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El Abencerraje

El cuento solidario 2

Adaptación de José Antonio Lago. Ilustraciones de Emilio Urberuaga

Edita
Fundación Hogar del Empleado
Dice el cuento que en tiempos del Infante don Fernando, conquistador de
Antequera, vivió un caballero llamado Rodrigo de Narváez, notable en
virtud y hechos de armas, que peleando contra los moros hizo cosas tan
dignas de perpetua memoria, que después de ganada la villa de Antequera, el
rey le hizo alcaide de ella y también de la de Álora.
Generalmente residía en Álora, donde tenía a su mando a cincuenta
escuderos, encargados de la defensa de la fortaleza. Todos ellos tenían tanta
fe en la virtud de su capitán, que ninguna empresa se les hacía difícil; y de
todas las batallas en que entraban salían vencedores.
Una noche, que hacía un tiempo muy apacible, acabando de cenar, el
alcaide les dijo:
-Me parece, señores míos, que nada despierta tanto los corazones como el
continuo ejercicio de las armas, porque con él se gana experiencia con las
propias y se pierde miedo a las ajenas. Digo esto porque han pasado muchos
días sin que hayamos hecho nada que acreciente nuestra fama, y haría yo
mal mi oficio si, teniendo a cargo a gente tan virtuosa, dejase pasar el tiempo
en balde. Me parece que la claridad de la noche nos invita a dar a entender a
nuestros enemigos que los defensores de Álora no duermen.
Ellos respondieron que ordenase y todos le seguirían. Y nombrando a
nueve de ellos, los hizo armar, y salieron por una puerta falsa que había en la
fortaleza, para no ser oídos. Y yendo camino adelante, vieron que el sendero
se dividía en dos. Y el alcaide dijo:
-Podría ser que yendo todos por el mismo camino, se nos fuese la caza
por el otro. Vosotros cinco id por uno, y nosotros iremos por el otro, y si
alguien encuentra enemigos, que toque el cuerno, y a la señal acudirán los
otros en su ayuda.
Yendo el grupo de escuderos hablando de diversas cosas, dijo uno de
ellos:
-Deteneos, compañeros, que o yo me engaño, o viene gente.
Y metiéndose en una arboleda que había junto al camino, vieron venir a
un apuesto moro en un caballo ruano. Era fuerte, y hermoso de rostro, y
tenía muy buena estampa a caballo. Llevaba un vestido carmesí y una túnica
de damasco del mismo color, toda bordada de oro y plata. Tenía el brazo
derecho remangado y bordada en la manga una hermosa dama, y en la mano
sostenía una lanza de dos puntas. Llevaba también un escudo y una
cimitarra, y en la cabeza, un turbante tunecino. En este uniforme venía el
moro, cantando un cantar que había compuesto en recuerdo de sus dulces
amores.
Los escuderos, al verle pasar, se abalanzaron sobre él. Él, viéndose
asaltado, se dio la vuelta con ánimo decidido y esperó a ver lo que hacían.
entonces, cuatro de los escuderos se apartaron a un lado, y el quinto le
acometió; mas el moro, de una lanzada dio con él y con su caballo en el
suelo. Visto esto por los que quedaban, tres de ellos le atacaron a la vez; de
manera que luchaban contra el moro tres cristianos, que cada no valía por
diez moros, y entre todos no podían con él. El moro se vio en gran peligro,
porque se le rompió la lanza y los escuderos no le daban tregua; mas,
fingiendo que huía, saltó sobre su caballo, arremetió contra el escudero que
había derribado y le quitó su lanza, con la cual volvió a hacer frente a sus
enemigos. Y se dio tan buena maña que al poco rato tenía a los tres en el
suelo.
El que quedaba, viendo el aprieto en que estaban sus compañeros, tocó el
cuerno, y fue a ayudarlos. aquí se inició un desigual combate, porque ellos
estaban apurados al ver que un caballero se les resistía tanto, y a él le iba
la vida en defenderse. Entonces uno de los escuderos le dio una lanzada en
la pierna, que, de no ser el golpe de soslayo, se la hubiera traspasado. Él, con
la rabia de verse herido, se revolvió, y le dio una lanzada, que dio con él,
muy malherido, en tierra.
Rodrigo de Narváez, que tenía el mejor caballo, fue el primero en acudir a
la llamada de auxilio, y al ver la valentía del moro quedó admirado.
Entonces dijo:
-Moro, ven por mí, y si me vences yo te libraré de los demás.
Y entablaron un rudo combate; pero el alcaide estaba fresco, y el moro y
su caballo estaban heridos, y apenas podían mantenerse en pie. Mas el moro
le dio una lanzada a Rodrigo de Narváez, que, de no parar el golpe con el
escudo, lo hubiera matado. El alcaide arremetió contra él y le hizo una
herida en el brazo, y, luchando cuerpo a cuerpo, lo derribó de la silla. Y
poniéndose sobre él, le dijo:
-Caballero, date por vencido, si no, te mataré.
-Bien podrás matarme –dijo el moro-, mas sólo podrá vencerme quien ya
me venció una vez.
El alcaide no reparó en el misterio que escondían estas palabras, y
haciendo gala de su acostumbrada bondad, le ayudó a levantarse, porque
estaba malherido; y pidiendo a sus escuderos los útiles necesarios, le cosió
las heridas. Y hecho esto, le hizo subir a un caballo, y volvieron camino de
Álora.
Y yendo camino adelante, hablando de la valentía del moro, éste dio un
profundo suspiro y dijo unas palabras en árabe que nadie entendió. Rodrigo
de Narváez, que iba admirando su apuesta figura y recordando lo que le
había visto hacer, pensó que tan gran tristeza en un ánimo tan fuerte no
podía proceder sólo de la causa que parecía, y le dijo:
-Caballero, mirad que el prisionero que pierde el ánimo, arriesga la
libertad. Mirad que en la guerra los caballeros han de ganar y perder, porque
los más de sus trances están sujetos a la fortuna, y quien ha dado tan buenas
muestras de valor no las debe dar ahora tan malas. Si suspiráis por el dolor
de las heridas, vais a un lugar donde seréis curado; si os duele la prisión,
jornadas son de guerra a que están sujetos cuantos la siguen. Y si tenéis otro
dolor secreto, confiádmelo, que os prometo hacer lo que pueda por
remediarlo. El moro, levantando el rostro del suelo, dijo:
-¿Cómo os llamáis, caballero, que tanto sentimiento mostráis de mi mal?
Él le dijo:
-Me llamo Rodrigo de Narváez, y soy Alcaide de Antequera y Álora.
El moro, alegrando el semblante, le dijo:
-Ahora disminuye mi preocupación; pues ya que la fortuna me ha sido
adversa, al menos me ha puesto en vuestras manos, que aunque nunca os he
visto antes, tengo noticias de vuestra virtud. Y para que no os parezca que es
el dolor de las heridas lo que me hace suspirar, mandad aparte a vuestros
escuderos, y os diré unas palabras, porque me parece que vos sabréis guardar
cualquier secreto.
El alcaide los hizo apartarse, y el moro le dijo:
-Rodrigo de Narváez, estáte atento a lo que te digo y verás si bastan mis
desdichas para ablandar el corazón de un cautivo. Me llamo Abindarráez.
Soy de los Abencerrajes de Granada, un linaje de caballeros que eran la flor
de aquel reino, porque en cortesía y valentía aventajaban a todos los demás.
Eran muy estimados por el rey y por todos los caballeros, y muy amados por
la gente común. Se dice que nunca hubo un Abencerraje cobarde. No se
tenía por Abencerraje el que no servía a una dama, ni se tenía por dama a la
que no tenía un Abencerraje por servidor. Pero quiso la fortuna, enemiga de
su bien, que cayese de la manera que ahora oirás.
El rey de Granada hizo a estos caballeros una notable injusticia, movido
por la falsa acusación de que se habían conjurado para matarle y repartir el
reino entre ellos. Se le ofrecieron al rey grandes rescates por sus vidas, mas
no quiso ni siquiera escuchar; y los hizo degollar a todos una noche. Cuando
la gente se vio sin esperanza de salvar sus vidas, comenzó a llorarlos. Los
lloraban sus padres, los lloraban sus madres, los lloraban las damas a
quienes servían y los caballeros a quienes frecuentaban. Y toda la gente
alzaba tan gran llanto, que parecía como si la ciudad se hubiera llenado de
enemigos; de manera que si a precio de lágrimas se hubieran podido
comprar sus vidas, no habrían muerto los Abencerrajes tan miserablemente.
En esto es en lo que acabó tan destacado linaje. Sus casas derribadas, sus
propiedades confiscadas, y su nombre declarado traidor. Como resultado de
este triste suceso, ningún Abencerraje pudo vivir en Granada, salvo mi padre
y un tío mío, que fueron hallados inocentes, a condición de que a los hijos
que tuviesen los enviasen a vivir fuera de la ciudad, y a las hijas las casasen
fuera del reino.
rodrigo de Narváez, que estaba admirado de la pasión con que el
Abencerraje le contaba sus desdechas, le dijo:
-Caballero, vuestra historia es extraordinaria, y la injusticia que se hizo a
los Abencerrajes grande, porque no es fácil de creer que caballeros tan
nobles cometiesen traición.
-Así lo creo yo –dijo el moro-. Y desde entonces todos los Abencerrajes
aprendimos a ser desdichados. Cuando yo nací, mi padre, para cumplir el
mandato del rey, me envió a Cártama, con cuyo alcaide tenía estrecha
amistad. Éste tenía una hija de mi edad, a quien amaba más que a sí mismo,
porque además de ser única y hermosísima, le había costado la mujer, que
había muerto en el parto.
Ella y yo, en nuestra niñez, siempre nos tuvimos por hermanos, porque así
nos oíamos llamar. No recuerdo haber pasado ni una hora en que no
estuviésemos juntos. Juntos nos criaron, juntos andábamos, juntos comíamos
y bebíamos. Y de esta intimidad nació un amor, que fue creciendo con el
tiempo.
Recuerdo que un día, entrando en la hora de la siesta en la huerta que
llaman de los jazmines, la hallé sentada junto a la fuente, acicalándose. Salió
a recibirme con los brazos abiertos, y haciéndome sentar a su lado, me dijo:
-Hermano, ¿cómo me has dejado tanto tiempo sola?
Yo le respondí:
-Señora mía, hace mucho rato que os busco, y no encontré quien me
dijese dónde estábais, hasta que mi corazón me lo dijo.
Y tras esto, bajando los ojos de vergüenza, contemplé su imagen reflejada
en las aguas de la fuente, y me dije a mí mismo:
-Si ella me amase como yo la amo ¡qué dichoso sería yo! Y si la fortuna
nos permitiese vivir siempre juntos ¡qué dichosa sería mi vida!
Diciendo esto, me levanté, cogí unos jazmines que había junto a la fuente,
y mezclándolos con arrayán, hice una hermosa guirnalda y la puse sobre su
cabeza. Ella me miró más dulcemente de lo que acostumbraba, y me dijo:
--¿Qué te parezco, Abindarráez?
Yo le dije:
-Me parece que acabáis de vencer al mundo y os coronan reina y señora
de él.
Esta engañosa vida trajimos mucho tiempo, hasta que el amor nos dio a
entender que no éramos hermanos. ella, no sé lo que sintió al saberlo; mas
yo nunca sentí mayor alegría, aunque después lo he pagado bien caro. desde
ese momento, aquel amor inocente se convirtió en una pasión invencible,
que nos durará hasta la muerte. Yo tenía mi felicidad puesta en ella y mi
alma hecha a medida de la suya. Todo lo que no veía en ella me parecía feo.
Todos mis pensamientos eran para ella. La miraba con recelo de ser oído, y
tenía envidia del sol que la acariciaba. Su presencia me lastimaba y su
ausencia me encogía el corazón. Y ella me pagaba con la misma moneda.
Mas quiso la fortuna, envidiosa de nuestra dulce vida, quitarnos esa
felicidad, de la manera que oirás.
El Rey de Granada destinó al Alcaide de Cártama a Coín, y ordenó que
me dejase a mí en Cártama. Cuando supimos esta desastrosa noticia, juzgad
vos, si alguna vez estuvisteis enamorado, lo quen podríamos sentir. Nos
reunimos en un lugar secreto a llorar nuestra separación. Yo la llamaba
señora mía, alma mía, bien mío, y otros dulces nombres que el amor me
enseñaba, y le preguntaba:
-¿Cuándo os alejéis de mí, recordaréis alguna vez a vuestro cautivo?
Aquí las lágrimas y los suspiros ahogaban las palabras. Yo decía muchos
disparates, de los que no me acuerdo, porque mi señora se llevó mi memoria
consigo. Pero quién podría describir la pena que sentía ella. ¡Y a mí me
parecía poca! Me decía mil dulces palabras, que todavía resuenan en mis
oídos; y al final, nos despedimos con muchas lágrimas y sollozos,
dejándonos en prenda un abrazo y un suspiro arrancado de las entrañas. Y
como ella me vio tan triste, me dijo:
-Abindarráez, a mí se me escapa el alma al apartarme de tí. Quiero ser
tuya hasta la muerte; tuyo es mi corazón, tuyas son mi vida, mi honra y mi
hacienda, y en testimonio de esto, en cuanto llegue a Coín y tenga ocasión
de verte, por ausencia de mi padre, te avisaré.
Con esta promesa mi corazón se aplacó algo, y le besé las manos.
Ellos partieron al día siguiente, y yo me quedé como quien, caminando
por unas abruptas montañas, ve un eclipse de sol. Comencé a sentir su
ausencia amargamente. Miraba las ventanas donde se solía asomar, las aguas
donde se bañaba, la alcoba en que descansaba, el jardín donde dormía la
siesta. Aunque es verdad que la promesa que me había hecho de llamarme
me hacía mantener la esperanza.
Quiso mi ventura que esta mañana mi señora cumplió su palabra,
mandándome llamar por medio de una criada de confianza, porque su padre
había partido para Granada, llamado por el rey, para volver al día siguiente.
Yo, reconfortado con esta buena nueva, y esperando la noche, para salir más
en secreto, me puse en el traje en el que me has encontrado, para mostrar a
mi señora la alegría de mi corazón. Y, por cierto, no creía yo que bastaran
cien caballeros para detenerme, porque traía a mi señora conmigo; y si tú me
venciste, no fue por valor, que no es posible, sino porque mi mala suerte, o
la determinación del cielo, quisieron arrebatarme tanta felicidad. Así que,
considera el bien que perdí, y el mal que tengo. Yo iba de Cártama a Coín,
breve camino, aunque el deseo lo alargaba mucho, y era el más feliz
Abencerraje que nunca se vio, pues iba a casarme con mi señora. Ahora me
veo herido, cautivo y vencido, y lo que más siento es que el plazo de mi
felicidad se acaba esta noche. Déjame pues, cristiano, consolarme entre
suspiros, y no los juzgues debilidad, pues lo sería mucho mayor tener
ánimos para sufrir tan riguroso trance.
Rodrigo de Narváez quedó admirado y apiadado de la infeliz aventura del
moro, y pareciéndole que nada le podría dañar más que la demora, le dijo:
-Abindarráez, quiero que veas que puede más mi virtud que tu mala
fortuna. Si me das tu palabra de que volverás a mi prisión dentro de tres días,
yo te dejaré en libertad.
Cuando el moro oyó esto, se quiso echar a sus pies, de puro contento, y le
dijo:
-Rodrigo de Narváez, si vos hacéis esto, habréis hecho la mayor cortesía
que nunca hizo hombre alguno, y a mí me daréis la vida. Y tened la
seguridad de que cumpliré lo que pedís.
Entonces el alcaide llamó a sus escuderos y les dijo:
-Señores, confiadme a este prisionero que yo respondo de su rescate.
Y tomando la mano derecha del moro entre las suyas, le dijo:
-¿Me dais vuestra palabra de caballero de volver a mi castillo dentro de
tres días?
Él dijo:
-Sí, lo prometo.
-Pues id con la buena ventura.
Y dándole las gracias, el Abencerraje se fue camino de Coín a mucha
prisa. Rodrigo de Narváez y sus escuderos volvieron a Álora, hablando de la
valentía y buenos modales del moro. Y con la prisa que el Abencerraje
llevaba, no tardó en llegar a Coín. Fue derecho a la fortalexza, y no paró
hasta que halló cierta puerta que había en ella; y viendo que estaba todo
seguro, tocó en ella con la lanza, que ésta era la señal que le había dado la
dueña. Ella misma le abrió y le dijo:
-¿En qué os habéis entretenido, señor mío, que vuestra tardanza nos ha
causado gran preocupación? Mi señora hace rato que os espera. Bajad del
caballo, y os llevaré adonde está.
Él ocultó su caballo en un lugar secreto, y después la dueñla le llevó de la
mano, lo más deprisa que pudo, para no ser vistos, y subieron por una
escalera hasta el aposento de la hermosa Jarifa. Ella, que ya había oído su
venida, le salió a recibir con los brazos abiertos. Ambos se abrazaron, sin
decirse palabra, de tanta felicidad. Después, ella le tomó de la mano, le llevó
a una cámara secreta y le dijo:
-He querido, Abindarráez, que veáis de qué manera cumplen las cautivas
de amor su palabra. Yo os mandé venir a mi castillo a ser mi prisionero,
como yo lo soy vuestra, y a haceros dueño de mi persona y de la hacienda de
mi padre, bajo el nombre de esposo, aunque esto será muy en contra de su
voluntad; pues como no tiene tanto conocimiento de vuestro valor y de
vuestra virtud como yo, quisiera darme un marido más rico.
Y diciendo esto, bajó la cabeza, mostrando cierta vergüenza. Él la tomó
entre sus brazos, y le besó muchas veces las manos. Y llamando a la dueña,
se desposaron. Tras esto, el moro dio un gran suspiro. La dama, no pudiendo
sufrir tan gran ofensa a su hermosura le dijo:
-¿Qué es esto, Abindarráez? Parece que te has entristecido con mi alegría.
Pues si yo soy toda tu felicidad, ¿por quién suspiras? Y si no lo soy, ¿por
qué me engañaste? Y si sirves a otra dama, dime quién es, para que la sirva
yo también; y si tienes otro dolor secreto, dímelo, que o yo moriré, o te
libraré de él.
El Abencerraje le dijo:
-Señora mía, si yo no os quisiera más que a mi vida, no habría suspirado;
porque al pesar que traía conmigo lo sufría con buen ánimo cuando iba solo,
mas ahora que me obliga a apartarme de vos, no tengo fuerzas para sufrirlo.
Luego le contó todo lo que le había sucedido, y al cabo le dijo:
-De modo, señora, que vuestro cautivo lo es también del Alcaide de
Álora. Y no siento la pena de la prisión, que vos enseñasteis a mi corazón a
sufrir, mas vivir sin vos tendría por la misma muerte.
La dama, con buen semblante, le dijo:
-No te acongojes, Abindarráez, que yo me hago cargo de tu rescate. Yo
creo que cualquier caballero que haya dado su palabra de volver a prisión,
cumplirá con enviar el rescate que se le pueda pedir. Yo tengo las llaves de
las riquezas de mi padre, y las pondré en vuestro poder. Coged lo que os
parezca. Rodrigo de Narváez es buen caballero y se contentará con esto.
El Abencerraje le respondió:
-Parece, señora mía, que lo mucho que me queréis no os deja aconsejarme
bien. No caeré yo en tan grave error, porque si cuando venía a verme con
vos estaba obligado a cumplir mi palabra, ahora que soy vuestro se me ha
doblado la obligación. Yo volveré a Álora y me pondré en manos del
alcaide, y tras hacer yo lo que debo, que él haga lo que quiera.
-Pues no quiera Dios, dijo Jarifa, que yendo vos a ser preso, quede yo
libre. Yo quiero acompañaros en este viaje, que ni el amor que os tengo, ni
el miedo que he cobrado a mi padre por haberle desobedecido, me permiten
hacer otra cosa.
El moro, llorando de felicidad, la abrazó y le dijo:
-Haremos lo que vos queráis, que así lo quiero yo.
Y con este acuerdo, partieron a la mañana siguiente, llevando la dama el
rostro cubierto para no ser reconoicida. Cuando llegaron a la fortaleza,
llamaron a la puerta, que fue abierta por los guardas. Y yendo uno de ellos a
avisar al alcaide, le dijo:
-Señor, en el castillo está el moro que venciste, y trae consigo una
hermosa dama.
Al alcaide le dio el corazón lo que podía ser, y bajó. El Abencerraje,
tomando a su esposa de la mano, se acerc{o a él y le dijo:
-Rodrigo de Narváez, mira si cumplo bien mi palabra, pues te prometí
traer un preso, y te traigo dos. He aquí a mi señora; juzga si he padecido con
causa.
Rodrigo de Narváez se alegró mucho de verlos, y dijo:
-Entrad y repoisaréis en esta vuestra casa.
Y con esto fueron a un aposento que les habían preparado. Y el alcaide
preguntó al Abencerraje:
-Señor, ¿qué tal venís de las heridas?
-Me parece, señor, que las traigo algo peor.
La hermosa Jarifa, muy alterada, dijo:
-¿Qué es esto, señor, qué heridas tenéis vos que yo no sepa?
-Señora, quien escapó de las vuestras, en poco tendrá las otras. La verdad
es que en la escaramuza de la otra noche recibí dos pequeñas heridas.
-Será mejor –dijo el alcaide- que os acostéis, y ahora vendrá un cirujano
que hay en el castillo.
Y cuando vino el médico y le vió, dijo que no era grave, y con un
ungüento que le puso le quitó el dolor; y en tres días estuvo curado.
Al poco tiempo, el Abencerraje le dijo al alcaide estas palabras:
-Rodrigo de Naraváez, sé que eres discreto y entenderás lo que voy a
decirte. Yo tengo la esperanza de que nuestro infortunio se ha de remediar
por tus manos. La hermosa Jarifa, mi esposa, no quiso quedarse en Coín, por
miedo de haber ofendido a su padre. Bien sé que por tu virtud te ama el rey,
aunque eres cristiano. Te suplico que consigas de él que nos perdone.
El alcaide les dijo:
-Consolaos, que yo os prometo hacer lo que pueda.
Y tomando tinta y papel, escribió una carta, que decía así:
“Muy alto y poderoso Rey de Granada:

Rodrigo de Narváez, tu servidor, beso tus reales manos y digo que el


Abencerraje, Abindarráez, se enamoró de la hija del Alcaide de
Cártama, la hermosa Jarifa. Cuando tú enviaste al alcaide a Coín, los
enamorados, para no separarse, decidieron desposarse. Y yendo él a
cumplir este propósito, le hice prisionero. Y al contarme su caso, me
apiadé de él, y le dejé libre por dos días. Él se fue a casar, de modo que
en el viaje perdió la libertad, pero ganó a su esposa. Y viendo ella que el
Abencerraje volvía a mi prisión, se vino con él. Y ahora están los dos en
mi poder.
Te suplico que el remedio de estos amores se reparta entre tú y yo.
Yo les perdonaré el rescate y les dejaré ir; tú harás que el padre de ella
los perdone. Y con esto mostrarás tu grandeza”.

Escrita la carta, despachó a un escudero, que se la entregó al rey, el cual,


al saber de quién era, se alegró mucho, pues amaba a este cristiano por su
virtud. Y cuando la leyó, se dirigió al Alcaide de Coín, que estaba a su lado,
y le dijo:
-Lee esta carta.
El alcaide se alteró mucho al leerla, pero el rey le dijo:
-No te acongojes, aunque tengas motivos. Has de saber que no hay nada
que me pida el Alcaide de Álora que yo no haga. Te mando que vayas a
Álora y perdones a tus hijos, que en pago de este servicio, te colmaré de
favores.
El alcaide, viendo que no podí desobedecer al rey, dijo que así lo haría. Y
partió a Álora, donde fue recibido con mucha alegría.
El Abencerraje y su hija se presentaron ante él con mucha vergüenza y le
besaron las manos. Él les dijo:
-No hablemos de cosas pasadas; yo os perdono por haberos casado contra
mi voluntad, que por lo demás, vos, hija, escogisteis mejor marido que el
que yo os pudiera dar.
Y Rodrigo de Narváez dijo:
-Yo tengo en tanta estima el haber tomado parte en este asunto, que sólo
quiero de rescate la honra de haberos tenido prisioneros. De hoy en adelante,
Abindarráez, sois libre.
Ellos le besaron las manos, y al día siguiente por la mañana partieron de
la fortaleza, acoompañándolos el alcaide parte del camino. Y estando ya en
Coín, el padre les dijo:
-Hijos, es justo que mostréis el agradecimiento ue se debe a Rodrigo de
Narváez por la buena obra que os hizo; que no por haber usado de tanta
gentileza ha de perder su rescate, antes lo merece mucho mayor. Yo os
quiero dar seis mil doblas zaenes; enviádselas, y tenedle de aquí en adelante
por amigo.
Abindarráez le besó las manos y tomando las monedas de oro, además de
cuatro hermosos caballos, cuatro lanzas con los hierros de oro y cuatro
escudos, envió todo al Alcaide de Álora.
El alcaide apreció mucho el presente; y quedándose con los caballos, las
lanzas y los escudos, les volvió a enviar las monedas de oro.
La hermosa Jarifa las guardó y dijo:
-Quien piense que puede vencer a Rodrigo de Narváez por las armas o por
medio de la cortesía, se equivoca.
De este modo quedaron todos muy satisfechos, y unidos por tan estrecha
amistad, que les duró toda la vida.

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