En la aldea
27 abril 2024

Nuestro desafío: coexistir y resistir

“Hace décadas, cuando la revolución chavista-madurista asomó su talante autocrático, el país repelió sus intenciones de todas las maneras posibles. Lo hemos intentado todo y llevamos sobre nuestros hombros una historia de protesta, exilio, tortura y muerte. ¿Es posible esa deseada cohabitación que propone el Sr. Almagro? Coexistir es crear condiciones para que la deseada cohabitación sea posible”. Y la autora sentencia: “Es muy importante regenerar y llenar de vitalidad los espacios de y para la acción política”.

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Luis Almagro, secretario general de la Organización de los Estados Americanos, declaró que Venezuela necesita un “esquema de cohabitación a discutir en un proceso de diálogo debe dar garantías de contrapesos”. Su propuesta generó comentarios. Casi todos fueron expresados en 280 caracteres. Leí algunos. Y surgió esta reflexión que convertí en un artículo breve. Estas ideas, como todas las que publico en esta columna, están abiertas al tiempo. No pretendo agotar el tema ni dictar cátedra sobre un asunto que es profundamente humano y complejo. Escribiré algunas consideraciones que el lector podrá -o no- compartir. El disenso respetuoso y franco es sano. El disentimiento maduro y honesto puede ser el primer paso para generar consensos.

Me gusta ir al sentido estricto de las palabras. El Diccionario de la Real Academia Española define cohabitar como: “Coexistir en el poder”. Ahora, ¿qué es coexistir? Coexistir es “Existir a la vez que otra”. Pero, ¿qué es existir? Existir es “ser real y verdadero”. Y, ¿qué es ser verdadero? Dice el diccionario: “Qué contiene verdad”. Entonces: ¿qué significa cohabitar con la dictadura bajo un sistema de garantías de contrapesos? No hay una respuesta única ni excluyente a esta pregunta y genuinamente creo que parte de nuestro desafío existencial y político es encontrar ideas que nos permitan avanzar guiados por una conciencia despierta que permanezca sensible ante la injusticia.

Visto lo anterior, la cohabitación -en su acepción política- exige la coparticipación en el ejercicio del poder de las partes que interactúan. Es decir, no se agota en el reconocimiento del otro y demanda una apertura al trabajo cooperativo y a la donación personal. En democracia, esta dinámica es casi natural. Está movida por la cultura, regulada por las leyes y asentada en las instituciones. Pero, ¿qué ocurre cuando la relación de cohabitación que se desea impulsar es entre una dictadura vil y una ciudadanía que resiste? Con profundo sentido práctico me pregunto: ¿Es posible esa deseada cohabitación que propone el Sr. Almagro?

“Tenemos que preguntarnos si nuestro actuar describe una coexistencia resistente o una cohabitación complaciente”

Ante esta pregunta, volví a la definición de coexistir y existir. Coexistir es coincidir temporalmente con otra persona. Es reconocer que compartimos espacio, tiempo y territorio con otro. La coexistencia no propone necesariamente modos de interacción. Podemos coexistir de distintas maneras: con talante cooperativo o con ánimo resistente. Con ímpetu o sin él. En nuestro caso, la coexistencia es reconocer que por la vía de los hechos -y muy a pesar de nuestros esfuerzos- se ha instalado una dictadura que secuestra el poder y que hará todo lo que está en sus manos para permanecer en él. En ese sentido, reconocer que coexistimos puede ser un golpe de realidad y un antídoto eficiente en contra de la peligrosa evasión o banalización de la situación actual que muchas veces me inquieta y otras, me interpela.

Coexistir incluye al verbo “existir”. Coexistimos con aquello que existe. La dictadura existe y nosotros -quienes nos oponemos a ella- existimos también. “Existir” refiere a “un ser real y verdadero”. El atributo de lo “real” no me increpa. Evidentemente, la dictadura “existe”. Pero, “lo verdadero” me inquieta porque indica que “contiene verdad”. E identificar “lo verdadero” en el mal -en la dictadura-, que es siempre predominio de la mentira y simulación de bien, es una contradicción política, existencial e intelectual que me remueve por dentro. Quizás algún lector podrá acusar de radical esta afirmación. Y ciertamente lo es. A veces, el ejercicio intelectual y la práctica política demandan radicalidad para poder avanzar con paso firme hacia la moderación. Además, ocurre que en esa contradicción identifico uno de los principales desafíos de nuestro tiempo: vencer la torcedura o el adormecimiento de nuestra conciencia personal y colectiva.

Hace décadas, cuando la revolución chavista-madurista asomó su talante autocrático, el país repelió sus intenciones de todas las maneras posibles. Lo hemos intentado todo y llevamos sobre nuestros hombros una historia de protesta, exilio, tortura y muerte. Pero hoy, después de veintitrés años de lucha intensa, percibo que hemos desarrollado una costra gruesa que aísla nuestras heridas y nos resta sensibilidad ante la injusticia. Quizás es una respuesta de la psicología humana que apuesta a la supervivencia. Quizás es viveza criolla encarnada. Honestamente, no sé lo que es.

Hace unas semanas comencé a leer la biografía de Robert Spaemann, un reconocido filósofo alemán que creció en el nacionalsocialismo. Los primeros capítulos son interesantes para reflexionar sobre este asunto. Spaemann era niño cuando Hitler llegó al poder. Él y millones de alemanes fueron testigos de esa tragedia. Algunos cohabitaron con “la realidad” y otros, coexistieron con ella. Él, siendo un joven huérfano de madre y viniendo de una familia sencilla, coexistió con el totalitarismo con ánimo resistente. Nunca evadió la realidad y con juvenil audacia logró contener el avance del mal en su mundo interior. El día que le tocaba juramentarse en la juventud hitleriana se “enfermó”. Cuando le tocó alistarse en el ejército, se fue al campo a trabajar. Cuando vio que todos los judíos de su pueblo fueron llevados a unos “campos de trabajo en el norte” decidió conocer la verdad y hacérsela saber a sus maestros. Con la libertad que regaló una conciencia inquieta le informó a sus profesores lo que había encontrado: los judíos no iban a “campos de trabajo”… iban a “campos de exterminio”. Y en ese momento entendió que la culpa de los millones de alemanes que decidieron cohabitar con el nacional socialismo “no era el odio o el placer de matar, si no la indiferencia y la cobardía”.

“La cohabitación es deseable en términos democratizadores únicamente si es una acción genuina entre quienes interactúan (…) lo reitero: coexistir no es cohabitar”

Cuando leí la declaración del Sr. Almagro recordé el testimonio del Spaemann. Cohabitar y coexistir no son lo mismo. Lo primero, exige voluntad cooperativa de las partes. Lo segundo, no. La cohabitación es deseable en términos democratizadores únicamente si es una acción genuina entre quienes interactúan. Si la intención no es auténtica y alguna de las partes busca instalar un escenario de cohabitación simulada, difícilmente caminaremos hacia la justicia. Por eso, me parece que es importante distinguir ambos términos. Lo reitero: coexistir no es cohabitar. Coexistir es un clamor de realidad. Es, como diría Aleksandr Solzhenitsyn, “vivir sin la mentira”. Es intentar construir verdaderos contrapesos en escenarios reales y no en templetes simulados. Es trabajar por el país, es construir opciones políticas atractivas, es organizar el descontento, es articular los deseos, es acompañar a quienes más sufren, es intentar levantar la voz de quienes están invisibilizados, es insuflar esperanza, es generar conocimiento, es crear oasis de ciudadanía y de cultura. Coexistir es crear condiciones para que la deseada cohabitación sea posible.

¿Cómo avanzar en este sentido?, ¿cómo coexistir sin cohabitar? Una vez más: no tengo respuestas. Compartiré dos ideas que creo que pueden ser punto de partida para una reflexión más profunda. Primero, la autoevaluación personal. Cada uno de nosotros debe ver hacia adentro y examinar con rectitud su conciencia. La necesidad de autoevaluación es mayor conforme aumenta la responsabilidad frente al bien común. Es decir, un dirigente político, un empresario de amplio calado, un profesor universitario, un “influencer” o un periodista tienen más responsabilidad que una persona cuyo espectro de influencia en lo público es menor. Tenemos que preguntarnos si nuestro actuar describe una coexistencia resistente o una cohabitación complaciente. La línea es delgada y no soy quién para dar valoraciones. Me doy por satisfecha si estos planteamientos remueven algunos corazones.

Segundo, la articulación de la coexistencia resistente. La disposición retadora de Spaemann lo preservó del mal, pero no fue suficiente para vencer al nacional socialismo. El totalitarismo nazi solo pudo ser derrotado con las armas. En términos políticos, el alcance de la coexistencia resistente de Spaemann fue limitado. Por eso, debemos preguntarnos con creatividad y audacia por los mecanismos de articulación política y social de las conciencias despiertas que hay dentro y fuera del país. Me conmuevo cada vez que comparto con hombres, mujeres, jóvenes y familias enteras que resisten dignamente y se niegan a ceder ante las presiones del régimen y de su entorno de privilegios. Familias enteras que resisten con alegría, que buscan ayuda y que sacan adelante a sus hijos. Jóvenes que no le ponen fecha de caducidad a la esperanza y personas que no le ponen precio a su conciencia. Por eso, es muy importante regenerar y llenar de vitalidad los espacios de y para la acción política. Crear vínculos y fortalecer las asociaciones civiles y los partidos políticos. Ahí, en lo ordinario y en lo cotidiano está el antídoto en contra de la cohabitación. Ese es nuestro desafío: coexistir y resistir.

*Periodista, política e intelectual venezolana. Doctora en Ciencia Política por la Universidad de Rostock (Alemania). Presidente del Instituto de Estudios Políticos FORMA y editora de la revista “Democratización”.

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