Alfredo Hernández García. La venganza del objeto

Page 1

LA VENGANZA DEL OBJETO Alfredo Hernández García

una del objeto es La venganza n el co a ic ón ir e novela crítica tal en m ru ente inst o mundo puram fic tí en ci el , . Chiripa de de la Ciencia án , con su af protagonista todo, recibirá ar ul lc ca aritmetizar y tratado to del obje mal la venganza rtida, pa o. En contra y cuantificad ajes on rs pe ebla de la novela se pu ientos. Valiente, sentim or poblados de ripa, es el mej padre de Chi l de ad ld ia fr la a contrapunto : lo he an el siguiente la científico con rá se : jo hi ndré yo un «algún día te atricida esta guerra fr ndrá de superación o ande! N te [...] ¡de tan gr laxias... será de las ga rá el ue rq po , ia tr pa No conoce ¡Gigantesco!... o a tradición eg ap rá nd miedo. No te puchará bajo ca en se o ¡N alguna [...] la Ciencia io! Repudiará que ningún grem Po e, la lítica que constriñ at ig as, s morales moj envenena, la casa». su rá y el mundo se

LUNA DE ABAJO

Alfredo Hernández García

LAVEN GANZA DELOB JETO

LUNA DE ABAJO



La venganza del objeto



Alfredo HernĂĄndez GarcĂ­a

La venganza del objeto



Alfredo Hernández García

LAVEN GANZA DELOB JETO

LUNA DE ABAJO


© alfredo, 2014 ahtomoco9@gmail.com Corrección y revisión: eva vallines Diseño y compaginación: pandiella y ocio Impresión: gráficas apel Depósito legal: As-2.600/2014 isbn: 978-84-86375-08-9


A mi padre, que me enseñó lo que era la Ciencia de la Melancolía.



CAPÍTULO I

Natumásrraigualaleza... Yo me llamo Nativel, o Nati, y de todas las rollizas de este mundo infladas un tanto en colesterina, ni soy la más lista ni la más bonita. Como soy muy joven, mi papá comenta que no tengo edad de escribir, y me aconseja que estudie mucho y coma golosinas, lo cual me atrae. Vengo de casta muy científica, pues ya mi abuelito era un médico muy reputado. Educada así en la hermosura de las Ciencias me uní a dicho destino, y decidí sistematizar la Insignificancia que en ellas encontrara: vallar bien mi «objeto», después de aislarlo, clasificarlo, clavarle alfileres y desnudarlo con mi lupa; listo quedaría así para entapizarlo de leyes muy generales y vistosas. Mi atormentado «objeto», sin saberlo se prestaría al martirio, y pagaría las culpas del juramento de los sabios, tantas veces trasgredido, el que estos hicieron a los hombres, mandado al cuerno luego, quién sabe hace ya cuánto: así, transformado el estudioso científico en estudiado, pueda conmigo el lector amante de la Ciencia, escudriñar al que escudriña; ambos, lector y yo hermanados. Amantes del saber verdadero, lector y servidora dispongámonos al sistemático observar de uno de sus auxiliares más reputados, que yo conozca; una Eminencia que por milagro de nuestra mirada, tornase ratón, roedor espiado desde lo alto, que con ojillos de juzgado, asustadísimo, nos mostrará ya algún beneplácito, ya su débil talón: pronto adivinará el lector que su casa está hecha de inteligencia y estupidez, simultáneamente. Aprenda conmigo el lector la asquerosa vida de un cuellicorto. De nombre le pondremos Chiripa, pues, en amago dificultosísimo, nació de chamba de un infeliz útero, al séptimo mes de muy recreada gestación. Goza los cuarenta años, edad muy gustosa de aprovecharla, aunque dicha vida se disponga a arruinar nuestro purpurado 11


La venganza del objeto | capítulo i

Chiripa, y a hacerlo ¡como los grandes!, en unos días, lo que tardó el Otro en establecer la Gloria. Gurrumino es el respirar de tal insignificante, por más que él no lo sienta. No exenta de esfuerzos fue la empresa de elegir a mi estudiado, más aún estando la tontería tan bien repartida. Me dispuse a mi labor extramundana mirando aquí y allá entre los más conocidos de la vecindad, siempre cerca de la casa en la que vivo: durante unos días me obsesionaba el fulano de arriba que fabrica momias y que en horas libres reflexiona muy catedrático, aunque de oídas; o el otro de la esquina en su tienda de alquilar patines, quien también goza de mucha presión reflexionante; o mi vecino zutano el legañoso, que habita el subsuelo, en paro, aunque pescozudo, y con mucha vocación en saber de todo; mas de entre todos los que se atiborran de ideas y las difunden a diestro y siniestro, nadie como nuestro Chiripa el purpurado, muy homogéneo en todos sus saberes naturales, y muy chato en humanidades, lo que hacía de los otros preseleccionados insignificantes involuntarios, máxime cuando los metaprincipios de mi Chiripa, es decir lo que le queda a la raíz una vez sacudida de terruños, son los más compactos, sustantivos y elevados que yo tenga examinado: muy apetecibles de hurgar. Póngase el lector en mi ojo precoz y observe...

1 Lo primero para estudiar algo es recogerlo: dos cárceles cautivan al ratón, apretadura que habita sin percatarse de nuestros sagaces ojos. Primero: llámese P1 al habitáculo en donde pernocta con otro roedor, del que nada importa de momento. En P1 ejerce Chiripa protectorado completo y aunque es de espacio escaso, vive holgado sin más justificación o argumento que algún «¡para qué más!», consuelo de enorgullecido propietario. Segundo: llámese P2 al edificio del que nuestro ratón extrae la mayor parte de los beneficios, la nómina abultadísima que estira los cartílagos de su cuello, que le yergue ante los otros... el laboratorio en el que 12


Natumásrraigualaleza...

comparte vocación con numerosos superdotados como él —en inteligencia y estupidez—, todos a la zaga y espiamiento de objetos y fenómenos. Por tres mil quinientos euros mensuales vende Chiripa la abstinencia de sus placeres. El dos del dos del dos mil dos, es decir, del presente año, sale Chiripa de P1 a la hora que retornan a sus casas los exportadores de acelgas, o sea muy temprano. Nuestro experimento en curso demanda mucha precisión para que nada escape de nuestras manos, y perdóneseme el abuso de elegir yo qué sea lo importante: desciende los veinticuatro peldaños de la escalera de su edificio antiguo, hasta franquear la portería que defiende un mutilado de exquisito trato al que llamaremos Esférico, por la contundencia de su perímetro; ambos se saludan deferentes con una fórmula al respecto del buen tiempo, y camina nuestro mirado con paso humano por las calles de la ciudad, nariz al viento, ufano de respirar aire tan impuro y civilizado: su mirada mamífera enjuicia las escuadras de los edificios, las plomadas de las aceras —ama lo rectilíneo—, pero no es un geógrafo; camina cual médico seguro de sí mismo, de los que siembran fetos en barrigas infértiles y desarregladas en pro de salvar parejas, pero no es un embriólogo... «¡soy un Físico!», se dice esquinada ya la plazuela, «soy un elegido de la tierra, carezco de intuición, de dudosos aforismos, y sólo los hechos reclaman mi inteligencia». A mitad de camino entre P1 y P2, el purpurado Chiripa toma un café con churros. En la misma cafetería una muchacha escribetea en una libreta, asienta en ella datos, allá en la mesa del rincón: ambos mirados, sorben de su taza, ella mundana, él con científicos donaires. El corazón de nuestro estudiado, se acelera todo lo que le permite su purpurada casta: aumenta de sesenta a sesenta y dos pulsaciones; máxima excitación que su castidad permite. Pulsaciones sí tiene, mas no corazonadas, y al no ser ratón de placeres y atrevimientos no le afecta el arrebato: él siente amor a su manera. Ella asco. Porta dos cartapacios para ayudarse de braceo, uno en cada mano, lo que no da hermosura a su aire, sino vaivén de marinero o de secretario borracho. Con mil cien pasos alcanza su puesto de 13


La venganza del objeto | capítulo i

trabajo —uno más sería rodeo—, que como carece de improvisación los tiene bien contados. Odia a sus semejantes, y ante ellos se yergue, y los remira, y sus ojos de emperador triunfante a la acera los devuelven, analizados y más enanos.

2 Póngase el lector a gusto en este convite, y no haga veloces enjuiciamientos, que como científicos —aunque escudriñemos al humano— nos debemos a la Fiabilidad, pero ¡es tan difícil...! Una vez acorralado el objeto en cuestión, lo segundo es comprender su espíritu básico y cómo este se fundó: ¿Desde la Luna fue bombardeado? ¿Se le desprendió a un aerolito? ¿Fue amamantado por una loba? ¿Nació por generación espontánea cual dios que se basta, o volado al aire cual diminuta espora de champiñón?... ¿Por qué milagro, de útero humano salió un ratón? De la mano, lector y yo, serenados, tendremos respuesta para todo. Chiripa se naturalizó a la edad de cinco años en solitaria ceremonia precoz: salió con la frescura amaneciente del inmenso caserón de sus abuelos, en el campo más verde que se conozca, en la España septentrional. Los agrarios del lugar trenzaban las melenas de la Naturaleza, a cambio esta les proponía ser libres en simbiótica relación. El niño caminaba junto al río oliéndole los manjares vaporosos a los árboles en formación de boscaje. «¡Qué tufo!», se dijo, y una mirada incipiente de desprecio le salió de los ojos. Llegó con su lubricante inocencia al centro del prado que regentaba el molino de agua, y allí su rostro nacarado lanzó al cielo una plegaria llena de ascosidad hacia su humana condición. Se concentraba todo el espíritu de la zona junto a Chiripita, ya cuellicorto, y las florecillas campesinas adornaron dicho alumbramiento. Levantó ambos bracitos al cielo y le gritó: «quiero ser funcionario de carrera, catedrático y dogmatizador». Por un momento el cielo se hizo turbio y no supo si reencender el Sol o si lanzarle un rayo exterminador. Venció la libertad y dijo el cielo: «¿dogmatizador de qué?... ¡que sea lo que él quiera!», se respondió el celeste. 14


Natumásrraigualaleza...

El espíritu del mundo todo allí condensado vio en aquellos pantaloncitos cortos a un genio (un gran pensador), futuro orgullo de los humanos buenos, una Eminencia de las letras, un gigantesco mártir de la Utopía, un jurisprudente de Ley... Se silenció por un momento toda la pajarería del lugar, y de lo lejos, junto a la iglesia del gran caserón, llegó el sonido suave de una gaita de enfestivada sonorización, folclore de humanos comunes, atendido y firmado el pacto que la tontería tiene con lo Universal: notas humanas de labriegos que invadieron tenues dicho espiritual acudidero: «tiro ta tiro ta tiro; tiro ta tiro tatá». Una luz singularísima a la medida del Chiripita lo bañó. Se descorrieron las nubes y el Sol se apagó, se acallaron las voces de los animales salvajes y los cencerros de los domesticados herbívoros; se estremecieron todas las fuerzas naturales allí convocadas y el Chiripita se «naturalizó». Sólo unas mordidas notas prevalecían en el desierto sonoro que narro, una vez huida toda belleza: «tiro ta tiro ta tiro; tiro ta tiro tatá». «Más por menos es menos; menos por menos da más». Ello gritaba Chiripita sin parar. Había pasado de niñuelo a prohombre a la velocidad de la luz… La Naturaleza, que no tiene miedo a nada, habíase parido un hijo protestón... «tiro ta tiro ta tiro», chillaba la gaita, «más por menos es menos» repetía vocinglera la bestia rebosante de vocación... «tiro ta tiro tatá», «menos por menos da más». Así, sin más, milagrosamente, se purpuró Chiripita y quedó sin sombra para siempre, y le nació un nuevo palabreo. En lo que te da un espasmo adquirió el asco a la Otredad. Beneficiado o maldito, había pactado con lo natural. Sí, sería catedrático, pero sin letras: ¡un supernumerólogo! Catedrático de Física. Sangraban sus sentidos, que veían cómo se ennegrecía su alma entarquinada; se le escapaba con su sombra la pasión de los humanos, nuestro atrevimiento, las ganas de transgredir; trocó Chiripa dos por una: cambió la Libertad y la Piedad por la Astucia. Luego, mirando el boscaje hizo su juramento: «aúpa lo rectilíneo...» y musitó su desafío: «natu + rra = a leza. Es la Naturaleza mi instrumento, arriba lo rectilíneo y la cuadratura y el axioma puntiagudo... muerte a la carambola, al revoltijo y al azar». Y sólo temería ya una cosa en su vida. Así alegorizó el chiquitín: «que animal, mineral o cosa 15


La venganza del objeto | capítulo i

se resista a mi vivisección; que ruede tan mal la canica que no encuentre su agujero; que objeto que se mueva, se caliente o vuele, que transformado en fenómeno no pueda yo comprender... sólo una cosa he de temer: la fechoría del objeto. Y que jamás decaiga el civilizador axioma Natumásrraigualaleza, A+B=C, que no es un proverbio, sino un inmenso axioma, y que no exista trozo de naturaleza que sea yo incapaz de medir o pesar». En un segundo, lo que tarda el trueno en recorrerse trescientos treinta y tres metros, se comió Chiripita su juventud, y se hizo pescozudo para siempre, y de niño pasó sin transición a superdotado varón, y se le ensanchó tanto el hipotálamo, que en los test de inteligencia trituró todos los gráficos.

3 Aunque le parezca al lector bien diminuto el ser que trato, húndase conmigo en el centro de su alma tierna, que vamos a encontrarle todos los pros y contras que contenga. Ya acorralado y naturalizado dispónese Chiripa a comulgar. Sin sombra retornó el niñito al viejo caserón, en deseos de adulto rebozado. Se quiso hacer el topadizo con su hermano, los abuelitos, labriegos y primos que allí habitaban, pero que rellenos de potaje al cerdo adobado, soporizados dormitaban al calor. Se acomodó en la lobreguez de habitación que sus abuelos tenían para él, decorada al austero gusto de ellos. Lanzó el crucifijo por los suelos y puso en su lugar al «Padre de todas las cosas», como él lo llamó: en el grabado Isaac Newton jugaba con una manzana (representación en nada exhaustiva por cierto, pero la exactitud desune a las masas). Se arrodilló bajo él y comulgó en voz muy alta; efluvios de lógica algebraica le rodeaban en luz fervorosa. Dijo así mientras se engolaba, como los santos que levitan: «la Idoneidad de la Naturaleza se ha puesto del lado de los fines de la Razón...». Se sintió desconcertado y se le hizo escaso, entonces más dogmático vociferó: «¡Póngase la Idoneidad de la Naturaleza a los fines de la Razón! No más vaciedades. Démosle a la treta 16


Natumásrraigualaleza...

contratreta. Contra la intuición, inducción. Contra la creencia, tocamientos de madera. Contra la confusión, reduccionismo total. Contra el misterio, axiomas muy potentes. Contra la Verdad grande, muchas verdades diminutas e irrefutables... contra la palabra, sea el número quien la amoneste, ya primo, el entero o el quebradizo sea. Todo es número: del uno al diez para las cosas pequeñas, del diez al mil para las medianías, del mil al cien mil para las siguientes, y para las otras, sucesivamente. Queda por ello el hombre como medida de todas las cosas, sobre todo de las muy pequeñas. Mida el número lo que el hombre con su lógica chille». ¡Qué porfía tan gigantesca para un ser tan miniaturizado! Y ya deslevitado quiso decir más, una vez sacramentado: «irritarle mucho al dogmático quiero, con dogmatismo, pero verdadero. Maldito sea el librepensador, maldita la conciencia que habla por su cuenta... establézcase la Ontología renovada: la nada, el objeto, el hecho, el fenómeno y la nada, por este orden intocable, de la nada a la nada, me como una y cuento veinte, y de lo más pequeño a lo más inconmensurable. Que el ser tiene pies y la nada alas de nada, que el ser es y la nada ya te lo he dicho. Con mis ojos escudriñaré objetos muy pequeños, con mis narices presupondré hipótesis bien audaces, en mis orejas sonarán hechos que se frotan, y acariciaré con mis dedos los fenómenos más inusuales; sin desaliento ni impotencia, pero sin trastocarlos un ápice, a no ser que convenga, y con mi gusto saborearé el currículum que todo esto me provoque... y sólo una cosa he de temer, la fechoría del objeto, que la casualidad se eleve, que el azar me invada, que el objeto rebelde desacierte mis axiomas». Le había surgido un coeficiente intelectual, de prodigioso ¡incalculable! El beato Chiripa cubierto en fina purpurina descansó.

4 Como dije en 1, nuestro Chiripa en cuestión, ya en la actualidad, al igual que cada mañana, viajaba, en apurado paso, de P1 en dirección a P2. Próximo ya a su puesto de trabajo, su imaginación 17


La venganza del objeto | capítulo i

prolongaba todavía la hermosura de la muchacha, aquella que tomaba notas en la mesita del café. Se le cruzó un pacifista de pelos largos y abandonados, adornados por un herbolario que no había sentido desde años rascadera, con montones de flores estampadas en su chaleco escaso, ansioso por mostrar humano ombligo: era pura sofistiquez. «Adiós, hippy paranoico», se musitó a sí mismo, nada venial y muy ufano de notarse él tan soberano en su social acomodo. Debió de llegarle a los oídos del otro tal saludo, sorteándole tamañas greñas: «¡adiós, vasallo del sistema!», pensó el melenudo, una vez soltado correspondiente escupitajo. Nuestro héroe seguía caminando sin sentir temores, pues sabe el lector que sólo una cosa teme... no teme a la soledad pues a cada prójimo desama unánimemente, a los iguales por temor, y a los desiguales por desiguales; no teme la enfermedad, pues está la Ciencia a su servicio en justo retrueque, él ofrece su castidad y ella le protege; no teme los holocaustos por tener a la estadística de su parte, que aunque el mundo traga masa en sus catástrofes, ello a él no toca siendo dirigente; ¡no teme a los poderosos...! ¡ja, ja...! como que engulle de la misma mano en la que estos comen. Sustanciado numerólogo braceaba por la calle en contando números y mentales operaciones, intercambiando de vez en cuando sus dignas manifestaciones, de lo que yo he explicado a mi manera y finamente: «¿la soledad?... tengo mi currículum; ¿la enfermedad?... no ataca a los Lustrosos; ¿holocaustos?... la Ciencia avisa y previene... jódase quien se ponga debajo; ¿los poderosos?... con ellos mantengo relación muy sana: ellos pagan, yo engordo y en las votaciones acato acuclillado para que ellos guinden». La vendedora de periódicos por ser mujer común le adora, y por yerno le gustaría tenerle. En el quiosco ochavado ambos se saludan civilizados y europeos: «Buenos días, Angelita... ¿trabajando?»; «Buenos días, catedrático... los que no sabemos hacer otra cosa»; «Por Dios, Doña Ángeles, qué más quisiera yo que ser catedrático.... otros muchos lo merecen antes». «¡Y un carajo!», gritaron las entrañas cóncavas y negruzcas del purpurado, que sentía los merecimientos como consuelo de la planicie, de 18


Natumásrraigualaleza...

los hombrecillos inclinados; él se recomendaba más bien a su estrellado currículum, que superpuesto a otros, nada tenía que envidiarle al más inflado. Y eso que había rivales muy merecientes: Paco el hidrolítico, Fonsi el de los universos paralelos, y Martinich el de la cromatología de los gases... mas ninguno le quitaba de dormir. Paco «con su hartazgo de querer ser más humano acariciaba otras pasiones», Fonsi, «un pirado que mira estelas de astros... currículum muy espiritual ese y vaporoso, y nada palpable», y el tal Martinich, «fue parido muy lejos, lo que embadurna y chafa justos merecimientos», se bisbiseaba vehementísimo y con mucha razón. Como ya averigua el optimísimo lector, las entrañas de Chiripa hablan idioma diferente al que su boca conoce: su pensamiento es libre, su voz es diplomática, que indaga y sopesa, que no expulsa palabra de pardillo que a sus intereses desdiga, contradiga o desdiche. Así de pollo se aleja Chiripa en concordia consigo mismo. Por sobre la acera bracea muy a su gusto. La expendedora de diarios y porquerías admira la espalda de su deambular alejamiento, y al ser ella mojigata musita con respeto: «¡menudo hombretón! Ya me gustaría tenerlo como yerno, que mi Rosita no aspira ni a la trigésima parte, de lo escasita que es y de lo monótonos que tiene los encantos... ¿que es un poco deforme el catedrático? ¿y qué quieres, Rosita? De la hermosura no se come y poca herencia te va a corresponder... él en cambio es una ¡Inmiiinencia! con el futuro ganado». Chiripa incuba pensamientos al distanciarse. Muy orgulloso abraza su periódico contra el sobaco. Desmenuza el estúpido episodio con la expendedora. Ingrávido camina: no piensa, induce; no siente ni se enternece, calcula; no analiza, sopesa; no saluda, se pavonea; jamás insulta, define; no amenaza, advierte... cuantifica la duración de las sonrisas: «un segundo por debajo es desprecio, uno por arriba es hipocresía», repite cuco su sofisma. No existen en su idioma gestos, comisuras, arqueamientos de cejas, lágrimas ni asentimientos; cada movimiento de orejas, cada respiración, palpitación de menos, transpiración de más o aparente traspiés son el premeditado cálculo de una coartada, una bajada 19


La venganza del objeto | capítulo i

de pantalones, imploro de adelanto o ascenso, ofensa de nuera, o hiedra que trepa sobre otro produciéndole aplastamiento. Chiripa, el deforme hombre que sólo una cosa teme, gira la última esquina —nunca olvida si va o viene—, y sus ojos renuevan con indisimulo el odio a los descastados: en sus bruces se da con P2, la Catedral que tanto adora. Dice así el rótulo sobre el majestuoso portal: Instituto Internacional de Estructura de la Materia. Ya sobre las escalinatas brota ascosidad renovada en su vientre, cual pus interno que le causan letrados (ilustrados no del número, sino del palabreo y la humanizadora flema), amén de otros mendigos: dos nuevas pintadas luchan con las antiguas por hacerse un sitio. La primera, bajo una ventana, «no hay funcionario bueno que no esté muerto». «Maldito sea el resentido que la hizo», piensa Chiripa que no conoce deslealtad contra su gremio, a no ser que su currículum esté en entredicho. La segunda, en pleno rostro del relieve a Ramón y Cajal, «Margarita no me esperes a cenar esta noche», epigrafista este lleno de pervertimiento desusado, aunque más gracioso. Ya dentro del hemiciclo lanza una última mirada: la muchacha anotatodo le despide desde lo lejos, apoyada en la esquinita de la calle, muy sonriente. Chiripa, el naturalizado, aunque no siente, un fuego le nace muy parejo al que los humanos básicos enseguida reconocemos: su corazón asciende a sesenta y dos pulsaciones. —¡Buenos días, Mariconchi! —saludó a la bedela, quien se puso firme, en su garito a modo de gallinero—, ¿qué tal tu pequeño? Abrígalo bien, que este tiempo... —Muchas gracias. Veo que lleva usted el periódico: imagino que allá arriba harán una fiesta —decía la bedela muy gallinosa y sincera a sabiendas de lo que se cocía. A entender daba el purpúreo que nada sabía, antigua habilidad en darse importancia. A punto de coger el ascensor volvió a susurrarle su altilocuente vientre, «modesta y muy buena es Mariconchi... ¡pena que se codee con la insignificancia y no con lo Fenoménico!, que sea auxiliar de auxiliares... y tan feucha». Ya dentro del elevador, a puerta abierta, nuestro observado vio a Mariconchi dar informaciones a la hermosa muchacha de la libreta, lo cual 20


Natumásrraigualaleza...

al estar él a recaudo del hemiciclo, ya evidenciaba un verdadero interés por su ilustrísimo esqueleto de numerólogo. Su alma de caviloso al apretar el botón del último piso achicó todo el orgullo acumulado, y recalcó con ahínco toda la verdad de su dislocadura, en un solo sofisma purpurino: «una sociedad se funda y regula con el establecimiento de currículos fiables y cuantificables».

5 Siempre que desarrugamos el mundo arriba está el cielo. Y al suyo propio se encamina nuestro hombrecillo, y piso a piso se agita en su reconocimiento, se enseñorea a sí mismo, cual caudillo que aplaude las palabras suyas. Se quedaron las mazmorras por debajo, en el subsuelo: cientos de animalitos, mamíferos y de los otros más invertebrados, que de su apuro, de su sangre irremediable dejan extraerse muchos beneficios para los hombres comunes: de bilis provocada a cien rumiantes, vacuna para hepatitis... dos familias de chimpancés con sus cuerpos avivados de tumores, un artículo sobre el grado de metilación de la división celular... mil estómagos reventados de ratones, hipótesis muy fina sobre la naturaleza del hombre... cincuenta cobayas de todos los colores diseccionadas, con sus cadenas de aminoácidos trituradas en pro de meritorio descubrimiento, que un gen se expresa en una célula de una manera y en otra de otra. Asciende el elevador. «Primer piso —dice una señorita de voz metálica que parece vivir encerrada tras los botones—: Departamento de Biología Molecular. Segundo: Departamento de Zoofitología. Tercero: Ginecología Menstruosa. Cuarto: Sala del Espectómetro de resonancia molecular... pi, pi, pi... tomar debidas precauciones... cafetería, lavabos y servicios. Quinto piso: Sección de Química. Sexto piso: Laboratorios y habitáculo de Ética del Padre Solís. Séptimo: Sala de Simposios y Financiación». Y en un último estirón del ascensor, dijo la voz encarcelada: «Octavo: Despacho del Munífico Director... Departamento de Física Teórica». Chiripa no es el director pero está por ello, a lo que dedica todos 21


La venganza del objeto | capítulo i

sus ronquidos nocturninos. Al salir del elevador veinte comadres de la Ciencia y trece varones también con bata, enrabiados aplaudían en compasada Feligresía. En corrillos se les distinguía, por afinidad con la Efectividad a la que se apuntaban: los biólogos con las biólogas, los ginecólogos en un rincón, los químicos en el centro con chamuscadas probetas en los bolsillos de sus batas, secretarias de falda corta todas juntas, y al fondo, algún subalterno ascendido desde las mazmorras, singularizado muy bien por manchas de plasma, de sacrificado mamífero en pro de la felicidad general, la de nosotros los alegrados comunes. Se pavoneaba el oficiante Chiripa con fingido gozo y modestia aparte, en braceo humilde, mas por dentro su orgullo era confitado. Un biólogo de medio rango y actitud plegadiza le dio una palmadita, tufillo de mendiguez y soborno, mientras comentaba a su ayudanta en ignorantismo y mutis severo, «esta mañana las esporas del experimento 115 me se han congelado». Con un gesto enfrió el directorísimo los aplausos, y cedió su autocracia para que Chiripa hablase. Con palabras blandengues comenzó el purpurado su Predicamento. Le advino un gesto portátil de perder casi el sentido, emoción tan fingida que al lector no le pasará desapercibida, cual destaca un desconchón en una pared impoluta. Mentira primera. Segundos después, palpado con énfasis el pecho, muy achacadizo, confesó no tener palabras... «¡perdónenme... queridos amigos... en las letras soy un mendigo». Segunda mentira, que sabía las que quería, por más que no le daba ningún mérito; y tercero, el mentirón doble: mostró honramiento a sus menospreciados, y expresó sentirse a gusto entre sus compañeros: «os quiero... me siento aquí con vosotros como en casa». Mucho odiaba a los allegados de disciplinas «trasteras», como él las apodaba, toda la reata de biólogos, ginecólogos, administrativos y químicos de tres al cuarto, cuando sólo la Física gozaba de perilustre. Analice conmigo el acreditado lector el discurso de Chiripa, el consabido juramento que el sabio hizo a los corrientes: «Desde que Stuart Mill estableció la sagrada inducción ha llovido mucho. Fue un zapatazo contra los chismes filosóficos que pusieron a la Humanidad en un enredijo, hasta el cuello 22


Natumásrraigualaleza...

encenagada. Comenzamos entonces a ver la luz: el humano le pidió al sabio la felicidad y hubimos de trenzarle a la Naturaleza sus moños, hasta entonces desgreñados. Toneladas de hechos hemos producido y analizado desde entonces. En dicho dominio natural ejercemos hoy nuestro poderío, una vez cuadrada la campechanía del universo. Hicimos mapas, le pusimos rayas a los océanos (unas longitudinales y otras echadas); ceñimos las salvajadas a su sitio, a las reservas naturales, aumentando así el dichoso espacio que al humano corresponde; pusimos una bandera y un pie en la Luna, revolucionamos los motores, redujimos las distancias para que el humano pueda, con unas moneditas, aproximarse a sus queridos... y sobre todo hemos curado las peores enfermedades, y así pueda el humano dedicarse a lo que le es natural: el recreo y su ocio. Hemos colocado las cosas en su sitio: la fe, la opinión de todo lo que no es medible, pesable o reducible, la filosofía, las lenguas y las artes... conglutinadas todas en la desprestigiada zona de los credos. Hemos liquidado de un puntapié la Espontaneidad y su facultad, la cochambrosa intuición que sumió al hombre en la idolatría: arriba la Ciencia pura...». Todos los presentes muy convictos levantaban las barbillas hacia el fervorín que había esparcido la voz purpurina. Una vez tuvo a la clientela de su parte, ahogados ya los aplausos, cuando las secretarias, muy alegradoras, dejaron de agitar sus imaginarios pompones, y se descendieron con falso pudor las faldas, excitadísimas por dicha Pujanza que flotaba en el recitáculo, Chiripa lanzó las prerrogativas para el futuro: «Fecundidad, hermanos, y desestimemos aquello que la Ciencia no asegura. Una vez el objeto lo hemos acorralado, medido, pesado, aislado de sus familiares, despejado, coloreado, contrastado y clasificado... una vez desprovisto de su natural Espontaneidad y Superstición, se pone de nuestro lado; y de encontrarle nosotros merecimiento de objeto estudiable, en pro de extraerle Dicha Universal, ponemos nuestra máquina a funcionar. El objeto se ha sustanciado en hecho, y el hecho en fenómeno, y le suponemos cosas, y qué hacemos entonces, ¿eh?... lanzamos hipótesis, y: deducimos, inducimos, desestimamos, describimos, corregimos y 23


La venganza del objeto | capítulo i

refutamos... le damos la vuelta al objeto, y le buscamos las ternillas, y: analizamos, resolvemos, dilematizamos, colegimos, generalizamos y ergotizamos... y nos pagan... y eso nos satisface, y lo devolvemos tecnologizado a los empresarios que lo distribuyen y popularizan, ya como artefacto del que rezuma felicidad y dicha. El objeto no sufre, pues se prestó al martirio de nuestro servicio, una vez del azar le despojamos». La muchacha anotatodo entró con Mariconchi en la improvisada sala donde estaban los reunidos. Cariñosamente la acompañaba del brazo. Chiripa se regodeó en su triunfo, mas adivinando que sería periodista acabó salmodiando a su rebaño diario en mano: «Hoy formamos parte de la Excelencia. Hoy dice aquí que nos revalorizamos. Hoy nos han concedido los dineros por cuatro años... nuestro último hallazgo nos avala: ya se habla en todo el mundo de nuestra manera de descubrir... la conexina 26 es el añorado gen que nos hará reconocer la enfermedad del 90 por ciento de los sordos... ¡a trabajar! Y sólo una cosa hemos de temer: la fechoría del objeto, o lo que es lo mismo, que la realidad se nos vengue». Muy colmada por la arenga la tribu brincaba enaltecida. Los ensangrentados del subsuelo chillaban «¡hurras!» de acuerdo, los administrativos los imitaban, las secretarias despilfarraban sus encantos a ver qué... y el hechicero, el Padre Solís bendijo el acto con palabras extrainductivas, que a él le eran permitidas aunque muy pitadas. El jefe de la banda, también llamado Alí Babá, con remango de mandamás satisfecho, con sus cien pares de ojos, daba orden a las botellas de barato cava para que se descorcharan: la Efectividad comenzó su reprimida borrachera.

6 El más exquisito lector sabe que todas las metáforas son verdaderas, pero, en nuestra obsesiva convicción de que algunas son más acertadas que otras, nos debemos a la escrupulosidad: el ojo ve lo que la lengua descifra y debo ser muy acertada para que 24


Natumásrraigualaleza...

el pedazo de naturaleza que describo (la del observado Chiripa), en la imaginación del lector se prefigure exacta. El tan perfecto sujeto que analizamos a solas se quedó en su despachito, habitáculo adosado al despachazo que aspiraba, el de Alí Babá, por el que él tanto intrigaba. Por ser el suyo despacho secundario no tenía ventana a la calle, sino a un deslunado, acorde con el favoritismo que tan bien entendía su vientre que habla: «en próximas vísperas ocuparé el despacho que mi rango patrocina». Mientras tanto se conformó con tangentear al lado del otro. En su mesa muchos informes por redactar, artículos que corregir, cartas por abrir... sobre la mesa un dossier llamó su atención. Sentíase un tanto victimado al ocuparse en asuntos de chupatintas; él, que detentaba currículum tan consistente y purpurino. Era un tocho sobre trayectoria de proyectiles, a encargo de la comisaría de policía local. Pero como su Pujanza era infinita, llamó a su secretaria todavía medio lela por la borrachez, y la comisionó con cientos de intendencias y nuevas órdenes. El purpurado Chiripa se puso un guante de cuero, y junto a la ventana, a su mascota ofreció una caricia ártica.

25



CAPÍTULO II

La primera soñadera del purpurado

7 Se preguntará el curiosísimo lector que todo lo quiere saber, cómo nuestro observado, tan escatimoso en asuntos de corazonadas y demás sensualidades, carantoñas le susurra a una mascotilla. Podría pensarse que su odio a los hombres se transforma en amor y pegajosidad por animaluchos y demás bestias incapaces de encarársele en nivelada competencia. ¡Increíble pero falso!: su ascosidad por piedras, flores, animalidades más o menos puercas y humanos es muy equitativa y parigual: repartida la distribuye en todos los conocidos reinos. Explicaré cómo, desaliñado en lo sensitivo, obturado para amar las cosas insignificantes, un día adquirió una mascotilla. ¿Cómo le vino en gana lo de ser mundano? Hace un año vio llorar a su secretaria y al preguntarle el porqué, esta le contó su sufrir: «mi perrita está muy enferma y creo que va a morir». Chiripa, en apariencia humano, intentó consolarla para que arrimase el hombro y no se metiera la ociosidad en el Cundir. «Señorita, no se ponga así, su perrita no es tan importante como los millones de niñitos que sufren desnutrición; además siempre podrá encontrar otra igual, y si no quiere que su muerte sea en balde, tráigala al laboratorio para que de su desahucio podamos extraer al menos un experimento rimbombante». Como la muchacha no dejaba de llorar se sumergió Chiripa en una sucinta meditación, y comprendió que hay sentires que no se ciñen a la Efectividad, que son propios de desconocidas entrañas, sentires que les advienen a los atontados por la Improvisación. Entonces nuestro héroe quiso 27


La venganza del objeto | capítulo ii

ser más al emparejarse con lo menos. Se compró: El libro del mastín español, La alimentación equilibrada del canario cantor y el periquito, El gato, un felino doméstico, Cómo construir un acuario de peces tropicales, La apasionante vida del gusano de la seda y El cuidado de las plantas de interior. Media hora tardó en restaurar el orden de su encéfalo inhalando dicho atontamiento: lo que tardó en leer cien párrafos de aquí y de allá. Calmado su espíritu, que no soportaba maldita duda, apostilló su veneración a la Pujanza: «el hombre nació hombre y por eso su superioridad se apunta a la Dominación que le corresponde. No pueda un aspirante a cátedra mantener la gula de un perro, ni sacarle de paseo, ni admirar a los peces coloreados, ni invertir dineros en pescado por mucho que a los gatos les guste, ni embobarse con el chirriar de pájaro alguno, ni esperar que al encapullado gusano le dé por ser mariposa... ¡y con respecto a las plantas!: el ciclamen es delicado, la adelfa crece mucho y es amargosa, apesta el jazmín, y trepa el arrogante ficus, exclusiva cualidad de los humanos que imitan a la enredadera». En estas se veía Chiripa cuando, en la última página del mamotreto de las plantas, barruntó la solución: una planta sin flor que te infle o distraiga, que soporta muy bien la sed, que no necesita prácticamente tierra, y muy difícil de robar. Ya se imaginará el leedor que hablamos del cactus. Así solucionó nuestro ser especulativo el asunto de sentirse mundano, y rápidamente se desatontó, y compró dos, uno para sí y otro para restaurar el sufrimiento de la secretaria, la misma tarde que enterraba a su perrita, más sendos sobacactus guantes. «Sirva el hecho para que otros me admiren», se decía complacido, «qué haría yo sin mano izquierda que a comandar esta fábrica de felicidad me ayude». Muchas veces, separados por un tabique de plástico, jefecillo y secretaria, al tiempo, enguantados, palabras de amor vegetante musitaban a sus respectivos urticáceos. De vuelta al presente, estaba Chiripa en su despacho, embobado de sí mismo y henchido por el discurso que había dado a todos sus homogeneizados seguidores...

28


La primera soñadera del purpurado

8 Perdóneme el lector la actitud que sigue (que le viene al caso), y pase el epígrafe quien nada quiera saber de esta servidora que escribe. Que una quiere, como es tan científica, mostrarle al lector un botón, el tal Chiripa, para que su curiosidad, amplificando el escudriñamiento, saque muy lícitas deducciones. Que aunque prometí no dedicarme al enjuiciamiento, actitud en mí de sumo entallada, muy austera como soy en minuciar pecados, no pueda pasar yo esta oportunidad de decir lo que pienso. Hoy, de un dolor canino, se me ha muerto Paco, el anciano setter irlandés que conmigo jugó desde chiquitina, cuando todavía era mi costumbre pelearme con nenas, que como yo portaban moñas o apretadas trenzas. Su sustancia era mi seguimiento, de incansable y nada impávido, que teniendo por rutina la de cuidarme y protegerme, cual oficio y bregadura extenuante, nunca tuvo por ofensa el dejarme sola, por dedicación a lo que le venía; es decir por ordenación de lo perruno; que hasta engullendo alas de pollo, lo que era su satisfacción y manjar, no me perdía del único ojo que le funcionaba. ¡Maldita sea mi estampa y torpeza! Siempre estaba esperándome. Maldita sea yo por retrasarle el goce de verme mucho, empecinada en el ancestral argumento de ser yo tan humana como él can: que él nunca tuvo otra generosidad a la que deberse, tal como yo, adolescente a otras me di. Dicen que la fidelidad no es una virtud, pero sí el amor constante. Bendita sea su ferocidad reprimida para conmigo, por mucho que a estirarle el hocico, cual trompita o trufa de agujeros bifocales, molestia nasal le causase. ¡Maldita sea yo si alguna vez me olvidase de sus ojos, el de ver y el de atormentarme! ¡Maldita sea quien esto no lo entienda!, ya porque no lo tenga por corriente en su naturaleza, ya por ponderado aprendizaje, ya por sistema. ¡Maldito el naturalizado!, que llama a la Santa Madre «natumásrra» despojándola de lo hermoso, vendida como esclava a sus axiomas y excentricidades. Maldita sea la Fecundidad, el Predicamento de leyes naturales y 29


La venganza del objeto | capítulo ii

el civilizador ánimo que se mofa del frenesí, del desocupado observador de una flor o un brote, por la cuantificadora propensión de sacarle a la Natura una asombrada ley o un mote. Maldita sea la Pujanza y la Efectividad a la que se deben los que rezan dicha fe desespiritualísima: desde el agujero de sus corazones, extraen fórmulas, principios y demás eruditas permutaciones. ¡Maldito sea el marrullero!, que aún creído de ser muy sistemático, se apoya en sus prejuicios, ya preopinando con el «más por menos es menos», ya como subalterno de Arquímedes el sabio. Póngase el lector a favor de mi dolor y contrapeso, que aunque el espacio sea como la nube de curvo, en forma de yugo, o como el destino de mi Chiripa de rectilíneo, yo he de habitarlo y seguir viviendo; pero que nunca me olvide del hueco que me deja, que no me olvide del rastro cariñoso de mi Paco, siempre a mi merodeo, ni del color rojo de su pelo, ni de otros mundanos pormenores. ¡Maldito sea quien adore al cactus!, no porque el cactus sea cactus, ni por su manía multipincha, sino por tener a los demás naturales en su desprecio. Maldito sea el que cuente «palpitaciones» y de ello reproduzca ecuaciones, si con ello es la «corazonada» la desmoronada en las actuaciones. Siga el lector, tras el inciso, en la observación sistemática del propósito que nos entusiasma: el del observado Chiripa.

9 De vuelta al presente, explicada la historia de cómo se le humanó el espíritu al apropiarse de su mascotilla, y sobado el cactus, estaba Chiripa en su despacho, encandilado de sí mismo y henchido por el discurso que había espetado a sus beatos. El hombre sin sombra abrió el mamotreto de la policía y se puso a trabajar. Dibujó trayectorias ideales de proyectiles, hizo integrales, diseñó gráficos, miró fotos del lugar del presunto hecho, tachó las hipótesis del burócrata de guardia que hiciera el primer estudio, miró transparencias, analizó texturas y resistencia de materiales, 30


La primera soñadera del purpurado

planteó hipótesis muy dignas, imaginó balas paralelas, introdujo correctores estadísticos para proponer la fiabilidad. Efectuó más trigonometría, rompió el primer borrador, y comenzó de nuevo: trayectorias ideales, integrales, otra docena de gráficos, más fotos y con lupa, texturas de las paredes, novedosas hipótesis, y nuevas percentilas. Acudió a otros campos de investigación menos reputados que la física, y en una hora concluyó: «Acrobática fue la bala que recorrió figuras paralelepípedas con uno, dos, tres, cuatro y hasta cinco rebotes en innúmeros tubos y enseres metálicos de la fábrica. La mala suerte hizo que el proyectil —que había adoptado la forma de una moneda al golpetearse viajando— se incrustara en el riñón del obrero asalariado, el que encabezaba la pacífica protesta, tras herir levemente a otros cinco también desposeídos. No hubo dolor, sino muerte súbita, reventamiento de hígado, páncreas y riñón, amén de un montón de destrozos varios. El antidisturbios había disparado al aire en actitud de amedrentamiento y mató al obrero que huía. Sesenta y cinco coma cinco por ciento de fiabilidad. No hubo intención». Llamó a la secretaria para que devolviese su informe donde procediese, después de darle a él una copia para exaltación de su currículum. Dio gracias al objeto por amoldarse a sus cálculos y descansó. «Nada hay en mi informe... —le comentaba altivecido al bocadillo de chorizo que se engullía cada mañana— nada de conocimiento medular, de Improvisación malsana, de compendio de saberes menores, ni de parecimiento a las humanidades... sólo poderío cuantificable; nada hay en mi informe de conocimiento triposo, de ese furor que desprenden en condominio monjes y demás ideólogos morales... sólo lectura viva de finos indicadores». Nada le decía la fulminadora bala que deshizo el riñón, ni la cuantía inimaginable del dolor del insignificante —mal se pliega el dolor a la estrictez de un gráfico—, ni el metafísico escozor del victimado por no llegar a viejo: «que valorase el ético ese mundillo futuro del obrero que absorbió la bala»; menos, si se puede, le inquietaba la viuda involuntaria, por serle esta cuestión civil y técnica: todo el descoyunto nefrítico se doblegaba ante el hecho, ante la bala que cumplía su metálico cometido: acabar de 31


La venganza del objeto | capítulo ii

ser bala, viajar y rebotar hasta que algo más duro la pare, en este caso, un riñón, que siendo menos consistente y de más carnosa complexión se apoderó de ella, muy acusada y dolorida como iba de tanta golpeadura. Mientras la secretaria redactaba su informe Chiripa comulgó: dio gracias al Hecho Cósmico, al big bang que en sistemático Plan seguía disponiendo hechos chiquitos que a su purpurado cociente intelectual sirviesen. Diez padrenuestros se autoimpuso recitarle a su intestino (el principio de Arquímedes en versión original, en griego), y dos avemarías, un rehervido a su antojo de las leyes de Coulomb (las del «más por menos es menos...», etcétera), y las de Boyle-Mariotte. Con la tarea acabada, rezado y con el sabor del chorizo todavía lúcido en la memoria de su gusto, se rezongó. Ahora podía dedicar toda la mañana a su único entretenimiento, sopesarle la valía a su currículum hermoso, y admirar diplomas apiñados en las paredes de su despacho. Y así lo hizo durante un buen rato.

10 Abrió el cajón de su mesa y puso la mano derecha sobre su currículum, que aunque no engordara más, ya era inmenso tocho. Ciento cincuenta páginas en las que él mismo había minuciado los logros de su Naturalización, cada cual adosado a un momento de dicha orgía reflexionante: artículos, tesina, tesis doctoral, más artículos, congresos, ponencias, comunicaciones, visitas a universidades privadas y públicas (de este y de otros continentes, incluso sus aprovechadas vacaciones tenían un hueco pomposo, aunque fuera la visita a un museo, o la colaboración con un coleguilla)... cada pestañeo, mirada oficial, chaqueteo oficioso o gloriosa comparecencia a modo de cohecho allí se significaba. No había sitio para el desgano en lo agitado de su hacer, en su camino hacia la Pujanza y el Cundir. Se apretujó contra su dicha con la mano derecha como antedije, sobre el tocho, la izquierda sobre la perilla de sutilizar ventaja a sus auxiliares, y los ojos 32


La primera soñadera del purpurado

en estregamiento por la pared, con un suspirar dignificado en cada estación, revivida de memoria cual Vía Crucis: congreso de Praga, Melbourne, Pekín, Zaragoza, Zurich, Guadalajara (la de aquí y la de acullá), Boston, Oporto, Algete, Francfort, Chicago y Albacete. Todos al batiburrillo, pues para la codicia del curricular tanto valía el de la ciudad más encumbrada y lustrosa como el de la más insignificante. Desenredado el cálculo de la bala, almorzado, palpado su currículum, y con el relumbrón de sus diplomas todavía en las bolas de sus ojos, le atacó lo que se llama «la soñadera del funcionario», y soñó: cuarenta forajidos reunidos chillaban en rededor suyo, nada escatimosos en vítores a su favor, pues era él único jefe de la banda. En lucimiento Chiripa pronunciaba estas palabras: «¡No hay Azar!, ¡no hay Azar, no hay revoltijo ni carambola!, y si aparece lo axiomatizamos con nuestra inducción vomipurgante, lo traspapelamos entre la Fiabilidad, entre un porcentaje, lo descambiamos por una mentirijilla, o por un inventado índice correctivo, o si es azar muy reincidente se lo endosamos a los odiosos filósofos, siempre a la zaga de lo imposible. Nada se interpondrá entre nosotros y el Cundir». Pero los forajidos respondones le abroncaban con monotonía, «¡la jefatura no soporta la soltería!», y otros menos plegadizos al sistema chillaban, «¡acaso existe un rey sin mujer!». El motín se le escapaba entre las rendijas de los dedos, y sobre una roca aparecía la muchacha anotatodo enfaldada y con túnica vestal. En ese momento Chiripa notó en su hombro una palmadita: era el tal Martinich y salió presto de la soñadera. Cerró avergonzado el cajón donde duerme su currículum o devocionario, y así dijo: —Me he quedado embelesado —adujo disculpas purpuradas—, ¿qué ocurre, Martinich? —Echoy pecupadíchimo: la parchícula ventitrech noectá. Recuerde el lector que este no inquietaba a Chiripa por ser parido muy lejos, allende el quinto pino, lo que la endogamia entiende muy bien y chafa. Y eso que meritísimamente dicho auxiliar extranjero investigó en Ingeniería, Física y Matemática, con innata inteligencia, y que se afamó con trabajos sobre cromatografía de los gases, como creo ya haber dicho. La secretaria, 33


La venganza del objeto | capítulo ii

con mucho miedo bajó su falda, puso la seriedad de su atuendo a la causa, y ofreció a su jefe un café en vaso de plástico. Chiripa con Martinich hacia los laboratorios se dirigieron. En el ascensor con su fregona motorizada iba la chacha, hija de Fonsi, otro de los aspirantes a usurparle el puesto, muchacha que metió Chiripa de fregatriz para humillar a su progenitor, y oxidarle así un tanto los merecimientos, en la convicción de que zancadillear el currículum de extraños repercute en el propio. La chacha, pese a ser licenciada, goza de mente básica y se llama Luisi (aunque Chiripa la apoda «la alegría de Fonsi»). La muchacha se quedó en el habitáculo del Padre Solís para qué sé yo (no lo sabe todo esta narradora). Ya solos en el ascensor los dos eficientes civilizadores murmuraban: —¿Es muy grave? —¡Yo qué ché! El acento de Martinich no dejaba lugar a dudas: nacido de padres viajantes, sin hogar, con dos o tres lenguas madres, con dos o tres culturas atiborradas, sin antepasados, con mil complejos variopintos... o sea, un ciudadano del mundo, de ese mundo que es de ninguna parte. Muchos bromeaban sobre esta postiza procedencia: decían unos que si nació en Suiza, que si mamó en Australia, que si fue parvulito en Montevideo, que si estudió en Estados Unidos y se doctoró en Copenhague, que se enamoró en Estambul y que se separó en La Habana. También se dice que estos trilingües, malheridos de insipidez se cobijan mucho en su profesión, cuélganse de su prestigioso gremio, al que le son muy fieles, como hace el provinciano con su terruño, que una vez a él embrazado no hay quien le separe. Chiripa en el ascensor seguía inquieto por el sueño del que le había sacado Martinich. Hacía días que le atacaba con insistencia, desde que hiciera una estadística muy portátil y doméstica, a la que adosó morrocotuda reflexión: «fulanito el de bioquímica, sí... zutanito el de matemáticas, también... el que estuvo en la lectura de mi tesis, por supuesto... mi jefe, ni te digo, y bien gorda... ¡por San Newton! que todos están bien matrimoniados, de lo que se deduce que una cosa va con la otra, que no hay 34


La primera soñadera del purpurado

catedrático en soltería. Pues si tiene uno que ensobrinarse o acometer entroncamiento con mujer, ¡sea!».

11 Ya en el laboratorio yo no sé exactamente lo que pasaba y sólo contaré lo que vi con mis ojos, estos de escudriñar a la Feligresía que nos ocupa: Chiripa miró por el visor para encontrar la sustancia escurridiza. «¡Maldita sea su estampa!», le gritó al microscopio electrónico, y se puso a trabajar. Como era muy digno de escrutar todos dejaron de lado sus quehaceres, y cerraron un corrillo de admiración y silencio en el que quedó sumido nuestro purpurado. Se movía a lo loco, cual globo al que se le suelta el aire, cual hombrecillo que ha perdido la coherencia, y no era para menos, pues de no encontrar a la partícula (la pieza, el objeto, la sustancia, la molécula o lo que fuese), deberían devolver los dineros de dicho proyecto que les anticiparon por delante. Cada poco echaba un ojo al visor, se iba a otra mesa, encendía un láser, bombardeaba una fina pantalla con rayos muy modernos, acometía un proceso de solidificación, miraba el reloj, chillaba: «calentadme el aminoácido, ¡rápido, manipulación química de esos péptidos!», analizaba un cultivo celular, volvía a mirar el visor, se tocaba su perilla disuasoria, la de aventajar, ¡sí, la de adensar las diferencias!... y a la hora de hacer eso y cosas peores, encharcado en obcecación y sudores muy endocrinos, gritó: «¡ya tengo la termorregulación, que alguien mire por el visor!». Allí estaba lo que fuera y todos, incluida la muchacha anotatodo que miraba apoyada en un rincón, aplaudían y con razón. Chiripa, será lo que sea, pero su popularidad la tenía bien ganada. Pasados unos minutos Martinich insinuó una duda. —¿Cheguro que ech echa, la ventitrech? —¡Por todos los empiristas marrulleros de este mundo! —exclamaba muy ofendido nuestro héroe— ¿acaso existe el azar?... ¡mírala bien Martinich! y dime si es la partícula 23. 35


La venganza del objeto | capítulo ii

La remiró diez veces y no le parecía, pero cualquiera contradecía al energúmeno que llevaba escondido el cuerpo insignificante de Chiripa. Poco a poco Martinich se convencía y asintió con la cabeza. —¡A ver!, ¿cuántas posibilidades hay de que no sea? —preguntó Chiripa en voz muy contundente, dirigido al respetable. —No muchas —declararon algunos estereotipados. —¡Quiero un número! —Doce coma cinco por cada cien —precisó el más virtuoso y arriesgado. —Ese margen de error no es moco de pavo, pero los he visto peores —dictaminó Chiripa, y siguió sermoneando con propósito de arenga—. ¿Qué margen de fiabilidad creéis que manejan en París o nuestros colegas de Boston?... pues a veces menos. Debemos ser arriesgados, fructíferos y positivos si queremos servir a la sociedad que nos paga. Además el objeto, con el que jugamos al escondimiento, tendrá que poner también algo de su lado. Nosotros abominamos del Azar, pero él lo tiene por su ocio, y en esa lucha estamos, que por naturaleza es escurridizo y desertor, que se ausenta y manifiesta, y nosotros todo lo contrario: capacidad que tenemos para enderezar hipótesis y así desencuevarlo. Como los estereotipados eran todos ilustres reflexionaban por su cuenta, y surgieron algunas dudas, bisbiseadas unas, las más descomunales, y enfatizadas las otras en voz alta. Chiripa que les daba a todos veinte patadas desde su coeficiente de inteligencia incalculable, decidió sorber cabezas y les sermoneó para establecer la confianza e instaurar el Cundimiento. A veces lo más manido y falso produce máximo acatamiento. No sólo echó mano de su Predicamento que era desagraviador y muy alisador, sino de sus dotes artísticas domesticadas frente al espejo, encaminadas a la dulcedumbre: «¿No veis colegas que de nuestro sacrificio depende la salvación de los humanos? Cada logro nuestro representa una ráfaga de aliento para los más corrientes. ¿Cómo creéis que encontramos la relación entre el selenio en el agua y el cáncer?... pues buscando otra cosa, pero sensibles como somos a lo importante, 36


La primera soñadera del purpurado

entregamos el saber a los médicos para que alivien el dolor de nuestros hijos y hermanos. Y como somos humanos no sólo empleamos la deducción lógica (arma más severa con la que contamos), sino que litigamos con nuestro interés, con nuestra ansia por tener razón, subterfugio este que se las ve y se las desea con la comedida modestia. Y nos equivocamos, y muere alguien para que vivan muchos, y esto lo lloramos, y de un error imperdonable entresacamos una realidad muy estable, el movimiento de una partícula incontestable, aquí y en Japón, en repetición exhaustiva de nuestros experimentos... ¡sí, de un error, colegas!, de un error, nunca a sabiendas, de un artículo que se cae detrás de la mesa y nunca fue leído, de un simposio al que nunca asistimos o de otro al que no debimos asistir, de la conversación aparentemente inútil con un esbirro de las letras... de un borrón, en definitiva». Así les habló, más o menos, y sus estereotipados entendimientos se apaciguaron, no sin alguna duda, pero ¿cómo contradecir a quien tan bien manejaba el juramento de los sabios, la Dicha Somática prometida, y la contundencia? Se estableció en el laboratorio la Fecundidad laboral y la Fiabilidad, y si a cargo fuese de la tergiversación, bienvenida.

12 Chiripa ascendía en el elevador hacia su torre, ufanado de haber ejercido liderazgo lógico. Pensaba en la partícula veintitrés y suspiraba: la fechoría del objeto, aquello a lo que nuestro héroe más le teme, no se había culminado. Pero le había invadido el terror, máxime cuando él intuía que la partícula que se presentó, no era la misma que la que había huido porque estaba muerta de frío. Él recordaba a la legítima por un halo de cardenillo que la aparecida no tenía. Pero qué importaba, «la tergiversación si es fecunda no es tergiversación», se recordó a sí mismo con el calor del lucimiento todavía en su rostro, frase que aprendiera de niño, aquel día que se nos naturalizó. Ahora había que esperar a que la advenida partícula cumpliese todo el bullicio axiomático al que sería sometida, pero 37


La venganza del objeto | capítulo ii

tenía él buen presentimiento por lo parecidas que eran ambas, a ojo. Pocos hombres comprenden tan bien dicho conocimiento de antemano: que la conciencia errada, si es fructífera no está errada. Al pasar por el sexto piso donde el Padre Solís ejercía su cínica ortodoxia, mentalmente se arrodilló. Digo «mentalmente» porque sus creencias, al igual que sus rodillas eran bien laicas, pero cual santurrón oró a la memoria de San Bacon un rosario, al adorado escapulario que portaba escondido en su pecho: el teorema de Tales al completo, con la palmas de las manos abiertas y hacia delante, y cuando tocaba «amén», enfervorizado gritó: «natumásrra», abreviatura de su grito preferido que salía del vientre, sucio y muy parenquimático. Ya aposentado en su despachito, de reojo miró a su cactus, y le vio un hijo, un nuevo cipote con innúmeros pelillos que aspiraban a pinchos, y de tanta mundanidad como se le vino corrió a contárselo a la «secre», y quiso abrazarla de efusiva complicidad, pero la muchacha, que aún lloraba por su perrita de pelo cano no se dejó. No se desanimó, pues es hombre al que nada irrita esa soledad que a los comunes acongoja: vehementísima soledad la que con él cohabita. Al rato la secretaria pidió permiso para entrar. Traía del brazo a la muchacha que todo lo anota, por si podía recibirla en audiencia oficiosa. Chiripa se deshizo en gestos mundanos, que no le eran en absoluto fáciles. Él lanzó su mano y ella le dio dos besos, que a Chiripa, poco avezado y docto en intimidades le supieron a bendita gloria. A ella le parecía que había rozado sus labios con algo muerto, algo como un navío apoyado en suelo seco. ¡Cuán adornaría la muchacha semibonita su currículum desposada con el purpurado! Se presentaron, se adularon, saludaron, y cuando él pidió el porqué, ella se explayó: —Como le decía soy alumna de Sociología y tengo a bien hacer un trabajo descriptivo sobre los quehaceres de la Ciencia, y como ustedes, que yo sepa son los más reputados de la ciudad, ¿qué digo?, de todo el país, y si me apuran del continente completo... —¡Señorita, por favor...! —prorrumpió Chiripa modesto al tiempo que inflamado. 38


La primera soñadera del purpurado

—No, no... en mi facultad sabemos bien lo que hacen ustedes, y no es para menos —apoyó los codos en la mesa para acercarse, y con sus manitas en la cara, continuó—, yo no he de molestar, sólo quisiera el permiso para ir por aquí y allá tomando notas, poder participar de oyente en las conversaciones que tengan ustedes, hacer preguntas... todo con el debido respeto. A Chiripa le sobrevino un entusiasmo a medias: había algo de bueno y algo de malo. Le parecía el cogollo primerizo asomado de un posible chollo por venir, referido a la ilusión por un futuro enlace con la semibonita; y lo malo, lo que le desencantó un tanto, es que la muchacha no era de su facción, como él había anticipado todo el día al ver el entusiasmo con el que tomaba notas en la factoría de la felicidad. Hubiese dado algo por saber qué escribía en la cafetería cuando tanto le miraba. Pero de pronto le vino un «gas espiritual», como él llamaba a una idea mundana: «yo soy más y ella menos, y más por menos es menos, ¿menos qué?... menos competencia que tendré yo que soportar, dedicada como está la nena a saberes tangenciales, máxime si la quiero como prolongación curricular y adorno exaltado. Nada me importa que su cerebro esté a repletar de gases espirituales, de eructos de lo mismo, de chismorreos pseudofácticos, de conjeturas mágicas, de consuelo de gentecilla, en definitiva de reflexflemas». Cuando a él le venía uno de estos, aunque fuese bien raspado, se autoimponía penitencia: arrancarse un pelo —objeto en sumo trivial— y lo convertía en cien hechos contantes y sonantes, cien observaciones muy sistemáticas al microscopio que tuviese más a mano. —«Resquicios de utopía» se denomina mi trabajo —decía la muchacha, muy encumbrada de respirar el mismo aire que el genio—, aunque la utopía sea lo de menos por pertenecer al terreno resbaladizo del pasado: más bien lo que quiero demostrar es que nada hay más allá de los hechos, y que en cada anticipación, logro o artilugio de la Ciencia se encuentra el deseo personal y utopizante del humano básico. Esto le encantó al purpurado, y para saber más indagó a la muchacha: 39


La venganza del objeto | capítulo ii

—Señorita, va usted por buen camino... defíname si le viene bien la palabra «dicha». —Felicidad o dicha es, en mi opinión (que poco tiene que ver con el diccionario): afortunar somático, bonanza material... en general, el bienestar que nos provoca todo lo calculable, lo exterior... en definitiva lo más foráneo. ¡Qué lista le pareció!, y nada había en su definición que fuese psíquico, ultrafísico, volátil. La muchacha se las traía, tan joven y viva. Quedó encandilado, le dio todos los permisos, y dos besos de despedida con baba incluida.

13 Con esto y poco más terminaba la jornada laboral del funcionario. Se encaminó por la Avenida Benito Pérez Galdós hacia el restaurante en el que tenía una cita secreta y solemne. A pocos metros de él y en la misma dirección, cuesta abajo una manifestación variopinta antimundialización gritaba consignas desiguales: unos pedían limosnas para el tercer mundo, otros insumisos recriminaban cohechos a los gobernantes, o gritaban consignas damnificadas de consumidores ultrajados; algunos cándidos echaban muy de menos el mundo natural, con florecillas en el pelo, que a gritos reclamaban coles no transgénicas; y los menos mansos exigían fronteras nuevas para su pueblo, en virtud de un robo añejo que la Historia les había propinado. Chiripa no aceleraba el paso, pese a la prisa, no fuera que le confundieran. De pronto, entre dicho potaje de archicofradía distinguió a la muchacha anotatodo; ella no gritaba pero se hermanaba con la misma existencia ingenua de dichos arrebatados, muy obsesionada con rellenar en su diario. Aun así el grupo era estereotipado, hasta que se introdujo el purpurado para deslumbre de la muchacha, cual indio con un transistor en una procesión de Viernes Santo. Se pavoneaba con su chaqueta de cheviot verde tirolés, y con su braceo peculiarísimo al son de sus cartapacios, y gritaba enmudecidas consignas de la misma pegajosidad que las del séquito, sin advertir que la 40


La primera soñadera del purpurado

muchacha estaba allí por un interés bien postizo. Ella le sonrió. La gente desde las aceras les abroncaban, pero «los intelectuales tenemos libertad de credo», se dijo Chiripa, que despreciaba por igual sendos pronunciamientos: el griterío del río humano que se manifestaba y el abucheo de las veredas. Dicha soltura podía traerle problemas de ser identificado por algún chivato, pero el fin lo merecía: que la muchacha por la que suspiraba su imaginado gozo le admirase, gozo muy acusado y enteramente nuevo para el purpurado, que sólo tenía ojos para la Física, lengua para el palabreo matemático y cerebro para la lógica. Ella pensó: «quieren iguales leyes para aldeas más pequeñas». Él, en cambio: «mucho se arriman estos a la utopía, ¿utopía?... ilusión o chasco de los indigentes semipensantes y demás larvas pamplineras». La suerte hizo que reconociese a «su munífico» antes que este le avistase, lo que le dio el tiempo justo para deszambullirse de dicho lago repleto de atestados subversivos, en disimulo de atarse sus zapatos. —¡Vaya gentecilla que tenemos en este país!, querido director —saludó a su jefe. —¡Qué vergüenza, González, no me hable! —le contestó Alí Babá. González se apellida nuestro héroe, que no le calaron por muy poco, lo que le habría ocasionado gran disgusto. Ambos entraron en el salón del comedor, donde una mesa con un letrero les esperaba, «reservado al catedrático», referido a su jefe, se entiende. Comieron como cerdos, bebieron como cosacos y se sintieron como dioses, no de los sagrados que habitan en depauperada luz sobre las escrituras, sino de los de carne y hueso. Devoraron dos kilos de huevos de esturión, un cordero y ración triple de tocinillo de cielo, más café y licor del más caro; su jefe, catedrático entre los catedráticos, que decía que la Física es la madre, madrastra y suegra de todas las Ciencias, mandó al camarero devolver una botella de reserva porque estaba picada, y sin antes probarla; «González, tenemos un gran afán naturalista», le decía a Chiripa mientras tanto, y este envidiaba el salero con que despreció el vino. Durante los postres apestaron ideas políticas en diálogo 41


La venganza del objeto | capítulo ii

torpe, pues de nada sabían, a no ser de la Fiabilidad en la que se mecían. En la prolongada sobremesa del catedrático y su aspirante, por fin hablaron de lo que había propiciado la comparecencia: el jefe presentó tres currículos de mujeres para promocionarlas a candidatas matrimoniables. Chiripa estaba entusiasmado y pidió una foto para orientar su amor. El jefe que tenía sus sentidos bien raspados ya desde que era aspirante, le dijo que obedeciera a lo palpable y que se dejara de humanadas propias del fracasado, que «nada tiene que opinar el bajo vientre en estas cuestiones». Chiripa recogió los papeles para baremarlos en casa. Antes de despedirse hablaron un poco de la actualidad; ambos mantenían una fina teoría social muy cercana al «democretinismo», y mucho más dicharachera que sus pensamientos prológicos: primero los privilegiados insonoros (ellos mismos), los que juguetean con las únicas verdades sabias, la inducción y su sobrina la deducción, o sea, los que en el juego de la comba dan cuerda para que los comunes brinquen; segundo los políticos, los que establecen leyes fáciles y populachas, los que untan sus negocios con la excusa de organizar a los paniaguados; y tercero estos últimos, los alisados por su cortedad y otros más simples, conglutinados en torno a lo que se les dicte. En dicha abreviatura humana el «democretinismo» aconsejaba que estos últimos no votasen, o que lo hicieran en urnas diferentes que luego se extrapapelarían, o se archivarían, para más tarde darles una mirada y chasquear la lengua: sabios, representantes y barro... antigua concepción triangular esta muy secreta, que jamás se publicita, pues habita allende los corazones. Ya en la calle, engullidos y convictos de sí mismos se dieron la mano: mano catedrática y trepadora mano se juntaron en pacto sellado del civilizador Cundir. Se alejaron cada uno a su pulular y con fingida cortesía se despidieron. Ambos espíritus triunfadores caminaron en dirección contraria, cada cual hacia su hogar marchito. Chiripa harto contento recordaba dos sabores, el del tocinillo y el de la victoria: cuando su jefe le felicitó por el episodio ejemplar de la partícula exhibicionista, esa que se personaba o desaparecía, ya por frío, ya por compromiso, o pavoneo particularísimo y molecular. Siempre al antojo suyo. 42


CAPÍTULO III

Segunda soñadera del purpurado

14 Mientras nuestro observado llega a P1, reflexione un ratito conmigo el lector: Yo quería destripar el alma de Chiripa cual demostración, muy convencida de que no era un alma solitaria, sino diminuta muestra en un rebaño de almas ordinarias. Los hechos se demuestran, pero las corazonadas sólo aceptan musitadas «demostraduras». Yo, también me naturalicé un poco a encargo de mi padre, quien me engatusó con las Ciencias muy fecundas, y como nada hay en mí de trovadora y poetisa —aunque a veces me salen frases muy bonitas—, me siento una pizca de traidora por utilizar mis saberes en desenmascarar la negrura ventral del observado. Sólo aquellos que estén un tanto naturalizados podrán comprender las entrañas de Chiripa, y si alguien que lee, demasiado bien las entiende, que no se oculte tras la casualidad, y que urgentemente hable con su corazón. No hay almas solitarias, ni historias únicas, ni monismo... las individualidades, como gotas de lluvia que coleccionadas forman un tarrito, tiende nuestra agradecida imaginación a juntarlas, pues es sabido que nada es comprendido de no parecerse mucho a otra cosa, como le ocurre al remiendo con la tela de la que se cortó, como un ojo se parece a su legaña. Yo no conduzco al lector... yo no le conduzco a usted por los vericuetos de los hijos del cactus —Newton me libre—, sólo le muestro una borrosa estampa para que usted le despeje la ilusión, asiduidad que tiene a bien el buen aprendizaje; no le acompaño por las ilusiones de mi espontaneidad juvenil, le expongo hechos, visibles y tocables, como pedazos de Naturaleza clasificable; y también le muestro de los otros, las 43


La venganza del objeto | capítulo iii

humildes corazonadas, como el conejo en su chistera que se siente disfrazado de sombrero: verdades de allende los sentidos, ¡exasperadamente evidentes!, como la clara y la yema que el ojo presupone al meditar sobre un huevo. Sí, el ojo se ensimisma con el Hecho, como es de su redondez y naturaleza, pero «el presuponer», al igual que «el antojarse», se ensimisma con la corazonada. Tal es su pericia, por ello los hechos a todos complacen, por mucho que a nuestra imaginación, los Chiripas le dicten sentencia: ¡subversiva! De dicho pozo todos bebemos mucho: el científico por naturalizado y el ordinario porque le imita. Mas el primero se ríe a carcajadas con tino peritadas; se mofa del Imaginar, por reconocer la mala imitación que a ello le hace el hombre básico, y porque, cual Chiripa, todo naturalizado sabe la verdad, aunque la tenga embargada de tanto como está enamorado de ella: tiemblan los Chiripas del planeta ante las corazonadas de los ineruditos, como le ocurre a Dios cuando se le echa encima un competidor. Yo de pequeñita también jugué a hacer experimentos de Física facilita, pero otras lecturas me cincelaron, me infectaron: cuando más deseaba ser un espíritu puro, la filosofía, las novelas y la misma vida me enseñaron muchos rebordes. Pronto me di cuenta de mi principalidad: visionaria de vientres quería ser. Presuponer, imaginar, leerle los labios a las vísceras para entender su idioma. No se soliviante quien me lea, que para hacerse cargo de lo que habita bajo la osamenta no se precisa dolorosa vivisección... sólo requiere un aprendizaje muy medular: que todo Chiripa contiene un solo organismo, con tres cabezas distintas, y un solo gobernador verdadero. Primera: las ideas, lo que aprendemos en el gallinero de los otros —nos recubren igual aquí que en la Conchinchina—, culturales, estereotipadas, volátiles y mamadas a granel desde el censo, o dándole chupativos lengüetazos a la Lengua Materna. Segunda: las creencias por las que podemos ser mendigos muy alegres o ricachones entristecidos, o naturalizados como el Chiripa que nos ocupa; están agarradas como veredictos que en juzgavidas nos convierten, y no modulan ni cambian hasta que la muerte las transforma en licuada cadaverina. Tercera: la verborrea; con ella legislamos, musitamos y nos asinceramos, y 44


Segunda soñadera del purpurado...

otros como el purpurado mienten, ¡siempre!, pues es su deleznable sino. Ideas, creencias, verborrea, más el estuche de cuatro pedazos de carne, completan todo humano organismo. Así, aficionada a desenmascarar forajidos, nació de mí un colgadizo: la novela de la sospecha, muy apta si de provocarle sofoquina a los fabricantes del hecho se trata, contra los inflados Chiripitas, y otros más disfrazados, que no gozan de la sinceridad del purpurado, ni de su trasparencia.

15 Engolosinado en sus teorías, celebradas en la imaginación, escuchándose propias soflamas ventrales llegó Chiripa al hogar: «en P1 me autohago y en P2 me pavoneo», se musitaba autoafirmado, «hágase, en mi casa recluido, el currículum que en la catedral me ensalza: la sociedad se funda con el establecimiento de currículos fiables y cuantificables». Dicho rezo repetía cada vez que entraba en su pisito, una vez saludado Esférico, el portero, el carcamal de cilíndrico perímetro al que Chiripa endosaba doloridas reflexiones, por el poco aprecio que le tenía: —Buenas tardes, señor González. —Pues buenas tardes —le había contestado Chiripa esa tarde—: ¿ha leído usted el periódico?... una estrella ha sido descubierta en una galaxia muy lejana, a ciento cincuenta mil años luz. —¡A dónde vamos a llegar!, desde luego mire que hay gente lista en este mundo. —Sí señor, la curiosidad del hombre es infinita, pero hay que ocuparse también de las cosas de este mundo —catequizaba el purpurado fingiéndose humano—; aún queda mucha hambre por quitar —le dijo muy oficioso, desde el rincón más detestable de su cogote naturalizado. —¿A descansar? —preguntó la obesidad engaritada en su cuchitril. Le dio a entender que sí, que estaba muy agotado de tanta trabajera. 45


La venganza del objeto | capítulo iii

—¡Buenas tardes tenga, querido portero y amigo! —dijo Chiripa que era diestro con la palabra, mientras sentía por dentro mundano desprecio por el gordo, desprecio muy obediente a su zurdería ventral; «hasta luego, trozo de barrizal», pensó. Lance un «¡hurra!» el lector, que pocas veces acontece imagen tan ilustrativa: dice «A» el purpurado y piensa «B», o lo que es lo mismo, el derecho de boquilla es zurdo intestinal. P1 es un pisito de alabastro, cárcel como antedije de los dos roedores, uno sin pena —Chiripa que lo habita muy a su gusto—, y su padre, gris reo que lo cohabita atormentado. Los dos González mantienen sana convivencia: dialogan poco, se respetan menos y manejan una cordialidad secreta. Nada sabe esta narradora de González padre, que por los años que amasa tiene cara de anciano, la ensimismada mirada del que vive del pasado, como removiendo de memoria mil hazañas, todas prescritas: si algo debe ya lo ha pagado, si entre sus manos se quebró algún plato, el viejo de los viejos, el tiempo ya lo ha reparado. Es la ancianidad triste y durísima de quien no vive, sino perdura. Sienta el lector la misma lástima que yo por este viejo de viudedad en la expresión... canas que sólo esperan Dicha Somática, como diría Chiripa. Mansedumbre pide al tiempo el viejo, y que no le venga con sobresaltos... sus ojos suplican a lo venidero que se lo lleve sin dolores. En P1 Chiripa se autohace y González padre, entre las mismas rejas se derrite. Hay un ser más en dicha angostura espacial, aunque no cohabita: «la chacha cochambrosa», «la alegría de Fonsi», Luisi, la de la fregona motorizada que mantiene a raya el polvo del Instituto, y también el hogar del naturalizado, por mandato de este, para mayor rebaje y detrimento del currículum de Fonsi, rival y aspirante de la misma cátedra por la que nuestro observado suspira: no hay torpeza en el cálculo de Chiripa tramado con el vientre: «más por menos es menos» (Fonsi por Luisi es menos), se dice mientras la ve tirando de plumero. Sí, nada sabemos de González padre, salvo que es aparente y muy blanco, y que celebró con un trago la muerte del dictador hace ya veintiséis años. A mí me parece un buen hombre pero 46


Segunda soñadera del purpurado...

algo timorato, mas piense el lector lo que más le convenga, pues mi escrito pretende extraer la fe del tal Chiripa, el naturalizado civilizador y marrullero que trafica con teorías rectilíneas, exquisito numerólogo, caballero de la Fecundidad y el Cundir. Debe entenderse, para que quede explicada mi obsesión, que me crié entre Ciencias, como comenté hace unos minutos, mas pronto me desembaracé de ellas y calé mi don: analizar cerebros atendiendo a la sospecha, arma muy letal que extrae lo perverso de lo dicho, ya sea imaginado o musitado, porque como antedije es todo organismo tripartito: de coloreadas ideas, de doctrinas afines al gremio y de verborrea calculada. Tres almas apelmazadas, cual revoltijo de huéspedes, forman toda criatura. También de tres esfuerzos consta el nuevo afán por el cual se humana mi Chiripa: uno, el susodicho suceso de la búsqueda de la mascotilla que acabó en cactus; dos, el habitar con su padre para adornarse el naturalizado de compasión portátil; y tres, el nuevo acercamiento a la hermosura de la misteriosa muchacha anotatodo, no por verdadera afición, sino por imperativo de su currículum, que no hay catedrático sin su envoltura, sin mujer más o menos virtual. Tres cabezas tiene el alma de Chiripa, tres personas deambulan por su hogar, tres humanizaciones le contienen, y de tres habitaciones consta su pisito P1, «para-qué-más».

16 Aquella tarde, como todas las tardes, la chacha cochambrosa (como también la llama Chiripa), la larguirucha silente y desgarbada de lunar entre labio y nariz que simula próspero moco, una vuelta completa le daba al pisito, motorizada como siempre iba de su fregona. Chiripa entró en P1, es decir, se «empeunó». La hija de Fonsi pasó el plumero, barrió y fregó, por este orden. Póngase conmigo el lector en los ojos de la chacha: La habitación de González padre consta de camastro, mesita de noche con una luz y un libro antiguo, un bote de pastillas, armario de austera chapa, una alfombra iraní fabricada en Alicante y 47


La venganza del objeto | capítulo iii

dos fotografías enmarcadas colgadas de sendos clavos en la pared, de la que ocultan sendos desconchones. La foto grande muestra una Feligresía: un gremio de treinta y un hombres, asentados como si fueran futbolistas, toreros, turistas, trabajadores de una gran empresa, hermanos de una madre infinita o asociados a un club de anivelada y monótona zoquetería... pero no, son mineros de los años veinte bien colocados de menos a más: horrorosos, piojeros, míseros, aporreados y sin hermosura. Su uniforme es el harapo, su zapato la alpargata, su rostro un jardín deshecho... orgullosos muestran sus carburos por toda maquinaria, ¿y su porte?, fortaleza imaginaria, como la de los hijos del hambre y el dolor, tan agrisados que jamás pudieran ser los hijos del Arco Iris. Aceptan su cometido: desvenarle a la Naturaleza enterrada toda su sangre negra. Serios, serenos y augustos en su estrechez, menos uno que sonríe, el de los pantalones cortos y el casco en su rodilla mostrando el agujero de un choque contra la dureza. En su condena aún muestra chulería, con el pañuelo protector en la cabeza, de lado, como colocan los andaluces su boina. Su risa parcial le musita esperanza al que le mira, en este caso, a los ojillos de la chacha: es el único que espera algo de la vida. Sobre él otro sonríe, mas no es risa, es corazón, es liturgia de muerte, la risa apretada y tonta del que nada espera porque sabe demasiado. Son todos jóvenes ancianos que colgaron de una nube sus infancias y luego las soplaron. Muestran al retrato sus pechos tercos pero de mentirijilla, porque su fuerza está en las manos, las únicas que no sufren el hambre, porque aprendieron a crecer por su cuenta, alimentándose de la adversidad. La otra foto es vulgar y la chacha la mira admirada y murmurando: una rolliza en un retrato perfumada en albahaca, bella y enamorada. Como la foto proletaria, también en colores de tristeza, blanco, negro y sepia, más cien grises medianeros. La habitación de Chiripa es muy aparente a la del padre en austeridad y «para-qué-más», salvo en algún detalle: sobre la mesilla de noche, una caja guarda un tesoro con llave o currículum vítae, y tiene retratos la pared, aunque no desconchones. San Newton, San Einstein y San Bacon cierran un triángulo, con la foto en su centro 48


Segunda soñadera del purpurado...

del prado en que se naturalizó nuestro civilizador. Abajo, pintado en negro, un letrero cierra el altar o sagrario: «No me olvide yo de la chupadera. Bendito sea el que se atiborre». Pasa el plumero por los retratos, y como es chacha y licenciada su cerebro es bifronte: que una frente despinta y emboba lo que la otra aprende. Cinco metros mide el pasillo: a ambos márgenes conglutinados trastos empaquetados narran una existencia provisional, esperan aposentarse en catedrática angostura, en otra casa más acorde con su naturalizado porvenir. Vuela la fregona por el pasillo circundado de inútiles enseres, hasta el salón: mesa para estómagos con un frutero, dos sillas, aparador con platos, sobreplatos, tetera, cafetera, velas aromáticas, arlequín fabricado en escayola y en Albacete, que imita la porcelana de Lladró y ofende el sentido... termómetro, barómetro para medir el confort, librería lustrosa para mentes comunes con: Enciclopedia Plaza y Janés, Enciclopedia Británica, el Quijote, Colección de Premios Nobel, Fotografía de España desde el aire, los manuales sobre mascotillas para la susodicha Naturalización, Historia de la Ciencia, la Biblia y decenas de suplementos dominicales, que por así decir, para cultura valen, relleno del tedio dominguero tras los churros. Televisión, aparato de música, video, y sendos sillones para disfrute de los González. Acariciado todo ello por el animoso plumero de la chacha cochambrosa, que sólo respetó al caviloso anciano, quien con gesto ético invernaba en su sillón. —¿Se encuentra usted mejor, señor González? —Convalezco, hija mía, convalezco —refunfuñó el anciano, padre del naturalizado. La chacha bifronte de ideas autodesdeñadas y sorbidas pasó con su plumero al último cabimiento de los empeunados, el despachazo del bienaventurado Chiripa, el cual sentado estaba ya en su escritorio: —Permiso... ¿Le molesta que limpie aquí? —preguntó la fregatriz motorizada. —¡Por favor! Tú no molestas en ninguna parte —consintió el purpurado, utilizado el tono que tanto agrada a los auxiliares. —Es usted tan educado... 49


La venganza del objeto | capítulo iii

Enamorado a su manera como estaba Chiripa, no de la chacha, se comprende, sacose del vientre un pareado mundano, «¿educado?... ado... estaba tan alocado que decía una cosa de pie y otra sentado», musitaba dicha rima esclafada desde un sentir muy efervescente. No podía quitarse a la muchacha anotatodo de la mente, y se puso la mano en el corazón (que él lo tiene en el bajo vientre), y constató su mundanidad, y se confortó, pues es de seres superiores que gocen también de los atributos del gentío. Como adivina el lector, la chacha respira por él, pero jamás será correspondida, no por bizquear de un ojo, ni por su desgarbo dislocado, ni por el moco dibujado sobre su labio (que también podría tenerlo en otro sitio, la muy desgraciada), ni por ser de las que friegan, que en rigor podía él sacarla del mísero destino y apropiárselo a su currículum cual naturalizado logro, más aún siendo licenciada; sino que emparentar con Fonsi equilibraría mucho los merecimientos floripondiosos de ambos. Sigamos con los ojos la estela del plumero que se desliza locuaz e insaciable, manumiso, muy misionado en el perilustre del despachazo. Muy recargada me ha quedado esta frase. Quería decir que ninguna duda arrastraba la mano de la chacha licenciada: Los dos cartapacios reposaban en el respaldo de una silla de cuero. El primero contenía una servilleta y las migajas de su bocadillo de chorizo. El segundo, un kilo y medio de artículos frescos y recientes. Mesa de escritorio, bolígrafos, lapiceros... al ser Chiripa hombre de teorías firmes, a bolígrafo pasa lo que imagina a lápiz en un garabato. Estantería de falsas creencias, equívocos del vulgo e ideas muertas del deber ser, con quinientos volúmenes de Filosofía, novelas clásicas (y de las que están por ratificar por ser muy nuevas), manuales de Astrología, Geografía, Historia, libros de viajes, guías turísticas, publicidad, colecciones por fascículos (tal como el de Todos los aviones de guerra), el Diccionario de la Real Academia y El Foie. La cría rentable del pato de granja... en general, saberes que Chiripa denomina «culturemas y cultuflemas», lecturas que te impregnen de mundanidad, necesaria también en el mundo que habitamos, aunque sólo aprovechadas en impresionar a los 50


Segunda soñadera del purpurado...

básicos. De estos estantes sabía Chiripa que los Reyes Católicos expulsaron a los moriscos en mil cuatrocientos y un pico largo, o que la Revolución Francesa tuvo lugar en Francia, que los sans-culottes eran vulgo enardecido y que Luis XV o XVI puso la cabeza, antes o después de que Danton fuese acusado de traición por Robespierre, o que el corcho se extraía del alcornoque... cultuflemas tales. Estanterías del conocimiento inflado e inconmensurable, del ser, de lo verdadero y palpable, de lo contante y sonante: dos mil libros de Física experimental, Física teórica, Astrofísica, Física de la materia, Matemáticas exactas, Trigonometría, Geometría, Biología Molecular y Geodesia, amén de ciento cincuenta kilos de artículos fiables recogidos en carpetas y una tonelada de los otros, tirada de cualquier manera por los suelos, artículos tuertos y sin trascendencia, que siendo escritos con sobrada vocación, relegados de la Verdad del mundo fueron, por Chiripitas poderosos que los extrapapelaron; no por ser falsos, sino por la primera ley de la Feligresía, que reza: «hasta para ser verdadero hay que tener suerte». Estos últimos a veces, eran pisoteados por el purpurado. «Muchos proyectos fiables han sufrido nuestra preponderancia», pensaba, «¡que se jodan!». Con fotocopias de sus diplomas originales (esos que colgaban en su despacho de P2), empapeló las paredes de su despacho en P1: cada diploma, cada reconocimiento, cada comparecencia de su sabiduría se hacía un hueco, incluso sobre los cristales de la ventana que daba al patio interior, patio afeado por la ropa íntima, que tendida delataba la casta de su vecindad: básicos y obreros panduros, avezados a pasarlas muy gordas. En el aire de dicho altar a la Empiria, cientos de metaprincipios flotaban espiritualísimos pero verdaderos, de los que él se alimentaba y ratificaba, para más encumbre de sus subordinados calabaceros. Y una obsesión se ensanchaba más que las demás: «llegar a la vejez con el currículum a punto de estallar». Nepotismo completo ejercía el naturalizado en su despacho, arresto voluntario y apretadera muy esforzada en su pretendido «autohago». 51


La venganza del objeto | capítulo iii

Compare el lector con dicho ambiente hogareño el suyo propio: si plegadizos y superpuestos coinciden, es decir si se parecen, baje la mirada y atienda a su vientre.

17 Sendos González, padre e hijo cenaban en la mesa de los estómagos. No permitía el naturalizado lo que los básicos llamamos comida. Su vientre, ligado por un fino conducto a sus entendederas le hacía ascos a los sabores fantásticos y verdaderos, predispuesto como estaba contra lo natural, pues sus creencias natu-más-rras no eran contingentes, sino muy severas. Estaba repleta la despensa de envasados: cajas de deshidratados y liofilizados, proteínas aromadas al sabor tradicional, sucedáneos de carne y pescado, latas en escabeche químico, carbonohidratados, desecados, embuchados en plástico y conservas con emulgentes y estabilizantes por todo ingrediente. Nada que se asemejase a un triste garbanzo. Por el contrario, el padre, no por ser sumiso dejaba de añorar un marmitaco, o un muslo de pollo de carne y hueso, aunque le colgase una mísera pluma... algo que reconociese su diente o gula. —Hijo, ¿sabes que hoy he estado en el médico? —preguntó el padre, traicionando el pacto añejo que tenía con el silencio. Chiripa quiso saber, y tragó el apetitoso tallarín que tenía en la boca, relleno de sucedáneo de cangrejo. Sus orejas fingieron interés y se prepararon para escuchar mundana perogrullada. —No sé, hijo, no me encuentro muy fuerte. Esta mañana paseé hasta el río, más allá, hasta el parque, que por cierto estaba precioso, y me mareaba. ¿Tú crees que me irá bien el tratamiento? Dicho río en la mente de Chiripa tornábase puente trigonométrico, y la compasión que González padre reclamaba tupía las entrañas del purpurado: no producía el vientre de nuestro héroe ni pizca de eso. A Chiripa le surgió una categórica disquisición nacida siglos ha de un error tomado como acierto. Piensan los Chiripitas que la enfermedad es una anomalía de la biología 52


Segunda soñadera del purpurado...

hermosa, que se padece por equivocación natural: que el proceso de enfermar es la modificación de la vida feliz de la célula. Así el tener fiebre o el morirse uno es una alteración de la vida moral de la célula. Dijo Chiripa: —La célula se venga y estimula la actividad maligna. Cuando llega la muerte programada de la célula, esta que se llama célula madre se divide en dos hijas, y como lo hace tan rápido, con las prisas no les da tiempo a diferenciarse como debieran, a ser normales células adultas que conformen normales tejidos: un exceso de proliferación ha dado lugar entonces a diferenciación anómala, y cuanto más distintas son las células nuevas, cuanto menos se parecen a la madre, más maligno es el tumor... —Pero hijo, yo lo que te decía... —protestó González padre. —Sí, sí... te lo estoy explicando mucho más fácil de lo que en realidad es, pero lo que debes saber es que de todos los procesos de la actividad celular el más sencillo es la inflamación, que explica la capacidad de los tejidos para ser separados... y no digamos de las células quiescentes frecuentes en el hígado y en los vasos sanguíneos... Siguió un rato, como digo, en dicha unitaria disquisición, mientras el desdeñado padre saboreaba un yogur repleto de trocitos de cereales, o mejor dicho, que tenían dicho aspecto: «la célula es la base de todo organismo, la unidad de estudio para toda patología celular... y también en los órganos parenquimatosos, páncreas, riñón, etcétera... un tercio de los tumores dependen de la alteración de las proteínas... pero la radiación puede ser mecanismo de esta activación celular, y desencadenar un cambio en contra del comportamiento normal y esperado... y de pronto, sin saber por qué, la célula se comporta de manera inesperada y así se producen el noventa y uno por ciento de patologías como arteriosclerosis, tumoraciones u otras disfunciones de los tejidos...». Chiripa al notar que su padre no escuchaba pensó en prestarle su vientre, pero tan distintos como eran, las entrañas ancianas, con ascosidad, lo hubiesen rechazado. El padre, que tenía una mirada muy noble, le dio a entender que se encontraba ya mejor y que necesitaba acostarse. 53


La venganza del objeto | capítulo iii

—Buenas noches, papá, y recuerda que el primer término es al segundo como el tercero al cuarto. No sabe esta narradora qué sintió el padre, pero me decanto por esa natural aprobación que jamás hace ascos a los hijos, y sí a los hijastros.

18 Al igual que Chiripa, a lomos montado de su microscopio, presupuso que la partícula 23 (la desaparecida que luego se personó), había estado indispuesta, o se había agachado para librarse del fogonazo, del haz de luz adosado al ojo del calabacero que la escudriñaba, o viajera, tomara días de vacaciones en la turística sierra de las partículas, de igual manera, intuyo yo, muy legítima narradora, la soñadera en la que cayó Chiripa. Se rezó el beato un principio de Arquímedes y se rezongó en el camastro, boca arriba, y tuvo tentaciones, y retiró de su cabeza a la muchacha anotatodo, y disfrutó de naturalizado sueño, acorde con su idiosincrasia. Analice atentamente el lector dicho sueño, y no olvide el direte irrefutable, «dime qué sueñas y te diré quién eres»: Chiripa era el jefe de todos los jefes de la Marrullería, y así debía ser al representársele todos ellos como enanitos diminutos. Docenas de civilizadores pujantes le seguían y se encomendaban a los rincones que él ordenaba, a pilotar estáticas máquinas muy estrafalarias, inocencia y fantasía que se nos da en los sueños. Dispuesto a escribir la historia se subió a un elevador, hasta agarrarse a la madre de todas las máquinas. Desde dicho altar u oráculo profirió unas palabras a todos los circunspectos concurrentes, los de bata y los básicos, que aún eran más enanos, si cabía, y accionó un botón del tamaño de un cubito de playa y se produjo un estruendo: un electrón muy famélico fue despedido a la velocidad de la luz por el acelerador de partículas que está en Texas; tan echado para adelante iba que se le caían hasta los pelos, y se descrismó, o sea, que se dio un electronazo contra un núcleo atómico, que le esperaba en una pantalla hecha con moléculas de 54


Natumásrraigualaleza...

leguminosas. Los enanitos daban saltos y chillaban, «¡hurra, González Superioridad, hurra!, liquidador del hambre en el mundo», y el electrón ahornado y con la expresión llena de humo se transformó en una lenteja providencial que había costado quinientos millones de dólares. El purpurado se despertó con el estruendo todavía fresco en su vientre cognoscitivo: «Algún día —se dijo acariciando su perilla— sonará el din don que anuncie que a mis ideas les ha llegado el momento».

55



CAPÍTULO IV

Paseo por la fábrica de los naturófagos

19 A la mañana siguiente, mucho madrugaron los empeunados, quienes por costumbre abandonaban temprano la angostura de su cobijamiento. En la mesa de los estómagos hidrolizados desayunaron mejunjes en silencio, cada uno atento a lo que le exigía su interioridad. González padre, en su salud de celofán acariciaba con aceite de oliva el pan imaginario, mientras engullía una triste rebanada sintética pintada en margarina: atracón frugal conmemorado de cabeza y sin digestión. Chiripa, que era devoto de dichos mejunjes, se hinchaba sin contradicción, al tiempo que dibujaba en su mente un purpúreo día psíquico, que no le hiciera feos a la inmensa latitud de su merecido porvenir. Mientras tragaba el sucedáneo de leche, como cada día, leía el santoral: tres de febrero, San Blas, patrón de las pelotas, por el que en su rememoración, cada año, en un pueblucho de Valencia, hoy corren las niñas delante de los niños, huidizas de estos que les disparan pelotillas de trapo, a la mano ligadas con un elástico o goma. Dar pábulo a un personaje de chicha y nabo soterra a los verdaderos, los empalurda, y así era la intención de Chiripa, quien hacía eso desde hacía años: allanar por abajo la Historia y la leyenda, lo cual deja cumplida desventaja a la primera. También, algunas mañanas leía biografías de hombres comunes, advenidos a más, por inusual peculiaridad, para mayor desprecio de los hombres verdaderos. Por ejemplo, la del hombre que avistó un ovni, o aquel que dio una vuelta al mundo a la pata coja, o el turista que colecciona matasellos de exóticos paraderos. En general, correosas biografías de mentecatos. Puede parecer que 57


La venganza del objeto | capítulo iv

Chiripa, anexionado como está a la Pujanza, mantiene constante y fresco su pensamiento; pero no, pensar es estar por encima de toda Feligresía y establecer la reflexión propia, entresacarle la verdad a cada murmullo de una bestia, ya corriente e inerudita, ya ilustrada. Pensar para el científico no supondría esfuerzo, pero sí la incomodidad que le alejaría de su naturalizada curiosidad, por todos los básicos tan bien vista. Chiripa, engreído de su Efectividad y estereotipado se encogía de hombros ante los llantos mundanos. ¿Se pregunta el lector si goza de profundidad?... Sí, profundidad de alma, como un armatoste hondo y hueco. Casi al mismo tiempo se desempeunaban González padre e hijo, y temía el anciano este momento que rutinariamente sellaba Chiripa con un beso. Beso que al anciano encogía por dentro, le temblaba, le absorbía todo el calor humano: beso judicial de estériles y civiles labios. Entró su chorizo en el cartapacio, único lujo orgánico que se permitía, y salió a la calle el hombre sin sombra. Ya en la portería abandonó el purpurado su «autohago» y se encaminó hacia su «pavoneo», pero hoy con una salvedad, para lo que era su costumbre: hacerse un huequecillo entre los humanos básicos, enamorar a la muchacha anotatodo, lo cual no se encontraba en su sustancia, y con ello matar dos pájaros de un tiro: intimar con una mujer, e intimidar con su devocionario, al cual sólo una cosa le faltaba, «estado civil: matrimoniado». Decisión esta muy meditada, pues en la cama, antes de cunearse en su soñadera de juguete (la de la lenteja liquidadora de hambrunas), había repasado los currículos de las tres aspirantas a Señora de aspirante a Catedrático. Todo él había temblado al decidirse por la Espontaneidad, menos su vientre, cargadito como lo tenía de callosidades muy estrictas en temblorinas. —Hoy hemos mandado los europeos un satélite para hacerle fotos a la Luna —comentó Esférico al purpurado desde su cálida garita que tenía una estufa dentro. «¿Hemos?... —pensó Chiripa—, métete en tu chiringuito e imbecilea, mientras haces ruidos con los mofletes». Y dijo: 58


Paseo por la fábrica de los naturófagos

—Es usted una lumbrera. Si lo tengo yo muchas veces dicho a mis compañeros: conozco yo un hombre que os da veinte patadas... Pagado de sí mismo recorrió los mil cien pasos que le separaban de su ermita, de P1 a P2 cada día contados, ensimismado, pues nada había para él entrambos asentamientos, salvo el quiosco de Angelita, y el café de Olegario. A pocos metros se le encaró un Palurdo Librepensador (como él los apodaba), que se le echaba encima en dirección opuesta. Ahora sí tembló, incluso su fundamento y vientre que reconocía muy de lejos al enemigo verdadero. El Librepensador, morenazo y nada panfletillo sonreía al acercársele. Le parecía al naturalizado el hombre más libre del mundo, y «no es de barro», pensaba, «no mantiene tradición alguna, ninguna Feligresía le soporta, no se adhiere al Refinamiento Lógico, no acepta manutención de lo Fenoménico, ni a Docilidad alguna se somete... no se amansa ante ninguna chupadera... es una bestia». Ambos, el Chiripa y el hombre descomunal se fueron acercando hasta cruzarse rozando sus chaquetas. El corazón de nuestro observado se disparó, como le pasa a una vieja que en la soledad moral de su hogar, le abre la puerta a un hijo adoptivo del mismo Satanás. Al cruzarse las mangas, la de cheviot verde y la del atuendo natural del espantavillanos podría haberse escrito la historia del hielo: escupieron ambos, uno arrogante y el otro para adentro, de puro miedo, y se alejaron hasta más ver. Hágase cargo el lector de dicho roce sobrenatural, pues será crucial en días venideros. Tomó su café en dicho añejo establecimiento, y con el sorbito último, el de los posos, la muchacha anotatodo se le vino encima, segura, pero muy ansiosa como era. Palabras alabanciosas le lanzó por saludo a su mentor, y se fueron juntos a P2, en conversación desigual: —Con usted da gusto estar —le dijo ella muy aduladora. —Hoy va a presenciar usted cómo es la Ciencia: tenemos la reunión de principio de mes, y puede asistir. ¡Ya verá... ya verá! Ella le llevó los cartapacios y juntos recorrieron los trescientos cincuenta pasos restantes, bien medidos en zancadas de Chiripa, 59


La venganza del objeto | capítulo iv

que para la joven eran más; sólo pararon en el quiosco de Angelita, no más grande que un tendal: se llevó tres periódicos nacionales, uno de provincias y la revista Investigación y Ciencia, muy básica y divulgativa, que en este número ponderaba su nombre, y por ende a su Feligresía, en un artículo titulado «La mentira de lo curvilíneo», en el que nuestro observado redondeaba anteriores desatinos, gracias a un enchufe en la redacción de la revista, un extrapapelador de verdades opositoras, un antiguo compañero que Chiripa transformó en espía extranjero, al quitárselo de en medio, no por incompetente, sino por todo lo contrario. Angelita, viéndolos alejarse se meditó un chisme propio del barrizal: «¡ay, qué hombre!, qué buena pareja hace con la muchachita. Qué pináculo de cabeza, y cómo tuvo que sufrir de chiquitín, que no pudo conocer a su mamá, que murió por darle la luz, y su papá que no pudo criarle porque lo metieron en un campo de concentración cuando la guerra, y que empalmó de la prisión al destierro, por lo mucho que le era desafecto al régimen... qué bendición para mí que le he visto hacerse un hombrecito año tras año, y ahí lo tienes, un provechazo de ciudadano que no tiene quien le tosa». Así pensaba Angelita, llana, como todas las cosas que están muy cerca del suelo. En la pegajosidad de adulaciones mutuas caminaban el magnate de la razón y la becaria. Nunca tuvo el amor tan cerca el purpurado (el amor que acaba en costumbre y en matrimoniar, pues del otro sí tuvo), y mucho ansiaba tocarle a la semibonita rolliza sus pechos breves. Se conformó con imaginarlo.

20 Apiñados en la Sala de Simposios y Financiación, la del séptimo piso, unos sentados y los otros de pie, promediados en su centro por Chiripa sobre tarima de sutilizar preponderancias, y con el jefe (gran símbolo de la Fecundidad y sus creederas), tras un cristal cual ojo de príncipe, debatían sobre el Cundimiento los pujantes, una vez leída el acta de la reunión anterior, en democrática 60


Paseo por la fábrica de los naturófagos

concordia, aunque no todos los votos tenían a bien valer lo mismo. La muchacha, que al principio había estado muy dudadera, ahora no dejaba pasar una nota, hartodisfrutadora, como si el oro que ponía en su libreta —oro de letras—, pudiera volarse. Adosados todos a la misma Fe, altilocuentes, tanto Martinich como Fonsi querían apropiarse parte de la preponderancia del purpurado, el cual asestaba, a diestro y siniestro, igualitarios y descomunales argumentos: —¡Y un cuerno!, la Ciencia nos dice «¡hágase un hecho!» —objetaba Chiripa a toda la comitiva, aunque más referido a una queja de Martinich—: Y ¿qué es un hecho?... ¿eh?... ¿quién lo sabe?... un hecho se inventa: se le enciende un foco a una familia de mariposas. Cuando todas menos una se estampan contra la luz, inferimos a ojo: «De cada cien lepidópteros uno desestima acudir al relumbrón»... Según Martinich, por honestidad, deberíamos decirles a nuestros colegas de Boston, que la que no se esclafó era la minusválida medio muerta a la que, previamente, le habíamos dado un capirotazo con el dedo... pues ¡no y cien veces no!... que se las apañen, que mientras se encandilan en repeticiones y hacen tortilla a cientos de miles de mariposas, nosotros a lo nuestro... —Pendona, Gonchález, pedo, no todo hocho ech un hocho chentífico —aducía Martinich a duras penas. —¿Qué? —preguntaron muchos. —Ha dicho que «no todo hecho es un hecho científico» —tradujo la secretaria de Martinich, ya habituadísima a la lengua internacional del pujante. —Mira, Martinich, no me vengas ahora con melancolías —le acorralaba Chiripa con su remolino lógico—: establecemos un hecho al publicarlo, y nuestra credibilidad, a pulso conquistada, obliga a nuestros colegas del mundo entero a leerlo. Luego, pujando por la Preponderancia ellos contestan y nos citan... cinco, cincuenta o cinco mil veces. Así se mide nuestro Predicamento, en dirección opuesta a la Docilidad de ellos, listillos y marrulleros. Una algarabía de citas, más algunas réplicas establecen la verdad, muy pareja como esta es a una fina humareda de fetidez 61


La venganza del objeto | capítulo iv

incalculable: a ciegas lanzas una piedra hacia un murmullo, ¿quién sabe el mote del que pondrá el ojo presto en recogerla? —No estoy de acuerdo —apostilló Fonsi, que se había levantado esa mañana protestón y retador, a la zaga de su currículum en entredicho—. Muchas publicaciones que son verdaderas no son citadas, acechados como estamos por la disipante ignorancia. Chiripa vio la suya venir, y acopió todo el gas fenoménico que abundaba por la sala, y asestó su verdad irrevocable enfardada en odio, como el que aprieta y prensa la nieve de la bola antes de viajarla. Así le dio por abroncarle: —¡Por todos los filósofos cagones del mundo!, pero ¿qué dices?... el hecho enmudecido se transforma en hecho entero y verdadero cuando es citado. Por el amor de Newton, ¡compañero!, ¡Fonsi del alma empírica! —para más deslucirle, en hacer balance, púsose a contar con sus naturalizados y regordetes dedos—. Tu libro del año pasado costó: doce nóminas de tu sueldo, veinticuatro nóminas de tus dos auxiliares, las de tus dos becarias, secretaria y ayudantes. Además enfrascaste a químicos, biólogos y a todo el departamento de matemáticos. Tuviste en exclusividad el espectrómetro de resonancia magnética, el analizador de aminoácidos y el cromatógrafo de distribución. Se mandaron miles de faxes, cientos de llamadas telefónicas, un millón de minutos de internet, ochenta mil kilowatios de corriente subvencionada, amén de más de veinte berrinches, una úlcera de estómago y dos de hiato... veinte cajas de sopa instantánea, trescientos kilos de café, ochenta y seis de bollería, treinta y cinco de frutos secos y doscientos de nísperos, que no sé que tienen para que lleves siempre los bolsillos llenos... —miró los labios de Fonsi que algo bisbiseaban— ¡ah, sí!, que no te atreves a metodizar sin ellos... ¡pues muy bien!... eso es lo de menos: anisperado o a reventar de ciruelas pasas, me da lo mismo que es igual. Sigo: una semana de supernómina del jefe, que justísimo como es, no dudó en animarte, y un mes de la mía propia para las últimas correcciones. Trescientos mil euros de los contantes y sonantes, aniquilados. Y ¿cómo titulaste el trabajo?... «Análisis de la estructura de los propagadores mesónicos apantallados en el plasma nuclear y aplicaciones al estudio de la transición de fase en materia densa». 62


Paseo por la fábrica de los naturófagos

Martinich se retiró un paso del regazo de Fonsi, cual ñoño le hace una curva a la mano que mendiga. Los pujantes cuchicheaban cabizbajos cerrando filas, adhesión ya al cincuenta por ciento repartida entre Chiripa y el cuestionado. Fonsi, apurado, escondió la tristeza y se defendió: —Estás muy bien en cuentas, pero ¿qué me dices de las cinco citas de los más prestigiosos investigadores del planeta? —Poco engorda el prestigio por lo que de ligera y escasa tiene su digestión —apostilló Chiripa clavándole sus espantados ojillos, muy seguro de aumentar la adhesión y el fervorín hacia su costado—: para que se nos arrimen los dinerillos que nos cobijan, todas las citas son pariguales, por muy insigne que sea el apellido que las firme. Las citas se cuentan por montones, y a más montones nuestro presupuesto se hincha —y se refirió de pronto al conjunto de los fisgoneantes naturalizados—. Tomad nota de nuestros compañeros de biología celular: con cincuenta ratones (que ni siquiera costaron, al ser cazados con astucia por las alcantarillas), en quince días lanzaron un artículo, sencillo pero eficaz, sobre diferenciación patológica celular en tumores intestinales... trescientas citas. —¡Por favor!... doscientas setenta de ellas venían de un asistemático, licenciado en Letras y afincado en Uganda —especuló Fonsi muy acertado. —No me cambies de conversación —saltó Chiripa muy iracundo. Fonsi, desfeligresado, con sus ojos entornados, escuchaba indignado el sonar de la desbandada: ese ruidito que hace la traición, ese ruido del espacio cuando se hincha... cada desertor de los estereotipados desandaba unos pasitos, como si salpicase lepra. —Irrefutable —dijo un jefecillo de bioquímica. —Idefutable —dijo Martinich. —Contundente —decían las comadres de bata. —Brillante —dijo la secretaria de Chiripa. Nuestro observado lucía más purpúreo que nunca, y el jefe, en escondimiento tras su cristal, lo que le hacía primordial, balanceaba 63


La venganza del objeto | capítulo iv

el cogote arriba y abajo: «incuestionable mi brazo derecho. ¡Qué hombre este González!», se repetía orgulloso. Y el Padre Solís, que brujuleaba siempre hacia lo más conveniente, en su moral de fogón que más calienta, le lanzó un anexionado saludo a nuestro naturalizado, que este devolvió con una bendición pagana embalada en una sonrisilla. Fonsi, que todavía conservaba parte de su entereza, en un ademán, levantó el brazo insistentemente reclamando su defensa: —Pero, la Ciencia no se debe a... En ese instante, una voz pedigüeña se escuchó al abrirse la puerta. —¿Permiso? —dijo a los concurrentes Luisi, que ya había lanzado la fregona de tracción animal por delante. Fonsi, ante dicho estregamiento moral, sin mirar siquiera a su hija, ¡la alegría de su vida!, agachó la cabeza. Chiripa vio rezongarse su vientre victorioso, aunados todos los estereotipados a la misma fe, apiñado ya todo el aventajamiento que precisaba y reestablecida la Fiabilidad.

21 Los naturófagos se encaminaron a sus deberes, y el chorizófago, desvanecido de pura hambre, cual dictador después de despachurrar a un pueblo entero, pronto se dirigió hacia el cartapacio que albergaba suculento bocadillo. Ante dicho alboroto en el que Chiripa doblegó para no ser doblegado, había olvidado a la muchacha anotatodo. Se giró en redondo y antes de que saliera de la sala, habló de esta manera: —Señorita, no ha dejado que se le escape ni una nota. Es usted una fiera tomando datos. Muy bien, así es como se aprende. Escriba esto, que le valdrá de resumen —asesorábala al respecto del buen «citar», muy pegajoso, facultativo, y puso la voz de metodizar—. Axiomatización de la Citografia —decía—, o lo que es lo mismo, única moral a la que el civilizador se debe: el objeto impávido se transforma en hecho por ser escudriñado, ya a ojo, 64


Paseo por la fábrica de los naturófagos

ya a lente de aumento, ya con modernísimo microscopio; mas la inducción lo transforma en fenómeno obediente a leyes magnas, que publicadas con tino se tornan verdades alquiladas y oficiosas, hasta que lucen más por ser citadas, ya como verdades magras e irrefutables. Es la redondez la forma de la Citografía: a más citas, más verdad, más dinerillos públicos... y aumenta así nuestro estiramiento o Credibilidad; y vuelta a empezar, suculencia de nómina, como aureola por la que nos citan de nuevo, que al acicalar la verdad la renueva, e insufla más emolumentos: ¡calderilla... limosnas!, en cuenta tenida la felicidad para los usuarios básicos, de tanta como del proceso rebosa, cual derramadero. —A ver si lo entiendo, maestro —preguntó la muchacha semibonita con la boquita pequeña de quien no es tragón sino aspirante—: resumiendo, la Citografía significa que lo que entra en mi bolsillo dirige mi experimento... ¿es esa, maestro, la ley que rige al marrullero, el que coleguea con la Naturaleza, y trafica con objetos? —Ni más ni menos, o como lo diría una lengua palurdísima: que a más citas más fondos nos rebotan. Así es, aunque por ello, algunos empiristas archicofrades se sonrojen. —¡Qué claridad, maestro!: es la Citografía la madre y la Fondosidad el cordero. —¿Cómo dices, muchacha?, ¿la madre del cordero? —Sí, hombre, sí... la Citografía, la dictadura de las citas..., la Fondosidad, los fondos, el dinerillo... ¿lo coge?... como la ley de la gravedad, que todo lo que tiene que caer, cae a la mano del que la puso en su sitio, en línea recta y produciendo un rutilante tintineo. —¡Exacto, exacto!, qué lista es usted, y tan joven y tan semi... y tan joven. Ya en su despacho, salvada la Pujanza, comadreaban la muchacha semibonita y el mentor. La muchacha se había salido de su ser, se acogió a la astucia para mejor hurgamiento de las vísceras purpuradas. Chiripa corrió hacia la contigüidad, en donde, frente a la pantalla de un ordenador dormitaba la secretaria, al tiempo que ganaba su sueldo. La muchacha, tras el cristal, le veía 65


La venganza del objeto | capítulo iv

hacer gestos con las manos, afanado en explicarle algo a su subordinada, que simulaba el crecimiento de un a modo de cipote. Le pidió prestado su sobacactus y volvió repleto de fervorín hasta la muchacha. Póngase el lector conmigo en el techo de la talla barata: El deforme de cuerpo, torcido y mil veces destorcido, propietario del abultadísimo currículum, junto a la muchacha del diario, enguantados ambos acariciaban con esmero dicha naturaleza multipincha, pelillos que en lo referido al pinchar prometían mucho, al tiempo que bisbiseaban improvisadas palabras ñoñas al bebé erectito. El purpurado, fuera de sí, gritaba: —¡Nativel, Nativel! Qué nombre tiene usted más bonito. Diminutivo es de la madre de todas las cosas, la Naturaleza, la Natu, la Nati... —Sí, Sí... —proverbiaba ella muy majadera—, diminutivo de la Putona, de la que empiristas y demás marrulleros maman. —¡Ja, ja... la Putona! —exclamó el otro.

22

Epígrafe del narrador: canto al homo narrator Como ya habrá adivinado el clarividente y especulativísimo lector, no otra podía ser la muchacha anotatodo que la narradora de dicha historia, que tan exhaustiva como prometió ser, pegada a la estela del purpurado vela, espía que de nada se sorprende, desertora de sí misma en reírle las gracias al majadero. Nos ocurre igual en la mesa con comensales: en desenmascarar al marrano predispuestos, si abrillantamos nuestros modales y gestos no muestra el cerdo su mala traza, hace como que no es el que es, y el espectáculo pierde mucho; por el contrario, cuanto más imitamos su incívico abolengo, compinchado se siente, y se explaya más el cerdo en sus modales, los impone desavergonzado, por llevarlos arraigados el que más. Siendo tan joven como yo era, y convencida de que el fin justifica los medios, me templé en imitar 66


Paseo por la fábrica de los naturófagos

al que come con las manos, sin temor a lo que me repercutiese; pero como de todo se aprende, también hube yo de hacerlo con esta historia, y mucho, por lo que al final se adivinará. Aún así, como todas las cosas buenas, mi relato requiere un orden, el que yo establezca: el lector debe amansar un tanto su curiosidad, no correr demasiado, no sentir cómo se eleva a la enésima potencia la odiosidad que transpira Chiripa, sino, desde su vientre de leedor, naturalizarse un poco, parecerse al marrano, imitar su fe, pues todos llevamos algo de convexo y purpurado en nuestro sen; si se quiere, menos viscoso, menos destorcida su curvatura, mas es fe venenosa... capaz es de amputarnos el humanizador ánimo. Impepinable aislar primero el objeto, encerrarle en su corralito, mirarle con nuestras lentes, tirarle cosas para analizarle el temor, que ejecute nuestros crucigramas y trampantojos para escudriñarle sus sentidos... luego, ejecutar con violencia un salto. Primero entenderle muy bien. Segundo, extraerle la fe al mentecato. Pese a todo, mecanizada la mirada (imitados los ojillos espantados), y con todas las notas ordenadas en mi libreta, el relato no deja construirse. No es suficiente el embobamiento mío por el mundillo de Chiripa, sin desenvolver antes toda la sospecha: lo no dicho, lo sentido, lo ocultado, lo emborronado, lo intuido, sin lo cual todo relato sería un catálogo de horarios con hechos adosados... en general, lo no sabido sino imaginado. El homo sapiens nunca supo lo que supo por sí solo, sin escuchar a su hermano con el que cohabitó casi desde el principio, el homo narrator. Como nadie sabe dónde empieza un dios y se acaba un carpintero, sin imaginarlo; como nos es imposible saber en qué momento la fruta deja de ser árbol, sin imaginarlo: ¿antes o después de encestarla?... ¿y la savia?, ¿acaso no es savia antes de brotar tras un hachazo, que la transforma en resina?... o la sombra... ¿dentro o fuera vive del árbol? La imaginación inventó el «Cómo». «Cómo», siempre «cómo»... fascinante palabra esta, la más tal vez; sin ella el conocimiento no pesa más que una fina gasa. El marrullero, que odia la Imaginación, en su búsqueda del suceso, acosa al objeto... no tiembla en descuartizar el árbol a la zaga de su sombra. 67


La venganza del objeto | capítulo iv

¿Quién dijo esto del homo narrator?... Sí, hombre, ese que no era un filósofo, ni un poeta, que nació en Salamanca, españolísimo él, que habló del casticismo en España con su alma de chotis, y que teorizó sobre la Intrahistoria, un tanto beato, y que empieza por «U»... sí, ni filósofo, ni poeta, mas sí un pensador muy elegante: ¡pena que la elegancia no sirva!, a no ser ante el cerdo, para refregarle la aridez de sus modales silvestres, desde el reflejo que producen los nuestros. De niña, yo también tuve mi prólogo naturalizado: yo hice laberintos a lagartos en cajas de zapatos, le puse una mariposa a un hormiguero e imaginé que el hombre era igual de malo; o con mermelada en un dedo atraje a una mariposa, que incauta dejó en él sus polvos de volar; o conecté a un vecindario de palomas un ventilador, para inducir luego que era su sen ponerse cara al viento; o con la transparencia de una botella de cristal atraje al pez, desde el culo roto hasta el tapón, y lloré cuando mi padre no me dejó descuartizarlo, obsesiva en dibujarle los adentros... y siempre dije: «¡es verdad!, la Naturaleza se deja». Naturalizado lector: el oído humano es sordo al griterío de las entrañas, que orientado hacia fuera, nada intuye de los virajes que el terco espíritu propone. El oído humano desoye el rechinar de la fe. Haga el lector un recordativo: cuando la partícula veintitrés le huía al purpurado, durante un instante, este adoptó una verdad chica; la imaginación del homo narrator, quien hablándole en rumores, le propuso no ser claudicante: «no te rindas majadero, que la partícula indispuesta y escurridiza comparecerá, de imaginar su paradero». Imaginación bastarda la de Chiripa, pues de reconocerla, y no negarle el apellido de González, una brecha insumisa dañaría su Pujanza, su Naturalización fabulosa y monopolizante. Lectores y yo, todos naturalizados, seámoslo a medias: extraerle la fe a un mentecato graba el pecho, cual enésimo sentido apodado «destapadura», ya de beata fe teologal se trate, ya de naturalizada y laica. Al presentar la fe en carne viva y desollada se nos descontamina el talento.

68


Paseo por la fábrica de los naturófagos

23 La muchacha anotatodo, previo permiso, había dejado un magnetofón en el despacho del incauto Chiripa, que grababa una disputa entre este y Martinich. Mientras tanto y sintiendo que escribía a dos manos, Nativel, la muchacha rolliza que todo lo quiere saber, nada insurgente como se mostraba, libreta en mano, soltó sus ojos por el laboratorio. «Buscad, buscad» —les dijo— «al escudriño», muy graciosa y ansiosa de todo lo que escribía, en su paseo por el taller de la Dicha Somática. Dichas notas, tan plenas de bonitas imágenes, tan vivaces, tan frescas son, que no precisan revestimiento alguno. Tal cual las trascribo, como la muchacha inocente, espontánea y caritativa, las apuntó: Tres de febrero del dos mil dos. Sobre lo acontecido después de que Chiripa callase la boca a los naturófagos, y de mi conversación con él, al respecto de la Citografía. Paseo por el segundo piso. Departamento de zoofitología: Una comadre secretaria archiva facturas. Sonrío y me deja echar una mirada: queso para ratones: tanto. Pienso para truchas: tanto. Harinas de pescado para los patos: tanto... Escrupulosidad en las cuentas. Suena el teléfono, se pone histérica, se quita la bata, pide permiso a su jefecillo y escapa corriendo. «¡Ay mi Jennifer, ay mi Jennifer!» grita. Al parecer habló con el colegio: su hijita, avezada en guardarlo todo, se había metido una china del tamaño de una castaña de Indias por las narices, y se la hurgaban muertos de risa en el ambulatorio. El becario «A» pasa a limpio las notas del equipo tres. «Censo de la plantación de control, parcela cincuenta y seis: mariquitas y babosas». «A» vierte el chocolate en el folio treinta y tres. Me hago la loca y silbo Doña Rosita la soltera, «por ti mujer feliz, a la orilla del mar, tu dulce candidez, me hacía suspirar...». Él mira en derredor. Nadie le sorprende. Tira el folio treinta y tres a la papelera. Sigue con el treinta y cuatro y cambia la numeración. Me da las gracias cuando sonriente le saco de la máquina otro chocolate... 69


La venganza del objeto | capítulo iv

el chapucero se palpa la bragueta para ver si lo tiene todo, suspira «¡uf!» y mira hacia arriba. Al cielo da las gracias. Sobre su cabeza, un tubo de neón, le contesta, «de nada». La becaria «B» de categoría tres (insignificante categoría esta), ordena las hojas de registro resultantes del Miógrafo, conectado a los diferentes ratones a los que se les ha inyectado la sustancia JPS (la que desea ser estudiada). Luego se acerca al Contador Gamma y recoge los gráficos. Se los lleva a la mesa de un Doctor, quien los cuantifica y valora, los contrasta con los indicadores del día anterior, con los mismos ratones a los que se les puso otra sustancia, esta última harto conocida. Desestima los gráficos con elevadísimas crestas, y las de los roedores fallecidos la noche pasada. El endocrinólogo sentencia: «analizada la diferencia entre los picos de los trazos, me atrevo a decir que muy inmunda y dañina es la JPS». La becaria «C» redacta dichos informes diarios para distribuirlos por toda la fábrica: describe la diferencia de trazos entre la JPS y la sustancia harto conocida. Este experimento se purificará en los pisos de arriba: los ratones más flacos tiemblan. Es sabido que los flacos serán los primeros en ascender. Efectivísima y ahorradora es la política de la media pensión, dictada por Chiripa para las mazmorras. Le pregunto a la becaria «B» que para qué es el experimento, y ella me contesta que en esta sala se limitan a leer los gráficos y a incinerar a los ratones. «¿Qué sustancia es la tal JPS?», y se me acerca a la oreja muy dicharachera y chismosa: «JPS, jódase Padre Solís, ji, ji...», me dice desternillada, «el nombre se lo puso el endocrinólogo, pero aquí nadie sabe de qué tipo de ácido se trata, sólo sabemos que los ratones estallan». Se me saltan las lágrimas. Luego me explica que los químicos modifican la sustancia a estudiar y la de control, a ver, que: «el clorhídrico hace al ratón lo que una paradoja al santurrón», manifiesta muy socarrona y rimadora. Intento indagar acerca de dicho refrán y tangenteo con preguntas maliciosas. Me pongo a su altura, es decir me agacho: en su bicarbonatada jerga de probetas, santurrón es humanista, y humanista atarugado que rebuzna. Deduzco: la becaria «B» es buena fisgoneanta natural y aspira a la Pujanza que Chiripa regenta. Salgo a almorzar. 70


Paseo por la fábrica de los naturófagos

24 (Transcripción cuasi literal de la conversación desigual mantenida entre el purpurado y Martinich, simultáneamente grabada a mi paseo por el laboratorio de zoofitología): Purpurado: Sí, hombre, sí... Pedro. Martinich: No cago. Purpurado: ¿Cómo? Martinich: Que no che quién ech Pedo. Purpurado: Sí... Pedro... el de la hormona pituitaria... el zoólogo... el que se cargó diez mil hipotálamos para demostrar la estabilidad de la TRF: Descubrió que de un hipotálamo, partiéndolo salían dos, lo cual era mucho más barato, al sacrificarse menos bichos. Martinich: Hum... chi, chi. Purpurado: Nos beneficiamos con mil quinientas citas repartidas entre Asia, África, Burgos y Almería. O el que sintetizó la PPP, el ginecólogo que llamábamos Panduro de lo austero que tenía el pasado: ¿no te acuerdas de lo que mejoró los exámenes de espermatozoides para imbéciles que no podían tener hijos? ¡Cuatro mil quinientas cincuenta citas! Martinich: Fecundíchimo el hombre, chí. (Envidia sibilina e insonoros aplausos fenoménicos del multilengua). Purpurado: ¡Mira, Martinich! La Naturaleza nos pone los retos, nos muestra sus intimidades, sus hechos, y nosotros los desmenuzamos, para lo cual debemos entrarla por su vagina. Cuanto más la destorcemos, cuantificamos, y le acuñamos motes a sus secreciones cuasi infinitas, más apocada se nos queda, porque es su mesmedad de contextura endeble... pierde fuerza, se desanima, se le agotan las ideas de tanto como la acorralamos. Martinich: Chi, Pedo Gonchález... Purpurado: ¡Ojo que ella es interminable y se defiende!, enseña sus dientes: si pudiera se vengaría por todas las partículas que hemos despachurrado. Aunque nada puede contra la máxima 71


La venganza del objeto | capítulo iv

más talentosa que el humano ha podido producir: «que la nieve es blanca si y sólo si la nieve es blanca»... la Naturaleza se vuelve zote ante esta tautología dilapidadora. ¡Mierda para la Naturalezota! (Naturalizadas risotadas. Un pizco de chorizo le vuela de la boca hasta el bigote de Martinich). Perdona, es que acabo de engullirme mi bocata. Martinich: No pacha nada. Naturalechota, ¡qué risa! Purpurado: Nos debemos a nuestra Fiabilidad contra la ordinariez, contra la Improvisación, en general, contra todo vomitadero de reflexflemas. En nuestro mapa del mundo, los civilizadores somos, que manejamos multitudes, que de la inevitable pobreza, por estricto goteo, rescatamos a unos pocos, apegados como estamos a lo impepinable, al Curioseo: somos los de los párpados siempre alerta en pro del fisgoneo. Habitamos la sombra, y nos disfrazamos de austeros en nuestro castillete. Mas por arriba, a los de los carrillos llenos, y por abajo, los que no conocen el atiborro, a todos los palurdos, les decimos qué mendrugo se les ciñe a su diente. Muy estrictos en nuestro Plan, desestimada la verdad gorda de antaño, nos damos a verdades fáciles de parir, y le medimos al objeto su pesantez, o se la ordenamos muy autoritarios como somos, o le imponemos porosidad, o a la esponjosidad tapamos sus agujeros. Sólo una cosa hemos de temer... Martinich: ¿Y echite la Libetá? Purpurado: Nuestro prestigio la impone en retorcimiento: libertad en escoger la verdad que queremos. Citamos cien veces y cuchicheamos apenas una mentirililla, citamos mil veces y nos apoltronamos por un siglo de holgura, citamos un millón de veces e inventamos el genoma: puntapié al Libre Albedrío de los básicos, contraorden que le endosamos a la Libertad. Se mueve un ápice el dedo a un indigente y le decimos que no fue él, que un gen ordenó su patinazo, y nos pagan, y eso nos place. Tenemos más genes que morcillonas hay en el mundo, y cuando se nos acaben, los rajamos por el centro, lo cual en lugar de dividir, multiplica. ¡Libertad, Libertad!... (apestosidad en la voz) nosotros le calamos al palurdo cuándo le vendrá la enfermedad, y con saberlo, él 72


Paseo por la fábrica de los naturófagos

solo se nos cae: es muy inmensa la temblorina. Algo parecido hacen los hechiceros en las Bermudas... No le caben a nuestro mapa medias tintas: o plasmamos hechos, nos citan, cobramos y engorda nuestra Fiabilidad, o nos marchamos a la enseñanza. Acuérdate de Mari Loli, la bióloga que desoyendo dicho legítimo Plan, quiso ser más y cambió de Laboratorio en busca de su enzima... ¡sí!, la rubia que obsesionada con hacerle un mapa al cerebro, precisaba de un anticuerpo, y este no se presentaba de no sintetizar la susodicha enzima. ¡Como si aquí no tuviéramos cientos de ellas!... ¿ahora qué?... pues dando clase a palurdillos que no paran de mirarle la falda, y que no servirán de mayores sino para obreros porteadores. Todo por no dar su brazo a torcer, que ya se lo dije yo, «no te obsesiones con la verdad y no metas las narices donde no las puedas sacar». ¿Y qué te crees que le va a pasar a Fonsi?... la Pujanza no acepta prejuicios ni gazmoñadas. O lo dicho... ¡o a la enseñanza! Martinich: ¿Entonches, tú crech que Fonchi...? (Silencio...) Purpurado: ¿Tú estás conmigo? Martinich: Chí. ¡Qué pena de Fonchi! Salieron ambos del despacho: uno hinchado y cóncavo, el otro apabullado, claudicante y convexo. Irrumpió Chiripa en el despachazo del jefe, obsesivo en dar cuenta al mandamás. Un gesto, sólo uno, le hizo falta al purpurado para indicarle que el multilengua abrazaba ya la Docilidad. ¡Natumásrraigualaleza!, eructó su sin par vientre.

73



CAPÍTULO V

Toda causa tiene un efecto: conociendo a Don Nadie

25 En su afán de amar, Chiripa salió pronto de P2, es decir, se desempedosó bien temprano. Al abandonar la fábrica de las somáticas dichas, a su imaginación le sobrevino un plan: comer en casa, dormir siestecita naturalizada y escribir palabras de amor a Nativel, la muchacha de pechos breves que le encandilaba. Por fin había enroscado el destino de Fonsi hacia un devenir tullido, allá, a una eternidad donde suspirar es en balde; de nada le serviría gimotear al anisperado. ¡Sí!, Chiripa había blindado su Preponderancia: ahora su purpurar sería unitario, y estamparía su firma el primero: en cada artículo, experimento rimbombante o trabajo de investigación insignificante que se expendiera en P2, el criadero de hechos, el afamado Instituto de la Materia. Mil citas hacen un técnico, pero Chiripa sería un Supertécnico por un millón de citas avalado, de las contantes y sonantes, lo que da muy bien para comer a dos carrillos; así se regodeaba nuestro observado, abrazado a dicha Lozanía o Fénix con que la Citadura impregna a sus favorecidos. Recién investido Naturófago Ilustre, acomodado en dicha Preponderancia, muy alegrador en su braceo y paso, sistemático como él solo, en las mil cien zancadas bien contadas que separan P1 de P2, dispúsose a rememorar sus pasados amores, muy determinado en entresacar lo fallido, y de ello aprender para beneficiarse en el presente a la muchacha becaria. Tres mujeres lloraron por el purpurado: una por amor, otra por rabia y la tercera de puro asco. «Eloísa era la más bonita», cavilaba Chiripa. Ya le gustaría a él volver a tenerla entre sus brazos. 75


La venganza del objeto | capítulo v

A la edad de veinticinco años, inspeccionado el mundo todo, y convencido de que el amor era un chispazo (nada que un electroencefalograma no resuma en un garabato), se entregó a dicha mecánica, en una jornada en la que gozaba de huequecillo: «también al amor me debo, en pro de mi devocionario», se dijo. Eloísa contenía todos los encantos femeninos, en el peor sentido de la palabra, o lo que es lo mismo, que todos los encantos de su oficioso currículum se mostraban a la vista: pelo rubio, cejas negras, labios de carmín, pestañas postizas de las de antes, pecho firme insinuado tras el cruzado mágico, blusa transparente, falda escasísima, piernas largas, puntiagudos y elevadísimos tacones para encumbramiento de trasero... incipientes cartucheras, moño, pendientes de largo e impertinente colgadizo, y abrigo de piel de zorra muy largo, lo que acortaba todavía más si cabe la faldísima, para insinuación de bienentendidos machotes. El imaginativo lector ya me entiende. Tan elegante como zote, sólo de dos pensamientos era dueña, los cuales de socorridos los utilizaba para todo. Primero: «vive y deja vivir», decía cada poco. Máxima que viene al pelo para las morales de embudo, máxima que incapacita a los demás, que desarma al que pretende hurgar, por lo tolerante que el otro se presenta. Segunda: «si no lo hace esta servidora, otra lo hará». Máxima igual de ingrávida, pero muy ventajosa y entorchada, cual inversión de futuro, cual coartada de antemano, cual pago por adelantado de posteriores trasgresiones. Chiripa, escatimoso en moral de lo poco que le llama, conglutinado en su rectitud de naturalizado mercader, abrazado al único imperativo moral que venera, el que reza «todo mandato es históricamente contingente», como cualquier náufrago hace con su madero, no le hacía ascos a la susodicha Eloísa, presto en salvarse de la pertinaz represión muy dañina. Esa tarde se empolló el Manual de los Puntos Erógenos, que de aprobar la preliminar seducción o acecho, dichos consejos vendrían al caso: «bésese la nuca si su imputada tiene ojos achinados. Muy pertinente si la mujer nació en Oriente», leía muy absorto, indagador y embelesado... «bésele los pies con pasión, tarea escrupulosa para algunos: pues que la finjan»... «deténgase cinco o diez 76


Toda causa tiene un efecto: conociendo a Don Nadie

minutos con su lengua en el ombligo, y apoye luego su rostro en el Monte de Venus». —¿Dónde está eso? —se preguntó Chiripa y corrió a consultar su atlas de Geografía, y no lo encontró. El purpurado de vientre congestionado y su presa, Eloísa, se dieron a la seducción, y se exhibieron gozosos por la Alameda, ella de picos pardos y él, cual siempre, con el verde alpino de su cheviot equipado. Intercambiaron palabras de amor, ella mundana con sus ojos apoyados en cada escaparate, y él muy teorizante: «mire, mire, González, qué linda casita para recrearse»... «la Física es, y la metafísica no es»... «me encanta esa corbata, ¡quién fuera hombre!»... «por aquel tiempo yo era un don nadie, pipeteaba, o echaba de comer a los bichos sacrificables»... «cenicero de alabastro, ¡qué finura y qué basto!»... «las proteínas son las moléculas que llevan a cabo las informaciones de los cromosomas»... «¿me quedaría bonita esta pulsera?»... «A, C, G, T, Acegeté, son las letras de nuestro genoma, tres mil millones de letras»... «hay que estar tan delgada para meterse en ese bañador... siga, siga»... «tres mil millones de letras por cabeza»... «¿yo también tengo tantas? ¡por Dios!»... «y sólo treinta mil o cuarenta mil genes»... «¡increíble!, ¿entra usted conmigo, que necesito una cremita hidratante?». Instados a todo, ya en el restaurante, ambos contemplativos, afanados en el mutuo lucimiento, comieron lo más caro, fingieron modales, se tutearon, fumaron, tosieron, brindaron, desempataron al vino del vinillo, y dejaron opulenta propina, acorde con su fingida mundanidad. En casa de Eloísa, Chiripa la escrutó, y al dedillo ejecutó su Plan de experto nudista al estregamiento de los cuerpos: labios a la zaga del éxito, besos y caricias memorizados, cual alma de tornillo, instrucciones en mano, «ahora cojo la diez-once, entro en el carburador, desatasco la boya...» amor adoctrinado, ilegal y mecanizado... ella, ahogada en dicho orden, sintió el amor. Cuando hubo terminado, Eloísa llevaba varias horas dormida, aunque tanta enjundia en el ritual había hecho su efecto. Por la mañana el legañoso Chiripa dejó de tutearla, y café en mano leyó una lista de derechos: «no pueda una mujer invadir mi espacio»... «mi currículum me obliga»... «ahora una relación formal no sería conveniente»... «libertad 77


La venganza del objeto | capítulo v

y compromiso se repelen»... «más por menos sería menos»... «ya nos llamaremos o dejaremos recado en el contestador automático». Chiripa, engreído, dictaminó: «la Naturaleza se deja». Eloísa lloró de incomprensible amor. En dicho biografiarse mental, como cualquier teorema que va de menos a más, el purpurado rememoró su segunda conquista, mientras se enfilaba ya al café de Olegario, donde una sorpresa le esperaba. Resumiré la historia de Enriqueta, por ser igual de innoble que la primera y para no aburrir al estupefactado lector: cuando él tenía treinta años, Enriqueta robó su corazón, siempre metafóricamente hablando; Enriqueta era como Eloísa, pero sensitiva y menos charra: artista frustrada que advino en comisaria de exposiciones, en exhibir a los otros ocupada, trajinera de pavoneos diferidos, al ser su cortedad su máxima cualidad. Sólo en una conversación se vieron antes que en el revolcadero: —¡Es tan bello el árbol! —exclamó Enriqueta que visionaba un cuadro impresionista. —Para afirmar eso, se impone primero saber qué es un árbol; por eso... Bello es lo que es preciso —arguyó Chiripa meolludo silogismo, muy seguro de sí mismo y de dar en el clavo. Y continuó en cargarse la Belleza—: está uno harto de que la obra de arte sólo pueda ser valorada por el iniciado erudito. Pocos cuadros pasan el examen de un análisis... ¿acaso es más bello el árbol que la definición de árbol? ¿Es más bonito el árbol que un bonito puerto pesquero?... ¡a que no! Mi Ontología es bien sencilla: lo que no es matematizable «no es». Estará el lector más teórico conmigo en que ambos estaban equivocados: en mi opinión, que extraigo de esta (de mi primera experiencia en la escritura), cuanta más belleza le ponemos a una cosa más traicionamos dicha belleza, la cual, en venganza, de tanto apuro se embarra. Mas cuando es la precisión nuestra obsesión, nada escatimosos en su búsqueda, de tanto como la pretendemos, nos nace una bobada: no hay expresión que no sea bella de no ser clara y exacta. Sigamos con el relato: Lo demás fue una repetición: escogieron minuciosos el menú, fumaron, tosieron, brindaron, teorizaron sobre las delicadas y 78


Toda causa tiene un efecto: conociendo a Don Nadie

frugales entradas y sobre el precio disparado del cava, y despreciativos, lanzaron unas monedillas al plato de las propinas. En un hotel reiteró Chiripa sus memorizadas caricias y, por la mañana, en la lectura de los derechos del macho, Enriqueta, más juiciosa que la anterior amada, lívida y alimonada, lloró de rabia. Chiripa embaló en su memoria ambas experiencias de amor trazado a compás, —nada hubo de Espontaneidad— y escuchó a su vientre vocinglero; de él salieron miasmas eructadas acordes con su tripería, efluvios malolientes que no se le escaparán al preopinado lector: «la Intención se encuentra a la cabeza de la teoría, y a los pies del experimento. ¡Natumásrra!, la Naturaleza se deja».

26 Ya en la acera del café de Olegario el viandante sin sombra escrutó tras los cristales: «¡por los sagrados ombligos de Adán y Eva!», chilló su interioridad (sabido es que la primera pareja del mundo jamás tuvo ombligo, por ser su concepción bien peculiar). Sentadas a una mesa se encontraban dos muchachas: su amada empollona y favorecida Nativel y Ercina. Esta última, de la cual nada sabe todavía el lector, gesticulaba y al aire daba infructuosos puñetazos, mientras la otra, a lo propio, anotaba todo como una loca. Chiripa tembló: «¿Qué hacían esas dos juntas?, ¿qué hace Nativel con esa estrecha, que está tan enfadada con el aire?», deliberaba a su paso. Mil conjeturas todas falsas se hizo, hasta empeunarse en su hogar. Ercina completaba la experiencia currículum en lo referido a lo sentiente: era el último vértice de su triángulo, que Chiripa apodaba «La Triple E». Un lustro después de despedazar el afecto de Enriqueta y desampararla para siempre, poco antes de cumplir los treinta y cinco, en un alarde por rellenar su devocionario al respecto de las relaciones carnales, conoció a Ercina, la más competente muchacha del triplete. 79


La venganza del objeto | capítulo v

Mientras Chiripa se conduce hacia P1, sumido como va en dislocadas reflexiones, quiero que el lector escuche todo lo que en el café se habló: —¡No! Cuéntamelo todo con pelos y señales —sugirió la muchacha anotatodo a Ercina, con la que parecía mantenía una bonita amistad. —Es muy largo. Un «¡por favor!» entonó Nativel muy pedigüeña. Así habló Ercina: Como te había dicho, le conocí en un aeropuerto. Los dos debíamos embarcarnos en el mismo avión y hubo una huelga de controladores, así que estuvimos horas hablando. Rellena como yo estaba y absorta en ideas nobles sobre el ser, la moral, los juicios sintéticos a priori, el espíritu de los pueblos que todo lo mueve y la emancipación de la sociedad, un tanto traicionera a la verdad por tenerla a la altura de la napia (¡sí, Nativel, demasiado cerca!), quise saber más. No me había preocupado nunca de lo que tangentea a la filosofía, y relajé mi sagacidad por un día. Valiente González... El lector habrá caído en la cuenta de que lo nominado como «Valiente González», «Chiripa», «el purpurado», «el naturalizado del vientre que habla» o «el hombre sin sombra» se refieren al mismo objeto observado que a esta narradora con usted le une. Valiente González, en las cinco horas que duró nuestro canjeo de espiritualidades, a la espera de nuestro despegue, me habló de estrellas, de galaxias, constelaciones, agujeros negros, teorías ondulatorias, teorías corpusculares, planetas, satélites, asteroides, hórror vacui y gravedad. Almorzándose un bocadillo de chorizo en la cafetería me mostró su entusiasmo por las criaturitas naturalizadas. Me contó de su amor por: gusanos enroscados y articulados, tiesos vertebrados y gelatinosos moluscos, por míticas sirenas, estrellas de mar, protozoos en tropelía, por la frondosidad de los espongiarios y los amadísimos mamíferos, «hermanos nuestros en la interioridad de su sufrimiento», no paraba de decir. En 80


Toda causa tiene un efecto: conociendo a Don Nadie

las escaleras mecánicas me minució enternecido su pasión por las cosas: Cartografía, Geodesia, Geografía, Biología Molecular, Microbiología, Genética, Química Orgánica y de la otra, Aritmética y Geometría. En un rellano, entre escalera y escalera, delante de nosotros, una viejecita se nos caía: tenías que haberle visto cómo se deshizo en nobles atenciones; «cójase a mi brazo, señora», decía muy humilde, «¡qué peligrosas son estas escaleras!, ¿quiere tomarse algo con nosotros?» Entonces le vi apretarse el vientre y llorar desconsoladamente. Le pregunté el porqué, y con una tila en la mano me pormenorizó la increíble historia de su padre, a quien parecía tanto amaba; la viejecita había meneado esa parte de sus entrañas; por lo visto el padre de Valiente no dio una en la vida: me contó cómo, siendo el padre de su padre ciego del todo (el abuelo de Valiente), se dispuso a sacar a su familia adelante, al ser el mayor de dos hermanos, que se metió en la mina y fue desde el niñito de los recados (arriba en la bocamina), hasta barrenero, picador, apuntalador, encargado, comisionado... y que se hizo hombre de golpe cuando le llamaron a filas, y que luchó mucho, y corrió muchas veces delante de los Nacionales (de los de derechas te quiero decir, porque todos eran nacionales), y algunas, detrás de estos, que pocas veces huían de tan bien armados como estaban, y que le hirieron en un pueblo, y allí conoció al amor de su vida, y que al acabar la guerra no le mataron por su astucia, que era hombre de los de sobrevivir, y que a pico y pala estuvo en los campos de trabajadores que el tirano mandó construir para castigo de los que perdieron, y pasó un hambre que ni se sabe, y que estuvo qué sé yo la de años exiliado, de lo contundente que se mostraba contra el régimen. Luego le dije que me contara la historia de su madre, la del pueblo donde hirieron al padre... otra vez se apretó el vientre; es como si allí guardase las lágrimas, y rompió en llanto, y le dije que lo dejara. A mí me parecía el hombre más sensitivo que hubiera conocido. Luego nos informaron de que nuestro avión despegaría en una hora, y nos fuimos hacia la correspondiente puerta de embarque. Allí, mientras esperábamos, vimos a una familia hippy. Los niñitos, malvestidos, nos circundaron y mi acompañante, piadoso, les acarició y se mostró dulzarrón con ellos. Así, me puse a amar a quien tanto amaba las cosas de este mundo... 81


La venganza del objeto | capítulo v

Con la cabeza entre las manos se desconsolaba Ercina y la muchacha anotatodo le acariciaba el pelo con una mano, y procedía con la otra a rellenar su libreta de notas. Cuando se calmó, Ercina continuó su relato: Sí..., yo creí que Valiente amaba las cosas de este mundo y me engatusó. Cuando llegamos a París me ofreció su hotel para que yo no me molestara en agenciarme uno, y cenamos en Les Champs-Élysées, donde prosiguió con su estafa luciferina: «la Naturaleza merece nuestro respeto», me decía el muy cabrón, «somos acontecimiento, somos naturales, siempre a ella unidos por un cordón umbilical muy sagrado». Luego, tras dialogar de algunas venialidades, se me puso honradísimo en lo que concernía al futuro, y le diagnosticó a la Ciencia su salvación, que al servicio de la Utopía, tornaría a ser legal como antaño, y presionó por última vez su vientre, y las lágrimas le impregnaron hasta la perilla, y me hice su amante (soñándolo se entiende, ya que estábamos todavía en el restaurante), mientras masticaba algo parecido a la mortadela. Luego en los postres, el muy San Pedro, como recelando de sus compadres, los negó: «Ercina —me sollozaba entre lágrimas—, malditos sean mis colegas fantoches y marrulleros que acarician su currículum; yo soy el presidente de Físicos sin Fronteras, y pongo mi humildad al servicio de los indigentes». Nativel, te pareceré una idiota... ¿no?... el caso es que por la noche me puse en sus brazos, que por cierto, entre ellos, atenazada, no podía ni moverme, y me sobó hasta los párpados. Ya por la mañana comenzaron las rebajas: que «si te he visto no me acuerdo», que yo era muy bonita, pero que él «tenía por costumbre eructarle a la belleza», y que «yo había sido una experiencia inolvidable, pero que más por menos sería menos, y que en su memorión no le quedaba un huequecillo para la gentecilla entonadora de reflexflemas». Todavía en desnudez y caliente de dicho amor y sobadera, con un café en una mano y un bocadillo de chorizo en la otra me dijo: «representas la ternura, ¡mierda para la ternura!; te aferras al circunloquio, ¡mierda para el circunloquio de la filosoflema!; adoras 82


Toda causa tiene un efecto: conociendo a Don Nadie

el librepensamiento ¡mierda para el librepensamiento! que representa la niñez de los humanos. ¡Arriba Newton, único virtuoso en enmendar a la Naturaleza contorsionista, unitario Dios verdadero, padre de todos los marrulleros... natumásrra!». Algo así gritó. Te juro, Nativel, que cuando alguien me nombra Versalles o Les Impresionistes mi estómago se da la vuelta y extradita todo lo que tenga, sea poco o mucho, que no me da tiempo ni de agacharme. Tres días lloré de asco, mientras él estaba en un congreso sobre los efectos psicoconductuales de los neurotransmisores: ¡maldito seas, París! Ercina, avergonzada por su desliz, inútiles puñetazos propinaba al inocente aire, y le ocasionaba imaginarias abolladuras.

27 Con la mosca detrás de la oreja, por lo que había visto en el café de Olegario, se empeunó Chiripa en su pisito de alabastro. Se ensimismaría en su quehacer de déspota, pensó. Esférico, como era de su ser, le recibió desde su pedestre particularidad: «ciento cincuenta años luz, señor González. No somos nadie», le dijo con la veneración de los que habitan el barro, tan a gusto como a sabiendas, respecto a un planeta recién descubierto, que en su redondez y manía autogiratoria mucho se le asemejaba a la Tierra: —¡Ciento cincuenta años luz! —repitió Chiripa de boca hacia fuera, cuando su vientre renovaba todo el asco a la otredad, «ocúpate de tu interioridad: baja al sumidero y recolecta las basuras, convierte en afición lo que tu condición grita, ¡gordo!». Razonamiento y animadversión por el barrizal, que bien se pudiera escuchar de tener a mano un Triperioscopio. De la siesta se levantó como el animal que sale al encuentro de sus peligros, tenaz y taxativo, como el que avistó tierra tras años de naufragios, alegrado a más no poder; pero muy arduo era su quehacer por lo disparatado de su propósito, muy a trasmano de su tripería, de su beata afición de natural fisgoneante. Se dijo: «¡el amor es 83


La venganza del objeto | capítulo v

un hecho y como tal lo trato!, ¿es su objeto abobar a la muchacha?... pues ¡hágame yo rimador y lisonjéate de apestosas melancolías!». Como nada sabía de lo asonante y consonante, le dio por pedirle consejo a su Manual de Simetría, y rascó de allí alguna pericia. Escribió su primer poema a modo de cuarteto rimado en «-ero»: A hablarte no me atrevo de lo celestial que te veo aunque es mi empeño darte todo. Mis proteínas exprimen su jugo sobre mi escurridizo entendedero. Con «amor», «jarras», «electrizante» y «garras» quiso parir el segundo cuarteto: Cruda está tu carne sin cocer, sin amor cual primavera puesta en jarras, a la espera de mi frotar electrizante hasta que te acaricien mis... garras. El tercer cuarteto, decidido a ir al grano, muy atrevido, lo dirigió al gozar, a las intimidades. En su pasmo por dicho deletreo y obsesionante simetría, este debía acabar en «-epa». Braguitas de ángel contenedoras de tu sagrado pubis, que al no ser el amor todavía inminente, que yo sepa, deba improvisar yo tus protuberancias en mi cogote, tus pechos abreviados, rollizos muslos y tu chepa. Ya muy tuteada la intimidad, en el cuarto echó el resto de su locuacidad. En dicho contrahacer, casi enloquecido por su artificio, puñalada muy tripera lanzó al erotismo. Acabado en «-uzo». Bendita sea tu vagina, de tu útero el vestíbulo, que por echar un ojo al interior de tu vientre, por la mirilla de tu vulva, pipeteándole a tus flujos, purulentos en absoluto, ¡hágame yo diestro buzo! 84


Toda causa tiene un efecto: conociendo a Don Nadie

En esta manera de esparcir amor se veía Chiripa. Tan contento estaba de sí, de los cuartetos que purpuraban los encantos de la muchacha, que se los puso en un fax, con una nota introductoria que así decía: «me siento cual médula de saúco por frotamiento electrizada, y eso es amor. Por ello te mando mis soflamas». La enamorable muchacha lo recibió enseguida en su casa, y los cuartetos leyó a sus anchas con un café, el cual agriado y muy vomipurgativo se le hizo, por la ordinariez que dichos cuartetos metodizaban. Enseguida le contestó: «Quiero más, pero en prosa. Maestro, el verso es malgastador de lo fidelísimo, mal empaqueta la verdad por lo que el rimar tiene de aparatoso». Chiripa temblaba de incomprensible amor, y crecido al antojársele ella tan avispada, en dicho festín sirvió el segundo plato, adobado a la perogrullada. Selló los labios de su vientre, gerundiado y muy prosista así tergiversó: Nativel, te conozco muy poco, pero desde que apareciste por el Instituto en nada pienso que no sea en ti. Soy un hombre sencillo y no manejo bien el palabreo, pero te escribo de corazón a corazón: PRIMERO: Habitamos un dios pagano motejado big bang. Desde que descubrimos que cero es igual a cero, dicha explosión cósmica se nos hizo bien lejana y la descartamos, y nos hicimos terrenales, adheridos al compadraje de lo fecundo, los diminutos hechos, y sentenciamos: «de lo que no se puede hablar, mejor callar». Como somos acontecimiento la Naturaleza es nuestro laboratorio: le estrujamos un grano, le quemamos un dedo, geometrizamos su insignificancia, o la pudrimos a úlceras, y ella cual Putona (ja, ja, qué risa... la Putona, ¿te acuerdas, Nativel?), se defiende y nos vomita flujos, supura objetos, a veces líquidos o gaseosos, que satisfacen nuestro natural escudriñamiento y curioseo. La misma Naturaleza, que se muestra asistemática y espontánea, disfrazada de barro si el perro la pisotea, de mar si el pez la mea o de invisible gas si el gorrión la airea, nosotros numeramos a capricho, la repletamos de marcas... De ello, deduzco: el mundo real, mal que a alguno le pese, existe, y en él me hago un 85


La venganza del objeto | capítulo v

buen sitio, esculpo bajo mis pies una enorme columnata. La Naturaleza, a sí misma encadenada, martirio completo acata. Y sólo una cosa temo: la fechoría del objeto, que haga éste caso omiso de mi axiomática. SEGUNDO: En dicha exprimidera encaminada al Cundir, obcecada en el bienvivir de los otros insignificantes básicos, los pedestres aparentemente semejantes, deduje yo un día: «la unión hace la fuerza, pero revienta el Liderazgo». Nadie arrebatará mi Pujanza, llámese Martinich o Fonsi el anisperado. Misionado en Prevalecerme, acomodado en mi pódium o columnata, desde la cual aventajo, yo estoy. Los atarugados básicos, cual siluetas de sombras, en su domadura, alguna raspadura catarán, ya por azar o destino rimbombante, que la verdad para que cunda la administro yo a cachitos, a pizquitos fenoménicos. TERCERO: Me gustan las mujeres llenitas. Prendado estoy de tu cara de chinita. Tu piel blanquita me cautiva, no como esas cobrizas de tanto sol y básica trabajadera. Me turbas con tu vestidito azul mar acuario, salpicado de amarillentas flores, que insinúa tus redondeces, muchacheando a mi pulular... ¿no serás una hippy saboteadora del hecho, de las que cunean y amadrinan a la Naturaleza, de lo mucho que la idolatran y quieren? Me apabulla tu hondura, tu voz especulativa, mas ¿no serás Librepensadora desadherida de todo gremio? Esos que votan a quien les place sin el abrigo que da el conglutinarse. Esos que sólo creen en sí mismos, prohijados a su interna dictadura, que habitan allende las leyes de toda doctrina que metodice. Cuando estás junto a mí siento una emoción muy personal, me rodean tus destellos. Nativel, ¡me gustaría tanto que saliéramos juntos!: cenaríamos a escote, único régimen que conozco que no te descapitaliza, amén que invitarte antes de tiempo sería tirar el dinero. Me siento atrapado entre mi trabajo y mi hogar, pues cohabito con mi padre, que ejerce de mi suplemento, un hombre enfermo de una tristeza muy contagiosa, al cual cuido y por el que me desvivo. Nativel: mi dulce asteroide desprendido del planeta de la miel.

86


Toda causa tiene un efecto: conociendo a Don Nadie

28 De un libro robó esta última frase, muy desacorde con su ser y acharolado currículum. Hágase el lector como servidora, visionario de vientres. Entresaque el lector más juzgavidas las mentiras de esta carta: mentiras y verdades disueltas como azúcar en agua. La muchacha que todo lo anota, al leer dicha prosa del cuellicorto, se desconcertó, dudó: «¿estaré llevando bien mi experimento?», se preguntaba, y al acecho del purpurado se lanzó. Obcecada en que todo efecto tiene una causa, deseó investigar al padre, segura de que sería un Don Nadie, y del cual ya algo sabía por su encuentro con Ercina. Llamó a Chiripa por teléfono y le instó a una cena, pero no a escote en lugar público, sino en la casa de este, y ella iría de gorrona. Así, padre e hijo en el mismo recinto, reputarían su hipótesis. Se hizo un programa: ponerse bonita, astuta, con su integridad arrinconada por una noche, y hacerse la inconsistente. Así se le pone la trampa al ratón, y ella, cuando el incauto roedor accionase la palanca, tomaría nota. Llamó al timbre, ordenó a sus ojos anotar todo, saludó a Chiripa, dio la mano al de edad avanzada, y se empeunó en la ratonera, cual químico que se baña en su probeta, cual señorito que sube al escenario, y sentándose junto a los amantes, saborea las palabras de amor por los actores musitadas. —Esta es Nativel, papá. ¿A que es bien bonita? —Encantado. —Encantada. La investigadora sintió miedo, angustia por si su rufianería la salpicaba, pero como la causa era tan loable (en su juvenil opinión, claro, opinión que en poco tiempo cambiaría), se expuso a todo y se sentó con su observado Chiripa, mientras el padre, en la cocina, los últimos toques al opulentísimo guiso le daba. Cuando Luisi, la chacha cochambrosa, la insignificante de miniaturizada sustancia en la que nadie repara se despidió, reluciente ya el humilde cobijo de la sanguijuela, presta ya por marcharse a su casa, mostró su celo por la muchacha anotatodo, 87


La venganza del objeto | capítulo v

y esta, vivaracha como era, habló en insonora voz con su alma: «antojadiza está por el cuellicorto. Le ama». Centrose el padre en el pollo, reflexivo en las patatas que le rodeaban, ortopensativo en los años de hambre obligada, que si el dictador achicó de joven su vientre, era su hijo quien de viejo se lo apretaba, por puñetear a la colesterina o por lo jurídico de su nómina, con la cual, sentida íntegramente propia, se mostraba muy gurrumino. La ancianidad bendecía a la muchacha, no por sus dictámenes y palabras, sino porque su presencia abrió la puerta al pollo, en marisco transformado por su agradecido estómago. Pero algo había de virtuoso en su añoso rostro, lo que a la muchacha daba muy mala espina, al respecto de lo de la «causa» y el «efecto», como los tosidos de un personaje, que preludian su muerte por asfixia en el siguiente capítulo. En los postres Chiripa se esmeraba y a cada palabra una definición le daba, acorde con su doctrina cochambrosa. La muchacha echaba de menos su libreta, mas dio órdenes a su memoria, «que no se te escape nada», le dijo. No quería que dicho oro fenoménico entre sus investigadores dedos resbalara. El señor González padre, en un rincón, amustiado reflexionaba, mientras ejercía luciferismo contra las palabras de su hijo. —Acosados por los artistas —argüía el purpurado al respecto de su doctrina triangular sobre los humanos—, que quieren ser como nosotros, agigantados preponderantes llenitos de razón; pero no, por mucho que les engorde su arte. ¡Arte!: teorización del ocio. ¡Obra de arte!: objeto en compostura de gusto. ¡Ja, ja! —reía inmisericorde. —¿Y los filósofos entran? —solicitó ella, como el que tira de la lengua, muy interpelante—, ¿se arriman hacia la parte alta de tu triángulo, o son barro? —¡Ojo!, ¡peligro!... que esos bichos, en su ensoñación por tener razón piensan, mas no palpan el objeto, lo que mucho les aleja de la certeza. Objeto: feliz causa prima o causa prima feliz. Filosofía: archicofradía de reflexflemas y demás susurros. Vaporosidad sobre lo no palpable. En el barro zapatean muy dignos, pero en otro planeta. ¡Je, je! 88


Toda causa tiene un efecto: conociendo a Don Nadie

—¿Entonces nadie comparte altitud con los dirigentes?, salvo las Ciencias variopintas, claro. —Y no todas —taxonomizaba Chiripa, acrecentado por la lucidez que da el vinillo—: divididas como están en Naturales, Exactas y del Espíritu, descartamos estas últimas por empeñarse en lo volátil; son las Exactas muy abstractas y alejadas del hecho; y de las Naturales, sólo la Física arbitra con la verdad, sólo ella no es sobrina de nadie, y puede afirmar que «un cuerpo en reposo tiende a permanecer en reposo». Nadie iguala dicha verdad rimbombante. —¿Y la Historia? —Como dije, Ciencia del Espíritu es: volátil. Historia: archicofradía del otrora. Indispensable para regímenes preponderantes, obsesionados en durar. —¿Y qué verdades nos quedan, maestro? Dime una aseveración. —«A». —¿Y una negación? —«No A». ¡Ji, ji... irrefutable!... mierda para Fonsi y para el gangoso de Martinich. Acabadas las decenas de definiciones, a la una de la mañana, la muchacha, cargada de sapientes máximas se acercó al anciano y se le despidió muy cordialmente. El padre bajó su cabeza tres veces. —Ha sido un placer cenar con usted —manifestaba sincera la muchacha. Bajó la cabeza. —El pollo estaba increíble. Bajó la cabeza y chasqueó los labios, como el que añora. —Me gustaría volver a verle. Bajó la cabeza y algo masculló. —¿Ha dicho usted Natumásrra? —le preguntó ella muy atenta, con su hipótesis en la puntita de sus labios. —¡No! He dicho —acercándose a su oído, como para acariciar su rostro con un beso—: Nativel... quien degrada su integridad para fortalecerla, la pierde dos veces. —¿Cómo dice, señor González? ¿Me acusa de fingimiento? 89


La venganza del objeto | capítulo v

—Recuerda, muchacha —insistió él, con su cara de chinita tomada entre sus arrugadas manos—: la fuerza hizo a los primeros esclavos, y la cobardía los ha perpetuado. Mientras Chiripa cogía su abrigo para acompañarla a su casa, el anciano tomó un libro de la estantería y le enseñó la dedicatoria: «A mi dulce asteroide desprendido del planeta de la miel». Nativel se sumergió en su interioridad, muy espantada por dicha lucidez, aturdida por la severidad del tal Don Nadie. Ya en el portal de la muchacha, observadora y observado (la experta, cara a cara con su ratón) se despidieron. La investigadora dio un besito bajo los bigotillos de su roedor, el cual efectuó un imaginario frotar de manos. Nativel, como quien avista un nuevo horizonte, se dijo: «¡santo cielo!, no pierdas tu integridad para salvarla. ¡Qué estoy haciendo!». Ese hombre me ha calado, no es el anciano la causa, ni Chiripa el efecto. Así de esta manera el martes se hizo miércoles. Notará el lector que a escribir se aprende escribiendo, y yo cada vez lo voy haciendo mejor: ¿a que sí?

90


CAPÍTULO VI

Generalización de los corazones: Florindo, Perico y Manuel

29 Se levantó Chiripa muy temprano, al acecho, con el beso de la muchacha todavía en el recuerdo de sus fauces, fauces custodiadas por su perilla irrefutable. Se leyó la vida entera de Santa Águeda, apuntándose con ello al desuso y desprecio por los personajes verdaderos. Bien sabido el Santoral, a su mente minimalista, por todo conocimiento humanitario le valía. Se desayunó sus porquerías y ante la mirada melancólica de su suplemento (el anciano padre con el que cohabitaba), le dio por animarle, periódico en mano: —Papá, ¿has leído eso de la infibulación?: a esas mujeres primitivas y negruzcas les cortan el labio menor y parte del mayor en el clítoris, así la vagina queda muy reducida tras coser dichos labios. Es gente muy pegada a su tradición. Occidente, al menos, debería surtirles de anestesia, a razonable precio, claro. —¡Calla! —replicó el padre. —No, si te lo decía por animar un ápice a la utopía —insistía el purpurado mientras restregaba margarina. —¡Cuéntale a tu bolsillo tus ideales de vida! —concluía así el padre, que peritaba el monotema de sus adentros. Ya desempeunado, se encaminó hacia su destino ilustre. «En P1 me autohago, en P2 me pavoneo», se rezaba ensimismado, «en alabastro piso y duermo, lo que en el Instituto reluzco, pues de oro soy», susurraba al tiempo que se reflejaba su lustramiento en el contrapuesto, en la humanidad leprosa de la redondez que habitaba la portería, garita de básico. Desdeñoso, desde esa cumbre que sólo él pisaba, lanzó su lógica envolvente, entonada en 91


La venganza del objeto | capítulo vi

clave de saludo, la lógica a la que se ciñe la desolación del mundo todo: «es el primer término al segundo, lo que el tercero al cuarto, y así sucesivamente». ¡Qué le importaba tener a otros por encima, si por debajo eran los más! Se meditaba también, muy braguetero, sobre las tres «mujerzuelas» (como él las apodaba), que antaño le habían acosado, las que dieron por terminada su continencia sexual por lustros. En cambio, dicho amor de antaño concebido a la manera de apósito, ahora se transformaba en hecho: «la muchacha me ama», pensaba él, animado por el triunfo de la cena, que «no acabó en sexo duro por muy poco», con esos ojos suyos que dividían un cuerpo en trozos, pedazos de carne palpados con la pericia de un fontanero. Ya en el quiosquillo ochavado de Angelita, cargado el sobaco de las noticias desastrosas que portan los diarios, le dio por oírle los rumores a sus intestinos zurdos que se le inmiscuían: «¡Libertad de Vientre!», gritaban enredados al unísono (el grueso y el delgado), «pueda yo escoger y teorizar a partir de ahora, favorecido en mi Pujanza, cuáles sean las teorías verdaderas y cuáles las falsas, desprendido ya de mi Docilidad Floripondia, la que me puso el pie donde lo tengo, donde se manufacturan los Sucesos... en la minoría, en la Dirección, en la Cúpula». Regocíjese ahora el lector en el reflexionar de la expendedora, inspirada en su corroída envidia y en el tambaleante desplazarse del purpurado, que se aleja del confesionario tapizado de revistas, a dos coma veintidós pasos por segundo: «¡Vaya hombretón!» decían los labios interiores de Angelita, «vaya hombretón, hecho a sí mismo, ¡casi de la nada!, que si su padre fue un desgraciado, no digamos de la madre, que por no poder, no pudo ni acercárselo a su pecho, y se crió el pobrecito en alquiladiza teta». Y era cierto, porque sus genes exquisitos hubieron de vérselas con una leche malsana, dulce leche en agrio sermón láctico embutida; consejos insanos, a traguitos casi triviales amamantados, en eructitos convencionales transformados, ya ascendidos y retornados de sus tripillas: ¡maldita la leche que mamó! Se cruzó con el Espantavillanos del Librepensamiento, quien, como él de cuarentón, portaba sus medallas en la serenidad de 92


Generalización de los corazones: Florindo, Perico y Manuel

su cara, medallas que temblaban a Chiripa, como en la selva le pasa al depredado con el otro. Quedó nuestro purpurado muy espantado, como un ratón en un cubo; apresurado en su braceo, se empedosó en su mentidero de la Efectividad y gritó: «¡ama!», igual que un rapazuelo salta a una ventana, acechado por otro en el juego del «perseguirse». Saludó a Fonsi que se comía uno de sus afamados nísperos, y sentado ya en su despacho, lanzado un beso con la mano a su mundanal cactus, firmó todo lo que le presentaba su secretaria: Estudio sobre la hibridación de la Malvasía: distinción por diagnóstico genético de sus plumas. Estudio sobre los marcadores moleculares para distinguir la trucha común de la de piscifactoría: estudios genéticos. Estudio sobre la vigorización arbórea efectuada por la proliferación de injertos. Estudio sobre exones e intrones: genes basura. Estudio sobre metilización que cambian la expresión de la célula: ahora me expreso de una manera, y luego de otra. Predisposición genética de la ludopatía: un gen, una patología. Estudio acerca de la diferencia de información en el cromosoma décimo y en el veintiuno. Trabajo de neuroendocrinología en roedores: conclusiones sobre la medianía del ciudadano medio. Trabajo sobre las membranas basales: control de la introducción de sustancias en el organismo: la diabetes insípida. Trabajo sobre cánceres hormonodependientes: mama y próstata estrategia de la castración. Estudio sobre moralidad especieísta en la masacre investigadora de los ratones: escrito por el Padre Solís. Curita y hechicero. Nada había de Física, pero ¡qué importaba! En dicho referendario la enjundia de su nombre traspasaría las fronteras. Valiente González... Valiente González... Valiente González... no le temblaba el pulso al estampar su firma, siempre el primero como predisponía el Cundimiento: los demás investigadores de cada trabajo —también el ciudadano de ninguna parte, Martinich, y el anisperado Fonsi, incluso Paco el hidrolítico— se conformaban 93


La venganza del objeto | capítulo vi

con plasmar su nombre en riguroso orden alfabético, lo que decía mucho de la Preponderancia. Recuérdeme el lector que Fonsi era un experto en universos paralelos, un pirado en «olfatearle los pedos a las estrellas», como a veces decía Chiripa; que Martinich estudiaba la cromatografía de los gases, y que Paco, al ser más humano abrigaba otras pasiones, por lo cual se autoanulaba, al poner sus huevos en distintos cestos. Los tres semidioses eran vigilados por una única personalidad, el Dios verdadero, Chiripa, el que estampa su firma el primero. «¡Hala!, no os perdáis», le decía Chiripa a cada rubricar, ensoñado, como el que coloquia para sí, mientras engullía muy chorizófago: «revolotead por el mundo todo y popularizarme como actualísimo. ¡Aúpa la Citografía!, hágase en mí tu voluntad y contingencia. Rezumen las citas a mí para mayor engrosamiento de mi devocionario: es la Citadura mi solaz, mi salario, el compango de mi ser... mi... mi sangre, ¡mi Citoplasma!». Entró el director y Chiripa se cuadró ante el reverenciado, expuso su marcialidad al servicio del catedraticazgo. Le vino su moralidad de gominola, la de los mercaderes plegados siempre a su conveniencia: —Buenos días, González —saludó el jefe, de tan estirado egregio, apoyado en esa campechanía fingida de quienes van sobrados—, ¿se trabaja? —Siempre a sus órdenes —contestó así el naturalizado, y dijo más— al pie del cañón, todo sea por la dicha de los ciudadanos básicos. —¡Vamos, vamos! González, relájese usted, y no me trate así, que somos casi homólogos. «Mucho peligro tiene este hombre», meditaba para sí el director mientras se alejaba a sus quehaceres, «¡cómo apesta a pimentón barato!, no he yo de descuidarme con el tal González». Chiripa, docto en su Ambivalencia, preso de su espíritu volátil, se expuso en voz baja sus ideales rutinarios: «algún día sonará el din don que anuncie que a mis ideas les ha llegado el momento. ¡Por todos los fisgoneantes naturalizados!, ya corren las citas por mis venas, poco me queda de servilón: pronto dejaré de ser tu 94


Generalización de los corazones: Florindo, Perico y Manuel

favorecido, jefecillo de tres al cuarto; por San Newton que yo te jubilo. Por cierto, ¿dónde estará mi amada Nativel?» se preguntó.

30 La muchacha anotatodo había dado vacaciones a su ratón. Por una mañana abandonó su principialidad: dejó de ser visionaria de vísceras, don que ella tenía, con el que desenmascarar cerebros tripartitos; y en la penumbra, en la austeridad de su cobijo transcribía de memoria los datos del anterior día. Mas una duda pugnaba por escapar del chamizo de su interioridad: el experimento del tal Chiripa se le vengaba. No se conformaba el ratón con ser observado: quería más. ¿Estaba ella dispuesta a meterse en la jaula para desobstruir el tapón, para que el ratón, con el agua al cuello no se ahogara? Esa noche había tenido una incomprensible soñadera: Ella habitaba el cuerpo de un pato flaco pero supersónico. Se ejercitaba en el vuelo cuando avistó un avión de pasajeros. En dicho aeroplano viajaban (apegadas todas sus narices en las ventanillas), Chiripa, Fonsi, el Directorísimo, Martinich, Paco el Hidrolítico, la fregatriz Luisi que miraba de enamorado reojo al purpurado, el becario A (aquel que manchó un folio con chocolate y lo extrapapeló entre una nueva numeración), la becaria B, tres o cuatro comadres secretarias y el Padre Solís, a quien le colgaba del cuello un crucifijo del eterno atormentado, y que bendecía el vuelo con una mano en el pecho y en la otra, (mano en la que untaban los dineros por ratificar trabajos con su moral de plástico elástico), un rosario. Antes, en el Instituto había un filósofo de la Ciencia para supervisar la rectitud del Cundimiento, pero hartos de sus trabazones interminables y de su escrupulosidad, los archicofrades lo pusieron de patitas en la calle: a la enseñanza pública lo mandaron, y ejerció su preopinante oposición en un aula, con una banda de mozalbetes muy básicos, que le escupían granos de arroz con un canuto. La muchacha anotatodo quiso tenerlo en entrevista para su estudio sistemático, como preguntarle 95


La venganza del objeto | capítulo vi

a una enzima por las travesuras de un aminoácido, pero dicho teorizante habitaba el mundo, retirado y desquiciado... Me he ido por las nubes... como decía, en el avión del soñar susodicho viajaban todos, desbordantes de su alegrador ánimo, como niños desobligados en excursión ociosa, salvo Don Nadie, que viajaba a la cola, gravedad en rostro, muy enjuto e indagador. El pato, que tenía toda la cara de la muchacha anotatodo, como dije, tripulaba muy precisa a pocos centímetros de un ala, expuesta... casi rozaba el motor. «¡La Naturalezota nos guía, y nosotros la clasificamos, la desplumamos de todo azar!», gritaban energumenizados al unísono todos los pujantes marrulleros; y cada cual, a lomos de su espíritu volátil y pendenciero, conglutinados y naturófagos, cual gremio de malhechores, manifestaban su Utopía: «¡maldita sea la corazonada y su menester teorizante, la intuición!», gritaban, amén de otros etcéteras. Sólo uno de ellos lo hacía con su inusitado y vocinglero vientre. En dicho turismo y algazara se veían cuando la muchacha pato, en acto sacrificial se dejaba absorber por las turbulencias del motor, no sin echar la última mirada a Don Nadie, quien muy pagano de dicha Feligresía, decía «no» con la cabeza, y bisbiseaba una frase incomprensible: cuando el avión caía en picado la muchacha se despertó desnuda y sudada. Sí: su estudio sistemático sobre la Fiabilidad que Chiripa soezmente representaba se le vengaba. Abismada se mantuvo toda la mañana en silencio, entre dos lindes hostigada: o neutra y sistemática, en flotadera superficial, o mundana junto a su ratón en su jaula. Escuche conmigo el psicoanalista lector dicho cavilar: «A» es igual a «A», como dice mi ratón, pero también dice que de cualquier contradicción se extrae un experimento rimbombante. Nati, ¡mantente al margen!... sí pero, he entrado en su casa, he conocido a su padre, he enfangado mis labios con un beso... ¿qué puedo hacer?... Don Nadie parece más listo de lo que yo pensaba y me ha calado... ¿qué decía en el avión?... en sus labios parecía... ce... oide... dido... neta... iel. ¡Por Santa Águeda patrona del día de hoy!: «dul-ce aster-oide despren-dido del plan-eta de la m-iel». 96


Generalización de los corazones: Florindo, Perico y Manuel

¡Vaya gilicursi que está hecho!, ¡maldito sea su vientre!, muy parejo al de su bastardillo, criado en renta de ajeno pecho. No, si al final las rufianadas se pagan... parezco el químico que en insólita zambullidura entra en su probeta, y pipetea a mano, despeja a manotazos proteínas a un lado, y al otro, la cascarilla... como pato suicida que de mirón se hace personaje. Cuando Nativel se sumergía en esta penúltima desconfianza, al respecto del suplemento del purpurado (el anciano pensadorcillo que la despistaba), sonó el teléfono: —¿Sí? —¡Hola, Nativel! —Buenos días, maestro, ¿qué haces? —Estampo mi firma y creo marginados ¡je, je! La naturalezota se expande y regala felicidad a los básicos: la empresa va, la factoría de la Dicha Somática lanza tautologías a diestro y siniestro, y el bienestar se derrocha, raspaduras que lloverán sobre los cualquiera, sobre la plebe, los que comprarán los artefactos... —y continuó como perro que mueve el rabo soñando—: Martinich se ha despachurrado tres puntos en la escala social, y a Fonsi el doctorcillo, no hay quien le encuentre de lo que pulula por el subsuelo, y Paco pasa la lengua por los sellos. Cuanto más firmo más se aclara el enigma del mundo, la paradoja: investigo lo que me pagan, y cuanto más me pagan, más me citan, más me autohago, más me levanto sobre los que se autolinchan. Mi cactus te echa de menos. —Es que estoy malita. —¿Es grave? —No, cosas de mujeres. —¿Quedamos, empollona mía? —No sé si debo... —¿Te acuerdas?, ja, ja... la citadura, las citas que corren por mis venas, mi citoplasma... la fondosidad... los dinerillos. —¡Quedamos! —resolvió ella. Menos neutral, al igual que el mirón salta la valla y enarbola una bandera arbitraria, la muchacha colgó el teléfono, se recogió 97


La venganza del objeto | capítulo vi

el pelo, cual bravucón que se arremanga, repensó su sueño (el del pato sacrificial descuartizado), y sentenciosa se autodijo: «yo a este tío me lo autohago».

31 La muchacha anotatodo, casi en un tris de desestimar la investigación u observancia de su chamboncillo Chiripa, resolvió continuar su trabajera, una vez había quedado para la segunda cena. Pero ahora se debía a la mañana: salió para el café de Olegario y se entregó a tres entrevistas que tenía concertadas, relleno sistemático de lo que en su estudio se definía como «módulo sobre la manera atípica de encompadrarse el observado». primera: Florindo entabló amistad de manera oficiosa con Chiripa cuando este pasó unas vacaciones en el caserón de sus abuelos, tres años después de la Naturalización (suceso que le robó para siempre la Improvisación, amén de regalarle odiosidad perpetua por la Otredad). Por las mañanas corrían y descorrían, jugaban a perseguirse triviales y sin maldad. Por la tarde resolvían problemas trigonométricos acatantes de su responsabilidad: ser los primeros de sus respectivas clases. Un chispazo de amistad unió dicho verano el corazón imberbe de Florindo con el edematoso vientre del Chiripita. Amiguísimos de alma, corazón y vientre reprodujeron este esquema tres semanas, hasta que una tarde Florindo venció a Chiripa en el pulso trigonométrico que les encandilaba. El perdedor, con gran humildad felicitó a Florindo y le auguró un destino repleto de minutas muy amplias. Florindo no hizo uso de su jactancia para no incomodar al chamboncillo, al menos exteriormente, mas no hizo falta: al día siguiente, Chiripa sobornó a dos niñitos palurdetes, de esos rudimentarios criados a palos y harina de maíz, nada intelectuales, de los que habitan naturales el barrizal. Le dieron una paliza a Florindo a encargo, mientras Chiripa con una libreta hacía números. Según Florindo la molienda fue muy equitativa y calculada, pues en lo dañino, afectó al apaleado en su totalidad. «Me dieron por todas partes...», 98


Generalización de los corazones: Florindo, Perico y Manuel

contaba Florindo a la muchacha, «...paliza muy ordinaria y psíquica». Con la nariz reventada, el apaleado, que no merecía eso (aunque el lector ya se habrá percatado de que no era moco de pavo en lo pedantito), encharcado en pavor, hubo de escuchar lo que sigue, un parloteo en exceso frondoso para su corta edad: —Florindo, no te han pegado por ser muy listo: aunque tu coeficiente intelectual es muy alto, el mío lo amaga. Te han zurrado porque agasajaste contra mí, contra la Física... cuando dijiste que nada iguala en magnitud a la aritmética. No te percataste de que los números son hijastros de mi protegida, la Naturaleza, única continente de los jugos y fenómenos visibles. Habitamos el cromo de un gran álbum: cuando el cielo está nocturnino y raso vemos el cosmos, nos muestra la proporción, y de él extraemos las ideas generales: la Naturaleza es la manifestación terrenal del big bang. El cosmos habita muy allende, como algo muy ideal y axiomático. —Pero, ¡éramos amigos! —Como ves la amistad es algo muy relativo, es un colgajo contingente de lo que llamamos «depende», más aún si dicha confraternidad que me propones, al destino, preñado como va de competencia, incomodidad le supone. Tú jamás serás mi homólogo. Cuando seas mayorcito y te tiente el visitarme, ¡ojo! que no respondo yo de mi clemencia, que al igual que la gravedad es ley muy consistente y terca, yo seré siempre el que soy, y más por menos siempre será menos. Debes entenderlo, Florindo querido: ¡natumásrraigualaleza! Así de pretendiente era Chiripita en asuntos de compadreo, cuando de recién naturalizado ya prometía mucho. segunda: A los veinte años, un episodio tuvo en ascuas a toda la Naturalización que habita las callejas de este mundo, a los miles de Chiripas, todos ellos purpurados. Digo esto porque no existe ser naturalizado que tarde o temprano no sea laureado; son lo que yo llamo «cosas pegadas», como de conjuntado e inseparable son «gato» y «felino», «dromedario» y «rumiador», o «fascista» y «pollino». Como cuento, por una vez el ya afamado vientre de Chiripa pidió consejo al corazón, órgano que desconocía y que se vio asediado por un sentir remosqueante: el afecto. 99


La venganza del objeto | capítulo vi

Esto que digo sucedió cuando Chiripa cursaba su segundo curso de carrera, año este en el que se tropezó con Pedrito, un muchacho tremendamente razonable y dócil, quien a punto estuvo de cambiar el ventral statu quo de nuestro observado. Con un café entre sus manos así habló Pedro a la muchacha que todo lo escribe: Valiente González era el mejor compañero que tuve. Habitábamos juntos un pisito de estudiantes, nos sentábamos codo con codo en las clases, compartíamos trabajo de laboratorio y también las interminables horas de represión, pues ambos éramos negados en lo referido a las muchachas. Nos pasábamos el día haciéndole croquis al mundo, y en la noche estrellada, tumbados boca arriba en cualquier jardín, al infinito le calculábamos las distancias inacabables: las estrellas nos devolvían el saludo a relumbrones cósmicos. Por el día, en horas muertas, leíamos artículos actualísimos de la Ciencia: que si en California habían sintetizado unas bacterias que comían radioactividad, lo cual era muy beneficioso en caso de accidente nuclear, o que en Boston tenían una bacteria que engullía residuos tóxicos de soltarla por el océano, o que en Albacete habían fabricado un depredador contra las plagas de langosta, que luego resultó imposible de controlar y se comía a los murcianos con orejas y todo. En dicho canjeo de espiritualidades fraguó una amistad que a mí me pareció infiniquitable. Yo quería ser meteorologista y él meolludo escudriñador de datos y dogmatizador, pero dicha aversión de intereses no deslucía mi afecto tan uncido al de él. Un día, el catedrático de criptografía (la ciencia estudiosa de la codificación y descodificación de los mensajes, desde los egipcios hasta hoy), como digo, nos llamó a su despacho, a consulta muy transitiva y peritativa de nuestros respectivos destinos. Nos explicó que sólo podía otorgar una matrícula de honor y que ambos la merecíamos por igual, así que «ustedes dos lo resuelven», nos aconsejó muy magnánimo el hombre, y nos emplazó a que le contestáramos nuestra decisión en quince días. Nos pasamos la tarde en lloriqueo altruista, «tú lo mereces más», «no, tú lo mereces el doble», «tú el triple», «tú el cuádruple», hasta que Valiente dijo «tú lo mereces elevado 100


Generalización de los corazones: Florindo, Perico y Manuel

a infinito menos uno», y le cambió el rostro, metamorfosis que yo no entendí. Al día siguiente nos marchamos cada uno por su lado a unas pequeñas vacaciones, y nos despedimos entre lágrimas muy sinceras. Al volver le encontré con los pelos de punta y con una incipiente perilla, que me comentó que jamás se la quitaría pues era «símbolo de sutilizar ventajas»: —No pareces el mismo —le dije con la voz tenue del temeroso. —Mira, Pedrosete, he estado en mi prado, y se me ha refrescado mi Naturalización, cual segunda confirmación. Mirando a la Naturaleza una línea de alta tensión competía por la Belleza: y me dije, «es la ecología lo que el hombre permuta en hierro y asfalto, y lo demás deviene en Naturalezota». Sonaba una gaita, «tiro ta tiro ta tiro, tiro ta tiro tatá». «Más por menos es menos, menos por menos da más», que traducido a la Marrullería imponente así se puede axiomatizar: «todo principio es históricamente contingente, incluido este». —No te entiendo. —Pues quiero decirte, que es de sapiencia natural e irrefutable, que si quieres la matrícula será por encima de mi cadáver, que la amistad acaba donde asoma mi currículum, que no ha nacido auténtico fisgoneante que no habite fuera de los demás... —¿Qué? —Que el afecto amengua al más pintado: es la amistad, lujo que deviene en angostura personal muy dañina, y que atenúa el éxito. Que el destino es un terraplén muy estrecho y profundo, y por él desciendo en naturófaga actitud a manotazos con otros devocionarios de atarugados concurrentes, sin importarme nada ajenos refunfuños. —Pero, ¿tú y yo no habitábamos plegados y superpuestos cual uno solo? —Ni más ni menos, pero siempre uno arriba y el otro abajo, como es ley, uno preponderante y el otro, cuales hojas de olmo en la otoñada, despachurrado en putrefacta postura. Yo le insté a que me dijera más, que me aclarase qué tenía la amistad para que él tanto la desdeñase. Así de inclemente me pontificó dicho sermoneo: 101


La venganza del objeto | capítulo vi

—Escucha bien, Perico: el buen marrullero no tiene amigos que le encizañen su figurar sistemático. Yo encabezaré algún día el Predicamento de una Feligresía y estamparé mi firma en pro del Cundimiento, y los plebeyos, que nunca ven el momento de aceptar el destete, llamarán felicidad a lo que yo diga, como es la bajeza de su estamento. En el mundo hay palurdetes y comunes básicos, poetas, porteadores, fontaneros y tornilleros, historiadores, filósofos y políticos, ante quienes yo, por mundanería que me ha tocado, me quito el sombrero, pues han elegido la superficialidad; y hay meteorólogos, como tú, en existencia de pringosidad acatante, conformados con señalar el sol en un cartel, hacia el que se lanza de cabeza el turista, palurdez presta en atezarse, y luego hay marrulleros de carrillos llenos. ¿Cómo quieres que tenga yo amistades?... es como pedirle a Dios que se apiade de un cojo, es contra natura... mis amigos no pueden levantarse por encima de mi hombro, tal y como el mundo rueda, y no seré yo quien combata dicho girar simplicísimo. Mis amigos son sumisos y viven entre dos tapas de cartón, muy cerca unos de otros, bajo el mismo techo de una biblioteca... cranean y divagan en negrilla sermones miniaturizados, achiquitados e inapelables, como los muertos. Stuart Mill, padre de la Inducción, la primera luz de la Fecundidad y el Cundimiento, que se cargó de un plumazo las dicharadas de los reflexflemáticos... es mi amigo. Bacon, que estableció el organum de las Ciencias poniendo unas arriba y las pordioseras debajo... es mi amigo. Arquímedes, Coulomb, Heisenberg, Newton... todos a batiburrillo, son amigos míos. Mas, cuando su palabra está contra la mía, que se jodan en su pudridero. Esta es la lógica del pillo, que crea adocenados en su pasar. ¿Amistad?... dificultad máxima la de quien quiera extraer la lógica del magma de la emotividad. El meteorólogo lloraba ante la muchacha fascinada. Intentó ella aliviarle asesorándole lo mejor, el olvido. —Lloro de rabia —decía Pedro muy asincerado, desconsoladoramente—: ¿por qué crees que soy meteorólogo desvalido y frustrado, y no metodizador de irrefutable perilla o firma?... pues, porque él tenía razón... el afecto que me sitió me obliga. 102


Generalización de los corazones: Florindo, Perico y Manuel

—Tú no eres como él —aducía Nativel en defensa del lacrimógeno. —¡Y una mierda!, soy peor, todos lo somos. Valiente, al menos lo vale por sincero. —Sincero de vientre —concluyó ella.

32 Una hora faltaba para que llegase al bar de Olegario el tercer entrevistado. Se despidió de Pedrito y urdida en su propia trama, a la calle salió a pasearla, con un gran peso sobre sus hombros: se sentía villana. Se sentó en un portal muy cutre y lloró cuatro lágrimas, espirituales y escasas, cual agua de cantimplora. Su estudio sistemático nacido de un sentimiento pulcro se vengaba de ella: cuando un árbol aterriza sobre una cabeza, todos sabemos lo que pasa; el necio suele preguntarse qué pasaría si fuese la cabeza la que aterrizase contra el árbol. Ella sabía que es lo mismo, de compartir la misma velocidad: que el ratón dejaba mucho que desear como observado, no por ser ratón, sino porque ella era observadora. Una imagen densa le vino a su juvenil cabeza: un forense imaginario llevaba todos sus prejuicios apegados en el fondo de sus ojos profundos, gemelos prejuicios a los del filo de su bisturí: el ratón se le transformaba en algo lírico. Se untó de un fino bálsamo, y encruelecida pensó en asincerarse con el lector. Apoyada en dicho escalón, junto a unas niñas que le daban a la comba, cogió su magnetofón y así le habló: Estimado e incógnito lector: si ha llegado usted hasta aquí, se merece una explicación. El insensato afecto se ha adueñado de la pulcritud de mi investigación. Nada me parece más imposible que mirar desde lo alto a nuestro observado, pretensión que tenía por muy digna, obsesiva como empecé mi historia en exhibir al ratón en su jugueteo; pero el mundo no es de juguete, y todo observador se insinúa y luego desaparece por mucho que lo evite: todo ojo se desinstala de su 103


La venganza del objeto | capítulo vi

pódium y participa del hecho que observa: la paciente deja de serlo cuando el médico se acuesta con su hernia de hiato, la abogada flirtea con su defendido y rehúsa la verdad, el fiscal se abraza a la impunidad al besar a la acusada, y el electricista se queda pegado cuando se enamora de su enchufe trifásico. Me he institucionalizado y al romper mi juramento de la neutral inspección, los ojillos del ratón ya no escudriñan más espantados que los míos. Adventicio lector: mi estudio sistemático, que no quería ser novela, que abolía la metáfora en pro del hecho nudista cual usual ciencia, ha devenido en legendario y vulgar cuchicheo de ratón, en héroe transformado, por lo mucho que de él se habla. Al acecho de la verdad como iba, traspasé la misma puerta que la verdad ocultaba. Todo estudio sistemático transforma al observador, le incita a retocar sus ideas preestablecidas; por cierto, incomodidad muy dañina esta... quiero decir que la metáfora vive tan pegada al hecho, como la finura al terciopelo. Perdóneme el lector acomodado junto a su chimenea, en su hogar confortable: hoy mi estudio se hace novela. Definición de novela: fracaso de un narrador para atrapar un tiempo, tiempo que huye por los agujeros de una malla cuando la narradora acaricia a su ratón... de tanto como le entiende, este la tiñe... la cambia. Eso le farfullaba Nativel a la oreja de la máquina. Abnegada en su hacer, muy de puntillas y humilde con el lector por lo mucho que le aprecia, juvenil e inexperta, no entendió que aún pulularía muy sistemática, pues nada se parece menos a un relámpago que el buen aprendizaje, más parejo este al lento espigar del pasto: uñas de muerto ajenas al destruidero, que todavía vivas, crecen, ignorantes como son de su yacer eterno. ¡Pobre muchacha! En pro del conocimiento puro y descontaminado el afecto se dio un banquetazo (afecto inverso u odio, se entiende).

104


Generalización de los corazones: Florindo, Perico y Manuel

33 A la tarde aún le quedaba mucho cuchicheo. Se sentó la muchacha de nuevo en el local de Olegario, el añejo café ocre de tanto humo, entufado en sudor y bollería, y en pocos minutos se presentó el tercer entrevistado. tercera: Manuel era un machote, el Librepensador Espantavillanos que cada día se entrecruzaba con el purpurado Chiripa en su desplazar de braceo, entre la cuantitativa distancia de mil cien pasos entre su «autohago» y su «pavoneo». La muchacha, observadora como ella sola, que oía tiritarle las vísceras a su observado cuando ambos rozaban sus respectivas preponderancias (la susodicha del Chiripa y la del Librepensador), tan contrapuestas como pelo limpio y cepillo mugriento, sospechó que ambos se conocían, percatada de lo sonoro del odio en dichos frotamientos. Manuel había recibido una nota de ella y se ofreció en entrevista. Presentados a la manera debida tomaron café y bollos, y durante un rato, muy convencionales parafrasearon triviales, o lo que es lo mismo, le tangentearon al meollo. Luego ella le explicó por qué Chiripa representaba la Fecundidad, el Cundimiento, la Pujanza y la Feligresía de los marrulleros. Estupefactado Manuel, acostumbrado a llamarle a las cosas por su nombre, preguntó a la muchacha: —¿De quién me hablas?, ¿quién es ese tal Chiripa? —Valiente González. —¿Cómo? —Pues claro, Valiente González, el aspirante a cátedra, Chiripa, el purpurado y naturalizado hombre sin sombra que nació de chamba. Nativel, incómoda en la envoltura de sinceridad que habitaba Manuel, glosadora como era, le contó la Naturalización de su observado cuando era chiquitín, la mundanización del cactus, la primera y la segunda soñadera del purpurado, el paseo por la fábrica de los naturófagos y los pinitos literarios de su hombrecillo biografiado, los cuadrilongos palabreos encaminados a 105


La venganza del objeto | capítulo vi

enamorarla. Nativel, que era muy recta, sentía en frente de su mesa la rectitud extrema, como pasa a los comensales, que engullendo porquerías en pocilga muy homogénea, coge uno y se cuelga una servilleta: Manuel era de alambre rígido. También le explicó el episodio de la teta alquiladiza, por la que adosó su ser, para siempre, a la Libertad de Vientre: —«Mi verbo será el eructo», decía ya de pequeñito —le pormenorizaba ella muy lírica—: sí, agarrado a los pechos de su mamá prestada engullía la dulce leche de ella. A la luz de una vela que dejaba fuera una inmensa tronada, palabras sensitivas y comunes le susurraba, cual sermones lácticos embutidos y adosados a cada mamada. Ella, florecida y bella le aconsejaba aferrarse al canon de los exitosos, el canon de los que flotan por encima de los ajenos hombros, los vigentes que distribuyen los tropezones en los que se despachurran los otros. Chiripita ya eructaba efluvios ascendentes, muy acordes con la acidez de dichas enseñanzas: «hijito mío alquilado», le sermoneaba ella, «hazle siempre caso a tu vientre y fabrica en él tus intuiciones morales, que por cierto son siempre históricamente contingentes», y luego le besaba la tripita divina y menesterosa que tanto prometía, y se la espolvoreaba con cariño y talco. —Mi libertad es de credo, la cual ensalzo, mientras tú te ríes de su contrario, lo que apodas la libertad ventral —comentó sentencioso Manuel, al que la ironía de Nativel le pudría la rectitud. —Pues claro, ¡henos aquí en lo mismo! —dijo ella, como masticando ambas ontologías muy tensionadas, y le dio por comentar algo al respecto de los héroes—: al fin y al cabo, reconocerás que mi Chiripa es un héroe de los que le diseñan al mundo su orbitar, desde luego no es un cualquiera, ni básico ni obediente... —Eso que tú llamas héroe, no es más que un reformador —comentó su cabeza limpia y fresca—. Hay dos clases de héroes según a qué merced destinen su plasma. —¿Qué? —demandó la muchacha. —Digo que el reformador impone su yerro y nos baña en sangre, al contrario que el heroico ser verdadero, que expone su sangre desinteresadamente en sacrificial acto. 106


Generalización de los corazones: Florindo, Perico y Manuel

—¡Eso es un reflexflema!, como diría mi Chiripa. ¡Ja, ja! —dictaminaba ella ante el ceñudo gesto del Librepensador. En ese momento una madre y un niñito aspirante a común básico entraron en el local, y pasaron junto a su mesa. La mamá, que se las traía, le susurraba muy teorizante, mientras el pequeño tragaba de un cucurucho sus altramuces: «somos masa, cariño, somos gente bien». Manuel y Nativel, cual sapos, hincharon los mofletes ante dicha humanísima contingencia y bufaron. Siguieron hablando y Nati se sentía abellacada ante la algebraica rectitud de su entrevistado. La suya, la verticalidad de ella, se atirantaba y aflojaba como una recta dibujada con un ondulado tiralíneas: se abombaba. Más tarde, la muchacha sistemática con su libreta de bastardearle a la Marrullería, embozada por el bachillerear constante de Manuel, siempre con pizcos de verdad en cada colmillada, siguió con el palique, ya menos postuladora y encaminada al encumbramiento de su purpurado: —Manuel ¡cuéntame qué te ha hecho Valiente para que te sea tan desavenido! —No, no puedo. Pregúntale a su padre. —¿A ese Don Nadie? —se extrañó Nati. —Precisamente a ese. Yo no participo de rufianerías por muy justas que parezcan. Nati se extrañó. Esa frase le sonaba. Le parecía el muchachote de la misma escuela que la del anciano perdurante, pese a ser correlativo en la edad a su purpurado. Una pareja en el rincón más ahumado del café se conjuntaba indecorosa por la lengua: proponían su amor cual espectáculo. Manuel se quedó atrancado en el mirar por serle inusual dicho estofado: —Mira, él gana el sueldo base girando tornillos. Ella, en cambio habita la atalaya de los que cobran por leer. Además, no se conforma con eso, pues teoriza sobre el mundo y se siente vigilanta de los desmanes: como tú dirías, él es cualquiera, básico; ella aspira a ser vigente. Después de chuparle los morros, le pedirá que lea libros... —y formuló un acertijo—: ¿En qué se parecen dos seres que en nada se parecen? 107


La venganza del objeto | capítulo vi

—No sé. —En la equivocación de querer lo mismo: ambos han apostado por lo fácil, muy despreciativos con su sen respectivo: ambos se apuntaron al amor químico. Tú a eso lo apodas Libertad de Vientre; yo suicidio. —¿Cómo sabes tanto sólo con mirarles? —Porque ella es mi prima. —¿Lo juras?, ¡siendo tú tan rectilíneo...! —Una familia da para una rigidez, ¡como máximo! La muchacha quedó decolorada. Se despidieron y una brecha se abrió en su ironía sagrada, y le vio alejarse por la tienda de ultramarinos, tras el vidrio enturbiado por el humo, jadeante, cual mastina que bajo una ventana mueve el rabo, a la espera de una triste galleta, pago de un único premio: haberse pasado de fecha. «En una cosa está equivocado Manuel», decía en voz baja, tirándole un reojo a la pareja que intercambiaba babas, «dos personas totalmente diferentes, sólo se parecen en que son lo que más desea un tercero: la Libertad de Vientre, mansedumbre que para engrosamiento de su estereotipo los reclama».

34 Cuando Nativel regresó de sus entrevistados, se sentó en su pisito carente de esplendor y pasó las notas del día: el sueño del pato supersónico (por lo que ello tuviese que ver con el estudiado Chiripa), y sus tres entrevistas, inscritas en lo apodado, «módulo sobre la manera atípica de encompadrarse el observado». Aún estupefacta con la historia de Florindo, el niñito que fue a encargo apaleado por ser prodigio, o lo contado por Pedrito el meteorólogo que entró en competencia de currículum con el purpurado, y que devino en una franca enemistad. Pero de todo... de todo, lo que más la aturdía era lo contado... mejor dicho, lo no contado por Manuel, y que en nada aclaraba dicha animadversión, cuando ambos se cruzaban. Encima, se le inflamaban las dudas sobre Don Nadie, y el desprecio primigenio que ella había sentido por este. «Pregúntale 108


Generalización de los corazones: Florindo, Perico y Manuel

a su padre», recordaba, y «¡con qué devoción misteriosa parecía referirse a él!», se decía Nati. Dicha expectación se le mezclaba con la desconfianza que Valiente González padre incitaba, sobre todo debido a su pertinaz manera de charlotear, a esas frases epitafias, cual citas... a su citoplasma. En su cubil, donde guardaba todas las notas, volvió a recogerse el pelo, como si el orden exterior repercutiera en lo que hay dentro, allende el cráneo. Tan despotizada como el purpurado y sus agremiados, que transforman un dato en muchedumbre, por el horror que le tienen al hecho insólito, se prescribió a sí misma dicha compostura del pluralizar, y generalizó a diestro y siniestro. Redactó lo que le vino en gana, acuciada en que nada le parecía demasiado, actitud a la que se embrazan los seres más jóvenes. Lo tituló «Generalización de los corazones», y comenzaba así: Son la Fecundidad y el Cundir la astucia que mueve el mundo. Hay Chiripas por todo el mundo, más o menos envestidos naturófagos: el vecino del lector que pasa inadvertido, su padre o su hermano, su amigo que es muy bueno, pero que en horas libres depreda, y el lector mismo debe mirar su corazón, y si por ello tiene vientre que eructa, ¡ojo! No habita la neutralidad en el jugueteo aritmetizante de las bolitas. No existe la imbecilidad neutral... ya seas vigente, es decir, dirigente de cráneo o expectante básico. Su experimento cada vez se parecía más a un bodrio, pero como era toda voluntad se puso bonita para cenar. ¿Recuerda el lector que Nati tiene una cena purpurada?... y no a escote mediterráneo y riguroso. ¡No!, ella va de gorrona.

109



CAPÍTULO VII

La tentación literaria de Chiripa: el cazador furtivo de metáforas

35 Mientras la muchacha se entregaba a las tres entrevistas narradas, Chiripa, harto lujurioso se preparaba para la cena de la noche. Al chamboncillo, cansado de irse por las ramas le dio por aliarse con la Belleza, «otra de las grandes putonas del economato», craneaba él, «a las que el humano se acerca para obtener cobertura, ya para aventajar, ya para aliviarse». Tenía la tarde ociosa, y a Nati quiso dedicarla, preso de la obstinación por conseguirla. Así que decidió producir en ella definitivo deslumbrón: le escribiría un cuentecito alegre y rimador, para que ella cayese en sus brazos, como deshuesada. Así de inusitada era su intención. Empeunado, «tupío» de fritangas de fabricación nacional y envasadas, ensiestado en irrespetuosa roncadera, quiso encarcelarse en su despachazo, mas dos cosas se lo impedían. Primera: en la mesa había media tonelada de desorden. Eran informes por leer y otros para desleer, es decir, muy susceptibles estos últimos de ser sumergidos bajo su Fiabilidad y Preponderancia. Había tesis doctorales a la espera de su vistazo, alguna sobre el efecto del 17B estradiol y una muy amena sobre el Lactococcus lactis... estudios tangenciales a su verdadera vocación de Dogmatizador de la Materia. Segunda: ¿cómo iba él a enmarranar su sagrario empapelado de diplomas? ¿Cómo podría inspirarse su vientre en dicho habitáculo, reino de la única facción del saber, que a puntapiés había expulsado toda polimorfia? No, en dicho recinto naturófago, el gélido iglú de su currículum purpurado, bendecido cada 111


La venganza del objeto | capítulo vii

poco por chispazos de vanidad debidamente comulgados, no se sentiría a sus anchas, sino vigilado y abroncado por su espíritu que flotaba allí, denso como tufo de marrullero. Se fue al salón. Sentado en su sillón estaba el viejo, con el que no medió ni mu. Dicha ancianidad palpaba su libro y lo abrazaba, aquel del que Chiripa robara la sobada dedicatoria. Recostó el purpurado cuatro libros sobre la mesa, en hilera, dos para plagiar y dos para inspirar su pábulo, y se puso a la brega: «ha de ser un relato que rebose belleza», se sugestionaba Chiripa el muy bifronte (metodizado y poetiso), «y tengo que hacerlo desde las afueras de mi ser». Al padre no le gustó lo que veía, pero no dijo palabra: se atavió con su silencio y se disfrazó de mueble. Así, nuestro observado, como digo, apostado en los arrabales de su esforzado vientre, muy pegadito a los higadillos, se dispuso a cazar metáforas. «¡Qué difícil!», exclamó. A mi lado póngase el acreditado lector, y también el más popular, que es digno de ver. Chiripa en la mesa de los estómagos establece los ingredientes de la Belleza, actividad creadora poco vista, a la manera del que le hace una sopa al puchero, sopa de la que no espera comer. Busca al más insigne reflexflemático. Su vientre nada sabe que no esté acuñado: Documentación. A ver... a ver... dice Aristóteles, el peripatético, padre de los reflexflemas, que «los nombres que se les ponen a las cosas han de ser estables»... y que «una metáfora es el traslado de un nombre que define una cosa, a otra cosa». ¡Manda huevos con el Aristotelucho! ¡Por San Newton, embajador del cosmos!, este tío alumbra menos que el mechero de un gnomo. ¡Esta definición de metáfora es metafórica!, es para chiflarse uno... o sea que hay nombres que son cosas, y cosas que son metáforas... en cambio Nietzsche, que no era moco de pavo en escupir culturemas muy famosos, dice que «todas las palabras son metáforas, unas nos son conocidas y las otras no». ¡Menudo gas de moléculas muy finas!... y encima dice que «la fuerza de la metáfora radica en que es siempre falsa», que nos obliga a una inducción, al contrario que 112


La tentación literaria de Chiripa: el cazador furtivo de metáforas

en el símil, que no precisa nada al ser más simple... ¡Por fin algo para mi recaudo!, símil: A=A... a mí dadme de estos muchos, ¡que me ahogo!, sólo las expresiones lógicas alivian la reventazón... ¿qué?... ¿que «la metáfora es algo que produce placer»?, ¿cómo puede producir eso algo que nadie sabe lo que es?... a ver, ejemplos... Aristóflemes vio un calamar y presto en definirlo empezó por su interior: su vertebración se le parecía a una pluma, o a una espina trasparente... ¡ja, ja!... ¡el calamar era una gallina!, me voy a romper la dentadura de tanto chasquearla... si ya lo sabía yo, los reflexflemáticos chiflaron jóvenes... otro ejemplo: «el hombre es un lobo para el hombre». Bueno, esto es otra cosa. El lobo es inquietante, peligroso, hocicudo, goza de pelo, y cuatro patas... ¡es absurdo!: el lobo también mea a pata alzada, y en altruista acción perdona al vencido, quien pone el cuello a disposición del otro... entonces ¿en qué se parece un hombre a un lobo?... y luego dice aquí, que en dicha metáfora se puede humanar al lobo o lobuznar al humano, que las dos partes interactúan... ¡Por todos los escupidos a los Librepensadores!... ejemplo de metáfora que minimiza un hecho: «nos comimos un peón», por: «quemamos, arrasamos y violamos a todas las mujeres de una ciudad chiquita...» y luego dice aquí que «una metáfora en ciencia se puede y debe parafrasear», lo obligan las citas, pero que en poesía, como su contenido no es lingüístico, parafrasearla es plagiarla... eso es lo que voy a hacer yo: copiar un cuento... ¡pompas de amor quiero, Nativel!... ¿qué?, ¿qué dice aquí?, ¿que plagiar es tener una inspiración muy acentuada?... menudo eufemismo. Me vale más escribirlo yo, no vaya a ser que... En sus manos, la literatura era como diez dedos gordos (los de un obeso zapatero) violándole el mecanismo a un reloj. Nada había de imaginación en él, sólo tópicos de pretendiente a fabulador. Ya aclarada la contextura de las metáforas, y cómo estas esparcían belleza a sus usuarios postuló las criaturitas de su cuento: Necesito un nombre de héroe: Pedro. Es vulgar. Predor. No me gusta. Pedor. Suena bien... Título: Las aventuras de Pedor. No me 113


La venganza del objeto | capítulo vii

gusta. Balada del esforzado Pedor Tollens: el tres que quiso ser tres coma catorce dieciséis. ¡Sugerente!... sí, y no está visto. Egregios tintineos le produce a mis orejas. Es épico. ¡La literatura va a vérselas conmigo! ¿Y cómo es el mundo de los números?, pues como el nuestro, binario, de básicos y vigentes... elemental... de barro y acero... no me gusta... ¡de felpa y nácar!, como dos diademas: «Pedor vivía en las Dos Diademas que le ajustaban a su mundo la forma de la circunferencia». ¡Insuperable!, en mi modesta opinión. «Habitaba Pedor apelmazado en la diadema de Felpa, la de los afelpados insignificantes, estipulados pordioseros el día de nacer, que disponían de apellido y retraso en el comer». Chiripa, que nada sabía de sentires humanos se entregaba a dicha tecnología en el prosificar, a sacarle pulimento a las palabras desde su cálculo. Avenatado no dejaba de escribir. «Siento amor por Nativel. Es como un leve cólico», le decía su vientre desconcertado, es decir, monologaba para sí. Era un pajarillo con unas ansias muy fuertes de parir, cual aventajado mamífero, hasta que de la vulgaridad de su trasero le cuelgue el huevo, acto que lo coloca en su sen. Así de humilde le rezaba a la bombilla sorda del subibaja: «Padrino mío y mentor Newton, Isaac: permíteme una andada fuera de tu civilizador ánimo, y no te ofendas por enmarranarme en este embellecer artificial; véngase a mí la Improvisación, pecado muy mortal ante la Fecundidad». Siguió dicha cruzada alrededor de dos horas más, y su cuento iba apareciendo en la pantalla de su ordenador miniatura, como destilándole de su afán motejador, de su delirio por asignarles nombres a las cosas: Dos diademas, dos mundos... los hipoafelpados, que como Pedor representan los números, y los Superinmutabiludos que habitan el nácar, son las constantes... y en el centro de dicho mundo circular se encuentra la sabiduría y el mal... medio semicírculo del mundo reluce, es de nácar, no se afecta por el tiempo, en cambio, la superficie de felpa resiste andrajosa y remendada...

114


La tentación literaria de Chiripa: el cazador furtivo de metáforas

Infeliz por un lado y triunfante purpurado por otro, veía hacerse su pensamiento de serafín: le nacía a su vientre un nuevo idioma, la ensoñación charlatanesca y trivial de un ruiseñor de canto aplanado, de un ruiseñor negro y desalmado. Accionada así la Belleza con los apegados trocitos de otros corazones plagiados, ladrillo sobre ladrillo edificó su fraudulencia. Desolló toda la Belleza del planeta en un rato, le hizo sarna, no tanto por lo escrito, sino por lo acuciante de su método, por la aberración y ferocidad del vientre que se lo dictaba. Así empezaba el cuento para Nativel: El afelpado Pedor Tollens era enano e insignificante. Su tipo agarbanzado medía dos palmos... era un tres corriente que pese a la risilla de otros afelpados quería ser más. Nacido Pedor de una tres muy bella y un simple cuatro no se resignaba a vivir toda su existencia en la Felpa. —¡Eres pequeñajo! —le decía su padre, apodado Trinomio. —Algún día serás como una constante de grande —le animaba la madre—: y llevarás sayo, hijito mío. Dentro de ti hay un gran antepasado.

36 Nativel ya estaba arreglada para cenar con su ratón y con el suplemento de este, la ancianidad perdurante... el Don Nadie, el que cita. Pero antes de salir le refrescó a la memoria su plan: plasmó en su libreta «notas mundanas al estudio experimental», muy sistemática como ella era. Nada parece quedar de ese hombre del que tanto me habló Ercina, la tercera gilicursi del módulo sobre las conquistas de Chiripa, la muchacha que lloró de asco. Esta noche voy a estudiar al anciano. Tengo que averiguar a qué se refería Manuel cuando me aconsejó que conociera al padre. Recuerda Nativel: Libertad de Vientre, la del caviloso, siempre con la razón al servicio de la astucia, y su enemigo, su contrario, el Librepensador que apegado 115


La venganza del objeto | capítulo vii

a su Libertad de Credo rutiniza el ideal. Yo seguiré con la Generalización de los corazones, que hay más Chiripas de los catalogados, ya sean dirigentes, ya inanimados flemáticos. Esta noche voy a cortar la telilla que recubre los vientres embolsados, desenguantar el profundo saco en el que habita la beatitud, las creencias purpuradas acatantes, tan silenciosas como activas: espero que el vientre de Don Nadie me sea adicto y no se me interponga. En ello misionada salió Nati de su pisito sin esplendor, como el empeñado en una existencia mecánica que se encamina al trabajo, sin pasión. Cuatro horas más tarde retornó, con la andorga llena, y un papel arrugado entre las manos, una carta recién leída. Llevaba el rostro del mercader que ha vendido toda su mercancía, destruida y turbada, pero con el reconforto del que lo ha hecho todo, del que no deja nada al mañana. Ante el espejo del recibidor achinó sus ojos, proyectó su tripita hinchándola (quería verse más gordita), y soltó su pelo, lo sacudió y dejó que cayese por su peso. ¿Por qué hace eso?, se preguntará el lector: la explicación la tiene arrugada en las manos. Lo entenderá el lector al final de este capítulo. Se sentó con un café y escribió muy minuciosa: A las nueve y media entramos los comensales en el restaurante. El mismo en el que se entrevistaron Chiripa y el jefe después de la mani antiglobalización, cuando le entregó los tres expedientes de las mujerzuelas aspirantas al sacramento para el que habían nacido. Nuestro observado se presentó con su cheviot nuevo, informal, elegante —si es eso posible—, con su perilla milimétricamente dibujada, como buen ortopensante. Su tripería venía cargada: lo atestiguaba su sonrisilla jactanciosa. Con él comparecía el manso Don Nadie, el familiado suplemento de mi ratón, objeto de mis dudas. Se presentó encorbatado en negro, con traje de chaqueta azul marino, un capitán de barco retirado, gárrulo y charro. Llevaba su cara enfermiza, cara que algunos tienen cuando han superado una enfermedad, como es el caso: lo he sabido hace un rato. Me parece imposible que este hombre haya enamorado mujer 116


La tentación literaria de Chiripa: el cazador furtivo de metáforas

alguna. Decrépito, carece de encanto, salvo un lunar junto al labio, que sube y baja hacia arriba si festeja una gracia, lo cual ocurre poco, adosado a su perenne decaimiento; hacia abajo, siempre, en su fruncir dañado, que adereza con el «¡hum!», ácido gruñido de rumiante, tocado de asco. —¿Has visto, papá, qué bonita está Nativel? —¡Hum!, sí —contestó la ancianidad sin despegarle los ojos a la carta—: ¿Puedo pedir lo que quiera? —y continuó sin mirarnos presto en adularme a medias—: bella como una chinita de porcelana, pero ni es una chinita ni es de porcelana, es de goma, como Circe, que cautivaba con la parte más bonita de su cara, y luego te transformaba en tocino, un cerdo con todo tu raciocinio. ¡Quiero pollo con salsa! —¿No prefieres unas berenjenitas? —¡Pídelas tú, compañero! —dijo el estómago del viejo. Chiripa le preguntó a qué día le correspondía la tal San Circe, y Don Nadie le contestó que al veintinueve de febrero, y que embrujaba viajeros, engullidores de flor de loto, lotófagos, marineros comandatados por un tal Nadie, que buscaban su patria. El purpurado pensó que vaya chorrada, pues sólo se debía a su santoral, fuera de su Naturofagia, claro. Luego le llamó al orden en lo tocante al menú: —Tú comerás lo que te toque, y no me desdigas: has estado muy malito, y quién te ha cuidado ¿eh? Ya sabes que un treinta y tres coma tres de los tumores dependen, estrictamente, de la alteración de las proteínas, y que ¡tú! tienes bloqueo paracrino, y que los tumores muy malignos pueden generar por su cuenta la estimulación de la célula, justo lo que a ellos conviene en sus fines para la muerte. Y que las proteínas, como te digo, por su mala organización, le provocan capricho a las células, y producen arteriosclerosis, tumoraciones, y disfunciones en los tejidos... ¡y no te digo más! —¡Hum!, tu madre era una santa —le replicó murmurando el anciano desde su vientre pusilánime, ya muy harto—: pero tú eres un hijo de la grandísima... —Yo creo que por una vez... —aduje en defensa del desconvenible pollo, de dicha gula atávica que el anciano mantenía. 117


La venganza del objeto | capítulo vii

Una vez se pidió al gusto de cada cual, Chiripa quiso mostrar los despojos de su humanidad. Nos minució autoalabancioso su nueva capacidad de firmar, cual primogénito, y cómo ello producía desplazamientos en los demás trepantes, y cómo a él, insuflaba Predicamento y Lozanía naturófaga, amén de afianzar la Ontología a la que él se arrima: —La Malvasía de cabeza blanca (que vive indigente en América Central) se hibridó con la Malvasía color canela (la que habita en Europa) al escaparse volando la foránea del zoo de Londres. Ya mezcladas, Europa, en su afán legítimo y proteccionista ordenó matar a las aves extranjeras... pero los cazadores no las podían distinguir y se las cargaron a todas. Nosotros hemos descubierto que unas y otras sólo se pueden discriminar por diagnóstico genético de sus plumas, después de muertas. Firmado: Valiente González Cueto. —¡Magistral, maestro! —decreté yo. —¡Magistral, ora pro nobis! —preopinó Don Nadie, sin perderle contacto visual y olfativo a la supliciada ave de su plato. —Hemos repoblado los ríos españoles con alevines traídos de otros continentes, lo cual se ha cargado el ecosistema. Se produjo tal orgía reproductiva, que los pescadores no sabían si los extraídos eran autóctonos o refugiados. Además los invitados forasteros se comían el primer año los alevines de casa. Los de aquí, los más viejos, como es de ley, muy xenófobos echaban a los paletos advenidos en venganza por tragarse a sus pequeños, y por manchar de semen suelo nacional, o simplemente, los emigrados, tan irritados por la lejanía de su patria se suicidaban, ¡al ahogamiento! Nosotros hemos descubierto que marcarlos, ya sea cosiéndoles un chip o una pegatina, como se ha hecho, para que los pescadores sepan a quiénes hay que pescar, es una tontería: morían, o al reconocerse entre ellos, se establecía tal odio que se liquidaban unos contra otros. Firmado: Valiente González Cueto. —¡Esperanzador, maestro! —Necesario: ¿cómo hemos podido vivir sine qua non? Y así nos fue contando cada documento que se anexionaba, y cómo ello producía reventazón en su currículum. Luego pormenorizó 118


La tentación literaria de Chiripa: el cazador furtivo de metáforas

los gastos de una reforestación modelo en el Levante, dirigida por su factoría civilizadora. Mil millones de pesetas entre plantones, la preparación del terreno, documentación, intermediarios, estudios de viabilidad, etcéteras. Firmado: Valiente González Cueto, aspirante a glotón y catedrático en Física. —¡Exhaustivo, maestro! —Lo mismo digo —mascullaba el viejo, descendiendo el lunar hacia el asco—: ¿Ese era el bosque que se quemó el domingo? Lo dio la televisión: ¿cómo no documentasteis que el único pirómano del lugar, un tal Angelito, tenía una caja de cerillas que le había costado quince pesetas? —El conocimiento cunde porque no repara en chorradas —replicó Chiripa al amparo de la Fecundidad de su prohijada, la Ciencia. —Y además, ¿qué tiene que ver lo de los patos, las truchas y lo del bosquecillo chamuscado con la Física? —protestó el anciano. De pronto compareció el vientre de nuestro observado al salvamento de su domadura. Yo aflojé la pinza de mi pelo, como si la presión de la gomina no le dejara a mi memorión sorber notas. Chiripa expuso nada trivial su Ontología de lo obvio: —¡Maldito sea el día de Santa Águeda! ¡Qué sabes tú de la Feligresía que represento!... nuestra Escudriñación se asienta en la dominación de la Naturalezota, coloca al hombre como medida de todas las cosas, o lo que es lo mismo, hace que las cosas le quepan al hombre en su mano... la gente tiene derecho a vivir ¿sabes?, si por ti fuera comeríamos gases reflexflemáticos y modismos... el progreso, ¡papá!, encabeza la historia de los humansos. Sí, he dicho «humansos», regodeados en la juguetería que nosotros les construimos... ¿que gracias a ellos, unos pocos vivimos a nuestras anchas?... ¡pues claro!, ¿es que hay ley más cósmica que la del marrullero?... ¿es que han inventado ellos el big bang, movimiento cósmico encaminado a que los vigentes craneales habitemos la cumbre del pináculo? —y dejó entrever la cara del «ser», su Ontología, entre escupidos de salmón noruego, pescado en Vizcaya y envasado en Islandia—: yo estampo mi firma y creo una realidad; lo demás son gilicursiladas y otras pampiflemas. Tú 119


La venganza del objeto | capítulo vii

habitas lo irreal, pero mucho que te beneficias de nuestras terapias, ¿eh?... y cuando le hacemos un croquis a un terreno, o le graduamos un ojo a la Naturalezota, el jurista entogado dicta ley... —Hijo, no chilles, ¡cálmate!, que la oreja del camarero me está rozando el pelo. ¿Y la moralidad, hijo querido? —insistió el chocho, aunque absorto en dar crédito a sus papilas gustativas. —«Toda norma moral es históricamente contingente», y además, la diferencia entre un mandamiento ético y el de un conyúdice es que si la ética no se cumple, no pasa nada, ¡cero!, porque es una antigualla, porque no tiene realidad ni capacidad sancionadora; pero si es la jurídica la incumplida... eso es otro cantar: ¡yo acato el utilitarismo jurídico!, de no desmerecer a la otra norma más elemental... la de no contravenirme, claro. ¡Maldita sea la tiranía del anteantaño, apodada la «moral de los principios»! —Eso —litigó muy irónico la ancianidad, moviendo su lunar subibaja—: ¡un hurra por la tiranía de los axiomas! Yo quiero merengue de postre, con caramelo y bizcochos. —Mira, Nati —se me refirió el purpurado muy abundoso y presto en encandilarme—: mi padre rutiniza el ideal, vive conturbado, habita el no ser, afincado en su fantasía, la cual come mucho. Apegado siempre a su libro: ¡qué deleitoso lo relee miles de veces! —Mi devocionario ni lo mientes —le replicó el anciano muy agudo—, que bien que plagiaste su dedicatoria. Además, tú tienes tu currículum sumarísimo, exuberancia y recaudo de tus canalladas. Y si sigues hablando de mí te endoso un galletazo a la altura de tu facundia facultativa. Chiripa desblindaba su vientre, y Don Nadie empezaba a hacerse valer. En beneficio de mi lector atenté contra su vientre para que se desembozara, tiré del epigastrio para que saliera hasta la andorga, como el que arrastra con su boca una manguera: —Maestro, si la Marrullería establece la realidad mucho más que la mundanería improvisada de tu anciano padre, o que la rufianería de los vigentes estatales... ¿qué deben cavilar los humanos sobre la igualdad ante la ley, la democracia, el libre mercado y los derechos humanos? ¿Eh, maestro? 120


La tentación literaria de Chiripa: el cazador furtivo de metáforas

—Sí, querida, la Improvisación no cede, es el mal del cosmos (el grande y el chico o terrenal), es la superstición del humanso medio-bajo-corriente —y sumarió luego el perilustrado doctor—. Primera: Igualdad ante la ley, ¡delicadeza con el débil y abrigadero de los mutilados! La diferencia genética lo contrario dicta. Unos despuntan por arriba y otros por abajo, los que se revuelven allá abajo, cual gusano de sima... ¿que nos distinguimos en un uno por ciento con los primates y algo menos con los peludos y negruzcos africanos? Pues sí, diminuta es la desnivelación, como la distancia entre velocistas, milésimas de segundo; pero ¡fíjate, Nativel, en la televisión!, el campeón siempre tiene pecho y el subcampeón chepa. Segundo: Democracia, o mejor dicho Democraterismo, poderío de los vigentes invisibles, perogrullada del helenocentrismo... —¡Calla, hijo!, la democracia es un logro, y además... —Ya te he dicho muchas veces que tú no deberías votar. La democracia es la palabra, el concepto es «Democretinismo» —atajó el naturófago, tenedor alzado, con la perilla de porfiar como ensangrentada, inmiscuida de tomate líquido, y un tanto enfilado—: ¡anhelo inalcanzable de los vivientes mesianizados por utópicos farsantes! El Democretinismo justifica la ley más conveniente, o sea lo más justo... —¡Maldito sea el dinero que mandé desde allende el charco, para lustrarte el cavilar! —proverbió el pollófago, preso de su citadura—. El hombre noble siempre supo que justicia y conveniencia no son contrarios, sino todo lo contrario... —Tercero —cortó Chiripa por lo sano—: Libre Mercado, ¡palabras mayores!, madriguera de los honorarios y demás ahorros, diferencia entre emolumento verdadero, nominilla y limosnilla, es el big bang de la palabrería y batidero de los reflexflemáticos perdedores, es primera y última tautología, «no comment». Cuarto: Derechos Humanos, pues eso, unos derechos que el vigente tiene y el humanso añora; para los que viven a sus anchas, un ornato, y para la tufarada básica, una broma. Así es la lógica celeste. —¡Clarividente, maestro! Irrefutable y profetal. 121


La venganza del objeto | capítulo vii

—Digo lo mismo —apuntó la ancianidad, con las lágrimas a punto de saltar, indigesto el pollo y desmontada ya toda la nata de su ironía. Sentí la mirada del viejo, me hirió, como le pasa al naturófago escudriñador desde su microscopio, si un bacilo tullido alza su vista hacia el ojo de su Dios: cuanta más grandeza tiene el ojo, más se desvale el bacilo, y este cae por su precipicio: el naturófago sonríe. No podemos explicarle a un insecto lo poca cosa que es su vida, no por ser él poca cosa, sino por la grandilocuencia en nuestro palabreo. Se silenció Valiente padre durante un rato. Así le dimos al palique un poco más. Chiripa metodizó acerca del civilizador ánimo de la Humanidad, lo que al anciano le daba un justo espanto. Decía el naturófago que «el toser y el Civilizar todo es empezar», mundano, avenatado y enfiestado, a un paso del coma etílico riojano del noventa y cuatro. «La opresión de la Naturaleza cunde y civiliza», me decía sin mirarle a su padre la cara de hijo amojamado, «si chafamos su parte externa, como dos pulgares hacen con un grano, escupe una bilis o un sedimento, y por un instante nos pasmamos, fingimos los estereotipados sorpresota, pero generalizamos, gritamos: “¡efecto!”, pues ¡ea!, “¡aquí está su causa!”. Pero si oprimimos la Naturaleza interna nos vomita un lapsus, una esquizofrenia, una estadística, un mísero gen... y volvemos a gritar: “¡efecto!”, pues “tanto por uno San Bruno” y corregimos, encorsetamos, hacemos grupos, superdotamos, minimizamos, vapuleamos la anterior teoría como si fuera una burra vieja, en definitiva, axiomatizamos a corto plazo». —Maestro —repuse yo, muy astuta, a ver qué más—: pero, ¿no es verdad que teorizar a corto plazo es una tiranía que se carga la economía de los básicos? —¡Por los cien mil hijos de la Empiria! ¡No! ¡qué va! El cortoplacismo es la jugada humana, muy aparente con su existencia... su vida es breve. ¡Muy añejo es el término «saqueo»! «¡Hay del que no se atiborre!» Ya lo decía un tal... ¡qué va!, si lo dice todo el mundo. Los psicólogos, opresores de la Naturalezota íntima, lo han aprendido con los años. Así es el croquis del cosmos, y es fácil: correlaciona lo que queremos, y lo que no, pues no lo 122


La tentación literaria de Chiripa: el cazador furtivo de metáforas

correlaciona: la simpliciada se arrima al hecho. En ello radica su exitazo: hurgas lo inconmensurable y axiomatizas, le despejas las antinomias y demás ocurrencias de los reflexflemáticos y te sale el mundo, a pedazos, como en los recortables. Hurgas las entendederas y lo diminuto, despejas, a lo sumo, un romancero, y te sale la Condición Humana, disciplina por la que suspiran los reflexflemáticos, que no es otra cosa que decirle a los corrientes a qué prosperidad se deben, una vez arrellanados: esto es mucho más deslucido, pero para gustos... —Ja, ja, ja —carcajeó el padre, de vuelta, un tanto vivificado aunque semillorado. —¡Indescriptible, maestro!, pero ¿y si la Ciencia falla al acuñar lo pisable, lo real? —objetaba yo mientras me guardaba en el bolsillo unas avellanas—, ¿y si falla al destripar al ciudadano medio? —¡Observación aguda!: entonces la Marrullería, toda la Estereotipada, a una voz, en disciplinario aunamiento, se arroga el «Derecho de Necedad» o derecho a errar: prometemos más cautela para el futuro, y una axiomatización renovada, y en humildad por nuestra escasez, admitimos que somos diminutos y humanos, lo que recae en nuestra honradez, y por ende en el salariar; a cargo, claro está, de los corrientes básicos, que vuelven a pagarlo, en unos miles de muertos por la equivocación, y en su integridad, por el desaire que les hacemos al compararnos a ellos cuando la cagamos: «no somos deiformes», —les decimos— «somos humanos, como vosotros». Está todo estudiado: como decía Salomón, rey y santo, «nada hay nuevo bajo el Sol», «que la Marrullería consienta», añado. —Pero, ¿y si aún así, es muy gorda? —insistía yo para total evacuamiento tripero. —Si el «Derecho de Necedad» no aplaca el refunfuño de los familiarizados con las víctimas, si no reputa nuestra bellacada y los muertos se cuentan por millones, recurrimos al «Blindamiento de la Superioridad de la Causa». Que es: la emprendemos a axiomatizazos contra cuatro estereotipados famosillos, pero de los que van de bajada (de ahí lo importante que es tener limpio el currículum, no te vaya a coger), los repudiamos por el mal ocasionado, 123


La venganza del objeto | capítulo vii

los refutamos a perpetua, les embutimos en un cargo honorífico, con pensionar vitalicio, sabroso y proporcional, que compense la desvergüenza, y santas pascuas. Luego, nos encomendamos al reestablecimiento de la confianza en mor de la autoconservación y adaptación al medio: se inventan tres o cuatro términos que empiecen por «neo-» y acaben en «-ción». Sí, no pongas esa cara Nati, sí... neologismos pujantes. Luego estipulamos nuevas creencias desde el remiendo de la verdad. Agradecidos como estamos al espíritu protestante que habita en el corazón de los básicos (el arrellanado es todo corazón), aliado este de nos, y en pro de su imbecilidad esforzada y proletaria, la de los básicos, me refiero, puntualizamos nuestro ancestral juramento y les decimos: «aumentaremos las fuerzas productivas, en beneficio del tiempo libre, planificado al placer de nuestra contingencia, para que estire módicamente la autoconciencia, sinónimo de la somática dicha más charra, y de aquí a la neoemancipación (neologismo que fue muy socorrido en su día), sólo un paso nos separa». Los mismos básicos recogen los escombros, como es de ley, una vez taponadas con una percentila las bocazas subversivas; y nosotros, lágrima en mano, apandillados todos a una, en inusual montonera, junto a las fosas comunes decimos unas palabras. —Y esto se llama «¡Blindamiento de la Superioridad de la Causa!» —puntualicé yo en exclamatorio—. ¡Descomunal y redundante!, maestro querido. —He tenido una voz: «La ubicación del hombre en el Cosmos se ha perdido» —sentenció el anciano echándole mano a su colección aforística. —¿Sabéis que es la fel-pa-ti-ta? —atajó Chiripa en amordazador acto de su mayor. —¿Un mineral? —¿Una perogrullada? ¿Una tía embutida en un sayo de felpa, tal vez? —ironizó el anciano, muy pensaroso. —De agua turbia y felpatita se componen los arrellanados básicos —dijo el Titán de la Naturofagia.

124


La tentación literaria de Chiripa: el cazador furtivo de metáforas

37 Agotada Nativel de transcribir dicho palabreo se echó en la cama, con su traje de chinita, ofuscada y muy violenta, avergonzada, inmunda... demasiado inmiscuida, cada vez más agarrada por su estudio experimental. La muchacha que todo lo anota se durmió, mientras pensaba que ya mañana escribiría lo que faltaba. Aún tenía en su mano el papel arrugado que tanto daño la había hecho. Abrazada a su almohada y a su imperativo moral —el que se cuestionaba dicho jugueteo con el ratón—, roncó. Los comensales habían entrado a cenar los primeros, pero saldrían los últimos: mucha grandiosidad le quedaba todavía a la velada. Deje el lector a la muchacha que duerma, y aténgase al relevo, póngase ahora a mi vera, la noche acabó como sigue: Llegados a la pregunta del purpurado acerca de la felpatita, extrajo este un fardo de papeles que llevaba escondidos en su chaqueta. Admirado de sí, entregado a su amor de apósito, todo él enamorado hasta la médula, salvo su vientre que nada sabía de emotividad, leyó su cuento, dispuesto al éxito total: Balada del esforzado Pedor Tollens: el tres que quiso ser tres coma catorce dieciséis. Es el título. Pedor vivía en las Dos Diademas, que le ajustaban a su mundo la forma de la circunferencia. Habitaba Pedor apelmazado en la Diadema de Felpa, la de los afelpados insignificantes, estipulados pordioseros el día de nacer, que disponían de apellido y retraso en el comer. El afelpado Pedor Tollens era enano e insignificante. Su tipo agarbanzado medía dos palmos... era un tres corriente que pese a la risilla de otros afelpados quería ser más. Nacido Pedor de una tres muy bella y un simple cuatro, no se resignaba a vivir toda su existencia en la Felpa. —¡Eres pequeñajo! —le decía su padre. Apodado Trinomio. —Algún día serás como una constante de grande —le animaba su madre—: y llevarás sayo, hijito mío. Dentro de ti hay un gran antepasado. 125


La venganza del objeto | capítulo vii

Allí donde su mundo acababa, comenzaba el otro, el de las constantes o Superinmutabiludos, la diadema color titanio, que relucía como el nácar: no le afectaba el tiempo, al contrario que a la superficie de felpa, muy andrajosa y remendada. Las dos diademas en su centro cerraban un inmenso lago, donde se escondía toda la sabiduría, muy enredada con el mal. En dicha paz vivía Pedor a sus anchas, muy deliroso en ser más, en estirarse, anheloso de tener un pasar más rimbombante. Un día, Pedor se arrastró ante Identitario, el mayor de los Superinmutabiludos, apodado Quigualaqú, que hacía reconocimiento por la Felpa. Encharcado en llantos le pidió una Esperanza, y sin levantar la cabeza del suelo le dijo, que aunque era muy flaco tenía un antepasado muy ilustre, como le pasa hoy día a los griegos, que todos son familia de los grandes reflexflemáticos. Apiadado Identitario del infinitesimal hijo de una tres y un cuatro, le dio una Esperanza. —Viajarás por el lago allende las Diademas, y le arrancarás a la Sapientia que allí habita uno de sus Aritmetizables Pactos, y serás investido Anacarado, o retornarás a la Felpa como deshonrador de tus padres y de tus antepasados. Sólo una cosa has de temer: el azar come mucho y te absorberá de no mostrarte firme y radical: ¡ojo con lo Antojuelocaprichudo!, que no refuta pero ciega. Así que viaja, lúchale a tu mundillo mínimo, y vuelve, Pedor el diminuto, ínfimo, como una gota de humedad. Antes de abandonar la Felpa fue a hablar con el Luciernólogo, que era un hechicero fosforescente, para que este le diera un mapa del peligro, y un lucero de brujulear: lo Antojuelocaprichudo, que eran las neuronas muertas de lo sagrado, como luciérnagas caían al lago, que sólo con tocarte te morían. El lago bebía principios, y antes de engullírselos en sorbimientos había que robárselos, protegidos por la diluviación de luciérnagas que te resquemaban hasta el desintegro. Le dio el mapa y abrazolo, y le dijo: «Pedor, eres un diminuto muy valiente». Y salió de viaje, dispuesto a robar un Aritmetizable Pacto, el que fuera, con el que los Superinmutabiludos le hacían a la Matemática su Utopía, bien cierto que para vivir a sus anchas, a costa de los insignificantes afelpados, como es de ley, aquí y acullá, antaño, hogaño y siempre. 126


La tentación literaria de Chiripa: el cazador furtivo de metáforas

Afelpazado de ruin destino y muy acojonado de su condición se marchó Pedor, guiado hasta el lago por Jano, un simple quebrado, que además era cojo. Allí saltó a su barca, se despidió de su guía y se adentró solo en el mundo de las diluviantes y dañinas luciernagüelas, neuronas muertas de conocimiento: muy afelpazado zarpó Pedor el tresillo, hijastro de la tres y el cuatro, y se tropezó lo primero con un pajaroncillo... —¡Bravo, regodeante hijo mío! —cortó su padre, y le dio un sorbito al aguardiente que tanto le gustaba, por mucho que sus arterias lo tenían prohibidísimo—: eres un gramático... tienes un don... nunca luches contra tu don. —¡Qué bonito, maestro! —señaló muy fingidora la muchacha de los pechos breves. No se engañe el lector, que nada había en el cuento de originalidad. Juntaba palabras como el que marina un pescado o engarza pedrerías... hacía montonera con ingredientes leídos, habituado en apelmazar teorías ora a jornal, ora a destajo: permisivo en el plagiar, a lo que llamaba él «inspiración muy acentuada». No, no se equivoque el lector con dicho empalago: su cuento se inspiraba en el odio a la muchedumbre corriente, la Felpa, cuatro principios lógicos peinaditos con palabrería, mucha adhesión a su gremiolatría, un poco de Pinocho, y los Tres Cerditos. Adueñado Chiripa del auditorio siguió su personal saqueo literario, en declamatorio tono, muy ufano. El anciano, medio beodo de trasgredirle a su salud, aproximó su silla a la hipocritilla chinita y le habló por lo bajo: —¡Qué bien plagia mi hijo! —A mí me gusta: es colorista. —Cuando te quites el postizo será tarde —le comentó Don Nadie adueñado de desgana. —¿Cómo dice? —Que vas a herirte por querer hacer daño. —No le entiendo —dijo ella un tanto apocada, a mitad de camino entre la adultez de su espíritu y la niñería de su cara. 127


La venganza del objeto | capítulo vii

—La Ciencia lanza al cosmos una metáfora —deliberaba para sí el anciano chocho, cabizbajo—, y una vez plagiada en todos los continentes, lo que era una reflexión cándida, se sustancia verdad, se hace carne, como una idea avara y muy tragona. Y muchas de estas metáforas forjan una tradición y olvidan el sentido histórico que las produjo. —¿Y qué es la verdad? —preguntó la muchacha atacada de temblorina. —¡Hum! Verdad es todo lo que no es tradición, mi niña —agregó tras su gruñido con el que aderezaba su asco—, cualquier pensamiento templado que se enfría solitario e inconsolable por el efecto de la prudencia... lo demás es carne, ya te lo he dicho. —¿Carne de estereotipados en pro del Cundimiento? —Ni más ni menos. ¿Y qué escribes en esa libreta que no se acaba nunca? —¿Qué dice? —Sí, me lo ha contado mi hijo.

38 Siguieron Nati y el anciano en dicho canjeo de espiritualidades. Mientras, Chiripa Cervantes Saavedra, muy meolludo, su cuento recitaba en voz alta y charra, y los camareros hacían corrillo en oírle, sin percatarse el purpurado de que la muchacha y su padre le daban al palique por su cuenta: ... miró Pedor atrás, hacia donde había pasado tanto miedo. La memoria le arreaba, y para quitarse del sufrimiento de su minúsculo cerebro, tamaño de una nuez, se atiborraba de cecina, lo que le hacía olvidar su patria y a su familia. Le dio un puntapié al pajaroncillo y siguió su camino. Así fue su primer encuentro. Luego se encontró con un insecto que quería curarse una dolencia en el metatórax: lo que está entre el mesotórax y el abdomen...

128


La tentación literaria de Chiripa: el cazador furtivo de metáforas

—¿Pero tú sabes algo de Física? —le lanzó a degüello el viejo de cuerpo talludo, en defensa de su hijo. —Ni lo necesito: me basta con entender su vientre. —O sea, que echándole una miradita a un trozo de tripa puedes entender una escultura de Donatello... pues muy bien. La moza anotaba todo en su memorión tipo archivero, al tiempo que se inundaba de dudas. Nada se parecía ese hombre con la salud hecha ciscos a su observado. Se hacía añicos su Generalización de los Corazones, que de tal palo tal astilla, y se le representaba la cara de Manuel, el Librepensador entrevistado, y como un runrún le atravesaba dicha verdad en el cerebro, lo que producía dañino crujidero: veía a Chiripa como un hombre actualísimo de los que te bañan en sangre, y a su padre como un héroe que expondría la suya por los demás: firme teorizar del Librepensador. El chocho y la trolera ya dialogaban por los cerros de Úbeda, ya desintrovertidos, ya harto intrinsicados y familiares. —Mira, preciosa: tú no debes sacrificarte. Si pierdes tu honradez en un laberinto, cuando te la reencuentres ya no será la misma. Dices que querías ser sistemática a la manera natural... los ratones se enamoran siempre de sus carceleros, y ¿qué harás tú entonces?... Sí, quieres sistematizar la Marrullería imitando el método de estos. No quieres caer en el escaparatismo en el que se encuentra la Literatura, en ese negocio de mercachifles que trafican con el corazón. ¡Pues hazlo! ¡Háblale a la zona tibia del humano, a la parte más profunda del alma que llevas dentro! No todas las novelas son el fracaso de no poder atrapar un tiempo... ¡deja lo sistemático para los Chiripas!... ¡Qué ocurrencia, llamar así a mi hijo! A Nativel la habían calado desde fuera y no dejaba de llorar por dentro. Puso su cabeza semidestruida sobre el hombro del Don Nadie. Mientras escuchó a su purpurado, preñada de melancolía, como el acuclillado que lo ha perdido todo, abandonada y exenta de sus teorías. ... volvió a mirar hacia atrás: había sido muy expuesta la última singladura. El lago vendía cara su hazaña, peligrosa era su 129


La venganza del objeto | capítulo vii

amenaza, como la de cien electrones asediados. Impávido Pedor, con sus pretensiones claras, apretó su talón y crujió el insecto. Parecía el cielo hecho de pedrerías, pues diluviaban luciernagüelas, de las que se guarnecía con la manta, y le dio por repensar las enseñanzas que los Superinmutabiludos le ofrecieran, en antes de marchar: «no tires piedras contra tu propio tejado», le había dicho uno, y ¿para qué le valía?; «margen de error se le llama a un decimal que te atosiga», le enseñó el más joven; «la exactitud no nace, se hace, y más la tiene por valiosa el afelpado humanso», le había aconsejado el más teoremáfilo, Identitario, y como despedida le comentó al oído: «que no te dé alcanzadura lo que tu boca diga, pues a mitad de camino vive la verdad, entre lo sabido y lo decido». Quigualaqú era una eminencia. Agotado Pedor de su deriva, a los pocos días se tropezó con una mariposuela y... Absorta en su arrepentimiento la chinita con moral de goma, seguía con su nuca apoyada en el hombro del anciano, ya casi ensobado, traspuesto de tanta noche. El usuario del verbo aún le daba a la gramática, atendido tan sólo por mirones y camareros que recogían las migas de las mesas. Una pareja envuelta en amor subjetivo y bajoventral bailaba junto a la barra: sus pies giraban al sonsonete del naturófago. Aceptaban su rimar, encandilados en su apetencia muy básica, como el semisordo, como esa oreja tullida que adora un «fa», incompetente en comprender que no es más bella nota que cualquier otra, oído que hinca su gusto en lo arbitrario, sin comprender que la música es un problema de compostura: suena esta con esa, y mal con la otra... hacen corazones delicados los oídos finos. Por fin llegaba Chiripa al final: su membrana o peritoneo, que se abría cuando su vientre comparecía, ahora se le cerraba, daba los últimos perístoles y peridiástoles, y miraba a la pareja que giraba en su rincón, y se acrecía su autoadulación; se sentía amado por Nativel, quien le miraba humillada en sus adentros. Siguió con su Naturofagia gramatical, al vaciado de los vocablos:

130


La tentación literaria de Chiripa: el cazador furtivo de metáforas

... puso la mariposuela bajo su suela y la chafó muy a gusto. A la llegada de Pedor Tollens a las Dos Diademas, ya se sabía de sus hazañas. Todos los acomodados de nácar con sus sayos le esperaban sobre una tarima que amedrentaba a los afelpados. Allí, todos unidos en dicha razonable utopía esperaron su desembarco en la orilla. «¡Viva Pedor Tollens, hijo del insignificante Trinomio, sexador de pollos, alfarero, y por las noches bizcochero!», chillaban los arrellanados básicos al unísono. Todos le saludaban, le tiraban flores y le querían tocar. Acallada por un rato la algarabía, fue el Superinmutabiludo Identitario quien arengó al respetable. Así habló: «Admirar a vuestro nuevo edil, que de la Felpa flotó (como quien dice de la nada). Humilde, recoleto, y con apellido se lanzó a la vicisitud para ser un poco más, y aquí lo tenemos para nuestro regocijo: Pedor será investido Superinmutabiludo, como una constante de grande, como un tres catorce dieciséis, más un despreciable pico, y habitará el nácar en la choza “Pi”. Y cuando encuentre mujerzuela cohabitará con ella en convenida ambivalencia: él encima yacerá y abajo ella, como es de ley». Fue muy feliz el tres catorce Pedor, y recordó por siempre cómo le arrancó a lo Antojuelocaprichudo un Aritmetizable Pacto, y constituido para siempre prevaleciente habitó el nácar y desdeñó a sus inferiores afelpados, los compuestos de agua turbia y felpatita. A partir de ese momento en la historia de las Dos Diademas, medir el diámetro de una circunferencia era un chollo: dos veces «pi», y por el radio. Don Nadie y Nativel habían dado fin a su secreteo, cuando los ojillos del purpurado les pidieron convencional alabancia. Como no les dio por ovacionar, Chiripa les interpeló: —¡Hay que tener en cuenta que no soy de letras! —A mí no me quedan palabras, maestro. —Hijo, muy interesante, aunque un poco largo. Ya te dije que tienes un don —adujo la ancianidad. Salieron del restaurante los tres comensales, del brazo. La muchacha aún sonreía desde que Chiripa con la bragueta orinada tuvo algunas pendencias en caja, un naturófago regateo: —Ha sido un poco caro, ¿verdad, papá? 131


La venganza del objeto | capítulo vii

39 Valiente González padre, que era antiguo caballero, quiso acompañar a la muchacha. Dejaron al investido gramático empeunado para que corrigiera una tesis doctoral que tenía pendiente, y en taxi se marcharon el chocho y la muchacha, cogiditos de la mano. «Es un trabajo mierdoso», comentó Chiripa al despedirse, al respecto de la opinión que tenía sobre el evaluado, «un arrellanado básico que aspira a la enseñanza, ja, ja». Pronto abandonaron el taxi, y pasearon desde Peris y Valero a Jacinto Benavente, hasta llegar al cutre Max y Ross. Nati sintió que podía aprender magníficas teorías del anciano, pero este callaba, se hacía el perdedizo. Menos sistemática, y más desenmascarada meditaba, escuchaba los ruidos del alma pura que la acompañaba, los sonidos silenciosos de ese espíritu magnífico de gran complexión y preñado de premisas: una flor solitaria en un erial, que te llama la atención, que te apetece cortar. —¿Lo ha pasado usted bien esta noche? —le preguntó ella insinuadora apretando la mano semimuerta del antoñón. —Mal elegiste tu cobaya —atenuó Valiente dicho irrazonable romanticismo, que quería zanjar la supuesta Naturofagia de su hijo—: demasiado albina, demasiado pura en su maldad. Acostumbrada como estaba la muchacha en peritar vísceras, le echó una miradita sistemática allende el esternón: «republicano filósofo de corazón», se dijo, «este siente ahí dentro sus palabras, no adquiere literatura en un saldo, como mi observado marrullero... es un sufriente, pero no lo calo, no es un afelpado, de los que chillan ¡arrellanadme, vigentes craneales!». —¿Le gusta mi barrio? —le preguntó ella, agotada de tanto apogeo nocturnino. —Ni me importa —contestó el sufriente vejestorio—. Sólo he vivido por la amistad, lo demás es arrabal y periferia, soledad que llevas del brazo —y bajando la cabeza hacia el paso, continuó—: vivo del ayer. Siempre que he tirado la taba, me ha salido culo... 132


La tentación literaria de Chiripa: el cazador furtivo de metáforas

—¿Qué es una taba? —Es un juego de pobres... de perdedores... de republicanos. Los ganadores no inventan artilugios que al lanzarlos caigan del revés. No tengo ilusiones. —¿Y su hijo? —Siempre me ha salido culo —reflexionaba Valiente destruido y seminoctámbulo, muy agachado del espinazo, cual aspirante a fenecido—. ¿Mi hijo, dices?... un preso es de los barrotes de su vientre; otra ilusión hecha carne. Todo en mi vida es carne simple y deshuesada, informe, sin aspiración. Soy un escéptico sin luz, no soy mejor que cualquiera. La Felpa, como diría ese filántropo que hemos dejado en casa, no se deja seducir por lo desconocido, por los planes de la imaginación sobre un mundo mejor... —Por el progreso sí se deja seducir —argüía la muchacha—, pero no se preocupe usted, esos son los comunes y... —¡Nadie tiene derecho a ser común! —prorrumpió el viejo con su expresión de mojama, y teorizó un silogismo estructurado en ahogadera—: el que se pliega me tortura. Lo que alguien gana lo pierdo yo. Los prejuicios se carnifican para hacerme daño. ¿Recuerdas lo que te dije de la verdad?... sólo es verdad lo que no es tradición, lo que no se carnifica, lo que no se fascina de sí, lo que huye del pleno convencimiento. Primero no vemos la verdad, y luego la vemos demasiado, la aceptamos a ciegas: de una manera o de otra todo es ceguera. No sabe uno qué tipo de invidencia es peor. Llegados al portal de Nativel, ella le ofreció subir y tomar algo caliente. —¿Tomar un café? No, querida. Esta noche ya tengo mucho que digerir, en todos los sentidos. Lo que necesito es respirar, respirar y olvidar: dos cosas que cada vez se parecen más. El anciano también había desafiado a la gramática, y le dio la nota que portaba en su bolsillo. —Es usted magnífico: voy a leerla con sumo interés. Seguro que es muy bonita. —Bisutería, querida mía. En el portal se sentó la muchacha anotatodo, y junto a una lámpara de luz muy charra, al ladito de un ficus de plástico, leyó: 133


La venganza del objeto | capítulo vii

Querida chinita: Los viejos vivimos en el ayer, somos caricaturas de lo que un día fuimos, y miramos con nuestra moral desapropiada los nuevos acontecimientos. Con nuestra mirada desusada escrutamos a los jóvenes en el aprendizaje de su astucia, con la misma ligereza que ponen en afeitarse la primera vez. Tu astucia aún tiene la blancura de las cosas remediables: quítate el postizo antes de que se incruste en la misma piel que ahora protege. Una vez en carne trasmutado, desenfundárselo es mutilarse a dolor. Yo he visto a la astucia, cual única indumenta de la miseria que hemos vivido, no como simbolizada, sino verdadera y repercutiente, nunca amansadora, sino empujadora de la muerte: he visto a un muchacho denunciar a su padre, dirigirlo al paredón, porque no aceptaba el amor de su muchacha; he visto a dos amigos negarse públicamente y deshacer lo más sagrado; he visto a toda una guarnición huir desprendiéndose de todos sus emblemas, corridos por un solo fusil descargado. No, la astucia no es quien se come a los valientes, sino la indolencia, porque los institucionaliza, los convierte en favorecidos de la Historia, en cobardes anexionados a un seguro de vida: la conservación a toda costa. Siempre inactual he ido sorteando a los astutos, que es lo mismo que arrinconarse, porque son los más. Tú eres muy joven y bonita ¿qué sabrás tú de insanos vientres? Aún así, enflaquecida como llevo mi alegría, y eso que debería estar contento, pues he vencido una dolencia muy mala, sólo dos verdades tengo: una me levanta por las mañanas y me dice «sí»: que un día más es un digno parabién. La otra me acuesta por la noche y perita mi soledad: otro día para el calendario de lo malogrado, otro día sin lo único incontestable, la amistad. En vela digo «¡no!». He tenido lo mejor. Yo he amado en mi juventud, pero de tan efímero, más recuerdo lo recordado que lo tenido. Es un amor maduro fuera del tiempo: amo, pero a una imagen íntima. Se parecía mucho a ti, aunque con el pelo suelto, más achinados sus ojos y más rolliza, más llenita. 134


La tentación literaria de Chiripa: el cazador furtivo de metáforas

Y he tenido lo peor. Se me ha enseñado la amistad de dos almas nacidas para lo mismo: se me dejó admirar dicha intrinsiqueza humana y me fue robada. Vi cómo se iba cabalgando junto a la misma sangre que se la llevaba, mientras entre mis brazos maldecía la metralla arbitraria que lanzó un insensato. ¡Qué no daría yo por ser tu amigo! Firmado: Valiente González, el Bienvenido a un mundo de cartón.

135



CAPÍTULO VIII

Manuel y el chocho: los teorizadores de la melancolía

40 El lector de hechos impaciente pásese el epígrafe, al no ser este más que una explicación de lo siguiente. La muchacha anotatodo, al borde de su propio derrumbadero, despintaba sus ojeras matinales tras la espesura de la última noche. Puso en marcha el tostador y mirándole la falta de resplandor al suelo dejó su metabolismo en suspenso. Mientras ella hace eso, le hablo yo al más entregado lector: Cada rincón de su pisito se llenaba de gas espiritual. Este se metía por los rincones, se derramaba; presto en expandirse y en llenarlo todo de contextura inanimada e invisible, hasta repletaba las botellas de leche vacías. No eran moléculas finas de pensamiento puro, sino una muy dañina convicción a medias. Aturdida en sus propios datos revoloteaba de la sistematicidad a la corazonada y viceversa… Recordaba el cuento de Pedor confeccionado por el naturófago gramático, con el método del que adoba. «¿Cuentos?» se preguntó, «mitos miniaturizados, expresiones en pequeño de grandes vientres». Recordaba al vejestorio, el mueble que se hizo carne al tratarlo, el Don Nadie que escondía un secreto, tan sólo deletreado todavía, tras el consejo de Manuel, el Librepensador que puso en sus ojillos de chinita dicha corazonada. Recordaba el amor del chocho: de rostro más chinito, con el pelo suelto y más rolliza. Ahora veía en el padre a un hombre melancólico, de los que se miran en el espejo, reflejo que este les devuelve una vez remarcados los daños del pasar, cual tierra que tras ser incendiada muestra sus cicatrices: eso hace el tiempo con los mejores, vapulearlos, cual burra vieja. 137


La venganza del objeto | capítulo viii

Su hipótesis de trabajo, la Generalización de los Corazones, que debía encontrar en el entorno de Chiripa la explicación de su Gremiolatría Naturófaga, se descalabraba ante la humanidad del Don Nadie susodicho. Pero adicta como ella era a escudriñar el bajo vientre, se dijo: «pues la Generalización Peritoneal, sí que es verdadera», y mordisqueó su labio superior para que no se le olvidase. «Buscaré la verdad tripera del marrullero», deliberaba, «y generalizaré, y descubriré luego, el ¡por qué hay tantos chorizófagos!». No se me equivoque el avispado lector, que la niña no va descaminada, que cada hogar contiene un marrullero, por lo menos: un vecino, un hermano del propio lector, un amigo al que nos une una emoción muy sensitiva y chorizófaga, pero que depreda... mírese incluso el lector su corazón, y si en vez de palpitar eructa, ¡ojo!, que es vientre disfrazado de corazón; analice el que me lea en su cercanía, que puede haber próximo un imbécil en jugueteo aritmetizable, y no le engañe el que por la mañana mira el santoral, al peritar de la competencia curricular post mórtem, ni el que colecciona cuarenta mil estampitas de San Josés, o adhesivos, o fascículos de todo tipo anunciados en la tele... ¡ojo!, que son cerebros sin pretensiones morales, sin mundanidad, seres que hablan del conocimiento puro, «sin el contaminazo del afecto», dicen. Una glándula entreabierta los delata, como una molleja de grande por la que pasan, indiscriminadamente, triposos conocimientos, muy disueltos con los medulares. ¡Escudriñemos al naturófago que todos llevamos dentro! En dichas interioridades metida cavilaba la muy cuca, y pensó que su estudio desondularía lo curvilíneo, y al más básico hombre corriente —al ciudadano remunerador de la Marrullería—, le enseñaría la farsa que subvenciona, y que le produce autocrucifixión; axioma muy contradictorio, por cierto, que no caía la muchacha en que dicha reflexión llevaba a la impotencia, pues el básico no lo es por cuna, sino porque un científico frustrado le habita, lo cual luego le inhabilita para quejarse. Encenagadas como estaban todavía sus entendederas en política, pensaba colgarle un cartel a cada uno de los naturalizados vientres, más o menos purpurados, y así, los más avispados veríamos desollada dicha rufianería. ¡Pobrecilla! 138


Manuel y el chocho: los teorizadores de la melancolía

Ella no quería ser una historiadora profesional, sino mostrar, con el mismo sistematismo de los denunciados —sistematismo de mendrugos ganados a chambonadas—, el acuñamiento de realidades que el civilizador ánimo se arroga: lo malo es que tutearle a un cangrejo, aunque lo vivas como ceremonia, te acrustaza. Y así, del estudio sistemático de la muchacha que todo lo anota, nos adentramos en la novela de la sospecha sistemática. Novela, sí, pero como la muchacha era muy noble (entre comillas), no quisiera ella participar del Escaparatismo industrial en el que se pavoneaba la Literatura: títulos expuestos al tuntún en grandes supermercados, que se vendían bien apadrinados, con la promesa de serle al lector distraídos, bajo la desenfadada atmósfera de una playera sombrilla, acechados por la lectura fácil del lector jubiloso. ¡No!, ella aún se cuneaba en la inocencia de los que consuelan su conciencia, al desenmascarar al marrano. Así narraré cómo le fue a la muchacha el último día de sistematismo, antes de verse cambiada para toda su vida. Todo ello en un bonito final de la primera parte, muy elocuente para que al gusto de todos regocije.

41 El tostador anunció con su pitido el final de la reflexión, y todo su metabolismo le advino como un porrazo, le recorrió el cuerpo entero y la desensimismó. Blanquísima como era Nativel se enfundó de negro becario, abrazó su bloc de notas y se encaminó al bar de Olegario donde la esperaban dos sabrosas entrevistas. «Blanco es lo que parece blanco», se hablaba muy convicta en su destino y con trivial bisbiseo, «gelatinoso es lo que parece gelatinoso, y así sucesivamente, hasta que yo diga. A mi Chiripa chamboncillo le doy hoy su finiquito. ¡Basta de sistematicidad!», y se dispuso a peritarle por última vez la apestosidad a dicho mentidero, al criadero de las verdades marrulleras, a la factoría de la Dicha Somática en la que su purpurado ejercía tan reputativo. 139


La venganza del objeto | capítulo viii

Puntualísimo se presentó el primer entrevistado matutino. Era un profesor de instituto que había tratado hace años al purpurado, y quería contarle a Nati dicha parcelada del sentir naturalizado. —Buenos días, señor Gómez. —Sí, ¡espléndidos! ¿Le importaría que pidiera churros mientras hablamos? —¡Por favor! —le conminó ella, muy hipocritilla—, conocidísimas son las manos de la churrera —a sabiendas Nati de que dicha mujer era una guarra. Le hizo la muchacha un primer interrogatorio tipo test, en peritaje de la validez del testigo, y lo apuntó en su libreta. Una vez reputado este por ella, habló, y pormenorizó en cromático cuentecillo lo que él pensaba de nuestro observado. Dese cuenta el juzgavidas lector, en lo tocante a luminar las credenciales históricas del purpurado, que el mismo atestante es un naturófago, aunque de poca monta, lo que ilustrará sobre su pertinaz resentimiento: —En mil novecientos setenta y seis, a la edad de diecisiete años, en plena revuelta estudiantil, y mientras el volcán Chochinín hacía estragos en Indochina, Valiente González Cueto... El profesor, adicto a la mansedumbre de la sistematicidad, embellecía el dato, como hace la sonrisilla de un niñito, antes de descubrir su travesura, como chupa el mamoncillo con su lengua anticipativa, redondeándole al pezón, gesto que a la blanca leche pide que baje. Sigo: —Valiente González Cueto chafó la cabeza a Alfonsín Peñalosa, Alfonso Dolmen, como le llamaban los graciosillos. Valiente González Cueto quemó la cabellera de Donato Gastaldo, con un mechero de gas de los de achicharrarle los culos a las probetas en el laboratorio. Este Donato, el hazmerreír más aventajado, se motejaba «el Donut» por su cara redonda a modo de bollo, con la bocaza siempre abierta, como escupida de babas. A Carmelo Lancharro, apodado «el rompecabezas» por tener la cara como si la hubieran cincelado distintos escultores, le metió la cabeza en el váter, y tiró de la cadena para ahogarle. Los tres muchachos, Alfonsín, Donato y Carmelo, brillantes carreras prometían, proporcionales estas a 140


Manuel y el chocho: los teorizadores de la melancolía

sus coeficientes intelectuales, que eran muy elevados, banderola con la que fanfarroneaban sus padres, ante los progenitores de los niñitos con talento más ordinario. Valiente González Cueto, obsesionado como estaba con la moral de Conan el Bárbaro... ¡sí, hombre sí!, ¿no lo conoce?, ese cómic de un forzudo que no repetía enemigos, que en sus duelos usaba con maña la decapitación preventiva. Pues como digo, nuestro niñito hizo prácticas en ellos, apocándoles el temperamento: como el jovenzuelo Valiente decía «el currículum es la intersección del genio y las agallas»; pues eso, les produjo vital aterramiento: les zurró el arrojo, ya que el talento no hay quien lo apoque, de tanta vida propia como este goza... ahora ahí los tienes: hombres temerosos, de los que se estremecen ante un delicado estruendo. —¿Y qué relación mantuvo usted con la lumbrera? —preguntó la socióloga, nada difusa y muy al grano. —Quitando dichos episodios de moral muy práctica, era un alumno modelo —explicaba resignado el antiguo maestrillo de Chiripa, y siguió—: una mañana de laboratorio, yo intentaba explicar la fuerza ascendente de la tensión superficial flotándole un chavo a un vaso de agua, tarea harto difícil tenido en cuenta mi desigual pulso... ¡mire, mire cómo me tiembla la mano!; quince minutos me costó que flotara la monedilla sin que se rompiera la telilla que el agua hace en la superficie. Cuando dije que viniera a mi mesa peraltada sobre una tarima el más curioso de los alumnos, se acercó Valiente, y resuelto en sofocar cualquier destello mío, tal patada le dio a la mesa que el chavo naufragó, para regocijo de su público que le era muy plegadizo. «¡Qué mierda de experimento es este!», gritó al respetable y siguió despotricando, «no venimos aquí a aprender el Dogma, sino a establecerlo; el Dogma es nuestra punta de lanza, y yo quiero ser su más adicto Dogmatipado. Cuando Dios se naturalizó nacimos los marrulleros, la prosperidad del mañana, el banquillo de reserva del espíritu, y algún día seremos los bienaventurados, y nos pondremos todos a jugar contra el invasor, contra el Azar. Seremos Dogma, seremos Marrullería, de la que los básicos serán sus subsidiarios: su conformismo les insta a oler la sopa y sorberla de memoria; 141


La venganza del objeto | capítulo viii

nosotros en cambio, como es natural, metemos la cuchara. ¡Ese es el futuro al que me atengo, compañeros! ¡Esta es la verdad que aborrecemos de tan clara como está!... y este ventrudo que intenta despistarnos con el truco del vaso, y que yo desenmascaro, acabará aquí, ¡en la enseñanza!, el paraninfo en el que los básicos se hartan de comprender el Hecho más Simple del Cosmos, la sustancia que los arropa, aquello de lo que los básicos están hechos, la masa de ‘la masa’: esperanza espolvorizada». —A la «esperanza» la llama ahora «felpatita» —mascullaba Nativel para sí. —¿Cómo dice, jovencita? —No, nada. ¿Y no le llevó usted ante el Director? —se extrañaba la muchacha anotatodo. —¡Qué va!, Angustio, que así se llamaba, aunque más conocido por los alumnos por «Nefertari», por su cara antimatemática, que parecía estar siempre de perfil, como los grabados de los faraones... ¿entiende?... pues Angustio, como le cuento, ya había sido reblandecido por nuestro joven Valiente, un día que le recitó en la pizarra, muy clarividente, una tabla entera de logaritmos, de memoria, y mientras, escribía todas las raíces cúbicas del uno al mil... por si fuera poco y para más deterioro del maestro de las Exactas, al tiempo, hacía ruidos con el vientre: algo así como «grangrun-grángran...». —¿No sería «natumásrra»? —le paró la muchacha. —¡Eso, eso era! —exclamaba el testigo. —¡Vaya, vaya!, tomo nota.

42 Chiripa y Don Nadie no madrugaron. Empeunados ambos se juntaron en la mesa de los estómagos en inusitada dualidad, humildes en su despertar, desalertados del ¡qué pasará! El purpurado se dispuso a lo que era peculiarizado, a calumniar la verdad aupándose en el mito: se leyó la biografía de San Pablo en sagrado acto de desprecio por los intelectuales reflexflemáticos, pues 142


Manuel y el chocho: los teorizadores de la melancolía

nada era de respetar si no podía medirse en una columnita de mercurio, o calentarse en un hornito, o reflejarse en un prismita, o en la pantallita de un espectometrito... en definitiva, todo le era pernicioso, salvo sus afamados Hechos, a los que rendía honores con esta inclinación al Santoral: «señálale un punto al espacio, y aborrecerás su contrario, la antípoda del Hecho morrocotudo», se dijo Chiripa pleiteándole muy íntimo a la tostada. El padre, ensimismado, por una vez, oídos sordos le hacía a sus recuerdos: es el pasado el requisito de los viejos, por el cual habitan el silencio de su apretadero; sorbía su café amargo pensando en Nativel, una lucecita en su vital abatimiento; algo vivo y bello que paliaba las escoceduras de sus amigos muertos. Todo avivado por la música de Giuseppe Verdi. En el acto tercero un vozarrón entonaba una sencilla metáfora: «Bella figlia dell’ amore...». —Detectar una metáfora es una cosa y comprenderla otra bien distinta —pesquisó en voz alta su hijo el naturófago gramático. Despertado el anciano de la sordina nostálgica, se levantó, le hizo un envoltorio a una sardina arenque con un papel de estraza y lo aplastó en la bisagra de una puerta, sonido ronco que Chiripa detestaba, amén del mal olor de alguna tripilla pegada. «Inclinación común del populacho», cavilaba el purpurado cada vez que Don Nadie desescamaba a esta usanza. Y divagó en voz alta: —Veamos cómo funciona la Belleza: «Bella figlia dell’amore». Dícese de una muchacha muy bonita que es hija del amor. Pero todo el mundo sabe que nacemos por vagina, entonces «el amor» debe ser un machote que se benefició a la madre de la «Bella». Si es bella será alta y delgada, y vestirá ropas carísimas, amén de andar emperifollada en joyas, lo que producirá pelusa en otras muchachas más ordinarias, del resto de pelanduscas comadres. No se le ocurría lo más fácil, que dicha muchacha es muy sensitiva, por lo cual es muy amada, inflexible Chiripa en su Naturofagia, majadero en el atisbo de la fantasía. El padre, que no tenía por costumbre luminarle el sentido, habló por esta vez: —¿No será que alguien la ama...? la verdad es que hubiera sido mucho más claro a tus entendederas oír al cantor chillar: «muchacha, eres mi Juanita Banana». 143


La venganza del objeto | capítulo viii

—Sí, papá... tú, el «más difícil todavía». Que sepas, que si el Cundimiento ha triunfado es por cagarse en lo acharolado. El marrullero, es claro, informa de lo necesario: «más sería mucho, y menos poco», digo yo a menudo; es veraz en su Predicamento, básase en pruebas adecuadas, es relevante en lo que dice y huye de las chorradas, pues le da coraje la ambigüedad, y de sentir el favoritismo lo hace por su Ambivalencia, infracción que nos es legítima por su oficialidad... el marrullero es breve y ordenado. Se rindió el padre y se centró en su parcialidad, en la salazón de su mísera sardina, banquetazo de los estómagos agradecidos. Asintió con la cabeza y repensó la noche pasada: el apañado cuentecito de Pedor Tollens y la delicadez de Nativel. No se arrepentía de haberse asincerado con ella, de entregarle su carta, de cenar a destajo (aunque su estómago ya se lo recriminaba), de parlotear con su inocencia, a sabiendas de que la chinita mentía, amagada tras la maleza de su estratagema; no se arrepentía de acompañarla a casa, de no subir a tomar el café que ella le ofreciera... ¡no se arrepentía de nada!, más algo le dolía en su añejo pecho senderado por cicatrices metafísico-mundanas; algo le dolía en esa montonera de soledumbre que el anciano acumulaba. —Papá, ¿tú crees que Nati y yo... aunque sea tan joven...? —No es una muchacha, es una mujer, y nunca será para ti —sentenció el chocho. Sonó el teléfono. —¡Diga! —contestó el anciano—: por supuesto que voy.

43 Se desempeunó el anciano y caminó irreflexivo hacia su cita. En el café de Olegario le esperaba la muchacha, que pasaba notas muy adicta a su despecho, a la nueva Generalización Peritoneal que se disponía a demostrar. —Ese señor está ligeramente adormecido —dijo el anciano mirando al maestrillo de Chiripa, el que contara la historia de Alfonsín, Donato y Carmelo, los tres obsecuentes expeditivamente 144


Manuel y el chocho: los teorizadores de la melancolía

apabullados por nuestro observado cuando frecuentaba el instituto, como aprendiz chafador de occipucios. Dese cuenta el lector de la metáfora: dijo «ligeramente adormecido», cuando en realidad roncaba estrepitosamente, acunado en el vaivén de su vapuleo, confiscado en su decoroso presente, ya vaticinado por el joven Chiripa, «¡a la enseñanza! a espolvorizarle al básico la esperanza». Así, recostado en el sillón de escay, como anestesiado por la consistencia de los churros, y con las manos junto a su café totalmente helado. De tan valiosísimo como es el material que tomó la muchacha esa mañana, me permito transcribir sus palabras, sin embalarlas en nada: Tercer cuaderno: Seis de febrero del dos mil dos: día de San Pablo Miki. Segunda entrevista: conversamos el inocente Don Chocho y la cínica: El maestro de mi observado ronca, feliz en su presente almidonado y sin sobresaltos. Pasamos de él. —¿De verdad está tan enamorado como usted dice? —pregunto yo. —Ni te lo imaginas —contesta muy seguro el anciano, y siguió—: figúrate que esta mañana escuchando Rigoletto suspiró tres veces. Luego, después de leerse la vida de San Pablo me dijo que eras muy bonita, y yo le desengañé diciéndole que eras demasiada mujer y que nunca serías suya. —¿Ah, sí?, ¿y por qué dijo usted eso? —Porque todos cometemos errores, todos tenemos momentos de verdad y momentos que nos roban la verdad. —¿Ha tenido usted otra voz? —No, querida Nativel, lo que digo es que estás equivocada, que este momento que vives te está robando la verdad, que estás empeñada en hacerte daño... —¿No será que su hijo le da pena, que tiene usted miedo de que yo le haga daño? —Nadie puede hacer daño a mi hijo. —¿Por qué? 145


La venganza del objeto | capítulo viii

—Su fortaleza radica en sus creencias. ¿Sabes cuál es su animal preferido? —No sabría. —El cocodrilo es el único ser que le encandila, a no ser, claro, los bichitos torturados que generosos le ceden a su curioseo sus entrañas semidescuartizadas. El cocodrilo es el animal más simple y primitivo de todos, es el que ha demostrado estar más listo para autoconservarse. Adicto a la carroña, las bacterias que guarda en la boca constituyen un veneno; cuando te muerde se marcha, pues sabe que morirás de un dolor profundo, de una infección silenciosa; sumergido, todos sus sentidos flotan, pues los tiene bien saltones encima de la cara: puede verte y olerte sin ser visto; no se debe a nadie, es el ser más solitario; su metabolismo es un secreto, puede ralentizar sus latidos hasta acariciar la muerte, dos o tres bombeos por minuto; no le hace ascos a nada, antes de morir de hambre se traga a un hermano, o se engulle una mano; su piel es de acero, no teme al fuego y nada le incomoda, ni la oscuridad, ni la lluvia ácida, ni el fuego; enigmático no conoce las prisas, puede comer una vez cada tres meses; su única esclavitud es la del político, perdurar; nació para cerrar la boca, no para abrirla, cuando junta las mandíbulas los colmillos se le atascan y le produce un intenso dolor despegarlas, único daño que conoce; inventó la horizontal pirueta: una vez cerrada la mandíbula y pellizcada la carroña, gira y gira debajo del agua, lo que desmigaja el despojo, o lo que es lo mismo, más carnaza para un solo bocado... —Exagera usted. —Ni un ápice. Sepas que sobrevivió a los dinosaurios. —Yo lo que creo es que su vientre y el de su hijo son iguales, por mucho que a usted le dé por desertar, por mucho que intente obstruir mi investigar. Los genes tiran mucho, tienden a reiterarse: ¿es que no comulga usted con el irrefutable dicho, que de tal palo tal astilla? —¡No! Le pincho la telilla que recubre su espíritu. El chocho, desmoralizado, entrelaza los brazos en su ánimo. Yo hago como que tomo notas, y él, desilusionado, temblándole su lunar de subibaja, se 146


Manuel y el chocho: los teorizadores de la melancolía

pone a su menester: presto en engañarme futuriza en voz alta. Yo recuerdo la definición de utopía de mi purpurado, «consuelo de gentecilla», o algo parecido. —Algún día el mundo se desatrancará, triunfarán las partes más sensatas de la contienda, y los abatidos verán la ultimación del sufrimiento —divaga el muy inocente. —¡Sí!, y vendrán las oscuras golondrinas... a rescatar a los chochos. —Y se esfumarán las excusas cínicas —sigue él, como si estuviera sordo—, despachurradoras de la bondad, y lucirán las verdades más sencillas... Así monologa el muy mantequilloso, y sigue inmutable y masturbativo: que si el zapatero dejará de «estafar el cuero», que si el abogaducho «ayudará al más pringado», que el político se «autocondenará con una perenne dimisión», que el militar enmedallado devendrá en «honesto panadero», y cien etcéteras, hasta que nombra la Feligresía de Chiripa, la alcurnia Marrullera: —... corrompidos como mi Valiente, que en su hartazgo de Hechos, pisoteada toda la Belleza, encauzan la verdad a conveniencia, se la despachan muy chillones: «la verdad es la cagada más histórica, el consuelo de los agrisados de felpatita», dicen los de su gremio. «Yo ejecuto los impulsos de mi motivación», grita mi hijo cada poco. —Es muy lógico —apostillo para que le den arcadas—: es usted un chocho. ¡Hay que cumplir años para algo más que soplar velas! Usted no es mejor que su hijo. Ya se lo he dicho, comparten vientre. El viejo se pone morado por momentos. Le va a dar algo. Le dejo divagar un poco más: —Sólo he vivido para verle el culo a la taba —ora otra vez lo de la taba, repetitivo y mascullando—, revoluciones fallidas, esperanzas truncadas, muerte y desesperación de los perdedores. Soy el capitán de los abatidos... y ahora esta muchacha me dice que me parezco a mi hijo, un marrullero de la Ciencia. —¡No!, yo creo que usted es un marrullero de la melancolía —le contradice mi villanía. 147


La venganza del objeto | capítulo viii

—... algún día sonará el din don que señale a mi vida que le ha llegado el momento —salmodia el despojo humano por lo bajo. —¡Eso, el din don!, ¿lo ve? Es justamente lo que repite su hijo. Si ya se lo decía yo, que muy sabio era el que apostilló la correlación entre el palo y la astilla. ¡Es irrefutable! —despotrico yo muy despotilla, y rastreo sus heridas con mi olfato—: ya se lo he dicho, los genes se reiteran, y por si fuera poco, todo papaíto insufla a su hijito su natural cobardía, mientras le pela una naranja... o los domingos, en el campo, espantando a gritos las gorrionadas se le dicta el dogmatismo. Así es como la vida se trasmite: cede su padre el vientre al hijo, pues no se conforma con engendrarle... —No fue así. Yo hace un año que conocí a mi hijo —me replica el viejo, muy hiposo, con los ojos en llamaradas, congoja en las sienes—: aunque años antes ya mandé dinero para que se hiciera doctor. ¡No digas más Nativela, calla! Casi llorando, dice una chorrada sobre su nueva forma de llamarme, «Nativela». —Pues muy bien —asiento yo. Remordida, visto ya todo el chocho, analizado su anverso y reverso, a la muchacha se le vino claro que el anciano carecía de destino, que era de contextura pretérita, que sus huesos y su carne eran harapos de pasado, y se prometió abandonar lo sistemático: sacarle los colores a las visionadas vísceras del marrullero. «Un día más, sólo uno y lo dejo», le ordenó a su hipotálamo, a ese trocito nervoso, en donde, improvisados y fruncidos se concilian los propósitos. En dicho momento, Manuel, el Librepensador fornido se espontaneó por la vidriera del café. Con su nariz le dibujó un punto al vaho, y admiró el velorio: el maestrillo seguía en roncadera, felicidad de los que no detentan mando alguno; miró tras el cristal a la muchacha anotatodo, la farsante chinita que ahora mantenía la cabeza gacha: la muy pipiola, en remordimiento mascullante, se disculpaba. Sólo Don Nadie reparó en el machote: secó sus lágrimas y mostró su desconsoladura, le lanzó un saludo, todo él envuelto en una telilla de abatida gasa, cual fina mirada, que adobó con su «¡chs!», el peculiarizado chasquido del quejiente chocho. 148


Manuel y el chocho: los teorizadores de la melancolía

44 Sienta congoja si el lector es lastimero, que tiene motivos, visto cómo Nati trató al anciano en el local de los entrevistados. Chiripa braceaba por la calle, arengado por sus pensamientos, gozoso de esa autosuficiencia que da el talento, abocado a su empedosamiento en el mentidero de los bribones estereotipados; caminaba reído por lo bajo, cual Alí Babá. «He demostrado», cavilaba chismorreante, «que el tiempo libre hace al Gramático, como el sinsentido al reflexflemático», al respecto de su aventura literaria en la última cena. Más chulesca todavía se haría su andadera, cuando a la altura del café, salió Nativel y se le agarró al purpurado brazo. Gracias a la forma de la Tierra, por un milímetro no chocaron ambos con el Librepensador, lo que hubiese acabado en mundano estruendo. —¿Preparada mi becaria para ver Ciencia? —propuso el ufanado Chiripa. —Sí, maestro bendito: juntos, ¡al derribo del Dogma! —contestaba cariñosa Nati, en muchacha anotatodo trasformada, a quien se le acababa el tiempo de experimentar dicha Feligresía. —De eso nada, monada, que al Dogma le damos Contradogma, o sea, al trovador reflexflemático que dogmatiza, le contradogmatipamos con más de lo suyo: el reflexflemático quiere ahogarse en un charco mientras mira el mar, nosotros embotellarlo. Es antiquísimo dicho artilugio: o dogmita de lo inmenso, o dogmota de lo diminuto... nosotros nos apuntamos a esto último. Si lo digo yo siempre, una vez partido el mundo queda en nada. Más por menos es menos. O sea: decir todo de casi nada acaba en paradoja o antinomia, es decir, conformismo del Dogmaflema. ¡Pobrecitos míos!; y menos por menos da más. O sea: decimos casi nada de lo minúsculo, y nos salen las cuentas, y blindamos el Cundimiento... el opinador reflexflemático, en su mareamiento, deambula; el marrullero, por el contrario, camina y se ubica... ¡hay que ser menos arrogante!, que por mucho aceite que le demos a un ladrillo, nunca será una baldosa. Esto despachurra mucho. ¿Lo pescas Nati? 149


La venganza del objeto | capítulo viii

—¡Qué clarividencia, qué lucidez, maestro mío!... ¡Qué semántica! Así marcharon juntos el villano y la aspiranta, el Chiripa y la trolera por la empinante acera de la Catedral, criadero de los Hechos Palpables. Chiripa, al portar obturada la glándula que unía sus partes bajas con las otras —las medulares—, era todo vientre, y no presagiaba la debacle que este día le deparaba. Muy cariñosos, unidos por el brazo purpúreo ascendían menesterosos. Cada uno atento iba a su silencio: ella escuchándole a su corazoncito el murmullar de la templanza suspendida, y él, absorto en su gramática peritoneal, oía el idioma de la astucia, el que sólo conjugan los concubinos del Poder, el vocabulario de los fecundos... ¡Ya le molestaba su cuerpo!, lastre de sus aspiraciones naturófagas. «Sólo mi currículum contiene mi sangre», se decía por lo bajo, «mis vísceras, mi amor, mi dulce asteroide de pechos breves». Y no era su divagar el temor de pecarle a la carne, ¡no!, era odio atroz a los humanos: primer instinto pegado en la sordidez de su occipucio, ya cuando en su flotador navegaba por su placenta, previo a los chupativos sermones lácticos. Tanto aborrecía la vida que idolatraba al objeto, a cualquier trocito de Naturaleza muerta... ¡Tanto aborrecía la vida!, que maldecía a los Biólogos en su dislocadura, para quienes el más mísero paramecio, la más minusválida de las células, corretean presas de sus intenciones. «¡A mí dadme cosas!», gritaba muchas veces entre sueños. Dicho despachurrador ánimo dictaminaba fobia muy naturófaga contra todo microscópico bichito acuático. «Si puede, la célula te la juega», se decía, «pudorosa, del ojo naturófago se esconde, tras una sombra de micra, tras una mota de polvo, tras una impureza». Y con su dedo mental recorría la grandeza de su currículum, y veía Másteres, estudios, artículos, su Tesis Doctoral, las Tesis ajenas, salidas al extranjero, publicaciones, incluso participaciones mundanas en periódicos, en las que como opinador reputado desbarataba los culturemas de los arrellanados básicos, es decir, sus comunes creencias. Episodios todos de corruptor infatigable contra el azar y el caos, historia de una sabiondez adornada con imágenes y otros recordatorios: cien chafadas de cabeza, quinientas zancadillas, mil quinientas depresiones, un millón de aupamientos 150


Manuel y el chocho: los teorizadores de la melancolía

con retorcimiento de codo, e infinitos cohechos que al evocarlos le nacía una sonrisilla, como de nostalgia. Al no dejar trepamiento sin cumplir le crecía la papada —edema de prevaricado—, sobre la que se acomodaba su afamada perilla, la de sutilizar ventajas: «no se crea ni se destruye la energía», se repetía ensimismado, «sino que, lo que mi zapato chafa, se transforma en chancla». —Maestro, ¿nunca te asalta la duda? —interrumpió la muchacha dicha borrachez de bonitos recuerdos. —¿Cómo? —preguntó Chiripa todavía sonámbulo. —Sí, hombre... que si no te decepciona nunca la inteligencia cundiente. —¡Por todos los pseudónimos de Kierkegaard, el mayor embustidor de los reflexflemáticos!, pues claro que me asaltan dudas. Pero ¿puede un pajaroncillo extrañarse del huevo que le cuelga? ¿A que no? De lo que está en nuestro sen no hay duda que valga. Si alguien profiere un gas espiritual, por ejemplo, «pienso luego existo», yo le endoso un documento, una foto de mil corrientes junto a sus cuñados sonriéndole al retrato, que evidencia su existencia (que no vida detentadora de valía); que no piensan es autoevidente, pues bondadosos habitan las reglas. Pero si la duda me es muy personal, me aferro al Hecho irrefutable, sopeso mi currículum, o lo que es lo mismo, toco madera. —Entonces, maestro, tu orientación es infinita —insistía Nati, muy bonita. A las chinitas les sienta muy bien el negro de los muertos. —Como dijeron Ortega y Gasset con gran pedantería, nuestros dos reflexflemáticos nacionales, «orientarse es saber a qué atenerse al respecto de lo real», que traducido a la lógica de la Pujanza, significa: «orientarse es hacer que lo real se atenga al cundimiento». Reestablecida así la certeza, el bobo juega con sus sombras chinescas. —¿Sombras chinescas? —preguntó ella. —El arte, querida mía, el arte es el «tres en raya» de los incapacitados básicos: los amansados, al ser accesorios mundanos abren la bocaza y dan brincos ante la materia rebozada... —¿«Rebozada», maestro? 151


La venganza del objeto | capítulo viii

—Claro, mujer, la materia manufacturada. La otra es enigma naturófago, es «materia prima», es el objeto, el secreto mejor guardado, la sacristía inoxidable donde duerme mi salario. Como te contaba, los básicos alisados dan brincos ante la materia rebozada: pirámides, tumbas, palacios reales, pedruscos románicos cubiertos de musgo, santuarios y jardines imperiales..., sillares, capiteles, ladrillos y azulejos que les recuerdan su insignificancia... sueñan que los reyes son sus antepasados, y afeligresados canturrean himnos ante el mismo obelisco que les comprime, homenajean con sus pisaditas básicas el sepulcro del que empaló a sus tatarabuelos. ¡Ja, ja! Porque no tiene cabeza, que si no, risotadas soltaría la Victoria de Samotracia miniaturizada en el bolsillo de uno que fue a vendimiar uvas gabachas, amasada en escayola verde, a imitación del mármol de ónix. Estatuas, fuentes, estatuillas, columnatas, dinteles, bustos de ídolos en bronce, angelotes de yeso... al ser su instinto conmemorativo, añoran el mando y la fortuna del poderófago, se adocenan ante la grandiosidad, artificio del que se creen sus diminutos participantes. En la soledad de su hogar masturbativo le musitan litúrgicas perogrulladas a su Venus de Milo hecha en escayola, que porta un barómetro en el culo, adquirida por un vecino cuando estuvo en Roma. Acostumbrados a sabores ordinarios y homologados, se sobrecogen ante lo que engullen los ricos, aromatizadas recetas y olorcillos descubiertos por la ociosidad, azarosos saborcillos que le salen al cocinero cuando le das un cachiporrazo. Le maitre te sugiere los manjares encorbatado y elegante; luego en su apestoso hogar, evocando los tufillos del ajeno disfrute se zampa una lata de callos. Arias, sinfonías, habaneras, música de cámara, de órgano o la compuesta en factorías expresas para la Felpa... son delicia para sus desamparados oídos patanes. Ante el arte arremolinado, satisfecho, cede el corriente su duda, hinca en el suelo las rodillas... es todo corazón y felpatita. Esta mañana mientras desayunábamos, mi padre escuchaba a Verdi, ¿y crees que sabe italiano?, pues no, y se le calentaba la piel, y se atiborraba a escalofríos... —Es un marrullero de la melancolía —le interrumpió la muchacha que enjuiciaba al chocho. 152


Manuel y el chocho: los teorizadores de la melancolía

—¡Eso, la Ciencia del respingo! ¡Qué lista es mi becaria! ¡Qué ocurrencias! A cien metros les seguía el Espantavillanos Librepensador, que en nada incomodaba al naturófago de lo tieso que portaba hoy su cuello corto. Al llegar al anticuario se detuvo Chiripa presto en abroncar un poco más a los corrientes afelpados: —¡Mira, Nati, el escaparate! ¿Qué ves? —Materia rebozada. —¿Qué más? —Veo un cuadro de Sorolla. «Voy a preguntarle a mi emoción», se dijo Chiripa, que quería impresionar a la muchacha, muy obsesionado como estaba en conseguirla, en sentido literal. —¡Escucha! muchacha inteligentísima —oró en voz alta su perorata—: escucha lo que pensaría el corazón de un individuo corrientucho hembra, que admirase el lienzo, junto a su tormento, un macho recubierto de felpatita: «¡ah, Juanito, qué bonito!, ¡qué playa, qué mar!, las dos muchachas con sus vestiditos de gasa, ¡uf, qué delgadas!, ¡qué coraje me da!, yo no consigo bajar de ochenta kilos... mira la barquita con sus dos pescadores», (Juanito, con la bocaza entreabierta sólo piensa en que quiere orinar), «qué atardecer tan bonito, la calima desdibuja el horizonte... ¿no será un amanecer? ¿por dónde sale el Sol, Juan?, ¿por estribor o por babor?, ¡ay, qué tonta soy!... ¡mira los carros de bueyes transportando el pescado!, ¡y esa niñita jugando junto al mar!, ¡cómo se parece a la hija de Manolita Patterson Tuñón!... ¡más quisiera la muy ordinaria, que no entiende nada de arte... de cosas bonitas! Qué bien quedaría el cuadro junto a nuestra lámpara de acero inoxidable, aunque no es un original, claro está, ¡con ese precio!... ¡cómo me gustaría ahora estar en esa playa escuchando el transistor, con unos pimientos rellenos de arroz. ¿Te imaginas la cara que pondrían los Patterson, si entraran en el comedorcito, y lo vieran con sus propios ojos?, ¿y tu cuñada?... le da algo. ¡Qué luz!, ¡cómo puede haber gente a la que le guste ver llover!, ¿te acuerdas cuando fuimos al Cantábrico?, ¡qué horror, qué seriedad!... en cambio, el Mediterráneo es más dicharachero... ¿me has comprado la crema para la celulitis?». 153


La venganza del objeto | capítulo viii

Desbordada Nati no hacía otra cosa que reír. —¿A que no sabes qué lleva el tal Juanito en un cubo? —puso Chiripa a la muchacha un acertijo. —¡Por favor, maestro no digas más! —gritaba Nati hiposa de vulgares risotadas—: ¡la crema, ja, ja!, ¡un cubo de pasta antigordas para las nalgas! —¡Qué invento el arte! —arguyó Chiripa en su afán imputativo contra la Felpa, y cerró el diagrama en el que, más o menos irritado, el básico habita—. Esa es la verdad de su pudrición: el asimplado paga al contado el relicario que a plazos le recuerda su condición, cada vez que admira en una estatuilla la grandeza que le falta. —Maestro, no entiendo nada. —¡Caray, Nati! —protestó el maestro— ¡qué torpe! Que un cenicero de alabastro con la forma de un Partenón boca abajo le cuenta al básico la miseria que le parió: es un documento histórico que el asimplado archivero muestra, como exhibe el cojo orgulloso su muñón... sólo el humanso celebra apedrear su propio chamizo, sólo el básico se autopisa, se desuella, se autolincha. —Ahora sí lo cojo, maestro —se disculpaba Nati, mientras trascribía enloquecidas notas—... ¡es que está una tan verde!: el arte es como un espejito mágico con trampa... el cuadro de Sorolla muestra a Juanito y a la gorda, amigos de los Patterson, la angostura de su existencia. Por eso compran antiguallas, para tener presente la escasez, la vida inferior que les corresponde. ¿Es eso? —Ni más ni menos. Son todo corazón. Son cagones —zanjó el purpurado. En dicho despachurrador ánimo caminaban ambos peatones. Una estela de nauseoso gas les seguía, hasta que alcanzaron el quiosquillo de Angelita: —¡Buenos días! ¡Qué bien acompañado va usted esta mañana! —dijo la traficante de tópicos. —No cabe duda —y pronosticó Chiripa el devenir. Palabras corteses de un vientre déspota—: la juventud viene pisoteando. Está en la Naturaleza dejarles paso, pues son el futuro. Ellos son la frescura de la Tierra. 154


Manuel y el chocho: los teorizadores de la melancolía

—Se les ve muy juntitos —picardeaba Angelita, que no se le escapaba una. —El ego, señora mía, el ego... a mi edad ya quiere uno dar envidia —puntualizó el purpurado, sin soltarle el brazo a la chinita de moral elástica. Más que nunca veía arrimársele su anhelada cátedra. Ufanados siguieron el paso. Nati echaba constantes vistazos oteadores a su espalda. Quería saber si el fornido Manuel aún les seguía. Como así era, explicitó su temor: —Maestro, aún nos sigue el Hombre Libre. —No es nadie —contestó seguro de su atlético vientre. Nati expresó un escrupulete al respecto de la dimensión mercantil del arte, arte que había quedado como consuelo de la maraña. —Entonces, ¿nada hay en el arte que no sea fenicia hechicería u oráculo de humano básico? —¡Nada hay! —pontificó Chiripa muy ocurrente—. El arte hipostatiza la imagen... —¿Qué, maestro?, ¡razónamelo! —Digo, semiempollona —metodizó muy cognoscitivo una de las teorías más elocuentes, que aquí y allá, anteantaño, antaño, enantes, hoy y el siglo por futurizar pueda alguien nombrar—: que mira el básico lo que el lienzo contiene, y no se reconoce, pues es la fealdad su sino; analiza lo que en el pódium se apoya, sea estatua, estatuilla o busto, y el básico no se reconoce, pues fue bautizado sin proporciones. Ante dicha desolación, cualquier Patterson grita «mi belleza es interior»; oye plañir guitarra, guitarrón, laúd o violín, y el básico no se reconoce, pues su oreja es órgano cósmico delineado para comprender órdenes; lee los vocablos que juntaron los nombres rimbombantes, reflexflemáticos consagrados post mórtem, y el básico no se reconoce, pues el canuto es invento que le viene al pelo para darle a la «O» la redondez que le pertenece; olfatea un plato, y el básico los manjares no reconoce, pues en chupetear su mendrugo se consuela... sólo el cine, al ser arte minúsculo e industrializado muestra básicos pormenores, en los que, al ser la intuición la madre de su entendimiento abreviado, ¡pues sí!, en el film se reconoce, lo que da continuidad a su desgraciada Naturalerda... cuanto más 155


La venganza del objeto | capítulo viii

mira, analiza, oye, lee y olfatea, más se menoscaba, ya que el arte, cual reflejo de espejo invertido, le encara entre corchetes, con la abreviatura de sus dones. Así los básicos humanos habitan sin dignidad lo periférico, ya porteadores, oficinistas o trabajadores en paro con metabolismo muy económico, sean. —Entonces, ¿el básico jamás puede abandonar el perímetro de su condición? —cuestionó la muchacha, que ya cerraba su libreta, abotargada de simular chiripolatría. —¡Qué va, hombre! Muchos acceden a la riqueza y se aposentan sobre el cuero bienestarista de su nuevo sillón, pero como el entendimiento se maneja con otras leyes de crecimiento, sigue siendo la Intuición la madrastra de sus saberes, y estos nuevos ricos, apuntados a la Pujanza Monetaria Internacional afinan su bigote y se vengan de sus recuerdos, maltratando a los que eran sus iguales; eso sí, cambian el alabastro y la mísera escayola por el oro y los mármoles de ónice (que en Oriente no es más que alabastro); ya no adquieren copias sino carísimos originales, sus zapatos se encarecen, y se duchan a menudo en su odio por la mugre, pero ya no se secan con un trapo de cocina, sino con albornoces. De tan suculento como era el Predicamento purpurado, cada diez pasos se paraban los peatones en la acera, y Nati decidió hacer la última pregunta antes de empedosarse en el criadero de realidades y mentirotas cundientes: —Si el arte idealiza la imagen, es decir, la hipostatiza, ¿no es verdad que nuestra incuestionable Ciencia hace lo mismo con el signo? —¡Exacto!, pero la imagen es antiaritmética, antilógica, ateoremática, intuitiva y refutable, es ilusión y mera opinión ingrávida... es la consoladora de los porteadores que trasladan materiales de un lugar a otro de la Tierra. Por el contrario, el signo es el Hecho que se hizo carne, el Dato, el revestimiento de la realidad palpable, el destino que dimana de la Fecundidad, la Verdad extraída con ahínco por un fisgoneante marrullero de ojillos serviles, que por mentecato que este sea (becario, auxiliar o asentado catedrático) acuña lo real, lo pisable, o negativamente, lo chafable. El hombre corriente, como pugnando por su autoestima, se defiende, nos contradice apelando a la moralidad, 156


Manuel y el chocho: los teorizadores de la melancolía

como si nosotros nos debiésemos a eso... ¿No sabes la historia de Dios y el zapatero?... Floreal, que era zapatero de los buenos, cosía mocasines para nobles y vestía pies con inigualable destreza. Un día, seguro de sí, tan disparatado tenía el autoconcepto que en oratoria personal e íntima le habló a Dios de tú a tú: «el día y la noche te salió francamente bien, pero la Tierra es bien chata por los polos... desde luego si la concebiste perfecta en su redondez, erraste divinamente». Dios, que al ser absoluto no tiene más remedio que ser cruel, con hilo cósmico le zurció una risotada a un rayo exterminador del cuatro, y con un canuto del tamaño modesto de una galaxia, de las que él tiene para recreo, sopló el rayo contra Floreal. Como no está en Dios lo de fallar, le dio en todo el centro. Sólo le dejó intacto un trocito de hipotálamo del tamaño de una loncha de tocino, lo justo para que conservase el recuerdo, y junto al estruendo dio su recado: «bienaventurados los mansos, porque ellos son los habitantes legítimos de este mundillo». Cuando el común arrellanado nos protesta arengado con una ocurrencia prestada por un famoso reflexflemático, pues nosotros eso.

45 Espantada Nativel de dicho odio naturófago, harta de tanto vientre, aceleró el paso, y no dejaba de pensar en Don Nadie, al que abandonó desconsolado en el café de Olegario. Su Generalización Peritoneal era un fracaso desde que el anciano le confesó que conocía a su Chiripa no más de un año: ambos podían compartir genes, pero el vientre, al ser el caparazón de las creencias, precisa de la dinámica del ajuntamiento. Se repitió: «un día más de sistematicidad y lo dejo». Por eso, apremiada por las prisas y su obsesivo punzar necesitaba proseguir su experimento en P2, el único rincón que le quedaba a su Generalización, toda la estereotipada de compañeros marrulleros: ningún vientre disidente debía encontrar entre la retahíla de fisgoneantes. Pero ya empujando el pesado portón de vidrio y hierro, mientras Chiripa ya estaba en el vestíbulo de dicha sabiondez escuchó 157


La venganza del objeto | capítulo viii

la muchacha un «chs, chs». Al girar su cabeza vio a Manuel que subía las escaleras a toda prisa: —Nativel, tengo un recado para ti. —¡Qué espanto! —se bisbiseó en voz muy baja, temida de lo peor. —Al padre de tu observado le ha dado un síncope. Yo mismo le metí en la ambulancia. Creo que es el corazón. Mientras se ahogaba le dio un cachete al enfermero que intentaba entubarle. Me cogió la mano y me dijo: «ni se te ocurra decir nada a mi hijo. Dile a Nativel que no ha sido por ella, que nadie tiene la culpa de la mala vida que he llevado, ni de mis excesos». —¿Querrá verme? —preguntó la sensibilidad de la muchacha, la sensibilidad que había camuflado durante días con su chiripolatría, y que ahora la compungía. —¡Necesita verte! —exclamó el espantavillanos soliviantado de cuerpo entero, que al parecer quería al viejo—, necesita verte, pero no ahora. Yo estaré con él y llamaré al despacho de esa bestia que tiene por hijo para informarte. —¿Cómo ha sido? —Me estaba comentando que te equivocas, que eres encantadora, que el afán de tu cometido te puede dañar. De pronto dijo: «he tenido una voz. El cielo es la sepultura del que es acogido por la muerte en el mayor desposte o pobreza». Ni siquiera sé si parafraseaba a alguien o nació de él, o le vino del recuerdo, del citador ánimo que tienen los viejos. Dura por fuera y enfangada en puro remordimiento en sus adentros, se empedosó Nati en la Catedral. Chiripa la esperaba tomando un café liofilizado, de esos cuyo vaso de plástico te abrasa los dedos. —Veo que conoces mucho al mejor amigo de mi padre, el Librepensador reflexflemático. Alarga mucho su cuello, pero sus gases espirituales... sus pensamientos son lugareños. —¿Cómo dices, maestro? —Que fanatizado estudió letras, se alejó del Cundir y despotricó contra los idiomas. Los naturófagos acuñamos realidades en lenguas extranjeras, por eso la materia deviene internacional, o lo que es lo mismo trasciende otros cielos, perseguidora de los básicos por muy allende que se escondan, junto al calorcillo de 158


Manuel y el chocho: los teorizadores de la melancolía

hogares... En cambio él adoctrina para adentro, cavila para que conspiradores como mi padre le aplaudan. ¡Mierda para el lugareño! —exclamó Valiente muy envalentonado, como se despatarra el cobarde ante el león, si le separa una jaula. —Entonces tu padre y tú no mantenéis parecido alguno —preguntó la muchacha, aún obsesiva con la conjunción de los vientres. —¡Qué va!, mi padre, seguidor de Manuel, el Librepensador, comparte con este el futurizador ánimo, la búsqueda de lo inexistente, la utopía, el consuelo de gentecilla, la mirada universal... ambos adoran a los griegos, esa tribu de listillos que en éxtasis y apiñadura, vomitaron disparates. —¿Son helenocentristas, maestro? —¡Exacto!, seguidores de los griegos, marrulleros de la melancolía ¡Ja, ja! Científicos del lloriqueo... eso une mucho. —Pero los marrulleros también lo somos, ¿no? —¡Eso jamás!, somos occidentalistas, los hijos ilegítimos de los griegos, los hijos que se marcharon de casa tras un portazo; atraídos y llamados por la Fecundidad, heredamos el afán, pero no el meollo. Esos dos tienen frente reflexflemática, nosotros astucia experimental: nosotros aplastamos el hipotálamo de un roedor y luego esparcimos fax, en italiano, en inglés, en francés... en alemán, internacionalizamos su sufrimiento, lo beatificamos... nuestros ratones tienen fama mundial. En cambio mi padre, come fiambres como un básico y escucha ópera en italiano... paradoja muy tradicional del que no acepta su condición: llora al escuchar a las gordas porque no las entiende. ¡Tú sabes cómo descama una sardina arenque!... —Tu padre me llamó Nativela, esta mañana —le comentó la muchacha que sentía la traición con el anciano—: me dijo que mi nombre contenía una metáfora muy bonita, que «Nativela» aunaba el sonido con el sentido de la palabra... —¡El muy cagón! —gritó el chamboncillo—: ¡malditos sean los adocenados en la melancolía!... yo los ponía a leer termómetros, el más insignificante de los hechos palpables... ¡ja, ja! —Maestro mío, estás hoy muy Jajaludo. 159



CAPÍTULO IX

La venganza del objeto: diáspora de los adheridos estereotipados

46 Todavía en lloradera interna por lo acontecido, airada contra sí y arrepentida por la cochinería de sus actos, pero adicta a lo sistemático que le hacía daño, cual pitillo de autodestructivo fumador, la muchacha abrió su cuaderno. Como el que pateó la caja de cartón con un adoquín de indestructible granito en su interior, igual de incauta se lanzó a degüello: ¡a la caza! de dicho observar naturófago que la encandilaba: último día del «pase lo que pase». Sin quererlo, ataviada en negro becario, con ese vestidito ceñido de cuello chino, la muchacha escribió el más bello y gracioso episodio jamás descrito: certero, liso, cerebral, sin ficción, estricto y meolludo. Atrás quedaba toda Generalización, ya de corazones, ya de astucias peritoneales. Y de lo valiosas que son, esta relatora trascribe tal cual dichas notas avispadas, para que por fin se divierta el simpático lector, que flemático o no, de ellas sacará justo juzgamiento: Libreta número cuatro. Sigue el Día de San Pablo. Después de las entrevistas. Manuel me ha comunicado que mi Don Nadie ha tenido un achuchón: nada sé de la gravedad. Estoy en el vestíbulo. Hay estampida dogmatipada. Todos corren: bedeles, auxiliares, becarios... algo pasa. La chacha se encara con Chiripa. Me hago la loca y miro el escaparate de los artilugios: las antiguallas mecánicas que manejara la Ciencia de antaño. Miro el reloj de Huygens, una antiquísima bomba de vacío de Hooke, y un montón de aparatos de madera y cobre... cafeteras de fisgoneantes antepasados 161


La venganza del objeto | capítulo ix

igualmente marrulleros, que midieron pedazos de Naturalezota, en la prehistoria de la Efectividad, y que ilustran el pasar de la Naturofagia. Vuelvo las orejas y escucho: —Sabe usted que estoy por sus huesos —declara Luisi, la alegría de Fonsi, con un trapo electrostático de atrapar polvo en mano. —Pues sigue así diez años más, femenil chacha —despotrica Chiripa. —Ya sé que no soy bonita... —insiste la fregatriz, y luego dogmatiza—: toda la gente con buen gusto sabe que la Belleza es superficial. —Mucha razón tienes, mas la fealdad no. Y ¡qué quieres que te diga! Si fueras simplemente fea me lo pensaría... tu inferioridad es sustancial, habita en tu apellido: mira, Luisi Peñalosa... De pronto me doy cuenta, Luisi, la hija de Fonsi... el anisperado pujante, es Alfonso Peñalosa, uno de los jóvenes a quienes Chiripa desnucó el temperamento, también llamado Fonsi Dolmen. — ...quiero que sepas —continúa el purpurado muy austero en su castigador ánimo—, que friegas para apaciguar cualquier destello de tu padre, que yo te metí aquí para hacerme un favor y devocionarme, lo que pondría a tu padre querido una capa, de tan gris, opaca. No te creas que fue favoritismo alguno o fervor de gremio. Friega y da lustre, que todo lo que aseas por un costado lo empuercas por el otro... —¿Cómo? —pregunta Luisi. —¡Hala, hala!, a mover el culo y a pilotar el carro. Despachurrada Luisi, escaldada y victimada, se va por uno de los innumerables pasillos: su destrozamiento es real, o sea ontológico. A rastra porta todo su desconsuelo, el pesado carro de enseres remolcado, su dignidez hecha esparto, y en la mente de fregona, su desamado, su viril tormento. Yo me apeo de mi disimulo y me ciño al brazo purpurado. «A estas hay que tratarlas así», me comenta el muy cabrón. Yo le contesto muy graciosilla: «¡ezo, maeztro, que no ze hubiera dezcuidao!». «¡Ja, ja!», carcajeamos los dos Jajaludos. Entramos en el ascensor junto a un auxiliar que porta en una caja una rata moribunda. Yo le pregunto a Chiripa por el jefe de la banda, la sombra que deambula en el último piso: 162


La venganza del objeto: diáspora de los adheridos estereotipados

—Allí vamos, querida. Algo pasa —me contesta muy preocupado. —¿Por qué nadie habla de él? —insisto. —¿Recuerdas el Blindamiento de la Superioridad de la Causa? Él, en sacrificial acto puso el lomo, es un mártir. Hace años, mil quinientos básicos quedaron medio tontos y paralíticos a consecuencia de un escape. Para restituir la normalidad él nos cobijó a todos... Baja en el piso cuarto el de la rata y sube un becario post-doctoral con una oreja gigante de escayola en sus manos. Su rostro apaciguado y melancólico no muestra Marrullería alguna. —¡Qué!, ¡a enseñar a tus pupilos el oído interno, el medio y la oreja! —saluda así Chiripa a su chiripero menospreciado, y me continúa su relato: —Pues eso, Alí Babá, como le llamamos sus allegados, asumió una responsabilidad que casi le lleva a la cárcel. Habita la sombra, y su prestigio es interno. Ejerce como Honorífico Remunerado, y aparentemente se ubica en las afueras del ente. Su gallardía le reputa y todos le queremos mucho, de no hurgar en nuestros currículos, se entiende. Se montó una Plataforma Cívica de ayuda a los damnificados y el tiempo liquidó el asunto. Una pensión de morirse de risa para los mutilados puso colorido en lo dramático, despintó el agravio. Ahora su firma está maldita, por eso jamás consta. —¿Y no tuvo él culpa alguna? —pregunté yo muy ingenua. —Culpa tenía bastante, pero la absorbió toda, la suya y la de cien marrulleros. ¡Es un santo! Encorvándose él, salvó muchos lomos. ¡Qué semblante! —Es una mancha en el rostro de nuestra amada Fecundidad, ¡maestro venerado! —concluyo yo. —¡Nada!, un apunte, un fragmento en la Historia de la Naturalezota sojuzgada. Enterrados los dolidos, una anécdota del Milenio. Se apea el de la oreja y seguimos ascendiendo. —¿Conoces a ese que lleva la oreja como si fuera un bebé? —me interpela mi maestro, y como yo le respondo que no, me lo cuenta: —Es Morales, pero todos le llaman Doña Moralina. De ansia muy trepadora y cerebro de gran pureza, palideció de golpe. De lo reputado que era todos queríamos su firma, hasta que un día, en 163


La venganza del objeto | capítulo ix

la cafetería, muy oficioso leía un dossier sobre los derechos de los animalitos. Lo delató otra becaria de estómago menos aprensivo, es decir, de ideas más claras. Él no sabe que fui yo quien le puso dos años a baldear las mazmorras, que no hay quien entre del tufo a mamífero, amén de lo mucho que se te desmochan allí las aspiraciones. Apaciguada así su prepotencia, le puse dos años a pipetear plasma de roedor: sus datos los tirábamos a la basura, en remisión de sus pecados. Luego, por si acaso aún le quedaba un resquicio de aprensividad antimarrullera, otro año haciendo méritos con el padre Solís: este le hizo leer veinte veces la Crítica de la Razón Práctica, y en alemán... —¿Y qué tiene eso que ver con el afán civilizador del marrullero? —¡Pues nada, querida Nativel! Si quieres que alguien note su insignificancia, le burocratizas, le pones faenas de intensa pericia reflexflemática, tiras a la papelera sus informes y le subes el sueldo. Un día le dije: «qué inteligentísimo eres, Morales. Ya me gustaría comprender a Kant como tú, pero todos no nacemos tan escrutadores y craneales». Después de alabarle, le pedí un informe de la Fenomenología del Espíritu, el tochazo de Hegel. «No te imaginas cómo lo necesitamos», le dije, «y tómate el tiempo que precises, que te esperamos». Al año me vino con mil páginas. No dudé en agasajarle, y le dije que lo tradujera al latín y que luego lo pintara de verde. Como así lo hizo, vi yo que estaba ya bien mansito y lo mandé ¡a la enseñanza! ¡No te imaginas lo que pueden hacer los alumnos con la pureza cerebral! —¿Por eso iba con la oreja gigante? ¡Pero si aquí no hay clases! —Siempre viene alguien de visita. El año pasado nos visitó un autobús con los niños de San Ildefonso. Yo le aprecio mucho, no te creas. Ahora cuando despachurramos un hipotálamo y sale algo mal, alguien grita: «¡Esto no lo arregla ni el Moralina!». —¿Todo eso por leer un artículo sobre los derechos de los animales? —No se debe nombrar la soga en casa del ahorcado. —Pero si no dijo nada, lo leía para sí —protesto yo. —Pues no se debe pensar sobre la soga en casa del ahorcado. ¡Qué inocente chiquilla! ¿No te acuerdas del consejo que dio el 164


La venganza del objeto: diáspora de los adheridos estereotipados

Superinmutabiludo Quigualaqú a Pedor Tollens: «que no te dé alcanzadura lo que tu boca diga, pues a mitad de camino vive la verdad, entre lo sabido y lo decido». —¡Notabilísimo, maestro mío! La muchacha que vive detrás de los botones dice, octavo piso. Despacho del Munífico Director: Departamento de Física Teórica.

47 Chiripa había disimulado hasta ahora su preocupación, a sabiendas de que la situación se presentaba morrocotuda: «sólo una cosa temo», se repetía con dolorosos retortijones, «la fechoría del objeto»; pero no le acongojaba cualquier fechoría, no, sino la desobediencia total de la Naturalezota, es decir, ¡el caos!, el apoderamiento sistemático de lo Antojuelocaprichudo: ¡el azar! Saludó a su secretaria, lanzó una miradita a su mascotilla urticante (el sediento perpetuo, el que nunca bebe), y con la mano en la perilla de sutilizar miró el triste patio interior salpicado de ropa tendida; «harapos de básico», se dijo, «¡qué felices sois!». Luego apartó a Nativel hacia un rincón y le expresó sus temores, a lo que Nati contestó: —No te preocupes, maestro mío: ¡sálvanos y reestablécele el perilustre a este antro de verdades incuestionables! Chiripa, todo nervio, vientre puro, a dar el todo por el todo se dispuso. Entró en el despachazo de Alí Babá y mantuvo una larga conversación: ambos se respetaban, y sólo dicho compadrazgo aniquilaría la venganza del objeto, la de la Naturalezota despellejada, ultrajada por la estereotipada que aquí y allá la pinchan, analizan, y deshonran, poco a poco criminada, por todos los que la apodan la «putona». Nati se sentó junto a la secretaria de Chiripa. Ambas estupefactas miraban la escena, tras el cristal mudo que separaba los despachos: el jefe contaba los más y menos del desconcierto, y el purpurado muy templado le atendía engulléndose su bocadillo de chorizo, con la afición del que cumple un sacramento. Luego 165


La venganza del objeto | capítulo ix

el caudillo del Instituto, muy congestivo y panzudo le mostraba documentos, lecturas de indicadores, datos, estadísticas, gráficos y resultados experimentales de todos los departamentos. Nati intentaba leer los barruntos en los labios: —¿No será una simple pifia del objeto arrogante? —preguntaba el pescozudo cuellicorto, a boca llena. —No. —¿Macabro jugueteo del Azar? —No. —¿Vicisitud o patinazo de algún mamoncillo inerudito? ¿Inexactitud colectiva…? —¡No! —¿Cochinería, traición o argucia de algún correoso occipucio? ¿Fonsi o Martinich, tal vez...? El panzudo movió la cabeza de lado a lado. —¡Por todos los orgasmos extramatrimoniales de los empiristas buenos! —exclamó la ira purpurante del titán marrullero. —¡Mi bata! —gritó a la secretaria mientras abandonaba el despachazo. —Nati, ¡a mi vera!... vamos a darle apabullo al caos —pronosticaba Chiripa muy chulesco, y salieron el maestro y su becaria hacia los ascensores. —Empezaremos por abajo. Energumenizado, con pizcos de chorizo pseudomasticados en las comisuras de sus reputados labios, embutido en la bata que la Naturaleza tanto teme, el chamboncillo con su becaria adosada descendieron al subsuelo, al infierno de los mamíferos. «Séptimo piso: Sala de Simposios y Financiación... Sexto piso: Laboratorios y Habitáculo del Padre Solís...». Ambos silenciados un brindis le hacían a sus respectivos catecismos. El de la bata un socorrido Credo bisbiseaba, con la mano en el pecho mendigaba a su escapulario (el bendecido por los empiristas), que le auspiciara: «creo en Newton, Padre de todas las cosas medibles, desplumables, descomponibles, despachurrables, deseslabonables y desmembrables... de todas las cosas que caben en una caja porque, al ser de suyo componerse de materia también lo es ocupar un espacio... 166


La venganza del objeto: diáspora de los adheridos estereotipados

de todas las cosas que se pueden dibujar, contraria condición al objeto que estudia el reflexflema, de esencia etérea... creo en todas las cosas grandes y pequeñas, cuyos efectos, obedientes le son a las causas». Ella, en cambio, menos altanera, naturófaga sólo de apariencia se encomendaba a su conciencia: «¡que no le pase nada al viejo!», se repetía palpitada por dentro y muy achacadiza. «Quinto piso: Sección de Química». Entró un subalterno y saludó. Los tres cabizbajos, en silencio atendían a su agobio. «Cuarto piso: Sala del Espectrómetro de resonancia molecular... pi, pi, pi... tomar debidas precauciones... cafetería, lavabos y servicios». Se apeó el subalterno. «¿Quién es ese?», preguntó la muchacha. «Es uno de mis menospreciados», contestó el purpurado, sincero y llano. «Tercero: Ginecología Menstruosa». Chiripa de memoria estipulaba sus fuerzas antes del desafío, comulgaba con la imaginación y se encomendaba a la Efectividad, a su devocionario, a su currículum... tanta capacidad no podía ser desperdiciada. Avalado por el éxito, el hombrecillo de los cien diplomas, remiraba su pasar pulido: Licenciado en Física, Doctorados en British Columbia, en Oxford, Máster en Francfort, en Vancouver, en Los Ángeles... profesor agregado, ayudante investigador, becado en casa y en el extranjero, investigador adjunto, titular y muy pronto catedrático, comandador del Instituto de la Materia de por vida... «Segundo piso: Departamento de Zoofitología»... un ápice de humanidad, una chispa, un apósito de mundano arrepentimiento parecía asomar de pronto del corazón matemático-algebraico del chamboncillo: —¡Escucha, Nati! —disertaba el maestro con inusitada melancolía de adulto monaguillo—: los humanos tuvimos un pasado zarrapastroso. A golpetazos perdimos la tutela de los dioses, de los reyes, y luego de los reflexflemáticos, y un día empezamos a teorizar por nuestra cuenta, ya desenganchados de aquella tutela tan paranoica. Una nueva metafísica amenaza nuestra preponderancia: ¡no somos magos cuánticos!, ¡malditos sean los nuevos hechiceros!... yo me mantengo afín a mi adoratriz, la Física escudriñadora del objeto bruto y espantado. Estamos contra la Teleportación Cuántica, contra los que transportan posturitas de 167


La venganza del objeto | capítulo ix

partículas... ¡esto se acaba!, invadidos por un nuevo reflexflema... han olvidado lo despachurrable... obsesivos en el estado de la cosa, degradan el objeto, cual flor pisada... —¡Maestro, no entiendo nada! —prorrumpió la muchacha. Su protesta sorteaba palabras metálicas, las de la señorita cautiva tras los botones del elevador marrullero: «Primer piso: Departamento de Biología Molecular». —No importa —soliloquiaba el embatado por fuera, en erudición interna embutido... palabras de soledad extrema—: hemos huido de la metáfora, recurso de la Ambigüedad, amiga de la polimorfia reflexflemática, adicta a la palabrería y la semántica polivalencia... ¡la metáfora!, hermanastra de la analogía, vapuleadora antaño, suegra de nuestra Gaya Ciencia, madrastra de nuestro imprescindible Símil, de mi amado Quigualaqú... —¡Por los empiristas santos quemados en la hoguera!, que no pillo una, maestro mío. —Si salimos de esta seremos catedráticos —apostilló casi por último Chiripa. —¿Una servidora también? —¿Tú has conocido catedrático grande o chico, que sea misógino o lesbiano?... detrás de cada catedrático siempre hay una gran mujer. «Planta Baja», decía la voz... «Subsuelo: Investigación animal». Una pintada hecha por mano de graciosillo, rezaba «Paraninfo de los torturados». —Hemos llegado, querida —terminó Chiripa, y mirándose en los ojos de chinita, soliloquió su última extravagancia—: somos Demiurgos de ojos saltones, con los cuales miran, de manos laboriosas que al objeto arrodillan... ojos que asesoran manos, manos que hacen firmas, firmas que esparcen verdades, para la Somática Dicha de los comunes. No se me eche encima la audiencia, ¡que son palabras marrulleras!; conque valore el lector por su cuenta dicho racimo de pecados mortales. El maestro y la becaria cruzaron la puerta de cristal, una vez identificada la Feligresía de sus cuerpos. 168


La venganza del objeto: diáspora de los adheridos estereotipados

48 «¡Qué valentía la del Librepensador!, que se enfrenta al Caos y al Vivir sin ídolos, sin la Marrullería de los reputados, sin la mullida sensación del que guarda en su bolsillo cualquier sistema». Eso pensaba la muchacha, con la cara de Manuel (el fornido espantavillanos) apegada en su mente, cual satélite. Desilusionada, sucia en su propio hollín, unas palmaditas se dio en su carita, despertó sus fisgoneantes ojos y se dispuso a escribir: Libreta número cuatro: notas en el Paraninfo de los torturados. Chiripa, aterrado por el Caos, sumerge su cabeza en los pies, es decir, mete la teoría en el experimento. Entramos en las mazmorras. No me despego de mi observado. Toda la estereotipada, becarios de clase uno, dos, tres y cuatro, más auxiliares y demás menospreciados se percatan de la presencia de su censor, se ponen firmes y muy conglutinativos, en torno al Cundir. La chacha motorizada deambula de aquí para allá. Recoge las basuras y limpia lo que puede: todo está manga por hombro. Hay mucho desconcierto. Dos becarios de ínfimo escalafón trabajan en un rincón. A ellos se encara Chiripa: —¡Pero qué estáis haciendo! ¿No he repetido mil veces que no metáis los péptidos vía intravenosa? —No lo hemos hecho, pero tampoco hubiera pasado nada: endovenoso el péptido es inocuo. —¡Y una mierda! —exclama Chiripa muy gesticuloso, tras darle un puntapié a un armario—: ¿qué pasó luego? —Pasa que todo sale al revés. —¡Explícate, enano! —Que palmaron doscientas ratas en una noche —responden los becarios, temblorosos y al unísono. —¿Hicisteis autopsia? —¡Muerte natural! Les estalló el corazón —responde el más listo—: estas ratas son muy asustadizas, creo yo. 169


La venganza del objeto | capítulo ix

—¿Vas a decirme que os habéis cargado doscientas ratas dando sustos? —¡Yo qué sé! El caso es que ya desesperados inyectamos a la ratita Pérez. —¿Qué dices? —¡Sí, hombre, sí! La Refutante. —¡He dicho mil veces que la ratita Pérez es la última opción! —maldice Chiripa, ya todo él fuera de sí—. ¿Y palmó también? —Está en el mortuorio. Usted siempre gritando —se le encara el otro becario, algo más digno—: no nos llegan roedores ni para empezar, ¡y además!, teníamos que estar trabajando con perros y monos, y hace un año que no me dan un mamífero de verdad. —¡Tú acabas en la enseñanza! —ataja el diálogo Chiripa, muy en serio. Cambiamos de zona. Le pregunto a mi observado quién es la ratita Pérez. Él me explica que la llaman «la Refutante» porque no hay demostración que se le resista. Otros se refieren a ella como «la Charito», de tantísimo como la solicitan todos; para sus estudios naturófagos, se entiende. Nos acercamos a una especie de reservado, repleto de artilugios de cristal y aparatos de analítica. Una auxiliar trabaja allí sola. Mientras caminamos hacia ella, me explica que una vez, la Pérez, dada por muerta en un estudio de toxicidad, estuvo dos días en un cubo de basura y resucitó, y eso que ya le habían hecho la autopsia. La cosieron y hasta hoy. Le pido permiso y salgo al servicio para vomitar. Cuando vuelvo, Chiripa, ya interpela a dicha auxiliar: —¿Cuánto daba? —demanda el purpurado. —Ciento cinco elevado a veintiséis. —¡Por el clítoris de Madame Curie, y el de todas las mujeres marrulleras! —exclama. Luego pide tregua, se calma y sigue—: ¿para dónde va el artículo? —Para los de Burgos. —Pues lo mandas. —Don Valiente, ¡es una burrada! —contesta la auxiliar muy espantada. 170


La venganza del objeto: diáspora de los adheridos estereotipados

—¡Lo mandas! —le ordena Chiripa—. ¿Qué saben esos? Además, tengo allí una pandilla de fieles anexados. Oigo un ruido y me giro: una roedora corre por el suelo a rastras con su hipotálamo. Es la Pérez. Oigo gritos. Se rinde y la prenden. De tan alegrado mi observado jura en arameo, y exclama algo así: «¡Por los sagrados testículos de Faraday, padre del electromagnetismo!: nadie puede con la Pérez». Me cuenta que, arriba, junto a la sala del espectrómetro, guardan cien hijos de la Refutante, apodados «los intocables», para un caso extremo. «Esos aguantan lo que les eches, de conservar la soberbia axiomática de la madre», me argumenta Chiripa. Cuatro de sus menospreciados, todos en bata, le hacen un corro: —¡Esto no puede continuar así! —le comenta el de más rango—: he dejado aquí un retén toda la noche. Hemos repetido todo diez veces, y tengo a los muchachos agotados. —¡Ya dormirán! —le contesta Chiripa. —Además no nos quedan bichos —comenta un estereotipado con muletas—. Esta mañana, Inés Mari, la de administración, trajo una rata silvestre, cazada a mano en una acequia. —Eso es lo que tenéis todos que hacer. ¡Hurra por la Inés Mari! —felicita Chiripa a la furtiva. —Sí, pero —sigue comentando el cojo— ya ha mordido a tres, y además las ratas de los arrabales te revientan todos los índices, ¡no valen! —¿Cómo va a morderte una simple ratita de nada? —indaga Chiripa. —¡Y una mierda! —le increpa una becaria, mientras nos muestra el dedo al que le falta un cacho: ¡ratita de nada!... y no cabía en la caja de zapatos en la que Inés Mari la trajo... y eso que era del cuarenta y seis. Yo me escandalizo de tamaña chapucería. Pienso qué ocurrirá en provincias, si aquí está la flor y nata de la Marrullería, abonados todos a la Academia Nacional de la Ciencia. Chiripa se rasca el cogote, se absorta para estar a solas con su vientre. Nota un helor en la nuca. «Debe ser la traición», se comenta a sí mismo. Piensa en Martinich, pero «le faltan arrestos», se dice, 171


La venganza del objeto | capítulo ix

«¡por lo que no!». Más bien pudiera ser Fonsi Peñalosa, «ese es más zorrón». Se deshace dicha comitiva. Nos dirigimos hacia otro apartamiento. Chiripa soliloquia e imagina: sus credenciales se vacían por momentos, como si las páginas de un currículum pudieran despintarse. Ya no le adulará nadie. El estado de las cuentas de su civilizador ánimo es anegado por el Caos persistente. Llamo a esto el «sufrimiento del prevaleciente». Entramos en un departamentillo separado del resto con mamparas de cristal. —¿Qué inyectas a esa rata? —interpela Chiripa a un becario que observa al roedor; becario, a su vez por mí observado. —¡Ni idea! Sólo sé que se llama TGT —contesta un tanto chulo—: sustituyo a Candela. Le dio un dolor de mujer y fue al lavabo. Me dejó este protocolo para que lo siguiera, y meticuloso lo hago. —¡Por los famosos tubos de Torricelli! ¿No ves que esa rata está más rígida que una peineta? —¿Una peineta? —protesta el menospreciado. —Sí, la peineta de concha con la que mi abuela recogía su moño de clavera. —Eso indica que todo va bien. Es lo que se quería demostrar. Tomo nota: «el bicho de control pasa del ser al no ser sin estertores previos ni convulsiones...». —Pero, ¡si ya era cadáver cuando la inyectaste! —Mire, jefe: hoy no estamos para fantasías. Si la sustancia TGT debe matar sin estertores, hágase a lo seguro. Candela me ha dicho que lleva toda la mañana ejecutando con dicha sustancia, y no hay dos veces que en muriendo, las ratas se comporten. Al estar la puerta abierta, en susurros escucho una conversación de dos estereotipados grupo cuatro. No les veo las caras: —Este mes no he publicado. ¿Me dejarías firmar en tu trabajo sobre enlaces covalentes en aminoácidos...?, somos colegas. Por supuesto firmaría en segundo lugar. —No faltaría más. Pero me gustaría que hablaras con Martinich sobre la prórroga de mi beca. —¡Hecho! Tenemos que ayudarnos. ¿Pero ese asunto no era cosa de Valiente González? 172


La venganza del objeto: diáspora de los adheridos estereotipados

—Si la cosa no cambia «el Perilla» tendrá que dedicarse a la retórica. ¡Qué pasa!... ¿No hueles a pollo quemado? ¿No habrás dejado enchufado el irradiador…? Una rata olvidada en algo parecido a un horno se achicharra a pocos pasos de nosotros. Me dan arcadas. Esta vez no voy al excusado: no me queda nada. Oigo discutir a Luisi, la chacha. Le habla malamente a un becario por no recoger despojos y vísceras. El becario se defiende por el exceso de trabajo en la nocturnidad marrullera. Sigo a mi observado. Se encara ahora con el de las muletas, el que contara la proeza de Inés Mari: —El papel del Nitrógeno II del anillo de imidazol de la histidina en el TRF y el LRF parece ser distinto —le informa el cojo. Yo no entiendo nada. —Busca el papel del Nitrógeno I y II en... —Ya lo he hecho. —¿Y? —le sonsaca mi purpurado. —Es distinto. —¡Santo Cielo! —exclama Chiripa—: ¡por el sagrado Argumento Ontológico de San Anselmo! Estamos perdidos. Se escucha un estruendo. Al parecer es un movimiento sísmico de escasa intensidad. Hay silencio marrullero en todo el Paraninfo. No tengo dudas: es la Naturaleza que grita, agotadas sus tragaderas. Chiripa da órdenes para que se paralice la cadena de producir realidades, o sea, parálisis de artículos. Le sigo por un pasillo que da a los ascensores. Nada decimos. Algo le cuelga. No es un rabo. Es su currículum que se le sale. Lo arrastra con orgullo, con esa altivez de su categoría inductiva, perilla al viento.

49 El Hecho se hizo añicos. Había cachitos fácticos esparcidos por todas partes: en la garita de los bedeles, en los lavabos, en la cafetería... mucosidades, bilis y orina de Naturalezota desparramada por la obsesión marrullera. El mocho de Luisi no daba 173


La venganza del objeto | capítulo ix

abasto: recogía los trocitos empíricos y los escurría en su cubo, cual enterramiento precipitado en acuática e incómoda fosa común. Además, la chacha repletaba bolsas de basura con restos mezclados de Naturofagia y Cundimiento: una arteria enroscada a una loncha de jamón serrano, un sarcoma de roedor en un vaso de café descafeinado, y una médula hecha jirones, apegada al desecho de una becaria con período... las autopsias se hacían a dedo, en un alarde de intuición marrullera. Incluso hubo estereotipados que se llevaron trabajo a casa: una tal Adela, en su nido matrimonial, junto a los ronquidos de su marido, machacó hipotálamos en un mortero de acero inoxidable. «Déjalo ya, querida», le había dicho el marido antes de ensoñarse, «que eso que haces apesta». Chiripa, por su parte, jaladas ya sus purpuradas mechas, en su despacho no hacía carrera de su sufridera: revisaba las raciones del Cundimiento, de los restos de Fiabilidad utilizable. En su mano había indicadores y gráficos, bocaditos empíricos y tejidos disecados: mirarlos y remirarlos era su oficio, meterlos al orden con su ojo marrullero, embutirlos en un margen de error aceptable. Las disonancias entre lo que eran y debieran... ¡moco de pavo! «¡Si fueran unos decimalitos!», cavilaba muy turbado en densísima atasquería..., pero no. «Veamos, Valiente, aspirante a catedrático», se decía, «aquí pone veinticinco coma cinco, y debería ser cuatro. Pues vuelves a leerlo hasta que dé cuatro... ¡por los cien mil hijos de San Luis!, que yo escribo un artículo para demostrar que veinticinco coma cinco es igual a cuatro». Habló con Boston para rectificarse, mientras aguantaba un pertrecho de mamífero en su mano, envió treinta artículos por fax y recibió cincuenta, los ordenadores se bloqueaban, analizó diapositivas y cientos de transparencias, mantuvo conversaciones formales con Fonsi Peñalosa, Martinich Zote y hasta con el hechicero, el padre Solís; mantuvo conversaciones informales con auxiliares, becarios y jefes de máquinas; llamó varias veces a Endocrinología para interesarse sobre el comportamiento de las proteínas chiquitas, los péptidos; leyó tres artículos de actualidad reputada; se encomendó a sus antepasados, la flor y nata de la Feligresía; revisó de memoria sus creencias, aún las más básicas: por ejemplo que «todo efecto 174


La venganza del objeto: diáspora de los adheridos estereotipados

tiene su causa», y no le cuadraba. En dicha estipulación de fuerzas tuvo un rincón hasta para la chacha, que al recoger raciones de Cundimiento de las papeleras, se hacía imprescindible, aunque sólo fuera como nimio instrumento del ánimo civilizador. Mandó utilizar las máquinas de examinar homologías, las que analizaban las sustancias de control, es decir las incuestionables, el «dos y dos son cuatro». Dichas máquinas hemotipaban, colicuecían y fluidificaban... en resumen, comparaban dos sustancias para establecer certeza de su homogeneidad o discrepancia... eran máquinas para revalidar el experimento. Pero el caos ya era persistente y dos sustancias presuntamente iguales en nada se parecían, incluso en un caso, de dos muestras extraídas de la misma probeta, una de ellas dio «puchero de costillas de cerdo criado en Cartagena, con arroz caldoso». En dicho revisamiento de aparatos, hasta los metros medían metro y un amplio cuarto. Los refrigeradores tostaban y los hornos congelaban hasta el tuétano. Maldiciones y socorros, amén de otros empirilogos viajaban por los conductos del aire: eran reverberaciones del Argumento de San Anselmo, del que hasta los ateos, reclaman a Dios bienaventuradas compasiones. Los microscopios electrónicos, las antiguallas ópticas de tan simples muy fiables, los microscopios de interferencia, los de reflexión de luz ultravioleta y los de rayos infrarrojos, ardían. En las diferentes salas y laboratorios, reputados y aspirantes repetían experimentos triviales cotejados con los cuadernos de protocolo, y cada resultado provisional ahogaba posteriores expectativas: los ratones que debían morir engordaban, y viceversa. —Ya sé, Inés Mari —le recitaba un becario a la furtiva, en repaso de lo más simple, a la caza de algo fijo sobre la reproducción y la síntesis de las proteínas—: dentro de la célula tenemos ácido nucleico, los cromosomas del núcleo, los microsomas, o ribosomas del citoplasma... eso es... ¿lo ves?... y la mitocondria se ocupa de la actividad metabólico-enzimática. —¡Y una mierda! —protestaba Inés Mari, con los ojos en el visor del microscopio de absorber rayos ultravioleta—: aquí aparecen unos bichitos con sarpullidos. 175


La venganza del objeto | capítulo ix

—¡Si tuviéramos un mono! —comentaba otro becario en otra sala, que litigaba con un auxiliar. —¡Qué más da!, si no funciona ningún índice —le contestaba el de mayor rango—: por cierto, ¿qué varianza hay entre roedor y mono? —Pues que unos apestan más que otros. —Me refiero a varianza de índices, ¡bruto! Y otros marrulleros dialogaban así: —¿Es fiable ese dato? —Hoy nada es fiable. —¿De cuántas cifras consta el resultado del contador Beta? —Dos cifras. —Eso es despreciable, ¡cero patatero! ¡Dale a la manivela hasta que te salgan tres cifras! —¿Pero? El espectrómetro escupía espectros, sin dos valores idénticos. El cromatógrafo se había vuelto loco. Los laboratorios de otras provincias y los extranjeros destapaban sus orejas: querían oír los chirridos del fracaso, saborearlo, y así recoger raciones del esparcido Cundimiento: abrían sus fauces para que sus hambrientos currículos tragaran el desnuque de Chiripa y sus chiripitifláuticos. Se apandillaban muy pegadizos a su propia conveniencia, en obediencia al inmenso proverbio «el que no corre, vuela», muy adheridos a sus espíritus volátiles, consecuentes con su propio sometimiento. —¡Dadme un hecho incuestionable! —solicitaba a gritos Chiripa a unos jefecillos de tres al cuarto—, ¡dadme uno sólo y salvaremos el honor! Pero el Caos, como es su nombre, no tiene medias tintas: es total y desencadenado, cual orgasmo inverso e imparable, cual dolor. El Caos y su indumentaria, el drama, lo oscurecían todo. —¡Pobres animalitos! —se lamentaba un bedel—, y todo para nada. —¡Qué razón tiene! —le contestaba el Padre Solís que escapaba al restaurante en busca de atiborro—: toneladas de hipotálamos desperdiciados, criaturitas de Dios. Cientos de ovejas han 176


La venganza del objeto: diáspora de los adheridos estereotipados

prestado su cuerpo como un despojo, para que nos sirviéramos tan sólo de cuatro células madre. ¡Menos mal que la Naturaleza está acostumbrada a dicho acto sacrificial!, y no cesa de parir ratas, ovejas y algún que otro simio. En dicha apestosidad nada había unívoco: la Ambigüedad y la Ambivalencia comían terreno. Nada se sabía de la Rigidez y la Exactitud; se vengaba el objeto torturado: la conexina veintiséis, aquel gen que desvelaba la sordera de los nonatos, y por la que se anticiparon los dineros, había desaparecido; y la partícula veintitrés, (la que recordará el lector que Chiripa recuperó del limbo de la nada, entre aplausos de la estereotipada), también huidiza, cuando se presentaba cambiaba de color, de indumentaria, de gestos, y no obedecía a axiomática alguna. La fechoría del objeto, aquello a lo que nuestro observado solamente teme, ya era un hecho que descendía el barómetro de su credibilidad, ¡bajo cero! Lo que era detrimento para uno, esperanza insuflaba a los apostados en otras preponderancias, en ajenos púlpitos, la de los otros predestinantes: los allegados y menospreciados... sobre todo, Martinich y Fonsi el anisperado. La muchacha de los pechos breves, la ataviada en negro becario, la que todo lo quiere saber, ya no tenía papel, y apuntaba con denuedo en el forro de gasa blanco de su casquivana falda; mientras, pensaba en Don Nadie, el viejo al que ella había arrinconado y desolado, al juzgarlo perdedor: «Nativela, chiquilla mía», pensaba, o «he tenido una voz: el cielo es la sepultura del que es acogido por la muerte en el mayor desposte o pobreza».

50 Había pertrechos de mamífero esparcidos aquí y allá. Raciones del malogrado Cundimiento yacían por los rincones. Toda la Pujanza se venía abajo y se establecía la decepción en los prohombres. Pero nada nos importa que no sea la sufridera de nuestro prevaleciente Chiripa. Este, indócil, no se rendía. En su despacho 177


La venganza del objeto | capítulo ix

pensaba solitario: aquello a lo que tanto temía ya era morrocotuda realidad, mas preso de su natural entereza se resistía. La muchacha anotatodo le observaba al otro lado de los cristales. Ahora, tras la Venganza del Objeto Animado, sus credenciales bajaban enteros a gran velocidad. Su credibilidad se ubicaba en la fría zona del entredicho. Su bolsa se vaciaba. Su futuro se hacía incierto... Melancólico, veía la gravedad del asunto y se encomendaba a sus antepasados marrulleros: repensaba la historia de la Naturofagia y sus logros ejemplares. Una vez consumada la fechoría del objeto, otra cosa había que temer: la diáspora de sus menospreciados estereotipados, que al estar hechos de volátil mansedumbre pudieran desertar hacia otras credibilidades menos dañadas. «¡Natumásrra!», gritó el purpurado y pidió a su secretaria una reunión con todos los pujantes. «Al salón», ordenó muy soberbio a la que compartía con él su afición por las mascotillas de caricias urticantes. Nativel se le acercó, y a punto estuvo de decirle lo de su padre, ¡pero no!, e hizo bien. Se limitó a seguirle como era su idoneidad, mientras la casualidad hizo que Chiripa mentase a su progenitor, en materializada perorata. Así decía el vientre purpurado, mientras la muchacha arrimadiza se ensimismaba: le escuchaba como era su costumbre, pero su espíritu se le escurría más allá de su piel limítrofe, le huía a mundos lejanos, donde se le aparecía el chocho: —¡Odio a mi padre! ¡Maldita sea su estampa! —exclamaba el observado encaminándose al salón de actos—: mi padre es un básico semicraneal. ¡Cómo se reiría de ver mi pifia! Maldigo su sonrisilla y su lunar. Adicto como él solo a conjeturas mágicas, a gases espirituales, a eructos de lo mismo, a reflexflemas sinónimos muy dañinos, a urdir axiomas de orden sobrenatural. ¡Maldito sea su altivo lomo! ¡Que se muera de un dolor! Maestrillo de la melancolía... Entraron la muchacha y su maestro en el Salón. Todos los presentes coloquiaban unos con otros. Reunidos los pujantes y las comadres pujantas, ya auxiliares, ya becarios insignificantes o predestinados jefecillos, ya escudriñadores glandulares o biólogos, ya naturófagos de tomo y lomo o físicos, ¡todos! silenciaron 178


La venganza del objeto: diáspora de los adheridos estereotipados

acatantes. Chiripa subió al escenario junto al Padre Solís que comentaba con Alí Babá el regustillo de las judías con chorizo, recién engullidas. No había rostro de archicofrade que no expresara desazón. Se asemejaba la reunión a un entierro de frases epílogas en rostros vocingleros: rostros de «así es la vida», rostros de «por fin descansó», rostros de «no somos nadie»... cabizbajos todos. —¡Angino, cierre usted las puertas! —ordenó Chiripa al bedel, y con desparpajo señaló con el dedo a la muchacha anotatodo—: póngase junto a mí, la observadora neutral. Para todos los tergiversadores del Refinamiento Lógico, Chiripa era su Aquiles, adheridos a la conveniencia de su prepotencia. Cargadito de razón y de contundentes empirilogos este Cónsul de la Marrullería, así peroró: Al igual que el ferrocarril fundó la Democracia Liberal, el teléfono celular instaura en nuestros días las Demosmilgracias Tecnológicas... Rió toda la rufianería a carcajada facultativa. … los nuevos demócratas tecnológicos llevarán un botón cosido junto a la hebilla del cinturón, a escasos milímetros de la bragueta, y votarán cuatro veces por minuto lo que nosotros les aconsejemos. Es el nuevo devenir de la Epistemología mínima, de la primera creencia de la que nadie debe dudar: que un científico sabe el doble que otro marrullero, y el triple elevado a un «n» abundante más que un básico. ¡Ese es el primer principio tecnocrático!, de lo que luego se deduce moral muy exacta. Chiripa hubo de acallar los aplausos de la apiñadura estereotipada. ¡Gracias, gracias, favorecidos subordinados!... ¿Calculas o pactas? Esa será nuestra interrogación: calcularemos para que el politicucho pacte. Ahí está la frontera de nuestra preponderancia: si la solución a un problema se calcula apostatamos y marrulleamos, 179


La venganza del objeto | capítulo ix

y si se pacta politiqueamos. ¿Y dónde queda el básico al cual nos debemos? Pues en su sitio. La cortedad del básico ejercerá su derecho a elegir cómo adquiere la Dicha Somática que le ofrecemos: podrá comprar nuestros artefactos al contado, a plazos, o a cómodos plazos los fanatizados más pobres e infelices. (¡Hurras y palmas de los venerantes chupópteros!) En nuestra Fecundidad luce una bandera de Organización y Libertad: Libertad para dilucidar qué teoría es verdadera y cuál falsa; Organización para desembrollar los datos apelmazados. Metodizadores de realidades al dente somos y nuestra firma es un referendario. Y en nuestra bandera, en su envés, bordado en oro, ya se encuentran las soflamas de nuestra paganía: la Democracia, la Justicia y la Desigualdad del Depende, que establecemos para los monigotes. Aplaudían todos los vientres traicioneros. El ciudadano monigote no tiene derecho a toda la información, no puede en su idoneidad básica decidir sobre el uso de la tecnología. Primero por ser torpe y desconfiado, y segundo por la aprensión de sus intereses: conformados en repletar de arroz su cuenco... para la familia, la hipoteca y el folclore fueron paridos, con fuertes dolores. Saben que la Marrullería investiga para inventar la verdad, y sus vientres nos lo apoyan. Ellos pagan a ciegas la Fecundidad general, a espera de que en veinte años les repercuta, y sienten dicha bajeza cuando aprietan los botones de sus máquinas domésticas, de las que nada saben, salvo que les recuerda su merma. Cuanto más manejan sus ordenadores personales, más se les niega su funcionamiento, más adictos se hacen en su insignificancia, menos comprenden el desprecio del que pintó los botones: «¡qué bonito es este campo salpicado de molinos de viento!», grita un monigote, y nada sabe de cómo el aire invisible aspira sus aspas; «¡qué bonito es el paisaje con molinos de energía eólica!», y nada sabe de electromagnetismo ni alternadores. Burocratizados los monigotes, subvencionan nuestro Curioseo 180


La venganza del objeto: diáspora de los adheridos estereotipados

del que se destilan las realidades, cuando a la empresa privada no le es rentable. ¡Compañeros de Feligresía!, nuestra lucha no es conceptual, obsesión por la que las letras reflexflemáticas languidecen. Ya hace tiempo que colonizamos todas las maneras de pensar, decir y hacer: ni la suela de un zapato se recorta sin marrullero supervisamiento. Hasta el creyente nos cede sus reliquias para que las tasemos. Nuestra lucha, compañeros, es alimentaria y plenipotenciaria, lo que nos arrima en la cúspide. Y a dicho Dogma nos debemos por serle favorecidos, como lombrices que se apegan al intestino de su mamífero, cuyo calorcillo les es beneficentísimo... Se mantenía informe y ordenada toda la estereotipada, repartida por el salón cual puñado de arroz lanzado a una paella. Pero poco a poco, despeñada la credibilidad del purpurado, cada vez menos efusivos y crédulos, se apiñaban en torno a otras Lozanías, a otras respectivas domaduras y preponderancias, en número proporcional a las sombras que estas prometían. Tres grupos de adocenados empezaban a distinguirse por la sala: el de Martinich Zote, el de Fonsi Peñalosa, como si en sus personas se encontrara la puerta de respectivos hormigueros, y el de los fisgoneantes que vaiveneaban, que tangenteaban todavía indecisos y gallinosos, antaño chiriperos. Dicho mudarse era horridez a la independencia: nadie quería ser estornino sin bandada, canica sin gua. Así fue que «clavel con clavel, rosa con rosa. Dime niña tú a quién mojas». Y siguió Chiripa un poco más en su apuro: —Recordad, compañeros del espíritu marrullero: ya no andamos de puntillas como antaño: el aplauso entre nosotros es adhesión disciplinaria, como agujero negro que ahorra en su centro la gravedad de nuestra Gremiolatría. Por el contrario, el aplauso del corriente que adula nuestra oreja, es el sonsonete de su impotencia, el recordatorio de su postración ante nuestra grandeza inimitable. Nosotros establecemos el mejor argumento, ellos envidian la fuerza de dicha inalcanzable Excelencia, la que dicho argumento usufructúa. Somos de axiomático acero correoso... ellos, ¡agua sucia y felpatita! 181


La venganza del objeto | capítulo ix

—¿Cómo? —se escuchó por toda la sala. La masa se adhería a los otros dos perilustrados: cada vez había menos menospreciados chiripitifláuticos... lealtades pedienteras de novedoso agarradero. El último chiripero, un auxiliar muy joven de gafas y espíritu en forma de trepadera lanzó una componenda que atenuara el Caos: —¿No podíamos hacer como que no lo hemos visto?, ¿echarle culpa al azar?... ¿buscar mierdosa cabeza de turco? —¡No podemos! —respondía Chiripa muy a su pesar—: la conexina veintiséis ha desaparecido, y nada sabemos de la partícula veintitrés. Con esta última se refería el purpurado a aquella tan cambiadiza que una vez él retornó al visor de su microscopio, con aplausos del respetable. —¡Se han teletransportado! —dijo una voz anónima con mucha mala leche. Risotadas colectivas dañaron a Chiripa, en abandono ya de todo forcejeo. —¿No podemos retractarnos? —insistió el auxiliar quemando el último ápice de lealtad marrullera—: podríamos pedir disculpas... en Ciencia el tiempo se mide en lo que tarda el enemigo en leer un artículo y contestar, al contrario que en la bolsa, que «largo plazo», significa las próximas dos horas. Aún tenemos tiempo, ¿no? —¡Están chiflados los corredores de dineros! —gritó el público, mientras el último estereotipado adherido a Chiripa caminaba sus diez pasos hacia Fonsi. Nuestro observado miró al jefe de la banda en espera de consigna que luminara su desánimo, pero no la hubo. Alí Babá movía su cabeza de lado a lado, con las palmas de sus manos cruzadas en respectivos sobacos, gesto portátil del que imita la tristeza, del que se coloca junto al párroco en un velorio, con adúlteros labios que fingen conocer el rosario. Los fisgoneantes hacían caso omiso al purpurado, y daban las primeras palmaditas a su nuevo reputado: eran los traidores viudas alegres del recién muerto, con su cuerpo presente todavía caliente. Fonsi y Martinich congratulados ambos, fingían compasión con el derrocado, esa era 182


La venganza del objeto: diáspora de los adheridos estereotipados

la grandeza de su gloria; no así la estereotipada, que en su cobardía populacha, a escupidos de desprecio liberaba el odio, odio con meticulosidad ahorrado durante años. Sólo Nati, la observadora neutral y el padre Solís permanecían a su lado. Chiripa urdidor de axiomas, fabricó uno, básico pero peliagudo, última intentona en pro de la adherencia, y lo gritó así: —¡Naturófagos ilustres, consagrados o becarios! Sabed que el «efecto verdad» se consigue con la correcta utilización de verbos. Nuestra retórica es la ausencia de retórica, lo cual apabulla al corazón básico, adicto como es a la polimorfia de la palabrería y al ambiguo significado. Dicha patada al aire no obtuvo respuesta de sus menospreciados. El padre Solís, que no precisaba de adherencia humana, al serle esta deletreada desde lo alto, gozoso de su porosidad en asuntos terrícolas, quiso decir algo al purpurado, a modo de tapajuntas: —Mire, Valiente: Dios pone a prueba nuestra arrogancia, para que fijemos la mirada en lo importante. —¡Nada importa! —contestaba Chiripa por lo bajo. —¿Y el sufrimiento, la pobreza y la tortura? —¡Contingencias del destino! —¿La muerte? —mencionó humanizador el portavoz celeste. —Contingencias del destino, ¡ya se lo he dicho! —¿La lapidación? —Lo mismo digo: ¡guárdate dicho capital semántico, padrecito! Escalofriado Chiripa hasta el vientre, allí quedó solo, pues incluso Nati le negó, abrazada a sus notas, como si fueran el primer oro que lleva el buscador entre las manos. Sólo Luisi, la fregatriz del carrito motorizado a tracción animal, recogía los indicios de los que se habían retractado, vasos de plástico y demás restos de la rebelión. Él ahora la veía hermosa, lo que demostraba en la Tierra la teoría de la relatividad que está en los cielos. —Yo siempre le querré, porque mi amor es fogata sin titubeos —le aclaró Luisi, la gerundiada de dicho amor desatinado. Chiripa acarició su perilla de sutilizar ventajas, y disfrutó la humildad de su nuevo acomodo, tras lanzarle al aire una 183


La venganza del objeto | capítulo ix

epilogación o pataleta, que arrastraba, cual cola de cometa, un respectivo empirilogo: —¡Sépase que más por menos es menos, y menos por menos es más!... ¡Por todos los pezones secados a chupadera marrullera! —exclamó muy tontorrón.

51 Tras dicha venganza del objeto, Nati, más Nativela que nunca entró en la habitación del hospital. Don Nadie yacía despierto con el pecho descubierto, con oxígeno en sus narices y lo que era un triste plato en su regazo, según su entendedera. Manuel el hombre sobrenatural cogía su mano, aupados ambos en la altiplanicie de los buenos sentimientos. —Le he traído una sardina arenque —dijo Nati con los ojos achinados muy rojos, de bañarlos en una inmensa lloradera. Se lanzó la muchacha a la cama y abrazó al viejo muy sincera, una vez cancelada su astucia. La muchacha por fin parecía una mujer, aunque ataviada en su disfraz negro. El abrazo del chocho fue dejarse abrazar; mientras, de entre los pelos de la chinita, veía a Manuel esclafando la sardina en las bisagras de la puerta: sólo al desescamarla, ya le venía a la imaginación los sabores del pescadito en salazón, lo cual a sus sentidos reavivaba.

184


CAPÍTULO X

Delirio y asfixia

—Soy un bulbo casi ochenta años enterrado en zona muerta, sin gota de humedad... aferrado a su único evento: la espera —refunfuñó el anciano. —No diga eso, Valiente —le contesté yo, una vez había llorado todo lo que tenía. —Nati, tienes que leer mi devocionario, para que veas que yo fui un hombre. Dicho lo cual muy lírico siguió el chocho, nada escatimoso en detalles, entrecortados por el hipo, detalles que saltaban por entre los borbotones de oxígeno, ese que artificialmente le entraba por las narices: —Soy un bulbo... ¡cómo me hubiese gustado vivir!... —divagaba Valiente, palabras de delirio, sin fantasía, cual agua informe, agua desordenada que no es lago, ni mar, ni siquiera lluvia... no, ni un ápice de fantasía, ni Cundimiento; sólo verdad anegada de tanto repasarla, embarrado camino de perseverancia y uso, verdad nada rimbombante, más asemejada al calcetín del humano que al sombrero de los dioses: ¡Cómo me hubiese gustado vivir!... mi padre trabajaba en la planta veintiséis, a quinientos metros bajo tierra, picándole a la piedra para desdorarla, para robarle el oro negro, la apodada antracita que tan bien arde en los fogones. Como viviendo de incógnito se alojaba en macizo pedernal, la piedra más dura que pico humano conoce. Una mañana, tal como hoy, un día de febrero, habían incrustado treinta barrenos, y cuando le dieron la novedad a mi padre, nadie se percató de que faltaba uno por estallar: su compañero, presto a extraer carbón dio con la punta de su barrena en el 185


La venganza del objeto | capítulo x

pistón, y quedó hecho cisco. Mi padre tuvo suerte al servirse de la amistad como escudo. Las partes deshechas de su amigo le protegieron... carne de parapeto. Sólo quedó ciego, amén de ponérsele la cara como la tapadera de un joyero, pero engarzada en piedras comunes. «¡Mira, Valiente, toca aquí, verás qué china», me decía cuando le ponía el vino. Con once años ingresé en la misma mina, para dar de comer a mi madre y a mi hermano el chico. Mi padre escribió al director para que me echaran de tanto miedo como le daba. ¡Mucho sufrió ese hombre! Me pusieron seis meses arriba, en la bocamina, y luego bajé quinientos metros para abajo, cual hombre topo: trabajo de hombre en mi piel nueva. «El niño Valiente», me llamaban los curtidos, y me daban capirotazos en las orejas, de lo mucho que me apreciaban. Allí trabajé ocho años, en la planta veintiséis, como mi padre, con el que compartía destino. Luego estalló la guerra, y en pocos días murió de tristeza: «¡vale más no ver!» se lamentaba todos los días; ¡no le gustaba el mundo! Mi madre se fue con su familia de Linares, porque todo el mundo decía que cuando entraran los moros nos matarían... sí hombre, ¡los moros!, no pongáis esa cara, la avanzadilla de Franco; estos tenían por norma pasar a toda la gente, a veces a cuchillo, a veces a bayoneta. El caso es que se fue mi madre y nunca más supe de ella. Mi hermano, que era muy radical se hizo anarquista, y yo pensé que todas la balas irían a por él, así que me enrolé para que uno de esos proyectiles me matara... ¡ya no me importaba nada!... Cuando estaba en el frente mandaba todo el dinero al pueblo. No sé quién lo gastaría, porque como he dicho, nada se supo de mi madre, pero yo tenía siempre una esperanza. ¡Maldita sea la esperanza! Pero cuando estábamos en la retaguardia lo gastaba todo con los compañeros, que eran más pobres que yo, y lo único que les engordaba era su calamidad. Cinco meses pasamos en Madrid, que ya no sabíamos dónde poner la espalda de tantas bombas como nos tiraban. Y luego en La Muela de Teruel... allí tuvimos muchas bajas. Fue un desastre y lo abandonamos. Yo no hacía caso a las órdenes, pues sólo tenía en mente unitaria consigna: «pegarme a mi hermano para quitarle de morir». Lo demás no me importaba. Yo era la sombra de mi 186


Delirio y asfixia

hermano, y era la mía mi consuegro, (nos decíamos así porque nos hacía mucha gracia), amigo del alma ya en la mina, de esos que nacen siendo viejos, casta de ángel en cara luciferina, ¡qué sé yo la de veces que se interpuso entre la muerte y yo! José Alderete Conejo, se llamaba mi consuegro. Ese que sonríe siempre en la foto que tengo en casa... ¿le veis la cara? Como era sargento hacía sargentadas, y no sé yo de qué nos reíamos tanto... sería de tener a «la del vámonos» siempre tan cerca... claro, no la conocéis, ¡la muerte! Yo era furrier y luego comisario. No sé quién nos ponía el rango, porque no teníamos ni unas míseras botas. Eso sí, yo tenía una pistola alemana que le quité a un fascista, a la luz de la Luna, en una trinchera cualquiera y en el más íntimo de los momentos: la muerte. «¡Quítasela, Valiente!» me gritó mi consuegro, «que están los dos muertos». «¿Qué dos?», le pregunté, «el fascista y su mejor amigo», me dijo. Una tarde, entre ruido de zambombazos, el Campesino que se llamaba Valentín González (casi como yo), me dio un cachete en el cogote, y me dijo: «que os divirtáis con las muchachas antifascistas». Había una especie de fiesta, la fiesta de los difuntos, diría yo. Estábamos como para divertirnos. El Campesino era orondo, más bien rechoncho y con barba, y de él se decía que era muy villano, que fusilaba a los nuestros cuando desfallecían... yo nunca lo vi. Y que mató a algún oficial por abandonar su posición; y que ponía la metralleta detrás de la avanzadilla para que el miedo no nos diera la vuelta, con lo cual te quedabas entre dos fuegos atrapado, y valía más tirar para adelante... no digo que no lo hiciera, pero tampoco lo vi. Como digo, esa noche mientras la cochambrosa tropa se divertía, yo velaba el sueño de mi hermano, y mi consuegro me lo velaba a mí, como los tres inseparables vértices de un corrientucho triángulo. Yo siempre le decía a mi hermano que se dejara de panfletos, que el hombre verdadero tiene en su sen lo de pensar por su cuenta, pero no me hacía caso. Yo le quería por ser mi hermano, y por ser cándido de alma, según mi creer. A mi consuegro aún le era más neutral la contienda, si ello cabe, y repetía: «si salimos de esta, Valiente, prometo jugar contigo a las cartas, y gane o pierda, pagar yo siempre la ronda y la tapa». Él siempre fue viejo, y nadie entendía qué 187


La venganza del objeto | capítulo x

hacía allí, pues ni los de la quinta del saco (los más ancianos, que llegaban a las trincheras con una bolsa llena de chorizos y enseres), le hubieran reclutado. Pues a la mañana siguiente empezó el desastre y nos machacaron. Tuvimos muchas bajas. Así es como aprendimos que andar y huir es distinto. Afortunadamente nuestras tres sombras quedaron intactas, pero la suerte no se prodiga con nadie y prefiere repartirse. Un mes más tarde defendíamos una colina en el norte de España. El sitio debía de ser muy bonito, sobremanera para los que veníamos del secano, pero no mirábamos mucho, pues había que ser muy valiente para asomar la cabeza. Nunca fuimos asediantes, sino reos de nuestra trinchera, que de tan húmeda debíamos dormir de pie para no ahogarnos. Los más débiles morían solos y por la mañana los arrinconábamos. Yo he visto a algunos que jugaban a las cartas encima de ellos. No podíamos fumar, si era de noche, porque los francotiradores apuntaban al pucho del pitillo: te reventaban la cara. Una mañana nos emboscaron. Nuestros compañeros murieron todos. No hubo prisioneros. Nosotros tres tuvimos una suerte relativa. Pues como éramos de intendencia nos cogió la masacre cuando veníamos con las potas de garbanzos. Allí, en el cascante de un río, entre unas rocas muy graciosas nos agazapamos. Cuando no hubo más remedio nos pusimos a pegar tiros. Yo disparaba sin apuntar, pues no estaba en mí lo de matar a nadie, aunque tenía mis dudas. Mi hermano, como era de espíritu colectivizado, gritaba consignas políticas, y yo le aconsejaba que no había lugar, que se trataba de un problema más básico, entre la vida y la muerte. Mi consuegro, aunque disparaba, metía la zarpa en el puchero y se llenaba la boca, y decía, «Valiente, nada hay peor que morir sin haber comido». Tenía una andorga futuraria, quiero decir que comía «por si acaso». A mi hermano le alcanzó de lleno un morterazo y me lo descuartizó. Yo no sabía qué trozo coger entre mis manos para despedirme. Mi consuegro se puso delante de mí y dijo que saliéramos de ese infierno para invadirles. Era muy valiente. Yo le increpé para que olvidara eso. Entre lágrimas disparaba yo con mi máuser, y de cómo ardía, le daba al cerrojo con una piedra. Entre las bombas y el humo, no se veía nada, hasta que un proyectil reventó el estómago de mi consuegro, 188


Delirio y asfixia

y entre mis brazos, ocupándose de morir, dio los últimos estertores, muy dolorosos, por cierto. Tuvo mala muerte. Es como si su perenne sonrisa fuese, como los garbanzos que tragaba entre silbido de bala y morterazo, como si fuese, anticipo o dicha de su porvenir desdichado, el premonitorio consuelo de su muerte. Siempre me decía lo mismo: «compadre, no te preocupes que bala silbante nunca vuelve. Matan las mudas». ¡Qué bien sonaba la sinfonía de estas fugitivas! Como mi mosquetón se atascó, desesperado de no verle a aquello la salida, entendida la muerte como un mal menor, salté afuera para terminar con eso. Una bala, que según dicen todos, iba a mi corazón, me destrozó el hombro... Manuel cogía su mano y le pedía que se calmase. Su corazón rememoraba por su cuenta, como si aún nadara en un charco de adrenalina, bajo los rumores inconsolables de su personal guerra: la asediante peripecia de su amor atriangulado. Yo destapé el hombro de Valiente, obsesiva en encontrar la cicatriz mencionada, el escondrijo de la bala, temerosa de encontrármelo en carne viva, del realismo y ferocidad con que el viejo contara su relato. La cicatriz no decía verdad: mostraba un sufrimiento muy difuminado entre los pliegues del pasar. El chocho aún volvió en sí una vez más. Era como si de entre los enojos del pasado, el presente quisiera hablar agitando su pañuelo, empecinado en aflorar vidriosas lágrimas. Perite conmigo el lector dicho sufrimiento: —Nati, chinita preciosa, ¿cuándo vas a leer mi devocionario? —No sé, ya lo leeremos juntos cuando salga usted de aquí. —¡No, antes! ¡Después de cenar!, ¿vale? —¡Qué puede decir un libro! —le contesté yo muy esquiva, práctica y nada soñadora, y añadí—: además, el libro se muere. Hoy en día es la realidad virtual lo que pita. Si quiere usted que me empape yo de sufrimientos añejos envíeme al pasado. La sangre ajena sólo se aprende en la propia... —Nunca digas eso, Nati —atajó el chocho muy soliviantado—: nada hay más virtual que la imaginación de un buen lector, y tú eres avispadísima, la más lista que yo tenga observado. 189


La venganza del objeto | capítulo x

Luego me pidió que le contara qué había pasado en el crecedero de mentiras naturófagas, y lo hice ¡grosso modo!, para que no se me desvaneciera de lo enclenque que se mostraba. Estábamos en la reunión de los estereotipados, cuando los concelebrantes se apegaron a otras espiritualidades, y en eso prorrumpió el senectudo. —¡Y tú... allí, con tu libreta, como observadora neutral! ¡Qué malísima eres! ¡Qué risa!... «¡La venganza del objeto!», «¡la sufridera del prevaleciente!» —exclamaba meneando su lunar de subibaja y emitiendo su peculiar gruñido, más ácido que nunca, pues debía este esquivar a los tosidos. —Sí, tal cual, y luego me llamó Manuel y aquí estamos. En eso, Manuel, el hombre extraordinario me hizo un guiño para que mirase tras las cortinas del box. Una silueta se me apareció, era la miserable estampa del deforme Chiripa, que discutía con una enfermera porque no le permitía el paso. —Oigo a mi hijo. ¿No os dije que no le avisarais? Manuel le explicó que no otro más que Esférico pudo ser, el engaritado básico traficante de tópicos, que atento a su alcahuetería, ávido de hacer la pelota pensaría en sus propinas. El hombre extraordinario y el subhumano se miraron acechadores, como les era habitual en la acera, y Chiripa intentó hacer valer la consanguinidad genética con el chocho, en lo referido a los derechos como ayuda de cámara en la enfermedad. Valiente padre, no le hizo ni caso, hasta que: —¡Tú a callar! —impuso el chocho el orden lógico de su experiencia. —¿Qué haces tú aquí, escribanilla? —se me refería el naturófago. —¡Tú a callar! ¡Nada te importa! —impuso el chocho para defenderme, desde el pódium lógico de la edad y la experiencia—: es mi mejor amiga. Y como no paraba de discutir su preponderancia al respecto del colapso de su padre y sus cuidados, por fin, fue mandado a señorear a otra parte: —He tenido una voz —oró el viejo, y lanzó perorata muy conocida para el lector, pues son palabras naturófagas y cundientes, 190


Delirio y asfixia

y se las espetó a su primogénito—: que tus genes sean plegadizos a los míos es tema de la zoofitología, mas me la bufa, la verdad, pues yo ejecuto los impulsos de mi motivación. Chiripa se defendía y expuso uno de sus empirilogos que más solía: «¡por todos los coitos extramaritales de los empiristas puteros!». Manuel, el chocho con su pecho honrado aunque agujereado por la tos y esta servidora risotadas unánimes esparcimos, y cuando el purpurado nos increpó para que le toleráramos, a coro le gritamos: —Eso es, ¡te toleramos, mamón! —¿Tú también te les unes, mi dulce asteroide desprendido del planeta de la miel? Jajaludos, agarrado cada uno a su vientre respectivo, por poco nos da algo de tanto reír, hasta que una gorda embatada de blanco nos llamó la atención por respeto a otros enfermos verdaderos. «¡Silencio!», chillé yo, «que entre arcadas al viejo le viene otra voz». —¡Arde, primogénito mío, en la misma pira que apilaste! —teorizó. El numerólogo reputado salió y le vimos bracear por el pasillo, mientras las piernas de una chacha motorizada admiraba: fisgoneante dicho vicio de mirar, a pensamientos inconmensurables aunado. En dicho amontonamiento de sentidas vaciedades, se le repetía el síncope al viejo, esta vez mucho más profundo: le dimos azotes para que respirara, avisamos al doctor, gritamos a la enfermera y salimos al pasillo para no molestar. En pocos minutos, inconsciente y entubado, cercano a la muerte clínica, fue llevado a la unidad de cuidados intensivos. *** Primero: sepa el lector que el viejo no ha de morir en esta historia. Así me cargo la intriga, recurso este de los mediocres, tanto si proviene de una relatora, como si lo demanda el leedor. Segundo: que así fue como se me echó encima una epopeya de carne y hueso, la más bella y triste que pueda leerse. Que me 191


La venganza del objeto | capítulo x

empapé de ella en una sola noche, y que no lo desvelaré completo, por si dicho devocionario cayese en otro momento en las agradecidas manos de algún lector. Tercero: que leí a marchas forzadas, siempre ante la atenta mirada del hombre extraordinario, Manu el Librepensador, del que no pude hacer otra cosa que enamorarme, por merecimientos y para siempre, por lo que se intuirá que es mi nuevo ser. El devocionario incluía un Calendario Poético, repletado de exquisiteces, pavoneos y lucimientos acerca de la Naturalezota, en Naturaleza sollozada trasformada, escrita a metáfora por segundo, y que yo casi pasé de largo para centrarme en el meollo. Cuarto: que me huyó la ironía para siempre. Que me hice mundana, mas no a la manera del purpurado, que prohijó al cactus (el que nunca bebe, el eterno sediento), con el que montó su personal cuñadía. Que de muchacha anotatodo y semibonita devine en Nativela para siempre. ¡Hecha mujer!, con la verdad entre las manos, para bien o para mal, ya no otra cosa deba yo hacer, en mi nueva y confeccionada manera de opinar, que adoptar la sinceridad por toda palabrería y amar sin modestia. Quinto: a sabiendas de que una novela es el fracaso de no haber podido atrapar el tiempo, desestimé toda mi anterior sistematicidad sobre los fisgoneantes estereotipados, merodeadores de su oledero, el aspirante a Cátedra, y grité: «¡mierda para el experimento!», ya de las Naturales, ya de las Ciencias Puras enletradas sea, y «¡aúpa la sinceridad!». ¡Sí!, una vez desestimado mi jugueteo aritmetizable de cuaderno y memorión, me hice cogitabunda y autorreflexionante, apegada por siempre al amor de mi fornido Librepensador y a la amistad de Valiente, el hombre que como se verá portaba un mensaje, ya nunca tratado de «chocho» (al menos peyorativamente), ni de «Don Nadie», una vez se apropió de mi respeto. Sexto: normalmente hace falta una vida entera para que se nos despliegue el espíritu que llevamos comprimido. El devocionario explica por qué a Valiente se le despellejó de un golpe, tras la bala que no quiso matarle, la mañana tremenda que recogía los pedazos de su hermano, y escurría con un pañuelo la sangre esparcida 192


Delirio y asfixia

de su compadre, una vez borboteada de su vientre. Que no hay más Reino que la Verdad, la que sale de la palabra certera, de la Lengua del Espíritu, del órgano que estudia la Ciencia Melancólica, el modo de ver de los corazones colapsados, un tipo de alma intermedia que tangentea entre las Letras y las Ciencias, entre las palabras y las cosas. El devocionario explica cómo se hizo Valiente catedrático de dicha Ciencia, y cómo al intentar refutar dicha Metafísica del Escozor (metálico escozor de bala, apretado dolor de alma descuartizada en añicos de barro), se convirtió en el hombre que portaba un barrunto, un mensaje. Dé este último estironcito el lector (ponga algo de su parte), y no desespere si no le parece del todo fácil. Harto el lector acreditado de que le duela el cerebro, ahora va a dolerle el corazón: sepa que se han acabado las risotadas.

193



CAPÍTULO XI

El devocionario

Me senté en uno de esos pasillos decorados para que se nos represente la muerte. Comenzaba el devocionario con dos dedicatorias. La primera la conoce bien el lector: «A mi dulce asteroide desprendido del planeta de la miel». La segunda era mucho menos charra: en leyéndola, temerosa de que «la del vámonos» se le arrimase a Valiente más de la cuenta, me convertí simultáneamente en fuego y leña. Decía así: «Autodefensa del doctor bardo: memoria de un ex farsante» Ya no lo aguanto. Me levanto, respiro, como, hago miguitas con el tiempo y me acuesto cada noche en dicho deterioro, al lado de ella, la insobornable y siempre querellosa, de tan rigurosa, ¡suntuosa!, que nunca perdona, pues antipática le es a mis disculpas, «acrobáticas maneras de escapar», las llama. Ella es: mi conciencia, la peor convivencia de tenerla a malas. «¿Quién era este cretino?», me preguntaba, mas seguí leyendo por darle una oportunidad, hasta que se desencapuchara. Cien copias se hicieron de este tocho. Noventa y siete se fueron a manos equivocadas, las de ociosos lectores con moral dudosa, buceadores de la palabra embriagados por los colgajos de la Luna, las guirnaldas que los poetas le ponen a ella y a los luceros, y a todo astro que se deje: de estos noventa y siete, una decena descansan en una mesita bajo un cuadro; otros ocho no se abrieron nunca; quince se ojearon y fueron clausurados y avocados al moho, la carcoma de los libros, también llamada olvido; de trece, 195


La venganza del objeto | capítulo xi

no se supo nada; uno lo tiene un cojo; dos sendos enanos, de los cuales yo desconfío, por el complejo que conlleva (y si cae esta dedicatoria en manos pequeñas, de acomplejado o de ego artificial e hinchado que huye de su cuerpo diminuto, pues me perdone); dos copias sufrieron el peor de los maltratos, inspirar calor en dos hogares ordinarios; en otro, en sus partes blancas aprendió un niñito a dibujar, y el resto hasta noventa y siete, destinos variopintos sufrieron, todos ingratos, incluso uno de ellos, bajo un armario hace de pata, que soporta ropajes nada inmortales aromados en alcanfor. Pero tres copias, hasta llegar a la centena cumplieron su cometido: dos las guardo conmigo para entregar en mano cuando muera, pues dichas personas salieron de este mundo antes que yo; ambos, espíritus puros que la muerte transformó en cráneos ordinarios. Y la justificación a mi esmero, que yo sepa, en brazos de Valiente habita, ya que todas las copias restantes fueron el rodeo, el jugueteo del tiempo que en su girar de peonza acabó por encontrarle. A mi estimado Valiente le dedico La historia de las siete mentiras y una traición. Mientras yo pensaba que dicha dedicatoria debió escribirse después que el tocho, al ser en puño y letra, Manuel vino a tranquilizarme. El viejo ya estaba asistido artificialmente y sedado. Nada se podía hacer. —¿Te encuentras bien, Nativel? —Estoy muy arrepentida. He sido tan cruel con el viejo... —Él está acostumbrado. —Nadie se acostumbra a eso —le contesté, y le pregunté muy seria:— ¿no será este tocho una historia entre amigos? —No es una historia entre amigos: ¡es la historia de la Amistad! —¿Tú la has leído? —Pues claro. Me incumbía. Nos incumbe a todos. —¿A mí también? —A quien más. —Déjame leer, entonces —apostillé muy despotilla, y le dimos al tiempo la forma de la espera. 196


El devocionario

El devocionario se titulaba Historia de las siete mentiras y una traición. Me lancé a la primera mentira, apodada «La Metafísica del escozor»: Valiente, como todos los humanos que le caben a este mundo, recién nacido portaba ya todo su espíritu: ¡cuántos espíritus se van a la tumba sin estrenar! Sus átomos finos e invisibles, pizcos de humor porfiando por ser más, necesitan de un hecho crucial para apegarse a los otros átomos, los que componen la carne y los tejidos; de no ser así, dichas migajas de alma deambulan inservibles, cual sombra sin su corredor sofocado, cual acuario sin mirón. Valiente, esa mañana vino en un carretillo, entre muerto y vivo. Lo traía Manolo, hortelano y ganadero, y en horas libres, en práctica ponía su vocación de molinero. Lo entró como pudo en su casa, pues venía muy flácido y se le desparramaba. Sobre una cama de tierra pero de almohada blanda lo puso, pues Manolo y su madre, que vivían solos, pese a ser buenos renteros eran bien pobres, como se verá. Encharcado todo el cuerpo en sangre roja, la vida se le despeñaba, y sólo parecía quedarle de ella, un monosílabo, un eco, lo cual a la cortedad de Hortensina se le hacía incomprensible, al parecerle muy imposible que la vida pudiera irse toda por un solo agujero, máxime si este se tenía en el hombro. «Debe de tener el corazón muy grande», repetía muy pueblerina la madre, «para que se le desangre por aquí», y secaba sus manos en el mandil, más parecido al de un carnicero. Pronto entendieron ambos, madre e hijo, que el escozor era muy temerario, y que le venía al herido, de otras zonas alejadas e internas, más propensas a lo trágico: no era el escozor escueto de una metálica bala, por muy incandescente que esta frotara sus alas al viento, hasta que por fin se instalara, enamorada de su hueso. Lo que no fue el caso, pues siendo bala compasiva, salió por el otro lado. Manolo y Hortensina lo lavaron y como nada sabían de su nombre lo apodaron Bienvenido. Le arrancaron la pistola de entre los dedos e indagaron su bando, preocupados en saber a quién dárselo una vez muerto, y no llegaron a un acuerdo: de la guerra sólo sabían que era entre 197


La venganza del objeto | capítulo xi

españoles, pues lo de la izquierda y la derecha ya lo tenían por confuso mirándose las manos. Así que llamaron a Natividad, la señorita del caserón, «culta y buena», seguros de que ella sabría qué hacer en el suceso. No hacía ni un año que yo había acabado medicina, y como a la tal Natividad pretendía en cuerpo y alma, la acompañé a la mísera casa. De las tres rollizas hijas del Señor de Perandones, no era Natividad la más bonita, mas yo la cortejaba de puntillas, de tanto respeto como le tenía. «¡Qué coincidencia!», pensé yo, «que se llame Nati y que esté gordita». Manuel se había sentado a mi lado y debíamos retirar los pies para que pasaran las camillas derrapando, pilotadas por sus respectivos camilleros: —¿Qué haces? —le pregunté yo a Manuel. —Te miro cómo lees. —¿No tienes nada que hacer? —¿Te parece poco? —me contestó, y al sentirle velador de mi quehacer, me arrimé a su hombro y me abrazó con dulcería, y yo... a leer: Le curé y le puse un vendaje provisional. Deduje que era republicano, enemigo a mi tendencia, la cual simpatizaba con el alzamiento, aconsejada por mi bolsillo, alma y bigote de peluquería. —¿Cómo lo sabe usted? —me interrogó el aldeano, con ese respeto al que mi condición instaba. —¿No veis su uniforme? Además... ¡es comisario! —¡El Bienvenido es un rojo, un horda! —exclamó Hortensina persignándose, que ya se veía violada y ardiendo viva en la sacristía de su iglesia diminuta. Como no quería vivir pasamos todo el día con él. Su uniforme era improvisado, entre púrpura y verde, a retales de compañeros muertos confeccionado, pintado de cien sangres distintas; incluso en el casco mostraba las dentelladas de ajenas heridas mortales: su ejército debía esconder su fuerza en las convicciones de su temple, siendo de alpargatas su indumentaria, a la cintura agarrado con una cuerda. Sólo una vez abrió un ojo Bienvenido y lo clavó en lo 198


El devocionario

más bonito tras escudriñar las cosas, en Natividad, lo que me presagiaba lo venidero. Ella no quiso dejarle y mandó a Manuel a su casa, para que le trajera un montón de enseres, provisiones de la nocturnidad interminable. Yo no supe cómo matarle sin ser visto, y en dicho disimulo aconsejé a Nati cómo reducirle la fiebre. Al despedirme el Bienvenido me sonrió, inocente de mi enemistad: nada podía hacer yo más que fingir humanidad, salvo esperar que la bala en su expedición hubiese obrado un milagro. Natividad se desvivió aquella noche. «¿Quién sería ese hombre?», se decía, mientras le escurría en una jofaina sus republicanos sudores. Si el día había sido soleado en parte, medio lluviosa fue la noche, y desmontábase el hilo de sangre libertaria que le unía a las rocas de su pasado, pasado que se llenaba de afluentes: hilo de sangre moribunda cada vez más regado, más empapado en tierra cada vez; hilo, que sustanciado en dispersos terruños, compinche hízose del reino inanimado. A la mañana siguiente despertó Bienvenido: ya no le quedaban ni fiebres ni inconsolables lágrimas: todas las había llorado por su hermano y por el otro; lágrimas desleídas en un sufrir tan bifurcado que hacían imposible su recuento; indiscernibles lágrimas bipartitas en sendas tumbas abiertas... cada cuerpo en su personal agobio, bajo un cielo que compartían en su viaje hacia lo inorgánico. Al llegar aquí sentí reconcomio: recordé el episodio de Chiripa con su dossier de trayectoria de proyectiles, en nada parecido a esta metafísica del escozor. Recuerde el lector parte del informe del purpurado, que yo copié íntegro en mi estudio sistemático: Acrobática fue la bala que recorrió figuras paralelepípedas con uno, dos, tres, cuatro y hasta cinco rebotes en innúmeros tubos y enseres metálicos de la fábrica. La mala suerte hizo que el proyectil —que había adoptado la forma de una moneda al golpearse viajando— se incrustara en el riñón del obrero asalariado, el que encabezaba la pacífica protesta, tras herir levemente a otros cinco también desposeídos. No hubo dolor sin muerte súbita, 199


La venganza del objeto | capítulo xi

reventamiento de hígado, páncreas y riñón, amén de un montón de destrozos varios. El antidisturbios había disparado al aire en actitud de amedrentamiento y mató al obrero que huía. Sesenta y cinco coma cinco por ciento de fiabilidad. No hubo intención, y bla, bla, bla. Manu y yo, del brazo, nos alejamos del hospital. Caminamos diez minutos hasta que encontramos un bar para cenar algo. Al Libresistemático la tristeza no le reducía el apetito; yo en cambio, aún no había engullido todo el arrepentimiento que me correspondía: —He sido una imbécil. Si Valiente se muere no me lo perdonaré... menudo soponcio le dio... debe sentirse muy decepcionado. —No te mortifiques —me contestó—: pensaste que los mismos ojos que ponías en su hijo valían para el padre. Es lógico: lo que analizabas en un vientre lo generalizaste al otro. Pudiera servir en cualquier otro caso, a fin de cuentas todo el mundo siente un entusiasmo asquerosamente civilizado por su prole. Te equivocaste y ya está. Además: se puso malo de comer a destajo. —¡Qué fácil lo ves! —¡Pues no! No lo veo fácil —rectificó Manu retirándome todo su candor—: eres una chiquilla tonta que quiso sistematizar lo sistemático. Yo personalmente prefiero las historias de héroes que las de corrientuchos... —¡Óyeme, que Chiripa no tiene nada de corrientucho! —Tienes toda la razón. No me he explicado bien. Quiero decir que para ensalzar la majestuosidad de una montaña no sirve despreciar el llano. Si hubieras escrito sobre Valiente... —Sí, pero lo bueno y lo bárbaro está muy enmarañado —le atajé para defenderme. —Digo que la vida de Valiente merece ser contada y la de Chiripa olvidada. Valiente tenía un mensaje para todos los que meditamos sobre la enfermedad del vivir... es un hombre que regaló su sangre para darle sentido a la eternidad, porque amó a muchos... —¿Qué? —me extrañé yo—: amar a muchos, ¿no es un defecto de la predilección? 200


El devocionario

—¡No y cien veces no! Ama más quien más espera. Valiente amaba porque recriminaba. El que no hurga odia, o lo que es lo mismo, «vivir» y «estorbar» son sinónimos. Esto es lo primero que debe saberse para ser un hombre. Como dijo el danés, «cada uno es hombre y además lo que en particular sea». Pero para ser un hombre, primero lo dicho: no hay dos verbos que más se asemejen que «amar» y «hurgar». Tu chiripa es un reformador de los que te bañan en sangre. Ya te lo dije. ¿Recuerdas?... un reformador desesperanzado, que nada espera porque todo lo ve bien, ¡qué digo!, ni siquiera es de esta categoría, es un temeroso, de los que espera el mal: es el aguardador de lo maligno, y con tanta ansia que lo provoca. —Quieres decir que quien más ama es quien más necesita a los otros, y en ello se endeuda... —Claro, el que ama se endeuda: Valiente se endeudó con la humanidad, porque su espíritu tierno hacía mal las distinciones: era contundente y permisivo, simultáneamente. Y en la intimidad, en lo que llamamos el amor doméstico nunca tuvo duda: supo escoger con quién endeudarse de verdad. En el prado en el que se enamoraron Valiente y Natividad... —¿Valiente enamorado de la rolliza? —Sí, ya lo leerás. Como te digo, en mundana conversación, sentados en la puerta del molino, mientras se acercaba Natividad, Manuel, el aldeano que se había hecho muy amigo del Bienvenido, como le apodaba, le dijo que de las tres rollizas hijas de Perandones, Natividad no era la más bonita. Valiente le repuso que él estaba enamorado de ella, y Manuel, tocho pero comprensivo en su alma noble, le contestó que no lo entendía siendo la vida tan corta. «Por eso mismo, querido Manuel, ni más ni menos, porque la vida es muy corta», le contestó muy sincero. El hombre anivelado por la ética no duda de su escogencia. Ya lo leerás. —Valiente es un hombre resistente, es un hombre faro... —Es el inventor de la Ciencia de la Melancolía —concluyó él para alagarme con mis propios términos—. ¿Cenamos, chinita? Como no era nada escatimoso en lo estomacal, Manu llegó casi al atiborro. «A mí lo que más me gusta es comer», decía 201


La venganza del objeto | capítulo xi

semiserio. Yo, prisionera de mi tipo me quedé con el hambre justa. Y en el café, echamos una mirada redonda a las otras mesas y vimos que estábamos rodeados por «arrellanados básicos». Mucho bromeamos al respecto imitando a nuestro querido purpurado. Yo no tenía ganas de reír, pero mi Libresistemático no tenía límites en lo gracioso, y soltaba chistes cada poco, como osados puñalitos de verdad exagerada. Ya de vuelta, en el hospital volvimos a nuestro desacomodo. En la sala de espera de cuidados intensivos, servidora, con mi devocionario entre las manos; él, merodeando pasillos, propietario de lo que solamente era suyo, su personal cavilar en su personal púlpito. Encabritada de mí seguí lloradera un poco más. «Ahora lo estás arreglando», me dijo para remendarme, como aliviándome mi respiradero, cual dolorido mocoso al que se le obliga a desencogerse, tras un catapum: ... cada cuerpo en su personal agobio, bajo un cielo que compartían en su viaje a lo inorgánico. Natividad salió de la casa para lavarse. Tiene para el ánimo un amanecido septentrional, efectos reparadores, mas no por lo bello, sino por su crudeza. Hortensina muy altivada de acoger a la hija de Perandones en su modestia, le hizo tortos de maíz con dulce de manzana, y un café sin achicoria, puro, vaciado el saquito que tenía para las ocasiones. Mientras se adecentaba la muchacha, Manuel cebaba el ganado, antes de ordeñar, de aliviarle la presión a las ubres acumulada durante la noche. En ese momento llegué yo, en piadoso fingimiento, que de tanto como me duró la noche, llevaba ya horas levantado, al afiligranado de mi sutil plan, que me encaminaría hacia mi viril éxito: el apoderamiento de la rolliza, por las buenas, o por las otras, ya que la moral para este joven, habitaba el rincón más lejano. Sólo mis modales lavaban mi miseria. Cuatro pajarracos daban el tostón en sonora algarabía de qué sé yo. Con el destello que lucía mi formidable título ordené a la semivieja que adecentara al herido republicano, al Bienvenido que estaría encharcado de sudorífera noche. «Alíviele de todo el ensuciamiento», prescribí, en estiramiento de mi aventajar licenciado. 202


El devocionario

—Señorita Natividad —saludé a mi dama para camelármela—: ¿qué hace usted aquí fuera en este helor? —Necesito que vea usted pronto a nuestro hombre. Ha pasado una noche infernal, aunque ahora se ha calmado. ¿Verdad que es bonito todo esto? —preguntó abrochándose el botón del cuello para cerrarle a la mañana su entrada. Puso los ojos en lo próximo, un pajarraco amarillento, y en lo más lejano, sobre el ribete helado de las montañas. —Es usted tan sensitiva —dictaminó mi indecencia—: que por admirar a esa oropéndola es capaz de pescar un resfriado. Yo también admiro estas arboledas sonorizadas por los jilgueros y demás. Y este remanso que anuncia una jornada, este sacudimiento de diminutos instantes, de milagros naturales, y esta luz de ensueño que jamás maltrató pupila alguna de lo tenue que mañanea. Así era yo: un estafador hombre de ciencia, con inclinación a la palabra perfecta, la que arrastra la Belleza y su posterior aplauso. El pescador sumerge gusanos como cebo; yo, cual bardo cantor, lanzaba por delante mi licenciatura, a la que seguían las plumas de la Naturaleza, o colgajos a los luceros, o halagos a la primavera, o al otoño en su atmósfera de hojas descoloridas, ¡lo que fuera!; con tal de suavizarme la empinada hacia el amor, las palabras académicas, más o menos poéticas, hacían de materia; mi aliento envenenado por mi afán embaucador, de confección. Materia y confección redondeaban mi mundo. En mi lengua, siempre, ¡el sabor de la gloria! «¡Cómo confeccionar la Belleza que la Naturaleza tanto declama!», esa fue mi herejía: a la caza de la elocuencia que salvaje galopa con su rabo, la metáfora. «¡Por todos los marrulleros sietemesinos que fueron sobreparidos!», me exclamé por lo bajo. Este mamoncete era actualísimo. Proponía la mentira y luego con ella en sus manos daba un Golpe de Estado, al igual que toda esta morralla de seres feroces nacidos para perdurar, fruta nueva que se aúpa en su moral intermitente. Esta historia, que yo supiera, trataba del treinta y ocho... no lo podía entender. Miré a mi fornido Librepensador, le lancé 203


La venganza del objeto | capítulo xi

mi extrañeza apoyada en mis abiertas palmas de las manos; él, que golpeaba en el pasillo una maceta con un poto de plástico, bajó la cabeza y juntó las cejas, como para imponerme la cabezonada. «Sigue leyendo, chinita», leí en sus labios gordos. Sí, así era yo, un estafador avalado por el privilegio de mi nascencia, altivez de cuna que me irritaba contra el populacho, siempre enrollado en mi reflexionado aborrecedero. Yo era un boquiancho, por no decir bocazas, que sería más acertado, que odiaba a los seres anivelados y paridos pordioseros, creencia muy dañina e impopular. Ahora, después de cuarenta años, como dije en el primer párrafo, fustigado por la única dama con la que yago, la invisible confesora, escribo dicho devocionario, pliego de descargo testigo de mi equivocación: el relato de las siete injusticias y una traición. Conciencia por la que tragué a manos llenas platos nocturninos de injusticia y arrepentimiento. Como decía, dicha mañana de otoño, me disponía a destruir el palpitante anhelo que Natividad sentía por el Bienvenido: —Mire, señorita: no es porque yo la pretenda, que también, pero no creo que usted deba estar a solas con el desconocido, que no sabemos de sus flaquezas, de si es hombre de bien. Mire que los de clase baja no tienen en su sen lo de agradecer las cosas; más al contrario, son de puñalada trapera. Más aún siendo rojo, que ya sabemos cómo se las gastan. Natividad, un tanto mosqueada por mis intransigencias, pero apaciguada en su duda por lo infladas que portaba yo mis virtudes, se fue a la pila que había en la puerta de las cuadras, y con agua helada adecentó las atribulaciones de la noche, los restos de fiebre extraña pegados en sus mofletes, mientras apuraba el café que le hiciera Hortensina, a rebosar de picatostes. Yo miré su cuello con lascivia, no de médico, sino de hombre. ¡Qué bonita estaba mi rolliza esa mañana! Agranujado entré en la casa de los aldeanos, ornado de mi fino bigote y de mi traje elegante, que no dejaba lugar a las dudas. Primero examinaría la cultura del Bienvenido y tras efectuarle una cura a medias, como mi vileza lo prescribía, tenía en mente lo de 204


El devocionario

matarle, sin que se notase. Era mi rolliza la princesa de mi gallinero y ya había demasiados kikos al acecho: —¡Buenos días, Bienvenido! —¿Ya está aquí «la del vámonos»? —No me parece. Es usted muy fuerte. Veo que ya puede hablar. —Sí, doctor: me llamo Valiente. —¡Vaya susto que ha dado a estas pobres gentes! ¿Cómo se encuentra hoy? ¿Le duele mucho? Le di unas gotas para calmarle el dolor. —Mi quemazón es interna. —Quiere usted decir metafísica, introvérsica, subjetiva y solipsista —le rectifiqué yo muy erguido, a lomos de mi insuavidad y pedantería. —¡Qué más quisiera yo que entender todo eso que usted dice! —contestó el republicano ganapanes, que debía ser un holgazán—: quiero decir, que aunque me arde el hombro, mi escozor es más profundo. Ya no me importan los acontecimientos, ni la verdad por la que se han desencadenado: José Alderete Conejo, que era mi compadre y mi hermano están hechos pedazos ahí cerca, insepultos, en unas peñas calcáreas. —Sí, había dos cuerpos junto al río. Anoche los recogió Manuel y... —¿Quién es Manuel? —El buen hombre que le encontró casi desangrado. El mismo que le desnudó para las curas. El dueño de esta casa. —¿Y la muchacha tan amable? —Ha sido su enfermera y nada más. —No sabe usted cómo se ha desvivido. Nunca podré agradecérselo. Mientras le untaba yo con yodo y le cambiaba el vendaje (con tanto desdén que más bien parecía un turbante), le expliqué que sus cercanos ya estaban enterrados, que Manuel corrió el riesgo de ser prendido y tuvo que hacerlo a oscuras, con decoro y dando tropezones. Quienes fueran esos dos debía quererlos mucho. Con las manos cubría su cara para no enseñarme los sollozones. Yo, que era muy incrédulo en lo de amar a extraños (salvo a mi rolliza, de lo que no tenía duda, pues para ello sólo tenía que contarme las palpitaciones), le desmitifiqué el dolor con esas expresiones 205


La venganza del objeto | capítulo xi

ahuecadas que se dicen siempre al respecto de la vida y la muerte. Le expliqué el recorrido de la bala en su vagar: que al tocar en lo nervudo, entre el acromio y la clavícula, se marcó una trayectoria curva, obsesiva misteriosamente en desviarse, hasta escapar por la parte de atrás. «¡Toda una suerte!», le comenté, «pues prefirió desalojarse y viajar hasta dar en algo más duro, por ejemplo un roble». «¡Maldita sea la puntería del asesino!», me decía por lo bajo mi dudosa inclinación, y mi asco por el hombre, en general y en particular, aún a sabiendas de que el insignificante una vez cicatrizado se marcharía para siempre: no tenía categoría de usurpador en el plano del mundo que yo había dibujado de joven. Esta «categoritis» mía de abajo arriba y siempre ascendente (imagen del mundo siniestra en la que los condenados nacen ya reos de su humilladero), en exceso de seguridad transformada, me perdió muchas veces. ¡Debía haberle matado en ese mismo momento! —Es usted tan culto y bondadoso —me piropeó el Bienvenido. —No diga eso, Valiente: apariencias no más —disimulé yo diciendo la verdad, que suele ser la mejor manera. Quise saber más, conocer su argamasa, el material de que estaba hecho, y así calcular a qué atenerme: le extendí mi garra disfrazada de humana mano, en un a modo de chequeo de su carácter. No era un hombre culto, pero mimaba los efluvios que se le salen a los humildes corazones. Lo llaman los autodidactas «corazonadas nobles». Los científicos lo llamamos «intuiciones», y en nuestra tiranía, para pisotearlas todavía más, les decimos a sus propietarios que son «ocurrencias», las cuñadas holgazanas y pordioseras de las ideas morrocotudas. Esto despachurra mucho... ¡Cómo se parecía este tío a mi purpurado! Yo no sabía que antaño ya se parían marrulleros. Miré a mi Librepensador que le dibujaba un bigote a la enfermera de un cartel con su dedo bajo la nariz desautorizando los cuchicheos. «Silencio: enfermos», decía el cartel. —¿Por dónde vas? —me preguntó a grito pelado. —«Esto despachurra mucho»... ¿me traes un café? 206


El devocionario

—Ahora viene lo mejor: ¡Por fin sabrás qué es la Ciencia de la Melancolía! —me contestó él, mientras una enfermera naturófaga que salía de Cuidados Intensivos, pero de carne y hueso, le recriminaba sus modales. Esto despachurra mucho, despachurró y despachurrará, por los siglos de los siglos. Define la escasa validez del holgazán y le muestra la estrechez de su ahogadero. Pero no me vaya por las ramas. Estábamos en el peritaje de su argamasa. Yo le expliqué muy detallado cómo funcionaba el mundo rural en el que había caído, y que todos le despreciarían por ser de fuera, que eran ciegamente gentes envidiosas de todo y que no se fiara. Luego le indagué sobre la guerra casi seguro de que sería un anarquista de la escuela del hambre y la pereza, pero no. Aunque era de izquierdas no tenía un bando claro, y se apuntaba a esa tontería blanquecina de que «lo que está bien está bien, lo haga quien lo haga». Me dijo que la guerra se había acabado, que lo que le quedaba era «existencia esfumada», pues él la empezó a su manera como escudo protector de la vida de su hermano, lo mismo que el tal José Alderete hizo en proteger la suya. Me comentó que haría falta mucha gente buena para levantar el país cuando esto terminase, «en general todos los corazones salvos de la propaganda», me dijo, refiriéndose a los más indecisos a la hora de empuñar la muerte. Sentía un fervor gigantesco por la Democracia, «consuelo de gentecilla absurda y demás muchedumbres», pensaba yo mientras. Se sacó de la manga una distinción pedestre entre «vida» y «vidilla»; la primera era la buena y la segunda su desperdicio, al igual que otra más majadera si cabe entre «pueblo» y «populacho», que «sólo los mal nacidos de uno y otro bando pensaban que era lo mismo», decía muy convencido; su arrogancia consistía en permitirse dicha inocencia, y cuando yo me estaba hartando, a ritmo de vals, en esa cadencia que diviniza el asco, al «undostrés» me citó todas las palabras odiosas que acababan en «-ción»: «es la abreviatura de obligación», me insistía el buen samaritano, o mejor dicho el semántico puritano, que acaba en «-ano»; con semejante sonido a «asno». Yo le decía que había palabras muy bonitas acabadas en 207


La venganza del objeto | capítulo xi

«-ción», aunque en ese momento no se me ocurrió ninguna. Él, en cambio dijo que sólo había una, «Emancipación», y luego me la definió: «palabra muy inservible al ser el desconsuelo de los que han perdido su sinónimo, la Libertad, que significa lo mismo». Y «que acaba en -ad», apostillé yo, harto de palique. Para ser un pordiosero se daba muchos aires... pero poco a poco, mientras dábamos hachazos al idioma, se me ocurrió nombrar a mi protegida «la Belleza», el cebo que yo lanzaba para promocionarme, y él cambió su tono de voz: se le puso habla de piadoso visionario, y despojado de su natural docilidad se apropió de todo el espíritu del cochambroso dormitorio, algo que cobrará importancia más adelante. «Nada sé de la Belleza. Nunca he tenido relaciones con ella, sólo me pregunto qué harían los poetas si les desaparecieran las mariposas». Eso eran para mí palabras mayores, muy por encima de toda la espuma semántica anterior. Ya no me concordaba su insignificancia con este nuevo alarde, y por si fuera un pensamiento nómada y solitario le requerí para que me hablara de la «Valentía». —Tampoco sé nada de eso, pero sí conozco su contrario, la flaqueza de ánimo: la fuerza hizo a los primeros esclavos, y la cobardía los ha perpetuado. ¡Eso sí lo sé! —¡Excelente! Parece que usted oye voces —satiricé yo, al examen de su espíritu ya casi desmigado. —De todo esto que hablamos, nada importa ¿verdad, doctor?... pero importará mañana. —No le quepa duda: usted se pondrá bien y todo seguirá igual. —Me ha venido otra voz. ¿Quiere oírla?... ¿Sí?... —Dele salida, no se reprima... ¡da capo, da capo! No se me estriña usted. Respiré por un momento al oírle su patochada. «No sólo de pan vive el hombre», me dijo el memo, lo que le rescindía la anterior luminosidad, que ahora se me hacía minúscula lucecita. «Cualquiera puede decir eso» pensaba yo. Lo difícil para un muerto de hambre es contestar a lo que le sigue: ¿de qué vive entonces? De nuevo absorbió todo el espíritu que allí cabía, no el aire sino lo irrespirable, y expectoró muy bellas palabras: 208


El devocionario

—Hemos dividido el mundo en dos, ¡por pereza!: primero nos conmovemos por lo geográfico, los acontecimientos. Vivimos y respiramos a dicho sonsonete, y no es para menos, pues del acontecer se destila el personal infortunio, y el ajeno. Lo segundo es más elevado, y usted lo conoce mejor que nadie: es una lucha a ciegas por la verdad, una lucha cultural que fermenta los prejuicios. La Ciencia en su cruzada a favor de la prosperidad se ha embotado de dicha pelea, como cuando los niños se pegan y ya no recuerdan cuál era su peonza, lucha que se enquista sin importar si era la de uno o la del otro, suya o mía, la de madera carrasca, o la de madera ordinaria. Pero el mundo, en su geometría, siempre tuvo tres partes... —Lo que le daría una cuarta dimensión. ¿Es así?... pues no tenía noticia —le interrumpí yo, con ánimo de humedecerle con lo trivial. No pude disimular que estaba conmovido. —Lo tercero es nuestra rectitud, más allá y acá de todo beneficio. Sin este anhelo, los acontecimientos y un seco intelecto nos depravan y dirigen, nos comen el terreno. Sin ella, sin lo rectitudo galopamos los hombres en un caballito de cartón. Dicho anhelo no tiene clases sociales y se encuentra en el lugar más templado de algunos cerebelos. No se confunda, no soy clasista, todos lo tenemos, aunque a veces lo dejamos dormitar, o lo canjeamos por el calorcito que da un gremio, o se quiebra en lo colectivizado que refluye de los grupos, en la propaganda. Vivimos la matanza de la rectitud. Lo hacemos todos uno a uno, apuntados como estamos al deshumanizador ánimo. Somos depredadores de la Justicia Universal... —Sí, ya le entiendo. Oí yo hablar a un sabio de eso: es la Ciencia de la Melancolía, y usted es su máximo exponente por lo que veo... —¡Qué más quisiera! Sólo digo que deberíamos tener respeto por los muertos, merecen lealtad los eternos olvidados que murieron por ella sin saberlo. —Nada de todo ello interesa a los hombres comunes —increpé yo mientras me rehacía más farsante. —¡Chs!, nadie tiene derecho a ser común —concluyó con un chasquido interno que le caracterizaba. Hízose el silencio tras 209


La venganza del objeto | capítulo xi

dicha verdad agrupada, como los platillos de la orquesta cuando aglutinan los reprimidos aplausos. Yo le tiraba de la lengua para que su memez le crucificara; al tiempo, imaginariamente me hacía la señal de la cruz. No podía dejar de reír internamente, como hacemos ante un palurdillo, y simultáneamente no podía desconsiderarle: ¡se había adueñado de mi espíritu! Así, en tal impertinencia y sabiondez, de la que le sobraban un montón de tallas se sumergió en una catarsis, que hasta ese momento me hubiese parecido populacha, semejante a la afición del tonto que mete un barco en una botella de cristal, o en una lata, apesadumbrado de no poder tener el mar. Continuó en dicha movilización del espíritu desde la emoción y sin plomada u ortodoxia (ya científica, ya religiosa), impulsado por el aliviadero de su tristeza: —Siento la frialdad del individuo solitario, al que sólo le resta tras el aire respirado, comprender el descoyunto de sus hermanos desposeídos, o ¡estremecerse de idéntico dolor! Sólo así puede un kilo de espíritu individual comprender la tonelada de un pueblo, sólo así podremos comprender lo que somos, sólo comprendiendo a los muertos y demás eternos olvidados: la mala conciencia que a todo hombre de bien acompaña, más si cabe de ser este feliz. Es de esa parcela tibia de espíritu de la que yo hablo, tan ancha como carcomida; algunas veces por el olvido, y las más por ideales hechos realidad, carnificados, hechos carne de tanto manosearlos con la mano, sin reflexión... ideales anulados por el gozo privado de tocarlos, casi siempre despreciados por los mismos ojos que los coleccionan. El espíritu hecho carne antes de tiempo, como una verdad inconsciente y apresurada, verdad colectivizada pero con el peso de las plumas, constreñida en la geometría de la mentira... Quedé atónito, desprotegido como al que se le quemaron las cejas, y asumí dicho varapalo con gran dignidad: —¡Dios Santo, sí que está usted escocido! —Es usted un gran hombre —dictaminó el insensato, con sus ojos bizcos, inservibles para desenmascarar a los traidores. Y siguió para despedírseme—: quisiera pedirle algo... Uno a uno agradeció los favores. Me pidió que hiciera de portavoz en su agradecimiento: por las incomodidades, los cuidados, 210


El devocionario

la comida, el enterramiento de su sangre; y que le dijera a la señorita que le había cuidado que había sido encantadora y que no encontraría en esta vida la manera de agradecerlo. Me lo repitió cien veces. —No vaya usted a olvidarse —me dijo al final—: dígales también que yo me iré cuanto antes. —Descuide que ya está hecho. Cuando salí de la casa, Manuel aguantaba con sus manos un ternero que había nacido esa noche. Como no se tenía en pie le ayudaba metiéndole un pezón de su madre en la boca, preocupado porque aún no había ingerido los calostros. Me despedí de ellos y di consignas para el enfermo, como era mi obligación. Me permití coger del brazo a Natividad, que había estado sentada en una piedra admirando, ensoñada, y nos fuimos caminando hacia el caserón. —¿Cómo está el Bienvenido? —me preguntó ella. —Se llama Valiente y en pocos días se marchará. —¿Cree usted que es un buen hombre? —Lo que yo le decía antes, señorita: un desagradecido Don Nadie, un pordiosero. La cuna marca mucho: a ese hombre le gustaría dinamitar la natural estructura social, la geometría natural de los estamentos —me explayé atendiendo a mi condición de farsante. Cuando llegamos al robledal que atravesaba el camino la miré. Se quitó el pañuelo del cuello y liberó lo que la carcomía: mi prodigiosa y desaforada cizaña. —Yo hubiese jurado... —¿Qué hubiese jurado usted? —Nada. Es la vida —concluyó y no dijimos más. Miré entre su cerebro entreabierto y le oí su travesura, su admiración insensata que sonaba como uno de esos nuevos cacharros con ruedas, su espíritu que hablaba el insonoro lenguaje de las entidades muertas: «bendita sea la bala que me lo trajo», susurraba el rollizo espíritu de mi Nati, segundos antes de mirarle la cara al cielo. Así fue dicha metafísica del escozor, mi primera mentira, mi personal balazo al punto más centrípeto de un corazón, vital órgano del que era su dueño un hombre muy verdadero. 211


La venganza del objeto | capítulo xi

Tuve que parar. Tenía que llorar. A lo lejos Manuel me miraba de pie, con sus manos cruzadas atrás, en esa posturita obsecuente del que frecuenta los velatorios, y decía sí con su cabeza. Mi injusticia con Valiente engordaba por su cuenta y acrecentaba mi ruina, que era cada vez más drástica. Yo quería hacer algo por el anciano, pero lo más cerca que podía estar de él era en ese pasillo destemplado: decidí abrazar su devocionario como si hasta él llegaran sus manos, pero nada podía prestigiarme... tragué de mi injusticia toda la noche: a bocaditos hasta completar diez platos, como decía el farsante. Como de nada vale desenterrar un muerto, sentí que debía al menos lustrar su lápida; así me impuse un inhumano ritmo de leer: me quedaban más de doscientas páginas del devocionario; «a tres minutos por cada una, diez horas», me dije, «sea así mi sucedánea penitencia». —¿Qué te pasa, chinita? —me preguntaba Manu, que había recorrido sus diez pasos—: no hace falta que lo leas como si fueras a perder el autobús. —¡Quiero!... Nunca tendré para el anciano suficientes palabras indemnizantes —contesté cual poetisa. —¡A ver!... Veo que has acabado «la metafísica del escozor» —me aconsejaba como si fuera una niña, y me acariciaba el pelo—: ahora empieza «el Calendario Poético» que el farsante escribió para impresionar los sentidos de la rolliza. Verás que está insertado aquí y allá con gran maestría. ¡Pásatelo! Es Belleza y Escalofrío. Manu estaba agotado y se acostó en el sofá con la cabeza en mis muslos regordetes. A los diez segundos roncó: era el sueño de la conciencia rezongada y sin pena, cuando se ha puesto las pantuflas. El «Calendario» era la muestra de la Literatura en rebajas: un alarde de emotividad y piel despellejada, ojos que ven lo que nunca hubo, nubes que galopan y montañas que hablan, pajaroncillos nacidos tan sólo para adornarnos el retrato... pétalos, espigas, perfumes y estambres, adornos y guirnaldas colgadas a la Naturaleza cual putona; y por las noches, en el cielo estrellado, diamantes y confeti sobre los luceros punteados, estrellas que se 212


El devocionario

pusieron en el fondo negro para enamorar rollizas. Al pelo se le llamaba «cabello» y al color amarillo «dorado de mil quilates». Todo es carmesí, y a la piel percudida de trabajo se le llama «tez bruñida», y a los callos del aldeano de tanto currar, «señas de identidad», y un sinfín de otras maravillas. ¡Un asco! Se lo comento al exhaustivo lector por si alguna vez cayese el devocionario en sus manos, para que no eche tiempo en lo que no lo merece, aunque siendo el gusto... mejor dicho el buen gusto lo que está con menos armonía repartido, siempre habrá alguno que hinche el busto y clave las rodillas ante la Belleza, cuando a otro desencaje. Como si hubiese pasado un año de mi experimento chiripero, era yo el sediento que se traga el desierto íntegro y tropieza con el salado mar, sin atisbo de oasis: mejor aún, como el sediento que en admirados ojos encuentra petróleo, y extremadamente rico muere de sed: ordené a mis ojos frenéticos el atiborro de una lectura penitente, cual beata que reclama el cielo con sus rodillas ensangrentadas... no, ¡no es eso!, como una beata que pide el último milagro ante un Dios asqueado y dimitido. Mentira tras mentira, hasta completar la seis y llegar a la siete, fui leyendo sin confort en el alma, y me dieron las ocho de la mañana. Lejos de sentir perdón, yo me abismaba. Pasé por alto el famoso «Calendario Poético», que además de Naturaleza desamparada en el pringue de ideales muy góticos, enjoyada en la bisutería de los epítetos, y ahogada por los superlativos, todo en exceso de brillo y ornamento, sumariaba un catálogo de labores agrarias mezcladas con lo lírico: consejos muy prácticos para los aldeanos, seres impávidos, que no sabiendo leer, deberían admirarlo a ciegas y arrodillados, pues tenía como único servicio el lustre y fama del farsante. Maldije al escribano: ¡póngase el lector en mi lugar!, abomine de la Belleza manufacturada. Mire, lector, hay diferentes tipos de escritores: los resentidos, los que se creen muy listos y no entienden que podamos vivir sin ellos (lo cual les incita a la violencia de promocionarse), los narcisistas que muestran su obra como el que farda de la etiqueta de su chaqueta, y los que desenmascaran feligresías, que pendencieros con el anonimato del que porta su antifaz, les da por desencapuchar villanías. Al 213


La venganza del objeto | capítulo xi

que escribe por dinero no lo incluyo en el gremio, pues ya se debe al del comercio, secta muy prolífera en glotones, y nada secreta, por cierto. ¡Adivina, adivinanza!: ¿Quién es la Nati regordeta?... Ya por la mañana llegué al meollo, a lo que interesa al curiosísimo lector, al final del devocionario: De nada había servido mi personal estratagema, pues allí estaban junto al molino, Manuel y Valiente, como cada tarde desde hacía un año. Eran ya amigos inseparables, que de ser al principio como el perro y el gato, formaban ahora inusual piña, fruncida amistad entre alma mediterránea de secano impenitente, y septentrional alma de lealtad mojada, mal que me pesara, pues les interpuse yo todas las mentiras y tropezones. Se pavoneaban mientras Manuel movía sacos de grano (encargos de molienda): dos trabajadores charros que cantaban coplas; seguidillas andaluzas unas, y celtas las del otro, ambos enfrascados en su competencia: cuál de sus rollizas debiera ocupar el pináculo de la Belleza. Canturreaba Manuel una de sus coplas, con entonación modesta al ser de oído muy limitado: —La ra lá, la ra lá... de las tres hijas del señor de Perandones, no es Natividad la más bonita... y no se da cuenta mi amigo Valiente que es la vida muy corta, y eso, la cuenta no le merece. —¡Ay, ay, ay qué pena! —le disputaba Valiente con sin par salero, al son del fandanguillo—: ¡ay, qué pena! qué pena sienta yo por mi amigo, que es la vida muy corta, y no se da el tontorrón cuenta, y es por eso y no por otra cosa, que quiera yo vivirla con mi Nati, y lo demás no me importa. En dicho tirante y aflojado de cantos, en ese inocente reñir bajábamos Natividad y yo por el camino, para reunirnos con ellos como muchas tardes. Portaba yo mi sentido perdido, desde que al pasar el puente del río ella me cogiera del brazo, y en beneficio de mis intereses con tino programados, le leí el último párrafo del «Calendario», caliente todavía, pues sus palabras precisas y hermosas había yo juntado hacía un rato: así finalizaba mi obra de tres años, a encargo del señor de Perandones, como distribución del trabajo y racionalización del tiempo agrario; y también por mi 214


El devocionario

propio encargo, más preciso y humano, enamorar a mi rolliza, lo único a que yo aspiraba. Decía tal cual: «Duerme el diciembre la Naturaleza todo un año desvivida. Lo que el octubre y el noviembre los hombrecillos recolectaron, es ahora el parabién de la promesa cumplida, el premio al desafío de la intemperie, en despensa transformado. Campesino y campesina tienen a bien amarse ahora, en un a modo de retiro veraniego y antípoda, pues es el helor quien predomina; ambos atechados y felices bartulean trastos en su hogar, y por las ventanas miran la batalla natural, las tempestades que derraman lágrimas de hielo, pingos de frío, estalactitas colgadas de los porches. Se confiesan su amor y el secreto de su nobleza: “¡que somos pobres, pero de alma gruesa!”. Da la vida fuera sus últimos ronquidos naturales: el aviso de que las garzas macho y hembra se han juntado, pese a ser temprano, gracias al invierno tan benévolo; que las ardillas, ya no invisibles, entran y salen de sus despensas, sin el camuflaje del arbolado, en crujiente tapiz de hojas-cadáver transformado, a la espera de la nueva Naturaleza reventada en sus infinitos milagros: “el sol comerá la nieve”, es el mandato de la Primavera, la que para los poetas inventó los adjetivos, los que rellenan la Belleza». —Me parece más bien recargado —me comentó mi amada soltando mi mano, una vez que llegamos, lo que produjo mi mosqueo. —¡Buenas tardes, amigos! —saludé yo a ambos. Manuel se destapó la cabeza como toca al buen labriego, y el otro, más elegante pasó la mano por la parte delantera de la boina y nos sonrió como se hace a los recién llegados. —Primavera, verano, otoño e invierno: ¡señorita y señor, esto se acaba! —dijo Valiente el descastado anivelado. Debía llevarlo preparado el muy cabrón—: tenemos como regalo de fin de año este último Sol. Hacía días que mi rolliza temblaba al encontrarse con Valiente, como el mocillo que va a recibir su zurra, pero no de pánico, sino de vulgarcito amor. Como ella se bajó sola a verle al río sus aguas, allí nos quedamos los tres; o mejor dicho, los dos que pretendíamos las carnes de la misma, porque el aldeano pidió permiso para adentrarse en el molino, a vigilarle a la piedra su girar. Sólo una 215


La venganza del objeto | capítulo xi

conversación tenía yo pendiente con el cretino, de la que extraer su inerudita condición, la que daría mi última ventaja. —Veo que está usted totalmente curado —dije yo al que merodeó con la muerte, y salió ileso, hacía nada menos que un año. «¡Maldita la bala mojigata!, que por no acertar me jodió», pensé. —Gracias a usted, amigo mío —me respondió. Con gracia y salero le dispuse a teorizar, lo cual no era difícil, al ser boquiancho como yo, aunque sin maldad. Al cabo de un rato ya desvariaba así: —Con todos mis respetos, no estoy de acuerdo. La verdad es inalcanzable: es la ilusión construida por los listos, y con ellos se va a la tumba cuando «la del vámonos» ordena. Otros vendrán a plantear el acertijo, y lo mismo le digo, en la misma cajita su verdad esforzada les acompañará cuando yazcan. No quiero decir con esto que la Ciencia no se acerque a ella, a la verdad me refiero, ¡el Dios suyo me libre!, lo que digo es que «funcionamiento» y «Verdad» son palabras bien distintas. Su Ciencia funciona y su mérito es infinito, pero lo otro... son palabras mayores. ¡Mire usted! —exclamó para acopiar mi atención el muy infeliz—: el empeño que puso usted en resucitarme no fue científico, y le advino de su amor al prójimo, de algo que no le enseñó la Ciencia. Sí, el empeño, la ilusión, la bondad, el desmesurado anhelo por la irremediable Libertad, el sueño de una Justicia muy cósmica y general... todo ello se mezcla aquí arriba —tocó su boina—, en la testa, y se baraja con lo científico, y por la boca lo soltamos emborronado. —Valiente, ¡no cree usted en nada! —le exclamé antes de que él me soltara un juego absurdo de palabras boquianchas. —Al revés. Creo en todo. Lo que quiero decir es que el pensamiento del más ilustre de los científicos, ni siquiera es científico. Y tras esta perogrullada, ocurrió lo de siempre: se reunió todo el espíritu del lugar, y una vez condensado sobre nuestras cabezas, se le metió por el cogote, y le cambió la voz, como a los curitas en su púlpito, y me metió su incomprensible y fina parrafada, e hizo más gorda mi derrota, al venirme de un Don Nadie, de un hombre que siempre trabajó con sus manos, la parte del cuerpo más insignificante y áspera: 216


El devocionario

—¡Qué es Verdad!, ¿qué es Verdad?— se preguntan todos muy equivocados. No pueden definirse las palabras que escritas en minúscula desaparecen. Cada uno, convertido en sabio improvisado de su mundillo, le cuelga a la verdad su propia cortedad, verdad miniaturizada, como Manuel que sólo cree en las estaciones, las cuales esparcen el agua a su antojo. «¿Qué no es la verdad?» Esa sería la pregunta. «No es tal...» dijo uno. «No es cual...» dijo otro, y les recordamos cuando mueren, pero no nos arrodillamos, pues mil negaciones nunca sumarán un mísero «sí»... —¿Tendrá usted fiebre? —le pregunté muy serio. —¿Se considera calentura la melancolía? —No me parece. —Pues quisiera seguir un poco más, ahora que he cogido el hilo —y retornó a su predicadera, en ese tonillo espiritual tan odioso—: cuando dioses en minúscula pugnaban por ocupar en solitario el paraninfo de la Gloria, a sabiendas de que sólo uno cabía en dicho pedestal imaginario (pódium hecho con muchos granos de espíritu y un poco de argamasa), fueron esparciéndose hacia la nada; retirándose los menos divinos. Sólo quedó uno, y adquirió dicha categoría ortográfica. La palabra «Dios» se hace pedazos en plural, y no aguanta la minúscula, pues se le despintarían sus adjetivos que principian en «omni-», y que terminan en «-cia». Ponga por caso «omnipresencia». Hay palabras que significan un imposible todo, y otras casi iguales, un inusitado nada. ¡Verá usted!, yo he visto a amantes prometerse amor sin límites: «te querré siempre», suele decirse sin pararse en ello: «siempre» puede ser demasiado, al estar hecha de infinito la capa que luce Don Tiempo; pero si el amante musitara un «te querré casi siempre», no valdría un real, por mucho que lo vistiéramos de purpurina: es la insignificante nada. —«Te querré siempre» es demasiado, y «te querré casi siempre» nada —refraneé yo para que se callara el filólogo dolorido—. Pues no se me había ocurrido. Se me ha vuelto usted muy radical. —Para ello erró la bala. Por eso murieron en mis brazos quienes murieron. Y con usted, que es el ser más comprensivo, científico y amigo, quiero yo hacer mi pequeña aportación a dicha 217


La venganza del objeto | capítulo xi

pregunta: «¿qué no es la verdad?» Sin miedo a equivocarme, la Verdad no es tradición... —Ahí sí me pierdo —repuse yo cercano al hartazgo que me producía su arrogancia—: ¿Qué tiene que ver la Verdad con las costumbres? En dicho momento, cual si viniese al pelo, un desconocido, en el huerto del caserón de Perandones le soplaba a su gaita. Así teorizó el palurdete movilizando toda la bilis de su melancolía, pues no salía su teoría de lo que llamamos intelecto. —¿No oye usted el tiro ta tiro ta tiro, tiro ta tiro tatá? Ahí lo tiene. Signifique lo que signifique es falso. La creencia musitada aspira a la Verdad. La creencia asumida gira en dirección contraria: vulgar mentira, más dañina cuanto más lame la interioridad enfervorizada. «Todo es tradición», como hubo un tiempo en que todo era agua... ¡Una gaita rebuznando. Qué coincidencia!, me dije. Ahora entiendo. Es el mismo caserón, la misma melodía soplada, el mismo prado en el que se naturalizó mi ratón años después. Seguí leyendo el devocionario que me encandilaba. Necesitaba saber más, aunque ya se le arrimaba el final a mi juvenil imaginar. —Sí. Eso lo conozco —le interrumpí yo—: «Todo es agua», «Todo es Ápeiron», «Todo es aire»... diferentes preopinaciones de la composición de la materia. —No estoy de acuerdo: son diferentes mapas de los buscadores del espíritu. —¿No deja usted nada para la espontaneidad? —Muy poco... —y se lió un pitillo—: ¿Se acuerda del hijo de Rafael, el rentero de Cantodova? —me interrogó y como yo le dije que eso jamás lo podría olvidar, quise averiguar a qué cuento venía, y le dejé seguir explayándose—: cuando lo denunció su mujer y todos le pedimos que sacase lo que tenía escondido en el gallinero desde hacía quince años, extrajo a empujones al hijo que escondió y que nadie conocía; la mojigata madre de Natividad exclamó: «¡por todo lo sagrado!, qué frescura, qué espontaneidad, que no me lo 218


El devocionario

toque nadie». No tenía de hombre ni el más lejano aspecto: no creo que exista en los libros de zoofitología rincón en el que clasificarle: caminaba como una gallina de cuatro patas, y picoteaba las piedras sin ayudarse con las manos... sí, es verdad que su «Kikirikí», era más bien gutural y que no había cresta que le tosiera en su feudo. —No entiendo qué tiene que ver eso con su definición de Verdad: «Verdad es lo que no es tradición». ¿No es eso lo que ha dicho usted? —Realmente lo del infeliz hijo de Rafael no tiene que ver nada. Es que me he ido por las nubes. Ahora me refería a lo de la «Espontaneidad». Ya se lo dije la mañana que nos conocimos, y eso que no estaba uno para nada: la Verdad sólo puedes bisbisearla, y lo único que pudiera ocurrirte es que sea falsa. El problema es que se nos colectiviza, como le pasó a mi hermano, pensador de gran precocidad. La Verdad tiene miedo y se esfuma si pasa por muchas manos. En propagarla se carnifica y el mundo al que se ceñía se evapora. —¿Y la Ciencia? —le interpelé desde lo alto de mi intocable licenciatura. —Tradición y carne. —¿Y las costumbres de los pueblos, que preservan el folclore? —Carne magra. —¿Y la moral privada, que sin insolencia tantas tinieblas evapora? —Carne masticada. —¿Y nuestra religión por un montón de profetas revelada, que tanto reputaron al Increado? —Carne sagrada. —¿Y la política necesaria? —Tradición y carne putrefacta —concluyó y siguió—: deberíamos reflexionar sin que ningún centinela nos antepusiera la rima. Esa es la zona del espíritu a la que yo me apunto, de tanto afecto como le estoy cogiendo. Ni el frío deliciosamente espontáneo del gallinero, ni el abrasador ánimo colectivo de las revueltas programadas. Como dijo no sé quién, «coloquemos al espíritu en un rincón templado». Lo repetía mi padre, antes de quedarse ciego, y que tampoco adivinó nunca qué sabio lo tuvo por ocurrencia. Suelen 219


La venganza del objeto | capítulo xi

morir jóvenes los que enarbolan dicha bandera, y de muerte indolora. Dice luego la autopsia: «apendicitis melancólica». Hay quien lo resume en «tristeza». Yo creo que algunos hombres de corazón sensible se abrazan a lo que les mata, por un exceso de seguridad, como el que estrechó su pectoral al pararrayos, para apropiarse de un relámpago. A los pocos días de comenzar la guerra mi padre se dejó morir: no entendía quién nos estaba invadiendo, por mucho que los vecinos se lo explicaban. A mí tampoco me importan ya los acontecimientos: soy simultáneamente, carcelero y rehén de mi melancolía. En dicho momento, junto al mismo prado en el que me enamoré de mi rolliza hacía varios años, aprendí yo que la tradición exculpa a la tradición, como el avaro que prefiere malcomer antes que su prójimo se atiborre, y me soné las narices y me naturalicé ex farsante: me nació un a modo de bondad, todavía muy raquítica, escueta como un feto. Me moralicé en el buen sentido de la palabra, y juré parar mi saña: no volver a buscarle el daño a ese hombre verdadero; pero para mi perdición, a mi historia le quedaba todavía un hachazo. Como el pasado glotonea del futuro, la maldita inercia de mi maldad hizo caso omiso de mi refrenada. EL MENSAJE DEL BIENVENIDO: MI TRAICIÓN «¡Manuel, Manuel, venga usted un momento!», chilló desde el río Natividad, que requería al aldeano a mis expensas, sin imaginar yo a qué se debía. Dejó este su molienda, sonrió al melancólico con infantil picardía y se presentó allá en cuatro zancadas, mientras Valiente y yo quedábamos silenciosos, cada cual con su castigo e introversia, agarrados a sendos pitillos en cilíndricos confidentes de humo sustanciados. Yo de lejos distinguía cómo Natividad ponía todos sus encantos en camelárselo: quería sacarle algo. —Manuel, debes contármelo. Yo sé que te has hecho muy amigo del Bienvenido; yo también le aprecio, por lo que puedes confiar en mí. —¿Qué quiere que le diga, señorita? —se zafaba el aldeano, y escurridizo estrujaba su boina como hacen las lavanderas con 220


El devocionario

las sábanas mojadas—: usted sabe que soy una persona sencilla, y que sólo una cosa temo: que no llueva o que no pare de llover. Sólo temo a las malas cosechas... —No te andes por las ramas, que algo se ha oído por ahí. ¡Dime, Manuel, qué pasó anoche! —le increpaba muy seria. —Yo no sé nada. —¡Manuel, que eres rentero de mi padre! —gritó Natividad, que por una vez hacía valer su casta, y tan, tan fuerte, como una soprano, que pudimos oírlo desde el molino, y eso que la presión del agua ensordece. —No, si al final me lo saca —dijo Manuel ya rendido, y por fin abrió su peculiar bocaza—: anoche estábamos en mi casa tomando unos vinos mientras mi madre preparaba migas con chorizo, un plato que le enseñó Valiente hacía días, que por cierto, ¡vaya buenas que estaban! —¡Manuel! —le riñó ella apretándole el brazo como si fuera a darle un mamporrazo. —Si se lo estoy contando, señorita. Como le digo, estábamos chumando, mientras esperábamos el potaje y hablábamos de la contienda... ¡de qué se puede hablar hoy día!, y Valiente, con esa tristeza que lleva siempre en la cara, que parece que se ha llevado él todo el Golpe Nacional me comentaba que para él «ya no había guerra, que se había terminado y que la había perdido». Le decía que yo no tengo bando, porque a mí lo que más me gusta es comer... Paré de leer y le pregunté a Manu, que en ese momento traía un café, que cómo se llamaba su padre, y no me lo quiso decir. Fui a lavarme la cara para adecentar mi trasnochada. Me percaté de que sólo me quedaban unas páginas. Me encantaba el efecto bola de nieve que contenía el relato, y pensé que al final me vendría, como una inesperada pedrada, la destreza melancólica de mi admirado chocho. Nos dijo un doctor, con ese tonillo despreciativo del que habla a un espíritu inferior, que había pasado buena noche, y que no se temía por su vida. Seguí leyendo muy adicta.

221


La venganza del objeto | capítulo xi

... lo que más me gusta es comer, y para eso lo indicado es trabajar y no meter en líos ni la punta de la nariz. En eso vino Guzmán el herrador y le invitamos a beber. Muerto de miedo nos contó que había un cordobés republicano, que había estado varios días en cruel interrogatorio, y que al acabar la tarde le dieron un paseíllo. —¿Un paseíllo? —Sí, le dejas caminar fumándose un pitillo y le das un tiro. Como el andaluz era bien listo no quiso dar la espalda, porque prefería verle la cara al asesino. Le entró por el vientre y no gastaron otra bala, porque encima son más «agarraos» que un murciano estreñido. El caso, que lo metieron en el carro y lo dejaron con otros muertos en la puerta del cementerio. El hombre, con el vientre abierto sollozaba y daba unos gritos muy correspondientes a su daño, aunque de vez en cuando se desmayaba, por lo que Guzmán, que estaba apostado con otros a casi cien metros, y sin saber qué hacer, pensaba que había palmado. O sea, que como no le dieron «la de gracia», convinieron todos en decírselo a Valiente, que como es un soldado, pues a lo mejor se le ocurría... pues eso... algo... qué se yo. El caso es que Guzmán se fue y nos quedamos Valiente y yo muy jodidos. Valiente, que parece que no le tenga apego a eso que llamamos «estar vivo», dijo que él iba, y algo más me dijo, que no recuerdo... —Haz memoria Manuel, que es muy importante —le instaba Natividad muy ansiosa. —No sé... yo para quitarle las ganas le dije, que lo mejor era no hacer caso y no sé qué más; y él me contestó... pues no sé, algo de la cabeza, o... no sé. —Manuel: ¡que no te mueves de aquí hasta que te salga! —¡Si se lo estoy contando! Yo le dije, sin escatimar en esfuerzos (que ya sabe usted de mi cortedad), que lo más inteligente era lo más inteligente: vivir, y así poder comer, a ser posible un par de veces todos los días: eso fue. Ni más ni menos. —Y él, ¿qué? —¡Qué dificil! Pues algo de racio... no sé qué. ¡Ya está, que lo más racional era lo más moral!, y además que la existencia era 222


El devocionario

palabra anonimera de la rectitud. ¡Pues no es uno tan tocho!, que me he acordado bien. —¿«Anonimera»? ¿No te diría «sinónima»?: que la existencia era sinónima de la rectitud. —¡Exacto! «sinónima», y para explicármelo me puso un ejemplo: que «la madre de tu parienta», me dijo, era lo mismo que «tu futura suegra», refiriéndose a la santa madre de usted, que es la misma madre, como es lógico, que la de la hermana de usted, por la que yo, ya sabe, tirito por sus huesos, o mejor dicho, por sus carnes, que deben ser tocinillo divino, si se me permite... Natividad tembló a cada palabra de lo que Manuel le contaba, pues había oído que los nacionales descubrieron la incursión de un hombre desde el retén. Pero voy a contarlo yo: la noche de autos, que yo cortejaba en la casa de Perandones a mi rolliza, mientras le leía junto al fuego esmerilados párrafos, trozos de Belleza escogidos al tuntún de mi «Calendario Poético», concretamente los referidos al resplandor primaveral de la Naturaleza, mosqueado yo de notar en los ojos de mi amada tanta ausencia; esa noche, como digo, un criado me comunicó al oído que un hombre quería verme enseguida en la puerta. Era Valiente, que mostraba palidez extrema, la de los espíritus que llaman a la puerta. Venía ensangrentado y para justificarse, me engañó diciéndome que había estado con Manuel de matanza. Me describió con todo detalle una herida de bala en el vientre, que si se podía curar, quería saber, y que si era muy dolorosa. Yo contesté a sus preguntas, y no me dio por preocuparme más, pues, propensionado como era Valiente en recordar las cosas, intuí yo que peritaba el dolor de su compadre, el tal Alderete Conejo, y no dije más. Luego supe la verdad: camino de aquí, como no hay ni cien metros al cementerio, con riesgo muy real de su vida se metió entre las vacas que pacían por allí, e invisible a varios centinelas se montó en el carro de los muertos. —¿De dónde eres, chaval? —le preguntó al herido, en una tregua que tuvo a bien el dolor darle. La casualidad quiso que fuese casi paisano suyo. 223


La venganza del objeto | capítulo xi

—Soy de Linares, y por Dios, mátame. —¿Conociste a una mujer que era de Peñarrolla? —le musitó. —Soy de Linares. ¡Mátame, mátame! —repetía el desgraciado con el vientre medio fuera. Luego es cuando vino a hablar conmigo, con un único dilema en su mente: o salvarle o acabar con su dolor. Nada más preguntarme a mí lo contado, sin yo percatarme, repitió el sigilo: se disfrazó de vaca pacedora, caminó entre ellas, burló a los centinelas que sólo atendían a la helada, y saltó en el carro de los muertos, e hizo su última pregunta al moribundo, al respecto de si era o no creyente. Como el muchacho era republicano por ubicación cuando el alzamiento y no por vocación, tenía su Dios en las alturas. Enconado Valiente por la compasión y el terror, le dijo que se abandonara, mientras él le abría las puertas de su Cielo. Se metió debajo de él, entre los otros muertos, y desde atrás apretó con sus manos nuevas de labriego sobre las venas carótidas, hasta que le negó toda sangre al cerebro; y allí siguió sudando, y no cesó la presión durante un eterno rato, aún siendo ya cadáver republicano, hasta que el calorcillo necesario de la vida se convirtió en helor arbitrario. Tan aliado se hizo de la muerte que él también se quedó helado, tieso, con lágrimas nada vistosas, al ser tan íntima su bravura, embutido Valiente en un uniforme hecho de muerte y sangre acartonada. Así, con dicho asesinato entre camaradas nos acercamos al final de mi historia. A los pocos días se celebraba la fiesta de todas las fiestas, lo que allí se llamaba «El Día de la Sementera»: cuando se almacenaban los parabienes que la Naturaleza ofrecía, no sin un inmenso esfuerzo que incluía hasta a los más desocupados (es decir, los vagos). Se juntaban todas las familias y se hacía una especie de cena, con posterior baile, custodiado este por las mentes más jurídicas en lo tocante a prohibiciones amorosas, es decir, las viejas. El terror de la guerra no quitó ni un ápice a la convocatoria, más al contrario, había tanta hambruna, que muchos fueron por llenar la andorga, la cual sólo tenía ya por memoria la vaciedad y el comezón. Cuando todos hubieron comido y bebido, entre lágrimas de una alegría muy incrédula por tantos tortos consumidos cuatro 224


El devocionario

gaiteros y un inútil que tenía un tambor, interpretaron temas de un picante deshuesado muy ñoño y sutil. Las parejas se arrimaban ante la mirada atenta de las enlutadas censoras, que no daban ojeada ni detalle por perdido, con los cuales al amanecer amasar suculentos bulos. Los conocidos se abrazaban reventando toda timidez, y los desconocidos se tuteaban. Yo, cual asalariado del amor, a mi cuestión principal, parlotear con el Señor de Perandones, el hombre de más aptitudes en la región, o lo que es lo mismo el más ricachón, el que debía abrirme un huequecillo por el que deslizarme hasta el corazón de mi rolliza. Al tiempo que asesoraba yo a Perandones, el cual me escuchaba sin perder el ritmo con su bastón, Valiente, el hombre verdadero que había repartido sonrisas unánimes toda la noche, se centró en lo que no debía: se acercó a Natividad, la descolgó del brazo de Manuel, y se la usureó arrimándole al brazo de la suya, de la más bonita entre las rollizas de Perandones. Valiente, se la acopió para él solo, junto a las ventanas del rincón. Habló sin parar largo rato, mientras ella escuchaba cada vez más rosada: de la sosería primera, que en ella era innata, a la expresión incrédula, y por último, a la veneración. Vi susurros, tactos y deseos en el mirar, alguno de ellos consumado. Al verla hervir frente a él, supe que había sido suya. Entre dicho júbilo aldeano, que mi rabia los transformaba en gentuza, nadie se percató de mi locura, ni del espíritu apelmazado que se concentraba sobre la cabeza del Bienvenido. Como siempre, se apropió de todos los sentimientos flotantes del salón, lo que dejaba el aire justo para respirar: cuerpos sin alma, sensitivos y divertidos, marionetas bailarinas que flotan sin tocar tierra, atentas a su valedor, el artista que les dará soltura, de cortar las cuerdas, devolviéndoles así lo intransferible, su alma pequeña e invertebrada; mientras tanto, hasta que el de los muñecos decida, engordada alma de aldea fueron, apelmazadas almas que aunadas formaban el espíritu de su pueblo. Y para que se comprenda la inercia de mi odio ahí va lo que falta: el anhelo del hombre verdadero, que esquivó su bala, porque tenía un mensaje secreto. Así habló a mi rolliza en el baile, con el espíritu de los concelebrantes a modo de sombrilla: 225


La venganza del objeto | capítulo xi

—Ya sé que soy un Don Nadie —le dijo a Natividad, fórmula muy llevada, no por ello menos práctica; que embriaga, utilizada por el gusano que comerá tus ojos a dentelladas de modestia. —No diga eso, querido, que usted nos ha dado la vida: ha cambiado a todos, si esto puede decirse. ¡Mire a Manuel! Le ha enseñado usted la amistad. ¿Y qué me dice del buen doctor? ¿Acaso no es ahora más humano? Incluso mi padre es gracias a usted más comprensivo. ¡Todos!... yo misma. Es un milagro. —Yo quisiera compartirle mi anhelo —alegorizó muy íntimo el insignificante melancólico, y tomó su mano para apretarla, a la espera de que el contacto favoreciese el parloteo. Muy estremecida ella le escuchó— algún día tendré yo un hijo: será la superación de esta guerra fraticida, el monumento a todos los muertos desconsolados... ¡de tan grande! no tendrá patria, porque será de las galaxias... ¡gigantesco!... ¡ni me imagino su idea nueva de Libertad! Sus labios hablarán el idioma de lo Universal. No conocerá el miedo. No tendrá apego a tradición alguna, pues habitará en su reflexión personal. ¡No se encapuchará bajo ningún gremio! Repudiará la Ciencia que constriñe, la Política que envenena, las morales mojigatas, y el mundo será su casa. Su suelo... nieve de montaña, o alfombra de tierra. Su techo... donde tenga a bien el amor tenerle; y será su almohada de carácter embravecido, una valentía que contagiará a los canijos. No habrá horizonte que se le resista, no por su veloz andar, sino por la imaginación de su mirada. Mi hijo será de carne y de sustancia moral, y sólo se alimentará de la amistad, siempre a fuego de humanos espantada. Natividad: ese es mi anhelo, por el que erró la bala y murieron los que murieron, el sentido de toda mi constricción y melancolía... ¿me entiende usted? ¿Qué iba a entender ella?... si acababa de definir a un monstruo intergaláctico. Pero sucumbió al amor... ya me hubiera gustado a mí... —Mi hijo no se inclinará ante nada —invocó Valiente al futuro, y continuó—. Y sólo una cosa temo, al igual que Manuel sólo teme a la mala cosecha: que mi hijo no sea lo que he dicho, y que de tan mala cosecha, deba yo también algún día avergonzarme. 226


El devocionario

—No diga eso —le apaciguó Natividad sus temores— es el más bello y humilde de los mensajes que hombre alguno pueda tener. —Mi hijo será... —Querrá usted decir nuestro hijo —le cortó ella, con el amor zumbándole en la cabeza como una abeja. —¡Qué más quisiera! Usted está comprometida con el buen doctor, un hombre de tomo y lomo. No pude saber si había sido suya o lo iba a ser, pero el odio que se me vino profanó mi anterior juramento compasivo, y me dije «esto me lo cargo yo por vía militar. Ya seré ex farsante mañana». Esa misma noche le denuncié a los nacionales, y nadie se enteró de mi traición. Ya sorteados los escalafones de la soldadesca, no tembló mi puño en pedir permiso y entrar en el despacho del tenientucho; ni mi pulso al firmar mi declaración jurada o chivatazo, que estaba yo bien conforme de lo que hacía. El delito de Valiente era tripartito: ser republicano disfrazado de labriego en zona nacional reconquistada, asesinato de un republicano, y acariciar las carnes lozanas de mi rolliza, que como dice la canción «no era pa nadie más que pa yo». Dos delitos militares y un agravio civil. Lo prendieron delante de Manuel y Natividad, y no lo mataron esa misma noche, porque yo olvidé decirle al tenientucho que era comisario, lo que hubiera supuesto paseíllo seguro. En ese mismo instante comenzó su condena, la diáspora del perdedor: tres cárceles, sin comida y con un gran temor, tres años en campo de concentración, con la muerte alerta, siempre lista; desterrado quince años en provincias, luego se exilió perseguido por el régimen. Al desaparecer Valiente nuestro mundo se secó: se había llevado con él todo ese espíritu que condensaba. Natividad envejecía muy apagada, Manuel trabajaba el campo, y ya, ni lo del comer tenía por sagrado, y miraba de vez en cuando aquellas rocas de las que vino su resucitado Bienvenido; Hortensina, madre de Manuel murió joven, de verle tan entristecido y en soltería muy austera, pues le apretaba mucho la pérdida de su amigo. No llegó a tiempo de emparentar con los Perandones, cuando Manuel, ya cuarentón, 227


La venganza del objeto | capítulo xi

matrimonió con su rolliza, aquella que siempre fue la más bonita, a la que él colgaba sus coplas celtíberas. Tuvo con ella un hijo que no conoció, pues, una mañana, de una cuerda trenzada con su propia mano (mano por los recuerdos pilotada), del mejor roble, pendió. No fue por ira, sino por añejada pena: tuvo que saber de la amistad para perderla. Pajarito suicidado que enamorado de la libertad, se lanza al suelo de su jaula desde su trapecio, y se trisca la cabeza. Yo ejercía en la ciudad y visitaba a Natividad cada poco, pero los años, tan sólo se sucedían: eran de ausencia moral, hambre intermitente y tinieblas... éramos de la melancolía. Valiente, por su lado, atento a su personal sufrimiento, nunca dejó de pensar en ella, y a finales de los cincuenta se reencontraron, entre una ida y venida de él, poco antes de cruzar el charco para siempre, y en dirección opuesta. En una ciudad de la costa, en esos años en que todo era pecado, vivieron todo el amor, de una vez, junto y escueto, y sólo en cinco días, pues el tiempo había construido por su cuenta un sinfín de artimañas, que hacían las veces de un contundente paredón. A los siete meses de inusual gestación, en el caserón de Perandones, Natividad, ya demasiado mujer, dio a luz a su chiquitín, en muy mal parto, pues siendo rolliza por fuera, por dentro era bien estrecha. Yo la asistí toda la noche y al amanecer, una hemorragia interna se la llevó. Esa fue la relación más carnal que tuve de ella, y no por mis ganas. Junto al colchón lleno de sangre, volví a jurar: «seré un entristecido y yaceré junto a mi conciencia hedionda», dije en alto, y puse en el chiquitín todas mis esperanzas. Como la rolliza de Manuel volvió a la casa de Perandones, los dos niñitos (el de esta y el de Natividad), juntos se criaron como buenos hermanos, y la tragedia volcó en ellos todo el amor. Sólo una singularidad les distinguía, un lunar en la mejilla, que para mayor despiste desapareció pronto; la bella rolliza y los abuelos de ambos, indispuestos para la floritura y las sutilezas por un exceso de emoción, y ya que madre no tenían más que una, deshicieron todo favoritismo, y olvidaron de qué sendos vientres fueron fruto: cuál era de Natividad y sietemesino, y cuál de su otra hija querida 228


El devocionario

con el ahorcado; muy conformados, habida cuenta de que, uno por una cosa y el otro por otra, eran ambos hijos de la melancolía. Para los dos desperdiciados (mi Natividad y el bueno de Manuel), guardo dos devocionarios, para entregar en mano cuando me los encuentre: tanto como he sido de farsante, soy ahora de creyente. Yo me dispuse a vivir, misionado sólo en una cosa, en cumplir años, y más de treinta tardé en pedir perdón, que mucho me costó encontrar a Valiente y darle las dos nuevas: que su enamorada murió, y que fue por darle el hijo, el que tanto soñó, fruto de un amor, de siete mentiras y una traición.

229



Ultílogo

Así acabé dicho devocionario y se me echaron encima, como moscas a la miel, sentimientos inesperados. «¡Qué historia tan bonita!», pensé, con el devocionario apostado en mi pecho: caliente pecho que yo aún no había cerrado. «Valiente sí era un personaje, y no mi Chiripa, y lo tenía ahí... sólo debía alargar mi brazo». Hasta el Calendario Poético, que llevaba adosado un plan de trabajos en el campo, y que yo sólo le eché un vistazo, me parecía una idea preciosa. Es verdad que el farsante parecía una máquina de metáforas, cual alfarero hace cacharros. Es verdad que era Belleza rellenada, como un pavo grasiento e inflamado, al que por su culo embutimos dulcísimos adjetivos. Corroída de vulgar envidia estaba yo cuando me vino Manu con sendos bocadillos de chorizo; uno en boca y otro en mano: —Te he traído un almuerzo. —Odio a los chorizófagos —le respondí, y nos reímos hasta reventar cuando le expliqué por qué lo decía. Yo le pregunté cómo conoció a Valiente, al Bienvenido tantos años Bienperdido. Cómo se hicieron tan amigos siendo chocho uno y cuarentón el otro. Él me explicó que un día llamaron a su piso, y que al abrir, Valiente sin decir nada le dio un abrazo, y le dijo que eran parientes. —¿Tu tío, tu padre, tu suegro... qué? —pregunté yo barruntada de sospechas. —¡Parientes! —concluyó muy absoluto, y masticó con tal gana que parecía no querer decir más. Como con chorizo entre los dientes se habla bien mal, así lo dejamos. A los tres días, norma que tienen a bien los resucitados, Valiente salió por fin del hospital. Ese tiempo no me separé de mi Manuel, pero no es de la incumbencia del lector ni lo que hicimos 231


La venganza del objeto

ni lo que hablamos. Sólo contaré que de lo feliz que estaba, no me quitaba mi vestido de chinita y me hice trenzas. Quería ir el convaleciente directo al café de Olegario «para comer unas docenitas de churritos», insinuó. Consentimos en lo del bar, pero no en el atiborro. Valiente no me soltaba el brazo, y todo eran chistes y camelos, desde que le dije que me había encantado su historia, y que le quería mucho, y que me perdonase por lo que más quisiera, ¡por su hijo! —Ni lo sueñes, te perdono porque eres mi rolliza preferida —me dijo dándome un abrazo de sincero perdón. Luego, como era su día, dijo que íbamos al cementerio a ver a un amigo. Cuando estábamos entrando en Campo Santo, vimos algunos lagrimosos apostados donde tocaba, junto a sus queridos necesarios. —¿Nosotros por qué no lloramos? —pregunté yo. —Porque somos hijos de la melancolía —me aclaró el anciano—, los que no lloran porque acumularon todo el dolor de golpe, toda la contradicha del sufrir terráqueo reflejada en su contrario, en una chispa de amistad, cual invertida muestra. Yo lo entendí, miré con mi juvenil imaginación en su trinchera y seguí caminando. Cuando nos acercamos a una tumba muy charra que levantó nuestras sonrisas pregunté otra vez: —¿Perdonó usted dicha injusticia al ex farsante? —Era un Chiripa de cerebro cardado por la Ciencia —dijo—, pero sí, le perdoné, aunque no se evapora en la memoria el daño. La palabra «injusticia» no significaba antes lo que ahora. Él también sufrió. Ten en cuenta que le robé el amor de su vida. Ja, ja... además, luego se enmendó, e hizo lo que pudo por mi chiquitín, y por el otro, el hijo de Manuel. Quien no le perdonó fue su conciencia. Me contaron que un día dijo que ya podía morir tranquilo, que ya había encontrado a su exilado, y que se había tirado al tren. Como a tu Chiripa también se le vengó la realidad... —¡Como mi abuelo! —exclamé yo—: también se tiró al tren. —Claro, nenita. ¿Por qué te crees que te pusimos Nativela? Yo se lo pedí el día que me dijo que iba a ser abuelo. Por lo visto riñó 232


Ultílogo

con su hijo y su nuera por eso. Creo que hasta dejaron de hablarle de lo que se empecinó. Mira... mira su tumba. Yo me sentí más cerca de Valiente. Casi me parecía un allegado, y no lloré por muy poco. ¡Era verdad! Ya en el parque parecíamos tres pajarillos de distinta generación unidos por la melancolía. Vimos de lejos a Chiripa que llevaba del brazo a Luisi, la fregatriz hija de Fonsi: —¡Pena de Fonchi! —gritó Manu con voz gangosa, a exacta imitación de Martinich, pues le había encantado mi relato sistemático. —Ja, ja... —reímos los tres. —Pero entonces, anciano, para saberlo yo y el lector: ¿quién de los dos es tu hijo? —pregunté en tono de ultimación. —¡Qué más da!, ¡qué chiquilla! —dijo el anciano extraordinario riendo y tirándome de las trenzas, a contagiosa carcajada. Ja, ja, ja... —Somos Jajaludos —terminó Manu, mi Librepensador amado.

233



Índice

capítulo i Natumásrraigualaleza ............................................................................ 11 capítulo ii La primera soñadera del purpurado........................................................ 27 capítulo iii Segunda soñadera del purpurado ........................................................... 43 capítulo iv Paseo por la fábrica de los naturófagos ................................................... 57 capítulo v Toda causa tiene un efecto: conociendo a Don Nadie . ............................ 75 capítulo vi Generalización de los corazones: Florindo, Perico y Manuel................... 91 capítulo vii La tentación literaria de Chiripa: el cazador furtivo de metáforas........... 111 capítulo viii Manuel y el chocho: los teorizadores de la melancolía ............................ 137 capítulo ix La venganza del objeto: diáspora de los adheridos estereotipados............. 161 capítulo x Delirio y asfixia....................................................................................... 185 capítulo xi El devocionario........................................................................................ 195 ultílogo................................................................................................ 231


LA VENGANZA DEL OBJETO Alfredo Hernández García

una del objeto es La venganza n el co a ic ón ir e novela crítica tal en m ru ente inst o mundo puram fic tí en ci el , . Chiripa de de la Ciencia án , con su af protagonista todo, recibirá ar ul lc ca aritmetizar y tratado to del obje mal la venganza rtida, pa o. En contra y cuantificad ajes on rs pe ebla de la novela se pu ientos. Valiente, sentim or poblados de ripa, es el mej padre de Chi l de ad ld ia fr la a contrapunto : lo he an el siguiente la científico con rá se : jo hi ndré yo un «algún día te atricida esta guerra fr ndrá de superación o ande! N te [...] ¡de tan gr laxias... será de las ga rá el ue rq po , ia tr pa No conoce ¡Gigantesco!... o a tradición eg ap rá nd miedo. No te puchará bajo ca en se o ¡N alguna [...] la Ciencia io! Repudiará que ningún grem Po e, la lítica que constriñ at ig as, s morales moj envenena, la casa». su rá y el mundo se

LUNA DE ABAJO

Alfredo Hernández García

LAVEN GANZA DELOB JETO

LUNA DE ABAJO


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.