MAYO 1 PROYECTO día de la madre el amor más grande
Agua fresca en los espejos vinka jackson
1.
2. Agua fresca en los espejos es la historia de un alma heroica, capaz de
arrebatarle a la muerte su propia vida, para volver a nacer. Es también un
canto a la resistencia. Resistencia no solo ante el agresor, sino ante el abuso
que permanece en el alma mordida por el cuerpo. Como muchos otros
hombres y mujeres, Vinka lucha sin tregua contra el vacío que ha dejado el
saqueo, se rebela para no sucumbir en la penumbra, en la muerte en vida
que es el vacío del abuso arraigado. Por eso Agua fresca en los espejos es
también un libro acerca de la resiliencia, acerca de cómo el corazón de una
niña es capaz de retomar su tamaño, recobrar el tono de su voz, recuperar
su cuerpo perdido para volver a habitarlo, y luego reorientarse desde la voz
del mundo. La lucha contra el abuso es una lucha por la lucidez; una en que
se pasa del vacío, de la angustia aislada y descentrada, a la indignación y la
acción. A esa lucha, que también me compromete, hay que ir con los ojos
bien abiertos, como dice Vinka, «lavados, al fin, con mi propia agua fresca».
JOSÉ ANDRÉS MURILLO.
El camino recorrido por Vinka Jackson lo han recorrido miles. Ella es una de
las pocas que ha trazado su mapa. Espero que esta «guía» le ayude a la
humanidad a recuperar sus rumbos. JAMES HAMILTON.
El libro de Vinka Jackson es una brújula para quienes se decretaron
perdidos, un bálsamo para quienes solo perciben heridas y un antídoto
contra la ausencia de amor, que se llama indiferencia. Ven y léeme, dice
Vinka. Voy y te leo. Y agradezco que el libro esté en mi biblioteca. Al alcance
de mis hijos. FERNANDO PAULSEN.
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7. A
VEN Y LÉEME
Fernando Paulsen
gua fresca en los espejos debe ser el libro que más me he demorado en leer.
Meses interminables. Unas páginas hoy, un capítulo la otra semana. Luego un
largo tiempo sin tocarlo. El libro en el velador, siempre a la vista, llamando en
silencio a reanudar la lectura. Cedía más tarde y lo volvía a dejar, manteniéndolo al
alcance del reojo. Hasta que me volviera el valor. Hasta que se calmara la pena. Hasta
que se me borraran la imágenes de cómo pudo haber sido esa infancia. La de Vinka
Jackson, a quien conozco ahora. A quien no he visto jamás sin una sonrisa de lado a
lado. Siempre con una frase amable, llena de risa y optimismo. Ella es la que
protagoniza el libro. Las cosas que aquí pasan le pasan a ella. El padre que abusa de
su hija —una y otra y otra y otra vez— es su padre. Y me da rabia. Y me da pena. Y
dejo el libro porque no quiero saber qué tan hondo se llega, hasta que lo retomo
porque tengo que saber, quiero averiguar cómo se pasa del infierno a una cara llena
de cielo y buenos deseos para todos.
Agua fresca en los espejos es un libro brutal. Te interpela. Te pregunta, sin
decirlo: ¿cuánto estás dispuesto a reconocer de tu vida para darte una nueva
oportunidad en mayor libertad? Cuesta responderse. Porque es más fácil disimular,
mantener las versiones oficiales del pasado. Más aun si se trata de la familia. La
capacha de la autoimagen tolera enormes limitaciones voluntarias de la propia
libertad.
Vinka Jackson vierte en el libro su relato como víctima de abuso sexual. A
medida que se adentra más y más en su biografía, adquiere más y más libertad.
Reconocer lo que ocurrió, nombrar lo que hay que nombrar, transmitir sin ambages lo
que una niñita puede sentir cuando su papá no ofrece seguridad ni escape, verter lo
más duro en una narración para beneficio de todos, es hacer participar al lector de un
acto de liberación y esperanza, que se inicia cuando se acaba el encubrimiento y el
temor social, y cuando se recupera la libertad de la palabra verdadera.
Tengo miedo de decirlo, pero creo que Vinka ama a su papá. No necesariamente
como entendemos ese amor vía Hollywood, con chica que quiere al papá pero le
cuesta reconocerlo, y viceversa, hasta que después de muchos altibajos se encuentran
en un abrazo interminable. The End. No, hablo de otro tipo de amor, del real, del que
tienen ustedes y yo. De ese amor cuyo opuesto no es el odio sino la indiferencia.
Vinka Jackson no tiene ni un milímetro de indiferencia por su abusador. Siente rabia,
dolor, culpa, lástima. Pero nunca es indiferente. No le da lo mismo.
Por eso este libro tiene un valor superlativo. Por eso cuesta leerlo. Porque no trata
de personajes de ficción, ni de cuentos que te cuenta el vecino. Es real, es sobre
personas que te hacen daño, que son lo más cercano a ti y que, no importa cómo los
disfraces, te importan. El libro tiene una épica notable. No sé si yo estaría a la altura
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9. C
LAS IDAS Y VUELTAS DE LA VIDA
Caminar es esta oración
en la que nos sumamos.
Rosabetty Muñoz
amino por avenida Bilbao. Avanzo en línea recta, paso a paso como una ciega,
desde la consulta de mi terapeuta hacia la casa de mi madre. Cae la tarde y a
tientas, una cuadra tras otra, voy contando semáforos, paraderos de buses, secretos y
años perdidos.
Son casi las seis de la tarde y me parece haber caminado sin descanso durante
siglos, aunque solo hayan transcurrido unas pocas horas desde el almuerzo. Un
almuerzo como cualquier otro durante una estadía en Chile como cualquiera otra. Un
día sin nada especial en la agenda que, sin embargo, terminará siendo uno de los más
importantes en el recuento de mi vida.
No recuerdo exactamente cómo surgió el tema. Quizás el testimonio valiente de
dos hermanas actrices, la sentencia contra un senador de la República, algún niño o
niña anónimos en las páginas policiales; el remanente en la memoria doméstica de
noticias que, de vez en cuando, golpean fuerte a la opinión pública y a las
conciencias.
No tengo ganas de hablar de daños y, para desviar la atención, hago un
comentario sobre lo rica que es la crema de espárragos casera y lo mucho que la
extraño en Estados Unidos. Del lado contrario de la mesa solo hay silencio; una
inhalación profunda que anticipa una declaración muy distinta de la que espero sobre
la sopa de hoy o mañana.
Luego de décadas, pareciera haber llegado el momento. Lo presiento, nítido como
el reconfortante sol de invierno que entra por la ventana o la cucharada demasiado
caliente que acabo de llevarme a la boca, y que no puedo tragar. No necesito
telescopios para constatar la colisión en marcha de un solo meteoro; uno solo, capaz
de regresarme a la peor ceniza.
Hiroshima en el alma. Mi explosión atómica muy personal.
Todo convertido en polvo y muñones de un algo o de un alguien predecesor:
árboles, niños, cultivos, caballos a medio desollar con el esqueleto expuesto y todavía
vivos. Jamás olvidaré las imágenes legadas por algún documental de infancia sobre la
atrocidad que le rompió el alma a Japón y que, desde algún ángulo inexplicable,
resonaban con el estado de mi corazón de entonces. Tampoco olvido, a mis siete
años, el ovillo de preguntas y heridas que acurruco contra la baranda de las escaleras,
entre el segundo y el tercer piso de un viejo edificio rojo en Catedral con San Martín.
Casi puedo sentir el roce de alas de los murciélagos igual que el rebote rítmico de una
que otra lágrima cayendo sobre mis mocasines de charol, sin saber bien por qué lloro.
Hoy, treinta años después, llevo zapatos de tacos altos, un par de panteras negras que
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10. querrían escapar y despedirse de mí, aquí, de pie sobre antiguos charcos de sal, en
espera de lo inevitable.
—… pero, aparte de los golpes, ¿realmente hubo abuso sexual? ¿Te violó tu
papá? Porque para que haya violación, tú sabes…, no necesito decirlo. ¿Cuánto
podría un hombre grande penetrar a una niña tan chica? Dios mío, me entiendes, ¿no?
No. Ni quiero.
En segundos apenas, una sola pregunta hace temblar veinte años completos de
esfuerzos sostenidos en terapias, sanaciones, tótemes y danzas alrededor de lunas
llenas; todo el arsenal y repertorio que me fui organizando a lo largo de la vida para
lograr un estado de bienestar que me acomodara. Uno que, sin llegar jamás al
equilibrio absoluto, me permitiera andar liviana, contenta, centrada en el presente, en
mis alrededores, en cada cariño bueno.
Miro a mi madre, su perfil preciso, su nariz perfecta, esas arrugas que no cambian
en nada la belleza de su rostro y solo cuentan la historia de sus propios dilemas y
luchas; la costra bajo la cual quizás late algo más parecido al amor, la compasión, la
solidaridad entre mujeres. Sentimientos que no demuestra aquí, conmigo, pero sí con
mis hijas. Desde siempre. Eso tiene que contar. Como un modo de quererme o
cuidarme, muchos años después.
Un tercio, mamá. Eso es cuánto.
Lo pienso a modo de respuesta, pero no lo digo. No me sale la voz. Ella continúa
con su almuerzo y en sus ojos detecto el brillo perfecto de una o dos lágrimas, pero
no llega a llorar. Quizás tanto así le duelen o la enojan los secretos a punto de
revelarse, las historias a medias, la ficticia imagen de familia a la que hoy debe
renunciar, sin apelaciones. Quizás tanto así le duele o la enoja mi padre, yo, o ambos.
No lo tengo muy claro.
—¿Me vas a decir o no?
—¿Qué?
—Cuánto, pues. A lo mejor te equivocas o exageras, o solo fue un intento, un
forcejeo que ni siquiera llegó a tanto. Los niños sobredimensionan las cosas, son
demasiado sensibles a veces. Tú que trabajas con ellos deberías saberlo mejor que
nadie.
—Puede ser, mamá. Puede ser. Pero yo hasta aquí no más llego. Si quieres
hablamos después. Ahora no soy capaz.
Respondo con calma a su impaciencia; con gentileza a su brusquedad. Intento
poner los límites que puedo en pleno estado de shock; este tsunami en curso que logro
posponer unos minutos en tanto alcanzo mi abrigo y cartera para salir del
departamento.
Mi madre no me detiene. Por el contrario, me acompaña a la puerta y me despide.
Yo hubiese querido desbarrancarme en su regazo, decirle simplemente «tengo pena»,
no hablar nada más y llorar, al fin, mis años enmudecidos. Con la añoranza horadante
de ser por una vez —y definitiva— solo lo que nos correspondía ser: madre e hija. A
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12. sentir entre las piernas, una vez más, la medida exacta de mi padre, el tramo de su
carne que avalaría mi testimonio ante mi madre u otras personas. Quiero llorar y no
puedo. Retengo una arcada y no sé si es pena o rabia lo que me consume al punto del
aturdimiento. Quizás un poco de ambas.
Pienso en la precariedad de nuestras confianzas en el prójimo; la morbosa
necesidad de detalles para atestiguar nuestra compasión o el crédito que damos a las
vidas de otros, o el crédito que otorgamos, simplemente, a la posibilidad del horror.
Quiero creer que estas resistencias no son sino un signo de fe en lo humano; una
confianza que se resiste a dar cabida a atrocidades cometidas por personas iguales a
nosotros, o a concebir que siempre hay una dimensión de daño posible en muchas de
nuestras acciones, aun las más nobles. Pero si esa buena confianza es lo que mueve a
mi madre, por qué no preguntarme de otro modo, o por qué no preguntarme sobre
otras cosas como, por ejemplo, cómo sueño y vivo los amores después de una
experiencia como la vivida con mi padre, o de qué manera ciertas lecciones han
determinado mi maternidad, mi trabajo con los niños, o qué de bueno he aprendido
sobre mí, sobre el perdón.
Podría compartir información tanto o más decidora sobre lo vivido, sin soslayar el
fondo de mi alma, pero bajo una forma benévola, que me permita libertad en las
palabras que elijo, en el tono, y sobre todo en la intención. No quiero hablar del
incesto porque sí. No me interesa aportar detalles para precisar la tragedia. Si tengo
que decir algo quiero hacerlo por buenos motivos, que a alguien le sirvan o por lo
menos a mí: para sanarme, discernirme, constatar cuán lejos he llegado. No para
someterme (ni a nadie) a juicio; no para dañar a otros.
Honestamente, preferiría mentir e inventarme una niñez en Fantasilandia antes
que realizar otra autopsia sobre cuerpos fantasmas, como el mío de niña o el de mi
padre muerto. Cuerpos que no tengo voluntad de vulnerar. No porque sí, o no
descarnadamente como mi mamá, en su apuro por saber, demanda. Si no se cuenta
con un mínimo sentido de respeto o humanidad, este ejercicio forense termina siendo
tan absurdo como innecesario: a quién puede servirle ya. Utilidad tendría si el dolor
pudiera reducirse, por último, a un tema anatómico, de centímetros más o menos, de
un órgano o un área de la piel. Qué no daría yo. De ser así, una buena cirugía bastaría
para extirparlo, maquillarlo, transformarlo, lo que fuera con tal de deshacerse de sus
huellas. Pero no se puede, porque el dolor no funciona así; no se sirve en porciones y
es simplemente parte del todo, toda una, su cuerpo, su alma, la vida.
La vida. Aquí. Ahora.
No me doy cuenta cuando ya estoy en la plaza Pedro de Valdivia que se ve más
linda que nunca bajo este sol. Hace frío, pero no se siente en la caminata por pleno
Bilbao. Tampoco el cansancio, y eso que aún me quedan unas diez cuadras para
llegar a la consulta de Mario. Calles que descuento pensando en mi hija, sus ojos
negros, el eco de su risa; los muchos ángulos desde los que puede fotografiarse o
mirarse una sola de sus manos. Un obrero de una construcción cercana me canta el
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13. tema de una vieja teleserie, La Colorina, y lo hace con tanta simpatía que me hace
reír con ganas. Sin darme cuenta, el calambre cede. Poco a poco, mis extremidades
recuperan su libertad de movimiento y siento como si caminara por primera vez en la
vida. Puedo volver a creerme lagartija y, como en tantas otras ocasiones, adueñarme
de esta bendita capacidad de regenerar una cola, o lo que yo quiera si me lo
propongo.
Segura de estar en plena posesión de mí otra vez, descanso frente a un negocio en
Miguel Claro, creo. Siempre confundo las calles de Manuel Montt hacia abajo. Podría
ser otra y, sinceramente, ni sé hasta dónde he llegado. Pero he llegado. Me siento
sobre las escalinatas del local y respiro hondo. Pienso en mi madre, en nuestra
conversación inconclusa, en su angustia, en la mía. La verdad no necesita ser una
masacre, me repito, solo debe ser la verdad. Todas las verdades, cualesquiera sean
estas: horrendas como el incesto, y tan portentosas como el cariño. Por más difícil
que a ella le resulte de creer, yo a mi mamá la quiero; no me deja inmune su frío ni su
dolor (como tampoco me dejó inmune, en el pasado, el sufrimiento de mi padre). Es
mi mamá: antes, durante, ahora y siempre. Y yo, su hija. Ambas merecemos cuidado.
Por eso voy al mueble chino con miles de cajones que he instalado en la memoria y,
con muchísima dedicación, comienzo a elegir qué recuerdos compartiré con ella —ni
de más, ni de menos— para dar justo sentido a una parte de nuestra historia que, pese
a todos nuestros silencios, se niega a desaparecer. No necesito arriesgar a mi madre a
nuevas heridas ni hurgar en sus llagas para cerciorarme de que existen. Ojalá no las
tuviera. Tampoco yo.
Hasta no hace mucho tiempo, el tono de nuestra conversación pendiente hubiese
sido otro. Algo así como un alarido, una letanía desgarradora, un «por qué» brutal
reclamando contra la falta de alerta y de protección de los adultos de mi mundo. Sin
embargo, a estas alturas, lo único importante es tener claro para qué hablar, y cómo
quedamos luego. Hacia dónde podemos ir mi madre y yo con la historia develada, o
de qué manera enfrentamos, de ahora en adelante, los abrazos o los viejos álbumes de
fotografías y las anécdotas alegres y enternecedoras que se cuentan en cumpleaños o
navidades (y que deberán seguir siendo contadas). No tenemos por qué perderlo todo
si ya hemos perdido tanto.
Si no queda más alternativa que enfrentar la verdad, que esta sirva para reparar lo
que se pueda; no para quedar más heridas. Un daño basta. Uno es demasiado porque
nadie permanece inmune. Los campos de víctimas se alfombran de chicos y grandes,
generaciones presentes y pasadas, perpetradores e inocentes. Hiroshima no me
pertenece solo a mí, sino también a mi mamá, a mi hermana menor, a mis abuelos, a
mi propio padre y a todos los que, sabiéndolo o no, queriendo ver o no, compartimos
la experiencia y pagamos su costo: ese «algo» de cada uno que sería mutilado y
lanzado lejos; imposible de remendar. Aunque siempre se puede. Conozco bien ese
quehacer. Ya dispongo de mi aguja e hilo blanco.
Algo más calmada, llego a la consulta de mi terapeuta. Quisiera quedarme aquí
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14. por el resto de mi viaje a Chile, pero la sesión con Mario dura menos de una hora.
Apenas lo necesario para una redentora contención y el recordatorio imprescindible
de lo que he logrado en estos años, cuán viva y crecida estoy, cuán libre soy en mi
hogar, allá lejos. Ese espacio ancho y tibio donde la vida y yo circulamos como
queremos, asumiendo sus triunfos y también ciertas limitaciones, la cota heredada de
una infancia que no elegí pero me pertenece. Una parte de la biografía que puede
aceptarse —con su memoria difícil y sus rastros en la identidad— tal cual se acepta
vivir con diabetes, restringiendo la ingesta de azúcares, o como después de un infarto
se incorpora a las rutinas la caminata diaria y el sensato monitoreo del colesterol.
Ni fenómeno, ni víctima, ni ser humano de segunda clase definido a partir del
estigma. Mucho menos prócer, héroe ni santa. Ya he conocido, una por una y en
distintas fases de la vida, la multitud de versiones posibles luego de sobrevivir una
experiencia como el incesto. Y heme aquí finalmente, con mis años, mi maternidad,
mis oficios, mis compañeros de camino y la vida que he elegido. Una persona más.
Una mujer. Eso es lo único que no puedo ni quiero olvidar. Jamás.
Luego de la terapia de urgencia, emprendo con renovada seguridad el camino de
regreso al edificio donde vive mi madre. Un par de horas después, me detengo frente
a la puerta del departamento y repaso por última vez mi nombre, mis datos vitales, la
sesión con Mario y el mapa que con su ayuda he logrado definir para hacer el
recorrido por mi verdad. Ya no es posible volver el tiempo atrás ni posponer esta
conversación para un futuro inexistente. Hay que avanzar, me repito una y otra vez, y
casi puedo sentir la banda sonora de Tiburón en el alma, cuando me decido a tocar el
timbre y desencadenar esta voz postergada por décadas.
Nadie abre y casi me parece peligroso. Aún son vívidos los recuerdos de la
depresión que sufrió mi mamá cuando por fin se separó de mi padre —a mis catorce
años—, y llego a pensar que si hablo de «esto» capaz que la mate. Tal vez sería mejor
engañarla, hacerme la loca y derechamente simular un brote psicótico para que me
internen antes de arriesgarme a enrollar colgajos de espinas sobre la frente de la
mujer que me dio la vida. No puedo imaginar lo que sentiría yo en su lugar. Cómo se
desharía mi alma si fuese mi hija quien me hablara del dolor impronunciable de su
cuerpo, hijo del mío. Esto es demasiado para cualquiera.
Cuando estoy a punto de echar marcha atrás, la puerta se abre. Entro y encuentro
a mi mamá que, sin decir palabra, se instala en su sillón preferido, mirando hacia la
cordillera. La tarde cae preciosa sobre los Andes recién nevados y, frente a ellos,
ruego en silencio que alguna fuerza de montaña nos acompañe.
—¿Quieres que hablemos ahora, mamá? ¿O mejor más rato, otro día? (Ojalá
nunca).
—Prefiero ahora. Ya hemos dilatado demasiado esto, ¿no crees?
Nunca estuve más de acuerdo con ella que en este momento. No sé cuántas veces
intenté y fracasé en esta confesión: a los doce, los quince, los dieciocho, los veinte,
los veintidós, los veinticinco y los veintiocho años de edad. De estas estoy segura
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15. porque recuerdo que en cada oportunidad me tomó meses juntar valor para decidirme,
luego semanas para encontrar la ocasión de hablar y, por último, otros meses más
para reconciliarme con la impotencia de no haber podido, de haber llegado a la mitad,
o simplemente de no haber sido escuchada. Terminé decretando que ya no era
necesario hablar de nada con mi madre, pero olvidé cuán perseverante puede ser la
verdad; su cualidad flexible, no sé si líquida o aérea, que por cualquier pequeño
intersticio se cuela y se hace presente. No importa cuánto tiempo le lleve lograrlo.
Le robo una silla al comedor ordenado como con una escuadra. Todo es
simétrico; el ambiente da la sensación de un orden perfecto y un hogar impecable
(igual que en mi casa de niña, aunque nada era así). Hasta las hojas del ficus caen
uniforme y armónicamente, proyectando sombras exactas sobre la mesa lustrada del
abuelo alrededor de la cual me parece ver a los fantasmas de siempre. Quizás por lo
mismo evito mirar el mobiliario que nos acompaña, las caras talladas de unos
conquistadores españoles horrorosos que me aterraban cuando niña, tal como deben
haber aterrado a los mapuches siglos atrás. Luego, bajo otro poco la vista ante el
espejo, gigante y antiguo, que no alcanzaba a reflejarme en casa de mis abuelos pero
me permitía estudiar cada mueca y pestañeo de mi padre en almuerzos y cenas
familiares. Hoy, su ánima sitiada tras el cristal de siempre es responsable de esta
ceremonia entre mi madre y yo. Sin él, pero con él instalado en cada partícula del aire
que respiramos.
Me acerco, arrastrando la silla, y antes de sentarme paso una mano por la espalda
de mi mamá. No sé por qué, pero necesito tocarla, y necesito que ella me sienta de un
modo que, con palabras, jamás le quedará claro. Ella levanta su brazo, sostiene mi
mano en la suya durante un sobrecogedor segundo y la suelta de inmediato. Ya
sabemos. O ella sabe, y suspira. Porque aunque jamás sea posible el alivio total de
ciertos dolores, en las intenciones declaradas mediante un sencillo y fugaz roce de
pieles hay más piedad que resentimiento, y eso es siempre un punto de partida
alentador.
¿Cómo comenzar? «Había una vez» aquí no sirve. Quizás sí lo haría una
metáfora; símbolos que atestigüen a qué venimos. Insistir en que este empeño no es
tan distinto a revisar un viejo tomo de historia, pero familiar, para recordar ciertos
episodios y agregar lo que falta. Creo que nos puede servir. Completar la línea del
tiempo con los hechos ausentes, nada más.
Hablo sinceramente. Este esfuerzo no es sino para asumir la realidad de ciertas
experiencias y luego, una vez incorporadas sus moralejas, poder continuar
escribiendo el tomo de vida que aquí y ahora nos ocupa: las bienvenidas de hijos y
nietos, las nuevas etapas y desafíos de cada edad, y el cariño que, más allá de
cualquier orfandad, me resulta irrevocable. Quizás sea por una cuestión de sangre; de
lealtades imposibles de someter a la razón. Solo existen. Los afectos como escenario
de fondo y puesta a tono del alma para emprender, a salvo, la conversación más
difícil y dolorosa de nuestras vidas. Una conversación que ojalá se convierta en una
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16. suerte de plegaria a dos voces que invoque el pasado, protegidamente. Que este sea el
último esfuerzo de mi voz para iluminar treinta y tantos años que, aunque
compartidos primero bajo un mismo techo y más tarde en países distintos, son un
tiempo de niebla entre mi mamá y yo: años de no conocernos, de terminar
pudriéndonos un poco bajo la misma gasa (vieja, usada y vuelta a usar) de los
secretos. Apósitos que, lejos de proteger, infectan la herida que se suponía debían
ayudar a cicatrizar. Una herida mía, nuestra, que al fin, haciéndose visible, quizás
juntas podamos lavar y sanar.
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18. «P
PRIMEROS ENCUENTROS BÁRBAROS
or aquí pasó Atila, el Huno». Esa es una de mis primeras sensaciones al
evocar mi infancia. Una invasión bárbara dentro y fuera de la casa; dentro y
fuera del cuerpo. En plena identidad.
No recuerdo bien de qué manera ni cuándo comenzó todo. No puedo dar certezas
que no tengo (y acaso jamás tenga). Era demasiado chica, demasiado carente de
conceptos para darle un significado a lo vivido, demasiado inocente para comprender.
Solo sé que mi niñez transcurrió a saltos y sobresaltos. Como si la vida me hubiese
tomado en brazos para llevarme lejos del horror lo antes posible, eso querría creer.
Pero lo cierto es que entre trancos largos y saltos bruscos pierdo en el camino muchos
años y, de ellos, sus tareas, gozos y maduraciones imprescindibles. Procesos que, de
todos modos, tendría que retomar mucho más tarde, de puro empeño por vivir, al fin,
acorde a mi ritmo y el de cada una de mis etapas, sin esa sensación extenuante de
tener que volver atrás constantemente para hilar (o remendar) partes de mí que nunca
dejaron de ser necesarias. Ni a los diez, veinte, ni a los cuarenta años, ni a ninguna
edad.
Por ahora, no me queda más opción que crecer rápido. Demasiado rápido.
Vivo sintonizada en frecuencia adulta, preocupada de los más grandes y sus
problemas, sus cambios de estado de ánimo, sus maneras de tratarme. Hay tanta pena
y descontento en mis padres, y no puedo evitar preguntarme cuánto de todo esto se
debe a mí.
Escucho a diario sus discusiones, las batallas perdidas una y otra vez con el tema
del alcohol y mi papá, que siempre desvía la atención hacia otras cuestiones para no
dar explicaciones por su conducta. Me usa a mí como arsenal contra mi madre: «Tu
hija», «la que se hace pipí», «la que se niega a comer». La rebelde, la mañosa, la
«imposible de llevar tranquilos a ninguna parte». Mi mamá intenta defenderme, pero
fracasa una y otra vez y me doy cuenta de que va perdiendo fuerzas.
Me siento culpable de la pena de mi mamá, de la rabia de mi papá, o de las
contiendas que solo a ellos deberían involucrar y en las cuales, sin embargo, participo
como si fuera un enemigo. Tal vez, el cordero cuyo sacrificio les permite algún
sentimiento de perdón por faltas mutuas donde yo no tengo nada que ver. Pero no me
importa. En verdad, nada importa mucho con tal de vivir en paz aunque sea por
segundos. Prefiero admitir que soy «mala», «difícil» y todo lo que ellos dicen con tal
de no provocarlos. Puede, inclusive, que sea yo quien no les deja más alternativa que
tratarme como lo hacen. O puede que no. De todos modos necesito creerles cualquier
cosa, antes que pensarlos como algo remotamente distinto de los buenos padres que
yo, como cualquier niño, quiero tener.
A veces me siento buena por tratar de entenderlos; un poco heroica por echarme
la culpa ante cada alteración en la «calma» del hogar. Otras veces me siento tonta y
hasta ridícula, queriendo justificar lo que en cada palmo de mí se siente como injusto
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19. e incomprensible. Porque por más esfuerzos que haga o por inteligente que sea
(«bastante inteligente, a pesar de todo», dicen mis papás), nunca logro sentir que
entiendo por qué o por dónde se descompone el mecanismo que nos engrana a todos
en esta familia. Al menor error (o no) de mi parte ocurren estallidos de ira, de llanto,
de golpes, o suceden cosas peores, y esas sí que no tengo cómo metérmelas en la
cabeza junto a todo lo demás que voy aprendiendo.
Quizás sea yo, efectivamente, la pieza más defectuosa de esta familia, pero si es
así, me gustaría saber cómo me compongo; qué puedo hacer para que quieran
cuidarme, o para que, al menos, se olviden de que existo. No sé qué hacer y, por
mucho tiempo, solamente trato de mantenerme atenta sobre cada gesto de aprobación
que pueda recibir de mis papás. Para respirar un poco aliviada, y para seguir
pensando que son «los buenos», «los que tienen razón», «los que sufren por mi
culpa» y así prolongar cuanto pueda esta ceguera que me permite continuar
queriéndolos, confiando en ellos, dependiendo de ellos para todo (abrigo, alimentos,
remedios, estudios) y creyendo que por alguna poderosa razón la vida me puso bajo
su cuidado aun cuando no parezcan muy dispuestos o bien capacitados para esta
misión. Por algo no me siento segura con ninguno, ni en condiciones de asimilar todo
lo que su mundo de grandes me muestra. No me da la cabeza para hacer caber una
realidad que me atora, me confunde y me obliga a diferenciar y comprender decenas
de detalles, misterios y contradicciones del paisaje que me rodea: un paisaje de
adultos que quizás, por lo mismo, no logro asimilar. Al menos no a la velocidad que
se necesita. La vida siempre me lleva la delantera. Avanza a saltos de alma. A saltos
también del cuerpo.
ASALTOS.
Golpeado como si fuera más duro y resistente de lo que es; asimismo tocado,
manoseado. Como si tuviera diez, quince, veinte años más de los que en realidad
tengo. Un cuerpo pequeño destinado a usos de grandes (aunque eso lo vendría a saber
mucho después), que por lo mismo, seguramente, más de alguna vez se rompe. A
veces sutilmente. Otras no tanto.
A los cuatro años —quizás un poco antes— me encuentro rodeada de grandes
muros con enanos de colores pintados a ras de cielo, y flores gigantes cerca del suelo.
Es el baño del jardín infantil The Garden College, en Providencia. Desde otra sala
llegan voces de niños cantando «Eran tres alpinos» y desde una ventana muy alta cae,
como escarcha dorada, una luz.
A mi lado, la tía Consuelo —amable coincidencia su nombre—, igual de colorina
que yo, pero linda, me toma la mano y comparte los dolores de la primera de muchas
infecciones urinarias que padecería a lo largo de los años. ¿Cómo nunca le pareció
raro a nadie? ¿Tan chica y con tanta infección, las cistitis recurrentes, año tras año los
antibióticos, las bacinicas con vapor de agua de manzanilla, la pomada cicatrizante?
«Ya pasó, mi niña, ya pasó». La tía Consuelo parece trinar. Me reconforta oírla a
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20. mi lado mientras trato de orinar de a gotas sin ningún éxito. Arde y clava pero me
aguanto y afirmo como con garras a la loza del escusado sobre el que intento
mantener mi equilibrio hasta completar la tarea. Nada de ese dolor pasa, pero no lo
digo. Nunca digo nada. Solo aprieto los labios para no pegar un grito y permanezco
con la vista fija en los haces de luz que, sin dejar de parecer mágicos, se vuelven más
y más borrosos sobre la baldosa blanca y negra del baño.
Supongo que en aquellos tiempos comenzaba todo. Es lo más antiguo que
recuerdo.
No comprendía entonces por qué me la pasaba enferma. Solo sabía que me
tocaban más de la cuenta «ahí», y me dolía. O me duele. Es pasado ese dolor, pero en
realidad aún duele a veces. Es tan difícil conjugar estos verbos. Tan frágil la línea que
separa el ayer del presente; tan volátil la frontera entre mi hogar de niña y mi propio
hogar, el lugar sagrado que he habitado con mis hijas, mis sueños.
Regreso a casa. A mi familia.
Me cuesta usar estas palabras —casa, familia— para nombrar el mundo donde la
barbarie pudo gestarse y sostenerse por tantos años, pero no tengo otras. Ahí nací,
recibí un nombre, me convertí en hermana mayor de una niña exquisita, soñé, tuve
miedo, perdí toda inocencia y seguí soñando. Jugué y crecí porque la vida, al parecer,
solo sabe avanzar y hacer lo mejor de cada momento (o es sabia, pero esa palabra no
la conocía entonces). Nunca se detiene.
Algunos niños del barrio se divierten en la plazoleta contigua a la iglesia Santa
Ana. También por debajo de mi ventana, en el estacionamiento del edificio. Me gusta
oírlos reír y, al cabo de un tiempo, reconozco cada voz. Adivino quién llegará
primero en una carrera, quién es el más peleador, cuál el más tierno. Los miro, con
algo de nostalgia, a través de las franjas metálicas de la persiana, y hay uno que
siempre me descubre y hace señas para que baje a juntarme con ellos. No tengo
permiso para hacerlo y en general juego más bien sola; entre cuatro paredes, más que
en el exterior. Pero me alegra saber que están ahí, anónimos compañeros de tardes
terribles. Habitantes de un mundo que siempre prometería ser más amplio y gozoso
que el mío.
El hogar o algo parecido
El departamento donde vivo no es un lugar feliz ni que invite a la expansión.
Delgadísima es la membrana que separa habitaciones de grandes y niños; frágil el
piso que cruje; estrechas las ventanas. Hay ecos extraños por doquier y todo se oye
desde donde uno esté: la música de Glenn Miller en el viejo tocadiscos Saba; el ruido
de las ollas en la cocina; los pasos y penas de cada quien; mi mamá que, a pesar de
todo, canta bajito cuando se ducha; el goteo —infaltable en toda casa— de una de las
llaves del lavatorio; tantas otras cosas. Me cuesta creer que nadie escuche lo que pasa
conmigo.
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21. Yo, en cambio, soy capaz de percibir hasta el aleteo de una mariposa. Paso días
enteros en permanente estado de alerta. Con miedo. Mucho miedo. Respiro rápido, el
corazón me late fuerte y aunque esté inmóvil siempre me siento en movimiento.
Circular en el departamento me parece a veces como recorrer una jungla, una larga y
oscura caverna, un territorio en guerra o un campo minado. En cualquier momento
puedo volar en pedazos invisibles. A cualquier hora, cualquier día, todas las semanas,
durante meses, años. Demasiados en la cuenta final.
A pesar de todo, mi miedo termina siendo mi mejor estrategia de
autopreservación. Gracias a él aprendo a cuidarme y, por una época, me resulta una
fuente inagotable de energía y vigilia, como si tuviera ojos de mosca y antenas para
desplazarme alerta a cada momento y en cada rincón de mi pequeño mundo.
Con mi papá en los alrededores es indispensable vivir así. Las rutinas más
inofensivas y automáticas —vestirse, desvestirse, cepillarse los dientes o bañarse—
pueden dar lugar a extraños y desagradables incidentes que no puedo prever ni
detener. Generalmente, son acercamientos corporales que, aun siendo tan pequeña,
percibo cargados de algo secreto, o malo. Quizás me parecen así por el miedo en que
vivimos. Sin miedo, tal vez me habrían parecido solo extraños o incómodos, pero sin
la carga que agrega estar asustada. Consciente, además, de su poca naturalidad,
porque mi papá nunca se ve alegre ni relajado cuando me toca y porque nunca hay
gente en los alrededores. Además, las maneras de tocarme son completamente
diferentes cuando estamos los dos que cuando estamos en familia, o como hace con
otros niños, en público. Conmigo es siempre a solas. Siempre tenso. A lo mejor por
eso mi piel se recoge y siente tanto miedo. Un miedo difuso y diferente del que siento
cuando él se enoja, o me golpea (y ese sí es un miedo nítido). Pero ambos son tan
reales como la carne y los huesos del cuerpo grande de mi papá, que manda al mío.
Mis miedos me acompañan en bloque, todo el tiempo, al punto de que parecen
llevar una existencia independiente de mí. Me previenen de nunca quedarme a solas
ni equivocarme; jamás bajar la guardia mientras duermo o uso el baño; cuidado con
no tragar la comida, con ensuciar la ropa o con demorarme en estar lista para una
salida familiar. Debo concentrarme en evitar todo aquello que dé motivos para ser
tocada o castigada, o lo que, aun sin motivos, provoque la rabia o los extraños
comportamientos de mi papá.
Mi padre se parece a un actor de cine de origen árabe cuando sonríe, y a nadie
cuando está enojado. Puede pasar de recitar en francés a quebrar una taza contra la
mesa, simplemente porque el té viene con una película de grasa, o puede cantar a
Sinatra y luego gritar insultos tres tallas más grandes que mi estatura. A veces, tomará
en vilo el mismo cuerpo que recién golpeaba con su cinturón y, antes de terminar con
el número de correazos prometidos, lo aventará como una bolsa de arena, contra
alguna pared. Estos cambios no tienen motivo aparente. No he hecho nada distinto de
lo de siempre. Solo aceptar, y tratar de no llorar para no enojarlo aún más. No
funciona. Es como si él llevara bombas en el corazón, pero sin un detonador
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23. congela. Y aunque todo parece enmudecer, mi cuerpo resuena con un grito que parece
venir desde dentro de mi papá: una voz que reclama contra algo que no puedo
adivinar, pero que se siente peligroso. No sé bien qué es, pero debe ser algo muy
malo, imposible de imaginar entre padres e hijas.
En mi hogar se vive un poco así como yo me siento frente a él. Tensos, rodeados
de cristales a punto de quebrarse, agobiados por decretos para no ver, no decir, no
sentir. Para hacer como si viviéramos una vida común y corriente, perfectamente
ordenada, cuando en realidad es todo lo contrario.
Los hábitos de los adultos de mi familia son atípicos y algo caóticos. Mi madre
llega del trabajo al anochecer y mi papá lo hace habitualmente de madrugada, aunque
no viene de trabajar porque siempre trae olor a trago. Sea la hora que sea, mi mamá
se levanta y discuten. Gritan, golpean puertas o mesas; a veces se reconcilian y ríen
juntos; otras veces duermen separados. En más de una oportunidad aparece mi abuelo
—en pijama bajo la chaqueta— a interceder, y en una sola ocasión, pasada la
medianoche, aparece la madre de mi papá (¿mi abuela?) a reencontrarse con el hijo al
que abandonó durante sus primeros meses de vida y a quien no ha visto desde
entonces (ni volverá a ver). Recuerdo su vestido verde muy chillón y su apariencia
humilde, su piel curtida por la edad y por el sol nortino. Es una señora a la que mi
padre trata con perturbadora distancia y desdén, tal vez merecidamente, quién sabe.
Más de alguna vez le reclama a mi mamá por «malcriarnos» a mi hermana y a mí con
atenciones «excesivas», mientras él, que tuvo una madre «desnaturalizada», se las
arregló de lo más bien solo «para hacer una buena vida». Ya vas a ver como esta —se
refiere a mí—, con tanta sobreprotección, termina siendo una inútil y débil de
carácter. No sé qué quiere decir, pero juro que le llevaré la contraria a como dé lugar.
A escondidas, suelo mirar desde el pasillo hacia el comedor donde los grandes se
reúnen y no comprendo mucho de lo que hablan. Menos entiendo de altercados o
visitas que luego nadie comenta, como si no hubieran ocurrido. «No pregunte, no se
meta en cosas de adultos», me ordenan. Vuelvo a mi cama, pero no puedo dormir.
Con los ojos apenas entreabiertos, detecto una sombra en el umbral de la puerta.
Parece un gorila albino, enorme, peludo, con poderes sobrenaturales. Eso creía yo.
Cerraba los ojos y lo seguía viendo; los abría y ahí estaba de nuevo. A veces soñaba
con él, pero al despertar de mi pesadilla no se había marchado, o era que recién venía
llegando. Siempre en el umbral de la puerta. Una ilusión óptica provocada por la luz
de los faroles de la calle que dan sobre la camisa blanca y almidonada de mi padre al
entrar a mi habitación.
Vivo de noche, o me desvivo, y es natural que cuente con más recuerdos en
penumbra que a la luz del día. Eran tiempos de dormir poco y nada; de acostumbrarse
a pasar horas interminables de espera y vigilancia a oscuras. Contra el negro, invento
mundos paralelos donde pasar el miedo y escribo en el aire mis propias historias que,
capítulo a capítulo, voy siguiendo cada noche. Durante el día, al menos, suelo
descansar: respiro a otro ritmo, me muevo distinto y casi siento que ocupo más
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24. espacio en el universo. Mis extremidades son libres y livianas, y mi cuerpo se
despliega en su real envergadura en lugares como el jardín infantil y luego el colegio.
Ahí me acompañan otras personas con las que me siento tranquila y estimulada. Y
tanto es así, que aprender se vuelve un placer agradecido y un constante recreo. La
mejor parte de mi vida. Los mejores recuerdos también. Recuerdos donde no logro
localizar a mis padres.
A mi nana sí la recuerdo bien. Es una mujer reservada, solidaria, y pequeña pero
poderosa. La recuerdo más que a mi mamá porque pasaba mucho más tiempo
conmigo y con mi hermana, que apenas aprende a caminar y huele a guagua y a
cochayuyo. Siempre jugamos con plasticina, o yo juego, en realidad. Construyo
lindas y coloridas ciudades con muchos personajes que la pequeña destruye cual
Godzilla entrando en Tokio. Muerta de la risa, todo lo convierte en una gran bola
color verde musgo (como las algas, su fascinación) y mi nana ríe también, y luego las
tres, y todo se siente perfecto y sereno, aunque sea por poco tiempo.
La memoria confunde los contornos de la soledad en que vivo. Puede ser que mi
nana pasara menos tiempo con nosotras o que mis papás estuvieran más presentes de
lo que soy capaz de evocar. O, incluso, más ausentes. Quizás no recuerdo bien
porque, durante años, mis sentimientos hacia ellos se mueven entre confusos opuestos
de añoranza y temor, de cariño y desapego, de dependencia y desconfianza. Mi
corazón se divide entre quererlos y necesitarlos u odiarlos y huir. Porque sería mejor
estar sola, lejos de aquí, o muerta, como llego a pensarme muchas veces (una
inclinación cuya derrota será de las gestas arduas de mi vida en el futuro).
Mi hermana, por el contrario, tiene una relación amable y descontaminada con los
papás, de dulzuras y cuidados en abundancia, de consentimientos y excepcionales
licencias para desobedecer y causar pequeños estragos. Padres e hija se necesitan
tanto como se disfrutan y es notoria la diferencia de trato con ella y conmigo; tanto
que llega a doler. A pesar de todo, es tal mi felicidad de tener una compañera de
juegos, y tan desmedida la ternura que me despierta (así como las ganas de
protegerla), que agradezco que a ella no le toque lo mismo que a mí. Tal vez por ser
la menor y más indefensa, por parecerse al papá, o por su temperamento amable.
Cualesquiera sean las razones que amparan a mi hermana, qué bueno que así sea. Qué
bueno, también, que en los motivos de ese amparo yo sea capaz de explicarme, un
poco, por qué mi padre no se comporta del mismo modo conmigo.
Me quiere menos. Es un hecho, y los motivos no son despreciables. A diferencia
de mi hermana, no me parezco a nadie de la familia y bien podría ser «hija del
lechero», como él suele decir (y no me suena a broma). No soy dulce, sino
inexpresiva y algo huraña —al menos en casa—, o como toda colorina:
«complicada», «temperamental», «polvorita». Eso dicen. Encima «rara», según mi
mamá. Nerviosa e inapetente, enfermiza, y necesitada de cuanto empeño puedan
poner en «tranquilizarme» y «engordarme». Para cumplir estos objetivos, me dan
jarabes de horribles sabores, una pegajosa mezcla de zapallo con miel de abeja,
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25. sandía con harina tostada, «panita» (tierno nombre para un repugnante hígado de
vacuno) o sesos, sopa de corazones de pollo, muchos mariscos y huevos de pescado.
Si mi relación con los alimentos ya era difícil antes de estos experimentos, luego de
ellos viviré en la náusea.
Mi nana —que con los años resuelvo se merece un magíster en psicología infantil
— ensaya otras fórmulas. Sin que nadie se entere, usa platos de té para servirme
pequeñas porciones de tallarines, arroz y carne molida o huevo revuelto, pizzas
chiquitas en pan de hallulla y siempre un plato aparte, igual de pequeño, con lechuga
o tomate y perejil, o alguna fruta picada fina. Estas comidas me gustan y, además, mi
nana las acompaña con los pocos cuentos infantiles que conoce y que repite varias
veces, hasta que yo termine mis raciones. Casi sin darme cuenta —y sin necesidad de
amenazas— soy capaz de comer y tragar bien, e incluso de comenzar a gozar un poco
con los alimentos.
En pos de mi buena salud me obligan también a dormir siesta, todas las tardes sin
excepción. Pero no duermo. Miro el techo, converso conmigo y acurrucada bajo el
cubrecama, trato de aprender a leer sola hasta que lo logro. Recorro lugares lejanos y
exóticos en los libros, y seres mágicos se arrancan de sus páginas para visitarme. Mi
imaginación urde el tejido que salvará mi alma (durante toda mi niñez, y el resto de
mi vida), no importa cuán difícil sea la realidad. Cuando está por terminar la hora de
la siesta, pido con todas mis fuerzas que mi papá no llegue temprano, que mi mamá le
gane aunque sea por un minuto, o que no venga ninguno de los dos y me dejen sola
con mi nana.
Con ella recuerdo días felices. A veces me deja libre la pieza del planchado y
entretiene a mi hermana para que yo pueda, sin moros en la costa, modelar con
plasticina flores y racimos de uvas, pájaros y otras figuras destinadas a ambientar el
lugar lejano donde me convierto en compositora de piano (uno de madera celeste) o
violín (amarillo y de plástico). Son horas maravillosas donde solo existe la música
que «compongo». Puedo soñar y perderme, por mucho rato, en un tiempo que sé que
llegará algún día, «cuando sea grande». Mientras soy chica, juego. Hasta que se
acerca la hora de regreso de mis papás. Entonces mi nana me prepara y espero bien
peinada, la cara limpia y estático el ánimo. Como una muñeca. Ojalá, igual que estas,
yo sea incapaz de cometer errores.
«Pórtese bien, mi niña, por favor». Es el ruego de mi nana cada vez que mi papá
llega más temprano de lo habitual. «¿No ve que si no me la van a terminar matando?
Trate de comer y tragar de a poquito; aunque le cueste, usted tiene que poner de su
parte. Aliméntese. No le lleve la contra a su papá. No le dé motivos para castigarla.
Ni se le cruce por el camino, si puede».
A veces mi nana intercede por mí, y cuando fracasa se retira a la cocina. Luego de
que todo termina, me trae agua con azúcar para pasar la pena y me cura, o le trae a mi
papá lo necesario para que él lo haga: metapío y gasa para las heridas, pedazos de
carne congelada o cuchillos fríos con los cuales bajar moretones. Veo que mi nana lo
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26. mira con rabia pura, y se le nota. Pero no puede decir ni hacer nada. Tampoco yo.
Solo esperar. Un tiempo exacto. Ni un día más ni uno menos.
Mi tiempo y los adultos
Lo supe alrededor de los seis años. Lo leí en el diario y le pregunté a mi mamá
qué era esto de la «mayoría de edad». Una edad lejana —aunque no tanto— que,
según ella, permite tener derecho a casarse, votar y elegir en qué trabajar. No
recuerdo bien si eran los veintiuno o dieciocho años, pero no olvido los dieciocho
como el plazo que, según mi madre, autorizaba a salir de la casa de los padres, al
menos. Ni se imagina la dicha que me regala. No era clara mi métrica del tiempo,
pero ya sabía sumar y restar bien, y todo era cuestión de esperar doce años para irme
de ahí. Había futuro para mí y abundante. Solo debía rellenar y dar buen uso a esos
años (que luego iría descontando uno a uno, cada cumpleaños) para que pasaran lo
más rápido posible. Hasta poder vivir tranquila y cumplir los sueños que jamás dejé
de atesorar.
Me ayuda desplazarme al futuro y creer que lo que vivo es mi prehistoria: un
tiempo de dinosaurios que luego recordaré extintos. Mi historia tiene que ser el
futuro; ahí recién va a comenzar. Y creo que será una buena historia: de bailarina de
ballet, profesora, concertista, médico, peluquera, almacenera como don Eduardo,
nana como la Filo. Podría tener cualquier oficio, podría llegar a ser cualquier buena
persona. Cuando crezca. Aaah.
El tiempo que aún no existe es prometedor y viene lleno de espejos, cristal o agua
de lago donde puedo verme con doce años más: alta, fuerte, linda, o simplemente
distinta a esta hija que les tocó a mis padres, la niña opaca que encuentro en los
reflejos que mi casa devuelve de mí. Mido muy poco pero alcanzo a verme en los
espejos de mi pieza y en el de la cómoda de mi mamá. Al del botiquín del baño
apenas llego. En ninguno me gusta lo que veo. No siento, como los gatos nuevos,
ganas de jugar con la imagen descubierta. No sé qué es lo que siento, pero no me
gusta.
«No sea vanidosa y venga a terminar sus tareas o dibuje un rato con su hermana».
Mi nana me interrumpe cuando está por irse, al terminar la tarde y casi de
anochecida. Muebles y objetos brillan de puro limpios y qué ganas me dan de
ensuciarlos para que ella se quede un rato más. Cómo saber si mesas y sillones le
temen a esta hora tanto como yo. Ninguno lo dice. Yo tampoco. No hay a quién
decirle nada, ni cómo.
Mi nana generalmente trata de esperar a mi mamá, y lo agradezco. Yo también la
espero. Quiero creer que bajo sus alas, como los pollitos de la canción, puedo estar
segura. Pero no lo estoy. Ni segura ni bajo sus alas, sino al descampado en un
departamento que me parece muchísimo más grande de lo que seguramente es, quizás
porque nadie me oye. Le imploro a mi madre que no deje a mi papá ponerme una
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28. protegerla. Una lealtad que se convertiría en pasmo el día en que yo misma me
convertí en madre.
No pude justificar nada más acunando contra mi pecho a un ser humano tan
pequeñito. Tampoco puedo imaginar fuerza en este mundo capaz de impedirme
proteger a mi cría, dando mi vida si es preciso. Ni puedo pensar a mi madre, aun con
sus años y reumas, siendo menos que una ninja por proteger a una nieta. La pregunta
es qué le pasó conmigo. Por qué no pudo. Qué le hicieron para padecer esa parálisis
de los instintos.
No tengo respuesta. Ella, muchos años después, dice que no le han hecho nada,
que no me pase películas. «Eran otros tiempos. Las cosas eran así. Y nadie se moría».
Pero se muere, mamá. Gente. Niños, a veces. La violencia no conoce de justas
medidas, y si no es el cuerpo el dañado, será el alma, aunque sus heridas sean
invisibles. Para mi familia, al menos. Durante años, nadie tiene ojos para ellas y se
omiten, niegan o callan. Muchas veces, intencionalmente, se esconden. Tal vez por un
exacerbado sentido de pudor o un mal entendido orgullo, quién sabe. Las familias
necesitan creer que se acercan a algún «ideal», propio o prestado, de lo que deben ser.
Un «ideal» que en el caso de la mía no perdonaba errores ni caídas.
Lejos de tomarse como algo natural, el dolor casi parecía una suerte de deslealtad;
la debilidad o malformación de un alma que, heredera del rigor y del salitre, poco o
ningún derecho tenía a quiebres ni malestares. El mito nos entrampa; la gesta de los
bisabuelos próceres de la familia, uno empresario y el otro obrero, que en las
calicheras labraron vidas mejores para todos los que vendríamos. No podíamos ser
menos que ellos. Mi abuelo siempre dice eso.
—Me corté el dedo.
—No es para tanto.
—Pero me sangra, mire.
—Sea «mujercita» y aguántese un rato; ya pasará.
No sé cuántas veces participé u oí este sencillo diálogo entre niños y adultos de la
familia. Al crecer, se repite el mismo intercambio frente a heridas en un dedo o algo
menos localizable, como el espíritu. Tal vez si el tono hubiese sido amable, la
sensación habría sido más positiva. Pero nunca se trató de invocar la esperanza, el
buen coraje o el sentido del humor. El tono era, generalmente, de indolencia y
severidad. Un mandato de «no sufrir» que puede habernos infundido fortaleza en
muchos niveles, pero en otros no fue más que desamparo. Y, en la negativa a
atestiguar lo evidente, algo cercano a la locura.
Cuando pienso en el desvarío colectivo, una de las primeras imágenes que evoco
es la de mi abuelo sentado en la cabecera cada almuerzo de domingo, mi abuela en el
extremo opuesto de la larga mesa y nosotros a los costados; la familia de cada una de
las dos hijas con sus maridos, y las hijas de las hijas. En la ceremonia acostumbrada,
mi tata lidera las conversaciones y define los temas, así como los turnos de cada
interlocutor. De rato en rato exige «respeto a los mayores» y recuerda que no debe ser
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29. interrumpido ni cuestionado. «Gocemos este momento de unión familiar», suele
decir, y corta de raíz cualquier conflicto o discusión interesante que pueda darse entre
comensales. Solo él debe ser escuchado, horas.
Yo, apenas le pongo atención y hago equilibrios sobre dos cojines duros que me
nivelan con la mesa y me permiten usar mi tenedor con mayor facilidad. Con este
acomodo discretamente la comida de mi plato, un único montón o varios, para que
parezca que algo he comido. Por el espejo veo a mi papá observar atento cada uno de
mis movimientos y, al borde de la exasperación, sin que ya le importe derrotar a mi
abuelo en algún debate histórico, deja la servilleta al costado de su plato y se levanta
para agarrarme del brazo y llevarme con él. Mi abuelo lo detiene. Podría ser mi
«héroe» o un milagro, pero nunca es lo uno ni lo otro. El tata únicamente le pide a mi
papá que por favor se contenga, que no me castigue, o que por último me lleve al
dormitorio principal, pero no a la cocina, porque desde ahí todo se oye.
Poco a poco me voy dando cuenta de que no es protección la de mi abuelo, sino
conveniente organización de agenda. No ignora lo que sucede, pero es incapaz de
hacer algo por evitarlo. Hay veces en que me lleva postre sin que nadie lo vea, o me
presta un pañuelo suyo para sonarme y secar el llanto. Por algún tiempo valoro esta
piedad, pero luego me perturba porque sé que siempre es «después de»; nunca antes,
ni durante. Él puede seguir comiendo, dictando cátedra o contando malos chistes,
pero no interviene; ni él ni nadie de la familia. Ni en los castigos ni en «lo otro»: las
sesiones de baño compartido con mi papá, de salida a bares sola con él, de
alojamiento en la casa de vacaciones de Viña durmiendo en la misma cama, muchas
noches, casi con permiso oficial para la devastación.
Con los años, los golpes ya ni siquiera importan tanto porque uno termina
acostumbrándose a todo. Lo que verdaderamente necesito es que me libren de «lo
demás»; algo para lo que, al parecer, no existen palabras en el diccionario. Yo suelo
nombrarlo como «lo otro» —lo adicional a las golpizas— y mi padre como «esto».
De «esto» no se habla, ¿me entiendes?
Por supuesto.
Mi papá no necesita hacerme advertencias. Él es grande y yo chica; él manda y yo
obedezco. Es extraño, porque creo que ninguno de nosotros podría dar una definición
precisa sobre qué es «lo otro» o «esto». Sin embargo, la instrucción es clarísima e
implacable. Aquí no hay salida y, no obstante, no dejo de esperar. Doy vueltas en
círculos como la luz de un faro, confiada en que algún día, a lo lejos, para alguien sea
visible el roquerío donde naufrago. Una persona haría toda la diferencia. Una sola
bastaría para detener mi hundimiento indecible. Por esa única esperanza es que mi
alma insiste en hablar como pueda, siempre en clave, a ver si alguien es capaz de
descifrar su miedo, o de protegerla. Miro a los adultos, me muevo o quedo inmóvil de
un cierto modo, o digo que me duele el estómago, que tengo frío, que no me siento
bien. Son mensajes fracasados que nadie entiende. Tal vez porque son mentiras; al
menos, en parte. Pero mi urgencia de rescate es tan real que no me cansaré de tratar
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30. de expresarla aunque nadie acuse recibo. De todos modos, vale la pena el esfuerzo. A
mí me sirve. Para saber que yo sí estoy de mi lado, y que aunque ellos no me
escuchen, yo sí lo hago. Tal cual escucho, también, el eco insensible de sus voces
repitiendo «no sea complicada ni se ponga difícil», «déjese de pudores ridículos, si es
su papá», «acompáñelo y cuídelo para que no tome tanto», «póngase el pijama y
córtela con los alegatos», antes de enviarme a consumar una vez más, una enésima
vez más, un destino que quiero creer, y necesito creer, desconocían completamente.
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31. N
SAQUEO Y SUS ALREDEDORES
o lo sabía entonces, pero muchas otras niñas habrían de pasar por lo mismo,
aunque no contaríamos nada sino hasta décadas después. Cuando chicas ni
siquiera disponíamos del vocabulario para representar lo que nos ocurría. «Abuso
sexual», «violación» o «incesto» son palabras que las personas no conocen sino hasta
mucho más grandes. Ojalá ni existieran. Así jamás tendríamos que aprenderlas.
Me pregunto si, de haber conocido esos términos a los cinco o diez años, y de
habernos atrevido a usarlos, alguien nos hubiese creído. Lo dudo. Habrían hecho
como que no oían ni entendían de qué hablábamos. Una negación carente de maldad
y sobrante de optimismo; un instinto elemental de preservar la inocencia y el sano
juicio al precio que fuera.
Creo que yo misma, si no hubiese sido desde pequeña tan amiga de los libros,
habría perdido toda cordura en el esfuerzo de comprender una circunstancia en la que
muy pocas cosas parecían ser lo que me decían que eran. Mi «hogar» no es tan dulce
como el popular dicho asegura; mi «familia» no está compuesta únicamente de
personas que me quieren y protegen a toda costa; se llama «educación» a la violencia
desatada y «afecto» o «preparación para la adultez» a extenuantes sesiones dirigidas
por un padre que toca y exige ser tocado de maneras que me hacen sentir mal durante
y quedan doliendo después.
Fuera de mi hogar también sucede algo extraño con las palabras y sus
significados. Pocas cosas son llamadas por su nombre; muchas se omiten y de otras
está prohibido hablar. Incluso habrá términos que pronto no podrán ser usados:
sindicato, obrero. No sé qué significan y no me afecta la prohibición, pero es curioso
que un país completo deba obedecer esta orden cuando el diccionario de las casas
seguirá siendo el de siempre.
Los adultos no comentan mucho sobre estas cosas. Se limitan a callar, pero es
evidente que algo sombrío los ronda. Las palabras, o la ausencia de ellas, me lo dejan
saber. Comienzo a oír con frecuencia expresiones como «cáncer marxista»,
«intervención militar», «refundación nacional», «juicio a los extremistas y traidores a
la patria». Son titulares de revistas, periódicos y noticiarios televisivos. El tono de
rabia y de amenaza es tal que, aun siendo niña e ignorante de muchos significados,
me asusta.
Nunca olvidaré el día del golpe militar de 1973. Viviendo en pleno centro, el
bombardeo de La Moneda se escucha como por altoparlantes y resulta ser lo más
cercano a una guerra que puedo imaginar. El cemento tiembla, el ruido es
ensordecedor y da igual si uno es grande o chico, partidario o no del gobierno que
termina por la fuerza. Todos parecen estar viviendo ese día con el corazón en un hilo.
En las casas o en la calle hay miedo de lo que vendrá, de cuánto durará, o de que
alguna bala, disparada de uno u otro lado, pueda alcanzar a algún inocente.
En mi hogar no se celebra lo que sucede, aunque tampoco se lamenta. No en voz
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33. progreso en el aprendizaje del inglés.
Estudio con niñas y niños parecidos a mí que tienen papás y mamás que se ven
como los míos. También viven en hogares como el nuestro; en barrios con plazas e
iglesias cercanas. Luego del golpe de Estado regresamos al mismo colegio de
siempre, con las mismas familias y los mismos alumnos. Poco ha cambiado y
vivimos un clima de aparente normalidad en la relajada vuelta a los estudios, después
de varios días «feriados». Nadie parece estar ausente ni en problemas: un privilegio
único en aquel tiempo durante el cual profesores, apoderados e inclusive alumnos
podían «extraviarse» o aparecer muertos —como sucedió en otras escuelas—, según
supimos años más tarde. ¿Pero cómo haberlo sabido entonces si los niños no
hablábamos de estas cosas? Tampoco nadie hubiese sopechado de abusos en nuestros
hogares, aunque estoy segura de que deben haber ocurrido. Yo no podía ser la única.
No lo creo aún, así como no quería creerlo entonces.
Tengo cinco, seis años y me pregunto, al observar el rostro de mis compañeras
durante horas de clases o recreos, si alguna de ellas sentirá por su papá el miedo que
yo siento por el mío (y que comienzo a sentir por sus amigos), o el asco que me
provocan las desafinadas caricias que él considera «naturales» entre padres e hijas.
¿Serían naturales? ¿Qué era en verdad normal y qué no entre un padre y una hija? No
tenía idea.
Mis inquietudes se vuelven una sombra espantosa proyectada sobre mí o sobre mi
papá, sin hacer mayores distinciones. O yo tengo «algo» malo, peligroso, que detona
sus peores conductas, o él, justamente él, la persona destinada a cuidarme, el hombre
a quien con toda mi alma necesito querer, es un ser humano tan trastornado como el
señor que cerca de la catedral agita una Biblia y repite monocorde «Gloria al
Pulento». Claro que, en su caso, sin jamás dañar a una mosca.
Con pocas certezas —imposibles de tener a esa edad— sobre lo que me pasa o
sobre lo que hace que mi papá alterne entre ser padre y ser otros personajes (bajo la
ducha o por las noches, cuando todos duermen), mi única alternativa es dividir mi
existencia. Gozar de lo bueno y tratar de olvidar lo demás tan rápido como sea
posible.
Disfruto muchísimo de los momentos de paternidad «buena y sana» que la vida
me ofrece: los juegos en la plaza Brasil, las visitas al zoológico, las matinés para ver
Tom y Jerry o el teatro de mimos. A veces, resulta grato simplemente pasar la tarde de
domingo en familia, comiendo sopaipillas o helado de piña, según la estación, y
oyendo música o atendiendo a los relatos de mi papá.
Él no es de cuentos infantiles. Lo suyo es la narración de óperas como Carmen,
Aída o Dido y Eneas; mitos griegos, biografías de grandes líderes políticos, historias
de guerras mundiales. Yo solamente abro tremendos ojos y oídos, y hago lo imposible
por seguir el hilo de tramas mucho más complejas y trágicas que las que encuentro en
mi colección de cuentos de Andersen o de los hermanos Grimm. Cuando voy
familiarizándome con sus gustos, intento adelantarme, preparar ciertas lecturas y
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34. luego sorprenderlo con preguntas inteligentes para demostrarle que soy alguien de
quien puede enorgullecerse. Por algo soy su hija. Sangre de su sangre, y aliada en
benditas y maravillosas afinidades que tienen que ver con el arte y la historia de la
humanidad. Algo que podemos disfrutar juntos. Algo para compartir en paz.
Añoraba que no hiciera falta nada más. Permanecer sentada en la sillita de
mimbre que mi mamá me compró en una feria artesanal, mientras él circula por el
living y comedor al son de sus discursos magníficos, con su cigarro de tabaco negro
en una mano y un vaso de whisky —siempre regalado por mi abuelo— en la otra. No
habría requerido más afecto y atención que aquellos prodigados en la dinámica
docente y podría haberme pasado siglos de alumna suya con tal de relacionarnos de
modo apacible. Esto hubiera bastado para saberme hija y seguir siendo niña. Para
quererlo sin sombras.
Habría dado todo por conservar para siempre la ilusión de tener ese papá brillante
de tardes de historia y música, y congelar en un mundo aparte al otro, el que me
atormenta, junto con todo el miedo que me provoca y me corre por dentro en vez de
sangre. Un miedo que toma distintos colores, formas, tamaños. Se vuelve terror de no
poder resistir un minuto más y largarme a llorar hasta el infinito; pánico de que mi
pena corroa el esperanzado arnés que sostiene cada una de mis vértebras en su lugar y
reviente de tanto contener esta tristeza imposible de definir y acompañante de tantas
horas. Se cuela conmigo al colegio, a veces en medio del día o en actividades que son
placenteras. Luego, al crepúsculo y de noche —hasta la madrugada del día siguiente
—, la misma desbarrancada sensación. Un poco menos los sábados y domingos. Pero
solo un poco menos.
No entiendo bien qué me sucede, pero, sea lo que sea, me sobrepasa. No cumplo
aún siete años y me siento cansada como mi bisabuela, que es muy vieja. Estoy
exhausta de andar alerta, de esconderme, de tratar de arrancar sin que me resulte. No
quiero que me peguen ni que me toquen más. Quiero que mi papá no busque
oportunidades para estar a solas conmigo si no es para aprender cosas buenas con él.
No quiero vivir pendiente de su mirada, o a qué huele, si a alcohol o colonia. ¿De
dónde viene? ¿Con qué humor ha llegado? ¿Qué toca hoy?
No me va quedando tramo en el cuerpo —excepto mi cara, que mi papá rara vez
toca— para nuevas lesiones. No alcanza el largo de mi blusa o de mis calcetas para
ocultar costras y cortes que estoy segura despertarían suspicacias. Además, es
preferible ocultarse a tener que aceptar que nadie puede hacer nada por interrumpir
este espanto, o que aun cuando alguien lo intente, nada cambie. Quizás lo que más
me asusta es agregarme penas con preguntas sobre heridas que ni yo quiero reconocer
existentes. Preguntas que tampoco sabría cómo responder porque mi papá sigue
siendo mi papá y no quiero que lo vean como un monstruo cuando yo misma me
niego a verlo así.
Cuando la fatiga es insostenible, ciertos milagros ocurren: chispazos de otras
vidas que expanden mis horizontes. Me invitan a fiestas de cumpleaños y, otras
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35. veces, simplemente a jugar en las casas de algunas de mis compañeras. Ahí conozco
a otros papás que son calmados y amables; siempre exactos en el afecto para con sus
hijas y otras niñas. El papá de Tati es abogado, pero pasa horas haciendo carpintería y
nos deja mirar todo en su taller, aunque sin tocar (para que no nos enterremos astillas
en los dedos). El papá de Paula es buzo y nos muestra diapositivas de jardines de
coral y peces multicolores, mientras cuenta sus aventuras en el fondo marino. El papá
de Karin es periodista y, con historias interesantísimas, me ayuda a perder el susto a
unas máscaras de diabladas nortinas que parecen cabezas vivas saliendo de una
muralla blanca en el comedor. Con todos ellos voy aprendiendo que otras maneras de
ser papá, buenas maneras, son posibles. Existen, tengo la suerte de conocerlas y,
aunque a veces duelen un poco, me dan esperanza de que mi papá pueda cambiar
algún día.
Mundos de niños
A la esperanza que gano con algunos adultos se suma el optimismo que descubro
en niños de mi misma edad. En esos tiempos vamos temprano muchos días sábado a
la Vega Central y luego al Mercado. Mientras mis papás eligen verduras o mariscos,
yo conozco niños que parecen moverse como pequeñas linternas en medio de un
mundo bastante oscuro. Gracias a ellos y su luz, cambia mi perspectiva sobre muchas
cosas.
La mayoría de ellos trabaja en verdulerías y pescaderías, y acarrea cargas
mayores que las que su espalda puede soportar. Es obvio que deben sentirse cansados,
y sin embargo siempre sonríen. Otros me parecen menos alegres, los que se ubican
fuera, en la calle, para pedir limosnas. Pero todos, sin excepción, la primera vez de
encontrarnos, comentan con entusiasmo sobre mi pelo y mis pecas. Les llaman la
atención. Dicen que tocar o pellizcar a un colorín es buena suerte y, aunque dudo
seriamente que así sea, los dejo. Pero suavecito, les digo. No me gusta que nadie me
toque y la excusa de los colorines ya la he oído antes, en boca de adultos, junto a
otras declaraciones extrañas y temibles; fantasías que, más que en el golpe de suerte,
bien pudieran residir en cualquier otro lado; lugares que no logro imaginar pero que
intuyo carentes de compañía, de afecto, o quizás de sueños e ilusiones de infancia.
Por algo, siendo adultos, necesitan tanto estar con niños, acompañarse de nosotros, o
tocarnos y frotarnos como si en verdad fuéramos amuletos de buena suerte. Da lo
mismo cuál sea el color de nuestro pelo.
Luego de las presentaciones y pellizcos de rigor, con mis nuevos amigos
conversamos de otras cosas. Inocentemente, contamos nuestras vidas al pasar y las
suyas resultan ser muy duras. De modos distintos a la mía, o acaso similares. No
estoy segura. Hay elementos parecidos, como los papás que beben y los castigan, las
mamás que no pueden defenderlos, la soledad en que crecen. Pero hay muchas
diferencias también. Privaciones que demarcan territorios y me hacen sentir algo muy
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36. cercano a la vergüenza o la culpa.
A veces, de regreso a mi casa, voy pensando que, a pesar de todo, no tengo una
mala vida. Puedo estudiar en mi colegio, leer muchos libros, comer bien todos los
días (aunque no quiera), jugar con mi hermana, con mis amigas y con Lili y Carlitos.
No tengo que trabajar en ninguna parte. No debería tener tanto de qué quejarme.
Cada vez más, cuando me da por preguntarme por qué a mí —justamente a mí—
es posible que me toque vivir así o tener un papá como el que tengo, regresa la
imagen de estos niños que son parte de mis sábados. Davides aun más indefensos;
Goliats más invencibles a su acecho. Sus vidas no tienen para cuándo cambiar y, pese
a eso, no pierden el buen ánimo de hacer lo que pueden para sobrevivir, o de sonreír
en compañía de otros niños como yo. La injusticia de sus destinos es, sin lugar a
dudas, mayor que la del mío, y el deseo de verlos protegidos o, al menos, sin
necesidad de sacrificarse comienza a pesar más que la pena y el desconcierto frente a
mi realidad en casa.
Pensar en otros me salva y no es un mérito propio. Es un regalo que viene con los
niños de Recoleta, y también con mi mamá. Ella nos enseña, a mi hermana y a mí, a
cuestionar la pobreza desde muy pequeñas; a ser solidarias sin sentir que hacemos un
favor, sino simplemente lo correcto. Mi madre tiene muchos pacientes, adultos y
niños, que atiende en su consulta a cambio de nada, o en trueque por plantas, huevos
o pan amasado. No solo los atiende, sino que los visita en sus casas o en hospitales
cuando están enfermos, y más de alguna vez la veo pagar por sus gastos. Me gusta
conocer a mi mamá de esta manera. Aunque no pueda cuidarme muy bien, sus
bondades para con los demás me enorgullecen y, junto a otras sensibilidades, me
marcarían para siempre.
Muchos años más tarde, reflexionando sobre la visión budista del mundo, me
quedaría claro que el desarrollo de la capacidad de sentir por otro, de ponerse en su
lugar y resonar con él, podía hacer toda la diferencia entre la destrucción y la
creación, el odio y el amor. Gracias a los niños de la Vega y a mi mamá, cuento a los
ocho años con esa primera llave que abre mi paisaje al prójimo: personas, criaturas
diversas, el mundo que me rodea. Todo lo inocente e indefenso me provoca un efecto
extraño. Me impresiona ver brotar la savia del tronco de la flor del inca y pierdo
horas haciendo plasmas de hojas secas y pétalos de flores para detener lo que
interpreto como un sangramiento. Luego, me pasaré tardes casi enteras esperando ver
crecer una semilla de poroto envuelta en algodón (sin jamás conseguirlo) u
observando los movimientos del caracol que nos pidieron para un trabajo de ciencias
naturales. Mi papá habla de átomos, moléculas, células; dice que surgimos de la tierra
y regresamos a ella en mínimas formas que luego vuelven a combinarse para seguir
dando origen, una y otra vez por millones de años, a vidas de distintos órdenes. Me
pregunto entonces si algo de mí no fue piedrita antes, o pluma de colibrí, u otra niña,
inclusive. ¿Cómo no sentirme parte de mis alrededores, en sus milagros, y en sus
dolores también?
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37. En tercero y cuarto básico escucho, en conversaciones adultas, comentarios
confusos y horrendos sobre «los tiempos que se viven», pero nadie quiere explicarme
qué significan. «No se meta en esto, no es tema de niños», me dicen para variar. Yo
me encojo de hombros y francamente no me importa que no quieran contarme
porque, poco a poco, me doy cuenta de que es de crímenes que hablan; de
sufrimientos impensables para muchas personas que viven una época feroz. Sumo
historias robadas —siempre oídas por accidente— y me llega a parecer casi preferible
morir a gastarse la vida tratando de olvidar una tortura o buscando cuerpos
extraviados, como muchos chilenos. Por coincidencias del destino, muchos años
después, una señora que perdió a su marido e hijos en los días postgolpe (todos
detenidos desaparecidos) será quien me ayude a lidiar por primera vez con mis
pérdidas.
A la edad que tengo, no puedo hacer mucho más que desear que las cosas en el
exterior cambien para bien, lo antes posible. Ojalá en mi hogar también. Mientras eso
sucede, yo solo debo seguir siendo una niña. Hija de mi papá, todavía. Un rol que él
define, principalmente, desde los secretos que me impone guardar. Silencios que,
extrañamente, no me impiden gozar de todo lo que en ese entonces viene como
regalo.
Revelaciones
Por primera vez se auguran tiempos plenos para mí, y a destajo: de bella música,
movimientos perfectos, armonía absoluta. Un mundo nuevo que mi mamá, triunfante,
ha logrado prodigarme contra toda la oposición de mi papá que no deja de alegar
sobre los «bailarines depravados, homosexuales y atormentados» que van a
rodearme. No comprendo lo que dice ni me interesa. Solo me alegra que mi madre,
por una vez, no le haga caso y me conceda —cual hada madrina— mi deseo más
largamente atesorado. Desde los cuatro o cinco años, cuando vimos juntas por
primera vez El lago de los cisnes.
—¿Qué quiere pedirle al Viejo Pascuero?
—Zapatillas de ballet.
—¿Quiere aprender a andar en bicicleta?
—Prefiero aprender ballet.
—Tu abuelo pregunta qué quieres para tu cumpleaños.
—Lo de siempre: clases de ballet.
Es tanta mi insistencia que mi mamá finalmente decide matricularme en una
academia alternativa al Teatro Municipal, que es prohibitivo pues exige asistencia
todos los días de la semana. Estudio Degas, en cambio, me permite ir solo tres y dejar
dos para mantener el ritmo en mis deberes escolares que —soy capaz de jurar con
sangre— no voy a descuidar.
Mi madre dice que el ballet me ayudará a ser «una niña mejor adaptada, más
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38. tranquila», como mi hermana, y «quizás hasta deje de orinarse por las noches». Ojalá,
pienso yo. Sin embargo, pasan los meses sin que llegue a cumplir sus expectativas, y
aunque me apena decepcionar a mi mamá, es más la dicha que siento cada día previo
a mis clases de ballet, y el siguiente cuando estoy en clases, y el subsiguiente de
nueva espera.
La academia se convierte —en plena ciudad— en un refugio donde soltar el
corazón y ganar el cuerpo, sin siquiera haberlo esperado. Por primera vez siento la
conexión exacta y fantástica entre mis instrucciones internas y la respuesta que
despliegan mis brazos y piernas, huesos y músculos, cabeza y pies. En cada
movimiento se atestigua una voluntad que ni sabía me pertenecía. Soy capaz de
gobernarme en la danza, de estar en mí, y esto me llena de un sentimiento de poder
indescriptible. Gracias al ballet aprendo nuevas formas de ser a la vez fuerte y
liviana, de mirarme bajo buenas luces, de dirigir mis intenciones a un objetivo con
entusiasmo, tranquila. Por momentos, siento que no me cabe en el alma tanta alegría.
Mi cuerpo en sintonía conmigo es un triunfo, una compensación precisa. Porque todo
aquello que en días o noches pierdo a manos de mi padre, luego lo recupero bailando.
Madame Blanchette es mi primera maestra, y con ella aprendo no solamente de
danza clásica, sino de cosas tanto o más importantes, como la autodisciplina, la
pasión y la perseverancia, y un modo de ser adulto que, aunque estricto, no excluye la
ternura. Con ella, el esfuerzo físico puede llegar a ser delicioso. No sé cómo
explicarlo, pero me sorprendo una y otra vez haciendo cosas de las que nunca me creí
capaz, que me acalambraban en un comienzo pero luego fluyen como tinta china
sobre papel arroz. Me gusto así. Me encanta sentirme dueña de mí; pasar de hielo a
agua fresca y de esta a vapor de nube. Mi segunda maestra, Ximena —no le gusta ser
«madame»—, es un manojo de energías y dulzura. Cada día abraza y besa a su hija
Rocío como si fuera el último o el primero de estar juntas y comparte con sus
alumnas mucho de esa enamorada vitalidad, madre un poco de todas nosotras. Ella es
quien apuesta a que otra compañera y yo, luego de un tiempo, pasemos al nivel de
«los grandes» y usemos (¡al fin!) zapatillas de punta.
Un espíritu completamente orgulloso se libera desde muy dentro de mí cada vez
que, en los camarines, ato las cintas de mis zapatillas rosadas y pongo, sobre estas,
polainas de lana del mismo color. Ansiosa y contenta, me preparo para el comienzo
de la clase en mi lugar de siempre, junto a la barra frente a la ventana que da a San
Antonio con la Alameda. Una esquina muy transitada de la que no guardo ningún
recuerdo con gente. Allí, solo yo existo.
Terminada la clase, la señora Wilma, una anciana rusa que apenas habla, fuma un
cigarro tras otro y parece comunicarse con el mundo mediante notas de piano, me
deja sentarme a su lado e intentar con ella algunos acordes de polonesas. Si está de
humor, me regalará algunas piezas para volver a ensayar algunos pasos hasta
domesticar las zapatillas de punta, o para simplemente disfrutar de un breve concierto
mientras espero que lleguen a buscarme.
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39. Soy inmensamente feliz. Alterno entre la realidad y la imaginación, y la danza me
ofrece un terreno infinito para mis saltos de ida y vuelta entre universos. Soy un
cisne, una sílfide, la muñeca de Coppélia, o la Margot Fonteyn, y en realidad resulto
ser mejor bailarina que ella, o al menos así sueño que comentan los espectadores a la
salida de diversos teatros, en los países que «visito» en mi gira mundial. Algún día…
Bajo la ducha, o en mi cama, repito de memoria uno de los pas de deux finales de
Cascanueces. Me veo vestida de blanco, liviana como el tul de mi vestido. Olvido
que es mi papá quien dirige mis movimientos y me dejo guiar ahora, a ciegas, por
Nureyev, ni más ni menos. Es él ahora quien estira mis brazos, deja que mis manos
caigan en espiral, me levanta hasta casi sentir que tengo alas. Luego me devuelve al
suelo, muy suavemente, y sostiene mi cintura mientras giro con la pierna en alto,
luego partiéndome un poco en dos, y otro poco, pulsada por unos dedos extraños que
rasmillan la piel en cueros de «ahí abajo» buscando el flanco exacto, la línea invisible
que demarca el territorio a vejar. Ya no es mi maestro ruso sino mi padre quien
ordena dónde y cómo, y va siendo cada día más difícil permanecer en las fantasías
que anestesian cada asalto, devolviéndome una y mil veces al ballet: las veces que
sean necesarias para no recordar, no ver, no saber. Para recuperar mi cuerpo cada vez
que se hace ajeno.
En esa misma época, el Diario de Ana Frank cae en mis manos. No creo mucho
en ángeles guardianes a estas alturas de la niñez, pero, en retrospectiva, casi llego a
pensar que alguna fuerza de ese orden me lanzaba salvavidas cielo abajo. Los recibo
como regalos que me permiten cambiar de órbita; encontrar distracción y consuelo.
Algo en historias como Oliver Twist, o en el diario de una niña de verdad como Ana
Frank, me ayuda a sentirme menos sola. Quizás no menos triste, pero sí más
esperanzada.
Puede resultar paradójico hablar de esperanza cuando mi primera (y lamentable)
conclusión, luego de leer a Ana Frank, fue que en algo más de treinta años de historia
de la humanidad la situación de la infancia no había cambiado sustancialmente. Ser
niña o niño no era garantía de nada. Igual que los adultos, podíamos sufrir en una
guerra, y ser heridos o muertos en plena calle o en siniestros campos de
concentración. Pero mi segunda conclusión —y aquí sí que había promesa— era que,
sin importar la circunstancia en que nos encontráramos, los niños seguíamos siendo
niños. Ana Frank se me revela como un hermoso ejemplo de esta persistencia: en sus
ganas de seguir viviendo y en su inclinación a los amores por sobre los odios de los
que fue víctima junto a toda su gente. Nunca sucumbió al mal corazón; ni una vez, en
su diario, encontré una expresión insultante o rencorosa contra los nazis (que las
hubieran requetecontra merecido), ni seña de que hubiese abjurado de la bondad
humana. Quizás porque no alcanzó a ser adulta, pudo conservar la fe de que ya
vendrían tiempos mejores, aunque ella no alcanzara a verlos. La muerte la encontraría
antes, como a un niño de mi país, tiempo después de mi lectura de este diario.
Jamás olvidaré, como a mis diez años, la noticia —que recibimos en horario de
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