Friday, April 20, 2012

El encapuchado




Furtivo y presuroso, el encapuchado sorteó las mesas del restaurante, tropezó con algunas sillas y sin perder definitivamente el equilibrio escapó de allí. Mi hermano me tomó del brazo y dijo “tenemos que seguirlo”.
Sin detenernos a pensarlo demasiado nos levantamos de nuestras sillas, dejamos la cuenta sobre el mantel y salimos a la calle para no perderle pisada. Lo vimos doblar por una esquina a toda velocidad. A pesar de su corta estatura daba rápidos pasos y al llegar a la calle por la que se había fugado, nos encontramos con que trepaba como un arácnido por los andamios exteriores de un edificio en construcción, ante lo cual pensé en desistir, pero mi hermano tomó la iniciativa y dijo “vení, entremos a la obra, por ahí lo agarramos”. Trepamos los tapiales con sus afiches publicitarios y en medio de la penumbra pudimos distinguir los cimientos, ladrillos dispersos, bolsas de cal, una mezcladora, herramientas varias en el suelo y una escalera interna de cemento a la vista.
Subimos con premura aunque sin pausa, no teníamos forma de alumbrar, sin embargo la oscuridad no era total, algunas luces de la tarde se colaban, nuestros pasos retumbaban en el silencio del lugar. Recorrimos habitaciones, baños a medio terminar, inspeccionamos pasillos, nos asomamos a balcones sin barandas. La ciudad entera desconocía nuestra carrera y proseguía su ritmo.
Seguimos por las escaleras hasta llegar al final de la construcción. Allí volvimos a verlo. El encapuchado saltó desde la cornisa hacia la terraza del edificio contiguo. No le costó mucho, aunque parecía riesgoso. Nosotros, mi hermano y yo, tomamos en nuestras manos unos listones de madera que había allí tirados y trazando un puente endeble, cruzamos con cuidado hacia el otro lado. Lo vimos abrir una puerta e introducirse escalones abajo. Si bien nunca nos dirigía la mirada parecía estar al tanto de nuestra persecución. “Entremos” dijo mi hermano.
Llegamos entonces a un pequeño apartamento que me resultaba conocido. “Se parece a nuestra casa”, dije a mi hermano. Asintió con la cabeza distraído. Cruzamos las habitaciones rumbo al balcón. En una esquina, acurrucado contra los barrotes de la baranda, con la mirada en el suelo, estaba el encapuchado.
Sin que ofreciera resistencia, lo tomé entre mis brazos. Era pequeño, sentí el retumbar de sus latidos acelerados y su cuerpo caliente, sudando. Le quité la capucha y sin dejar de acunarlo observé su rostro inocente, de unos diez, once años. Tenía los pómulos rosados, el pelo castaño oscuro y los ojos cerrados. El encapuchado era yo mismo de niño.
Mi hermano le dio un beso en la mejilla y entonces decidimos arrojarlo por el balcón, hacia el vacío. Lo vimos girar en el aire cabeza abajo, como esos fallidos avioncitos de papel que hacíamos antes. Lo vimos chocar contra el suelo y romperse el cráneo, perder masa encefálica. Un charco de líquido transparente emergió de su cuerpo y lo rodeó mientras los transeúntes lo esquivaban. Veíamos todo desde allí arriba y cada cosa era una miniatura.
El encapuchado ya estaba muerto, y nosotros, mi hermano y yo, nos sentamos en el balcón, a la espera de novedades.

21-04-12

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