Abrazos

Tomasz Alen Kopera

Ilustración de Tomasz Alen Kopera.

Abrazar a alguien continúa siendo uno de los gestos mayormente utilizados por los seres humanos para mostrar o rubricar una variedad de afectos, sentimientos y pasiones. Dediquemos, entonces, unos párrafos a explorar en esta acción o rito de cariño.

La prioritaria utilidad de abrazar, su sentido básico, es el de exaltar o refrendar el amor por alguien. Abraza la madre a su hijo, el hermano a la hermana, el abuelo a su nieto. Ceñimos los brazos para que otra persona sepa o “evidencie” lo que las meras palabras no logran transmitir a cabalidad. Abrazamos a otro ser para decirle una vez, y muchas más, cuán importante es para nosotros, cuánto significa en nuestros proyectos más esenciales, cuánto ha entrado a formar parte de nuestra vida. Rodeamos al otro, lo abarcamos, para unirnos con él, para reforzar un vínculo afectivo.

De igual manera, se abraza para significar el perdón, para señalar una reconciliación o subsanar una herida, reanudar una relación, restablecer un vínculo roto. Estos abrazos tienen la fuerza de sellar o servir de juramento a la afrenta superada, al daño resarcido o al menos olvidado. Al abrazar así, al traer hacia nosotros al distante, al pródigo, al “ofendido”, lo que hacemos es ampliar el radio de acción de nuestra generosidad, de nuestra transigencia. Esta dimensión del abrazar dice qué tanta es nuestra capacidad para indultar la falla ajena o el error del congénere; muestra el temple de nuestra alma para dispensar los desatinos y faltas ajenas. El que abraza en estos casos renuncia al veneno del resentimiento y hace una amnistía con sus apetitos de venganza.

Agreguemos que abrazar es igualmente un gesto poderoso de solidaridad o de compasión. Bordeamos con nuestros brazos al familiar, al amigo o al semejante cuando una pena lo aflige, cuando ha perdido a un ser querido, cuando la enfermedad o la desgracia tocan a su puerta. En estas ocasiones, el abrazo cumple la función de ayudar a mermar el dolor, de dar fuerza o ánimo al que no ve ninguna salida a sus problemas o no aguanta la carga impuesta por la adversidad. Si es esta la situación, el abrazo la mayoría de las veces no necesita de palabras. Basta envolver al otro para contagiarle nuestra voz de aliento, nuestro apoyo moral o nuestra ayuda incondicional para su espíritu. Abrazar al necesitado, al débil o al abandonado es una prueba de nuestra solidaridad con el sufrimiento ajeno.

También abrazamos a ciertas personas para manifestarles el agradecimiento, la retribución sensible por un servicio, una ayuda, un apoyo vital de diversa índole. Al abrazar a esas personas lo que pretendemos es exaltarlas, reconocerlas, cubrirlas de unos dones o virtudes no fácilmente visibles para la mayoría. Estrechamos a esos seres, a veces con fuerza, para reiterarles una promesa, un pacto, una deuda espiritual, una herencia formativa. Al abrazar así, recompensamos de algún modo lo que sabemos es una obligación impagable. Los abrazos que ofrecemos a esos hombres y mujeres son expresiones de su grata aparición en nuestra existencia o de su valía en lo que somos como personas, profesionales o ciudadanos. Al abrazar a esos individuos les decimos que ni han sido olvidados ni es coyuntural su presencia en nuestra historia.

De otra parte, se abraza para proteger, para resguardar, para crear un muro salvador. Ese es el gesto supremo de la maternidad o de la paternidad, la acción mayor de altruismo o abnegación y el gesto último que todos debemos a los recién nacidos o a las criaturas más indefensas. Abrazar es bordear, crear una muralla en la que seamos nosotros los que nos exponemos primero al peligro o al miedo amenazador. En estas circunstancias el abrazo es un acto de custodia, de ofrecimiento de cobijo, de salvaguarda a la debilidad o la indefensión. Los abrazos, en consecuencia, se tornan escudos, aleros, cercados de carne, resguardo para el alma indefensa.

Y están, por supuesto, los abrazos apasionados, aquellos que ofrecemos o recibimos en la desnudez compartida. En estas ocasiones, el abrazo es un intento por fundirse en el otro, por amalgamar lo que deseamos o necesitamos tener en plenitud. Estos abrazos apasionados, tan desaforados como interminables, son confirmación y estímulo, preludio y epílogo de la entrega amorosa. Abrazarse, permanecer abrazados, es un acto de profunda intimidad, de total confianza, de cercar la sangre que tiende a desbordarse por las fisuras de los cuerpos frenéticos o en delirio. Dichos abrazos son, en suma, una muestra perfecta del culmen del deseo y, a la vez, un gesto sublime de prodigar ternura.

Dicho lo anterior, habría que permitirse con más frecuencia dar y recibir abrazos. O, al menos, estar más atentos para saber cuándo alguien los necesita. Porque abrazar es un modo de decirle a otro “aquí estoy presente” o de reiterarle un “cuentas conmigo”. Abrazar es una forma de comunicación muy poderosa porque implica la acogida, porque demanda abrirse para otro y porque lleva a juntar los cuerpos para estrechar los corazones. Es decir, a poner muy cerca y en sintonía el palpitar de nuestra condición humana.

Animales parlantes: maestros del hombre

Milo Winter

Ilustración de Milo Winter.

Señala Carlos García Gual que, en el caso de la fábula, “los animales revelan verdades universales concernientes a la naturaleza humana”. Son las bestias las que mejor ayudan a que las personas nos reconozcamos en aquellos rasgos o características no aceptadas o asumidas. Son esos vicios –escondidos, simulados– de los que se ocupa la fábula de forma indirecta. En esta perspectiva, la fábula cumple una función social en la medida en que pone en evidencia lo que un grupo humano malintencionadamente olvida o deja de considerar digno de valoración. La fábula, mediante ese espejo alegórico, evalúa la conducta de los hombres y advierte sus consecuencias.

Por esto se ha afirmado que la fábula tiene una función didáctica en asuntos relacionados con la moral o el comportamiento social. Su interés primordial, al presentar ejemplos o casos determinados, es la lección que desea comunicarnos. Hay una clara intención de instruir o enunciar un precepto. Son pequeños relatos enfocados a ofrecernos lecciones prácticas, claves morales para ser con otros, convivir o tener ejemplos para comprender las debilidades o vicios de la condición humana. Esas lecciones, que se concentran en la moraleja (epimitio) o en los pequeños textos que abren los relatos (promitio), son expresados de manera enfática, lapidaria, siguiendo el tono de la literatura sapiencial o de los textos con intención edificante.

Aunque debemos advertir que en muchas fábulas es al lector al que le corresponde inducir o deducir lo que está detrás del sucinto relato. La puesta en acción de esa instrucción moral implica comprender el sentido alegórico y figurado; por ello, el fabulista construye su texto invitando al lector a un ejercicio de descubrimiento, de adivinar lo que esconden aquellos diálogos entre animales parlantes. Semejando el mecanismo de la parábola o del chiste de “doble sentido”, la fábula enseña acentuando el tono sugerido: simboliza, elabora una analogía, aboga para que descubramos “la verdad” implícita en aquellas ficciones. No es extraño, entonces, que sea necesario releer algunas fábulas para entender la “lección ética” escondida.

Usando el estilo alusivo, impersonal, la fábula enseña o señala asuntos sobre los cuales los seres humanos somos muy susceptibles o poco aptos para recibir la crítica. Lo hace sin personalizar, sin agredir, sin entrar en la confrontación directa. Más que indicar una prescriptiva explícita o censurar de forma manifiesta, invita al lector a “meditar” o a “reflexionar” sobre sus propias conductas o las de sus semejantes. La lectura de la fábula presupone un acto de autoexamen o de comprensión ajena sobre asuntos “prácticos” como el gobierno de nuestras pasiones, la mejora de nuestros defectos y la vigilancia sobre nuestras bajezas y banalidades. “Aquí está el ejemplo”, señala la fábula; y depende de cada uno sacar sus propias conclusiones. O, para ponerlo en términos más coloquiales, la fábula instruye bajo la lógica de: “al que le caiga el guante que se lo chante”.

Como puede inferirse, la fábula posee un ingrediente crítico útil para la formación del carácter no solo de los más pequeños. A la par que señala una acción inadecuada o destaca las consecuencias de un comportamiento indeseable, deja una reverberación en la mente de los lectores al emplear el humor, la exageración, la sátira, el remedo. “La ironía tiene un rol fundamental en nuestro perfeccionamiento interior”, ha escrito Jan Jakélévitch. Mediante la rápida recordación del verso o apelando a la identificación narrativa, la fábula trae consigo un buen resultado formativo. Ese fue el potencial educativo que vieron escuelas occidentales de filosofía como los cínicos y los estoicos y otras de cuño oriental, como el hinduismo y el budismo.

En todo caso, entre más leemos y releemos fabulistas de diferente tiempo y nación, notamos que la acción presentada por los animales en cada relato es semejante a un pequeño teatro al que asistimos para “purgar”, en el sentido dado por Aristóteles, cierto aspecto de nuestro ser o del convivir con otros. Y al igual que en una tragedia, al acercarnos a esa representación de bestias parlantes, sentiremos temor, porque podemos caer en una situación análoga a la expuesta en la fábula, o tendremos algún tipo de compasión debido a que, al evidenciar un vicio moral en otros, entenderemos la lucha interior por la que pasa el personaje, puesto que nosotros alguna vez lo padecimos o aún hoy seguimos luchando para superarlo.

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Ilustración de Gustavo Doré.

El ruiseñor enamorado y la golondrina fugaz

A veces los actos compasivos de amor, cuando son más necesarios para alguien, ponen a uno de los amantes en el dilema de desaparecer o mantenerse. O si no, repárese en la historia del ruiseñor enamorado y la golondrina fugaz.

Un ruiseñor, de canto fuerte y alma sensible, se enamoró de una golondrina. Fue en julio, al regresar las dos aves de uno de sus vuelos migratorios. El ruiseñor, con silbidos expresaba su adoración por la golondrina, también le ayudaba a hacer su nido, le buscaba insectos especiales para su alimentación, y advertía con trinos de los gavilanes que merodeaban a su amada. La golondrina decía también amar al ruiseñor: le prodigaba besos furtivos, respondía con su canto al llamado y con sus gorjeos exaltaba al cantor que la miraba extasiado.  Todo parecía ir muy bien. A las dos aves les encantaba volar juntas en el cielo azul y expresar, aunque a la golondrina no tanto, su felicidad al viento. Sin embargo, por causa de una tormenta, el ruiseñor se fracturó una de sus alas. Le pidió, entonces, a su amada que todas las tardes volara cerca al nido. La golondrina dijo que sí. Y por varios días pasó veloz muy cerca de donde estaba el ruiseñor, alegrándolo con esa visita fugaz. Pero empezó a cansarse de ese rito del crepúsculo. En su corazón sintió la tentación del abandono, y lo que era un acto frecuente se volvió escaso, hasta desaparecer. Dicen que el ruiseñor aún sigue esperando el pasar de su amada golondrina y, que por eso, se lo escucha cantar durante horas desde el final de la tarde hasta bien entrada la noche.

Alexander Wells

Ilustración de Alexander Wells

El zorro y el chacal ventajoso

De tanto deambular por el mismo bosque, un zorro terminó por hacerse amigo de un chacal. El zorro le compartía muchas cosas: el territorio de caza, las presas que conseguía y, en algunas ocasiones, su guarida. Así pasaron muchas estaciones. Pero en un invierno, largo e inclemente, la comida escaseaba y los días pasaban sin que los dos amigos probaran un bocado. Frente a esa situación, decidieron separarse para buscar alimento. El zorro escarbando aquí y allá pudo encontrar una carnuda liebre. La mató y la escondió al lado de una gran roca, cubriéndola con hojas para luego compartirla con su amigo. El chacal encontró una camada de ratones en la cepa de un árbol viejo. Apenas logró entrar a la madriguera de una vez devoró apresuradamente todos los roedores. Terminada la comida, que por el afán le produjo un dolor estomacal, se echó al piso agarrándose la barriga. Así lo encontró el zorro.

—Mi única caza fue un flaco ratón y, con esta hambre, apenas alcanzó para un bocado.

— Entiendo, dijo el zorro, con cierta suspicacia.

—¿Y tú hallaste algo?, preguntó el chacal sobándose el vientre.

El zorro le habló a su amigo de la caza de la liebre, y dónde la tenía escondida para compartirla.

—¡Qué detalle el tuyo! —exclamó el chacal, yendo a paso lento por el dolor en su panza.

— ¡Vamos —repuso el zorro—, la tengo detrás de aquella roca!

El chacal, por todos los ratones ingeridos, apenas podía seguirle el paso al colega. El zorro se adelantó un poco, llegó a la roca, escarbó hasta encontrar la liebre muerta y la puso a la vista. Pasados unos minutos llegó el chacal y encontró al compañero entusiasmado:

— Ven, empieza tú —dijo el zorro.

— No, con este dolor no tengo ganas de nada —repuso el chacal—, sobándose el estómago.

— Si ese es tu deseo… —replicó el zorro, empezando su merienda.

Cuando iba por la mitad volvió a insistirle al amigo:

— Acércate, aquí tienes tu parte.

—No me siento bien —contestó el chacal.   —Mejor cómetela toda, que por lo que veo está deliciosa —agregó.

—No te imaginas cuánto —musitó el zorro.

Enseguida, con total fruición terminó de degustar poco a poco la liebre. Satisfecho de aquel banquete, se tendió sobre la hierba. El chacal, dando muestras de indigestión, vio al zorro quedarse dormido en una envidiable placidez.

Bien lo dice el felino refrán: “El amigo ventajoso con el tiempo pierde el alimento más precioso”.

La fábula: sabiduría práctica y espíritu crítico

Ilustración de Félix Lorioux

Ilustración de Félix Lorioux.

La fábula continúa siendo una tipología textual capaz de sugerir, de aludir de manera indirecta asuntos o eventos que, de otra manera, serían demasiado evidentes o rayarían con la ofensa o la afrenta retadora.  Al estar organizada desde una estructura alegórica permite la ironía, el espíritu crítico, el humor o la sátira. La fábula, en esta perspectiva, toma ideas abstractas para representarlas de forma plástica. Hace tangible una idea, un concepto, un sentimiento, un vicio o una virtud humana.

Desde las ya clásicas fábulas de Esopo, pasando por las de Fedro, Babrio y todas aquellas otras de cuño medieval (las de Odón de Cheriton), hasta las ideadas o reelaboradas hacia el siglo XVII y XVIII por La Fontaine, Samaniego o Iriarte, esta forma de “enseñar deleitando” ha sido un recurso didáctico para aproximar a chicos y grandes en cierta sabiduría de la vida, cuando no en unos referentes de formación moral. Por ser elaborada de manera concisa y directa, por echar mano de las particularidades del mundo animal como espejo para la conciencia de los hombres, la fábula sigue ofreciendo amplias posibilidades creativas y, para los que amamos la educación, ofrece un caudal de recursos formativos.

Como bien lo ha estudiado Carlos García Gual y Rodríguez Adrados, la fábula está elaborada según un esquematismo o “armazón lógica” de tres elementos: a) una situación inicial, en la que se expone determinado conflicto b) una actuación, en la que los personajes eligen y toman decisiones y c) una evaluación de la acción o comportamiento elegido. En muchos casos la fábula tiene una lección o moraleja expresada al inicio (promitio) o al final de la misma (epimitio), aunque por la misma forma de elaborarla puede tener implícita la lección moral o el consejo esperado. Sea como fuere, la brevedad y la intención moral son consustanciales a la fábula. El efecto buscado es que el lector “entrevea” o induzca la sabiduría práctica derivada de esa pequeña narración.

Al poner a los animales a representar los variados aspectos de la condición humana, la fábula contiene un dramatismo exaltado por los diálogos o el juego agonista, por lo general, entre dos personajes. Dicho contrapunteo conlleva a la médula de la fábula; de allí que, en varios textos se dejen de lado extensas descripciones o se use la omisión de aspectos de la trama. Todos los elementos de la fábula están imantados por la “lección moral” o el “consejo práctico” subyacente. También por eso, se usan pocos elementos para pintar a los protagonistas o se parte del supuesto de que los lectores saben asuntos que no merecen explicarse. La fábula, como la caricatura, omite aspectos o detalles para concentrarse en su mensaje fundamental.

Sobra decir, y hay autores contemporáneos como Augusto Monterroso para ilustrarlo, que la fábula pone al descubierto, saca los “trapos al sol”, ayuda a develar lo que a todas luces desea mantenerse escondido, muestra el abuso del poderoso frente a las limitaciones del débil. Hay una función crítica de fondo, una intención de desenmascaramiento tanto a nivel personal como colectivo, que le otorga a la fábula un carácter contestatario o de denuncia. Y si bien provoca alguna sonrisa, ese gesto en el lector es el resultado de haber descubierto una verdad detrás de una modesta ficción, o descubrir tras la ironía, lo que con disimulo o fuerza las personas o la sociedad han tratado de ocultar.

Las fábulas que siguen son un pequeño ejemplo de lo que acabo de exponer, y son de igual modo una invitación para que los maestros y maestras renueven la lectura y escritura de esta tipología textual, tanto o más útil en nuestros días cuando campean, con total desvergüenza, los vicios morales y los contravalores. Estoy convencido de que volver a poner la fábula en el aula de clase es un excelente recurso para ejercitar el pensamiento crítico de nuestros estudiantes.

Jerry Pinkney

Ilustración de Jerry Pinkney

El gato y el ratón malherido

—¿Por qué no me matas de una vez —rogó el ratón malherido al gato.

El felino apenas lo miraba de soslayo, celoso de que la presa se escapara de sus garras.

—Prefiero la muerte a esta humillación —exclamó el roedor a punto de fallecer.

El gato hacía caso omiso a todos los reclamos del ratón. Ponía una pata sobre el roedor, pero sin ahogarlo; clavaba sus uñas pero en partes no tan vulnerables. Apretaba y soltaba a la vez al ratón en un juego inclemente.

—Al menos salva mi dignidad —suplicó entre ayes el roedor.

El gato observó medio muerto al ratón y pensó que lo mejor de la cacería no era atrapar a alguien, sino tenerlo sometido a su voluntad.

Ilustración de Jean-Ignace-Isidore Grandville

Ilustración de Jean-Ignace-Isidore Grandville

La cacatúa habladora y la vieja de manos huesudas

Para aquellos que desean siempre tener la última palabra, vale la pena recordar lo que le pasó a la cacatúa habladora y la visita fugaz de la vieja de manos huesudas.

Cuando alguien en una reunión iba exponiendo una idea, la cacatúa habladora levantaba su penacho e interrumpía el discurso para agregar algo semejante a lo que su interlocutor venía expresando; en otros casos, lanzaba una idea y ella misma se la respondía sin dar tiempo a que los asistentes dieran sus opiniones. También era común, que en las fiestas a donde era invitada, antes de que terminara el banquete la cacatúa parlanchina se trepara a una viga para hacer una intervención de cierre. Durante muchos años así se comportó la cacatúa parlanchina en las juntas o los eventos sociales donde asistía.

Hacia la mitad de su vida, una penosa enfermedad hizo que la cacatúa se resguardara en su nido. Estando allí, recibió la visita de una vieja de manos huesudas. El ave no tuvo tiempo de hacerla entrar porque, cuando se dio cuenta, la vieja ya estaba sentada a su lado.

—¿Muy enferma? —preguntó.

Antes de que la cacatúa le contestara, la vieja se respondió:

—Son buenos, de vez en cuando, estos reposos.

El ave quiso replicarle pero la vieja seguía en su monólogo:

—Yo visito a muchos enfermos, esa es mi tarea diaria.

La cacatúa empezó a sospechar que esa visita no era común. La vieja se levantó de donde estaba y mirando al ave le tocó con su dedo huesudo el curvado pico.

—Y a varios de ellos, les escucho decir sus últimas palabras.

La cacatúa miró a la vieja con ojos de súplica, porque deseaba vivir aún muchos años, y por primera vez guardó silencio.

Iela y Enzo Mari

Ilustración de Iela y Enzo Mari.

La mariposa insatisfecha

Una mariposa, de hermoso colorido, deseaba tener las tonalidades más bellas de la naturaleza. Aunque ya poseía una forma esplendorosa y unos jaspeados muy llamativos en sus alas, aspiraba que el sol la proveyera de los visos del ocaso. El astro rey le concedió tal don. La mariposa estuvo feliz por un tiempo, pero luego anheló los colores diversos del arco iris. El cielo le cumplió tal anhelo. Sin embargo, en la oscuridad la mariposa perdía su irisado traje. Así que le rogó a la luna que le confiriera la gracia de alumbrar en la noche. La luna, que sigue siendo una diosa de concesiones inapelables, aceptó dicha petición: la convirtió en una luciérnaga. «¿Y mis coloridas alas?», preguntó la mariposa. La luna fulgurante permaneció callada.

Stéphane Poulin

Ilustración de Stéphane Poulin

El amo malhumorado y sus dos perros

Un amo de temperamento irascible y ánimo voluble tenía dos perros en su granja. El primero era dócil y propenso a zalamerías, se llamaba “Servil”; el segundo, algo reservado, buen guardián y cazador, tenía por nombre “Servicial”. El amo, cuando estaba tranquilo, al uno le daba la comida en la mano mientras le acariciaba el lomo; al otro, le lanzaba el alimento sin muestras de cariño. Las cosas eran distintas cuando el genio le cambiaba al amo: al primer animal lo maltrataba con insultos y patadas, en tanto al segundo lo agredía solo con palabras. Así eran las cosas en casa; pero cuando el amo iba de cacería, “Servicial” era más efectivo para perseguir conejos; en cambio “Servil” se dedicaba a ladrar, daba unas cortas vueltas en el bosque y volvía a buscar las caricias de su dueño. De regreso a la granja, el amo furioso, pateaba e insultaba a “Servil” y elogiaba en silencio a “Servicial”. Ya más tranquilo, cuando terminaba la jornada, el amo se sentaba a descansar y observaba con atención a sus dos canes. En el fondo de su corazón sentía por un perro afecto con desprecio y, por el otro, respeto con admiración.

 

 

Nuestro sincretismo cultural

Vendedores ambulantes de Pedro Ruiz

«Vendedores ambulantes» (2009) del pintor bogotano Pedro Ruiz.

Si hay algo que nos identifique, no sólo a los colombianos, sino a toda nuestra América Latina, es la diversidad en comidas, vestidos, ideas, credos, ritos y, por supuesto, ritmos. Una diversidad que no implica exclusión de los otros elementos. Sincretismo, es más adecuado decir. Entre nosotros conviven, perviven y se contrapuntean, la devoción mariana, la superchería, la magia, el misticismo oriental, la brujería y también el vals, la cumbia, la salsa, el bambuco, el merengue, el paseo, la balada, el jazz, el rock… y también el estudioso de los antiguos textos grecolatinos, el versado conversador de taberna, el petulante cínico, el maestro, el esnobista, el sibarita o el lector de periódico, sobre todo de las páginas deportivas… Digo que conviven, no que se rechazan. Y esto se debe a que nuestras pequeñas ciudades, casi siempre vistas como un pueblo con edificios en el centro, son el punto de convergencia de la diáspora campesina, del desarraigo, de la huida de la violencia, así sea sólo como una memoria amarga; pequeñas ciudades, en donde se reúnen multiplicidad de aspiraciones, esperanzas, recuerdos y, por supuesto, el tinte o los tintes particulares de la región, de la vereda, del pueblito vigilante de la niñez. Esta imbricación hecha de sangre y memoria, afortunadamente nos hace –a veces, con peligro– aptos para recibir todo lo extranjero.

Basta ver un camión de servicio público, su consola, para llenarnos de este tipo de espíritu; basta ir a nuestros barrios para constatar el juego de variación entre el tendero, el señor de la fama; Don Julio, el de la panadería, Don Prudencio, el del granero que es también la miniplaza de verduras, frutas y cerveza… entre el señor de la droguería, y el del pequeño restaurante que siempre vende caldo con costilla. Basta ir a este espacio cultural, para convencernos de nuestro sincretismo que no es mero mestizaje, sino estado de tensión, de conformación, de metamorfosis. Al ser un continente demasiado joven, vivimos la tensión entre el recuerdo mítico y el imperativo histórico de una toma de posición ante los demás espacios culturales, ante los rostros de otros tiempos y otras geografías. Nuestro sincretismo es el resultado de haber sido colocados de pronto, súbitamente, en la historia de Occidente, violentándonos un proceso propio, distinto. Y es el resultado también, de haber podido asimilar tanta alabarda, tanto arcabuz, tanta espada, a punta de astucia, malicia, ingenio de curare y seducción de india. Aún los grandes centros comerciales, todas las metrópolis, conservan en su esencia, este espíritu sincrético nuestro que reúne, en un mismo punto, lo diverso.

Ante tal panorama, a uno le corresponde asumir una cuota de tolerancia y al mismo tiempo, un valor de diferenciación. Hablar de mejor o peor, de bueno o malo, cuando se hace referencia a las manifestaciones artísticas, artesanales, culinarias o musicales, es una necedad. Mas sin embargo, creer que todo es confusión, es un desatino peor. El bambuco y el pasillo, junto al río, el pescador y el lucero, junto al Mohán y la Madremonte; la cumbia y el mapalé, al lado del sonido del mar, del cimarronaje, del palenque y las antiquísimas historias de cadenas y muerte; el merengue y el paseo, junto al pueblo hecho de bahareque, junto al sol canicular y la sabana; el galerón y el joropo, al lado de la inmensa llanura, ese otro mar… en fin, la montaña, el río, la llanura, el valle, el mar o la selva, todos estos ambientes y ritmos se consolidan en nuestra identidad. Cada región –no sé si llamarlas folklóricas– aporta un ritmo diferente, como son distintos los tamales, la lechona, el sudado, y el sancocho, que dependen de la sazón de la región y de la tradición inherente a su elaboración. No suena lo mismo la hoja de plátano, el guadual, la ola, la ululante caña o el viejo guayacán; como tampoco vuelve a oírse igual el clamor del terruño infantil, luego de haber soportado la casa de inquilinato o el sordo y monótono repetir de los tornos. La gran ciudad trae sus otros ritmos, cercanos a la máquina eléctrica, al motor del automóvil o al indefinido pito de las computadoras.

No creo que nuestra tradición cultural sea la de la pobreza. Quizá sea pobre si la comparamos con la tabla del progreso de otras latitudes. Por lo demás, el subdesarrollo no es predicable en el arte. El ethos que informa cualquier manifestación cultural, brota o se desprende, ha escrito Octavio Paz, como un hijo maduro de la cultura que lo engendra. México nos ha enseñado tal valentía de lo propio, la actitud del que no se avergüenza. La nueva trova cubana también se ha situado en esa perspectiva. Al no reconocer nuestras producciones, nuestras creaciones brotadas de nuestro entorno y tradición, de nuestro vasallaje y nuestras luchas por romper tal dominio, al no reconocerlas, decimos, estaremos abocados a la transculturación, al neocolonialismo y, ya sabemos, que en arte, las formas no se importan, so pena de ser siempre imitación desactualizada.

II

 

Tomemos un ejemplo, de todos bien conocido, para constatar lo que he venido diciendo: “Pescador, lucero y río” de José A. Morales. Veámoslo por partes.

El pescador, que contiene la imagen del trabajo, de toda vocación no necesariamente alienada. El pescador que es símbolo de la búsqueda, al mismo tiempo que de la destreza: una mezcla entre azar y técnica. La suma de un oficio, una artesanía y el modo particular de unas condiciones de vida.

Luego, el lucero. El lucero que tiene el color de lo inalcanzable, la pasión por la altura, por el vuelo y por la eternidad de la luz. El lucero que persiste como vigía, como silencioso visor de todas las noches del que tiene la red o la atarraya, del que sale de pesca. El lucero que es siempre una ansiedad, al mismo tiempo que un amor imposible. Algo que vemos a diario, que nos asfixia con sus enormes ojos, con su brillo y que, sin embargo, no podemos tocar. El lucero, nombre de toda ilusión que aspira a ser corporeidad.

Finalmente, el río, la corriente, el constante fluir. El río que es como la vena, como la savia o como el mismo discurrir de la conciencia. El río que penetramos y que nos penetra. El río en el cual navegamos y hacia donde llevamos todas nuestras penas o nuestras alegrías. El río, hijo de la montaña. Herida de la roca y la tierra que se desangra zigzagueante, volviendo más húmeda la parcela, el cultivo; el río que embiste desbocándose y que nos aterroriza con su sequía. El río, en suma, donde se conjugan el pescador y el lucero; el pescador con su canalete y su canoa, el lucero como resplandor, como imagen que juega a perderse en la corriente.

Cambien ustedes el contexto, vuelvan el pescador un llanero, tórnenlo agricultor o artesano, llámenlo recolector, jornalero o mero campesino; cambien ustedes el lucero por una puesta de sol, por la palmera incólume, por las nubes negras y tristes, cámbienlo por la lluvia, por el arco iris, el viento o una flor; cambien ustedes, finalmente, el río por el mar, por la llanura, por el valle, por la sabana o por el desierto y no variará en nada, o en casi nada, esta confluencia de hombre, ilusión y naturaleza. Naturaleza que, por lo demás, está tan asociada a lo telúrico, al movimiento o las meras aguas, que siempre se identifican con la mujer. La mujer o el labio, la sonrisa, el lunar, la cadera o el beso. Mujer que es siempre nostalgia, como nostalgia es querer volver al bohío, al pueblo, al antiguo lugar del nacimiento.

El sincretismo se muestra en ese acto traslaticio de pescar el lucero, llevarlo al bohío y abandonar el oficio; en ese acto transfigurativo de no volver al río porque se tiene entre los brazos la ilusión, y en esos celos de la naturaleza que, a partir de la creciente, de su exceso, vuelve a apoderarse de lo suyo. El sincretismo es esa venganza de lo natural contra todo aquel que se atreve a robar su descendencia. El sincretismo es la defensa de un continente joven ante la barahúnda del tecnicismo; una forma de revancha ante la conquista brutal de la civilización.

Muerto el barquero, el equilibrio se reanuda. Arriba brilla el lucero y el río sigue su curso de reflejos y memoria de agua. Muerto el barquero, la armonía inicial vuelve a perderse entre pajonales y sombras de antiquísimos platanales.

Ya en la ciudad, el río puede tornarse calle y no nos queda sino la nostalgia. Saudade que es también identidad. Ya en la ciudad, la fábrica borra las estrellas tras su humo y el agua se inmoviliza por la pesadez de tanta escoria de máquina. Sin embargo, vuelvo a repetirlo, la naturaleza reclama una revancha. La polución no es sólo una palabra.

Y justo cuando hablamos de identidad, ese desquite del pescador, del lucero y del río, se nos convierten en la vieja cruz del abuelo, en el retrato arrugado de alguno de nuestros padres o en el amuleto de alguna tía beata. Si miramos hacia atrás, la identidad nos habla desde la sangre, desde la violencia; si miramos más, mucho más atrás, la identidad nuestra se llama invención. La invención de América, el sueño de Colón y el recorrido de un equívoco.

 

Cinco pecados capitales

Ilustración de Edward Bawden.

Ilustración de Edward Bawden.

El pavo real y la gallina cenicienta

El pavo real miraba con desdén a la gallina cenicienta. “Muy opaco es tu vestido”, le decía. “Nada de lustre tienen tus plumas”, volvía a recriminarle mientras extendía su hermosa cola multicolor. La gallina lo observaba con curiosidad. “¿Y no sufres por tan pobre vestido?”, preguntó orondo el pavo. “No, dijo la gallina, mi mayor orgullo no está en mis plumas, sino en mi vientre: otros se benefician del huevo que pongo todos los días”.

 

El cuervo y el ruiseñor

—No sé por qué dicen que es el canto más bonito —dijo el cuervo a un grupo de compinches.

—A mí me parece un canto igual al de otras aves —volvió a comentar, moviendo su larga cola para mantener el equilibro.

Subidos en la rama de un alto cedro los cuervos escuchaban a su camarada.

—Además, ese canto es débil, casi que ni se escucha…

El viento avivó el canto del ruiseñor y fue como una bofetada para el cuervo que con su pico buscaba alimento entre las hojas.

—Yo mismo poseo un repertorio que ya quisieran escuchar los habitantes de este bosque.

Y sin que sus acompañantes confirmaran el comentario, empezó a entonar unos graznidos gruesos, repetitivos, sin ninguna melodía o unidad tonal.

—¿Escucharon? La fuerza de este canto es digno de alabanza…

Los compinches asintieron con la cabeza y se sumaron en un coro que parecía más un croar de ranas que una alborada de pájaros.

El viento trajo de nuevo el canto del ruiseñor, tanto más hermoso cuanto disonante era la voz de los cuervos.

—Ese canto me molesta, irrita mis oídos —dijo el cuervo.

—Deberíamos alejar esa ave de este árbol…

Los secuaces del cuervo aceptaron la invitación y levantaron el vuelo hacia la copa del árbol donde estaba ubicado el ruiseñor.

—Vamos, vamos… que se vaya con su trinar a otra parte…

El ruiseñor que no había escuchado nada de la conversación entre los cuervos, apenas tuvo tiempo de huir al ver llegar a su rama una avalancha de alas y de picos agresivos.

—¡Qué tristeza! —dijo el ave— ya no lo dejan a uno tranquilo para tratar de imitar, con este canto, la alegría que siente el corazón al llegar un nuevo día.

 

El cerdo choncho y el gato criollo

El gato miraba al cerdo comer desaforadamente. Le sorprendía ver cómo su colega de granja devoraba yucas, plátanos, maíz y cuanta cosa encontraba a su paso. Pero lo que más le asombraba era el afán con que ingería todos esos alimentos. Subido en una mesa, con timidez increpó al puerco que lo escuchó sin levantar el hocico:

—Y por qué come usted con tanto afán?

El cerdo refunfuñó alguna respuesta que resultó confusa en medio del ruido al triturar una montaña de desperdicios.

—¿Y cuándo sabe usted que ya está lleno?

El cerdo ni siquiera se inmutó. Decepcionado de este diálogo fallido, el gato bajó de la mesa y fue a acomodarse en una banqueta cercana.

El cochino, después de hozar en un barrial buscando lombrices, se echó cerca de la cocina de la casa y empezó a roncar. Esta situación se repitió muchas veces. El gato pudo notar que con los años el puerco engordaba más y más. Hasta que en un diciembre, los chillidos del cerdo cuando lo iban a matar, llevaron al gato a profundas reflexiones:

—Mejor ser flaco y seguir con mi dieta de tomarme poco a poco el platillo diario de leche y algún ratón casual. De esta manera mantendré muy lejos el cuchillo del amo.

 

El toro de lidia y el buey manso

 “No sé cómo aguantas ese yugo todos los días”, le dijo el toro de lidia al buey robusto. El colega, cabizbajo, seguía comiendo su concentrado, detrás del cercado que los separaba. “Yo no me aguantaría ni un día esas labores”, agregó el toro raspando con una de sus patas el prado. El buey levantó la cabeza y dio una respuesta con toda tranquilidad: “Uno se acostumbra a lo que parece imposible”. El toro replicó: “A mí, si llegaran a castigarme como a ti, embestiría con toda mi violencia al vaquero de turno”. El buey repuso con serenidad: “Yo no siento rencor por quien me alimenta y me da techo”. El toro continuó: “A mí me hierve la sangre y enloquezco cuando veo un lazo o una cuerda que intentan detenerme”. El buey miró al toro con extrañeza: “Mi defensa es mi calma; con mi lentitud controlo a los que me hostigan”. La conversación entre las dos bestias corpulentas fue interrumpida por la llegada de un camión. Eran los encargados de conducir el toro de lidia a la plaza. El buey vio al toro embestir una y otra vez a quienes intentaban meterlo en el vehículo. Escuchó después los bufidos del animal, su pataleo, y la algarabía victoriosa de los vaqueros cuando acabaron con éxito aquella faena matutina. “Tarde que temprano ese hervor en la sangre conduce a buscar la propia muerte”, pensó el buey, a la par que continuaba degustando el desayuno.

 

La urraca encandilada

Cuentan que una urraca se dedicó a guardar en su nido metales, anillos o cosas brillantes parecidas. Llevaba dichos objetos a su dormitorio, construido en la rama de un alto árbol. Los demás habitantes del bosque la veían ocupada en esta labor de amontonar baratijas que tuvieran un lustre o un destello. Con el tiempo, la urraca poco comía y solo procuraba encontrar más de estas cosas fulgurantes o relucientes. Varias palomas contaban que desde lejos, especialmente en la mañana, se podía apreciar el resplandor que salía del nido de la urraca, pero que nadie podía acercarse hasta allí, so pena de recibir una sarta de picotazos. Se sabía también que no contenta con ese montón resplandeciente, la urraca empezó a llevar a su nido pedazos de espejos, pues se sentía orgullosa de ver multiplicadas sus pertenencias doradas en aquellos fragmentos de azogue. Y que de tanto llenar su nido de ese cúmulo de hojalata el peso de tales objetos la sepultó una noche mientras dormía. Un pájaro carpintero la encontró así, entre trozos de espejos, cubierta por las hormigas que la habían vuelto su gran festín.