Bestiario de Sierra Morena


Alfonso de Urquijo, en esta su obra póstuma, ha querido recuperar la tradición literaria española de los bestiarios, narraciones y fábulas protagonizados por animales que alcanzan su mayor vigor con Cervantes, en el diálogo entre los perros Cipión y Berganza. Pone jugosas historias en boca de ciervos, ratones, machos monteses o jabalíes ambientando sus aventuras con naturalidad. Una delicia es la narración de la batalla de las Navas de Tolosa hecha por un viejo lobo, descendiente de los que hueseaban a la cola de los ejércitos. El Bestiario de Sierra Morena es, quizá sin pretenderlo, una obra didáctica en la que alguien poco avisado en las cosas del monte, llegará a conocer desde el orden en que se dan las bellotas de quejigo, encina y alcornoque hasta las plantas y frutos que constituyen las comidas de las reses. Y todo ello en un lenguaje amable, sin pretensiones de pontificar, pero aflorando toda la sabiduría que Urquijo atesoró tras tantísimos años de pisar la sierra con amor.

Hecho en la última etapa de su vida, requirió el apoyo y la colaboración de su inseparable amigo Paco León, cuya fina sensibilidad se reconoce en muchas felices imágenes y en en la gracia que aporta a la prosa como la salsa al asado.

La edición de este libro, imprescindible en la biblioteca de cualquier amante de la naturaleza o estudioso de ella, ha sido muy cuidada por la editorial, enriqueciéndola con bellas ilustraciones de Varela Simó. La editorial es Acualarga editores, S.L., Madrid, 1996.

Recuerdos de primavera

Ayer subí a Torreárboles. Hizo un día limpio, azul, con un sol empeñado en agostar todos esos verdes brillantes con los que nos regala la sierra en primavera. Fui contra mi voluntad, puesto que andaba retrasado en mi mensual compromiso con TROFEO y hubiera preferido quedarme escribiendo pero Fernanda, mi mujer, andaba enfurruñada por el olvido en que tenía sus plantas y no hubo más remedio.
COCHIDesde que desviaron la carretera, a la terraza de la casa sólo llega el rumor del campo. Esos sonidos que van desde la nada casi absoluta al duro y rodado croar de las ranas que, a pesar de todas las porquerías que echamos al agua, sobreviven alrededor de la piscina.
Cerró la venta al borde de la carretera y se fueron los venteros, aquellos buenos amigos cazandangas de raza: Baldomero y su suegro, el viejo Francisco Nevero. Nevero, casi analfabeto, que me contaba sucedidos de tal belleza narrativa que me dieron más de un éxito sin más trabajo que ponerlos intactos –o guisados con pocos aliños- sobre el papel. Aquellas historias de la recogida del zumajo para tintes; los pájaros perdices de don Diego, el juez; las carreras de la nietecilla tras los perdigones…
Echado sobre la varanda, maciza ahora de flores de pitiminí, no puedo, ni quiero, evitar la nostalgia de aquellos buenos tiempos en que por las mañanas de verano, antes de entrar al estudio, tomaba café y una copita de aguardiente en la venta. Sin prisas, de charleta con Nevero, mientras entraban y salían los marchantes, todos de la zona y casi todos aficionados a la escopeta. De unos y otros sacábamos lo que podíamos de por dónde andaban las voladas de las tórtolas, de los encames de los cochinos y de la posible tolerancia de los civiles del Muriano.
Tras la desaparición de la venta, sólo quedó por allí el Sastre, con sus cuatro perruchos y sus gallinos, en la casilla del otro lado del arroyo. Y sus fantasías sobre gatos cruzados en lince y visitas nocturnas de las ginetas que, como las coja…
Nos hemos quedado solos. Hasta los cochinos han abandonado los alrededores, manchoneados ya en las hoyas de enfrente y en la umbría. La baña junto al arriate de romeros está lavada, hasta arriba de agua, que no la toman desde hace más de dos meses. Quizá cuando se oree y a ellos, a los que se escaparon, se les haya pasado el susto de los perros y los tiros, volverán por aquí en sus rondas nocturnas. A sus rebuscas y a dar trompadas a las plantas poniéndolo todo patas arriba para desesperación de Fernanda.

(TROFEO, Madrid, 2011)

La sierra otra vez

A los doctores
Antonio Allona y Francisco Sánchez de Puerta con mi agradecimiento.

El camino de Villaviciosa es de una gran belleza, sobre todo desde que se deja la carretera general a Badajoz y se comienza a bajar al pantano de Puente Nuevo. Allí, casi siempre, se mete uno en la niebla que no despeja hasta coronar el collado de los Venados. Luego, repechando, repechando, otra vez el sol, aún tímido, tratando de levantar el frío pegado con tesón a las umbrías. Y arriba el pueblo, blanco, aún desperezándose en la mañana helada.
Un mes llevaba yo quitado de mis briegas habituales. Había estado más malo que un perro. Pero como todo pasa, aunque muy débil, estaba recuperando la normalidad cuando me llamó Antonio Soto.
-Bueno ¿qué? ¿Vienes o no vienes a Los Llanos? ¿Y qué más da que estés fuerte o débil? Te voy a poner a doscientos metros de la casa en un puesto que te caes del coche y allí estás. Al solecito y en recacha.
9. Correndo venadoConque me decidí. Y allí estaba, flojo como un pellejo de breva, que levantar el rifle ya me parecía un esfuerzo importante. No hay como la convalecencia para que los amigos te muestren su cariño. Me llevó al puesto Antonio Sotomayor. Y, ya en mi catrecillo, con el rifle terciado sobre los zahones y la gorra acomodada a los ojos, sentí cómo acababa de retomar el ritmo de la vida.
Tras una mañana tan fría, parecía mentira lo pronto que había templado la orilla. Y es que, ya a las once y media, el sol había comenzado a hacer su trabajo.
Entró un venado. Largo, corriendo mucho. Lo afiné bien, le corrí la mano, le eché un tiro y se me fue. Luego tiró otro Fernanda y, con gran falta de consideración a mi persona, lo hizo un taco. Menos mal que pude justificarme matando otro venado que pasó con las mismas maneras que el primero.
La salud es uno de los bienes más ansiados, casi mitificados por la gente. Se ruega por ella, se la invoca. En los viejos cantes del pueblo gitano, hay un remate que ya es clásico: Toítos le piden a Dios la salud, la libertad La salud. Esa cosa que sólo los enfermos saben qué es. Y que sólo se saborea en plenitud cuando se recupera. Cuando se recupera y se vuelve a estar en un puesto de montería, con todos los colores de la sierra en los ojos y el sol bañándote el alma.
Ahora mis hijos, cuando se interesan los amigos, no tienen que dar muchos detalles:
-¿Mi padre? Anteayer mató un venado.

(«TROFEO», Madrid, 2008)

Monosabio

TAUROMAQUIA. Mariano Aguayo (acuarelas) y Rafael del Campo (textos)

Ya entrebarreras, después del silencio indiferente del público, oyó murmurar a su banderillero:

– No vale “ pa “ esto…es que lo que no puede ser no puede ser…y además es imposible.

Por eso, antes de que la cosa pasara a mayores y algún “esaborío “se lo dijese con crueldad, decidió quitarse del toro: esa misma tarde, muy digno, en el centro del ruedo, se cortó la coleta. Pero no se puso paños calientes: no quería culpar a los empresarios, ni a la mala suerte, ni a los ganaderos, ni a los apoderados que había tenido a lo largo de varios años y que con honradez o pillería, aciertos o marronazos, habían dirigido su carrera. Si el éxito es de uno, se decía, también lo es el fracaso y, si se quitaba del toro, era por una sola verdad:

– No vales “ pa “ esto.

Por eso, tan pronto volvió a Córdoba, quiso deshacerse de los avíos de torear.

El traje de luces lo vendió a un sastre de toreros y fue como si hubiese vendido el alma.

El capotillo de paseo, que había envuelto tantas ilusiones, lo regaló a un torerillo que empezaba y, al entregárselo, fue como si el corazón se le hubiera quedado sin sentimientos.

Pero la montera, esa montera ajada de tantas tardes de miedos e ilusiones, la conservó…porque un hombre no puede vivir sin cabeza donde guardar los recuerdos y la conciencia de su propia dignidad.

&&&&&&&&

Monasabios 15x21Fueron pasando los meses y él, a pesar de todo, seguía sintiéndose torero. Torero sin traje de luces y sin capote de paseo, torero, por tanto, sin alma y sin corazón, pero torero con montera donde albergar la cabeza y decirse, a sí mismo, la verdad. Sin tapujos, sin engaños:

– No vales “ pa “ esto.

Pero toda la verdad:

– Sin embargo eres un hombre digno.

Le dio por la lectura porque los libros, cuando están bien escritos, te hacen vivir otras vidas. O entender otras vidas. Especialmente la propia. Leía poemas de Manuel Machado:

“…y antes que poeta, mi deseo primero

hubiera sido ser, un buen banderillero…”

O de Miguel Hernández:

“Como el toro,

he nacido para el luto y el dolor “

O de Alberti :

“ Llora Giraldilla mora

lágrimas en tu pañuelo

mira como sube al cielo

la gracia toreadora “

Y así iba pasando sus días, él, que era torero pero que no servía para torero y que, además, tampoco sabía ligar las palabras y las ideas para crear otras vidas, donde poder vivir aunque sólo fuera de sueños. Hasta que un día se topó con un libro de Corrochano , titulado “ ¿ Qué es torear ? “ que pretendía ahondar en eso del toreo. Entresacó una frase del libro : “ torea todo el que anda entre toros “ Y aquello fue como una riada de luz porque, si lo decía Corrochano, debería ser verdad. Así que movió las relaciones que aún le quedaban y pudo sentar plaza de monosabio, para andar entre toros y seguir siendo torero. Sus amigos no lo entendían:

– ¿ Pero tú, que has sido novillero puntero, cómo te vas a rebajar a ser simple monosabio ?

Y él se daba cuenta de que sus amigos ni sabían de toros ni sabían de la vida. Ni sabían de nada. Pero explicarles las cosas era imposible, era machacar en “ jierro “ frío. Más valía callar. Y, como consuelo de una pena que no sabía bien de dónde arrancaba, recitaba muy bajito, sólo para sí mismo, a Manuel Machado:

“ ..que las olas me traigan y la olas me lleven

y que jamás me obliguen el camino a elegir

que la vida se tome la pena de matarme

ya que yo no me tomo la pena de vivir “

Caida al caballo 15x22Así que, cada tarde de toros, se vestía la blusilla colorá y asistía al picador que le tocara. Y no sólo en la capital: también en los pueblos de la provincia o aún más lejos: donde lo llamaran, allí iba. Nunca rehuyó el riesgo, ni un quite a cuerpo limpio, ni un coleo…pero jamás quiso lucirse, ni destacar. Casi prefería desaparecer, que su blusilla colorá se camuflara entre los trajes de luces y nadie reparara en su presencia porque, en cierta manera, sabía su verdad :

– No vales “ pa “ esto.

Pero toda la verdad :

– Sin embargo eres un hombre digno.

Muy de tarde en tarde, algún picador, sin mirarle y entredientes, musitaba desde las alturas de su jamelgazo:

– Bien muchacho…bien.

Y él, entonces, se empavonaba por dentro, porque, como decía El Guerra : “ a tos nos gusta que nos rasquen “ . Luego, al llegar a su casa, veía a su hijo durmiendo en la cuna y la bandeja con la cena y la nota de su mujer : “ Despiértame cuando llegues…quiero que me cuentes cómo te ha ido “

Y entonces desnudaba el alma y cargado de sinceridad relataba a su mujer los sucedidos de la tarde, su propia torería, su valentía, hasta su arte, y ella miraba con bellísimos ojos negros recién despertados y sus labios cálidos le decían:

– Eres el mejor en lo tuyo.

Y el monosabio, aquel que fue novillero puntero y fracasó, entendía las cosas de la vida y del toreo, que vienen a ser las mismas cosas, esas cosas que sus amigos ni siquiera llegaban a columbrar…ni muchos poetas, aunque sepan ligar palabras e ideas en verso, tampoco. Y se sentía feliz, sencillamente feliz.

Júbel, el perrero y sus perros

No pude acompañar a su familia el día que Júbel –Juan Bautista Beigbeder- murió. Unos días después, llamé a José María Bretón y quedé con él en las perreras. Y allí estuvimos mucho tiempo hablando de Juan, de la rehala, del propio José María.

_PIJ1057La rehala de Júbel está al lado del santuario de Santo Domingo, en el faldeo de la sierra. Es una rehala clásica, muy cordobesa, de cruzados de gran alzada con predominio del podenco. Espléndidos perros que siempre han andado muy bien en la sierra. Las grandes rehalas tienen siempre tras de ellas grandes perreros y los dos que han gobernado ésta con Júbel han sido excelentes: Fue primero Remache y, hace ya muchísimos años, José María. Más de cuarenta años de briega para llegar a este espléndido resultado.

Charlamos de todo. De las nuevas formas, de los perreros nuevecillos, de los monteros ignaros. Le conté cómo, hacía mucho tiempo, me había dicho Júbel

-El día que se retire José María quito los perros.

-Lo decía tengo ya sesenta y siete años aunque, gracias a Dios, estoy muy bien. He llegado hasta aquí porque él siempre me insistía en que siguiera. Y ya ve usted, ha sido él el que se ha ido…

Y, claro, el veterano perrero se emociona. Son muchísimos años juntos seleccionando cachorros, mejorando los encastes, monteando juntos. En lo único en lo que difiero de José María es en nuestras opiniones sobre el trabuco. Él dice que sólo estaba para alegría del montero, que rayaba por dónde se andaba monteando. Yo siempre entendí, con otros perreros viejos, que servía y mucho para echar a correr un marrano atrancado con los perros. Hemos desempolvado nuestra vieja disputa. Pero, en fin, son ganas de bregar. Ya no hay quien vea en el monte un perrero con el trabuco al hombro.

Gran tirador, Júbel fue fundador del Club de Monteros de Córdoba. Y, después, del Club de Monteros del Sur. Desde ellos organizó con éxito monterías para amigos. Pero en mi memoria va a estar siempre como rehalero. Porque a personas como Júbel y José María debemos los monteros la conservación de la pureza de nuestras rehalas, poder seguir monteando con el estilo y las buenas maneras de siempre. Ahora nos deja Júbel, uno de los últimos. Descanse en paz.

(“Trofeo”, Madrid. Julio 2004)

Jabalines, madroños y exvotos

Saliendo  de Torreárboles hay que subir hasta la curva de la Herradura y desde allí, faldeando los chaparrales de San Cebrián, se llega al santuario de Nuestra Señora de Linares. El camino es afable, ya que sólo hay que dejarse ir por una vieja vereda de carne sin grandes bajadas ni repechos. Si se mira hacia abajo, por donde va la ya perdida vía del tren de Almorchón, el monte es cerrado, lujoso. Apretado de madroños, lentiscas y ulagas. Y, ya en lo hondo del todo, por donde corre el arroyo del Helechar, hacen las zarzas su natural barrera sólo franqueada por los descolgaderos que buscan el agua. Por todo el camino, las trompadas de los cochinos en la tierra jugosa. Y, al coronar una loma, a la volcada, blanca y airosa, la ermita.

A.Azulejos_SXVIII

Quien colocó allí la imagen de la Virgen fue el mismísimo San Fernando, cuando asentó sus reales en aquella hermosa colina desde la que divisaba la caída de la sierra hasta el valle del Guadalquivir con Córdoba allá abajo. En el cancel hay muchos exvotos con leyendas deliciosamente ingenuas: Hallandose Martín elias Con un tavardillo insultado se encomendó a Ntra. Sª de Linares i milagrosamente Sanó. Año de 1836. Y así. Sería interesante buscar en los exvotos la huella de la caza. Hay uno en la Ermita del Calvario de Montalbán cuyo texto es muy divertido: El día 28 de Mayo de 180. Domingo de la Santíssima Trinidad yendo a carrera tendida en un caballo Dn Antonio Villamil y Trellez tropezó en un marrano y cayó precipitando al ginete de un modo mortal y engargantado el pie derecho en el Estribo fue arrastrado y quebrándose milagrosamente la correa lo libertó de la Vida la Santísima Trinidad… En la pintura conmemorativa, puede apreciarse cómo el marrano era jabalí, que no casero, a la vista de su facha y de su rabo, con pelo y caído y no engarabitado.

Gracias a Dios, a pesar de toda la presión que sufren por las urbanizaciones que peligrosamente se acercan, los cochinos siguen siendo los señores de aquellas lomas. Y, desde la explanada que se abre ante el santuario de Linares, se está rodeado de monte muy caliente desde el que, seguramente, nos puede estar venteando algún verraco. Por ahora puede estar tranquilo pero, en cuanto pase la otoñada, podemos darle un susto en cualquiera de las manchas que rodean el santuario: Navalagrulla, Las Pitas, La Alcaidía… Que no se fíe, que los cordobeses somos así.

Alonso Valdueza, la caza y el Rey

Hace ya varios años, por el 93 más o menos, me mandó Paco León el borrador de un manifiesto que, para fijar los cánones de lo que debiera ser la montería española, estaban preparando un grupo de personas y entidades. Y recuerdo que sólo pude añadir como buen andaluz- una observación sobre el uso del trabuco y muy poco más, porque el texto era perfecto. Lo publicó Trofeo en cuadernillo ilustrado por Barca en Octubre de 1994. Y, como consecuencia de aquél documento, se creó un premio para recompensar a personas que se acercasen al ideal que el manifiesto preconizaba. Este año, en lugar de a una persona se le ha dado a un colectivo, a unos perros, a la rehala de Valdueza, a los valdueza.
Pero una rehala no sale así como así. Esa rehala la formó, por los primeros cuarenta, el marqués de Valdueza fundiendo castas de podenco campanero y mastín extremeño. Así fueron evolucionando estos perros, añadiéndose más tarde algo de sangre de grifón. Y surgieron los poderosos, altivos y tenaces valduezas que hoy prestan su facha y su sangre a tantas rehalas castellanas y extremeñas.

Valdueza. Lienzo. 60x73
Pero, como sucede con cualquier obra, detrás de toda gran rehala hay la tesonera voluntad de un dueño. Y un gran perrero, en este caso Pedro Castro cariñosamente conocido de todos los monteros españoles como Periquillo Valdueza. Hoy conduce los perros Santiago Cano.
Pero el premio se da a ese gran aficionado que ha conservado, con todos los sacrificios, alegrías y sinsabores que eso supone, la rehala que creó su padre. A Alonso Álvarez de Toledo y Urquijo, Marqués de Villanueva de Valdueza. Y, como Alonso fue uno de aquellos chavales que acompañaron en La Jarilla el bachillerato del Príncipe de España, el Rey quiso estar con nosotros.
Ya la sola presencia de Su Majestad suponía un apoyo implícito para la caza, tan falta de calor hoy. Pero es que, además, sin estar previsto en el protocolo, don Juan Carlos tomó el micrófono y nos habló. Recordó cómo había matado su primera cochina tutelado por el viejo marqués de Valdueza, el padre de Alonso; se afirmó en su defensa de la caza y -esto nos llegó al alma a los castizos- prometió montear más. No ya cazar más. Dijo montear.
La cabeza de podenco de bronce que materializa el premio Manifiesto ha ido a manos de Alonso Valdueza, un cazador apegado a nuestras sierras y sus maneras. Al que caen bien los zahones y que es capaz de adivinar las ideas a un cochino. Se ha premiado a un montero viejo asistido del cariño de un rey cazador. Laus Deo.
(TROFEO. Madrid, 2001)

El tiempo vuela…

foto fernanda

Esa chica tan guapa de la foto es Fernanda, mi mujer, acompañada por José Cabezas, el buen guarda que fue de Madroñiz. Cuento yo en “Montear en Córdoba” que apretado por los perros, cogió un marrano hermosísimo aquellos limpios derecho, derecho, a tomar la coletilla de monte que empezaba bajo la piedra donde estaba Fernanda que lo dejó cumplir y le colocó una bala de su 44 en las paletas. Llegó José, el guarda, y le echó voces para que bajara de la piedra: -Baje usted, señora, que ha matado un lechonato…

Ése es el lechonato. Y ése José. Qué buen guarda y que gran persona. No hace mucho tiempo, a través de su hijo, tuve noticias suyas. Y está bien, pero con las rodillas desbolilladas, el pobre, de tantos años de briega. Desde mi casa le enviamos un recuerdo muy cariñoso.

Qué buenos tiempos. Al lado mismo de Córdoba monteábamos La Jarosa, El Salado, Los Baldíos, Pedrajas… Y en El Rosal, que se ve desde la terraza de mi casa, echábamos ganchos un día sí y otro no. Y siempre salía algo. Era la época en que Pepín Molina tenía Casas Rubias y Pepe Cañete Mesas Altas. Y Pablito se quedaba con Fuente Vieja, con Los Jarales. Por supuesto, todas aún abiertas.

Tanto en Madroñiz como en otras muchas manchas monteábamos por cuatro perras. Y no matábamos tanto como ahora, pero matábamos, vaya si matábamos. Como no había cercas, si eras joven y les dabas bien a las reses, podían invitarte a cerrar por los ríos para sujetar. Pepín Molina siempre ponía la armada de los chavales. Chavales que le pegaban un tiro a un mosquito.

Esa fotografía de Fernanda con su marrano es de 1980. Y ya llevábamos muchísimo monteado. Veinticinco años. Hay que ver.

“TROFEO”. Madrid, 2005.

Guerrita

Cuando se llama a una rehala para echar una mancha, el dueño marca en el móvil el número de su perrero.

– Pepe, que el día siete monteamos Los Rasos. Que estés a las diez en la casa.

Y Pepe, el día siete, carga los perros en la furgoneta y se planta en la junta tan ricamente a tiempo de coger un plato de migas. Lo mismito que antes.

Perro Mariano Aguayo

Por los tiempos heroicos, no tan lejanos históricamente hablando, cuando las rehalas eran de Tocinito, Calvo de León, Paco Cívico, Eduardo Sotomayor… Los perreros iban de unas manchas a otras por trochas y veredas, a caballo, con los perros acollarados detrás de ellos. Hacían noche en los caseríos de las fincas que se iban a echar al día siguiente y era un derecho establecido el tener para los perros cama de paja y un saco de pan. Las comunicaciones eran primitivas, por lo que había que programar a largo plazo. Como botón de muestra baste una sucedido de Rafael Guerra Bejarano, “Guerrita”.

Habían monteado los perros del torero por Villaviciosa y hacían noche en La Tejera, a veinte kilómetros de Córdoba, cuando se los pidió un amigo para echar un manchoncillo dos días después. Bueno pues, entonces, ni teléfono, ni tren, ni coches, ni nada. Conque cogió el Guerra a un buhonero andarín, que le decían “Mascatrapos”, de esos que van con una batea pregonando sus mercancías. Que si era capaz de irse ahora mismo, pim-pam, pim-pam, a La Tejera a avisar a Rafalillo, su perrero…

Dicho y hecho. Y dos días después montearon los cruzados burracos de “Guerrita” en la finca de su amigo.

Lo peor del caso fue que, cuando “Mascatrapos” fue a recoger la voluntad del torero, éste, que era muy tacaño, le dio una propina miserable. Y el buen hombre se ponía a pregonar enfrente de los ventanales del “Club Guerrita”, donde paraba Rafael:

– Hay cintas de colores, peines y batidores para el pelo. Brillantina y colonia. No se va más por perros a Villaviciosa. Agujas, hilos, dedales. No se va por más perros a Villaviciosa. Mariposas de la Virgen del Carmen y el almanaque Zaragozano de Don Mariano del Castillo y Ocsiero con el juicio universal meteorológico. No se va más a por perros a Villaviciosa…

Eran otros tiempos y otras gentes, hechas de otros materiales.

Perros Mariano Aguayo

Los gorriones

Gorriones

Mis inicios como cazador fueron muy modestos. En las costillas, malamente manejadas, depositaba todas mis ilusiones venatorias. Y, como pasaba los veranos en la campiña, mi objetivo inmediato eran los gorriones que a mí, tan domésticos ellos, me parecían bastante asequibles. Sí, sí, asequibles. Ni costillas ni liria ni tirachinas ni nada. Es que no había medios. Llevaban desde que el mundo es mundo conviviendo con la gente y sabían de la gente todo lo que de la gente tenían que saber.

Pululaban sobre la era en bandas por encima de las parvas y, cuando los hombres aventaban con sus bielgos, se echaban casi encima de ellos en busca del grano. Pero en cuanto yo iniciaba una maniobra de aproximación con el tirachinas, había espantada general.

Pues, cuanto más difíciles se me ponían, con más afán los buscaba. Era ya una obsesión. Pero nada, que no. Alguno conseguí gracias más a la casualidad que a mi ingenio pero, así en conjunto, tenía absolutamente perdida la batalla. Hasta que un día les gané por la mano.

Ya en septiembre, acabadas las labores en las parvas, la paja estaba almacenada en dos grandes almiares, uno de los cuales tenía ya abierto un extremo para ir gastando. Y, para que las gallinas no pudieran escarbar echando al suelo la paja, habían cubierto el tajo con tela metálica. Pero los gorriones hicieron un boquete en el borde de la tela y, cuando me acerqué, la operación la tuve clara. Con sólo tapar aquella entrada con la mano, allí quedó toda la banda aleteando entre la paja y la red. Cogí cuarenta y tres con gran satisfacción de mis mayores y regruñidos de la cocinera que tuvo que desplumarlos. Ese día, sin saber porqué, perdí toda la ilusión por los gorriones.

niño Mariano Aguayo

Luego vinieron los Reyes Magos con mi primera escopeta de doce milímetros. Y los conejos. Y las escopetas serias, los rifles, las reses… y, con los años, el convencimiento de que la escasez, la dificultad y el esfuerzo, son imprescindibles para gozar de la caza. Claro que yo, a mis siete años, no había leído a Ortega.