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Agua	 fresca	 en	 los	 espejos	 es	 la	 historia	 de	 un	 alma	 heroica,	 capaz	 de
arrebatarle	a	la	muerte	su	propia	vida,	para	volver	a	nacer.	Es	también	un
canto	a	la	resistencia.	Resistencia	no	solo	ante	el	agresor,	sino	ante	el	abuso
que	 permanece	 en	 el	 alma	 mordida	 por	 el	 cuerpo.	 Como	 muchos	 otros
hombres	y	mujeres,	Vinka	lucha	sin	tregua	contra	el	vacío	que	ha	dejado	el
saqueo,	se	rebela	para	no	sucumbir	en	la	penumbra,	en	la	muerte	en	vida
que	es	el	vacío	del	abuso	arraigado.	Por	eso	Agua	fresca	en	los	espejos	es
también	un	libro	acerca	de	la	resiliencia,	acerca	de	cómo	el	corazón	de	una
niña	es	capaz	de	retomar	su	tamaño,	recobrar	el	tono	de	su	voz,	recuperar
su	cuerpo	perdido	para	volver	a	habitarlo,	y	luego	reorientarse	desde	la	voz
del	mundo.	La	lucha	contra	el	abuso	es	una	lucha	por	la	lucidez;	una	en	que
se	pasa	del	vacío,	de	la	angustia	aislada	y	descentrada,	a	la	indignación	y	la
acción.	A	esa	lucha,	que	también	me	compromete,	hay	que	ir	con	los	ojos
bien	abiertos,	como	dice	Vinka,	«lavados,	al	fin,	con	mi	propia	agua	fresca».
JOSÉ	ANDRÉS	MURILLO.
El	camino	recorrido	por	Vinka	Jackson	lo	han	recorrido	miles.	Ella	es	una	de
las	pocas	que	ha	trazado	su	mapa.	Espero	que	esta	«guía»	le	ayude	a	la
humanidad	a	recuperar	sus	rumbos.	JAMES	HAMILTON.
El	 libro	 de	 Vinka	 Jackson	 es	 una	 brújula	 para	 quienes	 se	 decretaron
perdidos,	 un	 bálsamo	 para	 quienes	 solo	 perciben	 heridas	 y	 un	 antídoto
contra	 la	 ausencia	 de	 amor,	 que	 se	 llama	 indiferencia.	 Ven	 y	 léeme,	 dice
Vinka.	Voy	y	te	leo.	Y	agradezco	que	el	libro	esté	en	mi	biblioteca.	Al	alcance
de	mis	hijos.	FERNANDO	PAULSEN.
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Vinka	Jackson
Agua	fresca	en	los	espejos
Abuso	sexual	infantil	y	resiliencia
ePub	r1.0
diegoan	03.12.17
ebookelo.com	-	Página	3
Título	original:	Agua	fresca	en	los	espejos
Vinka	Jackson,	2011
Diseño	de	cubierta:	Francisca	Toral
Editor	digital:	diegoan
ePub	base	r1.2
ebookelo.com	-	Página	4
A	mis	hijas	Diamela	y	Emilia,
gracias	por	la	vida	nueva
ebookelo.com	-	Página	5
De	respirar	bocanadas	en	homenaje	al	último	destino	me	compongo.
Isabel	Larraín
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A
VEN	Y	LÉEME
Fernando	Paulsen
gua	fresca	en	los	espejos	debe	ser	el	libro	que	más	me	he	demorado	en	leer.
Meses	interminables.	Unas	páginas	hoy,	un	capítulo	la	otra	semana.	Luego	un
largo	 tiempo	 sin	 tocarlo.	 El	 libro	 en	 el	 velador,	 siempre	 a	 la	 vista,	 llamando	 en
silencio	a	reanudar	la	lectura.	Cedía	más	tarde	y	lo	volvía	a	dejar,	manteniéndolo	al
alcance	del	reojo.	Hasta	que	me	volviera	el	valor.	Hasta	que	se	calmara	la	pena.	Hasta
que	se	me	borraran	la	imágenes	de	cómo	pudo	haber	sido	esa	infancia.	La	de	Vinka
Jackson,	a	quien	conozco	ahora.	A	quien	no	he	visto	jamás	sin	una	sonrisa	de	lado	a
lado.	 Siempre	 con	 una	 frase	 amable,	 llena	 de	 risa	 y	 optimismo.	 Ella	 es	 la	 que
protagoniza	el	libro.	Las	cosas	que	aquí	pasan	le	pasan	a	ella.	El	padre	que	abusa	de
su	hija	—una	y	otra	y	otra	y	otra	vez—	es	su	padre.	Y	me	da	rabia.	Y	me	da	pena.	Y
dejo	 el	 libro	 porque	 no	 quiero	 saber	 qué	 tan	 hondo	 se	 llega,	 hasta	 que	 lo	 retomo
porque	tengo	que	saber,	quiero	averiguar	cómo	se	pasa	del	infierno	a	una	cara	llena
de	cielo	y	buenos	deseos	para	todos.
Agua	 fresca	 en	 los	 espejos	 es	 un	 libro	 brutal.	 Te	 interpela.	 Te	 pregunta,	 sin
decirlo:	 ¿cuánto	 estás	 dispuesto	 a	 reconocer	 de	 tu	 vida	 para	 darte	 una	 nueva
oportunidad	en	mayor	libertad?	Cuesta	responderse.	Porque	es	más	fácil	disimular,
mantener	 las	 versiones	 oficiales	 del	 pasado.	 Más	 aun	 si	 se	 trata	 de	 la	 familia.	 La
capacha	 de	 la	 autoimagen	 tolera	 enormes	 limitaciones	 voluntarias	 de	 la	 propia
libertad.
Vinka	 Jackson	 vierte	 en	 el	 libro	 su	 relato	 como	 víctima	 de	 abuso	 sexual.	 A
medida	 que	 se	 adentra	 más	 y	 más	 en	 su	 biografía,	 adquiere	 más	 y	 más	 libertad.
Reconocer	lo	que	ocurrió,	nombrar	lo	que	hay	que	nombrar,	transmitir	sin	ambages	lo
que	una	niñita	puede	sentir	cuando	su	papá	no	ofrece	seguridad	ni	escape,	verter	lo
más	duro	en	una	narración	para	beneficio	de	todos,	es	hacer	participar	al	lector	de	un
acto	de	liberación	y	esperanza,	que	se	inicia	cuando	se	acaba	el	encubrimiento	y	el
temor	social,	y	cuando	se	recupera	la	libertad	de	la	palabra	verdadera.
Tengo	miedo	de	decirlo,	pero	creo	que	Vinka	ama	a	su	papá.	No	necesariamente
como	 entendemos	 ese	 amor	 vía	 Hollywood,	 con	 chica	 que	 quiere	 al	 papá	 pero	 le
cuesta	reconocerlo,	y	viceversa,	hasta	que	después	de	muchos	altibajos	se	encuentran
en	un	abrazo	interminable.	The	End.	No,	hablo	de	otro	tipo	de	amor,	del	real,	del	que
tienen	ustedes	y	yo.	De	ese	amor	cuyo	opuesto	no	es	el	odio	sino	la	indiferencia.
Vinka	Jackson	no	tiene	ni	un	milímetro	de	indiferencia	por	su	abusador.	Siente	rabia,
dolor,	culpa,	lástima.	Pero	nunca	es	indiferente.	No	le	da	lo	mismo.
Por	eso	este	libro	tiene	un	valor	superlativo.	Por	eso	cuesta	leerlo.	Porque	no	trata
de	 personajes	 de	 ficción,	 ni	 de	 cuentos	 que	 te	 cuenta	 el	 vecino.	 Es	 real,	 es	 sobre
personas	que	te	hacen	daño,	que	son	lo	más	cercano	a	ti	y	que,	no	importa	cómo	los
disfraces,	te	importan.	El	libro	tiene	una	épica	notable.	No	sé	si	yo	estaría	a	la	altura
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de	asumirla	como	lo	hace	Vinka.	Esta	historia	se	basa	en	su	férrea	convicción	de	que
del	terror	es	posible	recuperarse.	Lentamente,	gradualmente,	asustadamente,	pero	es
posible	recuperarse.	Esa	es	la	razón	por	la	cual	en	los	códigos	penales	del	mundo
civilizado	la	violación	de	menores	tiene	una	pena	menor	que	el	homicidio.	Si	se	viola
a	un	pequeño	o	pequeña,	cuando	la	depravación	termina	todavía	el	niño	está	vivo.	Y
es	 posible	 que	 se	 recupere.	 Pero	 si	 hubiese	 la	 misma	 pena	 —muerte	 o	 cadena
perpetua	efectiva,	según	los	países—,	¿qué	razón	tendría	el	violador	para	no	matar	a
su	víctima	después	de	abusar	de	ella?	Si	el	trauma	provocado	por	el	acto	de	abuso
fuera	 definitivo,	 irreversible,	 daría	 lo	 mismo	 si	 la	 pena	 fuera	 igual	 para	 ambos
crímenes.	Lo	que	plantea	Vinka	Jackson	es	que	hay	una	enorme	diferencia	entre	un
abusado	 vivo	 y	 uno	 muerto.	 El	 que	 está	 vivo	 puede	 ejercer,	 tarde	 o	 temprano,	 su
libertad.	 Reconocer	 su	 condición	 de	 víctima,	 asumir	 que	 se	 puede	 resistir,	 que	 se
puede	 restaurar	 parte	 del	 daño	 y	 que	 se	 puede	 vivir	 el	 futuro	 con	 expectativas
positivas,	con	la	cara	llena	de	risa	y	con	ganas	de	decirle	al	que	está	en	el	fondo,
citando	a	Neruda,	«sube	a	nacer	conmigo,	hermano».
El	libro	de	Vinka	Jackson	es	una	brújula	para	quienes	se	decretaron	perdidos,	un
bálsamo	para	quienes	solo	perciben	heridas	y	un	antídoto	contra	la	ausencia	de	amor,
que	se	llama	indiferencia.	Ven	y	léeme,	dice	Vinka.
Voy	y	te	leo.	Y	agradezco	que	el	libro	esté	en	mi	biblioteca.	Al	alcance	de	mis
hijos.
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C
LAS	IDAS	Y	VUELTAS	DE	LA	VIDA
Caminar	es	esta	oración
en	la	que	nos	sumamos.
Rosabetty	Muñoz
amino	por	avenida	Bilbao.	Avanzo	en	línea	recta,	paso	a	paso	como	una	ciega,
desde	la	consulta	de	mi	terapeuta	hacia	la	casa	de	mi	madre.	Cae	la	tarde	y	a
tientas,	una	cuadra	tras	otra,	voy	contando	semáforos,	paraderos	de	buses,	secretos	y
años	perdidos.
Son	casi	las	seis	de	la	tarde	y	me	parece	haber	caminado	sin	descanso	durante
siglos,	 aunque	 solo	 hayan	 transcurrido	 unas	 pocas	 horas	 desde	 el	 almuerzo.	 Un
almuerzo	como	cualquier	otro	durante	una	estadía	en	Chile	como	cualquiera	otra.	Un
día	sin	nada	especial	en	la	agenda	que,	sin	embargo,	terminará	siendo	uno	de	los	más
importantes	en	el	recuento	de	mi	vida.
No	recuerdo	exactamente	cómo	surgió	el	tema.	Quizás	el	testimonio	valiente	de
dos	hermanas	actrices,	la	sentencia	contra	un	senador	de	la	República,	algún	niño	o
niña	anónimos	en	las	páginas	policiales;	el	remanente	en	la	memoria	doméstica	de
noticias	 que,	 de	 vez	 en	 cuando,	 golpean	 fuerte	 a	 la	 opinión	 pública	 y	 a	 las
conciencias.
No	 tengo	 ganas	 de	 hablar	 de	 daños	 y,	 para	 desviar	 la	 atención,	 hago	 un
comentario	 sobre	 lo	 rica	 que	 es	 la	 crema	 de	 espárragos	 casera	 y	 lo	 mucho	 que	 la
extraño	 en	 Estados	 Unidos.	 Del	 lado	 contrario	 de	 la	 mesa	 solo	 hay	 silencio;	 una
inhalación	profunda	que	anticipa	una	declaración	muy	distinta	de	la	que	espero	sobre
la	sopa	de	hoy	o	mañana.
Luego	de	décadas,	pareciera	haber	llegado	el	momento.	Lo	presiento,	nítido	como
el	reconfortante	sol	de	invierno	que	entra	por	la	ventana	o	la	cucharada	demasiado
caliente	 que	 acabo	 de	 llevarme	 a	 la	 boca,	 y	 que	 no	 puedo	 tragar.	 No	 necesito
telescopios	para	constatar	la	colisión	en	marcha	de	un	solo	meteoro;	uno	solo,	capaz
de	regresarme	a	la	peor	ceniza.
Hiroshima	en	el	alma.	Mi	explosión	atómica	muy	personal.
Todo	 convertido	 en	 polvo	 y	 muñones	 de	 un	 algo	 o	 de	 un	 alguien	 predecesor:
árboles,	niños,	cultivos,	caballos	a	medio	desollar	con	el	esqueleto	expuesto	y	todavía
vivos.	Jamás	olvidaré	las	imágenes	legadas	por	algún	documental	de	infancia	sobre	la
atrocidad	 que	 le	 rompió	 el	 alma	 a	 Japón	 y	 que,	 desde	 algún	 ángulo	 inexplicable,
resonaban	 con	 el	 estado	 de	 mi	 corazón	 de	 entonces.	 Tampoco	 olvido,	 a	 mis	 siete
años,	el	ovillo	de	preguntas	y	heridas	que	acurruco	contra	la	baranda	de	las	escaleras,
entre	el	segundo	y	el	tercer	piso	de	un	viejo	edificio	rojo	en	Catedral	con	San	Martín.
Casi	puedo	sentir	el	roce	de	alas	de	los	murciélagos	igual	que	el	rebote	rítmico	de	una
que	otra	lágrima	cayendo	sobre	mis	mocasines	de	charol,	sin	saber	bien	por	qué	lloro.
Hoy,	treinta	años	después,	llevo	zapatos	de	tacos	altos,	un	par	de	panteras	negras	que
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querrían	escapar	y	despedirse	de	mí,	aquí,	de	pie	sobre	antiguos	charcos	de	sal,	en
espera	de	lo	inevitable.
—…	 pero,	 aparte	 de	 los	 golpes,	 ¿realmente	 hubo	 abuso	 sexual?	 ¿Te	 violó	 tu
papá?	 Porque	 para	 que	 haya	 violación,	 tú	 sabes…,	 no	 necesito	 decirlo.	 ¿Cuánto
podría	un	hombre	grande	penetrar	a	una	niña	tan	chica?	Dios	mío,	me	entiendes,	¿no?
No.	Ni	quiero.
En	segundos	apenas,	una	sola	pregunta	hace	temblar	veinte	años	completos	de
esfuerzos	 sostenidos	 en	 terapias,	 sanaciones,	 tótemes	 y	 danzas	 alrededor	 de	 lunas
llenas;	todo	el	arsenal	y	repertorio	que	me	fui	organizando	a	lo	largo	de	la	vida	para
lograr	 un	 estado	 de	 bienestar	 que	 me	 acomodara.	 Uno	 que,	 sin	 llegar	 jamás	 al
equilibrio	absoluto,	me	permitiera	andar	liviana,	contenta,	centrada	en	el	presente,	en
mis	alrededores,	en	cada	cariño	bueno.
Miro	a	mi	madre,	su	perfil	preciso,	su	nariz	perfecta,	esas	arrugas	que	no	cambian
en	nada	la	belleza	de	su	rostro	y	solo	cuentan	la	historia	de	sus	propios	dilemas	y
luchas;	la	costra	bajo	la	cual	quizás	late	algo	más	parecido	al	amor,	la	compasión,	la
solidaridad	entre	mujeres.	Sentimientos	que	no	demuestra	aquí,	conmigo,	pero	sí	con
mis	 hijas.	 Desde	 siempre.	 Eso	 tiene	 que	 contar.	 Como	 un	 modo	 de	 quererme	 o
cuidarme,	muchos	años	después.
Un	tercio,	mamá.	Eso	es	cuánto.
Lo	pienso	a	modo	de	respuesta,	pero	no	lo	digo.	No	me	sale	la	voz.	Ella	continúa
con	su	almuerzo	y	en	sus	ojos	detecto	el	brillo	perfecto	de	una	o	dos	lágrimas,	pero
no	 llega	 a	 llorar.	 Quizás	 tanto	 así	 le	 duelen	 o	 la	 enojan	 los	 secretos	 a	 punto	 de
revelarse,	 las	 historias	 a	 medias,	 la	 ficticia	 imagen	 de	 familia	 a	 la	 que	 hoy	 debe
renunciar,	sin	apelaciones.	Quizás	tanto	así	le	duele	o	la	enoja	mi	padre,	yo,	o	ambos.
No	lo	tengo	muy	claro.
—¿Me	vas	a	decir	o	no?
—¿Qué?
—Cuánto,	pues.	A	lo	mejor	te	equivocas	o	exageras,	o	solo	fue	un	intento,	un
forcejeo	 que	 ni	 siquiera	 llegó	 a	 tanto.	 Los	 niños	 sobredimensionan	 las	 cosas,	 son
demasiado	sensibles	a	veces.	Tú	que	trabajas	con	ellos	deberías	saberlo	mejor	que
nadie.
—Puede	 ser,	 mamá.	 Puede	 ser.	 Pero	 yo	 hasta	 aquí	 no	 más	 llego.	 Si	 quieres
hablamos	después.	Ahora	no	soy	capaz.
Respondo	 con	 calma	 a	 su	 impaciencia;	 con	 gentileza	 a	 su	 brusquedad.	 Intento
poner	los	límites	que	puedo	en	pleno	estado	de	shock;	este	tsunami	en	curso	que	logro
posponer	 unos	 minutos	 en	 tanto	 alcanzo	 mi	 abrigo	 y	 cartera	 para	 salir	 del
departamento.
Mi	madre	no	me	detiene.	Por	el	contrario,	me	acompaña	a	la	puerta	y	me	despide.
Yo	hubiese	querido	desbarrancarme	en	su	regazo,	decirle	simplemente	«tengo	pena»,
no	hablar	nada	más	y	llorar,	al	fin,	mis	años	enmudecidos.	Con	la	añoranza	horadante
de	ser	por	una	vez	—y	definitiva—	solo	lo	que	nos	correspondía	ser:	madre	e	hija.	A
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cambio,	susurro	un	«nos	vemos	luego»	y	acelero	el	paso	hacia	el	ascensor	mientras
voy	marcando	en	mi	celular	el	número	de	Mario,	mi	terapeuta,	profesor	de	escuela	y
amigo	entrañable	a	estas	alturas.	Le	pido	urgente	—para	esta	misma	tarde—	un	poco
de	su	tiempo.	Luego,	llamo	a	dos	de	mis	mejores	amigas.	Sé	lo	que	se	viene	y,	a
diferencia	de	lo	que	suelo	hacer,	esta	vez	pido	ayuda:	las	necesito,	por	favor	estén	de
guardia.
Una	vez	en	la	calle,	no	me	obedecen	las	piernas.	Me	asusto.	Respiro	hondo,	me
tranquilizo	y	luego	casi	me	da	risa.	Conozco	demasiado	este	cuerpo	que	siempre	se
siente	como	recién	llegado	y,	sin	embargo,	tan	familiar	y	predecible	como	si	nunca
me	hubiese	sido	arrebatado.	Mi	cuerpo.	Siempre	es	bello	y	a	la	vez	extraño	llamarlo
así;	reconocer	que	se	ha	convertido	en	mío.	Mi	voz	más	fiel,	mi	mejor	diccionario,	mi
más	sabio	e	infalible	sistema	de	alarma.
Caigo	doblada	de	rodillas	por	dentro.	De	las	caderas	a	los	dedos	de	mis	pies	me
convierto	en	una	sola	impotencia	entre	acalambrada	y	rebelde,	y	me	duele	caminar.
Hago	 una	 pausa	 y	 todo	 regresa	 en	 destellos	 de	 imágenes,	 olores	 y	 sensaciones
espantosas	 que	 no	 se	 someten	 al	 albedrío	 de	 una	 memoria	 siempre	 al	 filo	 de	 la
revuelta.	Por	un	instante,	me	pesa	mi	padre	en	el	pecho	y,	en	la	navaja	conocida	de
este	ahogo,	temo	no	ser	capaz	de	moverme	jamás.	Pero	no	puedo	quedarme	quieta,
hay	 que	 avanzar,	 me	 repito,	 no	 arrancar	 (aunque	 también	 y	 cómo	 querría),	 solo
avanzar.
Suena	el	celular.	Es	mi	hija	que	llama	desde	Inglaterra,	donde	cursa	un	programa
de	verano	en	ciencias	políticas.	Viajó	becada	con	un	grupo	de	estudiantes	de	varios
países	y	es	un	orgullo	pero	a	la	vez	una	preocupación	feroz	saberla	por	esos	lares.	Los
atentados	 en	 Londres	 me	 han	 dejado	 con	 el	 alma	 en	 un	 hilo	 y	 si	 tuviera	 dinero
suficiente	 ya	 andaría	 por	 allá,	 cual	 escolta,	 para	 protegerla.	 Se	 ríe	 un	 poco	 de	 mi
paranoia,	pero	también	me	entiende.	Me	cuenta	de	sus	días	en	Oxford,	del	ensayo	que
debe	entregar	mañana	a	primera	hora,	y	del	lanzamiento	del	último	Harry	Potter,	al
que	 asistirá	 en	 unas	 horas.	 Hablamos	 de	 otras	 cosas	 también	 y	 ella	 me	 alienta,
sumándome	 a	 su	 esperanza.	 Sin	 demasiadas	 palabras	 me	 recuerda	 lo	 único
importante:	la	alegre	constancia	de	nuestros	amores	y	de	nuestros	lazos.	Madre	e	hija,
aquí	sí	ha	sido	posible.	Siempre	podemos	contar	con	ello.
No	dar	tregua,	me	repito,	mientras	avanzo	otro	par	de	calles.	Primero	a	cuadras
lentas	y	luego	más	rápidas.	Voy	a	pasos	de	ciervo	recién	nacido,	pero	también	sé	que
si	quisiera	podría	convertirme	en	un	elefante,	firme	y	grande.	Porque	eso	es	lo	que
soy:	grande.	Una	adulta	y	una	mujer	que	no	deja	de	ser	sólida	solo	porque,	de	tiempo
en	tiempo,	la	niña	que	era,	fui	o	soy	siempre	un	poco,	despierte	alarmada	y	se	tome
todo	de	mí	por	un	rato.
Un	tercio,	mamá.	Un	tercio.
¿Realmente	necesitamos	esta	clase	de	detalles?	¿Una	métrica	en	centímetros	del
dolor?	¿Para	qué?	¿Para	creerme?	¿O	para	liberarte	de	hacerlo?
Mi	voz	o	la	suya	—no	puedo	distinguir	bien—	acompaña	cada	paso.	Casi	puedo
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sentir	entre	las	piernas,	una	vez	más,	la	medida	exacta	de	mi	padre,	el	tramo	de	su
carne	que	avalaría	mi	testimonio	ante	mi	madre	u	otras	personas.	Quiero	llorar	y	no
puedo.	Retengo	una	arcada	y	no	sé	si	es	pena	o	rabia	lo	que	me	consume	al	punto	del
aturdimiento.	Quizás	un	poco	de	ambas.
Pienso	 en	 la	 precariedad	 de	 nuestras	 confianzas	 en	 el	 prójimo;	 la	 morbosa
necesidad	de	detalles	para	atestiguar	nuestra	compasión	o	el	crédito	que	damos	a	las
vidas	de	otros,	o	el	crédito	que	otorgamos,	simplemente,	a	la	posibilidad	del	horror.
Quiero	creer	que	estas	resistencias	no	son	sino	un	signo	de	fe	en	lo	humano;	una
confianza	que	se	resiste	a	dar	cabida	a	atrocidades	cometidas	por	personas	iguales	a
nosotros,	o	a	concebir	que	siempre	hay	una	dimensión	de	daño	posible	en	muchas	de
nuestras	acciones,	aun	las	más	nobles.	Pero	si	esa	buena	confianza	es	lo	que	mueve	a
mi	madre,	por	qué	no	preguntarme	de	otro	modo,	o	por	qué	no	preguntarme	sobre
otras	 cosas	 como,	 por	 ejemplo,	 cómo	 sueño	 y	 vivo	 los	 amores	 después	 de	 una
experiencia	 como	 la	 vivida	 con	 mi	 padre,	 o	 de	 qué	 manera	 ciertas	 lecciones	 han
determinado	mi	maternidad,	mi	trabajo	con	los	niños,	o	qué	de	bueno	he	aprendido
sobre	mí,	sobre	el	perdón.
Podría	compartir	información	tanto	o	más	decidora	sobre	lo	vivido,	sin	soslayar	el
fondo	 de	 mi	 alma,	 pero	 bajo	 una	 forma	 benévola,	 que	 me	 permita	 libertad	 en	 las
palabras	 que	 elijo,	 en	 el	 tono,	 y	 sobre	 todo	 en	 la	 intención.	 No	 quiero	 hablar	 del
incesto	porque	sí.	No	me	interesa	aportar	detalles	para	precisar	la	tragedia.	Si	tengo
que	decir	algo	quiero	hacerlo	por	buenos	motivos,	que	a	alguien	le	sirvan	o	por	lo
menos	 a	 mí:	 para	 sanarme,	 discernirme,	 constatar	 cuán	 lejos	 he	 llegado.	 No	 para
someterme	(ni	a	nadie)	a	juicio;	no	para	dañar	a	otros.
Honestamente,	 preferiría	 mentir	 e	 inventarme	 una	 niñez	 en	 Fantasilandia	 antes
que	realizar	otra	autopsia	sobre	cuerpos	fantasmas,	como	el	mío	de	niña	o	el	de	mi
padre	 muerto.	 Cuerpos	 que	 no	 tengo	 voluntad	 de	 vulnerar.	 No	 porque	 sí,	 o	 no
descarnadamente	como	mi	mamá,	en	su	apuro	por	saber,	demanda.	Si	no	se	cuenta
con	un	mínimo	sentido	de	respeto	o	humanidad,	este	ejercicio	forense	termina	siendo
tan	absurdo	como	innecesario:	a	quién	puede	servirle	ya.	Utilidad	tendría	si	el	dolor
pudiera	reducirse,	por	último,	a	un	tema	anatómico,	de	centímetros	más	o	menos,	de
un	órgano	o	un	área	de	la	piel.	Qué	no	daría	yo.	De	ser	así,	una	buena	cirugía	bastaría
para	extirparlo,	maquillarlo,	transformarlo,	lo	que	fuera	con	tal	de	deshacerse	de	sus
huellas.	Pero	no	se	puede,	porque	el	dolor	no	funciona	así;	no	se	sirve	en	porciones	y
es	simplemente	parte	del	todo,	toda	una,	su	cuerpo,	su	alma,	la	vida.
La	vida.	Aquí.	Ahora.
No	me	doy	cuenta	cuando	ya	estoy	en	la	plaza	Pedro	de	Valdivia	que	se	ve	más
linda	que	nunca	bajo	este	sol.	Hace	frío,	pero	no	se	siente	en	la	caminata	por	pleno
Bilbao.	 Tampoco	 el	 cansancio,	 y	 eso	 que	 aún	 me	 quedan	 unas	 diez	 cuadras	 para
llegar	a	la	consulta	de	Mario.	Calles	que	descuento	pensando	en	mi	hija,	sus	ojos
negros,	el	eco	de	su	risa;	los	muchos	ángulos	desde	los	que	puede	fotografiarse	o
mirarse	una	sola	de	sus	manos.	Un	obrero	de	una	construcción	cercana	me	canta	el
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tema	de	una	vieja	teleserie,	La	Colorina,	y	lo	hace	con	tanta	simpatía	que	me	hace
reír	con	ganas.	Sin	darme	cuenta,	el	calambre	cede.	Poco	a	poco,	mis	extremidades
recuperan	su	libertad	de	movimiento	y	siento	como	si	caminara	por	primera	vez	en	la
vida.	Puedo	volver	a	creerme	lagartija	y,	como	en	tantas	otras	ocasiones,	adueñarme
de	 esta	 bendita	 capacidad	 de	 regenerar	 una	 cola,	 o	 lo	 que	 yo	 quiera	 si	 me	 lo
propongo.
Segura	de	estar	en	plena	posesión	de	mí	otra	vez,	descanso	frente	a	un	negocio	en
Miguel	Claro,	creo.	Siempre	confundo	las	calles	de	Manuel	Montt	hacia	abajo.	Podría
ser	otra	y,	sinceramente,	ni	sé	hasta	dónde	he	llegado.	Pero	he	llegado.	Me	siento
sobre	 las	 escalinatas	 del	 local	 y	 respiro	 hondo.	 Pienso	 en	 mi	 madre,	 en	 nuestra
conversación	inconclusa,	en	su	angustia,	en	la	mía.	La	verdad	no	necesita	ser	una
masacre,	me	repito,	solo	debe	ser	la	verdad.	Todas	las	verdades,	cualesquiera	sean
estas:	horrendas	como	el	incesto,	y	tan	portentosas	como	el	cariño.	Por	más	difícil
que	a	ella	le	resulte	de	creer,	yo	a	mi	mamá	la	quiero;	no	me	deja	inmune	su	frío	ni	su
dolor	(como	tampoco	me	dejó	inmune,	en	el	pasado,	el	sufrimiento	de	mi	padre).	Es
mi	mamá:	antes,	durante,	ahora	y	siempre.	Y	yo,	su	hija.	Ambas	merecemos	cuidado.
Por	eso	voy	al	mueble	chino	con	miles	de	cajones	que	he	instalado	en	la	memoria	y,
con	muchísima	dedicación,	comienzo	a	elegir	qué	recuerdos	compartiré	con	ella	—ni
de	más,	ni	de	menos—	para	dar	justo	sentido	a	una	parte	de	nuestra	historia	que,	pese
a	todos	nuestros	silencios,	se	niega	a	desaparecer.	No	necesito	arriesgar	a	mi	madre	a
nuevas	heridas	ni	hurgar	en	sus	llagas	para	cerciorarme	de	que	existen.	Ojalá	no	las
tuviera.	Tampoco	yo.
Hasta	no	hace	mucho	tiempo,	el	tono	de	nuestra	conversación	pendiente	hubiese
sido	otro.	Algo	así	como	un	alarido,	una	letanía	desgarradora,	un	«por	qué»	brutal
reclamando	contra	la	falta	de	alerta	y	de	protección	de	los	adultos	de	mi	mundo.	Sin
embargo,	a	estas	alturas,	lo	único	importante	es	tener	claro	para	qué	hablar,	y	cómo
quedamos	luego.	Hacia	dónde	podemos	ir	mi	madre	y	yo	con	la	historia	develada,	o
de	qué	manera	enfrentamos,	de	ahora	en	adelante,	los	abrazos	o	los	viejos	álbumes	de
fotografías	y	las	anécdotas	alegres	y	enternecedoras	que	se	cuentan	en	cumpleaños	o
navidades	(y	que	deberán	seguir	siendo	contadas).	No	tenemos	por	qué	perderlo	todo
si	ya	hemos	perdido	tanto.
Si	no	queda	más	alternativa	que	enfrentar	la	verdad,	que	esta	sirva	para	reparar	lo
que	se	pueda;	no	para	quedar	más	heridas.	Un	daño	basta.	Uno	es	demasiado	porque
nadie	permanece	inmune.	Los	campos	de	víctimas	se	alfombran	de	chicos	y	grandes,
generaciones	 presentes	 y	 pasadas,	 perpetradores	 e	 inocentes.	 Hiroshima	 no	 me
pertenece	solo	a	mí,	sino	también	a	mi	mamá,	a	mi	hermana	menor,	a	mis	abuelos,	a
mi	propio	padre	y	a	todos	los	que,	sabiéndolo	o	no,	queriendo	ver	o	no,	compartimos
la	 experiencia	 y	 pagamos	 su	 costo:	 ese	 «algo»	 de	 cada	 uno	 que	 sería	 mutilado	 y
lanzado	lejos;	imposible	de	remendar.	Aunque	siempre	se	puede.	Conozco	bien	ese
quehacer.	Ya	dispongo	de	mi	aguja	e	hilo	blanco.
Algo	más	calmada,	llego	a	la	consulta	de	mi	terapeuta.	Quisiera	quedarme	aquí
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por	el	resto	de	mi	viaje	a	Chile,	pero	la	sesión	con	Mario	dura	menos	de	una	hora.
Apenas	lo	necesario	para	una	redentora	contención	y	el	recordatorio	imprescindible
de	lo	que	he	logrado	en	estos	años,	cuán	viva	y	crecida	estoy,	cuán	libre	soy	en	mi
hogar,	 allá	 lejos.	 Ese	 espacio	 ancho	 y	 tibio	 donde	 la	 vida	 y	 yo	 circulamos	 como
queremos,	asumiendo	sus	triunfos	y	también	ciertas	limitaciones,	la	cota	heredada	de
una	infancia	que	no	elegí	pero	me	pertenece.	Una	parte	de	la	biografía	que	puede
aceptarse	—con	su	memoria	difícil	y	sus	rastros	en	la	identidad—	tal	cual	se	acepta
vivir	con	diabetes,	restringiendo	la	ingesta	de	azúcares,	o	como	después	de	un	infarto
se	incorpora	a	las	rutinas	la	caminata	diaria	y	el	sensato	monitoreo	del	colesterol.
Ni	fenómeno,	ni	víctima,	ni	ser	humano	de	segunda	clase	definido	a	partir	del
estigma.	 Mucho	 menos	 prócer,	 héroe	 ni	 santa.	 Ya	 he	 conocido,	 una	 por	 una	 y	 en
distintas	fases	de	la	vida,	la	multitud	de	versiones	posibles	luego	de	sobrevivir	una
experiencia	como	el	incesto.	Y	heme	aquí	finalmente,	con	mis	años,	mi	maternidad,
mis	oficios,	mis	compañeros	de	camino	y	la	vida	que	he	elegido.	Una	persona	más.
Una	mujer.	Eso	es	lo	único	que	no	puedo	ni	quiero	olvidar.	Jamás.
Luego	de	la	terapia	de	urgencia,	emprendo	con	renovada	seguridad	el	camino	de
regreso	al	edificio	donde	vive	mi	madre.	Un	par	de	horas	después,	me	detengo	frente
a	la	puerta	del	departamento	y	repaso	por	última	vez	mi	nombre,	mis	datos	vitales,	la
sesión	 con	 Mario	 y	 el	 mapa	 que	 con	 su	 ayuda	 he	 logrado	 definir	 para	 hacer	 el
recorrido	 por	 mi	 verdad.	 Ya	 no	 es	 posible	 volver	 el	 tiempo	 atrás	 ni	 posponer	 esta
conversación	para	un	futuro	inexistente.	Hay	que	avanzar,	me	repito	una	y	otra	vez,	y
casi	puedo	sentir	la	banda	sonora	de	Tiburón	en	el	alma,	cuando	me	decido	a	tocar	el
timbre	y	desencadenar	esta	voz	postergada	por	décadas.
Nadie	 abre	 y	 casi	 me	 parece	 peligroso.	 Aún	 son	 vívidos	 los	 recuerdos	 de	 la
depresión	que	sufrió	mi	mamá	cuando	por	fin	se	separó	de	mi	padre	—a	mis	catorce
años—,	y	llego	a	pensar	que	si	hablo	de	«esto»	capaz	que	la	mate.	Tal	vez	sería	mejor
engañarla,	hacerme	la	loca	y	derechamente	simular	un	brote	psicótico	para	que	me
internen	 antes	 de	 arriesgarme	 a	 enrollar	 colgajos	 de	 espinas	 sobre	 la	 frente	 de	 la
mujer	que	me	dio	la	vida.	No	puedo	imaginar	lo	que	sentiría	yo	en	su	lugar.	Cómo	se
desharía	mi	alma	si	fuese	mi	hija	quien	me	hablara	del	dolor	impronunciable	de	su
cuerpo,	hijo	del	mío.	Esto	es	demasiado	para	cualquiera.
Cuando	estoy	a	punto	de	echar	marcha	atrás,	la	puerta	se	abre.	Entro	y	encuentro
a	mi	mamá	que,	sin	decir	palabra,	se	instala	en	su	sillón	preferido,	mirando	hacia	la
cordillera.	 La	 tarde	 cae	 preciosa	 sobre	 los	 Andes	 recién	 nevados	 y,	 frente	 a	 ellos,
ruego	en	silencio	que	alguna	fuerza	de	montaña	nos	acompañe.
—¿Quieres	 que	 hablemos	 ahora,	 mamá?	 ¿O	 mejor	 más	 rato,	 otro	 día?	 (Ojalá
nunca).
—Prefiero	ahora.	Ya	hemos	dilatado	demasiado	esto,	¿no	crees?
Nunca	estuve	más	de	acuerdo	con	ella	que	en	este	momento.	No	sé	cuántas	veces
intenté	y	fracasé	en	esta	confesión:	a	los	doce,	los	quince,	los	dieciocho,	los	veinte,
los	veintidós,	los	veinticinco	y	los	veintiocho	años	de	edad.	De	estas	estoy	segura
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porque	recuerdo	que	en	cada	oportunidad	me	tomó	meses	juntar	valor	para	decidirme,
luego	semanas	para	encontrar	la	ocasión	de	hablar	y,	por	último,	otros	meses	más
para	reconciliarme	con	la	impotencia	de	no	haber	podido,	de	haber	llegado	a	la	mitad,
o	 simplemente	 de	 no	 haber	 sido	 escuchada.	 Terminé	 decretando	 que	 ya	 no	 era
necesario	hablar	de	nada	con	mi	madre,	pero	olvidé	cuán	perseverante	puede	ser	la
verdad;	 su	 cualidad	 flexible,	 no	 sé	 si	 líquida	 o	 aérea,	 que	 por	 cualquier	 pequeño
intersticio	se	cuela	y	se	hace	presente.	No	importa	cuánto	tiempo	le	lleve	lograrlo.
Le	 robo	 una	 silla	 al	 comedor	 ordenado	 como	 con	 una	 escuadra.	 Todo	 es
simétrico;	el	ambiente	da	la	sensación	de	un	orden	perfecto	y	un	hogar	impecable
(igual	que	en	mi	casa	de	niña,	aunque	nada	era	así).	Hasta	las	hojas	del	ficus	caen
uniforme	y	armónicamente,	proyectando	sombras	exactas	sobre	la	mesa	lustrada	del
abuelo	alrededor	de	la	cual	me	parece	ver	a	los	fantasmas	de	siempre.	Quizás	por	lo
mismo	 evito	 mirar	 el	 mobiliario	 que	 nos	 acompaña,	 las	 caras	 talladas	 de	 unos
conquistadores	españoles	horrorosos	que	me	aterraban	cuando	niña,	tal	como	deben
haber	 aterrado	 a	 los	 mapuches	 siglos	 atrás.	 Luego,	 bajo	 otro	 poco	 la	 vista	 ante	 el
espejo,	gigante	y	antiguo,	que	no	alcanzaba	a	reflejarme	en	casa	de	mis	abuelos	pero
me	 permitía	 estudiar	 cada	 mueca	 y	 pestañeo	 de	 mi	 padre	 en	 almuerzos	 y	 cenas
familiares.	 Hoy,	 su	 ánima	 sitiada	 tras	 el	 cristal	 de	 siempre	 es	 responsable	 de	 esta
ceremonia	entre	mi	madre	y	yo.	Sin	él,	pero	con	él	instalado	en	cada	partícula	del	aire
que	respiramos.
Me	acerco,	arrastrando	la	silla,	y	antes	de	sentarme	paso	una	mano	por	la	espalda
de	mi	mamá.	No	sé	por	qué,	pero	necesito	tocarla,	y	necesito	que	ella	me	sienta	de	un
modo	que,	con	palabras,	jamás	le	quedará	claro.	Ella	levanta	su	brazo,	sostiene	mi
mano	 en	 la	 suya	 durante	 un	 sobrecogedor	 segundo	 y	 la	 suelta	 de	 inmediato.	 Ya
sabemos.	O	ella	sabe,	y	suspira.	Porque	aunque	jamás	sea	posible	el	alivio	total	de
ciertos	dolores,	en	las	intenciones	declaradas	mediante	un	sencillo	y	fugaz	roce	de
pieles	 hay	 más	 piedad	 que	 resentimiento,	 y	 eso	 es	 siempre	 un	 punto	 de	 partida
alentador.
¿Cómo	 comenzar?	 «Había	 una	 vez»	 aquí	 no	 sirve.	 Quizás	 sí	 lo	 haría	 una
metáfora;	símbolos	que	atestigüen	a	qué	venimos.	Insistir	en	que	este	empeño	no	es
tan	distinto	a	revisar	un	viejo	tomo	de	historia,	pero	familiar,	para	recordar	ciertos
episodios	y	agregar	lo	que	falta.	Creo	que	nos	puede	servir.	Completar	la	línea	del
tiempo	con	los	hechos	ausentes,	nada	más.
Hablo	sinceramente.	Este	esfuerzo	no	es	sino	para	asumir	la	realidad	de	ciertas
experiencias	 y	 luego,	 una	 vez	 incorporadas	 sus	 moralejas,	 poder	 continuar
escribiendo	el	tomo	de	vida	que	aquí	y	ahora	nos	ocupa:	las	bienvenidas	de	hijos	y
nietos,	 las	 nuevas	 etapas	 y	 desafíos	 de	 cada	 edad,	 y	 el	 cariño	 que,	 más	 allá	 de
cualquier	orfandad,	me	resulta	irrevocable.	Quizás	sea	por	una	cuestión	de	sangre;	de
lealtades	imposibles	de	someter	a	la	razón.	Solo	existen.	Los	afectos	como	escenario
de	 fondo	 y	 puesta	 a	 tono	 del	 alma	 para	 emprender,	 a	 salvo,	 la	 conversación	 más
difícil	y	dolorosa	de	nuestras	vidas.	Una	conversación	que	ojalá	se	convierta	en	una
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suerte	de	plegaria	a	dos	voces	que	invoque	el	pasado,	protegidamente.	Que	este	sea	el
último	 esfuerzo	 de	 mi	 voz	 para	 iluminar	 treinta	 y	 tantos	 años	 que,	 aunque
compartidos	primero	bajo	un	mismo	techo	y	más	tarde	en	países	distintos,	son	un
tiempo	 de	 niebla	 entre	 mi	 mamá	 y	 yo:	 años	 de	 no	 conocernos,	 de	 terminar
pudriéndonos	 un	 poco	 bajo	 la	 misma	 gasa	 (vieja,	 usada	 y	 vuelta	 a	 usar)	 de	 los
secretos.	Apósitos	que,	lejos	de	proteger,	infectan	la	herida	que	se	suponía	debían
ayudar	a	cicatrizar.	Una	herida	mía,	nuestra,	que	al	fin,	haciéndose	visible,	quizás
juntas	podamos	lavar	y	sanar.
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I
Crecer	y	jugar	en	el	saqueo
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«P
PRIMEROS	ENCUENTROS	BÁRBAROS
or	 aquí	 pasó	 Atila,	 el	 Huno».	 Esa	 es	 una	 de	 mis	 primeras	 sensaciones	 al
evocar	mi	infancia.	Una	invasión	bárbara	dentro	y	fuera	de	la	casa;	dentro	y
fuera	del	cuerpo.	En	plena	identidad.
No	recuerdo	bien	de	qué	manera	ni	cuándo	comenzó	todo.	No	puedo	dar	certezas
que	 no	 tengo	 (y	 acaso	 jamás	 tenga).	 Era	 demasiado	 chica,	 demasiado	 carente	 de
conceptos	para	darle	un	significado	a	lo	vivido,	demasiado	inocente	para	comprender.
Solo	sé	que	mi	niñez	transcurrió	a	saltos	y	sobresaltos.	Como	si	la	vida	me	hubiese
tomado	en	brazos	para	llevarme	lejos	del	horror	lo	antes	posible,	eso	querría	creer.
Pero	lo	cierto	es	que	entre	trancos	largos	y	saltos	bruscos	pierdo	en	el	camino	muchos
años	y,	de	ellos,	sus	tareas,	gozos	y	maduraciones	imprescindibles.	Procesos	que,	de
todos	modos,	tendría	que	retomar	mucho	más	tarde,	de	puro	empeño	por	vivir,	al	fin,
acorde	a	mi	ritmo	y	el	de	cada	una	de	mis	etapas,	sin	esa	sensación	extenuante	de
tener	que	volver	atrás	constantemente	para	hilar	(o	remendar)	partes	de	mí	que	nunca
dejaron	de	ser	necesarias.	Ni	a	los	diez,	veinte,	ni	a	los	cuarenta	años,	ni	a	ninguna
edad.
Por	ahora,	no	me	queda	más	opción	que	crecer	rápido.	Demasiado	rápido.
Vivo	 sintonizada	 en	 frecuencia	 adulta,	 preocupada	 de	 los	 más	 grandes	 y	 sus
problemas,	sus	cambios	de	estado	de	ánimo,	sus	maneras	de	tratarme.	Hay	tanta	pena
y	descontento	en	mis	padres,	y	no	puedo	evitar	preguntarme	cuánto	de	todo	esto	se
debe	a	mí.
Escucho	a	diario	sus	discusiones,	las	batallas	perdidas	una	y	otra	vez	con	el	tema
del	alcohol	y	mi	papá,	que	siempre	desvía	la	atención	hacia	otras	cuestiones	para	no
dar	explicaciones	por	su	conducta.	Me	usa	a	mí	como	arsenal	contra	mi	madre:	«Tu
hija»,	«la	que	se	hace	pipí»,	«la	que	se	niega	a	comer».	La	rebelde,	la	mañosa,	la
«imposible	de	llevar	tranquilos	a	ninguna	parte».	Mi	mamá	intenta	defenderme,	pero
fracasa	una	y	otra	vez	y	me	doy	cuenta	de	que	va	perdiendo	fuerzas.
Me	 siento	 culpable	 de	 la	 pena	 de	 mi	 mamá,	 de	 la	 rabia	 de	 mi	 papá,	 o	 de	 las
contiendas	que	solo	a	ellos	deberían	involucrar	y	en	las	cuales,	sin	embargo,	participo
como	 si	 fuera	 un	 enemigo.	 Tal	 vez,	 el	 cordero	 cuyo	 sacrificio	 les	 permite	 algún
sentimiento	de	perdón	por	faltas	mutuas	donde	yo	no	tengo	nada	que	ver.	Pero	no	me
importa.	 En	 verdad,	 nada	 importa	 mucho	 con	 tal	 de	 vivir	 en	 paz	 aunque	 sea	 por
segundos.	Prefiero	admitir	que	soy	«mala»,	«difícil»	y	todo	lo	que	ellos	dicen	con	tal
de	no	provocarlos.	Puede,	inclusive,	que	sea	yo	quien	no	les	deja	más	alternativa	que
tratarme	como	lo	hacen.	O	puede	que	no.	De	todos	modos	necesito	creerles	cualquier
cosa,	antes	que	pensarlos	como	algo	remotamente	distinto	de	los	buenos	padres	que
yo,	como	cualquier	niño,	quiero	tener.
A	veces	me	siento	buena	por	tratar	de	entenderlos;	un	poco	heroica	por	echarme
la	culpa	ante	cada	alteración	en	la	«calma»	del	hogar.	Otras	veces	me	siento	tonta	y
hasta	ridícula,	queriendo	justificar	lo	que	en	cada	palmo	de	mí	se	siente	como	injusto
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e	 incomprensible.	 Porque	 por	 más	 esfuerzos	 que	 haga	 o	 por	 inteligente	 que	 sea
(«bastante	 inteligente,	 a	 pesar	 de	 todo»,	 dicen	 mis	 papás),	 nunca	 logro	 sentir	 que
entiendo	por	qué	o	por	dónde	se	descompone	el	mecanismo	que	nos	engrana	a	todos
en	esta	familia.	Al	menor	error	(o	no)	de	mi	parte	ocurren	estallidos	de	ira,	de	llanto,
de	golpes,	o	suceden	cosas	peores,	y	esas	sí	que	no	tengo	cómo	metérmelas	en	la
cabeza	junto	a	todo	lo	demás	que	voy	aprendiendo.
Quizás	sea	yo,	efectivamente,	la	pieza	más	defectuosa	de	esta	familia,	pero	si	es
así,	 me	 gustaría	 saber	 cómo	 me	 compongo;	 qué	 puedo	 hacer	 para	 que	 quieran
cuidarme,	o	para	que,	al	menos,	se	olviden	de	que	existo.	No	sé	qué	hacer	y,	por
mucho	tiempo,	solamente	trato	de	mantenerme	atenta	sobre	cada	gesto	de	aprobación
que	 pueda	 recibir	 de	 mis	 papás.	 Para	 respirar	 un	 poco	 aliviada,	 y	 para	 seguir
pensando	 que	 son	 «los	 buenos»,	 «los	 que	 tienen	 razón»,	 «los	 que	 sufren	 por	 mi
culpa»	 y	 así	 prolongar	 cuanto	 pueda	 esta	 ceguera	 que	 me	 permite	 continuar
queriéndolos,	confiando	en	ellos,	dependiendo	de	ellos	para	todo	(abrigo,	alimentos,
remedios,	estudios)	y	creyendo	que	por	alguna	poderosa	razón	la	vida	me	puso	bajo
su	 cuidado	 aun	 cuando	 no	 parezcan	 muy	 dispuestos	 o	 bien	 capacitados	 para	 esta
misión.	Por	algo	no	me	siento	segura	con	ninguno,	ni	en	condiciones	de	asimilar	todo
lo	que	su	mundo	de	grandes	me	muestra.	No	me	da	la	cabeza	para	hacer	caber	una
realidad	que	me	atora,	me	confunde	y	me	obliga	a	diferenciar	y	comprender	decenas
de	 detalles,	 misterios	 y	 contradicciones	 del	 paisaje	 que	 me	 rodea:	 un	 paisaje	 de
adultos	que	quizás,	por	lo	mismo,	no	logro	asimilar.	Al	menos	no	a	la	velocidad	que
se	necesita.	La	vida	siempre	me	lleva	la	delantera.	Avanza	a	saltos	de	alma.	A	saltos
también	del	cuerpo.
ASALTOS.
Golpeado	 como	 si	 fuera	 más	 duro	 y	 resistente	 de	 lo	 que	 es;	 asimismo	 tocado,
manoseado.	 Como	 si	 tuviera	 diez,	 quince,	 veinte	 años	 más	 de	 los	 que	 en	 realidad
tengo.	Un	cuerpo	pequeño	destinado	a	usos	de	grandes	(aunque	eso	lo	vendría	a	saber
mucho	después),	que	por	lo	mismo,	seguramente,	más	de	alguna	vez	se	rompe.	A
veces	sutilmente.	Otras	no	tanto.
A	los	cuatro	años	—quizás	un	poco	antes—	me	encuentro	rodeada	de	grandes
muros	con	enanos	de	colores	pintados	a	ras	de	cielo,	y	flores	gigantes	cerca	del	suelo.
Es	el	baño	del	jardín	infantil	The	Garden	College,	en	Providencia.	Desde	otra	sala
llegan	voces	de	niños	cantando	«Eran	tres	alpinos»	y	desde	una	ventana	muy	alta	cae,
como	escarcha	dorada,	una	luz.
A	mi	lado,	la	tía	Consuelo	—amable	coincidencia	su	nombre—,	igual	de	colorina
que	yo,	pero	linda,	me	toma	la	mano	y	comparte	los	dolores	de	la	primera	de	muchas
infecciones	urinarias	que	padecería	a	lo	largo	de	los	años.	¿Cómo	nunca	le	pareció
raro	a	nadie?	¿Tan	chica	y	con	tanta	infección,	las	cistitis	recurrentes,	año	tras	año	los
antibióticos,	las	bacinicas	con	vapor	de	agua	de	manzanilla,	la	pomada	cicatrizante?
«Ya	pasó,	mi	niña,	ya	pasó».	La	tía	Consuelo	parece	trinar.	Me	reconforta	oírla	a
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mi	lado	mientras	trato	de	orinar	de	a	gotas	sin	ningún	éxito.	Arde	y	clava	pero	me
aguanto	 y	 afirmo	 como	 con	 garras	 a	 la	 loza	 del	 escusado	 sobre	 el	 que	 intento
mantener	mi	equilibrio	hasta	completar	la	tarea.	Nada	de	ese	dolor	pasa,	pero	no	lo
digo.	Nunca	digo	nada.	Solo	aprieto	los	labios	para	no	pegar	un	grito	y	permanezco
con	la	vista	fija	en	los	haces	de	luz	que,	sin	dejar	de	parecer	mágicos,	se	vuelven	más
y	más	borrosos	sobre	la	baldosa	blanca	y	negra	del	baño.
Supongo	 que	 en	 aquellos	 tiempos	 comenzaba	 todo.	 Es	 lo	 más	 antiguo	 que
recuerdo.
No	 comprendía	 entonces	 por	 qué	 me	 la	 pasaba	 enferma.	 Solo	 sabía	 que	 me
tocaban	más	de	la	cuenta	«ahí»,	y	me	dolía.	O	me	duele.	Es	pasado	ese	dolor,	pero	en
realidad	aún	duele	a	veces.	Es	tan	difícil	conjugar	estos	verbos.	Tan	frágil	la	línea	que
separa	el	ayer	del	presente;	tan	volátil	la	frontera	entre	mi	hogar	de	niña	y	mi	propio
hogar,	el	lugar	sagrado	que	he	habitado	con	mis	hijas,	mis	sueños.
Regreso	a	casa.	A	mi	familia.
Me	cuesta	usar	estas	palabras	—casa,	familia—	para	nombrar	el	mundo	donde	la
barbarie	pudo	gestarse	y	sostenerse	por	tantos	años,	pero	no	tengo	otras.	Ahí	nací,
recibí	un	nombre,	me	convertí	en	hermana	mayor	de	una	niña	exquisita,	soñé,	tuve
miedo,	perdí	toda	inocencia	y	seguí	soñando.	Jugué	y	crecí	porque	la	vida,	al	parecer,
solo	sabe	avanzar	y	hacer	lo	mejor	de	cada	momento	(o	es	sabia,	pero	esa	palabra	no
la	conocía	entonces).	Nunca	se	detiene.
Algunos	niños	del	barrio	se	divierten	en	la	plazoleta	contigua	a	la	iglesia	Santa
Ana.	También	por	debajo	de	mi	ventana,	en	el	estacionamiento	del	edificio.	Me	gusta
oírlos	 reír	 y,	 al	 cabo	 de	 un	 tiempo,	 reconozco	 cada	 voz.	 Adivino	 quién	 llegará
primero	en	una	carrera,	quién	es	el	más	peleador,	cuál	el	más	tierno.	Los	miro,	con
algo	 de	 nostalgia,	 a	 través	 de	 las	 franjas	 metálicas	 de	 la	 persiana,	 y	 hay	 uno	 que
siempre	 me	 descubre	 y	 hace	 señas	 para	 que	 baje	 a	 juntarme	 con	 ellos.	 No	 tengo
permiso	para	hacerlo	y	en	general	juego	más	bien	sola;	entre	cuatro	paredes,	más	que
en	el	exterior.	Pero	me	alegra	saber	que	están	ahí,	anónimos	compañeros	de	tardes
terribles.	Habitantes	de	un	mundo	que	siempre	prometería	ser	más	amplio	y	gozoso
que	el	mío.
El	hogar	o	algo	parecido
El	 departamento	 donde	 vivo	 no	 es	 un	 lugar	 feliz	 ni	 que	 invite	 a	 la	 expansión.
Delgadísima	es	la	membrana	que	separa	habitaciones	de	grandes	y	niños;	frágil	el
piso	que	cruje;	estrechas	las	ventanas.	Hay	ecos	extraños	por	doquier	y	todo	se	oye
desde	donde	uno	esté:	la	música	de	Glenn	Miller	en	el	viejo	tocadiscos	Saba;	el	ruido
de	las	ollas	en	la	cocina;	los	pasos	y	penas	de	cada	quien;	mi	mamá	que,	a	pesar	de
todo,	canta	bajito	cuando	se	ducha;	el	goteo	—infaltable	en	toda	casa—	de	una	de	las
llaves	del	lavatorio;	tantas	otras	cosas.	Me	cuesta	creer	que	nadie	escuche	lo	que	pasa
conmigo.
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Yo,	en	cambio,	soy	capaz	de	percibir	hasta	el	aleteo	de	una	mariposa.	Paso	días
enteros	en	permanente	estado	de	alerta.	Con	miedo.	Mucho	miedo.	Respiro	rápido,	el
corazón	 me	 late	 fuerte	 y	 aunque	 esté	 inmóvil	 siempre	 me	 siento	 en	 movimiento.
Circular	en	el	departamento	me	parece	a	veces	como	recorrer	una	jungla,	una	larga	y
oscura	caverna,	un	territorio	en	guerra	o	un	campo	minado.	En	cualquier	momento
puedo	volar	en	pedazos	invisibles.	A	cualquier	hora,	cualquier	día,	todas	las	semanas,
durante	meses,	años.	Demasiados	en	la	cuenta	final.
A	 pesar	 de	 todo,	 mi	 miedo	 termina	 siendo	 mi	 mejor	 estrategia	 de
autopreservación.	Gracias	a	él	aprendo	a	cuidarme	y,	por	una	época,	me	resulta	una
fuente	inagotable	de	energía	y	vigilia,	como	si	tuviera	ojos	de	mosca	y	antenas	para
desplazarme	alerta	a	cada	momento	y	en	cada	rincón	de	mi	pequeño	mundo.
Con	 mi	 papá	 en	 los	 alrededores	 es	 indispensable	 vivir	 así.	 Las	 rutinas	 más
inofensivas	y	automáticas	—vestirse,	desvestirse,	cepillarse	los	dientes	o	bañarse—
pueden	 dar	 lugar	 a	 extraños	 y	 desagradables	 incidentes	 que	 no	 puedo	 prever	 ni
detener.	Generalmente,	son	acercamientos	corporales	que,	aun	siendo	tan	pequeña,
percibo	cargados	de	algo	secreto,	o	malo.	Quizás	me	parecen	así	por	el	miedo	en	que
vivimos.	Sin	miedo,	tal	vez	me	habrían	parecido	solo	extraños	o	incómodos,	pero	sin
la	 carga	 que	 agrega	 estar	 asustada.	 Consciente,	 además,	 de	 su	 poca	 naturalidad,
porque	mi	papá	nunca	se	ve	alegre	ni	relajado	cuando	me	toca	y	porque	nunca	hay
gente	 en	 los	 alrededores.	 Además,	 las	 maneras	 de	 tocarme	 son	 completamente
diferentes	cuando	estamos	los	dos	que	cuando	estamos	en	familia,	o	como	hace	con
otros	niños,	en	público.	Conmigo	es	siempre	a	solas.	Siempre	tenso.	A	lo	mejor	por
eso	mi	piel	se	recoge	y	siente	tanto	miedo.	Un	miedo	difuso	y	diferente	del	que	siento
cuando	él	se	enoja,	o	me	golpea	(y	ese	sí	es	un	miedo	nítido).	Pero	ambos	son	tan
reales	como	la	carne	y	los	huesos	del	cuerpo	grande	de	mi	papá,	que	manda	al	mío.
Mis	miedos	me	acompañan	en	bloque,	todo	el	tiempo,	al	punto	de	que	parecen
llevar	una	existencia	independiente	de	mí.	Me	previenen	de	nunca	quedarme	a	solas
ni	equivocarme;	jamás	bajar	la	guardia	mientras	duermo	o	uso	el	baño;	cuidado	con
no	tragar	la	comida,	con	ensuciar	la	ropa	o	con	demorarme	en	estar	lista	para	una
salida	familiar.	Debo	concentrarme	en	evitar	todo	aquello	que	dé	motivos	para	ser
tocada	 o	 castigada,	 o	 lo	 que,	 aun	 sin	 motivos,	 provoque	 la	 rabia	 o	 los	 extraños
comportamientos	de	mi	papá.
Mi	padre	se	parece	a	un	actor	de	cine	de	origen	árabe	cuando	sonríe,	y	a	nadie
cuando	está	enojado.	Puede	pasar	de	recitar	en	francés	a	quebrar	una	taza	contra	la
mesa,	simplemente	porque	el	té	viene	con	una	película	de	grasa,	o	puede	cantar	a
Sinatra	y	luego	gritar	insultos	tres	tallas	más	grandes	que	mi	estatura.	A	veces,	tomará
en	vilo	el	mismo	cuerpo	que	recién	golpeaba	con	su	cinturón	y,	antes	de	terminar	con
el	 número	 de	 correazos	 prometidos,	 lo	 aventará	 como	 una	 bolsa	 de	 arena,	 contra
alguna	pared.	Estos	cambios	no	tienen	motivo	aparente.	No	he	hecho	nada	distinto	de
lo	 de	 siempre.	 Solo	 aceptar,	 y	 tratar	 de	 no	 llorar	 para	 no	 enojarlo	 aún	 más.	 No
funciona.	 Es	 como	 si	 él	 llevara	 bombas	 en	 el	 corazón,	 pero	 sin	 un	 detonador
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confiable.	Con	él	no	hay	conteo	regresivo,	o	tal	vez	sea	yo	la	que	no	alcanza	a	contar
a	su	ritmo.	Mal	que	mal,	me	lleva	treinta	años	de	ventaja	y	yo	aún	no	comienzo	el
colegio.
Para	entonces	corrían	los	setenta,	un	tiempo	que	me	devuelve	chispazos	de	una
televisión	en	blanco	y	negro	con	Pin	Pon	y	Música	Libre,	gases	horribles	que	me
hacen	llorar	camino	al	pediatra,	mis	muñecos	Lili	y	Carlitos,	y	el	sabor	a	Milo	con
leche.	También	recuerdo	las	interminables	filas	junto	a	mi	nana	fuera	del	almacén	de
don	Eduardo.	Nunca	sé	qué	esperamos	comprar	y	muchas	veces	no	compramos	nada.
De	todos	modos,	me	voy	contenta	porque	don	Eduardo	siempre	me	toma	la	mano	al
despedirse	y	deja	en	mi	palma	un	caramelo	o	un	chicle	de	tutti	fruti.	Tesoros	que,
como	las	ardillas,	guardo	para	gozar	sola	en	mi	habitación	mientras	evoco	la	ternura
gratuita	de	nuestro	almacenero.
Mi	habitación.	Mía,	y	tan	ajena.	En	ella	nunca	me	siento	segura,	pero	me	gustan
sus	tonos	pastel	y	el	ángulo	en	que	entra	la	luz	por	la	ventana,	durante	las	tardes.
Sobre	mi	almohada	descansa	una	bella	muñeca	con	traje	de	terciopelo	calipso	que	mi
papá	trajo	de	Italia,	y	de	la	pared	frente	a	mi	cama	cuelga	una	pintura	parisina	con
una	niña	de	boina	y	pelo	largo.	Según	él,	las	eligió	porque	se	parecían	a	mí.	Ambas
rubias	y	de	ojos	azules.	Yo	no	les	encuentro	ningún	parecido,	pero	soy	feliz	con	esos
regalos	—regalos	de	niña—	y	estas	muestras	de	cariño	inofensivo.
Cuando	 viaja	 por	 negocios	 suele	 traernos	 juguetes,	 vestidos.	 Otras	 veces
simplemente	«viaja»,	no	trae	nada	y	nadie	comenta	con	alegría	dónde	ni	a	qué	fue.	Es
evidente	 que	 está	 metido	 en	 problemas,	 pues	 mi	 mamá	 reclama	 en	 voz	 alta	 sobre
cómo	es	posible	que	un	abogado	tenga	líos	con	la	justicia	mientras	ella	trabaja	hasta
los	fines	de	semana.	«Para	pagar	deudas»,	dice	en	tono	genérico,	pero	ella	gasta	muy
poco	y	sabemos	a	quién	vienen	a	buscar	para	hacer	las	«cobranzas».	Más	de	alguna
vez	abro	la	puerta	y	digo	que	mi	papá	no	está,	pero	está.
Es	curioso	que	mi	mamá	se	enoje	tanto	con	mi	padre	y	que,	por	otra	parte,	mienta
para	 protegerlo.	 Tampoco	 entiendo	 que	 reclame	 y	 no	 haga	 nada	 por	 cambiar	 la
situación.	Ella	dice	que	se	saca	la	mugre	trabajando	por	sus	hijas,	pero	a	veces	me
parece	que	es	sobre	todo	por	él,	para	salvarlo	de	problemas,	o	para	alegrarlo,	porque
nunca	se	ve	contento.	Se	gasta	la	existencia	empeñado	en	compensar,	con	una	adultez
de	magnate	griego,	una	infancia	de	abandonos	y	pobrezas.	Eso	suele	decir	mi	madre,
mientras	año	tras	año	él	apostará	los	frutos	del	trabajo	ajeno	a	la	ganancia	fácil,	pero
siempre	esquiva,	de	sus	personales	loterías.	Azares	alrededor	de	los	cuales	crecen	su
desesperación	y	su	furia.	Y	alrededor	de	estas,	el	silencio	de	su	alma.	Y	en	el	silencio
de	su	alma,	el	vacío	desgarrador	donde	me	pierdo.	Completamente.
A	veces	es	tanta	la	ira	de	sus	ojos,	tanto	el	desprecio,	que	me	deja	tiritando.	Es
frío	lo	que	siento,	y	una	lejanía	feroz,	como	si	él	estuviera	hablándole,	gritándole	o
tocando	a	otra	persona,	pero	soy	yo.	Veo	cada	mañana	al	despertar	el	cuadro	que	me
trajo	de	París,	y	es	claro	que	no	soy	la	niña	de	sus	ojos.	No	sé	exactamente	quién	soy
para	 él.	 Qué	 recuerda	 o	 qué	 piensa	 cuando	 se	 queda	 mirándome	 y	 el	 universo	 se
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congela.	Y	aunque	todo	parece	enmudecer,	mi	cuerpo	resuena	con	un	grito	que	parece
venir	 desde	 dentro	 de	 mi	 papá:	 una	 voz	 que	 reclama	 contra	 algo	 que	 no	 puedo
adivinar,	pero	que	se	siente	peligroso.	No	sé	bien	qué	es,	pero	debe	ser	algo	muy
malo,	imposible	de	imaginar	entre	padres	e	hijas.
En	mi	hogar	se	vive	un	poco	así	como	yo	me	siento	frente	a	él.	Tensos,	rodeados
de	cristales	a	punto	de	quebrarse,	agobiados	por	decretos	para	no	ver,	no	decir,	no
sentir.	 Para	 hacer	 como	 si	 viviéramos	 una	 vida	 común	 y	 corriente,	 perfectamente
ordenada,	cuando	en	realidad	es	todo	lo	contrario.
Los	hábitos	de	los	adultos	de	mi	familia	son	atípicos	y	algo	caóticos.	Mi	madre
llega	del	trabajo	al	anochecer	y	mi	papá	lo	hace	habitualmente	de	madrugada,	aunque
no	viene	de	trabajar	porque	siempre	trae	olor	a	trago.	Sea	la	hora	que	sea,	mi	mamá
se	levanta	y	discuten.	Gritan,	golpean	puertas	o	mesas;	a	veces	se	reconcilian	y	ríen
juntos;	otras	veces	duermen	separados.	En	más	de	una	oportunidad	aparece	mi	abuelo
—en	 pijama	 bajo	 la	 chaqueta—	 a	 interceder,	 y	 en	 una	 sola	 ocasión,	 pasada	 la
medianoche,	aparece	la	madre	de	mi	papá	(¿mi	abuela?)	a	reencontrarse	con	el	hijo	al
que	 abandonó	 durante	 sus	 primeros	 meses	 de	 vida	 y	 a	 quien	 no	 ha	 visto	 desde
entonces	(ni	volverá	a	ver).	Recuerdo	su	vestido	verde	muy	chillón	y	su	apariencia
humilde,	su	piel	curtida	por	la	edad	y	por	el	sol	nortino.	Es	una	señora	a	la	que	mi
padre	trata	con	perturbadora	distancia	y	desdén,	tal	vez	merecidamente,	quién	sabe.
Más	de	alguna	vez	le	reclama	a	mi	mamá	por	«malcriarnos»	a	mi	hermana	y	a	mí	con
atenciones	 «excesivas»,	 mientras	 él,	 que	 tuvo	 una	 madre	 «desnaturalizada»,	 se	 las
arregló	de	lo	más	bien	solo	«para	hacer	una	buena	vida».	Ya	vas	a	ver	como	esta	—se
refiere	 a	 mí—,	 con	 tanta	 sobreprotección,	 termina	 siendo	 una	 inútil	 y	 débil	 de
carácter.	No	sé	qué	quiere	decir,	pero	juro	que	le	llevaré	la	contraria	a	como	dé	lugar.
A	escondidas,	suelo	mirar	desde	el	pasillo	hacia	el	comedor	donde	los	grandes	se
reúnen	y	no	comprendo	mucho	de	lo	que	hablan.	Menos	entiendo	de	altercados	o
visitas	que	luego	nadie	comenta,	como	si	no	hubieran	ocurrido.	«No	pregunte,	no	se
meta	en	cosas	de	adultos»,	me	ordenan.	Vuelvo	a	mi	cama,	pero	no	puedo	dormir.
Con	 los	 ojos	 apenas	 entreabiertos,	 detecto	 una	 sombra	 en	 el	 umbral	 de	 la	 puerta.
Parece	un	gorila	albino,	enorme,	peludo,	con	poderes	sobrenaturales.	Eso	creía	yo.
Cerraba	los	ojos	y	lo	seguía	viendo;	los	abría	y	ahí	estaba	de	nuevo.	A	veces	soñaba
con	él,	pero	al	despertar	de	mi	pesadilla	no	se	había	marchado,	o	era	que	recién	venía
llegando.	Siempre	en	el	umbral	de	la	puerta.	Una	ilusión	óptica	provocada	por	la	luz
de	los	faroles	de	la	calle	que	dan	sobre	la	camisa	blanca	y	almidonada	de	mi	padre	al
entrar	a	mi	habitación.
Vivo	 de	 noche,	 o	 me	 desvivo,	 y	 es	 natural	 que	 cuente	 con	 más	 recuerdos	 en
penumbra	que	a	la	luz	del	día.	Eran	tiempos	de	dormir	poco	y	nada;	de	acostumbrarse
a	pasar	horas	interminables	de	espera	y	vigilancia	a	oscuras.	Contra	el	negro,	invento
mundos	paralelos	donde	pasar	el	miedo	y	escribo	en	el	aire	mis	propias	historias	que,
capítulo	 a	 capítulo,	 voy	 siguiendo	 cada	 noche.	 Durante	 el	 día,	 al	 menos,	 suelo
descansar:	 respiro	 a	 otro	 ritmo,	 me	 muevo	 distinto	 y	 casi	 siento	 que	 ocupo	 más
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espacio	 en	 el	 universo.	 Mis	 extremidades	 son	 libres	 y	 livianas,	 y	 mi	 cuerpo	 se
despliega	en	su	real	envergadura	en	lugares	como	el	jardín	infantil	y	luego	el	colegio.
Ahí	me	acompañan	otras	personas	con	las	que	me	siento	tranquila	y	estimulada.	Y
tanto	es	así,	que	aprender	se	vuelve	un	placer	agradecido	y	un	constante	recreo.	La
mejor	parte	de	mi	vida.	Los	mejores	recuerdos	también.	Recuerdos	donde	no	logro
localizar	a	mis	padres.
A	mi	nana	sí	la	recuerdo	bien.	Es	una	mujer	reservada,	solidaria,	y	pequeña	pero
poderosa.	 La	 recuerdo	 más	 que	 a	 mi	 mamá	 porque	 pasaba	 mucho	 más	 tiempo
conmigo	 y	 con	 mi	 hermana,	 que	 apenas	 aprende	 a	 caminar	 y	 huele	 a	 guagua	 y	 a
cochayuyo.	 Siempre	 jugamos	 con	 plasticina,	 o	 yo	 juego,	 en	 realidad.	 Construyo
lindas	 y	 coloridas	 ciudades	 con	 muchos	 personajes	 que	 la	 pequeña	 destruye	 cual
Godzilla	entrando	en	Tokio.	Muerta	de	la	risa,	todo	lo	convierte	en	una	gran	bola
color	verde	musgo	(como	las	algas,	su	fascinación)	y	mi	nana	ríe	también,	y	luego	las
tres,	y	todo	se	siente	perfecto	y	sereno,	aunque	sea	por	poco	tiempo.
La	memoria	confunde	los	contornos	de	la	soledad	en	que	vivo.	Puede	ser	que	mi
nana	pasara	menos	tiempo	con	nosotras	o	que	mis	papás	estuvieran	más	presentes	de
lo	 que	 soy	 capaz	 de	 evocar.	 O,	 incluso,	 más	 ausentes.	 Quizás	 no	 recuerdo	 bien
porque,	durante	años,	mis	sentimientos	hacia	ellos	se	mueven	entre	confusos	opuestos
de	 añoranza	 y	 temor,	 de	 cariño	 y	 desapego,	 de	 dependencia	 y	 desconfianza.	 Mi
corazón	se	divide	entre	quererlos	y	necesitarlos	u	odiarlos	y	huir.	Porque	sería	mejor
estar	 sola,	 lejos	 de	 aquí,	 o	 muerta,	 como	 llego	 a	 pensarme	 muchas	 veces	 (una
inclinación	cuya	derrota	será	de	las	gestas	arduas	de	mi	vida	en	el	futuro).
Mi	hermana,	por	el	contrario,	tiene	una	relación	amable	y	descontaminada	con	los
papás,	 de	 dulzuras	 y	 cuidados	 en	 abundancia,	 de	 consentimientos	 y	 excepcionales
licencias	 para	 desobedecer	 y	 causar	 pequeños	 estragos.	 Padres	 e	 hija	 se	 necesitan
tanto	como	se	disfrutan	y	es	notoria	la	diferencia	de	trato	con	ella	y	conmigo;	tanto
que	 llega	 a	 doler.	 A	 pesar	 de	 todo,	 es	 tal	 mi	 felicidad	 de	 tener	 una	 compañera	 de
juegos,	 y	 tan	 desmedida	 la	 ternura	 que	 me	 despierta	 (así	 como	 las	 ganas	 de
protegerla),	que	agradezco	que	a	ella	no	le	toque	lo	mismo	que	a	mí.	Tal	vez	por	ser
la	 menor	 y	 más	 indefensa,	 por	 parecerse	 al	 papá,	 o	 por	 su	 temperamento	 amable.
Cualesquiera	sean	las	razones	que	amparan	a	mi	hermana,	qué	bueno	que	así	sea.	Qué
bueno,	también,	que	en	los	motivos	de	ese	amparo	yo	sea	capaz	de	explicarme,	un
poco,	por	qué	mi	padre	no	se	comporta	del	mismo	modo	conmigo.
Me	quiere	menos.	Es	un	hecho,	y	los	motivos	no	son	despreciables.	A	diferencia
de	 mi	 hermana,	 no	 me	 parezco	 a	 nadie	 de	 la	 familia	 y	 bien	 podría	 ser	 «hija	 del
lechero»,	 como	 él	 suele	 decir	 (y	 no	 me	 suena	 a	 broma).	 No	 soy	 dulce,	 sino
inexpresiva	 y	 algo	 huraña	 —al	 menos	 en	 casa—,	 o	 como	 toda	 colorina:
«complicada»,	 «temperamental»,	 «polvorita».	 Eso	 dicen.	 Encima	 «rara»,	 según	 mi
mamá.	 Nerviosa	 e	 inapetente,	 enfermiza,	 y	 necesitada	 de	 cuanto	 empeño	 puedan
poner	 en	 «tranquilizarme»	 y	 «engordarme».	 Para	 cumplir	 estos	 objetivos,	 me	 dan
jarabes	 de	 horribles	 sabores,	 una	 pegajosa	 mezcla	 de	 zapallo	 con	 miel	 de	 abeja,
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sandía	 con	 harina	 tostada,	 «panita»	 (tierno	 nombre	 para	 un	 repugnante	 hígado	 de
vacuno)	o	sesos,	sopa	de	corazones	de	pollo,	muchos	mariscos	y	huevos	de	pescado.
Si	mi	relación	con	los	alimentos	ya	era	difícil	antes	de	estos	experimentos,	luego	de
ellos	viviré	en	la	náusea.
Mi	nana	—que	con	los	años	resuelvo	se	merece	un	magíster	en	psicología	infantil
—	 ensaya	 otras	 fórmulas.	 Sin	 que	 nadie	 se	 entere,	 usa	 platos	 de	 té	 para	 servirme
pequeñas	 porciones	 de	 tallarines,	 arroz	 y	 carne	 molida	 o	 huevo	 revuelto,	 pizzas
chiquitas	en	pan	de	hallulla	y	siempre	un	plato	aparte,	igual	de	pequeño,	con	lechuga
o	tomate	y	perejil,	o	alguna	fruta	picada	fina.	Estas	comidas	me	gustan	y,	además,	mi
nana	las	acompaña	con	los	pocos	cuentos	infantiles	que	conoce	y	que	repite	varias
veces,	hasta	que	yo	termine	mis	raciones.	Casi	sin	darme	cuenta	—y	sin	necesidad	de
amenazas—	soy	capaz	de	comer	y	tragar	bien,	e	incluso	de	comenzar	a	gozar	un	poco
con	los	alimentos.
En	pos	de	mi	buena	salud	me	obligan	también	a	dormir	siesta,	todas	las	tardes	sin
excepción.	Pero	no	duermo.	Miro	el	techo,	converso	conmigo	y	acurrucada	bajo	el
cubrecama,	trato	de	aprender	a	leer	sola	hasta	que	lo	logro.	Recorro	lugares	lejanos	y
exóticos	en	los	libros,	y	seres	mágicos	se	arrancan	de	sus	páginas	para	visitarme.	Mi
imaginación	urde	el	tejido	que	salvará	mi	alma	(durante	toda	mi	niñez,	y	el	resto	de
mi	vida),	no	importa	cuán	difícil	sea	la	realidad.	Cuando	está	por	terminar	la	hora	de
la	siesta,	pido	con	todas	mis	fuerzas	que	mi	papá	no	llegue	temprano,	que	mi	mamá	le
gane	aunque	sea	por	un	minuto,	o	que	no	venga	ninguno	de	los	dos	y	me	dejen	sola
con	mi	nana.
Con	ella	recuerdo	días	felices.	A	veces	me	deja	libre	la	pieza	del	planchado	y
entretiene	 a	 mi	 hermana	 para	 que	 yo	 pueda,	 sin	 moros	 en	 la	 costa,	 modelar	 con
plasticina	flores	y	racimos	de	uvas,	pájaros	y	otras	figuras	destinadas	a	ambientar	el
lugar	lejano	donde	me	convierto	en	compositora	de	piano	(uno	de	madera	celeste)	o
violín	(amarillo	y	de	plástico).	Son	horas	maravillosas	donde	solo	existe	la	música
que	«compongo».	Puedo	soñar	y	perderme,	por	mucho	rato,	en	un	tiempo	que	sé	que
llegará	 algún	 día,	 «cuando	 sea	 grande».	 Mientras	 soy	 chica,	 juego.	 Hasta	 que	 se
acerca	la	hora	de	regreso	de	mis	papás.	Entonces	mi	nana	me	prepara	y	espero	bien
peinada,	la	cara	limpia	y	estático	el	ánimo.	Como	una	muñeca.	Ojalá,	igual	que	estas,
yo	sea	incapaz	de	cometer	errores.
«Pórtese	bien,	mi	niña,	por	favor».	Es	el	ruego	de	mi	nana	cada	vez	que	mi	papá
llega	más	temprano	de	lo	habitual.	«¿No	ve	que	si	no	me	la	van	a	terminar	matando?
Trate	de	comer	y	tragar	de	a	poquito;	aunque	le	cueste,	usted	tiene	que	poner	de	su
parte.	Aliméntese.	No	le	lleve	la	contra	a	su	papá.	No	le	dé	motivos	para	castigarla.
Ni	se	le	cruce	por	el	camino,	si	puede».
A	veces	mi	nana	intercede	por	mí,	y	cuando	fracasa	se	retira	a	la	cocina.	Luego	de
que	todo	termina,	me	trae	agua	con	azúcar	para	pasar	la	pena	y	me	cura,	o	le	trae	a	mi
papá	lo	necesario	para	que	él	lo	haga:	metapío	y	gasa	para	las	heridas,	pedazos	de
carne	congelada	o	cuchillos	fríos	con	los	cuales	bajar	moretones.	Veo	que	mi	nana	lo
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mira	con	rabia	pura,	y	se	le	nota.	Pero	no	puede	decir	ni	hacer	nada.	Tampoco	yo.
Solo	esperar.	Un	tiempo	exacto.	Ni	un	día	más	ni	uno	menos.
Mi	tiempo	y	los	adultos
Lo	supe	alrededor	de	los	seis	años.	Lo	leí	en	el	diario	y	le	pregunté	a	mi	mamá
qué	era	esto	de	la	«mayoría	de	edad».	Una	edad	lejana	—aunque	no	tanto—	que,
según	 ella,	 permite	 tener	 derecho	 a	 casarse,	 votar	 y	 elegir	 en	 qué	 trabajar.	 No
recuerdo	bien	si	eran	los	veintiuno	o	dieciocho	años,	pero	no	olvido	los	dieciocho
como	el	plazo	que,	según	mi	madre,	autorizaba	a	salir	de	la	casa	de	los	padres,	al
menos.	Ni	se	imagina	la	dicha	que	me	regala.	No	era	clara	mi	métrica	del	tiempo,
pero	ya	sabía	sumar	y	restar	bien,	y	todo	era	cuestión	de	esperar	doce	años	para	irme
de	ahí.	Había	futuro	para	mí	y	abundante.	Solo	debía	rellenar	y	dar	buen	uso	a	esos
años	(que	luego	iría	descontando	uno	a	uno,	cada	cumpleaños)	para	que	pasaran	lo
más	rápido	posible.	Hasta	poder	vivir	tranquila	y	cumplir	los	sueños	que	jamás	dejé
de	atesorar.
Me	ayuda	desplazarme	al	futuro	y	creer	que	lo	que	vivo	es	mi	prehistoria:	un
tiempo	 de	 dinosaurios	 que	 luego	 recordaré	 extintos.	 Mi	 historia	 tiene	 que	 ser	 el
futuro;	ahí	recién	va	a	comenzar.	Y	creo	que	será	una	buena	historia:	de	bailarina	de
ballet,	 profesora,	 concertista,	 médico,	 peluquera,	 almacenera	 como	 don	 Eduardo,
nana	como	la	Filo.	Podría	tener	cualquier	oficio,	podría	llegar	a	ser	cualquier	buena
persona.	Cuando	crezca.	Aaah.
El	tiempo	que	aún	no	existe	es	prometedor	y	viene	lleno	de	espejos,	cristal	o	agua
de	lago	donde	puedo	verme	con	doce	años	más:	alta,	fuerte,	linda,	o	simplemente
distinta	 a	 esta	 hija	 que	 les	 tocó	 a	 mis	 padres,	 la	 niña	 opaca	 que	 encuentro	 en	 los
reflejos	que	mi	casa	devuelve	de	mí.	Mido	muy	poco	pero	alcanzo	a	verme	en	los
espejos	 de	 mi	 pieza	 y	 en	 el	 de	 la	 cómoda	 de	 mi	 mamá.	 Al	 del	 botiquín	 del	 baño
apenas	llego.	En	ninguno	me	gusta	lo	que	veo.	No	siento,	como	los	gatos	nuevos,
ganas	de	jugar	con	la	imagen	descubierta.	No	sé	qué	es	lo	que	siento,	pero	no	me
gusta.
«No	sea	vanidosa	y	venga	a	terminar	sus	tareas	o	dibuje	un	rato	con	su	hermana».
Mi	 nana	 me	 interrumpe	 cuando	 está	 por	 irse,	 al	 terminar	 la	 tarde	 y	 casi	 de
anochecida.	 Muebles	 y	 objetos	 brillan	 de	 puro	 limpios	 y	 qué	 ganas	 me	 dan	 de
ensuciarlos	para	que	ella	se	quede	un	rato	más.	Cómo	saber	si	mesas	y	sillones	le
temen	 a	 esta	 hora	 tanto	 como	 yo.	 Ninguno	 lo	 dice.	 Yo	 tampoco.	 No	 hay	 a	 quién
decirle	nada,	ni	cómo.
Mi	nana	generalmente	trata	de	esperar	a	mi	mamá,	y	lo	agradezco.	Yo	también	la
espero.	Quiero	creer	que	bajo	sus	alas,	como	los	pollitos	de	la	canción,	puedo	estar
segura.	 Pero	 no	 lo	 estoy.	 Ni	 segura	 ni	 bajo	 sus	 alas,	 sino	 al	 descampado	 en	 un
departamento	que	me	parece	muchísimo	más	grande	de	lo	que	seguramente	es,	quizás
porque	nadie	me	oye.	Le	imploro	a	mi	madre	que	no	deje	a	mi	papá	ponerme	una
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mano	encima,	pero	ella	no	es	capaz	de	detener	lo	que	se	viene	cuando	él	parte	a	la
pieza	a	buscar	sus	cinturones.	Siempre	trae	dos:	uno	grueso	y	uno	delgado.	Yo	debo
elegir.	Todo	porque	no	puedo	comer,	y	no	es	de	mañosa	ni	malcriada	que	no	puedo.
Tengo	una	boca	chica	que	a	la	fuerza	ha	aumentado	su	tamaño	y	a	mí	no	me	obedece.
Solo	a	mi	papá,	o	a	una	parte	de	él	que	no	puedo	ni	nombrar	y	apenas	me	cabe	entre
el	paladar	y	la	lengua.	«Eso»	que	no	me	deja	respirar	y	me	provoca	reflujos,	arcadas,
tos	cuando	no	corresponde.	Por	algo	mi	boca	no	quiere	meterse	nada	dentro.	Por	algo
es	que	quiere	permanecer	cerrada	para	siempre.
Mientras	él	regresa,	o	mientras	todo	termina,	mi	mamá	me	mira	con	cara	de	«hija,
lo	siento,	ya	pasará».	La	desventaja	es	en	proporciones	de	David	y	Goliat,	pero	a	la
inversa	de	la	parábola,	aquí	el	más	chico	lleva	todas	las	de	perder.	Nada	me	dará	una
ventaja	para	el	triunfo	o	la	fuga.
Como	no	responda	ante	los	golpes,	mi	padre	ordenará	a	mi	mamá	que	me	agarre
por	los	brazos	y	él	introducirá	la	comida	en	mi	boca.	Dos,	tres,	las	veces	que	sean
necesarias.	Hasta	hacerme	tragar	algo	en	medio	del	ahogo,	el	vómito	o	la	sangre	que
también	las	cucharas	de	bordes	suaves	pueden	provocar.	No	sé	si	esto	es	puro	castigo
—y	aunque	fuera	merecido,	se	les	pasa	la	mano—	u	honesto	esmero	en	alimentarme.
Sea	lo	que	sea	duele,	aunque	al	final	ya	ni	el	dolor	se	siente.	Solo	me	embarga	una
sensación	de	total	anestesia,	agotamiento	y	humillación	mientras	veo	caer	la	tarde	y
escucho	 a	 otros	 niños	 negociar	 el	 último	 rato	 para	 quedarse	 jugando,	 fuera	 del
edificio.	Esto	no	es	justo.	Podría	estar	jugando	también,	y	quizás	hasta	despertaría	mi
apetito.	 Por	 ahora,	 solo	 debo	 digerir	 los	 alimentos,	 rogando	 no	 tener	 que	 repetir
penitencias	 que	 siempre	 vendrán	 con	 mayor	 encono.	 Con	 heridas	 siempre	 más
profundas.
¿Por	 qué,	 mamá?	 No	 puedo	 hacer	 más,	 dice	 ella	 tristemente	 y	 como
disculpándose.	Una	y	otra	vez	a	lo	largo	de	los	años.	«No	puedo	ir	en	contra	de	su
autoridad.	Él	es	tu	padre».
No	 sé	 qué	 entiende	 mi	 mamá	 por	 «padre»	 y	 hoy	 solo	 puedo	 suponer	 que	 ella
sentía	tanto	o	más	miedo	que	yo,	aunque	él	jamás	le	haya	pegado.	Pero	la	violencia	se
deja	 sentir,	 de	 todos	 modos.	 Era	 cosa	 de	 ver	 la	 postura	 corporal	 de	 mi	 papá,	 la
expresión	 de	 sus	 ojos	 o	 el	 tamaño	 de	 sus	 manos	 enrojecidas	 como	 para	 sentir	 de
inmediato	ganas	de	encogerse	y	resguardarse	de	lo	que	pudiera	venir.	Muchas	veces
temí	que	él	caería	sobre	mi	mamá	con	la	fuerza	de	un	animal	enloquecido	y,	más	de
alguna	vez,	me	paré	entre	los	dos	para	intentar	defenderla,	en	vano.	En	el	trueque	de
roles,	solo	conseguiría	salir	volando	lejos.	Pero	apenas	podía,	regresaba	a	consolarla,
y	la	encontraba	sobre	la	cama	donde	él	la	había	empujado	para	dar	por	terminada	la
discusión.	«Un	empujón	nada	más»,	decía	ella.	Y	qué	más	quiere,	me	preguntaba	yo.
Ella	 hacía	 falta.	 Tenía	 dos	 hijas	 que	 dependían	 de	 ella	 y	 no	 sé	 cómo	 no	 le
resultaba	 evidente	 que	 debía	 cuidarse;	 ponerse	 y	 ponernos	 lejos	 de	 esa	 constante
posibilidad	 de	 daños	 mayores,	 que	 venía	 sentenciada	 con	 la	 sola	 presencia	 de	 mi
papá.	Yo	sentía	que	me	moría	si	algo	le	pasaba	a	mi	mamá,	que	era	yo	la	llamada	a
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protegerla.	 Una	 lealtad	 que	 se	 convertiría	 en	 pasmo	 el	 día	 en	 que	 yo	 misma	 me
convertí	en	madre.
No	 pude	 justificar	 nada	 más	 acunando	 contra	 mi	 pecho	 a	 un	 ser	 humano	 tan
pequeñito.	 Tampoco	 puedo	 imaginar	 fuerza	 en	 este	 mundo	 capaz	 de	 impedirme
proteger	a	mi	cría,	dando	mi	vida	si	es	preciso.	Ni	puedo	pensar	a	mi	madre,	aun	con
sus	años	y	reumas,	siendo	menos	que	una	ninja	por	proteger	a	una	nieta.	La	pregunta
es	qué	le	pasó	conmigo.	Por	qué	no	pudo.	Qué	le	hicieron	para	padecer	esa	parálisis
de	los	instintos.
No	tengo	respuesta.	Ella,	muchos	años	después,	dice	que	no	le	han	hecho	nada,
que	no	me	pase	películas.	«Eran	otros	tiempos.	Las	cosas	eran	así.	Y	nadie	se	moría».
Pero	 se	 muere,	 mamá.	 Gente.	 Niños,	 a	 veces.	 La	 violencia	 no	 conoce	 de	 justas
medidas,	 y	 si	 no	 es	 el	 cuerpo	 el	 dañado,	 será	 el	 alma,	 aunque	 sus	 heridas	 sean
invisibles.	Para	mi	familia,	al	menos.	Durante	años,	nadie	tiene	ojos	para	ellas	y	se
omiten,	niegan	o	callan.	Muchas	veces,	intencionalmente,	se	esconden.	Tal	vez	por	un
exacerbado	sentido	de	pudor	o	un	mal	entendido	orgullo,	quién	sabe.	Las	familias
necesitan	creer	que	se	acercan	a	algún	«ideal»,	propio	o	prestado,	de	lo	que	deben	ser.
Un	«ideal»	que	en	el	caso	de	la	mía	no	perdonaba	errores	ni	caídas.
Lejos	de	tomarse	como	algo	natural,	el	dolor	casi	parecía	una	suerte	de	deslealtad;
la	debilidad	o	malformación	de	un	alma	que,	heredera	del	rigor	y	del	salitre,	poco	o
ningún	derecho	tenía	a	quiebres	ni	malestares.	El	mito	nos	entrampa;	la	gesta	de	los
bisabuelos	 próceres	 de	 la	 familia,	 uno	 empresario	 y	 el	 otro	 obrero,	 que	 en	 las
calicheras	labraron	vidas	mejores	para	todos	los	que	vendríamos.	No	podíamos	ser
menos	que	ellos.	Mi	abuelo	siempre	dice	eso.
—Me	corté	el	dedo.
—No	es	para	tanto.
—Pero	me	sangra,	mire.
—Sea	«mujercita»	y	aguántese	un	rato;	ya	pasará.
No	sé	cuántas	veces	participé	u	oí	este	sencillo	diálogo	entre	niños	y	adultos	de	la
familia.	Al	crecer,	se	repite	el	mismo	intercambio	frente	a	heridas	en	un	dedo	o	algo
menos	 localizable,	 como	 el	 espíritu.	 Tal	 vez	 si	 el	 tono	 hubiese	 sido	 amable,	 la
sensación	habría	sido	más	positiva.	Pero	nunca	se	trató	de	invocar	la	esperanza,	el
buen	 coraje	 o	 el	 sentido	 del	 humor.	 El	 tono	 era,	 generalmente,	 de	 indolencia	 y
severidad.	 Un	 mandato	 de	 «no	 sufrir»	 que	 puede	 habernos	 infundido	 fortaleza	 en
muchos	 niveles,	 pero	 en	 otros	 no	 fue	 más	 que	 desamparo.	 Y,	 en	 la	 negativa	 a
atestiguar	lo	evidente,	algo	cercano	a	la	locura.
Cuando	pienso	en	el	desvarío	colectivo,	una	de	las	primeras	imágenes	que	evoco
es	la	de	mi	abuelo	sentado	en	la	cabecera	cada	almuerzo	de	domingo,	mi	abuela	en	el
extremo	opuesto	de	la	larga	mesa	y	nosotros	a	los	costados;	la	familia	de	cada	una	de
las	dos	hijas	con	sus	maridos,	y	las	hijas	de	las	hijas.	En	la	ceremonia	acostumbrada,
mi	 tata	 lidera	 las	 conversaciones	 y	 define	 los	 temas,	 así	 como	 los	 turnos	 de	 cada
interlocutor.	De	rato	en	rato	exige	«respeto	a	los	mayores»	y	recuerda	que	no	debe	ser
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interrumpido	 ni	 cuestionado.	 «Gocemos	 este	 momento	 de	 unión	 familiar»,	 suele
decir,	y	corta	de	raíz	cualquier	conflicto	o	discusión	interesante	que	pueda	darse	entre
comensales.	Solo	él	debe	ser	escuchado,	horas.
Yo,	apenas	le	pongo	atención	y	hago	equilibrios	sobre	dos	cojines	duros	que	me
nivelan	con	la	mesa	y	me	permiten	usar	mi	tenedor	con	mayor	facilidad.	Con	este
acomodo	discretamente	la	comida	de	mi	plato,	un	único	montón	o	varios,	para	que
parezca	que	algo	he	comido.	Por	el	espejo	veo	a	mi	papá	observar	atento	cada	uno	de
mis	movimientos	y,	al	borde	de	la	exasperación,	sin	que	ya	le	importe	derrotar	a	mi
abuelo	en	algún	debate	histórico,	deja	la	servilleta	al	costado	de	su	plato	y	se	levanta
para	 agarrarme	 del	 brazo	 y	 llevarme	 con	 él.	 Mi	 abuelo	 lo	 detiene.	 Podría	 ser	 mi
«héroe»	o	un	milagro,	pero	nunca	es	lo	uno	ni	lo	otro.	El	tata	únicamente	le	pide	a	mi
papá	que	por	favor	se	contenga,	que	no	me	castigue,	o	que	por	último	me	lleve	al
dormitorio	principal,	pero	no	a	la	cocina,	porque	desde	ahí	todo	se	oye.
Poco	a	poco	me	voy	dando	cuenta	de	que	no	es	protección	la	de	mi	abuelo,	sino
conveniente	organización	de	agenda.	No	ignora	lo	que	sucede,	pero	es	incapaz	de
hacer	algo	por	evitarlo.	Hay	veces	en	que	me	lleva	postre	sin	que	nadie	lo	vea,	o	me
presta	un	pañuelo	suyo	para	sonarme	y	secar	el	llanto.	Por	algún	tiempo	valoro	esta
piedad,	pero	luego	me	perturba	porque	sé	que	siempre	es	«después	de»;	nunca	antes,
ni	 durante.	 Él	 puede	 seguir	 comiendo,	 dictando	 cátedra	 o	 contando	 malos	 chistes,
pero	no	interviene;	ni	él	ni	nadie	de	la	familia.	Ni	en	los	castigos	ni	en	«lo	otro»:	las
sesiones	 de	 baño	 compartido	 con	 mi	 papá,	 de	 salida	 a	 bares	 sola	 con	 él,	 de
alojamiento	en	la	casa	de	vacaciones	de	Viña	durmiendo	en	la	misma	cama,	muchas
noches,	casi	con	permiso	oficial	para	la	devastación.
Con	 los	 años,	 los	 golpes	 ya	 ni	 siquiera	 importan	 tanto	 porque	 uno	 termina
acostumbrándose	a	todo.	Lo	que	verdaderamente	necesito	es	que	me	libren	de	«lo
demás»;	algo	para	lo	que,	al	parecer,	no	existen	palabras	en	el	diccionario.	Yo	suelo
nombrarlo	como	«lo	otro»	—lo	adicional	a	las	golpizas—	y	mi	padre	como	«esto».
De	«esto»	no	se	habla,	¿me	entiendes?
Por	supuesto.
Mi	papá	no	necesita	hacerme	advertencias.	Él	es	grande	y	yo	chica;	él	manda	y	yo
obedezco.	Es	extraño,	porque	creo	que	ninguno	de	nosotros	podría	dar	una	definición
precisa	sobre	qué	es	«lo	otro»	o	«esto».	Sin	embargo,	la	instrucción	es	clarísima	e
implacable.	Aquí	no	hay	salida	y,	no	obstante,	no	dejo	de	esperar.	Doy	vueltas	en
círculos	como	la	luz	de	un	faro,	confiada	en	que	algún	día,	a	lo	lejos,	para	alguien	sea
visible	el	roquerío	donde	naufrago.	Una	persona	haría	toda	la	diferencia.	Una	sola
bastaría	para	detener	mi	hundimiento	indecible.	Por	esa	única	esperanza	es	que	mi
alma	insiste	en	hablar	como	pueda,	siempre	en	clave,	a	ver	si	alguien	es	capaz	de
descifrar	su	miedo,	o	de	protegerla.	Miro	a	los	adultos,	me	muevo	o	quedo	inmóvil	de
un	cierto	modo,	o	digo	que	me	duele	el	estómago,	que	tengo	frío,	que	no	me	siento
bien.	Son	mensajes	fracasados	que	nadie	entiende.	Tal	vez	porque	son	mentiras;	al
menos,	en	parte.	Pero	mi	urgencia	de	rescate	es	tan	real	que	no	me	cansaré	de	tratar
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de	expresarla	aunque	nadie	acuse	recibo.	De	todos	modos,	vale	la	pena	el	esfuerzo.	A
mí	 me	 sirve.	 Para	 saber	 que	 yo	 sí	 estoy	 de	 mi	 lado,	 y	 que	 aunque	 ellos	 no	 me
escuchen,	yo	sí	lo	hago.	Tal	cual	escucho,	también,	el	eco	insensible	de	sus	voces
repitiendo	«no	sea	complicada	ni	se	ponga	difícil»,	«déjese	de	pudores	ridículos,	si	es
su	 papá»,	 «acompáñelo	 y	 cuídelo	 para	 que	 no	 tome	 tanto»,	 «póngase	 el	 pijama	 y
córtela	con	los	alegatos»,	antes	de	enviarme	a	consumar	una	vez	más,	una	enésima
vez	más,	un	destino	que	quiero	creer,	y	necesito	creer,	desconocían	completamente.
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N
SAQUEO	Y	SUS	ALREDEDORES
o	lo	sabía	entonces,	pero	muchas	otras	niñas	habrían	de	pasar	por	lo	mismo,
aunque	 no	 contaríamos	 nada	 sino	 hasta	 décadas	 después.	 Cuando	 chicas	 ni
siquiera	 disponíamos	 del	 vocabulario	 para	 representar	 lo	 que	 nos	 ocurría.	 «Abuso
sexual»,	«violación»	o	«incesto»	son	palabras	que	las	personas	no	conocen	sino	hasta
mucho	más	grandes.	Ojalá	ni	existieran.	Así	jamás	tendríamos	que	aprenderlas.
Me	pregunto	si,	de	haber	conocido	esos	términos	a	los	cinco	o	diez	años,	y	de
habernos	 atrevido	 a	 usarlos,	 alguien	 nos	 hubiese	 creído.	 Lo	 dudo.	 Habrían	 hecho
como	que	no	oían	ni	entendían	de	qué	hablábamos.	Una	negación	carente	de	maldad
y	sobrante	de	optimismo;	un	instinto	elemental	de	preservar	la	inocencia	y	el	sano
juicio	al	precio	que	fuera.
Creo	que	yo	misma,	si	no	hubiese	sido	desde	pequeña	tan	amiga	de	los	libros,
habría	perdido	toda	cordura	en	el	esfuerzo	de	comprender	una	circunstancia	en	la	que
muy	pocas	cosas	parecían	ser	lo	que	me	decían	que	eran.	Mi	«hogar»	no	es	tan	dulce
como	 el	 popular	 dicho	 asegura;	 mi	 «familia»	 no	 está	 compuesta	 únicamente	 de
personas	que	me	quieren	y	protegen	a	toda	costa;	se	llama	«educación»	a	la	violencia
desatada	y	«afecto»	o	«preparación	para	la	adultez»	a	extenuantes	sesiones	dirigidas
por	un	padre	que	toca	y	exige	ser	tocado	de	maneras	que	me	hacen	sentir	mal	durante
y	quedan	doliendo	después.
Fuera	 de	 mi	 hogar	 también	 sucede	 algo	 extraño	 con	 las	 palabras	 y	 sus
significados.	Pocas	cosas	son	llamadas	por	su	nombre;	muchas	se	omiten	y	de	otras
está	 prohibido	 hablar.	 Incluso	 habrá	 términos	 que	 pronto	 no	 podrán	 ser	 usados:
sindicato,	obrero.	No	sé	qué	significan	y	no	me	afecta	la	prohibición,	pero	es	curioso
que	un	país	completo	deba	obedecer	esta	orden	cuando	el	diccionario	de	las	casas
seguirá	siendo	el	de	siempre.
Los	adultos	no	comentan	mucho	sobre	estas	cosas.	Se	limitan	a	callar,	pero	es
evidente	que	algo	sombrío	los	ronda.	Las	palabras,	o	la	ausencia	de	ellas,	me	lo	dejan
saber.	 Comienzo	 a	 oír	 con	 frecuencia	 expresiones	 como	 «cáncer	 marxista»,
«intervención	militar»,	«refundación	nacional»,	«juicio	a	los	extremistas	y	traidores	a
la	patria».	Son	titulares	de	revistas,	periódicos	y	noticiarios	televisivos.	El	tono	de
rabia	y	de	amenaza	es	tal	que,	aun	siendo	niña	e	ignorante	de	muchos	significados,
me	asusta.
Nunca	 olvidaré	 el	 día	 del	 golpe	 militar	 de	 1973.	 Viviendo	 en	 pleno	 centro,	 el
bombardeo	 de	 La	 Moneda	 se	 escucha	 como	 por	 altoparlantes	 y	 resulta	 ser	 lo	 más
cercano	 a	 una	 guerra	 que	 puedo	 imaginar.	 El	 cemento	 tiembla,	 el	 ruido	 es
ensordecedor	y	da	igual	si	uno	es	grande	o	chico,	partidario	o	no	del	gobierno	que
termina	por	la	fuerza.	Todos	parecen	estar	viviendo	ese	día	con	el	corazón	en	un	hilo.
En	las	casas	o	en	la	calle	hay	miedo	de	lo	que	vendrá,	de	cuánto	durará,	o	de	que
alguna	bala,	disparada	de	uno	u	otro	lado,	pueda	alcanzar	a	algún	inocente.
En	mi	hogar	no	se	celebra	lo	que	sucede,	aunque	tampoco	se	lamenta.	No	en	voz
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alta,	al	menos.	Mis	padres	mantienen	la	misma	actitud	neutral	que	tenían	durante	los
tiempos	de	la	Unidad	Popular,	un	período	del	cual	no	recuerdo	conversaciones	ni	en
contra	ni	a	favor;	solamente	quejas	por	el	desabastecimiento,	las	crecientes	huelgas	y
protestas.	Una	preocupación	genérica	sobre	«dónde	vamos	a	ir	a	parar».
El	día	del	golpe,	por	primera	vez,	los	veo	asustados.	Temprano	en	la	mañana	nos
atrincheran	a	mi	hermana	y	a	mí	en	el	baño,	llaman	a	familiares	y	amigos	para	saber
cómo	y	dónde	están,	y	para	pedirles	a	cada	uno	que	se	cuiden.	Luego	se	sientan	fuera,
en	el	pasillo,	a	hacer	guardia	y	esperar	—con	una	chicharrienta	radio	a	pilas—	las
noticias	sobre	los	acontecimientos	que	se	desarrollan	a	pocas	cuadras	de	nosotros.
Las	bombas	alternan	con	ráfagas	de	metralleta.	En	el	baño,	con	nuestras	reservas
de	lápices	de	colores,	libros	de	cuentos	y	pequeños	juguetes,	mi	hermana	y	yo	oímos
aterradas	el	tiroteo	que	cada	vez	es	más	fuerte	y	sostenido.	Tan	cercano,	que	llega	a	la
azotea	de	nuestro	mismísimo	edificio.	Mis	papás	comentan	en	susurros	que	un	joven
—casi	 un	 niño—,	 que	 se	 defendía	 a	 tiros	 de	 los	 militares	 que	 venían	 a	 buscarlo,
murió	en	la	balacera.	Días	después	del	golpe,	todavía	hablan	en	secreto	de	muchas
cosas	que	no	entiendo,	pero	imagino	que	no	son	nada	de	buenas	porque,	cuando	salgo
a	la	calle	con	mi	mamá,	no	es	raro	que	ella	me	cubra	los	ojos	para	que	no	vea	algún
cadáver	en	la	vereda.	«No	mire;	no	pregunte,	por	favor»,	me	ordena,	pero	es	casi	una
súplica.
En	mi	casa	y	hacia	la	calle,	la	atmósfera	es	de	temor.	Puede	sonar	terrible	pero,
siendo	 niña,	 encuentro	 un	 macabro	 consuelo	 en	 la	 sospecha	 de	 que	 otros	 también
sufren,	arrancan	o	deben	esconderse	para	salvar	sus	vidas.	Con	los	años,	reuniré	en	un
solo	sentimiento,	perplejo	y	dolorido,	los	malos	tratos	a	los	niños	y	cualquier	forma
organizada	de	aniquilación	ejercida	por	unos	seres	humanos	sobre	otros,	indefensos.
Los	«débiles»	de	esa	arbitraria	partición	del	universo	en	la	que	da	igual	si	el	daño	de
los	«fuertes»	alcanza	a	grandes	o	chicos,	porque	no	existen	diferencias.	Es	solo	que,
en	el	contexto	de	un	horror	más	grande,	los	horrores	más	pequeños	—del	tamaño	de
los	 niños—	 pasan	 simplemente	 inadvertidos,	 como	 sucedió	 en	 años	 del	 régimen
militar.	Pero	no	por	ello	dejaron	de	existir.	Únicamente,	no	podían	ser	vistos	o	no
había	 voluntad	 de	 hacerlo;	 no	 cuando	 la	 ceguera	 general	 había	 sido	 impuesta,	 y
asumida	además,	por	una	sociedad	que	escribía,	a	conciencia	o	no,	una	de	sus	peores
historias	de	desamparo.
De	 esta	 historia	 no	 hablamos	 en	 el	 colegio.	 Mi	 colegio	 que,	 durante	 una	 era
brutal,	parece	sacado	de	un	cuento	de	hadas	o	una	isla	del	tesoro.
Aprendizajes
Paso	los	años	más	seguros	de	mi	infancia	en	la	antigua	casa	de	calle	Almirante
Pastene,	acogedora	y	firme	como	su	fundadora,	una	señora	británica,	muy	viejita,	que
apenas	camina	pero	que	acompaña	infaltable	nuestros	recreos.	Nos	mira	jugar,	nos
pasa	una	mano	por	el	pelo	y	siempre	pregunta	How	are	you?,	para	comprobar	nuestro
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progreso	en	el	aprendizaje	del	inglés.
Estudio	con	niñas	y	niños	parecidos	a	mí	que	tienen	papás	y	mamás	que	se	ven
como	los	míos.	También	viven	en	hogares	como	el	nuestro;	en	barrios	con	plazas	e
iglesias	 cercanas.	 Luego	 del	 golpe	 de	 Estado	 regresamos	 al	 mismo	 colegio	 de
siempre,	 con	 las	 mismas	 familias	 y	 los	 mismos	 alumnos.	 Poco	 ha	 cambiado	 y
vivimos	un	clima	de	aparente	normalidad	en	la	relajada	vuelta	a	los	estudios,	después
de	varios	días	«feriados».	Nadie	parece	estar	ausente	ni	en	problemas:	un	privilegio
único	 en	 aquel	 tiempo	 durante	 el	 cual	 profesores,	 apoderados	 e	 inclusive	 alumnos
podían	«extraviarse»	o	aparecer	muertos	—como	sucedió	en	otras	escuelas—,	según
supimos	 años	 más	 tarde.	 ¿Pero	 cómo	 haberlo	 sabido	 entonces	 si	 los	 niños	 no
hablábamos	de	estas	cosas?	Tampoco	nadie	hubiese	sopechado	de	abusos	en	nuestros
hogares,	aunque	estoy	segura	de	que	deben	haber	ocurrido.	Yo	no	podía	ser	la	única.
No	lo	creo	aún,	así	como	no	quería	creerlo	entonces.
Tengo	cinco,	seis	años	y	me	pregunto,	al	observar	el	rostro	de	mis	compañeras
durante	horas	de	clases	o	recreos,	si	alguna	de	ellas	sentirá	por	su	papá	el	miedo	que
yo	siento	por	el	mío	(y	que	comienzo	a	sentir	por	sus	amigos),	o	el	asco	que	me
provocan	las	desafinadas	caricias	que	él	considera	«naturales»	entre	padres	e	hijas.
¿Serían	naturales?	¿Qué	era	en	verdad	normal	y	qué	no	entre	un	padre	y	una	hija?	No
tenía	idea.
Mis	inquietudes	se	vuelven	una	sombra	espantosa	proyectada	sobre	mí	o	sobre	mi
papá,	sin	hacer	mayores	distinciones.	O	yo	tengo	«algo»	malo,	peligroso,	que	detona
sus	peores	conductas,	o	él,	justamente	él,	la	persona	destinada	a	cuidarme,	el	hombre
a	quien	con	toda	mi	alma	necesito	querer,	es	un	ser	humano	tan	trastornado	como	el
señor	 que	 cerca	 de	 la	 catedral	 agita	 una	 Biblia	 y	 repite	 monocorde	 «Gloria	 al
Pulento».	Claro	que,	en	su	caso,	sin	jamás	dañar	a	una	mosca.
Con	pocas	certezas	—imposibles	de	tener	a	esa	edad—	sobre	lo	que	me	pasa	o
sobre	lo	que	hace	que	mi	papá	alterne	entre	ser	padre	y	ser	otros	personajes	(bajo	la
ducha	o	por	las	noches,	cuando	todos	duermen),	mi	única	alternativa	es	dividir	mi
existencia.	 Gozar	 de	 lo	 bueno	 y	 tratar	 de	 olvidar	 lo	 demás	 tan	 rápido	 como	 sea
posible.
Disfruto	muchísimo	de	los	momentos	de	paternidad	«buena	y	sana»	que	la	vida
me	ofrece:	los	juegos	en	la	plaza	Brasil,	las	visitas	al	zoológico,	las	matinés	para	ver
Tom	y	Jerry	o	el	teatro	de	mimos.	A	veces,	resulta	grato	simplemente	pasar	la	tarde	de
domingo	 en	 familia,	 comiendo	 sopaipillas	 o	 helado	 de	 piña,	 según	 la	 estación,	 y
oyendo	música	o	atendiendo	a	los	relatos	de	mi	papá.
Él	no	es	de	cuentos	infantiles.	Lo	suyo	es	la	narración	de	óperas	como	Carmen,
Aída	o	Dido	y	Eneas;	mitos	griegos,	biografías	de	grandes	líderes	políticos,	historias
de	guerras	mundiales.	Yo	solamente	abro	tremendos	ojos	y	oídos,	y	hago	lo	imposible
por	seguir	el	hilo	de	tramas	mucho	más	complejas	y	trágicas	que	las	que	encuentro	en
mi	 colección	 de	 cuentos	 de	 Andersen	 o	 de	 los	 hermanos	 Grimm.	 Cuando	 voy
familiarizándome	 con	 sus	 gustos,	 intento	 adelantarme,	 preparar	 ciertas	 lecturas	 y
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luego	sorprenderlo	con	preguntas	inteligentes	para	demostrarle	que	soy	alguien	de
quien	puede	enorgullecerse.	Por	algo	soy	su	hija.	Sangre	de	su	sangre,	y	aliada	en
benditas	y	maravillosas	afinidades	que	tienen	que	ver	con	el	arte	y	la	historia	de	la
humanidad.	Algo	que	podemos	disfrutar	juntos.	Algo	para	compartir	en	paz.
Añoraba	 que	 no	 hiciera	 falta	 nada	 más.	 Permanecer	 sentada	 en	 la	 sillita	 de
mimbre	que	mi	mamá	me	compró	en	una	feria	artesanal,	mientras	él	circula	por	el
living	y	comedor	al	son	de	sus	discursos	magníficos,	con	su	cigarro	de	tabaco	negro
en	una	mano	y	un	vaso	de	whisky	—siempre	regalado	por	mi	abuelo—	en	la	otra.	No
habría	 requerido	 más	 afecto	 y	 atención	 que	 aquellos	 prodigados	 en	 la	 dinámica
docente	y	podría	haberme	pasado	siglos	de	alumna	suya	con	tal	de	relacionarnos	de
modo	 apacible.	 Esto	 hubiera	 bastado	 para	 saberme	 hija	 y	 seguir	 siendo	 niña.	 Para
quererlo	sin	sombras.
Habría	dado	todo	por	conservar	para	siempre	la	ilusión	de	tener	ese	papá	brillante
de	 tardes	 de	 historia	 y	 música,	 y	 congelar	 en	 un	 mundo	 aparte	 al	 otro,	 el	 que	 me
atormenta,	junto	con	todo	el	miedo	que	me	provoca	y	me	corre	por	dentro	en	vez	de
sangre.	Un	miedo	que	toma	distintos	colores,	formas,	tamaños.	Se	vuelve	terror	de	no
poder	resistir	un	minuto	más	y	largarme	a	llorar	hasta	el	infinito;	pánico	de	que	mi
pena	corroa	el	esperanzado	arnés	que	sostiene	cada	una	de	mis	vértebras	en	su	lugar	y
reviente	de	tanto	contener	esta	tristeza	imposible	de	definir	y	acompañante	de	tantas
horas.	Se	cuela	conmigo	al	colegio,	a	veces	en	medio	del	día	o	en	actividades	que	son
placenteras.	Luego,	al	crepúsculo	y	de	noche	—hasta	la	madrugada	del	día	siguiente
—,	la	misma	desbarrancada	sensación.	Un	poco	menos	los	sábados	y	domingos.	Pero
solo	un	poco	menos.
No	entiendo	bien	qué	me	sucede,	pero,	sea	lo	que	sea,	me	sobrepasa.	No	cumplo
aún	 siete	 años	 y	 me	 siento	 cansada	 como	 mi	 bisabuela,	 que	 es	 muy	 vieja.	 Estoy
exhausta	de	andar	alerta,	de	esconderme,	de	tratar	de	arrancar	sin	que	me	resulte.	No
quiero	 que	 me	 peguen	 ni	 que	 me	 toquen	 más.	 Quiero	 que	 mi	 papá	 no	 busque
oportunidades	para	estar	a	solas	conmigo	si	no	es	para	aprender	cosas	buenas	con	él.
No	quiero	vivir	pendiente	de	su	mirada,	o	a	qué	huele,	si	a	alcohol	o	colonia.	¿De
dónde	viene?	¿Con	qué	humor	ha	llegado?	¿Qué	toca	hoy?
No	me	va	quedando	tramo	en	el	cuerpo	—excepto	mi	cara,	que	mi	papá	rara	vez
toca—	para	nuevas	lesiones.	No	alcanza	el	largo	de	mi	blusa	o	de	mis	calcetas	para
ocultar	 costras	 y	 cortes	 que	 estoy	 segura	 despertarían	 suspicacias.	 Además,	 es
preferible	ocultarse	a	tener	que	aceptar	que	nadie	puede	hacer	nada	por	interrumpir
este	espanto,	o	que	aun	cuando	alguien	lo	intente,	nada	cambie.	Quizás	lo	que	más
me	asusta	es	agregarme	penas	con	preguntas	sobre	heridas	que	ni	yo	quiero	reconocer
existentes.	 Preguntas	 que	 tampoco	 sabría	 cómo	 responder	 porque	 mi	 papá	 sigue
siendo	mi	papá	y	no	quiero	que	lo	vean	como	un	monstruo	cuando	yo	misma	me
niego	a	verlo	así.
Cuando	 la	 fatiga	 es	 insostenible,	 ciertos	 milagros	 ocurren:	 chispazos	 de	 otras
vidas	 que	 expanden	 mis	 horizontes.	 Me	 invitan	 a	 fiestas	 de	 cumpleaños	 y,	 otras
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veces,	simplemente	a	jugar	en	las	casas	de	algunas	de	mis	compañeras.	Ahí	conozco
a	otros	papás	que	son	calmados	y	amables;	siempre	exactos	en	el	afecto	para	con	sus
hijas	y	otras	niñas.	El	papá	de	Tati	es	abogado,	pero	pasa	horas	haciendo	carpintería	y
nos	deja	mirar	todo	en	su	taller,	aunque	sin	tocar	(para	que	no	nos	enterremos	astillas
en	los	dedos).	El	papá	de	Paula	es	buzo	y	nos	muestra	diapositivas	de	jardines	de
coral	y	peces	multicolores,	mientras	cuenta	sus	aventuras	en	el	fondo	marino.	El	papá
de	Karin	es	periodista	y,	con	historias	interesantísimas,	me	ayuda	a	perder	el	susto	a
unas	 máscaras	 de	 diabladas	 nortinas	 que	 parecen	 cabezas	 vivas	 saliendo	 de	 una
muralla	blanca	en	el	comedor.	Con	todos	ellos	voy	aprendiendo	que	otras	maneras	de
ser	 papá,	 buenas	 maneras,	 son	 posibles.	 Existen,	 tengo	 la	 suerte	 de	 conocerlas	 y,
aunque	a	veces	duelen	un	poco,	me	dan	esperanza	de	que	mi	papá	pueda	cambiar
algún	día.
Mundos	de	niños
A	la	esperanza	que	gano	con	algunos	adultos	se	suma	el	optimismo	que	descubro
en	niños	de	mi	misma	edad.	En	esos	tiempos	vamos	temprano	muchos	días	sábado	a
la	Vega	Central	y	luego	al	Mercado.	Mientras	mis	papás	eligen	verduras	o	mariscos,
yo	 conozco	 niños	 que	 parecen	 moverse	 como	 pequeñas	 linternas	 en	 medio	 de	 un
mundo	bastante	oscuro.	Gracias	a	ellos	y	su	luz,	cambia	mi	perspectiva	sobre	muchas
cosas.
La	 mayoría	 de	 ellos	 trabaja	 en	 verdulerías	 y	 pescaderías,	 y	 acarrea	 cargas
mayores	que	las	que	su	espalda	puede	soportar.	Es	obvio	que	deben	sentirse	cansados,
y	sin	embargo	siempre	sonríen.	Otros	me	parecen	menos	alegres,	los	que	se	ubican
fuera,	en	la	calle,	para	pedir	limosnas.	Pero	todos,	sin	excepción,	la	primera	vez	de
encontrarnos,	 comentan	 con	 entusiasmo	 sobre	 mi	 pelo	 y	 mis	 pecas.	 Les	 llaman	 la
atención.	Dicen	que	tocar	o	pellizcar	a	un	colorín	es	buena	suerte	y,	aunque	dudo
seriamente	que	así	sea,	los	dejo.	Pero	suavecito,	les	digo.	No	me	gusta	que	nadie	me
toque	y	la	excusa	de	los	colorines	ya	la	he	oído	antes,	en	boca	de	adultos,	junto	a
otras	declaraciones	extrañas	y	temibles;	fantasías	que,	más	que	en	el	golpe	de	suerte,
bien	pudieran	residir	en	cualquier	otro	lado;	lugares	que	no	logro	imaginar	pero	que
intuyo	carentes	de	compañía,	de	afecto,	o	quizás	de	sueños	e	ilusiones	de	infancia.
Por	algo,	siendo	adultos,	necesitan	tanto	estar	con	niños,	acompañarse	de	nosotros,	o
tocarnos	y	frotarnos	como	si	en	verdad	fuéramos	amuletos	de	buena	suerte.	Da	lo
mismo	cuál	sea	el	color	de	nuestro	pelo.
Luego	 de	 las	 presentaciones	 y	 pellizcos	 de	 rigor,	 con	 mis	 nuevos	 amigos
conversamos	de	otras	cosas.	Inocentemente,	contamos	nuestras	vidas	al	pasar	y	las
suyas	 resultan	 ser	 muy	 duras.	 De	 modos	 distintos	 a	 la	 mía,	 o	 acaso	 similares.	 No
estoy	segura.	Hay	elementos	parecidos,	como	los	papás	que	beben	y	los	castigan,	las
mamás	 que	 no	 pueden	 defenderlos,	 la	 soledad	 en	 que	 crecen.	 Pero	 hay	 muchas
diferencias	también.	Privaciones	que	demarcan	territorios	y	me	hacen	sentir	algo	muy
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cercano	a	la	vergüenza	o	la	culpa.
A	veces,	de	regreso	a	mi	casa,	voy	pensando	que,	a	pesar	de	todo,	no	tengo	una
mala	vida.	Puedo	estudiar	en	mi	colegio,	leer	muchos	libros,	comer	bien	todos	los
días	(aunque	no	quiera),	jugar	con	mi	hermana,	con	mis	amigas	y	con	Lili	y	Carlitos.
No	tengo	que	trabajar	en	ninguna	parte.	No	debería	tener	tanto	de	qué	quejarme.
Cada	vez	más,	cuando	me	da	por	preguntarme	por	qué	a	mí	—justamente	a	mí—
es	 posible	 que	 me	 toque	 vivir	 así	 o	 tener	 un	 papá	 como	 el	 que	 tengo,	 regresa	 la
imagen	de	estos	niños	que	son	parte	de	mis	sábados.	Davides	aun	más	indefensos;
Goliats	más	invencibles	a	su	acecho.	Sus	vidas	no	tienen	para	cuándo	cambiar	y,	pese
a	eso,	no	pierden	el	buen	ánimo	de	hacer	lo	que	pueden	para	sobrevivir,	o	de	sonreír
en	compañía	de	otros	niños	como	yo.	La	injusticia	de	sus	destinos	es,	sin	lugar	a
dudas,	 mayor	 que	 la	 del	 mío,	 y	 el	 deseo	 de	 verlos	 protegidos	 o,	 al	 menos,	 sin
necesidad	de	sacrificarse	comienza	a	pesar	más	que	la	pena	y	el	desconcierto	frente	a
mi	realidad	en	casa.
Pensar	en	otros	me	salva	y	no	es	un	mérito	propio.	Es	un	regalo	que	viene	con	los
niños	de	Recoleta,	y	también	con	mi	mamá.	Ella	nos	enseña,	a	mi	hermana	y	a	mí,	a
cuestionar	la	pobreza	desde	muy	pequeñas;	a	ser	solidarias	sin	sentir	que	hacemos	un
favor,	 sino	 simplemente	 lo	 correcto.	 Mi	 madre	 tiene	 muchos	 pacientes,	 adultos	 y
niños,	que	atiende	en	su	consulta	a	cambio	de	nada,	o	en	trueque	por	plantas,	huevos
o	pan	amasado.	No	solo	los	atiende,	sino	que	los	visita	en	sus	casas	o	en	hospitales
cuando	están	enfermos,	y	más	de	alguna	vez	la	veo	pagar	por	sus	gastos.	Me	gusta
conocer	 a	 mi	 mamá	 de	 esta	 manera.	 Aunque	 no	 pueda	 cuidarme	 muy	 bien,	 sus
bondades	 para	 con	 los	 demás	 me	 enorgullecen	 y,	 junto	 a	 otras	 sensibilidades,	 me
marcarían	para	siempre.
Muchos	 años	 más	 tarde,	 reflexionando	 sobre	 la	 visión	 budista	 del	 mundo,	 me
quedaría	claro	que	el	desarrollo	de	la	capacidad	de	sentir	por	otro,	de	ponerse	en	su
lugar	 y	 resonar	 con	 él,	 podía	 hacer	 toda	 la	 diferencia	 entre	 la	 destrucción	 y	 la
creación,	el	odio	y	el	amor.	Gracias	a	los	niños	de	la	Vega	y	a	mi	mamá,	cuento	a	los
ocho	años	con	esa	primera	llave	que	abre	mi	paisaje	al	prójimo:	personas,	criaturas
diversas,	el	mundo	que	me	rodea.	Todo	lo	inocente	e	indefenso	me	provoca	un	efecto
extraño.	 Me	 impresiona	 ver	 brotar	 la	 savia	 del	 tronco	 de	 la	 flor	 del	 inca	 y	 pierdo
horas	 haciendo	 plasmas	 de	 hojas	 secas	 y	 pétalos	 de	 flores	 para	 detener	 lo	 que
interpreto	como	un	sangramiento.	Luego,	me	pasaré	tardes	casi	enteras	esperando	ver
crecer	 una	 semilla	 de	 poroto	 envuelta	 en	 algodón	 (sin	 jamás	 conseguirlo)	 u
observando	los	movimientos	del	caracol	que	nos	pidieron	para	un	trabajo	de	ciencias
naturales.	Mi	papá	habla	de	átomos,	moléculas,	células;	dice	que	surgimos	de	la	tierra
y	regresamos	a	ella	en	mínimas	formas	que	luego	vuelven	a	combinarse	para	seguir
dando	origen,	una	y	otra	vez	por	millones	de	años,	a	vidas	de	distintos	órdenes.	Me
pregunto	entonces	si	algo	de	mí	no	fue	piedrita	antes,	o	pluma	de	colibrí,	u	otra	niña,
inclusive.	 ¿Cómo	 no	 sentirme	 parte	 de	 mis	 alrededores,	 en	 sus	 milagros,	 y	 en	 sus
dolores	también?
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En	 tercero	 y	 cuarto	 básico	 escucho,	 en	 conversaciones	 adultas,	 comentarios
confusos	y	horrendos	sobre	«los	tiempos	que	se	viven»,	pero	nadie	quiere	explicarme
qué	significan.	«No	se	meta	en	esto,	no	es	tema	de	niños»,	me	dicen	para	variar.	Yo
me	 encojo	 de	 hombros	 y	 francamente	 no	 me	 importa	 que	 no	 quieran	 contarme
porque,	 poco	 a	 poco,	 me	 doy	 cuenta	 de	 que	 es	 de	 crímenes	 que	 hablan;	 de
sufrimientos	 impensables	 para	 muchas	 personas	 que	 viven	 una	 época	 feroz.	 Sumo
historias	robadas	—siempre	oídas	por	accidente—	y	me	llega	a	parecer	casi	preferible
morir	 a	 gastarse	 la	 vida	 tratando	 de	 olvidar	 una	 tortura	 o	 buscando	 cuerpos
extraviados,	 como	 muchos	 chilenos.	 Por	 coincidencias	 del	 destino,	 muchos	 años
después,	 una	 señora	 que	 perdió	 a	 su	 marido	 e	 hijos	 en	 los	 días	 postgolpe	 (todos
detenidos	 desaparecidos)	 será	 quien	 me	 ayude	 a	 lidiar	 por	 primera	 vez	 con	 mis
pérdidas.
A	la	edad	que	tengo,	no	puedo	hacer	mucho	más	que	desear	que	las	cosas	en	el
exterior	cambien	para	bien,	lo	antes	posible.	Ojalá	en	mi	hogar	también.	Mientras	eso
sucede,	yo	solo	debo	seguir	siendo	una	niña.	Hija	de	mi	papá,	todavía.	Un	rol	que	él
define,	 principalmente,	 desde	 los	 secretos	 que	 me	 impone	 guardar.	 Silencios	 que,
extrañamente,	 no	 me	 impiden	 gozar	 de	 todo	 lo	 que	 en	 ese	 entonces	 viene	 como
regalo.
Revelaciones
Por	primera	vez	se	auguran	tiempos	plenos	para	mí,	y	a	destajo:	de	bella	música,
movimientos	perfectos,	armonía	absoluta.	Un	mundo	nuevo	que	mi	mamá,	triunfante,
ha	logrado	prodigarme	contra	toda	la	oposición	de	mi	papá	que	no	deja	de	alegar
sobre	 los	 «bailarines	 depravados,	 homosexuales	 y	 atormentados»	 que	 van	 a
rodearme.	No	comprendo	lo	que	dice	ni	me	interesa.	Solo	me	alegra	que	mi	madre,
por	una	vez,	no	le	haga	caso	y	me	conceda	—cual	hada	madrina—	mi	deseo	más
largamente	 atesorado.	 Desde	 los	 cuatro	 o	 cinco	 años,	 cuando	 vimos	 juntas	 por
primera	vez	El	lago	de	los	cisnes.
—¿Qué	quiere	pedirle	al	Viejo	Pascuero?
—Zapatillas	de	ballet.
—¿Quiere	aprender	a	andar	en	bicicleta?
—Prefiero	aprender	ballet.
—Tu	abuelo	pregunta	qué	quieres	para	tu	cumpleaños.
—Lo	de	siempre:	clases	de	ballet.
Es	 tanta	 mi	 insistencia	 que	 mi	 mamá	 finalmente	 decide	 matricularme	 en	 una
academia	 alternativa	 al	 Teatro	 Municipal,	 que	 es	 prohibitivo	 pues	 exige	 asistencia
todos	los	días	de	la	semana.	Estudio	Degas,	en	cambio,	me	permite	ir	solo	tres	y	dejar
dos	para	mantener	el	ritmo	en	mis	deberes	escolares	que	—soy	capaz	de	jurar	con
sangre—	no	voy	a	descuidar.
Mi	madre	dice	que	el	ballet	 me	 ayudará	 a	 ser	 «una	 niña	 mejor	 adaptada,	 más
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tranquila»,	como	mi	hermana,	y	«quizás	hasta	deje	de	orinarse	por	las	noches».	Ojalá,
pienso	yo.	Sin	embargo,	pasan	los	meses	sin	que	llegue	a	cumplir	sus	expectativas,	y
aunque	me	apena	decepcionar	a	mi	mamá,	es	más	la	dicha	que	siento	cada	día	previo
a	mis	clases	de	ballet,	 y	 el	 siguiente	 cuando	 estoy	 en	 clases,	 y	 el	 subsiguiente	 de
nueva	espera.
La	 academia	 se	 convierte	 —en	 plena	 ciudad—	 en	 un	 refugio	 donde	 soltar	 el
corazón	y	ganar	el	cuerpo,	sin	siquiera	haberlo	esperado.	Por	primera	vez	siento	la
conexión	 exacta	 y	 fantástica	 entre	 mis	 instrucciones	 internas	 y	 la	 respuesta	 que
despliegan	 mis	 brazos	 y	 piernas,	 huesos	 y	 músculos,	 cabeza	 y	 pies.	 En	 cada
movimiento	 se	 atestigua	 una	 voluntad	 que	 ni	 sabía	 me	 pertenecía.	 Soy	 capaz	 de
gobernarme	en	la	danza,	de	estar	en	mí,	y	esto	me	llena	de	un	sentimiento	de	poder
indescriptible.	 Gracias	 al	 ballet	 aprendo	 nuevas	 formas	 de	 ser	 a	 la	 vez	 fuerte	 y
liviana,	de	mirarme	bajo	buenas	luces,	de	dirigir	mis	intenciones	a	un	objetivo	con
entusiasmo,	tranquila.	Por	momentos,	siento	que	no	me	cabe	en	el	alma	tanta	alegría.
Mi	cuerpo	en	sintonía	conmigo	es	un	triunfo,	una	compensación	precisa.	Porque	todo
aquello	que	en	días	o	noches	pierdo	a	manos	de	mi	padre,	luego	lo	recupero	bailando.
Madame	Blanchette	es	mi	primera	maestra,	y	con	ella	aprendo	no	solamente	de
danza	 clásica,	 sino	 de	 cosas	 tanto	 o	 más	 importantes,	 como	 la	 autodisciplina,	 la
pasión	y	la	perseverancia,	y	un	modo	de	ser	adulto	que,	aunque	estricto,	no	excluye	la
ternura.	 Con	 ella,	 el	 esfuerzo	 físico	 puede	 llegar	 a	 ser	 delicioso.	 No	 sé	 cómo
explicarlo,	pero	me	sorprendo	una	y	otra	vez	haciendo	cosas	de	las	que	nunca	me	creí
capaz,	 que	 me	 acalambraban	 en	 un	 comienzo	 pero	 luego	 fluyen	 como	 tinta	 china
sobre	papel	arroz.	Me	gusto	así.	Me	encanta	sentirme	dueña	de	mí;	pasar	de	hielo	a
agua	fresca	y	de	esta	a	vapor	de	nube.	Mi	segunda	maestra,	Ximena	—no	le	gusta	ser
«madame»—,	es	un	manojo	de	energías	y	dulzura.	Cada	día	abraza	y	besa	a	su	hija
Rocío	 como	 si	 fuera	 el	 último	 o	 el	 primero	 de	 estar	 juntas	 y	 comparte	 con	 sus
alumnas	mucho	de	esa	enamorada	vitalidad,	madre	un	poco	de	todas	nosotras.	Ella	es
quien	apuesta	a	que	otra	compañera	y	yo,	luego	de	un	tiempo,	pasemos	al	nivel	de
«los	grandes»	y	usemos	(¡al	fin!)	zapatillas	de	punta.
Un	espíritu	completamente	orgulloso	se	libera	desde	muy	dentro	de	mí	cada	vez
que,	en	los	camarines,	ato	las	cintas	de	mis	zapatillas	rosadas	y	pongo,	sobre	estas,
polainas	de	lana	del	mismo	color.	Ansiosa	y	contenta,	me	preparo	para	el	comienzo
de	la	clase	en	mi	lugar	de	siempre,	junto	a	la	barra	frente	a	la	ventana	que	da	a	San
Antonio	con	la	Alameda.	Una	esquina	muy	transitada	de	la	que	no	guardo	ningún
recuerdo	con	gente.	Allí,	solo	yo	existo.
Terminada	la	clase,	la	señora	Wilma,	una	anciana	rusa	que	apenas	habla,	fuma	un
cigarro	tras	otro	y	parece	comunicarse	con	el	mundo	mediante	notas	de	piano,	me
deja	sentarme	a	su	lado	e	intentar	con	ella	algunos	acordes	de	polonesas.	Si	está	de
humor,	 me	 regalará	 algunas	 piezas	 para	 volver	 a	 ensayar	 algunos	 pasos	 hasta
domesticar	las	zapatillas	de	punta,	o	para	simplemente	disfrutar	de	un	breve	concierto
mientras	espero	que	lleguen	a	buscarme.
ebookelo.com	-	Página	38
Soy	inmensamente	feliz.	Alterno	entre	la	realidad	y	la	imaginación,	y	la	danza	me
ofrece	 un	 terreno	 infinito	 para	 mis	 saltos	 de	 ida	 y	 vuelta	 entre	 universos.	 Soy	 un
cisne,	una	sílfide,	la	muñeca	de	Coppélia,	o	la	Margot	Fonteyn,	y	en	realidad	resulto
ser	mejor	bailarina	que	ella,	o	al	menos	así	sueño	que	comentan	los	espectadores	a	la
salida	de	diversos	teatros,	en	los	países	que	«visito»	en	mi	gira	mundial.	Algún	día…
Bajo	la	ducha,	o	en	mi	cama,	repito	de	memoria	uno	de	los	pas	de	deux	finales	de
Cascanueces.	Me	veo	vestida	de	blanco,	liviana	como	el	tul	de	mi	vestido.	Olvido
que	es	mi	papá	quien	dirige	mis	movimientos	y	me	dejo	guiar	ahora,	a	ciegas,	por
Nureyev,	ni	más	ni	menos.	Es	él	ahora	quien	estira	mis	brazos,	deja	que	mis	manos
caigan	en	espiral,	me	levanta	hasta	casi	sentir	que	tengo	alas.	Luego	me	devuelve	al
suelo,	 muy	 suavemente,	 y	 sostiene	 mi	 cintura	 mientras	 giro	 con	 la	 pierna	 en	 alto,
luego	partiéndome	un	poco	en	dos,	y	otro	poco,	pulsada	por	unos	dedos	extraños	que
rasmillan	la	piel	en	cueros	de	«ahí	abajo»	buscando	el	flanco	exacto,	la	línea	invisible
que	 demarca	 el	 territorio	 a	 vejar.	 Ya	 no	 es	 mi	 maestro	 ruso	 sino	 mi	 padre	 quien
ordena	dónde	y	cómo,	y	va	siendo	cada	día	más	difícil	permanecer	en	las	fantasías
que	anestesian	cada	asalto,	devolviéndome	una	y	mil	veces	al	ballet:	las	veces	que
sean	necesarias	para	no	recordar,	no	ver,	no	saber.	Para	recuperar	mi	cuerpo	cada	vez
que	se	hace	ajeno.
En	esa	misma	época,	el	Diario	de	Ana	Frank	cae	en	mis	manos.	No	creo	mucho
en	ángeles	guardianes	a	estas	alturas	de	la	niñez,	pero,	en	retrospectiva,	casi	llego	a
pensar	que	alguna	fuerza	de	ese	orden	me	lanzaba	salvavidas	cielo	abajo.	Los	recibo
como	regalos	que	me	permiten	cambiar	de	órbita;	encontrar	distracción	y	consuelo.
Algo	en	historias	como	Oliver	Twist,	o	en	el	diario	de	una	niña	de	verdad	como	Ana
Frank,	 me	 ayuda	 a	 sentirme	 menos	 sola.	 Quizás	 no	 menos	 triste,	 pero	 sí	 más
esperanzada.
Puede	resultar	paradójico	hablar	de	esperanza	cuando	mi	primera	(y	lamentable)
conclusión,	luego	de	leer	a	Ana	Frank,	fue	que	en	algo	más	de	treinta	años	de	historia
de	la	humanidad	la	situación	de	la	infancia	no	había	cambiado	sustancialmente.	Ser
niña	o	niño	no	era	garantía	de	nada.	Igual	que	los	adultos,	podíamos	sufrir	en	una
guerra,	 y	 ser	 heridos	 o	 muertos	 en	 plena	 calle	 o	 en	 siniestros	 campos	 de
concentración.	Pero	mi	segunda	conclusión	—y	aquí	sí	que	había	promesa—	era	que,
sin	importar	la	circunstancia	en	que	nos	encontráramos,	los	niños	seguíamos	siendo
niños.	Ana	Frank	se	me	revela	como	un	hermoso	ejemplo	de	esta	persistencia:	en	sus
ganas	de	seguir	viviendo	y	en	su	inclinación	a	los	amores	por	sobre	los	odios	de	los
que	fue	víctima	junto	a	toda	su	gente.	Nunca	sucumbió	al	mal	corazón;	ni	una	vez,	en
su	 diario,	 encontré	 una	 expresión	 insultante	 o	 rencorosa	 contra	 los	 nazis	 (que	 las
hubieran	 requetecontra	 merecido),	 ni	 seña	 de	 que	 hubiese	 abjurado	 de	 la	 bondad
humana.	 Quizás	 porque	 no	 alcanzó	 a	 ser	 adulta,	 pudo	 conservar	 la	 fe	 de	 que	 ya
vendrían	tiempos	mejores,	aunque	ella	no	alcanzara	a	verlos.	La	muerte	la	encontraría
antes,	como	a	un	niño	de	mi	país,	tiempo	después	de	mi	lectura	de	este	diario.
Jamás	olvidaré,	como	a	mis	diez	años,	la	noticia	—que	recibimos	en	horario	de
ebookelo.com	-	Página	39
Agua fresca en los espejos   vinka jackson
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Agua fresca en los espejos vinka jackson

  • 1.
  • 2. Agua fresca en los espejos es la historia de un alma heroica, capaz de arrebatarle a la muerte su propia vida, para volver a nacer. Es también un canto a la resistencia. Resistencia no solo ante el agresor, sino ante el abuso que permanece en el alma mordida por el cuerpo. Como muchos otros hombres y mujeres, Vinka lucha sin tregua contra el vacío que ha dejado el saqueo, se rebela para no sucumbir en la penumbra, en la muerte en vida que es el vacío del abuso arraigado. Por eso Agua fresca en los espejos es también un libro acerca de la resiliencia, acerca de cómo el corazón de una niña es capaz de retomar su tamaño, recobrar el tono de su voz, recuperar su cuerpo perdido para volver a habitarlo, y luego reorientarse desde la voz del mundo. La lucha contra el abuso es una lucha por la lucidez; una en que se pasa del vacío, de la angustia aislada y descentrada, a la indignación y la acción. A esa lucha, que también me compromete, hay que ir con los ojos bien abiertos, como dice Vinka, «lavados, al fin, con mi propia agua fresca». JOSÉ ANDRÉS MURILLO. El camino recorrido por Vinka Jackson lo han recorrido miles. Ella es una de las pocas que ha trazado su mapa. Espero que esta «guía» le ayude a la humanidad a recuperar sus rumbos. JAMES HAMILTON. El libro de Vinka Jackson es una brújula para quienes se decretaron perdidos, un bálsamo para quienes solo perciben heridas y un antídoto contra la ausencia de amor, que se llama indiferencia. Ven y léeme, dice Vinka. Voy y te leo. Y agradezco que el libro esté en mi biblioteca. Al alcance de mis hijos. FERNANDO PAULSEN. ebookelo.com - Página 2
  • 7. A VEN Y LÉEME Fernando Paulsen gua fresca en los espejos debe ser el libro que más me he demorado en leer. Meses interminables. Unas páginas hoy, un capítulo la otra semana. Luego un largo tiempo sin tocarlo. El libro en el velador, siempre a la vista, llamando en silencio a reanudar la lectura. Cedía más tarde y lo volvía a dejar, manteniéndolo al alcance del reojo. Hasta que me volviera el valor. Hasta que se calmara la pena. Hasta que se me borraran la imágenes de cómo pudo haber sido esa infancia. La de Vinka Jackson, a quien conozco ahora. A quien no he visto jamás sin una sonrisa de lado a lado. Siempre con una frase amable, llena de risa y optimismo. Ella es la que protagoniza el libro. Las cosas que aquí pasan le pasan a ella. El padre que abusa de su hija —una y otra y otra y otra vez— es su padre. Y me da rabia. Y me da pena. Y dejo el libro porque no quiero saber qué tan hondo se llega, hasta que lo retomo porque tengo que saber, quiero averiguar cómo se pasa del infierno a una cara llena de cielo y buenos deseos para todos. Agua fresca en los espejos es un libro brutal. Te interpela. Te pregunta, sin decirlo: ¿cuánto estás dispuesto a reconocer de tu vida para darte una nueva oportunidad en mayor libertad? Cuesta responderse. Porque es más fácil disimular, mantener las versiones oficiales del pasado. Más aun si se trata de la familia. La capacha de la autoimagen tolera enormes limitaciones voluntarias de la propia libertad. Vinka Jackson vierte en el libro su relato como víctima de abuso sexual. A medida que se adentra más y más en su biografía, adquiere más y más libertad. Reconocer lo que ocurrió, nombrar lo que hay que nombrar, transmitir sin ambages lo que una niñita puede sentir cuando su papá no ofrece seguridad ni escape, verter lo más duro en una narración para beneficio de todos, es hacer participar al lector de un acto de liberación y esperanza, que se inicia cuando se acaba el encubrimiento y el temor social, y cuando se recupera la libertad de la palabra verdadera. Tengo miedo de decirlo, pero creo que Vinka ama a su papá. No necesariamente como entendemos ese amor vía Hollywood, con chica que quiere al papá pero le cuesta reconocerlo, y viceversa, hasta que después de muchos altibajos se encuentran en un abrazo interminable. The End. No, hablo de otro tipo de amor, del real, del que tienen ustedes y yo. De ese amor cuyo opuesto no es el odio sino la indiferencia. Vinka Jackson no tiene ni un milímetro de indiferencia por su abusador. Siente rabia, dolor, culpa, lástima. Pero nunca es indiferente. No le da lo mismo. Por eso este libro tiene un valor superlativo. Por eso cuesta leerlo. Porque no trata de personajes de ficción, ni de cuentos que te cuenta el vecino. Es real, es sobre personas que te hacen daño, que son lo más cercano a ti y que, no importa cómo los disfraces, te importan. El libro tiene una épica notable. No sé si yo estaría a la altura ebookelo.com - Página 7
  • 8. de asumirla como lo hace Vinka. Esta historia se basa en su férrea convicción de que del terror es posible recuperarse. Lentamente, gradualmente, asustadamente, pero es posible recuperarse. Esa es la razón por la cual en los códigos penales del mundo civilizado la violación de menores tiene una pena menor que el homicidio. Si se viola a un pequeño o pequeña, cuando la depravación termina todavía el niño está vivo. Y es posible que se recupere. Pero si hubiese la misma pena —muerte o cadena perpetua efectiva, según los países—, ¿qué razón tendría el violador para no matar a su víctima después de abusar de ella? Si el trauma provocado por el acto de abuso fuera definitivo, irreversible, daría lo mismo si la pena fuera igual para ambos crímenes. Lo que plantea Vinka Jackson es que hay una enorme diferencia entre un abusado vivo y uno muerto. El que está vivo puede ejercer, tarde o temprano, su libertad. Reconocer su condición de víctima, asumir que se puede resistir, que se puede restaurar parte del daño y que se puede vivir el futuro con expectativas positivas, con la cara llena de risa y con ganas de decirle al que está en el fondo, citando a Neruda, «sube a nacer conmigo, hermano». El libro de Vinka Jackson es una brújula para quienes se decretaron perdidos, un bálsamo para quienes solo perciben heridas y un antídoto contra la ausencia de amor, que se llama indiferencia. Ven y léeme, dice Vinka. Voy y te leo. Y agradezco que el libro esté en mi biblioteca. Al alcance de mis hijos. ebookelo.com - Página 8
  • 9. C LAS IDAS Y VUELTAS DE LA VIDA Caminar es esta oración en la que nos sumamos. Rosabetty Muñoz amino por avenida Bilbao. Avanzo en línea recta, paso a paso como una ciega, desde la consulta de mi terapeuta hacia la casa de mi madre. Cae la tarde y a tientas, una cuadra tras otra, voy contando semáforos, paraderos de buses, secretos y años perdidos. Son casi las seis de la tarde y me parece haber caminado sin descanso durante siglos, aunque solo hayan transcurrido unas pocas horas desde el almuerzo. Un almuerzo como cualquier otro durante una estadía en Chile como cualquiera otra. Un día sin nada especial en la agenda que, sin embargo, terminará siendo uno de los más importantes en el recuento de mi vida. No recuerdo exactamente cómo surgió el tema. Quizás el testimonio valiente de dos hermanas actrices, la sentencia contra un senador de la República, algún niño o niña anónimos en las páginas policiales; el remanente en la memoria doméstica de noticias que, de vez en cuando, golpean fuerte a la opinión pública y a las conciencias. No tengo ganas de hablar de daños y, para desviar la atención, hago un comentario sobre lo rica que es la crema de espárragos casera y lo mucho que la extraño en Estados Unidos. Del lado contrario de la mesa solo hay silencio; una inhalación profunda que anticipa una declaración muy distinta de la que espero sobre la sopa de hoy o mañana. Luego de décadas, pareciera haber llegado el momento. Lo presiento, nítido como el reconfortante sol de invierno que entra por la ventana o la cucharada demasiado caliente que acabo de llevarme a la boca, y que no puedo tragar. No necesito telescopios para constatar la colisión en marcha de un solo meteoro; uno solo, capaz de regresarme a la peor ceniza. Hiroshima en el alma. Mi explosión atómica muy personal. Todo convertido en polvo y muñones de un algo o de un alguien predecesor: árboles, niños, cultivos, caballos a medio desollar con el esqueleto expuesto y todavía vivos. Jamás olvidaré las imágenes legadas por algún documental de infancia sobre la atrocidad que le rompió el alma a Japón y que, desde algún ángulo inexplicable, resonaban con el estado de mi corazón de entonces. Tampoco olvido, a mis siete años, el ovillo de preguntas y heridas que acurruco contra la baranda de las escaleras, entre el segundo y el tercer piso de un viejo edificio rojo en Catedral con San Martín. Casi puedo sentir el roce de alas de los murciélagos igual que el rebote rítmico de una que otra lágrima cayendo sobre mis mocasines de charol, sin saber bien por qué lloro. Hoy, treinta años después, llevo zapatos de tacos altos, un par de panteras negras que ebookelo.com - Página 9
  • 10. querrían escapar y despedirse de mí, aquí, de pie sobre antiguos charcos de sal, en espera de lo inevitable. —… pero, aparte de los golpes, ¿realmente hubo abuso sexual? ¿Te violó tu papá? Porque para que haya violación, tú sabes…, no necesito decirlo. ¿Cuánto podría un hombre grande penetrar a una niña tan chica? Dios mío, me entiendes, ¿no? No. Ni quiero. En segundos apenas, una sola pregunta hace temblar veinte años completos de esfuerzos sostenidos en terapias, sanaciones, tótemes y danzas alrededor de lunas llenas; todo el arsenal y repertorio que me fui organizando a lo largo de la vida para lograr un estado de bienestar que me acomodara. Uno que, sin llegar jamás al equilibrio absoluto, me permitiera andar liviana, contenta, centrada en el presente, en mis alrededores, en cada cariño bueno. Miro a mi madre, su perfil preciso, su nariz perfecta, esas arrugas que no cambian en nada la belleza de su rostro y solo cuentan la historia de sus propios dilemas y luchas; la costra bajo la cual quizás late algo más parecido al amor, la compasión, la solidaridad entre mujeres. Sentimientos que no demuestra aquí, conmigo, pero sí con mis hijas. Desde siempre. Eso tiene que contar. Como un modo de quererme o cuidarme, muchos años después. Un tercio, mamá. Eso es cuánto. Lo pienso a modo de respuesta, pero no lo digo. No me sale la voz. Ella continúa con su almuerzo y en sus ojos detecto el brillo perfecto de una o dos lágrimas, pero no llega a llorar. Quizás tanto así le duelen o la enojan los secretos a punto de revelarse, las historias a medias, la ficticia imagen de familia a la que hoy debe renunciar, sin apelaciones. Quizás tanto así le duele o la enoja mi padre, yo, o ambos. No lo tengo muy claro. —¿Me vas a decir o no? —¿Qué? —Cuánto, pues. A lo mejor te equivocas o exageras, o solo fue un intento, un forcejeo que ni siquiera llegó a tanto. Los niños sobredimensionan las cosas, son demasiado sensibles a veces. Tú que trabajas con ellos deberías saberlo mejor que nadie. —Puede ser, mamá. Puede ser. Pero yo hasta aquí no más llego. Si quieres hablamos después. Ahora no soy capaz. Respondo con calma a su impaciencia; con gentileza a su brusquedad. Intento poner los límites que puedo en pleno estado de shock; este tsunami en curso que logro posponer unos minutos en tanto alcanzo mi abrigo y cartera para salir del departamento. Mi madre no me detiene. Por el contrario, me acompaña a la puerta y me despide. Yo hubiese querido desbarrancarme en su regazo, decirle simplemente «tengo pena», no hablar nada más y llorar, al fin, mis años enmudecidos. Con la añoranza horadante de ser por una vez —y definitiva— solo lo que nos correspondía ser: madre e hija. A ebookelo.com - Página 10
  • 11. cambio, susurro un «nos vemos luego» y acelero el paso hacia el ascensor mientras voy marcando en mi celular el número de Mario, mi terapeuta, profesor de escuela y amigo entrañable a estas alturas. Le pido urgente —para esta misma tarde— un poco de su tiempo. Luego, llamo a dos de mis mejores amigas. Sé lo que se viene y, a diferencia de lo que suelo hacer, esta vez pido ayuda: las necesito, por favor estén de guardia. Una vez en la calle, no me obedecen las piernas. Me asusto. Respiro hondo, me tranquilizo y luego casi me da risa. Conozco demasiado este cuerpo que siempre se siente como recién llegado y, sin embargo, tan familiar y predecible como si nunca me hubiese sido arrebatado. Mi cuerpo. Siempre es bello y a la vez extraño llamarlo así; reconocer que se ha convertido en mío. Mi voz más fiel, mi mejor diccionario, mi más sabio e infalible sistema de alarma. Caigo doblada de rodillas por dentro. De las caderas a los dedos de mis pies me convierto en una sola impotencia entre acalambrada y rebelde, y me duele caminar. Hago una pausa y todo regresa en destellos de imágenes, olores y sensaciones espantosas que no se someten al albedrío de una memoria siempre al filo de la revuelta. Por un instante, me pesa mi padre en el pecho y, en la navaja conocida de este ahogo, temo no ser capaz de moverme jamás. Pero no puedo quedarme quieta, hay que avanzar, me repito, no arrancar (aunque también y cómo querría), solo avanzar. Suena el celular. Es mi hija que llama desde Inglaterra, donde cursa un programa de verano en ciencias políticas. Viajó becada con un grupo de estudiantes de varios países y es un orgullo pero a la vez una preocupación feroz saberla por esos lares. Los atentados en Londres me han dejado con el alma en un hilo y si tuviera dinero suficiente ya andaría por allá, cual escolta, para protegerla. Se ríe un poco de mi paranoia, pero también me entiende. Me cuenta de sus días en Oxford, del ensayo que debe entregar mañana a primera hora, y del lanzamiento del último Harry Potter, al que asistirá en unas horas. Hablamos de otras cosas también y ella me alienta, sumándome a su esperanza. Sin demasiadas palabras me recuerda lo único importante: la alegre constancia de nuestros amores y de nuestros lazos. Madre e hija, aquí sí ha sido posible. Siempre podemos contar con ello. No dar tregua, me repito, mientras avanzo otro par de calles. Primero a cuadras lentas y luego más rápidas. Voy a pasos de ciervo recién nacido, pero también sé que si quisiera podría convertirme en un elefante, firme y grande. Porque eso es lo que soy: grande. Una adulta y una mujer que no deja de ser sólida solo porque, de tiempo en tiempo, la niña que era, fui o soy siempre un poco, despierte alarmada y se tome todo de mí por un rato. Un tercio, mamá. Un tercio. ¿Realmente necesitamos esta clase de detalles? ¿Una métrica en centímetros del dolor? ¿Para qué? ¿Para creerme? ¿O para liberarte de hacerlo? Mi voz o la suya —no puedo distinguir bien— acompaña cada paso. Casi puedo ebookelo.com - Página 11
  • 12. sentir entre las piernas, una vez más, la medida exacta de mi padre, el tramo de su carne que avalaría mi testimonio ante mi madre u otras personas. Quiero llorar y no puedo. Retengo una arcada y no sé si es pena o rabia lo que me consume al punto del aturdimiento. Quizás un poco de ambas. Pienso en la precariedad de nuestras confianzas en el prójimo; la morbosa necesidad de detalles para atestiguar nuestra compasión o el crédito que damos a las vidas de otros, o el crédito que otorgamos, simplemente, a la posibilidad del horror. Quiero creer que estas resistencias no son sino un signo de fe en lo humano; una confianza que se resiste a dar cabida a atrocidades cometidas por personas iguales a nosotros, o a concebir que siempre hay una dimensión de daño posible en muchas de nuestras acciones, aun las más nobles. Pero si esa buena confianza es lo que mueve a mi madre, por qué no preguntarme de otro modo, o por qué no preguntarme sobre otras cosas como, por ejemplo, cómo sueño y vivo los amores después de una experiencia como la vivida con mi padre, o de qué manera ciertas lecciones han determinado mi maternidad, mi trabajo con los niños, o qué de bueno he aprendido sobre mí, sobre el perdón. Podría compartir información tanto o más decidora sobre lo vivido, sin soslayar el fondo de mi alma, pero bajo una forma benévola, que me permita libertad en las palabras que elijo, en el tono, y sobre todo en la intención. No quiero hablar del incesto porque sí. No me interesa aportar detalles para precisar la tragedia. Si tengo que decir algo quiero hacerlo por buenos motivos, que a alguien le sirvan o por lo menos a mí: para sanarme, discernirme, constatar cuán lejos he llegado. No para someterme (ni a nadie) a juicio; no para dañar a otros. Honestamente, preferiría mentir e inventarme una niñez en Fantasilandia antes que realizar otra autopsia sobre cuerpos fantasmas, como el mío de niña o el de mi padre muerto. Cuerpos que no tengo voluntad de vulnerar. No porque sí, o no descarnadamente como mi mamá, en su apuro por saber, demanda. Si no se cuenta con un mínimo sentido de respeto o humanidad, este ejercicio forense termina siendo tan absurdo como innecesario: a quién puede servirle ya. Utilidad tendría si el dolor pudiera reducirse, por último, a un tema anatómico, de centímetros más o menos, de un órgano o un área de la piel. Qué no daría yo. De ser así, una buena cirugía bastaría para extirparlo, maquillarlo, transformarlo, lo que fuera con tal de deshacerse de sus huellas. Pero no se puede, porque el dolor no funciona así; no se sirve en porciones y es simplemente parte del todo, toda una, su cuerpo, su alma, la vida. La vida. Aquí. Ahora. No me doy cuenta cuando ya estoy en la plaza Pedro de Valdivia que se ve más linda que nunca bajo este sol. Hace frío, pero no se siente en la caminata por pleno Bilbao. Tampoco el cansancio, y eso que aún me quedan unas diez cuadras para llegar a la consulta de Mario. Calles que descuento pensando en mi hija, sus ojos negros, el eco de su risa; los muchos ángulos desde los que puede fotografiarse o mirarse una sola de sus manos. Un obrero de una construcción cercana me canta el ebookelo.com - Página 12
  • 13. tema de una vieja teleserie, La Colorina, y lo hace con tanta simpatía que me hace reír con ganas. Sin darme cuenta, el calambre cede. Poco a poco, mis extremidades recuperan su libertad de movimiento y siento como si caminara por primera vez en la vida. Puedo volver a creerme lagartija y, como en tantas otras ocasiones, adueñarme de esta bendita capacidad de regenerar una cola, o lo que yo quiera si me lo propongo. Segura de estar en plena posesión de mí otra vez, descanso frente a un negocio en Miguel Claro, creo. Siempre confundo las calles de Manuel Montt hacia abajo. Podría ser otra y, sinceramente, ni sé hasta dónde he llegado. Pero he llegado. Me siento sobre las escalinatas del local y respiro hondo. Pienso en mi madre, en nuestra conversación inconclusa, en su angustia, en la mía. La verdad no necesita ser una masacre, me repito, solo debe ser la verdad. Todas las verdades, cualesquiera sean estas: horrendas como el incesto, y tan portentosas como el cariño. Por más difícil que a ella le resulte de creer, yo a mi mamá la quiero; no me deja inmune su frío ni su dolor (como tampoco me dejó inmune, en el pasado, el sufrimiento de mi padre). Es mi mamá: antes, durante, ahora y siempre. Y yo, su hija. Ambas merecemos cuidado. Por eso voy al mueble chino con miles de cajones que he instalado en la memoria y, con muchísima dedicación, comienzo a elegir qué recuerdos compartiré con ella —ni de más, ni de menos— para dar justo sentido a una parte de nuestra historia que, pese a todos nuestros silencios, se niega a desaparecer. No necesito arriesgar a mi madre a nuevas heridas ni hurgar en sus llagas para cerciorarme de que existen. Ojalá no las tuviera. Tampoco yo. Hasta no hace mucho tiempo, el tono de nuestra conversación pendiente hubiese sido otro. Algo así como un alarido, una letanía desgarradora, un «por qué» brutal reclamando contra la falta de alerta y de protección de los adultos de mi mundo. Sin embargo, a estas alturas, lo único importante es tener claro para qué hablar, y cómo quedamos luego. Hacia dónde podemos ir mi madre y yo con la historia develada, o de qué manera enfrentamos, de ahora en adelante, los abrazos o los viejos álbumes de fotografías y las anécdotas alegres y enternecedoras que se cuentan en cumpleaños o navidades (y que deberán seguir siendo contadas). No tenemos por qué perderlo todo si ya hemos perdido tanto. Si no queda más alternativa que enfrentar la verdad, que esta sirva para reparar lo que se pueda; no para quedar más heridas. Un daño basta. Uno es demasiado porque nadie permanece inmune. Los campos de víctimas se alfombran de chicos y grandes, generaciones presentes y pasadas, perpetradores e inocentes. Hiroshima no me pertenece solo a mí, sino también a mi mamá, a mi hermana menor, a mis abuelos, a mi propio padre y a todos los que, sabiéndolo o no, queriendo ver o no, compartimos la experiencia y pagamos su costo: ese «algo» de cada uno que sería mutilado y lanzado lejos; imposible de remendar. Aunque siempre se puede. Conozco bien ese quehacer. Ya dispongo de mi aguja e hilo blanco. Algo más calmada, llego a la consulta de mi terapeuta. Quisiera quedarme aquí ebookelo.com - Página 13
  • 14. por el resto de mi viaje a Chile, pero la sesión con Mario dura menos de una hora. Apenas lo necesario para una redentora contención y el recordatorio imprescindible de lo que he logrado en estos años, cuán viva y crecida estoy, cuán libre soy en mi hogar, allá lejos. Ese espacio ancho y tibio donde la vida y yo circulamos como queremos, asumiendo sus triunfos y también ciertas limitaciones, la cota heredada de una infancia que no elegí pero me pertenece. Una parte de la biografía que puede aceptarse —con su memoria difícil y sus rastros en la identidad— tal cual se acepta vivir con diabetes, restringiendo la ingesta de azúcares, o como después de un infarto se incorpora a las rutinas la caminata diaria y el sensato monitoreo del colesterol. Ni fenómeno, ni víctima, ni ser humano de segunda clase definido a partir del estigma. Mucho menos prócer, héroe ni santa. Ya he conocido, una por una y en distintas fases de la vida, la multitud de versiones posibles luego de sobrevivir una experiencia como el incesto. Y heme aquí finalmente, con mis años, mi maternidad, mis oficios, mis compañeros de camino y la vida que he elegido. Una persona más. Una mujer. Eso es lo único que no puedo ni quiero olvidar. Jamás. Luego de la terapia de urgencia, emprendo con renovada seguridad el camino de regreso al edificio donde vive mi madre. Un par de horas después, me detengo frente a la puerta del departamento y repaso por última vez mi nombre, mis datos vitales, la sesión con Mario y el mapa que con su ayuda he logrado definir para hacer el recorrido por mi verdad. Ya no es posible volver el tiempo atrás ni posponer esta conversación para un futuro inexistente. Hay que avanzar, me repito una y otra vez, y casi puedo sentir la banda sonora de Tiburón en el alma, cuando me decido a tocar el timbre y desencadenar esta voz postergada por décadas. Nadie abre y casi me parece peligroso. Aún son vívidos los recuerdos de la depresión que sufrió mi mamá cuando por fin se separó de mi padre —a mis catorce años—, y llego a pensar que si hablo de «esto» capaz que la mate. Tal vez sería mejor engañarla, hacerme la loca y derechamente simular un brote psicótico para que me internen antes de arriesgarme a enrollar colgajos de espinas sobre la frente de la mujer que me dio la vida. No puedo imaginar lo que sentiría yo en su lugar. Cómo se desharía mi alma si fuese mi hija quien me hablara del dolor impronunciable de su cuerpo, hijo del mío. Esto es demasiado para cualquiera. Cuando estoy a punto de echar marcha atrás, la puerta se abre. Entro y encuentro a mi mamá que, sin decir palabra, se instala en su sillón preferido, mirando hacia la cordillera. La tarde cae preciosa sobre los Andes recién nevados y, frente a ellos, ruego en silencio que alguna fuerza de montaña nos acompañe. —¿Quieres que hablemos ahora, mamá? ¿O mejor más rato, otro día? (Ojalá nunca). —Prefiero ahora. Ya hemos dilatado demasiado esto, ¿no crees? Nunca estuve más de acuerdo con ella que en este momento. No sé cuántas veces intenté y fracasé en esta confesión: a los doce, los quince, los dieciocho, los veinte, los veintidós, los veinticinco y los veintiocho años de edad. De estas estoy segura ebookelo.com - Página 14
  • 15. porque recuerdo que en cada oportunidad me tomó meses juntar valor para decidirme, luego semanas para encontrar la ocasión de hablar y, por último, otros meses más para reconciliarme con la impotencia de no haber podido, de haber llegado a la mitad, o simplemente de no haber sido escuchada. Terminé decretando que ya no era necesario hablar de nada con mi madre, pero olvidé cuán perseverante puede ser la verdad; su cualidad flexible, no sé si líquida o aérea, que por cualquier pequeño intersticio se cuela y se hace presente. No importa cuánto tiempo le lleve lograrlo. Le robo una silla al comedor ordenado como con una escuadra. Todo es simétrico; el ambiente da la sensación de un orden perfecto y un hogar impecable (igual que en mi casa de niña, aunque nada era así). Hasta las hojas del ficus caen uniforme y armónicamente, proyectando sombras exactas sobre la mesa lustrada del abuelo alrededor de la cual me parece ver a los fantasmas de siempre. Quizás por lo mismo evito mirar el mobiliario que nos acompaña, las caras talladas de unos conquistadores españoles horrorosos que me aterraban cuando niña, tal como deben haber aterrado a los mapuches siglos atrás. Luego, bajo otro poco la vista ante el espejo, gigante y antiguo, que no alcanzaba a reflejarme en casa de mis abuelos pero me permitía estudiar cada mueca y pestañeo de mi padre en almuerzos y cenas familiares. Hoy, su ánima sitiada tras el cristal de siempre es responsable de esta ceremonia entre mi madre y yo. Sin él, pero con él instalado en cada partícula del aire que respiramos. Me acerco, arrastrando la silla, y antes de sentarme paso una mano por la espalda de mi mamá. No sé por qué, pero necesito tocarla, y necesito que ella me sienta de un modo que, con palabras, jamás le quedará claro. Ella levanta su brazo, sostiene mi mano en la suya durante un sobrecogedor segundo y la suelta de inmediato. Ya sabemos. O ella sabe, y suspira. Porque aunque jamás sea posible el alivio total de ciertos dolores, en las intenciones declaradas mediante un sencillo y fugaz roce de pieles hay más piedad que resentimiento, y eso es siempre un punto de partida alentador. ¿Cómo comenzar? «Había una vez» aquí no sirve. Quizás sí lo haría una metáfora; símbolos que atestigüen a qué venimos. Insistir en que este empeño no es tan distinto a revisar un viejo tomo de historia, pero familiar, para recordar ciertos episodios y agregar lo que falta. Creo que nos puede servir. Completar la línea del tiempo con los hechos ausentes, nada más. Hablo sinceramente. Este esfuerzo no es sino para asumir la realidad de ciertas experiencias y luego, una vez incorporadas sus moralejas, poder continuar escribiendo el tomo de vida que aquí y ahora nos ocupa: las bienvenidas de hijos y nietos, las nuevas etapas y desafíos de cada edad, y el cariño que, más allá de cualquier orfandad, me resulta irrevocable. Quizás sea por una cuestión de sangre; de lealtades imposibles de someter a la razón. Solo existen. Los afectos como escenario de fondo y puesta a tono del alma para emprender, a salvo, la conversación más difícil y dolorosa de nuestras vidas. Una conversación que ojalá se convierta en una ebookelo.com - Página 15
  • 16. suerte de plegaria a dos voces que invoque el pasado, protegidamente. Que este sea el último esfuerzo de mi voz para iluminar treinta y tantos años que, aunque compartidos primero bajo un mismo techo y más tarde en países distintos, son un tiempo de niebla entre mi mamá y yo: años de no conocernos, de terminar pudriéndonos un poco bajo la misma gasa (vieja, usada y vuelta a usar) de los secretos. Apósitos que, lejos de proteger, infectan la herida que se suponía debían ayudar a cicatrizar. Una herida mía, nuestra, que al fin, haciéndose visible, quizás juntas podamos lavar y sanar. ebookelo.com - Página 16
  • 18. «P PRIMEROS ENCUENTROS BÁRBAROS or aquí pasó Atila, el Huno». Esa es una de mis primeras sensaciones al evocar mi infancia. Una invasión bárbara dentro y fuera de la casa; dentro y fuera del cuerpo. En plena identidad. No recuerdo bien de qué manera ni cuándo comenzó todo. No puedo dar certezas que no tengo (y acaso jamás tenga). Era demasiado chica, demasiado carente de conceptos para darle un significado a lo vivido, demasiado inocente para comprender. Solo sé que mi niñez transcurrió a saltos y sobresaltos. Como si la vida me hubiese tomado en brazos para llevarme lejos del horror lo antes posible, eso querría creer. Pero lo cierto es que entre trancos largos y saltos bruscos pierdo en el camino muchos años y, de ellos, sus tareas, gozos y maduraciones imprescindibles. Procesos que, de todos modos, tendría que retomar mucho más tarde, de puro empeño por vivir, al fin, acorde a mi ritmo y el de cada una de mis etapas, sin esa sensación extenuante de tener que volver atrás constantemente para hilar (o remendar) partes de mí que nunca dejaron de ser necesarias. Ni a los diez, veinte, ni a los cuarenta años, ni a ninguna edad. Por ahora, no me queda más opción que crecer rápido. Demasiado rápido. Vivo sintonizada en frecuencia adulta, preocupada de los más grandes y sus problemas, sus cambios de estado de ánimo, sus maneras de tratarme. Hay tanta pena y descontento en mis padres, y no puedo evitar preguntarme cuánto de todo esto se debe a mí. Escucho a diario sus discusiones, las batallas perdidas una y otra vez con el tema del alcohol y mi papá, que siempre desvía la atención hacia otras cuestiones para no dar explicaciones por su conducta. Me usa a mí como arsenal contra mi madre: «Tu hija», «la que se hace pipí», «la que se niega a comer». La rebelde, la mañosa, la «imposible de llevar tranquilos a ninguna parte». Mi mamá intenta defenderme, pero fracasa una y otra vez y me doy cuenta de que va perdiendo fuerzas. Me siento culpable de la pena de mi mamá, de la rabia de mi papá, o de las contiendas que solo a ellos deberían involucrar y en las cuales, sin embargo, participo como si fuera un enemigo. Tal vez, el cordero cuyo sacrificio les permite algún sentimiento de perdón por faltas mutuas donde yo no tengo nada que ver. Pero no me importa. En verdad, nada importa mucho con tal de vivir en paz aunque sea por segundos. Prefiero admitir que soy «mala», «difícil» y todo lo que ellos dicen con tal de no provocarlos. Puede, inclusive, que sea yo quien no les deja más alternativa que tratarme como lo hacen. O puede que no. De todos modos necesito creerles cualquier cosa, antes que pensarlos como algo remotamente distinto de los buenos padres que yo, como cualquier niño, quiero tener. A veces me siento buena por tratar de entenderlos; un poco heroica por echarme la culpa ante cada alteración en la «calma» del hogar. Otras veces me siento tonta y hasta ridícula, queriendo justificar lo que en cada palmo de mí se siente como injusto ebookelo.com - Página 18
  • 19. e incomprensible. Porque por más esfuerzos que haga o por inteligente que sea («bastante inteligente, a pesar de todo», dicen mis papás), nunca logro sentir que entiendo por qué o por dónde se descompone el mecanismo que nos engrana a todos en esta familia. Al menor error (o no) de mi parte ocurren estallidos de ira, de llanto, de golpes, o suceden cosas peores, y esas sí que no tengo cómo metérmelas en la cabeza junto a todo lo demás que voy aprendiendo. Quizás sea yo, efectivamente, la pieza más defectuosa de esta familia, pero si es así, me gustaría saber cómo me compongo; qué puedo hacer para que quieran cuidarme, o para que, al menos, se olviden de que existo. No sé qué hacer y, por mucho tiempo, solamente trato de mantenerme atenta sobre cada gesto de aprobación que pueda recibir de mis papás. Para respirar un poco aliviada, y para seguir pensando que son «los buenos», «los que tienen razón», «los que sufren por mi culpa» y así prolongar cuanto pueda esta ceguera que me permite continuar queriéndolos, confiando en ellos, dependiendo de ellos para todo (abrigo, alimentos, remedios, estudios) y creyendo que por alguna poderosa razón la vida me puso bajo su cuidado aun cuando no parezcan muy dispuestos o bien capacitados para esta misión. Por algo no me siento segura con ninguno, ni en condiciones de asimilar todo lo que su mundo de grandes me muestra. No me da la cabeza para hacer caber una realidad que me atora, me confunde y me obliga a diferenciar y comprender decenas de detalles, misterios y contradicciones del paisaje que me rodea: un paisaje de adultos que quizás, por lo mismo, no logro asimilar. Al menos no a la velocidad que se necesita. La vida siempre me lleva la delantera. Avanza a saltos de alma. A saltos también del cuerpo. ASALTOS. Golpeado como si fuera más duro y resistente de lo que es; asimismo tocado, manoseado. Como si tuviera diez, quince, veinte años más de los que en realidad tengo. Un cuerpo pequeño destinado a usos de grandes (aunque eso lo vendría a saber mucho después), que por lo mismo, seguramente, más de alguna vez se rompe. A veces sutilmente. Otras no tanto. A los cuatro años —quizás un poco antes— me encuentro rodeada de grandes muros con enanos de colores pintados a ras de cielo, y flores gigantes cerca del suelo. Es el baño del jardín infantil The Garden College, en Providencia. Desde otra sala llegan voces de niños cantando «Eran tres alpinos» y desde una ventana muy alta cae, como escarcha dorada, una luz. A mi lado, la tía Consuelo —amable coincidencia su nombre—, igual de colorina que yo, pero linda, me toma la mano y comparte los dolores de la primera de muchas infecciones urinarias que padecería a lo largo de los años. ¿Cómo nunca le pareció raro a nadie? ¿Tan chica y con tanta infección, las cistitis recurrentes, año tras año los antibióticos, las bacinicas con vapor de agua de manzanilla, la pomada cicatrizante? «Ya pasó, mi niña, ya pasó». La tía Consuelo parece trinar. Me reconforta oírla a ebookelo.com - Página 19
  • 20. mi lado mientras trato de orinar de a gotas sin ningún éxito. Arde y clava pero me aguanto y afirmo como con garras a la loza del escusado sobre el que intento mantener mi equilibrio hasta completar la tarea. Nada de ese dolor pasa, pero no lo digo. Nunca digo nada. Solo aprieto los labios para no pegar un grito y permanezco con la vista fija en los haces de luz que, sin dejar de parecer mágicos, se vuelven más y más borrosos sobre la baldosa blanca y negra del baño. Supongo que en aquellos tiempos comenzaba todo. Es lo más antiguo que recuerdo. No comprendía entonces por qué me la pasaba enferma. Solo sabía que me tocaban más de la cuenta «ahí», y me dolía. O me duele. Es pasado ese dolor, pero en realidad aún duele a veces. Es tan difícil conjugar estos verbos. Tan frágil la línea que separa el ayer del presente; tan volátil la frontera entre mi hogar de niña y mi propio hogar, el lugar sagrado que he habitado con mis hijas, mis sueños. Regreso a casa. A mi familia. Me cuesta usar estas palabras —casa, familia— para nombrar el mundo donde la barbarie pudo gestarse y sostenerse por tantos años, pero no tengo otras. Ahí nací, recibí un nombre, me convertí en hermana mayor de una niña exquisita, soñé, tuve miedo, perdí toda inocencia y seguí soñando. Jugué y crecí porque la vida, al parecer, solo sabe avanzar y hacer lo mejor de cada momento (o es sabia, pero esa palabra no la conocía entonces). Nunca se detiene. Algunos niños del barrio se divierten en la plazoleta contigua a la iglesia Santa Ana. También por debajo de mi ventana, en el estacionamiento del edificio. Me gusta oírlos reír y, al cabo de un tiempo, reconozco cada voz. Adivino quién llegará primero en una carrera, quién es el más peleador, cuál el más tierno. Los miro, con algo de nostalgia, a través de las franjas metálicas de la persiana, y hay uno que siempre me descubre y hace señas para que baje a juntarme con ellos. No tengo permiso para hacerlo y en general juego más bien sola; entre cuatro paredes, más que en el exterior. Pero me alegra saber que están ahí, anónimos compañeros de tardes terribles. Habitantes de un mundo que siempre prometería ser más amplio y gozoso que el mío. El hogar o algo parecido El departamento donde vivo no es un lugar feliz ni que invite a la expansión. Delgadísima es la membrana que separa habitaciones de grandes y niños; frágil el piso que cruje; estrechas las ventanas. Hay ecos extraños por doquier y todo se oye desde donde uno esté: la música de Glenn Miller en el viejo tocadiscos Saba; el ruido de las ollas en la cocina; los pasos y penas de cada quien; mi mamá que, a pesar de todo, canta bajito cuando se ducha; el goteo —infaltable en toda casa— de una de las llaves del lavatorio; tantas otras cosas. Me cuesta creer que nadie escuche lo que pasa conmigo. ebookelo.com - Página 20
  • 21. Yo, en cambio, soy capaz de percibir hasta el aleteo de una mariposa. Paso días enteros en permanente estado de alerta. Con miedo. Mucho miedo. Respiro rápido, el corazón me late fuerte y aunque esté inmóvil siempre me siento en movimiento. Circular en el departamento me parece a veces como recorrer una jungla, una larga y oscura caverna, un territorio en guerra o un campo minado. En cualquier momento puedo volar en pedazos invisibles. A cualquier hora, cualquier día, todas las semanas, durante meses, años. Demasiados en la cuenta final. A pesar de todo, mi miedo termina siendo mi mejor estrategia de autopreservación. Gracias a él aprendo a cuidarme y, por una época, me resulta una fuente inagotable de energía y vigilia, como si tuviera ojos de mosca y antenas para desplazarme alerta a cada momento y en cada rincón de mi pequeño mundo. Con mi papá en los alrededores es indispensable vivir así. Las rutinas más inofensivas y automáticas —vestirse, desvestirse, cepillarse los dientes o bañarse— pueden dar lugar a extraños y desagradables incidentes que no puedo prever ni detener. Generalmente, son acercamientos corporales que, aun siendo tan pequeña, percibo cargados de algo secreto, o malo. Quizás me parecen así por el miedo en que vivimos. Sin miedo, tal vez me habrían parecido solo extraños o incómodos, pero sin la carga que agrega estar asustada. Consciente, además, de su poca naturalidad, porque mi papá nunca se ve alegre ni relajado cuando me toca y porque nunca hay gente en los alrededores. Además, las maneras de tocarme son completamente diferentes cuando estamos los dos que cuando estamos en familia, o como hace con otros niños, en público. Conmigo es siempre a solas. Siempre tenso. A lo mejor por eso mi piel se recoge y siente tanto miedo. Un miedo difuso y diferente del que siento cuando él se enoja, o me golpea (y ese sí es un miedo nítido). Pero ambos son tan reales como la carne y los huesos del cuerpo grande de mi papá, que manda al mío. Mis miedos me acompañan en bloque, todo el tiempo, al punto de que parecen llevar una existencia independiente de mí. Me previenen de nunca quedarme a solas ni equivocarme; jamás bajar la guardia mientras duermo o uso el baño; cuidado con no tragar la comida, con ensuciar la ropa o con demorarme en estar lista para una salida familiar. Debo concentrarme en evitar todo aquello que dé motivos para ser tocada o castigada, o lo que, aun sin motivos, provoque la rabia o los extraños comportamientos de mi papá. Mi padre se parece a un actor de cine de origen árabe cuando sonríe, y a nadie cuando está enojado. Puede pasar de recitar en francés a quebrar una taza contra la mesa, simplemente porque el té viene con una película de grasa, o puede cantar a Sinatra y luego gritar insultos tres tallas más grandes que mi estatura. A veces, tomará en vilo el mismo cuerpo que recién golpeaba con su cinturón y, antes de terminar con el número de correazos prometidos, lo aventará como una bolsa de arena, contra alguna pared. Estos cambios no tienen motivo aparente. No he hecho nada distinto de lo de siempre. Solo aceptar, y tratar de no llorar para no enojarlo aún más. No funciona. Es como si él llevara bombas en el corazón, pero sin un detonador ebookelo.com - Página 21
  • 22. confiable. Con él no hay conteo regresivo, o tal vez sea yo la que no alcanza a contar a su ritmo. Mal que mal, me lleva treinta años de ventaja y yo aún no comienzo el colegio. Para entonces corrían los setenta, un tiempo que me devuelve chispazos de una televisión en blanco y negro con Pin Pon y Música Libre, gases horribles que me hacen llorar camino al pediatra, mis muñecos Lili y Carlitos, y el sabor a Milo con leche. También recuerdo las interminables filas junto a mi nana fuera del almacén de don Eduardo. Nunca sé qué esperamos comprar y muchas veces no compramos nada. De todos modos, me voy contenta porque don Eduardo siempre me toma la mano al despedirse y deja en mi palma un caramelo o un chicle de tutti fruti. Tesoros que, como las ardillas, guardo para gozar sola en mi habitación mientras evoco la ternura gratuita de nuestro almacenero. Mi habitación. Mía, y tan ajena. En ella nunca me siento segura, pero me gustan sus tonos pastel y el ángulo en que entra la luz por la ventana, durante las tardes. Sobre mi almohada descansa una bella muñeca con traje de terciopelo calipso que mi papá trajo de Italia, y de la pared frente a mi cama cuelga una pintura parisina con una niña de boina y pelo largo. Según él, las eligió porque se parecían a mí. Ambas rubias y de ojos azules. Yo no les encuentro ningún parecido, pero soy feliz con esos regalos —regalos de niña— y estas muestras de cariño inofensivo. Cuando viaja por negocios suele traernos juguetes, vestidos. Otras veces simplemente «viaja», no trae nada y nadie comenta con alegría dónde ni a qué fue. Es evidente que está metido en problemas, pues mi mamá reclama en voz alta sobre cómo es posible que un abogado tenga líos con la justicia mientras ella trabaja hasta los fines de semana. «Para pagar deudas», dice en tono genérico, pero ella gasta muy poco y sabemos a quién vienen a buscar para hacer las «cobranzas». Más de alguna vez abro la puerta y digo que mi papá no está, pero está. Es curioso que mi mamá se enoje tanto con mi padre y que, por otra parte, mienta para protegerlo. Tampoco entiendo que reclame y no haga nada por cambiar la situación. Ella dice que se saca la mugre trabajando por sus hijas, pero a veces me parece que es sobre todo por él, para salvarlo de problemas, o para alegrarlo, porque nunca se ve contento. Se gasta la existencia empeñado en compensar, con una adultez de magnate griego, una infancia de abandonos y pobrezas. Eso suele decir mi madre, mientras año tras año él apostará los frutos del trabajo ajeno a la ganancia fácil, pero siempre esquiva, de sus personales loterías. Azares alrededor de los cuales crecen su desesperación y su furia. Y alrededor de estas, el silencio de su alma. Y en el silencio de su alma, el vacío desgarrador donde me pierdo. Completamente. A veces es tanta la ira de sus ojos, tanto el desprecio, que me deja tiritando. Es frío lo que siento, y una lejanía feroz, como si él estuviera hablándole, gritándole o tocando a otra persona, pero soy yo. Veo cada mañana al despertar el cuadro que me trajo de París, y es claro que no soy la niña de sus ojos. No sé exactamente quién soy para él. Qué recuerda o qué piensa cuando se queda mirándome y el universo se ebookelo.com - Página 22
  • 23. congela. Y aunque todo parece enmudecer, mi cuerpo resuena con un grito que parece venir desde dentro de mi papá: una voz que reclama contra algo que no puedo adivinar, pero que se siente peligroso. No sé bien qué es, pero debe ser algo muy malo, imposible de imaginar entre padres e hijas. En mi hogar se vive un poco así como yo me siento frente a él. Tensos, rodeados de cristales a punto de quebrarse, agobiados por decretos para no ver, no decir, no sentir. Para hacer como si viviéramos una vida común y corriente, perfectamente ordenada, cuando en realidad es todo lo contrario. Los hábitos de los adultos de mi familia son atípicos y algo caóticos. Mi madre llega del trabajo al anochecer y mi papá lo hace habitualmente de madrugada, aunque no viene de trabajar porque siempre trae olor a trago. Sea la hora que sea, mi mamá se levanta y discuten. Gritan, golpean puertas o mesas; a veces se reconcilian y ríen juntos; otras veces duermen separados. En más de una oportunidad aparece mi abuelo —en pijama bajo la chaqueta— a interceder, y en una sola ocasión, pasada la medianoche, aparece la madre de mi papá (¿mi abuela?) a reencontrarse con el hijo al que abandonó durante sus primeros meses de vida y a quien no ha visto desde entonces (ni volverá a ver). Recuerdo su vestido verde muy chillón y su apariencia humilde, su piel curtida por la edad y por el sol nortino. Es una señora a la que mi padre trata con perturbadora distancia y desdén, tal vez merecidamente, quién sabe. Más de alguna vez le reclama a mi mamá por «malcriarnos» a mi hermana y a mí con atenciones «excesivas», mientras él, que tuvo una madre «desnaturalizada», se las arregló de lo más bien solo «para hacer una buena vida». Ya vas a ver como esta —se refiere a mí—, con tanta sobreprotección, termina siendo una inútil y débil de carácter. No sé qué quiere decir, pero juro que le llevaré la contraria a como dé lugar. A escondidas, suelo mirar desde el pasillo hacia el comedor donde los grandes se reúnen y no comprendo mucho de lo que hablan. Menos entiendo de altercados o visitas que luego nadie comenta, como si no hubieran ocurrido. «No pregunte, no se meta en cosas de adultos», me ordenan. Vuelvo a mi cama, pero no puedo dormir. Con los ojos apenas entreabiertos, detecto una sombra en el umbral de la puerta. Parece un gorila albino, enorme, peludo, con poderes sobrenaturales. Eso creía yo. Cerraba los ojos y lo seguía viendo; los abría y ahí estaba de nuevo. A veces soñaba con él, pero al despertar de mi pesadilla no se había marchado, o era que recién venía llegando. Siempre en el umbral de la puerta. Una ilusión óptica provocada por la luz de los faroles de la calle que dan sobre la camisa blanca y almidonada de mi padre al entrar a mi habitación. Vivo de noche, o me desvivo, y es natural que cuente con más recuerdos en penumbra que a la luz del día. Eran tiempos de dormir poco y nada; de acostumbrarse a pasar horas interminables de espera y vigilancia a oscuras. Contra el negro, invento mundos paralelos donde pasar el miedo y escribo en el aire mis propias historias que, capítulo a capítulo, voy siguiendo cada noche. Durante el día, al menos, suelo descansar: respiro a otro ritmo, me muevo distinto y casi siento que ocupo más ebookelo.com - Página 23
  • 24. espacio en el universo. Mis extremidades son libres y livianas, y mi cuerpo se despliega en su real envergadura en lugares como el jardín infantil y luego el colegio. Ahí me acompañan otras personas con las que me siento tranquila y estimulada. Y tanto es así, que aprender se vuelve un placer agradecido y un constante recreo. La mejor parte de mi vida. Los mejores recuerdos también. Recuerdos donde no logro localizar a mis padres. A mi nana sí la recuerdo bien. Es una mujer reservada, solidaria, y pequeña pero poderosa. La recuerdo más que a mi mamá porque pasaba mucho más tiempo conmigo y con mi hermana, que apenas aprende a caminar y huele a guagua y a cochayuyo. Siempre jugamos con plasticina, o yo juego, en realidad. Construyo lindas y coloridas ciudades con muchos personajes que la pequeña destruye cual Godzilla entrando en Tokio. Muerta de la risa, todo lo convierte en una gran bola color verde musgo (como las algas, su fascinación) y mi nana ríe también, y luego las tres, y todo se siente perfecto y sereno, aunque sea por poco tiempo. La memoria confunde los contornos de la soledad en que vivo. Puede ser que mi nana pasara menos tiempo con nosotras o que mis papás estuvieran más presentes de lo que soy capaz de evocar. O, incluso, más ausentes. Quizás no recuerdo bien porque, durante años, mis sentimientos hacia ellos se mueven entre confusos opuestos de añoranza y temor, de cariño y desapego, de dependencia y desconfianza. Mi corazón se divide entre quererlos y necesitarlos u odiarlos y huir. Porque sería mejor estar sola, lejos de aquí, o muerta, como llego a pensarme muchas veces (una inclinación cuya derrota será de las gestas arduas de mi vida en el futuro). Mi hermana, por el contrario, tiene una relación amable y descontaminada con los papás, de dulzuras y cuidados en abundancia, de consentimientos y excepcionales licencias para desobedecer y causar pequeños estragos. Padres e hija se necesitan tanto como se disfrutan y es notoria la diferencia de trato con ella y conmigo; tanto que llega a doler. A pesar de todo, es tal mi felicidad de tener una compañera de juegos, y tan desmedida la ternura que me despierta (así como las ganas de protegerla), que agradezco que a ella no le toque lo mismo que a mí. Tal vez por ser la menor y más indefensa, por parecerse al papá, o por su temperamento amable. Cualesquiera sean las razones que amparan a mi hermana, qué bueno que así sea. Qué bueno, también, que en los motivos de ese amparo yo sea capaz de explicarme, un poco, por qué mi padre no se comporta del mismo modo conmigo. Me quiere menos. Es un hecho, y los motivos no son despreciables. A diferencia de mi hermana, no me parezco a nadie de la familia y bien podría ser «hija del lechero», como él suele decir (y no me suena a broma). No soy dulce, sino inexpresiva y algo huraña —al menos en casa—, o como toda colorina: «complicada», «temperamental», «polvorita». Eso dicen. Encima «rara», según mi mamá. Nerviosa e inapetente, enfermiza, y necesitada de cuanto empeño puedan poner en «tranquilizarme» y «engordarme». Para cumplir estos objetivos, me dan jarabes de horribles sabores, una pegajosa mezcla de zapallo con miel de abeja, ebookelo.com - Página 24
  • 25. sandía con harina tostada, «panita» (tierno nombre para un repugnante hígado de vacuno) o sesos, sopa de corazones de pollo, muchos mariscos y huevos de pescado. Si mi relación con los alimentos ya era difícil antes de estos experimentos, luego de ellos viviré en la náusea. Mi nana —que con los años resuelvo se merece un magíster en psicología infantil — ensaya otras fórmulas. Sin que nadie se entere, usa platos de té para servirme pequeñas porciones de tallarines, arroz y carne molida o huevo revuelto, pizzas chiquitas en pan de hallulla y siempre un plato aparte, igual de pequeño, con lechuga o tomate y perejil, o alguna fruta picada fina. Estas comidas me gustan y, además, mi nana las acompaña con los pocos cuentos infantiles que conoce y que repite varias veces, hasta que yo termine mis raciones. Casi sin darme cuenta —y sin necesidad de amenazas— soy capaz de comer y tragar bien, e incluso de comenzar a gozar un poco con los alimentos. En pos de mi buena salud me obligan también a dormir siesta, todas las tardes sin excepción. Pero no duermo. Miro el techo, converso conmigo y acurrucada bajo el cubrecama, trato de aprender a leer sola hasta que lo logro. Recorro lugares lejanos y exóticos en los libros, y seres mágicos se arrancan de sus páginas para visitarme. Mi imaginación urde el tejido que salvará mi alma (durante toda mi niñez, y el resto de mi vida), no importa cuán difícil sea la realidad. Cuando está por terminar la hora de la siesta, pido con todas mis fuerzas que mi papá no llegue temprano, que mi mamá le gane aunque sea por un minuto, o que no venga ninguno de los dos y me dejen sola con mi nana. Con ella recuerdo días felices. A veces me deja libre la pieza del planchado y entretiene a mi hermana para que yo pueda, sin moros en la costa, modelar con plasticina flores y racimos de uvas, pájaros y otras figuras destinadas a ambientar el lugar lejano donde me convierto en compositora de piano (uno de madera celeste) o violín (amarillo y de plástico). Son horas maravillosas donde solo existe la música que «compongo». Puedo soñar y perderme, por mucho rato, en un tiempo que sé que llegará algún día, «cuando sea grande». Mientras soy chica, juego. Hasta que se acerca la hora de regreso de mis papás. Entonces mi nana me prepara y espero bien peinada, la cara limpia y estático el ánimo. Como una muñeca. Ojalá, igual que estas, yo sea incapaz de cometer errores. «Pórtese bien, mi niña, por favor». Es el ruego de mi nana cada vez que mi papá llega más temprano de lo habitual. «¿No ve que si no me la van a terminar matando? Trate de comer y tragar de a poquito; aunque le cueste, usted tiene que poner de su parte. Aliméntese. No le lleve la contra a su papá. No le dé motivos para castigarla. Ni se le cruce por el camino, si puede». A veces mi nana intercede por mí, y cuando fracasa se retira a la cocina. Luego de que todo termina, me trae agua con azúcar para pasar la pena y me cura, o le trae a mi papá lo necesario para que él lo haga: metapío y gasa para las heridas, pedazos de carne congelada o cuchillos fríos con los cuales bajar moretones. Veo que mi nana lo ebookelo.com - Página 25
  • 26. mira con rabia pura, y se le nota. Pero no puede decir ni hacer nada. Tampoco yo. Solo esperar. Un tiempo exacto. Ni un día más ni uno menos. Mi tiempo y los adultos Lo supe alrededor de los seis años. Lo leí en el diario y le pregunté a mi mamá qué era esto de la «mayoría de edad». Una edad lejana —aunque no tanto— que, según ella, permite tener derecho a casarse, votar y elegir en qué trabajar. No recuerdo bien si eran los veintiuno o dieciocho años, pero no olvido los dieciocho como el plazo que, según mi madre, autorizaba a salir de la casa de los padres, al menos. Ni se imagina la dicha que me regala. No era clara mi métrica del tiempo, pero ya sabía sumar y restar bien, y todo era cuestión de esperar doce años para irme de ahí. Había futuro para mí y abundante. Solo debía rellenar y dar buen uso a esos años (que luego iría descontando uno a uno, cada cumpleaños) para que pasaran lo más rápido posible. Hasta poder vivir tranquila y cumplir los sueños que jamás dejé de atesorar. Me ayuda desplazarme al futuro y creer que lo que vivo es mi prehistoria: un tiempo de dinosaurios que luego recordaré extintos. Mi historia tiene que ser el futuro; ahí recién va a comenzar. Y creo que será una buena historia: de bailarina de ballet, profesora, concertista, médico, peluquera, almacenera como don Eduardo, nana como la Filo. Podría tener cualquier oficio, podría llegar a ser cualquier buena persona. Cuando crezca. Aaah. El tiempo que aún no existe es prometedor y viene lleno de espejos, cristal o agua de lago donde puedo verme con doce años más: alta, fuerte, linda, o simplemente distinta a esta hija que les tocó a mis padres, la niña opaca que encuentro en los reflejos que mi casa devuelve de mí. Mido muy poco pero alcanzo a verme en los espejos de mi pieza y en el de la cómoda de mi mamá. Al del botiquín del baño apenas llego. En ninguno me gusta lo que veo. No siento, como los gatos nuevos, ganas de jugar con la imagen descubierta. No sé qué es lo que siento, pero no me gusta. «No sea vanidosa y venga a terminar sus tareas o dibuje un rato con su hermana». Mi nana me interrumpe cuando está por irse, al terminar la tarde y casi de anochecida. Muebles y objetos brillan de puro limpios y qué ganas me dan de ensuciarlos para que ella se quede un rato más. Cómo saber si mesas y sillones le temen a esta hora tanto como yo. Ninguno lo dice. Yo tampoco. No hay a quién decirle nada, ni cómo. Mi nana generalmente trata de esperar a mi mamá, y lo agradezco. Yo también la espero. Quiero creer que bajo sus alas, como los pollitos de la canción, puedo estar segura. Pero no lo estoy. Ni segura ni bajo sus alas, sino al descampado en un departamento que me parece muchísimo más grande de lo que seguramente es, quizás porque nadie me oye. Le imploro a mi madre que no deje a mi papá ponerme una ebookelo.com - Página 26
  • 27. mano encima, pero ella no es capaz de detener lo que se viene cuando él parte a la pieza a buscar sus cinturones. Siempre trae dos: uno grueso y uno delgado. Yo debo elegir. Todo porque no puedo comer, y no es de mañosa ni malcriada que no puedo. Tengo una boca chica que a la fuerza ha aumentado su tamaño y a mí no me obedece. Solo a mi papá, o a una parte de él que no puedo ni nombrar y apenas me cabe entre el paladar y la lengua. «Eso» que no me deja respirar y me provoca reflujos, arcadas, tos cuando no corresponde. Por algo mi boca no quiere meterse nada dentro. Por algo es que quiere permanecer cerrada para siempre. Mientras él regresa, o mientras todo termina, mi mamá me mira con cara de «hija, lo siento, ya pasará». La desventaja es en proporciones de David y Goliat, pero a la inversa de la parábola, aquí el más chico lleva todas las de perder. Nada me dará una ventaja para el triunfo o la fuga. Como no responda ante los golpes, mi padre ordenará a mi mamá que me agarre por los brazos y él introducirá la comida en mi boca. Dos, tres, las veces que sean necesarias. Hasta hacerme tragar algo en medio del ahogo, el vómito o la sangre que también las cucharas de bordes suaves pueden provocar. No sé si esto es puro castigo —y aunque fuera merecido, se les pasa la mano— u honesto esmero en alimentarme. Sea lo que sea duele, aunque al final ya ni el dolor se siente. Solo me embarga una sensación de total anestesia, agotamiento y humillación mientras veo caer la tarde y escucho a otros niños negociar el último rato para quedarse jugando, fuera del edificio. Esto no es justo. Podría estar jugando también, y quizás hasta despertaría mi apetito. Por ahora, solo debo digerir los alimentos, rogando no tener que repetir penitencias que siempre vendrán con mayor encono. Con heridas siempre más profundas. ¿Por qué, mamá? No puedo hacer más, dice ella tristemente y como disculpándose. Una y otra vez a lo largo de los años. «No puedo ir en contra de su autoridad. Él es tu padre». No sé qué entiende mi mamá por «padre» y hoy solo puedo suponer que ella sentía tanto o más miedo que yo, aunque él jamás le haya pegado. Pero la violencia se deja sentir, de todos modos. Era cosa de ver la postura corporal de mi papá, la expresión de sus ojos o el tamaño de sus manos enrojecidas como para sentir de inmediato ganas de encogerse y resguardarse de lo que pudiera venir. Muchas veces temí que él caería sobre mi mamá con la fuerza de un animal enloquecido y, más de alguna vez, me paré entre los dos para intentar defenderla, en vano. En el trueque de roles, solo conseguiría salir volando lejos. Pero apenas podía, regresaba a consolarla, y la encontraba sobre la cama donde él la había empujado para dar por terminada la discusión. «Un empujón nada más», decía ella. Y qué más quiere, me preguntaba yo. Ella hacía falta. Tenía dos hijas que dependían de ella y no sé cómo no le resultaba evidente que debía cuidarse; ponerse y ponernos lejos de esa constante posibilidad de daños mayores, que venía sentenciada con la sola presencia de mi papá. Yo sentía que me moría si algo le pasaba a mi mamá, que era yo la llamada a ebookelo.com - Página 27
  • 28. protegerla. Una lealtad que se convertiría en pasmo el día en que yo misma me convertí en madre. No pude justificar nada más acunando contra mi pecho a un ser humano tan pequeñito. Tampoco puedo imaginar fuerza en este mundo capaz de impedirme proteger a mi cría, dando mi vida si es preciso. Ni puedo pensar a mi madre, aun con sus años y reumas, siendo menos que una ninja por proteger a una nieta. La pregunta es qué le pasó conmigo. Por qué no pudo. Qué le hicieron para padecer esa parálisis de los instintos. No tengo respuesta. Ella, muchos años después, dice que no le han hecho nada, que no me pase películas. «Eran otros tiempos. Las cosas eran así. Y nadie se moría». Pero se muere, mamá. Gente. Niños, a veces. La violencia no conoce de justas medidas, y si no es el cuerpo el dañado, será el alma, aunque sus heridas sean invisibles. Para mi familia, al menos. Durante años, nadie tiene ojos para ellas y se omiten, niegan o callan. Muchas veces, intencionalmente, se esconden. Tal vez por un exacerbado sentido de pudor o un mal entendido orgullo, quién sabe. Las familias necesitan creer que se acercan a algún «ideal», propio o prestado, de lo que deben ser. Un «ideal» que en el caso de la mía no perdonaba errores ni caídas. Lejos de tomarse como algo natural, el dolor casi parecía una suerte de deslealtad; la debilidad o malformación de un alma que, heredera del rigor y del salitre, poco o ningún derecho tenía a quiebres ni malestares. El mito nos entrampa; la gesta de los bisabuelos próceres de la familia, uno empresario y el otro obrero, que en las calicheras labraron vidas mejores para todos los que vendríamos. No podíamos ser menos que ellos. Mi abuelo siempre dice eso. —Me corté el dedo. —No es para tanto. —Pero me sangra, mire. —Sea «mujercita» y aguántese un rato; ya pasará. No sé cuántas veces participé u oí este sencillo diálogo entre niños y adultos de la familia. Al crecer, se repite el mismo intercambio frente a heridas en un dedo o algo menos localizable, como el espíritu. Tal vez si el tono hubiese sido amable, la sensación habría sido más positiva. Pero nunca se trató de invocar la esperanza, el buen coraje o el sentido del humor. El tono era, generalmente, de indolencia y severidad. Un mandato de «no sufrir» que puede habernos infundido fortaleza en muchos niveles, pero en otros no fue más que desamparo. Y, en la negativa a atestiguar lo evidente, algo cercano a la locura. Cuando pienso en el desvarío colectivo, una de las primeras imágenes que evoco es la de mi abuelo sentado en la cabecera cada almuerzo de domingo, mi abuela en el extremo opuesto de la larga mesa y nosotros a los costados; la familia de cada una de las dos hijas con sus maridos, y las hijas de las hijas. En la ceremonia acostumbrada, mi tata lidera las conversaciones y define los temas, así como los turnos de cada interlocutor. De rato en rato exige «respeto a los mayores» y recuerda que no debe ser ebookelo.com - Página 28
  • 29. interrumpido ni cuestionado. «Gocemos este momento de unión familiar», suele decir, y corta de raíz cualquier conflicto o discusión interesante que pueda darse entre comensales. Solo él debe ser escuchado, horas. Yo, apenas le pongo atención y hago equilibrios sobre dos cojines duros que me nivelan con la mesa y me permiten usar mi tenedor con mayor facilidad. Con este acomodo discretamente la comida de mi plato, un único montón o varios, para que parezca que algo he comido. Por el espejo veo a mi papá observar atento cada uno de mis movimientos y, al borde de la exasperación, sin que ya le importe derrotar a mi abuelo en algún debate histórico, deja la servilleta al costado de su plato y se levanta para agarrarme del brazo y llevarme con él. Mi abuelo lo detiene. Podría ser mi «héroe» o un milagro, pero nunca es lo uno ni lo otro. El tata únicamente le pide a mi papá que por favor se contenga, que no me castigue, o que por último me lleve al dormitorio principal, pero no a la cocina, porque desde ahí todo se oye. Poco a poco me voy dando cuenta de que no es protección la de mi abuelo, sino conveniente organización de agenda. No ignora lo que sucede, pero es incapaz de hacer algo por evitarlo. Hay veces en que me lleva postre sin que nadie lo vea, o me presta un pañuelo suyo para sonarme y secar el llanto. Por algún tiempo valoro esta piedad, pero luego me perturba porque sé que siempre es «después de»; nunca antes, ni durante. Él puede seguir comiendo, dictando cátedra o contando malos chistes, pero no interviene; ni él ni nadie de la familia. Ni en los castigos ni en «lo otro»: las sesiones de baño compartido con mi papá, de salida a bares sola con él, de alojamiento en la casa de vacaciones de Viña durmiendo en la misma cama, muchas noches, casi con permiso oficial para la devastación. Con los años, los golpes ya ni siquiera importan tanto porque uno termina acostumbrándose a todo. Lo que verdaderamente necesito es que me libren de «lo demás»; algo para lo que, al parecer, no existen palabras en el diccionario. Yo suelo nombrarlo como «lo otro» —lo adicional a las golpizas— y mi padre como «esto». De «esto» no se habla, ¿me entiendes? Por supuesto. Mi papá no necesita hacerme advertencias. Él es grande y yo chica; él manda y yo obedezco. Es extraño, porque creo que ninguno de nosotros podría dar una definición precisa sobre qué es «lo otro» o «esto». Sin embargo, la instrucción es clarísima e implacable. Aquí no hay salida y, no obstante, no dejo de esperar. Doy vueltas en círculos como la luz de un faro, confiada en que algún día, a lo lejos, para alguien sea visible el roquerío donde naufrago. Una persona haría toda la diferencia. Una sola bastaría para detener mi hundimiento indecible. Por esa única esperanza es que mi alma insiste en hablar como pueda, siempre en clave, a ver si alguien es capaz de descifrar su miedo, o de protegerla. Miro a los adultos, me muevo o quedo inmóvil de un cierto modo, o digo que me duele el estómago, que tengo frío, que no me siento bien. Son mensajes fracasados que nadie entiende. Tal vez porque son mentiras; al menos, en parte. Pero mi urgencia de rescate es tan real que no me cansaré de tratar ebookelo.com - Página 29
  • 30. de expresarla aunque nadie acuse recibo. De todos modos, vale la pena el esfuerzo. A mí me sirve. Para saber que yo sí estoy de mi lado, y que aunque ellos no me escuchen, yo sí lo hago. Tal cual escucho, también, el eco insensible de sus voces repitiendo «no sea complicada ni se ponga difícil», «déjese de pudores ridículos, si es su papá», «acompáñelo y cuídelo para que no tome tanto», «póngase el pijama y córtela con los alegatos», antes de enviarme a consumar una vez más, una enésima vez más, un destino que quiero creer, y necesito creer, desconocían completamente. ebookelo.com - Página 30
  • 31. N SAQUEO Y SUS ALREDEDORES o lo sabía entonces, pero muchas otras niñas habrían de pasar por lo mismo, aunque no contaríamos nada sino hasta décadas después. Cuando chicas ni siquiera disponíamos del vocabulario para representar lo que nos ocurría. «Abuso sexual», «violación» o «incesto» son palabras que las personas no conocen sino hasta mucho más grandes. Ojalá ni existieran. Así jamás tendríamos que aprenderlas. Me pregunto si, de haber conocido esos términos a los cinco o diez años, y de habernos atrevido a usarlos, alguien nos hubiese creído. Lo dudo. Habrían hecho como que no oían ni entendían de qué hablábamos. Una negación carente de maldad y sobrante de optimismo; un instinto elemental de preservar la inocencia y el sano juicio al precio que fuera. Creo que yo misma, si no hubiese sido desde pequeña tan amiga de los libros, habría perdido toda cordura en el esfuerzo de comprender una circunstancia en la que muy pocas cosas parecían ser lo que me decían que eran. Mi «hogar» no es tan dulce como el popular dicho asegura; mi «familia» no está compuesta únicamente de personas que me quieren y protegen a toda costa; se llama «educación» a la violencia desatada y «afecto» o «preparación para la adultez» a extenuantes sesiones dirigidas por un padre que toca y exige ser tocado de maneras que me hacen sentir mal durante y quedan doliendo después. Fuera de mi hogar también sucede algo extraño con las palabras y sus significados. Pocas cosas son llamadas por su nombre; muchas se omiten y de otras está prohibido hablar. Incluso habrá términos que pronto no podrán ser usados: sindicato, obrero. No sé qué significan y no me afecta la prohibición, pero es curioso que un país completo deba obedecer esta orden cuando el diccionario de las casas seguirá siendo el de siempre. Los adultos no comentan mucho sobre estas cosas. Se limitan a callar, pero es evidente que algo sombrío los ronda. Las palabras, o la ausencia de ellas, me lo dejan saber. Comienzo a oír con frecuencia expresiones como «cáncer marxista», «intervención militar», «refundación nacional», «juicio a los extremistas y traidores a la patria». Son titulares de revistas, periódicos y noticiarios televisivos. El tono de rabia y de amenaza es tal que, aun siendo niña e ignorante de muchos significados, me asusta. Nunca olvidaré el día del golpe militar de 1973. Viviendo en pleno centro, el bombardeo de La Moneda se escucha como por altoparlantes y resulta ser lo más cercano a una guerra que puedo imaginar. El cemento tiembla, el ruido es ensordecedor y da igual si uno es grande o chico, partidario o no del gobierno que termina por la fuerza. Todos parecen estar viviendo ese día con el corazón en un hilo. En las casas o en la calle hay miedo de lo que vendrá, de cuánto durará, o de que alguna bala, disparada de uno u otro lado, pueda alcanzar a algún inocente. En mi hogar no se celebra lo que sucede, aunque tampoco se lamenta. No en voz ebookelo.com - Página 31
  • 32. alta, al menos. Mis padres mantienen la misma actitud neutral que tenían durante los tiempos de la Unidad Popular, un período del cual no recuerdo conversaciones ni en contra ni a favor; solamente quejas por el desabastecimiento, las crecientes huelgas y protestas. Una preocupación genérica sobre «dónde vamos a ir a parar». El día del golpe, por primera vez, los veo asustados. Temprano en la mañana nos atrincheran a mi hermana y a mí en el baño, llaman a familiares y amigos para saber cómo y dónde están, y para pedirles a cada uno que se cuiden. Luego se sientan fuera, en el pasillo, a hacer guardia y esperar —con una chicharrienta radio a pilas— las noticias sobre los acontecimientos que se desarrollan a pocas cuadras de nosotros. Las bombas alternan con ráfagas de metralleta. En el baño, con nuestras reservas de lápices de colores, libros de cuentos y pequeños juguetes, mi hermana y yo oímos aterradas el tiroteo que cada vez es más fuerte y sostenido. Tan cercano, que llega a la azotea de nuestro mismísimo edificio. Mis papás comentan en susurros que un joven —casi un niño—, que se defendía a tiros de los militares que venían a buscarlo, murió en la balacera. Días después del golpe, todavía hablan en secreto de muchas cosas que no entiendo, pero imagino que no son nada de buenas porque, cuando salgo a la calle con mi mamá, no es raro que ella me cubra los ojos para que no vea algún cadáver en la vereda. «No mire; no pregunte, por favor», me ordena, pero es casi una súplica. En mi casa y hacia la calle, la atmósfera es de temor. Puede sonar terrible pero, siendo niña, encuentro un macabro consuelo en la sospecha de que otros también sufren, arrancan o deben esconderse para salvar sus vidas. Con los años, reuniré en un solo sentimiento, perplejo y dolorido, los malos tratos a los niños y cualquier forma organizada de aniquilación ejercida por unos seres humanos sobre otros, indefensos. Los «débiles» de esa arbitraria partición del universo en la que da igual si el daño de los «fuertes» alcanza a grandes o chicos, porque no existen diferencias. Es solo que, en el contexto de un horror más grande, los horrores más pequeños —del tamaño de los niños— pasan simplemente inadvertidos, como sucedió en años del régimen militar. Pero no por ello dejaron de existir. Únicamente, no podían ser vistos o no había voluntad de hacerlo; no cuando la ceguera general había sido impuesta, y asumida además, por una sociedad que escribía, a conciencia o no, una de sus peores historias de desamparo. De esta historia no hablamos en el colegio. Mi colegio que, durante una era brutal, parece sacado de un cuento de hadas o una isla del tesoro. Aprendizajes Paso los años más seguros de mi infancia en la antigua casa de calle Almirante Pastene, acogedora y firme como su fundadora, una señora británica, muy viejita, que apenas camina pero que acompaña infaltable nuestros recreos. Nos mira jugar, nos pasa una mano por el pelo y siempre pregunta How are you?, para comprobar nuestro ebookelo.com - Página 32
  • 33. progreso en el aprendizaje del inglés. Estudio con niñas y niños parecidos a mí que tienen papás y mamás que se ven como los míos. También viven en hogares como el nuestro; en barrios con plazas e iglesias cercanas. Luego del golpe de Estado regresamos al mismo colegio de siempre, con las mismas familias y los mismos alumnos. Poco ha cambiado y vivimos un clima de aparente normalidad en la relajada vuelta a los estudios, después de varios días «feriados». Nadie parece estar ausente ni en problemas: un privilegio único en aquel tiempo durante el cual profesores, apoderados e inclusive alumnos podían «extraviarse» o aparecer muertos —como sucedió en otras escuelas—, según supimos años más tarde. ¿Pero cómo haberlo sabido entonces si los niños no hablábamos de estas cosas? Tampoco nadie hubiese sopechado de abusos en nuestros hogares, aunque estoy segura de que deben haber ocurrido. Yo no podía ser la única. No lo creo aún, así como no quería creerlo entonces. Tengo cinco, seis años y me pregunto, al observar el rostro de mis compañeras durante horas de clases o recreos, si alguna de ellas sentirá por su papá el miedo que yo siento por el mío (y que comienzo a sentir por sus amigos), o el asco que me provocan las desafinadas caricias que él considera «naturales» entre padres e hijas. ¿Serían naturales? ¿Qué era en verdad normal y qué no entre un padre y una hija? No tenía idea. Mis inquietudes se vuelven una sombra espantosa proyectada sobre mí o sobre mi papá, sin hacer mayores distinciones. O yo tengo «algo» malo, peligroso, que detona sus peores conductas, o él, justamente él, la persona destinada a cuidarme, el hombre a quien con toda mi alma necesito querer, es un ser humano tan trastornado como el señor que cerca de la catedral agita una Biblia y repite monocorde «Gloria al Pulento». Claro que, en su caso, sin jamás dañar a una mosca. Con pocas certezas —imposibles de tener a esa edad— sobre lo que me pasa o sobre lo que hace que mi papá alterne entre ser padre y ser otros personajes (bajo la ducha o por las noches, cuando todos duermen), mi única alternativa es dividir mi existencia. Gozar de lo bueno y tratar de olvidar lo demás tan rápido como sea posible. Disfruto muchísimo de los momentos de paternidad «buena y sana» que la vida me ofrece: los juegos en la plaza Brasil, las visitas al zoológico, las matinés para ver Tom y Jerry o el teatro de mimos. A veces, resulta grato simplemente pasar la tarde de domingo en familia, comiendo sopaipillas o helado de piña, según la estación, y oyendo música o atendiendo a los relatos de mi papá. Él no es de cuentos infantiles. Lo suyo es la narración de óperas como Carmen, Aída o Dido y Eneas; mitos griegos, biografías de grandes líderes políticos, historias de guerras mundiales. Yo solamente abro tremendos ojos y oídos, y hago lo imposible por seguir el hilo de tramas mucho más complejas y trágicas que las que encuentro en mi colección de cuentos de Andersen o de los hermanos Grimm. Cuando voy familiarizándome con sus gustos, intento adelantarme, preparar ciertas lecturas y ebookelo.com - Página 33
  • 34. luego sorprenderlo con preguntas inteligentes para demostrarle que soy alguien de quien puede enorgullecerse. Por algo soy su hija. Sangre de su sangre, y aliada en benditas y maravillosas afinidades que tienen que ver con el arte y la historia de la humanidad. Algo que podemos disfrutar juntos. Algo para compartir en paz. Añoraba que no hiciera falta nada más. Permanecer sentada en la sillita de mimbre que mi mamá me compró en una feria artesanal, mientras él circula por el living y comedor al son de sus discursos magníficos, con su cigarro de tabaco negro en una mano y un vaso de whisky —siempre regalado por mi abuelo— en la otra. No habría requerido más afecto y atención que aquellos prodigados en la dinámica docente y podría haberme pasado siglos de alumna suya con tal de relacionarnos de modo apacible. Esto hubiera bastado para saberme hija y seguir siendo niña. Para quererlo sin sombras. Habría dado todo por conservar para siempre la ilusión de tener ese papá brillante de tardes de historia y música, y congelar en un mundo aparte al otro, el que me atormenta, junto con todo el miedo que me provoca y me corre por dentro en vez de sangre. Un miedo que toma distintos colores, formas, tamaños. Se vuelve terror de no poder resistir un minuto más y largarme a llorar hasta el infinito; pánico de que mi pena corroa el esperanzado arnés que sostiene cada una de mis vértebras en su lugar y reviente de tanto contener esta tristeza imposible de definir y acompañante de tantas horas. Se cuela conmigo al colegio, a veces en medio del día o en actividades que son placenteras. Luego, al crepúsculo y de noche —hasta la madrugada del día siguiente —, la misma desbarrancada sensación. Un poco menos los sábados y domingos. Pero solo un poco menos. No entiendo bien qué me sucede, pero, sea lo que sea, me sobrepasa. No cumplo aún siete años y me siento cansada como mi bisabuela, que es muy vieja. Estoy exhausta de andar alerta, de esconderme, de tratar de arrancar sin que me resulte. No quiero que me peguen ni que me toquen más. Quiero que mi papá no busque oportunidades para estar a solas conmigo si no es para aprender cosas buenas con él. No quiero vivir pendiente de su mirada, o a qué huele, si a alcohol o colonia. ¿De dónde viene? ¿Con qué humor ha llegado? ¿Qué toca hoy? No me va quedando tramo en el cuerpo —excepto mi cara, que mi papá rara vez toca— para nuevas lesiones. No alcanza el largo de mi blusa o de mis calcetas para ocultar costras y cortes que estoy segura despertarían suspicacias. Además, es preferible ocultarse a tener que aceptar que nadie puede hacer nada por interrumpir este espanto, o que aun cuando alguien lo intente, nada cambie. Quizás lo que más me asusta es agregarme penas con preguntas sobre heridas que ni yo quiero reconocer existentes. Preguntas que tampoco sabría cómo responder porque mi papá sigue siendo mi papá y no quiero que lo vean como un monstruo cuando yo misma me niego a verlo así. Cuando la fatiga es insostenible, ciertos milagros ocurren: chispazos de otras vidas que expanden mis horizontes. Me invitan a fiestas de cumpleaños y, otras ebookelo.com - Página 34
  • 35. veces, simplemente a jugar en las casas de algunas de mis compañeras. Ahí conozco a otros papás que son calmados y amables; siempre exactos en el afecto para con sus hijas y otras niñas. El papá de Tati es abogado, pero pasa horas haciendo carpintería y nos deja mirar todo en su taller, aunque sin tocar (para que no nos enterremos astillas en los dedos). El papá de Paula es buzo y nos muestra diapositivas de jardines de coral y peces multicolores, mientras cuenta sus aventuras en el fondo marino. El papá de Karin es periodista y, con historias interesantísimas, me ayuda a perder el susto a unas máscaras de diabladas nortinas que parecen cabezas vivas saliendo de una muralla blanca en el comedor. Con todos ellos voy aprendiendo que otras maneras de ser papá, buenas maneras, son posibles. Existen, tengo la suerte de conocerlas y, aunque a veces duelen un poco, me dan esperanza de que mi papá pueda cambiar algún día. Mundos de niños A la esperanza que gano con algunos adultos se suma el optimismo que descubro en niños de mi misma edad. En esos tiempos vamos temprano muchos días sábado a la Vega Central y luego al Mercado. Mientras mis papás eligen verduras o mariscos, yo conozco niños que parecen moverse como pequeñas linternas en medio de un mundo bastante oscuro. Gracias a ellos y su luz, cambia mi perspectiva sobre muchas cosas. La mayoría de ellos trabaja en verdulerías y pescaderías, y acarrea cargas mayores que las que su espalda puede soportar. Es obvio que deben sentirse cansados, y sin embargo siempre sonríen. Otros me parecen menos alegres, los que se ubican fuera, en la calle, para pedir limosnas. Pero todos, sin excepción, la primera vez de encontrarnos, comentan con entusiasmo sobre mi pelo y mis pecas. Les llaman la atención. Dicen que tocar o pellizcar a un colorín es buena suerte y, aunque dudo seriamente que así sea, los dejo. Pero suavecito, les digo. No me gusta que nadie me toque y la excusa de los colorines ya la he oído antes, en boca de adultos, junto a otras declaraciones extrañas y temibles; fantasías que, más que en el golpe de suerte, bien pudieran residir en cualquier otro lado; lugares que no logro imaginar pero que intuyo carentes de compañía, de afecto, o quizás de sueños e ilusiones de infancia. Por algo, siendo adultos, necesitan tanto estar con niños, acompañarse de nosotros, o tocarnos y frotarnos como si en verdad fuéramos amuletos de buena suerte. Da lo mismo cuál sea el color de nuestro pelo. Luego de las presentaciones y pellizcos de rigor, con mis nuevos amigos conversamos de otras cosas. Inocentemente, contamos nuestras vidas al pasar y las suyas resultan ser muy duras. De modos distintos a la mía, o acaso similares. No estoy segura. Hay elementos parecidos, como los papás que beben y los castigan, las mamás que no pueden defenderlos, la soledad en que crecen. Pero hay muchas diferencias también. Privaciones que demarcan territorios y me hacen sentir algo muy ebookelo.com - Página 35
  • 36. cercano a la vergüenza o la culpa. A veces, de regreso a mi casa, voy pensando que, a pesar de todo, no tengo una mala vida. Puedo estudiar en mi colegio, leer muchos libros, comer bien todos los días (aunque no quiera), jugar con mi hermana, con mis amigas y con Lili y Carlitos. No tengo que trabajar en ninguna parte. No debería tener tanto de qué quejarme. Cada vez más, cuando me da por preguntarme por qué a mí —justamente a mí— es posible que me toque vivir así o tener un papá como el que tengo, regresa la imagen de estos niños que son parte de mis sábados. Davides aun más indefensos; Goliats más invencibles a su acecho. Sus vidas no tienen para cuándo cambiar y, pese a eso, no pierden el buen ánimo de hacer lo que pueden para sobrevivir, o de sonreír en compañía de otros niños como yo. La injusticia de sus destinos es, sin lugar a dudas, mayor que la del mío, y el deseo de verlos protegidos o, al menos, sin necesidad de sacrificarse comienza a pesar más que la pena y el desconcierto frente a mi realidad en casa. Pensar en otros me salva y no es un mérito propio. Es un regalo que viene con los niños de Recoleta, y también con mi mamá. Ella nos enseña, a mi hermana y a mí, a cuestionar la pobreza desde muy pequeñas; a ser solidarias sin sentir que hacemos un favor, sino simplemente lo correcto. Mi madre tiene muchos pacientes, adultos y niños, que atiende en su consulta a cambio de nada, o en trueque por plantas, huevos o pan amasado. No solo los atiende, sino que los visita en sus casas o en hospitales cuando están enfermos, y más de alguna vez la veo pagar por sus gastos. Me gusta conocer a mi mamá de esta manera. Aunque no pueda cuidarme muy bien, sus bondades para con los demás me enorgullecen y, junto a otras sensibilidades, me marcarían para siempre. Muchos años más tarde, reflexionando sobre la visión budista del mundo, me quedaría claro que el desarrollo de la capacidad de sentir por otro, de ponerse en su lugar y resonar con él, podía hacer toda la diferencia entre la destrucción y la creación, el odio y el amor. Gracias a los niños de la Vega y a mi mamá, cuento a los ocho años con esa primera llave que abre mi paisaje al prójimo: personas, criaturas diversas, el mundo que me rodea. Todo lo inocente e indefenso me provoca un efecto extraño. Me impresiona ver brotar la savia del tronco de la flor del inca y pierdo horas haciendo plasmas de hojas secas y pétalos de flores para detener lo que interpreto como un sangramiento. Luego, me pasaré tardes casi enteras esperando ver crecer una semilla de poroto envuelta en algodón (sin jamás conseguirlo) u observando los movimientos del caracol que nos pidieron para un trabajo de ciencias naturales. Mi papá habla de átomos, moléculas, células; dice que surgimos de la tierra y regresamos a ella en mínimas formas que luego vuelven a combinarse para seguir dando origen, una y otra vez por millones de años, a vidas de distintos órdenes. Me pregunto entonces si algo de mí no fue piedrita antes, o pluma de colibrí, u otra niña, inclusive. ¿Cómo no sentirme parte de mis alrededores, en sus milagros, y en sus dolores también? ebookelo.com - Página 36
  • 37. En tercero y cuarto básico escucho, en conversaciones adultas, comentarios confusos y horrendos sobre «los tiempos que se viven», pero nadie quiere explicarme qué significan. «No se meta en esto, no es tema de niños», me dicen para variar. Yo me encojo de hombros y francamente no me importa que no quieran contarme porque, poco a poco, me doy cuenta de que es de crímenes que hablan; de sufrimientos impensables para muchas personas que viven una época feroz. Sumo historias robadas —siempre oídas por accidente— y me llega a parecer casi preferible morir a gastarse la vida tratando de olvidar una tortura o buscando cuerpos extraviados, como muchos chilenos. Por coincidencias del destino, muchos años después, una señora que perdió a su marido e hijos en los días postgolpe (todos detenidos desaparecidos) será quien me ayude a lidiar por primera vez con mis pérdidas. A la edad que tengo, no puedo hacer mucho más que desear que las cosas en el exterior cambien para bien, lo antes posible. Ojalá en mi hogar también. Mientras eso sucede, yo solo debo seguir siendo una niña. Hija de mi papá, todavía. Un rol que él define, principalmente, desde los secretos que me impone guardar. Silencios que, extrañamente, no me impiden gozar de todo lo que en ese entonces viene como regalo. Revelaciones Por primera vez se auguran tiempos plenos para mí, y a destajo: de bella música, movimientos perfectos, armonía absoluta. Un mundo nuevo que mi mamá, triunfante, ha logrado prodigarme contra toda la oposición de mi papá que no deja de alegar sobre los «bailarines depravados, homosexuales y atormentados» que van a rodearme. No comprendo lo que dice ni me interesa. Solo me alegra que mi madre, por una vez, no le haga caso y me conceda —cual hada madrina— mi deseo más largamente atesorado. Desde los cuatro o cinco años, cuando vimos juntas por primera vez El lago de los cisnes. —¿Qué quiere pedirle al Viejo Pascuero? —Zapatillas de ballet. —¿Quiere aprender a andar en bicicleta? —Prefiero aprender ballet. —Tu abuelo pregunta qué quieres para tu cumpleaños. —Lo de siempre: clases de ballet. Es tanta mi insistencia que mi mamá finalmente decide matricularme en una academia alternativa al Teatro Municipal, que es prohibitivo pues exige asistencia todos los días de la semana. Estudio Degas, en cambio, me permite ir solo tres y dejar dos para mantener el ritmo en mis deberes escolares que —soy capaz de jurar con sangre— no voy a descuidar. Mi madre dice que el ballet me ayudará a ser «una niña mejor adaptada, más ebookelo.com - Página 37
  • 38. tranquila», como mi hermana, y «quizás hasta deje de orinarse por las noches». Ojalá, pienso yo. Sin embargo, pasan los meses sin que llegue a cumplir sus expectativas, y aunque me apena decepcionar a mi mamá, es más la dicha que siento cada día previo a mis clases de ballet, y el siguiente cuando estoy en clases, y el subsiguiente de nueva espera. La academia se convierte —en plena ciudad— en un refugio donde soltar el corazón y ganar el cuerpo, sin siquiera haberlo esperado. Por primera vez siento la conexión exacta y fantástica entre mis instrucciones internas y la respuesta que despliegan mis brazos y piernas, huesos y músculos, cabeza y pies. En cada movimiento se atestigua una voluntad que ni sabía me pertenecía. Soy capaz de gobernarme en la danza, de estar en mí, y esto me llena de un sentimiento de poder indescriptible. Gracias al ballet aprendo nuevas formas de ser a la vez fuerte y liviana, de mirarme bajo buenas luces, de dirigir mis intenciones a un objetivo con entusiasmo, tranquila. Por momentos, siento que no me cabe en el alma tanta alegría. Mi cuerpo en sintonía conmigo es un triunfo, una compensación precisa. Porque todo aquello que en días o noches pierdo a manos de mi padre, luego lo recupero bailando. Madame Blanchette es mi primera maestra, y con ella aprendo no solamente de danza clásica, sino de cosas tanto o más importantes, como la autodisciplina, la pasión y la perseverancia, y un modo de ser adulto que, aunque estricto, no excluye la ternura. Con ella, el esfuerzo físico puede llegar a ser delicioso. No sé cómo explicarlo, pero me sorprendo una y otra vez haciendo cosas de las que nunca me creí capaz, que me acalambraban en un comienzo pero luego fluyen como tinta china sobre papel arroz. Me gusto así. Me encanta sentirme dueña de mí; pasar de hielo a agua fresca y de esta a vapor de nube. Mi segunda maestra, Ximena —no le gusta ser «madame»—, es un manojo de energías y dulzura. Cada día abraza y besa a su hija Rocío como si fuera el último o el primero de estar juntas y comparte con sus alumnas mucho de esa enamorada vitalidad, madre un poco de todas nosotras. Ella es quien apuesta a que otra compañera y yo, luego de un tiempo, pasemos al nivel de «los grandes» y usemos (¡al fin!) zapatillas de punta. Un espíritu completamente orgulloso se libera desde muy dentro de mí cada vez que, en los camarines, ato las cintas de mis zapatillas rosadas y pongo, sobre estas, polainas de lana del mismo color. Ansiosa y contenta, me preparo para el comienzo de la clase en mi lugar de siempre, junto a la barra frente a la ventana que da a San Antonio con la Alameda. Una esquina muy transitada de la que no guardo ningún recuerdo con gente. Allí, solo yo existo. Terminada la clase, la señora Wilma, una anciana rusa que apenas habla, fuma un cigarro tras otro y parece comunicarse con el mundo mediante notas de piano, me deja sentarme a su lado e intentar con ella algunos acordes de polonesas. Si está de humor, me regalará algunas piezas para volver a ensayar algunos pasos hasta domesticar las zapatillas de punta, o para simplemente disfrutar de un breve concierto mientras espero que lleguen a buscarme. ebookelo.com - Página 38
  • 39. Soy inmensamente feliz. Alterno entre la realidad y la imaginación, y la danza me ofrece un terreno infinito para mis saltos de ida y vuelta entre universos. Soy un cisne, una sílfide, la muñeca de Coppélia, o la Margot Fonteyn, y en realidad resulto ser mejor bailarina que ella, o al menos así sueño que comentan los espectadores a la salida de diversos teatros, en los países que «visito» en mi gira mundial. Algún día… Bajo la ducha, o en mi cama, repito de memoria uno de los pas de deux finales de Cascanueces. Me veo vestida de blanco, liviana como el tul de mi vestido. Olvido que es mi papá quien dirige mis movimientos y me dejo guiar ahora, a ciegas, por Nureyev, ni más ni menos. Es él ahora quien estira mis brazos, deja que mis manos caigan en espiral, me levanta hasta casi sentir que tengo alas. Luego me devuelve al suelo, muy suavemente, y sostiene mi cintura mientras giro con la pierna en alto, luego partiéndome un poco en dos, y otro poco, pulsada por unos dedos extraños que rasmillan la piel en cueros de «ahí abajo» buscando el flanco exacto, la línea invisible que demarca el territorio a vejar. Ya no es mi maestro ruso sino mi padre quien ordena dónde y cómo, y va siendo cada día más difícil permanecer en las fantasías que anestesian cada asalto, devolviéndome una y mil veces al ballet: las veces que sean necesarias para no recordar, no ver, no saber. Para recuperar mi cuerpo cada vez que se hace ajeno. En esa misma época, el Diario de Ana Frank cae en mis manos. No creo mucho en ángeles guardianes a estas alturas de la niñez, pero, en retrospectiva, casi llego a pensar que alguna fuerza de ese orden me lanzaba salvavidas cielo abajo. Los recibo como regalos que me permiten cambiar de órbita; encontrar distracción y consuelo. Algo en historias como Oliver Twist, o en el diario de una niña de verdad como Ana Frank, me ayuda a sentirme menos sola. Quizás no menos triste, pero sí más esperanzada. Puede resultar paradójico hablar de esperanza cuando mi primera (y lamentable) conclusión, luego de leer a Ana Frank, fue que en algo más de treinta años de historia de la humanidad la situación de la infancia no había cambiado sustancialmente. Ser niña o niño no era garantía de nada. Igual que los adultos, podíamos sufrir en una guerra, y ser heridos o muertos en plena calle o en siniestros campos de concentración. Pero mi segunda conclusión —y aquí sí que había promesa— era que, sin importar la circunstancia en que nos encontráramos, los niños seguíamos siendo niños. Ana Frank se me revela como un hermoso ejemplo de esta persistencia: en sus ganas de seguir viviendo y en su inclinación a los amores por sobre los odios de los que fue víctima junto a toda su gente. Nunca sucumbió al mal corazón; ni una vez, en su diario, encontré una expresión insultante o rencorosa contra los nazis (que las hubieran requetecontra merecido), ni seña de que hubiese abjurado de la bondad humana. Quizás porque no alcanzó a ser adulta, pudo conservar la fe de que ya vendrían tiempos mejores, aunque ella no alcanzara a verlos. La muerte la encontraría antes, como a un niño de mi país, tiempo después de mi lectura de este diario. Jamás olvidaré, como a mis diez años, la noticia —que recibimos en horario de ebookelo.com - Página 39