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Annotation

Tras una larga espera por fin ha llegado esta Torre de la golondrina de
Sapkowski, perteneciente a la mal llamada saga de Geralt de Rivia, ya que el
protagonismo del brujo se va diluyendo conforme avanza la saga para dejar paso
a la verdadera protagonista de la serie, la joven Ciri de Cintra, pieza central de
todo lo que pasa en el mundo que la rodea. Esto se hace aun más evidente en esta
entrega en la que Geralt aparece solo un par de capítulos en los que continua su
marcha en busca de Ciri en compañía de Jaskier y el grupo que se reunión en la
anterior entrega de la serie.
La acción comienza con Ciri llegando a una cabaña de un ermitaño al que
va contando su historia, y así en un enorme flashback nos pone al día de sus
andanzas. A lo largo de los recuerdos de Ciri tendremos momentos llenos de
acción, de crueldad, Ciri lo pasa mal, muy mal, de ternura, de humor. Todo esto
esta narrado, no solo por Ciri, sino por los numerosos personajes que van
apareciendo en sus andanzas, conformando un complejo puzle, que a veces es
difícil de seguir, pero que consigue recrear un fresco de las aventuras de la joven
en el que una vez que todo encaja asistimos a un final tan climático y abierto que
nos dejará ansiosos por comenzar a leer La dama del lago, última entrega de la
serie, donde suponemos que asistiremos a un final a la altura de las novelas, en
realidad una sola, que conforman la serie.
Como en todas las entregas anteriores destaca la habilidad de Sapkowski
para dotar de voces personales a todos y cada uno de los personajes que
aparecen, tanto a los viejos amigos como a los nuevos que se incorporan en esta
entrega, como el ermitaño o algunos de los bandidos,merito compartido con la
excelente traducción, entrelazar una estructura narrativa alambicada en la que las
distintas lineas de acción van concordando con la precisión de un reloj, aunque
en esta ocasión flojean un tanto las historias de Geralt y Yennefer, mas que nada
por lo poco que aportan al destino final de la serie, en comparación con la
importancia del personaje de Ciri, lo que lastra el resultado final de esta entrega,
que aun así es sin duda uno de los títulos imprescindibles de la fantasía.

Andrzej Sapkowski

Capítulo primero
Capítulo segundo
Capítulo tercero
Capítulo cuarto
Capítulo quinto
Capítulo sexto
Capítulo séptimo
Capítulo octavo
Capítulo noveno
Capítulo décimo
Capítulo undécimo
Andrzej Sapkowski
Andrzej Sapkowski

La torre de la golondrina
La saga de Geralt de Rivia Libro VI
Traducción de José María Faraldo
Título original: Wieza jaskólki

En negra como manto noche se allegaron,


allá a Dun Dáre do la bruja cobijo hubiera.
Por todos lados y partes la acosaron
para que de ellos huir la moza no pudiera.
En negra como manto noche a traición la acosaron
mas aferraría a ella no lo consiguieran.
Pues primo que el pálido sol asomara al prado,
lo menos treinta muertos en la senda yacieran.
Romance de ciego tocante
a la horrenda matanza que hubo lugar
en Dun Dáre en la noche que dicen de Saovine
Capítulo primero
– Puedo darte todo lo que desees -dijo el hada-. Riqueza, poder y cetro,
fama, una vida larga y feliz. Elige.
– No quiero riqueza ni fama, poder ni cetros -respondió la bruja-. Quiero
un caballo que sea tan negro y tan imposible de alcanzar como el viento de la
noche. Quiero una espada que sea luminosa y afilada como los rayos de la luna.
Quiero atravesar el mundo en la oscura noche con mi caballo negro, quiero
quebrar las fuerzas del Mal y de la Oscuridad con mi espada de luz. Eso es lo
que quiero.
– Te daré un caballo que sea más negro que la noche y más ligero que el
viento de la noche -le prometió el hada-. Te daré una espada que será más
luminosa y afilada que los rayos de la luna. Pero no es poco lo que pides, bruja,
habrás de pagármelo muy caro.
– ¿Con qué? En verdad nada tengo.
– Con tu sangre.
Flourens Delannoy, Cuentos y leyendas
Como todo el mundo sabe, el universo, como la vida, es un círculo. Un
círculo en cuyo discurrir se han señalado ocho puntos mágicos que cubren todo
el arco, es decir, el ciclo anual. Estos puntos, que están situados en el anillo en
pares dispuestos exactamente los unos frente a los otros, son: Imbaelk -o sea,
Germinación-, Lammas -o sea, Madurez-, Belleteyn -Floración-y Saovine -
Expiración-. Hay marcados también en el círculo dos solsticios, es decir, climax,
uno el de invierno, llamado Midinvaerne, y otro Midaëte, el de estío. Hay
también dos equinoccios, es decir, noches iguales: Birke, en primavera, y Velen,
en otoño. Estas fechas dividen el círculo en ocho partes y así se divide también
en ocho partes el año en el calendario de los elfos.
Cuando desembarcaron en las playas cercanas a la desembocadura del
Yaruga y el Pontar, los humanos trajeron consigo un calendario propio, de origen
lunar, que dividía el año en doce meses, lo que cubría el ciclo anual completo de
trabajo en el campo: desde el principio, desde los que se realizan en enero, hasta
el final, cuando las heladas transforman la tierra en terrones congelados. Pero
aunque los humanos dividían el año y establecían las fechas de otra manera,
aceptaron el ciclo de los elfos y los ocho puntos en su discurrir. Las fiestas que
provenían del calendario de los elfos, Imbaelk y Lammas, Saovine y Belleteyn,
ambos solsticios y equinoccios, también se convirtieron en fiestas importantes
para los humanos. Resaltaban tanto entre las otras fechas como resalta un árbol
entre los arbustos.
Estas fechas se diferencian de las otras por la magia.
No era ni es un secreto que estas ocho fechas son días y noches durante los
que el aura mágica se intensifica extraordinariamente. A nadie le extrañan ya los
fenómenos mágicos ni los acontecimientos enigmáticos que acompañan a esas
ocho fechas, en especial a los equinoccios y solsticios. Todo el mundo se ha
acostumbrado ya a estos fenómenos y pocas veces causan grande sensación.
Pero aquel año fue distinto.
Aquel año los humanos celebraron el equinoccio de otoño como solían, con
una cena familiar de gala durante la que sobre la mesa tenía que haber el mayor
número de frutos posible de la cosecha anual, aunque no fuera más que un
poquito de cada. Así lo exigía la costumbre. Una vez que hubieron tomado la
cena y hubieron agradecido a la diosa Melitele la cosecha del año, los humanos
se dispusieron a descansar. Y entonces comenzó el horror.
Justo antes de la medianoche se alzó una ventisca tremenda, sopló un
torbellino infernal, se podían escuchar unos aullidos, unos gritos y unos quejidos
verdaderamente espectrales por encima del ruido de los árboles casi derribados
en tierra, de los graznidos de los cuervos y del golpear de los postigos. Las nubes
que discurrían a toda velocidad por el cielo adoptaron perfiles fantásticos entre
los cuales los que más se repetían eran las siluetas de caballos y unicornios al
galope. El vendaval no cedió hasta pasar más de una hora y en el repentino
silencio que siguió la noche se animó con los trinos y los aleteos de cientos de
chotacabras, esos pájaros misteriosos que según las creencias populares se
agrupan para cantarle un réquiem demoníaco a los agonizantes. Esta vez el coro
de chotacabras era tan enorme y tan ruidoso que parecía como si el mundo
entero fuera a morir.
Los chotacabras cantaban con trinos salvajes su canción de difuntos
mientras que el horizonte se estaba cubriendo de nubes que apagaban los restos
de la luz de la luna. Entonces aulló de pronto la terrible beann'shie, heraldo de la
muerte súbita y violenta, y a través del cielo negro galopó la Persecución
Salvaje, un cortejo de fantasmas con los ojos en llamas que cabalgaban a lomos
de esqueletos de caballos, agitando los jirones de sus ropas y estandartes. Como
cada cierto tiempo, la Persecución Salvaje hizo su cosecha, pero desde hacía
decenios no había sido ésta tan terrible. Sólo en Novigrado se contaban
doscientas personas desaparecidas sin dejar huella.
Cuando la Persecución se alejó y las nubes se disolvieron, se pudo ver la
luna, una luna menguante, como suele suceder en tiempo de equinoccio. Pero
aquella noche la luna tenía el color de la sangre.
El pueblo llano tenía muchas explicaciones para los fenómenos
equinocciales, que diferían significativamente según la demonología específica
de la región. Los astrólogos, druidas y hechiceros tenían también sus
explicaciones, pero eran en su mayoría erróneas y exageradas. Pocos, muy, muy
pocos eran capaces de relacionar aquellos sucesos con hechos reales. En las islas
de Skellige, por ejemplo, unos pocos supersticiosos vieron en aquellos curiosos
hechos las profecías de Tedd Deireádh, el fin del mundo, precedido por la batalla
de Ragh nar Roog, la lucha final entre la Luz y la Oscuridad. Los supersticiosos
consideraron que la violenta tormenta que en la noche del equinoccio de otoño
agitó las islas era una ola empujada por el pico del monstruoso Naglfar de
Morhógg, que conducía un ejército de fantasmas y demonios en un drakkar de
bordas construidas con uñas de cadáveres. Las personas de más luces o mejor
informadas, por su parte, pusieron en relación la locura del mar y el cielo con la
persona de la malvada hechicera Yennefer y su terrible muerte. Y aun otras
personas -todavía mejor informadas-vieron en el mar revuelto la señal de que
estaba agonizando alguien por cuyas venas corría la sangre de los reyes de
Skellige y Cintra.
Desde que el mundo es mundo, la noche del equinoccio de otoño es
también la noche de los espectros, las pesadillas y las apariciones, la noche de
los despertares repentinos, con el ahogo y el pálpito causados por el miedo, entre
sábanas retorcidas y húmedas de transpiración. Las apariciones y los despertares
no perdonaban ni a las cabezas más claras; en Nilfgaard, en las Torres de Oro, se
despertó gritando el propio emperador, Emhyr var Emreis. En el norte, en Lan
Exeter, el rey Esterad Thyssen se irguió bruscamente en la cama, despertando a
su cónyuge, la reina Zuleyka. En Tretogor se incorporó y echó mano a su estilete
el archiespía Dijkstra, despertando a la cónyuge del ministro de finanzas. En el
palacete de Montecalvo se incorporó entre sábanas de damasquino la hechicera
Filippa Eilhart, sin despertar a la mujer del conde de Noailles. Se despertaron -
con mayor o menor brusquedad-el enano Yarpen Zigrin de Mahakam, el viejo
brujo Vesemir en la fortaleza de las montañas de Kaer Morhen, el empleado de
banco Fabio Sachs en la ciudad de Gors Velen, el yarl Crach an Craite sobre la
cubierta del drakkar Ringhorn. Se despertó la hechicera Fringilla Vigo en el
castillo de Beauclair, se despertó la sacerdotisa Sigrdrifa en el santuario de la
diosa Freya en la isla de Hindarsfjall. Se despertó Daniel Etcheverry, conde de
Garramone, en la fortaleza sitiada de Maribor. Zyvik, decurión de los Coraceros
Grises en el fuerte de Ban Gleann. El mercader Dominik Bombastus
Houvenaghel en la ciudad de Claremont. Y muchos, muchos otros.
Pocos hubo, sin embargo, que fueran capaces de relacionar estos fenómenos
con un hecho concreto y real. Y con una persona real. El azar hizo que tres de
aquellas personas pasaran la noche del equinoccio de otoño bajo el mismo techo.
En el santuario de la diosa Melitele en Ellander.
– Chotacabras… -gimió el escribanillo Jarre, al tiempo que contemplaba las
tinieblas que anegaban el parque del santuario-. Creo que hay miles de ellos,
toda una bandada… Gritan por la muerte de alguien… Por la muerte de ella…
Está mulléndose…
– ¡No digas tonterías! -Triss Merigold se volvió con brusquedad, alzó el
puño apretado, durante un instante pareció que iba a empujar o a golpear al
muchacho en el pecho-. ¿Es que crees en supersticiones estúpidas? Se acaba
septiembre, los pájaros se agrupan para emigrar. ¡Es algo totalmente natural!
– Ella está muñéndose…
– ¡Nadie se muere! -gritó la hechicera, palideciendo de rabia-. Nadie, ¿lo
entiendes? ¡Deja de desbarrar!
En el pasillo de la biblioteca aparecieron algunas adeptas a las que les había
despertado la alarma nocturna. Sus rostros estaban serios y pálidos.
– Jarre. -Triss se tranquilizó, le puso la mano al muchacho en el hombro,
apretó con fuerza-. Eres el único hombre en el santuario. Todos te estamos
mirando, buscamos en ti apoyo y ayuda. No te está permitido tener miedo, no te
está permitido dejarte llevar por el pánico. No nos defraudes.
Jarre aspiró profundamente, intentó controlar los temblores de sus manos y
labios.
– No es el miedo… -susurró, evitando la mirada de la hechicera-. ¡Yo no
tengo miedo, solamente me preocupo! Por ella. La vi en mi sueño…
– Yo también la vi. -Triss apretó los labios-. Hemos tenido el mismo sueño,
tú, yo y Nenneke. Pero ni una palabra acerca de ello.
– La sangre en su rostro… Tanta sangre…
– Te he pedido que te callaras. Viene Nenneke.
La suma sacerdotisa se acercó a ellos. Tenía el rostro cansado. A la muda
pregunta de Triss contestó negando con la cabeza. Al advertir que Jarre abría la
boca, se apresuró a hablar:
– Por desgracia, nada. La Persecución Salvaje revoloteó sobre el santuario,
despertó a casi todas, pero ninguna ha tenido visiones. Ni siquiera tan nebulosa
como la nuestra. Ve a dormir, muchacho, nada hay aquí para ti. ¡Chicas, volved
al dormitorio!
Se restregó el rostro y los ojos con las dos manos.
– Eh… ¡Equinoccio! Maldita noche… Acuéstate, Triss. No podemos hacer
nada.
– Esta impotencia me vuelve loca. -La hechicera apretó los puños-. Sólo de
pensar que ella está sufriendo, que sangra, que la amenaza un… ¡Maldita sea, si
supiera qué hacer!
Nenneke, la suma sacerdotisa del santuario de Melitele, se dio la vuelta.
– ¿Y no has probado a rezar?
Al sur, allá al otro lado de los Montes de Amell, en Ebbing, en el país
llamado Pereplut, en los extensos cenagales formados por la intersección de los
ríos Velda, Lete y Arete, en un lugar a unas ochocientas millas a vuelo de cuervo
de la ciudad de Ellander y del santuario de Melitele, al alba, una pesadilla
despertó con brusquedad al anciano eremita llamado Vysogota. Una vez
despierto, Vysogota no pudo recordar de ninguna manera el contenido de lo
soñado, pero una extraña desazón le impidió conciliar de nuevo el sueño.
– Frío, frío, brrr -dijo para sí Vysogota, mientras caminaba por un sendero
entre los arbustos-. Frío, frío, brrr.
La trampa siguiente estaba vacía. Ni una sola rata almizclera. Un día de
caza sin suerte. Vysogota limpió el barro y las escamas de helechos que cubrían
la trampa, mientras mascullaba una maldición y sorbía los mocos por su helada
nariz.
– Frío, brrr, ay, ay -dijo, andando en dirección al pantano-. ¡Y todavía no es
más que septiembre! ¡Si no han pasado más que cuatro días después del
equinoccio! Ja, no recuerdo unos fríos así en todo el tiempo de mi vida. ¡Y llevo
vivo mucho tiempo!
La siguiente trampa, la penúltima, también estaba vacía. Vysogota ya no
tenía ganas ni de blasfemar.
– Es a todas luces cierto -chocheaba mientras iba caminando-que el clima
se enfría de año en año. Y ahora parece que el efecto del enfriamiento comienza
a acelerarse como una avalancha. Ja, los elfos lo habían previsto hace ya mucho,
pero, ¿quién creía en las predicciones de los elfos?
Unas alitas se agitaron de nuevo por encima de la cabeza del anciano,
cruzaron unas siluetas grises e increíblemente rápidas. La niebla sobre los
cenagales resonó de nuevo con el chillido repentino y salvaje de los chotacabras,
con el rápido palmoteo de las alas. Vysogota no prestó atención a los pájaros. No
era supersticioso y siempre había muchos chotacabras en el pantano, sobre todo
al amanecer, cuando volaban en grupos tan cerrados que daba hasta miedo de
que se chocaran con la cabeza de uno. Bueno, puede que no siempre hubiera
tantos como aquel día, puede que no siempre gritaran de forma tan tétrica… Pero
en fin, en los últimos tiempos la naturaleza hacía extravagantes travesuras y los
fenómenos extraños se sucedían unos a otros, cada uno aún más extraño que el
anterior.
Estaba sacando del agua la última trampa, también vacía, cuando escuchó el
relincho de un caballo. Los chotacabras quebraron su canto de inmediato, como
a una orden.
En los cenagales de Pereplut había sotos secos, situados en lugares más
altos, cubiertos de abedules negros, de alisos, de sangüeños, de cornejos y
endrinos. La mayor parte de los sotos estaban rodeados de tal modo por los
tremedales que era completamente imposible que caballo alguno o jinete que no
conociera las sendas consiguiera llegar hasta ellos. Y sin embargo los relinchos -
Vysogota los escuchó de nuevo-llegaban precisamente desde uno de aquellos
sotos.
La curiosidad venció a la prudencia.
Vysogota no entendía mucho de caballos y sus razas, pero era un esteta y
sabía reconocer y apreciar la belleza. Y el caballo moro de pelaje brillante como
la antracita que contempló perfilándose contra los troncos de abedules era
extraordinariamente hermoso. Era la verdadera quintaesencia de la belleza. Era
tan hermoso que parecía irreal.
Pero era real. Y también era real la forma en que estaba atrapado en una
trampa, enredado con las cinchas y la cabezada en el abrazo rojo sangre de las
ramas de sangüeño. Cuando Vysogota se acercó más, el caballo alzó las orejas,
pateó de tal modo que el suelo tembló, meneó la graciosa cabeza, se dio la
vuelta. Ahora se veía que era una yegua. También se veía otra cosa. Una cosa
que hizo que el corazón de Vysogota comenzara a latir como si se hubiera vuelto
loco y que unas invisibles pinzas de adrenalina le apretaran la garganta.
Detrás del caballo, en un agujero poco profundo, yacía un cadáver.
Vysogota tiró su saco al suelo. Y se avergonzó de su primer pensamiento,
que había sido darse la vuelta y salir huyendo. Se acercó más, manteniendo la
prudencia, porque la yegua negra pateaba el suelo, había bajado las orejas,
regañaba los dientes por encima de la embocadura y sólo esperaba la ocasión
adecuada para morderle o darle una coz.
El cadáver era el cuerpo de un muchacho de menos de veinte años de edad.
Estaba tendido con el rostro hacia la tierra, con una mano bajo el cuerpo y la otra
extendida hacia un lado y con los dedos clavados en la tierra. El muchacho
llevaba puesto un juboncillo de ante, unos ceñidos pantalones de cuero y unas
botas élficas con hebillas que le llegaban hasta las rodillas.
Vysogota se inclinó y en aquel preciso momento el cadáver lanzó un fuerte
gemido. La yegua mora dio un relincho agudo y golpeteó con los cascos en la
tierra.
El ermitaño se arrodilló, le dio la vuelta con cuidado al herido. Echó la
cabeza para atrás en un movimiento automático y silbó al ver la terrible máscara
de sangre coagulada y suciedad que el muchacho tenía en lugar de rostro. Apartó
con delicadeza el musgo, las hojas y la arena de los labios cubiertos de mocos y
babas, intentó arrancar la maraña de cabellos pegados con sangre a la mejilla. El
herido gimió sordamente, se tensó. Y comenzó a tiritar. Vysogota le retiró los
cabellos del rostro.
– Una muchacha -dijo en voz alta, sin poder creer lo que tenía delante-. Es
una muchacha.
Si aquel día después de caer la noche alguien se hubiera arrastrado
furtivamente hasta aquella cabaña perdida entre los cenagales, con su hundido
tejado de bálago cubierto de musgo, si alguien hubiera mirado a través de las
rendijas de los postigos, habría visto en su interior, a la escasa luz de unas
lamparillas de aceite, a una muchacha con la cabeza cubierta por gruesos
vendajes que estaba descansando en una inmovilidad casi de cadáver sobre un
camastro cubierto de pieles. Habría visto también a un viejecillo de barba gris en
forma de cuña y largos cabellos blancos que le caían sobre los hombros y las
espaldas desde los bordes de una gran calva que le alargaba la frente hasta más
allá de la coronilla. Hubiera distinguido cómo el viejecillo encendía otra vez una
vela de sebo, cómo colocaba sobre la mesa un reloj de arena, cómo afilaba la
pluma, cómo se inclinaba sobre un pliego de pergamino. Y cómo se quedaba
ensimismado y hablaba algo consigo mismo, meditabundo, sin levantar ojo de la
muchacha que yacía sobre el camastro.
Pero aquello no era posible. Nadie podía verlo. La choza del ermitaño
Vysogota estaba bien escondida entre las ciénagas. En un despoblado cubierto
eternamente por la niebla, donde nadie se atrevía a penetrar.
– Escribamos -Vysogota sumergió la pluma en la tinta-lo que sucede. Hace
tres horas del suceso. Reconocimiento: vulnus incisivum, herida de corte,
realizada con mucha fuerza con una herramienta afilada desconocida,
seguramente de hoja curva. Abarca la parte izquierda del rostro, comienza bajo
la región malar, corre a través de la mejilla y alcanza hasta la región
temporomasticular. La parte más profunda de la herida, que llega hasta el
periostio, es al principio, bajo la órbita ocular, sobre el hueso malar. Tiempo
estimado que transcurrió desde que las heridas fueron producidas hasta el
momento de la primera cura: diez horas.
La pluma chirriaba en el pergamino, pero el chirrido no duró más que unos
instantes. Y unas líneas. Vysogota no consideraba digno de anotar todo lo que se
decía a sí mismo.
– Volviendo al tratamiento de las heridas -continuó al cabo el anciano con
los ojos fijos en la palpitante y crepitante llama de la vela de sebo-, escribiremos
lo siguiente. No seccioné los bordes de la lesión, me limité tan sólo a retirar unos
cuantos desgarros que no estaban ensangrentados y por supuesto los coágulos.
Limpié las heridas con un extracto de corteza de sauce. Retiré la suciedad y los
cuerpos extraños. La cosí. Con hilo de cáñamo. Otro tipo de hilo, escribámoslo,
no estaba a mi disposición. Dispuse una compresa de árnica de montaña y
coloqué una muselina formando un vendaje.
Un ratón correteó por el centro del cuarto. Vysogota le echó un pedacito de
pan. La muchacha en el jergón respiró intranquila, gimió en sueños.
– Ocho horas después del incidente. El estado de la enferma: sin cambios.
El estado del médico… o sea, el mío, mejoró, puesto que me reparé con un tanto
de sueño… Puedo continuar con las notas. Conviene pues transcribir en estas
hojas algo de información acerca de mi paciente. Para las generaciones futuras.
Si acaso alguna generación futura fuera capaz de llegar hasta estos pantanos
antes de que todo esto se pudra y se deshaga en cenizas.
Vysogota suspiró con fuerza, mojó la pluma y la limpió con el borde del
tintero.
– En lo tocante a la paciente -murmuró-, que quede anotado lo que sigue.
La edad, por lo que aparenta, unos dieciséis años, alta, la constitución es más
bien delgada, pero al menos no es débil, no muestra señales de desnutrición.
Musculatura y constitución física son más bien típicas de las elfas jóvenes, pero
no se advierte característica alguna de mestizaje… hasta cuarterona inclusive.
Un porcentaje más bajo de sangre élfica puede, como es sabido, no dejar huella.
Sólo entonces se dio cuenta Vysogota de que no había escrito en la página
ni una sola runa, ni una sola palabra. Apoyó la pluma en el papel pero la tinta se
había secado. El viejecillo no se inmutó.
– Que quede anotado también -continuó-que la muchacha nunca ha parido.
Y también que en el cuerpo no tiene señal antigua alguna, cicatriz, alforza, rastro
ninguno de los que depositan el trabajo duro, los accidentes, la vida arriesgada.
Lo acentúo: hablo aquí de señales antiguas. Señales recientes no le faltan en todo
el cuerpo. A la muchacha la golpearon. Una verdadera paliza y de ningún modo
a manos de su padre. Seguramente le dieron de patadas también.
«Encontré también en su cuerpo una señal bastante extraña… Humm, que
quede esto escrito para bien de la ciencia… En la ingle, junto al monte de Venus,
la muchacha tiene tatuada una rosa roja.
Vysogota contempló absorto la punta afilada de la pluma, después de lo
cual la sumergió en el tintero. Esta vez, sin embargo, no olvidó el objetivo con el
que había hecho esto: comenzó a cubrir el papel con líneas regulares de escritura
inclinada. Siguió escribiendo hasta que se secó la pluma.
– Medio inconsciente, gritaba y hablaba -continuó-. Su acento y la forma de
expresión, si descontamos las continuas expresiones intercaladas en el argot
obsceno de los delincuentes, producen bastante confusión, son difíciles de
ubicar, pero me arriesgaría a afirmar que proceden más bien del norte que del
sur. Algunas palabras…
De nuevo rasgó el pergamino con la pluma, no demasiado tiempo, mucho
menos de lo necesario para poder escribir todo lo que había dicho un instante
antes. Después de lo cual siguió con su monólogo, exactamente allí donde lo
había interrumpido.
– Algunas palabras, nombres y apelativos que la muchacha balbuceó en su
fiebre son dignos de ser recordados. E investigados. Todo apunta a que una
persona muy, pero que muy poco corriente ha encontrado el camino hasta la
varga del viejo Vysogota…
Guardó silencio durante un rato, escuchando.
– Ojalá -murmuró-que la varga del viejo Vysogota no se convierta en el
final de su camino.
Vysogota se inclinó sobre el pergamino e incluso apoyó en él la pluma, pero
no escribió nada, ni una sola runa. Arrojó la pluma sobre la mesa. Jadeó por un
instante, murmuró con furia, se sonó los mocos. Miró al lecho, prestó atención a
los sonidos que le llegaban desde allí.
– Hay que advertir y apuntar -dijo con voz cansada-que está muy mal.
Todos mis esfuerzos y tratamientos puedan resultar insuficientes y el celo puede
resultar baldío. Mis temores eran bien fundados. La herida está infectada. La
muchacha tiene una fiebre muy alta. Se han presentado ya tres de los cuatros
síntomas principales de un fuerte estado inflamatorio. Rubor, calor y tumor son
fáciles de advertir en este momento a ojo y tacto. Cuando pase el shock
postaccidental aparecerá el cuarto: dolor. Que quede escrito que ha pasado ya
cerca de medio siglo desde que me dedicara a la práctica de la medicina, percibo
cómo estos años pesan sobre mi memoria y la agilidad de mis dedos. No sé hacer
mucho, todavía menos puedo hacer. Apenas tengo remedios y medicamentos.
Toda mi esperanza yace en los mecanismos de defensa de un organismo joven…
– Doce horas desde el incidente. Conforme a lo esperado, ha aparecido el
cuarto síntoma principal de la inflamación: dolor. La enferma grita de dolor, la
fiebre y los temblores se incrementan. No tengo nada, ningún medicamento que
pueda darle. Dispongo de una pequeña cantidad de elixir de estramonio, pero la
muchacha está demasiado débil para sobrevivir a su acción. Tengo también algo
de acónito, pero el acónito la mataría al instante.
– Quince horas desde el incidente. Amanece. La enferma está inconsciente.
La fiebre sube con fuerza, los temblores se acrecientan. Aparte de esto aparece
una fuerte contracción de los músculos del rostro. Si se trata del tétanos, la
muchacha está perdida. Tengamos sin embargo la esperanza de que se trate tan
sólo de los nervios faciales… O del trigémino. O de ambos… La muchacha
quedará desfigurada… pero estará viva…
Vysogota miró al pergamino en el que no había escrito ni una runa, ni una
sola palabra.
– A condición -dijo en voz baja-de que sobreviva a la infección.
– Veinte horas desde el incidente. La fiebre crece. Rubor, calor, tumor y
dolor alcanzan, me da la impresión, el punto culminante. Pero la muchacha no
tiene posibilidades de vivir siquiera hasta alcanzar esas fronteras. Así que
escribiré… Yo, Vysogota de Corvo, no creo en la existencia de los dioses. Pero si
por una casualidad existieran, pido que tomen bajo su protección a esta
muchacha. Y que me perdonen a mí lo que he hecho… Si es que lo que he hecho
resultara ser un error.
Vysogota soltó la pluma, se restregó los párpados, que tenía hinchados y le
picaban, apoyó los puños en las sienes.
– Le he dado una mezcla de estramonio y acónito -dijo con voz sorda-. Las
próximas horas decidirán todo.
No estaba durmiendo, tan sólo daba unas cabezadas, cuando un golpe y un
estruendo, a los que acompañaba un gemido, lo sacaron del duermevela. Un
gemido más bien de rabia que de dolor.
En el exterior clareaba el día, las rendijas de las contraventanas dejaban
apenas pasar unos débiles rayos de luz. La arena del reloj había caído del todo, y
hacía mucho. Vysogota, como de costumbre, había olvidado darle la vuelta. La
lamparilla apenas temblaba, la llama de color rubí del hogar iluminaba
levemente los rincones de la choza. El viejo se levantó, retiró el improvisado
biombo de mantas que separaban el lecho del resto del cuarto para darle un poco
de tranquilidad a la enferma.
La enferma ya había conseguido levantarse del suelo sobre el que se había
caído sólo un momento antes, estaba sentada enderezada en la orilla del
camastro, intentaba rascarse el rostro bajo el vendaje. Vysogota tosió.
– Te pedí que no te levantaras. Estás demasiado débil. Si quieres algo,
llámame. Siempre estoy cerca.
– Pues yo lo que no quiero es que estés cerca -dijo bajito, a media voz, pero
muy claro-. Quiero mear.
Cuando él volvió a recoger el orinal, ella estaba tendida en el camastro, de
espaldas, masajeándose el vendaje que apretaba la mejilla y cubría la frente y el
cuello con cintas de vendas. Cuando al cabo de un rato regresó, ella no había
cambiado de posición.
– ¿Cuatro jornadas? -preguntó, mientras miraba al techo.
– Cinco. Ha pasado casi un día desde que hablamos por última vez. Has
dormido una jornada entera. Eso está bien. Necesitas dormir.
– Me siento mejor.
– Estoy contento de oírlo. Vamos a quitar el vendaje. Te ayudaré a sentarte.
Agárrate a mi mano.
La herida cicatrizaba bien, estaba seca, esta vez retiró el vendaje casi sin
dolorosos tirones al separarlo de la costra. La muchacha se tocó con cuidado la
mejilla. Frunció el ceño, pero Vysogota sabía que no sólo era el dolor. Se
aseguraba de la extensión de la mutilación, tomaba consciencia de la gravedad
de la herida. Se aseguraba, sintiendo espanto, de que lo que había sentido al tacto
antes no había sido una pesadilla producida por la fiebre.
– ¿Tienes aquí un espejo?
– No tengo -mintió.
Ella lo miró, quizá completamente consciente por vez primera.
– ¿Eso quiere decir que está tan mal? -preguntó, pasando la mano con
cuidado por las costuras.
– Es un corte muy amplio -masculló, molesto consigo mismo por explicarse
y justificarse ante una mocosa-. Todavía tienes la cara muy inflamada. Dentro de
unos días te quitaré las costuras, hasta entonces te pondré árnica y extracto de
sauce. Ya no te vendaré toda la cabeza. La herida cicatriza muy bien.
Ella no respondió. Movía los labios y las mandíbulas, arrugaba la cara y
fruncía el ceño, probando qué le dejaba hacer la herida y qué no.
– He hecho caldo de paloma. ¿Quieres?
– Quiero. Pero esta vez lo intentaré sola. Es denigrante que le den de comer
a una como a una paralítica.
Comió largo rato. Se llevaba a la boca la cuchara de madera con tanto
esfuerzo como si pesara dos libras. Pero pudo hacerlo sin ayuda de Vysogota,
quien la observaba con interés. Vysogota era curioso y ardía de curiosidad. Sabía
que junto con el regreso de la muchacha a la salud comenzaría el intercambio de
palabras que podría arrojar algo de luz al misterioso asunto. Lo sabía y no podía
esperar hasta ese momento. Llevaba demasiado tiempo viviendo solo en aquel
despoblado.
La muchacha terminó de comer, se tumbó sobre los cojines. Durante un rato
miró como muerta al techo, luego volvió la cabeza. Sus extraordinarios ojos
verdes, pensó otra vez Vysogota, le daban a su rostro un aspecto de inocencia
infantil, lo que en aquel momento resaltaba con la mejilla horriblemente
mutilada. Vysogota conocía aquel tipo de belleza, los grandes ojos de un niño
eterno, una fisonomía que producía una simpatía instintiva. Una muchacha
eterna, incluso cuando su vigésimo, incluso su trigésimo cumpleaños hubiera
caído ya en el olvido. Sí. Vysogota conocía bien aquel tipo de belleza. Su
segunda mujer había sido así. Su hija era así.
– Tengo que irme de aquí -dijo de pronto la muchacha-. Y rápido. Me están
persiguiendo. Lo sabes.
– Lo sé -afirmó con la cabeza-. Fueron éstas las primeras palabras que
dijiste que pese a las apariencias no eran delirios. Más exactamente, casi de las
primeras. Porque lo primero que preguntaste fue por tu caballo y tu espada. En
este orden. Cuando te aseguré que tanto el caballo como la espada estaban en
buena custodia, te entró la sospecha de que yo era un aliado de no sé qué
Bonhart y de que no te estaba curando, sino que te sometía a la tortura de darte
esperanzas. Cuando, no sin esfuerzo, te saqué de tu error, te presentaste a ti
misma como Falka y me agradeciste que te hubiera salvado.
– Eso está bien. -Clavó la cabeza en la almohada, como queriendo evitar la
necesidad de mirarle a los ojos-. Eso está bien, el que no olvidara agradecértelo.
Yo lo recuerdo como entre la niebla. No sé lo que era sueño y lo que era
realidad. Temía no haber dado las gracias. No me llamo Falka.
– También me enteré de ello, aunque más bien por casualidad. Lo dijiste
durante la fiebre.
– Soy una fugitiva -dijo sin volver la cabeza-. Una prófuga. Es peligroso
darme refugio. Es peligroso saber cómo me llamo de verdad. Tengo que subirme
a mi caballo y huir antes de que me descubran…
– Hace un momento -dijo él con voz suave-tenías problemas para sentarte
en el orinal. No sé muy bien cómo ibas a poder sentarte en el caballo. Pero te
aseguro que aquí estás a salvo. Nadie te descubrirá.
– Me seguirán, estoy segura. Seguirán los rastros, registrarán los
alrededores…
– Tranquilízate. Llueve todos los días, nadie encontrará las huellas. Estás en
un despoblado, en un desierto. En casa de un eremita, que se aisló del mundo.
Para que no fuera fácil encontrarlo. Sin embargo, si quieres puedo buscar una
forma de llevar noticias sobre ti a tus parientes o a tus amigos.
– No sabes siquiera quién soy…
– Eres una muchacha herida -le cortó-. Que huye de alguien que no vacila
en herir a muchachas. ¿Quieres que lleve alguna noticia?
– No hay a quién -respondió al cabo, y Vysogota percibió un cambio en el
tono de voz-. Mis amigos están muertos. Los mataron a todos.
Él no contestó.
– Yo soy la muerte -continuó, con una voz extraña-. Todo el que me conoce
muere.
– No todos -negó él mirándola con atención-. No el Bonhart ése cuyo
nombre gritabas en sueños, ése ante el que ahora quieres huir. Vuestro encuentro
te ha perjudicado más a ti que a él. ¿Fue él… quien te hirió el rostro?
– No. -Ella apretó los labios para ahogar algo que podía ser un gemido o
una maldición-. Fue Antillo el que me hirió en la cara. Stefan Skellen. Y
Bonhart… Bonhart me hirió mucho más hondo. Más profundamente. ¿Hablé de
ello durante la fiebre?
– Tranquilízate. Estás débil, deberías evitar todo movimiento brusco.
– Me llamo Ciri.
– Te pondré una compresa con árnica, Ciri.
– Espera… un momento. Dame un espejo.
– Te he dicho…
– ¡Por favor!
Él obedeció, llegó a la conclusión de que era necesario, que no se podía
esperar más. Incluso trajo una lamparilla. Para que ella pudiera ver mejor lo que
le habían hecho a su rostro.
– Vaya, sí -dijo con la voz quebrada, distinta-. Sí. Tal y como me lo
imaginaba. Casi como me lo imaginaba.
Él salió, y corrió tras de sí el improvisado biombo de mantas.
Ella intentó sollozar bajito, para que no se la oyera. Lo intentó con todas sus
fuerzas.
Al día siguiente Vysogota le quitó la mitad de los puntos. Ciri se masajeó la
mejilla, silbó como una serpiente, quejándose de un fuerte dolor en el oído y
resintiéndose en el cuello cerca de la mandíbula. Pese a ello se levantó, se vistió
y salió al exterior. Vysogota no protestó. La acompañó. No necesitó ayudarla ni
sujetarla. La muchacha estaba sana y era mucho más fuerte de lo que parecía.
Sólo se detuvo cuando llegó afuera, se sujetó al marco de la puerta y a las
bisagras.
– Pero… -espiró bruscamente-. ¡Pero qué frío! ¿Una helada? ¿Ya es
invierno? ¿Cuánto tiempo he estado en la cama? ¿Semanas?
– Exactamente seis días. Hoy es el quinto día de octubre. Pero se anuncia
un octubre muy, muy frío.
– ¿El cinco de octubre? -frunció el ceño, silbó sintiendo dolor al hacerlo-.
¿Cómo puede ser? ¿Dos semanas?
– ¿Qué? ¿Qué dos semanas?
– No importa. -Se encogió de hombros-. Puede que yo me equivoque… O
puede que no. Dime, ¿qué es lo que apesta tanto aquí?
– Pieles. Cazo ratas almizcleras, castores, visones y nutrias, curto sus pieles.
Hasta un ermitaño tiene que vivir de algo.
– ¿Dónde está mi caballo?
– En el establo.
La yegua negra les saludó con un sonoro relincho y la cabra de Vysogota la
secundó con un balido en el que se percibía un gran disgusto por la necesidad de
tener que compartir su habitáculo con otro inquilino. Ciri abrazó el cuello del
caballo, le palmeteó, le acarició la crin.
– ¿Dónde está mi silla? ¿El telliz? ¿Los arreos?
– Aquí.
Él no protestó, no le hizo observación alguna, no expresó su opinión.
Guardó silencio, apoyado en su bastón. No se movió cuando ella jadeó al
intentar levantar la silla, no se inmutó cuando ella se tambaleó por el peso y cayó
torpemente sobre el suelo cubierto de paja, lanzando un sonoro gemido. No se
acercó a ella, no la ayudó a levantarse. La observaba con atención.
– Bueno, vale -dijo Ciri con los dientes apretados, mientras empujaba a la
yegua, que estaba intentando meter la nariz por el cuello de su camisa-. Está todo
claro. ¡Pero yo tengo que irme de aquí, joder! ¡Tengo que irme!
– ¿Adonde? -preguntó él con voz fría.
Ella se masajeó el rostro, todavía seguía sentada sobre la paja, junto a la
silla.
– Lo más lejos posible.
Vysogota asintió con la cabeza, como si la respuesta le satisficiera, lo
aclarara todo y no dejara lugar a duda. Ciri se levantó con esfuerzo. Ni siquiera
intentó inclinarse a por la silla y los arreos. Sólo comprobó si la yegua tenía
avena y heno en el pesebre, comenzó a limpiar las pajas de la crin y los costados
del caballo. Vysogota esperó en silencio hasta que sucedió. La muchacha se
afirmó en el poste que sujetaba el techo, se quedó pálida como la pared. Él le
ofreció el báculo sin decir palabra.
– No me pasa nada, es sólo que…
– Sólo que la cabeza te da vueltas porque estás enferma y tienes menos
fuerzas que un recién nacido. Volvamos. Tienes que tumbarte.
A la puesta del sol, habiendo dormido sus buenas horas, Ciri salió de nuevo.
Vysogota, que volvía del río, se tropezó con ella junto a un seto natural de
zarzas.
– No salgas demasiado lejos de la varga -dijo en tono acre-. En primer
lugar, estás demasiado débil…
– Me siento mejor.
– En segundo, es peligroso. Alrededor hay un enorme pantano, un cañaveral
sin fin. No conoces los senderos, puedes perderte o ahogarte en los lodazales.
– Y tú -señaló el saco que el ermitaño iba arrastrando-conoces los senderos,
por supuesto. E incluso vas por ellos no demasiado lejos, por lo que el pantano
no debe de ser tan grande. Curtes pieles para vivir, está claro. Kelpa, mi yegua,
tiene avena y yo no veo aquí sembrados. Hemos comido pollo y gachas de
cebada. Y pan. Pan de verdad, no chuscos. No creo que el pan te lo haya dado un
trampero. Así que eso significa que hay un pueblo por los alrededores.
– Una deducción sin fallo -confirmó él con serenidad-, Ciertamente, me
traen las provisiones de la aldea más cercana. La más cercana, pero que no está
para nada cerca, se halla en los límites de la ciénaga. El pantano linda con el río.
Cambio mis pieles por víveres que me traen en una canoa. Pan, cebada, harina,
sal, queso, a veces un conejo o un pollo. A veces noticias.
No hubo preguntas, así que continuó.
– Una horda de gente a caballo estuvo dos veces en el poblado buscando a
alguien. La primera vez advirtieron a los aldeanos de que no te escondieran,
amenazaron con hierro y fuego si llegaras a ser capturada en el pueblo. La
segunda vez prometieron una recompensa. Por encontrar el cadáver. Tus
perseguidores están convencidos de que yaces muerta en los bosques, en alguna
hoya o barranco.
– Y no descansarán -murmuró-hasta que no encuentren el cuerpo. Lo sé
bien. Tienen que tener alguna prueba de que no estoy viva. Sin esa prueba no
renunciarán. Buscarán por todos lados. Y al final llegarán hasta aquí…
– Les interesas mucho -advirtió él-. Aun diría más, les interesas de un modo
extraordinario…
Ella apretó los labios.
– No tengas miedo. Me iré antes de que me encuentren. No te expondré a
peligro… No tengas miedo.
– ¿Por qué supones que tengo miedo? -Se encogió de hombros-. ¿Qué
motivo hay para estar atemorizado? Aquí no llegará nadie, nadie será capaz de
encontrarte aquí. Pero si sacas las napias fuera de las cañas, te toparás de frente
con tus perseguidores.
– En otras palabras -ella echó hacia atrás la cabeza en un gesto de desafío-,
que tengo que quedarme aquí. ¿Eso es lo que querías decir?
– No eres una prisionera. Puedes irte cuando gustes. Mejor dicho: cuando
seas capaz. Pero puedes también quedarte aquí y esperar. Llegará el día en que
tus perseguidores se cansen. Siempre se cansan, antes o después. Siempre.
Puedes creerme. Lo conozco bien.
Los ojos verdes de la muchacha brillaron al mirarlo.
– Al fin y al cabo -dijo deprisa el ermitaño, al tiempo que se encogía de
hombros y rehuía su mirada-, harás lo que quieras. Repito, no te retendré aquí.
– Sin embargo, hoy no me iré -resopló-. Me siento débil… y el sol se va a
poner… y no conozco las sendas. Así que vamos a la choza. Me he quedado
helada.
– Has dicho que llevo aquí seis jornadas. ¿Es eso cierto?
– ¿Por qué iba a mentir?
– No te alteres. Estoy intentando calcular los días… Yo me escapé… me
hirieron… en el día del Equilibrio. El veintitrés de septiembre. Si prefieres
contar como los elfos, el último día de Lammas.
– Eso no es posible.
– ¿Por qué iba a mentir? -gritó y gimió, al tiempo que se tocaba el rostro.
Vysogota la miró con serenidad.
– No sé por qué -dijo con la voz gélida-. Pero yo he sido médico, Ciri. Hace
mucho, pero todavía sé distinguir una herida hecha diez horas antes de una hecha
cuatro días antes. Te encontré el veintisiete de septiembre. Así que te hirieron el
veintiséis. El tercer día de Velen, si prefieres contar como los elfos. Tres días
después del equinoccio.
– Me hirieron en el mismo equinoccio.
– Eso no es posible, Ciri. Debes de haber equivocado la fecha.
– De eso nada. Tú eres el que tiene algún calendario de ermitaño pasado de
moda.
– Como quieras. ¿Tanta importancia tiene?
– No. No tiene ninguna.
Tres días después Vysogota le retiró los últimos puntos. Tenía todos los
motivos para estar satisfecho y orgulloso de su obra: la línea de costura era recta
y limpia, no había que temer al tatuaje de la suciedad entremetida en la herida.
Sin embargo, al cirujano le echó a perder la satisfacción el ver a Ciri en lúgubre
silencio contemplando la cicatriz desde diversos ángulos con un espejo e
intentando esconderla -sin resultado-arrojando sus cabellos sobre la mejilla. La
sutura la afeaba. Un hecho es un hecho. No había nada que hacer. Nada le
ayudaba el fingir que no era así. Todavía roja, tumefacta como una soga,
punteada con las huellas del aguijón de la aguja y marcada con las señales de los
hilos, la cicatriz tenía un aspecto
verdaderamente macabro. Cabía la posibilidad de que ese estado sufriera
una mejora lenta o incluso rápida. Sin embargo, Vysogota sabía que no había
posibilidad de que la cicatriz desapareciera y dejara de afearla.
Ciri se sentía mucho mejor, pero para asombro y satisfacción de Vysogota
ya no hablaba de partir. Sacó del establo a su yegua negra Kelpa. Vysogota sabía
que en el norte se llamaba kelpa a unas algas, un peligroso monstruo marino que
según la superstición podía adoptar la forma de un hermoso caballo, un delfín o
incluso una bella mujer, pero que en realidad siempre tenía el aspecto de un
montón de hierbas. Ciri ensilló a la yegua y cabalgó alrededor del corral y la
choza, después de lo cual Kelpa volvió al establo para hacerle compañía a la
cabra, mientras que Ciri regresó a la choza para hacerle compañía a Vysogota.
Hasta, seguramente por aburrimiento, lo ayudó en su trabajo. Mientras él
separaba las pieles de nutria por su tamaño y su tono, ella dividía las ratas
almizcleras en dorsos y vientres, y extendía las pieles a lo largo de una mesita
que habían metido en la casa. Por lo que se veía, tenía los dedos hábiles.
Precisamente durante esta tarea tuvo lugar una conversación bastante
extraña entre ellos.
– No sabes quién soy. Ni siquiera te puedes imaginar quién soy.
Ella repitió varias veces esta afirmación banal y eso le incomodó a él un
tanto. Por supuesto no dejó que ella se diera cuenta de su fastidio, le hubiera
rebajado el traicionar sus sentimientos ante una mocosa como ésa. No, no podía
dejar que pasara esto, pero tampoco podía traicionar la curiosidad que lo
devoraba.
Una curiosidad que en suma carecía de motivos, porque se podía imaginar
sin esfuerzo quién era. En los tiempos de Vysogota las bandas juveniles tampoco
eran una rareza. Los años que habían transcurrido no habían conseguido eliminar
tampoco la fuerza magnética con que estas cuadrillas atraían a la muchachada
ávida de aventuras y fuertes emociones. Muy a menudo para su perdición. Los
mocosos que salían de ello con una cicatriz en el rostro podían decir que habían
tenido suerte. A los menos felices les esperaban torturas, el patíbulo, el hacha o
el palo…
Bah, desde tiempos de Vysogota sólo había cambiado una cosa: la
progresiva emancipación. Las bandas atraían no sólo a los jovenzuelos sino
también a las pipiolas alocadas, que cambiaban la sillita, la rueca y la espera del
casorio por el caballo, la espada y las aventuras.
Vysogota no le dijo aquello directamente. Lo comentó dando rodeos. Pero
de tal modo que ella pudiera saber que él lo sabía. Para hacerla consciente de que
si aquí había algún enigma, con toda seguridad no era ella: una muchacha que
andaba por los caminos con una banda de bandoleros adolescentes y que había
escapado por milagro de una trampa. Una mocosa desfigurada que intentaba a
toda costa rodearse de una aura enigmática…
– No sabes quién soy. Pero no tengas miedo. Me iré pronto. No te expondré
a peligro.
Vysogota estaba ya harto.
– No me amenaza peligro alguno -dijo él con aspereza-. ¿Cuál podría ser?
Incluso si tus perseguidores aparecen por aquí, lo que dudo, ¿qué mal me pueden
hacer? Otorgar ayuda a un delincuente huido es merecedor de castigo, pero no en
el caso de un ermitaño, puesto que el ermitaño no es consciente de las cosas del
mundo. Mi privilegio es albergar a todo aquél que llegue hasta mi rincón. Bien
has dicho: no sé quién eres. ¿Cómo iba a saber yo, un ermitaño, quién eres, el
delito que has cometido y por qué te persigue la ley? ¿Y qué ley? Si yo ni
siquiera sé qué ley es la que rige en estos alrededores ni de quién es la
jurisdicción. Ni me interesa. Soy un ermitaño.
Se dio cuenta de que había hablado demasiado sobre su eremitismo. Pero
no cedió. Los verdes ojos de ella llenos de furia le atravesaban como si fueran
cuchillas.
– Soy un pobre eremita. Muerto para el mundo y sus trabajos. Soy un
hombre sencillo y sin instrucción, ignorante de los asuntos mundanos…
Había exagerado.
– ¡Seguro! -gritó ella, arrojando la piel y el cuchillo al suelo-. ¿Me tomas
por tonta o qué? Pues no te pienses que soy tonta. ¡Ermitaño, pobre eremita!
Cuando no estabas eché un vistazo por aquí. Miré allí, en el rincón, en aquel
quicio no demasiado limpio. ¿De dónde han salido tantos libros de ciencias que
hay sobre las estanterías, eh, hombre sencillo y sin instrucción?
Vysogota echó una piel de nutria sobre el jergón.
– Antes vivía aquí un cobrador de impuestos -dijo inmutable-. Ésos ton
catastros y libros de contabilidad.
– Mientes. -Ciri frunció el rostro, se masajeó la cicatriz-. ¡Mientes a todas
luces!
El no respondió, haciendo como que evaluaba el tono de otra piel.
– Te piensas -siguió la muchacha al cabo-que porque tienes barba, arrugas y
cien años a cuestas vas a engañar sin esfuerzo a una moza inocente, ¿eh? Pues te
diré: a la primera pardilla que pasara por aquí puede que la engañaras. Pero yo
no soy una pardilla.
Él alzó las cejas en una interrogación muda y retadora. Ella no le hizo
esperar mucho.
– Yo, mi señor ermitaño, he estudiado en lugares donde había muchos
libros, y también algunos con los mismos títulos que hay en tus estanterías.
Conozco muchos de esos títulos.
Vysogota alzó todavía más las cejas. Ella le miró directamente a los
– Cosas raras -otorgó Ciri-parlotea esta cerdita toda sucia, esta huérfana
harapienta, ha de ser una ladrona o una bandolera, que la encontraron en el
arroyo con la jeta hecha polvo. Y sin embargo has de saber, ermitaño, que yo he
leído la Historia de Roderick de Novembre. Repasé, y más de una vez, la obra
que lleva el título de Materiae medicae. Conozco el Herbarius, el mismo que
tienes en tu estantería. También sé lo que significa la cruz de armiño sobre
escudo rojo que aparece en los lomos de los libros. Es la señal de que los editó la
Universidad de Oxenfurt.
Se detuvo, seguía observándolo con atención. Vysogota guardó silencio,
hacía esfuerzos para que su rostro no delatara nada.
– Por eso pienso -dijo Ciri, echando la cabeza hacia atrás en un movimiento
típico suyo, orgulloso y un tanto violento-que tú no eres para nada un simplón ni
un ermitaño. Que para nada has muerto para el mundo sino que has huido de él.
Y te escondes aquí, en los despoblados, enmascarado entre apariencias y
cañaverales sin fin.
– Si así es -Vysogota sonrió-, entonces nuestra suerte se ha unido en forma
harto extraña, mi leída señorita. En forma grandemente enigmática nos reunió el
destino. Al fin y al cabo, tú también, Ciri, te ocultas. Al fin y al cabo, tú también,
Ciri, con destreza tejes a tu alrededor un velo de apariencias. Yo anciano soy, y
lleno de sospechas y amargado por la desconfianza de la edad…
– ¿Desconfías de mí?
– Desconfío del mundo, Ciri. De un mundo donde las engañosas
apariencias adoptan la máscara de la verdad para sacar a la luz otra verdad, falsa,
por decirlo pronto y mal, una verdad que también intenta engañar. De un mundo
en el que el escudo de la Universidad de Oxenfurt se pinta sobre las puertas de
las mancebías. De un mundo en el que bandoleras heridas se las dan de ser
señoritas versadas, sabias y hasta puede que de noble cuna, intelectuales y
eruditas que leen a Roderick de Novembre y conocen el sello de la Academia.
Contra todas las apariencias. Contra el hecho de que ellas mismas portan otra
señal. Un tatuaje de bandido. Una rosa roja grabada en la ingle.
– Cierto, tenías razón. -Apretó los labios y su rostro se cubrió de un rubor
tan intenso que la línea de la cicatriz parecía negra-. Eres un viejo amargado. Y
un rancio metomentodo.
– En mi estantería, detrás de la cortina -señaló él con un movimiento de
cabeza-, está el Aen N'og Mab Taedh'morc, una colección de cuentos élficos y de
profecías en verso. Hay allí una fábula que concuerda con esta situación y esta
conversación. Es la historia de un cuervo provecto y una golondrina nuevita.
Puesto que del mismo modo que tú, Ciri, soy un erudito, me permito recordar
unos fragmentos adecuados a las circunstancias. El cuervo, como recordarás con
toda seguridad, acusa a la golondrina de frivolidad y de liviandad poco graciosa.
Hen Cerbin dic'ss aen n'og Zireael Aark, aark, caelmfoile, te veloe, ¿ell?
Zireael…
Se detuvo, apoyó los codos sobre la mesa y la barbilla sobre los dedos
extendidos. Ciri agitó la cabeza, se enderezó, le miró retadora. Y terminó el
poema.
… Zireael veloe que'ss aen en'ssan irch Mab og, Hen Cerbin, vean ni,
¡quirk, quirk!
– El viejo amargado y desconfiado -dijo al cabo Vysogota sin cambiar de
posición-le pide perdón a la joven erudita. El cuervo provecto, que ve mentira y
engaño por doquier, le pide a la golondrina que le perdone, a una golondrina
cuya única culpa es ser joven y estar llena de vida. Y ser guapilla.
– Ahora desbarras -refunfuñó ella, cubriéndose la cicatriz del rostro con la
mano en un movimiento inconsciente-. Estos cumplidos te los puedes ahorrar.
No van a enmendar los trapos de esparto con los que me restregaste la piel. No te
pienses tampoco que así vas a conseguir conquistar mi confianza. Yo sigo sin
saber quién eres en realidad. Por qué me mentiste en lo que respecta a las fechas.
Y con qué intenciones me miraste entre las piernas aunque estaba herida en el
rostro. Y si se acabó sólo en la mirada.
Esta vez consiguió sacarlo de sus casillas.
– ¿Pero qué te imaginas, mocosa? -gritó-. ¡Si podría ser tu padre!
– Mi abuelo -le corrigió con voz gélida-. Y hasta mi bisabuelo. Pero no lo
eres. Yo no sé quién eres. Pero con toda seguridad no eres la persona que
pretendes ser.
– Soy quien te encontró en el pantano, casi congelada hasta los huesos, con
una costra negra en lugar de rostro, inconsciente, mugrienta y sucia. Soy quien te
trajo a su casa aunque no sabía quién eras y tenía derecho a imaginarse lo peor.
Quien te curó y tendió en la cama. Te dio medicamentos cuando estabas
estallando de fiebre. Se ocupó de ti. Te lavó. Muy cuidadosamente. También por
los alrededores del tatuaje.
Ciri se apaciguó de nuevo, pero de sus ojos no había desaparecido ni por
asomo una mirada retadora e insolente.
– En este mundo -gritó-, a veces las engañosas apariencias se ponen la
máscara de la verdad, tú mismo lo has dicho. Yo también conozco un poco este
mundo, hazte a la idea. Me salvaste, me curaste y te ocupaste de mí. Gracias por
ello. Te estoy agradecida por tu… bondad. Pero sé que no existe bondad sin…
– Sin interés ni esperanza de ganar algo -terminó él con una sonrisa-. Sí, lo
sé. Hombre soy de mundo, quién sabe si no conozco el mundo tan bien como tú,
Ciri. A las muchachas heridas se las despoja de todo lo que tenga algún valor. Si
están inconscientes o demasiado débiles para defenderse, se suele dar rienda
suelta a la concupiscencia y el apetito, a menudo en formas depravadas y contra
natura. ¿No es cierto?
– Nada es como parece -respondió Ciri, cubriéndose de nuevo de rubor.
– Cuan certera afirmación -dijo el ermitaño, al tiempo que arrojaba otra piel
al montón apropiado-. Y cuan ineluctablemente nos conduce a la conclusión de
que nosotros, Ciri, no sabemos nada el uno del otro. Sólo conocemos las
apariencias, y éstas engañan.
Aguardó un instante, pero Ciri no se apresuró a responder nada.
– Aunque ambos hemos acertado a realizar una especie de pesquisa
preliminar, seguimos sin saber nada. Yo no sé quién eres tú, tú no sabes quién
soy…
Esta vez él esperó conscientemente. Ella le miró y en sus ojos ardía la
pregunta que él estaba esperando. Algo extraño brilló en los ojos de la muchacha
cuando hizo la pregunta esperada.
– ¿Quién empieza?
Si tras el ocaso alguien se hubiera arrastrado a hurtadillas hasta la choza de
tejado de bálago caído y lleno de musgo, si hubiera mirado al interior, habría
visto a la luz de las llamas y reflejos del hogar a un viejecillo de barba gris
encorvado sobre un montón de pieles. Hubiera visto también a una muchacha de
cabellos cenicientos con una horrible cicatriz en la mejilla, una cicatriz que no
concordaba para nada con unos ojos verdes tan grandes como los de un niño.
Pero nadie podía verlo. La choza estaba entre cañaverales, en medio de un
pantano al que nadie se atrevía a aventurarse.
– Me llamo Vysogota de Corvo. Fui médico. Cirujano. Fui alquimista. Fui
investigador, historiador, filósofo y ético. Fui profesor de la Academia de
Oxenfurt. Tuve que huir de allí después de publicar cierta obra que fue
considerada como impía, acusación que entonces, hace cincuenta años, acarreaba
la pena de muerte. Tuve que emigrar. Mi mujer no quiso emigrar, así que me
abandonó. Y yo sólo me detuve cuanto estaba ya muy lejos, en el sur, en el
imperio de Nilfgaard. Conseguí allá por fin la ocupación de docente de ética en
la Academia Imperial de Castell Graupian, cargo que ejercí cerca de diez años.
Pero también tuve que huir de allí después de publicar cierto tratado… En
realidad la obra se ocupaba del poder totalitario y del carácter criminal de las
guerras de ocupación, pero oficialmente se nos acusó a mi obra y a mí de
misticismo metafísico y herejía clerical. Se entendió que actué en connivencia
con los grupos clericales imperialistas y revisionistas que eran los verdaderos
gobernantes de los reinos del norte. ¡Bastante divertido a la luz de la pena de
muerte que recibiera por mi ateísmo veinte años antes! Y era así que al fin y al
cabo los imperialistas clericales se habían sumido hacía ya tiempo en el olvido,
pero en Nilfgaard no se había enterado nadie de ello. La unión del misticismo
con la política era perseguida y castigada con rigor.
»Hoy día, juzgando con la perspectiva de los años, pienso que si me hubiera
humillado y hubiera mostrado arrepentimiento, seguro que el asunto se hubiera
arreglado y el emperador se hubiera limitado a que yo cayera en desgracia sin
echar mano de medios demasiado drásticos. Seguro de mis razones, que
consideraba eternas, superiores a cualquier poder o política, me sentía atacado, y
además atacado injustamente. Tiránicamente. Así que entablé contacto activo
con los disidentes que combatían al tirano en secreto. Antes de que me pudiera
dar cuenta me habían metido en la trena junto con los disidentes y algunos de
ellos, en cuanto que les enseñaron la herramienta, me señalaron como el
ideólogo principal del movimiento.
»E1 emperador hizo uso de su derecho de gracia, pero fui condenado al
destierro bajo amenaza de pena de muerte inmediata en caso de regreso a las
tierras imperiales.
«Entonces me enojé con el mundo entero, con los reinos, imperios y
universidades, con los disidentes, funcionarios, juristas. Con los colegas y
amigos que, al toque de una varita mágica, dejaron de serlo. Con mi segunda
esposa que, de forma parecida a la primera, entendió que los problemas del
marido son motivo suficiente de divorcio. Con mis hijos, que me abandonaron.
Me convertí en ermitaño. Aquí, en Ebbing, en los pantanos de Pereplut. Tomé la
sede en herencia de un eremita que me fue dado conocer en cierta ocasión. La
mala suerte quiso que Nilfgaard se anexionara Ebbing y sin comérmelo ni
bebérmelo me encontré de nuevo en el imperio. No tengo ya ni fuerzas ni ganas
de vagabundear más, por eso tengo que esconderme. Las decisiones imperiales
no prescriben, ni siquiera cuando el emperador que las realizara haya muerto
hace mucho y el emperador actual no tenga motivos para tener buenos recuerdos
de aquél ni para compartir sus opiniones. La sentencia de muerte sigue en vigor.
Tal es la ley y la costumbre en Nilfgaard. Las condenas de traición de estado no
prescriben ni son afectadas por las amnistías que cada emperador anuncia tras su
coronación. Después de subir al trono el nuevo emperador amnistía a todos
aquéllos a los que su antecesor había condenado… excepto a quienes son
culpables de traición de estado. No tiene importancia quién gobierne en
Nilfgaard: si se llega a saber que estoy vivo y violando mi condena de destierro
al vivir en territorio imperial, mi cabeza caerá en el cadalso.
»Así que, como ves, Ciri, estamos en una situación totalmente idéntica.
– ¿Qué es la ética? Lo sabía, pero se me ha olvidado.
– La ciencia de la moralidad. De las reglas del comportamiento habitual,
noble, benévolo y honrado. De las alturas del bien a las que eleva el alma la
moralidad y la rectitud humana. Y de los abismos del mal a los que hace caer la
maldad y la inmoralidad…
– ¡Las alturas del bien! -bufó-. ¡Rectitud! ¡Moralidad! No me hagas reír,
porque se me abre la cicatriz de la jeta. Tuviste suerte de que no te persiguieran,
de que no enviaran tras de ti a los cazadores de recompensas como ese…
Bonhart. Verías lo que son los abismos del mal. ¿Ética? Esa ética tuya no vale
una mierda, Vysogota de Corvo. ¡No son los malvados ni los inmorales los que
se hunden en el abismo, no! ¡Oh, no! Son los malos, pero decididos, quienes
arrojan al fondo a los que son decentes, honrados y nobles, pero torpes,
vacilantes y llenos de escrúpulos.
– Gracias por tus enseñanzas -ironizó-. Créeme, aunque vivas un siglo,
nunca es demasiado tarde para aprender algo. Cierto, siempre es provechoso
escuchar a personas maduras, de mundo y con experiencia.
– Ríete, ríete -agitó ella la cabeza-. Mientras puedas. Porque ahora es mi
turno. Ahora te entretendré con un relato. Te contaré qué es lo que me pasó. Y
cuando termine, veremos si sigues teniendo ganas de bromear.
Si aquel día después de caer la noche alguien se hubiera deslizado
furtivamente hasta aquella cabaña perdida entre los cenagales, con su hundido
tejado de bálago, si alguien hubiera mirado a través de las rendijas de los
postigos, habría visto en su interior escasamente iluminado a un viejecillo de
barba blanca escuchando con atención el relato de una muchacha de cabellos
cenicientos que estaba sentada en un tronco junto a la chimenea. Habría visto
que la muchacha hablaba despacio, como si le fuera difícil encontrar las
palabras, que se frotaba nerviosa la mejilla deformada por una cicatriz horrible,
que sembraba con largos momentos de silencio la narración de sus vicisitudes.
Una historia sobre las enseñanzas recibidas que resultaron ser todas falsas y
engañosas. Sobre las promesas que se le hicieran y que no habían sido
mantenidas. Una historia acerca de un destino en el que se le había hecho creer y
que la había traicionado vilmente y despojado de su herencia. Acerca de cómo
cada vez, cuando ya comenzaba a creer, caían sobre ella las ofensas, el dolor, la
injusticia y la humillación. Acerca de cómo aquéllos en los que confiaba y a los
que amaba la habían traicionado, no habían acudido en su ayuda cuando sufría,
cuando la amenazaban la vergüenza, el tormento y la muerte. Una historia sobre
los ideales a que le habían recomendado mantenerse fiel y que la habían fallado,
traicionado y abandonado precisamente cuando los necesitaba, demostrando
cuan poco valor tenían. Acerca de cómo había por fin encontrado ayuda y
amistad -y amor-entre quienes en apariencia no cabía buscar ni ayuda ni amistad.
Por no mencionar el amor.
Pero nadie pudo haber visto aquello ni mucho menos haberlo oído. La
choza del hundido tejado de bálago cubierto de musgo estaba bien escondida
entre la niebla, en unos cenagales donde nadie se atrevía a adentrarse.
Capítulo segundo
Al llegar a la edad de madurez, la joven muchacha comienza a intentar
penetrar en campos de la vida que antes le estaban vedados, lo cual, en los
cuentos de hadas, se simboliza mediante la entrada en una torre enigmática y la
búsqueda en ella de una habitación oculta. La muchacha sube hasta la cima de
la torre, caminando por una escalera retorcida: las escaleras en los sueños son
símbolos de vivencias eróticas. La habitación prohibida, un pequeño cuarto
cerrado con llave, simboliza la vagina. El acto de girar la llave en la cerradura
es un símbolo del acto sexual.
Bruno Bettelheim, The Uses of Enchantment:
the Meaning and Importance of Fairy Tales
El viento del oeste arrastró la tormenta nocturna.
Un cielo de color negro violáceo se resquebrajó a lo largo de una línea de
relámpagos que estallaron con el estampido de un agudo trueno. Una lluvia
repentina golpeó el polvo del camino con gotas tan densas como el aceite, resonó
en las tejas, deshizo la suciedad en las hojas de las ventanas. Pero un fuerte
viento expulsó con rapidez el chubasco, ahuyentó la tormenta allá lejos, al otro
lado de un horizonte que ardía a causa de los relámpagos.
Y entonces los perros comenzaron a ladrar furiosamente. Redoblaron los
cascos de los caballos, rechinaron las armas. Una algarabía y unos silbidos
salvajes les pusieron los cabellos de punta a los aldeanos, les llenó de pánico, les
hizo cerrar a cal y canto puertas y ventanas. Los dedos sudorosos se apretaron
sobre los mangos de las hachas, sobre las astas de los biernos. Se apretaban con
fuerza. Pero con impotencia.
Terror, el terror está cruzando la aldea. ¿Perseguidos o perseguidores?
¿Enloquecidos y violentos a causa de la rabia o a causa del miedo? ¿Pasarán de
largo sin detener los caballos? ¿O se iluminará la noche dentro de unos instantes
con el fuego de los tejados ardiendo?
Silencio, silencio, niños…
Mamá, ¿es que son demonios? ¿Es la Persecución Salvaje? ¿Monstruos del
infierno? ¡Mamá, mamá!
Silencio, silencio, niños. No son demonios, no son diablos… Peor.
Son seres humanos.
Los perros aullaban. Soplaba la ventisca. Los caballos relinchaban, los
cascos se estrellaban contra el suelo.
Una partida de locos cabalgaba a través de la aldea y de la noche.
Hotsporn llegó a la cima, detuvo el caballo y le dio la vuelta. Era precavido
y cauteloso, no le gustaba el riesgo, sobre todo porque la atención no costaba
nada. No se apresuró a bajar al río, a la estación de postas. Primero prefería
mirar bien.
Delante de la estación no había caballos ni tiros de animales, no había más
que un furgón que llevaba un par de muías enjaezadas. En la lona había un
letrero que Hotsporn no podía leer desde tan lejos. Pero no olía a peligro.
Hotsporn era capaz de oler el peligro. Era un profesional.
Bajó hasta la orilla llena de matorrales y mimbres muy crecidos, metió con
decisión el caballo en el río, lo atravesó al galope entre las salpicaduras de agua
que golpeaban por debajo de la silla. Los patos que se revolcaban en el lodo
huyeron lanzando sonoros cuac-cuacs.
Hotsporn azuzó al caballo, atravesó la cerca y entró en el patio de la
estación. Ahora ya podía leer el letrero de la lona del furgón. Decía: «Maestro
Almavera, Tatuajes Artísticos». Cada palabra del letrero estaba pintada de un
color distinto y comenzaba por una letra exageradamente grande y muy
adornada. Pero en la caja del carro, por encima de la rueda derecha delantera, se
veía una pequeña flecha rota, pintada de púrpura.
– ¡Abajo del caballo! -escuchó a su espalda-. ¡A tierra, y presto! ¡Las manos
lejos de la empuñadura!
Se acercaron y lo rodearon sin un ruido, Asse por la derecha, vestido con
una chaqueta negra con hilos de plata, Falka por la izquierda, llevando puesto un
juboncillo verde de ante y una boina con una pluma. Hotsporn se bajó la capucha
y el pañuelo que le cubría el rostro.
– ¡Ja! -Asse bajó la espada-. Sois vos, Hotsporn. ¡Sos reconocería, pero me
confundió este caballo moro!
– Vaya una yegua bonita -dijo Falka con admiración, al tiempo que se
retiraba la boina sobre la oreja-. Negra y brillante como el carbón, ni un pelo
claro. ¡Y cuidado que es gallarda! ¡Eh, lindeza!
– Cierto, y la encontré por menos de cien florines. -Hotsporn sonrió con
desmaña-. ¿Dónde está Giselher? ¿Dentro?
Asse se lo confirmó con un ademán de cabeza. Falka, que miraba a la yegua
como hechizada, le dio palmadas en el cuello.
– ¡Cuando corría por el agua -elevó hacia Hotsporn sus enormes ojos
verdes-era igualita que una verdadera kelpa! ¡Si hubiera salido del mar en vez de
del río no hubiera creído que no era una kelpa de verdad!
– ¿Y habéis visto alguna vez, señorita Falka, una verdadera kelpa?
– En dibujos. -La muchacha se apesadumbró de pronto-. Para qué hablar
más de esto. Pasad adentro. Giselher está esperando.
Delante de una ventana que daba algo de luz había una mesa. Sobre la mesa
estaba semitendida Mistle, apoyada en los codos, desnuda de cintura para abajo,
sin nada más que unas medias negras. Entre sus piernas descaradamente abiertas
había un individuo encogido, hombre delgado y de cabellos largos vestido con
una levita gris. No podía ser otro que el maestro Almavera, artista del tatuaje,
puesto que estaba ocupado precisamente en grabar en el muslo de Mistle una
imagen de colores.
– Acércate, Hotsporn -pidió Giselher, al tiempo que movía un taburete de
una mesa más alejada en la que estaba sentado junto con Chispas, Kayleigh y
Reef. Los dos últimos, como Asse, también estaban vestidos con una piel de
ternera negra que llevaba cosidas hebillas, tachuelas, cadenas v otros
imaginativos adornos de plata. Algún artesano tenía que estar ganando con ello
buenas sumas, pensó. Los Ratas, cuando les entraba la gana de adornarse,
pagaban a los sastres, zapateros y talabarteros como un verdadero rey. Claro está
que tampoco les importaba arrancarle sin más a la persona asaltada la ropa o la
bisutería que les había caído en gracia.
– Por lo que veo, encontraste nuestro mensaje en las ruinas de la estación
vieja -dijo Giselher arrastrando las palabras-. Ja, qué digo, si no no estarías aquí.
Mas he de reconocer que has viajado con rapidez.
– Porque la yegua es muy bonita -se entrometió Falka-. ¡Y me apuesto a
que también es fogosa!
– Encontré vuestro mensaje. -Hotsporn no apartó la vista de Giselher-. ¿Y
qué hay del mío? ¿Llegó hasta ti?
– Llegó… -El jefe de los Ratas trastabilló-. Pero… bueno, por decirlo con
pocas palabras… no había entonces mucho tiempo. Y luego nos cogimos una
buena curda y hubimos de reposar un tanto. Y luego nos vino a mano otro
camino…
Mocosos de mierda, pensó Hotsporn.
– Por decirlo con pocas palabras: no has cumplido el encargo.
– Pues no. Lo siento, Hotsporn. No fue posible… ¡mas la próxima vez, ya,
ya! ¡Indefectiblemente!
– ¡Indefectiblemente! -confirmó Kayleigh con énfasis, aunque nadie le
había pedido que confirmara nada.
Malditos mocosos irresponsables. Se emborracharon. Y luego les vino a
mano otro camino. Seguro que el del sastre, a por trapos raros.
– ¿Quieres beber algo?
– Gracias, pero no.
– ¿Quizá quieras probar esto? -Giselher señaló un cofrecito de laca muy
adornado que estaba entre los vasos y las damajuanas. Hotsporn supo entonces
por qué en los ojos de los Ratas ardía un brillo tan extraño, por qué sus
movimientos eran tan nerviosos y rápidos.
– Polvo de primera -le aseguró Giselher-. ¿No quieres tomar un pellizco?
– Gracias, pero no. -Hotsporn miró significativamente las manchas de
sangre y las huellas en el aserrín que desaparecían en la habitación y que
mostraban con claridad adonde había sido arrastrado el cadáver. Giselher se dio
cuenta de la mirada.
– Un palurdo se quiso hacer el héroe -bufó-. Hasta que la Chispas le tuvo
que dar un escarmiento.
Chispas se rió guturalmente. Enseguida se veía que estaba muy excitada por
el narcótico.
– Lo escarmenté de tal modo que hasta se atoró con la sangre -se jactó-. Y
al punto los otros se quedaron tranquilitos. ¡A eso se le llama terror!
Iba, como de costumbre, llena de joyas, hasta llevaba un pendiente de
diamante en una aleta de la nariz. No iba vestida de cuero sino con un juboncillo
de color cereza, con un diseño brocado que era ya tan famoso como para ser el
último grito de la moda entre la mocedad dorada de Thurn. De la misma forma
que el pañuelo de seda con el que se cubría la cabeza Giselher. Hotsporn incluso
había oído hablar de muchachas que se cortaban el cabello «a la Mistle».
– Esto se llama terror -repitió Hotsporn, pensativo, todavía con la mirada
dirigida hacia los rastros sangrientos del suelo-. ¿Y el jefe de estación? ¿Y su
mujer? ¿Su hijo?
– No, no. -Giselher frunció el ceño-. ¿Piensas acaso que nos hemos cargado
a todos? De eso nada. Los metimos pa un rato en la cámara. Ahora, como ves, la
estación es nuestra.
Kayleigh se enjuagó la boca con vino haciendo un fuerte ruido, escupió al
suelo. Con una pequeñísima cuchara sacó un poquito de fisstech del cofrecillo,
lo espolvoreó delicadamente sobre la yema del dedo índice, que había
previamente ensalivado, y se frotó el narcótico sobre las encías. Le dio el
cofrecillo a Falka, la cual repitió el ritual y le pasó el fisstech a Reef. El
nilfgaardiano lo rechazó, estaba ocupado en contemplar un catálogo de tatuajes
de colores, y le dio la caja a Chispas. La elfa se la pasó a Giselher, sin usarla.
– ¡Terror! -gruñó, entrecerrando los ojos brillantes y respirando con fuerza
por la nariz-. ¡Tenemos la estación bajo el terror! El emperador Emhyr tiene el
mundo entero, nosotros sólo la chabola ésta. ¡Pero la cosa es la misma!
– ¡Ahhh, voto al infierno! -aulló Mistle desde la mesa-. ¡Ten cuidao dónde
pinchas! ¡Si me haces eso otra vez te pincho yo a ti! ¡Y de tal modo que te paso
de costado a costado!
Los Ratas -excepto Falka y Giselher-estallaron en risas.
– ¡Para ser guapa hay que sufrir! -gritó Chispas.
– ¡Pínchala, maestro, pínchala! -añadió Kayleigh-. ¡Ella está bien dura entre
las patas!
Falka escupió una tremenda blasfemia y le lanzó un vaso. Kayleigh se
inclinó, los Ratas se retorcieron de risa otra vez.
– Así pues -Hotsporn se decidió a ponerle punto y final al regocijo-
mantenéis la estación bajo el terror. ¿Y para qué, si exceptuamos la satisfacción
que emana del atemorizar?
– Nosotros andamos al acecho -respondió Giselher, frotándose el fisstech en
las encías-. Si alguien se detiene aquí bien para cambiar el caballo, bien para
descansar, pues se le despluma. Esto es más placentero que los cruces o los
matojos al pie del camino. Mas como Chispa poco ha dijera, la cosa es la misma.
– Pero hoy, desde el alba, no nos ha caído más que éste -se introdujo Reef,
señalando al maestro Almavera, que estaba casi del todo escondido entre los
muslos abiertos de Mistle-. En pelotas, como todo buen artista, no había na de lo
que aflojarle, así que le aflojamos de su arte. Echad un vistazo a cuan
imaginativos son sus dibujos.
Se desnudó el antebrazo y mostró el tatuaje, una mujer desnuda que movía
las nalgas cuando apretaba el puño. Kayleigh también hizo su alarde: alrededor
de una mano, por encima de un brazalete de pinchos, se retorcía una serpiente
verde con las fauces abiertas y una lengua bífida escarlata.
– Cosa de gusto -dijo Hotsporn con indiferencia-. Y que ayuda mucho para
identificar los cadáveres. Mas en lo de aflojar mal habéis salido, mis queridos
Ratas. Tendréis que pagar al artista por su arte. No os pude apercibir antes: desde
hace siete días, desde el primero de septiembre, la señal es una flecha púrpura
rota. Él tiene una así pintada en su carro.
Reef maldijo por lo bajo, Kayleigh sonrió. Giselher agitó las manos
impasible.
– Qué se le va a hacer. Si hay que hacerlo, se le pagará por sus agujas y sus
pinturas. ¿Dices que una flecha púrpura? Lo recordaremos. Si hasta mañana
apareciera todavía por aquí otro con esa señal, no sufrirá daño alguno.
– ¿Tenéis pensado estar aquí hasta mañana? -Hotsporn se asombró con un
tanto de exageración-. Eso es poco razonable, Ratas. ¡Arriesgado e inseguro!
– ¿Lo qué?
– Arriesgado e inseguro.
Giselher se encogió de hombros, Chispas bufó y un moco fue a parar al
suelo. Reef, Kayleigh y Falka miraron al mercader como si éste les acabara de
asegurar que el sol se había caído al río y había que sacarlo con rapidez antes de
que lo pellizcaran los cangrejos. Hotsporn comprendió que acababa de apelar a
la razón de unos mocosos locos. Que advertía del peligro y el riesgo a unos
fanfarrones llenos de loca audacia para los que este concepto era completamente
ajeno.
– Os están persiguiendo, Ratas.
– ¿Y qué?
Hotsporn suspiró.
Mistle interrumpió la discusión acercándose a ellos sin hacer el esfuerzo de
vestirse. Puso un pie en un banco y moviendo las caderas mostró por doquier la
obra del maestro Almavera: una rosa punzada sobre un tallito con dos hojas,
situada en el muslo, junto a la ingle.
– ¿Eh? -preguntó, poniendo los brazos en jarras. Sus brazaletes, que
alcanzaban casi hasta los codos, relucieron con luz de diamante-. ¿Qué decís?
– ¡Una preciosidad! -bufó Kayleigh, recogiéndose los cabellos. Hotsporn
advirtió que el Rata llevaba pendientes que perforaban los pabellones de las
orejas. No cabía duda de que estos pendientes, lo mismo que el cuero trenzado
de metal, iban a estar de moda dentro de poco entre la mocedad dorada de Thurn
y en todo Geso.
– Ahora te toca a ti, Falka -dijo Mistle-. ¿Qué te vas a hacer tatuar?
Falka le tocó el muslo, se inclinó y contempló el tatuaje. De cerca. Mistle
frotó con cariño sus cabellos cenicientos. Falka risoteó y comenzó a desnudarse
sin ceremonia alguna.
– Quiero la misma rosa que tú -afirmó-. En el mismo sitio que tú, cariño.
– ¡Pero cuidao que hay ratones en tu casa, Vysogota! -Ciri interrumpió la
narración, miraba al suelo, donde en el círculo de la luz que arrojaba el candil se
estaba celebrando una verdadera convención de ratones. Se podía uno imaginar
lo que estaría pasando más allá del círculo de oscuridad-. Te vendría bien un
gato. O mejor, dos gatos.
– Los roedores -gorgojeó el ermitaño-se meten en la casa porque se acerca
el invierno. Y yo tenía un gato. Pero se fue, el malvado, se perdió.
– Seguro que se lo comió un zorro o una marta.
– Tú no has visto qué gato era, Ciri. Si se lo zampó algo, entonces sólo
pudo ser un dragón. Nada más pequeño.
– ¿Tan grande era? Ja, qué pena. Él no les hubiera dejado a estos ratones
pasearse por mi cama. Una pena.
– Una pena. Pero yo pienso que volverá. Los gatos siempre vuelven.
– Echa leña al fuego. Tengo frío.
– Frío. Las noches son ahora frías del copón… Y todavía no estamos ni
siquiera a mitad de octubre… Sigue contando, Ciri.
Durante un instante, Ciri se mantuvo quieta, contemplando el hogar. El
fuego se reavivó sobre la madera nueva, crepitó, bufó, lanzó sobre el rostro
desfigurado de la muchacha destellos dorados y ágiles sombras.
– Cuenta.
El maestro Almavera pinchó con la aguja y Ciri sintió cómo las lágrimas le
surgían por el rabillo de los ojos. Aunque se había anestesiado precavidamente a
base de vino y polvos blancos, el dolor era insoportable. Apretó los dientes para
no gemir. Pero no gimió, por supuesto, fingió que no prestaba atención a la aguja
y que despreciaba el dolor. Intentó hacer como que tomaba parte en la
conversación que los Ratas mantenían con Hotsporn, individuo que quería
mostrar que era mercader pero que en realidad, mención aparte del hecho de que
vivía de los mercaderes, no tenía nada en común con el mercadeo.
– Negras nubes se ciernen sobre vuestras cabezas -dijo Hotsporn,
recorriendo con sus ojos oscuros los rostros de los Ratas-. No basta con que os
persiga el prefecto de Amarillo, no es poco que los Varnhagenos, no es poco que
el barón Casadei…
– ¿Ése? -Giselher enarcó las cejas-. Entiendo lo del prefecto y los
Varnhagenos, pero, ¿por qué está mosqueado el tal Casadei con nosotros?
– El lobo se cubrió con una piel de oveja -Hotsporn se rió-y se puso a balar
todo triste, bee, bee, nadie me quiere, nadie me entiende, en cuanto que aparezco
me tiran piedras, «sus-sus», me gritan, pero, ¿qué es esto, qué es esta injusticia y
este dolor? La hija de la baronesa Casadei, queridos Ratas, después de la
aventura junto al río Aguzanieves, sigue desmayándose y padeciendo de fiebre
hasta el mismo día de hoy…
– Aaah -se acordó Giselher-. ¿Una carreta con cuatro tordos? ¿Ésa era la
doncella?
– Ésa. Ahora, como dije, enferma, se despierta por las noches gritando,
evoca al señor Kayleigh… Pero en especial a doña Falka. Y cierto broche,
recuerdo de su difunta madre, broche el cual doña Falka le arrancara con
violencia de su vestido. A todo ello, pronunciando palabras diversas mientras lo
hacía.
– ¡Pero no se trata de eso! -gritó Ciri desde la mesa, aprovechando la
ocasión para expulsar su dolor junto con el grito-. ¡Le mostramos a la baronesa
desprecio y vilipendio cuando la dejamos escapar a boqueras! ¡Había que haber
follado bien a la señoritinga!
– Ciertamente. -Ciri sintió la mirada de Hotsporn sobre sus muslos
desnudos-. Grande fue de hecho el deshonor de no follársela. No hay que
asombrarse pues de que Casadei, resentido, mandara enviar una hueste armada y
pusiera precio a vuestras cabezas. También juró en público que todos vais a
colgar cabeza abajo de los matacanes de las murallas de su castillo. También
anunció que por arrebatarla el mencionado broche, le sacaría la piel a la señorita
Falka. A tiras.
Ciri blasfemó y los Ratas se rieron con loca risa. Chispas estornudó y se le
escaparon unos mocos tremendos: el fisstech le afectaba a la mucosa.
– Nosotros a los perseguidores éstos los despreciamos -anunció, al tiempo
que se limpiaba las narices, los labios, la barbilla y la mesa con la bufanda-. ¡El
prefecto, el barón, los Varnhagenos! ¡Nos perseguirán pero no nos cogerán!
¡Nosotros somos los Ratas! ¡Después de lo de Velda hicimos tres zigzags y ahora
los tontos ésos andan a rebusco de un rastro frío. Antes de que se enteren
andarán ya demasiado lejos como pa volver.
– ¡Y que vuelvan! -dijo fogoso Asse, el cual había abandonado la guardia
hacía algún tiempo, una guardia en la que nadie le había sustituido ni pensaba
hacerlo-. ¡Nos los apiolamos y eso es todo!.
– ¡Por supuesto! -gritó Ciri desde la mesa, olvidando cómo habían gritado
la noche anterior mientras huían de sus perseguidores por las aldeas de Velda y
olvidando también el miedo que tenía entonces.
– Vale. -Giselher golpeó con la palma de la mano en la mesa, poniendo
punto final inmediato a aquella ruidosa cháchara-. Suéltalo ya, Hotsporn. Pues
veo que quieres decirnos algo que es más importante que lo del prefecto, los
Varnhagenos, la baronesa Casadei y su sensible hija.
– Bonhart os sigue la pista.
Cayó el silencio, largo rato. Incluso el maestro Almavera dejó de tatuar por
un instante.
– Bonhart -repitió espaciadamente Giselher-. Viejo canalla mugriento.
Hemos debido de haberle jodido bien a alguien.
– A alguien rico -afirmó Mistle-. No todo el mundo puede permitirse a
Bonhart.
Ciri estaba a punto de preguntar quién era el tal Bonhart, pero la
precedieron, casi al unísono, con las mismas palabras, Asse y Reef.
– Es un cazador de recompensas -afirmó sombrío Giselher-. Antaño hizo de
soldado, luego de buhonero, por fin se metió en lo de matar gente por dinero. Un
hideputa, por decir poco.
– Dicen -Kayleigh habló con tono un tanto despreocupado-que si quisiera
meterse en un mismo camposanto a todos los que el Bonhart se ha cargado,
tendría que tener el camposanto como media milla.
Mistle vertió un montoncillo de polvo blanco en la hendidura entre el
pulgar y el índice, lo aspiró con fuerza por la nariz.
– Bonhart deshizo a la cuadrilla de Lothar el Grande -dijo-. Se le cargó a él
y a su hermano, aquél al que llamaban el Oronjas.
– Dicen que de un tajo en la espalda -añadió Kayleigh.
– También mató a Valdez -siguió Giselher-. Y cuando murió Valdez se
deshizo su cuadrilla. Una de las mejores. Una partida verdadera, de las buenas.
Buenos mozos. En tiempos pensé en unirme a ellos. Antes de que nosotros nos
acopláramos.
– Todo cierto -habló Hotsporn-. Cuadrilla como la cuadrilla de Valdez ni
hubo ni la habrá. Se cantan romances de cómo escaparon de una celada en Sarda.
¡Oh, cabezas gloriosas, oh, fantasía de joven caballero! Pocos hay que les
puedan andar en parangón.
Los Ratas se quedaron callados de pronto y clavaron en él sus ojos que
relampagueaban con rabia.
– ¡Nosotros -dijo con énfasis Kayleigh tras un instante de silencio-cruzamos
los seis una vez por medio de un escuadrón de caballería nilfgaardiana!
– ¡Rescatamos a Kayleigh de los Nissiros! -gritó Asse.
– ¡Tampoco hay quien se pueda parangonar con nosotros! -silbó Reef.
– Así es, Hotsporn. -Giselher hinchó el pecho-. No son los Ratas peores que
ninguna otra partida, ni peores que la cuadrilla de Valdez. ¿Dijiste fantasía de
caballero? Pues yo te diré algo acerca de fantasías de doncellas. Chispas, Mistle
y Falka, las tres, aquí presentes, a pleno día cruzaron por mitad de la ciudad de
Druigh y al enterarse de que los Varnhagenos estaban en el figón, ¡galoparon a
través de todo él! ¡De parte a parte! Entraron por la puerta y salieron por el
corral. Y los Varnhagenos se quedaron con la boca abierta, mirando las jarras
rotas y la cerveza derramada. Dime, ¿te parece poca fantasía?
– No lo dirá -le antecedió Mistle, sonriendo con malignidad-. No te lo dirá
porque sabe quiénes son los Ratas. Y su gremio también lo sabe.
El maestro Almavera terminó de tatuar. Ciri se lo agradeció con un gesto
orgulloso, se vistió y se sumó a la compaña. Resopló al percibir sobre sí la
mirada extraña, inquisitiva y como burlona de Hotsporn. Le lanzó un vistazo con
ojos enfadados y se apretó demostrativamente contra el brazo de Mistle. Ya
había tenido tiempo de darse cuenta de que tales manifestaciones desconcertaban
y enfriaban con éxito el ardor de los señores que tenían amores en la cabeza. En
el caso de Hotsporn funcionó un tanto al revés porque el falso mercader no le
hacía ascos a estas cosas.
Hotsporn era un enigma para Ciri. Lo había visto antes sólo una vez, el
resto se lo había contado Mistle. Hotsporn y Giselher, le explicó, se conocen y se
tratan desde hace mucho, tienen señales establecidas, consignas y lugares de
encuentro. Durante estos encuentros, Hotsporn les da informaciones, y entonces
se va uno a la senda señalada y se ataca al mercader escogido, o a un convoy o
caravana concreto. A veces se mata la persona designada. Siempre se acuerda
también una señal. A los mercaderes que llevan tal señal no se les debe atacar.
Ciri al principio se asombró y se decepcionó un tanto, tenía a Giselher
como a un ídolo, los Ratas eran para ella el modelo de la libertad y la
independencia, y ella había acabado por amar aquella libertad, aquel desprecio
por todos y todo. Hasta que inesperadamente resultó que había que realizar
trabajos por encargo. Como a esbirros de alquiler, alguien les ordenaba a quién
tenían que atacar. Y por si eso fuera poco, ese alguien les ordenaba atacar a
alguien y ellos obedecían con las orejas gachas.
Algo por algo, había dicho Mistle al preguntarle, encogiéndose de hombros.
Hotsporn nos da órdenes y también informaciones, gracias a las que
sobrevivimos. La libertad y el desprecio tienen sus fronteras. Al final siempre
resulta que se es el instrumento de alguien.
Así es la vida, Halconcillo.
Ciri estaba asombrada y decepcionada, pero se le olvidó pronto. Aprendió.
También el que no había que asombrarse mucho ni esperar demasiado. Porque
entonces la decepción es menos profunda.
– Yo, queridos Ratas -decía ahora Hotsporn-, tendría un remedio para todos
vuestros problemas. Para los Nissiros, los barones, los prefectos, hasta para
Bonhart. Sí, sí. Porque aunque el lazo se está apretando sobre vuestros cuellos,
yo tengo una forma de escapar de la soga.
Chispas bufó, Reef se carcajeó. Pero Giselher los hizo callar de un gesto,
permitió continuar a Hotsporn.
– La noticia es -dijo al cabo el mercader-que un día de éstos se anunciará
una amnistía. Si alguien está bajo condena, qué digo, incluso si la soga cuelga ya
sobre alguien, se le respetará si sólo se presenta y proclama su culpa. A vosotros
también os afecta.
– ¡Gelipolleces! -gritó Kayleigh, algo lloroso, pues acababa de meterse en
la nariz una punta de fisstech-. ¡Un engaño nilfgaardiano, una argucia! ¡No será
a nosotros, que somos perros viejos, a los que nos van a engatusar con esas
fullerías!
– Despacito -le detuvo Giselher-. No te aceleres, Kayleigh. Hotsporn, a
quien bien conocemos, no ha por costumbre hablar por hablar, ni hacerlo a tontas
ni a locas. Más bien acostumbra a saber de lo que platica. Así que entonces nos
dirá de dónde sale esta repentina benevolencia nilfgaardiana.
– El emperador Emhyr -departió sereno Hotsporn-va a tomar esposa. Pronto
tendremos emperatriz en Nilfgaard. De ahí que vayan a hacer pública la
amnistía. Parece ser que el emperador se siente feliz en extraordinaria forma y
desea que otros también lo sean.
– La felicidad imperial me la trae floja -anunció Mistle con altivez-. Y me
permito no usar de la tal amnistía porque para mí que la tal benevolencia
nilfgaardiana huele más bien a esparto fresco. A algo así como a palo con una
punta bien aguda, je, je.
– Dudo que esto sea una añagaza. -Hotsporn se encogió de hombros-. Es
una cosa política. Y bien grande. Mucho más grande que vosotros, Ratas, y que
todas las partidas de estos lares puestas juntas. Se trata de política.
– Es decir, ¿de qué? -Giselher frunció el ceño-. Porque no entendí ni jota.
– El esposorio de Emhyr es político y los asuntos políticos han de ser
resueltos con ayuda del tal esposorio. El emperador formará una unión con su
matrimonio, quiere unir aún más el imperio, poner punto final a los tumultos de
la frontera, traer la paz. Porque, ¿sabéis con quién se va a casar? Con Cirilla, la
heredera del trono de Cintra.
– ¡Mentira! -gritó Ciri-. ¡Absurdo!
– ¿A cuenta de qué doña Falka me acusa de faltar a la verdad? -Hotsporn
alzó los ojos hacia ella-. ¿Acaso está mejor informada?
– ¡Por supuesto!
– Silencio, Falka. -Giselher se enfadó-. ¿Te estabas calladita ahí en la mesa
cuando te andaban pinchando en el chocho y ahora te revuelves? ¿Qué es esa
Cintra, Hotsporn? ¿Quién es esa Cirilla? ¿Por qué ha de ser todo esto tan
importante?
– Cintra -se entrometió Reef mientras se vertía fisstech en un dedo-es un
paisucho en el norte por el que el imperio estuvo peleando con los gerifaltes de
por allí. Hará como unos tres o cuatro años.
– Cierto -confirmó Hotsporn-. Los imperiales vencieron a Cintra e incluso
atravesaron el río Yarra, pero luego tuvieron que retroceder.
– Porque les dieron una buena en el Monte de Sodden -gritó Ciri-. ¡Se
volvieron tan aprisa que a poco no perdieron los calzones!
– Doña Falka, por lo que veo, está versada en la historia contemporánea.
Digno de admirar a tan joven edad. ¿Se puede preguntar dónde acudiera doña
Falka a la escuela?
– ¡No se puede!
– ¡Basta! -advirtió de nuevo Giselher-. Habla de esa Cintra, Hotsporn. Y de
la amnistía.
– El emperador Emhyr -dijo el mercader-decidió hacer de Cintra un estado
hedéreo…
– ¿Lo qué?
– Hedéreo, de hiedra. Porque, como la hiedra, no puede existir sin un fuerte
tronco alrededor del cual se enreda. Y este tronco, por supuesto, es Nilfgaard. Ya
existen países así, como por ejemplo Metinna, Maecht, Toussaint… Reinan allá
dinastías locales. En apariencia, se ha de entender.
– A esto se le llama autonomía apariente -se jactó Reef-. Lo he oído decir.
– El problema con la tal Cintra en cualquier caso fue que la línea real de
allá se extinguió…
– ¿Se extinguió? -Parecía que de los ojos de Ciri estaban a punto de saltar
chispas verdes-. ¡Vaya una extinción! ¡Los nilfgaardianos asesinaron a la reina
Calanthe! ¡Simplemente la mataron!
– Reconozco -Hotsporn detuvo con un gesto a Giselher, quien parecía
dispuesto de nuevo a reconvenir a Ciri por interrumpir-que realmente doña Falka
nos deslumbra con su conocimiento. En efecto, la reina de Cintra cayó durante la
guerra. Desapareció también, por lo que parecía, su nieta Cirilla, la última de
sangre real. Así que Emhyr no tenía mucho de lo que sacar la tal, como bien ha
dicho don Reef, autonomía aparente. Hasta que hete aquí que de pronto, sin
comerlo ni beberlo, apareció la tal Cirilla.
– Vaya un cuento -bufó Chispas, apoyándose en el brazo de Giselher.
– Ciertamente. -Hotsporn afirmó con la cabeza-. Hay que reconocer que un
poco como un cuento de hadas es. Dicen que una malvada hechicera habíala
retenido a la susodicha Cirilla en una torre encantada. Pero ella, Cirilla, logró
escapar de la torre, huir y pedir asilo en el imperio.
– ¡Eso es una puta, gorda y mentirosa mentira! -estalló Ciri, mientras tendía
las manos temblorosas hacia la cajita del fisstech.
– Por su parte el emperador Emhyr, como cuenta el rumor -siguió sin
alterarse Hotsporn-, apenas la vio, se enamoró de ella sin remedio y ahora la
quiere tomar como esposa.
– El Halconcillo tiene razón -dijo Mistle con voz dura, acentuando lo dicho
golpeando con el puño en la mesa-. ¡Eso es una puta tontería! ¡Por el joder de los
joderes que no puedo comprender de qué va todo esto! Una cosa es segura:
fiándose de tal estupidez sería aún más estúpido el confiar en la benevolencia
nilfgaardiana.
– ¡Así es! -la apoyó Reef-. Nada hay para nosotros en el bodorrio del
emperador. Aunque no sé con quién se haya de casar el emperador, a nosotros
siempre nos esperará una prometida. ¡La soga!
– No se trata de vuestros pescuezos, Ratas queridos -le recordó Hotsporn-.
Es cosa de política. En las fronteras del norte del imperio todo el tiempo
menudean la rebelión, los motines y la sedición, en especial en Cintra y sus
alrededores. Y si el emperador toma por mujer a la heredera de Cintra, Cintra se
apaciguará. Si hay una amnistía festiva, las partidas de rebeldes bajarán de los
montes, dejarán de molestar a los imperiales y de darles disgusto. Bah, si la
cintriana se sienta en el trono, los rebeldes ingresarán en el ejército real. Y sabéis
que en el norte, al otro lado del río Yarra, la guerra continúa, cada soldado
cuenta.
– Aja. -Kayleigh se enfadó-. ¡Ahora lo entiendo! ¡Ésta es la amnistía! Te
dan a elegir: aquí el palo afilado, allí los colores imperiales. O palo en el culo o
colores en el lomo. ¡Y a la guerra, a diñarla por el imperio!
– En la guerra -dijo Hotsporn con lentitud-, las cosas pueden ir de distintas
maneras, como dice la canción. Al fin y al cabo no todos han de guerrear,
queridos Ratas. Es posible que, por supuesto tras cumplir las condiciones de la
amnistía, esto es, el revelarse y reconocer la culpa, haya una cierta forma de…
servicio sustitutorio.
– ¿Lo qué?
– Yo sé de lo que se trata. -Los dientes de Giselher brillaron un instante en
su boca bronceada y azulada del vello afeitado-. El gremio de los mercaderes,
niños, tendría el gusto de recibirnos. De abrazarnos y cuidarnos. Como una
madre.
– Como su puta madre, más bien -rebufó Chispas por lo bajini. Hotsporn
hizo como que no lo había oído.
– Tienes toda la razón, Giselher -dijo con voz gélida-. El gremio puede, si le
apetece, daros trabajo. Oficialmente, para variar. Y cuidaros. Daros protección.
También oficialmente y para variar.
Kayleigh quería decir algo, Mistle quería decir algo, pero la rápida mirada
de Giselher los dejó a los dos sin palabras.
– Haz saber al gremio, Hotsporn -dijo el caudillo de los Ratas con voz
helada-, que le estamos agradecido por esta oferta. Reflexionaremos, pensaremos
en ello, hablaremos. Decidiremos en concejo lo que hacer.
Hotsporn se levantó.
– Me voy.
– ¿Ahora, de noche?
– Pernoctaré en el pueblo. Aquí no me siento bien. Y mañana directito a la
frontera de Metinna, luego, por el camino real hasta Forgeham, donde pasaré
hasta el equinoccio o, quién sabe, quizá más tiempo. Esperaré allí a aquéllos que
ya hayan reflexionado, estén dispuestos a revelarse y a esperar la amnistía bajo
mi cuidado. Y vosotros tampoco os demoréis, os aconsejo, con tanta reflexión y
pensamiento. Porque Bonhart está dispuesto a preceder a la amnistía.
– Todo el tiempo nos estás asustando con el Bonhart ése -dijo Giselher
lentamente mientras también se levantaba-. Pensaríase que el tal canalla está ahí
en nuestros talones… Y él seguro que anda donde la diosa perdió el gorro…
– … en Los Celos -respondió Hotsporn con serenidad-. En la posada La
Cabeza de la Quimera. Como a unas treinta millas de aquí. Si no hubiera sido
por vuestros zigzags en Velda, de seguro que os lo habríais tropezado ayer. Pero
esto no os asusta, ya sé. Adiós, Giselher. Adiós, Ratas. Maestro Almavera. Voy a
Metinna y siempre gusto de compañía para el viaje… ¿Qué habéis dicho,
maestro? ¿Qué con agrado? Tal pensaba. Recoged pues vuestros útiles. Ratas,
pagadle al maestro por sus artísticos esfuerzos.
La estación de postas olía a cebolla frita y a sopa de patatas que había
preparado la mujer del jefe de estación, a la que habían dejado salir
temporalmente de su arresto en la cámara. La vela en la mesa chasqueó, vibró,
expulsó una línea de llamas. Los Ratas se inclinaron sobre la mesa de tal modo
que la llama ardía por encima de sus cabezas que casi se tocaban.
– Está en Los Celos -dijo Giselher bajito-. En la posada de La Cabeza de la
Quimera. A un día de viaje rápido. ¿Qué pensáis de ello?
– Lo mismo que tú -gritó Kayleigh-. Vayamos allá y matemos al hijoputa.
– Vengaremos a Valdez -dijo Reef-. Y al Oronjas.
– Y no vendrán a echarnos a la cara -silabeó Chispas-ningunos Hotspornes
las glorias y fantasías ajenas. Nos cargaremos al Bonhart, ese comecadáveres,
ese lobizón. ¡Clavaremos su cabeza en la puerta de la taberna para que le pegue
el nombre! Y para que todos sepan que no fue tío con un par sino mortal como
todos y que al final con mejores que él se topó. ¡Se verá qué cuadrilla es la mejor
desde Korath hasta el Pereplut!
– ¡Se cantarán canciones sobre nosotros por las tabernas! -dijo petulante
Kayleigh-. ¿Qué digo? ¡Y hasta por los castillos!
– Vamos. -Asse dio un palmetazo en la mesa con la mano-. Vayamos y
matemos al canalla.
– Y luego -Giselher se mostró pensativo-recapacitaremos sobre la tal
amnistía… Sobre el gremio… ¿Por qué tuerces los morros, Kayleigh, como si te
anduviera picando una chinche? Nos pisan los talones y el invierno se acerca.
Pienso así, Ratillas míos: invernaremos, nos calentaremos el culo en la
chimenea, la amnistía nos protegerá del frío, beberemos cerveza caliente
amnistiada. Aguantaremos en la amnistía corteses y obedientes… así como hasta
la primavera. Y en la primavera… cuando la yerba salga de por bajo la nieve…
Los Ratas se rieron a coro, bajito, con malignidad. Los ojos les ardían como
a las ratas de verdad cuando por las noches, en algún oscuro callejón, se acercan
a un hombre herido e incapaz de defenderse.
– Bebamos -dijo Giselher-. ¡Por que le den por saco a Bonhart! Comamos
la sopa y luego a dormir. Descansad porque al alba nos iremos.
– Cierto -bufó Chispas-. Tomad ejemplo de Mistle y Falka, que ya llevan
una hora en la cama.
Ciri alzó la cabeza, durante un largo rato guardó silencio, contemplando la
llamita apenas existente del candil en el que se estaban quemando ya los restos
del aceite de ballena.
– Me deslicé entonces de la estación como una ladrona -siguió con la
narración-. De madrugada, en completa oscuridad… Pero no conseguí huir sin
ser advertida. Mistle debía de haberse despertado cuando salí de la cama. Me
alcanzó en el establo cuando me estaba subiendo al caballo. Pero no se mostró
sorprendida. Y no intentó detenerme… Ya comenzaba a amanecer…
– Ahora también falta poco para el alba. -Vysogota bostezó-. Es hora de ir a
dormir, Ciri. Mañana seguirás con el relato.
– Puede que tengas razón. -Bostezó también, se levantó, respiró con
fuerza-. Porque también a mí se me cierran los ojos. Pero a este paso, ermitaño,
no voy a terminar nunca. ¿Cuántas noches llevamos ya? Por lo menos diez. Me
temo que toda la historia nos puede llevar mil y una noches.
– Tenemos tiempo, Ciri. Tenemos tiempo.
– ¿De quién huyes, Halconcillo? ¿De mí? ¿O de ti misma?
– Ya he terminado de huir. Ahora quiero perseguir algo. Por eso tengo que
volver… allá, donde todo comenzó. Tengo que hacerlo. Compréndelo, Mistle.
– Por eso… por eso has sido tan tierna conmigo hoy. Por vez primera en
tantos días… ¿La última vez, la despedida? ¿Y luego el olvido?
– Yo no te olvidaré nunca, Mistle.
– Me olvidarás.
– Nunca. Te lo prometo. Y no fue la última vez. Te encontraré. Vendré a por
ti… Vendré en una carroza de oro. Con un cortejo palaciego. Ya lo verás. Dentro
de poco voy a tener… posibilidades. Muchas posibilidades. Haré que cambie tu
suerte… Ya lo verás. Te convencerás de todo lo que voy a poder hacer. De todo
lo que voy a poder cambiar.
– Mucho poder hará falta para ello -suspiró Mistle-.Y magia poderosa…
– Y también esto será posible. -Ciri se pasó la lengua por los labios-. Y la
magia también… la puedo recuperar… Todo lo que perdí puede volver… y de
nuevo ser mío. Te lo prometo, te asombrarás cuando nos volvamos a ver.
Mistle volvió su cabeza rapada, se quedó contemplando las estelas de color
azul y rosa que el alba había pintado ya sobre el confín oriental del mundo.
– Cierto -dijo en voz baja-. Me asombraré mucho si alguna vez nos
volvemos a encontrar. Si alguna vez te vuelvo a ver, pequeña. Vete ya. No
alarguemos esto.
– Espérame. -Ciri aspiró con fuerza por la nariz-. Y no te dejes matar.
Piensa en la amnistía de la que habló Hotsporn. Incluso si Giselher y los otros no
quisieran… piensa tú en ella, Mistle. Puede ser una forma de sobrevivir…
Porque yo volveré a por ti. Te lo juro.
– Bésame.
Amanecía. Crecía la claridad, hacía más frío.
– Te quiero, Azor mío.
– Te quiero, Halconcillo. Vete ya.
– Por supuesto que no me creía. Estaba convencida de que me había entrado
miedo, de que corría detrás de Hotsporn para buscar salvación, suplicar la
amnistía que tanto nos había tentado. Cómo iba a saber los sentimientos que se
habían apoderado de mí al escuchar lo que Hotsporn había dicho de Cintra, de
mi abuela Calanthe… Y de que la tal «Cirilla» se iba a convertir en la mujer del
emperador de Nilfgaard. El mismo emperador que había asesinado a mi abuela
Calanthe. Y que había mandado tras de mí al caballero negro de la pluma en el
yelmo. Te hablé de ello, ¿recuerdas? ¡En la isla de Thanedd, cuando alargó la
mano hacia mí, lo ahogué en sangre! Debiera haberlo matado entonces… Pero
no pude… ¡Seré tonta! Qué más da, puede que al final se desangrara allí en
Thanedd y se muriera… ¿Por qué me miras así?
– Cuéntame. Cuenta cómo te fuiste detrás de Hotsporn para recuperar tu
herencia. Para recuperar lo que te pertenecía.
– No es necesario que hables con retintín, no es necesario que te burles. Sí,
ya sé que fue una tontería, ahora lo sé, entonces también… Yo era más lista
cuando estaba en Kaer Morhen y en el santuario de Melitele, allí sabía que lo
que había pasado no podía volver más, que no soy ya la princesa de Cintra, sino
alguien completamente distinta, que no tengo ya ninguna herencia, que todo esto
se ha perdido y que tengo que conformarme. Se me explicó eso de forma serena
e inteligente y yo lo acepté. También con serenidad. Y de pronto comenzó a
volver. Primero cuando intentaron cegarme los ojos con los títulos de la baronesa
Casadei… Nunca me afectaron tales asuntos y entonces, de pronto, me enfurecí,
alcé las narices y le grité que estoy todavía más titulada y soy mejor nacida que
ella. Y desde entonces comencé a pensar en ello. Sentía cómo crecía la rabia
dentro de mí. ¿Lo entiendes, Vysogota?
– Lo entiendo.
– Y el relato de Hotsporn fue la gota que colmó el vaso. Por poco no estallo
de rabia… Tanto me habían hablado antes de la predestinación… Y resulta que
de ese destino se va a aprovechar otra, gracias a un simple engaño. Alguien se ha
hecho pasar por mí, por Ciri de Cintra y va a tener todo, va a nadar en lujo… No,
no podía pensar en ninguna otra cosa… De pronto fui consciente de que no
comía hasta saciarme, de que pasaba frío y dormía a cielo descubierto, que tenía
que lavar mis partes íntimas en corrientes heladas… ¡Yo! ¡Yo, que tendría que
tener una bañera de chapas de oro! ¡Agua que oliera a nardos y a rosas! ¡Toallas
calientes! ¡Ropa de cama limpia! ¿Lo entiendes, Vysogota?
– Lo entiendo.
– De pronto estaba dispuesta a ir a la prefectura más cercana, al fuerte más
próximo, a esos nilfgaardianos negros de los que tanto miedo tenía y a los que
odiaba tanto… Estaba dispuesta a decir: «Yo soy Ciri, necio nilfgaardiano, a mí
es a quien me tiene que tomar como esposa vuestro tonto emperador, le han
montado a vuestro emperador una gran estafa y ese idiota no se ha dado cuenta
de nada». Estaba tan rabiosa que lo hubiera hecho de haber tenido ocasión. Sin
pensarlo. ¿Entiendes, Vysogota?
– Lo entiendo.
– Por suerte, me enfrié.
– Para tu gran suerte. -El ermitaño asintió con la cabeza en un gesto muy
serio-. El asunto de ese casorio imperial tiene toda la pinta de un asunto de
estado, de una lucha de partidos o facciones. Si te hubieras revelado, haciéndole
perder el juego a alguna fuerza influyente, no hubieras escapado del estilete o el
veneno.
– También me di cuenta. Y me acordé. Me acordé bien. Desvelar quién soy
significa la muerte. Tuve ocasión de asegurarme de ello. Pero no adelantemos
hechos.
Guardaron silencio durante un rato, mientras trabajaban con las pieles.
Durante unos cuantos días la caza se había dado inesperadamente bien, en las
trampas y lazos habían caído muchos visones y nutrias, dos ratas almizcleras y
un castor. Así que tenían mucho trabajo.
– ¿Alcanzaste a Hotsporn? -preguntó por fin Vysogota.
– Lo alcancé. -Ciri se limpió la frente con la manga-. Muy pronto, además,
porque no se había dado prisa. ¡Y no se asombró nada de verme!
– ¡Doña Falka! -Hotsporn tiró de las riendas, hizo volverse danzando a la
yegua negra-, ¡Qué sorpresa más agradable! Aunque debo reconocer que no ha
sido tan grande. Lo esperaba, no oculto que lo esperaba. Sabía que ibais a tomar
una decisión. Una decisión inteligente. Percibí el brillo de la inteligencia en
vuestros ojos hermosos y llenos de encanto.
Ciri se acercó de tal modo que casi se tocaban los estribos. Luego se aclaró
la garganta, se inclinó y escupió sobre la arena del camino. Había aprendido a
escupir de tal modo: asqueroso, pero efectivo a la hora de enfriar cualquier
pasión galanteadora.
– ¿Entiendo -Hotsporn sonrió levemente-que queréis usar de la amnistía?
– Mal entiendes.
– ¿A qué le debo entonces la alegría que me produce la vista de vuestra
hermosa carita?
– ¿Y tiene que haber un porqué? -saltó-. Dijiste en la estación que querías
compañía para el camino.
– Ciertamente. -Hotsporn sonrió más-, Pero si me equivoco en el asunto de
la amnistía no estoy seguro de si esta compañía llevará el mismo camino. Nos
encontramos, como vuesa merced ve, en un cruce de caminos. Una encrucijada,
las cuatro partes del mundo, la necesidad de decidir… Un simbolismo como en
esa leyenda tan conocida. Vas al este, no volverás… Vas al oeste, no volverás…
Al norte… Humm… Al norte de ese poste está la amnistía…
– Déjalo ya con esa amnistía tuya.
– Lo que me ordenéis. Entonces, si me está permitido preguntar, ¿adonde
lleva el camino? ¿Cuál de los caminos de esta simbólica encrucijada? El maestro
Almavera, artista de la aguja, dirigió sus muías hacia el oeste, a la ciudad de
Fano. El camino oriental conduce a la aldea de Los Celos, pero yo no os
aconsejaría esa dirección…
– El río Yarra -dijo Ciri despacio-del que hablasteis en la estación es el
nombre nilfgaardiano para el río Yaruga, ¿no es cierto?
– ¿Una señorita tan ilustrada -él se inclinó, miró a sus ojos-y no sabe esto?
– ¿No sabes responder a las claras cuando se te pregunta a las claras?
– Si tan sólo burlaba, ¿por qué enfadarse? Sí, es el mismo río. En elfo y en
nilfgaardiano es Yarra, en el norte el Yaruga.
– ¿Y la desembocadura de este río -siguió Ciri-es Cintra?
– Así es. Cintra.
– Desde aquí donde estamos, ¿qué lejos está Cintra? ¿Cuántas millas?
– No pocas. Y depende de cómo se midan las millas. Casi cada nación tiene
una distinta, no es difícil equivocarse. Lo más cómodo, el método de todos los
mercaderes ambulantes, es contar las distancias en días. Para llegar a Cintra
desde aquí hacen falta de veinticinco a treinta días.
– ¿En qué dirección? ¿Recto hacia el norte?
– Mucho le interesa esa Cintra a doña Falka. ¿Por qué?
– Quiero hacerme con el trono.
– Vale, vale. -Hotsporn alzó las manos en gesto defensivo-. He
comprendido la delicada alusión, no seguiré preguntando. El camino más directo
a Cintra, paradójicamente, no es seguir recto hacia el norte, porque estorban los
despoblados y los pantanos lacustres. Ha de dirigirse uno, en primer lugar, hacia
la ciudad de Forgeham y luego seguir al oeste, hasta Metinna, capital del país de
idéntico nombre. Luego convendría cabalgar por la llanura de Mag Deira, por la
senda de buhoneros hasta Neunreuth. Sólo entonces hay que dirigirse al camino
del norte que circula por el valle del río Yelena. Desde allí ya es fácil: por el
camino circulan sin interrupción destacamentos y transportes militares, a través
de Nazair y de las Escaleras de Marnadal, por el puerto que lleva hasta el norte,
al valle de Marnadal. Y el valle de Marnadal ya es Cintra.
– Humm… -Ciri contempló el nebuloso horizonte y la línea de
desdibujadas montañas negras-. Hasta Forgeham y luego al noroeste… Es
decir… ¿Por dónde?
– ¿Sabéis qué? -Hotsporn sonrió levemente-. Precisamente yo me dirijo a
Forgeham y luego a Metinna. Oh, ese caminillo cuya arena rebrilla entre los
pinos. Venga vuesa merced conmigo y no yerrará. La amnistía será la amnistía,
pero a mí me resultará ameno viajar con tan hermosa dueña.
Ciri lo midió con la mirada más fría de la que fue capaz. Hotsporn se
mordió el labio formando una sonrisa picara.
– ¿Y entonces qué?
– Vayamos.
– Bravo, doña Falka. Sabia decisión. Ya dije que doña Falka es tan lista
como hermosa.
– Deja de titularme doña, Hotsporn. En tus labios suena como un insulto y
yo no me dejo insultar sin castigar al culpable.
– Lo que doña Falka mande.
El hermoso amanecer no cumplió su promesa, les había engañado. El día
que se alzó tras él era gris y acuoso. Una saturada niebla escondía eficazmente la
deslumbrante hojarasca otoñal de los árboles inclinados sobre el camino
ardiendo en miles de tonos ocres, rojizos y amarillos.
El húmedo aire olía a corteza y hongos.
Cabalgaban al paso sobre una alfombra de hojas caídas, pero Hotsporn a
menudo azuzaba a su yegua negra hasta alcanzar paso ligero o galope. Ciri
entonces la contemplaba con admiración.
– ¿Tiene nombre?
– No. -Los dientes de Hotsporn brillaron-. Yo trato a los rocines de forma
utilitaria, los cambio muy a menudo, no les tomo apego. Considero pretencioso
el dar un nombre a un caballo si no se es dueño de un acaballadero. ¿No estás de
acuerdo conmigo? El caballo Babieca, el perro Tobi, el gato Minino.
¡Pretencioso!
A Ciri no le gustaban sus miradas ni sus sonrisas cargadas de significados y
sobre todo el leve tono burlón con el que hablaba y respondía a las preguntas.
Así que adoptó una sencilla táctica: guardaba silencio, hablaba en medias
palabras, no provocaba. Si es que le era posible. No siempre lo era.
Especialmente cuando hablaba de aquella amnistía suya. Cuando de nuevo ella
mostró su desagrado, y eso con palabras bastante fuertes, Hotsporn cambió
inesperadamente de frente: comenzó de pronto a demostrar que en su caso la
amnistía era huera, puesto que no la afectaba a ella. La amnistía atañía a los
delincuentes mas no a las víctimas de los delincuentes. Ciri estalló en risas.
– ¡Tú eres la víctima, Hotsporn!
– He hablado completamente en serio -afirmó-. No para despertar tu alegría
de pájaro sino para sugerirte una forma de salvar el pellejo en caso
de que se te capturara. Ha de sobrentenderse que tales artes no servirían
para con el barón Casadei ni tampoco has de esperar clemencia de los
Varnhagenos, éstos, en el caso más provechoso para ti, te lincharían en el mismo
sitio, rápido y, si tienes suerte, sin dolor. Sin embargo, si cayeras en manos del
prefecto y estuvieras ante la mirada de la severa pero justa justicia real… Ja,
entonces sugeriría que se usara precisamente este tipo de defensa: te anegas en
lágrimas y proclamas que eres una víctima inocente del cúmulo de
circunstancias.
– ¿Y quién va a creer en ello?
– Todo el mundo. -Hotsporn se inclinó sobre la silla, la miró a los ojos-.
Porque ésa es precisamente la verdad. Pues tú eres una víctima inocente, Falka.
No tienes aún dieciséis años. Según las leyes imperiales eres menor de edad. Te
encontrabas por azar en la banda de los Ratas. No era tuya la culpa que te le
metieras entre ceja y ceja a una de esas bandidas, Mistle, cuyas apetencias contra
natura no son secreto alguno. Fuiste dominada por Mistle, utilizada sexualmente
y obligada a…
– Vaya, se ha aclarado todo -le interrumpió Ciri, asombrada ella misma de
su serenidad-. Por fin se ha aclarado de lo que se trataba, Hotsporn. Ya he visto
antes a gente como tú.
– ¿De verdad?
– Como a cualquier gallo -seguía estando tranquila-, se te pone tiesa la
cresta al pensar en Mistle y yo. Como a cualquier machito tonto te circula por la
testa el pensamiento idiota de intentar curarme de mi enferma naturaleza, de
hacer volver a la pervertida al camino de la verdad. ¿Y sabes lo que es
repugnante y contra natura en todo eso? ¡Precisamente esos pensamientos?
Hotsporn la miraba en silencio y con una sonrisa bastante enigmática en sus
anchos labios.
– Mis pensamientos, querida Falka -dijo él al cabo-, puede que no sean
decorosos, puede que no sean bonitos, incluso es evidente que no son
inocentes… Pero por los dioses que son acordes con la naturaleza. Con mi
naturaleza. Me desprecias cuando me acusas de que mi inclinación hacia ti tenga
sus raíces en una… curiosidad perversa. Ja, te haces a ti misma ese desprecio al
no darte cuenta o no querer aceptar el hecho de que tu extraordinario encanto y
tu poco habitual belleza son capaces de poner de rodillas a cualquier hombre.
Que el hechizo de tu mirada…
– Escucha, Hotsporn -le interrumpió-. ¿Tú lo que quieres es dormir
conmigo?
– Qué inteligencia -extendió las manos-. Simplemente me faltan las
palabras.
– Pues yo te ayudaré. -Ella espoleó un poco al caballo para poder mirarle
por el hombro-. Porque yo tengo palabras de sobra. Me siento honrada. En otras
circunstancias, quién sabe… ¡Si fuera algún otro! Pero tú, Hotsporn, no me
gustas absolutamente nada. Nada, pero simplemente nada me atrae de ti. E
incluso, diría, al contrario: todo me repugna. Tú mismo ves, en estas
circunstancias, el acto sexual sería un acto contra natura.
Hotsporn sonrió, al tiempo que también espoleaba al caballo. Su negra jaca
bailoteó sobre el camino, alzando grácil su bien formada testa. Ciri se removió
en su silla, luchando con un extraño sentimiento que le había surgido, allá bien
hondo, en lo profundo de sus tripas, pero que con rapidez y tesón se iba abriendo
paso hacia el exterior, hacia la piel herida por la ropa. Le he dicho la verdad,
pensó. No me gusta, diablos, es su caballo lo que me gusta, esa yegua negra. No
él, sino su caballo… ¡Vaya una estupidez! ¡No, no, no! Ni siquiera tomando en
cuenta a Mistle, sería estúpido y risible ceder ante él sólo porque me excita la
vista de una yegua negra bailando sobre el camino.
Hotsporn le permitió acercarse, le miró a los ojos con una sonrisa extraña.
Luego tiró de nuevo de las riendas, obligó a la yegua a doblar las patas, a dar la
vuelta y a bailar hacia un lado. Lo sabe, pensó Ciri, el viejo canalla sabe lo que
estoy sintiendo.
¡Voto a rus! ¡Me muero de curiosidad!
– Se te han pegado algunas agujas de pino en los cabellos -dijo Hotsporn
con voz amable, al tiempo que se le acercaba mucho y extendía la mano-. Te las
voy a quitar si no te importa. Añadiré que este gesto surge de mi galantería y no
de un deseo perverso.
El contacto -a Ciri no le asombró en absoluto-le produjo placer. Todavía no
pensaba tomar una decisión, pero para estar segura se puso a calcular los días
desde la última regla. Esto se lo había enseñado Yennefer: calcular con
antelación y con la cabeza fría porque luego, cuando entran las calorinas,
aparece una extraña desgana de calcular unida a una tendencia a despreciar los
resultados.
Hotsporn la miró a los ojos y sonrió, casi como si hubiera sabido que la
cuenta había arrojado un saldo a su favor. Si por lo menos no fuera tan viejo,
suspiró Ciri furtivamente. Pero seguro que tiene por lo menos treinta años…
– Turmalina. -Los dedos de Hotsporn tocaron con delicadeza su oreja y su
pendiente-. Bonitos, pero tan sólo turmalina. Con gusto te regalaría un alfiler de
esmeraldas. Un verde más caro e intenso, que encajaría mejor con tu belleza y el
color de tus ojos.
– Sabes -murmuró ella, mirándolo con descaro-que si al final se llegara a
algo, exigiría las esmeraldas por adelantado. Porque seguro que no sólo a los
caballos los tratas utilitariamente, Hotsporn. Por la mañana, después de una
noche tórrida, considerarías pretencioso el acordarte de mi nombre. ¡El perro
Tobi, el gato Minino y la muchacha María!
– Por mi honor -sonrió sin gana-que consigues enfriar hasta el deseo más
ardiente, Reina de las Nieves.
– Tuve una buena maestra.
La niebla se alzó un tanto aunque seguía remando una luz tétrica. Y
soñolienta.- Pero un grito y un ruido de cascos despejó de súbito la somnolencia.
Desde detrás de los robles que estaban pasando salieron unos jinetes.
Ambos reaccionaron tan deprisa y en forma tan concertada como si lo
hubieran estado ensayando durante semanas. Sujetaron los caballos y los
hicieron volver, pasaron inmediatamente al trote, al galope, a una carrera furiosa,
aferrándose a las crines, azuzando los rocines a base de gritos y golpes con los
talones. Las plumas de unas flechas silbaron por encima de sus cabezas, se
alzaron gritos, tintineos, trápala de cascos.
– ¡Al bosque! -gritó Hotsporn-. ¡Métete en el bosque! ¡En la espesura!
Doblaron sin aminorar el paso. Ciri se aferró aún más al cuello del caballo
porque las ramas que crepitaban a su paso amenazaban con tumbarla de la silla.
Vio cómo la punta de la flecha de una ballesta sacaba astillas del tronco de un
aliso que acababa de dejar atrás. Azuzó al caballo con un grito, esperando a cada
segundo que una flecha le golpeara en la espalda. Hotsporn, que iba por delante,
lanzó de improviso un extraño gemido.
Atravesaron el profundo hueco dejado por las raíces de un árbol, bajaron a
matacaballo por un profundo despeñadero hacia una espesura de arbustos
espinosos. Y entonces, de pronto, Hotsporn se cayó de la silla y rodó por entre
los matojos de arándanos. La yegua negra relinchó, coceó, meneó el rabo y
siguió adelante. Ciri no se lo pensó. Desmontó, le azotó a su caballo en las
ancas. Cuando éste corrió detrás de la yegua negra, ayudó a Hotsporn a
levantarse, ambos se sumergieron entre los arbustos, en el alisal, se tropezaron,
rodaron por la cuesta abajo y cayeron en el alto cañaveral del fondo del
barranco. Un colchón de musgo amortiguó la caída.
Arriba, al borde de la garganta, retumbaron los cascos de sus perseguidores,
por suerte en dirección al bosque de lo alto, detrás de los caballos que huían.
Parecía que no habían advertido su desaparición entre las cañas.
– ¿Quiénes son ésos? -susurró Ciri, arrastrándose de por debajo de
Hotsporn y arrancándose de los cabellos las hojas de rúcula que se le habían
pegado-. ¿Gente del prefecto? ¿Los Varnhagenos?
– Bandidos comunes y corrientes… -Hotsporn escupió una hoja-.
Bandoleros…
– Proponles una amnistía. -Le crujía la arena en los dientes-. Promételes…
– Cállate. Nos van a oír.
– ¡Altooo! ¡Altooo! ¡Aquí! -les llegó desde arriba-. ¡Por la izquierda salen!
¡Por la izquierda!
– ¿Hotsporn?
– ¿Qué?
– Tienes sangre en la espalda.
– Lo sé -respondió con voz fría, al tiempo que sacaba un rollo de tela del
seno y le ofrecía el costado a ella-. Méteme esto debajo de la camisa. A la altura
de la paletilla izquierda…
– ¿Dónde te han dado? No veo la flecha…
– Era un arbalete… Una hoja de hierro, lo más seguro que un clavo de
herradura cortado. Deja, no toques. Está junto a la columna vertebral…
– ¡Maldita sea! ¿Qué tengo que hacer?
– Guardar silencio. Vuelven.
Retumbaron los cascos, alguien lanzó un penetrante silbido. Alguien gritó,
llamó, le ordenó a alguien que volviera. Ciri aguzó el oído.
– Se van -murmuró-. Se han cansado de la persecución. No han alcanzado a
los caballos.
– Eso está bien.
– Tampoco nosotros los alcanzaremos. ¿Vas a poder caminar?
– No voy a tener que hacerlo. -Sonrió, mostrándole un brazalete sujeto al
antebrazo que tenía un aspecto bastante chapucero-. Compré esta alhaja junto
con el caballo. Es mágica. La yegua la lleva desde que era un potrillo. Cuando la
toco así, de este modo, es como si la llamara. Talmente como si escuchara mi
voz. Vendrá al galope. Tardará un poco pero a buen seguro que vendrá. Con un
poco de suerte tu ruana la seguirá.
– ¿Y con un poco de mala suerte? ¿Te irás solo?
– Falka -dijo, poniéndose serio-. Yo no me iré solo, cuento con tu ayuda. A
mí habrá que sujetarme en la silla. Los dedos de los pies ya se me enfrían. Puedo
perder el conocimiento. Escucha, esta garganta conduce al valle de un río. Irás
hacia arriba, contra la corriente, hacia el norte. Me llevarás a un lugar llamado
Tegamo. Allá encontrarás a alguien que sabrá sacarme el yerro de la espalda sin
ocasionarme la muerte o la parálisis.
– ¿Es el pueblo más cercano?
– No. Más cerca están Los Celos, a unas veinte millas por el barranco en
dirección contraria, siguiendo la corriente. Pero no vayas allá por nada del
mundo.
– ¿Por qué?
– Por nada del mundo -repitió, al tiempo que fruncía el ceño-. No se trata de
mí, sino de ti. Los Celos son tu muerte.
– No lo entiendo.
– Ni falta que hace. Simplemente confía en mí.
– A Giselher le dijiste…
– Olvídate de Giselher. Si quieres vivir, olvídate de todos ellos.
– ¿Por qué?
– Quédate conmigo. Mantendré mi promesa, Reina de las Nieves. Te
cubriré de esmeraldas… haré que lluevan sobre ti…
– Ciertamente, buen momento para bromas.
– Siempre es buen momento para las bromas.
Hotsporn la abrazó de pronto, le apretó los brazos y comenzó a desatarle la
blusa. Sin ceremonias, pero sin apresurarse. Ciri le rechazó con las manos.
– ¡Y ciertamente es buen momento para esto!
– Para esto también es siempre buen momento. Sobre todo para mí, ahora.
Te lo dije, la columna vertebral. Mañana pueden aparecer dificultades… ¿Qué
haces? ¡Aj, mierda…!
Esta vez ella lo había empujado con más fuerza. Demasiado fuerte.
Hotsporn palideció, se mordió los labios, gimió de dolor.
– Lo siento. Pero si alguien está enfermo debe mantenerse tumbado y
tranquilo.
– La cercanía de tu cuerpo provoca que olvide el dolor.
– ¡Déjalo ya, voto a bríos!
– Falka, sé agradable con un hombre que está sufriendo.
– Si no apartas la mano, es cuando vas a sufrir. ¡Y ya!
– Más bajo… Los bandoleros pudieran oírnos… Tu piel es como la seda…
No te retuerzas, diablos.
Aj, al cuerno, pensó Ciri, qué más da. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene
esto? Siento curiosidad. Tengo derecho a tenerla. En ello no hay sentimiento
alguno. Lo trataré utilitariamente y eso es todo. Y lo olvidaré sin presunción.
Se sometió a las caricias y al placer que le producían. Volvió la cabeza, pero
pensó que esto era una modestia exagerada y una mojigatería embaucadora: no
quería aparecer como una virtud seducida. Le miró directamente a los ojos, pero
esto le pareció demasiado atrevido y retador, tampoco quería fingir ser así. Así
que simplemente cerró los párpados, lo agarró por el cuello y le ayudó con los
botones porque él no había avanzado mucho y perdía el tiempo.
Al contacto de los dedos se unió el contacto de los labios. Ella estaba ya
cerca de olvidarlo, de olvidar al mundo entero cuando de pronto Hotsporn se
quedó inmóvil e inerte. Durante un instante ella se mantuvo tumbada
pacientemente, recordaba que él estaba herido y que la herida debía de
mortificarlo. Pero aquello duraba un poco demasiado. La saliva de él se le enfrió
en los pezones.
– ¡Eh, Hotsporn! ¿Duermes?
Algo se le derramó a ella por el pecho y el costado. Tocó con los dedos.
Sangre.
– ¡Hotsporn! -Lo arrojó de sí-. Hotsporn, ¿estás muerto?
Vaya una pregunta idiota, pensó. Si lo estoy viendo.
Pues si estoy viendo que está muerto.
– Se murió con la cabeza sobre mis tetas. -Ciri volvió la cabeza. El
resplandor del fuego en la chimenea le jugaba rojizo sobre su mutilada mejilla.
Puede que también hubiera algo de rubor. Vysogota no estaba seguro-. Lo único
que sentí entonces fue decepción -añadió, todavía con la cabeza vuelta-. ¿Te
asombra esto?
– No. Esto precisamente no…
– Lo entiendo. Estoy intentando no colorear la narración, no alterar nada.
No esconder nada. Aunque a veces tengo ganas de hacerlo, sobre todo esto
último. -Tomó aire por la nariz, se rascó con la falange en el rabillo del ojo-. Lo
cubrí con ramas y hojas. De cualquier manera, lo reconozco. Oscurecía ya, tuve
que pasar la noche allí. Los bandidos todavía andurreaban por los alrededores,
escuchaba sus gritos y entonces tuve la certeza de que no eran bandidos comunes
y corrientes. Lo único que no sabía era a quién estaban buscando, si a él o a mí.
Sin embargo, me tuve que quedar en silencio. Toda la noche. Hasta el alba. Junto
a un cadáver. Brrrr.»A1 alba -siguió al cabo-, ya hacía tiempo que no se oía a los
perseguidores, así que me pude poner en movimiento. Para entonces ya tenía
caballo. El brazalete mágico que le había quitado del brazo a Hotsporn
funcionaba de verdad. La yegua negra había vuelto. Ahora me pertenecía. Era mi
regalo. Es una costumbre de las islas de Skellige, ¿sabes? La muchacha ha de
recibir un regalo costoso de su primer amante. ¿Qué más da que el mío muriera
antes de que llegara a serlo?
La yegua cavó con sus patas delanteras en la tierra, relinchó, se puso de
lado como si le estuviera ordenando que la admirara. Ciri no pudo contener un
suspiro de éxtasis a la vista de aquel cuello de delfín, liso y grácil, pero lleno de
músculo, de la pequeña y bien formada cabeza de frente prominente, alta nuca,
una complexión de admirable proporcionalidad.
Se acercó a ella con precaución, mostrándole a la yegua el brazalete que
sujetaba con la punta de los dedos. La yegua lanzó un agudo relincho, meneó las
ágiles orejas, pero permitió que le tomara de las riendas y le acariciara la nariz
de terciopelo.
– Kelpa -dijo Ciri-. Eres negra y ágil como una kelpa marina. Eres también
mágica como una kelpa. Así que te vas a llamar Kelpa. Y no me importa si es
pretencioso o no.
La yegua rebufó, puso las orejas, agitó la cola de terciopelo, que le
alcanzaba hasta los cuartillos. Ciri, a quien le gustaba sentarse alto, acortó las
cinchas del estribo, palpó la montura, que era atípica, plana y sin la horquilla ni
el cuerno del arzón. Puso la bota en el estribo y agarró al caballo por las crines.
– Tranquila, Kelpa.
La silla, pese a las apariencias, era muy cómoda. Y por razones evidentes,
bastante más ligera que las monturas habituales en la caballería.
– Ahora -dijo Ciri, palmoteando el cuello cálido de la yegua-, vamos a ver
si eres tan rápida como hermosa. Si eres una verdadera yegua de raza o sólo una
apariencia. ¿Qué me dices a veinte millas al galope, Kelpa?
Si en lo profundo de la noche alguien hubiera conseguido deslizarse en
silencio hasta aquella choza perdida entre los pantanos, con su tejado de bálago
cubierto de musgo, si hubiera mirado entre las rendijas de los postigos, habría
visto a un viejecillo de barba cana que escuchaba la historia de una muchacha de
menos de veinte años de edad y de ojos verdes y cabellos cenicientos.
Habría visto cómo el fuego que se iba muriendo en el hogar revivía y se
hacía más claro como si estuviera presintiendo lo que iba a ser contado.
Pero ello no era posible. Nadie pudo verlo. La choza del viejo Vysogota
estaba bien escondida entre los cañaverales del pantano. En un despoblado
eternamente cubierto de niebla en el que nadie se atrevía a adentrarse.
– El valle del río era llano, adecuado para cabalgar, así que Kelpa corría
rápida como el viento. Por supuesto, no cabalgué curso arriba, sino curso abajo
del río. Recordaba aquel nombre específico: Los Celos. Recordaba lo que
Hotsporn le había dicho a Giselher en la estación. Comprendí por qué me había
prevenido de no ir a aquel pueblo. En Los Celos debía de haber una trampa.
Cuando Giselher menospreció la oferta de amnistía y de trabajar para el gremio,
Hotsporn le lanzó a propósito lo del cazador de recompensas hospedado en el
pueblo. Sabía que los Ratas se tragarían aquel anzuelo, que irían allí y caerían en
el enredo. Yo tenía que llegar a Los Celos antes que ellos, cortarles el camino,
advertirles. A todos. O por lo menos a Mistle.
– Me imagino que no tuviste éxito -murmuró Vysogota.
– Entonces -dijo Ciri con voz sorda-pensaba que en Los Celos les esperaba
un destacamento numeroso y armado hasta los dientes. Ni siquiera en el más
loco de mis pensamientos hubiera podido imaginar que la trampa era un solo
hombre…
Guardó silencio, contemplando la oscuridad.
– No tenía tampoco ni idea de qué tipo de hombre se trataba.
Birka era una aldea rica, bonita y situada en un lugar extraordinariamente
pintoresco. El amarillo de sus tejados de paja y el rojo de las tejas se extendían
por una hondonada de pendientes abruptas y boscosas, que cambiaban de color
con las estaciones del año. Sobre todo en otoño, la vista de Birka alegraba el ojo
del esteta y el corazón del sensible.
Así había sido hasta el momento en que la aldea había cambiado de
nombre. Y esto había sucedido así:
Un joven labrador, elfo de la cercana colonia élfica, se enamoró como un
loco de una molinera de Birka. La molinera coqueta se burló de las virtudes del
elfo y siguió echándose en los brazos de vecinos, conocidos y hasta parientes.
Éstos comenzaron a burlarse del elfo y de su amor ciego como un topo. El elfo,
de forma poco típica para un elfo, tuvo una explosión de rabia y de venganza,
una explosión terrible. Una noche, con ayuda de un fuerte viento, pegó fuego a
la aldea y convirtió en humo toda Birka.
Las gentes arruinadas por el incendio se hundieron moralmente. Unos se
lanzaron al camino, otros cayeron en la vagancia y la embriaguez. Los dineros
recogidos para la reconstrucción eran defraudados regularmente y gastados en
vino, y el pueblo presentaba ahora una imagen de pobreza y desesperación: era
una reunión de chamizos repugnantes y mal colocados, situados bajo las laderas
renegridas y desnudas de la hondonada. Antes del incendio Birka había tenido
una forma oval alrededor de una plaza central, ahora las escasas casas bien
reconstruidas, los graneros y las aguardenterías conformaban algo así como una
larga calleja que estaba cerrada por la fachada de la posada La Cabeza de la
Quimera, la cual había sido construida con el esfuerzo común y estaba dirigida
por la viuda Goulue.
Y desde hacía siete años nadie usaba ya el nombre de Birka. Se decía El
Fuego de los Celos, para acortar, simplemente Los Celos.
Por la calleja de Los Celos avanzaban los Ratas. Era una madrugada fría,
nublada, siniestra.
Las gentes se apresuraban a las casas, se escondían en sus barracas y
tabucos. El que disponía de postigos, los cerraba con un estampido, el que tenía
puerta, la trababa con la tranca. Quien todavía tenía vodka, la bebía para darse
coraje. Los Ratas iban al paso, con una lentitud arrogante, pegados estribo contra
estribo. En sus rostros se dibujaba un desprecio indiferente, pero sus ojos
fruncidos observaban con atención las ventanas, soportales y los rincones de los
muros.
– ¡Una flecha en la ballesta! -advirtió Giselher, en voz muy alta por si
acaso-. ¡Un chasquido de una cuerda y habrá una matanza!
– ¡Y otra vez se dejará suelto aquí al toro de fuego!-añadió Chispas con alta
y sonora voz de soprano-. ¡No quedará más que tierra y agua!
Con toda seguridad, algunos de los habitantes tenían ballestas, pero no hubo
nadie que quisiera comprobar si los Ratas no hablaban por hablar.
Los Ratas se bajaron de los caballos. El cuarto de legua que les separaba de
la posada lo hicieron andando, costado a costado, con el rítmico tintineo y
repique de sus espuelas, adornos y bisutería.
En las escaleras de la posada tres celositanos que se estaban curando la
resaca del día anterior a base de cerveza desfallecieron al verlos.
– Ojalá esté aquí -murmuró Kayleigh-. Hemos perdido el tiempo. No
teníamos que habernos detenido, deberíamos haber entrado aunque fuera de
noche…
– ¡Gelipolleces! -Chispas le mostró los dientes-. Si queremos que los bardos
cuadren romances de esto, no podemos hacerlo de noche y a la chita callando.
¡Ha de verlo la gente! El alba es lo mejor, porque todavía están todos sobrios,
¿no es verdad, Giselher?
Giselher no respondió. Levantó una piedra, tomó impulso y golpeó con ella
la puerta de la taberna.
– ¡Sal, Bonhart!
– ¡Sal, Bonhart! -repitieron a coro los Ratas-. ¡Sal, Bonhart!
Desde el interior les llegó el sonido de unos pasos. Lentos y pesados. Mistle
sintió un escalofrío que le recorría el cuello y los brazos.
Bonhart apareció en la puerta.
Los Ratas retrocedieron un paso en un movimiento reflejo, los tacones de
sus altas botas se clavaron en la tierra, las manos se apoyaron en las
empuñaduras de las espadas. El cazador de recompensas llevaba la suya bajo la
axila. Así mantenía libres las manos. En una llevaba un huevo duro pelado, en la
otra un mendrugo de pan.
Se acercó con lentitud a la baranda, los miró desde lo alto, desde muy alto.
Estaba encima del porche y además era muy alto. Un gigante, aunque delgado
como un gul.
Los miró, paseó sus ojos acuosos por cada uno de ellos, uno tras otro.
Luego mordió primero un poco de huevo, luego un pedacito de pan.
– ¿Y dónde está Falka? -preguntó casi ininteligible. Unos pedazos de yema
del huevo le cayeron de los bigotes y los labios.
– ¡Corre, Kelpa! ¡Corre, bonita! ¡Corre todo lo que puedas!
La yegua mora relinchó con fuerza, estirando el cuello en un galope
desaforado. La grava salpicaba desde bajo los cascos aunque parecía que los
cascos apenas tocaban la tierra.
Bonhart se estiró con pereza, haciendo crujir su jubón de cuero, tiró de sus
guantes de ante con lentitud y se los colocó solícitamente.
– ¿Y cómo es eso? -Frunció el ceño-. ¿Queréis matarme? ¿Y puede saberse
por qué?
– Pues por el Oronjas.
– Y para divertirnos -añadió Chispas.
– Y para estar tranquilos -completó Reef.
– Aaah -dijo Bonhart lentamente-. ¡Así que en ésas estamos! Y si prometo
que os dejo tranquilos, ¿me dejaréis vivir?
– No, no te dejaremos, perro sarnoso. -Mistle adoptó una encantadora
sonrisa-. Te conocemos. Sabemos que no nos perdonarás, que correrás tras
nuestras huellas y esperarás a la ocasión para apuñalarnos por la espalda. ¡Sal!
– Poquito a poco, poquito a poco. -Bonhart sonrió, abrió la boca con
expresión maligna por debajo de sus bigotes grises-. Para reñir siempre hay
tiempo, no hay por qué excitarse. Primero os haré una propuesta, Ratas. Os voy a
permitir escoger, luego vosotros haréis lo que queráis.
– ¿Qué es lo que mascullas, viejo zampón? -gritó Kayleigh,
enderezándose-. ¡Habla más claro!
Bonhart meneó la cabeza y se rascó el muslo.
– Dinero se da por vosotros, Ratas. Y no poco. Y hay que ganarse la vida.
Chispas bufó como un gato montes y como gato montes abrió los ojos.
Bonhart cruzó los brazos sobre el pecho, pasando la espada por la parte interior
del codo.
– No poco dinero -repitió-, por llevaros muertos, mientras que por vivos
poco más hay. Así que, hablando francamente, a mí me da igual. Nada personal
tengo contra vosotros. Todavía ayer pensaba que me os iba a cargar por así
decirlo como entretenimiento y placer, pero habéis venido solos, ahorrándome
trabajos y fatigas, por lo cual me habéis llegado al corazón. De modo que os
permitiré elegir. ¿Cómo queréis que os lleve, por las buenas o por las malas?
Los músculos en las mandíbulas de Kayleigh temblaron. Mistle se inclinó,
lista para saltar. Giselher la agarró por el brazo.
– Quiere ponernos rabiosos -susurró-. Deja que hable el canalla.
Bonhart bufó.
– ¿Qué? -repitió-. ¿Por las buenas o por las malas? Yo os aconsejo lo
primero. Sabed que por las buenas duele menos, pero que mucho menos.
Los Ratas tomaron las armas como a una orden. Giselher hizo una cruz con
la hoja y se quedó quieto en una postura de esgrima. Mistle lanzó un grueso
escupitajo al suelo.
– Ven aquí, engendro huesudo -dijo Mistle, aparentemente tranquila-. Ven,
despojo. Te mataremos como a un viejo perro gris.
– Así que preferís por las malas. -Bonhart, mientras miraba allá por encima
de los tejados de las casas, tomó lentamente la espada, tiró la vaina. Sin
apresurarse, bajó del porche, tintineaban las espuelas.
Los Ratas se desplegaron con rapidez por la calleja. Kayleigh fue el que se
fue más lejos hacia la izquierda, casi junto al muro de la aguardentería. Junto a él
estaba Chispas de pie, torciendo sus finos labios en su acostumbrada sonrisa
maligna. Mistle, Asse y Reef fueron hacia la derecha. Giselher se quedó en el
centro, con la mirada de ojos entornados clavada en el cazador de recompensas.
– Bueno, vale, Ratas. -Bonhart miró hacia los lados, contempló el cielo,
luego alzó la espada y escupió a la hoja-. Si hay que reñir, pues se riñe. ¡Música,
maestro!
Se lanzaron contra él como lobos, como un relámpago, en silencio, sin
advertencias. Las hojas aullaron en el aire, llenando la calle con un agudo
tintineo de acero. Al principio sólo se oía el chocar de las hojas, suspiros,
gemidos y respiraciones apresuradas.
Y luego, de pronto, inesperadamente, los Ratas comenzaron a gritar. Y a
morir.
Reef fue el primero que voló del campo de batalla, se estrelló con la espalda
contra la pared, regando de sangre la cal blanquecina y sucia. Tras él salió Asse
con un paso ágil, se dobló, cayó de lado, encogiendo y estirando
alternativamente la rodilla.
Bonhart se escapaba y giraba como una peonza, rodeado por los reflejos y
rebrillos de las hojas. Los Ratas retrocedían ante él, saltando, lanzando tajos y
replegándose, con rabia, tercamente, sin piedad. Y sin resultado. Bonhart paraba,
golpeaba, paraba, golpeaba, atacaba, atacaba sin pausa, no daba lugar a
descansar, les imponía su ritmo. Y los Ratas retrocedían. Y morían.
Chispas, con un tajo en el cuello, cayó sobre el barro, retrocediendo como
una cabritilla, la sangre de su arteria se disparó contra la pantorrilla y la rodilla
de Bonhart, que saltó por encima de ella. El cazador rechazó el ataque de Mistle
y Giselher con un amplio mandoble, después de lo cual giró y con un golpe
rapidísimo despachó a Kayleigh, rajándole con la misma punta de la espada,
desde el pectoral hasta el muslo. Kayleigh soltó la espada, pero no cayó, sólo se
encogió y se agarró con las dos manos la barriga y el pecho, de entre sus dedos
brotaba la sangre. Bonhart de nuevo se liberó de las acometidas de Giselher, paró
el ataque de Mistle y rajó a Kayleigh otra vez, en esta ocasión transformándole
la parte superior de la cabeza en una masa escarlata. El Rata de cabellos rubios
cayó al suelo, un charco de sangre mezclada con barro se formó a su alrededor.
Mistle y Giselher dudaron un momento. Y en vez de huir, gritaron al
unísono, con voz rabiosa y loca. Y se lanzaron sobre Bonhart.
Hallaron la muerte.
Ciri llegó a la aldea y galopó a través de la calle. Bajo los cascos de la
yegua negra iban saltando pedazos de barro.
Bonhart golpeó con un tacón a Giselher, que yacía junto a una pared. El
caudillo de los Ratas no daba señales de vida. De su cráneo destrozado había
dejado ya de fluir la sangre.
Mistle, de rodillas, buscaba la espada, recorriendo con las dos manos el
barro y el estiércol, sin ver que se movía en un charco de sangre que crecía muy
deprisa. Bonhart se acercó a ella lentamente.
– ¡Noooooo!
El cazador levantó la cabeza.
Ciri saltó del caballo todavía en movimiento, se tambaleó, cayó sobre una
rodilla.
Bonhart sonrió.
– La Ratilla -dijo-. La séptima Ratilla. Me alegro de que estés. Me faltabas
tú para tener la colección.
Mistle encontró la espada, pero no pudo alzarla. Tosió y se lanzó bajo las
piernas de Bonhart, clavó unos dedos temblorosos en la caña de sus botas. Abrió
la boca para gritar, y en vez del grito, de sus labios surgió una brillante línea de
color carmín. Bonhart la golpeó con fuerza, derribándola sobre el estiércol.
Mistle, agarrándose la barriga rajada con las dos manos, consiguió alzarse de
nuevo.
– ¡Noooooo! -gritó Ciri-. ¡Miiiiiistleee!
El cazador de recompensas no prestó atención a sus gritos, ni siquiera
volvió la cabeza. Agitó la espada y lanzó un tajo con brío, como una guadaña, un
golpe potente que levantó a Mistle de la tierra y la llevó casi hasta la pared,
blanda como una muñeca de trapo, como un harapo manchado de sangre.
En la garganta de Ciri se ahogó un grito. Las manos le temblaban cuando
echó mano a la espada.
– Asesino -dijo, extrañándose de lo ajeno de su propia voz. De lo ajeno de
sus labios, que de pronto se habían quedado monstruosamente secos-. ¡Asesino!
¡Canalla!
Bonhart la observó con curiosidad, moviendo ligeramente la cabeza.
– ¿Vamos a morir? -preguntó.
Ciri anduvo hacia él, rodeándole en un semicírculo. La espada en sus manos
alzadas y tendidas se movía, hacía molinetes, chasqueaba.
El cazador se rió en voz alta.
– ¡Morir! -repitió-. ¡La Ratilla quiere morir!
Luego se movió poco a poco, estando de pie en su sitio, sin dejarse encerrar
en la trampa del semicírculo. Pero a Ciri le daba todo igual. Ardía de rabia y
odio, temblaba de deseo de matar. Quería acabar con aquel viejo horrible, sentir
cómo la hoja se clavaba en su cuerpo. Quería ver su sangre surgir de sus arterias
cortadas, a borbotones, al ritmo de los últimos latidos de su corazón.
– Venga, Ratilla. -Bonhart alzó su sucia espada y escupió en la hoja-. Antes
de que des el último suspiro muéstranos de lo que eres capaz. ¡Música, maestro!
– En verdad que no es de entender cómo no se mataron al primer tiento -
contaba, seis días más tarde, Nycklar, hijo del carpintero de los ataúdes-. Tenían
mucha gana de matarse, se veía a las claras. Ella a él, él a ella. Se echaron el uno
al otro, se toparon casi en un abrir y cerrar de ojos y hubo ruido grande de
espadas. Puede que dos o que hasta tres tajos se dieran. No hubo persona alguna
que acertara a contarlo, ni a ojos vista ni a oído. Dábanse tan rápido, vive dios,
que ni ojo ni oído de persona era capaz de apreciarlo. ¡Y bailaban y saltaban tan
juntos como dos comadrejas!
Stefan Skellen, llamado Antillo, escuchaba con atención, al tiempo que
jugaba con un puñal.
– Se alejaron el uno del otro -siguió el muchacho-, y ninguno tenía ni un
rasguño. La Rata, se veía, rabiosa andaba como el mismo demonio, y a esto
bufaba como un gato cuando se le quiere quitar el ratón. Mas su merced, el señor
Bonhart, estaba sereno por demás.
– Falka -dijo Bonhart, sonriente y mostrando los dientes como un verdadero
gul-. ¡Ciertamente sabes bailar y menear la espada! ¡Has despertado mi
curiosidad, mozuela! ¿Quién eres? Dímelo antes de morir.
Ciri aspiró aire. Sintió cómo le comenzaba a embargar el miedo. Se dio
cuenta de con quién tenía que habérselas.
– Dime quién eres y te perdonaré la vida.
Ella apretó con más fuerza la empuñadura de la espada. Tenía que atravesar
sus paradas y rajarlo, tenía que hacerlo antes de que se pusiera en guardia. No
podía permitir que rechazara sus tajos, no podía detener sus golpes con la
espada, no podía arriesgarse ya ni una sola vez al dolor y la parálisis que
atravesaban y abrumaban su codo y antebrazo cuando hacía una parada. No
podía perder energía escapando pasivamente de sus espadazos, que la erraban
por un pelo. Atravesar la defensa, pensó. Ahora. En este ataque. O morir.
– Vas a morir, Ratilla -dijo, yendo hacia ella con la espada muy extendida
hacia delante-. ¿No tienes miedo? Eso es porque no sabes qué aspecto tiene la
muerte.
Kaer Morhen, pensó, mientras saltaba. Lambert. El peine. Salto.
Dio tres pasos, una media pirueta y cuando atacó, menospreciando una
finta, se balanceó en un salto hacia atrás, cayó en un ágil giro y de inmediato se
lanzó hacia él, sumergiéndose por debajo de su hoja y torciendo la muñeca para
cortar, en un golpe terrible, apoyado en una potente revuelta del muslo. Al punto
la invadió la euforia, ya casi sentía cómo el filo mordía el cuerpo.
En lugar de aquello hubo un duro y sonoro golpe de metal contra metal. Y
un súbito resplandor en los ojos, un aullido y dolor. Sintió que caía, sintió que
había caído. Bonhart paró y devolvió el golpe, pensó. Voy a morir, pensó.
Bonhart le dio una patada en la barriga. Con otra patada, asestada con
dolorosa precisión en el codo, le hizo soltar la espada. Ciri se agarró la cabeza,
sentía un dolor sordo, pero bajo los dedos no halló heridas ni sangre. Me ha dado
un puñetazo, pensó con horror. Simplemente me ha dado un puñetazo. O un
golpe con el pomo de la espada. No me ha matado. Me ha dado un golpe, como a
una mocosa.
Abrió los ojos.
El cazador estaba de pie ante ella, horrible, delgado como un esqueleto,
dominando sobre ella como un árbol enfermo y desprovisto de hojas. Apestaba a
sudor y sangre.
La agarró por los cabellos de la nuca, la alzó con violencia, la obligó a
ponerse en pie, pero al momento la arrastró con brusquedad, levantando la tierra
por debajo de sus pies y se acercó, gritando como un condenado, a Mistle, que
yacía junto a la pared.
– No tienes miedo a la muerte, ¿eh? -aulló, al tiempo que la obligaba a bajar
la cabeza-. Pues entonces mira, Ratilla. Esto es la muerte. Así se muere. Mira,
esto son tripas. Esto sangre. Y esto mierda. Esto es lo que el ser humano tiene en
su interior.
Ciri se tensó, se retorció, aferrada por la mano de él, explotó en vómitos
secos. Mistle todavía estaba viva, pero tenía los ojos nublados, descoloridos,
como de pez. Su mano, como las garras de un halcón, se abría y se cerraba,
envuelta en barro y boñigas. Ciri percibió un fuerte y penetrante hedor a orina.
Bonhart estalló en carcajadas.
– Así se muere, Ratilla. En los propios meados.
Soltó los cabellos de Ciri. Ella se incorporó a cuatro patas, sacudiéndose en
sollozos secos y entrecortados. Mistle estaba allí, a su lado. La mano de Mistle,
la delgada, delicada, suave, sabia mano de Mistle.
Ya no se movía.
– No me mató. Me prendió las dos manos al atadero de caballos.
Vysogota estaba sentado, inmóvil. Llevaba mucho tiempo así. Retuvo el
aliento. Ciri continuó la historia y su voz se hizo cada vez más sorda, cada vez
más innatural, cada vez más desagradable.
– Les ordenó a los que se acercaban que le trajeran un saco de sal y un
tonelete de vinagre. Y un hacha. No sabía… no podía comprender lo que quería
hacer… Todavía entonces no sabía de lo que era capaz. Yo estaba atada… al
atadero de caballos… Llamó a unos sirvientes, les ordenó que me sujetaran por
los cabellos… y los párpados. Les enseñó cómo… de tal modo que no pudiera
volver la cabeza ni cerrar los ojos… para que tuviera que mirar a lo que hacía.
Hay que cuidar de que la mercancía no se estropee, dijo. De que no se pudra…
La voz de Ciri se quebró, la garganta se le quedó seca. Vysogota, sabiendo
de pronto lo que estaba a punto de escuchar, sintió cómo se le arremolinaba la
saliva en la boca como si fuera la ola de una inundación.
– Les arrancó la cabeza-dijo Ciri sordamente-. Con el hacha. Giselher,
Kayleigh, Asse, Reef, Chispas… y Mistle. Les cortó la cabeza… Uno tras otro.
Delante de mis ojos.
Si aquella noche alguien hubiera conseguido deslizarse hasta aquella choza
perdida entre los pantanos, con su tejado de bálago cubierto de musgo, si hubiera
mirado entre las rendijas de los postigos, habría visto en el escasamente
iluminado interior a un viejecillo de barba gris vestido con una zamarra y a una
muchacha de cabellos cenicientos con el rostro deformado por una cicatriz en la
mejilla. Habría visto cómo la muchacha temblaba a causa del llanto, cómo
ahogaba el llanto entre los brazos del viejecillo y cómo aquél intentaba
tranquilizarla, acariciándola maquinalmente y sin gracia y palmoteando los
hombros que se sacudían espasmódicamente.
Pero aquello no era posible. Nadie pudo ver aquello. La choza estaba bien
escondida entre los cañaverales del pantano. En un despoblado eternamente
cubierto por la niebla, en el que nadie se atrevía a aventurarse.
Capítulo tercero
A menudo me preguntan por qué me decidí a escribir mis reminiscencias.
Mucha gente parece interesarse por el momento en que mis memorias
comenzaran a surgir, cuál fuera el acaecimiento que acompañara al principio de
la escritura o diera pábulo a ello. Anteriormente solía dar diversas
explicaciones y no pocas veces mentí, mas ahora hago honor a la verdad puesto
que hoy, cuando los cabellos se me han encanecido y se han hecho más ralos, sé
que la verdad es un grano precioso, la mentira, en cambio, no es más que
salvado huero. Y la verdad es ésta: el acaecimiento que a todo oliera pábulo, al
que le debo las primeras anotaciones, con las que se empezó a conformar la
obra de mi vida, fue el hallar casualmente papel y pluma entre las cosas que yo
y mis compañeros robamos en los acantonamientos militares lyrios. Esto
sucedió…
Jaskier, Medio siglo de poesía
… sucedió el quinto día después de la luna nueva de septiembre,
precisamente el trigésimo día de nuestros lances, contando desde que salimos de
Brokilón, y seis días después de la Batalla del Puente.
Ahora, querido futuro lector, retrocederé algo en el tiempo y describiré los
acontecimientos que tuvieron lugar inmediatamente después de la batalla
famosa y preñada de consecuencias llamada del Puente. Empero iluminaré
primero a la extensa suma de lectores que nada saben de la Batalla del Puente,
bien sea a causa de otros intereses, bien a causa de general ignorancia. Me
explico: la tal batalla se lidió el último día del mes de agosto el año de la Gran
Guerra en Angren, en el puente que unía las dos orillas del Yaruga en las
cercanías de una estanitza llamada el Embarcadero Rojo. Partes en este
conflicto armado fueron: el ejército de Nilfgaard, el corpus lyrio dirigido por la
reina Meve, así como nosotros, nuestra maravillosa pandilla, yo, o sea, el abajo
firmante, y también el brujo Geralt, el vampiro Emiel Regis Rohellec Terzieff-
Godefroy, la arquera María Barring llamada Milva y Cahir Mawr Dyffryn aep
Ceaílach, el nilfgaardiano al que le gustaba demostrar con obstinación digna de
mejor causa que no era nilfgaardiano.
Pudiera ser que tampoco estuviera muy claro para ti, lector, cómo había
ido a parar a Angren la reina Meve, de la que a la sazón se pensaba que había
muerto junto con su ejército durante la incursión nilfgaardiana de julio contra
Lyria, Rivia y Aedirn, finalizada con la completa conquista de aquellos países y
su ocupación por los ejércitos imperiales. Mas Meve no había muerto en la lid,
como se juzgaba, ni había caído en cautiverio nilfgaardiano. Agrupando bajo su
estandarte a la noble mesnada salvada del ejército de Lyria y enrolando a quien
se podía, incluyendo a mercenarios y bandidos comunes, la esforzada Meve
acometió una guerra de guerrillas contra Nilfgaard. Y para tales estratagemas
el fragoso Angren era ideal, ya fuera para atacar en emboscadas, ya fuera para
esconderse en alguna espesura, porque en Angren hay espesuras de sobra; la
verdad sea dicha, aparte de espesuras no hay más en aquel país que sea digno
de ser mencionado.
El destacamento de Meve -a quien su ejército llamaba ya la Reina Blanca-
creció vertiginoso en fuerza y cobró tanta entereza que era capaz de cruzar sin
miedo a la orilla siniestra del Yaruga para allá, en la profunda retaguardia del
enemigo, llevar a cabo zalagardas y escaramuzas a placer.
Y volvamos en este punto a nuestro grano, esto es, a la Batalla del Puente.
La situación táctica era como sigue: los partisanos de la reina Meve, que habían
andado algareando por la orilla izquierda del Yaruga, quisieron escapar a la
orilla derecha del Yaruga, pero se toparon con los nilfgaardianos, que andaban
algareando por la orilla derecha del Yaruga y precisamente querían escapar a
la orilla izquierda del Yaruga. Con los arriba mencionados nos topamos
nosotros, en una posición céntrica, es decir, en el medio del río Yaruga,
rodeados por gentes armadas a cada lado, ya fuera diestro o siniestro. No
teniendo entonces adonde huir, nos convertimos en héroes y nos cubrimos de
gloria eterna. La lucha, dicho sea de paso, la ganaron los lyrios, dado que
consiguieron lo que se proponían, es decir, huir a la orilla derecha. Los
nilfgaardianos huyeron en dirección ignota y por ello mismo perdieron la lucha.
Me hago cargo de que todo esto presenta un aspecto ciertamente confuso y,
antes de publicarlo, no dejaré de dar a corregir mi texto a algún teórico de la
guerra. De momento me apoyo en la autoridad de Cahir aep Ceallach, el único
soldado de nuestra compaña, y Cahir confirmó que ganar una liza por el método
de huir a toda velocidad del campo de batalla es permitido por la mayoría de
las doctrinas militares.
La participación de nuestro equipo en la batalla fue indisputablemente
honorable pero tuvo también efectos negativos. Milva, que se encontraba en
estado de buena esperanza, padeció un trágico accidente. Los restantes fueron
de la fortuna sonreídos de tal modo que nadie sufriera daños mayores. Pero
tampoco nadie alcanzó beneficio alguno y ni siquiera se le agradeció nada. Una
excepción la constituyó el brujo Geralt. Pues Geralt el brujo, pese a su múltiples
veces declarada -y a todas luces ilusoria- indiferencia y no pocas veces
anunciada neutralidad, puso en la batalla un fervor tan crecido como
espectacular hasta la exageración, con otras palabras: luchó de forma
ostentosa, por no decir ostentosamente. Esto fue apreciado y la reina Meve,
reina de Lyria, con su propia mano lo armó caballero. De tal ordenamiento,
como presto se vio, resultaron más inconveniencias que ventajas.
Has pues de saber, querido lector, que el brujo Geralt fue siempre persona
modesta, circunspecta y contenida, de interior tan sencillo y poco complicado
como el palo de una alabarda. No obstante, el inesperado ascenso y el aparente
favor de la reina Meve lo cambiaron, y si no lo conociera bien, pensaría que
estaba orgulloso. En vez de desaparecer de escena apriesa y anónimamente,
Geralt se embrollaba en el séquito real, se alegraba de los honores, se deleitaba
con los favores y se regocijaba de la fama.
Y nosotros fama y renombre era precisamente lo que menos necesitábamos.
Recuerdo a aquéllos que no lo recuerden que este mismo brujo Geralt, ahora
armado caballero, era perseguido por los órganos de seguridad de los todos
Cuatro Reinos en relación con la rebelión de los magos en la isla de Thanedd. A
mí, persona inocente y limpia como una patena, se me intentaban colgar
acusaciones de espionaje. A ello habría que añadir a Milva, colaboracionista
con las dríadas y los Scoia'tael, mezclada, como resultó, en las matanzas de
humanos en los alrededores del bosque de Brokilón. Y a eso hay que agregar a
Cahir aep Ceallach, nilfgaardiano, ciudadano de una nación lo quieras o no
enemiga, cuya presencia en la parte impropia no hubiera sido fácil de explicar
ni de justificar. Se daba la circunstancia que la única persona de nuestro grupo
cuyo curriculum vitae no lo afeaban asuntos políticos ni criminales era un
vampiro. De este modo, el desenmascaramiento y el reconocimiento de
cualquiera de nosotros amenazaba a todos los restantes con acabar clavados en
una afilada estaca de roble. Cada día pasado a la sombra de los estandartes
lyrios -días que, al principio, eran agradables, bien provistos y seguros-
acrecentaba tal riesgo.
Geralt, cuando se le recordaba esto con claridad, se enfadaba un tanto,
pero explicaba sus razones, que eran dos. En primer lugar, Milva, tras su
amarga incidencia, seguía precisando de cuidado y asistencia, y en el ejército
había sanitarios de campo. En segundo lugar, el ejército de la reina Meve se
dirigía hacia el este, en dirección a Caed Dhu. Y nuestro grupo, antes de
cambiar de dirección y meterse en la lucha arriba descrita, también tenía
intenciones de alcanzar Caed Dhu: albergábamos la esperanza de obtener
alguna información de los druidas que allá habitaban y que nos sirviera de
ayuda en la búsqueda de Ciri. El camino directo hacia los mencionados druidas
nos lo obstaculizaban los destacamentos y los grupos de saboteadores que
merodeaban por Angren. Ahora, bajo la protección del amigable ejército lyrio,
con el favor y la benevolencia de la reina Meve, el camino a Caed Dhu estaba
abierto, incluso hasta parecía recto y seguro.
Advertí al brujo de que tan sólo lo parecía, que apariencias nomás eran,
que el favor real es una ilusión y es voluble cual veleta. El brujo no quería
escuchar. Y de qué lado estaba la razón se vio pronto. Cuando se corrió la
noticia de que de la parte de oriente a través del desfiladero de Klamat se venía
una grande y bien armada expedición de castigo de nilfgaardianos, el ejercito de
Lyria, sin dudarlo, giró hacia el norte, en dirección a las montañas de
Mahakam. A Geralt, como es fácil imaginarse, no le convenía en absoluto el
cambio de dirección, ¡tenía prisa por llegar a donde los druidas y no a
Mahakam! Ingenuo como un niño, corrió a la reina Meve con intención de
obtener la licencia del ejército y la bendición real para sus asuntos privados. Y
en aquel momento se terminaron el amor y la benevolencia real, y el respeto y la
admiración para el héroe de la Batalla del Puente desaparecieron como el
humo. Al caballero Geralt de Rivia se le recordaron con frío y hasta duro tono
sus obligaciones caballeriles hacia la corona. A la aún débil Milva, al vampiro
Regis y al abajo firmante se les recomendó unirse a la columna que iba tras la
caravana de huidos y civiles. Cahir aep Ceallach, jovencito bien crecido, que en
modo alguno aspecto de civil tenía, recibió una banda blanquiazul y fue
enrolado en las así llamadas compañías libres, es decir, en un destacamento de
caballería formado por la más variada masa de granujas recolectados por los
caminos por el ejército lyrio. De esta forma se nos separó y todo señalaba que
nuestra aventura habíase acabado definitivamente y de todas todas.
Como sin embargo te imaginarás, querido lector, en absoluto fue esto el
final, ¡bah, si ni siquiera fue el principio! Milva, cuando se enteró del desarrollo
de los acontecimientos, de inmediato anunció que estaba sana y presta y como
primera lanzó la consigna de retirada. Cahir tiró entre los matojos los colores
reales y se redimió de las compañías libres, y Geralt se escaqueó de las lujosas
tiendas de la selecta caballería.
No me entretendré con las particularidades, y además la modestia no me
permite una extensa exposición de mis propias, y no escasas, prestaciones en la
empresa aquí descrita. Afirmaré un hecho: la noche del cinco al seis de
septiembre toda nuestra pandilla abandonó en secreto el ejército de la reina
Meve. Antes de despedirnos de las huestes lyrias no dejamos de aprovisionarnos
abundantemente, sin recabar por supuesto permiso del jefe de los servicios de
intendencia. Considero que la palabra «saqueo», que utilizara Milva, es
excesiva. Al fin y al cabo se nos debía alguna gratificación por nuestra
participación en la celebérrima Batalla del Puente. Y si no una gratificación, al
menos una satisfacción y la reposición de las pérdidas sufridas. Dejando aparte
el trágico accidente de Milva, sin contar las heridas y golpes de Geralt y Cahir,
en la batalla nos mataron o lisiaron a todos los caballos, exceptuando a mi fiel
Pegaso y a la disoluta Sardinilla, la yegua del brujo. Por ello, en el marco de
nuestras recompensas tomamos tres alazanes de caballería de pura sangre y uno
de carga. Tomamos también diverso equipamiento, cuanto nos cupo en las
manos. Para ser justos, he de añadir que hubimos luego de tirar la mitad. Como
dijo Milva, suele pasar cuando se roba a oscuras. Las cosas más útiles del
almacén de provisiones las tomó el vampiro Regis, quien ve en la oscuridad
mejor que de día. Regis, para colmo, redujo la capacidad defensiva del ejército
lyrio en una gorda muía gris, la cual extrajo de detrás de la cerca con tanta
habilidad que ni una de las bestias rebufó ni coceó. Las historias acerca de los
animales que perciben a los vampiros y reaccionan con pánico a sus olores cabe
entonces considerar como parte integrante de los cuentos de hadas. A no ser que
se trate de ciertos animales y ciertos vampiros. Añadiré que conservamos la tal
muía gris hasta hoy. Después de extraviar el caballo de carga, que perdimos
luego en los bosques de los Tras Ríos, cuando se asustó con unos lobos, la muía
porta nuestros bienes, o mejor dicho, lo que ha quedado. La mula lleva el
nombre de Draakul. Regis la llamó así nada más robarla y así se quedó. Se ve
bien claro que a Regis le hace gracia el nombre, el cual seguramente posee
algún significado divertido en la cultura y la lengua de los vampiros, pero no
quiso explicarnos el porqué afirmando que se trataba de un juego de palabras
intraducible.
De esta forma la nuestra cuadrilla se encontró de nuevo en el camino, y la
larga lista de personas que no nos tenían afecto se alargó aún más. Geralt de
Rivia, caballero sin tacha, abandonó las filas de la caballería antes incluso de
que el nombramiento como caballero fuera confirmado con una patente y antes
de que él heraldo de la corte le inventara un blasón. Por su lado, Cahir aep
Ceallach había tenido tiempo ya de luchar en ambos ejércitos combatientes en
el gran conflicto entre Nilfgaard y los norteños, así como de desertar de ambos,
ganándose por tanto en ambos la pena de muerte en ausencia. El resto de
nosotros tampoco estaba en mejor situación: al fin y al cabo una horca es una
horca y poco importa por tanto la diferencia de por qué se pende de ella, si por
huir de la honra de caballero, por deserción o por llamar a una muía castrense
con el nombre de Draakul.
Así que no te extrañe, lector, que ejerciéramos esfuerzos verdaderamente
titánicos para ampliar la distancia que nos separaba del ejército de la reina
Meve. Con todas las fuerzas de que disponían los caballos, cabalgamos como
locos hacia el sur, hacia el Yaruga, con intención de pasarnos a la orilla
izquierda. No por poner de por medio el río entre la reina y sus partisanos y
nosotros, sino porque los despoblados de los Tras Ríos eran menos peligrosos
que Angren, que estaba en guerra. Para llegar a donde los druidas era mucho
más razonable viajar por la orilla izquierda que por la derecha.
Paradójicamente, puesto que la orilla izquierda del Yaruga era ya parte del
hostil imperio nilfgaardiano. El padre de tal concepción izquierdista fue el brujo
Geralt, que tras salirse de la hermandad de los ordenados fachendosos recobró
en buena medida el juicio, la facultad del pensamiento lógico y la prudencia
común y corriente. El futuro mostró que el plan del brujo estuvo preñado de
consecuencias y tuvo peso sobre la suerte de toda la expedición. Pero de ello
hablaremos luego.
Junto al Yaruga, adonde llegamos, había ya un sinnúmero de
nilfgaardianos que estaban cruzando por el recién reconstruido puente del
Embarcadero Rojo para continuar su ofensiva sobre Angren y, seguramente,
más adelante, hacia Temería, Mahakam y el diablo sabe adonde más que
hubiera planeado el estado mayor de Nilfgaard. Ni hablar entonces de traspasar
el río de inmediato; tuvimos que escondernos y esperar a que cruzara el
ejército. Durante dos jornadas estuvimos metidos entre los cañaverales
ribereños, cultivando el reumatismo y alimentando mosquitos. Para colmo de
males, el tiempo empeoró de improviso, lloviznaba, corría un aire de la leche, y
del frío los dientes chocaban los unos con los otros. No recuerdo un septiembre
tan frío entre los muchos que se han quedado grabados en mi memoria.
Precisamente entonces, querido lector, al encontrar entre los aprovisionamientos
tomados prestados del campamento lyrio lápiz y papel comencé -para matar el
tiempo y olvidar las incomodidades- a apuntar y eternizar algunas de nuestras
aventuras.
La molesta intemperie y la obligada inactividad nos pusieron de mal humor
y despertaron diversos malos pensamientos. Sobre todo al brujo. Geralt ya antes
solía computar los días que le separaban de Ciri y cada día que no estaba en el
camino lo alejaba de ella -en su opinión- cada vez más. Ahora, entre las
mimbreras húmedas, entre el frío y la lluvia, el brujo se volvía de minuto a
minuto cada vez más sombrío y hosco. Advertí también que cojeaba mucho, y
cuando pensaba que nadie le veía ni le escuchaba, blasfemaba y mascullaba de
dolor. Has de saber, amable lector, que a Geralt le habían quebrado los huesos
durante la sedición de los hechiceros en la isla de Thanedd. Las fracturas se
unieron y curaron gracias a los mágicos esfuerzos de las dríadas del bosque de
Brokilón, pero por lo visto no habían dejado de martirizarlo. Así que el brujo
sufría, como se dice, tanto de dolores del cuerpo como del espíritu, y andaba tan
furibundo por ello que hasta echaba chispas.
Y otra vez comenzaron a perseguirlo los sueños. El nueve de septiembre,
temprano, porque se durmió en la guardia, nos asustó a todos despertándose
con un grito y sacando la espada. Tenía todo el aspecto de estar amok, pero por
suerte se le pasó al instante.
Se apartó de nuestra vista, pero al cabo volvió con gesto sombrío y anunció
ni más ni menos que a efectos inmediatos disolvía la cuadrilla y continuaría a
solas el resto del camino, puesto que no sé dónde pasaban no sé qué cosas
espantosas, que el tiempo apremiaba, que el asunto se estaba poniendo
peligroso y que él no quería exponer a nadie ni asumir ninguna responsabilidad.
Departía y razonaba deforma tan aburrida y con tan poco convencimiento que
nadie quiso discutir con él. Hasta el vampiro, a menudo tan elocuente, le
obsequió con un encogimiento de hombros, Milva con un escupitajo, Cahir
recordándole con sequedad que respondía de sí mismo y que, en lo tocante al
riesgo, no llevaba la espada para que le pesara en el cinto. Sin embargo, luego
todos se sumieron en el silencio y clavaron significativamente los ojos en el que
esto escribe a todas luces esperando que usara de la ocasión para volver a casa.
No he de añadir, sin embargo, que esperaron en vano.
De todos modos el suceso nos inclinó a romper el marasmo y nos impulsó a
un paso atrevido: a cruzar el Yaruga. Reconozco que la empresa me
desasosegaba; el plan apostaba por un cruce nocturno de la corriente, por citar
a Milva y Cahir, «agarrados a la cola de los caballos». Incluso si esto no era
más que una metáfora -y sospecho que lo era- no me imaginaba a mí mismo en
el trance de vadear el río en tal forma ni tampoco a mi corcel, Pegaso, en cuya
cola había de confiar. Nadar, hablando comedidamente, no era ni es mi mayor
talento. Si la Madre Naturaleza hubiera querido que nadara, en el acto de la
creación y durante el proceso de la evolución no hubiera olvidado dotarme de
membranas entre los dedos. Y lo mismo en lo que se refiere a Pegaso.
Mi desasosiego resultó en vano, por lo menos en lo tocante a nadar detrás
de una cola de caballo. Cruzamos el río de otro modo. Quién sabe si todavía no
más loco.
De forma bastante descarada, por el reconstruido puente del Embarcadero
Rojo, ante las mismas narices de las patrullas de guardia nilfgaardianas. La
empresa, como se vio, sólo en apariencia olía a loco albur y azaroso riesgo; en
la realidad fue como una seda. Tras el paso del puente de las unidades regulares
en ésta y la otra dirección, cruzaba un transporte tras otro, un vehículo tras
otro, un rebaño tras otro, muy diversas muchedumbres, entre ellas también
distintos civiles, entre los que nuestra cuadrilla ni en un pelo se diferenciaba ni
saltaba a la vista deforma alguna. Así, el día décimo del mes de septiembre
atravesamos todos a la orilla izquierda del Yaruga, con un solo grito de los
centinelas a los cuales Cahir, frunciendo las cejas con señorío, les ladró algo
acerca de la guardia imperial, apuntalando sus palabras con la clásica y
siempre eficaz expresión castrense de mecagüen tu puta madre. Antes de que
nadie tuviera tiempo de interesarse por nosotros, estábamos ya en la orilla
izquierda del Yaruga, en lo profundo de los bosques trasrrieros, dado que
pasaba por allí tan sólo un camino real que conducía hacia el sur, y a nosotros
no nos ajustaba ni la dirección ni la abundancia de nilfgaardianos que
deambulaban por él.
En el primer vivaque que hicimos en los bosques de Tras Ríos, a mí
también me asaltó por la noche un sueño extraño, aunque a diferencia de Geralt
no soñé con Ciri sino con la hechicera Yennefer. Yennefer, como de costumbre
vestida de blanco y negro, se alzaba en el aire por encima de un sombrío castillo
montañés mientras que abajo otras hechiceras la amenazaban con los puños y le
lanzaban improperios. Yennefer agitó las largas mangas de su vestido y voló
como un albatros negro sobre un mar infinito hacia un sol naciente. Desde aquel
momento el sueño se convirtió en una pesadilla. Al despertarme, los detalles se
habían borrado de mi memoria, quedaron solamente unas imágenes difusas, con
poco sentido, pero todas era imágenes monstruosas: tortura, grito, miedo,
muerte… En una palabra: el horror.
No me jacté ante Geralt de este sueño. No dije ni mu. Y como luego resultó,
con razón.
– ¡Yennefer se esfumó! Yennefer de Vengerberg. ¡Y famosa que era la
hechicera! ¡Que no vea la mañana si miento!
Triss Merigold tembló, se volvió, intentando atravesar con la mirada la
masa de gente y el humo gris que llenaba la sala principal de la taberna. Por fin
se levantó de la mesa, dejando a un lado con algo de tristeza el filete de lenguado
con mantequilla de boquerones, la especialidad local y una verdadera
delicatessen. Al fin y al cabo no vagabundeaba por las tabernas y colmados de
Bremervoord para comer delicatessen, sino para conseguir información. Aparte
de ello tenía que cuidar su línea.
El grupillo de gente en el que le tocó meterse era ya denso y consistente.
Los habitantes de Bremervoord gustaban de las narraciones y no dejaban pasar
ocasión alguna de escuchar una nueva. Y los numerosos marineros que andaban
por allí nunca decepcionaban a nadie, siempre contaban con un repertorio nuevo
y reciente de fábulas y chilindrinas. Por supuesto, en la mayor parte de los casos,
mentiras, pero esto no tenía la menor importancia. Una narración es una
narración. Tiene sus leyes.
La que estaba precisamente entonces hablando, y que había mencionado a
Yennefer, era una pescadora de las islas Skellige, corpulenta, ancha de espalda,
de pelo corto, vestida como sus cuatro camaradas con un chaleco hecho de piel
de narval pulida hasta hacerla brillar.
– Fue el decimonoveno día del mes de agosto, a la mañana, tras la segunda
noche de luna llena -continuó la isleña su narración al tiempo que se llevaba una
jarra de cerveza a los labios. Su mano, como advirtió Triss, era del color de un
ladrillo viejo, y su brazo desnudo, de músculos muy ceñidos, era de por lo
menos unas veinte pulgadas de diámetro. Triss tenía veintidós pulgadas en el
talle.
– Muy tempranito -siguió la pescadora, pasando sus ojos por los rostros del
público-salió al mar nuestra barcaza, al sund entre An Skellig y Spikeroog, en el
criadero de ostras ande solemos poner las redes para el salmón. Prisas habíamos,
y muchas, que apuntaba tormenta, el cielo volvíase negro por poniente. Había de
sacarse el salmón de las redes pues si no, como sabéis, cuando se puede de
nuevo uno echar al mar tras la tormenta, en las redes no quedan más que testas
podrías, recomías, toda la pesca vase al garete.
El público, casi todos habitantes de Bremervoord y Cidaris, que en su
mayoría se sustentaban del mar y de él dependían, asintieron y murmuraron con
aprobación. Triss por lo general sólo veía los salmones en forma de lonchas de
color rosa, pero también asintió y murmuró porque no quería hacerse notar.
Estaba allí en misión secreta.
– Navegábamos… -siguió la pescadora, terminando su jarra y dando señas
de que cualquiera de los que escuchaba podía invitarla a otra-. Navegábamos y
recogíamos las redes hasta que de pronto va Gudrun, la hija de Sturli, y échase a
gritar a pleno pulmón. ¡Y señala con el dedo por la proa! Miramos, y hete aquí
que algo vuela por el aire, ¡y no es un pájaro! El corazón me se quedó parao al
punto, pos pensé que un viverno o un grifo chico, que a veces vuelan hasta
Spikeroog, bien es cierto que prencipalmente en invierno, máxime cuando sopla
el viento de poniente. ¡Mas tratábase de algo negro: chuff y al agua! Y de la ola:
¡a tomar por culo! Derechito a nuestra red. Se enreda en la red y sarrevuelve en
el agua como una foca, y al punto nosotras a una, las que éramos, y éramos ocho
mozas, hale, a tirar y sube que te sube aquello a la cubierta. ¡Y entonces sí que la
boca se nos quedó de par en par! ¡Pos resultó ser una hembra! Con un vestido
negro y negra ella como ala de cuervo. Enreda en la red, entre dos salmones, de
los cuales uno, que me muera si miento, ¡tenía cuarenta y dos libras y media!
La pescadora de Skellige sopló la espuma de la cerveza y dio un gran trago.
Ninguno de los oyentes hizo comentario alguno ni mostró su incredulidad,
aunque ni los más ancianos recordaban que alguien hubiera pescado jamás un
salmón de tan imponente tamaño.
– La morena de la red -continuó la isleña-tose, escupe agua marina y se
limpia, y Gudrun, nerviosa, que anda en estado de buena esperanza, va y grita:
«¡Kelpa! ¡Kelpa! ¡Havfrue!». ¡Y hasta el más necio podía ver que no era kelpa,
pos una kelpa hubiera ya rato antes rompido la red, ríete tú de que se dejara la
monstrua de guindarse a la barca! ¡Y tampoco havfrue, pos no tenía cola de pez
y la ama del mar acostumbra a tener cola de pescado! ¡Y al fin y al cabo
despeñóse de los cielos al mar, ¿y acaso alguien viera que la kelpa o la havfrue
vuele por los cielos? Pero Skadi, la hija de Una, que siempre se caldea, también
se lió a gritos, que si «¡kelpa, kelpa!», ¡y va y agarra el gancho! ¡Y con el gancho
que se me va a la red! ¡Y de la red va y sale un relámpago y la Skadi que
chillotea! ¡Y el gancho a la izquierda, ella a la derecha, que reviente si miento,
pegó tres botes y pataplaf con el culo en la cubierta! ¡Ja, y vierase que la
hechicera aquella de la red más mala era que una medusa, una escorpena o una
angula! ¡Y pa colmo la meiga va y se pone a gritar y decir que si puta, puta, que
daba miedo! ¡Y de la red sale un silboteo, una peste, unos humos que pa qué,
pues ella habíase puesto a hacer sus magias! Y vimos que no era cosa de poca
monta…
La isleña apuró la jarra y sin dudarlo se lanzó a por la siguiente.
– ¡No es cosa de poca monta cazar a una maga con una red! -lanzó un fuerte
regüeldo, se limpió la nariz y los labios-. ¡Y nos vemos que de la magia de los
güevos, que me muera si miento, hasta la barca échase a columpiarse! ¡Tiempo
no había de aflojar! Britta, la hija de Keran, apretó la red con el bichero, y yo
mesma eché mano a un remo y, ¡zumba! ¡Zumba, zumba!
La cerveza salpicó bien alto y se derramó por la mesa, unas cuantas jarras
se volcaron y cayeron al suelo. Los oyentes se limpiaron las mejillas y las cejas
pero nadie emitió palabra alguna de acusación o advertencia. Una narración es
una narración. Tiene sus leyes.
– La meiga antendió bien con quién se las había. -La pescadora irguió el
poderoso busto y miró retadora a su alrededor-. ¡Con las mozas de Skellige no ha
lugar a chacota! Dijo que se nos entregaba de buena fe y apalabró no echar
hechizos ni conjuros. Y su nombre pronunciara: Yennefer de Vengerberg.
Los oyentes murmuraron. Apenas habían pasado dos meses desde los
sucesos de la isla de Thanedd, se recordaban los nombres de los traidores
comprados por Nilfgaard. El nombre de la famosa Yennefer también.
– La condujimos -continuó la isleña-a Ard Skellig, a Kaer Trolde, al yarl
Crach an Craite. Y no la viera yo más. El yarl estaba en un periplo, dicen que a
su vuelta recibió a la maga al pronto muy áspero, mas luego diola un trato afable
y cordial. Hummm… Y yo no más que esperaba que la hechicera me adobara
una sorpresilla por lo de que la diera con el remo. Juzgué que se quejaría de mí
al yarl. Mas no. Ni mu que no dijo, no me acusó. Una hembra de honor. Aluego,
cuando se mató, hasta pena que me diera…
– ¿Qué Yennefer ha muerto? -gritó Triss, olvidando con la impresión su
incógnito y lo secreto de la misión-. ¿Qué Yennefer de Vengerberg ha muerto?
– Cierto, muerta está. -La pescadora apuró la cerveza-. Muerta está como
esta caballa. Con sus propios hechizos se mató, haciendo sus artes mágicas. Bien
poquito hace de ello, el último día de agosto, justo antes de la luna nueva. Mas
eso es ya otra historia…
– ¡Jaskier! ¡No te duermas en la silla! -¡Yo no duermo, yo reflexiono!
Así que, querido lector, íbamos por los bosques de los Tras Ríos en
dirección al sur, hacia Caed Dhu, buscando a los druidas, que habían de
ayudarnos a encontrar a Ciri. Os contaré cómo fue esto. Mas en primer lugar,
en favor de la verdad historiográfica, he de describir a nuestra cuadrilla, decir
algo sobre cada uno de sus miembros en particular.
El vampiro Regis tenía más de cuatrocientos años. Si no mentía, esto había
de significar que era el mayor de todos nosotros. Claro, podría ser una trola
común y corriente: ¿quién iba a ser capaz de comprobarlo? Sin embargo, yo
prefería apostar a que nuestro vampiro era franco, puesto que declaraba
también que había dejado de propia voluntad y para siempre de chupar sangre
humana, declaración la cual nos permitía de algún modo dormir tranquilos en
los vivaques nocturnos. Advertí que al principio Milva y Cahir acostumbraban
después de despertarse temerosos y desasosegados a masajearse el pescuezo,
pero pronto dejaron de hacerlo. El vampiro Regis era o parecía ser un vampiro
completamente honorable. Si decía que no iba a chupar la sangre, pues no la
chupaba.
Sin embargo, tenía sus defectos, que no procedían además de su naturaleza
vampírica. Regis era un intelectual y le gustaba sobremanera demostrarlo.
Poseía la exasperante costumbre de expresar aseveraciones y verdades con tono
de profeta, a lo que pronto dejamos de reaccionar, puesto que las aseveraciones
expresadas eran o verdades ciertas, o tenían pinta de ser verdad, o no se podían
comprobar, lo que al fin y al cabo era lo mismo. Verdaderamente insoportable
resultaba, sin embargo, la forma en que Regis respondía a las preguntas antes
de que el que preguntaba hubiera terminado de formular su pregunta, a veces
incluso antes de que el que preguntaba hubiera tenido tiempo siquiera de
comenzar a formularla. Yo tengo para mí que esta al parecer muestra de una
inteligencia elevada era más bien síntoma de arrogancia y chulería, y estas
cualidades, adecuadas para los ambientes universitarios o para tos círculos
palaciegos, son difíciles de soportar en un grupo con el que se viaja todo el día
hombro con hombro y por la noche se duerme bajo la misma manta. Sin
embargo, no se llegó a un enfrenta-miento más agudo gracias a Milva. A
diferencia de Geralt y de Cahir, cuyo oportunismo nato a todas luces les hacía
adaptarse a las maneras del vampiro e incluso competir con él en ello, la
arquera Milva prefería medios sencillos y sin pretensiones. Cuando, por tercera
vez, Regis le emitió la respuesta a su pregunta en mitad de la frase, lo insultó
gravemente, usando de palabras y expresiones que habrían sido capaces de
sacarle los colores de vergüenza incluso a un soldado viejo. Lo curioso es que
tuvo resultado: el vampiro abandonó sus exasperantes formas en un abrir y
cerrar de ojos. De lo que resulta que la defensa más efectiva contra la
dominación intelectual es un buen rapapolvo al intelectual que intenta dominar.
Milva, me parece, sufrió mucho a causa de su trágico accidente y de su
pérdida. Escribo «me parece», puesto que soy consciente de que, siendo un
hombre, no puedo imaginarme en modo alguno lo que significa para una mujer
un accidente de este tipo y una pérdida así. Aunque soy poeta y hombre de
letras, incluso mi imaginación bien entrenada y educada fracasa en esto y no
sirve de nada.
La arquera recuperó muy pronto la forma física, pero con la psíquica era
peor. Sucedía que durante todo un día, del alba al ocaso, no decía palabra
alguna. Solía desaparecer y mantenerse al margen, lo que a todos nos alarmaba
un poco. Hasta que por fin llegó el punto de inflexión. Milva reaccionó como
una dríada o un elfo, bruscamente, impulsivamente y sin explicaciones. Una
mañana, ante nuestros ojos, tomó un cuchillo y sin decir palabra se cortó las
dos trenzas a la altura del cuello. «No pertenece, en no siendo doncella», dijo al
ver nuestras bocas abiertas de par en par. «Mas y en no siendo viuda tampoco»,
añadió, «acábase el luto también». Desde aquel momento fue ya la misma que
antes: ceñuda, mordaz, deslenguada y veloz para emitir palabras groseras. De
lo que dedujimos que, afortunadamente, había superado la crisis.
El tercero, y no menos extraño miembro de nuestra cuadrilla era el
nilfgaardiano al que le gustaba demostrar que no era nilfgaardiano. Se llamaba,
por lo que decía, Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach…
– Cahir Mawr Dyffryn, hijo de Ceallach -afirmó en voz alta Jaskier, al
tiempo que apuntaba al nilfgaardiano con un lapicerillo-. Hay muchas cosas que
no me gustan, que incluso no soporto, con las que me he tenido que avenir en
esta ilustre compañía. ¡Pero no con todo! ¡No aguanto cuando alguien me mira
por encima del hombro cuando estoy escribiendo! ¡Y no pienso avenirme a ello!
El nilfgaardiano se alejó del poeta. Al cabo de un instante de reflexión
agarró su silla, su pellejo y su manta y se colocó junto a Milva, quien fingía
dormitar.
– Lo siento -dijo-. Perdóname una y cien veces, Jaskier. Te miré
inconscientemente, por pura curiosidad. Pensaba que estabas pintando un mapa o
que hacías cuentas…
– ¡No soy un contable! -El poeta se levantó, tanto en sentido figurado como
en el literal-. ¡Ni tampoco cartógrafo! ¡E incluso si lo fuera esto no justifica el
meter las narices en mis apuntes!
– Ya he pedido perdón -le recordó Cahir con voz seca, mientras colocaba el
lecho en su nuevo lugar-. Con muchas cosas me he avenido en esta ilustre
compañía y a muchas me he acostumbrado. Pero pedir perdón sigo haciéndolo
sólo una vez.
– En verdad, Jaskier. -El brujo se inmiscuyó, de forma completamente
inesperada para todos, incluso para sí mismo, tomando partido por el joven
nilfgaardiano-. Te has vuelto tremendamente susceptible. Y no se puede dejar de
advertir que esto tiene algo que ver con los papeles que no hace mucho
comenzaste a ensuciar en los vivaques con ayuda de un trozo de lápiz.
– Cierto -confirmó el vampiro Regís mientras arrojaba al fuego unas ramas
de abedul-. Susceptible se volvió últimamente nuestro maestro, además de
enigmático, discreto y buscador de soledades. Oh, no, al menos durante la
satisfacción de sus necesidades naturales no le molestan los testigos, lo que, al
fin y al cabo, en nuestra situación no ha de extrañar. Su tímida reserva y su
susceptibilidad a las miradas ajenas se refieren exclusivamente a esos papeles
escritos con letra menuda. ¿Acaso en nuestra presencia ha surgido un poema?
¿Una rapsodia? ¿Una epopeya? ¿Un romance? ¿Una canción?
– No -negó Geralt, acercándose al fuego y cubriéndose las espaldas con una
gualdrapa-. Yo lo conozco. No se puede tratar de líricas, puesto que no maldice,
no murmura y no cuenta sílabas con los dedos. Escribe en silencio, así que se
trata de prosa.
– ¡Prosa! -El vampiro dejó que brillaran las puntas de sus colmillos, lo que
por lo general intentaba no hacer-. ¿Puede que una novela? ¿O un ensayo? ¿Unas
fábulas? ¡Rayos, Jaskier! ¡No nos tortures! ¡Revélanos qué estás escribiendo!
– Unas memorias.
– ¿Lo qué?
– De estas notas -Jaskier les mostró un tubo lleno de papeles-surgirá la obra
de mi vida. Unas memorias que llevarán el título de Cincuenta años de poesía.
– Vaya un título idiota -afirmó Cahir ásperamente-. La poesía no tiene edad.
– Y si aceptamos que la tiene -añadió el vampiro-, entonces es
decididamente mucho más antigua.
– No lo entendéis. El título significa que el autor de la obra ha pasado
cincuenta años, ni más ni menos, al servicio de la Señora Poesía.
– En ese caso todavía es más idiota -dijo el brujo-. Tú, Jaskier, no tienes
todavía ni siquiera cuarenta años. La habilidad para escribir te la metieron a base
de palos en el culo en el parvulario del santuario, a la edad de ocho años. Incluso
aceptando que escribieras rimas ya en el parvulario, no es posible que sirvas a tu
Señora Poesía más de treinta años. Pero precisamente sé bien, porque tú mismo
más de una vez me lo has dicho, que comenzaste de verdad a juntar rimas ya
componer melodías a la edad de diecinueve años, inspirado por el amor a la
condesa de Stael. Lo cual hace menos de veinte años de servicio, Jaskier. ¿De
dónde entonces te has sacado esos cincuenta del título? ¿Se trata de alguna
metáfora?
– Yo -el bardo hinchó los carrillos-le marco un elevado horizonte a mis
pensamientos. Describo el presente, pero me dirijo hacia el futuro. Pienso
publicar la obra que acabo de comenzar dentro de unos veinte o treinta años y
para entonces nadie va a poder poner en duda el título que he calculado.
– Ja. Ahora lo entiendo. Si algo me asombra es la previsión. Por lo general,
poco te importaba el mañana.
– El mañana me sigue importando bien poco -anunció con altivez el poeta-.
Pienso en la posteridad. ¡Y en la eternidad!
– Desde el punto de vista de la posteridad -advirtió Regis-, no es
excesivamente ético el comenzar a escribir ahora, haciendo acopio. La
posteridad tiene derecho a esperar bajo tal título una obra escrita con una
verdadera perspectiva de medio siglo, por una persona que de verdad tenga un
acervo de medio siglo de conocimientos y experiencia…
– Alguien cuya experiencia sea de medio siglo -le interrumpió Jaskier sin
ceremonias-ha de ser por la misma naturaleza de las cosas un abuelete podrido
de setenta años con el cerebro erosionado por la arpía de la esclerosis. Éste lo
que ha de hacer es quedarse sentadito en la veranda y tirarse peos al viento, y no
dictar memorias, pues la gente sólo hará que reírse. Yo no cometeré ese error,
escribiré mis recuerdos con antelación, mientras me halle en total posesión de
mis fuerzas creativas. Luego, antes de editarlas, no introduciré más que
pequeños arreglos cosméticos.
– Tiene sus ventajas. -Geralt se masajeó la rodilla que le dolía y la dobló
con cuidado-. Especialmente para nosotros. Porque aunque sin duda figuramos
en su obra, aunque sin duda nos habrá puesto verdes, dentro de medio siglo no
nos va a importar nada de nada.
– ¿Y qué es medio siglo? -El vampiro se sonrió-. Un instante, un pestañeo
pasajero… Ah, Jaskier, una pequeña advertencia: Medio siglo de poesía suena
mejor en mi opinión que Cincuenta años.
– No lo niego. -El trovador se inclinó sobre el papel y garabateó algo con el
lápiz-. Gracias, Regis. Por fin algo constructivo. ¿Alguien tiene algún consejo
más?
– Yo tengo -habló de pronto Milva, sacando la cabeza de debajo de su
manta-. ¿Pa qué abrís así los ojos? ¿Que soy analfabruta? ¡Mas tonta no soy!
Andamos de aventuras, vamos tras de los pasos de Ciri, con el arma en la mano
por países que mal nos quieren. Pudiera ser que los papelotes ésos de Jaskier
caigan en las garras de enemigos y gentes de mala fe. Y al juntarrimas éste
conocemos, que es grande bocazas y cotilla sin mesura. Así que mejor fuera que
cuidado y atención poniera en qué cosas garrapatea, pa que de tales gurrapatos
no acabemos cuelgando.
– Exageras, Milva -dijo el vampiro con voz suave.
– Y yo diría que mucho -afirmó Jaskier.
– También me parece a mí que exageras -añadió Cahir inmutable-. No sé
cómo será en los países del norte, pero en el imperio el poseer manuscritos no es
considerado un crimen, y la actividad literaria no está amenazada de punición.
Geralt puso sus ojos en él y quebró con un chasquido el palito con el que
estaba jugueteando.
– Pero en las ciudades conquistadas por esta nación tan cultivada las
bibliotecas están amenazadas de convertirse en humo -dijo con un tono que no
era agresivo pero sí manifiestamente sarcástico-. No importa, en cualquier caso.
María, también a mí me parece que exageras. Los papelotes de Jaskier no tienen,
como de costumbre, ninguna importancia. Tampoco para nuestra seguridad.
– ¡Seguro! -La arquera se enfadó, se sentó-. ¡Yo bien lo sé! Mi padrastro,
cuando el alguacil del rey el censo hacía en nuestro pueblo, al punto ponía pies
en polvorosa, se echaba al monte y se pasaba dos semanas allá sin menear el
rabo. Ande hay papeles, mejor no te quedes, acostumbraba a decir, y al que hoy
apuntan, mañana lo multan. Y verdad decía, aunque fuera de lo más cabrón, el
hideputa. ¡Ojalá que ardiendo ande por los enriemos!
Milva dejó la manta a un lado y se acercó al fuego, se le había pasado el
sueño definitivamente. Geralt advirtió que amenazaba una noche más de
interminable conversación.
– Me doy cuenta de que no apreciabas a tu padrastro -advirtió Jaskier tras
un instante de silencio.
– No lo apreciaba -se oyó como Milva apretaba los dientes-. Pos marrano
era. Cuando madre no miraba, se ma acercaba y me tanteaba. No hacía caso a
razones, y en vistas de que el tono no cambiaba, hablele con una vara, y cuando
cayera aún le di una o dos coces, en las costillas y en sus partes. Y aluego dos
días hubo de guardar cama, sangre escupía… De modo que yo me eché al
camino, sin esperar a que sanara… Y aluego me llegaron hablillas de que la
palmó. Y madre al poco también… ¡Eh! ¡Jaskier! ¿Qué carajo andas apuntando?
¡Ni se te ocurra, ni se te ocurra! ¿Mas no oyes qué te digo?
Extraño era que con nosotros majara Milva, sorprendente el hecho de que
nos acompañara un vampiro. No obstante, lo más extraño -y completamente
incomprensible- eran los motivos de Cahir, el cual de ser un enemigo se había
vuelto de pronto si no amigo al menos aliado. El jovenzuelo había demostrado
aquello durante la Batalla del Puente, poniéndose sin dudarlo con la espada en
la mano al lado del brujo y en contra de sus compatriotas.
Tal acto se ganó nuestra simpatía y deshizo por fin nuestras sospechas. Al
escribir «nuestras» me refiero a mí, al vampiro y ala arquera. Geralt, por su
parte, aunque había luchado con Cahir hombro con hombro, aunque había
contemplado los ojos de la muerte a su lado, seguía siendo desconfiado hacia el
nilfgaardiano y no le guardaba simpatía. Intentaba, es cierto, esconder su
resentimiento, pero era -como creo que ya he comentado- una persona simple
como el palo de una alabarda, no sabía fingir y la antipatía le surgía a cada
paso como una anguila de una red agujereada.
La causa era evidente: Ciri.
El azar hizo que estuviera en la isla de Thanedd durante la luna nueva de
julio, cuando se llegó a la sangrienta lucha entre hechiceros fieles a los reyes y
los traidores apoyados por Nilfgaard. A los traidores los ayudaban los Ardillas,
los elfos rebeldes, y Cahir, hijo de Ceallach. Cahir estuvo en Thanedd, lo
enviaron allí con una misión especial, tenía que capturar y raptar a Ciri.
Cuando se defendía, Ciri lo hirió; Cahir tiene una cicatriz en la mano izquierda,
y cuando la ve siempre se le secan los labios. Debió de doler aquello muchísimo
y todavía no puede doblar dos dedos.
Y después de todo esto nosotros lo salvamos, junto al Cintillas, cuando sus
propios compatriotas lo llevaban encadenado hacia un cruel castigo. ¿Por qué,
pregunto, por qué pecados querían matarlo? ¿Sólo por la derrota de Thanedd?
Cahir no es muy locuaz, pero yo tengo el oído sensible hasta para una media
palabra. El muchacho no tiene todavía ni siquiera treinta, y aparenta el aspecto
de ser un oficial de alto rango del ejército nilfgaardiano. Puesto que usa de la
lengua común impecablemente, lo cual es poco habitual para un nilfgaardiano,
sospecho en qué tipo de ejército servía Cahir y por qué había avanzado tan
deprisa. Y por qué le habían ordenado una misión tan extraña. Y además en el
extranjero.
Puesto que precisamente Cahir había sido quien ya una vez había intentado
raptar a Ciri. Casi cuatro años antes, durante la matanza de Cintra. Entonces
por vez primera había dado señales de vida el destino que dirigía la suerte de la
muchacha.
El azar permitió que hablara de ello con Geralt. Ocurrió el tercer día
después de cruzar el Yaruga, diez días antes del equinoccio, mientras
pasábamos los bosques de Tras Ríos. Aquella conversación, aunque muy corta,
tuvo un tono lleno de notas desagradables e inquietantes. Y en el rostro y los
ojos del brujo ya por entonces se dibujaba la promesa de ferocidad que
estallaría luego, en la noche del equinoccio, después de que se nos uniera la
rubia Angouléme.
El brujo no miraba a Jaskier. No miraba hacia delante. Miraba las crines de
Sardinilla.
– Calanthe -siguió-, poco antes de morir, extrajo un juramento a algunos
caballeros. No tenían que permitir que Ciri cayera en manos de los
nilfgaardianos. Durante la huida los caballeros resultaron muertos, y Ciri se
quedó sola entre los cadáveres y los incendios, en la trampa formada por los
callejones de la ciudad ardiente. No hubiera salido con vida de aquello, de eso no
cabe duda. Pero él la encontró. Él, Cahir. La sacó de entre las garras del fuego y
la muerte. La salvó. ¡Qué heroicidad! ¡Qué nobleza!
Jaskier sujetó un poco a Pegaso. Cabalgaban por detrás, Regis, Milva y
Cahir le llevaban un cuarto de legua, pero el poeta no quería que ni siquiera una
palabra de aquella conversación llegara a los oídos de sus compañeros.
– El problema -siguió el brujo-es que nuestro Cahir fue noble porque se lo
ordenaron. Fue tan noble como un cormorán: no se tragó el pez porque tenía en
la garganta un anillo. Tenía que llevar el pez en el pico hasta su amo. No lo
consiguió, así que el amo se enfureció con el cormorán. El cormorán ahora ha
caído en desgracia. ¿Acaso por ello busca la amistad y la compañía de los peces?
¿Qué piensas, Jaskier?
El trovador se inclinó en la silla evitando una rama baja de un tilo. La rama
tenía las hojas ya completamente amarillas.
– Sin embargo, salvó su vida, tú mismo lo has dicho. Gracias a él Ciri
escapó sana y salva de Cintra.
– Y gritaba por las noches al verlo en sueños.
– Pero él fue quien la salvó. Deja ya de pensar en el pasado, Geralt.
Demasiado se ha cambiado ya, puf, cada día se cambia, pensar en el pasado no
produce nada excepto pesadumbre, la cual está claro que no te sirve de nada. Él
salvó a Ciri. Un hecho fue, es y será siempre un hecho.
Geralt apartó por fin sus ojos de las crines, alzó la cabeza. Jaskier echó un
vistazo a su rostro y rápidamente desvió la mirada hacia un lado.
– Un hecho será siempre un hecho -repitió el brujo con una fea voz
metálica-. ¡Oh, sí! Él me gritó ese hecho a la cara en Thanedd, y la voz se le
ahogaba en la garganta del miedo, porque estaba mirando a la hoja de mi espada.
Aquel hecho y aquel grito eran razones para que no le matara. En fin, resultó ser
así y creo que no cambiará. Y una pena. Porque entonces, allá en Thanedd, había
que haber comenzado una cadena. Una larga cadena de muerte, una cadena de
venganza, sobre la que todavía cuando hubieran pasado cien años siguieran
corriendo leyendas. Unas leyendas tales que se tuviera miedo de escucharlas en
la oscuridad. ¿Lo entiendes, Jaskier?
– No mucho.
– Entonces vete al diablo.
La conversación fue horrible y horrible tenía entonces el brujo la jeta. Oh,
no me gustaba cuando caía en aquellos humores y se ponía de aquellos modos.
He de reconocer, sin embargo, que la pintoresca comparación con el
cormorán cumplió su papel: comencé a inquietarme. ¡Un pez en el pico, al que
se lo lleva allí donde lo ahogan, lo limpian y lo fríen! Una analogía
verdaderamente divertida, una perspectiva alegre…
Pero la razón rechazaba aquellas aprensiones. Al fin y al cabo, para seguir
con la metáfora del pez, ¿quiénes éramos nosotros? Sardinillas, pequeñas y
espinosas sardinillas. El cormorán Cahir no puede contar con recuperas la
benevolencia real a cambio de una pesca tan escasa… Él mismo tampoco era,
con toda seguridad, el lucio grande que intentaba aparentar. Era una sardinilla,
como nosotros. En tiempos en los que la guerra arrasaba como un arado de
hierro tanto la tierra como la suerte de los hombres, ¿quién iba a prestar
atención a las sardinillas?
Apuesto la cabeza a que en Nilfgaard ya nadie se acuerda de Cahir.-
Vattier de Rideaux, jefe de los servicios secretos militares de Nilfgaard,
escuchaba la reprimenda imperial con la cabeza gacha.
– Así es -siguió con tono venenoso Emhyr var Emreis-. Una institución que
devora tres veces tanto dinero del presupuesto del estado como la educación, la
cultura y el arte juntos no es capaz de encontrar a una sola persona. Esta persona,
puf, desaparece de pronto, se esconde, aunque yo conceda cifras astronómicas a
una institución ante la que no tiene derecho a esconderse. Una persona culpable
de traición se burla a plena luz del día de la institución a la que di suficientes
privilegios y medios como para que pudiera quitarles el sueño hasta a quienes
son inocentes. Oh, puedes creerme, Vattier, cuando la próxima vez se comience a
hablar en el consejo de la necesidad de recortar fondos a los servicios secretos,
escucharé con gusto. ¡Puedes creerme!
– Vuestra majestad imperial -Vattier de Rideaux carraspeó-tomará, no lo
dudo, la decisión adecuada, después de sopesar todos los pros y contras. Tanto
los fracasos como los éxitos del servicio secreto. Vuestra majestad también
puede estar seguro de que el traidor Cahir aep Ceallach no escapará a su castigo.
He emprendido unos intentos…
– No os pago por emprender, sino por el resultado de tales intentos. Hasta
ahora estos son míseros. ¡Míseros, Vattier! ¿Qué pasa con Vilgefortz? ¿Dónde
diablos está Cirilla? ¿Qué murmuras? ¡Más fuerte!
– Pienso que vuestra majestad debiera casarse con esa muchacha que
tenemos custodiada en Darn Rowan, Nos es necesaria esta boda, la legalidad del
feudo soberano de Cintra, la pacificación de las islas Skellige y de los rebeldes
de Attre, Strept, Mag Turga y Los Taludes. Nos es precisa una amnistía general,
tranquilidad en la retaguardia y en las líneas de abastecimiento… Nos es precisa
la neutralidad de Esterad Thyssen de Kovir.
– Lo sé. Pero la de Darn Rowan no es la verdadera. No puedo casarme con
ella.
– Vuestra majestad imperial me perdone, pero, ¿acaso tiene alguna
importancia que no-sea la verdadera? La situación política precisa de unas bodas
festivas. Y urgentemente. La novia irá cubierta por un velo. Y cuando por fin
encontremos a la verdadera Cirilla, simplemente se… cambia a la desposada.
– ¿Te has vuelto loco, Vattier?
– La falsa se ha hecho ver aquí de pasada. A la verdadera no la ha visto
nadie en Cintra desde hace cuatro años; al fin y al cabo, se dice que ella pasaba
más tiempo en las Skellige que en la propia Cintra. Garantizo que nadie se dará
cuenta del cambio.
– ¡No!
– Emperador…
– ¡No, Vattier! ¡Encuéntrame a la verdadera Ciri! Moved por fin el culo.
Encuéntrame a Ciri. Encuéntrame a Cahir. Y a Vilgefortz. Sobre todo a
Vilgefortz. Porque él tiene a Ciri, estoy seguro…
– Vuestra majestad imperial…
– ¡Te escucho, Vattier! ¡Estoy escuchando todo el tiempo!
– Durante un tiempo tuve la sospecha de que el así llamado asunto
Vilgefortz no era más que una provocación común y corriente. Que el hechicero
resultó muerto o ha sido capturado y la espectacular y ruidosa persecución sirve
a Dijkstra para denigrarnos y justificar una represión sangrienta.
– Yo también tenía la misma sospecha.
– Y sin embargo… En Redania no se hizo público, pero sé por mis agentes
que Dijkstra halló uno de los escondites de Vilgefortz y en él pruebas de que el
hechicero llevaba a cabo bestiales experimentos en seres humanos. Más
concretamente en los fetos de las personas… y en las mujeres embarazadas. Así
que si Vilgefortz tenía a Cirilla, entonces me temo que el seguir buscándola…
– ¡Calla, diablos!
– Por otro lado -Vattier de Rideaux habló con rapidez al contemplar el
rostro iracundo y furioso del emperador-, todo esto también podría ser simple
desinformación. Para hacer aborrecer al hechicero. Le pega muy bien a Dijkstra.
– ¡Tenéis que encontrar a Vilgefortz y quitarle a Ciri! ¡Voto a bríos! ¡No
divaguéis ni hiléis suposiciones! ¡Dónde está Antillo! ¿Todavía en Geso? ¡Pues
si al parecer ya ha mirado allí debajo de cada piedra y rebuscado en cada agujero
en el suelo! ¡Pues si al parecer la muchacha no está allí ni nunca ha estado! ¡Pues
si el astrólogo se equivocó o miente! Todo esto son citas de sus informes.
Entonces, ¿qué hace allí?
– El coronel Skellen, me atrevo a advertir, emprende acciones no
demasiado claras… Su destacamento, el que vuestra majestad imperial le ordenó
organizar, lo recluta en Maecht, en el fuerte Rocayne, donde ha instalado su
base. Este destacamento, me permito añadir, es una banda bastante sospechosa.
Y aparte de ello, resulta también sumamente grave que el señor Skellen hacia
final de agosto contratara a un famoso asesino a sueldo…
– ¿Qué?
– Contrató a un esbirro a sueldo con orden de liquidar a una cuadrilla de
bandidos que pulula por Geso, cosa en sí digna de alabanza, pero, ¿acaso esto es
una tarea propia para un coronel del emperador?
– ¿No está hablando la envidia a través de ti, Vattier? ¿Y no es ella la que te
aporta ese apasionamiento y ese fervor?
– Afirmo únicamente hechos probados, vuestra majestad.
– Hechos -el emperador se levantó de pronto-son lo que yo quiero ver. Me
he cansado ya de oír hablar de ellos.
Había sido un día verdaderamente duro. Vattier de Rideaux estaba cansado.
Es verdad que tenía todavía en su programa del día una o dos horas de trabajo de
oficina, con el objetivo de evitar que acabara ahogado en el mar de los papeles
no resueltos, pero sólo de pensarlo se echaba a temblar. No, pensó, nada a la
fuerza. No me pondré a trabajar. Me irá a casa… No, a casa no. Allá estará
esperando la mujer. Iré a ver a Cantarella. A la dulce Cantarella, junto a la que se
descansa tan bien.
No se lo pensó mucho tiempo. Simplemente se levantó, tomó la capa y
salió, deteniendo con un gesto de aversión al secretario que le intentaba colocar
una carpeta de guadamecí con documentos urgentes para firmar. ¡Mañana!
¡Mañana será otro día!
Dejó el palacio por una salida trasera, por la parte de los jardines, anduvo a
través de un paseo rodeado de cipreses. Pasó junto al estanque en el que vivía
una carpa que había alcanzado la provecta edad de ciento treinta y dos años y
que había soltado allí el emperador Torres, como atestiguaba una medalla
conmemoratoria de oro clavada en las agallas del enorme pez.
– Buenas tardes, vizconde.
Vattier, con un corto movimiento de la muñeca, liberó el estilete que llevaba
escondido en la manga. La propia empuñadura se le deslizó en la mano.
– Mucho te arriesgas, Rience -dijo con voz gélida-. Mucho te arriesgas
mostrando en Nilfgaard tu cara quemada. Incluso en forma de teleproyección
mágica.
– ¿Te has dado cuenta? Y Vilgefortz me garantizó que si no lo tocabas no
ibas a adivinar que se trataba de una ilusión.
Vattier guardó el estilete. No había adivinado en absoluto que fuera una
ilusión. Pero ahora ya lo sabía.
– Eres demasiado cobarde como para mostrar aquí tu propia persona,
Rience -dijo-. Sabes muy bien lo que te esperaría en ese caso.
– ¿El emperador sigue estando tan enfadado conmigo? ¿Y con mi maestro
Vilgefortz?
– Tu descaro me desarma.
– Al diablo, Vattier. Te aseguro que seguimos estando de vuestro lado, yo y
Vilgefortz. Bueno, lo reconozco, os engañamos, os dimos a la falsa Cirilla, pero
fue de buena fe, que me ahorquen si miento. Vilgefortz pensó que, dado que la
verdadera había desaparecido, sería mejor una falsa que ninguna. Pensábamos
que os daba igual…
– Tu descaro ha dejado de desarmarme, ahora comienza a insultarme. No
tengo intenciones de perder el tiempo de cháchara con un espejismo que me
insulta. Cuando te alcance por fin en tu verdadera figura, conversaremos, y
bastante tiempo, te lo prometo. Hasta entonces… Apage, Rience.
– No te reconozco, Vattier. En otros tiempos, aunque se te apareciera el
propio diablo, antes del exorcismo no hubieras omitido investigar si por
casualidad no se podía sacar algo de él.
Vattier no le honró a la ilusión con una mirada, en vez de ello observó la
carpa envuelta en algas, que agitaba perezosamente el légamo del estanque.
– ¿Sacar? -repitió por fin, inflando los labios en gesto de desprecio-. ¿De ti?
¿Y qué me podrás dar? ¿A la verdadera Cirilla? ¿Puede que a tu patrón,
Vilgefortz? ¿A Cahir aep Ceallach?
– ¡Stop! -La ilusión de Rience alzó una ilusoria mano-. Lo has dicho.
– ¿Qué he dicho?
– Cahir. Te daremos la cabeza de Cahir. Yo y mi maestro Vilgefortz…
– Apiádate, Rience -bufó Vattier-. Dale la vuelta a la sucesión.
– Como quieras. Vilgefortz, con mi modesta ayuda, os dará la cabeza de
Cahir, hijo de Ceallach. Sabemos dónde está, lo podemos agarrar en un pis pas, a
voluntad.
– Si disponéis de tal posibilidad, venga, venga. ¿Tan buenos enchufes tenéis
en el ejército de la reina Meve?
– ¿Me estás probando? -Rience frunció el ceño-. ¿O de verdad no lo sabes?
Creo que esto último. Cahir, mi querido vizconde, está… Nosotros sabemos
dónde está. Sabemos adonde se dirige, sabemos en compañía de quién. ¿Quieres
su cabeza? La tendrás.
– Una cabeza -Vattier sonrió-que no va a poder contar lo que de verdad
sucedió en Thanedd.
– Creo que será mejor así -dijo Rience con cinismo-. ¿Para qué dar a Cahir
la posibilidad de hablar? Nuestra tarea es aliviar y no profundizar las
animosidades entre Vilgefortz y el emperador. Te proporcionaré la cabeza
callada de Cahir aep Ceallach. Lo arreglaremos de tal modo que parecerá un
mérito tuyo y solamente tuyo. Entrega en las próximas tres semanas.
La carpa prehistórica del estanque abanicaba el agua con las aletas
caudales. El animal, pensó Vattier, tiene que ser muy inteligente. Pero, ¿para qué
tanta sabiduría? Todo el tiempo el mismo légamo y los mismos nenúfares.
– ¿Tu precio, Rience?
– Una cosilla de nada. ¿Dónde está Stefan Skellen y qué está tramando?
– Le dije lo que quería saber. -Vattier de Rideaux se estiró sobre los
almohadones, mientras jugueteaba con un rizo de los dorados cabellos de Carthia
van Canten-. Ves, bonita, hay que ocuparse de ciertos asuntos siempre con
inteligencia. Y con inteligencia significa conformándose. Si se actúa de otra
manera, uno no tiene nada. Sólo agua podrida y légamo en el estanque. ¿Y qué
más da si el estanque es de mármol y está a tres pasos del palacio? ¿No tengo
razón, bonita?
Carthia van Canten, llamada cariñosamente Cantarella, no respondió.
Vattier tampoco esperaba respuesta. La muchacha tenía dieciocho años y -para
decirlo con delicadeza-no era precisamente un genio. Sus intereses -por lo menos
por el momento-se limitaban a hacer el amor con -por lo menos por el momento-
Vattier. En asuntos sexuales era Cantarella todo un talento natural que aunaba
pasión y compromiso con técnica y arte. Sin embargo, no era eso lo más
importante.
Cantarella hablaba poco y raras veces, a cambio sabía escuchar con gusto.
Con Cantarella podía uno hablar lo que se quería, descansar, relajar la mente y
regenerar la psiquis.
– En este servicio uno no puede más que esperarse reprimendas -dijo con
énfasis Vattier-. ¡Porque no he encontrado a una tal Cirilla! ¿Y el que gracias al
trabajo de mis hombres el ejército alcance éxitos es poco? ¿Y el que el estado
mayor conozca cada movimiento del enemigo no es nada? ¿Y poco el que esa
fortaleza que hubiéramos tenido que cercar durante semanas la abrieran mis
agentes para los ejércitos del imperio? Pero no, eso nadie lo alaba. ¡Lo que
importa es una tal Cirilla!
Resoplando de rabia, Vattier de Rideaux tomó de las manos de Cantarella
una copa llena del estupendo Est Est de Toussaint, vino de una añada que
recordaba los tiempos en que el emperador Emhyr var Emreis era pequeño,
apartado de los derechos al trono y un muchacho terriblemente herido, y Vattier
de Rideaux era un oficial del servicio secreto joven y sin importancia en la
jerarquía.
Aquél fue un buen año. Para el vino.
Vattier dio un trago, jugueteó con los bien formados pechos de Cantarella y
continuó narrando. Cantarella sabía escuchar.
– Stefan Skellen, bonita -murmuró el jefe de los servicios secretos
imperiales-es un chanchullero y un conspirador. Pero yo voy a enterarme de lo
que anda maquinando antes de que le alcance Rience… Ya tengo allí a uno de
los míos… Muy cerca de Skellen… Muy cerca…
Cantarella desató el cinturón del batín de Vattier, se inclinó. Vattier percibió
su respiración y gimió adelantando el placer. Talento, pensó. Y luego los suaves
y calientes roces de unos labios de terciopelo le expulsaron de la cabeza todos
los pensamientos.
Carthia van Canten despacito, hábilmente y con talento le proporcionó
placer a Vattier de Rideaux, jefe de los servicios secretos imperiales. No era en
cualquier caso el único talento de Carthia. Pero Vattier de Rideaux no tenía ni
idea de ello.
No sabía que, pese a las apariencias, Carthia van Canten disponía de un
memoria perfecta y de una inteligencia aguda como una navaja.
Al día siguiente Carthia le transmitió a la hechicera Assir var Anahid todo
lo que le había contado Vattier, cada información, cada palabra que pronunciara
junto a ella.
Sí, apuesto la cabeza a que en Nilfgaard ya todos habían olvidado a Cahir,
incluyendo a su prometida, si es que la tenía.
Pero de ello hablaremos más tarde; de momento retrocederemos hasta el
día y el lugar por donde vadeamos el Y oruga. Avanzábamos tan deprisa como
era posible hacia el este: queríamos llegar a los alrededores del Bosque Negro,
llamado en la Vieja Lengua Caed Dhu. Allí habitaban los druidas que serían
capaces de pronosticar el lugar de permanencia de Ciri, quizá augurar tal lugar
mediante los extraños sueños que acosaban a Geralt. Cabalgábamos a través de
los bosques de los Tras Ríos Altos, llamados también los Ribazos Diestros, un
país silvestre y casi despoblado situado entre el Yaruga y un país situado al pie
de los Montes de Amell llamado Los Taludes, que lindaba por el oriente con el
valle de Dol Angra y por el occidente con una llanura pantanosa de cuyo
nombre no quiero acordarme.
Nunca nadie se había interesado en demasía por aquel país, así que
tampoco se sabía a ciencia cierta a quién en verdad pertenecía ni quién lo
gobernaba. Algo de culpa de ello tenían los señores de Temería, Sodden, Cintra
y Rivia, quienes con diversos efectos habían considerado los Ribazos como
feudo de la propia corona y quienes en ocasiones habían probado a hacer valer
sus razones a fuego y espada. Y luego vinieron los ejércitos nilfgaardianos de
detrás de los Montes de Amell y nadie más tuvo nada que decir. Ni duda alguna
sobre derechos feudales ni propiedad de la tierra. Todo lo que había al sur del
Yaruga pertenecía al imperio. En el momento en el que escribo estas palabras,
también pertenecen al imperio ya muchas leguas de tierras al norte del Yaruga.
Por falta de informaciones más concretas no sé cuántas ni lo lejos que están
situadas hacia el norte.
Volviendo a los Tras Ríos, permíteme, querido lector, una digresión
relacionada con los procesos históricos: la historia de cierto territorio a menudo
se crea y construye deforma un tanto casual, como un producto colateral de
fuerzas externas. La historia de un país dado a menudo es construida por
quienes no pertenecen a él. Los forasteros son, de este modo, causa; sin
embargo, los efectos los padecen siempre e inalterablemente los lugareños.
A los Tras Ríos tal ley les afectaba en toda su extensión.
Los Tras Ríos tenían su propia población, trasrrieros autóctonos. Aquellas
continuas y duraderas guerras y luchas los convirtieron en mendigos y los
obligaron a emigrar. Las aldeas y los pueblos ardieron, las ruinas de los
jardines y los campos transformados en barbechos fueron devorados por el
bosque. El comercio se hundió, las caravanas evitaban las arruinadas sendas y
carreteras. Aquellos pocos de los trasrrieros que se quedaron se convirtieron en
palurdos asilvestrados. De las raposas y de los osos no se diferenciaban más
que en que llevaban pantalones. Al menos algunos. Es decir: algunos los
llevaban y algunos se diferenciaban. Eran, en general, gentes ariscas, simples y
ordinarias.
Y sin rastro alguno de sentido del humor.
La hija morena del colmenero se echó a la espalda la trenza que le
estorbaba, volvió a hacer girar la rueda con rabiosa energía. Los esfuerzos de
Jaskier seguían resultando hueros, las palabras del poeta parecía que no llegaban
a la destinataria. Jaskier guiñó un ojo al resto de la compaña, fingió que
suspiraba y alzaba los ojos al techo. Pero no renunció.
– Dame -repitió, enseñando los dientes-. Dame, yo me lo daré vueltas, y tú
baja al sótano a por cerveza. Seguro que hay aquí algún escondrijo oculto y en el
escondrijo un barrilete. ¿Me equivoco, guapa?
– Ya podíais licenciar a la moza en paz, buen hombre -dijo con furia la
colmenera, una mujer alta y delgada de sorprendente belleza que andaba por la
cocina-. Pos si ya sus dijo que no fabemos ni gota cerveza.
– Y las veces que sus se ha dicho, hombre -apoyó el colmenero a su mujer
al tiempo que interrumpía la conversación con el brujo y el vampiro-. Sus vamos
a facer unas tortas con mieles, y os las trasegareis. ¡Mas dejar que la moza
amuele tranquila la farina pos sin fariña ni una meiga pudiera facer las tortas!
Licenciaila y que reine la paz en la sala.
– ¿Has oído, Jaskier? -gritó el brujo-. Suelta a la muchacha y ocúpate de
algo útil. ¡0 escribe tus memorias!
– Quiero beber. Me gustaría beber algo antes de comer. Tengo unas yerbas.
Me voy a hacer una infusión. Abuela, ¿hay en la choza agua hirviendo? Agua
hirviendo, pregunto, ¿la hay?
Una viejecilla sentada junto al hogar, la madre del colmenero, levantó la
vista de un calcetín que andaba remendando.
– La hay, pajarillo, la hay -murmuró-. Sólo que fría.
Jaskier gimió, se sentó resignado a la mesa, donde la compaña platicaba con
el colmenero, con el que se habían encontrado temprano aquella mañana en el
bosque. El colmenero era bajo, rechoncho, moreno y terriblemente peludo, así
que no asombraba el hecho de que, al surgir inesperadamente de la espesura, les
metiera a todos miedo en el cuerpo, puesto que le tomaron por un licántropo. Y
para que fuera todavía más gracioso, el que primero gritó «¡Lobisome,
lobisome!» fue el vampiro Regis. Hubo un pequeño alboroto, pero el asunto se
aclaró pronto y el colmenero, aunque de apariencia palurda, resultó ser
hospitalario y amable. La cuadrilla aceptó su invitación sin ceremonias para ir a
su posesión. Su posesión, que en el argot de su profesión se llamaba «posada de
colmenas», estaba situada en un claro descepado, el colmenero vivía allí con su
madre, su mujer y su hija. Las dos últimas eran mujeres de una belleza poco
común e incluso algo extraña, lo que era señal evidente de que entre sus
antepasadas había una dríada o una hamadríada.
Durante la conversación en la que se enzarzaron, el colmenero dio de
inmediato la impresión de que no se podía hablar con él más que de guanotas,
amas, frezadas, posadas, ahumadas, ceras, mieles y melazas, pero esto era sólo
en apariencia.
– ¿La pulítica? ¿Y qué va a pasar en la pulítica? Lo de costumbre. Ca vez
hay que dar diezmos más gordos. Tres urnas de mieles, y toa una monda de cera.
Apenas respiro tengo pa dar abasto, de sol a sol en la posada, aventó las arnas…
¿a quién pago la lezda? ¿Y no habrá alma caritativa que sepa darme razones de
quién nos gobierne? Últimamente usease aquestos fablaban la lengua
nilfgaardiana. A lo visto sernos agora provencia impirial o yo qué sé. Por la miel,
caso que algo mercadee, con dineros impiríales me se paga, dineros que tién la
cara del impirador. Por la jeta éste se ve que es garboso anque más bien serio, se
ve al punto. Usease…
Ambos perros, el cano y el negro, se sentaron enfrente del vampiro, alzaron
las cabezas y comenzaron a aullar. La hamadríada colmenera se alejó del hogar y
les atizó con la escoba.
– Mala señal es ésa -dijo el colmenero-cuando los perros otilan al pleno día.
Usease… ¿De qué tenía yo que platicar?
– De los druidas de Caed Dhu.
– ¡Eh! ¿A modo que to no eran chacotas, caballeros? ¿En verdad querís ir
ande los druidas? ¿Sus habís cansao de la vida? Los muerdagueros agarran a to
el que saventura por sus campos, lo amarran con una soga de esparto y lo tuestan
a fuego vivo.
Geralt miró a Regis, Regis le murmuró algo. Ambos conocían muy bien los
rumores que corrían sobre los druidas, todos, sin embargo, imaginarios. No
obstante, Milva y Jaskier comenzaron a escuchar con mayor interés que hasta
entonces. Y con mayor preocupación.
– Los unos dicen -siguió el colmenero-que los muerdagueros ándanse
vengando de que los nilfgaardianos primo les dieran leña, metiéndose andel
santo roble de por el Dol Angra y se liaron a darles a los druidas sin mentar el
porqué. Otros hay que dicen que los druidas fueron los que ampezaron pos
pillaron a unos impiriales y les dieron tormento fasta la muerte y que Nilfgaard
así les paga con la mesma moneda. Cuála la verdá de la güena sea, nadie sabe.
Mas algo es seguro, los druidas agarran, meten en la Moza de Esparto y queman.
Ir onde ellos: la muerte cierta.
– Nosotros no tenemos miedo -dijo Geralt sereno.
– Cierto. -El colmenero midió con la mirada al brujo, a Milva y a Cahir, que
justamente entonces entraban a la choza después de haberse ocupado de los
caballos-. Se ve que no sois gente cagona y más bien duchos en armas. Je, con
tales como vos no da canguelo viajar… usease… Mas no hay ya más
muerdagueros en los Bosques Negros, vanos son pues vuestro camino y vuestros
trabajos. Los fechó dalla Nilfgaard, los proscribió de Caed Dhu. Ya no están allí.
– ¿Y eso?
– Pos eso. Fuyeron los muerdagueros.
– ¿Y adonde?
El colmenero miró a su hamadríada, guardó un instante silencio.
– ¿Adonde? -repitió el brujo.
El gato rayado del colmenero se sentó junto al vampiro y maulló
penetrantemente. La hamadríada lo echó a escobazos.
– Mala señá, cuando el gato malla en medio del día -masculló el colmenero,
extrañamente turbado-. Y los druidas… Usease… Fuyeron hacia Los Taludes.
Sí. Bien digo. A Los Taludes.
– Unas buenas sesenta millas al sur -calculó Jaskier con voz suelta y hasta
alegre. Pero se calló de inmediato ante la mirada del brujo.
En el silencio que siguió sólo se pudieron escuchar los maullidos de mal
agüero del gato, al que se había expulsado a la calle.
– Al fin y al cabo -habló el vampiro-, ¿qué diferencia hay?
La mañana siguiente trajo nuevas sorpresas. Y un enigma que sin embargo
halló pronta respuesta.
– Que me se lleven los diablos -dijo Milva, quien fue la primera en
arrastrarse del lecho, despierta por el barullo-. Que me cuelguen. Mira eso,
Geralt.
El claro estaba lleno de gente. Al primer vistazo daba la sensación que se
habían juntado gente de cinco o seis posadas de colmenas. El ojo experto del
brujo distinguió entre la multitud a algunos tramperos y por lo menos un
peguero. El grupo en conjunto había de calcularse en unos doce varones, diez
hembras, una decena de mozuelos de ambos sexos y otros tantos niños pequeños.
Como impedimenta el grupo llevaba seis carros, doce bueyes, diez vacas y
cuatro cabras, bastantes ovejas y también no pocos perros y gatos, cuyos ladridos
y maullidos había que considerar en tales ocasiones como un mal augurio.
– Me pregunto -Cahir se restregó los ojos-qué puede significar esto.
– Problemas -dijo Jaskier, al tiempo que se quitaba la paja de los cabellos.
Regis guardaba silencio, pero tenía una mueca extraña.
– Almorcen vuesas mercedes -dijo su amigo el colmenero, acercándose al
vivaque en compañía de un hombre de bastantes espaldas-. El almorzó está ya
dispuesto. Gachas de leche. Y miel… Y dejarme que sus presente: Jan Cronin,
estarosta de los colmeneros…
– Encantado -mintió el brujo, sin responder a la reverencia, también porque
le dolía rabiosamente la rodilla-. Y esta banda, ¿de dónde ha salido?
– Usease… -El colmenero se rascó la sien-. Veréis, corre el invierno… Las
decurias ya están amjambradas, los bujeros fechos… Hora es ya de volver a Los
Taludes, a Riedbrune… Preparar las mieles, invernar… Mas el monte es
peligroso… Solos…
El estarosta de los colmeneros carraspeó. El colmenero vio la mueca de
Geralt y como que se encogió un tanto.
– Vos sois gente armada y a caballo -jadeó-. Aguerridos y valientes, se ve al
punto. Con tales como vos no hay miedo de viajar… Y también a vos sus vendrá
de perilla… Nosotros conocemos ca vereda, ca sendero, ca carril y ca trocha… Y
os alementaremos…
– Y los druidas -dijo Cahir con voz fría-se fueron de Caed Dhu.
Precisamente a Los Taludes. Vaya una extraordinaria coincidencia.
Geralt se acercó despacio al colmenero. Lo agarró con las dos manos del
jubón, a la altura del pecho. Pero al cabo de un instante se lo pensó mejor, lo
soltó, le alisó la ropa. No dijo nada. No preguntó nada. Pero el colmenero de
todos modos se apresuró a explicarse.
– ¡La verdad dijera! ¡Lo juro! ¡Que me trague la tierra si mintiera! ¡Los
muerdagueros se fueron de Caed Dhu! ¡Ya no andan allí!
– Y están en Los Taludes, ¿no? -gritó Geralt-. ¿Adonde tiene que ir toda
vuestra chusma? ¿Adonde os queréis organizar una escolta armada? Habla,
hombre. ¡Pero ten cuidado porque la tierra está de verdad a punto de hundirse!
El colmenero bajó la vista y miró con desasosiego el suelo bajo sus pies.
Geralt guardaba un significativo silencio. Milva, entendiendo por fin lo que
estaba pasando, lanzó una horrible blasfemia. Cahir bufó despectivamente.
– ¿Y? -le apremió el brujo-. ¿Adonde se han ido los druidas?
– ¿Y quién, señor, lo ha de saber? -barboteó por fin el colmenero-. Mas
pudiera ser que a Los Taludes. Tan buen lugar como cualquiera otro. Adempero
grande número de robles se crían en Los Taludes y los druidas gozan del
gobierno sobre los robles…
Detrás del colmenero estaban de pie ahora, aparte de Cronin, el estarosta,
ambas hamadríadas, madre e hija. Menos mal que la hija ha salido a la madre y
no al padre, pensó maquinalmente el brujo, el colmenero pega con la mujer
como el culo con las témporas. Detrás de las hamadríadas, observó, había
todavía unas cuantas mujeres, bastante menos hermosas pero con parecido ruego
en la mirada.
Miró a Regis sin saber si reírse o maldecir. El vampiro se encogió de
hombros.
– Para empezar -dijo-, el colmenero tiene razón, Geralt. Al fin y al cabo es
muy probable que los druidas hayan ido a Los Taludes. En verdad es un terreno
muy adecuado para ellos.
– ¿La tal probabilidad es, en tu opinión -la mirada del brujo era muy, muy
fría-, lo suficientemente grande como para cambiar de dirección y seguir a
ciegas con éstos de aquí?
Regis volvió a encogerse de hombros.
– ¿Y qué más da? Reflexiona. Los druidas no están en Caed Dhu, por lo que
esa dirección ha de ser excluida. Volver al Yaruga, por lo que me imagino, no
puede ser objeto de debate. Así que todas las restantes direcciones son
igualmente buenas.
– ¿De verdad? -La temperatura de la voz del brujo era similar a la
temperatura de su mirada-. ¿Y de todas las restantes, cuál, en tu opinión, sería la
más indicada? ¿Ésta junto a los colmeneros? ¿O la dirección completamente
contraria? ¿Puedes definirlo en tu sabiduría sin límites?
El vampiro se dio la vuelta en dirección al colmenero, el estarosta de los
colmeneros, las hamadríadas y las otras mujeres.
– ¿Y qué es lo que tanto teméis, buenas gentes -preguntó serio-, que andáis
buscando escolta? ¿Qué es lo que os produce tanto miedo? Hablad con
sinceridad.
– Oy, señor mío -gimió Jan Cronin, y en sus ojos apareció el miedo más
auténtico-. ¡Y aún preguntáis…! ¡La senda nuestra ha de descurrir por los
Dólmenes Calados! ¡Y allá, señor, es jorrible! Allá, señor, hay brucolacos,
portahojas, endriagos, inogis y muchas más porquerías de ésas! No más face dos
semanas que al mío yerno lo agarró una silvia en tal modo que el yerno na más
que a gañir alcanzó y adiós muy buenas. ¿Os asombra por tanto que andemos
cagaos con tanta moza y tanto crío? ¿Eh?
El vampiro miró al brujo, tenía el rostro muy serio.
– Mi sabiduría sin límites -dijo-me recomienda señalar la dirección que es
más indicada para un brujo.
Asi que nos pusimos en marcha hacia el sur, hacia Los Taludes, país
situado en las laderas de los Montes de Amell. Avanzábamos en una bandada
enorme en la que de todo había: jóvenes mozas, colmeneros, tramperos,
mujeres, niños, jóvenes mozas, avíos de casa y casera parafernalia, jóvenes
mozas. Y un montón, de puñetera miel Todo estaba pegajoso de la miel de los
cojones, hasta las mozas.
La columna avanzaba a la velocidad de los pies y los carros, aunque el
tempo de la marcha no decayó porque no nos equivocamos sino que
progresábamos como por una cuerda: los colmeneros conocían el camino, las
trochas y veredas entre los lagos. Y bien que vino aquella conocencia, ya lo creo
que vino bien, porque comenzó a molliznar y de pronto todo aquel maldito país
de los Tras Ríos se hundió en una niebla gruesa como la nata. Sin los
colmeneros nos hubiéramos perdido sin remedio o nos hubiéramos hundido allá
en los pantanos. No tuvimos tampoco que perder tiempo ni energía en buscar ni
preparar las provisiones: se nos alimentaba tres veces al día, hasta hartarnos,
aunque no fueran muy rebuscadas las viandas. Y se nos permitía tras la comida
tumbarnos un ratillo con la tripa mirando al cielo.
En pocas palabras, era maravilloso. Hasta el brujo, aquel viejo tristón y
aburrido, comenzó a sonreír más a menudo y a alegrarse de la vida porque
calculó que íbamos haciendo unas quince millas diarias y, desde que salimos de
Brokilón, ni una vez habíamos podido realizar tal proeza. El brujo no tenía
trabajo, porque aunque los Dólmenes Calados estaban tan calados que era
difícil imaginarse algo más calado, monstruo alguno no nos topamos. Oh, los
fantasmas aullaban un poco por las noches, resonaban los llantos de las silvias
y bailaban los fuegos fatuos en las ciénagas. Nada sensacional.
Un poquillo, es cierto, nos desasosegaba el que otra vez íbamos en una
dirección elegida más bien al azar y otra vez sin un objetivo bien preciso. Pero,
como expresó el vampiro Regis, mejor ir hacia delante sin objetivo que sin
objetivo quedarse en el mismo sitio, y con toda seguridad infinitamente mejor
que retroceder sin objetivo.
– ¡Jaskier! ¡Amarra bien ese tubo tuyo! ¡Sería una pena que el medio siglo
de poesía se desatara y se perdiera entre los juncos!
– ¡No hay que temer! No se perderá, podéis estar seguros. ¡Y no dejaré que
me lo arrebaten! Todo aquél que quiera arrebatarme el tubo tendrá que pasar
primero por encima de mi frío cadáver. ¿Se puede saber, Geralt, qué es lo que
provoca tu sonrisa perlada? Permite que lo adivine… ¿Tu cretinismo de
nacimiento?
Sucedió así que un equipo de arqueólogos de la Universidad de Castell
Graupian, que realizaban excavaciones en Beauclair, halló bajo una capa de
carbón de leña, lo que indicaba un fuego enorme, una capa todavía más antigua,
datada en el siglo XIII. En aquella capa desenterraron una caverna creada por
restos de muros y rellena de barro y roca caliza y, dentro de ella, para grande
excitación de los científicos, descubrieron dos esqueletos humanos
perfectamente conservados: un hombre y una mujer. Junto a los esqueletos -
aparte de las armas y una incontable cifra de otros pequeños artefactos-
encontraron un tubo de treinta pulgadas realizado en piel endurecida. Sobre la
piel estaba grabado un escudo de desvaídos colores que mostraba un león y un
rombo. El director del equipo, el profesor Schliemann, famoso especialista en
sigilografía de los Siglos Oscuros, identificó aquel escudo como las armas de
Rivia, un reino prehistórico de localización indeterminada.
La excitación de los arqueólogos alcanzó su punto álgido, puesto que en
tales tubos en los Siglos Oscuros solían conservarse manuscritos, y el peso del
recipiente permitía sospechar que en el interior había bastantes papeles o
pergaminos. El estupendo estado del tubo permitía albergar la esperanza de que
los documentos serían legibles y arrojarían algo de luz al pasado sumido en las
tinieblas. ¡Habrían de hablar los siglos! Era aquél un increíble regalo del destino,
una victoria de la ciencia, que no hubiera estado bien destruir. A toda prisa se
llamó a Castell Graupian a lingüistas y estudiosos de las lenguas muertas y
también a especialistas que supieran abrir el tubo sin el mínimo riesgo de que se
deteriorara su precioso contenido.
Entre los miembros del equipo del profesor Schliemann se extendieron en
aquel momento rumores acerca de un «tesoro». Quiso la mala suerte que tal
palabra llegara a los oídos de tres personajes contratados para trabajos de zapa
conocidos como Zdyb, Cap y Kamil Ronstetter. Convencidos de que el tubo
estaba literalmente relleno de oro y joyas, los tres mencionados zapadores se
agenciaron por la noche el inestimable artefacto y huyeron con él hacia el
bosque. Allí prendieron un pequeño fuego y se sentaron a su alrededor.
– ¿A qué ezperaz? -dijo Cap a Zdyb-. ¡Abre er puto tubo!
– No ze deha, el cabrón -se quejó Zdyb a Cap-. ¡Cómo ze zuheta el
hihodeputa!
– ¡Poz dale con loz zapatoz, al hodido hihodeputa!
La tapadera del inestimable hallazgo cedió bajo los tacones de Zdyb y su
contenido cayó al suelo.
– ¡Poz vaya una putada puta! -gritó Cap asombrado-. ¿Y ezto qué ez?
La pregunta era más bien tonta, porque al primer golpe de vista se veía que
eran unas resmas de papel. Por eso, Zdyb, en vez de responder, cogió uno de los
pliegos con la mano y se lo acercó a la nariz. Durante un largo instante
contempló aquellos símbolos de extraño aspecto.
– Eztá ezcrito -afirmó por fin con autoridad-. ¡Ezto zon letraz!
– ¿Letraz? -aulló Kamil Ronstetter, palideciendo de miedo-. ¿Letraz
ezcritaz? ¡Oh, puta putada!
– ¡Letraz ezcritaz quié decir que zon bruheríaz! -balbució Cap, con los
dientes tintineándole de miedo-. ¡Laz letraz dan mar de oho! ¡No le toqueh, la
puta putada de zu puta mare! ¡Que te puez contagia!
Zbyd no dejó que lo repitiera dos veces, tiró el pliego de papel al fuego y se
limpió nerviosamente la mano temblorosa al pantalón. Kamil Ronstetter, de una
patada, lanzó el resto de papeles al fuego, al fin y al cabo, cualquier niño podía
toparse con aquella guarrería. Luego el trío calaveras se alejó a toda prisa de
aquel lugar.
Aquel inestimable monumento de la literatura de los Siglos Oscuros ardió
con una llama clara y alta. Durante algunos instantes los siglos hablaron con el
suave susurro del papel ennegreciéndose en el fuego. Y luego las llamas se
apagaron y una oscuridad impenetrable cubrió la tierra.
Capítulo cuarto
Houven aghel, Bominik Bombastus, *1239, se enriqueció en Ebbing
comerciando a gran escala y se asentó en Nilfgaard. Estimado por los anteriores
emperadores, fue nombrado burgrave y alcabalero de la sal venedaciano
durante el gobierno del emperador Jan Calveit, y en recompensa por los
servicios prestados se le concedió la estarostía de Neweugen. Fiel consejero del
emperador, gozaba H. de sus favores y tomó parte en cuantiosos asuntos
públicos. fl301. Estando aún en Ebbing, H. llevó a cabo una amplia actividad
caritativa, apoyando a los desposeídas y necesitados, fundó orfanatos,
hospitales y hospicios, aportó a ellos sumas no escasas. Gran amante de las
bellas artes y los deportes, fundó en la capital un teatro cómico y un estadio, los
cuales ambos llevaban su nombre. Se le considera como modelo proverbial de
honradez, rectitud y decencia de mercader.
Effenberg y Talbot, Encyclopaedia Máxima Mundi, tomo VII
– ¿Nombre y apellido de la testigo?
– Selborne, Kenna. Es decir, perdón: Joanna.
– ¿Profesión?
– Prestación de diversos servicios.
– ¿Se permite la testigo hacer bromas? ¡Se le recuerda a la testigo que se
halla ante un tribunal imperial en un proceso por traición al estado! ¡De la
declaración de la testigo depende la vida de muchas personas, dado que la pena
por traición es la muerte! Se le recuerda a la testigo que ella misma no está ante
el tribunal de propia voluntad, sino que ha sido traída desde la ciudadela, de un
lugar de reclusión, y el que vuelva allá o salga en libertad depende entre otras
cosas de sus declaraciones. El tribunal se ha permitido esta larga diatriba para
hacer ver a la testigo cuan poco adecuados son en esta sala los sainetes y los
hocicos. No es que sólo sean poco agradables, sino que también les amenazan
consecuencias muy graves. A la testigo se le da medio minuto para pensarse lo
dicho. Después de ello el tribunal repetirá la pregunta.
– Ya, señor juez.
– Diríjase a nos como «noble tribunal». ¿Profesión de la testigo?
– Soy sentidora, noble tribunal. Más sobre todo acostumbro a estar al
servicio de los secretas de su majestad imperial, o sea…
– Por favor, denos respuestas cortas y concretas. Si el tribunal desea
aclaraciones de mayor calado ya las pedirá él mismo. El tribunal está al tanto del
hecho de la colaboración de la testigo con los servicios secretos imperiales. Pero
para el protocolo proceda a explicar lo que significa la expresión «sentidora» que
la testigo ha usado para referirse a su profesión.
– Poseo un pe-pe-es puro, o sea, psi de primer tipo, sin posibilidad de
psiquin. Dicho sea más a lo concreto, puedo hacer tales cosas: ascudriñar
pensamientos ajenos, platicar de lejos con hechiceros, elfos u otra sentidora. Y
despachar órdenes con la mente. Oseasé, forzar a alguno a hacer lo que me
venga en gana. Puedo también hacer precog, pero sólo dormida.
– Pido que conste en acta que la testigo Joanna Selborne es psiónica, posee
la capacidad de percepción extrasensorial. Es telépata y teleémpata, con la
capacidad de precognición bajo hipnosis pero no tiene capacidades
telequinéticas. Se le recuerda a la testigo que el uso de la magia y las fuerzas
extrasensoriales está completamente prohibido en esta sala. Continuemos el
interrogatorio. ¿Cuándo, dónde y en qué circunstancias tuvo la testigo contacto
con el asunto de Cirilla, la princesa de Cintra?
– De que era no sé qué Cirilla sólo me enteré en la trena… O sea, en el
lugar de reclusión, alteza tribunal. Durante la investigación. Entonces me
hicieron caer al cabo que se trataba de la misma que llamaban Falka o Cintriana.
Y las circunstancias fueron tales que tengo que desembucharlas, para que esté
todo claro, se entiende. Fue así: me entró en la taberna de Etolia Dacre Silifant,
oh, ése, el que está allá sentado…
– Pido que conste en acta que la testigo Joanna Selborne ha señalado al
acusado Silifant sin serle requerido. Continúe.
– Dacre, alteza tribunal, andaba reclutando a una cuadrilla… O sea, un
destacamento armado. Todos mozos y mozas de armas tomar… Dufficey Kriel,
Neratin Ceka, Chloe Stitz, Andrés Fyel, Til Echrade… Todos han muerto, señor
tribunal… Y de los que sobrevivieron, la mayor parte están aquí sentados, eh,
bajo guardia…
– Por favor, diga cuándo exactamente la testigo conoció al acusado Silifant.
– El año pasado fue, en el mes de agosto, hacia el final del mes, no me
acuerdo bien. En cualquier caso, no fue en septiembre, porque septiembre se me
quedó bien grabadito en la memoria. Dacre, que no sé dónde había oído hablar
de mí, dijo que le hacía falta para la cuadrilla una sentidora, pero una que no
tuviera canguelo de los hechiceros, pues habría que vérselas con ellos. El
trabajo, dijo, es para el emperador y el imperio, y a más, bien pagado, y el
mando de la cuadrilla lo tomaría el propio Antillo y neutro.
– ¿Al hablar del Antillo se refiere la testigo a Stefan Skellen, coronel
imperial?
– ¡A él me refiero, y cómo!
– Pido que conste en acta. ¿Cuándo y dónde se encontró la testigo con el
coronel Skellen?
– Ya en septiembre, el catorce, en el fuerte de Rocayne. Rocayne, alteza
tribunal, es una estación fronteriza que guarda la ruta de mercaderes que
conduce de Maecht a Ebbing, Geso y Metinna. Allá, justamente, llevó nuestra
cuadrilla Dacre Silifant, con quince caballos. Así que éramos todos veinte y dos,
puesto que el resto ya estaban listos y a la espera en Rocayne, comandados por
Ola Harsheim y Bert Brigden.
El suelo de madera resonó bajo las pesadas botas, las espuelas tintinearon,
entrechocaron las hebillas.
– ¡Hola, don Stefan!
Autillo no sólo no se levantó, sino que ni siquiera bajó los pies de la mesa.
Tan sólo agitó la mano, en un gesto muy señorial.
– Por fin -dijo en tono acre-. Mucho nos has hecho esperarte, Silifant.
– ¿Mucho? -sonrió Dacre Silifant-. ¡Qué donaire! Me disteis, don Stefan,
cuatro semanas para que os juntara y trajera hasta vos a una tropa de los más
mejores hampones que el imperio ha dado con diferencia. ¡Para que os trajera
una cuadrilla para la que reuniría en un año sería poco! Y yo me las compuse en
veintidós días. Se merece un cumplido, ¿no?
– Guardaremos los cumplidos -repuso frío Skellen-hasta que vea a vuestra
cuadrilla.
– Pues ya mismo. Éstos son mis tenientes y ahora vuestros, don Stefan:
Neratin Ceka y Dufficey Kriel.
– Vamos, vamos. -Antillo por fin se decidió a levantarse, se levantaron
también sus adjuntos-. Señores, os presento a Bert Brigden, Ola Harsheim…
– Nosotros ya nos conocemos. -Dacre Silifant apretó con fuerza la derecha
de Ola Harsheim-. Aplastamos la rebelión de Nazair junto con el viejo Braibant.
¡Vaya un donaire fue aquello, eh, Ola! ¡Ah, donaire! ¡Más arriba de las cuartillas
les llegaba la sangre a los caballos! Y el señor Brigden, si no yerro, es de
Gemmer. ¿De los Pacificadores? ¡Ah, encontrará conocencias en el
destacamento! Tengo unos cuantos Pacificadores allá.
– Ardo en deseos de verlo -cortó Antillo-. ¿Podemos ir?
– Un momentillo -dijo Dacre-. Neratin, ve y pon a los hermanos en su sitio,
para que a los ojos del noble coronel se vean donosos.
– ¿Éste o ésta, Neratin Ceka? -Antillo entrecerró los ojos, mirando cómo se
iba el oficial-. ¿Es macho o hembra?
– Señor Skellen. -Dacre Silifant carraspeó, pero cuando habló tenía la voz
firme y la mirada fría-. Yo eso no lo sé de seguro. Parece ser un hombre, mas
certidumbre de ello no tengo. A cambio albergo la certeza de que Neratin Ceka
es un oficial. Aquello que juzgasteis conveniente preguntar, alcance tendría si yo
abrigara intenciones de pedir su mano. Y no las abrigo. Por lo que colijo, vos
tampoco.
– Tienes razón -reconoció Skellen tras pensarlo un instante-. No hay más
que hablar. Vamos a ver esa tu mesnada, Silifant.
Neratin Ceka, personaje de sexo indefinido, no había perdido el tiempo.
Cuando Skellen y los oficiales salieron al patio del fuerte, el destacamento
estaba listo para pasar revista, formando una línea de tal modo que la testa de
ningún caballo sobresaliera más de una cuarta. Antillo tosió, satisfecho. No es
una mala banda, pensó. Eh, si no fuera por la política, agarraría a esta cuadrilla y
me iría a la frontera, a robar, violar, matar y quemar… Otra vez uno se sentiría
joven… ¡Ay, si no fuera por la política!
– Bueno, ¿y qué tal, don Stefan? -preguntó Dacre Silifant, ruborizándose
con una excitación contenida-. ¿Cómo los puntuáis a estos mis donosos
gavilancillos?
Antillo paseó la mirada de un rostro al otro, de una silueta a la otra. A
alguno lo conocía personalmente, mejor o peor. A otros a los que reconoció los
conocía de oídas. Por su reputación.
Til Echrade, un elfo rubio, batidor de los Pacificadores gemmerianos.
Rispat La Pointe, maestro de guardias de esa misma formación. Y otro
gemmeriano: Cyprian Fripp el Joven. Skellen había estado presente en la
ejecución de El Viejo. Ambos hermanos eran famosos por su inclinaciones
sádicas.
Más allá, inclinada libremente en la silla de su yegua pía, estaba Chloe
Stitz, ladrona, a veces contratada y usada por los servicios secretos. La mirada de
Antillo huyó rauda de sus ojos descarados y sonrisa malvada.
Andrés Fyel, un norteño de Redania, un carnicero. Stigward, pirata,
renegado de Skeilige. Dede Vargas, procedente del diablo sabe dónde, asesino
profesional. Kabernik Turent, asesino por gusto.
Y otros. Parecidos. Todos ellos se parecen, pensó Skellen. Una hermandad,
una cofradía en la que después de matar a las primeras cinco personas todos se
hacían iguales. Los mismos gestos, los mismos movimientos, la misma forma de
hablar, de moverse y vestirse.
Los mismos ojos. Impasibles y fríos, planos e inmóviles como los de una
culebra, unos ojos cuya expresión nada, ni siquiera lo más horrible, es capaz de
cambiar.
– ¿Y qué? ¿Don Stefan?
– No está mal. No es mala cuadrilla, Silifant.
Dacre todavía enrojeció más, saludó en gemmeriano, con el puño apretado
contra el yelmo.
– Deseaba especialmente -le recordó Skellen-algunos a los que la magia no
les sea ajena. Que no teman ni a los hechizos ni a los hechiceros.
– No lo olvidé. ¡Al cabo está Til Echrade! Y aparte dello, ah, esa alta moza
de la donosa castaña, junto a Chloe Stitz.
– Luego me llevarás ante ella.
Antillo se apoyó en la balaustrada, golpeó en ella con la punta roma del
guincho.
– ¡Presente, compañía!
– ¡Presente, señor coronel!
– Muchos de vosotros -siguió Skellen cuando se apagó el eco del grito coral
de la banda-habéis trabajado ya conmigo, me conocéis y también mis exigencias.
Aclaradles a los que no me conozcan qué es lo que espero de los subordinados, y
qué es lo que no tolero a los subordinados. Yo no me voy a cansar la lengua en
balde.
»Hoy mismo algunos de vosotros recibiréis vuestra tarea y mañana al alba
os iréis para realizarla. Al territorio de Ebbing. Os recuerdo que Ebbing es un
reino autónomo y formalmente no tenemos jurisdicción alguna allí, así que
actuad razonable y discretamente. Estáis al servicio del emperador, pero os
prohibo alardear de ello, chulear y tratar con arrogancia a los representantes
locales de la autoridad. Ordeno que os comportéis de modo que no llaméis la
atención de nadie. ¿Está claro?
– ¡Sí, señor coronel!
– Aquí, en Rocayne, sois invitados y tenéis que comportaros como
invitados. Os prohibo salir de los cuarteles asignados sin necesidad. Os prohibo
el contacto con la tropa del fuerte. Al fin y al cabo, ya inventarán algo los
oficiales para que no os muráis de aburrimiento. Señor Harshim, señor Brigden,
¡acuartelad el destacamento!
– Al punto que acerté a bajarme de la jaca, noble tribunal, y Dacre que me
agarra de las mangas. El señor Skellen, chirló, quiere conversar contigo, Kenna.
Y qué le íbamos a hacer. Pues vamos. Antillo está a la mesa, los pies encima, se
arrasca con el guincho las cañas de las botas. Y ni corto ni pezeroso, va y me
pregunta si yo sea la Joanna Selborne liada en la desaparición del barco Estrella
del Sur. Y yo a esto, que no se me pudo probar na. Y él que se ríe: «Me gustan
aquéllos a los que no se les puede probar nada», dice. Luego preguntó si el
talento de pe-pe-es, o sea la sentición, lo tengo de nacimiento. Cuando lo
confirmé, se ensombreció y soltó: «Pensaba que ese tu talento me iba a ser de
utilidad con los hechiceros, mas primero habrá de servirme para otro personaje,
no menos enigmático».
– ¿Está segura la testigo de que el coronel Skellen utilizó precisamente esas
palabras?
– Segura. Soy una sentidora.
– Continúe.
– Entonces nos interrumpió la conversación un mensajero, polvoriento, se
veía que no le había ahorrado na al caballo. Nuevas tenía urgentes para Antillo, y
Dacre Silifant, cuando salimos del cuartel, habló que se golía que este mensajero
y sus nuevas nos iban a subir a las sillas antes de la retreta. Y razón había, noble
tribunal. Antes que nadie pensara en la colación ya estaba la mitad de la
cuadrilla a caballo. A mí se me cuadró, cogieron a Til Echrade, el elfo. Me
regocijé de ello, pues en aquellos días de camino se me había escoció el culo que
te pasas… Y cabalmente y para colmo de males me había venido la regla…
– Absténgase la testigo de descripciones pintorescas de las propias
funciones corporales. Y aténgase al tema. ¿Cuándo se enteró la testigo de quién
era el tal «personaje enigmático» del que habló el coronel Skellen?
– Agora lo diré, ¡mas dejad que haya algún orden pues todo se lía tal que no
hay quien lo deslíe! Los que entonces, antes de la cena, amontaron tan apriesa a
los caballos, galoparon de Rocayne hasta Malhoun. Y trajeron de allá no sé qué
pipiolo…
Nycklar estaba enfadado consigo mismo. Tanto, que le daban ganas de
llorar.
¡Si hubiera recordado las advertencias que le impartieran personas de buen
juicio! ¡Si hubiera recordado los proverbios o siquiera aquel cuenteci11o de la
corneja que no sabía tener el pico cerrado! ¡Si hubiera arreglado sus asuntos y
vuelto a casa, a Los Celos! ¡Pero no! Excitado por la aventura, orgulloso por
poseer un caballo de silla, sintiendo en la talega el agradable peso de las
monedas, Nycklar no evitó hacer alardes. En vez de volver desde Claremont
directamente hasta Los Celos, se fue a Malhoun, donde tenía numerosos
conocidos, entre ellos unas cuantas mozas a las que les hacía la corte. En
Malhoun anduvo haciendo pompa como un pavo, alborotó, bollició, trotó con el
caballo por la plaza, hizo cola en la taberna, arrojando el dinero al mostrador con
gesto, si no de príncipe de pura sangre, al menos de conde.
Y contó cosas.
Contó lo que había pasado cuatro días antes en Los Celos. Contó,
cambiando su versión una y otra vez, añadiendo, fabulando, mintiendo en
definitiva a todas luces, lo que en absoluto molestaba a los oyentes. Los
parroquianos de la taberna, locales y forasteros, escuchaban con gusto. Y
Nycklar contaba fingiendo estar bien informado. Y cada vez más a menudo iba
poniendo a su propia persona en el centro de los hechos imaginados.
Ya la tercera tarde su lengua le trajo problemas.
Al ver a los individuos que entraron a la taberna cayó un silencio de tumba.
En aquel silencio, el tintineo de las espuelas, el entrechocar de los avíos
metálicos, el chirrido de las armas resonaron como una campana de mal agüero
que anunciaba la desgracia desde la torre del campanario.
A Nycklar no le dieron ni siquiera la oportunidad de jugar a los héroes. Le
agarraron y sacaron de la taberna tan rápido que no acertó a tocar el suelo con
sus tacones ni tres veces. Los conocidos que todavía el día anterior, mientras
bebían a su costa, habían jurado amistad eterna, ahora metían la cabeza bajo las
mesas en silencio como si allí, debajo, sucedieran no sé qué milagros o bailaran
mujeres desnudas. Incluso el ayudante del sheriff, que estaba presente, se dio la
vuelta, miró a la pared y no pió ni palabra.
Nycklar tampoco pió ni palabra, no preguntó quién, qué ni por qué. El
miedo le había cambiado la lengua por una estaca seca y tiesa.
Lo subieron al caballo, le ordenaron ponerse en marcha. Unas horas. Luego
hubo un fuerte con empalizada y torre. Un patio lleno de soldadesca arrogante,
ruidosa y breada de armas. Y una caseta. En la caseta, tres personas. El jefe y dos
subjefes, se veía enseguida. El jefe, no muy grande, moreno, ricamente vestido,
se mantenía estático al hablar, y era sorprendentemente amable. A Nycklar hasta
se le abrió la boca cuando escuchó que se disculpaba por los problemas e
incomodidades causados y le aseguraba que no le iba a pasar nada. Pero no se
dejó engañar. Aquellas gentes le recordaban demasiado a Bonhart.
La asociación de ideas resultó muy acertada. Precisamente les interesaba
Bonhart. Nycklar podía habérselo esperado. Pues su propia lengua le había
metido en aquellas tarapatas.
Al requerirle, comenzó a contarlo. Le advirtieron que dijera la verdad, que
no lo coloreara. Le advirtieron con cortesía, pero con sequedad y vigor. Y el que
se lo advirtió, el ricamente vestido, estaba jugueteando todo el tiempo con un
puñal agudo, y tenía los ojos tétricos y malvados.
Nycklar, hijo del enterrador de Los Celos, contó la verdad. Toda la verdad y
nada más que la verdad. Contó cómo el día nueve de septiembre, en el pueblo de
Los Celos, Bonhart, cazador de recompensas, les sacó las tripas a la banda de los
Ratas, perdonándole la vida sólo a una de las bandoleras, la más joven, a la que
llamaban Falka. Contó cómo toda la villa acudió apresurada para contemplar
cómo Bonhart iba a destriparla y castigarla, pero se les chafó la fiesta a las
gentes del pueblo, pues Bonhart, qué extraño, no la mató y ni siquiera la torturó.
No le hizo más de lo que todo varón común y corriente le hace a su parienta el
sábado por la noche al volver de la taberna, la pateó, la atizó algunas veces en
los morros, y nada más.
El hombre ricamente vestido que jugaba con el puñal guardaba silencio, y
Nycklar contó cómo después Bonhart, ante los ojos de Falka, les cortó la cabeza
a los Ratas muertos y cómo arrancó de aquellas cabezas, igual que si fueran las
guindas de una tarta, los pendientes de piedras preciosas. Y cómo Falka, al ver
esto, gritó y vomitó sujeta como estaba al atadero de caballos.
Contó cómo luego Bonhart le echó un collar al cuello a Falka, como a una
perra, y cómo la arrastró de ese collar hasta la posada de La Cabeza de la
Quimera. Y luego…
– Y luego -dijo el mozo, lamiéndose los labios cada dos por tres-, su
merced el señor Bonhart cerveza pidiera, pues sudaba como un cocho y tenía la
garganta seca. Y luego se puso a bramar que tenía el capricho de regalarle a
alguien un buen caballo y cinco buenos florines, contantes y sonantes. Talmente
así habló, con estas mismas palabras. Yo me ofrecí al punto, sin esperar que
alguno se me aventajara, ya que mucho quería haber caballo y algunos duros
propios. Padre no suelta nada, se bebe todo lo que se embolsa con los ataúles.
Así que me presento y pregunto que qué caballo sea ése, seguro que alguno de
los Ratas, ¿me lo da vuecencia? Y su señoría don Bonhart me miró hasta que me
se pasaron los temblequeos y va y habla que darme puede a lo más una pata en el
culo, pues para otras cosas hay que batirse el cobre. ¿Qué había que hacer? La
yeguada al pie de la cerca, pues los caballos de los Ratas estaban en el atadero,
eran como en el dicho, ciertamente, en particular la mora de Falka, jaca de rara
fermosura. Pos eso, que me genuflexiono y pregunto qué sea lo que haya de
hacer pa ganárselo. Y el don Bonhart, que ir hasta Claremont, pasando de
camino por Fano. En el caballo que yo mismo tríe. Se ve que vio cómo se me iba
el ojo a la yegua mora aquélla, mas justo aquélla me prohibió tomar. Pos
entonces me trié una jaca castaña con calva blanca…
– Menos sobre máscaras de caballos -le advirtió Stefan Skellen con
sequedad-y más sobre los hechos. Habla, ¿qué te encargó Bonhart?
– Su merced el señor Bonhart escribió un escrito, mandó esconderlo bien.
Ordenó ir a Fano y a Claremont, y dar en mano a las personas señaladas los
escritos.
– ¿Unas cartas? ¿Y qué había en ellas?
– ¿Y cómo habré de saberlo, poderoso caballero? En leer no soy muy presto
y a más las cartas iban selladas con el sello del señor Bonhart.
– Pero, ¿te acuerdas de a quién iban dirigidas?
– Y cómo que me acuerdo. Cien veces me hiciera repetir el señor Bonhart
para que no me olvidara. Llegué sin yerros a donde tenía, a quien hacía falta le di
el escrito en sus propias manos. Aquél me ensalzara que pa qué y el noble señor
mercader hasta un denario me diera.
– ¿A quién le entregaste las cartas? ¡Habla claro!
– El escrito primero era para el maestro Esterhazy, espadero y armero de
Fano. El segundo al noble Houvenaghel, mercader de Claremont.
– ¿Abrieron las cartas delante de ti? ¿No dijo alguno nada mientras la leía?
Aguza tu memoria, rapaz.
– No me se acuerdo. No lo advertí entonces y como que ahora la memoria
no quiere…
– Mun, Ola. -Skellen hizo una seña a sus ayudantes, sin alzar la voz para
nada-. Llevad al granuja al patio, bajadle los pantalones y contad hasta treinta
palos con el guincho.
– ¡Me acuerdo! -gritó el muchacho-. ¡Ahora me acuerdo!
– No hay nada mejor para la memoria -Antillo mostró los dientes-que
nueces con miel o guincho en el culo. Suéltalo.
– Al punto que el señor mercader Houvenaghel leyera el escrito en
Claremont, allá había otra señoría, canijo él, casi un enano. El señor
Houvenaghel platicaba con él… Le dijo que mismamente le escribían allí que en
breve puede haber en el cerco tal lid como el mundo no había visto. Así dijo.
– ¿No te lo inventas?
– ¡Lo juro por la tumba de mi madre! ¡No mandéis zurrarme, poderoso
caballero! ¡Piedad!
– ¡Va, va, álzate, no me lamas las botas! Ten un denario.
– Mil veces gracias… Piadoso…
– Te dije que no me lamieras las botas. Ola, Mun, ¿vosotros entendéis algo
de esto? Qué tendrá que ver un cercó con una lid…
– No cerco -dijo de pronto Bóreas Mun-. No cerco sino circo.
– ¡Cierto! -gritó el muchacho-. ¡Así habló! ¡Como si allá hubierais estado,
poderoso caballero!
– ¡Circo y lid! -Ola Harsheim golpeó un puño contra el otro-. Una clave
acordada, más no muy bien pensada. La lid es una advertencia ante una
persecución o una batida. ¡Bonhart les avisó para que se esfumaran! Pero, ¿de
quién? ¿De nosotros?
– Quién sabe -dijo Antillo pensativo-. Quién sabe. Habrá que mandar gente
a Claremont… Y a Fano también. Te ocuparás de ello, Ola, les darás su tarea a
los grupos… Escucha, mozo…
– ¡A la orden, poderoso caballero!
– Cuando te fuiste de Los Celos con las cartas de Bonhart, ¿entiendo que él
seguía allá? ¿Y se disponía a echarse al camino? ¿Iba con prisas? ¿Dijo adonde
se dirigía?
– No lo dijo. Y no había modo en prepararse al camino. Los ropajes tenía
arregados con sangre que pa qué, mandó se los jabonaran y baldearan, y
entonces todo en camisa y calzones andaba, mas con la espada al cinto. Anque
más bien pienso que prisas tenía. Pues ciertamente había apipiolado a los Ratas y
los había cortado la testa por la recompensa, tendría que haber gana de irse y
apelarla. ¿Y no prendió a la tal Falka pa llevársela vivita y coleando a quien
fuera? Tal es su profesión, ¿no?
– Esa Falka… ¿la viste bien? ¿De qué te ríes, idiota?
– ¡Ay, poderoso caballero! ¿Que si la vi? ¡Y cómo! ¡Con detalles!
– Desnúdate -repitió Bonhart, y en su voz había algo que hizo que Ciri se
encogiera inconscientemente. Pero enseguida estalló su rebeldía.
– ¡No!
No vio el puño, ni siquiera lo captó con el rabillo del ojo. Un relámpago en
los ojos, la tierra se balanceó, huyó bajo sus pies y cayó de pronto dolorosamente
de costado. La mejilla y la oreja le ardían como el fuego. Comprendió que le
había golpeado no con el puño cerrado sino con la parte superior de la mano
abierta.
Estaba de pie ante ella, se acercó al rostro el puño cerrado. Ella vio un
pesado sello en forma de cabeza de muerto que un momento antes se le había
clavado en la cara como un avispón.
– Me debes un diente de delante -dijo, gélido-. Por eso la próxima vez,
cuando oiga la palabra «no», te romperé dos de una sentada. Desnúdate.
Se levantó titubeando, con manos temblorosas comenzó a desabrocharse los
botones y las hebillas. Los aldeanos presentes en la taberna de La Cabeza de la
Quimera palidecieron, tosieron, los ojos se les salían de las órbitas. La dueña de
la posada, la viuda Goulue, se agachó bajo el mostrador, fingiendo que buscaba
algo allí.
– Quítate todo. Hasta el último trapo.
No están aquí, pensó, mientras se desnudaba y miraba embotada al suelo.
No hay nadie aquí. Y yo tampoco estoy aquí.
– Abre las piernas.
Yo no estoy aquí. Lo que ahora va a pasar no me concierne a mí. En
absoluto. Ni un poquito.
Bonhart sonrió.
– Me da a mí que tú te las tienes muy creídas. He de aguarte tus entelequias.
Te desnudo, idiota, para comprobar que no tengas sobre ti sellos mágicos, sorces
o amuletos. No para alegrarme la vista con tus carnes dignas de lástima. No te
imagines el diablo sabe el qué. Estás seca y plana como una tabla, y para colmo
de males fea como treinta y siete desgracias. Créeme, que anque me corriera
prisa preferiría joderme a un pavo.
Se acercó a ella, removió su ropa con la punta de la bota, la valoró con la
mirada.
– ¡Te dije que todo! ¡Pendientes, anillos, el collar, el brazalete!
Le quitó escrupulosamente todas las joyas. De un puntapié lanzó contra un
rincón su juboncillo con cuello de zorro azul, los guantes, el pañuelo de colores
y el cinturón de eslabones de plata.
– ¡No vas a presumir como un papagayo o la medioelfa de un lupanar! Te
puedes vestir con el resto de las cosas. Y vosotros, ¿qué cono miráis? ¡Goulue,
tráeme alguna vianda, que tengo gazuza! ¡Y tú, tripón, mira a ver qué pasa con
mi ropa!
– ¡Yo soy el almocadén del pueblo!
– Pues mejor me lo pones -Bonhart pronunció con énfasis y bajo su mirada
el almocadén de Los Celos, dio la impresión, comenzó a adelgazar-. Si se me
hubiera dañado algo en la colada, como persona de autoridad que eres te haré
cargar con las consecuencias. ¡Venga, al lavadero! ¡Y vosotros, en suma,
también, largo de aquí! Y tú, gañán, ¿qué haces todavía aquí? Tienes las cartas,
el caballo aderezado, ¡échate entonces al camino y al galope! Y recuerda: la
cagas, pierdes las cartas o pifias la dirección, ¡y te buscaré y te daré de
zurriagazos que tu santa madre ni te va a conocer!
– ¡Ya me pongo en camino, poderoso caballero! ¡Ya me pongo!
– Aquel día -Ciri apretó los labios-me golpeó todavía dos veces: con los
puños y con la vara. Luego se le pasaron las ganas. Estaba sentado y me miraba
sin decir palabra. Tenía los ojos como… como de pez. Sin cejas, sin pestañas.
Una especie de bolas acuosas, en cada una de las cuales había un núcleo negro.
Clavaba en mí aquellos ojos y guardaba silencio. Aquello me daba más miedo
que los golpes. No sabía qué estaba tramando.
Vysogota callaba. Unos ratones corrían a través de la choza.
– Todo el tiempo estaba preguntando quién era, pero yo no hablaba. Como
entonces, cuando en el desierto de Korath me atraparon los Pilladores, ahora
también huí a lo profundo de mí misma, ahí adentro, si entiendes a lo que me
refiero. Los Pilladores dijeron entonces que yo era una muñeca y era una muñeca
de madera, insensible y muerta. Todo lo que se le hacía a la muñeca lo
contemplaba como desde arriba. ¿Qué más me da que me peguen, que me den
patadas, que me coloquen al cuello un collar como a un perro? ¡Pues si ésa no
soy yo, si yo no estoy aquí…! ¿Me entiendes? -Te entiendo. -Vysogota asintió-.
Te entiendo, Ciri.
– A la sazón, noble tribunal, nos llegó la hora a nosotros. A nuestro grupo.
Nos comandaba Neratin Ceka, nos asignaron también a Bóreas Mun, rastreador.
Bóreas Mun, poderoso tribunal, hasta una trucha en el río, dicen, sería capaz de
rastrear. ¡Así era! Dícese que cierta vez Bóreas Mun…
– Evite la testigo las digresiones.
– ¿Lo qué? Ah, sí… Capito. Es decir, nos mandaron lo más que el caballo
diera de sí que fuéramos a Fano. Era entonces el decimosexto día de septiembre
al albor…
Neratin Ceka y Boreas Mun iban por delante, codo a codo, Cabernik Turent
y Cyprian Fripp el Joven, más allá Kenna Selborne y Chloe Stitz, al final Andrés
Fyel y Dede Vargas. Los dos últimos cantaban una canción soldadesca de moda
en los últimos tiempos, esponsorizada y lanzada por el Ministerio de la Guerra.
Incluso entre las habituales canciones militares ésta se distinguía por su molesta
pobreza de rimas y enfadosa falta de respeto por las normas de la gramática.
Llevaba el título de "En la guerra", puesto que todas las estrofas, y había más de
cuarenta de ellas, comenzaban precisamente por estas palabras.
En la guerra todo pasa: a uno la testa le sajan, a otro se dice al albor que
tiene las tripas al sol.
Kenna silbaba bajito a su ritmo. Estaba satisfecha de haberse quedado entre
amigos, gente que conocía bien del largo viaje desde Etolia hasta Rocayne.
Después de hablar con Antillo se esperaba más bien un destacamento aleatorio,
el ser añadida al grupo formado por la gente de Brigden y Harsheim. A este
grupo le habían asignado a Til Echrade, pero el elfo conocía a la mayor parte de
sus nuevos camaradas y ellos le conocían a él.
Iban al paso, aunque Dacre Silifant les había ordenado correr tanto como
los caballos dieran de sí. Pero ellos eran profesionales. Galoparon y levantaron
polvo mientras estaban a la vista del fuerte, luego aflojaron la marcha. Reventar
los caballos y galopar a lo loco está bien para los mocosos y los aficionados,
pero la prisa, como es bien sabido, sólo es buena para cazar pulgas.
Chloe Stitz, ladrona profesional de Ymlac, le hablaba a Kenna de sus
anteriores misiones con el coronel Stefan Skellen. Kabernik Turent y Fripp el
Joven sujetaban los caballos, escuchaban, las miraban a menudo.
– Lo conozco bien. He estado bajo él ya varias veces…
Chloe se trabó un tanto al darse cuenta del ambiguo carácter de la
afirmación, pero enseguida sonrió abierta y despreocupadamente.
– También he estado bajo su mando -bufó-. No, Kenna, no temas. En ello
no hay obligación por parte de Antillo. No se impuso, yo misma busqué la
ocasión y la hallé. Y para ser claros, diré: no se puede una hacerse con
protección suya de ese modo.
– Nada en tal gusto planeo. -Kenna abrió los labios, mirando retadora las
sonrisas sarcásticas de Turent y Fripp-. No habré de buscar la ocasión, mas
tampoco la temeré. Yo no me dejo asustar por cualquiera sea la cosa. ¡Y
endeluego que no por una polla!
– Vosotras no sabéis hablar de otra cosa -afirmó Bóreas Mun, mientras
detenía el semental bayo y esperaba hasta que Kenna y Chloe se les igualaran-.
¡Y aquí no se ha de combatir con una polla, señoras mías! -dijo, siguiendo el
camino junto a las dos muchachas-. Bonhart, para quien lo conozca, pocos tiene
en parangón en lo tocante a la espada. Gozoso estaría yo de que resultara que
entre él y el señor Skellen no hubiera querellas ni pendencias. Si todo quedara en
agua de borrajas.
– Y a mi razón se le escapa esto -reconoció Andrés Fyel desde detrás de
ellos-. Paece que no sé qué fechicera habíamos de hostigar, pa eso nos dieron la
sentidora, Kenna Selborne, aquí presente! ¡Y agora, en contra, se habla de un
fulano nombrado Bonhart y no sé qué rapaza!
– Bonhart, el cazador de recompensas -repuso Bóreas Mun, carraspeando-,
tenía un trato con el señor Skellen. Y lo pifió. Si bien le prometiera al señor
Skellen que apipiolaría a la tal moza, la dejó con vida.
– Porque a lo más seguro alguno otro le daría más dinero para que se la
diera viva que Antillo por muerta. -Chloe Stitz encogió los hombros-. Así son
los cazadores de cabezas. ¡No les andes buscando honor!
– Bonhart era de otra manera -negó Fripp el Joven, mirando a su alrededor-.
Dada una vez su palabra, jamás de los jamases la rompía.
– En tal caso, aún más peregrino que principiara de pronto.
– ¿Y a nosotros qué cono nos importa eso? -Bóreas Mun frunció el ceño-.
¡Tenemos órdenes! Y el señor Skellen está en su derecho de arreclamar lo suyo.
Bonhart había de finiquitar a Falka y no la finiquitó. En su derecho está el señor
Skellen de exigir que se le dé razón de ello.
– El tal Bonhart -repitió con convicción Chloe Stitz-ha intenciones de
cobrar más dineros por ella viva que muerta. He aquí todo el misterio.
– El señor coronel -dijo Bóreas Mun-también al punto lo mesmo pensara.
Que Bonhart le prometiera a un barón de Geso, que la tenía jurada a la banda de
los Ratas, que le despacharía a la Falka viva en punto a martirizarla y rematarla
poco a poco. Mas resulta que no era verdad. No es sabido para qué Bonhart
mantiene con vida a Falka, mas con certeza no para el dicho barón.
– ¡Señor Bonhart! -El gordo almocadén de Los Celos entró en la taberna
bufando y jadeando-. ¡Señor Bonhart, gente armada en el pueblo! ¡Van a caballo!
– Pues vaya una sorpresa. -Bonhart limpió el plato con un mendrugo de
pan-. Habría que extrañarse si fueran, digamos, en monos. ¿Cuántos?
– ¡Cuatro!
– ¿Y dónde está mi ropa?
– Recién lavada… No alcanzó a secarse…
– Que sus lleve el diablo. Voy a tener que recibir a los huéspedes en
calzones. Mas ciertamente, a tal convidado, tal recibimiento se ha dado.
Se colocó el cinturón con la espada apretado sobre la ropa interior, metió un
poco de los calzones en la caña de las botas, tiró de la cadena que llevaba atada
al collarín de Ciri.
– En pie, Ratilla.
Cuando la condujo hacia la galería, ya se iban acercando a la posada cuatro
jinetes. Se veía que llevaban encima un largo periplo por caminos destrozados y
mal tiempo. Las ropas, el utillaje y los caballos estaban completamente cubiertos
de polvo y barro secos.
Eran cuatro pero llevaban un caballo de reserva. Al verlo Ciri sintió un
calor intenso aunque era un día muy frío. Era su propia yegua ruana, todavía
llevaba su silla y sus arreos. Y los jaeces, regalo de Mistle. Aquellos caballos
pertenecían a los que habían matado a Hotsporn.
Se detuvieron delante de la taberna. Uno, seguramente el caudillo, se acercó
más, inclinó ante Bonhart un capacete de marta. Era moreno y llevaba un bigote
negro que tenía el aspecto de haber sido pintado con un pedazo de carbón sobre
el labio superior. El labio superior, se dio cuenta Ciri, se le encogía cada cierto
tiempo. El tic hacía que el tipo pareciera rabioso todo el tiempo. ¿O es que
estaba rabioso?
– ¡Saludos, señor Bonhart!
– Saludos, señor Imbra. Saludos, vuesas mercedes. -Bonhart, sin
apresurarse, ató la cadena de Ciri a un gancho en el poste-. Disculpad que esté en
paños menores, mas no me esperaba a nadie. Largo camino traéis hecho, ay,
largo… ¿De Geso hasta aquí, a Ebbing, os trae la buena fortuna? ¿Y cómo está
el noble barón? ¿Quedó con buena salud?
– Como una manzana -repuso indiferente el moreno, encogiendo de nuevo
el labio superior-. Mas no habernos tiempo pa cotorrear. Habernos prisa.
– Yo -Bonhart se estiró el cinturón y los calzones-no os entretengo.
– Nos ha llegado la nueva de que te mataste a los Ratas.
– Cierto es.
– Y acorde con la palabra dada al barón -el moreno seguía fingiendo que no
veía a Ciri en la galería-tomaste viva a Falka.
– Y esto también me se da que es cierto.
– Tuviste entonces fortuna donde nosotros no la hubimos. -El moreno miró
a la yegua ruana-. Vale. Tomaré entonces a la moza y nos iremos a casa. Rupert,
Stavro, cogerla.
– Despacito, Imbra. -Bonhart alzó la mano-. A nadie sus vais a llevar. Y
aquesto por una ración tan sencilla como que yo no sus la doy. Cambié de
opinión. Me dejaré esta muchacha para mí, para mi propio uso.
El moreno llamado Imbra se inclinó en la silla, carraspeó y escupió
extraordinariamente lejos, casi hasta las escaleras de la galería.
– Pos si se lo prometiste al señor barón.
– Lo prometí. Pero cambié de opinión.
– ¿Qué? Pero, ¿acaso estoy oyendo bien?
– Como tú oigas, Imbra, no me importa un bledo.
– Tres días se te hospedó en el castillo. Por la promesa que le dieras al señor
barón comiste y bebiste tres días. Los mejores vinos de la bodega, pavo asado,
corzo, foagrás, carasio con nata agria. Tres noches dormiste como un rey entre
plumones. ¿Y agora has cambiado de opinión? ¿Sí?
Bonhart callaba, manteniendo una expresión indiferente y aburrida. Imbra
apretó los dientes para esconder que le temblaban los labios.
– ¿Y sabes, Bonhart, que podemos arrancarte a la Ratilla por la fuerza?
El rostro de Bonhart, hasta aquel momento aburrido y auséntense tensó al
instante.
– Intentarlo. Sois cuatro, yo uno. Y para colmo en calzones. Mas para tales
cagamos no mace falta vestir pantalones.
Imbra escupió otra vez, dio la vuelta al caballo.
– Puff, Bonhart, ¿qué te pasó? Siempre hubiste fama de ser buen conocedor
de tu oficio, hombre de palabra, que la mantenía sin quebraila. ¡Y hete aquí que
agora resulta que tu palabra no vale una mierda! Y el hombre se mide por sus
palabras, lo sabe cualquiera…
– Si de palabras se está hablando -le cortó Bonhart con tono gélido,
apoyando las manos en la hebilla del cinturón-, ándate con mucho ojito, Imbra,
de modo que con tanta plática no te salga algo demás de gordo. Puesto que
pudiera dolerte si yo te lo tuviera que meter otra vez en el gaznate.
– ¡Muy valentón estás contra cuatro! ¿Y habrás suficiente valentonería para
catorce? ¡Pos puedo jurarte que el barón Casadei no va a dejar pasar la afrenta
sin castigo!
– Te diría lo que le haría a ese barón tuyo, mas la turba se agrupa y en ella
hay mujeres y crios. Así que diré tan sólo que en unos diez días estaré en
Claremont. Quien quiera hacerse el cabal, vengar afrentas o quitarme a Falka,
que se acerque por Claremont.
– ¡Allí estaré yo!
– Esperaré. Y ahora largarsus de aquí.
– Le tenían miedo. Le tenían un miedo terrible. Pude sentir el miedo que
emanaba de ellos.
Kelpa relinchó con fuerza, agitó la testa.
– Eran cuatro, armados hasta los dientes. Y él uno, en calzoncillos largos,
camiseta de manga corta. Hubiera sido ridículo, si no… si no hubiera sido
terrible…
Vysogota guardó silencio, mientras entrecerraba los ojos a los que el viento
les arrancaba lágrimas. Estaban en una colina que dominaba los pantanos de
Perepiut, no lejos del lugar donde dos semanas antes el anciano había encontrado
a Ciri. El viento hacía doblarse a los juncos, arrugaba el agua en las riberas
cenagosas del río.
– Uno de aquellos cuatro -siguió Ciri, mientras permitía a la yegua que
entrara en el agua y bebiera-tenía una pequeña ballesta en la silla, la mano se le
iba en dirección a ella. Casi podía oír sus pensamientos: «¿Me dará tiempo a
tensarla? ¿A disparar? ¿Y qué pasará si fallo?». Bonhart también vio aquella
ballesta y aquella mano, también escuchó aquellos pensamientos, estoy segura.
Y estoy segura también de que a aquel jinete no le hubiera dado tiempo a tensar
la ballesta.
Kelpa alzó la testa, bufó, tintinearon los anillos del bocado.
– Cada vez iba entendiendo mejor en manos de quién había caído. Sin
embargo, seguía sin comprender sus motivos. Escuché su conversación, recordé
lo que antes había dicho Hotsporn. El tai barón Casadei me quería viva y
Bonhart se lo prometió. Y luego cambió de opinión. ¿Por qué? ¿Acaso quería
entregarme a alguien que le pagara más? ¿O de alguna manera había reconocido
quién era yo de verdad? ¿Y pensaba entregarme a los nilfgaardianos?
«Nos fuimos de aquella aldea antes del anochecer. Me permitió cabalgar a
Kelpa. Pero me ató las manos y todo el tiempo me sujetaba de la cadena que
llevaba al cuello. Todo el tiempo. Y viajamos sin pararnos, todita la noche y
todito el día. Pensé que me moriría de cansancio. Pero a él no se le veía ni rastro
de cansancio. No era un hombre. Era el diablo encarnado.
– ¿Adonde te llevó?
– A una aldehuela llamada Fano.
– Cuando entramos en Fano, noble tribunal, la noche cerrada era ya,
negrura como boca de lobo, y nomás era el decimosexto de setiembre, mas el día
era tienebloso y frío del copón, se diría que noviembre. No hubimos de buscar
largo el taller del maestro armero pues era el mayor de los caseríos del pueblo, y
amas tintineaba sin tregua ni descanso el martillo fraguando el yerro. Neratin
Ceka… En vano apunta vuecencia, señor escribano, este nombre, puesto que no
tengo memoria de haberlo dicho, el tal Neratin ha fenecido ya, lo mataron en el
pueblo de Licornio.
– Por favor, no le dé lecciones al protocolante. Continúe la declaración.
– Neratin aldabeó a la puerta. Con gentileza dijo quiénes éramos y qué nos
antojábamos, con cortesía pidió se le oyera. Nos abrieron. La fragua del
espadero era una casa no poco buena, más bien fortaleza, empalizada de maderos
de pino, torretas de tablas de roble, por dentro las paderes fechas de alerce
pulido…
– Al tribunal no le interesan los detalles arquitectónicos. La testigo ha de
pasar a los hechos. Antes de ello, sin embargo, pido que repita para el protocolo
el nombre del espadero.
– Esterhazy, noble tribunal. Esterhazy de Fano.
El espadero Esterhazy miró largo rato a Bóreas Mun, sin apresurarse a
responder a la pregunta realizada.
– Puede que estuviera aquí Bonhart -dijo por fin, jugueteando con un
silbatillo de hueso que llevaba al cuello-. O puede que no estuviera. ¿Quién
sabe? Aquí, señores míos, tenemos un taller de producción de espadas. A toda
pregunta relacionada con las espadas responderemos con gusto, rapidez, fluidez
y exhaustivamente. Pero no veo razones para responder a preguntas que se
refieran a nuestros huéspedes o clientes.
Kenna sacó un pañuelillo de la manga, fingió que se limpiaba la nariz.
– Se puede hallar motivo -dijo Neratin Ceka-. Lo podéis hallar vos, don
Esterhazy. O puedo hacerlo yo. ¿Queréis elegir?
Pese a su apariencia afeminada, el rostro de Neratin podía ser muy duro, y
la voz amenazadora. Pero el espadero no hizo más que bufar, mientras
jugueteaba con el silbatillo.
– ¿Elegir entre venderse o la amenaza? No quiero. Considero que tanto lo
uno como lo otro no se merecen más que escupitajos.
– No más que una confidencilla -carraspeó Bóreas Mun-. ¿Acaso es tanto?
Pues no de hoy nos conocemos, don Esterhazy, y el nombre del coronel Skellen
tampoco os será forastero, pienso yo…
– No lo es -le cortó el espadero-. En ningún modo. Los enredos y tinglados
con los que se le relaciona, tampoco. Pero aquí estamos en Ebbing, reino
autónomo y dotado de autogobierno. Aunque aparente, pero existente. Por eso
no os diré nada. Idos por vuestro camino. Como consuelo os diré que si dentro
de una semana o un mes alguien nos pregunta por vosotros, igualmente sacará de
nosotros tan poco.
– Mas, don Esterhazy…
– ¿Hay que decirlo más claro? Pues lo dicho. ¡Largo de aquí!
Chloe Stitz silbó rabiosa, las manos de Fripp y de Vargas se deslizaron
hacia el pomo de la espada. Andrés Fyel apoyó el puño en la maza que le
colgaba del muslo. Neratin Ceka no se movió, el rostro ni siquiera se le agitó.
Kenna sabía que no quitaba ojo del silbatillo de hueso. Antes de que salieran,
Bóreas Mun les había advertido de que aquélla era la señal para los guardianes
que acechaban ocultos, unos rajagargantas experimentados a los que en el taller
del espadero se les llamaba «controladores de calidad de los productos».
Pero habiendo previsto todo, Neratin y Bóreas planearon el siguiente paso.
Tenían en la manga un comodín.
Kenna Selborne. Sentidora.
Kenna ya había estado sondeando al espadero, lo había tanteado con
impulsos, se había introducido con cuidado en la selva de sus pensamientos.
Ahora estaba lista. Se apretó un pañuelo a la nariz -siempre existía el peligro de
una hemorragia-y se introdujo en el cerebro con una pulsación y una orden.
Esterhazy se atosigó, enrojeció, apretó con las dos manos la hoja de la mesa a la
que estaba sentado, como si hubiera tenido miedo de que la mesa saliera volando
hasta el trópico junto con el taco de facturas, el tintero y un pisapapeles que tenía
forma de nereida que jugueteaba de forma curiosa con dos tritones a la vez.
Tranquilo, le ordenó Kenna, esto no es nada, no pasa nada. Simplemente
tienes ganas de decirnos lo que nos interesa. Pues sabes lo que nos interesa y las
palabras hasta se te escapan a pesar tuyo. Así que adelante. Comienza. Verás
cuando apenas comiences a, hablas cómo te dejará de zumbar la cabeza, cómo
dejarán de latir las sienes y de dar punzadas las orejas. Y también se te aflojará
la presión de la mandíbula.
– Bonhart -dijo roncamente Esterhazy, abriendo los labios más a menudo de
lo que precisaría la articulación silábica-estuvo aquí hace cuatro días, el doce de
septiembre. Traía con él a una muchacha a la que llamaba Falka. Me esperaba su
visita porque dos días antes me habían entregado una carta suya…
Del agujero izquierdo de la nariz le bajó una finísima línea de sangre.
Habla, le ordenó Kenna. Habla. Di todo. Verás cómo eso te alivia.
El espadero Esterhazy miraba a Ciri con curiosidad, sin levantarse de la
mesa de roble.
– Para ella -adivinó, golpeteando con la base de la pluma en un pisapapeles
que mostraba un extraño grupo de figuras-es la espada que pediste en tu carta,
¿no es cierto, Bonhart? No, vamos a valorarlo… Vamos a ver si está de acuerdo
con lo que escribiste. Altura de cinco pies y nueve pulgadas… Cierto. Peso de
ciento veinte libras. Bueno, le daría menos de ciento doce, pero es un detalle sin
importancia. Una mano, me escribiste, para una empuñadura del número cinco…
Enséñame la mano, noble señora. Sí, también es verdad.
– Cuando yo lo digo siempre es verdad -dijo seco, Bonhart-. ¿Tienes para
ella algún buen yerro?
– En mi empresa -respondió orgulloso Esterhazy-no se forja ni se ofrece
otro acero que el bueno. Entiendo que se trata de una espada para lucha, no para
decoración o gala. Ah, cierto, lo escribiste. Es cosa clara que se hallará arma
adecuada para esta señorita sin ningún problema. Para esta altura y peso van
muy bien las espadas de treinta y ocho pulgadas, de construcción estándar. Ella,
para su constitución ligera y su pequeña mano, necesita una minibastarda con
empuñadura alargada hasta nueve pulgadas y pomo globular. Podríamos
proponer también una taldaga élfica o una saberra zerrikana, una relativamente
ligera viroledanca…
– Enseña la mercancía, Esterhazy.
– Nos pica la mosca, ¿eh? Bueno, permitidme. Permitidme entonces…
Pero, ¿Bonhart? ¿Qué diablos es eso? ¿Por qué la llevas de un collarín?
– Cuida tu nariz mocosa, Esterhazy. ¡No la metas donde no se debe o igual
te la pillas!
Esterhazy, jugueteando con un silbatillo que llevaba al cuello, miró al
cazador de recompensas sin miedo ni respeto, aunque tenía que mirar muy hacia
arriba. Bonhart retorció los bigotes, carraspeó.
– Yo -dijo, algo más bajo, pero aún con tono enfadado-no me meto en tus
asuntos ni tus negocios. ¿Te extraña que pida reciprocidad?
– Bonhart. -Al espadero ni siquiera le temblaron los párpados-. Cuando
salgas de mi casa y mi patio, cuando cierres detrás de ti mi puerta, entonces
respetaré tu privacidad, el secreto de tus asuntos, la especificidad de tu
profesión. Y no me meteré en ellos, estate seguro. Pero en mi casa no permito
que se le quite a la gente su dignidad. ¿Me has entendido? Al otro lado de mi
puerta puedes arrastrar a esa muchacha por detrás de tu caballo. En mi casa le
quitas ese collarín. De inmediato.
Bonhart puso las manos sobre el collarín, lo desenganchó, sin privarse de
dar un tirón que por poco no puso a Ciri de rodillas. Esterhazy, haciendo como
que no lo veía, dejó caer el silbato de entre los dedos.
– Así es mejor -dijo seco-. Vayamos.
Cruzaron una galería hacia un segundo patio, algo menor, que daba a la
parte de atrás de la forja y con una pared abierta hacia un jardín. Bajo un techado
apoyado en postes taraceados había allí una larga mesa sobre la que los
sirvientes acababan precisamente de disponer unas espadas. Esterhazy dio una
señal con un gesto para que Bonhart y Ciri se acercaran a la exposición.
– Bien, he aquí mi oferta.
Se acercaron.
– Aquí -Esterhazy señaló una larga fila de espadas sobre la mesa-tenemos
mi producción, casi todas forjadas aquí, se ve además la herradura, mi marca. El
precio oscila entre cinco y nueve florines, porque son estándares. Sin embargo,
estas otras que están ahí sólo se montan y terminan aquí. Sobre todo importadas.
De dónde son, se puede reconocer por las marcas. Las de Mahakam tienen dos
martillos cruzados, éstas de Poviss, una corona o una cabeza de caballo, éstas de
Viroleda un sol y una famosa inscripción de la empresa. Los precios comienzan
a partir de los diez florines.
– ¿Y terminan?
– Depende. Ésta, por ejemplo, una hermosa viroledanca. -Esterhazy tomó la
espada de la mesa, saludó con ella, luego pasó a una posición de esgrima,
torciendo hábilmente la mano y el antebrazo en una finta complicada llamada
«angélica»-. Cuesta quince. Trabajo antiguo, empuñadura de coleccionista. Se ve
que está hecha por encargo. Los motivos cincelados en la bigotera muestran que
el arma estaba destinada a una mujer.
Hizo girar la espada, sujetó la mano en el tercio, con la hoja enfilada hacia
ellos.
– Como en todas las empuñaduras de Viroleda, la tradicional inscripción de
«No me desenvaines sin causa, no me envaines sin honor». ¡Ja! Todavía se
siguen cincelando en Viroleda tales inscripciones. Y desde que el mundo es
mundo, el honor se ha abaratado mucho, puesto que estas mercancías son hoy
día bastante defectuosas…
– No hables tanto, Esterhazy. Dale esa espada, que la mida en la mano.
Toma el arma, muchacha.
Ciri tocó el arma levemente y sintió de pronto cómo la salamandra de la
empuñadura se adecuaba con fuerza a la mano y cómo el peso de la hoja invitaba
el brazo a lanzar y cortar.
– Es una minibastarda -le recordó Esterhazy. Sin necesidad. Sabía servirse
de una empuñadura larga, tres dedos por encima del pomo.
Bonhart retrocedió dos pasos, al patio. Sacó su espada de la vaina, la hizo
girar hasta que silbó.
– ¡Amos! -dijo a Ciri-. Mátame. Tienes una espada y tienes ocasión. Tienes
una posibilidad. Úsala. Porque tardaré mucho en darte otra.
– Pero, ¿os habéis vuelto locos?
– Cierra el pico, Esterhazy.
Lo engañó con una mirada a un lado y un tramposo temblor del hombro,
atacó como un rayo, en una plana siniestra. La hoja tintineó en una parada, tan
fuerte que Ciri se estremeció, tuvo que retroceder, yendo a chocar con la mesa
de. las espadas. Intentando recuperar el equilibrio, bajó instintivamente la
espada. En aquel momento supo que, si quería, él la mataría sin el más mínimo
problema.
– Pero, ¿os habéis vuelto locos? -Esterhazy alzó la voz, y tenía otra vez el
silbato en la mano. Los senadores y artesanos los miraban con estupefacción.
– Deja caer el yerro. -Bonhart no perdía a Ciri de vista, no hacía el menor
caso al maestro armero-. ¡Déjalo caer, te digo o te corto la mano!
Ella le obedeció tras un momento de indecisión. Bonhart adoptó una sonrisa
espectral.
– Yo sé quién eres, serpiente. Mas te obligaré a que tú misma me lo digas.
¡Con palabras o hechos! Te obligaré a que me lo cuentes. Y entonces te mataré.
Esterhazy bufó como si alguien le hubiera herido.
– Y esta espada -Bonhart ni siquiera le miró-es demasiado pesada para ti.
Por eso eras demasiado lenta. Eras tan lenta como un caracol preñado.
¡Esterhazy! Lo que le has dado era por lo menos cuatro onzas más pesada de lo
que debiera.
El espadero estaba pálido. Pasaba los ojos de él a ella, de ella a él, y tenía el
rostro extrañamente cambiado. Por fin, se inclinó hacia un sirviente y le dio una
orden a media voz.
– Tengo algo -dijo lentamente-que te podría satisfacer, Bonhart.
– ¿Por qué no me lo has enseñado desde un principio? -bramó el cazador-.
Te escribí que quiero algo especial. ¿No pensarás que no tengo dinero para algo
mejor?
– Sé bien para lo que tienes dinero -dijo con énfasis Esterhazy-y no de
ahora. ¿Y que por qué no te lo enseñé desde el principio? No previne a quién me
habías traído aquí… con una correa, con un collarín al cuello. No fui capaz de
imaginarme para quién ha de ser la espada y para qué ha de sen/ir. Ahora ya sé
todo.
El sirviente volvió, trayendo una caja alargada.
– Acércate, muchacha -dijo Esterhazy con voz baja-. Mira.
Ciri se acercó. Miró. Y lanzó un ruidoso suspiro.
Desnudó la espada con un rápido movimiento. El fuego de la chimenea
brilló cegador sobre la juntura de la hoja dibujada con un motivo de ondas y se
reflejó rojizo en el metal calado.
– Ésta es -dijo Ciri-. Como seguro que te habrás imaginado. Tómala en la
mano, si quieres. Pero cuidado, está más afilada que una navaja de afeitar.
¿Sientes cómo la empuñadura se pega a la mano? Está hecha de la piel de un pez
plano que tiene una cola venenosa.
– Raya.
– Creo que sí. Este pez tiene en la piel pequeños dientecillos, por eso la
empuñadura nunca se resbala en la mano, ni siquiera cuando la mano suda. Mira
lo que está grabado en la hoja.
Vysogota se inclinó, miró, entrecerró lo ojos.
– Un mándala élfico -dijo al cabo, alzando la cabeza-. La así llamada
«blathan caerme», la rosa del destino: las flores estilizadas de un roble, una
espirea y una retama. La torre herida por el rayo, el símbolo del caos y la
destrucción… y sobre la torre…
– Una golondrina -terminó Ciri-. Zireael. Mi nombre.
– Ciertamente, no es cosa fea -dijo por fin Bonhart-. Trabajo de gnomos, se
ve al punto. Sólo los gnomos forjaban un acero tan oscuro. Sólo los gnomos
afilaban al fuego y sólo ellos calaban las hojas para reducir el peso…
Reconócelo, Esterhazy, ¿es una réplica?
– No -negó el espadero-. Un original. Una verdadera gwyhyr gnoma. Este
núcleo tiene más de doscientos años. La guarnición, se entiende, es mucho más
reciente, pero yo no la llamaría réplica. Los gnomos de Tir Tochair la hicieron a
petición mía. Siguiendo técnicas, métodos y modelos antiguos.
– Joder. Puede que efectivamente no me alcance el dinero. ¿Cuánto me vas
a soplar por esa hoja?
Esterhazy guardó silencio un tiempo. Su rostro era inescrutable.
– Yo la doy gratis, Bonhart -dijo por fin con la voz sorda-. Como regalo.
Para que se cumpla lo que se tiene que cumplir.
– Gracias -dijo Bonhart, visiblemente sorprendido-. Gracias, Esterhazy. Un
regalo digno de un rey, verdaderamente real… Lo acepto, lo acepto. Y estoy en
deuda contigo…
– No lo estás. La espada es para ella, no para ti. Acércate, muchacha que
porta un collar al cuello. Contempla las señales grabadas en la hoja.
No las entiendes, está claro. Pero yo te las aclararé. Mira. La línea marcada
por el destino es retorcida, pero conduce hasta esta torre. Hacia el holocausto, la
destrucción de los valores establecidos, del orden establecido. Mas esto sobre la
torre, ¿lo ves? Una golondrina. Símbolo de la esperanza. Toma esta espada. Que
se cumpla lo que se tiene que cumplir.
Ciri extendió la mano con cuidado, acarició delicadamente la oscura hoja de
bordes brillantes corno un espejo.
– Tómala -dijo Esterhazy poco a poco, mientras miraba a Ciri con los ojos
ampliamente abiertos-. Tómala. Tómala en la mano, muchacha. Tómala…
– ¡No! -gritó de pronto Bonhart, saltando, agarrando a Ciri por el hombro y
empujándola con fuerza y brusquedad-. ¡Quita!
Ciri cayó de rodillas, la gravilla del patio se le clavó dolorosamente en las
manos en las que se apoyó.
Bonhart cerró la caja con un chasquido.
– ¡Todavía no! -aulló-. ¡Hoy no! ¡Todavía no ha llegado el momento!
– Está claro -asintió Esterhazy con serenidad, mirándole a los ojos-. Sí, está
claro que todavía no ha llegado. Una pena.
– De no mucho sirvió, noble tribunal, que leyera los pensamientos del
espadero aquél. Estuvimos allá nosotros el decimosexto de septiembre, tres días
antes de la luna llena. Mas cuando volvíamos de Fano enfilando a Rocayne se
nos allegó un destacamento, Ola Harsheim y siete jinetes. Don Ola nos mandó
que arreáramos a toda mecha los caballos para alcanzar al resto de los nuestros.
Puesto que un día antes, el decimoquinto de septiembre, hubo lugar una matanza
en Claremont… Falta, creo, no hace, que lo diga, de aseguro que el noble
tribunal bien sabe lo que fuera la matanza de Claremont…
– Siga declarando, por favor, sin importar lo que el tribunal sepa.
– Bonhart por un día habíasenos precedido. El decimoquinto de septiembre
condujo a Falka a Claremont…
– Claremont -repitió Vysogota-. Conozco esta ciudad. ¿Adónde te condujo?
– A una casa grande en la plaza. Con columnas y arquerías en la entrada. Se
veía enseguida que allí vivía un ricachón…
Las paredes de la habitación estaban cubiertas de ricos paños de ras y
hermosos tapices que mostraban escenas religiosas, de caza y pastoriles con la
participación de mujeres desnudas. Los muebles brillaban con taraceas y
guarniciones de latón, y las alfombras eran tales que al plantar el pie éste se
hundía hasta el tobillo. Ciri no tuvo tiempo de observar más detalles porque
Bonhart cruzó veloz y la arrastró por la cadena.
– Hola, Houvenaghel.
Bajo un arco iris de colores arrojados por unas vidrieras, ante un fondo de
tapices de caza, estaba de pie un hombre de imponente corpulencia, vestido con
un caftán salpicado de oro y una delia de abortón ribeteada. Aunque en edad
todavía madura, era bastante calvo y las mejillas le colgaban como a un
gigantesco bulldog.
– Bienvenido, Leo -dijo-. Y tú, señorita…
– Nada de señorita. -Bonhart mostró la cadena y el collarín-. No hace falta
saludarla.
– La cortesía no cuesta nada.
– Excepto tiempo. -Bonhart tiró de la cadena, se acercó, le palmeó sin
ceremonias al gordo en la barriga-. No poco has echado -valoró-. ¡Por mi honor,
Houvenaghel, si te pones en medio, sería más fácil saltarte por encima que
rodearte!
– El bienestar -le aclaró jovialmente Houvenaghel y agitó las mejillas-.
Bienvenido, bienvenido, Leo. Agradable a mis ojos eres huésped, puesto que
hoy también es un día de alegría sin par. ¡Los negocios van asombrosamente
bien, tanto que hasta se podría escupir de su encanto, la caja registradora no para
de tintinear! Hoy mismo, por no ir más lejos, un oficial nilfgaardiano de la
reserva, capitán de logis, que se ocupa de transportar utillaje al frente, me pasó
seis mil arcos del ejército, los cuales yo, con un beneficio diez veces mayor,
venderé al detalle a cazadores, furtivos, bandoleros, elfos y otros luchadores por
la libertad. También compré barato un castillo de un marqués de estos
alrededores…
– ¿Y para qué cojones quieres tú un castillo?
– Tengo que vivir conforme a mi condición. Volviendo a los negocios: uno
al fin y al cabo te lo debo a ti, Leo. Un moroso que parecía impenitente
apoquinó. Literalmente hace un minuto. Las manos le temblaban cuando
apoquinaba. El tipo te vio y pensó…
– Sé lo que pensó. ¿Recibiste mi carta?
– La recibí. -Houvenaghel se sentó pesadamente, golpeando la mesa con la
barriga hasta que entrechocaron las garrafas y las copas-. Y lo he preparado todo.
¿No has visto los carteles? Seguro que la plebe se amontona… La gente entra ya
en el teatro. La caja tintinea… Siéntate, Leo. Tenemos tiempo. Platiquemos,
bebamos vino.
– No quiero tu vino. Seguro que es arramplado, robado de los transportes
nilfgaardíanos.
– Bromeas. Esto es Est Est de Toussaint, uvas vendimiadas cuando nuestro
amado señor el emperador Emhyr era todavía un pequeñuelo que se cagaba en el
ropón. Fue un buen año. Para el vino. A tu salud, Leo.
Bonhart saludó en silencio con la copa. Houvenaghel masculló,
contemplando a Ciri con aire bastante crítico.
– ¿Y esta escuchimizada de ojos grandes -dijo por fin-me ha de garantizar
la diversión prometida en tu carta? Me ha llegado noticia de que Windsor Imbra
ya está cerca de la ciudad. Que trae consigo a unos cuantos y buenos truhanes. Y
algunos matones locales también han visto los carteles…
– ¿Acaso alguna vez te ha defraudado mi mercancía, Houvenaghel?
– Nunca, es verdad. Pero también hace mucho que no he tenido nada tuyo.
– Trabajo menos que antes. Ando pensando en jubilarme del todo.
– Para ello es necesario tener capital para tener de qué sustentarse. Puede
que tuviera una forma… ¿Me escuchas?
– A falta de otro entretenimiento. -Bonhart corrió una silla con el pie,
obligó a Ciri a que se sentara.
– ¿No has pensado en irte hacia el norte? ¿A Cintra, a Los Taludes o más
allá del Yaruga? ¿Sabes que a cada uno que llega allí y quiere asentarse en los
terrenos conquistados, el imperio le garantiza una finca de cuatro campos de
tamaño? ¿Y descarga de impuestos para diez años?
– Yo -respondió el cazador con serenidad-no sirvo para la agricultura. No
podría cavar la tierra ni criar ganado alguno. Soy demasiado sensible. A la vista
de la mierda o de las lombrices me dan ganas de echar la pota.
– Como a mí -temblaron las mejillas de Houvenaghel-. De toda la actividad
agraria sólo tolero la destilación del orujo. El resto es repugnante. Dicen que la
agricultura es la base de la economía y que garantiza el bienestar. Considero, sin
embargo, que es indigno y humillante que acerca de mi bienestar juzgue algo
que apesta a estiércol. Ya he realizado intentos en este sentido. No hay necesidad
de cultivar la tierra, Bonhart, no hay necesidad de criar en ella ganado. Basta con
tenerla. Si se tiene lo suficiente, se pueden conseguir bonitos beneficios. Se
puede, créeme, vivir acomodadamente, de verdad. Sí, he realizado ciertos
intentos en este sentido, de ahí, en realidad, mis preguntas acerca del viaje al
norte. Porque, ¿sabes, Bonhart?, tendría un trabajo allá para ti. Estable, bien
pagado, que no te absorbería. Y estupendo para una persona sensible: nada de
estiércol, nada de lombrices.
– Estoy listo para escuchar. Sin compromisos, por supuesto.
– A base de las parcelas que el imperio garantiza a los colonos, con un poco
de espíritu empresarial y un pequeño capital inicial se puede uno hacer con un
latifundio no poco bonito.
– Entiendo. -El cazador se mordisqueó el bigote-. Entiendo adonde te
encaminas. Ya sé cuáles son esos intentos relativos a tu propio bienestar. ¿Y no
prevés dificultades?
– Las preveo. De dos tipos. Primero hay que encontrar a unos cuantos
hombres de paja que, fingiendo ser colonos, vayan al norte a tomar posesión de
las parcelas de manos de los oficiales de asentamiento. Formalmente para sí
mismos, en la práctica para mí. Pero de encontrar a los hombres de paja me
encargo yo. A ti te concierne la otra dificultad.
– Soy todo oídos.
– Algunos de los hombres de paja tomarán la tierra y no estarán luego
inclinados a entregarla. Se olvidarán del contrato y de los dineros que tomaran.
No creerías, Bonhart, cuán profundamente el engaño, la ruindad y la hideputez
están enraizados en la naturaleza humana.
– Lo creo.
– Así que habrá que convencer a los que no sean honrados de que la
improbidad no compensa. De que se castiga. Tú te ocuparás de ello.
– Suena bien.
– Suena como es. Yo tengo ya práctica, ya he hecho antes estos arreglos.
Después de la inclusión formal de Ebbing en el imperio, cuando repartían las
parcelas. Y luego, cuando se promulgó el Acta de Parcelación. De este modo
Claremont, esta hermosa ciudad, se erige sobre mi tierra, es decir, me pertenece.
Todo este terreno me pertenece. Hasta allá, lejos, hasta el horizonte cubierto de
nieblecilla gris. Todo esto es mío. Todos estos ciento cincuenta campos. Campos
imperiales, no de villanos. Esto da treinta mil fanegas. O sea, cien mil
novecientas aranzadas.
– Miré los muros de la patria mía… -recitó sarcástico Bonhart-. Caer ha el
imperio en el que todos roban. En el egoísmo y la codicia se oculta su debilidad.
– En esto se oculta su fuerza y su poder. -Las mejillas de Houvenaghel se
agitaron-. Tú, Bonhart, confundes el robo con el espíritu empresarial del
individuo.
– A menudo, además -reconoció impasible el cazador de recompensas.
– ¿Y qué, vamos a formar sociedad?
– ¿Y no estaremos repartiéndonos demasiado pronto esas tierras del norte?
¿No podríamos, para mayor seguridad, esperar a que Nilfgaard gane esta guerra?
– ¿Para seguridad? No bromees. El resultado de la guerra está decidido de
antemano. La guerra se gana con dinero. El imperio lo tiene, los norteños no.
Bonhart tosió significativamente.
– Ya que estamos hablando de dinero…
– Solucionado. -Houvenaghel rebuscó en los documentos que yacían sobre
la mesa-. Esto es un cheque bancario por cien florines. Esto, un poder notarial de
cesión de derechos gracias al cual les sacaré a los Varnhagenos de Geso la
recompensa por las cabezas de los bandidos. Fírmalo. Gracias. Todavía te debo
los royalties de las ganancias de la función, pero las cuentas todavía no están
cerradas, la caja todavía suena. Hay mucho interés, Leo. De verdad. A la gente
de mi ciudad les atormenta horriblemente la morriña y el aburrimiento.
Se detuvo, miró a Ciri.
– Albergo la sincera esperanza de que no te equivoques con esta persona.
De que nos asegurará una diversión digna… De que querrá cooperar pensando
en el beneficio común…
– Para ella -Bonhart midió a Ciri con un mirada indiferente-no habrá
beneficio alguno en todo esto. Ella lo sabe.
Houvenaghel frunció el ceño y se indignó.
– ¡Eso no está bien, diablos, no está bien que yo lo sepa! ¡No debiera
saberlo! ¿Qué te pasa, Leo? ¿Y si ella no quiere ser entretenida, y si resulta ser
rabiosa y porfiada? ¿Entonces qué?
Bonhart no cambió la expresión del rostro.
– Entonces -dijo-le azuzaremos en la arena a tus mastines. Ellos, por lo que
recuerdo, siempre fueron entretenidamente poco porfiados.
Ciri guardó silencio durante mucho rato, acariciándose la mejilla mutilada.
– Comencé a comprender -dijo por fin-. Comencé a entender lo que querían
hacer conmigo. Me puse en guardia, estaba decidida a escapar a la primera
oportunidad… Estaba dispuesta a cualquier riesgo. Pero no me dieron ocasión.
Me vigilaban bien.
Vysogota callaba.
– Me arrastraron hasta abajo. Allí estaban esperando unos invitados del
gordo de Houvenaghel. ¡Otros tíos raros más! Vysogota, ¿de dónde diablos salen
en este mundo tantos raros extraños?
– Se multiplican. Reproducción natural.
El primer hombre era bajo y gordezuelo, recordaba más a un mediano que a
un humano, hasta se vestía como un mediano: modesto, bonito, bien cuidado y
de tonos pastel. El segundo hombre, aunque no era joven, llevaba traje y
apostura de soldado, portaba espada y en el hombro de su jubón negro brillaba
un bordado de plata que presentaba a un dragón con alas de murciélago. La
mujer era rubia y delgada, tenía una nariz ligeramente ganchuda y unos labios
anchos. Su vestido de color pistacho tenía un poderoso escote. No era una buena
idea. El escote no tenía mucho que mostrar, a no ser una piel seca, arrugada y
pergaminosa, cubierta por una gruesa capa de rosa y blanco.
– La muy noble marquesa de Nementh-Uyvar -presentó Houvenaghel-. Don
Declan Ros aep Maelchlad, capitán de la reserva de los ejércitos de caballería de
su majestad imperial el emperador de Nilfgaard, don Pennycuick, burgomaestre
de Claremont. Y éste es don Leo Bonhart, pariente, y antiguo conmilitón.
Bonhart se inclinó rígidamente.
– Así que ésta es la pequeña bandolera que ha de entretenernos hoy -
enunció el hecho la delgada marquesa, clavando en Ciri sus ojos azul pálido.
Tenía la voz ronca, sensual, vibrante y terriblemente aguardentosa-. No es
demasiado guapa, diría. Pero no tiene mala constitución… Un… cuerpecillo
muy agradable…
Ciri se sacudió, apartó la mano intrusa, palideciendo de rabia y silbando
como una serpiente.
– No tocar -dijo Bonhart en tono gélido-. No dar de comer. No irritar. Yo no
me hago responsable.
– Un cuerpecillo -la marquesa se pasó la lengua por los labios sin hacerle
caso-siempre se puede atar a la cama, entonces es más accesible. ¿No me la
venderíais, señor Bonhart? A mi marqués y a mí nos gustan estos cuerpecillos y
el señor Houvenaghel nos pone peros cuando nos llevamos a las pastorcillas y a
los niños de los campesinos de por aquí. El marqués al fin y al cabo tampoco
puede perseguir ya a los niños. No puede correr, a causa de esos chancros y
enconados que se le han abierto en el perineo…
– Basta, basta, Matilde -dijo Houvenaghel suave pero rápido, viendo que en
el rostro de Bonhart iba apareciendo una expresión de asco-. Tenemos que ir al
teatro. Precisamente le han comunicado al señor burgomaestre que ha llegado a
la ciudad Windsor Imbra con la mesnada de infantes del barón Casadei. Es decir,
ya es hora.
Bonhart sacó del seno un frasquito, limpió con la manga la superficie de
ónice de la mesa, derramó sobre ella un montoncillo de polvo blanco. Tiró de la
cadena de Ciri junto al collarín.
– ¿Sabes cómo usar esto?
Ciri apretó los dientes.
– Absórbelo por la nariz. O tómalo con un dedo ensalivado y te lo pones en
las encías.
– ¡No!
Bonhart ni siquiera volvió la cabeza.
– Lo harás tú sola -dijo en voz baja-o te lo haré yo de tal forma que todos
los presentes tendrán un poco de regocijo. No sólo tienes mucosas en la boca y
en la nariz, Ratilla. También en algunos otros lugares bastante divertidos.
Llamaré a los sirvientes, mandaré que te desnuden y te sujeten y lo usaré en esos
lugares divertidos.
La marquesa de Nementh-Uyvar se rió desde la garganta, mientras miraba
cómo la mano temblorosa de Ciri se iba hacia el narcótico.
– Lugares divertidos -repitió y se pasó la lengua por los labios-. Una idea
curiosa. ¡Merecería la pena probarla algún día! ¡Eh, muchacha, cuidado, no
despilfarres ese buen fisstech! ¡Deja un poco para mí!
El narcótico era mucho más fuerte que el que había probado con los Ratas.
Nada más ingerirlo, una euforia cegadora embargó a Ciri, los perfiles agudizaron
sus contornos, la luz y los colores dañaban los ojos, los olores herían la nariz, los
sonidos se hicieron insoportables y todo alrededor se volvió irreal, fugaz como
un sueño. Y hubo escaleras, hubo paños de ras y tapices que apestaban a gruesas
capas de polvo, hubo la ronca risa de la marquesa de Nementh-Uyvar. Hubo un
patio, hubo rápidas gotas de lluvia en el rostro, el tirón del collarín que todavía
llevaba al cuello. Un enorme edificio con una torre de madera y un formidable,
nauseabundo y ridículo fresco pintado en el frontón. El fresco representaba a un
perro que acosaba a un monstruo: no llegaba a ser ni un dragón, ni un grifo ni un
viverno. Delante de la entrada al edificio había gente. Uno gritaba y gesticulaba.
– ¡Esto es repugnante! ¡Repugnante y pecaminoso, señor Houvenaghel, el
usar lo que una vez fuera templo de un santuario para este proceder tan impío,
inhumano y asqueroso! ¡Los animales también sienten, señor Houvenaghel!
¡También tienen su dignidad! ¡Es un crimen el azuzar unos contra otros sólo por
beneficio propio y placer de la plebe!
– ¡Tranquilízate, hombre santo! ¡Y no te metas en mis iniciativas privadas!
¡Y además, hoy no se van a azuzar aquí animales! ¡Ni un solo animal! ¡Nada
más que personas!
– Ah. entonces pido perdón.
El interior del edificio estaba a reventar de gente sentada en unas filas de
bancos que formaban un anfiteatro. En su centro había un foso cavado en la
tierra, un hoyo de un diámetro de unos treinta pies, rodeado de gruesos maderos,
limitado por una balaustrada. El hedor y el ruido entontecían. Ciri sintió de
nuevo un tirón del collarín, alguien la agarró por las axilas, alguien la empujó.
Sin saber cómo se encontró sobre el fondo del foso rodeado de maderos, sobre
una arena muy pateada.
En un ruedo.
La primera impresión pasó, ahora el narcótico sólo excitaba y aguzaba sus
sentidos. Ciri se cubrió los oídos con las manos, la muchedumbre que llenaba las
gradas del anfiteatro aullaba, gritaba, silbaba, el ruido era insoportable. Se dio
cuenta de que llevaba en la muñeca y el antebrazo derechos un apretado
protector de cuero. No recordaba el momento en que se lo habían atado.
Escuchó una voz aguardentosa y conocida, vio a la delgada marquesa de
color pistacho, al capitán nilfgaardiano, al burgomaestre de tonos pastel, a
Houvenaghel y a Bonhart, que ocupaban una logia por encima del ruedo. Se
apretó otra vez los oídos porque alguien había golpeado de pronto un gong de
cobre.
– ¡Mirad, buenas gentes! ¡Hoy en la arena no hay un lobo, no hay un goblin
ni un endriago! ¡Hoy en la arena está la mortífera Falka de los bandoleros
llamados los Ratas! ¡Haced vuestras apuestas en la caja de la entrada! ¡No
ahorréis ni un ochavo, buenas gentes! ¡La diversión no la comes ni la bebes, pero
si escatimas en ella, no ganas, sino que pierdes!
La multitud aulló y aplaudió. El narcótico funcionaba. Ciri temblaba de
euforia, su vista y su oído registraban todo, cada detalle. Escuchó las risotadas de
Houvenaghel, la aguardentosa risa de la marquesa, la. voz seria del
burgomaestre, el frío bajo de Bonhart, los gritos del sacerdote defensor de los
animales, el chillido de las mujeres, el llanto de los niños. Distinguió oscuras
manchas de sangre en los maderos que delimitaban la arena, el agujero que se
abría en ellos, enrejado, apestoso. Y los rostros brillantes de sudor, con las jetas
torcidas como bueyes por encima de la balaustrada.
Una agitación repentina, unas voces alzadas, maldiciones. Gente armada,
que empujaba a la multitud, pero atascándose, atorándose contra el muro de la
guardia armada de alabardas. A uno de ellos ya lo había visto antes, recordaba la
tez morena y el negro bigote que parecía una raya pintada con carbón sobre un
labio superior que temblaba con un tic.
– ¿Don Windsor Imbra? -la voz de Houvenaghel-. ¿De Geso? ¿El muy
noble senescal del barón Casadei? Bienvenido, bienvenido, huésped del
extranjero. Ocupad un asiento, el espectáculo va a comenzar. ¡Pero por favor, no
olvidéis pagar la entrada!
– ¡Yo no estoy aquí para divertirme, señor Houvenaghel! ¡Yo estoy aquí de
servicio! ¡Bonhart sabe de qué hablo!
– ¿De verdad? ¿Leo? ¿Sabes de qué habla el señor senescal?
– ¡Sin bromas! ¡Quince somos! ¡A por Falka vinimos! ¡Dádnosla o algo
malo va a pasar!
– No comprendo tu excitación, Imbra. -Houvenaghel frunció las cejas-.
Pero te recuerdo que esto no es Geso, ni tierra alguna de los dominios de vuestro
barón. ¡Si hacéis ruido o incomodáis, haré que se os eche de aquí por los
bigotes!
– No os ofendáis, señor Houvenaghel. -Windsor Imbra se mitigó-. ¡Mas la
justicia está de nuestra parte! Bonhart, aquí presente, le prometiera Falka al
barón Casadei. Dio su palabra. ¡Que no quiebre ahora la palabra dada!
– ¿Leo? -Las mejillas de Houvenaghel temblaron-. ¿Sabes de qué habla?
– Lo sé y le concedo la razón. -Bonhart se alzó, agitó con desgana la mano-.
No me opondré ni realizaré sujeción. He aquí a la moza, doquiera todos la ven.
Quien sea su voluntad, que la tome.
Windsor Imbra quedó estupefacto, el labio le tembló con fuerza.
– ¿Lo qué?
– La muchacha -repitió Bonhart, haciéndole un guiño a Houvenaghel-está
para que quien la quiera la coja de la arena. Viva o muerta, según gusto y deseo.
– ¿Lo qué?
– ¡Voto al diablo, que pierdo poco a poco la paciencia! -Bonhart fingió
rabia con éxito-. ¡Y namás que lo qué! ¡Papagayo de mierda! ¿Qué? ¡Pues como
quieras! ¡Si es tu voluntad pues envenena con veneno un cacho carne y échaselo
a ella, como a los lobos. Mas no sé si ella se lo comería. No tiene aspecto de
tonta, ¿no? No, Imbra, quien la quiera coger habrá de fatigarse. Allí, en la arena.
¿Quieres a Falka? ¡Pues cógela!
– La tu Falka ésta me la pasas por las napias cual a un siluro una rana en la
pesca -ladró Windsor Imbra-. No me fío de ti. Mi nariz güele que en esta presa
hay un gancho de yerro escondido.
– Mis enhorabuenas para la nariz que huele el yerro. -Bonhart se levantó,
sacó de bajo el banco la espada que había conseguido en Fano, la extrajo de la
vaina y la arrojó al ruedo, con tanta habilidad que la hoja se clavó
perpendicularmente en la arena dos pasos delante de Ciri-. Ah, y mirad, hay
yerro. A la vista, no está nada escondido. Porque yo no defiendo a esta moza,
quien la quiera que la coja. Si es capaz de cogerla.
La marquesa de Nementh-Uyvar se rió nerviosamente.
– ¡Si es capaz de cogerla! -repitió con su contralto aguardentoso-. Porque
ahora el cuerpecillo tiene espada. Bravo, noble Bonhart. Una vergüenza me
parecía el dar el cuerpecillo desarmado a las mandíbulas de estos patanes.
– Señor Houvenaghel. -Windsor Imbra se puso de lado, sin dignar ni una
mirada a la escuálida aristócrata-. Bajo los auspicios vuestros celébrase este
belén, este circo de pulgas vuestro. Contadme sólo algo: ¿en acordamiento a qué
regulas y legislados hemos de actuar aquí? ¿Las vuestras o acaso las de Bonhart?
– Según las del teatro -se carcajeó Houvenaghel, agitando la tripa y las
mejillas de bulldog-. ¡Porque aunque es verdad que el teatro es mío, al fin y al
cabo el cliente es nuestro amo, él paga, él exige! Es el cliente el que pone las
reglas. Nosotros los mercaderes, por nuestra parte, hemos de actuar siguiendo
esta regla: hay que darle al cliente lo que el cliente desea.
– ¿Cliente? ¿Queréis decir la gente? -Windsor Imbra abarcó en un amplio
gesto los bancos repletos-. ¿Esta toda gente acudieron acá y pagaron para
divertirse con este divertimiento?
– El negocio es el negocio -respondió Houvenaghel-. Si hay demanda de
algo, ¿por qué no se lo va a vender? ¿Paga la gente por las peleas de lobos? ¿Por
las peleas de endriagos y aardvarkos? ¿Por azuzar los perros a un tejón en barril
o a una viverna? ¿Por qué te asombras tanto, Imbra? A las personas los juegos y
el circo les son tan necesarios como el pan, puf, más que el pan. Muchos de los
que están aquí se lo han quitado de la boca. Y mira cómo les brillan los ojos. Se
mueren de impaciencia por que empiece el circo.
– Mas en el circo -añadió Bonhart, con una sonrisa venenosa-se han de
guardar aunque sólo sea apariencias de deporte. El tejón, antes de que lo saquen
los canes del barril, puede morder con los dientes, así es más deportivo. Y la
muchacha tiene una tizona. Así que aquí también será deportivo. ¿Qué, buenas
gentes? ¿Tengo razón?
Las buenas gentes, incoherentemente pero en ruidoso y regocijado coro,
confirmaron que Bonhart tenía razón en toda su extensión.
– El barón Casadei -dijo despacio Windsor Imbra-no vendrá contento, señor
Houvenaghel, os digo, no vendrá contento. No sé si os merece la pena entrar con
él en desavenencias.
– El negocio es el negocio -repitió Houvenaghel y agitó las mejillas-. El
barón Casadei lo sabe bien, sus buenos dineros tomó prestados de mí y a bajo
interés, y cuando venga para tomar prestado otra vez entonces arreglaremos
nuestras desavenencias de algún modo. Pero no se me va a entrometer a mí
ningún señor barón extranjero en mi iniciativa privada e individual. Aquí hay ya
apuestas, y la gente ha pagado por la entrada. En esta arena, ahí, en el ruedo,
tiene que correr la sangre.
– ¿Tiene? -se enfadó Windsor Imbra-. ¡Y una mierda! ¡Ah, me quemo por
mostraros que no tiene que correr! ¡Que yo me voy de aquí y me largo, y sin
rodearme patrás! ¡Y entonces que corra la vuestra sangre! ¡Me repugna el mero
pensamiento de darle regocijo a esta turba!
– Que se vaya. -De la multitud salió de pronto un tipo cubierto de pelo hasta
los ojos y vestido con un jubón de piel de caballo-. Que se vaya si ha
repugnancia. A mí no me repugna. Dijeron que a quien apiole a la Ratilla le
darán una recompensa. Yo me presento y me echo al ruedo.
– ¡Qué cojones! -gritó de improviso uno de los de Imbra, un hombre bajo
pero fibroso y de poderosa constitución. Tenía los cabellos abundantes,
desgreñados y enmarañados-. ¡Nosaltres fuimos los primes! ¿No es verdá,
compadres?
– ¡Claro, por mi fe! -le apoyó un segundo, delgado, con una perilla
puntiaguda-. ¡Sernos los primeros! ¡Y tú no te nos pongas con esos honores,
Windsor! ¿Y qué que la peña nos mire? Falka está en el ruedo, basta echar la
mano y agarrarla. ¡Y si a los patanes se les saltan los ojos, nos importa un güevo!
– ¡Y amas hasta pué que nos quedemos con carne en las uñas! -relinchó un
tercero, vestido con un dublete de vivo color amaranto-. Si hay deporte, pues
deporte, ¿no, don Houvenaghel? ¡Y si hay circo, pues circo! ¿No se ha hablao
aquí de una recompensa?
Houvenaghel adoptó una amplia sonrisa y asintió con un movimiento de
cabeza, agitando orgullosa y majestuosamente sus enormes mejillas.
– ¿Y cómo andan las apuestas? -se interesó el de la perilla.
– ¡De momento -sonrió el mercader-todavía no se apuesta al resultado de la
lucha! De momento se está tres a uno a que ninguno de vosotros se atreve a
meterse en el cerco.
– ¡Puuuf! -gritó Piel de Caballo-. ¡Yo me atrevo! ¡Yo estoy listo!
– ¡Que te quite te dicho! -aulló Malospelos-. Nosaltres fuimos los primes y
la primocía es nostra. Va, ¿a qué esperamos?
– ¿Y en cuántos poemos ir palla, a la plaza? -Amaranto se apretó el
cinturón-. ¿Poemos nomás que uno en uno?
– ¡Ah, hijos de la gran puta! -gritó de pronto y en modo por completo
inesperado el burgomaestre de tonos pastel, con una voz de toro que no pegaba
para nada con su apostura-. ¿Y por qué no vais de diez en diez contra una sola?
¿Y por qué no a caballo? ¿O en cuadrigas? ¿O he de prestaros una catapulta del
arsenal de modo que arrojarais a la moza rocas desde lejos? ¿Qué?
– Vale, vale -le interrumpió Bonhart, consultando algo rápido con
Houvenaghel-. Que sea deportivo entonces, mas y regocijo algo también haya.
Se puede de dos en dos. En pares, se entiende.
– ¡Mas la recompensa -advirtió Houvenaghel-no será doble! ¡Si en par,
entonces habrá que repartírsela!
– ¿Qué par ni qué cojones? ¿Qué dos en dos? -Malospelos, con un brusco
movimiento, se quitó la capa de los hombros-. ¿No sos come la vergüenza,
compadres? ¡Mas si es sólo una mozuela! ¡Puf! ¡Parta! Yo mesmo voy y me la
apalanco. ¡Valiente poblema!
– ¡Yo quiero tener a Falka viva! -protestó Windsor Imbra-. ¡Me caguen
vuestros duelos y desafíos! ¡Yo no voy a entrar al circo ése de Bonhart, yo quiero
a la muchacha! ¡Viva! Iréis los dos, tú y Stavro. Y me la sacáis de ahí.
– Para mí -repitió Stavro, el de la perilla-es un desprecio el ir los dos a por
esa escuchimizá.
– El barón te endulzará el desprecio con florines. ¡Pero sólo si está viva!
– Como es sabido, el barón es un agarrado -risoteó Houvenaghel, agitando
tripa y mejillas de bulldog-. Y no tiene ni pizca de espíritu deportivo. ¡Ni
voluntad para jugar a otro juego! Yo, por mi parte, apoyo el deporte. Así que
aumento la presente recompensa. Quien por sí solo se eche al ruedo y solo, con
sus propios pies, vaya a por ella, con estas mismas manos de este mismo
monedero le pagaré no veinte, sino treinta florines.
– ¡Entonces a qué esperamos! -gritó Stavro-. ¡Yo voy primero!
– ¡Quedito, quedo! -gritó de nuevo el pequeño burgomaestre-. ¡La moza no
más tiene lino finito en los lomos! ¡Así que quítate tú también, soldado, los
ropajones! ¡Esto es deporte!
– ¡Así sus pilléis una tiña! -Stavro se quitó el caftán ensartado de hierro,
dejando al desnudo un pecho y unos brazos delgados y peludos como un zambo-.
¡Sus pilléis una tina vos y vuestro deporte de mierda! ¡Así voy, en pelotas! ¿O
qué? ¿Me quito los pantaladrones también?
– ¡Y hasta los calzoncillos! -habló con sensual voz ronca la marquesa de
Nementh-Uyvar-. ¡Lo mismo resulta que de macho sólo tienes la cháchara!
Recompensado con un sonoro aplauso, Stavro, desnudo hasta la cintura,
tomó el arma, pasó un pie sobre los maderos de la barrera, al tiempo que
observaba a Ciri con atención. Ciri cruzó los brazos sobre el pecho. No dio ni un
paso en dirección a la espada clavada en la arena. Stavro vaciló.
– No lo hagas -dijo Ciri, muy bajito-. No me obligues… No dejaré que me
toquen.
– No me guardes rencor, moza. -Stavro cruzó la barrera-. No tengo na
contra ti. Mas los negocios son los negocios…
No terminó, porque Ciri ya estaba junto a él, ya tenía en la mano a
Golondrina: así había llamado en su pensamiento a la gwyhyr gnoma. Utilizó el
ataque más sencillo, casi infantil, una finta llamada «tres pasos», pero Stavro se
dejó atrapar por ella. Dio un paso hacia atrás e instintivamente alzó la espada,
pero entonces estaba ya a su merced. Después del salto apoyó la espalda en los
maderos que contorneaban el ruedo, la hoja de Golondrina estaba a una pulgada
de la punta de su nariz.
– Este truco -le aclaró Bonhart a la marquesa, por encima de los gritos y de
los bravos-se llama «tres pasos, engaño y ataque en tercia». Un número simplón,
esperaba más de la muchacha, algo más refinado. Pero hay que reconocer que si
hubiera querido, el tío éste ya estaría muerto.
– ¡Mátalo, mátalo! -gritaban los espectadores y Houvenaghel y el
burgomaestre mostraban sus pulgares dirigidos hacia abajo. La sangre se le retiró
a Stavro del rostro, en las mejillas se le resaltaron feamente los agujeros y
cicatrices dejados por la viruela.-
– Te dije que no me obligaras -siseó Ciri-. ¡No quiero matarte! Pero no me
dejaré tocar. Regresa allá de donde viniste.
Ciri retrocedió, se dio la vuelta, bajó la espada y miró hacia arriba, hacia la
logia.
– ¿Os divertís conmigo? -gritó con la voz quebrada-. ¿Queréis obligarme a
luchar? ¿A matar? ¡No me obligaréis! ¡No voy a luchar!
– ¿Has oído, Imbra? -resonó en el silencio la voz de Bonhart-. ¡Negocio
limpio! ¡Sin riesgo alguno! No va a luchar. Se la puede coger del ruedo y
llevársela viva al barón Casadei para que juegue con ella a voluntad. ¡Se la
puede coger sin riesgo! ¡Con las manos!
Windsor Imbra escupió. Stavro, todavía con la espalda apretada contra los
maderos, aspiraba, aferrando la espada en la mano. Bonhart se rió.
– Mas yo, Imbra, apuesto brillantes contra avellanas a que no lo conseguís.
Stavro respiró hondo. Le pareció que la muchacha, que estaba de espaldas a
él, se encontraba distraída, desconcentrada. Él ardía de rabia, de vergüenza y de
odio. Y no se pudo contener. Atacó. Rápido y a traición.
Los espectadores no advirtieron el rechazo ni el contraataque. Sólo vieron
cómo Stavro, que se lanzaba sobre Falka, realizaba un verdadero paso de ballet
después del que, de forma poco bailarina, cayó de barriga sobre la arena, y cómo
al instante la arena se anegaba en sangre.
– ¡Los instintos se apoderan de la razón! -gritó Bonhart por encima de la
turba-. ¡Los reflejos actúan! ¿Qué, Houvenaghel? ¿No te lo dije? ¡Ya verás cómo
no van a ser necesarios los alanos!
– ¡Qué espectáculo más bonito y rentable! -Houvenaghel hasta entrecerraba
de placer los ojos.
Stavro se alzó sobre unos brazos que temblaban del esfuerzo, agitó la
cabeza, gritó, emitió un ronquido, vomitó sangre y cayó sobre la arena.
– ¿Cómo se llama ese golpe, Bonhart? -dijo con su ronca voz sensual la
marquesa de Nementh-Uyvar, restregando una rodilla contra la otra.
– Esto ha sido una improvisación. -Por detrás de los labios del cazador de
recompensas, que no miraba en absoluto a la marquesa, relucieron sus dientes-.
Una improvisación hermosa, creativa y yo diría que hasta visceral. He oído
hablar de un lugar en el que enseñan tales improvisaciones para sacar las tripas.
Me apuesto a que nuestra señorita conoce ese lugar. Yo ya sé quién es ella.
– ¡No me obliguéis! -gritaba Ciri, y en su voz vibraba una nota casi
fantasmal-. ¡No quiero! ¿Entendéis? ¡No quiero!
– ¡Tú, puta del infierno! -Amaranto saltó la barrera con habilidad,
enseguida se puso a recorrer la arena para desviar la atención de Ciri de
Malospelos, que estaba saltando a la arena por el lado contrario. Después de
Malospelos cruzó la barrera Piel de Caballo.
– ¡Juego sucio! -gritó el burgomaestre Pennycuick, pequeño como un
mediano y vigilante de la limpieza de! juego. Y junto con él gritó la multitud
entera.
– ¡Tres contra una! ¡Juego sucio!
Bonhart sonrió. La marquesa se pasó la lengua por los labios y comenzó a
restregar las piernas aún más fuerte.
El plan del trío era sencillo: empujar a la muchacha haciéndola retroceder
hasta la valla y luego dos la bloquean y uno mata. No funcionó. Por una razón
muy simple. La muchacha no retrocedió, sino que atacó.
Se introdujo entre ellos con una pirueta de ballet, tan hábilmente que casi
no rozaba la arena. A Malospelos le asestó al vuelo, justo donde había que
asestar. En la arteria del cuello. El corte fue tan leve que no perdió el ritmo,
bailando se retorció en un golpe de revés, tan deprisa que no le cayó encima ni
una gota de sangre, que brotaba del cuello de Malospelos en un flujo casi sin
pausa. Amaranto, que se encontraba detrás de ella, quiso cortarla en el cuello,
pero su golpe traicionero tintineó contra una relampagueante parada realizada
por la hoja lanzada a la espalda. Ciri se dio la vuelta como un muelle, cortó con
las dos manos, reforzando la fuerza del golpe con una violenta torsión de las
caderas. La oscura hoja gnoma era como una navaja de afeitar, rajó la barriga
con un silbido y un chasquido. Amaranto aulló y rodó por la arena, haciéndose
un ovillo. Piel de Caballo, acercándose de un salto, lanzó un pinchazo a la
muchacha en el cuello, pero ésta se removió evitándolo, se volvió ágil y lo cortó
breve con el centro de la hoja en el rostro, destrozándole el ojo, la nariz, los
labios y la barbilla.
Los espectadores gritaron, silbaron, patearon y aullaron. La marquesa de
Nementh-Uyvar introdujo ambas manos por entre sus muslos apretados, se lamió
los labios brillantes y rió con su aguardentoso y nervioso contralto. El capitán
nilfgaardiano de la reserva estaba blanco como el papel. Una mujer intentaba
taparle los ojos a un niño que se resistía. Un anciano de cabello grisáceo que
estaba en la primera fila vomitó violenta y sonoramente, metiendo la cabeza
entre las piernas.
Piel de Caballo sollozó, sujetándose el rostro, bajo los dedos resbalaba la
sangre mezclada con saliva y mocos. Amaranto se retorcía y chillaba como un
cerdo. Malospelos dejó de arañar los maderos, resbaladizos por la sangre que
brotaba de él al ritmo de los latidos de su corazón.
– ¡Ayuuuda! -aulló Amaranto, sujetando espasmódicamente las entrañas
que se le salían de la barriga-. ¡Camaraaadaas! ¡Ayuuudaaa!
– Fiii… buuu… beeee… -Piel de Caballo escupía y moqueaba sangre.
– ¡Má-ta-lo! ¡Má-ta-lo! -gritaban los espectadores, dando patadas
rítmicamente. El viejecillo vomitador fue extraído del banco y se le echó a
patadas a la galería.
– Brillantes contra avellanas -se distinguió entre el barullo el sarcástico bajo
de Bonhart-a que nadie más se atreve a salir a la arena. ¡Brillantes contra
avellanas, Imbra! ¡Pero qué más me da, hasta brillantes contra avellanas hueras!
– ¡Ma-tar! -Aullidos, pateos-. ¡Ma-tar!
– ¡Noble señora! -gritó Windsor Imbra, llamando con gestos a sus
subordinados-. ¡Permitid sacar a los heridos! ¡Permitidnos entrar en el ruedo y
retirar a aquéllos que se desangran y mueren! ¡Sed humana, noble señora!
– Humana -repitió Ciri con esfuerzo, sintiendo que sólo ahora comenzaba a
latir en ella la adrenalina. Se controló rápidamente, con una serie de aspiraciones
bien estudiadas-. Entrad y retiradlos -dijo-. Pero entrad sin armas. Sed vosotros
también humanos. Al menos una vez.
– ¡Nooo! -gritaba la multitud, armando escándalo-. ¡Ma-tar! ¡Ma-tar!
– ¡Vosotros, animales repugnantes! -Ciri se volvió con paso de baile,
pasando la mirada por las tribunas y los bancos-. ¡Vosotros, cerdos infames!
¡Canallas! ¡Malditos hijos de puta! ¿Queréis sangre? ¡Bajad aquí, entrad y
saboreadla y oledla! ¡Lamedla antes de que se coagule! ¡Animales! ¡Vampiros!
La marquesa gimió, tembló, volteó los ojos y se apretó blanducha contra
Bonhart, sin sacar las manos de entre sus muslos. Bonhart frunció el ceño y la
apartó de sí sin esforzarse por ser delicado. La muchedumbre aulló. Alguien
lanzó a la arena un chorizo mordisqueado, otro una bota, otro más lanzó un
pepino dirigido a Ciri. Ella rajó el pepino con un golpe de espada, provocando
un griterío todavía mayor.
Windsor Imbra y su gente levantaron a Amaranto y Piel de Caballo.
Amaranto, cuando lo movieron, gritó. Piel de Caballo, por su parte, se desmayó.
Malospelos y Stavro no daban ya señales de vida. Ciri retrocedió de tal modo
que se colocó lo más lejos que permitía el ruedo. La gente de Imbra intentaba
mantenerse también a distancia de ella.
Windsor Imbra se quedó inmóvil. Esperó a que sacaran a los heridos y
muertos. Miró a Ciri por debajo de sus párpados fruncidos y tenía la mano sobre
la empuñadura de la espada, que, pese a las promesas, no se había quitado al
entrar en la arena.
– No -le advirtió ella, moviendo apenas los labios-. No me obligues. Por
favor.
Imbra estaba pálido. La multitud pateaba, gritaba y aullaba.
– ¡No la escuches! -Bonhart volvió a hablar por encima del griterío-. ¡Toma
la espada! ¡En caso contrario todo el mundo sabrá que eres un cagón y un
cobarde! Desde el Alba al Yaruga se oirá que Windsor Imbra huyó de una
muchacha de pocos años, metiendo el rabo entre las piernas como un perrillo
faldero!
La hoja de Imbra salió una pulgada de la vaina.
– No -dijo Ciri.
La hoja volvió a entrar en la vaina.
– ¡Cobarde! -gritó alguien entre la multitud-. ¡Comemierda! ¡Gallina!
Imbra, con el rostro pétreo, anduvo hacia el borde del ruedo. Antes de que
agarrara la mano que le tendían sus camaradas, se volvió.
– Creo que sabes lo que te espera, moza -dijo en voz baja-. Creo que ya
sabes quién es Leo Bonhart. Creo que ya sabes de lo que es capaz. Lo que le
excita. Te empujarán a la arena. Matarás para regocijar a cerdos y mirones como
éstos de aquí. Y a otros todavía peores que ellos. Y cuando tus matanzas les
dejen de divertir, cuando Bonhart se aburra de la violencia que te hace, entonces
te matarán a ti. Echarán a la arena a tantos que no serás capaz de defender tu
espalda. O te echarán perros. Y los perros te destrozarán y la turba en el tendió
olerá la sangre y gritará bravo. Y tú morirás sobre la arena anegada en sangre.
Como éstos a los que hoy tú has rajado. Te acordarás de mis palabras.
Extraño, pero sólo entonces se dio cuenta ella del pequeño escudo heráldico
que Imbra llevaba en su pechera esmaltada.
Un unicornio de plata erguido sobre un campo de ébano.
Un unicornio.
Ciri bajó la cabeza. Miró la hoja calada de la espada.
De pronto se hizo el silencio.
– Por el Gran Sol -habló de pronto, Declan Ros aep Maelchlad, el capitán
nilfgaardiano de la reserva, quien había estado callado hasta entonces-. No. No
lo hagas, muchacha. ¡Ne tuv'en que'ss, luned!
Ciri giró a Golondrina en sus manos poco a poco, apoyó el pomo en la
arena, dobló las rodillas. Sujetando la hoja con la mano derecha, con la izquierda
dirigió la punta con precisión hasta colocarla bajo el esternón. La hoja traspasó
la ropa al instante, le pinchó.
No voy a llorar, pensó Ciri, apoyándose cada vez más en la espada. No voy
a llorar, no hay por quién ni por qué. Un movimiento rápido y se habrá acabado
todo… Todo…
– No serás capaz -resonó en el absoluto silencio la voz de Bonhart-. No
serás capaz, brujilla. En Kaer Morhen te enseñaron a matar y matas como una
máquina. Inconscientemente. Pero para matarse a uno mismo hace falta carácter,
fuerza, determinación y valentía. Y eso nadie te lo pudo enseñar.
– Como ves, tenía razón -dijo Ciri con esfuerzo-. No fui capaz.
Vysogota guardaba silencio. Tenía en la mano una piel de nutria. Inmóvil.
Desde hacía mucho tiempo. Mientras escuchaba, casi había olvidado la piel.
– Me acobardé. Fui una cobarde. Y pagué por ello. Como paga todo
cobarde. Con dolor, vergüenza, una terrible humillación. Un tremendo asco hacia
mí misma.
Vysogota guardaba silencio.
Si aquella noche alguien se hubiera deslizado hasta aquella cabaña con su
tejado de bálago hundido, si hubiera mirado a través de las rendijas de los
postigos, habría visto en su interior escasamente iluminado a un viejecillo de
barba blanca y a una muchacha de cabellos cenicientos sentados junto a la
chimenea. Habría visto que ambos guardaban silencio, con la mirada clavada en
el carbón de color rubí que se iba consumiendo.
Pero nadie pudo haber visto aquello. La choza del hundido tejado de bálago
cubierto de musgo estaba bien escondida entre la niebla y los vapores, entre los
cañaverales impenetrables, en los cenagales de Pereplut, donde nadie se atrevía a
adentrarse.
Capítulo quinto
El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será
derramada.
Génesis, 9:6
Muchos de entre los que viven merecen morir y algunos de los que mueren
merecen la vida. ¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a
dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos.
John Ronald Reuel Tolkien
Ciertamente, hace falta grande orgullo y grande ceguera para llamar
justicia a un cadáver que cuelga en un cadalso.
Vysogota de Corvo
– ¿Qué es lo que busca el brujo en mi terreno? -repitió la pregunta Fulko
Artevelde, el prefecto de Riedbrune, quien estaba ya visiblemente impaciente
por el silencio que se iba alargando-. ¿De dónde viene el brujo? ¿Adonde se
dirige? ¿Con qué objetivo?
Y así se acaba la diversión, pensó Geralt, contemplando el rostro del
prefecto, marcado por gruesas cicatrices. Así se termina el juego del caballeroso
brujo que se apiada de una banda de despreciables gentes del bosque. Así
concluye el deseo de lujo y pernocta en posadas en las que siempre hay un espía.
Éstos son los resultados obtenidos de viajar con una cotorra versificadora. Por
ello me hallo ahora sentado en esta habitación sin ventanas, con aspecto de
celda, sobre una silla para interrogatorios, dura y clavada al suelo, y en el
respaldo de esa silla, no se puede no advertirlo, hay unos agarraderos y unas
cintas de cuero. Para sujetar las manos e inmovilizar el cuello. De momento no
las han usado, pero están ahí.
¿Y cómo, por todos los diablos, voy a escapar ahora de este enredo?
Cuando después de cinco días de viaje con los colmeneros de los Tras Ríos
salieron por fin del monte y entraron en unos pantanosos esteros, la lluvia dejó
de caer, el viento ahuyentó el vaho y la húmeda neblina, el sol se abrió paso por
entre las nubes. Y bajo el sol brillaron las cumbres de las montañas.
Si todavía no hacía mucho el río Yaruga había constituido para ellos una
cesura ostensible, un límite cuyo paso significaba el cruce a la etapa siguiente y
más importante de su aventura, ahora sentían cómo se acercaban a la frontera, a
la barrera, al último lugar del que sería todavía posible volver atrás. Lo percibían
todos, y Geralt el primero. No podía ser de otro modo: todo el día, de la mañana
a la tarde, se elevaba ante sus ojos una poderosa cadena montañosa, dentada,
cubierta de nieves y hielos, que se alzaban al sur y cortaban la ruta de través. Los
Montes de Amell. Y por encima de la sierra de Amell se encumbraba,
majestuoso y amenazador, afilado como la espada de la misericordia, el obelisco
de la Gorgona, la Montaña del Diablo. No hablaban sobre ello, no discutían, pero
Geralt sabía lo que todos pensaban. Porque a él, cuando miraba a las cadenas de
Amell y la Gorgona, el pensamiento de continuar la marcha hacia el sur también
le parecía una verdadera locura.
Por suerte, resultó que al final no iban a tener que seguir hacia el sur.
Aquella noticia se la trajo el velludo colmenero de los montes por cuya
culpa habían estado sirviendo de escolta armada del convoy durante los últimos
cinco días. El padre y marido de las hermosas hamadríadas junto a las que tenía
el aspecto de un jabalí junto a una yegua. El que había pretendido engañarles
afirmando que los druidas de Caed Dhu habían marchado a Los Taludes.
Ocurrió a la mañana siguiente de haber llegado a la ciudad de Riedbrune,
tumultuosa como un hormiguero, dado que era el objetivo de los colmeneros y
tramperos de los Tras Ríos. Fue al día siguiente de despedirse de los mieleros
escoltados, a los que el brujo ya no les era necesario y a los que esperaba que no
iba a volver a ver nunca más. Por eso fue mayor su asombro.
El colmenero comenzó pues con unos exagerados agradecimientos y le
alargó a Geralt una bolsa llena de monedas más bien pequeñas: su sueldo de
brujo. Él la aceptó, sintiendo sobre sí la mirada un tanto burlona de Regis y
Cahir, ante quienes se había quejado durante la marcha más de una vez de la
ingratitud humana y había subrayado la falta de sentido así como la estupidez del
altruismo desinteresado.
Y entonces, el excitado colmenero casi gritó la novedad: usease, los
muerdagueros, usease los druidas, están, querido señor brujo, usease, en los
robleales del lago Loe Monduim, el cual tal lago se encuentra, usease, a unas
treinta y cinco millas yendo al oeste.
Esta noticia la había obtenido el colmenero en la tienda de venta de miel y
cera de un pariente que vivía en Riedbrune, y el pariente, por su parte, sabía
aquello gracias a un conocido que era buscador de diamantes. Cuando el
colmenero se enteró de lo de los druidas, se echó a correr como un loco para
contárselo. Y ahora hasta lanzaba destellos de felicidad, orgullo y sentimiento de
importancia, como todo mentiroso cuando resulta que su mentira, por pura
casualidad, acaba siendo verdad.
Geralt tuvo intención de ponerse en marcha hacia Loe Monduirn sin dudar
un segundo, pero la compaña protestó vivamente. Disponiendo del dinero de los
colmeneros, anunciaron Regis y Cahir, y encontrándose en un lugar donde se
mercadeaba con todo, convenía complementar el equipo y los víveres. Y
comprar más flechas, añadió Milva, puesto que todo el tiempo se requería que
ella les proveyera de caza y no iba a andar disparando con palos afilados. Y por
lo menos dormir una noche en una posada, añadió Jaskier, tumbarse en la cama
después del baño y con una agradable guarapeta de cerveza.
Los druidas, anunciaron todos a coro, no van a salir corriendo.
– Aunque se trata de un absoluto cúmulo de circunstancias -añadió con
extraña sonrisa el vampiro Regis-, nuestro equipo está en el camino
absolutamente correcto, se encamina en una dirección absolutamente correcta.
De ello se deduce que nos está absoluta y evidentemente predestinado que
lleguemos hasta los druidas, por lo que un día o dos de pausa no tienen
importancia.
»En lo que se refiere al apresuramiento -añadió, filosófico-, esa sensación
de que el tiempo se acaba a toda prisa suele ser señal de alarma que anuncia que
hay que reducir la velocidad, actuar poco a poco y con la adecuada reflexión.
Geralt no se opuso, ni se peleó. Tampoco combatió la filosofía del vampiro,
pese a que las extrañas pesadillas que lo asaltaban por las noches le inclinaban
más bien a apresurarse. Aunque no estuviera en condiciones de recordar el
contenido de aquellas pesadillas al despertarse.
Era el diecisiete de septiembre, luna llena. Quedaban seis días para el
equinoccio de otoño.
Milva, Regis y Cahir se echaron entre pecho y espalda la tarea de hacer
compras y completar el equipaje. Geralt y Jaskier, por su parte, se encargaron de
realizar trabajos de inteligencia y andar preguntando por todo Riedbrune.
Situada en una revuelta del río Neva, Riedbrune era una ciudad pequeña, si
se tenían en cuenta las construcciones de piedra y madera que se apretaban en el
interior del anillo de murallas de tierra rematadas por una empalizada. Pero las
apretadas construcciones detrás de los muros sólo constituían en aquel momento
el centro de la ciudad, allí no podía vivir más de un décimo de la población. Los
otros nueve décimos habitaban en un ruidoso mar de cabañas, chamizos, chozas,
chabolas, chiqueros, tiendas de campaña y hasta carros que hacían las veces de
viviendas.
Al poeta y al brujo les servía de cicerone el pariente del colmenero, joven,
vivo y arrogante, típico ejemplar de la briba local, que había nacido en las
alcantarillas, que se había bañado en más de una alcantarilla y en más de una
había apagado la sed. En medio de la barahúnda, el tumulto, la suciedad y el
hedor de la ciudad se sentía aquel mozuelo como la trucha en un rápido
montaraz de aguas cristalinas. Para colmo, la posibilidad de enseñar a alguien su
desagradable ciudad lo alegraba a todas luces. Sin alterarse por el hecho de que
nadie le preguntaba por nada, el barriobajero explicaba todo con verdadera
pasión. Explicó que Riedbrune constituía una etapa importante para los colonos
nilfgaardianos que vagabundeaban hacia el norte en busca de la tierra prometida
por el emperador: cuatro campos, o sea, contando a lo bajo cuatrocientas
fanegas. Y además una descarga de impuestos. Riedbrune yace a la entrada del
valle del Neva, que corta los Montes de Amell, delante del desfiladero de
Theodula, que une Los Taludes y los Tras Ríos con Mag Turga, Geso, Metinna y
Maecht, países que ya hacía mucho que eran súbditos del imperio nilfgaardiano.
La ciudad de Riedbrune, explicó el barriobajero, es el último lugar en el que los
colonos pueden contar con algo más que consigo mismos, su mujer y lo que
llevan en los carros. Por eso también la mayor parte de los colonos acampa
bastante tiempo junto a la ciudad, tomando aliento para el último salto sobre el
Yaruga y más allá del Yaruga. Y muchos de ellos, añadió el barriobajero con
orgullo de patriota de las alcantarillas, se quedan en la ciudad para siempre,
porque la ciudad es, no veas, la cultura y no un quintoelcoño de pueblo que
huele a estiércol.
La ciudad de Riedbrune olía mucho. Y también a estiércol.
Geralt había estado allí, hacía muchos años, pero no reconocía nada. Había
cambiado demasiado. Antaño no se veían tantos caballeros con corazas y capas
negras y con los emblemas de color de plata en los brazos. Antaño no se oía por
doquier la lengua nilfgaardiana. Antaño no había allí ninguna cantera en la que
unos individuos andrajosos, sucios, miserables y ensangrentados quebraban
piedras con cincel y martillo, azuzados a palos por vigilantes vestidos de negro.
Aquí se estacionan muchos soldados nilfgaardianos, explicó el barriobajero,
pero no permanentemente, sólo durante los descansos entre las marchas y las
persecuciones a los partisanos de la organización Taludes Libres. Vendrá una
fuerza numerosa de nilfgaardianos cuando ya se alce una fortaleza grande,
amurallada, en lugar de la ciudad vieja. Una fortaleza de piedra extraída de la
cantera. Los que extraían las piedras eran prisioneros de guerra. De Lyria, de
Aedirn, últimamente de Sodden, Brugge, Angren. Y de Temería. Aquí, en
Riedbrune, se afanan cuatro centenares de prisioneros. Más de cinco centenares
trabajan en almacenes, minas y arrugias en los alrededores de Belhaven, y más
de mil construyen puentes y alisan los caminos en el paso de Theodula.
En la plaza de la ciudad, también en tiempos de Geralt había un cadalso,
pero bastante más modesto. No había en él tantas herramientas que despertaran
las más siniestras asociaciones, y en las sogas, palos, biernos y estacas no
colgaban tantas decoraciones que apestaran a podredumbre y despertaran el
asco.
Esto es cosa de don Fulko Artevelde, no hace mucho nombrado prefecto
por el gobierno militar, explicó el barriobajero, mirando el cadalso y el
fragmento de anatomía humana que lo coronaba. Otra vez le dio tormento a
alguno don Fulko Artevelde. No hay bromas con don Fulko, añadió. Es un
hombre riguroso.
El buscador de diamantes, amigo del barriobajero, al que encontraron en
una taberna, no le causó a Geralt la mejor impresión. Se encontraba
precisamente en ese estado tembloroso, pálido, medio sereno, medio borracho,
irreal casi, cercano a un ensueño que le produce al hombre el haber estado
bebiendo sin parar durante algunos días con sus noches. Al brujo se le hundió la
moral al momento. Parecía que las sensacionales noticias sobre los druidas
podían tener su origen en un delirium tremens común y corriente.
Sin embargo, el bebido buscador respondió a las preguntas conscientemente
y con sentido. Contrarrestó graciosamente la objeción de Jaskier de que no
parecía un buscador de diamantes contestando que en cuanto encontrara siquiera
uno, entonces lo parecería. Asimismo señaló el lugar donde estaban los druidas
junto al Loc Monduirn de forma concreta y detallada, sin las maneras
pintorescas y vanidosas propias de la mitomanía. Se permitió a sí mismo hacer la
pregunta de qué es lo que los interlocutores querían de los druidas y cuando le
contestó un silencio despectivo avisó que penetrar en los robledales de los
druidas significaba la muerte cierta, puesto que los druidas acostumbraban a
agarrar a los intrusos, meterlos en una muñeca llamada la Moza de Esparto y
quemarlos vivos acompañándolo todo con rezos, cantos y encantamientos. Por lo
visto, los rumores infundados y las supersticiones tontas viajaban junto con los
druidas, manteniendo el paso bravamente sin quedarse siquiera media legua
atrás.
No pudieron seguir hablando, pues nueve soldados de uniforme negro y
armados con alavesas y que llevaban al hombro el emblema del sol les
interrumpieron.
– ¿Sois vos -preguntó el suboficial que dirigía a los soldados, al tiempo que
se golpeaba en la pantorrilla con un palo de roble-el brujo llamado Geralt?
– Sí -respondió Geralt al cabo de un instante de reflexión-. Lo somos.
– Sed tan amable entonces de venir con nosotros.
– ¿Por qué voy a ser tan amable? ¿O es que estoy arrestado?
El soldado, en un silencio que parecía no tener fin, le miró con una mirada
extraña, como sin respeto. No cabía duda de que era su escolta de ocho personas
la que le infundía confianza para mirar de tal modo.
– No -dijo por fin-. No estáis arrestado. No hubo orden para arrestaros. Si
hubiera habido tal orden, os hubiera preguntado de otra manera, noble señor.
Totalmente distinta.
Geralt se colocó el talabarte de forma bastante provocativa.
– Y yo -dijo con tono frío-hubiera respondido de otra manera.
– Bueno, bueno, señores. -Jaskier se decidió a entrometerse, poniendo en su
rostro algo que, en su opinión, se asemejaba a la sonrisa de un diplomático
experimentado-. ¿Por qué ese tono? Somos personas honradas, no tenemos por
qué temer a la autoridad, incluso hasta ayudamos gustosamente. Todas las veces
que tenemos ocasión, ha de entenderse. Pero también por ello nos merecemos
algo de las autoridades, ¿no es verdad, señor militar? Aunque no sea más que
una pequeña explicación de los motivos por los que se nos limitan nuestras
libertades ciudadanas.
– Hay guerra, señores -respondió el soldado, para nada turbado por el
torrente de palabras-. Las libertades, como de su propio nombre se desprende,
son cosa para tiempos de paz. Por su parte, los motivos todos os los explicará el
señor prefecto. Yo cumplo órdenes y no es cuestión mía entrar en disputas.
– Lo que es verdad, es verdad -reconoció el brujo y le hizo un leve guiño al
trovador-. Conducidnos entonces a la prefectura, señor soldado. Tú, Jaskier,
vuelve con los otros, cuenta lo que ha pasado. Haced lo que sea conveniente.
Regis ya sabrá qué.
– ¿Qué hace un brujo en Los Taludes? ¿Qué busca aquí?
El que planteaba la pregunta era un hombre fornido y de cabello oscuro,
con el rostro adornado por los surcos de unas cicatrices y un parche de cuero
cubriéndole el ojo izquierdo. En una calle oscura, la visión de aquel rostro
ciclópeo podría arrancar un gemido de terror de más de un pecho. Y qué
innecesario sería asustarse, teniendo en cuenta que aquél era el rostro del señor
Fulko Artevelde, prefecto de Riedbrune, la jerarquía más alta de la vigilancia de
la ley y el orden en aquellos alrededores.
– ¿Qué busca un brujo en Los Taludes? -repitió la más alta jerarquía de
vigilancia de la ley en aquellos alrededores.
Geralt suspiró, encogió los hombros, fingiendo indiferencia.
– Conocéis pues la respuesta a vuestra pregunta, señor prefecto. El que soy
un brujo sólo podéis haberlo sabido por los colmeneros de los Tras Ríos, que me
contrataron para proteger su marcha. Y siendo brujo, en Los Taludes, como en
cualquier otro lado, busco por lo general la posibilidad de ganarme la vida. Así
que viajo en la dirección que me señalan los patronos que me contratan.
– Muy lógico -asintió con la cabeza Fulko Artevelde-, al menos en
apariencia. Os separasteis de los colmeneros hace dos días. Pero tenéis
intenciones de seguir hacia el sur en una compañía un tanto extraña. ¿Con qué
objetivo?
Geralt no bajó los ojos, sostuvo la mirada ardiente del único ojo del
prefecto.
– ¿Estoy arrestado?
– No. De momento no.
– Entonces el objetivo y la dirección de mi marcha es asunto mío. Creo.
– Sugeriría sin embargo sinceridad y franqueza. Aunque no fuera más que
por demostrar que no escondéis culpa ninguna y no teméis a la ley, ni a las
autoridades que la protegen. Intentaré repetir la pregunta: ¿qué objetivo tiene
vuestra empresa, brujo?
Geralt reflexionó un instante.
– Intento llegar hasta los druidas que antes vivían en Angren y que ahora al
parecer se han instalado en estos alrededores. No fue difícil enterarse de ello por
los colmeneros que estuve escoltando.
– ¿Quién os ha contratado para ir contra los druidas? ¿Acaso los amigos de
la naturaleza han quemado en su Moza de Esparto a una persona de más?
– Cuentos, rumores y supersticiones, extraños en una persona cultivada. De
los druidas yo preciso información, no su sangre. Pero de verdad, señor prefecto,
me parece que ya he sido hasta demasiado sincero para demostrar que no
escondo culpa alguna.
– No se trata de vuestra culpa. Al menos no sólo de ella. Quisiera sin
embargo que en nuestra conversación comenzaran a dominar tonos de deferencia
mutua. En contra de las apariencias, el objetivo de esta conversación es, entre
otros, el salvaros la vida a vos y a vuestros compañeros.
– Habéis despertado, señor prefecto -dijo Geralt tras un instante-, mi más
profunda curiosidad. Entre otras cosas. Escucharé vuestra explicación con gran
atención.
– No lo dudo. Llegaremos a esas explicaciones, pero gradualmente. Por
etapas. ¿Habéis oído hablar alguna vez, señor brujo, de la institución del testigo
de la corona? ¿Sabéis qué es eso?
– Lo sé. Alguien que se quiere librar de responsabilidades delatando a sus
camaradas.
– Una simplificación excesiva -dijo sin sonrisa Fulko Artevelde-, típica al
fin y al cabo para un norteño. Vosotros enmascaráis a menudo los agujeros en
vuestra educación a base de sarcasmo o simplificaciones caricaturescas, que
consideráis bromas. Aquí, en Los Taludes, señor brujo, actúa la ley del
Imperium. En rigor, actuará la ley del Imperium cuando se siegue hasta la raíz la
anarquía que reina aquí. El mejor medio para reprimir la anarquía y el
bandolerismo es el cadalso que con toda seguridad habéis visto en la plaza. Pero
a veces también sirve la institución del testigo de la corona.
Hizo una pausa efectista. Geralt no le interrumpió.
– No hace mucho -siguió el prefecto-, conseguimos enredar en una
emboscada a una banda de jóvenes criminales. Los bandidos ofrecieron
resistencia y murieron…
– Pero no todos, ¿verdad? -se imaginó con brusquedad Geralt, al que toda
aquella retórica le estaba ya cansando un poco-. A uno de ellos se le cogió con
vida. Se le prometió piedad si se convertía en testigo de la corona. Es decir, si se
chotaba. Y se chotó de mí.
– ¿De dónde extraéis esa conclusión? ¿Habéis tenido contacto con el
mundo de la delincuencia local? ¿Ahora o en el pasado?
– No. No lo he tenido. Ni ahora, ni en el pasado. Por eso, perdonadme,
señor prefecto, pero todo este asunto no es más que un malentendido o un
humbugueo. O una provocación dirigida contra mí. En este último caso
propongo que no perdamos el tiempo y vayamos al grano.
– La idea de una provocación dirigida contra vos no os abandona -advirtió
el prefecto, frunciendo una ceja deformada por una cicatriz-. ¿Acaso, pese a las
afirmaciones que habéis realizado, tenéis en verdad motivos para temer a la ley?
– No. Sin embargo, comienzo a temer que la lucha contra la delincuencia se
realice aquí demasiado aprisa, a granel y con poco detalle, sin prolijas esperas, se
sea culpable o no. Pero, en fin, puede que esto sólo sea una simplificación
caricaturesca, típica para un lerdo norteño. Norteño el cual todavía no
comprende de qué forma le está salvando la vida el prefecto de Riedbrune.
Fulko Artevelde le miró durante un instante en silencio. Luego dio una
palmada.
– Traedla -ordenó al soldado que había acudido.
Geralt se tranquilizó con unas cuantas inspiraciones. De pronto un cierto
pensamiento le había provocado una aceleración del corazón y una reforzada
producción de adrenalina. Al cabo de un segundo tuvo que inspirar de nuevo,
tuvo incluso que hacer -algo sin precedentes-una Señal con la mano que
mantenía oculta bajo la mesa. Y no hubo -algo sin precedentes-resultado alguno.
Le entró calor. Y frío.
Porque los guardias empujaron a la habitación a Ciri.
– Oh, mirar -dijo Ciri en cuanto que la sentaron en la silla y le ataron las
manos a la espalda, detrás del respaldo-. ¡Mirar lo que nos trajo el gato!
Artevelde realizó un rápido gesto. Uno de los guardianes, un gran mozo con
el rostro de un niño no muy despierto, desplegó la mano en un lento golpe y le
dio una bofetada en la cara que hasta hizo balancearse la silla.
– Perdonarla, mi señor -dijo el guardia con una voz de disculpa
sorprendentemente suave-. Joven es, y tonta. Y descarada.
– Angouléme -dijo Artevelde lenta y claramente-. Te prometí que te
escucharía. Pero esto significa que voy a escuchar tus respuestas a mis
preguntas. No tengo intenciones de escuchar tus payasadas. Serás castigada por
ellas. ¿Has entendido?
– Sí, abuelete.
Un gesto. Una bofetada. La silla se balanceó.
– Joven es -musitó el guardia mientras se restregaba la mano en el muslo-.
Descarada…
De la nariz rota de la muchacha -Geralt ya sabía que no era Ciri y no podía
dejar de asombrarse de su error-fluyó un delgado hilo de sangre. La muchacha se
sorbió los mocos con fuerza y adoptó una sonrisa feroz.
– Angouléme -repitió el prefecto-. ¿Me has entendido?
– Sí, señor Fulko.
– ¿Quién es éste, Angouléme?
La muchacha volvió a inspirar por la nariz, inclinó la cabeza, abrió unos
grandes ojos en dirección a Geralt. Luego agitó un flequillo de cabellos
desordenados y rubios como la paja, que le caían en molestos mechones sobre
las cejas.
– No le he visto en la vida. -Se lamió la sangre que le había bajado hasta los
labios-. Pero sé quién sea. Ya os lo dije, señor Fulko, ahora sabéis que no mentía.
Se llama Geralt. Es un brujo. Hace unos diez días cruzó el Yaruga y se dirige a
Toussaint. ¿Acierto, abuelete de pelos blancos?
– Joven es… Descarada… -dijo el guardia con rapidez, mirando con un
cierto desasosiego al prefecto. Pero Fulko Artevelde tan sólo frunció el ceño y
agitó la cabeza.
– Tú todavía vas a engalanar el cadalso, Angouléme. Bueno, sigamos. ¿Con
quién, según tú, viaja este brujo Geralt?
– ¡También os lo dije! Con un guaperas de nombre Jaskier, que es trovador
y lleva un laúd consigo. Con una mujer joven, con los pelos de color rubio
oscuro, cortados a la altura de la nuca. No sé cómo se llama. Y con un hombre
del que nada se dijo, su nombre tampoco. Juntos todos son cuatro.
Geralt apoyó la barbilla en los pulgares, mirando con atención a la
muchacha. Angouléme no bajó la vista.
– Cuidado que tienes ojos -dijo ella-. ¡Ojosmalojos!
– Sigue, sigue, Angouléme -la espoleó, frunciendo el ceño, don Fulko-.
¿Quién más pertenece a esa compaña brujeril?
– Nadie. Lo dije, son cuatro. ¿No tienes orejas, abuelete?
Un gesto, una bofetada, un balanceo. El guardia se frotó la mano en el
muslo, conteniéndose de soltar más sentencias acerca de la descarada mocedad.
– Mientes, Angouléme -dijo el prefecto-. ¿Cuántos son, pregunto por
segunda vez?
– Como vos queráis, señor Fulko. Como vos queráis. Vuestro gusto. Son
doscientos. ¡Trescientos! ¡Seiscientos!
– Señor prefecto. -Geralt se anticipó rápido y brusco a la orden de golpear-.
Dejémoslo, si se puede. Lo que ha dicho es tan preciso que no se puede hablar de
mentira, sino más bien de información incompleta. Pero, ¿de dónde ha salido esa
información? Ella misma ha reconocido que me ve por vez primera en su vida.
Yo también la veo por vez primera. Os lo prometo.
– Gracias por la ayuda en la investigación. -Artevelde le miró de reojo-.
Muy valiosa. Cuando comience a interrogaros a vos, cuento con que seáis
también tan hablador. Angouléme, ¿has oído lo que ha dicho el señor brujo?
Habla. Y no me obligues a tener que apurarte.
– Se dijo -la muchacha se lamió la sangre que le caía de la nariz-que si a las
autoridades se les denunciaba algún crimen planeado, si se dijera quién planea
alguna truhanería, entonces se mostraría benevolencia. ¿Pues no lo he dicho yo?
Sé de un crimen en ciernes, quiero evitar un acto malvado. Escuchar lo que digo.
Ruiseñor y su cuadrilla están esperando en Belhaven al brujo aquí presente y han
de cargárselo. Les dio este encargo un medioelfo, forastero, el diablo sabe de
dónde salió, nadie lo conoce. Todo dijo el tal medioelfo: quién es, qué aspecto
tiene, de dónde vendrá, cuándo vendrá, en qué compañía. Les reconvino de que
era un brujo, no un paleto cualquiera, sino perro viejo, que no se las dieran de
listos, sino que le apuñalaran por la espalda, le tiraran de ballesta, y lo mejor, que
le envenenaran cuando bebiera o comiera algo en Belhaven. El medioelfo le dio
al Ruiseñor dinero. Mucho dinero. Y le prometió más después del trabajo.
– Después del trabajo -advirtió Fulko Artevelde-. ¿De modo que el
medioelfo todavía está en Belhaven? ¿Con la banda del Ruiseñor?
– Pudiera ser. No lo sé. Hace ya más de dos semanas que huí de la cuadrilla
del Ruiseñor.
– ¿Así que ése es el motivo por el que los delatas? -sonrió el brujo-.
¿Ajustes de cuentas personales?
Los ojos de la muchacha se estrecharon, sus tumefactos labios se torcieron
en un gesto horrible.
– ¡Una mierda te importan a ti mis ajustes de cuentas, abuelo! Y con eso de
que delato, te salvo la vida, ¿no? ¡No vendría mal un agradecimiento!
– Gracias. -Geralt de nuevo se adelantó a la orden de golpear-. Sólo quería
comentar que si se trata de un ajuste de cuentas tu credibilidad se rebaja, testigo
de la corona. La gente delata cuando quiere salvar el pellejo y la vida, pero
miente cuando quiere vengarse.
– Nuestra Angouléme no tiene ni la más mínima posibilidad de salvar la
vida -le interrumpió Fulko Artevelde-. Pero el pellejo, por supuesto, quiere
salvarlo. A mi juicio se trata de una motivación absolutamente creíble. ¿Eh,
Angouléme? ¿Quieres salvar el pellejo, verdad?
La muchacha apretó los labios. Y palideció manifiestamente.
– Valentía de bandoleros -dijo el prefecto con desprecio-. Y de mocosos
también. Atacar en ventaja, robar a los débiles, matar a indefensos, eso sí se
puede. Pero mirar cara a cara a la muerte es más difícil. Eso ya no podéis.
– Todavía lo veremos -ladró ella.
– Veremos -repitió serio Fulko-. Y lo escucharemos. Gritarás en el patíbulo
hasta que se te salgan los pulmones, Angouléme.
– Prometisteis benevolencia.
– Y mantendré mi promesa. Si lo que has confesado resulta ser verdad.
Angouléme se retorció en la silla, señalando a Geralt con un movimiento
que se diría de todo su delgado cuerpo.
– ¿Y esto -gritó-qué es? ¿No es verdad? ¡Que niegue que no es brujo y que
no es Geralt! ¡Me van a decir aquí que no soy creíble! ¡Pues que se vaya a
Belhaven, y tendrá mejor prueba de que no miento! Su cadáver lo hallarán a la
mañana en las canales. ¡Sólo que entonces diréis que no previne el delito y que
de benevolencia nada! ¿No? ¡Fulleros, su puta madre, es lo que sois! ¡Fulleros y
eso es todo!
– No la golpeéis -dijo Geralt-. Por favor.
En su voz había algo que detuvo a mitad de camino las manos alzadas del
prefecto y del guardia. Angouléme se sorbió las narices, mirándolo
penetrantemente.
– Gracias, abuelete -dijo-. Pero pegar no es nada, si quieren que peguen. A
mí me pegaban desde pequeña, estoy acostumbrada. Si quieres hacerme bien,
confirma entonces que digo la verdad. Que mantengan su palabra. Que me
cuelguen, su puta madre.
– Lleváosla -ordenó Fulko, intentando acallar con un gesto las protestas de
Geralt-. No nos es ya necesaria -aclaró, cuando se quedaron solos-. Ya sé todo y
os lo aclararé. Y luego os pediré reciprocidad.
– Primero -la voz del brujo era fría-aclaradme de qué iba este ruidoso final,
terminado con una extraña petición de ahorcamiento. Al fin y al cabo la
muchacha, como testigo de la corona, ya ha hecho lo suyo.
– Todavía no.
– ¿Cómo que no?
– Homer Straggen, llamado Ruiseñor, es un truhán extraordinariamente
peligroso. Cruel y desvergonzado, astuto e inteligente, y para colmo con suerte.
Su impunidad estimula a otros. Tengo que acabar con esto. Por eso he hecho un
trato con Angouléme. Le prometí que si como resultado de su declaración,
Ruiseñor es atrapado y su cuadrilla deshecha, Angouléme será ahorcada.
– ¿Cómo? -El asombro del brujo no era fingido-. ¿Ésta es la institución del
testigo de la corona? ¿A cambio de colaborar con las autoridades, la soga? Y por
negarse a colaborar, ¿qué?
– El palo. Precedido de sacarle los ojos y arrancarle los pechos con tenazas
al rojo.
El brujo no dijo ni una palabra.
– Esto se llama ejemplo por el miedo -siguió al cabo, Fulko Artevelde-.
Una cosa muy necesaria en la lucha contra el bandolerismo. ¿Por qué apretáis
tanto los puños que hasta casi se oyen crujir vuestros pulgares? ¿Acaso sois
partidario de matar humanitariamente? Pero vos os podéis permitir ese lujo, al
fin y al cabo combatís principalmente a seres que, por muy ridículo que pueda
sonar, también matan humanitariamente. Yo no puedo permitirme el lujo. Yo he
visto caravanas de mercaderes y casas asaltadas por el Ruiseñor y otros
parecidos. He visto lo que le hicieron a la gente para que señalaran escondrijos o
dijeran las consignas mágicas de cajas y cofres. He visto mujeres después de que
el Ruiseñor hubiera comprobado con un cuchillo si no escondían bienes
preciados. He visto a personas a las que se les hicieron cosas todavía peores para
simple diversión bandoleril. Angouléme, cuyo destino tanto os preocupa, tomó
parte en tales diversiones, eso es seguro. Estuvo el tiempo suficiente en la banda.
Y si no fuera por el mero azar, por el hecho de que huyera de la banda, la
hubierais conocido de otra forma. Puede que fuera ella quien os hubiera
disparado en la espalda con la ballesta.
– No me gustan los «y si». ¿Sabéis el motivo por el que escapó de la
cuadrilla?
– Sus declaraciones fueron escasas en este sentido, y mis gentes no
quisieron divulgarlo. Pero todos saben que Ruiseñor es del tipo de hombre que
gusta de poner a las mujeres en su papel diríamos natural. Si no resulta de otro
modo, les impone ese papel por la fuerza. A esto se añadió seguramente un
conflicto generacional. Ruiseñor es un hombre maduro y la última compaña de
Angouléme eran unos crios igual que ella. Pero esto son especulaciones, en
realidad todo ello no me incumbe. Y a vos, me permito preguntar, ¿por qué os
importa tanto? ¿Por qué desde el primer momento que la visteis os produce
Angouléme tan vivas emociones?
– Extraña pregunta. La muchacha denuncia un ataque contra mí que al
parecer preparan sus antiguos camaradas por encargo de algún medioelfo. Cosa
en sí bastante extraordinaria porque no tengo ninguna cuenta pendiente con
ningún medioelfo. Aparte de ello, la muchacha sabe en qué compañía viajo. Con
tales detalles como que el trovador se llama Jaskier y la mujer se ha cortado la
coleta. Precisamente esa coleta hace que sospeche que todo esto no es más que
mentira o provocación. No sería muy difícil atrapar y preguntar a uno de los
colmeneros del bosque con los que viajé la semana pasada. Y montar
rápidamente una comedia…
– ¡Basta! -Artevelde golpeó con el puño en la mesa-. Un poco demasiado os
aceleráis, señor mío. ¿Quiere decir esto que yo estoy montando una comedia? ¿Y
con qué objetivo? ¿Para engañaros, embaucaros? ¿Y quién sois vos para temer
tales provocaciones y engaños? ¡Quien se pica ajos come, señor brujo! ¡Ajos
come!
– Dadme otra explicación.
– No, ¡dádmela vos!
– Lo siento. No tengo otra.
– Podría decir algo más. -El prefecto sonrió con malignidad-. Pero, ¿por
qué? Dejemos las cosas claras. A mí no me interesa saber quién os quiere ver
muerto y por qué. No me importa de dónde ha sacado ese alguien tan estupenda
información sobre vos, incluyendo hasta el color y la longitud de vuestros
cabellos. Aún más: yo hasta podría incluso no haberos informado de este
atentado, brujo. Podría haber tratado a vuestra compaña como a un cebo
involuntario para el Ruiseñor. Seguir, esperar hasta que Ruiseñor pique el
anzuelo, el sedal, el plomo y el corcho. Y entonces atraparlo como a un lucio.
Porque él es el que me interesa, el que quiero. ¿Y que para entonces a vosotros
se os estuviera comiendo ya la tierra? ¡Ja, mal necesario, a costes propios!
Se calló. Geralt no hizo ningún comentario.
– Sabéis, mi señor brujo -siguió al cabo el prefecto-, yo me juré a mí mismo
que la ley va a reinar en estos terrenos. A cualquier precio y por cualquier medio,
per fas et nefas. Porque la ley no es la jurisprudencia, no es un grueso libro lleno
de parágrafos, no son tratados filosóficos, no son exageradas habladurías sobre
la justicia, no son gastadas frases sobre moralidad o ética. La ley son caminos y
carreteras seguros. Son callejas de ciudad por las que se puede pasear incluso
después de la puesta de sol. Son posadas y tabernas de las que se puede salir al
retrete dejando la bolsa sobre la mesa y a la mujer a la mesa. ¡La ley es el sueño
tranquilo de las gentes que están seguras de que las despertará el canto del gallo
y no el gallo rojo de las llamas! ¡Y para los que violan la ley: la soga, el hacha, el
palo y el hierro al rojo! Un castigo que atemorice a otros. Los que violan la ley
se merecen ser capturados y castigados. Por todos los medios y formas posibles.
¡Eh, brujo! ¿Acaso esa desaprobación que se pinta en tu rostro se refiere al
objetivo o a los métodos? ¡Supongo que a los métodos! Porque es fácil criticar
los métodos, pero a todos nos gustaría vivir en un mundo seguro, ¿no? ¡Venga,
responde!
– No hay mucho de qué hablar.
– Pues yo pienso que sí.
– A mí, don Fulko -dijo sereno Geralt-hasta me gusta ese mundo de tu
visión y tu idea.
– ¿De verdad? Tu gesto dice lo contrario.
– Tu mundo ideal es un mundo perfecto para mí. Nunca le faltará trabajo en
él a un brujo. En vez de códigos, parágrafos y frases exageradas acerca de la
justicia, tu idea produce ilegalidad, anarquía, arbitrariedad y búsqueda del interés
propio por parte de los reyes y reyezuelos, el exceso de celo de carreristas que
quieren complacer a sus superiores, la venganza ciega de los fanáticos, la
crueldad de los esbirros, la revancha y el desquite sádico. Tu visión es un mundo
de terror, no de miedo ante los bandidos sino ante los guardianes de la ley,
porque siempre y en todo lugar el efecto de las grandes cacerías de bandoleros
ha sido que los bandoleros ingresen en masa en las filas de los guardianes de la
ley. Tu visión es un mundo de sobornos, chantaje y provocación, un mundo de
testigos de la corona y de falsos testigos. Un mundo de espías y confesiones
forzadas. E inevitablemente llegará el día en que en tu mundo las tenazas
arrancarán los pechos a la persona equivocada, en que se colgará o empalará a
un inocente. Y entonces será ya un mundo criminal.
«Hablando en plata -terminó-, un mundo en el que un brujo se sentiría
como pez en el agua.
– Vaya -dijo al cabo de un instante de silencio Fulko Artevelde, tocándose
el ojo cubierto por el parche de cuero-. ¡Un idealista! Brujo. Profesional.
Especialista en matar. Y sin embargo, un idealista. Y moralista. Algo un poco
peligroso en tu profesión, brujo. Señal de que comienzas a cansarte de tu trabajo.
Un día de estos vacilarás si rajar a una estrige o no, porque, ¿y si resulta que es
una estrige inocente? ¿Y si se trata sólo de venganza ciega y ciego fanatismo?
No te deseo que se llegue a eso. Y si alguna vez… tampoco te lo deseo, pero es
posible que alguien dañe de forma cruel y sádica a alguna persona cercana a ti.
Entonces volvería gustoso a esta conversación, al problema del castigo
proporcional a la pena. ¿Quién sabe si entonces nuestras opiniones serían tan
diferentes? Pero hoy, aquí, ahora, tal cosa no va a ser objeto de consideraciones
ni de debate. Hoy vamos a hablar de cosas concretas. Y lo concreto eres tú.
Geralt alzó las cejas levemente.
– Aunque has hablado con sarcasmo acerca de mis métodos y de mi visión
del mundo de la ley, ayudarás, mi querido brujo, a realizar esta visión. Repito: yo
me juré a mí mismo que aquéllos que violen la ley recibirán lo suyo. Todos.
Desde aquel pequeño que falsifica las medidas en el mercado a aquél que asaltó
un día en el camino un transporte de arcos y flechas para el ejército. Bandoleros,
salteadores, ladrones, desertores. Los luchadores por la libertad integrantes de la
organización terrorista sonoramente llamada Taludes Libres. Y Ruiseñor. Sobre
todo Ruiseñor. Ruiseñor debe ser castigado, da igual por qué método. Y rápido.
Antes de que se anuncie una amnistía y se libre… Brujo. Hace meses que estoy
esperando algo que me permita adelantarme a él en un paso. Que me permita
engañarlo, lograr que cometa un error, ese error decisivo que lo conduzca a la
perdición. ¿Tengo que seguir hablando o ya has adivinado?
– Lo he adivinado, pero sigue hablando.
– El misterioso medioelfo, al parecer iniciador e instigador del atentado, le
previno del brujo a Ruiseñor, le recomendó precaución, desaconsejó descuido,
arrogancia soberbia y fanfarronadas. Sé que no sin motivo. Sin embargo, las
advertencias serán en vano. Ruiseñor cometerá un error. Atacará a un brujo
prevenido y listo para defenderse. Atacará a un brujo que está esperando el
ataque. Y éste será el final del bandido Ruiseñor. Quiero sellar contigo un pacto,
Geralt. Vas a ser mi brujo de la corona. No me interrumpas. Es un pacto sencillo,
cada parte se compromete a algo, cada una mantiene su compromiso. Tú acabas
con Ruiseñor. Yo, a cambio…
Se calló por un instante, sonrió malicioso.
– No pregunto quiénes sois, de dónde venís, adonde vais y por qué estáis en
el camino. No pregunto por qué uno de vosotros habla con un ligero acento
nilfgaardiano, y por qué a otro lo evitan algunos perros y caballos. No ordenaré
que le arranquen al trovador Jaskier el tubo con los escritos ni examinaré de lo
que tratan esos apuntes. Y sólo informaré a los servicios secretos imperiales
cuando Ruiseñor esté muerto o en mis mazmorras. Incluso después, ¿para qué
apresurarse? Os daré tiempo. Y una oportunidad.
– ¿Una oportunidad para qué?
– Para llegar hasta Toussaint. A ese ridículo condado de cuento, cuyas
fronteras ni siquiera los servicios secretos imperiales se atreverían a violar.
Luego puede cambiar mucho. Habrá amnistía. Puede que haya un alto el fuego al
otro lado del Yaruga. Puede que hasta una paz duradera.
El brujo guardó silencio largo rato. El rostro mutilado del prefecto estaba
inmóvil, su único ojo ardía.
– De acuerdo -dijo por fin Geralt.
– ¿Sin mercadeos? ¿Sin condiciones?
– Con dos.
– Cómo podría ser de otro modo. Te escucho.
– Antes debo ir unos cuantos días al sur. Al Loe Monduirn. A ver a los
druidas, puesto que…
– ¿Me tomas por tonto o qué? -le interrumpió con brusquedad Fulko
Artevelde-. ¿Acaso quieres liármela? ¡Todo el mundo sabe adonde conduce tu
viaje! Y entre ellos, Ruiseñor, quien precisamente está preparando una trampa en
tu camino. Al sur, en Belhaven, en el lugar donde el valle del Neva corta al valle
de Sansretour que conduce hasta Toussaint.
– Eso quiere decir…
– … que los druidas ya no están en Loe Monduirn. Desde hace cerca de un
mes. Se fueron por el valle de Sansretour hasta Toussaint, a esconderse bajo el
ala protectora de la condesa Anarietta de Beauclair, quien tiene debilidad por
todo género de estrafalarios, chiflados y rarezas. Y concede gustosamente asilo a
los tales en su paisillo de cuento de hadas. Y tú lo sabes, brujo. No me tomes por
tonto. ¡No intentes liármela!
– No lo intentaré -dijo Geralt lentamente-. Te doy mi palabra de que no lo
haré. Mañana me pondré en camino hacia Belhaven.
– ¿No te olvidas de algo?
– No, no me he olvidado. Mi segunda condición: quiero a Angouléme.
Adelantas la amnistía para ella y la liberas de la mazmorra. Al brujo de la corona
le es necesario tu testigo de la corona. Rápido, ¿estás de acuerdo o no?
– Lo estoy -dijo casi de inmediato Fulko Artevelde-. No tengo salida.
Angouléme es tuya. Porque al fin y al cabo sé que si accedes a colaborar
conmigo es sólo por ella.
El vampiro, que iba al lado de Geralt, escuchaba con atención, no le
interrumpió. El brujo no se equivocó al confiar en su agudeza.
– Somos cinco, no cuatro -resumió rápido en cuanto que Geralt terminó de
contarlo-. Viajamos los cinco desde final de agosto, los cinco juntos cruzamos el
Yaruga. Y Milva no se cortó la trenza hasta que estuvimos en.los Tras Ríos.
Hace como una semana. Tu rubia protegida sabe lo de la trenza de Milva. Y no
sabía que éramos cinco. Extraño.
– ¿Es lo más extraño de toda esta extraña historia?
– Casi. Lo más extraño es Belhaven. Una ciudad donde al parecer se nos ha
tendido una trampa. Una ciudad situada muy dentro de las montañas, en la ruta
del valle del Neva y del paso de Theodula…
– Y adonde no teníamos planeado ir -concluyó el brujo, mientras azuzaba a
Sardinilla, que comenzaba a quedarse atrás-. Hace tres semanas, cuando el tal
bandolero Ruiseñor aceptó de un medioelfo el encargo de matarme, estábamos
en Angren, nos dirigíamos a Caed Dhu, llenos de aprensión por los pantanos de
Ysgith. Al diablo, nosotros mismos no lo sabíamos esta mañana…
– Lo sabíamos -le interrumpió el vampiro-. Sabíamos que buscábamos a los
druidas. Lo mismo esta mañana que hace tres semanas. Ese misterioso medioelfo
ha preparado la trampa en el camino que conduce a los druidas, seguro de que
éste iba a ser nuestro camino. Él simplemente…
– … sabe mejor que nosotros por dónde discurre este camino. -El brujo se
tomó la revancha de que le hubieran quitado la palabra-. ¿Y cómo lo sabe?
– Eso habrá que preguntárselo a él. Por ello es por lo que aceptaste la
propuesta del prefecto, ¿no es cierto?
– Así es. Cuento con que vaya a poder charlar un ratito con el señor
medioelfo -sonrió Geralt ominoso-. Antes de que ello llegue, sin embargo, ¿no se
te impone por sí misma una explicación? ¿Acaso ella misma no lo pide?
El vampiro le contempló durante un rato en silencio.
– No me gusta lo que hablas, Geralt -dijo por fin-. No me gusta lo que
piensas. Considero que ése no es un pensamiento adecuado. Una reflexión
tomada a la ligera, sin pensárselo. Que surge de prejuicios y resentimientos.
– ¿Y cómo entonces explicar…?
– Como quieras. -Regis le interrumpió con un tono que Geralt jamás le
había escuchado-. Lo que quieras excepto eso. ¿No tomas en consideración, por
ejemplo, que tu rubia protegida simplemente podría estar mintiendo?
– ¡Vaya, vaya, abuelete! -gritó Angouléme, que iba detrás de ellos en la
muía llamada Draakul-. ¡No me acuses de mentirosa si pruebas de ello no tienes!
– No soy tu abuelete, mi querida niña.
– ¡Y yo no soy tu querida niña, abuelete!
– Angouléme. -El brujo se dio la vuelta en la silla-. Cállate.
– Como ordenes -Angouléme se tranquilizó al instante-. Tú tienes derecho a
mandar. Tú me sacaste de la trena, me arrancaste de las zarpas de Fulko. A ti te
obedezco, tú eres ahora el caudillo, el cabecilla de la hansa…
– Cállate, por favor.
Angouléme murmuró por lo bajo, dejó de azuzar a Draakul y se quedó
atrasada, cuanto más que Regis y Geralt se apresuraron, alcanzando a Jaskier,
Cahir y Milva que iban en cabeza. Cabalgaban en dirección a las montañas, por
la orilla del río Neva, que saltaba impetuoso por entre piedras y peñas con sus
aguas turbias de color entre amarillo y bronce a causa de las recientes lluvias. No
estaban solos. Constantemente se cruzaban o eran superados por escuadrones de
la caballería nilfgaardiana, jinetes solitarios, carros de colonos y caravanas de
mercaderes.
Al sur, cada vez más cerca y cada vez más amenazadores, se alzaban los
Montes de Amell. Y la aguja picuda de la Gorgona, la Montaña del Diablo,
sumergida entre nubes que pronto cubrieron todo el cielo.
– ¿Cuándo se lo vas a decir? -dijo el vampiro, señalando con la mirada al
trío que iba en cabeza.
– Cuando acampemos.
Jaskier fue el primero que tomó la palabra cuando Geralt terminó de
contarlo.
– Corrígeme si me equivoco -dijo-. Esta muchacha, Angouléme, a la que
alegre y despreocupadamente has incorporado a nuestra pandilla, es una
criminal. Para salvarla de un castigo al fin y al cabo merecido, aceptaste
colaborar con los nilfgaardianos. Te has dejado contratar. Bah, no sólo a ti
mismo, sino a todos nosotros. Tenemos todos que ayudar a los nilfgaardianos a
atrapar o a matar a un bandolero local. En pocas palabras: tú, Geralt, te has
convertido en mercenario de los nilfgaardianos, en cazador de recompensas, en
asesino a sueldo. Y nosotros hemos ascendido a ser tus acólitos… o tus
fámulos…
– Tienes un increíble talento para simplificar, Jaskier -murmuró Cahir-.
¿Acaso de verdad no has entendido de qué se trata? ¿O hablas por hablar?
– Calla, nilfgaardiano. ¿Geralt?
– Comencemos por que en esto que planeo -el brujo lanzó al fuego el palito
con el que se entretenía desde hacía mucho tiempo-nadie tiene que ayudarme.
Puedo arreglármelas solo. Sin acólitos ni fámulos.
– Atrevido eres, abuelete -intervino Angouléme-. Mas la nansa del Ruiseñor
son veinte y cuatro buenos mozos, de los cuales ni siquiera un brujo se libra tan
ligero, y si de asuntos de espada hablamos, y aunque fuera verdad lo que de los
brujos se habla, un hombre solo no resiste a dos docenas. Me has salvado la vida,
de modo que yo te pago igualmente. Con una advertencia. Y con ayuda.
– ¿Qué diablos es una nansa?
– Aen hanse -explicó Cahir-significa en nuestro idioma banda, pero una a la
que unen lazos de amistad…
– ¿Compaña?
– Oh, eso mismo. La palabra, por lo que veo, ha entrado en el argot local…
– Una nansa es una hansa -le interrumpió Angouléme-. Y como en mi
tierra: cuadrilla o hato. ¿Para qué hablar más? Aviso en serio. Uno solo no tiene
ni una posibilidad contra toda la hansa. Y para colmo de males, sin conocer ni al
Ruiseñor, ni en general a nadie de Belhaven y alrededores, ni enemigos, ni
amigos y aliados. Que no conoce los caminos que conducen a la ciudad, y a la
ciudad conducen muy diversos. Yo digo esto: no será capaz el brujo solo. No sé
cuáles serán en vuestra tierra las costumbres, mas yo no dejo solo al brujo. Él a
mí, como dijo el abuelete Jaskier, alegre y desenfadadamente me aceptó en la
vuestra banda, aunque soy una crimínala… Pues todavía me huelen a criminal
los pelos, tiempo no hubo de lavarlos… El brujo y no otro me sacó de esa
criminalidad hacia la luz del día. Por ello le estoy agradecida. Por eso yo no lo
dejaré solo. Lo conduciré a Belhaven, al Ruiseñor y ese medioelfo. Iré junto con
él.
– Yo también -dijo de inmediato Cahir.
– ¡Y yo igualmente! -dijo Milva con brusquedad.
Jaskier se apretó contra el pecho el tubo con los manuscritos, de los que no
se separaba últimamente ni por un momento. Bajó la cabeza. Se veía que
luchaba con sus pensamientos. Y que sus pensamientos vencían.
– No medites, poeta-le dijo suave Regis-. Al fin y al cabo no hay de qué
avergonzarse. Para luchar en cruentas batallas a espada y puñal eres todavía
menos adecuado que yo. No nos han enseñado a mutilar a nuestros semejantes
con el acero. Además… Yo, además…
Posó sobre el brujo y Milva unos ojos brillantes.
– Soy un cobarde -reconoció en pocas palabras-. Si no me veo obligado, no
quiero vivir otra vez lo que en la barcaza y el puente. Nunca. Por eso pido que se
me excluya del grupo de luchadores que ha de ir a Belhaven.
– De los tales barcaza y puente -dijo Milva con voz sordame asacastes en
tus costillas cuando me atacó la debilidad de los pieces. Si allí habría habido en
vez tuyo algún cobarde, hubiéraselas pirado dejándome allá. Mas allá no hubo
cobarde alguno. En cambio estabas tú, Regis.
– Bien dicho, abuelilla -dijo Angouléme con convencimiento-. Mal me
hago a la idea de qué estáis hablando, mas pienso que bien dicho.
– ¡No soy abuela tuya ni las narices! -Los ojos de Milva brillaron
amenazadores-. ¡Cuidao, moza! ¡Me llamas otra vez así y ya verás!
– ¿Qué veré?
– ¡Tranquilas! -aulló alto el brujo-. ¡Basta ya, Angouléme! Vosotros todos
también, veo que hay que llamar al orden. Se terminó el viajar a ciegas, hacia un
espejismo. Porque resulta que hay algo allá, detrás del espejismo. Ha llegado el
momento de acciones concretas. El momento de rebanar pescuezos. Porque por
fin hay a quién rebanar. Aquéllos que hasta ahora no lo han entendido, que lo
entiendan: tenemos por fin a un enemigo concreto al alcance de la mano. El
medioelfo que quiere nuestra muerte es agente de fuerzas enemigas. Gracias a
Angouléme estamos preparados, y hombre preparado vale por dos, que dice el
proverbio. Tengo que coger a ese medioelfo y sacarle para quién trabaja. ¿Lo has
entendido por fin, Jaskier?
– Resulta que entiendo más y mejor que tú -dijo el poeta con serenidad-.
Sin ningún atrapamiento ni sacamiento me pienso que el enigmático medioelfo
actúa por órdenes de Dijkstra, a quien dejaste lisiado ante mis propios ojos en
Thanedd, clavándole un palo en el tobillo. Dijkstra, a juzgar por lo que contó el
mariscal Vissegerd, sin duda nos tiene por espías nilfgaardianos. Y después de
nuestra huida del corpus de partisanos lyrios, a buen seguro la reina Meve añadió
algunos puntos a la lista de nuestros crímenes…
– Te equivocas, Jaskier -se entrometió Regis en voz baja-. No es Dijkstra.
Ni Vissegerd. Ni Meve.
– Entonces, ¿quién?
– Todo juicio y toda conclusión serían precipitadas.
– Estoy de acuerdo -le concedió Geralt con voz gélida-. Por eso hay que
investigar las cosas a pie de obra. Y extraer las conclusiones de la autopsia.
– Y yo -Jaskier no se resignó-sigo pensando que ésta es una idea idiota y
arriesgada. Bien está que se nos haya advertido de la trampa, que sepamos de
ella. Si lo sabemos, dejémosla entonces a un lado. Que ese elfo o medioelfo nos
esté esperando lo que quiera, nosotros nos apresuraremos a irnos por nuestro
camino…
– No -le interrumpió el brujo-. Basta de discursos, queridos míos. Fin de la
anarquía. Ha llegado el momento de que nuestra… hansa… tenga por fin un
cabecilla.
Todos, sin excluir a Angouléme, le miraron en un silencio expectante.
– Angouléme, Milva y yo -dijo-vamos a Belhaven. Cahir, Regis y Jaskier se
separarán de nosotros en el valle de Sansretour e irán a Toussaint.
– No -dijo Jaskier presto, apretando con fuerza su tubo-. Por nada del
mundo. Yo no puedo…
– Cállate. Esto no es una discusión. ¡Esto es una orden del caudillo de la
hansa! Iréis a Toussaint, tú, Regis y Cahir. Allí nos esperaréis.
– Toussaint significa la muerte para mí -declaró el trovador sin énfasis-. Si
me reconocen en Beauclair, en el castillo, se acabó. Tengo que contaros que…
– No tienes -le interrumpió brusco el brujo-. Demasiado tarde. Podrías
haberte vuelto, no quisiste. Te quedaste en la banda. Para salvar a Ciri. ¿No es
verdad?
– Sí.
– Así que irás con Regis y Cahir por el valle de Sansretour. Nos esperaréis
en las montañas, de momento sin cruzar las fronteras de Toussaint. Pero si… si
hay necesidad, tenéis que cruzar la frontera. Porque en Toussaint, al parecer,
están los druidas, los de Caed Dhu, amigos de Regis. Si hay necesidad,
recabaréis información de los druidas e iréis a buscar a Ciri… vosotros solos.
– ¿Cómo que solos? ¿Prevés…?
– No preveo nada, considero la posibilidad. El así llamado «por si acaso».
El último recurso, si lo prefieres. Puede que todo vaya bien y no tengamos que
hacernos ver por Toussaint. Pero en cualquier caso… Lo importante es que a
Toussaint no os seguirá ninguna partida de nilfgaardianos.
– Cierto, no os seguirán -introdujo Angouléme-. Raro es, pero Nilfgaard
respeta las fronteras de Toussaint. Yo misma una vez me escondí allá. ¡Mas los
caballeros de aquellas tierras no mejores son que los Negros! Galanes, corteses
en el habla, mas prestos de espada y de puntapiés. Y patrullean la frontera sin
descanso. Se llaman «andantes». Cabalgan solos, o de dos en dos o hasta tres. Y
combaten el bandolerismo. Es decir: a nosotros. Brujo, se pudiera cambiar una
cosa en los tus planes.
– ¿Qué? "
– Si hemos de ir hacia Belhaven y vérnoslas con el Ruiseñor, vendréis
conmigo tú y don Cahir. Y que con ellos se vaya la abuelilla.
– ¿Y eso por qué? -Geralt, con un gesto, retuvo a Milva.
– Para este trabajo hacen falta mozos. ¿Qué te recueces, abuelilla? Yo lo sé,
os digo. Si se llega a algo, habrá que actuar más bien con el miedo que con la
mera fuerza. Y ninguno de los de la nansa de Ruiseñor se amedrentará con un
trío en el que a un mozo le caen dos hembras.
– Milva vendrá con nosotros. -Geralt apretó los dedos sobre la muñeca de la
arquera, que estaba rabiosa de verdad-. Milva, no Cahir. No quiero cabalgar con
Cahir.
– ¿Y eso por qué? -preguntaron casi al mismo tiempo Angouléme y Cahir.
– Precisamente -dijo Regis lentamente-. ¿Por qué?
– Porque no confío en él -anunció rápido el brujo.
El silencio que cayó era desagradable, pesado, viscoso casi. Desde el
bosque, al lado del cual estaba acampada una caravana de mercaderes y un grupo
de otros viajeros, les alcanzaron unas voces alzadas, unos gritos y unos cantos.
– Aclárate -dijo por fin Cahir.
– Alguien nos ha traicionado -dijo seco el brujo-. Después de la
conversación con el prefecto y las revelaciones de Angouléme no hay duda
alguna. Y si se piensa bien, uno llega a la conclusión de que el traidor está entre
nosotros. Y para adivinar quién es no hay que darle muchas vueltas.
– ¿Tú, por lo que me parece -Cahir frunció el ceño-, te has permitido
sugerir que ese traidor soy yo?
– No escondo -la voz del brujo era fría-que me ha asaltado tal pensamiento,
es verdad. Mucho apunta en esa dirección. Mucho se aclararía así. Muchísimo.
– Geralt -dijo Jaskier-. ¿No vas un poco demasiado lejos?
– Que hable. -Cahir torció la boca-. Que hable. Que no se detenga.
– Os habréis preguntado -Geralt pasó la vista por los rostros de los
compañeros-cómo se pudo llegar a ese error en la cuenta. Sabéis de qué hablo.
De que somos cinco, no cuatro. Podemos pensar que simplemente alguien se
equivocó: el misterioso medioelfo, el bandido Ruiseñor o Angouléme. Pero, ¿y
si rechazamos la versión del error? Entonces aparece la siguiente versión: el
grupo cuenta con cinco miembros, pero Ruiseñor ha de matar sólo a cuatro.
Porque el quinto es un aliado de los atacantes. Alguien que les informa
constantemente de los movimientos del grupo. Desde el principio, desde el
momento en que después de haber comido la famosa sopa de pescado se formara
el grupo. Aceptando en su composición a un nilfgaardiano. Un nilfgaardiano que
tiene que atrapar a Ciri y llevársela al emperador Emhyr porque de ello
dependen su vida y su carrera,…
– Así que no me he equivocado -dijo despacio Cahir-. Así que soy un
traidor. ¿Un falso renegado y vil?
– Geralt -habló de nuevo Regis-. Perdona mi sinceridad, pero tu teoría tiene
más agujeros que un colador viejo. Tu pensamiento, ya te he dicho antes, no es
muy adecuado.
– Soy un traidor -repitió Cahir, como si no hubiera oído las palabras del
vampiro-. Sin embargo, por lo que he entendido, no hay prueba alguna de mi
traición, no hay más que turbios indicios e imaginaciones brujeriles. Por lo que
entiendo, sobre mí recae el peso de demostrar mi inocencia. Soy yo el que va a
tener que demostrar que no soy un felón. ¿No es cierto?
– Sin patetismos, nilfgaardiano -ladró Geralt, poniéndose delante de Cahir y
golpeándolo con la mirada-. ¡Si tuviera pruebas de tu culpa no perdería tiempo
charloteando, sino que te abriría en dos como a un arenque! ¿Conoces la regla de
«cui bono»? Entonces respóndeme: ¿quién, excepto tú, tendría siquiera el más
mínimo motivo para traicionar? ¿Quién, excepto tú, ganaría algo traicionando?
Desde el campamento de la caravana de mercaderes les llegó un chasquido
fuerte y agudo. Sobre el oscuro cielo estrellado estalló un roncador rojo y
amarillo, unos cohetes dispararon un enjambre de abejas doradas que cayeron en
una lluvia multicolor.
– No soy un felón -dijo el joven nilfgaardiano con una voz poderosa y
sonora-. Por desgracia, no puedo demostrarlo. Puedo hacer otra cosa. Lo que me
es propio, lo que estoy obligado a hacer cuando se me insulta y se me denigra,
cuando se ensucia mi honor y se escupe sobre mi dignidad.
Su movimiento fue rápido como el rayo, pero pese a ello no hubiera
sorprendido al brujo si no hubiera sido por su doloroso movimiento de rodilla,
que lo complicaba todo. Así, Geralt no consiguió evitarlo y el puño envuelto en
el guante de monta le golpeó en la mandíbula con tanta fuerza que voló hacia
atrás y cayó directamente en el fuego, alzando una nube de chispas. Se alzó, otra
vez demasiado despacio por culpa del dolor de la rodilla. Cahir ya estaba junto a
él. Y esta vez el brujo ni siquiera acertó a inclinarse, el puño le atizó a un lado de
la cabeza, y en sus ojos brillaron fuegos artificiales más hermosos incluso que
los que habían lanzado los mercaderes. Geralt lanzó una terrible maldición y se
echó sobre Cahir, lo aferró por los hombres y lo derribó en tierra, se retorcieron
sobre la grava, golpeando con los puños hasta que sonaron truenos.
Y todo esto se desarrollaba bajo la luz fantasmal e innatural de los
fuegos artificiales que salpicaban el cielo.
– ¡Dejadlo! -gritó Jaskier-. ¡Dejadlo ya, idiotas de mierda!
Cahir le quitó hábilmente a Geralt la tierra bajo los pies y cuando intentó
levantarse le golpeó en los dientes. Y le volvió a dar hasta que sonó como una
campana. Geralt se encogió, se distendió y le dio una patada, no le acertó en sus
partes bajas, le alcanzó en el muslo. Se engancharon de nuevo, se cayeron, se
revolcaron, cada uno atizando al otro donde podía, cegados por los golpes y el
polvo y la arena que les llenaban los ojos.
Y de pronto se separaron, se dirigieron hacia lados opuestos, cojeando
y protegiendo la cabeza de los estallidos de los cohetes.
Milva se había quitado de los muslos un grueso cinturón de cuero, lo
mantenía agarrado por la hebilla y enrollado alrededor del puño cerrado y se
había acercado a los luchadores y había comenzado a darles leña, desde la oreja,
con todas sus fuerzas, sin condolerse ni del cinto ni de la mano. El cinturón
silbaba y con seco chasquido caía sobre manos, hombros, espaldas y brazos, ya
fuera de Cahir, ya de Geralt. Cuando se separaron, Milva saltó de uno a otro
como un grillo, todavía azotándolos de justicia, de modo que ninguno recibiera
menos ni más que el otro.
– ¡Idiotas idiotos! -gritaba, atizándole en la espalda con un chasquido a
Geralt-. ¡Tontos tontainas! ¡Os voy a enseñar razones, a los dos!
»¿Ya? -gritó todavía más fuerte, golpeándole a Cahir en las manos con las
que se guardaba la cabeza-. ¿Ya sus ha pasado? ¿Sus habéis calmado?
– ¡Ya! -gritó el brujo-. ¡Basta!
– ¡Basta! -gritó a coro Cahir, que estaba hecho un ovillo-. ¡Suficiente!
– Es suficiente -dijo el vampiro-. De verdad que es suficiente, Milva.
La arquera respiró pesadamente, se limpió la frente con el puño que llevaba
envuelto con el cinturón.
– Bravo -habló Angouléme-. Bravo, abuelilla.
Milva se giró sobre sus tacones y la golpeó con todas sus fuerzas en el
hombro con el cinturón. Angouléme gritó, se sentó y se puso a llorar.
– Te dije -jadeó Milva-que no me llamaras así. ¡Te lo dije!
– ¡No ha pasado nada! -Jaskier, con una voz un tanto trémula, tranquilizó a
mercaderes y viajantes que habían acudido -allí desde el fuego vecino-. Sólo un
malentendido entre amigos. Una peleílla de compadres.
Ya se pasó.
El brujo se tocó con la lengua un diente que se movía, escupió sangre que le
brotaba de un labio partido. Sentía cómo en la espalda y en los brazos le estaban
saliendo cardenales, cómo se le inflamaba -hasta el tamaño de una coliflor, le
parecía-la oreja azotada por el cinto. Junto a él, en el suelo, Cahir se removía
desmañadamente, la mano puesta en la mejilla. En sus antebrazos crecían a ojos
vista unas rayas rojas.
Sobre la tierra cayó una lluvia que apestaba a azufre, cenizas del último
cohete.
Angouléme sollozaba con tristeza, sujetándose el hombro. Milva tiró el
cinturón, tras un instante de duda corrió hacia ella, la abrazó y la acarició sin
palabras.
– Propongo -habló el vampiro con una voz fría-que os deis la mano.
Propongo que nunca, pero nunca jamás, volvamos a tocar este asunto.
De pronto les golpeó una susurrante racha de viento, venida de las
montañas, en la que daba la sensación de que resonaban unos aullidos, gritos y
voces fantasmales. Las nubes arrastradas por el cielo tomaban formas
fantásticas. La hoz de la luna se volvió roja como la sangre.
El coro rabioso y el revuelo de las alas de los chotacabras les despertaron
antes del alba.
Se pusieron en camino a poco de salir el sol, cuyo fuego cegador encendió
después la nieve de las cimas de las montañas. Se pusieron en marcha mucho
antes de que el sol consiguiera mostrarse por detrás de las cumbres. Antes de que
se viera que el cielo estaba cubierto de nubes.
Cabalgaban entre bosques, y el camino conducía cada vez más alto y más
alto, lo que se dejaba notar por los cambios en la vegetación. De pronto se
acabaron los robles y los ojaranzos, entraron en la lobreguez de los hayedos,
acolchados de hojas caídas, que olían a moho, a tela de araña y hongos. Hongos
había en abundancia. El húmedo final del verano había hecho crecer a los
hongos como en un verdadero otoño. La cubierta de hayas desaparecía a trechos
entre los sombrerillos de los boletos, los mizcalos y las oronjas.
Los hayedos estaban silenciosos, parecía que la mayor parte de los pájaros
cantores había volado ya a sus cuarteles de invierno. Sólo los empapados
cuervos cracaban al pie de la vegetación.
Luego se acabaron las hayas, aparecieron los abetos. Olía a resina.
Cada vez con más frecuencia tropezaban con montecillos pelados y abras
donde el viento les golpeaba. El río Neva espumeaba entre saltos y cascadas, sus
aguas -pese a las lluvias-estaban cristalinas y transparentes.
En el horizonte se elevaba la Gorgona. Cada vez más cerca.
Desde los angulosos costados de la poderosa montaña se deslizaban todo el
año glaciares y nieves, a causa de lo cual la Gorgona tenía siempre el aspecto de
estar cubierta por un echarpe blanco. La cumbre de la Montaña del Diablo, como
la cabeza y el cuello de una misteriosa prometida, estaba incansablemente
envuelta en el velo de las nubes. A veces la Gorgona, como una bailarina,
agitaba su blanca cubierta, una vista hermosa pero que traía la muerte. Desde los
despeñaderos de las paredes de la montaña bajaban avalanchas que arrastraban
todo en su camino hasta llegar al desgalgadero situado al pie de monte, y aún
más abajo, por la pendiente, hasta el gran bosque de abetos junto al desfiladero
de Theodula, junto a los valles del Neva y Sansretour, sobre los ojos negros de
los lagos de las montañas.
El sol, que pese a todo había conseguido atravesar las nubes, se esfumó
demasiado deprisa. Simplemente se escondió detrás de la montaña al oeste,
quemándola con su resplandor dorado y púrpura.
Pernoctaron. El sol salió.
Y llegó el momento de separarse.
Se rodeó minuciosamente la cabeza con el pañuelo de seda de Milva. Se
colocó el sombrero de Regis. Volvió a revisar la situación del sihill en la espalda
y de ambos estiletes en las cañas de las botas.
Al lado, Cahir afilaba su larga espada nilfgaardiana. Angouléme se cruzaba
la frente con una cinta de algodón, se guardaba en la caña el cuchillo de cazador
que le había regalado Milva. La arquera y Regis estaban montados. El vampiro
le había dado a Angouléme su caballo negro, él estaba sobre la mula Draakul.
Estaban listos. Sólo les quedaba por hacer una cosa.
– Venid aquí, todos.
Se acercaron.
– Cahir, hijo de Ceallach -comenzó Geralt, intentando no sonar patético-. Te
insulté con una sospecha sin fundamento y me comporté vilmente hacia ti. Con
el presente acto me disculpo, ante todos, bajando la cabeza. Me disculpo y te
pido que me perdones. También a todos vosotros os pido perdón, porque fue vil
el obligaros a contemplar y escuchar aquello.
«Desahogué sobre Cahir y sobre vosotros mi furia, mi rabia y mi pena. Que
surgía de que yo sé quién nos traicionó. Sé quién nos traicionó y raptó a Ciri, a
quien nosotros queremos salvar. Mi furia nace de que se trata de una persona que
me fue antaño muy cercana.
«Dónde estamos, qué pretendemos, por dónde vamos y adonde nos
dirigimos… todo resultó descubierto con ayuda de la magia escaneadora,
descubridora. No es demasiado difícil para una maestra de la magia el descubrir
y observar a distancia a una persona que fuera antes bien conocida y cercana,
con la que se tuvo un largo contacto psíquico que permitiera crear una matriz.
Pero la hechicera y el hechicero de los que hablo cometieron un error. Se han
desenmascarado. Se equivocaron al contar a los miembros del grupo, y este error
los traicionó. Díselo, Regis.
– Geralt puede tener razón -dijo Regis con lentitud-. Como todos los
vampiros, soy invisible para las sondas mágicas de visión y escaneo, o sea, a los
encantamientos descubridores. Se puede seguir a un vampiro con un
encantamiento analítico, de cerca, pero no es posible descubrir a distancia a un
vampiro con un hechizo escaneador. Un hechizo escaneador no mostrará al
vampiro. Allí donde esté el vampiro el buscador contestará que no hay nadie.
Así que sólo un hechicero pudo haberse equivocado con nosotros: escaneó a
cuatro donde en realidad había cinco, es decir, cuatro personas y un vampiro.
– Nos aprovecharemos de este error de los hechiceros -siguió de nuevo el
brujo-. Yo, Cahir y Angouléme iremos a Belhaven a hablar con el medioelfo que
ha contratado a asesinos contra nosotros. No le preguntaremos al elfo por orden
de quién actúa, porque eso ya lo sabemos. Le preguntaremos dónde están los
hechiceros a cuyas órdenes actúa. Y cuando nos enteremos de dónde es, iremos
allí. Y nos vengaremos.
Todos guardaron silencio.
– Hemos dejado de contar las fechas, por eso ni siquiera nos dimos cuenta
de que ya estamos a veinticinco de septiembre. Hace dos días fue la noche del
Equilibrio, el equinoccio. Sí, precisamente esa noche en la que pensáis. Veo
vuestro desaliento, veo lo que tenéis en los ojos. Recibisteis la señal entonces, en
aquella terrible noche cuando en el campamento vecino los mercaderes se daban
ánimos con aquavit, cantos y fuegos artificiales. Seguramente recibisteis también
los presentimientos menos claramente que Cahir y yo, pero os lo imagináis. Lo
sospecháis. Y me temo que vuestras sospechas son ciertas.
Graznaron los cuervos que volaban sobre la abra.
– Todo apunta a que Ciri está muerta. Hace dos noches, en el equinoccio,
recibió la muerte. En algún lugar lejano, sola, entre enemigos y gente extraña.
»Y a nosotros no nos queda más que la venganza. Una venganza terrible y
cruel, de la que todavía circularán leyendas dentro de cien años. Leyendas que la
gente temerá escuchar cuando caiga la noche. Y a aquéllos que quisieran repetir
tal crimen, les temblará la mano al pensar en nuestra venganza. ¡Daremos un
ejemplo por el miedo que los atemorice! El método de don Fulko Artevelde, el
sabio don Fulko que sabe cómo hay que tratar a los miserables y a los canallas.
El ejemplo por el miedo que daremos le asombrará hasta a él.
»¡Así que comencemos y que el infierno nos ayude! Cahir, Angouléme, a
los caballos. Vamos a ir Neva arriba, a Belhaven. Jaskier, Milva, Regis, vosotros
os dirigiréis hacia Sansretour, a la frontera con Toussaint. No os perderéis, el
camino os lo marca la Gorgona. Hasta la vista.
Ciri acariciaba al gato negro, el cual, con la costumbre de todos los gatos
del mundo, volvió a la choza en los pantanos cuando el hambre, el frío y las
incomodidades vencieron a su amor por la libertad y la golfería. Ahora estaba
tendido en las rodillas de la muchacha y ponía el cuello bajo su mano con un
ronroneo que evidenciaba su intenso placer.
Lo que la muchacha estaba contando no le importaba un pimiento al gato.
– Aquélla fue la única vez que soñé con Geralt -siguió Ciri-. Desde aquel
momento, desde que nos separáramos en la isla de Thanedd, desde la Torre de la
Gaviota, nunca lo había visto en sueños. Por ello juzgaba que no vivía. Y de
pronto llegó aquel sueño, uno como hacía tiempo que no tenía, un sueño de los
que Yennefer decía que son proféticos, precognitivos, que muestran o bien el
pasado o bien el futuro. Fue el día anterior al equinoccio. En una ciudad cuyo
nombre no recuerdo. En el sótano en el que me había encerrado Bonhart.
Después de que me torturara y me obligara a reconocer quién soy.
– ¿Le reconociste quién eras? -Vysogota alzó la cabeza-. ¿Le contaste todo?
– Por mi cobardía -tragó saliva-pagué con vergüenza y desprecio por mí
misma.
– Cuéntame ese sueño.
– En él vi una montaña, enorme, escarpada, angulosa como un cuchillo de
piedra. Vi a Geralt. Escuché lo que decía. Exactamente. Cada palabra, como si
estuviera allí mismo. Recuerdo que quería gritar que no era así, que no era
verdad, que se había equivocado terriblemente… ¡Que había equivocado todo!
Que no era el equinoccio en absoluto, que incluso si había sido así que yo moría
en el equinoccio, no debía decir que estaba muerta antes, cuando todavía estaba
viva. Y no debía acusar a Yennefer y decir aquellas cosas de ella…
Se calló por un instante, acarició al gato, sorbió las narices.
– Pero no pude alzar la voz. No pude siquiera respirar… Como si me
ahogara. Y me desperté. Lo último que había visto, que recordaba de aquel
sueño, fue a tres jinetes. Geralt y otros dos, galopando por una garganta por
cuyas paredes caían cascadas…
Vysogota guardaba silencio.
Si al caer la noche alguien se hubiera deslizado hasta la cabaña del hundido
tejado de bálago, si hubiera mirado a través de la rendija en los postigos, habría
visto en su interior escasamente iluminado a un viejecillo de barba blanca
escuchando concentrado el relato de una muchacha de cabellos cenicientos con
la mejilla destrozada por una terrible cicatriz.
Hubiera visto a un gato negro que yacía en las rodillas de la muchacha,
ronroneando perezosamente, dejándose acariciar para alegría de los ratones que
correteaban por la habitación.
Pero nadie pudo haber visto aquello. La choza del hundido tejado de bálago
cubierto de musgo estaba bien escondida entre la niebla y los vapores, entre los
cañaverales impenetrables, en los cenagales de Pereplut, donde nadie se atrevía a
adentrarse.
Capítulo sexto
Sabido es que el bruxo, cuando otorga tormento, sufrimiento y muerte,
recibe similísimos placeres y gustos cual el hombre piadoso no más tiene en
tanto que coyunda con su legítima cónyuge, ibidem cum eiaculatio. De esto
despréndese que y hasta en esta materia es el bruxo monstruo contrario a
natura, inmoral y malévolo degenerado, nacido del fondo del más oscuro y
apestoso infierno, puesto que del sufrimiento y el tormento sólo el diablo puede
lograr placer.
Anónimo, Monstrum o descripción de los bruxos
Se salieron de la carretera principal que iba hacia el valle del Neva,
cabalgaron por un atajo a través de las montañas. Iban tan deprisa como les
permitía el sendero, estrecho, retorcido, pegado a unas rocas de fantásticas
formas, cubiertas de una alfombra de líquenes y musgos. Cabalgaban entre
despeñaderos de rocas verticales desde los que caían las cintas quebradas de
cascadas y saltos de agua. Atravesaron gargantas y barrancos, a través de
puentecillos que se balanceaban tendidos sobre precipicios en cuyo fondo
burbujeaba la blanca espuma de unos arroyos.
La espada de granito de la Gorgona parecía alzarse justo por encima de sus
cabezas. No se podía ver la punta de la Montaña del Diablo, estaba sumergida
entre nubes y nieblas que encapotaban el cielo. El tiempo, como suele suceder en
las montañas, empeoró en unas pocas horas. Comenzó a lloviznar, a lloviznar de
forma viva y molesta.
Cuando fue acercándose el ocaso, los tres empezaron a mirar a su alrededor
con impaciencia y nerviosismo, buscando un chozo de pastor, un redil arruinado
o aunque fuera una cueva. Algo que les protegiera durante la noche del agua que
caía del cielo.
– Creo que ya ha dejado de llover -dijo Angouléme con esperanza en la
voz-. Sólo cae agua por los agujeros en el techo del chozo. Mañana, por suerte,
andaremos ya aprés Belhaven y en los arrabales siempre se puede pernotar en
alguna choza o establo. -¿No vamos a entrar en la ciudad?
– Ni hablar de entrar. Unos forasteros a caballo resaltan demasiado y el
Ruiseñor tiene en el pueblo un montón de informantes.
– Estábamos pensando en meternos voluntariamente en la trampa…
– No -le interrumpió-. Es un mal plan. El que estemos juntos levanta
sospechas. El Ruiseñor es un rufián astuto, y de seguro que la noticia de mi
captura ya se ha extendido. Si algo le quita el sosiego al Ruiseñor, también el
medioelfo se enterará.
– Así que, ¿qué propones?
– Arrodearemos la ciudad por el este, desde la salida del valle de
Sansretour. Allí hay unas minas. En una de esas minas tengo un compadre.
Iremos a verlo. Quién sabe, si tenemos suerte, puede que esta visita nos valga la
pena.
– ¿Puedes hablar más claro?
– Lo diré mañana. En la mina. Para no dar mala suerte.
Cahir añadió al fuego unas hojas de abedul. Había llovido todo el día, otras
maderas no ardían. Pero el abedul, aunque mojado, sólo chasqueó un poco y
enseguida comenzó a arder con un poderoso fuego azulado.
– ¿De dónde eres, Angouléme?
– De Cintra, brujo. Es un país junto al mar, en la desembocadura del
Yaruga…
– Sé dónde está Cintra.
– Entonces, ¿por qué preguntas si tanto sabes? ¿Tanto lo precisas?
– Digamos que un poco.
Guardaron silencio. La hoguera chasqueaba.
– Mi madre -dijo por fin Angouléme, mirando al fuego-era una noble de
Cintra y al parecer de alto linaje. En el blasón, el linaje éste tenía un gato de mar,
te lo enseñaría, pues un medalloncito tenía con ese gato de mierda, de mi madre,
mas lo perdí a los dados… Mas el tal linaje, me cagüen su perro marino, me
mandó a freír gárgaras, pues al parecer mi madre se había arrejuntado con no sé
qué bellaco, paréceme que mozo de cuadra, y yo era una bastarda, una cagada,
vergüenza y mancha en el honor. Me entregaron a unos parientes lejanos para
que me cuidaran, éstos, todo sea dicho, no tenían en el blasón ni gato ni perro ni
puta alguna, pero no fueron malos conmigo. Me mandaron a la escuela, me
pegaban poco… Aunque muy a menudo me recordaban quién era, una bastarda
concebida en el pajar. Mi madre vino a verme igual tres o cuatro veces cuando
era pequeña. Luego dejó de venir. A mí, al fin y al cabo, me importaba una puta
mierda…
– ¿Y cómo es que acabaste entre los delincuentes?
– ¡Preguntas como un juez de cargo! -bufó, torciendo el gesto en forma
grotesca-. Entre delincuentes, ¡fuuu! ¡Desde el camino de la virtú, puf!
Regruñó un poco, se rebuscó en el seno, sacó algo que el brujo no pudo ver
con claridad.
– El tuerto de Fulko -dijo pronunciando indistintamente, frotándose algo
con fuerza en la encía y respirando hondo por la nariz-es, de todos modos, un tío
legal. Lo que se llevó se lo llevó, pero el polvo me lo dejó. ¿Una pizca, brujo?
– No. Y preferiría que tú tampoco lo tomaras.
– ¿Por qué?
– Porque no.
– ¿Cahir?
– No tomo fisstech.
– Pues no me han tocado dos santurrones -agitó la cabeza-. Ahora seguro
que me vais a salir con moralinas, que si los polvos te dejan ciego, sordo y calvo.
Que si voy parir crios retrasados.
– Déjalo, Angouléme. Y termina de contar la historia.
La muchacha estornudó con fuerza.
– Vale, como quieras. En qué estaba yo… Ah. Estalló la guerra, sabes, con
Nilfgaard, los parientes perdieron todo su patrimonio, tuvieron que dejar su casa.
Tenían tres hijos propios, y yo me convertí en un peso para ellos, así que me
dieron a un orfanatorio. Lo llevaban unos sacerdotes de no sé qué santuario. Un
sitio alegre, resultó ser. Un lupanar común y corriente, un burdel, ni más ni
menos, para los que les gustan las frutas acidas con pipas blancas, ¿entiendes?
Muchachillas jóvenes. Y muchachos también. Yo, cuando llegué, estaba ya
demasiado desarrollada, crecida, no tenía aficionados…
Inesperadamente, se cubrió de rubor, que era visible incluso a la luz del
fuego.
– Casi no tenía -añadió entre dientes.
– ¿Cuántos años tenías entonces?
– Quince. Conocí allí una muchacha y cinco muchachos, de mi edad y un
poco mayores. Y nos pusimos de acuerdo al punto. Conocíamos, por supuesto,
las leyendas y los cuentos. Del Loco Dei, de Barbanegra, de los hermanos
Cassini… ¡Nos tiraba el camino, la libertad, el bandolerismo! Qué es eso, nos
dijimos, sólo porque nos dan aquí de comer dos veces al día tenemos que
ponerle el culo a placer a unos mariconazos…
– Cuida tu lenguaje, Angouléme. Sabes que lo mucho empalaga.
La muchacha gargajeó estruendosamente, escupió al fuego.
– ¡Vaya santurrones! Vale, voy al grano, que no tengo ganas de hablar. En la
cocina del orfanatorio se encontraron cuchillos, bastaba afilarlos bien con una
piedra y esconderlos al cinto. De las patas de una silla de roble nos salieron
buenos palos. Sólo nos eran necesarios caballos y dinero, así que esperamos a
que vinieran dos depravados, clientes asiduos, unos vejestorios, puf, lo menos
cuarentones. Vinieron, se sentaron, se tomaron su vinillo, esperaron hasta que los
sacerdotes, como era costumbre, les ataran a la mozuela elegida a un curioso
mueble especial… ¡Mas aquel día no encularon a nadie, no!
– Angouléme.
– Vale, vale. En pocas palabras: degüellamos y apaleamos a ambos dos
viejos depravados, a tres sacerdotes y a un paje, el único que no salió corriendo y
defendió los caballos. Al dispensador del santuario, que no quería soltar la llave
del cofre, le pusimos al fuego hasta que la soltó, pero le perdonamos la vida,
porque era un viejo amable, siempre bueno y generoso. Y nos echamos al monte,
al camino. Nuestra suerte posterior fue muy variada, a veces bien, a veces mal, a
veces nos dieron, a veces nosotros les dimos. A veces hartos, a veces
hambrientos. Ja, hambrientos las más de las veces. De lo que se arrastra he
comido en mi vida todo lo que se dejara, su puta madre, cazar. Y de lo que vuela
hasta una cometa que me comí una vez, porque estaba pegada con harina.
Se calló, se restregó con brusquedad sus cabellos claritos como la paja.
– Ah, lo que pasó, pasó. Esto te diré: de los que huyeron conmigo del
orfanatorio, no vive ya ninguno. A los dos últimos, Owen y Abel, se los cargaron
hace unos días los infantes de don Fulko. Abel se entregó, como yo, mas lo
rajaron igual, por mucho que había arrojado la espada. A mí no me mataron. No
pienses que por bondad de corazón. Ya me estaban tirando de espaldas y me
abrían de patas, mas se allegó un oficial y no les permitió la diversión. Y luego
tú me salvaste del cadalso…
Guardó silencio un instante.
– Brujo.
– Dime.
– Yo sé mostrar gratitud. Si quieres…
– ¿Qué?
– Voy a ver qué tal los caballos -dijo Cahir rápido y se levantó,
envolviéndose con la capa-. Daré un paseo… por los alrededores…
La muchacha estornudó, sorbió los mocos, carraspeó.
– Ni una palabra, Angouléme -se anticipó Geralt, verdaderamente enfadado,
verdaderamente avergonzado, verdaderamente confundido-. ¡Ni una palabra!
Carraspeó de nuevo.
– ¿De verdad que no tienes ganas de mí? ¿Ni un poquitito?
– Ya te dio Milva con el cinto, mocosa. Si no te callas ahora mismo te voy a
dar yo también una buena.
– Ya no digo más.
– Buena chica.
En una pendiente poblada de pinos retorcidos y encorvados se abrían
cuevas y agujeros, revestidos y tapados con tablas, ligados con pasarelas,
escalerillas y andamiajes. De los agujeros surgían unas plataformas apoyadas
sobre unos postes entrecruzados. Por algunas de aquellas plataformas se
afanaban unas personas que empujaban carretillas y vagonetas. El contenido de
las carretillas y las vagonetas, que parecía al primer golpe de vista una sucia
tierra pedregosa, era vertido desde las plataformas a una artesa cuadrangular, o
más bien a un complejo de artesas cada vez más pequeñas, divididas por tablas.
A través de la artesa corría una corriente continua y ruidosa de agua conducida
desde la colina boscosa con ayuda de unos canalones de madera apoyados en
unos caballetes bajos. Y de igual forma era luego despachada hacia abajo, al
despeñadero.
Angouleme bajó del caballo, hizo una señal para que Geralt y Cahir
desmontaran también. Dejaron a los animales junto a la valla y anduvieron en
dirección a los edificios, hundiéndose en el barro provocado por las cercanas
artesas y canalones, que dejaban traspasar el agua.
– Lavan mena de yerro -dijo Angouleme, señalando la estructura-. De allí,
de los pozos, sacan el mineral, lo amontonan en la artesa y echan agua que
toman del río. El mineral se asienta en los lavaderos, de allí se lo recoge.
Alrededor de Belhaven hay muchas minas y muchos de estos lavaderos. Y el
mineral se lleva al valle, a Mag Turga, allá hay hornos y fábricas puesto que allí
hay más bosques y para el beneficio de los metales hace falta madera…
– Gracias por la lección -le cortó Geralt, ácido-. Ya he visto en mi vida más
de una mina y sé lo que hace falta para beneficiar los metales. ¿Cuándo nos vas a
revelar por fin para qué hemos venido aquí?
– Para platicar con un conocido mío. El capataz local. Venid conmigo. ¡Ja,
ya lo veo! Oh, allí, al lado de la carpintería! Vamos.
– ¿Es el enano?
– Sí. Se llama Golan Tordilho. Es, como he dicho…
– El capataz local. Lo has dicho. Lo que no has dicho ha sido de qué quieres
hablar con él.
– Mirad vuestras botas.
Geralt y Cahir la obedecieron, su calzado estaba hundido en un barro de un
extraño color rojizo.
– El medioelfo que buscamos -Angouleme se adelantó a sus preguntas-
también tenía las mismitas manchas de limo rojizo en las polainas. ¿Entendéis?
– Ahora sí. ¿Y el enano?
– No habléis con él. Yo me ocuparé de la chachara. Ha de teneros a
vosotros por unos que no hablan, sino que degüellan. Poned cara de duros.
No tuvieron que poner ninguna cara especial. Algunos de los picadores que
los miraban apartaban los ojos rápidamente, otros se quedaban pasmados y con
la boca abierta. Aquéllos que se cruzaban en su camino se salían de él a toda
prisa. Geralt se imaginó por qué. En el rostro de Cahir y en el suyo propio
todavía se veían los cardenales, rasguños, cicatrices y las hinchazones resultado
de su pintoresca lucha y de la paliza que les había atizado Milva. Así que tenían
el aspecto de individuos que encuentran gusto en darse en los morros
mutuamente y a los que tampoco hay que convencer mucho rato para romperle
la cara a un tercero.
El enano amigo de Angouleme estaba al lado de un edificio con un letrero
que ponía «Carpintería» y pintaba algo en una tablilla hecha de dos listones de
madera pulidos. Contempló a los que se acercaban, soltó el pincel, posó el cubo
con la pintura, los miró con los ojos entornados. En su fisonomía adornada con
una barba llena de manchas se pintó de pronto una expresión de profundo
asombro.
– ¿Angouléme?
– Buenas, Tordilho.
– ¿Eres tú? -El enano abrió la barbada boca-. ¿Eres tú en verdad?
– No. No soy yo. Soy el profeta Lebioda, recién resucitadito. Haz otra
pregunta, Golan. Para variar, una que sea inteligente.
– No te mofes, Clara. Yo ya no me esperaba echarte el ojo encima nunca.
Nomás hace cinco días estuvo aquí el Mulillas, chocheó que te habían cazado y
clavado en un palo en Riedbrune. ¡Juró que era cierto!
– Siempre hay algún beneficio. -La muchacha se encogió de hombros-. Si
ahora el Mulillas viniera a pedirte dinero y jurara que te lo va a devolver tú ya
sabrás lo que valen sus juramentos.
– Yo ya lo sabía -le repuso el enano, removiendo y encogiendo la nariz con
rapidez exactamente igual que un conejo-. A él yo ni un real de vellón roto que
le prestara, ni aunque se cagara aquí mesmo y se comiera la tierra. ¡Mas estás
viva y salva, malegro, malegro, je! Y pudiera ser que me devolvieras lo que me
debes, ¿eh?
– Pudiera, ¿quién sabe?
– ¿Y quiénes están contigo, Clara?
– Unos buenos amigos.
– Ah, qué lengua… ¿Y aónde te llevan los dioses?
– Como de costumbre, por el mal camino. -Angouléme, sin importarle para
nada la mirada fulminante del brujo, se metió en la nariz una pizca de fisstech, el
resto se lo frotó en las encías-. ¿Una rayita, Golan?
– Por supuesto. -El enano puso el dedo, se metió el polvillo de narcótico
ofrecido en el agujero de la nariz.
– Hablando en serio -siguió la muchacha-, pienso que a Belhaven. ¿No
sabrás si acaso no ande por allá el Ruiseñor con la hansa?
Golan Tordilho inclinó la cabeza.
– A ti, Clara, lo mejor te sea evitar al Ruiseñor. Enrabietao está, dicen,
contigo, como al oso cuando le despiertan de la invernada.
– ¡Oh, venga! Y cuando la noticia llegole de que me ensartaron en una
estaca afila tirando de los tiros de dos caballos, ¿no se le cambió el corazón? ¿No
lo lamentó? ¿Lagrimillas no vertiera, no se tiró de la barba?
– Na de na. Dicen que habló así: tiene ésta, Angouléme, lo que hace tiempo
se mereciera, un palo en el culo.
– Hala, malhablado. Será vulgar el gañán. El señor prefecto Fulko diría: el
fondo de la sociedad. Yo, en cambio, digo: ¡el fondo de la cloaca!
– Mejor para ti, Clara, que no digas tales cosas ante sus ojos. Y no
andurrear por Belhaven, arrodear la villa y no entrar en ella. Y si has de entrar, lo
mejor desfrazada.
– Eh, Golan, no le enseñes a tu padre cómo se hacen los hijos.
– Ni matrevería.
– Escucha, enano. -Angouléme apoyó la bota en un peldaño de la escalera
de la carpintería-. Te haré una pregunta. No has de apresurarte a responder.
Piénsalo bien primero.
– Pregunta.
– ¿No te ha pasao por delante últimamente un medioelfo? ¿Forastero, no de
aquí?
Golan Tordilho aspiró aire, estornudó con fuerza, se limpió la nariz con la
manga.
– ¿Un medioelfo, dices? ¿Qué medioelfo?
– No te hagas el tonto, Tordilho. Uno que le contrató a Ruiseñor para un
trabajo. Un trabajo sucio. Para cierto brujo…
– ¿Un brujo? -Golan Tordilho sonrió, alzó del suelo su tablilla-. ¡No me
digas na! Nosotros, por un casual, andamos buscando a un brujo, oh, mira,
pintamos tales letreros y los colgamos por los alredores. Mira: «Se necesita
brujo, buena paga, y amás manutención y cobijo, pormenores en la oficina de la
mina La Pequeña Babette…»¿Cómo se escribe, «pormenores» o «promenores»?
– Pon: «detalles». ¿Y para qué queréis vosotros un brujo en la mina?
– Vaya una pregunta. ¿Y pa qué, si no pa los moustros?
– ¿Para cuáles?
– Pa los llamadores y barbeglaces. Se nos han llenao que no veas las
galerías más bajas.
Angouléme miró a Geralt, que le confirmó con un gesto de la cabeza que
sabía de qué se trataba. Y con un carraspeo le hizo señal de que era hora de
volver al tema.
– Volviendo al tema. -La muchacha lo entendió al vuelo-. ¿Qué es lo que
sabes de ese medioelfo?
– No sé na de ningún medioelfo.
– Te he dicho que lo pienses bien.
– Y tal hice. -Golan Tordilho adoptó de pronto un gesto maligno-. Y me
pensé que no me merece la pena saber na de este asunto.
– ¿Es decir?
– Es decir, que esto está peligroso. La comarca está peligrosa y los tiempos
están peligrosos. Bandas, nilfgaardianos, guerrilleros de Taludes Libres… Y
varios otros alementos, medioelfos. Y tos ardiendo en ganas de darte un
disgusto…
– ¿Es decir?
– Es decir, que tú unas perras me debes, Clara. Y en vez de devolverlas,
quiés hacer otras deudas. Deudas mu serias, pos por lo que me preguntas pué ser
que le levanten a uno por la testa, y no con las manos desnudas, sino con una
hoz. ¿Qué gano yo de to esto? ¿Me merece la pena saber algo de ese medioelfo,
eh? ¿O me llevaré arguna cosilla? Porque si no hay más que riesgo y ningún
beneficio…
Geralt estaba harto. Le aburría la conversación, le molestaba el argot y las
maneras usadas. Con un movimiento fulminante agarró al enano por la barba, lo
agitó y empujó. Golan Tordilho se tropezó con el cubo de pintura, cayó. El brujo
se acercó a él de un salto, apoyó la rodilla sobre el pecho y le puso un cuchillo
ante los ojos.
– Beneficio -bramó-puede ser el de salir con vida. Habla.
Parecía que los ojos de Golan iban a salirse al instante siguiente de sus
órbitas y se iban a ir a dar un paseo por los alrededores.
– Habla -repitió Geralt-. Habla lo que sepas. Si no, te voy a rajar la nuez de
tal modo que te asfixiarás antes de desangrarte…
– Rialto… -jadeó el enano-. En la mina Rialto…
La mina Rialto se diferenciaba en muchos aspectos de la mina La Pequeña
Babette, así como de otras minas y canteras que Angouléme, Geralt y Cahir
habían pasado por el camino, y que se llamaban Manifiesto de Otoño, La Mena
Vieja, La Mena Nueva, La Mena Julieta, Celestina, Asuntos Comunes y Agujero
de Fortuna. En todas se trabajaba mucho, en todas se sacaba de los pozos o de
las excavaciones la tierra sucia y se la echaba en las artesas y se la lavaba en los
lavaderos. En todas había por todos lados el característico barro rojo.
Rialto era una mina grande, excavada cerca de la cumbre de una colina. La
cumbre estaba truncada y formaba una cantera, es decir, una mina a cielo abierto.
El lavadero se localizaba en una terraza excavada en la pendiente de la colina.
Allí, junto a una pared vertical en la que resaltaban las aberturas de las galerías y
los pozos, había artesas, lavaderos, canalones y demás parafernalia de la
industria minera. Allí también se levantaba un asentamiento de casuchas de
madera, chozas, chabolas y hutas con el tejado cubierto de corteza.
– No conozco aquí a nadie -dijo la muchacha, mientras ataba las riendas a
una valla-. Mas intentaremos hablar con el capataz. Geralt, si puedes, no lo
agarres tan pronto del gaznate ni lo amenaces con el bardeo. Primero
platicaremos…
– No le enseñes a tu padre cómo se hacen los hijos, Angouléme.
No tuvieron tiempo de hablar. No tuvieron ni siquiera tiempo de acercarse
al edificio en el que suponían se encontraba la oficina del capataz. En la placita,
donde se cargaba la gandinga en los carros, se encontraron de pronto con cinco
jinetes.
– Oh, mierda -dijo Angouléme-. Oh, mierda. Mira lo que nos ha traído el
gato.
– ¿Qué pasa?
– Son gente de Ruiseñor. Han venido a por la mordida por la protección. Ya
me han visto y reconocido… ¡Su puta madre! La hemos liado…
– ¿Serás capaz de escaquearte? -murmuró Cahir.
– No cuento con ello.
– ¿Por?
– Robé a Ruiseñor, cuando huía de la hansa. No me lo perdonarán. Mas lo
intentaré… Vosotros callad. Tened los ojos bien abiertos y estad dispuestos. A
todo.
Los jinetes se acercaron. En vanguardia iban dos, un tipo de largos cabellos
grises vestido con una piel de lobo y un zagalón con barba, que se había dejado a
todas luces para cubrir las cicatrices del acné. Fingían indiferencia pero Geralt
distinguió un oculto brillo de odio en las miradas con las que contemplaban a
Angouléme.
– Clara.
– Novosad. Yirrel. Hola. Bonito día. Una pena que llueva.
El de las cicatrices se bajó del caballo o, mejor dicho, saltó de la silla,
pasando enérgicamente la pierna derecha por encima de la testa del caballo. Los
demás también desmontaron. El de las cicatrices le dio las riendas al zagalón de
la barba, llamado Yirrel, y se acercó a ellos.
– Vaya -dijo-. Nuestra urraca parlanchína. ¿Y no resulta que vives y estás
sana?
– Y doy brincos con los pies.
– ¡Mocosa deslenguada! El rumor decía que dabas brincos, pero en lo alto
de un palo. El rumor decía que te había agarrado el tuerto Fulko. ¡El rumor decía
que habías cantado en el potro como una tórtola, que habías chotado todo lo que
te preguntaban!
– El rumor decía -resopló Angouléme-que tu madre, Novosad, sólo pedía a
sus clientes cuatro chavos y nadie quería dar más de dos.
El bandolero le escupió a los pies con un gesto de odio. Angouléme bufó de
nuevo, exactamente igual que un caballo.
– Novosad -dijo descarada, poniéndose en jarras-. Tengo algo entre manos
para el Ruiseñor.
– Curioso. Porque él también tiene algo entre manos para ti.
– Cierra el pico y escucha mientras entoavía tengo ganas de chamullar.
Hace dos días, a una milla de Riedbrune, yo y estos los mis amigos nos
cargamos al brujo ése por el que había el precio. ¿Entiendes?
Novosad miró significativamente a sus camaradas, luego se quitó el guante,
valoró con la mirada a Geralt y Cahir.
– Tus nuevos amigos -repitió despacio-. Ja, veo por sus jetas que no son
curas. ¿Dices que mataron al brujo? ¿Y cómo? ¿Con un estilete en la espalda?
¿O en sueños?
– Eso son promenores sin importancia. -Angouléme frunció el ceño como
un mono-. El promenor importante es que el tal brujo se pudre bajo tierra.
Escucha, Novosad. Yo no quiero importunar al Ruiseñor ni ponérmele por
medio. Mas el negocio es el negocio. El medioelfo os dio un adelanto por el
trabajo, de esto no hablo, es vuestro dinero, por los costes y la fatiga. Mas la otra
parte, la que prometió el medioelfo para después del trabajo es, según la ley, mía.
– ¿Según la ley?
– ¡Así es! -Angouléme no prestó atención al tono sarcástico-. Nosotros
fuimos quienes acabamos el contrato, matamos al brujo, de lo que podemos
mostrar pruebas al medioelfo. Tomaré entonces lo que sea mío y me iré adonde
el dios perdió el gorro. Con el Ruiseñor, como dije, no quiero competencias,
porque Los Taludes son demasiado pequeños para mí y para él. Dile esto,
Novosad.
– ¿Sólo esto? -De nuevo un sarcasmo venenoso.
– Y mis besos -resopló Angouléme-. Puedes chuparle el culo de mi parte,
per procura.
– Me se ocurrió a mí mejor idea que ésa -anunció Novosad, mirando de
reojo a los compañeros-. Yo le llevaré tu culo en original al Ruiseñor,
Angouléme. Yo te me entrego atadita, Angouléme, y él entonces ya hablará todo
y se pondrá de acuerdo en todo contigo. Y lo regulará. Todo. La disputa de a
quién le pertenecen los dineros del contrato con el medioelfo Schirrú. Y el pago
de lo que le robaras. Y lo de que en Los Taludes no hay sitio para los dos. De
este modo todo se soluciona. Al detalle.
– Hay una pega. -Angouléme bajó las manos-. ¿Y cómo quieres llevarme
hasta el Ruiseñor, Novosad?
– ¡Oh, así! -El bandido estiró las manos-. ¡Por el pescuezo!
Geralt, con un movimiento relampagueante, desenvainó el sihill y se lo
puso a Novosad bajo la nariz.
– No te lo recomiendo.
Novosad retrocedió, echó mano a la espada. Con un siseo, Yirrel sacó un
sable curvo de una vaina que llevaba a la espalda. Los otros siguieron su
ejemplo.
– No te lo recomiendo -repitió el brujo.
Novosad maldijo. Miró a sus compañeros. No era muy ducho en aritmética,
pero le salió que cinco es bastante más que tres.
– ¡Atacad! -gritó, al tiempo que se lanzaba sobre Geralt-. ¡Matad!
El brujo evitó el golpe con una media vuelta y lo rajó del revés en la sien.
Antes de que cayera Novosad, Angouléme se inclinó en un pequeño impulso, un
cuchillo brilló en el aire. Yirrel, que estaba atacando, se detuvo: bajo su barbilla
sobresalía un mango de hueso. El bandolero dejó caer el sable, agarró el cuchillo
en el cuello con las dos manos, borboteando sangre, y Angouléme, con un
impulso, le golpeó en el pecho y lo echó al suelo. Entre tanto Geralt había
degollado a un segundo bandido. Cahir rajó a otro más. Bajo el poderoso golpe
de la espada nilfgaardiana algo en forma de un pedazo de sandía cayó del cráneo
del bandolero. El último esbirro desertó, saltó sobre el caballo. Cahir bajó la
espada, la agarró por la hoja y la lanzó como una jabalina, acertando al ladrón
exactamente entre los omoplatos. El caballo relinchó y agitó la cabeza, se echó
para atrás, pateó, arrastrando por el barrizal rojizo el cadáver que llevaba la
mano enganchada en las riendas.
Todo aquello no duró más que cinco latidos del corazón.
– ¡Paisanooos! -gritó alguien por entre los edificios-. ¡Paisanooos!
¡Ayudaaa! ¡Asesinos, asesinos, que matan a alguien!
– ¡Al ejército! ¡Llamad al ejército! -gritó un segundo minero, mientras
espantaba a los niños que, siguiendo la costumbre ancestral de todos los niños
del mundo, habían aparecido de no se sabía dónde para mirarlo todo y enredarse
en los pies de los mayores.
– ¡Que alguien corra a por el ejército!
Angouléme recobró su cuchillo, lo limpió y lo introdujo en la caña.
– ¡Venga, que corran! -gritó, mirando a su alrededor-. ¿Es que vosotros,
picadores, estáis ciegos o qué? ¡Ha sido en defensa propia! ¡Nos asaltaron estos
truhanes! ¿Y es que no los conocéis? ¿Es que no sus hicieron poco mal? ¿No os
sacaron sus buenas mordidas?
Estornudó con fuerza. Luego le arrancó a Novosad, que todavía temblaba,
la bolsa que llevaba al cinto, se arrodilló junto a Yirrel.
– Angouléme.
– ¿Qué?
– Déjalo.
– ¿Y por qué? ¡Esto es el botín! ¿Te sobra el dinero?
– Angouléme…
– Eh, vosotros -se oyó de pronto una voz sonora-. Venid acá, si os place.
En las puertas abiertas de una barraca que hacía las veces de almacén de
herramientas estaban de pie tres hombres. Dos eran esbirros, con el pelo muy
corto, de frentes bajas y seguramente bajo ingenio. El tercero -el que les había
gritado-era extraordinariamente alto, de cabellos negros, un hombre apuesto.
– Sin quererlo escuché la conversación que precedió al incidente -dijo el
hombre-. No estaba muy por la labor de creer en la muerte del brujo, pensaba
que se trataba de fanfarronadas. Ahora ya no lo creo. Venid aquí, a la barraca.
Angouléme respiró sonoramente. Miró al brujo y asintió con la cabeza en
un ademán apenas perceptible.
El hombre era un medioelfo.
El medioelfo Schirrú era alto, tenía más de seis pies de estatura. Llevaba los
largos cabellos negros atados sobre el cuello, formando una cola de caballo que
le caía sobre las espaldas. Su sangre mezclada se revelaba en sus ojos, grandes,
de forma de almendra, azules y amarillos, como de gato.
– Así que vosotros habéis matado al brujo -repitió, con una sonrisa fea-.
Adelantándoos a Homer Straggen, llamado Ruiseñor. Interesante, interesante. En
una palabra, que tengo que pagaros cincuenta florines. La segunda parte. Así que
Straggen se ganó la otra media centena por no hacer nada. Porque no creo que
penséis que os la va a devolver.
– Cómo me las arregle con el Ruiseñor, eso ya es asunto mío -dijo
Angouléme, sentada sobre un baúl y balanceando las piernas-. Y el contrato
relativo al brujo era un contrato por obra. Y nosotros realizamos esa obra.
Nosotros, no el Ruiseñor. El brujo está bajo tierra. Sus compañeros, los tres, bajo
tierra. Así que resulta que el contrato ha sido cumplido.
– Eso al menos es lo que decís. ¿Cómo lo hicisteis?
Angouléme no dejó de balancear las piernas.
– Cuando sea vieja -declaró, con su acostumbrado tono de descaro-escribiré
la historia de mis andanzas. Describiré en ella cómo sucediera esto y aquesto.
Hasta entonces vais a tener que aguantaros, señor Schirrú.
– Hasta tal punto os avergonzáis -advirtió el mestizo con voz fría-. Tan
despreciable y traicionero cometisteis el acto.
– ¿Os molesta? -intervino Geralt.
Schirrú le miró atentamente.
– No -respondió al cabo-. El brujo Geralt de Rivia no se merecía mejor
suerte. Era un inocente y un tonto. Si hubiera tenido una muerte mejor, más
honrada, más honorable, se hubiera convertido en una leyenda. Y él no se
merecía ser una leyenda.
– La muerte es siempre la misma.
– No siempre. -El medioelfo meneó la cabeza, mientras intentaba mirar a
los ojos de Geralt, escondidos por la sombra de la capucha-. Os aseguro que no
siempre. Imagino que tú le diste el golpe mortal.
Geralt no respondió. Sentía unas ganas terribles de agarrar al mestizo por su
cola de caballo, tirarlo al suelo y sacar de él todo lo que sabía, rompiéndole uno
tras otro los dientes con el pomo de la espada. Se contuvo. La razón le decía que
la mistificación de Angouléme podría dar mejores resultados.
– Como queráis -dijo Schirrú, sin esperar respuesta-. No voy a insistir en
que narréis los acontecimientos. Está claro que no tenéis mucho que contar, está
claro que no hay mucho de lo que alabarse. Eso si, por supuesto, vuestro silencio
no proviene de algo completamente distinto… Por ejemplo, de que no haya
pasado absolutamente nada. ¿Tenéis alguna prueba de la verdad de vuestras
palabras?
– Le cortamos al brujo, después de muerto, la mano derecha -respondió
descaradamente Angouléme-. Pero luego nos la quitó un mapache y se la comió.
– Así que sólo tenemos esto. -Geralt se desató lentamente la camisa y sacó
el medallón con la cabeza de lobo-. El brujo lo llevaba al cuello.
– Dame.
Geralt no vaciló mucho. El medioelfo sopesó el medallón en la mano.
– Ahora lo creo -dijo lentamente-. El bibelot emana una magia poderosa.
Algo así sólo podía tenerlo un brujo.
– Y un brujo no se lo dejaría quitar -terminó Angouléme-si todavía
respirara. Es decir, ésta es una prueba concluyente. Así que, señor mío, versus
colocando las perras en la mesa.
Schirrú guardó delicadamente el medallón, se sacó del seno un pliego de
papeles, los colocó sobre la mesa y los enderezó con la mano.
– Venid acá, por favor.
Angouléme saltó del baúl, se acercó, haciendo monerías y retorciendo las
caderas. Se inclinó sobre la mesa. Y Schirrú, como un rayo, la agarró por los
cabellos, la echó sobre la mesa y le puso un cuchillo en la garganta. A la
muchacha no le dio tiempo ni a gritar.
Geralt y Cahir ya tenían las espadas en la mano. Demasiado tarde. Los
ayudantes del elfo, los esbirros de estrechas frentes, aferraban unos ganchos de
hierro. Pero no se atrevieron a acercarse.
– Tirad las espadas al suelo -gritó Schirrú-. Ambos, espadas al suelo. De
otro modo le amplío la sonrisa a esta puta.
– No le hagáis caso… -comenzó Angouléme, y terminó con un grito,
porque el medioelfo retorció el puño con el que le agarraba los cabellos y apretó
el puñal contra la piel, unas brillantes líneas rojas comenzaron a correr por el
cuello de la muchacha.
– ¡Tirad la espada al suelo! ¡Yo no bromeo!
– ¿Y no podemos llegar a un acuerdo? -Geralt, sin hacer caso de la rabia
que bullía dentro de él, se decidió a ganar tiempo-. ¿Como gente civilizada?
El medioelfo sonrió venenosamente.
– ¿Un acuerdo? ¿Contigo, brujo? A mí me enviaron para acabar contigo, no
para hablar. Sí, sí, imitante. Tu fingías, jugabas a los títeres y yo ya te había
reconocido desde el principio, desde que te eché el primer vistazo. Me habías
sido descrito con todo detalle. ¿No te imaginas quién te describió tan
detalladamente? ¿Quién me dio detalladas explicaciones de dónde y en qué
compañía te encontraría? Oh, seguro que te lo imaginas.
– Deja a la muchacha.
– Pero yo no sólo te conozco por las descripciones -continuó Schirrú, sin
pensar en absoluto en soltar a la muchacha-. Yo ya te había visto. Yo incluso
hasta te seguí una vez. En Temería. En julio. Fui contigo hasta la ciudad de
Dorian. Hasta el bufete de los abogados Codringher y Fenn. ¿Comprendes?
Geralt volvió la espada de tal modo que la hoja se reflejó en los ojos del
medioelfo.
– Siento curiosidad -dijo con voz gélida-por saber cómo planeas librarte de
esta situación tan embarazosa, Schirrú. Yo veo dos salidas. Primera: sueltas
inmediatamente a la muchacha. Segundo: matas a la muchacha… Y un segundo
después tu sangre coloreará hermosamente las paredes y el techo.
– Vuestras armas -Schirrú tiró del cabello a Angouléme con brutalidad-han
de encontrarse en el suelo antes de que cuente tres. Luego comenzaré a cortar a
la puta.
– Veremos cuánto te va a dar tiempo a cortar. Yo pienso que no mucho.
– ¡Uno!
– ¡Dos! -comenzó Geralt su propia cuenta, agitando el sihill en un silbante
molinete.
Un ruido de cascos, relinchos y bufidos de caballos, unos gritos humanos
les llegaron desde el exterior.
– ¿Y ahora qué? -se rió Schirrú-. Estaba esperando esto. ¡Ya no estamos en
tablas, esto es un jaque mate! Han venido mis amigos.
– ¿De verdad? -dijo Cahir, mirando por la ventana-. Veo uniformes de la
caballería ligera imperial.
– Así que es jaque mate, pero para ti -dijo Geralt-. Has perdido, Schirrú.
Suelta a la muchacha.
– Seguro.
Las puertas de la barraca cedieron ante unos puntapiés, unas cuantas
personas entraron, la mayoría iban vestidas de negro y con el mismo uniforme.
Los dirigía uno con barbas, de cabellos rubios, y con una señal de un oso de
plata en el hombro.
– ¿Que aen suecc's? -preguntó amenazador-. ¿Qué pasa aquí? ¿Quién es el
responsable de este alboroto? ¿De estos cuerpos en el patio? ¡Hablad al punto!
– Señor jefe…
– ¡Glaeddyvan vort! ¡Tirad la espada!
Obedecieron. Porque les estaban apuntando con ballestas y arbaletes.
Angouléme, a quien Schirrú había soltado, intentó levantarse de la mesa, pero de
pronto se encontró en el abrazo de un rufián rechoncho, vestido de colores, con
unos ojos saltones como una rana. Ella quiso gritar, pero el rufián le apretó sobre
la boca una mano enguantada.
– Evitemos el uso de la violencia -propuso Geralt con voz fría al jefe que
llevaba el oso en el hombro-. No somos delincuentes.
– Lo que tú digas.
– Actuamos con conocimiento y beneplácito de don Fulko Artevelde,
prefecto de Riedbrune.
– Lo que tú digas -repitió el Oso, haciendo una señal para que alzaran y
recogieran las espadas de Geralt y Cahir-. Con conocimiento y beneplácito. De
don Fulko Artevelde. El importante señor Artevelde. ¿Habéis oído, muchachos?
Su gente, los negros y los coloreados, risotearon a coro.
Angouléme se revolvió en el abrazo del ojos de rana, intentando gritar en
vano. No era necesario. Geralt ya lo sabía. Antes de que el sonriente Schirrú
comenzara a apretar las manos que se le tendían. Antes de que cuatro negros
nilfgaardianos agarraran a Cahir y otros tres le dirigieran las ballestas
directamente al rostro.
El ojos de rana empujó a Angouléme hacia sus camaradas. La muchacha
colgó en su abrazo como una muñeca de trapo. Ni siquiera intentaba ofrecer
resistencia.
El Oso se acercó lentamente a Geralt y de pronto le golpeó en la ingle con
un puño embutido en un guante de armadura. Geralt se dobló, pero no cayó. Una
rabia fría le mantuvo en pie.
– Puede que te alegre la noticia -le dijo el Oso-de que no sois los primeros
idiotas que el tuerto Fulko ha utilizado para sus propios objetivos. Los rentables
negocios que yo llevo a cabo aquí junto con el señor Straggen, por algunos
llamado Ruiseñor, son para él como una piedra en el zapato. A Fulko se le
llevaron los diablos cuando, en lo que concierne a estos negocios, tomé a Homer
Straggen al servicio de su emperador y lo nombré jefe de una compañía de
voluntarios para proteger la minería. Así que, como no puede vengarse
oficialmente, contrata a picaros diversos.
– Y a brujos -intervino Schirrú, quien sonreía venenosamente.
– En el exterior -dijo en voz alta el Oso-hay cinco cadáveres empapándose
con la lluvia. ¡Habéis asesinado a personas que estaban al servicio del
emperador! ¡Habéis estorbado el trabajo en la mina! No hay ninguna duda: sois
espías, saboteadores y terroristas. En estas tierras rige la ley marcial. Por la
presente y en vía sumaria, os condeno a muerte.
El ojos de rana se carcajeó. Se acercó a Angouléme, a quien sujetaban los
bandidos, la agarró con un rápido movimiento por un pecho y apretó con fuerza.
– Eh, ¿y qué, Clara? -gritó, y resultó que tenía la voz todavía más de rana
que los ojos. El sobrenombre del bandido, si era él mismo el que se lo había
dado, denotaba sentido del humor. Y si se trataba de un mote para camuflarse,
entonces había acertado extraordinariamente.
– ¡Así que nos encontramos de nuevo! -gritó otra vez el batracio Ruiseñor,
pellizcando a Angouléme en el pecho-. ¿Te alegras?
La muchacha gimió dolorosamente.
– ¿Y dónde tienes, puta, las perlas y las piedras que me robaste?
– ¡Las tomó en depósito el tuerto Fulko! -gritó Angouléme, intentando sin
éxito aparentar que no tenía miedo-. ¡Preséntate a él para recogerlas!
El Ruiseñor gritó y desencajó los ojos, ahora tenía el aspecto de una
verdadera rana, daba la impresión de que estaba a punto de ponerse a cazar
moscas con la lengua. Apretó a Angouléme todavía con más fuerza, ella se agitó
y gimió todavía más dolorosamente. Por detrás de la roja niebla de rabia que
cubrió los ojos de Geralt, la muchacha otra vez comenzó a parecerse a Ciri.
– Lleváoslos -ordenó el Oso con impaciencia-. Al patio con ellos.
– Es un brujo -dijo inseguro uno de los bandidos de la compañía ruiseñora
de protección de la minería-. ¡Un meigo! ¿Cómo lo vamos a coger con las manos
desnudas? Lo mesmo nos echa algún hechizo o algo así…
– No tengáis miedo. -Schirrú, sonriente, se palmeó los alrededores del
bolsillo-. Sin su amuleto brujeril no puede hechizar y su amuleto lo tengo yo.
Cogedlo sin miedo.
En el exterior esperaban más nilfgaardianos armados vestidos con capas
negras y más miembros de la coloreada hansa del Ruiseñor. Se había reunido
también un grupo de mineros. Alrededor revoloteaban los ubicuos niños y
perros.
Ruiseñor perdió de pronto el dominio de sí mismo. Exactamente igual que
si lo hubiera poseído el diablo. Croando de rabia agredió a Angouléme con los
puños, y cuando cayó la pateó varias veces. Geralt se arrancó de la sujeción de
los bandidos, por lo que recibió un golpe en la nuca con algo duro.
– ¡Decían -croó Ruiseñor, mientras saltaba sobre Angouléme como un sapo
loco-que te habían clavado en un palo por el culo, allá en Riedbrune, mala
pécora! ¡Escrito te estaba el palo! ¡Y en el palo vas a reventar! ¡Eh, muchachos,
buscadme por aquí alguna estaquilla y sacádmela punta! ¡Presto!
– Señor Straggen. -El Oso frunció el ceño-. No veo motivo para
entretenernos con una ejecución tan bestial y que precisa de tanto tiempo. Hay
que colgar sin más a los prisioneros…
Se calló ante la mirada de furia de los ojos de rana.
– Estaos calladito, capitán -croó el bandido-. Demasiado os pago para que
me vengáis haciendo propuestas innecesarias. Yo le juré a Angouléme una mala
muerte y ahora voy a jugar un poquillo con ella. Si queréis, colgad a esos dos. A
mi ni me van ni me vienen.
– Pero a mí sí -intervino Schirrú-. Ambos me son necesarios. Sobre todo el
brujo. Especialmente él. Y dado que el empalamiento de la muchacha va a tardar
un poco, yo también voy a aprovechar ese tiempo.
Se acercó, clavó en Geralt sus ojos de gato.
– Has de saber, imitante -dijo-, que yo fui quien acabó con tu amigo
Codringher en Dorian. Lo hice por orden de mi señor, el maestro Vilgefortz, al
que sirvo desde hace años. Pero lo hice con verdadero placer.
»Ese viejo canalla de Codringher -siguió el medioelfo sin esperar a la
reacción-tuvo la desvergüenza de meter la nariz en los asuntos del maestro
Vilgefortz. Lo destripé con mi cuchillo. Y a ese asqueroso monstruo de Fenn lo
quemé vivo entre sus papeles. Podría simplemente haberlo acuchillado, pero
sacrifiqué un poco de tiempo y esfuerzo para escuchar cómo aullaba y gruñía. Y
aullaba y gruñía, te digo, como un cerdo en la matanza. Nada humano había en
aquellos aullidos, absolutamente nada.
«¿Sabes por qué te hablo de todo esto? Porque también a ti podría
simplemente acuchillarte o mandar acuchillarte. Pero sacrificaré un poco de
tiempo y esfuerzo. Voy a escuchar cómo aullas. ¿Dijiste que la muerte es
siempre la misma? Ahora verás que no todas. Muchachos, calentadme alquitrán
en unas graseras. Y traedme unas cadenas.
Algo se deshizo con un estruendo en el carbón de la barraca y explotó al
instante con fuego y un estruendo estremecedor.
Otro recipiente con aceite de roca -Geralt lo reconoció por el olor-acertó
directamente en la grasera, un tercero estalló junto al que sujetaba los caballos.
Hubo un estruendo, borbotearon las llamas, los caballos se volvieron locos.
Hubo un tumulto, del tumulto emergió un perro ardiendo y aullando. Uno de los
bandidos del Ruiseñor extendió de pronto los brazos y cayó sobre el fango con
una flecha en la espalda.
– ¡Vivan Los Taludes libres!
En la cima de la colina, detrás de los andamiajes y los soportes, se
entreveían unas siluetas con capotes grises y gorros de piel. Sobre las personas,
los caballos y las barracas de la mina seguían cayendo más proyectiles
incendiarios, especie de susurros que arrastraban consigo unas trenzas de fuego y
humo. Dos cayeron sobre el taller, el suelo lleno de virutas y serrines.
– ¡Vivan Los Taludes libres! ¡Muerte al ocupante nilfgaardiano!
Silbaban las trayectorias de las flechas y las saetas.
Rodó bajo el caballo uno de los negros nilfgaardianos, se derrumbó con la
garganta atravesada uno de los bandidos ruiseñores, cayó con una saeta en la
nuca uno de los esbirros de pelo corto. El Oso cayó lanzando un macabro
gemido. La flecha le había atravesado el pecho, bajo el esternón, más abajo del
emblema. Eran aquéllas -aunque nadie podía saberlo-saetas robadas a un
transporte militar, el modelo estándar del ejército imperial, con unas pequeñas
modificaciones. La amplia punta dos hojas había sido aserrada en algunos
lugares para lograr un efecto de expansión.
La punta se expansionaba maravillosamente en las entrañas del Oso.
– ¡Abajo con el tirano Emhyr! ¡Los Taludes libres!
Ruiseñor gritó, se echó mano a un brazo al que le había rozado una flecha.
Uno de los niños cayó sobre el barro haciéndose una bola, estaba
atravesado de parte a parte por la flecha de uno de los luchadores por la libertad
con mala puntería. Cayó uno de los que sujetaban a Geralt. Se derrumbó uno de
los que sujetaban a Angouléme. La muchacha se libró del otro, sacó como un
rayo el cuchillo de la caña de la bota, cortó con un amplio ímpetu. Con la pasión
del momento falló la garganta de Ruiseñor, pero le destrozó maravillosamente la
mejilla, casi hasta los propios dientes. El Ruiseñor croó si cabe todavía peor que
de costumbre y sus ojos se desencajaron todavía más. Cayó de rodillas, la sangre
brotando por entre las manos con las que se aferraba el rostro. Angouléme aulló
reprobatoria y se acercó para terminar su obra. Pero no lo consiguió, pues entre
ella y Ruiseñor explotó otra bomba, borboteando de fuego y ondas de humo
apestoso.
A su alrededor ya crepitaba el fuego y reinaba un pandemonium ígneo. Los
caballos se habían desbocado, relinchaban y coceaban. Los bandidos y los
nilfgaardianos gritaban. Los mineros corrían en pánico, unos huían, otros
intentaban apagar los edificios que estaban ardiendo.
Geralt había conseguido ya alzar el sihill que había dejado caer el Oso. A
una alta mujer con una cota de malla que intentaba golpear a Angouléme con
una maza la cortó rápido en la frente. A un negro nilfgaardiano que se le
acercaba con un regatón en la mano le rajó el muslo. Al siguiente, que
simplemente se le cruzó, le cortó la garganta.
Junto a él, un caballo enloquecido, quemado, corriendo a ciegas, derrumbó
y pateó a otro niño.
– ¡Coge los caballos! ¡Coge los caballos! -Cahir apareció junto a él, le
señaló los dos alazanes con unos golpes enérgicos de la espada. Geralt no oía, no
veía. Desventró a otro nilfgaardiano, estaba buscando a Schirrú.
Angouléme, de rodillas, a una distancia de tres pasos, disparó con una
ballesta que tenía alzada, metiéndole un virote en el bajo vientre a uno de los
bandidos de la compañía de protección de la minería, que la estaba atacando en
aquel momento. Luego se levantó y agarró las riendas de un caballo que pasó
trotando al lado.
– ¡Coge alguno, Geralt! -gritó Cahir-. ¡Y a correr!
El brujo se cargó a otro nilfgaardiano con un golpe desde arriba, desde el
esternón hasta la cadera. Con un brusco movimiento de la cabeza se limpió de
sangre las cejas y las pestañas. ¡Schirrú! ¿Dónde estás, canalla?
Un golpe. Un grito. Gotas calientes en el rostro.
– ¡Piedad! -se lamentó un muchacho vestido de uniforme negro que estaba
arrodillado en el barro. El brujo vaciló.
– ¡Vuelve en ti! -gritó Cahir, agarrándolo por los hombros y agitándole con
fuerza-. ¡Vuelve en ti! ¿Es que te has vuelto loco!
Angouléme volvió al galope, tirando de las riendas de otro caballo. La
perseguían dos jinetes. Uno cayó bajo las flechas de un luchador por la libertad
de Los Taludes. Al otro lo barrió de la silla la espada de Cahir.
Geralt saltó al caballo. Y entonces, a la luz de los incendios, vio a Schirrú,
reuniendo a gritos a los despavoridos nilfgaardianos. Junto al medioelfo croaba y
gritaba maldiciones Ruiseñor, que con su jeta ensangrentada tenía el aspecto de
un verdadero troll antropófago.
Geralt bramó con rabia, dio la vuelta al caballo, hizo un molinete con la
espada.
Junto a él, Cahir gritó y maldijo, se tambaleó en la silla, sangre proveniente
de la frente le anegó al instante los ojos y el rostro.
– ¡Geralt! ¡Ayuda!
Schirrú reunió a su alrededor a un grupo, aulló, ordenó disparar con las
ballestas. Geralt dio palmadas con la hoja en las ancas del caballo, listo para un
ataque suicida. Schirrú debía morir. El resto no tenía importancia. No contaba.
Cahir no contaba. Angouléme no contaba…
– ¡Geralt! -gritó Angouléme-. ¡Ayuda a Cahir!
Volvió en sí. Y se avergonzó.
Lo detuvo, lo apoyó. Cahir se limpió los ojos con la manga, y la sangre le
volvió a anegar de inmediato.
– No es nada, unos arañazos… -La voz le temblaba-. Al caballo, brujo… Al
galope, detrás de Angouléme… ¡Al galope!
Desde los pies de la loma les llegó un enorme grito, desde allí se acercaba
corriendo una muchedumbre armada de picos, palancas y hachas. En ayuda de
sus compañeros y compadres de la mina Rialto acudían los mineros de las minas
vecinas, del Agujero de Fortuna o de Asuntos Comunes. O de alguna otra.
¿Quién podía saberlo?
Geralt golpeó al caballo con los talones. Se lanzaron a galopar, en un loco
ventre á terre.
Corrieron a toda velocidad sin mirar a su alrededor, pegados a los cuellos de
los caballos. El mejor caballo le tocó a Angouléme, un pequeño pero fogoso
alazán bandoleril. El caballo de Geralt, un bayo con arreos nilfgaardianos, ya
había comenzado a roncar y a resollar, tenía problemas para mantener la cabeza
alta. El caballo de Cahir, también militar, era más fuerte y resistente, pero a
cambio el jinete tenía problemas, se columpiaba en la silla, apretaba
maquinalmente los muslos y arrojaba un fuerte flujo de sangre sobre las crines y
el cuello de su montura.
Pero el galope continuaba.
Angouléme, que se había situado en cabeza, les estaba esperando en una
curva, en un lugar en el que el camino se dirigía hacia abajo, retorciéndose entre
las rocas.
– Los perseguidores… -jadeó, limpiándose la porquería del rostro-. Nos van
a perseguir, no nos lo perdonarán… Los mineros vieron por dónde nos fuimos.
No debiéramos quedarnos en el camino… Tenemos que entrar en el bosque, en
los despoblados… Perderlos…
– No -protestó el brujo, mientras escuchaba con preocupación los sonidos
que escapaban de los pulmones del caballo-. Tenemos que ir por el camino. Por
la ruta más fácil y corta hasta Sansretour…
– ¿Por qué?
– No hay ahora tiempo para hablar. ¡En marcha! Sacad de los caballos lo
que se pueda…
Cabalgaron. El bayo del brujo resollaba.
El bayo no estaba en condiciones de seguir. Apenas podía caminar sobre
unas patas rígidas como estacas, se iba mucho para los lados, exhalaba aire con
un relincho ronco. Por fin cayó de lado, pateó entumecido, miró a su jinete y en
sus martirizados ojos había un reproche.
El caballo de Cahir estaba en mejor estado, pero a cambio su jinete estaba
peor. Cayó simplemente de la silla, se alzó, pero sólo a cuatro patas, vomitó
violentamente aunque no tenía mucho que vomitar.
Cuando Geralt y Angouléme intentaron tocar su cabeza ensangrentada,
gritó.
– Maldita sea -dijo la muchacha-. Vaya un corte de pelo que me le han
hecho.
La piel sobre la frente y la sien del joven nilfgaardiano, junto con los
cabellos, estaba separada en una longitud bastante significativa del hueso del
cráneo. Si no hubiera sido porque la sangre ya había coagulado, la lonja
desprendida habría caído hasta la oreja. Tenía un aspecto macabro.
– ¿Cómo pasó?
– Le lanzaron un hacha derechito a la testa. Para que fuera más gracioso, no
fueron ni los negros ni los de Ruiseñor, sino uno de los picadores de la mina.
– Ahora no importa quién la lanzara. -El brujo vendó la cabeza de Cahir
con un pedazo de la manga de la camisa-. Lo importante y afortunado es que el
hachero era bien malo, sólo le escalpó, y podía haberle destrozado el cráneo.
Pero el hueso del cráneo también sufrió bastante. Y hasta el cerebro lo ha
sentido. No se mantendrá en la silla, ni siquiera si el caballo consiguiera soportar
su peso.
– ¿Y qué habremos de hacer entonces? Tu caballo la palmó, el suyo casi, y
el mío hasta gotea de sudor… Y nos persiguen. No podemos quedarnos aquí…
– Tenemos que quedarnos. Él y yo. Y el caballo de Cahir. Tú sigue adelante.
Deprisa. Tu caballo es fuerte, aguantará el galope. E incluso si tuvieras que
derrengarlo… Angouléme, en algún lugar del valle de Sansretour nos están
esperando Regís, Milva y Jaskier. No saben nada y pueden caer en las garras de
Schirrú. Tienes que encontrarles y avisarles y luego los cuatro tenéis que ir lo
más deprisa que os lleven los caballos hasta Toussaint. Allí no os perseguirán.
Espero.
– ¿Y tú y Cahir? -Angouléme se mordió los labios-. ¿Qué será de vosotros?
Ruiseñor no es tonto, cuando vea un caballo medio reventao buscará cada
escondrijo de los alrededores. ¡Y tú con Cahir no irás lejos!
– Schirrú, que es el que nos persigue, irá detrás de ti.
– ¿Piensas?
– Estoy seguro. Cabalga.
– ¿Qué dirá la abuelilla cuando aparezca sin vosotros?
– Se lo explicarás. No a Milva, sino a Regis. Regís sabrá lo que hay que
hacer. Y nosotros… Cuando la cabellera de Cahir se pegue un poco más fuerte al
cráneo, iremos a Toussaint. Allí os encontraremos de alguna manera. Venga, no
pierdas tiempo, muchacha. Al caballo y en marcha. No dejes que se acerquen los
que te persiguen. No permitas que te tengan a ojo.
– ¡No enseñes a tu padre cómo se hacen los hijos! ¡Cuidaos! ¡Hasta la vista!
– Hasta la vista, Angouléme.
No se alejó demasiado del camino. No pudo negarse a echarles un vistazo a
los perseguidores. Y en realidad no temía que aquéllos hicieran algo: sabía que
no perderían tiempo, que irían detrás de Angouléme.
No se equivocó.
Los jinetes, que aparecieron por el paso poco menos de cuarto de hora
después, se detuvieron, es verdad, al ver al caballo tendido, gritaron un poco,
discutieron, patearon los matojos que había al lado de la ruta, pero casi de
inmediato renovaron la persecución por el camino, indudablemente consideraron
que de los tres fugitivos dos iban ahora en un solo caballo y se les iba a poder
atrapar pronto si no se perdía tiempo. Geralt vio que algunos de los caballos de
los perseguidores tampoco estaban en un estado especialmente bueno.
Entre los perseguidores no había demasiadas capas negras de la caballería
ligera nilfgaardiana, dominaban los multicolores bandoleros de Ruiseñor. Geralt
no pudo distinguir si el propio Ruiseñor tomaba parte en la persecución o si se
había quedado curando la cara desfigurada.
Cuando el tableteo de los perseguidores se fue debilitando, Geralt se
levantó de su escondrijo entre las cañas, alzó y sujetó a Cahir, que jadeaba y
gemía.
– El caballo está demasiado débil para llevarte. ¿Vas a poder andar?
El nilfgaardiano emitió un sonido que podría haber sido tanto una
afirmación como una negación. U otra cosa. Pero colocó los pies, y precisamente
de esto se trataba.
Entraron en el barranco hacia la corriente. Cahir superó los últimos pies de
las resbaladizas rocas en un deslizarse no del todo voluntario. Se arrastró hasta el
arroyo, bebió, se echó abundante agua helada sobre el vendaje de la cabeza. El
brujo no le apresuró, él mismo respiró intensamente, recolectando fuerzas.
Anduvo corriente arriba, sujetando a Cahir y, al mismo tiempo, tirando del
caballo, chapoteando en el agua, tropezándose con los cantos rodados y los
troncos desmochados. Cahir, al cabo de un tiempo, se negó a colaborar, no ponía
ya los pies en forma adecuada, dejó de moverlos en absoluto; el brujo,
simplemente, lo arrastró. No se podía seguir avanzando así, sobre todo porque el
cauce del arroyo estaba obstaculizado por quebrados y por saltos de agua. Geralt
jadeó, se echó al herido a la espalda. El ir tirando del caballo tampoco se lo hacía
más fácil. Cuando por fin salieron del barranco, el brujo simplemente se
derrumbó sobre la pendiente mojada y yació allí, jadeando, completamente
exhausto, junto a Cahir, que no paraba de quejarse. Yació allí largo rato. Otra vez
le comenzó a pulsar la rodilla con un dolor rabioso.
Por fin Cahir dio señales de vida, y poco después -sorpresa-se incorporó,
maldiciendo y agarrándose la cabeza. Se pusieron en marcha. Cahir anduvo bien
al principio. Luego redujo el paso. Luego cayó.
Geralt se lo echó a la espalda y se arrastró, gimiendo, resbalándose en las
piedras. La rodilla le ardía de dolor, avispas negras y ardientes le cruzaban por
los ojos.
– Hace sólo un mes… -gimió a su espalda Cahir-… quién hubiera pensado
que me ibas a cargar a los lomos…
– Calla, nilfgaardiano… Cuando hablas, te haces más pesado…
Cuando por fin llegaron a las rocas y a las paredes de roca, ya era casi de
noche. El brujo ni siquiera buscó una cueva, ni la encontró. Cayó sin fuerzas
junto al primer agujero que hallaron.
En el yacente de la cueva se amontonaban cráneos humanos, costillas,
pelvis y otros huesos. Pero, lo que era más importante, también había allí ramas
secas.
Cahir tenía fiebre, tiritaba, se agitaba en sueños. Había soportado valiente y
conscientemente el que le cosiera la lonja de piel al cráneo con ayuda de hilo y
una aguja torcida. La crisis llegó después, por la noche. Geralt encendió un
fuego en la cueva, menospreciando las medidas de seguridad. En el exterior
estallaba la lluvia y bramaba el viento, así que era poco probable que alguien
anduviera por los alrededores y descubriera el brillo del fuego. Y Cahir
necesitaba calentarse.
La fiebre le duró toda la noche. Tembló, gimió, deliró. Geralt no se durmió,
se dedicó a mantener el fuego. Y la rodilla le dolía espantosamente.
Siendo un muchacho joven y fuerte, Cahir volvió en sí por la mañana
temprano. Estaba pálido y sudoroso, se percibía cómo latía en él la fiebre. El
castañeteo de dientes complicaba un poco la articulación. Pero se entendía lo que
hablaba. Y hablaba conscientemente. Se quejaba de dolor de cabeza, algo
bastante normal para alguien a quien un hacha le había arrancado del cráneo la
piel junto con el cabello.
Geralt repartió el tiempo entre unas siestecillas agitadas y el capturar el
agua de lluvia que resbalaba por las rocas con un recipiente hecho de corteza de
abedul. Tanto a él como a Cahir los devoraba la sed.
– ¿Geralt?
– Dime.
Cahir estaba arreglando la lumbre con ayuda de un hueso del muslo que
había encontrado.
– En la mina, cuando estuvimos luchando… Me asusté, ¿sabes?
– Lo sé.
– Por un instante parecía que habías caído en una locura asesina. Que ya
nada contaba para ti… excepto el matar…
– Lo sé.
– Tenía miedo -terminó sereno-de que en tu estado de amok degollaras a ese
Schirrú. Y de un muerto no podríamos sacar información.
Geralt carraspeó. El joven nilfgaardiano le gustaba cada vez más. No sólo
era valiente, sino también inteligente.
– Hiciste bien en mandar a Angouléme que se fuera -siguió Cahir, con sólo
un leve castañeteo de dientes-. Esto no es para muchachas… Ni siquiera para
tales como ella. Nosotros solos lo solucionaremos, nosotros dos. Iremos detrás
de los perseguidores. Pero no para matarlos en una locura de berserk. Lo que
entonces dijiste acerca de la venganza… Geralt, incluso en la venganza tiene que
haber algún método. Atraparemos a ese medioelfo… Lo obligaremos a que diga
dónde está Ciri…
– Ciri está muerta.
– No es verdad. No creo en esa muerte… Y tú tampoco crees. Reconócelo.
– No quiero creer.
En el exterior silbaba el viento, murmuraba la lluvia. En la cueva se estaba
confortable.
– ¿Geralt?
– Dime.
– Ciri está viva. Tuve otro sueño… Cierto, algo sucedió en el equinoccio,
algo fatal… Sí, sin duda, yo también lo sentí y lo vi… Pero ella está viva…
Vive, con toda seguridad. Démonos prisa… Pero no para ir a la venganza y la
muerte. Sino para a ir a ella.
– Sí. Sí, Cahir. Tienes razón.
– ¿Y tú? ¿Ya no tienes sueños?
– Los tengo -dijo con énfasis-. Pero pocos, desde que cruzamos el Yaruga.
Y nunca los recuerdo cuando me despierto. Algo se ha acabado dentro de mí,
Cahir. Algo se ha quemado. Algo se ha cortado…
– No importa, Geralt. Yo voy a soñar por los dos.
Se pusieron en marcha al alba. Había dejado de llover, parecía incluso que
el sol intentaba encontrar algún agujero por entre la grisura que cubría el cielo.
Cabalgaban despacio, ambos en un solo caballo con arreos militares
nilfgaardianos.
El caballo chapoteaba en las riberas, iba al paso por la orilla del Sansretour,
un riachuelo que discurría hacia Toussaint. Geralt conocía el camino. Ya había
estado alguna vez allí. Hacía muchísimo tiempo, mucho había cambiado desde
entonces. Pero no se había cambiado el valle ni el riachuelo Sansretour, el cual,
según avanzaban, se iba convirtiendo cada vez más en el río Sansretour. No
habían cambiado los Montes de Amell ni el obelisco de la Gorgona, la Montaña
del Diablo, que los dominaba.
Algunas cosas tenían esa propiedad, simplemente no cambiaban.
– Un soldado no cuestiona las órdenes -dijo Cahir, masajeándose el vendaje
en la cabeza-. No las analiza, no reflexiona sobre ellas, no espera que le
expliquen su significado. Esto es lo primero que en mi país se le enseña a un
soldado. Así que puedes imaginarte que ni siquiera por un segundo reflexioné
sobre la orden que me habían impartido. La pregunta de por qué precisamente yo
tenía que capturar a aquella infanta o princesa cintriana ni siquiera se me pasó
por la cabeza. Una orden es una orden. Estaba enfadado, es cierto, porque quería
obtener gloria luchando con la caballería, con el ejército regular… Pero el
trabajo para el servicio secreto se considera en nuestra tierra un honor. Si
solamente se hubiera tratado de una tarea más difícil, de un prisionero
importante… Pero, ¿una muchacha?
Geralt echó al fuego las raspas de la trucha. Antes de que cayera la noche
habían pescado en un arroyuelo que caía en el Sansretour suficientes peces como
para hartarse. Las truchas estaban en la época de desove y se dejaban atrapar con
facilidad.
Escuchaba la narración de Cahir, y la curiosidad luchaba en él con un
sentimiento de profunda tristeza.
– Al fin y al cabo se trató del azar -dijo Cahir, mirando la lumbre-. El más
puro azar. Teníamos, por lo que me enteré más tarde, un espía en la corte de
Cintra, el camarero mayor. Cuando conquistamos la ciudad y nos preparábamos
para rodear el castillo, el espía se escapó y nos hizo saber que se estaba
intentando sacar a la princesa de la ciudad. Se formaron varios grupos como el
mío. Por una casualidad, fue con el mío con el que se tropezaron los que
transportaban a Ciri.
«Comenzó una persecución por las calles, en barrios que ya estaban
ardiendo. Aquello era el mismo infierno. Nada, excepto el rugido de las llamas,
paredes de fuego. Los caballos no querían avanzar y las personas, para qué
hablar más, tampoco tenían muchas ganas de azuzarlos. Mis subordinados, eran
cuatro, comenzaron a agitarse, a gritar que me había vuelto loco, que los
conducía a la perdición… Apenas conseguí recuperar el control…
»Los perseguimos a través de aquella sartén de fuego y los alcanzamos. De
pronto los tuvimos ante nosotros, cinco cintrianos a caballo. Y comenzó la
escabechina antes de que tuviera tiempo de gritar que tuvieran cuidado con la
muchacha. La cual, al fin y al cabo, se halló en el suelo al momento, puesto que
el que la llevaba en el arzón fue el primero en caer. Uno de los míos la alzó y la
subió al caballo, pero no fue muy lejos, alguno de los cintrianos le pinchó en la
espalda y lo atravesó. Vi cómo la hoja pasó a una pulgada de la cabeza de Ciri,
quien volvió a caer al barro. Estaba medio inconsciente a causa del miedo, vi
cómo se apretaba junto al muerto, cómo intentaba arrastrarse por encima de él…
Como un gatillo por encima de una gata muerta…
Se calló, se escuchó cómo tragaba saliva.
– Ni siquiera sabía que se aferraba a un enemigo. A un odiado
nilfgaardiano.
»Nos quedamos solos -dijo al cabo-. Yo y ella, y alrededor había cadáveres
y fuego. Ciri se arrastraba por un charco y el agua mezclada con sangre
comenzaba ya a evaporarse. Una casa se hundió, ya casi no veía nada a causa del
humo y las chispas. El caballo no quería acercarse. La llamé, le dije que viniera
hacia mí, bramé por encima de los ruidos del incendio. Me vio y me escuchó,
pero no reaccionó. El caballo no quería moverse y yo no podía controlarlo. Tuve
que desmontar. Apenas pude cogerla a ella con una mano y con la otra sujetar el
caballo, el caballo se resistió tanto que por poco no me tiró al suelo. Cuando la
alcé, comenzó a gritar. Luego se tensó y se desmayó. La envolví con la capa, que
había empapado en el charco, en el barro, el estiércol y la sangre. Y nos fuimos.
Directamente a través del fuego.
»Yo mismo no sé cómo conseguimos escapar de allí. Pero de pronto
apareció una grieta en la muralla y nos encontramos junto al río. Mala suerte,
justo en un lugar que habían elegido los norteños para huir. Tiré el casco de
oficial, porque me hubieran reconocido al instante, aunque las alas se habían
quemado ya. El resto de la ropa estaba tan sucia que no podía traicionarme. Pero
si la muchacha hubiera estado consciente, si hubiera gritado, me hubieran hecho
pedazos con las espadas. Tuve suerte.
«Cabalgué con ellos dos leguas, luego me quedé retrasado y me escondí en
los matorrales, junto al río lleno de cuerpos.
Se calló, carraspeó, se masajeó la cabeza vendada con las dos manos. Y
enrojeció. ¿O se trataba tan sólo del brillo de la lumbre?
– Ciri estaba terriblemente sucia. Tuve que desnudarla… No se defendió,
no gritó. Sólo temblaba, tenía los ojos cerrados. Cuantas veces la toqué, para
lavarla o limpiarla, se tensó y se quedó rígida… Sé que hubiera hecho falta
hablar con ella, tranquilizarla… Pero de pronto no pude encontrar palabras en
vuestra lengua… En la lengua de mi madre, que sé desde niño. Como no pude
encontrar palabras, quise tranquilizarla con caricias, con delicadeza… Pero ella
se tensaba y gimoteaba… Como un pollito…
– Esto la persiguió en sus pesadillas -susurró Geralt.
– Lo sé. A mí también.
– ¿Qué pasó después?
– Se durmió. Y yo también. De cansancio. Cuando me desperté, ya no
estaba junto a mí. No estaba por ningún lado. No recuerdo el resto. Quienes me
encontraron afirman que corría en círculo y aullaba como un lobo. Tuvieron que
atarme. Cuando me tranquilicé se ocuparon de mí gente del servicio secreto,
gentes de Vattier de Rideaux. Les interesaba Cirilla. Dónde estaba, cuándo y
adónde había huido, de qué forma se me había escapado, por qué le había
permitido huir. Y otra vez, desde el principio, dónde está, adónde ha huido…
Rabioso, grité algo sobre el emperador que persigue a las muchachas como un
gavilán. A causa de aquel grito pasé más de un año en la ciudadela. Y luego
recuperé la gracia imperial porque yo era necesario. En Thanedd era necesario
alguien que hablara la común y supiera qué aspecto tenía Ciri. El emperador
quería que fuera a Thanedd… Y que esta vez no fallara. Que le trajera a Ciri.
Guardó silencio un instante.
– Emhyr me dio la oportunidad. Podría haberla rechazado, objetado. Esto
hubiera supuesto caer en desgracia y el olvido definitivo y total, para toda la
vida. Pero podría haberla rechazado si hubiera querido. Pero no la rechacé.
Porque sabes, Geralt… yo no había podido olvidarla.
»No te voy a mentir. Yo la veía sin descanso en mis sueños. Y no como la
niña delgada que había sido en el río, cuando la desnudé y la lavé. La veía… y
todavía la veo… como una mujer, hermosa, consciente, provocativa… Con tales
detalles como una rosa tatuada en la ingle…
– ¿De qué hablas?
– No sé, yo mismo no lo sé… Pero así era y así sigue siendo. Yo la sigo
viendo en sueños, de la misma forma que la veía entonces… Por eso me ofrecí a
la misión a Thanedd. Por eso luego quise unirme a vosotros. Yo… Yo quiero
volverla a ver. Quiero tocar otra vez sus cabellos, contemplar sus ojos… Quiero
mirarla. Mátame si quieres. Pero no voy a fingir más. Yo pienso… pienso que la
quiero. Por favor, no te rías.
– No es en absoluto para reírse.
– Precisamente por esto voy con vosotros. ¿Entiendes?
– ¿La quieres para ti o para tu emperador?
– Soy realista -susurró-. Ella no me quiere a mí. Y como esposa del
emperador al menos podría verla.
– Como realista -bufó el brujo-debieras saber que primero tenemos que
encontrarla y salvarla. Pongamos que tus sueños no mienten y que Ciri de verdad
está viva.
– Lo sé. ¿Y cuando la hallemos? Entonces, ¿qué?
– Veremos. Veremos, Cahir.
– No me des largas. Sé sincero. Por supuesto no permitirás que me la lleve.
No respondió. Cahir no repitió la pregunta.
– ¿Hasta entonces -preguntó frío-podemos ser amigos?
– Podemos, Cahir. Te pido perdón otra vez por aquello. No sé lo que me
pasó. En realidad nunca sospeché seriamente que fueras un traidor o un
mentiroso.
– No soy un traidor. Yo nunca te traicionaré, brujo.
Cabalgaron por un profundo barranco labrado en las montañas por el
agitado y ya muy amplio río Sansretour. Caminaban hacia el este, hacia la
frontera del condado de Toussaint. La Gorgona, la Montaña del Diablo, se alzaba
sobre ellos. Para mirar su cumbre tenían que echar la cabeza hacía atrás.
Pero no la echaban.
Primero percibieron el humo, luego, un poco después, vieron el fuego, y
sobre él un espetón en el que se asaban unas truchas abiertas en dos. Vieron
también a un individuo solitario sentado junto al fuego.
No mucho tiempo atrás todavía se habría reído Geralt, se habría burlado sin
piedad y habría tenido por un completo idiota a cualquiera que se hubiera
atrevido a afirmar que él, el brujo, se iba a sentir embargado por una gran alegría
al ver a un vampiro.
– Ohó -dijo con tranquilidad Emiel Regis Rohellec Terzieff-Godefroy,
colocando el espetón-. Mirad lo que nos ha traído el gato.
Capítulo séptimo
Llamador, ítem nombrado knaker, coblynau, polterduk, karkonos, rubezahl,
tesorero, pukacz y desertarlo. Es variante del kobold, del cuál el ll. en porte y
poderío en grande medida lo descuella. Portan también los ll. barbas
descomunales, lo cuál los koboldes no acostumbran. Habita el ll. en galerías,
pozos de mina, escombreras, abismos, cavernas oscuras, dentro de las peñas y
en todo espécimen de grutas, cuevas y piedras güecas. Allí donde mora, de
seguro haya escondidas en la tierra riquezas, ya sean menas, metales, carbones,
sal o aceite de roca. Destomismo, al ll. a menudo puede encontrárselo en las
minas, las más de las veces ya sin uso, mas y en las minas vivas gusta de
mostrarse. Maligno truhán y dañador, maldición y verdadero castigo divino
para mineros y picadores, a los que el ll. enseñoreado por el camino de la
amargura lleva, con sus llamamientos en las peñas confunde y amedranta, las
escalas les desface, las yerramientas y avíos todos propios de los mineros hurta
y esconde, y tampoco le es impropio el echar palos a la testa desde detrás del
carbón.
Mas puede comprárselo, para que no menoscabe en demasía, colocando
dosea, en corredor oscuro o en los pozos, pan con manteca, requesón o una
lonja de maharrana ahumada. Cuanto quier lo mejor sea una garrafa de orujo,
ya que el ll. muy goloso de ello acostumbra a ser.
Physiologus
– Están seguros -le confirmó el vampiro, espoleando a la mula Draakul-. El
trío entero. Milva, Jaskier y por supuesto Angouléme, se entiende, quien nos
alcanzó a tiempo en el valle de Sansretour y nos contó todo, sin ahorrarse
palabras pintorescas. Nunca he podido entender por qué vosotros, humanos,
extraéis la mayor parte de las maldiciones e insultos de lo relacionado con la
esfera erótica. Pero si el sexo es hermoso, y se relaciona con la belleza, la
alegría, el placer. Cómo se puede usar en forma de sinónimo vulgar el nombre de
la herramienta sexual…
– Ajústate al tema, Regis -le interrumpió Geralt.
– Por supuesto, perdón. Avisados por Angouléme de la llegada de los
bandidos, cruzamos sin vacilar la frontera de Toussaint. Milva, es verdad, no
estaba contenta, rabiaba por darse la vuelta e ir a buscaros a ambos a toda prisa.
Conseguí persuadirla. Y Jaskier, sorpresa, en vez de alegrarse por el asno que
nos ofrecían las fronteras del condado, andaba a todas luces de capa caída… ¿No
sabes por casualidad qué es lo que él teme tanto en Toussaint?
– No lo sé, pero me lo imagino -respondió Geralt ácido-. Porque no sería el
primer lugar donde nuestro amigo el bardo ha hecho de las suyas. Ahora se
contiene un tanto, porque viaja en compañía de personas decentes, pero cuando
era joven no existía nada sagrado para él. Incluso diría que ante él sólo estaban
seguros los erizos y aquellas mujeres que eran capaces de trepar a la misma
punta de un árbol muy alto. Y a menudo, los maridos de aquellas mujeres le
tenían esto a mal al trovador, no se sabe por qué. En Toussaint con toda
seguridad hay algún marido al que ver a Jaskier puede avivar los recuerdos…
Pero esto, al fin y al cabo, no tiene importancia. Volvamos a las cosas concretas.
¿Qué hay de los perseguidores? Espero que…
– No creo -sonrió Regís-que nos siguieran hasta Toussaint. La frontera está
atestada de caballeros andantes que se aburren soberanamente y buscan ocasión
para una peleílla. Aparte de ello, nosotros, junto con un grupo de peregrinos que
encontramos en la frontera, nos llegamos enseguida a la floresta sagrada de
Myrkvid. Y ese lugar despierta el temor. Incluso los peregrinos y enfermos que
viajan hasta Myrkvid "desde los más lejanos rincones para recuperar la salud se
detienen en una aldea no muy lejos del borde del bosque, sin atreverse a entrar
en su interior. Porque corren rumores de que quien se atreve a entrar en el
robledal sagrado termina ardiendo en una hoguera dentro de la Moza de Esparto.
Geralt tomó aire.
– Es decir…
– Por supuesto. -El vampiro de nuevo no le permitió terminar-. En la
floresta de Myrkvid habitan los druidas. Aquéllos que antes vivían en Angren, en
Caed Dhu, que luego se trasladaron al Loc Monduirn y por fin a Myrkvid, a
Toussaint. Nos estaba predestinado que los íbamos a encontrar. No me acuerdo,
¿dije que nos estaba predestinado?
Geralt espiró con fuerza. Cahir, que iba a su espalda, también.
– ¿Está tu amigo entre esos druidas? El vampiro sonrió de nuevo.
– No es mi amigo, sino mi amiga -explicó-. Sí, está entre ellos. Hasta ha
ascendido. Dirige un Círculo entero.
– ¿Una hierofanta?
– Flaminica. Así se llama el título druídico más alto cuando lo lleva una
mujer. Sólo los hombres se denominan hierofantes.
– Cierto, lo había olvidado. Así que Milva y el resto…
– Están ahora bajo los cuidados de la flaminica y su Círculo. -El vampiro,
siguiendo su costumbre, respondió a la pregunta mientras se estaba haciendo,
después de lo que inmediatamente procedía a contestar una pregunta que todavía
no se había hecho-. Yo, por mi parte, me apresuré a venir a buscaros. Puesto que
sucedió una cosa enigmática. La flaminica, cuando comencé a presentar nuestro
asunto, no me dejó terminar. Afirmó que ya lo sabía todo. Que desde hacía algún
tiempo espera nuestra visita…
– ¿Cómo?
– Yo tampoco pude ocultar mi incredulidad. -El vampiro detuvo la muía, se
alzó sobre los estribos, miró a su alrededor.
– ¿Estás buscando algo o a alguien? -preguntó Cahir.
– Ya no busco, lo he encontrado. Descabalguemos.
– Preferiría que cuanto más deprisa…
– Descabalguemos. Te contaré todo.
Tuvieron que hablar más fuerte para poder entenderse a causa del ruido de
una cascada que caía desde una impresionante altura por la pared vertical de un
despeñadero rocoso. Abajo, allá donde la cascada se derramaba sobre una laguna
bastante grande, se abría en la roca la negra boca de una cueva.
– Sí, ésa es -Regís confirmó las suposiciones del brujo-. Acudí a
encontrarme contigo porque me ordenaron dirigirte aquí. Tendrás que entrar en
esa cueva. Ya te dije, los druidas sabían de ti, sabían de Ciri, sabían de nuestra
misión. Y se enteraron de ello a través de la persona que vive ahí. Esta persona,
si creemos a los druidas, desea hablar contigo.
– Si creemos a los druidas -repitió con énfasis Geralt-. Yo ya he estado en
estos alrededores antes. Sé lo que vive en las profundas cuevas bajo la Montaña
del Diablo. Allí habitan diversos tipos de gentes. Pero en su mayoría no se puede
hablar con ellos, a no ser que sea con la espada. ¿Qué más es lo que ha dicho tu
druidesa? ¿En qué más tengo que creer?
– De forma muy clara -el vampiro clavó sus negros ojos en Geralt-me dio a
entender que, en general, no le vuelven loca los personajes que destruyen y
matan a la naturaleza viva y, en particular, los brujos. Le expliqué que en este
momento eres brujo más bien de nombre. Que no perjudicas en absoluto a la
naturaleza viva en tanto ésta no te perjudica a ti. La flaminica, has de saber que
es una mujer de extraordinaria inteligencia, se dio cuenta al punto de que has
abandonado el brujerismo no debido a un cambio de tu forma de pensar, sino
obligado por las circunstancias. Sé perfectamente, dijo, que la desgracia ha
afectado a una persona cercana al brujo. Así que el brujo se vio obligado a
abandonar el brujerismo y a apresurarse a acudir a salvarla…
Geralt no hizo ningún comentario pero su mirada era suficientemente
significativa como para que el vampiro se apresurara con las aclaraciones.
– Afirmó, cito: «No siendo brujo, el brujo demuestra que es capaz de
humildad y sacrificio. Entrará en las oscuras simas de la tierra. Desarmado.
Abandonando toda arma, todo hierro afilado. Todos los pensamientos malvados.
Toda agresión, rabia, furia, arrogancia. Entrará con humildad. Y una vez allí, en
las simas de la tierra, el humilde no brujo encontrará las respuestas a las
preguntas que lo mortifican. Encontrará la respuesta a muchas preguntas. Pero si
el brujo sigue siendo brujo, no encontrará nada».
Geralt escupió en dirección a la cascada y la cueva.
– Esto es la chorrada de siempre -afirmó-. ¡Un juego! ¡Una burla!
Clarividencias, sacrificios, encuentros secretos en grutas, respuestas a
preguntas… Tan elaboradas artimañas sólo las usan los viejos cuentistas
ambulantes. Alguien se está burlando de mí. En el mejor de los casos. Y si no es
una broma…
– No lo llamaría broma en ningún caso -dijo Regis categórico-. En ningún
caso, Geralt de Rivia.
– Entonces, ¿qué es? ¿Una de las famosas rarezas druídicas?
– No lo sabremos -habló Cahir-mientras no nos convenzamos. Venga,
Geralt, entraremos juntos…
– No. -El vampiro negó con la cabeza-. La flaminica fue, en ese aspecto,
categórica. El brujo tiene que entrar allí solo. Sin armas. Dame tu espada. Me
ocuparé de ella durante tu ausencia.
– Que los diablos… -comenzó Geralt, pero Regis le interrumpió con un
rápido gesto.
– Dame tu espada -extendió la mano-. Y si tienes alguna otra arma,
déjamela también. Recuerda las palabras de la flaminica. Nada de agresión.
Sacrificio. Humildad.
– ¿Sabes a quién voy a encontrar allí? ¿Quién… o qué me está esperando en
esa cueva?
– No, no lo sé. Los seres más diversos habitan los pasadizos subterráneos
de la Gorgona.
– ¡Que me parta un rayo!
El vampiro carraspeó bajito.
– Eso tampoco se puede descartar -dijo serio-. Pero tienes que acometer el
riesgo. Al fin y al cabo, sé que lo vas a acometer.
No se había equivocado. Tal y como se esperaba, la entrada a la cueva
estaba cubierta de una impresionante alfombra de calaveras, costillas, pelvis y
huesos. Sin embargo, no se percibía olor a corrupción. Aquellos restos de la vida
terrena tenían por lo visto siglos tras de sí y cumplían el papel de decoración
para asustar a intrusos.
O al menos eso pensaba él.
Entró en la oscuridad, los huesos crepitaron y chasquearon bajo sus pies.
La vista se le adaptó enseguida a la oscuridad.
Se encontraba en una gigantesca cueva, una caverna de roca cuyas medidas
el ojo no estaba en condiciones de abarcar, puesto que las proporciones se
quebraban y desaparecían en el bosque de estalactitas que colgaban del techo en
pintorescos manojos. Del yacente de la cueva, brillante de humedad y
entreverado de gravilla multicolor, surgían estalagmitas blancas y rosas, toscas y
achaparradas en la base, esbeltas por arriba. Algunas de las puntas alcanzaban
muy por encima de la cabeza del brujo. Algunas se unían por arriba con las
estalactitas, formando acolumnadas estalagmitas. Nadie le gritaba. El único
sonido que se podía oír era el eco del agua goteando y chapoteando.
Anduvo, despacio, directamente enfrente, en la oscuridad, entre las
columnas de estalagmitas. Sabía que le estaban observando.
La falta de la espada a la espalda se hacía sentir con fuerza, importuna y
claramente. Como la falta de un diente roto hacía poco tiempo.
Redujo el paso.
Algo que todavía un segundo antes había tomado por unas piedras redondas
yaciendo a los pies de una estalagmita clavaba ahora en él unos ojos enormes y
brillantes. En una masa compacta de greñas grisáceas cubiertas de polvo se
abrían unas enormes mandíbulas y relucían unos colmillos cónicos
Barbeglaces.
Anduvo despacio y asentando los pies con cuidado. Los barbeglaces
estaban por todos lados, grandes, medianos, pequeños, yacían en su camino, sin
intenciones de apartarse. Hasta el momento se comportaban con tranquilidad; no
estaba seguro, sin embargo, de lo que pasaría si pisaba a alguno.
Las estalagmitas eran ya como un bosque, no era posible caminar derecho,
tenía que rodearlas. Desde arriba, desde la bóveda erizada de agujas como
carámbanos, goteaba el agua.
Los barbeglaces -cada vez había más-le acompañaban en su marcha,
revolcándose y amontonándose por el yacente. Escuchó su monótono chamulleo
y sus bufidos. Percibió su olor penetrante y ácido.
Tuvo que detenerse. En su camino, entre dos estalagmitas, en un lugar que
no le era posible evitar, yacía un equinopes bastante grande, una masa erizada de
largas espinas. Geralt tragó saliva. Sabía bien que los equinopes podían disparar
las espinas hasta una distancia de diez pies. Las espinas tenían una propiedad
especial: una vez clavadas en el cuerpo, se quebraban y las afiladas puntas se
hundían y «paseaban» cada vez más profundamente, hasta que por fin
alcanzaban algún órgano sensible.
– Brujo tonto -escuchó en la oscuridad-. ¡Brujo cobarde! ¡Tiene miedo, ja,
ja!
La voz sonaba extraña y ajena, pero Geralt ya había escuchado voces así
más de una vez. Así hablaban seres que no estaban acostumbrados a
comunicarse con ayuda del habla articulada, por eso tenía una acentuación y una
entonación extraña, que alargaba las sílabas innaturalmente.
– ¡Brujo tonto! ¡Brujo tonto!
Se abstuvo de comentar nada. Se mordió los labios y pasó junto al
equinopes. Las espinas del monstruo ondearon como los tentáculos de una
actinia. Pero sólo por un momento; luego el equinopes se quedó inmóvil y
comenzó a recordar de nuevo a un gran montón de hierba del pantano.
Dos enormes barbeglaces se cruzaron por su camino, farfullando y
gruñendo. Desde arriba, de lo alto de la bóveda, le llegó el revoloteo de unas alas
membranosas y unas risillas siseantes, una señal inequívoca de la presencia de
portahojas y vespertilos.
– ¡Ha venido aquí un asesino, un matarife! ¡Un brujo! -Por la oscuridad se
extendió la misma voz que había escuchado antes-. ¡Entró aquí! ¡Se atrevió!
Pero no tiene espada, el matarife. ¿Cómo quiere matar? ¿Con la mirada? ¡Ja, ja!
– ¿O puede -se oyó una voz con una articulación todavía más innatural-que
nosotros lo matemos? ¿Jaaa?
Los barbeglaces chamullaron en un coro furioso. Uno, grande como una
calabaza madura, se acercó mucho y chasqueó sus dientes junto a los talones de
Geralt. El brujo ahogó una maldición que le salió a los labios. Siguió adelante.
Caía agua de las estalactitas, resonaba con un eco argentino.
Algo se pegó a su pierna. Se contuvo para no agitarla con violencia.
El ser era pequeño, no mucho mayor de un perro pequinés. También
recordaba un poco al pequinés. En el rostro. Lo demás parecía de mono. Geralt
no tenía ni idea de lo que era. En su vida había visto algo parecido.
– ¡Burujo! -articuló el pequinés con voz estridente, pero por completo
inteligible, espasmódicamente agarrado a la bota de Geralt-. ¡Burujujo!
¡Jojoputa!
– Suéltate -dijo él a través de sus apretados dientes-. Suéltate de la bota o te
doy una patada en el culo.
Los barbeglaces chamullaron todavía en taño más alto, violento y
amenazador. Algo bramó en las tinieblas. Geralt no vio lo que había sido.
Sonaba como una vaca, pero el brujo se apostaba cualquier cosa á que no había
sido una vaca.
– ¡Burujo! ¡Jojoputa!
– Suelta mi bota -repitió, controlándose a duras penas-. He venido aquí sin
armas, en paz. Me estás entorpeciendo…
Se detuvo y se atosigó con una ola de repugnante olor a causa del cual le
lloraron los ojos y se le puso la carne de gallina.
El ser pequinoforme aferrado a su muslo desencajó los ojos y le defecó
directamente sobre la bota. El asqueroso hedor estaba acompañado de sonidos
todavía más asquerosos.
Lanzó una palabrota adaptada a la situación y separó de la pierna a la
repugnante criatura. Mucho más delicadamente de lo que le correspondía. Pero y
aun así sucedió lo que se esperaba.
– ¡Ha pegado una patada al pequeño! -gritó algo en la oscuridad, por
encima de los huracanados chamulleos y bufidos de los barbeglaces-. ¡Ha
pegado una patada al pequeño! ¡Ha dañado a uno menor que él!
Los barbeglaces más cercanos se le apretaron a los pies. Sintió cómo sus
patillas nudosas y duras como una piedra lo agarraban e inmovilizaban. No se
defendió, estaba completamente resignado. En la piel del más grande y más
agresivo se limpió la bota enmendada. Le tiraron de las ropas, se sentó.
Algo grande se arrastró por una estalactita, saltó al suelo. Enseguida supo lo
que era. Un llamador. Rechoncho, panzudo, peludo, de pies torcidos, de un
ancho de tripa de como una braza, con una barba pelirroja que era incluso más
ancha.
Al acercarse el llamador le iban acompañando unos temblores del suelo,
como si no fuera el llamador el que se acercara, sino un percherón. Los pies
callosos y anchos del monstruo tenían -por muy raro que esto sonara-una
longitud cada uno de pie y medio.
El llamador se inclinó sobre él y emanó una peste a vodka. Los tunantes se
destilan aquí su propio aguardiente, pensó Geralt maquinalmente.
– Has golpeado a uno menor que tú, brujo -le echó la peste en la cara el
llamador-. Sin dar razón alguna atacaste y dañaste a una criaturilla pequeña,
amable e inocente. Sabíamos que no se podía confiar en ti. Eres agresivo. Posees
instintos asesinos. ¿Cuántos de nosotros has matado, canalla?
No le pareció adecuado responder.
– ¡Oooh! -El llamador le asfixió todavía más con el hedor de su alcohol
digerido-. ¡Soñaba con esto desde niño! ¡Desde niño! Por fin se han cumplido
mis sueños. Mira a la izquierda.
Miró como un idiota. Y recibió un puño derecho en los dientes de tal forma
que vio la más absoluta claridad.
– ¡Ooooooh! -El llamador enseñó unos grandes dientes curvos desde el
interior de una densa y apestosa barba-. ¡Soñaba con esto desde niño! Mira a la
derecha.
– Basta. -Desde algún lugar en lo profundo de la caverna se escuchó una
orden alta y sonora-. Basta de estos juegos y chanzas. Dejadlo ir.
Geralt escupió la sangre de su labio parido. Lavó la bota en una corriente de
agua que caía de la pared. La mofeta con rostro de pequinés sonrió sarcástica,
pero desde una distancia segura. El llamador también sonrió, mientras se
masajeaba el puño.
– Ve, brujo -ladró-. Ve hacia él, ya que te llama. Yo esperaré. Porque al fin
al cabo habrás de volver por aquí.
La caverna en la que entró, sorpresa, estaba llena de luz. A través de unas
aberturas en la bóveda preñada de estalactitas caían unas columnas de claridad
que se cruzaban, arrancando de las rocas y formaciones sedimentarias un
espectáculo de brillos y colores. Además, en el aire colgaba una bola mágica de
ardiente claridad, apoyada por los reflejos del cuarzo en las paredes. Pese a toda
aquella iluminación, los límites de la caverna se perdían en la oscuridad, en una
perspectiva de columnas de estalagmitas que desaparecían en la negra oscuridad.
En una pared, a la que la naturaleza había como preparado para aquel
objetivo, se estaba creando en aquel momento una enorme escena de pinturas
rupestres. El artista pintor era un alto elfo de cabello rubio, vestido con una toga
manchada de pintura. En el brillo mágico-natural, su cabeza parecía estar
rodeada por un halo luminoso.
– Siéntate. -El elfo, sin apartar la vista de la pintura, le señaló una roca a
Geralt con un movimiento del pincel-. ¿No te han hecho daño?
– No. La verdad es que no.
– Tienes que perdonarlos.
– Cierto. Tengo.
– Son un poco como niños. Se alegraron terriblemente de tu venida.
– Ya lo he visto.
Sólo entonces le miró el elfo.
– Siéntate -repitió-. En un momento estaré a tu disposición. Ya estoy
terminando.
Lo que estaba terminando el elfo era un animal estilizado, seguramente un
bisonte. De momento sólo tenía listo el contorno, desde los imponentes cuernos
hasta el no menos maravilloso rabo. Geralt se sentó en la roca señalada y se
prometió a sí mismo ser paciente y humilde. Hasta las fronteras de lo posible.
El elfo silboteaba bajito a través de sus dientes apretados, sumergió el
pincel en un recipiente con pintura y con rápidos movimientos pintó su bisonte
de color violeta. Al cabo de un momento de reflexión pintó en un costado del
animal unas rayas de tigre.
Geralt le contemplaba en silencio.
Por fin el elfo retrocedió un paso, admirando el fresco rupestre que
mostraba ya toda una completa escena de caza. Unas delgadas figuritas
humanas, armadas de arcos y lanzas y pintadas con unos negligentes toques de
pincel, perseguían en salvajes saltos al bisonte violeta y rayado.
– ¿Qué se supone que tiene que ser esto? -Geralt no pudo resistirse.
El elfo le miró de pasada, mientras se llevaba la punta limpia del pincel a
los labios.
– Esto es -explicó-una pintura prehistórica realizada por los primeros
hombres que habitaron en esta caverna hace miles de años y se ocupaban sobre
todo de cazar al ya largo tiempo extinguido bisonte violeta. Algunos de estos
cazadores prehistóricos eran artistas, sentían una profunda necesidad de
reaccionar artísticamente. Eternizar aquello que les rondaba en el espíritu.
– Fascinante.
– Claro que sí -admitió el elfo-. Vuestros científicos merodean desde hace
años por las cavernas buscando las huellas de los hombres prehistóricos. Y
cuantas veces las encuentran, se sienten fascinados sin medida. Puesto que
encuentran pruebas de que no sois extraños en esta esfera y en este mundo a la
vez. La prueba de que vuestros antepasados han habitado aquí desde hace siglos,
de que por ello a sus herederos les pertenece este mundo. En fin, cada raza tiene
derecho a algunas raíces. Incluso la vuestra, la humana, cuyas raíces hay que
buscar más bien en la copa del árbol. Ja, un retruécano gracioso, ¿no crees?
Digno de un epigrama. ¿Te gusta la poesía ligera? ¿Qué más piensas que se
puede pintar aquí?
– Dibuja a los cazadores prehistóricos unos enormes falos tiesos.
– Es una buena idea. -El elfo sumergió el pincel en la pintura-. El culto
fálico es típico de las civilizaciones primitivas. Puede también servir para que se
forje la teoría de que la raza humana padece de degeneración física. Los
antepasados tenían falos como porras, y a los descendientes no les quedaron más
que unas ridículas pollitas… Gracias, brujo.
– No hay de qué. Oh, me rondaba en el espíritu. La pintura tiene un aspecto
demasiado reciente como para ser prehistórica.
– Al cabo de tres o cuatro días los colores palidecen por influjo de la sal que
colma la pared y la imagen se hace tan prehistórica que te caes de espaldas.
Vuestros científicos se van a mear de gusto cuando lo vean. Apuesto la cabeza a
que ninguno reconoce mi comedia.
– Lo reconocerán.
– ¿Y cómo?
– Porque no vas a ser capaz de no firmar tu obra maestra.
El elfo se rió seco.
– ¡Tocado! Me has descifrado sin error. Ah, es difícil que el artista apague
la hoguera de las vanidades. Ya he firmado la pintura. Oh, aquí.
– ¿Eso no es una libélula?
– No. Es un ideograma que significa mi nombre. Me llamo Crevan Espane
aep Caomhan Macha. Por comodidad utilizo el alias de Avallad! y también de
este modo puedes dirigirte a mí.
– No dejaré de hacerlo.
– A ti, por tu parte, te llaman Geralt de Rivia. Eres un brujo. Sin embargo,
en la actualidad no te dedicas a perseguir a monstruos y bestias, te ocupas de
buscar a muchachas desaparecidas.
– Las noticias se extienden asombrosamente rápido. Y asombrosamente
lejos. Y asombrosamente profundo. Al parecer has predicho que yo iba a
aparecer por aquí. Entonces, ¿he de entender que sabes predecir el futuro?
– Predecir el futuro -Avallac´h se limpió las manos en un trapo-puede
hacerlo cualquiera. Y todo el mundo lo hace, porque en realidad es fácil. Lo
difícil es acertar.
– Un argumento elegante y digno de un epigrama. Tú, está claro, sabes
acertar.
– Y bastante a menudo. Yo, querido Geralt, sé muchas cosas y sé hacer
muchas cosas. Al fin y al cabo, esto lo señala mi título académico, como diríais
vosotros, humanos. Al completo: Aen Saevherne.
– Un Sabedor.
– Exactamente.
– ¿Y que tiene ganas, espero, de compartir su saber?
Avallac´h guardó silencio durante un instante.
– ¿Compartir? -dijo por fin, arrastrando las sílabas-. ¿Contigo? El saber,
querido mío, es un privilegio, y el privilegio sólo se comparte con los que son
iguales a uno. ¿Y por qué yo, elfo, Sabedor, miembro de la élite, tendría que
compartir nada con el descendiente de un ser que apareció en el universo hace
nada más que cinco millones de años, evolucionando a partir del mono, la rata,
el chacal u otro mamífero? ¿Un ser que precisó alrededor de un millón de años
para descubrir que con ayuda de dos manos peludas podía realizar no sé qué
operación con un hueso mordisqueado? ¿Y que después de lo cual se metió ese
hueso en el ano, gimiendo de felicidad?
El elfo guardó silencio, se dio la vuelta y clavó los ojos en su pintura.
– ¿Por qué -repitió-te atreves a juzgar que voy a compartir contigo
cualquier saber, humano? ¡Dímelo!
Geralt se limpió la bota de los restos de mierda.
– ¿Puede -replicó seco-que porque sea inevitable?
El elfo se dio la vuelta bruscamente.
– ¿Qué -preguntó a través de los dientes apretados-es inevitable?
– ¿Puede -Geralt no tenía ganas de alzar la voz-que porque cuando pasen
unos cuantos años más los humanos se vayan a adueñar por su cuenta de todo
saber, sin importarles si alguien quiere compartirlo con ellos o no? ¿Incluyendo
el saber acerca de lo que tú, elfo y Sabedor, tan hábilmente escondes tras unos
frescos rupestres? ¿Contando con que los humanos no van a querer destrozar con
picos esa pared, pintada con falsas pruebas de la existencia de hombres
primitivos? ¿Qué? ¿Tu hoguera de las vanidades?
El elfo bufó. Muy alegre.
– Oh, sí -dijo-. Una vanidad verdaderamente ligada a la estupidez sería
considerar que no vais a destrozar algo. Lo destrozáis todo. Sólo que, ¿qué pasa
con ello? ¿Qué pasa con ello, humano?
– No lo sé. Dímelo. Y si no lo consideras adecuado, entonces me iré. Lo
mejor, por otra salida, porque en aquélla está esperándome tu traviesa compañía
con el deseo de romperme las costillas.
– De acuerdo. -El elfo extendió la mano con un brusco movimiento y la
pared de roca se abrió con un chirrido y un chasquido, partiendo brutalmente en
dos al bisonte violeta-. Vete entonces. Sal a la luz. En sentido literal o figurado,
suele ser el camino correcto.
– Da un poco de pena -murmuró Geralt-. Me refiero al fresco.
– Bromeas -dijo el elfo al cabo de un instante de silencio,
sorprendentemente suave y amistoso-. Al fresco no le pasará nada. Con un
hechizo idéntico cerraré la roca, no quedará ni la huella de una grieta. Ven.
Saldré contigo, te guiaré. He llegado a la conclusión de que sí que tengo algo
que contarte. Y que mostrarte.
Al otro lado reinaba la oscuridad, pero el brujo enseguida supo que la cueva
era enorme, por la temperatura y el movimiento del aire. La grava sobre la que
caminaban estaba húmeda.
Avallac´h hizo luz con un hechizo, al modo élfico, sólo con un gesto, sin
pronunciar un encantamiento. La bola luminiscente voló hacia el techo, unas
formaciones de cristal de roca en las paredes de la gruta ardieron con una
miríada de reflejos y brillos, las sombras bailaron. Contra su propia voluntad, el
brujo lanzó un suspiro.
No era la primera vez que veía esculturas y relieves élficos, pero cada vez,
la sensación era la misma. Que las figuras de elfos y elfas congeladas en pleno
movimiento, en mitad de un parpadeo, no eran obra del cincel de un escultor
sino efecto de algún poderoso hechizo capaz de transformar los tejidos vivos en
blanco mármol de Amell.
La estatua más cercana representaba a una elfa sentada con los pies
recogidos sobre una placa de basalto. La elfa volvía la cabeza como si se hubiera
alarmado por unos pasos que se acercaran. Estaba completamente desnuda. El
mármol blanco, pulido hasta lograr un brillo lácteo, lograba que hasta se sintiera
el calor emanando de la estatua.
Avallac´h se detuvo y se apoyó sobre una de las columnas que delimitaban
el camino entre el paseo de estatuas.
– Por segunda vez -habló despacio-me has descifrado al momento, Geralt.
Sí, tenías razón, las pinturas de bisontes en la roca eran un camuflaje. Que se
supone que tenía que evitar que cavaran y atravesaran la pared. Que se supone
que tenía que proteger todo esto del robo y la devastación. Todas las razas, la
élfica también, tienen derecho a sus raíces. Lo que ves aquí son nuestras raíces.
Pisa, por favor, con cuidado. Esto es, en realidad, un cementerio.
Los reflejos de luz que bailaban en los cristales de roca arrancaban más
detalles a las tinieblas: detrás del paseo de las estatuas se veían columnatas,
escaleras, galerías de anfiteatros, arquerías y peristilos. Todo de mármol blanco.
– Quisiera -siguió Avallac´h, deteniéndose y señalando con una mano-que
todo esto perdurara. Incluso cuando nosotros nos vayamos, cuando todo este
continente y todo este mundo se encuentre bajo una capa de una milla de espesor
de hielo y nieve, Tir ná Béa Arainne perdurará. Nos iremos de aquí, pero
volveremos algún día. Nosotros, los elfos. Nos lo ha prometido Aen
Ithlinnespeath, las profecías de Ithlinne Aegli aep Aevenien.
– ¿De verdad creéis en ella? ¿En esa pitonisa? ¿Tan profundo es vuestro
fatalismo?
– Todo -el elfo no le miraba a él sino a la columna de mármol cubierta de
un relieve delicado como una tela de araña-ha sido ya predicho y profetizado.
Vuestra llegada al continente, la guerra, la sangre de elfo y de humano vertida. El
desarrollo de vuestra raza y la decadencia de la nuestra. La lucha de los
gobernantes del norte y del sur. Y la rebelión del rey del sur contra los reyes del
norte y la invasión de sus tierras como si fuera una inundación. Ellos serán
aplastados y sus naciones destruidas… Y así comenzará el fin del mundo.
¿Recuerdas el texto de Mina, brujo? Quien esté lejos, morirá de la peste. Quien
esté cerca, caerá por la espada. Quien se esconda, morirá de hambre. Quien
perviva, se perderá por el frío… Puesto que se acerca Tedd Deireádh, el Tiempo
del Fin, el Tiempo de la Espada y el Hacha, el Tiempo del Odio, el Tiempo del
Invierno Blanco y de la Ventisca del Lobo…
– Poesía.
– ¿Lo prefieres menos poético? A causa de un cambio en el ángulo de caída
de los rayos solares se desplazará, y mucho, la frontera de los hielos eternos. El
hielo que vendrá del norte destrozará estas montañas y se arrastrará lejos hacia el
sur. Todo quedará cubierto por la blanca nieve. Una capa de más de una milla de
espesor. Y hará frío, mucho frío.
– Tendremos que llevar calzoncillos largos -dijo Geralt sin emoción-.
Zamarras. Y gorros de piel.
– Me lo has quitado de la boca -el elfo, sereno, concedió-. Y con esos
calzoncillos y esas zamarras sobreviviréis hasta que algún día volváis aquí, a
cavar y a registrar estas cavernas, para destruir y robar. La profecía de Itlina no
lo dice, pero yo lo sé. No hay forma de destruir por completo ni a los humanos ni
a las cucarachas, siempre queda por lo menos una parejita. En lo que concierne a
nosotros, los elfos, Itlina es bastante más decidida: sólo se salvarán aquéllos que
sigan a Golondrina. La Golondrina, el símbolo de la primavera, es la salvadora,
aquélla que abrirá la Puerta Prohibida, el camino de la salvación. Y permitirá la
resurrección del mundo. La Golondrina, la Hija de la Antigua Sangre.
– ¿Es decir, Ciri? -Geralt no aguantó-. ¿O un hijo de Ciri? ¿Cómo? ¿Y por
qué?
Avallac´h, daba la sensación, no había escuchado.
– La Golondrina de la Antigua Sangre -repitió-. De su sangre. Ven. Y mira.
Incluso entre aquellas otras estatuas increíbles por su realismo, atrapadas en
un movimiento o un gesto, la señalada por Avallad! se distinguía. Una elfa de
mármol blanco, que medio yacía en una plataforma, producía la impresión como
si, habiéndola despertado, fuera a sentarse y levantarse al momento siguiente.
Estaba vuelta con el rostro hacia un lugar vacío a un lado, y la mano alzada
parecía tocar allí algo invisible.
En el rostro de la elfa se pintaba una expresión de serenidad y felicidad.
Pasó mucho tiempo antes de que Avallac´h rompiera el silencio.
– Ésta es Lara Dorren aep Shiadhal. Por supuesto, esto no es una tumba,
sino un cenotafio. ¿Te extraña la posición de la estatua? En fin, el proyecto de
cincelar en el mármol a los dos legendarios amantes no obtuvo muchos apoyos.
Lara y Cregennan de Lod. Cregennan era un humano, hubiera sido una
profanación el despilfarrar el mármol de Amell en una estatua suya. Hubiera
sido una blasfemia colocar aquí la estatua de un ser humano, en Tir ná Béa
Arainne. Por otro lado, todavía un crimen mayor hubiera sido destruir con
premeditación la memoria de aquel sentimiento. Así que se llegó al justo medio.
Cregennan… formalmente no está aquí. Y sin embargo lo está. En la mirada y en
el gesto de Lara. Los amantes están juntos. Ni siquiera la muerte consiguió
separarlos. Ni la muerte ni el olvido… Ni el odio.
Al brujo le pareció que la voz de indiferencia del elfo se había transformado
por un instante. Pero aquello seguramente no era posible.
Avallac´h se acercó a la estatua, con precaución, con un movimiento
delicado acarició el brazo de mármol. Luego se dio la vuelta y en su rostro
triangular apareció de nuevo su acostumbrada sonrisa levemente burlona.
– ¿Sabes, brujo, cuál es la peor desventaja de una larga vida?
– No.
– El sexo.
– ¿Cómo?
– Has oído bien. El sexo. Al cabo de menos de cien años acaba por hacerse
aburrido. Nada hay en ello que pudiera fascinar y excitar, que tuviera la belleza
excitante de la novedad. Ya se ha hecho de todo… De una u otra forma, pero
todo. Y entonces, de pronto, tiene lugar la Conjunción de las Esferas y aparecéis
vosotros aquí, los humanos. Aparecen aquí los humanos supervivientes, que
provienen de otro mundo, de vuestro antiguo mundo, el cual conseguisteis
destruir con vuestras propias manos, todavía cubiertas de pelos, apenas cinco
millones de años después de haberos formado como género. Sois apenas un
puñado, el tiempo de vida media que tenéis es ridículamente corto, así que
vuestra perduración depende de la velocidad de multiplicaros, por eso el deseo
de lujuria no os abandona nunca, el sexo os gobierna por completo, es un
impulso más fuerte incluso que el instinto de supervivencia. Morir, ¿por qué no?,
siempre y cuando antes pueda uno follar. Ésa, en pocas palabras, es toda vuestra
filosofía.
Geralt no le interrumpió ni comentó nada, aunque tenía muchas ganas de
hacerlo.
– ¿Y de pronto qué sucede? -siguió Avallac´h-. Los elfos, aburridos de sus
aburridas elfas, se lían con las siempre dispuestas mujeres humanas; las
aburridas elfas se entregan, por curiosidad perversa, a vuestros sementales
humanos, siempre llenos de vigor y fuerza. Y ocurre algo que nadie ha
conseguido explicar: las elfas, que normalmente sólo ovulan una vez cada diez o
veinte años, desde que copulan con los humanos, comienzan a ovular con cada
intenso orgasmo. Actúa no sé qué hormona oculta o combinación de hormonas.
Las elfas entienden que, en la práctica, sólo pueden tener hijos con los humanos.
Fue por las elfas que no os exterminamos cuando aún éramos más fuertes. Y
luego vosotros fuisteis más fuertes y comenzasteis a exterminarnos a nosotros.
Pero aún teníais aliados entre las elfas. Ellas eran las partidarias de la
convivencia, la cooperación y la coexistencia… y no querían reconocer que, en
realidad, se trataba del coacostarse.
– ¿Y qué tiene que ver todo esto conmigo? -gruñó Geralt.
– ¿Contigo? Absolutamente nada. Pero mucho con Ciri. Puesto que Ciri es
descendiente de Lara Dorren aep Shiadhai, y Lara Dorren era partidaria de la
coexistencia con los humanos. Principalmente con un humano. Con Cregennan
de Lod, hechicero humano. Lara Dorren coexistió con el mencionado Cregennan
a menudo y con éxito. Más claro: se quedó embarazada.
También esta vez el brujo guardó silencio.
– El problema yacía en que Lara Dorren no era una elfa común y corriente.
Era un depósito genético. Especialmente preparado. El resultado de muchos años
de trabajo. En unión con otro depósito, un elfo, se entiende, había de dar a luz a
un niño todavía más especial. Concibiendo de la semilla de un humano, enterró
aquella posibilidad, tiró por la borda el resultado de cientos de años de planes y
preparaciones. Así por lo menos se pensó entonces. Nadie sospechó que el
mestizo engendrado por Cregennan pudiera heredar de su valiosa madre algo
positivo. No, un matrimonio tan desigual no podía traer consigo nada bueno…
– Y por ello -le interrumpió Geralt-fue severamente castigado.
– No de la forma que piensas. -Avallac´h le lanzó una rápida mirada-.
Aunque la unión de Lara Dorren y Cregennan produjo un perjuicio incalculable
a los elfos mientras que a los humanos sólo les podía venir bien, fueron los
humanos, no los elfos, los que asesinaron a Cregennan. Los humanos, no los
elfos, produjeron la perdición de Lara. Exactamente así fue, pese a que muchos
elfos tenían motivos para odiar a los amantes. También motivos personales.
A Geralt, por segunda vez, le sorprendió un leve cambio en el tono de voz
del elfo.
– De una u otra forma -siguió Avallac´h-, la coexistencia estalló como una
burbuja de jabón, las razas se echaron mutuamente a la garganta. Comenzó la
guerra que perdura hasta hoy. Y en este tiempo, el material genético de Lara…
existe, como seguro que ya te has imaginado. E incluso se ha desarrollado. Por
desgracia, ha sufrido mutación. Sí, sí. Tu Ciri es una mutante.
Tampoco esta vez el elfo esperó a que dijera algo.
– En esto metieron las narices por supuesto vuestros hechiceros, que
unieron hábilmente al individuo criado con una parejita, pero también se les
escapó de su control. Pocos son los que se imaginan por qué milagro el material
genético de Lara Dorren se reavivó con tanta potencia en Ciri, cuál fue el
disparador. Pienso que Vilgefortz lo sabe, ese mismo Vilgefortz que te molió las
costillas en Thanedd. Los hechiceros que hacían experimentos con los
descendientes de Lara y Riannon, llevando a cabo durante algún tiempo una
crianza regular, no obtuvieron los resultados deseados, se aburrieron y
abandonaron el experimento. Pero el experimento continuó, sólo que ahora
autónomamente. Ciri, hija de Pavetta, nieta de Calanthe, tataranieta de Riannon,
es una verdadera descendiente de Lara Dorren. Vilgefortz se enteró de ello
seguramente por casualidad. También lo sabe Emhyr var Emreis, emperador de
Nilfgaard.
– Y tú también lo sabes.
– Yo, de hecho, sé mucho más que los dos. Pero esto no tiene importancia.
El molino de la predestinación actúa, muele el grano del destino… Lo que está
predestinado, habrá de pasar.
– ¿Y qué tendrá que pasar?
– Lo que está predestinado. Lo que fuera decidido desde el principio; dicho
esto, por supuesto, en sentido figurado. En fin, algo que está determinado por la
acción infalible de un mecanismo en cuyas bases yace el Objetivo, el Plan y el
Resultado.
– Esto es o bien poesía o bien metafísica. O lo uno y lo otro, porque a veces
es difícil distinguirlas. ¿No sería posible que dijeras algo concreto?
¿Aunque fuera minimamente? Con gusto discutiría contigo de esto y
aquello, pero resulta que tengo prisa.
Avallac´h lo midió con una mirada penetrante.
– ¿Y por qué tienes tanta prisa? Ah, perdona… Tú, me da la impresión, no
has entendido nada de lo que he dicho. Así que te lo diré directamente: tu gran
aventura de salvamento carece de sentido. Lo ha perdido por completo.
»Hay varios motivos -siguió el elfo mirando el rostro pétreo del brujo-. En
primer lugar es demasiado tarde ya, el mal fundamental ya ha sido realizado, no
estás en situación de salvar a la muchacha. En segundo lugar, ahora, cuando ha
entrado ya en el camino verdadero, Golondrina sabrá arreglárselas sola
estupendamente, posee una fuerza demasiado poderosa dentro de sí como para
tener miedo de nada. Así que tu ayuda es innecesaria. Y en tercer lugar…
Hummm…
– Te. estoy escuchando todo el tiempo, Avallac´h. Todo el tiempo.
– En tercer lugar… en tercer lugar, otra persona la está ayudando ahora.
Creo que no serás tan arrogante para creer que el destino sólo y exclusivamente
te haya ligado a ti con ella.
– ¿Eso es todo?
– Sí.
– Entonces, hasta la vista.
– Espera.
– Ya te he dicho. Tengo prisa.
– Pongamos por un momento -le dijo sereno el elfo-que yo de verdad sé lo
que va a pasar, que veo el futuro. Si te digo que lo que ha de pasar pasará
independientemente de tus esfuerzos. De tus iniciativas. Si te comunico que
podrías buscar un lugar tranquilo en la tierra y sentarte allí, sin hacer nada,
esperando a que se cumplan las consecuencias inevitables de la cadena de
circunstancias, ¿te decidirías a hacer algo así?
– No.
– ¿Y si te comunico que tu actividad, que atestigua tu falta de fe en el
inquebrantable mecanismo del Objetivo, el Plan y el Resultado, puede, aunque la
probabilidad sea exigua, cambiar en verdad algo, pero exclusivamente para
peor? ¿Volverías a pensártelo? Ah, ya veo en tu gesto que no. Así que te
preguntaré simplemente: ¿por qué no?
– ¿De verdad quieres saberlo?
– De verdad.
– Pues porque simplemente no creo en tus vulgaridades metafísicas acerca
de objetivos, planes y pensamientos primigenios de los creadores. No creo
tampoco en vuestra famosa profetisa Itlina ni en otras pitonisas. La considero a
ella, imagínate, la misma chorrada y el mismo humbug que tus pinturas
rupestres. Un bisonte violeta, Avallac´h. Nada más. No sé si es que no puedes o
no quieres ayudarme. Sin embargo, no te guardo rencor…
– Dices que no puedo o no quiero ayudarte. ¿De qué modo podría?
Geralt reflexionó durante un momento, completamente consciente de que
de la apropiada formulación de la pregunta dependían muchas cosas.
– ¿Voy a recuperar a Ciri?
La respuesta fue inmediata.
– La recuperarás. Sólo para perderla de inmediato. Y esta vez para siempre,
sin vuelta atrás. Antes de que se llegue a eso, perderás a todos los que te
acompañan. Uno de tus camaradas lo perderás en las próximas semanas, puede
que incluso días. Puede que incluso horas.
– Gracias.
– Todavía no he terminado. Una consecuencia directa y rápida de tu
injerencia en la rueda del molino del Objetivo y el Plan será la muerte de varias
decenas de miles de personas. Lo que al fin y al cabo no tiene gran importancia,
puesto que no mucho tiempo después perderán la vida varias decenas de
millones de personas. El mundo como lo conoces simplemente desaparecerá,
dejará de existir, para que, al cabo del tiempo necesario, resucite de una forma
completamente distinta. Pero sobre ello precisamente nadie tiene ni tendrá la
mínima influencia, nadie es capaz de impedirlo ni de invertir el orden de las
cosas. Ni tú, ni yo, ni los hechiceros, ni los Sabedores. Ni siquiera Ciri. ¿Qué
dices a eso?
– Un bisonte violeta. Pero con todo ello, te lo agradezco, Avallad!,
– En cierto modo -el elfo se encogió de hombros-, siento cierta curiosidad
por saber lo que puede causar una piedra que caiga en la rueda del molino…
¿Puedo hacer algo más por ti?
– Creo que no. Porque supongo que mostrarme a Ciri no podrás, ¿no?
– ¿Quién ha dicho eso?
Geralt contuvo el aliento.
Avallada se dirigió con rápidos pasos en dirección a la pared de la caverna,
haciendo una señal al brujo para que le siguiera.
– Las paredes de Tir ná Béa Arainne -señaló los centelleantes cristales de
roca-poseen propiedades especiales. Y yo, modestia aparte, poseo habilidades
especiales. Pon tus manos aquí. Mira fijamente. Piensa con intensidad. En que
ella te necesita mucho ahora. Y declara que se muestre aquí tu deseo de ayudarla.
Piensa que quieres correr en su auxilio, estar a su lado, algo de este estilo. La
imagen debiera aparecer sola. Y ser clara. Contempla, pero abstente de
reacciones violentas. No digas nada. Será una visión, no una comunicación.
Obedeció.
La primera visión, pese a lo prometido, no era clara. Era confusa, pero a
cambio, tan violenta que retrocedió inconscientemente. Una mano cortada sobre
una mesa… La sangre salpicando sobre una tabla vítrea… Esqueletos humanos
montados en esqueletos de caballos… Yennefer, cargada de cadenas…
¿Una torre? ¿Una torre negra? ¿Y detrás de ella, al fondo… la aurora-
boreal?
Y de pronto, sin advertencia, la imagen se aclaró. Hasta demasiado clara.
– ¡Jaskier! -gritó Geralt-, ¡Milva! ¡Angouléme!
– ¿Eh? -se interesó Avallad!-. Ah, sí. Me parece que lo has destrozado todo.
Geralt retrocedió de la pared de la caverna, a poco no se cayó sobre el suelo
de basalto.
– ¡No me importa una mierda! -gritó-. Escucha, AvallacTi, tengo que ir lo
más deprisa posible a ese bosque de los druidas…
– ¿A Caed Myrkvid?
– ¡Cierto! ¡A mis amigos les amenaza allí un peligro mortal! ¡Una lucha por
sobrevivir! También están amenazadas otras personas… ¿Por dónde más
deprisa…? ¡Ah, al diablo! Vuelvo a por el caballo y la espada…
– Ningún caballo -le interrumpió el elfo con serenidad-será capaz de
llevarte hasta la floresta de Myrkvid antes de que caiga la oscuridad…
– Pero yo…
– Todavía no he terminado. Ve a por esa tu famosa espada y yo entretanto te
buscaré una montura. Una montura perfecta para las sendas de la montaña. Se
trata de una montura un poco, diría, atípica… Pero gracias a ella estarás en Caed
Myrkvid dentro de menos de media hora.
El llamador apestaba como un caballo, y aquí se acababa todo parecido.
Geralt había visto una vez en Mahakam un concurso de doma de muflones
organizado por los enanos y le había parecido el deporte más extremo posible.
Pero sólo ahora, subido a los lomos de un llamador que corría como un loco,
supo lo que era lo verdaderamente extremo.
Para no caer, clavaba convulsivamente los dedos en las ásperas greñas y
apretaba con los muslos los peludos costados del monstruo. El llamador apestaba
a sudor, orina y vodka. Corría como si estuviera poseído, la tierra temblaba bajo
los golpes de sus gigantescos pies, como si las plantas fueran de bronce.
Reduciendo apenas la velocidad, se lanzó por la pendiente y corrió por ella tan
deprisa que el aire le aullaba en las orejas. Volaba por sobre unas aristas, unos
senderos y unos salientes tan estrechos que Geralt apretó los párpados para no
mirar abajo. Cruzó saltos de agua, cascadas, abismos y grietas que no las saltaría
un muflón y cada uno de sus saltos culminados con éxito eran acompañados por
un salvaje y ensordecedor rugido. Es decir, todavía más salvaje y ensordecedor
de lo acostumbrado, puesto que el llamador bramaba prácticamente sin pausa.
-¡No corras así! -La fuerza del viento volvía a introducir las palabras del
brujo en su garganta.
– ¿Por qué?
– ¡Por que has bebido!
– ¡Uuuuuuuaaahaaaaah!
Volaban. Le silbaban los oídos.
El llamador apestaba.
El golpeteo de los enormes pies sobre las rocas se redujo, crujieron los
pedregales y los canchales. Luego el firme se hizo menos pedregoso, pasó raudo
algo verde que podría haber sido un pino enano. Luego cruzó fugaz una mancha
verde y broncínea, porque el llamador en sus locos brincos atravesaba un bosque
de abetos. El olor de la resina se mezcló con el hedor del monstruo.
– ¡Uaaahaaah!
Se acabaron los abetos, crepitaban las hojas caídas. Ahora los colores eran
el rojo, el burdeos, el ocre y el amarillo.
– ¡Más despacioooooo!
– ¡Uaaahaaah!
El llamador atravesó de un largo salto un montón de troncos caídos. Geralt
por poco no se mordió la lengua.
La furiosa cabalgata se terminó de la misma forma poco ceremoniosa en
que había empezado. El llamador clavó el talón en la tierra, bramó y tiró al brujo
sobre una pendiente cubierta de hojas. Geralt yació allí un instante, no podía ni
siquiera maldecir. Luego se levantó, gruñendo y masajeándose la rodilla, en la
que de nuevo se le había presentado el dolor.
– No te has caído -afirmó el llamador, y la voz era de asombro-. Vaya, vaya.
Geralt no dijo nada.
– Ya hemos llegado. -El llamador señaló con su pata peluda-. Esto es Caed
Myrkvid.
Bajo ellos yacía un valle cubierto de niebla. Por encima del vaho
sobresalían las puntas de altos árboles.
– Esta niebla -el llamador se anticipó a su pregunta-no es natural. Aparte de
ello, se siente el humo desde aquí. En tu lugar, me daría prisa. Eeeh, iría
contigo… ¡Me muero de ganas de lucha! ¡Y ya cuando niño soñaba con cargar
algún día sobre los humanos con un brujo a los lomos! Pero Avallac´h me
prohibió mostrarme. Por la seguridad de toda nuestra comunidad…
– Lo sé.
– No me guardes rencor porque te diera en los morros.
– No te lo guardo.
– Eres un hombre de verdad.
– Gracias. También por estas palabras.
El llamador mostró los dientes desde debajo de su roja barba y exhaló un
olor a vodka.
– El gusto ha sido mío.
La niebla que anegaba el bosque de Myrkvid era densa y tenía unos perfiles
irregulares, que recordaban a un montón de nata que un cocinero falto de razón
hubiera colocado encima de una tarta. Aquella niebla le recordaba al brujo a
Brokilón. El bosque de las dríadas a menudo estaba cubierto por un vaho mágico
de protección y camuflaje parecido. Un parecido también a Brokilón había en la
atmósfera solemne y amenazadora del bosque, allí, en los bordes, que en su
mayor parte se componían de alisos y de hayas.
Y de la misma forma que en Brokilón, ya al borde del bosque, en un
sendero cubierto de hojas, Geralt casi se tropezó con unos cadáveres.
Los cuerpos horriblemente destrozados no eran ni de druidas ni de
nilfgaardianos, y con toda seguridad tampoco pertenecían a la hansa de Ruiseñor
y Schirrú. Antes de que Geralt entreviera en la niebla las siluetas de unos carros
recordó que Regis le había hablado de unos peregrinos. Daba la sensación de que
la peregrinación había terminado de forma no muy afortunada para algunos
peregrinos.
El hedor del humo y los fuegos, desagradable en el aire húmedo, se iba
volviendo cada vez más manifiesto, señalaba el camino. Luego el camino lo
señalaron también unos sonidos. Gritos. Y la música desafinada, con sonido a
gato, de una zanfona.
Geralt aceleró el paso.
En un camino anegado por la lluvia había un carro. Junto a una rueda había
más cadáveres.
Uno de los bandidos rebuscaba en el carro, tiraba al camino objetos y
herramientas. El segundo sujetaba a los caballos, un tercero le quitaba al
peregrino muerto un capote de linces cruzados… El cuarto hacía girar el arco de
una zanfona que debía de haber encontrado entre el botín. Por nada en el mundo
parecía ser capaz de extraer de ella siquiera una nota limpia.
La cacofonía le vino bien. Ocultaba el sonido de los pasos de Geralt.
La música se interrumpió con brusquedad, las cuerdas de la zanfona
lanzaron un gemido desgarrador, el ladrón cayó sobre las hojas y las regó de
sangre. El que sujetaba los caballos ni siquiera acertó a gritar, el sihill le cortó la
yugular. El tercer ladrón no consiguió saltar del carro, cayó, bramando, rajada la
arteria femoral. El último consiguió incluso extraer la espada de la vaina. Pero
ya no alcanzó a alzarla.
Geralt se limpió con el pulgar una mancha de sangre.
– Sí, hijos -dijo en dirección al bosque y al olor a humo-. Fue una idea
tonta. No tendríais que haber hecho caso a Ruiseñor y Schirrú. Había que
haberse quedado en casa.
Al poco se topó con el siguiente carro y los siguientes muertos. Entre los
muchos peregrinos rajados y golpeados yacían también druidas con sus
manchadas túnicas blancas. El humo de un lejano fuego se arrastraba bajito
sobre la tierra.
Esta vez los ladrones estaban más alerta. Sólo consiguió acercarse sin ser
advertido a uno, que estaba ocupado en arrancar unos anillos y pulseras de
baratillo del brazo de una mujer muerta. Geralt, sin pensar, le dio un tajo al
bandido, el bandido gritó y entonces los otros, que eran bandoleros mezclados
con nilfgaardianos, se lanzaron sobre él con un aullido.
Retrocedió al bosque, junto al árbol más cercano, para guardarse las
espaldas con el tronco de un árbol. Pero antes de que le alcanzaran los ladrones,
sonaron unos cascos de caballo y de entre los arbustos y la niebla surgió un
gigantesco caballo cubierto con una gualdrapa ajedrezada al sesgo de color
amarillo y rojo. El caballo transportaba a un jinete en completa armadura, con
una capa blanca como la nieve y un yelmo con una visera en pico cubierta de
agujeros. Antes de que los bandidos consiguieran reponerse, ya tenían encima al
caballero y éste les estaba dando tajos a diestro y siniestro y la sangre brotaba
como de una fuente. Era una hermosa vista.
Geralt, sin embargo, no tenía tiempo para andar contemplando nada, pues
dos enemigos se le echaban encima, uno era un bandido con un jubón de color
cereza y el otro un nilfgaardiano de negra vestimenta. Al bandolero, que logró
cubrirse por pura casualidad, le cortó a través de la boca. El nilfgaardiano, al ver
dientes volando por el aire, puso pies en polvorosa y desapareció entre la niebla.
A Geralt casi le aplastó un caballo con una gualdrapa ajedrezada. Galopaba
sin jinete.
Sin vacilar, saltó sobre los matorrales hacia el lugar del que provenían unos
gritos, unas maldiciones y unos golpes.
Tres bandidos habían tirado de la silla al caballero de la capa blanca y ahora
intentaban asesinarlo. Uno, que estaba con las piernas abiertas, blandía un hacha,
un segundo daba tajos con la espada, un tercero, pequeño y pelirrojo, saltaba a su
alrededor como una liebre buscando la ocasión y un lugar no cubierto por la
armadura para clavarle una lanza. El caído caballero gritaba algo ininteligible
desde el interior de su casco y rechazaba los golpes con un escudo que sujetaba
con ambas manos. Tras cada golpe del hacha, el escudo estaba cada vez más
bajo, ya casi se apretaba contra el pecho. Estaba claro que uno o dos golpes más
y las tripas del caballero fluirían a través de las grietas de la armadura.
En tres saltos, Geralt se encontró en mitad del torbellino, le sajó en la nuca
al pelirrojo de la lanza, dio un amplio corte en la barriga al del hacha. El
caballero, ágil pese a su armadura, le sacudió al tercer bandido en la rodilla con
el escudo y cuando cayó le aporreó tres veces en la cara hasta que la sangre le
salpicó la rodela. Se puso de rodillas, palpó entre los juncos en busca de su
espada, zumbando como un enorme tábano de latón. De pronto vio a Geralt y se
quedó inmóvil.
– ¿En manos de quién me encuentro? -tronó desde lo profundo del casco.
– En manos de nadie. Éstos que aquí yacen son también mis enemigos.
– Ah… -El caballero intentó elevar la visera, pero la chapa estaba golpeada
y el mecanismo se había bloqueado-. ¡Por mi honor! Gracias mil por vuestra
ayuda.
– A vos. Al fin y al cabo fuisteis vos quien acudió en mi ayuda.
– ¿De verdad? ¿Cuándo?
No ha visto nada, pensó Geralt. Ni siquiera me advirtió a través de los
agujeritos de esa olla de acero.
– ¿Cómo sois llamado? -preguntó el caballero.
– Geralt. De Rivia.
– ¿Armas?
– No es hora, señor caballero, para la heráldica.
– Por mi honor, verdad decís, valiente gentilhombre Geralt. -El caballero
encontró su espada, se levantó. Su escudo mellado -como la gualdrapa de su
caballo-estaba cubierto por un diseño ajedrezado al sesgo de color amarillo y
rojo, en cuyos campos se veían alternativamente las letras A y H.
– Éste no es el escudo de mi linaje -zumbó aclarándolo-. Son las iniciales
de mi señora, la condesa Anna Henrietta. Yo me llamo el Caballero del Ajedrez.
Soy caballero andante. No me está permitido revelar mi nombre ni mis atributos.
Hice juramento de caballero. Por mi honor, de nuevo, gracias por la ayuda,
caballero.
– Mío ha sido el placer.
Uno de los bandoleros caídos gimió e hizo susurrar las hojas. El Caballero
del Ajedrez se acercó y con una potente puñalada lo clavó a la tierra. El bandido
agitó las manos y los pies como una araña clavada a un alfiler.
– Aprestémonos -dijo el caballero-. Todavía merodean los malandrines por
estos lares. ¡Por mi honor, no es hora de descansar!
– Cierto -reconoció Geralt-. Una banda deambula por el bosque, matando a
peregrinos y druidas. Mis amigos están en peligro…
– Disculpad un momento.
Otro bandido daba señales de vida. También resultó clavado con brío y con
sus pies extendidos hizo tal trenza que hasta se le cayeron las botas.
– Por mi honor. -El Caballero del Ajedrez se limpió la espada al musgo-.
¡Difícil les resulta a estos truhanes el separarse de la vida! No os ha de
sorprender, oh caballero, que dé la puntilla a los heridos. Por mi honor, antes no
lo hacía. Mas estos bellacos recobran la salud con tal prontitud, que el hombre
honrado no puede más que envidiarlos. Desde que hubiera de medirme con un
tunante tres veces seguidas, comencé a rematarlos cuidadosamente. De modo
que fuera para siempre.
– Entiendo.
– Yo, como veis, soy un andante. ¡Mas mi honor no tiene mella! Oh, aquí
está mi caballo. Ven aquí, Bucéfalo.
El bosque se hizo más espacioso y claro, comenzaron a dominar los grandes
robles de coronas amplias, pero poco densas. El humor y el hedor de los
incendios se sentía ya cerca. Y al poco, los vieron.
Ardían los tejados cubiertos de juncos de las cabañas de un poblado no muy
grande. Ardían las lonas de unos carros. Entre los carros yacían cadáveres,
muchos de ellos con blancas túnicas druídicas visibles desde lejos.
Los bandidos y los nilfgaardianos, dándose a sí mismos valor a base de
aullidos y escondiéndose tras unos carros que empujaban delante de sí, atacaban
una gran casa que se alzaba sobre pilotes. La casa estaba construida de sólidas
vigas de madera y cubierta con tejas de madera dispuestas en pendiente, por las
que resbalaban sin hacer daño las antorchas arrojadas por los bandidos. La casa
sitiada se defendía y contraatacaba con éxito: ante los ojos de Geralt uno de los
bandidos se asomó descuidadamente por fuera del carro y cayó, como tocado por
un rayo, con una flecha en el cráneo.
– ¡Vuestros amigos -alardeó de perspicacia el Caballero del Ajedrez-deben
de estar en aquel edificio! ¡Por mi honor, en arduo asedio se encuentran!
¡Vayamos, aprestémonos a ayudarles!
Geralt escuchó unos chillones alaridos y unas órdenes, reconoció al
bandolero Ruiseñor con la faz vendada. Vio también por un momento al
medioelfo Schirrú, que se cubría tras los nilfgaardianos y sus capas negras.
De pronto bramaron los cuernos hasta que las hojas empezaron a caer de los
robles. Tronaron los cascos de los alazanes guerreros, brillaron las armaduras y
las espadas de caballeros cargando. Con un rugido, los bandoleros echaron a
correr en diversas direcciones.
– ¡Por mi honor! -mugió el Caballero del Ajedrez, espoleando a su caballo-.
¡Son mis camaradas! ¡Nos han alcanzado! ¡Al ataque, para que nos quede
también algo de gloria! ¡Ataca, mata!
Galopando sobre Bucéfalo, el Caballero del Ajedrez cayó sobre los
ladrones que se escabullían. Fue el primero, en un instante rajó a dos y al resto
los espantó como un halcón espanta a los gorriones. Dos se volvieron en
dirección a Geralt, que se acercaba. El brujo los eliminó en un abrir y cerrar de
ojos.
El tercero le disparó con un gabriel.
El autodisparador en miniatura lo había diseñado y patentado un tal Gabriel,
artesano de Verden. Lo anunciaba con el eslogan: «Defiéndete solo». Alrededor
tuyo campan el bandidaje y la violencia, decía el anuncio. La ley es impotente y
sin fuerza. ¡Defiéndete solo! No salgas de casa sin el autodisparador manual de
la marca Gabriel. Gabriel es tu ángel de la guarda, Gabriel os protege a ti y a los
tuyos de los bandidos.
La venta alcanzó un verdadero récord. Al poco todos los bandidos llevaban
un gabriel cuando asaltaban a alguien.
Geralt era un brujo, sabía evitar una flecha. Pero había olvidado el dolor de
la rodilla. El quiebro se retrasó una pulgada, la punta en forma de hoja le tocó la
oreja. El dolor le cegó, pero sólo un instante. El ladrón no tuvo tiempo de tensar
el autodisparador y defenderse solo. Geralt, lleno de rabia, le cortó las manos y
luego le sajó la tripas con un amplio corte de sihill.
No tuvo tiempo ni siquiera de limpiarse la sangre de la oreja y el cuello
cuando ya le estaba atacando un tipo pequeño y vivo como una comadreja, de
unos ojos que brillaban innaturalmente, armado con una curvada saberra
zerrikana que hacía girar con una habilidad digna de admiración. Ya había
parado dos tajos de Geralt, el noble metal de ambas hojas tintineaba y echaba
chispas.
Comadreja era rápido y observador. Al momento advirtió que el brujo
cojeaba, al momento comenzó a rodearle y a atacarle por el lado que le era más
beneficioso. Era increíblemente rápido, la hoja afilada de la saberra aullaba en
tajos ejecutados con el peligroso arte cruzado. Geralt evitaba los golpes con una
dificultad cada vez mayor. Y cada vez cojeaba más, obligado como estaba a
apoyar el peso sobre la pierna herida.
Comadreja se encogió de pronto, saltó, realizó un hábil giro y una finta,
cortó por la oreja. Geralt lo paró al sesgo y le rechazó. El bandido giró ágil, ya se
ponía en posición de lanzar un peligroso corte bajo, cuando de pronto desencajó
los ojos, estornudó con fuerza y se le salieron los mocos, bajando al momento la
guardia. El brujo le cortó rápido en el cuello, la hoja llegó hasta la columna
vertebral.
– Venga, que alguien me diga -jadeó, mirando el cuerpo tembloroso-que el
uso de los narcóticos no es perjudicial.
Un bandido que le atacaba con una maza alzada se tropezó y cayó con la
nariz entre el fango, una flecha le salía de la ingle.
– ¡Ya voy, brujo! -gritó Milva-. ¡Ya voy! ¡Aguanta!
Geralt se dio la vuelta, pero ya no había a quién rajar. Milva disparó al
último ladrón que quedaba en los alrededores. El resto huyó al bosque,
perseguidos por los multicolores caballeros. A algunos los perseguía el Caballero
del Ajedrez. Los alcanzó, porque desde el bosque se oía cuan terrible era su
acoso.
Uno de los nilfgaardianos negros, no del todo muerto, se alzó de pronto y se
lanzó a la huida. Milva alzó y tensó su arco en un decir amén, aullaron los
timones, el nilfgaardiano cayó sobre las hojas con una flecha de pluma gris entre
las paletillas.
La arquera suspiró con fuerza.
– Nos cuelgarán -dijo.
– ¿Ponqué dices eso?
– Esto es Nilfgaard. Y ya van para dos meses que mayormente yo echo
abajo nilfgaardianos.
– Esto es Toussaint, no Nilfgaard. -Geralt se tocó un lado de la cabeza, sacó
la mano llena de sangre-. Joder. ¿Qué pasa ahí? Míralo, Milva.
La arquera lo contempló con atención crítica.
– Sólo te ha arrancado la oreja -afirmó por fin-. No hay por qué
preocuparse.
– Qué fácil es hablar para ti. A mí me gustaba mucho mi oreja. Ayúdame a
vendarlo con algo porque me corre la sangre hasta el cuello. ¿Dónde están
Jaskier y Angouléme?
– En la choza, con los peregrinos… Oh, mierda.
Retumbaron los cascos y tres jinetes surgieron de la niebla. Iban sobre
alazanes de guerra, sus capas y estandartes se agitaban al viento. Antes de que
sonara su grito de guerra, Geralt abrazó a Milva y la arrastró debajo de un carro.
No había bromas con alguien que cargaba armado con una lanza de catorce pies
y daba un alcance efectivo de diez pies por delante de la cabeza del caballo.
– ¡Salid! -Los alazanes de los caballeros pateaban la tierra alrededor del
carro-. ¡Tirad las armas y salid!
– Nos cuelgarán -murmuró Milva. Podía tener razón.
– ¡Ja, tunantes! -gritó burlón uno de los caballeros, que llevaba un escudo
con una cabeza de toro en sable sobre campo de plata-. ¡Ja, belitres! ¡Por mi
honor que vais a colgar!
– ¡Por mi honor! -le apoyó la juvenil voz de otro, con escudo celeste-.
¡Aquí mismo os vamos a despedazar!
– ¡Pero bueno! ¡Quietos!
El Caballero del Ajedrez, montado sobre Bucéfalo, salió de entre la niebla.
Había conseguido por fin alzarse la abollada visera, desde debajo de ella surgía
ahora una abundante masa de pelos de bigote.
– ¡Liberadles presto! -gritó-. Éstos no son malandrines, sino gente honrada
y de bien. La moza se puso con valentía en defensa de los peregrinos. ¡Y este
señor es un buen caballero!
– ¿Un buen caballero? -Cabeza de Toro alzó la visera y miró a Geralt con
incredulidad-. ¡Por mi honor! ¡No puede ser!
– ¡Por mi honor! -El Caballero del Ajedrez se golpeó en la pechera con un
guante acorazado-. ¡Puede ser, mi palabra empeño! Este tan bravío caballero me
salvó de la opresión cuando los bellacos me tiraron al suelo. Nómbrase don
Geralt de Rivia.
– ¿Armas?
– No me está permitido revelarlas -bufó el brujo-. Ni el nombre verdadero,
ni los atributos. Hice el juramento de caballero. Soy el andante Geralt.
– ¡Oooh! -gritó de pronto una voz descarada y bien conocida-. ¡Mirad lo
que nos ha traído el gato! ¡Ja, abuelilla, ya te dije que el brujo nos iba a venir en
socorro!
– ¡Y en el momento justo! -gritó, Jaskier, acercándose junto con Angouléme
y un grupillo de peregrinos, el laúd en una mano y en la otra su inseparable
tubo-. Ni un segundo demasiado pronto. Tienes sentido de lo dramático, Geralt.
¡Debieras escribir obras para el teatro!
De pronto se quedó callado. Cabeza de Toro se inclinó en su silla, los ojos
le brillaban.
– ¿Vizconde Julián?
– ¿Barón de Peyrac-Peyran?
Otros dos caballeros salieron de entre los robles. Uno, con un casco de olía
adornado con un cisne blanco de alas abiertas de acertado parecido, conducía a
dos prisioneros de un lazo. Otro caballero, andante pero práctico, preparaba unas
sogas y miraba en busca de unas buenas ramas.
– Ni Ruiseñor ni Schirrú. -Angouléme advirtió la mirada del brujo-. Una
pena.
– Una pena -reconoció Geralt-. Pero intentaremos arreglarlo. Señor
caballero…
Pero Cabeza de Toro -o mejor dicho, el barón de Peyrac-Peyran- no le
prestaba atención. No veía, parecía, más que a Jaskier.
– Por mi honor -dijo arrastrando las palabras-. ¡No me engaña la vista! Es el
vizconde don Julián en carne y hueso. ¡Ja! ¡Cómo se va a alegrar nuestra señora
la condesa!
– ¿Quién es ese vizconde Julián? -se interesó el brujo.
– Yo soy -dijo Jaskier a media voz-. No te mezcles en esto, Geralt.
– Cómo se va a alegrar doña Anarietta -repitió el barón de Peyrac-Peyran-.
¡Ja, por mi honor! Os vamos a llevar a todos al castillo de Beauclair. ¡Nada de
excusas, vizconde, no prestaré mi oído a excusa alguna!
– Unos cuantos de los desertores han huido. -Geralt se permitió un tono
bastante frío-. Propongo capturarlos primero. Luego pensaremos qué hacer con
un día que comenzara tan interesante. ¿Qué le decís a eso, señor barón?
– Por mi honor -dijo Cabeza de Toro-que de todo ello no saldrá nada. Es
imposible perseguirlos. Los criminales huyeron al otro lado del río, y nosotros
no debemos plantar al otro lado ni siquiera la punta de un casco del caballo.
Aquella parte del bosque de Myrkvid es un santuario intocable, y en el espíritu
de los tratados firmados con los druidas por nuestra amada condesa Anna
Henrietta, piadosa señora de Toussaint…
– ¡Los bandoleros han huido allí, joder! -le interrumpió Geralt,
enfureciéndose-. ¡En ese santuario intocable se dedicarán a matar! Y vos me
venís con no sé qué tratados…
– ¡Hemos dado palabra de caballero! -El barón de Peyrac-Peyran, como
resultó, parecía más digno de llevar una cabeza de carnero que de toro-. ¡No está
permitido! ¡Los tratados! ¡Ni un pie en el terreno de los druidas!
– A quien no le está permitido, no le está permitido -bufó Angouléme,
llevando de las riendas a dos caballos de los bandidos-. Deja esa chachara vacía,
brujo. Vamos. Tengo aún algunas cuentas pendientes con Ruiseñor, y tú, por lo
que imagino, querrías todavía tener una charlilla con el medioelfo.
– Voy con vusotros -dijo Milva-. Presto me buscaré una yegua.
– Yo también -balbuceó Jaskier-. Yo también voy con vosotros.
– ¡Pero bueno, esto no! -gritó el barón cabecitoro-. Por mi honor, el señor
vizconde Julián irá con nosotros al castillo de Beauclair. La condesa no nos
perdonaría que, habiéndolo encontrado, no lo trajéramos. A vosotros no os
detendré. Sois libres en obras y pensamientos. Como compañeros del vizconde
Julián, su merced doña Anarietta os recibiría con honores y os hospedaría en el
castillo, pero en fin, si despreciáis su hospitalidad…
– No la despreciamos -le interrumpió Geralt, mitigando con una mirada
amenazadora a Angouléme, quien a espaldas del barón realizaba diferentes
gestos repugnantes y ofensivos-. Lejos estamos de despreciarla. No dejaremos de
ir a inclinarnos ante la condesa a ofrecerle el homenaje que se merece. Pero en
primer lugar concluiremos lo que tenemos que concluir. Nosotros también dimos
nuestra palabra, se puede decir que también firmamos un pacto. En cuanto lo
concluyamos, nos dirigiremos sin tardanza al castillo de Beauclair. Iremos hacia
allí sin falta.
«Aunque no sea más que por dar cuenta -añadió significativamente y con
énfasis-de que deshonor alguno ni menoscabo se le cause a nuestro amigo
Jaskier. Es decir, puf, Julián.
– ¡Por mi honor! -sonrió de pronto el barón-. ¡Ningún deshonor ni
menoscabo alguno se le causará al vizconde Julián, estoy presto a dar mi
palabra. Puesto que olvidé deciros, vizconde, que el conde Raimundo murióse
hace dos años de apoplejía.
– ¡Ja, ja! -gritó Jaskier, con el rostro de pronto radiante-. ¡El conde la
palmó! ¡Esto sí que es una nueva maravillosa y alegre! Es decir, me refería a
tristeza y pena, congoja y angustia… Que le sea leve la tierra… ¡Sin embargo,' si
esto es así, vayamos a Beauclair lo más presto posible, señores caballeros!
¡Geralt, Milva, Angouléme, nos veremos en el castillo!
Vadearon la corriente, espolearon los caballos hacia el bosque, entre robles
de ramas muy extensas, entre helechos que les llegaban hasta las espuelas. Milva
encontró sin esfuerzo el rastro de la banda de huidos. Iban tan deprisa como
podían. Geralt tenía miedo por los druidas. Temía que los restos de la banda, al
sentirse seguros, quisieran vengar en los druidas el pogromo recibido a manos de
los caballeros andantes de Toussaint.
– Cuidao que ha tenío potra el Jaskier -dijo de pronto Angouléme-. Cuando
el Ruiseñor nos cercó en la cabaña me contó por qué tenía miedo de Toussaint.
– Me lo había imaginado -respondió el brujo-. Sólo que no sabía que había
apuntado tan alto. ¡Una condesa, jo, jo!
– Fue hace la tira de años. Y el conde Raimundo, ése que estiró la pata, al
parecer juró que le iba a arrancar el corazón al poeta, lo mandaría cocinar, se lo
pondría de cena a la condesa infiel y la obligaría a comerlo. Tiene Jaskier suerte
de no haber caído en las garras del conde cuanto todavía vivía. Nosotros también
tenemos suerte.
– Eso habrá que verlo.
– Jaskier dice que la tal condesa Anarietta lo ama hasta la locura.
– Jaskier siempre dice eso.
– ¡Cerrar el pico! -ladró Milva, tirando de las riendas y echando mano al
arco.
Errando de árbol en árbol corría hacia ellos un ladrón, sin sombrero, sin
armas, a ciegas. Corría, se caía, se levantaba, volvía a correr de nuevo. Y gritaba.
Gritos agudos, penetrantes, horribles.
– ¿Qué pasa? -se asombró Angouléme.
Milva tensó el arco en silencio. No disparó, esperó hasta que el bandido se
acercara y aquél corría directamente hacia ellos, como si no les hubiera visto.
Cruzó a toda velocidad por entre el caballo del brujo y el de Angouléme.
Vieron su rostro, blanco como el papel y deformado por el miedo, vieron
sus ojos desencajados.
– ¿Qué diablos? -repitió Angouléme.:
Milva se despertó de su estupor, se volvió en la silla y le lanzó al huido una
flecha en la espalda. El bandido gritó y cayó sobre los helechos.
La tierra tembló. De tal forma que de un roble cercano se desgranaron al
suelo las bellotas.
– Me pregunto -dijo Angouléme-de qué sería de lo que huía…
La tierra tembló de nuevo. Los arbustos chasquearon, crujieron las ramas
quebradas.
– ¿Qué es eso? -gimió Milva, poniéndose de pie sobre los estribos-. ¿Qué es
eso, brujo?
Geralt fijó la mirada, vio y lanzó un profundo suspiro. Angouléme también
lo vio. Y empalideció.
– ¡Su puta madre!
El caballo de Milva también lo vio. Relinchó con pánico, se puso a dos
patas y luego pateó con las ancas. La arquera voló de la silla y cayó pesadamente
al suelo. El caballo huyó hacia el interior del bosque. La montura de Geralt echó
a galopar detrás sin pensarlo, con tan mala fortuna que eligió un camino bajo una
rama de roble que colgaba muy baja. La rama barrió al brujo de la silla. El golpe
y el dolor de la rodilla por poco no le quitaron el sentido.
Angouléme fue quien consiguió controlar a su enloquecido caballo por más
tiempo, pero también al final acabó en el suelo. En su huida el caballo por poco
no aplastó a Milva, que se estaba levantando.
Y entonces vieron con mayor claridad la cosa que avanzaba hacia ellos. Y
dejaron por completo, pero por completo, de asombrarse del pánico de sus
animales.
El ser recordaba a un gigantesco árbol, a un añudo y nudoso roble. O puede
que en verdad fuera un roble. Pero un roble bastante poco típico. En vez de
erguirse tranquilito allá en el campo entre hojas y bellotas caídas, en vez de
permitir que le corrieran por encima las ardillas y se le cagaran encima los
pardillos, aquel roble caminaba con brío por el bosque, pisaba rítmicamente con
gruesas raíces y agitaba las ramas. El rechoncho tronco -o el torso-del monstruo
tenía a ojo como unas dos brazas de diámetro y el pico que sobresalía de él no
era quizás pico, sino más bien fauces, porque se abría y se cerraba con un sonido
que recordaba al de unas pesadas puertas al cerrarse.
Aunque bajo su terrible peso temblaba la tierra de forma que hacía
complicado mantener el equilibrio, el monstruo cruzaba por un barranco con una
agilidad pasmosa. Y no lo hacía sin objetivo.
Ante sus ojos, el monstruo agitó las ramas, hizo que susurraran las hojas y
extrajo de un árbol caído a un bandido que se escondía allí, tan hábilmente como
una cigüeña extrae a una rana escondida entre la hierba. Envuelto en las ramas,
el malandrín quedó suspendido, gritando que hasta daba pena. Geralt vio que el
monstruo llevaba ya tres bandidos colgando de la misma forma. Y un
nilfgaardiano.
– Huid… -jadeó, intentado en vano levantarse. Tenía la sensación como si
alguien le estuviera golpeando rítmicamente con un martillo en la rodilla para
clavarle un clavo al rojo-. Milva… Angouléme… Huid…
– ¡No te vamos a dejar!
El árbol monstruo les escuchó, taconeó alegre con las raíces y corrió en su
dirección. Angouléme, intentando en vano alzar a Geralt, maldijo de forma
especialmente blasfema. Milva, con las manos temblorosas, intentaba asentar
una flecha en la cuerda. Completamente sin sentido.
– ¡Huid!
Era demasiado tarde. El árbol monstruo ya estaba sobre ellos. Paralizados
por el miedo, ahora podían ver con precisión su botín, cuatro ladrones que
colgaban en la trenza de ramas. Dos vivían, porque emitían terribles aullidos y
meneaban las piernas. El tercero, quizá inconsciente, colgaba inerte. El
monstruo, a todas luces, intentaba capturar vivas a sus presas. Pero con el cuarto
prisionero no le había salido, quizá por falta de atención había apretado
demasiado fuerte, lo que se dejaba ver por los ojos desencajados de la víctima, y
la lengua, que le llegaba muy lejos, hasta la barbilla, manchada de sangre y de
vómito.
Un segundo después colgaban ya en el aire, rodeados de ramas, todos
gritando a voz en cuello.
– Mis, mis, mis -escucharon desde abajo, desde las raíces-.Mis, mis,
Arbolillo.
Detrás del árbol monstruo, espoleándolo ligeramente con una ramita llena
de hojas iba una druidesa jovencita, con una toga blanca y una corona de
florecillas en la cabeza.
– No hagas daño, Arbolillo, no aprietes. Con delicadeza. Mis, mis, mis.
– No somos unos bandidos… -jadeó Geralt desde lo alto, pudiendo apenas
alzar su voz desde un pecho apretado por las ramas-. Dile que nos suelte…
Somos inocentes…
– Todos dicen lo mismo. -La druidesa espantó una mariposa que le rondaba
por la ceja-. Mis, mis, mis.
– Me he meado… -gimió Angouléme-. ¡Me cagüentó, me he meado!
Milva sólo carraspeaba. Tenía la cabeza sobre el pecho. Geralt lanzó una
maldición terrible. Era lo único que podía hacer.
El árbol monstruo, espoleado por la druidesa, avanzaba ligero por el
bosque. Durante su carrera a todos -los que estaban conscientes-les
castañeteaban los dientes al ritmo de los saltos del monstruo. Hasta se oía un
eco.
Al cabo de no mucho tiempo se encontraron en un amplio claro. Geralt vio
a un grupo de druidas vestidos de blanco, y junto a ellos otro árbol monstruo.
Éste había sido menos afortunado con su caza: de sus ramas sólo colgaban tres
bandidos, de los que sólo parecía vivir uno.
– ¡Criminales, canallas, gentes indignas! -enunció desde abajo uno de los
druidas, un viejecillo que se apoyaba en un largo bastón-. Miradlo bien. Mirad
qué castigo les espera en el bosque de Myrkvid a los criminales e indignos.
Miradlo y recordadlo. Os dejaremos ir para que podáis contarles a otros lo que
vais a contemplar dentro de un momento. ¡Para advertencia!
En el mismo centro del claro se amontonaba una gran pila de leños y
carrascas, y sobre la pila, apoyada en unos maderos, había una jaula tejida de
esparto que tenía la forma de una gran muñeca de palo. La jaula estaba llena de
gentes gritando y sollozando. El brujo escuchó con claridad los gritos de rana,
roncos por el miedo, del bandolero Ruiseñor. Vio también el rostro blanco como
el papel y deformado por el pánico del medioelfo Schirrú, apretado contra las
trenzas de esparto.
– ¡Druidas! -gritó Geralt, movilizando para aquel grito todas sus fuerzas
para que se escuchara entre la barahúnda general-. ¡Señora flaminica! ¡Soy el
brujo Geralt!
– ¿Cómo? -habló desde abajo una mujer alta y delgada con el cabello de
color gris acero, que le caía sobre la espalda, sujeto a la frente con una corona de
muérdago.
– Soy Geralt… El brujo… El amigo de Emiel Regis…
– Repite, porque no te oigo.
– ¡Geraaalt! ¡El amigo del vampiiiro!
– ¡Ah! ¡Haberlo dicho antes!
A una señal de la druidesa de cabellos de acero, el árbol monstruo los dejó
en tierra. No demasiado delicadamente. Cayeron, ninguno se pudo levantar por
sus propias fuerzas. Milva estaba inconsciente, por la nariz le salía sangre.
Haciendo un esfuerzo, Geralt se alzó y se arrodilló sobre ella.
La flaminica de cabellos de acero estaba a su lado, carraspeó. Tenía el
rostro muy fino, incluso delgadísimo, tanto que despertaba asociaciones no
demasiado agradables con el cráneo de un cadáver cubierto de piel. Sus ojos azul
celeste como el aciano eran amables y dulces.
– Creo que tiene una costilla rota -dijo, mirando a Milva-. Pero ahora la
curamos. Enseguida le prestarán ayuda nuestras sanadoras. Me pesa lo que ha
sucedido. Pero, ¿cómo iba a saber quiénes erais? No os invité a venir a Caed
Myrkvid y no os concedí permiso para entrar en nuestro santuario. Emiel Regis
da fe de vosotros, cierto, pero la presencia en nuestro bosque de un brujo,
asesino a sueldo de seres vivos…
– Me iré de aquí sin un momento de demora, honorable flaminica -aseguró
Geralt-. Si sólo…
Se detuvo, al ver a los druidas portando teas ardiendo que se acercaban a la
pila y a la muñeca de esparto llena de personas.
– ¡No! -gritó, apretando los puños-. ¡Deteneos!
– Esa jaula -dijo la flaminica, como si no lo escuchara-tenía que servir al
principio como comedero invernal para animales hambrientos, tenía que estar en
el bosque llena de heno. Pero cuando agarramos a estos canallas, recordé los
rumores malvados y las calumnias que los humanos cuentan de nosotros. Bien,
pensé, vais a tener vuestra Moza de Esparto.
Vosotros mismos os la sacasteis de la manga, como pesadilla que despierta
el miedo, así que yo os voy a proporcionar esa pesadilla…
– Ordena que se detengan -susurró el brujo-. Honorable flaminica… No los
queméis… Uno de esos bandidos tiene una información muy importante para
mí…
La flaminica posó una mano sobre el pecho. Sus ojos de aciano eran
amables y dulces.
– Oh, no -dijo con voz seca-. No, señor. Yo no creo en la institución del
testigo de la corona. El librarse de la pena es inmoral.
– ¡Deteneos! -gritó el brujo-. ¡No le prendáis fuego! ¡De…!
La flaminica realizó un breve gesto con la mano, y Arbolillo, que todavía
estaba en los alrededores, taconeó con sus raíces y le puso una rama al brujo en
el hombro. Geralt se sentó y además con impulso.
– ¡Prendedle fuego! -ordenó la flaminica-. Lo siento, brujo, pero ha de ser
así. Nosotros, druidas, valoramos y honramos la vida en cada una de sus formas.
Pero el dejar con vida a los criminales es simple estupidez. A los criminales no
les asusta más que el miedo. Así que les vamos a dar un ejemplo por el miedo.
Albergo la esperanza de que no tenga que repetir este ejemplo.
Las carrascas se prendieron muy deprisa, la pila vomitó humo y se cubrió
de llamas. Los gritos y aullidos que salían de la Moza de Esparto ponían los
pelos de punta. Por supuesto, no era posible en la cacofonía de chasquidos
producida por el fuego, pero a Geralt le parecía que distinguía el croar
desesperado de Ruiseñor y los gritos agudos, llenos de dolor, del medioelfo
Schirrú.
Él tenía razón, pensó. La muerte no siempre es igual.
Y luego, después de un tiempo macabramente largo, la pila y la Moza de
Esparto explotaron piadosamente en un infierno de fuego estruendoso, un fuego
al que nada podía sobrevivir.
– Tu medallón, Geralt -dijo Angouléme, que estaba junto a él. -
– ¿Cómo? -carraspeó, porque tenía la garganta encogida-. ¿Qué has dicho?
– Tu medallón de plata con el lobo. Lo tenía Schirrú. Ahora ya lo has
perdido del todo. Se habrá fundido en esas brasas.
– Qué se le va a hacer -dijo al cabo, mirando a los ojos aciano de la
flaminica-. Ya no soy un brujo. Dejé de ser brujo. En Thanedd, en la Torre de la
Gaviota. En Brokilón. En el puente sobre el Yaruga. En la cueva de la Gorgona.
Y aquí, en el bosque de Myrkvid. No, ya no soy un brujo. Así que he de aprender
a vivir sin el medallón de brujo.
Capítulo octavo
El rey amaba a su esposa, la reina, ilimitadamente, y ella lo amaba a él con
todo su corazón. Algo así sólo podía terminar con una desgracia.
Flourens Delannoy, Cuentos y leyendas
Delannoy, Flourens, lingüista e historiador, *1432 en Vicovaro, en los
años 1460-1475 secretario y bibliotecario en el palacio imperial. Infatigable
investigador de leyendas y cuentos populares, autor de muchos estudios que son
considerados monumentos de la antigua lengua y literatura de las regiones
norteñas del Imperium. Algunas de sus obras más importantes son: Mitos y
leyendas de los pueblos del norte, Cuentos y leyendas, La sorpresa o el mito de
la Antigua Sangre, La saga del brujo y El brujo y la brújula, o de la búsqueda
incansable. Desde el año 1476, profesor de la academia de Castell Graupian,
donde en +1510.
Effenberg y Talbot, Encyclopaedia Máxima Mundi, tomo IV
El viento soplaba desde el mar, hacía gemir las velas, una garúa como de
pequeñísimo granizo golpeaba dolorosamente en el rostro. El agua del Gran
Canal estaba aceitosa, agitada por el viento, salpicada con el goteo de la lluvia.
– Por aquí, señor, permitid. El barco está esperando.
Dijkstra lanzó un pesado suspiro. Estaba ya verdaderamente harto de viajes
por el mar, le alegraban aquellos pocos instantes en los que sentía bajo los pies el
suelo fuerte y estable de la playa, se ponía negro cuando pensaba que no tenía
más remedio que acercarse otra vez a una cubierta balanceante. Pero qué se le
iba a hacer. Lan Exeter, la capital de invierno de Kovir, se diferenciaba de forma
significativa de otras capitales del mundo. En el puerto de Lan Exeter los
viajeros que llegaban por mar desembarcaban en la piedra del muelle sólo para
embarcarse de inmediato en la siguiente unidad navegadora: una esbelta nave de
alta proa y no mucho más baja popa, impulsada por multitud de remos. Lan
Exeter estaba construida sobre el agua, en el amplio estuario del río Tango. En
vez de calles, la ciudad tenía canales, y toda la comunicación de la ciudad se
llevaba a cabo mediante barcas.
Se subió a la barca, saludó al embajador redano que le esperaba junto a la
escala. Se separaron del muelle, los remos golpeaban el agua al unísono, la nave
avanzaba, tomaba velocidad. El embajador redano guardaba silencio.
El embajador, pensó Dijkstra maquinalmente. ¿Desde hace cuántos años
tiene Redania embajador en Kovir? Más de ciento veinte. Ya hace ciento veinte
años que Kovir y Poviss tienen frontera con Redania. Pero no siempre fue así.
Desde el principio de los tiempos Redania trataba a los países situados al
norte, en el golfo de Praxeda, como su propio feudo. Kovir y Poviss eran -como
se decía en la corte de Tretogor-infantados en la joya de la corona. Los condes
infantes que se sucedían en aquellos gobiernos recibían el nombre de troidenos,
puesto que descendían -o afirmaban descender-de un antepasado común,
Troiden. El tai príncipe Troiden era hermano del rey de Redania Radowid I, al
que luego llamaron el Grande. Ya en su juventud había sido el tal Troiden un
tipo lascivo y extraordinariamente repugnante. Daba miedo pensar lo que saldría
de él con los años. El rey Radowid, que no era una excepción a este respecto,
odiaba a su hermano como a la peste. Así que lo nombró conde infante de Kovir,
para librarse de él, enviándolo tan lejos de sí como fuera posible. Y más lejos
que Kovir no se podía.
El conde infante Troiden era formalmente vasallo de Redania, pero un
vasallo atípico, que no conllevaba carga alguna ni obligaciones feudales. Ni
siquiera tenía que ofrecer el juramento ceremonial de vasallaje, se exigía de él
solamente lo que se denominaba promesa de no perjudicar. Unos decían que,
simplemente, Radowid se había apiadado de él, sabiendo que la «joya de la
corona» kovirana no daba ni para tributos ni para vasallaje. Otros por su parte
afirmaban que Radowid simplemente no quería tener ante sus ojos al conde
infante, se mareaba sólo de pensar que el hermanillo se podía aparecer
personalmente en Tretogor con dinero o ayuda militar. Cómo había sido en
verdad, no lo sabía nadie, pero sea como fuere, así se quedó. Muchos años
después de la muerte de Radowid I, en Redania seguían rigiendo las leyes
promulgadas en tiempos del viejo rey. En primer lugar: el condado de Kovir es
vasallo, pero no tiene ni que pagar, ni que servir. En segundo: el infantado de
Kovir es un bien de manos muertas y la sucesión está exclusivamente en manos
de la casa de los troidenos. En tercer lugar: Tretogor no se mezcla en los asuntos
de la casa de los troidenos. En cuarto: a los miembros de la casa de los troidenos
no se les invita a Tretogor para las celebraciones de las fiestas nacionales. En
quinto: ni en ninguna otra ocasión.
En suma, pocos sabían algo de lo que pasaba en el norte y menos aún se
interesaban por ello. A Redania llegaban -principalmente por intermedio de
Kaedwen-noticias de los conflictos del conde de Kovir con los señores menores
del norte. De alianzas y guerras con Hengfors, Malleore, Creyden, Talgar y otros
países de nombres difíciles de recordar. Alguien había vencido a alguien y lo
había absorbido, alguien se había unido a alguien con un lazo dinástico, alguien
había derrotado a alguien y le exigía tributo. En resumen, nadie sabía quién, a
quién ni por qué.
Sin embargo, las noticias de guerras y luchas atraían al norte a una
marabunta de matones, aventureros, buscadores de sensaciones y otros espíritus
inquietos en busca de botín y posibilidades de enriquecerse. Venían aquéllos de
todos los rincones del mundo, incluso de países tan lejanos como Cintra o Rivia.
Pero sobre todo, habitantes de Redania y Kaedwen. En especial desde Kaedwen
habían salido para Kovir verdaderos pelotones de caballería. El rumor decía
incluso que a la cabeza de uno iba la famosa Aideen, la revoltosa hija natural del
monarca de Kaedwen. En Redania hasta se decía que en el palacio de Ard
Carraigh se jugaba con la idea de anexionarse el condado del norte y
arrebatárselo a la corona redana. Incluso se suponía que alguien allá había
comenzado a gritar que era necesaria una intervención armada.
Sin embargo, Tretogor anunció ostentosamente que no le interesaba el
norte. Como reconocieron los juristas reales, la ley que regía era la de la
reciprocidad, el principado kovirano no tenía obligación alguna para con la
corona, así que la corona no le ofrecía ayuda a Kovir. Y cuanto más que Kovir
no había pedido ayuda alguna.
Entretanto Kovir y Poviss habían salido de las guerras del norte más fuertes
y poderosos. Pocos eran los que entonces lo sabían. La señal más clara de la
creciente potencia del norte era su cada vez mayor actividad exportadora.
Durante decenas de años se había dicho que la única riqueza de Kovir era la
arena y el agua marina. Se volvió a recordar la broma cuando la producción de
las fábricas y salinas de Kovir prácticamente monopolizó el mercado mundial
del vidrio y la sal.
Pero aunque cientos de personas bebían en vasos con la señal de las
fábricas de Kovir y aliñaban la sopa con sal de Poviss, aún seguía siendo en la
consciencia de la gente un país increíblemente lejano, inaccesible, duro y hostil.
Y sobre todo, ajeno.
En Redania y Kaedwen, en vez de «mandar al diablo» a alguien se decía
«echarlo a Poviss». Si no os gusta mi casa, decía el maestro a los aprendices
recalcitrantes, camino libre a Kovir. No vamos a tener aquí orden kovirano, les
gritaba el profesor a los estudiantes que discutían como locos. A hacerte el listo a
Kovir, le decía el campesino a su hijo que criticaba el arado antiquísimo y el
sistema de barbecho.
¡A quien no le guste el orden ancestral, camino libre a Kovir!
Los receptores de estos mensajes poco a poco comenzaron a reflexionar y al
poco se dieron cuenta de que, efectivamente, el camino a Kovir y a Poviss
carecía de obstáculos. Una segunda ola de emigrantes se dirigió hacia el norte. Y
como la anterior, aquella ola se componía de gente rara e insatisfecha, que eran
diferentes y querían otras cosas. Pero esta vez no se trataba de aventureros
enfrentados a la vida y que no cabían en ningún sitio. Por lo menos, no sólo.
Hacia el norte se dirigieron científicos que creían en sus teorías aunque se
les gritara que aquellas teorías eran irreales y locas. Técnicos y constructores
convencidos de que, contra toda opinión general, se podían construir las
máquinas y herramientas concebidas por los científicos. Hechiceros para quienes
el uso la magia para crear diques no significaba un desprecio blasfemo.
Mercaderes para los que la perspectiva del incremento del beneficio era capaz de
sobrepasar las fronteras rígidas, estáticas y cortas de vista del riesgo.
Campesinos y ganaderos convencidos de que incluso de los peores suelos se
podía hacer un campo fructífero, de que siempre se podía criar un tipo de animal
que medrara en aquel clima.
Hacia el norte se fueron también mineros y geólogos para los que la
severidad de las montañas salvajes y las rocas de Kovir significaba una señal
inequívoca de que si en la superficie había tanta pobreza, en el interior tenía que
haber mucha riqueza. Pues la naturaleza ama el equilibrio.
En el interior había mucha riqueza.
Pasó un cuarto de siglo y Kovir extraía tantas riquezas mineras como
Redania, Aedirn y Kaedwen juntos. En la extracción y la transformación del
mineral de hierro, Kovir tan sólo cedía ante Mahakam, pero hasta Mahakam
llegaban transportes koviranos de metal que servían para realizar las aleaciones.
A Kovir y Poviss les tocaba un cuarto de la extracción mundial de mena de plata,
níquel, plomo, estaño y cinc, la mitad de las extracciones de cobre y cobre
nativo, tres cuartos de las extracciones de mena de manganeso, cromo, titanio y
volframio, y otro tanto de metales que sólo aparecían en forma nativa: platino,
ferroaurum, criobelito y dwimerita.
Y más del ochenta por ciento de las extracciones mundiales de oro.
El oro a cambio del que Kovir y Poviss compraban todo lo que no crecía y
no se criaba en el norte. Y lo que Kovir y Poviss no producían. No porque no
pudieran ni supieran. No merecía la pena. El artesano de Kovir o Poviss, hijo o
nieto de emigrante que llegara aquí con el saco al hombro, ganaba ahora cuatro
veces más que su confráter de Redania o Temería.
Kovir comerciaba y quería comerciar con todo el mundo, a una escala cada
vez mayor. No pudo.
Radowid III fue coronado rey de Redania. Con su bisabuelo Radowid el
Grande le ligaba el nombre y también la avaricia y la codicia. Aquel rey, por sus
lameculos y hagiógrafos llamado el Atrevido, y por todos los demás el Pelirrojo,
se dio cuenta de lo que antes nadie había querido darse cuenta. ¿Por qué del
gigantesco comercio que Kovir llevaba a cabo Redania no se llevaba ni un real?
Pues si Kovir no es más que un insignificante condado, un feudo, pequeña joyita
en la corona redana. ¡Era hora de que el vasallo kovirano comenzara a servir a su
soberano!
Al poco surgió una maravillosa ocasión. Redania tuvo un conflicto
fronterizo con Aedirn, se trataba, como de costumbre, del valle del Pontar.
Radowid III decidió echar mano a las armas y comenzó a prepararse.
Promulgó un impuesto especial para la guerra llamado el «diezmo de Pontar».
Habían de pagarlo todos los súbitos y vasallos. Todos. El infante de Kovir
también. El Pelirrojo se frotaba las manos. ¡Diez por ciento de los ingresos de
Kovir, esto sí que era algo bueno!
Hasta Pont Vanis, del que se pensaba que era un villorrio de murallas de
madera, se fueron los enviados redanos. Cuando volvieron comunicaron al
Pelirrojo unas nuevas asombrosas.
Pont Vanis no es un villorrio. Es una ciudad enorme, la capital de verano
del reino de Kovir, cuyo gobernante, el rey Gedovius, envía al rey Radowid la
siguiente repuesta:
El reino de Kovir no es vasallo de nadie. Las pretensiones y las
reclamaciones de Tretogor carecen de fundamento y se apoyan en una ley que es
letra muerta, que nunca tuvo vigor. Los reyes de Tretogor no fueron nunca
soberanos de Kovir, porque los señores de Kovir, lo que es fácil de comprobar en
los anales, nunca pagaron tributo a Tretogor, ni cumplieron obligaciones
militares ni, lo que es más importante, nunca fueron invitados a las celebraciones
de las fiestas nacionales. Ni a ninguna otra.
Gedovius, rey de Kovir -transmitieron los enviados-lo siente mucho, pero
no puede reconocer al rey Radowid como señor y soberano, ni mucho menos
pagarle el diezmo. No puede tampoco hacerlo ninguno de los vasallos ni
enfiteutas que rindan vasallaje exclusivo al señorío de Kovir.
En una palabra: que Tretogor tenga cuidado de su nariz y no la meta en los
asuntos de Kovir, reino independiente.
El Pelirrojo estalló en una fría cólera. ¿Reino independiente? ¿Extranjero?
Bien, pues entonces vamos a hacer con Kovir como con un reino extranjero.
Redania y Kaedwen y Temería, obligados por el Pelirrojo, aplicaron a Kovir
una aduana retorsiva y un derecho de almacenaje sin piedad. Un mercader de
Kovir que viajara hacia el sur tenía que exponer sus mercancías, lo quisiera o no,
en alguna ciudad redana y venderlas. O regresar. La misma obligación afectaba
al mercader del lejano sur que tuviera intenciones de dirigirse a Kovir.
De las mercancías que Kovir transportaba por el mar, sin tocar en puertos
redanos o temerios, Redania exigía unos derechos de aduana dignos de un pirata.
Los barcos koviranos, por supuesto, no querían pagar, sólo pagaban aquéllos que
no conseguían huir. En aquel juego del gato y el ratón comenzado en el mar,
pronto se llegó a un incidente. Un patrullero redaño intentó arrestar a un
mercader kovirano, aparecieron dos fragatas de Kovir, el patrullero ardió. Hubo
víctimas.
La gota colmó el vaso. Radowid el Pelirrojo decidió enseñar modales a su
vasallo desobediente. Un ejército redaño compuesto de cuatro mil hombres
atravesó el río Braa, y el cuerpo expedicionario de Kaedwen avanzó hacia
Caingorn.
Al cabo de una semana, los dos mil redanos que habían logrado sobrevivir
cruzaban la frontera en dirección contraria y los miserables restos del cuerpo
kaedweno se arrastraron hacia casa por los desfiladeros de las Montañas del
Milano. Así se aclaró el último objetivo para el que había servido el oro de las
montañas del norte. El ejército estable de Kovir lo constituían veinticinco mil
profesionales duchos en guerras -y atracos-, condottieros sacados de los más
lejanos rincones del mundo, incondicionalmente fieles a la corona kovirana
gracias una soldada de generosidad nunca vista y una pensión de vejez
garantizada por contrato. Dispuestos a enfrentarse a cualquier peligro por
recompensas de generosidad nunca vista, pagadas por cada batalla ganada. A
estos ricos soldados por su parte, los dirigían unos caudillos experimentados en
la guerra, llenos de talento y -ahora-muy ricos. A estos caudillos el Pelirrojo y el
rey Benda de Kaedwen los conocían muy bien: eran los mismos que no hacía
tanto tiempo habían estado sirviendo en sus propios ejércitos pero que,
inesperadamente, habían pasado a la reserva y se habían ido al extranjero.
El Pelirrojo no era tonto y sabía aprender de sus errores. Calmó a los
agitados generales que exigían una cruzada, no prestó oídos a los mercaderes
que exigían un bloqueo económico, mitigó a Benda de Kaedwen, que anhelaba
sangre y venganza por la destrucción de su unidad de élite. El Pelirrojo inició
negociaciones. No le contuvo ni siquiera la humillación, una piedra de molino
que tuvo que tragar: Kovir accedió a las negociaciones pero en su territorio, en
Lan Exeter. La montaña tenía que venir al profeta.
Acudieron entonces a Lan Exeter como suplicantes, pensó Dijkstra,
envolviéndose en su capa. Como humillados pedigüeños. Exactamente como
hoy.
La escuadra redana entró en el golfo de Praxeda y se dirigió hacia la playa
kovirana. Desde la cubierta del buque insignia Alata, Radowid el Pelirrojo,
Benda de Kaedwen y el jerarca de Novigrado, que les acompañaba en papel de
mediador, contemplaron con asombro el rompeolas que surgía del mar y sobre el
que se alzaban los muros y rechonchas torres de la fortaleza que defendía la
entrada a la ciudad de Pont Vanis. Y navegando hacia el norte, en dirección a la
desembocadura del río Tango, los reyes vieron puerto tras puerto, astillero tras
astillero, embarcadero tras embarcadero. Vieron un bosque de mástiles y un
océano blanco de velas que hasta hería los ojos. Kovir, resultaba, ya tenía listo el
remedio contra bloqueos, retorsiones y guerras aduaneras. Kovir estaba
dispuesto, evidentemente, a controlar los mares.
El Alata entró en la amplia boca del río Tango y echó el ancla en las bocas
de piedra del antepuerto. Pero a los reyes, para su asombro, todavía les esperaba
un viaje por el agua. La ciudad de Lan Exeter no tenía calles, sino canales. Entre
ellos, el Gran Canal, arteria principal y eje de la metrópolis, que conducía
directamente desde el puerto hasta la residencia del monarca. Los reyes se
trasladaron a una galera decorada con guirnaldas escarlatas y doradas y con un
escudo en el que el Pelirrojo y Benda, para su asombro, reconocieron el águila
redana y el unicornio kaedweno.
Mientras navegaban por el Gran Canal, los reyes y su cohorte miraban a su
alrededor y guardaban silencio. En realidad convendría decir que se habían
quedado mudos. Se habían equivocado al pensar que sabían lo que era riqueza y
pompa, que no se les iba a poder sorprender con muestras de bienestar y
demostraciones de lujo.
Navegaban por el Gran Canal e iban dejando a un lado el imponente
edificio del Almirantazgo, la sede del Gremio de Mercaderes. Navegaban a
través de un bulevar repleto de una multitud multicolor y bien vestida.
Navegaban entre una hilera de palacios de nobles y casonas de mercaderes que
se reflejaban en el agua del canal en un arco iris de fachadas hermosamente
adornadas pero increíblemente estrechas. En Lan Exeter se pagaba impuestos
por la longitud de la fachada; cuanto más ancha, más se incrementaba el
impuesto.
En las escaleras que bajaban hasta el canal del Palacio de Ensenada,
residencia de invierno del monarca y que era el único edificio de fachada ancha,
esperaba ya el comité de bienvenida y la pareja real: Gedovius, señor de Kovir, y
su esposa, Gemma. La pareja recibió a los recién llegados con cortesía,
amabilidad y… de modo bastante atípico. Querido tío, le dijo Gedovius a
Radowid. Querido abuelito, sonrió Gemma en dirección a Benda. Gedovius era
al fin y al cabo un troideno. Gemma, por su parte, resultó que provenía del linaje
de la revoltosa Aideen, que había huido de Kaedwen y por cuyas venas corría
sangre de los reyes de Ard Carraigh.
El comprobar el parentesco enmendó los ánimos y despertó simpatía pero
no ayudó en las negociaciones. Los «niños» dijeron en pocas palabras lo que
querían, los «abuelos» escucharon. Y firmaron un documento que luego fue
llamado por la posteridad Primer Tratado de Exeter. Para diferenciarlo de los que
luego se firmaron, el Primer Tratado llevaba también un apelativo extraído de las
primeras palabras de su preámbulo: Mare Liberum Apertum.
El mar es libre y abierto. El comercio es libre. El beneficio es sagrado. Ama
al comercio y al beneficio del prójimo como al tuyo propio. Obstaculizarle a
alguien el comerciar y obtener beneficio es una violación de las leyes de la
naturaleza. Y Kovir no es vasallo de nadie. Es un reino independiente, autónomo
y neutral.
No daba la impresión de que Gedovius y Gemma quisieran hacer -aunque
sólo fuera por cortesía-una concesión, siquiera la más pequeña, para salvar el
honor de Radowid y Benda. Y sin embargo la hicieron. Aceptaron que Radowid
el Pelirrojo -de por vida-usara en los documentos oficiales el título de rey de
Kovir y Poviss y Benda -de por vida-el título de rey de Caingorn y Malleore.
Por supuesto, con la advertencia de «non preiudicando».
Gedovius y Gemma gobernaron durante veinticinco años. La rama real de
los troidenos se acabó con su hijo, Gerard. Al trono kovirano subió Estéril
Thyssen. El fundador de la casa de los Thyssen.
Al cabo de poco tiempo, los reyes de Kovir estuvieron ligados por lazos de
sangre con el resto de las dinastías del mundo. Observaron con firmeza la letra
de los tratados de Exeter. Nunca se mezclaron en los asuntos de los vecinos.
Nunca intentaron hacerse con una sucesión ajena, aunque más de una vez las
vueltas de la historia hicieron que el rey o el príncipe de Kovir tuviera todas las
razones para considerarse con derecho a suceder al trono de Redania, de Aedirn,
de Kaedwen, Cidaris o incluso hasta de Verden o Rivia. Nunca el poderoso
Kovir intentó anexiones territoriales ni conquistas, no envió nunca cañoneras
armadas de catapultas y balistas a aguas territoriales extranjeras. Nunca usurpó
para sí el privilegio del «dominio sobre las olas». A Kovir le bastaba con el Mare
Liberum Apertum, un mar libre y abierto para el comercio. Kovir profesaba la
religión del comercio y el beneficio.
Y una absoluta e imperturbable neutralidad.
Dijkstra se colocó el cuello de castor de su capa para proteger la nuca del
viento y las gotas de lluvia que caían. Miró a su alrededor, sacado de su
ensoñación. El agua del Gran Canal parecía negra. En el celaje y la niebla hasta
el edificio del Almirantazgo, el orgullo de Lan Exeter, tenía un aspecto
cuartelero. Hasta las casonas de los mercaderes habían perdido su acostumbrado
esplendor, y sus estrechas fachadas parecían más estrechas de lo normal. O
puede que hasta sean más estrechas, joder, pensó Dijkstra. Si el rey Esterad ha
subido los impuestos, los avaros poseedores de las casonas podrían haber
estrechado las fachadas.
– ¿Hace mucho que tenéis este tiempo de perros, excelencia? -preguntó por
preguntar, por romper aquel molesto silencio.
– Desde mitad de septiembre, conde -respondió el embajador-. Desde la
luna llena. Se anuncia un invierno tempranero. En Talgar ya han caído las
primeras nieves.
– Pensaba que en Talgar las nieves nunca se fundían -dijo Dijkstra.
El embajador le miró como asegurándose de que era una broma y no
ignorancia.
– En Talgar -bromeó también-el invierno comienza en septiembre y termina
en mayo. Las otras estaciones del año son primavera y otoño. Hay también
verano… Suele caer en el primer martes después de la nueva de agosto. Y dura
hasta el miércoles por la mañana…
Dijkstra no se rió.
– Pero incluso allí -el rostro del embajador se nubló-la nieve al final de
octubre es un hecho desacostumbrado.
El embajador, como la mayor parte de la aristocracia redaría, no soportaba a
Dijkstra. La obligación de hospedar y atender al maestro de espías la
consideraba un desprecio personal y el hecho de que el Consejo de Regencia le
encargara de las negociaciones con Kovir a Dijkstra y no a él era una afrenta
mortal. Lo enfurecía que él, De Ruyter, de la rama más famosa del linaje de los
ruyteros, barón desde hacía nueve generaciones, hubiera de llamar conde a ese
malcriado y advenedizo. Pero como experimentado diplomático escondía
maravillosamente su resentimiento.
Los remos se alzaban y caían rítmicamente, la nave se deslizaba veloz por
el Canal. Justo estaban pasando al lado del Palacio de Cultura y Arte, pequeño
pero construido con gusto.
– ¿Vamos a Ensenada?
– Sí, conde -confirmó el embajador-. El ministro de asuntos exteriores
señaló que desea entrevistarse con vos inmediatamente después de vuestra
llegada, por eso os conduzco directamente a Ensenada. Por la tarde mandaré un
bote a palacio, puesto que desearía invitaros a la cena…
– Haga el favor su excelencia de perdonarme -le interrumpió Dijkstra-, pero
las obligaciones no me permiten aceptar. Tengo muchos asuntos que resolver y
poco tiempo, habrá que solventarlos a costa de los placeres. Cenaremos en otra
ocasión. En tiempos más felices y tranquilos.
El embajador se inclinó y respiró subrepticiamente con alivio.
Entró en Ensenada, por supuesto, por una puerta trasera. De lo que se alegró
mucho. A la entrada principal de la residencia de invierno del monarca, situada
bajo un frontón maravilloso apoyado en esbeltas columnas, se accedía
directamente desde el Gran Canal por medio de unas escaleras de mármol
blanco, imponentes pero malditamente largas. Las escaleras que conducían a una
de las numerosas puertas traseras eran muchísimo menos impactantes pero
también mucho más fáciles de culminar. Pese a ello, Dijkstra, según andaba, se
mordía los labios y maldecía por lo bajo para que no le escucharan los guardias,
lacayos y el mayordomo que le escoltaban.
En el interior del palacio esperaban más escaleras y otra subida. Dijkstra
maldijo otra vez a media voz. Seguramente la humedad, el frío y la incómoda
posición en la barca habían hecho que su pie, destrozado y curado a base de
magia, comenzara a hacer notar su presencia con un sordo y desagradable dolor.
Y malos recuerdos. Dijkstra apretó los dientes. Sabía que al causante de sus
sufrimientos, al brujo, también le habían roto los huesos. Abrigaba la esperanza
de que al brujo también le dolieran y le deseaba de todo corazón que le dolieran
lo más largo y más fuerte posible.
En el exterior habían caído ya las tinieblas, los pasillos de Ensenada estaban
oscuros, los caminos que Dijkstra recorrió detrás del silencioso mayordomo
estaban alumbrados, sin embargo, por una línea de lacayos con velas no
excesivamente densa. Delante de las puertas de madera a las que le condujo el
mayordomo había unos guardias con alabardas, tensos y rígidos como si les
hubieran metido en el culo la alabarda de reserva. Allí había muchos más
lacayos con velas, la claridad hasta hería los ojos. Dijkstra se asombró un tanto
de la pompa con que lo recibieron.
Entró en la habitación y al momento dejó de asombrarse. Hizo una
profunda reverencia.
– Bienvenido, Dijkstra -dijo Esterad Thyssen, rey de Kovir, Poviss, Narok,
Velhad y Talgar-. No te quedes en la puerta, ven acá, más cerca. Deja a un lado
la etiqueta, esto no es una audiencia oficial.
– Mi señora.
La mujer de Esterad, la reina Zuleyka, respondió a su reverencia llena de
respeto con una ligera inclinación de la cabeza y sin dejar de hacer ganchillo.
Aparte de la pareja real no había ni un alma en la habitación.
– Cierto. -Esterad advirtió la mirada-. Hablaremos a cuatro, perdón, a seis
ojos. Me da a mí la sensación que va a ser mejor.
Dijkstra se sentó en el escabel que le habían señalado, enfrente de Esterad.
El rey tenía sobre los hombros una capa carmesí con adornos de armiño y en la
cabeza un chapeau de terciopelo que conjugaba con la capa. Como todos los
hombres del clan de los thyssenios, era alto, bien formado y de una belleza un
poco salvaje. Siempre tenía un aspecto fuerte y saludable, como un marinero que
acabara de volver del mar, hasta parecía que emanara de él un aroma a agua
marina y frío viento salado. Como con todos los thyssenios, era difícil adivinar
la edad exacta del rey. Mirando sus cabellos, su tez y sus manos -los lugares que
más inequívocamente hablan de la edad-se le podía dar a Esterad como unos
cuarenta y cinco años. Pero Dijkstra sabía que el rey tenía cincuenta y seis.
– Zuleyka. -El rey se inclinó hacia su mujer-. Míralo. Si no supieras que es
un espía, ¿lo creerías?
La reina Zuleyka no era muy alta, sino más bien bajita y de una falta de
belleza simpática. Se vestía de una forma bastante típica para las mujeres de su
belleza, consistente en elegir tales elementos de vestir que no permitieran a nadie
pensar que no era su propia abuela. Este efecto lo conseguía Zuleyka a base de
llevar vestidos amplios, informes y de tonos grises. En la cabeza llevaba un
gorrillo heredado de alguna antepasada. No usaba maquillaje alguno ni llevaba
tampoco joyas.
– El Buen Libro -dijo ella con una vocecilla bajita y agradable-nos enseña
que mantengamos la moderación a la hora de juzgar al prójimo. Porque alguna
vez se nos juzgará. Y por cierto no teniendo en cuenta nuestro aspecto.
Esterad Thyssen obsequió a su mujer con una mirada cálida. Era por todos
sabido que la amaba con un amor sin fronteras, que durante veintinueve años de
matrimonio no había disminuido para nada, al contrario, ardía cada vez más.
Esterad, por lo que se afirmaba, no había traicionado nunca a Zuleyka. Dijkstra
no creía demasiado en algo tan poco probable, pero él mismo había intentado
tres veces poner -más bien tender-al rey alguna agente impresionante, candidata
a favorita, una maravillosa fuente de información. No había servido de nada.
– No me gusta andarme por las ramas -dijo el rey-, por eso te voy a desvelar
al punto por qué me decidí a hablar contigo personalmente. Hay varias razones.
En primer lugar, que yo sé que no retrocedes ante el soborno. Estoy en general
bastante seguro de mis servidores pero, ¿para qué ponerles ante una prueba tan
difícil, una tentación tan grande? ¿Qué mordida tenías intención de proponerle a
mi ministro de asuntos exteriores?
– Mil coronas novigradas -respondió el espía sin pestañear-. Si hubiera
regateado habría llegado hasta mil quinientas.
– Y por eso me gustas -dijo al cabo de un instante de silencio Esterad
Thyssen-. Eres un maldito hijo de puta. Me recuerdas mi propia juventud. Te
miro y me veo a mí a tu edad.
Dijkstra se lo agradeció con una inclinación. Sólo era ocho años más joven
que el rey. Estaba seguro de que Esterad lo sabía perfectamente.
– Eres un maldito hijo de puta -repitió el rey, poniéndose serio-. Pero un
hijo de puta honrado y decente. Y eso es una cosa rara en estos tiempos
asquerosos.
Dijkstra se inclinó de nuevo.
– Sabes -siguió Esterad-, en cada país se pueden encontrar personas que son
ciegos fanáticos de la idea de un orden social. Se entregan a esa idea, dispuestos
a todo por ella. También al crimen, puesto que según ellos el fin justifica los
medios y transforma el sentido de los términos. Ellos no matan, ellos
salvaguardan el orden. Ellos no torturan, no chantajean, ellos protegen la razón
de estado y luchan por el orden. La vida del individuo, si el individuo altera el
orden dado, no vale para estas gentes ni un céntimo, ni un encogimiento de
hombros. Ellos nunca llegan a ser conscientes de que la sociedad a la que sirven
se compone precisamente de individuos. Estas personas disponen de lo que se
denomina una vista hacia el futuro… y una vista así es la mejor forma de no ver
a otras personas.
– Nicodemus de Boot. -Dijkstra no pudo contenerse.
– Casi, pero no del todo. -El rey de Kovir mostró sus dientes de alabastro-.
Era Vysogota de Corvo. Un filósofo y ético menos conocido, pero también muy
bueno. Léelo, te lo recomiendo. Todavía quedará algún libro en vuestro país, no
los habréis quemado todos. Venga, pero al grano, al grano. Tú, Dijkstra, también
te sirves sin escrúpulos de la intriga, el soborno, el chantaje y las torturas. No
pestañeas al condenar a alguien a la muerte u ordenar un asesinato encubierto. El
que hagas todo para el reino al que sirves fielmente no te justifica ante mis ojos
ni te hace más simpático. Al menos. Has de saberlo.
El espía asintió en señal de que lo sabía.
– Tú, sin embargo -siguió Esterad-, eres, como se dijo, un hijo de puta de
carácter honrado. Y por ello te aprecio y respeto, por ello te he ofrecido una
audiencia privada. Por que tú, Dijkstra, teniendo ocasión de hacerte con
millones, nunca en tu vida has hecho nada en beneficio propio ni robaste ni un
real de la hacienda del estado. Ni siquiera medio real. Zuleyka, ¡mira! ¿Se ha
ruborizado o sólo me lo parece?
La reina alzó la cabeza de sus labores.
– Por su modestia conoceréis su honradez -citó el prólogo del Buen Libro,
aunque seguro que veía que en el rostro del espía no se albergaba ni siquiera un
rastro de rubor.
– Bueno -dijo Esterad-. Al grano. Es hora de pasar a los asuntos de estado.
Él, Zuleyka, ha atravesado el mar dirigido por un deber patriótico.
Redania, su patria, está en peligro. Después de la trágica muerte del rey
Vizimir, reina el caos allí. Redania está gobernada por una banda de
aristocráticos idiotas llamada Consejo de Regencia. Esta banda, mi Zuleyka, no
va a hacer nada por Redania. En el momento de peligro huirán o se echarán
como perros a lamer las botas adornadas de perlas del emperador nilfgaardiano.
Esta banda desprecia a Dijkstra porque es un espía, asesino, advenedizo y
malcriado, Pero ha sido Dijkstra quien ha cruzado el mar para salvar Redania.
Demostrando quién es al que de verdad le importa Redania.
Esterad Thyssen guardó silencio, resopló, cansado del discurso. Se colocó
su chapeau carmesí armiñado, que se le había desplazado ligeramente hacia la
nariz.
– Venga, Dijkstra -siguió-. ¿Qué mal aqueja a tu reino? Excepto la falta de
dinero, se ha de entender…
– Excepto la falta de dinero -el rostro del espía era como de piedra-, nada,
todos sanos, gracias.
– Aja. -El rey afirmó con la cabeza, otra vez se le desplazó el chapeau hacia
la nariz y otra vez hubo de colocarlo-. Aja. Entiendo.
«Entiendo -siguió-. Y apruebo la idea. Cuando se tiene dinero se puede uno
comprar medicamentos para cualquier dolencia. Lo importante es tener dinero.
Vosotros no tenéis. Si lo tuvieras no estarías aquí. ¿Lo he entendido bien?
– Sin faltar nada.
– ¿Y cuánto es lo que necesitáis, por pura curiosidad?
– No mucho. Un millón de bisantes.
– ¿No mucho? -Esterad Thyssen, con un gesto exagerado, se agarró el
chapeau con las dos manos-. ¿Que no es mucho? Ay, ay.
– Para vuestra majestad -balbuceó el espía-esta cantidad no es más que una
minucia…
– ¿Una minucia? -El rey soltó el chapeau y alzó las manos hacia el techo-.
¡Ay, ay! Un millón de bisantes es una minucia, ¿has oído lo que dice, Zuleyka?
¿Y sabes tú, Dijkstra, que tener un millón y no tener un millón, son, sumados,
dos millones? Yo entiendo, yo comprendo que tú y Filippa Eilhart buscáis
febrilmente un plan para defenderos de Nilfgaard, pero, ¿qué es lo que queréis?
¿Comprar todo Nilfgaard o qué?
Dijkstra no respondió. Zuleyka hacía ganchillo con afán. Esterad, durante
un momento, fingió estar admirando las mujeres desnudas pintadas en el techo.
– Venga, ven. -Se levantó de pronto, le hizo una señal al espía.
Se acercaron a un gigantesco cuadro que representaba al rey Gedovius
sentado en un caballo gris y señalándole al ejército con un cetro algo que no
estaba en el lienzo, seguramente la dirección correcta. Esterad rebuscó en su
bolsillo una varita dorada, tocó con ella el marco de la pintura, pronunció un
encantamiento a media voz. Gedovius y el caballo gris desaparecieron y en su
lugar apareció un mapa plástico del mundo conocido. El rey tocó con la varita un
alfiler de plata al borde del mapa y cambió mágicamente la escala, acercando la
parte visible del mundo al valle del Yaruga y los Cuatro Reinos.
– Lo azul es Nilfgaard -aclaró-. Lo rojo sois vosotros. ¿Qué coño miras?
¡Mira aquí!
Dijkstra apartó la vista de otros cuadros, en su mayoría actos y escenas
marineras. Se preguntaba cuál de ellos sería el camuflaje hechiceril para otro de
los famosos mapas de Esterad, ése en el que se mostraba el espionaje comercial
y militar de Kovir, toda la red de informadores comprados y personas
chantajeadas, confidentes, contactos operacionales, saboteadores, asesinos a
sueldo, agentes durmientes y residentes legales. Sabía que existía tal mapa, hacía
tiempo que buscaba sin fortuna cómo llegar a él.
– Los rojos sois vosotros -repitió Esterad Thyssen-. Tiene mal aspecto, ¿no?
Malo, reconoció Dijkstra para sí. Últimamente no hacía más que mirar
mapas estratégicos, pero ahora, en aquel mapa plástico de Esterad, la situación
parecía todavía peor. Los cuadraditos azules se componían en la forma de unas
terribles fauces de dragón, listas en cualquier momento para atrapar y destrozar
con sus dientes a los pobres cuadraditos rojos.
Esterad buscó con la mirada algo que le pudiera servir como puntero para el
mapa, sacó por fin un adornado florete de la panoplia que tenía más cerca.
– Nilfgaard -comenzó su lección, señalando con el florete lo que hacía
falta-atacó a Lyria y Aedirn usando como casus belli el ataque al fuerte
fronterizo de Glevitzingen. No voy a darle vueltas a quién de verdad atacó
Glevitzingen y disfrazado de qué. También considero falto de sentido el
preguntarse en cuántos días u horas la acción armada de Emhyr precedió a una
empresa análoga de Aedirn y Temería. Eso se lo dejo a los historiadores. Más me
interesa la situación actual y lo que vendrá mañana. En este momento, Nilfgaard
está en el Dol Angra y en Aedirn, protegido por un estado tapón en la forma del
dominio élfico de Dol Blathanna, el cual tiene frontera con la parte de Aedirn
que el rey Henselt de Kaedwen, por hablar pintorescamente, arrancó de la boca a
Emhyr y devoró él mismo.
Dijkstra no hizo ningún comentario.
– Dejo también a los historiadores la valoración moral de la actuación del
rey Henselt -siguió Esterad-. Pero una mirada al mapa basta para ver que, con la
anexión de la Marca del Norte, Henselt le cortó el camino a Emhyr hacia el valle
del Pontar. Protegió el flanco de Temería. Y también el vuestro, redaños.
Debierais agradecérselo.
– Se lo agradecí -murmuró Dijkstra-. Pero por lo bajito. En Tretogor
hospedamos al rey Demawend de Aedirn. Y Demawend tiene una valoración
moral bastante definida de la actuación del rey Henselt. Acostumbra a expresarla
en cortas pero sonoras palabras.
– Me lo imagino. -El rey de Kovir afirmó con la cabeza-. Dejemos esto por
un momento, miremos al sur, al río Yaruga. Al atacar el Dol Angra, Emhyr se
aseguró al mismo tiempo el flanco firmando una paz separada con Foltest de
Temería. Pero inmediatamente después de terminar las actividades bélicas en
Aedirn, el emperador rompió el pacto sin ceremonias y atacó Brugge y Sodden.
Con su cobarde pacto Foltest consiguió dos semanas de paz. Más exactamente:
dieciséis días. Y hoy es el veintiséis de octubre.
– Lo es.
– Así que el estado de las cosas a veintiséis de octubre es el siguiente:
Brugge y Sodden ocupados. Las fortalezas de Razwan y Mayena han caído. El
ejercito de Temería vencido en la batalla de Maribor, empujado hacia el norte.
Maribor sitiado. Esta mañana todavía resistía. Pero ya es de noche, Dijkstra.
– Maribor resistirá. Los nilfgaardianos no han conseguido ni siquiera cerrar
el círculo.
– Cierto. Fueron demasiado lejos, alargaron demasiado la línea de
aprovisionamientos, dejan un flanco peligrosamente al descubierto. Antes del
invierno desistirán del bloqueo, retrocederán más cerca del Yaruga, acortarán el
frente. Pero, ¿qué pasará en la primavera, Dijkstra? ¿Qué pasará cuando la
hierba salga de por debajo de la nieve? Acércate. Mira el mapa.
Dijkstra miró.
– Mira al mapa -repitió el rey-. Te diré lo que va a hacer en la primavera
Emhyr var Emreis.
– Con la primavera comenzará una ofensiva a una escala nunca vista -
proclamó Carthia van Canten, mientras arreglaba ante el espejo sus rizos de oro-.
Oh, sé que es una información en sí poco sensacional, que las mozas en los
lavaderos de los pueblos se amenizan la colada contándose historias de la
ofensiva de primavera.
Assire var Anahid, aquel día excepcionalmente enfadada e impaciente,
consiguió sin embargo contenerse y no expresar la pregunta de por qué en ese
caso le molestaba con unas informaciones tan poco importantes. Pero conocía a
Cantarella. Si Cantarella comenzaba a hablar de algo, entonces tenía razones
para ello. Y solía terminar sus narraciones con conclusiones a juego.
– Yo, sin embargo, sé más que el vulgo -continuó Cantarella-. Vattier me
contó todo, todo el desarrollo del consejo ante el emperador. Y además trajo
consigo toda una carpeta de mapas que estuve contemplando cuando se
durmió… ¿Sigo hablando?
– Por supuesto. -Assire entrecerró los ojos-. Por favor, querida mía.
– La dirección principal del ataque es, por supuesto, Temería. La frontera
del río Pontar, la línea de Novigrado-Wyzima-Ellander. Atacará el grupo de
ejército Miércoles, bajo mando de Merino Coehoom. El flanco lo protegerá el
grupo de ejército Oriente, que atacará desde Aedirn al valle del Pontar y
Kaedwen…
– ¿A Kaedwen? -Assire alzó las cejas-. ¿Acaso éste es el fin de la frágil
amistad sellada a base de repartirse el botín?
– Kaedwen le amenaza el flanco derecho. -Carthia van Canten abrió
ligeramente sus labios llenos. Su boca de muñequita estaba en un terrible
contraste con las cosas tan inteligentes que estaba diciendo-. El ataque tendrá
carácter preventivo. Un destacamento del grupo de ejército Oriente ha de atacar
al ejército del rey Henselt y sacarle de la cabeza cualquier eventual ayuda para
Temería.
»A1 oeste -siguió la rubia-atacará el grupo de operaciones Verden, con la
tarea de controlar Cidaris y cerrar el bloqueo de Novigrado, Gors Velen y
Wyzima. El estado mayor cuenta con la necesidad de sitiar las tres fortalezas.
– No has mencionado los nombres de los jefes de ambos grupos de ejército.
– El del grupo Oriente, Ardal aep Dahy. -Cantarella sonrió levemente-. El
del grupo Verden, Joachim de Wett.
Assire alzó las cejas.
– Curioso -dijo-. Dos príncipes enfadados por haber eliminado a sus hijas
de los planes matrimoniales de Emhyr. Nuestro emperador es o muy ingenuo o
muy listo.
– Si Emhyr sabe algo del complot de los príncipes -dijo Cantarella-,
entonces no es por Vattier. Vattier no le dijo nada.
– Sigue hablando.
– La ofensiva tiene una escala hasta ahora nunca vista. En total, sumando
destacamentos de línea, reserva, servicios de ayuda y de retaguardia, en la
operación tomarán parte más de treinta mil personas. Y elfos, ha de entenderse.
– ¿Fecha de comienzo?
– No se ha señalado. El problema principal es el aprovisionamiento. Y el
problema del aprovisionamiento es el estado de los caminos. Nadie es capaz de
prever cuándo se terminará el invierno.
– ¿Y de qué más habló Vattier?
– Se quejó, pobrecillo. -Los dientes de Cantarella relucieron-. El emperador
de nuevo lo humilló y amonestó. Delante de otros. Y otra vez a causa de la
desaparición misteriosa de Stefan Skellen y todo su destacamento. Emhyr llamó
torpe públicamente a Vattier, le dijo que era jefe de un servicio que en vez de
conseguir que la gente desaparezca sin dejar rastro, se quedan estupefactos con
tales desapariciones. Construyó sobre este tema un retruécano bastante malvado
que Vattier no consiguió repetir por completo. Luego el emperador, en broma, le
preguntó a Vattier si esto no significaba que se había formado otra organización
secreta, encubierta hasta de él. Es astuto nuestro emperador. Ha estado cerca.
– Cerca -murmuró Assire-. ¿Qué más, Carthia?
– El agente que Vattier tenía en el destacamento de Skellen y que también
ha desaparecido se llamaba Neratin Ceka. Vattier debía de valorarlo muchísimo,
porque está extraordinariamente furioso por su desaparición.
Yo también estoy furiosa, pensó Assire, por la desaparición de Jediah
Mekesser. Pero yo, a diferencia de Vattier de Rideaux, voy a saber pronto qué es
lo que pasó.
– ¿Y Rience? ¿Vattier no lo volvió a ver?
– No. No dijo nada.
Ambas guardaron silencio durante un instante. El gato en las rodillas de
Assire ronroneó muy fuerte.
– Doña Assire.
– Dime, Carthia.
– ¿Voy a tener que seguir interpretando mucho tiempo el papel de amante
tonta? Me gustaría volver a estudiar, dedicarme al trabajo científico…
– No mucho más -la interrumpió Assire-. Pero todavía un poquito. Aguanta,
niña.
Cantarella suspiró.
Terminaron de hablar y se despidieron. Assire var Anahid echó al gato del
sillón, leyó otra vez la carta de Fringilla Vigo, que estaba en Toussaint. Se quedó
absorta en sus pensamientos, porque la carta le había intranquilizado. Leía algo
entre líneas que podía sentir, pero que no aprehendía. Era ya más de medianoche
cuando Assire var Anahid, hechicera nilfgaardiana, puso en marcha el
megascopio y realizó una telecomunicación con el castillo de Montecalvo, en
Redania.
Filippa Eilhart estaba en un camisón cortito de tirantes finitos y en las
mejillas y el escote tenía huellas de labios. Assire, con un enorme esfuerzo de
voluntad, contuvo un gesto de desagrado. Nunca, pero nunca, conseguiré
entender esto. Y tampoco quiero entenderlo.
– ¿Podemos hablar libremente?
Filippa realizó con la mano un amplio gesto, se rodeó con una esfera
mágica de discreción.
– Ahora sí.
– Tengo información -comenzó seca, Assire-. En sí no es muy sensacional,
hasta las mozas en los lavaderos hablan de ello. En cualquier caso…
– Toda Redania -dijo Esterad Thyssen, mirando su mapa-puede en este
momento alistar treinta y cinco mil soldados de línea, de ellos cuatro mil son
caballería pesada. En números redondos, por supuesto.
Dijkstra afirmó con la cabeza. La cifra era absolutamente precisa.
– Demawend y Meve tenían un ejército parecido. Emhyr los deshizo en
veintiséis días. Lo mismo les sucederá a los ejércitos de Redania y Temería si no
os reforzáis. Apruebo vuestra idea, Dijkstra, tuya y de Filippa Eilhart. Os son
necesarios soldados. Os hacen falta soldados de caballería experimentados, bien
entrenados y bien equipados. Os hace falta una caballería de un millón de
bisantos.
El espía confirmó con un movimiento de cabeza que tampoco a aquella
cuenta se le podía poner ninguna pega.
– Como tú sin duda alguna sabes -siguió el rey con sequedad-, Kovir
siempre fue neutral y siempre lo será. Un tratado nos enlaza con el imperio de
Nilfgaard, firmado por mi abuelo, Estéril Thyssen, y el emperador Fergus var
Emreis. La letra de ese tratado no permite a Kovir apoyar a los enemigos de
Nilfgaard con ayuda militar. Ni dinero ni tropas.
– Cuando Emhyr var Emreis acabe con Temería y Redania -carraspeó
Dijkstra-, entonces mirará hacia el norte. Emhyr no va a tener suficiente. Puede
resultar que vuestro tratado de pronto no vaya a valer ni un pimiento. No hace
mucho que hemos hablado de Foltest de Temería, cuyos tratados con Nilfgaard
no le sirvieron más que para comprar dieciséis días de paz…
– Oh, querido -se burló Esterad-. Así no se debe argumentar. Los tratados
son como el matrimonio: no se los hace pensando en traicionar, y cuando se los
hace, no se sospecha. Y al que no le guste pues que no se case. Porque no se
puede ser cornudo sin estar casado, pero reconocerás que el miedo a los cuernos
es una explicación triste y bastante ridícula para un celibato obligado. Y los
cuernos en el matrimonio no son un tema para reflexiones del tipo qué pasaría
si… Mientras no se llevan cuernos, no se toca ese tema, y si se llevan, entonces
no hay de qué hablar. Y hablando de cuernos, ¿cómo le va al marido de la
hermosa Marie, el marqués de Mercey, ministro del tesoro redano?
– Vuestra majestad -se inclinó rígido-tiene informadores dignos de envidia.
– Ciertamente, los tengo -reconoció el rey-. Te asombrarías de cuántos y
cuan honorables. Pero tampoco tú tienes que avergonzarte de los tuyos. Los que
tienes en mis palacios, aquí y en Pont Vanis. Oh, doy mi palabra de que cada uno
de ellos se merece la más alta nota.
Dijkstra ni siquiera pestañeó.
– Emhyr var Emreis -continuó Esterad, mirando las ninfas del techo-
también tiene algunos agentes buenos y bien asentados. Por eso repito: la razón
de estado de Kovir es la neutralidad y la regla de «pacta sunt servanda». Kovir
no viola los tratados. Kovir no los viola ni siquiera para preceder a la violación
del pacto por la otra parte.
– Me atrevo a advertir -dijo Dijkstra-de que Redania no intenta convencer a
Kovir de que viole los pactos. Redania no intenta conseguir de ninguna forma un
pacto o una ayuda militar de Kovir contra Nilfgaard. Redania quiere… tomar
prestada una pequeña suma, que devolveremos…
– Ya estoy viendo cómo la vais a devolver -le interrumpió el rey-. Pero esto
son reflexiones en el aire porque no os vamos a prestar ni un duro. Y ahórrame
manejos hipócritas, Dijkstra, porque te pegan como a un lobo un babero. ¿Tienes
algún otro argumento, serio, inteligente y certero?
– No tengo.
– Has tenido suerte de haberte hecho espía -dijo Esterad Thyssen al cabo de
un instante de silencio-. En el comercio no hubieras hecho carrera.
Desde que el mundo es mundo, todas las parejas reales han tenido
dormitorios separados. Los reyes -con muy diversa frecuencia-visitaban las
habitaciones de las reinas, había casos en que las reinas visitaban
inesperadamente las habitaciones de los reyes. Luego, sin embargo, los
matrimonios se separaban, yendo a sus propias habitaciones y camas.
La pareja real de Kovir también en este sentido era una excepción. Esterad
Thyssen y Zuleyka dormían siempre juntos, en un mismo dormitorio, en una
enorme cama con un baldaquino enorme.
Antes de dormir, Zuleyka -poniéndose unas gafas, algo que le daba
vergüenza mostrar delante de sus súbditos-solía leer su Buen Libro. Esterad
Thyssen solía hablar.
Aquella noche tampoco fue distinto. Esterad se colocó su gorro de dormir y
tomó el cetro en la mano. Le gustaba sujetar el cetro y divertirse con él, pero
oficialmente no lo hacía porque temía que los súbditos le llamasen pretencioso.
– Sabes, Zuleyka -dijo-, últimamente tengo unos sueños rarísimos. Ya no sé
desde hace cuántos días seguidos sueño con esa arpía, mi madre. Está junto a mí
y repite: «Tengo una mujer para Tancredo, tengo una mujer para Tancredo». Y
me enseña a una mozuela simpática, pero muy joven. ¿Y sabes, Zuleyka, quién
es esa mozuela? Es Ciri, la nieta de Calanthe. ¿Recuerdas a Calanthe, Zuleyka?
– La recuerdo, marido.
– Ciri -siguió hablando Esterad, jugueteando con el cetro-es la que ahora
parece que se quiere casar con Emhyr var Emreis. Un matrimonio raro,
sorprendente… Así que, ¿de qué forma, diablos, podría llegar a ser la mujer de
Tancredo?
– A Tancredo -la voz de Zuleyka se cambió un tanto, como siempre cuando
hablaba de su hijo-le vendría bien una mujer. Puede que así sentara la cabeza…
– Puede… -Esterad suspiró-. Aunque lo dudo, pero pudiera ser. En
cualquier caso, el matrimonio es una posibilidad. Humm… Esa Ciri… ¡Ja! Kovir
y Cintra. ¡La desembocadura del Yaruga! No suena mal, no suena mal. No sería
mala unión… Ni mala coalición… Pero si Emhyr le ha echado el ojo a la
pequeña… Sólo, ¿por qué ella precisamente se me aparece en sueños? ¿Y por
qué, diablos, sueño yo estas tonterías? En el equinoccio, recuerdas, entonces te
desperté también… Brrr, qué pesadilla, me alegro de no poder recordar los
detalles… Humm… ¿Igual llamamos a algún astrólogo? ¿Una adivina? ¿Un
médium?
– Doña Sheala de Tancarville está en Lan Exeter.
– No. -El rey frunció el ceño-. No quiero a esa hechicera. Demasiado lista.
¡Me crece otra Filippa Eilhart! Estas mujeres sabias huelen demasiado a poder,
no se las puede envalentonar con privilegios y confianzas.
– Como siempre, tienes razón, marido.
– Ufff… Pero esos sueños…
– El Buen Libro -Zuleyka pasó unas cuantas páginas-dice que cuando el ser
humano duerme, los dioses le abren los oídos y le hablan. Por su parte, el profeta
Lebioda enseña que al ver un sueño se ve o bien una gran sabiduría o bien una
gran estupidez. Lo importante está en saberlas reconocer.
– El matrimonio de Tancredo con la prometida de Emhyr no parece ninguna
gran sabiduría -suspiró Esterad'-. Y si hablamos de sabiduría, me alegraría
muchísimo de que una me viniera en sueños. Se trata del asunto que trajo aquí a
Dijkstra. Es un asunto difícil. Porque sabes, mi queridísima Zuleyka, la razón no
permite alegrarse de que Nilfgaard suba tanto hacia el norte y esté dispuesto a
conquistar Novigrado cualquier día, porque desde Novigrado todo, incluyendo
nuestra neutralidad, tiene otro aspecto que desde el sur. Estaría bien que Redama
y Temería contuvieran el avance de Nilfgaard, que devolvieran el ataque de
vuelta al Yaruga. Pero, ¿estaría bien que lo hicieran con nuestro dinero? ¿Me
escuchas, querida?
– Te escucho, marido.
– ¿Y qué dices de esto?
– Toda la sabiduría se encierra en el Buen Libro.
– ¿Y dice tu Buen Libro qué hacer si acude un Dijkstra y te pide un millón?
– El libro -Zuleyka parpadeó desde el otro lado de sus gafas-no dice nada
del indigno mammón. Pero en uno de los pasajes se dice: dar es mayor felicidad
que recibir y el ayudar al pobre con una limosna es noble. Se dice: reparte todo y
esto hará noble a tu alma.
– Y de grandes cenas están las sepulturas llenas -murmuró Esterad
Thyssen-. Zuleyka, aparte de los pasajes acerca de nobles repartos y limosneos,
¿tiene el Libro alguna sabiduría relativa a los negocios? ¿Qué dice el libro, por
ejemplo, de intercambios equivalentes?
La reina se colocó los oculares y pasó rápida las páginas del incunable.
– Como Jacobo a los dioses, así los dioses a Jacobo -leyó.
Esterad guardó silencio durante un largo rato.
– ¿Y puede -dijo por fin alargando las sílabas-que algo más?
Zuleyka volvió a pasar las páginas.
– Encontré -anunció de pronto-algo entre las sabidurías del profeta Lebioda.
¿Lo leo?
– Por favor.
– «Y dice el profeta Lebioda: en verdad, da al pobre en abundancia. Mas en
vez de dar al pobre toda la sandía, dale media sandía, porque al pobre
pudierasele poner tonta la cabeza de la alegría».
– Media sandía -bufó Esterad Thyssen-. ¿O sea, medio millón de bisantos?
¿Y sabes, Zuleyka, que tener medio millón y no tener medio millón ya hacen un
millón entero?
– No me has dejado terminar. -Zuleyka le lanzó al marido una severa
mirada desde detrás de sus gafas-. Sigue diciendo el profeta: «Y todavía mejor
dar al pobre un cuarto de sandía. Y lo mejor de todo es conseguir que algún otro
le dé la sandía al pobre. Puesto que yo os digo que siempre se encuentra alguno
que tenga una sandía y esté presto a compartirla con el pobre, si no por su
nobleza, sea por cálculo o por otra cualquiera causa».
– ¡Ja! -El rey de Kovir golpeó con el cetro en la mesita de noche-. ¡De
verdad, el profeta Lebioda era un tío listo! ¿En vez de dar, conseguir que otro
dé? ¡Me gusta, esas palabras son miel a mis oídos! Busca en la sabiduría del tal
profeta, mi querida Zuleyka. Estoy seguro de que todavía encontrarás en ella
algo que me permita arreglar mis problemas con Redania y el ejército que
Redania quiere organizar con mis dineros.
Zuleyka pasó las páginas del libro durante bastante rato hasta que por fin
empezó a leer.
– «Díjole cierta vez al profeta Lebioda un su discípulo: enséñame, maestro,
cómo he de actuar. Antójasele a mi prójimo mi más amado perro. Si doy a mi
amado perro, el corazón me estalla de pena. Si por otro lado no lo doy, seré
infeliz porque heriré a mi prójimo con la negativa. ¿Qué hacer? ¿Tienes acaso
algo, preguntó el profeta, que te guste menos que tu perro amado? Téngolo,
maestro, respondió el discípulo, un gato travieso, bichejo pellejo. Y no lo amo
para nada. Y dijo el profeta Lebioda: toma el tal gato travieso, bichejo pellejo, y
regálaselo a tu prójimo. En tal caso hallarás felicidad por dos veces. Libráraste
del gato y alegrarás a tu prójimo. Puesto que la mayor parte de las veces, el
prójimo no es el regalo lo que anhela, sino ser regalado».
Esterad guardó silencio durante cierto tiempo, tenía la frente arrugada.
– ¿Zuleyka? -preguntó por fin-.Pero, ¿era éste el mismo profeta?
– «Toma el tal gato travieso…»
– ¡Ya lo oí la primera vez! -gritó el rey, pero se mitigó al momento-.
Perdóname, querida mía. Lo que pasa es que no entiendo mucho lo que tiene un
gato…
Se calló. Y se sumió en profundas meditaciones.
Al cabo de ochenta y cinco años, cuando la situación cambió tanto que se
podía hablar ya sin peligro acerca de ciertos asuntos y personas, habló Guiscard
Vermuellen, duque de Creyden, nieto de Esterad Thyssen, hijo de su hija mayor,
Gaudemunda. El duque Guiscard era un viejecillo provecto, pero los hechos de
los que había sido testigo los recordaba bien. Precisamente fue el duque
Guiscard el que reveló de dónde salió el millón de bisantes con los que Redania
equipó a su caballería para la guerra con Nilfgaard. Aquel millón no procedía,
como se suponía, del tesoro de Kovir, sino de las arcas del jerarca de Novigrado.
Esterad Thyssen, reveló Guiscard, consiguió el dinero de Novigrado por su
participación en unas compañías recién formadas de comercio ultramarino. La
paradoja era que aquellas compañías se habían constituido con la activa
cooperación de comerciantes nilfgaardianos… De las revelaciones del anciano
duque se desprendía que la propia Nilfgaard -en cierta medida-había pagado la
organización del ejército redaño.
– El abuelo -recordaba Guiscard Vermuellen-decía algo acerca de unas
sandías, sonriendo picaronamente. Dijo que siempre se encuentra quien quiera
regalarle al pobre aunque no sea más que por cálculo. Dijo también que dado
que la propia Nilfgaard aportaba para elevar la fuerza y la capacidad militar del
ejército redaño, no podía tener quejas con respecto a otros.
»Luego -continuaba el viejecillo-, el abuelo llamó a padre, que era por
entonces jefe de los servicios secretos, y al ministro del interior. Cuando se
enteraron de la orden que tenían que ejecutar, les entró el pánico. Pues se trataba
nada menos que de liberar de prisiones, campos de internamiento y destierro a
más de tres mil personas. Además, a centenares se les tenía que levantar el
arresto domiciliario.
»No, no se trataba sólo de bandidos, criminales comunes y condottieros a
sueldo. La amnistía abarcaba sobre todo a los disidentes. Entre los afectados por
la amnistía se encontraban los partidarios del depuesto rey Rhyd "y las gentes
del usurpador Idi, sus acérrimos guerrilleros. El ministro del interior estaba
asustado, papá muy intranquilo.
»Por su parte, el abuelo -contaba el duque-se reía como si se tratara de la
mejor de las bromas. Y luego dijo, recuerdo cada palabra: «Una gran pena,
señores, que no tengáis como libro de cabecera el Buen Libro. Si lo leyerais,
entenderíais las ideas de vuestro monarca. Y de este modo las ejecutaréis sin
comprenderlas. Pero no os preocupéis sin necesidad y por demasía, vuestro
monarca sabe lo que se hace. Ahora id y dejad salir a todos mis gatos traviesos,
bichejos pellejos».
«Exactamente así dijo: gatos traviesos, bichejos. Y se trataba, entonces
nadie podía saberlo, de los futuros héroes, caudillos cubiertos de gloria y fama.
Estos «gatos» del abuelo eran los luego famosos condottieros: Adam «Adieu»
Pangratt, Lorenzo Molla, Juan «Frontino» Guttierez… Y Julia Abatemarco, que
brilló luego en Redania como «La Dulce Casquivana»… Vosotros, jóvenes, no lo
recordáis, pero en mis tiempos, cuando jugábamos a la guerra, todo chaval
quería ser «Adieu» Pangratt y cada muchacha Julia «La Dulce Casquivana»… Y
para el abuelo éstos eran gatos traviesos.
«Luego -murmuró Guiscard Vermuellen-, el abuelo me tomó de la mano y
me condujo a la terraza, en la que la abuela Zuleyka echaba de comer a las
gaviotas. El abuelo le dijo… dijo…
El viejecillo poco a poco y con gran esfuerzo intentó recordad las palabras
que entonces, hacía ochenta y cinco años, el rey Esterad Thyssen dijera a su
esposa, la reina Zuleyka, en una terraza del Palacio de Ensenada que dominaba
el Gran Canal.
– ¿Sabes, mi queridísima esposa, que he visto todavía otra sabiduría de
entre las del profeta Lebioda? ¿Una que me da todavía una ventaja más de haber
regalado mis gatos a Redania? Los gatos, Zuleyka mía, vuelven a casa. Los gatos
siempre vuelven a casa. Y cuando mis gatos vuelvan, cuando traigan su sueldo,
su botín, sus riquezas… ¡les pondré impuestos a los gatos!
Cuando el rey Esterad Thyssen habló por vez última con Dijkstra, esto tuvo
lugar a solas, incluso sin Zuleyka. Ciertamente, en el suelo de la gigantesca sala
de baile jugaba un muchacho de unos diez años, pero éste no contaba, y aparte
de ello estaba tan ocupado con sus soldaditos de plomo que no prestaba ninguna
atención a los que hablaban.
– Ése es Guiscard -aclaró Esterad, señalando al muchacho con un
movimiento de cabeza-. Mi nieto, hijo de mi Gaudemunda y de ese granuja, el
conde Vermuellen. Pero este pequeño, Guiscard, es la única esperanza de Kovir
si a Tancredo Thyssen le sucediera… Si algo le pasara a Tancredo…
Dijkstra conocía el problema de Kovir. Y especialmente el problema de
Esterad. Sabía que a Tancredo ya le había pasado algo. El muchacho, si acaso
tuviera redaños para ser rey, como mucho tendría para uno malo.
– Tu asunto -dijo Esterad-en el fondo está ya resuelto. Puedes comenzar ya
a considerar las formas más efectivas de uso del millón de bisantos que dentro de
poco llegará al tesoro de Tretogor.
Se inclinó y a hurtadillas tomó uno de los soldaditos de plomo,
chillonamente pintados, de Guiscard, un soldado de a caballo con una lanza
alzada.
– Toma esto y guárdalo bien. El que te muestre otro soldado como éste,
idéntico, será mi enviado, aunque no lo parezca, aunque no puedas dar crédito a
que es uno de mis hombres y conoce el asunto de nuestro millón. Toda otra
persona será un provocador y habrás de tratarlo como a un provocador.
– Redania -Dijkstra hizo una reverencia-no olvidará esto, vuestra majestad.
Yo, por mi parte, en mi propio nombre, quiero aseguraros mi gratitud personal.
– No asegures y trae acá esos mil con los que planeabas conseguir la
benevolencia de mi ministro. ¿Qué pasa, que la benevolencia de un rey no se
merece un soborno?
– Vuestra majestad se rebaja…
– Se rebaja, se rebaja. Trae acá el dinero, Dijkstra. Tener mil y no tener
mil…
– … sumado dan dos mil. Lo sé.
En un ala lejana de Ensenada, en una habitación de alturas mucho menores,
la hechicera Sheala de Tancarville escuchaba con atención la relación de la reina
Zuleyka.
– Perfecto -inclinó la cabeza-. Perfecto, vuestra majestad.
– Lo hice todo tal y como me recomendasteis, doña Sheala.
– Gracias por ello. Y os aseguro otra vez que actuamos por una causa justa.
Por el bien del país. Y de la dinastía.
La reina Zuleyka carraspeó, su voz se transformó ligeramente.
– ¿Y… y Tancredo, doña Sheala?
– Di mi palabra -dijo fría Sheala de Tancarville-. Di mi palabra de que a
vuestra ayuda respondería con mi ayuda. Vuestra majestad puede dormir
tranquila.
– Me gustaría mucho -suspiró Zuleyka-. Mucho. Y ya que hablamos de
sueños… El rey comienza a sospechar algo. Esos sueños le sorprenden, y cuando
algo le sorprende al rey, comienza a sospechar…
– Entonces dejaré de inspirarle sueños al rey por un tiempo -prometió la
hechicera-. Volvamos al sueño de la reina, repito, debe ser muy tranquilo. El
príncipe Tancredo se separará de las malas compañías. No irá más al castillo del
barón Surcratasse. Ni a casa de la señora de Lisemore. Ni a la de la embajadora
redana.
– ¿No volverá a visitar a estas personas? ¿Nunca?
– Las personas mencionadas -en los oscuros ojos de Sheala de Tancarville
se encendió un brillo extraño-no se atreverán nunca más a invitar ni a embaucar
al príncipe Tancredo. No se atreverán ya nunca. Serán conscientes de las
consecuencias. Garantizo mis palabras. Garantizo también que el príncipe
Tancredo volverá a estudiar y será un estudiante aplicado, un joven serio y
equilibrado. Dejará también de perseguir faldas. Perderá la pasión… hasta el
momento en que le presentemos a Ciri, princesa de Cintra.
– Ah, si pudiera creer en ello. -Zuleyka dejó caer las manos, alzó los ojos-.
¡Si pudiera creerlo!
– A veces es difícil creer en el poder de la magia, vuestra majestad. -Sheala
sonrió, inesperadamente hasta para ella misma-. Y así ha de ser.
Filippa Eilhart se colocó los tirantes finitos como telas de araña de su
camisón traslúcido, se limpió del escote unas huellas de carmín. Una mujer tan
inteligente y no sabe mantener las hormonas en su sitio.
– ¿Podemos hablar?
Filippa se rodeó de una esfera de discreción.
– Ahora sí.
– En Kovir todo arreglado. Positivamente.
– Gracias. ¿Ya se ha ido Dijkstra?
– Todavía no.
– ¿Y a qué espera?
– Mantiene una larga conversación con Esterad Thyssen. -Sheala de
Tancarville frunció los labios-. Se han caído bien el rey y el espía.
– ¿Sabes ese chiste sobre el tiempo aquí, Dijkstra? Lo de que en Kovir sólo
hay dos estaciones del año…
– Invierno y agosto. Lo sé…
– ¿Y sabes cómo reconocer que ya ha empezado el verano en Kovir?
– No. ¿Cómo?
– La lluvia se hace algo más cálida.
– Ja, ja.
– Bromas son bromas -dijo serio Esterad Thyssen-, pero estos inviernos que
cada vez empiezan antes y se hacen más largos me intranquilizan un poco. Esto
fue profetizado. ¿Has leído, imagino, las profecías de Itlina? Allí dice que se
acercan decenas de años de interminable invierno. Algunos afirman que se trata
de alguna alegoría, pero yo albergo ciertos temores. En Kovir tuvimos una vez
cuatro años de invierno, mal tiempo y malas cosechas. Si no hubiera sido por
una enorme importación de comestibles desde Nilfgaard, la gente hubiera
comenzado a morir de hambre en masa. ¿Te lo imaginas?
– Hablando francamente, no.
– Y yo sí. Un enfriamiento del clima puede hacernos pasar hambre a todos.
Y el hambre es un enemigo con el que es malditamente difícil luchar.
El espía afirmó con la cabeza, pensativo.
– ¿Dijkstra?
– ¿Qué, vuestra majestad?
– ¿Tenéis ya tranquilidad en el interior del país?
– No mucha. Pero lo intento.
– Lo sé, se habla mucho de ello. De los traidores de Thanedd, sólo ha
quedado vivo Vilgefortz.
– Después de la muerte de Yennefer sí. ¿Sabéis, rey, que Yennefer resultó
muerta? Murió el último día de agosto, en unas circunstancias enigmáticas, en el
famoso Abismo de Sedna, entre las islas Skellige y el cabo de Peixe de Mar.
– Yennefer de Vengerberg -dijo Esterad muy despacio-no era una traidora.
No era una aliada de Vilgefortz. Si quieres, puedo aportarte las pruebas.
– No quiero -respondió al cabo de un instante Dijkstra-. O puede que
quiera, pero no ahora. Ahora me es más cómoda como traidora.
– Comprendo. No confíes en los hechiceros, Dijkstra. En Filippa, sobre
todo.
– Nunca he confiado en ella. Pero tenemos que colaborar. Sin nosotros
Redania se hundiría en el caos y desaparecería.
– Eso es verdad. Pero si me permites un consejo, afloja un poco. Sabes de
qué hablo. Cadalsos y cámaras de tortura por todo el país, crueldades contra los
elfos… Y ese horrible fuerte, Drakenborg. Sé que lo haces por patriotismo. Pero
te construyes a ti mismo una leyenda de malvado. En esa leyenda eres un
hombre lobo sediento de sangre inocente.
– Alguien ha de hacerlo.
– Y a alguien habrá que echarle la culpa. Sé que intentas ser justo, pero no
serás capaz de evitar el error, porque no se puede evitar. No se puede tampoco
continuar estando limpio entre tanta sangre. Sé que nunca has hecho daño a
nadie por tus propios intereses, pero, ¿quién lo va a creer? ¿Quién lo va a creer?
Un día, la suerte te dará la espalda, te acusarán de matar a inocentes y de sacar
provecho de ello. Y la mentira se le pega al ser humano como alquitrán.
– Lo sé.
– No te darán la posibilidad de defenderte. Te cubrirán de alquitrán…
luego. Después del hecho. Cuídate, Dijkstra.
– Me cuido. No me cogerán.
– Cogieron a tu rey, Vizimir. Por lo que he oído, con un estilete, por un
lado, hasta la garganta…
– Es más fácil alcanzar a un rey que a un espía. A mí no me cogerán. Nunca
me cogerán.
– Y no debieran. ¿Y sabes por qué, Dijkstra? Porque, su puta madre, en este
mundo tiene que haber por lo menos algo de justicia.
Y vino un día en que ambos recordaron aquella conversación. Ambos. El
rey y el espía. Dijkstra recordó aquellas palabras de Esterad de Kovir cuando
escuchaba los pasos de los asesinos que se acercaban desde todos lados, por
todos los corredores del castillo. Esterad recordó aquellas palabras de Dijkstra en
las ostentosas escaleras de mármol que llevaban desde Ensenada hasta el Gran
Canal.
– Pudo haber luchado. -Los ojos nublados, ciegos, de Guiscard Vermuellen
estaban clavados en el abismo de sus recuerdos-. Sólo eran tres conjurados, el
abuelo era un hombre fuerte. Pudo haber luchado, haberse defendido hasta el
momento en que llegara la guardia. Pudo simplemente haber huido. Pero allí
estaba la abuela Zuleyka. El abuelo cubrió y protegió a Zuleyka, sólo a Zuleyka,
no se cuidó de sí mismo. Cuando por fin llegó la ayuda, Zuleyka no tenía ni un
rasguño. Esterad había recibido más de veinte puñaladas. Murió al cabo de tres
horas, sin recuperar el sentido.
– ¿Has leído alguna vez el Buen Libro, Dijkstra?
– No, vuestra majestad. Pero sé lo que está escrito allí.
– Yo, imagínate, ayer lo abrí al azar. Y me topé con esta frase: «En el
camino a la eternidad todos caminarán por sus propias escaleras, llevando
consigo su propio bagaje». ¿Qué piensas de ello?
– Se nos acaba el tiempo, rey Esterad. Es hora de cargar con el propio
bagaje.
– Cuídate, espía.
– Cuidaos, rey.
Capítulo noveno
Desde la clara y antigua villa de Assengar anduviéramos puede que unas
seis centenas de leguas al sur, al país llamado Cien Lagos. Mirando aquel país
desde las alturas de un monte, viéramos muchos lagos, los cuales ciertamente
por su colocación y sucesión pudieran tenerse por dibujos de lo más disparejo.
Entre los susodichos dibujos el nuestro guía, el elfo Avallac'h, mandó
buscáramos uno que fuera ensemejante a las hojas de un trifolium. Y en verdad
que el tal vimos. Aunque apareciera por fin que no tres, sino cuatro son los
lagos, puesto que uno, alargado, tendido del mediodía al septentrión, hacía
como si el tallejo de la hoja fuera. Este lago, nombrado como Tarn Mira,
encuéntrase rodeado de negra selva y a su confín del norte se eleva cierta torre
incógnita. Llámase la Torre.e la Golondrina, nómbranla los elfos en su lengua
Tor Zireael.
Al pronto nada se viera, no más que la niebla. Cuando me las arreglara
para platicar con el elfo Avallac'h inquiriendo por la dicha torre, éste, haciendo
señal de callar la boca, estas palabras dijera: «Esperar y tener esperanza. La
esperanza vuelve con la luz y con los buenos presagios. Vigilad el agua sin
límites, puesto que allá veréis los embajadores de la buena nueva».
Buyvid Backhuysen, Peregrinaciones por sendas y lugares mágicos
Este libro es desde el principio al final un humbug. Las ruinas del lago
Tarn Mira han sido investigadas muchas veces. No son mágicas, en contra de
los enunciados de B. Backhuysen; no pueden entonces ser los restos de la
legendaria Torre de la Golondrina.
Ars mágica, ed. XIV
– ¡Que vienen! ¡Que vienen!
Yennefer se sujetó con las dos manos los cabellos agitados por el húmedo
viento. Estaba junto a la balaustrada de las escaleras, intentando apartarse del
camino de las mujeres que corrían hacia la orilla. Empujada por un viento del
oeste, la marejada se estrellaba con estruendo contra la orilla, blancas flechas de
espuma salían disparadas cada poco tiempo de las grietas entre las rocas.
– ¡Que vienen! ¡Que vienen!
Desde las terrazas superiores de la ciudadela de Kaer Trolde, la fortaleza
principal de Ard Skellig, se veía casi todo el archipiélago. En frente, al otro lado
del estrecho, se extendía An Skellig, llana y baja en su extremo sur, rocosa y
quebrada por fiordos en su parte norte, que no se podía ver desde allí. A la
izquierda, lejos, rompía las olas con los agudos colmillos de sus escollos la alta y
verde Spikeroog, con sus montañas de cumbres escondidas entre las nubes. A la
derecha se veían los abruptos acantilados de la isla de Undvik, plagada de
gaviotas, petreles, cormoranes y alcatraces. Desde detrás de Undvik se elevaba el
boscoso cono de Hindarsfjall, la isla más pequeña del archipiélago. Pero si se
subiera a la misma punta de alguna de las torres de Kaer Trolde y se mirara en
dirección al sur, se vería la isla de Faroe, solitaria, alejada de las otras, saliendo
del agua como la cabeza de un gigantesco pez para el que el océano es
demasiado poco profundo.
Yennefer bajó a la terraza inferior, se detuvo ante un grupo de mujeres, a las
cuales el orgullo y la posición social no les permitía correr a tontas y a locas
hasta la orilla y mezclarse con la muchedumbre excitada. Abajo, a sus pies, yacía
la ciudad portuaria, negra e informe, como una enorme concha marina arrojada
por las olas.
Por el estrecho entre An Skellig y Spikeroog se acercaban, unos tras otros,
los drakkars. Las velas ardían al sol en blanco y rojo, brillaban las puntas de
azófar de los escudos colgados en la borda.
– El Ringhorn va el primero -afirmó una de las mujeres-. Detrás de él el
Fenris…
– Trigla -reconoció otra con una voz excitada-. Detrás de él el Drac… Por
detrás el Havfrue…
– Anghira… Támara… Daría… No, es el Scorpena… No está el Daría…
Una joven mujer con una gruesa trenza rubia, que rodeaba con las dos
manos una barriga de avanzado estado de embarazo, gimió sordamente,
palideció y se desmayó, derrumbándose sobre las baldosas de la terraza como
una cortina arrancada de las anillas. Yennefer se acercó de inmediato, se puso de
rodillas, apoyó los dedos en la barriga de la mujer y gritó un encantamiento,
ahogando los espasmos y palpitaciones, evitando con fuerza y seguridad la
ruptura del cordón umbilical y la placenta. Para estar segura lanzó un hechizo
tranquilizador y protector sobre el niño, cuyas patadas sentía bajo la mano.
A la mujer, para no despilfarrar energía mágica, la reanimó con un golpe en
el rostro.
– Lleváosla. Con cuidado.
– Ignorante -dijo una de las mujeres mayores-. Poco ha faltado para…
– Histérica… Puede que viva su Nils, igual está en otro drakkar…
– Gracias por vuestra ayuda, señora maga.
– Lleváosla -repitió Yennefer, levantándose. Se tragó una maldición al darse
cuenta de que le habían cedido las costuras del vestido al arrodillarse.
Descendió a una terraza todavía más baja. Los drakkars iban uno por uno
alcanzando la orilla, los guerreros saltaban a la playa. Barbados, cargados con
armas, los berserkers de Skellige. Muchos se destacaban por el blanco de los
vendajes, muchos para poder andar tenían que usar de la ayuda de los
camaradas. A algunos había que transportarlos.
Las mujeres de Skellige arremolinadas en la orilla reconocían, gritaban y
lloraban de alegría, si tenían suerte. Si no la tenían, se desmayaban. O se iban,
despacio, en silencio, sin un reproche. A veces miraban, con la esperanza de que
en el golfo brillara la vela blanca y roja del Daría.
No venía el Daría.
Yennefer distinguió la melena pelirroja de Crach an Craite, yarl de Skellige,
por encima de las otras cabezas. Fue uno de los últimos en bajar de la cubierta
del Ringhorn. El yarl gritaba órdenes, realizaba encargos, comprobaba, se
preocupaba. Dos mujeres, una rubia y otra morena, tenían los ojos clavados en él
y lloraban. De alegría. El yarl, seguro por fin de que había vigilado todo y de
todo se había ocupado, se acercó a las mujeres, las abrazó en una tenaza de oso,
las besó a las dos. Y luego alzó la cabeza y vio a Yennefer. Sus ojos ardieron, su
rostro tostado se endureció como un escollo rocoso, como la punta de azófar de
un escudo.
Lo sabe, pensó la hechicera. Las noticias se extienden pronto. Mientras
estaba navegando, el yarl se enteró de cómo me pescaron anteayer con una red,
en el golfo, detrás de Spikeroog. Sabía que me iba a encontrar en Kaer Trolde.
¿Magia o palomas mensajeras?
Se acercó a ella sin apresurarse. Olía a mar, a sal, a pez, a cansancio. Ella
miró sus ojos claros e inmediatamente resonó en sus oídos el grito de guerra de
los berserker, el golpeteo de los escudos, los chasquidos de las espadas y las
hachas. El grito de los asesinados. El grito de gente saltando desde el Daría en
llamas.
– Yennefer de Vengerberg.
– Crach an Craite, yarl de Skellige. -Hizo una ligera reverencia ante él.
Él no correspondió la reverencia. Malo, pensó Yennefer.
Él vio de inmediato el cardenal de ella, un recuerdo del golpe de remo. El
rostro del yarl se endureció de nuevo, le temblaron los labios, mostró por un
segundo los dientes.
– El que te golpeara responderá de ello.
– Nadie me golpeó. Me tropecé en las escaleras.
La miró con atención, luego se encogió de hombros.
– No quieres acusar a nadie; como quieras. Yo no tengo tiempo de andar
investigando. Y ahora escucha lo que tengo que decir. Atentamente, porque van
a ser las únicas palabras que te diga.
– Te escucho.
– Mañana se te subirá a un drakkar y serás conducida a Novigrado. Allí
serás entregada a los gobernantes de la ciudad y luego a los gobernantes témenos
o redaños, a quien primero acuda. Y sé que tanto los unos como los otros te
desean firmemente.
– ¿Eso es todo?
– Casi. Sólo una aclaración que se te debe, al fin y al cabo. Ha sucedido
muchas veces que Skellige ha dado asilo a gentes perseguidas por la ley. No
faltan en las islas posibilidades ni ocasiones de comprar las culpas a base de
trabajo duro, valentía, sacrificio, sangre. Pero no en tu caso, Yennefer. Yo no te
daré asilo; si contabas con ello, te has equivocado. Odio a los que son como tú.
Odio a quienes para conseguir el poder siembran cizaña, los que ponen por
delante su beneficio, los que conspiran con el enemigo y traicionan a aquéllos a
los que deben no sólo obediencia y hasta agradecimiento. Te odio, Yennefer,
puesto que precisamente cuando tú estabas con tus cofrades y comenzabas una
rebelión incitada por los nilfgaardianos en Thanedd, mis drakkars estaban en
Attre, mis muchachos les llevaban ayuda a los rebeldes de allá. ¡Trescientos de
los míos contra dos mil de los negros! ¡Ha de haber alguna recompensa para la
valentía y la fidelidad, ha de haber castigo para la vileza y la traición! ¿Cómo
voy a recompensar a los que cayeron? ¿Con cenotafios? ¿Con inscripciones en
obeliscos? ¡No! Recompensaré y honraré a los caídos de otro modo. Por su
sangre, que han absorbido las dunas de Attre, tu sangre, Yennefer, goteará bajo la
tabla del cadalso.
– No soy culpable. No tomé parte en el complot de Vilgefortz.
– Las pruebas de ello se las presentarás a los jueces. Yo no te voy a juzgar.
– Tú no sólo me has juzgado. Tú hasta has emitido la condena.
– ¡Basta de cháchara! Como he dicho, mañana al amanecer viajarás cargada
de cadenas hasta Novigrado, ante el juzgado real. A por un castigo justo. Y ahora
dame tu palabra de que no vas a intentar utilizar la magia.
– ¿Y si no la doy?
– Marquard, nuestro hechicero, murió en Thanedd; no tenemos ahora mago
que pudiera controlarte. Pero has de saber que estarás continuamente vigilada
por los mejores arqueros de Skellige. Si sólo movieras una mano de forma
sospechosa, te atravesarán.
– Está claro -afirmó ella con la cabeza-. Así que daré mi palabra.
– Perfecto. Gracias. Adiós, Yennefer. No te acompañaré mañana.
– Crach.
Se giró sobre sus talones.
– Dime.
– No tengo la más mínima intención de subir a un barco que se dirija a
Novigrado. No tengo tiempo para demostrar a Dijkstra que soy inocente. No
puedo arriesgarme a que poco después de mi arresto muera de un repentino
derrame cerebral o que cometa suicidio en mi celda de alguna forma
espectacular. No puedo perder tiempo ni asumir tal riesgo. No puedo tampoco
aclararte por qué esto es tan arriesgado para mí. No iré a Novigrado.
Él la miró largo rato.
– No vas a ir -repitió-. ¿Qué es lo que te permite suponerlo? ¿Acaso el que
alguna vez nos uniera un arrebato amoroso? No cuentes con ello, Yennefer. Lo
pasado, pasado está.
– Lo sé y no cuento con ello. No iré a Novigrado, yarl, porque me urge
ponerme en camino para acudir en ayuda de una persona a la que le prometí que
nunca dejaría sola y sin ayuda. Y tú, Crach an Craite, yarl de Skellige, me
ayudarás en esa empresa. Porque también tú hiciste una promesa parecida. Hace
diez años. Precisamente aquí, donde estamos, en esta playa. A esa misma
persona. Ciri, nieta de Calanthe. La Leoncilla de Cintra. Yo, Yennefer de
Vengerberg, considero a Ciri mi hija. Por eso, en su nombre exijo que mantengas
tu promesa. Mantenía, Crach an Craite, yarl de Skellige.
– ¿De verdad? -Crach an Craite se aseguró otra vez-. ¿Ni siquiera lo vas a
probar? ¿Ninguna de estas exquisiteces?
– De verdad.
El yarl no insistió. Tomó de una cazuela un bogavante, lo colocó sobre la
mesa y lo abrió con un potente pero preciso golpe de cuchillo. Lo aliñó con
abundante limón y salsa de ajo, comenzó a extraer la carne de la concha. Con los
dedos.
Yennefer comía con distinción, con cuchillo y tenedor de plata. Comía filete
de carnero con espinacas, especialmente preparado para ella por el estupefacto y
algo irritado cocinero. La hechicera no quería ni ostras, ni salmonetes, ni salmón
marinado en su jugo, ni sopa de trigla y moluscos cordiformes, ni rabo seco de
rana marina, ni pez espada asado, ni morena frita, ni pulpo, ni cangrejos, ni
bogavantes, ni erizos de mar. Ni -especialmente-algas frescas.
Todo lo que oliera algo a mar se le relacionaba con Fringilla Vigo y Filippa
Eilhart, con una teleportación de loco riesgo, con la caída al mar, con la red que
habían echado sobre ella… en la que, por cierto, había unas algas y unos
sargazos exactamente iguales que los que había en aquella cacerola de allá. Unas
algas y sargazos que fueron destrozados sobre su cabeza y hombros con golpes
que dejaban paralizado de un remo de pino.
– Así que -continuó Crach la conversación, chupando la carne que se había
quedado entre las articulaciones quebradas de las pinzas del bogavante-he
decidido darte crédito, Yennefer. No lo hago por ti, has de saberlo. El bloedgeas,
juramento de sangre, que le hice a Calanthe, ciertamente me ata las manos. Así
que si tus intenciones de prestar ayuda a Ciri son verdaderas y honestas, y
apuesto por que lo sean, no tengo otra salida: tengo que ayudarte con ellas…
– Gracias. Pero ahórrame, por favor, ese tono patético. Repito: no tomé
parte en la conspiración de Thanedd. Créeme.
– ¿Acaso es tan importante -se enfureció él-que yo crea en ello? Convendría
comenzar mejor por los reyes, por Dijkstra, cuyos agentes te buscan a todo lo
largo y ancho del mundo. Por Filippa Eilhart y los hechiceros fieles a los reyes.
De los que, como tú misma reconociste, viniste huyendo aquí, a las Skellige. A
ellos es a quienes hay que aportarles las pruebas…
– No tengo pruebas -interrumpió Yennefer con rabia, al tiempo que
pinchaba con el tenedor en una pequeña col que el irritado cocinero había
añadido al filete de carnero-. Y si las tuviera no me permitirían presentarlas. No
puedo explicarte esto, me obliga la orden de guardar silencio. Cree sin embargo
en mis palabras, Crach. Te lo ruego.
– Te dije…
– Me lo dijiste-le interrumpió ella-. Me has confirmado tu ayuda. Gracias.
Pero sigues sin creer en mi inocencia. Cree.
Crach tiró la cáscara vacía del bogavante, se acercó una olla con
salmonetes. Rebuscó ruidosamente, escogió el más grande.
– De acuerdo -dijo por fin, mientras se limpiaba la mano en el mantel-. Te
creo. Porque quiero creerte. Pero no te concederé asilo ni protección. No puedo.
Sin embargo, tú puedes dejar Skellige cuando quieras e ir adonde quieras. Te
sugeriría que te apresuraras. Llegaste aquí, permite que tal me exprese, en alas
de la magia. Otros pueden seguir tus pasos. También saben hechizos.
– Yo no busco asilo ni un escondrijo seguro, yarl. Yo tengo que ir a salvar a
Ciri.
– Ciri -repitió él, pensativo-. La Leoncilla… Era una niña extraña.
– ¿Era?
– Ohh. -Se enervó de nuera-. Mal me expresé. Era, porque ya no es una
niña. Eso es a lo que me refería. Sólo a eso. Cirilla, la Leoncilla de Cintra…
Pasaba en las Skellige veranos e inviernos. Más de una vez hizo unas travesuras
que para qué. Diablilla era, y no Leoncilla… Voto a bríos, ya dije por segunda
vez que «era»… Yennefer, aquí nos han llegado diversos rumores desde el
continente… Unos dicen que Ciri está en Nilfgaard…
– No está en Nilfgaard.
– Otros dicen que la muchacha está muerta.
Yennefer guardaba silencio, mordiéndose los labios.
– Pero este último rumor -dijo el yarl con dureza-yo lo rechazo. Estoy
seguro de ello. No ha habido señal alguna… ¡Ella está viva!
Yennefer alzó las cejas. Pero no hizo preguntas. Guardaron silencio largo
rato, sumidos en el rumor de las olas que se estrellaban contra las rocas de Ard
Skellig.
– Yennefer -dijo al cabo Crach-. Del continente nos han llegado otras
noticias. Sé que tu brujo, que después de la paliza de Thanedd se ocultó en
Brokilón, se fue de allí con intenciones de llegar a Nilfgaard y liberar a Ciri.
– Repito, Ciri no está en Nilfgaard. No sé qué es lo que pretende mí, como
has querido llamarlo, brujo. Pero él… Crach, no es ningún secreto que yo… le
tengo afecto. Pero sé que él no salvará a Ciri, no conseguirá nada. Lo conozco.
Él se equivocará, se perderá, comenzará a filosofar y a tener piedad de sí mismo.
Luego descargará su rabia rajando con la espada a quien sea que tenga a mano.
Luego, como expiación, realizará cualquier acto noble pero sin sentido. Al final,
con toda seguridad, terminará muerto, de una forma tonta y sin sentido, lo más
probable de una puñalada por la espalda…
– Dicen -introdujo a toda prisa Crach, asustado por el tono cambiado,
extraño y sombrío de la temblorosa voz de la hechicera-. Dicen que Ciri le está
predestinada. Yo mismo lo vi, entonces, en Cintra, durante la petición de mano
de Pavetta…
– La predestinación -le interrumpió bruscamente Yennefer-puede ser
interpretada de formas muy diversas. Muy diversas. Pero es una pena perder el
tiempo con divagaciones. Repito que no sé lo que Geralt pretende, si es que
pretende algo. Pero tengo intenciones de ponerme yo misma manos a la obra.
Con mis métodos. Y activamente, Crach, activamente. Yo no acostumbro a
sentarme y llorar, agarrándome la cabeza con las dos manos. ¡Yo actúo!
El yarl alzó las cejas, pero no dijo nada.
– Actuaré -repitió la hechicera-. Ya tengo un plan pensado. Y tú, Crach, me
ayudarás, siguiendo la promesa que hiciste.
– Estoy listo -afirmó con dureza-. A todo. Los drakkars están en el puerto.
Ordena, Yennefer.
Ella no resistió: tuvo que reírse.
– Siempre el mismo. No, Crach, ninguna prueba de hombría y valentía. No
hará falta navegar hasta Nilfgaard y alzar el hacha en combate en la Ciudad de
las Torres de Oro. Me hará falta una ayuda menos espectacular. Pero más
concreta… ¿Cuál es el estado de tus finanzas?
– ¿Cómo?
– Yarl Crach an Craite. La ayuda que necesito se puede medir en moneda
contante y sonante.
Comenzó al día siguiente. En las habitaciones dadas para el uso de
Yennefer reinaba un loco desorden que sólo con el mayor de los esfuerzos podía
controlar el senescal Guthlaf, que había sido asignado a la hechicera.
Yennefer estaba sentada a la mesa, casi sin alzar la cabeza de los papeles.
Calculaba, sumaba columnas, hacía cuentas, con las que de inmediato alguien
echaba a correr hacia el tesoro y hacia la filial del banco de los Cianfanelli.
Dibujaba y trazaba, y los dibujos y los trazos iban a parar a manos de los
artesanos: alquimistas, plateros, vidrieros, joyeros.
Durante algún tiempo todo funcionó bien; luego comenzaron los problemas.
– Lo siento, noble hechicera -pronunció despacio el senescal Guthlaf-. Pero
si no hay, no hay. Os hemos dado todo lo que teníamos. ¡Nosotros no sabemos
hacer milagros ni hechizos! Y me permito haceros observar que lo que yace ante
vos son diamantes de un valor conjunto de…
– ¿Y a mí qué me importa ese valor conjunto? -bufó Yennefer-. Yo necesito
uno, pero lo suficientemente grande. ¿Cómo de grande, maestro?
El tallador de diamantes miró otra vez el dibujo.
– ¿Para realizar una talla y unas facetas como éstas? Como mínimo treinta
quilates.
– Una piedra así -afirmó categóricamente Guthlaf-no existe en todas las
Skellige.
– No es cierto -le contradijo el joyero-. Existe.
– ¿Qué es lo que te piensas, Yennefer? -Crach an Craite frunció las cejas-.
¿He de enviar a unos hombres armados para que asalten y saqueen ese
santuario? ¿Tengo que amenazar a las sacerdotisas con mi furia si no nos dan el
brillante? No entra en juego. No soy especialmente religioso, pero un santuario
es un santuario, y unas sacerdotisas son unas sacerdotisas. Sólo puedo pedírselo
educadamente. Hacerlas entender cuánto lo necesito y cuan grande sería mi
agradecimiento. Pero esto no será más que una petición. Una súplica humillante.
– ¿Que se puede rechazar?
– Así es. Pero no se pierde nada con probar. ¿Qué es lo que arriesgamos?
Vayamos los dos a Hindarsfjall, presentaremos esta súplica. Yo les haré entender
a las sacerdotisas lo que haga falta. Y luego todo estará en tus manos. Negocia.
Presenta argumentos. Intenta el soborno. Despierta ambiciones. Refiérete a todas
las razones. Desespérate, llora, revuélcate, pide piedad… ¡Por todos los diablos
del mar! ¿Voy a tener que enseñarte, Yennefer?
– Eso no sirve de nada, Crach. Una hechicera nunca llegará a un acuerdo
con una sacerdotisa. La diferencia de… formas de ver el mundo es demasiado
fuerte. Y en la cuestión de permitir a un hechicera el uso de un artefacto o de una
reliquia «sagrada»… No, hay que olvidarse de ello. No hay ni una posibilidad…
– ¿Para qué exactamente quieres ese brillante?
– Para construir una «ventana». Es decir, un megascopio de
telecomunicación. Tengo que hablar con unas cuantas personas.
– ¿Mágico? ¿A distancia?
– Si me bastara con subir a la cumbre de Kaer Trolde y gritar muy fuerte,
no te molestaría.
Las gaviotas y petreles giraban por encima del agua. Los ostreros de rojos
picos que anidaban en los abruptos acantilados y fiordos de Hindarsfjall
chillaban agudamente, chirriaban y graznaban roncos los alcatraces de amarilla
cabeza. Los negros copetes de los cormoranes marinos observaban cómo la
barca avanzaba con una atenta mirada de sus brillantes ojos verdes.-Esa roca
enorme suspendida sobre el agua -señaló Crach an Craite apoyado en el pretil-es
Kaer Hemdall, la Guarida de Hemdall. Hemdall es nuestro héroe mítico. La
leyenda dice que cuando llegue el Tedd Deireádh, el Tiempo del Fin, el Tiempo
de la Helada Blanca y la Tormenta del Lobo, Hemdall se enfrentará a las fuerzas
del mal del país de Morhógg, los espectros, demonios y fantasmas del Caos.
Estará en el Puente del Arco Iris y soplará en el cuerno, como señal de que es
hora de echar mano al arma y ponerse en formación de combate. Para Ragh nar
Roog, la Última Batalla, que decidirá si cae la noche o despuntará el alba.
La barca avanzaba fluidamente por sobre las olas, navegando sobre las
aguas más tranquilas de la ensenada, entre la Guarida de Hemdall y otra roca de
formas fantásticas.
– Esa roca más pequeña es Kambi -aclaró el yarl-. En nuestros mitos, el
nombre de Kambi lo lleva un gallo mágico de oro, el cual con su canto advierte a
Hemdall de que acude Naglfar, el drakkar infernal que trae al ejército de la
oscuridad, a los demonios y fantasmas de Morhógg. Naglfar está construido de
uñas de muertos. No lo creerás, Yennefer, pero todavía hay en las Skellige
personas que antes del entierro les cortan las uñas a los cadáveres para no darles
materiales de construcción a los espectros de Morhógg.
– Lo creo, conozco la fuerza de las leyendas.
El fiordo les cubría un tanto del viento, la vela ondeaba.
– Haced sonar el cuerno -ordenó Crach a la tripulación-. Nos acercamos a la
orilla y hay que dar señal a las señoras santuarias de que vienen invitados.
El edificio situado en la cumbre de unas largas escaleras de piedra parecía
un gigantesco erizo, de tan cubierto que estaba de musgo, hiedra y arbustos. En
su tejado, como observó Yennefer, no sólo crecían arbustos, sino hasta pequeños
árboles.
– Y éste es el santuario -afirmó Crach-. La floresta que lo rodea se llama
Hindar y también es lugar de culto. De aquí sale el muérdago sagrado y en las
Skellige, como sabes, todo se decora y cubre de muérdago, desde la cuna del
recién nacido hasta la tumba… Cuidado, las escaleras son resbaladizas… La
religión, je, je, hace crecer el musgo… Permite que te tome por los hombros…
Todavía el mismo perfume… Yenna…
– Crach. Por favor. Lo pasado, pasado está.
– Perdona. Entremos.
Delante del santuario esperaban algunas sacerdotisas jóvenes y silenciosas.
El yarl las saludó cortésmente, expresó el deseo de hablar con su superiora, que
se llamaba Modron Sigrdrifa. Entraron a un interior alumbrado por columnas de
luz que surgían de unas vidrieras situadas en alto. Una de aquellas vidrieras
iluminaba el altar.
– Por cien diablos marinos -murmuró Crach an Craite-. Me había olvidado
de lo grande que es este Brisingamen. No había estado aquí desde niño… Con él
hasta se podrían comprar todos los astilleros de Cidaris.
El yarl exageraba. Pero no mucho.
Sobre un sencillo altar de mármol, sobre unas figurillas de gatos y halcones,
sobre una escudilla de piedra para los sacrificios votivos, se erguía la estatua de
Modron Freya, la Gran Madre, en su típico aspecto maternal: una mujer de
amplia toga que traicionaba un embarazo exageradamente mostrado por el
escultor. Con la cabeza inclinada y los rasgos del rostro cubiertos por un
pañuelo. Sobre las manos dispuestas en el pecho de la diosa se veía un brillante,
una parte de un collar de oro. El brillante era ligeramente celeste en su
coloración. Como el agua más pura. Grande.
A ojo hasta ciento cincuenta quilates.
– Ni siquiera sería necesario cortarlo -susurró Yennefer-. Tiene un corte en
rosa, exactamente como necesito. Precisamente las facetas para la refracción de
la luz…
– Es decir, que tenemos suerte.
– Lo dudo. Dentro de un instante estará aquí la sacerdotisa y yo, como
impía, seré insultada y expulsada de aquí con el rabo entre las piernas.
– ¿Y no exageras?
– Ni una mica.
– Bienvenido, yarl, al santuario de la Madre. Seas también bienvenida,
noble Yennefer de Vengerberg.
Crach an Craite hizo una reverencia.
– Mis saludos, reverenda madre Sigrdrifa.
La sacerdotisa era alta, casi tan alta como Crach, lo que quería decir que
superaba a Yennefer en una cabeza. Tenía los ojos y los cabellos claros, un rostro
alargado, no demasiado hermoso ni femenino.
¿Donde la he visto antes?, pensó Yennefer. No hace mucho. ¿Dónde?
– En las escaleras de Kaer Trolde, las que conducían al puerto -le recordó la
sacerdotisa con una sonrisa-. Cuando los drakkars entraron en la bahía. Estaba
junto a ti cuando le prestaste ayuda a una mujer embarazada que estuvo a punto
de abortar. De rodillas, sin preocuparte de un vestido de pelo de camello muy
caro. Lo vi. Y ya jamás prestaré oído a las historias de que las hechiceras son
insensibles y egoístas.
Yennefer carraspeó, inclinó la cabeza en una reverencia.
– Estás delante del altar de la Madre, Yennefer. Que ella te cubra con su
merced.
– Reverenda, yo… Quisiera pedir con humildad…
– No digas nada, yarl. Con toda seguridad tienes muchas tareas. Déjanos
solas aquí, en Hindarsfjall. Nosotras nos pondremos de acuerdo. Somos mujeres.
No importa de qué nos ocupemos, quiénes seamos: siempre servimos a aquélla
que es Virgen, Mujer y Anciana. Arrodíllate ante mí, Yennefer. Inclina la cabeza
ante la Madre.
– ¿Quitarle a la diosa el collar de Brisingamen? -repitió Sigrdrifa, y en su
voz había más de incredulidad que de enfado santurrón-. No, Yennefer. Esto es
simplemente imposible. No se trata de que ni siquiera me atreviera… Incluso
aunque lo quisiera. Brisingamen no se puede quitar. El collar no tiene cierre.
Está fundido con la estatua.
Yennefer estuvo callada largo rato, midiendo a la sacerdotisa con una
mirada serena.
– Si lo hubiera sabido -dijo con voz fría-me hubiera ido de inmediato con el
yarl de vuelta a Ard Skellig. No, no. El tiempo que he pasado charlando contigo
al menos no lo considero perdido. Pero tengo poco tiempo. Muy poco, de
verdad. Reconozco que me has sorprendido un poco con tu amabilidad y
cordialidad…
– Soy amable contigo -le interrumpió sin emociones Sigrdrifa-. También
apoyo tus planes, con todo mi corazón. Conocí a Ciri, me gustaba aquella niña,
me inquieta su suerte. Te admiro por lo decidida que te aprestas a ir a salvar a
esa muchacha. Concederé todos tus deseos. Pero no Brisingamen, Yennefer. No
Brisingamen. No pidas eso.
– Sigrdrifa, para aprestarme a ir a salvar a Ciri tengo que saber
urgentemente algo. Conseguir algunas informaciones. Sin ellas no podré hacerlo.
Ese conocimiento y esas informaciones sólo las puedo conseguir mediante la
telecomunicación. Para poder comunicarme a esta distancia necesito construir
con ayuda de la magia un artefacto mágico, un megascopio.
– ¿Un aparato del tipo de vuestra famosa bola de cristal?
– Bastante más complicado. La bola sólo permite la comunicación con otra
bola correlacionada. Hasta el banco de enanos local tiene una bola, para
comunicarse con la de la central. El megascopio tiene mayores potenciales…
Pero, ¿para qué teorizar? Sin el brillante no voy a poder hacer nada de esto. En
fin, me despido…
– No te apresures tanto.
Sigrdrifa se levantó, atravesó la nave, deteniéndose junto al altar y la
estatua de Modron Freya.
– La diosa -dijo-también es patrona de las sabedoras. De las adivinas. Y de
las telépatas. Eso es lo que simbolizan sus animales sagrados: el gato, que oye y
ve lo oculto, y el halcón, que ve desde lo alto. Esto es lo que simboliza la joya de
la diosa: Brisingamen, el collar de la adivinación. ¿Para qué construir un aparato
que oye y ve, Yennefer? ¿No es más sencillo volverse a la diosa por ayuda?
Yennefer contuvo en el último segundo una maldición. Al fin y al cabo se
trataba de un lugar de culto.
– Se acerca la hora de la oración de la víspera -siguió Sigrdrifa-. Me
dedicaré a la meditación junto con otras sacerdotisas. Voy a pedir a la diosa que
ayude a Ciri. A Ciri, que estuvo aquí más de una vez, en este santuario, que más
de una vez contempló Brisingamen en el cuello de la Gran Madre. Sacrifica
todavía una o dos horas de tu precioso tiempo, Yennefer. Quédate aquí con
nosotras, para la hora de la oración. Apóyame cuando esté rezando. Con tu
pensamiento y tú presencia.
– Sigrdrifa.
– Por favor. Hazlo por mí. Y por Ciri.
La joya Brisingamen. En el cuello de la diosa.
Ahogó un bostezo. Si por lo menos hubiera algún canto, pensó, algunas
entonaciones, algunos ritos… algún folklore místico… sería menos aburrido, el
sueño no la mortificaría tanto. Pero ellas simplemente están ahí de rodillas, con
la cabeza baja. Sin movimiento, sin sonido.
Pero también es verdad que cuando quieren saben utilizar la Fuerza, a veces
tan bien como nosotras, las hechiceras. Sigue siendo un enigma cómo lo hacen.
Nada de preparaciones, nada de ciencia, nada de estudios… Sólo oración y
meditación. ¿Divinación? ¿Una forma de autohipnosis? Eso es lo que afirmaba
Tissaia de Vries… Absorben energía inconscientemente, en el trance alcanzan la
capacidad de transformarla de forma análoga a nuestros hechizos. Transforman
la energía y piensan que se trata de un don y una merced de la divinidad. La fe
les da fuerza.
¿Por qué a nosotros, hechiceros, nunca nos es posible hacer algo así?
¿Lo probamos? ¿Utilizamos la atmósfera y el aura de este lugar? Podría
intentar entran en trance yo misma… Aunque fuera mirando a ese diamante…
Brisingamen… Pensar intensamente en lo bien que cumpliría su papel en mi
megascopio…
Brisingamen… Brilla como la estrella de la mañana, allá, en la oscuridad,
entre la bocanadas del incienso y las velas humeantes…
– Yennefer.
Alzó la cabeza.
El santuario estaba oscuro. Olía intensamente a humo.
– ¿Me he dormido? Perdona…
– No hay nada que perdonar. Ven conmigo.
En el exterior el cielo nocturno ardía con luces temblorosas, que se
transformaban como en un calidoscopio. ¿La aurora boreal? Yennefer se restregó
los ojos con asombro. ¿Aurora borealis? ¿En agosto?
– ¿Qué es lo que estás dispuesta a dar, Yennefer?
– ¿Cómo?
– ¿Estás dispuesta a darte a ti misma, Yennefer? ¿Tu valiosa magia?
– Sigrdrifa -dijo con rabia-. No intentes conmigo esas inspiradas comedias.
Yo tengo noventa y cuatro años. Pero trata esto, por favor, como un secreto de
confesión. Me sincero contigo sólo para que comprendas que no me puedes
tratar como a una niña.
– No has respondido a mi pregunta.
– Y no pienso. Porque es un misticismo que no acepto. Me dormí en
vuestro servicio. Me cansó y me aburrió. Porque no creo en vuestra diosa.
Sigrdrifa se dio la vuelta y Yennefer, contra su voluntad, aspiró
profundamente.
– No me es demasiado halagüeña tu falta de fe -dijo una mujer de ojos
llenos de oro líquido-. Pero, ¿acaso tu falta de fe cambia algo?
Lo único que Yennefer fue capaz de hacer fue soltar el aire.
– Llegará un día -dijo la mujer de ojos de oro-en el que nadie,
absolutamente nadie, incluyendo a los niños, creerá en la hechicería. Te lo digo
con estudiada maldad. Como una venganza. Ven.
– No… -Yennefer consiguió por fin romper con su pasiva aspiración y
espiración-. ¡No! No voy a ningún sitio. ¡Basta de esto! ¡Es un encantamiento o
hipnosis! ¡Una ilusión! ¡Un trance! Tengo creados mecanismos de defensa…
¡Puedo deshacer todo esto con un hechizo, oh, así! Rayos…
La mujer de ojos de oro se acercó. El diamante en su cuello ardía como la
estrella de la mañana.
– Vuestro habla poco a poco deja de servir al entendimiento -dijo-. Se
convierte en arte por el arte, cuanto más incomprensible, más se considera como
más profunda y más inteligente. De verdad, os prefería cuando sólo sabíais hacer
«e-e» y «gu-gu». Ven.
– Esto es una ilusión, un trance… ¡No voy a ningún lado!
– No quiero obligarte. Sería una vergüenza. Al fin y al cabo eres una
muchacha inteligente y orgullosa, tienes carácter.
Una pradera. Un mar de hierba. Un brezal. Rocas, alzándose entre los
brezos como el lomo de una fiera agazapada.
– Tú querías mi joya, Yennefer. No puedo dártela sin asegurarme antes de
unos cuantos asuntos. Quiero comprobar qué es lo que se oculta dentro de ti. Por
eso te he traído aquí, a este lugar, que desde tiempos inmemoriales es un lugar de
Fuerza y Potencia. Tu valiosa magia al parecer está por todos lados. Al parecer
basta con alargar la mano. ¿No tienes miedo de absorberla?
Yennefer no pudo extraer ni un sonido de su garganta agarrotada.
– ¿Una Fuerza capaz de cambiar el mundo -dijo la mujer a la que no está
permitido llamar por su nombre-es según tú, caos, artificio y ciencia?
¿Maldición, bendición y progreso? ¿Y no será por casualidad fe? ¿Amor?
¿Sacrificio?
¿Lo oyes? Es el canto del gallo Kambi. Una ola se estrella contra la orilla,
una ola empujada por la proa de Naglfar. Resuena el cuerno de Hemdall, que
está cara a cara con los enemigos en Bifrost, el arco iris. Se acerca el Frío
Blanco, se acerca la tempestad y la tormenta… La tierra tiembla con los
violentos movimientos de la Serpiente…
El Lobo devora al sol. La luna enrojece. No hay más que frío y oscuridad.
Odio, venganza y sangre…
¿De qué lado vas a estar, Yennefer? ¿Estarás en el borde oriental o en el
occidental de Bifrost? ¿Estarás con Hemdall o contra él?
Canta el gallo Kambi.
Decide, Yennefer. Escoge. Porque precisamente por ello se te devolvió una
vez la vida, para que en el momento adecuado pudieras realizar tu elección.
¿Luz u oscuridad?
– ¿Bien y Mal, Luz y Oscuridad, Orden y Caos? ¡Eso son sólo símbolos, en
la realidad no existe tal polaridad! La Luz y la Oscuridad están en cada uno de
nosotros, un poco de esto y un poco de aquello. Esta conversación no tiene
sentido. No lo tiene. No me embarcaré en el misticismo. Para ti y para Sigrdrifa
el Lobo devora al sol. Para mí no es más que un eclipse. Y que así se quede.
¿Se quede? ¿Qué?
Ella sintió cómo la tierra le huía de bajo los pies, cómo alguna fuerza
monstruosa retorcía sus manos, quebraba las articulaciones de los hombros y los
codos, tensaba su columna vertebral como en la tortura del strappado. Gritó de
dolor, se agitó, abrió los ojos. No, no era un sueño. No podía ser un sueño.
Estaba en un árbol, colgaba estirada en las ramas de un gigantesco fresno. Sobre
ella, muy alto, volaba en círculos un halcón, bajo ella, abajo, en las oscuridad,
escuchó el silbido de una serpiente, el susurro de las escamas rozando entre sí.
Algo se movió a su lado. Por sobre su tenso y dolorido brazo correteó una
ardilla.
– ¿Estás lista? -preguntó la ardilla-. ¿Estás lista para el sacrificio? ¿Qué
estás dispuesta a sacrificar?
– ¡No tengo nada! -El dolor la cegaba y paralizada-. ¡E incluso aunque lo
tuviera no veo el sentido de un sacrificio así! ¡Yo no quiero sufrir por millones!
¡Yo ni siquiera quiero sufrir! ¡Por nada y por nadie!
– Nadie quiere sufrir. Y sin embargo esto es algo que todos experimentan. Y
algunos sufren más. No necesariamente por propia elección. Lo importante no es
si se padece dolor. Lo importante es cómo se padece.
¡María! ¡María!
¡Quita de mi vista a esta monstrua jorobada! ¡No quiero ni mirarla!
Es tan hija tuya como mía.
¿De verdad? Los niños que yo he engendrado son normales.
Cómo te atreves… Como te atreves a sugerir…
En tu familia era en la que había elfos hechiceros. Tú fuiste la que
abortaste la primera vez. Es por eso. Tienes la sangre y el vientre contaminados
de elfo. Por eso das a luz monstruos.
Es una pobre niña desgraciada… ¡Fue la voluntad de los dioses! ¡Es tu
hija igual que mía! ¿Qué iba a hacer? ¿Ahogarla? ¿No atarle el ombligo? ¿Qué
tengo que hacer ahora? ¿Llevarla al bosque y dejarla allí? ¿Qué es lo que
quieres de mí, por los dioses?
¡Papá! ¡Mamá!
Largo de aquí, bicho raro.
¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves apegar así a la niña? ¡Quieto!
¿Adónde vas? ¿ Dónde? A su casa, ¿verdad? ¿A casa de ella?
Pues claro, mujer. Soy un hombre, me es lícito sofocar mi deseo donde
quiera y cuando quiera, es mi derecho natural. Y tú me das asco. Tú y esa fruta
de tu vientre podrido. No me esperes con la cena. No volveré a dormir.
Mamá…
¿Por qué lloras?
¿Por qué me pegas y me desprecias? Pero si he sido buena…
¡Mamá! ¡Mamá!
– ¿Eres capaz de perdonar?
– Hace ya mucho que perdoné.
– Saciada por la primera venganza.
– Sí.
– ¿Lo lamentas?
– No.
Dolor, un terrible dolor que le atravesaba las manos y los dedos.
– ¡Sí, soy culpable! ¿Es lo que querías escuchar? ¿Confesión y
arrepentimiento? ¿Querías escuchar cómo Yennefer de Vengerberg se arrepiente
y se humilla? No, no te doy esa satisfacción. Reconozco mi culpa y espero
castigo. ¡Pero no esperes que me vas a escuchar arrepentirme!
El dolor alcanza las fronteras de lo que el ser humano es capaz de soportar.
– Me recuerdas a los traicionados, engañados, utilizados, me recuerdas a
quienes murieron por mi mano, por mi propia mano… ¿El que alzara alguna vez
la mano contra mí misma? ¡Se ve que tendría algún motivo! ¡Y no lamento nada!
Aunque pudiera hacer retroceder el tiempo… No lamento nada.
El halcón se posó sobre su hombro.
La Torre de la Golondrina. La Torre de la Golondrina. Apresúrate a la Torre
de la Golondrina.
Hija mía.
Canta el gallo Kambi.
Ciri en una yegua mora, con los cabellos grises agitados por el viento en su
galope. De su rostro fluye y salpica la sangre, brillante, de rojo vivo. La yegua
mora vuela como un pájaro, se desliza ligera hacia la agitación de un torbellino.
Ciri se agarra a la silla, pero no cae…
Ciri en medio de la noche, en un desierto de roca y arena, con la mano
alzada, de su mano surge una bola luminosa… Un unicornio arañando en la
grava con su casco… Muchos unicornios… Fuego… Fuego…
Geralt en un puente. En una lucha. En el fuego. Las llamas se reflejan en la
hoja de su espada.
Fringilla Vigo, sus ojos verdes muy abiertos de placer, su oscura cabe-cita
de pelo corto sobre un libro abierto, sobre el frontispicio… se ve un fragmento
del título: Notas sobre lo inevitable de la muerte…
En los ojos de Fringilla se reflejan los ojos de Geralt.
Un abismo. Humo. Escaleras que conducen abajo. Escaleras que hay que
bajar. Algo se termina. Llega el Tedd Deireádh, el Tiempo del Fin…
Oscuridad. Humedad. El terrible frío de las paredes de piedra. El frío del
hierro en las articulaciones de las muñecas, en los huesos de los tobillos. Dolor
palpitante en las manos destrozadas, punzante en los acribillados dedos…
Ciri la lleva de la mano. Un largo y oscuro pasillo, columnas de piedra,
puede que estatuas… Tinieblas. En ellas susurros, bajitos como el ruido del
viento.
Puertas. Una serie infinita de puertas de gigantescas y pesadas hojas se
abren ante ella sin ruido. Y al final, en unas tinieblas impenetrables, unas que no
se abren solas. Unas que está prohibido abrir.
Si tienes miedo, vuelve.
Está prohibido abrir estas puertas. Tú lo sabes.
Lo sé.
Y sin embargo me conduces allí.
Si tienes miedo, vuelve. Todavía estás a tiempo de volver. Todavía no es
demasiado tarde.
¿Y tú?
Para mí si lo es.
Canta el gallo Kambi.
Ha llegado el Tedd Deireádh.
Aurora borealis.
El amanecer.
– Yennefer. Despiértate.
Alzó la cabeza. Miró las manos. Tenía las dos. Enteras.
– ¿Sigrdrifa? Me he dormido…
– Ven.
– ¿Adonde? -susurró-. ¿Adonde esta vez?
– ¿Cómo? No te entiendo. Ven. Tienes que ver esto. Ha pasado algo… Algo
extraño. Ninguna de nosotras sabe cómo explicarlo. Y yo me lo imagino. La
gracia… Sobre ti ha caído la gracia divina, Yennefer.
– ¿De qué se trata, Sigrdrifa?
– Mira.
Miró. Y lanzó un ruidoso suspiro.
Brisingamen, la joya sagrada de la Modron Freya no colgaba ya del cuello
de la diosa. Yacía a sus pies.
– ¿Estoy oyendo bien? -se aseguró Crach an Craite-. ¿Te trasladas con todo
tu taller de magia a Hindarsfjall? ¿Las sacerdotisas te permiten usar el diamante
sagrado? ¿Te permiten usarlo para esa máquina infernal?
– Si.
– Vaya, vaya. Yennefer, ¿acaso te has convertido? ¿Qué es lo que pasó en la
isla?
– No importa. Vuelvo al santuario y eso es todo.
– ¿Y los medios económicos que pediste? ¿Te serán necesarios?
– La verdad es que sí.
– El senescal Guthlaf realizará cada orden tuya. Pero, Yennefer, emite esas
órdenes rápidamente. Apresúrate. He recibido nuevas noticias.
– Maldita sea, lo estaba temiendo. ¿Saben ya dónde estoy?
– No, todavía no lo saben. Me advirtieron sin embargo que podrías aparecer
por las Skellige y me ordenaron detenerte de inmediato. Me ordenaron también
hacer prisioneros en nuestros ataques y divulgar con ellos informaciones, incluso
migajas de información relacionadas contigo. De tu presencia en Nilfgaard o en
las provincias. Yennefer, apresúrate. Si te siguieran y atraparan aquí, en las
Skellige, me encontraría en una situación ligeramente complicada.
– Haré lo que esté en mi poder. También de forma que no te comprometa.
No tengas miedo.
Crach sonrió.
– He dicho que «ligeramente». Yo no les temo. Ni a los reyes ni a los
hechiceros. No me pueden hacer nada, porque les soy necesario. Y además,
estuve obligado a prestarte ayuda a causa del juramento de vasallaje. Sí, sí, has
oído bien. Formalmente sigo siendo vasallo de la corona de Cintra. Y Cirilla
tiene derecho formal a esa corona. Al representar a Cirilla, siendo su única
tutora, tienes derecho formal a ordenarme, a exigir de mí obediencia y servicio.
– Sofismas casuísticos.
– Por supuesto. -Bufó-. Yo gritaré eso mismo, a grandes voces, si, pese a
todo, resulta ser verdad que Emhyr var Emreis obliga a la muchacha a casarse
con él. En ese caso, aunque hiciera falta la ayuda de algún picapleitos
embrollador, se le quitarían a Ciri todos los derechos al trono y se pondría en él a
algún otro, aunque fuera a ese mentecato de Vissegerd. Entonces, sin tardanza,
declararé obediencia y juraré vasallaje.
– ¿Y si -Yennefer entornó los ojos-pese a todo resultara que Ciri está
muerta?
– Ella está viva -dijo Crach con dureza-. Lo sé con toda seguridad.
– ¿Cómo?
– No vas a querer dar crédito.
– Ponme a prueba.
– La sangre de las reinas de Cintra -comenzó Crach-está extrañamente
enlazada con el mar. Cuando muere alguna mujer de esta sangre, el mar entra en
una verdadera locura. Se dice que Ard Skellig llora a las hijas de Riannon.
Porque la tormenta es entonces tan fuerte que las olas que provienen del oeste se
introducen a través de las rocas y cavernas hasta la parte de oriente y de pronto
las rocas dejan brotar torrentes salados. Y toda la isla tiembla. La gente sencilla
dice: mira cómo Ard Skellig sozolla. De nuevo ha muerto alguien. Ha muerto la
sangre de Riannon. La Vieja Sangre.
Yennefer guardaba silencio.
– No se trata de un cuento de hadas -siguió Crach-. Yo mismo lo he visto,
con mis propios ojos. Tres veces. Después de la muerte de Adalia la Adivina,
después de la muerte de Calanthe… Y después de la muerte de Pavetta, la madre
de Ciri.
– Pavetta -advirtió Yennefer-murió precisamente durante una tormenta, así
que es difícil decir que…
– Pavetta -le interrumpió Crach, todavía pensativo-no murió durante la
tormenta. La tormenta comenzó tras su muerte, el mar como de costumbre
reaccionó a la muerte de alguien de sangre cintriana. Investigué el asunto el
suficiente tiempo. Y estoy seguro de ello.
– Es decir, ¿de qué?
– El barco en el que navegaban Pavetta y Duny se hundió en el famoso
Abismo de Sedna. No es el primer barco que se pierde allí. Seguro que lo sabes.
– Cuentos. Los barcos son afectados por alguna catástrofe, es una cosa muy
natural…
– En las Skellige -le interrumpió él con bastante brusquedad-sabemos
suficiente acerca de barcos y navegación como para saber diferenciar las
catástrofes naturales de las innaturales. En el Abismo de Sedna los barcos
desaparecen de forma innatural. Y no por casualidad. Lo mismo se refiere al
barco en el que navegaban Pavetta y Duny.
– No voy a polemizar. -La hechicera suspiró-. Al fin y al cabo, ¿qué sentido
tiene? ¿Al cabo de casi quince años?
– Para ella lo tiene. -El yarl apretó los labios-. Yo sacaré a la luz este
asunto. Sólo es cuestión de tiempo. Sabré… Encontraré una aclaración para
todos los enigmas. También al de la época de la matanza de Cintra…
– ¿Y cuál es ahora este enigma?
– Cuando los nilfgaardianos entraron en Cintra -murmuró, mirando por la
ventana-, Calanthe ordenó sacar en secreto a Ciri de la ciudad. Lo que pasaba es
que la ciudad estaba ya ardiendo, los Negros estaban por todos lados, las
posibilidades de escapar del cerco eran mínimas. Le desaconsejaron a la reina
aquella empresa tan arriesgada, se le sugirió que Ciri capitulara formalmente
ante los atamanes de Nilfgaard, que de esa manera salvara la vida y la razón de
estado cintriana. En las calles llameantes moriría con toda seguridad y
totalmente sin sentido a manos de la soldadesca. Y la Leona… ¿Sabes lo que
respondió, según los testigos presenciales?
– No.
– «Mejor que la sangre de la muchacha corra por los adoquines de Cintra
que no que sea mancillada». ¿Mancillada, cómo?
– Por el matrimonio con el emperador Emhyr. Con la inmundicia
nilfgaardiana. Yarl, ya es tarde. Mañana comienzo al alba… Te tendré informado
de todos los adelantos.
– Cuento con ello. Buenas noches, Yenna… Humm…
– ¿Qué, Crach?
– ¿No tendrías, humrn, ganas…?
– No, yarl. Lo pasado, pasado está. Buenas noches.
– Vaya, vaya. -Crach an Craite miró a la recién llegada, inclinando la
cabeza-. Triss Merigold en carne y hueso. Vaya un vestido más bonito. Y la
piel… ¿Es chinchilla, verdad? Te preguntaría qué es lo que te trae aquí, a las
Skellige… si no supiera lo que te trae. Pero lo sé.
– Maravilloso. -Triss sonrió arrebatadoramente, arregló sus hermosos
cabellos castaños-. Es maravilloso que ya lo sepas, yarl. Eso nos ahorrará la
introducción y las aclaraciones introductorias, nos permite pasar directamente al
grano.
– ¿A qué grano? -Crach cruzó los brazos sobre el pecho y midió a la
hechicera con una fría mirada-. ¿Qué es lo que tendríamos que preceder con
introducciones, cuáles serían esas aclaraciones? ¿A quién representas, Triss? ¿En
nombre de quién has venido aquí? El rey Foltest, al que servías, te agradeció tus
servicios con el destierro. Aunque no eras culpable de nada, te echó de Temería.
Por lo que he oído, te ha acogido bajo su ala Filippa Eilhart, quien hoy día, junto
con Dijkstra, gobierna de hecho en Redania. Como veo, correspondes al asilo
como mejor puedes. Ni siquiera vacuas en aceptar el papel de agente secreto
para perseguir a tu antigua amiga.
– Me insultas, yarl.
– Pido perdón con humildad. Si me he equivocado. ¿Me he equivocado?
Guardaron silencio durante largo rato, midiéndose con una mirada
desconfiada. Por fin Triss se enfadó, blasfemó, dio taconazos.
– ¡Ah, al diablo! ¡Dejemos de pincharnos el uno al otro! ¿Qué importancia
tiene a quién se sirve, quién está con quién, a quién se le da crédito y con qué
motivos? Yennefer está muerta. Todavía no se sabe dónde y en qué manos está
Ciri… ¿Qué sentido tiene jugar a secretismos? No he venido hasta aquí como
espía, Crach. Vine aquí por propia iniciativa, como persona privada. Movida por
mi preocupación por Ciri.
– Todos se preocupan por Ciri. Esa muchacha tiene suerte.
Los ojos de Triss lanzaron destellos.
– Yo no me burlaría de ello. Sobre todo en tu lugar.
– Disculpa.
Callaron, ensimismados, mirando por la ventana al rojo sol que se ponía al
otro lado de las cumbres de Spikeroog.
– Triss Merigold.
– Dime, yarl.
– Te invito a cenar. Ah, el cocinero mandó preguntar si todas las hechiceras
desprecian los mariscos bien preparados.
Triss no despreciaba los mariscos. Al contrario, comió dos veces más de lo
que tenía previsto y ahora comenzaba a temer por su talle, por esas veintidós
pulgadas de las que estaba tan orgullosa. Decidió ayudar la digestión con vino
blanco, el famoso Est Est de Toussaint. De la misma forma que Crach, lo bebía
en un cuerno.
– Así que -siguió ella la conversación-Yennefer apareció por aquí el
diecinueve de agosto, cayendo espectacularmente del cielo en una red de
pescadores. Tú, como fiel vasallo de Cintra, le diste asilo. La ayudaste a
construir un megascopio… Con quién hablara, por supuesto no lo sabes.
Crach an Craite tiró fuerte del cuerno y ahogó un eructo.
– No lo sé -adoptó una sonrisa astuta-. Claro que no lo sé. ¿Qué va a saber
un pobre y simple marinero de las cosas de las poderosas hechiceras?
Sigrdrifa, la sacerdotisa de Modron Freya, bajó la cabeza mucho, como si
las preguntas de Crach an Craite le pesaran mil libras.
– Ella confiaba en mí, yarl -murmuró apenas audible-. No me exigió que
hiciera juramento de guardar silencio, pero estaba claro que le importaba mucho
la discreción. Yo de verdad no sé si…
– Modron Sigrdrifa -le interrumpió serio Crach an Craite-. Lo que te pido
no es una delación. Del mismo modo que tú, apoyo a Yennefer, del mismo modo
que tú deseo que encuentre y salve a Ciri. ¡Si yo hasta hice un bloedgeas, un
juramento de sangre! En lo que respecta a Yennefer, me mueve la preocupación
por ella. Es una mujer extraordinariamente orgullosa. Incluso yendo a un peligro
muy grande, no se rebaja a pedir. Así que es posible que haya que apresurarse a
ir a ayudarla con ayuda no deseada. Pero para hacer eso, necesito información.
Sigrdrifa carraspeó. Hizo una mueca imprecisa. Y cuando comenzó a
hablar, la voz le temblaba un tanto.
– Construyó esa máquina… En suma, no es una máquina, porque no tiene
mecanismo alguno, sólo dos espejos, una cortina de terciopelo negro, una caja,
dos lentes, cuatro lámparas, bueno, y por supuesto, Brisingamen… Cuando ella
pronuncia un hechizo, la luz de las dos lámparas cae…
– Dejemos los detalles. ¿Con quién habló?
– Habló con varias personas. Con hechiceros… Yarl, no escuché todo, pero
lo que escuché… Entre ellos son gente miserable. Ninguno quiso ayudar
desinteresadamente… Exigieron dinero… Todos exigieron dinero…
– Lo sé -murmuró Crach-. El banco me informó de las transferencias que
realizó. ¡Buenas perras, pero buenas, me está costando mi juramento! Pero el
dinero es cosa que se consigue. Lo que he dado para Yennefer y Ciri me lo
recuperaré en las provincias nilfgaardianas. Pero sigue hablando, madre
Sigrdrifa.
– A algunos -la sacerdotisa bajó la cabeza-Yennefer simplemente los
chantajeó. Les dio a entender que estaba en posesión de información
comprometedora y que si rehusaban colaborar la revelaría a todo el mundo…
Yarl… Es una mujer inteligente y, en el fondo, buena… Pero no tiene escrúpulo
alguno. No se anda con contemplaciones. Ni tiene piedad.
– Eso lo sé. Sin embargo, no quiero conocer los detalles de los chantajes y
te aconsejo que tú también te olvides cuanto antes de ellos. Es un juego
peligroso. Con ese fuego no deben jugar quienes estén al margen.
– Lo sé, yarl. A ti te debo obediencia… Y creo que tus objetivos justifican
tus medios. Nadie más se enterará por mí de nada. Ni amigo en amistosa
conversación, ni enemigo en las torturas.
– Bien, Modron Sigrdrifa, muy bien… ¿Recuerdas en torno a qué giraban
las preguntas de Yennefer?
– No lo comprendí todo, yarl. Usaban un argot especial que era difícil de
entender… A menudo hablaban de un tal Vilgefortz…
– Cómo podía ser de otro modo. -Crach hizo rechinar los dientes de manera
audible. La sacerdotisa le contempló con una mirada asustada.
– Hablaron también de elfos y de Sabedoras -siguió-. Y de portales
mágicos. Hasta se habló del Abismo de Sedna… Pero, me da la sensación,
generalmente hablaban de torres.
– ¿De torres?
– Sí. De dos. De la Torre de la Gaviota y de la Torre de la Golondrina.
– Lo que me imaginaba -dijo Triss-. Yennefer comenzó por hacerse con el
informe secreto de la comisión Radcliffe, que investigó los asuntos de Thanedd.
No sé qué noticias acerca de ello llegaron aquí, a las Skellige… ¿Has oído hablar
del teleporte de la Torre de la Gaviota? ¿Y de la comisión Radcliffe?
Crach an Craite miró a la hechicera con aire de sospecha.
– Aquí a las islas -frunció el ceño-no nos llega ni la política ni la cultura.
Estamos atrasados.
– La comisión Radcliffe -Triss consideró adecuado no prestar atención ni a
su tono ni a su gesto-investigó detalladamente las huellas de teleportación que
surgían de Thanedd. El portal de Tor Lara, que se encontraba en la isla, mientras
existía impedía en un radio bastante grande toda magia teleportadora. Pero como
seguramente sabes, la Torre de la Gaviota explotó y se deshizo, haciendo posible
la teleportación. La mayor parte de los participantes en los sucesos de Thanedd
salieron de la isla gracias a los portales que se pudieron abrir.
– Ciertamente -sonrió yarl-. Tú, para no ir más lejos, volaste directamente a
Brokilón. Con el brujo a las costillas.
– Vaya. -Triss le miró a los ojos-. No llega la política, no llega la cultura,
pero las habladurías llegan. Dejemos esto por un momento, volvamos a la
comisión Radcliffe. A la comisión le interesaba fijar concretamente quién se
teleportó de Thanedd y adonde. Usaron lo que se denomina sinopse, unos
hechizos capaces de crear la imagen de sucesos del pasado y mostrar las huellas
ocultas de teleportación con las direcciones a las que conducían y en
consecuencia asignar a personas concretas los portales que abrieran. Tuvieron
éxito en casi todos los casos. Excepto en uno. Una de las direcciones de la
teleportación conducía a la nada. Mejor dicho, al mar. Al Abismo de Sedna.
– Alguien -imaginó al punto el yarl-se teleportó a un barco que le esperaba
en el lugar y momento acordados. Lo curioso es sólo que fuera tan lejos… y en
un lugar de tan mala fama. Pero si el hacha cuelga sobre el pescuezo…
– Precisamente. También la comisión pensó lo mismo. Y formuló la
siguiente conclusión: Vilgefortz, habiendo raptado a Ciri y con los caminos de
huida cortados, utilizó una salida de emergencia: se teleportó junto con la
muchacha al Abismo de Sedna, a un barco nilfgaardiano que estaba esperando
allí. Según la comisión, esto aclara el hecho de que Ciri fuera presentada en el
palacio imperial de Loc Grim ya el diez de julio, apenas diez días después de lo
sucedido en Thanedd.
– Bueno, sí. -El yarl entornó los ojos-. Esto aclara muchas cosas. Se
entiende, con la condición de que la comisión no se equivocara.
– Ciertamente. -La hechicera le devolvió la mirada, se permitió hasta una
sonrisa burlona-. En Loc Grim, se entiende, se podría haber presentado a una
doble y no a la verdadera Ciri. Esto puede también aclarar mucho. Sin embargo,
no aclara un hecho todavía que estableció la comisión Radcliffe. Tan extraño que
en la primera versión del informe lo omitieron como algo poco creíble. En la
segunda versión del informe, completamente secreta, se mencionaba ese hecho.
Como hipótesis.
– Hace mucho que soy todo oídos, Triss.
– La hipótesis de la comisión es: el telepuerto de la Torre de la Gaviota
estaba abierto, funcionaba. Alguien lo atravesó y la energía de dicho paso fue tan
fuerte que el telepuerto explotó y fue destruido.
Al cabo de un instante Triss continuó.
– Yennefer se enteró seguramente de ello. De lo que descubrió la comisión
Radcliffe. Lo que se dice en el informe secreto. Existe alguna posibilidad… la
sombra de una posibilidad… de que Ciri pudiera cruzar segura el portal de Tor
Lara, sana y salva. Que escapara de los nilfgaardianos y de Vilgefortz…
– ¿Y dónde está ahora?
– Yo también quisiera saberlo.
Estaba diabólicamente oscuro. La luna, escondida detrás de cúmulos de
nubes, no daba luz. Comparándola, sin embargo, con las noches anteriores,
aquélla era poco ventosa y gracias a ello no tan fría. La canoa apenas se
balanceaba ligeramente en la superficie de un agua arrugada por las pequeñas
olas. Olía a pantano. A vegetación podrida. Y a mucosidades de anguila.
En algún lugar junto a la orilla, un castor golpeó con su cola en el agua, de
tal modo que ambos dieron un respingo. Ciri estuvo segura de que Vysogota
había estado dormitando y el castor le había despertado.
– Sigue hablando -dijo ella, limpiándose la nariz en una parte limpia de las
mangas, todavía no cubierta de las mucosidades de anguila-. No duermas.
¡Cuando te duermes también a mí se me pegan los ojos, todavía se nos va a
llevar la corriente y nos despertamos en el mar! ¡Cuéntame más de esos
telepuertos!
– Al huir de Thanedd -siguió el ermitaño-atravesaste el portal de la Torre de
la Gaviota, Tor Lara. Y Geoffrey Monck, seguramente la mayor autoridad en
cuestiones de teleportaciones, autor de una obra titulada La magia del Antiguo
Pueblo, que es como el opus magnum de los telepuertos élficos, escribe que el
portal de Tor Lara conduce a la Torre de la Golondrina,. Tor Zireael…
– El telepuerto de Thanedd estaba roto -le interrumpió Ciri-. Puede que
antes de que se rompiera llevara a alguna golondrina. Pero ahora lleva al
desierto. Esto se llama «portal caótico». He leído acerca de ello.
– Pues, aunque no te lo creas, yo también -bufó el viejecillo-. Recuerdo
mucho de lo leído. Por eso me asombra tanto tu relato… Algunos de sus
fragmentos. Precisamente los que se refieren a la teleportación…
– ¿Puedes hablar más claro?
– Puedo, Ciri. Puedo. Pero ahora ya es hora de sacar la nasa. Seguro que ya
han entrado anguilas en ella. ¿Lista?
– Lista. -Ciri se escupió en la mano y agarró el bichero. Vysogota tomó la
cuerda que se introducía en el agua.
– Lo sacamos. ¡Uno, dos… tres! ¡Y a la barca! ¡Agárrala, Ciri, agárrala! ¡A
la cesta, antes de que escapen!
Ya era la segunda noche que navegaban con la canoa por los pantanosos
afluentes del río, ponían la nasa y los garlitos para las anguilas, que se dirigían
en masa hacia el mar. Volvieron a la choza bastante después de la medianoche,
llenos de mucosidades de la cabeza a los pies, húmedos y cansados a más no
poder.
Mas no se tumbaron de inmediato a dormir. La pesca destinada al trueque
tenía que ser metida en cajas y asegurarse bien. Si las anguilas encontraban
siquiera la más pequeña fisura, a la mañana siguiente no quedaría ni una.
Después de terminar el trabajo, Vysogota les quitó la piel a dos o tres de las
anguilas más gruesas, las cortó en rodajas, las rebozó en harina y las frió en una
enorme sartén. Luego comieron y hablaron.
– Sabes, Ciri, hay una cosa que no me deja dormir todo el tiempo. No he
olvidado cómo después de que sanaras no pudimos ponernos de acuerdo en la
fecha, y tu herida en la mejilla era el más perfecto calendario. La herida no podía
tener más de diez horas, mientras que tú te empeñabas en que te habían herido
cuatro días antes. Aunque estaba convencido de que se trataba de un simple
error, no pude dejar de pensar en ello, y me hacía todo el tiempo la pregunta de
dónde podían haberse metido los cuatro días perdidos.
– ¿Y qué? ¿Dónde se metieron, según tu opinión?
– No lo sé.
– Estupendo.
El gato dio un largo salto, el ratón clavado a sus uñas gimió bajito. El gato
le mordió el cuello sin apresuramiento, le sacó las tripas y comenzó a comerlas
con ganas. Ciri le miraba indiferente.
– El telepuerto de la Torre de la Gaviota -comenzó otra vez Vysogota-
conduce a la Torre de la Golondrina. Y la Torre de la Golondrina…
El gato devoró todo el ratón, dejando el rabo para postre.
– El telepuerto de Tor Lara -dijo Ciri, dando un gran bostezo-está roto y
conduce al desierto. Te lo he dicho cien veces.
– No se trata de eso, sino de otra cosa. De que hay una conexión entre
ambos telepuertos. El portal de Tor Lara estaba roto, cierto. Pero todavía está el
telepuerto de Tor Zireael. Si consiguieras llegar a la Torre de la Golondrina,
podrías teleportarte de vuelta a la isla de Thanedd. Te encontrarías lejos del
peligro que te acecha, lejos del alcance de tus enemigos.
– ¡Eh! Eso me vendría bien. Hay sin embargo un pequeño escollo. No tengo
ni idea de dónde está la Torre de la Golondrina.
– Pues para eso puede que encuentre un remedio. ¿Sabes, Ciri, lo que le dan
al ser humano los estudios universitarios?
– No. ¿Qué?
– La capacidad de utilizar las fuentes.
– Sabía que lo iba a encontrar -dijo Vysogota con orgullo-. Buscaba,
buscaba y… Su puta madre…
Brazados de pesados libros se le cayeron de los dedos, incunables se
estrellaron contra el suelo de tierra, hojas se escaparon de encuadernaciones
enmohecidas y se repartieron en desorden.
– ¿Qué es lo que has encontrado? -Ciri se arrodilló a su lado, le ayudó a
recoger las páginas caídas.
– ¡La Torre de la Golondrina! -El ermitaño espantó al gato, que se había
aposentado descaradamente sobre una de las hojas-. Tor Zireael. Ayúdame.
– ¡Pero cuidado que está todo polvoriento! ¡Hasta se pega! ¿Vysogota?
¿Qué es esto? ¿Aquí, en este dibujo? ¿Este hombre colgando de un árbol?
– ¿Esto? -Vysogota miró la página suelta-. Una escena con la leyenda de
Hemdall. El héroe Hemdall estuvo colgado durante nueve días y nueve noches
en el Fresno de los Mundos para, a través del sacrificio y el dolor, poseer
sabiduría y fuerza.
– He soñado varias veces con algo así. -Ciri se limpió la frente con la
mano-. Una persona colgada de un árbol…
– El grabado ha caído, eh, de ese libro. Si quieres puedes leerlo luego.
Ahora, sin embargo, es más importante que… Oh, por fin, lo tengo.
Peregrinaciones por sendas y lugares mágicos de Buyvid Backhuysen, un libro
considerado por algunos como un apócrifo…
– O sea, un timo.
– Más o menos. Pero también ha habido quienes han apreciado este libro…
Escucha… Joder, qué oscuridad hay aquí…
– Hay luz de sobra, tú que estás cegato de viejo que eres -dijo Ciri con la
verdadera crueldad que da la juventud-. Dame, yo misma lo leeré. ¿Desde
dónde?
– Aquí -señaló con un dedo huesudo-. Lee en voz alta.
– Vaya una lengua rara con la que escribía este Buyvid. Assengard era un
castillo, si no me equivoco. Pero, ¿cuál es ese país, Cien Lagos? Nunca he oído
hablar de él. ¿Y qué es un trifolium?
– Un trébol. Y cuando termines de leer te contaré también acerca de
Assengard y Cien Lagos.
– Y, oh pechada, apenas hubiera finiquitado el elfo Avallac´h de platicar,
cuando de las aguas lacustres acudieran los tales pájaros, chicos y prietos, los
cuales en el fondo de las honduras todo el invierno habíanse guardado del frío.
Puesto que la golondrina, como es cosa sabida por la gente de ciencia, a la contra
que otras aves no vuela hacia el mediodía y torna a la primavera, sino que,
aferrándose de las patas, en grande grupo caen a lo profundo de las aguas,
transcurren allá toda la estación de las nieves y a lo pronto en la primavera de
bajo las aguas de profundis salen. Es por tanto esta ave no sólo símbolo de
primavera y esperanza, mas y modelo de la limpieza no tocada, puesto que
nunca pósase en la tierra y con la suciedad y el asco terrenales no ha contacto
alguno.
«Tornemos pues al nuestro lago. Diríase que las tales aves con sus alas la
niebla toda aventaron, puesto que tándem sin haberlo esperado elevárase de la
bruma una portentosa torre, necromántica, y nuestros pechos hubieron de lanzar
un suspiro de asombramiento puesto que la tal torre era como si hubiérase
arrancado del rocío, habiendo la niebla como fundamentum y a lo más alto
brillaban luceros, una necromántica aurora borealis. Ciertamente, poderoso
artefacto mágico había de ser aquella torre, fuera de la razón humana.
«Contemplara el elfo Avallac'h nuestra admiración y dijo: «He aquí Tor
Zireael, la Torre de la Golondrina. He aquí la Puerta de los Mundos y el Portón
del Tiempo. Alégrate, humano, que los tus ojos esto vean, puesto que no a todos
ni en todo tiempo les es dado verlo».
«Preguntado pues por nosotros si acaso pudiérase acercar a la tal torre, y de
cerca verla y acaso tocarla propria manu, sonriérase el elfo Avallac'h y dijera:
«Tor Zireael es un sueño, no se toca un sueño. Y bien está», añadiera, «puesto
que la Torre a los Sabedores sirve y aun a unos pocos Elegidos para los que el
Portón del Tiempo son portones de esperanza y resurrección. Mas para los
profanos son puertas a la pesadilla».
«Apenas dijera estas palabras cayeron las nieblas nuevamente y la vista de
aquel prodigio fue vedada a nuestros ojos…
– El país de Cien Lagos -aclaró Vysogota-se llama hoy Mil Trachta. Es una
región lacustre en la parte norte de Metinna, cerca de la frontera con Nazair y
Mag Turga. Buyvid Backhuysen escribe que salieron hacia el lago desde el
norte, desde Assengard… Hoy no existe Assengard, sólo han quedado ruinas, la
ciudad más cercana es Neunreuth. Buyvid contó seiscientas leguas desde
Assengard. Se han venido usando distintos tipos de leguas, pero podemos tomar
la más popular según la cual seiscientas leguas son, redondeando, cincuenta
millas. Al sur de Assengard, que de aquí, de Pereplut, está alejado como unas
trescientas cincuenta millas. Por decirlo de otro modo, de la Torre de la
Golondrina te separan más o menos trescientas millas, Ciri. En tu Kelpa, como
dos semanas de camino. Por supuesto en primavera. No ahora, cuando en uno o
dos días vendrán los hielos.
– De Assengard, por lo que he leído -murmuró Ciri, frunciendo la nariz
pensativa-, no han quedado de aquellos tiempos más que ruinas. Y yo he visto
con mis propios ojos la ciudad élfica de Shaerrawedd en Kaedwen, estuve allí.
Los humanos habían robado y saqueado todo, no habían dejado más que piedras
desnudas. Apuesto a que de tu Torre de la Golondrina tampoco han quedado más
que piedras, y sólo las grandes, por que las pequeñas seguro que las robaron. Y
si para colmo allí había un portal…
– Tor Zireael era mágica. No era visible para todos. Y los telepuertos no son
nunca visibles.
– Cierto -reconoció y se sumió en sus pensamientos-. El de Thanedd no lo
era. Apareció de pronto en la pared desnuda… Y además justo a tiempo, porque
aquel hechicero que me perseguía ya estaba cerca… Ya lo oía venir… Y
entonces, como respondiendo a una llamada, apareció un portal.
– Estoy seguro -dijo Vysogota en voz baja-de que si consiguieras llegar a
Tor Zireael, también se te aparecería aquel telepuerto. Aunque fuera en las
ruinas, entre las piedras desnudas. Estoy seguro de que conseguirías encontrarlo
y activarlo. Y él, estoy seguro, obedecería tus órdenes. Porque yo pienso, Ciri,
que tú eres una elegida.
– Tus cabellos, Triss, son como el fuego a la luz de las velas. Y tus ojos
como lapislázuli. Tus labios como corales…
– Cállate, Crach. ¿Estás borracho o qué? Échame más vino. Y cuéntame.
– ¿Contarte qué?
– ¡No finjas! Acerca de cómo Yennefer decidió navegar hasta el Abismo de
Sedna.
– ¿Cómo te va? Cuenta, Yennefer.
– Primero tú contesta a mi pregunta: ¿quiénes son esas mujeres que
encuentro siempre cuando voy a tu casa? ¿Y que siempre me regalan unas
miradas que normalmente suelen estar reservadas para mirar a una mierda de
gato que yace sobre la alfombra?
– ¿Te interesa el estado formal y jurídico o el fáctico?
– El segundo.
– En ese caso son mis esposas.
– Entiendo. Aclárales entonces, cuando tengas ocasión, que lo pasado,
pasado está.
– Ya lo hice. Pero las mujeres son así. No importa. Cuenta, Yennefer. Me
interesan los avances en tu trabajo.
– Por desgracia -la hechicera se mordió los labios-los progresos son
mínimos. Y el tiempo corre.
– Corre -afirmó el yarl con la cabeza-. Y sigue trayendo nuevas
sensaciones. He recibido noticias desde el continente, seguro que te interesan.
Provienen del corpus de Vissegerd. Sabes, espero, quién es Vissegerd.
– ¿Un general de Cintra?
– Un mariscal. Dirige un cuerpo integrado en el ejército temerio que está
compuesto por emigrantes y voluntarios cintrianos. Sirven en él suficientes
voluntarios de las islas como para tener siempre nuevas de primera mano.
– ¿Y qué tienes?
– Tú llegaste aquí, a Skellige, el diecinueve de agosto, dos días después de
la luna llena. Ese mismo día, es decir, el diecinueve, el corpus de Vissegerd
atrapó durante una batalla a un grupo de fugitivos entre los que estaban Geralt y
ese trovador amigo suyo…
– ¿Jaskier?
– Exacto. Vissegerd los acusó a ambos de espionaje, los detuvo y tenía
intenciones de ajusticiarlos, pero ambos prisioneros huyeron y condujeron contra
Vissegerd a los nilfgaardianos, con los que parece ser que tenían un acuerdo.
– Tonterías.
– También me parece. Pero me ronda por la cabeza que el brujo, pese a lo
que tú piensas, realiza algún plan inteligente. Queriendo salvar a Ciri, se gana la
merced de Nilfgaard…
– Ciri no está en Nilfgaard. Y Geralt no realiza plan alguno. La
planificación no es su mayor cualidad. Dejémoslo. Lo importante es que estamos
ya a veintiséis de agosto y yo todavía sé muy poco. Demasiado poco para
emprender nada… A menos que…
Se calló, mirando por la ventana, jugueteando con la estrella de obsidiana
cosida en terciopelo negro.
– ¿A menos que? -Crach an Craite no resistió.
– En vez de burlarnos de Geralt, probemos sus métodos.
– No entiendo.
– Se puede intentar el sacrificio, yarl. Al parecer, la disposición al sacrificio
otorga réditos, produce consecuencias beneficiosas… Aunque sea en la forma
del favor de una diosa. Que ama y valora el sacrificio y el sufrimiento por una
causa.
– Sigo sin entender. -Él frunció el ceño-. Pero no me gusta lo que dices,
Yennefer.
– Lo sé. A mí tampoco. Pero ya he ido demasiado lejos… El tigre puede ya
escuchar los balidos del cabritillo…
– Esto es lo que me temía -susurró Triss-. Precisamente esto me temía. -Lo
que quiere decir que entonces entendí bien. -Los huesos de las mandíbulas de
Crach an Craite chasquearon con fuerza-. Yennefer sabía que alguien escuchaba
las conversaciones que llevaba a cabo con ayuda de aquella máquina infernal. O
que alguno de los interlocutores la traicionaría vilmente…
– O lo uno y lo otro.
– Lo sabía. -Crach hizo chirriar los dientes-. Pero seguía haciendo lo que le
daba la gana. ¿Porque tenía que hacer de cebo? ¿Ella misma iba a ser el cebo?
¿Fingía que sabía más de lo que sabía para provocar al enemigo? Y navegó hasta
el Abismo de Sedna…
– Lanzando un reto. Provocando. Muy arriesgado, Crach.
– Lo sé. No quería poner en peligro a ninguno de nosotros… Excepto a los
voluntarios. Por eso pidió dos drakkars.
– Tengo para ti los dos drakkars que has pedido. Alción y Tamara. Y la
tripulación, se supone. El Alción lo dirigirá Guthlaf, hijo de Sven, pidió ese
honor, le has gustado, Yennefer. El Támara lo capitaneará Asa Thjazi, capitán,
en el que tengo la más absoluta confianza. Ah, casi lo olvido. En la tripulación
del Tamara también irá mi hijo, Hjalmar Bocatorcida.
– ¿Tu hijo? ¿Cuantos años tiene?
– Diecinueve.
– Pronto empezaste.
– Le dijo la sartén al cazo. Hjalmar pidió ser añadido a la tripulación por
motivos personales. No le pude rechazar.
– ¿Por motivos personales?
– ¿De verdad no conoces esa historia?
– No. Dime.
Crach an Craite bajó el cuerno, sonrió al recordar.
– A los niños de Ard Skellig -comenzó-les encanta patinar en el invierno, se
mueren esperando que lleguen los hielos. Se lanzan al hielo los primeros, apenas
se congela el lago, sobre una superficie tan fina que no soportaría a los adultos.
Por supuesto la mejor diversión son las persecuciones. Echar a correr y correr
cuanto dan las fuerzas de una punta del lago a otra. Los niños compiten en lo que
se llama el «salto del salmón». Se trata de saltar con los patines por encima de
las rocas cercanas a la orilla, que surgen del hielo como los dientes de un
tiburón. Del mismo modo que un salmón cuando se lanza por encima del borde
de los saltos de agua. Se elige una fila de piedras adecuada, se toma impulso…
Ja, yo mismo lo hice cuando era un mocoso…
Crach an Craite se quedo pensativo, sonrió levemente.
– Por supuesto -continuó-, estas competiciones las gana y luego alardea de
ello como un pavo aquél que salta la fila de rocas más larga. En su momento,
Yennefer, este honor recayó a menudo en este tu humilde sirviente y presente
interlocutor, je, je. En la época que nos interesa más, el campeón solía ser mi
hijo Hjalmar. Saltaba por encima de tales piedras que ninguno de los muchachos
se atrevía a saltar. E iba con la nariz alta, retando a todos para que intentaran
vencerlo. Y se aceptó aquel reto. Ciri, hija de Pavetta de Cintra. Ni siquiera era
una isleña, aunque se consideraba a sí misma como una, puesto que pasaba más
tiempo aquí que en Cintra.
– ¿incluso después del accidente de Pavetta? Pensaba que Calanthe le había
prohibido venir aquí.
– ¿Sabes eso? -La miró con aire de sospecha-. Vaya, Yennefer, sabes
mucho. Mucho. La ira y la prohibición de Calanthe no duraron más que medio
año, luego Ciri comenzó a pasar aquí los veranos y los inviernos… Patinaba
como un diablo, pero, ¿saltar al «salmón» en competición con los chavales? ¿Y
retar a Hjalmar? ¡A nadie le cabía en la cabeza!
– Y saltó -adivinó la hechicera.
– Saltó. Saltó ese medio diablo cintriano. Una verdadera Leoncilla de la
sangre de la Leona. Y Hjalmar, para que no se burlaran de él, tuvo que arriesgar
un salto sobre una fila de piedras todavía más larga. Se arriesgó. Se rompió una
pierna, una mano, cuatro costillas y se destrozó la cara. Le quedarán cicatrices
hasta el final de su vida. ¡Hjalmar Bocatorcida! ¡Y su famosa prometida! ¡Je, je!
– ¿Prometida?
– ¿No sabías eso? ¿Tanto sabes y eso no? Ella fue a verle cuando guardaba
cama y se estaba curando después del famoso salto. Le leía, le contaba cosas, le
sujetaba de la mano… Y cuando alguien entraba en la habitación se ponían rojos
como dos amapolas. Bueno, y por fin, Hjalmar me comunicó que se habían
prometido. Por poco no me da algo. ¡Ya te daré yo a ti, mocoso, prometimientos,
le dije, pero con un látigo! Y me embargó un poco el miedo, porque pensaba que
la sangre de la Leoncilla es sangre caliente, que ella es de aquí te pillo aquí te
mato, que es una temeraria, por no decir una pequeña locuela… Por suerte
Hjalmar estaba completamente vendado y en tablillas, así que no podían haber
hecho tonterías…
– ¿Cuántos años tenían entonces?
– Él quince, ella casi doce.
– Creo que exagerabas un poco con esos temores.
– Puede que un poco. Pero al menos Calanthe, a la que tuve que contárselo
todo, no lo menospreció. Sé que tenían planes de matrimonio para Ciri, creo que
se trataba del joven Tancredo Thyssen, de Kovir, o puede que Radowid de
Redania, no estoy seguro. Pero los rumores podían dañar los proyectos de
matrimonio, incluso rumores de inocentes besos o caricias medio inocentes.
Calanthe, sin un instante de vacilación, se llevó a Ciri a Cintra. La muchacha se
enfadó, gritó, lloró, pero no sirvió de nada. Con la Leona de Cintra no había
discusión. Luego, Hjalmar estuvo dos días de cara a la pared y no habló con
nadie. Apenas sanó, quiso robar un esquife y navegar solo hasta Cintra. Le di
con el cinto y se le pasó. Y luego…
Crach an Craite calló, se quedó pensativo.
– Luego llegó el verano, luego el otoño y ya toda el poderío nilfgaardiano
se lanzó contra Cintra, desde la pared sur, junto a las Escaleras de Marnadal. Y
Hjalmar encontró otra ocasión para mostrar su hombría. En Marnadal, en Cintra,
luego en Sodden, se enfrentó valientemente contra los Negros. Luego también,
cuando los drakkars fueron a las costas nilfgaardianas,
Hjalmar vengó con la espada en la mano a su casi prometida, de la que
entonces se pensaba que ya no vivía. Yo no lo creía porque no habían sucedido
los fenómenos de los que te había hablado… Bueno, y ahora, cuando Hjalmar se
enteró de la posibilidad de una expedición de rescate, se ofreció como
voluntario.
– Gracias por esta historia, Crach. He descansado al oírte. Me he olvidado
de mis… pesadumbres.
– ¿Cuándo te vas, Yennefer?
– En los próximos días. Puede que incluso mañana. Sólo me queda por
hacer una última telecomunicación.
Los ojos de Crach an Craite eran como ojos de azor. Se clavaban
profundamente, hasta el fondo.
– ¿No sabes por casualidad con quién habló Yennefer por ultima vez antes
de desmontar la máquina infernal? ¿La noche del veintisiete al veintiocho de
agosto? ¿Con quién? ¿Y de qué?
Triss cubrió los ojos con sus pestañas.
El rayo de luz desviado por el brillante revivió con un resplandor la
superficie del espejo. Yennefer extendió las dos manos, gritó un hechizo. El
reflejo cegador se convirtió en una niebla retorcida, de la niebla comenzó a
surgir enseguida una imagen. La imagen de una habitación de paredes cubiertas
con unos tapices multicolores.
Un movimiento en la ventana. Y una voz inquieta.
– ¿Quién? ¿Quién está allí?
– Soy yo, Triss.
– ¿Yennefer? ¿Eres tú? ¡Dioses! ¿De dónde… dónde estás?
– No importa dónde esté. No bloquees porque la imagen titila. Y quita la
lamparilla porque me ciega.
– Ya. Por supuesto.
Aunque era muy tarde, Triss Merigold no estaba ni en negligé ni en roba de
trabajo. Llevaba un vestido de calle. Como de costumbre, abrochado muy alto
junto al cuello.
– ¿Podemos hablar libremente?
– Por supuesto.
– ¿Estás sola?
– Sí.
– Mientes.
– Yennefer…
– No me engañas, mocosa. Conozco ese gesto, estoy harta de verlo. Hacías
lo mismo cuando comenzaste a dormir con Geralt a mis espaldas. Entonces
también te ponías la misma máscara de pollito inocente que veo ahora en tu
rostro. ¡Y ahora significa lo mismo que entonces!
Triss enrojeció. Y junto a ella apareció en la ventana Filippa Eilhart, vestida
con un jubón granate de hombre con bordados de plata.
– Bravo -dijo-. Astuta, como siempre, como siempre penetrante. Estoy
contenta de verte sana y salva, Yennefer. Estoy contenta de ver que la loca
teleportación desde Montecalvo no terminó en una tragedia.
– Pongamos que de verdad te alegras. -Yennefer torció el gesto-. Aunque se
trata de una suposición bastante atrevida. Pero dejémoslo. ¿Quién me traicionó?
– ¿Acaso importa? -Filippa se encogió de hombros-. Ya hace cuatro días
que contactas con traidores. Con aquéllos para los que la traición y la venalidad
son su segunda naturaleza. Y con aquéllos a los que tú misma empujaste a la
traición. Uno de ellos te traicionó. El orden natural de las cosas. No me digas
que no lo esperabas.
– Por supuesto que me lo esperaba -bufó Yennefer-. La mejor prueba es que
contacto con vosotras. No tendría por qué hacerlo.
– No tendrías. Eso quiere decir que quieres algo.
– Bravo. Astuta, como siempre, como siempre penetrante. Contacto con
vosotras para aseguraros que el secreto de vuestra logia está a salvo conmigo. No
os traicionaré.
Filippa la miró a través de sus pestañas.
– Si contabas -dijo por fin-con que esta declaración te iba a servir para
comprarte tiempo, tranquilidad y seguridad, te equivocas. No nos engañemos,
Yennefer. Al huir de Montecalvo realizaste una elección, te declaraste por un
lado de la barricada. Quien no está en la logia está contra ella. Ahora intentas
adelantarte a nosotras en la tarea de encontrar a Ciri y los motivos que te mueven
a ello son precisamente los contrarios a los nuestros. Actúas contra nosotras. No
quieres permitir que utilicemos a Ciri para nuestros objetivos políticos. Así que
nosotras haremos todo lo posible para que no consigas utilizar a la muchacha
para los tuyos, sentimentales.
– ¿Así que guerra?
– Competencia -sonrió Filippa venenosamente-. Sólo competencia,
Yennefer.
– ¿Leal y honorable?
– Estás bromeando.
– Por supuesto. Sin embargo, al menos hay cierto asunto que querría dejar
claro honestamente.
– Dilo.
– En los próximos días, puede que mañana, sucederán unos acontecimientos
cuyas consecuencias no estoy en estado de prever. Puede ser que nuestra
competencia deje de tener importancia de pronto. Por una causa muy simple.
Que no haya competidora.
Filippa Eilhart entornó sus ojos, matizados por una sombra celeste.
– Entiendo.
– Conseguid entonces que recupere después de mi muerte mi reputación y
mi buen nombre. Para que no me consideren más como una traidora y aliada de
Vilgefortz. Pido esto a la logia. Te lo pido a ti personalmente.
Filippa calló un instante.
– Rechazo la petición -dijo por fin-. Lo siento, pero tu rehabilitación no está
dentro de los intereses de la logia. Si mueres, mueres como una traidora. Serás
una traidora y una criminal para Ciri, porque entonces será más fácil manipular a
la muchacha.
– Antes de que emprendas algo que amenace muerte -habló de pronto Triss-
, déjanos…
– ¿Un testamento?
– Algo que nos permita… continuar… seguir tus huellas. Encontrar a Ciri.
¡Se trata de su bienestar! ¡De su vida! Yennefer, Dijkstra encontró… ciertas
huellas. Si Vilgefortz tiene a Ciri, a la muchacha le amenaza una muerte horrible.
– Calla, Triss -ladró brusca Filippa Eilhart-. Aquí no habrá mercadeo ni
regateos.
– Os dejaré indicaciones -dijo Yennefer lentamente-. Os dejaré
informaciones de lo que me enteré y de lo que voy a emprender. Os dejaré
huellas que podréis seguir. Pero no gratis. No queréis rehabilitarme a ojos del
mundo, pues al diablo con vuestro mundo. Pero rehabilitadme siquiera a ojos de
un brujo.
– No -respondió casi de inmediato Filippa-. Esto tampoco entra dentro de
los intereses de la logia. También para tu brujo seguirás siendo una hechicera
traidora y nefanda. No entra dentro de los intereses de la logia el que alborotara,
buscando venganza, y si te desprecia, no va a querer vengarte. Al fin y al cabo,
creo que ya está muerto. O lo estará un día de éstos.
– Informaciones -habló Yennefer con voz sorda-por su vida. Sálvalo,
Filippa.
– No, Yennefer.
– Porque no entra dentro de los intereses de la logia. -En los ojos de la
hechicera ardió un fuego violeta-. ¿Lo has oído, Triss? Ésta es tu logia. Éste es
su verdadero rostro, éstos sus verdaderos intereses. ¿Y qué dices a ello? Eras la
tutora de la muchacha, casi, como tú misma dijiste, su hermana mayor. Y
Geralt…
– No tomes a Triss por la fibra romántica, Yennefer. -Filippa se tomó la
revancha con el fuego de sus ojos-. Encontraremos y rescataremos a la
muchacha sin tu ayuda. Y si tú tuvieras éxito, entonces gracias mil, nos la
proporcionarás, nos ahorrarás fatigas. Tu arrancas a la muchacha de manos de
Vilgefortz, nosotros de las tuyas. ¿Y Geralt? ¿Quién es Geralt?
– ¿Has oído, Triss?
– Perdóname -dijo sordamente Triss Merigold-. Perdóname, Yennefer.
– Oh, no, Triss. Nunca.
Triss miraba al suelo. Los ojos de Crach an Craite eran como ojos de azor.
– Al día siguiente de esta última comunicación secreta -dijo despacio
el yarl de Skellige-, de ésa de la que tú, Triss Merigold, no sabes nada,
Yennefer se fue de Skellige, poniendo curso al Abismo de Sedna. Al
preguntarle por qué se dirigía precisamente hacia allí, me miró a los ojos y
respondió que tenía intenciones de comprobar en qué se diferencian las
catástrofes naturales de las innaturales. Se fue con dos drakkars, el Támara y el
Alción, con una tripulación compuesta exclusivamente de voluntarios. Esto fue
el veintiocho de agosto, hace dos semanas. No la volví a ver…
– ¿Cuándo te enteraste…?
– Cinco días después. -La interrumpió bastante poco ceremoniosamente-.
Tres días después de la nueva de septiembre.
El capitán Asa Thjazi, sentado delante del yarl, estaba intranquilo. Se lamía
los labios, se removía en el banco, retorcía los dedos de tal forma que hasta
saltaban los pulgares.
El sol rojo, que había logrado salir por fin de entre las nubes que cubrían el
cielo, iba bajando poco a poco hacia Spikeroog.
– Habla, Asa -le ordenó Crach an Craite.
Asa Thjazi tosió con fuerza.
– Avanzamos muy deprisa -siguió-. El viento nos era favorable, hacíamos
mas de doce nudos. Entonces, ya el veintinueve, vimos por la noche la luz del
faro de Peixe de Mar. Doblamos un poco hacia el oeste, para no toparnos con
algún nilfgaardiano… Y un día antes de la nueva de septiembre, al alba,
entramos en la zona del Abismo de Sedna. Entonces, la hechicera nos llamó a mí
y a Guthlaf…
– Necesito voluntarios -dijo Yennefer-. Sólo voluntarios. Ni uno más de los
que sean necesarios para manejar el drakkar por un corto período de tiempo. No
sé cuántos hacen falta, no sé nada de esto. Pero pido que no se deje en el Alción
ni siquiera a una persona más por encima de la cifra estrictamente necesaria. Y
repito: sólo voluntarios. Lo que pretendo hacer… es muy arriesgado. Más que
una batalla naval.
– Comprendo. -El viejo senescal afirmó con la cabeza-. Y me presento
como primero. Yo, Guthlaf, hijo de Sven, pido este honor.
Yennefer le miró largo rato a los ojos.
– Está bien -dijo-. El honor es mío.
– Yo también me presenté -dijo Asa Thjazi-, pero Guthlaf no accedió.
Alguien, dijo, tiene que llevar el mando del Támara. Como resultado, se
presentaron quince. Entre ellos Hjalmar, yarl. Crach an Craite alzó las cejas.
– ¿Cuántos hacen falta, Guthlaf? -repitió la hechicera-. ¿Cuántos sobran?
Por favor, cuéntalo con precisión.
El senescal guardó silencio algún tiempo, calculó.
– Con ocho basta -dijo por fin-. Si no es mucho tiempo… Pero al fin y al
cabo aquí todos son voluntarios, así que no hay ninguna necesidad…
– Selecciona a ocho de entre esos quince -le interrumpió con brusquedad-
Elígelos tú mismo. Y ordena a los elegidos que pasen al Alción. El resto se queda
en el Tamara. Ah, uno de los que se queda lo selecciono yo. ¡Hjalmar!
– ¡No, señora! ¡No podéis hacerme esto! ¡Me presenté y estaré a vuestro
lado! Quiero estar…
– ¡Calla! ¡Te quedas en el Tamara! ¡Es una orden! ¡Una palabra más y hago
que te aten al mástil!
– Sigue, Asa.
– La maga, Guthlaf y los mencionados ocho voluntarios subieron al. Alción
y navegaron hacia el Abismo. Nosotros, con el Tamara, nos mantuvimos a un
lado siguiendo las órdenes, pero de modo que no nos alejáramos. Con el tiempo,
que hasta entonces nos había sido favorable, alguna diablura comenzó a pasar al
pronto. Sí, bien digo, diablura, porque alguna fuerza impura era, yarl… Que me
pasen por la quilla si miento…
– Sigue.
– Allá donde nosotros estábamos, el Tamara, se entiende, estaba tranquilo.
Aunque soplaba algo el aire y el cielo se puso negro de las nubes, hasta que casi
parecía que el día se tornaba noche. Mas allá donde estaba el Alción, se había
abierto el mismo infierno. Un verdadero infierno…
La vela del Alción se agitó de pronto con tanta fuerza que escucharon sus
estampidos pese a la distancia que los separaba del drakkar. El cielo se
ennegreció, las nubes se agruparon. El mar, que alrededor del Tamara parecía
totalmente tranquilo, se enfureció y bullía espumeante junto a la borda del
Alción. Alguien gritó de pronto, otro le siguió y al poco gritaban todos.
Bajo una masa de negras nubes que se aposentaban sobre él, el Alción
bailaba entre las olas como un corcho, girando, virando y saltando, golpeando en
ellas bien con la proa, bien con la popa. A veces el drakkar desaparecía de la
vista casi por completo. A veces no se veía más que la vela de bandas de colores.
– ¡Esto son hechizos! -gritó alguien a espaldas de Asa-. ¡Es magia
diabólica!
Un remolino hacía girar al Alción cada vez más deprisa y más deprisa. Los
escudos, arrancados por la fuerza centrífuga de las bordas del drakkar, volaban
por el aire como discos, revoloteaban a izquierda y derecha los destrozados
remos.
– ¡Arrizar la vela! -gritó Asa Thjazi-. ¡Y a los remos! ¡Vamos allá! ¡Hay
que salvarlos!
Era ya, sin embargo, demasiado tarde.
El cielo sobre el Alción se había puesto negro, la oscuridad estalló de pronto
en el zigzag de los relámpagos que rodearon el drakkar como los tentáculos de
una medusa. Las nubes agrupadas en formas fantásticas se retorcían en un
embudo monstruoso. El drakkar giraba en círculo con una increíble velocidad. El
mástil se quebró como una cerilla, la vela destrozada salió disparada por encima
de la cubierta como un gigantesco albatros.
– ¡A los remos, por mi fe!
Por encima de sus propios gritos, por encima del bramido de los elementos
que lo amortiguaban todo, escuchaban sin embargo los gritos de la gente del
Alción. Gritos tan increíbles que los pelos se ponían de punta. A ellos, viejos
lobos de mar, sangrientos berserkers, marineros que habían visto y escuchado
mucho.
Soltaron los remos, conscientes de su impotencia. Quedaron estupefactos,
hasta dejaron de gritar.
El Alción, todavía girando, se comenzó a elevar lentamente por encima de
las olas. Y subía cada vez más alto y más alto. Vieron el agua que se escurría, la
quilla cubierta de moluscos y algas. Vieron luego una forma negra, una silueta
que caía al agua. Luego una segunda. Y una tercera.
– ¡Están saltando! -bramó Asa Thjazi-. ¡A remar, muchachos, sin parar!
¡Con todas las fuerzas! ¡Vamos a ayudarlos!
El Alción estaba ya a más de cien codos de la superficie marina, que bullía
como una olla. Seguía girando, enorme, el timón rezumando agua, rodeado por
una ígnea tela de araña de relámpagos, atraído por una fuerza invisible hacia las
nubes.
De pronto, una explosión que taladraba los oídos quebró el aire. Aunque
empujado hacia delante por la fuerza de quince pares de remos, el Támara
retrocedió de pronto y voló hacia atrás. A Thjazi le desapareció el suelo bajo sus
pies. Cayó, se golpeó en la frente con la borda.
No se pudo levantar por sí mismo, tuvieron que alzarlo. Estaba aturdido,
agitaba y movía la cabeza, se tambaleaba, balbuceaba sin sentido. Escuchaba los
gritos de su tripulación como desde detrás de una pared. Se acercó a la borda,
agarrándose como un borracho, clavó los dedos en el reling.
El viento enmudeció, las olas se calmaron. Pero el cielo todavía seguía
negro de a causa de los cúmulos de nubes.
Del Alción no quedaban ni las huellas.
– Ni huellas quedaron, yarl. Oh, algún pedacillo, algunos trapos… Pero no
más.
Asa Thjazi interrumpió la narración, miraba al sol, que desaparecía por
detrás de la cumbre boscosa de Spikeroog. Crach an Craite, pensativo, no le
apremió.
– No se sabe -siguió por fin Asa Thjazi-cuántos consiguieron saltar antes de
que aquella diabólica nube se tragara al Alción. Pero de los que no saltaron,
ninguno sobrevivió. Y nosotros, aunque no ahorramos tiempo ni esfuerzo, no
conseguimos más que pescar dos cadáveres. Dos cuerpos, llevados por el agua.
Sólo dos.
– ¿La hechicera -preguntó el yarl con un tono de voz levemente distinto-no
estaba entre ellos?
– No.
Crach an Craite guardó silencio largo tiempo. El sol se ocultó por completo
detrás de Spikeroog.
– Desapareció el viejo Guthlaf, hijo de Sven -habló de nuevo Asa Thjazi-.
Seguro que hasta el último hueso lo han devorado ya los cangrejos del fondo del
Sedna… Desapareció completamente la maga… Yarl, la gente comienza a
decir… que todo esto es por su culpa… El castigo por su crimen…
– ¡Tontas habladurías!
– Murió -murmuró Asa-en el Abismo de Sedna. En el mismo sitio que
entonces Pavetta y Duny… Una coincidencia…
– No fue una coincidencia -dijo convencido Crach an Craite-. Ni entonces
ni ahora; con toda seguridad, no fue una coincidencia.
Capítulo décimo
Es esencial que el infortunado sufra; su humillación y sus dolores figuran
entre las leyes de la naturaleza y su existencia es útil al plan general, tanto
como la prosperidad de quien lo aplasta. Ésta es la verdad que debe sofocar el
remordimiento tanto en el alma del tirano como en la del malhechor. Que no se
coarte, que se entregue ciegamente a cuantas maldades se le ocurran: la voz de
la naturaleza sólo le sugiere esta idea, el único modo posible con que ella nos
convierte en agentes de sus leyes. Cuando sus inspiraciones secretas nos
predisponen al mal, es porque el mal le es necesario.
Donatien Alphonse Francois de Sade
El estampido y el chirrido de las puertas primero abiertas y luego cerradas
de la celda despertaron a la más joven de las hermanas Scarra. La mayor estaba
sentada a la mesa, ocupada en rascar unas gachas pegadas al fondo de una
escudilla de estaño.
– ¿Y cómo te ha ido en el juicio, Kenna?
Joanna Selborne, llamada Kenna, no dijo nada. Se sentó en el camastro,
apoyó los codos en las rodillas y la frente en las manos.
Scarra la Joven bostezó, eructo y se peyó ruidosamente. LeCoq, acurrucado
en el camastro de enfrente, murmuró algo ininteligible y volvió la cabeza. Estaba
enfadado con Kenna, con las hermanas y con todo el mundo.
En las prisiones normales todavía se dividía tradicionalmente a los
arrestados según su sexo. En las ciudadelas militares era distinto. Ya el
emperador Fergus var Emreis, confirmando en un decreto la igualdad de
derechos de las mujeres en el ejército imperial, ordenó que, si emancipación,
pues emancipación, la igualdad debía ser igual en todos lados y en todos los
aspectos, sin ninguna excepción, ni especiales privilegios para ninguno de los
sexos. Desde aquel momento, en las fortalezas y ciudadelas los prisioneros
cumplían su condena en celdas coeducacionales.
– ¿Y qué entonces? -repitió Scarra la Mayor-. ¿Te sueltan?
– ¡Seguro! -dijo Kenna con amargura, todavía con la cabeza apoyada en las
manos-. Antoavía voy a tener suerte si no me cuelgan. ¡Joder! He declarado toda
la verdad, sin ocultar ni miaja, bueno, casi nada, se entiende. Y ese hijoputa
comenzó a machacarme, hízome primero quedar como una tonta ante todos,
luego arresultó que soy persona sin credibilidad y elemento criminal y al
mismito final va y me sale con participación en conspiración dirigida a derrocar.
– Derrocar. -Scarra la Mayor, haciendo como si lo entendiera, meneó la
cabeza-. Aah, si se trata de derrocar… La has cagao, Kenna.
– Como si no lo supiera.
Scarra la Joven se estiró, bostezó de nuevo, con la boca más abierta y
haciendo más ruido que un leopardo, saltó del camastro de arriba, de una
enérgica patada quitó de en medio el estorbo del taburete de LeCoq, escupió al
suelo junto al taburete. LeCoq gruñó, pero no se atrevió a más.
LeCoq estaba mortalmente enfadado con Kenna. Y tenía miedo de las
hermanas.
Cuando hacía tres días le instalaron a Kenna en la celda, pronto resultó que
LeCoq tenía sus propias ideas en lo tocante a la emancipación y la igualdad de la
mujer. En mitad de la noche le echó a Kenna una manta sobre la parte superior
del cuerpo con intenciones de servirse de la parte inferior, lo que seguramente
hubiera conseguido si no hubiera sido por el hecho de que dio con una empática.
Kenna se le metió en el cerebro de tal forma que LeCoq aulló como un lobisome
y se arrastró por la celda como si le hubiera picado una tarántula. Kenna, por su
parte y por pura venganza, le obligó telepáticamente a ponerse a cuatro patas y a
golpear con la cabeza en la puerta cubierta de chapa de la celda. Cuando,
alarmados por el terrible ruido, los guardianes abrieron la puerta, LeCoq le dio
un embate a uno de ellos, por lo que recibió cinco golpes de palo y otros tantos
puntapiés. Recapitulando, LeCoq no saboreó aquella noche los placeres con los
que contaba. Y se enfadó con Kenna. Ni siquiera se atrevió a pensar en la
revancha, porque al día siguiente les pusieron en la celda a las hermanas Scarra.
De modo que el bello sexo estaba en mayoría y, para colmo pronto se vio que las
opiniones de las hermanas acerca de la igualdad eran parecidas a las de LeCoq,
sólo que completamente al revés en lo que se refería a los roles adjudicados a los
sexos. Scarra la Joven miraba al hombre con ojos de rapaz y emitía comentarios
inequívocos, mientras que la Mayor se carcajeaba y se frotaba las manos. El
efecto fue que LeCoq dormía con su taburete, con el cual, en caso necesario,
preveía defender su honor. Pero escasas eran sus posibilidades y perspectivas:
ambas Scarra habían servido en el ejército de línea y eran veteranas de muchas
batallas, no se rendirían ante un taburete; si querían violar, violaban, incluso si el
hombre estaba armado con un hacha. Kenna, sin embargo, estaba segura de que
las hermanas sólo bromeaban. Bueno, casi segura.
Las hermanas Scarra estaban en la trena por haber pegado a un oficial,
mientras que en el asunto del guardamangier LeCoq había una investigación
relacionada con un chanchullo de robo de botín de guerra que era ya grande y
famoso y que iba alcanzando cada vez círculos más altos.
– La has cagao, Kenna -repitió Scarra la Mayor-. Entonces te has metió en
una buena maraña. O más bien te han metió. ¡Y por el diablo diablero, que no te
anteraras a tiempo que andabas embrollá en un pastel político!
– Bah.
Scarra la miró sin saber muy bien cómo había de entender la afirmación
monosilábica. Kenna evitó su mirada.
No os voy a contar a vosotras lo que silenciara ante los jueces, pensó. El
que sabía en qué juego me estaba metiendo. Ni eso, ni la forma en que me
enterara.
– Mordiste más de lo que podías tragar -afirmó sabia la más joven de las
Scarra, la menos desarrollada, la que (Kenna estaba segura) no había entendido
ni jota de lo que se trataba.
– ¿Y qué pasó con la princesa ésa de Cintra? -no se resignó Scarra la
Mayor-. Al cabo la echastis mano, ¿no?
– La echamos mano. Si se puede decir así. ¿Qué día es hoy?
– El ventidós de septiembre. Mañana es el equinoccio.
– Ja. Ved cuán raro es el decurso del azar. Entonces mañana se cumplirá el
año desde aquellos hechos… Un año ya…
Kenna se tumbó en el camastro, con las manos unidas detrás del cuello. Las
hermanas callaban, con la esperanza de que aquello fuera la introducción para
una historia.
Nada de eso, hermanillas, pensó Kenna, mirando las guarrerías escritas y
las todavía mayores guarrerías dibujadas en la tabla del camastro de arriba. No
habrá ninguna historia. Ni siquiera es porque ese apestoso LeCoq me apesta a mí
a chota de mierda o a otro testigo de la corona. Simplemente no quiero hablar de
ello. No quiero recordarlo.
Lo que pasó hace un año… después de que Bonhart se nos escapara en
Claremont.
Llegamos allí dos días demasiado tarde, recordó, el rastro ya se había
enfriado. Nadie sabía adonde había ido el cazador de recompensas. Nadie,
excepto el mercader Houvenaghel, se entiende. Pero Houvenaghel no quiso
hablar con Skellen, ni siquiera le dejó entrar en su casa. Le transmitió mediante
el servicio que no tenía tiempo y no concedía audiencia. Antillo se enrabietó y se
inflamó, pero, ¿qué iba a hacer? Aquello era Ebbing, no tenía allí jurisdicción. Y
de otro -nuestro-modo no se podía agarrar a Houvenaghel, porque él tenía en
Claremont un ejército privado y no se podía empezar una guerra…
Bóreas Mun rastreó, Dacre Silifant y Ola Harsheim intentaron el soborno,
Til Echrade, la magia élfica, yo sentí y leí pensamientos, pero no sirvió de
mucho. Nos enteramos solamente de que Bonhart se fue de la ciudad por la
puerta del sur. Y de que antes de que se fuera…
En Claremont había un santuario pequeñito, de madera de alerce… Junto a
la puerta del sur, frente a una placita con mercado. Antes de irse de Claremont,
Bonhart, en aquella plaza, delante del santuario, torturó a Falka con un látigo.
Ante los ojos de todos, incluyendo de los sacerdotes del santuario. Gritó que le
demostraría quién era su señor y amo. Que esto se lo enseñaría con un palo,
como quisiera, y si lo quisiera, la golpearía hasta la muerte, porque nadie tomaría
parte por ella, nadie la ayudaría, ni los hombres ni los dioses.
Scarra la Joven miraba por la ventana, colgaba agarrada a las rejas. La
Mayor comía gachas de la escudilla. LeCoq tomó el taburete, se tumbó y se
cubrió con la manta.
Se escuchó la campana del cuerpo de guardia, los centinelas se gritaron en
la muralla.
Kenna se dio la vuelta, el rostro hacia la pared.
Algunos días después, nos encontramos, pensó. Yo y Bonhart. Cara a cara.
Miré a sus inhumanos ojos de pez: sólo pensaba en una cosa, en cómo golpear a
esa muchacha. Y le eché un vistazo a sus pensamientos… Sólo por un momento.
Y fue como meter la cabeza en un tumba abierta…
Esto sucedió en el equinoccio.
Y el día anterior, el veintidós de septiembre, me di cuenta de que se había
metido entre nosotros un invisiblero.
Stefan Skellen, coronel imperial, escuchaba sin interrumpir. Pero Kenna vio
cómo se le transformaba el rostro.
– Repite, Selborne -pronunció arrastrando las sílabas-. Repite porque no
creo a mis propios oídos.
– Cuidado, señor coronel -murmuró-. Haced como que os enfadáis… Como
si yo petición alguna tuviera y vos no quisierais permitirla… En apariencia, se
entiende. Yo no me equivoco, segura estoy. Dos días ha que un invisiblero nos
ronda. Un espía invisible.
Antillo, había que reconocérselo, era listo; lo pilló al vuelo.
– No, Selborne, no lo concedo -dijo en voz alta, pero evitando
exageraciones actorales tanto en el tono como en los gestos-. La disciplina ata a
todos. No hay excepciones. ¡No concedo mi permiso!
– Pídoos al menos que escucharéis, señor coronel. -Kenna no tenía el
talento de Antillo, no escapaba a la artificialidad, pero en la escena que estaban
interpretando cierta artificialidad y confusión habrían sido aceptables-. Pídoos al
menos escuchar…
– Habla, Selborne. ¡Pero corto y conciso!
– Nos espía desde hace dos días -murmuró, fingiendo que explicaba sus
razones con humildad-. Desde Claremont. Ha de ir secretamente tras nos, se
acerca en los vivaques, invisible, andurrea entre la gente, escucha.
– Escucha, el puto espía. -Skellen no tenía que fingir enfado ni severidad,
su voz vibraba de rabia-. ¿Cómo lo descubriste?
– Cuando antenoche dierais junto a la posada las órdenes al señor Silifant,
un gato que al punto andaba durmiendo en un poyo siseó y puso las orejas. Raro
se me hiciera aquello, puesto que no había nadie en aqueste lado… Y luego sentí
algo, como un pensamiento, ajena voluntad. Cuando alredor nomás hay
pensamientos de los nuestros, normales, un pensamiento ajeno es entonces para
mí, señor coronel, como si alguien gritara a lo loco… Principié a estar atenta,
fuerte, doblemente, y lo sentí.
– ¿Lo puedes sentir siempre?
– No. No siempre. Ha de tener alguna protección mágica. No más lo siento
de muy cerca, y esto no de continuo. Por esto hay que guardar la apariencia,
puesto que no se sabe si justamente anduviera por acá.
– No lo espantemos -Antillo arrastró las sílabas-. No lo espantemos… Yo lo
quiero vivo, Selborne. ¿Qué propones?
– Lo vamos a hacer crepés.
– ¿Crepés?
– Más bajito, señor coronel.
– Pero… Ah, no importa. De acuerdo. Te dejo mano libre.
– Mañana hacer que tomemos cuartelillo en alguna aldea. Yo apañaré el
resto. Y ahora, para las apariencias, gritarme severamente y yo me iré.
– No sé cómo gritaros -le sonrió con los ojos y guiñó levemente, tomando
de inmediato gesto de caudillo severo-. Porque estoy satisfecho de vos, doña
Joanna.
Dijo «doña». Doña Joanna. Como a un oficial.
Hizo de nuevo un guiño.
– ¡No! -dijo, y agitó la mano, interpretando estupendamente su papel-.
¡Petición rechazada! ¡Idos!
– A la orden, señor coronel.
Al día siguiente, por la tarde, Skellen arregló que se quedaran en una aldea
junto al río Lete. La aldea era rica, rodeada por una empalizada, se entraba en
ella por una elegante puerta giratoria de tablones nuevos de pino. La aldea se
llamaba Licornio. Y tomaba este nombre de una pequeña capilla de piedra en la
que había un muñeco de paja que representaba a un unicornio.
Recuerdo, dijo para sí Kenna, cómo nos burlamos de aquel diosecillo de
paja, y el alcalde, con un gesto serio, aclaró que el santo licornio que protegía la
ciudad había sido, hacía años, de oro, luego de plata, luego de cobre, luego hubo
algunas versiones de hueso y de maderas nobles. Pero todos habían sido robados
y saqueados. Sólo desde que el licornio era de paja había tranquilidad.
Extendimos el campamento en la aldea. Skellen, como estaba convenido,
ocupó la sala del concejo.
Al cabo de menos de una hora hicimos del espía invisible un crepé. De una
forma clásica, de manual.
– Por favor, acercaos -ordenó en voz alta Antillo-. Por favor, acercaos y
echadle un vistazo a este documento… ¿Ahora? ¿Están ya todos? Que no tenga
que explicarlo dos veces.
Ola Harsheim, que estaba precisamente bebiendo crema agria algo diluida
con leche cortada en un cubo de ordeñar, se limpió los labios de los chorrillos de
la crema, soltó el vaso, miró a su alrededor, contó. Dacre Silifant, Bert Brigden,
Neratin Ceka, Til Echrade, Joanna Selborne…
– No está Dufficey.
– Llamadlo.
– ¡Kriel! ¡Duffi Kriel! ¡Al mando, una reunión! ¡A por órdenes importantes!
¡Aprisa!
Dufficey Kriel, jadeando, entró en la choza.
– Todos presentes, señor coronel -anunció Ola Harsheim.
– Dejad la ventana abierta. Aquí apesta a ajo que te mueres. Dejad también
abiertas las puertas, para hacer corriente.
Brigden y Kriel, obedientes, abrieron puertas y ventanas. Kenna advirtió de
nuevo cómo Antillo habría sido un excelente actor.
– Por favor, señores, acercaos. He recibido del emperador este documento,
secreto y de una importancia inaudita. Os pido que atendáis…
– ¡Ahora! -gritó Kenna, enviando un fuerte impulso direccional cuya acción
sobre el pensamiento era semejante a ser tocado por un rayo.
Ola Harsheim y Dacre Silifant agarraron los cubos y lanzaron la crema al
mismo tiempo en el lugar señalado por Kenna. Til Echrade arrojó con brío un
corcho de harina que estaba escondida bajo la mesa. En el suelo de la habitación
se materializó una forma cremo-harinosa,- al principio irregular-. Pero Bert
Brigden vigilaba. Valorando sin error alguno dónde podía estar la cabeza del
crepé, llamó con todas sus fuerzas a tal cabeza con ayuda de una sartén de hierro
fundido.
Luego todos se echaron sobre el espía cubierto de crema y harina, le
quitaron de la cabeza el gorro de la invisibilidad, le agarraron por las manos y
los pies. Dieron la vuelta a la mesa, ataron las extremidades del prisionero a las
patas de la mesa. Le quitaron las botas y los peales, uno de los peales se lo
introdujeron en la boca mientras la abría para gritar.
Para coronar la obra, Dufficey Kriel le asestó con deleite una patada en las
costillas al prisionero y el resto contempló con satisfacción cómo al pateado se le
desencajaban los ojos.
– Buen trabajo -valoró Antillo, el cual durante aquel corto espacio de
tiempo no se había movido del sitio, con las manos cruzadas sobre el pecho-.
Bravo. Os felicito. Sobre todo a vos, doña Joanna.
Joder, pensó Kenna. Si esto sigue así, de verdad que me colocan de oficial.
– Señor Brigden -dijo Stefan Skellen con voz fría, de pie junto a los pies del
prisionero extendidos y atados a la mesa-, por favor, ponga el hierro al fuego.
Señor Echrade, por favor, vigile que en los alrededores de la sala del concejo no
haya niños.
Se inclinó, miró al prisionero a los ojos.
– Hace mucho que no te has mostrado, Rience -dijo-. Ya había comenzado a
pensar que te había ocurrido alguna desgracia.
Sonó la campana del cuerpo de guardia, la señal del cambio de guardia. Las
hermanas Scarra roncaban melodiosamente. LeCoq mascullaba en sueños,
aferrando su taburete.
Intentó dárselas de valiente, recordó Kenna, fingió no tener miedo, el
Rience aquél. El hechicero Rience, hecho un crepé, atado a las patas de una
mesa con los pies desnudos hacia arriba. Intentaba dárselas de valiente. Aunque
no engañaba a nadie y a mí la que menos. Antillo me había advertido de que era
un hechicero, así que le removí los pensamientos para que no pudiera hacer
hechizos ni pedir ayuda mágicamente. De paso lo leí. Defendió la entrada, pero
cuando olió el humo del fuego de carbón en el que se estaba calentando el hierro,
sus defensas y bloqueos mágicos se abrieron por todos lados como unos calzones
viejos y pude leerlo a mi gusto. Sus pensamientos no se diferenciaban para nada
de los de otros que había leído en situaciones similares. Pensamientos
desvariados, temblorosos, llenos de miedo y desesperación. Pensamientos fríos,
viscosos, húmedos y malolientes. Como el interior de un cadáver.
– ¡Bueno, venga, Skellen! ¡Me habéis pillado, vuestra es la captura! Te
felicito. Me inclino ante la técnica, el saber hacer y la profesionalidad. Es de
envidiar, una gente extraordinariamente bien entrenada. Y ahora, por favor,
libérame de esta posición tan incómoda.
Antillo se acercó una silla, se sentó sobre ella del revés, apoyando las
manos entrelazadas y la barbilla en el respaldo. Miró al prisionero desde arriba.
Guardaba silencio.
– Ordena que me suelten, Skellen -repitió Rience-. Y luego pide a tus
subordinados que salgan. Lo que tengo que decir está destinado sólo a tus oídos.
– Señor Brigden -preguntó Antillo, sin volver la cabeza-. ¿Qué color tiene
el hierro?
– Todavía hay que esperar un poco, señor coronel.
– ¿Señora Selborne?
– Se le lee ahora peor. -Kenna se encogió de hombros-. Demasiado miedo
tiene, el miedo ahoga todos sus otros pensamientos. Y hay también otros
pensamientos que no veas. Y algunos que esconder intenta. Tras de barreras
mágicas. Mas esto no es difícil para mí, pudiera…
– No será necesario. Lo intentaremos con el clásico hierro al rojo.
– ¡Diablos! -gritó el espía-. ¡Skellen! No tendrás intenciones de…
Antillo se inclinó, el rostro se le transformó ligeramente.
– En primer lugar: señor Skellen -pronunció arrastrando las palabras-. En
segundo: sí, tengo intenciones de ordenar que te tuesten las plantas de los pies.
Lo haré además con una satisfacción inenarrable. Así que trátalo como expresión
de justicia histórica. Me apuesto a que no lo entiendes.
Rience guardaba silencio, así que Skellen continuó.
– Sabes, Rience, yo aconsejé a Vattier de Rideaux que te quemara los
talones ya entonces, hace siete años, cuando te arrastraste hasta los servicios
secretos imperiales como un perro, suplicando la merced y el privilegio de ser un
traidor y un agente doble. Lo volví a decir hace cuatro años, cuando te metiste en
el culo de Emhyr sin vaselina, mediando en los contactos con Vilgefortz.
Cuando, con ocasión de la caza a la cintriana, ascendiste de mercenario común y
corriente a jefecillo casi. Aposté con Vattier a que si te tostábamos nos contarías
a quién sirves… No, digo mal. Que nos mencionarías uno por uno todos a los
que sirves. Y a todos a los que traicionas. Y entonces, le dije, verás, te vas a
asombrar, Vattier, de hasta qué punto coinciden las dos listas. Pero en fin, Vattier
de Rideaux no me hizo caso. Y ahora con toda seguridad lo lamenta. Pero nada
se ha perdido. Yo no te voy a tostar más que un poquillo, y cuando sepa lo que
quiero saber, te pondré a disposición de Vattier. Y él te va a sacar la piel, poco a
poco, en pequeños fragmentos.
Antillo sacó un pañuelo y una botellita de perfume del bolsillo. Roció
abundantemente el pañuelo y se lo puso en la nariz. El perfume olía
agradablemente a almizcle, y sin embargo casi hizo vomitar a Kenna.
– El hierro, señor Brigden.
– ¡Os sigo por orden de Vilgefortz! -gritó Rience-. ¡Se trata de la
muchacha! ¡Siguiéndoos a vosotros tenía la esperanza de llegar antes a ese
cazador de recompensas! ¡Tenía que intentar comprarle la muchacha! ¡A él y no
a vosotros! ¡Porque vosotros queréis matarla y a Vilgefortz le es necesaria viva!
¿Qué más queréis saber? ¡Lo diré! ¡Lo diré todo!
– ¡Vaya, vaya! -gritó Antillo-. ¡Más despacio! De tanto ruido y abundancia
de información hasta le puede a uno doler la cabeza. ¿Os imagináis, señores, lo
que pasará cuando se le tueste? ¡Nos va a volver locos a gritos!
Kriel y Silifant se carcajearon a plena voz. Kenna y Neratin Ceka no se
unieron a la alegría común. Tampoco se unió a ella Bert Brigden, quien
precisamente había sacado del fuego la varilla y la contemplaba críticamente. El
hierro estaba tan caliente que parecía transparente, como si no fuera un hierro
sino un tubo de cristal relleno de fuego líquido.
Rience lo miró y graznó.
– ¡Yo sé cómo encontrar al cazador y a la muchacha! -gritó-. ¡Lo sé! ¡Os lo
diré!
– Pues claro.
Kenna, que seguía intentando leer sus pensamientos, hasta frunció el ceño
al recibir una ola de rabia desesperada e impotente. En el cerebro de Rience de
nuevo se rompió algo, otra barrera más. De tanto miedo que tiene va a decir
algo, pensó Kenna, algo que pensaba mantener hasta el final, como carta de
triunfo, un as que podría haber superado a otros ases en el último y decisivo palo
y la apuesta más alta. Ahora, de puro y duro miedo al dolor, va a echar esa carta
sobre el tapete.
De pronto, algo se vertió en su cabeza, sintió calor en las sienes, luego frío
repentino.
Y lo supo. Conoció los pensamientos ocultos de Rience.
Por los dioses, pensó. Vaya un embrollo en el que me he metido…
– ¡Lo diré! -aulló el hechicero, enrojeciendo y clavando sus ojos
desencajados en el rostro del coronel-. ¡Te diré algo verdaderamente importante,
Skellen! Vattier de Rideaux…
Kenna escuchó de pronto otra mente, extraña. Vio cómo Neratin Ceka, con
la mano en el estilete, se acercaba a la puerta.
Golpeteo de botas. Boreas Mun entró en sala del concejo.
– ¡Señor coronel! ¡Deprisa, señor coronel! Han venido… ¡no vais a creer…
quiénes!
Skellen, con un gesto, detuvo a Brigden, que se inclinaba con el hierro
sobre los talones del espía.
– Debieras jugar a la lotería, Rience -dijo, mirando a la ventana-. No he
visto en mi vida a nadie que tenga tanta potra como tú.
Por la ventana se veía gente agrupándose, y en el centro del grupo, una
pareja a caballo. Kenna supo de inmediato quiénes eran. Supo quién era aquel
delgado gigante de pálidos ojos de pez, que iba en un espigado bayo.
Y quién era la muchacha de cabellos grises montada en una hermosa
yegua mora. Con las manos atadas y una cadena al cuello. Con cardenales
sobre su mejilla hinchada.
Vysogota volvió a la choza con un humor de perros, constipado, silencioso,
enfadado incluso. La causa era una charla con un aldeano que había venido en
canoa a recoger las pieles. Igual la última vez antes de la primavera, dijo el
aldeano. El tiempo peor cada día, una lluvia y un viento que hasta da miedo ir en
barca. A la mañana se hielan los charcos, no más que veas que vengan los
nevizos, y aluego vendrán los yelos, no más que veas como el río se pare y se
yele, ya puedes entonces meterte la canoa en el chozo y sacarte el trineo. Mas en
el Pereplut ni con los trineos se puede ir uno, calvero tras calvero…
El labrador tenía razón. Por la tarde el cielo se nubló, se volvió granate y
cayeron blancas plaquitas. Un impetuoso viento del oeste derribó los matorrales
secos, jugueteó con blancas ráfagas por los lodazales. El frío se hizo penetrante y
doloroso.
Pasado mañana, pensó Vysogota, es la fiesta de Saovine. Según el
calendario élfico, dentro de tres días será año nuevo. Según el calendario de los
humanos habrá que esperar todavía dos meses para el año nuevo.
Kelpa, la yegua mora de Ciri, pateaba y bufaba en el establo.
Cuando entró en la choza, encontró a Ciri que rebuscaba en los cofres. Él se
lo había permitido, incluso la había animado. En primer lugar, era una ocupación
completamente nueva, después de cabalgar en Kelpa y repasar los libros. En
segundo, en las cajas había bastantes cosas de su hija y la muchacha necesitaba
ropa más abrigada. Varias mudas de ropa, porque en el frío y la humedad
pasaban largos días antes de que las ropas lavadas se secaran finalmente.
Ciri elegía, se probaba, rechazaba, colocaba. Vysogota se sentó a la mesa.
Comió dos patatas cocidas y un ala de pollo. Callaba.
– Buena artesanía. -Le mostró un objeto que no había visto desde hacía
años y hasta había olvidado que lo tenía-. ¿Pertenecían también a tu hija? ¿Le
gustaba patinar?
– Le encantaba. Esperaba con ansia el invierno.
– ¿Puedo cogerlos?
– Coge lo que quieras -se encogió de hombros-. A mí no me sirven para
nada. Si a ti te sirven y si las botas te vienen bien… Pero, ¿es que estás
preparando el equipaje, Ciri? ¿Te preparas para irte?
Ella clavó sus ojos en un montón de ropa.
– Sí, Vysogota -dijo al cabo de un instante de silencio-. Lo he decidido.
Porque sabes… No hay tiempo que perder.
– Tus sueños.
– Sí -reconoció al cabo-. He visto en sueños unas cosas poco agradables.
No estoy segura de si han tenido ya lugar, o si sólo es el futuro… Pero tengo que
irme. Ves, yo, en cierto momento, me quejé de que mis amigos no habían
acudido en mi ayuda. Que me dejaron a merced del destino… Y ahora pienso
que quizá ellos necesiten mi ayuda. Tengo que ir.
– Se acerca el invierno.
– Precisamente por eso tengo que irme. Si me quedo, me quedaré atascada
hasta la primavera… Hasta la primavera me reconcomeré en esta inactividad e
inseguridad, perseguida por las pesadillas. Tengo que ir, tengo que ir ahora,
intentar encontrar esa Torre de la Golondrina. Ese telepuerto. Tú mismo has
calculado que hasta el lago hay quince días de camino. Estaría allí antes de la
luna llena de noviembre.
– No puedes dejar ahora tu escondite -murmuró con esfuerzo-. Ahora no.
Date cuenta, Ciri… Tus perseguidores están… bastante cerca. No puedes
ahora…
Tiró al suelo una blusa, se levantó como impulsada por un muelle.
– Te has enterado de algo -afirmó brusca un hecho-. Del aldeano que vino a
por las pieles. Dilo.
– Ciri…
– ¡Habla, por favor!
Lo dijo. Y luego se arrepintió.
– El diablo los trajo, señor ermitaño -murmuró el campesino,
interrumpiendo por un momento la cuenta de las pieles-. El diablo sería, digo yo.
Ende el Igualamiento que andurrean por los montes, no sé qué moza dicen que
buscan. Asustaron, gritaron, amenazaron mas luego fuéronse, ni tiempo hubieron
pa cansarse de dar voces. Mas agora vinieron con otra maldá: han ido dejando
por pueblos y aldeas unos… como se ice… viejolantes o algo así. Y nada de
viejos, oh, no, sino tres o cuatro bandidos tunantes comunes y corrientes, no más
que pa joder. Paece ser que van a andar haciendo guardia to el invierno, no sea
que la moza que buscan saque el hocico del esconderijo suyo y lo meta en el
pueblo. Y en tal caso habrán los viejolantes de agarrarla.
– ¿Y también los hay en vuestro pueblo?
– No, en nuestro pueblo no, por ventura. Mas en Dun Dáre, a media jornada
de nosotros, hay cuatro. Aposentáronse en la posada de los arrabales. Canallas,
señor ermitaño, canallas redomados y asquerosos. Se les echaron encima a las
mozas, y cuando los mozos les plantaron cara los zurraron, señor ermitaño, sin
caridá. Hasta la muerte…
– ¿Han matado a gente?
– A dos. Al alcalde y a otro más. ¡Y dígame usté, señor ermitaño, si es que
no hay castigo pa tales cabrones! ¿No hay ley? ¡Ni ley ni castigo! Un concejal
que vino ende Dun Dáre con la parienta y la cría decía que antaño rumbeaban
por esos mundos de los dioses los brujos… Y les arrejustaban las cuentas a to
tipo de cabronazos. Falta haría llamar a Dun Dáre a algún brujo pa que echara a
esos hideputas…
– Los brujos mataban monstruos y no gente.
– Éstos son cabrones y no gente, señor ermitaño, cabrones mandaos por el
diablo. Un brujo hace falta, carallo, un brujo… Bueno, mas hora es ya de echarse
al camino, señor ermitaño… ¡Uh, vaya frío! ¡Bien pronto habrá que meter en el
pajar la canoa y sacar el trineo…! Y pa los cabrones de Dun Dáre, buen
ermitaño, un brujo hace falta.
– Tiene razón -repitió Ciri a través de sus dientes apretados-. Toda la razón.
Hace falta un brujo… O una bruja. ¿Cuatro, verdad? ¿En Dun Dáre, no? ¿Y
dónde está ese maldito Dun Dáre? ¿Río arriba? ¿Llegaría cruzando el islote?
– Por los dioses, Ciri -se asustó Vysogota-. No lo pensarás en serio…
– No se jura por los dioses si no se cree en ellos. Y yo sé que tú no crees.
– ¡Dejemos en paz mis ideas! ¡Ciri, vaya unos pensamientos diabólicos que
te rondan por la cabeza! Cómo puedes siquiera…
– Ahora deja tú en paz mis ideas, Vysogota. ¡Yo sé lo que tengo que hacer!
¡Soy una bruja!
– ¡Eres una persona joven y desequilibrada! -estalló-. Eres una niña que ha
sufrido unos sucesos traumáticos, una niña herida, neurótica y cercana al ataque
de nervios. ¡Y sobre todo estás enferma con tu ansia de venganza! ¿Es que no lo
entiendes?
– ¡Lo entiendo mejor que tú! -gritó ella-. ¡Porque tú no tienes ni idea de lo
que significa ser herido! ¡No tienes ni idea de la venganza, porque nadie te ha
hecho verdadero mal!
Salió corriendo de la choza, dando un portazo, un viento helado penetró en
un momento a través de las puertas al zaguán y a la habitación. Al cabo de un
rato escuchó un relincho y el sonido de los cascos.
Enfadado, golpeó con el plato en la mesa. Que se vaya, pensó furioso, que
eche la rabia fuera de sí. No tenía miedo por ella, había ido a través de los
pantanos a menudo, de día y de noche, conocía las sendas, las presas, los islotes
y los bosques. Y si se perdiera, le bastaría con soltar las riendas. La mora Kelpa
conocía el camino a casa, al establo de la cabra.
Al cabo de un tiempo, cuando oscureció mucho, salió, colgó una lámpara
en una estaca. Se quedó junto a un seto, aguzó el oído para escuchar el sonido de
los cascos, el chapoteo del agua. Sin embargo, el viento y el ruido de los
arbustos ahogaban todos los ruidos. La lámpara en la estaca se agitó primero
como loca, luego se apagó.
Y entonces lo escuchó. Desde lejos. No, no del lado por el que se había
ido Ciri. Del lado opuesto. Desde el pantano.
Un grito salvaje, inhumano, agudo, quejumbroso. Un chotacabras. Un
instante de silencio.
Y de nuevo. Beann'shie.
El espectro élfico. El heraldo de la muerte.
Vysogota tembló de frío y de miedo. Volvió rápido junto a la choza,
murmurando y mascullando, para no escuchar, porque aquello no debía ser
escuchado.
Antes de que consiguiera encender de nuevo la lámpara, Kelpa surgió de
entre la niebla.
– Entra en la choza -dijo Ciri, suave y conciliadora-. Y no salgas. Horrible
noche.
Volvieron a pelearse durante la cena.
– ¡Resulta que sabes mucho de los problemas del bien y el mal!
– ¡Porque lo sé! ¡Y no de los libros de la universidad!
– No, claro. Tú lo sabes todo por propia experiencia. Por la práctica. Has
recopilado muchas experiencias en tu larga vida de dieciséis años.
– Bastantes. ¡De sobra!
– Te felicito. Colega científica.
– Tú te burlas -rechinó los dientes-sin tener siquiera idea de cuánto mal
habéis hecho al mundo vosotros los científicos seniles, los teóricos con vuestros
libros, con siglos de experiencia en la lectura de tratados morales, tan
concienzudos que ni siquiera tuvisteis tiempo de mirar por la ventana y ver qué
aspecto tiene de verdad el mundo. Vosotros, filósofos, que mantenéis
artificialmente una filosofía artificial para cobrar vuestros sueldos en la
universidad. Y como ni el tonto del pueblo os pagaría por contar la asquerosa
verdad sobre el mundo, os inventasteis vuestra ética y moral, ciencias bonitas y
optimistas. ¡Pero mentirosas y tramposas!
– ¡No hay nada más tramposo que un juicio prejuzgado, mocosa! ¡Que una
sentencia apresurada y desequilibrada!
– ¡No habéis encontrado remedio para el mal! ¡Y yo, una brujilla mocosa,
lo he encontrado! ¡Un remedio infalible!
Él no respondió, pero algo debió traicionarle en su rostro porque Ciri se
alzó de la mesa con brusquedad.
– ¿Consideras que digo tonterías? ¿Que hablo por hablar?
– Considero -respondió tranquilo-que hablas así por rabia. Considero que
planeas una venganza por rabia. Y te exhorto calurosamente a que te
tranquilices.
– Yo estoy tranquila. ¿Y la venganza? Respóndeme: ¿por qué no? ¿En
nombre de qué? ¿De razones superiores? ¿Y qué mejor razón que un orden de las
cosas en que los hechos malvados reciben castigo? Para tu filosofía y tu ética la
venganza es un acto feo, censurable, falto de ética, al fin, ilícito. Y yo pregunto:
¿y dónde está el castigo para el mal? ¿Quién lo ha de confirmar, juzgar y medir?
¿Quién? ¿Los dioses en los que no crees? ¿El gran demiurgo creador con el que
decidiste sustituir a los dioses? ¿O puede que la ley? ¿Quizá la justicia
nilfgaardiana, los tribunales imperiales, los prefectos? ¡Viejo ingenuo!
– ¿Así que ojo por ojo, diente por diente? ¿Sangre por sangre? ¿Y por esta
sangre, más sangre aún? ¿Un mar de sangre? ¿Quieres ahogar el mundo en
sangre? ¿Ingenua y herida muchacha? ¿Así quieres luchar con el mal, brujilla?
– Sí. ¡Exactamente así! Porque yo sé de lo que tiene miedo el mal. No de tu
ética, Vysogota, no de las prédicas ni de los tratados morales sobre la vida digna.
¡El mal tiene miedo del dolor, de la mutilación, del sufrimiento, de la muerte al
fin y al cabo! ¡El mal herido aúlla de dolor como un perro! Se retuerce en el
suelo y gruñe, mirando cómo la sangre surge de las venas y arterias, viendo un
hueso que asoma de un muñón, viendo cómo las tripas se escapan de la barriga
abierta, sintiendo cómo se acerca la fría muerte. Entonces y sólo entonces al mal
se le ponen los pelos de punta y grita entonces el mal: «¡Piedad! ¡Lamento esos
pecados! ¡Voy a ser bueno y honrado, lo juro! ¡Pero salvadme, sujetad esa
sangre, no me dejéis sucumbir de forma tan terrible!».
»Sí, ermitaño. ¡Así es como se combate el mal! ¡Si el mal quiere prepararte
un perjuicio, causarte daño, adelántate a él, lo mejor allí donde el mal no se lo
espera! Sin embargo, si no has podido adelantarte a él, si el mal te ha dañado,
¡házselo pagar entonces! Alcánzalo, lo mejor cuando ya no se lo espera, cuando
ha olvidado, cuando se siente seguro. Házselo pagar el doble. El triple. ¿Ojo por
ojo? ¡No! ¡Los dos ojos por un ojo! ¿Diente por diente? ¡No, todos los dientes
por un diente! ¡Hazle pagar al mal! Consigue que aúlle de dolor, que le estallen
los globos oculares de tanto aullar. Y entonces, cuando lo mires en el suelo,
puedes decir con seguridad y sin miedo que esto que yace aquí ya no va a dañar
a nadie, que no supone un peligro para nadie. Porque, ¿cómo va a ser un peligro
si no tiene ojos? ¿Si le faltan las dos manos? ¿Cómo puede dañar a nadie si sus
tripas se arrastran por la arena y la arena absorbe su sangre?
– Y tú -dijo el ermitaño lentamente-estás con la espada ensangrentada en la
mano, miras la sangre que absorbe la arena. Y tienes la insolencia de pensar que
has resuelto el problema eterno, que has alcanzado el sueño de todo filósofo.
¿Piensas que la naturaleza del mal ha cambiado?
– Sí -dijo ella retadoramente-. Porque lo que yace en el suelo y sangra ya no
es el mal. ¡Puede que todavía no sea el bien, pero con toda seguridad ya no es el
mal!
– Dicen -dijo Vysogota lentamente-que la naturaleza no aguanta el vacío.
Lo que yace en la tierra y sangra, lo que cayó bajo tu espada, ya no es el mal.
Entonces, ¿qué es? ¿Has reflexionado acerca de ello?
– No. Soy una bruja. Cuando me enseñaron, juré combatir el mal. Siempre.
Y sin reflexionar.
«Porque cuando se comienza a reflexionar -añadió Ciri con voz sorda-el
matar deja de tener sentido. La venganza deja de tener sentido. Y eso no se
puede permitir.
Él agitó la cabeza, pero ella, con un gesto, le impidió argumentar.
– Es hora de que termine mi narración, Vysogota. Te la estuve contando
durante treinta noches, desde el equinoccio a Saovine. Pero no te conté todo.
Antes de que me vaya has de saber lo que sucedió el día del equinoccio en una
aldea que se llamaba Licornio.
Ella gimió cuando la arrancó de la silla. El muslo en el que le había
golpeado el día anterior le dolía.
Él tiró de la cadena por el collarín, la arrastró en dirección a un edificio
iluminado.
A las puertas del edificio había unos cuantos hombres armados. Y una
mujer muy alta.
– Bonhart -dijo uno de los hombres, delgado, de cabello moreno, de rostro
chupado, que llevaba en la mano un guincho de azófar-. Hay que reconocer que
sabes dar sorpresas.
– Hola, Skellen.
El llamado Skellen la miró durante algún tiempo directamente a los ojos.
Ella tembló bajo aquella mirada.
– ¿Y entonces? -Se volvió de nuevo hacia Bonhart-. ¿Lo aclarar
todo de una vez o poco a poco?
– No me gusta aclarar nada en la plaza del pueblo, que entran moscas en la
boca. ¿Se puede entrar a la casa?
– Adelante.
Bonhart tiró del collarín.
En la casa había todavía otro hombre, desgreñado y pálido, quizá un
cocinero, porque estaba ocupado en limpiar de su ropa manchas de harina y
crema agria. Al ver a Ciri, los ojos le brillaron. Se acercó.
No era un cocinero.
Ella lo reconoció al punto, recordaba aquellos ojos terribles y la quemadura
en la cara. Era aquél que junto con los Ardillas la había estado persiguiendo en
Thanedd, de él se había escapado saltando por la ventana y él ordenó a los elfos
ir tras ella. ¿Cómo lo llamó el elfo aquél? ¿Rens?
– ¡Vaya, vaya! -dijo él con voz venenosa, al tiempo que con fuerza dolorosa
le plantaba la mano en un pecho-. ¡Doña Ciri! No nos hemos visto desde
Thanedd. Hace mucho, mucho que os buscaba, señorita. ¡Y por fin os he
encontrado!
– No sé, vuesa mercé, quién seáis -dijo Bonhart con voz fría-. Mas lo que
dijerais que encontrarais, resulta que es mío, así que poneros las patas bien lejos,
si es que le tenéis gusto a vuestros deditos.
– Me llamo Rience. -Los ojos del hechicero brillaron de forma
desagradable-. Haced la merced de recordarlo, señor cazador de recompensas. Y
quién yo sea ya se verá. También se verá a quién le pertenecerá la doncella. Mas
no adelantemos los hechos. De momento quiero solamente dar recuerdos y hacer
cierta promesa. No tenéis nada en contra, espero.
– Sois libre de esperar lo que queráis.
Rience fue hacia Ciri, le miró a los ojos muy de cerca.
– Tu protectora, la meiga Yennefer -arrastró venenosamente las palabras-me
afrentó una vez. Así que, cuando cayó en mis manos, le enseñé lo que era el
dolor. Con estas manos, con estos dedos. Y le hice la promesa de que cuando
caigas en mis manos, también a ti te enseñaré lo que es el dolor. Con estas
manos, con estos dedos…
– Muy arriesgado -dijo Bonhart en voz baja-. Un grande riesgo, don Rience,
o como sos llaméis, es el afrentar a mi moza y amenazármela. Ella es vengativa,
no sos olvidará. Mejor que lejos de ella, repito, mantuvierais vuestras manos,
dedos y algorras partes del cuerpo.
– Basta -cortó Skellen sin levantar de Ciri una mirada curiosa-. Déjalo,
Bonhart. Y tú, Rience, cálmate también. Te he concedido piedad, pero puedo
pensármelo mejor y mandar atarte otra vez a las patas de la mesa. Sentaos
ambos. Hablemos como gente civilizada. Los tres, a tres pares de ojos. Porque,
me parece a mí, hay de qué hablar. Y al objeto de la conversación lo ponemos
por el momento bajo guardia. ¡Señor Silifant!
– ¡Mas vigilármela bien! -Bonhart le tendió la punta de la cadena a
Silifant-. Como a la niña de tus ojos.
Kenna se mantuvo a un lado. Por supuesto, quería ver a la muchacha de la
que se había hablado tanto en los últimos tiempos, pero sentía un extraño reparo
a meterse en la multitud que rodeaba a Harsheim y a Silifant, quienes conducían
a la enigmática prisionera junto a la picota en la plaza del pueblo.
Todos se empujaban, se amontonaban, miraban, intentaban incluso tocar,
pinchar, arañar. La muchacha estaba rígida, cojeaba un poco pero tenía la cabeza
bien alta. La golpeó, pensó Kenna. Pero no la doblegó.
– Así que es Falka.
– ¡Mozuela apenas!
– ¿Mozuela? ¡Truhana!
– A lo visto se cargó a seis hombres, la bruta, en la arena de Claremont…
– Y a cuántos no habrá matao antes… Diablilla…
– ¡Una loba!
– Y la yegua, mirarla, la yegua. Maravilla de sangre pura… Y allá, ajunto
las alforjas de Bonhart, qué espada… Vaya maravilla…
– ¡Dejadla! -ladró Dacre Silifant-. ¡No la toquéis! ¿Qué es eso de meter la
mano en cosas ajenas? ¡Tampoco toquéis ni empujéis a la moza, no la insultéis ni
la hagáis desprecios! Mostrad algo de compasión. No huye, de modo que no
habrá que castigaila antes del alba. Que al menos hasta entonces tenga un sueño
reparador.
– Si la moza ha de ir a la muerte -mostró los dientes Cyprian Fripp el
Joven-a lo mesmo podíamos alegrarla y endulzarla sus horas últimas, ¿no?
¿Echarla a la paja y jodémosla?
– ¡Claro! -se rió Cabernik Turent-. ¡Podríase! Preguntemos a Antillo, si
podemos…
– ¡Yo os digo que no podéis! -le cortó Dacre-. ¡No sus ronda más que una
cosa por los cerebelos, jodidos pajilleros! Dije que dejarais a la moza en paz.
Andrés, Stigward, quedarsus aquí con ella. No la quitéis el ojo de encima, no sus
vayáis ni un pie. ¡Y a quienes se acerquen, con el palo!
– ¡Oh, vaya! -dijo Fripp-. Si es no, pues no, nos da igual. Vamos, chachos,
al río, que los del pueblo andan asando cochinillo y camero pa la comilona. Que
hoy es el Igualamiento, la romería. Mientras los señoritos parlotean, bien
podemos nosotros celebrarlo.
– ¡Vamos! Saca, Dede, algún garrafón de aguardiente. ¡A beber! ¿Podemos,
señor Silifant? ¿Señor Harsheim? Hoy es fiesta y a la noche talmente que no nos
vamos.
– ¡Vaya una idea donosa! -Silifant frunció el ceño-. ¡Parrandas y bebercios
es lo que tenéis en la testa! ¿Y quién se queda aquí, pa ayudar a cuidar de la
moza y estar presto a la llamada de don Stefan?
– Yo me quedo -dijo Neratin Ceka.
– Y yo -dijo Kenna.
Dacre Silifant los miró con atención. Por fin agitó la mano aceptándolo.
Fripp y compañía lo agradecieron con un grito desafinado.
– ¡Mas tenerme cuidado en la verbena ésa! -les advirtió Ola Harsheim-. ¡No
sus echéis a las mozas no sea que algún aldeano sus pinche con el biemo en las
partes blandas!
– ¡Pero qué va! ¿Vienes con nosotros, Chloe? ¿Y tú, Kenna? ¿No vas a
cambiar de opinión?
– No. Me quedo.
– Me dejaron junto a la picota, encadenada, con las manos atadas. Me
vigilaban dos de ellos. Y dos que no estaban lejos me miraban sin pausa,
observaban. Una mujer alta y no fea. Y un hombre de apariencia y movimientos
algo femeninos. Un poco raro.
El gato que estaba sentado en el centro de la habitación bostezó con fuerza,
aburrido, porque el ratón martirizado había dejado de ser ya divertido. Vysogota
estaba en silencio.
– Bonhart, Rience y el tal Skellen o Antillo seguían hablando en la sala del
concejo. No sabía de qué. Podía esperarme lo peor, pero estaba resignada. ¿Otra
arena más? ¿O simplemente me iban a matar? Pues que lo hagan, pensaba, así se
acabará todo por fin. Vysogota callaba.
Bonhart suspiró.
– No mires con esos ojos, Skellen -repitió-. Simplemente quería ganar
algunos dineros. Como verás, ya va siendo hora de retirarme, de aposentarme en
el balcón, mirar a las palomas. Me dabas por la Ratilla cien florines, la querías
muerta a toda costa. Esto me hizo liarme a darle vueltas. Y cuánto no valdrá la
moza, pensé. Y me resultaba que si se la mata o se da, la moza sería a lo más
seguro menos valiosa que si se la guarda uno. Una ley vieja de la economía y el
comercio. Las mercancías como ella suben to el rato de precio. Podríase
entonces regatear…
Antillo frunció la nariz como si algo apestara en los alrededores.
– Eres sincero hasta no poder más, Bonhart. Pero ve al grano, a las
aclaraciones. Huyes con la muchacha por todo Ebbing, y de pronto apareces y
explicas todo con leyes de la economía. Aclara qué es lo que pasó.
– Qué hay que aclarar aquí -sonrió sarcástico Rience-. El señor Bonhart
simplemente se ha enterado por fin de quién es de verdad la moza. Y lo que vale.
Skellen no se dignó mirarlo. Miraba a Bonhart, a sus ojos de pez, faltos de
expresión.
– ¿Y a esta muchacha tan valiosa -habló-, a este valioso botín que se supone
que garantizaría tu pensión de vejez, la empujas a la arena en Claremont y la
obligas a luchar a muerte? ¿Arriesgas su vida aunque parece que viva es tan
valiosa? ¿Cómo es eso, Bonhart? Porque algo no me cuadra aquí.
– Si hubiera muerto en la arena -Bonhart no bajó los ojos-, eso hubiera
significado que no valdría nada.
– Entiendo. -Antillo frunció las cejas-. Pero en vez de conducir a la moza a
otra arena me la traes a mí. ¿Por qué, si me es dado preguntar?
– Repito. -Rience frunció el ceño-. Se enteró de quién es ella.
– Listo sois, señor Rience. -Bonhart se estiró hasta que le sonaron los
huesos-. Lo adivinasteis. Sí, ciertamente, con la brujilla entrenada en Kaer
Morhen aún quedaba un enigma. En Geso, durante el asalto a la baronesa, a la
moza se le fue la lengüecilla, que ella de tan alta cuna y título, que una baronesa
no era pa ella ni una mierda, que hasta debiera arrodillarse ante ella. Entonces, la
tal Falka, pensé yo mesmo, es por lo menos condesa. Qué curioso. Una brujilla,
es lo primero. ¿Es que hay muchas brujas? Que en la banda de los Ratas, es lo
segundo. El coronel imperial en persona se apalanca tras ella del Korath hasta
Ebbing, la manda matar, lo tercero. Y a más de ello… una noble, como de alta
cuna. Ja, me pensé, habrá que enterarse por fin de quién es en verdad la mozuela.
Calló un momento.
– A lo primero -se limpió la nariz con la manga-no quería soltarlo. Aunque
se lo pedí. Con manos, pies y palos que se lo pedí. No quería lisiarla… Pero ya
hay que tener potra, se nos cruzó un barbero. Con apaños para sacar dientes. La
até a una silla…
Skellen tragó saliva sonoramente. Rience sonrió. Bonhart se miraba la
manga.
– Me lo soltó todo antes… Na más ver los instrumentos. Esas tenazas
dentales y pelícanos. Al punto se hizo más parlanchína. Resultó ser que es…
– La princesa de Cintra -dijo Rience, mirando a Antillo-. La heredera del
trono. Candidata a mujer del emperador Emhyr.
– Lo cual más bien no me dijera el señor Skellen. -El cazador de
recompensas frunció la boca-. Me mandó cargármela de lo más normal, lo
recalcó varias veces. ¡Matar en el acto y sin piedad! ¿Pero qué es esto, señor
Skellen? ¿Matar a una reina? ¿A la futura mujer de vuestro emperador? ¿Con la
que, si ha de creerse los rumores, el emperador no piensa más que en contraer
santo matrimonio, tras lo que vendrá una gran amnistía?
Mientras lanzaba su discurso, Bonhart taladraba con la mirada a Skellen.
Pero el coronel imperial no bajó los ojos.
– De lo que resulta: un embrollo -siguió el cazador-. De modo que entonces,
aunque con pesar, hube de renunciar a los míos planes relacionados con esta
brujilla y princesa. Me traje todo este embrollo aquí, al señor Skellen. Para
charlar, ponernos de acuerdo… Porque este embrollo como que le viene un poco
grande a un solo Bonhart…
– Una conclusión muy acertada -chilló algo desde el seno de Rience-. Una
conclusión muy acertada, señor Bonhart. Lo que habéis capturado, señores, es
algo un poco demasiado grande para ambos. Para suerte vuestra, todavía me
tenéis a mí.
– ¿Qué es eso? -Skellen se levantó de la silla-. Pero, ¿qué cono es eso?
– Mi maestro, el hechicero Vilgefortz. -Rience sacó de su seno una pequeña
cajita de plata-. Más exactamente, la voz de mi maestro. Que nos llega desde ese
instrumento mágico llamado xenovoce.
– Saludo a todos los presentes -dijo la caja-. Una pena que sólo pueda
escucharos, pero unos asuntos urgentes no me permiten una teleproyección o
teleportación.
– Su puta madre, lo que nos faltaba -ladró Antillo-. Pero me lo pude haber
imaginado. Rience es demasiado tonto como para actuar por sí mismo y en
propio beneficio. Podía haberme imaginado que te escondes todo el tiempo en
las tinieblas, Vilgefortz. Como una vieja araña gorda, acechas en la oscuridad,
esperando que la tela vibre.
– Vaya una comparación más ofensiva.
Skellen bufó.
– Y no intentes engañarnos, Vilgefortz. Usas de Rience y su cajilla no
porque estés muy ocupado, sino porque tienes miedo del ejército de hechiceros,
tus antiguos camaradas del Capítulo, que escanean todo el mundo buscando
rastros de magia o tu algoritmo. Si intentaras teletransportarte, te encontrarían en
un sus.
– Que imponente sabiduría.
– No hemos sido presentados. -Bonhart se inclinó bastante teatral-mente
ante la caja de plata-. Mas, ¿acaso a orden vuestra y como vuestro apoderado,
señor necromántico, su mercé Rience jurara dar tormento a la muchacha? ¿No se
equivocara? Doy mi palabra, a cada momento más importante la moza se hace.
A todos, resulta, les es necesaria.
– No hemos sido presentados -dijo Vilgefortz desde la caja-. Pero yo os
conozco, señor Bonhart, os asombraríais de cuan bien. Y la muchacha es,
ciertamente, importante. Al fin y al cabo se trata de la Leoncilla de Cintra, de la
Antigua Sangre. De acuerdo con las profecías de Mina, sus descendientes
gobernarán el mundo en el futuro.
– ¿Y por qué os es tan necesaria?
– A mí no me es necesaria más que su placenta. La paria. Cuando le saque
la placenta, podéis quedaros con el resto. ¿Qué es lo que escucho, unos bufidos?
¿Unos suspiros y aspiraciones llenos de asco? ¿De quién? ¿De Bonhart, que
tortura todos los días a la muchacha de las formas más refinadas, física y
psíquicamente? ¿De Stefan Skellen, que a órdenes de traidores y conspiradores
quiere matar a la muchacha? ¿Eh?
Los estaba escuchando, recordaba Kenna, tumbada en el camastro con las
manos puestas tras la nuca. Estaba de pie en la esquina y sentía. Y se me
pusieron los pelos de punta. En todo el cuerpo. De pronto entendí el terrible
embrollo en el que me había metido.
– Sí, sí -surgió del xenovoce-, has traicionado a tu emperador, Skellen. Sin
dudarlo, a la primera oportunidad.
Antillo bufó con desprecio.
– La acusación de traición de la boca de tal architraidor como tú eres,
Vilgefortz, es de verdad tremenda. Me sentiría honrado. Si no lo dijera esa
broma de feria barata.
– Yo no te acuso de traición, Skellen, yo me burlo de tu ingenuidad y tu
incapacidad para la traición. Porque, ¿para qué traicionas a tu señor? Por Ardal
aep Dahy y De Wett, condes heridos en su orgullo enfermo, enfadados porque el
emperador menospreció a sus hijas al planear el matrimonio con la cintriana. ¡Y
ellos contaban que de sus linajes iba a surgir la nueva dinastía, que sus linajes
iban a ser los primeros en el imperio, que crecerían rápidamente incluso más allá
del trono! Emhyr les quitó de un golpe esta esperanza y entonces ellos
decidieron cambiar el rumbo de la historia. No están todavía listos para una
empresa armada, pero se puede sin embargo eliminar a la muchacha que Emhyr
puso por delante de sus hijas. No quieren ensuciar, por supuesto, sus propias y
aristocráticas manitas, así que encontraron a un esbirro a sueldo, Stefan Skellen,
que padece de ambición desmedida. ¿Cómo fue eso, Skellen? ¿No quieres
contárnoslo?
– ¿Para qué? -gritó Antillo-. ¿Y a quién? ¡Pero si tú como siempre lo sabes
todo, gran mago! ¡Rience, como siempre, no sabe nada, y así ha de ser, y a
Bonhart no le concierne…
– Tú, por tu lado, como ya he señalado, no tienes mucho de lo que
enorgullecerte. Los condes te compraron con sus promesas, pero eres demasiado
inteligente para no comprender que con los señoritingos no tienes nada que
ganar. Hoy les eres necesario como instrumento para eliminar a Ciri, mañana se
librarán de ti porque eres un advenedizo de baja cuna. ¿Te prometieron el cargo
de Vattier de Rideaux en el nuevo imperio? Ni tú mismo crees en ello, Skellen.
Vattier les es mucho más necesario, porque golpes de estado los que quieras,
pero los servicios secretos siguen siendo siempre los mismos. Ellos sólo quieren
matar con tus manos, a Vattier lo necesitan para controlar el aparato de
seguridad. Aparte de que Vattier es vizconde y tú no eres nada.
– Ciertamente -dijo Antillo-. Soy demasiado inteligente como para no
haberlo advertido. Así que entonces, ¿ahora tengo que traicionar a Ardal aep
Dahy y pasarme a tu lado, Vilgefortz? ¿Eso es lo que quieres? ¡Pero yo no soy
una veleta en una torre! Si apoyan la idea de la revolución es por
convencimiento e ideología. Hay que acabar con la tiranía autocrática, introducir
una monarquía constitucional y después la democracia…
– ¿Lo qué?
– El gobierno del pueblo. Un sistema en el que gobernará el pueblo. El
común de la ciudadanía de todos los estamentos, a través de los más dignos y
honrados representantes surgidos de elecciones justas…
Rience estalló en carcajadas. Bonhart se reía con fuerza. De todo corazón,
aunque algo chillón, se rió desde el xenovoce el hechicero Vilgefortz. Los tres se
rieron durante largo tiempo, echando lágrimas como garbanzos.
– Venga -interrumpió Bonhart la alegría-. No nos hemos juntado aquí pa
estar de farra, sino pa hacer negocios. La muchacha, de momento, no pertenece
al común de los ciudadanos de todos los estamentos, sino a mí. Mas puedo
venderla. ¿Qué tiene para ofrecer el señor hechicero?
– ¿Te interesa el poder sobre el mundo entero?
– No.
– Te permitiré -dijo Vilgefortz muy despacio-que estés presente en lo que le
voy a hacer a la muchacha. Vas a poder observarlo. Sé que consideras que este
espectáculo está por encima de cualquier otro placer.
Los ojos de Bonhart brillaron con fuego blanco. Pero estaba tranquilo.
– ¿Y más concretamente?
– Y más concretamente: estoy dispuesto a pagar tu tarifa por veinte veces.
Dos mil florines. Considera, Bonhart, que se trata de una bolsa de dinero que no
vas a ser capaz de llevar tú mismo, necesitarás una mula de carga. Te bastará
para la pensión, balcón, palomas y hasta para vodka y putas si mantienes unas
medidas razonables.
– De acuerdo, señor mago. -El cazador sonrió aparentemente
despreocupado-. Esa vodka y esas putas ciertamente a mi corazón han llegado.
Hagamos el trato. Mas el mencionado espectáculo también lo añadiría. Más
de mi gusto sería, cierto, mirar cómo muere en la arena, mas también con deleite
echaré un vistazo a vuestro trabajo de cuchillería. Añadirlo como bonificación.
– Trato hecho.
– Rápido os ha ido -valoró áspero Antillo-. De verdad, Vilgefortz, rápido y
sin problemas has formado con Bonhart una sociedad. Sociedad que es y será
societas leonina. Pero, ¿no os habéis olvidado de algo? La sala del concejo en la
que estáis, y la cintriana con la que mercadeáis, están rodeadas de dos docenas
de hombres armados. De mis hombres.
– Querido coronel Skellen -resonó la voz de la caja de Vilgefortz-. Me
insultas juzgando que con este intercambio deseo perjudicarte. Antes al
contrario. Pretendo ser extraordinariamente liberal. No puedo asegurarte lo que
has dado en llamar democracia. Pero te garantizo ayuda material, apoyo logístico
y acceso a la información gracias a la que dejarás de ser para los conspiradores
un mero instrumento y te convertirás en socio. Uno con cuya persona y opinión
tendrán que contar el infante Joachim de Wett, el duque Ardal aep Dahy, el
conde Broinne, el conde d'Arvy y todo el resto de conspiradores de sangre azul.
¿Qué más da que se trate de una societas leonina? Cierto, si el botín es Cirilla,
tomaré la parte del león de ese botín por mis, como me parece, merecimientos.
¿Tanto te duele? Al fin y al cabo vas a tener un beneficio que no es pequeño. Si
me das a la cintriana, el puesto de Vattier de Rideaux lo tendrás en el bolsillo. Y
siendo el jefe de los servicios secretos, Stefan Skellen, podrás realizar tus
diversas utopías, incluyendo la democracia y elecciones justas. Como ves, a
cambio de una delgada quinceañera, te concedo que se cumplan las ambiciones y
deseos de tu vida. ¿Lo ves?
– No. -Antillo meneó la cabeza-. Sólo lo escucho.
– Rience.
– ¿Sí, maestro?
– Dale al señor Skellen una prueba de la calidad de nuestra información.
Dile qué es lo que sacaste de Vattier.
– En este destacamento -dijo Rience-hay un espía.
– ¿Qué?
– Lo que has oído. Vattier de Rideaux tiene aquí un topo. Sabe todo lo que
hacéis. Por qué lo haces y para quién. Vattier os ha metido a su agente.
Se acercó a ella muy despacio. Casi no la oyó.
– Kenna.
– Neratin.
– Estabas abierta a mis pensamientos. Allí, donde el concejo. Sabes en lo
que estaba pensando. Así que sabes quién soy.
– Escucha, Neratin…
– No. Escucha tú, Joanna Selborne. Stefan Skellen traiciona a la patria y al
emperador. Conspira. Todos los que estén con él terminarán en el cadalso. Los
descuartizarán los caballos en la plaza del Milenario.
– Yo no sé nada, Neratin. Yo sólo cumplo órdenes… ¿Qué es lo que quieres
de mí? Yo sirvo al coronel… ¿Y a quién sirves tú? -Al imperio. Al señor de
Rideaux.
– ¿Qué es lo que quieres de mí?
– Que muestres sentido común.
– Vete. No te traicionaré, no diré nada… pero vete, por favor. Yo no puedo,
Neratin. Soy una mujer sencilla. Esto no es para mi cabeza…
No sé qué hacer. Skellen dice: «doña Joanna». Como a un oficial. ¿A quién
sirve? ¿Al emperador? ¿Al imperio?
¿Y cómo lo voy a saber yo?
Kenna despegó su espalda de la esquina de la choza, con unos manotazos y
unos murmullos amenazadores espantó a los muchachos de la aldea que estaban
mirando curiosos a la que estaba sentada junto a la picota. A Falka.
Oy, en bonito embrollo me he metido. Oy, el aire huele a soga. Y a estiércol
de caballo en la plaza del Milenario.
No sé cómo se va a acabar esto, pensó Kenna. Pero tengo que entrar en ella.
En esa Falka. Sentir sus pensamientos aunque sea sólo por un instante. Saber
quién es.
Comprender.
– Se acercó -dijo Ciri, acariciando al gato-. Era alta, bien cuidada, muy
diferente del resto de aquella pandilla… Incluso hermosa, en cierta forma. Y
producía respeto. Los dos que me vigilaban, dos simplones vulgares, dejaron de
maldecir cuando se acercó.
Vysogota guardaba silencio.
– Entonces ella -siguió Ciri-se inclinó, me miró a los ojos. Al momento
percibí algo… algo extraño… Como si algo me crujiera en la parte posterior de
la cabeza, dolía. Me zumbaban los oídos. Por un momento hubo mucha claridad
ante mis ojos… Algo entró en mí, repugnante y viscoso… Yo ya lo conocía.
Yennefer me lo enseñó en el santuario… Pero a aquella mujer no pensaba
permitírselo… Así que simplemente empujé aquello que estaba penetrándome,
lo empujé y lo eché de mí con toda a fuerza que podía. Y la mujer alta se dobló y
se estremeció como si le hubieran dado un puñetazo, dio dos pasos para atrás…
Y le salió sangre por la nariz. Por los dos agujeros.
Vysogota guardaba silencio.
– Y yo -Ciri alzó la cabeza-comprendí de pronto lo que había pasado. De
pronto sentí la Fuerza dentro de mí. La había perdido allá, en el desierto de
Korath, había renunciado a ella. Y ella, aquella mujer, me dio la Fuerza, puso el
arma en mi mano. Aquélla era mi oportunidad.
Kenna se tambaleó y se sentó pesadamente en la arena, moviendo la cabeza
y tocando el suelo como borracha. La sangre brotaba de su nariz y se derramaba
por los labios y la barbilla.
– ¿Qué pasa…? -Andrés Fyel se levantó, pero de pronto se agarró la cabeza
con las dos manos, abrió la boca, de sus labios surgió un grito. Con los ojos muy
abiertos miró a Stigward, pero de la nariz y la boca del pirata también salía la
sangre y en sus ojos surgía una niebla. Andrés cayó de rodillas, mirando a
Neratin Ceka, que estaba a un lado y contemplaba todo con serenidad…
– Nera… tin… Ayuda…
Ceka no se movió. Miró a la muchacha. Ésta volvió sus ojos hacia él, y él
se estremeció.
– No hace falta -le previno él con rapidez-. Estoy de tu lado. Quiero
ayudarte. Deja, te cortaré las ligaduras… Aquí tienes un cuchillo, ábrete tu
misma el collarín. Yo traeré los caballos.
– Ceka… -surgió de la sofocada laringe de Andrés Fyel-. Traidor…
La muchacha lo golpeó con la mirada y cayó sobre Stigward, que yacía
inmóvil en posición fetal. Kenna seguía sin poder levantarse. La sangre le
salpicaba en gruesas gotas el pecho y el vientre.
– ¡Alarma! -gritó de pronto Chloe Stitz, saliendo de detrás de la choza y
tirando a un lado una costilla de carnero-. ¡Alarmaaa! ¡Silifantl ¡Skellen! ¡La
muchacha escapa!
Ciri ya estaba en la silla. Tenía la espada en la mano.
– ¡Yaaaaa, Kelpa!
– ¡Alarmaaa!
Kenna arañó la arena. No podía levantarse. Tampoco le obedecían los pies,
eran como de madera. Una psiónica, pensó. Me he topado con una
superpsiónica. La muchacha es diez veces más fuerte que yo… Menos mal que
no me ha matado… ¿Por qué milagro sigo todavía consciente?
Desde las casas se acercaba ya un grupo a cuya cabeza iban Ola Harsheim,
Bert Brigden y Til Echrade, y se apresuraron también a la plaza los guardianes
del torno Dacre Silifant y Boreas Mun. Ciri se volvió, aulló, galopó hacia el río.
Pero también desde allí acudían ya hombres armados.
Skellen y Bonhart salieron del concejo. Bonhart tenía la espada en la mano.
Neratin Ceka gritó, se acercó a ellos con el caballo y los derribó. Luego,
directamente desde la silla, se tiró sobre Bonhart y lo sujetó al suelo. Rience
apareció en el umbral y miraba como atontado.
– ¡Agarradla! -gritó Skellen, levantándose-. ¡Agarradla o matadla!
– ¡Viva! -gritó Rience-. ¡Vivaaa!
Kenna vio cómo le hacían alejarse a Ciri de la empalizada del río, cómo
daba la vuelta y se lanzaba en dirección al torno. Vio cómo Cabernik Turent se
acercaba y quería tirarla de la silla, vio cómo brilló la espada, vio cómo del
cuello de Turent fluía una línea de color carmín. Dede Vargas y Fripp el Joven
también lo vieron. No se decidieron a ponerse en el camino de la muchacha, se
metieron entre las chozas.
Bonhart se levantó, con un golpe del pomo de la espada alejó a Neratin
Ceka y le dio un tajo terrible, oblicuo, en el pecho. Y al momento saltó detrás de
Ciri. El herido y sangrante Neratin Ceka consiguió todavía agarrarlo por el pie,
sólo lo soltó cuando resultó clavado a la arena de un pinchazo. Pero aquellos
pocos segundos fueron suficientes.
La muchacha espoleó a la yegua al pasar ante Silifant y Mun. Skellen,
inclinado como un lobo, venía corriendo desde la izquierda, moviendo la mano.
Kenna vio cómo algo brillaba en el vuelo, vio cómo la muchacha se agitaba y se
tambaleaba en la silla, y cómo de su rostro brotaba una fuente de sangre. Se
inclinó hacia atrás de forma que por un instante yació con la espalda sobre las
ancas de la yegua. Pero no cayó, se enderezó, se sujetó en la silla, aferrándose al
cuello del caballo. La yegua negra pisoteó a los hombres armados y se lanzó
directamente hacia el torno. Detrás de ella corrían Mun, Silifant y Chloe Stitz
con una ballesta.
– ¡No va a saltar! ¡La tenemos! -gritó Mun triunfante-. ¡Ningún caballo
salta siete pies!
– ¡No dispares, Chloe!
Chloe Stitz no lo oyó en el griterío general. Se detuvo. Se puso la ballesta a
la mejilla. Todo el mundo sabía que Chloe no fallaba nunca.
– ¡Un cadáver! -gritó-. ¡Un cadáver!
Kenna vio cómo un hombre de baja estatura, cuyo nombre no sabía, se
acercó, alzó una ballesta y disparó de cerca a Chloe en el pecho. El virote la
atravesó de parte a parte en una explosión de sangre. Chloe cayó sin un gemido.
La yegua negra galopó hasta el torno, echó ligeramente hacia atrás la
cabeza. Y saltó. Se alzó y voló por encima de la puerta, extendiendo con gracia
las patas delanteras se deslizó como una negra línea de terciopelo. Los cascos
traseros, recogidos, ni siquiera rozaron la viga superior.
– ¡Dioses! -gritó Dacre Silifant-. ¡Por los dioses, qué caballo! ¡Vale su peso
en oro!
– ¡La yegua para el que la atrape! -gritó Skellen-. ¡A los caballos! ¡A los
caballos y a perseguirla!
A través del tomo por fin abierto galopó un grupo en persecución, alzando
polvo. Delante de todos, en cabeza, cabalgaban Bonhart y Boreas Mun.
Kenna se levantó con esfuerzo. Y al momento se tambaleó y se sentó
pesada en la arena. Le hormigueaban dolorosamente los pies.
Cabernik Turent no se movía, yacía en un charco de sangre con las piernas
y brazos muy abiertos. Andrés Fyel intentaba levantar al todavía inconsciente
Stigward.
Encogida en la arena, Chloe Stitz parecía pequeña como un niño.
Ola Harsheim y Bert Brigden trajeron a Skellen al hombre de baja estatura,
el que había matado a Chloe. Antillo suspiró. Y hasta tiritaba de rabia. De la
bandolera que llevaba cruzada al pecho extrajo una segunda estrella de metal,
como la que hacía un instante había herido el rostro de la muchacha.
– Que te trague el infierno, Skellen -dijo el hombre de baja estatura. Kenna
recordó su nombre. Mekesser. Jediah Mekesser. Un gemmeriano. Lo había
conocido en Rocayne.
Antillo se encorvó, agitando la mano con brusquedad. La estrella de seis
puntas aulló en el aire y se clavó profunda en el rostro de Mekesser, entre el ojo
y la nariz. Ni siquiera gritó, comenzó sólo a temblar espasmódicamente y con
fuerza en el abrazo de Harsheim y Brigden. Tembló largo rato, y le
entrechocaban tanto los dientes que todos volvieron la cabeza. Todos menos
Antillo.
– Sácale mi orión, Ola -dijo Stefan Skellen, cuando el cadáver por fin colgó
inerte en los brazos que le sujetaban-. Y meted a esta carroña en el estercolero,
junto con esa otra carroña, ese hermafrodita. Que no quede ni rastro de estos
asquerosos traidores.
De pronto aulló el viento, fluyeron las nubes. De pronto hizo mucho frío.
La guardia se llamaba sobre los muros de la ciudadela. Las hermanas Scarra
roncaban a dúo. LeCoq meaba haciendo mucho ruido en una bacinilla vacía.
Kenna se subió la manta hasta la barbilla.
No alcanzaron a la muchacha. Desapareció. Simplemente desapareció.
Bóreas Mun -increíble-perdió el rastro de la yegua mora al cabo de unas tres
millas. De pronto, sin advertencia, se hizo la oscuridad, el viento dobló los
árboles casi hasta el suelo. Rompió a llover, incluso bramaron los truenos,
brillaron los rayos.
Bonhart no desistía. Volvieron a Licornio. Se gritaron los unos a los otros:
Bonhart, Antillo, Rience y el cuarto, la enigmática e inhumana voz chillona.
Luego pusieron en pie a toda la hansa, excepto a aquéllos que -como yo-no
estaban en estado de viajar. Juntaron a unos campesinos con antorchas, se
metieron en el bosque. Volvieron hacia el alba.
Volvieron sin nada. Descontando el miedo que tenían en los ojos.
Los rumores, recordaba Kenna, sólo comenzaron algunos días después. Al
principio todos tenían miedo de Antillo y Bonhart. Éstos estaban tan rabiosos
que era mejor quitarse del paso. Por cualquier palabra descuidada hasta Bert
Brigden, el oficial, recibió un palo con el asta del guincho.
Pero luego se habló de lo que había pasado durante la persecución. Del
pequeño unicornio de paja que creció de pronto hasta el tamaño de un dragón y
asustó a los caballos de tal modo que los jinetes cayeron al suelo, sólo por un
milagro no se rompieron los cuellos. Y de la cabalgada celestial de espectros de
ojos de fuego montados en esqueletos de caballos y conducidos por el terrible
esqueleto de un rey que ordenaba a su servidores fantasmas que borraran las
huellas de los cascos de la yegua negra con los jirones de sus capas. Del macabro
coro de chotacabras que gritaban «¡Liiic-oorr de sangre, liiic-oorr de sangre!».
De los aullidos terroríficos de la fantasmagórica beann'shie, la mensajera de la
muerte…
Viento, lluvia, nubes, arbustos y árboles de formas fantásticas, sumados al
miedo que grandes ojos ha, como dijo Boreas Mun, que, al fin y al cabo, allí
también estuvo. Ésa era toda la explicación. ¿Y los chotacabras? Los
chotacabras, como chotacabras, añadió, siempre gritan.
¿Y el rastro, las huellas de los cascos que de pronto desaparecen, como si el
caballo hubiera echado a volar?
El rostro de Bóreas Mun, rastreador capaz de rastrear a un pez en el agua,
se endurecía ante esta pregunta. El viento, el viento borró las huellas con arena y
hojas. No había otra explicación posible.
Algunos hasta lo creyeron, recordó Kenna. Algunos hasta creyeron que
todo aquello habían sido fenómenos naturales o quimeras. Y hasta se rieron de
ellos.
Pero dejaron de reírse. Después de Dun Dáre. Después de Dun Dáre ya no
se volvió a reír nadie.
Cuando la vio, retrocedió inconscientemente, tomando aire.
Ella había mezclado grasa de ganso con tizones de la chimenea, haciendo
una gruesa masa con la que había ennegrecido las cuencas de los ojos y los
párpados, alargando las líneas hasta las orejas y las sienes.
Tenía el aspecto de un demonio.
– Desde el cuarto islote hasta el bosque alto, por el mismo margen -él
repitió las indicaciones-. Luego siguiendo el río hasta los tres árboles secos,
desde allí por la arboleda de sauces directa hacia el oeste. Cuando aparezcan los
pinos, cabalga al borde y cuenta las sendas. Tuerces en la novena y luego no
tuerzas ya más. Luego vendrá la aldea de Dun Dáre, el arrabal está en su parte
norte. Unas cuantas cabañas. Y detrás de ellas, en el cruce, la taberna.
– Lo recuerdo. Lo encontraré, no te preocupes.
– Sobre todo ten cuidado con los meandros del río. Guárdate de los sitios
donde los arbustos son escasos. De los lugares de centinodias crecidas. Y si
acaso te sorprendiera la oscuridad antes del bosque de pinos, detente y espera la
mañana. En ningún caso cabalgues por el pantano de noche. Ya es casi luna
nueva, y para colmo hay nubes…
– Lo sé.
– Si se trata del País de los Lagos… Dirígete al norte, por las colinas. Evita
los caminos principales, los caminos principales están llenos de soldados.
Cuando llegues a un río, a un gran río, que se llama Sylte, llevarás más de la
mitad del camino.
– Lo sé. Tengo el mapa que me dibujaste.
– Ah, sí, cierto.
Ciri comprobó de nuevo los atalajes y la alforja. Maquinalmente, sin saber
qué decir. Intentando evitar lo que al fin y al cabo era necesario decir.
– Ha sido un placer tenerte, brujilla -él se le adelantó-. De verdad. Adiós,
brujilla.
– Adiós, ermitaño. Gracias por todo.
Ya estaba sentada en la silla, ya se aprestaba a espolear a Kelpa, cuando él
se acercó y la agarró de la mano.
– Ciri. Quédate. Espera que pase el invierno…
– Llegaré al lago antes de los hielos. Y luego, si es tal y como dijiste, ya
nada va a tener significado. Volveré por el telepuerto a Thanedd. A la escuela de
Aretusa. A doña Rita… Vysogota… Cuánto tiempo hace de ello…
– La Torre de la Golondrina es una leyenda. Recuerda. Sólo una leyenda.
– Yo también soy sólo una leyenda -dijo con amargura-. De nacimiento.
Zireael, Golondrina, Niña de la Sorpresa. Elegida. Niña del destino. Hija de la
Vieja Sangre. Me voy, Vysogota. Que tengas salud.
– Que tengas salud, Ciri.
La posada en el cruce detrás de los arrabales estaba vacía. Cyprian Fripp el
Joven y sus tres camaradas habían prohibido el acceso a los lugareños y
espantado a los viajeros. Ellos, sin embargo, festejaban y bebían días enteros,
sentados en aquel local frío y lleno de humo, que apestaba como suelen apestar
las posadas en invierno, cuando no se abren las ventanas ni la puerta: a sudor,
gatos, ratones, calcetines, madera de pino, de abedul, grasa, ceniza y ropa
húmeda y humeante de vapor.
– Vaya una perra suerte -repitió quizás por centésima vez Yuz Jannowitz,
gemmeriano, haciendo una señal a las sirvientas para que trajeran vodka-. Así se
pudra el Antillo. ¡Hacernos quedar en este pueblo de mierda! ¡Mejor irse con la
patrulla por esos bosques!
– Anda que no estás tonto -le respondió Dede Vargas-. ¡Allá afuera hace un
frío del copón! Yo prefiero a lo calentito. ¡Y cabe las mozas!
Le dio una palmada con ímpetu a la muchacha en la nalga. La muchacha
chilló, no demasiado convincente y con evidente indiferencia. Era, la verdad sea
dicha, algo retrasada. El trabajo en la posada sólo le había enseñado que si daban
palmadas o pellizcaban, había que chillar.
Ya al segundo día de estar allí, Cyprian Fripp y sus compañeros se habían
lanzado sobre las dos mozas de servicio. El posadero tenía miedo de protestar y
las muchachas eran demasiado poco despiertas como para pensar en protestar. La
vida les había enseñado ya que si una moza protesta, le pegan. Así que más
razonable era esperar a que se aburrieran.
– La Falka ésa -Rispat La Pointe, aburrido, retomó el otro tema estándar de
sus aburridas conversaciones nocturnas-la giñó allá en los bosques, sus digo. ¡Yo
vi cómo entonces el Skellen le jodio la jeta con un orión, y cómo la sangre le
retañaba como una fuente! ¡De ello, sus digo, no pudo reposarse!
– Antillo falló -dijo Yuz Jannowitz-. No más la rozó con el orión. Cierto
que le hizo en la jeta no poco daño. Mas, ¿acaso estorbara aquello a la moza para
saltar por encima del torno? ¿Se cayó del caballo? ¡No te jode! Y luego midieron
el torno: siete pies y dos pulgadas, te cagas. ¿Y qué? ¡Lo saltó! Y entre la silla y
el culo no podrías haber metido ni el filo de un chuchillo.
– Le brotaba la sangre como de una tina -protestó Rispat La Pointe-.
Cabalgó, cabalgó y luego se cayó y la giñó en algún barranco, los lobos y los
pájaros se comieron la carroña, las martas lo terminaron y los gusanos
arrelimpiaron las güellas. ¡Sacabó, deireádh! De modo que nosotros, sus digo,
estamos aquí esperando en vano, bebiéndonos las perras. ¡Y es por esto porque a
la zorra ésa no se la ve!
– No puede ser así porque de la muerta ni rastro que ha quedao -dijo Dede
Vargas con seguridad-. Siempre algo queda, el cráneo, las caerás, algún güeso
gordo. Rience, el fechicero, por fin dará con Falka. Y entonces sabrá acabao to.
– Y pué que entonces nos den caza de tal modo que hasta con gusto nos
vamos a acordar de esta vagüancia y de esta puta pocilga. -Cyprian Fripp el
Joven pasó su aburrida mirada por la pared de la posada, de la que se conocía ya
cada clavo y cada mancha-, Y de este puto aguardiente. Y de las dos éstas, que
apestan a cebolla y cuando las follas se están quietas como ganao, miran al techo
y se rebuscan en los dientes.
– Cualquier cosa mejor que este coñazo -sentenció Yuz Jannowitz-. ¡Hasta
dan ganas de echarse a gritar! ¡La puta, hagamos algo! ¡Lo que sea! ¿Le
prendemos fuego al pueblo, o así?
Chirriaron las puertas. El sonido era tan poco cotidiano que los cuatro se
levantaron.
– ¡Fuera! -gritó Dede Vargas-. ¡Lárgate, abuelo! ¡Pordiosero! ¡Apestoso!
¡Fuera, a la calle!
– Déjalo -Fripp agitó una mano aburrida-. Ves, carga una gaita. Es un viejo
rondador, a lo seguro antaño soldado, que tocando y cantando por las tabernas
gánase en algo la vida. En la calle diluvia y yela. Que se siente aquí…
– Pero lejitos de nosotros. -Yuz Jannowitz le señaló al abuelete dónde tenía
que sentarse-. Pos nos llena de pulgas. Ende aquí veo cómo se le comen. Se diría
que no son pulgas sino tortugas.
– ¡Dale alguna vianda, posadero! -Fripp el Joven hizo un gesto de mando-.
¡Y a nosotros aguardiente!
El vejete se quitó de la cabeza un gran gorro de piel y con gracia extendió a
su alrededor un hedor terrible.
– Gracias os sean dadas, vuesas mercedesas -dijo-. Puesto que hoy es la
vegilia de Saovine, es fiesta. Y en fiesta no cuadra que se eche a naide, para que
se moje y se yeie en la lluvia. Lo que cuadra en día de fiesta es envitar…
– Es verdad. -Rispat La Pointe se dio una palmada en la frente-.
¡Ciertamente hoy es la vegilia de Saovine! ¡El final de octubre!
– La noche de los prodigios. -El vejete sorbió la sopa aguada que le habían
traído-. ¡Noche de los fantasmas y los espetros!
– ¡Jojó! -dijo Yuz Jannowitz-. ¡El vejete, veréis, nos va a enregalar con un
cuento de viejas!
– Que nos enregale -bostezó Dede Vargas-. ¡Cualquier cosa mejor que este
coñazo!
– Saovine -repitió el abatido Cyprian Fripp el Joven-. Ya hace cinco
semanas desde Licornio. Y dos semanas ya que andamos aquí encaramaos. ¡Dos
putas semanas, ja!
– La noche de los moustros. -El vejete lamió la cuchara, eligió algo con un
dedo del fondo del cuenco y se comió ese algo-. ¡La noche de los espetros y de
los encantamientos!
– ¿Y no lo decía yo? -Yuz Jannowitz sonrió-. ¡Habremos cuento de viejas!
El anciano se enderezó, se rascó y dio un hipido.
– La vegilia de Saovine -comenzó con énfasis-, la última noche antes de
que suba la nueva de noviembre, es pa los elfos la última noche del año viejo.
Cuando nace el nuevo día, ya es para los elfos el año nuevo. De modo que hay
costumbre entre los elfos en la noche de Saovine prender todos los fuegos de la
casa y alrededores con una astilla embreada y guardar bien los restos de la astilla
hasta mayo, y con la misma, enchiscar el fuego de Belleteyn, entonces, dicen,
habrá abundancia. Y no sólo la gente elfa sino y muchos de entre los nuestros
hacen lo mismo. Para que de las ánimas malvadas salvaguardar…
– ¡Ánimas! -bufó Yuz-. ¡Escuchad nomás lo que este patán chamulla!
– ¡Ésta es la noche de Saovine! -anunció el viejo con voz emocionada-. ¡En
tal noche los espíritus rondan por la tierra! ¡Los espíritus de los muertos llaman a
la ventana, dejadnos pasar, gimen, dejadnos! Entonces hay que dar miel, y
gachas, y todo presto regarlo con vodka…
– La vodka yo me la prefiero regar a mí mesmo en el gaznate -se rió Rispat
La Pointe-. Y tus espíritus, viejo, me puen besar aquí.
– ¡Oh, vuesa mercedesa, no hagáis bromas de los espíritus, que bien
pudieran oírlo, y son rencorosos! ¡Hoy es la vegilia de Saovine, noche de los
espetros y encantamientos! Aguzar el oído, ¿escucháis cómo algo alredor toca y
llama? Son los muertos que acuden del otro mundo, quieren colarse en las casas
para calentarse al fuego y comer en abundamiento. Allá, por los riscales
desnudos y los bosques sin hojas, aulla el viento y el cierzo, los pobres espíritus
se congelan, entonces vanse para los hogares donde hay fuego y calor. Entonces
no hay que olvidar poner viandas en una cazuela en la esquina, o bien en los
pajares, puesto que si las ánimas no hallaran allí nada, a la medianoche meterán
el hocico en la casa para buscar…
– ¡Oh, dioses! -susurró con fuerza una de las mozas de servicio, y
enseguida chilló porque Fripp le había pellizcado en el trasero.
– ¡No es mal cuento! -dijo Fripp-. ¡Mas pa ser bueno aún falta mucho!
¡Dadle, tabernero, una jarra de cerveza meona al viejo, pué que entonces le salga
bueno! ¡Un buen cuento de espíritus, muchachos, conócese porque a las mozas
que lo escuchan les pues pillizcar y ni se enteran!
Los hombres rieron, se escucharon los chillidos de las mozas, a las que se
les comprobaba el estado de escucha. El viejo dio un sorbo de cerveza caliente,
haciendo mucho ruido y eructando.
– ¡Mas ni se te ocurra aposentarte y dormirte! -le advirtió Vargas
amenazador-. ¡No te irás de rositas! ¡Cuenta, canta, sopla la gaita! ¡Que haya
parranda!
El viejo abrió la boca en la que un único diente aparecía como mojón de
camino en una negra estepa.
– ¡Mas vuesa mercedesa, que hoy es Saovine! ¿Qué música, ni qué
cánticos? ¡La música de Saovine es el cierzo a la ventana! ¡Son los lobisomes y
los vamperos que agullan, los mamunios que relinchan y gimen, los gules que
rechinan los dientes! La beann'shie gaña y grita, y quien escuchara los sus gritos,
a ése de seguro le está escrita pronta muerte. ¡Todos los malos espíritus
abandonan sus guaridas, las meigas vuelan al último conciliábulo antes del
invierno! ¡Saovine es noche de los espetros, los moustros y los aparecidos! ¡No
entréis al bosque, porque sus devorará la floresta! ¡No paséis por el camposanto,
porque el muerto se os puede trajinar! Y lo mejor no salir del chozo, y para
mayor certidumbre clavar en la esquina un cuchillo nuevo de yerro, que con él
no se atreven los malos. Las mujeres que celen de los niños, puesto que en la
noche de Saovine bien pudiera una rusalka o llorona robar al niño, en su lugar
poniendo un repelente mutante. ¡Y la moza preñada mejor que no se asome
afuera, no sea que una nocturnala le eche mal de ojo al niño en el vientre! En
lugar de un niño parirá una estrige con dientes de yerro…
– ¡Oh, dioses!
– Con dientes de yerro. Primero a la madre la teta le come. Luego las
manos le come. La mejilla le come… Uh, pero cuidao que mantrao hambre…
– Tomar mi güeso, tiene carne entoavía. ¡Comer más no es sano pa la vejez,
que sus podéis atragantar y agogar, ja, ja! Y tú, eh, moza, dale más cerveza.
¡Venga, viejo, relata más de los espíritus!
– Saovine, vuestras mercedesas, es la última noche en que los fantasmas
pueden andurrear, que luego los yelos les quitan las fuerzas, y se van al Abismo,
bajo tierra, de donde ya no sacan los hocicos en todo el invierno. Por eso es de
Saovine hasta febrero, hasta la fiesta de Imbaelk, el mejor tiempo para acudir a
lugares inmundos y buscar allá los tesoros. Si, pongamos, en tiempo de calores,
se arrebusca junto a un túmulo de wichtes, como que dos y dos son cuatro que se
despierta el wicht, salta todo rabioso y devora al arrebuscador. Y de Saovine a
Imbaelk rasca y rebusca las fuerzas que tenga: el wicht duerme profundo como
el oso viejo.
– ¡Las cosas que se inventa el viejo descarao!
– No más que la verdad, vuesas mercedesas. Sí, sí. Mágica es la noche de
Saovine, horrible, mas y aun es la mejor para profecías y augurios todos. En tal
noche merece la pena echar las cartas, y adivinar con ios güesos, y la mano, y
con el gallo blanco, y la cebolla, y el queso, de las tripas de los conejos, de un
murciégalo muerto…
– ¡Fu!
– La noche de Saovine es noche de espetros y fantasmas… Más vale
quedarse en casa. Toda la familia… Junto al fuego…
– Toda la familia -repitió Cyprian Fripp, enseñando de pronto los dientes de
ave de presa a sus camaradas-. Toda la familia, ¿sus dais cuenta? ¡Junto con la
lista ésa que ende hace una semana por no sé qué viajes se esconde!
– ¡La herrera! -se imaginó al momento Yuz Jannowitz-. ¡La rubia garbosa!
Cuidado que tienes cabeza, Fripp. ¡Hoy igual la cogemos en la palloza! ¿Qué,
muchachos? ¿Hacemos una visita al cotarro de la herrera?
– Uuuh, pero ya mismito. -Dede Vargas se estiró con fuerza-. Sus lo digo,
ante los míos ojos la tengo, a la herrera, andurreando por el pueblo, esas tetillas
saltaronas, este culillo redondete… Había que haberla echao mano entonces, sin
esperar, pero Dacre Silifant, ese tonto maestresala… ¡pero agora no está aquí el
Silifant y la herrera está en su chozo! ¡Esperando!
– En esta aldea hemos rajao ya al alcalde. -Rispat enarcó las cejas-. Le
pateamos al cabronazo que vino a su sucorro. ¿Más muertos necesitamos? El
herrero y su hijo son membrudos como robles. Con miedo no nos los llevamos.
Habrá que…
– Mutilar -terminó Fripp tranquilo-. Sólo amutilarlos un poco, no más.
Terminarsus la cerveza, aderecémonos y pal pueblo. ¡Nos vamos a festejar el
Saovine! ¡Vamos a rellenar una zamarra con los pelos pafuera, nos liamos a
berrear y a loquear, los paletos pensarán que son los diablos o los wichtes!
– ¿Nos traemos a la herrera paca, a las habitaciones, o nos antrenemos
como en nuestra tierra, a lo gemmeriano, ante los ojos de la familia?
– Lo uno no quita lo otro. -Fripp el joven miró a la noche a través de la
ventana-. ¡Vaya un viento más cojonudo, joder! ¡Hasta los álamos se doblan!
– ¡Oh, jo, jo! -dijo el viejo desde detrás de su jarra-. ¡No es el viento,
mercedesas, no es el cierzo eso! Son las hechiceras que se apresuran a su
aquelarre montadas en sus escobas, algunas en sus almireces y sus morteros,
limpian las huellas tras de sí con las escobas. ¡No ha escape, si alguna de las
tales en el bosque se le cruza en el camino a un hombre y le sale a la zaga, no ha
escape! ¡Y ella tiene, oh, así los dientes!
– ¡Abuelo, vete a asustar a los niños con tus fechiceras!
– ¡No habléis, señor, en mala hora! ¡Pues y aún os diré que las peores
hechiceras, ese estamento de condesas y princesas hechiceriles, jo, jo, ésas no en
escobas, no en morteros ni almireces vuelan, no! ¡Ésas cabalgan en sus gatos
negros!
– ¡Je, je, je, je!
– ¡Cierto es! Puesto que la vegilia de Saovine es la única noche del año en
que los gatos hechiceriles se transforman en yeguas negras como la pez. Y pobre
de aquél que en noche negra como boca de lobo oyera el golpeteo de cascos y
viera a una hechicera en su yegua negra. Quien con tal hechicera se encontrara,
no escapará a la muerte. ¡Lo arrastrará la hechicera como el viento a la hoja, lo
llevará al otro mundo!
– ¡Cuando volvamos terminas! ¡Y concibe un cuento bueno, viejo de los
cojones, y arrefina la gaita! ¡Cuando volvamos habrá aquí jarana! ¡Se bailará
aquí y se joderá a la señora herrera…! ¿Qué pasa, Rispat?
Rispat La Pointe, que había salido al corral para aliviar la vejiga, volvió
corriendo, y tenía el rostro tan blanco como la nieve. Gesticulaba violentamente,
señalando a la puerta. No consiguió pronunciar ni una palabra. Y no era
necesario. Desde la calle les llegó el donoso relincho de un caballo.
– Una yegua mora -dijo Fripp con el rostro casi pegado al cristal de la
ventana-. La misma yegua mora. Es ella.
– ¿La hechicera?
– Falka, idiota.
– ¡Es su espíritu! -Rispat tomó aire con violencia-. ¡Un fantasma! ¡Ella no
pudo sobrevivir! ¡Murió y regresa como fantasma! En la noche de Saovine.
– Vendrá en noche negra como boca de lobo -murmuró el viejo, apretando
la jarra vacía contra la tripa-. Y quien con ella se encuentre, no escapará a la
muerte…
– ¡A las armas, tomar las armas! -dijo Fripp, febril-. ¡Apriesa! ¡A ambos
laos de la puerta! ¿No entendéis? ¡La fortuna nos sonríe! ¡Falka nada sabe de
nosotros, vino acá para calentarse, los yelos y la hambre la sacaron de su bujero!
¡Derecha a nuestras manos! ¡Antillo y Rience nos llenarán de oro! Tomar las
armas…
Las puertas chirriaron.
El vejete se dobló sobre la tabla de la mesa, entrecerró los ojos. Veía mal.
Tenía los ojos cansados, arruinados por el glaucoma y una conjuntivitis crónica.
Además, la taberna estaba oscura y llena de humo. Por ello el abuelete apenas
vio a la delgada figura que entró a la casa desde el zaguán, vestida con un jubón
de piel de almizclera, con una capucha y un pañuelo que le escondían el rostro.
A cambio el viejo tenía un buen oído. Escuchó un apagado grito de una de las
mozas de servicio, el golpeteo de los zuecos de la otra, la maldición a media voz
del posadero. Escucho el tintineo de las espadas en las vainas. Y la voz baja,
venenosa, de Cyprian Fripp:
– ¡Te tenemos, Falka! No nos esperabas aquí, ¿eh?
– Os esperaba -escuchó el vejete. Y tembló con el sonido de aquella voz.
Vio el movimiento de la figura delgada. Y escuchó un suspiro de miedo. Un
ahogado grito de una de las mozas. No pudo ver que la muchacha llamada Falka
se había quitado la capucha y el pañuelo. No pudo ver el rostro terriblemente
mutilado. Ni los ojos pintados con una pasta de grasa y tizones de modo que
parecían los ojos de un demonio.
– No soy Falka -dijo la muchacha. El abuelete de nuevo contempló un
rápido y desdibujado movimiento, algo ígneo brilló a la luz de las lámparas-.
Soy Ciri de Kaer Morhen. Soy una bruja. He venido aquí para matar.
El abuelete, que en su vida había visto más de una pelea de taberna, tenía
un método elaborado para escapar a las injurias: zambullirse bajo la mesa,
encogerse mucho y agarrarse con fuerza a las patas de la mesa. Desde esa
posición, está claro, ya no podía ver nada. Y tampoco quería. Se aferraba
espasmódico a la mesa, y la mesa ya recorría la habitación junto con el resto de
los muebles, entre golpeteos, chasquidos y crujidos, el sonido de pesadas botas,
maldiciones, gritos, gemidos y el tintineo del acero.
Una moza de servicio gritaba penetrantemente sin parar.
Sobre la mesa rodó alguien, desplazando al mueble junto con el viejo
agarrado a él, cayó al suelo a su lado. El viejo gritó al sentir cómo le salpicaba la
sangre caliente. Dede Vargas, el que le había querido echar al principio -el viejo
lo reconoció por los botones de azófar en el jubón-lanzaba macabros chillidos, se
retorcía, lanzaba sangre, agitaba con las manos a su alrededor. Uno de sus golpes
impotentes le acertó al anciano en un ojo. El abuelete ya no pudo ver
absolutamente nada. La muchacha que gritaba se atragantó, se calló, tomó aire y
comenzó a gritar de nuevo, en una entonación todavía más alta.
Alguien cayó con estrépito al suelo, de nuevo se extendió la sangre por el
recién fregado suelo de tablas de pino. El abuelete no reconoció quién había
muerto ahora. Era Rispat La Pointe, al que Ciri le había dado un tajo en el
cuello. No vio cómo Ciri realizaba una pirueta justo frente a Fripp y Jannowitz,
cómo atravesaba su guardia como una sombra, como humo gris. Jannowitz se
lanzó tras ella con un rápido y blando salto de gato. Era un espadachín diestro.
Apoyándose con seguridad en el pie derecho, golpeó con una larga y extendida
prima, apuntando al rostro de la muchacha, directamente a su horrible cicatriz.
No podía fallar.
Falló.
No consiguió protegerse. Ella lo cortó al azar, desde cerca, con las dos
manos, a través del pecho y la barriga. Y ella volvió a saltar, giró, y al tiempo
que escapaba de los tajos de Fripp, le rajó al retorcido Jannowitz por el cuello.
Jannowitz se derrumbó con la frente cayendo sobre un banco. Fripp saltó por
encima de banco y cadáver, lanzó un tajo rapidísimo. Ciri lo paró al bies, hizo
una media pirueta y dio un corto tajo en el muslo. Fripp se tambaleó, se tropezó
con la mesa, perdiendo el equilibrio, instintivamente extendió la mano. Cuando
apoyó la mano en la mesa, Ciri, con un rápido golpe, se la cortó.
Fripp levantó el muñón que despedía sangre, lo miró con atención, luego
miró a la mano que estaba sobre la mesa, y se derrumbó de pronto,
violentamente, con ímpetu posó el trasero sobre el suelo, exactamente igual que
si se hubiera resbalado con jabón. Una vez sentado gritó, y luego comenzó a
aullar, con un aullido salvaje, agudo y penetrante de lobo.
Encogido bajo la mesa y regado en sangre, el viejo escuchó cómo durante
un instante se oía aquel dueto espectral: los gritos monótonos de la moza de
servicio y los aullidos espasmódicos de Fripp.
La moza se calló primero, terminó sus inhumanos gritos con un chillido
quebrado. Fripp simplemente enmudeció.
– Mamá -dijo de pronto, muy claro y completamente consciente-. Mamá…
¿Qué es… qué es… lo que me ha pasado? ¿Qué me… pasa?
– Te estás muriendo -le dijo la muchacha del rostro mutilado.
Al viejo se le pusieron de punta los pocos pelos que le quedaban. Para
detener el temblor de los dientes los apretó con la manga de la aljuba.
Cyprian Fripp el Joven exhaló un sonido como si tragara con dificultad. Ya
no emitió más sonidos. Ninguno.
Reinaba el más absoluto silencio.
– Pero qué es lo que has hecho… -gimió el posadero en aquel silencio-.
Pero qué es lo que has hecho, muchacha…
– Soy una bruja. Mato monstruos.
– Nos colgarán… ¡Quemarán el pueblo y la posada!
– Mato monstruos -repitió, y en su voz de pronto apareció algo como
asombro. Como vacilación. Inseguridad.
El posadero gimió, suspiró. Y sollozó.
El abuelete salió poco a poco de debajo de la mesa, apartándose del cadáver
de Dede Vargas, de su rostro horriblemente cortado.
– En una yegua negra cabalgas… -murmuró-. En noche oscura como boca
de lobo… las huellas tras tuyo vas borrando…
La muchacha se volvió, le miró. Ya había tenido tiempo de cubrirse el
rostro con el pañuelo, desde encima del pañuelo lo contemplaban unos ojos
fantasmales rodeados por negros círculos.
– Quien se encuentra contigo -balbuceó el viejo-, no escapará a la muerte…
porque tú misma eres la muerte.
La muchacha lo miró. Largo tiempo. Y con bastante indiferencia.
– Tienes razón -dijo por fin.
En algún lugar en los pantanos, allá lejos, pero bastante más cerca que
antes, resonó de nuevo el aullido lastimero de la beann'shie.
Vysogota yacía en el suelo, sobre el que se había caído al levantarse de la
cama. Confirmó con espanto que no era capaz de levantarse. Su corazón
golpeaba, subía hasta la garganta, le estrangulaba.
Ya sabía a quién le anunciaba la muerte el grito nocturno del espíritu élfico.
La vida era hermosa, pensó. Pese a todo.
– Dioses… -murmuró-. No creo en vosotros… Pero si existís…
Un monstruoso dolor le explotó de pronto en el pecho, bajo el esternón.
Allá en los pantanos, lejos, pero bastante más cerca que antes, la beann'shie
chilló por tercera vez.
– ¡Si existís, proteged a la brujilla en su camino!
Capítulo undécimo
– ¡Tengo unos ojos muy grandes para verte bien! -gritó el lobato de hierro-.
¡Tengo unas garras muy grandes para poder agarrarte y abrazarte con ellas!
Todo lo tengo grande, todo, ahora te convencerás de ello. ¿Por qué me miras de
ese modo tan raro, muchachilla? ¿Por qué no respondes? La brujilla sonrió. -
Tengo una sorpresa para ti.
Flourens Delannoy, "La sorpresa", del tomo Cuentos y leyendas
Las adeptas estaban de pie e inmóviles delante de la suma sacerdotisa,
estiradas como cuerdas de laúd, tensas, mudas, ligeramente pálidas. Estaban
listas para el camino, preparadas hasta en los detalles más nimios. Ropas de viaje
masculinas, de color gris, unas zamarras cálidas, pero que no entorpecían los
movimientos, cómodas botas élficas. Los cabellos cortados de tal modo que
fuera fácil mantenerlos ordenados y limpios en los campamentos y durante las
marchas, para que no estorbaran durante el trabajo. Unos hatillos bien
empaquetados, pequeños, que sólo contenían víveres para el camino y los útiles
más imprescindibles. El resto se lo tenía que dar el ejército. El ejército en el que
se habían alistado.
Los rostros de las dos muchachas parecían serenos. Pero sólo en apariencia.
Triss Merigold veía que a ambas les temblaban ligeramente las manos y los
labios.
El viento agitaba las desnudas ramas de los árboles del parque del
santuario, hacía deslizarse las hojas secas sobre las placas de piedra del patio. El
cielo era de color granate. Una tormenta de nieve colgaba en el ambiente. Se la
sentía.
Nenneke interrumpió el silencio.
– ¿Habéis sido ya asignadas?
– Yo no -masculló Eurneid-. De momento voy a invernar en el campamento
de Wyzima. El comisario de enrolamientos dijo que en la primavera se detendrán
allá los destacamentos de los condottieros del norte… Voy a ser sanitaria de uno
de ellos.
– Yo ya tengo destino. -Iola Segunda sonrió apenas-. A la cirugía de campo,
con el señor Milo Vanderbeck.
– Que por lo menos no me traigáis vergüenza. -Nenneke repartió a ambas
adeptas sendas miradas amenazadoras-. Que no me deshonréis a mí, al santuario
ni el nombre de la Gran Melitele.
– Por supuesto que no, madre.
– Y hacedme el favor de cuidaros.
– Sí, madre.
– Vais a caeros de cansancio mientras estéis con los enfermos, no vais a
conocer el sueño. Tendréis miedo, os embargará la duda cuando veáis el dolor y
la muerte. Y en esos momentos fácil es echar mano de los narcóticos o de los
remedios excitantes. Tened cuidado con ellos.
– Lo sabemos, madre.
– La guerra, el miedo, la matanza y la sangre -la suma sacerdotisa las
atravesó con la mirada-también aflojan las costumbres, y para algunas actúan
como un fuerte afrodisíaco. Ahora mismo, mocosas, no podéis saber cómo va a
actuar sobre vosotras. Por favor, tened también cuidado con esto. Sin embargo, si
se llega a algo, tomad medios anticonceptivos. Si pese a todo alguna de vosotras
se metiera en problemas, entonces, ¡lejos de matasanos de estraperto y de viejas
de aldea! Buscad un santuario o mejor una hechicera.
– Lo sabemos, madre.
– Esto es todo. Ahora podéis acercaros a por mi bendición.
Les puso las manos sobre la cabeza, primero a una, luego a la otra, las
abrazó y las besó una detrás de la otra. Eurneid sorbió por la nariz. Iola Segunda
rompió a llorar sin más. Nenneke, aunque a ella misma los ojos le brillaban algo
más que de costumbre, bufó.
– Sin escenas, sin escenas -dijo, aparentando estar furiosa y crispada-. Vais
a una guerra normal y corriente. De allí se vuelve. Tomad los bártulos y hasta la
vista.
– Hasta la vista, madre.
Anduvieron a vivo paso hacia la puerta del santuario, sin volverse. La suma
sacerdotisa Nenneke, la hechicera Triss Merigold y el escribano Jarre las
acompañaron con la mirada.
Este último volvió sobre él la atención con un importuno carraspeo.
– ¿Qué pasa? -Nenneke puso sus ojos sobre él.
– ¡Se lo has permitido! -estalló el muchacho con pasión-. ¡A ellas, unas
mujeres, les has permitido alistarse! ¿Y a mí? ¿Por qué a mí no me está
permitido? ¿Tengo que seguir volviendo las páginas de pergaminos polvorientos,
aquí, detrás de estos muros? ¡No soy un inválido ni un cobarde! Es una
vergüenza para mí seguir aquí en el santuario cuando hasta las mujeres…
– Esas mujeres -le interrumpió la sacerdotisa-han estudiado durante toda su
joven vida las técnicas de curación y de restablecimiento, el cuidado de los
enfermos y heridos. Van a la guerra no por patriotismo ni deseo de aventura, sino
porque con toda seguridad allí habrá enfermos y heridos. ¡Un montón de trabajo,
de día y de noche! Eurneid, Iola, Myrrha, Katja, Prune, Debora y otras
muchachas son la aportación del santuario para esta guerra. El santuario, como
parte de la sociedad, paga a la sociedad su deuda. Da al ejército y a la guerra su
aportación: especialistas bien entrenadas. ¿Lo entiendes, Jarre? ¡Especialistas!
¡No carne de cañón!
– ¡Todos se alistan! ¡Sólo los cobardes se quedan en casa!
– Has dicho una tontería, Jarre -dijo Triss en voz alta-. No has entendido
nada.
– Yo quiero ir a la guerra… -La voz del muchacho se quebró-. Quiero
salvar a… Ciri…
– Vaya -dijo Nenneke con tono de burla-. El caballero andante quiere ir a
salvar a la dama de su corazón. En un caballo blanco…
Se calló al ver la mirada de la hechicera.
– Basta ya de todo esto, Jarre -reprendió al muchacho con la mirada-. ¡Te he
dicho que no te lo permito! ¡Vuelve a tus libros! Estudia. Tu futuro es la ciencia.
Vamos, Triss. No perdamos tiempo.
Sobre la tela extendida delante del altar había un peine de hueso, un anillo
barato, un libro de cubiertas raídas, un echarpe azul muy gastado. De rodillas,
inclinada sobre los objetos, estaba Iola Primera, la sacerdotisa de dones
proféticos.
– No te apresures, Iola -le advirtió Nenneke, quien estaba a su lado-.
Concéntrate poco a poco. No queremos una predicción repentina, no queremos
un enigma con mil respuestas. Queremos una imagen. Una imagen clara.
Absorbe el aura de estos objetos, pertenecían a Ciri, Ciri los tocó. Absorbe el
aura, poco a poco. No hay por qué apresurarse.
En el exterior aullaba el cierzo y se retorcía la ventisca. La nieve cubrió
muy deprisa los tejados y el patio del santuario.
Era el día decimonoveno de noviembre. Luna llena.
– Estoy lista, madre -dijo Iola Primera con su voz melodiosa.
– Comienza.
– Un momento. -Triss se levantó del banco como impulsada por un muelle,
arrojó de sus hombros la piel de chinchilla-. Un momento, Nenneke. Quiero
entrar en trance con ella.
– Eso es arriesgado.
– Lo sé. Pero yo quiero ver. Con mis propios ojos. Se lo debo. A Ciri…
Amo a esa muchacha como a una hermana menor. En Kaedwen me salvó la vida,
arriesgando su propia cabeza…
La voz de la hechicera se quebró de pronto.
– Lo mismito que Jarre. -La suma sacerdotisa meneó la cabeza-. Corres a
salvarla, a ciegas, a matacaballo, sin saber adonde ni por qué. Pero Jarre es un
muchachillo ingenuo, mientras que tú eres una maga adulta y al parecer sabia.
Debieras saber que no ayudas a Ciri entrando en trance. Y que sin embargo te
puedes perjudicar a ti misma.
– Quiero entrar en trance junto con Iola -repitió Triss, mordiéndose los
labios-. Permítemelo, Nenneke. Al fin y al cabo, ¿cuál es el riesgo? ¿Un ataque
de epilepsia? Incluso si así fuera, me sacas de él y en paz.
– Te arriesgas -dijo Nenneke muy despacio-a que veas aquello que no
debieras ver.
El Monte, pensó Triss con aprensión, el Monte de Sodden. En el que morí
una vez. En el que me enterraron y grabaron mi nombre en el obelisco de mi
tumba. El Monte y la tumba que algún día se acordarán de mí.
Lo sé. Ya me fue predicho antes.
– Yo ya he tomado mi decisión -dijo con voz fría y altiva, al tiempo que se
levantaba y echaba con las dos manos su hermoso pelo por detrás del cuello-.
Comencemos.
Nenneke se arrodilló, apoyó la frente en las manos juntas.
– Comencemos -dijo en voz baja-. Prepárate, Iola. Arrodíllate junto a mí,
Triss. Toma a Iola de la mano.
En el exterior era de noche. Aullaba el cierzo, caía la nieve.
Al sur, allá tras los Montes de Amell, en Metinna, en el país llamado Cien
Lagos, en un lugar alejado de la ciudad de Ellander y del santuario de Melitele
unos quinientos mil vuelos de cuervo, una pesadilla despertó bruscamente al
pescador Gosta. Al despertarse, Gosta no pudo recordar el contenido de lo que
había soñado, pero una extraña intranquilidad no le permitió volver a conciliar el
sueño durante mucho tiempo.
Todo pescador que conozca su oficio sabe que si hay que capturar una
perca, sólo se consigue con los primeros hielos.
El invierno de aquel año, aunque inesperadamente tempranero, se burlaba
de todos y era tan caprichoso como una mozuela hermosa y con éxito. Los
primeros hielos y las primeras nevadas dieron una desagradable sorpresa, como
un ladrón en una emboscada. Fue al principio de noviembre, hacia Saovine, en
una época en la que todavía nadie se esperaba nieves ni hielos y había un
montón de trabajo. Ya hacia la mitad de noviembre una delgada capita cubrió el
lago y cuando casi casi parecía que iba a poder sostener el peso de un hombre, el
caprichoso invierno cedió de pronto, volvió el otoño, redobló la lluvia, y la capa
humedecida por ella gimió, se desgajó de la orilla y la deshizo el cálido viento
del sur. ¿Qué diablos?, se asombraban los labradores. ¿Es invierno o no es
invierno?
No habían pasado ni tres días cuando volvió el invierno. Esta vez sin
nieves, sin ventiscas, pero a cambio el frío golpeaba como el herrero con el
martinete. Hasta hacía temblar los huesos. En el transcurso de una noche el agua
que se deslizaba por los aleros de los tejados se convirtió en afilados carámbanos
de hielo y los patos, sorprendidos por el hecho, a poco no se quedaron pegados a
los congelados cenagales.
Y los lagos de Mil Trachta lanzaron un suspiro y se quedaron petrificados
en forma de hielo.
Gosta esperó todavía un día, para estar seguro, luego sacó de la troje una
caja con una cuerda para llevarla al hombro, dentro de la cual tenía sus aparejos
de pesca. Limpió con cuidado sus botas de paja, tomó la zamarra, asió el punzón,
el saco y se apresuró al lago.
Ya se sabe: si se trata de la perca, lo mejor con el primer hielo.
El hielo era fuerte. Se rehundía un pelín bajo el peso, chirriaba algo, pero
resistía. Gosta avanzó perpendicularmente, abrió un hueco con el punzón, se
sentó sobre la caja, desenrolló la cuerda de pelo de caballo asida a una corta
verga de alerce, le prendió un pez de estaño con un gancho, la lanzó al agua. La
primera perca, de medio codo, picó el anzuelo antes de que cayera la cuerda y se
tensara.
No había pasado ni una hora cuando alrededor del agujero en el hielo
yacían ya más de medio centenar de peces verdes, rayados, con aletas tan rojas
como la sangre. Gosta tenía más percas de las que necesitaba, pero su euforia de
pescador no le permitía dejar de pescar. Al fin y al cabo, siempre podía regalar
los peces a los vecinos.
Escuchó un relincho agudo.
Alzó la cabeza del hueco. En la orilla del río había un hermoso caballo
negro, de los ollares le salía una nube de vaho. El jinete, vestido con un abrigo
de piel de almizclera, tenía el rostro embargado por la locura.
Gosta tragó saliva. Era demasiado tarde para salir huyendo. En lo más
profundo de su espíritu, sin embargo, contaba con que el jinete no se iba a
atrever a adentrarse con el caballo en el quebradizo hielo.
Seguía moviendo maquinalmente la caña, otra perca tiró de la cuerda. El
pescador la cogió, la desenganchó y la arrojó sobre el hielo. Con el rabillo de un
ojo vio cómo el jinete desmontaba, arrojaba las riendas a un desnudo arbusto y
se acercaba a él, pisando con precaución en la superficie resbaladiza. La perca se
agitaba en el hielo, estiraba la aleta puntiaguda, meneaba las agallas. Gosta se
levantó, se inclinó y tomó el punzón, que en caso de necesidad podía servirle de
arma.
– No tengas miedo.
Era una muchacha. Ahora, cuando se retiró el pañuelo del rostro, le vio la
cara, deformada por una horrible cicatriz. Llevaba una espada cruzada a la
espalda, veía la empuñadura de hermoso trabajo que surgía por encima del
hombro.
– No te haré nada malo -dijo en voz baja-. Sólo quiero preguntar por algo.
Sí, claro, pensó Gosta. Lo que tú digas. Justo ahora, en invierno. Durante la
helada. ¿Quién pasea o viaja? Sólo los ladrones. O algún desertor.
– Este país. ¿Es Mil Trachta?
– Cierto… -murmuró, mirando al agujero, al agua negra-. Mil Trachta. Pero
nostros decimos: Cien Lagos.
– ¿Y el lago de Tarn Mira? ¿Sabes de un lago así?
– Tos lo conocen. -Miró a la muchacha, asustado-. Ca en estos lares lo
decimos Sinfondo. Un lago maldito. Una jondura tremenda. Las ninfas moran
allí, ahogan al que pasa. Y en unas ruinas viejas y encantadas anidan las ánimas.
Vio cómo los ojos verdes de la muchacha brillaban.
– ¿Hay ruinas allí? ¿Una torre, quizá?
– ¡Qué va a haber una torre! -No consiguió contener un resoplido-. Unos
pedruscos encima dotros, amontonaos, tos llenos de yerbajos crecíos, montones
de cascotes…
La perca dejó de saltar, yacía moviendo las agallas entre sus hermanas de
coloreadas rayas. La muchacha se quedó absorta, pensativa.
– La muerte en el hielo -dijo-posee en sí misma algo como fascinante.
– ¿Lo qué?
– ¿Qué lejos queda de aquí el lago de las ruinas? ¿Por dónde hay que ir?
Se lo dijo. Se lo señaló. Incluso hizo un dibujo en el hielo con la punta
aguda del punzón. Movió la cabeza, mientras se lo aprendía. La yegua a la orilla
del lago golpeaba con los cascos en los terrones congelados, relinchaba, arrojaba
vaho con un sonido ronco.
Miró cómo se alejaba a lo largo de la orilla occidental del lago, cómo
galopaba por las aristas del barranco que bajaba hacia el agua, por delante de los
alisos y sauces sin hojas ya, a través del hermoso bosque de cuento de hadas,
decorado por la helada con un blanco baño de escarcha. La yegua mora corría
con una gracia indescriptible, veloz y al mismo tiempo ligera, apenas se podían
escuchar los golpeteos de sus cascos sobre el suelo helado, apenas expulsaba de
las ramas que golpeaba la nieve plateada. Como si por aquel bosque de cuento
de hadas escarchado y paralizado por la helada estuviera cabalgando no un
caballo normal, sino un caballo de cuento, un caballo fantasma.
¿Y no sería aquello una aparición?
¿Un demonio en un caballo espectral, un demonio que había tomado el
aspecto de una muchacha de grandes ojos verdes y rostro deforme?
¿Quién, si no un demonio, viaja en invierno? ¿Pregunta el camino a unas
ruinas malditas?
Cuando se fue, Gosta recogió a toda prisa sus avíos de pescador. Llegó a
casa cruzando el bosque. Era un camino más largo, pero la razón y el instinto le
aconsejaban que no fuera por el sendero, que no se expusiera a la vista. La
muchacha, le decía la razón, pese a todas las apariencias, no era un fantasma, era
un ser humano. La yegua mora no era una aparición sino un caballo. Y detrás de
los que cabalgan a toda prisa por despoblados, y para colmo en invierno, suelen
ir los perseguidores.
Una hora más tarde los perseguidores galoparon por el sendero. Catorce
jinetes.
Rience volvió a agitar el cofrecillo de plata, blasfemó, golpeó con rabia el
arzón de la silla. Pero el xenovoce guardaba silencio. Como si estuviera maldito.
– Mierda de magia -comentó Bonhart con voz fría-. Se jodio, vaya un
cacharro de feria.
– O Vilgefortz nos demuestra lo que le importamos -añadió Stefan Skellen.
Rience alzó la cabeza y los miró a ambos con ojos de enfado.
– Gracias al cacharro de feria estamos en la pista y no la perderemos.
Gracias al señor Vilgefortz sabemos adonde se dirige esta muchacha. Sabemos
adonde vamos y lo que tenemos que hacer. Opino que esto es mucho. En
comparación con vuestras acciones de hace un mes.
– No hables tanto. Eh, Bóreas, ¿qué dicen las señales?
Bóreas Mun se enderezó, tosió.
– Estuviera aquí como una hora antes que nosotros. Cuando puede, intenta
cabalgar deprisa. Mas éste es un terreno difícil. Ni siquiera en esa su yegua tan
extraordinaria nos lleva una ventaja de cinco o seis millas.
– Y en verdad se mete entre estos lagos -murmuró Skellen-. Vilgefortz tenía
razón, y yo no lo creí…
– Yo tampoco -reconoció Bonhart-. Pero sólo hasta el momento en que los
labriegos ayer confirmaran que en el lago Tarn Mira hay de verdad algún
constructo mágico.
Los caballos bufaron, el vaho les brotaba por los ollares. Antillo lanzó un
vistazo por su hombro izquierdo a Joanna Selborne. Desde hacía algunos días no
le gustaba el aspecto de la cara de la telépata. Se está poniendo nerviosa, pensó.
Esta persecución nos ha cansado a todos, física y psíquicamente. Ya es hora de
terminar. Lo más pronto posible.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Recordó el sueño que lo embargó la
noche anterior.
– ¡Vale ya! -Se sacudió-. Basta de meditaciones. ¡A los caballos!
Bóreas Mun bajó del caballo, observó las huellas. No era fácil. Con la tierra
completamente congelada, sobre los terrones, los montones de nieve, la nieve
empujada por el viento sólo se mantenía en los surcos y las hendiduras. En ellas
buscaba Boreas las pisadas de los cascos de la yegua mora. Tenía que prestar
mucha atención para no perder el rastro, sobre todo ahora cuando la voz mágica
que les llegaba de la cajita de plata se había callado y había dejado de prestarles
consejo y advertirles.
Estaba inhumanamente cansado. E intranquilo. Perseguían a la muchacha
desde hacía ya casi tres semanas, desde Saovine, desde la masacre de Dun Dáre.
Casi tres semanas sobre las sillas, todo el tiempo al acoso. Y ni la yegua mora ni
la muchacha que iba sobre ella desfallecían ni aminoraban la velocidad.
Bóreas Mun observaba las huellas.
No podía dejar de pensar en el sueño que le había asaltado la última noche.
En ese sueño se hundía, se ahogaba. Las negras aguas se cerraban sobre su
cabeza y él bajaba hacia el fondo, el agua helada le llenaba la garganta y los
pulmones. Se había despertado sudoroso, mojado, febril, aunque a su alrededor
hacía un frío de perros.
Basta ya, pensó, al bajar de la silla para observar las huellas. Ya es hora de
acabar con esto.
– ¿Maestro? ¿Me escucháis? ¿Maestro?
El xenovoce callaba como un maldito.
Rience meneó con fuerza los brazos, echó el aliento sobre las manos
heladas. El cuello y la espalda estaban ateridos del frío, la cruz y el dorso le
dolían, cada movimiento un poco fuerte del caballo le recordaba este dolor. Ya
no tenía fuerzas ni para maldecir.
Casi tres semanas sobre las sillas, en una persecución incansable. Con un
frío penetrante y, desde hacía un par de días, con una helada que rompía los
huesos.
Y Vilgefortz calla.
Nosotros también callamos. Y nos miramos los unos a los otros como
lobos.
Rience extendió las manos, tiró de los guantes.
Skellen, pensó, cuando pone los ojos en mí, tiene una mirada extraña.
¿Acaso prepara una traición? Demasiado rápido y demasiado fácil se avino con
Vilgefortz… Y este destacamento, estos ganapanes, al fin y al cabo le son fieles
a él, cumplen sus órdenes. Si prendiéramos a la muchacha, estaría presto, sin
atender a ningún pacto, a matarla o a conducirla a esos sus conspiradores para
poner en práctica sus locas ideas de democracia y gobiernos ciudadanos.
¿O puede que a Skellen ya se le hayan pasado las ganas de conspirar?
¿Puede que un conformista y oportunista nato como él piense ahora en entregarle
la muchacha al emperador Emhyr?
Me mira con ojos extraños. El Antillo. Y toda su banda… Esa Kenna
Selborne…
¿Y Bonhart? Bonhart es un sádico impredecible. Cuando habla de Ciri, la
voz le tiembla de rabia. Según su capricho, cuando capturemos a la muchacha
puede estar dispuesto a atacarla o a raptarla para obligarla a luchar en los circos.
¿El pacto con Vilgefortz? A él le importará un pimiento. Sobre todo ahora que
Vilgefortz…
Tomó el xenovoce de bajo el brazo.
– ¿Maestro? ¿Me escucháis? Aquí Rience…
El aparatillo guardaba silencio. Rience ya ni siquiera tenía ganas de
maldecir.
Vilgefortz calla. Skellen y Rience sellaron un pacto con él. Y en uno o dos
días, cuando alcancemos a la muchacha, puede suceder que no haya pacto. Y
entonces a mí me puede tocar que me pongan un cuchillo en la garganta. O que
me lleven a Nilfgaard en cadenas, como prueba y prenda de la lealtad del
Antillo…
¡Voto a bríos!
Vilgefortz calla. No proporciona consejos. No señala el camino. No aclara
las dudas con esa voz suya tan serena, lógica, que llega hasta lo profundo del
alma. Calla.
El xenovoce ha sufrido una avería. ¿Puede que sea a causa del frío? O
puede…
¿Puede ser que Skellen tenga razón? ¿Puede ser verdad que Vilgefortz esté
haciendo otra cosa y no se preocupa de nosotros ni de nuestra suerte?
Por todos los diablos, no pensé que esto fuera a ser así. Si lo hubiera
sospechado, no habría accedido a esta tarea… Hubiera ido a matar al brujo en
vez de Schirrú. ¡Su perra madre! Yo me estoy aquí pelando de frío y Schirrú
seguro que está bien caliente…
Pensar que yo mismo me empeñé para que me encargaran a Ciri y le dieran
el brujo a Schirrú. Yo mismo lo pedí…
Entonces, a principios de septiembre, cuando Yennefer cayó en nuestras
manos.
El mundo, que todavía un minuto antes parecía una negrura irreal, laxa,
pegajosa y turbia, adoptó de repente ásperos contornos y superficies. Se aclaró.
Se volvió real.
Yennefer abrió los ojos, agitada por unos temblores espasmódicos. Estaba
tendida sobre piedras, entre cadáveres y tablas destrozadas, aplastada por los
restos de las jarcias del drakkar Alción. A su alrededor veía piernas. Piernas
calzadas con pesadas botas. Una de aquellas botas hacía un momento le había
atizado una patada, lo que sirvió para hacerla volver en sí.
– ¡Levanta, hechicera!
Otra patada, que la embargó de dolor hasta las raíces de los dientes. Vio un
rostro que se inclinaba sobre ella.
– ¡Que te levantes, he dicho! ¡De pie! ¿Me reconoces?
Ella frunció los ojos. Lo reconocía. Era el tipo que hacía tiempo había
quemado cuando estaba huyendo de ella por medio del teleporte. Rience.
– Vamos a arreglar cuentas -le prometió-. Vamos a arreglar cuentas por
todo, puta. Te voy a enseñar lo que es el dolor. Con estas manos y estos dedos te
voy a enseñar el dolor.
Ella se tensó, apretó y extendió la mano, lista para lanzar un hechizo. E
inmediatamente se hizo un ovillo, ahogándose, gimiendo y temblando. Rience se
carcajeó.
– No sale nada, ¿eh? -escuchó Yennefer-. ¡No tienes ni una miga de Fuerza!
¡No te puedes medir con los hechizos de Vilgefortz! Te ha sacado hasta la última
gota, como se saca el suero del queso con un cincho. Ni siquiera eres capaz de…
No terminó. Yennefer extrajo un estilete de una vaina que llevaba atada a la
parte interior del muslo, se alzó como un gato y acuchilló a ciegas. No acertó, la
hoja sólo rozó el objetivo, rasgó el material de los pantalones. Rience retrocedió
de un salto y se dio la vuelta.
De inmediato cayó sobre ella una lluvia de golpes y patadas. Aulló cuando
una pesada bota cayó sobre su brazo, quitándole el puñal de su mano estrujada.
Otra bota la pateó en el bajo vientre. La hechicera se dobló con un estertor. La
levantaron del suelo, le pusieron las manos a la espalda. Vio un puño que volaba
en su dirección, el mundo de pronto brilló con deslumbrantes colores, el rostro
explotó en dolor. La ola de dolor se extendió hacia abajo, hacia el vientre y el
perineo, transformó las rodillas en una fofa gelatina. Se quedó colgada de los
brazos que la sujetaban. Alguien la agarró por los cabellos y tiró, haciéndole
alzar la cabeza. La golpearon otra vez, en la cuenca del ojo, otra vez desapareció
todo y se difuminó en un brillo cegador.
No se desmayó. Lo sintió todo. La golpearon. La golpearon con fuerza, con
crueldad, tal y como se golpea a un hombre. Con golpes que no sólo han de
doler, sino también quebrar, que han de extraer de quien es golpeado toda la
energía y la voluntad de resistencia. La golpearon mientras se convulsionaba en
el abrazo de acero de muchas manos.
Quería desmayarse pero no podía. Lo sentía todo.
– Basta -escuchó de pronto, a lo lejos, desde detrás de la cortina de dolor-.
¿Te has vuelto loco, Rience? ¿Queréis matarla? Me es necesaria con vida.
– Le prometí a ella, maestro -bramó una sombra temblorosa que poco a
poco adoptaba la silueta y el rostro de Rience-. Le prometí que se lo haría
pagar… Con estas manos…
– Poco me importa lo que le hayas prometido. Te repito que me es necesaria
viva y capaz de hablar articuladamente.
– A los gatos y las meigas -se rió el que la agarraba por los cabellos-no es
tan fácil sacarles las tripas.
– No te hagas el listo, Schirrú. He dicho que basta ya de golpes. Levantadla.
¿Cómo estás, Yennefer?
La hechicera escupió sangre, levantó el rostro entumecido. No lo reconoció
a primera vista. Llevaba una especie de máscara que le cubría toda la parte
izquierda de la cabeza. Pero sabía quién era.
– Vete al diablo, Vilgefortz -balbuceó, rozando cuidadosamente con la
lengua los dientes anteriores y los labios mutilados.
– ¿Qué te han parecido mis hechizos? ¿Te gustó cómo te recogí en el mar
junto con el barco? ¿Te gustó el vuelo? ¿Con qué hechizos te protegiste que
conseguiste sobrevivir a la caída?
– Vete al diablo.
– Arrancadle del cuello esa estrella. Y al laboratorio con ella. No perdamos
el tiempo.
La curaron, la arrastraron, a veces la llevaron cogida. Una planicie pétrea,
sobre ella yacía el destrozado Alción. Y muchos otros barcos naufragados, con
sus erguidas cuadernas que recordaban los esqueletos de monstruos marinos.
Crach tenía razón, pensó. Los barcos que habían desaparecido sin dejar huella en
el Abismo no habían caído a causa de una catástrofe natural. Por los dioses…
Pavetta y Duny…
En la planicie, a lo lejos, las cumbres de unas montañas se perfilaban sobre
un cielo nublado.
Luego hubo muros, puertas, galerías, pavimentos, escaleras. Todo un tanto
extraño, innaturalmente grande… Y pocos detalles que le permitieran enterarse
de dónde se encontraba, adonde había ido a parar, adonde la había llevado el
encantamiento. Le latía el rostro, lo que dificultaba todavía más la observación.
El único sentido que le proporcionaba información era el olfato: al instante
percibió el olor de la formalina, el éter, el alcohol. Y la magia. El olor de un
laboratorio.
La sentaron con brutalidad en un sillón de metal, alrededor de sus muñecas
y tobillos se cerraron dolorosamente unas frías y apretadas abrazaderas. Antes de
que las mandíbulas de hierro de un torno le apretaran la sien y le inmovilizaran
la cabeza, le dio tiempo a mirar a lo largo de la amplia y brillante sala. Vio otro
sillón, una extraña construcción de acero sobre un pedestal de piedra.
– Ciertamente -escuchó la voz de Vilgefortz, quien estaba detrás de ella-.
Este sillón es para tu Ciri. Espera desde hace mucho tiempo, ya no aguanta la
espera. Yo tampoco.
Le escuchaba muy cerca de ella, hasta sentía su aliento. Le clavaba agujas
en la piel de la cabeza, le aferró algo a los lóbulos de las orejas. Luego se puso
de pie delante de ella y se quitó la máscara. Yennefer lanzó un suspiro sin
quererlo.
– Esto es obra de tu Ciri, precisamente -dijo, mientras señalaba lo que
antaño habían sido unos rasgos de belleza clásica, ahora terriblemente
destrozados, atravesados por unos enganches y grapas de oro que sujetaban un
cristal multifacetado en la órbita izquierda-. Intenté cogerla cuando entraba en el
telepuerto de la Torre de la Gaviota -explicó con serenidad el hechicero-. Quería
salvar su vida, estaba seguro de que el teleporte la iba a matar. ¡Ingenuo! Lo
atravesó tan sencillamente, con tanta fuerza, que el portal estalló, me explotó en
la propia cara. Perdí un ojo y la mejilla izquierda, también bastante piel en el
rostro, el cuello y el pecho. Muy triste, muy doloroso y muy capaz de complicar
la vida. Y muy feo, ¿no es cierto? Ja, tendrías que haberme visto antes de que
comenzara a regenerarlo mágicamente.
»Si creyera en tales cosas -continuó, al tiempo que le introducía en la nariz
un tubito de cobre-pensaría que es una venganza de Lydia van Bredevoort.
Desde la tumba. Estoy regenerándolo, pero muy despacio, lenta y penosamente.
La reconstrucción de los globos oculares, sobre todo, presenta muchas
dificultades… El cristal que tengo en la órbita del ojo cumple estupendamente su
función, veo en tres dimensiones, pero de todos modos es un cuerpo extraño, la
falta de un globo ocular propio me conduce a veces a verdaderos estallidos.
Entonces, embargado por una rabia ciertamente irracional, me juro a mí mismo
que si agarro a Ciri, nada más cogerla le ordenaré a Rience que le saque uno de
esos grandes ojos verdes. Con los dedos. Con estos dedos, como acostumbra a
decir. ¿Guardas silencio, Yennefer? ¿Sabes que tengo ganas de sacarte un ojo a ti
también? ¿O los dos?
Le estaba clavando gruesas agujas en las venas del dorso de la mano. A
veces no acertaba, le traspasaba hasta el hueso. Yennefer apretó los dientes.
– Me has causado problemas. Me has obligado a alejarme de mi trabajo. Me
has expuesto a riesgos. Metiéndote con ese barco en el Abismo de Sedna, en mi
Absorbedor… El eco de nuestro pequeño duelo fue muy fuerte y alcanzó lejos,
pudo haber llegado a oídos curiosos y no permitidos. Pero no fui capaz de
contenerme. La idea de que te iba a poder tener aquí, de que te iba a poder
conectar a mi escáner, era demasiado atractiva.
«Porque seguro que no creerás -le clavó otra aguja-que me dejé engatusar
por tu provocación. Que me tragué el anzuelo. No, Yennefer, si piensas así,
confundes el cielo con las estrellas que se reflejan por la noche en la superficie
de un estanque. Tú me perseguías y al mismo tiempo yo te perseguía a ti. Al
cruzar el Abismo, simplemente me facilitaste la tarea. Porque yo, como ves, no
puedo escanear a Ciri, ni siquiera con ayuda de esta herramienta que no tiene
igual. La muchacha tiene un poderoso mecanismo defensivo de nacimiento, una
poderosa aura antimágica y supresora propia: al fin y al cabo es de la Vieja
Sangre… Pero aun así mi superescáner debiera poder encontrarla. Y no la
encuentra.
Yennefer ya estaba completamente cubierta por una red alambres de plata y
cobre, entibada por un andamiaje de tubitos de plata y porcelana. En unos
soportes pegados al sillón se agitaban unos recipientes de cristal que contenían
unos líquidos incoloros.
– Así que pensé -Vilgefortz le introdujo otro tubito en la nariz, esta vez de
cristal-que la única forma de escanear a Ciri era una sonda empática. Sin
embargo, para ello me era necesaria una persona que tuviera con la muchacha un
contacto emocional lo suficientemente fuerte y que trabajara con una matriz
empática, un especie de, por usar un neologismo, algoritmo de los sentimientos y
simpatías mutuas. Pensé en el brujo, pero el brujo había desaparecido, aparte de
ello los brujos son malos médiums. Tenía intenciones de ordenar que raptaran a
Triss Merigold, nuestra Decimocuarta del Monte. Le di vueltas a la idea de traer
a Nenneke de Ellander… Pero cuando resultó que tú, Yennefer de Vengeberg,
por tu propia voluntad, te ponías en mis manos… De verdad, no podía haber
contado con nada mejor… Te conectaré al aparato y me escanearás a Ciri. La
tarea precisa de cooperación por tu parte, es verdad… Pero, como sabes, hay
métodos para obligarte a cooperar.
«Por supuesto -siguió, mientras se frotaba las manos-, habría que aclararte
unas cuantas cosas. Por ejemplo, cómo y de qué forma me enteré de esto de la
Vieja Sangre. ¿Y de la herencia de Lara Dorren? ¿Qué es en realidad ese gen?
¿Cómo se llegó a que Ciri lo tuviera? ¿Quién se lo transmitió? ¿De qué forma se
lo voy a quitar a ella y para qué lo voy a utilizar? ¿Cómo funciona el Absorbedor
del Abismo, a quién absorbí con él, qué es lo que hice con los absorbidos y por
qué? ¿Verdad que son muchas preguntas? Hasta me da pena que no haya tiempo
para contártelo todo, de aclarártelo todo. Buf, y de asombrarte, porque estoy
seguro de que algunos hechos te asombrarían, Yennefer… Pero, como se ha
dicho, no hay tiempo. Los elixires comienzan a funcionar, es hora de que
comiences a concentrarte.
La hechicera apretó los dientes, ahogando un profundo gemido que le
desgarraba las entrañas.
– Lo sé. -Vilgefortz asintió con la cabeza, al tiempo que acercaba un
enorme megascopio profesional, una pantalla y una gran bola de cristal
sustentada en un trípode y que estaba cubierta por una red de alambres de plata-.
Lo sé, es muy molesto. Y duele mucho. Cuanto antes te pongas a escanear,
menos durará. Venga, Yennefer. Quiero ver a Ciri aquí, en esta pantalla. Dónde
está, con quién, qué hace, con quién duerme y dónde.
Yennefer lanzó un grito penetrante, salvaje, desesperado.
– Duele -se imaginó Vilgefortz, clavando en ella su ojo vivo y el cristal
muerto-. Por supuesto que duele. Escanea, Yennefer. No te resistas. No te hagas
la heroína. Sabes bien que no puedes resistirlo. Las consecuencias de tu
oposición pueden ser lamentables, puedes sufrir un derrame, sufrir paraplejia o
convertirte en un vegetal. ¡Escanea!
Ella apretó las mandíbulas hasta que le temblaron los dientes.
– Venga, Yennefer -dijo el hechicero con voz suave-. ¡Aunque sólo sea por
curiosidad! Seguro que sientes curiosidad por saber cómo se las apaña tu pupila.
¿Y no la amenazará algún peligro? ¿Puede que se halle en necesidad? Sabes de
sobra cuántas personas le desean el mal a Ciri y anhelan su perdición. Escanea.
Cuando averigüe dónde está la muchacha la traeré aquí. Aquí estará segura…
Aquí no la encontrará nadie. Nadie.
Su voz era aterciopelada y cálida.
– Escanea, Yennefer. Escanea. Te lo pido. Te doy mi palabra: tomaré de Ciri
lo que necesito. Y luego os devolveré a las dos la libertad. Lo juro.
Yennefer apretó todavía más los dientes. Un hilillo de sangre le corrió por la
barbilla. Vilgefortz se levantó bruscamente, agitó una mano.
– ¡Rience!
Yennefer sintió cómo le apretaban algún instrumento a sus manos y dedos.
– A veces -dijo Vilgefortz, mientras se inclinaba sobre ella-, allí donde
fallan la magia, los elixires y narcóticos, tiene éxito con los que se resisten el
viejo y buen dolor, el dolor clásico, común y corriente. No me obligues a ello.
Escanea.
– ¡Vete al diablo, Vilgefortz!
– Haz girar el perno, Rience. Poco a poco.
Vilgefortz miró el cuerpo inerte que estaba tendido en el suelo en dirección
a las escaleras que conducían al sótano. Luego alzó el ojo hacia Rience y
Schirrú.
– Siempre existe el riesgo -dijo-de que alguno de vosotros caiga en manos
de mis enemigos y le interroguen. Me gustaría creer que en ese caso mostraríais
no menos dureza de cuerpo y espíritu. Sí, me gustaría creerlo. Pero no lo creo.
Rience y Schirrú callaban. Vilgefortz puso de nuevo el megascopio en
marcha, una imagen, generada por el enorme cristal, apareció en la pantalla.
– Esto todo es lo que escaneó -dijo, señalando con un dedo-. Yo quería a
Cirí, ella me dio al brujo. Curioso. No permitió que le extrajeran la matriz
empática de la muchacha, pero con Geralt se quebró. No me imaginaba que
albergara sentimiento alguno hacia ese Geralt… Pero en fin, nos contentaremos
de momento con lo que tenemos. El brujo, Cahir aep Ceallach, el bardo Jaskier,
una mujer. Humm… ¿Quién va a asumir esta tarea? ¿La solución final de la
cuestión brujeril?
Schirrú se presentó como voluntario, recordaba Rience, incorporándose
sobre los estribos para aliviar siquiera un poco sus doloridas posaderas. Schirrú
se presentó para matar al brujo. Conocía el lugar en el que Yennefer había
escaneado a Geralt y su compañía, tenía allí amigos o incluso parientes. A mí,
por mi parte, Vilgefortz me envió a negociar con Vattier de Rideaux, luego a
perseguir a Skellen y Bonhart…
Y yo, tonto de mí, me alegré entonces, seguro de que me había tocado una
tarea mucho más fácil y agradable. Una que llevaría a cabo rápidamente, con
facilidad y gusto…
– Si los campesinos no mintieron -Stefan Skellen estaba de pie en los
estribos-el lago debe de estar detrás de esa colina, en la hondonada.
– También lleva allí el rastro -confirmó Boreas Mun.
– Entonces, ¿por qué estamos parados? -Rience se tocó su helada oreja-.
¡Picad espuelas y en marcha!
– No tan presto -le contuvo Bonhart-. Separémonos. Rodeemos la colina.
No sabemos por qué orilla del lago haya ido. Si escogemos la dirección
equivocada puede que de pronto nos encontremos con que el lago nos separa de
ella.
– Más razón que un santo -sancionó Boreas.
– El lago está cubierto de hielo.
– Puede ser demasiado débil para los caballos. Bonhart tiene razón, hay que
separarse.
Skellen impartió las órdenes con rapidez. El grupo dirigido por Bonhart,
Rience y Ola Harsheim, compuesto de siete jinetes, galopó por la orilla oriental,
desapareciendo con rapidez en el oscuro bosque.
– Bien -ordenó Antillo-. Vamos, Silifant…
De inmediato se dio cuenta de que algo no era como tenía que ser.
Dio la vuelta al caballo, le dio una palmada con la fusta, se acercó a Joanna
Selborne. Kenna hizo retroceder a su rocín, tenía el rostro como de piedra.
– De eso nada, señor coronel -dijo ella roncamente-. Ni intentarlo habrías.
Nosotros no vamos con vosotros. Nosotros nos volvemos. Nosotros estamos
hartos de esto.
– ¿Nosotros? -aulló Dacre Silifant-. ¿Quiénes son esos nosotros? ¿Qué es
esto, un motín?
Skellen se inclinó en la silla, escupió a la helada tierra. Detrás de Kenna
estaban Andrés Fyel y Til Echrade, el elfo rubio.
– Señora Selborne -dijo Antillo, arrastrando una voz cargada de veneno-. La
cuestión no es que vos desperdiciáis una carrera que se prevé con futuro, que
disipáis y malgastáis la oportunidad de vuestra vida. La cuestión es que vais a
ser sometida a tormento. Junto con esos idiotas que os han escuchado.
– Lo que tenga que sonar, sonará -respondió filosóficamente Kenna-. Y no
nos asustéis con el verdugo, señor coronel. No ha forma de saber quién sea más
cerca del cadalso, si nosotros o vos.
– ¿Así juzgas? -Los ojos de Antillo echaban chispas-. ¿De ello te
convenciste al leer ladinamente los pensamientos de alguien? Teníate por más
lista. Y tú tan sólo una tonta eres, mujer. ¡Conmigo siempre se gana, contra mí
siempre se pierde! Recuérdalo. Incluso si me tuvieras por caído, aún habría de
ser capaz de mandarte a la horca. ¿Lo oís, todos vosotros? ¡Con ganchos al rojo
os haré separar la carne de los huesos!
– Sólo se nace una vez, señor coronel -dijo con voz suave Til Echrade-. Vos
habéis elegido vuestro camino, nosotros el nuestro. Ambos son inseguros y
plenos de contingencia. Y nadie sabe qué a quién el hado prepara.
– No nos vais a azuzar contra la muchacha como a esos perros, señor
Skellen. -Kenna alzó la cabeza con orgullo-. Y no nos vamos a dejar destripar al
final como perros, al modo de Neratin Ceka. Y basta de chácharas. ¡Volvemos!
¡Boreas! Ándate con nosotros.
– No. -El rastreador menó la cabeza, mientras se limpiaba la frente con su
gorra de piel-. Que tengáis salud, nada malo os deseo. Mas me quedo. El deber.
Lo he jurado.
– ¿A quién? -Kenna frunció el ceño-. ¿Al emperador o a Antillo? ¿O a un
hechicero que habla desde una caja?
– Soy un soldado. El deber.
– Esperad. -gritó Dufficey Kriel, saliendo de por detrás de Dacre Silifant-.
Voy con vosotros. ¡También estoy harto! Anoche soñé mi propia muerte. ¡Yo no
quiero diñarla por esta asquerosa causa!
– ¡Traidores! -gritó Dacre, enrojeciendo como una cereza, parecía que la
sangre negra le saltaba de la cara-. ¡Felones! ¡Perros sarnosos!
– Cierra el pico. -Antillo seguía mirando a Kenna, y tenía los ojos tan
horribles como el pájaro de quien había tomado el apodo-. Ellos han escogido su
camino, ya lo has oído. No hay por qué gritar ni por qué gastar saliva. Pero nos
volveremos a ver algún día. Os lo prometo.
– Puede que en el mismo cadalso -dijo Kenna sin odio-. Porque a vos,
Skellen, no se os castigará junto con los grandes príncipes, sino con nosotros, el
vulgo. Mas razón tenéis, no hay por qué gastar saliva. Vamos. Adiós, Boreas.
Adiós, don Silifant.
Dacre escupió por entre las orejas del caballo.
– Y helo aquí lo que dijera. -Joanna Selborne alzó la cabeza con orgullo, se
retiró un rizo oscuro del rostro-. No he más de añadir, señores del tribunal.
El presidente del tribunal la miró desde arriba. Tenía un rostro indescifrable.
Ojos grises. Y bondadosos.
Y qué más me da, pensó Kenna, lo voy a intentar. Sólo se muere una vez, o
todo o nada. No me voy a pudrir en la ciudadela esperando la muerte. Antillo no
hablaba por hablar, hasta desde la tumba estaría dispuesto a vengarse…
¡Y qué más me da! Puede que no se den cuenta. ¡O todo o nada!
Apretó la mano contra la nariz, como si se estuviera limpiando. Miró
directamente a los ojos grises del presidente del tribunal.
– ¡Guardias! -dijo el presidente del tribunal-. Por favor, conduzcan a la
testigo Joanna Selborne de vuelta a…
Se detuvo, tosió. De pronto le apareció sudor en la frente.
– A la secretaría -terminó, respiró con fuerza-. Que se escriba el documento
necesario. Y se la deje libre. La testigo Selborne no le es ya necesaria a este
tribunal.
Kenna se limpió furtivamente la gota de sangre que le salía de la nariz.
Sonrió encantadoramente y agradeció con una delicada inclinación.
– ¿Que desertaron? -repitió Bonhart con incredulidad-. ¿Los otros
desertaron? ¿Y nada, que se fueron, así por las buenas? ¿Skellen? ¿Se lo
permitiste?
– Si nos delatan… -comenzó Rience, pero Antillo le cortó de inmediato.
– ¡No nos delatarán porque le tienen aprecio a su cabeza! Y al fin y al cabo,
¿qué podía hacer? Cuando Kriel se les sumó, conmigo no quedaron más que Bert
y Mun, y ellos eran cuatro…
– Cuatro no es tanto -dijo Bonhart con rabia-. En cuanto alcancemos a la
muchacha me echaré a buscarlos. Y daré de comer con ellos a los cuervos. En
nombre de ciertos principios.
– Alcancémosla primero a ella -le interrumpió Antillo, espoleando a su
rucio con una fusta-. ¡Boreas! ¡Cuidado con el rastro!
La hondonada estaba cubierta por una densa capa de niebla, pero sabían que
allá abajo estaba el lago, porque aquí, en los Mil Trachta, en cada hondonada
había un lago. Y en éste hacia el que les dirigía el rastro de los cascos de la
yegua mora sin duda estaba aquello que estaban buscando, aquello que les había
ordenado buscar Vilgefortz. Lo que les había descrito detalladamente. Y les
había dado el nombre.
Tarn Mira.
El lago era estrecho, no más grande que un tiro de arco, embutido en una
ligera media luna entre unas altas y abruptas orillas cubiertas de negros abetos,
bellamente espolvoreados con el blanco polvo de la nieve. La orilla estaba
silenciosa, tanto que hasta sonaban los oídos. Se habían callado hasta los
cuervos, cuyos graznidos malignos habían acompañado su camino durante
algunos días.
– Ésta es la orilla del sur -afirmó Bonhart-. Si el hechicero no ha jodido el
asunto y no se equivocó, la torre está en la orilla del norte. ¡Cuidado con el
rastro, Boreas! Si perdemos la pista el lago nos separará de ella.
– ¡El rastro es muy claro! -gritó Boreas Mun desde abajo-. ¡Y fresco! ¡Lleva
hacia el lago!
– Cabalguemos. -Skellen controló su rucio que se retorcía junto a la
pendiente-. Hacia abajo.
Se deslizaron por la pendiente, con cuidado, conteniendo a los caballos que
resoplaban. Atravesaron una maraña negra, desnuda, helada, que bloqueaba la
entrada al lago.
El bayo de Bonhart se introdujo cautelosamente en el hielo, quebrando con
un chasquido un arbusto seco que surgía de la vítrea superficie. El hielo crujió,
bajo los cascos del caballo se extendieron los largos hilos en forma de estrella
del hielo al quebrarse.
– ¡Atrás! -Bonhart tiró de las riendas, hizo volverse a la orilla al caballo que
bufaba roncamente-. ¡Bajad de los caballos! El hielo está débil.
– Sólo aquí junto a la orilla, en los arbustos -opinó Dacre Silifant, al tiempo
que golpeaba en la helada superficie con el tacón-. Pero y hasta aquí tiene más
de media pulgada. Sujetará los caballos como nada, no hay de qué asustar…
Unos relinchos y unas maldiciones ahogaron sus palabras. El rucio de
Skellen se había resbalado, se sentó de culo, los pies se le quedaron por debajo.
Skellen le golpeó con las espuelas, maldijo de nuevo, esta vez la blasfemia fue
acompañada del fuerte crujido del hielo al quebrarse. El rucio golpeteó con las
patas delanteras; las traseras, aprisionadas, se agitaron en su trampa, rompiendo
la superficie y haciendo saltar la oscura agua de por debajo. Antillo saltó de la
silla, tiró de las riendas, pero se resbaló y cayó cuan largo era, por un milagro
evitó los cascos del propio caballo. Dos gemmerianos, también azorados, le
ayudaron a levantarse, Ola Harsheim y Bert Brigden sacaron a la orilla al rucio,
que relinchaba como un condenado.
– Bajad de los caballos, muchachos -repitió Bonhart con los ojos clavados
en la niebla que anegaba el lago-. No hay por qué arriesgarse. Alcanzaremos a la
moza a pie. Ella también ha descabalgado, también va andando.
– Verdá de la güeña -asintió Bóreas Mun, señalando hacia el lago-. Si se ve.
Sólo junto a la misma orilla, bajo las ramas que colgaban, era la capa de
hielo lisa y semitransparente como el vidrio oscuro de una botella, bajo ella se
podían ver plantas y algas ennegrecidas. Más allá, en el centro, una fina capa de
nieve húmeda cubría el hielo. Y sobre ella, tan lejos como la niebla permitía ver,
las huellas de unos pasos.
– ¡La tenemos! -gritó con furia Rience, haciendo un nudo con las riendas-.
¡No es tan espabilada como parecía! Ha ido por el hielo, por el medio del lago.
¡Si hubiera elegido alguna de las orillas, el bosque, no hubiera sido fácil
agarrarla!
– Por el centro del río… -repitió Bonhart, dando la impresión de estar
pensativo-. Justo por el centro del lago va el camino más directo y sencillo para
llegar a esa torre mágica de la que habló Vilgefortz. Ella lo sabe. ¿Mun? ¿Cuánto
nos lleva de delantera?
Bóreas Mun, que estaba ya en el lago, se arrodilló sobre una huella de bota,
se inclinó muy bajito, la contempló.
– Como media hora -calculó-. No más. Va haciendo más calor, mas el rastro
no se ha deshecho, se ve cada clavo de la suela.
– El lago -murmuró Bonhart, intentando en vano atravesar la niebla con la
mirada-sigue hacia el norte por lo menos cinco millas. Como dijo Vilgefortz. Si
la muchacha lleva media hora de ventaja está por delante de nosotros como a una
milla.
– ¿En el yelo resbaloso? -Mun meneó la cabeza-. Tampoco. Seis, como más
siete leguas.
– ¡Pues mejor! ¡En marcha!
– En marcha -repitió Antillo-. ¡Al hielo y en marcha, deprisa!
Marcharon, jadeando. La cercanía de la víctima les excitaba, les llenaba de
euforia como un narcótico.
– ¡No se nos escapará!
– Mientras no perdamos el rastro…
– Y que no se nos vaya de tiro con esta niebla… Blanca como la nieve…
No se ve nada a veinte pasos, joder…
– Poneos las raquetas -gritó Rience-. ¡Más deprisa, más deprisa! Mientras
haya nieve sobre el hielo, seguiremos las huellas…
– Las huellas son recientes -murmuró de pronto Bóreas Mun, deteniéndose
e inclinándose-. Recientitas… Se ve cada clavo… ¡Está aquí delante nuestro!
¿Por qué no la vemos?
– ¿Y por qué no la oímos? -reflexionó Ola Harsheim-. ¡Nuestros pasos
retumban en el hielo, la nieve rechina! ¿Por qué no la escuchamos?
– ¡Porque le dais a la sinhueso! -les interrumpió Rience con brusquedad-.
¡Adelante, en marcha!
Bóreas Mun se quitó el gorro, se limpió con él el sudor de la frente.
– Ella está allí, en la niebla -dijo en voz baja-. En algún lado, en la niebla…
Pero no se ve dónde. No se ve desde dónde va a atacar… Como entonces… En
Dun Dáre… En la noche de Saovine…
Con la mano temblorosa comenzó a sacar la espada de la vaina. Antillo se
acercó a él, le agarró por los hombros, le empujó con fuerza.
– Cierra el pico, viejo loco -silbó.
Pero ya era tarde. El miedo embargaba ya a los otros. También sacaron la
espada, situándose inconscientemente de tal modo que tuvieran a la espalda a
alguno de los compañeros.
– ¡Ella no es un fantasma! -gritó Rience con fuerza-. ¡Ni siquiera es una
maga! ¡Y nosotros somos diez! ¡En Dun Dáre había cuatro y todos estaban
borrachos!
– Dispersaos -dijo Bonhart de pronto-a la izquierda y a la derecha, en línea.
¡Y andad a la larga! Pero de tal forma que no os escapéis los unos de los ojos del
otro.
– ¿Tú también? -Rience frunció el ceño-. ¿También a ti te ha dado,
Bonhart? Te tenía por menos supersticioso.
El cazador de recompensas le contempló con una mirada más fría que el
hielo.
– Dispersaos a la larga -repitió, despreciando al hechicero-. Mantened la
distancia. Yo vuelvo a por los caballos.
– ¿Qué?
Tampoco esta vez Bonhart se dignó responderle a Rience.
– Deja que se vaya -rezongó-. Y no perdamos tiempo. Todos a la larga.
¡Bert y Stigward a la izquierda! ¡Ola a la derecha…!
– ¿Por qué esto, Skellen?
– Yendo al montón -murmuró Bóreas Mun-no poco más fácil sería que el
yelo se quiebrara que yendo a la larga. Y amas, si vamos a la larga menor será
nuestro albur de que la moza se nos arrime por los costados.
– ¿Por los costados? -bufó Rience-. ¿De qué modo? Tenemos las huellas
por delante. La muchacha va recta como una flecha, si intentara torcer, las
huellas la delatarían.
– Basta de cháchara -les cortó Antillo, al tiempo que miraba hacia atrás, a la
niebla entre la que había desaparecido Bonhart-. ¡Adelante!
Echaron a andar.
– Se va templando el aire -susurró Bóreas Mun-. El yelo de la cubierta vase
deshaciendo, el desyelo sacerca…
– La niebla se hace más espesa…
– Pero todavía se ve el rastro -afirmó Dacre Silifant-. Además, me da la
sensación de que la muchacha va más despacio. Pierde fuerza.
– Como nosotros. -Rience se quitó el sombrero y se abanicó con él.
– Silencio. -Silifant se detuvo de súbito-. ¿Habéis oído? ¿Qué ha sido eso?
– Yo no he oído nada.
– Pues yo sí… Como un chirrido… Un chirrido del yelo… Pero no de allí. -
Bóreas Mun señaló a la niebla en la que desaparecieron las huellas-. Como a la
siniestra, a un lao…
– También lo he escuchado -afirmó Antillo, mirando intranquilo a su
alrededor-. Pero ya no se oye. Maldita sea, no me gusta esto. ¡No me gusta esto!
– ¡Las huellas! -repitió Rience con tono aburrido-. ¡Seguimos viendo sus
huellas! ¿Es que no tenéis ojos? ¡Va recta como una flecha! ¡Si doblara un paso,
siquiera medio paso, lo sabríamos por las huellas! ¡Andando, más deprisa, y la
tendremos enseguida! Os prometo que la veremos dentro de nada…
Se detuvo. Bóreas Mun expulsó aire hasta tal punto que los pulmones le
dolían. Antillo lanzó una blasfemia.
Diez pasos delante de ellos, justo delante de la frontera de lo visible trazada
por la densa y lechosa niebla, se acababan las huellas. Desaparecían.
– ¡Leche de pato!
– ¿Qué pasa?
– ¿Ha echado a volar o qué?
– No. -Boreas Mun meneó la cabeza-. No voló. Peor todavía.
Rience lanzó una vulgaridad mientras señalaba unas líneas en la cubierta
helada.
– Patines -aulló, apretando maquinalmente los puños-. Llevaba patines y se
los ha puesto… Ahora se deslizará por el hielo como el viento… ¡No la
alcanzaremos! ¿Dónde, maldita sea su estirpe, se ha metido Bonhart? No
alcanzaremos a la muchacha sin los caballos.
Bóreas Mun tosió con fuerza, suspiró. Skellen se desató lentamente la
zamarra, dejando al descubierto una bandolera con una serie de oriones que le
cruzaba el pecho al través.
– No vamos a tener que perseguirla -dijo con frialdad-. Ella será la que nos
alcance. No vamos a tener que esperar mucho.
– ¿Te has vuelto loco?
– Bonhart lo previo. Por eso volvió a por los caballos. Sabía que la
muchacha nos metería en una trampa. ¡Cuidado! ¡Aguzad el oído por si suena el
chirrido de unos patines sobre el hielo!
Dacre Silifant palideció, se veía pese a sus mejillas enrojecidas por el frío.
– ¡Muchachos! -gritó-. ¡Atención! ¡Vigilad! ¡Y en grupo, en grupo! ¡No os
perdáis en la niebla!
– ¡Cierra el pico! -bramó Antillo-. ¡Mantened silencio! Un silencio
completo, o no oiremos…
Lo oyeron. Por la izquierda, desde el extremo más alejado de la línea, de
entre la niebla, les llegó un corto grito que se quebró al instante. Y el fuerte y
ronco chirrido de los patines, que ponía los pelos de punta como el rayar un
cristal con un hierro.
– ¡Bert! -gritó Antillo-. ¡Bert! ¿Qué ha pasado?
Escucharon un grito ininteligible y al cabo surgió de la niebla Bert Brigden,
que corría como un loco. Cuando ya estaba muy cerca se resbaló, se cayó y se
deslizó sobre el hielo boca abajo.
– Le acertó… a Stigward… -jadeó, se levantó con esfuerzo-. Se lo cargó…
al vuelo… Tan rápido… que apenas la vio… Una hechicera…
Skellen maldijo. Silifant y Mun, ambos con espadas en la mano, se dieron
la vuelta, esforzaron sus ojos en la niebla.
Chirrido. Chirrido. Chirrido. Rápidos. Rítmicos. Y cada vez más audibles.
Cada vez más audibles…
– ¿De dónde viene? -gritó Boreas Mun, volviéndose y agitando en el aire la
hoja de la espada que llevaba en las dos manos-. ¿De dónde viene?
– ¡Silencio! -gritó Antillo, con el orión en la mano alzada.-. ¡Creo que por
la derecha! ¡Sí! ¡Por la derecha! ¡Se acerca por la derecha! ¡Cuidado!
El gemmeriano que iba en el lado derecho maldijo de pronto, se dio la
vuelta y corrió a ciegas hacia la niebla, chapoteando al pisar la capa de hielo que
se deshacía. No llegó lejos, no acertó ni siquiera a desaparecer de su vista.
Escucharon un agudo chirrido de unos patines que se deslizaban, distinguieron
una sombra informe y ágil. Y el brillo de una espada. El gemmeriano gritó.
Vieron cómo caía, vieron un charco enorme de sangre sobre el hielo. El herido se
retorció, se encogió, gritó, aulló. Luego se calló y se quedó inmóvil.
Pero mientras gritaba, había estado ahogando el chirrido de los patines que
se acercaban. No se esperaban que la muchacha fuera capaz de dar la vuelta tan
pronto.
Cayó en medio de ellos, en el mismo centro. Le dio un tajo al vuelo a Ola
Harsheim, profundo, por debajo de las rodillas, cortándolo como con unas
tijeras. Dio la vuelta en una pirueta, derramando sobre Bóreas Mun un granizo
de punzantes pedazos de lodo. Skellen retrocedió, se resbaló, agarró por la
manga a Rience. Cayeron ambos. Los patines chirriaron junto a ellos, unas frías
y agudas partículas les azotaron el rostro. Uno de los gemmerianos aulló, el
aullido se cortó con un gruñido brutal. Antillo sabía lo que había pasado. Había
oído ya a mucha gente a la que le habían cortado la garganta.
Ola Harsheim gritó, se revolcó por el hielo.
Chirrido, chirrido, chirrido.
Silencio.
– Don Stefan -barbotó Dacre Silifant-. Don Stefan… Nuestra esperanza está
en ti… Sálvanos… No dejes que te sorprenda…
– ¡La puta ma dejao cojo! -se quejaba Ola Harsheim-. ¡Ayudadme, por
vuestros muertos! ¡Ayudadme a levantar!
– ¡Bonhart! -gritó hacia la niebla Skellen-. ¡Bonhart! ¡Ayudaaa! ¿Dónde
estás, hijo de puta? ¡Bonhaaart!
– Nos está arrodeando -jadeó Bóreas Mun, dándose la vuelta y aguzando el
oído-. Voltea entre la niebla… Ataca de no se sabe dónde… ¡La muerte! ¡La
moza es la muerte! ¡La vamos a diñar aquí! Habrá una masacre, como en Dun
Dáre, en la noche de Saovine…
– Manteneos en grupo -gimió Skellen-. Manteneos en grupo, ella persigue a
los que están aislados… Si veis que se acerca, no perdáis la cabeza… Echadle a
los pies la espada, los sacos, los cinturones… lo que sea para que…
No terminó. Esta vez no escucharon el chirrido de los patines. Dacre
Silifant y Rience salvaron la vida porque se tiraron al suelo. Bóreas Mun acertó a
dar un salto hacia atrás, resbaló, hizo caer a Bert Brigden. Cuando la muchacha
pasó a su lado, Skellen se removió y lanzó el orión. Acertó. Pero a la persona
equivocada. Ola Harsheim, quien precisamente acababa de conseguir
incorporarse, cayó entre estertores sobre la ensangrentada superficie, sus ojos
completamente abiertos parecían mirar de reojo la estrella de acero que tenía
clavada en la base de la nariz.
El último de los gemmerianos arrojó la espada y comenzó a sollozar, con
cortos e irregulares espasmos. Skellen se le acercó y le golpeó con todas sus
fuerzas en el rostro.
– ¡Domínate, hombre! ¡No es más que una muchacha! ¡Sólo una muchacha!
– Como en Dun Dáre, en la noche de Saovine -dijo Bóreas Mun en voz
baja-. No saldremos de estos yelos, de este lago. ¡Aguzar el oído, aguzarlo! Y
oyereis cómo se acerca la muerte a vosotros.
Skellen alzó la espada del gemmeriano e intentó ponerle el arma al
sollozante soldado en la mano, pero sin resultado. El gemmeriano, que se
estremecía con espasmos, le contemplaba con una mirada vacía. Antillo arrojó la
espada y se acercó a Rience.
– ¡Haz algo, hechicero! -gritó, agarrándolo por los hombros. El miedo le
duplicaba las fuerzas, aunque Rience era más alto, más pesado y más fuerte, se
agitaba en el abrazo de Antillo como si fuera una muñeca de trapo-. ¡Haz algo!
¡Llama a tu poderoso Vilgefortz! ¡O haz tú mismo algún encantamiento!
¡Hechiza, echa alguna brujería, convoca a los espíritus, conjura demonios! ¡Haz
lo que sea, maldito enano, pedazo de mierda! ¡Haz algo antes de que ese
monstruo nos mate a todos!
El eco de su grito retumbó por las pendientes cubiertas de árboles. Antes de
que se apagara, chirriaron los patines. El sollozante gemmeriano cayó de rodillas
y se cubrió el rostro con las manos. Bert Brigden gritó, arrojó la espada y se
lanzó a correr. Se resbaló, se cayó, durante algún tiempo corrió a cuatro patas
como un perro.
– ¡Rience!
El hechicero blasfemó, alzó las manos. Cuando gritó el hechizo, las manos
le temblaban, la voz también. Pero lo consiguió. Aunque, ciertamente, no del
todo.
El delgado rayo que surgió de sus dedos atravesó el hielo, la superficie
estalló. Pero no a través, para cortar el camino a la muchacha que se acercaba.
Estalló a lo largo. La capa de hielo se abrió con un sonoro chasquido, agua negra
salpicó y retumbó, la grieta se fue abriendo con rapidez en dirección a Dacre
Silifant, que la contemplaba asombrado.
– ¡A los lados! -gritó Skellen-. ¡Huiiid!
Era ya demasiado tarde, el hielo se quebró como el cristal, estalló en
grandes pedazos. Dacre perdió el equilibrio, el agua sofocó su grito. Cayó en el
agujero también Boreas Mun, desapareció bajo el agua el gemmeriano que
estaba de rodillas, desapareció el cadáver de Ola Harsheim. Después el agua
negra devoró a Rience e inmediatamente a Skellen, que consiguió aferrarse a los
bordes en el último instante. La muchacha, sin embargo, dio un fuerte salto, voló
sobre la grieta, aterrizó salpicando hielo deshecho, desapareció detrás de
Brigden, quien estaba huyendo. Al cabo de un instante a los oídos de Antillo,
que colgaba de los bordes de la grieta, llegó un grito que erizaba los cabellos.
Lo había alcanzado.
– Señor… -jadeó Boreas Mun, que no se sabía cómo había conseguido
encaramarse sobre el hielo-. Dadme la mano… Señor coronel…
Skellen, una vez fuera del agua, se puso morado y comenzó a tiritar
terriblemente. El borde del hielo se quebró otra vez bajo Silifant, que había
conseguido salir, y Dacre de nuevo desapareció bajo el agua. Pero volvió a
emerger al momento, tosiendo y escupiendo, se encaramó sobre el hielo
haciendo un esfuerzo sobrehumano. Se arrastró y cayó, exhausto hasta el límite.
Junto a él fue creciendo un charco.
Bóreas jadeaba, cerraba los ojos. Skellen tiritaba.
– Sálvame… Mun… Ayuda…
Al borde de la capa de hielo, sumergido hasta las axilas, colgaba Rience.
Sus húmedos cabellos estaban pegados muy planos al cráneo. Los dientes
tintineaban como castañuelas, sonaba como la fantasmal obertura de alguna
danse macabre infernal.
Chirriaron los patines. Boreas no se movió. Esperaba. Skellen tiritaba.
Ella se acercó. Lentamente. Su espada chorreaba sangre, marcaba el hielo
con una línea goteante. Boreas tragó saliva. Aunque estaba mojado hasta los
huesos por el agua helada, de pronto le embargó un calor insoportable.
Pero la muchacha no le miraba a él. Miraba a Rience, que intentaba en vano
alzarse sobre la plataforma.
– Ayuda… -Rience venció su castañeteo de dientes-. Sálvame…
La muchacha frenó, girando con los patines con gracia de danzarina. Estaba
de pie con las piernas ligeramente separadas, la espada sujeta con las dos manos,
a baja altura, hacia las caderas.
– Sálvame -gimió Rience, clavando los temblorosos dedos en el hielo-.
Sálvame… Y te diré… dónde está Yennefer… Lo juro…
La muchacha se retiró lentamente el chal del rostro. Y sonrió. Bóreas Mun
vio una terrible cicatriz y ahogó con dificultad un grito.
– Rience -dijo Ciri, aún sonriente-. Pues si tú me querías enseñar lo que es
el dolor. ¿Lo recuerdas? Con estas manos. Con estos dedos. ¿Con éstos? ¿Con
éstos con los que ahora te sujetas al hielo?
Rience respondió, Boreas no entendió qué, porque los dientes del hechicero
castañeteaban y chasqueaban de forma que impedían el habla articulada. Ciri
giró y alzó la mano con la espada. Bóreas apretó los dientes convencido de que
iba a rajar a Rience, pero la muchacha sólo tomaba impulso para ponerse en
marcha. Para enorme asombro del rastreador, la muchacha se fue, deprisa,
impulsándose con bruscos encogimientos de los brazos. Desapareció en la
niebla, al cabo de un momento se apagó también el rítmico chirrido de los
patines.
– Mun… Saaa… saca… me… -ladró Rience, con la barbilla sobre el borde
de la grieta. Echó las dos manos sobre el hielo, intentó clavar las uñas, pero tenía
ya todas rotas. Enderezó los dedos, intentando agarrarse a la superficie con las
palmas y las muñecas. Bóreas Mun le miraba y estaba seguro, completamente
seguro…
Escucharon el chirrido de los patines en el último momento. La muchacha
se acercó con increíble velocidad, hasta se desdibujaba ante los ojos. Se acercó
hasta el mismo borde de la grieta, se detuvo junto a la orilla.
Rience gritó. Y se atragantó con el agua densa y aceitosa. Y desapareció.
Encima del hielo, encima de unas huellas muy regulares de los patines, había
sangre. Y dedos. Ocho dedos.
Boreas Mun vomitó sobre el hielo.
Bonhart galopaba por el borde de la escarpa del lago, cabalgaba como un
loco, sin cuidarse de que el caballo podía romperse una pierna en cualquier
momento entre las rocas cubiertas de nieve. Las hojas escarchadas de los abetos
le rozaban el rostro, le arañaban los hombros, le arrojaban sobre el cogote polvo
de hielo.
El lago no se veía, toda la depresión estaba llena de niebla como la cacerola
humeante de una hechicera.
Pero Bonhart sabía que la muchacha estaba allí.
Lo presentía.
Bajo el hielo, muy hondo, un banco de percas acompañaba con curiosidad
hacia el fondo del lago a una cajita plateada que relumbraba fascinadora, la cual
se había deslizado del bolsillo de un cadáver que se iba hundiendo en la arcilla.
Antes de que la cajita cayera sobre el fondo, alzando una nubecilla de fango, las
percas más atrevidas intentaron incluso hasta mordisquearla. Pero de pronto
huyeron asustadas.
La cajita emitía unos sonidos extraños, alarmantes.
– ¿Rience? ¿Me escuchas? ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Por qué no
respondéis desde hace dos días? ¡Pido un informe! ¿Qué pasa con la muchacha?
¡No debéis dejarle entrar en la torre! ¿Me oyes? ¡No podéis permitir que entre en
la Torre de la Golondrina…! ¡Rience! ¡Responde, diablos! ¡Rience!
Rience, naturalmente, no podía responder.
La escarpa se terminaba, la orilla era ahora plana. El final del lago, pensó
Bonhart, estoy en el borde. He rodeado a la muchacha. ¿Dónde está? ¿Y dónde
está esa puñetera torre?
La cortina de niebla estalló de pronto, se alzó. Y entonces la vio. Estaba
casi delante de él, sentada sobre su yegua mora. Será hechicera, pensó, se
comunica con ese animal. La envió a la otra punta del lago y la ordenó esperarla.
Pero tampoco esto le va a ayudar.
Tengo que matarla. Que el diablo se lleve a Vilgefortz. Tengo que matarla.
Primero haré que suplique por su vida… Y luego la mataré.
Dio un aullido, espoleó al caballo con las espuelas y se lanzó a un galope
maníaco.
Y de pronto se dio cuenta de que había perdido. De que al final ella se había
burlado de él.
No le separaba de ella más de media legua, pero sobre hielo muy delgado.
Estaba en la otra orilla del lago. Mas todavía la media luna perpendicular se
doblaba ahora sobre el lado contrario: la muchacha, que iba por la cuerda del
arco, estaba mucho más cerca del límite del lago.
Bonhart blasfemó, tiró de las riendas y dirigió el caballo hacia el hielo.
– ¡Corre, Kelpa!
De bajo de los cascos de la yegua salpicaba un fango helado.
Ciri se agarró al cuello del caballo. La vista de Bonhart persiguiéndola
había hecho que la abrumara el miedo. Tenía miedo de aquel hombre. Sólo de
pensar en plantarle cara en una lucha, un puño invisible le apretaba el estómago.
No, no podía luchar con él. Todavía no.
La torre. Sólo la podía salvar la torre. Y el portal. Como en Thanedd,
cuando el hechicero Vilgefortz ya estaba allí mismito, ya casi le ponía la mano
encima…
Su única salvación era la Torre de la Golondrina.
La niebla se alzó.
Ciri tiró de las riendas sintiendo cómo la embargaba un repentino y
monstruoso calor. No podía creer lo que veía. Lo que tenía ante sí.
Bonhart también lo vio. Y aulló triunfante.
En el borde del lago no había torre alguna. No había siquiera ruinas de una
torre, simplemente no había nada. Sólo unos montecillos apenas dibujados y
visibles, sólo unos cúmulos de rocas cubiertos de tallos desnudos, secos y
congelados.
– ¡Ésta es tu torre! -gritó-. ¡Ésta es tu torre mágica! ¡Éste es tu refugio! ¡Un
montón de piedras!
Parecía que la muchacha ni escuchaba ni veía. Condujo a la yegua a las
cercanías de una colina, sobre el cúmulo de rocas. Alzó ambas manos hacia lo
alto como si maldijera a los cielos por lo que había encontrado.
– ¡Te dije -gritó Bonhart, espoleando a su bayo con las espuelas-que eras
mía! ¡Que haría contigo lo que quisiera! ¡Que nadie me lo impediría! ¡Ni los
hombres ni los dioses, ni los diablos, ni los demonios! ¡Ni tampoco los hechizos!
¡Eres mía, brujilla!
Los cascos del bayo resonaban en la superficie helada.
De pronto la niebla se encogió, desapareció a causa del golpe de un viento
que salía de no se sabe dónde. El bayo relinchó y bailoteó, restregó los dientes
sobre el bocado. Bonhart se inclinó en la silla, tiró de las riendas con toda su
fuerza, porque el caballo se había vuelto loco, agitaba la testa, golpeteaba en el
suelo, se resbalaba en el hielo.
Delante de ellos -entre ellos y la orilla sobre la que estaba Ciri-bailaba
sobre la capa de hielo un unicornio blanco como la nieve, que estaba erguido,
adoptando la postura típica de los escudos de armas.
– ¡No podrán conmigo estas tretas! -gritó el cazador, al tiempo que
controlaba el caballo-. ¡No me vas a asustar con tus hechizos! ¡Te atraparé, Ciri!
¡Esta vez te mataré, brujilla! ¡Eres mía!
La niebla volvió a encogerse, se rebulló, adoptó extrañas formas. Las
formas se iban haciendo cada vez más claras. Eran jinetes. Siluetas de pesadilla
de jinetes fantasmales.
Bonhart abrió desmesuradamente los ojos.
Sobre las osamentas de unos caballos cabalgaban los esqueletos de unos
jinetes vestidos con armaduras y cotas de malla comidas por el óxido, capas
hechas jirones, yelmos abollados y agujereados decorados con cuernos de
búfalo, restos de penachos de plumas de avestruces y pavos. Por debajo de las
viseras de los yelmos los ojos de los fantasmas brillaban con un resplandor
lívido. Unos estandartes deshilachados gemían al viento.
A la cabeza de la demoníaca comitiva galopaba un ser en armadura, con una
corona sobre el yelmo, con un medallón sobre el pecho, envuelto en una coraza
herrumbrosa.
Vete, resonó en la cabeza de Bonhart. Vete, mortal. Ella no es tuya. Ella es
nuestra. ¡Vete!
Una cosa no se le podía negar a Bonhart: el valor. No cedió ante el espectro.
Controló su miedo, no se dejó llevar por el pánico.
Pero su caballo resultó ser menos resistente.
El rocín bayo alzó las patas, bailó como un bailarín sobre las patas traseras,
relinchó salvaje, dio coces y retrocedió. El hielo estalló bajo el golpeteo de sus
cascos con un chapoteo horroroso, la capa de hielo se elevó perpendicularmente,
el agua salpicó. El caballo chilló, golpeó con las patas delanteras en el borde, lo
hizo pedazos. Bonhart sacó los pies de los estribos, se bajó de un salto.
Demasiado tarde.
El agua se cerró sobre su cabeza. Los oídos le retumbaban como en un
campanario. Los pulmones estaban a punto de estallarle.
Tuvo suerte. Sus pies que pateaban el agua se apoyaron en algo,
seguramente el caballo que se iba hundiendo. Se impulsó, emergió con ímpetu,
escupiendo y resoplando. Se agarró al borde del agujero en el hielo. Sin ceder al
pánico, echó mano al cuchillo, lo clavó en el hielo y se subió. Se derrumbó,
respirando pesadamente, el agua escapaba de él con un chapoteo.
El lago, el hielo, las vertientes nevadas, el negro bosque de abetos
espolvoreados de blanco… todo se inundó de pronto de una claridad innatural.
Bonhart se puso de rodillas con un enorme esfuerzo.
Sobre el horizonte del cielo rojizo ardía una corona de cegadora brillantez,
una cúpula de luz de la que de pronto surgieron pilares y hélices de fuego, se
dispararon columnas bailarinas y remolinos de luz. En el firmamento estuvieron
suspendidas por un instante las formas centelleantes, ágiles y rápidamente
mudables de cintas y colgaduras.
Bonhart gimió. Le parecía que tenía en la garganta el anillo de hierro de un
garrote.
En el lugar donde todavía un minuto antes no había más que una colina y
un montón de piedras se elevaba ahora una torre.
Majestuosa, esbelta y delgada, negra, lisa, brillante, como si estuviera
labrada de un solo trozo de basalto. El fuego centelleaba en unas pocas ventanas,
en las dentadas almenas de la cima ardía la aurora borealis.
Vio a la muchacha, vuelta hacia él en la silla. Vio sus ojos brillantes y la
marcada línea de la fea cicatriz de la mejilla. Vio cómo la muchacha espoleaba a
la yegua mora, cómo entraba sin apresurarse en la tiniebla negra, bajo el arco de
piedra de la entrada.
Cómo desaparecía.
La aurora boreal estalló en un cegador remolino de fuego.
Cuando Bonhart volvió a ver de nuevo, ya no había torre. Había una colina
nevada, un montón de piedras, unos tallos secos y negros.
De rodillas sobre el hielo, en el charco del agua que rezumaba de él, el
cazador de recompensas gritó salvaje, horriblemente. De rodillas, alzando las
manos al cielo, gritó, aulló, bramó y blasfemó contra los hombres, los dioses y
los demonios.
El eco de sus gritos resonó por entre las escarpas cubiertas de abetos, viajó
por la helada superficie del lago Tarn Mira.
El interior de la torre le recordó de inmediato a Kaer Morhen: el mismo
largo corredor detrás de una arquería, el mismo interminable abismo de la
perspectiva de columnas y estatuas. No era posible comprender de qué forma el
delgado obelisco de la torre podía contener aquel abismo. Pero también sabía
que no tenía sentido analizar, no al menos en el caso de una torre que había
surgido de la nada, había aparecido donde antes no existía. En aquella torre
podía haber de todo y no había por qué asombrarse.
Miró hacia atrás. No creía que Bonhart se atreviera a seguirla, ni que
hubiera tenido tiempo. Pero prefería asegurarse.
La arquería a través de la que había entrado ardía con un resplandor
innatural.
Los cascos de Kelpa resonaban en el suelo, bajo las herraduras algo crujía.
Huesos. Cráneos, tibias, costillares, fémures, pelvis. Cabalgaba a través de un
gigantesco osario. Kaer Morhen, pensó, recordando. A los muertos se los debiera
enterrar bajo tierra… Cuánto tiempo hacía de aquello… Entonces todavía creía
en ello… En la majestad de la muerte, en el respeto a los muertos… Y la muerte
no es más que muerte. Y un muerto no es más que un cadáver frío. No importa
dónde yace, ni dónde se pudren sus huesos.
Entró en la oscuridad, bajo la arquería, entre columnas y estatuas. La
oscuridad ondulaba como si fuera humo, los oídos se le llenaron con unos
susurros intrusos, con unos suspiros, con unos cánticos lejanos. Ante ella estalló
de pronto una luminiscencia, se abrieron unas puertas gigantescas. Se abrieron
unas tras otras. Puertas. Una serie de puertas interminables de pesadas hojas que
se abrían ante ella sin un susurro.
Kelpa entró, sus cascos resonaban sobre el suelo de piedra.
La geometría de las paredes que la rodeaban, las arcadas y columnas,
resultó de pronto perturbada, tan radicalmente que Ciri sintió que la cabeza le
daba vueltas. Le dio la sensación de que se encontraba en el interior de algún
imposible cuerpo poliédrico, de algún octaedro gigantesco.
Seguían abriéndose puertas. Pero ya no era en una sola dirección. Era en
una serie interminable de direcciones y posibilidades.
Y Ciri comenzó a ver.
Una mujer de cabello moreno que conducía de la mano a una muchacha de
cabellos cenicientos. La muchacha tiene miedo, tiene miedo de la oscuridad,
teme los susurros que surgen de la oscuridad, le aterran los golpes de las
herraduras que escucha. La mujer morena que lleva una centelleante estrella con
brillantes al cuello también tiene miedo. Pero no lo deja entrever. Sigue
conduciendo a la muchacha hacia delante. Hacia su destino.
Kelpa avanza. La siguiente puerta.
Iola Segunda y Eurneid, con zamarras, con sus hatillos, caminan por una
senda congelada y cubierta de nieve. El cielo es de color rojo.
La siguiente puerta.
Iola Primera está de rodillas ante el altar. Junto a ella, la madre Nenneke.
Ambas miran, sus rostros se deforman en una mueca de espanto. ¿Qué ven? ¿El
pasado o el futuro? ¿La verdad o la mentira?
Sobre ambas, Nenneke y Iola, unas manos. Las manos extendidas en un
gesto de bendición de un mujer de ojos dorados. En el cuello de la mujer hay un
brillante que refulge como la estrella del alba. En los hombros de la mujer hay
un gato. Sobre su cabeza, un halcón.
La siguiente puerta.
Triss Merigold sujeta sus hermosos cabellos castaños, revueltos y agitados
por la fuerza del viento. No se puede escapar del viento, nada te guarda de él.
No aquí. En la cima del monte.
Una larga, interminable columna de sombras se acerca al monte. Figuras.
Caminan despacio. Algunos vuelven hacia ella el rostro. Rostros familiares.
Vesemir. Eskel. Lambert. Coën. Yarpen Zigrin y Paulie Dahlberg. Fabio Sachs…
Jarre… Tissaia de Vries.
Mistle…
¿Geralt?
La siguiente puerta.
Yennefer, envuelta en cadenas, amarrada a las paredes húmedas de una
mazmorra. Sus dedos son una masa de sangre coagulada. Sus cabellos negros
están desgreñados y enmarañados… Los labios rotos e hinchados… Pero en sus
ojos violetas todavía no se ha apagado la voluntad de lucha y resistencia.
– ¡Mamá! ¡Aguanta! ¡Resiste! ¡Voy a ayudarte!
La siguiente puerta. Ciri vuelve la cabeza. Con tristeza. Y confusión.
Geralt. Y una mujer de ojos verdes. Ambos desnudos. Ocupados, absortos
en sí mismos. Procurándose el uno al otro placer.
Ciri controla la adrenalina que le aprieta la garganta, espolea a Kelpa. Los
cascos resuenan. En la oscuridad palpitan los susurros.
La siguiente puerta.
Hola, Ciri.
– ¿Vysogota?
Sabía que lo conseguirías, mi valiente muchacha. Mi valerosa Golondrina.
¿Lo conseguiste sin daño?
– Los vencí. En el hielo. Tenía una sorpresa para ellos. Los patines de tu
hija…
Me refería a un daño psíquico.
– Me abstuve de vengarme… No maté a todos… No maté a Antillo…
Aunque él fue quien me hirió y desfiguró. Me controlé.
Sabía que vencerías, Zireael. Y que entrarías en la torre. Pues ya lo había
leído. Porque esto ya había sido descrito… Todo esto ya había sido descrito.
¿Sabes lo que te dan los estudios? La capacidad de utilizar las fuentes.
– ¿Cómo es posible que estemos hablando…? Vysogota… Acaso tú…
Sí, Ciri. Estoy muerto. Pero no importa. Lo importante es de lo que me
enteré, de lo que me di cuenta… Ahora ya sé dónde fueron a parar los días
perdidos, qué sucedió en el desierto de Korath, de qué forma desapareciste ante
los ojos de tus perseguidores…
– ¿Y la forma en que entré en esta torre, también?
La Vieja Sangre que corre por tus venas te da poder sobre el tiempo. Y
sobre el espacio. Sobre las dimensiones y las esferas. Ahora eres la Señora de los
Mundos, Ciri. Posees un poderosa Fuerza. No permitas que te la quiten y la usen
para sus propios objetivos, criminales e indignos…
– No lo permitiré.
Adiós, Ciri. Adiós, Golondrina.
– Adiós, Viejo Cuervo.
La siguiente puerta. Claridad, una claridad cegadora.
Y un penetrante olor a flores.
Una neblina estaba suspendida sobre el lago, ligera como gotitas de vaho,
que era barrida aprisa por el viento. La superficie del agua estaba pulida como
un espejo, sobre el verde diván de planas hojas de nenúfar resaltaban unas flores
blancas.
Las orillas estaban sumergidas en verdor y en el color de las flores.
Hacía calor.
Era primavera.
Ciri no se asombró. ¿Por qué se iba a asombrar? Pero si ahora todo era
posible. Noviembre, hielo, nieve, fango congelado, un montón de piedras sobre
una cumbre cubierta de matojos… eso era allí. Y aquí es aquí, aquí la delgada
torre de basalto de dentadas almenas en la cumbre se refleja en el agua verde de
un lago salpicado del blanco de los nenúfares. Aquí es mayo, porque sólo en
mayo florecen la rosa salvaje y la cereza.
Alguien estaba tocando el caramillo o la flauta, arrancándole una alegre y
saltarina melodía.
En la orilla del lago, con las patas delanteras en el agua, bebían dos caballos
blancos como la nieve. Kelpa bufó, golpeó con los cascos en las rocas. Entonces
los caballos alzaron las cabezas y relincharon, el agua les caía de los morros, y
Ciri lanzó un fuerte suspiro.
Porque no eran caballos, sino unicornios.
Ciri no se asombró. Había suspirado de admiración, no de sorpresa.
Cada vez se escuchaba más claramente la melodía, le llegaba desde unos
cerezos cubiertos de blancas flores. Kelpa se movió en aquella dirección por
propia iniciativa, sin que la apremiaran. Ciri tragó saliva. Los dos unicornios,
inmóviles como estatuas, la miraban, mientras se reflejaban en la superficie del
agua, pulida como un espejo.
Al otro lado de los cerezos, sentado sobre una piedra circular, había un elfo
rubio de rostro triangular y enormes ojos almendrados. Tocaba, desplazando con
habilidad los dedos por los agujeros de la flauta. Aunque vio a Ciri y a Kelpa,
aunque las miró, no dejó de tocar.
Las florecillas blancas olían a cereza con el perfume más intenso que Ciri
había percibido en su vida. Y no es extraño, pensó, completamente consciente:
en el mundo en el que he vivido hasta ahora, simplemente los cerezos huelen de
otro modo.
Porque en aquel mundo todo es distinto.
El elfo terminó la melodía con un trémolo muy agudo, se quitó la flauta de
los labios, se incorporó.
– ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó con una sonrisa-. ¿Qué te ha
entretenido?
Andrzej Sapkowski

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