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El adivino

Durante dos años trabajé para una publicación que ya no existe, en una provincia, alejado de todas las personas y los sitios que hubiera conocido hasta aquel momento. Como De Niro en Érase una vez en América, durante aquellos dos años me fui a la cama temprano. En un período determinado de tiempo, es más fácil olvidarse de uno mismo que de otra persona.

En la redacción trabajaba un redactor de la sección Chismes que sabía cómo terminaban los partidos de fútbol. Cuando comenzaba el partido, Rumiles, como lo llamaremos en esta ocasión, anticipaba el ganador y el resultado; o el empate, con la cantidad de goles incluida. Por entonces, aún en buena parte del país existía una homofobia manifiesta. Rumiles era notoriamente afeminado, y más de un colega preguntaba retóricamente, al respecto, cómo podía saber tanto de fútbol.

A mí me sorprendía su don en sí, independientemente de cualquier circunstancia de su personalidad. En rigor, me daba perfectamente cuenta de que Rumiles sabía menos de fútbol que yo —lo cual ya es una ignorancia inconmensurable—; pero sí sabía cómo concluirían los partidos, en lo atinente a los resultados. Era un bilardista del futuro: no sabía los nombres de los jugadores, ni como jugaría cada equipo, ni qué representaba el triunfo, la derrota o el empate en el contexto de la tabla o el prestigio del cuadro en cuestión. Solo sabía el resultado. Gana Fluminense 2 a 1. Gana River 3 a 1. Gana San Lorenzo 1 a 0. Empatan Sacachispas y Chacarita 4 a 4. Adivinaba la cifra exacta de goles, o el 0.

La precisión de sus pronósticos, desconociendo por completo no solo cada uno de los detalles del campeonato en curso sino hasta algunos mínimos rudimentos del deporte en sí —por ejemplo, no creo que Rumiles pudiera distinguir una posición adelantada—, resaltaba por contraste la completa incapacidad del resto de los integrantes de la redacción para intuir o deducir el desenlace de cada encuentro futbolístico relevante.

Nuestros compañeros, en aquella redacción perdida, en una provincia somnolienta, hablaban del fútbol como si en ello les fuera la vida. Conocían cada particularidad de cada jugador, cuántos goles había convertido, cuántos atajado, cuántas infracciones asestadas, cuántas tarjetas acumuladas, por cuántos y cuáles equipos habían pasado, de qué equipo europeo los habían comprado. Conocían a las familias de los jugadores, sus hobbies, sus preferencias gastronómicas y turísticas. Pero muy inusualmente acertaban un resultado. Parecía no haber una relación deducible entre el pasado y el futuro. Como si el presente solo pudiera ser desconcertante, excepto para Rumiles.

En aquellas tardes indistintas —yo llegaba a la redacción a las 13h, con un calor inhumano, y me marchaba a las 19h, con un refrescar paradisíaco, sin hacer nada medianamente recordable—, atestiguaba cada ocasión en que Rumiles demostraba su acceso esotérico al conocimiento, mientras los eruditos fracasaban en la porfía de la razón. Sin embargo, el prodigio de Rumiles solo parecía ser evidente para mí. Me refiero a que nunca escuché a alguno de los redactores, ordenanzas o autoridades, mencionar o consultar a Rumiles en su calidad de experto. Sí, repito, preguntarse cómo podía saber tanto de fútbol; pero no cualificarlo como lo que realmente era: un adivino invicto.

Tampoco usufructuarlo, en tanto oráculo, para apostar ellos mismos o para beneficiarse de algún modo como publicación.

Todo dicho, solo yo atendía o registraba cada uno de los aciertos imbatibles de Rumiles. No creo que esta comprobación me destaque como un buen observador. A lo largo de las décadas, y ya han pasado más de 30 años, me he dado distintas respuestas sobre esta falta de repercusión de los guarismos de Rumiles en el resto de los implicados. Mis hipótesis han recorrido un abanico innumerable: lo desmerecían de tal modo por sus gestos, que ni siquiera le prestaban atención; estaban excesivamente convencidos de su propia erudición; Rumiles operaba algún tipo de código por el cual solo yo me enteraba de la totalidad de sus profecías.

Pero repasando rigurosamente cada intersticio de esta viñeta —reitero, quizás el único fenómeno memorable de aquellos dos años—, descarto como falsas cada una de estas ponderaciones, y concluyo en la misma desde hace por lo menos tres lustros: a nadie le convenía que existiera una persona capaz de adivinar exactamente los resultados de los partidos de fútbol.

De haber salido a la luz el don de Rumiles, el fútbol tal como lo conocemos habría dejado de existir, arruinando parte del impulso de vida de la mayoría de los individuos que asistían a nuestra misma redacción en aquel calor bochornoso hasta la tarde salvadora. ¿De qué hablarían durante aquellas seis horas? Por no mencionar a los contingentes de varones que transitaban las calles, por lo general desiertas, entre las líneas de alquitrán y los lentos cascarudos, rumbo al precario estadio, cuando jugaba el equipo local contra algún ignoto rival del otro lado de las montañas. Sonaban matracas, vuvuzelas (aún sin ese nombre) y petardos. En cierta ocasión entró a la redacción un hombre con la mano completamente chamuscada, por haberle estallado un rompe portones en el puño cerrado, por un partido que finalmente el equipo de su preferencia perdió espantosamente, en un 0 a 4 preanunciado por Rumiles, al que incluso al borde de quedar manco el herido quiso emprender a puñetazos, por anticipar una derrota inimaginable. Recuerdo que luego de ser envuelto en espadrapo, el hincha se negó a concurrir al hospital —por una vez semivacío gracias al match—, y sangrando y perdiendo tiras de piel por el camino, de todos modos marchó rumbo a la popular, más cómoda y despoblada que las plateas y los palcos, en aquel predio fantasmagórico.

Confieso que yo le prestaba más atención a los chismes que Rumiles dejaba fuera de su sección y me compartía, que a sus dotes de esfinge mitológica del fútbol. Tanto ahora como hace 30 años, el resultado de un partido de fútbol me resultaba medianamente intrascendente. Me sorprendía, claro, la clarividencia de Rumiles, pero me hubiera admirado del mismo modo si aquella visión se hubiera aplicado a cualquier otra disciplina.

No volví a saber de Rumiles, ni de ningún otro colega de aquella discreta epopeya laboral. Excepto por uno, a quien recordaba de la sección Turf —que solo reproducía las carreras de Palermo—. Lo saludé, el reconocimiento no fue mutuo: me preguntó a qué me dedicaba. Inventé algún oficio e hice lo posible por despedirme sin hostilidad.

Una de mis Asterix favoritas —casi una redundancia: la mayoría lo son—, es precisamente la homónima de esta columna: El adivino. En esa genial aventura de Goscinny y Uderzo, se nos presenta un vendedor de humo, a quienes la mayoría de los galos creen un clarividente, y no es más que un farsante, como casi todos los que se presentan en ese rubro, a cambio de algún beneficio personal. Por el contrario, presencié la emergencia de un verdadero adivino, al cual nadie reconocía como tal. Algunas de las experiencias más extraordinarias de mi existencia han pasado tan imperceptibles como el talento de Rumiles lo fue para mis compañeros de aquel bienio extraviado.

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