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El Caballero Carmelo y Otros
Cuentos
Abraham Valdelomar
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1
Texto núm. 4690
Título: El Caballero Carmelo y Otros Cuentos
Autor: Abraham Valdelomar
Etiquetas: Cuento
Editor: Edu Robsy
Fecha de creación: 12 de mayo de 2020
Fecha de modificación: 12 de mayo de 2020
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07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
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2
El caballero Carmelo
3
I
Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos
aparecer, desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo
caballo de paso, pañuelo al cuello que agitaba el viento, sanpedrano pellón
de sedosa cabellera negra, y henchida alforja, que picaba espuelas en
dirección a la casa.
Reconocímosle. Era el hermano mayor, que años corridos, volvía. Salimos
atropelladamente gritando:
–¡Roberto, Roberto!
Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorbo y la campanilla
enredábanse en las columnas como venas en un brazo y descendió en los
de todos nosotros. ¡Cómo se regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su
tostada piel, encontrábalo viejo, triste, delgado. Con su ropa empolvada
aún, Roberto recorría las habitaciones rodeados de nosotros; fue a su
cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado durante
su ausencia, y llegó al jardín.
–¿Y la higuerilla? –dijo.
Buscaba entristecido aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de
partir. Reímos todos:
–¡Bajo la higuerilla estás!…
El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina.
Tocólo mi hermano, limpió cariñosamente las hojas que le rebozaban la
cara, y luego volvimos al comedor. Sobre la mesa estaba la alforja
rebosante; sacaba él, uno a uno, los objetos que traía y los iba entregando
a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan ricas! ¡Por donde había viajado!
Quesos frescos y blancos envueltos por la cintura con paja de cebada, de
la Quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní y
almendras; frijoles colados, en sus redondas calabacitas, pintadas encima
4
con un rectángulo de su propio dulce, que indicaba la tapa, de Chincha
Baja; bizcochuelos, en sus cajas de papel, de yema de huevo y harina de
papas, leves, esponjosos, amarillos y dulces; santitos de piedra de
Guamanga tallados en la feria serrana; cajas de manjar blanco, tejas
rellenas y una traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos
recibíamos el obsequio, y él iba diciendo, al entregárnoslo:
–Para mamá… para Rosa… para Jesús… para Héctor…
–¿Y para papá? –le interrogamos cuando terminó.
–Nada…
–¿Cómo? ¿Nada para papá?
Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo
–¡El Carmelo!
A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que, ya libre,
estiró sus cansados miembros, agitó las alas y cantó estentóreamente:
–¡Cocorocóooo!…
–¡Para papá! – dijo mi hermano.
Así entró en nuestra casa el amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a
quien acaeciera historia digna de relato; cuya memoria perdura aún en
nuestro hogar como una sombra alada y triste: el Caballero Carmelo.
5
II
Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas,
en el frescor del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos
de mi madre en el comedor, preparando el café para papá. Marchábase
éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle
con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a
intervalo por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor
de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a
nosotros, nos hacía rezar, arrodillados en la cama, con nuestras blancas
camisas de dormir; vestíanos luego, y, al concluir nuestro tocado, se
anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puerta y
saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi
madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito y
apetitoso, montado en su burro, detrás de dos capachos de cuero, repletos
de toda clase de pan: hogazas, pan francés, pan de mantecado,
rosquillas…
Mi madre escogía el que habíamos de tomar y mi hermana Jesús lo
recibía en el cesto. Marchábase el viejo, y nosotros, dejando la provisión
sobre la mesa del comedor, cubierta de hule brillante, íbamos a dar de
comer a los animales. Cogíamos las mazorcas de apretados dientes, las
desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral donde los animales
nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el
grano, y entre ellas, escabullíanse los conejos. Después de su frugal
comida, hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra,
refregando su cabeza en nuestras piernas; piaban los pollitos; tímidamente
ese acercaban los conejos blancos, con sus largas orejas, sus redondos
ojos brillantes y su boca de niña presumida; los patitos, recién sacados,
amarillos como yema de huevo, trepaban en un panto de agua; cantaba
desde su rincón, entrabado, el “Carmelo”, y el pavo, siempre orgulloso,
alharaquero y antipático, hacía por desdeñarnos, mientras los patos,
balanceándose como dueñas gordas, hacían, por lo bajo, comentarios,
sobre la actitud poco gentil del petulante.
6
Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapóse
del corral “el Pelado”, un pollo sin plumas, que parecía uno de aquellos
jóvenes de diecisiete años, flacos y golosos. Pero “el Pelado”, a más de
eso, era pendenciero y escandaloso, y aquel día, mientras la paz era en el
corral, y lo otros comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas,
habíase encaramado en la mesa del comedor y rotos varias piezas de
nuestra limitada vajilla.
En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y cuando mi padre supo sus
fechorías, dijo, pausadamente:
–Nos lo comeremos el domingo…
Defendiólo mi primer hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y
lloroso. Dijo que era un gallo que haría crías espléndidas. Agregó que
desde que había llegado el “Carmelo” todos miraban mal al “Pelado”, que
antes era la esperanza del corral y el único que mantenía la aristocracia de
la afición y de la sangre fina.
–¿Cómo no matan –decía en defensa del gallo– a los patos que no hacen
más que ensuciar el agua, ni al cabrito que el otro día aplasto a un pollo, ni
al puerco que todo lo enloda y sólo sabe comer y gritar, ni a las palomas,
que traen mala suerte?…
Se adujeron razones. El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre,
simpático, inquieto, cuyos cuernos apenas apuntaban; además, no estaba
comprobado que había matado al pollo. El puerco mofletudo había sido
criado en casa desde pequeño. Y las palomas con sus alas de abanico,
eran la nota blanca, subíanse a la cornisa conversar en voz baja, hacían
sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche para darlo
a sus polluelos.
El pobre “Pelado” estaba condenado. Mis hermanos le pidieron que se le
perdonase, pero las roturas eran valiosas y el infeliz sólo tenía un
abogado, mi hermano y su señor, de poca influencia. Viendo ya pérdida su
defensa y estando la audiencia al final, pues iban a partir la sandía, inclinó
la cabeza. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre el plato, como un
sacrificio, y un sollozo se ahogó en su garganta. Callamos todos.
Levantóse mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en la frente y le dijo:
7
–No llores; no nos lo comeremos…
8
III
Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila,
vecina a la Estación y torna por la calle del Castillo, que hacia el sur se
alarga, encuentra, al terminar, una plazuela pequeña donde quemaban a
Judas el Domingo de Pascua de Resurrección, desolado lugar en cuya
arena verdeguean a trechos las malvas silvestres. Al lado del poniente, en
vez de casas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje
complicados encajes al besar la húmeda orilla.
Termina en ella el puerto, y, siguiendo hacia el sur, se va, por estrecho y
arenoso camino, teniendo a diestra el mar y a izquierda mano angostísima
faja, ora fértil, ora infecunda, pero escarpada siempre, detrás de la cual, a
oriente, extiéndese el desierto cuya entrada vigilan de trecho en trecho,
como centinelas, una que otra palmera desmedrada, alguna higuera
nervuda y enana y los toñuces siempre coposos y frágiles. Ondea en el
terreno la “hierba del alacrán”, verde y jugosa al nacer, quebradiza en sus
mejores días, y en la vejez, bermeja como sangre de buey. En el fondo del
desierto, como si temieran su silenciosa aridez, las palmeras únense en
pequeños grupos, tal como lo hacen los peregrinos al cruzarlo y, ante el
peligro, los hombres.
Siguiendo el camino, divísase en la costa, en la borrosa y vibrante
vaguedad marina, San Andrés de los Pescadores, la aldea de sencillas
gentes, que eleva sus casuchas entre la rumorosa orilla y el estéril
desierto. Allí, las palmeras se multiplican y las higueras dan sombra a los
hogares, tan plácida y fresca, que parece que no fueran malditas del buen
Dios, o que su maldición hubiera caducado; que bastante castigo recibió la
que sostuvo en sus ramas al traidor, y todas sus flores dan frutos que al
madurar revientan.
En tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levántanse las casuchas de
frágil caña y estera leve, junto a las palmeras que a la puerta vigilan; limpio
y brillante, reposando en la arena blanda sus caderas amplias, duerme, a
la puerta, el bote pescador, con sus velas plegadas, sus remos tendidos
como tranquilos brazos que descansan, entre los cuales yacen con su
9
muda y simbólica majestad, el timón grácil, la calabaza que “achica” el
agua mar afuera y las sogas retorcidas como serpientes que duermen.
Cubre, piadosamente, la pequeña nave, cual blanca mantilla, la pescadora
red circundada de caireles de liviano corcho.
En las horas del medio día, cuando el aire en la sombra invita al sueño,
junto a la nave, teje la red el pescador abuelo; sus toscos dedos añudan el
lino que ha de enredar al sorprendido pez; raspa la abuela el plateado
lomo de los que la víspera trajo la nave; saltan al sol, como chispas, las
escamas y el perro husmea en los despojos. Al lado, en el corral que
cercan enormes huesos de ballenas, trepan los chiquillos desnudos sobre
el asno pensativo, o se tuestan al sol en la orilla; mientras, bajo la ramada,
el más fuerte pule un remo; la moza, fresca y ágil, saca agua del pozuelo y
las gaviotas alborozadas recorren la mansión humilde dando gritos
extraños.
Junto al bote duerme el hombre de mar, el fuerte mancebo, embriagado
por la brisa caliente y por la tibia emanación de la arena, su dulce sueño
de justo, con el pantalón corto, las musculosas pantorrillas cruzadas, y en
cuyos duros pies de redondos dedos, piérdense, como escamas, las
diminutas uñas. La cara tostada por el aire y el sol, la boca entreabierta
que deja pasar la respiración tranquila, y el fuerte pecho desnudo que se
levanta rítmicamente, con el ritmo de la Vida, el más armonioso que Dios
ha puesto sobre el mundo.
Por las calles no transitan al medio día las personas y nada turba la paz de
aquella aldea, cuyos habitantes no son más numerosos que los dátiles de
sus veinte palmeras. Iglesia ni cura habían, en mi tiempo. Las gentes de
San Andrés, los domingos, al clarear el alba, iban al puerto, con los
jumentos cargados de corvinas frescas y luego en la capilla, cumplían con
Dios. Buenas gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar, morigeradas y
sencillas, indios de la más pura cepa, descendientes remotos y ciertos de
los hijos del Sol, cruzaban a pie todos los caminos, como en la Edad Feliz
del Inca, atravesaban en caravana inmensa la costa para llegar al templo y
oráculo del buen Pachacámac, con la ofrenda en la alforja, la pregunta en
la memoria y la fe en el sencillo espíritu.
Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros, labios
de marido besaron siempre labios de esposa; y el amor, fuente inagotable
de odios y maldecires, era, entre ellos, tan normal y apacible como el agua
de sus pozos. De fuertes padres, nacían, sin comadronas, rozagantes
10
muchachos, en cuyos miembros la piel hacía gruesas arrugas; aires
marinos henchían sus pulmones, y crecían sobre la arena caldeada, bajo
el sol ubérrimo, hasta que aprendían a lanzarse al mar y a manejar los
botes de piquete que, zozobrando en las olas, les enseñaban a domeñar la
marina furia.
Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta
que el cura de Pisco unía a las parejas que formaban un nuevo nido,
compraban un asno y se lanzaban a la felicidad, mientras las tortugas
centenarias del hogar paterno, veían desenvolverse, impasibles, las horas;
filosóficas, cansadas y pesimistas, mirando con llorosos ojos desde la
playa, el mar, al cual no intentaban volver nunca; y al crepúsculo de cada
día, lloraban, lloraban, pero hundido el sol, metían la cabeza bajo la
concha poliédrica y dejaban pasar la vida llenas de experiencia, sin fe,
lamentándose siempre del perenne mal, pero inactivas, inmóviles,
infecundas, y solas...
11
IV
Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era la de un
hidalgo altísimo, caballeroso, justiciero y prudente. Agallas bermejas,
delgada cresta de encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera y
perdonadora, acerado pico agudo. La cola hacía un arco de plumas
tornasoles, su cuerpo de color carmelo avanzaba en el pecho audaz y
duro. Las piernas fuertes que estacas musulmanas defendían, cubiertas
de escamas, parecían las de un armado caballero medieval.
Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia. Había
aceptado una apuesta para la jugada de gallos de San Andrés, el 28 de
Julio. No había podido evitarlo. Le habían dicho que el “Carmelo”, cuyo
prestigio era mayor que el del alcalde, no era un gallo de raza. Molestóse
mi padre. Cambiáronse frases y apuestas; y acepto. Dentro de un mes
toparía al Carmelo, con el Ajiseco, de otro aficionado, famoso gallo
vencedor, como el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros
recibimos la noticia con profundo dolor. El “Carmelo” iría a un combate y a
luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con un gallo más fuerte y más joven.
Hacía ya tres años que estaba en casa, había él envejecido mientras
crecíamos nosotros, ¿por qué aquella crueldad de hacerlo pelear?...
Llegó el día terrible. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había
venido seis días seguidos a preparar al “Carmelo”. A nosotros ya no nos
permitían ni verlo. El día 28 de julio, por la tarde, vino el preparador, y de
una caja llena de algodones, sacó una media luna de acero con unas
pequeñas correas: era la navaja, la espada del soldado. El hombre la
limpiaba, probándola en la uña, delante de mi padre. A los pocos minutos,
en silencio, con una calma trágica, sacaron al gallo, que el hombre cargó
en sus brazos como a un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos
hermanos lo acompañaron.
–¡Qué crueldad! – dijo mi madre.
Lloraban mis hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo en secreto,
antes de salir:
12
–Oye, anda junto con él… Cuídalo… ¡pobrecito!…
Llevóse la mano a los ojos, echóse a llorar, y yo salí precipitadamente y
hube de correr unas cuadras para poder alcanzarlos.
13
V
Llegamos a San Andrés. El pueblo estaba de fiesta. Banderas peruanas
agitaban sobre las casas por el día de la Patria, que allí sabían celebrar
con una gran jugada de gallos a la que solían ir todos los hacendados y
ricos hombres del valle. En ventorrillos, a cuya entrada había arcos de
sauces envueltos en colgaduras, y de los cuales prendían alegres
quitasueños de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras, pescado
fresco asado en brasas y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los
invadía, parlanchín y endomingado con sus mejores trajes. Los hombres
de mar lucían camisetas nuevas de horizontales franjas rojas y blancas,
sombrero de junco, alpargatas y pañuelos añudados al cuello.
Nos encaminamos a “la cancha”. Una frondosa higuera daba acceso al
circo, bajo sus ramas enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, se
instaló. Al frente estaba el juez y a la derecha el dueño del paladín Ajiseco.
Sonó una campanilla, acomodáronse las gentes y empezó la fiesta.
Salieron por lugares opuestos dos hombres, llevando cada uno un gallo.
Lanzáronlos al ruedo con singular ademán. Brillaron las cuchillas,
miráronse los adversarios, dos gallos de débil contextura, y uno de ellos
cantó. Colérico respondió el otro echándose al medio del circo; miráronse
fijamente; alargaron los cuellos, erizadas las plumas, y se acometieron.
Hubo ruido de alas, plumas que volaron, gritos de la muchedumbre, y a los
pocos segundos de jadeante lucha cayó uno de ellos. Su cabecita afilada y
roja besó el suelo, y la voz del juez:
–¡Ha enterrado el pico, señores!
Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y ambos
gallos, sangrando, fueron sacados del ruedo. La primera jornada había
terminado. Ahora entraba el nuestro: el “Caballero Carmelo”. Un rumor de
expectación vibró en el circo:
–¡El Ajiseco y el Carmelo!
–¡Cien soles de apuesta!…
14
Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar.
En medio de la expectación general, salieron los dos hombres, cada uno
con su gallo. Se hizo un profundo silencio y soltaron a los dos rivales.
Nuestro Carmelo, al lado del otro, era un gallo viejo y achacoso; todos
apostaban al enemigo, como augurio de que nuestro gallo iba a morir. No
faltó aficionado que anunció el triunfo del Carmelo, pero la mayoría de las
apuestas favorecía al adversario. Una vez frente al enemigo, el Carmelo
empezó a picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente. El otro, que en
verdad parecía ser un gallo fino de distinguida sangre y alcurnia, hacía
cosas tan petulantes cuan humanas: miraba con desprecio a nuestro gallo
y se paseaba como dueño de la cancha. Enardeciéronse los ánimos de los
adversarios, llegaron al centro y alargaron sus erizados cuellos, tocándose
los picos sin perder terreno. El Ajiseco dio la primera embestida; entablóse
la lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular batalla y yo
rogaba a la Virgen que sacara con bien a nuestro viejo paladín.
Batíase él con todo los aires de un experto luchador, acostumbrando a las
artes azarosas de la guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el
enemigo pecho; jamás picaba a su adversario –que tal cosa es cobardía–,
mientras que éste, bravucón y necio, todo quería hacerlo a aletazos y
golpes de fuerza. Jadeantes, se detuvieron un segundo. Un hilo de sangre
corría por la pierna del Carmelo. Estaba herido, mas parecía no darse
cuenta de su dolor. Cruzáronse nuevas apuestas en favor del Ajiseco, y
las gentes felicitaban ya al poseedor del menguado. En un nuevo
encuentro, el Carmelo cantó, acordóse de sus tiempos y acometió con tal
furia, que desbarató al otro de un solo impulso. Levantóse éste y la lucha
fue cruel e indecisa. Por fin, una herida grave hizo caer al Carmelo,
jadeante…
–¡Bravo! ¡Bravo el Ajiseco! –gritaron sus partidarios, creyendo ganada la
prueba.
Pero el juez, atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo de
cánones, dijo:
–¡Todavía no ha enterrado el pico, señores!
En efecto, incorporóse el Carmelo. Su enemigo, como para humillarlo, se
acercó a él, sin hacerle daño. Nació entonces, en medio del dolor de la
15
caída, todo el coraje de los gallos de Caucato. Incorporado el Carmelo,
como un soldado herido, acometió de frente y definitivo sobre su rival, con
una estocada que lo dejó muerto en el sitio. Fue entonces cuando el
Carmelo, que se desangraba, se dejó caer, después que el Ajiseco había
enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un clamoreo incesante se
levantó en la cancha. Felicitaron a mi padre por el triunfo, y, como esa era
la jugada más interesante, se retiraron del circo, mientras resonaba un
grito entusiasta:
–¡Viva el Carmelo!
Yo y mis hermanos lo recibimos y lo condujimos a casa, atravesando por
la orilla del mar el pesado camino, y soplando aguardiente bajo las alas del
triunfador, que desfallecía.
16
VI
Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidado. Mi hermana
Jesús y yo, le dábamos maíz, se lo poníamos en el pico; pero el pobrecito
no podía comerlo ni incorporarse. Una gran tristeza reinaba en la casa.
Aquel segundo día, después del colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a
verlo, lo encontramos tan decaído que nos hizo llorar. Le dábamos agua
con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el pico rojo granos
de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía la tarde, y por la ventana
del cuarto donde estaba entró la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse a
la ventana, miró la luz, agitó débilmente las alas y estuvo largo rato en la
contemplación del cielo. Luego abrió nerviosamente las alas de oro,
enseñoreóse y cantó. Retrocedió unos pasos, inclinó el tornasolado cuello
sobre el pecho, tembló, desplomóse, estiró sus débiles patitas escamosas,
y mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente.
Echamos a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos más.
Sombría fue la comida aquella noche. Mi madre no dijo una sola palabra, y
bajo la luz amarillenta del lamparín, todos nos mirábamos en silencio. Al
día siguiente, en el alba, en la agonía de las sombras nocturnas, no se oyó
su canto alegre.
Así pasó por el mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan querido de
nuestra niñez: el Caballero Carmelo, flor y nata de paladines, y último
vástago de aquellos gallos de sangre y de raza, cuyo prestigio unánime
fue el orgullo, por muchos años, de todo el verde y fecundo valle de
Caucato.
17
El vuelo de los cóndores
18
I
Aquel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa. A las
cuatro salí de la Escuela, deteniéndome en el muelle, donde un grupo de
curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido entre ellos supe que
había desembarcado un circo.
–Ese es el barrista –decían unos, señalando a un hombre de mediana
estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la
aduana.
–Aquél es el domador. Y señalaban a sujeto hosco, de cónica patilla, con
gorrita, polainas, fuete y cierto desenfado en el andar. Le acompañaba una
bella mujer con flotante velo lila en el sombrero; llevaba un perrillo atado a
una cadena y una maleta.
–Éste es el payaso –dijo alguien.
El buen hombre volvió la cara vivamente:
–¡Qué serio!
–Así son en la calle.
Era éste un joven alto, de movibles ojos, respingada nariz y ágiles manos.
Pasaron luego algunos artistas más; y cogida de la mano de un hombre
viejo y muy grave, una niña blanca, muy blanca, sonriente, de rubios
cabellos, lindos y morenos ojos. Pasaron todos. Seguí entre la multitud
aquel desfile y los acompañé hasta que tomaron el cochecito, partiendo
entre la curiosidad bullanguera de las gentes.
Yo estaba dichoso por haberlos visto. Al día siguiente contaría en la
Escuela quiénes eran, cómo eran, y qué decían. Pero encaminándome a
casa, me di cuenta de que ya estaba obscureciendo. Era muy tarde. Ya
habrían comido. ¿Qué decir? Sacóme de mis cavilaciones una mano
posándose en mi hombro.
19
–¡Cómo! ¿Dónde has estado?
Era mi hermano Anfiloquio. Yo no sabía qué responder.
–Nada –apunté con despreocupación forzada– que salimos tarde del
colegio...
–No puede ser; porque Alfredito llegó a su casa a la cuatro y cuarto...
Me perdí. Alfredito era hijo de don Enrique, el vecino; le habían preguntado
por mí y había respondido que salimos juntos de la Escuela. No había
más. Llegamos a casa. Todos estaban serios. Mis hermanos no se
atrevían a decir palabra. Felizmente, mi padre no estaba y cuando fui a dar
el beso a mamá, ésta sin darle la importancia de otros días, me dijo
fríamente:
–Cómo jovencito, ¿éstas son horas de venir?...
Yo no respondí nada. Mi madre agregó:
–¡Está bien!...
Metíme en mi cuarto y me senté en la cama con la cabeza inclinada.
Nunca había llegado tarde a mi casa. Oí un manso ruido: levanté los ojos.
Era mi hermanita. Se acercó a mí tímidamente.
–Oye –me dijo tirándome del brazo y sin mirarme de frente–, anda a
comer...
Su gesto me alentó un poco. Era mi buena confidente, mi abnegada
compañera, la que se ocupaba de mí con tanto interés como de ella misma.
–¿Ya comieron todos? le interrogué.
–Hace mucho tiempo. ¡Si ya vamos a acostarnos! Ya van a bajar el farol...
–Oye, –le dije–, ¿y qué han dicho?...
–Nada; mamá no ha querido comer…
Yo no quise ir a la mesa. Mi hermana salió y volvió al punto trayéndome a
escondidas un pan, un plátano y unas galletas que le habían regalado en
20
la tarde.
–Anda, come, no seas zonzo. No te van a hacer nada... Pero eso sí, no lo
vuelvas a hacer…
–No, no quiero.
–Pero oye, ¿dónde fuiste?...
Me acordé del circo. Entusiasmado pensé en aquel admirable circo que
había llegado, olvidé a medias mi preocupación, empecé a contarle las
maravillas que había visto. ¡Eso era un circo!
–Cuántos volatineros hay –le decía, un barrista con unos brazos muy
fuertes; un domador muy feo, debe ser muy valiente porque estaba muy
serio. ¡Y el oso! ¡En su jaula de barrotes, husmeando entre las rendijas! ¡Y
el payaso!... ¡pero qué serio es el payaso! Y unos hombres, un montón de
volatineros, el caballo blanco, el mono, con su saquito rojo, atado a una
cadena. ¡Ah, es un circo espléndido!
–¿Y cuándo dan función?
–El sábado...
E iba a continuar, cuando apareció la criada:
–Niñita, ¡a acostarse!
Salió mi hermana. Oí en la otra habitación la voz de mi madre que la
llamaba y volví a quedarme solo, pensando en el circo, en lo que había
visto y en el castigo que me esperaba.
Todos se habían acostado ya. Apareció mi madre, sentóse a mi lado y me
dijo que había hecho muy mal. Me riñó blandamente, y entonces tuve claro
concepto de mi falta. Me acordé de que mi madre no había comido por mí:
me dijo que no se lo diría a papá, porque no se molestase conmigo. Que
yo la hacía sufrir, que yo no la quería...
¡Cuán dulces eran las palabras de mi pobrecita madre! ¡Qué mirada tan
pesarosa con sus benditas manos cruzadas en el regazo! Dos lágrimas
cayeron juntas de sus ojos, y yo que hasta ese instante me había
contenido no pude más y, sollozando, le besé las manos. Ella me dio un
21
beso en la frente. ¡Ah, cuán feliz era, qué buena era mi madre, que sin
castigarme, me había perdonado!
Me dio después muchos consejos, me hizo rezar "el bendito", me ofreció la
mejilla, que besé, y me dejó acostado.
Sentí ruido al poco rato. Era mi hermanita. Se había escapado de su cama
descalza; echó algo sobre la mía, y me dijo volviéndose a la carrera y de
puntitas como había entrado:
–Oye, los dos centavos para ti, y el trompo también te lo regalo...
22
II
Soñé con el circo. Claramente aparecieron en mi sueño todos los
personajes. Vi desfilar a todos los animales. El payaso, el oso, el mono, el
caballo, y en medio de ellos, la niña rubia, delgada, de ojos negros, que
me miraba sonriente. ¡Qué buena debía ser esa criatura tan callada y
delgaducha! Todos los artistas se agrupaban, bailaba el oso, pirueteaba el
payaso, giraba en la barra el hombre fuerte, en su caballo blanco daba
vueltas al circo una bella mujer, y todo se iba borrando en mi sueño,
quedando sólo la imagen de la desconocida niña con su triste y dulce
mirada lánguida.
Llegó el sábado. Durante el almuerzo, en mi casa, mis hermanos hablaron
del circo. Exaltaban la agilidad del barrista, el mono era un prodigio, jamás
había llegado un payaso más gracioso que "Confitito"; qué oso tan
inteligente y luego... todos los jóvenes de Pisco iban a ir aquella noche al
circo...
Papá sonreía aparentando seriedad. Al concluir el almuerzo sacó
pausadamente un sobre.
–¡Entradas! – cuchichearon mis hermanos.
–Sí, entradas. ¡Espera!...
–¡Entradas! –insistía el otro.
El sobre fue al poder de mi madre.
Levantóse papá y con él la solemnidad de la mesa; y todos saltando de
nuestros asientos, rodeamos a mi madre.
–¿Qué es? ¿Qué es? ...
–Estarse quietos o... ¡no hay nada!
23
Volvimos a nuestros asientos. Abrióse el sobre y ¡oh, papelillos morados!
Eran las entradas para el circo; venían dentro de un programa. ¡Qué
programa! ¡Con letras enormes y con los artistas pintados! Mi hermano
mayor leyó. ¡Qué admirable maravilla!
El afamado barrista Kendall, el hombre de goma; el célebre domador
Mister Gladys; la bellísima amazona Miss Blutner con su caballo blanco, el
caballo matemático; el graciosísimo payaso "Confitito", rey de los payasos
del Pacífico, y su mono; y el extraordinario y emocionante espectáculo "El
Vuelo de los Cóndores", ejecutado por la pequeñísima artista Miss
Orquídea.
Me dio una corazonada. La niña no podía ser otra... Miss Orquídea. ¿Y
esa niña frágil y delicada iba a realizar aquel prodigio? Celebraron
alborozados mis hermanos el circo; y yo, pensando, me fui al jardín,
después a la Escuela, y aquella tarde no atravesé palabra con ninguno de
mis camaradas.
24
III
A las cuatro salí del colegio, y me encaminé a casa. Dejaba los libros
cuando sentí ruido y las carreras atropelladas de mis hermanos.
–¡El "convite"! ¡El "convite"!...
–¡Abraham, Abraham! –gritaba mi hermanita– ¡Los volatineros!
Salimos todos a la puerta. Por el fondo de la calle venía un grupo enorme
de gente que unos cuantos músicos precedían. Avanzaron. Vimos pasar la
banda de músicos con sus bronces ensortijados y sonoros, el bombo iba
delante dando atronadores compases, después en un caballo blanco, la
artista Miss Blutner, con su ceñido talle, sus rosadas piernas, sus brazos
desnudos y redondos. Precioso atavío llevaba el caballo, que un hombre
con casaca roja y un penacho en la cabeza, lleno de cordones, portaba de
la brida: después iba Mister Kendall, en traje de oficio, mostrando sus
musculosos brazos, en otro caballo. Montaba el tercero Miss Orquídea, la
bellísima criatura, que sonreía tristemente; enseguida el mono, muy
engalanado, caballero en un asno pequeño, y luego "Confitito", rodeado de
muchedumbre de chiquillos que palmoteaban a su lado llevando el compás
de la música.
En la esquina se detuvieron y "Confitito" entonó al son de la música esta
copla:
Los jóvenes de este tiempo
usan flor en el ojal
y dentro de los bolsillos
no se les encuentra un real...
Una algaraza estruendosa coreó las últimas palabras del payaso. Agitó
éste su cónico gorro, dejando al descubierto su pelada cabeza. Rompió el
25
bombo la marcha y todos se perdieron por el fin de la plazoleta hacia los
rieles del ferrocarril para encaminarse al pueblo. Una nube de polvo los
seguía y nosotros entramos a casa nuevamente, en tanto que la caravana
multicolor y sonora se esfumaba detrás de los toñuces, en el salitroso
camino.
26
IV
Mis hermanos apenas comieron. No veíamos la hora de llegar al circo.
Vestímonos todos, y listos, nos despedimos de mamá. Mi padre llevaba su
"Carlos Alberto".
Salimos, atravesamos la plazuela, subimos la calle del tren, que tenía al
final una baranda de hierro, y llegamos al cochecito, que agitaba su
campana. Subimos al carro, sonó el pitear de partida; una trepidación;
soltóse el breque; chasqueó el látigo, y las mulas halaron.
Llegaron por fin al pueblo y poco después al circo. Estaba éste en una
estrecha calle. Un grupo de gente se estacionaba en la puerta que
iluminaban dos grandes aparatos de bencina de cinco luces. A la entrada,
en la acera, había mesitas, con pequeños toldos, donde en floreados
vasos con las armas de la patria estaba la espumosa blanca chicha de
maní, la amarilla de garbanzos y la dulce de "bonito", las butifarras que
eran panes en cuya boca abierta el ají y la lechuga ocultaban la carne; los
platos con cebollas picadas en vinagre, la fuente de "escabeche" con sus
yacentes pescados, "la causa", sobre cuya blanda masa reposaba
graciosamente el rojo de los camarones, el morado de las aceitunas, los
pedazos de queso, los repollos verdes y el "pisco" oloroso, alabado por las
vendedoras...
Entramos por un estrecho callejoncito de adobes, pasamos un espacio
pequeño donde charlaban gentes, y al fondo, en un inmenso corralón,
levantábase la carpa. Una gran carpa, de la que salían gritos, llamadas,
piteos, risas. Nos instalamos. Sonó una campanada.
–¡Segunda! –gritaron todos, aplaudiendo.
El circo estaba rebosante. La escalonada muchedumbre formaba un gran
círculo, y delante de los bajos escalones, separada por un zócalo de lona,
la platea, y entre ésta y los palcos que ocupábamos nosotros, un pasadizo.
Ante los palcos estaba la pista, la arena donde iban a realizarse las
maravillas de aquella noche.
27
Sonó largamente otro campanillazo.
–¡Tercera! ¡Bravo, bravo!
La música comenzó con el programa: "Obertura por la banda".
Presentación de la compañía. Salieron los artistas en doble fila. Llegaron
al centro de la pista y saludaron a todas partes con una actitud uniforme,
graciosa y peculiar; en el centro, Miss Orquídea con su admirable
cuerpecito, vestido de punto, con zapatillas rojas, sonreía.
Salió el barrista, gallardo, musculoso, con sus negros, espesos y
retorcidos bigotes. ¡Qué bien peinado! Saludó. Ya estaba lista la barra.
Sacó un pañuelo de un bolsillo secreto en el pecho, colgóse, giró retorcido
vertiginosamente, paróse en la barra, pendió de corvas, de brazos, de
vientre; hizo rehilete y, por fin, dio un gran salto mortal y cayó en la
alfombra, en el centro del circo. Gran aclamación. Agradeció. Después
todos los números del programa. Pasó Miss Blutner corriendo en su
caballo; contó éste con la pata desde uno hasta diez; a una pregunta que
le hizo su ama de si dos y dos eran cinco, contestó negativamente con la
cabeza, en convencido ademán. Salió Mister Gladys con su oso; bailó éste
acompasado y socarrón, pirueteó el mono, se golpeó varias veces el
payaso y, por fin, el público exclamó al terminar el segundo entreacto:
–¡El Vuelo de los Cóndores!
28
V
Un estremecimiento recorrió todos mis nervios. Dos hombres de casaca
roja pusieron en el circo, uno frente a otro, unos estrados altos, altísimos,
que llegaban hasta tocar la carpa. Dos trapecios colgados del centro
mismo de ésta oscilaban. Sonó la tercera campanada y apareció entre dos
artistas Miss Orquídea con su apacible sonrisa; llegó al centro, saludó
graciosamente, colgóse de una cuerda y la ascendieron al estrado. Paróse
en él delicadamente, como una golondrina en un alero breve. La prueba
consistía en que la niña tomase el trapecio que, pendiendo del centro, le
acercaban con unas cuerdas a la mano, y, colgada de él, atravesara el
espacio, donde otro trapecio la esperaba, debiendo en la gran altura
cambiar de trapecio y detenerse nuevamente en el estrado opuesto.
Se dieron las voces, se soltó el trapecio opuesto, y en el suyo la niña se
lanzó mientras el bombo –detenida la música– producía un ruido siniestro
y monótono. ¡Qué miedo, qué dolorosa ansiedad! ¡Cuánto habría dado yo
porque aquella niña rubia y triste no volase! Serenamente realizó la
peligrosa hazaña. El público silencioso y casi inmóvil la contemplaba y
cuando la niña se instaló nuevamente en el estrado y saludó, segura de su
triunfo, el público la aclamó con vehemencia. La aclamó mucho. La niña
bajó, el público seguía aplaudiendo. Ella, para agradecer hizo unas
pruebas difíciles en la alfombra, se curvó, su cuerpecito se retorcía como
un aro, y enroscada, giraba como un extraño monstruo, el cabello
despeinado, el color encendido. El público aplaudía más, más. El hombre
que la traía en el muelle de la mano habló algunas palabras con los otros.
La prueba iba a repetirse.
Nuevas aclamaciones. La pobre niña obedeció al hombre adusto casi
inconscientemente. Subió. Se dieron las voces. El público enmudeció, el
silencio se hizo en el circo y yo hacía votos, con los ojos fijos en ella,
porque saliese bien de la prueba. Sonó una palmada y Miss Orquídea se
lanzó… ¿Qué le pasó a la niña? Nadie lo sabía. Cogió mal el trapecio, se
soltó a destiempo, titubeó un poco, dio un grito profundo, horrible pavoroso
y cayó como una avecilla herida en el vuelo. Sobre la red del circo, que la
29
salvó de la muerte. Rebotó en ella varias veces. El golpe fue sordo. La
recogieron, escupió y vi mancharse de sangre su pañuelo, perdida en
brazos de esos hombres y en medio del clamor de la multitud.
Papá nos hizo salir, cruzamos las calles, tomamos el cochecito y yo, mudo
y triste, oyendo los comentarios, no sé que cosas pensaba contra esa
gente. Por primera vez comprendí entonces que había hombres muy
malos…
30
VI
Pasaron algunos días. Yo recordaba siempre con tristeza a la pobre niña;
la veía entrar al circo, vestida de punto, sonriente, pálida; la veía después
caída, escupiendo sangre en el pañuelo, ¿dónde estaría? El circo seguía
funcionando. Mi padre no quiso que fuéramos más. Pero ya no daban el
Vuelo de los Cóndores. Los artistas habían querido explotar la piedad del
público haciendo palpable la ausencia de Miss Orquídea.
El sábado siguiente, cuando había vuelto de la Escuela, y jugaba en el
jardín con mi hermana, oímos música.
–¡El convite! ¡Los volatineros!...
Salimos en carrera loca. ¿Vendría Miss Orquídea?...
¡Con qué ansia vi acercarse el desfile! Pasó el bombo sordo con sus
golpes definitivos, los músicos con sus bronces ensortijados, platillos
estridentes, los acróbatas, y después, después el caballo de Miss
Orquídea, solo, con un listón negro en la cabeza... Luego el resto de la
farándula, el mono impasible haciendo sus eternas muecas sin sentido…
¿Dónde estaba Miss Orquídea?...
No quise ver más; entré a mi cuarto y por primera vez, sin saber por qué,
lloré a escondidas la ausencia de la pobrecita artista.
31
VII
Algunos días más tarde, al ir, después del almuerzo, a la Escuela, por la
orilla del mar, al pie de las casitas que llegan hasta la ribera y cuyas
escalas mojan las olas a ratos, salpicando las terrazas de madera,
sentéme a descansar, contemplando el mar tranquilo y el muelle, que a la
izquierda quedaba. Volví la cara al oír unas palabras en la terraza que
tenía a mi espalda y vi algo que me inmovilizó. Vi una niña muy pálida,
muy delgada, sentada, mirando desde allí el mar. No me equivocaba: era
Miss Orquídea, en un gran sillón de brazos, envuelta en una manta verde,
inmóvil.
Me quedé mirándola largo rato. La niña levantó hacia mí los ojos y me miró
dulcemente. ¡Cuán enferma debía estar! Seguí a la Escuela y por la tarde
volví a pasar por la casa. Allí estaba la enfermita, sola. La miré
cariñosamente desde la orilla; esta vez la enferma sonrió, sonrió. ¡Ah,
quién pudiera ir a su lado a consolarla! Volví al otro día, y al otro, y así
durante ocho días. Éramos como amigos. Yo me acercaba a la baranda de
la terraza, pero no hablábamos. Siempre nos sonreíamos mudos y yo
estaba mucho tiempo a su lado.
Al noveno día me acerqué a la casa. Miss Orquídea no estaba. Entonces
tuve una sospecha: había oído decir que el circo se iba pronto. Aquél día
salía el vapor. Eran las once, crucé la calle y atravesé el jirón de la
Aduana. En el muelle vi a algunos de los artistas con maletas y líos, pero
la niña no estaba. Me encamine a la punta del muelle y esperé en el
embarcadero. Pronto llegaron los artistas en medio de gran cantidad del
pueblo y de granujas que rodeaban al mono y al payaso. Y entre Miss
Blutner y Kendall, cogida de los brazos, caminando despacio, tosiendo,
tosiendo, la bella criatura. Metíme entre las gentes para verla bajar al bote
desde el embarcadero. La niña buscó algo con los ojos, me vio, sonrió
muy dulcemente conmigo y me dijo al pasar junto a mí:
–Adiós...
–Adiós…
32
Mis ojos la vieron bajar en brazos de Kendall al botecillo inestable; la
vieron alejarse de los mohosos barrotes del muelle; y ella me miraba triste
con los ojos húmedos; sacó su pañuelo y lo agitó mirándome; yo la
saludaba con la mano, y así se fue esfumando, hasta que sólo se
distinguía el pañuelo como una ala rota, como una paloma agonizante, y
por fin, no se vio más que el bote pequeño que se perdía tras el vapor...
Volví a mi casa, y a las cinco, cuando salí de la Escuela, sentado en la
terraza de la casa vacía, en el mismo sitio que ocupara la dulce amiga, vi
perderse a lo lejos en la extensión marina el vapor, que manchaba con su
cabellera de humo el cielo sangriento del crepúsculo.
33
Hebaristo, el sauce que murió de amor
34
I
Inclinado al borde de la parcela colindante con el estéril yermo, rodeado de
yerbas santas y llantenes, viendo correr entre sus raíces que vibraban en
la corriente, el agua fría y turbia de la acequia, aquel árbol corpulento y
lozano aún, debía llamarse Hebaristo y tener treinta años. Debía llamarse
Hebaristo y tener treinta años, porque había el mismo aspecto cansino y
pesimista, la misma catadura enfadosa y acre del joven farmacéutico de
El amigo del pueblo, establecimiento de drogas que se hallaba en la
esquina de la Plaza de Armas, junto al Concejo Provincial, en los bajos de
la casa donde, en tiempos de la Independencia, pernoctara el coronel
Marmanillo, lugarteniente del Gran Mariscal de Ayacucho, cuando,
presionado por los realistas, se dirigiera a dar aquella singular batalla de la
Macacona. Marmanillo era el héroe de la aldea de P. porque en ella había
nacido, y, aunque a sus puertas se realizara una poco afortunada
escaramuza, en la cual caballo y caballero salieron disparados al empuje
de un puñado de chapetones, eso, a juicio de las gentes patriotas de P.,
no quitaba nada a su valor y merecimientos, pues era sabido que la tal
escaramuza se perdió porque el capitán Crisóstomo Ramírez, dueño hasta
el año 23 de un lagar y hecho capitán de patriotas por Marmanillo, no
acudió con oportunidad al lugar del suceso. Los de P. guardaban por el
coronel de milicias recuerdo venerado. La peluquería llamábase Salón
Marmanillo; la encomendería de la calle Derecha, que después se llamó
calle 28 de Julio tenía en letras rojas y gordas, sobre el extenso y
monótono muro azul, el rótulo Al descanso de Marmanillo; y por fin en la
sociedad Confederada de Socorros Mutuos, había un retrato al óleo, sobre
el estrado de la "directiva", en el cual aparecía el héroe con su color de olla
de barro, sus galones dorados y una mano en la cintura, fieles traductores
de su gallardía miliciana.
Digo que el sauce era joven, de unos treinta años y se llamaba Hebaristo,
porque como el farmacéutico tenía el aire taciturno y enlutado, y como él,
aunque durante el día parecía alegrarse con la luz del sol, en llegando la
35
tarde y sonando la oración, caía sobre ambos una tan manifiesta
melancolía y un tan hondo dolor silencioso, que eran "de partir el alma", Al
toque de ánimas Hebaristo y su homónimo el farmacéutico, corrían el
mismo albur. Suspendía éste su charla en la botica, caía pesadamente
sobre su cabeza semicalva el sombrero negro de paño, y sobre el sauce
de la parcela posaba el de todos los días gallinazo negro y roncador.
Luego la noche envolvía a ambos en el mismo misterio y, tan impenetrable
era entonces la vida del boticario cuanto ignorada era la suerte de
Hebaristo, el sauce...
36
II
Evaristo Mazuelos, el farmacéutico de P. y Hebaristo, el sauce fúnebre de
la parcela, eran dos vidas paralelas; dos cuerdas de una misma arpa; dos
ojos de una misma misteriosa y teórica cabeza; dos brazos de una misma
desolada cruz; dos estrellas insignificantes de una misma constelación.
Mazuelos era huérfano y guardaba, al igual que el sauce, un vago
recuerdo de sus padres. Como el sauce era árbol que sólo servía para
cobijar a los campesinos a la hora cálida del medio día, Mazuelos sólo
servía en la aldea para escuchar la charla de quienes solían cobijarse en
la botica; y así como el sauce daba una sombra indiferente a los gañanes
mientras sus raíces rojas jugueteaban en el agua de la acequia, así él oía
con desganada abnegación la charla de otros, mientras jugaba, el espíritu
fijo en una idea lejana, con la cadena de su reloj, o hacía con su dedo
índice gancho a la oreja de su botín de elástico, cruzadas, una sobre otra,
las enjutas magras piernas.
Habíase enamorado Mazuelos de la hija del juez de primera instancia, una
chiquilla de alegre catadura, esmirriada y raquítica, de ojos vivaces y
labios anémicos, nariz respingada y cabello de achiote, vestida a pintitas
blancas sobre una muselina azul de prusia, que pasó un mes y días en P.
y allí los hubiera pasado todos si su padre el doctor Carrizales no hubiera
caído mal al secretario de la subprefectura, un tal De la Haza, que era, aun
tiempo, redactor de la La Voz Regionalista, singular decano de la prensa
de P. El doctor Carrizales, magüer de su amistad con el jefe de la región,
hubo de salir de P. y dejar la judicatura a raíz de un artículo editorial de
La Voz Regionalista titulado "¿Hasta cuándo?", muy vibrante y
tendencioso, en el cual se recordaban, entre otras cosas desagradables,
ciertos asuntos sentimentales relacionados con el nombre, apellido y
costumbres de su esposa, por esos días ya finada, desgraciadamente. La
hija del juez había sido el único amor del farmacéutico cuyos treinta años
se deslizaron esperando y presintiendo a la bienamada. Blanca Luz fue
para Mazuelos la realización de un largo sueño de veinte años y la
ilustración tangible y en carne de unos versos en los cuales había
concretado Evaristo, toda su estética.
37
Los versos de Mazuelos era, como se verá, el presentido retrato de la hija
del doctor Carrizales; y empezaban de esta manera:
Como una brisa para el caminante ha de ser
la dulce dama a quien mi amor entregue
quiera el fúnebre Destino que pronto llegue
a mis tristes brazos, que la están esperando, la dulce mujer...
Bien cierto es que Mazuelos desvirtuaba un poco la técnica en su poesía;
que hablando de sus brazos en el tercer pie del verso les llama "tristes"
cosa que no es aceptable dentro de un concepto estricto de la poética; que
la frase "que la están esperando" está íntegramente demás en el último
verso, pero ha de considerarse que sin este aditamento, la composición
carecería de la idea fundamental que es la idea de espera, y, que el pobre
Evaristo, había pasado veinte años de su vida en este ripio sentimental:
esperando.
Blanca Luz era pues, al par, un anhelo de farmacéutico. Era el ideal hecho
carne, el verso hecho verdad, el sueño transformado en vigilia, la ilusión
que, súbitamente, se presentaba a Evaristo, con unos ojos vivaces, una
nariz respingada, una cabellera de achiote; en suma: Blanca Luz era, para
el farmacéutico de El amigo del pueblo, el amor vestido con una falda de
muselina azul con pintitas blancas y unas pantorrillas, con medias
mercerizadas, aceptables desde todo punto de vista...
38
III
Hebaristo, el melancólico sauce de la parcela, no fue, como son la mayoría
de los sauces, hijo de una necesidad agrícola; no. El sauce solitario fue
hijo del azar, del capricho, de la sin razón. Era el fruto arbitrario del
Destino. Si aquel sauce en vez de ser plantado en las afueras de P.,
hubiera sido sembrado como era lógico, en los grandes saucedales de las
pequeñas pertenencias, su vida no resultara tan solitaria y trágica. Aquel
sauce, como el farmacéutico de El Amigo del pueblo, sentía, desde
muchos años atrás, la necesidad de un afecto, el dulce beso de una
hembra, la caricia perfumada de una unión indispensable. Cada caricia del
viento, cada ave que venía a posarse en sus ramas florecidas hacía vibrar
todo el espíritu y cuerpo del sauce de la parcela. Hebaristo, que tenía sus
ramas en un florecimiento núbil, sabía que en las alas de la brisa o en el
pico de los colibrís, o en las alas de los chucracos debían venir el polen de
su amor, pero los sauces que el destino le deparaba debían estar muy
lejos, porque pasó la primavera y el beso del dorado polen no llegó hasta
sus ramas florecidas.
Hebaristo, el sauce de la parcela, comenzó a secarse, del mismo modo
que el joven y achacoso farmacéutico de El Amigo del Pueblo. Bajo el cielo
de P., donde antes latía la esperanza, cernió sus alas fúnebres y estériles
la desilusión.
39
IV
Envejeció Evaristo, el enamorado boticario, sin tener noticia de Blanca
Luz. Envejeció Hebaristo, el sauce de la parcela viendo secarse, estériles,
sus flores en cada primavera. Solía, por instinto, Mazuelos, hacer una
excursión crepuscular hasta el remoto sitio donde el sauce, al borde del
arroyo, enflaquecía. Sentábase bajo las ramas estériles del sauce, y allí
veía caer la noche. El árbol amigo que quizás comprendía la tragedia de
esa vida paralela, dejaba caer sus hojas sobre el cansino y encorvado
cuerpo del farmacéutico.
Un día el sauce, familiarizado ya con la compañía doliente de Mazuelos,
esperó y esperó en vano. Mazuelos no vino. Aquella misma tarde un
hombre, el carpintero de P. llegó con tremenda hacha e hizo temblar de
presentimientos al sauce triste, enamorado y joven. El del hacha cortó el
hermoso tronco de Hebaristo, ya seco, despojándolo de las ramas lo llevó
al lomo de su burro hacia la aldea, mientras el agua del arroyo lloraba,
lloraba, lloraba: y el tronco rígido, sobre el lomo del asno, se perdía en los
baches y lodazales de la Calle Derecha, para detenerse en la Carpintería y
confección de ataúdes de Rueda e hijos…
40
V
Por la misma calle volvían ya juntos, Mazuelos y Hebaristo. El tronco del
sauce sirvió para el cajón del farmacéutico. La Voz Regionalista, cuyo
editorial "¿Hasta Cuándo?", fuera la causa de la muerte prematura, lloraba
ahora la desaparición del "amigo noble y caballeroso, empleado cumplidor
y ciudadano integérrimo", cuyo recuerdo no moriría entre los que tuvieron
la fortuna de tratarlo y sobre cuya tumba, (el joven de la Haza) ponía las
siemprevivas, etc.
El alcalde municipal señor Unzueta, que era a un tiempo propietario de
El amigo del pueblo, tomó la palabra en el cementerio y su discurso, que
se publicó más tarde en La Voz Regionalista, empezaba: "Aunque no
tengo las dotes oratorias que otros, agradezco el honroso encargo que la
Sociedad de Socorros Mutuos ha depositado en mí, para dar el último
adiós al amigo noble y caballeroso, al empleado cumplidor y al ciudadano
integérrimo, que en este ataúd de duro roble"... y concluía: "¡Mazuelos! Tú
no has muerto. Tu memoria vive entre nosotros. Descansa en paz"
41
VI
Al día siguiente el dueño de la Carpintería y confección de ataúdes de
Rueda e hijos, llevaba al señor Unzueta una factura:
El señor N. Unzueta a Rueda e hijos... Debe... por un ataúd de roble...
soles 18.70.
–Pero si no era de roble –arguyó Unzueta– Era de sauce...
–Es cierto –repuso la firma comercial Rueda e hijos– es cierto; pero
entonces ponga Ud. sauce en su discurso... y borre el duro roble...
–Sería una lástima –dijo Unzueta pagando– sería una lástima; habría que
quitar toda la frase: "al ciudadano integérrimo que en este ataúd de duro
roble"... Y eso ha quedado muy bien, lo digo sin modestia... ¿no es verdad
Rueda?
–Cierto, señor Alcalde –respondió la voz comercial Rueda e hijos.
42
Los ojos de Judas
43
I
El puerto de Pisco aparece en mis recuerdos como una mansísima aldea,
cuya belleza serena y extraña acrecentaba el mar. Tenía tres plazas. Una,
la principal, enarenada, con una suerte de pequeño malecón, barandado
de madera, frente al cual se detenía el carro que hacía viajes "al pueblo";
otra, la desolada plazoleta donde estaba mi casa, que tenía por el lado de
oriente una valla de toñuces; y la tercera, al sur de la población, en la que
había de realizarse esta tragedia de mis primeros años.
En el puerto yo lo amaba todo y todo lo recuerdo porque allí todo era bello
y memorable. Tenía nueve años, empezaba el camino sinuoso de la vida,
y estas primeras visiones de las cosas, que no se borran nunca, marcaron
de manera tan dulcemente dolorosa y fantástica el recuerdo de mis
primeros años que así formóse el fondo de mi vida triste. A la orilla del mar
se piensa siempre; el continuo ir y venir de olas; la perenne visión del
horizonte; los barcos que cruzan el mar a lo lejos sin que nadie sepa su
origen o rumbo; las neblinas matinales durante las cuales los buques
perdidos pitean clamorosamente, como buscándose unos a otros en la
bruma, cual ánimas desconsoladas en un mundo de sombras; las
"paracas", aquellos vientos que arrojan a la orilla a los frágiles botes y
levantan columnas de polvo monstruosas y livianas; el ruido cotidiano del
mar, de tan extraños tonos, cambiantes como las horas; y a veces, en la
apacible serenidad marina, el surgir de rugidores animales extraños,
tritones pujantes, hinchados, de pequeños ojos y viscosa color, cuyos
cuerpos chasquean las aguas al cubrirlos desordenadamente.
En las tardes, a la caída del sol, el viaje de los pájaros marinos que
vuelven del norte, en largos cordones, en múltiples líneas, escribiendo en
el cielo no sé qué extrañas palabras. Ejércitos inmensos de viajeros de
ignotas regiones, de inciertos parajes que van hacia el sur agitando
rítmicamente sus alas negras, hasta esfumarse, azules, en el oro
crepuscular. En la noche, en la profunda oscuridad misteriosa, en el arrullo
solemne de las aguas, vanas luces que surgen y se pierden a lo lejos
como vidas estériles... En mi casa, mi dormitorio tenía una ventana que
44
daba hacia el jardín cuya única vid desmedrada y raquítica, de hojas
carcomidas por el salitre, serpenteaba agarrándose en los barrotes
oxidados. Al despertar abría yo los ojos y contemplaba, tras el jardín, el
mar. Por allí cruzaban los vapores con su plomiza cabellera de humo que
se diluía en el cielo azul. Otros llegaban al puerto, creciendo poco a poco,
rodeados de gaviotas que flotaban a su lado como copos de espuma y, ya
fondeados, los rodeaban pequeños botecillos ágiles. Eran entonces los
barcos como cadáveres de insectos, acosados por hormigas hambrientas.
Levantábame después del beso de mi madre, apuraba el café humeante
en la taza familiar, tomaba mi cartilla e íbame a la escuela por la ribera. Ya
en el puerto, todo era luz y movimiento. La pesada locomotora, crepitante,
recorría el muelle. Chirriaban como desperezándose los rieles
enmohecidos, alistaban los pescadores sus botes, los fleteros empujaban
sus carros en los cuales los fardos de algodón hacían pirámide, sonaba la
alegre campana del "cochecito"; cruzaban en sus asnos pacientes y
lanudos, sobre los hatos de alfalfa, verde y florecida en azul, las mozas del
pueblo; llevaban otras en cestos de caña brava la pesca de la víspera, y
los empleados, con sus gorritas blancas de viseras negras, entraban al
resguardo, a la capitanía, a la aduana y a la estación del ferrocarril. Volvía
yo antes del mediodía de la escuela por la orilla cogiendo conchas, huesos
de aves marinas, piedras de rara color, plumas de gaviotas y yuyos que
eran cintas multicolores y transparentes como vidrios ahumados, que
arrojaba el mar.
45
II
Mi padre que era empleado en la Aduana tenía un hermoso tipo moreno.
Faz tranquila, brillante mirada, bigote pródigo. Los días de llegada de
algún vapor vestíase de blanco y en la falúa rápida, brillante y liviana, en
cuya popa agitada por el viento ondeaba la bandera, iba mar afuera a
recibirlo. Mi madre era dulcemente triste. Acostumbraba llevarnos todas
las tardes a mi hermanita y a mí a la orilla a ver morir el sol. Desde allí se
veía el muelle, largo con sus aspas monótonas, sobre las que se elevaban
las efes de sus columnas, que en los cuadernos, en la escuela, nosotros
pintábamos así:
Pues de los ganchitos de las efes pendían los faroles por las noches. Mi
padre volvía por el muelle, al atardecer, nos buscaba desde lejos,
hacíamos señales con los pañuelos y él perdíase un momento tras de las
oficinas al llegar a tierra para reaparecer a nuestro lado. Juntos veíamos
entonces "la procesión de las luces" cuando el sol se había puesto y el
mar sonaba ya con el canto nocturno muy distinto del canto del día.
Después de la procesión regresábamos a casa y durante la comida papá
nos contaba todo lo que había hecho en la tarde.
Aquel día, como de costumbre, habíamos ido a ver la caída del sol y a
esperar a papá. Mientras mi madre sobre la orilla contemplaba silenciosa
el horizonte, nosotros jugábamos a su lado, con los zapatos enarenados,
fabricando fortalezas de arena y piedras, que destruían las olas al
desmayarse junto a sus muros, dejando entre ellos su blanquísima
espuma. Lentamente caía la tarde. De pronto mamá descubrió un punto en
el lejano límite del mar.
–¿Ven ustedes? -nos dijo preocupada- ¿no parece un barco?
–Sí, mamá, respondí. Parece un barco...
–¿Vendrá papá? -interrogó mi hermana.
–Él no comerá hoy con nosotros, seguramente, agregó mi madre. Tendrá
46
que recibir ese barco. Vendrá de noche. El mar está muy bravo. Y suspiró
entristecida...
El sol se ahogó en sangre en el horizonte. El barco se divisó
perfectamente recortado en el fondo ocre. Sobre el puerto cayó la noche.
En silencio emprendimos la vuelta a casa, mientras encendían el faro del
muelle y desfilaba "la procesión de las luces".
Así decíamos a un carro lleno de faroles que salía de la capitanía y era
conducido sobre el muelle por un marinero, quien a cada cincuenta metros
se detenía, colocando sobre cada poste un farol hasta llegar al extremo del
muelle extendido y lineal; mas, como esta operación hacíase entrada la
noche, sólo se veían avanzando sobre el mar, las luces, sin que el hombre
ni el carro ni el muelle se viesen, lo que daba a ese fanal un aspecto
extraño y quimérico en la profunda oscuridad de esas horas.
Parecía aquel carro un buque fantasma que flotara sobre las aguas
muertas. A cada cincuenta metros se detenía, y una luz suspendida por
invisible mano iba a colgarse en lo alto de un poste, invisible también. Así,
a medida que el carro avanzaba, las luces iban quedando inmóviles en el
espacio como estrellas sangrientas; y el fanal iba disminuyendo su brillor y
dejando sus luces a lo largo del muelle, como una familia cuyos miembros
fueran muriendo sucesivamente de una misma enfermedad. Por fin la
última luz se quedaba oscilando al viento, muy lejos, sobre el mar que
rugía en las profundas tinieblas de la noche.
Cuando se colgó el último farol, nosotros, cogidos de la mano de mi
madre, abandonamos la playa tornando al hogar. La criada nos puso los
delantales blancos. La comida fue en silencio. Mamá no tomó nada. Y en
el mutismo de esa noche triste, yo veía que mamá no quitaba la vista del
lugar que debía ocupar mi padre, que estaba intacto con su servilleta
doblada en el aro, su cubierto reluciente y su invertida copa. Todo inmóvil.
Sólo se oía el chocar de los cubiertos con los platos o los pasos apagados
de la sirviente, o el rumor que producía el viento al doblar los árboles del
jardín. Mamá sólo dijo dos veces con su voz dulce y triste:
–Niño, no se toma así la cuchara...
47
–Niña, no se come tan de prisa...
48
III
Papá debió volver muy tarde, porque cuando yo desperté en mi cama,
sobresaltado al oír una exclamación, sonaron frías, lejanas, las dos de la
madrugada. Yo no oí en detalle la conversación, de mis padres; pero no
puedo olvidar algunas frases que se me han quedado grabadas
profundamente.
–¡Quién lo hubiera creído! -decía papá-. Tú conoces a Luisa, sabes cuán
honorable y correcto es su marido...
–¡No es posible, no es posible! -respondió mi madre, con voz medrosa.
–Ojalá no lo fuese. Lo cierto es que Fernando está preso; el juez cogió al
niño y amenazó a Luisa con detenerlo si ella no decía la verdad, y ya ves,
la pobre mujer lo ha declarado todo. Dijo que Fernando había venido a
Pisco con el exclusivo objeto de perseguir a Kerr, pues había jurado
matarlo por una vieja cuestión de honor...
–¿Y ella ha delatado a su marido? ¡Qué horrible traición, qué horrible!
–¿Y qué cuestión ha sido esa?...
–No ha querido decirlo. Pero, admírate. Esto ha ocurrido a las cuatro de la
tarde; Kerr ha muerto a las cinco a consecuencia de la herida, y cuando
trasladaban su cadáver se promovió en la calle un gran tumulto, oímos
gritos y exclamaciones terribles, fuimos hacia allí y hemos visto a Luisa
gritar, mesarse los cabellos y, como loca, llamar a su hijo. ¡Se lo habían
robado!
–¿Le han robado a su hijo?
Sentí los sollozos de mi madre. Asustado me cubrí la cabeza con la
sábana y me puse a rezar, inconsciente y temeroso, por todos esos
desdichados a quienes no conocía.
49
–Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, Bendita
eres...
Al día siguiente, de mañana, trajeron una carta con un margen de luto muy
grande y papá salió a la calle vestido de negro.
50
IV
Recuerdo que al salir de la población, pasé por la plazuela que está al fin
del barrio "del Castillo" y empecé a alejarme en la curva de la costa hacia
San Andrés, entretenido en coger caracoles, plumas y yerbas marinas.
Anduve largo rato y pronto me encontré en la mitad del camino. Al norte, el
puerto ya lejano de Pisco aparecía envuelto en un vapor vibrante, veíanse
las casas muy pequeñas, y los pinos, casi borrados por la distancia,
elevábanse apenas. Los barcos del puerto tenían un aspecto de
abandono, cual si estuvieran varados por el viento del Sur. El Muelle
parecía entrar apenas en el mar. Recorrí con la mirada la curva de la costa
que terminaba en San Andrés. Ante la soledad del paisaje, sentí cierto
temor que me detuvo. El mar sonaba apenas. El sol era tibio y acariciador.
Una ave marina apareció a lo lejos, la vi venir muy alto, muy alto, bajo el
cielo, sola y serena como una alma; volaba sin agitar las alas,
deslizándose suavemente, arriba, arriba. La seguí con la mirada, alzando
la cabeza, y el cielo me pareció abovedado, azul e inmenso, como si fuera
más grande y más hondo y mis ojos lo miraran más profundamente.
El ave se acercaba, volví la cara y vi la campiña tierra adentro, pobre,
alargándose en una faja angosta, detrás de la cual comenzaba el desierto
vasto, amarillo, monótono, como otro mar de pena y desolación. Una
ráfaga ardiente vino de él hacia el mar.
En medio de esa hora me sentí solo, aislado, y tuve la idea de haberme
perdido en una de esas playas desconocidas y remotas, blancas y
solitarias donde van las aves a morir. Entonces sentí el divino prodigio del
silencio; poco a poco se fue callando el rumor de las olas, yo estaba
inmóvil en la curva de la playa y al apagarse el último ruido del mar, el ave
se perdió a lo lejos. Nada acusaba ya a la Humanidad ni a la vida. Todo
era mudo y muerto. Sólo quedaba un zumbido en mi cerebro que fue
extinguiéndose, hasta que sentí el silencio, claro, instantáneo, preciso.
Pero sólo fue un segundo. Un extraño sopor me invadió luego, me acosté
51
en la arena, llevé mi vista hacia el sur, vi una silueta de mujer que aparecía
a lo lejos, y mansamente, dulcemente, como una sonrisa, se fue borrando
todo, todo, y me quedé dormido.
52
V
Desperté con la idea de la mujer que había visto al dormirme, pero en
vano la buscaron mis ojos, no estaba por ninguna parte. Seguramente
había dormido mucho, y durante mi sueño, la desconocida, que tenía un
vestido blanco, había podido recorrer toda la playa. Observé, sin embargo,
los pasos que venían por la orilla. Menudos rastros de mujer que el mar
había borrado en algunos sitios, circundaban el lugar donde yo me había
dormido y seguían hacia el puerto.
Pensativo y medroso no quise avanzar a San Andrés. El sol iba a ponerse
ya, y restregándome los ojos, siguiendo los rastros de la desconocida,
emprendí la vuelta por la orilla. En algunos puntos el mar había borrado las
huellas, buscábalas yo, adivinándolas casi, y por fin las veía aparecer
sobre la arena húmeda. Recogí una conchita rara, la eché en mi bolsillo y
mi mano tropezó con un extraño objeto. ¿Qué era? Una medalla de la
Purísima, de plata, pendiendo de una cadena delgada, larga y fría.
Examiné mucho el objeto y me convencí de que alguien lo había puesto en
mi bolsillo. Tuve una sospecha, la mujer; quise arrojarle, pero me detuve.
Guardé la medalla y cavilando en el hallazgo, llegué a casa cuando el sol
se ponía. Mi curiosidad hizo que callara y ocultara el objeto; y al día
siguiente, martes de Semana Santa, a la misma hora, volví. El mar durante
la noche había borrado las huellas donde me acostara la víspera, pero
aproximadamente elegí un sitio y me recosté. No tardó en aparecer la
silueta blanca. Sentí un violento golpe en el corazón y un indecible temor.
Y sin embargo tenía una gran simpatía por la desconocida que vestida de
blanco se acercaba.
El miedo me vencía, quería correr y luchaba por quedarme. La mujer se
acercaba cada vez más. Me miró desde lejos, quise irme aún; pero ya era
tarde. El miedo y luego la apacible mirada de aquella mujer me lo
impedían. Acercóse la señora. Yo, de pie, quitándome la gorra le dije:
–Buenas tardes, señora...
53
–¿Me conoces?...
–Mamá me ha dicho que se debe saludar a las personas mayores... La
señora me acarició sonriendo tristemente y me preguntó:
–¿Te gusta mucho el mar?
–Sí, señora. Vengo todas las tardes.
–¿Y te quedas dormido?...
–¿Usted vino ayer señora?...
–No; pero cuando los niños se quedan dormidos a la orilla del mar, y son
buenos, viene un ángel y les regala una medalla. ¿A ti te ha regalado el
ángel?...
Yo sonreí incrédulo; la dama lo comprendió, y conversando, perdido el
temor hacia la señora vestida de blanco, cogido de su mano, emprendí la
vuelta a la población.
Al llegar a la plazuela del Castillo, vimos unos hombres que levantaban
una especie de torre de cañas.
–¿Qué hacen esos hombres? -me preguntó la señora.
–Papá nos ha dicho que están preparando el castillo para quemar a Judas
el sábado de gloria.
–¿A Judas? ¿Quién te ha dicho eso? Y abrió desmesuradamente los ojos.
–Papá dice que Judas tiene que venir el sábado por la noche y que todos
los hombres del pueblo, los marineros, los trabajadores del muelle, los
cargadores de la Estación, van a quemarlo, porque Judas es muy malo...
Papá nos traerá para que lo veamos...
–¿Y tú sabes por qué lo queman?...
–Sí, señora. Mamá dice que lo queman porque traicionó al Señor... Z/p>
–¿Y no te da pena que lo quemen?...
–No, señora. Que lo quemen. Por él los judíos mataron a nuestro Señor
54
Jesucristo. Si él no lo hubiese vendido, ¿cómo habrían sabido quién era
los judíos?...
La señora no contestó. Seguimos en silencio hasta la población. Los
hombres se quedaron trabajando y al despedirse la señora blanca me dio
un beso y me preguntó:
–Dime, ¿tú no perdonarías a Judas?...
–No, señora blanca; no lo perdonaría.
La dama se marchó por la orilla oscura y yo tomé el camino de mi casa.
Después de la comida me acosté.
55
VI
Estuve varios días sin volver a la playa, pero el sábado de gloria en que
debían quemar a Judas, salí a la playa para dar un paseo y ver en la plaza
el cuerpo del criminal, pues según papá, ya estaba allí esperando su
castigo el traidor, rodeado de marineros, cargadores, hombres del pueblo y
pescadores de San Andrés. Salí a las cuatro de la tarde y me fui
caminando por la orilla. Llegué al sitio donde Judas, en medio del pueblo,
se elevaba, pero le tenían cubierto con una tela y sólo se le veía la cabeza.
Tenía dos ojos enormes, abiertos, iracundos, pero sin pupilas y la
inexpresiva mirada se tendía sobre la inmensidad del mar. Seguí
caminando y al llegar a la mitad de la curva, distinguí a la señora blanca
que venía del lado de San Andrés. Pronto llegó hasta mí. Estaba pálida y
me pareció enferma. Sobre su vestido blanco y bajo el sombrero alón, su
rostro tenía una palidez de marfil. ¡Era tan blanca! Sus facciones afiladas
parecían no tener sangre; su mirada era húmeda, amorosa y penetrante.
Hablamos largo rato.
–¿Has visto a Judas?
–Lo he visto, señora blanca...
–¿Te da miedo?...
–Es horrible... A mí me da mucho miedo...
–¿Y ya le has perdonado?...
–No, señora, yo no lo perdono. Dios se resentiría conmigo si le
perdonase... ¿Usted viene esta noche a verlo quemar?...
–Sí.
–¿A qué hora?...
–Un poco tarde. ¿Tú me reconocerías de noche?... ¿No te olvidarías de mi
56
cara? Fíjate bien -y me miró extrañamente- Fíjate bien en mi cara... Yo
vendré un poco tarde... Dime, ¿le has visto tú los ojos a Judas?...
–Sí, señora. Son inmensos, blancos, muy blancos...
–¿Dónde miran?...
–Al mar...
–¿Estás seguro? ¿Miran al mar? ¿Te has fijado bien?...
–Sí, señora blanca, miran al mar...
Sobre la arena donde nos habíamos sentado, la señora miró largamente el
océano. Un momento permaneció silenciosa y luego ocultó su cara entre
las manos. Aún me pareció más pálida.
–Vamos -me dijo.
Yo la seguí. Caminamos en silencio a través de la playa, pero al
acercarnos a la plazuela donde estaba el cuerpo de Judas, la señora se
detuvo y mirando al suelo, me dijo:
–Fíjate bien en él... Me vas a contar adónde mira. Fíjate bien... Fíjate bien.
Y al pasar ante el cuerpo, ella volvió la cara hacia el mar, para no ver la
cara de Judas. Parecía temblar su mano, que me tenía cogido por el
brazo, y al alejarnos me decía:
–Fíjate adónde mira, de qué color son sus ojos, fíjate, fíjate...
Pasamos. Yo tenía miedo. Sentí temblar fuertemente a la señora, que me
preguntó nuevamente:
–¿Dónde miran los ojos?
–Al mar, señora blanca... Bien lejos, bien lejos...
Ya era tarde. La noche empezó a caer y las luces de los barcos se
anunciaron débilmente en la bahía. Al llegar a la altura de mi casa, la
señora me dio un beso en la frente, un beso muy largo, y me dijo:
–¡Adiós!
57
La noche tenía un color brumoso, pero no tan negro como otras veces.
Avancé hasta mi casa pensativo, y encontré a mi madre llorando, porque
debía salir un barco a esa hora y papá debía ir a despacharlo. Nos
sentamos a la mesa. Allí se oía rugir el mar, poderoso y amenazador.
Madre no tomó nada y me atreví a preguntarle:
–Mamá, ¿no vamos a ver quemar a Judas?...
–Si papá vuelve pronto. Ahora vamos a rezar...
Nos levantamos de la mesa. Atravesarnos el patiecillo. Mi hermana se
había dormido y la criada la llevaba en brazos. La luna se dibujaba
opacamente en el cielo. Llegamos al dormitorio de mi madre y ante el altar,
donde había una virgen del Carmen muy linda, nos arrodillamos. Iniciamos
el rezo. Mamá decía en su oración:
–Por los caminantes, navegantes, cautivos cristianos y encarcelados...
Sentimos, inusitadamente, ruidos, carreras, voces y lamentaciones. Las
gentes corrían gritando y de pronto oímos un sonido estridente,
característico, como el pitear de un buque perdido. Una voz gritó cerca de
la puerta:
–¡Un naufragio!
Salimos despavoridos, en carrera loca, hacia la calle. El pueblo corría
hacia la ribera. Mamá empezó a llorar. En ese momento apareció mi padre
y nos dijo:
–Un naufragio. Hace una hora que he despachado el buque. Seguramente
ha encallado...
El buque llamaba con un silbido doloroso, como si se quejara de un agudo
dolor, implorante, solemne, frío. La luna seguía opacada. Salimos todos a
la playa y pudimos ver que el barco hacía girar un reflector y que del
muelle salían unos botes en su ayuda.
El pueblo se preparaba. Estaba reunido alrededor de la orilla, alistaba
febrilmente sus embarcaciones, algunos habían sacado linternas y
farolillos y auscultaban el aire. Una voz ronca recorría la playa como una
ola, pasaba de boca en boca y estallaba:
58
–¡Un naufragio!
Era el eterno enemigo de la gente del mar, de los pescadores, que se
lanzaban en los frágiles botes, de las mujeres que los esperaban
temerosas, a la caída de la tarde; el eterno enemigo de todos los que viven
a la orilla... El terrible enemigo contra el que luchan todas las creencias y
supersticiones de los pueblos costaneros; que surge de repente, que a
veces es el molino desconocido y siniestro que lleva a los pescadores
hacia un vórtice extraño y no los deja volver más a la costa; otras veces el
peligro surge en forma de viento que aleja de la costa las embarcaciones
para perderlas en la inmensidad azul y verde del mar. Y siempre que
aparece este espíritu desconocido y sorpresivo las gentes sencillas vibran
y oran al apóstol pescador, su patrón y guía, porque seguramente alguna
vida ha sido sacrificada.
Aún oímos el rumor de las gentes del mar. Cuando empezó a retirarse, se
apagaron los reflectores y el piteo cesó. Nadie comprendía por qué el
barco se alejaba; pero cuando éste se perdía hacia el sur, todo el pueblo,
pensativo, silencioso e inmenso, regresó por las calles y se encaminó a la
plaza en la que Judas iba a ser sacrificado. Mamá no quiso ir, pero papá y
yo fuimos a verle.
Caminamos todo el barrio del Castillo y al terminarlo y entrar a la plazoleta,
la fiesta se anunció con una viva luz sangrienta. A los pies de Judas ardía
una enorme y roja llamarada que hacía nubes de humo y que iluminaba
por dentro el deforme cuerpo del condenado, a quien yo quería ver de
frente.
Pero al verlo tuve miedo. Miedo de sus grandes ojos que se iluminaban de
un tono casi rosado. Busqué entre los que nos rodeaban a la señora
blanca, pero no la vi. La plaza estaba llena, el pueblo la ocupaba toda y de
pronto, de la casa que estaba a la espalda de Judas y que daba frente al
mar, salieron varios hombres con hachones encendidos y avanzaron entre
la multitud hacia Judas.
–¡Ya lo van a quemar! -gritó el pueblo. Los hombres llegaron. Los
hachones besaron los pies del traidor y una llama inmensa apareció
violentamente. Acercaron un barril de alquitrán y la llamarada aumentó.
Entonces fue el prodigio. Al encenderse el cuerpo de Judas, los ojos con el
59
reflejo de la luz tornáronse rojos, con un rojo iracundo y amenazador; y
como si toda aquella gente semi-perdida en la oscuridad y en las llamas,
hubiera pensado en los ojos del ajusticiado, siguió la mirada sangrienta de
éste que fue a detenerse en el mar. Un punto negro había al final de la
mirada que casi todo el pueblo señaló. Un golpe de luz de la luna iluminó
el punto lejano y el pueblo, que aquella noche estaba como poseído de
una extraña preocupación, gritó abandonando la plaza y lanzándose a la
orilla:
–¡Un ahogado, un ahogado!...
Se produjo un tumulto horrible. Un clamor general que tenía algo de
plegaria y de oración, de maldición pavorosa y de tragedia, se elevó hacia
el mar, en esa noche sangrienta.
–¡Un ahogado!
El punto era traído mansamente por las olas hacia la playa. Al grito
unánime siguió un silencio absoluto en el que podía percibirse el nudo
manso del mar. Cada uno de los allí presentes esperaba la llegada del
desconocido cadáver, con un presentimiento doloroso y silente. La luna
empezó a clarear. Debía ser muy tarde y por fin se distinguió un cadáver
ya muy cerca de la orilla, que parecía tener encima una blanca sábana. La
luna tuvo una coloración violeta y alumbró aún el cadáver que poco a poco
iba acercándose.
–¡Un marinero!, gritaron algunos.
–¡Un niño!, dijeron otros.
–¡Una mujer!, exclamaron todos. Algunos se lanzaron al mar y sacaron el
cadáver a la orilla. El pueblo se agrupó al derredor. Le clavaban las luces
de las linternas, se peleaban por verle, pero como allí en la orilla no
hubiese luz bastante, lo cargaron y lo llevaron hacia los pies de Judas que
aún ardía en el centro de la plaza. Todo el pueblo volvía a ella y con él yo -
cogido siempre de la mano de papá-. Llegaron, colocaron en tierra el
cadáver y ardió el último resto del cuerpo de Judas quedando sólo la
cabeza, cuyos dos ojos ya no miraban a ningún lugar sino a todos. Yo
tenía una extraña curiosidad por ver el cadáver. Mi padre seguramente no
deseaba otra cosa, hizo abrir sitio y como las gentes de mar lo conocían y
respetaban, le hicieron pasar y llegarnos hasta él.
60
Vi un grupo de hombres todos mojados, con la cabeza inclinada teniendo
en la mano sus sombreros, silenciosos, rodeando el cadáver, vestido de
blanco, que estaba en el suelo. Vi las telas destrozadas y el cuerpo casi
desnudo de una mujer. Fue una horrible visión que no olvido nunca. La
cabeza echada hacia atrás, cubierto el rostro con el cabello desgreñado.
Un hombre de esos se inclinó, descubrió la cara y entonces tuve la más
horrible sensación de mi vida. Di un grito extraño, inconsciente, y me
abracé a las piernas de mi padre.
–¡Papá, papá, si es la señora blanca! ¡La señora blanca, papá!...
Creí que el cadáver me miraba, que me reconocía; que Judas ponía sus
ojos sobre él y di un segundo grito más fuerte y terrible que el primero.
–¡Sí; perdono a Judas, señora blanca, sí, lo perdono!...
Padre me cogió como loco, me apretó contra su pecho, y yo, con los ojos
muy abiertos, vi mientras que mi padre me llevaba, rojos y sangrientos,
acusadores, siniestros y terribles, los ojos de Judas que miraban por última
vez, mientras el pueblo se desgranaba silencioso y unos cuantos hombres
se inclinaban sobre el cadáver blanco.
Ocultábase la luna...
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Yerba santa
Novela corta pastoril, escrita a los diez y seis años, en mi triste y dolorosa
niñez inquieta y pensativa, que exhumo en homenaje a mi hermano José.
El autor a los sencillos labradores cristianos de la aldea.
Como el de la Virgen que está en el altar de la capilla del pueblo
atravesado por siete espadas, llorando lágrimas de sangre, así está hoy mi
corazón, compañeros, por los dolores del Mundo. Por eso dirijo hacia
vosotros mis palabras. El recuerdo de los campos por cuyos caminos
sinuosos fui tantas veces de niño, cuando mi alma era blanca y leve como
los copos maduros de los algodoneros, es hoy, para mí, un lenitivo; la paz
que necesita mi corazón, la encontraré evocando los días de la semana
santa; la sana alegría desaparecida que busco en vano, he de hallarla
quizás evocando la vendimia que hicimos juntos en las parras de la
hacienda, las nocturnas pisas en el lagar antiguo, el alegre canto que
ritmaban vuestros cuerpos sobre la uva madura, al sordo son de los
tambores de pellejo de cabra, la guitarra, la copla...
Como el hijo pródigo volví a vosotros después de la ruda peregrinación y
me abristeis vuestros brazos, alborozados, y yo os abrí mi pecho; y me
sonrieron las mozas ruborizadas y cándidas mientras arreglaban el pliegue
de sus faldas floreadas y tersas; y me llevasteis al huerto y juntos cogimos
los azahares del pacae que nuestras manos sembraron cabe el
broquelado pozo; y juntos fuimos en pos de la vieja parra, del floripondio,
de la alameda de sauces. Y me rodeasteis ¡oh viejos y amigos y parientes!
y refrescasteis mi corazón, endulzasteis mi vida, embalsamasteis mis
heridas, y al dejaros, quizás para siempre, echasteis sobre mi cabeza,
inquieta y triste, con vuestras manos buenas cual alas de palomas, el
puñado de monedas de oro de vuestras bendiciones.
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Agobiado por ellas pueda reposar mí cuerpo, cansado y joven, bajo los
toñuces, en el cementerio del pueblo. Rezad por mí, ¡oh viejos y mozos del
campo cristiano!, mientras yo os dedico las últimas flores de mi espíritu y
mientras voy, por la doliente ruta llena de asaltos y celadas, con el cuerpo
cubierto de heridas, hacia el punto invisible, cercano, inevitable y definitivo,
hacia la tumba donde pondréis las simbólicas flores albas, secas y finas,
de los algodoneros...
63
I
–Oye, Manuel –le preguntamos un día–, ¿dónde está tu papá?...
–En Lima…
–Y tú ¿por qué no estás con él?
Enrojeció, inclinó la cabeza morena y echóse a sollozar dolorosamente.
Corrimos donde mi madre:
–Ma Mi madre nos dijo que no debíamos preguntarle nada sino quererlo
mucho porque Manuel “era un niño muy desgraciado”. Desde entonces
cuando alguno de mis hermanos le molestaba, nosotros le decíamos en
secreto:
–Oye; no le molestes. Dice mamá que debemos quererlo mucho porque
Manuel es un niño “muy desgraciado”…
Y seguíamos haciendo surcos en el jardín.
64
II
Se crió a nuestro lado como un hermano mayor. Le queríamos porque nos
hacía buquecitos, gallos de papel, balsas con los viejos maderos que
arrojaba el mar, y hondas de cáñamo. Por las tardes íbamos juntos a
pescar y a la caída del sol volvíamos con las cestas de las cuales pendían
por las agallas rojas, las plateadas mojarrillas, las chitas de vientres
blancos, y a veces ciertos peces raros, deformes y babosos.
Los domingos, todos cuatro hermanos, íbamos con Manuel a cazar con
hondas de jebe, en el bosquecillo de toñuces y pájarobobos que se
extendía tras de la factoría calaminada, en aquel camino sombreado y
fresco, abovedado y sinuoso que conducía al abrevadero, donde al
atardecer iban a saciarse las yuntas de los campesinos, los jumentos
lanudos de los pescadores y los transidos caballos de los caminantes. En
las espesas copas de los sauces que bordeaban el remanso se detenían
bandadas de aves confiadas, que se espiojaban al sol; cantaban
alegremente, extrañas del todo a la acechanza de la honda cuyo proyectil
las sorprendía en plena felicidad. Heridas intentaban volar, pero al fin,
desplomábanse y caían a tierra redondas, inanimadas, perpendiculares y
graves como frutos maduros.
Volvimos a casa, al atardecer, cuando el sol hundía enorme y rojo en el
horizonte, con algunas tórtolas, algunos gorriones y una que otra ave
marina que por curiosidad se aventuraba hasta aquellas arboledas
tranquilas, bajo cuyas frondas acechaba la muerte.
65
III
Manuel era bueno como el pan de semana santa. Ensortijado cabello,
amplia frente de marfil, dulce mirar en los ojos morenos de pupilas
húmedas y sombreadas bajo las pródigas cejas. Sobre sus labios
carnosos apuntaba una sombra difuminada y azul. Perenne sonrisa, al par
alegre y melancólica, vagaba entre sus párpados y las comisuras de sus
labios bien dibujados. Una melancolía fresca, jovial, sin amargura,
pensativa y dulce, envolvía todo su cuerpo esbelto y magro, flexible y de
gratos movimientos. Gustaba del mar, del campo, de las noches de luna
azules y consteladas, y de los cuentos de las abuelas. Alborozado en la
alegría, mudo en el dolor, pródigo en sus dineros, en sus afectos tierno,
fuerte en su voluntad, terrible en su cólera, definitivo en sus resoluciones, y
en su porte y decir leal y franco.
66
IV
Una tarde llegó Manuel a casa muy preocupado. Así llegó el segundo y lo
mismo fue el tercero día. Nadie pudo conocer el motivo de su tristeza. Por
la noche, fuimos al muelle a ver la luna sobre el mar. En un carrito
conducido por los sirvientes, llegamos a la explanada sobre la cual eleva el
faro su ojo ciclópeo y amarillo, cuyas miradas se quebraban en las aguas
agitadas y sollozantes. Mientras conversaban las personas mayores,
Manuel descendió por la escala del embarcadero y sobre el último
descanso se puso a cantar con la guitarra.
En la paz de la noche, bajo la luna clara, en el frescor marino, la música
tenía notas extrañas que yo recuerdo medrosamente. Manuel cantaba un
yaraví que se deshacía en la brisa y se mezclaba al rumor de las olas. Yo
he guardado un trozo de esa inolvidable canción, toda mi vida, en la
memoria:
En su ventana moría el sol
y abajo, lento, cantaba el mar;
y ella reía llena de amor
rubia de oro crepuscular…
No volvió nunca mi pobre amor
yo desde lejos la vi pasar;
todas las tardes moría el sol
y su ventana no se abrió más...
¡y su ventana no se abrió más!
Los versos eran de Manuel. Enmudecieron todos. Y aquella noche oí
desde mi cuarto sus sollozos de angustia.
67
V
Manuel estaba muy enfermo y mi padre quiso mandarlo a Ica, a casa de la
señora Eufemia, su madre. El tren salía a las ocho. Mis hermanos se
levantaron temprano y en la casa había la agitación confusa de un día de
viaje. Una criada arreglaba la maleta de Manuel mientras se servía el
desayuno. Ponía mi madre carne fría en las hogazas y humeaba el té en
las jícaras. Terminado el desayuno, durante el cual Manuel no habló una
palabra, mi padre le dijo:
–Todo está listo. ¡Anda, Manuel, hijo mío, despídete!
El criado había marchado ya con las liadas ropas. Manuel se puso de pie,
acercóse a mi madre y al abrazarla echó a llorar. Apenas se le oían
palabras inconexas. Se despidió de todos y salió rodeado de nosotros.
A poco el convoy se perdía, sobre los rieles, en las curvas brillantes, hacia
el desierto amarillo y radiante, camino de Ica.
68
VI
Llegó el lunes de Semana Santa y nosotros, según la vieja costumbre,
fuimos llevados a Ica por mi madre. Nos alojamos en casa de “la abuelita”.
El tren había llegado de noche y después de cenar nos acostamos. Jamás
olvidaré el amanecer de aquel Lunes Santo. Al abrir los ojos, en el
estrecho cuarto, vi, iluminando la extensión, sobre una vieja puerta
cerrada, por cuyas rendijas la luz de la mañana entraba a chorros, una
ventana de barrotes de madera tallados, entre los cuales jugueteaba el
extendido brazo de una vid alegre, fresca e inquieta. Un vocerío de
gorriones poblaba el jardín cercano, y vibraban las voces familiares, y el
mugir de las vacas y el sonar de baldes y cacharros…
–¡Niño, niño, vamos a tomar la leche cruda..!
Y uno traía uvas “pintas”; y otro en el regazo, mangos, y otro rosquitas
mantecadas. ¡Qué olor de monturas, de menesteres de trabajo! ¡Qué
ropas tan buenas las de aquella cama tibia y amorosa! ¡Qué mañana tan
hermosa donde todo era tan bueno, dulce y tranquilo! Vestidos de prisa,
salimos todos. El cuarto daba a una enramada cubierta de parrales, entre
cuyas hojas pendían maduros los racimos ubérrimos. Los sarmientos
acariciaban los muros con sus retorcidos tentáculos. Al fondo, ya en el
corral, un floripondio con sus invertidas ánforas, perfumaba; y junto al pozo
de enladrillado broquel, sobre el guano oliente y blando, atada por una
pata, la vaca, enorme y panzuda, de grandes ubres henchidas, se dejaba
ordeñar tranquila. El blanco chorro caía al compás de la mano experta de
un mocetón en un balde de zinc produciendo un ruido característico y
levantando espuma. Y un vapor de cosa caliente, de leche pura, que tenía
algo de la vida aún cálida, salía del balde y acariciaba la ubre, como una
nube de incienso. Me ofrecieron un jarro, harto de espuma. ¡Oh, el
exquisito beber la dulce leche con calor de madre, con sabor de cosa
sublime! Después mi abuela nos llevó al jardín, al pequeño jardín obra de
sus manos sarmentosas. Sobre restos de botellas que antes sirvieran para
69
guardar el agua y las lejías y los ponches de agraz de navidad, ella había
puesto tierra nueva e improvisado macetas. Tenía allí violetas, la flor más
rara en la aldea; ñorbos, que sobre el enrejado de cañas nacían, crecían y
morían; raquíticos y elegantes chirimoyos de perfumadas hojas;
aristocráticos mangos, de finos tallos infantiles y transparentes, y paltos
verdes que conservaban aún la roja enorme semilla, pegada al tronco
incipiente; y agua de lavanda y romero florecido y balsámico; y albahacas
verdes, coposas y enanas; y, ya liberado del tiesto, en plena tierra, en un
rincón del jardín, un jazminillo de la India… Tantas cosas, tan bellas que
están muertas como la buena abuelita y como el pobre Manuel y como mis
ilusiones de esos días y como estas mañanas de sol, que yo no he vuelto
a ver nunca y como todo lo que es bello, y juvenil; y que pasa, y que no
vuelve más…
70
VII
Recuerdo vagamente, como se recuerda un sueño, el día de Jueves
Santo. Era el día del Señor de Luren, el patrón de mi pueblo. Durante
muchas semanas antes, empezaban a llegar a Ica las ofrendas de todos
los pueblos comarcanos; de los hacendados espléndidos de ése y de otros
valles. Los ricos hombres de Cañete solían llevar, en persona, haciendo
luengas caminatas, el presente de sus corazones agradecidos al Señor.
Caballeros en potros briosos, brillantes, ricamente aperados, llegaban los
señores dueños de grandes haciendas; y desfilaban por las calles
montados en caballos “de paso” de grácil andar femenino: larga y peinada
crin, vibrantes ijares, ceñida cincha, negro y lustroso pellón, riendas
lujosas de plata; e iban con sendos sombreros de ala curva y extensa; y
ponchos de finos pliegues y pañuelo al cuello con anillo de oro, y espuelas
alegres y de argentino sonar; y cabriolaban las caballerías levantando
nubes de polvo con gran asombro y desconcierto de la bulliciosa
chiquillería, mientras los fieles enlutados, cruzaban la caldeada acera,
llevando flores, o zahumadores de filigrana, o cirios gruesos y decorados o
ramos grandes de albahaca. Sonaban a muerto las campanas, chirriaban
a ratos las matracas, y oíase el singular sonsonete de los vendedores que
ayuntados, de dos en dos, cargaban balaes tejidos con carrizo, forrados en
pellejo de cabritillo, y anunciaban su apetitosa mercancía en tono musical:
–¡Pan de dulce, pan de dulce! ¡A la regala! ¡Pan de dulce!
Y los balaes rebosaban con los bizcochos, que los había de todo tamaño;
y ora llevaban dibujos los de a diez reales; y ora eran bañados con azúcar
los de a cuartillo; y aquestos tenían almendras y esotros llevaban
canelones y todos eran manjar imprescindible en el duelo aldeano de la
Cristiandad.
Ayunaba aquel día la gente del pueblo. Encerrábamos a los chiquillos en
los jardines o corralones y a todos se nos decía:
–¡Hoy no se ríe, ni se canta, ni se juega, ni se habla fuerte, porque se ha
muerto el Señor!
71
Por la tarde las gentes con sus mejores trajes de luto, dirigiéndose a la
Iglesia de Luren, donde estaba el Cristo que la víspera, con grandes
ceremonias, habían bajado de su altar, en presencia de miles de
peregrinos y gentes de lugar que llevaban grandes cantidades de algodón
en rama, esponjoso y blanco, limpiaban con sus madejas el llagado cuerpo
del Rabí, y guardábanlas luego como panacea para todas las
enfermedades. Ora servía para el “mal de ojos”, ora para quitar el demonio
del cuerpo de los poseídos, ora para recuperar un potro robado, ora, en
fin, para curar las mil y una dolencias a que está sometido nuestro frágil
natural.
La iglesia del Señor de Luren era pequeña como albergue de pobre, pero
blanca, tranquila y soleada. Un techón abovedado y bajo, una sola nave,
unas pocas ringleras de banquillos para los orantes; una vetusta, de
granito, pila; sobre las columnas, y a la altura del techo, la fila de cuadros
con los “pasos” del Calvario, viejos cromos con sendos marcos antiguos;
pobres y desmantelados altares provistos en toda hora de margaritas y
albahacas, entre las cuales agonizaban las amarillentas lenguas de los
cirios, y aquí y acullá, en dispersión y desorden, todo linaje de
“reclinatorios” con sus respaldares de totora, y, en la madera rústica de
sauce, las iniciales de sus poseedoras.
Pegada a la iglesia como si en ella se cobijara, estaba la casa del señor
cura. Grandes salas destartaladas por cuyos techos, los huecos y
rendijones, dejaban pasar a chorros la alegría de los rayos del sol,
alborotados y jocundos cual colegiales. Un aroma de albahacas y de
zahumerio aleteaba en el pequeño templo. Aquel día los fieles iban todos a
llorar la muerte del Redentor y había de verse el rostro apenado, manso,
dulce, triste, hermoso, radiante de ternura de aquel Cristo generoso a
quien jamás se demandara favor que fuese defraudada la petición.
El día de la procesión, las gentes más distinguidas del lugar la presidían. A
las nueve de la noche, con extraordinaria pompa salía el cortejo de la
Iglesia, en cuya plaza y alrededores esperaba el pueblo, para
acompañarlo. Salían las andas, con sus santos y santas; pomposos sus
trajes de oro y plata relumbraban a las luces amarillas de los cirios. Las
72
señoritas iban delante, rodeando a “la cruz alta”; hacía calle el pueblo en
dos hileras; cada persona llevaba en la mano un cirio encendido, en cuyo
cuello se ataba una especie de abanico, para protegerle del viento.
Grandes ramos de albahacas olorosas y flores de toda clase, traídas
muchas de ellas desde comarcas lejanas, eran arrojadas al paso del Señor
de Luren, que pasaba en hombros de gentes creyentes y distinguidas,
envuelto en las nubes aromáticas de sahumerio que hacían en sus
sahumadores de plata las niñitas y las damas que iban delante; las luces,
el sahumerio, el perfume suave y exquisito de las albahacas, el singular
olor de los cirios que ardían, la marcha cadenciosa y lamentable de la
música, que desde la capital era enviada especialmente y el contrito
silencio de las gentes, daban a ese desfile religioso, admirable, amado y
único, un aspecto imponente y majestuoso.
73
VIII
Faltaban pocos días para que mi madre nos llevase, de vuelta, a Pisco.
Nosotros deseábamos quedarnos. Ica era nuestra tierra, allí habíamos
nacido, allí teníamos parientes y amigos, chacras donde pasear,
haciendas lejanas a donde había de irse a caballo. Por fin allí estaba “San
Miguel”, la antigua hacienda de nuestro abuelo, que aunque nosotros
jamás poseímos, nos era amada, como un cofre antiguo, en el cual
hubiera puesto sus manos alguna anciana querida.
Consiguieron, de mamá, mis hermanos, que aceptara la invitación de ir a
conocer una hacienda de gentes amigas, ya que al ir, pasaríamos por “San
Miguel”, la antigua hacienda de los abuelos, hoy en extrañas manos. A los
ruegos, accedió mi madre; y dos días antes de volver a Pisco, en una
mañana muy fresca y alegre, salimos a caballo para la excursión.
Tomamos, por el lado de San Juan de Dios, pasando por la Iglesia y el
Hospital, y llegamos hasta la “Acequia Grande” dejando a la izquierda
“Saraja” y la Hacienda de los “Pazuelos”, y nos internamos en el valle.
Caminamos largo, y por fin, llegamos a un callejón, entre sombrado y
pedregoso, que terminaba en una acequia de cal y canto, destruida y
salida de lecho. Mamá nos dijo:
–Aquí es “San Miguel”, ésa es la antigua casa de la Hacienda y eso que
está al frente, era el galpón donde se guardaba a los negros esclavos.
Bajamos, recibiónos tío José de la Rosa, poseedor de ella, aquel buen
viejo, gastador y alegre, casado con tía Joaquina, de los Fernández Prada,
viejita dulce y más buena que el pan blanco y que muchos años después
se murió de tristeza.
Todavía paréceme oír al tío José de la Rosa, decirme:
–Mira, muchacho, esta es la casa de tu abuelo, mi padre, don Diego y de
mamá María, tu abuela. Aquí pasaron su vida los pobrecitos, aquí
crecimos todos los hermanos, aquí pasó su niñez y su juventud tu padre,
aquí vivió Gertrudis, mi pobre hermana ciega, la preferida.
74
Llevóme a otro salón donde se conservaba todavía algo de aquellos
tiempos, en la pintura de las paredes, en los muebles casi todos
apolillados, en las grandes mesas de centro, en las cómodas de fina
madera.
–Este era el comedor –me dijo luego, enseñándome un cuarto–. Aquí
estaba la despensa, donde se guardan todavía los plátanos, las pasas y
los higos secos, las sandías, los melones y los zapallos.
Volvimos al corredor desde el cual, que estaba sobre un pequeño
montículo, se veía todo el campo. Por allí un cerco verde, en el cual
columbrábase el gañán, guiando la pareja de bueyes que araba la tierra;
por otro lado dos o tres peones cerraban una compuerta; venía camino
abajo, en su burro, una india, envuelta en su pañolón a cuadros; y, por
todas partes, bajo el caliente sol, laboraban las sencillas gentes, cantando,
solos, bajo el cielo, mientras que en mí se filtraba una indecible tristeza
que a cada recuerdo de los parientes, crecía. Hablóse de mi abuelo, aquel
viejo caballeresco y añoso: don Diego, respetado y querido por todo el
mundo; de la buena abuela María, a quien los peones y colonos solamente
decían: Doña Maco, y salían a relucir hechos y nombres de Muñoces y
Fajardos, y Antoñetes y Quintanas, Elías y Quevedos, Olaecheas y
Lujanes; y se contaban cosas del tiempo del Virrey, y de los Libertadores y
de los abuelos y de los tiempos idos.
Ya por la tarde, bajado un poco el sol, tomamos nuevamente las bestias,
para ir a la Hacienda cuyo nombre ahora no recuerdo, que tantos años
dello hace; y no me recuerdo tampoco qué camino hicimos para llegar.
Sólo está fija en mi memoria la visión de esa rara hacienda. Era fresca y
fecunda la tierra; crecían en los cercos, en medio de los maizales,
campanillas moradas y azules y blancas; y la tierra siempre estaba
húmeda. Y había árboles muy altos, muy altos; de cuyos pendían,
arracimadas, esféricas, las amarillas peras.
Fue necesario salir del rancho y de la Hacienda y caminar a pie un gran
trecho; caminamos, y por fin alguien dijo:
–¡Escuchen, es el ruido de las peras!
Sentíase un rumor caricioso y lejano, como si fuera rumor de olas.
Efectivamente, llegamos a un lugar amplio, lleno de sembríos, en donde
enormes y gruesos crecían los perales. A pocos metros extendíase ya el
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  • 1. El Caballero Carmelo y Otros Cuentos Abraham Valdelomar textos.info Biblioteca digital abierta 1
  • 2. Texto núm. 4690 Título: El Caballero Carmelo y Otros Cuentos Autor: Abraham Valdelomar Etiquetas: Cuento Editor: Edu Robsy Fecha de creación: 12 de mayo de 2020 Fecha de modificación: 12 de mayo de 2020 Edita textos.info Maison Carrée c/ Ramal, 48 07730 Alayor - Menorca Islas Baleares España Más textos disponibles en http://www.textos.info 2
  • 4. I Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer, desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso, pañuelo al cuello que agitaba el viento, sanpedrano pellón de sedosa cabellera negra, y henchida alforja, que picaba espuelas en dirección a la casa. Reconocímosle. Era el hermano mayor, que años corridos, volvía. Salimos atropelladamente gritando: –¡Roberto, Roberto! Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorbo y la campanilla enredábanse en las columnas como venas en un brazo y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste, delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeados de nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado durante su ausencia, y llegó al jardín. –¿Y la higuerilla? –dijo. Buscaba entristecido aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir. Reímos todos: –¡Bajo la higuerilla estás!… El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocólo mi hermano, limpió cariñosamente las hojas que le rebozaban la cara, y luego volvimos al comedor. Sobre la mesa estaba la alforja rebosante; sacaba él, uno a uno, los objetos que traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan ricas! ¡Por donde había viajado! Quesos frescos y blancos envueltos por la cintura con paja de cebada, de la Quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní y almendras; frijoles colados, en sus redondas calabacitas, pintadas encima 4
  • 5. con un rectángulo de su propio dulce, que indicaba la tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos, en sus cajas de papel, de yema de huevo y harina de papas, leves, esponjosos, amarillos y dulces; santitos de piedra de Guamanga tallados en la feria serrana; cajas de manjar blanco, tejas rellenas y una traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos recibíamos el obsequio, y él iba diciendo, al entregárnoslo: –Para mamá… para Rosa… para Jesús… para Héctor… –¿Y para papá? –le interrogamos cuando terminó. –Nada… –¿Cómo? ¿Nada para papá? Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo –¡El Carmelo! A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que, ya libre, estiró sus cansados miembros, agitó las alas y cantó estentóreamente: –¡Cocorocóooo!… –¡Para papá! – dijo mi hermano. Así entró en nuestra casa el amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien acaeciera historia digna de relato; cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una sombra alada y triste: el Caballero Carmelo. 5
  • 6. II Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a intervalo por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros, nos hacía rezar, arrodillados en la cama, con nuestras blancas camisas de dormir; vestíanos luego, y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito y apetitoso, montado en su burro, detrás de dos capachos de cuero, repletos de toda clase de pan: hogazas, pan francés, pan de mantecado, rosquillas… Mi madre escogía el que habíamos de tomar y mi hermana Jesús lo recibía en el cesto. Marchábase el viejo, y nosotros, dejando la provisión sobre la mesa del comedor, cubierta de hule brillante, íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas de apretados dientes, las desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral donde los animales nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano, y entre ellas, escabullíanse los conejos. Después de su frugal comida, hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra, refregando su cabeza en nuestras piernas; piaban los pollitos; tímidamente ese acercaban los conejos blancos, con sus largas orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; los patitos, recién sacados, amarillos como yema de huevo, trepaban en un panto de agua; cantaba desde su rincón, entrabado, el “Carmelo”, y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y antipático, hacía por desdeñarnos, mientras los patos, balanceándose como dueñas gordas, hacían, por lo bajo, comentarios, sobre la actitud poco gentil del petulante. 6
  • 7. Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapóse del corral “el Pelado”, un pollo sin plumas, que parecía uno de aquellos jóvenes de diecisiete años, flacos y golosos. Pero “el Pelado”, a más de eso, era pendenciero y escandaloso, y aquel día, mientras la paz era en el corral, y lo otros comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor y rotos varias piezas de nuestra limitada vajilla. En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y cuando mi padre supo sus fechorías, dijo, pausadamente: –Nos lo comeremos el domingo… Defendiólo mi primer hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que era un gallo que haría crías espléndidas. Agregó que desde que había llegado el “Carmelo” todos miraban mal al “Pelado”, que antes era la esperanza del corral y el único que mantenía la aristocracia de la afición y de la sangre fina. –¿Cómo no matan –decía en defensa del gallo– a los patos que no hacen más que ensuciar el agua, ni al cabrito que el otro día aplasto a un pollo, ni al puerco que todo lo enloda y sólo sabe comer y gritar, ni a las palomas, que traen mala suerte?… Se adujeron razones. El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre, simpático, inquieto, cuyos cuernos apenas apuntaban; además, no estaba comprobado que había matado al pollo. El puerco mofletudo había sido criado en casa desde pequeño. Y las palomas con sus alas de abanico, eran la nota blanca, subíanse a la cornisa conversar en voz baja, hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche para darlo a sus polluelos. El pobre “Pelado” estaba condenado. Mis hermanos le pidieron que se le perdonase, pero las roturas eran valiosas y el infeliz sólo tenía un abogado, mi hermano y su señor, de poca influencia. Viendo ya pérdida su defensa y estando la audiencia al final, pues iban a partir la sandía, inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre el plato, como un sacrificio, y un sollozo se ahogó en su garganta. Callamos todos. Levantóse mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en la frente y le dijo: 7
  • 8. –No llores; no nos lo comeremos… 8
  • 9. III Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la Estación y torna por la calle del Castillo, que hacia el sur se alarga, encuentra, al terminar, una plazuela pequeña donde quemaban a Judas el Domingo de Pascua de Resurrección, desolado lugar en cuya arena verdeguean a trechos las malvas silvestres. Al lado del poniente, en vez de casas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje complicados encajes al besar la húmeda orilla. Termina en ella el puerto, y, siguiendo hacia el sur, se va, por estrecho y arenoso camino, teniendo a diestra el mar y a izquierda mano angostísima faja, ora fértil, ora infecunda, pero escarpada siempre, detrás de la cual, a oriente, extiéndese el desierto cuya entrada vigilan de trecho en trecho, como centinelas, una que otra palmera desmedrada, alguna higuera nervuda y enana y los toñuces siempre coposos y frágiles. Ondea en el terreno la “hierba del alacrán”, verde y jugosa al nacer, quebradiza en sus mejores días, y en la vejez, bermeja como sangre de buey. En el fondo del desierto, como si temieran su silenciosa aridez, las palmeras únense en pequeños grupos, tal como lo hacen los peregrinos al cruzarlo y, ante el peligro, los hombres. Siguiendo el camino, divísase en la costa, en la borrosa y vibrante vaguedad marina, San Andrés de los Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que eleva sus casuchas entre la rumorosa orilla y el estéril desierto. Allí, las palmeras se multiplican y las higueras dan sombra a los hogares, tan plácida y fresca, que parece que no fueran malditas del buen Dios, o que su maldición hubiera caducado; que bastante castigo recibió la que sostuvo en sus ramas al traidor, y todas sus flores dan frutos que al madurar revientan. En tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levántanse las casuchas de frágil caña y estera leve, junto a las palmeras que a la puerta vigilan; limpio y brillante, reposando en la arena blanda sus caderas amplias, duerme, a la puerta, el bote pescador, con sus velas plegadas, sus remos tendidos como tranquilos brazos que descansan, entre los cuales yacen con su 9
  • 10. muda y simbólica majestad, el timón grácil, la calabaza que “achica” el agua mar afuera y las sogas retorcidas como serpientes que duermen. Cubre, piadosamente, la pequeña nave, cual blanca mantilla, la pescadora red circundada de caireles de liviano corcho. En las horas del medio día, cuando el aire en la sombra invita al sueño, junto a la nave, teje la red el pescador abuelo; sus toscos dedos añudan el lino que ha de enredar al sorprendido pez; raspa la abuela el plateado lomo de los que la víspera trajo la nave; saltan al sol, como chispas, las escamas y el perro husmea en los despojos. Al lado, en el corral que cercan enormes huesos de ballenas, trepan los chiquillos desnudos sobre el asno pensativo, o se tuestan al sol en la orilla; mientras, bajo la ramada, el más fuerte pule un remo; la moza, fresca y ágil, saca agua del pozuelo y las gaviotas alborozadas recorren la mansión humilde dando gritos extraños. Junto al bote duerme el hombre de mar, el fuerte mancebo, embriagado por la brisa caliente y por la tibia emanación de la arena, su dulce sueño de justo, con el pantalón corto, las musculosas pantorrillas cruzadas, y en cuyos duros pies de redondos dedos, piérdense, como escamas, las diminutas uñas. La cara tostada por el aire y el sol, la boca entreabierta que deja pasar la respiración tranquila, y el fuerte pecho desnudo que se levanta rítmicamente, con el ritmo de la Vida, el más armonioso que Dios ha puesto sobre el mundo. Por las calles no transitan al medio día las personas y nada turba la paz de aquella aldea, cuyos habitantes no son más numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras. Iglesia ni cura habían, en mi tiempo. Las gentes de San Andrés, los domingos, al clarear el alba, iban al puerto, con los jumentos cargados de corvinas frescas y luego en la capilla, cumplían con Dios. Buenas gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar, morigeradas y sencillas, indios de la más pura cepa, descendientes remotos y ciertos de los hijos del Sol, cruzaban a pie todos los caminos, como en la Edad Feliz del Inca, atravesaban en caravana inmensa la costa para llegar al templo y oráculo del buen Pachacámac, con la ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria y la fe en el sencillo espíritu. Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros, labios de marido besaron siempre labios de esposa; y el amor, fuente inagotable de odios y maldecires, era, entre ellos, tan normal y apacible como el agua de sus pozos. De fuertes padres, nacían, sin comadronas, rozagantes 10
  • 11. muchachos, en cuyos miembros la piel hacía gruesas arrugas; aires marinos henchían sus pulmones, y crecían sobre la arena caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que aprendían a lanzarse al mar y a manejar los botes de piquete que, zozobrando en las olas, les enseñaban a domeñar la marina furia. Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta que el cura de Pisco unía a las parejas que formaban un nuevo nido, compraban un asno y se lanzaban a la felicidad, mientras las tortugas centenarias del hogar paterno, veían desenvolverse, impasibles, las horas; filosóficas, cansadas y pesimistas, mirando con llorosos ojos desde la playa, el mar, al cual no intentaban volver nunca; y al crepúsculo de cada día, lloraban, lloraban, pero hundido el sol, metían la cabeza bajo la concha poliédrica y dejaban pasar la vida llenas de experiencia, sin fe, lamentándose siempre del perenne mal, pero inactivas, inmóviles, infecundas, y solas... 11
  • 12. IV Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era la de un hidalgo altísimo, caballeroso, justiciero y prudente. Agallas bermejas, delgada cresta de encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo. La cola hacía un arco de plumas tornasoles, su cuerpo de color carmelo avanzaba en el pecho audaz y duro. Las piernas fuertes que estacas musulmanas defendían, cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero medieval. Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia. Había aceptado una apuesta para la jugada de gallos de San Andrés, el 28 de Julio. No había podido evitarlo. Le habían dicho que el “Carmelo”, cuyo prestigio era mayor que el del alcalde, no era un gallo de raza. Molestóse mi padre. Cambiáronse frases y apuestas; y acepto. Dentro de un mes toparía al Carmelo, con el Ajiseco, de otro aficionado, famoso gallo vencedor, como el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros recibimos la noticia con profundo dolor. El “Carmelo” iría a un combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con un gallo más fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él envejecido mientras crecíamos nosotros, ¿por qué aquella crueldad de hacerlo pelear?... Llegó el día terrible. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había venido seis días seguidos a preparar al “Carmelo”. A nosotros ya no nos permitían ni verlo. El día 28 de julio, por la tarde, vino el preparador, y de una caja llena de algodones, sacó una media luna de acero con unas pequeñas correas: era la navaja, la espada del soldado. El hombre la limpiaba, probándola en la uña, delante de mi padre. A los pocos minutos, en silencio, con una calma trágica, sacaron al gallo, que el hombre cargó en sus brazos como a un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos lo acompañaron. –¡Qué crueldad! – dijo mi madre. Lloraban mis hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo en secreto, antes de salir: 12
  • 13. –Oye, anda junto con él… Cuídalo… ¡pobrecito!… Llevóse la mano a los ojos, echóse a llorar, y yo salí precipitadamente y hube de correr unas cuadras para poder alcanzarlos. 13
  • 14. V Llegamos a San Andrés. El pueblo estaba de fiesta. Banderas peruanas agitaban sobre las casas por el día de la Patria, que allí sabían celebrar con una gran jugada de gallos a la que solían ir todos los hacendados y ricos hombres del valle. En ventorrillos, a cuya entrada había arcos de sauces envueltos en colgaduras, y de los cuales prendían alegres quitasueños de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras, pescado fresco asado en brasas y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los invadía, parlanchín y endomingado con sus mejores trajes. Los hombres de mar lucían camisetas nuevas de horizontales franjas rojas y blancas, sombrero de junco, alpargatas y pañuelos añudados al cuello. Nos encaminamos a “la cancha”. Una frondosa higuera daba acceso al circo, bajo sus ramas enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, se instaló. Al frente estaba el juez y a la derecha el dueño del paladín Ajiseco. Sonó una campanilla, acomodáronse las gentes y empezó la fiesta. Salieron por lugares opuestos dos hombres, llevando cada uno un gallo. Lanzáronlos al ruedo con singular ademán. Brillaron las cuchillas, miráronse los adversarios, dos gallos de débil contextura, y uno de ellos cantó. Colérico respondió el otro echándose al medio del circo; miráronse fijamente; alargaron los cuellos, erizadas las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron, gritos de la muchedumbre, y a los pocos segundos de jadeante lucha cayó uno de ellos. Su cabecita afilada y roja besó el suelo, y la voz del juez: –¡Ha enterrado el pico, señores! Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y ambos gallos, sangrando, fueron sacados del ruedo. La primera jornada había terminado. Ahora entraba el nuestro: el “Caballero Carmelo”. Un rumor de expectación vibró en el circo: –¡El Ajiseco y el Carmelo! –¡Cien soles de apuesta!… 14
  • 15. Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar. En medio de la expectación general, salieron los dos hombres, cada uno con su gallo. Se hizo un profundo silencio y soltaron a los dos rivales. Nuestro Carmelo, al lado del otro, era un gallo viejo y achacoso; todos apostaban al enemigo, como augurio de que nuestro gallo iba a morir. No faltó aficionado que anunció el triunfo del Carmelo, pero la mayoría de las apuestas favorecía al adversario. Una vez frente al enemigo, el Carmelo empezó a picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente. El otro, que en verdad parecía ser un gallo fino de distinguida sangre y alcurnia, hacía cosas tan petulantes cuan humanas: miraba con desprecio a nuestro gallo y se paseaba como dueño de la cancha. Enardeciéronse los ánimos de los adversarios, llegaron al centro y alargaron sus erizados cuellos, tocándose los picos sin perder terreno. El Ajiseco dio la primera embestida; entablóse la lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular batalla y yo rogaba a la Virgen que sacara con bien a nuestro viejo paladín. Batíase él con todo los aires de un experto luchador, acostumbrando a las artes azarosas de la guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el enemigo pecho; jamás picaba a su adversario –que tal cosa es cobardía–, mientras que éste, bravucón y necio, todo quería hacerlo a aletazos y golpes de fuerza. Jadeantes, se detuvieron un segundo. Un hilo de sangre corría por la pierna del Carmelo. Estaba herido, mas parecía no darse cuenta de su dolor. Cruzáronse nuevas apuestas en favor del Ajiseco, y las gentes felicitaban ya al poseedor del menguado. En un nuevo encuentro, el Carmelo cantó, acordóse de sus tiempos y acometió con tal furia, que desbarató al otro de un solo impulso. Levantóse éste y la lucha fue cruel e indecisa. Por fin, una herida grave hizo caer al Carmelo, jadeante… –¡Bravo! ¡Bravo el Ajiseco! –gritaron sus partidarios, creyendo ganada la prueba. Pero el juez, atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo de cánones, dijo: –¡Todavía no ha enterrado el pico, señores! En efecto, incorporóse el Carmelo. Su enemigo, como para humillarlo, se acercó a él, sin hacerle daño. Nació entonces, en medio del dolor de la 15
  • 16. caída, todo el coraje de los gallos de Caucato. Incorporado el Carmelo, como un soldado herido, acometió de frente y definitivo sobre su rival, con una estocada que lo dejó muerto en el sitio. Fue entonces cuando el Carmelo, que se desangraba, se dejó caer, después que el Ajiseco había enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un clamoreo incesante se levantó en la cancha. Felicitaron a mi padre por el triunfo, y, como esa era la jugada más interesante, se retiraron del circo, mientras resonaba un grito entusiasta: –¡Viva el Carmelo! Yo y mis hermanos lo recibimos y lo condujimos a casa, atravesando por la orilla del mar el pesado camino, y soplando aguardiente bajo las alas del triunfador, que desfallecía. 16
  • 17. VI Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidado. Mi hermana Jesús y yo, le dábamos maíz, se lo poníamos en el pico; pero el pobrecito no podía comerlo ni incorporarse. Una gran tristeza reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos tan decaído que nos hizo llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el pico rojo granos de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía la tarde, y por la ventana del cuarto donde estaba entró la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse a la ventana, miró la luz, agitó débilmente las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo. Luego abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y cantó. Retrocedió unos pasos, inclinó el tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, estiró sus débiles patitas escamosas, y mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente. Echamos a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos más. Sombría fue la comida aquella noche. Mi madre no dijo una sola palabra, y bajo la luz amarillenta del lamparín, todos nos mirábamos en silencio. Al día siguiente, en el alba, en la agonía de las sombras nocturnas, no se oyó su canto alegre. Así pasó por el mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra niñez: el Caballero Carmelo, flor y nata de paladines, y último vástago de aquellos gallos de sangre y de raza, cuyo prestigio unánime fue el orgullo, por muchos años, de todo el verde y fecundo valle de Caucato. 17
  • 18. El vuelo de los cóndores 18
  • 19. I Aquel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa. A las cuatro salí de la Escuela, deteniéndome en el muelle, donde un grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido entre ellos supe que había desembarcado un circo. –Ese es el barrista –decían unos, señalando a un hombre de mediana estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la aduana. –Aquél es el domador. Y señalaban a sujeto hosco, de cónica patilla, con gorrita, polainas, fuete y cierto desenfado en el andar. Le acompañaba una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero; llevaba un perrillo atado a una cadena y una maleta. –Éste es el payaso –dijo alguien. El buen hombre volvió la cara vivamente: –¡Qué serio! –Así son en la calle. Era éste un joven alto, de movibles ojos, respingada nariz y ágiles manos. Pasaron luego algunos artistas más; y cogida de la mano de un hombre viejo y muy grave, una niña blanca, muy blanca, sonriente, de rubios cabellos, lindos y morenos ojos. Pasaron todos. Seguí entre la multitud aquel desfile y los acompañé hasta que tomaron el cochecito, partiendo entre la curiosidad bullanguera de las gentes. Yo estaba dichoso por haberlos visto. Al día siguiente contaría en la Escuela quiénes eran, cómo eran, y qué decían. Pero encaminándome a casa, me di cuenta de que ya estaba obscureciendo. Era muy tarde. Ya habrían comido. ¿Qué decir? Sacóme de mis cavilaciones una mano posándose en mi hombro. 19
  • 20. –¡Cómo! ¿Dónde has estado? Era mi hermano Anfiloquio. Yo no sabía qué responder. –Nada –apunté con despreocupación forzada– que salimos tarde del colegio... –No puede ser; porque Alfredito llegó a su casa a la cuatro y cuarto... Me perdí. Alfredito era hijo de don Enrique, el vecino; le habían preguntado por mí y había respondido que salimos juntos de la Escuela. No había más. Llegamos a casa. Todos estaban serios. Mis hermanos no se atrevían a decir palabra. Felizmente, mi padre no estaba y cuando fui a dar el beso a mamá, ésta sin darle la importancia de otros días, me dijo fríamente: –Cómo jovencito, ¿éstas son horas de venir?... Yo no respondí nada. Mi madre agregó: –¡Está bien!... Metíme en mi cuarto y me senté en la cama con la cabeza inclinada. Nunca había llegado tarde a mi casa. Oí un manso ruido: levanté los ojos. Era mi hermanita. Se acercó a mí tímidamente. –Oye –me dijo tirándome del brazo y sin mirarme de frente–, anda a comer... Su gesto me alentó un poco. Era mi buena confidente, mi abnegada compañera, la que se ocupaba de mí con tanto interés como de ella misma. –¿Ya comieron todos? le interrogué. –Hace mucho tiempo. ¡Si ya vamos a acostarnos! Ya van a bajar el farol... –Oye, –le dije–, ¿y qué han dicho?... –Nada; mamá no ha querido comer… Yo no quise ir a la mesa. Mi hermana salió y volvió al punto trayéndome a escondidas un pan, un plátano y unas galletas que le habían regalado en 20
  • 21. la tarde. –Anda, come, no seas zonzo. No te van a hacer nada... Pero eso sí, no lo vuelvas a hacer… –No, no quiero. –Pero oye, ¿dónde fuiste?... Me acordé del circo. Entusiasmado pensé en aquel admirable circo que había llegado, olvidé a medias mi preocupación, empecé a contarle las maravillas que había visto. ¡Eso era un circo! –Cuántos volatineros hay –le decía, un barrista con unos brazos muy fuertes; un domador muy feo, debe ser muy valiente porque estaba muy serio. ¡Y el oso! ¡En su jaula de barrotes, husmeando entre las rendijas! ¡Y el payaso!... ¡pero qué serio es el payaso! Y unos hombres, un montón de volatineros, el caballo blanco, el mono, con su saquito rojo, atado a una cadena. ¡Ah, es un circo espléndido! –¿Y cuándo dan función? –El sábado... E iba a continuar, cuando apareció la criada: –Niñita, ¡a acostarse! Salió mi hermana. Oí en la otra habitación la voz de mi madre que la llamaba y volví a quedarme solo, pensando en el circo, en lo que había visto y en el castigo que me esperaba. Todos se habían acostado ya. Apareció mi madre, sentóse a mi lado y me dijo que había hecho muy mal. Me riñó blandamente, y entonces tuve claro concepto de mi falta. Me acordé de que mi madre no había comido por mí: me dijo que no se lo diría a papá, porque no se molestase conmigo. Que yo la hacía sufrir, que yo no la quería... ¡Cuán dulces eran las palabras de mi pobrecita madre! ¡Qué mirada tan pesarosa con sus benditas manos cruzadas en el regazo! Dos lágrimas cayeron juntas de sus ojos, y yo que hasta ese instante me había contenido no pude más y, sollozando, le besé las manos. Ella me dio un 21
  • 22. beso en la frente. ¡Ah, cuán feliz era, qué buena era mi madre, que sin castigarme, me había perdonado! Me dio después muchos consejos, me hizo rezar "el bendito", me ofreció la mejilla, que besé, y me dejó acostado. Sentí ruido al poco rato. Era mi hermanita. Se había escapado de su cama descalza; echó algo sobre la mía, y me dijo volviéndose a la carrera y de puntitas como había entrado: –Oye, los dos centavos para ti, y el trompo también te lo regalo... 22
  • 23. II Soñé con el circo. Claramente aparecieron en mi sueño todos los personajes. Vi desfilar a todos los animales. El payaso, el oso, el mono, el caballo, y en medio de ellos, la niña rubia, delgada, de ojos negros, que me miraba sonriente. ¡Qué buena debía ser esa criatura tan callada y delgaducha! Todos los artistas se agrupaban, bailaba el oso, pirueteaba el payaso, giraba en la barra el hombre fuerte, en su caballo blanco daba vueltas al circo una bella mujer, y todo se iba borrando en mi sueño, quedando sólo la imagen de la desconocida niña con su triste y dulce mirada lánguida. Llegó el sábado. Durante el almuerzo, en mi casa, mis hermanos hablaron del circo. Exaltaban la agilidad del barrista, el mono era un prodigio, jamás había llegado un payaso más gracioso que "Confitito"; qué oso tan inteligente y luego... todos los jóvenes de Pisco iban a ir aquella noche al circo... Papá sonreía aparentando seriedad. Al concluir el almuerzo sacó pausadamente un sobre. –¡Entradas! – cuchichearon mis hermanos. –Sí, entradas. ¡Espera!... –¡Entradas! –insistía el otro. El sobre fue al poder de mi madre. Levantóse papá y con él la solemnidad de la mesa; y todos saltando de nuestros asientos, rodeamos a mi madre. –¿Qué es? ¿Qué es? ... –Estarse quietos o... ¡no hay nada! 23
  • 24. Volvimos a nuestros asientos. Abrióse el sobre y ¡oh, papelillos morados! Eran las entradas para el circo; venían dentro de un programa. ¡Qué programa! ¡Con letras enormes y con los artistas pintados! Mi hermano mayor leyó. ¡Qué admirable maravilla! El afamado barrista Kendall, el hombre de goma; el célebre domador Mister Gladys; la bellísima amazona Miss Blutner con su caballo blanco, el caballo matemático; el graciosísimo payaso "Confitito", rey de los payasos del Pacífico, y su mono; y el extraordinario y emocionante espectáculo "El Vuelo de los Cóndores", ejecutado por la pequeñísima artista Miss Orquídea. Me dio una corazonada. La niña no podía ser otra... Miss Orquídea. ¿Y esa niña frágil y delicada iba a realizar aquel prodigio? Celebraron alborozados mis hermanos el circo; y yo, pensando, me fui al jardín, después a la Escuela, y aquella tarde no atravesé palabra con ninguno de mis camaradas. 24
  • 25. III A las cuatro salí del colegio, y me encaminé a casa. Dejaba los libros cuando sentí ruido y las carreras atropelladas de mis hermanos. –¡El "convite"! ¡El "convite"!... –¡Abraham, Abraham! –gritaba mi hermanita– ¡Los volatineros! Salimos todos a la puerta. Por el fondo de la calle venía un grupo enorme de gente que unos cuantos músicos precedían. Avanzaron. Vimos pasar la banda de músicos con sus bronces ensortijados y sonoros, el bombo iba delante dando atronadores compases, después en un caballo blanco, la artista Miss Blutner, con su ceñido talle, sus rosadas piernas, sus brazos desnudos y redondos. Precioso atavío llevaba el caballo, que un hombre con casaca roja y un penacho en la cabeza, lleno de cordones, portaba de la brida: después iba Mister Kendall, en traje de oficio, mostrando sus musculosos brazos, en otro caballo. Montaba el tercero Miss Orquídea, la bellísima criatura, que sonreía tristemente; enseguida el mono, muy engalanado, caballero en un asno pequeño, y luego "Confitito", rodeado de muchedumbre de chiquillos que palmoteaban a su lado llevando el compás de la música. En la esquina se detuvieron y "Confitito" entonó al son de la música esta copla: Los jóvenes de este tiempo usan flor en el ojal y dentro de los bolsillos no se les encuentra un real... Una algaraza estruendosa coreó las últimas palabras del payaso. Agitó éste su cónico gorro, dejando al descubierto su pelada cabeza. Rompió el 25
  • 26. bombo la marcha y todos se perdieron por el fin de la plazoleta hacia los rieles del ferrocarril para encaminarse al pueblo. Una nube de polvo los seguía y nosotros entramos a casa nuevamente, en tanto que la caravana multicolor y sonora se esfumaba detrás de los toñuces, en el salitroso camino. 26
  • 27. IV Mis hermanos apenas comieron. No veíamos la hora de llegar al circo. Vestímonos todos, y listos, nos despedimos de mamá. Mi padre llevaba su "Carlos Alberto". Salimos, atravesamos la plazuela, subimos la calle del tren, que tenía al final una baranda de hierro, y llegamos al cochecito, que agitaba su campana. Subimos al carro, sonó el pitear de partida; una trepidación; soltóse el breque; chasqueó el látigo, y las mulas halaron. Llegaron por fin al pueblo y poco después al circo. Estaba éste en una estrecha calle. Un grupo de gente se estacionaba en la puerta que iluminaban dos grandes aparatos de bencina de cinco luces. A la entrada, en la acera, había mesitas, con pequeños toldos, donde en floreados vasos con las armas de la patria estaba la espumosa blanca chicha de maní, la amarilla de garbanzos y la dulce de "bonito", las butifarras que eran panes en cuya boca abierta el ají y la lechuga ocultaban la carne; los platos con cebollas picadas en vinagre, la fuente de "escabeche" con sus yacentes pescados, "la causa", sobre cuya blanda masa reposaba graciosamente el rojo de los camarones, el morado de las aceitunas, los pedazos de queso, los repollos verdes y el "pisco" oloroso, alabado por las vendedoras... Entramos por un estrecho callejoncito de adobes, pasamos un espacio pequeño donde charlaban gentes, y al fondo, en un inmenso corralón, levantábase la carpa. Una gran carpa, de la que salían gritos, llamadas, piteos, risas. Nos instalamos. Sonó una campanada. –¡Segunda! –gritaron todos, aplaudiendo. El circo estaba rebosante. La escalonada muchedumbre formaba un gran círculo, y delante de los bajos escalones, separada por un zócalo de lona, la platea, y entre ésta y los palcos que ocupábamos nosotros, un pasadizo. Ante los palcos estaba la pista, la arena donde iban a realizarse las maravillas de aquella noche. 27
  • 28. Sonó largamente otro campanillazo. –¡Tercera! ¡Bravo, bravo! La música comenzó con el programa: "Obertura por la banda". Presentación de la compañía. Salieron los artistas en doble fila. Llegaron al centro de la pista y saludaron a todas partes con una actitud uniforme, graciosa y peculiar; en el centro, Miss Orquídea con su admirable cuerpecito, vestido de punto, con zapatillas rojas, sonreía. Salió el barrista, gallardo, musculoso, con sus negros, espesos y retorcidos bigotes. ¡Qué bien peinado! Saludó. Ya estaba lista la barra. Sacó un pañuelo de un bolsillo secreto en el pecho, colgóse, giró retorcido vertiginosamente, paróse en la barra, pendió de corvas, de brazos, de vientre; hizo rehilete y, por fin, dio un gran salto mortal y cayó en la alfombra, en el centro del circo. Gran aclamación. Agradeció. Después todos los números del programa. Pasó Miss Blutner corriendo en su caballo; contó éste con la pata desde uno hasta diez; a una pregunta que le hizo su ama de si dos y dos eran cinco, contestó negativamente con la cabeza, en convencido ademán. Salió Mister Gladys con su oso; bailó éste acompasado y socarrón, pirueteó el mono, se golpeó varias veces el payaso y, por fin, el público exclamó al terminar el segundo entreacto: –¡El Vuelo de los Cóndores! 28
  • 29. V Un estremecimiento recorrió todos mis nervios. Dos hombres de casaca roja pusieron en el circo, uno frente a otro, unos estrados altos, altísimos, que llegaban hasta tocar la carpa. Dos trapecios colgados del centro mismo de ésta oscilaban. Sonó la tercera campanada y apareció entre dos artistas Miss Orquídea con su apacible sonrisa; llegó al centro, saludó graciosamente, colgóse de una cuerda y la ascendieron al estrado. Paróse en él delicadamente, como una golondrina en un alero breve. La prueba consistía en que la niña tomase el trapecio que, pendiendo del centro, le acercaban con unas cuerdas a la mano, y, colgada de él, atravesara el espacio, donde otro trapecio la esperaba, debiendo en la gran altura cambiar de trapecio y detenerse nuevamente en el estrado opuesto. Se dieron las voces, se soltó el trapecio opuesto, y en el suyo la niña se lanzó mientras el bombo –detenida la música– producía un ruido siniestro y monótono. ¡Qué miedo, qué dolorosa ansiedad! ¡Cuánto habría dado yo porque aquella niña rubia y triste no volase! Serenamente realizó la peligrosa hazaña. El público silencioso y casi inmóvil la contemplaba y cuando la niña se instaló nuevamente en el estrado y saludó, segura de su triunfo, el público la aclamó con vehemencia. La aclamó mucho. La niña bajó, el público seguía aplaudiendo. Ella, para agradecer hizo unas pruebas difíciles en la alfombra, se curvó, su cuerpecito se retorcía como un aro, y enroscada, giraba como un extraño monstruo, el cabello despeinado, el color encendido. El público aplaudía más, más. El hombre que la traía en el muelle de la mano habló algunas palabras con los otros. La prueba iba a repetirse. Nuevas aclamaciones. La pobre niña obedeció al hombre adusto casi inconscientemente. Subió. Se dieron las voces. El público enmudeció, el silencio se hizo en el circo y yo hacía votos, con los ojos fijos en ella, porque saliese bien de la prueba. Sonó una palmada y Miss Orquídea se lanzó… ¿Qué le pasó a la niña? Nadie lo sabía. Cogió mal el trapecio, se soltó a destiempo, titubeó un poco, dio un grito profundo, horrible pavoroso y cayó como una avecilla herida en el vuelo. Sobre la red del circo, que la 29
  • 30. salvó de la muerte. Rebotó en ella varias veces. El golpe fue sordo. La recogieron, escupió y vi mancharse de sangre su pañuelo, perdida en brazos de esos hombres y en medio del clamor de la multitud. Papá nos hizo salir, cruzamos las calles, tomamos el cochecito y yo, mudo y triste, oyendo los comentarios, no sé que cosas pensaba contra esa gente. Por primera vez comprendí entonces que había hombres muy malos… 30
  • 31. VI Pasaron algunos días. Yo recordaba siempre con tristeza a la pobre niña; la veía entrar al circo, vestida de punto, sonriente, pálida; la veía después caída, escupiendo sangre en el pañuelo, ¿dónde estaría? El circo seguía funcionando. Mi padre no quiso que fuéramos más. Pero ya no daban el Vuelo de los Cóndores. Los artistas habían querido explotar la piedad del público haciendo palpable la ausencia de Miss Orquídea. El sábado siguiente, cuando había vuelto de la Escuela, y jugaba en el jardín con mi hermana, oímos música. –¡El convite! ¡Los volatineros!... Salimos en carrera loca. ¿Vendría Miss Orquídea?... ¡Con qué ansia vi acercarse el desfile! Pasó el bombo sordo con sus golpes definitivos, los músicos con sus bronces ensortijados, platillos estridentes, los acróbatas, y después, después el caballo de Miss Orquídea, solo, con un listón negro en la cabeza... Luego el resto de la farándula, el mono impasible haciendo sus eternas muecas sin sentido… ¿Dónde estaba Miss Orquídea?... No quise ver más; entré a mi cuarto y por primera vez, sin saber por qué, lloré a escondidas la ausencia de la pobrecita artista. 31
  • 32. VII Algunos días más tarde, al ir, después del almuerzo, a la Escuela, por la orilla del mar, al pie de las casitas que llegan hasta la ribera y cuyas escalas mojan las olas a ratos, salpicando las terrazas de madera, sentéme a descansar, contemplando el mar tranquilo y el muelle, que a la izquierda quedaba. Volví la cara al oír unas palabras en la terraza que tenía a mi espalda y vi algo que me inmovilizó. Vi una niña muy pálida, muy delgada, sentada, mirando desde allí el mar. No me equivocaba: era Miss Orquídea, en un gran sillón de brazos, envuelta en una manta verde, inmóvil. Me quedé mirándola largo rato. La niña levantó hacia mí los ojos y me miró dulcemente. ¡Cuán enferma debía estar! Seguí a la Escuela y por la tarde volví a pasar por la casa. Allí estaba la enfermita, sola. La miré cariñosamente desde la orilla; esta vez la enferma sonrió, sonrió. ¡Ah, quién pudiera ir a su lado a consolarla! Volví al otro día, y al otro, y así durante ocho días. Éramos como amigos. Yo me acercaba a la baranda de la terraza, pero no hablábamos. Siempre nos sonreíamos mudos y yo estaba mucho tiempo a su lado. Al noveno día me acerqué a la casa. Miss Orquídea no estaba. Entonces tuve una sospecha: había oído decir que el circo se iba pronto. Aquél día salía el vapor. Eran las once, crucé la calle y atravesé el jirón de la Aduana. En el muelle vi a algunos de los artistas con maletas y líos, pero la niña no estaba. Me encamine a la punta del muelle y esperé en el embarcadero. Pronto llegaron los artistas en medio de gran cantidad del pueblo y de granujas que rodeaban al mono y al payaso. Y entre Miss Blutner y Kendall, cogida de los brazos, caminando despacio, tosiendo, tosiendo, la bella criatura. Metíme entre las gentes para verla bajar al bote desde el embarcadero. La niña buscó algo con los ojos, me vio, sonrió muy dulcemente conmigo y me dijo al pasar junto a mí: –Adiós... –Adiós… 32
  • 33. Mis ojos la vieron bajar en brazos de Kendall al botecillo inestable; la vieron alejarse de los mohosos barrotes del muelle; y ella me miraba triste con los ojos húmedos; sacó su pañuelo y lo agitó mirándome; yo la saludaba con la mano, y así se fue esfumando, hasta que sólo se distinguía el pañuelo como una ala rota, como una paloma agonizante, y por fin, no se vio más que el bote pequeño que se perdía tras el vapor... Volví a mi casa, y a las cinco, cuando salí de la Escuela, sentado en la terraza de la casa vacía, en el mismo sitio que ocupara la dulce amiga, vi perderse a lo lejos en la extensión marina el vapor, que manchaba con su cabellera de humo el cielo sangriento del crepúsculo. 33
  • 34. Hebaristo, el sauce que murió de amor 34
  • 35. I Inclinado al borde de la parcela colindante con el estéril yermo, rodeado de yerbas santas y llantenes, viendo correr entre sus raíces que vibraban en la corriente, el agua fría y turbia de la acequia, aquel árbol corpulento y lozano aún, debía llamarse Hebaristo y tener treinta años. Debía llamarse Hebaristo y tener treinta años, porque había el mismo aspecto cansino y pesimista, la misma catadura enfadosa y acre del joven farmacéutico de El amigo del pueblo, establecimiento de drogas que se hallaba en la esquina de la Plaza de Armas, junto al Concejo Provincial, en los bajos de la casa donde, en tiempos de la Independencia, pernoctara el coronel Marmanillo, lugarteniente del Gran Mariscal de Ayacucho, cuando, presionado por los realistas, se dirigiera a dar aquella singular batalla de la Macacona. Marmanillo era el héroe de la aldea de P. porque en ella había nacido, y, aunque a sus puertas se realizara una poco afortunada escaramuza, en la cual caballo y caballero salieron disparados al empuje de un puñado de chapetones, eso, a juicio de las gentes patriotas de P., no quitaba nada a su valor y merecimientos, pues era sabido que la tal escaramuza se perdió porque el capitán Crisóstomo Ramírez, dueño hasta el año 23 de un lagar y hecho capitán de patriotas por Marmanillo, no acudió con oportunidad al lugar del suceso. Los de P. guardaban por el coronel de milicias recuerdo venerado. La peluquería llamábase Salón Marmanillo; la encomendería de la calle Derecha, que después se llamó calle 28 de Julio tenía en letras rojas y gordas, sobre el extenso y monótono muro azul, el rótulo Al descanso de Marmanillo; y por fin en la sociedad Confederada de Socorros Mutuos, había un retrato al óleo, sobre el estrado de la "directiva", en el cual aparecía el héroe con su color de olla de barro, sus galones dorados y una mano en la cintura, fieles traductores de su gallardía miliciana. Digo que el sauce era joven, de unos treinta años y se llamaba Hebaristo, porque como el farmacéutico tenía el aire taciturno y enlutado, y como él, aunque durante el día parecía alegrarse con la luz del sol, en llegando la 35
  • 36. tarde y sonando la oración, caía sobre ambos una tan manifiesta melancolía y un tan hondo dolor silencioso, que eran "de partir el alma", Al toque de ánimas Hebaristo y su homónimo el farmacéutico, corrían el mismo albur. Suspendía éste su charla en la botica, caía pesadamente sobre su cabeza semicalva el sombrero negro de paño, y sobre el sauce de la parcela posaba el de todos los días gallinazo negro y roncador. Luego la noche envolvía a ambos en el mismo misterio y, tan impenetrable era entonces la vida del boticario cuanto ignorada era la suerte de Hebaristo, el sauce... 36
  • 37. II Evaristo Mazuelos, el farmacéutico de P. y Hebaristo, el sauce fúnebre de la parcela, eran dos vidas paralelas; dos cuerdas de una misma arpa; dos ojos de una misma misteriosa y teórica cabeza; dos brazos de una misma desolada cruz; dos estrellas insignificantes de una misma constelación. Mazuelos era huérfano y guardaba, al igual que el sauce, un vago recuerdo de sus padres. Como el sauce era árbol que sólo servía para cobijar a los campesinos a la hora cálida del medio día, Mazuelos sólo servía en la aldea para escuchar la charla de quienes solían cobijarse en la botica; y así como el sauce daba una sombra indiferente a los gañanes mientras sus raíces rojas jugueteaban en el agua de la acequia, así él oía con desganada abnegación la charla de otros, mientras jugaba, el espíritu fijo en una idea lejana, con la cadena de su reloj, o hacía con su dedo índice gancho a la oreja de su botín de elástico, cruzadas, una sobre otra, las enjutas magras piernas. Habíase enamorado Mazuelos de la hija del juez de primera instancia, una chiquilla de alegre catadura, esmirriada y raquítica, de ojos vivaces y labios anémicos, nariz respingada y cabello de achiote, vestida a pintitas blancas sobre una muselina azul de prusia, que pasó un mes y días en P. y allí los hubiera pasado todos si su padre el doctor Carrizales no hubiera caído mal al secretario de la subprefectura, un tal De la Haza, que era, aun tiempo, redactor de la La Voz Regionalista, singular decano de la prensa de P. El doctor Carrizales, magüer de su amistad con el jefe de la región, hubo de salir de P. y dejar la judicatura a raíz de un artículo editorial de La Voz Regionalista titulado "¿Hasta cuándo?", muy vibrante y tendencioso, en el cual se recordaban, entre otras cosas desagradables, ciertos asuntos sentimentales relacionados con el nombre, apellido y costumbres de su esposa, por esos días ya finada, desgraciadamente. La hija del juez había sido el único amor del farmacéutico cuyos treinta años se deslizaron esperando y presintiendo a la bienamada. Blanca Luz fue para Mazuelos la realización de un largo sueño de veinte años y la ilustración tangible y en carne de unos versos en los cuales había concretado Evaristo, toda su estética. 37
  • 38. Los versos de Mazuelos era, como se verá, el presentido retrato de la hija del doctor Carrizales; y empezaban de esta manera: Como una brisa para el caminante ha de ser la dulce dama a quien mi amor entregue quiera el fúnebre Destino que pronto llegue a mis tristes brazos, que la están esperando, la dulce mujer... Bien cierto es que Mazuelos desvirtuaba un poco la técnica en su poesía; que hablando de sus brazos en el tercer pie del verso les llama "tristes" cosa que no es aceptable dentro de un concepto estricto de la poética; que la frase "que la están esperando" está íntegramente demás en el último verso, pero ha de considerarse que sin este aditamento, la composición carecería de la idea fundamental que es la idea de espera, y, que el pobre Evaristo, había pasado veinte años de su vida en este ripio sentimental: esperando. Blanca Luz era pues, al par, un anhelo de farmacéutico. Era el ideal hecho carne, el verso hecho verdad, el sueño transformado en vigilia, la ilusión que, súbitamente, se presentaba a Evaristo, con unos ojos vivaces, una nariz respingada, una cabellera de achiote; en suma: Blanca Luz era, para el farmacéutico de El amigo del pueblo, el amor vestido con una falda de muselina azul con pintitas blancas y unas pantorrillas, con medias mercerizadas, aceptables desde todo punto de vista... 38
  • 39. III Hebaristo, el melancólico sauce de la parcela, no fue, como son la mayoría de los sauces, hijo de una necesidad agrícola; no. El sauce solitario fue hijo del azar, del capricho, de la sin razón. Era el fruto arbitrario del Destino. Si aquel sauce en vez de ser plantado en las afueras de P., hubiera sido sembrado como era lógico, en los grandes saucedales de las pequeñas pertenencias, su vida no resultara tan solitaria y trágica. Aquel sauce, como el farmacéutico de El Amigo del pueblo, sentía, desde muchos años atrás, la necesidad de un afecto, el dulce beso de una hembra, la caricia perfumada de una unión indispensable. Cada caricia del viento, cada ave que venía a posarse en sus ramas florecidas hacía vibrar todo el espíritu y cuerpo del sauce de la parcela. Hebaristo, que tenía sus ramas en un florecimiento núbil, sabía que en las alas de la brisa o en el pico de los colibrís, o en las alas de los chucracos debían venir el polen de su amor, pero los sauces que el destino le deparaba debían estar muy lejos, porque pasó la primavera y el beso del dorado polen no llegó hasta sus ramas florecidas. Hebaristo, el sauce de la parcela, comenzó a secarse, del mismo modo que el joven y achacoso farmacéutico de El Amigo del Pueblo. Bajo el cielo de P., donde antes latía la esperanza, cernió sus alas fúnebres y estériles la desilusión. 39
  • 40. IV Envejeció Evaristo, el enamorado boticario, sin tener noticia de Blanca Luz. Envejeció Hebaristo, el sauce de la parcela viendo secarse, estériles, sus flores en cada primavera. Solía, por instinto, Mazuelos, hacer una excursión crepuscular hasta el remoto sitio donde el sauce, al borde del arroyo, enflaquecía. Sentábase bajo las ramas estériles del sauce, y allí veía caer la noche. El árbol amigo que quizás comprendía la tragedia de esa vida paralela, dejaba caer sus hojas sobre el cansino y encorvado cuerpo del farmacéutico. Un día el sauce, familiarizado ya con la compañía doliente de Mazuelos, esperó y esperó en vano. Mazuelos no vino. Aquella misma tarde un hombre, el carpintero de P. llegó con tremenda hacha e hizo temblar de presentimientos al sauce triste, enamorado y joven. El del hacha cortó el hermoso tronco de Hebaristo, ya seco, despojándolo de las ramas lo llevó al lomo de su burro hacia la aldea, mientras el agua del arroyo lloraba, lloraba, lloraba: y el tronco rígido, sobre el lomo del asno, se perdía en los baches y lodazales de la Calle Derecha, para detenerse en la Carpintería y confección de ataúdes de Rueda e hijos… 40
  • 41. V Por la misma calle volvían ya juntos, Mazuelos y Hebaristo. El tronco del sauce sirvió para el cajón del farmacéutico. La Voz Regionalista, cuyo editorial "¿Hasta Cuándo?", fuera la causa de la muerte prematura, lloraba ahora la desaparición del "amigo noble y caballeroso, empleado cumplidor y ciudadano integérrimo", cuyo recuerdo no moriría entre los que tuvieron la fortuna de tratarlo y sobre cuya tumba, (el joven de la Haza) ponía las siemprevivas, etc. El alcalde municipal señor Unzueta, que era a un tiempo propietario de El amigo del pueblo, tomó la palabra en el cementerio y su discurso, que se publicó más tarde en La Voz Regionalista, empezaba: "Aunque no tengo las dotes oratorias que otros, agradezco el honroso encargo que la Sociedad de Socorros Mutuos ha depositado en mí, para dar el último adiós al amigo noble y caballeroso, al empleado cumplidor y al ciudadano integérrimo, que en este ataúd de duro roble"... y concluía: "¡Mazuelos! Tú no has muerto. Tu memoria vive entre nosotros. Descansa en paz" 41
  • 42. VI Al día siguiente el dueño de la Carpintería y confección de ataúdes de Rueda e hijos, llevaba al señor Unzueta una factura: El señor N. Unzueta a Rueda e hijos... Debe... por un ataúd de roble... soles 18.70. –Pero si no era de roble –arguyó Unzueta– Era de sauce... –Es cierto –repuso la firma comercial Rueda e hijos– es cierto; pero entonces ponga Ud. sauce en su discurso... y borre el duro roble... –Sería una lástima –dijo Unzueta pagando– sería una lástima; habría que quitar toda la frase: "al ciudadano integérrimo que en este ataúd de duro roble"... Y eso ha quedado muy bien, lo digo sin modestia... ¿no es verdad Rueda? –Cierto, señor Alcalde –respondió la voz comercial Rueda e hijos. 42
  • 43. Los ojos de Judas 43
  • 44. I El puerto de Pisco aparece en mis recuerdos como una mansísima aldea, cuya belleza serena y extraña acrecentaba el mar. Tenía tres plazas. Una, la principal, enarenada, con una suerte de pequeño malecón, barandado de madera, frente al cual se detenía el carro que hacía viajes "al pueblo"; otra, la desolada plazoleta donde estaba mi casa, que tenía por el lado de oriente una valla de toñuces; y la tercera, al sur de la población, en la que había de realizarse esta tragedia de mis primeros años. En el puerto yo lo amaba todo y todo lo recuerdo porque allí todo era bello y memorable. Tenía nueve años, empezaba el camino sinuoso de la vida, y estas primeras visiones de las cosas, que no se borran nunca, marcaron de manera tan dulcemente dolorosa y fantástica el recuerdo de mis primeros años que así formóse el fondo de mi vida triste. A la orilla del mar se piensa siempre; el continuo ir y venir de olas; la perenne visión del horizonte; los barcos que cruzan el mar a lo lejos sin que nadie sepa su origen o rumbo; las neblinas matinales durante las cuales los buques perdidos pitean clamorosamente, como buscándose unos a otros en la bruma, cual ánimas desconsoladas en un mundo de sombras; las "paracas", aquellos vientos que arrojan a la orilla a los frágiles botes y levantan columnas de polvo monstruosas y livianas; el ruido cotidiano del mar, de tan extraños tonos, cambiantes como las horas; y a veces, en la apacible serenidad marina, el surgir de rugidores animales extraños, tritones pujantes, hinchados, de pequeños ojos y viscosa color, cuyos cuerpos chasquean las aguas al cubrirlos desordenadamente. En las tardes, a la caída del sol, el viaje de los pájaros marinos que vuelven del norte, en largos cordones, en múltiples líneas, escribiendo en el cielo no sé qué extrañas palabras. Ejércitos inmensos de viajeros de ignotas regiones, de inciertos parajes que van hacia el sur agitando rítmicamente sus alas negras, hasta esfumarse, azules, en el oro crepuscular. En la noche, en la profunda oscuridad misteriosa, en el arrullo solemne de las aguas, vanas luces que surgen y se pierden a lo lejos como vidas estériles... En mi casa, mi dormitorio tenía una ventana que 44
  • 45. daba hacia el jardín cuya única vid desmedrada y raquítica, de hojas carcomidas por el salitre, serpenteaba agarrándose en los barrotes oxidados. Al despertar abría yo los ojos y contemplaba, tras el jardín, el mar. Por allí cruzaban los vapores con su plomiza cabellera de humo que se diluía en el cielo azul. Otros llegaban al puerto, creciendo poco a poco, rodeados de gaviotas que flotaban a su lado como copos de espuma y, ya fondeados, los rodeaban pequeños botecillos ágiles. Eran entonces los barcos como cadáveres de insectos, acosados por hormigas hambrientas. Levantábame después del beso de mi madre, apuraba el café humeante en la taza familiar, tomaba mi cartilla e íbame a la escuela por la ribera. Ya en el puerto, todo era luz y movimiento. La pesada locomotora, crepitante, recorría el muelle. Chirriaban como desperezándose los rieles enmohecidos, alistaban los pescadores sus botes, los fleteros empujaban sus carros en los cuales los fardos de algodón hacían pirámide, sonaba la alegre campana del "cochecito"; cruzaban en sus asnos pacientes y lanudos, sobre los hatos de alfalfa, verde y florecida en azul, las mozas del pueblo; llevaban otras en cestos de caña brava la pesca de la víspera, y los empleados, con sus gorritas blancas de viseras negras, entraban al resguardo, a la capitanía, a la aduana y a la estación del ferrocarril. Volvía yo antes del mediodía de la escuela por la orilla cogiendo conchas, huesos de aves marinas, piedras de rara color, plumas de gaviotas y yuyos que eran cintas multicolores y transparentes como vidrios ahumados, que arrojaba el mar. 45
  • 46. II Mi padre que era empleado en la Aduana tenía un hermoso tipo moreno. Faz tranquila, brillante mirada, bigote pródigo. Los días de llegada de algún vapor vestíase de blanco y en la falúa rápida, brillante y liviana, en cuya popa agitada por el viento ondeaba la bandera, iba mar afuera a recibirlo. Mi madre era dulcemente triste. Acostumbraba llevarnos todas las tardes a mi hermanita y a mí a la orilla a ver morir el sol. Desde allí se veía el muelle, largo con sus aspas monótonas, sobre las que se elevaban las efes de sus columnas, que en los cuadernos, en la escuela, nosotros pintábamos así: Pues de los ganchitos de las efes pendían los faroles por las noches. Mi padre volvía por el muelle, al atardecer, nos buscaba desde lejos, hacíamos señales con los pañuelos y él perdíase un momento tras de las oficinas al llegar a tierra para reaparecer a nuestro lado. Juntos veíamos entonces "la procesión de las luces" cuando el sol se había puesto y el mar sonaba ya con el canto nocturno muy distinto del canto del día. Después de la procesión regresábamos a casa y durante la comida papá nos contaba todo lo que había hecho en la tarde. Aquel día, como de costumbre, habíamos ido a ver la caída del sol y a esperar a papá. Mientras mi madre sobre la orilla contemplaba silenciosa el horizonte, nosotros jugábamos a su lado, con los zapatos enarenados, fabricando fortalezas de arena y piedras, que destruían las olas al desmayarse junto a sus muros, dejando entre ellos su blanquísima espuma. Lentamente caía la tarde. De pronto mamá descubrió un punto en el lejano límite del mar. –¿Ven ustedes? -nos dijo preocupada- ¿no parece un barco? –Sí, mamá, respondí. Parece un barco... –¿Vendrá papá? -interrogó mi hermana. –Él no comerá hoy con nosotros, seguramente, agregó mi madre. Tendrá 46
  • 47. que recibir ese barco. Vendrá de noche. El mar está muy bravo. Y suspiró entristecida... El sol se ahogó en sangre en el horizonte. El barco se divisó perfectamente recortado en el fondo ocre. Sobre el puerto cayó la noche. En silencio emprendimos la vuelta a casa, mientras encendían el faro del muelle y desfilaba "la procesión de las luces". Así decíamos a un carro lleno de faroles que salía de la capitanía y era conducido sobre el muelle por un marinero, quien a cada cincuenta metros se detenía, colocando sobre cada poste un farol hasta llegar al extremo del muelle extendido y lineal; mas, como esta operación hacíase entrada la noche, sólo se veían avanzando sobre el mar, las luces, sin que el hombre ni el carro ni el muelle se viesen, lo que daba a ese fanal un aspecto extraño y quimérico en la profunda oscuridad de esas horas. Parecía aquel carro un buque fantasma que flotara sobre las aguas muertas. A cada cincuenta metros se detenía, y una luz suspendida por invisible mano iba a colgarse en lo alto de un poste, invisible también. Así, a medida que el carro avanzaba, las luces iban quedando inmóviles en el espacio como estrellas sangrientas; y el fanal iba disminuyendo su brillor y dejando sus luces a lo largo del muelle, como una familia cuyos miembros fueran muriendo sucesivamente de una misma enfermedad. Por fin la última luz se quedaba oscilando al viento, muy lejos, sobre el mar que rugía en las profundas tinieblas de la noche. Cuando se colgó el último farol, nosotros, cogidos de la mano de mi madre, abandonamos la playa tornando al hogar. La criada nos puso los delantales blancos. La comida fue en silencio. Mamá no tomó nada. Y en el mutismo de esa noche triste, yo veía que mamá no quitaba la vista del lugar que debía ocupar mi padre, que estaba intacto con su servilleta doblada en el aro, su cubierto reluciente y su invertida copa. Todo inmóvil. Sólo se oía el chocar de los cubiertos con los platos o los pasos apagados de la sirviente, o el rumor que producía el viento al doblar los árboles del jardín. Mamá sólo dijo dos veces con su voz dulce y triste: –Niño, no se toma así la cuchara... 47
  • 48. –Niña, no se come tan de prisa... 48
  • 49. III Papá debió volver muy tarde, porque cuando yo desperté en mi cama, sobresaltado al oír una exclamación, sonaron frías, lejanas, las dos de la madrugada. Yo no oí en detalle la conversación, de mis padres; pero no puedo olvidar algunas frases que se me han quedado grabadas profundamente. –¡Quién lo hubiera creído! -decía papá-. Tú conoces a Luisa, sabes cuán honorable y correcto es su marido... –¡No es posible, no es posible! -respondió mi madre, con voz medrosa. –Ojalá no lo fuese. Lo cierto es que Fernando está preso; el juez cogió al niño y amenazó a Luisa con detenerlo si ella no decía la verdad, y ya ves, la pobre mujer lo ha declarado todo. Dijo que Fernando había venido a Pisco con el exclusivo objeto de perseguir a Kerr, pues había jurado matarlo por una vieja cuestión de honor... –¿Y ella ha delatado a su marido? ¡Qué horrible traición, qué horrible! –¿Y qué cuestión ha sido esa?... –No ha querido decirlo. Pero, admírate. Esto ha ocurrido a las cuatro de la tarde; Kerr ha muerto a las cinco a consecuencia de la herida, y cuando trasladaban su cadáver se promovió en la calle un gran tumulto, oímos gritos y exclamaciones terribles, fuimos hacia allí y hemos visto a Luisa gritar, mesarse los cabellos y, como loca, llamar a su hijo. ¡Se lo habían robado! –¿Le han robado a su hijo? Sentí los sollozos de mi madre. Asustado me cubrí la cabeza con la sábana y me puse a rezar, inconsciente y temeroso, por todos esos desdichados a quienes no conocía. 49
  • 50. –Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, Bendita eres... Al día siguiente, de mañana, trajeron una carta con un margen de luto muy grande y papá salió a la calle vestido de negro. 50
  • 51. IV Recuerdo que al salir de la población, pasé por la plazuela que está al fin del barrio "del Castillo" y empecé a alejarme en la curva de la costa hacia San Andrés, entretenido en coger caracoles, plumas y yerbas marinas. Anduve largo rato y pronto me encontré en la mitad del camino. Al norte, el puerto ya lejano de Pisco aparecía envuelto en un vapor vibrante, veíanse las casas muy pequeñas, y los pinos, casi borrados por la distancia, elevábanse apenas. Los barcos del puerto tenían un aspecto de abandono, cual si estuvieran varados por el viento del Sur. El Muelle parecía entrar apenas en el mar. Recorrí con la mirada la curva de la costa que terminaba en San Andrés. Ante la soledad del paisaje, sentí cierto temor que me detuvo. El mar sonaba apenas. El sol era tibio y acariciador. Una ave marina apareció a lo lejos, la vi venir muy alto, muy alto, bajo el cielo, sola y serena como una alma; volaba sin agitar las alas, deslizándose suavemente, arriba, arriba. La seguí con la mirada, alzando la cabeza, y el cielo me pareció abovedado, azul e inmenso, como si fuera más grande y más hondo y mis ojos lo miraran más profundamente. El ave se acercaba, volví la cara y vi la campiña tierra adentro, pobre, alargándose en una faja angosta, detrás de la cual comenzaba el desierto vasto, amarillo, monótono, como otro mar de pena y desolación. Una ráfaga ardiente vino de él hacia el mar. En medio de esa hora me sentí solo, aislado, y tuve la idea de haberme perdido en una de esas playas desconocidas y remotas, blancas y solitarias donde van las aves a morir. Entonces sentí el divino prodigio del silencio; poco a poco se fue callando el rumor de las olas, yo estaba inmóvil en la curva de la playa y al apagarse el último ruido del mar, el ave se perdió a lo lejos. Nada acusaba ya a la Humanidad ni a la vida. Todo era mudo y muerto. Sólo quedaba un zumbido en mi cerebro que fue extinguiéndose, hasta que sentí el silencio, claro, instantáneo, preciso. Pero sólo fue un segundo. Un extraño sopor me invadió luego, me acosté 51
  • 52. en la arena, llevé mi vista hacia el sur, vi una silueta de mujer que aparecía a lo lejos, y mansamente, dulcemente, como una sonrisa, se fue borrando todo, todo, y me quedé dormido. 52
  • 53. V Desperté con la idea de la mujer que había visto al dormirme, pero en vano la buscaron mis ojos, no estaba por ninguna parte. Seguramente había dormido mucho, y durante mi sueño, la desconocida, que tenía un vestido blanco, había podido recorrer toda la playa. Observé, sin embargo, los pasos que venían por la orilla. Menudos rastros de mujer que el mar había borrado en algunos sitios, circundaban el lugar donde yo me había dormido y seguían hacia el puerto. Pensativo y medroso no quise avanzar a San Andrés. El sol iba a ponerse ya, y restregándome los ojos, siguiendo los rastros de la desconocida, emprendí la vuelta por la orilla. En algunos puntos el mar había borrado las huellas, buscábalas yo, adivinándolas casi, y por fin las veía aparecer sobre la arena húmeda. Recogí una conchita rara, la eché en mi bolsillo y mi mano tropezó con un extraño objeto. ¿Qué era? Una medalla de la Purísima, de plata, pendiendo de una cadena delgada, larga y fría. Examiné mucho el objeto y me convencí de que alguien lo había puesto en mi bolsillo. Tuve una sospecha, la mujer; quise arrojarle, pero me detuve. Guardé la medalla y cavilando en el hallazgo, llegué a casa cuando el sol se ponía. Mi curiosidad hizo que callara y ocultara el objeto; y al día siguiente, martes de Semana Santa, a la misma hora, volví. El mar durante la noche había borrado las huellas donde me acostara la víspera, pero aproximadamente elegí un sitio y me recosté. No tardó en aparecer la silueta blanca. Sentí un violento golpe en el corazón y un indecible temor. Y sin embargo tenía una gran simpatía por la desconocida que vestida de blanco se acercaba. El miedo me vencía, quería correr y luchaba por quedarme. La mujer se acercaba cada vez más. Me miró desde lejos, quise irme aún; pero ya era tarde. El miedo y luego la apacible mirada de aquella mujer me lo impedían. Acercóse la señora. Yo, de pie, quitándome la gorra le dije: –Buenas tardes, señora... 53
  • 54. –¿Me conoces?... –Mamá me ha dicho que se debe saludar a las personas mayores... La señora me acarició sonriendo tristemente y me preguntó: –¿Te gusta mucho el mar? –Sí, señora. Vengo todas las tardes. –¿Y te quedas dormido?... –¿Usted vino ayer señora?... –No; pero cuando los niños se quedan dormidos a la orilla del mar, y son buenos, viene un ángel y les regala una medalla. ¿A ti te ha regalado el ángel?... Yo sonreí incrédulo; la dama lo comprendió, y conversando, perdido el temor hacia la señora vestida de blanco, cogido de su mano, emprendí la vuelta a la población. Al llegar a la plazuela del Castillo, vimos unos hombres que levantaban una especie de torre de cañas. –¿Qué hacen esos hombres? -me preguntó la señora. –Papá nos ha dicho que están preparando el castillo para quemar a Judas el sábado de gloria. –¿A Judas? ¿Quién te ha dicho eso? Y abrió desmesuradamente los ojos. –Papá dice que Judas tiene que venir el sábado por la noche y que todos los hombres del pueblo, los marineros, los trabajadores del muelle, los cargadores de la Estación, van a quemarlo, porque Judas es muy malo... Papá nos traerá para que lo veamos... –¿Y tú sabes por qué lo queman?... –Sí, señora. Mamá dice que lo queman porque traicionó al Señor... Z/p> –¿Y no te da pena que lo quemen?... –No, señora. Que lo quemen. Por él los judíos mataron a nuestro Señor 54
  • 55. Jesucristo. Si él no lo hubiese vendido, ¿cómo habrían sabido quién era los judíos?... La señora no contestó. Seguimos en silencio hasta la población. Los hombres se quedaron trabajando y al despedirse la señora blanca me dio un beso y me preguntó: –Dime, ¿tú no perdonarías a Judas?... –No, señora blanca; no lo perdonaría. La dama se marchó por la orilla oscura y yo tomé el camino de mi casa. Después de la comida me acosté. 55
  • 56. VI Estuve varios días sin volver a la playa, pero el sábado de gloria en que debían quemar a Judas, salí a la playa para dar un paseo y ver en la plaza el cuerpo del criminal, pues según papá, ya estaba allí esperando su castigo el traidor, rodeado de marineros, cargadores, hombres del pueblo y pescadores de San Andrés. Salí a las cuatro de la tarde y me fui caminando por la orilla. Llegué al sitio donde Judas, en medio del pueblo, se elevaba, pero le tenían cubierto con una tela y sólo se le veía la cabeza. Tenía dos ojos enormes, abiertos, iracundos, pero sin pupilas y la inexpresiva mirada se tendía sobre la inmensidad del mar. Seguí caminando y al llegar a la mitad de la curva, distinguí a la señora blanca que venía del lado de San Andrés. Pronto llegó hasta mí. Estaba pálida y me pareció enferma. Sobre su vestido blanco y bajo el sombrero alón, su rostro tenía una palidez de marfil. ¡Era tan blanca! Sus facciones afiladas parecían no tener sangre; su mirada era húmeda, amorosa y penetrante. Hablamos largo rato. –¿Has visto a Judas? –Lo he visto, señora blanca... –¿Te da miedo?... –Es horrible... A mí me da mucho miedo... –¿Y ya le has perdonado?... –No, señora, yo no lo perdono. Dios se resentiría conmigo si le perdonase... ¿Usted viene esta noche a verlo quemar?... –Sí. –¿A qué hora?... –Un poco tarde. ¿Tú me reconocerías de noche?... ¿No te olvidarías de mi 56
  • 57. cara? Fíjate bien -y me miró extrañamente- Fíjate bien en mi cara... Yo vendré un poco tarde... Dime, ¿le has visto tú los ojos a Judas?... –Sí, señora. Son inmensos, blancos, muy blancos... –¿Dónde miran?... –Al mar... –¿Estás seguro? ¿Miran al mar? ¿Te has fijado bien?... –Sí, señora blanca, miran al mar... Sobre la arena donde nos habíamos sentado, la señora miró largamente el océano. Un momento permaneció silenciosa y luego ocultó su cara entre las manos. Aún me pareció más pálida. –Vamos -me dijo. Yo la seguí. Caminamos en silencio a través de la playa, pero al acercarnos a la plazuela donde estaba el cuerpo de Judas, la señora se detuvo y mirando al suelo, me dijo: –Fíjate bien en él... Me vas a contar adónde mira. Fíjate bien... Fíjate bien. Y al pasar ante el cuerpo, ella volvió la cara hacia el mar, para no ver la cara de Judas. Parecía temblar su mano, que me tenía cogido por el brazo, y al alejarnos me decía: –Fíjate adónde mira, de qué color son sus ojos, fíjate, fíjate... Pasamos. Yo tenía miedo. Sentí temblar fuertemente a la señora, que me preguntó nuevamente: –¿Dónde miran los ojos? –Al mar, señora blanca... Bien lejos, bien lejos... Ya era tarde. La noche empezó a caer y las luces de los barcos se anunciaron débilmente en la bahía. Al llegar a la altura de mi casa, la señora me dio un beso en la frente, un beso muy largo, y me dijo: –¡Adiós! 57
  • 58. La noche tenía un color brumoso, pero no tan negro como otras veces. Avancé hasta mi casa pensativo, y encontré a mi madre llorando, porque debía salir un barco a esa hora y papá debía ir a despacharlo. Nos sentamos a la mesa. Allí se oía rugir el mar, poderoso y amenazador. Madre no tomó nada y me atreví a preguntarle: –Mamá, ¿no vamos a ver quemar a Judas?... –Si papá vuelve pronto. Ahora vamos a rezar... Nos levantamos de la mesa. Atravesarnos el patiecillo. Mi hermana se había dormido y la criada la llevaba en brazos. La luna se dibujaba opacamente en el cielo. Llegamos al dormitorio de mi madre y ante el altar, donde había una virgen del Carmen muy linda, nos arrodillamos. Iniciamos el rezo. Mamá decía en su oración: –Por los caminantes, navegantes, cautivos cristianos y encarcelados... Sentimos, inusitadamente, ruidos, carreras, voces y lamentaciones. Las gentes corrían gritando y de pronto oímos un sonido estridente, característico, como el pitear de un buque perdido. Una voz gritó cerca de la puerta: –¡Un naufragio! Salimos despavoridos, en carrera loca, hacia la calle. El pueblo corría hacia la ribera. Mamá empezó a llorar. En ese momento apareció mi padre y nos dijo: –Un naufragio. Hace una hora que he despachado el buque. Seguramente ha encallado... El buque llamaba con un silbido doloroso, como si se quejara de un agudo dolor, implorante, solemne, frío. La luna seguía opacada. Salimos todos a la playa y pudimos ver que el barco hacía girar un reflector y que del muelle salían unos botes en su ayuda. El pueblo se preparaba. Estaba reunido alrededor de la orilla, alistaba febrilmente sus embarcaciones, algunos habían sacado linternas y farolillos y auscultaban el aire. Una voz ronca recorría la playa como una ola, pasaba de boca en boca y estallaba: 58
  • 59. –¡Un naufragio! Era el eterno enemigo de la gente del mar, de los pescadores, que se lanzaban en los frágiles botes, de las mujeres que los esperaban temerosas, a la caída de la tarde; el eterno enemigo de todos los que viven a la orilla... El terrible enemigo contra el que luchan todas las creencias y supersticiones de los pueblos costaneros; que surge de repente, que a veces es el molino desconocido y siniestro que lleva a los pescadores hacia un vórtice extraño y no los deja volver más a la costa; otras veces el peligro surge en forma de viento que aleja de la costa las embarcaciones para perderlas en la inmensidad azul y verde del mar. Y siempre que aparece este espíritu desconocido y sorpresivo las gentes sencillas vibran y oran al apóstol pescador, su patrón y guía, porque seguramente alguna vida ha sido sacrificada. Aún oímos el rumor de las gentes del mar. Cuando empezó a retirarse, se apagaron los reflectores y el piteo cesó. Nadie comprendía por qué el barco se alejaba; pero cuando éste se perdía hacia el sur, todo el pueblo, pensativo, silencioso e inmenso, regresó por las calles y se encaminó a la plaza en la que Judas iba a ser sacrificado. Mamá no quiso ir, pero papá y yo fuimos a verle. Caminamos todo el barrio del Castillo y al terminarlo y entrar a la plazoleta, la fiesta se anunció con una viva luz sangrienta. A los pies de Judas ardía una enorme y roja llamarada que hacía nubes de humo y que iluminaba por dentro el deforme cuerpo del condenado, a quien yo quería ver de frente. Pero al verlo tuve miedo. Miedo de sus grandes ojos que se iluminaban de un tono casi rosado. Busqué entre los que nos rodeaban a la señora blanca, pero no la vi. La plaza estaba llena, el pueblo la ocupaba toda y de pronto, de la casa que estaba a la espalda de Judas y que daba frente al mar, salieron varios hombres con hachones encendidos y avanzaron entre la multitud hacia Judas. –¡Ya lo van a quemar! -gritó el pueblo. Los hombres llegaron. Los hachones besaron los pies del traidor y una llama inmensa apareció violentamente. Acercaron un barril de alquitrán y la llamarada aumentó. Entonces fue el prodigio. Al encenderse el cuerpo de Judas, los ojos con el 59
  • 60. reflejo de la luz tornáronse rojos, con un rojo iracundo y amenazador; y como si toda aquella gente semi-perdida en la oscuridad y en las llamas, hubiera pensado en los ojos del ajusticiado, siguió la mirada sangrienta de éste que fue a detenerse en el mar. Un punto negro había al final de la mirada que casi todo el pueblo señaló. Un golpe de luz de la luna iluminó el punto lejano y el pueblo, que aquella noche estaba como poseído de una extraña preocupación, gritó abandonando la plaza y lanzándose a la orilla: –¡Un ahogado, un ahogado!... Se produjo un tumulto horrible. Un clamor general que tenía algo de plegaria y de oración, de maldición pavorosa y de tragedia, se elevó hacia el mar, en esa noche sangrienta. –¡Un ahogado! El punto era traído mansamente por las olas hacia la playa. Al grito unánime siguió un silencio absoluto en el que podía percibirse el nudo manso del mar. Cada uno de los allí presentes esperaba la llegada del desconocido cadáver, con un presentimiento doloroso y silente. La luna empezó a clarear. Debía ser muy tarde y por fin se distinguió un cadáver ya muy cerca de la orilla, que parecía tener encima una blanca sábana. La luna tuvo una coloración violeta y alumbró aún el cadáver que poco a poco iba acercándose. –¡Un marinero!, gritaron algunos. –¡Un niño!, dijeron otros. –¡Una mujer!, exclamaron todos. Algunos se lanzaron al mar y sacaron el cadáver a la orilla. El pueblo se agrupó al derredor. Le clavaban las luces de las linternas, se peleaban por verle, pero como allí en la orilla no hubiese luz bastante, lo cargaron y lo llevaron hacia los pies de Judas que aún ardía en el centro de la plaza. Todo el pueblo volvía a ella y con él yo - cogido siempre de la mano de papá-. Llegaron, colocaron en tierra el cadáver y ardió el último resto del cuerpo de Judas quedando sólo la cabeza, cuyos dos ojos ya no miraban a ningún lugar sino a todos. Yo tenía una extraña curiosidad por ver el cadáver. Mi padre seguramente no deseaba otra cosa, hizo abrir sitio y como las gentes de mar lo conocían y respetaban, le hicieron pasar y llegarnos hasta él. 60
  • 61. Vi un grupo de hombres todos mojados, con la cabeza inclinada teniendo en la mano sus sombreros, silenciosos, rodeando el cadáver, vestido de blanco, que estaba en el suelo. Vi las telas destrozadas y el cuerpo casi desnudo de una mujer. Fue una horrible visión que no olvido nunca. La cabeza echada hacia atrás, cubierto el rostro con el cabello desgreñado. Un hombre de esos se inclinó, descubrió la cara y entonces tuve la más horrible sensación de mi vida. Di un grito extraño, inconsciente, y me abracé a las piernas de mi padre. –¡Papá, papá, si es la señora blanca! ¡La señora blanca, papá!... Creí que el cadáver me miraba, que me reconocía; que Judas ponía sus ojos sobre él y di un segundo grito más fuerte y terrible que el primero. –¡Sí; perdono a Judas, señora blanca, sí, lo perdono!... Padre me cogió como loco, me apretó contra su pecho, y yo, con los ojos muy abiertos, vi mientras que mi padre me llevaba, rojos y sangrientos, acusadores, siniestros y terribles, los ojos de Judas que miraban por última vez, mientras el pueblo se desgranaba silencioso y unos cuantos hombres se inclinaban sobre el cadáver blanco. Ocultábase la luna... 61
  • 62. Yerba santa Novela corta pastoril, escrita a los diez y seis años, en mi triste y dolorosa niñez inquieta y pensativa, que exhumo en homenaje a mi hermano José. El autor a los sencillos labradores cristianos de la aldea. Como el de la Virgen que está en el altar de la capilla del pueblo atravesado por siete espadas, llorando lágrimas de sangre, así está hoy mi corazón, compañeros, por los dolores del Mundo. Por eso dirijo hacia vosotros mis palabras. El recuerdo de los campos por cuyos caminos sinuosos fui tantas veces de niño, cuando mi alma era blanca y leve como los copos maduros de los algodoneros, es hoy, para mí, un lenitivo; la paz que necesita mi corazón, la encontraré evocando los días de la semana santa; la sana alegría desaparecida que busco en vano, he de hallarla quizás evocando la vendimia que hicimos juntos en las parras de la hacienda, las nocturnas pisas en el lagar antiguo, el alegre canto que ritmaban vuestros cuerpos sobre la uva madura, al sordo son de los tambores de pellejo de cabra, la guitarra, la copla... Como el hijo pródigo volví a vosotros después de la ruda peregrinación y me abristeis vuestros brazos, alborozados, y yo os abrí mi pecho; y me sonrieron las mozas ruborizadas y cándidas mientras arreglaban el pliegue de sus faldas floreadas y tersas; y me llevasteis al huerto y juntos cogimos los azahares del pacae que nuestras manos sembraron cabe el broquelado pozo; y juntos fuimos en pos de la vieja parra, del floripondio, de la alameda de sauces. Y me rodeasteis ¡oh viejos y amigos y parientes! y refrescasteis mi corazón, endulzasteis mi vida, embalsamasteis mis heridas, y al dejaros, quizás para siempre, echasteis sobre mi cabeza, inquieta y triste, con vuestras manos buenas cual alas de palomas, el puñado de monedas de oro de vuestras bendiciones. 62
  • 63. Agobiado por ellas pueda reposar mí cuerpo, cansado y joven, bajo los toñuces, en el cementerio del pueblo. Rezad por mí, ¡oh viejos y mozos del campo cristiano!, mientras yo os dedico las últimas flores de mi espíritu y mientras voy, por la doliente ruta llena de asaltos y celadas, con el cuerpo cubierto de heridas, hacia el punto invisible, cercano, inevitable y definitivo, hacia la tumba donde pondréis las simbólicas flores albas, secas y finas, de los algodoneros... 63
  • 64. I –Oye, Manuel –le preguntamos un día–, ¿dónde está tu papá?... –En Lima… –Y tú ¿por qué no estás con él? Enrojeció, inclinó la cabeza morena y echóse a sollozar dolorosamente. Corrimos donde mi madre: –Ma Mi madre nos dijo que no debíamos preguntarle nada sino quererlo mucho porque Manuel “era un niño muy desgraciado”. Desde entonces cuando alguno de mis hermanos le molestaba, nosotros le decíamos en secreto: –Oye; no le molestes. Dice mamá que debemos quererlo mucho porque Manuel es un niño “muy desgraciado”… Y seguíamos haciendo surcos en el jardín. 64
  • 65. II Se crió a nuestro lado como un hermano mayor. Le queríamos porque nos hacía buquecitos, gallos de papel, balsas con los viejos maderos que arrojaba el mar, y hondas de cáñamo. Por las tardes íbamos juntos a pescar y a la caída del sol volvíamos con las cestas de las cuales pendían por las agallas rojas, las plateadas mojarrillas, las chitas de vientres blancos, y a veces ciertos peces raros, deformes y babosos. Los domingos, todos cuatro hermanos, íbamos con Manuel a cazar con hondas de jebe, en el bosquecillo de toñuces y pájarobobos que se extendía tras de la factoría calaminada, en aquel camino sombreado y fresco, abovedado y sinuoso que conducía al abrevadero, donde al atardecer iban a saciarse las yuntas de los campesinos, los jumentos lanudos de los pescadores y los transidos caballos de los caminantes. En las espesas copas de los sauces que bordeaban el remanso se detenían bandadas de aves confiadas, que se espiojaban al sol; cantaban alegremente, extrañas del todo a la acechanza de la honda cuyo proyectil las sorprendía en plena felicidad. Heridas intentaban volar, pero al fin, desplomábanse y caían a tierra redondas, inanimadas, perpendiculares y graves como frutos maduros. Volvimos a casa, al atardecer, cuando el sol hundía enorme y rojo en el horizonte, con algunas tórtolas, algunos gorriones y una que otra ave marina que por curiosidad se aventuraba hasta aquellas arboledas tranquilas, bajo cuyas frondas acechaba la muerte. 65
  • 66. III Manuel era bueno como el pan de semana santa. Ensortijado cabello, amplia frente de marfil, dulce mirar en los ojos morenos de pupilas húmedas y sombreadas bajo las pródigas cejas. Sobre sus labios carnosos apuntaba una sombra difuminada y azul. Perenne sonrisa, al par alegre y melancólica, vagaba entre sus párpados y las comisuras de sus labios bien dibujados. Una melancolía fresca, jovial, sin amargura, pensativa y dulce, envolvía todo su cuerpo esbelto y magro, flexible y de gratos movimientos. Gustaba del mar, del campo, de las noches de luna azules y consteladas, y de los cuentos de las abuelas. Alborozado en la alegría, mudo en el dolor, pródigo en sus dineros, en sus afectos tierno, fuerte en su voluntad, terrible en su cólera, definitivo en sus resoluciones, y en su porte y decir leal y franco. 66
  • 67. IV Una tarde llegó Manuel a casa muy preocupado. Así llegó el segundo y lo mismo fue el tercero día. Nadie pudo conocer el motivo de su tristeza. Por la noche, fuimos al muelle a ver la luna sobre el mar. En un carrito conducido por los sirvientes, llegamos a la explanada sobre la cual eleva el faro su ojo ciclópeo y amarillo, cuyas miradas se quebraban en las aguas agitadas y sollozantes. Mientras conversaban las personas mayores, Manuel descendió por la escala del embarcadero y sobre el último descanso se puso a cantar con la guitarra. En la paz de la noche, bajo la luna clara, en el frescor marino, la música tenía notas extrañas que yo recuerdo medrosamente. Manuel cantaba un yaraví que se deshacía en la brisa y se mezclaba al rumor de las olas. Yo he guardado un trozo de esa inolvidable canción, toda mi vida, en la memoria: En su ventana moría el sol y abajo, lento, cantaba el mar; y ella reía llena de amor rubia de oro crepuscular… No volvió nunca mi pobre amor yo desde lejos la vi pasar; todas las tardes moría el sol y su ventana no se abrió más... ¡y su ventana no se abrió más! Los versos eran de Manuel. Enmudecieron todos. Y aquella noche oí desde mi cuarto sus sollozos de angustia. 67
  • 68. V Manuel estaba muy enfermo y mi padre quiso mandarlo a Ica, a casa de la señora Eufemia, su madre. El tren salía a las ocho. Mis hermanos se levantaron temprano y en la casa había la agitación confusa de un día de viaje. Una criada arreglaba la maleta de Manuel mientras se servía el desayuno. Ponía mi madre carne fría en las hogazas y humeaba el té en las jícaras. Terminado el desayuno, durante el cual Manuel no habló una palabra, mi padre le dijo: –Todo está listo. ¡Anda, Manuel, hijo mío, despídete! El criado había marchado ya con las liadas ropas. Manuel se puso de pie, acercóse a mi madre y al abrazarla echó a llorar. Apenas se le oían palabras inconexas. Se despidió de todos y salió rodeado de nosotros. A poco el convoy se perdía, sobre los rieles, en las curvas brillantes, hacia el desierto amarillo y radiante, camino de Ica. 68
  • 69. VI Llegó el lunes de Semana Santa y nosotros, según la vieja costumbre, fuimos llevados a Ica por mi madre. Nos alojamos en casa de “la abuelita”. El tren había llegado de noche y después de cenar nos acostamos. Jamás olvidaré el amanecer de aquel Lunes Santo. Al abrir los ojos, en el estrecho cuarto, vi, iluminando la extensión, sobre una vieja puerta cerrada, por cuyas rendijas la luz de la mañana entraba a chorros, una ventana de barrotes de madera tallados, entre los cuales jugueteaba el extendido brazo de una vid alegre, fresca e inquieta. Un vocerío de gorriones poblaba el jardín cercano, y vibraban las voces familiares, y el mugir de las vacas y el sonar de baldes y cacharros… –¡Niño, niño, vamos a tomar la leche cruda..! Y uno traía uvas “pintas”; y otro en el regazo, mangos, y otro rosquitas mantecadas. ¡Qué olor de monturas, de menesteres de trabajo! ¡Qué ropas tan buenas las de aquella cama tibia y amorosa! ¡Qué mañana tan hermosa donde todo era tan bueno, dulce y tranquilo! Vestidos de prisa, salimos todos. El cuarto daba a una enramada cubierta de parrales, entre cuyas hojas pendían maduros los racimos ubérrimos. Los sarmientos acariciaban los muros con sus retorcidos tentáculos. Al fondo, ya en el corral, un floripondio con sus invertidas ánforas, perfumaba; y junto al pozo de enladrillado broquel, sobre el guano oliente y blando, atada por una pata, la vaca, enorme y panzuda, de grandes ubres henchidas, se dejaba ordeñar tranquila. El blanco chorro caía al compás de la mano experta de un mocetón en un balde de zinc produciendo un ruido característico y levantando espuma. Y un vapor de cosa caliente, de leche pura, que tenía algo de la vida aún cálida, salía del balde y acariciaba la ubre, como una nube de incienso. Me ofrecieron un jarro, harto de espuma. ¡Oh, el exquisito beber la dulce leche con calor de madre, con sabor de cosa sublime! Después mi abuela nos llevó al jardín, al pequeño jardín obra de sus manos sarmentosas. Sobre restos de botellas que antes sirvieran para 69
  • 70. guardar el agua y las lejías y los ponches de agraz de navidad, ella había puesto tierra nueva e improvisado macetas. Tenía allí violetas, la flor más rara en la aldea; ñorbos, que sobre el enrejado de cañas nacían, crecían y morían; raquíticos y elegantes chirimoyos de perfumadas hojas; aristocráticos mangos, de finos tallos infantiles y transparentes, y paltos verdes que conservaban aún la roja enorme semilla, pegada al tronco incipiente; y agua de lavanda y romero florecido y balsámico; y albahacas verdes, coposas y enanas; y, ya liberado del tiesto, en plena tierra, en un rincón del jardín, un jazminillo de la India… Tantas cosas, tan bellas que están muertas como la buena abuelita y como el pobre Manuel y como mis ilusiones de esos días y como estas mañanas de sol, que yo no he vuelto a ver nunca y como todo lo que es bello, y juvenil; y que pasa, y que no vuelve más… 70
  • 71. VII Recuerdo vagamente, como se recuerda un sueño, el día de Jueves Santo. Era el día del Señor de Luren, el patrón de mi pueblo. Durante muchas semanas antes, empezaban a llegar a Ica las ofrendas de todos los pueblos comarcanos; de los hacendados espléndidos de ése y de otros valles. Los ricos hombres de Cañete solían llevar, en persona, haciendo luengas caminatas, el presente de sus corazones agradecidos al Señor. Caballeros en potros briosos, brillantes, ricamente aperados, llegaban los señores dueños de grandes haciendas; y desfilaban por las calles montados en caballos “de paso” de grácil andar femenino: larga y peinada crin, vibrantes ijares, ceñida cincha, negro y lustroso pellón, riendas lujosas de plata; e iban con sendos sombreros de ala curva y extensa; y ponchos de finos pliegues y pañuelo al cuello con anillo de oro, y espuelas alegres y de argentino sonar; y cabriolaban las caballerías levantando nubes de polvo con gran asombro y desconcierto de la bulliciosa chiquillería, mientras los fieles enlutados, cruzaban la caldeada acera, llevando flores, o zahumadores de filigrana, o cirios gruesos y decorados o ramos grandes de albahaca. Sonaban a muerto las campanas, chirriaban a ratos las matracas, y oíase el singular sonsonete de los vendedores que ayuntados, de dos en dos, cargaban balaes tejidos con carrizo, forrados en pellejo de cabritillo, y anunciaban su apetitosa mercancía en tono musical: –¡Pan de dulce, pan de dulce! ¡A la regala! ¡Pan de dulce! Y los balaes rebosaban con los bizcochos, que los había de todo tamaño; y ora llevaban dibujos los de a diez reales; y ora eran bañados con azúcar los de a cuartillo; y aquestos tenían almendras y esotros llevaban canelones y todos eran manjar imprescindible en el duelo aldeano de la Cristiandad. Ayunaba aquel día la gente del pueblo. Encerrábamos a los chiquillos en los jardines o corralones y a todos se nos decía: –¡Hoy no se ríe, ni se canta, ni se juega, ni se habla fuerte, porque se ha muerto el Señor! 71
  • 72. Por la tarde las gentes con sus mejores trajes de luto, dirigiéndose a la Iglesia de Luren, donde estaba el Cristo que la víspera, con grandes ceremonias, habían bajado de su altar, en presencia de miles de peregrinos y gentes de lugar que llevaban grandes cantidades de algodón en rama, esponjoso y blanco, limpiaban con sus madejas el llagado cuerpo del Rabí, y guardábanlas luego como panacea para todas las enfermedades. Ora servía para el “mal de ojos”, ora para quitar el demonio del cuerpo de los poseídos, ora para recuperar un potro robado, ora, en fin, para curar las mil y una dolencias a que está sometido nuestro frágil natural. La iglesia del Señor de Luren era pequeña como albergue de pobre, pero blanca, tranquila y soleada. Un techón abovedado y bajo, una sola nave, unas pocas ringleras de banquillos para los orantes; una vetusta, de granito, pila; sobre las columnas, y a la altura del techo, la fila de cuadros con los “pasos” del Calvario, viejos cromos con sendos marcos antiguos; pobres y desmantelados altares provistos en toda hora de margaritas y albahacas, entre las cuales agonizaban las amarillentas lenguas de los cirios, y aquí y acullá, en dispersión y desorden, todo linaje de “reclinatorios” con sus respaldares de totora, y, en la madera rústica de sauce, las iniciales de sus poseedoras. Pegada a la iglesia como si en ella se cobijara, estaba la casa del señor cura. Grandes salas destartaladas por cuyos techos, los huecos y rendijones, dejaban pasar a chorros la alegría de los rayos del sol, alborotados y jocundos cual colegiales. Un aroma de albahacas y de zahumerio aleteaba en el pequeño templo. Aquel día los fieles iban todos a llorar la muerte del Redentor y había de verse el rostro apenado, manso, dulce, triste, hermoso, radiante de ternura de aquel Cristo generoso a quien jamás se demandara favor que fuese defraudada la petición. El día de la procesión, las gentes más distinguidas del lugar la presidían. A las nueve de la noche, con extraordinaria pompa salía el cortejo de la Iglesia, en cuya plaza y alrededores esperaba el pueblo, para acompañarlo. Salían las andas, con sus santos y santas; pomposos sus trajes de oro y plata relumbraban a las luces amarillas de los cirios. Las 72
  • 73. señoritas iban delante, rodeando a “la cruz alta”; hacía calle el pueblo en dos hileras; cada persona llevaba en la mano un cirio encendido, en cuyo cuello se ataba una especie de abanico, para protegerle del viento. Grandes ramos de albahacas olorosas y flores de toda clase, traídas muchas de ellas desde comarcas lejanas, eran arrojadas al paso del Señor de Luren, que pasaba en hombros de gentes creyentes y distinguidas, envuelto en las nubes aromáticas de sahumerio que hacían en sus sahumadores de plata las niñitas y las damas que iban delante; las luces, el sahumerio, el perfume suave y exquisito de las albahacas, el singular olor de los cirios que ardían, la marcha cadenciosa y lamentable de la música, que desde la capital era enviada especialmente y el contrito silencio de las gentes, daban a ese desfile religioso, admirable, amado y único, un aspecto imponente y majestuoso. 73
  • 74. VIII Faltaban pocos días para que mi madre nos llevase, de vuelta, a Pisco. Nosotros deseábamos quedarnos. Ica era nuestra tierra, allí habíamos nacido, allí teníamos parientes y amigos, chacras donde pasear, haciendas lejanas a donde había de irse a caballo. Por fin allí estaba “San Miguel”, la antigua hacienda de nuestro abuelo, que aunque nosotros jamás poseímos, nos era amada, como un cofre antiguo, en el cual hubiera puesto sus manos alguna anciana querida. Consiguieron, de mamá, mis hermanos, que aceptara la invitación de ir a conocer una hacienda de gentes amigas, ya que al ir, pasaríamos por “San Miguel”, la antigua hacienda de los abuelos, hoy en extrañas manos. A los ruegos, accedió mi madre; y dos días antes de volver a Pisco, en una mañana muy fresca y alegre, salimos a caballo para la excursión. Tomamos, por el lado de San Juan de Dios, pasando por la Iglesia y el Hospital, y llegamos hasta la “Acequia Grande” dejando a la izquierda “Saraja” y la Hacienda de los “Pazuelos”, y nos internamos en el valle. Caminamos largo, y por fin, llegamos a un callejón, entre sombrado y pedregoso, que terminaba en una acequia de cal y canto, destruida y salida de lecho. Mamá nos dijo: –Aquí es “San Miguel”, ésa es la antigua casa de la Hacienda y eso que está al frente, era el galpón donde se guardaba a los negros esclavos. Bajamos, recibiónos tío José de la Rosa, poseedor de ella, aquel buen viejo, gastador y alegre, casado con tía Joaquina, de los Fernández Prada, viejita dulce y más buena que el pan blanco y que muchos años después se murió de tristeza. Todavía paréceme oír al tío José de la Rosa, decirme: –Mira, muchacho, esta es la casa de tu abuelo, mi padre, don Diego y de mamá María, tu abuela. Aquí pasaron su vida los pobrecitos, aquí crecimos todos los hermanos, aquí pasó su niñez y su juventud tu padre, aquí vivió Gertrudis, mi pobre hermana ciega, la preferida. 74
  • 75. Llevóme a otro salón donde se conservaba todavía algo de aquellos tiempos, en la pintura de las paredes, en los muebles casi todos apolillados, en las grandes mesas de centro, en las cómodas de fina madera. –Este era el comedor –me dijo luego, enseñándome un cuarto–. Aquí estaba la despensa, donde se guardan todavía los plátanos, las pasas y los higos secos, las sandías, los melones y los zapallos. Volvimos al corredor desde el cual, que estaba sobre un pequeño montículo, se veía todo el campo. Por allí un cerco verde, en el cual columbrábase el gañán, guiando la pareja de bueyes que araba la tierra; por otro lado dos o tres peones cerraban una compuerta; venía camino abajo, en su burro, una india, envuelta en su pañolón a cuadros; y, por todas partes, bajo el caliente sol, laboraban las sencillas gentes, cantando, solos, bajo el cielo, mientras que en mí se filtraba una indecible tristeza que a cada recuerdo de los parientes, crecía. Hablóse de mi abuelo, aquel viejo caballeresco y añoso: don Diego, respetado y querido por todo el mundo; de la buena abuela María, a quien los peones y colonos solamente decían: Doña Maco, y salían a relucir hechos y nombres de Muñoces y Fajardos, y Antoñetes y Quintanas, Elías y Quevedos, Olaecheas y Lujanes; y se contaban cosas del tiempo del Virrey, y de los Libertadores y de los abuelos y de los tiempos idos. Ya por la tarde, bajado un poco el sol, tomamos nuevamente las bestias, para ir a la Hacienda cuyo nombre ahora no recuerdo, que tantos años dello hace; y no me recuerdo tampoco qué camino hicimos para llegar. Sólo está fija en mi memoria la visión de esa rara hacienda. Era fresca y fecunda la tierra; crecían en los cercos, en medio de los maizales, campanillas moradas y azules y blancas; y la tierra siempre estaba húmeda. Y había árboles muy altos, muy altos; de cuyos pendían, arracimadas, esféricas, las amarillas peras. Fue necesario salir del rancho y de la Hacienda y caminar a pie un gran trecho; caminamos, y por fin alguien dijo: –¡Escuchen, es el ruido de las peras! Sentíase un rumor caricioso y lejano, como si fuera rumor de olas. Efectivamente, llegamos a un lugar amplio, lleno de sembríos, en donde enormes y gruesos crecían los perales. A pocos metros extendíase ya el 75