Nosotras que nos queremos tanto — Marcela Serrano

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Marcela Serrano Nosotras que nos queremos tanto



Marcela Serrano nació en Santiago de Chile. Licenciada en grabado por la Universidad Católica, entre 1976 y 1983 trabajó en diversos ámbitos de las artes visuales, especialmente en instalaciones y acciones artísticas (entre ellas y el body art). Entre sus novelas, que han sido publicadas con gran éxito en Latinoamérica y Europa, llevadas al cine y traducidas a varios idiomas, destacan Nosotras que nos queremos tanto (1991) —galardonada en 1994 con el Premio Sor Juana Inés de la Cruz—, Para que no me olvides (1993) —Premio Municipal de Santiago—, Antigua vida mía (1995), El albergue de las mujeres tristes (1997), Nuestra Señora de la Soledad (1999), Lo que está en mi corazón (2001) —finalista del Premio Planeta España—, Hasta siempre, mujercitas (2004), La Llorona (2008), Diez mujeres (2012), La Novena (2016) y El manto (2019). También es autora del libro de cuentos Dulce enemiga mía (2013).



Nosotras que nos queremos tanto Primera edición en Alfaguara: agosto 2011 Primera edición en Debolsillo: diciembre de 2020 1991, Marcela Serrano c/o Guillermo Schavelzon & Asoc. Agencia Literaria www.schavelzon.com 2011, Aguilar Chilena de Ediciones S.A. 2020, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A. Merced 2800 piso 6, Santiago de Chile Teléfono: 22782 8200 www.megustaleer.cl Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está espaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores en el país. Printed in Uruguay — Impreso en Uruguay Diseño de cubierta: Javiera Foix Edición de 2.000 ejemplares Impreso en Arcángel Maggio - Uruguay Zona Franca Colonia Casanello s/n Manzana E - Predio 7, Colonia del Sacramento, República Oriental Uruguay



A mi madre, la escritora Elisa Serrano.



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Dicen que estoy enferma. No sé muy bien por qué estoy en esta clínica. Me trajo Magda aquella noche, pensando que había intentado suicidarme. Traté de explicarle al día siguiente que no era mi intención. Magda no entiende que yo solo estaba cansada. Por eso perdí el conocimiento. Igual podría haberme llevado a un hospital cualquiera. Pero no me creen. Dicen que la mezcla de tranquilizantes y alcohol puede ser letal. Y que yo lo sabía. Estoy bien aquí. Todo es muy gris y se entona conmigo misma. Las mujeres de las otras piezas —las divisé hoy en la mañana— están peor que yo. Una lloraba, otra vomitaba. Vi brazos y piernas colgando de camas y me pregunté si no estarían muertas. Al menos las piezas y sábanas están limpias. Por el tipo de vegetación que diviso, sospecho que estamos cerca de la cordillera, en la parte alta de la ciudad. Ni siquiera he preguntado ni me importa. Tuve una sola confrontación con la enfermera: trató de quitarme los cigarrillos. Aquella cajetilla que imploré a Magda, que virtualmente arranqué de su cartera. Eso no se lo acepté y le dije claramente que me iría de inmediato si me la confiscaba. Lo raro es que me hizo caso. Si trata con sicóticos, debe estar habituada a la agresividad. Le puse la misma voz de mando que usaba mi madre con los inquilinos y surtió efecto. No me dejarán sin fumar, es para lo único que me queda voluntad. 13


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He pasado todo el día sola en esta pieza: oscurece y se siente la desolación. Pero me da lo mismo. Quiero tanto descansar. Sería bonito que el médico diagnosticara una cura de sueño. Se lo pediré, quizás acceda. Y podría despertar en Las Mellizas, y decir como Scarlett O’Hara: “Mañana es otro día”.

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Esa no es mi voz. Es la voz de María. Yo me llamo Ana. Soy la mayor. Es la razón que inventé para contar estas historias. Arreglo la casa. Tengo el lago al frente. Pareciera estar en una isla, aunque en realidad es una península. Pero la idea de isla me seduce. Tan sólo puedo acceder al pueblo por agua. Hay un bote a remo en el pequeño muelle de la casa, pero lo uso un poco. Prefiero la lancha a motor que recorre todas las casas grandes de la orilla una vez al día. La maneja Manuel, ex pescador y gran conocedor de la zona. Ser su amiga es clave. De ello depende recibir un telegrama a tiempo o comer salmón en vez de merluza. Él está tan entusiasmado como yo por la llegada de mis amigas. No sabe que además de entusiasmo, siento un poco de miedo. Han pasado tantas cosas. Ya nos hemos puesto de acuerdo. Me llevará en lancha hasta el pueblo donde tengo la camioneta y de allí manejaré al aeropuerto de Puerto Montt a recogerlas. Calculo que estaremos de vuelta a la hora de comida. Todo está listo. Carmen, que vive a cien metros y cuida esta casa en invierno, ayudándome a mí en el verano, ha amasado el pan y hecho quesillo. Un par de gallinas ya se han asado en el horno a leña. El vino, como siempre, es abundante. Seguramente María traerá whisky desde Santiago. Aquí no se encuentra y a mí no me hace falta. El vino no me acerca a la tierra y eso me gusta. 15


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La casa es toda la madera blanca, con con techo de alerce. Miles de tejuelas ordenadas y grises. Hay un gran corredor y desde allí se domina la vista al lago. Las sillas de mimbre que lo amueblan son mecedoras. Las tardes meciéndose en ellas pueden ser eternas si uno fija los ojos en el agua verde. La casa tiene dos pisos. En la planta baja hay una gran cocina y sus enorme mesa de roble -rosado y cepillado- hace las veces de comedor. Al lado, la sala de estar es casi innecesaria. La vida entera transcurre en la cocina. Allí está el calor cuando el lago enfría el aire al anochecer. Allí, en esa gran mesa, transcurre casi todo mi tiempo del estar adentro. Es donde como, donde pico las cebollas, donde plancho los pantalones, donde converso con la Carmen y donde de ahora escribo. Los canastos cuelgan de todos lados y grandes ollones negros conviven en el suelo, al lado de la leña. La cocina misma es de fierro, negra y antigua, siempre con un poco de polvo. Las vigas en el techo están al descubierto y no me alarmo con las infaltables telarañas que diviso desde mi asiento. Aquí mismo hace dos veranos oí a mi hija María Alicia hablarme de lo importante que era que sus hijos tuvieran recuerdos de infancia ligados a las casas de antaño, a corredores, pasillos, techos altos y viejas cocinas. “¿Te has fijado, mamá, cuando uno lee las entrevistas de los personajes famosos de este país, que todos hablan de infancias con olores, texturas y anécdotas ligadas a casas y lugares como este? No pueden mis probres hijos, el día de mañana, hablar de casas pareadas, nanas que se van a las seis de la tarde y comidas congeladas. Nunca llegarán a ser importantes con recuerdos así.” Subiendo las escaleras se llega a los dormitorios. Son tres. Dos de ellos, casi iguales, tienen dos camas separadas por un velador, una silla y un ropero. Estos llevan enormes espejos donde uno puede mirarse de cuerpo entero, cosa que les producirá placer a mis invitadas. En el pasillo que recoge las cuatro puertas —la cuarta es la del baño— hay una gran cómoda, de diseño y olor antiguo, que guarda la “ropa blanca”: sábanas y toallas, todavía con olor al carbón de la plancha. La nota de sofisticación de los arrendadores en el 16


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Subiendo las escaleras se llega a los dormitorios. Son tres. Dos de ellos, casi iguales, tienen dos camas separadas por un velador, una silla y un ropero. Estos llevan enormes espejos donde uno puede mirarse de cuerpo entero, cosa que les producirá placer a mis invitadas. Los espejos donde uno puede mirarse de cuerpo entero, cosa que les producirá placer a mis invitadas. En el pasillo que recoge las cuatro puertas —la cuarta es la del baño— hay una gran cómoda, de diseño y olor antiguo, que guarda la “ropa blanca”: sábanas y toallas, todavía con olor al carbón de la plancha. La nota de sofisticación de los arrendadores reside en el color guinda y verde oliva de la ropa de cama. Algunas incluso tienen un pequeño borde de raso. Me imagino a la señora Wilson, hace muchos años, yendo de compras en Nueva York y trayendo de Lord and Taylor estas exquisiteces que deben haber sido la última moda. Ella no soñaría entonces que más tarde empobrecería, que la viudez la obligaría a compartir esta casa con desconocidos. Ella tiene que haber imaginado a sus hijas cubiertas hasta la barbilla con guinda y raso, mientras ella misma amaba en verde oliva. ¿Adónde irán los sueños de todas las señoras Wilson? El tercer dormitorio —el mío— es, como en toda casa que se respete, el dormitorio matrimonial. Que yo duerma sola en esa gran cama hoy día no significa que fue pensando para una mujer sin marido. “Por Dios, Ana —me diría Sara enojada—, ¿cuándo han contemplado los arquitectos el espacio para una mujer sola? A pesar de todas las que somos, no parecemos ser una variable para el mercado.” La presencia del hombre de la casa y sus respectivos privilegios se adivinan tras la arquitectura y la decoración. De partida, es la única pieza que mira directamente al lago y por ello cuenta con su propio balcón. La altura de toda la perspectiva necesaria para que el lago te invada. La sala es espaciosa, hay cómodas, tocador y hasta un escritorio, donde el dueño de casa trabajaría, pues está el supuesto que ALGO haría además de descansar y que no usaría ese algo la mesa de la cocina. El baño es enorme y en el centro de él, la tina con sus cuatro patas simulando cabezas de león. Lo mejor es darse un baño de 17


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baño caliente con espumas en este gran recipiente del cuerpo, luego de un paseo húmedo por el bosque. A sus pies hay un brasero. Lo prendo cuando me baño de noche. A veces apago la luz para poder mirarlo, con sus leves amarillos anaranjados. Un gran aparador de raulí descansa en un muro. Eso sí es darle importante al cuarto de baño, entregarle la belleza de raulí. Sus muchos cajones y espejos se ven bastante desnudos. Imagino el goce que este mueble produciría a una mujer vanidosa, llenándolo de frascos de distintos tipos. Quizás entre las cuatro logremos vestirlo un poco. Dudo que venga mucho maquillaje en sus equipajes. Pero al menos cuento con la colonia Inglesa de Sara, el Paco Rabanne de Isabel y algún Guerlain de María. Esta es la casa. Y aquí estoy yo. Tengo cincuenta y dos años. Un marido estudioso, profesor eterno de la universidad, que decidió tardíamente irse a doctorar a Alemania, siempre en el gozo de este esperado veraneo. Tengo tres tres hijos, dos hombres y una mujer. También tengo tres nietos. Fui profesora por muchos años, y mi tema fue siempre la literatura. Me casé muy joven y aún amo a mi marido. Soy monógama de contextura y establezco relaciones casi maternales con los hombres casi maternales con los hombres. Nunca he sido rica e intuyo que ya no lo seré. Hoy vivo acomodadamente, aunque mi infancia fue más bien difícil. También lo fueron los primeros años de de mi mi matrimonio. La la suma de dos profesores no da para eenriquecerse, como ustedes saben. Pero aún así me di ciertos lujos, como por ejemplo sacar un Master of Arts en Estados Unidos, ya casada y madre de familia. Isabel me lo ha preguntado tantas veces, ¿cómo dejé a los niños por un año? Pues lo hice y sobreviví. Vengo de la clase media, aquella que podría llamarse “media-media”. O sea, ahí. Ni un atisbo que lleve a confusiones. Poca pocaapariencia y mucha austeridad. Funciono bien en en condiciones difíciles. Será porque nada me ha sido fácil. No tengo ningún drama, de esos novelescos, a mis espaldas. Miranda desde afuera, mi vida podría 18


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parecer gris. Pero no lo es. Estoy siempre atenta. No seré una vieja petrificada. Y hoy estoy escribiendo porque aún a mi edad quiero aceptar todo nuevo desafío. Por nada del mundo me congelaré a retozar en lo que ya formé, o hice. Me interesan miles de cosas. Quizás la literatura y este raro fenómeno de mi género son la que más. No soy bonita ni fea. Ni alta ni baja. Ni gorda ni flaca. Ni muyoscura ni muy clara. Mi apariencia tiene directa relación con mi ser profundo. Ni estridente ni invisible. Una suerte de equilibrio fluye de mí. María diría que eso es terriblemente aburrido. Espero que el tiempo le diga a ella lo contrario. Mi gran conquista es la serenidad. Y eso me resulta bastante más. Quizás se me podría acusar de ser más bien espectadora que gestora de los acontecimientos. Mi defensa consistiría en el que los reales gestores son muy pocos, y en que la capacidad de observar -ni siquiera de analizar- está muy mermada hoy en día, cuando todos quieren ser protagonistas. Yo no soy protagonista de estas páginas, si es que existe claramente alguna. Aquí solo hay mujeres, cualquiera de ellas. Somos tan parecidas, todas, es tanto lo que nos hermana. Podríamos decir que cuento una, dos o tres historias, pero da lo mismo. En el fondo, tenemos todas -más o menos- la misma historia que contar.

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Entonces... Estaba contando que estoy sola, en esta casa y en este lago lejano y verde al sur de Chile. Es la cuarta temporada que la arriendo. Las tres veces anteriores vine con Juan y los niños. Incluso con nietos la última vez. Creo que fue una gran idea haber vuelto sola. Dudé de hacerlo. Pero el año terriblemente agitado que pasó, la ausencia de mi marido y la promesa de que vendrían mis amigas, me envalentonó. María insistió en que este puede ser el último verano que estemos las cuatro juntas. Es cierto. No es que alguna se vaya a morir, ni nada dramático. Pero es claro que esta compacta sociedad que formamos llega a su fin. La democracia ya llegó. Y siempre supimos que eso nos dispersaría. Como si el Instituto hubiese sido el cobijo en estos aós malos. No importa. Yo me quedaré. Y quisiera abrirle personalmente las puertas a la que vuelva. De repente intuyo que el mundo del nuevo gobierno no las tendrá por demasiado tiempo. Tarde o temprano querrán volver a sentirse en casa. A mí, trabajar en el gobierno no me interesa. Ni en este ni en otro. Para ser más exacta, es el trabajo público el que dejó de interesarme (solo pude comprobarlo cuando, años atrás, me obligaron a salir de él). Ahora quiero mi independencia y ganarme la vida en el mundo provado, con la libertad —y dolor de cabeza— que solo da el ser dueño de su propio lugar de trabajo. En mi caso, investigando, en el silencio de mis libros. No cambio el olor a la biblioteca del Instituto por ningún cambio de guardia. 20


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