por fin el culo. Encuéntrame a Ciri.
Encuéntrame a Cahir. Y a Vilgefortz. Sobre todo a Vilgefortz. Porque él tiene a Ciri, estoy
seguro…
—Vuestra majestad imperial…
—¡Te escucho, Vattier! ¡Estoy escuchando todo el tiempo!
—Durante un tiempo tuve la sospecha de que el así llamado asunto Vilgefortz no era más que
una provocación común y corriente. Que el hechicero resultó muerto o ha sido capturado y la
espectacular y ruidosa persecución sirve a Dijkstra para denigrarnos y justificar una represión
sangrienta.
—Yo también tenía la misma sospecha.
—Y sin embargo… En Redania no se hizo público, pero sé por mis agentes que Dijkstra halló
uno de los escondites de Vilgefortz y en él pruebas de que el hechicero llevaba a cabo bestiales
experimentos en seres humanos. Más concretamente en los fetos de las personas… y en las
mujeres embarazadas. Así que si Vilgefortz tenía a Cirilla, entonces me temo que el seguir
buscándola…
—¡Calla, diablos!
—Por otro lado —Vattier de Rideaux habló con rapidez al contemplar el rostro iracundo y
furioso del emperador—, todo esto también podría ser simple desinformación. Para hacer
aborrecer al hechicero. Le pega muy bien a Dijkstra.
—¡Tenéis que encontrar a Vilgefortz y quitarle a Ciri! ¡Voto a bríos! ¡No divaguéis ni hiléis
suposiciones! ¡Dónde está Autillo! ¿Todavía en Geso? ¡Pues si al parecer ya ha mirado allí debajo
de cada piedra y rebuscado en cada agujero en el suelo! ¡Pues si al parecer la muchacha no está
allí ni nunca ha estado! ¡Pues si el astrólogo se equivocó o miente! Todo esto son citas de sus
informes. Entonces, ¿qué hace allí?
—El coronel Skellen, me atrevo a advertir, emprende acciones no demasiado claras… Su
destacamento, el que vuestra majestad imperial le ordenó organizar, lo recluta en Maecht, en el
fuerte Rocayne, donde ha instalado su base. Este destacamento, me permito añadir, es una banda
bastante sospechosa. Y aparte de ello, resulta también sumamente grave que el señor Skellen hacia
final de agosto contratara a un famoso asesino a sueldo…
—¿Qué?
—Contrató a un esbirro a sueldo con orden de liquidar a una cuadrilla de bandidos que pulula
por Geso, cosa en sí digna de alabanza, pero, ¿acaso esto es una tarea propia para un coronel del
emperador?
—¿No está hablando la envidia a través de ti, Vattier? ¿Y no es ella la que te aporta ese
apasionamiento y ese fervor?
—Afirmo únicamente hechos probados, vuestra majestad.
—Hechos —el emperador se levantó de pronto— son lo que yo quiero ver. Me he cansado ya
de oír hablar de ellos.

Había sido un día verdaderamente duro. Vattier de Rideaux estaba cansado. Es verdad que tenía
todavía en su programa del día una o dos horas de trabajo de oficina, con el objetivo de evitar que
acabara ahogado en el mar de los papeles no resueltos, pero sólo de pensarlo se echaba a temblar.
No, pensó, nada a la fuerza. No me pondré a trabajar. Me iré a casa… No, a casa no. Allá estará
esperando la mujer. Iré a ver a Cantarella. A la dulce Cantarella, junto a la que se descansa tan
bien.
No se lo pensó mucho tiempo. Simplemente se levantó, tomó la capa y salió, deteniendo con
un gesto de aversión al secretario que le intentaba colocar una carpeta de guadamecí con
documentos urgentes para firmar. ¡Mañana! ¡Mañana será otro día!
Dejó el palacio por una salida trasera, por la parte de los jardines, anduvo a través de un paseo
rodeado de cipreses. Pasó junto al estanque en el que vivía una carpa que había alcanzado la
provecta edad de ciento treinta y dos años y que había soltado allí el emperador Torres, como
atestiguaba una medalla conmemoratoria de oro clavada en las agallas del enorme pez.
—Buenas tardes, vizconde.
Vattier, con un corto movimiento de la muñeca, liberó el estilete que llevaba escondido en la
manga. La propia empuñadura se le deslizó en la mano.
—Mucho te arriesgas, Rience —dijo con voz gélida—. Mucho te arriesgas mostrando en
Nilfgaard tu cara quemada. Incluso en forma de teleproyección mágica.
—¿Te has dado cuenta? Y Vilgefortz me garantizó que si no lo tocabas no ibas a adivinar que
se trataba de una ilusión.
Vattier guardó el estilete. No había adivinado en absoluto que fuera una ilusión. Pero ahora ya
lo sabía.
—Eres demasiado cobarde como para mostrar aquí tu propia persona, Rience —dijo—. Sabes
muy bien lo que te esperaría en ese caso.
—¿El emperador sigue estando tan enfadado conmigo? ¿Y con mi maestro Vilgefortz?
—Tu descaro me desarma.
—Al diablo, Vattier. Te aseguro que seguimos estando de vuestro lado, yo y Vilgefortz.
Bueno, lo reconozco, os engañamos, os dimos a la falsa Cirilla, pero fue de buena fe, que me
ahorquen si miento. Vilgefortz pensó que, dado que la verdadera había desaparecido, sería mejor
una falsa que ninguna. Pensábamos que os daba igual…
—Tu descaro ha dejado de desarmarme, ahora comienza a insultarme. No tengo intenciones de
perder el tiempo de cháchara con un espejismo que me insulta. Cuando te alcance por fin en tu
verdadera figura, conversaremos, y bastante tiempo, te lo prometo. Hasta entonces… Apage,
Rience.
—No te reconozco, Vattier. En otros tiempos, aunque se te apareciera el propio diablo, antes
del exorcismo no hubieras omitido investigar si por casualidad no se podía sacar algo de él.
Vattier no le honró a la ilusión con una mirada, en vez de ello observó la carpa envuelta en
algas, que agitaba perezosamente el légamo del estanque.
—¿Sacar? —repitió por fin, inflando los labios en gesto de desprecio—. ¿De ti? ¿Y qué me
podrás dar? ¿A la verdadera Cirilla? ¿Puede que a tu patrón, Vilgefortz? ¿A Cahir aep Ceallach?
—¡Stop! —La ilusión de Rience alzó una ilusoria mano—. Lo has dicho.
—¿Qué he dicho?
—Cahir. Te daremos la cabeza de Cahir. Yo y mi maestro Vilgefortz…
—Apiádate, Rience —bufó Vattier—. Dale la vuelta a la sucesión.
—Como quieras. Vilgefortz, con mi modesta ayuda, os dará la cabeza de Cahir, hijo de
Ceallach. Sabemos dónde está, lo podemos agarrar en un pis pas, a voluntad.
—Si disponéis de tal posibilidad, venga, venga. ¿Tan buenos enchufes tenéis en el ejército de
la reina Meve?
—¿Me estás probando? —Rience frunció el ceño—. ¿O de verdad no lo sabes? Creo que esto
último. Cahir, mi querido vizconde, está… Nosotros sabemos dónde está. Sabemos adonde se
dirige, sabemos en compañía de quién. ¿Quieres su cabeza? La tendrás.
—Una cabeza —Vattier sonrió— que no va a poder contar lo que de verdad sucedió en
Thanedd.
—Creo que será mejor así —dijo Rience con cinismo—. ¿Para qué dar a Cahir la posibilidad
de hablar? Nuestra tarea es aliviar y no profundizar las animosidades entre Vilgefortz y el
emperador. Te proporcionaré la cabeza callada de Cahir aep Ceallach. Lo arreglaremos de tal
modo que parecerá un mérito tuyo y solamente tuyo. Entrega en las próximas tres semanas.
La carpa prehistórica del estanque abanicaba el agua con las aletas caudales. El animal, pensó
Vattier, tiene que ser muy inteligente. Pero, ¿para qué tanta sabiduría? Todo el tiempo el mismo
légamo y los mismos nenúfares.
—¿Tu precio, Rience?
—Una cosilla de nada. ¿Dónde está Stefan Skellen y qué está tramando?

—Le dije lo que quería saber. —Vattier de Rideaux se estiró sobre los almohadones, mientras
jugueteaba con un rizo de los dorados cabellos de Carthia van Canten—. Ves, bonita, hay que
ocuparse de ciertos asuntos siempre con inteligencia. Y con inteligencia significa conformándose.
Si se actúa de otra manera, uno no tiene nada. Sólo agua podrida y légamo en el estanque. ¿Y qué
más da si el estanque es de mármol y está a tres pasos del palacio? ¿No tengo razón, bonita?
Carthia van Canten, llamada cariñosamente Cantarella, no respondió. Vattier tampoco
esperaba respuesta. La muchacha tenía dieciocho años y —para decirlo con delicadeza— no era
precisamente un genio. Sus intereses —por lo menos por el momento— se limitaban a hacer el
amor con —por lo menos por el momento— Vattier. En asuntos sexuales era Cantarella todo un
talento natural que aunaba pasión y compromiso con técnica y arte. Sin embargo, no era eso lo
más importante.
Cantarella hablaba poco y raras veces, a cambio sabía escuchar con gusto. Con Cantarella
podía uno hablar lo que se quería, descansar, relajar la mente y regenerar la psiquis.
—En este servicio uno no puede más que esperarse reprimendas —dijo con énfasis Vattier—.
¡Porque no he encontrado a una tal Cirilla! ¿Y el que gracias al trabajo de mis hombres el ejército
alcance éxitos es poco? ¿Y el que el estado mayor conozca cada movimiento del enemigo no es
nada? ¿Y poco el que esa fortaleza que hubiéramos tenido que cercar durante semanas la abrieran
mis agentes para los ejércitos del imperio? Pero no, eso nadie lo alaba. ¡Lo que importa es una tal
Cirilla!
Resoplando de rabia, Vattier de Rideaux tomó de las manos de Cantarella una copa llena del
estupendo Est Est de Toussaint, vino de una añada que recordaba los tiempos en que el emperador
Emhyr var Emreis era pequeño, apartado de los derechos al trono y un muchacho terriblemente
herido, y Vattier de Rideaux era un oficial del servicio secreto joven y sin importancia en la
jerarquía.
Aquél fue un buen año. Para el vino.
Vattier dio un trago, jugueteó con los bien formados pechos de Cantarella y continuó narrando.
Cantarella sabía escuchar.
—Stefan Skellen, bonita —murmuró el jefe de los servicios secretos imperiales— es un
chanchullero y un conspirador. Pero yo voy a enterarme de lo que anda maquinando antes de que
le alcance Rience… Ya tengo allí a uno de los míos… Muy cerca de Skellen… Muy cerca…
Cantarella desató el cinturón del batín de Vattier, se inclinó. Vattier percibió su respiración y
gimió adelantando el placer. Talento, pensó. Y luego los suaves y calientes roces de unos labios de
terciopelo le expulsaron de la cabeza todos los pensamientos.
Carthia van Canten despacito, hábilmente y con talento le proporcionó placer a Vattier de
Rideaux, jefe de los servicios secretos imperiales. No era en cualquier caso el único talento de
Carthia. Pero Vattier de Rideaux no tenía ni idea de ello.
No sabía que, pese a las apariencias, Carthia van Canten disponía de un memoria perfecta y de
una inteligencia aguda como una navaja.
Al día siguiente Carthia le transmitió a la hechicera Assir var Anahid todo lo que le había
contado Vattier, cada información, cada palabra que pronunciara junto a ella.

Sí, apuesto la cabeza a que en Nilfgaard ya todos habían olvidado a Cahir, incluyendo a su
prometida, si es que la tenía.
Pero de ello hablaremos más tarde; de momento retrocederemos hasta el día y el lugar por
donde vadeamos el Yaruga. Avanzábamos tan deprisa como era posible hacia el este: queríamos
llegar a los alrededores del Bosque Negro, llamado en la Vieja Lengua Caed Dhu. Allí habitaban
los druidas que serían capaces de pronosticar el lugar de permanencia de Ciri, quizá augurar tal
lugar mediante los extraños sueños que acosaban a Geralt. Cabalgábamos a través de los bosques
de los Tras Ríos Altos, llamados también los Ribazos Diestros, un país silvestre y casi despoblado
situado entre el Yaruga y un país situado al pie de los Montes de Amell llamado Los Taludes, que
lindaba por el oriente con el valle de Dol Angra y por el occidente con una llanura pantanosa de
cuyo nombre no quiero acordarme.
Nunca nadie se había interesado en demasía por aquel país, así que tampoco se sabía a
ciencia cierta a quién en verdad pertenecía ni quién lo gobernaba. Algo de culpa de ello tenían
los señores de Temeria, Sodden, Cintra y Rivia, quienes con diversos efectos habían considerado
los Ribazos como feudo de la propia corona y quienes en ocasiones habían probado a hacer valer
sus razones a fuego y espada. Y luego vinieron los ejércitos nilfgaardianos de detrás de los
Montes de Amell y nadie más tuvo nada que decir. Ni duda alguna sobre derechos feudales ni
propiedad de la tierra. Todo lo que había al sur del Yaruga pertenecía al imperio. En el momento
en el que escribo estas palabras, también pertenecen al imperio ya muchas leguas de tierras al
norte del Yaruga. Por falta de informaciones más concretas no sé cuántas ni lo lejos que están
situadas hacia el norte.
Volviendo a los Tras Ríos, permíteme, querido lector, una digresión relacionada con los
procesos históricos: la historia de cierto territorio a menudo se crea y se construye deforma un
tanto casual, como un producto colateral de fuerzas externas. La historia de un país dado a
menudo es construida por quienes no pertenecen a él. Los forasteros son, de este modo, causa; sin
embargo, los efectos los padecen siempre e inalterablemente los lugareños.
A los Tras Ríos tal ley les afectaba en toda su extensión.
Los Tras Ríos tenían su propia población, trasrrieros autóctonos. Aquellas continuas y
duraderas guerras y luchas los convirtieron en mendigos y los obligaron a emigrar. Las aldeas y
los pueblos ardieron, las ruinas de los jardines y los campos transformados en barbechos fueron
devorados por el bosque. El comercio se hundió, las caravanas evitaban las arruinadas sendas y
carreteras. Aquellos pocos de los trasrrieros que se quedaron se convirtieron en palurdos
asilvestrados. De las raposas y de los osos no se diferenciaban más que en que llevaban
pantalones. Al menos algunos. Es decir: algunos los llevaban y algunos se diferenciaban. Eran, en
general, gentes ariscas, simples y ordinarias.
Y sin rastro alguno de sentido del humor.

La hija morena del colmenero se echó a la espalda la trenza que le estorbaba, volvió a hacer girar
la rueda con rabiosa energía. Los esfuerzos de Jaskier seguían resultando hueros, las palabras del
poeta parecía que no llegaban a la destinataria. Jaskier guiñó un ojo al resto de la compaña, fingió
que suspiraba y alzaba los ojos al techo. Pero no renunció.
—Dame —repitió, enseñando los dientes—. Dame, yo me lo daré vueltas, y tú baja al sótano a
por cerveza. Seguro que hay aquí algún escondrijo oculto y en el escondrijo un barrilete. ¿Me
equivoco, guapa?
—Ya podíais licenciar a la moza en paz, buen hombre —dijo con furia la colmenera, una
mujer alta y delgada de sorprendente belleza que andaba por la cocina—. Pos si ya sus dijo que no
fabemos ni gota cerveza.
—Y las veces que sus se ha dicho, hombre —apoyó el colmenero a su mujer al tiempo que
interrumpía la conversación con el brujo y el vampiro—. Sus vamos a facer unas tortas con
mieles, y os las trasegareis. ¡Mas dejar que la moza amuele tranquila la farina pos sin farina ni
una meiga pudiera facer las tortas! Licenciaila y que reine la paz en la sala.
—¿Has oído, Jaskier? —gritó el brujo—. Suelta a la muchacha y ocúpate de algo útil. ¡O
escribe tus memorias!
—Quiero beber. Me gustaría beber algo antes de comer. Tengo unas yerbas. Me voy a hacer
una infusión. Abuela, ¿hay en la choza agua hirviendo? Agua hirviendo, pregunto, ¿la hay?
Una viejecilla sentada junto al hogar, la madre del colmenero, levantó la vista de un calcetín
que andaba remendando.
—La hay, pajarillo, la hay —murmuró—. Sólo que fría.
Jaskier gimió, se sentó resignado a la mesa, donde la compaña platicaba con el colmenero, con
el que se habían encontrado temprano aquella mañana en el bosque. El colmenero era bajo,
rechoncho, moreno y terriblemente peludo, así que no asombraba el hecho de que, al surgir
inesperadamente de la espesura, les metiera a todos miedo en el cuerpo, puesto que le tomaron por
un licántropo. Y para que fuera todavía más gracioso, el que primero gritó «¡Lobisome,
lobisome!» fue el vampiro Regis. Hubo un pequeño alboroto, pero el asunto se aclaró pronto y el
colmenero, aunque de apariencia palurda, resultó ser hospitalario y amable. La cuadrilla aceptó su
invitación sin ceremonias para ir a su posesión. Su posesión, que en el argot de su profesión se
llamaba «posada de colmenas», estaba situada en un claro descepado, el colmenero vivía allí con
su madre, su mujer y su hija. Las dos últimas eran mujeres de una belleza poco común e incluso
algo extraña, lo que era señal evidente de que entre sus antepasadas había una dríada o una
hamadríada.
Durante la conversación en la que se enzarzaron, el colmenero dio de inmediato la impresión
de que no se podía hablar con él más que de guanotas, arnas, frezadas, posadas, ahumadas, ceras,
mieles y melazas, pero esto era sólo en apariencia.
—¿La pulítica? ¿Y qué va a pasar en la pulítica? Lo de costumbre. Ca vez hay que dar diezmos
más gordos. Tres urnas de mieles, y toa una monda de cera. Apenas respiro tengo pa dar abasto, de
sol a sol en la posada, avento las arnas… ¿a quién pago la lezda? ¿Y no habrá alma caritativa que
sepa darme razones de quién nos gobierne? Últimamente usease aquestos fablaban la lengua
nilfgaardiana. A lo visto semos agora provencia impirial o yo qué sé. Por la miel, caso que algo
mercadee, con dineros impiriales me se paga, dineros que tién la cara del impirador. Por la jeta
éste se ve que es garboso anque más bien serio, se ve al punto. Usease…
Ambos perros, el cano y el negro, se sentaron enfrente del vampiro, alzaron las cabezas y
comenzaron a aullar. La hamadríada colmenera se alejó del hogar y les atizó con la escoba.
—Mala señal es ésa —dijo el colmenero— cuando los perros otilan al pleno día. Usease…
¿De qué tenía yo que platicar?
—De los druidas de Caed Dhu.
—¡Eh! ¿A modo que to no eran chacotas, caballeros? ¿En verdad querís ir ande los druidas?
¿Sus habís cansao de la vida? Los muerdagueros agarran a to el que saventura por sus campos, lo
amarran con una soga de esparto y lo tuestan a fuego vivo.
Geralt miró a Regis, Regis le murmuró algo. Ambos conocían muy bien los rumores que
corrían sobre los druidas, todos, sin embargo, imaginarios. No obstante, Milva y Jaskier
comenzaron a escuchar con mayor interés que hasta entonces. Y con mayor preocupación.
—Los unos dicen —siguió el colmenero— que los muerdagueros ándanse vengando de que los
nilfgaardianos primo les dieran leña, metiéndose andel santo roble de por el Dol Angra y se liaron
a darles a los druidas sin mentar el porqué. Otros hay que dicen que los druidas fueron los que
ampezaron pos pillaron a unos impiriales y les dieron tormento fasta la muerte y que Nilfgaard así
les paga con la mesma moneda. Cuála la verdá de la güena sea, nadie sabe. Mas algo es seguro, los
druidas agarran, meten en la Moza de Esparto y queman. Ir onde ellos: la muerte cierta.
—Nosotros no tenemos miedo —dijo Geralt sereno.
—Cierto. —El colmenero midió con la mirada al brujo, a Milva y a Cahir, que justamente
entonces entraban a la choza después de haberse ocupado de los caballos—. Se ve que no sois
gente cagona y más bien duchos en armas. Je, con tales como vos no da canguelo viajar…
usease… Mas no hay ya más muerdagueros en los Bosques Negros, vanos son pues vuestro
camino y vuestros trabajos. Los fechó dallá Nilfgaard, los proscribió de Caed Dhu. Ya no están
allí.
—¿Y eso?
—Pos eso. Fuyeron los muerdagueros.
—¿Y adónde?
El colmenero miró a su hamadríada, guardó un instante silencio.
—¿Adónde? —repitió el brujo.
El gato rayado del colmenero se sentó junto al vampiro y maulló penetrantemente. La
hamadríada lo echó a escobazos.
—Mala señá, cuando el gato malla en medio del día —masculló el colmenero, extrañamente
turbado—. Y los druidas… Usease… Fuyeron hacia Los Taludes. Sí. Bien digo. A Los Taludes.
—Unas buenas sesenta millas al sur —calculó Jaskier con voz suelta y hasta alegre. Pero se
calló de inmediato ante la mirada del brujo.
En el silencio que siguió sólo se pudieron escuchar los maullidos de mal agüero del gato, al
que se había expulsado a la calle.
—Al fin y al cabo —habló el vampiro—, ¿qué diferencia hay?

La mañana siguiente trajo nuevas sorpresas. Y un enigma que sin embargo halló pronta respuesta.
—Que me se lleven los diablos —dijo Milva, quien fue la primera en arrastrarse del lecho,
despierta por el barullo—. Que me cuelguen. Mira eso, Geralt.
El claro estaba lleno de gente. Al primer vistazo daba la sensación que se habían juntado gente
de cinco o seis posadas de colmenas. El ojo experto del brujo distinguió entre la multitud a
algunos tramperos y por lo menos un peguero. El grupo en conjunto había de calcularse en unos
doce varones, diez hembras, una decena de mozuelos de ambos sexos y otros tantos niños
pequeños. Como impedimenta el grupo llevaba seis carros, doce bueyes, diez vacas y cuatro
cabras, bastantes ovejas y también no pocos perros y gatos, cuyos ladridos y maullidos había que
considerar en tales ocasiones como un mal augurio.
—Me pregunto —Cahir se restregó los ojos— qué puede significar esto.
—Problemas —dijo Jaskier, al tiempo que se quitaba la paja de los cabellos. Regis guardaba
silencio, pero tenía una mueca extraña.
—Almorcen vuesas mercedes —dijo su amigo el colmenero, acercándose al vivaque en
compañía de un hombre de bastantes espaldas—. El almorzo está ya dispuesto. Gachas de leche. Y
miel… Y dejarme que sus presente: Jan Cronin, estarosta de los colmeneros…
—Encantado —mintió el brujo, sin responder a la reverencia, también porque le dolía
rabiosamente la rodilla—. Y esta banda, ¿de dónde ha salido?
—Usease… —El colmenero se rascó la sien—. Veréis, corre el invierno… Las decurias ya
están amjambradas, los bujeros fechos… Hora es ya de volver a Los Taludes, a Riedbrune…
Preparar las mieles, invernar… Mas el monte es peligroso… Solos…
El estarosta de los colmeneros carraspeó. El colmenero vio la mueca de Geralt y como que se
encogió un tanto.
—Vos sois gente armada y a caballo —jadeó—. Aguerridos y valientes, se ve al punto. Con
tales como vos no hay miedo de viajar… Y también a vos sus vendrá de perilla… Nosotros
conocemos ca vereda, ca sendero, ca carril y ca trocha… Y os alementaremos…
—Y los druidas —dijo Cahir con voz fría— se fueron de Caed Dhu. Precisamente a Los
Taludes. Vaya una extraordinaria coincidencia.
Geralt se acercó despacio al colmenero. Lo agarró con las dos manos del jubón, a la altura del
pecho. Pero al cabo de un instante se lo pensó mejor, lo soltó, le alisó la ropa. No dijo nada. No
preguntó nada. Pero el colmenero de todos modos se apresuró a explicarse.
—¡La verdad dijera! ¡Lo juro! ¡Que me trague la tierra si mintiera! ¡Los muerdagueros se
fueron de Caed Dhu! ¡Ya no andan allí!
—Y están en Los Taludes, ¿no? —gritó Geralt—. ¿Adónde tiene que ir toda vuestra chusma?
¿Adónde os queréis organizar una escolta armada? Habla, hombre. ¡Pero ten cuidado porque la
tierra está de verdad a punto de hundirse!
El colmenero bajó la vista y miró con desasosiego el suelo bajo sus pies. Geralt guardaba un
significativo silencio. Milva, entendiendo por fin lo que estaba pasando, lanzó una horrible
blasfemia. Cahir bufó despectivamente.
—¿Y? —le apremió el brujo—. ¿Adónde se han ido los druidas?
—¿Y quién, señor, lo ha de saber? —barboteó por fin el colmenero—. Mas pudiera ser que a
Los Taludes. Tan buen lugar como cualquiera otro. Adempero grande número de robles se crían en
Los Taludes y los druidas gozan del gobierno sobre los robles…
Detrás del colmenero estaban de pie ahora, aparte de Cronin, el estarosta, ambas hamadríadas,
madre e hija. Menos mal que la hija ha salido a la madre y no al padre , pensó maquinalmente el
brujo, el colmenero pega con la mujer como el culo con las témporas. Detrás de las hamadríadas,
observó, había todavía unas cuantas mujeres, bastante menos hermosas pero con parecido ruego en
la mirada.
Miró a Regis sin saber si reírse o maldecir. El vampiro se encogió de hombros.
—Para empezar —dijo—, el colmenero tiene razón, Geralt. Al fin y al cabo es muy probable
que los druidas hayan ido a Los Taludes. En verdad es un terreno muy adecuado para ellos.
—¿La tal probabilidad es, en tu opinión —la mirada del brujo era muy, muy fría—, lo
suficientemente grande como para cambiar de dirección y seguir a ciegas con éstos de aquí?
Regis volvió a encogerse de hombros.
—¿Y qué más da? Reflexiona. Los druidas no están en Caed Dhu, por lo que esa dirección ha
de ser excluida. Volver al Yaruga, por lo que me imagino, no puede ser objeto de debate. Así que
todas las restantes direcciones son igualmente buenas.
—¿De verdad? —La temperatura de la voz del brujo era similar a la temperatura de su mirada
—. ¿Y de todas las restantes, cuál, en tu opinión, sería la más indicada? ¿Ésta junto a los
colmeneros? ¿O la dirección completamente contraria? ¿Puedes definirlo en tu sabiduría sin
límites?
El vampiro se dio la vuelta en dirección al colmenero, el estarosta de los colmeneros, las
hamadríadas y las otras mujeres.
—¿Y qué es lo que tanto teméis, buenas gentes —preguntó serio—, que andáis buscando
escolta? ¿Qué es lo que os produce tanto miedo? Hablad con sinceridad.
—Oy, señor mío —gimió Jan Cronin, y en sus ojos apareció el miedo más auténtico—. ¡Y aún
preguntáis…! ¡La senda nuestra ha de descurrir por los Dólmenes Calados! ¡Y allá, señor, es
jorrible! ¡Allá, señor, hay brucolacos, portahojas, endriagos, inogis y muchas más porquerías de
ésas! No más face dos semanas que al mío yerno lo agarró una silvia en tal modo que el yerno na
más que a gañir alcanzó y adiós muy buenas. ¿Os asombra por tanto que andemos cagaos con tanta
moza y tanto crío? ¿Eh?
El vampiro miró al brujo, tenía el rostro muy serio.
—Mi sabiduría sin límites —dijo— me recomienda señalar la dirección que es más indicada
para un brujo.

Así que nos pusimos en marcha hacia el sur, hacia Los Taludes, país situado en las laderas de los
Montes de Amell. Avanzábamos en una bandada enorme en la que de todo había: jóvenes mozas,
colmeneros, tramperos, mujeres, niños, jóvenes mozas, avíos de casa y casera parafernalia,
jóvenes mozas. Y un montón, de puñetera miel. Todo estaba pegajoso de la miel de los cojones,
hasta las mozas.
La columna avanzaba a la velocidad de los pies y los carros, aunque el tempo de la marcha no
decayó porque no nos equivocamos sino que progresábamos como por una cuerda: los colmeneros
conocían el camino, las trochas y veredas entre los lagos. Y bien que vino aquella conocencia, ya
lo creo que vino bien, porque comenzó a molliznar y de pronto todo aquel maldito país de los Tras
Ríos se hundió en una niebla gruesa como la nata. Sin los colmeneros nos hubiéramos perdido sin
remedio o nos hubiéramos hundido allá en los pantanos. No tuvimos tampoco que perder tiempo ni
energía en buscar ni preparar las provisiones: se nos alimentaba tres veces al día, hasta
hartarnos, aunque no fueran muy rebuscadas las viandas. Y se nos permitía tras la comida
tumbarnos un ratillo con la tripa mirando al cielo.
En pocas palabras, era maravilloso. Hasta el brujo, aquel viejo tristón y aburrido, comenzó a
sonreír más a menudo y a alegrarse de la vida porque calculó que íbamos haciendo unas quince
millas diarias y, desde que salimos de Brokilón, ni una vez habíamos podido realizar tal proeza.
El brujo no tenía trabajo, porque aunque los Dólmenes Calados estaban tan calados que era
difícil imaginarse algo más calado, monstruo alguno no nos topamos. Oh, los fantasmas aullaban
un poco por las noches, resonaban los llantos de las silvias y bailaban los fuegos fatuos en las
ciénagas. Nada sensacional.
Un poquillo, es cierto, nos desasosegaba el que otra vez íbamos en una dirección elegida más
bien al azar y otra vez sin un objetivo bien preciso. Pero, como expresó el vampiro Regis, mejor ir
hacia delante sin objetivo que sin objetivo quedarse en el mismo sitio, y con toda seguridad
infinitamente mejor que retroceder sin objetivo.
—¡Jaskier! ¡Amarra bien ese tubo tuyo! ¡Sería una pena que el medio siglo de poesía se desatara y
se perdiera entre los juncos!
—¡No hay que temer! No se perderá, podéis estar seguros. ¡Y no dejaré que me lo arrebaten!
Todo aquél que quiera arrebatarme el tubo tendrá que pasar primero por encima de mi frío
cadáver. ¿Se puede saber, Geralt, qué es lo que provoca tu sonrisa perlada? Permite que lo
adivine… ¿Tu cretinismo de nacimiento?

Sucedió así que un equipo de arqueólogos de la Universidad de Castell Graupian, que realizaban
excavaciones en Beauclair, halló bajo una capa de carbón de leña, lo que indicaba un fuego
enorme, una capa todavía más antigua, datada en el siglo XIII. En aquella capa desenterraron una
caverna creada por restos de muros y rellena de barro y roca caliza y, dentro de ella, para grande
excitación de los científicos, descubrieron dos esqueletos humanos perfectamente conservados: un
hombre y una mujer. Junto a los esqueletos —aparte de las armas y una incontable cifra de otros
pequeños artefactos— encontraron un tubo de treinta pulgadas realizado en piel endurecida. Sobre
la piel estaba grabado un escudo de desvaídos colores que mostraba un león y un rombo. El
director del equipo, el profesor Schliemann, famoso especialista en sigilografía de los Siglos
Oscuros, identificó aquel escudo como las armas de Rivia, un reino prehistórico de localización
indeterminada.
La excitación de los arqueólogos alcanzó su punto álgido, puesto que en tales tubos en los
Siglos Oscuros solían conservarse manuscritos, y el peso del recipiente permitía sospechar que en
el interior había bastantes papeles o pergaminos. El estupendo estado del tubo permitía albergar la
esperanza de que los documentos serían legibles y arrojarían algo de luz al pasado sumido en las
tinieblas. ¡Habrían de hablar los siglos! Era aquél un increíble regalo del destino, una victoria de
la ciencia, que no hubiera estado bien destruir. A toda prisa se llamó a Castell Graupian a
lingüistas y estudiosos de las lenguas muertas y también a especialistas que supieran abrir el tubo
sin el mínimo riesgo de que se deteriorara su precioso contenido.
Entre los miembros del equipo del profesor Schliemann se extendieron en aquel momento
rumores acerca de un «tesoro». Quiso la mala suerte que tal palabra llegara a los oídos de tres
personajes contratados para trabajos de zapa conocidos como Zdyb, Cap y Kamil Ronstetter.
Convencidos de que el tubo estaba literalmente relleno de oro y joyas, los tres mencionados
zapadores se agenciaron por la noche el inestimable artefacto y huyeron con él hacia el bosque.
Allí prendieron un pequeño fuego y se sentaron a su alrededor.
—¿A qué ezperaz? —dijo Cap a Zdyb—. ¡Abre er puto tubo!
—No ze deha, el cabrón —se quejó Zdyb a Cap—. ¡Cómo ze zuheta el hihodeputa!
—¡Poz dale con loz zapatoz, al hodido hihodeputa!
La tapadera del inestimable hallazgo cedió bajo los tacones de Zdyb y su contenido cayó al
suelo.
—¡Poz vaya una putada puta! —gritó Cap asombrado—. ¿Y ezto qué ez?
La pregunta era más bien tonta, porque al primer golpe de vista se veía que eran unas resmas
de papel. Por eso, Zdyb, en vez de responder, cogió uno de los pliegos con la mano y se lo acercó a
la nariz. Durante un largo instante contempló aquellos símbolos de extraño aspecto.
—Eztá ezcrito —afirmó por fin con autoridad—. ¡Ezto zon letraz!
—¿Letraz? —aulló Kamil Ronstetter, palideciendo de miedo—. ¿Letraz ezcritaz? ¡Oh, puta
putada!
—¡Letraz ezcritaz quié decir que zon bruheríaz! —balbució Cap, con los dientes tintineándole
de miedo—. ¡Laz letraz dan mar de oho! ¡No le toqueh, la puta putada de zu puta mare! ¡Que te
puez contagiá!
Zbyd no dejó que lo repitiera dos veces, tiró el pliego de papel al fuego y se limpió
nerviosamente la mano temblorosa al pantalón. Kamil Ronstetter, de una patada, lanzó el resto de
papeles al fuego, al fin y al cabo, cualquier niño podía toparse con aquella guarrería. Luego el trío
calaveras se alejó a toda prisa de aquel lugar.
Aquel inestimable monumento de la literatura de los Siglos Oscuros ardió con una llama clara
y alta. Durante algunos instantes los siglos hablaron con el suave susurro del papel
ennegreciéndose en el fuego. Y luego las llamas se apagaron y una oscuridad impenetrable cubrió
la tierra.
Capítulo cuarto

Houvenaghel, Bominik Bombastus, †1239, se enriqueció en Ebbing


comerciando a gran escala y se asentó en Nilfgaard. Estimado por los anteriores
emperadores, fue nombrado burgrave y alcabalero de la sal venedaciano durante
el gobierno del emperador Jan Calveit, y en recompensa por los servicios
prestados se le concedió la estarostía de Neweugen. Fiel consejero del
emperador, gozaba H. de sus favores y tomó parte en cuantiosos asuntos
públicos. †1301. Estando aún en Ebbing, H. llevó a cabo una amplia actividad
caritativa, apoyando a los desposeídos y necesitados, fundó orfanatos, hospitales
y hospicios, aportó a ellos sumas no escasas. Gran amante de las bellas artes y
los deportes, fundó en la capital un teatro cómico y un estadio, los cuales ambos
llevaban su nombre. Se le considera como modelo proverbial de honradez,
rectitud y decencia de mercader.

Effenberg y Talbot, Encyclopaedia Máxima Mundi, tomo VII

—¿Nombre y apellido de la testigo?


—Selborne, Kenna. Es decir, perdón: Joanna.
—¿Profesión?
—Prestación de diversos servicios.
—¿Se permite la testigo hacer bromas? ¡Se le recuerda a la testigo que se halla ante un
tribunal imperial en un proceso por traición al estado! ¡De la declaración de la testigo depende la
vida de muchas personas, dado que la pena por traición es la muerte! Se le recuerda a la testigo
que ella misma no está ante el tribunal de propia voluntad, sino que ha sido traída desde la
ciudadela, de un lugar de reclusión, y el que vuelva allá o salga en libertad depende entre otras
cosas de sus declaraciones. El tribunal se ha permitido esta larga diatriba para hacer ver a la
testigo cuan poco adecuados son en esta sala los sainetes y los hocicos. No es que sólo sean poco
agradables, sino que también les amenazan consecuencias muy graves. A la testigo se le da medio
minuto para pensarse lo dicho. Después de ello el tribunal repetirá la pregunta.
—Ya, señor juez.
—Diríjase a nos como «noble tribunal». ¿Profesión de la testigo?
—Soy sentidora, noble tribunal. Más sobre todo acostumbro a estar al servicio de los secretas
de su majestad imperial, o sea…
—Por favor, denos respuestas cortas y concretas. Si el tribunal desea aclaraciones de mayor
calado ya las pedirá él mismo. El tribunal está al tanto del hecho de la colaboración de la testigo
con los servicios secretos imperiales. Pero para el protocolo proceda a explicar lo que significa la
expresión «sentidora» que la testigo ha usado para referirse a su profesión.
—Poseo un pe-pe-es puro, o sea, psi de primer tipo, sin posibilidad de psiquin. Dicho sea más
a lo concreto, puedo hacer tales cosas: ascudriñar pensamientos ajenos, platicar de lejos con
hechiceros, elfos u otra sentidora. Y despachar órdenes con la mente. Oseasé, forzar a alguno a
hacer lo que me venga en gana. Puedo también hacer precog, pero sólo dormida.
—Pido que conste en acta que la testigo Joanna Selborne es psiónica, posee la capacidad de
percepción extrasensorial. Es telépata y teleémpata, con la capacidad de precognición bajo
hipnosis pero no tiene capacidades telequinéticas. Se le recuerda a la testigo que el uso de la
magia y las fuerzas extrasensoriales está completamente prohibido en esta sala. Continuemos el
interrogatorio. ¿Cuándo, dónde y en qué circunstancias tuvo la testigo contacto con el asunto de
Cirilla, la princesa de Cintra?
—De que era no sé qué Cirilla sólo me enteré en la trena… O sea, en el lugar de reclusión,
alteza tribunal. Durante la investigación. Entonces me hicieron caer al cabo que se trataba de la
misma que llamaban Falka o Cintriana. Y las circunstancias fueron tales que tengo que
desembucharlas, para que esté todo claro, se entiende. Fue así: me entró en la taberna de Etolia
Dacre Silifant, oh, ése, el que está allá sentado…
—Pido que conste en acta que la testigo Joanna Selborne ha señalado al acusado Silifant sin
serle requerido. Continúe.
—Dacre, alteza tribunal, andaba reclutando a una cuadrilla… O sea, un destacamento armado.
Todos mozos y mozas de armas tomar… Dufficey Kriel, Neratin Ceka, Chloe Stitz, Andrés Fyel,
Til Echrade… Todos han muerto, señor tribunal… Y de los que sobrevivieron, la mayor parte
están aquí sentados, eh, bajo guardia…
—Por favor, diga cuándo exactamente la testigo conoció al acusado Silifant.
—El año pasado fue, en el mes de agosto, hacia el final del mes, no me acuerdo bien. En
cualquier caso, no fue en septiembre, porque septiembre se me quedó bien grabadito en la
memoria. Dacre, que no sé dónde había oído hablar de mí, dijo que le hacía falta para la cuadrilla
una sentidora, pero una que no tuviera canguelo de los hechiceros, pues habría que vérselas con
ellos. El trabajo, dijo, es para el emperador y el imperio, y a más, bien pagado, y el mando de la
cuadrilla lo tomaría el propio Autillo.
—¿Al hablar del Autillo se refiere la testigo a Stefan Skellen, coronel imperial?
—¡A él me refiero, y cómo!
—Pido que conste en acta. ¿Cuándo y dónde se encontró la testigo con el coronel Skellen?
—Ya en septiembre, el catorce, en el fuerte de Rocayne. Rocayne, alteza tribunal, es una
estación fronteriza que guarda la ruta de mercaderes que conduce de Maecht a Ebbing, Geso y
Metinna. Allá, justamente, llevó nuestra cuadrilla Dacre Silifant, con quince caballos. Así que
éramos todos veinte y dos, puesto que el resto ya estaban listos y a la espera en Rocayne,
comandados por Ola Harsheim y Bert Brigden.

El suelo de madera resonó bajo las pesadas botas, las espuelas tintinearon, entrechocaron las
hebillas.
—¡Hola, don Stefan!
Autillo no sólo no se levantó, sino que ni siquiera bajó los pies de la mesa. Tan sólo agitó la
mano, en un gesto muy señorial.
—Por fin —dijo en tono acre—. Mucho nos has hecho esperarte, Silifant.
—¿Mucho? —sonrió Dacre Silifant—. ¡Qué donaire! Me disteis, don Stefan, cuatro semanas
para que os juntara y trajera hasta vos a una tropa de los más mejores hampones que el imperio ha
dado con diferencia. ¡Para que os trajera una cuadrilla para la que reunirla en un año sería poco! Y
yo me las compuse en veintidós días. Se merece un cumplido, ¿no?
—Guardaremos los cumplidos —repuso frío Skellen— hasta que vea a vuestra cuadrilla.
—Pues ya mismo. Éstos son mis tenientes y ahora vuestros, don Stefan: Neratin Ceka y
Dufficey Kriel.
—Vamos, vamos. —Autillo por fin se decidió a levantarse, se levantaron también sus adjuntos
—. Señores, os presento a Bert Brigden, Ola Harsheim…
—Nosotros ya nos conocemos. —Dacre Silifant apretó con fuerza la derecha de Ola Harsheim
—. Aplastamos la rebelión de Nazair junto con el viejo Braibant. ¡Vaya un donaire fue aquello, eh,
Ola! ¡Ah, donaire! ¡Más arriba de las cuartillas les llegaba la sangre a los caballos! Y el señor
Brigden, si no yerro, es de Gemmer. ¿De los Pacificadores? ¡Ah, encontrará conocencias en el
destacamento! Tengo unos cuantos Pacificadores allá.
—Ardo en deseos de verlo —cortó Autillo—. ¿Podemos ir?
—Un momentillo —dijo Dacre—. Neratin, ve y pon a los hermanos en su sitio, para que a los
ojos del noble coronel se vean donosos.
—¿Éste o ésta, Neratin Ceka? —Autillo entrecerró los ojos, mirando cómo se iba el oficial—.
¿Es macho o hembra?
—Señor Skellen. —Dacre Silifant carraspeó, pero cuando habló tenía la voz firme y la mirada
fría—. Yo eso no lo sé de seguro. Parece ser un hombre, mas certidumbre de ello no tengo. A
cambio albergo la certeza de que Neratin Ceka es un oficial. Aquello que juzgasteis conveniente
preguntar, alcance tendría si yo abrigara intenciones de pedir su mano. Y no las abrigo. Por lo que
colijo, vos tampoco.
—Tienes razón —reconoció Skellen tras pensarlo un instante—. No hay más que hablar.
Vamos a ver esa tu mesnada, Silifant.
Neratin Ceka, personaje de sexo indefinido, no había perdido el tiempo. Cuando Skellen y los
oficiales salieron al patio del fuerte, el destacamento estaba listo para pasar revista, formando una
línea de tal modo que la testa de ningún caballo sobresaliera más de una cuarta. Autillo tosió,
satisfecho. No es una mala banda, pensó. Eh, si no fuera por la política, agarraría a esta cuadrilla
y me iría a la frontera, a robar, violar, matar y quemar… Otra vez uno se sentiría joven… ¡Ay, si
no fuera por la política!
—Bueno, ¿y qué tal, don Stefan? —preguntó Dacre Silifant, ruborizándose con una excitación
contenida—. ¿Cómo los puntuáis a estos mis donosos gavilancillos?
Autillo paseó la mirada de un rostro al otro, de una silueta a la otra. A alguno lo conocía
personalmente, mejor o peor. A otros a los que no reconoció los conocía de oídas. Por su
reputación.
Til Echrade, un elfo rubio, batidor de los Pacificadores gemmerianos. Rispat La Pointe,
maestro de guardias de esa misma formación. Y otro gemmeriano: Cyprian Fripp el Joven.
Skellen había estado presente en la ejecución de El Viejo. Ambos hermanos eran famosos por su
inclinaciones sádicas.
Más allá, inclinada libremente en la silla de su yegua pía, estaba Chloe Stitz, ladrona, a veces
contratada y usada por los servicios secretos. La mirada de Autillo huyó rauda de sus ojos
descarados y sonrisa malvada.
Andrés Fyel, un norteño de Redania, un carnicero. Stigward, pirata, renegado de Skellige.
Dede Vargas, procedente del diablo sabe dónde, asesino profesional. Kabernik Turent, asesino por
gusto.
Y otros. Parecidos. Todos ellos se parecen , pensó Skellen. Una hermandad, una cofradía en la
que después de matar a las primeras cinco personas todos se hacían iguales. Los mismos gestos,
los mismos movimientos, la misma forma de hablar, de moverse y vestirse.
Los mismos ojos. Impasibles y fríos, planos e inmóviles como los de una culebra, unos ojos
cuya expresión nada, ni siquiera lo más horrible, es capaz de cambiar.
—¿Y qué? ¿Don Stefan?
—No está mal. No es mala cuadrilla, Silifant.
Dacre todavía enrojeció más, saludó en gemmeriano, con el puño apretado contra el yelmo.
—Deseaba especialmente —le recordó Skellen— algunos a los que la magia no les sea ajena.
Que no teman ni a los hechizos ni a los hechiceros.
—No lo olvidé. ¡Al cabo está Til Echrade! Y aparte dello, ah, esa alta moza de la donosa
castaña, junto a Chloe Stitz.
—Luego me llevarás ante ella.
Autillo se apoyó en la balaustrada, golpeó en ella con la punta roma del guincho.
—¡Presente, compañía!
—¡Presente, señor coronel!
—Muchos de vosotros —siguió Skellen cuando se apagó el eco del grito coral de la banda—
habéis trabajado ya conmigo, me conocéis y también mis exigencias. Aclaradles a los que no me
conozcan qué es lo que espero de los subordinados, y qué es lo que no tolero a los subordinados.
Yo no me voy a cansar la lengua en balde.
»Hoy mismo algunos de vosotros recibiréis vuestra tarea y mañana al alba os iréis para
realizarla. Al territorio de Ebbing. Os recuerdo que Ebbing es un reino autónomo y formalmente
no tenemos jurisdicción alguna allí, así que actuad razonable y discretamente. Estáis al servicio
del emperador, pero os prohibo alardear de ello, chulear y tratar con arrogancia a los
representantes locales de la autoridad. Ordeno que os comportéis de modo que no llaméis la
atención de nadie. ¿Está claro?
—¡Sí, señor coronel!
—Aquí, en Rocayne, sois invitados y tenéis que comportaros como invitados. Os prohibo salir
de los cuarteles asignados sin necesidad. Os prohibo el contacto con la tropa del fuerte. Al fin y al
cabo, ya inventarán algo los oficiales para que no os muráis de aburrimiento. Señor Harshim,
señor Brigden, ¡acuartelad el destacamento!
—Al punto que acerté a bajarme de la jaca, noble tribunal, y Dacre que me agarra de las mangas.
El señor Skellen, chirló, quiere conversar contigo, Kenna. Y qué le íbamos a hacer. Pues vamos.
Autillo está a la mesa, los pies encima, se arrasca con el guincho las cañas de las botas. Y ni corto
ni pezeroso, va y me pregunta si yo sea la Joanna Selborne liada en la desaparición del barco
Estrella del Sur. Y yo a esto, que no se me pudo probar na. Y él que se ríe: «Me gustan aquéllos a
los que no se les puede probar nada», dice. Luego preguntó si el talento de pe-pe-es, o sea la
sentición, lo tengo de nacimiento. Cuando lo confirmé, se ensombreció y soltó: «Pensaba que ese
tu talento me iba a ser de utilidad con los hechiceros, mas primero habrá de servirme para otro
personaje, no menos enigmático».
—¿Está segura la testigo de que el coronel Skellen utilizó precisamente esas palabras?
—Segura. Soy una sentidora.
—Continúe.
—Entonces nos interrumpió la conversación un mensajero, polvoriento, se veía que no le había
ahorrado na al caballo. Nuevas tenía urgentes para Autillo, y Dacre Silifant, cuando salimos del
cuartel, habló que se golía que este mensajero y sus nuevas nos iban a subir a las sillas antes de la
retreta. Y razón había, noble tribunal. Antes que nadie pensara en la colación ya estaba la mitad de
la cuadrilla a caballo. A mí se me cuadró, cogieron a Til Echrade, el elfo. Me regocijé de ello,
pues en aquellos días de camino se me había escocío el culo que te pasas… Y cabalmente y para
colmo de males me había venido la regla…
—Absténgase la testigo de descripciones pintorescas de las propias funciones corporales. Y
aténgase al tema. ¿Cuándo se enteró la testigo de quién era el tal «personaje enigmático» del que
habló el coronel Skellen?
—Agora lo diré, ¡mas dejad que haya algún orden pues todo se lía tal que no hay quien lo
deslíe! Los que entonces, antes de la cena, amontaron tan apriesa a los caballos, galoparon de
Rocayne hasta Malhoun. Y trajeron de allá no sé qué pipiolo…

Nycklar estaba enfadado consigo mismo. Tanto, que le daban ganas de llorar.
¡Si hubiera recordado las advertencias que le impartieran personas de buen juicio! ¡Si hubiera
recordado los proverbios o siquiera aquel cuentecillo de la corneja que no sabía tener el pico
cerrado! ¡Si hubiera arreglado sus asuntos y vuelto a casa, a Los Celos! ¡Pero no! Excitado por la
aventura, orgulloso por poseer un caballo de silla, sintiendo en la talega el agradable peso de las
monedas, Nycklar no evitó hacer alardes. En vez de volver desde Claremont directamente hasta
Los Celos, se fue a Malhoun, donde tenía numerosos conocidos, entre ellos unas cuantas mozas a
las que les hacía la corte. En Malhoun anduvo haciendo pompa como un pavo, alborotó, bollició,
trotó con el caballo por la plaza, hizo cola en la taberna, arrojando el dinero al mostrador con
gesto, si no de príncipe de pura sangre, al menos de conde.
Y contó cosas.
Contó lo que había pasado cuatro días antes en Los Celos. Contó, cambiando su versión una y
otra vez, añadiendo, fabulando, mintiendo en definitiva a todas luces, lo que en absoluto
molestaba a los oyentes. Los parroquianos de la taberna, locales y forasteros, escuchaban con
gusto. Y Nycklar contaba fingiendo estar bien informado. Y cada vez más a menudo iba poniendo
a su propia persona en el centro de los hechos imaginados.
Y a la tercera tarde su lengua le trajo problemas.
Al ver a los individuos que entraron a la taberna cayó un silencio de tumba. En aquel silencio,
el tintineo de las espuelas, el entrechocar de los avíos metálicos, el chirrido de las armas
resonaron como una campana de mal agüero que anunciaba la desgracia desde la torre del
campanario.
A Nycklar no le dieron ni siquiera la oportunidad de jugar a los héroes. Le agarraron y sacaron
de la taberna tan rápido que no acertó a tocar el suelo con sus tacones ni tres veces. Los conocidos
que todavía el día anterior, mientras bebían a su costa, habían jurado amistad eterna, ahora metían
la cabeza bajo las mesas en silencio como si allí, debajo, sucedieran no sé qué milagros o bailaran
mujeres desnudas. Incluso el ayudante del sheriff, que estaba presente, se dio la vuelta, miró a la
pared y no pio ni palabra.
Nycklar tampoco pio ni palabra, no preguntó quién, qué ni por qué. El miedo le había
cambiado la lengua por una estaca seca y tiesa.
Lo subieron al caballo, le ordenaron ponerse en marcha. Unas horas. Luego hubo un fuerte con
empalizada y torre. Un patio lleno de soldadesca arrogante, ruidosa y breada de armas. Y una
caseta. En la caseta, tres personas. El jefe y dos subjefes, se veía enseguida. El jefe, no muy
grande, moreno, ricamente vestido, se mantenía estático al hablar, y era sorprendentemente
amable. A Nycklar hasta se le abrió la boca cuando escuchó que se disculpaba por los problemas e
incomodidades causados y le aseguraba que no le iba a pasar nada. Pero no se dejó engañar.
Aquellas gentes le recordaban demasiado a Bonhart.
La asociación de ideas resultó muy acertada. Precisamente les interesaba Bonhart. Nycklar
podía habérselo esperado. Pues su propia lengua le había metido en aquellas tarapatas.
Al requerirle, comenzó a contarlo. Le advirtieron que dijera la verdad, que no lo coloreara. Le
advirtieron con cortesía, pero con sequedad y vigor. Y el que se lo advirtió, el ricamente vestido,
estaba jugueteando todo el tiempo con un puñal agudo, y tenía los ojos tétricos y malvados.
Nycklar, hijo del enterrador de Los Celos, contó la verdad. Toda la verdad y nada más que la
verdad. Contó cómo el día nueve de septiembre, en el pueblo de Los Celos, Bonhart, cazador de
recompensas, les sacó las tripas a la banda de los Ratas, perdonándole la vida sólo a una de las
bandoleras, la más joven, a la que llamaban Falka. Contó cómo toda la villa acudió apresurada
para contemplar cómo Bonhart iba a destriparla y castigarla, pero se les chafó la fiesta a las gentes
del pueblo, pues Bonhart, qué extraño, no la mató y ni siquiera la torturó. No le hizo más de lo que
todo varón común y corriente le hace a su parienta el sábado por la noche al volver de la taberna,
la pateó, la atizó algunas veces en los morros, y nada más.
El hombre ricamente vestido que jugaba con el puñal guardaba silencio, y Nycklar contó cómo
después Bonhart, ante los ojos de Falka, les cortó la cabeza a los Ratas muertos y cómo arrancó de
aquellas cabezas, igual que si fueran las guindas de una tarta, los pendientes de piedras preciosas.
Y cómo Falka, al ver esto, gritó y vomitó sujeta como estaba al atadero de caballos.
Contó cómo luego Bonhart le echó un collar al cuello a Falka, como a una perra, y cómo la
arrastró de ese collar hasta la posada de La Cabeza de la Quimera. Y luego…

—Y luego —dijo el mozo, lamiéndose los labios cada dos por tres—, su merced el señor Bonhart
cerveza pidiera, pues sudaba como un cocho y tenía la garganta seca. Y luego se puso a bramar
que tenía el capricho de regalarle a alguien un buen caballo y cinco buenos florines, contantes y
sonantes. Talmente así habló, con estas mismas palabras. Yo me ofrecí al punto, sin esperar que
alguno se me aventajara, ya que mucho quería haber caballo y algunos duros propios. Padre no
suelta nada, se bebe todo lo que se embolsa con los ataúdes. Así que me presento y pregunto que
qué caballo sea ése, seguro que alguno de los Ratas, ¿me lo da vuecencia? Y su señoría don
Bonhart me miró hasta que me se pasaron los temblequeos y va y habla que darme puede a lo más
una patá en el culo, pues para otras cosas hay que batirse el cobre. ¿Qué había que hacer? La
yeguada al pie de la cerca, pues los caballos de los Ratas estaban en el atadero, eran como en el
dicho, ciertamente, en particular la mora de Falka, jaca de rara fermosura. Pos eso, que me
genuflexiono y pregunto qué sea lo que haya de hacer pa ganárselo. Y el don Bonhart, que ir hasta
Claremont, pasando de camino por Fano. En el caballo que yo mismo tríe. Se ve que vio cómo se
me iba el ojo a la yegua mora aquélla, mas justo aquélla me prohibió tomar. Pos entonces me trié
una jaca castaña con calva blanca…
—Menos sobre máscaras de caballos —le advirtió Stefan Skellen con sequedad— y más sobre
los hechos. Habla, ¿qué te encargó Bonhart?
—Su merced el señor Bonhart escribió un escrito, mandó esconderlo bien. Ordenó ir a Fano y
a Claremont, y dar en mano a las personas señaladas los escritos.
—¿Unas cartas? ¿Y qué había en ellas?
—¿Y cómo habré de saberlo, poderoso caballero? En leer no soy muy presto y a más las cartas
iban selladas con el sello del señor Bonhart.
—Pero, ¿te acuerdas de a quién iban dirigidas?
—Y cómo que me acuerdo. Cien veces me hiciera repetir el señor Bonhart para que no me
olvidara. Llegué sin yerros a donde tenía, a quien hacía falta le di el escrito en sus propias manos.
Aquél me ensalzara que pa qué y el noble señor mercader hasta un denario me diera.
—¿A quién le entregaste las cartas? ¡Habla claro!
—El escrito primero era para el maestro Esterhazy, espadero y armero de Fano. El segundo al
noble Houvenaghel, mercader de Claremont.
—¿Abrieron las cartas delante de ti? ¿No dijo alguno nada mientras la leía? Aguza tu
memoria, rapaz.
—No me acuerdo. No lo advertí entonces y como que ahora la memoria no quiere…
—Mun, Ola. —Skellen hizo una seña a sus ayudantes, sin alzar la voz para nada—. Llevad al
granuja al patio, bajadle los pantalones y contad hasta treinta palos con el guincho.
—¡Me acuerdo! —gritó el muchacho—. ¡Ahora me acuerdo!
—No hay nada mejor para la memoria —Autillo mostró los dientes— que nueces con miel o
guincho en el culo. Suéltalo.
—Al punto que el señor mercader Houvenaghel leyera el escrito en Claremont, allá había otra
señoría, canijo él, casi un enano. El señor Houvenaghel platicaba con él… Le dijo que
mismamente le escribían allí que en breve puede haber en el cerco tal lid como el mundo no había
visto. Así dijo.
—¿No te lo inventas?
—¡Lo juro por la tumba de mi madre! ¡No mandéis zurrarme, poderoso caballero! ¡Piedad!
—¡Va, va, álzate, no me lamas las botas! Ten un denario.
—Mil veces gracias… Piadoso…
—Te dije que no me lamieras las botas. Ola, Mun, ¿vosotros entendéis algo de esto? Qué
tendrá que ver un cerco con una lid…
—No cerco —dijo de pronto Boreas Mun—. No cerco sino circo.
—¡Cierto! —gritó el muchacho—. ¡Así habló! ¡Como si allá hubierais estado, poderoso
caballero!
—¡Circo y lid! —Ola Harsheim golpeó un puño contra el otro—. Una clave acordada, más no
muy bien pensada. La lid es una advertencia ante una persecución o una batida. ¡Bonhart les avisó
para que se esfumaran! Pero, ¿de quién? ¿De nosotros?
—Quién sabe —dijo Autillo pensativo—. Quién sabe. Habrá que mandar gente a Claremont…
Y a Fano también. Te ocuparás de ello, Ola, les darás su tarea a los grupos… Escucha, mozo…
—¡A la orden, poderoso caballero!
—Cuando te fuiste de Los Celos con las cartas de Bonhart, ¿entiendo que él seguía allá? ¿Y se
disponía a echarse al camino? ¿Iba con prisas? ¿Dijo adónde se dirigía?
—No lo dijo. Y no había modo en prepararse al camino. Los ropajes tenía arregados con
sangre que pa qué, mandó se los jabonaran y baldearan, y entonces todo en camisa y calzones
andaba, mas con la espada al cinto. Anque más bien pienso que prisas tenía. Pues ciertamente
había apipiolado a los Ratas y los había cortado la testa por la recompensa, tendría que haber gana
de irse y apelarla. ¿Y no prendió a la tal Falka pa llevársela vivita y coleando a quien fuera? Tal es
su profesión, ¿no?
—Esa Falka… ¿la viste bien? ¿De qué te ríes, idiota?
—¡Ay, poderoso caballero! ¿Que si la vi? ¡Y cómo! ¡Con detalles!

—Desnúdate —repitió Bonhart, y en su voz había algo que hizo que Ciri se encogiera
inconscientemente. Pero enseguida estalló su rebeldía.
—¡No!
No vio el puño, ni siquiera lo captó con el rabillo del ojo. Un relámpago en los ojos, la tierra se
balanceó, huyó bajo sus pies y cayó de pronto dolorosamente de costado. La mejilla y la oreja le
ardían como el fuego. Comprendió que le había golpeado no con el puño cerrado sino con la parte
superior de la mano abierta.
Estaba de pie ante ella, se acercó al rostro el puño cerrado. Ella vio un pesado sello en forma
de cabeza de muerto que un momento antes se le había clavado en la cara como un avispón.
—Me debes un diente de delante —dijo, gélido—. Por eso la próxima vez, cuando oiga la
palabra «no», te romperé dos de una sentada. Desnúdate.
Se levantó titubeando, con manos temblorosas comenzó a desabrocharse los botones y las
hebillas. Los aldeanos presentes en la taberna de La Cabeza de la Quimera palidecieron, tosieron,
los ojos se les salían de las órbitas. La dueña de la posada, la viuda Goulue, se agachó bajo el
mostrador, fingiendo que buscaba algo allí.
—Quítate todo. Hasta el último trapo.
No están aquí, pensó, mientras se desnudaba y miraba embotada al suelo. No hay nadie aquí. Y
yo tampoco estoy aquí.
—Abre las piernas.
Yo no estoy aquí. Lo que ahora va a pasar no me concierne a mí. En absoluto. Ni un poquito.
Bonhart sonrió.
—Me da a mí que tú te las tienes muy creídas. He de aguarte tus entelequias. Te desnudo,
idiota, para comprobar que no tengas sobre ti sellos mágicos, sorces o amuletos. No para
alegrarme la vista con tus carnes dignas de lástima. No te imagines el diablo sabe el qué. Estás
seca y plana como una tabla, y para colmo de males fea como treinta y siete desgracias. Créeme,
que anque me corriera prisa preferiría joderme a un pavo.
Se acercó a ella, removió su ropa con la punta de la bota, la valoró con la mirada.
—¡Te dije que todo! ¡Pendientes, anillos, el collar, el brazalete!
Le quitó escrupulosamente todas las joyas. De un puntapié lanzó contra un rincón su
juboncillo con cuello de zorro azul, los guantes, el pañuelo de colores y el cinturón de eslabones
de plata.
—¡No vas a presumir como un papagayo o la medioelfa de un lupanar! Te puedes vestir con el
resto de las cosas. Y vosotros, ¿qué coño miráis? ¡Goulue, tráeme alguna vianda, que tengo
gazuza! ¡Y tú, tripón, mira a ver qué pasa con mi ropa!
—¡Yo soy el almocadén del pueblo!
—Pues mejor me lo pones —Bonhart pronunció con énfasis y bajo su mirada el almocadén de
Los Celos, dio la impresión, comenzó a adelgazar—. Si se me hubiera dañado algo en la colada,
como persona de autoridad que eres te haré cargar con las consecuencias. ¡Venga, al lavadero! ¡Y
vosotros, en suma, también, largo de aquí! Y tú, gañán, ¿qué haces todavía aquí? Tienes las cartas,
el caballo aderezado, ¡échate entonces al camino y al galope! Y recuerda: la cagas, pierdes las
cartas o pifias la dirección, ¡y te buscaré y te daré de zurriagazos que tu santa madre ni te va a
conocer!
—¡Ya me pongo en camino, poderoso caballero! ¡Ya me pongo!

—Aquel día —Ciri apretó los labios— me golpeó todavía dos veces: con los puños y con la vara.
Luego se le pasaron las ganas. Estaba sentado y me miraba sin decir palabra. Tenía los ojos
como… como de pez. Sin cejas, sin pestañas. Una especie de bolas acuosas, en cada una de las
cuales había un núcleo negro. Clavaba en mí aquellos ojos y guardaba silencio. Aquello me daba
más miedo que los golpes. No sabía qué estaba tramando.
Vysogota callaba. Unos ratones corrían a través de la choza.
—Todo el tiempo estaba preguntando quién era, pero yo no hablaba. Como entonces, cuando
en el desierto de Korath me atraparon los Pilladores, ahora también huí a lo profundo de mí
misma, ahí adentro, si entiendes a lo que me refiero. Los Pilladores dijeron entonces que yo era
una muñeca y era una muñeca de madera, insensible y muerta. Todo lo que se le hacía a la muñeca
lo contemplaba como desde arriba. ¿Qué más me da que me peguen, que me den patadas, que me
coloquen al cuello un collar como a un perro? ¡Pues si ésa no soy yo, si yo no estoy aquí…! ¿Me
entiendes?
—Te entiendo. —Vysogota asintió—. Te entiendo, Ciri.

—A la sazón, noble tribunal, nos llegó la hora a nosotros. A nuestro grupo. Nos comandaba
Neratin Ceka, nos asignaron también a Boreas Mun, rastreador. Boreas Mun, poderoso tribunal,
hasta una trucha en el río, dicen, sería capaz de rastrear. ¡Así era! Dícese que cierta vez Boreas
Mun…
—Evite la testigo las digresiones.
—¿Lo qué? Ah, sí… Capito. Es decir, nos mandaron lo más que el caballo diera de sí que
fuéramos a Fano. Era entonces el decimosexto día de septiembre al albor…

Neratin Ceka y Boreas Mun iban por delante, codo a codo, Cabernik Turent y Cyprian Fripp el
Joven, más allá Kenna Selborne y Chloe Stitz, al final Andrés Fyel y Dede Vargas. Los dos
últimos cantaban una canción soldadesca de moda en los últimos tiempos, esponsorizada y
lanzada por el Ministerio de la Guerra. Incluso entre las habituales canciones militares ésta se
distinguía por su molesta pobreza de rimas y enfadosa falta de respeto por las normas de la
gramática. Llevaba el título de "En la guerra", puesto que todas las estrofas, y había más de
cuarenta de ellas, comenzaban precisamente por estas palabras.
En la guerra todo pasa:
a uno la testa le sajan,
a otro se dice al albor
que tiene las tripas al sol.
Kenna silbaba bajito a su ritmo. Estaba satisfecha de haberse quedado entre amigos, gente que
conocía bien del largo viaje desde Etolia hasta Rocayne. Después de hablar con Autillo se
esperaba más bien un destacamento aleatorio, el ser añadida al grupo formado por la gente de
Brigden y Harsheim. A este grupo le habían asignado a Til Echrade, pero el elfo conocía a la
mayor parte de sus nuevos camaradas y ellos le conocían a él.
Iban al paso, aunque Dacre Silifant les había ordenado correr tanto como los caballos dieran de
sí. Pero ellos eran profesionales. Galoparon y levantaron polvo mientras estaban a la vista del
fuerte, luego aflojaron la marcha. Reventar los caballos y galopar a lo loco está bien para los
mocosos y los aficionados, pero la prisa, como es bien sabido, sólo es buena para cazar pulgas.
Chloe Stitz, ladrona profesional de Ymlac, le hablaba a Kenna de sus anteriores misiones con
el coronel Stefan Skellen. Kabernik Turent y Fripp el Joven sujetaban los caballos, escuchaban, las
miraban a menudo.
—Lo conozco bien. He estado bajo él ya varias veces…
Chloe se trabó un tanto al darse cuenta del ambiguo carácter de la afirmación, pero enseguida
sonrió abierta y despreocupadamente.
—También he estado bajo su mando —bufó—. No, Kenna, no temas. En ello no hay
obligación por parte de Autillo. No se impuso, yo misma busqué la ocasión y la hallé. Y para ser
claros, diré: no se puede una hacerse con protección suya de ese modo.
—Nada en tal gusto planeo. —Kenna abrió los labios, mirando retadora las sonrisas
sarcásticas de Turent y Fripp—. No habré de buscar la ocasión, mas tampoco la temeré. Yo no me
dejo asustar por cualquiera sea la cosa. ¡Y endeluego que no por una polla!
—Vosotras no sabéis hablar de otra cosa —afirmó Boreas Mun, mientras detenía el semental
bayo y esperaba hasta que Kenna y Chloe se les igualaran—. ¡Y aquí no se ha de combatir con una
polla, señoras mías! —dijo, siguiendo el camino junto a las dos muchachas—. Bonhart, para quien
lo conozca, pocos tienen parangón en lo tocante a la espada. Gozoso estaría yo de que resultara
que entre él y el señor Skellen no hubiera querellas ni pendencias. Si todo quedara en agua de
borrajas.
—Y a mi razón se le escapa esto —reconoció Andrés Fyel desde detrás de ellos—. Parece que
no sé qué hechicera habíamos de hostigar, para eso nos dieron la sentidora, Kenna Selborne, aquí
presente. ¡Y ahora, en contra, se habla de un fulano nombrado Bonhart y no sé qué rapaza!
—Bonhart, el cazador de recompensas —repuso Boreas Mun, carraspeando—, tenía un trato
con el señor Skellen. Y lo pifió. Si bien le prometiera al señor Skellen que apipiolaría a la tal
moza, la dejó con vida.
—Porque a lo más seguro alguno otro le daría más dinero para que se la diera viva que Autillo
por muerta. —Chloe Stitz encogió los hombros—. Así son los cazadores de cabezas. ¡No les andes
buscando honor!
—Bonhart era de otra manera —negó Fripp el Joven, mirando a su alrededor—. Dada una vez
su palabra, jamás de los jamases la rompía.
—En tal caso, aún más peregrino que principiara de pronto.
—¿Y a nosotros qué coño nos importa eso? —Boreas Mun frunció el ceño—. ¡Tenemos
órdenes! Y el señor Skellen está en su derecho de arreclamar lo suyo. Bonhart había de finiquitar a
Falka y no la finiquitó. En su derecho está el señor Skellen de exigir que se le dé razón de ello.
—El tal Bonhart —repitió con convicción Chloe Stitz— ha intenciones de cobrar más dineros
por ella viva que muerta. He aquí todo el misterio.
—El señor coronel —dijo Boreas Mun— también al punto lo mesmo pensara. Que Bonhart le
prometiera a un barón de Geso, que la tenía jurada a la banda de los Ratas, que le despacharía a la
Falka viva en punto a martirizarla y rematarla poco a poco. Mas resulta que no era verdad. No es
sabido para qué Bonhart mantiene con vida a Falka, mas con certeza no para el dicho barón.

—¡Señor Bonhart! —El gordo almocadén de Los Celos entró en la taberna bufando y jadeando—.
¡Señor Bonhart, gente armada en el pueblo! ¡Van a caballo!
—Pues vaya una sorpresa. —Bonhart limpió el plato con un mendrugo de pan—. Habría que
extrañarse si fueran, digamos, en monos. ¿Cuántos?
—¡Cuatro!
—¿Y dónde está mi ropa?
—Recién lavada… No alcanzó a secarse…
—Que sus lleve el diablo. Voy a tener que recibir a los huéspedes en calzones. Mas
ciertamente, a tal convidado, tal recibimiento se ha dado.
Se colocó el cinturón con la espada apretado sobre la ropa interior, metió un poco de los
calzones en la caña de las botas, tiró de la cadena que llevaba atada al collarín de Ciri.
—En pie, Ratilla.
Cuando la condujo hacia la galería, ya se iban acercando a la posada cuatro jinetes. Se veía que
llevaban encima un largo periplo por caminos destrozados y mal tiempo. Las ropas, el utillaje y
los caballos estaban completamente cubiertos de polvo y barro secos.
Eran cuatro pero llevaban un caballo de reserva. Al verlo Ciri sintió un calor intenso aunque
era un día muy frío. Era su propia yegua ruana, todavía llevaba su silla y sus arreos. Y los jaeces,
regalo de Mistle. Aquellos caballos pertenecían a los que habían matado a Hotsporn.
Se detuvieron delante de la taberna. Uno, seguramente el caudillo, se acercó más, inclinó ante
Bonhart un capacete de marta. Era moreno y llevaba un bigote negro que tenía el aspecto de haber
sido pintado con un pedazo de carbón sobre el labio superior. El labio superior, se dio cuenta Ciri,
se le encogía cada cierto tiempo. El tic hacía que el tipo pareciera rabioso todo el tiempo. ¿O es
que estaba rabioso?
—¡Saludos, señor Bonhart!
—Saludos, señor Imbra. Saludos, vuesas mercedes. —Bonhart, sin apresurarse, ató la cadena
de Ciri a un gancho en el poste—. Disculpad que esté en paños menores, mas no me esperaba a
nadie. Largo camino traéis hecho, ay, largo… ¿De Geso hasta aquí, a Ebbing, os trae la buena
fortuna? ¿Y cómo está el noble barón? ¿Quedó con buena salud?
—Como una manzana —repuso indiferente el moreno, encogiendo de nuevo el labio superior
—. Mas no habemos tiempo pa cotorrear. Habemos prisa.
—Yo —Bonhart se estiró el cinturón y los calzones— no os entretengo.
—Nos ha llegado la nueva de que te mataste a los Ratas.
—Cierto es.
—Y acorde con la palabra dada al barón —el moreno seguía fingiendo que no veía a Ciri en la
galería— tomaste viva a Falka.
—Y esto también me se da que es cierto.
—Tuviste entonces fortuna donde nosotros no la hubimos. —El moreno miró a la yegua ruana
—. Vale. Tomaré entonces a la moza y nos iremos a casa. Rupert, Stavro, cogerla.
—Despacito, Imbra. —Bonhart alzó la mano—. A nadie sus vais a llevar. Y aquesto por una
razón tan sencilla como que yo no sus la doy. Cambié de opinión. Me dejaré esta muchacha para
mí, para mi propio uso.
El moreno llamado Imbra se inclinó en la silla, carraspeó y escupió extraordinariamente lejos,
casi hasta las escaleras de la galería.
—Pos si se lo prometiste al señor barón.
—Lo prometí. Pero cambié de opinión.
—¿Qué? Pero, ¿acaso estoy oyendo bien?
—Como tú oigas, Imbra, no me importa un bledo.
—Tres días se te hospedó en el castillo. Por la promesa que le dieras al señor barón comiste y
bebiste tres días. Los mejores vinos de la bodega, pavo asado, corzo, foagrás, carasio con nata
agria. Tres noches dormiste como un rey entre plumones. ¿Y agora has cambiado de opinión? ¿Sí?
Bonhart callaba, manteniendo una expresión indiferente y aburrida. Imbra apretó los dientes
para esconder que le temblaban los labios.
—¿Y sabes, Bonhart, que podemos arrancarte a la Ratilla por la fuerza?
El rostro de Bonhart, hasta aquel momento aburrido y ausenten se tensó al instante.
—Intentarlo. Sois cuatro, yo uno. Y para colmo en calzones. Mas para tales caganíos no mace
falta vestir pantalones.
Imbra escupió otra vez, dio la vuelta al caballo.
—Puff, Bonhart, ¿qué te pasó? Siempre hubiste fama de ser buen conocedor de tu oficio,
hombre de palabra, que la mantenía sin quebraila. ¡Y hete aquí que agora resulta que tu palabra no
vale una mierda! Y el hombre se mide por sus palabras, lo sabe cualquiera…
—Si de palabras se está hablando —le cortó Bonhart con tono gélido, apoyando las manos en
la hebilla del cinturón—, ándate con mucho ojito, Imbra, de modo que con tanta plática no te salga
algo demás de gordo. Puesto que pudiera dolerte si yo te lo tuviera que meter otra vez en el
gaznate.
—¡Muy valentón estás contra cuatro! ¿Y habrás suficiente valentonería para catorce? ¡Pos
puedo jurarte que el barón Casadei no va a dejar pasar la afrenta sin castigo!
—Te diría lo que le haría a ese barón tuyo, mas la turba se agrupa y en ella hay mujeres y
críos. Así que diré tan sólo que en unos diez días estaré en Claremont. Quien quiera hacerse el
cabal, vengar afrentas o quitarme a Falka, que se acerque por Claremont.
—¡Allí estaré yo!
—Esperaré. Y ahora largarsus de aquí.

—Le tenían miedo. Le tenían un miedo terrible. Pude sentir el miedo que emanaba de ellos.
Kelpa relinchó con fuerza, agitó la testa.
—Eran cuatro, armados hasta los dientes. Y él uno, en calzoncillos largos, camiseta de manga
corta. Hubiera sido ridículo, si no… si no hubiera sido terrible…
Vysogota guardó silencio, mientras entrecerraba los ojos a los que el viento les arrancaba
lágrimas. Estaban en una colina que dominaba los pantanos de Pereplut, no lejos del lugar donde
dos semanas antes el anciano había encontrado a Ciri. El viento hacía doblarse a los juncos,
arrugaba el agua en las riberas cenagosas del río.
—Uno de aquellos cuatro —siguió Ciri, mientras permitía a la yegua que entrara en el agua y
bebiera— tenía una pequeña ballesta en la silla, la mano se le iba en dirección a ella. Casi podía
oír sus pensamientos: «¿Me dará tiempo a tensarla? ¿A disparar? ¿Y qué pasará si fallo?».
Bonhart también vio aquella ballesta y aquella mano, también escuchó aquellos pensamientos,
estoy segura. Y estoy segura también de que a aquel jinete no le hubiera dado tiempo a tensar la
ballesta.
Kelpa alzó la testa, bufó, tintinearon los anillos del bocado.
—Cada vez iba entendiendo mejor en manos de quién había caído. Sin embargo, seguía sin
comprender sus motivos. Escuché su conversación, recordé lo que antes había dicho Hotsporn. El
tal barón Casadei me quería viva y Bonhart se lo prometió. Y luego cambió de opinión. ¿Por qué?
¿Acaso quería entregarme a alguien que le pagara más? ¿O de alguna manera había reconocido
quién era yo de verdad? ¿Y pensaba entregarme a los nilfgaardianos?
»Nos fuimos de aquella aldea antes del anochecer. Me permitió cabalgar a Kelpa. Pero me ató
las manos y todo el tiempo me sujetaba de la cadena que llevaba al cuello. Todo el tiempo. Y
viajamos sin pararnos, todita la noche y todito el día. Pensé que me moriría de cansancio. Pero a él
no se le veía ni rastro de cansancio. No era un hombre. Era el diablo encarnado.
—¿Adónde te llevó?
—A una aldehuela llamada Fano.

—Cuando entramos en Fano, noble tribunal, la noche cerrada era ya, negrura como boca de lobo, y
nomás era el decimosexto de setiembre, mas el día era tienebloso y frío del copón, se diría que
noviembre. No hubimos de buscar largo el taller del maestro armero pues era el mayor de los
caseríos del pueblo, y amás tintineaba sin tregua ni descanso el martillo fraguando el yerro.
Neratin Ceka… En vano apunta vuecencia, señor escribano, este nombre, puesto que no tengo
memoria de haberlo dicho, el tal Neratin ha fenecido ya, lo mataron en el pueblo de Licornio.
—Por favor, no le dé lecciones al protocolante. Continúe la declaración.
—Neratin aldabeó a la puerta. Con gentileza dijo quiénes éramos y qué nos antojábamos, con
cortesía pidió se le oyera. Nos abrieron. La fragua del espadero era una casa no poco buena, más
bien fortaleza, empalizada de maderos de pino, torretas de tablas de roble, por dentro las paderes
fechas de alerce pulido…
—Al tribunal no le interesan los detalles arquitectónicos. La testigo ha de pasar a los hechos.
Antes de ello, sin embargo, pido que repita para el protocolo el nombre del espadero.
—Esterhazy, noble tribunal. Esterhazy de Fano.

El espadero Esterhazy miró largo rato a Boreas Mun, sin apresurarse a responder a la pregunta
realizada.
—Puede que estuviera aquí Bonhart —dijo por fin, jugueteando con un silbatillo de hueso que
llevaba al cuello—. O puede que no estuviera. ¿Quién sabe? Aquí, señores míos, tenemos un taller
de producción de espadas. A toda pregunta relacionada con las espadas responderemos con gusto,
rapidez, fluidez y exhaustivamente. Pero no veo razones para responder a preguntas que se
refieran a nuestros huéspedes o clientes.
Kenna sacó un pañuelillo de la manga, fingió que se limpiaba la nariz.
—Se puede hallar motivo —dijo Neratin Ceka—. Lo podéis hallar vos, don Esterhazy. O
puedo hacerlo yo. ¿Queréis elegir?
Pese a su apariencia afeminada, el rostro de Neratin podía ser muy duro, y la voz
amenazadora. Pero el espadero no hizo más que bufar, mientras jugueteaba con el silbatillo.
—¿Elegir entre venderse o la amenaza? No quiero. Considero que tanto lo uno como lo otro no
se merecen más que escupitajos.
—No más que una confidencilla —carraspeó Boreas Mun—. ¿Acaso es tanto? Pues no de hoy
nos conocemos, don Esterhazy, y el nombre del coronel Skellen tampoco os será forastero, pienso
yo…
—No lo es —le cortó el espadero—. En ningún modo. Los enredos y tinglados con los que se
le relaciona, tampoco. Pero aquí estamos en Ebbing, reino autónomo y dotado de autogobierno.
Aunque aparente, pero existente. Por eso no os diré nada. Idos por vuestro camino. Como consuelo
os diré que si dentro de una semana o un mes alguien nos pregunta por vosotros, igualmente
sacará de nosotros tan poco.
—Mas, don Esterhazy…
—¿Hay que decirlo más claro? Pues lo dicho. ¡Largo de aquí!
Chloe Stitz silbó rabiosa, las manos de Fripp y de Vargas se deslizaron hacia el pomo de la
espada. Andrés Fyel apoyó el puño en la maza que le colgaba del muslo. Neratin Ceka no se
movió, el rostro ni siquiera se le agitó. Kenna sabía que no quitaba ojo del silbatillo de hueso.
Antes de que salieran, Boreas Mun les había advertido de que aquélla era la señal para los
guardianes que acechaban ocultos, unos rajagargantas experimentados a los que en el taller del
espadero se les llamaba «controladores de calidad de los productos».
Pero habiendo previsto todo, Neratin y Boreas planearon el siguiente paso. Tenían en la manga
un comodín.
Kenna Selborne. Sentidora.
Kenna ya había estado sondeando al espadero, lo había tanteado con impulsos, se había
introducido con cuidado en la selva de sus pensamientos. Ahora estaba lista. Se apretó un pañuelo
a la nariz —siempre existía el peligro de una hemorragia— y se introdujo en el cerebro con una
pulsación y una orden. Esterhazy se atosigó, enrojeció, apretó con las dos manos la hoja de la
mesa a la que estaba sentado, como si hubiera tenido miedo de que la mesa saliera volando hasta
el trópico junto con el taco de facturas, el tintero y un pisapapeles que tenía forma de nereida que
jugueteaba de forma curiosa con dos tritones a la vez.
Tranquilo, le ordenó Kenna, esto no es nada, no pasa nada. Simplemente tienes ganas de
decirnos lo que nos interesa. Pues sabes lo que nos interesa y las palabras hasta se te escapan a
pesar tuyo. Así que adelante. Comienza. Verás cuando apenas comiences a hablar cómo te dejará
de zumbar la cabeza, cómo dejarán de latir las sienes y de dar punzadas las orejas. Y también se
te aflojará la presión de la mandíbula.
—Bonhart —dijo roncamente Esterhazy, abriendo los labios más a menudo de lo que
precisaría la articulación silábica— estuvo aquí hace cuatro días, el doce de septiembre. Traía con
él a una muchacha a la que llamaba Falka. Me esperaba su visita porque dos días antes me habían
entregado una carta suya…
Del agujero izquierdo de la nariz le bajó una finísima línea de sangre.
Habla, le ordenó Kenna. Habla. Di todo. Verás como eso te alivia.

El espadero Esterhazy miraba a Ciri con curiosidad, sin levantarse de la mesa de roble.
—Para ella —adivinó, golpeteando con la base de la pluma en un pisapapeles que mostraba un
extraño grupo de figuras— es la espada que pediste en tu carta, ¿no es cierto, Bonhart? No, vamos
a valorarlo… Vamos a ver si está de acuerdo con lo que escribiste. Altura de cinco pies y nueve
pulgadas… Cierto. Peso de ciento veinte libras. Bueno, le daría menos de ciento doce, pero es un
detalle sin importancia. Una mano, me escribiste, para una empuñadura del número cinco…
Enséñame la mano, noble señora. Sí, también es verdad.
—Cuando yo lo digo siempre es verdad —dijo seco, Bonhart—. ¿Tienes para ella algún buen
yerro?
—En mi empresa —respondió orgulloso Esterhazy— no se forja ni se ofrece otro acero que el
bueno. Entiendo que se trata de una espada para lucha, no para decoración o gala. Ah, cierto, lo
escribiste. Es cosa clara que se hallará arma adecuada para esta señorita sin ningún problema. Para
esta altura y peso van muy bien las espadas de treinta y ocho pulgadas, de construcción estándar.
Ella, para su constitución ligera y su pequeña mano, necesita una minibastarda con empuñadura
alargada hasta nueve pulgadas y pomo globular. Podríamos proponer también una taldaga élfica o
una saberra zerrikana, una relativamente ligera viroledanca…
—Enseña la mercancía, Esterhazy.
—Nos pica la mosca, ¿eh? Bueno, permitidme. Permitidme entonces… Pero, ¿Bonhart? ¿Qué
diablos es eso? ¿Por qué la llevas de un collarín?
—Cuida tu nariz mocosa, Esterhazy. ¡No la metas donde no se debe o igual te la pillas!
Esterhazy, jugueteando con un silbatillo que llevaba al cuello, miró al cazador de recompensas
sin miedo ni respeto, aunque tenía que mirar muy hacia arriba. Bonhart retorció los bigotes,
carraspeó.
—Yo —dijo, algo más bajo, pero aún con tono enfadado— no me meto en tus asuntos ni tus
negocios. ¿Te extraña que pida reciprocidad?
—Bonhart. —Al espadero ni siquiera le temblaron los párpados—. Cuando salgas de mi casa y
mi patio, cuando cierres detrás de ti mi puerta, entonces respetaré tu privacidad, el secreto de tus
asuntos, la especificidad de tu profesión. Y no me meteré en ellos, estate seguro. Pero en mi casa
no permito que se le quite a la gente su dignidad. ¿Me has entendido? Al otro lado de mi puerta
puedes arrastrar a esa muchacha por detrás de tu caballo. En mi casa le quitas ese collarín. De
inmediato.
Bonhart puso las manos sobre el collarín, lo desenganchó, sin privarse de dar un tirón que por
poco no puso a Ciri de rodillas. Esterhazy, haciendo como que no lo veía, dejó caer el silbato de
entre los dedos.
—Así es mejor —dijo seco—. Vayamos.
Cruzaron una galería hacia un segundo patio, algo menor, que daba a la parte de atrás de la
forja y con una pared abierta hacia un jardín. Bajo un techado apoyado en postes taraceados había
allí una larga mesa sobre la que los sirvientes acababan precisamente de disponer unas espadas.
Esterhazy dio una señal con un gesto para que Bonhart y Ciri se acercaran a la exposición.
—Bien, he aquí mi oferta.
Se acercaron.
—Aquí —Esterhazy señaló una larga fila de espadas sobre la mesa— tenemos mi producción,
casi todas forjadas aquí, se ve además la herradura, mi marca. El precio oscila entre cinco y nueve
florines, porque son estándares. Sin embargo, estas otras que están ahí sólo se montan y terminan
aquí. Sobre todo importadas. De dónde son, se puede reconocer por las marcas. Las de Mahakam
tienen dos martillos cruzados, éstas de Poviss, una corona o una cabeza de caballo, éstas de
Viroleda un sol y una famosa inscripción de la empresa. Los precios comienzan a partir de los
diez florines.
—¿Y terminan?
—Depende. Ésta, por ejemplo, una hermosa viroledanca. —Esterhazy tomó la espada de la
mesa, saludó con ella, luego pasó a una posición de esgrima, torciendo hábilmente la mano y el
antebrazo en una finta complicada llamada «angélica»—. Cuesta quince. Trabajo antiguo,
empuñadura de coleccionista. Se ve que está hecha por encargo. Los motivos cincelados en la
bigotera muestran que el arma estaba destinada a una mujer.
Hizo girar la espada, sujetó la mano en el tercio, con la hoja enfilada hacia ellos.
—Como en todas las empuñaduras de Viroleda, la tradicional inscripción de «No me
desenvaines sin causa, no me envaines sin honor». ¡Ja! Todavía se siguen cincelando en Viroleda
tales inscripciones. Y desde que el mundo es mundo, el honor se ha abaratado mucho, puesto que
estas mercancías son hoy día bastante defectuosas…
—No hables tanto, Esterhazy. Dale esa espada, que la mida en la mano. Toma el arma,
muchacha.
Ciri tocó el arma levemente y sintió de pronto cómo la salamandra de la empuñadura se
adecuaba con fuerza a la mano y cómo el peso de la hoja invitaba el brazo a lanzar y cortar.
—Es una minibastarda —le recordó Esterhazy. Sin necesidad. Sabía servirse de una
empuñadura larga, tres dedos por encima del pomo.
Bonhart retrocedió dos pasos, al patio. Sacó su espada de la vaina, la hizo girar hasta que silbó.
—¡Amos! —dijo a Ciri—. Mátame. Tienes una espada y tienes ocasión. Tienes una
posibilidad. Úsala. Porque tardaré mucho en darte otra.
—Pero, ¿os habéis vuelto locos?
—Cierra el pico, Esterhazy.
Lo engañó con una mirada a un lado y un tramposo temblor del hombro, atacó como un rayo,
en una plana siniestra. La hoja tintineó en una parada, tan fuerte que Ciri se estremeció, tuvo que
retroceder, yendo a chocar con la mesa de las espadas. Intentando recuperar el equilibrio, bajó
instintivamente la espada. En aquel momento supo que, si quería, él la mataría sin el más mínimo
problema.
—Pero, ¿os habéis vuelto locos? —Esterhazy alzó la voz, y tenía otra vez el silbato en la
mano. Los sirvientes y artesanos los miraban con estupefacción.
—Deja caer el yerro. —Bonhart no perdía a Ciri de vista, no hacía el menor caso al maestro
armero—. ¡Déjalo caer, te digo o te corto la mano!
Ella le obedeció tras un momento de indecisión. Bonhart adoptó una sonrisa espectral.
—Yo sé quién eres, serpiente. Mas te obligaré a que tú misma me lo digas. ¡Con palabras o
hechos! Te obligaré a que me lo cuentes. Y entonces te mataré.
Esterhazy bufó como si alguien le hubiera herido.
—Y esta espada —Bonhart ni siquiera le miró— es demasiado pesada para ti. Por eso eras
demasiado lenta. Eras tan lenta como un caracol preñado. ¡Esterhazy! Lo que le has dado era por
lo menos cuatro onzas más pesada de lo que debiera.
El espadero estaba pálido. Pasaba los ojos de él a ella, de ella a él, y tenía el rostro
extrañamente cambiado. Por fin, se inclinó hacia un sirviente y le dio una orden a media voz.
—Tengo algo —dijo lentamente— que te podría satisfacer, Bonhart.
—¿Por qué no me lo has enseñado desde un principio? —bramó el cazador—. Te escribí que
quiero algo especial. ¿No pensarás que no tengo dinero para algo mejor?
—Sé bien para lo que tienes dinero —dijo con énfasis Esterhazy— y no de ahora. ¿Y que por
qué no te lo enseñé desde el principio? No previne a quién me habías traído aquí… con una correa,
con un collarín al cuello. No fui capaz de imaginarme para quién ha de ser la espada y para qué ha
de servir. Ahora ya sé todo.
El sirviente volvió, trayendo una caja alargada.
—Acércate, muchacha —dijo Esterhazy con voz baja—. Mira.
Ciri se acercó. Miró. Y lanzó un ruidoso suspiro.

Desnudó la espada con un rápido movimiento. El fuego de la chimenea brilló cegador sobre la
juntura de la hoja dibujada con un motivo de ondas y se reflejó rojizo en el metal calado.
—Ésta es —dijo Ciri—. Como seguro que te habrás imaginado. Tómala en la mano, si quieres.
Pero cuidado, está más afilada que una navaja de afeitar. ¿Sientes cómo la empuñadura se pega a
la mano? Está hecha de la piel de un pez plano que tiene una cola venenosa.
—Raya.
—Creo que sí. Este pez tiene en la piel pequeños dientecillos, por eso la empuñadura nunca se
resbala en la mano, ni siquiera cuando la mano suda. Mira lo que está grabado en la hoja.
Vysogota se inclinó, miró, entrecerró lo ojos.
—Un mandala élfico —dijo al cabo, alzando la cabeza—. La así llamada «blathan caerme», la
rosa del destino: las flores estilizadas de un roble, una espirea y una retama. La torre herida por el
rayo, el símbolo del caos y la destrucción… y sobre la torre…
—Una golondrina —terminó Ciri—. Zireael. Mi nombre.

—Ciertamente, no es cosa fea —dijo por fin Bonhart—. Trabajo de gnomos, se ve al punto. Sólo
los gnomos forjaban un acero tan oscuro. Sólo los gnomos afilaban al fuego y sólo ellos calaban
las hojas para reducir el peso… Reconócelo, Esterhazy, ¿es una réplica?
—No —negó el espadero—. Un original. Una verdadera gwyhyr gnoma. Este núcleo tiene más
de doscientos años. La guarnición, se entiende, es mucho más reciente, pero yo no la llamaría
réplica. Los gnomos de Tir Tochair la hicieron a petición mía. Siguiendo técnicas, métodos y
modelos antiguos.
—Joder. Puede que efectivamente no me alcance el dinero. ¿Cuánto me vas a soplar por esa
hoja?
Esterhazy guardó silencio un tiempo. Su rostro era inescrutable.
—Yo la doy gratis, Bonhart —dijo por fin con la voz sorda—. Como regalo. Para que se
cumpla lo que se tiene que cumplir.
—Gracias —dijo Bonhart, visiblemente sorprendido—. Gracias, Esterhazy. Un regalo digno de
un rey, verdaderamente real… Lo acepto, lo acepto. Y estoy en deuda contigo…
—No lo estás. La espada es para ella, no para ti. Acércate, muchacha que porta un collar al
cuello. Contempla las señales grabadas en la hoja. No las entiendes, está claro. Pero yo te las
aclararé. Mira. La línea marcada por el destino es retorcida, pero conduce hasta esta torre. Hacia
el holocausto, la destrucción de los valores establecidos, del orden establecido. Mas esto sobre la
torre, ¿lo ves? Una golondrina. Símbolo de la esperanza. Toma esta espada. Que se cumpla lo que
se tiene que cumplir.
Ciri extendió la mano con cuidado, acarició delicadamente la oscura hoja de bordes brillantes
como un espejo.
—Tómala —dijo Esterhazy poco a poco, mientras miraba a Ciri con los ojos ampliamente
abiertos—. Tómala. Tómala en la mano, muchacha. Tómala…
—¡No! —gritó de pronto Bonhart, saltando, agarrando a Ciri por el hombro y empujándola con
fuerza y brusquedad—. ¡Quita!
Ciri cayó de rodillas, la gravilla del patio se le clavó dolorosamente en las manos en las que se
apoyó.
Bonhart cerró la caja con un chasquido.
—¡Todavía no! —aulló—. ¡Hoy no! ¡Todavía no ha llegado el momento!
—Está claro —asintió Esterhazy con serenidad, mirándole a los ojos—. Sí, está claro que
todavía no ha llegado. Una pena.

—De no mucho sirvió, noble tribunal, que leyera los pensamientos del espadero aquél. Estuvimos
allá nosotros el decimosexto de septiembre, tres días antes de la luna llena. Mas cuando volvíamos
de Fano enfilando a Rocayne se nos allegó un destacamento, Ola Harsheim y siete jinetes. Don
Ola nos mandó que arreáramos a toda mecha los caballos para alcanzar al resto de los nuestros.
Puesto que un día antes, el decimoquinto de septiembre, hubo lugar una matanza en Claremont…
Falta, creo, no hace, que lo diga, de aseguro que el noble tribunal bien sabe lo que fuera la
matanza de Claremont…
—Siga declarando, por favor, sin importar lo que el tribunal sepa.
—Bonhart por un día habíasenos precedido. El decimoquinto de septiembre condujo a Falka a
Claremont…
—Claremont —repitió Vysogota—. Conozco esta ciudad. ¿Adónde te condujo?
—A una casa grande en la plaza. Con columnas y arquerías en la entrada. Se veía enseguida
que allí vivía un ricachón…

Las paredes de la habitación estaban cubiertas de ricos paños de ras y hermosos tapices que
mostraban escenas religiosas, de caza y pastoriles con la participación de mujeres desnudas. Los
muebles brillaban con taraceas y guarniciones de latón, y las alfombras eran tales que al plantar el
pie éste se hundía hasta el tobillo. Ciri no tuvo tiempo de observar más detalles porque Bonhart
cruzó veloz y la arrastró por la cadena.
—Hola, Houvenaghel.
Bajo un arco iris de colores arrojados por unas vidrieras, ante un fondo de tapices de caza,
estaba de pie un hombre de imponente corpulencia, vestido con un caftán salpicado de oro y una
delia de abortón ribeteada. Aunque en edad todavía madura, era bastante calvo y las mejillas le
colgaban como a un gigantesco bulldog.
—Bienvenido, Leo —dijo—. Y tú, señorita…
—Nada de señorita. —Bonhart mostró la cadena y el collarín—. No hace falta saludarla.
—La cortesía no cuesta nada.
—Excepto tiempo. —Bonhart tiró de la cadena, se acercó, le palmeó sin ceremonias al gordo
en la barriga—. No poco has echado —valoró—. ¡Por mi honor, Houvenaghel, si te pones en
medio, sería más fácil saltarte por encima que rodearte!
—El bienestar —le aclaró jovialmente Houvenaghel y agitó las mejillas—. Bienvenido,
bienvenido, Leo. Agradable a mis ojos eres huésped, puesto que hoy también es un día de alegría
sin par. ¡Los negocios van asombrosamente bien, tanto que hasta se podría escupir de su encanto,
la caja registradora no para de tintinear! Hoy mismo, por no ir más lejos, un oficial nilfgaardiano
de la reserva, capitán de logis, que se ocupa de transportar utillaje al frente, me pasó seis mil arcos
del ejército, los cuales yo, con un beneficio diez veces mayor, venderé al detalle a cazadores,
furtivos, bandoleros, elfos y otros luchadores por la libertad. También compré barato un castillo
de un marqués de estos alrededores…
—¿Y para qué cojones quieres tú un castillo?
—Tengo que vivir conforme a mi condición. Volviendo a los negocios: uno al fin y al cabo te
lo debo a ti, Leo. Un moroso que parecía impenitente apoquinó. Literalmente hace un minuto. Las
manos le temblaban cuando apoquinaba. El tipo te vio y pensó…
—Sé lo que pensó. ¿Recibiste mi carta?
—La recibí. —Houvenaghel se sentó pesadamente, golpeando la mesa con la barriga hasta que
entrechocaron las garrafas y las copas—. Y lo he preparado todo. ¿No has visto los carteles?
Seguro que la plebe se amontona… La gente entra ya en el teatro. La caja tintinea… Siéntate, Leo.
Tenemos tiempo. Platiquemos, bebamos vino.
—No quiero tu vino. Seguro que es arramplado, robado de los transportes nilfgaardíanos.
—Bromeas. Esto es Est Est de Toussaint, uvas vendimiadas cuando nuestro amado señor el
emperador Emhyr era todavía un pequeñuelo que se cagaba en el ropón. Fue un buen año. Para el
vino. A tu salud, Leo.
Bonhart saludó en silencio con la copa. Houvenaghel masculló, contemplando a Ciri con aire
bastante crítico.
—¿Y esta escuchimizada de ojos grandes —dijo por fin— me ha de garantizar la diversión
prometida en tu carta? Me ha llegado noticia de que Windsor Imbra ya está cerca de la ciudad.
Que trae consigo a unos cuantos y buenos truhanes. Y algunos matones locales también han visto
los carteles…
—¿Acaso alguna vez te ha defraudado mi mercancía, Houvenaghel?
—Nunca, es verdad. Pero también hace mucho que no he tenido nada tuyo.
—Trabajo menos que antes. Ando pensando en jubilarme del todo.
—Para ello es necesario tener capital para tener de qué sustentarse. Puede que tuviera una
forma… ¿Me escuchas?
—A falta de otro entretenimiento. —Bonhart corrió una silla con el pie, obligó a Ciri a que se
sentara.
—¿No has pensado en irte hacia el norte? ¿A Cintra, a Los Taludes o más allá del Yaruga?
¿Sabes que a cada uno que llega allí y quiere asentarse en los terrenos conquistados, el imperio le
garantiza una finca de cuatro campos de tamaño? ¿Y descarga de impuestos para diez años?
—Yo —respondió el cazador con serenidad— no sirvo para la agricultura. No podría cavar la
tierra ni criar ganado alguno. Soy demasiado sensible. A la vista de la mierda o de las lombrices
me dan ganas de echar la pota.
—Como a mí —temblaron las mejillas de Houvenaghel—. De toda la actividad agraria sólo
tolero la destilación del orujo. El resto es repugnante. Dicen que la agricultura es la base de la
economía y que garantiza el bienestar. Considero, sin embargo, que es indigno y humillante que
acerca de mi bienestar juzgue algo que apesta a estiércol. Ya he realizado intentos en este sentido.
No hay necesidad de cultivar la tierra, Bonhart, no hay necesidad de criar en ella ganado. Basta
con tenerla. Si se tiene lo suficiente, se pueden conseguir bonitos beneficios. Se puede, créeme,
vivir acomodadamente, de verdad. Sí, he realizado ciertos intentos en este sentido, de ahí, en
realidad, mis preguntas acerca del viaje al norte. Porque, ¿sabes, Bonhart?, tendría un trabajo allá
para ti. Estable, bien pagado, que no te absorbería. Y estupendo para una persona sensible: nada de
estiércol, nada de lombrices.
—Estoy listo para escuchar. Sin compromisos, por supuesto.
—A base de las parcelas que el imperio garantiza a los colonos, con un poco de espíritu
empresarial y un pequeño capital inicial se puede uno hacer con un latifundio no poco bonito.
—Entiendo. —El cazador se mordisqueó el bigote—. Entiendo adonde te encaminas. Ya sé
cuáles son esos intentos relativos a tu propio bienestar. ¿Y no prevés dificultades?
—Las preveo. De dos tipos. Primero hay que encontrar a unos cuantos hombres de paja que,
fingiendo ser colonos, vayan al norte a tomar posesión de las parcelas de manos de los oficiales de
asentamiento. Formalmente para sí mismos, en la práctica para mí. Pero de encontrar a los
hombres de paja me encargo yo. A ti te concierne la otra dificultad.
—Soy todo oídos.
—Algunos de los hombres de paja tomarán la tierra y no estarán luego inclinados a entregarla.
Se olvidarán del contrato y de los dineros que tomaran. No creerías, Bonhart, cuán profundamente
el engaño, la ruindad y la hideputez están enraizados en la naturaleza humana.
—Lo creo.
—Así que habrá que convencer a los que no sean honrados de que la improbidad no compensa.
De que se castiga. Tú te ocuparás de ello.
—Suena bien.
—Suena como es. Yo tengo ya práctica, ya he hecho antes estos arreglos. Después de la
inclusión formal de Ebbing en el imperio, cuando repartían las parcelas. Y luego, cuando se
promulgó el Acta de Parcelación. De este modo Claremont, esta hermosa ciudad, se erige sobre mi
tierra, es decir, me pertenece. Todo este terreno me pertenece. Hasta allá, lejos, hasta el horizonte
cubierto de nieblecilla gris. Todo esto es mío. Todos estos ciento cincuenta campos. Campos
imperiales, no de villanos. Esto da treinta mil fanegas. O sea, cien mil novecientas aranzadas.
—Miré los muros de la patria mía… —recitó sarcástico Bonhart—. Caer ha el imperio en el
que todos roban. En el egoísmo y la codicia se oculta su debilidad.
—En esto se oculta su fuerza y su poder. —Las mejillas de Houvenaghel se agitaron—. Tú,
Bonhart, confundes el robo con el espíritu empresarial del individuo.
—A menudo, además —reconoció impasible el cazador de recompensas.
—¿Y qué, vamos a formar sociedad?
—¿Y no estaremos repartiéndonos demasiado pronto esas tierras del norte? ¿No podríamos,
para mayor seguridad, esperar a que Nilfgaard gane esta guerra?
—¿Para seguridad? No bromees. El resultado de la guerra está decidido de antemano. La
guerra se gana con dinero. El imperio lo tiene, los norteños no.
Bonhart tosió significativamente.
—Ya que estamos hablando de dinero…
—Solucionado. —Houvenaghel rebuscó en los documentos que yacían sobre la mesa—. Esto
es un cheque bancario por cien florines. Esto, un poder notarial de cesión de derechos gracias al
cual les sacaré a los Varnhagenos de Geso la recompensa por las cabezas de los bandidos. Fírmalo.
Gracias. Todavía te debo los royalties de las ganancias de la función, pero las cuentas todavía no
están cerradas, la caja todavía suena. Hay mucho interés, Leo. De verdad. A la gente de mi ciudad
les atormenta horriblemente la morriña y el aburrimiento.
Se detuvo, miró a Ciri.
—Albergo la sincera esperanza de que no te equivoques con esta persona. De que nos
asegurará una diversión digna… De que querrá cooperar pensando en el beneficio común…
—Para ella —Bonhart midió a Ciri con un mirada indiferente— no habrá beneficio alguno en
todo esto. Ella lo sabe.
Houvenaghel frunció el ceño y se indignó.
—¡Eso no está bien, diablos, no está bien que yo lo sepa! ¡No debiera saberlo! ¿Qué te pasa,
Leo? ¿Y si ella no quiere ser entretenida, y si resulta ser rabiosa y porfiada? ¿Entonces qué?
Bonhart no cambió la expresión del rostro.
—Entonces —dijo— le azuzaremos en la arena a tus mastines. Ellos, por lo que recuerdo,
siempre fueron entretenidamente poco porfiados.
Ciri guardó silencio durante mucho rato, acariciándose la mejilla mutilada.
—Comencé a comprender —dijo por fin—. Comencé a entender lo que querían hacer
conmigo. Me puse en guardia, estaba decidida a escapar a la primera oportunidad… Estaba
dispuesta a cualquier riesgo. Pero no me dieron ocasión. Me vigilaban bien.
Vysogota callaba.
—Me arrastraron hasta abajo. Allí estaban esperando unos invitados del gordo de
Houvenaghel. ¡Otros tíos raros más! Vysogota, ¿de dónde diablos salen en este mundo tantos raros
extraños?
—Se multiplican. Reproducción natural.

El primer hombre era bajo y gordezuelo, recordaba más a un mediano que a un humano, hasta se
vestía como un mediano: modesto, bonito, bien cuidado y de tonos pastel. El segundo hombre,
aunque no era joven, llevaba traje y apostura de soldado, portaba espada y en el hombro de su
jubón negro brillaba un bordado de plata que presentaba a un dragón con alas de murciélago. La
mujer era rubia y delgada, tenía una nariz ligeramente ganchuda y unos labios anchos. Su vestido
de color pistacho tenía un poderoso escote. No era una buena idea. El escote no tenía mucho que
mostrar, a no ser una piel seca, arrugada y pergaminosa, cubierta por una gruesa capa de rosa y
blanco.
—La muy noble marquesa de Nementh-Uyvar —presentó Houvenaghel—. Don Declan Ros
aep Maelchlad, capitán de la reserva de los ejércitos de caballería de su majestad imperial el
emperador de Nilfgaard, don Pennycuick, burgomaestre de Claremont. Y éste es don Leo Bonhart,
pariente, y antiguo conmilitón.
Bonhart se inclinó rígidamente.
—Así que ésta es la pequeña bandolera que ha de entretenernos hoy —enunció el hecho la
delgada marquesa, clavando en Ciri sus ojos azul pálido. Tenía la voz ronca, sensual, vibrante y
terriblemente aguardentosa—. No es demasiado guapa, diría. Pero no tiene mala constitución…
Un… cuerpecillo muy agradable…
Ciri se sacudió, apartó la mano intrusa, palideciendo de rabia y silbando como una serpiente.
—No tocar —dijo Bonhart en tono gélido—. No dar de comer. No irritar. Yo no me hago
responsable.
—Un cuerpecillo —la marquesa se pasó la lengua por los labios sin hacerle caso— siempre se
puede atar a la cama, entonces es más accesible. ¿No me la venderíais, señor Bonhart? A mi
marqués y a mí nos gustan estos cuerpecillos y el señor Houvenaghel nos pone peros cuando nos
llevamos a las pastorcillas y a los niños de los campesinos de por aquí. El marqués al fin y al cabo
tampoco puede perseguir ya a los niños. No puede correr, a causa de esos chancros y enconados
que se le han abierto en el perineo…
—Basta, basta, Matilde —dijo Houvenaghel suave pero rápido, viendo que en el rostro de
Bonhart iba apareciendo una expresión de asco—. Tenemos que ir al teatro. Precisamente le han
comunicado al señor burgomaestre que ha llegado a la ciudad Windsor Imbra con la mesnada de
infantes del barón Casadei. Es decir, ya es hora.
Bonhart sacó del seno un frasquito, limpió con la manga la superficie de ónice de la mesa,
derramó sobre ella un montoncillo de polvo blanco. Tiró de la cadena de Ciri junto al collarín.
—¿Sabes cómo usar esto?
Ciri apretó los dientes.
—Absórbelo por la nariz. O tómalo con un dedo ensalivado y te lo pones en las encías.
—¡No!
Bonhart ni siquiera volvió la cabeza.
—Lo harás tú sola —dijo en voz baja— o te lo haré yo de tal forma que todos los presentes
tendrán un poco de regocijo. No sólo tienes mucosas en la boca y en la nariz, Ratilla. También en
algunos otros lugares bastante divertidos. Llamaré a los sirvientes, mandaré que te desnuden y te
sujeten y lo usaré en esos lugares divertidos.
La marquesa de Nementh-Uyvar se rio desde la garganta, mientras miraba cómo la mano
temblorosa de Ciri se iba hacia el narcótico.
—Lugares divertidos —repitió y se pasó la lengua por los labios—. Una idea curiosa.
¡Merecería la pena probarla algún día! ¡Eh, muchacha, cuidado, no despilfarres ese buen fisstech!
¡Deja un poco para mí!

El narcótico era mucho más fuerte que el que había probado con los Ratas. Nada más ingerirlo,
una euforia cegadora embargó a Ciri, los perfiles agudizaron sus contornos, la luz y los colores
dañaban los ojos, los olores herían la nariz, los sonidos se hicieron insoportables y todo alrededor
se volvió irreal, fugaz como un sueño. Y hubo escaleras, hubo paños de ras y tapices que
apestaban a gruesas capas de polvo, hubo la ronca risa de la marquesa de Nementh-Uyvar. Hubo
un patio, hubo rápidas gotas de lluvia en el rostro, el tirón del collarín que todavía llevaba al
cuello. Un enorme edificio con una torre de madera y un formidable, nauseabundo y ridículo
fresco pintado en el frontón. El fresco representaba a un perro que acosaba a un monstruo: no
llegaba a ser ni un dragón, ni un grifo ni un viverno. Delante de la entrada al edificio había gente.
Uno gritaba y gesticulaba.
—¡Esto es repugnante! ¡Repugnante y pecaminoso, señor Houvenaghel, el usar lo que una vez
fuera templo de un santuario para este proceder tan impío, inhumano y asqueroso! ¡Los animales
también sienten, señor Houvenaghel! ¡También tienen su dignidad! ¡Es un crimen el azuzar unos
contra otros sólo por beneficio propio y placer de la plebe!
—¡Tranquilízate, hombre santo! ¡Y no te metas en mis iniciativas privadas! ¡Y además, hoy
no se van a azuzar aquí animales! ¡Ni un solo animal! ¡Nada más que personas!
—Ah, entonces pido perdón.
El interior del edificio estaba a reventar de gente sentada en unas filas de bancos que formaban
un anfiteatro. En su centro había un foso cavado en la tierra, un hoyo de un diámetro de unos
treinta pies, rodeado de gruesos maderos, limitado por una balaustrada. El hedor y el ruido
entontecían. Ciri sintió de nuevo un tirón del collarín, alguien la agarró por las axilas, alguien la
empujó. Sin saber cómo se encontró sobre el fondo del foso rodeado de maderos, sobre una arena
muy pateada.
En un ruedo.
La primera impresión pasó, ahora el narcótico sólo excitaba y aguzaba sus sentidos. Ciri se
cubrió los oídos con las manos, la muchedumbre que llenaba las gradas del anfiteatro aullaba,
gritaba, silbaba, el ruido era insoportable. Se dio cuenta de que llevaba en la muñeca y el
antebrazo derechos un apretado protector de cuero. No recordaba el momento en que se lo habían
atado.
Escuchó una voz aguardentosa y conocida, vio a la delgada marquesa de color pistacho, al
capitán nilfgaardiano, al burgomaestre de tonos pastel, a Houvenaghel y a Bonhart, que ocupaban
una logia por encima del ruedo. Se apretó otra vez los oídos porque alguien había golpeado de
pronto un gong de cobre.
—¡Mirad, buenas gentes! ¡Hoy en la arena no hay un lobo, no hay un goblin ni un endriago!
¡Hoy en la arena está la mortífera Falka de los bandoleros llamados los Ratas! ¡Haced vuestras
apuestas en la caja de la entrada! ¡No ahorréis ni un ochavo, buenas gentes! ¡La diversión no la
comes ni la bebes, pero si escatimas en ella, no ganas, sino que pierdes!
La multitud aulló y aplaudió. El narcótico funcionaba. Ciri temblaba de euforia, su vista y su
oído registraban todo, cada detalle. Escuchó las risotadas de Houvenaghel, la aguardentosa risa de
la marquesa, la voz seria del burgomaestre, el frío bajo de Bonhart, los gritos del sacerdote
defensor de los animales, el chillido de las mujeres, el llanto de los niños. Distinguió oscuras
manchas de sangre en los maderos que delimitaban la arena, el agujero que se abría en ellos,
enrejado, apestoso. Y los rostros brillantes de sudor, con las jetas torcidas como bueyes por
encima de la balaustrada.
Una agitación repentina, unas voces alzadas, maldiciones. Gente armada, que empujaba a la
multitud, pero atascándose, atorándose contra el muro de la guardia armada de alabardas. A uno
de ellos ya lo había visto antes, recordaba la tez morena y el negro bigote que parecía una raya
pintada con carbón sobre un labio superior que temblaba con un tic.
—¿Don Windsor Imbra? —la voz de Houvenaghel—. ¿De Geso? ¿El muy noble senescal del
barón Casadei? Bienvenido, bienvenido, huésped del extranjero. Ocupad un asiento, el espectáculo
va a comenzar. ¡Pero por favor, no olvidéis pagar la entrada!
—¡Yo no estoy aquí para divertirme, señor Houvenaghel! ¡Yo estoy aquí de servicio! ¡Bonhart
sabe de qué hablo!
—¿De verdad? ¿Leo? ¿Sabes de qué habla el señor senescal?
—¡Sin bromas! ¡Quince somos! ¡A por Falka vinimos! ¡Dádnosla o algo malo va a pasar!
—No comprendo tu excitación, Imbra. —Houvenaghel frunció las cejas—. Pero te recuerdo
que esto no es Geso, ni tierra alguna de los dominios de vuestro barón. ¡Si hacéis ruido o
incomodáis, haré que se os eche de aquí por los bigotes!
—No os ofendáis, señor Houvenaghel. —Windsor Imbra se mitigó—. ¡Mas la justicia está de
nuestra parte! Bonhart, aquí presente, le prometiera Falka al barón Casadei. Dio su palabra. ¡Que
no quiebre ahora la palabra dada!
—¿Leo? —Las mejillas de Houvenaghel temblaron—. ¿Sabes de qué habla?
—Lo sé y le concedo la razón. —Bonhart se alzó, agitó con desgana la mano—. No me
opondré ni realizaré sujeción. He aquí a la moza, doquiera todos la ven. Quien sea su voluntad,
que la tome.
Windsor Imbra quedó estupefacto, el labio le tembló con fuerza.
—¿Lo qué?
—La muchacha —repitió Bonhart, haciéndole un guiño a Houvenaghel— está para que quien
la quiera la coja de la arena. Viva o muerta, según gusto y deseo.
—¿Lo qué?
—¡Voto al diablo, que pierdo poco a poco la paciencia! —Bonhart fingió rabia con éxito—. ¡Y
namás que lo qué! ¡Papagayo de mierda! ¿Qué? ¡Pues como quieras! Si es tu voluntad pues
envenena con veneno un cacho carne y échaselo a ella, como a los lobos. Mas no sé si ella se lo
comería. No tiene aspecto de tonta, ¿no? No, Imbra, quien la quiera coger habrá de fatigarse. Allí,
en la arena. ¿Quieres a Falka? ¡Pues cógela!
—La tu Falka ésta me la pasas por las napias cual a un siluro una rana en la pesca —ladró
Windsor Imbra—. No me fío de ti. Mi nariz güele que en esta presa hay un gancho de yerro
escondido.
—Mis enhorabuenas para la nariz que huele el yerro. —Bonhart se levantó, sacó de bajo el
banco la espada que había conseguido en Fano, la extrajo de la vaina y la arrojó al ruedo, con tanta
habilidad que la hoja se clavó perpendicularmente en la arena dos pasos delante de Ciri—. Ah, y
mirad, hay yerro. A la vista, no está nada escondido. Porque yo no defiendo a esta moza, quien la
quiera que la coja. Si es capaz de cogerla.
La marquesa de Nementh-Uyvar se rio nerviosamente.
—¡Si es capaz de cogerla! —repitió con su contralto aguardentoso—. Porque ahora el
cuerpecillo tiene espada. Bravo, noble Bonhart. Una vergüenza me parecía el dar el cuerpecillo
desarmado a las mandíbulas de estos patanes.
—Señor Houvenaghel. —Windsor Imbra se puso de lado, sin dignar ni una mirada a la
escuálida aristócrata—. Bajo los auspicios vuestros celébrase este belén, este circo de pulgas
vuestro. Contadme sólo algo: ¿en acordamiento a qué regulas y legislados hemos de actuar aquí?
¿Las vuestras o acaso las de Bonhart?
—Según las del teatro —se carcajeó Houvenaghel, agitando la tripa y las mejillas de bulldog
—. ¡Porque aunque es verdad que el teatro es mío, al fin y al cabo el cliente es nuestro amo, él
paga, él exige! Es el cliente el que pone las reglas. Nosotros los mercaderes, por nuestra parte,
hemos de actuar siguiendo esta regla: hay que darle al cliente lo que el cliente desea.
—¿Cliente? ¿Queréis decir la gente? —Windsor Imbra abarcó en un amplio gesto los bancos
repletos—. ¿Esta toda gente acudieron acá y pagaron para divertirse con este divertimiento?
—El negocio es el negocio —respondió Houvenaghel—. Si hay demanda de algo, ¿por qué no
se lo va a vender? ¿Paga la gente por las peleas de lobos? ¿Por las peleas de endriagos y
aardvarkos? ¿Por azuzar los perros a un tejón en barril o a una viverna? ¿Por qué te asombras
tanto, Imbra? A las personas los juegos y el circo les son tan necesarios como el pan, puf, más que
el pan. Muchos de los que están aquí se lo han quitado de la boca. Y mira cómo les brillan los
ojos. Se mueren de impaciencia por que empiece el circo.
—Mas en el circo —añadió Bonhart, con una sonrisa venenosa— se han de guardar aunque
sólo sea apariencias de deporte. El tejón, antes de que lo saquen los canes del barril, puede morder
con los dientes, así es más deportivo. Y la muchacha tiene una tizona. Así que aquí también será
deportivo. ¿Qué, buenas gentes? ¿Tengo razón?
Las buenas gentes, incoherentemente pero en ruidoso y regocijado coro, confirmaron que
Bonhart tenía razón en toda su extensión.
—El barón Casadei —dijo despacio Windsor Imbra— no vendrá contento, señor Houvenaghel,
os digo, no vendrá contento. No sé si os merece la pena entrar con él en desavenencias.
—El negocio es el negocio —repitió Houvenaghel y agitó las mejillas—. El barón Casadei lo
sabe bien, sus buenos dineros tomó prestados de mí y a bajo interés, y cuando venga para tomar
prestado otra vez entonces arreglaremos nuestras desavenencias de algún modo. Pero no se me va
a entrometer a mí ningún señor barón extranjero en mi iniciativa privada e individual. Aquí hay ya
apuestas, y la gente ha pagado por la entrada. En esta arena, ahí, en el ruedo, tiene que correr la
sangre.
—¿Tiene? —se enfadó Windsor Imbra—. ¡Y una mierda! ¡Ah, me quemo por mostraros que
no tiene que correr! ¡Que yo me voy de aquí y me largo, y sin rodearme patrás! ¡Y entonces que
corra la vuestra sangre! ¡Me repugna el mero pensamiento de darle regocijo a esta turba!
—Que se vaya. —De la multitud salió de pronto un tipo cubierto de pelo hasta los ojos y
vestido con un jubón de piel de caballo—. Que se vaya si ha repugnancia. A mí no me repugna.
Dijeron que a quien apiole a la Ratilla le darán una recompensa. Yo me presento y me echo al
ruedo.
—¡Qué cojones! —gritó de improviso uno de los de Imbra, un hombre bajo pero fibroso y de
poderosa constitución. Tenía los cabellos abundantes, desgreñados y enmarañados—. ¡Nosaltres
fuimos los primes! ¿No es verdá, compadres?
—¡Claro, por mi fe! —le apoyó un segundo, delgado, con una perilla puntiaguda—. ¡Semos
los primeros! ¡Y tú no te nos pongas con esos honores, Windsor! ¿Y qué que la peña nos mire?
Falka está en el ruedo, basta echar la mano y agarrarla. ¡Y si a los patanes se les saltan los ojos,
nos importa un güevo!
—¡Y amás hasta pué que nos quedemos con carne en las uñas! —relinchó un tercero, vestido
con un dublete de vivo color amaranto—. Si hay deporte, pues deporte, ¿no, don Houvenaghel? ¡Y
si hay circo, pues circo! ¿No se ha hablao aquí de una recompensa?
Houvenaghel adoptó una amplia sonrisa y asintió con un movimiento de cabeza, agitando
orgullosa y majestuosamente sus enormes mejillas.
—¿Y cómo andan las apuestas? —se interesó el de la perilla.
—¡De momento —sonrió el mercader— todavía no se apuesta al resultado de la lucha! De
momento se está tres a uno a que ninguno de vosotros se atreve a meterse en el cerco.
—¡Puuuf! —gritó Piel de Caballo—. ¡Yo me atrevo! ¡Yo estoy listo!
—¡Que te quite te dicho! —aulló Malospelos—. Nosaltres fuimos los primes y la primocía es
nostra. Va, ¿a qué esperamos?
—¿Y en cuántos poemos ir pallá, a la plaza? —Amaranto se apretó el cinturón—. ¿Poemos
nomás que uno en uno?
—¡Ah, hijos de la gran puta! —gritó de pronto y en modo por completo inesperado el
burgomaestre de tonos pastel, con una voz de toro que no pegaba para nada con su apostura—. ¿Y
por qué no vais de diez en diez contra una sola? ¿Y por qué no a caballo? ¿O en cuadrigas? ¿O he
de prestaros una catapulta del arsenal de modo que arrojarais a la moza rocas desde lejos? ¿Qué?
—Vale, vale —le interrumpió Bonhart, consultando algo rápido con Houvenaghel—. Que sea
deportivo entonces, mas y regocijo algo también haya. Se puede de dos en dos. En pares, se
entiende.
—¡Mas la recompensa —advirtió Houvenaghel— no será doble! ¡Si en par, entonces habrá
que repartírsela!
—¿Qué par ni qué cojones? ¿Qué dos en dos? —Malospelos, con un brusco movimiento, se
quitó la capa de los hombros—. ¿No sos come la vergüenza, compadres? ¡Mas si es sólo una
mozuela! ¡Puf! ¡Parta! Yo mesmo voy y me la apalanco. ¡Valiente poblema!
—¡Yo quiero tener a Falka viva! —protestó Windsor Imbra—. ¡Me caguen vuestros duelos y
desafíos! ¡Yo no voy a entrar al circo ése de Bonhart, yo quiero a la muchacha! ¡Viva! Iréis los
dos, tú y Stavro. Y me la sacáis de ahí.
—Para mí —repitió Stavro, el de la perilla— es un desprecio el ir los dos a por esa
escuchimizá.
—El barón te endulzará el desprecio con florines. ¡Pero sólo si está viva!
—Como es sabido, el barón es un agarrado —risoteó Houvenaghel, agitando tripa y mejillas
de bulldog—. Y no tiene ni pizca de espíritu deportivo. ¡Ni voluntad para jugar a otro juego! Yo,
por mi parte, apoyo el deporte. Así que aumento la presente recompensa. Quien por sí solo se eche
al ruedo y solo, con sus propios pies, vaya a por ella, con estas mismas manos de este mismo
monedero le pagaré no veinte, sino treinta florines.
—¡Entonces a qué esperamos! —gritó Stavro—. ¡Yo voy primero!
—¡Quedito, quedo! —gritó de nuevo el pequeño burgomaestre—. ¡La moza no más tiene lino
finito en los lomos! ¡Así que quítate tú también, soldado, los ropajones! ¡Esto es deporte!
—¡Así sus pilléis una tiña! —Stavro se quitó el caftán ensartado de hierro, dejando al desnudo
un pecho y unos brazos delgados y peludos como un zambo—. ¡Sus pilléis una tiña vos y vuestro
deporte de mierda! ¡Así voy, en pelotas! ¿O qué? ¿Me quito los pantaladrones también?
—¡Y hasta los calzoncillos! —habló con sensual voz ronca la marquesa de Nementh-Uyvar—.
¡Lo mismo resulta que de macho sólo tienes la cháchara!
Recompensado con un sonoro aplauso, Stavro, desnudo hasta la cintura, tomó el arma, pasó un
pie sobre los maderos de la barrera, al tiempo que observaba a Ciri con atención. Ciri cruzó los
brazos sobre el pecho. No dio ni un paso en dirección a la espada clavada en la arena. Stavro
vaciló.
—No lo hagas —dijo Ciri, muy bajito—. No me obligues… No dejaré que me toquen.
—No me guardes rencor, moza. —Stavro cruzó la barrera—. No tengo na contra ti. Mas los
negocios son los negocios…
No terminó, porque Ciri ya estaba junto a él, ya tenía en la mano a Golondrina: así había
llamado en su pensamiento a la gwyhyr gnoma. Utilizó el ataque más sencillo, casi infantil, una
finta llamada «tres pasos», pero Stavro se dejó atrapar por ella. Dio un paso hacia atrás e
instintivamente alzó la espada, pero entonces estaba ya a su merced. Después del salto apoyó la
espalda en los maderos que contorneaban el ruedo, la hoja de Golondrina estaba a una pulgada de
la punta de su nariz.
—Este truco —le aclaró Bonhart a la marquesa, por encima de los gritos y de los bravos— se
llama «tres pasos, engaño y ataque en tercia». Un número simplón, esperaba más de la muchacha,
algo más refinado. Pero hay que reconocer que si hubiera querido, el tío éste ya estaría muerto.
—¡Mátalo, mátalo! —gritaban los espectadores y Houvenaghel y el burgomaestre mostraban
sus pulgares dirigidos hacia abajo. La sangre se le retiró a Stavro del rostro, en las mejillas se le
resaltaron feamente los agujeros y cicatrices dejados por la viruela.
—Te dije que no me obligaras —siseó Ciri—. ¡No quiero matarte! Pero no me dejaré tocar.
Regresa allá de donde viniste.
Ciri retrocedió, se dio la vuelta, bajó la espada y miró hacia arriba, hacia la logia.
—¿Os divertís conmigo? —gritó con la voz quebrada—. ¿Queréis obligarme a luchar? ¿A
matar? ¡No me obligaréis! ¡No voy a luchar!
—¿Has oído, Imbra? —resonó en el silencio la voz de Bonhart—. ¡Negocio limpio! ¡Sin
riesgo alguno! No va a luchar. Se la puede coger del ruedo y llevársela viva al barón Casadei para
que juegue con ella a voluntad. ¡Se la puede coger sin riesgo! ¡Con las manos!
Windsor Imbra escupió. Stavro, todavía con la espalda apretada contra los maderos, aspiraba,
aferrando la espada en la mano. Bonhart se rio.
—Mas yo, Imbra, apuesto brillantes contra avellanas a que no lo conseguís.
Stavro respiró hondo. Le pareció que la muchacha, que estaba de espaldas a él, se encontraba
distraída, desconcentrada. Él ardía de rabia, de vergüenza y de odio. Y no se pudo contener. Atacó.
Rápido y a traición.
Los espectadores no advirtieron el rechazo ni el contraataque. Sólo vieron cómo Stavro, que se
lanzaba sobre Falka, realizaba un verdadero paso de ballet después del que, de forma poco
bailarina, cayó de barriga sobre la arena, y cómo al instante la arena se anegaba en sangre.
—¡Los instintos se apoderan de la razón! —gritó Bonhart por encima de la turba—. ¡Los
reflejos actúan! ¿Qué, Houvenaghel? ¿No te lo dije? ¡Ya verás cómo no van a ser necesarios los
alanos!
—¡Qué espectáculo más bonito y rentable! —Houvenaghel hasta entrecerraba de placer los
ojos.
Stavro se alzó sobre unos brazos que temblaban del esfuerzo, agitó la cabeza, gritó, emitió un
ronquido, vomitó sangre y cayó sobre la arena.
—¿Cómo se llama ese golpe, Bonhart? —dijo con su ronca voz sensual la marquesa de
Nementh-Uyvar, restregando una rodilla contra la otra.
—Esto ha sido una improvisación. —Por detrás de los labios del cazador de recompensas, que
no miraba en absoluto a la marquesa, relucieron sus dientes—. Una improvisación hermosa,
creativa y yo diría que hasta visceral. He oído hablar de un lugar en el que enseñan tales
improvisaciones para sacar las tripas. Me apuesto a que nuestra señorita conoce ese lugar. Yo ya
sé quién es ella.
—¡No me obliguéis! —gritaba Ciri, y en su voz vibraba una nota casi fantasmal—. ¡No
quiero! ¿Entendéis? ¡No quiero!
—¡Tú, puta del infierno! —Amaranto saltó la barrera con habilidad, enseguida se puso a
recorrer la arena para desviar la atención de Ciri de Malospelos, que estaba saltando a la arena por
el lado contrario. Después de Malospelos cruzó la barrera Piel de Caballo.
—¡Juego sucio! —gritó el burgomaestre Pennycuick, pequeño como un mediano y vigilante de
la limpieza del juego. Y junto con él gritó la multitud entera.
—¡Tres contra una! ¡Juego sucio!
Bonhart sonrió. La marquesa se pasó la lengua por los labios y comenzó a restregar las piernas
aún más fuerte.
El plan del trío era sencillo: empujar a la muchacha haciéndola retroceder hasta la valla y
luego dos la bloquean y uno mata. No funcionó. Por una razón muy simple. La muchacha no
retrocedió, sino que atacó.
Se introdujo entre ellos con una pirueta de ballet, tan hábilmente que casi no rozaba la arena.
A Malospelos le asestó al vuelo, justo donde había que asestar. En la arteria del cuello. El corte
fue tan leve que no perdió el ritmo, bailando se retorció en un golpe de revés, tan deprisa que no le
cayó encima ni una gota de sangre, que brotaba del cuello de Malospelos en un flujo casi sin
pausa. Amaranto, que se encontraba detrás de ella, quiso cortarla en el cuello, pero su golpe
traicionero tintineó contra una relampagueante parada realizada por la hoja lanzada a la espalda.
Ciri se dio la vuelta como un muelle, cortó con las dos manos, reforzando la fuerza del golpe con
una violenta torsión de las caderas. La oscura hoja gnoma era como una navaja de afeitar, rajó la
barriga con un silbido y un chasquido. Amaranto aulló y rodó por la arena, haciéndose un ovillo.
Piel de Caballo, acercándose de un salto, lanzó un pinchazo a la muchacha en el cuello, pero ésta
se removió evitándolo, se volvió ágil y lo cortó breve con el centro de la hoja en el rostro,
destrozándole el ojo, la nariz, los labios y la barbilla.
Los espectadores gritaron, silbaron, patearon y aullaron. La marquesa de Nementh-Uyvar
introdujo ambas manos por entre sus muslos apretados, se lamió los labios brillantes y rio con su
aguardentoso y nervioso contralto. El capitán nilfgaardiano de la reserva estaba blanco como el
papel. Una mujer intentaba taparle los ojos a un niño que se resistía. Un anciano de cabello
grisáceo que estaba en la primera fila vomitó violenta y sonoramente, metiendo la cabeza entre las
piernas.
Piel de Caballo sollozó, sujetándose el rostro, bajo los dedos resbalaba la sangre mezclada con
saliva y mocos. Amaranto se retorcía y chillaba como un cerdo. Malospelos dejó de arañar los
maderos, resbaladizos por la sangre que brotaba de él al ritmo de los latidos de su corazón.
—¡Ayuuuda! —aulló Amaranto, sujetando espasmódicamente las entrañas que se le salían de
la barriga—. ¡Camaraaadaas! ¡Ayuuudaaa!
—Fiii… buuu… beeee… —Piel de Caballo escupía y moqueaba sangre.
—¡Má-ta-lo! ¡Má-ta-lo! —gritaban los espectadores, dando patadas rítmicamente. El
viejecillo vomitador fue extraído del banco y se le echó a patadas a la galería.
—Brillantes contra avellanas —se distinguió entre el barullo el sarcástico bajo de Bonhart— a
que nadie más se atreve a salir a la arena. ¡Brillantes contra avellanas, Imbra! ¡Pero qué más me
da, hasta brillantes contra avellanas hueras!
—¡Ma-tar! —Aullidos, pateos—. ¡Ma-tar!
—¡Noble señora! —gritó Windsor Imbra, llamando con gestos a sus subordinados—.
¡Permitid sacar a los heridos! ¡Permitidnos entrar en el ruedo y retirar a aquéllos que se desangran
y mueren! ¡Sed humana, noble señora!
—Humana —repitió Ciri con esfuerzo, sintiendo que sólo ahora comenzaba a latir en ella la
adrenalina. Se controló rápidamente, con una serie de aspiraciones bien estudiadas—. Entrad y
retiradlos —dijo—. Pero entrad sin armas. Sed vosotros también humanos. Al menos una vez.
—¡Nooo! —gritaba la multitud, armando escándalo—. ¡Ma-tar! ¡Ma-tar!
—¡Vosotros, animales repugnantes! —Ciri se volvió con paso de baile, pasando la mirada por
las tribunas y los bancos—. ¡Vosotros, cerdos infames! ¡Canallas! ¡Malditos hijos de puta!
¿Queréis sangre? ¡Bajad aquí, entrad y saboreadla y oledla! ¡Lamedla antes de que se coagule!
¡Animales! ¡Vampiros!
La marquesa gimió, tembló, volteó los ojos y se apretó blanducha contra Bonhart, sin sacar las
manos de entre sus muslos. Bonhart frunció el ceño y la apartó de sí sin esforzarse por ser
delicado. La muchedumbre aulló. Alguien lanzó a la arena un chorizo mordisqueado, otro una
bota, otro más lanzó un pepino dirigido a Ciri. Ella rajó el pepino con un golpe de espada,
provocando un griterío todavía mayor.
Windsor Imbra y su gente levantaron a Amaranto y Piel de Caballo. Amaranto, cuando lo
movieron, gritó. Piel de Caballo, por su parte, se desmayó. Malospelos y Stavro no daban ya
señales de vida. Ciri retrocedió de tal modo que se colocó lo más lejos que permitía el ruedo. La
gente de Imbra intentaba mantenerse también a distancia de ella.
Windsor Imbra se quedó inmóvil. Esperó a que sacaran a los heridos y muertos. Miró a Ciri
por debajo de sus párpados fruncidos y tenía la mano sobre la empuñadura de la espada, que, pese
a las promesas, no se había quitado al entrar en la arena.
—No —le advirtió ella, moviendo apenas los labios—. No me obligues. Por favor.
Imbra estaba pálido. La multitud pateaba, gritaba y aullaba.
—¡No la escuches! —Bonhart volvió a hablar por encima del griterío—. ¡Toma la espada! ¡En
caso contrario todo el mundo sabrá que eres un cagón y un cobarde! Desde el Alba al Yaruga se
oirá que Windsor Imbra huyó de una muchacha de pocos años, metiendo el rabo entre las piernas
como un perrillo faldero.
La hoja de Imbra salió una pulgada de la vaina.
—No —dijo Ciri.
La hoja volvió a entrar en la vaina.
—¡Cobarde! —gritó alguien entre la multitud—. ¡Comemierda! ¡Gallina!
Imbra, con el rostro pétreo, anduvo hacia el borde del ruedo. Antes de que agarrara la mano
que le tendían sus camaradas, se volvió.
—Creo que sabes lo que te espera, moza —dijo en voz baja—. Creo que ya sabes quién es Leo
Bonhart. Creo que ya sabes de lo que es capaz. Lo que le excita. Te empujarán a la arena. Matarás
para regocijar a cerdos y mirones como éstos de aquí. Y a otros todavía peores que ellos. Y cuando
tus matanzas les dejen de divertir, cuando Bonhart se aburra de la violencia que te hace, entonces
te matarán a ti. Echarán a la arena a tantos que no serás capaz de defender tu espalda. O te echarán
perros. Y los perros te destrozarán y la turba en el tendío olerá la sangre y gritará bravo. Y tú
morirás sobre la arena anegada en sangre. Como éstos a los que hoy tú has rajado. Te acordarás de
mis palabras.
Extraño, pero sólo entonces se dio cuenta ella del pequeño escudo heráldico que Imbra llevaba
en su pechera esmaltada.
Un unicornio de plata erguido sobre un campo de ébano.
Un unicornio.
Ciri bajó la cabeza. Miró la hoja calada de la espada.
De pronto se hizo el silencio.
—Por el Gran Sol —habló de pronto, Declan Ros aep Maelchlad, el capitán nilfgaardiano de la
reserva, quien había estado callado hasta entonces—. No. No lo hagas, muchacha. ¡Ne tuv’en
que’ss, luned!
Ciri giró a Golondrina en sus manos poco a poco, apoyó el pomo en la arena, dobló las
rodillas. Sujetando la hoja con la mano derecha, con la izquierda dirigió la punta con precisión
hasta colocarla bajo el esternón. La hoja traspasó la ropa al instante, le pinchó.
No voy a llorar, pensó Ciri, apoyándose cada vez más en la espada. No voy a llorar, no hay por
quién ni por qué. Un movimiento rápido y se habrá acabado todo… Todo…
—No serás capaz —resonó en el absoluto silencio la voz de Bonhart—. No serás capaz,
brujilla. En Kaer Morhen te enseñaron a matar y matas como una máquina. Inconscientemente.
Pero para matarse a uno mismo hace falta carácter, fuerza, determinación y valentía. Y eso nadie
te lo pudo enseñar.

—Como ves, tenía razón —dijo Ciri con esfuerzo—. No fui capaz.
Vysogota guardaba silencio. Tenía en la mano una piel de nutria. Inmóvil. Desde hacía mucho
tiempo. Mientras escuchaba, casi había olvidado la piel.
—Me acobardé. Fui una cobarde. Y pagué por ello. Como paga todo cobarde. Con dolor,
vergüenza, una terrible humillación. Un tremendo asco hacia mí misma.
Vysogota guardaba silencio.

Si aquella noche alguien se hubiera deslizado hasta aquella cabaña con su tejado de bálago
hundido, si hubiera mirado a través de las rendijas de los postigos, habría visto en su interior
escasamente iluminado a un viejecillo de barba blanca y a una muchacha de cabellos cenicientos
sentados junto a la chimenea. Habría visto que ambos guardaban silencio, con la mirada clavada
en el carbón de color rubí que se iba consumiendo.
Pero nadie pudo haber visto aquello. La choza del hundido tejado de bálago cubierto de musgo
estaba bien escondida entre la niebla y los vapores, entre los cañaverales impenetrables, en los
cenagales de Pereplut, donde nadie se atrevía a adentrarse.
Capítulo quinto

El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada.

Génesis, 9:6

Muchos de entre los que viven merecen morir y algunos de los que mueren
merecen la vida. ¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar
la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos.

John Ronald Reuel Tolkien

Ciertamente, hace falta grande orgullo y grande ceguera para llamar justicia a
un cadáver que cuelga en un cadalso.

Vysogota de Corvo

—¿Qué es lo que busca el brujo en mi terreno? —repitió la pregunta Fulko Artevelde, el prefecto
de Riedbrune, quien estaba ya visiblemente impaciente por el silencio que se iba alargando—. ¿De
dónde viene el brujo? ¿Adónde se dirige? ¿Con qué objetivo?
Y así se acaba la diversión, pensó Geralt, contemplando el rostro del prefecto, marcado por
gruesas cicatrices. Así se termina el juego del caballeroso brujo que se apiada de una banda de
despreciables gentes del bosque. Así concluye el deseo de lujo y pernocta en posadas en las que
siempre hay un espía. Éstos son los resultados obtenidos de viajar con una cotorra versificadora.
Por ello me hallo ahora sentado en esta habitación sin ventanas, con aspecto de celda, sobre una
silla para interrogatorios, dura y clavada al suelo, y en el respaldo de esa silla, no se puede no
advertirlo, hay unos agarraderos y unas cintas de cuero. Para sujetar las manos e inmovilizar el
cuello. De momento no las han usado, pero están ahí.
¿Y cómo, por todos los diablos, voy a escapar ahora de este enredo?

Cuando después de cinco días de viaje con los colmeneros de los Tras Ríos salieron por fin del
monte y entraron en unos pantanosos esteros, la lluvia dejó de caer, el viento ahuyentó el vaho y la
húmeda neblina, el sol se abrió paso por entre las nubes. Y bajo el sol brillaron las cumbres de las
montañas.
Si todavía no hacía mucho el río Yaruga había constituido para ellos una cesura ostensible, un
límite cuyo paso significaba el cruce a la etapa siguiente y más importante de su aventura, ahora
sentían cómo se acercaban a la frontera, a la barrera, al último lugar del que sería todavía posible
volver atrás. Lo percibían todos, y Geralt el primero. No podía ser de otro modo: todo el día, de la
mañana a la tarde, se elevaba ante sus ojos una poderosa cadena montañosa, dentada, cubierta de
nieves y hielos, que se alzaban al sur y cortaban la ruta de través. Los Montes de Amell. Y por
encima de la sierra de Amell se encumbraba, majestuoso y amenazador, afilado como la espada de
la misericordia, el obelisco de la Gorgona, la Montaña del Diablo. No hablaban sobre ello, no
discutían, pero Geralt sabía lo que todos pensaban. Porque a él, cuando miraba a las cadenas de
Amell y la Gorgona, el pensamiento de continuar la marcha hacia el sur también le parecía una
verdadera locura.
Por suerte, resultó que al final no iban a tener que seguir hacia el sur.
Aquella noticia se la trajo el velludo colmenero de los montes por cuya culpa habían estado
sirviendo de escolta armada del convoy durante los últimos cinco días. El padre y marido de las
hermosas hamadríadas junto a las que tenía el aspecto de un jabalí junto a una yegua. El que había
pretendido engañarles afirmando que los druidas de Caed Dhu habían marchado a Los Taludes.
Ocurrió a la mañana siguiente de haber llegado a la ciudad de Riedbrune, tumultuosa como un
hormiguero, dado que era el objetivo de los colmeneros y tramperos de los Tras Ríos. Fue al día
siguiente de despedirse de los mieleros escoltados, a los que el brujo ya no les era necesario y a
los que esperaba que no iba a volver a ver nunca más. Por eso fue mayor su asombro.
El colmenero comenzó pues con unos exagerados agradecimientos y le alargó a Geralt una
bolsa llena de monedas más bien pequeñas: su sueldo de brujo. Él la aceptó, sintiendo sobre sí la
mirada un tanto burlona de Regis y Cahir, ante quienes se había quejado durante la marcha más de
una vez de la ingratitud humana y había subrayado la falta de sentido así como la estupidez del
altruismo desinteresado.
Y entonces, el excitado colmenero casi gritó la novedad: usease, los muerdagueros, usease los
druidas, están, querido señor brujo, usease, en los robleales del lago Loc Monduim, el cual tal lago
se encuentra, usease, a unas treinta y cinco millas yendo al oeste.
Esta noticia la había obtenido el colmenero en la tienda de venta de miel y cera de un pariente
que vivía en Riedbrune, y el pariente, por su parte, sabía aquello gracias a un conocido que era
buscador de diamantes. Cuando el colmenero se enteró de lo de los druidas, se echó a correr como
un loco para contárselo. Y ahora hasta lanzaba destellos de felicidad, orgullo y sentimiento de
importancia, como todo mentiroso cuando resulta que su mentira, por pura casualidad, acaba
siendo verdad.
Geralt tuvo intención de ponerse en marcha hacia Loc Monduirn sin dudar un segundo, pero la
compaña protestó vivamente. Disponiendo del dinero de los colmeneros, anunciaron Regis y
Cahir, y encontrándose en un lugar donde se mercadeaba con todo, convenía complementar el
equipo y los víveres. Y comprar más flechas, añadió Milva, puesto que todo el tiempo se requería
que ella les proveyera de caza y no iba a andar disparando con palos afilados. Y por lo menos
dormir una noche en una posada, añadió Jaskier, tumbarse en la cama después del baño y con una
agradable guarapeta de cerveza.
Los druidas, anunciaron todos a coro, no van a salir corriendo.
—Aunque se trata de un absoluto cúmulo de circunstancias —añadió con extraña sonrisa el
vampiro Regis—, nuestro equipo está en el camino absolutamente correcto, se encamina en una
dirección absolutamente correcta. De ello se deduce que nos está absoluta y evidentemente
predestinado que lleguemos hasta los druidas, por lo que un día o dos de pausa no tienen
importancia.
»En lo que se refiere al apresuramiento —añadió, filosófico—, esa sensación de que el tiempo
se acaba a toda prisa suele ser señal de alarma que anuncia que hay que reducir la velocidad,
actuar poco a poco y con la adecuada reflexión.
Geralt no se opuso, ni se peleó. Tampoco combatió la filosofía del vampiro, pese a que las
extrañas pesadillas que lo asaltaban por las noches le inclinaban más bien a apresurarse. Aunque
no estuviera en condiciones de recordar el contenido de aquellas pesadillas al despertarse.
Era el diecisiete de septiembre, luna llena. Quedaban seis días para el equinoccio de otoño.

Milva, Regis y Cahir se echaron entre pecho y espalda la tarea de hacer compras y completar el
equipaje. Geralt y Jaskier, por su parte, se encargaron de realizar trabajos de inteligencia y andar
preguntando por todo Riedbrune.
Situada en una revuelta del río Neva, Riedbrune era una ciudad pequeña, si se tenían en cuenta
las construcciones de piedra y madera que se apretaban en el interior del anillo de murallas de
tierra rematadas por una empalizada. Pero las apretadas construcciones detrás de los muros sólo
constituían en aquel momento el centro de la ciudad, allí no podía vivir más de un décimo de la
población. Los otros nueve décimos habitaban en un ruidoso mar de cabañas, chamizos, chozas,
chabolas, chiqueros, tiendas de campaña y hasta carros que hacían las veces de viviendas.
Al poeta y al brujo les servía de cicerone el pariente del colmenero, joven, vivo y arrogante,
típico ejemplar de la briba local, que había nacido en las alcantarillas, que se había bañado en más
de una alcantarilla y en más de una había apagado la sed. En medio de la barahúnda, el tumulto, la
suciedad y el hedor de la ciudad se sentía aquel mozuelo como la trucha en un rápido montaraz de
aguas cristalinas. Para colmo, la posibilidad de enseñar a alguien su desagradable ciudad lo
alegraba a todas luces. Sin alterarse por el hecho de que nadie le preguntaba por nada, el
barriobajero explicaba todo con verdadera pasión. Explicó que Riedbrune constituía una etapa
importante para los colonos nilfgaardianos que vagabundeaban hacia el norte en busca de la tierra
prometida por el emperador: cuatro campos, o sea, contando a lo bajo cuatrocientas fanegas. Y
además una descarga de impuestos. Riedbrune yace a la entrada del valle del Neva, que corta los
Montes de Amell, delante del desfiladero de Theodula, que une Los Taludes y los Tras Ríos con
Mag Turga, Geso, Metinna y Maecht, países que ya hacía mucho que eran súbditos del imperio
nilfgaardiano. La ciudad de Riedbrune, explicó el barriobajero, es el último lugar en el que los
colonos pueden contar con algo más que consigo mismos, su mujer y lo que llevan en los carros.
Por eso también la mayor parte de los colonos acampa bastante tiempo junto a la ciudad, tomando
aliento para el último salto sobre el Yaruga y más allá del Yaruga. Y muchos de ellos, añadió el
barriobajero con orgullo de patriota de las alcantarillas, se quedan en la ciudad para siempre,
porque la ciudad es, no veas, la cultura y no un quintoelcoño de pueblo que huele a estiércol.
La ciudad de Riedbrune olía mucho. Y también a estiércol.
Geralt había estado allí, hacía muchos años, pero no reconocía nada. Había cambiado
demasiado. Antaño no se veían tantos caballeros con corazas y capas negras y con los emblemas
de color de plata en los brazos. Antaño no se oía por doquier la lengua nilfgaardiana. Antaño no
había allí ninguna cantera en la que unos individuos andrajosos, sucios, miserables y
ensangrentados quebraban piedras con cincel y martillo, azuzados a palos por vigilantes vestidos
de negro.
Aquí se estacionan muchos soldados nilfgaardianos, explicó el barriobajero, pero no
permanentemente, sólo durante los descansos entre las marchas y las persecuciones a los
partisanos de la organización Taludes Libres. Vendrá una fuerza numerosa de nilfgaardianos
cuando ya se alce una fortaleza grande, amurallada, en lugar de la ciudad vieja. Una fortaleza de
piedra extraída de la cantera. Los que extraían las piedras eran prisioneros de guerra. De Lyria, de
Aedirn, últimamente de Sodden, Brugge, Angren. Y de Temeria. Aquí, en Riedbrune, se afanan
cuatro centenares de prisioneros. Más de cinco centenares trabajan en almacenes, minas y arrugias
en los alrededores de Belhaven, y más de mil construyen puentes y alisan los caminos en el paso
de Theodula.
En la plaza de la ciudad, también en tiempos de Geralt había un cadalso, pero bastante más
modesto. No había en él tantas herramientas que despertaran las más siniestras asociaciones, y en
las sogas, palos, biernos y estacas no colgaban tantas decoraciones que apestaran a podredumbre y
despertaran el asco.
Esto es cosa de don Fulko Artevelde, no hace mucho nombrado prefecto por el gobierno
militar, explicó el barriobajero, mirando el cadalso y el fragmento de anatomía humana que lo
coronaba. Otra vez le dio tormento a alguno don Fulko Artevelde. No hay bromas con don Fulko,
añadió. Es un hombre riguroso.
El buscador de diamantes, amigo del barriobajero, al que encontraron en una taberna, no le
causó a Geralt la mejor impresión. Se encontraba precisamente en ese estado tembloroso, pálido,
medio sereno, medio borracho, irreal casi, cercano a un ensueño que le produce al hombre el haber
estado bebiendo sin parar durante algunos días con sus noches. Al brujo se le hundió la moral al
momento. Parecía que las sensacionales noticias sobre los druidas podían tener su origen en un
delirium tremens común y corriente.
Sin embargo, el bebido buscador respondió a las preguntas conscientemente y con sentido.
Contrarrestó graciosamente la objeción de Jaskier de que no parecía un buscador de diamantes
contestando que en cuanto encontrara siquiera uno, entonces lo parecería. Asimismo señaló el
lugar donde estaban los druidas junto al Loc Monduirn de forma concreta y detallada, sin las
maneras pintorescas y vanidosas propias de la mitomanía. Se permitió a sí mismo hacer la
pregunta de qué es lo que los interlocutores querían de los druidas y cuando le contestó un silencio
despectivo avisó que penetrar en los robledales de los druidas significaba la muerte cierta, puesto
que los druidas acostumbraban a agarrar a los intrusos, meterlos en una muñeca llamada la Moza
de Esparto y quemarlos vivos acompañándolo todo con rezos, cantos y encantamientos. Por lo
visto, los rumores infundados y las supersticiones tontas viajaban junto con los druidas,
manteniendo el paso bravamente sin quedarse siquiera media legua atrás.
No pudieron seguir hablando, pues nueve soldados de uniforme negro y armados con alavesas
y que llevaban al hombro el emblema del sol les interrumpieron.
—¿Sois vos —preguntó el suboficial que dirigía a los soldados, al tiempo que se golpeaba en
la pantorrilla con un palo de roble— el brujo llamado Geralt?
—Sí —respondió Geralt al cabo de un instante de reflexión—. Lo somos.
—Sed tan amable entonces de venir con nosotros.
—¿Por qué voy a ser tan amable? ¿O es que estoy arrestado?
El soldado, en un silencio que parecía no tener fin, le miró con una mirada extraña, como sin
respeto. No cabía duda de que era su escolta de ocho personas la que le infundía confianza para
mirar de tal modo.
—No —dijo por fin—. No estáis arrestado. No hubo orden para arrestaros. Si hubiera habido
tal orden, os hubiera preguntado de otra manera, noble señor. Totalmente distinta.
Geralt se colocó el talabarte de forma bastante provocativa.
—Y yo —dijo con tono frío— hubiera respondido de otra manera.
—Bueno, bueno, señores. —Jaskier se decidió a entrometerse, poniendo en su rostro algo que,
en su opinión, se asemejaba a la sonrisa de un diplomático experimentado—. ¿Por qué ese tono?
Somos personas honradas, no tenemos por qué temer a la autoridad, incluso hasta ayudamos
gustosamente. Todas las veces que tenemos ocasión, ha de entenderse. Pero también por ello nos
merecemos algo de las autoridades, ¿no es verdad, señor militar? Aunque no sea más que una
pequeña explicación de los motivos por los que se nos limitan nuestras libertades ciudadanas.
—Hay guerra, señores —respondió el soldado, para nada turbado por el torrente de palabras—.
Las libertades, como de su propio nombre se desprende, son cosa para tiempos de paz. Por su
parte, los motivos todos os los explicará el señor prefecto. Yo cumplo órdenes y no es cuestión
mía entrar en disputas.
—Lo que es verdad, es verdad —reconoció el brujo y le hizo un leve guiño al trovador—.
Conducidnos entonces a la prefectura, señor soldado. Tú, Jaskier, vuelve con los otros, cuenta lo
que ha pasado. Haced lo que sea conveniente. Regis ya sabrá qué.

—¿Qué hace un brujo en Los Taludes? ¿Qué busca aquí?


El que planteaba la pregunta era un hombre fornido y de cabello oscuro, con el rostro adornado
por los surcos de unas cicatrices y un parche de cuero cubriéndole el ojo izquierdo. En una calle
oscura, la visión de aquel rostro ciclópeo podría arrancar un gemido de terror de más de un pecho.
Y qué innecesario sería asustarse, teniendo en cuenta que aquél era el rostro del señor Fulko
Artevelde, prefecto de Riedbrune, la jerarquía más alta de la vigilancia de la ley y el orden en
aquellos alrededores.
—¿Qué busca un brujo en Los Taludes? —repitió la más alta jerarquía de vigilancia de la ley
en aquellos alrededores.
Geralt suspiró, encogió los hombros, fingiendo indiferencia.
—Conocéis pues la respuesta a vuestra pregunta, señor prefecto. El que soy un brujo sólo
podéis haberlo sabido por los colmeneros de los Tras Ríos, que me contrataron para proteger su
marcha. Y siendo brujo, en Los Taludes, como en cualquier otro lado, busco por lo general la
posibilidad de ganarme la vida. Así que viajo en la dirección que me señalan los patronos que me
contratan.
—Muy lógico —asintió con la cabeza Fulko Artevelde—, al menos en apariencia. Os
separasteis de los colmeneros hace dos días. Pero tenéis intenciones de seguir hacia el sur en una
compañía un tanto extraña. ¿Con qué objetivo?
Geralt no bajó los ojos, sostuvo la mirada ardiente del único ojo del prefecto.
—¿Estoy arrestado?
—No. De momento no.
—Entonces el objetivo y la dirección de mi marcha es asunto mío. Creo.
—Sugeriría sin embargo sinceridad y franqueza. Aunque no fuera más que por demostrar que
no escondéis culpa ninguna y no teméis a la ley, ni a las autoridades que la protegen. Intentaré
repetir la pregunta: ¿qué objetivo tiene vuestra empresa, brujo?
Geralt reflexionó un instante.
—Intento llegar hasta los druidas que antes vivían en Angren y que ahora al parecer se han
instalado en estos alrededores. No fue difícil enterarse de ello por los colmeneros que estuve
escoltando.
—¿Quién os ha contratado para ir contra los druidas? ¿Acaso los amigos de la naturaleza han
quemado en su Moza de Esparto a una persona de más?
—Cuentos, rumores y supersticiones, extraños en una persona cultivada. De los druidas yo
preciso información, no su sangre. Pero de verdad, señor prefecto, me parece que ya he sido hasta
demasiado sincero para demostrar que no escondo culpa alguna.
—No se trata de vuestra culpa. Al menos no sólo de ella. Quisiera sin embargo que en nuestra
conversación comenzaran a dominar tonos de deferencia mutua. En contra de las apariencias, el
objetivo de esta conversación es, entre otros, el salvaros la vida a vos y a vuestros compañeros.
—Habéis despertado, señor prefecto —dijo Geralt tras un instante—, mi más profunda
curiosidad. Entre otras cosas. Escucharé vuestra explicación con gran atención.
—No lo dudo. Llegaremos a esas explicaciones, pero gradualmente. Por etapas. ¿Habéis oído
hablar alguna vez, señor brujo, de la institución del testigo de la corona? ¿Sabéis qué es eso?
—Lo sé. Alguien que se quiere librar de responsabilidades delatando a sus camaradas.
—Una simplificación excesiva —dijo sin sonrisa Fulko Artevelde—, típica al fin y al cabo
para un norteño. Vosotros enmascaráis a menudo los agujeros en vuestra educación a base de
sarcasmo o simplificaciones caricaturescas, que consideráis bromas. Aquí, en Los Taludes, señor
brujo, actúa la ley del Imperium. En rigor, actuará la ley del Imperium cuando se siegue hasta la
raíz la anarquía que reina aquí. El mejor medio para reprimir la anarquía y el bandolerismo es el
cadalso que con toda seguridad habéis visto en la plaza. Pero a veces también sirve la institución
del testigo de la corona.
Hizo una pausa efectista. Geralt no le interrumpió.
—No hace mucho —siguió el prefecto—, conseguimos enredar en una emboscada a una banda
de jóvenes criminales. Los bandidos ofrecieron resistencia y murieron…
—Pero no todos, ¿verdad? —se imaginó con brusquedad Geralt, al que toda aquella retórica le
estaba ya cansando un poco—. A uno de ellos se le cogió con vida. Se le prometió piedad si se
convertía en testigo de la corona. Es decir, si se chotaba. Y se chotó de mí.
—¿De dónde extraéis esa conclusión? ¿Habéis tenido contacto con el mundo de la
delincuencia local? ¿Ahora o en el pasado?
—No. No lo he tenido. Ni ahora, ni en el pasado. Por eso, perdonadme, señor prefecto, pero
todo este asunto no es más que un malentendido o un humbugueo. O una provocación dirigida
contra mí. En este último caso propongo que no perdamos el tiempo y vayamos al grano.
—La idea de una provocación dirigida contra vos no os abandona —advirtió el prefecto,
frunciendo una ceja deformada por una cicatriz—. ¿Acaso, pese a las afirmaciones que habéis
realizado, tenéis en verdad motivos para temer a la ley?
—No. Sin embargo, comienzo a temer que la lucha contra la delincuencia se realice aquí
demasiado aprisa, a granel y con poco detalle, sin prolijas esperas, se sea culpable o no. Pero, en
fin, puede que esto sólo sea una simplificación caricaturesca, típica para un lerdo norteño. Norteño
el cual todavía no comprende de qué forma le está salvando la vida el prefecto de Riedbrune.
Fulko Artevelde le miró durante un instante en silencio. Luego dio una palmada.
—Traedla —ordenó al soldado que había acudido.
Geralt se tranquilizó con unas cuantas inspiraciones. De pronto un cierto pensamiento le había
provocado una aceleración del corazón y una reforzada producción de adrenalina. Al cabo de un
segundo tuvo que inspirar de nuevo, tuvo incluso que hacer —algo sin precedentes— una Señal
con la mano que mantenía oculta bajo la mesa. Y no hubo —algo sin precedentes— resultado
alguno. Le entró calor. Y frío.
Porque los guardias empujaron a la habitación a Ciri.
—Oh, mirar —dijo Ciri en cuanto que la sentaron en la silla y le ataron las manos a la espalda,
detrás del respaldo—. ¡Mirar lo que nos trajo el gato!
Artevelde realizó un rápido gesto. Uno de los guardianes, un gran mozo con el rostro de un
niño no muy despierto, desplegó la mano en un lento golpe y le dio una bofetada en la cara que
hasta hizo balancearse la silla.
—Perdonarla, mi señor —dijo el guardia con una voz de disculpa sorprendentemente suave—.
Joven es, y tonta. Y descarada.
—Angoulême —dijo Artevelde lenta y claramente—. Te prometí que te escucharía. Pero esto
significa que voy a escuchar tus respuestas a mis preguntas. No tengo intenciones de escuchar tus
payasadas. Serás castigada por ellas. ¿Has entendido?
—Sí, abuelete.
Un gesto. Una bofetada. La silla se balanceó.
—Joven es —musitó el guardia mientras se restregaba la mano en el muslo—. Descarada…
De la nariz rota de la muchacha —Geralt ya sabía que no era Ciri y no podía dejar de
asombrarse de su error— fluyó un delgado hilo de sangre. La muchacha se sorbió los mocos con
fuerza y adoptó una sonrisa feroz.
—Angoulême —repitió el prefecto—. ¿Me has entendido?
—Sí, señor Fulko.
—¿Quién es éste, Angoulême?
La muchacha volvió a inspirar por la nariz, inclinó la cabeza, abrió unos grandes ojos en
dirección a Geralt. Luego agitó un flequillo de cabellos desordenados y rubios como la paja, que le
caían en molestos mechones sobre las cejas.
—No le he visto en la vida. —Se lamió la sangre que le había bajado hasta los labios—. Pero
sé quién sea. Ya os lo dije, señor Fulko, ahora sabéis que no mentía. Se llama Geralt. Es un brujo.
Hace unos diez días cruzó el Yaruga y se dirige a Toussaint. ¿Acierto, abuelete de pelos blancos?
—Joven es… Descarada… —dijo el guardia con rapidez, mirando con un cierto desasosiego al
prefecto. Pero Fulko Artevelde tan sólo frunció el ceño y agitó la cabeza.
—Tú todavía vas a engalanar el cadalso, Angoulême. Bueno, sigamos. ¿Con quién, según tú,
viaja este brujo Geralt?
—¡También os lo dije! Con un guaperas de nombre Jaskier, que es trovador y lleva un laúd
consigo. Con una mujer joven, con los pelos de color rubio oscuro, cortados a la altura de la nuca.
No sé cómo se llama. Y con un hombre del que nada se dijo, su nombre tampoco. Juntos todos son
cuatro.
Geralt apoyó la barbilla en los pulgares, mirando con atención a la muchacha. Angoulême no
bajó la vista.
—Cuidado que tienes ojos —dijo ella—. ¡Ojosmalojos!
—Sigue, sigue, Angoulême —la espoleó, frunciendo el ceño, don Fulko—. ¿Quién más
pertenece a esa compaña brujeril?
—Nadie. Lo dije, son cuatro. ¿No tienes orejas, abuelete?
Un gesto, una bofetada, un balanceo. El guardia se frotó la mano en el muslo, conteniéndose de
soltar más sentencias acerca de la descarada mocedad.
—Mientes, Angoulême —dijo el prefecto—. ¿Cuántos son, pregunto por segunda vez?
—Como vos queráis, señor Fulko. Como vos queráis. Vuestro gusto. Son doscientos.
¡Trescientos! ¡Seiscientos!
—Señor prefecto. —Geralt se anticipó rápido y brusco a la orden de golpear—. Dejémoslo, si
se puede. Lo que ha dicho es tan preciso que no se puede hablar de mentira, sino más bien de
información incompleta. Pero, ¿de dónde ha salido esa información? Ella misma ha reconocido
que me ve por vez primera en su vida. Yo también la veo por vez primera. Os lo prometo.
—Gracias por la ayuda en la investigación. —Artevelde le miró de reojo—. Muy valiosa.
Cuando comience a interrogaros a vos, cuento con que seáis también tan hablador. Angoulême,
¿has oído lo que ha dicho el señor brujo? Habla. Y no me obligues a tener que apurarte.
—Se dijo —la muchacha se lamió la sangre que le caía de la nariz— que si a las autoridades
se les denunciaba algún crimen planeado, si se dijera quién planea alguna truhanería, entonces se
mostraría benevolencia. ¿Pues no lo he dicho yo? Sé de un crimen en ciernes, quiero evitar un acto
malvado. Escuchar lo que digo. Ruiseñor y su cuadrilla están esperando en Belhaven al brujo aquí
presente y han de cargárselo. Les dio este encargo un medioelfo, forastero, el diablo sabe de dónde
salió, nadie lo conoce. Todo dijo el tal medioelfo: quién es, qué aspecto tiene, de dónde vendrá,
cuándo vendrá, en qué compañía. Les reconvino de que era un brujo, no un paleto cualquiera, sino
perro viejo, que no se las dieran de listos, sino que le apuñalaran por la espalda, le tiraran de
ballesta, y lo mejor, que le envenenaran cuando bebiera o comiera algo en Belhaven. El medioelfo
le dio al Ruiseñor dinero. Mucho dinero. Y le prometió más después del trabajo.
—Después del trabajo —advirtió Fulko Artevelde—. ¿De modo que el medioelfo todavía está
en Belhaven? ¿Con la banda del Ruiseñor?
—Pudiera ser. No lo sé. Hace ya más de dos semanas que huí de la cuadrilla del Ruiseñor.
—¿Así que ése es el motivo por el que los delatas? —sonrió el brujo—. ¿Ajustes de cuentas
personales?
Los ojos de la muchacha se estrecharon, sus tumefactos labios se torcieron en un gesto
horrible.
—¡Una mierda te importan a ti mis ajustes de cuentas, abuelo! Y con eso de que delato, te
salvo la vida, ¿no? ¡No vendría mal un agradecimiento!
—Gracias. —Geralt de nuevo se adelantó a la orden de golpear—. Sólo quería comentar que si
se trata de un ajuste de cuentas tu credibilidad se rebaja, testigo de la corona. La gente delata
cuando quiere salvar el pellejo y la vida, pero miente cuando quiere vengarse.
—Nuestra Angoulême no tiene ni la más mínima posibilidad de salvar la vida —le
interrumpió Fulko Artevelde—. Pero el pellejo, por supuesto, quiere salvarlo. A mi juicio se trata
de una motivación absolutamente creíble. ¿Eh, Angoulême? ¿Quieres salvar el pellejo, verdad?
La muchacha apretó los labios. Y palideció manifiestamente.
—Valentía de bandoleros —dijo el prefecto con desprecio—. Y de mocosos también. Atacar
en ventaja, robar a los débiles, matar a indefensos, eso sí se puede. Pero mirar cara a cara a la
muerte es más difícil. Eso ya no podéis.
—Todavía lo veremos —ladró ella.
—Veremos —repitió serio Fulko—. Y lo escucharemos. Gritarás en el patíbulo hasta que se te
salgan los pulmones, Angoulême.
—Prometisteis benevolencia.
—Y mantendré mi promesa. Si lo que has confesado resulta ser verdad.
Angoulême se retorció en la silla, señalando a Geralt con un movimiento que se diría de todo
su delgado cuerpo.
—¿Y esto —gritó— qué es? ¿No es verdad? ¡Que niegue que no es brujo y que no es Geralt!
¡Me van a decir aquí que no soy creíble! ¡Pues que se vaya a Belhaven, y tendrá mejor prueba de
que no miento! Su cadáver lo hallarán a la mañana en las canales. ¡Sólo que entonces diréis que no
previne el delito y que de benevolencia nada! ¿No? ¡Fulleros, su puta madre, es lo que sois!
¡Fulleros y eso es todo!
—No la golpeéis —dijo Geralt—. Por favor.
En su voz había algo que detuvo a mitad de camino las manos alzadas del prefecto y del
guardia. Angoulême se sorbió las narices, mirándolo penetrantemente.
—Gracias, abuelete —dijo—. Pero pegar no es nada, si quieren que peguen. A mí me pegaban
desde pequeña, estoy acostumbrada. Si quieres hacerme bien, confirma entonces que digo la
verdad. Que mantengan su palabra. Que me cuelguen, su puta madre.
—Lleváosla —ordenó Fulko, intentando acallar con un gesto las protestas de Geralt—. No nos
es ya necesaria —aclaró, cuando se quedaron solos—. Ya sé todo y os lo aclararé. Y luego os
pediré reciprocidad.
—Primero —la voz del brujo era fría— aclaradme de qué iba este ruidoso final, terminado con
una extraña petición de ahorcamiento. Al fin y al cabo la muchacha, como testigo de la corona, ya
ha hecho lo suyo.
—Todavía no.
—¿Cómo que no?
—Homer Straggen, llamado Ruiseñor, es un truhán extraordinariamente peligroso. Cruel y
desvergonzado, astuto e inteligente, y para colmo con suerte. Su impunidad estimula a otros.
Tengo que acabar con esto. Por eso he hecho un trato con Angoulême. Le prometí que si como
resultado de su declaración, Ruiseñor es atrapado y su cuadrilla deshecha, Angoulême será
ahorcada.
—¿Cómo? —El asombro del brujo no era fingido—. ¿Ésta es la institución del testigo de la
corona? ¿A cambio de colaborar con las autoridades, la soga? Y por negarse a colaborar, ¿qué?
—El palo. Precedido de sacarle los ojos y arrancarle los pechos con tenazas al rojo.
El brujo no dijo ni una palabra.
—Esto se llama ejemplo por el miedo —siguió al cabo, Fulko Artevelde—. Una cosa muy
necesaria en la lucha contra el bandolerismo. ¿Por qué apretáis tanto los puños que hasta casi se
oyen crujir vuestros pulgares? ¿Acaso sois partidario de matar humanitariamente? Pero vos os
podéis permitir ese lujo, al fin y al cabo combatís principalmente a seres que, por muy ridículo
que pueda sonar, también matan humanitariamente. Yo no puedo permitirme el lujo. Yo he visto
caravanas de mercaderes y casas asaltadas por el Ruiseñor y otros parecidos. He visto lo que le
hicieron a la gente para que señalaran escondrijos o dijeran las consignas mágicas de cajas y
cofres. He visto mujeres después de que el Ruiseñor hubiera comprobado con un cuchillo si no
escondían bienes preciados. He visto a personas a las que se les hicieron cosas todavía peores para
simple diversión bandoleril. Angoulême, cuyo destino tanto os preocupa, tomó parte en tales
diversiones, eso es seguro. Estuvo el tiempo suficiente en la banda. Y si no fuera por el mero azar,
por el hecho de que huyera de la banda, la hubierais conocido de otra forma. Puede que fuera ella
quien os hubiera disparado en la espalda con la ballesta.
—No me gustan los «y si». ¿Sabéis el motivo por el que escapó de la cuadrilla?
—Sus declaraciones fueron escasas en este sentido, y mis gentes no quisieron divulgarlo. Pero
todos saben que Ruiseñor es del tipo de hombre que gusta de poner a las mujeres en su papel
diríamos natural. Si no resulta de otro modo, les impone ese papel por la fuerza. A esto se añadió
seguramente un conflicto generacional. Ruiseñor es un hombre maduro y la última compaña de
Angoulême eran unos crios igual que ella. Pero esto son especulaciones, en realidad todo ello no
me incumbe. Y a vos, me permito preguntar, ¿por qué os importa tanto? ¿Por qué desde el primer
momento que la visteis os produce Angoulême tan vivas emociones?
—Extraña pregunta. La muchacha denuncia un ataque contra mí que al parecer preparan sus
antiguos camaradas por encargo de algún medioelfo. Cosa en sí bastante extraordinaria porque no
tengo ninguna cuenta pendiente con ningún medioelfo. Aparte de ello, la muchacha sabe en qué
compañía viajo. Con tales detalles como que el trovador se llama Jaskier y la mujer se ha cortado
la coleta. Precisamente esa coleta hace que sospeche que todo esto no es más que mentira o
provocación. No sería muy difícil atrapar y preguntar a uno de los colmeneros del bosque con los
que viajé la semana pasada. Y montar rápidamente una comedia…
—¡Basta! —Artevelde golpeó con el puño en la mesa—. Un poco demasiado os aceleráis,
señor mío. ¿Quiere decir esto que yo estoy montando una comedia? ¿Y con qué objetivo? ¿Para
engañaros, embaucaros? ¿Y quién sois vos para temer tales provocaciones y engaños? ¡Quien se
pica ajos come, señor brujo! ¡Ajos come!
—Dadme otra explicación.
—No, ¡dádmela vos!
—Lo siento. No tengo otra.
—Podría decir algo más. —El prefecto sonrió con malignidad—. Pero, ¿por qué? Dejemos las
cosas claras. A mí no me interesa saber quién os quiere ver muerto y por qué. No me importa de
dónde ha sacado ese alguien tan estupenda información sobre vos, incluyendo hasta el color y la
longitud de vuestros cabellos. Aún más: yo hasta podría incluso no haberos informado de este
atentado, brujo. Podría haber tratado a vuestra compaña como a un cebo involuntario para el
Ruiseñor. Seguir, esperar hasta que Ruiseñor pique el anzuelo, el sedal, el plomo y el corcho. Y
entonces atraparlo como a un lucio. Porque él es el que me interesa, el que quiero. ¿Y que para
entonces a vosotros se os estuviera comiendo ya la tierra? ¡Ja, mal necesario, a costes propios!
Se calló. Geralt no hizo ningún comentario.
—Sabéis, mi señor brujo —siguió al cabo el prefecto—, yo me juré a mí mismo que la ley va a
reinar en estos terrenos. A cualquier precio y por cualquier medio, per fas et nefas. Porque la ley
no es la jurisprudencia, no es un grueso libro lleno de parágrafos, no son tratados filosóficos, no
son exageradas habladurías sobre la justicia, no son gastadas frases sobre moralidad o ética. La ley
son caminos y carreteras seguros. Son callejas de ciudad por las que se puede pasear incluso
después de la puesta de sol. Son posadas y tabernas de las que se puede salir al retrete dejando la
bolsa sobre la mesa y a la mujer a la mesa. ¡La ley es el sueño tranquilo de las gentes que están
seguras de que las despertará el canto del gallo y no el gallo rojo de las llamas! ¡Y para los que
violan la ley: la soga, el hacha, el palo y el hierro al rojo! Un castigo que atemorice a otros. Los
que violan la ley se merecen ser capturados y castigados. Por todos los medios y formas posibles.
¡Eh, brujo! ¿Acaso esa desaprobación que se pinta en tu rostro se refiere al objetivo o a los
métodos? ¡Supongo que a los métodos! Porque es fácil criticar los métodos, pero a todos nos
gustaría vivir en un mundo seguro, ¿no? ¡Venga, responde!
—No hay mucho de qué hablar.
—Pues yo pienso que sí.
—A mí, don Fulko —dijo sereno Geralt— hasta me gusta ese mundo de tu visión y tu idea.
—¿De verdad? Tu gesto dice lo contrario.
—Tu mundo ideal es un mundo perfecto para mí. Nunca le faltará trabajo en él a un brujo. En
vez de códigos, parágrafos y frases exageradas acerca de la justicia, tu idea produce ilegalidad,
anarquía, arbitrariedad y búsqueda del interés propio por parte de los reyes y reyezuelos, el exceso
de celo de carreristas que quieren complacer a sus superiores, la venganza ciega de los fanáticos,
la crueldad de los esbirros, la revancha y el desquite sádico. Tu visión es un mundo de terror, no
de miedo ante los bandidos sino ante los guardianes de la ley, porque siempre y en todo lugar el
efecto de las grandes cacerías de bandoleros ha sido que los bandoleros ingresen en masa en las
filas de los guardianes de la ley. Tu visión es un mundo de sobornos, chantaje y provocación, un
mundo de testigos de la corona y de falsos testigos. Un mundo de espías y confesiones forzadas. E
inevitablemente llegará el día en que en tu mundo las tenazas arrancarán los pechos a la persona
equivocada, en que se colgará o empalará a un inocente. Y entonces será ya un mundo criminal.
»Hablando en plata —terminó—, un mundo en el que un brujo se sentiría como pez en el agua.
—Vaya —dijo al cabo de un instante de silencio Fulko Artevelde, tocándose el ojo cubierto
por el parche de cuero—. ¡Un idealista! Brujo. Profesional. Especialista en matar. Y sin embargo,
un idealista. Y moralista. Algo un poco peligroso en tu profesión, brujo. Señal de que comienzas a
cansarte de tu trabajo. Un día de estos vacilarás si rajar a una estrige o no, porque, ¿y si resulta
que es una estrige inocente? ¿Y si se trata sólo de venganza ciega y ciego fanatismo? No te deseo
que se llegue a eso. Y si alguna vez… tampoco te lo deseo, pero es posible que alguien dañe de
forma cruel y sádica a alguna persona cercana a ti. Entonces volvería gustoso a esta conversación,
al problema del castigo proporcional a la pena. ¿Quién sabe si entonces nuestras opiniones serían
tan diferentes? Pero hoy, aquí, ahora, tal cosa no va a ser objeto de consideraciones ni de debate.
Hoy vamos a hablar de cosas concretas. Y lo concreto eres tú.
Geralt alzó las cejas levemente.
—Aunque has hablado con sarcasmo acerca de mis métodos y de mi visión del mundo de la
ley, ayudarás, mi querido brujo, a realizar esta visión. Repito: yo me juré a mí mismo que aquéllos
que violen la ley recibirán lo suyo. Todos. Desde aquel pequeño que falsifica las medidas en el
mercado a aquél que asaltó un día en el camino un transporte de arcos y flechas para el ejército.
Bandoleros, salteadores, ladrones, desertores. Los luchadores por la libertad integrantes de la
organización terrorista sonoramente llamada Taludes Libres. Y Ruiseñor. Sobre todo Ruiseñor.
Ruiseñor debe ser castigado, da igual por qué método. Y rápido. Antes de que se anuncie una
amnistía y se libre… Brujo. Hace meses que estoy esperando algo que me permita adelantarme a
él en un paso. Que me permita engañarlo, lograr que cometa un error, ese error decisivo que lo
conduzca a la perdición. ¿Tengo que seguir hablando o ya has adivinado?
—Lo he adivinado, pero sigue hablando.
—El misterioso medioelfo, al parecer iniciador e instigador del atentado, le previno del brujo
a Ruiseñor, le recomendó precaución, desaconsejó descuido, arrogancia soberbia y fanfarronadas.
Sé que no sin motivo. Sin embargo, las advertencias serán en vano. Ruiseñor cometerá un error.
Atacará a un brujo prevenido y listo para defenderse. Atacará a un brujo que está esperando el
ataque. Y éste será el final del bandido Ruiseñor. Quiero sellar contigo un pacto, Geralt. Vas a ser
mi brujo de la corona. No me interrumpas. Es un pacto sencillo, cada parte se compromete a algo,
cada una mantiene su compromiso. Tú acabas con Ruiseñor. Yo, a cambio…
Se calló por un instante, sonrió malicioso.
—No pregunto quiénes sois, de dónde venís, adónde vais y por qué estáis en el camino. No
pregunto por qué uno de vosotros habla con un ligero acento nilfgaardiano, y por qué a otro lo
evitan algunos perros y caballos. No ordenaré que le arranquen al trovador Jaskier el tubo con los
escritos ni examinaré de lo que tratan esos apuntes. Y sólo informaré a los servicios secretos
imperiales cuando Ruiseñor esté muerto o en mis mazmorras. Incluso después, ¿para qué
apresurarse? Os daré tiempo. Y una oportunidad.
—¿Una oportunidad para qué?
—Para llegar hasta Toussaint. A ese ridículo condado de cuento, cuyas fronteras ni siquiera los
servicios secretos imperiales se atreverían a violar. Luego puede cambiar mucho. Habrá amnistía.
Puede que haya un alto el fuego al otro lado del Yaruga. Puede que hasta una paz duradera.
El brujo guardó silencio largo rato. El rostro mutilado del prefecto estaba inmóvil, su único
ojo ardía.
—De acuerdo —dijo por fin Geralt.
—¿Sin mercadeos? ¿Sin condiciones?
—Con dos.
—Cómo podría ser de otro modo. Te escucho.
—Antes debo ir unos cuantos días al sur. Al Loc Monduirn. A ver a los druidas, puesto que…
—¿Me tomas por tonto o qué? —le interrumpió con brusquedad Fulko Artevelde—. ¿Acaso
quieres liármela? ¡Todo el mundo sabe adonde conduce tu viaje! Y entre ellos, Ruiseñor, quien
precisamente está preparando una trampa en tu camino. Al sur, en Belhaven, en el lugar donde el
valle del Neva corta al valle de Sansretour que conduce hasta Toussaint.
—Eso quiere decir…
—… que los druidas ya no están en Loc Monduirn. Desde hace cerca de un mes. Se fueron por
el valle de Sansretour hasta Toussaint, a esconderse bajo el ala protectora de la condesa Anarietta
de Beauclair, quien tiene debilidad por todo género de estrafalarios, chiflados y rarezas. Y
concede gustosamente asilo a los tales en su paisillo de cuento de hadas. Y tú lo sabes, brujo. No
me tomes por tonto. ¡No intentes liármela!
—No lo intentaré —dijo Geralt lentamente—. Te doy mi palabra de que no lo haré. Mañana
me pondré en camino hacia Belhaven.
—¿No te olvidas de algo?
—No, no me he olvidado. Mi segunda condición: quiero a Angoulême. Adelantas la amnistía
para ella y la liberas de la mazmorra. Al brujo de la corona le es necesario tu testigo de la corona.
Rápido, ¿estás de acuerdo o no?
—Lo estoy —dijo casi de inmediato Fulko Artevelde—. No tengo salida. Angoulême es tuya.
Porque al fin y al cabo sé que si accedes a colaborar conmigo es sólo por ella.

El vampiro, que iba al lado de Geralt, escuchaba con atención, no le interrumpió. El brujo no se
equivocó al confiar en su agudeza.
—Somos cinco, no cuatro —resumió rápido en cuanto que Geralt terminó de contarlo—.
Viajamos los cinco desde final de agosto, los cinco juntos cruzamos el Yaruga. Y Milva no se
cortó la trenza hasta que estuvimos en los Tras Ríos. Hace como una semana. Tu rubia protegida
sabe lo de la trenza de Milva. Y no sabía que éramos cinco. Extraño.
—¿Es lo más extraño de toda esta extraña historia?
—Casi. Lo más extraño es Belhaven. Una ciudad donde al parecer se nos ha tendido una
trampa. Una ciudad situada muy dentro de las montañas, en la ruta del valle del Neva y del paso
de Theodula…
—Y adonde no teníamos planeado ir —concluyó el brujo, mientras azuzaba a Sardinilla, que
comenzaba a quedarse atrás—. Hace tres semanas, cuando el tal bandolero Ruiseñor aceptó de un
medioelfo el encargo de matarme, estábamos en Angren, nos dirigíamos a Caed Dhu, llenos de
aprensión por los pantanos de Ysgith. Al diablo, nosotros mismos no lo sabíamos esta mañana…
—Lo sabíamos —le interrumpió el vampiro—. Sabíamos que buscábamos a los druidas. Lo
mismo esta mañana que hace tres semanas. Ese misterioso medioelfo ha preparado la trampa en el
camino que conduce a los druidas, seguro de que éste iba a ser nuestro camino. Él simplemente…
—… sabe mejor que nosotros por dónde discurre este camino. —El brujo se tomó la revancha
de que le hubieran quitado la palabra—. ¿Y cómo lo sabe?
—Eso habrá que preguntárselo a él. Por ello es por lo que aceptaste la propuesta del prefecto,
¿no es cierto?
—Así es. Cuento con que vaya a poder charlar un ratito con el señor medioelfo —sonrió Geralt
ominoso—. Antes de que ello llegue, sin embargo, ¿no se te impone por sí misma una
explicación? ¿Acaso ella misma no lo pide?
El vampiro le contempló durante un rato en silencio.
—No me gusta lo que hablas, Geralt —dijo por fin—. No me gusta lo que piensas. Considero
que ése no es un pensamiento adecuado. Una reflexión tomada a la ligera, sin pensárselo. Que
surge de prejuicios y resentimientos.
—¿Y cómo entonces explicar…?
—Como quieras. —Regis le interrumpió con un tono que Geralt jamás le había escuchado—.
Lo que quieras excepto eso. ¿No tomas en consideración, por ejemplo, que tu rubia protegida
simplemente podría estar mintiendo?
—¡Vaya, vaya, abuelete! —gritó Angoulême, que iba detrás de ellos en la mula llamada
Draakul—. ¡No me acuses de mentirosa si pruebas de ello no tienes!
—No soy tu abuelete, mi querida niña.
—¡Y yo no soy tu querida niña, abuelete!
—Angoulême. —El brujo se dio la vuelta en la silla—. Cállate.
—Como ordenes —Angoulême se tranquilizó al instante—. Tú tienes derecho a mandar. Tú
me sacaste de la trena, me arrancaste de las zarpas de Fulko. A ti te obedezco, tú eres ahora el
caudillo, el cabecilla de la hansa…
—Cállate, por favor.
Angoulême murmuró por lo bajo, dejó de azuzar a Draakul y se quedó atrasada, cuanto más
que Regis y Geralt se apresuraron, alcanzando a Jaskier, Cahir y Milva que iban en cabeza.
Cabalgaban en dirección a las montañas, por la orilla del río Neva, que saltaba impetuoso por
entre piedras y peñas con sus aguas turbias de color entre amarillo y bronce a causa de las
recientes lluvias. No estaban solos. Constantemente se cruzaban o eran superados por escuadrones
de la caballería nilfgaardiana, jinetes solitarios, carros de colonos y caravanas de mercaderes.
Al sur, cada vez más cerca y cada vez más amenazadores, se alzaban los Montes de Amell. Y
la aguja picuda de la Gorgona, la Montaña del Diablo, sumergida entre nubes que pronto cubrieron
todo el cielo.
—¿Cuándo se lo vas a decir? —dijo el vampiro, señalando con la mirada al trío que iba en
cabeza.
—Cuando acampemos.
Jaskier fue el primero que tomó la palabra cuando Geralt terminó de contarlo.
—Corrígeme si me equivoco —dijo—. Esta muchacha, Angoulême, a la que alegre y
despreocupadamente has incorporado a nuestra pandilla, es una criminal. Para salvarla de un
castigo al fin y al cabo merecido, aceptaste colaborar con los nilfgaardianos. Te has dejado
contratar. Bah, no sólo a ti mismo, sino a todos nosotros. Tenemos todos que ayudar a los
nilfgaardianos a atrapar o a matar a un bandolero local. En pocas palabras: tú, Geralt, te has
convertido en mercenario de los nilfgaardianos, en cazador de recompensas, en asesino a sueldo.
Y nosotros hemos ascendido a ser tus acólitos… o tus fámulos…
—Tienes un increíble talento para simplificar, Jaskier —murmuró Cahir—. ¿Acaso de verdad
no has entendido de qué se trata? ¿O hablas por hablar?
—Calla, nilfgaardiano. ¿Geralt?
—Comencemos porque en esto que planeo —el brujo lanzó al fuego el palito con el que se
entretenía desde hacía mucho tiempo— nadie tiene que ayudarme. Puedo arreglármelas solo. Sin
acólitos ni fámulos.
—Atrevido eres, abuelete —intervino Angoulême—. Mas la hansa del Ruiseñor son veinte y
cuatro buenos mozos, de los cuales ni siquiera un brujo se libra tan ligero, y si de asuntos de
espada hablamos, y aunque fuera verdad lo que de los brujos se habla, un hombre solo no resiste a
dos docenas. Me has salvado la vida, de modo que yo te pago igualmente. Con una advertencia. Y
con ayuda.
—¿Qué diablos es una hansa?
—Aen hanse —explicó Cahir— significa en nuestro idioma banda, pero una a la que unen
lazos de amistad…
—¿Compaña?
—Oh, eso mismo. La palabra, por lo que veo, ha entrado en el argot local…
—Una hansa es una hansa —le interrumpió Angoulême—. Y como en mi tierra: cuadrilla o
hato. ¿Para qué hablar más? Aviso en serio. Uno solo no tiene ni una posibilidad contra toda la
hansa. Y para colmo de males, sin conocer ni al Ruiseñor, ni en general a nadie de Belhaven y
alrededores, ni enemigos, ni amigos y aliados. Que no conoce los caminos que conducen a la
ciudad, y a la ciudad conducen muy diversos. Yo digo esto: no será capaz el brujo solo. No sé
cuáles serán en vuestra tierra las costumbres, mas yo no dejo solo al brujo. Él a mí, como dijo el
abuelete Jaskier, alegre y desenfadadamente me aceptó en la vuestra banda, aunque soy una
criminala… Pues todavía me huelen a criminal los pelos, tiempo no hubo de lavarlos… El brujo y
no otro me sacó de esa criminalidad hacia la luz del día. Por ello le estoy agradecida. Por eso yo
no lo dejaré solo. Lo conduciré a Belhaven, al Ruiseñor y ese medioelfo. Iré junto con él.
—Yo también —dijo de inmediato Cahir.
—¡Y yo igualmente! —dijo Milva con brusquedad.
Jaskier se apretó contra el pecho el tubo con los manuscritos, de los que no se separaba
últimamente ni por un momento. Bajó la cabeza. Se veía que luchaba con sus pensamientos. Y que
sus pensamientos vencían.
—No medites, poeta —le dijo suave Regis—. Al fin y al cabo no hay de qué avergonzarse.
Para luchar en cruentas batallas a espada y puñal eres todavía menos adecuado que yo. No nos han
enseñado a mutilar a nuestros semejantes con el acero. Además… Yo, además…
Posó sobre el brujo y Milva unos ojos brillantes.
—Soy un cobarde —reconoció en pocas palabras—. Si no me veo obligado, no quiero vivir
otra vez lo que en la barcaza y el puente. Nunca. Por eso pido que se me excluya del grupo de
luchadores que ha de ir a Belhaven.
—De los tales barcaza y puente —dijo Milva con voz sorda— me asacastes en tus costillas
cuando me atacó la debilidad de los pieces. Si allí habría habido en vez tuyo algún cobarde,
hubiéraselas pirado dejándome allá. Mas allá no hubo cobarde alguno. En cambio estabas tú,
Regis.
—Bien dicho, abuelilla —dijo Angoulême con convencimiento—. Mal me hago a la idea de
qué estáis hablando, mas pienso que bien dicho.
—¡No soy abuela tuya ni las narices! —Los ojos de Milva brillaron amenazadores—. ¡Cuidao,
moza! ¡Me llamas otra vez así y ya verás!
—¿Qué veré?
—¡Tranquilas! —aulló alto el brujo—. ¡Basta ya, Angoulême! Vosotros todos también, veo
que hay que llamar al orden. Se terminó el viajar a ciegas, hacia un espejismo. Porque resulta que
hay algo allá, detrás del espejismo. Ha llegado el momento de acciones concretas. El momento de
rebanar pescuezos. Porque por fin hay a quién rebanar. Aquéllos que hasta ahora no lo han
entendido, que lo entiendan: tenemos por fin a un enemigo concreto al alcance de la mano. El
medioelfo que quiere nuestra muerte es agente de fuerzas enemigas. Gracias a Angoulême
estamos preparados, y hombre preparado vale por dos, que dice el proverbio. Tengo que coger a
ese medioelfo y sacarle para quién trabaja. ¿Lo has entendido por fin, Jaskier?
—Resulta que entiendo más y mejor que tú —dijo el poeta con serenidad—. Sin ningún
atrapamiento ni sacamiento me pienso que el enigmático medioelfo actúa por órdenes de Dijkstra,
a quien dejaste lisiado ante mis propios ojos en Thanedd, clavándole un palo en el tobillo.
Dijkstra, a juzgar por lo que contó el mariscal Vissegerd, sin duda nos tiene por espías
nilfgaardianos. Y después de nuestra huida del corpus de partisanos lyrios, a buen seguro la reina
Meve añadió algunos puntos a la lista de nuestros crímenes…
—Te equivocas, Jaskier —se entrometió Regis en voz baja—. No es Dijkstra. Ni Vissegerd. Ni
Meve.
—Entonces, ¿quién?
—Todo juicio y toda conclusión serían precipitadas.
—Estoy de acuerdo —le concedió Geralt con voz gélida—. Por eso hay que investigar las
cosas a pie de obra. Y extraer las conclusiones de la autopsia.
—Y yo —Jaskier no se resignó— sigo pensando que ésta es una idea idiota y arriesgada. Bien
está que se nos haya advertido de la trampa, que sepamos de ella. Si lo sabemos, dejémosla
entonces a un lado. Que ese elfo o medioelfo nos esté esperando lo que quiera, nosotros nos
apresuraremos a irnos por nuestro camino…
—No —le interrumpió el brujo—. Basta de discursos, queridos míos. Fin de la anarquía. Ha
llegado el momento de que nuestra… hansa… tenga por fin un cabecilla.
Todos, sin excluir a Angoulême, le miraron en un silencio expectante.
—Angoulême, Milva y yo —dijo— vamos a Belhaven. Cahir, Regis y Jaskier se separarán de
nosotros en el valle de Sansretour e irán a Toussaint.
—No —dijo Jaskier presto, apretando con fuerza su tubo—. Por nada del mundo. Yo no
puedo…
—Cállate. Esto no es una discusión. ¡Esto es una orden del caudillo de la hansa! Iréis a
Toussaint, tú, Regis y Cahir. Allí nos esperaréis.
—Toussaint significa la muerte para mí —declaró el trovador sin énfasis—. Si me reconocen
en Beauclair, en el castillo, se acabó. Tengo que contaros que…
—No tienes —le interrumpió brusco el brujo—. Demasiado tarde. Podrías haberte vuelto, no
quisiste. Te quedaste en la banda. Para salvar a Ciri. ¿No es verdad?
—Sí.
—Así que irás con Regis y Cahir por el valle de Sansretour. Nos esperaréis en las montañas, de
momento sin cruzar las fronteras de Toussaint. Pero si… si hay necesidad, tenéis que cruzar la
frontera. Porque en Toussaint, al parecer, están los druidas, los de Caed Dhu, amigos de Regis. Si
hay necesidad, recabaréis información de los druidas e iréis a buscar a Ciri… vosotros solos.
—¿Cómo que solos? ¿Prevés…?
—No preveo nada, considero la posibilidad. El así llamado «por si acaso». El último recurso,
si lo prefieres. Puede que todo vaya bien y no tengamos que hacernos ver por Toussaint. Pero en
cualquier caso… Lo importante es que a Toussaint no os seguirá ninguna partida de
nilfgaardianos.
—Cierto, no os seguirán —introdujo Angoulême—. Raro es, pero Nilfgaard respeta las
fronteras de Toussaint. Yo misma una vez me escondí allá. ¡Mas los caballeros de aquellas tierras
no mejores son que los Negros! Galanes, corteses en el habla, mas prestos de espada y de
puntapiés. Y patrullean la frontera sin descanso. Se llaman «andantes». Cabalgan solos, o de dos
en dos o hasta tres. Y combaten el bandolerismo. Es decir: a nosotros. Brujo, se pudiera cambiar
una cosa en los tus planes.
—¿Qué?
—Si hemos de ir hacia Belhaven y vérnoslas con el Ruiseñor, vendréis conmigo tú y don
Cahir. Y que con ellos se vaya la abuelilla.
—¿Y eso por qué? —Geralt, con un gesto, retuvo a Milva.
—Para este trabajo hacen falta mozos. ¿Qué te recueces, abuelilla? Yo lo sé, os digo. Si se
llega a algo, habrá que actuar más bien con el miedo que con la mera fuerza. Y ninguno de los de
la hansa de Ruiseñor se amedrentará con un trío en el que a un mozo le caen dos hembras.
—Milva vendrá con nosotros. —Geralt apretó los dedos sobre la muñeca de la arquera, que
estaba rabiosa de verdad—. Milva, no Cahir. No quiero cabalgar con Cahir.
—¿Y eso por qué? —preguntaron casi al mismo tiempo Angoulême y Cahir.
—Precisamente —dijo Regis lentamente—. ¿Por qué?
—Porque no confío en él —anunció rápido el brujo.
El silencio que cayó era desagradable, pesado, viscoso casi. Desde el bosque, al lado del cual
estaba acampada una caravana de mercaderes y un grupo de otros viajeros, les alcanzaron unas
voces alzadas, unos gritos y unos cantos.
—Aclárate —dijo por fin Cahir.
—Alguien nos ha traicionado —dijo seco el brujo—. Después de la conversación con el
prefecto y las revelaciones de Angoulême no hay duda alguna. Y si se piensa bien, uno llega a la
conclusión de que el traidor está entre nosotros. Y para adivinar quién es no hay que darle muchas
vueltas.
—¿Tú, por lo que me parece —Cahir frunció el ceño—, te has permitido sugerir que ese
traidor soy yo?
—No escondo —la voz del brujo era fría— que me ha asaltado tal pensamiento, es verdad.
Mucho apunta en esa dirección. Mucho se aclararía así. Muchísimo.
—Geralt —dijo Jaskier—. ¿No vas un poco demasiado lejos?
—Que hable. —Cahir torció la boca—. Que hable. Que no se detenga.
—Os habréis preguntado —Geralt pasó la vista por los rostros de los compañeros— cómo se
pudo llegar a ese error en la cuenta. Sabéis de qué hablo. De que somos cinco, no cuatro. Podemos
pensar que simplemente alguien se equivocó: el misterioso medioelfo, el bandido Ruiseñor o
Angoulême. Pero, ¿y si rechazamos la versión del error? Entonces aparece la siguiente versión: el
grupo cuenta con cinco miembros, pero Ruiseñor ha de matar sólo a cuatro. Porque el quinto es un
aliado de los atacantes. Alguien que les informa constantemente de los movimientos del grupo.
Desde el principio, desde el momento en que después de haber comido la famosa sopa de pescado
se formara el grupo. Aceptando en su composición a un nilfgaardiano. Un nilfgaardiano que tiene
que atrapar a Ciri y llevársela al emperador Emhyr porque de ello dependen su vida y su carrera…
—Así que no me he equivocado —dijo despacio Cahir—. Así que soy un traidor. ¿Un falso
renegado y vil?
—Geralt —habló de nuevo Regis—. Perdona mi sinceridad, pero tu teoría tiene más agujeros
que un colador viejo. Tu pensamiento, ya te he dicho antes, no es muy adecuado.
—Soy un traidor —repitió Cahir, como si no hubiera oído las palabras del vampiro—. Sin
embargo, por lo que he entendido, no hay prueba alguna de mi traición, no hay más que turbios
indicios e imaginaciones brujeriles. Por lo que entiendo, sobre mí recae el peso de demostrar mi
inocencia. Soy yo el que va a tener que demostrar que no soy un felón. ¿No es cierto?
—Sin patetismos, nilfgaardiano —ladró Geralt, poniéndose delante de Cahir y golpeándolo
con la mirada—. ¡Si tuviera pruebas de tu culpa no perdería tiempo charloteando, sino que te
abriría en dos como a un arenque! ¿Conoces la regla de «cui bono»? Entonces respóndeme:
¿quién, excepto tú, tendría siquiera el más mínimo motivo para traicionar? ¿Quién, excepto tú,
ganaría algo traicionando?
Desde el campamento de la caravana de mercaderes les llegó un chasquido fuerte y agudo.
Sobre el oscuro cielo estrellado estalló un roncador rojo y amarillo, unos cohetes dispararon un
enjambre de abejas doradas que cayeron en una lluvia multicolor.
—No soy un felón —dijo el joven nilfgaardiano con una voz poderosa y sonora—. Por
desgracia, no puedo demostrarlo. Puedo hacer otra cosa. Lo que me es propio, lo que estoy
obligado a hacer cuando se me insulta y se me denigra, cuando se ensucia mi honor y se escupe
sobre mi dignidad.
Su movimiento fue rápido como el rayo, pero pese a ello no hubiera sorprendido al brujo si no
hubiera sido por su doloroso movimiento de rodilla, que lo complicaba todo. Así, Geralt no
consiguió evitarlo y el puño envuelto en el guante de monta le golpeó en la mandíbula con tanta
fuerza que voló hacia atrás y cayó directamente en el fuego, alzando una nube de chispas. Se alzó,
otra vez demasiado despacio por culpa del dolor de la rodilla. Cahir ya estaba junto a él. Y esta
vez el brujo ni siquiera acertó a inclinarse, el puño le atizó a un lado de la cabeza, y en sus ojos
brillaron fuegos artificiales más hermosos incluso que los que habían lanzado los mercaderes.
Geralt lanzó una terrible maldición y se echó sobre Cahir, lo aferró por los hombros y lo derribó
en tierra, se retorcieron sobre la grava, golpeando con los puños hasta que sonaron truenos.
Y todo esto se desarrollaba bajo la luz fantasmal e innatural de los fuegos artificiales que
salpicaban el cielo.
—¡Dejadlo! —gritó Jaskier—. ¡Dejadlo ya, idiotas de mierda!
Cahir le quitó hábilmente a Geralt la tierra bajo los pies y cuando intentó levantarse le golpeó
en los dientes. Y le volvió a dar hasta que sonó como una campana. Geralt se encogió, se distendió
y le dio una patada, no le acertó en sus partes bajas, le alcanzó en el muslo. Se engancharon de
nuevo, se cayeron, se revolcaron, cada uno atizando al otro donde podía, cegados por los golpes y
el polvo y la arena que les llenaban los ojos.
Y de pronto se separaron, se dirigieron hacia lados opuestos, cojeando y protegiendo la cabeza
de los estallidos de los cohetes.
Milva se había quitado de los muslos un grueso cinturón de cuero, lo mantenía agarrado por la
hebilla y enrollado alrededor del puño cerrado y se había acercado a los luchadores y había
comenzado a darles leña, desde la oreja, con todas sus fuerzas, sin condolerse ni del cinto ni de la
mano. El cinturón silbaba y con seco chasquido caía sobre manos, hombros, espaldas y brazos, ya
fuera de Cahir, ya de Geralt. Cuando se separaron, Milva saltó de uno a otro como un grillo,
todavía azotándolos de justicia, de modo que ninguno recibiera menos ni más que el otro.
—¡Idiotas idiotos! —gritaba, atizándole en la espalda con un chasquido a Geralt—. ¡Tontos
tontainas! ¡Os voy a enseñar razones, a los dos!
»¿Ya? —gritó todavía más fuerte, golpeándole a Cahir en las manos con las que se guardaba la
cabeza—. ¿Ya sus ha pasado? ¿Sus habéis calmado?
—¡Ya! —gritó el brujo—. ¡Basta!
—¡Basta! —gritó a coro Cahir, que estaba hecho un ovillo—. ¡Suficiente!
—Es suficiente —dijo el vampiro—. De verdad que es suficiente, Milva.
La arquera respiró pesadamente, se limpió la frente con el puño que llevaba envuelto con el
cinturón.
—Bravo —habló Angoulême—. Bravo, abuelilla.
Milva se giró sobre sus tacones y la golpeó con todas sus fuerzas en el hombro con el cinturón.
Angoulême gritó, se sentó y se puso a llorar.
—Te dije —jadeó Milva— que no me llamaras así. ¡Te lo dije!
—¡No ha pasado nada! —Jaskier, con una voz un tanto trémula, tranquilizó a mercaderes y
viajantes que habían acudido allí desde el fuego vecino—. Sólo un malentendido entre amigos.
Una peleílla de compadres. Ya se pasó.
El brujo se tocó con la lengua un diente que se movía, escupió sangre que le brotaba de un
labio partido. Sentía cómo en la espalda y en los brazos le estaban saliendo cardenales, cómo se le
inflamaba —hasta el tamaño de una coliflor, le parecía— la oreja azotada por el cinto. Junto a él,
en el suelo, Cahir se removía desmañadamente, la mano puesta en la mejilla. En sus antebrazos
crecían a ojos vista unas rayas rojas.
Sobre la tierra cayó una lluvia que apestaba a azufre, cenizas del último cohete.
Angoulême sollozaba con tristeza, sujetándose el hombro. Milva tiró el cinturón, tras un
instante de duda corrió hacia ella, la abrazó y la acarició sin palabras.
—Propongo —habló el vampiro con una voz fría— que os deis la mano. Propongo que nunca,
pero nunca jamás, volvamos a tocar este asunto.
De pronto les golpeó una susurrante racha de viento, venida de las montañas, en la que daba la
sensación de que resonaban unos aullidos, gritos y voces fantasmales. Las nubes arrastradas por el
cielo tomaban formas fantásticas. La hoz de la luna se volvió roja como la sangre.

El coro rabioso y el revuelo de las alas de los chotacabras les despertaron antes del alba.
Se pusieron en camino a poco de salir el sol, cuyo fuego cegador encendió después la nieve de
las cimas de las montañas. Se pusieron en marcha mucho antes de que el sol consiguiera mostrarse
por detrás de las cumbres. Antes de que se viera que el cielo estaba cubierto de nubes.
Cabalgaban entre bosques, y el camino conducía cada vez más alto y más alto, lo que se dejaba
notar por los cambios en la vegetación. De pronto se acabaron los robles y los ojaranzos, entraron
en la lobreguez de los hayedos, acolchados de hojas caídas, que olían a moho, a tela de araña y
hongos. Hongos había en abundancia. El húmedo final del verano había hecho crecer a los hongos
como en un verdadero otoño. La cubierta de hayas desaparecía a trechos entre los sombrerillos de
los boletus, los mizcalos y las oronjas.
Los hayedos estaban silenciosos, parecía que la mayor parte de los pájaros cantores había
volado ya a sus cuarteles de invierno. Sólo los empapados cuervos cracaban al pie de la
vegetación.
Luego se acabaron las hayas, aparecieron los abetos. Olía a resina.
Cada vez con más frecuencia tropezaban con montecillos pelados y abras donde el viento les
golpeaba. El río Neva espumeaba entre saltos y cascadas, sus aguas —pese a las lluvias— estaban
cristalinas y transparentes.
En el horizonte se elevaba la Gorgona. Cada vez más cerca.
Desde los angulosos costados de la poderosa montaña se deslizaban todo el año glaciares y
nieves, a causa de lo cual la Gorgona tenía siempre el aspecto de estar cubierta por un echarpe
blanco. La cumbre de la Montaña del Diablo, como la cabeza y el cuello de una misteriosa
prometida, estaba incansablemente envuelta en el velo de las nubes. A veces la Gorgona, como
una bailarina, agitaba su blanca cubierta, una vista hermosa pero que traía la muerte. Desde los
despeñaderos de las paredes de la montaña bajaban avalanchas que arrastraban todo en su camino
hasta llegar al desgalgadero situado al pie de monte, y aún más abajo, por la pendiente, hasta el
gran bosque de abetos junto al desfiladero de Theodula, junto a los valles del Neva y Sansretour,
sobre los ojos negros de los lagos de las montañas.
El sol, que pese a todo había conseguido atravesar las nubes, se esfumó demasiado deprisa.
Simplemente se escondió detrás de la montaña al oeste, quemándola con su resplandor dorado y
púrpura.
Pernoctaron. El sol salió.
Y llegó el momento de separarse.

Se rodeó minuciosamente la cabeza con el pañuelo de seda de Milva. Se colocó el sombrero de


Regis. Volvió a revisar la situación del sihill en la espalda y de ambos estiletes en las cañas de las
botas.
Al lado, Cahir afilaba su larga espada nilfgaardiana. Angoulême se cruzaba la frente con una
cinta de algodón, se guardaba en la caña el cuchillo de cazador que le había regalado Milva. La
arquera y Regis estaban montados. El vampiro le había dado a Angoulême su caballo negro, él
estaba sobre la mula Draakul.
Estaban listos. Sólo les quedaba por hacer una cosa.
—Venid aquí, todos.
Se acercaron.
—Cahir, hijo de Ceallach —comenzó Geralt, intentando no sonar patético—. Te insulté con
una sospecha sin fundamento y me comporté vilmente hacia ti. Con el presente acto me disculpo,
ante todos, bajando la cabeza. Me disculpo y te pido que me perdones. También a todos vosotros
os pido perdón, porque fue vil el obligaros a contemplar y escuchar aquello.
»Desahogué sobre Cahir y sobre vosotros mi furia, mi rabia y mi pena. Que surgía de que yo sé
quién nos traicionó. Sé quién nos traicionó y raptó a Ciri, a quien nosotros queremos salvar. Mi
furia nace de que se trata de una persona que me fue antaño muy cercana.
»Dónde estamos, qué pretendemos, por dónde vamos y adonde nos dirigimos… todo resultó
descubierto con ayuda de la magia escaneadora, descubridora. No es demasiado difícil para una
maestra de la magia el descubrir y observar a distancia a una persona que fuera antes bien
conocida y cercana, con la que se tuvo un largo contacto psíquico que permitiera crear una matriz.
Pero la hechicera y el hechicero de los que hablo cometieron un error. Se han desenmascarado. Se
equivocaron al contar a los miembros del grupo, y este error los traicionó. Díselo, Regis.
—Geralt puede tener razón —dijo Regis con lentitud—. Como todos los vampiros, soy
invisible para las sondas mágicas de visión y escaneo, o sea, a los encantamientos descubridores.
Se puede seguir a un vampiro con un encantamiento analítico, de cerca, pero no es posible
descubrir a distancia a un vampiro con un hechizo escaneador. Un hechizo escaneador no mostrará
al vampiro. Allí donde esté el vampiro el buscador contestará que no hay nadie. Así que sólo un
hechicero pudo haberse equivocado con nosotros: escaneó a cuatro donde en realidad había cinco,
es decir, cuatro personas y un vampiro.
—Nos aprovecharemos de este error de los hechiceros —siguió de nuevo el brujo—. Yo, Cahir
y Angoulême iremos a Belhaven a hablar con el medioelfo que ha contratado a asesinos contra
nosotros. No le preguntaremos al elfo por orden de quién actúa, porque eso ya lo sabemos. Le
preguntaremos dónde están los hechiceros a cuyas órdenes actúa. Y cuando nos enteremos de
dónde es, iremos allí. Y nos vengaremos.
Todos guardaron silencio.
—Hemos dejado de contar las fechas, por eso ni siquiera nos dimos cuenta de que ya estamos
a veinticinco de septiembre. Hace dos días fue la noche del Equilibrio, el equinoccio. Sí,
precisamente esa noche en la que pensáis. Veo vuestro desaliento, veo lo que tenéis en los ojos.
Recibisteis la señal entonces, en aquella terrible noche cuando en el campamento vecino los
mercaderes se daban ánimos con aquavit, cantos y fuegos artificiales. Seguramente recibisteis
también los presentimientos menos claramente que Cahir y yo, pero os lo imagináis. Lo
sospecháis. Y me temo que vuestras sospechas son ciertas.
Graznaron los cuervos que volaban sobre la abra.
—Todo apunta a que Ciri está muerta. Hace dos noches, en el equinoccio, recibió la muerte.
En algún lugar lejano, sola, entre enemigos y gente extraña.
»Y a nosotros no nos queda más que la venganza. Una venganza terrible y cruel, de la que
todavía circularán leyendas dentro de cien años. Leyendas que la gente temerá escuchar cuando
caiga la noche. Y a aquéllos que quisieran repetir tal crimen, les temblará la mano al pensar en
nuestra venganza. ¡Daremos un ejemplo por el miedo que los atemorice! El método de don Fulko
Artevelde, el sabio don Fulko que sabe cómo hay que tratar a los miserables y a los canallas. El
ejemplo por el miedo que daremos le asombrará hasta a él.
»¡Así que comencemos y que el infierno nos ayude! Cahir, Angoulême, a los caballos. Vamos
a ir Neva arriba, a Belhaven. Jaskier, Milva, Regis, vosotros os dirigiréis hacia Sansretour, a la
frontera con Toussaint. No os perderéis, el camino os lo marca la Gorgona. Hasta la vista.

Ciri acariciaba al gato negro, el cual, con la costumbre de todos los gatos del mundo, volvió a la
choza en los pantanos cuando el hambre, el frío y las incomodidades vencieron a su amor por la
libertad y la golfería. Ahora estaba tendido en las rodillas de la muchacha y ponía el cuello bajo su
mano con un ronroneo que evidenciaba su intenso placer.
Lo que la muchacha estaba contando no le importaba un pimiento al gato.
—Aquélla fue la única vez que soñé con Geralt —siguió Ciri—. Desde aquel momento, desde
que nos separáramos en la isla de Thanedd, desde la Torre de la Gaviota, nunca lo había visto en
sueños. Por ello juzgaba que no vivía. Y de pronto llegó aquel sueño, uno como hacía tiempo que
no tenía, un sueño de los que Yennefer decía que son proféticos, precognitivos, que muestran o
bien el pasado o bien el futuro. Fue el día anterior al equinoccio. En una ciudad cuyo nombre no
recuerdo. En el sótano en el que me había encerrado Bonhart. Después de que me torturara y me
obligara a reconocer quién soy.
—¿Le reconociste quién eras? —Vysogota alzó la cabeza—. ¿Le contaste todo?
—Por mi cobardía —tragó saliva— pagué con vergüenza y desprecio por mí misma.
—Cuéntame ese sueño.
—En él vi una montaña, enorme, escarpada, angulosa como un cuchillo de piedra. Vi a Geralt.
Escuché lo que decía. Exactamente. Cada palabra, como si estuviera allí mismo. Recuerdo que
quería gritar que no era así, que no era verdad, que se había equivocado terriblemente… ¡Que
había equivocado todo! Que no era el equinoccio en absoluto, que incluso si había sido así que yo
moría en el equinoccio, no debía decir que estaba muerta antes, cuando todavía estaba viva. Y no
debía acusar a Yennefer y decir aquellas cosas de ella…
Se calló por un instante, acarició al gato, sorbió las narices.
—Pero no pude alzar la voz. No pude siquiera respirar… Como si me ahogara. Y me desperté.
Lo último que había visto, que recordaba de aquel sueño, fue a tres jinetes. Geralt y otros dos,
galopando por una garganta por cuyas paredes caían cascadas…
Vysogota guardaba silencio.

Si al caer la noche alguien se hubiera deslizado hasta la cabaña del hundido tejado de bálago, si
hubiera mirado a través de la rendija en los postigos, habría visto en su interior escasamente
iluminado a un viejecillo de barba blanca escuchando concentrado el relato de una muchacha de
cabellos cenicientos con la mejilla destrozada por una terrible cicatriz.
Hubiera visto a un gato negro que yacía en las rodillas de la muchacha, ronroneando
perezosamente, dejándose acariciar para alegría de los ratones que correteaban por la habitación.
Pero nadie pudo haber visto aquello. La choza del hundido tejado de bálago cubierto de musgo
estaba bien escondida entre la niebla y los vapores, entre los cañaverales impenetrables, en los
cenagales de Pereplut, donde nadie se atrevía a adentrarse.
Capítulo sexto

Sabido es que el bruxo, cuando otorga tormento, sufrimiento y muerte, recibe


similísimos placeres y gustos cual el hombre piadoso no más tiene en tanto que
coyunda con su legítima cónyuge, ibidem cum eiaculatio. De esto despréndese
que y hasta en esta materia es el bruxo monstruo contrario a natura, inmoral y
malévolo degenerado, nacido del fondo del más oscuro y apestoso infierno,
puesto que del sufrimiento y el tormento sólo el diablo puede lograr placer.

Anónimo, Monstrum o descripción de los bruxos

Se salieron de la carretera principal que iba hacia el valle del Neva, cabalgaron por un atajo a
través de las montañas. Iban tan deprisa como les permitía el sendero, estrecho, retorcido, pegado
a unas rocas de fantásticas formas, cubiertas de una alfombra de líquenes y musgos. Cabalgaban
entre despeñaderos de rocas verticales desde los que caían las cintas quebradas de cascadas y
saltos de agua. Atravesaron gargantas y barrancos, a través de puentecillos que se balanceaban
tendidos sobre precipicios en cuyo fondo burbujeaba la blanca espuma de unos arroyos.
La espalda de granito de la Gorgona parecía alzarse justo por encima de sus cabezas. No se
podía ver la punta de la Montaña del Diablo, estaba sumergida entre nubes y nieblas que
encapotaban el cielo. El tiempo, como suele suceder en las montañas, empeoró en unas pocas
horas. Comenzó a lloviznar, a lloviznar de forma viva y molesta.
Cuando fue acercándose el ocaso, los tres empezaron a mirar a su alrededor con impaciencia y
nerviosismo, buscando un chozo de pastor, un redil arruinado o aunque fuera una cueva. Algo que
les protegiera durante la noche del agua que caía del cielo.

—Creo que ya ha dejado de llover —dijo Angoulême con esperanza en la voz—. Sólo cae agua
por los agujeros en el techo del chozo. Mañana, por suerte, andaremos ya aprés Belhaven y en los
arrabales siempre se puede pernotar en alguna choza o establo.
—¿No vamos a entrar en la ciudad?
—Ni hablar de entrar. Unos forasteros a caballo resaltan demasiado y el Ruiseñor tiene en el
pueblo un montón de informantes.
—Estábamos pensando en meternos voluntariamente en la trampa…
—No —le interrumpió—. Es un mal plan. El que estemos juntos levanta sospechas. El
Ruiseñor es un rufián astuto, y de seguro que la noticia de mi captura ya se ha extendido. Si algo
le quita el sosiego al Ruiseñor, también el medioelfo se enterará.
—Así que, ¿qué propones?
—Arrodearemos la ciudad por el este, desde la salida del valle de Sansretour. Allí hay unas
minas. En una de esas minas tengo un compadre. Iremos a verlo. Quién sabe, si tenemos suerte,
puede que esta visita nos valga la pena.
—¿Puedes hablar más claro?
—Lo diré mañana. En la mina. Para no dar mala suerte.
Cahir añadió al fuego unas hojas de abedul. Había llovido todo el día, otras maderas no ardían.
Pero el abedul, aunque mojado, sólo chasqueó un poco y enseguida comenzó a arder con un
poderoso fuego azulado.
—¿De dónde eres, Angoulême?
—De Cintra, brujo. Es un país junto al mar, en la desembocadura del Yaruga…
—Sé dónde está Cintra.
—Entonces, ¿por qué preguntas si tanto sabes? ¿Tanto lo precisas?
—Digamos que un poco.
Guardaron silencio. La hoguera chasqueaba.
—Mi madre —dijo por fin Angoulême, mirando al fuego— era una noble de Cintra y al
parecer de alto linaje. En el blasón, el linaje éste tenía un gato de mar, te lo enseñaría, pues un
medalloncito tenía con ese gato de mierda, de mi madre, mas lo perdí a los dados… Mas el tal
linaje, me cagüen su perro marino, me mandó a freír gárgaras, pues al parecer mi madre se había
arrejuntado con no sé qué bellaco, paréceme que mozo de cuadra, y yo era una bastarda, una
cagada, vergüenza y mancha en el honor. Me entregaron a unos parientes lejanos para que me
cuidaran, éstos, todo sea dicho, no tenían en el blasón ni gato ni perro ni puta alguna, pero no
fueron malos conmigo. Me mandaron a la escuela, me pegaban poco… Aunque muy a menudo me
recordaban quién era, una bastarda concebida en el pajar. Mi madre vino a verme igual tres o
cuatro veces cuando era pequeña. Luego dejó de venir. A mí, al fin y al cabo, me importaba una
puta mierda…
—¿Y cómo es que acabaste entre los delincuentes?
—¡Preguntas como un juez de cargo! —bufó, torciendo el gesto en forma grotesca—. Entre
delincuentes, ¡fuuu! ¡Desde el camino de la virtú, puf!
Regruñó un poco, se rebuscó en el seno, sacó algo que el brujo no pudo ver con claridad.
—El tuerto de Fulko —dijo pronunciando indistintamente, frotándose algo con fuerza en la
encía y respirando hondo por la nariz— es, de todos modos, un tío legal. Lo que se llevó se lo
llevó, pero el polvo me lo dejó. ¿Una pizca, brujo?
—No. Y preferiría que tú tampoco lo tomaras.
—¿Por qué?
—Porque no.
—¿Cahir?
—No tomo fisstech.
—Pues no me han tocado dos santurrones —agitó la cabeza—. Ahora seguro que me vais a
salir con moralinas, que si los polvos te dejan ciego, sordo y calvo. Que si voy parir crios
retrasados.
—Déjalo, Angoulême. Y termina de contar la historia.
La muchacha estornudó con fuerza.
—Vale, como quieras. En qué estaba yo… Ah. Estalló la guerra, sabes, con Nilfgaard, los
parientes perdieron todo su patrimonio, tuvieron que dejar su casa. Tenían tres hijos propios, y yo
me convertí en un peso para ellos, así que me dieron a un orfanatorio. Lo llevaban unos sacerdotes
de no sé qué santuario. Un sitio alegre, resultó ser. Un lupanar común y corriente, un burdel, ni
más ni menos, para los que les gustan las frutas ácidas con pipas blancas, ¿entiendes?
Muchachillas jóvenes. Y muchachos también. Yo, cuando llegué, estaba ya demasiado
desarrollada, crecida, no tenía aficionados…
Inesperadamente, se cubrió de rubor, que era visible incluso a la luz del fuego.
—Casi no tenía —añadió entre dientes.
—¿Cuántos años tenías entonces?
—Quince. Conocí allí una muchacha y cinco muchachos, de mi edad y un poco mayores. Y nos
pusimos de acuerdo al punto. Conocíamos, por supuesto, las leyendas y los cuentos. Del Loco Dei,
de Barbanegra, de los hermanos Cassini… ¡Nos tiraba el camino, la libertad, el bandolerismo!
Qué es eso, nos dijimos, sólo porque nos dan aquí de comer dos veces al día tenemos que ponerle
el culo a placer a unos mariconazos…
—Cuida tu lenguaje, Angoulême. Sabes que lo mucho empalaga.
La muchacha gargajeó estruendosamente, escupió al fuego.
—¡Vaya santurrones! Vale, voy al grano, que no tengo ganas de hablar. En la cocina del
orfanatorio se encontraron cuchillos, bastaba afilarlos bien con una piedra y esconderlos al cinto.
De las patas de una silla de roble nos salieron buenos palos. Sólo nos eran necesarios caballos y
dinero, así que esperamos a que vinieran dos depravados, clientes asiduos, unos vejestorios, puf,
lo menos cuarentones. Vinieron, se sentaron, se tomaron su vinillo, esperaron hasta que los
sacerdotes, como era costumbre, les ataran a la mozuela elegida a un curioso mueble especial…
¡Mas aquel día no encularon a nadie, no!
—Angoulême.
—Vale, vale. En pocas palabras: degüellamos y apaleamos a ambos dos viejos depravados, a
tres sacerdotes y a un paje, el único que no salió corriendo y defendió los caballos. Al dispensador
del santuario, que no quería soltar la llave del cofre, le pusimos al fuego hasta que la soltó, pero le
perdonamos la vida, porque era un viejo amable, siempre bueno y generoso. Y nos echamos al
monte, al camino. Nuestra suerte posterior fue muy variada, a veces bien, a veces mal, a veces nos
dieron, a veces nosotros les dimos. A veces hartos, a veces hambrientos. Ja, hambrientos las más
de las veces. De lo que se arrastra he comido en mi vida todo lo que se dejara, su puta madre,
cazar. Y de lo que vuela hasta una cometa que me comí una vez, porque estaba pegada con harina.
Se calló, se restregó con brusquedad sus cabellos claritos como la paja.
—Ah, lo que pasó, pasó. Esto te diré: de los que huyeron conmigo del orfanatorio, no vive ya
ninguno. A los dos últimos, Owen y Abel, se los cargaron hace unos días los infantes de don
Fulko. Abel se entregó, como yo, mas lo rajaron igual, por mucho que había arrojado la espada. A
mí no me mataron. No pienses que por bondad de corazón. Ya me estaban tirando de espaldas y
me abrían de patas, mas se allegó un oficial y no les permitió la diversión. Y luego tú me salvaste
del cadalso…
Guardó silencio un instante.
—Brujo.
—Dime.
—Yo sé mostrar gratitud. Si quieres…
—¿Qué?
—Voy a ver qué tal los caballos —dijo Cahir rápido y se levantó, envolviéndose con la capa
—. Daré un paseo… por los alrededores…
La muchacha estornudó, sorbió los mocos, carraspeó.
—Ni una palabra, Angoulême —se anticipó Geralt, verdaderamente enfadado, verdaderamente
avergonzado, verdaderamente confundido—. ¡Ni una palabra!
Carraspeó de nuevo.
—¿De verdad que no tienes ganas de mí? ¿Ni un poquitito?
—Ya te dio Milva con el cinto, mocosa. Si no te callas ahora mismo te voy a dar yo también
una buena.
—Ya no digo más.
—Buena chica.

En una pendiente poblada de pinos retorcidos y encorvados se abrían cuevas y agujeros, revestidos
y tapados con tablas, ligados con pasarelas, escalerillas y andamiajes. De los agujeros surgían
unas plataformas apoyadas sobre unos postes entrecruzados. Por algunas de aquellas plataformas
se afanaban unas personas que empujaban carretillas y vagonetas. El contenido de las carretillas y
las vagonetas, que parecía al primer golpe de vista una sucia tierra pedregosa, era vertido desde
las plataformas a una artesa cuadrangular, o más bien a un complejo de artesas cada vez más
pequeñas, divididas por tablas. A través de la artesa corría una corriente continua y ruidosa de
agua conducida desde la colina boscosa con ayuda de unos canalones de madera apoyados en unos
caballetes bajos. Y de igual forma era luego despachada hacia abajo, al despeñadero.
Angoulême bajó del caballo, hizo una señal para que Geralt y Cahir desmontaran también.
Dejaron a los animales junto a la valla y anduvieron en dirección a los edificios, hundiéndose en el
barro provocado por las cercanas artesas y canalones, que dejaban traspasar el agua.
—Lavan mena de yerro —dijo Angoulême, señalando la estructura—. De allí, de los pozos,
sacan el mineral, lo amontonan en la artesa y echan agua que toman del río. El mineral se asienta
en los lavaderos, de allí se lo recoge. Alrededor de Belhaven hay muchas minas y muchos de estos
lavaderos. Y el mineral se lleva al valle, a Mag Turga, allá hay hornos y fábricas puesto que allí
hay más bosques y para el beneficio de los metales hace falta madera…
—Gracias por la lección —le cortó Geralt, ácido—. Ya he visto en mi vida más de una mina y
sé lo que hace falta para beneficiar los metales. ¿Cuándo nos vas a revelar por fin para qué hemos
venido aquí?
—Para platicar con un conocido mío. El capataz local. Venid conmigo. ¡Ja, ya lo veo! ¡Oh,
allí, al lado de la carpintería! Vamos.
—¿Es el enano?
—Sí. Se llama Golan Tordilho. Es, como he dicho…
—El capataz local. Lo has dicho. Lo que no has dicho ha sido de qué quieres hablar con él.
—Mirad vuestras botas.
Geralt y Cahir la obedecieron, su calzado estaba hundido en un barro de un extraño color
rojizo.
—El medioelfo que buscamos —Angoulême se adelantó a sus preguntas— también tenía las
mismitas manchas de limo rojizo en las polainas. ¿Entendéis?
—Ahora sí. ¿Y el enano?
—No habléis con él. Yo me ocuparé de la cháchara. Ha de teneros a vosotros por unos que no
hablan, sino que degüellan. Poned cara de duros.
No tuvieron que poner ninguna cara especial. Algunos de los picadores que los miraban
apartaban los ojos rápidamente, otros se quedaban pasmados y con la boca abierta. Aquéllos que
se cruzaban en su camino se salían de él a toda prisa. Geralt se imaginó por qué. En el rostro de
Cahir y en el suyo propio todavía se veían los cardenales, rasguños, cicatrices y las hinchazones
resultado de su pintoresca lucha y de la paliza que les había atizado Milva. Así que tenían el
aspecto de individuos que encuentran gusto en darse en los morros mutuamente y a los que
tampoco hay que convencer mucho rato para romperle la cara a un tercero.
El enano amigo de Angoulême estaba al lado de un edificio con un letrero que ponía
«Carpintería» y pintaba algo en una tablilla hecha de dos listones de madera pulidos. Contempló a
los que se acercaban, soltó el pincel, posó el cubo con la pintura, los miró con los ojos entornados.
En su fisonomía adornada con una barba llena de manchas se pintó de pronto una expresión de
profundo asombro.
—¿Angoulême?
—Buenas, Tordilho.
—¿Eres tú? —El enano abrió la barbada boca—. ¿Eres tú en verdad?
—No. No soy yo. Soy el profeta Lebioda, recién resucitadito. Haz otra pregunta, Golan. Para
variar, una que sea inteligente.
—No te mofes, Clara. Yo ya no me esperaba echarte el ojo encima nunca. Nomás hace cinco
días estuvo aquí el Mulillas, chocheó que te habían cazado y clavado en un palo en Riedbrune.
¡Juró que era cierto!
—Siempre hay algún beneficio. —La muchacha se encogió de hombros—. Si ahora el Mulillas
viniera a pedirte dinero y jurara que te lo va a devolver tú ya sabrás lo que valen sus juramentos.
—Yo ya lo sabía —le repuso el enano, removiendo y encogiendo la nariz con rapidez
exactamente igual que un conejo—. A él yo ni un real de vellón roto que le prestara, ni aunque se
cagara aquí mesmo y se comiera la tierra. ¡Mas estás viva y salva, malegro, malegro, je! Y
pudiera ser que me devolvieras lo que me debes, ¿eh?
—Pudiera, ¿quién sabe?
—¿Y quiénes están contigo, Clara?
—Unos buenos amigos.
—Ah, qué lengua… ¿Y aónde te llevan los dioses?
—Como de costumbre, por el mal camino. —Angoulême, sin importarle para nada la mirada
fulminante del brujo, se metió en la nariz una pizca de fisstech, el resto se lo frotó en las encías—.
¿Una rayita, Golan?
—Por supuesto. —El enano puso el dedo, se metió el polvillo de narcótico ofrecido en el
agujero de la nariz.
—Hablando en serio —siguió la muchacha—, pienso que a Belhaven. ¿No sabrás si acaso no
ande por allá el Ruiseñor con la hansa?
Golan Tordilho inclinó la cabeza.
—A ti, Clara, lo mejor te sea evitar al Ruiseñor. Enrabietao está, dicen, contigo, como al oso
cuando le despiertan de la invernada.
—¡Oh, venga! Y cuando la noticia llegole de que me ensartaron en una estaca afilá tirando de
los tiros de dos caballos, ¿no se le cambió el corazón? ¿No lo lamentó? ¿Lagrimillas no vertiera,
no se tiró de la barba?
—Na de na. Dicen que habló así: tiene ésta, Angoulême, lo que hace tiempo se mereciera, un
palo en el culo.
—Hala, malhablado. Será vulgar el gañán. El señor prefecto Fulko diría: el fondo de la
sociedad. Yo, en cambio, digo: ¡el fondo de la cloaca!
—Mejor para ti, Clara, que no digas tales cosas ante sus ojos. Y no andurrear por Belhaven,
arrodear la villa y no entrar en ella. Y si has de entrar, lo mejor desfrazada.
—Eh, Golan, no le enseñes a tu padre cómo se hacen los hijos.
—Ni matrevería.
—Escucha, enano. —Angoulême apoyó la bota en un peldaño de la escalera de la carpintería
—. Te haré una pregunta. No has de apresurarte a responder. Piénsalo bien primero.
—Pregunta.
—¿No te ha pasao por delante últimamente un medioelfo? ¿Forastero, no de aquí?
Golan Tordilho aspiró aire, estornudó con fuerza, se limpió la nariz con la manga.
—¿Un medioelfo, dices? ¿Qué medioelfo?
—No te hagas el tonto, Tordilho. Uno que le contrató a Ruiseñor para un trabajo. Un trabajo
sucio. Para cierto brujo…
—¿Un brujo? —Golan Tordilho sonrió, alzó del suelo su tablilla—. ¡No me digas na!
Nosotros, por un casual, andamos buscando a un brujo, oh, mira, pintamos tales letreros y los
colgamos por los alredores. Mira: «Se necesita brujo, buena paga, y amás manutención y cobijo,
pormenores en la oficina de la mina La Pequeña Babette…» ¿Cómo se escribe, «pormenores» o
«promenores»?
—Pon: «detalles». ¿Y para qué queréis vosotros un brujo en la mina?
—Vaya una pregunta. ¿Y pa qué, si no pa los moustros?
—¿Para cuáles?
—Pa los llamadores y barbeglaces. Se nos han llenao que no veas las galerías más bajas.
Angoulême miró a Geralt, que le confirmó con un gesto de la cabeza que sabía de qué se
trataba. Y con un carraspeo le hizo señal de que era hora de volver al tema.
—Volviendo al tema. —La muchacha lo entendió al vuelo—. ¿Qué es lo que sabes de ese
medioelfo?
—No sé na de ningún medioelfo.
—Te he dicho que lo pienses bien.
—Y tal hice. —Golan Tordilho adoptó de pronto un gesto maligno—. Y me pensé que no me
merece la pena saber na de este asunto.
—¿Es decir?
—Es decir, que esto está peligroso. La comarca está peligrosa y los tiempos están peligrosos.
Bandas, nilfgaardianos, guerrilleros de Taludes Libres… Y varios otros alementos, medioelfos. Y
tos ardiendo en ganas de darte un disgusto…
—¿Es decir?
—Es decir, que tú unas perras me debes, Clara. Y en vez de devolverlas, quiés hacer otras
deudas. Deudas mu serias, pos por lo que me preguntas pué ser que le levanten a uno por la testa, y
no con las manos desnudas, sino con una hoz. ¿Qué gano yo de to esto? ¿Me merece la pena saber
algo de ese medioelfo, eh? ¿O me llevaré arguna cosilla? Porque si no hay más que riesgo y
ningún beneficio…
Geralt estaba harto. Le aburría la conversación, le molestaba el argot y las maneras usadas.
Con un movimiento fulminante agarró al enano por la barba, lo agitó y empujó. Golan Tordilho se
tropezó con el cubo de pintura, cayó. El brujo se acercó a él de un salto, apoyó la rodilla sobre el
pecho y le puso un cuchillo ante los ojos.
—Beneficio —bramó— puede ser el de salir con vida. Habla.
Parecía que los ojos de Golan iban a salirse al instante siguiente de sus órbitas y se iban a ir a
dar un paseo por los alrededores.
—Habla —repitió Geralt—. Habla lo que sepas. Si no, te voy a rajar la nuez de tal modo que te
asfixiarás antes de desangrarte…
—Rialto… —jadeó el enano—. En la mina Rialto…

La mina Rialto se diferenciaba en muchos aspectos de la mina La Pequeña Babette, así como de
otras minas y canteras que Angoulême, Geralt y Cahir habían pasado por el camino, y que se
llamaban Manifiesto de Otoño, La Mena Vieja, La Mena Nueva, La Mena Julieta, Celestina,
Asuntos Comunes y Agujero de Fortuna. En todas se trabajaba mucho, en todas se sacaba de los
pozos o de las excavaciones la tierra sucia y se la echaba en las artesas y se la lavaba en los
lavaderos. En todas había por todos lados el característico barro rojo.
Rialto era una mina grande, excavada cerca de la cumbre de una colina. La cumbre estaba
truncada y formaba una cantera, es decir, una mina a cielo abierto. El lavadero se localizaba en
una terraza excavada en la pendiente de la colina. Allí, junto a una pared vertical en la que
resaltaban las aberturas de las galerías y los pozos, había artesas, lavaderos, canalones y demás
parafernalia de la industria minera. Allí también se levantaba un asentamiento de casuchas de
madera, chozas, chabolas y hutas con el tejado cubierto de corteza.
—No conozco aquí a nadie —dijo la muchacha, mientras ataba las riendas a una valla—. Mas
intentaremos hablar con el capataz. Geralt, si puedes, no lo agarres tan pronto del gaznate ni lo
amenaces con el bardeo. Primero platicaremos…
—No le enseñes a tu padre cómo se hacen los hijos, Angoulême.
No tuvieron tiempo de hablar. No tuvieron ni siquiera tiempo de acercarse al edificio en el que
suponían se encontraba la oficina del capataz. En la placita, donde se cargaba la gandinga en los
carros, se encontraron de pronto con cinco jinetes.
—Oh, mierda —dijo Angoulême—. Oh, mierda. Mira lo que nos ha traído el gato.
—¿Qué pasa?
—Son gente de Ruiseñor. Han venido a por la mordida por la protección. Ya me han visto y
reconocido… ¡Su puta madre! La hemos liado…
—¿Serás capaz de escaquearte? —murmuró Cahir.
—No cuento con ello.
—¿Por?
—Robé a Ruiseñor, cuando huía de la hansa. No me lo perdonarán. Mas lo intentaré…
Vosotros callad. Tened los ojos bien abiertos y estad dispuestos. A todo.
Los jinetes se acercaron. En vanguardia iban dos, un tipo de largos cabellos grises vestido con
una piel de lobo y un zagalón con barba, que se había dejado a todas luces para cubrir las
cicatrices del acné. Fingían indiferencia pero Geralt distinguió un oculto brillo de odio en las
miradas con las que contemplaban a Angoulême.
—Clara.
—Novosad. Yirrel. Hola. Bonito día. Una pena que llueva.
El de las cicatrices se bajó del caballo o, mejor dicho, saltó de la silla, pasando enérgicamente
la pierna derecha por encima de la testa del caballo. Los demás también desmontaron. El de las
cicatrices le dio las riendas al zagalón de la barba, llamado Yirrel, y se acercó a ellos.
—Vaya —dijo—. Nuestra urraca parlanchina. ¿Y no resulta que vives y estás sana?
—Y doy brincos con los pies.
—¡Mocosa deslenguada! El rumor decía que dabas brincos, pero en lo alto de un palo. El
rumor decía que te había agarrado el tuerto Fulko. ¡El rumor decía que habías cantado en el potro
como una tórtola, que habías chotado todo lo que te preguntaban!
—El rumor decía —resopló Angoulême— que tu madre, Novosad, sólo pedía a sus clientes
cuatro chavos y nadie quería dar más de dos.
El bandolero le escupió a los pies con un gesto de odio. Angoulême bufó de nuevo,
exactamente igual que un caballo.
—Novosad —dijo descarada, poniéndose en jarras—. Tengo algo entre manos para el
Ruiseñor.
—Curioso. Porque él también tiene algo entre manos para ti.
—Cierra el pico y escucha mientras entoavía tengo ganas de chamullar. Hace dos días, a una
milla de Riedbrune, yo y estos los mis amigos nos cargamos al brujo ése por el que había el
precio. ¿Entiendes?
Novosad miró significativamente a sus camaradas, luego se quitó el guante, valoró con la
mirada a Geralt y Cahir.
—Tus nuevos amigos —repitió despacio—. Ja, veo por sus jetas que no son curas. ¿Dices que
mataron al brujo? ¿Y cómo? ¿Con un estilete en la espalda? ¿O en sueños?
—Eso son promenores sin importancia. —Angoulême frunció el ceño como un mono—. El
promenor importante es que el tal brujo se pudre bajo tierra. Escucha, Novosad. Yo no quiero
importunar al Ruiseñor ni ponérmele por medio. Mas el negocio es el negocio. El medioelfo os
dio un adelanto por el trabajo, de esto no hablo, es vuestro dinero, por los costes y la fatiga. Mas la
otra parte, la que prometió el medioelfo para después del trabajo es, según la ley, mía.
—¿Según la ley?
—¡Así es! —Angoulême no prestó atención al tono sarcástico—. Nosotros fuimos quienes
acabamos el contrato, matamos al brujo, de lo que podemos mostrar pruebas al medioelfo. Tomaré
entonces lo que sea mío y me iré adonde el dios perdió el gorro. Con el Ruiseñor, como dije, no
quiero competencias, porque Los Taludes son demasiado pequeños para mí y para él. Dile esto,
Novosad.
—¿Sólo esto? —De nuevo un sarcasmo venenoso.
—Y mis besos —resopló Angoulême—. Puedes chuparle el culo de mi parte, per procura.
—Me se ocurrió a mí mejor idea que ésa —anunció Novosad, mirando de reojo a los
compañeros—. Yo le llevaré tu culo en original al Ruiseñor, Angoulême. Yo te me entrego
atadita, Angoulême, y él entonces ya hablará todo y se pondrá de acuerdo en todo contigo. Y lo
regulará. Todo. La disputa de a quién le pertenecen los dineros del contrato con el medioelfo
Schirrú. Y el pago de lo que le robaras. Y lo de que en Los Taludes no hay sitio para los dos. De
este modo todo se soluciona. Al detalle.
—Hay una pega. —Angoulême bajó las manos—. ¿Y cómo quieres llevarme hasta el
Ruiseñor, Novosad?
—¡Oh, así! —El bandido estiró las manos—. ¡Por el pescuezo!
Geralt, con un movimiento relampagueante, desenvainó el sihill y se lo puso a Novosad bajo la
nariz.
—No te lo recomiendo.
Novosad retrocedió, echó mano a la espada. Con un siseo, Yirrel sacó un sable curvo de una
vaina que llevaba a la espalda. Los otros siguieron su ejemplo.
—No te lo recomiendo —repitió el brujo.
Novosad maldijo. Miró a sus compañeros. No era muy ducho en aritmética, pero le salió que
cinco es bastante más que tres.
—¡Atacad! —gritó, al tiempo que se lanzaba sobre Geralt—. ¡Matad!
El brujo evitó el golpe con una media vuelta y lo rajó del revés en la sien. Antes de que cayera
Novosad, Angoulême se inclinó en un pequeño impulso, un cuchillo brilló en el aire. Yirrel, que
estaba atacando, se detuvo: bajo su barbilla sobresalía un mango de hueso. El bandolero dejó caer
el sable, agarró el cuchillo en el cuello con las dos manos, borboteando sangre, y Angoulême, con
un impulso, le golpeó en el pecho y lo echó al suelo. Entre tanto Geralt había degollado a un
segundo bandido. Cahir rajó a otro más. Bajo el poderoso golpe de la espada nilfgaardiana algo en
forma de un pedazo de sandía cayó del cráneo del bandolero. El último esbirro desertó, saltó sobre
el caballo. Cahir bajó la espada, la agarró por la hoja y la lanzó como una jabalina, acertando al
ladrón exactamente entre los omóplatos. El caballo relinchó y agitó la cabeza, se echó para atrás,
pateó, arrastrando por el barrizal rojizo el cadáver que llevaba la mano enganchada en las riendas.
Todo aquello no duró más que cinco latidos del corazón.
—¡Paisanooos! —gritó alguien por entre los edificios—. ¡Paisanooos! ¡Ayudaaa! ¡Asesinos,
asesinos, que matan a alguien!
—¡Al ejército! ¡Llamad al ejército! —gritó un segundo minero, mientras espantaba a los niños
que, siguiendo la costumbre ancestral de todos los niños del mundo, habían aparecido de no se
sabía dónde para mirarlo todo y enredarse en los pies de los mayores.
—¡Que alguien corra a por el ejército!
Angoulême recobró su cuchillo, lo limpió y lo introdujo en la caña.
—¡Venga, que corran! —gritó, mirando a su alrededor—. ¿Es que vosotros, picadores, estáis
ciegos o qué? ¡Ha sido en defensa propia! ¡Nos asaltaron estos truhanes! ¿Y es que no los
conocéis? ¿Es que no sus hicieron poco mal? ¿No os sacaron sus buenas mordidas?
Estornudó con fuerza. Luego le arrancó a Novosad, que todavía temblaba, la bolsa que llevaba
al cinto, se arrodilló junto a Yirrel.
—Angoulême.
—¿Qué?
—Déjalo.
—¿Y por qué? ¡Esto es el botín! ¿Te sobra el dinero?
—Angoulême…
—Eh, vosotros —se oyó de pronto una voz sonora—. Venid acá, si os place.
En las puertas abiertas de una barraca que hacía las veces de almacén de herramientas estaban
de pie tres hombres. Dos eran esbirros, con el pelo muy corto, de frentes bajas y seguramente bajo
ingenio. El tercero —el que les había gritado— era extraordinariamente alto, de cabellos negros,
un hombre apuesto.
—Sin quererlo escuché la conversación que precedió al incidente —dijo el hombre—. No
estaba muy por la labor de creer en la muerte del brujo, pensaba que se trataba de fanfarronadas.
Ahora ya no lo creo. Venid aquí, a la barraca.
Angoulême respiró sonoramente. Miró al brujo y asintió con la cabeza en un ademán apenas
perceptible.
El hombre era un medioelfo.

El medioelfo Schirrú era alto, tenía más de seis pies de estatura. Llevaba los largos cabellos
negros atados sobre el cuello, formando una cola de caballo que le caía sobre las espaldas. Su
sangre mezclada se revelaba en sus ojos, grandes, de forma de almendra, azules y amarillos, como
de gato.
—Así que vosotros habéis matado al brujo —repitió, con una sonrisa fea—. Adelantándoos a
Homer Straggen, llamado Ruiseñor. Interesante, interesante. En una palabra, que tengo que
pagaros cincuenta florines. La segunda parte. Así que Straggen se ganó la otra media centena por
no hacer nada. Porque no creo que penséis que os la va a devolver.
—Cómo me las arregle con el Ruiseñor, eso ya es asunto mío —dijo Angoulême, sentada
sobre un baúl y balanceando las piernas—. Y el contrato relativo al brujo era un contrato por obra.
Y nosotros realizamos esa obra. Nosotros, no el Ruiseñor. El brujo está bajo tierra. Sus
compañeros, los tres, bajo tierra. Así que resulta que el contrato ha sido cumplido.
—Eso al menos es lo que decís. ¿Cómo lo hicisteis?
Angoulême no dejó de balancear las piernas.
—Cuando sea vieja —declaró, con su acostumbrado tono de descaro— escribiré la historia de
mis andanzas. Describiré en ella cómo sucediera esto y aquesto. Hasta entonces vais a tener que
aguantaros, señor Schirrú.
—Hasta tal punto os avergonzáis —advirtió el mestizo con voz fría—. Tan despreciable y
traicionero cometisteis el acto.
—¿Os molesta? —intervino Geralt.
Schirrú le miró atentamente.
—No —respondió al cabo—. El brujo Geralt de Rivia no se merecía mejor suerte. Era un
inocente y un tonto. Si hubiera tenido una muerte mejor, más honrada, más honorable, se hubiera
convertido en una leyenda. Y él no se merecía ser una leyenda.
—La muerte es siempre la misma.
—No siempre. —El medioelfo meneó la cabeza, mientras intentaba mirar a los ojos de Geralt,
escondidos por la sombra de la capucha—. Os aseguro que no siempre. Imagino que tú le diste el
golpe mortal.
Geralt no respondió. Sentía unas ganas terribles de agarrar al mestizo por su cola de caballo,
tirarlo al suelo y sacar de él todo lo que sabía, rompiéndole uno tras otro los dientes con el pomo
de la espada. Se contuvo. La razón le decía que la mistificación de Angoulême podría dar mejores
resultados.
—Como queráis —dijo Schirrú, sin esperar respuesta—. No voy a insistir en que narréis los
acontecimientos. Está claro que no tenéis mucho que contar, está claro que no hay mucho de lo
que alabarse. Eso si, por supuesto, vuestro silencio no proviene de algo completamente distinto…
Por ejemplo, de que no haya pasado absolutamente nada. ¿Tenéis alguna prueba de la verdad de
vuestras palabras?
—Le cortamos al brujo, después de muerto, la mano derecha —respondió descaradamente
Angoulême—. Pero luego nos la quitó un mapache y se la comió.
—Así que sólo tenemos esto. —Geralt se desató lentamente la camisa y sacó el medallón con
la cabeza de lobo—. El brujo lo llevaba al cuello.
—Dame.
Geralt no vaciló mucho. El medioelfo sopesó el medallón en la mano.
—Ahora lo creo —dijo lentamente—. El bibelot emana una magia poderosa. Algo así sólo
podía tenerlo un brujo.
—Y un brujo no se lo dejaría quitar —terminó Angoulême— si todavía respirara. Es decir,
ésta es una prueba concluyente. Así que, señor mío, versus colocando las perras en la mesa.
Schirrú guardó delicadamente el medallón, se sacó del seno un pliego de papeles, los colocó
sobre la mesa y los enderezó con la mano.
—Venid acá, por favor.
Angoulême saltó del baúl, se acercó, haciendo monerías y retorciendo las caderas. Se inclinó
sobre la mesa. Y Schirrú, como un rayo, la agarró por los cabellos, la echó sobre la mesa y le puso
un cuchillo en la garganta. A la muchacha no le dio tiempo ni a gritar.
Geralt y Cahir ya tenían las espadas en la mano. Demasiado tarde. Los ayudantes del elfo, los
esbirros de estrechas frentes, aferraban unos ganchos de hierro. Pero no se atrevieron a acercarse.
—Tirad las espadas al suelo —gritó Schirrú—. Ambos, espadas al suelo. De otro modo le
amplío la sonrisa a esta puta.
—No le hagáis caso… —comenzó Angoulême, y terminó con un grito, porque el medioelfo
retorció el puño con el que le agarraba los cabellos y apretó el puñal contra la piel, unas brillantes
líneas rojas comenzaron a correr por el cuello de la muchacha.
—¡Tirad la espada al suelo! ¡Yo no bromeo!
—¿Y no podemos llegar a un acuerdo? —Geralt, sin hacer caso de la rabia que bullía dentro de
él, se decidió a ganar tiempo—. ¿Como gente civilizada?
El medioelfo sonrió venenosamente.
—¿Un acuerdo? ¿Contigo, brujo? A mí me enviaron para acabar contigo, no para hablar. Sí, sí,
imitante. Tu fingías, jugabas a los títeres y yo ya te había reconocido desde el principio, desde que
te eché el primer vistazo. Me habías sido descrito con todo detalle. ¿No te imaginas quién te
describió tan detalladamente? ¿Quién me dio detalladas explicaciones de dónde y en qué
compañía te encontraría? Oh, seguro que te lo imaginas.
—Deja a la muchacha.
—Pero yo no sólo te conozco por las descripciones —continuó Schirrú, sin pensar en absoluto
en soltar a la muchacha—. Yo ya te había visto. Yo incluso hasta te seguí una vez. En Temeria. En
julio. Fui contigo hasta la ciudad de Dorian. Hasta el bufete de los abogados Codringher y Fenn.
¿Comprendes?
Geralt volvió la espada de tal modo que la hoja se reflejó en los ojos del medioelfo.
—Siento curiosidad —dijo con voz gélida— por saber cómo planeas librarte de esta situación
tan embarazosa, Schirrú. Yo veo dos salidas. Primera: sueltas inmediatamente a la muchacha.
Segundo: matas a la muchacha… Y un segundo después tu sangre coloreará hermosamente las
paredes y el techo.
—Vuestras armas —Schirrú tiró del cabello a Angoulême con brutalidad— han de encontrarse
en el suelo antes de que cuente tres. Luego comenzaré a cortar a la puta.
—Veremos cuánto te va a dar tiempo a cortar. Yo pienso que no mucho.
—¡Uno!
—¡Dos! —comenzó Geralt su propia cuenta, agitando el sihill en un silbante molinete.
Un ruido de cascos, relinchos y bufidos de caballos, unos gritos humanos les llegaron desde el
exterior.
—¿Y ahora qué? —se rio Schirrú—. Estaba esperando esto. ¡Ya no estamos en tablas, esto es
un jaque mate! Han venido mis amigos.
—¿De verdad? —dijo Cahir, mirando por la ventana—. Veo uniformes de la caballería ligera
imperial.
—Así que es jaque mate, pero para ti —dijo Geralt—. Has perdido, Schirrú. Suelta a la
muchacha.
—Seguro.
Las puertas de la barraca cedieron ante unos puntapiés, unas cuantas personas entraron, la
mayoría iban vestidas de negro y con el mismo uniforme. Los dirigía uno con barbas, de cabellos
rubios, y con una señal de un oso de plata en el hombro.
—¿Que aen suecc’s? —preguntó amenazador—. ¿Qué pasa aquí? ¿Quién es el responsable de
este alboroto? ¿De estos cuerpos en el patio? ¡Hablad al punto!
—Señor jefe…
—¡Glaeddyvan vort! ¡Tirad la espada!
Obedecieron. Porque les estaban apuntando con ballestas y arbaletes. Angoulême, a quien
Schirrú había soltado, intentó levantarse de la mesa, pero de pronto se encontró en el abrazo de un
rufián rechoncho, vestido de colores, con unos ojos saltones como una rana. Ella quiso gritar, pero
el rufián le apretó sobre la boca una mano enguantada.
—Evitemos el uso de la violencia —propuso Geralt con voz fría al jefe que llevaba el oso en el
hombro—. No somos delincuentes.
—Lo que tú digas.
—Actuamos con conocimiento y beneplácito de don Fulko Artevelde, prefecto de Riedbrune.
—Lo que tú digas —repitió el Oso, haciendo una señal para que alzaran y recogieran las
espadas de Geralt y Cahir—. Con conocimiento y beneplácito. De don Fulko Artevelde. El
importante señor Artevelde. ¿Habéis oído, muchachos?
Su gente, los negros y los coloreados, risotearon a coro.
Angoulême se revolvió en el abrazo del ojos de rana, intentando gritar en vano. No era
necesario. Geralt ya lo sabía. Antes de que el sonriente Schirrú comenzara a apretar las manos que
se le tendían. Antes de que cuatro negros nilfgaardianos agarraran a Cahir y otros tres le dirigieran
las ballestas directamente al rostro.
El ojos de rana empujó a Angoulême hacia sus camaradas. La muchacha colgó en su abrazo
como una muñeca de trapo. Ni siquiera intentaba ofrecer resistencia.
El Oso se acercó lentamente a Geralt y de pronto le golpeó en la ingle con un puño embutido
en un guante de armadura. Geralt se dobló, pero no cayó. Una rabia fría le mantuvo en pie.
—Puede que te alegre la noticia —le dijo el Oso— de que no sois los primeros idiotas que el
tuerto Fulko ha utilizado para sus propios objetivos. Los rentables negocios que yo llevo a cabo
aquí junto con el señor Straggen, por algunos llamado Ruiseñor, son para él como una piedra en el
zapato. A Fulko se le llevaron los diablos cuando, en lo que concierne a estos negocios, tomé a
Homer Straggen al servicio de su emperador y lo nombré jefe de una compañía de voluntarios
para proteger la minería. Así que, como no puede vengarse oficialmente, contrata a picaros
diversos.
—Y a brujos —intervino Schirrú, quien sonreía venenosamente.
—En el exterior —dijo en voz alta el Oso— hay cinco cadáveres empapándose con la lluvia.
¡Habéis asesinado a personas que estaban al servicio del emperador! ¡Habéis estorbado el trabajo
en la mina! No hay ninguna duda: sois espías, saboteadores y terroristas. En estas tierras rige la
ley marcial. Por la presente y en vía sumaria, os condeno a muerte.
El ojos de rana se carcajeó. Se acercó a Angoulême, a quien sujetaban los bandidos, la agarró
con un rápido movimiento por un pecho y apretó con fuerza.
—Eh, ¿y qué, Clara? —gritó, y resultó que tenía la voz todavía más de rana que los ojos. El
sobrenombre del bandido, si era él mismo el que se lo había dado, denotaba sentido del humor. Y
si se trataba de un mote para camuflarse, entonces había acertado extraordinariamente.
—¡Así que nos encontramos de nuevo! —gritó otra vez el batracio Ruiseñor, pellizcando a
Angoulême en el pecho—. ¿Te alegras?
La muchacha gimió dolorosamente.
—¿Y dónde tienes, puta, las perlas y las piedras que me robaste?
—¡Las tomó en depósito el tuerto Fulko! —gritó Angoulême, intentando sin éxito aparentar
que no tenía miedo—. ¡Preséntate a él para recogerlas!
El Ruiseñor gritó y desencajó los ojos, ahora tenía el aspecto de una verdadera rana, daba la
impresión de que estaba a punto de ponerse a cazar moscas con la lengua. Apretó a Angoulême
todavía con más fuerza, ella se agitó y gimió todavía más dolorosamente. Por detrás de la roja
niebla de rabia que cubrió los ojos de Geralt, la muchacha otra vez comenzó a parecerse a Ciri.
—Lleváoslos —ordenó el Oso con impaciencia—. Al patio con ellos.
—Es un brujo —dijo inseguro uno de los bandidos de la compañía ruiseñora de protección de
la minería—. ¡Un meigo! ¿Cómo lo vamos a coger con las manos desnudas? Lo mesmo nos echa
algún hechizo o algo así…
—No tengáis miedo. —Schirrú, sonriente, se palmeó los alrededores del bolsillo—. Sin su
amuleto brujeril no puede hechizar y su amuleto lo tengo yo. Cogedlo sin miedo.

En el exterior esperaban más nilfgaardianos armados vestidos con capas negras y más miembros
de la coloreada hansa del Ruiseñor. Se había reunido también un grupo de mineros. Alrededor
revoloteaban los ubicuos niños y perros.
Ruiseñor perdió de pronto el dominio de sí mismo. Exactamente igual que si lo hubiera
poseído el diablo. Croando de rabia agredió a Angoulême con los puños, y cuando cayó la pateó
varias veces. Geralt se arrancó de la sujeción de los bandidos, por lo que recibió un golpe en la
nuca con algo duro.
—¡Decían —croó Ruiseñor, mientras saltaba sobre Angoulême como un sapo loco— que te
habían clavado en un palo por el culo, allá en Riedbrune, mala pécora! ¡Escrito te estaba el palo!
¡Y en el palo vas a reventar! ¡Eh, muchachos, buscadme por aquí alguna estaquilla y sacádmela
punta! ¡Presto!
—Señor Straggen. —El Oso frunció el ceño—. No veo motivo para entretenernos con una
ejecución tan bestial y que precisa de tanto tiempo. Hay que colgar sin más a los prisioneros…
Se calló ante la mirada de furia de los ojos de rana.
—Estaos calladito, capitán —croó el bandido—. Demasiado os pago para que me vengáis
haciendo propuestas innecesarias. Yo le juré a Angoulême una mala muerte y ahora voy a jugar un
poquillo con ella. Si queréis, colgad a esos dos. A mi ni me van ni me vienen.
—Pero a mí sí —intervino Schirrú—. Ambos me son necesarios. Sobre todo el brujo.
Especialmente él. Y dado que el empalamiento de la muchacha va a tardar un poco, yo también
voy a aprovechar ese tiempo.
Se acercó, clavó en Geralt sus ojos de gato.
—Has de saber, imitante —dijo—, que yo fui quien acabó con tu amigo Codringher en Dorian.
Lo hice por orden de mi señor, el maestro Vilgefortz, al que sirvo desde hace años. Pero lo hice
con verdadero placer.
»Ese viejo canalla de Codringher —siguió el medioelfo sin esperar a la reacción— tuvo la
desvergüenza de meter la nariz en los asuntos del maestro Vilgefortz. Lo destripé con mi cuchillo.
Y a ese asqueroso monstruo de Fenn lo quemé vivo entre sus papeles. Podría simplemente haberlo
acuchillado, pero sacrifiqué un poco de tiempo y esfuerzo para escuchar cómo aullaba y gruñía. Y
aullaba y gruñía, te digo, como un cerdo en la matanza. Nada humano había en aquellos aullidos,
absolutamente nada.
»¿Sabes por qué te hablo de todo esto? Porque también a ti podría simplemente acuchillarte o
mandar acuchillarte. Pero sacrificaré un poco de tiempo y esfuerzo. Voy a escuchar cómo aúllas.
¿Dijiste que la muerte es siempre la misma? Ahora verás que no todas. Muchachos, calentadme
alquitrán en unas graseras. Y traedme unas cadenas.
Algo se deshizo con un estruendo en el carbón de la barraca y explotó al instante con fuego y
un estruendo estremecedor.
Otro recipiente con aceite de roca —Geralt lo reconoció por el olor— acertó directamente en
la grasera, un tercero estalló junto al que sujetaba los caballos. Hubo un estruendo, borbotearon las
llamas, los caballos se volvieron locos. Hubo un tumulto, del tumulto emergió un perro ardiendo y
aullando. Uno de los bandidos del Ruiseñor extendió de pronto los brazos y cayó sobre el fango
con una flecha en la espalda.
—¡Vivan Los Taludes Libres!
En la cima de la colina, detrás de los andamiajes y los soportes, se entreveían unas siluetas con
capotes grises y gorros de piel. Sobre las personas, los caballos y las barracas de la mina seguían
cayendo más proyectiles incendiarios, especie de susurros que arrastraban consigo unas trenzas de
fuego y humo. Dos cayeron sobre el taller, el suelo lleno de virutas y serrines.
—¡Vivan Los Taludes Libres! ¡Muerte al ocupante nilfgaardiano!
Silbaban las trayectorias de las flechas y las saetas.
Rodó bajo el caballo uno de los negros nilfgaardianos, se derrumbó con la garganta atravesada
uno de los bandidos ruiseñores, cayó con una saeta en la nuca uno de los esbirros de pelo corto. El
Oso cayó lanzando un macabro gemido. La flecha le había atravesado el pecho, bajo el esternón,
más abajo del emblema. Eran aquéllas —aunque nadie podía saberlo— saetas robadas a un
transporte militar, el modelo estándar del ejército imperial, con unas pequeñas modificaciones. La
amplia punta de dos hojas había sido aserrada en algunos lugares para lograr un efecto de
expansión.
La punta se expansionaba maravillosamente en las entrañas del Oso.
—¡Abajo con el tirano Emhyr! ¡Los Taludes Libres!
Ruiseñor gritó, se echó mano a un brazo al que le había rozado una flecha.
Uno de los niños cayó sobre el barro haciéndose una bola, estaba atravesado de parte a parte
por la flecha de uno de los luchadores por la libertad con mala puntería. Cayó uno de los que
sujetaban a Geralt. Se derrumbó uno de los que sujetaban a Angoulême. La muchacha se libró del
otro, sacó como un rayo el cuchillo de la caña de la bota, cortó con un amplio ímpetu. Con la
pasión del momento falló la garganta de Ruiseñor, pero le destrozó maravillosamente la mejilla,
casi hasta los propios dientes. El Ruiseñor croó si cabe todavía peor que de costumbre y sus ojos
se desencajaron todavía más. Cayó de rodillas, la sangre brotando por entre las manos con las que
se aferraba el rostro. Angoulême aulló reprobatoria y se acercó para terminar su obra. Pero no lo
consiguió, pues entre ella y Ruiseñor explotó otra bomba, borboteando de fuego y ondas de humo
apestoso.
A su alrededor ya crepitaba el fuego y reinaba un pandemonium ígneo. Los caballos se habían
desbocado, relinchaban y coceaban. Los bandidos y los nilfgaardianos gritaban. Los mineros
corrían en pánico, unos huían, otros intentaban apagar los edificios que estaban ardiendo.
Geralt había conseguido ya alzar el sihill que había dejado caer el Oso. A una alta mujer con
una cota de malla que intentaba golpear a Angoulême con una maza la cortó rápido en la frente. A
un negro nilfgaardiano que se le acercaba con un regatón en la mano le rajó el muslo. Al siguiente,
que simplemente se le cruzó, le cortó la garganta.
Junto a él, un caballo enloquecido, quemado, corriendo a ciegas, derrumbó y pateó a otro niño.
—¡Coge los caballos! ¡Coge los caballos! —Cahir apareció junto a él, le señaló los dos
alazanes con unos golpes enérgicos de la espada. Geralt no oía, no veía. Desventró a otro
nilfgaardiano, estaba buscando a Schirrú.
Angoulême, de rodillas, a una distancia de tres pasos, disparó con una ballesta que tenía
alzada, metiéndole un virote en el bajo vientre a uno de los bandidos de la compañía de protección
de la minería, que la estaba atacando en aquel momento. Luego se levantó y agarró las riendas de
un caballo que pasó trotando al lado.
—¡Coge alguno, Geralt! —gritó Cahir—. ¡Y a correr!
El brujo se cargó a otro nilfgaardiano con un golpe desde arriba, desde el esternón hasta la
cadera. Con un brusco movimiento de la cabeza se limpió de sangre las cejas y las pestañas.
¡Schirrú! ¿Dónde estás, canalla?
Un golpe. Un grito. Gotas calientes en el rostro.
—¡Piedad! —se lamentó un muchacho vestido de uniforme negro que estaba arrodillado en el
barro. El brujo vaciló.
—¡Vuelve en ti! —gritó Cahir, agarrándolo por los hombros y agitándole con fuerza—.
¡Vuelve en ti! ¿Es que te has vuelto loco?
Angoulême volvió al galope, tirando de las riendas de otro caballo. La perseguían dos jinetes.
Uno cayó bajo las flechas de un luchador por la libertad de Los Taludes. Al otro lo barrió de la
silla la espada de Cahir.
Geralt saltó al caballo. Y entonces, a la luz de los incendios, vio a Schirrú, reuniendo a gritos a
los despavoridos nilfgaardianos. Junto al medioelfo croaba y gritaba maldiciones Ruiseñor, que
con su jeta ensangrentada tenía el aspecto de un verdadero troll antropófago.
Geralt bramó con rabia, dio la vuelta al caballo, hizo un molinete con la espada.
Junto a él, Cahir gritó y maldijo, se tambaleó en la silla, sangre proveniente de la frente le
anegó al instante los ojos y el rostro.
—¡Geralt! ¡Ayuda!
Schirrú reunió a su alrededor a un grupo, aulló, ordenó disparar con las ballestas. Geralt dio
palmadas con la hoja en las ancas del caballo, listo para un ataque suicida. Schirrú debía morir. El
resto no tenía importancia. No contaba. Cahir no contaba. Angoulême no contaba…
—¡Geralt! —gritó Angoulême—. ¡Ayuda a Cahir!
Volvió en sí. Y se avergonzó.
Lo detuvo, lo apoyó. Cahir se limpió los ojos con la manga, y la sangre le volvió a anegar de
inmediato.
—No es nada, unos arañazos… —La voz le temblaba—. Al caballo, brujo… Al galope, detrás
de Angoulême… ¡Al galope!
Desde los pies de la loma les llegó un enorme grito, desde allí se acercaba corriendo una
muchedumbre armada de picos, palancas y hachas. En ayuda de sus compañeros y compadres de la
mina Rialto acudían los mineros de las minas vecinas, del Agujero de Fortuna o de Asuntos
Comunes. O de alguna otra. ¿Quién podía saberlo?
Geralt golpeó al caballo con los talones. Se lanzaron a galopar, en un loco ventre à terre.

Corrieron a toda velocidad sin mirar a su alrededor, pegados a los cuellos de los caballos. El mejor
caballo le tocó a Angoulême, un pequeño pero fogoso alazán bandoleril. El caballo de Geralt, un
bayo con arreos nilfgaardianos, ya había comenzado a roncar y a resollar, tenía problemas para
mantener la cabeza alta. El caballo de Cahir, también militar, era más fuerte y resistente, pero a
cambio el jinete tenía problemas, se columpiaba en la silla, apretaba maquinalmente los muslos y
arrojaba un fuerte flujo de sangre sobre las crines y el cuello de su montura.
Pero el galope continuaba.
Angoulême, que se había situado en cabeza, les estaba esperando en una curva, en un lugar en
el que el camino se dirigía hacia abajo, retorciéndose entre las rocas.
—Los perseguidores… —jadeó, limpiándose la porquería del rostro—. Nos van a perseguir,
no nos lo perdonarán… Los mineros vieron por dónde nos fuimos. No debiéramos quedarnos en el
camino… Tenemos que entrar en el bosque, en los despoblados… Perderlos…
—No —protestó el brujo, mientras escuchaba con preocupación los sonidos que escapaban de
los pulmones del caballo—. Tenemos que ir por el camino. Por la ruta más fácil y corta hasta
Sansretour…
—¿Por qué?
—No hay ahora tiempo para hablar. ¡En marcha! Sacad de los caballos lo que se pueda…
Cabalgaron. El bayo del brujo resollaba.

El bayo no estaba en condiciones de seguir. Apenas podía caminar sobre unas patas rígidas como
estacas, se iba mucho para los lados, exhalaba aire con un relincho ronco. Por fin cayó de lado,
pateó entumecido, miró a su jinete y en sus martirizados ojos había un reproche.
El caballo de Cahir estaba en mejor estado, pero a cambio su jinete estaba peor. Cayó
simplemente de la silla, se alzó, pero sólo a cuatro patas, vomitó violentamente aunque no tenía
mucho que vomitar.
Cuando Geralt y Angoulême intentaron tocar su cabeza ensangrentada, gritó.
—Maldita sea —dijo la muchacha—. Vaya un corte de pelo que me le han hecho.
La piel sobre la frente y la sien del joven nilfgaardiano, junto con los cabellos, estaba separada
en una longitud bastante significativa del hueso del cráneo. Si no hubiera sido porque la sangre ya
había coagulado, la lonja desprendida habría caído hasta la oreja. Tenía un aspecto macabro.
—¿Cómo pasó?
—Le lanzaron un hacha derechito a la testa. Para que fuera más gracioso, no fueron ni los
negros ni los de Ruiseñor, sino uno de los picadores de la mina.
—Ahora no importa quién la lanzara. —El brujo vendó la cabeza de Cahir con un pedazo de la
manga de la camisa—. Lo importante y afortunado es que el hachero era bien malo, sólo le
escalpó, y podía haberle destrozado el cráneo. Pero el hueso del cráneo también sufrió bastante. Y
hasta el cerebro lo ha sentido. No se mantendrá en la silla, ni siquiera si el caballo consiguiera
soportar su peso.
—¿Y qué habremos de hacer entonces? Tu caballo la palmó, el suyo casi, y el mío hasta gotea
de sudor… Y nos persiguen. No podemos quedarnos aquí…
—Tenemos que quedarnos. Él y yo. Y el caballo de Cahir. Tú sigue adelante. Deprisa. Tu
caballo es fuerte, aguantará el galope. E incluso si tuvieras que derrengarlo… Angoulême, en
algún lugar del valle de Sansretour nos están esperando Regis, Milva y Jaskier. No saben nada y
pueden caer en las garras de Schirrú. Tienes que encontrarles y avisarles y luego los cuatro tenéis
que ir lo más deprisa que os lleven los caballos hasta Toussaint. Allí no os perseguirán. Espero.
—¿Y tú y Cahir? —Angoulême se mordió los labios—. ¿Qué será de vosotros? Ruiseñor no es
tonto, cuando vea un caballo medio reventao buscará cada escondrijo de los alrededores. ¡Y tú con
Cahir no irás lejos!
—Schirrú, que es el que nos persigue, irá detrás de ti.
—¿Piensas?
—Estoy seguro. Cabalga.
—¿Qué dirá la abuelilla cuando aparezca sin vosotros?
—Se lo explicarás. No a Milva, sino a Regis. Regis sabrá lo que hay que hacer. Y nosotros…
Cuando la cabellera de Cahir se pegue un poco más fuerte al cráneo, iremos a Toussaint. Allí os
encontraremos de alguna manera. Venga, no pierdas tiempo, muchacha. Al caballo y en marcha.
No dejes que se acerquen los que te persiguen. No permitas que te tengan a ojo.
—¡No enseñes a tu padre cómo se hacen los hijos! ¡Cuidaos! ¡Hasta la vista!
—Hasta la vista, Angoulême.

No se alejó demasiado del camino. No pudo negarse a echarles un vistazo a los perseguidores. Y
en realidad no temía que aquéllos hicieran algo: sabía que no perderían tiempo, que irían detrás de
Angoulême.
No se equivocó.
Los jinetes, que aparecieron por el paso poco menos de cuarto de hora después, se detuvieron,
es verdad, al ver al caballo tendido, gritaron un poco, discutieron, patearon los matojos que había
al lado de la ruta, pero casi de inmediato renovaron la persecución por el camino, indudablemente
consideraron que de los tres fugitivos dos iban ahora en un solo caballo y se les iba a poder atrapar
pronto si no se perdía tiempo. Geralt vio que algunos de los caballos de los perseguidores tampoco
estaban en un estado especialmente bueno.
Entre los perseguidores no había demasiadas capas negras de la caballería ligera nilfgaardiana,
dominaban los multicolores bandoleros de Ruiseñor. Geralt no pudo distinguir si el propio
Ruiseñor tomaba parte en la persecución o si se había quedado curando la cara desfigurada.
Cuando el tableteo de los perseguidores se fue debilitando, Geralt se levantó de su escondrijo
entre las cañas, alzó y sujetó a Cahir, que jadeaba y gemía.
—El caballo está demasiado débil para llevarte. ¿Vas a poder andar?
El nilfgaardiano emitió un sonido que podría haber sido tanto una afirmación como una
negación. U otra cosa. Pero colocó los pies, y precisamente de esto se trataba.
Entraron en el barranco hacia la corriente. Cahir superó los últimos pies de las resbaladizas
rocas en un deslizarse no del todo voluntario. Se arrastró hasta el arroyo, bebió, se echó abundante
agua helada sobre el vendaje de la cabeza. El brujo no le apresuró, él mismo respiró intensamente,
recolectando fuerzas.
Anduvo corriente arriba, sujetando a Cahir y, al mismo tiempo, tirando del caballo,
chapoteando en el agua, tropezándose con los cantos rodados y los troncos desmochados. Cahir, al
cabo de un tiempo, se negó a colaborar, no ponía ya los pies en forma adecuada, dejó de moverlos
en absoluto; el brujo, simplemente, lo arrastró. No se podía seguir avanzando así, sobre todo
porque el cauce del arroyo estaba obstaculizado por quebrados y por saltos de agua. Geralt jadeó,
se echó al herido a la espalda. El ir tirando del caballo tampoco se lo hacía más fácil. Cuando por
fin salieron del barranco, el brujo simplemente se derrumbó sobre la pendiente mojada y yació
allí, jadeando, completamente exhausto, junto a Cahir, que no paraba de quejarse. Yació allí largo
rato. Otra vez le comenzó a pulsar la rodilla con un dolor rabioso.
Por fin Cahir dio señales de vida, y poco después —sorpresa— se incorporó, maldiciendo y
agarrándose la cabeza. Se pusieron en marcha. Cahir anduvo bien al principio. Luego redujo el
paso. Luego cayó.
Geralt se lo echó a la espalda y se arrastró, gimiendo, resbalándose en las piedras. La rodilla le
ardía de dolor, avispas negras y ardientes le cruzaban por los ojos.
—Hace sólo un mes… —gimió a su espalda Cahir— …quién hubiera pensado que me ibas a
cargar a los lomos…
—Calla, nilfgaardiano… Cuando hablas, te haces más pesado…
Cuando por fin llegaron a las rocas y a las paredes de roca, ya era casi de noche. El brujo ni
siquiera buscó una cueva, ni la encontró. Cayó sin fuerzas junto al primer agujero que hallaron.

En el yacente de la cueva se amontonaban cráneos humanos, costillas, pelvis y otros huesos. Pero,
lo que era más importante, también había allí ramas secas.
Cahir tenía fiebre, tiritaba, se agitaba en sueños. Había soportado valiente y conscientemente
el que le cosiera la lonja de piel al cráneo con ayuda de hilo y una aguja torcida. La crisis llegó
después, por la noche. Geralt encendió un fuego en la cueva, menospreciando las medidas de
seguridad. En el exterior estallaba la lluvia y bramaba el viento, así que era poco probable que
alguien anduviera por los alrededores y descubriera el brillo del fuego. Y Cahir necesitaba
calentarse.
La fiebre le duró toda la noche. Tembló, gimió, deliró. Geralt no se durmió, se dedicó a
mantener el fuego. Y la rodilla le dolía espantosamente.
Siendo un muchacho joven y fuerte, Cahir volvió en sí por la mañana temprano. Estaba pálido
y sudoroso, se percibía cómo latía en él la fiebre. El castañeteo de dientes complicaba un poco la
articulación. Pero se entendía lo que hablaba. Y hablaba conscientemente. Se quejaba de dolor de
cabeza, algo bastante normal para alguien a quien un hacha le había arrancado del cráneo la piel
junto con el cabello.
Geralt repartió el tiempo entre unas siestecillas agitadas y el capturar el agua de lluvia que
resbalaba por las rocas con un recipiente hecho de corteza de abedul. Tanto a él como a Cahir los
devoraba la sed.

—¿Geralt?
—Dime.
Cahir estaba arreglando la lumbre con ayuda de un hueso del muslo que había encontrado.
—En la mina, cuando estuvimos luchando… Me asusté, ¿sabes?
—Lo sé.
—Por un instante parecía que habías caído en una locura asesina. Que ya nada contaba para
ti… excepto el matar…
—Lo sé.
—Tenía miedo —terminó sereno— de que en tu estado de amok degollaras a ese Schirrú. Y de
un muerto no podríamos sacar información.
Geralt carraspeó. El joven nilfgaardiano le gustaba cada vez más. No sólo era valiente, sino
también inteligente.
—Hiciste bien en mandar a Angoulême que se fuera —siguió Cahir, con sólo un leve
castañeteo de dientes—. Esto no es para muchachas… Ni siquiera para tales como ella. Nosotros
solos lo solucionaremos, nosotros dos. Iremos detrás de los perseguidores. Pero no para matarlos
en una locura de berserk. Lo que entonces dijiste acerca de la venganza… Geralt, incluso en la
venganza tiene que haber algún método. Atraparemos a ese medioelfo… Lo obligaremos a que
diga dónde está Ciri…
—Ciri está muerta.
—No es verdad. No creo en esa muerte… Y tú tampoco crees. Reconócelo.
—No quiero creer.
En el exterior silbaba el viento, murmuraba la lluvia. En la cueva se estaba confortable.
—¿Geralt?
—Dime.
—Ciri está viva. Tuve otro sueño… Cierto, algo sucedió en el equinoccio, algo fatal… Sí, sin
duda, yo también lo sentí y lo vi… Pero ella está viva… Vive, con toda seguridad. Démonos
prisa… Pero no para ir a la venganza y la muerte. Sino para a ir a ella.
—Sí. Sí, Cahir. Tienes razón.
—¿Y tú? ¿Ya no tienes sueños?
—Los tengo —dijo con énfasis—. Pero pocos, desde que cruzamos el Yaruga. Y nunca los
recuerdo cuando me despierto. Algo se ha acabado dentro de mí, Cahir. Algo se ha quemado. Algo
se ha cortado…
—No importa, Geralt. Yo voy a soñar por los dos.

Se pusieron en marcha al alba. Había dejado de llover, parecía incluso que el sol intentaba
encontrar algún agujero por entre la grisura que cubría el cielo.
Cabalgaban despacio, ambos en un solo caballo con arreos militares nilfgaardianos.
El caballo chapoteaba en las riberas, iba al paso por la orilla del Sansretour, un riachuelo que
discurría hacia Toussaint. Geralt conocía el camino. Ya había estado alguna vez allí. Hacía
muchísimo tiempo, mucho había cambiado desde entonces. Pero no se había cambiado el valle ni
el riachuelo Sansretour, el cual, según avanzaban, se iba convirtiendo cada vez más en el río
Sansretour. No habían cambiado los Montes de Amell ni el obelisco de la Gorgona, la Montaña
del Diablo, que los dominaba.
Algunas cosas tenían esa propiedad, simplemente no cambiaban.

—Un soldado no cuestiona las órdenes —dijo Cahir, masajeándose el vendaje en la cabeza—. No
las analiza, no reflexiona sobre ellas, no espera que le expliquen su significado. Esto es lo primero
que en mi país se le enseña a un soldado. Así que puedes imaginarte que ni siquiera por un
segundo reflexioné sobre la orden que me habían impartido. La pregunta de por qué precisamente
yo tenía que capturar a aquella infanta o princesa cintriana ni siquiera se me pasó por la cabeza.
Una orden es una orden. Estaba enfadado, es cierto, porque quería obtener gloria luchando con la
caballería, con el ejército regular… Pero el trabajo para el servicio secreto se considera en nuestra
tierra un honor. Si solamente se hubiera tratado de una tarea más difícil, de un prisionero
importante… Pero, ¿una muchacha?
Geralt echó al fuego las raspas de la trucha. Antes de que cayera la noche habían pescado en un
arroyuelo que caía en el Sansretour suficientes peces como para hartarse. Las truchas estaban en la
época de desove y se dejaban atrapar con facilidad.
Escuchaba la narración de Cahir, y la curiosidad luchaba en él con un sentimiento de profunda
tristeza.
—Al fin y al cabo se trató del azar —dijo Cahir, mirando la lumbre—. El más puro azar.
Teníamos, por lo que me enteré más tarde, un espía en la corte de Cintra, el camarero mayor.
Cuando conquistamos la ciudad y nos preparábamos para rodear el castillo, el espía se escapó y
nos hizo saber que se estaba intentando sacar a la princesa de la ciudad. Se formaron varios grupos
como el mío. Por una casualidad, fue con el mío con el que se tropezaron los que transportaban a
Ciri.
»Comenzó una persecución por las calles, en barrios que ya estaban ardiendo. Aquello era el
mismo infierno. Nada, excepto el rugido de las llamas, paredes de fuego. Los caballos no querían
avanzar y las personas, para qué hablar más, tampoco tenían muchas ganas de azuzarlos. Mis
subordinados, eran cuatro, comenzaron a agitarse, a gritar que me había vuelto loco, que los
conducía a la perdición… Apenas conseguí recuperar el control…
»Los perseguimos a través de aquella sartén de fuego y los alcanzamos. De pronto los tuvimos
ante nosotros, cinco cintrianos a caballo. Y comenzó la escabechina antes de que tuviera tiempo
de gritar que tuvieran cuidado con la muchacha. La cual, al fin y al cabo, se halló en el suelo al
momento, puesto que el que la llevaba en el arzón fue el primero en caer. Uno de los míos la alzó
y la subió al caballo, pero no fue muy lejos, alguno de los cintrianos le pinchó en la espalda y lo
atravesó. Vi cómo la hoja pasó a una pulgada de la cabeza de Ciri, quien volvió a caer al barro.
Estaba medio inconsciente a causa del miedo, vi cómo se apretaba junto al muerto, cómo
intentaba arrastrarse por encima de él… Como un gatillo por encima de una gata muerta…
Se calló, se escuchó cómo tragaba saliva.
—Ni siquiera sabía que se aferraba a un enemigo. A un odiado nilfgaardiano.
»Nos quedamos solos —dijo al cabo—. Yo y ella, y alrededor había cadáveres y fuego. Ciri se
arrastraba por un charco y el agua mezclada con sangre comenzaba ya a evaporarse. Una casa se
hundió, ya casi no veía nada a causa del humo y las chispas. El caballo no quería acercarse. La
llamé, le dije que viniera hacia mí, bramé por encima de los ruidos del incendio. Me vio y me
escuchó, pero no reaccionó. El caballo no quería moverse y yo no podía controlarlo. Tuve que
desmontar. Apenas pude cogerla a ella con una mano y con la otra sujetar el caballo, el caballo se
resistió tanto que por poco no me tiró al suelo. Cuando la alcé, comenzó a gritar. Luego se tensó y
se desmayó. La envolví con la capa, que había empapado en el charco, en el barro, el estiércol y la
sangre. Y nos fuimos. Directamente a través del fuego.
»Yo mismo no sé cómo conseguimos escapar de allí. Pero de pronto apareció una grieta en la
muralla y nos encontramos junto al río. Mala suerte, justo en un lugar que habían elegido los
norteños para huir. Tiré el casco de oficial, porque me hubieran reconocido al instante, aunque las
alas se habían quemado ya. El resto de la ropa estaba tan sucia que no podía traicionarme. Pero si
la muchacha hubiera estado consciente, si hubiera gritado, me hubieran hecho pedazos con las
espadas. Tuve suerte.
»Cabalgué con ellos dos leguas, luego me quedé retrasado y me escondí en los matorrales,
junto al río lleno de cuerpos.
Se calló, carraspeó, se masajeó la cabeza vendada con las dos manos. Y enrojeció. ¿O se
trataba tan sólo del brillo de la lumbre?
—Ciri estaba terriblemente sucia. Tuve que desnudarla… No se defendió, no gritó. Sólo
temblaba, tenía los ojos cerrados. Cuantas veces la toqué, para lavarla o limpiarla, se tensó y se
quedó rígida… Sé que hubiera hecho falta hablar con ella, tranquilizarla… Pero de pronto no pude
encontrar palabras en vuestra lengua… En la lengua de mi madre, que sé desde niño. Como no
pude encontrar palabras, quise tranquilizarla con caricias, con delicadeza… Pero ella se tensaba y
gimoteaba… Como un pollito…
—Esto la persiguió en sus pesadillas —susurró Geralt.
—Lo sé. A mí también.
—¿Qué pasó después?
—Se durmió. Y yo también. De cansancio. Cuando me desperté, ya no estaba junto a mí. No
estaba por ningún lado. No recuerdo el resto. Quienes me encontraron afirman que corría en
círculo y aullaba como un lobo. Tuvieron que atarme. Cuando me tranquilicé se ocuparon de mí
gente del servicio secreto, gentes de Vattier de Rideaux. Les interesaba Cirilla. Dónde estaba,
cuándo y adónde había huido, de qué forma se me había escapado, por qué le había permitido huir.
Y otra vez, desde el principio, dónde está, adónde ha huido… Rabioso, grité algo sobre el
emperador que persigue a las muchachas como un gavilán. A causa de aquel grito pasé más de un
año en la ciudadela. Y luego recuperé la gracia imperial porque yo era necesario. En Thanedd era
necesario alguien que hablara la común y supiera qué aspecto tenía Ciri. El emperador quería que
fuera a Thanedd… Y que esta vez no fallara. Que le trajera a Ciri.
Guardó silencio un instante.
—Emhyr me dio la oportunidad. Podría haberla rechazado, objetado. Esto hubiera supuesto
caer en desgracia y el olvido definitivo y total, para toda la vida. Pero podría haberla rechazado si
hubiera querido. Pero no la rechacé. Porque sabes, Geralt… yo no había podido olvidarla.
»No te voy a mentir. Yo la veía sin descanso en mis sueños. Y no como la niña delgada que
había sido en el río, cuando la desnudé y la lavé. La veía… y todavía la veo… como una mujer,
hermosa, consciente, provocativa… Con tales detalles como una rosa tatuada en la ingle…
—¿De qué hablas?
—No sé, yo mismo no lo sé… Pero así era y así sigue siendo. Yo la sigo viendo en sueños, de
la misma forma que la veía entonces… Por eso me ofrecí a la misión a Thanedd. Por eso luego
quise unirme a vosotros. Yo… Yo quiero volverla a ver. Quiero tocar otra vez sus cabellos,
contemplar sus ojos… Quiero mirarla. Mátame si quieres. Pero no voy a fingir más. Yo pienso…
pienso que la quiero. Por favor, no te rías.
—No es en absoluto para reírse.
—Precisamente por esto voy con vosotros. ¿Entiendes?
—¿La quieres para ti o para tu emperador?
—Soy realista —susurró—. Ella no me quiere a mí. Y como esposa del emperador al menos
podría verla.
—Como realista —bufó el brujo— debieras saber que primero tenemos que encontrarla y
salvarla. Pongamos que tus sueños no mienten y que Ciri de verdad está viva.
—Lo sé. ¿Y cuando la hallemos? Entonces, ¿qué?
—Veremos. Veremos, Cahir.
—No me des largas. Sé sincero. Por supuesto no permitirás que me la lleve.
No respondió. Cahir no repitió la pregunta.
—¿Hasta entonces —preguntó frío— podemos ser amigos?
—Podemos, Cahir. Te pido perdón otra vez por aquello. No sé lo que me pasó. En realidad
nunca sospeché seriamente que fueras un traidor o un mentiroso.
—No soy un traidor. Yo nunca te traicionaré, brujo.
Cabalgaron por un profundo barranco labrado en las montañas por el agitado y ya muy amplio río
Sansretour. Caminaban hacia el este, hacia la frontera del condado de Toussaint. La Gorgona, la
Montaña del Diablo, se alzaba sobre ellos. Para mirar su cumbre tenían que echar la cabeza hacia
atrás.
Pero no la echaban.

Primero percibieron el humo, luego, un poco después, vieron el fuego, y sobre él un espetón en el
que se asaban unas truchas abiertas en dos. Vieron también a un individuo solitario sentado junto
al fuego.
No mucho tiempo atrás todavía se habría reído Geralt, se habría burlado sin piedad y habría
tenido por un completo idiota a cualquiera que se hubiera atrevido a afirmar que él, el brujo, se iba
a sentir embargado por una gran alegría al ver a un vampiro.
—Ohó —dijo con tranquilidad Emiel Regis Rohellec Terzieff-Godefroy, colocando el espetón
—. Mirad lo que nos ha traído el gato.
Capítulo séptimo

Llamador, ítem nombrado knaker, coblynau, polterduk, karkonos, rubezahl,


tesorero, pukacz y desertarlo. Es variante del kobold, del cuál el ll. en porte y
poderío en grande medida lo descuella. Portan también los ll. barbas
descomunales, lo cuál los koboldes no acostumbran. Habita el ll. en galerías,
pozos de mina, escombreras, abismos, cavernas oscuras, dentro de las peñas y en
todo espécimen de grutas, cuevas y piedras güecas. Allí donde mora, de seguro
haya escondidas en la tierra riquezas, ya sean menas, metales, carbones, sal o
aceite de roca. Destomismo, al ll. a menudo puede encontrárselo en las minas,
las más de las veces ya sin uso, mas y en las minas vivas gusta de mostrarse.
Maligno truhán y dañador, maldición y verdadero castigo divino para mineros y
picadores, a los que el ll. enseñoreado por el camino de la amargura lleva, con
sus llamamientos en las peñas confunde y amedranta, las escalas les desface, las
yerramientas y avíos todos propios de los mineros hurta y esconde, y tampoco le
es impropio el echar palos a la testa desde detrás del carbón.
Mas puede comprárselo, para que no menoscabe en demasía, colocando dosea,
en corredor oscuro o en los pozos, pan con manteca, requesón o una lonja de
maharrana ahumada. Cuanto quier lo mejor sea una garrafa de orujo, ya que el
ll. muy goloso de ello acostumbra a ser.

Physiologus

—Están seguros —le confirmó el vampiro, espoleando a la mula Draakul—. El trío entero.
Milva, Jaskier y por supuesto Angoulême, se entiende, quien nos alcanzó a tiempo en el valle de
Sansretour y nos contó todo, sin ahorrarse palabras pintorescas. Nunca he podido entender por qué
vosotros, humanos, extraéis la mayor parte de las maldiciones e insultos de lo relacionado con la
esfera erótica. Pero si el sexo es hermoso, y se relaciona con la belleza, la alegría, el placer. Cómo
se puede usar en forma de sinónimo vulgar el nombre de la herramienta sexual…
—Ajústate al tema, Regis —le interrumpió Geralt.
—Por supuesto, perdón. Avisados por Angoulême de la llegada de los bandidos, cruzamos sin
vacilar la frontera de Toussaint. Milva, es verdad, no estaba contenta, rabiaba por darse la vuelta e
ir a buscaros a ambos a toda prisa. Conseguí persuadirla. Y Jaskier, sorpresa, en vez de alegrarse
por el asilo que nos ofrecían las fronteras del condado, andaba a todas luces de capa caída… ¿No
sabes por casualidad qué es lo que él teme tanto en Toussaint?
—No lo sé, pero me lo imagino —respondió Geralt ácido—. Porque no sería el primer lugar
donde nuestro amigo el bardo ha hecho de las suyas. Ahora se contiene un tanto, porque viaja en
compañía de personas decentes, pero cuando era joven no existía nada sagrado para él. Incluso
diría que ante él sólo estaban seguros los erizos y aquellas mujeres que eran capaces de trepar a la
misma punta de un árbol muy alto. Y a menudo, los maridos de aquellas mujeres le tenían esto a
mal al trovador, no se sabe por qué. En Toussaint con toda seguridad hay algún marido al que ver
a Jaskier puede avivar los recuerdos… Pero esto, al fin y al cabo, no tiene importancia. Volvamos
a las cosas concretas. ¿Qué hay de los perseguidores? Espero que…
—No creo —sonrió Regis— que nos siguieran hasta Toussaint. La frontera está atestada de
caballeros andantes que se aburren soberanamente y buscan ocasión para una peleílla. Aparte de
ello, nosotros, junto con un grupo de peregrinos que encontramos en la frontera, nos llegamos
enseguida a la floresta sagrada de Myrkvid. Y ese lugar despierta el temor. Incluso los peregrinos
y enfermos que viajan hasta Myrkvid desde los más lejanos rincones para recuperar la salud se
detienen en una aldea no muy lejos del borde del bosque, sin atreverse a entrar en su interior.
Porque corren rumores de que quien se atreve a entrar en el robledal sagrado termina ardiendo en
una hoguera dentro de la Moza de Esparto.
Geralt tomó aire.
—Es decir…
—Por supuesto. —El vampiro de nuevo no le permitió terminar—. En la floresta de Myrkvid
habitan los druidas. Aquéllos que antes vivían en Angren, en Caed Dhu, que luego se trasladaron
al Loc Monduirn y por fin a Myrkvid, a Toussaint. Nos estaba predestinado que los íbamos a
encontrar. No me acuerdo, ¿dije que nos estaba predestinado?
Geralt espiró con fuerza. Cahir, que iba a su espalda, también.
—¿Está tu amigo entre esos druidas?
El vampiro sonrió de nuevo.
—No es mi amigo, sino mi amiga —explicó—. Sí, está entre ellos. Hasta ha ascendido. Dirige
un Círculo entero.
—¿Una hierofanta?
—Flaminica. Así se llama el título druídico más alto cuando lo lleva una mujer. Sólo los
hombres se denominan hierofantes.
—Cierto, lo había olvidado. Así que Milva y el resto…
—Están ahora bajo los cuidados de la flaminica y su Círculo. —El vampiro, siguiendo su
costumbre, respondió a la pregunta mientras se estaba haciendo, después de lo que
inmediatamente procedía a contestar una pregunta que todavía no se había hecho—. Yo, por mi
parte, me apresuré a venir a buscaros. Puesto que sucedió una cosa enigmática. La flaminica,
cuando comencé a presentar nuestro asunto, no me dejó terminar. Afirmó que ya lo sabía todo.
Que desde hacía algún tiempo espera nuestra visita…
—¿Cómo?
—Yo tampoco pude ocultar mi incredulidad. —El vampiro detuvo la mula, se alzó sobre los
estribos, miró a su alrededor.
—¿Estás buscando algo o a alguien? —preguntó Cahir.
—Ya no busco, lo he encontrado. Descabalguemos.
—Preferiría que cuanto más deprisa…
—Descabalguemos. Te contaré todo.
Tuvieron que hablar más fuerte para poder entenderse a causa del ruido de una cascada que
caía desde una impresionante altura por la pared vertical de un despeñadero rocoso. Abajo, allá
donde la cascada se derramaba sobre una laguna bastante grande, se abría en la roca la negra boca
de una cueva.
—Sí, ésa es —Regis confirmó las suposiciones del brujo—. Acudí a encontrarme contigo
porque me ordenaron dirigirte aquí. Tendrás que entrar en esa cueva. Ya te dije, los druidas sabían
de ti, sabían de Ciri, sabían de nuestra misión. Y se enteraron de ello a través de la persona que
vive ahí. Esta persona, si creemos a los druidas, desea hablar contigo.
—Si creemos a los druidas —repitió con énfasis Geralt—. Yo ya he estado en estos
alrededores antes. Sé lo que vive en las profundas cuevas bajo la Montaña del Diablo. Allí habitan
diversos tipos de gentes. Pero en su mayoría no se puede hablar con ellos, a no ser que sea con la
espada. ¿Qué más es lo que ha dicho tu druidesa? ¿En qué más tengo que creer?
—De forma muy clara —el vampiro clavó sus negros ojos en Geralt— me dio a entender que,
en general, no le vuelven loca los personajes que destruyen y matan a la naturaleza viva y, en
particular, los brujos. Le expliqué que en este momento eres brujo más bien de nombre. Que no
perjudicas en absoluto a la naturaleza viva en tanto ésta no te perjudica a ti. La flaminica, has de
saber que es una mujer de extraordinaria inteligencia, se dio cuenta al punto de que has
abandonado el brujerismo no debido a un cambio de tu forma de pensar, sino obligado por las
circunstancias. Sé perfectamente, dijo, que la desgracia ha afectado a una persona cercana al
brujo. Así que el brujo se vio obligado a abandonar el brujerismo y a apresurarse a acudir a
salvarla…
Geralt no hizo ningún comentario pero su mirada era suficientemente significativa como para
que el vampiro se apresurara con las aclaraciones.
—Afirmó, cito: «No siendo brujo, el brujo demuestra que es capaz de humildad y sacrificio.
Entrará en las oscuras simas de la tierra. Desarmado. Abandonando toda arma, todo hierro afilado.
Todos los pensamientos malvados. Toda agresión, rabia, furia, arrogancia. Entrará con humildad.
Y una vez allí, en las simas de la tierra, el humilde no brujo encontrará las respuestas a las
preguntas que lo mortifican. Encontrará la respuesta a muchas preguntas. Pero si el brujo sigue
siendo brujo, no encontrará nada».
Geralt escupió en dirección a la cascada y la cueva.
—Esto es la chorrada de siempre —afirmó—. ¡Un juego! ¡Una burla! Clarividencias,
sacrificios, encuentros secretos en grutas, respuestas a preguntas… Tan elaboradas artimañas sólo
las usan los viejos cuentistas ambulantes. Alguien se está burlando de mí. En el mejor de los
casos. Y si no es una broma…
—No lo llamaría broma en ningún caso —dijo Regis categórico—. En ningún caso, Geralt de
Rivia.
—Entonces, ¿qué es? ¿Una de las famosas rarezas druídicas?
—No lo sabremos —habló Cahir— mientras no nos convenzamos. Venga, Geralt, entraremos
juntos…
—No. —El vampiro negó con la cabeza—. La flaminica fue, en ese aspecto, categórica. El
brujo tiene que entrar allí solo. Sin armas. Dame tu espada. Me ocuparé de ella durante tu
ausencia.
—Que los diablos… —comenzó Geralt, pero Regis le interrumpió con un rápido gesto.
—Dame tu espada —extendió la mano—. Y si tienes alguna otra arma, déjamela también.
Recuerda las palabras de la flaminica. Nada de agresión. Sacrificio. Humildad.
—¿Sabes a quién voy a encontrar allí? ¿Quién… o qué me está esperando en esa cueva?
—No, no lo sé. Los seres más diversos habitan los pasadizos subterráneos de la Gorgona.
—¡Que me parta un rayo!
El vampiro carraspeó bajito.
—Eso tampoco se puede descartar —dijo serio—. Pero tienes que acometer el riesgo. Al fin y
al cabo, sé que lo vas a acometer.

No se había equivocado. Tal y como se esperaba, la entrada a la cueva estaba cubierta de una
impresionante alfombra de calaveras, costillas, pelvis y huesos. Sin embargo, no se percibía olor a
corrupción. Aquellos restos de la vida terrena tenían por lo visto siglos tras de sí y cumplían el
papel de decoración para asustar a intrusos.
O al menos eso pensaba él.
Entró en la oscuridad, los huesos crepitaron y chasquearon bajo sus pies.
La vista se le adaptó enseguida a la oscuridad.
Se encontraba en una gigantesca cueva, una caverna de roca cuyas medidas el ojo no estaba en
condiciones de abarcar, puesto que las proporciones se quebraban y desaparecían en el bosque de
estalactitas que colgaban del techo en pintorescos manojos. Del yacente de la cueva, brillante de
humedad y entreverado de gravilla multicolor, surgían estalagmitas blancas y rosas, toscas y
achaparradas en la base, esbeltas por arriba. Algunas de las puntas alcanzaban muy por encima de
la cabeza del brujo. Algunas se unían por arriba con las estalactitas, formando acolumnadas
estalagmitas. Nadie le gritaba. El único sonido que se podía oír era el eco del agua goteando y
chapoteando.
Anduvo, despacio, directamente enfrente, en la oscuridad, entre las columnas de estalagmitas.
Sabía que le estaban observando.
La falta de la espada a la espalda se hacía sentir con fuerza, importuna y claramente. Como la
falta de un diente roto hacía poco tiempo.
Redujo el paso.
Algo que todavía un segundo antes había tomado por unas piedras redondas yaciendo a los pies
de una estalagmita clavaba ahora en él unos ojos enormes y brillantes. En una masa compacta de
greñas grisáceas cubiertas de polvo se abrían unas enormes mandíbulas y relucían unos colmillos
cónicos.
Barbeglaces.
Anduvo despacio y asentando los pies con cuidado. Los barbeglaces estaban por todos lados,
grandes, medianos, pequeños, yacían en su camino, sin intenciones de apartarse. Hasta el
momento se comportaban con tranquilidad; no estaba seguro, sin embargo, de lo que pasaría si
pisaba a alguno.
Las estalagmitas eran ya como un bosque, no era posible caminar derecho, tenía que rodearlas.
Desde arriba, desde la bóveda erizada de agujas como carámbanos, goteaba el agua.
Los barbeglaces —cada vez había más— le acompañaban en su marcha, revolcándose y
amontonándose por el yacente. Escuchó su monótono chamulleo y sus bufidos. Percibió su olor
penetrante y ácido.
Tuvo que detenerse. En su camino, entre dos estalagmitas, en un lugar que no le era posible
evitar, yacía un equinopes bastante grande, una masa erizada de largas espinas. Geralt tragó saliva.
Sabía bien que los equinopes podían disparar las espinas hasta una distancia de diez pies. Las
espinas tenían una propiedad especial: una vez clavadas en el cuerpo, se quebraban y las afiladas
puntas se hundían y «paseaban» cada vez más profundamente, hasta que por fin alcanzaban algún
órgano sensible.
—Brujo tonto —escuchó en la oscuridad—. ¡Brujo cobarde! ¡Tiene miedo, ja, ja!
La voz sonaba extraña y ajena, pero Geralt ya había escuchado voces así más de una vez. Así
hablaban seres que no estaban acostumbrados a comunicarse con ayuda del habla articulada, por
eso tenía una acentuación y una entonación extraña, que alargaba las sílabas innaturalmente.
—¡Brujo tonto! ¡Brujo tonto!
Se abstuvo de comentar nada. Se mordió los labios y pasó junto al equinopes. Las espinas del
monstruo ondearon como los tentáculos de una actinia. Pero sólo por un momento; luego el
equinopes se quedó inmóvil y comenzó a recordar de nuevo a un gran montón de hierba del
pantano.
Dos enormes barbeglaces se cruzaron por su camino, farfullando y gruñendo. Desde arriba, de
lo alto de la bóveda, le llegó el revoloteo de unas alas membranosas y unas risillas siseantes, una
señal inequívoca de la presencia de portahojas y vespertilos.
—¡Ha venido aquí un asesino, un matarife! ¡Un brujo! —Por la oscuridad se extendió la
misma voz que había escuchado antes—. ¡Entró aquí! ¡Se atrevió! Pero no tiene espada, el
matarife. ¿Cómo quiere matar? ¿Con la mirada? ¡Ja, ja!
—¿O puede —se oyó una voz con una articulación todavía más innatural— que nosotros lo
matemos? ¿Jaaa?
Los barbeglaces chamullaron en un coro furioso. Uno, grande como una calabaza madura, se
acercó mucho y chasqueó sus dientes junto a los talones de Geralt. El brujo ahogó una maldición
que le salió a los labios. Siguió adelante. Caía agua de las estalactitas, resonaba con un eco
argentino.
Algo se pegó a su pierna. Se contuvo para no agitarla con violencia.
El ser era pequeño, no mucho mayor de un perro pequinés. También recordaba un poco al
pequinés. En el rostro. Lo demás parecía de mono. Geralt no tenía ni idea de lo que era. En su vida
había visto algo parecido.
—¡Burujo! —articuló el pequinés con voz estridente, pero por completo inteligible,
espasmódicamente agarrado a la bota de Geralt—. ¡Burujujo! ¡Jojoputa!
—Suéltate —dijo él a través de sus apretados dientes—. Suéltate de la bota o te doy una
patada en el culo.
Los barbeglaces chamullaron todavía en tono más alto, violento y amenazador. Algo bramó en
las tinieblas. Geralt no vio lo que había sido. Sonaba como una vaca, pero el brujo se apostaba
cualquier cosa a que no había sido una vaca.
—¡Burujo! ¡Jojoputa!
—Suelta mi bota —repitió, controlándose a duras penas—. He venido aquí sin armas, en paz.
Me estás entorpeciendo…
Se detuvo y se atosigó con una ola de repugnante olor a causa del cual le lloraron los ojos y se
le puso la carne de gallina.
El ser pequinoforme aferrado a su muslo desencajó los ojos y le defecó directamente sobre la
bota. El asqueroso hedor estaba acompañado de sonidos todavía más asquerosos.
Lanzó una palabrota adaptada a la situación y separó de la pierna a la repugnante criatura.
Mucho más delicadamente de lo que le correspondía. Pero y aun así sucedió lo que se esperaba.
—¡Ha pegado una patada al pequeño! —gritó algo en la oscuridad, por encima de los
huracanados chamulleos y bufidos de los barbeglaces—. ¡Ha pegado una patada al pequeño! ¡Ha
dañado a uno menor que él!
Los barbeglaces más cercanos se le apretaron a los pies. Sintió cómo sus patillas nudosas y
duras como una piedra lo agarraban e inmovilizaban. No se defendió, estaba completamente
resignado. En la piel del más grande y más agresivo se limpió la bota enmerdada. Le tiraron de las
ropas, se sentó.
Algo grande se arrastró por una estalactita, saltó al suelo. Enseguida supo lo que era. Un
llamador. Rechoncho, panzudo, peludo, de pies torcidos, de un ancho de tripa de como una braza,
con una barba pelirroja que era incluso más ancha.
Al acercarse el llamador le iban acompañando unos temblores del suelo, como si no fuera el
llamador el que se acercara, sino un percherón. Los pies callosos y anchos del monstruo tenían —
por muy raro que esto sonara— una longitud cada uno de pie y medio.
El llamador se inclinó sobre él y emanó una peste a vodka. Los tunantes se destilan aquí su
propio aguardiente, pensó Geralt maquinalmente.
—Has golpeado a uno menor que tú, brujo —le echó la peste en la cara el llamador—. Sin dar
razón alguna atacaste y dañaste a una criaturilla pequeña, amable e inocente. Sabíamos que no se
podía confiar en ti. Eres agresivo. Posees instintos asesinos. ¿Cuántos de nosotros has matado,
canalla?
No le pareció adecuado responder.
—¡Oooh! —El llamador le asfixió todavía más con el hedor de su alcohol digerido—. ¡Soñaba
con esto desde niño! ¡Desde niño! Por fin se han cumplido mis sueños. Mira a la izquierda.
Miró como un idiota. Y recibió un puño derecho en los dientes de tal forma que vio la más
absoluta claridad.
—¡Ooooooh! —El llamador enseñó unos grandes dientes curvos desde el interior de una densa
y apestosa barba—. ¡Soñaba con esto desde niño! Mira a la derecha.
—Basta. —Desde algún lugar en lo profundo de la caverna se escuchó una orden alta y sonora
—. Basta de estos juegos y chanzas. Dejadlo ir.
Geralt escupió la sangre de su labio partido. Lavó la bota en una corriente de agua que caía de
la pared. La mofeta con rostro de pequinés sonrió sarcástica, pero desde una distancia segura. El
llamador también sonrió, mientras se masajeaba el puño.
—Ve, brujo —ladró—. Ve hacia él, ya que te llama. Yo esperaré. Porque al fin al cabo habrás
de volver por aquí.

La caverna en la que entró, sorpresa, estaba llena de luz. A través de unas aberturas en la bóveda
preñada de estalactitas caían unas columnas de claridad que se cruzaban, arrancando de las rocas y
formaciones sedimentarias un espectáculo de brillos y colores. Además, en el aire colgaba una
bola mágica de ardiente claridad, apoyada por los reflejos del cuarzo en las paredes. Pese a toda
aquella iluminación, los límites de la caverna se perdían en la oscuridad, en una perspectiva de
columnas de estalagmitas que desaparecían en la negra oscuridad.
En una pared, a la que la naturaleza había como preparado para aquel objetivo, se estaba
creando en aquel momento una enorme escena de pinturas rupestres. El artista pintor era un alto
elfo de cabello rubio, vestido con una toga manchada de pintura. En el brillo mágico-natural, su
cabeza parecía estar rodeada por un halo luminoso.
—Siéntate. —El elfo, sin apartar la vista de la pintura, le señaló una roca a Geralt con un
movimiento del pincel—. ¿No te han hecho daño?
—No. La verdad es que no.
—Tienes que perdonarlos.
—Cierto. Tengo.
—Son un poco como niños. Se alegraron terriblemente de tu venida.
—Ya lo he visto.
Sólo entonces le miró el elfo.
—Siéntate —repitió—. En un momento estaré a tu disposición. Ya estoy terminando.
Lo que estaba terminando el elfo era un animal estilizado, seguramente un bisonte. De
momento sólo tenía listo el contorno, desde los imponentes cuernos hasta el no menos maravilloso
rabo. Geralt se sentó en la roca señalada y se prometió a sí mismo ser paciente y humilde. Hasta
las fronteras de lo posible.
El elfo silboteaba bajito a través de sus dientes apretados, sumergió el pincel en un recipiente
con pintura y con rápidos movimientos pintó su bisonte de color violeta. Al cabo de un momento
de reflexión pintó en un costado del animal unas rayas de tigre.
Geralt le contemplaba en silencio.
Por fin el elfo retrocedió un paso, admirando el fresco rupestre que mostraba ya toda una
completa escena de caza. Unas delgadas figuritas humanas, armadas de arcos y lanzas y pintadas
con unos negligentes toques de pincel, perseguían en salvajes saltos al bisonte violeta y rayado.
—¿Qué se supone que tiene que ser esto? —Geralt no pudo resistirse.
El elfo le miró de pasada, mientras se llevaba la punta limpia del pincel a los labios.
—Esto es —explicó— una pintura prehistórica realizada por los primeros hombres que
habitaron en esta caverna hace miles de años y se ocupaban sobre todo de cazar al ya largo tiempo
extinguido bisonte violeta. Algunos de estos cazadores prehistóricos eran artistas, sentían una
profunda necesidad de reaccionar artísticamente. Eternizar aquello que les rondaba en el espíritu.
—Fascinante.
—Claro que sí —admitió el elfo—. Vuestros científicos merodean desde hace años por las
cavernas buscando las huellas de los hombres prehistóricos. Y cuantas veces las encuentran, se
sienten fascinados sin medida. Puesto que encuentran pruebas de que no sois extraños en esta
esfera y en este mundo a la vez. La prueba de que vuestros antepasados han habitado aquí desde
hace siglos, de que por ello a sus herederos les pertenece este mundo. En fin, cada raza tiene
derecho a algunas raíces. Incluso la vuestra, la humana, cuyas raíces hay que buscar más bien en la
copa del árbol. Ja, un retruécano gracioso, ¿no crees? Digno de un epigrama. ¿Te gusta la poesía
ligera? ¿Qué más piensas que se puede pintar aquí?
—Dibuja a los cazadores prehistóricos unos enormes falos tiesos.
—Es una buena idea. —El elfo sumergió el pincel en la pintura—. El culto fálico es típico de
las civilizaciones primitivas. Puede también servir para que se forje la teoría de que la raza
humana padece de degeneración física. Los antepasados tenían falos como porras, y a los
descendientes no les quedaron más que unas ridículas pollitas… Gracias, brujo.
—No hay de qué. Oh, me rondaba en el espíritu. La pintura tiene un aspecto demasiado
reciente como para ser prehistórica.
—Al cabo de tres o cuatro días los colores palidecen por influjo de la sal que colma la pared y
la imagen se hace tan prehistórica que te caes de espaldas. Vuestros científicos se van a mear de
gusto cuando lo vean. Apuesto la cabeza a que ninguno reconoce mi comedia.
—Lo reconocerán.
—¿Y cómo?
—Porque no vas a ser capaz de no firmar tu obra maestra.
El elfo se rio seco.
—¡Tocado! Me has descifrado sin error. Ah, es difícil que el artista apague la hoguera de las
vanidades. Ya he firmado la pintura. Oh, aquí.
—¿Eso no es una libélula?
—No. Es un ideograma que significa mi nombre. Me llamo Crevan Espane aep Caomhan
Macha. Por comodidad utilizo el alias de Avallac’h y también de este modo puedes dirigirte a mí.
—No dejaré de hacerlo.
—A ti, por tu parte, te llaman Geralt de Rivia. Eres un brujo. Sin embargo, en la actualidad no
te dedicas a perseguir a monstruos y bestias, te ocupas de buscar a muchachas desaparecidas.
—Las noticias se extienden asombrosamente rápido. Y asombrosamente lejos. Y
asombrosamente profundo. Al parecer has predicho que yo iba a aparecer por aquí. Entonces, ¿he
de entender que sabes predecir el futuro?
—Predecir el futuro —Avallac’h se limpió las manos en un trapo— puede hacerlo cualquiera.
Y todo el mundo lo hace, porque en realidad es fácil. Lo difícil es acertar.
—Un argumento elegante y digno de un epigrama. Tú, está claro, sabes acertar.
—Y bastante a menudo. Yo, querido Geralt, sé muchas cosas y sé hacer muchas cosas. Al fin y
al cabo, esto lo señala mi título académico, como diríais vosotros, humanos. Al completo: Aen
Saevherne.
—Un Sabedor.
—Exactamente.
—¿Y que tiene ganas, espero, de compartir su saber?
Avallac’h guardó silencio durante un instante.
—¿Compartir? —dijo por fin, arrastrando las sílabas—. ¿Contigo? El saber, querido mío, es
un privilegio, y el privilegio sólo se comparte con los que son iguales a uno. ¿Y por qué yo, elfo,
Sabedor, miembro de la élite, tendría que compartir nada con el descendiente de un ser que
apareció en el universo hace nada más que cinco millones de años, evolucionando a partir del
mono, la rata, el chacal u otro mamífero? ¿Un ser que precisó alrededor de un millón de años para
descubrir que con ayuda de dos manos peludas podía realizar no sé qué operación con un hueso
mordisqueado? ¿Y que después de lo cual se metió ese hueso en el ano, gimiendo de felicidad?
El elfo guardó silencio, se dio la vuelta y clavó los ojos en su pintura.
—¿Por qué —repitió— te atreves a juzgar que voy a compartir contigo cualquier saber,
humano? ¡Dímelo!
Geralt se limpió la bota de los restos de mierda.
—¿Puede —replicó seco— que porque sea inevitable?
El elfo se dio la vuelta bruscamente.
—¿Qué —preguntó a través de los dientes apretados— es inevitable?
—¿Puede —Geralt no tenía ganas de alzar la voz— que porque cuando pasen unos cuantos
años más los humanos se vayan a adueñar por su cuenta de todo saber, sin importarles si alguien
quiere compartirlo con ellos o no? ¿Incluyendo el saber acerca de lo que tú, elfo y Sabedor, tan
hábilmente escondes tras unos frescos rupestres? ¿Contando con que los humanos no van a querer
destrozar con picos esa pared, pintada con falsas pruebas de la existencia de hombres primitivos?
¿Qué? ¿Tu hoguera de las vanidades?
El elfo bufó. Muy alegre.
—Oh, sí —dijo—. Una vanidad verdaderamente ligada a la estupidez sería considerar que no
vais a destrozar algo. Lo destrozáis todo. Sólo que, ¿qué pasa con ello? ¿Qué pasa con ello,
humano?
—No lo sé. Dímelo. Y si no lo consideras adecuado, entonces me iré. Lo mejor, por otra
salida, porque en aquélla está esperándome tu traviesa compañía con el deseo de romperme las
costillas.
—De acuerdo. —El elfo extendió la mano con un brusco movimiento y la pared de roca se
abrió con un chirrido y un chasquido, partiendo brutalmente en dos al bisonte violeta—. Vete
entonces. Sal a la luz. En sentido literal o figurado, suele ser el camino correcto.
—Da un poco de pena —murmuró Geralt—. Me refiero al fresco.
—Bromeas —dijo el elfo al cabo de un instante de silencio, sorprendentemente suave y
amistoso—. Al fresco no le pasará nada. Con un hechizo idéntico cerraré la roca, no quedará ni la
huella de una grieta. Ven. Saldré contigo, te guiaré. He llegado a la conclusión de que sí que tengo
algo que contarte. Y que mostrarte.
Al otro lado reinaba la oscuridad, pero el brujo enseguida supo que la cueva era enorme, por la
temperatura y el movimiento del aire. La grava sobre la que caminaban estaba húmeda.
Avallac’h hizo luz con un hechizo, al modo élfico, sólo con un gesto, sin pronunciar un
encantamiento. La bola luminiscente voló hacia el techo, unas formaciones de cristal de roca en
las paredes de la gruta ardieron con una miríada de reflejos y brillos, las sombras bailaron. Contra
su propia voluntad, el brujo lanzó un suspiro.
No era la primera vez que veía esculturas y relieves élficos, pero cada vez, la sensación era la
misma. Que las figuras de elfos y elfas congeladas en pleno movimiento, en mitad de un parpadeo,
no eran obra del cincel de un escultor sino efecto de algún poderoso hechizo capaz de transformar
los tejidos vivos en blanco mármol de Amell.
La estatua más cercana representaba a una elfa sentada con los pies recogidos sobre una placa
de basalto. La elfa volvía la cabeza como si se hubiera alarmado por unos pasos que se acercaran.
Estaba completamente desnuda. El mármol blanco, pulido hasta lograr un brillo lácteo, lograba
que hasta se sintiera el calor emanando de la estatua.
Avallac’h se detuvo y se apoyó sobre una de las columnas que delimitaban el camino entre el
paseo de estatuas.
—Por segunda vez —habló despacio— me has descifrado al momento, Geralt. Sí, tenías razón,
las pinturas de bisontes en la roca eran un camuflaje. Que se supone que tenía que evitar que
cavaran y atravesaran la pared. Que se supone que tenía que proteger todo esto del robo y la
devastación. Todas las razas, la élfica también, tienen derecho a sus raíces. Lo que ves aquí son
nuestras raíces. Pisa, por favor, con cuidado. Esto es, en realidad, un cementerio.
Los reflejos de luz que bailaban en los cristales de roca arrancaban más detalles a las tinieblas:
detrás del paseo de las estatuas se veían columnatas, escaleras, galerías de anfiteatros, arquerías y
peristilos. Todo de mármol blanco.
—Quisiera —siguió Avallac’h, deteniéndose y señalando con una mano— que todo esto
perdurara. Incluso cuando nosotros nos vayamos, cuando todo este continente y todo este mundo
se encuentre bajo una capa de una milla de espesor de hielo y nieve, Tir ná Béa Arainne perdurará.
Nos iremos de aquí, pero volveremos algún día. Nosotros, los elfos. Nos lo ha prometido Aen
Ithlinnespeath, las profecías de Ithlinne Aegli aep Aevenien.
—¿De verdad creéis en ella? ¿En esa pitonisa? ¿Tan profundo es vuestro fatalismo?
—Todo —el elfo no le miraba a él sino a la columna de mármol cubierta de un relieve
delicado como una tela de araña— ha sido ya predicho y profetizado. Vuestra llegada al
continente, la guerra, la sangre de elfo y de humano vertida. El desarrollo de vuestra raza y la
decadencia de la nuestra. La lucha de los gobernantes del norte y del sur. Y la rebelión del rey del
sur contra los reyes del norte y la invasión de sus tierras como si fuera una inundación. Ellos serán
aplastados y sus naciones destruidas… Y así comenzará el fin del mundo. ¿Recuerdas el texto de
Mina, brujo? Quien esté lejos, morirá de la peste. Quien esté cerca, caerá por la espada. Quien se
esconda, morirá de hambre. Quien perviva, se perderá por el frío… Puesto que se acerca Tedd
Deireádh, el Tiempo del Fin, el Tiempo de la Espada y el Hacha, el Tiempo del Odio, el Tiempo
del Invierno Blanco y de la Ventisca del Lobo…
—Poesía.
—¿Lo prefieres menos poético? A causa de un cambio en el ángulo de caída de los rayos
solares se desplazará, y mucho, la frontera de los hielos eternos. El hielo que vendrá del norte
destrozará estas montañas y se arrastrará lejos hacia el sur. Todo quedará cubierto por la blanca
nieve. Una capa de más de una milla de espesor. Y hará frío, mucho frío.
—Tendremos que llevar calzoncillos largos —dijo Geralt sin emoción—. Zamarras. Y gorros
de piel.
—Me lo has quitado de la boca —el elfo, sereno, concedió—. Y con esos calzoncillos y esas
zamarras sobreviviréis hasta que algún día volváis aquí, a cavar y a registrar estas cavernas, para
destruir y robar. La profecía de Itlina no lo dice, pero yo lo sé. No hay forma de destruir por
completo ni a los humanos ni a las cucarachas, siempre queda por lo menos una parejita. En lo que
concierne a nosotros, los elfos, Itlina es bastante más decidida: sólo se salvarán aquéllos que sigan
a Golondrina. La Golondrina, el símbolo de la primavera, es la salvadora, aquélla que abrirá la
Puerta Prohibida, el camino de la salvación. Y permitirá la resurrección del mundo. La
Golondrina, la Hija de la Antigua Sangre.
—¿Es decir, Ciri? —Geralt no aguantó—. ¿O un hijo de Ciri? ¿Cómo? ¿Y por qué?
Avallac’h, daba la sensación, no había escuchado.
—La Golondrina de la Antigua Sangre —repitió—. De su sangre. Ven. Y mira.
Incluso entre aquellas otras estatuas increíbles por su realismo, atrapadas en un movimiento o
un gesto, la señalada por Avallac’h se distinguía. Una elfa de mármol blanco, que medio yacía en
una plataforma, producía la impresión como si, habiéndola despertado, fuera a sentarse y
levantarse al momento siguiente. Estaba vuelta con el rostro hacia un lugar vacío a un lado, y la
mano alzada parecía tocar allí algo invisible.
En el rostro de la elfa se pintaba una expresión de serenidad y felicidad.
Pasó mucho tiempo antes de que Avallac’h rompiera el silencio.
—Ésta es Lara Dorren aep Shiadhal. Por supuesto, esto no es una tumba, sino un cenotafio.
¿Te extraña la posición de la estatua? En fin, el proyecto de cincelar en el mármol a los dos
legendarios amantes no obtuvo muchos apoyos. Lara y Cregennan de Lod. Cregennan era un
humano, hubiera sido una profanación el despilfarrar el mármol de Amell en una estatua suya.
Hubiera sido una blasfemia colocar aquí la estatua de un ser humano, en Tir ná Béa Arainne. Por
otro lado, todavía un crimen mayor hubiera sido destruir con premeditación la memoria de aquel
sentimiento. Así que se llegó al justo medio. Cregennan… formalmente no está aquí. Y sin
embargo lo está. En la mirada y en el gesto de Lara. Los amantes están juntos. Ni siquiera la
muerte consiguió separarlos. Ni la muerte ni el olvido… Ni el odio.
Al brujo le pareció que la voz de indiferencia del elfo se había transformado por un instante.
Pero aquello seguramente no era posible.
Avallac’h se acercó a la estatua, con precaución, con un movimiento delicado acarició el brazo
de mármol. Luego se dio la vuelta y en su rostro triangular apareció de nuevo su acostumbrada
sonrisa levemente burlona.
—¿Sabes, brujo, cuál es la peor desventaja de una larga vida?
—No.
—El sexo.
—¿Cómo?
—Has oído bien. El sexo. Al cabo de menos de cien años acaba por hacerse aburrido. Nada hay
en ello que pudiera fascinar y excitar, que tuviera la belleza excitante de la novedad. Ya se ha
hecho de todo… De una u otra forma, pero todo. Y entonces, de pronto, tiene lugar la Conjunción
de las Esferas y aparecéis vosotros aquí, los humanos. Aparecen aquí los humanos supervivientes,
que provienen de otro mundo, de vuestro antiguo mundo, el cual conseguisteis destruir con
vuestras propias manos, todavía cubiertas de pelos, apenas cinco millones de años después de
haberos formado como género. Sois apenas un puñado, el tiempo de vida media que tenéis es
ridículamente corto, así que vuestra perduración depende de la velocidad de multiplicaros, por eso
el deseo de lujuria no os abandona nunca, el sexo os gobierna por completo, es un impulso más
fuerte incluso que el instinto de supervivencia. Morir, ¿por qué no?, siempre y cuando antes pueda
uno follar. Ésa, en pocas palabras, es toda vuestra filosofía.
Geralt no le interrumpió ni comentó nada, aunque tenía muchas ganas de hacerlo.
—¿Y de pronto qué sucede? —siguió Avallac’h—. Los elfos, aburridos de sus aburridas elfas,
se lían con las siempre dispuestas mujeres humanas; las aburridas elfas se entregan, por
curiosidad perversa, a vuestros sementales humanos, siempre llenos de vigor y fuerza. Y ocurre
algo que nadie ha conseguido explicar: las elfas, que normalmente sólo ovulan una vez cada diez o
veinte años, desde que copulan con los humanos, comienzan a ovular con cada intenso orgasmo.
Actúa no sé qué hormona oculta o combinación de hormonas. Las elfas entienden que, en la
práctica, sólo pueden tener hijos con los humanos. Fue por las elfas que no os exterminamos
cuando aún éramos más fuertes. Y luego vosotros fuisteis más fuertes y comenzasteis a
exterminarnos a nosotros. Pero aún teníais aliados entre las elfas. Ellas eran las partidarias de la
convivencia, la cooperación y la coexistencia… y no querían reconocer que, en realidad, se trataba
del coacostarse.
—¿Y qué tiene que ver todo esto conmigo? —gruñó Geralt.
—¿Contigo? Absolutamente nada. Pero mucho con Ciri. Puesto que Ciri es descendiente de
Lara Dorren aep Shiadhai, y Lara Dorren era partidaria de la coexistencia con los humanos.
Principalmente con un humano. Con Cregennan de Lod, hechicero humano. Lara Dorren coexistió
con el mencionado Cregennan a menudo y con éxito. Más claro: se quedó embarazada.
También esta vez el brujo guardó silencio.
—El problema yacía en que Lara Dorren no era una elfa común y corriente. Era un depósito
genético. Especialmente preparado. El resultado de muchos años de trabajo. En unión con otro
depósito, un elfo, se entiende, había de dar a luz a un niño todavía más especial. Concibiendo de la
semilla de un humano, enterró aquella posibilidad, tiró por la borda el resultado de cientos de años
de planes y preparaciones. Así por lo menos se pensó entonces. Nadie sospechó que el mestizo
engendrado por Cregennan pudiera heredar de su valiosa madre algo positivo. No, un matrimonio
tan desigual no podía traer consigo nada bueno…
—Y por ello —le interrumpió Geralt— fue severamente castigado.
—No de la forma que piensas. —Avallac’h le lanzó una rápida mirada—. Aunque la unión de
Lara Dorren y Cregennan produjo un perjuicio incalculable a los elfos mientras que a los humanos
sólo les podía venir bien, fueron los humanos, no los elfos, los que asesinaron a Cregennan. Los
humanos, no los elfos, produjeron la perdición de Lara. Exactamente así fue, pese a que muchos
elfos tenían motivos para odiar a los amantes. También motivos personales.
A Geralt, por segunda vez, le sorprendió un leve cambio en el tono de voz del elfo.
—De una u otra forma —siguió Avallac’h—, la coexistencia estalló como una burbuja de
jabón, las razas se echaron mutuamente a la garganta. Comenzó la guerra que perdura hasta hoy. Y
en este tiempo, el material genético de Lara… existe, como seguro que ya te has imaginado. E
incluso se ha desarrollado. Por desgracia, ha sufrido mutación. Sí, sí. Tu Ciri es una mutante.
Tampoco esta vez el elfo esperó a que dijera algo.
—En esto metieron las narices por supuesto vuestros hechiceros, que unieron hábilmente al
individuo criado con una parejita, pero también se les escapó de su control. Pocos son los que se
imaginan por qué milagro el material genético de Lara Dorren se reavivó con tanta potencia en
Ciri, cuál fue el disparador. Pienso que Vilgefortz lo sabe, ese mismo Vilgefortz que te molió las
costillas en Thanedd. Los hechiceros que hacían experimentos con los descendientes de Lara y
Riannon, llevando a cabo durante algún tiempo una crianza regular, no obtuvieron los resultados
deseados, se aburrieron y abandonaron el experimento. Pero el experimento continuó, sólo que
ahora autónomamente. Ciri, hija de Pavetta, nieta de Calanthe, tataranieta de Riannon, es una
verdadera descendiente de Lara Dorren. Vilgefortz se enteró de ello seguramente por casualidad.
También lo sabe Emhyr var Emreis, emperador de Nilfgaard.
—Y tú también lo sabes.
—Yo, de hecho, sé mucho más que los dos. Pero esto no tiene importancia. El molino de la
predestinación actúa, muele el grano del destino… Lo que está predestinado, habrá de pasar.
—¿Y qué tendrá que pasar?
—Lo que está predestinado. Lo que fuera decidido desde el principio; dicho esto, por supuesto,
en sentido figurado. En fin, algo que está determinado por la acción infalible de un mecanismo en
cuyas bases yace el Objetivo, el Plan y el Resultado.
—Esto es o bien poesía o bien metafísica. O lo uno y lo otro, porque a veces es difícil
distinguirlas. ¿No sería posible que dijeras algo concreto? ¿Aunque fuera mínimamente? Con
gusto discutiría contigo de esto y aquello, pero resulta que tengo prisa.
Avallac’h lo midió con una mirada penetrante.
—¿Y por qué tienes tanta prisa? Ah, perdona… Tú, me da la impresión, no has entendido nada
de lo que he dicho. Así que te lo diré directamente: tu gran aventura de salvamento carece de
sentido. Lo ha perdido por completo.
»Hay varios motivos —siguió el elfo mirando el rostro pétreo del brujo—. En primer lugar es
demasiado tarde ya, el mal fundamental ya ha sido realizado, no estás en situación de salvar a la
muchacha. En segundo lugar, ahora, cuando ha entrado ya en el camino verdadero, Golondrina
sabrá arreglárselas sola estupendamente, posee una fuerza demasiado poderosa dentro de sí como
para tener miedo de nada. Así que tu ayuda es innecesaria. Y en tercer lugar… Hummm…
—Te estoy escuchando todo el tiempo, Avallac’h. Todo el tiempo.
—En tercer lugar… en tercer lugar, otra persona la está ayudando ahora. Creo que no serás tan
arrogante para creer que el destino sólo y exclusivamente te haya ligado a ti con ella.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—Entonces, hasta la vista.
—Espera.
—Ya te he dicho. Tengo prisa.
—Pongamos por un momento —le dijo sereno el elfo— que yo de verdad sé lo que va a pasar,
que veo el futuro. Si te digo que lo que ha de pasar pasará independientemente de tus esfuerzos.
De tus iniciativas. Si te comunico que podrías buscar un lugar tranquilo en la tierra y sentarte allí,
sin hacer nada, esperando a que se cumplan las consecuencias inevitables de la cadena de
circunstancias, ¿te decidirías a hacer algo así?
—No.
—¿Y si te comunico que tu actividad, que atestigua tu falta de fe en el inquebrantable
mecanismo del Objetivo, el Plan y el Resultado, puede, aunque la probabilidad sea exigua,
cambiar en verdad algo, pero exclusivamente para peor? ¿Volverías a pensártelo? Ah, ya veo en tu
gesto que no. Así que te preguntaré simplemente: ¿por qué no?
—¿De verdad quieres saberlo?
—De verdad.
—Pues porque simplemente no creo en tus vulgaridades metafísicas acerca de objetivos,
planes y pensamientos primigenios de los creadores. No creo tampoco en vuestra famosa profetisa
Itlina ni en otras pitonisas. La considero a ella, imagínate, la misma chorrada y el mismo humbug
que tus pinturas rupestres. Un bisonte violeta, Avallac’h. Nada más. No sé si es que no puedes o
no quieres ayudarme. Sin embargo, no te guardo rencor…
—Dices que no puedo o no quiero ayudarte. ¿De qué modo podría?
Geralt reflexionó durante un momento, completamente consciente de que de la apropiada
formulación de la pregunta dependían muchas cosas.
—¿Voy a recuperar a Ciri?
La respuesta fue inmediata.
—La recuperarás. Sólo para perderla de inmediato. Y esta vez para siempre, sin vuelta atrás.
Antes de que se llegue a eso, perderás a todos los que te acompañan. Uno de tus camaradas lo
perderás en las próximas semanas, puede que incluso días. Puede que incluso horas.
—Gracias.
—Todavía no he terminado. Una consecuencia directa y rápida de tu injerencia en la rueda del
molino del Objetivo y el Plan será la muerte de varias decenas de miles de personas. Lo que al fin
y al cabo no tiene gran importancia, puesto que no mucho tiempo después perderán la vida varias
decenas de millones de personas. El mundo como lo conoces simplemente desaparecerá, dejará de
existir, para que, al cabo del tiempo necesario, resucite de una forma completamente distinta. Pero
sobre ello precisamente nadie tiene ni tendrá la mínima influencia, nadie es capaz de impedirlo ni
de invertir el orden de las cosas. Ni tú, ni yo, ni los hechiceros, ni los Sabedores. Ni siquiera Ciri.
¿Qué dices a eso?
—Un bisonte violeta. Pero con todo ello, te lo agradezco, Avallac’h
—En cierto modo —el elfo se encogió de hombros—, siento cierta curiosidad por saber lo que
puede causar una piedra que caiga en la rueda del molino… ¿Puedo hacer algo más por ti?
—Creo que no. Porque supongo que mostrarme a Ciri no podrás, ¿no?
—¿Quién ha dicho eso?
Geralt contuvo el aliento.
Avallac’h se dirigió con rápidos pasos en dirección a la pared de la caverna, haciendo una
señal al brujo para que le siguiera.
—Las paredes de Tir ná Béa Arainne —señaló los centelleantes cristales de roca— poseen
propiedades especiales. Y yo, modestia aparte, poseo habilidades especiales. Pon tus manos aquí.
Mira fijamente. Piensa con intensidad. En que ella te necesita mucho ahora. Y declara que se
muestre aquí tu deseo de ayudarla. Piensa que quieres correr en su auxilio, estar a su lado, algo de
este estilo. La imagen debiera aparecer sola. Y ser clara. Contempla, pero abstente de reacciones
violentas. No digas nada. Será una visión, no una comunicación.
Obedeció.
La primera visión, pese a lo prometido, no era clara. Era confusa, pero a cambio, tan violenta
que retrocedió inconscientemente. Una mano cortada sobre una mesa… La sangre salpicando
sobre una tabla vítrea… Esqueletos humanos montados en esqueletos de caballos… Yennefer,
cargada de cadenas…
¿Una torre? ¿Una torre negra? ¿Y detrás de ella, al fondo… la aurora-boreal?
Y de pronto, sin advertencia, la imagen se aclaró. Hasta demasiado clara.
—¡Jaskier! —gritó Geralt—, ¡Milva! ¡Angoulême!
—¿Eh? —se interesó Avallac’h—. Ah, sí. Me parece que lo has destrozado todo.
Geralt retrocedió de la pared de la caverna, a poco no se cayó sobre el suelo de basalto.
—¡No me importa una mierda! —gritó—. Escucha, Avallac’h, tengo que ir lo más deprisa
posible a ese bosque de los druidas…
—¿A Caed Myrkvid?
—¡Cierto! ¡A mis amigos les amenaza allí un peligro mortal! ¡Una lucha por sobrevivir!
También están amenazadas otras personas… ¿Por dónde más deprisa…? ¡Ah, al diablo! Vuelvo a
por el caballo y la espada…
—Ningún caballo —le interrumpió el elfo con serenidad— será capaz de llevarte hasta la
floresta de Myrkvid antes de que caiga la oscuridad…
—Pero yo…
—Todavía no he terminado. Ve a por esa tu famosa espada y yo entretanto te buscaré una
montura. Una montura perfecta para las sendas de la montaña. Se trata de una montura un poco,
diría, atípica… Pero gracias a ella estarás en Caed Myrkvid dentro de menos de media hora.

El llamador apestaba como un caballo, y aquí se acababa todo parecido. Geralt había visto una vez
en Mahakam un concurso de doma de muflones organizado por los enanos y le había parecido el
deporte más extremo posible. Pero sólo ahora, subido a los lomos de un llamador que corría como
un loco, supo lo que era lo verdaderamente extremo.
Para no caer, clavaba convulsivamente los dedos en las ásperas greñas y apretaba con los
muslos los peludos costados del monstruo. El llamador apestaba a sudor, orina y vodka. Corría
como si estuviera poseído, la tierra temblaba bajo los golpes de sus gigantescos pies, como si las
plantas fueran de bronce. Reduciendo apenas la velocidad, se lanzó por la pendiente y corrió por
ella tan deprisa que el aire le aullaba en las orejas. Volaba por sobre unas aristas, unos senderos y
unos salientes tan estrechos que Geralt apretó los párpados para no mirar abajo. Cruzó saltos de
agua, cascadas, abismos y grietas que no las saltaría un muflón y cada uno de sus saltos
culminados con éxito eran acompañados por un salvaje y ensordecedor rugido. Es decir, todavía
más salvaje y ensordecedor de lo acostumbrado, puesto que el llamador bramaba prácticamente
sin pausa.
—¡No corras así! —La fuerza del viento volvía a introducir las palabras del brujo en su
garganta.
—¿Por qué?
—¡Por que has bebido!
—¡Uuuuuuuaaahaaaaah!
Volaban. Le silbaban los oídos.
El llamador apestaba.
El golpeteo de los enormes pies sobre las rocas se redujo, crujieron los pedregales y los
canchales. Luego el firme se hizo menos pedregoso, pasó raudo algo verde que podría haber sido
un pino enano. Luego cruzó fugaz una mancha verde y broncínea, porque el llamador en sus locos
brincos atravesaba un bosque de abetos. El olor de la resina se mezcló con el hedor del monstruo.
—¡Uaaahaaah!
Se acabaron los abetos, crepitaban las hojas caídas. Ahora los colores eran el rojo, el burdeos,
el ocre y el amarillo.
—¡Más despacioooooo!
—¡Uaaahaaah!
El llamador atravesó de un largo salto un montón de troncos caídos. Geralt por poco no se
mordió la lengua.

La furiosa cabalgata se terminó de la misma forma poco ceremoniosa en que había empezado. El
llamador clavó el talón en la tierra, bramó y tiró al brujo sobre una pendiente cubierta de hojas.
Geralt yació allí un instante, no podía ni siquiera maldecir. Luego se levantó, gruñendo y
masajeándose la rodilla, en la que de nuevo se le había presentado el dolor.
—No te has caído —afirmó el llamador, y la voz era de asombro—. Vaya, vaya.
Geralt no dijo nada.
—Ya hemos llegado. —El llamador señaló con su pata peluda—. Esto es Caed Myrkvid.
Bajo ellos yacía un valle cubierto de niebla. Por encima del vaho sobresalían las puntas de
altos árboles.
—Esta niebla —el llamador se anticipó a su pregunta— no es natural. Aparte de ello, se siente
el humo desde aquí. En tu lugar, me daría prisa. Eeeh, iría contigo… ¡Me muero de ganas de
lucha! ¡Y ya cuando niño soñaba con cargar algún día sobre los humanos con un brujo a los
lomos! Pero Avallac’h me prohibió mostrarme. Por la seguridad de toda nuestra comunidad…
—Lo sé.
—No me guardes rencor porque te diera en los morros.
—No te lo guardo.
—Eres un hombre de verdad.
—Gracias. También por estas palabras.
El llamador mostró los dientes desde debajo de su roja barba y exhaló un olor a vodka.
—El gusto ha sido mío.

La niebla que anegaba el bosque de Myrkvid era densa y tenía unos perfiles irregulares, que
recordaban a un montón de nata que un cocinero falto de razón hubiera colocado encima de una
tarta. Aquella niebla le recordaba al brujo a Brokilón. El bosque de las dríadas a menudo estaba
cubierto por un vaho mágico de protección y camuflaje parecido. Un parecido también a Brokilón
había en la atmósfera solemne y amenazadora del bosque, allí, en los bordes, que en su mayor
parte se componían de alisos y de hayas.
Y de la misma forma que en Brokilón, ya al borde del bosque, en un sendero cubierto de hojas,
Geralt casi se tropezó con unos cadáveres.

Los cuerpos horriblemente destrozados no eran ni de druidas ni de nilfgaardianos, y con toda


seguridad tampoco pertenecían a la hansa de Ruiseñor y Schirrú. Antes de que Geralt entreviera en
la niebla las siluetas de unos carros recordó que Regis le había hablado de unos peregrinos. Daba
la sensación de que la peregrinación había terminado de forma no muy afortunada para algunos
peregrinos.
El hedor del humo y los fuegos, desagradable en el aire húmedo, se iba volviendo cada vez
más manifiesto, señalaba el camino. Luego el camino lo señalaron también unos sonidos. Gritos.
Y la música desafinada, con sonido a gato, de una zanfona.
Geralt aceleró el paso.
En un camino anegado por la lluvia había un carro. Junto a una rueda había más cadáveres.
Uno de los bandidos rebuscaba en el carro, tiraba al camino objetos y herramientas. El
segundo sujetaba a los caballos, un tercero le quitaba al peregrino muerto un capote de linces
cruzados… El cuarto hacía girar el arco de una zanfona que debía de haber encontrado entre el
botín. Por nada en el mundo parecía ser capaz de extraer de ella siquiera una nota limpia.
La cacofonía le vino bien. Ocultaba el sonido de los pasos de Geralt.
La música se interrumpió con brusquedad, las cuerdas de la zanfona lanzaron un gemido
desgarrador, el ladrón cayó sobre las hojas y las regó de sangre. El que sujetaba los caballos ni
siquiera acertó a gritar, el sihill le cortó la yugular. El tercer ladrón no consiguió saltar del carro,
cayó, bramando, rajada la arteria femoral. El último consiguió incluso extraer la espada de la
vaina. Pero ya no alcanzó a alzarla.
Geralt se limpió con el pulgar una mancha de sangre.
—Sí, hijos —dijo en dirección al bosque y al olor a humo—. Fue una idea tonta. No tendríais
que haber hecho caso a Ruiseñor y Schirrú. Había que haberse quedado en casa.

Al poco se topó con el siguiente carro y los siguientes muertos. Entre los muchos peregrinos
rajados y golpeados yacían también druidas con sus manchadas túnicas blancas. El humo de un
lejano fuego se arrastraba bajito sobre la tierra.
Esta vez los ladrones estaban más alerta. Sólo consiguió acercarse sin ser advertido a uno, que
estaba ocupado en arrancar unos anillos y pulseras de baratillo del brazo de una mujer muerta.
Geralt, sin pensar, le dio un tajo al bandido, el bandido gritó y entonces los otros, que eran
bandoleros mezclados con nilfgaardianos, se lanzaron sobre él con un aullido.
Retrocedió al bosque, junto al árbol más cercano, para guardarse las espaldas con el tronco de
un árbol. Pero antes de que le alcanzaran los ladrones, sonaron unos cascos de caballo y de entre
los arbustos y la niebla surgió un gigantesco caballo cubierto con una gualdrapa ajedrezada al
sesgo de color amarillo y rojo. El caballo transportaba a un jinete en completa armadura, con una
capa blanca como la nieve y un yelmo con una visera en pico cubierta de agujeros. Antes de que
los bandidos consiguieran reponerse, ya tenían encima al caballero y éste les estaba dando tajos a
diestro y siniestro y la sangre brotaba como de una fuente. Era una hermosa vista.
Geralt, sin embargo, no tenía tiempo para andar contemplando nada, pues dos enemigos se le
echaban encima, uno era un bandido con un jubón de color cereza y el otro un nilfgaardiano de
negra vestimenta. Al bandolero, que logró cubrirse por pura casualidad, le cortó a través de la
boca. El nilfgaardiano, al ver dientes volando por el aire, puso pies en polvorosa y desapareció
entre la niebla.
A Geralt casi le aplastó un caballo con una gualdrapa ajedrezada. Galopaba sin jinete.
Sin vacilar, saltó sobre los matorrales hacia el lugar del que provenían unos gritos, unas
maldiciones y unos golpes.
Tres bandidos habían tirado de la silla al caballero de la capa blanca y ahora intentaban
asesinarlo. Uno, que estaba con las piernas abiertas, blandía un hacha, un segundo daba tajos con
la espada, un tercero, pequeño y pelirrojo, saltaba a su alrededor como una liebre buscando la
ocasión y un lugar no cubierto por la armadura para clavarle una lanza. El caído caballero gritaba
algo ininteligible desde el interior de su casco y rechazaba los golpes con un escudo que sujetaba
con ambas manos. Tras cada golpe del hacha, el escudo estaba cada vez más bajo, ya casi se
apretaba contra el pecho. Estaba claro que uno o dos golpes más y las tripas del caballero fluirían
a través de las grietas de la armadura.
En tres saltos, Geralt se encontró en mitad del torbellino, le sajó en la nuca al pelirrojo de la
lanza, dio un amplio corte en la barriga al del hacha. El caballero, ágil pese a su armadura, le
sacudió al tercer bandido en la rodilla con el escudo y cuando cayó le aporreó tres veces en la cara
hasta que la sangre le salpicó la rodela. Se puso de rodillas, palpó entre los juncos en busca de su
espada, zumbando como un enorme tábano de latón. De pronto vio a Geralt y se quedó inmóvil.
—¿En manos de quién me encuentro? —tronó desde lo profundo del casco.
—En manos de nadie. Éstos que aquí yacen son también mis enemigos.
—Ah… —El caballero intentó elevar la visera, pero la chapa estaba golpeada y el mecanismo
se había bloqueado—. ¡Por mi honor! Gracias mil por vuestra ayuda.
—A vos. Al fin y al cabo fuisteis vos quien acudió en mi ayuda.
—¿De verdad? ¿Cuándo?
No ha visto nada, pensó Geralt. Ni siquiera me advirtió a través de los agujeritos de esa olla
de acero.
—¿Cómo sois llamado? —preguntó el caballero.
—Geralt. De Rivia.
—¿Armas?
—No es hora, señor caballero, para la heráldica.
—Por mi honor, verdad decís, valiente gentilhombre Geralt. —El caballero encontró su
espada, se levantó. Su escudo mellado, como la gualdrapa de su caballo, estaba cubierto por un
diseño ajedrezado al sesgo de color amarillo y rojo, en cuyos campos se veían alternativamente las
letras A y H.
—Éste no es el escudo de mi linaje —zumbó aclarándolo—. Son las iniciales de mi señora, la
condesa Anna Henrietta. Yo me llamo el Caballero del Ajedrez. Soy caballero andante. No me está
permitido revelar mi nombre ni mis atributos. Hice juramento de caballero. Por mi honor, de
nuevo, gracias por la ayuda, caballero.
—Mío ha sido el placer.
Uno de los bandoleros caídos gimió e hizo susurrar las hojas. El Caballero del Ajedrez se
acercó y con una potente puñalada lo clavó a la tierra. El bandido agitó las manos y los pies como
una araña clavada a un alfiler.
—Aprestémonos —dijo el caballero—. Todavía merodean los malandrines por estos lares.
¡Por mi honor, no es hora de descansar!
—Cierto —reconoció Geralt—. Una banda deambula por el bosque, matando a peregrinos y
druidas. Mis amigos están en peligro…
—Disculpad un momento.
Otro bandido daba señales de vida. También resultó clavado con brío y con sus pies extendidos
hizo tal trenza que hasta se le cayeron las botas.
—Por mi honor. —El Caballero del Ajedrez se limpió la espada al musgo—. ¡Difícil les
resulta a estos truhanes el separarse de la vida! No os ha de sorprender, oh caballero, que dé la
puntilla a los heridos. Por mi honor, antes no lo hacía. Mas estos bellacos recobran la salud con tal
prontitud, que el hombre honrado no puede más que envidiarlos. Desde que hubiera de medirme
con un tunante tres veces seguidas, comencé a rematarlos cuidadosamente. De modo que fuera
para siempre.
—Entiendo.
—Yo, como veis, soy un andante. ¡Mas mi honor no tiene mella! Oh, aquí está mi caballo. Ven
aquí, Bucéfalo.

El bosque se hizo más espacioso y claro, comenzaron a dominar los grandes robles de coronas
amplias, pero poco densas. El humor y el hedor de los incendios se sentía ya cerca. Y al poco, los
vieron.
Ardían los tejados cubiertos de juncos de las cabañas de un poblado no muy grande. Ardían las
lonas de unos carros. Entre los carros yacían cadáveres, muchos de ellos con blancas túnicas
druídicas visibles desde lejos.
Los bandidos y los nilfgaardianos, dándose a sí mismos valor a base de aullidos y
escondiéndose tras unos carros que empujaban delante de sí, atacaban una gran casa que se alzaba
sobre pilotes. La casa estaba construida de sólidas vigas de madera y cubierta con tejas de madera
dispuestas en pendiente, por las que resbalaban sin hacer daño las antorchas arrojadas por los
bandidos. La casa sitiada se defendía y contraatacaba con éxito: ante los ojos de Geralt uno de los
bandidos se asomó descuidadamente por fuera del carro y cayó, como tocado por un rayo, con una
flecha en el cráneo.
—¡Vuestros amigos —alardeó de perspicacia el Caballero del Ajedrez— deben de estar en
aquel edificio! ¡Por mi honor, en arduo asedio se encuentran! ¡Vayamos, aprestémonos a
ayudarles!
Geralt escuchó unos chillones alaridos y unas órdenes, reconoció al bandolero Ruiseñor con la
faz vendada. Vio también por un momento al medioelfo Schirrú, que se cubría tras los
nilfgaardianos y sus capas negras.
De pronto bramaron los cuernos hasta que las hojas empezaron a caer de los robles. Tronaron
los cascos de los alazanes guerreros, brillaron las armaduras y las espadas de caballeros cargando.
Con un rugido, los bandoleros echaron a correr en diversas direcciones.
—¡Por mi honor! —mugió el Caballero del Ajedrez, espoleando a su caballo—. ¡Son mis
camaradas! ¡Nos han alcanzado! ¡Al ataque, para que nos quede también algo de gloria! ¡Ataca,
mata!
Galopando sobre Bucéfalo, el Caballero del Ajedrez cayó sobre los ladrones que se
escabullían. Fue el primero, en un instante rajó a dos y al resto los espantó como un halcón
espanta a los gorriones. Dos se volvieron en dirección a Geralt, que se acercaba. El brujo los
eliminó en un abrir y cerrar de ojos.
El tercero le disparó con un gabriel.
El autodisparador en miniatura lo había diseñado y patentado un tal Gabriel, artesano de
Verden. Lo anunciaba con el eslogan: «Defiéndete solo». Alrededor tuyo campan el bandidaje y la
violencia, decía el anuncio. La ley es impotente y sin fuerza. ¡Defiéndete solo! No salgas de casa
sin el auto-disparador manual de la marca Gabriel. Gabriel es tu ángel de la guarda, Gabriel os
protege a ti y a los tuyos de los bandidos.
La venta alcanzó un verdadero récord. Al poco todos los bandidos llevaban un gabriel cuando
asaltaban a alguien.
Geralt era un brujo, sabía evitar una flecha. Pero había olvidado el dolor de la rodilla. El
quiebro se retrasó una pulgada, la punta en forma de hoja le tocó la oreja. El dolor le cegó, pero
sólo un instante. El ladrón no tuvo tiempo de tensar el autodisparador y defenderse solo. Geralt,
lleno de rabia, le cortó las manos y luego le sajó la tripas con un amplio corte de sihill.
No tuvo tiempo ni siquiera de limpiarse la sangre de la oreja y el cuello cuando ya le estaba
atacando un tipo pequeño y vivo como una comadreja, de unos ojos que brillaban innaturalmente,
armado con una curvada saberra zerrikana que hacía girar con una habilidad digna de admiración.
Ya había parado dos tajos de Geralt, el noble metal de ambas hojas tintineaba y echaba chispas.
Comadreja era rápido y observador. Al momento advirtió que el brujo cojeaba, al momento
comenzó a rodearle y a atacarle por el lado que le era más beneficioso. Era increíblemente rápido,
la hoja afilada de la saberra aullaba en tajos ejecutados con el peligroso arte cruzado. Geralt
evitaba los golpes con una dificultad cada vez mayor. Y cada vez cojeaba más, obligado como
estaba a apoyar el peso sobre la pierna herida.
Comadreja se encogió de pronto, saltó, realizó un hábil giro y una finta, cortó por la oreja.
Geralt lo paró al sesgo y le rechazó. El bandido giró ágil, ya se ponía en posición de lanzar un
peligroso corte bajo, cuando de pronto desencajó los ojos, estornudó con fuerza y se le salieron los
mocos, bajando al momento la guardia. El brujo le cortó rápido en el cuello, la hoja llegó hasta la
columna vertebral.
—Venga, que alguien me diga —jadeó, mirando el cuerpo tembloroso— que el uso de los
narcóticos no es perjudicial.
Un bandido que le atacaba con una maza alzada se tropezó y cayó con la nariz entre el fango,
una flecha le salía de la ingle.
—¡Ya voy, brujo! —gritó Milva—. ¡Ya voy! ¡Aguanta!
Geralt se dio la vuelta, pero ya no había a quién rajar. Milva disparó al último ladrón que
quedaba en los alrededores. El resto huyó al bosque, perseguidos por los multicolores caballeros.
A algunos los perseguía el Caballero del Ajedrez. Los alcanzó, porque desde el bosque se oía cuan
terrible era su acoso.
Uno de los nilfgaardianos negros, no del todo muerto, se alzó de pronto y se lanzó a la huida.
Milva alzó y tensó su arco en un decir amén, aullaron los timones, el nilfgaardiano cayó sobre las
hojas con una flecha de pluma gris entre las paletillas.
La arquera suspiró con fuerza.
—Nos cuelgarán —dijo.
—¿Porqué dices eso?
—Esto es Nilfgaard. Y ya van para dos meses que mayormente yo echo abajo nilfgaardianos.
—Esto es Toussaint, no Nilfgaard. —Geralt se tocó un lado de la cabeza, sacó la mano llena de
sangre—. Joder. ¿Qué pasa ahí? Míralo, Milva.
La arquera lo contempló con atención crítica.
—Sólo te ha arrancado la oreja —afirmó por fin—. No hay por qué preocuparse.
—Qué fácil es hablar para ti. A mí me gustaba mucho mi oreja. Ayúdame a vendarlo con algo
porque me corre la sangre hasta el cuello. ¿Dónde están Jaskier y Angoulême?
—En la choza, con los peregrinos… Oh, mierda.
Retumbaron los cascos y tres jinetes surgieron de la niebla. Iban sobre alazanes de guerra, sus
capas y estandartes se agitaban al viento. Antes de que sonara su grito de guerra, Geralt abrazó a
Milva y la arrastró debajo de un carro. No había bromas con alguien que cargaba armado con una
lanza de catorce pies y daba un alcance efectivo de diez pies por delante de la cabeza del caballo.
—¡Salid! —Los alazanes de los caballeros pateaban la tierra alrededor del carro—. ¡Tirad las
armas y salid!
—Nos cuelgarán —murmuró Milva. Podía tener razón.
—¡Ja, tunantes! —gritó burlón uno de los caballeros, que llevaba un escudo con una cabeza de
toro en sable sobre campo de plata—. ¡Ja, belitres! ¡Por mi honor que vais a colgar!
—¡Por mi honor! —le apoyó la juvenil voz de otro, con escudo celeste—. ¡Aquí mismo os
vamos a despedazar!
—¡Pero bueno! ¡Quietos!
El Caballero del Ajedrez, montado sobre Bucéfalo, salió de entre la niebla. Había conseguido
por fin alzarse la abollada visera, desde debajo de ella surgía ahora una abundante masa de pelos
de bigote.
—¡Liberadles presto! —gritó—. Éstos no son malandrines, sino gente honrada y de bien. La
moza se puso con valentía en defensa de los peregrinos. ¡Y este señor es un buen caballero!
—¿Un buen caballero? —Cabeza de Toro alzó la visera y miró a Geralt con incredulidad—.
¡Por mi honor! ¡No puede ser!
—¡Por mi honor! —El Caballero del Ajedrez se golpeó en la pechera con un guante acorazado
—. ¡Puede ser, mi palabra empeño! Este tan bravío caballero me salvó de la opresión cuando los
bellacos me tiraron al suelo. Nómbrase don Geralt de Rivia.
—¿Armas?
—No me está permitido revelarlas —bufó el brujo—. Ni el nombre verdadero, ni los atributos.
Hice el juramento de caballero. Soy el andante Geralt.
—¡Oooh! —gritó de pronto una voz descarada y bien conocida—. ¡Mirad lo que nos ha traído
el gato! ¡Ja, abuelilla, ya te dije que el brujo nos iba a venir en socorro!
—¡Y en el momento justo! —gritó, Jaskier, acercándose junto con Angoulême y un grupillo de
peregrinos, el laúd en una mano y en la otra su inseparable tubo—. Ni un segundo demasiado
pronto. Tienes sentido de lo dramático, Geralt. ¡Debieras escribir obras para el teatro!
De pronto se quedó callado. Cabeza de Toro se inclinó en su silla, los ojos le brillaban.
—¿Vizconde Julián?
—¿Barón de Peyrac-Peyran?
Otros dos caballeros salieron de entre los robles. Uno, con un casco de olla adornado con un
cisne blanco de alas abiertas de acertado parecido, conducía a dos prisioneros de un lazo. Otro
caballero, andante pero práctico, preparaba unas sogas y miraba en busca de unas buenas ramas.
—Ni Ruiseñor ni Schirrú. —Angoulême advirtió la mirada del brujo—. Una pena.
—Una pena —reconoció Geralt—. Pero intentaremos arreglarlo. Señor caballero…
Pero Cabeza de Toro —o mejor dicho, el barón de Peyrac-Peyran— no le prestaba atención.
No veía, parecía, más que a Jaskier.
—Por mi honor —dijo arrastrando las palabras—. ¡No me engaña la vista! Es el vizconde don
Julián en carne y hueso. ¡Ja! ¡Cómo se va a alegrar nuestra señora la condesa!
—¿Quién es ese vizconde Julián? —se interesó el brujo.
—Yo soy —dijo Jaskier a media voz—. No te mezcles en esto, Geralt.
—Cómo se va a alegrar doña Anarietta —repitió el barón de Peyrac-Peyran—. ¡Ja, por mi
honor! Os vamos a llevar a todos al castillo de Beauclair. ¡Nada de excusas, vizconde, no prestaré
mi oído a excusa alguna!
—Unos cuantos de los desertores han huido. —Geralt se permitió un tono bastante frío—.
Propongo capturarlos primero. Luego pensaremos qué hacer con un día que comenzara tan
interesante. ¿Qué le decís a eso, señor barón?
—Por mi honor —dijo Cabeza de Toro— que de todo ello no saldrá nada. Es imposible
perseguirlos. Los criminales huyeron al otro lado del río, y nosotros no debemos plantar al otro
lado ni siquiera la punta de un casco del caballo. Aquella parte del bosque de Myrkvid es un
santuario intocable, y en el espíritu de los tratados firmados con los druidas por nuestra amada
condesa Anna Henrietta, piadosa señora de Toussaint…
—¡Los bandoleros han huido allí, joder! —le interrumpió Geralt, enfureciéndose—. ¡En ese
santuario intocable se dedicarán a matar! Y vos me venís con no sé qué tratados…
—¡Hemos dado palabra de caballero! —El barón de Peyrac-Peyran, como resultó, parecía más
digno de llevar una cabeza de carnero que de toro—. ¡No está permitido! ¡Los tratados! ¡Ni un pie
en el terreno de los druidas!
—A quien no le está permitido, no le está permitido —bufó Angoulême, llevando de las
riendas a dos caballos de los bandidos—. Deja esa chachara vacía, brujo. Vamos. Tengo aún
algunas cuentas pendientes con Ruiseñor, y tú, por lo que imagino, querrías todavía tener una
charlilla con el medioelfo.
—Voy con vusotros —dijo Milva—. Presto me buscaré una yegua.
—Yo también —balbuceó Jaskier—. Yo también voy con vosotros.
—¡Pero bueno, esto no! —gritó el barón cabecitoro—. Por mi honor, el señor vizconde Julián
irá con nosotros al castillo de Beauclair. La condesa no nos perdonaría que, habiéndolo
encontrado, no lo trajéramos. A vosotros no os detendré. Sois libres en obras y pensamientos.
Como compañeros del vizconde Julián, su merced doña Anarietta os recibiría con honores y os
hospedaría en el castillo, pero en fin, si despreciáis su hospitalidad…
—No la despreciamos —le interrumpió Geralt, mitigando con una mirada amenazadora a
Angoulême, quien a espaldas del barón realizaba diferentes gestos repugnantes y ofensivos—.
Lejos estamos de despreciarla. No dejaremos de ir a inclinarnos ante la condesa a ofrecerle el
homenaje que se merece. Pero en primer lugar concluiremos lo que tenemos que concluir.
Nosotros también dimos nuestra palabra, se puede decir que también firmamos un pacto. En
cuanto lo concluyamos, nos dirigiremos sin tardanza al castillo de Beauclair. Iremos hacia allí sin
falta.
»Aunque no sea más que por dar cuenta —añadió significativamente y con énfasis— de que
deshonor alguno ni menoscabo se le cause a nuestro amigo Jaskier. Es decir, puf, Julián.
—¡Por mi honor! —sonrió de pronto el barón—. Ningún deshonor ni menoscabo alguno se le
causará al vizconde Julián, estoy presto a dar mi palabra. Puesto que olvidé deciros, vizconde, que
el conde Raimundo murióse hace dos años de apoplejía.
—¡Ja, ja! —gritó Jaskier, con el rostro de pronto radiante—. ¡El conde la palmó! ¡Esto sí que
es una nueva maravillosa y alegre! Es decir, me refería a tristeza y pena, congoja y angustia…
Que le sea leve la tierra… ¡Sin embargo, si esto es así, vayamos a Beauclair lo más presto posible,
señores caballeros! ¡Geralt, Milva, Angoulême, nos veremos en el castillo!

Vadearon la corriente, espolearon los caballos hacia el bosque, entre robles de ramas muy
extensas, entre helechos que les llegaban hasta las espuelas. Milva encontró sin esfuerzo el rastro
de la banda de huidos. Iban tan deprisa como podían. Geralt tenía miedo por los druidas. Temía
que los restos de la banda, al sentirse seguros, quisieran vengar en los druidas el pogromo recibido
a manos de los caballeros andantes de Toussaint.
—Cuidao que ha tenío potra el Jaskier —dijo de pronto Angoulême—. Cuando el Ruiseñor nos
cercó en la cabaña me contó por qué tenía miedo de Toussaint.
—Me lo había imaginado —respondió el brujo—. Sólo que no sabía que había apuntado tan
alto. ¡Una condesa, jo, jo!
—Fue hace la tira de años. Y el conde Raimundo, ése que estiró la pata, al parecer juró que le
iba a arrancar el corazón al poeta, lo mandaría cocinar, se lo pondría de cena a la condesa infiel y
la obligaría a comerlo. Tiene Jaskier suerte de no haber caído en las garras del conde cuando
todavía vivía. Nosotros también tenemos suerte.
—Eso habrá que verlo.
—Jaskier dice que la tal condesa Anarietta lo ama hasta la locura.
—Jaskier siempre dice eso.
—¡Cerrar el pico! —ladró Milva, tirando de las riendas y echando mano al arco.
Errando de árbol en árbol corría hacia ellos un ladrón, sin sombrero, sin armas, a ciegas.
Corría, se caía, se levantaba, volvía a correr de nuevo. Y gritaba. Gritos agudos, penetrantes,
horribles.
—¿Qué pasa? —se asombró Angoulême.
Milva tensó el arco en silencio. No disparó, esperó hasta que el bandido se acercara y aquél
corría directamente hacia ellos, como si no les hubiera visto. Cruzó a toda velocidad por entre el
caballo del brujo y el de Angoulême.
Vieron su rostro, blanco como el papel y deformado por el miedo, vieron sus ojos
desencajados.
—¿Qué diablos? —repitió Angoulême.
Milva se despertó de su estupor, se volvió en la silla y le lanzó al huido una flecha en la
espalda. El bandido gritó y cayó sobre los helechos.
La tierra tembló. De tal forma que de un roble cercano se desgranaron al suelo las bellotas.
—Me pregunto —dijo Angoulême— de qué sería de lo que huía…
La tierra tembló de nuevo. Los arbustos chasquearon, crujieron las ramas quebradas.
—¿Qué es eso? —gimió Milva, poniéndose de pie sobre los estribos—. ¿Qué es eso, brujo?
Geralt fijó la mirada, vio y lanzó un profundo suspiro. Angoulême también lo vio. Y
empalideció.
—¡Su puta madre!
El caballo de Milva también lo vio. Relinchó con pánico, se puso a dos patas y luego pateó con
las ancas. La arquera voló de la silla y cayó pesadamente al suelo. El caballo huyó hacia el interior
del bosque. La montura de Geralt echó a galopar detrás sin pensarlo, con tan mala fortuna que
eligió un camino bajo una rama de roble que colgaba muy baja. La rama barrió al brujo de la silla.
El golpe y el dolor de la rodilla por poco no le quitaron el sentido.
Angoulême fue quien consiguió controlar a su enloquecido caballo por más tiempo, pero
también al final acabó en el suelo. En su huida el caballo por poco no aplastó a Milva, que se
estaba levantando.
Y entonces vieron con mayor claridad la cosa que avanzaba hacia ellos. Y dejaron por
completo, pero por completo, de asombrarse del pánico de sus animales.
El ser recordaba a un gigantesco árbol, a un añudo y nudoso roble. O puede que en verdad
fuera un roble. Pero un roble bastante poco típico. En vez de erguirse tranquilito allá en el campo
entre hojas y bellotas caídas, en vez de permitir que le corrieran por encima las ardillas y se le
cagaran encima los pardillos, aquel roble caminaba con brío por el bosque, pisaba rítmicamente
con gruesas raíces y agitaba las ramas. El rechoncho tronco —o el torso— del monstruo tenía a
ojo como unas dos brazas de diámetro y el pico que sobresalía de él no era quizás pico, sino más
bien fauces, porque se abría y se cerraba con un sonido que recordaba al de unas pesadas puertas al
cerrarse.
Aunque bajo su terrible peso temblaba la tierra de forma que hacía complicado mantener el
equilibrio, el monstruo cruzaba por un barranco con una agilidad pasmosa. Y no lo hacía sin
objetivo.
Ante sus ojos, el monstruo agitó las ramas, hizo que susurraran las hojas y extrajo de un árbol
caído a un bandido que se escondía allí, tan hábilmente como una cigüeña extrae a una rana
escondida entre la hierba. Envuelto en las ramas, el malandrín quedó suspendido, gritando que
hasta daba pena. Geralt vio que el monstruo llevaba ya tres bandidos colgando de la misma forma.
Y un nilfgaardiano.
—Huid… —jadeó, intentado en vano levantarse. Tenía la sensación como si alguien le
estuviera golpeando rítmicamente con un martillo en la rodilla para clavarle un clavo al rojo—.
Milva… Angoulême… Huid…
—¡No te vamos a dejar!
El árbol monstruo les escuchó, taconeó alegre con las raíces y corrió en su dirección.
Angoulême, intentando en vano alzar a Geralt, maldijo de forma especialmente blasfema. Milva,
con las manos temblorosas, intentaba asentar una flecha en la cuerda. Completamente sin sentido.
—¡Huid!
Era demasiado tarde. El árbol monstruo ya estaba sobre ellos. Paralizados por el miedo, ahora
podían ver con precisión su botín, cuatro ladrones que colgaban en la trenza de ramas. Dos vivían,
porque emitían terribles aullidos y meneaban las piernas. El tercero, quizá inconsciente, colgaba
inerte. El monstruo, a todas luces, intentaba capturar vivas a sus presas. Pero con el cuarto
prisionero no le había salido, quizá por falta de atención había apretado demasiado fuerte, lo que
se dejaba ver por los ojos desencajados de la víctima, y la lengua, que le llegaba muy lejos, hasta
la barbilla, manchada de sangre y de vómito.
Un segundo después colgaban ya en el aire, rodeados de ramas, todos gritando a voz en cuello.
—Mis, mis, mis —escucharon desde abajo, desde las raíces—. Mis, mis, Arbolillo.
Detrás del árbol monstruo, espoleándolo ligeramente con una ramita llena de hojas iba una
druidesa jovencita, con una toga blanca y una corona de florecillas en la cabeza.
—No hagas daño, Arbolillo, no aprietes. Con delicadeza. Mis, mis, mis.
—No somos unos bandidos… —jadeó Geralt desde lo alto, pudiendo apenas alzar su voz desde
un pecho apretado por las ramas—. Dile que nos suelte… Somos inocentes…
—Todos dicen lo mismo. —La druidesa espantó una mariposa que le rondaba por la ceja—.
Mis, mis, mis.
—Me he meado… —gimió Angoulême—. ¡Me cagüentó, me he meado!
Milva sólo carraspeaba. Tenía la cabeza sobre el pecho. Geralt lanzó una maldición terrible.
Era lo único que podía hacer.
El árbol monstruo, espoleado por la druidesa, avanzaba ligero por el bosque. Durante su
carrera a todos —los que estaban conscientes— les castañeteaban los dientes al ritmo de los saltos
del monstruo. Hasta se oía un eco.
Al cabo de no mucho tiempo se encontraron en un amplio claro. Geralt vio a un grupo de
druidas vestidos de blanco, y junto a ellos otro árbol monstruo. Éste había sido menos afortunado
con su caza: de sus ramas sólo colgaban tres bandidos, de los que sólo parecía vivir uno.
—¡Criminales, canallas, gentes indignas! —enunció desde abajo uno de los druidas, un
viejecillo que se apoyaba en un largo bastón—. Miradlo bien. Mirad qué castigo les espera en el
bosque de Myrkvid a los criminales e indignos. Miradlo y recordadlo. Os dejaremos ir para que
podáis contarles a otros lo que vais a contemplar dentro de un momento. ¡Para advertencia!
En el mismo centro del claro se amontonaba una gran pila de leños y carrascas, y sobre la pila,
apoyada en unos maderos, había una jaula tejida de esparto que tenía la forma de una gran muñeca
de palo. La jaula estaba llena de gentes gritando y sollozando. El brujo escuchó con claridad los
gritos de rana, roncos por el miedo, del bandolero Ruiseñor. Vio también el rostro blanco como el
papel y deformado por el pánico del medioelfo Schirrú, apretado contra las trenzas de esparto.
—¡Druidas! —gritó Geralt, movilizando para aquel grito todas sus fuerzas para que se
escuchara entre la barahúnda general—. ¡Señora flaminica! ¡Soy el brujo Geralt!
—¿Cómo? —habló desde abajo una mujer alta y delgada con el cabello de color gris acero,
que le caía sobre la espalda, sujeto a la frente con una corona de muérdago.
—Soy Geralt… El brujo… El amigo de Emiel Regis…
—Repite, porque no te oigo.
—¡Geraaalt! ¡El amigo del vampiiiro!
—¡Ah! ¡Haberlo dicho antes!
A una señal de la druidesa de cabellos de acero, el árbol monstruo los dejó en tierra. No
demasiado delicadamente. Cayeron, ninguno se pudo levantar por sus propias fuerzas. Milva
estaba inconsciente, por la nariz le salía sangre. Haciendo un esfuerzo, Geralt se alzó y se arrodilló
sobre ella.
La flaminica de cabellos de acero estaba a su lado, carraspeó. Tenía el rostro muy fino, incluso
delgadísimo, tanto que despertaba asociaciones no demasiado agradables con el cráneo de un
cadáver cubierto de piel. Sus ojos azul celeste como el aciano eran amables y dulces.
—Creo que tiene una costilla rota —dijo, mirando a Milva—. Pero ahora la curamos.
Enseguida le prestarán ayuda nuestras sanadoras. Me pesa lo que ha sucedido. Pero, ¿cómo iba a
saber quiénes erais? No os invité a venir a Caed Myrkvid y no os concedí permiso para entrar en
nuestro santuario. Emiel Regis da fe de vosotros, cierto, pero la presencia en nuestro bosque de un
brujo, asesino a sueldo de seres vivos…
—Me iré de aquí sin un momento de demora, honorable flaminica —aseguró Geralt—. Si
sólo…
Se detuvo, al ver a los druidas portando teas ardiendo que se acercaban a la pila y a la muñeca
de esparto llena de personas.
—¡No! —gritó, apretando los puños—. ¡Deteneos!
—Esa jaula —dijo la flaminica, como si no lo escuchara— tenía que servir al principio como
comedero invernal para animales hambrientos, tenía que estar en el bosque llena de heno. Pero
cuando agarramos a estos canallas, recordé los rumores malvados y las calumnias que los
humanos cuentan de nosotros. Bien, pensé, vais a tener vuestra Moza de Esparto. Vosotros
mismos os la sacasteis de la manga, como pesadilla que despierta el miedo, así que yo os voy a
proporcionar esa pesadilla…
—Ordena que se detengan —susurró el brujo—. Honorable flaminica… No los queméis…
Uno de esos bandidos tiene una información muy importante para mí…
La flaminica posó una mano sobre el pecho. Sus ojos de aciano eran amables y dulces.
—Oh, no —dijo con voz seca—. No, señor. Yo no creo en la institución del testigo de la
corona. El librarse de la pena es inmoral.
—¡Deteneos! —gritó el brujo—. ¡No le prendáis fuego! ¡De…!
La flaminica realizó un breve gesto con la mano, y Arbolillo, que todavía estaba en los
alrededores, taconeó con sus raíces y le puso una rama al brujo en el hombro. Geralt se sentó y
además con impulso.
—¡Prendedle fuego! —ordenó la flaminica—. Lo siento, brujo, pero ha de ser así. Nosotros,
druidas, valoramos y honramos la vida en cada una de sus formas. Pero el dejar con vida a los
criminales es simple estupidez. A los criminales no les asusta más que el miedo. Así que les
vamos a dar un ejemplo por el miedo. Albergo la esperanza de que no tenga que repetir este
ejemplo.
Las carrascas se prendieron muy deprisa, la pila vomitó humo y se cubrió de llamas. Los gritos
y aullidos que salían de la Moza de Esparto ponían los pelos de punta. Por supuesto, no era posible
en la cacofonía de chasquidos producida por el fuego, pero a Geralt le parecía que distinguía el
croar desesperado de Ruiseñor y los gritos agudos, llenos de dolor, del medioelfo Schirrú.
Él tenía razón, pensó. La muerte no siempre es igual.
Y luego, después de un tiempo macabramente largo, la pila y la Moza de Esparto explotaron
piadosamente en un infierno de fuego estruendoso, un fuego al que nada podía sobrevivir.
—Tu medallón, Geralt —dijo Angoulême, que estaba junto a él.
—¿Cómo? —carraspeó, porque tenía la garganta encogida—. ¿Qué has dicho?
—Tu medallón de plata con el lobo. Lo tenía Schirrú. Ahora ya lo has perdido del todo. Se
habrá fundido en esas brasas.
—Qué se le va a hacer —dijo al cabo, mirando a los ojos aciano de la flaminica—. Ya no soy
un brujo. Dejé de ser brujo. En Thanedd, en la Torre de la Gaviota. En Brokilón. En el puente
sobre el Yaruga. En la cueva de la Gorgona. Y aquí, en el bosque de Myrkvid. No, ya no soy un
brujo. Así que he de aprender a vivir sin el medallón de brujo.
Capítulo octavo

El rey amaba a su esposa, la reina, ilimitadamente, y ella lo amaba a él con todo


su corazón. Algo así sólo podía terminar con una desgracia.

Flourens Delannoy, Cuentos y leyendas

Delannoy, Flourens, lingüista e historiador, *1432 en Vicovaro, en los años


1460-1475 secretario y bibliotecario en el palacio imperial. Infatigable
investigador de leyendas y cuentos populares, autor de muchos estudios que son
considerados monumentos de la antigua lengua y literatura de las regiones
norteñas del Imperium. Algunas de sus obras más importantes son: Mitos y
leyendas de los pueblos del norte, Cuentos y leyendas, La sorpresa o el mito de la
Antigua Sangre, La saga del brujo y El brujo y la brujilla, o de la búsqueda
incansable. Desde el año 1476, profesor de la academia de Castell Graupian,
donde † en 1510.

Effenberg y Talbot, Encyclopaedia Máxima Mundi, tomo IV

El viento soplaba desde el mar, hacía gemir las velas, una garúa como de pequeñísimo granizo
golpeaba dolorosamente en el rostro. El agua del Gran Canal estaba aceitosa, agitada por el viento,
salpicada con el goteo de la lluvia.
—Por aquí, señor, permitid. El barco está esperando.
Dijkstra lanzó un pesado suspiro. Estaba ya verdaderamente harto de viajes por el mar, le
alegraban aquellos pocos instantes en los que sentía bajo los pies el suelo fuerte y estable de la
playa, se ponía negro cuando pensaba que no tenía más remedio que acercarse otra vez a una
cubierta balanceante. Pero qué se le iba a hacer. Lan Exeter, la capital de invierno de Kovir, se
diferenciaba de forma significativa de otras capitales del mundo. En el puerto de Lan Exeter los
viajeros que llegaban por mar desembarcaban en la piedra del muelle sólo para embarcarse de
inmediato en la siguiente unidad navegadora: una esbelta nave de alta proa y no mucho más baja
popa, impulsada por multitud de remos. Lan Exeter estaba construida sobre el agua, en el amplio
estuario del río Tango. En vez de calles, la ciudad tenía canales, y toda la comunicación de la
ciudad se llevaba a cabo mediante barcas.
Se subió a la barca, saludó al embajador redano que le esperaba junto a la escala. Se separaron
del muelle, los remos golpeaban el agua al unísono, la nave avanzaba, tomaba velocidad. El
embajador redano guardaba silencio.
El embajador, pensó Dijkstra maquinalmente. ¿Desde hace cuántos años tiene Redania
embajador en Kovir? Más de ciento veinte. Ya hace ciento veinte años que Kovir y Poviss tienen
frontera con Redania. Pero no siempre fue así.
Desde el principio de los tiempos Redania trataba a los países situados al norte, en el golfo de
Praxeda, como su propio feudo. Kovir y Poviss eran —como se decía en la corte de Tretogor—
infantados en la joya de la corona. Los condes infantes que se sucedían en aquellos gobiernos
recibían el nombre de troidenos, puesto que descendían —o afirmaban descender— de un
antepasado común, Troiden. El tal príncipe Troiden era hermano del rey de Redania Radowid I, al
que luego llamaron el Grande. Ya en su juventud había sido el tal Troiden un tipo lascivo y
extraordinariamente repugnante. Daba miedo pensar lo que saldría de él con los años. El rey
Radowid, que no era una excepción a este respecto, odiaba a su hermano como a la peste. Así que
lo nombró conde infante de Kovir, para librarse de él, enviándolo tan lejos de sí como fuera
posible. Y más lejos que Kovir no se podía.
El conde infante Troiden era formalmente vasallo de Redania, pero un vasallo atípico, que no
conllevaba carga alguna ni obligaciones feudales. Ni siquiera tenía que ofrecer el juramento
ceremonial de vasallaje, se exigía de él solamente lo que se denominaba promesa de no perjudicar.
Unos decían que, simplemente, Radowid se había apiadado de él, sabiendo que la «joya de la
corona» kovirana no daba ni para tributos ni para vasallaje. Otros por su parte afirmaban que
Radowid simplemente no quería tener ante sus ojos al conde infante, se mareaba sólo de pensar
que el hermanillo se podía aparecer personalmente en Tretogor con dinero o ayuda militar. Cómo
había sido en verdad, no lo sabía nadie, pero sea como fuere, así se quedó. Muchos años después
de la muerte de Radowid I, en Redania seguían rigiendo las leyes promulgadas en tiempos del
viejo rey. En primer lugar: el condado de Kovir es vasallo, pero no tiene ni que pagar, ni que
servir. En segundo: el infantado de Kovir es un bien de manos muertas y la sucesión está
exclusivamente en manos de la casa de los troidenos. En tercer lugar: Tretogor no se mezcla en los
asuntos de la casa de los troidenos. En cuarto: a los miembros de la casa de los troidenos no se les
invita a Tretogor para las celebraciones de las fiestas nacionales. En quinto: ni en ninguna otra
ocasión.
En suma, pocos sabían algo de lo que pasaba en el norte y menos aún se interesaban por ello. A
Redania llegaban —principalmente por intermedio de Kaedwen— noticias de los conflictos del
conde de Kovir con los señores menores del norte. De alianzas y guerras con Hengfors, Malleore,
Creyden, Talgar y otros países de nombres difíciles de recordar. Alguien había vencido a alguien y
lo había absorbido, alguien se había unido a alguien con un lazo dinástico, alguien había derrotado
a alguien y le exigía tributo. En resumen, nadie sabía quién, a quién ni por qué.
Sin embargo, las noticias de guerras y luchas atraían al norte a una marabunta de matones,
aventureros, buscadores de sensaciones y otros espíritus inquietos en busca de botín y
posibilidades de enriquecerse. Venían aquéllos de todos los rincones del mundo, incluso de países
tan lejanos como Cintra o Rivia. Pero sobre todo, habitantes de Redania y Kaedwen. En especial
desde Kaedwen habían salido para Kovir verdaderos pelotones de caballería. El rumor decía
incluso que a la cabeza de uno iba la famosa Aideen, la revoltosa hija natural del monarca de
Kaedwen. En Redania hasta se decía que en el palacio de Ard Carraigh se jugaba con la idea de
anexionarse el condado del norte y arrebatárselo a la corona redana. Incluso se suponía que
alguien allá había comenzado a gritar que era necesaria una intervención armada.
Sin embargo, Tretogor anunció ostentosamente que no le interesaba el norte. Como
reconocieron los juristas reales, la ley que regía era la de la reciprocidad, el principado kovirano
no tenía obligación alguna para con la corona, así que la corona no le ofrecía ayuda a Kovir. Y
cuanto más que Kovir no había pedido ayuda alguna.
Entretanto Kovir y Poviss habían salido de las guerras del norte más fuertes y poderosos.
Pocos eran los que entonces lo sabían. La señal más clara de la creciente potencia del norte era su
cada vez mayor actividad exportadora. Durante decenas de años se había dicho que la única
riqueza de Kovir era la arena y el agua marina. Se volvió a recordar la broma cuando la
producción de las fábricas y salinas de Kovir prácticamente monopolizó el mercado mundial del
vidrio y la sal.
Pero aunque cientos de personas bebían en vasos con la señal de las fábricas de Kovir y
aliñaban la sopa con sal de Poviss, aún seguía siendo en la consciencia de la gente un país
increíblemente lejano, inaccesible, duro y hostil. Y sobre todo, ajeno.
En Redania y Kaedwen, en vez de «mandar al diablo» a alguien se decía «echarlo a Poviss». Si
no os gusta mi casa, decía el maestro a los aprendices recalcitrantes, camino libre a Kovir. No
vamos a tener aquí orden kovirano, les gritaba el profesor a los estudiantes que discutían como
locos. A hacerte el listo a Kovir, le decía el campesino a su hijo que criticaba el arado antiquísimo
y el sistema de barbecho.
¡A quien no le guste el orden ancestral, camino libre a Kovir!
Los receptores de estos mensajes poco a poco comenzaron a reflexionar y al poco se dieron
cuenta de que, efectivamente, el camino a Kovir y a Poviss carecía de obstáculos. Una segunda ola
de emigrantes se dirigió hacia el norte. Y como la anterior, aquella ola se componía de gente rara
e insatisfecha, que eran diferentes y querían otras cosas. Pero esta vez no se trataba de aventureros
enfrentados a la vida y que no cabían en ningún sitio. Por lo menos, no sólo.
Hacia el norte se dirigieron científicos que creían en sus teorías aunque se les gritara que
aquellas teorías eran irreales y locas. Técnicos y constructores convencidos de que, contra toda
opinión general, se podían construir las máquinas y herramientas concebidas por los científicos.
Hechiceros para quienes el uso la magia para crear diques no significaba un desprecio blasfemo.
Mercaderes para los que la perspectiva del incremento del beneficio era capaz de sobrepasar las
fronteras rígidas, estáticas y cortas de vista del riesgo. Campesinos y ganaderos convencidos de
que incluso de los peores suelos se podía hacer un campo fructífero, de que siempre se podía criar
un tipo de animal que medrara en aquel clima.
Hacia el norte se fueron también mineros y geólogos para los que la severidad de las montañas
salvajes y las rocas de Kovir significaba una señal inequívoca de que si en la superficie había tanta
pobreza, en el interior tenía que haber mucha riqueza. Pues la naturaleza ama el equilibrio.
En el interior había mucha riqueza.
Pasó un cuarto de siglo y Kovir extraía tantas riquezas mineras como Redania, Aedirn y
Kaedwen juntos. En la extracción y la transformación del mineral de hierro, Kovir tan sólo cedía
ante Mahakam, pero hasta Mahakam llegaban transportes koviranos de metal que servían para
realizar las aleaciones. A Kovir y Poviss les tocaba un cuarto de la extracción mundial de mena de
plata, níquel, plomo, estaño y cinc, la mitad de las extracciones de cobre y cobre nativo, tres
cuartos de las extracciones de mena de manganeso, cromo, titanio y volframio, y otro tanto de
metales que sólo aparecían en forma nativa: platino, ferroaurum, criobelito y dwimerita.
Y más del ochenta por ciento de las extracciones mundiales de oro.
El oro a cambio del que Kovir y Poviss compraban todo lo que no crecía y no se criaba en el
norte. Y lo que Kovir y Poviss no producían. No porque no pudieran ni supieran. No merecía la
pena. El artesano de Kovir o Poviss, hijo o nieto de emigrante que llegara aquí con el saco al
hombro, ganaba ahora cuatro veces más que su confráter de Redania o Temeria.
Kovir comerciaba y quería comerciar con todo el mundo, a una escala cada vez mayor. No
pudo.
Radowid III fue coronado rey de Redania. Con su bisabuelo Radowid el Grande le ligaba el
nombre y también la avaricia y la codicia. Aquel rey, por sus lameculos y hagiógrafos llamado el
Atrevido, y por todos los demás el Pelirrojo, se dio cuenta de lo que antes nadie había querido
darse cuenta. ¿Por qué del gigantesco comercio que Kovir llevaba a cabo Redania no se llevaba ni
un real? Pues si Kovir no es más que un insignificante condado, un feudo, pequeña joyita en la
corona redana. ¡Era hora de que el vasallo kovirano comenzara a servir a su soberano!
Al poco surgió una maravillosa ocasión. Redania tuvo un conflicto fronterizo con Aedirn, se
trataba, como de costumbre, del valle del Pontar.
Radowid III decidió echar mano a las armas y comenzó a prepararse. Promulgó un impuesto
especial para la guerra llamado el «diezmo de Pontar». Habían de pagarlo todos los súbitos y
vasallos. Todos. El infante de Kovir también. El Pelirrojo se frotaba las manos. ¡Diez por ciento
de los ingresos de Kovir, esto sí que era algo bueno!
Hasta Pont Vanis, del que se pensaba que era un villorrio de murallas de madera, se fueron los
enviados redanos. Cuando volvieron comunicaron al Pelirrojo unas nuevas asombrosas.
Pont Vanis no es un villorrio. Es una ciudad enorme, la capital de verano del reino de Kovir,
cuyo gobernante, el rey Gedovius, envía al rey Radowid la siguiente repuesta:
El reino de Kovir no es vasallo de nadie. Las pretensiones y las reclamaciones de Tretogor
carecen de fundamento y se apoyan en una ley que es letra muerta, que nunca tuvo vigor. Los
reyes de Tretogor no fueron nunca soberanos de Kovir, porque los señores de Kovir, lo que es fácil
de comprobar en los anales, nunca pagaron tributo a Tretogor, ni cumplieron obligaciones
militares ni, lo que es más importante, nunca fueron invitados a las celebraciones de las fiestas
nacionales. Ni a ninguna otra.
Gedovius, rey de Kovir —transmitieron los enviados— lo siente mucho, pero no puede
reconocer al rey Radowid como señor y soberano, ni mucho menos pagarle el diezmo. No puede
tampoco hacerlo ninguno de los vasallos ni enfiteutas que rindan vasallaje exclusivo al señorío de
Kovir.
En una palabra: que Tretogor tenga cuidado de su nariz y no la meta en los asuntos de Kovir,
reino independiente.
El Pelirrojo estalló en una fría cólera. ¿Reino independiente? ¿Extranjero? Bien, pues entonces
vamos a hacer con Kovir como con un reino extranjero.
Redania y Kaedwen y Temeria, obligados por el Pelirrojo, aplicaron a Kovir una aduana
retorsiva y un derecho de almacenaje sin piedad. Un mercader de Kovir que viajara hacia el sur
tenía que exponer sus mercancías, lo quisiera o no, en alguna ciudad redana y venderlas. O
regresar. La misma obligación afectaba al mercader del lejano sur que tuviera intenciones de
dirigirse a Kovir.
De las mercancías que Kovir transportaba por el mar, sin tocar en puertos redanos o temerios,
Redania exigía unos derechos de aduana dignos de un pirata. Los barcos koviranos, por supuesto,
no querían pagar, sólo pagaban aquéllos que no conseguían huir. En aquel juego del gato y el ratón
comenzado en el mar, pronto se llegó a un incidente. Un patrullero redano intentó arrestar a un
mercader kovirano, aparecieron dos fragatas de Kovir, el patrullero ardió. Hubo víctimas.
La gota colmó el vaso. Radowid el Pelirrojo decidió enseñar modales a su vasallo
desobediente. Un ejército redano compuesto de cuatro mil hombres atravesó el río Braa, y el
cuerpo expedicionario de Kaedwen avanzó hacia Caingorn.
Al cabo de una semana, los dos mil redanos que habían logrado sobrevivir cruzaban la frontera
en dirección contraria y los miserables restos del cuerpo kaedweno se arrastraron hacia casa por
los desfiladeros de las Montañas del Milano. Así se aclaró el último objetivo para el que había
servido el oro de las montañas del norte. El ejército estable de Kovir lo constituían veinticinco mil
profesionales duchos en guerras —y atracos—, condottieros sacados de los más lejanos rincones
del mundo, incondicionalmente fieles a la corona kovirana gracias una soldada de generosidad
nunca vista y una pensión de vejez garantizada por contrato. Dispuestos a enfrentarse a cualquier
peligro por recompensas de generosidad nunca vista, pagadas por cada batalla ganada. A estos
ricos soldados por su parte, los dirigían unos caudillos experimentados en la guerra, llenos de
talento y —ahora— muy ricos. A estos caudillos el Pelirrojo y el rey Benda de Kaedwen los
conocían muy bien: eran los mismos que no hacía tanto tiempo habían estado sirviendo en sus
propios ejércitos pero que, inesperadamente, habían pasado a la reserva y se habían ido al
extranjero.
El Pelirrojo no era tonto y sabía aprender de sus errores. Calmó a los agitados generales que
exigían una cruzada, no prestó oídos a los mercaderes que exigían un bloqueo económico, mitigó a
Benda de Kaedwen, que anhelaba sangre y venganza por la destrucción de su unidad de élite. El
Pelirrojo inició negociaciones. No le contuvo ni siquiera la humillación, una piedra de molino que
tuvo que tragar: Kovir accedió a las negociaciones pero en su territorio, en Lan Exeter. La
montaña tenía que venir al profeta.
Acudieron entonces a Lan Exeter como suplicantes, pensó Dijkstra, envolviéndose en su capa.
Como humillados pedigüeños. Exactamente como hoy.
La escuadra redana entró en el golfo de Praxeda y se dirigió hacia la playa kovirana. Desde la
cubierta del buque insignia Alata, Radowid el Pelirrojo, Benda de Kaedwen y el jerarca de
Novigrado, que les acompañaba en papel de mediador, contemplaron con asombro el rompeolas
que surgía del mar y sobre el que se alzaban los muros y rechonchas torres de la fortaleza que
defendía la entrada a la ciudad de Pont Vanis. Y navegando hacia el norte, en dirección a la
desembocadura del río Tango, los reyes vieron puerto tras puerto, astillero tras astillero,
embarcadero tras embarcadero. Vieron un bosque de mástiles y un océano blanco de velas que
hasta hería los ojos. Kovir, resultaba, ya tenía listo el remedio contra bloqueos, retorsiones y
guerras aduaneras. Kovir estaba dispuesto, evidentemente, a controlar los mares.
E l Alata entró en la amplia boca del río Tango y echó el ancla en las bocas de piedra del
antepuerto. Pero a los reyes, para su asombro, todavía les esperaba un viaje por el agua. La ciudad
de Lan Exeter no tenía calles, sino canales. Entre ellos, el Gran Canal, arteria principal y eje de la
metrópolis, que conducía directamente desde el puerto hasta la residencia del monarca. Los reyes
se trasladaron a una galera decorada con guirnaldas escarlatas y doradas y con un escudo en el que
el Pelirrojo y Benda, para su asombro, reconocieron el águila redana y el unicornio kaedweno.
Mientras navegaban por el Gran Canal, los reyes y su cohorte miraban a su alrededor y
guardaban silencio. En realidad convendría decir que se habían quedado mudos. Se habían
equivocado al pensar que sabían lo que era riqueza y pompa, que no se les iba a poder sorprender
con muestras de bienestar y demostraciones de lujo.
Navegaban por el Gran Canal e iban dejando a un lado el imponente edificio del Almirantazgo,
la sede del Gremio de Mercaderes. Navegaban a través de un bulevar repleto de una multitud
multicolor y bien vestida. Navegaban entre una hilera de palacios de nobles y casonas de
mercaderes que se reflejaban en el agua del canal en un arco iris de fachadas hermosamente
adornadas pero increíblemente estrechas. En Lan Exeter se pagaba impuestos por la longitud de la
fachada; cuanto más ancha, más se incrementaba el impuesto.
En las escaleras que bajaban hasta el canal del Palacio de Ensenada, residencia de invierno del
monarca y que era el único edificio de fachada ancha, esperaba ya el comité de bienvenida y la
pareja real: Gedovius, señor de Kovir, y su esposa, Gemma. La pareja recibió a los recién llegados
con cortesía, amabilidad y… de modo bastante atípico. Querido tío, le dijo Gedovius a Radowid.
Querido abuelito, sonrió Gemma en dirección a Benda. Gedovius era al fin y al cabo un troideno.
Gemma, por su parte, resultó que provenía del linaje de la revoltosa Aideen, que había huido de
Kaedwen y por cuyas venas corría sangre de los reyes de Ard Carraigh.
El comprobar el parentesco enmendó los ánimos y despertó simpatía pero no ayudó en las
negociaciones. Los «niños» dijeron en pocas palabras lo que querían, los «abuelos» escucharon. Y
firmaron un documento que luego fue llamado por la posteridad Primer Tratado de Exeter. Para
diferenciarlo de los que luego se firmaron, el Primer Tratado llevaba también un apelativo
extraído de las primeras palabras de su preámbulo: Mare Liberum Apertum.
El mar es libre y abierto. El comercio es libre. El beneficio es sagrado. Ama al comercio y al
beneficio del prójimo como al tuyo propio. Obstaculizarle a alguien el comerciar y obtener
beneficio es una violación de las leyes de la naturaleza. Y Kovir no es vasallo de nadie. Es un
reino independiente, autónomo y neutral.
No daba la impresión de que Gedovius y Gemma quisieran hacer —aunque sólo fuera por
cortesía— una concesión, siquiera la más pequeña, para salvar el honor de Radowid y Benda. Y
sin embargo la hicieron. Aceptaron que Radowid el Pelirrojo —de por vida— usara en los
documentos oficiales el título de rey de Kovir y Poviss y Benda —de por vida— el título de rey de
Caingorn y Malleore.
Por supuesto, con la advertencia de «non preiudicando».
Gedovius y Gemma gobernaron durante veinticinco años. La rama real de los troidenos se
acabó con su hijo, Gerard. Al trono kovirano subió Esteril Thyssen. El fundador de la casa de los
Thyssen.
Al cabo de poco tiempo, los reyes de Kovir estuvieron ligados por lazos de sangre con el resto
de las dinastías del mundo. Observaron con firmeza la letra de los tratados de Exeter. Nunca se
mezclaron en los asuntos de los vecinos. Nunca intentaron hacerse con una sucesión ajena, aunque
más de una vez las vueltas de la historia hicieron que el rey o el príncipe de Kovir tuviera todas
las razones para considerarse con derecho a suceder al trono de Redania, de Aedirn, de Kaedwen,
Cidaris o incluso hasta de Verden o Rivia. Nunca el poderoso Kovir intentó anexiones territoriales
ni conquistas, no envió nunca cañoneras armadas de catapultas y balistas a aguas territoriales
extranjeras. Nunca usurpó para sí el privilegio del «dominio sobre las olas». A Kovir le bastaba
con el Mare Liberum Apertum, un mar libre y abierto para el comercio. Kovir profesaba la religión
del comercio y el beneficio.
Y una absoluta e imperturbable neutralidad.
Dijkstra se colocó el cuello de castor de su capa para proteger la nuca del viento y las gotas de
lluvia que caían. Miró a su alrededor, sacado de su ensoñación. El agua del Gran Canal parecía
negra. En el celaje y la niebla hasta el edificio del Almirantazgo, el orgullo de Lan Exeter, tenía
un aspecto cuartelero. Hasta las casonas de los mercaderes habían perdido su acostumbrado
esplendor, y sus estrechas fachadas parecían más estrechas de lo normal. O puede que hasta sean
más estrechas, joder, pensó Dijkstra. Si el rey Esterad ha subido los impuestos, los avaros
poseedores de las casonas podrían haber estrechado las fachadas.
—¿Hace mucho que tenéis este tiempo de perros, excelencia? —preguntó por preguntar, por
romper aquel molesto silencio.
—Desde mitad de septiembre, conde —respondió el embajador—. Desde la luna llena. Se
anuncia un invierno tempranero. En Talgar ya han caído las primeras nieves.
—Pensaba que en Talgar las nieves nunca se fundían —dijo Dijkstra.
El embajador le miró como asegurándose de que era una broma y no ignorancia.
—En Talgar —bromeó también— el invierno comienza en septiembre y termina en mayo. Las
otras estaciones del año son primavera y otoño. Hay también verano… Suele caer en el primer
martes después de la nueva de agosto. Y dura hasta el miércoles por la mañana…
Dijkstra no se rio.
—Pero incluso allí —el rostro del embajador se nubló— la nieve al final de octubre es un
hecho desacostumbrado.
El embajador, como la mayor parte de la aristocracia redana, no soportaba a Dijkstra. La
obligación de hospedar y atender al maestro de espías la consideraba un desprecio personal y el
hecho de que el Consejo de Regencia le encargara de las negociaciones con Kovir a Dijkstra y no a
él era una afrenta mortal. Lo enfurecía que él, De Ruyter, de la rama más famosa del linaje de los
ruyteros, barón desde hacía nueve generaciones, hubiera de llamar conde a ese malcriado y
advenedizo. Pero como experimentado diplomático escondía maravillosamente su resentimiento.
Los remos se alzaban y caían rítmicamente, la nave se deslizaba veloz por el Canal. Justo
estaban pasando al lado del Palacio de Cultura y Arte, pequeño pero construido con gusto.
—¿Vamos a Ensenada?
—Sí, conde —confirmó el embajador—. El ministro de asuntos exteriores señaló que desea
entrevistarse con vos inmediatamente después de vuestra llegada, por eso os conduzco
directamente a Ensenada. Por la tarde mandaré un bote a palacio, puesto que desearía invitaros a
la cena…
—Haga el favor su excelencia de perdonarme —le interrumpió Dijkstra—, pero las
obligaciones no me permiten aceptar. Tengo muchos asuntos que resolver y poco tiempo, habrá
que solventarlos a costa de los placeres. Cenaremos en otra ocasión. En tiempos más felices y
tranquilos.
El embajador se inclinó y respiró subrepticiamente con alivio.

Entró en Ensenada, por supuesto, por una puerta trasera. De lo que se alegró mucho. A la entrada
principal de la residencia de invierno del monarca, situada bajo un frontón maravilloso apoyado
en esbeltas columnas, se accedía directamente desde el Gran Canal por medio de unas escaleras de
mármol blanco, imponentes pero malditamente largas. Las escaleras que conducían a una de las
numerosas puertas traseras eran muchísimo menos impactantes pero también mucho más fáciles
de culminar. Pese a ello, Dijkstra, según andaba, se mordía los labios y maldecía por lo bajo para
que no le escucharan los guardias, lacayos y el mayordomo que le escoltaban.
En el interior del palacio esperaban más escaleras y otra subida. Dijkstra maldijo otra vez a
media voz. Seguramente la humedad, el frío y la incómoda posición en la barca habían hecho que
su pie, destrozado y curado a base de magia, comenzara a hacer notar su presencia con un sordo y
desagradable dolor. Y malos recuerdos. Dijkstra apretó los dientes. Sabía que al causante de sus
sufrimientos, al brujo, también le habían roto los huesos. Abrigaba la esperanza de que al brujo
también le dolieran y le deseaba de todo corazón que le dolieran lo más largo y más fuerte posible.
En el exterior habían caído ya las tinieblas, los pasillos de Ensenada estaban oscuros, los
caminos que Dijkstra recorrió detrás del silencioso mayordomo estaban alumbrados, sin embargo,
por una línea de lacayos con velas no excesivamente densa. Delante de las puertas de madera a las
que le condujo el mayordomo había unos guardias con alabardas, tensos y rígidos como si les
hubieran metido en el culo la alabarda de reserva. Allí había muchos más lacayos con velas, la
claridad hasta hería los ojos. Dijkstra se asombró un tanto de la pompa con que lo recibieron.
Entró en la habitación y al momento dejó de asombrarse. Hizo una profunda reverencia.
—Bienvenido, Dijkstra —dijo Esterad Thyssen, rey de Kovir, Poviss, Narok, Velhad y Talgar
—. No te quedes en la puerta, ven acá, más cerca. Deja a un lado la etiqueta, esto no es una
audiencia oficial.
—Mi señora.
La mujer de Esterad, la reina Zuleyka, respondió a su reverencia llena de respeto con una
ligera inclinación de la cabeza y sin dejar de hacer ganchillo.
Aparte de la pareja real no había ni un alma en la habitación.
—Cierto. —Esterad advirtió la mirada—. Hablaremos a cuatro, perdón, a seis ojos. Me da a mí
la sensación que va a ser mejor.
Dijkstra se sentó en el escabel que le habían señalado, enfrente de Esterad. El rey tenía sobre
los hombros una capa carmesí con adornos de armiño y en la cabeza un chapeau de terciopelo que
conjugaba con la capa. Como todos los hombres del clan de los thyssenios, era alto, bien formado
y de una belleza un poco salvaje. Siempre tenía un aspecto fuerte y saludable, como un marinero
que acabara de volver del mar, hasta parecía que emanara de él un aroma a agua marina y frío
viento salado. Como con todos los thyssenios, era difícil adivinar la edad exacta del rey. Mirando
sus cabellos, su tez y sus manos —los lugares que más inequívocamente hablan de la edad— se le
podía dar a Esterad como unos cuarenta y cinco años. Pero Dijkstra sabía que el rey tenía
cincuenta y seis.
—Zuleyka. —El rey se inclinó hacia su mujer—. Míralo. Si no supieras que es un espía, ¿lo
creerías?
La reina Zuleyka no era muy alta, sino más bien bajita y de una falta de belleza simpática. Se
vestía de una forma bastante típica para las mujeres de su belleza, consistente en elegir tales
elementos de vestir que no permitieran a nadie pensar que no era su propia abuela. Este efecto lo
conseguía Zuleyka a base de llevar vestidos amplios, informes y de tonos grises. En la cabeza
llevaba un gorrillo heredado de alguna antepasada. No usaba maquillaje alguno ni llevaba
tampoco joyas.
— E l Buen Libro —dijo ella con una vocecilla bajita y agradable— nos enseña que
mantengamos la moderación a la hora de juzgar al prójimo. Porque alguna vez se nos juzgará. Y
por cierto no teniendo en cuenta nuestro aspecto.
Esterad Thyssen obsequió a su mujer con una mirada cálida. Era por todos sabido que la
amaba con un amor sin fronteras, que durante veintinueve años de matrimonio no había
disminuido para nada, al contrario, ardía cada vez más. Esterad, por lo que se afirmaba, no había
traicionado nunca a Zuleyka. Dijkstra no creía demasiado en algo tan poco probable, pero él
mismo había intentado tres veces poner —más bien tender— al rey alguna agente impresionante,
candidata a favorita, una maravillosa fuente de información. No había servido de nada.
—No me gusta andarme por las ramas —dijo el rey—, por eso te voy a desvelar al punto por
qué me decidí a hablar contigo personalmente. Hay varias razones. En primer lugar, que yo sé que
no retrocedes ante el soborno. Estoy en general bastante seguro de mis servidores pero, ¿para qué
ponerles ante una prueba tan difícil, una tentación tan grande? ¿Qué mordida tenías intención de
proponerle a mi ministro de asuntos exteriores?
—Mil coronas novigradas —respondió el espía sin pestañear—. Si hubiera regateado habría
llegado hasta mil quinientas.
—Y por eso me gustas —dijo al cabo de un instante de silencio Esterad Thyssen—. Eres un
maldito hijo de puta. Me recuerdas mi propia juventud. Te miro y me veo a mí a tu edad.
Dijkstra se lo agradeció con una inclinación. Sólo era ocho años más joven que el rey. Estaba
seguro de que Esterad lo sabía perfectamente.
—Eres un maldito hijo de puta —repitió el rey, poniéndose serio—. Pero un hijo de puta
honrado y decente. Y eso es una cosa rara en estos tiempos asquerosos.
Dijkstra se inclinó de nuevo.
—Sabes —siguió Esterad—, en cada país se pueden encontrar personas que son ciegos
fanáticos de la idea de un orden social. Se entregan a esa idea, dispuestos a todo por ella. También
al crimen, puesto que según ellos el fin justifica los medios y transforma el sentido de los
términos. Ellos no matan, ellos salvaguardan el orden. Ellos no torturan, no chantajean, ellos
protegen la razón de estado y luchan por el orden. La vida del individuo, si el individuo altera el
orden dado, no vale para estas gentes ni un céntimo, ni un encogimiento de hombros. Ellos nunca
llegan a ser conscientes de que la sociedad a la que sirven se compone precisamente de individuos.
Estas personas disponen de lo que se denomina una vista hacia el futuro… y una vista así es la
mejor forma de no ver a otras personas.
—Nicodemus de Boot. —Dijkstra no pudo contenerse.
—Casi, pero no del todo. —El rey de Kovir mostró sus dientes de alabastro—. Era Vysogota
de Corvo. Un filósofo y ético menos conocido, pero también muy bueno. Léelo, te lo recomiendo.
Todavía quedará algún libro en vuestro país, no los habréis quemado todos. Venga, pero al grano,
al grano. Tú, Dijkstra, también te sirves sin escrúpulos de la intriga, el soborno, el chantaje y las
torturas. No pestañeas al condenar a alguien a la muerte u ordenar un asesinato encubierto. El que
hagas todo para el reino al que sirves fielmente no te justifica ante mis ojos ni te hace más
simpático. Al menos. Has de saberlo.
El espía asintió en señal de que lo sabía.
—Tú, sin embargo —siguió Esterad—, eres, como se dijo, un hijo de puta de carácter honrado.
Y por ello te aprecio y respeto, por ello te he ofrecido una audiencia privada. Por que tú, Dijkstra,
teniendo ocasión de hacerte con millones, nunca en tu vida has hecho nada en beneficio propio ni
robaste ni un real de la hacienda del estado. Ni siquiera medio real. Zuleyka, ¡mira! ¿Se ha
ruborizado o sólo me lo parece?
La reina alzó la cabeza de sus labores.
—Por su modestia conoceréis su honradez —citó el prólogo del Buen Libro, aunque seguro
que veía que en el rostro del espía no se albergaba ni siquiera un rastro de rubor.
—Bueno —dijo Esterad—. Al grano. Es hora de pasar a los asuntos de estado. Él, Zuleyka, ha
atravesado el mar dirigido por un deber patriótico. Redania, su patria, está en peligro. Después de
la trágica muerte del rey Vizimir, reina el caos allí. Redania está gobernada por una banda de
aristocráticos idiotas llamada Consejo de Regencia. Esta banda, mi Zuleyka, no va a hacer nada
por Redania. En el momento de peligro huirán o se echarán como perros a lamer las botas
adornadas de perlas del emperador nilfgaardiano. Esta banda desprecia a Dijkstra porque es un
espía, asesino, advenedizo y malcriado. Pero ha sido Dijkstra quien ha cruzado el mar para salvar
Redania. Demostrando quién es al que de verdad le importa Redania.
Esterad Thyssen guardó silencio, resopló, cansado del discurso. Se colocó su chapeau carmesí
armiñado, que se le había desplazado ligeramente hacia la nariz.
—Venga, Dijkstra —siguió—. ¿Qué mal aqueja a tu reino? Excepto la falta de dinero, se ha de
entender…
—Excepto la falta de dinero —el rostro del espía era como de piedra—, nada, todos sanos,
gracias.
—Ajá. —El rey afirmó con la cabeza, otra vez se le desplazó el chapeau hacia la nariz y otra
vez hubo de colocarlo—. Ajá. Entiendo.
»Entiendo —siguió—. Y apruebo la idea. Cuando se tiene dinero se puede uno comprar
medicamentos para cualquier dolencia. Lo importante es tener dinero. Vosotros no tenéis. Si lo
tuvieras no estarías aquí. ¿Lo he entendido bien?
—Sin faltar nada.
—¿Y cuánto es lo que necesitáis, por pura curiosidad?
—No mucho. Un millón de bisantos.
—¿No mucho? —Esterad Thyssen, con un gesto exagerado, se agarró el chapeau con las dos
manos—. ¿Que no es mucho? Ay, ay.
—Para vuestra majestad —balbuceó el espía— esta cantidad no es más que una minucia…
—¿Una minucia? —El rey soltó el chapeau y alzó las manos hacia el techo—. ¡Ay, ay! Un
millón de bisantos es una minucia, ¿has oído lo que dice, Zuleyka? ¿Y sabes tú, Dijkstra, que tener
un millón y no tener un millón, son, sumados, dos millones? Yo entiendo, yo comprendo que tú y
Filippa Eilhart buscáis febrilmente un plan para defenderos de Nilfgaard, pero, ¿qué es lo que
queréis? ¿Comprar todo Nilfgaard o qué?
Dijkstra no respondió. Zuleyka hacía ganchillo con afán. Esterad, durante un momento, fingió
estar admirando las mujeres desnudas pintadas en el techo.
—Venga, ven. —Se levantó de pronto, le hizo una señal al espía.
Se acercaron a un gigantesco cuadro que representaba al rey Gedovius sentado en un caballo
gris y señalándole al ejército con un cetro algo que no estaba en el lienzo, seguramente la
dirección correcta. Esterad rebuscó en su bolsillo una varita dorada, tocó con ella el marco de la
pintura, pronunció un encantamiento a media voz. Gedovius y el caballo gris desaparecieron y en
su lugar apareció un mapa plástico del mundo conocido. El rey tocó con la varita un alfiler de
plata al borde del mapa y cambió mágicamente la escala, acercando la parte visible del mundo al
valle del Yaruga y los Cuatro Reinos.
—Lo azul es Nilfgaard —aclaró—. Lo rojo sois vosotros. ¿Qué coño miras? ¡Mira aquí!
Dijkstra apartó la vista de otros cuadros, en su mayoría actos y escenas marineras. Se
preguntaba cuál de ellos sería el camuflaje hechiceril para otro de los famosos mapas de Esterad,
ése en el que se mostraba el espionaje comercial y militar de Kovir, toda la red de informadores
comprados y personas chantajeadas, confidentes, contactos operacionales, saboteadores, asesinos
a sueldo, agentes durmientes y residentes legales. Sabía que existía tal mapa, hacía tiempo que
buscaba sin fortuna cómo llegar a él.
—Los rojos sois vosotros —repitió Esterad Thyssen—. Tiene mal aspecto, ¿no?
Malo, reconoció Dijkstra para sí. Últimamente no hacía más que mirar mapas estratégicos,
pero ahora, en aquel mapa plástico de Esterad, la situación parecía todavía peor. Los cuadraditos
azules se componían en la forma de unas terribles fauces de dragón, listas en cualquier momento
para atrapar y destrozar con sus dientes a los pobres cuadraditos rojos.
Esterad buscó con la mirada algo que le pudiera servir como puntero para el mapa, sacó por fin
un adornado florete de la panoplia que tenía más cerca.
—Nilfgaard —comenzó su lección, señalando con el florete lo que hacía falta— atacó a Lyria
y Aedirn usando como casus belli el ataque al fuerte fronterizo de Glevitzingen. No voy a darle
vueltas a quién de verdad atacó Glevitzingen y disfrazado de qué. También considero falto de
sentido el preguntarse en cuántos días u horas la acción armada de Emhyr precedió a una empresa
análoga de Aedirn y Temeria. Eso se lo dejo a los historiadores. Más me interesa la situación
actual y lo que vendrá mañana. En este momento, Nilfgaard está en el Dol Angra y en Aedirn,
protegido por un estado tapón en la forma del dominio élfico de Dol Blathanna, el cual tiene
frontera con la parte de Aedirn que el rey Henselt de Kaedwen, por hablar pintorescamente,
arrancó de la boca a Emhyr y devoró él mismo.
Dijkstra no hizo ningún comentario.
—Dejo también a los historiadores la valoración moral de la actuación del rey Henselt —
siguió Esterad—. Pero una mirada al mapa basta para ver que, con la anexión de la Marca del
Norte, Henselt le cortó el camino a Emhyr hacia el valle del Pontar. Protegió el flanco de Temeria.
Y también el vuestro, redanos. Debierais agradecérselo.
—Se lo agradecí —murmuró Dijkstra—. Pero por lo bajito. En Tretogor hospedamos al rey
Demawend de Aedirn. Y Demawend tiene una valoración moral bastante definida de la actuación
del rey Henselt. Acostumbra a expresarla en cortas pero sonoras palabras.
—Me lo imagino. —El rey de Kovir afirmó con la cabeza—. Dejemos esto por un momento,
miremos al sur, al río Yaruga. Al atacar el Dol Angra, Emhyr se aseguró al mismo tiempo el
flanco firmando una paz separada con Foltest de Temeria. Pero inmediatamente después de
terminar las actividades bélicas en Aedirn, el emperador rompió el pacto sin ceremonias y atacó
Brugge y Sodden. Con su cobarde pacto Foltest consiguió dos semanas de paz. Más exactamente:
dieciséis días. Y hoy es el veintiséis de octubre.
—Lo es.
—Así que el estado de las cosas a veintiséis de octubre es el siguiente: Brugge y Sodden
ocupados. Las fortalezas de Razwan y Mayena han caído. El ejercito de Temeria vencido en la
batalla de Maribor, empujado hacia el norte. Maribor sitiado. Esta mañana todavía resistía. Pero
ya es de noche, Dijkstra.
—Maribor resistirá. Los nilfgaardianos no han conseguido ni siquiera cerrar el círculo.
—Cierto. Fueron demasiado lejos, alargaron demasiado la línea de aprovisionamientos, dejan
un flanco peligrosamente al descubierto. Antes del invierno desistirán del bloqueo, retrocederán
más cerca del Yaruga, acortarán el frente. Pero, ¿qué pasará en la primavera, Dijkstra? ¿Qué
pasará cuando la hierba salga de por debajo de la nieve? Acércate. Mira el mapa.
Dijkstra miró.
—Mira al mapa —repitió el rey—. Te diré lo que va a hacer en la primavera Emhyr var
Emreis.

—Con la primavera comenzará una ofensiva a una escala nunca vista —proclamó Carthia van
Canten, mientras arreglaba ante el espejo sus rizos de oro—. Oh, sé que es una información en sí
poco sensacional, que las mozas en los lavaderos de los pueblos se amenizan la colada contándose
historias de la ofensiva de primavera.
Assire var Anahid, aquel día excepcionalmente enfadada e impaciente, consiguió sin embargo
contenerse y no expresar la pregunta de por qué en ese caso le molestaba con unas informaciones
tan poco importantes. Pero conocía a Cantarella. Si Cantarella comenzaba a hablar de algo,
entonces tenía razones para ello. Y solía terminar sus narraciones con conclusiones a juego.
—Yo, sin embargo, sé más que el vulgo —continuó Cantarella—. Vattier me contó todo, todo
el desarrollo del consejo ante el emperador. Y además trajo consigo toda una carpeta de mapas
que estuve contemplando cuando se durmió… ¿Sigo hablando?
—Por supuesto. —Assire entrecerró los ojos—. Por favor, querida mía.
—La dirección principal del ataque es, por supuesto, Temeria. La frontera del río Pontar, la
línea de Novigrado-Wyzima-Ellander. Atacará el grupo de ejército Miércoles, bajo mando de
Merino Coehoom. El flanco lo protegerá el grupo de ejército Oriente, que atacará desde Aedirn al
valle del Pontar y Kaedwen…
—¿A Kaedwen? —Assire alzó las cejas—. ¿Acaso éste es el fin de la frágil amistad sellada a
base de repartirse el botín?
—Kaedwen le amenaza el flanco derecho. —Carthia van Canten abrió ligeramente sus labios
llenos. Su boca de muñequita estaba en un terrible contraste con las cosas tan inteligentes que
estaba diciendo—. El ataque tendrá carácter preventivo. Un destacamento del grupo de ejército
Oriente ha de atacar al ejército del rey Henselt y sacarle de la cabeza cualquier eventual ayuda
para Temeria.
»Al oeste —siguió la rubia— atacará el grupo de operaciones Verden, con la tarea de controlar
Cidaris y cerrar el bloqueo de Novigrado, Gors Velen y Wyzima. El estado mayor cuenta con la
necesidad de sitiar las tres fortalezas.
—No has mencionado los nombres de los jefes de ambos grupos de ejército.
—El del grupo Oriente, Ardal aep Dahy. —Cantarella sonrió levemente—. El del grupo
Verden, Joachim de Wett.
Assire alzó las cejas.
—Curioso —dijo—. Dos príncipes enfadados por haber eliminado a sus hijas de los planes
matrimoniales de Emhyr. Nuestro emperador es o muy ingenuo o muy listo.
—Si Emhyr sabe algo del complot de los príncipes —dijo Cantarella—, entonces no es por
Vattier. Vattier no le dijo nada.
—Sigue hablando.
—La ofensiva tiene una escala hasta ahora nunca vista. En total, sumando destacamentos de
línea, reserva, servicios de ayuda y de retaguardia, en la operación tomarán parte más de treinta
mil personas. Y elfos, ha de entenderse.
—¿Fecha de comienzo?
—No se ha señalado. El problema principal es el aprovisionamiento. Y el problema del
aprovisionamiento es el estado de los caminos. Nadie es capaz de prever cuándo se terminará el
invierno.
—¿Y de qué más habló Vattier?
—Se quejó, pobrecillo. —Los dientes de Cantarella relucieron—. El emperador de nuevo lo
humilló y amonestó. Delante de otros. Y otra vez a causa de la desaparición misteriosa de Stefan
Skellen y todo su destacamento. Emhyr llamó torpe públicamente a Vattier, le dijo que era jefe de
un servicio que en vez de conseguir que la gente desaparezca sin dejar rastro, se quedan
estupefactos con tales desapariciones. Construyó sobre este tema un retruécano bastante malvado
que Vattier no consiguió repetir por completo. Luego el emperador, en broma, le preguntó a
Vattier si esto no significaba que se había formado otra organización secreta, encubierta hasta de
él. Es astuto nuestro emperador. Ha estado cerca.
—Cerca —murmuró Assire—. ¿Qué más, Carthia?
—El agente que Vattier tenía en el destacamento de Skellen y que también ha desaparecido se
llamaba Neratin Ceka. Vattier debía de valorarlo muchísimo, porque está extraordinariamente
furioso por su desaparición.
Yo también estoy furiosa, pensó Assire, por la desaparición de Jediah Mekesser. Pero yo, a
diferencia de Vattier de Rideaux, voy a saber pronto qué es lo que pasó.
—¿Y Rience? ¿Vattier no lo volvió a ver?
—No. No dijo nada.
Ambas guardaron silencio durante un instante. El gato en las rodillas de Assire ronroneó muy
fuerte.
—Doña Assire.
—Dime, Carthia.
—¿Voy a tener que seguir interpretando mucho tiempo el papel de amante tonta? Me gustaría
volver a estudiar, dedicarme al trabajo científico…
—No mucho más —la interrumpió Assire—. Pero todavía un poquito. Aguanta, niña.
Cantarella suspiró.
Terminaron de hablar y se despidieron. Assire var Anahid echó al gato del sillón, leyó otra vez
la carta de Fringilla Vigo, que estaba en Toussaint. Se quedó absorta en sus pensamientos, porque
la carta le había intranquilizado. Leía algo entre líneas que podía sentir, pero que no aprehendía.
Era ya más de medianoche cuando Assire var Anahid, hechicera nilfgaardiana, puso en marcha el
megascopio y realizó una telecomunicación con el castillo de Montecalvo, en Redania.
Filippa Eilhart estaba en un camisón cortito de tirantes finitos y en las mejillas y el escote
tenía huellas de labios. Assire, con un enorme esfuerzo de voluntad, contuvo un gesto de
desagrado. Nunca, pero nunca, conseguiré entender esto. Y tampoco quiero entenderlo.
—¿Podemos hablar libremente?
Filippa realizó con la mano un amplio gesto, se rodeó con una esfera mágica de discreción.
—Ahora sí.
—Tengo información —comenzó seca, Assire—. En sí no es muy sensacional, hasta las mozas
en los lavaderos hablan de ello. En cualquier caso…

—Toda Redania —dijo Esterad Thyssen, mirando su mapa— puede en este momento alistar
treinta y cinco mil soldados de línea, de ellos cuatro mil son caballería pesada. En números
redondos, por supuesto.
Dijkstra afirmó con la cabeza. La cifra era absolutamente precisa.
—Demawend y Meve tenían un ejército parecido. Emhyr los deshizo en veintiséis días. Lo
mismo les sucederá a los ejércitos de Redania y Temeria si no os reforzáis. Apruebo vuestra idea,
Dijkstra, tuya y de Filippa Eilhart. Os son necesarios soldados. Os hacen falta soldados de
caballería experimentados, bien entrenados y bien equipados. Os hace falta una caballería de un
millón de bisantos.
El espía confirmó con un movimiento de cabeza que tampoco a aquella cuenta se le podía
poner ninguna pega.
—Como tú sin duda alguna sabes —siguió el rey con sequedad—, Kovir siempre fue neutral y
siempre lo será. Un tratado nos enlaza con el imperio de Nilfgaard, firmado por mi abuelo, Esteril
Thyssen, y el emperador Fergus var Emreis. La letra de ese tratado no permite a Kovir apoyar a
los enemigos de Nilfgaard con ayuda militar. Ni dinero ni tropas.
—Cuando Emhyr var Emreis acabe con Temeria y Redania —carraspeó Dijkstra—, entonces
mirará hacia el norte. Emhyr no va a tener suficiente. Puede resultar que vuestro tratado de pronto
no vaya a valer ni un pimiento. No hace mucho que hemos hablado de Foltest de Temeria, cuyos
tratados con Nilfgaard no le sirvieron más que para comprar dieciséis días de paz…
—Oh, querido —se burló Esterad—. Así no se debe argumentar. Los tratados son como el
matrimonio: no se los hace pensando en traicionar, y cuando se los hace, no se sospecha. Y al que
no le guste pues que no se case. Porque no se puede ser cornudo sin estar casado, pero reconocerás
que el miedo a los cuernos es una explicación triste y bastante ridícula para un celibato obligado.
Y los cuernos en el matrimonio no son un tema para reflexiones del tipo qué pasaría si… Mientras
no se llevan cuernos, no se toca ese tema, y si se llevan, entonces no hay de qué hablar. Y
hablando de cuernos, ¿cómo le va al marido de la hermosa Marie, el marqués de Mercey, ministro
del tesoro redano?
—Vuestra majestad —se inclinó rígido— tiene informadores dignos de envidia.
—Ciertamente, los tengo —reconoció el rey—. Te asombrarías de cuántos y cuán honorables.
Pero tampoco tú tienes que avergonzarte de los tuyos. Los que tienes en mis palacios, aquí y en
Pont Vanis. Oh, doy mi palabra de que cada uno de ellos se merece la más alta nota.
Dijkstra ni siquiera pestañeó.
—Emhyr var Emreis —continuó Esterad, mirando las ninfas del techo— también tiene
algunos agentes buenos y bien asentados. Por eso repito: la razón de estado de Kovir es la
neutralidad y la regla de «pacta sunt servanda». Kovir no viola los tratados. Kovir no los viola ni
siquiera para preceder a la violación del pacto por la otra parte.
—Me atrevo a advertir —dijo Dijkstra— de que Redania no intenta convencer a Kovir de que
viole los pactos. Redania no intenta conseguir de ninguna forma un pacto o una ayuda militar de
Kovir contra Nilfgaard. Redania quiere… tomar prestada una pequeña suma, que devolveremos…
—Ya estoy viendo cómo la vais a devolver —le interrumpió el rey—. Pero esto son
reflexiones en el aire porque no os vamos a prestar ni un duro. Y ahórrame manejos hipócritas,
Dijkstra, porque te pegan como a un lobo un babero. ¿Tienes algún otro argumento, serio,
inteligente y certero?
—No tengo.
—Has tenido suerte de haberte hecho espía —dijo Esterad Thyssen al cabo de un instante de
silencio—. En el comercio no hubieras hecho carrera.

Desde que el mundo es mundo, todas las parejas reales han tenido dormitorios separados. Los
reyes —con muy diversa frecuencia— visitaban las habitaciones de las reinas, había casos en que
las reinas visitaban inesperadamente las habitaciones de los reyes. Luego, sin embargo, los
matrimonios se separaban, yendo a sus propias habitaciones y camas.
La pareja real de Kovir también en este sentido era una excepción. Esterad Thyssen y Zuleyka
dormían siempre juntos, en un mismo dormitorio, en una enorme cama con un baldaquino enorme.
Antes de dormir, Zuleyka —poniéndose unas gafas, algo que le daba vergüenza mostrar
delante de sus súbditos— solía leer su Buen Libro. Esterad Thyssen solía hablar.
Aquella noche tampoco fue distinto. Esterad se colocó su gorro de dormir y tomó el cetro en la
mano. Le gustaba sujetar el cetro y divertirse con él, pero oficialmente no lo hacía porque temía
que los súbditos le llamasen pretencioso.
—Sabes, Zuleyka —dijo—, últimamente tengo unos sueños rarísimos. Ya no sé desde hace
cuántos días seguidos sueño con esa arpía, mi madre. Está junto a mí y repite: «Tengo una mujer
para Tancredo, tengo una mujer para Tancredo». Y me enseña a una mozuela simpática, pero muy
joven. ¿Y sabes, Zuleyka, quién es esa mozuela? Es Ciri, la nieta de Calanthe. ¿Recuerdas a
Calanthe, Zuleyka?
—La recuerdo, marido.
—Ciri —siguió hablando Esterad, jugueteando con el cetro— es la que ahora parece que se
quiere casar con Emhyr var Emreis. Un matrimonio raro, sorprendente… Así que, ¿de qué forma,
diablos, podría llegar a ser la mujer de Tancredo?
—A Tancredo —la voz de Zuleyka se cambió un tanto, como siempre cuando hablaba de su
hijo— le vendría bien una mujer. Puede que así sentara la cabeza…
—Puede… —Esterad suspiró—. Aunque lo dudo, pero pudiera ser. En cualquier caso, el
matrimonio es una posibilidad. Humm… Esa Ciri… ¡Ja! Kovir y Cintra. ¡La desembocadura del
Yaruga! No suena mal, no suena mal. No sería mala unión… Ni mala coalición… Pero si Emhyr
le ha echado el ojo a la pequeña… Sólo, ¿por qué ella precisamente se me aparece en sueños? ¿Y
por qué, diablos, sueño yo estas tonterías? En el equinoccio, recuerdas, entonces te desperté
también… Brrr, qué pesadilla, me alegro de no poder recordar los detalles… Humm… ¿Igual
llamamos a algún astrólogo? ¿Una adivina? ¿Un médium?
—Doña Sheala de Tancarville está en Lan Exeter.
—No. —El rey frunció el ceño—. No quiero a esa hechicera. Demasiado lista. ¡Me crece otra
Filippa Eilhart! Estas mujeres sabias huelen demasiado a poder, no se las puede envalentonar con
privilegios y confianzas.
—Como siempre, tienes razón, marido.
—Ufff… Pero esos sueños…
—El Buen Libro —Zuleyka pasó unas cuantas páginas— dice que cuando el ser humano
duerme, los dioses le abren los oídos y le hablan. Por su parte, el profeta Lebioda enseña que al
ver un sueño se ve o bien una gran sabiduría o bien una gran estupidez. Lo importante está en
saberlas reconocer.
—El matrimonio de Tancredo con la prometida de Emhyr no parece ninguna gran sabiduría —
suspiró Esterad—. Y si hablamos de sabiduría, me alegraría muchísimo de que una me viniera en
sueños. Se trata del asunto que trajo aquí a Dijkstra. Es un asunto difícil. Porque sabes, mi
queridísima Zuleyka, la razón no permite alegrarse de que Nilfgaard suba tanto hacia el norte y
esté dispuesto a conquistar Novigrado cualquier día, porque desde Novigrado todo, incluyendo
nuestra neutralidad, tiene otro aspecto que desde el sur. Estaría bien que Redania y Temeria
contuvieran el avance de Nilfgaard, que devolvieran el ataque de vuelta al Yaruga. Pero, ¿estaría
bien que lo hicieran con nuestro dinero? ¿Me escuchas, querida?
—Te escucho, marido.
—¿Y qué dices de esto?
—Toda la sabiduría se encierra en el Buen Libro.
—¿Y dice tu Buen Libro qué hacer si acude un Dijkstra y te pide un millón?
—El libro —Zuleyka parpadeó desde el otro lado de sus gafas— no dice nada del indigno
mammon. Pero en uno de los pasajes se dice: dar es mayor felicidad que recibir y el ayudar al
pobre con una limosna es noble. Se dice: reparte todo y esto hará noble a tu alma.
—Y de grandes cenas están las sepulturas llenas —murmuró Esterad Thyssen—. Zuleyka,
aparte de los pasajes acerca de nobles repartos y limosneos, ¿tiene el libro alguna sabiduría
relativa a los negocios? ¿Qué dice el libro, por ejemplo, de intercambios equivalentes?
La reina se colocó los oculares y pasó rápida las páginas del incunable.
—Como Jacobo a los dioses, así los dioses a Jacobo —leyó.
Esterad guardó silencio durante un largo rato.
—¿Y puede —dijo por fin alargando las sílabas— que algo más?
Zuleyka volvió a pasar las páginas.
—Encontré —anunció de pronto— algo entre las sabidurías del profeta Lebioda. ¿Lo leo?
—Por favor.
—«Y dice el profeta Lebioda: en verdad, da al pobre en abundancia. Mas en vez de dar al
pobre toda la sandía, dale media sandía, porque al pobre pudierasele poner tonta la cabeza de la
alegría».
—Media sandía —bufó Esterad Thyssen—. ¿O sea, medio millón de bisantos? ¿Y sabes,
Zuleyka, que tener medio millón y no tener medio millón ya hacen un millón entero?
—No me has dejado terminar. —Zuleyka le lanzó al marido una severa mirada desde detrás de
sus gafas—. Sigue diciendo el profeta: «Y todavía mejor dar al pobre un cuarto de sandía. Y lo
mejor de todo es conseguir que algún otro le dé la sandía al pobre. Puesto que yo os digo que
siempre se encuentra alguno que tenga una sandía y esté presto a compartirla con el pobre, si no
por su nobleza, sea por cálculo o por otra cualquiera causa».
—¡Ja! —El rey de Kovir golpeó con el cetro en la mesita de noche—. ¡De verdad, el profeta
Lebioda era un tío listo! ¿En vez de dar, conseguir que otro dé? ¡Me gusta, esas palabras son miel
a mis oídos! Busca en la sabiduría del tal profeta, mi querida Zuleyka. Estoy seguro de que
todavía encontrarás en ella algo que me permita arreglar mis problemas con Redania y el ejército
que Redania quiere organizar con mis dineros.
Zuleyka pasó las páginas del libro durante bastante rato hasta que por fin empezó a leer.
—«Díjole cierta vez al profeta Lebioda un su discípulo: enséñame, maestro, cómo he de
actuar. Antójasele a mi prójimo mi más amado perro. Si doy a mi amado perro, el corazón me
estalla de pena. Si por otro lado no lo doy, seré infeliz porque heriré a mi prójimo con la negativa.
¿Qué hacer? ¿Tienes acaso algo, preguntó el profeta, que te guste menos que tu perro amado?
Téngolo, maestro, respondió el discípulo, un gato travieso, bichejo pellejo. Y no lo amo para nada.
Y dijo el profeta Lebioda: toma el tal gato travieso, bichejo pellejo, y regálaselo a tu prójimo. En
tal caso hallarás felicidad por dos veces. Libráraste del gato y alegrarás a tu prójimo. Puesto que la
mayor parte de las veces, el prójimo no es el regalo lo que anhela, sino ser regalado».
Esterad guardó silencio durante cierto tiempo, tenía la frente arrugada.
—¿Zuleyka? —preguntó por fin—. Pero, ¿era éste el mismo profeta?
—«Toma el tal gato travieso…»
—¡Ya lo oí la primera vez! —gritó el rey, pero se mitigó al momento—. Perdóname, querida
mía. Lo que pasa es que no entiendo mucho lo que tiene un gato…
Se calló. Y se sumió en profundas meditaciones.

Al cabo de ochenta y cinco años, cuando la situación cambió tanto que se podía hablar ya sin
peligro acerca de ciertos asuntos y personas, habló Guiscard Vermuellen, duque de Creyden, nieto
de Esterad Thyssen, hijo de su hija mayor, Gaudemunda. El duque Guiscard era un viejecillo
provecto, pero los hechos de los que había sido testigo los recordaba bien. Precisamente fue el
duque Guiscard el que reveló de dónde salió el millón de bisantos con los que Redania equipó a su
caballería para la guerra con Nilfgaard. Aquel millón no procedía, como se suponía, del tesoro de
Kovir, sino de las arcas del jerarca de Novigrado. Esterad Thyssen, reveló Guiscard, consiguió el
dinero de Novigrado por su participación en unas compañías recién formadas de comercio
ultramarino. La paradoja era que aquellas compañías se habían constituido con la activa
cooperación de comerciantes nilfgaardianos… De las revelaciones del anciano duque se
desprendía que la propia Nilfgaard —en cierta medida— había pagado la organización del ejército
redano.
—El abuelo —recordaba Guiscard Vermuellen— decía algo acerca de unas sandías, sonriendo
picaronamente. Dijo que siempre se encuentra quien quiera regalarle al pobre aunque no sea más
que por cálculo. Dijo también que dado que la propia Nilfgaard aportaba para elevar la fuerza y la
capacidad militar del ejército redano, no podía tener quejas con respecto a otros.
»Luego —continuaba el viejecillo—, el abuelo llamó a padre, que era por entonces jefe de los
servicios secretos, y al ministro del interior. Cuando se enteraron de la orden que tenían que
ejecutar, les entró el pánico. Pues se trataba nada menos que de liberar de prisiones, campos de
internamiento y destierro a más de tres mil personas. Además, a centenares se les tenía que
levantar el arresto domiciliario.
»No, no se trataba sólo de bandidos, criminales comunes y condottieros a sueldo. La amnistía
abarcaba sobre todo a los disidentes. Entre los afectados por la amnistía se encontraban los
partidarios del depuesto rey Rhyd y las gentes del usurpador Idi, sus acérrimos guerrilleros. El
ministro del interior estaba asustado, papá muy intranquilo.
»Por su parte, el abuelo —contaba el duque— se reía como si se tratara de la mejor de las
bromas. Y luego dijo, recuerdo cada palabra: «Una gran pena, señores, que no tengáis como libro
de cabecera el Buen Libro. Si lo leyerais, entenderíais las ideas de vuestro monarca. Y de este
modo las ejecutaréis sin comprenderlas. Pero no os preocupéis sin necesidad y por demasía,
vuestro monarca sabe lo que se hace. Ahora id y dejad salir a todos mis gatos traviesos, bichejos
pellejos».
»Exactamente así dijo: gatos traviesos, bichejos. Y se trataba, entonces nadie podía saberlo, de
los futuros héroes, caudillos cubiertos de gloria y fama. Estos «gatos» del abuelo eran los luego
famosos condottieros: Adam «Adieu» Pangratt, Lorenzo Molla, Juan «Frontino» Guttierez… Y
Julia Abatemarco, que brilló luego en Redania como «La Dulce Casquivana»… Vosotros, jóvenes,
no lo recordáis, pero en mis tiempos, cuando jugábamos a la guerra, todo chaval quería ser
«Adieu» Pangratt y cada muchacha Julia «La Dulce Casquivana»… Y para el abuelo éstos eran
gatos traviesos.
»Luego —murmuró Guiscard Vermuellen—, el abuelo me tomó de la mano y me condujo a la
terraza, en la que la abuela Zuleyka echaba de comer a las gaviotas. El abuelo le dijo… dijo…
El viejecillo poco a poco y con gran esfuerzo intentó recordad las palabras que entonces, hacía
ochenta y cinco años, el rey Esterad Thyssen dijera a su esposa, la reina Zuleyka, en una terraza
del Palacio de Ensenada que dominaba el Gran Canal.
—¿Sabes, mi queridísima esposa, que he visto todavía otra sabiduría de entre las del profeta
Lebioda? ¿Una que me da todavía una ventaja más de haber regalado mis gatos a Redania? Los
gatos, Zuleyka mía, vuelven a casa. Los gatos siempre vuelven a casa. Y cuando mis gatos
vuelvan, cuando traigan su sueldo, su botín, sus riquezas… ¡les pondré impuestos a los gatos!

Cuando el rey Esterad Thyssen habló por vez última con Dijkstra, esto tuvo lugar a solas, incluso
sin Zuleyka. Ciertamente, en el suelo de la gigantesca sala de baile jugaba un muchacho de unos
diez años, pero éste no contaba, y aparte de ello estaba tan ocupado con sus soldaditos de plomo
que no prestaba ninguna atención a los que hablaban.
—Ése es Guiscard —aclaró Esterad, señalando al muchacho con un movimiento de cabeza—.
Mi nieto, hijo de mi Gaudemunda y de ese granuja, el conde Vermuellen. Pero este pequeño,
Guiscard, es la única esperanza de Kovir si a Tancredo Thyssen le sucediera… Si algo le pasara a
Tancredo…
Dijkstra conocía el problema de Kovir. Y especialmente el problema de Esterad. Sabía que a
Tancredo ya le había pasado algo. El muchacho, si acaso tuviera redanos para ser rey, como
mucho tendría para uno malo.
—Tu asunto —dijo Esterad— en el fondo está ya resuelto. Puedes comenzar ya a considerar
las formas más efectivas de uso del millón de bisantos que dentro de poco llegará al tesoro de
Tretogor.
Se inclinó y a hurtadillas tomó uno de los soldaditos de plomo, chillonamente pintados, de
Guiscard, un soldado de a caballo con una lanza alzada.
—Toma esto y guárdalo bien. El que te muestre otro soldado como éste, idéntico, será mi
enviado, aunque no lo parezca, aunque no puedas dar crédito a que es uno de mis hombres y
conoce el asunto de nuestro millón. Toda otra persona será un provocador y habrás de tratarlo
como a un provocador.
—Redania —Dijkstra hizo una reverencia— no olvidará esto, vuestra majestad. Yo, por mi
parte, en mi propio nombre, quiero aseguraros mi gratitud personal.
—No asegures y trae acá esos mil con los que planeabas conseguir la benevolencia de mi
ministro. ¿Qué pasa, que la benevolencia de un rey no se merece un soborno?
—Vuestra majestad se rebaja…
—Se rebaja, se rebaja. Trae acá el dinero, Dijkstra. Tener mil y no tener mil…
—… sumado dan dos mil. Lo sé.

En un ala lejana de Ensenada, en una habitación de alturas mucho menores, la hechicera Sheala de
Tancarville escuchaba con atención la relación de la reina Zuleyka.
—Perfecto —inclinó la cabeza—. Perfecto, vuestra majestad.
—Lo hice todo tal y como me recomendasteis, doña Sheala.
—Gracias por ello. Y os aseguro otra vez que actuamos por una causa justa. Por el bien del
país. Y de la dinastía.
La reina Zuleyka carraspeó, su voz se transformó ligeramente.
—¿Y… y Tancredo, doña Sheala?
—Di mi palabra —dijo fría Sheala de Tancarville—. Di mi palabra de que a vuestra ayuda
respondería con mi ayuda. Vuestra majestad puede dormir tranquila.
—Me gustaría mucho —suspiró Zuleyka—. Mucho. Y ya que hablamos de sueños… El rey
comienza a sospechar algo. Esos sueños le sorprenden, y cuando algo le sorprende al rey,
comienza a sospechar…
—Entonces dejaré de inspirarle sueños al rey por un tiempo —prometió la hechicera—.
Volvamos al sueño de la reina, repito, debe ser muy tranquilo. El príncipe Tancredo se separará de
las malas compañías. No irá más al castillo del barón Surcratasse. Ni a casa de la señora de
Lisemore. Ni a la de la embajadora redana.
—¿No volverá a visitar a estas personas? ¿Nunca?
—Las personas mencionadas —en los oscuros ojos de Sheala de Tancarville se encendió un
brillo extraño— no se atreverán nunca más a invitar ni a embaucar al príncipe Tancredo. No se
atreverán ya nunca. Serán conscientes de las consecuencias. Garantizo mis palabras. Garantizo
también que el príncipe Tancredo volverá a estudiar y será un estudiante aplicado, un joven serio y
equilibrado. Dejará también de perseguir faldas. Perderá la pasión… hasta el momento en que le
presentemos a Ciri, princesa de Cintra.
—Ah, si pudiera creer en ello. —Zuleyka dejó caer las manos, alzó los ojos—. ¡Si pudiera
creerlo!
—A veces es difícil creer en el poder de la magia, vuestra majestad. —Sheala sonrió,
inesperadamente hasta para ella misma—. Y así ha de ser.

Filippa Eilhart se colocó los tirantes finitos como telas de araña de su camisón traslúcido, se
limpió del escote unas huellas de carmín. Una mujer tan inteligente, pensó Sheala de Tancarville
con un ligero disgusto, y no sabe mantener las hormonas en su sitio.
—¿Podemos hablar?
Filippa se rodeó de una esfera de discreción.
—Ahora sí.
—En Kovir todo arreglado. Positivamente.
—Gracias. ¿Ya se ha ido Dijkstra?
—Todavía no.
—¿Y a qué espera?
—Mantiene una larga conversación con Esterad Thyssen. —Sheala de Tancarville frunció los
labios—. Se han caído bien el rey y el espía.

—¿Sabes ese chiste sobre el tiempo aquí, Dijkstra? Lo de que en Kovir sólo hay dos estaciones del
año…
—Invierno y agosto. Lo sé…
—¿Y sabes cómo reconocer que ya ha empezado el verano en Kovir?
—No. ¿Cómo?
—La lluvia se hace algo más cálida.
—Ja, ja.
—Bromas son bromas —dijo serio Esterad Thyssen—, pero estos inviernos que cada vez
empiezan antes y se hacen más largos me intranquilizan un poco. Esto fue profetizado. ¿Has leído,
imagino, las profecías de Itlina? Allí dice que se acercan decenas de años de interminable
invierno. Algunos afirman que se trata de alguna alegoría, pero yo albergo ciertos temores. En
Kovir tuvimos una vez cuatro años de invierno, mal tiempo y malas cosechas. Si no hubiera sido
por una enorme importación de comestibles desde Nilfgaard, la gente hubiera comenzado a morir
de hambre en masa. ¿Te lo imaginas?
—Hablando francamente, no.
—Yo sí. Un enfriamiento del clima puede hacernos pasar hambre a todos. Y el hambre es un
enemigo con el que es malditamente difícil luchar.
El espía afirmó con la cabeza, pensativo.
—¿Dijkstra?
—¿Qué, vuestra majestad?
—¿Tenéis ya tranquilidad en el interior del país?
—No mucha. Pero lo intento.
—Lo sé, se habla mucho de ello. De los traidores de Thanedd, sólo ha quedado vivo
Vilgefortz.
—Después de la muerte de Yennefer sí. ¿Sabéis, rey, que Yennefer resultó muerta? Murió el
último día de agosto, en unas circunstancias enigmáticas, en el famoso Abismo de Sedna, entre las
islas Skellige y el cabo de Peixe de Mar.
—Yennefer de Vengerberg —dijo Esterad muy despacio— no era una traidora. No era una
aliada de Vilgefortz. Si quieres, puedo aportarte las pruebas.
—No quiero —respondió al cabo de un instante Dijkstra—. O puede que quiera, pero no ahora.
Ahora me es más cómoda como traidora.
—Comprendo. No confíes en los hechiceros, Dijkstra. En Filippa, sobre todo.
—Nunca he confiado en ella. Pero tenemos que colaborar. Sin nosotros Redania se hundiría en
el caos y desaparecería.
—Eso es verdad. Pero si me permites un consejo, afloja un poco. Sabes de qué hablo. Cadalsos
y cámaras de tortura por todo el país, crueldades contra los elfos… Y ese horrible fuerte,
Drakenborg. Sé que lo haces por patriotismo. Pero te construyes a ti mismo una leyenda de
malvado. En esa leyenda eres un hombre lobo sediento de sangre inocente.
—Alguien ha de hacerlo.
—Y a alguien habrá que echarle la culpa. Sé que intentas ser justo, pero no serás capaz de
evitar el error, porque no se puede evitar. No se puede tampoco continuar estando limpio entre
tanta sangre. Sé que nunca has hecho daño a nadie por tus propios intereses, pero, ¿quién lo va a
creer? ¿Quién lo va a creer? Un día, la suerte te dará la espalda, te acusarán de matar a inocentes y
de sacar provecho de ello. Y la mentira se le pega al ser humano como alquitrán.
—Lo sé.
—No te darán la posibilidad de defenderte. Te cubrirán de alquitrán… luego. Después del
hecho. Cuídate, Dijkstra.
—Me cuido. No me cogerán.
—Cogieron a tu rey, Vizimir. Por lo que he oído, con un estilete, por un lado, hasta la
garganta…
—Es más fácil alcanzar a un rey que a un espía. A mí no me cogerán. Nunca me cogerán.
—Y no debieran. ¿Y sabes por qué, Dijkstra? Porque, su puta madre, en este mundo tiene que
haber por lo menos algo de justicia.
Y vino un día en que ambos recordaron aquella conversación. Ambos. El rey y el espía.
Dijkstra recordó aquellas palabras de Esterad de Kovir cuando escuchaba los pasos de los asesinos
que se acercaban desde todos lados, por todos los corredores del castillo. Esterad recordó aquellas
palabras de Dijkstra en las ostentosas escaleras de mármol que llevaban desde Ensenada hasta el
Gran Canal.

—Pudo haber luchado. —Los ojos nublados, ciegos, de Guiscard Vermuellen estaban clavados en
el abismo de sus recuerdos—. Sólo eran tres conjurados, el abuelo era un hombre fuerte. Pudo
haber luchado, haberse defendido hasta el momento en que llegara la guardia. Pudo simplemente
haber huido. Pero allí estaba la abuela Zuleyka. El abuelo cubrió y protegió a Zuleyka, sólo a
Zuleyka, no se cuidó de sí mismo. Cuando por fin llegó la ayuda, Zuleyka no tenía ni un rasguño.
Esterad había recibido más de veinte puñaladas. Murió al cabo de tres horas, sin recuperar el
sentido.

—¿Has leído alguna vez el Buen Libro, Dijkstra?


—No, vuestra majestad. Pero sé lo que está escrito allí.
—Yo, imagínate, ayer lo abrí al azar. Y me topé con esta frase: «En el camino a la eternidad
todos caminarán por sus propias escaleras, llevando consigo su propio bagaje». ¿Qué piensas de
ello?
—Se nos acaba el tiempo, rey Esterad. Es hora de cargar con el propio bagaje.
—Cuídate, espía.
—Cuidaos, rey.
Capítulo noveno

Desde la clara y antigua villa de Assengar anduviéramos puede que unas seis
centenas de leguas al sur, al país llamado Cien Lagos. Mirando aquel país desde
las alturas de un monte, viéramos muchos lagos, los cuales ciertamente por su
colocación y sucesión pudieran tenerse por dibujos de lo más disparejo. Entre
los susodichos dibujos el nuestro guía, el elfo Avallac’h, mandó buscáramos uno
que fuera ensemejante a las hojas de un trifolium. Y en verdad que el tal vimos.
Aunque apareciera por fin que no tres, sino cuatro son los lagos, puesto que uno,
alargado, tendido del mediodía al septentrión, hacía como si el tallejo de la hoja
fuera. Este lago, nombrado como Tarn Mira, encuéntrase rodeado de negra selva
y a su confín del norte se eleva cierta torre incógnita. Llámase la Torre de la
Golondrina, nómbranla los elfos en su lengua Tor Zireael.
Al pronto nada se viera, no más que la niebla. Cuando me las arreglara para
platicar con el elfo Avallac’h inquiriendo por la dicha torre, éste, haciendo señal
de callar la boca, estas palabras dijera: «Esperar y tener esperanza. La
esperanza vuelve con la luz y con los buenos presagios. Vigilad el agua sin
límites, puesto que allá veréis los embajadores de la buena nueva».

Buyvid Backhuysen, Peregrinaciones por sendas y lugares mágicos

Este libro es desde el principio al final un humbug. Las ruinas del lago Tarn
Mira han sido investigadas muchas veces. No son mágicas, en contra de los
enunciados de B. Backhuysen; no pueden entonces ser los restos de la legendaria
Torre de la Golondrina.

Ars mágica, ed. XIV

—¡Que vienen! ¡Que vienen!


Yennefer se sujetó con las dos manos los cabellos agitados por el húmedo viento. Estaba junto
a la balaustrada de las escaleras, intentando apartarse del camino de las mujeres que corrían hacia
la orilla. Empujada por un viento del oeste, la marejada se estrellaba con estruendo contra la
orilla, blancas flechas de espuma salían disparadas cada poco tiempo de las grietas entre las rocas.
—¡Que vienen! ¡Que vienen!
Desde las terrazas superiores de la ciudadela de Kaer Trolde, la fortaleza principal de Ard
Skellig, se veía casi todo el archipiélago. Enfrente, al otro lado del estrecho, se extendía An
Skellig, llana y baja en su extremo sur, rocosa y quebrada por fiordos en su parte norte, que no se
podía ver desde allí. A la izquierda, lejos, rompía las olas con los agudos colmillos de sus escollos
la alta y verde Spikeroog, con sus montañas de cumbres escondidas entre las nubes. A la derecha
se veían los abruptos acantilados de la isla de Undvik, plagada de gaviotas, petreles, cormoranes y
alcatraces. Desde detrás de Undvik se elevaba el boscoso cono de Hindarsfjall, la isla más pequeña
del archipiélago. Pero si se subiera a la misma punta de alguna de las torres de Kaer Trolde y se
mirara en dirección al sur, se vería la isla de Faroe, solitaria, alejada de las otras, saliendo del
agua como la cabeza de un gigantesco pez para el que el océano es demasiado poco profundo.
Yennefer bajó a la terraza inferior, se detuvo ante un grupo de mujeres, a las cuales el orgullo
y la posición social no les permitía correr a tontas y a locas hasta la orilla y mezclarse con la
muchedumbre excitada. Abajo, a sus pies, yacía la ciudad portuaria, negra e informe, como una
enorme concha marina arrojada por las olas.
Por el estrecho entre An Skellig y Spikeroog se acercaban, unos tras otros, los drakkars. Las
velas ardían al sol en blanco y rojo, brillaban las puntas de azófar de los escudos colgados en la
borda.
—El Ringhorn va el primero —afirmó una de las mujeres—. Detrás de él el Fenris…
—Trigla —reconoció otra con una voz excitada—. Detrás de él el Drac… Por detrás el
Havfrue…
—Anghira… Tamara… Daria… No, es el Scorpena… No está el Daria…
Una joven mujer con una gruesa trenza rubia, que rodeaba con las dos manos una barriga de
avanzado estado de embarazo, gimió sordamente, palideció y se desmayó, derrumbándose sobre
las baldosas de la terraza como una cortina arrancada de las anillas. Yennefer se acercó de
inmediato, se puso de rodillas, apoyó los dedos en la barriga de la mujer y gritó un encantamiento,
ahogando los espasmos y palpitaciones, evitando con fuerza y seguridad la ruptura del cordón
umbilical y la placenta. Para estar segura lanzó un hechizo tranquilizador y protector sobre el
niño, cuyas patadas sentía bajo la mano.
A la mujer, para no despilfarrar energía mágica, la reanimó con un golpe en el rostro.
—Lleváosla. Con cuidado.
—Ignorante —dijo una de las mujeres mayores—. Poco ha faltado para…
—Histérica… Puede que viva su Nils, igual está en otro drakkar…
—Gracias por vuestra ayuda, señora maga.
—Lleváosla —repitió Yennefer, levantándose. Se tragó una maldición al darse cuenta de que
le habían cedido las costuras del vestido al arrodillarse.
Descendió a una terraza todavía más baja. Los drakkars iban uno por uno alcanzando la orilla,
los guerreros saltaban a la playa. Barbados, cargados con armas, los berserkers de Skellige.
Muchos se destacaban por el blanco de los vendajes, muchos para poder andar tenían que usar de
la ayuda de los camaradas. A algunos había que transportarlos.
Las mujeres de Skellige arremolinadas en la orilla reconocían, gritaban y lloraban de alegría,
si tenían suerte. Si no la tenían, se desmayaban. O se iban, despacio, en silencio, sin un reproche.
A veces miraban, con la esperanza de que en el golfo brillara la vela blanca y roja del Daria.
No venía el Daria.
Yennefer distinguió la melena pelirroja de Crach an Craite, Jarl de Skellige, por encima de las
otras cabezas. Fue uno de los últimos en bajar de la cubierta del Ringhorn. El Jarl gritaba órdenes,
realizaba encargos, comprobaba, se preocupaba. Dos mujeres, una rubia y otra morena, tenían los
ojos clavados en él y lloraban. De alegría. El Jarl, seguro por fin de que había vigilado todo y de
todo se había ocupado, se acercó a las mujeres, las abrazó en una tenaza de oso, las besó a las dos.
Y luego alzó la cabeza y vio a Yennefer. Sus ojos ardieron, su rostro tostado se endureció como un
escollo rocoso, como la punta de azófar de un escudo.
Lo sabe, pensó la hechicera. Las noticias se extienden pronto. Mientras estaba navegando, el
Jarl se enteró de cómo me pescaron anteayer con una red, en el golfo, detrás de Spikeroog. Sabía
que me iba a encontrar en Kaer Trolde.
¿Magia o palomas mensajeras?
Se acercó a ella sin apresurarse. Olía a mar, a sal, a pez, a cansancio. Ella miró sus ojos claros
e inmediatamente resonó en sus oídos el grito de guerra de los berserker, el golpeteo de los
escudos, los chasquidos de las espadas y las hachas. El grito de los asesinados. El grito de gente
saltando desde el Daria en llamas.
—Yennefer de Vengerberg.
—Crach an Craite, Jarl de Skellige. —Hizo una ligera reverencia ante él.
Él no correspondió la reverencia. Malo, pensó Yennefer.
Él vio de inmediato el cardenal de ella, un recuerdo del golpe de remo. El rostro del Jarl se
endureció de nuevo, le temblaron los labios, mostró por un segundo los dientes.
—El que te golpeara responderá de ello.
—Nadie me golpeó. Me tropecé en las escaleras.
La miró con atención, luego se encogió de hombros.
—No quieres acusar a nadie; como quieras. Yo no tengo tiempo de andar investigando. Y
ahora escucha lo que tengo que decir. Atentamente, porque van a ser las únicas palabras que te
diga.
—Te escucho.
—Mañana se te subirá a un drakkar y serás conducida a Novigrado. Allí serás entregada a los
gobernantes de la ciudad y luego a los gobernantes temerios o redanos, a quien primero acuda. Y
sé que tanto los unos como los otros te desean firmemente.
—¿Eso es todo?
—Casi. Sólo una aclaración que se te debe, al fin y al cabo. Ha sucedido muchas veces que
Skellige ha dado asilo a gentes perseguidas por la ley. No faltan en las islas posibilidades ni
ocasiones de comprar las culpas a base de trabajo duro, valentía, sacrificio, sangre. Pero no en tu
caso, Yennefer. Yo no te daré asilo; si contabas con ello, te has equivocado. Odio a los que son
como tú. Odio a quienes para conseguir el poder siembran cizaña, los que ponen por delante su
beneficio, los que conspiran con el enemigo y traicionan a aquéllos a los que deben no sólo
obediencia y hasta agradecimiento. Te odio, Yennefer, puesto que precisamente cuando tú estabas
con tus cofrades y comenzabas una rebelión incitada por los nilfgaardianos en Thanedd, mis
drakkars estaban en Attre, mis muchachos les llevaban ayuda a los rebeldes de allá. ¡Trescientos
de los míos contra dos mil de los negros! ¡Ha de haber alguna recompensa para la valentía y la
fidelidad, ha de haber castigo para la vileza y la traición! ¿Cómo voy a recompensar a los que
cayeron? ¿Con cenotafios? ¿Con inscripciones en obeliscos? ¡No! Recompensaré y honraré a los
caídos de otro modo. Por su sangre, que han absorbido las dunas de Attre, tu sangre, Yennefer,
goteará bajo la tabla del cadalso.
—No soy culpable. No tomé parte en el complot de Vilgefortz.
—Las pruebas de ello se las presentarás a los jueces. Yo no te voy a juzgar.
—Tú no sólo me has juzgado. Tú hasta has emitido la condena.
—¡Basta de cháchara! Como he dicho, mañana al amanecer viajarás cargada de cadenas hasta
Novigrado, ante el juzgado real. A por un castigo justo. Y ahora dame tu palabra de que no vas a
intentar utilizar la magia.
—¿Y si no la doy?
—Marquard, nuestro hechicero, murió en Thanedd; no tenemos ahora mago que pudiera
controlarte. Pero has de saber que estarás continuamente vigilada por los mejores arqueros de
Skellige. Si sólo movieras una mano de forma sospechosa, te atravesarán.
—Está claro —afirmó ella con la cabeza—. Así que daré mi palabra.
—Perfecto. Gracias. Adiós, Yennefer. No te acompañaré mañana.
—Crach.
Se giró sobre sus talones.
—Dime.
—No tengo la más mínima intención de subir a un barco que se dirija a Novigrado. No tengo
tiempo para demostrar a Dijkstra que soy inocente. No puedo arriesgarme a que poco después de
mi arresto muera de un repentino derrame cerebral o que cometa suicidio en mi celda de alguna
forma espectacular. No puedo perder tiempo ni asumir tal riesgo. No puedo tampoco aclararte por
qué esto es tan arriesgado para mí. No iré a Novigrado.
Él la miró largo rato.
—No vas a ir —repitió—. ¿Qué es lo que te permite suponerlo? ¿Acaso el que alguna vez nos
uniera un arrebato amoroso? No cuentes con ello, Yennefer. Lo pasado, pasado está.
—Lo sé y no cuento con ello. No iré a Novigrado, Jarl, porque me urge ponerme en camino
para acudir en ayuda de una persona a la que le prometí que nunca dejaría sola y sin ayuda. Y tú,
Crach an Craite, Jarl de Skellige, me ayudarás en esa empresa. Porque también tú hiciste una
promesa parecida. Hace diez años. Precisamente aquí, donde estamos, en esta playa. A esa misma
persona. Ciri, nieta de Calanthe. La Leoncilla de Cintra. Yo, Yennefer de Vengerberg, considero a
Ciri mi hija. Por eso, en su nombre exijo que mantengas tu promesa. Mantenla, Crach an Craite,
Jarl de Skellige.

—¿De verdad? —Crach an Craite se aseguró otra vez—. ¿Ni siquiera lo vas a probar? ¿Ninguna de
estas exquisiteces?
—De verdad.
El Jarl no insistió. Tomó de una cazuela un bogavante, lo colocó sobre la mesa y lo abrió con
un potente pero preciso golpe de cuchillo. Lo aliñó con abundante limón y salsa de ajo, comenzó a
extraer la carne de la concha. Con los dedos.
Yennefer comía con distinción, con cuchillo y tenedor de plata. Comía filete de carnero con
espinacas, especialmente preparado para ella por el estupefacto y algo irritado cocinero. La
hechicera no quería ni ostras, ni salmonetes, ni salmón marinado en su jugo, ni sopa de trigla y
moluscos cordiformes, ni rabo seco de rana marina, ni pez espada asado, ni morena frita, ni pulpo,
ni cangrejos, ni bogavantes, ni erizos de mar. Ni —especialmente— algas frescas.
Todo lo que oliera algo a mar se le relacionaba con Fringilla Vigo y Filippa Eilhart, con una
teleportación de loco riesgo, con la caída al mar, con la red que habían echado sobre ella… en la
que, por cierto, había unas algas y unos sargazos exactamente iguales que los que había en aquella
cacerola de allá. Unas algas y sargazos que fueron destrozados sobre su cabeza y hombros con
golpes que dejaban paralizado de un remo de pino.
—Así que —continuó Crach la conversación, chupando la carne que se había quedado entre las
articulaciones quebradas de las pinzas del bogavante— he decidido darte crédito, Yennefer. No lo
hago por ti, has de saberlo. El bloedgeas, juramento de sangre, que le hice a Calanthe, ciertamente
me ata las manos. Así que si tus intenciones de prestar ayuda a Ciri son verdaderas y honestas, y
apuesto por que lo sean, no tengo otra salida: tengo que ayudarte con ellas…
—Gracias. Pero ahórrame, por favor, ese tono patético. Repito: no tomé parte en la
conspiración de Thanedd. Créeme.
—¿Acaso es tan importante —se enfureció él— que yo crea en ello? Convendría comenzar
mejor por los reyes, por Dijkstra, cuyos agentes te buscan a todo lo largo y ancho del mundo. Por
Filippa Eilhart y los hechiceros fieles a los reyes. De los que, como tú misma reconociste, viniste
huyendo aquí, a las Skellige. A ellos es a quienes hay que aportarles las pruebas…
—No tengo pruebas —interrumpió Yennefer con rabia, al tiempo que pinchaba con el tenedor
en una pequeña col que el irritado cocinero había añadido al filete de carnero—. Y si las tuviera
no me permitirían presentarlas. No puedo explicarte esto, me obliga la orden de guardar silencio.
Cree sin embargo en mis palabras, Crach. Te lo ruego.
—Te dije…
—Me lo dijiste —le interrumpió ella—. Me has confirmado tu ayuda. Gracias. Pero sigues sin
creer en mi inocencia. Cree.
Crach tiró la cáscara vacía del bogavante, se acercó una olla con salmonetes. Rebuscó
ruidosamente, escogió el más grande.
—De acuerdo —dijo por fin, mientras se limpiaba la mano en el mantel—. Te creo. Porque
quiero creerte. Pero no te concederé asilo ni protección. No puedo. Sin embargo, tú puedes dejar
Skellige cuando quieras e ir adonde quieras. Te sugeriría que te apresuraras. Llegaste aquí,
permite que tal me exprese, en alas de la magia. Otros pueden seguir tus pasos. También saben
hechizos.
—Yo no busco asilo ni un escondrijo seguro, Jarl. Yo tengo que ir a salvar a Ciri.
—Ciri —repitió él, pensativo—. La Leoncilla… Era una niña extraña.
—¿Era?
—Ohh. —Se enervó de nuevo—. Mal me expresé. Era, porque ya no es una niña. Eso es a lo
que me refería. Sólo a eso. Cirilla, la Leoncilla de Cintra… Pasaba en las Skellige veranos e
inviernos. Más de una vez hizo unas travesuras que para qué. Diablilla era, y no Leoncilla… Voto
a bríos, ya dije por segunda vez que «era»… Yennefer, aquí nos han llegado diversos rumores
desde el continente… Unos dicen que Ciri está en Nilfgaard…
—No está en Nilfgaard.
—Otros dicen que la muchacha está muerta.
Yennefer guardaba silencio, mordiéndose los labios.
—Pero este último rumor —dijo el Jarl con dureza— yo lo rechazo. Estoy seguro de ello. No
ha habido señal alguna… ¡Ella está viva!
Yennefer alzó las cejas. Pero no hizo preguntas. Guardaron silencio largo rato, sumidos en el
rumor de las olas que se estrellaban contra las rocas de Ard Skellig.
—Yennefer —dijo al cabo Crach—. Del continente nos han llegado otras noticias. Sé que tu
brujo, que después de la paliza de Thanedd se ocultó en Brokilón, se fue de allí con intenciones de
llegar a Nilfgaard y liberar a Ciri.
—Repito, Ciri no está en Nilfgaard. No sé qué es lo que pretende mi, como has querido
llamarlo, brujo. Pero él… Crach, no es ningún secreto que yo… le tengo afecto. Pero sé que él no
salvará a Ciri, no conseguirá nada. Lo conozco. Él se equivocará, se perderá, comenzará a filosofar
y a tener piedad de sí mismo. Luego descargará su rabia rajando con la espada a quien sea que
tenga a mano. Luego, como expiación, realizará cualquier acto noble pero sin sentido. Al final,
con toda seguridad, terminará muerto, de una forma tonta y sin sentido, lo más probable de una
puñalada por la espalda…
—Dicen —introdujo a toda prisa Crach, asustado por el tono cambiado, extraño y sombrío de
la temblorosa voz de la hechicera—. Dicen que Ciri le está predestinada. Yo mismo lo vi,
entonces, en Cintra, durante la petición de mano de Pavetta…
—La predestinación —le interrumpió bruscamente Yennefer— puede ser interpretada de
formas muy diversas. Muy diversas. Pero es una pena perder el tiempo con divagaciones. Repito
que no sé lo que Geralt pretende, si es que pretende algo. Pero tengo intenciones de ponerme yo
misma manos a la obra. Con mis métodos. Y activamente, Crach, activamente. Yo no acostumbro
a sentarme y llorar, agarrándome la cabeza con las dos manos. ¡Yo actúo!
El Jarl alzó las cejas, pero no dijo nada.
—Actuaré —repitió la hechicera—. Ya tengo un plan pensado. Y tú, Crach, me ayudarás,
siguiendo la promesa que hiciste.
—Estoy listo —afirmó con dureza—. A todo. Los drakkars están en el puerto. Ordena,
Yennefer.
Ella no resistió: tuvo que reírse.
—Siempre el mismo. No, Crach, ninguna prueba de hombría y valentía. No hará falta navegar
hasta Nilfgaard y alzar el hacha en combate en la Ciudad de las Torres de Oro. Me hará falta una
ayuda menos espectacular. Pero más concreta… ¿Cuál es el estado de tus finanzas?
—¿Cómo?
—Yarl Crach an Craite. La ayuda que necesito se puede medir en moneda contante y sonante.

Comenzó al día siguiente. En las habitaciones dadas para el uso de Yennefer reinaba un loco
desorden que sólo con el mayor de los esfuerzos podía controlar el senescal Guthlaf, que había
sido asignado a la hechicera.
Yennefer estaba sentada a la mesa, casi sin alzar la cabeza de los papeles. Calculaba, sumaba
columnas, hacía cuentas, con las que de inmediato alguien echaba a correr hacia el tesoro y hacia
la filial del banco de los Cianfanelli. Dibujaba y trazaba, y los dibujos y los trazos iban a parar a
manos de los artesanos: alquimistas, plateros, vidrieros, joyeros.
Durante algún tiempo todo funcionó bien; luego comenzaron los problemas.

—Lo siento, noble hechicera —pronunció despacio el senescal Guthlaf—. Pero si no hay, no hay.
Os hemos dado todo lo que teníamos. ¡Nosotros no sabemos hacer milagros ni hechizos! Y me
permito haceros observar que lo que yace ante vos son diamantes de un valor conjunto de…
—¿Y a mí qué me importa ese valor conjunto? —bufó Yennefer—. Yo necesito uno, pero lo
suficientemente grande. ¿Cómo de grande, maestro?
El tallador de diamantes miró otra vez el dibujo.
—¿Para realizar una talla y unas facetas como éstas? Como mínimo treinta quilates.
—Una piedra así —afirmó categóricamente Guthlaf— no existe en todas las Skellige.
—No es cierto —le contradijo el joyero—. Existe.

—¿Qué es lo que te piensas, Yennefer? —Crach an Craite frunció las cejas—. ¿He de enviar a
unos hombres armados para que asalten y saqueen ese santuario? ¿Tengo que amenazar a las
sacerdotisas con mi furia si no nos dan el brillante? No entra en juego. No soy especialmente
religioso, pero un santuario es un santuario, y unas sacerdotisas son unas sacerdotisas. Sólo puedo
pedírselo educadamente. Hacerlas entender cuánto lo necesito y cuán grande sería mi
agradecimiento. Pero esto no será más que una petición. Una súplica humillante.
—¿Que se puede rechazar?
—Así es. Pero no se pierde nada con probar. ¿Qué es lo que arriesgamos? Vayamos los dos a
Hindarsfjall, presentaremos esta súplica. Yo les haré entender a las sacerdotisas lo que haga falta.
Y luego todo estará en tus manos. Negocia. Presenta argumentos. Intenta el soborno. Despierta
ambiciones. Refiérete a todas las razones. Desespérate, llora, revuélcate, pide piedad… ¡Por todos
los diablos del mar! ¿Voy a tener que enseñarte, Yennefer?
—Eso no sirve de nada, Crach. Una hechicera nunca llegará a un acuerdo con una sacerdotisa.
La diferencia de… formas de ver el mundo es demasiado fuerte. Y en la cuestión de permitir a un
hechicera el uso de un artefacto o de una reliquia «sagrada»… No, hay que olvidarse de ello. No
hay ni una posibilidad…
—¿Para qué exactamente quieres ese brillante?
—Para construir una «ventana». Es decir, un megascopio de telecomunicación. Tengo que
hablar con unas cuantas personas.
—¿Mágico? ¿A distancia?
—Si me bastara con subir a la cumbre de Kaer Trolde y gritar muy fuerte, no te molestaría.
Las gaviotas y petreles giraban por encima del agua. Los ostreros de rojos picos que anidaban en
los abruptos acantilados y fiordos de Hindarsfjall chillaban agudamente, chirriaban y graznaban
roncos los alcatraces de amarilla cabeza. Los negros copetes de los cormoranes marinos
observaban cómo la barca avanzaba con una atenta mirada de sus brillantes ojos verdes.
—Esa roca enorme suspendida sobre el agua —señaló Crach an Craite apoyado en el pretil—
es Kaer Hemdall, la Guarida de Hemdall. Hemdall es nuestro héroe mítico. La leyenda dice que
cuando llegue el Tedd Deireádh, el Tiempo del Fin, el Tiempo de la Helada Blanca y la Tormenta
del Lobo, Hemdall se enfrentará a las fuerzas del mal del país de Morhög, los espectros, demonios
y fantasmas del Caos. Estará en el Puente del Arco Iris y soplará en el cuerno, como señal de que
es hora de echar mano al arma y ponerse en formación de combate. Para Ragh nar Roog, la Última
Batalla, que decidirá si cae la noche o despuntará el alba.
La barca avanzaba fluidamente por sobre las olas, navegando sobre las aguas más tranquilas de
la ensenada, entre la Guarida de Hemdall y otra roca de formas fantásticas.
—Esa roca más pequeña es Kambi —aclaró el Jarl—. En nuestros mitos, el nombre de Kambi
lo lleva un gallo mágico de oro, el cual con su canto advierte a Hemdall de que acude Naglfar, el
drakkar infernal que trae al ejército de la oscuridad, a los demonios y fantasmas de Morhög.
Naglfar está construido de uñas de muertos. No lo creerás, Yennefer, pero todavía hay en las
Skellige personas que antes del entierro les cortan las uñas a los cadáveres para no darles
materiales de construcción a los espectros de Morhög.
—Lo creo, conozco la fuerza de las leyendas.
El fiordo les cubría un tanto del viento, la vela ondeaba.
—Haced sonar el cuerno —ordenó Crach a la tripulación—. Nos acercamos a la orilla y hay
que dar señal a las señoras santuarias de que vienen invitados.

El edificio situado en la cumbre de unas largas escaleras de piedra parecía un gigantesco erizo, de
tan cubierto que estaba de musgo, hiedra y arbustos. En su tejado, como observó Yennefer, no sólo
crecían arbustos, sino hasta pequeños árboles.
—Y éste es el santuario —afirmó Crach—. La floresta que lo rodea se llama Hindar y también
es lugar de culto. De aquí sale el muérdago sagrado y en las Skellige, como sabes, todo se decora y
cubre de muérdago, desde la cuna del recién nacido hasta la tumba… Cuidado, las escaleras son
resbaladizas… La religión, je, je, hace crecer el musgo… Permite que te tome por los hombros…
Todavía el mismo perfume… Yenna…
—Crach. Por favor. Lo pasado, pasado está.
—Perdona. Entremos.
Delante del santuario esperaban algunas sacerdotisas jóvenes y silenciosas. El Jarl las saludó
cortésmente, expresó el deseo de hablar con su superiora, que se llamaba Modron Sigrdrifa.
Entraron a un interior alumbrado por columnas de luz que surgían de unas vidrieras situadas en
alto. Una de aquellas vidrieras iluminaba el altar.
—Por cien diablos marinos —murmuró Crach an Craite—. Me había olvidado de lo grande
que es este Brisingamen. No había estado aquí desde niño… Con él hasta se podrían comprar
todos los astilleros de Cidaris.
El Jarl exageraba. Pero no mucho.
Sobre un sencillo altar de mármol, sobre unas figurillas de gatos y halcones, sobre una
escudilla de piedra para los sacrificios votivos, se erguía la estatua de Modron Freya, la Gran
Madre, en su típico aspecto maternal: una mujer de amplia toga que traicionaba un embarazo
exageradamente mostrado por el escultor. Con la cabeza inclinada y los rasgos del rostro cubiertos
por un pañuelo. Sobre las manos dispuestas en el pecho de la diosa se veía un brillante, una parte
de un collar de oro. El brillante era ligeramente celeste en su coloración. Como el agua más pura.
Grande.
A ojo hasta ciento cincuenta quilates.
—Ni siquiera sería necesario cortarlo —susurró Yennefer—. Tiene un corte en rosa,
exactamente como necesito. Precisamente las facetas para la refracción de la luz…
—Es decir, que tenemos suerte.
—Lo dudo. Dentro de un instante estará aquí la sacerdotisa y yo, como impía, seré insultada y
expulsada de aquí con el rabo entre las piernas.
—¿Y no exageras?
—Ni una mica.
—Bienvenido, Jarl, al santuario de la Madre. Seas también bienvenida, noble Yennefer de
Vengerberg.
Crach an Craite hizo una reverencia.
—Mis saludos, reverenda madre Sigrdrifa.
La sacerdotisa era alta, casi tan alta como Crach, lo que quería decir que superaba a Yennefer
en una cabeza. Tenía los ojos y los cabellos claros, un rostro alargado, no demasiado hermoso ni
femenino.
¿Dónde la he visto antes?, pensó Yennefer. No hace mucho. ¿Dónde?
—En las escaleras de Kaer Trolde, las que conducían al puerto —le recordó la sacerdotisa con
una sonrisa—. Cuando los drakkars entraron en la bahía. Estaba junto a ti cuando le prestaste
ayuda a una mujer embarazada que estuvo a punto de abortar. De rodillas, sin preocuparte de un
vestido de pelo de camello muy caro. Lo vi. Y ya jamás prestaré oído a las historias de que las
hechiceras son insensibles y egoístas.
Yennefer carraspeó, inclinó la cabeza en una reverencia.
—Estás delante del altar de la Madre, Yennefer. Que ella te cubra con su merced.
—Reverenda, yo… Quisiera pedir con humildad…
—No digas nada, Jarl. Con toda seguridad tienes muchas tareas. Déjanos solas aquí, en
Hindarsfjall. Nosotras nos pondremos de acuerdo. Somos mujeres. No importa de qué nos
ocupemos, quiénes seamos: siempre servimos a aquélla que es Virgen, Mujer y Anciana.
Arrodíllate ante mí, Yennefer. Inclina la cabeza ante la Madre.

—¿Quitarle a la diosa el collar de Brisingamen? —repitió Sigrdrifa, y en su voz había más de


incredulidad que de enfado santurrón—. No, Yennefer. Esto es simplemente imposible. No se trata
de que ni siquiera me atreviera… Incluso aunque lo quisiera. Brisingamen no se puede quitar. El
collar no tiene cierre. Está fundido con la estatua.
Yennefer estuvo callada largo rato, midiendo a la sacerdotisa con una mirada serena.
—Si lo hubiera sabido —dijo con voz fría— me hubiera ido de inmediato con el Jarl de vuelta
a Ard Skellig. No, no. El tiempo que he pasado charlando contigo al menos no lo considero
perdido. Pero tengo poco tiempo. Muy poco, de verdad. Reconozco que me has sorprendido un
poco con tu amabilidad y cordialidad…
—Soy amable contigo —le interrumpió sin emociones Sigrdrifa—. También apoyo tus planes,
con todo mi corazón. Conocí a Ciri, me gustaba aquella niña, me inquieta su suerte. Te admiro por
lo decidida que te aprestas a ir a salvar a esa muchacha. Concederé todos tus deseos. Pero no
Brisingamen, Yennefer. No Brisingamen. No pidas eso.
—Sigrdrifa, para aprestarme a ir a salvar a Ciri tengo que saber urgentemente algo. Conseguir
algunas informaciones. Sin ellas no podré hacerlo. Ese conocimiento y esas informaciones sólo las
puedo conseguir mediante la telecomunicación. Para poder comunicarme a esta distancia necesito
construir con ayuda de la magia un artefacto mágico, un megascopio.
—¿Un aparato del tipo de vuestra famosa bola de cristal?
—Bastante más complicado. La bola sólo permite la comunicación con otra bola
correlacionada. Hasta el banco de enanos local tiene una bola, para comunicarse con la de la
central. El megascopio tiene mayores potenciales… Pero, ¿para qué teorizar? Sin el brillante no
voy a poder hacer nada de esto. En fin, me despido…
—No te apresures tanto.
Sigrdrifa se levantó, atravesó la nave, deteniéndose junto al altar y la estatua de Modron Freya.
—La diosa —dijo— también es patrona de las sabedoras. De las adivinas. Y de las telépatas.
Eso es lo que simbolizan sus animales sagrados: el gato, que oye y ve lo oculto, y el halcón, que
ve desde lo alto. Esto es lo que simboliza la joya de la diosa: Brisingamen, el collar de la
adivinación. ¿Para qué construir un aparato que oye y ve, Yennefer? ¿No es más sencillo volverse
a la diosa por ayuda?
Yennefer contuvo en el último segundo una maldición. Al fin y al cabo se trataba de un lugar
de culto.
—Se acerca la hora de la oración de la víspera —siguió Sigrdrifa—. Me dedicaré a la
meditación junto con otras sacerdotisas. Voy a pedir a la diosa que ayude a Ciri. A Ciri, que
estuvo aquí más de una vez, en este santuario, que más de una vez contempló Brisingamen en el
cuello de la Gran Madre. Sacrifica todavía una o dos horas de tu precioso tiempo, Yennefer.
Quédate aquí con nosotras, para la hora de la oración. Apóyame cuando esté rezando. Con tu
pensamiento y tu presencia.
—Sigrdrifa.
—Por favor. Hazlo por mí. Y por Ciri.

La joya Brisingamen. En el cuello de la diosa.


Ahogó un bostezo. Si por lo menos hubiera algún canto, pensó, algunas entonaciones, algunos
ritos… algún folklore místico… sería menos aburrido, el sueño no la mortificaría tanto. Pero
ellas simplemente están ahí de rodillas, con la cabeza baja. Sin movimiento, sin sonido.
Pero también es verdad que cuando quieren saben utilizar la Fuerza, a veces tan bien como
nosotras, las hechiceras. Sigue siendo un enigma cómo lo hacen. Nada de preparaciones, nada de
ciencia, nada de estudios… Sólo oración y meditación. ¿Divinación? ¿Una forma de
autohipnosis? Eso es lo que afirmaba Tissaia de Vries… Absorben energía inconscientemente, en
el trance alcanzan la capacidad de transformarla de forma análoga a nuestros hechizos.
Transforman la energía y piensan que se trata de un don y una merced de la divinidad. La fe les
da fuerza.
¿Por qué a nosotros, hechiceros, nunca nos es posible hacer algo así?
¿Lo probamos? ¿Utilizamos la atmósfera y el aura de este lugar? Podría intentar entran en
trance yo misma… Aunque fuera mirando a ese diamante… Brisingamen… Pensar intensamente
en lo bien que cumpliría su papel en mi megascopio…
Brisingamen… Brilla como la estrella de la mañana, allá, en la oscuridad, entre la bocanadas
del incienso y las velas humeantes…
—Yennefer.
Alzó la cabeza.
El santuario estaba oscuro. Olía intensamente a humo.
—¿Me he dormido? Perdona…
—No hay nada que perdonar. Ven conmigo.
En el exterior el cielo nocturno ardía con luces temblorosas, que se transformaban como en un
calidoscopio. ¿La aurora boreal? Yennefer se restregó los ojos con asombro. ¿Aurora borealis?
¿En agosto?
—¿Qué es lo que estás dispuesta a dar, Yennefer?
—¿Cómo?
—¿Estás dispuesta a darte a ti misma, Yennefer? ¿Tu valiosa magia?
—Sigrdrifa —dijo con rabia—. No intentes conmigo esas inspiradas comedias. Yo tengo
noventa y cuatro años. Pero trata esto, por favor, como un secreto de confesión. Me sincero
contigo sólo para que comprendas que no me puedes tratar como a una niña.
—No has respondido a mi pregunta.
—Y no pienso. Porque es un misticismo que no acepto. Me dormí en vuestro servicio. Me
cansó y me aburrió. Porque no creo en vuestra diosa.
Sigrdrifa se dio la vuelta y Yennefer, contra su voluntad, aspiró profundamente.
—No me es demasiado halagüeña tu falta de fe —dijo una mujer de ojos llenos de oro líquido
—. Pero, ¿acaso tu falta de fe cambia algo?
Lo único que Yennefer fue capaz de hacer fue soltar el aire.
—Llegará un día —dijo la mujer de ojos de oro— en el que nadie, absolutamente nadie,
incluyendo a los niños, creerá en la hechicería. Te lo digo con estudiada maldad. Como una
venganza. Ven.
—No… —Yennefer consiguió por fin romper con su pasiva aspiración y espiración—. ¡No!
No voy a ningún sitio. ¡Basta de esto! ¡Es un encantamiento o hipnosis! ¡Una ilusión! ¡Un trance!
Tengo creados mecanismos de defensa… ¡Puedo deshacer todo esto con un hechizo, oh, así!
Rayos…
La mujer de ojos de oro se acercó. El diamante en su cuello ardía como la estrella de la
mañana.
—Vuestro habla poco a poco deja de servir al entendimiento —dijo—. Se convierte en arte por
el arte, cuanto más incomprensible, más se considera como más profunda y más inteligente. De
verdad, os prefería cuando sólo sabíais hacer «e-e» y «gu-gu». Ven.
—Esto es una ilusión, un trance… ¡No voy a ningún lado!
—No quiero obligarte. Sería una vergüenza. Al fin y al cabo eres una muchacha inteligente y
orgullosa, tienes carácter.
Una pradera. Un mar de hierba. Un brezal. Rocas, alzándose entre los brezos como el lomo de
una fiera agazapada.
—Tú querías mi joya, Yennefer. No puedo dártela sin asegurarme antes de unos cuantos
asuntos. Quiero comprobar qué es lo que se oculta dentro de ti. Por eso te he traído aquí, a este
lugar, que desde tiempos inmemoriales es un lugar de Fuerza y Potencia. Tu valiosa magia al
parecer está por todos lados. Al parecer basta con alargar la mano. ¿No tienes miedo de
absorberla?
Yennefer no pudo extraer ni un sonido de su garganta agarrotada.
—¿Una Fuerza capaz de cambiar el mundo —dijo la mujer a la que no está permitido llamar
por su nombre— es según tú, caos, artificio y ciencia? ¿Maldición, bendición y progreso? ¿Y no
será por casualidad fe? ¿Amor? ¿Sacrificio?
¿Lo oyes? Es el canto del gallo Kambi. Una ola se estrella contra la orilla, una ola empujada
por la proa de Naglfar. Resuena el cuerno de Hemdall, que está cara a cara con los enemigos en
Bifrost, el arco iris. Se acerca el Frío Blanco, se acerca la tempestad y la tormenta… La tierra
tiembla con los violentos movimientos de la Serpiente…
El Lobo devora al sol. La luna enrojece. No hay más que frío y oscuridad. Odio, venganza y
sangre…
¿De qué lado vas a estar, Yennefer? ¿Estarás en el borde oriental o en el occidental de Bifrost?
¿Estarás con Hemdall o contra él?
Canta el gallo Kambi.
Decide, Yennefer. Escoge. Porque precisamente por ello se te devolvió una vez la vida, para
que en el momento adecuado pudieras realizar tu elección.
¿Luz u oscuridad?
—¿Bien y Mal, Luz y Oscuridad, Orden y Caos? ¡Eso son sólo símbolos, en la realidad no
existe tal polaridad! La Luz y la Oscuridad están en cada uno de nosotros, un poco de esto y un
poco de aquello. Esta conversación no tiene sentido. No lo tiene. No me embarcaré en el
misticismo. Para ti y para Sigrdrifa el Lobo devora al sol. Para mí no es más que un eclipse. Y que
así se quede.
¿Se quede? ¿Qué?
Ella sintió cómo la tierra le huía de bajo los pies, cómo alguna fuerza monstruosa retorcía sus
manos, quebraba las articulaciones de los hombros y los codos, tensaba su columna vertebral
como en la tortura del strappado. Gritó de dolor, se agitó, abrió los ojos. No, no era un sueño. No
podía ser un sueño. Estaba en un árbol, colgaba estirada en las ramas de un gigantesco fresno.
Sobre ella, muy alto, volaba en círculos un halcón, bajo ella, abajo, en las oscuridad, escuchó el
silbido de una serpiente, el susurro de las escamas rozando entre sí.
Algo se movió a su lado. Por sobre su tenso y dolorido brazo correteó una ardilla.
—¿Estás lista? —preguntó la ardilla—. ¿Estás lista para el sacrificio? ¿Qué estás dispuesta a
sacrificar?
—¡No tengo nada! —El dolor la cegaba y paralizada—. ¡E incluso aunque lo tuviera no veo el
sentido de un sacrificio así! ¡Yo no quiero sufrir por millones! ¡Yo ni siquiera quiero sufrir! ¡Por
nada y por nadie!
—Nadie quiere sufrir. Y sin embargo esto es algo que todos experimentan. Y algunos sufren
más. No necesariamente por propia elección. Lo importante no es si se padece dolor. Lo
importante es cómo se padece.

¡María! ¡María!
¡Quita de mi vista a esta monstrua jorobada! ¡No quiero ni mirarla!
Es tan hija tuya como mía.
¿De verdad? Los niños que yo he engendrado son normales.
Cómo te atreves… Como te atreves a sugerir…
En tu familia era en la que había elfos hechiceros. Tú fuiste la que abortaste la primera vez.
Es por eso. Tienes la sangre y el vientre contaminados de elfo. Por eso das a luz monstruos.
Es una pobre niña desgraciada… ¡Fue la voluntad de los dioses! ¡Es tu hija igual que mía!
¿Qué iba a hacer? ¿Ahogarla? ¿No atarle el ombligo? ¿Qué tengo que hacer ahora? ¿Llevarla al
bosque y dejarla allí? ¿Qué es lo que quieres de mí, por los dioses?
¡Papá! ¡Mamá!
Largo de aquí, bicho raro.
¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a pegar así a la niña? ¡Quieto! ¿Adónde vas? ¿Dónde? A
su casa, ¿verdad? ¿A casa de ella?
Pues claro, mujer. Soy un hombre, me es lícito sofocar mi deseo donde quiera y cuando quiera,
es mi derecho natural. Y tú me das asco. Tú y esa fruta de tu vientre podrido. No me esperes con la
cena. No volveré a dormir.
Mamá…
¿Por qué lloras?
¿Por qué me pegas y me desprecias? Pero si he sido buena…
¡Mamá! ¡Mamá!

—¿Eres capaz de perdonar?


—Hace ya mucho que perdoné.
—Saciada por la primera venganza.
—Sí.
—¿Lo lamentas?
—No.

Dolor, un terrible dolor que le atravesaba las manos y los dedos.


—¡Sí, soy culpable! ¿Es lo que querías escuchar? ¿Confesión y arrepentimiento? ¿Querías
escuchar cómo Yennefer de Vengerberg se arrepiente y se humilla? No, no te doy esa satisfacción.
Reconozco mi culpa y espero castigo. ¡Pero no esperes que me vas a escuchar arrepentirme!
El dolor alcanza las fronteras de lo que el ser humano es capaz de soportar.
—Me recuerdas a los traicionados, engañados, utilizados, me recuerdas a quienes murieron
por mi mano, por mi propia mano… ¿El que alzara alguna vez la mano contra mí misma? ¡Se ve
que tendría algún motivo! ¡Y no lamento nada! Aunque pudiera hacer retroceder el tiempo… No
lamento nada.
El halcón se posó sobre su hombro.
La Torre de la Golondrina. La Torre de la Golondrina. Apresúrate a la Torre de la Golondrina.
Hija mía.

Canta el gallo Kambi.

Ciri en una yegua mora, con los cabellos grises agitados por el viento en su galope. De su rostro
fluye y salpica la sangre, brillante, de rojo vivo. La yegua mora vuela como un pájaro, se desliza
ligera hacia la agitación de un torbellino. Ciri se agarra a la silla, pero no cae…
Ciri en medio de la noche, en un desierto de roca y arena, con la mano alzada, de su mano
surge una bola luminosa… Un unicornio arañando en la grava con su casco… Muchos
unicornios… Fuego… Fuego…
Geralt en un puente. En una lucha. En el fuego. Las llamas se reflejan en la hoja de su espada.
Fringilla Vigo, sus ojos verdes muy abiertos de placer, su oscura cabecita de pelo corto sobre
un libro abierto, sobre el frontispicio… se ve un fragmento del título: Notas sobre lo inevitable de
la muerte…
En los ojos de Fringilla se reflejan los ojos de Geralt.
Un abismo. Humo. Escaleras que conducen abajo. Escaleras que hay que bajar. Algo se
termina. Llega el Tedd Deireádh, el Tiempo del Fin…
Oscuridad. Humedad. El terrible frío de las paredes de piedra. El frío del hierro en las
articulaciones de las muñecas, en los huesos de los tobillos. Dolor palpitante en las manos
destrozadas, punzante en los acribillados dedos…
Ciri la lleva de la mano. Un largo y oscuro pasillo, columnas de piedra, puede que estatuas…
Tinieblas. En ellas susurros, bajitos como el ruido del viento.
Puertas. Una serie infinita de puertas de gigantescas y pesadas hojas se abren ante ella sin
ruido. Y al final, en unas tinieblas impenetrables, unas que no se abren solas. Unas que está
prohibido abrir.
Si tienes miedo, vuelve.
Está prohibido abrir estas puertas. Tú lo sabes.
Lo sé.
Y sin embargo me conduces allí.
Si tienes miedo, vuelve. Todavía estás a tiempo de volver. Todavía no es demasiado tarde.
¿Y tú?
Para mí si lo es.
Canta el gallo Kambi.
Ha llegado el Tedd Deireádh.
Aurora borealis.
El amanecer.

—Yennefer. Despiértate.
Alzó la cabeza. Miró las manos. Tenía las dos. Enteras.
—¿Sigrdrifa? Me he dormido…
—Ven.
—¿Adónde? —susurró—. ¿Adónde esta vez?
—¿Cómo? No te entiendo. Ven. Tienes que ver esto. Ha pasado algo… Algo extraño. Ninguna
de nosotras sabe cómo explicarlo. Y yo me lo imagino. La gracia… Sobre ti ha caído la gracia
divina, Yennefer.
—¿De qué se trata, Sigrdrifa?
—Mira.
Miró. Y lanzó un ruidoso suspiro.
Brisingamen, la joya sagrada de la Modron Freya no colgaba ya del cuello de la diosa. Yacía a
sus pies.

—¿Estoy oyendo bien? —se aseguró Crach an Craite—. ¿Te trasladas con todo tu taller de magia
a Hindarsfjall? ¿Las sacerdotisas te permiten usar el diamante sagrado? ¿Te permiten usarlo para
esa máquina infernal?
—Sí.
—Vaya, vaya. Yennefer, ¿acaso te has convertido? ¿Qué es lo que pasó en la isla?
—No importa. Vuelvo al santuario y eso es todo.
—¿Y los medios económicos que pediste? ¿Te serán necesarios?
—La verdad es que sí.
—El senescal Guthlaf realizará cada orden tuya. Pero, Yennefer, emite esas órdenes
rápidamente. Apresúrate. He recibido nuevas noticias.
—Maldita sea, lo estaba temiendo. ¿Saben ya dónde estoy?
—No, todavía no lo saben. Me advirtieron sin embargo que podrías aparecer por las Skellige y
me ordenaron detenerte de inmediato. Me ordenaron también hacer prisioneros en nuestros
ataques y divulgar con ellos informaciones, incluso migajas de información relacionadas contigo.
De tu presencia en Nilfgaard o en las provincias. Yennefer, apresúrate. Si te siguieran y atraparan
aquí, en las Skellige, me encontraría en una situación ligeramente complicada.
—Haré lo que esté en mi poder. También de forma que no te comprometa. No tengas miedo.
Crach sonrió.
—He dicho que «ligeramente». Yo no les temo. Ni a los reyes ni a los hechiceros. No me
pueden hacer nada, porque les soy necesario. Y además, estuve obligado a prestarte ayuda a causa
del juramento de vasallaje. Sí, sí, has oído bien. Formalmente sigo siendo vasallo de la corona de
Cintra. Y Cirilla tiene derecho formal a esa corona. Al representar a Cirilla, siendo su única tutora,
tienes derecho formal a ordenarme, a exigir de mí obediencia y servicio.
—Sofismas casuísticos.
—Por supuesto. —Bufó—. Yo gritaré eso mismo, a grandes voces, si, pese a todo, resulta ser
verdad que Emhyr var Emreis obliga a la muchacha a casarse con él. En ese caso, aunque hiciera
falta la ayuda de algún picapleitos embrollador, se le quitarían a Ciri todos los derechos al trono y
se pondría en él a algún otro, aunque fuera a ese mentecato de Vissegerd. Entonces, sin tardanza,
declararé obediencia y juraré vasallaje.
—¿Y si —Yennefer entornó los ojos— pese a todo resultara que Ciri está muerta?
—Ella está viva —dijo Crach con dureza—. Lo sé con toda seguridad.
—¿Cómo?
—No vas a querer dar crédito.
—Ponme a prueba.
—La sangre de las reinas de Cintra —comenzó Crach— está extrañamente enlazada con el
mar. Cuando muere alguna mujer de esta sangre, el mar entra en una verdadera locura. Se dice que
Ard Skellig llora a las hijas de Riannon. Porque la tormenta es entonces tan fuerte que las olas que
provienen del oeste se introducen a través de las rocas y cavernas hasta la parte de oriente y de
pronto las rocas dejan brotar torrentes salados. Y toda la isla tiembla. La gente sencilla dice: mira
cómo Ard Skellig sozolla. De nuevo ha muerto alguien. Ha muerto la sangre de Riannon. La Vieja
Sangre.
Yennefer guardaba silencio.
—No se trata de un cuento de hadas —siguió Crach—. Yo mismo lo he visto, con mis propios
ojos. Tres veces. Después de la muerte de Adalia la Adivina, después de la muerte de Calanthe…
Y después de la muerte de Pavetta, la madre de Ciri.
—Pavetta —advirtió Yennefer— murió precisamente durante una tormenta, así que es difícil
decir que…
—Pavetta —le interrumpió Crach, todavía pensativo— no murió durante la tormenta. La
tormenta comenzó tras su muerte, el mar como de costumbre reaccionó a la muerte de alguien de
sangre cintriana. Investigué el asunto el suficiente tiempo. Y estoy seguro de ello.
—Es decir, ¿de qué?
—El barco en el que navegaban Pavetta y Duny se hundió en el famoso Abismo de Sedna. No
es el primer barco que se pierde allí. Seguro que lo sabes.
—Cuentos. Los barcos son afectados por alguna catástrofe, es una cosa muy natural…
—En las Skellige —le interrumpió él con bastante brusquedad— sabemos suficiente acerca de
barcos y navegación como para saber diferenciar las catástrofes naturales de las innaturales. En el
Abismo de Sedna los barcos desaparecen de forma innatural. Y no por casualidad. Lo mismo se
refiere al barco en el que navegaban Pavetta y Duny.
—No voy a polemizar. —La hechicera suspiró—. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene? ¿Al
cabo de casi quince años?
—Para ella lo tiene. —El Jarl apretó los labios—. Yo sacaré a la luz este asunto. Sólo es
cuestión de tiempo. Sabré… Encontraré una aclaración para todos los enigmas. También al de la
época de la matanza de Cintra…
—¿Y cuál es ahora este enigma?
—Cuando los nilfgaardianos entraron en Cintra —murmuró, mirando por la ventana—,
Calanthe ordenó sacar en secreto a Ciri de la ciudad. Lo que pasaba es que la ciudad estaba ya
ardiendo, los Negros estaban por todos lados, las posibilidades de escapar del cerco eran mínimas.
Le desaconsejaron a la reina aquella empresa tan arriesgada, se le sugirió que Ciri capitulara
formalmente ante los atamanes de Nilfgaard, que de esa manera salvara la vida y la razón de
estado cintriana. En las calles llameantes moriría con toda seguridad y totalmente sin sentido a
manos de la soldadesca. Y la Leona… ¿Sabes lo que respondió, según los testigos presenciales?
—No.
—«Mejor que la sangre de la muchacha corra por los adoquines de Cintra que no que sea
mancillada». ¿Mancillada, cómo?
—Por el matrimonio con el emperador Emhyr. Con la inmundicia nilfgaardiana. Yarl, ya es
tarde. Mañana comienzo al alba… Te tendré informado de todos los adelantos.
—Cuento con ello. Buenas noches, Yenna… Humm…
—¿Qué, Crach?
—¿No tendrías, humm, ganas…?
—No, Jarl. Lo pasado, pasado está. Buenas noches.

—Vaya, vaya. —Crach an Craite miró a la recién llegada, inclinando la cabeza—. Triss Merigold
en carne y hueso. Vaya un vestido más bonito. Y la piel… ¿Es chinchilla, verdad? Te preguntaría
qué es lo que te trae aquí, a las Skellige… si no supiera lo que te trae. Pero lo sé.
—Maravilloso. —Triss sonrió arrebatadoramente, arregló sus hermosos cabellos castaños—.
Es maravilloso que ya lo sepas, Jarl. Eso nos ahorrará la introducción y las aclaraciones
introductorias, nos permite pasar directamente al grano.
—¿A qué grano? —Crach cruzó los brazos sobre el pecho y midió a la hechicera con una fría
mirada—. ¿Qué es lo que tendríamos que preceder con introducciones, cuáles serían esas
aclaraciones? ¿A quién representas, Triss? ¿En nombre de quién has venido aquí? El rey Foltest, al
que servías, te agradeció tus servicios con el destierro. Aunque no eras culpable de nada, te echó
de Temeria. Por lo que he oído, te ha acogido bajo su ala Filippa Eilhart, quien hoy día, junto con
Dijkstra, gobierna de hecho en Redania. Como veo, correspondes al asilo como mejor puedes. Ni
siquiera vacilas en aceptar el papel de agente secreto para perseguir a tu antigua amiga.
—Me insultas, Jarl.
—Pido perdón con humildad. Si me he equivocado. ¿Me he equivocado?
Guardaron silencio durante largo rato, midiéndose con una mirada desconfiada. Por fin Triss
se enfadó, blasfemó, dio taconazos.
—¡Ah, al diablo! ¡Dejemos de pincharnos el uno al otro! ¿Qué importancia tiene a quién se
sirve, quién está con quién, a quién se le da crédito y con qué motivos? Yennefer está muerta.
Todavía no se sabe dónde y en qué manos está Ciri… ¿Qué sentido tiene jugar a secretismos? No
he venido hasta aquí como espía, Crach. Vine aquí por propia iniciativa, como persona privada.
Movida por mi preocupación por Ciri.
—Todos se preocupan por Ciri. Esa muchacha tiene suerte.
Los ojos de Triss lanzaron destellos.
—Yo no me burlaría de ello. Sobre todo en tu lugar.
—Disculpa.
Callaron, ensimismados, mirando por la ventana al rojo sol que se ponía al otro lado de las
cumbres de Spikeroog.
—Triss Merigold.
—Dime, Jarl.
—Te invito a cenar. Ah, el cocinero mandó preguntar si todas las hechiceras desprecian los
mariscos bien preparados.

Triss no despreciaba los mariscos. Al contrario, comió dos veces más de lo que tenía previsto y
ahora comenzaba a temer por su talle, por esas veintidós pulgadas de las que estaba tan orgullosa.
Decidió ayudar la digestión con vino blanco, el famoso Est Est de Toussaint. De la misma forma
que Crach, lo bebía en un cuerno.
—Así que —siguió ella la conversación— Yennefer apareció por aquí el diecinueve de agosto,
cayendo espectacularmente del cielo en una red de pescadores. Tú, como fiel vasallo de Cintra, le
diste asilo. La ayudaste a construir un megascopio… Con quién hablara, por supuesto no lo sabes.
Crach an Craite tiró fuerte del cuerno y ahogó un eructo.
—No lo sé —adoptó una sonrisa astuta—. Claro que no lo sé. ¿Qué va a saber un pobre y
simple marinero de las cosas de las poderosas hechiceras?

Sigrdrifa, la sacerdotisa de Modron Freya, bajó la cabeza mucho, como si las preguntas de Crach
an Craite le pesaran mil libras.
—Ella confiaba en mí, Jarl —murmuró apenas audible—. No me exigió que hiciera juramento
de guardar silencio, pero estaba claro que le importaba mucho la discreción. Yo de verdad no sé
si…
—Modron Sigrdrifa —le interrumpió serio Crach an Craite—. Lo que te pido no es una
delación. Del mismo modo que tú, apoyo a Yennefer, del mismo modo que tú deseo que encuentre
y salve a Ciri. ¡Si yo hasta hice un bloedgeas, un juramento de sangre! En lo que respecta a
Yennefer, me mueve la preocupación por ella. Es una mujer extraordinariamente orgullosa.
Incluso yendo a un peligro muy grande, no se rebaja a pedir. Así que es posible que haya que
apresurarse a ir a ayudarla con ayuda no deseada. Pero para hacer eso, necesito información.
Sigrdrifa carraspeó. Hizo una mueca imprecisa. Y cuando comenzó a hablar, la voz le
temblaba un tanto.
—Construyó esa máquina… En suma, no es una máquina, porque no tiene mecanismo alguno,
sólo dos espejos, una cortina de terciopelo negro, una caja, dos lentes, cuatro lámparas, bueno, y
por supuesto, Brisingamen… Cuando ella pronuncia un hechizo, la luz de las dos lámparas cae…
—Dejemos los detalles. ¿Con quién habló?
—Habló con varias personas. Con hechiceros… Yarl, no escuché todo, pero lo que escuché…
Entre ellos son gente miserable. Ninguno quiso ayudar desinteresadamente… Exigieron dinero…
Todos exigieron dinero…
—Lo sé —murmuró Crach—. El banco me informó de las transferencias que realizó. ¡Buenas
perras, pero buenas, me está costando mi juramento! Pero el dinero es cosa que se consigue. Lo
que he dado para Yennefer y Ciri me lo recuperaré en las provincias nilfgaardianas. Pero sigue
hablando, madre Sigrdrifa.
—A algunos —la sacerdotisa bajó la cabeza— Yennefer simplemente los chantajeó. Les dio a
entender que estaba en posesión de información comprometedora y que si rehusaban colaborar la
revelaría a todo el mundo… Yarl… Es una mujer inteligente y, en el fondo, buena… Pero no tiene
escrúpulo alguno. No se anda con contemplaciones. Ni tiene piedad.
—Eso lo sé. Sin embargo, no quiero conocer los detalles de los chantajes y te aconsejo que tú
también te olvides cuanto antes de ellos. Es un juego peligroso. Con ese fuego no deben jugar
quienes estén al margen.
—Lo sé, Jarl. A ti te debo obediencia… Y creo que tus objetivos justifican tus medios. Nadie
más se enterará por mí de nada. Ni amigo en amistosa conversación, ni enemigo en las torturas.
—Bien, Modron Sigrdrifa, muy bien… ¿Recuerdas en torno a qué giraban las preguntas de
Yennefer?
—No lo comprendí todo, Jarl. Usaban un argot especial que era difícil de entender… A
menudo hablaban de un tal Vilgefortz…
—Cómo podía ser de otro modo. —Crach hizo rechinar los dientes de manera audible. La
sacerdotisa le contempló con una mirada asustada.
—Hablaron también de elfos y de Sabedoras —siguió—. Y de portales mágicos. Hasta se
habló del Abismo de Sedna… Pero, me da la sensación, generalmente hablaban de torres.
—¿De torres?
—Sí. De dos. De la Torre de la Gaviota y de la Torre de la Golondrina.

—Lo que me imaginaba —dijo Triss—. Yennefer comenzó por hacerse con el informe secreto de
la comisión Radcliffe, que investigó los asuntos de Thanedd. No sé qué noticias acerca de ello
llegaron aquí, a las Skellige… ¿Has oído hablar del teleporte de la Torre de la Gaviota? ¿Y de la
comisión Radcliffe?
Crach an Craite miró a la hechicera con aire de sospecha.
—Aquí a las islas —frunció el ceño— no nos llega ni la política ni la cultura. Estamos
atrasados.
—La comisión Radcliffe —Triss consideró adecuado no prestar atención ni a su tono ni a su
gesto— investigó detalladamente las huellas de teleportación que surgían de Thanedd. El portal de
Tor Lara, que se encontraba en la isla, mientras existía impedía en un radio bastante grande toda
magia teleportadora. Pero como seguramente sabes, la Torre de la Gaviota explotó y se deshizo,
haciendo posible la teleportación. La mayor parte de los participantes en los sucesos de Thanedd
salieron de la isla gracias a los portales que se pudieron abrir.
—Ciertamente —sonrió Jarl—. Tú, para no ir más lejos, volaste directamente a Brokilón. Con
el brujo a las costillas.
—Vaya. —Triss le miró a los ojos—. No llega la política, no llega la cultura, pero las
habladurías llegan. Dejemos esto por un momento, volvamos a la comisión Radcliffe. A la
comisión le interesaba fijar concretamente quién se teleportó de Thanedd y adónde. Usaron lo que
se denomina sinopse, unos hechizos capaces de crear la imagen de sucesos del pasado y mostrar
las huellas ocultas de teleportación con las direcciones a las que conducían y en consecuencia
asignar a personas concretas los portales que abrieran. Tuvieron éxito en casi todos los casos.
Excepto en uno. Una de las direcciones de la teleportación conducía a la nada. Mejor dicho, al
mar. Al Abismo de Sedna.
—Alguien —imaginó al punto el Jarl— se teleportó a un barco que le esperaba en el lugar y
momento acordados. Lo curioso es sólo que fuera tan lejos… y en un lugar de tan mala fama. Pero
si el hacha cuelga sobre el pescuezo…
—Precisamente. También la comisión pensó lo mismo. Y formuló la siguiente conclusión:
Vilgefortz, habiendo raptado a Ciri y con los caminos de huida cortados, utilizó una salida de
emergencia: se teleportó junto con la muchacha al Abismo de Sedna, a un barco nilfgaardiano que
estaba esperando allí. Según la comisión, esto aclara el hecho de que Ciri fuera presentada en el
palacio imperial de Loc Grim ya el diez de julio, apenas diez días después de lo sucedido en
Thanedd.
—Bueno, sí. —El Jarl entornó los ojos—. Esto aclara muchas cosas. Se entiende, con la
condición de que la comisión no se equivocara.
—Ciertamente. —La hechicera le devolvió la mirada, se permitió hasta una sonrisa burlona—.
En Loc Grim, se entiende, se podría haber presentado a una doble y no a la verdadera Ciri. Esto
puede también aclarar mucho. Sin embargo, no aclara un hecho que estableció la comisión
Radcliffe. Tan extraño que en la primera versión del informe lo omitieron como algo poco creíble.
En la segunda versión del informe, completamente secreta, se mencionaba ese hecho. Como
hipótesis.
—Hace mucho que soy todo oídos, Triss.
—La hipótesis de la comisión es: el telepuerto de la Torre de la Gaviota estaba abierto,
funcionaba. Alguien lo atravesó y la energía de dicho paso fue tan fuerte que el telepuerto explotó
y fue destruido.
Al cabo de un instante Triss continuó.
—Yennefer se enteró seguramente de ello. De lo que descubrió la comisión Radcliffe. Lo que
se dice en el informe secreto. Existe alguna posibilidad… la sombra de una posibilidad… de que
Ciri pudiera cruzar segura el portal de Tor Lara, sana y salva. Que escapara de los nilfgaardianos y
de Vilgefortz…
—¿Y dónde está ahora?
—Yo también quisiera saberlo.

Reinaba una diabólica oscuridad. La luna, escondida detrás de cúmulos de nubes, no daba luz.
Comparándola, sin embargo, con las noches anteriores, aquélla era poco ventosa y gracias a ello
no tan fría. La canoa apenas se balanceaba ligeramente en la superficie de un agua arrugada por
las pequeñas olas. Olía a pantano. A vegetación podrida. Y a mucosidades de anguila.
En algún lugar junto a la orilla, un castor golpeó con su cola en el agua, de tal modo que
ambos dieron un respingo. Ciri estuvo segura de que Vysogota había estado dormitando y el castor
le había despertado.
—Sigue hablando —dijo ella, limpiándose la nariz en una parte limpia de las mangas, todavía
no cubierta de las mucosidades de anguila—. No duermas. ¡Cuando te duermes también a mí se
me pegan los ojos, todavía se nos va a llevar la corriente y nos despertamos en el mar! ¡Cuéntame
más de esos telepuertos!
—Al huir de Thanedd —siguió el ermitaño— atravesaste el portal de la Torre de la Gaviota,
Tor Lara. Y Geoffrey Monck, seguramente la mayor autoridad en cuestiones de teleportaciones,
autor de una obra titulada La magia del Antiguo Pueblo, que es como el opus magnum de los
telepuertos élficos, escribe que el portal de Tor Lara conduce a la Torre de la Golondrina, Tor
Zireael…
—El telepuerto de Thanedd estaba roto —le interrumpió Ciri—. Puede que antes de que se
rompiera llevara a alguna golondrina. Pero ahora lleva al desierto. Esto se llama «portal caótico».
He leído acerca de ello.
—Pues, aunque no te lo creas, yo también —bufó el viejecillo—. Recuerdo mucho de lo leído.
Por eso me asombra tanto tu relato… Algunos de sus fragmentos. Precisamente los que se refieren
a la teleportación…
—¿Puedes hablar más claro?
—Puedo, Ciri. Puedo. Pero ahora ya es hora de sacar la nasa. Seguro que ya han entrado
anguilas en ella. ¿Lista?
—Lista. —Ciri se escupió en la mano y agarró el bichero. Vysogota tomó la cuerda que se
introducía en el agua.
—Lo sacamos. ¡Uno, dos… tres! ¡Y a la barca! ¡Agárrala, Ciri, agárrala! ¡A la cesta, antes de
que escapen!

Ya era la segunda noche que navegaban con la canoa por los pantanosos afluentes del río, ponían
la nasa y los garlitos para las anguilas, que se dirigían en masa hacia el mar. Volvieron a la choza
bastante después de la medianoche, llenos de mucosidades de la cabeza a los pies, húmedos y
cansados a más no poder.
Mas no se tumbaron de inmediato a dormir. La pesca destinada al trueque tenía que ser metida
en cajas y asegurarse bien. Si las anguilas encontraban siquiera la más pequeña fisura, a la mañana
siguiente no quedaría ni una. Después de terminar el trabajo, Vysogota les quitó la piel a dos o tres
de las anguilas más gruesas, las cortó en rodajas, las rebozó en harina y las frió en una enorme
sartén. Luego comieron y hablaron.
—Sabes, Ciri, hay una cosa que no me deja dormir todo el tiempo. No he olvidado cómo
después de que sanaras no pudimos ponernos de acuerdo en la fecha, y tu herida en la mejilla era
el más perfecto calendario. La herida no podía tener más de diez horas, mientras que tú te
empeñabas en que te habían herido cuatro días antes. Aunque estaba convencido de que se trataba
de un simple error, no pude dejar de pensar en ello, y me hacía todo el tiempo la pregunta de
dónde podían haberse metido los cuatro días perdidos.
—¿Y qué? ¿Dónde se metieron, según tu opinión?
—No lo sé.
—Estupendo.
El gato dio un largo salto, el ratón clavado a sus uñas gimió bajito. El gato le mordió el cuello
sin apresuramiento, le sacó las tripas y comenzó a comerlas con ganas. Ciri le miraba indiferente.
—El telepuerto de la Torre de la Gaviota —comenzó otra vez Vysogota— conduce a la Torre
de la Golondrina. Y la Torre de la Golondrina…
El gato devoró todo el ratón, dejando el rabo para postre.
—El telepuerto de Tor Lara —dijo Ciri, dando un gran bostezo— está roto y conduce al
desierto. Te lo he dicho cien veces.
—No se trata de eso, sino de otra cosa. De que hay una conexión entre ambos telepuertos. El
portal de Tor Lara estaba roto, cierto. Pero todavía está el telepuerto de Tor Zireael. Si
consiguieras llegar a la Torre de la Golondrina, podrías teleportarte de vuelta a la isla de Thanedd.
Te encontrarías lejos del peligro que te acecha, lejos del alcance de tus enemigos.
—¡Eh! Eso me vendría bien. Hay sin embargo un pequeño escollo. No tengo ni idea de dónde
está la Torre de la Golondrina.
—Pues para eso puede que encuentre un remedio. ¿Sabes, Ciri, lo que le dan al ser humano los
estudios universitarios?
—No. ¿Qué?
—La capacidad de utilizar las fuentes.

—Sabía que lo iba a encontrar —dijo Vysogota con orgullo—. Buscaba, buscaba y… Su puta
madre…
Brazados de pesados libros se le cayeron de los dedos, incunables se estrellaron contra el suelo
de tierra, hojas se escaparon de encuadernaciones enmohecidas y se repartieron en desorden.
—¿Qué es lo que has encontrado? —Ciri se arrodilló a su lado, le ayudó a recoger las páginas
caídas.
—¡La Torre de la Golondrina! —El ermitaño espantó al gato, que se había aposentado
descaradamente sobre una de las hojas—. Tor Zireael. Ayúdame.
—¡Pero cuidado que está todo polvoriento! ¡Hasta se pega! ¿Vysogota? ¿Qué es esto? ¿Aquí,
en este dibujo? ¿Este hombre colgando de un árbol?
—¿Esto? —Vysogota miró la página suelta—. Una escena con la leyenda de Hemdall. El héroe
Hemdall estuvo colgado durante nueve días y nueve noches en el Fresno de los Mundos para, a
través del sacrificio y el dolor, poseer sabiduría y fuerza.
—He soñado varias veces con algo así. —Ciri se limpió la frente con la mano—. Una persona
colgada de un árbol…
—El grabado ha caído, eh, de ese libro. Si quieres puedes leerlo luego. Ahora, sin embargo, es
más importante que… Oh, por fin, lo tengo. Peregrinaciones por sendas y lugares mágicos de
Buyvid Backhuysen, un libro considerado por algunos como un apócrifo…
—O sea, un timo.
—Más o menos. Pero también ha habido quienes han apreciado este libro… Escucha…. Joder,
qué oscuridad hay aquí…
—Hay luz de sobra, tú que estás cegato de viejo que eres —dijo Ciri con la verdadera crueldad
que da la juventud—. Dame, yo misma lo leeré. ¿Desde dónde?
—Aquí —señaló con un dedo huesudo—. Lee en voz alta.

—Vaya una lengua rara con la que escribía este Buyvid. Assengard era un castillo, si no me
equivoco. Pero, ¿cuál es ese país, Cien Lagos? Nunca he oído hablar de él. ¿Y qué es un trifolium?
—Un trébol. Y cuando termines de leer te contaré también acerca de Assengard y Cien Lagos.

—Y, oh pechada, apenas hubiera finiquitado el elfo Avallac’h de platicar, cuando de las aguas
lacustres acudieran los tales pájaros, chicos y prietos, los cuales en el fondo de las honduras todo
el invierno habíanse guardado del frío. Puesto que la golondrina, como es cosa sabida por la gente
de ciencia, a la contra que otras aves no vuela hacia el mediodía y torna a la primavera, sino que,
aferrándose de las patas, en grande grupo caen a lo profundo de las aguas, transcurren allá toda la
estación de las nieves y a lo pronto en la primavera de bajo las aguas de profundis salen. Es por
tanto esta ave no sólo símbolo de primavera y esperanza, mas y modelo de la limpieza no tocada,
puesto que nunca pósase en la tierra y con la suciedad y el asco terrenales no ha contacto alguno.
»Tornemos pues al nuestro lago. Diríase que las tales aves con sus alas la niebla toda
aventaron, puesto que tandem sin haberlo esperado elevárase de la bruma una portentosa torre,
necromántica, y nuestros pechos hubieron de lanzar un suspiro de asombramiento puesto que la tal
torre era como si hubiérase arrancado del rocío, habiendo la niebla como fundamentum y a lo más
alto brillaban luceros, una necromántica aurora borealis. Ciertamente, poderoso artefacto mágico
había de ser aquella torre, fuera de la razón humana.
»Contemplara el elfo Avallac’h nuestra admiración y dijo: «He aquí Tor Zireael, la Torre de la
Golondrina. He aquí la Puerta de los Mundos y el Portón del Tiempo. Alégrate, humano, que los
tus ojos esto vean, puesto que no a todos ni en todo tiempo les es dado verlo».
»Preguntado pues por nosotros si acaso pudiérase acercar a la tal torre, y de cerca verla y acaso
tocarla propria manu, sonriérase el elfo Avallac’h y dijera: «Tor Zireael es un sueño, no se toca un
sueño. Y bien está», añadiera, «puesto que la Torre a los Sabedores sirve y aun a unos pocos
Elegidos para los que el Portón del Tiempo son portones de esperanza y resurrección. Mas para los
profanos son puertas a la pesadilla».
»Apenas dijera estas palabras cayeron las nieblas nuevamente y la vista de aquel prodigio fue
vedada a nuestros ojos…

—El país de Cien Lagos —aclaró Vysogota— se llama hoy Mil Trachta. Es una región lacustre en
la parte norte de Metinna, cerca de la frontera con Nazair y Mag Turga. Buyvid Backhuysen
escribe que salieron hacia el lago desde el norte, desde Assengard… Hoy no existe Assengard,
sólo han quedado ruinas, la ciudad más cercana es Neunreuth. Buyvid contó seiscientas leguas
desde Assengard. Se han venido usando distintos tipos de leguas, pero podemos tomar la más
popular según la cual seiscientas leguas son, redondeando, cincuenta millas. Al sur de Assengard,
que de aquí, de Pereplut, está alejado como unas trescientas cincuenta millas. Por decirlo de otro
modo, de la Torre de la Golondrina te separan más o menos trescientas millas, Ciri. En tu Kelpa,
como dos semanas de camino. Por supuesto en primavera. No ahora, cuando en uno o dos días
vendrán los hielos.
—De Assengard, por lo que he leído —murmuró Ciri, frunciendo la nariz pensativa—, no han
quedado de aquellos tiempos más que ruinas. Y yo he visto con mis propios ojos la ciudad élfica
de Shaerrawedd en Kaedwen, estuve allí. Los humanos habían robado y saqueado todo, no habían
dejado más que piedras desnudas. Apuesto a que de tu Torre de la Golondrina tampoco han
quedado más que piedras, y sólo las grandes, por que las pequeñas seguro que las robaron. Y si
para colmo allí había un portal…
—Tor Zireael era mágica. No era visible para todos. Y los telepuertos no son nunca visibles.
—Cierto —reconoció y se sumió en sus pensamientos—. El de Thanedd no lo era. Apareció de
pronto en la pared desnuda… Y además justo a tiempo, porque aquel hechicero que me perseguía
ya estaba cerca… Ya lo oía venir… Y entonces, como respondiendo a una llamada, apareció un
portal.
—Estoy seguro —dijo Vysogota en voz baja— de que si consiguieras llegar a Tor Zireael,
también se te aparecería aquel telepuerto. Aunque fuera en las ruinas, entre las piedras desnudas.
Estoy seguro de que conseguirías encontrarlo y activarlo. Y él, estoy seguro, obedecería tus
órdenes. Porque yo pienso, Ciri, que tú eres una elegida.

—Tus cabellos, Triss, son como el fuego a la luz de las velas. Y tus ojos como lapislázuli. Tus
labios como corales…
—Cállate, Crach. ¿Estás borracho o qué? Échame más vino. Y cuéntame.
—¿Contarte qué?
—¡No finjas! Acerca de cómo Yennefer decidió navegar hasta el Abismo de Sedna.
—¿Cómo te va? Cuenta, Yennefer.
—Primero tú contesta a mi pregunta: ¿quiénes son esas mujeres que encuentro siempre cuando
voy a tu casa? ¿Y que siempre me regalan unas miradas que normalmente suelen estar reservadas
para mirar a una mierda de gato que yace sobre la alfombra?
—¿Te interesa el estado formal y jurídico o el fáctico?
—El segundo.
—En ese caso son mis esposas.
—Entiendo. Aclárales entonces, cuando tengas ocasión, que lo pasado, pasado está.
—Ya lo hice. Pero las mujeres son así. No importa. Cuenta, Yennefer. Me interesan los
avances en tu trabajo.
—Por desgracia —la hechicera se mordió los labios— los progresos son mínimos. Y el tiempo
corre.
—Corre —afirmó el Jarl con la cabeza—. Y sigue trayendo nuevas sensaciones. He recibido
noticias desde el continente, seguro que te interesan. Provienen del corpus de Vissegerd. Sabes,
espero, quién es Vissegerd.
—¿Un general de Cintra?
—Un mariscal. Dirige un cuerpo integrado en el ejército temerio que está compuesto por
emigrantes y voluntarios cintrianos. Sirven en él suficientes voluntarios de las islas como para
tener siempre nuevas de primera mano.
—¿Y qué tienes?
—Tú llegaste aquí, a Skellige, el diecinueve de agosto, dos días después de la luna llena. Ese
mismo día, es decir, el diecinueve, el corpus de Vissegerd atrapó durante una batalla a un grupo de
fugitivos entre los que estaban Geralt y ese trovador amigo suyo…
—¿Jaskier?
—Exacto. Vissegerd los acusó a ambos de espionaje, los detuvo y tenía intenciones de
ajusticiarlos, pero ambos prisioneros huyeron y condujeron contra Vissegerd a los nilfgaardianos,
con los que parece ser que tenían un acuerdo.
—Tonterías.
—También me parece. Pero me ronda por la cabeza que el brujo, pese a lo que tú piensas,
realiza algún plan inteligente. Queriendo salvar a Ciri, se gana la merced de Nilfgaard…
—Ciri no está en Nilfgaard. Y Geralt no realiza plan alguno. La planificación no es su mayor
cualidad. Dejémoslo. Lo importante es que estamos ya a veintiséis de agosto y yo todavía sé muy
poco. Demasiado poco para emprender nada… A menos que…
Se calló, mirando por la ventana, jugueteando con la estrella de obsidiana cosida en terciopelo
negro.
—¿A menos que? —Crach an Craite no resistió.
—En vez de burlarnos de Geralt, probemos sus métodos.
—No entiendo.
—Se puede intentar el sacrificio, Jarl. Al parecer, la disposición al sacrificio otorga réditos,
produce consecuencias beneficiosas… Aunque sea en la forma del favor de una diosa. Que ama y
valora el sacrificio y el sufrimiento por una causa.
—Sigo sin entender. —Él frunció el ceño—. Pero no me gusta lo que dices, Yennefer.
—Lo sé. A mí tampoco. Pero ya he ido demasiado lejos… El tigre puede ya escuchar los
balidos del cabritillo…

—Esto es lo que me temía —susurró Triss—. Precisamente esto me temía.


—Lo que quiere decir que entonces entendí bien. —Los huesos de las mandíbulas de Crach an
Craite chasquearon con fuerza—. Yennefer sabía que alguien escuchaba las conversaciones que
llevaba a cabo con ayuda de aquella máquina infernal. O que alguno de los interlocutores la
traicionaría vilmente…
—O lo uno y lo otro.
—Lo sabía. —Crach hizo chirriar los dientes—. Pero seguía haciendo lo que le daba la gana.
¿Porque tenía que hacer de cebo? ¿Ella misma iba a ser el cebo? ¿Fingía que sabía más de lo que
sabía para provocar al enemigo? Y navegó hasta el Abismo de Sedna…
—Lanzando un reto. Provocando. Muy arriesgado, Crach.
—Lo sé. No quería poner en peligro a ninguno de nosotros… Excepto a los voluntarios. Por
eso pidió dos drakkars.

—Tengo para ti los dos drakkars que has pedido. Alción y Tamara. Y la tripulación, se supone. El
Alción lo dirigirá Guthlaf, hijo de Sven, pidió ese honor, le has gustado, Yennefer. El Tamara lo
capitaneará Asa Thjazi, capitán, en el que tengo la más absoluta confianza. Ah, casi lo olvido. En
la tripulación del Tamara también irá mi hijo, Hjalmar Bocatorcida.
—¿Tu hijo? ¿Cuantos años tiene?
—Diecinueve.
—Pronto empezaste.
—Le dijo la sartén al cazo. Hjalmar pidió ser añadido a la tripulación por motivos personales.
No le pude rechazar.
—¿Por motivos personales?
—¿De verdad no conoces esa historia?
—No. Dime.
Crach an Craite bajó el cuerno, sonrió al recordar.
—A los niños de Ard Skellig —comenzó— les encanta patinar en el invierno, se mueren
esperando que lleguen los hielos. Se lanzan al hielo los primeros, apenas se congela el lago, sobre
una superficie tan fina que no soportaría a los adultos. Por supuesto la mejor diversión son las
persecuciones. Echar a correr y correr cuanto dan las fuerzas de una punta del lago a otra. Los
niños compiten en lo que se llama el «salto del salmón». Se trata de saltar con los patines por
encima de las rocas cercanas a la orilla, que surgen del hielo como los dientes de un tiburón. Del
mismo modo que un salmón cuando se lanza por encima del borde de los saltos de agua. Se elige
una fila de piedras adecuada, se toma impulso… Ja, yo mismo lo hice cuando era un mocoso…
Crach an Craite se quedo pensativo, sonrió levemente.
—Por supuesto —continuó—, estas competiciones las gana y luego alardea de ello como un
pavo aquél que salta la fila de rocas más larga. En su momento, Yennefer, este honor recayó a
menudo en este tu humilde sirviente y presente interlocutor, je, je. En la época que nos interesa
más, el campeón solía ser mi hijo Hjalmar. Saltaba por encima de tales piedras que ninguno de los
muchachos se atrevía a saltar. E iba con la nariz alta, retando a todos para que intentaran vencerlo.
Y se aceptó aquel reto. Ciri, hija de Pavetta de Cintra. Ni siquiera era una isleña, aunque se
consideraba a sí misma como una, puesto que pasaba más tiempo aquí que en Cintra.
—¿Incluso después del accidente de Pavetta? Pensaba que Calanthe le había prohibido venir
aquí.
—¿Sabes eso? —La miró con aire de sospecha—. Vaya, Yennefer, sabes mucho. Mucho. La
ira y la prohibición de Calanthe no duraron más que medio año, luego Ciri comenzó a pasar aquí
los veranos y los inviernos… Patinaba como un diablo, pero, ¿saltar al «salmón» en competición
con los chavales? ¿Y retar a Hjalmar? ¡A nadie le cabía en la cabeza!
—Y saltó —adivinó la hechicera.
—Saltó. Saltó ese medio diablo cintriano. Una verdadera Leoncilla de la sangre de la Leona. Y
Hjalmar, para que no se burlaran de él, tuvo que arriesgar un salto sobre una fila de piedras
todavía más larga. Se arriesgó. Se rompió una pierna, una mano, cuatro costillas y se destrozó la
cara. Le quedarán cicatrices hasta el final de su vida. ¡Hjalmar Bocatorcida! ¡Y su famosa
prometida! ¡Je, je!
—¿Prometida?
—¿No sabías eso? ¿Tanto sabes y eso no? Ella fue a verle cuando guardaba cama y se estaba
curando después del famoso salto. Le leía, le contaba cosas, le sujetaba de la mano… Y cuando
alguien entraba en la habitación se ponían rojos como dos amapolas. Bueno, y por fin, Hjalmar me
comunicó que se habían prometido. Por poco no me da algo. ¡Ya te daré yo a ti, mocoso,
prometimientos, le dije, pero con un látigo! Y me embargó un poco el miedo, porque pensaba que
la sangre de la Leoncilla es sangre caliente, que ella es de aquí te pillo aquí te mato, que es una
temeraria, por no decir una pequeña locuela… Por suerte Hjalmar estaba completamente vendado
y en tablillas, así que no podían haber hecho tonterías…
—¿Cuántos años tenían entonces?
—Él quince, ella casi doce.
—Creo que exagerabas un poco con esos temores.
—Puede que un poco. Pero al menos Calanthe, a la que tuve que contárselo todo, no lo
menospreció. Sé que tenían planes de matrimonio para Ciri, creo que se trataba del joven
Tancredo Thyssen, de Kovir, o puede que Radowid de Redania, no estoy seguro. Pero los rumores
podían dañar los proyectos de matrimonio, incluso rumores de inocentes besos o caricias medio
inocentes. Calanthe, sin un instante de vacilación, se llevó a Ciri a Cintra. La muchacha se enfadó,
gritó, lloró, pero no sirvió de nada. Con la Leona de Cintra no había discusión. Luego, Hjalmar
estuvo dos días de cara a la pared y no habló con nadie. Apenas sanó, quiso robar un esquife y
navegar solo hasta Cintra. Le di con el cinto y se le pasó. Y luego…
Crach an Craite calló, se quedó pensativo.
—Luego llegó el verano, luego el otoño y ya todo el poderío nilfgaardiano se lanzó contra
Cintra, desde la pared sur, junto a las Escaleras de Marnadal. Y Hjalmar encontró otra ocasión
para mostrar su hombría. En Marnadal, en Cintra, luego en Sodden, se enfrentó valientemente
contra los Negros. Luego también, cuando los drakkars fueron a las costas nilfgaardianas, Hjalmar
vengó con la espada en la mano a su casi prometida, de la que entonces se pensaba que ya no
vivía. Yo no lo creía porque no habían sucedido los fenómenos de los que te había hablado…
Bueno, y ahora, cuando Hjalmar se enteró de la posibilidad de una expedición de rescate, se
ofreció como voluntario.
—Gracias por esta historia, Crach. He descansado al oírte. Me he olvidado de mis…
pesadumbres.
—¿Cuándo te vas, Yennefer?
—En los próximos días. Puede que incluso mañana. Sólo me queda por hacer una última
telecomunicación.

Los ojos de Crach an Craite eran como ojos de azor. Se clavaban profundamente, hasta el fondo.
—¿No sabes por casualidad con quién habló Yennefer por ultima vez antes de desmontar la
máquina infernal? ¿La noche del veintisiete al veintiocho de agosto? ¿Con quién? ¿Y de qué?
Triss cubrió los ojos con sus pestañas.

El rayo de luz desviado por el brillante revivió con un resplandor la superficie del espejo.
Yennefer extendió las dos manos, gritó un hechizo. El reflejo cegador se convirtió en una niebla
retorcida, de la niebla comenzó a surgir enseguida una imagen. La imagen de una habitación de
paredes cubiertas con unos tapices multicolores.
Un movimiento en la ventana. Y una voz inquieta.
—¿Quién? ¿Quién está allí?
—Soy yo, Triss.
—¿Yennefer? ¿Eres tú? ¡Dioses! ¿De dónde… dónde estás?
—No importa dónde esté. No bloquees porque la imagen titila. Y quita la lamparilla porque
me ciega.
—Ya. Por supuesto.
Aunque era muy tarde, Triss Merigold no estaba ni en negligé ni en ropa de trabajo. Llevaba
un vestido de calle. Como de costumbre, abrochado muy alto junto al cuello.
—¿Podemos hablar libremente?
—Por supuesto.
—¿Estás sola?
—Sí.
—Mientes.
—Yennefer…
—No me engañas, mocosa. Conozco ese gesto, estoy harta de verlo. Hacías lo mismo cuando
comenzaste a dormir con Geralt a mis espaldas. Entonces también te ponías la misma máscara de
pollito inocente que veo ahora en tu rostro. ¡Y ahora significa lo mismo que entonces!
Triss enrojeció. Y junto a ella apareció en la ventana Filippa Eilhart, vestida con un jubón
granate de hombre con bordados de plata.
—Bravo —dijo—. Astuta, como siempre, como siempre penetrante. Estoy contenta de verte
sana y salva, Yennefer. Estoy contenta de ver que la loca teleportación desde Montecalvo no
terminó en una tragedia.
—Pongamos que de verdad te alegras. —Yennefer torció el gesto—. Aunque se trata de una
suposición bastante atrevida. Pero dejémoslo. ¿Quién me traicionó?
—¿Acaso importa? —Filippa se encogió de hombros—. Ya hace cuatro días que contactas con
traidores. Con aquéllos para los que la traición y la venalidad son su segunda naturaleza. Y con
aquéllos a los que tú misma empujaste a la traición. Uno de ellos te traicionó. El orden natural de
las cosas. No me digas que no lo esperabas.
—Por supuesto que me lo esperaba —bufó Yennefer—. La mejor prueba es que contacto con
vosotras. No tendría por qué hacerlo.
—No tendrías. Eso quiere decir que quieres algo.
—Bravo. Astuta, como siempre, como siempre penetrante. Contacto con vosotras para
aseguraros que el secreto de vuestra logia está a salvo conmigo. No os traicionaré.
Filippa la miró a través de sus pestañas.
—Si contabas —dijo por fin— con que esta declaración te iba a servir para comprarte tiempo,
tranquilidad y seguridad, te equivocas. No nos engañemos, Yennefer. Al huir de Montecalvo
realizaste una elección, te declaraste por un lado de la barricada. Quien no está en la logia está
contra ella. Ahora intentas adelantarte a nosotras en la tarea de encontrar a Ciri y los motivos que
te mueven a ello son precisamente los contrarios a los nuestros. Actúas contra nosotras. No
quieres permitir que utilicemos a Ciri para nuestros objetivos políticos. Así que nosotras haremos
todo lo posible para que no consigas utilizar a la muchacha para los tuyos, sentimentales.
—¿Así que guerra?
—Competencia —sonrió Filippa venenosamente—. Sólo competencia, Yennefer.
—¿Leal y honorable?
—Estás bromeando.
—Por supuesto. Sin embargo, al menos hay cierto asunto que querría dejar claro
honestamente.
—Dilo.
—En los próximos días, puede que mañana, sucederán unos acontecimientos cuyas
consecuencias no estoy en estado de prever. Puede ser que nuestra competencia deje de tener
importancia de pronto. Por una causa muy simple. Que no haya competidora.
Filippa Eilhart entornó sus ojos, matizados por una sombra celeste.
—Entiendo.
—Conseguid entonces que recupere después de mi muerte mi reputación y mi buen nombre.
Para que no me consideren más como una traidora y aliada de Vilgefortz. Pido esto a la logia. Te
lo pido a ti personalmente.
Filippa calló un instante.
—Rechazo la petición —dijo por fin—. Lo siento, pero tu rehabilitación no está dentro de los
intereses de la logia. Si mueres, mueres como una traidora. Serás una traidora y una criminal para
Ciri, porque entonces será más fácil manipular a la muchacha.
—Antes de que emprendas algo que amenace muerte —habló de pronto Triss—, déjanos…
—¿Un testamento?
—Algo que nos permita… continuar… seguir tus huellas. Encontrar a Ciri. ¡Se trata de su
bienestar! ¡De su vida! Yennefer, Dijkstra encontró… ciertas huellas. Si Vilgefortz tiene a Ciri, a
la muchacha le amenaza una muerte horrible.
—Calla, Triss —ladró brusca Filippa Eilhart—. Aquí no habrá mercadeo ni regateos.
—Os dejaré indicaciones —dijo Yennefer lentamente—. Os dejaré informaciones de lo que
me enteré y de lo que voy a emprender. Os dejaré huellas que podréis seguir. Pero no gratis. No
queréis rehabilitarme a ojos del mundo, pues al diablo con vuestro mundo. Pero rehabilitadme
siquiera a ojos de un brujo.
—No —respondió casi de inmediato Filippa—. Esto tampoco entra dentro de los intereses de
la logia. También para tu brujo seguirás siendo una hechicera traidora y nefanda. No entra dentro
de los intereses de la logia el que alborotara, buscando venganza, y si te desprecia, no va a querer
vengarte. Al fin y al cabo, creo que ya está muerto. O lo estará un día de éstos.
—Informaciones —habló Yennefer con voz sorda— por su vida. Sálvalo, Filippa.
—No, Yennefer.
—Porque no entra dentro de los intereses de la logia. —En los ojos de la hechicera ardió un
fuego violeta—. ¿Lo has oído, Triss? Ésta es tu logia. Éste es su verdadero rostro, éstos sus
verdaderos intereses. ¿Y qué dices a ello? Eras la tutora de la muchacha, casi, como tú misma
dijiste, su hermana mayor. Y Geralt…
—No tomes a Triss por la fibra romántica, Yennefer. —Filippa se tomó la revancha con el
fuego de sus ojos—. Encontraremos y rescataremos a la muchacha sin tu ayuda. Y si tú tuvieras
éxito, entonces gracias mil, nos la proporcionarás, nos ahorrarás fatigas. Tú arrancas a la
muchacha de manos de Vilgefortz, nosotros de las tuyas. ¿Y Geralt? ¿Quién es Geralt?
—¿Has oído, Triss?
—Perdóname —dijo sordamente Triss Merigold—. Perdóname, Yennefer.
—Oh, no, Triss. Nunca.

Triss miraba al suelo. Los ojos de Crach an Craite eran como ojos de azor.
—Al día siguiente de esta última comunicación secreta —dijo despacio el Jarl de Skellige—,
de ésa de la que tú, Triss Merigold, no sabes nada, Yennefer se fue de Skellige, poniendo curso al
Abismo de Sedna. Al preguntarle por qué se dirigía precisamente hacia allí, me miró a los ojos y
respondió que tenía intenciones de comprobar en qué se diferencian las catástrofes naturales de las
innaturales. Se fue con dos drakkars, el Tamara y el Alción, con una tripulación compuesta
exclusivamente de voluntarios. Esto fue el veintiocho de agosto, hace dos semanas. No la volví a
ver…
—¿Cuándo te enteraste…?
—Cinco días después. —La interrumpió bastante poco ceremoniosamente—. Tres días
después de la nueva de septiembre.

El capitán Asa Thjazi, sentado delante del Jarl, estaba intranquilo. Se lamía los labios, se removía
en el banco, retorcía los dedos de tal forma que hasta saltaban los pulgares.
El sol rojo, que había logrado salir por fin de entre las nubes que cubrían el cielo, iba bajando
poco a poco hacia Spikeroog.
—Habla, Asa —le ordenó Crach an Craite.
Asa Thjazi tosió con fuerza.
—Avanzamos muy deprisa —siguió—. El viento nos era favorable, hacíamos más de doce
nudos. Entonces, ya el veintinueve, vimos por la noche la luz del faro de Peixe de Mar. Doblamos
un poco hacia el oeste, para no toparnos con algún nilfgaardiano… Y un día antes de la nueva de
septiembre, al alba, entramos en la zona del Abismo de Sedna. Entonces, la hechicera nos llamó a
mí y a Guthlaf…

—Necesito voluntarios —dijo Yennefer—. Sólo voluntarios. Ni uno más de los que sean
necesarios para manejar el drakkar por un corto período de tiempo. No sé cuántos hacen falta, no
sé nada de esto. Pero pido que no se deje en el Alción ni siquiera a una persona más por encima de
la cifra estrictamente necesaria. Y repito: sólo voluntarios. Lo que pretendo hacer… es muy
arriesgado. Más que una batalla naval.
—Comprendo. —El viejo senescal afirmó con la cabeza—. Y me presento como primero. Yo,
Guthlaf, hijo de Sven, pido este honor.
Yennefer le miró largo rato a los ojos.
—Está bien —dijo—. El honor es mío.

—Yo también me presenté —dijo Asa Thjazi—, pero Guthlaf no accedió. Alguien, dijo, tiene que
llevar el mando del Tamara. Como resultado, se presentaron quince. Entre ellos Hjalmar, Jarl.
Crach an Craite alzó las cejas.

—¿Cuántos hacen falta, Guthlaf? —repitió la hechicera—. ¿Cuántos sobran? Por favor, cuéntalo
con precisión.
El senescal guardó silencio algún tiempo, calculó.
—Con ocho basta —dijo por fin—. Si no es mucho tiempo… Pero al fin y al cabo aquí todos
son voluntarios, así que no hay ninguna necesidad…
—Selecciona a ocho de entre esos quince —le interrumpió con brusquedad—, elígelos tú
mismo. Y ordena a los elegidos que pasen al Alción. El resto se queda en el Tamara. Ah, uno de
los que se queda lo selecciono yo. ¡Hjalmar!
—¡No, señora! ¡No podéis hacerme esto! ¡Me presenté y estaré a vuestro lado! Quiero estar…
—¡Calla! ¡Te quedas en el Tamara! ¡Es una orden! ¡Una palabra más y hago que te aten al
mástil!

—Sigue, Asa.
—La maga, Guthlaf y los mencionados ocho voluntarios subieron al Alción y navegaron hacia
el Abismo. Nosotros, con el Tamara, nos mantuvimos a un lado siguiendo las órdenes, pero de
modo que no nos alejáramos. Con el tiempo, que hasta entonces nos había sido favorable, alguna
diablura comenzó a pasar al pronto. Sí, bien digo, diablura, porque alguna fuerza impura era,
Jarl… Que me pasen por la quilla si miento…
—Sigue.
—Allá donde nosotros estábamos, el Tamara, se entiende, estaba tranquilo. Aunque soplaba
algo el aire y el cielo se puso negro de las nubes, hasta que casi parecía que el día se tornaba
noche. Mas allá donde estaba el Alción, se había abierto el mismo infierno. Un verdadero
infierno…

La vela del Alción se agitó de pronto con tanta fuerza que escucharon sus estampidos pese a la
distancia que los separaba del drakkar. El cielo se ennegreció, las nubes se agruparon. El mar, que
alrededor del Tamara parecía totalmente tranquilo, se enfureció y bullía espumeante junto a la
borda del Alción. Alguien gritó de pronto, otro le siguió y al poco gritaban todos.
Bajo una masa de negras nubes que se aposentaban sobre él, el Alción bailaba entre las olas
como un corcho, girando, virando y saltando, golpeando en ellas bien con la proa, bien con la
popa. A veces el drakkar desaparecía de la vista casi por completo. A veces no se veía más que la
vela de bandas de colores.
—¡Esto son hechizos! —gritó alguien a espaldas de Asa—. ¡Es magia diabólica!
Un remolino hacía girar al Alción cada vez más deprisa y más deprisa. Los escudos,
arrancados por la fuerza centrífuga de las bordas del drakkar, volaban por el aire como discos,
revoloteaban a izquierda y derecha los destrozados remos.
—¡Arrizar la vela! —gritó Asa Thjazi—. ¡Y a los remos! ¡Vamos allá! ¡Hay que salvarlos!
Era ya, sin embargo, demasiado tarde.
El cielo sobre el Alción se había puesto negro, la oscuridad estalló de pronto en el zigzag de
los relámpagos que rodearon el drakkar como los tentáculos de una medusa. Las nubes agrupadas
en formas fantásticas se retorcían en un embudo monstruoso. El drakkar giraba en círculo con una
increíble velocidad. El mástil se quebró como una cerilla, la vela destrozada salió disparada por
encima de la cubierta como un gigantesco albatros.
—¡A los remos, por mi fe!
Por encima de sus propios gritos, por encima del bramido de los elementos que lo
amortiguaban todo, escuchaban sin embargo los gritos de la gente del Alción. Gritos tan increíbles
que los pelos se ponían de punta. A ellos, viejos lobos de mar, sangrientos berserkers, marineros
que habían visto y escuchado mucho.
Soltaron los remos, conscientes de su impotencia. Quedaron estupefactos, hasta dejaron de
gritar.
El Alción, todavía girando, se comenzó a elevar lentamente por encima de las olas. Y subía
cada vez más alto y más alto. Vieron el agua que se escurría, la quilla cubierta de moluscos y
algas. Vieron luego una forma negra, una silueta que caía al agua. Luego una segunda. Y una
tercera.
—¡Están saltando! —bramó Asa Thjazi—. ¡A remar, muchachos, sin parar! ¡Con todas las
fuerzas! ¡Vamos a ayudarlos!
El Alción estaba ya a más de cien codos de la superficie marina, que bullía como una olla.
Seguía girando, enorme, el timón rezumando agua, rodeado por una ígnea tela de araña de
relámpagos, atraído por una fuerza invisible hacia las nubes.
De pronto, una explosión que taladraba los oídos quebró el aire. Aunque empujado hacia
delante por la fuerza de quince pares de remos, el Tamara retrocedió de pronto y voló hacia atrás.
A Thjazi le desapareció el suelo bajo sus pies. Cayó, se golpeó en la frente con la borda.
No se pudo levantar por sí mismo, tuvieron que alzarlo. Estaba aturdido, agitaba y movía la
cabeza, se tambaleaba, balbuceaba sin sentido. Escuchaba los gritos de su tripulación como desde
detrás de una pared. Se acercó a la borda, agarrándose como un borracho, clavó los dedos en el
reling.
El viento enmudeció, las olas se calmaron. Pero el cielo todavía seguía negro de a causa de los
cúmulos de nubes.
Del Alción no quedaban ni las huellas.

—Ni huellas quedaron, Jarl. Oh, algún pedacillo, algunos trapos… Pero no más.
Asa Thjazi interrumpió la narración, miraba al sol, que desaparecía por detrás de la cumbre
boscosa de Spikeroog. Crach an Craite, pensativo, no le apremió.
—No se sabe —siguió por fin Asa Thjazi— cuántos consiguieron saltar antes de que aquella
diabólica nube se tragara al Alción. Pero de los que no saltaron, ninguno sobrevivió. Y nosotros,
aunque no ahorramos tiempo ni esfuerzo, no conseguimos más que pescar dos cadáveres. Dos
cuerpos, llevados por el agua. Sólo dos.
—¿La hechicera —preguntó el Jarl con un tono de voz levemente distinto— no estaba entre
ellos?
—No.
Crach an Craite guardó silencio largo tiempo. El sol se ocultó por completo detrás de
Spikeroog.
—Desapareció el viejo Guthlaf, hijo de Sven —habló de nuevo Asa Thjazi—. Seguro que hasta
el último hueso lo han devorado ya los cangrejos del fondo del Sedna… Desapareció
completamente la maga… Yarl, la gente comienza a decir… que todo esto es por su culpa… El
castigo por su crimen…
—¡Tontas habladurías!
—Murió —murmuró Asa— en el Abismo de Sedna. En el mismo sitio que entonces Pavetta y
Duny… Una coincidencia…
—No fue una coincidencia —dijo convencido Crach an Craite—. Ni entonces ni ahora; con
toda seguridad, no fue una coincidencia.
Capítulo décimo

Es esencial que el infortunado sufra; su humillación y sus dolores figuran entre


las leyes de la naturaleza y su existencia es útil al plan general, tanto como la
prosperidad de quien lo aplasta. Ésta es la verdad que debe sofocar el
remordimiento tanto en el alma del tirano como en la del malhechor. Que no se
coarte, que se entregue ciegamente a cuantas maldades se le ocurran: la voz de
la naturaleza sólo le sugiere esta idea, el único modo posible con que ella nos
convierte en agentes de sus leyes. Cuando sus inspiraciones secretas nos
predisponen al mal, es porque el mal le es necesario.

Donatien Alphonse François de Sade

El estampido y el chirrido de las puertas primero abiertas y luego cerradas de la celda despertaron
a la más joven de las hermanas Scarra. La mayor estaba sentada a la mesa, ocupada en rascar unas
gachas pegadas al fondo de una escudilla de estaño.
—¿Y cómo te ha ido en el juicio, Kenna?
Joanna Selborne, llamada Kenna, no dijo nada. Se sentó en el camastro, apoyó los codos en las
rodillas y la frente en las manos.
Scarra la Joven bostezó, eructo y se peyó ruidosamente. LeCoq, acurrucado en el camastro de
enfrente, murmuró algo ininteligible y volvió la cabeza. Estaba enfadado con Kenna, con las
hermanas y con todo el mundo.
En las prisiones normales todavía se dividía tradicionalmente a los arrestados según su sexo.
En las ciudadelas militares era distinto. Ya el emperador Fergus var Emreis, confirmando en un
decreto la igualdad de derechos de las mujeres en el ejército imperial, ordenó que, si
emancipación, pues emancipación, la igualdad debía ser igual en todos lados y en todos los
aspectos, sin ninguna excepción, ni especiales privilegios para ninguno de los sexos. Desde aquel
momento, en las fortalezas y ciudadelas los prisioneros cumplían su condena en celdas
coeducacionales.
—¿Y qué entonces? —repitió Scarra la Mayor—. ¿Te sueltan?
—¡Seguro! —dijo Kenna con amargura, todavía con la cabeza apoyada en las manos—.
Antoavía voy a tener suerte si no me cuelgan. ¡Joder! He declarado toda la verdad, sin ocultar ni
miaja, bueno, casi nada, se entiende. Y ese hijoputa comenzó a machacarme, hízome primero
quedar como una tonta ante todos, luego arresultó que soy persona sin credibilidad y elemento
criminal y al mismito final va y me sale con participación en conspiración dirigida a derrocar.
—Derrocar. —Scarra la Mayor, haciendo como si lo entendiera, meneó la cabeza—. Aah, si se
trata de derrocar… La has cagao, Kenna.
—Como si no lo supiera.
Scarra la Joven se estiró, bostezó de nuevo, con la boca más abierta y haciendo más ruido que
un leopardo, saltó del camastro de arriba, de una enérgica patada quitó de en medio el estorbo del
taburete de LeCoq, escupió al suelo junto al taburete. LeCoq gruñó, pero no se atrevió a más.
LeCoq estaba mortalmente enfadado con Kenna. Y tenía miedo de las hermanas.
Cuando hacía tres días le instalaron a Kenna en la celda, pronto resultó que LeCoq tenía sus
propias ideas en lo tocante a la emancipación y la igualdad de la mujer. En mitad de la noche le
echó a Kenna una manta sobre la parte superior del cuerpo con intenciones de servirse de la parte
inferior, lo que seguramente hubiera conseguido si no hubiera sido por el hecho de que dio con
una empática. Kenna se le metió en el cerebro de tal forma que LeCoq aulló como un lobisome y
se arrastró por la celda como si le hubiera picado una tarántula. Kenna, por su parte y por pura
venganza, le obligó telepáticamente a ponerse a cuatro patas y a golpear con la cabeza en la puerta
cubierta de chapa de la celda. Cuando, alarmados por el terrible ruido, los guardianes abrieron la
puerta, LeCoq le dio un embate a uno de ellos, por lo que recibió cinco golpes de palo y otros
tantos puntapiés. Recapitulando, LeCoq no saboreó aquella noche los placeres con los que
contaba. Y se enfadó con Kenna. Ni siquiera se atrevió a pensar en la revancha, porque al día
siguiente les pusieron en la celda a las hermanas Scarra. De modo que el bello sexo estaba en
mayoría y, para colmo pronto se vio que las opiniones de las hermanas acerca de la igualdad eran
parecidas a las de LeCoq, sólo que completamente al revés en lo que se refería a los roles
adjudicados a los sexos. Scarra la Joven miraba al hombre con ojos de rapaz y emitía comentarios
inequívocos, mientras que la Mayor se carcajeaba y se frotaba las manos. El efecto fue que LeCoq
dormía con su taburete, con el cual, en caso necesario, preveía defender su honor. Pero escasas
eran sus posibilidades y perspectivas: ambas Scarra habían servido en el ejército de línea y eran
veteranas de muchas batallas, no se rendirían ante un taburete; si querían violar, violaban, incluso
si el hombre estaba armado con un hacha. Kenna, sin embargo, estaba segura de que las hermanas
sólo bromeaban. Bueno, casi segura.
Las hermanas Scarra estaban en la trena por haber pegado a un oficial, mientras que en el
asunto del guardamangier LeCoq había una investigación relacionada con un chanchullo de robo
de botín de guerra que era ya grande y famoso y que iba alcanzando cada vez círculos más altos.
—La has cagao, Kenna —repitió Scarra la Mayor—. Entonces te has metío en una buena
maraña. O más bien te han metío. ¡Y por el diablo diablero, que no te anteraras a tiempo que
andabas embrollá en un pastel político!
—Bah.
Scarra la miró sin saber muy bien cómo había de entender la afirmación monosilábica. Kenna
evitó su mirada.
No os voy a contar a vosotras lo que silenciara ante los jueces, pensó. El que sabía en qué
juego me estaba metiendo. Ni eso, ni la forma en que me enterara.
—Mordiste más de lo que podías tragar —afirmó sabia la más joven de las Scarra, la menos
desarrollada, la que (Kenna estaba segura) no había entendido ni jota de lo que se trataba.
—¿Y qué pasó con la princesa ésa de Cintra? —no se resignó Scarra la Mayor—. Al cabo la
echastis mano, ¿no?
—La echamos mano. Si se puede decir así. ¿Qué día es hoy?
—El ventidós de septiembre. Mañana es el equinoccio.
—Ja. Ved cuán raro es el decurso del azar. Entonces mañana se cumplirá el año desde aquellos
hechos… Un año ya…
Kenna se tumbó en el camastro, con las manos unidas detrás del cuello. Las hermanas
callaban, con la esperanza de que aquello fuera la introducción para una historia.
Nada de eso, hermanillas, pensó Kenna, mirando las guarrerías escritas y las todavía mayores
guarrerías dibujadas en la tabla del camastro de arriba. No habrá ninguna historia. Ni siquiera es
porque ese apestoso LeCoq me apesta a mí a chota de mierda o a otro testigo de la corona.
Simplemente no quiero hablar de ello. No quiero recordarlo.
Lo que pasó hace un año… después de que Bonhart se nos escapara en Claremont.
Llegamos allí dos días demasiado tarde, recordó, el rastro ya se había enfriado. Nadie sabía
adonde había ido el cazador de recompensas. Nadie, excepto el mercader Houvenaghel, se
entiende. Pero Houvenaghel no quiso hablar con Skellen, ni siquiera le dejó entrar en su casa. Le
transmitió mediante el servicio que no tenía tiempo y no concedía audiencia. Autillo se enrabietó
y se inflamó, pero, ¿qué iba a hacer? Aquello era Ebbing, no tenía allí jurisdicción. Y de otro —
nuestro— modo no se podía agarrar a Houvenaghel, porque él tenía en Claremont un ejército
privado y no se podía empezar una guerra…
Boreas Mun rastreó, Dacre Silifant y Ola Harsheim intentaron el soborno, Til Echrade, la
magia élfica, yo sentí y leí pensamientos, pero no sirvió de mucho. Nos enteramos solamente de
que Bonhart se fue de la ciudad por la puerta del sur. Y de que antes de que se fuera…
En Claremont había un santuario pequeñito, de madera de alerce… Junto a la puerta del sur,
frente a una placita con mercado. Antes de irse de Claremont, Bonhart, en aquella plaza, delante
del santuario, torturó a Falka con un látigo. Ante los ojos de todos, incluyendo de los sacerdotes
del santuario. Gritó que le demostraría quién era su señor y amo. Que esto se lo enseñaría con un
palo, como quisiera, y si lo quisiera, la golpearía hasta la muerte, porque nadie tomaría parte por
ella, nadie la ayudaría, ni los hombres ni los dioses.
Scarra la Joven miraba por la ventana, colgaba agarrada a las rejas. La Mayor comía gachas de
la escudilla. LeCoq tomó el taburete, se tumbó y se cubrió con la manta.
Se escuchó la campana del cuerpo de guardia, los centinelas se gritaron en la muralla.
Kenna se dio la vuelta, el rostro hacia la pared.
Algunos días después, nos encontramos, pensó. Yo y Bonhart. Cara a cara. Miré a sus
inhumanos ojos de pez: sólo pensaba en una cosa, en cómo golpear a esa muchacha. Y le eché un
vistazo a sus pensamientos… Sólo por un momento. Y fue como meter la cabeza en un tumba
abierta…
Esto sucedió en el equinoccio.
Y el día anterior, el veintidós de septiembre, me di cuenta de que se había metido entre
nosotros un invisiblero.

Stefan Skellen, coronel imperial, escuchaba sin interrumpir. Pero Kenna vio cómo se le
transformaba el rostro.
—Repite, Selborne —pronunció arrastrando las sílabas—. Repite porque no creo a mis propios
oídos.
—Cuidado, señor coronel —murmuró—. Haced como que os enfadáis… Como si yo petición
alguna tuviera y vos no quisierais permitirla… En apariencia, se entiende. Yo no me equivoco,
segura estoy. Dos días ha que un invisiblero nos ronda. Un espía invisible.
Autillo, había que reconocérselo, era listo; lo pilló al vuelo.
—No, Selborne, no lo concedo —dijo en voz alta, pero evitando exageraciones actorales tanto
en el tono como en los gestos—. La disciplina ata a todos. No hay excepciones. ¡No concedo mi
permiso!
—Pídoos al menos que escucharéis, señor coronel. —Kenna no tenía el talento de Autillo, no
escapaba a la artificialidad, pero en la escena que estaban interpretando cierta artificialidad y
confusión habrían sido aceptables—. Pídoos al menos escuchar…
—Habla, Selborne. ¡Pero corto y conciso!
—Nos espía desde hace dos días —murmuró, fingiendo que explicaba sus razones con
humildad—. Desde Claremont. Ha de ir secretamente tras nos, se acerca en los vivaques, invisible,
andurrea entre la gente, escucha.
—Escucha, el puto espía. —Skellen no tenía que fingir enfado ni severidad, su voz vibraba de
rabia—. ¿Cómo lo descubriste?
—Cuando antenoche dierais junto a la posada las órdenes al señor Silifant, un gato que al
punto andaba durmiendo en un poyo siseó y puso las orejas. Raro se me hiciera aquello, puesto
que no había nadie en aqueste lado…. Y luego sentí algo, como un pensamiento, ajena voluntad.
Cuando alredor nomás hay pensamientos de los nuestros, normales, un pensamiento ajeno es
entonces para mí, señor coronel, como si alguien gritara a lo loco… Principié a estar atenta,
fuerte, doblemente, y lo sentí.
—¿Lo puedes sentir siempre?
—No. No siempre. Ha de tener alguna protección mágica. No más lo siento de muy cerca, y
esto no de continuo. Por esto hay que guardar la apariencia, puesto que no se sabe si justamente
anduviera por acá.
—No lo espantemos —Autillo arrastró las sílabas—. No lo espantemos… Yo lo quiero vivo,
Selborne. ¿Qué propones?
—Lo vamos a hacer crepés.
—¿Crepés?
—Más bajito, señor coronel.
—Pero… Ah, no importa. De acuerdo. Te dejo mano libre.
—Mañana hacer que tomemos cuartelillo en alguna aldea. Yo apañaré el resto. Y ahora, para
las apariencias, gritarme severamente y yo me iré.
—No sé cómo gritaros —le sonrió con los ojos y guiñó levemente, tomando de inmediato
gesto de caudillo severo—. Porque estoy satisfecho de vos, doña Joanna.
Dijo «doña». Doña Joanna. Como a un oficial.
Hizo de nuevo un guiño.
—¡No! —dijo, y agitó la mano, interpretando estupendamente su papel—. ¡Petición
rechazada! ¡Idos!
—A la orden, señor coronel.

Al día siguiente, por la tarde, Skellen arregló que se quedaran en una aldea junto al río Lete. La
aldea era rica, rodeada por una empalizada, se entraba en ella por una elegante puerta giratoria de
tablones nuevos de pino. La aldea se llamaba Licornio. Y tomaba este nombre de una pequeña
capilla de piedra en la que había un muñeco de paja que representaba a un unicornio.
Recuerdo, dijo para sí Kenna, cómo nos burlamos de aquel diosecillo de paja, y el alcalde, con
un gesto serio, aclaró que el santo licornio que protegía la ciudad había sido, hacía años, de oro,
luego de plata, luego de cobre, luego hubo algunas versiones de hueso y de maderas nobles. Pero
todos habían sido robados y saqueados. Sólo desde que el licornio era de paja había tranquilidad.
Extendimos el campamento en la aldea. Skellen, como estaba convenido, ocupó la sala del
concejo.
Al cabo de menos de una hora hicimos del espía invisible un crepé. De una forma clásica, de
manual.

—Por favor, acercaos —ordenó en voz alta Autillo—. Por favor, acercaos y echadle un vistazo a
este documento… ¿Ahora? ¿Están ya todos? Que no tenga que explicarlo dos veces.
Ola Harsheim, que estaba precisamente bebiendo crema agria algo diluida con leche cortada
en un cubo de ordeñar, se limpió los labios de los chorrillos de la crema, soltó el vaso, miró a su
alrededor, contó. Dacre Silifant, Bert Brigden, Neratin Ceka, Til Echrade, Joanna Selborne…
—No está Dufficey.
—Llamadlo.
—¡Kriel! ¡Duffi Kriel! ¡Al mando, una reunión! ¡A por órdenes importantes! ¡Aprisa!
Dufficey Kriel, jadeando, entró en la choza.
—Todos presentes, señor coronel —anunció Ola Harsheim.
—Dejad la ventana abierta. Aquí apesta a ajo que te mueres. Dejad también abiertas las
puertas, para hacer corriente.
Brigden y Kriel, obedientes, abrieron puertas y ventanas. Kenna advirtió de nuevo cómo
Autillo habría sido un excelente actor.
—Por favor, señores, acercaos. He recibido del emperador este documento, secreto y de una
importancia inaudita. Os pido que atendáis…
—¡Ahora! —gritó Kenna, enviando un fuerte impulso direccional cuya acción sobre el
pensamiento era semejante a ser tocado por un rayo.
Ola Harsheim y Dacre Silifant agarraron los cubos y lanzaron la crema al mismo tiempo en el
lugar señalado por Kenna. Til Echrade arrojó con brío un corcho de harina que estaba escondida
bajo la mesa. En el suelo de la habitación se materializó una forma cremo-harinosa, al principio
irregular. Pero Bert Brigden vigilaba. Valorando sin error alguno dónde podía estar la cabeza del
crepé, llamó con todas sus fuerzas a tal cabeza con ayuda de una sartén de hierro fundido.
Luego todos se echaron sobre el espía cubierto de crema y harina, le quitaron de la cabeza el
gorro de la invisibilidad, le agarraron por las manos y los pies. Dieron la vuelta a la mesa, ataron
las extremidades del prisionero a las patas de la mesa. Le quitaron las botas y los peales, uno de
los peales se lo introdujeron en la boca mientras la abría para gritar.
Para coronar la obra, Dufficey Kriel le asestó con deleite una patada en las costillas al
prisionero y el resto contempló con satisfacción cómo al pateado se le desencajaban los ojos.
—Buen trabajo —valoró Autillo, el cual durante aquel corto espacio de tiempo no se había
movido del sitio, con las manos cruzadas sobre el pecho—. Bravo. Os felicito. Sobre todo a vos,
doña Joanna.
Joder, pensó Kenna. Si esto sigue así, de verdad que me colocan de oficial.
—Señor Brigden —dijo Stefan Skellen con voz fría, de pie junto a los pies del prisionero
extendidos y atados a la mesa—, por favor, ponga el hierro al fuego. Señor Echrade, por favor,
vigile que en los alrededores de la sala del concejo no haya niños.
Se inclinó, miró al prisionero a los ojos.
—Hace mucho que no te has mostrado, Rience —dijo—. Ya había comenzado a pensar que te
había ocurrido alguna desgracia.

Sonó la campana del cuerpo de guardia, la señal del cambio de guardia. Las hermanas Scarra
roncaban melodiosamente. LeCoq mascullaba en sueños, aferrando su taburete.
Intentó dárselas de valiente, recordó Kenna, fingió no tener miedo, el Rience aquél. El
hechicero Rience, hecho un crepé, atado a las patas de una mesa con los pies desnudos hacia
arriba. Intentaba dárselas de valiente. Aunque no engañaba a nadie y a mí la que menos. Autillo
me había advertido de que era un hechicero, así que le removí los pensamientos para que no
pudiera hacer hechizos ni pedir ayuda mágicamente. De paso lo leí. Defendió la entrada, pero
cuando olió el humo del fuego de carbón en el que se estaba calentando el hierro, sus defensas y
bloqueos mágicos se abrieron por todos lados como unos calzones viejos y pude leerlo a mi gusto.
Sus pensamientos no se diferenciaban para nada de los de otros que había leído en situaciones
similares. Pensamientos desvariados, temblorosos, llenos de miedo y desesperación. Pensamientos
fríos, viscosos, húmedos y malolientes. Como el interior de un cadáver.

—¡Bueno, venga, Skellen! ¡Me habéis pillado, vuestra es la captura! Te felicito. Me inclino ante
la técnica, el saber hacer y la profesionalidad. Es de envidiar, una gente extraordinariamente bien
entrenada. Y ahora, por favor, libérame de esta posición tan incómoda.
Autillo se acercó una silla, se sentó sobre ella del revés, apoyando las manos entrelazadas y la
barbilla en el respaldo. Miró al prisionero desde arriba. Guardaba silencio.
—Ordena que me suelten, Skellen —repitió Rience—. Y luego pide a tus subordinados que
salgan. Lo que tengo que decir está destinado sólo a tus oídos.
—Señor Brigden —preguntó Autillo, sin volver la cabeza—. ¿Qué color tiene el hierro?
—Todavía hay que esperar un poco, señor coronel.
—¿Señora Selborne?
—Se le lee ahora peor. —Kenna se encogió de hombros—. Demasiado miedo tiene, el miedo
ahoga todos sus otros pensamientos. Y hay también otros pensamientos que no veas. Y algunos
que esconder intenta. Tras de barreras mágicas. Mas esto no es difícil para mí, pudiera…
—No será necesario. Lo intentaremos con el clásico hierro al rojo.
—¡Diablos! —gritó el espía—. ¡Skellen! No tendrás intenciones de…
Autillo se inclinó, el rostro se le transformó ligeramente.
—En primer lugar: señor Skellen —pronunció arrastrando las palabras—. En segundo: sí,
tengo intenciones de ordenar que te tuesten las plantas de los pies. Lo haré además con una
satisfacción inenarrable. Así que trátalo como expresión de justicia histórica. Me apuesto a que no
lo entiendes.
Rience guardaba silencio, así que Skellen continuó.
—Sabes, Rience, yo aconsejé a Vattier de Rideaux que te quemara los talones ya entonces,
hace siete años, cuando te arrastraste hasta los servicios secretos imperiales como un perro,
suplicando la merced y el privilegio de ser un traidor y un agente doble. Lo volví a decir hace
cuatro años, cuando te metiste en el culo de Emhyr sin vaselina, mediando en los contactos con
Vilgefortz. Cuando, con ocasión de la caza a la cintriana, ascendiste de mercenario común y
corriente a jefecillo casi. Aposté con Vattier a que si te tostábamos nos contarías a quién sirves…
No, digo mal. Que nos mencionarías uno por uno todos a los que sirves. Y a todos a los que
traicionas. Y entonces, le dije, verás, te vas a asombrar, Vattier, de hasta qué punto coinciden las
dos listas. Pero en fin, Vattier de Rideaux no me hizo caso. Y ahora con toda seguridad lo lamenta.
Pero nada se ha perdido. Yo no te voy a tostar más que un poquillo, y cuando sepa lo que quiero
saber, te pondré a disposición de Vattier. Y él te va a sacar la piel, poco a poco, en pequeños
fragmentos.
Autillo sacó un pañuelo y una botellita de perfume del bolsillo. Roció abundantemente el
pañuelo y se lo puso en la nariz. El perfume olía agradablemente a almizcle, y sin embargo casi
hizo vomitar a Kenna.
—El hierro, señor Brigden.
—¡Os sigo por orden de Vilgefortz! —gritó Rience—. ¡Se trata de la muchacha! ¡Siguiéndoos
a vosotros tenía la esperanza de llegar antes a ese cazador de recompensas! ¡Tenía que intentar
comprarle la muchacha! ¡A él y no a vosotros! ¡Porque vosotros queréis matarla y a Vilgefortz le
es necesaria viva! ¿Qué más queréis saber? ¡Lo diré! ¡Lo diré todo!
—¡Vaya, vaya! —gritó Autillo—. ¡Más despacio! De tanto ruido y abundancia de información
hasta le puede a uno doler la cabeza. ¿Os imagináis, señores, lo que pasará cuando se le tueste?
¡Nos va a volver locos a gritos!
Kriel y Silifant se carcajearon a plena voz. Kenna y Neratin Ceka no se unieron a la alegría
común. Tampoco se unió a ella Bert Brigden, quien precisamente había sacado del fuego la varilla
y la contemplaba críticamente. El hierro estaba tan caliente que parecía transparente, como si no
fuera un hierro sino un tubo de cristal relleno de fuego líquido.
Rience lo miró y graznó.
—¡Yo sé cómo encontrar al cazador y a la muchacha! —gritó—. ¡Lo sé! ¡Os lo diré!
—Pues claro.
Kenna, que seguía intentando leer sus pensamientos, hasta frunció el ceño al recibir una ola de
rabia desesperada e impotente. En el cerebro de Rience de nuevo se rompió algo, otra barrera más.
De tanto miedo que tiene va a decir algo, pensó Kenna, algo que pensaba mantener hasta el final,
como carta de triunfo, un as que podría haber superado a otros ases en el último y decisivo palo y
la apuesta más alta. Ahora, de puro y duro miedo al dolor, va a echar esa carta sobre el tapete.
De pronto, algo se vertió en su cabeza, sintió calor en las sienes, luego frío repentino.
Y lo supo. Conoció los pensamientos ocultos de Rience.
Por los dioses, pensó. Vaya un embrollo en el que me he metido…
—¡Lo diré! —aulló el hechicero, enrojeciendo y clavando sus ojos desencajados en el rostro
del coronel—. ¡Te diré algo verdaderamente importante, Skellen! Vattier de Rideaux…
Kenna escuchó de pronto otra mente, extraña. Vio cómo Neratin Ceka, con la mano en el
estilete, se acercaba a la puerta.
Golpeteo de botas. Boreas Mun entró en sala del concejo.
—¡Señor coronel! ¡Deprisa, señor coronel! Han venido… ¡no vais a creer… quiénes!
Skellen, con un gesto, detuvo a Brigden, que se inclinaba con el hierro sobre los talones del
espía.
—Debieras jugar a la lotería, Rience —dijo, mirando a la ventana—. No he visto en mi vida a
nadie que tenga tanta potra como tú.
Por la ventana se veía gente agrupándose, y en el centro del grupo, una pareja a caballo. Kenna
supo de inmediato quiénes eran. Supo quién era aquel delgado gigante de pálidos ojos de pez, que
iba en un espigado bayo.
Y quién era la muchacha de cabellos grises montada en una hermosa yegua mora. Con las
manos atadas y una cadena al cuello. Con cardenales sobre su mejilla hinchada.

Vysogota volvió a la choza con un humor de perros, constipado, silencioso, enfadado incluso. La
causa era una charla con un aldeano que había venido en canoa a recoger las pieles. Igual la última
vez antes de la primavera, dijo el aldeano. El tiempo peor cada día, una lluvia y un viento que
hasta da miedo ir en barca. A la mañana se hielan los charcos, no más que veas que vengan los
nevizos, y aluego vendrán los yelos, no más que veas como el río se pare y se yele, ya puedes
entonces meterte la canoa en el chozo y sacarte el trineo. Mas en el Pereplut ni con los trineos se
puede ir uno, calvero tras calvero…
El labrador tenía razón. Por la tarde el cielo se nubló, se volvió granate y cayeron blancas
plaquitas. Un impetuoso viento del oeste derribó los matorrales secos, jugueteó con blancas
ráfagas por los lodazales. El frío se hizo penetrante y doloroso.
Pasado mañana, pensó Vysogota, es la fiesta de Saovine. Según el calendario élfico, dentro de
tres días será año nuevo. Según el calendario de los humanos habrá que esperar todavía dos
meses para el año nuevo.
Kelpa, la yegua mora de Ciri, pateaba y bufaba en el establo.
Cuando entró en la choza, encontró a Ciri que rebuscaba en los cofres. Él se lo había
permitido, incluso la había animado. En primer lugar, era una ocupación completamente nueva,
después de cabalgar en Kelpa y repasar los libros. En segundo, en las cajas había bastantes cosas
de su hija y la muchacha necesitaba ropa más abrigada. Varias mudas de ropa, porque en el frío y
la humedad pasaban largos días antes de que las ropas lavadas se secaran finalmente.
Ciri elegía, se probaba, rechazaba, colocaba. Vysogota se sentó a la mesa. Comió dos patatas
cocidas y un ala de pollo. Callaba.
—Buena artesanía. —Le mostró un objeto que no había visto desde hacía años y hasta había
olvidado que lo tenía—. ¿Pertenecían también a tu hija? ¿Le gustaba patinar?
—Le encantaba. Esperaba con ansia el invierno.
—¿Puedo cogerlos?
—Coge lo que quieras —se encogió de hombros—. A mí no me sirven para nada. Si a ti te
sirven y si las botas te vienen bien… Pero, ¿es que estás preparando el equipaje, Ciri? ¿Te
preparas para irte?
Ella clavó sus ojos en un montón de ropa.
—Sí, Vysogota —dijo al cabo de un instante de silencio—. Lo he decidido. Porque sabes… No
hay tiempo que perder.
—Tus sueños.
—Sí —reconoció al cabo—. He visto en sueños unas cosas poco agradables. No estoy segura
de si han tenido ya lugar, o si sólo es el futuro… Pero tengo que irme. Ves, yo, en cierto momento,
me quejé de que mis amigos no habían acudido en mi ayuda. Que me dejaron a merced del
destino… Y ahora pienso que quizá ellos necesiten mi ayuda. Tengo que ir.
—Se acerca el invierno.
—Precisamente por eso tengo que irme. Si me quedo, me quedaré atascada hasta la
primavera… Hasta la primavera me reconcomeré en esta inactividad e inseguridad, perseguida por
las pesadillas. Tengo que ir, tengo que ir ahora, intentar encontrar esa Torre de la Golondrina. Ese
telepuerto. Tú mismo has calculado que hasta el lago hay quince días de camino. Estaría allí antes
de la luna llena de noviembre.
—No puedes dejar ahora tu escondite —murmuró con esfuerzo—. Ahora no. Date cuenta,
Ciri… Tus perseguidores están… bastante cerca. No puedes ahora…
Tiró al suelo una blusa, se levantó como impulsada por un muelle.
—Te has enterado de algo —afirmó brusca un hecho—. Del aldeano que vino a por las pieles.
Dilo.
—Ciri…
—¡Habla, por favor!
Lo dijo. Y luego se arrepintió.

—El diablo los trajo, señor ermitaño —murmuró el campesino, interrumpiendo por un momento
la cuenta de las pieles—. El diablo sería, digo yo. Ende el Igualamiento que andurrean por los
montes, no sé qué moza dicen que buscan. Asustaron, gritaron, amenazaron mas luego fuéronse, ni
tiempo hubieron pa cansarse de dar voces. Mas agora vinieron con otra maldá: han ido dejando
por pueblos y aldeas unos… como se ice… viejolantes o algo así. Y nada de viejos, oh, no, sino
tres o cuatro bandidos tunantes comunes y corrientes, no más que pa joder. Paece ser que van a
andar haciendo guardia to el invierno, no sea que la moza que buscan saque el hocico del
esconderijo suyo y lo meta en el pueblo. Y en tal caso habrán los viejolantes de agarrarla.
—¿Y también los hay en vuestro pueblo?
—No, en nuestro pueblo no, por ventura. Mas en Dun Dâre, a media jornada de nosotros, hay
cuatro. Aposentáronse en la posada de los arrabales. Canallas, señor ermitaño, canallas redomados
y asquerosos. Se les echaron encima a las mozas, y cuando los mozos les plantaron cara los
zurraron, señor ermitaño, sin caridá. Hasta la muerte…
—¿Han matado a gente?
—A dos. Al alcalde y a otro más. ¡Y dígame usté, señor ermitaño, si es que no hay castigo pa
tales cabrones! ¿No hay ley? ¡Ni ley ni castigo! Un concejal que vino ende Dun Dâre con la
parienta y la cría decía que antaño rumbeaban por esos mundos de los dioses los brujos… Y les
arrejustaban las cuentas a to tipo de cabronazos. Falta haría llamar a Dun Dâre a algún brujo pa
que echara a esos hideputas…
—Los brujos mataban monstruos y no gente.
—Éstos son cabrones y no gente, señor ermitaño, cabrones mandaos por el diablo. Un brujo
hace falta, carallo, un brujo… Bueno, mas hora es ya de echarse al camino, señor ermitaño… ¡Uh,
vaya frío! ¡Bien pronto habrá que meter en el pajar la canoa y sacar el trineo…! Y pa los cabrones
de Dun Dâre, buen ermitaño, un brujo hace falta.

—Tiene razón —repitió Ciri a través de sus dientes apretados—. Toda la razón. Hace falta un
brujo… O una bruja. ¿Cuatro, verdad? ¿En Dun Dâre, no? ¿Y dónde está ese maldito Dun Dâre?
¿Río arriba? ¿Llegaría cruzando el islote?
—Por los dioses, Ciri —se asustó Vysogota—. No lo pensarás en serio…
—No se jura por los dioses si no se cree en ellos. Y yo sé que tú no crees.
—¡Dejemos en paz mis ideas! ¡Ciri, vaya unos pensamientos diabólicos que te rondan por la
cabeza! Cómo puedes siquiera…
—Ahora deja tú en paz mis ideas, Vysogota. ¡Yo sé lo que tengo que hacer! ¡Soy una bruja!
—¡Eres una persona joven y desequilibrada! —estalló—. Eres una niña que ha sufrido unos
sucesos traumáticos, una niña herida, neurótica y cercana al ataque de nervios. ¡Y sobre todo estás
enferma con tu ansia de venganza! ¿Es que no lo entiendes?
—¡Lo entiendo mejor que tú! —gritó ella—. ¡Porque tú no tienes ni idea de lo que significa
ser herido! ¡No tienes ni idea de la venganza, porque nadie te ha hecho verdadero mal!
Salió corriendo de la choza, dando un portazo, un viento helado penetró en un momento a
través de las puertas al zaguán y a la habitación. Al cabo de un rato escuchó un relincho y el
sonido de los cascos.
Enfadado, golpeó con el plato en la mesa. Que se vaya, pensó furioso, que eche la rabia fuera
de sí. No tenía miedo por ella, había ido a través de los pantanos a menudo, de día y de noche,
conocía las sendas, las presas, los islotes y los bosques. Y si se perdiera, le bastaría con soltar las
riendas. La mora Kelpa conocía el camino a casa, al establo de la cabra.
Al cabo de un tiempo, cuando oscureció mucho, salió, colgó una lámpara en una estaca. Se
quedó junto a un seto, aguzó el oído para escuchar el sonido de los cascos, el chapoteo del agua.
Sin embargo, el viento y el ruido de los arbustos ahogaban todos los ruidos. La lámpara en la
estaca se agitó primero como loca, luego se apagó.
Y entonces lo escuchó. Desde lejos.
No, no del lado por el que se había ido Ciri. Del lado opuesto. Desde el pantano.
Un grito salvaje, inhumano, agudo, quejumbroso. Un chotacabras. Un instante de silencio.
Y de nuevo.
Beann’shie.
El espectro élfico. El heraldo de la muerte.
Vysogota tembló de frío y de miedo. Volvió rápido junto a la choza, murmurando y
mascullando, para no escuchar, porque aquello no debía ser escuchado.
Antes de que consiguiera encender de nuevo la lámpara, Kelpa surgió de entre la niebla.
—Entra en la choza —dijo Ciri, suave y conciliadora—. Y no salgas. Horrible noche.

Volvieron a pelearse durante la cena.


—¡Resulta que sabes mucho de los problemas del bien y el mal!
—¡Porque lo sé! ¡Y no de los libros de la universidad!
—No, claro. Tú lo sabes todo por propia experiencia. Por la práctica. Has recopilado muchas
experiencias en tu larga vida de dieciséis años.
—Bastantes. ¡De sobra!
—Te felicito. Colega científica.
—Tú te burlas —rechinó los dientes— sin tener siquiera idea de cuánto mal habéis hecho al
mundo vosotros los científicos seniles, los teóricos con vuestros libros, con siglos de experiencia
en la lectura de tratados morales, tan concienzudos que ni siquiera tuvisteis tiempo de mirar por la
ventana y ver qué aspecto tiene de verdad el mundo. Vosotros, filósofos, que mantenéis
artificialmente una filosofía artificial para cobrar vuestros sueldos en la universidad. Y como ni el
tonto del pueblo os pagaría por contar la asquerosa verdad sobre el mundo, os inventasteis vuestra
ética y moral, ciencias bonitas y optimistas. ¡Pero mentirosas y tramposas!
—¡No hay nada más tramposo que un juicio prejuzgado, mocosa! ¡Que una sentencia
apresurada y desequilibrada!
—¡No habéis encontrado remedio para el mal! ¡Y yo, una brujilla mocosa, lo he encontrado!
¡Un remedio infalible!
Él no respondió, pero algo debió traicionarle en su rostro porque Ciri se alzó de la mesa con
brusquedad.
—¿Consideras que digo tonterías? ¿Que hablo por hablar?
—Considero —respondió tranquilo— que hablas así por rabia. Considero que planeas una
venganza por rabia. Y te exhorto calurosamente a que te tranquilices.
—Yo estoy tranquila. ¿Y la venganza? Respóndeme: ¿por qué no? ¿En nombre de qué? ¿De
razones superiores? ¿Y qué mejor razón que un orden de las cosas en que los hechos malvados
reciben castigo? Para tu filosofía y tu ética la venganza es un acto feo, censurable, falto de ética,
al fin, ilícito. Y yo pregunto: ¿y dónde está el castigo para el mal? ¿Quién lo ha de confirmar,
juzgar y medir? ¿Quién? ¿Los dioses en los que no crees? ¿El gran demiurgo creador con el que
decidiste sustituir a los dioses? ¿O puede que la ley? ¿Quizá la justicia nilfgaardiana, los
tribunales imperiales, los prefectos? ¡Viejo ingenuo!
—¿Así que ojo por ojo, diente por diente? ¿Sangre por sangre? ¿Y por esta sangre, más sangre
aún? ¿Un mar de sangre? ¿Quieres ahogar el mundo en sangre? ¿Ingenua y herida muchacha? ¿Así
quieres luchar con el mal, brujilla?
—Sí. ¡Exactamente así! Porque yo sé de lo que tiene miedo el mal. No de tu ética, Vysogota,
no de las prédicas ni de los tratados morales sobre la vida digna. ¡El mal tiene miedo del dolor, de
la mutilación, del sufrimiento, de la muerte al fin y al cabo! ¡El mal herido aúlla de dolor como un
perro! Se retuerce en el suelo y gruñe, mirando cómo la sangre surge de las venas y arterias,
viendo un hueso que asoma de un muñón, viendo cómo las tripas se escapan de la barriga abierta,
sintiendo cómo se acerca la fría muerte. Entonces y sólo entonces al mal se le ponen los pelos de
punta y grita entonces el mal: «¡Piedad! ¡Lamento esos pecados! ¡Voy a ser bueno y honrado, lo
juro! ¡Pero salvadme, sujetad esa sangre, no me dejéis sucumbir de forma tan terrible!».
»Sí, ermitaño. ¡Así es como se combate el mal! ¡Si el mal quiere prepararte un perjuicio,
causarte daño, adelántate a él, lo mejor allí donde el mal no se lo espera! Sin embargo, si no has
podido adelantarte a él, si el mal te ha dañado, ¡házselo pagar entonces! Alcánzalo, lo mejor
cuando ya no se lo espera, cuando ha olvidado, cuando se siente seguro. Házselo pagar el doble. El
triple. ¿Ojo por ojo? ¡No! ¡Los dos ojos por un ojo! ¿Diente por diente? ¡No, todos los dientes por
un diente! ¡Hazle pagar al mal! Consigue que aúlle de dolor, que le estallen los globos oculares de
tanto aullar. Y entonces, cuando lo mires en el suelo, puedes decir con seguridad y sin miedo que
esto que yace aquí ya no va a dañar a nadie, que no supone un peligro para nadie. Porque, ¿cómo
va a ser un peligro si no tiene ojos? ¿Si le faltan las dos manos? ¿Cómo puede dañar a nadie si sus
tripas se arrastran por la arena y la arena absorbe su sangre?
—Y tú —dijo el ermitaño lentamente— estás con la espada ensangrentada en la mano, miras
la sangre que absorbe la arena. Y tienes la insolencia de pensar que has resuelto el problema
eterno, que has alcanzado el sueño de todo filósofo. ¿Piensas que la naturaleza del mal ha
cambiado?
—Sí —dijo ella retadoramente—. Porque lo que yace en el suelo y sangra ya no es el mal.
¡Puede que todavía no sea el bien, pero con toda seguridad ya no es el mal!
—Dicen —dijo Vysogota lentamente— que la naturaleza no aguanta el vacío. Lo que yace en
la tierra y sangra, lo que cayó bajo tu espada, ya no es el mal. Entonces, ¿qué es? ¿Has
reflexionado acerca de ello?
—No. Soy una bruja. Cuando me enseñaron, juré combatir el mal. Siempre. Y sin reflexionar.
»Porque cuando se comienza a reflexionar —añadió Ciri con voz sorda— el matar deja de
tener sentido. La venganza deja de tener sentido. Y eso no se puede permitir.
Él agitó la cabeza, pero ella, con un gesto, le impidió argumentar.
—Es hora de que termine mi narración, Vysogota. Te la estuve contando durante treinta
noches, desde el equinoccio a Saovine. Pero no te conté todo. Antes de que me vaya has de saber
lo que sucedió el día del equinoccio en una aldea que se llamaba Licornio.

Ella gimió cuando la arrancó de la silla. El muslo en el que le había golpeado el día anterior le
dolía.
Él tiró de la cadena por el collarín, la arrastró en dirección a un edificio iluminado.
A las puertas del edificio había unos cuantos hombres armados. Y una mujer muy alta.
—Bonhart —dijo uno de los hombres, delgado, de cabello moreno, de rostro chupado, que
llevaba en la mano un guincho de azófar—. Hay que reconocer que sabes dar sorpresas.
—Hola, Skellen.
El llamado Skellen la miró durante algún tiempo directamente a los ojos. Ella tembló bajo
aquella mirada.
—¿Y entonces? —Se volvió de nuevo hacia Bonhart—. ¿Lo vas a aclarar todo de una vez o
poco a poco?
—No me gusta aclarar nada en la plaza del pueblo, que entran moscas en la boca. ¿Se puede
entrar a la casa?
—Adelante.
Bonhart tiró del collarín.
En la casa había todavía otro hombre, desgreñado y pálido, quizá un cocinero, porque estaba
ocupado en limpiar de su ropa manchas de harina y crema agria. Al ver a Ciri, los ojos le brillaron.
Se acercó.
No era un cocinero.
Ella lo reconoció al punto, recordaba aquellos ojos terribles y la quemadura en la cara. Era
aquél que junto con los Ardillas la había estado persiguiendo en Thanedd, de él se había escapado
saltando por la ventana y él ordenó a los elfos ir tras ella. ¿Cómo lo llamó el elfo aquél? ¿Rens?
—¡Vaya, vaya! —dijo él con voz venenosa, al tiempo que con fuerza dolorosa le plantaba la
mano en un pecho—. ¡Doña Ciri! No nos hemos visto desde Thanedd. Hace mucho, mucho que os
buscaba, señorita. ¡Y por fin os he encontrado!
—No sé, vuesa mercé, quién seáis —dijo Bonhart con voz fría—. Mas lo que dijerais que
encontrarais, resulta que es mío, así que poneros las patas bien lejos, si es que le tenéis gusto a
vuestros deditos.
—Me llamo Rience. —Los ojos del hechicero brillaron de forma desagradable—. Haced la
merced de recordarlo, señor cazador de recompensas. Y quién yo sea ya se verá. También se verá a
quién le pertenecerá la doncella. Mas no adelantemos los hechos. De momento quiero solamente
dar recuerdos y hacer cierta promesa. No tenéis nada en contra, espero.
—Sois libre de esperar lo que queráis.
Rience fue hacia Ciri, le miró a los ojos muy de cerca.
—Tu protectora, la meiga Yennefer —arrastró venenosamente las palabras— me afrentó una
vez. Así que, cuando cayó en mis manos, le enseñé lo que era el dolor. Con estas manos, con estos
dedos. Y le hice la promesa de que cuando caigas en mis manos, también a ti te enseñaré lo que es
el dolor. Con estas manos, con estos dedos…
—Muy arriesgado —dijo Bonhart en voz baja—. Un grande riesgo, don Rience, o como sos
llaméis, es el afrentar a mi moza y amenazármela. Ella es vengativa, no sos olvidará. Mejor que
lejos de ella, repito, mantuvierais vuestras manos, dedos y algotras partes del cuerpo.
—Basta —cortó Skellen sin levantar de Ciri una mirada curiosa—. Déjalo, Bonhart. Y tú,
Rience, cálmate también. Te he concedido piedad, pero puedo pensármelo mejor y mandar atarte
otra vez a las patas de la mesa. Sentaos ambos. Hablemos como gente civilizada. Los tres, a tres
pares de ojos. Porque, me parece a mí, hay de qué hablar. Y al objeto de la conversación lo
ponemos por el momento bajo guardia. ¡Señor Silifant!
—¡Mas vigilármela bien! —Bonhart le tendió la punta de la cadena a Silifant—. Como a la
niña de tus ojos.

Kenna se mantuvo a un lado. Por supuesto, quería ver a la muchacha de la que se había hablado
tanto en los últimos tiempos, pero sentía un extraño reparo a meterse en la multitud que rodeaba a
Harsheim y a Silifant, quienes conducían a la enigmática prisionera junto a la picota en la plaza
del pueblo.
Todos se empujaban, se amontonaban, miraban, intentaban incluso tocar, pinchar, arañar. La
muchacha estaba rígida, cojeaba un poco pero tenía la cabeza bien alta. La golpeó, pensó Kenna.
Pero no la doblegó.
—Así que es Falka.
—¡Mozuela apenas!
—¿Mozuela? ¡Truhana!
—A lo visto se cargó a seis hombres, la bruta, en la arena de Claremont…
—Y a cuántos no habrá matao antes… Diablilla…
—¡Una loba!
—Y la yegua, mirarla, la yegua. Maravilla de sangre pura… Y allá, ajunto las alforjas de
Bonhart, qué espada… Vaya maravilla…
—¡Dejadla! —ladró Dacre Silifant—. ¡No la toquéis! ¿Qué es eso de meter la mano en cosas
ajenas? ¡Tampoco toquéis ni empujéis a la moza, no la insultéis ni la hagáis desprecios! Mostrad
algo de compasión. No huye, de modo que no habrá que castigaila antes del alba. Que al menos
hasta entonces tenga un sueño reparador.
—Si la moza ha de ir a la muerte —mostró los dientes Cyprian Fripp el Joven— a lo mesmo
podíamos alegrarla y endulzarla sus horas últimas, ¿no? ¿Echarla a la paja y jodérnosla?
—¡Claro! —se rio Cabernik Turent—. ¡Podríase! Preguntemos a Autillo, si podemos…
—¡Yo os digo que no podéis! —le cortó Dacre—. ¡No sus ronda más que una cosa por los
cerebelos, jodidos pajilleros! Dije que dejarais a la moza en paz. Andrés, Stigward, quedarsus aquí
con ella. No la quitéis el ojo de encima, no sus vayáis ni un pie. ¡Y a quienes se acerquen, con el
palo!
—¡Oh, vaya! —dijo Fripp—. Si es no, pues no, nos da igual. Vamos, chachos, al río, que los
del pueblo andan asando cochinillo y carnero pa la comilona. Que hoy es el Igualamiento, la
romería. Mientras los señoritos parlotean, bien podemos nosotros celebrarlo.
—¡Vamos! Saca, Dede, algún garrafón de aguardiente. ¡A beber! ¿Podemos, señor Silifant?
¿Señor Harsheim? Hoy es fiesta y a la noche talmente que no nos vamos.
—¡Vaya una idea donosa! —Silifant frunció el ceño—. ¡Parrandas y bebercios es lo que tenéis
en la testa! ¿Y quién se queda aquí, pa ayudar a cuidar de la moza y estar presto a la llamada de
don Stefan?
—Yo me quedo —dijo Neratin Ceka.
—Y yo —dijo Kenna.
Dacre Silifant los miró con atención. Por fin agitó la mano aceptándolo. Fripp y compañía lo
agradecieron con un grito desafinado.
—¡Mas tenerme cuidado en la verbena ésa! —les advirtió Ola Harsheim—. ¡No sus echéis a
las mozas no sea que algún aldeano sus pinche con el bierno en las partes blandas!
—¡Pero qué va! ¿Vienes con nosotros, Chloe? ¿Y tú, Kenna? ¿No vas a cambiar de opinión?
—No. Me quedo.

—Me dejaron junto a la picota, encadenada, con las manos atadas. Me vigilaban dos de ellos. Y
dos que no estaban lejos me miraban sin pausa, observaban. Una mujer alta y no fea. Y un hombre
de apariencia y movimientos algo femeninos. Un poco raro.
El gato que estaba sentado en el centro de la habitación bostezó con fuerza, aburrido, porque el
ratón martirizado había dejado de ser ya divertido. Vysogota estaba en silencio.
—Bonhart, Rience y el tal Skellen o Autillo seguían hablando en la sala del concejo. No sabía
de qué. Podía esperarme lo peor, pero estaba resignada. ¿Otra arena más? ¿O simplemente me
iban a matar? Pues que lo hagan, pensaba, así se acabará todo por fin.
Vysogota callaba.

Bonhart suspiró.
—No mires con esos ojos, Skellen —repitió—. Simplemente quería ganar algunos dineros.
Como verás, ya va siendo hora de retirarme, de aposentarme en el balcón, mirar a las palomas. Me
dabas por la Ratilla cien florines, la querías muerta a toda costa. Esto me hizo liarme a darle
vueltas. Y cuánto no valdrá la moza, pensé. Y me resultaba que si se la mata o se da, la moza sería
a lo más seguro menos valiosa que si se la guarda uno. Una ley vieja de la economía y el
comercio. Las mercancías como ella suben to el rato de precio. Podríase entonces regatear…
Autillo frunció la nariz como si algo apestara en los alrededores.
—Eres sincero hasta no poder más, Bonhart. Pero ve al grano, a las aclaraciones. Huyes con la
muchacha por todo Ebbing, y de pronto apareces y explicas todo con leyes de la economía. Aclara
qué es lo que pasó.
—Qué hay que aclarar aquí —sonrió sarcástico Rience—. El señor Bonhart simplemente se ha
enterado por fin de quién es de verdad la moza. Y lo que vale.
Skellen no se dignó mirarlo. Miraba a Bonhart, a sus ojos de pez, faltos de expresión.
—¿Y a esta muchacha tan valiosa —habló—, a este valioso botín que se supone que
garantizaría tu pensión de vejez, la empujas a la arena en Claremont y la obligas a luchar a
muerte? ¿Arriesgas su vida aunque parece que viva es tan valiosa? ¿Cómo es eso, Bonhart? Porque
algo no me cuadra aquí.
—Si hubiera muerto en la arena —Bonhart no bajó los ojos—, eso hubiera significado que no
valdría nada.
—Entiendo. —Autillo frunció las cejas—. Pero en vez de conducir a la moza a otra arena me
la traes a mí. ¿Por qué, si me es dado preguntar?
—Repito. —Rience frunció el ceño—. Se enteró de quién es ella.
—Listo sois, señor Rience. —Bonhart se estiró hasta que le sonaron los huesos—. Lo
adivinasteis. Sí, ciertamente, con la brujilla entrenada en Kaer Morhen aún quedaba un enigma. En
Geso, durante el asalto a la baronesa, a la moza se le fue la lengüecilla, que ella de tan alta cuna y
título, que una baronesa no era pa ella ni una mierda, que hasta debiera arrodillarse ante ella.
Entonces, la tal Falka, pensé yo mesmo, es por lo menos condesa. Qué curioso. Una brujilla, es lo
primero. ¿Es que hay muchas brujas? Que en la banda de los Ratas, es lo segundo. El coronel
imperial en persona se apalanca tras ella del Korath hasta Ebbing, la manda matar, lo tercero. Y a
más de ello… una noble, como de alta cuna. Ja, me pensé, habrá que enterarse por fin de quién es
en verdad la mozuela.
Calló un momento.
—A lo primero —se limpió la nariz con la manga— no quería soltarlo. Aunque se lo pedí. Con
manos, pies y palos que se lo pedí. No quería lisiarla… Pero ya hay que tener potra, se nos cruzó
un barbero. Con apaños para sacar dientes. La até a una silla…
Skellen tragó saliva sonoramente. Rience sonrió. Bonhart se miraba la manga.
—Me lo soltó todo antes… Na más ver los instrumentos. Esas tenazas dentales y pelícanos. Al
punto se hizo más parlanchina. Resultó ser que es…
—La princesa de Cintra —dijo Rience, mirando a Autillo—. La heredera del trono. Candidata
a mujer del emperador Emhyr.
—Lo cual más bien no me dijera el señor Skellen. —El cazador de recompensas frunció la
boca—. Me mandó cargármela de lo más normal, lo recalcó varias veces. ¡Matar en el acto y sin
piedad! ¿Pero qué es esto, señor Skellen? ¿Matar a una reina? ¿A la futura mujer de vuestro
emperador? ¿Con la que, si ha de creerse los rumores, el emperador no piensa más que en contraer
santo matrimonio, tras lo que vendrá una gran amnistía?
Mientras lanzaba su discurso, Bonhart taladraba con la mirada a Skellen. Pero el coronel
imperial no bajó los ojos.
—De lo que resulta: un embrollo —siguió el cazador—. De modo que entonces, aunque con
pesar, hube de renunciar a los míos planes relacionados con esta brujilla y princesa. Me traje todo
este embrollo aquí, al señor Skellen. Para charlar, ponernos de acuerdo… Porque este embrollo
como que le viene un poco grande a un solo Bonhart…
—Una conclusión muy acertada —chilló algo desde el seno de Rience—. Una conclusión muy
acertada, señor Bonhart. Lo que habéis capturado, señores, es algo un poco demasiado grande para
ambos. Para suerte vuestra, todavía me tenéis a mí.
—¿Qué es eso? —Skellen se levantó de la silla—. Pero, ¿qué coño es eso?
—Mi maestro, el hechicero Vilgefortz. —Rience sacó de su seno una pequeña cajita de plata
—. Más exactamente, la voz de mi maestro. Que nos llega desde ese instrumento mágico llamado
xenovoce.
—Saludo a todos los presentes —dijo la caja—. Una pena que sólo pueda escucharos, pero
unos asuntos urgentes no me permiten una teleproyección o teleportación.
—Su puta madre, lo que nos faltaba —ladró Autillo—. Pero me lo pude haber imaginado.
Rience es demasiado tonto como para actuar por sí mismo y en propio beneficio. Podía haberme
imaginado que te escondes todo el tiempo en las tinieblas, Vilgefortz. Como una vieja araña
gorda, acechas en la oscuridad, esperando que la tela vibre.
—Vaya una comparación más ofensiva.
Skellen bufó.
—Y no intentes engañarnos, Vilgefortz. Usas de Rience y su cajilla no porque estés muy
ocupado, sino porque tienes miedo del ejército de hechiceros, tus antiguos camaradas del
Capítulo, que escanean todo el mundo buscando rastros de magia o tu algoritmo. Si intentaras
teletransportarte, te encontrarían en un sus.
—Que imponente sabiduría.
—No hemos sido presentados. —Bonhart se inclinó bastante teatralmente ante la caja de plata
—. Mas, ¿acaso a orden vuestra y como vuestro apoderado, señor necromántico, su mercé Rience
jurara dar tormento a la muchacha? ¿No se equivocara? Doy mi palabra, a cada momento más
importante la moza se hace. A todos, resulta, les es necesaria.
—No hemos sido presentados —dijo Vilgefortz desde la caja—. Pero yo os conozco, señor
Bonhart, os asombraríais de cuán bien. Y la muchacha es, ciertamente, importante. Al fin y al
cabo se trata de la Leoncilla de Cintra, de la Antigua Sangre. De acuerdo con las profecías de
Mina, sus descendientes gobernarán el mundo en el futuro.
—¿Y por qué os es tan necesaria?
—A mí no me es necesaria más que su placenta. La paria. Cuando le saque la placenta, podéis
quedaros con el resto. ¿Qué es lo que escucho, unos bufidos? ¿Unos suspiros y aspiraciones llenos
de asco? ¿De quién? ¿De Bonhart, que tortura todos los días a la muchacha de las formas más
refinadas, física y psíquicamente? ¿De Stefan Skellen, que a órdenes de traidores y conspiradores
quiere matar a la muchacha? ¿Eh?

Los estaba escuchando, recordaba Kenna, tumbada en el camastro con las manos puestas tras la
nuca. Estaba de pie en la esquina y sentía. Y se me pusieron los pelos de punta. En todo el cuerpo.
De pronto entendí el terrible embrollo en el que me había metido.

—Sí, sí —surgió del xenovoce—, has traicionado a tu emperador, Skellen. Sin dudarlo, a la
primera oportunidad.
Autillo bufó con desprecio.
—La acusación de traición de la boca de tal architraidor como tú eres, Vilgefortz, es de verdad
tremenda. Me sentiría honrado. Si no lo dijera esa broma de feria barata.
—Yo no te acuso de traición, Skellen, yo me burlo de tu ingenuidad y tu incapacidad para la
traición. Porque, ¿para qué traicionas a tu señor? Por Ardal aep Dahy y De Wett, condes heridos
en su orgullo enfermo, enfadados porque el emperador menospreció a sus hijas al planear el
matrimonio con la cintriana. ¡Y ellos contaban que de sus linajes iba a surgir la nueva dinastía,
que sus linajes iban a ser los primeros en el imperio, que crecerían rápidamente incluso más allá
del trono! Emhyr les quitó de un golpe esta esperanza y entonces ellos decidieron cambiar el
rumbo de la historia. No están todavía listos para una empresa armada, pero se puede sin embargo
eliminar a la muchacha que Emhyr puso por delante de sus hijas. No quieren ensuciar, por
supuesto, sus propias y aristocráticas manitas, así que encontraron a un esbirro a sueldo, Stefan
Skellen, que padece de ambición desmedida. ¿Cómo fue eso, Skellen? ¿No quieres contárnoslo?
—¿Para qué? —gritó Autillo—. ¿Y a quién? ¡Pero si tú como siempre lo sabes todo, gran
mago! Rience, como siempre, no sabe nada, y así ha de ser, y a Bonhart no le concierne…
—Tú, por tu lado, como ya he señalado, no tienes mucho de lo que enorgullecerte. Los condes
te compraron con sus promesas, pero eres demasiado inteligente para no comprender que con los
señoritingos no tienes nada que ganar. Hoy les eres necesario como instrumento para eliminar a
Ciri, mañana se librarán de ti porque eres un advenedizo de baja cuna. ¿Te prometieron el cargo de
Vattier de Rideaux en el nuevo imperio? Ni tú mismo crees en ello, Skellen. Vattier les es mucho
más necesario, porque golpes de estado los que quieras, pero los servicios secretos siguen siendo
siempre los mismos. Ellos sólo quieren matar con tus manos, a Vattier lo necesitan para controlar
el aparato de seguridad. Aparte de que Vattier es vizconde y tú no eres nada.
—Ciertamente —dijo Autillo—. Soy demasiado inteligente como para no haberlo advertido.
Así que entonces, ¿ahora tengo que traicionar a Ardal aep Dahy y pasarme a tu lado, Vilgefortz?
¿Eso es lo que quieres? ¡Pero yo no soy una veleta en una torre! Si apoyan la idea de la revolución
es por convencimiento e ideología. Hay que acabar con la tiranía autocrática, introducir una
monarquía constitucional y después la democracia…
—¿Lo qué?
—El gobierno del pueblo. Un sistema en el que gobernará el pueblo. El común de la
ciudadanía de todos los estamentos, a través de los más dignos y honrados representantes surgidos
de elecciones justas…
Rience estalló en carcajadas. Bonhart se reía con fuerza. De todo corazón, aunque algo chillón,
se rio desde el xenovoce el hechicero Vilgefortz. Los tres se rieron durante largo tiempo, echando
lágrimas como garbanzos.
—Venga —interrumpió Bonhart la alegría—. No nos hemos juntado aquí pa estar de farra,
sino pa hacer negocios. La muchacha, de momento, no pertenece al común de los ciudadanos de
todos los estamentos, sino a mí. Mas puedo venderla. ¿Qué tiene para ofrecer el señor hechicero?
—¿Te interesa el poder sobre el mundo entero?
—No.
—Te permitiré —dijo Vilgefortz muy despacio— que estés presente en lo que le voy a hacer a
la muchacha. Vas a poder observarlo. Sé que consideras que este espectáculo está por encima de
cualquier otro placer.
Los ojos de Bonhart brillaron con fuego blanco. Pero estaba tranquilo.
—¿Y más concretamente?
—Y más concretamente: estoy dispuesto a pagar tu tarifa por veinte veces. Dos mil florines.
Considera, Bonhart, que se trata de una bolsa de dinero que no vas a ser capaz de llevar tú mismo,
necesitarás una mula de carga. Te bastará para la pensión, balcón, palomas y hasta para vodka y
putas si mantienes unas medidas razonables.
—De acuerdo, señor mago. —El cazador sonrió aparentemente despreocupado—. Ese vodka y
esas putas ciertamente a mi corazón han llegado. Hagamos el trato. Mas el mencionado
espectáculo también lo añadiría. Más de mi gusto sería, cierto, mirar cómo muere en la arena, mas
también con deleite echaré un vistazo a vuestro trabajo de cuchillería. Añadirlo como
bonificación.
—Trato hecho.
—Rápido os ha ido —valoró áspero Autillo—. De verdad, Vilgefortz, rápido y sin problemas
has formado con Bonhart una sociedad. Sociedad que es y será societas leonina. Pero, ¿no os
habéis olvidado de algo? La sala del concejo en la que estáis, y la cintriana con la que mercadeáis,
están rodeadas de dos docenas de hombres armados. De mis hombres.
—Querido coronel Skellen —resonó la voz de la caja de Vilgefortz—. Me insultas juzgando
que con este intercambio deseo perjudicarte. Antes al contrario. Pretendo ser extraordinariamente
liberal. No puedo asegurarte lo que has dado en llamar democracia. Pero te garantizo ayuda
material, apoyo logístico y acceso a la información gracias a la que dejarás de ser para los
conspiradores un mero instrumento y te convertirás en socio. Uno con cuya persona y opinión
tendrán que contar el infante Joachim de Wett, el duque Ardal aep Dahy, el conde Broinne, el
conde d’Arvy y todo el resto de conspiradores de sangre azul. ¿Qué más da que se trate de una
societas leonina? Cierto, si el botín es Cirilla, tomaré la parte del león de ese botín por mis, como
me parece, merecimientos. ¿Tanto te duele? Al fin y al cabo vas a tener un beneficio que no es
pequeño. Si me das a la cintriana, el puesto de Vattier de Rideaux lo tendrás en el bolsillo. Y
siendo el jefe de los servicios secretos, Stefan Skellen, podrás realizar tus diversas utopías,
incluyendo la democracia y elecciones justas. Como ves, a cambio de una delgada quinceañera, te
concedo que se cumplan las ambiciones y deseos de tu vida. ¿Lo ves?
—No. —Autillo meneó la cabeza—. Sólo lo escucho.
—Rience.
—¿Sí, maestro?
—Dale al señor Skellen una prueba de la calidad de nuestra información. Dile qué es lo que
sacaste de Vattier.
—En este destacamento —dijo Rience— hay un espía.
—¿Qué?
—Lo que has oído. Vattier de Rideaux tiene aquí un topo. Sabe todo lo que hacéis. Por qué lo
haces y para quién. Vattier os ha metido a su agente.

Se acercó a ella muy despacio. Casi no la oyó.


—Kenna.
—Neratin.
—Estabas abierta a mis pensamientos. Allí, donde el concejo. Sabes en lo que estaba
pensando. Así que sabes quién soy.
—Escucha, Neratin…
—No. Escucha tú, Joanna Selborne. Stefan Skellen traiciona a la patria y al emperador.
Conspira. Todos los que estén con él terminarán en el cadalso. Los descuartizarán los caballos en
la plaza del Milenario.
—Yo no sé nada, Neratin. Yo sólo cumplo órdenes… ¿Qué es lo que quieres de mí? Yo sirvo
al coronel… ¿Y a quién sirves tú?
—Al imperio. Al señor de Rideaux.
—¿Qué es lo que quieres de mí?
—Que muestres sentido común.
—Vete. No te traicionaré, no diré nada… pero vete, por favor. Yo no puedo, Neratin. Soy una
mujer sencilla. Esto no es para mi cabeza…

No sé qué hacer. Skellen dice: «doña Joanna». Como a un oficial. ¿A quién sirve? ¿Al emperador?
¿Al imperio? ¿Y cómo lo voy a saber yo?
Kenna despegó su espalda de la esquina de la choza, con unos manotazos y unos murmullos
amenazadores espantó a los muchachos de la aldea que estaban mirando curiosos a la que estaba
sentada junto a la picota. A Falka.
Oy, en bonito embrollo me he metido. Oy, el aire huele a soga. Y a estiércol de caballo en la
plaza del Milenario.
No sé cómo se va a acabar esto, pensó Kenna. Pero tengo que entrar en ella. En esa Falka.
Sentir sus pensamientos aunque sea sólo por un instante. Saber quién es.
Comprender.

—Se acercó —dijo Ciri, acariciando al gato—. Era alta, bien cuidada, muy diferente del resto de
aquella pandilla… Incluso hermosa, en cierta forma. Y producía respeto. Los dos que me
vigilaban, dos simplones vulgares, dejaron de maldecir cuando se acercó.
Vysogota guardaba silencio.
—Entonces ella —siguió Ciri— se inclinó, me miró a los ojos. Al momento percibí algo…
algo extraño… Como si algo me crujiera en la parte posterior de la cabeza, dolía. Me zumbaban
los oídos. Por un momento hubo mucha claridad ante mis ojos… Algo entró en mí, repugnante y
viscoso… Yo ya lo conocía. Yennefer me lo enseñó en el santuario… Pero a aquella mujer no
pensaba permitírselo… Así que simplemente empujé aquello que estaba penetrándome, lo empujé
y lo eché de mí con toda a fuerza que podía. Y la mujer alta se dobló y se estremeció como si le
hubieran dado un puñetazo, dio dos pasos para atrás… Y le salió sangre por la nariz. Por los dos
agujeros.
Vysogota guardaba silencio.
—Y yo —Ciri alzó la cabeza— comprendí de pronto lo que había pasado. De pronto sentí la
Fuerza dentro de mí. La había perdido allá, en el desierto de Korath, había renunciado a ella. Y
ella, aquella mujer, me dio la Fuerza, puso el arma en mi mano. Aquélla era mi oportunidad.

Kenna se tambaleó y se sentó pesadamente en la arena, moviendo la cabeza y tocando el suelo


como borracha. La sangre brotaba de su nariz y se derramaba por los labios y la barbilla.
—¿Qué pasa…? —Andrés Fyel se levantó, pero de pronto se agarró la cabeza con las dos
manos, abrió la boca, de sus labios surgió un grito. Con los ojos muy abiertos miró a Stigward,
pero de la nariz y la boca del pirata también salía la sangre y en sus ojos surgía una niebla. Andrés
cayó de rodillas, mirando a Neratin Ceka, que estaba a un lado y contemplaba todo con
serenidad…
—Nera… tin… Ayuda…
Ceka no se movió. Miró a la muchacha. Ésta volvió sus ojos hacia él, y él se estremeció.
—No hace falta —le previno él con rapidez—. Estoy de tu lado. Quiero ayudarte. Deja, te
cortaré las ligaduras… Aquí tienes un cuchillo, ábrete tu misma el collarín. Yo traeré los caballos.
—Ceka… —surgió de la sofocada laringe de Andrés Fyel—. Traidor…
La muchacha lo golpeó con la mirada y cayó sobre Stigward, que yacía inmóvil en posición
fetal. Kenna seguía sin poder levantarse. La sangre le salpicaba en gruesas gotas el pecho y el
vientre.
—¡Alarma! —gritó de pronto Chloe Stitz, saliendo de detrás de la choza y tirando a un lado
una costilla de carnero—. ¡Alarmaaa! ¡Silifant! ¡Skellen! ¡La muchacha escapa!
Ciri ya estaba en la silla. Tenía la espada en la mano.
—¡Yaaaaa, Kelpa!
—¡Alarmaaa!
Kenna arañó la arena. No podía levantarse. Tampoco le obedecían los pies, eran como de
madera. Una psiónica, pensó. Me he topado con una superpsiónica. La muchacha es diez veces
más fuerte que yo… Menos mal que no me ha matado… ¿Por qué milagro sigo todavía
consciente?
Desde las casas se acercaba ya un grupo a cuya cabeza iban Ola Harsheim, Bert Brigden y Til
Echrade, y se apresuraron también a la plaza los guardianes del torno Dacre Silifant y Boreas
Mun. Ciri se volvió, aulló, galopó hacia el río. Pero también desde allí acudían ya hombres
armados.
Skellen y Bonhart salieron del concejo. Bonhart tenía la espada en la mano. Neratin Ceka
gritó, se acercó a ellos con el caballo y los derribó. Luego, directamente desde la silla, se tiró
sobre Bonhart y lo sujetó al suelo. Rience apareció en el umbral y miraba como atontado.
—¡Agarradla! —gritó Skellen, levantándose—. ¡Agarradla o matadla!
—¡Viva! —gritó Rience—. ¡Vivaaa!
Kenna vio cómo le hacían alejarse a Ciri de la empalizada del río, cómo daba la vuelta y se
lanzaba en dirección al torno. Vio cómo Cabernik Turent se acercaba y quería tirarla de la silla,
vio cómo brilló la espada, vio cómo del cuello de Turent fluía una línea de color carmín. Dede
Vargas y Fripp el Joven también lo vieron. No se decidieron a ponerse en el camino de la
muchacha, se metieron entre las chozas.
Bonhart se levantó, con un golpe del pomo de la espada alejó a Neratin Ceka y le dio un tajo
terrible, oblicuo, en el pecho. Y al momento saltó detrás de Ciri. El herido y sangrante Neratin
Ceka consiguió todavía agarrarlo por el pie, sólo lo soltó cuando resultó clavado a la arena de un
pinchazo. Pero aquellos pocos segundos fueron suficientes.
La muchacha espoleó a la yegua al pasar ante Silifant y Mun. Skellen, inclinado como un lobo,
venía corriendo desde la izquierda, moviendo la mano. Kenna vio cómo algo brillaba en el vuelo,
vio cómo la muchacha se agitaba y se tambaleaba en la silla, y cómo de su rostro brotaba una
fuente de sangre. Se inclinó hacia atrás de forma que por un instante yació con la espalda sobre las
ancas de la yegua. Pero no cayó, se enderezó, se sujetó en la silla, aferrándose al cuello del
caballo. La yegua negra pisoteó a los hombres armados y se lanzó directamente hacia el torno.
Detrás de ella corrían Mun, Silifant y Chloe Stitz con una ballesta.
—¡No va a saltar! ¡La tenemos! —gritó Mun triunfante—. ¡Ningún caballo salta siete pies!
—¡No dispares, Chloe!
Chloe Stitz no lo oyó en el griterío general. Se detuvo. Se puso la ballesta a la mejilla. Todo el
mundo sabía que Chloe no fallaba nunca.
—¡Un cadáver! —gritó—. ¡Un cadáver!
Kenna vio cómo un hombre de baja estatura, cuyo nombre no sabía, se acercó, alzó una
ballesta y disparó de cerca a Chloe en el pecho. El virote la atravesó de parte a parte en una
explosión de sangre. Chloe cayó sin un gemido.
La yegua negra galopó hasta el torno, echó ligeramente hacia atrás la cabeza. Y saltó. Se alzó y
voló por encima de la puerta, extendiendo con gracia las patas delanteras se deslizó como una
negra línea de terciopelo. Los cascos traseros, recogidos, ni siquiera rozaron la viga superior.
—¡Dioses! —gritó Dacre Silifant—. ¡Por los dioses, qué caballo! ¡Vale su peso en oro!
—¡La yegua para el que la atrape! —gritó Skellen—. ¡A los caballos! ¡A los caballos y a
perseguirla!
A través del torno por fin abierto galopó un grupo en persecución, alzando polvo. Delante de
todos, en cabeza, cabalgaban Bonhart y Boreas Mun.
Kenna se levantó con esfuerzo. Y al momento se tambaleó y se sentó pesada en la arena. Le
hormigueaban dolorosamente los pies.
Cabernik Turent no se movía, yacía en un charco de sangre con las piernas y brazos muy
abiertos. Andrés Fyel intentaba levantar al todavía inconsciente Stigward.
Encogida en la arena, Chloe Stitz parecía pequeña como un niño.
Ola Harsheim y Bert Brigden trajeron a Skellen al hombre de baja estatura, el que había
matado a Chloe. Autillo suspiró. Y hasta tiritaba de rabia. De la bandolera que llevaba cruzada al
pecho extrajo una segunda estrella de metal, como la que hacía un instante había herido el rostro
de la muchacha.
—Que te trague el infierno, Skellen —dijo el hombre de baja estatura. Kenna recordó su
nombre. Mekesser. Jediah Mekesser. Un gemmeriano. Lo había conocido en Rocayne.
Autillo se encorvó, agitando la mano con brusquedad. La estrella de seis puntas aulló en el aire
y se clavó profunda en el rostro de Mekesser, entre el ojo y la nariz. Ni siquiera gritó, comenzó
sólo a temblar espasmódicamente y con fuerza en el abrazo de Harsheim y Brigden. Tembló largo
rato, y le entrechocaban tanto los dientes que todos volvieron la cabeza. Todos menos Autillo.
—Sácale mi orión, Ola —dijo Stefan Skellen, cuando el cadáver por fin colgó inerte en los
brazos que le sujetaban—. Y meted a esta carroña en el estercolero, junto con esa otra carroña, ese
hermafrodita. Que no quede ni rastro de estos asquerosos traidores.
De pronto aulló el viento, fluyeron las nubes. De pronto hizo mucho frío.

La guardia se llamaba sobre los muros de la ciudadela. Las hermanas Scarra roncaban a dúo.
LeCoq meaba haciendo mucho ruido en una bacinilla vacía.
Kenna se subió la manta hasta la barbilla.

No alcanzaron a la muchacha. Desapareció. Simplemente desapareció. Boreas Mun —increíble—


perdió el rastro de la yegua mora al cabo de unas tres millas. De pronto, sin advertencia, se hizo
la oscuridad, el viento dobló los árboles casi hasta el suelo. Rompió a llover, incluso bramaron
los truenos, brillaron los rayos.
Bonhart no desistía. Volvieron a Licornio. Se gritaron los unos a los otros: Bonhart, Autillo,
Rience y el cuarto, la enigmática e inhumana voz chillona. Luego pusieron en pie a toda la hansa,
excepto a aquéllos que —como yo— no estaban en estado de viajar. Juntaron a unos campesinos
con antorchas, se metieron en el bosque. Volvieron hacia el alba.
Volvieron sin nada. Descontando el miedo que tenían en los ojos.
Los rumores, recordaba Kenna, sólo comenzaron algunos días después. Al principio todos
tenían miedo de Autillo y Bonhart. Éstos estaban tan rabiosos que era mejor quitarse del paso.
Por cualquier palabra descuidada hasta Bert Brigden, el oficial, recibió un palo con el asta del
guincho.
Pero luego se habló de lo que había pasado durante la persecución. Del pequeño unicornio de
paja que creció de pronto hasta el tamaño de un dragón y asustó a los caballos de tal modo que
los jinetes cayeron al suelo, sólo por un milagro no se rompieron los cuellos. Y de la cabalgada
celestial de espectros de ojos de fuego montados en esqueletos de caballos y conducidos por el
terrible esqueleto de un rey que ordenaba a su servidores fantasmas que borraran las huellas de
los cascos de la yegua negra con los jirones de sus capas. Del macabro coro de chotacabras que
gritaban «¡Liiic-oorr de sangre, liiic-oorr de sangre!». De los aullidos terroríficos de la
fantasmagórica beann’shie, la mensajera de la muerte…
Viento, lluvia, nubes, arbustos y árboles de formas fantásticas, sumados al miedo que grandes
ojos ha, como dijo Boreas Mun, que, al fin y al cabo, allí también estuvo. Ésa era toda la
explicación. ¿Y los chotacabras? Los chotacabras, como chotacabras, añadió, siempre gritan.
¿Y el rastro, las huellas de los cascos que de pronto desaparecen, como si el caballo hubiera
echado a volar?
El rostro de Boreas Mun, rastreador capaz de rastrear a un pez en el agua, se endurecía ante
esta pregunta. El viento, el viento borró las huellas con arena y hojas. No había otra explicación
posible.
Algunos hasta lo creyeron, recordó Kenna. Algunos hasta creyeron que todo aquello habían
sido fenómenos naturales o quimeras. Y hasta se rieron de ellos.
Pero dejaron de reírse. Después de Dun Dâre. Después de Dun Dâre ya no se volvió a reír
nadie.

Cuando la vio, retrocedió inconscientemente, tomando aire.


Ella había mezclado grasa de ganso con tizones de la chimenea, haciendo una gruesa masa con
la que había ennegrecido las cuencas de los ojos y los párpados, alargando las líneas hasta las
orejas y las sienes.
Tenía el aspecto de un demonio.
—Desde el cuarto islote hasta el bosque alto, por el mismo margen —él repitió las
indicaciones—. Luego siguiendo el río hasta los tres árboles secos, desde allí por la arboleda de
sauces directa hacia el oeste. Cuando aparezcan los pinos, cabalga al borde y cuenta las sendas.
Tuerces en la novena y luego no tuerzas ya más. Luego vendrá la aldea de Dun Dâre, el arrabal
está en su parte norte. Unas cuantas cabañas. Y detrás de ellas, en el cruce, la taberna.
—Lo recuerdo. Lo encontraré, no te preocupes.
—Sobre todo ten cuidado con los meandros del río. Guárdate de los sitios donde los arbustos
son escasos. De los lugares de centinodias crecidas. Y si acaso te sorprendiera la oscuridad antes
del bosque de pinos, detente y espera la mañana. En ningún caso cabalgues por el pantano de
noche. Ya es casi luna nueva, y para colmo hay nubes…
—Lo sé.
—Si se trata del País de los Lagos… Dirígete al norte, por las colinas. Evita los caminos
principales, los caminos principales están llenos de soldados. Cuando llegues a un río, a un gran
río, que se llama Sylte, llevarás más de la mitad del camino.
—Lo sé. Tengo el mapa que me dibujaste.
—Ah, sí, cierto.
Ciri comprobó de nuevo los atalajes y la alforja. Maquinalmente, sin saber qué decir.
Intentando evitar lo que al fin y al cabo era necesario decir.
—Ha sido un placer tenerte, brujilla —él se le adelantó—. De verdad. Adiós, brujilla.
—Adiós, ermitaño. Gracias por todo.
Ya estaba sentada en la silla, ya se aprestaba a espolear a Kelpa, cuando él se acercó y la
agarró de la mano.
—Ciri. Quédate. Espera que pase el invierno…
—Llegaré al lago antes de los hielos. Y luego, si es tal y como dijiste, ya nada va a tener
significado. Volveré por el telepuerto a Thanedd. A la escuela de Aretusa. A doña Rita…
Vysogota… Cuánto tiempo hace de ello…
—La Torre de la Golondrina es una leyenda. Recuerda. Sólo una leyenda.
—Yo también soy sólo una leyenda —dijo con amargura—. De nacimiento. Zireael,
Golondrina, Niña de la Sorpresa. Elegida. Niña del destino. Hija de la Vieja Sangre. Me voy,
Vysogota. Que tengas salud.
—Que tengas salud, Ciri.

La posada en el cruce detrás de los arrabales estaba vacía. Cyprian Fripp el Joven y sus tres
camaradas habían prohibido el acceso a los lugareños y espantado a los viajeros. Ellos, sin
embargo, festejaban y bebían días enteros, sentados en aquel local frío y lleno de humo, que
apestaba como suelen apestar las posadas en invierno, cuando no se abren las ventanas ni la
puerta: a sudor, gatos, ratones, calcetines, madera de pino, de abedul, grasa, ceniza y ropa húmeda
y humeante de vapor.
—Vaya una perra suerte —repitió quizás por centésima vez Yuz Jannowitz, gemmeriano,
haciendo una señal a las sirvientas para que trajeran vodka—. Así se pudra el Autillo. ¡Hacernos
quedar en este pueblo de mierda! ¡Mejor irse con la patrulla por esos bosques!
—Anda que no estás tonto —le respondió Dede Vargas—. ¡Allá afuera hace un frío del copón!
Yo prefiero a lo calentito. ¡Y cabe las mozas!
Le dio una palmada con ímpetu a la muchacha en la nalga. La muchacha chilló, no demasiado
convincente y con evidente indiferencia. Era, la verdad sea dicha, algo retrasada. El trabajo en la
posada sólo le había enseñado que si daban palmadas o pellizcaban, había que chillar.
Ya al segundo día de estar allí, Cyprian Fripp y sus compañeros se habían lanzado sobre las
dos mozas de servicio. El posadero tenía miedo de protestar y las muchachas eran demasiado poco
despiertas como para pensar en protestar. La vida les había enseñado ya que si una moza protesta,
le pegan. Así que más razonable era esperar a que se aburrieran.
—La Falka ésa —Rispat La Pointe, aburrido, retomó el otro tema estándar de sus aburridas
conversaciones nocturnas— la diñó allá en los bosques, sus digo. ¡Yo vi cómo entonces el Skellen
le jodió la jeta con un orión, y cómo la sangre le retañaba como una fuente! ¡De ello, sus digo, no
pudo reposarse!
—Autillo falló —dijo Yuz Jannowitz—. No más la rozó con el orión. Cierto que le hizo en la
jeta no poco daño. Mas, ¿acaso estorbara aquello a la moza para saltar por encima del torno? ¿Se
cayó del caballo? ¡No te jode! Y luego midieron el torno: siete pies y dos pulgadas, te cagas. ¿Y
qué? ¡Lo saltó! Y entre la silla y el culo no podrías haber metido ni el filo de un chuchillo.
—Le brotaba la sangre como de una tiña —protestó Rispat La Pointe—. Cabalgó, cabalgó y
luego se cayó y la diñó en algún barranco, los lobos y los pájaros se comieron la carroña, las
martas lo terminaron y los gusanos arrelimpiaron las güellas. ¡Sacabó, Deireádh! De modo que
nosotros, sus digo, estamos aquí esperando en vano, bebiéndonos las perras. ¡Y es por esto porque
a la zorra ésa no se la ve!
—No puede ser así porque de la muerta ni rastro que ha quedao —dijo Dede Vargas con
seguridad—. Siempre algo queda, el cráneo, las caeras, algún güeso gordo. Rience, el fechicero,
por fin dará con Falka. Y entonces sabrá acabao to.
—Y pué que entonces nos den caza de tal modo que hasta con gusto nos vamos a acordar de
esta vagancia y de esta puta pocilga. —Cyprian Fripp el Joven pasó su aburrida mirada por la
pared de la posada, de la que se conocía ya cada clavo y cada mancha—. Y de este puto
aguardiente. Y de las dos éstas, que apestan a cebolla y cuando las follas se están quietas como
ganao, miran al techo y se rebuscan en los dientes.
—Cualquier cosa mejor que este coñazo —sentenció Yuz Jannowitz—. ¡Hasta dan ganas de
echarse a gritar! ¡La puta, hagamos algo! ¡Lo que sea! ¿Le prendemos fuego al pueblo, o así?
Chirriaron las puertas. El sonido era tan poco cotidiano que los cuatro se levantaron.
—¡Fuera! —gritó Dede Vargas—. ¡Lárgate, abuelo! ¡Pordiosero! ¡Apestoso! ¡Fuera, a la calle!
—Déjalo —Fripp agitó una mano aburrida—. Ves, carga una gaita. Es un viejo rondador, a lo
seguro antaño soldado, que tocando y cantando por las tabernas gánase en algo la vida. En la calle
diluvia y yela. Que se siente aquí…
—Pero lejitos de nosotros. —Yuz Jannowitz le señaló al abuelete dónde tenía que sentarse—.
Pos nos llena de pulgas. Ende aquí veo cómo se le comen. Se diría que no son pulgas sino tortugas.
—¡Dale alguna vianda, posadero! —Fripp el Joven hizo un gesto de mando—. ¡Y a nosotros
aguardiente!
El vejete se quitó de la cabeza un gran gorro de piel y con gracia extendió a su alrededor un
hedor terrible.
—Gracias os sean dadas, vuesas mercedesas —dijo—. Puesto que hoy es la vegilia de Saovine,
es fiesta. Y en fiesta no cuadra que se eche a naide, para que se moje y se yele en la lluvia. Lo que
cuadra en día de fiesta es envitar…
—Es verdad. —Rispat La Pointe se dio una palmada en la frente—. ¡Ciertamente hoy es la
vegilia de Saovine! ¡El final de octubre!
—La noche de los prodigios. —El vejete sorbió la sopa aguada que le habían traído—. ¡Noche
de los fantasmas y los espetros!
—¡Jojó! —dijo Yuz Jannowitz—. ¡El vejete, veréis, nos va a enregalar con un cuento de
viejas!
—Que nos enregale —bostezó Dede Vargas—. ¡Cualquier cosa mejor que este coñazo!
—Saovine —repitió el abatido Cyprian Fripp el Joven—. Ya hace cinco semanas desde
Licornio. Y dos semanas ya que andamos aquí encaramaos. ¡Dos putas semanas, ja!
—La noche de los moustros. —El vejete lamió la cuchara, eligió algo con un dedo del fondo
del cuenco y se comió ese algo—. ¡La noche de los espetros y de los encantamientos!
—¿Y no lo decía yo? —Yuz Jannowitz sonrió—. ¡Habremos cuento de viejas!
El anciano se enderezó, se rascó y dio un hipido.
—La vegilia de Saovine —comenzó con énfasis—, la última noche antes de que suba la nueva
de noviembre, es pa los elfos la última noche del año viejo. Cuando nace el nuevo día, ya es para
los elfos el año nuevo. De modo que hay costumbre entre los elfos en la noche de Saovine prender
todos los fuegos de la casa y alrededores con una astilla embreada y guardar bien los restos de la
astilla hasta mayo, y con la misma, enchiscar el fuego de Belleteyn, entonces, dicen, habrá
abundancia. Y no sólo la gente elfa sino y muchos de entre los nuestros hacen lo mismo. Para que
de las ánimas malvadas salvaguardar…
—¡Ánimas! —bufó Yuz—. ¡Escuchad nomás lo que este patán chamulla!
—¡Ésta es la noche de Saovine! —anunció el viejo con voz emocionada—. ¡En tal noche los
espíritus rondan por la tierra! ¡Los espíritus de los muertos llaman a la ventana, dejadnos pasar,
gimen, dejadnos! Entonces hay que dar miel, y gachas, y todo presto regarlo con vodka…
—La vodka yo me la prefiero regar a mí mesmo en el gaznate —se rio Rispat La Pointe—. Y
tus espíritus, viejo, me puen besar aquí.
—¡Oh, vuesa mercedesa, no hagáis bromas de los espíritus, que bien pudieran oírlo, y son
rencorosos! ¡Hoy es la vegilia de Saovine, noche de los espetros y encantamientos! Aguzar el
oído, ¿escucháis cómo algo alredor toca y llama? Son los muertos que acuden del otro mundo,
quieren colarse en las casas para calentarse al fuego y comer en abundamiento. Allá, por los
riscales desnudos y los bosques sin hojas, aulla el viento y el cierzo, los pobres espíritus se
congelan, entonces vanse para los hogares donde hay fuego y calor. Entonces no hay que olvidar
poner viandas en una cazuela en la esquina, o bien en los pajares, puesto que si las ánimas no
hallaran allí nada, a la medianoche meterán el hocico en la casa para buscar…
—¡Oh, dioses! —susurró con fuerza una de las mozas de servicio, y enseguida chilló porque
Fripp le había pellizcado en el trasero.
—¡No es mal cuento! —dijo Fripp—. ¡Mas pa ser bueno aún falta mucho! ¡Dadle, tabernero,
una jarra de cerveza meona al viejo, pué que entonces le salga bueno! ¡Un buen cuento de
espíritus, muchachos, conócese porque a las mozas que lo escuchan les pues pillizcar y ni se
enteran!
Los hombres rieron, se escucharon los chillidos de las mozas, a las que se les comprobaba el
estado de escucha. El viejo dio un sorbo de cerveza caliente, haciendo mucho ruido y eructando.
—¡Mas ni se te ocurra aposentarte y dormirte! —le advirtió Vargas amenazador—. ¡No te irás
de rositas! ¡Cuenta, canta, sopla la gaita! ¡Que haya parranda!
El viejo abrió la boca en la que un único diente aparecía como mojón de camino en una negra
estepa.
—¡Mas vuesa mercedesa, que hoy es Saovine! ¿Qué música, ni qué cánticos? ¡La música de
Saovine es el cierzo a la ventana! ¡Son los lobisomes y los vamperos que agullan, los mamunios
que relinchan y gimen, los ghules que rechinan los dientes! La beann’shie gaña y grita, y quien
escuchara los sus gritos, a ése de seguro le está escrita pronta muerte. ¡Todos los malos espíritus
abandonan sus guaridas, las meigas vuelan al último conciliábulo antes del invierno! ¡Saovine es
noche de los espetros, los moustros y los aparecidos! ¡No entréis al bosque, porque sus devorará la
floresta! ¡No paséis por el camposanto, porque el muerto se os puede trajinar! Y lo mejor no salir
del chozo, y para mayor certidumbre clavar en la esquina un cuchillo nuevo de yerro, que con él
no se atreven los malos. Las mujeres que celen de los niños, puesto que en la noche de Saovine
bien pudiera una rusalka o llorona robar al niño, en su lugar poniendo un repelente mutante. ¡Y la
moza preñada mejor que no se asome afuera, no sea que una nocturnala le eche mal de ojo al niño
en el vientre! En lugar de un niño parirá una estrige con dientes de yerro…
—¡Oh, dioses!
—Con dientes de yerro. Primero a la madre la teta le come. Luego las manos le come. La
mejilla le come… Uh, pero cuidao que mantrao hambre…
—Tomar mi güeso, tiene carne entoavía. ¡Comer más no es sano pa la vejez, que sus podéis
atragantar y agogar, ja, ja! Y tú, eh, moza, dale más cerveza. ¡Venga, viejo, relata más de los
espíritus!
—Saovine, vuestras mercedesas, es la última noche en que los fantasmas pueden andurrear,
que luego los yelos les quitan las fuerzas, y se van al Abismo, bajo tierra, de donde ya no sacan los
hocicos en todo el invierno. Por eso es de Saovine hasta febrero, hasta la fiesta de Imbaelk, el
mejor tiempo para acudir a lugares inmundos y buscar allá los tesoros. Si, pongamos, en tiempo
de calores, se arrebusca junto a un túmulo de wichtes, como que dos y dos son cuatro que se
despierta el wicht, salta todo rabioso y devora al arrebuscador. Y de Saovine a Imbaelk rasca y
rebusca las fuerzas que tenga: el wicht duerme profundo como el oso viejo.
—¡Las cosas que se inventa el viejo descarao!
—No más que la verdad, vuesas mercedesas. Sí, sí. Mágica es la noche de Saovine, horrible,
mas y aun es la mejor para profecías y augurios todos. En tal noche merece la pena echar las
cartas, y adivinar con los güesos, y la mano, y con el gallo blanco, y la cebolla, y el queso, de las
tripas de los conejos, de un murciégalo muerto…
—¡Fu!
—La noche de Saovine es noche de espetros y fantasmas… Más vale quedarse en casa. Toda la
familia… Junto al fuego…
—Toda la familia —repitió Cyprian Fripp, enseñando de pronto los dientes de ave de presa a
sus camaradas—. Toda la familia, ¿sus dais cuenta? ¡Junto con la lista ésa que ende hace una
semana por no sé qué viajes se esconde!
—¡La herrera! —se imaginó al momento Yuz Jannowitz—. ¡La rubia garbosa! Cuidado que
tienes cabeza, Fripp. ¡Hoy igual la cogemos en la palloza! ¿Qué, muchachos? ¿Hacemos una visita
al cotarro de la herrera?
—Uuuh, pero ya mismito. —Dede Vargas se estiró con fuerza—. Sus lo digo, ante los míos
ojos la tengo, a la herrera, andurreando por el pueblo, esas tetillas saltaronas, este culillo
redondete… Había que haberla echao mano entonces, sin esperar, pero Dacre Silifant, ese tonto
maestresala… ¡pero agora no está aquí el Silifant y la herrera está en su chozo! ¡Esperando!
—En esta aldea hemos rajao ya al alcalde. —Rispat enarcó las cejas—. Le pateamos al
cabronazo que vino a su sucorro. ¿Más muertos necesitamos? El herrero y su hijo son membrudos
como robles. Con miedo no nos los llevamos. Habrá que…
—Mutilar —terminó Fripp tranquilo—. Sólo amutilarlos un poco, no más. Terminarsus la
cerveza, aderecémonos y pal pueblo. ¡Nos vamos a festejar el Saovine! ¡Vamos a rellenar una
zamarra con los pelos pafuera, nos liamos a berrear y a loquear, los paletos pensarán que son los
diablos o los wichtes!
—¿Nos traemos a la herrera pacá, a las habitaciones, o nos antrenemos como en nuestra tierra,
a lo gemmeriano, ante los ojos de la familia?
—Lo uno no quita lo otro. —Fripp el joven miró a la noche a través de la ventana—. ¡Vaya un
viento más cojonudo, joder! ¡Hasta los álamos se doblan!
—¡Oh, jo, jo! —dijo el viejo desde detrás de su jarra—. ¡No es el viento, mercedesas, no es el
cierzo eso! Son las hechiceras que se apresuran a su aquelarre montadas en sus escobas, algunas
en sus almireces y sus morteros, limpian las huellas tras de sí con las escobas. ¡No ha escape, si
alguna de las tales en el bosque se le cruza en el camino a un hombre y le sale a la zaga, no ha
escape! ¡Y ella tiene, oh, así los dientes!
—¡Abuelo, vete a asustar a los niños con tus fechiceras!
—¡No habléis, señor, en mala hora! ¡Pues y aún os diré que las peores hechiceras, ese
estamento de condesas y princesas hechiceriles, jo, jo, ésas no en escobas, no en morteros ni
almireces vuelan, no! ¡Ésas cabalgan en sus gatos negros!
—¡Je, je, je, je!
—¡Cierto es! Puesto que la vegilia de Saovine es la única noche del año en que los gatos
hechiceriles se transforman en yeguas negras como la pez. Y pobre de aquél que en noche negra
como boca de lobo oyera el golpeteo de cascos y viera a una hechicera en su yegua negra. Quien
con tal hechicera se encontrara, no escapará a la muerte. ¡Lo arrastrará la hechicera como el viento
a la hoja, lo llevará al otro mundo!
—¡Cuando volvamos terminas! ¡Y concibe un cuento bueno, viejo de los cojones, y arrefina la
gaita! ¡Cuando volvamos habrá aquí jarana! ¡Se bailará aquí y se joderá a la señora herrera…!
¿Qué pasa, Rispat?
Rispat La Pointe, que había salido al corral para aliviar la vejiga, volvió corriendo, y tenía el
rostro tan blanco como la nieve. Gesticulaba violentamente, señalando a la puerta. No consiguió
pronunciar ni una palabra. Y no era necesario. Desde la calle les llegó el donoso relincho de un
caballo.
—Una yegua mora —dijo Fripp con el rostro casi pegado al cristal de la ventana—. La misma
yegua mora. Es ella.
—¿La hechicera?
—Falka, idiota.
—¡Es su espíritu! —Rispat tomó aire con violencia—. ¡Un fantasma! ¡Ella no pudo
sobrevivir! ¡Murió y regresa como fantasma! En la noche de Saovine.
—Vendrá en noche negra como boca de lobo —murmuró el viejo, apretando la jarra vacía
contra la tripa—. Y quien con ella se encuentre, no escapará a la muerte…
—¡A las armas, tomar las armas! —dijo Fripp, febril—. ¡Apriesa! ¡A ambos laos de la puerta!
¿No entendéis? ¡La fortuna nos sonríe! ¡Falka nada sabe de nosotros, vino acá para calentarse, los
yelos y la hambre la sacaron de su bujero! ¡Derecha a nuestras manos! ¡Autillo y Rience nos
llenarán de oro! Tomar las armas…
Las puertas chirriaron.
El vejete se dobló sobre la tabla de la mesa, entrecerró los ojos. Veía mal. Tenía los ojos
cansados, arruinados por el glaucoma y una conjuntivitis crónica. Además, la taberna estaba
oscura y llena de humo. Por ello el abuelete apenas vio a la delgada figura que entró a la casa
desde el zaguán, vestida con un jubón de piel de almizclera, con una capucha y un pañuelo que le
escondían el rostro. A cambio el viejo tenía un buen oído. Escuchó un apagado grito de una de las
mozas de servicio, el golpeteo de los zuecos de la otra, la maldición a media voz del posadero.
Escucho el tintineo de las espadas en las vainas. Y la voz baja, venenosa, de Cyprian Fripp:
—¡Te tenemos, Falka! No nos esperabas aquí, ¿eh?
—Os esperaba —escuchó el vejete. Y tembló con el sonido de aquella voz.
Vio el movimiento de la figura delgada. Y escuchó un suspiro de miedo. Un ahogado grito de
una de las mozas. No pudo ver que la muchacha llamada Falka se había quitado la capucha y el
pañuelo. No pudo ver el rostro terriblemente mutilado. Ni los ojos pintados con una pasta de grasa
y tizones de modo que parecían los ojos de un demonio.
—No soy Falka —dijo la muchacha. El abuelete de nuevo contempló un rápido y desdibujado
movimiento, algo ígneo brilló a la luz de las lámparas—. Soy Ciri de Kaer Morhen. Soy una bruja.
He venido aquí para matar.
El abuelete, que en su vida había visto más de una pelea de taberna, tenía un método elaborado
para escapar a las injurias: zambullirse bajo la mesa, encogerse mucho y agarrarse con fuerza a las
patas de la mesa. Desde esa posición, está claro, ya no podía ver nada. Y tampoco quería. Se
aferraba espasmódico a la mesa, y la mesa ya recorría la habitación junto con el resto de los
muebles, entre golpeteos, chasquidos y crujidos, el sonido de pesadas botas, maldiciones, gritos,
gemidos y el tintineo del acero.
Una moza de servicio gritaba penetrantemente sin parar.
Sobre la mesa rodó alguien, desplazando al mueble junto con el viejo agarrado a él, cayó al
suelo a su lado. El viejo gritó al sentir cómo le salpicaba la sangre caliente. Dede Vargas, el que le
había querido echar al principio —el viejo lo reconoció por los botones de azófar en el jubón—
lanzaba macabros chillidos, se retorcía, lanzaba sangre, agitaba con las manos a su alrededor. Uno
de sus golpes impotentes le acertó al anciano en un ojo. El abuelete ya no pudo ver absolutamente
nada. La muchacha que gritaba se atragantó, se calló, tomó aire y comenzó a gritar de nuevo, en
una entonación todavía más alta.
Alguien cayó con estrépito al suelo, de nuevo se extendió la sangre por el recién fregado suelo
de tablas de pino. El abuelete no reconoció quién había muerto ahora. Era Rispat La Pointe, al que
Ciri le había dado un tajo en el cuello. No vio cómo Ciri realizaba una pirueta justo frente a Fripp
y Jannowitz, cómo atravesaba su guardia como una sombra, como humo gris. Jannowitz se lanzó
tras ella con un rápido y blando salto de gato. Era un espadachín diestro. Apoyándose con
seguridad en el pie derecho, golpeó con una larga y extendida prima, apuntando al rostro de la
muchacha, directamente a su horrible cicatriz. No podía fallar.
Falló.
No consiguió protegerse. Ella lo cortó al azar, desde cerca, con las dos manos, a través del
pecho y la barriga. Y ella volvió a saltar, giró, y al tiempo que escapaba de los tajos de Fripp, le
rajó al retorcido Jannowitz por el cuello. Jannowitz se derrumbó con la frente cayendo sobre un
banco. Fripp saltó por encima de banco y cadáver, lanzó un tajo rapidísimo. Ciri lo paró al bies,
hizo una media pirueta y dio un corto tajo en el muslo. Fripp se tambaleó, se tropezó con la mesa,
perdiendo el equilibrio, instintivamente extendió la mano. Cuando apoyó la mano en la mesa, Ciri,
con un rápido golpe, se la cortó.
Fripp levantó el muñón que despedía sangre, lo miró con atención, luego miró a la mano que
estaba sobre la mesa, y se derrumbó de pronto, violentamente, con ímpetu posó el trasero sobre el
suelo, exactamente igual que si se hubiera resbalado con jabón. Una vez sentado gritó, y luego
comenzó a aullar, con un aullido salvaje, agudo y penetrante de lobo.
Encogido bajo la mesa y regado en sangre, el viejo escuchó cómo durante un instante se oía
aquel dueto espectral: los gritos monótonos de la moza de servicio y los aullidos espasmódicos de
Fripp.
La moza se calló primero, terminó sus inhumanos gritos con un chillido quebrado. Fripp
simplemente enmudeció.
—Mamá —dijo de pronto, muy claro y completamente consciente—. Mamá… ¿Qué es… qué
es… lo que me ha pasado? ¿Qué me… pasa?
—Te estás muriendo —le dijo la muchacha del rostro mutilado.
Al viejo se le pusieron de punta los pocos pelos que le quedaban. Para detener el temblor de
los dientes los apretó con la manga de la aljuba.
Cyprian Fripp el Joven exhaló un sonido como si tragara con dificultad. Ya no emitió más
sonidos. Ninguno.
Reinaba el más absoluto silencio.
—Pero qué es lo que has hecho… —gimió el posadero en aquel silencio—. Pero qué es lo que
has hecho, muchacha…
—Soy una bruja. Mato monstruos.
—Nos colgarán… ¡Quemarán el pueblo y la posada!
—Mato monstruos —repitió, y en su voz de pronto apareció algo como asombro. Como
vacilación. Inseguridad.
El posadero gimió, suspiró. Y sollozó.
El abuelete salió poco a poco de debajo de la mesa, apartándose del cadáver de Dede Vargas,
de su rostro horriblemente cortado.
—En una yegua negra cabalgas… —murmuró—. En noche oscura como boca de lobo… las
huellas tras tuyo vas borrando…
La muchacha se volvió, le miró. Ya había tenido tiempo de cubrirse el rostro con el pañuelo,
desde encima del pañuelo lo contemplaban unos ojos fantasmales rodeados por negros círculos.
—Quien se encuentra contigo —balbuceó el viejo—, no escapará a la muerte… porque tú
misma eres la muerte.
La muchacha lo miró. Largo tiempo. Y con bastante indiferencia.
—Tienes razón —dijo por fin.

En algún lugar en los pantanos, allá lejos, pero bastante más cerca que antes, resonó de nuevo el
aullido lastimero de la beann’shie.
Vysogota yacía en el suelo, sobre el que se había caído al levantarse de la cama. Confirmó con
espanto que no era capaz de levantarse. Su corazón golpeaba, subía hasta la garganta, le
estrangulaba.
Ya sabía a quién le anunciaba la muerte el grito nocturno del espíritu élfico. La vida era
hermosa, pensó. Pese a todo.
—Dioses… —murmuró—. No creo en vosotros… Pero si existís…
Un monstruoso dolor le explotó de pronto en el pecho, bajo el esternón. Allá en los pantanos,
lejos, pero bastante más cerca que antes, la beann’shie chilló por tercera vez.
—¡Si existís, proteged a la brujilla en su camino!
Capítulo undécimo

—¡Tengo unos ojos muy grandes para verte bien! —gritó el lobato de hierro—.
¡Tengo unas garras muy grandes para poder agarrarte y abrazarte con ellas!
Todo lo tengo grande, todo, ahora te convencerás de ello. ¿Por qué me miras de
ese modo tan raro, muchachilla? ¿Por qué no respondes? La brujilla sonrió. —
Tengo una sorpresa para ti.

Flourens Delannoy, "La sorpresa", del tomo Cuentos y leyendas

Las adeptas estaban de pie e inmóviles delante de la suma sacerdotisa, estiradas como cuerdas de
laúd, tensas, mudas, ligeramente pálidas. Estaban listas para el camino, preparadas hasta en los
detalles más nimios. Ropas de viaje masculinas, de color gris, unas zamarras cálidas, pero que no
entorpecían los movimientos, cómodas botas élficas. Los cabellos cortados de tal modo que fuera
fácil mantenerlos ordenados y limpios en los campamentos y durante las marchas, para que no
estorbaran durante el trabajo. Unos hatillos bien empaquetados, pequeños, que sólo contenían
víveres para el camino y los útiles más imprescindibles. El resto se lo tenía que dar el ejército. El
ejército en el que se habían alistado.
Los rostros de las dos muchachas parecían serenos. Pero sólo en apariencia. Triss Merigold
veía que a ambas les temblaban ligeramente las manos y los labios.
El viento agitaba las desnudas ramas de los árboles del parque del santuario, hacía deslizarse
las hojas secas sobre las placas de piedra del patio. El cielo era de color granate. Una tormenta de
nieve colgaba en el ambiente. Se la sentía.
Nenneke interrumpió el silencio.
—¿Habéis sido ya asignadas?
—Yo no —masculló Eurneid—. De momento voy a invernar en el campamento de Wyzima. El
comisario de enrolamientos dijo que en la primavera se detendrán allá los destacamentos de los
condottieros del norte… Voy a ser sanitaria de uno de ellos.
—Yo ya tengo destino. —Iola Segunda sonrió apenas—. A la cirugía de campo, con el señor
Milo Vanderbeck.
—Que por lo menos no me traigáis vergüenza. —Nenneke repartió a ambas adeptas sendas
miradas amenazadoras—. Que no me deshonréis a mí, al santuario ni el nombre de la Gran
Melitele.
—Por supuesto que no, madre.
—Y hacedme el favor de cuidaros.
—Sí, madre.
—Vais a caeros de cansancio mientras estéis con los enfermos, no vais a conocer el sueño.
Tendréis miedo, os embargará la duda cuando veáis el dolor y la muerte. Y en esos momentos
fácil es echar mano de los narcóticos o de los remedios excitantes. Tened cuidado con ellos.
—Lo sabemos, madre.
—La guerra, el miedo, la matanza y la sangre —la suma sacerdotisa las atravesó con la mirada
— también aflojan las costumbres, y para algunas actúan como un fuerte afrodisíaco. Ahora
mismo, mocosas, no podéis saber cómo va a actuar sobre vosotras. Por favor, tened también
cuidado con esto. Sin embargo, si se llega a algo, tomad medios anticonceptivos. Si pese a todo
alguna de vosotras se metiera en problemas, entonces, ¡lejos de matasanos de estraperlo y de
viejas de aldea! Buscad un santuario o mejor una hechicera.
—Lo sabemos, madre.
—Esto es todo. Ahora podéis acercaros a por mi bendición.
Les puso las manos sobre la cabeza, primero a una, luego a la otra, las abrazó y las besó una
detrás de la otra. Eurneid sorbió por la nariz. Iola Segunda rompió a llorar sin más. Nenneke,
aunque a ella misma los ojos le brillaban algo más que de costumbre, bufó.
—Sin escenas, sin escenas —dijo, aparentando estar furiosa y crispada—. Vais a una guerra
normal y corriente. De allí se vuelve. Tomad los bártulos y hasta la vista.
—Hasta la vista, madre.
Anduvieron a vivo paso hacia la puerta del santuario, sin volverse. La suma sacerdotisa
Nenneke, la hechicera Triss Merigold y el escribano Jarre las acompañaron con la mirada.
Este último volvió sobre él la atención con un importuno carraspeo.
—¿Qué pasa? —Nenneke puso sus ojos sobre él.
—¡Se lo has permitido! —estalló el muchacho con pasión—. ¡A ellas, unas mujeres, les has
permitido alistarse! ¿Y a mí? ¿Por qué a mí no me está permitido? ¿Tengo que seguir volviendo
las páginas de pergaminos polvorientos, aquí, detrás de estos muros? ¡No soy un inválido ni un
cobarde! Es una vergüenza para mí seguir aquí en el santuario cuando hasta las mujeres…
—Esas mujeres —le interrumpió la sacerdotisa— han estudiado durante toda su joven vida las
técnicas de curación y de restablecimiento, el cuidado de los enfermos y heridos. Van a la guerra
no por patriotismo ni deseo de aventura, sino porque con toda seguridad allí habrá enfermos y
heridos. ¡Un montón de trabajo, de día y de noche! Eurneid, Iola, Myrrha, Katja, Prune, Debora y
otras muchachas son la aportación del santuario para esta guerra. El santuario, como parte de la
sociedad, paga a la sociedad su deuda. Da al ejército y a la guerra su aportación: especialistas bien
entrenadas. ¿Lo entiendes, Jarre? ¡Especialistas! ¡No carne de cañón!
—¡Todos se alistan! ¡Sólo los cobardes se quedan en casa!
—Has dicho una tontería, Jarre —dijo Triss en voz alta—. No has entendido nada.
—Yo quiero ir a la guerra… —La voz del muchacho se quebró—. Quiero salvar a… Ciri…
—Vaya —dijo Nenneke con tono de burla—. El caballero andante quiere ir a salvar a la dama
de su corazón. En un caballo blanco…
Se calló al ver la mirada de la hechicera.
—Basta ya de todo esto, Jarre —reprendió al muchacho con la mirada—. ¡Te he dicho que no
te lo permito! ¡Vuelve a tus libros! Estudia. Tu futuro es la ciencia. Vamos, Triss. No perdamos
tiempo.
Sobre la tela extendida delante del altar había un peine de hueso, un anillo barato, un libro de
cubiertas raídas, un echarpe azul muy gastado. De rodillas, inclinada sobre los objetos, estaba Iola
Primera, la sacerdotisa de dones proféticos.
—No te apresures, Iola —le advirtió Nenneke, quien estaba a su lado—. Concéntrate poco a
poco. No queremos una predicción repentina, no queremos un enigma con mil respuestas.
Queremos una imagen. Una imagen clara. Absorbe el aura de estos objetos, pertenecían a Ciri,
Ciri los tocó. Absorbe el aura, poco a poco. No hay por qué apresurarse.
En el exterior aullaba el cierzo y se retorcía la ventisca. La nieve cubrió muy deprisa los
tejados y el patio del santuario.
Era el día decimonoveno de noviembre. Luna llena.
—Estoy lista, madre —dijo Iola Primera con su voz melodiosa.
—Comienza.
—Un momento. —Triss se levantó del banco como impulsada por un muelle, arrojó de sus
hombros la piel de chinchilla—. Un momento, Nenneke. Quiero entrar en trance con ella.
—Eso es arriesgado.
—Lo sé. Pero yo quiero ver. Con mis propios ojos. Se lo debo. A Ciri… Amo a esa muchacha
como a una hermana menor. En Kaedwen me salvó la vida, arriesgando su propia cabeza…
La voz de la hechicera se quebró de pronto.
—Lo mismito que Jarre. —La suma sacerdotisa meneó la cabeza—. Corres a salvarla, a
ciegas, a matacaballo, sin saber adónde ni por qué. Pero Jarre es un muchachillo ingenuo, mientras
que tú eres una maga adulta y al parecer sabia. Debieras saber que no ayudas a Ciri entrando en
trance. Y que sin embargo te puedes perjudicar a ti misma.
—Quiero entrar en trance junto con Iola —repitió Triss, mordiéndose los labios—.
Permítemelo, Nenneke. Al fin y al cabo, ¿cuál es el riesgo? ¿Un ataque de epilepsia? Incluso si así
fuera, me sacas de él y en paz.
—Te arriesgas —dijo Nenneke muy despacio— a que veas aquello que no debieras ver.
El Monte, pensó Triss con aprensión, el Monte de Sodden. En el que morí una vez. En el que
me enterraron y grabaron mi nombre en el obelisco de mi tumba. El Monte y la tumba que algún
día se acordarán de mí.
Lo sé. Ya me fue predicho antes.
—Yo ya he tomado mi decisión —dijo con voz fría y altiva, al tiempo que se levantaba y
echaba con las dos manos su hermoso pelo por detrás del cuello—. Comencemos.
Nenneke se arrodilló, apoyó la frente en las manos juntas.
—Comencemos —dijo en voz baja—. Prepárate, Iola. Arrodíllate junto a mí, Triss. Toma a
Iola de la mano.
En el exterior era de noche. Aullaba el cierzo, caía la nieve.

Al sur, allá tras los Montes de Amell, en Metinna, en el país llamado Cien Lagos, en un lugar
alejado de la ciudad de Ellander y del santuario de Melitele unos quinientos mil vuelos de cuervo,
una pesadilla despertó bruscamente al pescador Gosta. Al despertarse, Gosta no pudo recordar el
contenido de lo que había soñado, pero una extraña intranquilidad no le permitió volver a conciliar
el sueño durante mucho tiempo.

Todo pescador que conozca su oficio sabe que si hay que capturar una perca, sólo se consigue con
los primeros hielos.
El invierno de aquel año, aunque inesperadamente tempranero, se burlaba de todos y era tan
caprichoso como una mozuela hermosa y con éxito. Los primeros hielos y las primeras nevadas
dieron una desagradable sorpresa, como un ladrón en una emboscada. Fue al principio de
noviembre, hacia Saovine, en una época en la que todavía nadie se esperaba nieves ni hielos y
había un montón de trabajo. Ya hacia la mitad de noviembre una delgada capita cubrió el lago y
cuando casi casi parecía que iba a poder sostener el peso de un hombre, el caprichoso invierno
cedió de pronto, volvió el otoño, redobló la lluvia, y la capa humedecida por ella gimió, se desgajó
de la orilla y la deshizo el cálido viento del sur. ¿Qué diablos?, se asombraban los labradores. ¿Es
invierno o no es invierno?
No habían pasado ni tres días cuando volvió el invierno. Esta vez sin nieves, sin ventiscas,
pero a cambio el frío golpeaba como el herrero con el martinete. Hasta hacía temblar los huesos.
En el transcurso de una noche el agua que se deslizaba por los aleros de los tejados se convirtió en
afilados carámbanos de hielo y los patos, sorprendidos por el hecho, a poco no se quedaron
pegados a los congelados cenagales.
Y los lagos de Mil Trachta lanzaron un suspiro y se quedaron petrificados en forma de hielo.
Gosta esperó todavía un día, para estar seguro, luego sacó de la troje una caja con una cuerda
para llevarla al hombro, dentro de la cual tenía sus aparejos de pesca. Limpió con cuidado sus
botas de paja, tomó la zamarra, asió el punzón, el saco y se apresuró al lago.
Ya se sabe: si se trata de la perca, lo mejor con el primer hielo.
El hielo era fuerte. Se rehundía un pelín bajo el peso, chirriaba algo, pero resistía. Gosta
avanzó perpendicularmente, abrió un hueco con el punzón, se sentó sobre la caja, desenrolló la
cuerda de pelo de caballo asida a una corta verga de alerce, le prendió un pez de estaño con un
gancho, la lanzó al agua. La primera perca, de medio codo, picó el anzuelo antes de que cayera la
cuerda y se tensara.
No había pasado ni una hora cuando alrededor del agujero en el hielo yacían ya más de medio
centenar de peces verdes, rayados, con aletas tan rojas como la sangre. Gosta tenía más percas de
las que necesitaba, pero su euforia de pescador no le permitía dejar de pescar. Al fin y al cabo,
siempre podía regalar los peces a los vecinos.
Escuchó un relincho agudo.
Alzó la cabeza del hueco. En la orilla del río había un hermoso caballo negro, de los ollares le
salía una nube de vaho. El jinete, vestido con un abrigo de piel de almizclera, tenía el rostro
embargado por la locura.
Gosta tragó saliva. Era demasiado tarde para salir huyendo. En lo más profundo de su espíritu,
sin embargo, contaba con que el jinete no se iba a atrever a adentrarse con el caballo en el
quebradizo hielo.
Seguía moviendo maquinalmente la caña, otra perca tiró de la cuerda. El pescador la cogió, la
desenganchó y la arrojó sobre el hielo. Con el rabillo de un ojo vio cómo el jinete desmontaba,
arrojaba las riendas a un desnudo arbusto y se acercaba a él, pisando con precaución en la
superficie resbaladiza. La perca se agitaba en el hielo, estiraba la aleta puntiaguda, meneaba las
agallas. Gosta se levantó, se inclinó y tomó el punzón, que en caso de necesidad podía servirle de
arma.
—No tengas miedo.
Era una muchacha. Ahora, cuando se retiró el pañuelo del rostro, le vio la cara, deformada por
una horrible cicatriz. Llevaba una espada cruzada a la espalda, veía la empuñadura de hermoso
trabajo que surgía por encima del hombro.
—No te haré nada malo —dijo en voz baja—. Sólo quiero preguntar por algo.
Sí, claro, pensó Gosta. Lo que tú digas. Justo ahora, en invierno. Durante la helada. ¿Quién
pasea o viaja? Sólo los ladrones. O algún desertor.
—Este país. ¿Es Mil Trachta?
—Cierto… —murmuró, mirando al agujero, al agua negra—. Mil Trachta. Pero nostros
decimos: Cien Lagos.
—¿Y el lago de Tarn Mira? ¿Sabes de un lago así?
—Tos lo conocen. —Miró a la muchacha, asustado—. Ca en estos lares lo decimos Sinfondo.
Un lago maldito. Una jondura tremenda. Las ninfas moran allí, ahogan al que pasa. Y en unas
ruinas viejas y encantadas anidan las ánimas.
Vio cómo los ojos verdes de la muchacha brillaban.
—¿Hay ruinas allí? ¿Una torre, quizá?
—¡Qué va a haber una torre! —No consiguió contener un resoplido—. Unos pedruscos encima
dotros, amontonaos, tos llenos de yerbajos crecíos, montones de cascotes…
La perca dejó de saltar, yacía moviendo las agallas entre sus hermanas de coloreadas rayas. La
muchacha se quedó absorta, pensativa.
—La muerte en el hielo —dijo— posee en sí misma algo como fascinante.
—¿Lo qué?
—¿Qué lejos queda de aquí el lago de las ruinas? ¿Por dónde hay que ir?
Se lo dijo. Se lo señaló. Incluso hizo un dibujo en el hielo con la punta aguda del punzón.
Movió la cabeza, mientras se lo aprendía. La yegua a la orilla del lago golpeaba con los cascos en
los terrones congelados, relinchaba, arrojaba vaho con un sonido ronco.

Miró cómo se alejaba a lo largo de la orilla occidental del lago, cómo galopaba por las aristas del
barranco que bajaba hacia el agua, por delante de los alisos y sauces sin hojas ya, a través del
hermoso bosque de cuento de hadas, decorado por la helada con un blanco baño de escarcha. La
yegua mora corría con una gracia indescriptible, veloz y al mismo tiempo ligera, apenas se podían
escuchar los golpeteos de sus cascos sobre el suelo helado, apenas expulsaba de las ramas que
golpeaba la nieve plateada. Como si por aquel bosque de cuento de hadas escarchado y paralizado
por la helada estuviera cabalgando no un caballo normal, sino un caballo de cuento, un caballo
fantasma.
¿Y no sería aquello una aparición?
¿Un demonio en un caballo espectral, un demonio que había tomado el aspecto de una
muchacha de grandes ojos verdes y rostro deforme?
¿Quién, si no un demonio, viaja en invierno? ¿Pregunta el camino a unas ruinas malditas?
Cuando se fue, Gosta recogió a toda prisa sus avíos de pescador. Llegó a casa cruzando el
bosque. Era un camino más largo, pero la razón y el instinto le aconsejaban que no fuera por el
sendero, que no se expusiera a la vista. La muchacha, le decía la razón, pese a todas las
apariencias, no era un fantasma, era un ser humano. La yegua mora no era una aparición sino un
caballo. Y detrás de los que cabalgan a toda prisa por despoblados, y para colmo en invierno,
suelen ir los perseguidores.
Una hora más tarde los perseguidores galoparon por el sendero. Catorce jinetes.

Rience volvió a agitar el cofrecillo de plata, blasfemó, golpeó con rabia el arzón de la silla. Pero el
xenovoce guardaba silencio. Como si estuviera maldito.
—Mierda de magia —comentó Bonhart con voz fría—. Se jodió, vaya un cacharro de feria.
—O Vilgefortz nos demuestra lo que le importamos —añadió Stefan Skellen.
Rience alzó la cabeza y los miró a ambos con ojos de enfado.
—Gracias al cacharro de feria estamos en la pista y no la perderemos. Gracias al señor
Vilgefortz sabemos adónde se dirige esta muchacha. Sabemos adónde vamos y lo que tenemos que
hacer. Opino que esto es mucho. En comparación con vuestras acciones de hace un mes.
—No hables tanto. Eh, Boreas , ¿qué dicen las señales?
Boreas Mun se enderezó, tosió.
—Estuviera aquí como una hora antes que nosotros. Cuando puede, intenta cabalgar deprisa.
Mas éste es un terreno difícil. Ni siquiera en esa su yegua tan extraordinaria nos lleva una ventaja
de cinco o seis millas.
—Y en verdad se mete entre estos lagos —murmuró Skellen—. Vilgefortz tenía razón, y yo no
lo creí…
—Yo tampoco —reconoció Bonhart—. Pero sólo hasta el momento en que los labriegos ayer
confirmaran que en el lago Tarn Mira hay de verdad algún constructo mágico.
Los caballos bufaron, el vaho les brotaba por los ollares. Autillo lanzó un vistazo por su
hombro izquierdo a Joanna Selborne. Desde hacía algunos días no le gustaba el aspecto de la cara
de la telépata. Se está poniendo nerviosa, pensó. Esta persecución nos ha cansado a todos, física y
psíquicamente. Ya es hora de terminar. Lo más pronto posible.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Recordó el sueño que lo embargó la noche anterior.
—¡Vale ya! —Se sacudió—. Basta de meditaciones. ¡A los caballos!
Boreas Mun bajó del caballo, observó las huellas. No era fácil. Con la tierra completamente
congelada, sobre los terrones, los montones de nieve, la nieve empujada por el viento sólo se
mantenía en los surcos y las hendiduras. En ellas buscaba Boreas las pisadas de los cascos de la
yegua mora. Tenía que prestar mucha atención para no perder el rastro, sobre todo ahora cuando la
voz mágica que les llegaba de la cajita de plata se había callado y había dejado de prestarles
consejo y advertirles.
Estaba inhumanamente cansado. E intranquilo. Perseguían a la muchacha desde hacía ya casi
tres semanas, desde Saovine, desde la masacre de Dun Dâre. Casi tres semanas sobre las sillas,
todo el tiempo al acoso. Y ni la yegua mora ni la muchacha que iba sobre ella desfallecían ni
aminoraban la velocidad.
Boreas Mun observaba las huellas.
No podía dejar de pensar en el sueño que le había asaltado la última noche. En ese sueño se
hundía, se ahogaba. Las negras aguas se cerraban sobre su cabeza y él bajaba hacia el fondo, el
agua helada le llenaba la garganta y los pulmones. Se había despertado sudoroso, mojado, febril,
aunque a su alrededor hacía un frío de perros.
Basta ya, pensó, al bajar de la silla para observar las huellas. Ya es hora de acabar con esto.

—¿Maestro? ¿Me escucháis? ¿Maestro?


El xenovoce callaba como un maldito.
Rience meneó con fuerza los brazos, echó el aliento sobre las manos heladas. El cuello y la
espalda estaban ateridos del frío, la cruz y el dorso le dolían, cada movimiento un poco fuerte del
caballo le recordaba este dolor. Ya no tenía fuerzas ni para maldecir.
Casi tres semanas sobre las sillas, en una persecución incansable. Con un frío penetrante y,
desde hacía un par de días, con una helada que rompía los huesos.
Y Vilgefortz calla.
Nosotros también callamos. Y nos miramos los unos a los otros como lobos.
Rience extendió las manos, tiró de los guantes.
Skellen, pensó, cuando pone los ojos en mí, tiene una mirada extraña. ¿Acaso prepara una
traición? Demasiado rápido y demasiado fácil se avino con Vilgefortz… Y este destacamento,
estos ganapanes, al fin y al cabo le son fieles a él, cumplen sus órdenes. Si prendiéramos a la
muchacha, estaría presto, sin atender a ningún pacto, a matarla o a conducirla a esos sus
conspiradores para poner en práctica sus locas ideas de democracia y gobiernos ciudadanos.
¿O puede que a Skellen ya se le hayan pasado las ganas de conspirar? ¿Puede que un
conformista y oportunista nato como él piense ahora en entregarle la muchacha al emperador
Emhyr?
Me mira con ojos extraños. El Autillo. Y toda su banda… Esa Kenna Selborne…
¿Y Bonhart? Bonhart es un sádico impredecible. Cuando habla de Ciri, la voz le tiembla de
rabia. Según su capricho, cuando capturemos a la muchacha puede estar dispuesto a atacarla o a
raptarla para obligarla a luchar en los circos. ¿El pacto con Vilgefortz? A él le importará un
pimiento. Sobre todo ahora que Vilgefortz…
Tomó el xenovoce de bajo el brazo.
—¿Maestro? ¿Me escucháis? Aquí Rience…
El aparatillo guardaba silencio. Rience ya ni siquiera tenía ganas de maldecir.
Vilgefortz calla. Skellen y Rience sellaron un pacto con él. Y en uno o dos días, cuando
alcancemos a la muchacha, puede suceder que no haya pacto. Y entonces a mí me puede tocar que
me pongan un cuchillo en la garganta. O que me lleven a Nilfgaard en cadenas, como prueba y
prenda de la lealtad del Autillo…
¡Voto a bríos!
Vilgefortz calla. No proporciona consejos. No señala el camino. No aclara las dudas con esa
voz suya tan serena, lógica, que llega hasta lo profundo del alma. Calla.
El xenovoce ha sufrido una avería. ¿Puede que sea a causa del frío? O puede…
¿Puede ser que Skellen tenga razón? ¿Puede ser verdad que Vilgefortz esté haciendo otra cosa
y no se preocupa de nosotros ni de nuestra suerte?
Por todos los diablos, no pensé que esto fuera a ser así. Si lo hubiera sospechado, no habría
accedido a esta tarea… Hubiera ido a matar al brujo en vez de Schirrú. ¡Su perra madre! Yo me
estoy aquí pelando de frío y Schirrú seguro que está bien caliente…
Pensar que yo mismo me empeñé para que me encargaran a Ciri y le dieran el brujo a Schirrú.
Yo mismo lo pedí…
Entonces, a principios de septiembre, cuando Yennefer cayó en nuestras manos.

El mundo, que todavía un minuto antes parecía una negrura irreal, laxa, pegajosa y turbia, adoptó
de repente ásperos contornos y superficies. Se aclaró. Se volvió real.
Yennefer abrió los ojos, agitada por unos temblores espasmódicos. Estaba tendida sobre
piedras, entre cadáveres y tablas destrozadas, aplastada por los restos de las jarcias del drakkar
Alción. A su alrededor veía piernas. Piernas calzadas con pesadas botas. Una de aquellas botas
hacía un momento le había atizado una patada, lo que sirvió para hacerla volver en sí.
—¡Levanta, hechicera!
Otra patada, que la embargó de dolor hasta las raíces de los dientes. Vio un rostro que se
inclinaba sobre ella.
—¡Que te levantes, he dicho! ¡De pie! ¿Me reconoces?
Ella frunció los ojos. Lo reconocía. Era el tipo que hacía tiempo había quemado cuando estaba
huyendo de ella por medio del teleporte. Rience.
—Vamos a arreglar cuentas —le prometió—. Vamos a arreglar cuentas por todo, puta. Te voy
a enseñar lo que es el dolor. Con estas manos y estos dedos te voy a enseñar el dolor.
Ella se tensó, apretó y extendió la mano, lista para lanzar un hechizo. E inmediatamente se
hizo un ovillo, ahogándose, gimiendo y temblando. Rience se carcajeó.
—No sale nada, ¿eh? —escuchó Yennefer—. ¡No tienes ni una miga de Fuerza! ¡No te puedes
medir con los hechizos de Vilgefortz! Te ha sacado hasta la última gota, como se saca el suero del
queso con un cincho. Ni siquiera eres capaz de…
No terminó. Yennefer extrajo un estilete de una vaina que llevaba atada a la parte interior del
muslo, se alzó como un gato y acuchilló a ciegas. No acertó, la hoja sólo rozó el objetivo, rasgó el
material de los pantalones. Rience retrocedió de un salto y se dio la vuelta.
De inmediato cayó sobre ella una lluvia de golpes y patadas. Aulló cuando una pesada bota
cayó sobre su brazo, quitándole el puñal de su mano estrujada. Otra bota la pateó en el bajo
vientre. La hechicera se dobló con un estertor. La levantaron del suelo, le pusieron las manos a la
espalda. Vio un puño que volaba en su dirección, el mundo de pronto brilló con deslumbrantes
colores, el rostro explotó en dolor. La ola de dolor se extendió hacia abajo, hacia el vientre y el
perineo, transformó las rodillas en una fofa gelatina. Se quedó colgada de los brazos que la
sujetaban. Alguien la agarró por los cabellos y tiró, haciéndole alzar la cabeza. La golpearon otra
vez, en la cuenca del ojo, otra vez desapareció todo y se difuminó en un brillo cegador.
No se desmayó. Lo sintió todo. La golpearon. La golpearon con fuerza, con crueldad, tal y
como se golpea a un hombre. Con golpes que no sólo han de doler, sino también quebrar, que han
de extraer de quien es golpeado toda la energía y la voluntad de resistencia. La golpearon mientras
se convulsionaba en el abrazo de acero de muchas manos.
Quería desmayarse pero no podía. Lo sentía todo.
—Basta —escuchó de pronto, a lo lejos, desde detrás de la cortina de dolor—. ¿Te has vuelto
loco, Rience? ¿Queréis matarla? Me es necesaria con vida.
—Le prometí a ella, maestro —bramó una sombra temblorosa que poco a poco adoptaba la
silueta y el rostro de Rience—. Le prometí que se lo haría pagar… Con estas manos…
—Poco me importa lo que le hayas prometido. Te repito que me es necesaria viva y capaz de
hablar articuladamente.
—A los gatos y las meigas —se rio el que la agarraba por los cabellos— no es tan fácil
sacarles las tripas.
—No te hagas el listo, Schirrú. He dicho que basta ya de golpes. Levantadla. ¿Cómo estás,
Yennefer?
La hechicera escupió sangre, levantó el rostro entumecido. No lo reconoció a primera vista.
Llevaba una especie de máscara que le cubría toda la parte izquierda de la cabeza. Pero sabía
quién era.
—Vete al diablo, Vilgefortz —balbuceó, rozando cuidadosamente con la lengua los dientes
anteriores y los labios mutilados.
—¿Qué te han parecido mis hechizos? ¿Te gustó cómo te recogí en el mar junto con el barco?
¿Te gustó el vuelo? ¿Con qué hechizos te protegiste que conseguiste sobrevivir a la caída?
—Vete al diablo.
—Arrancadle del cuello esa estrella. Y al laboratorio con ella. No perdamos el tiempo.
La curaron, la arrastraron, a veces la llevaron cogida. Una planicie pétrea, sobre ella yacía el
destrozado Alción. Y muchos otros barcos naufragados, con sus erguidas cuadernas que
recordaban los esqueletos de monstruos marinos. Crach tenía razón, pensó. Los barcos que habían
desaparecido sin dejar huella en el Abismo no habían caído a causa de una catástrofe natural.
Por los dioses… Pavetta y Duny…
En la planicie, a lo lejos, las cumbres de unas montañas se perfilaban sobre un cielo nublado.
Luego hubo muros, puertas, galerías, pavimentos, escaleras. Todo un tanto extraño,
innaturalmente grande… Y pocos detalles que le permitieran enterarse de dónde se encontraba,
adónde había ido a parar, adonde la había llevado el encantamiento. Le latía el rostro, lo que
dificultaba todavía más la observación. El único sentido que le proporcionaba información era el
olfato: al instante percibió el olor de la formalina, el éter, el alcohol. Y la magia. El olor de un
laboratorio.
La sentaron con brutalidad en un sillón de metal, alrededor de sus muñecas y tobillos se
cerraron dolorosamente unas frías y apretadas abrazaderas. Antes de que las mandíbulas de hierro
de un torno le apretaran la sien y le inmovilizaran la cabeza, le dio tiempo a mirar a lo largo de la
amplia y brillante sala. Vio otro sillón, una extraña construcción de acero sobre un pedestal de
piedra.
—Ciertamente —escuchó la voz de Vilgefortz, quien estaba detrás de ella—. Este sillón es
para tu Ciri. Espera desde hace mucho tiempo, ya no aguanta la espera. Yo tampoco.
Le escuchaba muy cerca de ella, hasta sentía su aliento. Le clavaba agujas en la piel de la
cabeza, le aferró algo a los lóbulos de las orejas. Luego se puso de pie delante de ella y se quitó la
máscara. Yennefer lanzó un suspiro sin quererlo.
—Esto es obra de tu Ciri, precisamente —dijo, mientras señalaba lo que antaño habían sido
unos rasgos de belleza clásica, ahora terriblemente destrozados, atravesados por unos enganches y
grapas de oro que sujetaban un cristal multifacetado en la órbita izquierda—. Intenté cogerla
cuando entraba en el telepuerto de la Torre de la Gaviota —explicó con serenidad el hechicero—.
Quería salvar su vida, estaba seguro de que el teleporte la iba a matar. ¡Ingenuo! Lo atravesó tan
sencillamente, con tanta fuerza, que el portal estalló, me explotó en la propia cara. Perdí un ojo y
la mejilla izquierda, también bastante piel en el rostro, el cuello y el pecho. Muy triste, muy
doloroso y muy capaz de complicar la vida. Y muy feo, ¿no es cierto? Ja, tendrías que haberme
visto antes de que comenzara a regenerarlo mágicamente.
»Si creyera en tales cosas —continuó, al tiempo que le introducía en la nariz un tubito de
cobre— pensaría que es una venganza de Lydia van Bredevoort. Desde la tumba. Estoy
regenerándolo, pero muy despacio, lenta y penosamente. La reconstrucción de los globos oculares,
sobre todo, presenta muchas dificultades… El cristal que tengo en la órbita del ojo cumple
estupendamente su función, veo en tres dimensiones, pero de todos modos es un cuerpo extraño, la
falta de un globo ocular propio me conduce a veces a verdaderos estallidos. Entonces, embargado
por una rabia ciertamente irracional, me juro a mí mismo que si agarro a Ciri, nada más cogerla le
ordenaré a Rience que le saque uno de esos grandes ojos verdes. Con los dedos. Con estos dedos,
como acostumbra a decir. ¿Guardas silencio, Yennefer? ¿Sabes que tengo ganas de sacarte un ojo
a ti también? ¿O los dos?
Le estaba clavando gruesas agujas en las venas del dorso de la mano. A veces no acertaba, le
traspasaba hasta el hueso. Yennefer apretó los dientes.
—Me has causado problemas. Me has obligado a alejarme de mi trabajo. Me has expuesto a
riesgos. Metiéndote con ese barco en el Abismo de Sedna, en mi Absorbedor… El eco de nuestro
pequeño duelo fue muy fuerte y alcanzó lejos, pudo haber llegado a oídos curiosos y no
permitidos. Pero no fui capaz de contenerme. La idea de que te iba a poder tener aquí, de que te
iba a poder conectar a mi escáner, era demasiado atractiva.
»Porque seguro que no creerás —le clavó otra aguja— que me dejé engatusar por tu
provocación. Que me tragué el anzuelo. No, Yennefer, si piensas así, confundes el cielo con las
estrellas que se reflejan por la noche en la superficie de un estanque. Tú me perseguías y al mismo
tiempo yo te perseguía a ti. Al cruzar el Abismo, simplemente me facilitaste la tarea. Porque yo,
como ves, no puedo escanear a Ciri, ni siquiera con ayuda de esta herramienta que no tiene igual.
La muchacha tiene un poderoso mecanismo defensivo de nacimiento, una poderosa aura
antimágica y supresora propia: al fin y al cabo es de la Vieja Sangre… Pero aun así mi
superescáner debiera poder encontrarla. Y no la encuentra.
Yennefer ya estaba completamente cubierta por una red alambres de plata y cobre, entibada
por un andamiaje de tubitos de plata y porcelana. En unos soportes pegados al sillón se agitaban
unos recipientes de cristal que contenían unos líquidos incoloros.
—Así que pensé —Vilgefortz le introdujo otro tubito en la nariz, esta vez de cristal— que la
única forma de escanear a Ciri era una sonda empática. Sin embargo, para ello me era necesaria
una persona que tuviera con la muchacha un contacto emocional lo suficientemente fuerte y que
trabajara con una matriz empática, un especie de, por usar un neologismo, algoritmo de los
sentimientos y simpatías mutuas. Pensé en el brujo, pero el brujo había desaparecido, aparte de
ello los brujos son malos médiums. Tenía intenciones de ordenar que raptaran a Triss Merigold,
nuestra Decimocuarta del Monte. Le di vueltas a la idea de traer a Nenneke de Ellander… Pero
cuando resultó que tú, Yennefer de Vengeberg, por tu propia voluntad, te ponías en mis manos…
De verdad, no podía haber contado con nada mejor… Te conectaré al aparato y me escanearás a
Ciri. La tarea precisa de cooperación por tu parte, es verdad… Pero, como sabes, hay métodos
para obligarte a cooperar.
»Por supuesto —siguió, mientras se frotaba las manos—, habría que aclararte unas cuantas
cosas. Por ejemplo, cómo y de qué forma me enteré de esto de la Vieja Sangre. ¿Y de la herencia
de Lara Dorren? ¿Qué es en realidad ese gen? ¿Cómo se llegó a que Ciri lo tuviera? ¿Quién se lo
transmitió? ¿De qué forma se lo voy a quitar a ella y para qué lo voy a utilizar? ¿Cómo funciona el
Absorbedor del Abismo, a quién absorbí con él, qué es lo que hice con los absorbidos y por qué?
¿Verdad que son muchas preguntas? Hasta me da pena que no haya tiempo para contártelo todo,
de aclarártelo todo. Buf, y de asombrarte, porque estoy seguro de que algunos hechos te
asombrarían, Yennefer… Pero, como se ha dicho, no hay tiempo. Los elixires comienzan a
funcionar, es hora de que comiences a concentrarte.
La hechicera apretó los dientes, ahogando un profundo gemido que le desgarraba las entrañas.
—Lo sé. —Vilgefortz asintió con la cabeza, al tiempo que acercaba un enorme megascopio
profesional, una pantalla y una gran bola de cristal sustentada en un trípode y que estaba cubierta
por una red de alambres de plata—. Lo sé, es muy molesto. Y duele mucho. Cuanto antes te
pongas a escanear, menos durará. Venga, Yennefer. Quiero ver a Ciri aquí, en esta pantalla. Dónde
está, con quién, qué hace, con quién duerme y dónde.
Yennefer lanzó un grito penetrante, salvaje, desesperado.
—Duele —se imaginó Vilgefortz, clavando en ella su ojo vivo y el cristal muerto—. Por
supuesto que duele. Escanea, Yennefer. No te resistas. No te hagas la heroína. Sabes bien que no
puedes resistirlo. Las consecuencias de tu oposición pueden ser lamentables, puedes sufrir un
derrame, sufrir paraplejia o convertirte en un vegetal. ¡Escanea!
Ella apretó las mandíbulas hasta que le temblaron los dientes.
—Venga, Yennefer —dijo el hechicero con voz suave—. ¡Aunque sólo sea por curiosidad!
Seguro que sientes curiosidad por saber cómo se las apaña tu pupila. ¿Y no la amenazará algún
peligro? ¿Puede que se halle en necesidad? Sabes de sobra cuántas personas le desean el mal a Ciri
y anhelan su perdición. Escanea. Cuando averigüe dónde está la muchacha la traeré aquí. Aquí
estará segura… Aquí no la encontrará nadie. Nadie.
Su voz era aterciopelada y cálida.
—Escanea, Yennefer. Escanea. Te lo pido. Te doy mi palabra: tomaré de Ciri lo que necesito.
Y luego os devolveré a las dos la libertad. Lo juro.
Yennefer apretó todavía más los dientes. Un hilillo de sangre le corrió por la barbilla.
Vilgefortz se levantó bruscamente, agitó una mano.
—¡Rience!
Yennefer sintió cómo le apretaban algún instrumento a sus manos y dedos.
—A veces —dijo Vilgefortz, mientras se inclinaba sobre ella—, allí donde fallan la magia, los
elixires y narcóticos, tiene éxito con los que se resisten el viejo y buen dolor, el dolor clásico,
común y corriente. No me obligues a ello. Escanea.
—¡Vete al diablo, Vilgefortz!
—Haz girar el perno, Rience. Poco a poco.

Vilgefortz miró el cuerpo inerte que estaba tendido en el suelo en dirección a las escaleras que
conducían al sótano. Luego alzó el ojo hacia Rience y Schirrú.
—Siempre existe el riesgo —dijo— de que alguno de vosotros caiga en manos de mis
enemigos y le interroguen. Me gustaría creer que en ese caso mostraríais no menos dureza de
cuerpo y espíritu. Sí, me gustaría creerlo. Pero no lo creo.
Rience y Schirrú callaban. Vilgefortz puso de nuevo el megascopio en marcha, una imagen,
generada por el enorme cristal, apareció en la pantalla.
—Esto todo es lo que escaneó —dijo, señalando con un dedo—. Yo quería a Ciri, ella me dio
al brujo. Curioso. No permitió que le extrajeran la matriz empática de la muchacha, pero con
Geralt se quebró. No me imaginaba que albergara sentimiento alguno hacia ese Geralt… Pero en
fin, nos contentaremos de momento con lo que tenemos. El brujo, Cahir aep Ceallach, el bardo
Jaskier, una mujer. Humm… ¿Quién va a asumir esta tarea? ¿La solución final de la cuestión
brujeril?

Schirrú se presentó como voluntario, recordaba Rience, incorporándose sobre los estribos para
aliviar siquiera un poco sus doloridas posaderas. Schirrú se presentó para matar al brujo. Conocía
el lugar en el que Yennefer había escaneado a Geralt y su compañía, tenía allí amigos o incluso
parientes. A mí, por mi parte, Vilgefortz me envió a negociar con Vattier de Rideaux, luego a
perseguir a Skellen y Bonhart…
Y yo, tonto de mí, me alegré entonces, seguro de que me había tocado una tarea mucho más
fácil y agradable. Una que llevaría a cabo rápidamente, con facilidad y gusto…

—Si los campesinos no mintieron —Stefan Skellen estaba de pie en los estribos— el lago debe de
estar detrás de esa colina, en la hondonada.
—También lleva allí el rastro —confirmó Boreas Mun.
—Entonces, ¿por qué estamos parados? —Rience se tocó su helada oreja—. ¡Picad espuelas y
en marcha!
—No tan presto —le contuvo Bonhart—. Separémonos. Rodeemos la colina. No sabemos por
qué orilla del lago haya ido. Si escogemos la dirección equivocada puede que de pronto nos
encontremos con que el lago nos separa de ella.
—Más razón que un santo —sancionó Boreas.
—El lago está cubierto de hielo.
—Puede ser demasiado débil para los caballos. Bonhart tiene razón, hay que separarse.
Skellen impartió las órdenes con rapidez. El grupo dirigido por Bonhart, Rience y Ola
Harsheim, compuesto de siete jinetes, galopó por la orilla oriental, desapareciendo con rapidez en
el oscuro bosque.
—Bien —ordenó Autillo—. Vamos, Silifant…
De inmediato se dio cuenta de que algo no era como tenía que ser.
Dio la vuelta al caballo, le dio una palmada con la fusta, se acercó a Joanna Selborne. Kenna
hizo retroceder a su rocín, tenía el rostro como de piedra.
—De eso nada, señor coronel —dijo ella roncamente—. Ni intentarlo habrías. Nosotros no
vamos con vosotros. Nosotros nos volvemos. Nosotros estamos hartos de esto.
—¿Nosotros? —aulló Dacre Silifant—. ¿Quiénes son esos nosotros? ¿Qué es esto, un motín?
Skellen se inclinó en la silla, escupió a la helada tierra. Detrás de Kenna estaban Andrés Fyel y
Til Echrade, el elfo rubio.
—Señora Selborne —dijo Autillo, arrastrando una voz cargada de veneno—. La cuestión no es
que vos desperdiciáis una carrera que se prevé con futuro, que disipáis y malgastáis la oportunidad
de vuestra vida. La cuestión es que vais a ser sometida a tormento. Junto con esos idiotas que os
han escuchado.
—Lo que tenga que sonar, sonará —respondió filosóficamente Kenna—. Y no nos asustéis con
el verdugo, señor coronel. No ha forma de saber quién sea más cerca del cadalso, si nosotros o
vos.
—¿Así juzgas? —Los ojos de Autillo echaban chispas—. ¿De ello te convenciste al leer
ladinamente los pensamientos de alguien? Teníate por más lista. Y tú tan sólo una tonta eres,
mujer. ¡Conmigo siempre se gana, contra mí siempre se pierde! Recuérdalo. Incluso si me
tuvieras por caído, aún habría de ser capaz de mandarte a la horca. ¿Lo oís, todos vosotros? ¡Con
ganchos al rojo os haré separar la carne de los huesos!
—Sólo se nace una vez, señor coronel —dijo con voz suave Til Echrade—. Vos habéis elegido
vuestro camino, nosotros el nuestro. Ambos son inseguros y plenos de contingencia. Y nadie sabe
qué a quién el hado prepara.
—No nos vais a azuzar contra la muchacha como a esos perros, señor Skellen. —Kenna alzó la
cabeza con orgullo—. Y no nos vamos a dejar destripar al final como perros, al modo de Neratin
Ceka. Y basta de chácharas. ¡Volvemos! ¡Boreas! Ándate con nosotros.
—No. —El rastreador menó la cabeza, mientras se limpiaba la frente con su gorra de piel—.
Que tengáis salud, nada malo os deseo. Mas me quedo. El deber. Lo he jurado.
—¿A quién? —Kenna frunció el ceño—. ¿Al emperador o a Autillo? ¿O a un hechicero que
habla desde una caja?
—Soy un soldado. El deber.
—Esperad —gritó Dufficey Kriel, saliendo de por detrás de Dacre Silifant—. Voy con
vosotros. ¡También estoy harto! Anoche soñé mi propia muerte. ¡Yo no quiero diñarla por esta
asquerosa causa!
—¡Traidores! —gritó Dacre, enrojeciendo como una cereza, parecía que la sangre negra le
saltaba de la cara—. ¡Felones! ¡Perros sarnosos!
—Cierra el pico. —Autillo seguía mirando a Kenna, y tenía los ojos tan horribles como el
pájaro de quien había tomado el apodo—. Ellos han escogido su camino, ya lo has oído. No hay
por qué gritar ni por qué gastar saliva. Pero nos volveremos a ver algún día. Os lo prometo.
—Puede que en el mismo cadalso —dijo Kenna sin odio—. Porque a vos, Skellen, no se os
castigará junto con los grandes príncipes, sino con nosotros, el vulgo. Mas razón tenéis, no hay por
qué gastar saliva. Vamos. Adiós, Boreas. Adiós, don Silifant.
Dacre escupió por entre las orejas del caballo.

—Y helo aquí lo que dijera. —Joanna Selborne alzó la cabeza con orgullo, se retiró un rizo oscuro
del rostro—. No he más de añadir, señores del tribunal.
El presidente del tribunal la miró desde arriba. Tenía un rostro indescifrable. Ojos grises. Y
bondadosos.
Y qué más me da, pensó Kenna, lo voy a intentar. Sólo se muere una vez, o todo o nada. No me
voy a pudrir en la ciudadela esperando la muerte. Autillo no hablaba por hablar, hasta desde la
tumba estaría dispuesto a vengarse…
¡Y qué más me da! Puede que no se den cuenta. ¡O todo o nada!
Apretó la mano contra la nariz, como si se estuviera limpiando. Miró directamente a los ojos
grises del presidente del tribunal.
—¡Guardias! —dijo el presidente del tribunal—. Por favor, conduzcan a la testigo Joanna
Selborne de vuelta a…
Se detuvo, tosió. De pronto le apareció sudor en la frente.
—A la secretaría —terminó, respiró con fuerza—. Que se escriba el documento necesario. Y
se la deje libre. La testigo Selborne no le es ya necesaria a este tribunal.
Kenna se limpió furtivamente la gota de sangre que le salía de la nariz. Sonrió
encantadoramente y agradeció con una delicada inclinación.

—¿Que desertaron? —repitió Bonhart con incredulidad—. ¿Los otros desertaron? ¿Y nada, que se
fueron, así por las buenas? ¿Skellen? ¿Se lo permitiste?
—Si nos delatan… —comenzó Rience, pero Autillo le cortó de inmediato.
—¡No nos delatarán porque le tienen aprecio a su cabeza! Y al fin y al cabo, ¿qué podía hacer?
Cuando Kriel se les sumó, conmigo no quedaron más que Bert y Mun, y ellos eran cuatro…
—Cuatro no es tanto —dijo Bonhart con rabia—. En cuanto alcancemos a la muchacha me
echaré a buscarlos. Y daré de comer con ellos a los cuervos. En nombre de ciertos principios.
—Alcancémosla primero a ella —le interrumpió Autillo, espoleando a su rucio con una fusta
—. ¡Boreas! ¡Cuidado con el rastro!
La hondonada estaba cubierta por una densa capa de niebla, pero sabían que allá abajo estaba
el lago, porque aquí, en los Mil Trachta, en cada hondonada había un lago. Y en éste hacia el que
les dirigía el rastro de los cascos de la yegua mora sin duda estaba aquello que estaban buscando,
aquello que les había ordenado buscar Vilgefortz. Lo que les había descrito detalladamente. Y les
había dado el nombre.
Tarn Mira.
El lago era estrecho, no más grande que un tiro de arco, embutido en una ligera media luna
entre unas altas y abruptas orillas cubiertas de negros abetos, bellamente espolvoreados con el
blanco polvo de la nieve. La orilla estaba silenciosa, tanto que hasta sonaban los oídos. Se habían
callado hasta los cuervos, cuyos graznidos malignos habían acompañado su camino durante
algunos días.
—Ésta es la orilla del sur —afirmó Bonhart—. Si el hechicero no ha jodido el asunto y no se
equivocó, la torre está en la orilla del norte. ¡Cuidado con el rastro, Boreas! Si perdemos la pista
el lago nos separará de ella.
—¡El rastro es muy claro! —gritó Boreas Mun desde abajo—. ¡Y fresco! ¡Lleva hacia el lago!
—Cabalguemos. —Skellen controló su rucio que se retorcía junto a la pendiente—. Hacia
abajo.
Se deslizaron por la pendiente, con cuidado, conteniendo a los caballos que resoplaban.
Atravesaron una maraña negra, desnuda, helada, que bloqueaba la entrada al lago.
El bayo de Bonhart se introdujo cautelosamente en el hielo, quebrando con un chasquido un
arbusto seco que surgía de la vítrea superficie. El hielo crujió, bajo los cascos del caballo se
extendieron los largos hilos en forma de estrella del hielo al quebrarse.
—¡Atrás! —Bonhart tiró de las riendas, hizo volverse a la orilla al caballo que bufaba
roncamente—. ¡Bajad de los caballos! El hielo está débil.
—Sólo aquí junto a la orilla, en los arbustos —opinó Dacre Silifant, al tiempo que golpeaba en
la helada superficie con el tacón—. Pero y hasta aquí tiene más de media pulgada. Sujetará los
caballos como nada, no hay de qué asustar…
Unos relinchos y unas maldiciones ahogaron sus palabras. El rucio de Skellen se había
resbalado, se sentó de culo, los pies se le quedaron por debajo. Skellen le golpeó con las espuelas,
maldijo de nuevo, esta vez la blasfemia fue acompañada del fuerte crujido del hielo al quebrarse.
El rucio golpeteó con las patas delanteras; las traseras, aprisionadas, se agitaron en su trampa,
rompiendo la superficie y haciendo saltar la oscura agua de por debajo. Autillo saltó de la silla,
tiró de las riendas, pero se resbaló y cayó cuan largo era, por un milagro evitó los cascos del
propio caballo. Dos gemmerianos, también azorados, le ayudaron a levantarse, Ola Harsheim y
Bert Brigden sacaron a la orilla al rucio, que relinchaba como un condenado.
—Bajad de los caballos, muchachos —repitió Bonhart con los ojos clavados en la niebla que
anegaba el lago—. No hay por qué arriesgarse. Alcanzaremos a la moza a pie. Ella también ha
descabalgado, también va andando.
—Verdá de la güena —asintió Boreas Mun, señalando hacia el lago—. Si se ve.
Sólo junto a la misma orilla, bajo las ramas que colgaban, era la capa de hielo lisa y
semitransparente como el vidrio oscuro de una botella, bajo ella se podían ver plantas y algas
ennegrecidas. Más allá, en el centro, una fina capa de nieve húmeda cubría el hielo. Y sobre ella,
tan lejos como la niebla permitía ver, las huellas de unos pasos.
—¡La tenemos! —gritó con furia Rience, haciendo un nudo con las riendas—. ¡No es tan
espabilada como parecía! Ha ido por el hielo, por el medio del lago. ¡Si hubiera elegido alguna de
las orillas, el bosque, no hubiera sido fácil agarrarla!
—Por el centro del río… —repitió Bonhart, dando la impresión de estar pensativo—. Justo por
el centro del lago va el camino más directo y sencillo para llegar a esa torre mágica de la que
habló Vilgefortz. Ella lo sabe. ¿Mun? ¿Cuánto nos lleva de delantera?
Boreas Mun, que estaba ya en el lago, se arrodilló sobre una huella de bota, se inclinó muy
bajito, la contempló.
—Como media hora —calculó—. No más. Va haciendo más calor, mas el rastro no se ha
deshecho, se ve cada clavo de la suela.
—El lago —murmuró Bonhart, intentando en vano atravesar la niebla con la mirada— sigue
hacia el norte por lo menos cinco millas. Como dijo Vilgefortz. Si la muchacha lleva media hora
de ventaja está por delante de nosotros como a una milla.
—¿En el yelo resbaloso? —Mun meneó la cabeza—. Tampoco. Seis, como más siete leguas.
—¡Pues mejor! ¡En marcha!
—En marcha —repitió Autillo—. ¡Al hielo y en marcha, deprisa!
Marcharon, jadeando. La cercanía de la víctima les excitaba, les llenaba de euforia como un
narcótico.
—¡No se nos escapará!
—Mientras no perdamos el rastro…
—Y que no se nos vaya de tiro con esta niebla… Blanca como la nieve… No se ve nada a
veinte pasos, joder…
—Poneos las raquetas —gritó Rience—. ¡Más deprisa, más deprisa! Mientras haya nieve sobre
el hielo, seguiremos las huellas…
—Las huellas son recientes —murmuró de pronto Boreas Mun, deteniéndose e inclinándose—.
Recientitas… Se ve cada clavo… ¡Está aquí delante nuestro! ¿Por qué no la vemos?
—¿Y por qué no la oímos? —reflexionó Ola Harsheim—. ¡Nuestros pasos retumban en el
hielo, la nieve rechina! ¿Por qué no la escuchamos?
—¡Porque le dais a la sinhueso! —les interrumpió Rience con brusquedad—. ¡Adelante, en
marcha!
Boreas Mun se quitó el gorro, se limpió con él el sudor de la frente.
—Ella está allí, en la niebla —dijo en voz baja—. En algún lado, en la niebla… Pero no se ve
dónde. No se ve desde dónde va a atacar… Como entonces… En Dun Dâre… En la noche de
Saovine…
Con la mano temblorosa comenzó a sacar la espada de la vaina. Autillo se acercó a él, le
agarró por los hombros, le empujó con fuerza.
—Cierra el pico, viejo loco —silbó.
Pero ya era tarde. El miedo embargaba ya a los otros. También sacaron la espada, situándose
inconscientemente de tal modo que tuvieran a la espalda a alguno de los compañeros.
—¡Ella no es un fantasma! —gritó Rience con fuerza—. ¡Ni siquiera es una maga! ¡Y nosotros
somos diez! ¡En Dun Dâre había cuatro y todos estaban borrachos!
—Dispersaos —dijo Bonhart de pronto— a la izquierda y a la derecha, en línea. ¡Y andad a la
larga! Pero de tal forma que no os escapéis los unos de los ojos del otro.
—¿Tú también? —Rience frunció el ceño—. ¿También a ti te ha dado, Bonhart? Te tenía por
menos supersticioso.
El cazador de recompensas le contempló con una mirada más fría que el hielo.
—Dispersaos a la larga —repitió, despreciando al hechicero—. Mantened la distancia. Yo
vuelvo a por los caballos.
—¿Qué?
Tampoco esta vez Bonhart se dignó responderle a Rience.
—Deja que se vaya —rezongó—. Y no perdamos tiempo. Todos a la larga. ¡Bert y Stigward a
la izquierda! ¡Ola a la derecha…!
—¿Por qué esto, Skellen?
—Yendo al montón —murmuró Boreas Mun— no poco más fácil sería que el yelo se
quiebrara que yendo a la larga. Y amás, si vamos a la larga menor será nuestro albur de que la
moza se nos arrime por los costados.
—¿Por los costados? —bufó Rience—. ¿De qué modo? Tenemos las huellas por delante. La
muchacha va recta como una flecha, si intentara torcer, las huellas la delatarían.
—Basta de cháchara —les cortó Autillo, al tiempo que miraba hacia atrás, a la niebla entre la
que había desaparecido Bonhart—. ¡Adelante!
Echaron a andar.
—Se va templando el aire —susurró Boreas Mun—. El yelo de la cubierta vase deshaciendo,
el desyelo sacerca…
—La niebla se hace más espesa…
—Pero todavía se ve el rastro —afirmó Dacre Silifant—. Además, me da la sensación de que
la muchacha va más despacio. Pierde fuerza.
—Como nosotros. —Rience se quitó el sombrero y se abanicó con él.
—Silencio. —Silifant se detuvo de súbito—. ¿Habéis oído? ¿Qué ha sido eso?
—Yo no he oído nada.
—Pues yo sí… Como un chirrido… Un chirrido del yelo… Pero no de allí. —Boreas Mun
señaló a la niebla en la que desaparecieron las huellas—. Como a la siniestra, a un lao…
—También lo he escuchado —afirmó Autillo, mirando intranquilo a su alrededor—. Pero ya
no se oye. Maldita sea, no me gusta esto. ¡No me gusta esto!
—¡Las huellas! —repitió Rience con tono aburrido—. ¡Seguimos viendo sus huellas! ¿Es que
no tenéis ojos? ¡Va recta como una flecha! ¡Si doblara un paso, siquiera medio paso, lo sabríamos
por las huellas! ¡Andando, más deprisa, y la tendremos enseguida! Os prometo que la veremos
dentro de nada…
Se detuvo. Boreas Mun expulsó aire hasta tal punto que los pulmones le dolían. Autillo lanzó
una blasfemia.
Diez pasos delante de ellos, justo delante de la frontera de lo visible trazada por la densa y
lechosa niebla, se acababan las huellas. Desaparecían.
—¡Leche de pato!
—¿Qué pasa?
—¿Ha echado a volar o qué?
—No. —Boreas Mun meneó la cabeza—. No voló. Peor todavía.
Rience lanzó una vulgaridad mientras señalaba unas líneas en la cubierta helada.
—Patines —aulló, apretando maquinalmente los puños—. Llevaba patines y se los ha
puesto… Ahora se deslizará por el hielo como el viento… ¡No la alcanzaremos! ¿Dónde, maldita
sea su estirpe, se ha metido Bonhart? No alcanzaremos a la muchacha sin los caballos.
Boreas Mun tosió con fuerza, suspiró. Skellen se desató lentamente la zamarra, dejando al
descubierto una bandolera con una serie de oriones que le cruzaba el pecho al través.
—No vamos a tener que perseguirla —dijo con frialdad—. Ella será la que nos alcance. No
vamos a tener que esperar mucho.
—¿Te has vuelto loco?
—Bonhart lo previó. Por eso volvió a por los caballos. Sabía que la muchacha nos metería en
una trampa. ¡Cuidado! ¡Aguzad el oído por si suena el chirrido de unos patines sobre el hielo!
Dacre Silifant palideció, se veía pese a sus mejillas enrojecidas por el frío.
—¡Muchachos! —gritó—. ¡Atención! ¡Vigilad! ¡Y en grupo, en grupo! ¡No os perdáis en la
niebla!
—¡Cierra el pico! —bramó Autillo—. ¡Mantened silencio! Un silencio completo, o no
oiremos…
Lo oyeron. Por la izquierda, desde el extremo más alejado de la línea, de entre la niebla, les
llegó un corto grito que se quebró al instante. Y el fuerte y ronco chirrido de los patines, que ponía
los pelos de punta como el rayar un cristal con un hierro.
—¡Bert! —gritó Autillo—. ¡Bert! ¿Qué ha pasado?
Escucharon un grito ininteligible y al cabo surgió de la niebla Bert Brigden, que corría como
un loco. Cuando ya estaba muy cerca se resbaló, se cayó y se deslizó sobre el hielo boca abajo.
—Le acertó… a Stigward… —jadeó, se levantó con esfuerzo—. Se lo cargó… al vuelo… Tan
rápido… que apenas la vio… Una hechicera…
Skellen maldijo. Silifant y Mun, ambos con espadas en la mano, se dieron la vuelta, esforzaron
sus ojos en la niebla.
Chirrido. Chirrido. Chirrido. Rápidos. Rítmicos. Y cada vez más audibles. Cada vez más
audibles…
—¿De dónde viene? —gritó Boreas Mun, volviéndose y agitando en el aire la hoja de la
espada que llevaba en las dos manos—. ¿De dónde viene?
—¡Silencio! —gritó Autillo, con el orión en la mano alzada—. ¡Creo que por la derecha! ¡Sí!
¡Por la derecha! ¡Se acerca por la derecha! ¡Cuidado!
El gemmeriano que iba en el lado derecho maldijo de pronto, se dio la vuelta y corrió a ciegas
hacia la niebla, chapoteando al pisar la capa de hielo que se deshacía. No llegó lejos, no acertó ni
siquiera a desaparecer de su vista. Escucharon un agudo chirrido de unos patines que se
deslizaban, distinguieron una sombra informe y ágil. Y el brillo de una espada. El gemmeriano
gritó. Vieron cómo caía, vieron un charco enorme de sangre sobre el hielo. El herido se retorció,
se encogió, gritó, aulló. Luego se calló y se quedó inmóvil.
Pero mientras gritaba, había estado ahogando el chirrido de los patines que se acercaban. No se
esperaban que la muchacha fuera capaz de dar la vuelta tan pronto.
Cayó en medio de ellos, en el mismo centro. Le dio un tajo al vuelo a Ola Harsheim, profundo,
por debajo de las rodillas, cortándolo como con unas tijeras. Dio la vuelta en una pirueta,
derramando sobre Boreas Mun un granizo de punzantes pedazos de lodo. Skellen retrocedió, se
resbaló, agarró por la manga a Rience. Cayeron ambos. Los patines chirriaron junto a ellos, unas
frías y agudas partículas les azotaron el rostro. Uno de los gemmerianos aulló, el aullido se cortó
con un gruñido brutal. Autillo sabía lo que había pasado. Había oído ya a mucha gente a la que le
habían cortado la garganta.
Ola Harsheim gritó, se revolcó por el hielo.
Chirrido, chirrido, chirrido.
Silencio.
—Don Stefan —barbotó Dacre Silifant—. Don Stefan… Nuestra esperanza está en ti…
Sálvanos… No dejes que te sorprenda…
—¡La puta ma dejao cojo! —se quejaba Ola Harsheim—. ¡Ayudadme, por vuestros muertos!
¡Ayudadme a levantar!
—¡Bonhart! —gritó hacia la niebla Skellen—. ¡Bonhart! ¡Ayudaaa! ¿Dónde estás, hijo de
puta? ¡Bonhaaart!
—Nos está arrodeando —jadeó Boreas Mun, dándose la vuelta y aguzando el oído—. Voltea
entre la niebla… Ataca de no se sabe dónde… ¡La muerte! ¡La moza es la muerte! ¡La vamos a
diñar aquí! Habrá una masacre, como en Dun Dâre, en la noche de Saovine…
—Manteneos en grupo —gimió Skellen—. Manteneos en grupo, ella persigue a los que están
aislados… Si veis que se acerca, no perdáis la cabeza… Echadle a los pies la espada, los sacos, los
cinturones… lo que sea para que…
No terminó. Esta vez no escucharon el chirrido de los patines. Dacre Silifant y Rience salvaron
la vida porque se tiraron al suelo. Boreas Mun acertó a dar un salto hacia atrás, resbaló, hizo caer a
Bert Brigden. Cuando la muchacha pasó a su lado, Skellen se removió y lanzó el orión. Acertó.
Pero a la persona equivocada. Ola Harsheim, quien precisamente acababa de conseguir
incorporarse, cayó entre estertores sobre la ensangrentada superficie, sus ojos completamente
abiertos parecían mirar de reojo la estrella de acero que tenía clavada en la base de la nariz.
El último de los gemmerianos arrojó la espada y comenzó a sollozar, con cortos e irregulares
espasmos. Skellen se le acercó y le golpeó con todas sus fuerzas en el rostro.
—¡Domínate, hombre! ¡No es más que una muchacha! ¡Sólo una muchacha!
—Como en Dun Dâre, en la noche de Saovine —dijo Boreas Mun en voz baja—. No saldremos
de estos yelos, de este lago. ¡Aguzar el oído, aguzarlo! Y oyeréis cómo se acerca la muerte a
vosotros.
Skellen alzó la espada del gemmeriano e intentó ponerle el arma al sollozante soldado en la
mano, pero sin resultado. El gemmeriano, que se estremecía con espasmos, le contemplaba con
una mirada vacía. Autillo arrojó la espada y se acercó a Rience.
—¡Haz algo, hechicero! —gritó, agarrándolo por los hombros. El miedo le duplicaba las
fuerzas, aunque Rience era más alto, más pesado y más fuerte, se agitaba en el abrazo de Autillo
como si fuera una muñeca de trapo—. ¡Haz algo! ¡Llama a tu poderoso Vilgefortz! ¡O haz tú
mismo algún encantamiento! ¡Hechiza, echa alguna brujería, convoca a los espíritus, conjura
demonios! ¡Haz lo que sea, maldito enano, pedazo de mierda! ¡Haz algo antes de que ese
monstruo nos mate a todos!
El eco de su grito retumbó por las pendientes cubiertas de árboles. Antes de que se apagara,
chirriaron los patines. El sollozante gemmeriano cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las
manos. Bert Brigden gritó, arrojó la espada y se lanzó a correr. Se resbaló, se cayó, durante algún
tiempo corrió a cuatro patas como un perro.
—¡Rience!
El hechicero blasfemó, alzó las manos. Cuando gritó el hechizo, las manos le temblaban, la
voz también. Pero lo consiguió. Aunque, ciertamente, no del todo.
El delgado rayo que surgió de sus dedos atravesó el hielo, la superficie estalló. Pero no a
través, para cortar el camino a la muchacha que se acercaba. Estalló a lo largo. La capa de hielo se
abrió con un sonoro chasquido, agua negra salpicó y retumbó, la grieta se fue abriendo con rapidez
en dirección a Dacre Silifant, que la contemplaba asombrado.
—¡A los lados! —gritó Skellen—. ¡Huiiid!
Era ya demasiado tarde, el hielo se quebró como el cristal, estalló en grandes pedazos. Dacre
perdió el equilibrio, el agua sofocó su grito. Cayó en el agujero también Boreas Mun, desapareció
bajo el agua el gemmeriano que estaba de rodillas, desapareció el cadáver de Ola Harsheim.
Después el agua negra devoró a Rience e inmediatamente a Skellen, que consiguió aferrarse a los
bordes en el último instante. La muchacha, sin embargo, dio un fuerte salto, voló sobre la grieta,
aterrizó salpicando hielo deshecho, desapareció detrás de Brigden, quien estaba huyendo. Al cabo
de un instante a los oídos de Autillo, que colgaba de los bordes de la grieta, llegó un grito que
erizaba los cabellos.
Lo había alcanzado.
—Señor… —jadeó Boreas Mun, que no se sabía cómo había conseguido encaramarse sobre el
hielo—. Dadme la mano… Señor coronel…
Skellen, una vez fuera del agua, se puso morado y comenzó a tiritar terriblemente. El borde del
hielo se quebró otra vez bajo Silifant, que había conseguido salir, y Dacre de nuevo desapareció
bajo el agua. Pero volvió a emerger al momento, tosiendo y escupiendo, se encaramó sobre el
hielo haciendo un esfuerzo sobrehumano. Se arrastró y cayó, exhausto hasta el límite. Junto a él
fue creciendo un charco.
Boreas jadeaba, cerraba los ojos. Skellen tiritaba.
—Sálvame… Mun… Ayuda…
Al borde de la capa de hielo, sumergido hasta las axilas, colgaba Rience. Sus húmedos
cabellos estaban pegados muy planos al cráneo. Los dientes tintineaban como castañuelas, sonaba
como la fantasmal obertura de alguna danse macabre infernal.
Chirriaron los patines. Boreas no se movió. Esperaba. Skellen tiritaba.
Ella se acercó. Lentamente. Su espada chorreaba sangre, marcaba el hielo con una línea
goteante. Boreas tragó saliva. Aunque estaba mojado hasta los huesos por el agua helada, de
pronto le embargó un calor insoportable.
Pero la muchacha no le miraba a él. Miraba a Rience, que intentaba en vano alzarse sobre la
plataforma.
—Ayuda… —Rience venció su castañeteo de dientes—. Sálvame…
La muchacha frenó, girando con los patines con gracia de danzarina. Estaba de pie con las
piernas ligeramente separadas, la espada sujeta con las dos manos, a baja altura, hacia las caderas.
—Sálvame —gimió Rience, clavando los temblorosos dedos en el hielo—. Sálvame… Y te
diré… dónde está Yennefer… Lo juro…
La muchacha se retiró lentamente el chal del rostro. Y sonrió. Boreas Mun vio una terrible
cicatriz y ahogó con dificultad un grito.
—Rience —dijo Ciri, aún sonriente—. Pues si tú me querías enseñar lo que es el dolor. ¿Lo
recuerdas? Con estas manos. Con estos dedos. ¿Con éstos? ¿Con éstos con los que ahora te sujetas
al hielo?
Rience respondió, Boreas no entendió qué, porque los dientes del hechicero castañeteaban y
chasqueaban de forma que impedían el habla articulada. Ciri giró y alzó la mano con la espada.
Boreas apretó los dientes convencido de que iba a rajar a Rience, pero la muchacha sólo tomaba
impulso para ponerse en marcha. Para enorme asombro del rastreador, la muchacha se fue,
deprisa, impulsándose con bruscos encogimientos de los brazos. Desapareció en la niebla, al cabo
de un momento se apagó también el rítmico chirrido de los patines.
—Mun… Saaa… saca… me… —ladró Rience, con la barbilla sobre el borde de la grieta. Echó
las dos manos sobre el hielo, intentó clavar las uñas, pero tenía ya todas rotas. Enderezó los dedos,
intentando agarrarse a la superficie con las palmas y las muñecas. Boreas Mun le miraba y estaba
seguro, completamente seguro…
Escucharon el chirrido de los patines en el último momento. La muchacha se acercó con
increíble velocidad, hasta se desdibujaba ante los ojos. Se acercó hasta el mismo borde de la
grieta, se detuvo junto a la orilla.
Rience gritó. Y se atragantó con el agua densa y aceitosa. Y desapareció. Encima del hielo,
encima de unas huellas muy regulares de los patines, había sangre. Y dedos. Ocho dedos.
Boreas Mun vomitó sobre el hielo.

Bonhart galopaba por el borde de la escarpa del lago, cabalgaba como un loco, sin cuidarse de que
el caballo podía romperse una pierna en cualquier momento entre las rocas cubiertas de nieve. Las
hojas escarchadas de los abetos le rozaban el rostro, le arañaban los hombros, le arrojaban sobre el
cogote polvo de hielo.
El lago no se veía, toda la depresión estaba llena de niebla como la cacerola humeante de una
hechicera.
Pero Bonhart sabía que la muchacha estaba allí.
Lo presentía.

Bajo el hielo, muy hondo, un banco de percas acompañaba con curiosidad hacia el fondo del lago a
una cajita plateada que relumbraba fascinadora, la cual se había deslizado del bolsillo de un
cadáver que se iba hundiendo en la arcilla. Antes de que la cajita cayera sobre el fondo, alzando
una nubecilla de fango, las percas más atrevidas intentaron incluso hasta mordisquearla. Pero de
pronto huyeron asustadas.
La cajita emitía unos sonidos extraños, alarmantes.
—¿Rience? ¿Me escuchas? ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Por qué no respondéis desde hace dos
días? ¡Pido un informe! ¿Qué pasa con la muchacha? ¡No debéis dejarle entrar en la torre! ¿Me
oyes? ¡No podéis permitir que entre en la Torre de la Golondrina…! ¡Rience! ¡Responde, diablos!
¡Rience!
Rience, naturalmente, no podía responder.

La escarpa se terminaba, la orilla era ahora plana. El final del lago, pensó Bonhart, estoy en el
borde. He rodeado a la muchacha. ¿Dónde está? ¿Y dónde está esa puñetera torre?
La cortina de niebla estalló de pronto, se alzó. Y entonces la vio. Estaba casi delante de él,
sentada sobre su yegua mora. Será hechicera, pensó, se comunica con ese animal. La envió a la
otra punta del lago y la ordenó esperarla.
Pero tampoco esto le va a ayudar.
Tengo que matarla. Que el diablo se lleve a Vilgefortz. Tengo que matarla. Primero haré que
suplique por su vida… Y luego la mataré.
Dio un aullido, espoleó al caballo con las espuelas y se lanzó a un galope maníaco.
Y de pronto se dio cuenta de que había perdido. De que al final ella se había burlado de él.
No le separaba de ella más de media legua, pero sobre hielo muy delgado. Estaba en la otra
orilla del lago. Mas todavía la media luna perpendicular se doblaba ahora sobre el lado contrario:
la muchacha, que iba por la cuerda del arco, estaba mucho más cerca del límite del lago.
Bonhart blasfemó, tiró de las riendas y dirigió el caballo hacia el hielo.
—¡Corre, Kelpa!
Debajo de los cascos de la yegua salpicaba un fango helado.
Ciri se agarró al cuello del caballo. La vista de Bonhart persiguiéndola había hecho que la
abrumara el miedo. Tenía miedo de aquel hombre. Sólo de pensar en plantarle cara en una lucha,
un puño invisible le apretaba el estómago.
No, no podía luchar con él. Todavía no.
La torre. Sólo la podía salvar la torre. Y el portal. Como en Thanedd, cuando el hechicero
Vilgefortz ya estaba allí mismito, ya casi le ponía la mano encima…
Su única salvación era la Torre de la Golondrina.
La niebla se alzó.
Ciri tiró de las riendas sintiendo cómo la embargaba un repentino y monstruoso calor. No
podía creer lo que veía. Lo que tenía ante sí.
Bonhart también lo vio. Y aulló triunfante.
En el borde del lago no había torre alguna. No había siquiera ruinas de una torre, simplemente
no había nada. Sólo unos montecillos apenas dibujados y visibles, sólo unos cúmulos de rocas
cubiertos de tallos desnudos, secos y congelados.
—¡Ésta es tu torre! —gritó—. ¡Ésta es tu torre mágica! ¡Éste es tu refugio! ¡Un montón de
piedras!
Parecía que la muchacha ni escuchaba ni veía. Condujo a la yegua a las cercanías de una
colina, sobre el cúmulo de rocas. Alzó ambas manos hacia lo alto como si maldijera a los cielos
por lo que había encontrado.
—¡Te dije —gritó Bonhart, espoleando a su bayo con las espuelas— que eras mía! ¡Que haría
contigo lo que quisiera! ¡Que nadie me lo impediría! ¡Ni los hombres ni los dioses, ni los diablos,
ni los demonios! ¡Ni tampoco los hechizos! ¡Eres mía, brujilla!
Los cascos del bayo resonaban en la superficie helada.
De pronto la niebla se encogió, desapareció a causa del golpe de un viento que salía de no se
sabe dónde. El bayo relinchó y bailoteó, restregó los dientes sobre el bocado. Bonhart se inclinó en
la silla, tiró de las riendas con toda su fuerza, porque el caballo se había vuelto loco, agitaba la
testa, golpeteaba en el suelo, se resbalaba en el hielo.
Delante de ellos —entre ellos y la orilla sobre la que estaba Ciri— bailaba sobre la capa de
hielo un unicornio blanco como la nieve, que estaba erguido, adoptando la postura típica de los
escudos de armas.
—¡No podrán conmigo estas tretas! —gritó el cazador, al tiempo que controlaba el caballo—.
¡No me vas a asustar con tus hechizos! ¡Te atraparé, Ciri! ¡Esta vez te mataré, brujilla! ¡Eres mía!
La niebla volvió a encogerse, se rebulló, adoptó extrañas formas. Las formas se iban haciendo
cada vez más claras. Eran jinetes. Siluetas de pesadilla de jinetes fantasmales.
Bonhart abrió desmesuradamente los ojos.
Sobre las osamentas de unos caballos cabalgaban los esqueletos de unos jinetes vestidos con
armaduras y cotas de malla comidas por el óxido, capas hechas jirones, yelmos abollados y
agujereados decorados con cuernos de búfalo, restos de penachos de plumas de avestruces y pavos.
Por debajo de las viseras de los yelmos los ojos de los fantasmas brillaban con un resplandor
lívido. Unos estandartes deshilachados gemían al viento.
A la cabeza de la demoníaca comitiva galopaba un ser en armadura, con una corona sobre el
yelmo, con un medallón sobre el pecho, envuelto en una coraza herrumbrosa.
Vete, resonó en la cabeza de Bonhart. Vete, mortal. Ella no es tuya. Ella es nuestra. ¡Vete!
Una cosa no se le podía negar a Bonhart: el valor. No cedió ante el espectro. Controló su
miedo, no se dejó llevar por el pánico.
Pero su caballo resultó ser menos resistente.
El rocín bayo alzó las patas, bailó como un bailarín sobre las patas traseras, relinchó salvaje,
dio coces y retrocedió. El hielo estalló bajo el golpeteo de sus cascos con un chapoteo horroroso,
la capa de hielo se elevó perpendicularmente, el agua salpicó. El caballo chilló, golpeó con las
patas delanteras en el borde, lo hizo pedazos. Bonhart sacó los pies de los estribos, se bajó de un
salto. Demasiado tarde.
El agua se cerró sobre su cabeza. Los oídos le retumbaban como en un campanario. Los
pulmones estaban a punto de estallarle.
Tuvo suerte. Sus pies que pateaban el agua se apoyaron en algo, seguramente el caballo que se
iba hundiendo. Se impulsó, emergió con ímpetu, escupiendo y resoplando. Se agarró al borde del
agujero en el hielo. Sin ceder al pánico, echó mano al cuchillo, lo clavó en el hielo y se subió. Se
derrumbó, respirando pesadamente, el agua escapaba de él con un chapoteo.
El lago, el hielo, las vertientes nevadas, el negro bosque de abetos espolvoreados de blanco…
todo se inundó de pronto de una claridad innatural.
Bonhart se puso de rodillas con un enorme esfuerzo.
Sobre el horizonte del cielo rojizo ardía una corona de cegadora brillantez, una cúpula de luz
de la que de pronto surgieron pilares y hélices de fuego, se dispararon columnas bailarinas y
remolinos de luz. En el firmamento estuvieron suspendidas por un instante las formas
centelleantes, ágiles y rápidamente mudables de cintas y colgaduras.
Bonhart gimió. Le parecía que tenía en la garganta el anillo de hierro de un garrote.
En el lugar donde todavía un minuto antes no había más que una colina y un montón de piedras
se elevaba ahora una torre.
Majestuosa, esbelta y delgada, negra, lisa, brillante, como si estuviera labrada de un solo trozo
de basalto. El fuego centelleaba en unas pocas ventanas, en las dentadas almenas de la cima ardía
la aurora borealis.
Vio a la muchacha, vuelta hacia él en la silla. Vio sus ojos brillantes y la marcada línea de la
fea cicatriz de la mejilla. Vio cómo la muchacha espoleaba a la yegua mora, cómo entraba sin
apresurarse en la tiniebla negra, bajo el arco de piedra de la entrada.
Cómo desaparecía.
La aurora boreal estalló en un cegador remolino de fuego.
Cuando Bonhart volvió a ver de nuevo, ya no había torre. Había una colina nevada, un montón
de piedras, unos tallos secos y negros.
De rodillas sobre el hielo, en el charco del agua que rezumaba de él, el cazador de
recompensas gritó salvaje, horriblemente. De rodillas, alzando las manos al cielo, gritó, aulló,
bramó y blasfemó contra los hombres, los dioses y los demonios.
El eco de sus gritos resonó por entre las escarpas cubiertas de abetos, viajó por la helada
superficie del lago Tarn Mira.

El interior de la torre le recordó de inmediato a Kaer Morhen: el mismo largo corredor detrás de
una arquería, el mismo interminable abismo de la perspectiva de columnas y estatuas. No era
posible comprender de qué forma el delgado obelisco de la torre podía contener aquel abismo.
Pero también sabía que no tenía sentido analizar, no al menos en el caso de una torre que había
surgido de la nada, había aparecido donde antes no existía. En aquella torre podía haber de todo y
no había por qué asombrarse.
Miró hacia atrás. No creía que Bonhart se atreviera a seguirla, ni que hubiera tenido tiempo.
Pero prefería asegurarse.
La arquería a través de la que había entrado ardía con un resplandor innatural.
Los cascos de Kelpa resonaban en el suelo, bajo las herraduras algo crujía. Huesos. Cráneos,
tibias, costillares, fémures, pelvis. Cabalgaba a través de un gigantesco osario. Kaer Morhen,
pensó, recordando. A los muertos se los debiera enterrar bajo tierra… Cuánto tiempo hacía de
aquello… Entonces todavía creía en ello… En la majestad de la muerte, en el respeto a los
muertos… Y la muerte no es más que muerte. Y un muerto no es más que un cadáver frío. No
importa dónde yace, ni dónde se pudren sus huesos.
Entró en la oscuridad, bajo la arquería, entre columnas y estatuas. La oscuridad ondulaba como
si fuera humo, los oídos se le llenaron con unos susurros intrusos, con unos suspiros, con unos
cánticos lejanos. Ante ella estalló de pronto una luminiscencia, se abrieron unas puertas
gigantescas. Se abrieron unas tras otras. Puertas. Una serie de puertas interminables de pesadas
hojas que se abrían ante ella sin un susurro.
Kelpa entró, sus cascos resonaban sobre el suelo de piedra.
La geometría de las paredes que la rodeaban, las arcadas y columnas, resultó de pronto
perturbada, tan radicalmente que Ciri sintió que la cabeza le daba vueltas. Le dio la sensación de
que se encontraba en el interior de algún imposible cuerpo poliédrico, de algún octaedro
gigantesco.
Seguían abriéndose puertas. Pero ya no era en una sola dirección. Era en una serie
interminable de direcciones y posibilidades.
Y Ciri comenzó a ver.
Una mujer de cabello moreno que conducía de la mano a una muchacha de cabellos
cenicientos. La muchacha tiene miedo, tiene miedo de la oscuridad, teme los susurros que surgen
de la oscuridad, le aterran los golpes de las herraduras que escucha. La mujer morena que lleva
una centelleante estrella con brillantes al cuello también tiene miedo. Pero no lo deja entrever.
Sigue conduciendo a la muchacha hacia delante. Hacia su destino.
Kelpa avanza. La siguiente puerta.
Iola Segunda y Eurneid, con zamarras, con sus hatillos, caminan por una senda congelada y
cubierta de nieve. El cielo es de color rojo.
La siguiente puerta.
Iola Primera está de rodillas ante el altar. Junto a ella, la madre Nenneke. Ambas miran, sus
rostros se deforman en una mueca de espanto. ¿Qué ven? ¿El pasado o el futuro? ¿La verdad o la
mentira?
Sobre ambas, Nenneke e Iola, unas manos. Las manos extendidas en un gesto de bendición de
un mujer de ojos dorados. En el cuello de la mujer hay un brillante que refulge como la estrella
del alba. En los hombros de la mujer hay un gato. Sobre su cabeza, un halcón.
La siguiente puerta.
Triss Merigold sujeta sus hermosos cabellos castaños, revueltos y agitados por la fuerza del
viento. No se puede escapar del viento, nada te guarda de él.
No aquí. En la cima del monte.
Una larga, interminable columna de sombras se acerca al monte. Figuras. Caminan despacio.
Algunos vuelven hacia ella el rostro. Rostros familiares. Vesemir. Eskel. Lambert. Coën. Yarpen
Zigrin y Paulie Dahlberg. Fabio Sachs… Jarre… Tissaia de Vries.
Mistle…
¿Geralt?
La siguiente puerta.
Yennefer, envuelta en cadenas, amarrada a las paredes húmedas de una mazmorra. Sus dedos
son una masa de sangre coagulada. Sus cabellos negros están desgreñados y enmarañados… Los
labios rotos e hinchados… Pero en sus ojos violetas todavía no se ha apagado la voluntad de
lucha y resistencia.
—¡Mamá! ¡Aguanta! ¡Resiste! ¡Voy a ayudarte!
La siguiente puerta. Ciri vuelve la cabeza. Con tristeza. Y confusión.
Geralt. Y una mujer de ojos verdes. Ambos desnudos. Ocupados, absortos en sí mismos.
Procurándose el uno al otro placer.
Ciri controla la adrenalina que le aprieta la garganta, espolea a Kelpa. Los cascos resuenan. En
la oscuridad palpitan los susurros.
La siguiente puerta.
Hola, Ciri.
—¿Vysogota?
Sabía que lo conseguirías, mi valiente muchacha. Mi valerosa Golondrina. ¿Lo conseguiste
sin daño?
—Los vencí. En el hielo. Tenía una sorpresa para ellos. Los patines de tu hija…
Me refería a un daño psíquico.
—Me abstuve de vengarme… No maté a todos… No maté a Autillo… Aunque él fue quien me
hirió y desfiguró. Me controlé.
Sabía que vencerías, Zireael. Y que entrarías en la torre. Pues ya lo había leído. Porque esto
ya había sido descrito… Todo esto ya había sido descrito. ¿Sabes lo que te dan los estudios? La
capacidad de utilizar las fuentes.
—¿Cómo es posible que estemos hablando…? Vysogota… Acaso tú…
Sí, Ciri. Estoy muerto. Pero no importa. Lo importante es de lo que me enteré, de lo que me di
cuenta… Ahora ya sé dónde fueron a parar los días perdidos, qué sucedió en el desierto de
Korath, de qué forma desapareciste ante los ojos de tus perseguidores…
—¿Y la forma en que entré en esta torre, también?
La Vieja Sangre que corre por tus venas te da poder sobre el tiempo. Y sobre el espacio. Sobre
las dimensiones y las esferas. Ahora eres la Señora de los Mundos, Ciri. Posees un poderosa
Fuerza. No permitas que te la quiten y la usen para sus propios objetivos, criminales e indignos…
—No lo permitiré.
Adiós, Ciri. Adiós, Golondrina.
—Adiós, Viejo Cuervo.
La siguiente puerta. Claridad, una claridad cegadora.
Y un penetrante olor a flores.

Una neblina estaba suspendida sobre el lago, ligera como gotitas de vaho, que era barrida aprisa
por el viento. La superficie del agua estaba pulida como un espejo, sobre el verde diván de planas
hojas de nenúfar resaltaban unas flores blancas.
Las orillas estaban sumergidas en verdor y en el color de las flores.
Hacía calor.
Era primavera.
Ciri no se asombró. ¿Por qué se iba a asombrar? Pero si ahora todo era posible. Noviembre,
hielo, nieve, fango congelado, un montón de piedras sobre una cumbre cubierta de matojos… eso
era allí. Y aquí es aquí, aquí la delgada torre de basalto de dentadas almenas en la cumbre se
refleja en el agua verde de un lago salpicado del blanco de los nenúfares. Aquí es mayo, porque
sólo en mayo florecen la rosa salvaje y la cereza.
Alguien estaba tocando el caramillo o la flauta, arrancándole una alegre y saltarina melodía.
En la orilla del lago, con las patas delanteras en el agua, bebían dos caballos blancos como la
nieve. Kelpa bufó, golpeó con los cascos en las rocas. Entonces los caballos alzaron las cabezas y
relincharon, el agua les caía de los morros, y Ciri lanzó un fuerte suspiro.
Porque no eran caballos, sino unicornios.
Ciri no se asombró. Había suspirado de admiración, no de sorpresa.
Cada vez se escuchaba más claramente la melodía, le llegaba desde unos cerezos cubiertos de
blancas flores. Kelpa se movió en aquella dirección por propia iniciativa, sin que la apremiaran.
Ciri tragó saliva. Los dos unicornios, inmóviles como estatuas, la miraban, mientras se reflejaban
en la superficie del agua, pulida como un espejo.
Al otro lado de los cerezos, sentado sobre una piedra circular, había un elfo rubio de rostro
triangular y enormes ojos almendrados. Tocaba, desplazando con habilidad los dedos por los
agujeros de la flauta. Aunque vio a Ciri y a Kelpa, aunque las miró, no dejó de tocar.
Las florecillas blancas olían a cereza con el perfume más intenso que Ciri había percibido en
su vida. Y no es extraño, pensó, completamente consciente: en el mundo en el que he vivido hasta
ahora, simplemente los cerezos huelen de otro modo.
Porque en aquel mundo todo es distinto.
El elfo terminó la melodía con un trémolo muy agudo, se quitó la flauta de los labios, se
incorporó.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó con una sonrisa—. ¿Qué te ha entretenido?

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