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DIFUNTOS, EXTRAÑOS Y VOLÁTILES<br />

SALVADOR GARMENDIA<br />

En el breve lapso de una década, con sólo cinco títulos en su haber – Los<br />

Pequeños Seres (1959), Los Habitantes (1961), Día de Ceniza (1963-64),<br />

Doble Fondo (1966) y La Mala Vida (1969) –, <strong>Salvador</strong> <strong>Garmendia</strong> (n. 1928) se<br />

ha convertido en el primer narrador venezolano de su generación y en uno de los<br />

más representativos de toda Hispanoamérica. Integrado por veintidós relatos<br />

cortos, el presente volumen es – gracias a la riqueza de sus perspectivas, sobre<br />

todo por su índole miscelánea – culminación y clave de su obra anterior, a la vez<br />

que representa el primer logro cabal de un reciente proceso de acendramiento y<br />

plenitud de sus dones expresivos. Funámbulos, trágicos o grotescos, estos<br />

difuntos, extraños y volátiles son emblemas de los ascensos y descensos de la<br />

afectividad, engendros de obsesiones, propósitos, deseos y recuerdos, prodigios o<br />

exploraciones oníricas o imaginarias, a veces contorsiones del humor negro. De<br />

extraordinarias aptitudes para la estricta consagración documental del espectáculo<br />

cotidiano, <strong>Garmendia</strong> suele deliberadamente acentuar la tensión poética de su<br />

estructura, enrarecer la atmósfera, concentrar su registro visionario, macerar las<br />

palabras – “palabras con sabor, con tacto, con emanaciones y asperezas” –,<br />

exasperar el gesto y el pormenor, o abandonarse a esa “desesperada sintaxis<br />

urbana que (se ha) acostumbrado a leer sin desconcierto”, hasta transfigurar los<br />

hechos, personajes y situaciones de sus relatos, hasta volverlos simbólicos,<br />

absurdos casi irreales.<br />

EDITORIAL TIEMPO NUEVO S. A.<br />

~ 2 ~


SALVADOR GARMENDIA<br />

DIFUNTOS,<br />

EXTRAÑOS<br />

Y VOLÁTILES<br />

Cuentos<br />

EDITORIAL TIEMPO NUEVO s.a.<br />

~ 3 ~


© <strong>1970</strong> by EDITORIAL TIEMPO NUEVO, S. A.<br />

Caracas / Venezuela<br />

Portada / Víctor Viano<br />

Impreso en Venezuela por Editorial Arte<br />

~ 4 ~


~ 5 ~<br />

Para Amanda<br />

y mis hijos.


EL VIAJE<br />

A<br />

DVIERTO a todos que no soy un maniático.<br />

Es cierto que, recuerdo, cuando era seguramente muy<br />

niño, había adquirido la fácil costumbre de desaparecer.<br />

Quiero decir, que me hacía el invisible sin importarme, creo,<br />

que los demás se dieran o no cuenta del suceso. Siempre había<br />

por delante una puerta, un espacio claro, abierto, que era<br />

necesario atravesar —eran puertas altas y angostas— con la<br />

seguridad de quedar imantado por el fluido que ocupaba por<br />

completo la delgada capa de aire blanco detenido en el marco.<br />

Al salir al otro lado, ya estaba listo. Como era invisible, sentía<br />

—me embriagaba hasta el miedo— una beatitud radiante que<br />

salía de mi piel, y en cuanto se me iba a la cabeza, oscilaba<br />

entre el sueño y el llanto.<br />

Las cosas más comunes, los viejos muebles de esterilla, el<br />

lomo de un pretil, todo lo que no fuera gente, perdían el miedo<br />

y me permitían acercarme de veras a ellas, tocarlas casi como<br />

un pecado, como si fueran mi propio cuerpo. Entraba en ellas<br />

como en grandes lugares sin ruido, donde uno podía quedarse<br />

dormido.<br />

Pero no soy un maniático. Hago bien mi trabajo y soy<br />

puntual. Ahora, que si paso la hoja del libro mayor —siempre<br />

delante el verde mate del trozo de pared— y por casualidad<br />

encuentro la cuerda a mi alcance, no pierdo tiempo y empiezo<br />

a deslizarme. El descenso es rápido, mucho más de lo que yo<br />

~ 6 ~


deseara y siempre irrefrenable; mis manos corren por la<br />

cuerda sin lastimarse lo más mínimo, hasta que el último<br />

trozo de soga escapa a lo largo de mi cuerpo, me pasa por en<br />

medio de los ojos y se va. Horrorizado, caigo en el vacío. Voy a<br />

morir y una angustia sin lucha me congela. En ese momento<br />

soy un grito; sin embargo, mi cuerpo reaparece, la calma<br />

vuelve a mis sentidos y fácilmente logro estabilizarme.<br />

Entonces floto y siento cada una de mis partes y toda mi<br />

cáscara: los zapatos, mi corbata, el cinturón. Voy sin prisa,<br />

aunque no demasiado lento; una brisa de campo me riza por<br />

los flancos; puedo enlazar, también, los dedos debajo de la<br />

nuca.<br />

Sin embargo, ocurre que el viaje se prolonga y la pena<br />

empieza a ganarme desde adentro, como si sintiera piedad de<br />

mí mismo y me doliera el no haberme al menos despedido;<br />

entonces provoco el descenso: reúno todas mis fuerzas a fin de<br />

obtener una caída lenta, un suave aterrizaje. Lo logro, llego a<br />

tierra preparado para un largo reposo, y mientras, mientras,<br />

mientras —el trozo de pared se condensa— descanso en un<br />

prado de hierba, descanso en un prado de descanso, en un<br />

descanso en descanso des d<br />

La hoja (del libro mayor) termina de caer humildemente.<br />

~ 7 ~


DIFUNTOS Y VOLATILES<br />

N<br />

O HAY que tenerles miedo a los muertos —decía mi tía<br />

Hildegardis, y me golpeaba el coco con su uña larga, toda<br />

verde, que parecía bañada de esperma. (Como era<br />

encuadernadora olía a tarro de cola y a simiricuiri y tenía las<br />

manos de cuero viejo, engrudadas; de lejos, con su giba,<br />

parecía un hombrecito agachado). Pero yo sabía que al entrar<br />

al cuarto empezaría a volverse humo; el humo negro y fuerte<br />

le salía por debajo del camisón, por las orejas y le llenaba el<br />

pelo.<br />

Ella sabía ocultarlo a los demás; aunque no sé por qué<br />

conmigo se confiaba menos de lo prudente en estos casos,<br />

hasta el punto de hacerme creer que su aparente descuido era<br />

intencional: si andaba debajo del mesón del taller reuniendo<br />

recortes de papel lustrillo, le miraba los pies colgando del<br />

travesaño de la silla, tan pequeños en sus chancletas de<br />

cocuiza, abrigados por unas medias de lana mohosas; me<br />

acercaba hasta tocarlos con la respiración y veía desprenderse<br />

el humo de aquellas pelotas de trapo; un humito incipiente,<br />

descolorido, que flotaba sin fuerzas.<br />

Gateando, pasaba por debajo de las camas. Nunca podría<br />

salir al otro extremo del túnel, aquel foso sin viento apretado<br />

de olores de gente, olores vivos y profundos como si entrara<br />

bajo los vestidos de los mayores y fuera hacia un lugar oscuro<br />

lleno de cosas descompuestas. Perdía fuerzas y un sueño<br />

~ 8 ~


vaporoso me tendía boca abajo en los ladrillos, la mejilla en el<br />

polvo. Las voces de la gente sobresalían de un ruido muy<br />

lejano y perenne como el asiento o el ripio del mundo, que no<br />

tenía fin.<br />

Unas caras sin vida, sin calor, de toda una familia<br />

desconocida que tenía poder sobre la casa, ocupaban los<br />

barrotes de las ventanas o asomaban con tristeza el entrecejo<br />

por encima del borde de las mesas. La niña Carmelita, cuando<br />

no buscaba cosas en las gavetas o caminaba por el patio, se iba<br />

a encerrar con llave en su cuarto. Los techos eran altos, de<br />

caballete. Trepado a la ventana, la miraba por un agujero. Ella<br />

ya no estaba en tierra: parecía una vela con su batola blanca,<br />

colgada del copetico, a mucha distancia del suelo. Así iba<br />

llegando la noche. Se oían chocar los cascos en el zaguán, y la<br />

esposa de mi tío, aquella mujer blanca y callada, salía a abrir el<br />

anteportón.<br />

El caballo cruzaba el corredor saboreando un gran bocado<br />

de espuma, la mujer caminando detrás y mi tío encajado en la<br />

montura, un poco doblado para no tropezar en las viguetas. A<br />

veces volvía de la caballeriza con un grumo de telaraña en el<br />

pelo.<br />

Comía en silencio, sin más nadie en la mesa, y ella lo<br />

observaba parada a su lado. Después los seguía hasta su<br />

cuarto y oía, pegado arriba en la ventana: primero hablaban<br />

muy bajito, a veces los dos al mismo tiempo, con un sonido<br />

ronco que se interrumpía. Sentía que se anudaban, no les oía<br />

la ropa, sus sonidos eran dobles y gruesos y el jergón de lona<br />

resonaba. Ella empezaba a quejarse suavecito, pero yo no<br />

podía saber más nada, porque me había soltado de la ventana<br />

y andaba por ahí, volando.<br />

~ 9 ~


ANCIANAS<br />

L<br />

A VIEJA más horrible que creí haber visto en mi vida, fue<br />

una ancianita de aspecto candoroso, toda menuda y de<br />

cabellos blancos, que parecía hecha a la medida de una<br />

minúscula ventana donde podía encontrarla en cada<br />

mediodía, al ir a mi trabajo.<br />

La casa era, a su vez, una vivienda enana, pintada de<br />

blanco, con una puerta muy estrecha, aquella única ventana y<br />

un alero exiguo que empezaba a pudrirse. Desde la acera<br />

opuesta, del lado de la sombra, podía detallar a la vieja, según<br />

pensé, con toda precisión: era una de esas criaturas sin tiempo<br />

que sobreviven en un estado de dulce demencia. Sus ojos<br />

miraban al vacío y podía imaginar su cerebro blanco,<br />

restituido a una infancia sin miedos ni visiones.<br />

En uno de tantos mediodías —usando acaso de una<br />

facultad de la mirada, capaz de traer al exterior vetas y<br />

caracteres de naturaleza más oculta que las apariencias<br />

superficiales de un objeto observado de paso en muchas<br />

ocasiones—, encontré en sus manos, que reposaban en el<br />

quicio puestas al sol, una tonalidad rojiza repugnante. Desde<br />

ese momento, la curva inesperada en que habían entrado mis<br />

últimas observaciones se agudizó hasta un extremo de<br />

ansiedad maniática. Descubrí, por ejemplo, que su rostro<br />

harinoso, al que debían faltarle algunos huesos, se movía<br />

dilatándose y encogiéndose gradualmente, en una operación<br />

~ 10 ~


apenas perceptible que se producía de adentro hacia afuera,<br />

de mayor a menor, hasta disolverse en la superficie.<br />

El día en que decidí pasar directamente frente a la<br />

ventana, ocurrió algo inesperado. Observé que la vieja se<br />

animaba toda con una casi crepitación anhelosa. Seguí la<br />

dirección de su dedo y me agaché a recoger una bola de<br />

estambre que me señalaba. En el acto, un dolor terrible me<br />

dejó paralizado, en cuclillas. Eran sus manos, sin duda, las que<br />

se habían aferrado a mis cabellos y apretaban con una fuerza<br />

realmente ponzoñosa y maligna que centuplicaba el dolor.<br />

Por suerte, al día siguiente fue domingo, de modo que salí<br />

a dar una vuelta por la plaza. Las parejas y los grupos<br />

familiares que volvían de misa, propagaban un aire de ocio<br />

sano y confortante. Entonces vi venir a la vieja (realmente era<br />

ella entre millones), apoyada en el brazo de una criatura<br />

maravillosa, quizás una linda sobrina, un ser sin duda<br />

angelical. Para mayor sorpresa, la pareja hizo alto y<br />

ostensiblemente la vieja señaló en dirección a mí. El gesto iba<br />

dirigido a la muchacha y era una manera de decirle: "míralo,<br />

ése es”, o algo parecido.<br />

Por supuesto, no me atreví a moverme. Entonces ella llevó<br />

a la muchacha hasta un banco, la dejó allí sentada y se alejó.<br />

Apenas estuve a su lado, descubrí que era una figura de pasta,<br />

un maniquí perfecto, primorosamente conservado, que habría<br />

sido sacado pocas veces a la intemperie.<br />

Los ojos alargados de la muñeca vibraron sin perder su<br />

fijeza, y en un movimiento entrecortado el cuello giró hasta<br />

hacer coincidir nuestros rostros. Fue como el último respiro<br />

del mecanismo. La rigidez final me dio a entender que había<br />

agotado en aquel gesto su postrer ración de energía.<br />

El lunes fui puntual, como de costumbre, en la oficina. Me<br />

acerqué a la cabina de la recepcionista a fin de retirar mi<br />

correspondencia, y mientras ella revisaba la casilla, descubrí<br />

en aquel ser a una anciana como pocas había visto en mi vida.<br />

Al volverse me ofreció por entero su rostro cargado de<br />

~ 11 ~


estigmas y señales que debían guardar, andando el tiempo,<br />

revelaciones más ocultas. Desde entonces, me invade el<br />

desgano cuando paso de nuevo frente a la pequeña casa en<br />

ruinas, un trasto olvidado de albañilería que ha dejado de<br />

esperar su muerte.<br />

~ 12 ~


VUELOS Y COLISIONES<br />

N<br />

O COMPRENDO cómo, hasta ahora, han podido omitir en las<br />

litografías de aeronáutica (hablo de zoológicos flotantes<br />

donde habitan tantas especies inofensivas y olvidadas:<br />

herbívoros gigantes, ballenas neumáticas a punto de parir,<br />

pólipos y grandes bulbos tatuados) al hombre del paraguas, el<br />

hombrecito volador con el paraguas negro; un paraguas<br />

doméstico desprendido de su elemento natural, con su pellejo<br />

tenso de ala de murciélago y su mango de concha, que<br />

renuncia demasiado pronto al intento de torcer y seguir hacia<br />

arriba, dejando esa cómoda curvatura donde se agarran mis<br />

dos manos durante el viaje.<br />

Es un vuelo uniforme, terso y horizontal, desprovisto de<br />

toda gravidez, donde no existen la zozobra o el vértigo.<br />

Observo esas viñetas de colores pálidos, donde reina un<br />

clima sin rigor, una estación de pura luz fría y transparente<br />

como la de los sueños, y al momento veo aparecer, por el<br />

extremo puntiagudo de un dirigible, al aeronauta vertical<br />

colgado de su pequeña nave. Entretanto, las lonas, los<br />

cordajes y las aspas se estremecen sacudidos por sus primeros<br />

hálitos de vida y el viento vibra haciendo crujir élitros y<br />

membranas. Toda la colonia se ha puesto en movimiento.<br />

Iniciado el viaje, mi velocidad de travesía llega a ser<br />

superior a la del zeppelín, al que, sin embargo, tardo un buen<br />

rato en atravesar de punta a punta, manteniéndome siempre<br />

~ 13 ~


un poco más arriba de la cabina, a la vista de la gran costura<br />

del vientre. Los pasajeros, bastante numerosos como de<br />

costumbre, permanecen rígidos, en estricto perfil. El viento<br />

respeta las cofias y los sombreros. Veo señoras de edad con<br />

cestos de mimbre como si volviesen del mercado; otras hacen<br />

calceta y algunos caballeros de altos cuellos leen el diario.<br />

En verdad —ya rebasados la cabina y el último de los<br />

pasajeros, que es un niño con el aire de enano rubicundo de<br />

las postales que juega con un globo—, cruzo frente a una vasta<br />

comarca desierta, tal es el silencio que emana de esta bestia<br />

benigna. Su cerebro es una masa rudimentaria habituada a la<br />

más rutinaria simulación de vida. El gran cetáceo parece<br />

conformarse con su aburrida corpulencia. Su tiempo<br />

transcurre en una esfera enorme donde domina el blanco y en<br />

cuyas divisiones más estrechas cabría la vida entera de los<br />

biplanos y los autogiros. Como es de suponer, estos triciclos de<br />

las nubes, con sus cabezas descortezadas, trepidantes, me<br />

aventajan en velocidad.<br />

El Montgolfier mayor, en cuya cesta de fibras cargada de<br />

tumoraciones colgantes viajan grupos de sabios portadores de<br />

anteojos, sextantes y cuadernos de bitácora, se abandona a<br />

bruscas aceleraciones, ascensos y caídas acrobáticas al antojo<br />

del viento. Es más bien un globo hembra. Pone huevos<br />

gelatinosos y genera toda una manada de hijastros que vuelan<br />

a distancia. Debo mantenerme alejado de sus cordajes, entre<br />

los cuales, fácilmente, podría quedar aprisionado.<br />

Con alguna frecuencia ocurren colisiones que resultan tan<br />

silenciosas como incruentas: dos monoplanos se encuentran<br />

de frente; el impacto los parte, los resquebraja por completo y<br />

caen desparramados. Los hombrecitos descienden,<br />

convertidos a su vez en siluetas de cartón, en medio del<br />

flotante destrozo, cuyas últimas virutas no llegarán a tierra.<br />

Otras naves pequeñas, que suelen desplazarse en<br />

formación, son atacadas por una violenta epidemia; el virus se<br />

propaga con rapidez a toda la flotilla. Los motores dejan de<br />

~ 14 ~


toser casi a un mismo tiempo y uno tras otro los aparatos se<br />

vienen a tierra.<br />

Son, en realidad, modelos diminutos, o al menos su<br />

tamaño viene a resultar el mismo —algo menos que una<br />

brazada— cuando los vimos remontando las alturas y ahora<br />

que rozan los tejados, meciéndose aturdidos en el viento, entre<br />

repentinas sacudidas.<br />

Hace un rato que he debido abandonar las alturas, o<br />

quizás me halle en mitad de otro sueño donde ocupo el lugar<br />

de espectador... y ahora el espacio visible, todo el cuadro de<br />

aire y cielo del jardín, ha convenido en reducirse a la escala de<br />

las pequeñas naves, de modo que el espectáculo de la caída se<br />

produce dentro de la trayectoria de un gesto. Es decir, que en<br />

un instante no bien determinado (un golpe vivo de terror),<br />

cuando los vimos precipitarse hacia nosotros esperando verlos<br />

crecer hasta cubrir el patio con sus alas, hubiéramos podido<br />

pescarlos con la mano, allá arriba. Pero es la llamada para<br />

despertar (acaso una voz familiar venida de la vigilia, que al<br />

romper la cáscara abre paso a una luz corrosiva que empieza a<br />

disolverlo todo) y ocurre, bruscamente, que pasamos de un<br />

salto a este otro lado, ahora que íbamos a apoderarnos de un<br />

angosto biplano, que allá atrás ha quedado aprisionado entre<br />

las ramas de un arbusto, con las alas rotas.<br />

~ 15 ~


EL IMPOSTOR Y SU VÍCTIMA<br />

H<br />

ACÍA ya algún tiempo, por decirlo de alguna manera, que<br />

el hombre había seleccionado su víctima predilecta con el<br />

propósito determinado de consagrarse enteramente a ella. Era<br />

una de las dientas habituales de la pastelería Danubio, quizás<br />

la más consecuente y sin duda la más rutinaria entre todos los<br />

miembros femeninos de aquella pequeña y desgastada colonia<br />

que cada tarde compartía en silencio el escenario pulcro,<br />

sonrosado y meticuloso de la pastelería. El perfil amarillo —<br />

una cara que prolongaba el exacto nivel del traje gris piedra de<br />

su dueña—, tatuado de escuetas rojeces y algunas salpicaduras<br />

leves disimuladas por el polvo, se dibujaba con duro realismo<br />

de modelado en cera entre la torrecilla nacarada, con su<br />

parejita de azúcar de una torta de bodas, y un grumoso chalet<br />

de chocolate edificado sobre una parcela de verde pistacho.<br />

El hombre, parado frente a la vitrina, observaba su casi<br />

inmodificable colección de víctimas, ahora desechadas.<br />

Realmente no creía reconocer ninguna cara nueva. Acaso<br />

la señora del rincón —pensó por un instante, atraído por su<br />

boca pequeñísima que se encapullaba a cada movimiento de la<br />

mandíbula y un algo de ave de rapiña en la curva nariz de<br />

concha y los ojos lanzados hacia los lagrimales—; pero al<br />

recordar el roce familiar de su cuello de encaje, alto y<br />

almidonado, cuyos bordes tuvo necesidad de apartar<br />

cuidadosamente con los dedos antes de proceder, sonrió,<br />

~ 16 ~


convencido de su error, con ligero desprecio.<br />

El resto de la clientela lo formaban unas mismas figuras<br />

de reparto, acaso alteradas por pequeñas modificaciones en el<br />

vestuario. La dama rusa esquelética, de largos brazos nudosos<br />

y de trajes resecos y eternos de baúl de inmigrante,<br />

estremecida a ratos por la fuerza de un tic que parecía<br />

despertarla sobresaltada, como si un animal alado reviviera<br />

bruscamente dentro de ella; las dos ancianas que comían<br />

pasteles de fresa y cambiaban monosílabos, saludables y<br />

frescas, como si se conservaran en cajas climatizadas, y la otra<br />

de la mesa del centro, una rígida profesora de canto o maestra<br />

de ballet, sin edad posible, condimentada de viejas agriuras, la<br />

mayor aproximación imaginable entre un paraguas y un ser<br />

humano, un, dos, un, dos, un, dos largos bocados de ensalada<br />

rusa con pepinillos agrios y un frasco de yogurt, hileras de<br />

negros botones cerrados hasta el cuello, donde los dedos del<br />

observador de la vitrina encontraron, días antes, una<br />

resistencia invencible en el intento de fracturar esa caña recia<br />

de fagot... y más allá el otro deseo de encontrar la llave secreta,<br />

escondida en algún lugar detrás de las vitrinas, darle vueltas<br />

activando la cuerda hasta el máximo, a fin de provocar una<br />

repentina aceleración en el mecanismo de aquel gran juguete,<br />

que empezaría a estremecerse y a vibrar por todas partes, a<br />

tiempo que las figuras de las mesas eran poseídas por una<br />

dislocada velocidad de película muda. Los pasteles<br />

desaparecerían de los platos en segundos, el tic de la dama<br />

rusa caería en una recurrencia exasperada y se oiría el tintineo<br />

de la registradora repitiéndose como una enloquecida señal de<br />

peligro. Pero esto es sólo un breve divertimiento para el<br />

hombre que, de manos en los bolsillos, contempla la vitrina<br />

dando la espalda al animado tránsito de la avenida y a la<br />

multitud de paseantes. Él ha escogido su víctima predilecta y a<br />

ella ha resuelto guardar la más religiosa fidelidad.<br />

Ahora viene detrás de ella, la mirada fija en el triángulo de<br />

piel que permite la abertura del vestido: es como uno de esos<br />

~ 17 ~


incones de una sala adonde no llegan las pisadas: una fría<br />

superficie mateada por el tiempo, con palideces orinosas y la<br />

señal apenas visible de una grieta. De allí se eleva la doble<br />

curvatura del cuello, que se prolonga hasta perderse en una<br />

cabellera gris, sin brillo. En ese breve tronco, dibujado de<br />

tendones y venas y un lunar negrísimo extendido a la altura de<br />

la primera vértebra, se detienen las manos del hombre y sus<br />

dedos resbalan, palpan con pericia delicada de masajista para<br />

encontrar el más efectivo acomodo. Las yemas recorren el<br />

relieve sinuoso de la tráquea, buscan el punto exacto y al<br />

ubicarse entre los anillos nudosos aguardan sin moverse. Es el<br />

momento en que la dama corta parsimoniosamente un trozo<br />

mediano de baklava, lo ensarta con el tenedor, se lo lleva a la<br />

boca y, una vez adentro, lo pasea entre los molares, lo amasa<br />

contra el paladar y en medio de una bola de saliva,<br />

empalagada por el fuerte sabor de la pasta de almendras, lo<br />

traga de un golpe. Los dedos presienten la aproximación del<br />

bocado, y en el momento justo aprietan con un solo impulso<br />

firme y contenido. Segundos después, los nudos de la tráquea<br />

se resquebrajan, la cabeza inerte se va hacia un lado y por la<br />

boca contraída de espanto sale un grumo de pasta negra<br />

ensalivada.<br />

Al amparo de un trozo de pared en una construcción, el<br />

hombre se mira las manos veteadas por la penumbra. Las<br />

siente de tal manera —son pequeñas y pardas, muy labradas<br />

de piel, con algunas vejeces en los nudillos y las uñas rosadas y<br />

limpias— como si hubieran brotado de otro cuerpo y<br />

estuvieran llenas de una memoria ajena que pugnara por<br />

hacerse entender, por explicarse. Se las lleva a la cara y se<br />

acaricia con ellas de arriba abajo, haciéndolas resbalar con<br />

lentitud, apoyando apenas las yemas de los dedos, que dejan a<br />

su paso una sensación fría y adormecedora, y es como si tras<br />

ellas fuera apareciendo una cara distinta, sensible y<br />

armoniosa, donde los más secretos ecos interiores, las<br />

ternuras y los sueños lejanos, apagados en la memoria,<br />

~ 18 ~


volvieran a la piel. Siente una oscura piedad de sí mismo y está<br />

a punto de echarse a llorar.<br />

Momentos después, está de nuevo entre la gente, cuando<br />

todo ha vuelto a su lugar, y las manos, restituidas al cuerpo,<br />

reposan en los bolsillos. El hombre puede entonces regresar a<br />

la pastelería, entrar sin temor y pedir una taza de café, cuando<br />

ya casi todas las mesas han quedado vacías, y de cuando en<br />

cuando desliza una mirada indiferente a la clienta más<br />

demorada, la dama del traje gris piedra, su paciente víctima.<br />

~ 19 ~


ESTAR SOLO<br />

U<br />

NAS veces me divierte y otras —por momentos— llega a<br />

exasperarme.<br />

Ocurre —veamos si soy capaz de expresarlo<br />

debidamente— que se me duplica la cabeza (esta horma<br />

grande que reúne mi imagen visible para todos, mi<br />

identificación urbana, tan apacible por fuera aunque llena de<br />

ruidos y turbaciones), y empiezo a verla por ahí, calzada sobre<br />

hombros y cuellos diferentes.<br />

(Perdón: me asalta ya la azarosa sensación del fracaso —la<br />

aparición de una segunda faz, rígida y dominante, que va<br />

brotando desde atrás, apenas se disipa el amoroso calor, la<br />

audaz y artificial temperatura del primer impulso; que es un<br />

tallado verídico de mis propios rasgos en que la realidad se<br />

adensa, se congela, se cierra en su propia dureza como una<br />

escueta y parca simulación de muerte—, del fracaso, digo, ante<br />

la carga de vacío, de casi absoluta invalidez que veo<br />

desprenderse de los párrafos anteriores al paréntesis; pues<br />

debo admitir que ni una sola de las palabras que he empleado<br />

guarda relación directa o aproximada con lo que, de veras,<br />

trato de explicar. En realidad, todo lo entrevisto en el primer<br />

instante se me ha quedado dentro, rabiosamente vivo, sin que<br />

haya dejado escapar de la mente una sola partícula verdadera,<br />

el más pequeño alivio. Pero bien, así ocurre siempre o casi<br />

siempre, como en el asunto de las manos que traigo al caso<br />

~ 20 ~


sólo a modo de ejemplo: de pronto ellas están ahí, se mueven,<br />

se cargan agrandadas, vivientes, llenas de fluido y de<br />

inmanencia, como si brotaran ya no de los brazos, sino<br />

directamente del huevo mismo, del pensamiento puro, de su<br />

propia e incontaminada idea matriz; esos trozos desnudos,<br />

evidentes y ahora inexplicables, que desearía esconder de mí<br />

mismo como un reclamo, como una voz indescifrable de la<br />

conciencia; y qué terrible y muda confusión en el momento:<br />

todo un alfabeto trastrocado de signos sin contexto posible, y<br />

al fin, en medio de la ofuscación y el recelo, cualquier palabra<br />

podría resultar válida, cualquiera excepto "manos" o "las<br />

manos”, "mis manos", pues son inútiles estos pequeños<br />

lingotes sordos, sin sonido real, sin significado.)<br />

Pero veamos la manera de seguir adelante.<br />

Yo me pregunto qué pensaría usted si yendo en el autobús<br />

a casa después de la jornada, porque usted no tiene automóvil<br />

o no lo usa para ir al trabajo, y se fija, sin interés particular, en<br />

un tipo que va sentado en el asiento paralelo al suyo mirando<br />

por la ventanilla (puede verlo muy bien, pues la persona que<br />

va sentada al lado es una anciana diminuta que causa apenas<br />

un relieve rugoso en el asiento); un tipo con el aire raído y<br />

enfermizo de casa de empeños que nos distingue a los<br />

pasajeros habituales de los colectivos, y al momento usted<br />

cambia la mirada hacia la doble fila de cabezas que lo precede<br />

y la deja estar un momento en el cabello desteñido,<br />

abundante, la franja mate de la nuca bajo los rizos, la cadena<br />

de oro que se ha rodado un poco de su sitio y enseña la marca<br />

dejada en la piel: una línea pálida y depilada donde el sol no<br />

ha tocado en mucho tiempo y un lunar color de chocolate de la<br />

mujer que va sentada delante; y cuando vuelves los ojos al<br />

desconocido (ya va siendo tiempo de tutearnos), éste te mira y<br />

dices: "dónde he visto a este tipo antes" y no le das<br />

importancia hasta que sientes la necesidad de llevarte las<br />

manos a la cara en un impulso que adivinas demasiado<br />

brusco, como el bandazo de una pieza al escaparse de la<br />

~ 21 ~


sincronía de un mecanismo, y, por el temor de que alguien te<br />

observe y llegue a pensar que eres un tipo loco o maniático, te<br />

dominas y simplemente llegas a palparte la nariz y haces como<br />

si te limpiaras distraídamente el pómulo, y entonces miras de<br />

nuevo y ya está, lo descubres, es idéntico a ti, es tu misma<br />

cara, mejor dicho, impresa allí como un sello.<br />

Bueno, eso me divierte al comienzo.<br />

La travesía es siempre lenta a esta hora de la tarde; el aire<br />

empieza a refrescar, se torna amable y menos rígido que de<br />

costumbre, como medicinado por ciertos pensamientos<br />

relajantes comunes a muchas cabezas, por donde ahora<br />

mismo pasan duchas y mesas servidas y encuentros de<br />

cuerpos desnudos. En fin, que uno puede recostarse a la<br />

ventanilla y mirar a la gente que pasa en carrerita, las<br />

vidrieras, los gestos danzantes de los maniquíes. Un mendigo<br />

se acuna en un portal, una niña menuda chupa un helado. Una<br />

pareja de ancianas, de ganchete, parece que no terminaran de<br />

pasar: caminan bamboleándose, sustraídas del paisaje y de la<br />

multitud, como si pasearan por la listada cubierta de un barco.<br />

Enfoco a una mujer que se desprende del rebaño y entra a<br />

una tienda. Nos detenemos por completo y entonces la veo<br />

penetrar resuelta al establecimiento, agitando un gran bolso<br />

de paja bajo la viva luz de neón en aquella rutilante limpieza,<br />

todo de un nuevo eterno, congelado, y tras detenerse unos<br />

instantes, va directamente al departamento de cosméticos a su<br />

derecha,<br />

El dependiente se dispone a escucharla, tenso, y ahí está<br />

ya mi cara, mi cabeza toda, estos ojos ligeramente adoloridos<br />

que siento pesar más que nunca en las órbitas, mirando a sólo<br />

dos pasos de distancia la cara de la mujer, detallando el<br />

movimiento rápido de sus labios, el gesto que casi prepara el<br />

desagrado, la mueca de fastidio por el presentimiento de una<br />

negativa que la obligaría a ir a otra parte; y allí se queda sin<br />

remedio después del sacudón de la arrancada; la abandono a<br />

su suerte apenas el vehículo se pone de nuevo en movimiento.<br />

~ 22 ~


Lo imperfecto del juego radica en que no consigo<br />

manejarlo a mi antojo. Mis órdenes jamás son escuchadas: por<br />

lo tanto, las facciones del policía de tránsito seguirán siendo<br />

las mismas, toscas y acaloradas, desde el momento en que las<br />

percibo a cierta distancia, hasta que pasan navegando hacia<br />

atrás con desafiante lentitud frente a mi ventanilla. En<br />

cambio, sin proponérmelo, un segundo después estoy ahí,<br />

formando parte del fragmento apenas variable de la esquina,<br />

reconstruido a cada cien metros con los mismos elementos<br />

urbanos cuyas escasas diferencias se vaporizan en el cuadro;<br />

mi cabeza apretada entre el montón (una sola respiración<br />

gruesa que de no haber otro ruido en la calle se escucharía de<br />

lejos) que crece al borde de la acera esperando la señal de<br />

cruce: pertenezco, en cosa de segundos, a cualquier tipo, más<br />

bien regordete y maduro, que lleva un maletín. ¡Tran! de<br />

pronto casi me doy con ella en plena frente; siento rebotar el<br />

cuerpo ajeno, el roce brusco de una ropa. Susurro una especie<br />

de perdón que sale por igual de esos labios desenfocados por<br />

la proximidad, el nacimiento débil del cabello, mis ojos<br />

enrojecidos y yo dentro de ellos en miniatura, flotando en el<br />

líquido oscuro y diciendo perdón entre dientes.<br />

El tipo, que no deja de ser corpulento, me empuja con el<br />

cuerpo, sigue, lo pierdo en un instante.<br />

Viene la espera de un minuto frente al ascensor. La<br />

conserje gallega, bastota, el busto regado como un mezclote en<br />

todo el pecho, baja la escalera cargando con una rima de<br />

lencería. Séptimo piso. La puerta al fondo del pasillo. Cruzo el<br />

olor todavía inmaduro de las cocinas.<br />

"Ya basta”, me suplico. "No deseo este último acto”, en los<br />

segundos finales, cuando la siento venir desde el fondo con<br />

una palpitación acelerada y ya está ahí atravesando el pantry,<br />

las sandalias de felpa, primero, que apresuran el paso, el<br />

borde algo raído de la bata, su cuerpo, los brazos blancos que<br />

se alzan hacia mí y descubren el foso enharinado de la axila; es<br />

ella, su cara al fin, el pelo suelto, su voz "mi amor" que ya no<br />

~ 23 ~


tiene timbre para mí, que es como una costumbre sin<br />

tropiezos, un hábito apaciguado de los dos, nuestro olor de<br />

después sin fatiga, la luz en el cuarto de baño y el ruidito<br />

cercano del agua, el sabor lleno de calma del cigarrillo antes<br />

de la lenta caída del sueño. La abrazo suavemente ... y ya no<br />

puedo vencer la repugnancia, el rechazo que me obliga a<br />

besarla apenas con un chasquido seco y elusivo, evadiendo<br />

todo lo posible la rudeza del choque, la acometida de unos<br />

labios gruesos que aproximan la negrura erizada del bigote y<br />

esa juntura ácida de las comisuras con huellas de saliva, el<br />

golpe seco del aliento, saliendo de una carnosidad sin piel que<br />

se abulta y tiembla proyectando su borde escamoso... y yo allí,<br />

en miniatura, metido en los círculos negros de los ojos, el<br />

relieve mojado del párpado espantado.<br />

Más tarde, con la frescura del talco y la bata de seda y ella,<br />

ya vestida y arreglada para la cena, que trae la botella de<br />

cerveza del refrigerador, la sirve, comemos en silencio y,<br />

mientras corta el trozo de carne a la plancha, pregunta como<br />

siempre, sin mirarme:<br />

—¿Cómo te fue hoy?... ¿Viste algún conocido por ahí?<br />

~ 24 ~


EL PEATÓN MELANCÓLICO<br />

H<br />

OY hace diez años que empecé a escribir mi novela. En<br />

todo este tiempo, trabajando día tras día, he llegado a<br />

acumular 970 páginas de letra menuda y, sin embargo, debo<br />

admitir que hasta el presente aún no he entrado propiamente<br />

en materia.<br />

La idea de escribir la novela me vino un día cualquiera,<br />

casi de improviso. Acababa de adquirir mi apartamento y aún<br />

no había tomado contacto verdadero con el mobiliario no del<br />

todo nuevo, aunque delicadamente conservado, de modo que<br />

todo a mi alrededor me trasmitía esa sensación de llevar ropa<br />

ajena que nos hace el blanco imaginario de todas las miradas.<br />

Me sentía realmente observado por aquellas poltronas<br />

tapizadas de raso con tersas lijaduras en los pasamanos, o por<br />

el gran camastro de copetes labrados con filetes de oro, o por<br />

el coqueto aparador —una pieza clásica de solterona, más<br />

apropiada para un decorado de comedia simplaina que para<br />

cualquier uso cotidiano— donde se guarda todavía una loza<br />

con paisajes bucólicos que jamás he usado. Pensé desde el<br />

primer momento que el haber tomado residencia propia debía<br />

significar un acomodo definitivo para mi vida rutinaria de<br />

soltero. Allí, entre tantas cosas de origen incierto, debía<br />

quedarme para siempre y mis días serían gobernados por<br />

aquellas paredes de colores pálidos y el paisaje inmóvil de<br />

~ 25 ~


tejados y alambres eléctricos que el marco de la ventana<br />

recortaba con rígida monotonía.<br />

Pues bien, una tarde en que regresaba de la frutería de la<br />

esquina acunando una bolsa de melones, se me vino a la<br />

cabeza como un tibio vapor la idea de la novela. Escribiría una<br />

novela, no importa el tiempo que tuviera que emplear en ello.<br />

Después de todo, no tenía cosa alguna que hacer durante el<br />

día, pues la pequeña renta que devengo me permite solventar<br />

todas mis necesidades de hombre solo.<br />

Paseándome por el recibidor, ida y vuelta, sobándome las<br />

manos como acostumbro hacerlo cuando algo me da tumbos<br />

en la cabeza, comencé a pensar en los detalles. Sería, estaba<br />

seguro, una narración detectivesca. Semejante elección<br />

repentina era explicable por cuanto, a pesar de haber leído<br />

pocos libros de esta clase, ningún otro género me atraía en<br />

especial; pensaba, asimismo, y así lo creo ahora, que<br />

únicamente este tipo de lectura podría interesar de veras a la<br />

gente. Eso en el caso de que mi novela llegara a ser publicada y<br />

obtuviera algunos lectores, cosa que en verdad no me<br />

preocupaba. Desde el primer momento, una imagen se instaló<br />

en mi cabeza y allí ha permanecido inmóvil hasta el día de<br />

hoy: me veo sentado ante mi mesa borroneando cuartillas,<br />

mientras todo un público de rostros y figuras indeterminadas<br />

—tanto que en todos estos años no sería capaz de describir a<br />

cabalidad alguna de ellas— aguardaba sentado, en perfecta<br />

inmovilidad, el resultado final de mi trabajo. En diez largos<br />

años pasados desde entonces no he tenido que contar una sola<br />

deserción, una sola baja; ninguno se ha movido de su asiento<br />

ni yo he dejado de escribir hoja tras hoja.<br />

Ahora bien, en toda novela de este tipo, buena o mala, ha<br />

de haber un crimen, lo más perfecto posible, como elemento<br />

principal de la trama y en seguida toda una cadena de<br />

acontecimientos que deben conducir, uno tras otro, a la<br />

identificación del culpable, siempre en medio de una variada<br />

colección de sospechosos sobre los cuales descargar a cada<br />

~ 26 ~


paso la malicia inocente del lector. Necesitaba, pues, de un<br />

crimen y, ante todo, de una víctima condenada a perecer en<br />

forma violenta en las primeras páginas, junto con la salida a<br />

escena del cerebro pesquisidor, que acabaría por decir la<br />

última palabra sin que, antes de desaparecer por completo,<br />

dejara de lanzar una mirada picaresca a la cara de asombro del<br />

lector. No me cabía duda en torno a esto: tal hombre sería yo;<br />

así lo había determinado y no por exceso de vanidad ni porque<br />

alentara pretensiones heroicas, sino por simple y elemental<br />

comodidad: sin duda iba a resultar mucho más fácil para un<br />

escritor nada experimentado como yo tomar nota de mis<br />

propios hábitos, ademanes y pensamientos, que inventar a<br />

cada paso las peculiaridades de un personaje creado por la<br />

imaginación. Así, si tuviera necesidad de describir en detalle<br />

alguna situación particular, yo mismo la representaría ante el<br />

papel en blanco, corriendo luego a él para anotarlo todo, y de<br />

paso reservándome la posibilidad de rehacer algunos<br />

movimientos si la memoria me fallara.<br />

Salí aquella primera mañana convertido ya en personaje.<br />

Esta nueva situación me resultó, desde el primer momento,<br />

reconfortante y llena de particular lucidez. De alguna manera<br />

el escenario habitual de la calle, que antes me era indiferente,<br />

había cobrado una luminosidad y un relieve cálidos y<br />

estimulantes. En mí mismo advertía un halo de irrealidad, una<br />

propiedad escurridiza de falsario, de frío y consciente<br />

simulador, que me permitía observar a los demás con un dejo<br />

de humor burlesco y al mismo tiempo bondadoso.<br />

Siguiendo una norma adoptada en aquellos mismos días,<br />

el personaje se refugió en el banco del pequeño parque<br />

marchito vecino a su casa. El lugar no dejaba de ser agradable<br />

y reparador: la sombra de una ceiba bañaba el banco, el piso<br />

de cemento se cubría de hojas secas y frente a mí se alzaba,<br />

como el recuerdo de una postal de algún país extraño, el<br />

platón de mármol de una fuente y los dos angelotes nalgudos<br />

enroscados al tallo.<br />

~ 27 ~


Fue allí donde la vi por primera vez esa misma tarde. ¡He<br />

aquí la víctima! Podía jurar en aquel momento que no iba a ser<br />

otra en el mundo. Presentí en toda ella, así a primera vista,<br />

una predestinación candorosa, vivaz y no exenta de alguna<br />

ternura. Tenía un andar menudo y rápido, una figurita<br />

delicada de huesecitos finos y nerviosos, el pelo de caoba<br />

desteñida con muchos hilos blancos, un cuello frágil y<br />

blanquísimo. Su edad andaría en los sesenta.<br />

Ese día comencé a escribir. Narré de una manera simple y<br />

natural aquel primer encuentro y al otro día el segundo,<br />

cuando a la misma hora, por lo que parecía una feliz<br />

confluencia de hábitos, pasó por el mismo lugar. La seguí unos<br />

trescientos metros por una calle de árboles enanos que a estas<br />

alturas debo haber recorrido más de un millar de veces; una<br />

calle más bien deslucida, con sobra de grises, donde abundan<br />

los comercios menudos de mercería y quincalla. La vi entrar a<br />

una capilla de adventistas y un momento después escuché la<br />

musiquita de un armonio y unas voces agudas entonando uno<br />

de esos himnos blanduzcos que parecen hechos de alguna<br />

pasta fría y blanquecina.<br />

Ella era la organista de la capilla, lo cual, a mi modo de<br />

ver, constituía el oficio más apropiado para su condición<br />

angélica de víctima.<br />

Tuve suficiente por esa vez. En el capítulo siguiente no la<br />

seguí hasta la capilla: hubiera sido una repetición tediosa e<br />

innecesaria. Permanecí en el banco, sin pensar, acariciado por<br />

la brisa fresca y a ratos creía escuchar, muy borroso a lo lejos,<br />

el cántico y la respiración del armonio; aunque más bien debía<br />

de ser un recuerdo.<br />

La seguí al regreso. Salimos del parque. Parecía que<br />

fuésemos a casa. Ella se detuvo antes en la charcutería de al<br />

lado (el edificio era una construcción rojiza de tres pisos,<br />

moldeada en el estilo más común a los barrios de vida<br />

modesta) y salió con un pequeño paquete y los restos<br />

desvanecidos de una sonrisa. Un momento después, como en<br />

~ 28 ~


sueños, la vi entrando a casa. De veras fue una escena de<br />

sueño aquel instante, impreso para siempre en mi mente, en<br />

que ella desaparecía como un reto por el portal del edificio. He<br />

visto repetirse esa imagen cientos, miles de veces, siempre<br />

idéntica a sí misma: un perro pasaba a su lado jadeando; una<br />

inmensa mujer, cargando con un nudo igualmente deforme de<br />

ropa lavada vino directamente hacia mí, cuando ya ella había<br />

cruzado el portal y me obligó a arrimarme al muro. Sin<br />

embargo, todo ocurrió en la más desnuda realidad. Era yo<br />

mismo quien subía tras ella la escalera para verla detenerse en<br />

el primer rellano. Allí tenía su apartamento, debajo del mío.<br />

Espiar a mi vecina constituyó mi ocupación primordial<br />

durante mucho tiempo, compartida con las horas de escritura.<br />

Comprendo que ustedes deseen enterarse de pormenores; sin<br />

embargo, resumirlo todo me resultaría poco menos que<br />

imposible. En verdad, sus evoluciones regulares estaban<br />

regidas, con cierta tímida severidad, por la recurrencia del<br />

hábito. Los mismos paseos cotidianos, idénticas evoluciones.<br />

En este aspecto admito que el único interés de mi relato<br />

reposa en la constatación de ciertos detalles accesorios, que al<br />

incidir arteramente en la totalidad provocaban<br />

desplazamientos, deslices, variaciones o ambigüedades menos<br />

reales que aparentes. Hoy soy capaz de asegurar, con pleno<br />

conocimiento de causa, que existe alguna inadvertida ponzoña<br />

en el ojo humano, cuyo poder de contaminación penetra<br />

sutilmente en el objeto observado. No encuentro otra<br />

explicación al hecho de que algunas manifestaciones nimias<br />

en la conducta de la víctima me parecieran fuertemente<br />

sospechosas, como si ella, participando activamente en el<br />

juego, fuera dejando tras de sí leves indicios —únicamente<br />

destinados a su seguidor—, pistas inseguras que podrían<br />

conducirme a la revelación de alguna forma insospechada de<br />

perversidad, de crueldad secreta o de simple impostura.<br />

Recuerdo sí alguna situación especial, única en sí misma y<br />

encerrada por completo en el enigma. (Fue una de las pocas<br />

~ 29 ~


ocasiones en que recibí la impresión, no del todo agradable, de<br />

que ella deseaba evadir mi persecución y actuar por cuenta<br />

propia). Ocurrió una tarde, cerca de las cuatro. El ruido de su<br />

puerta, al cual mi oído estaba siempre alerta como el reflejo de<br />

un animal doméstico, me obligó a suspender mi trabajo. Era<br />

extraño pues jamás salía a esa hora. A duras penas pude darle<br />

alcance cuando se disponía a tomar el autobús vía al Oeste, lo<br />

cual acrecentó mi sorpresa. Ni ella ni yo frecuentábamos ese<br />

lado de la ciudad, campo obligado de trabajo para los<br />

reporteros de sucesos de los diarios. En un gesto de audacia,<br />

me senté a su lado. Como no dejé de observarla de reojo, pude<br />

constatar que ni una sola vez llegó a mirarme. Para el resto del<br />

mundo deberíamos figurar allí como dos perfectos<br />

desconocidos, ceñidos a la precaria realidad de aquel vehículo,<br />

donde tantos pensamientos diferentes se cruzaban sin<br />

tropezarse.<br />

Vuelta a medias hacia la ventanilla, dedicaba toda su<br />

atención al paisaje urbano que progresivamente se iba<br />

tornando más abigarrado, más sucio y más incomprensible.<br />

Ciclos enteros de vida humana desfilaron en el largo paseo por<br />

la Avenida Sucre: saliendo de una modesta capilla vimos a un<br />

grupo familiar en un bautizo; más allá, cedimos el paso a un<br />

féretro y su escuálido cortejo de autos de alquiler; y a la altura<br />

de la plaza del Mariscal de Ayacucho, tropezamos con una<br />

boda de inmigrantes. En mi barrio, en cambio, parecía que la<br />

gente hubiera dado por cumplidos todos los requisitos de la<br />

existencia y se dedicara a medrar hasta el fin sin la menor<br />

alteración.<br />

Observé, asimismo, que ella no dejó de estrujar entre sus<br />

dedos, pequeñísimos e increíblemente tiernos para su edad,<br />

un pañuelo de encaje con las manos hundidas entre las<br />

rodillas.<br />

Juro que jamás volveré a encontrarme en esta calle.<br />

Tampoco he intentado dar con ella ni lo haré ahora: no estará<br />

allí como ese día, tal vez no exista para nadie ni aparecerá<br />

~ 30 ~


igual ante mis ojos: un callejón estrecho con olor a pan viejo,<br />

apenas tocado por el sol; paredes de galpones, algunas<br />

viviendas oscuras, ni un ruido ni una voz humana; al final, un<br />

trozo de muro sin ventanas y una puerta de metal estrecha que<br />

se abrió apenas para darle paso y permaneció cerrada por más<br />

de una hora, mientras yo aguardaba allí como cercado por un<br />

sueño tedioso que se hacía exasperante a causa de su rigidez:<br />

era espantoso que pudiera resistir tanto tiempo sin<br />

desvanecerse o cambiar. Finalmente pasó a mi lado, y aunque<br />

nuestras caras se encontraron de frente, puedo jurar que no<br />

me vio. Traía los ojos rojos y, si no me equivoco, había huellas<br />

de lágrimas en sus mejillas.<br />

En los últimos meses visité una vez su apartamento,<br />

valiéndome de una llave maestra. Efectúe un inventario<br />

minucioso de sus pertenencias, cuidándome de borrar toda<br />

posible huella. Sin embargo, no pude librarme de cometer una<br />

imprudencia incalificable: di cuerda a un reloj de cucú que<br />

presidía el recibidor. No dejo de imaginarme su sorpresa y su<br />

confusión cuando esa noche a las nueve, al ir a cumplir el rito<br />

inmancable del que estaba enterado por el ruido, apenas<br />

alcanzó a dar un par de vueltas a la llave. Nunca pudo haberse<br />

explicado lo que pasó.<br />

Al día siguiente llamaron a mi puerta, y en lugar de la<br />

gallega encarnada que me hacía la limpieza, fue ella quien<br />

apareció en el rellano. ¡El reloj!, exclamé en mis adentros e<br />

imaginé lo peor; sin embargo, sólo pretendía enredarme como<br />

suscritor de El Centinela y Heraldo de la Salud, una revista<br />

que me causó horror a causa de su pavorosa frialdad. Me<br />

excusé cortésmente y aun rehusé recibir el ejemplar gratuito<br />

que me ofrecía. (Su voz diminuta y chillona, no por ello<br />

desagradable, se teñía, en ciertas inflexiones, de un<br />

descolorido acento centro-europeo). "Está bien, señor”, fueron<br />

sus últimas palabras y en ese instante comprendí que tenía<br />

que matarla. Ella pareció comprender y me autorizó por<br />

medio de una sonrisa dulce y resignada de modesta<br />

~ 31 ~


complicidad. Este gesto, que en el momento me pareció<br />

perfectamente legítimo, borró en mí todo posible resabio de<br />

remordimiento.<br />

Quince días después, me hallaba de nuevo en su<br />

apartamento, metido debajo de la cama. A la hora<br />

acostumbrada crujió el pestillo. Sus pies infantiles<br />

discurrieron por la alfombra en idas y venidas, acompañadas<br />

de un tintineo de loza y de metal y un aroma invitante: estaba<br />

preparando su té. En un momento creí oírla tararear desde la<br />

cocina algo que se asemejaba a una marcha teutónica.<br />

Silabeaba un poco la melodía y, en las pausas, remedaba el<br />

sonido del bombo: ta-ra-ra, ta-ra-ra, ta-ra-ra... shhss ¡pun!<br />

Apenas se hizo el silencio acostumbrado, salí de mi escondite.<br />

A través de la puerta entreabierta la divisé de espaldas,<br />

sentada en su poltrona favorita. Me valí de un almohadón con<br />

una estampa de aldea bavaria, para quitarle la vida en escasos<br />

segundos por el simple procedimiento de la asfixia, y le<br />

dediqué una última mirada que grabó su imagen en mi mente,<br />

deformada apenas por una suave contracción en la mandíbula.<br />

Como lo suponía, fue llamado a reconocer el cadáver un<br />

médico anciano del vecindario: síncope cardíaco. Unos pocos<br />

vecinos acompañamos el sepelio. La viejecita estaba abonada a<br />

una agencia de pompas fúnebres que, en cumplimiento de las<br />

cláusulas, celebró su solitario funeral.<br />

Hoy se cumplen diez años. Una tarde grisácea y apacible.<br />

He concluido la página 970, donde se narra mi última visita a<br />

la charcutería y el diálogo sostenido con el propietario, quien<br />

—lo descubrí mucho tiempo después del suceso— era su<br />

conterráneo; nacieron en el mismo pueblo y se conocieron y<br />

jugaron a los primos cuando niños.<br />

Mañana recorreré la calle de los árboles enanos, las<br />

quincallas y las mercerías y haré guardia frente a la capilla<br />

adventista, que ahora dispone de una nueva fachada. Luego<br />

regresaré a continuar el hilo de mi historia agregando los<br />

nuevos datos obtenidos.<br />

~ 32 ~


Ahora debo embolsarme en mi flux negro e ir a comprar el<br />

ramo de claveles que, en cada aniversario y en reconocimiento<br />

por tantos años de vida en común, llevo religiosamente a su<br />

tumba.<br />

~ 33 ~


IMPRESIONES DE VIAJE<br />

S<br />

ALGO de la cafetería a eso de las tres de la tarde.<br />

Delicatess, White Palace, Hernando’s bar, vaharadas de<br />

pronto de acento catalán y olor de fritos, un autobús<br />

destartalado cruje, el carillón del carrito de helados; son<br />

ghettos, verdaderos ghettos esas barriadas sudorosas de inmigrantes,<br />

toldos azules, unas piernas divinas hendidas un<br />

segundo después por el grito de una sirena. Caracas es un<br />

corral de zambos, dijo una vieja colombiana, nalgas en todas<br />

las portadas al rojo vivo del puesto de revistas, de la venta de<br />

discos, los pies menudos del curita español, arbolitos<br />

enclenques maltratados por la humedad del mediodía... y es<br />

exagerado que ésta sea la ciudad más cara del mundo, la más<br />

bullosa, la más sucia y la más jodida del mundo, pero es<br />

verdad que parece un descarrilamiento, una catástrofe, una<br />

cabeza alborotada. Además, llueve un poco y sueño con tener<br />

un paraguas. Puede ser, si se quiere, algún paraguas negro<br />

que se abre como una hermosa seta sobre mi despoblada<br />

cabeza, que presupone el antes de un anuncio de tricófero de<br />

Barrí. Protegido por mi abrigo gris felpudo y con cuello de<br />

marta que me acaricia las orejas y recoge mi aliento, camino<br />

a paso mesurado por esta calle adoquinada, con árboles<br />

desnudos a los lados, más espaciosa y limpia que las nuestras,<br />

construida, diríamos, como de largos y uniformes períodos de<br />

una prosa educada y fácil de imitar, tan diferente a la<br />

~ 34 ~


despedazada sintaxis urbana que me he acostumbrado a leer<br />

sin desconcierto. En ambos márgenes, edificios recios y<br />

ceñudos, no ausentes de una oscura tristeza, que recuerdan a<br />

señoras de edad ahileradas en una gris sala de espera de tren<br />

de refugiados. Las vidrieras, en cambio, son opíparas y<br />

anticipan comilonas suntuosas en familia, servidas por un<br />

ama robusta de grandes y abrigados pechos y cachetes ardidos<br />

por la lumbre. Sólo que ahora no llueve en absoluto, aunque<br />

lleve abierto mi paraguas. Por el contrario, brilla a sus anchas<br />

un sol trémulo de finales de invierno, que parece sorprendido<br />

de sí mismo y pronto a desaparecer. Algunos recargados<br />

portales se tiznan de amarillo pálido.<br />

De improviso, una de las púas del paraguas se entierra en<br />

el ojo izquierdo de una dama de edad madura con quien he<br />

estado a punto de tropezar. La púa ha penetrado en el globo,<br />

atacando por el ángulo del lagrimal, y en seguida salta<br />

desgarrando la tela. La masilla brota como un coágulo y se<br />

derrama con grasa lentitud sobre el pómulo.<br />

Ni un grito ni una exclamación. Prosigo mi camino<br />

guardando el paso y casi al momento vuelvo la cabeza (pues<br />

empieza a mortificarme de veras la visión, trasladada de un<br />

todo a mi piel, de las babas y los filamentos sanguíneos que<br />

sostienen la parte más densa y homogénea del coágulo) para<br />

ver a la mujer, que a una distancia de cien metros o más, a<br />

modo de una inserción en relieve sobre el plano liso de la calle,<br />

resumido a líneas y fondos trabajados en sepia como una<br />

postal, prosigue de lado en la acera, vuelta la cara huesuda<br />

sobre el hombro. (Aún permanece aquí, a mi izquierda, un<br />

gendarme cilíndrico de cara roja, embalado en su abrigo de<br />

invierno). Creo advertir que el desprendimiento de materia ha<br />

descendido hasta alcanzar el labio.<br />

Más allá, por la vidriera de un café, descubro a una<br />

muchacha desnuda sentada en la barra. A primera vista,<br />

resulta una de esas chicas bronceadas de los anuncios de<br />

Copertone; ella resume su posición en el taburete a un<br />

~ 35 ~


conjunto de trazos largos y rectilíneos, donde se advierte el<br />

precioso recorrido de los huesos, mientras la inclinación del<br />

torso sobre la barra revela la nudosidad de las vértebras; el<br />

rostro famélico a lo Twiggy, devorado por la fiebre, parecer<br />

expresar una resignación desdeñosa e inalcanzable.<br />

Entiendo perfectamente que no es real, y aunque debo<br />

tomar el tren de las cinco que sale dentro de diez minutos, no<br />

puedo ni quiero resignarme a perderla. Intento, pues, cruzar<br />

la puerta y resulta que el paraguas se queda allí trabado,<br />

enfurecido, con todas sus púas erizadas impidiéndome el paso.<br />

Lucho sin resultado. Razonando, doy un paso atrás; busco en<br />

lo alto, bajo la cúpula de varillas negras, el punto saliente que<br />

al recibir la presión del dedo precipita toda la rígida estructura<br />

y el techo cae en una agonía de pliegues, de babas negras y<br />

vigas fracturadas.<br />

En cuanto cesa aquel aleteo invernal, la muchacha,<br />

liberada del escenario aceitoso y colmado de aromas de<br />

maderas, cazuelas y alcoholes refinados, cruza la puerta y<br />

escapa por la acera con el aire de correr a una cita recordada<br />

de pronto, y así se aleja moviendo con gracia su falda menuda<br />

de cuadros escoceses.<br />

Finalmente, me precipito a la estación y la gran cripta de<br />

metal está llena de vaho y de luces escénicas. Las figuras<br />

despiden un polvo luminoso como el de los insectos en la<br />

lumbre. Los largos vagones grises descansan en sus canales en<br />

un simulacro de ataúdes, o parten en silencio entrando como<br />

barras lubricadas en la niebla.<br />

En la ventanilla más cercana, la cara huesuda; el coágulo,<br />

agrandado, apenas sostenido por los filamentos, resbala en la<br />

hendedura del cuello.<br />

En este momento, un rancio olor de podre que acude de<br />

lejos me advierte que soy, en verdad, un extraño; un personaje<br />

irregular metido en esta antigua trama cuyo único desenlace<br />

posible parece ser una postergación sin fin.<br />

Llueve un poco y el aire se condensa a medida que me<br />

~ 36 ~


alejo de la cafetería. El día mugriento es una pobre, lenta,<br />

inservible simulación y el sabor fuerte del café me empasta la<br />

garganta.<br />

~ 37 ~


MALAS COSTUMBRES<br />

P<br />

OR AHORA, lo que tengo delante de mis ojos es una nuca<br />

gruesa, recién rapada, con alguna humedad visible en los<br />

poros. A cada oscilación de la cabeza, el cuello de la camisa<br />

blanca, que ya ha empezado a oscurecerse en el borde, sube y<br />

tropieza en una rodaja de carne enrojecida. El lóbulo de la<br />

oreja derecha guarda la huella de una cortadura soldada por el<br />

tiempo, que daña la tersura del contorno. En la deformante<br />

proximidad se adivina una pelusa incierta como un halo que<br />

agranda el borde torneado del pabellón. Se advierte la<br />

tosquedad del tallado en el respaldo de concha marina que<br />

trasluce algún viso de sangre licuada. Aún llega hasta nosotros<br />

un poco del reflejo solar.<br />

El nudo humano se vuelve más compacto a mis costados.<br />

Un rumor pesado, que no crece ni se aminora, ocupa por<br />

completo los estrechos conductos de aire que corren entre las<br />

cabezas. Lo más denso del ruido parte de debajo de nosotros,<br />

de nuestros pies calzados, que frotan el piso progresando, eso<br />

sí, a muy cortos impulsos; éstos se interrumpen apenas<br />

comenzados y como no existe ninguna sincronía en nuestros<br />

movimientos, un chasquido de suelas sigue al otro y al otro,<br />

sin pausas, de manera que se forma una sola capa de ruido<br />

continuo. Todos los hombros, delante y a mi alrededor, se<br />

balancean pesadamente con algo de masas flotantes; chocan y<br />

se repelen, separándose a no más del espesor de un dedo. La<br />

~ 38 ~


luz que llena estas rendijas desaparece pronto en cuanto las<br />

telas vuelven a fundirse.<br />

Mi mano registra un golpe de nudillos, un frote de<br />

tendones y piel. Las uñas tocan el cristal de un reloj de<br />

pulsera, un borde áspero de bocamanga, unos pliegues<br />

sedosos que no sabría identificar.<br />

Los de atrás deben estar empujando más fuerte ahora,<br />

tanto que resulta cada vez más comprometedor guardar las<br />

apariencias. Uno, por un resto de delicadeza, fuerza todavía<br />

más el intento de sumirse, de plegarse sobre sí mismo,<br />

reduciéndose todo cuanto puede hasta sentir la tensión de los<br />

huesos, a fin de conservar un poco de aire propio alrededor, y,<br />

aunque lo logra por instantes, con frecuencia se va de bruces y<br />

aplasta la nariz en una oscuridad felpuda con zumo de<br />

cuerpos, telas y agua de lavanda. El tropezar de zapatos es<br />

continuo y ya nadie pretende evitar al vecino. Por otra parte,<br />

sería inútil tratar de levantar el pie: la ilusión de avanzar se<br />

obtiene manteniéndose entero sobre uno mismo y dejando<br />

correr el impulso motor a través de las piernas; así, todo el<br />

esfuerzo se traduce en un mínimo deslizamiento de las suelas,<br />

o bien se ahoga por completo dentro del pie mismo y éste se<br />

estremece y rebota en el interior del zapato que mientras tanto<br />

permanece en su lugar, soldado al piso, completamente<br />

bloqueado por sus no menos inmóviles vecinos.<br />

Una especie de oscuridad pesada nos envuelve, o quizás<br />

sea la saturación del aire donde ya no es posible separar o<br />

diferenciar componentes. Alzas cuanto puedes la cabeza y<br />

respiras. No digo que sea fácil encontrar un acomodo plausible<br />

en esta situación; pero, sin duda, el mayor inconveniente<br />

proviene de los brazos. Es evidente que estos trozos colgantes<br />

del cuerpo, estos largos sobrantes de carne, quebradizos,<br />

habituados a una movilidad insaciable, resultan embarazosos<br />

y nulos por completo cuando uno no tiene que valerse de ellos;<br />

cuando se está en la cama, donde por lo menos uno de los dos<br />

está siempre de sobra, o cuando hay que esperar sentado en<br />

~ 39 ~


algún sitio, en cuyo caso el problema a resolver consiste en<br />

dónde colocarlos de manera que permanezcan quietos y te<br />

olvides de ellos. En la situación presente, terminan por<br />

volverse exasperantes: los echas adelante tratando de juntar<br />

los antebrazos, los cruzas sobre el pecho, te los subes al<br />

hombro o los echas atrás y de todas maneras acaban por<br />

trabarse, los sientes pegados a ti por todas partes y debes<br />

hacer un esfuerzo por olvidarte de ellos y dejarlos colgar en<br />

cualquier forma.<br />

De pronto te viene la idea de escapar. Miras sobre tu<br />

hombro forzando el cuello a todo dar y ves allí un largo trozo<br />

de piel cetrina manchada de pecas; adivinas la densidad de la<br />

masa que le circunda y comprendes, además, que no te<br />

mueves sino que la masa se agranda y se condensa<br />

presionándote por todos lados. Entonces adoptas otra forma<br />

de escapatoria, que consiste en dejarlo todo tal como está,<br />

abandonarte y pensar en otra cosa.<br />

Tu barbilla pega contra un hombro; realmente no<br />

comprendes de qué manera el panorama puede haber<br />

cambiado hasta tal punto delante de ti: el hecho es que ya no<br />

tienes a tu alcance aquella nuca gruesa y el lóbulo mordido<br />

que viste hace algún tiempo. Algún tipo de desplazamiento<br />

insensible ha debido tener lugar en un momento, pues ahora<br />

tu barbilla se apoya en el hombro que tienes a tu alcance.<br />

Entrecierras los ojos, olvidándote conscientemente de tu<br />

cuerpo, y he aquí que la curva de aquel hombro se dilata y<br />

pierde sus contornos: es un vasto campo irisado cubierto de<br />

una niebla luminosa que agranda la trama del tejido. Los<br />

puntos de caspa se encienden y brillan como granos de azúcar.<br />

Entonces puedes dejar volar la imaginación a tu antojo o<br />

simplemente dejarte adormecer por el ruido de tu propia<br />

cabeza, un ruido desacorde que reconoces como tuyo, aunque<br />

no puedas ni intentes descifrarlo.<br />

Compruebo que alguien, una mano en mi espalda, me<br />

empuja. Sin duda, la masa aletargada ha vuelto de su sueño y<br />

~ 40 ~


entra en una inusitada agitación, sin que ello signifique que<br />

avancemos. Por momentos llega a ser un hervidero rabioso. Te<br />

ciegas y, al cabo, una espalda descomunal lo oculta todo. Un<br />

perfil a la izquierda se iguala al mío, aunque sólo lo vislumbre<br />

con el rabo del ojo, pues al hacer un pequeño movimiento lo<br />

tropezaría. A todas éstas, alguien está tratando de pasar de<br />

lado: presiona, mete el hombro, zafa los brazos en un intento<br />

descabellado de desarmarse y pasar una pieza tras otra, con el<br />

único resultado de apretar más el nudo y tapiar algunas<br />

entradas de aire. Finalmente, el tipo insensato se ha quedado<br />

trabado, atascado del todo en una posición absurda y sin duda<br />

agobiante: la mitad del cuerpo de este lado, a medio caer, y la<br />

cara vuelta hacia atrás, privada de movimiento, como<br />

envarada por una furiosa tortícolis.<br />

A causa del disturbio ocurrido, mi posición se ha<br />

desequilibrado por completo: me sostengo sobre un solo pie,<br />

en tanto que de la otra pierna he perdido toda noción; el torso<br />

continúa rodado hacia un lado sin que pueda volver a la<br />

posición vertical. Aun así, consigo respirar en un hueco,<br />

aunque el aire a mi alcance es demasiado grueso y terroso<br />

como si aspirara en el interior de un bolsillo. Con algo de luz,<br />

podría ver la tosca costura del fondo cubierta de boronas y<br />

algunas monedas oscuras.<br />

Se produce una nueva sacudida y regreso a mi situación<br />

normal. Al advertir que he perdido de vista al individuo que<br />

había quedado trabado junto a mí, comprendo que avanzamos<br />

y que lo hacemos cada vez más de prisa. El rumor anterior<br />

crece, o más bien se disgrega, es ahora menos compacto y más<br />

heterogéneo. Alguien se anima a encender un cigarrillo.<br />

Por lo visto, algunos han empezado a cambiar palabras<br />

que sólo llegan al vecino. (Pero más que las palabras, la mayor<br />

elocuencia se ofrece en las miradas repentinamente<br />

iluminadas, en el desleimiento de las facciones que pasan con<br />

celeridad de la rigidez a la soltura o en algún asomo de<br />

sonrisa). Sin duda, la liviandad del aire estimula la locuacidad<br />

~ 41 ~


general.<br />

Yo —vueltas las manos a los bolsillos y reanudando el<br />

paso— simplemente pienso, pienso —mientras me ataca el<br />

apetito de las siete— en una antigua novia que era ociosa y<br />

distraída y que sin darse cuenta, en mi presencia, se hurgaba<br />

las narices... y sonrío.<br />

~ 42 ~


ENSAYO DE VUELO<br />

N<br />

O SOY un hombre, casi, soy un dedo meñique. Mi flacura<br />

ha llegado a ser tan esquemática, tan universal (yo la<br />

proyecto con satisfacción íntima en el ámbito ascético de los<br />

principios y las fórmulas puras), que mi cuerpo desnudo es un<br />

cálido compendio de anatomía. Sin embargo, por el solo hecho<br />

de confrontar tal déficit de animalidad, no me siento un<br />

personaje feo ni mucho menos monstruoso; por el contrario,<br />

cada vez voy entendiendo menos un ideal de belleza tan<br />

estropeado como el que ha sido impuesto a la humanidad, de<br />

unos siglos a esta parte, por toda una especie decadente de<br />

marmoleros y conservadores de museos. Mis ideas en este<br />

punto puedo resumirlas sin dificultad: la carne es fétida,<br />

viciosa y corruptible en exceso. Pertenece por herencia al<br />

dominio de las especies zoológicas más burdas y<br />

desprestigiadas de la creación, como los paquidermos, que son<br />

animales de pantano, comedores de harapos vegetales,<br />

estúpidos y domesticables hasta el asco. A juzgar por las<br />

viñetas de los manuales de historia natural, hubo una edad<br />

postdiluviana en que estos mastodontes se paseaban a sus<br />

anchas por un planeta enfangado y oscuro, llenando el aire de<br />

mugidos y pestilencias. Es posible que la idea de sus enormes<br />

deyecciones provoque en las mentes glotonas la envidia por<br />

los fabulosos hartazgos que seguramente cometerían aquellos<br />

que posteriormente ocuparon una tierra prodigiosamente<br />

~ 43 ~


fecundada por tales inmundicias; sin embargo, no hubo siglos<br />

más infecundos, bochornosos y ausentes de espiritualidad y de<br />

grandeza.<br />

Por otra parte, su fortaleza aparente se alimenta de una<br />

resignación servil, tanto que el hombre, aun el más obeso de<br />

los imbéciles, sería incapaz de ofrecer una imagen más sólida<br />

de la estupidez terrenal como la del elefante que saluda al<br />

público infantil parado sobre sus patas traseras, sacudiendo la<br />

trompa y enseñando, sin sombra de pudor, un triste simulacro<br />

de pene.<br />

Recuerdo, por cierto, a un general dictador de esta<br />

república, que, llevado por su manía de creerse toro (y<br />

convencido por sus doctores, carceleros e hijos naturales de<br />

que sus bramidos de anciano resonaban como el único<br />

vocabulario comprensible en el enorme silencio sin historia<br />

del país), cultivaba una amorosa inclinación por la fauna<br />

cautiva: a su hipopótamo particular lo llamaba, con razonable<br />

familiaridad, el hijoepútamo.<br />

Mi sistema circulatorio, visto en totalidad, es un cordaje<br />

tenso y comprimido que envuelve con perfecta sabiduría la<br />

osamenta y la fibra. Centenares de mis músculos, pequeños y<br />

vibrantes, trabajan en su abrigo de piel; una piel ociosa,<br />

herencia de mis pobres años de demencia carnal, que cuelga y<br />

se arruga en los lugares más inverosímiles; iba a decir como<br />

un escroto, y esto me recuerda que cuando me contemplo<br />

desnudo ante el espejo —lo hago con frecuencia y muy a<br />

gusto—, suelo verme de veras como un miembro a punto de<br />

inflamarse de deliciosa virilidad. Siento en ese momento que<br />

la figura del espejo se independiza y que algo radiante y<br />

poderoso va a irradiar de ella.<br />

Si a todo esto se agrega que mi estatura es algo más<br />

reducida que lo usual en un hombre chiquito, se comprenderá<br />

cómo, en varias oportunidades, mi mujer ha estado a punto de<br />

echarme al suelo al ir a retirar las sábanas.<br />

Claro está que en un mundo irracional como el nuestro,<br />

~ 44 ~


debo sobrellevar el peso, a veces irritante, de ciertos<br />

inconvenientes imprevisibles: un domingo en un parque, una<br />

de esas piezas de escaso mérito, identificables por su redondez<br />

y su color de almagre (se distraía comiendo una bolsita de<br />

cotufas), vino tranquilamente y se me sentó encima. No lo<br />

advirtió al principio ni yo fui capaz de protestar, enmudecido<br />

como había quedado por semejante carga letal; además, que<br />

en el instante mismo, alguna regresión de la memoria me<br />

lanzó a una edad miserable: un traje de marinero, una boca<br />

abierta y las manos pegajosas de caramelo, presenciando una<br />

escena de circo: en medio de la pista, un pichón de elefante se<br />

posaba de nalgas sobre el estómago y las partes del domador y<br />

así se estuvo un momento de frente a nosotros, agitando sus<br />

cascos delanteros como si se gozara de su falta de vergüenza.<br />

La ensordecedora gritería del público me arrulló por algunos<br />

momentos, en tanto que la pieza terminaba de incomodarse<br />

con mis huesos, y después de revolverse varias veces en busca<br />

de acomodo, optó por prescindir del estorbo y alzándome por<br />

las ropas fue a echarme en el depósito de basura más cercano.<br />

Al oírme patalear y chillar dentro del pote, mostróse<br />

realmente turbado y desde ese momento usó de toda clase de<br />

miramientos para reparar los daños ocasionados en mi ropa<br />

como resultado de aquella violenta inmersión en un pozo<br />

crujiente y pegajoso de celofán, latas de jugo y papel estrujado.<br />

(Una lluvia de palmadas, golpecitos de uña y tirones para<br />

disipar las arrugas me envolvió por una eternidad). Al final,<br />

sopló vigorosamente en mi pelo, donde habían quedado<br />

envoltorios de chocolates y salvavidas. Compungido, pidió que<br />

lo perdonara; no había tenido culpa de nada; al verme, me<br />

dijo, pensó que algún gracioso me había dejado ahí por<br />

molestar. (Y lo justifiqué, en el fondo: mi perfil es punzante y<br />

vigoroso, difícil de olvidar; pero quien me mira de frente y a<br />

los ojos como él lo hizo, difícilmente encuentra un punto<br />

donde los elementos desfocados se estabilicen; mis rasgos se<br />

confunden en la mirada del contrario y llegan a desaparecer<br />

~ 45 ~


volatilizados en una dispersión estrábica. El tipo, que además<br />

era algo cegato, sólo tuvo al alcance de sus narices una<br />

mancha difusa).<br />

En cuanto a mi mujer, Dios la guarde, es un ser<br />

bondadoso. Tiene una fuerza hercúlea y cuando ha tomado<br />

más de tres rápidas cervezas (nuestras tenidas suelen ser<br />

memorables), suelta unas carcajadas gloriosas que parecen<br />

multiplicarse y esparcirse por toda la sala. En ese momento<br />

una imagen excitante emerge de aquella precipitación de<br />

vocales: se trata de una estampida de enanos frenéticos que<br />

salen en tropel de las paredes y corren volteando y arrastrando<br />

todo el mobiliario hasta sacarlo fuera y echarlo escaleras<br />

abajo. Es como un juego delicioso de nuestro exclusivo<br />

dominio: me basta decir “los enanos”, ya aflautada la voz por<br />

la risa, apuntando un dedo a medio metro del piso, mientras<br />

con los nudillos me piso los labios, para que las carcajadas nos<br />

envuelvan y los enanos aparezcan de veras.<br />

Es lindo.<br />

Cuando empecé a abandonar las comidas, ella me secundó<br />

demostrando un acatamiento apacible, aunque sí revestido de<br />

cierta bondadosa picardía. Pronto, en el área de mantel<br />

comprendida entre mis brazos en reposo, no hubo más que el<br />

periódico doblado y mis cápsulas para el riñón. Hoy, comedor<br />

y cocina han sido eliminados de la casa, librándonos, entre<br />

otras cosas, de olores y muebles inútiles. La mujer, para no<br />

herir mis escrúpulos, se alimentaba en secreto, no sé si<br />

frugalmente como asegura; sospecho que no.<br />

Ya se habrán dado cuenta de que mi existencia es por<br />

demás tranquila; sin embargo, en la oficina tuve que soportar,<br />

al comienzo, el recelo y la curiosidad malsana de los<br />

compañeros. En mi presencia se cambiaban miradas de una<br />

vulgaridad irritante, como si me vieran acostado en el fondo<br />

de una letrina. Por suerte, algo acabó por nivelarnos y hacer<br />

~ 46 ~


que cada cual se guardara con agria resignación en sí mismo:<br />

para el jefe, hombre gordo y de pocas palabras, todos allí<br />

éramos "un caso". Cada día paseaba delante de nosotros un<br />

gesto de impotente inconformidad dando a entender que la<br />

fatalidad había colocado bajo su dominio a las más<br />

estrafalarias e incomprensibles especies racionales. Así fue<br />

como una vez pasó frente a mi escritorio, frenó tres pasos más<br />

allá por haber creído ver lo que no era y sí era y regresó para<br />

cerciorarse. Ladeó en varios sentidos la cabeza, buscando sin<br />

duda el centro inexistente del foco (no me sorprendió lo más<br />

mínimo; eso mismo ha hecho y hará mucha gente conmigo), y,<br />

al no encontrarlo, dibujó una mueca que era de reprobación y<br />

"otro más, qué le vamos a hacer". Desde entonces quedé<br />

inserto en la colección, metido en mi nicho, esterilizado e<br />

inmune a la curiosidad de mis congéneres. Pues bien, a esto<br />

quería llegar: hoy ha quedado establecido mi primer programa<br />

de vuelo; por ahora lo vemos como un intento, un ensayo poco<br />

ambicioso antes de emprender itinerarios más completos y<br />

emocionantes. Nuestro balcón domina la avenida, que es<br />

ancha y hermosa; dos cuadras adelante está el parque al que<br />

daré una vuelta completa antes de emprender el regreso a la<br />

base. La operación de despegue la hemos practicado bajo<br />

techo sin dificultad: ella me alzará en sus dos manos,<br />

sujetándome por las cavidades del estómago, y dará el impulso<br />

inicial. Libre de sus manos, entraré suavemente en el aire.<br />

"¿Mañana?", le suplico al cabo de varias prácticas, tantos<br />

ensayos que sólo pueden conducir al fin previsto, el único<br />

posible, y ella me dice "sí" con una sonrisa inalcanzable que<br />

me enternece hasta las lágrimas.<br />

~ 47 ~


LA DIABLESA DE ARMIÑO<br />

L<br />

O PRIMERO que llamó mi atención aquel mediodía, cuando<br />

una mirada seguramente involuntaria me mostró el cuadro<br />

desvalido de aquel vestíbulo de cine, fue la inusual cantidad de<br />

chinos que allí se encontraban, resaltando de manera<br />

inequívoca y particularmente llamativa, en medio de la<br />

ciudadanía corriente que nutre las funciones de los<br />

continuados.<br />

—Mira qué cantidad de chinos —le advertí a mi amigo.<br />

Y sin tener que ponernos de acuerdo, ociosos como<br />

andábamos, nos dimos vuelta y regresamos al lugar.<br />

No nos detuvimos a contarlos; pero así, al solo golpe de<br />

vista, era evidente que un considerable desprendimiento de la<br />

colonia asiática había venido a parar allí. Sin duda que el<br />

desgarramiento que presenciábamos no se había producido<br />

propiamente en el ala más desvalida y magra de la colonia,<br />

donde se cobijan los deteriorados dependientes de lavanderías<br />

y fonduchos; pues aquellos caballeros amarillos que nos<br />

rodeaban vestían con ponderada corrección, lo que<br />

evidentemente los hacía más notables en medio del desaliño<br />

general. Debo advertir, por último, que en cuanto a la función,<br />

no se trataba de una tanda corriente de cine continuado, como<br />

habíamos creído al principio, sino de todo un espectáculo en<br />

vivo de strip-tease.<br />

Un diálogo de mudos nos puso de acuerdo en el acto;<br />

~ 48 ~


sacudí la cabeza provocando un recrudecimiento de cejas no<br />

desprovisto de malicia y mi amigo respondió resignado,<br />

elevando los hombros. En cuatro pasos estuvimos retratándonos<br />

en la taquilla.<br />

Ni que decir que el aire estacionado en el vestíbulo, tan<br />

tímidamente iluminado, creaba en el ambiente cierta pesadez<br />

de agua salobre, un gusto ácido de vieja transpiración. Una<br />

mano pelada recogió los billetes y allí estábamos rodeados de<br />

unos pobres estucos, unas lamparillas tomadas por el polvo,<br />

un cielorraso de madera fúnebre, algo desorientados en el<br />

fondo y sin mucho que ver alrededor.<br />

(La taquillera —lo advertí un poco más tarde, cuando<br />

casualmente volví a localizarla con la mirada—, la única mujer<br />

en todo el contorno, ofrecía un tinte opaco de ama de casa<br />

pobre y no sé qué imprecisa liviandad en toda ella —o en la<br />

sección del busto que se hacía visible—, como si detrás de la<br />

cota desteñida del uniforme todo lo sólido fuera una escueta<br />

armazón, sin otro contenido que un poco de aire inmóvil. Dos<br />

surcos descendentes que partían de los lagrimales, podían<br />

haber sido cavados por muchas y lentas efusiones de lágrimas,<br />

agotadas ya para siempre).<br />

Muy cerca de nosotros, un cartel en colores de Burt<br />

Lancaster y un panel de fotos satinadas de los números del<br />

burlesque que íbamos a ver, recogían las miradas, acaso<br />

demasiado atentas, de dos criaturas muy diferentes entre sí:<br />

un ser pequeño, redondo, recortado, a medias calvo, con traje<br />

oscuro, que participaba del tono mate y lastimado de la piel; y<br />

el otro como puesto allí para hacer el contraste: metro y medio<br />

de arrugas en los pantalones, algo más de camisa sucia, de<br />

cuello nudoso, de pelos rizados y amarillos.<br />

Mi amigo me haló por la manga. Acababan de correr la<br />

cortina de raso viejo que cubría la anchura de la puerta y se<br />

podía escuchar, de lejos, el sonido emparedado de una<br />

pequeña orquesta atacando los compases de una marcha. La<br />

música creció de golpe y vimos iluminarse el escenario de un<br />

~ 49 ~


color rosa pálido que se encendía gradualmente hasta tocar el<br />

rojo, retornar por el mismo camino y languidecer en el blanco.<br />

Tal juego de luces, a la tercera ronda, acabó por hacerse<br />

aburrido.<br />

Advertí en ese momento, mientras mi compañero<br />

encendía un cigarrillo, que la presencia antes dominante de<br />

los chinos se había disuelto por completo en la penumbra de la<br />

sala. Era que ya no podía asegurar que fuesen tantos como<br />

había creído al principio, a plena luz; podrían no pasar de<br />

cinco o seis ejemplares —todos minuciosamente pulcros,<br />

encharolados y vestidos de azul—, pues acaso había sido<br />

víctima de la extraña propiedad que parece pertenecer por<br />

todos los siglos a estos sigilosos asiáticos que andan regados<br />

por el mundo, y la cual consiste en el truco de reproducirse o<br />

duplicarse un número indefinido de veces, de manera que en<br />

medio de una multitud heterogénea, uno no puede asegurar<br />

que el chino que aparece a su derecha no sea el mismo que<br />

acaba de ver a su izquierda, guardando idéntica postura; y el<br />

otro que nos pasa por delante venga a ser el reflejo, la réplica<br />

instantánea y veraz de otro que en el mismo momento<br />

caminaría, quizás, a nuestra espalda, etc.<br />

—Me parece que hemos botado la plata —se lamentó mi<br />

amigo apenas ocupamos nuestros asientos en la fila central. Y,<br />

en efecto, era evidente, a juzgar por las apariencias, que nada<br />

extraordinario podíamos esperar de todo aquello. La<br />

desmañada concurrencia, dispersa por todo el salón, tampoco<br />

demostraba el menor optimismo al respecto. Mal sentados en<br />

las butacas, piernas encaramadas mostrando el polvo de las<br />

suelas, bustos sumergidos hasta los pasamanos en la actitud<br />

de echar un sueño, otros charlando en el pasillo de espaldas al<br />

escenario o sentados en los espaldares. Nos daba la impresión<br />

de haber acudido demasiado temprano a un espectáculo que<br />

no llevaba trazas de empezar.<br />

Sin embargo, la orquesta había acabado la obertura y sonó<br />

el redoblante. Alguien que debía ser el anunciador, un negrito<br />

~ 50 ~


de chocolate con pechera blanca, salió al proscenio, vino con<br />

pasos impetuosos hasta las candilejas, y allí se paralizó unos<br />

momentos, una O congelada en el aro de tiza de la boca,<br />

observando sin expresión la escena desalentadora que<br />

representábamos para él. (Con respecto a nosotros, desde la<br />

ubicación del negrito, era fácil pensar en ese punto muerto<br />

que precede a la hora formal del ensayo de una obra en las<br />

mañanas, cuando los actores en mangas de camisa se mueven<br />

por allí ensimismados, susurrantes, vagando en una helada<br />

incoherencia, como si supiesen que todo intento por encontrar<br />

un punto de partida, algún pie que de pronto restableciera la<br />

memoria extraviada y desatara de una vez la acción, tenía que<br />

resultar fatigoso e inútil).<br />

—Ese es el negrito Happy —observó mi amigo<br />

refiriéndose al anunciador, y con la misma lo vimos<br />

desaparecer casi en carrera. Una voz potente gritó en la<br />

oscuridad: “¡negro maricón!", y el negrito retrucó en el<br />

tablado, nos hizo la puñeta y se escurrió de nuevo por la<br />

cortina.<br />

Un buhonero se sentó a nuestro lado. Sobre las rodillas<br />

colocó el cajoncito cargado de tijeras, peines y hojillas de<br />

afeitar.<br />

Empezó la tanda y fue como si nada. Cierto que algunos<br />

asistentes precavidos se escurrieron sin prisa a las primeras<br />

filas de asientos; pero la mayoría del público prefirió esperar<br />

mejor ocasión.<br />

Los primeros alaridos del negrito cayeron por completo en<br />

el vacío. Sandra, La Colombianita de Fuego, no tenía en<br />

verdad gran cosa que mostrar o tal vez mostraba demasiado<br />

para su edad, a todas luces respetable. Como la acompañaba<br />

uno de esos valses flatulentos que los músicos de teatro<br />

parecen inventar a medida que tocan, mezclando las rumias<br />

de cientos de viejos valses sin nombre conocido, ella limitaba<br />

sus evoluciones a un ir y venir de banda a banda del escenario;<br />

sus visajes eran de cupletista a quien sólo le falta el abanico.<br />

~ 51 ~


Lo cierto es que, mientras ella se iba sacando sus prendas<br />

de flequitos de plata y lentejuelas, las que por unos segundos<br />

mantenía a distancia colgando de sus dedos como se sostiene y<br />

se larga una piltrafa, la orquesta hacía lo propio: aquel vals<br />

esquelético iba perdiendo gradualmente sus trapos, soltaba<br />

unas telas gastadas de saxofón y de trompeta hasta quedarse<br />

en la pura osamenta que era el tres por cuatro de la batería.<br />

Unos pocos silbidos premiaron el último gesto de la doña,<br />

cuando, con dos estrellitas de plata en los pezones, se quitó la<br />

piecita de abajo y enseñó un casto montoncito de escarcha<br />

plateada en el lugar del pubis. Happy salió aplaudiendo y<br />

dando gritos y ella nos dio el trasero de una manera que<br />

resultó insultante, pues aquello que tan penosamente se movía<br />

en su mitad, era algo demasiado funcional, demasiado<br />

hogareño, un traste grande y bien sajado de señora de casa<br />

que va al baño. La impresión no fue mía únicamente: de<br />

alguna fila delantera partió una trompetilla larga y acuosa, lo<br />

que resultó un comentario, aunque veraz, en exceso prolijo<br />

para secundar mis discretas deducciones mentales.<br />

Mi amigo bostezó a todo diente, y en cuanto empezamos a<br />

hablar de cualquier cosa por pasar el rato, nos dimos cuenta<br />

de que un grueso murmullo se había apoderado del aire, y que,<br />

de querer hacerlo, debíamos entendernos a gritos. Por allá<br />

salía la voz aflautada del negrito (el perfil de un chino salió del<br />

dibujo de rostros y se iluminó fugazmente. Estuvimos<br />

conectados por unos instantes, cuando él volvió la cara y todas<br />

sus facciones en relieve me enrostraron con una rutilante<br />

complicidad) diciendo no sé qué de "la empresa en su deseo de<br />

complacer al distinguido público... y ¡esto se compone,<br />

caballeros, despreocúpense, esto se compone!"<br />

El tiempo vino a darle la razón, por suerte. Como a mitad<br />

del espectáculo, la concurrencia se había triplicado y gran<br />

parte de la misma se hallaba aglomerada en las primeras filas.<br />

Aquel desplazamiento había originado un pequeño tumulto<br />

cuya única víctima resultó ser un viejo a quien habían<br />

~ 52 ~


derribado en mitad del pasillo y allí permanecía lleno de<br />

polvo, manoteando y berreando sin hacerse oír, como un<br />

fanático predicador. Volaban colillas encendidas. Una danza<br />

de tambores, bailada por una morena flexible de largos<br />

cabellos, recalentó los ánimos. Creo que hubo un conato de<br />

bronca del lado de la orquesta. Vi al flaco del saxofón<br />

tambalearse en medio de un nudo de cuerpos; pero mi amigo<br />

me halaba de la manga: al golpe de las tumbadoras, que había<br />

cobrado verdadera violencia, la negrita vibraba electrizada de<br />

pies a cabeza. El calor de los focos la había humedecido y<br />

brillaba un poco por el lado del vientre como un bistec jugoso.<br />

Yo tenía entre las cejas la visión de pavor en la cara amarilla<br />

del saxofonista; entonces volví la mirada a ese lugar y sólo<br />

encontré las cabezas en orden.<br />

Happy deliraba corriendo y dando saltos y, finalmente,<br />

apareció Trina, La Diablesa de Armiño, sorprendente con su<br />

pelo plateado y la capa de piel que la envolvía. La orquesta<br />

silabeaba un jazz lento, apenas una melodía desangrada que<br />

flotaba por ahí sin objeto. Entonces Trina se desprendió de su<br />

tapado, alzó los brazos, sonrió de una manera deslumbrante y<br />

mostró de una vez toda la blancura de su cuerpo duro y<br />

armonioso.<br />

—¡Esto sí es una hembra! —gritó mi compañero<br />

levantándose. Sólo nuestro vecino buhonero permanecía<br />

mudo y como humillado en su asiento.<br />

Claro que Trina no sabía bailar, mas lo importante en ella<br />

era su manera arrogante, sobrada y vigorosa de desprenderse<br />

de unos breves tapadizos plateados, que al desaparecer<br />

agregaban nuevos territorios luminosos a aquel cuerpo<br />

torneado y movedizo que parecía interminable. Happy le iba<br />

detrás arrodillado, poniendo una cara famélica de suplicante,<br />

como arrastrado por aquellas nalgas rodeadas de luz, que a<br />

intervalos se sacudían de adelante atrás en una demorada<br />

convulsión que remataba en un chicotazo vibrante. Parecía<br />

que las nalgas, casi liberadas del remache de las caderas, al<br />

~ 53 ~


etrucar, escupieran la cara del negrito. La algarabía era<br />

descomunal. Muchos se habían parado sobre los asientos,<br />

mientras que una masa impenetrable se condensaba bajo el<br />

escenario. Los más afortunados habían conseguido copar la<br />

escalerilla y la turba se detenía al borde mismo de las candilejas,<br />

revolviéndose contra sí misma, como rechazada por una<br />

valla invisible. Si alguno rompía de pronto la barrera, caía<br />

turulato, trastabillado en el tablado.<br />

Desnuda del todo, Trina quedó de espaldas al público bajo<br />

un cono de luz; de pronto giró sobre sus pies y se mostró de<br />

frente con la mano debajo y luego escapó en puntas de pies,<br />

los brazos atrás, inclinados y tensos, y era como si el viento<br />

que parecía cortar con su cuerpo elevara tras ella un velo<br />

prodigioso.<br />

El negrito, que se conocía el juego, nos instaba a traerla de<br />

nuevo con los aplausos: “¡ahora van a verlo, caballeros —sus<br />

dedos figuraban un triángulo en el lugar debido—; aplausos,<br />

caballeros, y van a verlo!”, y algunos, encaramados en los<br />

brazos de los asientos, manoteaban con ira sobre la anónima<br />

negrura de las cabezas, arengando como oradores de<br />

barricada, y ella apareció de nuevo por el cortinaje, dio una<br />

vuelta entera sobre las puntas de los pies, brazos al aire y<br />

vimos todos, de un fogonazo, el montoncito negro en su lugar.<br />

Unos pocos habían conseguido trepar al tablado desde el<br />

foso; Happy los enfrentaba haciéndoles fintas de payaso, y<br />

escapaba despatarrado. La Diablesa de Armiño había saltado<br />

sobre el piano y la veíamos crecer en un foso de brazos<br />

alzados.<br />

—Van a linchar al negro —dijo mi amigo.<br />

Pero ese tipo conocía su negocio. Se dejó corretear por el<br />

tablado, se dejó levantar en vilo, se arrastró como un gato<br />

apaleado pidiendo auxilio y, recuperado de repente, volvió a<br />

las candilejas a reclamar silencio.<br />

—Está bien, caballeros, ella va a bajar, caballeros, no se<br />

molesten. Ella va a bajar.<br />

~ 54 ~


—¿Dice que va a bajar aquí, desnuda?<br />

Sentí miedo de veras.<br />

—La van a matar —dije—. Grité, más bien, en medio del<br />

estrépito reinante que asfixiaba la voz del negrito. Pero él no<br />

cesaba de clamar su ofrecimiento parado en posición de<br />

coach, su traje negro de faena majado y cubierto de polvo, las<br />

tapas del chaleco abiertas y guindando, a medida que la<br />

desconcertada comparsa, que erraba todavía por el escenario,<br />

iba escurriendo hacia la sala, poco a poco. Vi de pronto en los<br />

ojos de mi amigo un chispazo de sangre.<br />

Y fue cuando nos dimos cuenta del silencio. El escenario<br />

quedó solo. Las sombras sumisas regresaban a posarse en los<br />

asientos como aguas aplacadas. En el proscenio abandonado<br />

reapareció Trina. Lo cruzó en diagonal; bajó la escalerilla,<br />

monda, desnuda, limpia como una pieza de vajilla recién<br />

lavada. El negrito se sentó a la turca en mitad de la escena,<br />

junto al resplandor de las candilejas, y parecía que su frágil<br />

materia empezara poco a poco a derretirse, los codos en las<br />

rodillas, el mentón en los puños, mirándonos con un solo ojo<br />

blanco como un agujero en la pasta negra y carcomida.<br />

Se oía el zumbido de los ventiladores y a lo lejos el bordón<br />

uniforme de la ciudad.<br />

Trina, La Diablesa de Armiño, llevando una sonrisa de<br />

pasta nacarada, se paseaba, esquivando las rodillas, por las<br />

largas filas de butacas, único objeto móvil frente a las figuras<br />

congeladas.<br />

~ 55 ~


CUENTAS VIEJAS<br />

E<br />

S TREMENDO cómo cambian las cosas cuando uno deja de<br />

ver a un amigo por mucho tiempo y, sin proponérselo,<br />

vuelve a dar con él.<br />

Eso fue lo que me pasó con Fabricio.<br />

Nos habíamos tratado quince o más años atrás y, sin<br />

embargo, al revés de otros personajes, borrosa o<br />

definitivamente liquidados, guardaba una imagen muy clara<br />

de su figura; es decir, no de Fabricio solo, sino de Fabricio más<br />

las paredes amarillas, la puerta de resortes, los escritorios<br />

negros, el viejo Freites con su pelota en el pescuezo colgando<br />

en un saco de arrugas, y aquella gente asustadiza, seca y mal<br />

vestida que se amontonaba a todas horas en la oficina de<br />

Registro y Sorteo Militar donde trabajamos por cerca de tres<br />

años. Este escenario ha vivido pegado a mí a la manera de<br />

ciertos olores viejos que se nos atraviesan entre las ideas y, de<br />

año en año, aprovechan cualquier resquicio para hacerse<br />

sentir. Fuera de él, Fabricio carecía de toda autenticidad física;<br />

tanto que aun en aquellos días, si por casualidad me lo<br />

encontraba fuera de la oficina, no dejaba de sorprenderme<br />

cierta doblez, un engañoso parecido con él mismo, como si el<br />

Fabricio de la oficina fuera el original y éste una de esas fotos<br />

de estudio frías y retocadas.<br />

Fabricio era, por así decirlo, el alma de la oficina: un tipo<br />

bochinchoso y bufón que a todo le sacaba punta. Era eficiente,<br />

~ 56 ~


llenaba las boletas con letra palmer y de cada cien una usaba<br />

el borratinta; sin embargo, no perdía ocasión de fregar. El<br />

viejo Freites, que guardaba los clips en una cajita de sal de<br />

epson y usaba unos enormes pañuelos a cuadros que sacudía<br />

en el aire antes de sonarse las narices, no dejó un solo día de<br />

observarlo con una especie de paciencia sombría; esperaba<br />

que algo tremebundo cayera sobre aquel bromista y lo<br />

aniquilara para siempre; que entraran de pronto unos tipos<br />

forzudos con aspecto de policías secretos y se lo llevaran<br />

arrastrando en medio de pataleos y alaridos. En cambio los<br />

dos nos entendíamos maravillosamente, a pesar de nuestras<br />

incontables diferencias.<br />

Siempre fui descuidado en el vestir, mientras Fabricio era<br />

un ejemplo de pulcritud bancaria. Su orgullo eran los trajes de<br />

sharquin drapeados, de bota estrechísima, y las corbatas hasta<br />

el cinturón. Era delgado, ágil y poseía cierta comicidad natural<br />

en sus rasgos: al sonreír (también podía hacerlo a capricho) la<br />

cara se le aflautaba como a Stan Laurel, de modo que provocaba<br />

risa con cualquier bobada. Mi temperamento me<br />

inclinaba más bien al linfatismo.<br />

Algo que jamás hubiera podido imitarle era su facilidad<br />

prodigiosa para hacerse amigos en las otras dependencias de<br />

la Jefatura, el Catastro o el Registro Civil. A la hora del café,<br />

desaparecía en aquellos territorios hostiles, donde al momento<br />

se escuchaban coros de carcajadas. En esos entreactos, no era<br />

extraño verlo salir disparado hacia el patio central, huyendo<br />

de una empleada respetable, de edad madura, que lo<br />

perseguía con una regla. A la salida, las empleadas lo<br />

despedían con frases cómplices gritadas de una acera a otra:<br />

"me debes una, Fabricio’', “acuérdate de aquello" y cosas por el<br />

estilo.<br />

Una noche nos emborrachamos juntos. Era viernes, nos<br />

invitamos a una cerveza y la seguimos.<br />

En la barra del bar "El Dólar" había un tocadiscos viejo<br />

donde Fabricio puso a dar vueltas a Leo Marini y Néstor<br />

~ 57 ~


Chaires, hasta que sólo nos escuchábamos a nosotros mismos<br />

y gritábamos juntando las caras, fundidos por una amistad<br />

ardiente y gloriosamente nueva que nos abría todas las<br />

compuertas interiores y por ellas vertíamos sin medida una<br />

materia enfebrecida con sabor a lágrimas.<br />

Antes de media noche, íbamos abrazados por unas calles<br />

solas que nos pertenecían por completo; despelucados y<br />

felices, devolvíamos a gritos los versos de Leo Marini, todos<br />

rotos y empastelados; de paso recogíamos en las mangas el<br />

almagre de las ventanas de reja. A Fabricio se le ocurrió el<br />

juego de llamar en los anteportones y escapar en carrera<br />

apenas ladraba algún perro o escuchábamos un ruido de<br />

muebles en el interior. A la esquina llegábamos jadeantes y<br />

trémulos. Seguíamos en puntillas y en la próxima cuadra<br />

repetíamos el juego.<br />

De pronto estábamos en el zaguán de una casa vieja que<br />

olía a guardado. Una romanilla hacía de anteportón. Fabricio<br />

tocó discretamente y en ese instante voló el hilo que nos unía y<br />

nos miramos a las caras, conscientes de que ya no había nada<br />

que hacer: éramos atrozmente verídicos, igual que la luz yerta<br />

del zaguán, las paredes oscuras y todo un mundo enorme y<br />

silencioso que estaba latiendo en torno de los dos, sin<br />

remedio.<br />

Más nos hubiera valido escapar; sin embargo, Fabricio<br />

debía hallarse tan inhábil en ese momento como si al verse<br />

ante un mecanismo desconocido, y sin imaginar lo que podría<br />

ocurrir, apretara el primer botón que tuviera a la mano. Fue<br />

así como empujó una hoja de la romanilla y ésta se abrió hacia<br />

adentro sin el menor ruido. De lo desconocido brotó un trozo<br />

de corredor amarillento, un pretil con tiestos y en el medio de<br />

todo una vieja esquelética que por cara mostraba un agujero<br />

irregular bordeado de grumos y borrones. En las manos<br />

sostenía un orinal de peltre.<br />

~ 58 ~


—Le dijiste “perdone” y francamente no recuerdo nada<br />

más. ¿Qué hicimos después?<br />

—No me acuerdo —me responde Fabricio.<br />

Francamente no acabo de explicarme el motivo de esta<br />

visita. Han pasado quince años. En la cara de Fabricio aquel<br />

recuerdo de cine mudo, que nos hacía reír, ha sido suplantado<br />

por una especie de tic nervioso que, sin ser repulsivo,<br />

desconcierta. De una manera extraña ese gesto, que me<br />

recuerda a un fruto agriado por el tiempo, parece proyectarlo<br />

dentro de un marco irreal y a la vez tenso y agresivo, donde<br />

también se instalan unas butacas color vino, un piso de<br />

mosaicos, la cortina de tul y todo este escenario frágil que me<br />

ha estado agrediendo desde el comienzo. Fabricio está casado,<br />

tiene dos niños. La esposa es una muchacha agradable,<br />

sumisa, bien entradita en carnes: un tipo de madrina de club<br />

deportivo con algo de uso. Él no ha cambiado mucho su figura,<br />

aunque le asome la calvicie prematura al inclinarse para servir<br />

el whisky.<br />

—¿Pero es posible que no te acuerdes de esa noche? —<br />

insisto—. Estuvimos bebiendo cerveza en “El Dólar” y como a<br />

las doce salimos borrachos. Tú empezaste a tocar en las<br />

puertas, tocábamos y salíamos corriendo. Después apareció<br />

aquella vieja en una casa extraña.<br />

—No me acuerdo.<br />

—Pero tienes que recordarte, Fabricio. Una vieja<br />

horrorosa. Lo que nunca supe fue qué hicimos después; si<br />

seguimos bebiendo o no sé. Desperté de madrugada en mi<br />

cama, y de la vieja en adelante, nada.<br />

—Te aseguro que no me acuerdo de eso, palabra. Bebimos<br />

juntos varias veces, pero de eso, nada.<br />

Con esto, la visita parece extinguirse del todo. Hemos<br />

agotado en una hora el capítulo de los recuerdos de oficina y<br />

no vemos otro que empezar.<br />

Así transcurre todo un whisky en silencio. Ahora Fabricio<br />

~ 59 ~


se ha puesto a mirarme de frente; de pronto inclina el torso y<br />

cruza los brazos sobre las rodillas.<br />

—¿Sabes que Rosaura se suicidó?<br />

—¿Cómo?<br />

—Que se mató. ¿No lo sabes?<br />

Yo sé a quién se refiere, ¡maldita sea! Un hormigueo<br />

furioso corre por mi cabeza.<br />

—De seguro que no sabes nada —sigue con un dejo de<br />

calma insultante—. Tú dejaste el trabajo un mes antes. Ella se<br />

suicidó porque estaba en estado.<br />

No sé cómo se me ocurre sonreír ahora; no quise hacerlo,<br />

pero hace un momento que todo lo de arriba se me ha<br />

desprendido y anda por su cuenta.<br />

—Ella era una muchacha buena, ¿sabes?, hija única;<br />

trabajaba allí, en el Catastro, por necesidad. ¿Sabes una cosa?<br />

Si te hubiera encontrado en esos días, en serio, te hubiera<br />

caído a patadas.<br />

Bebo un sorbo y permanezco rígido.<br />

—Beatriz —habla de su mujer— y ella eran buenas amigas.<br />

La pobre se encerró en su cuarto cuando la familia salió para<br />

el cine; se tomó un frasco de ácido muriático, y a las dos horas<br />

la encontraron medio muerta, mordiendo la almohada. Murió<br />

en el camino al hospital. ¿Qué te parece?<br />

Un golpe de brisa me alcanza; no sé qué de hojas secas, de<br />

tierra mojada; la abrazo en el árbol con una ternura<br />

aplastante, imposible, que me llena de ojos y cabellos y<br />

palabras cortadas. Una grieta se abre, se dilata y sé que no<br />

podría decir una palabra.<br />

—No sé si te interese saber cómo nos enteramos —estamos<br />

tan lejos el uno del otro como si una distancia de años vacíos<br />

nos separara; Fabricio concentra la mirada en su mano<br />

derecha, distraído en un juego de uñas—. Bueno, tú fuiste un<br />

poco descarado, sobre todo tratándose de una muchacha<br />

decente; y, además, la casualidad: las citas en la plaza, por<br />

ejemplo. Freites vivía en frente. ¿Nunca lo viste sentado en su<br />

~ 60 ~


silla de extensión frente a su casa? Lo hizo hasta su muerte.<br />

Además, Beatriz trabajaba entonces en el Registro. Éramos la<br />

misma gente. Después que desapareciste, se presentó en la<br />

oficina la mamá de Rosaura. Fue un drama, como<br />

comprenderás.<br />

Fabricio ha soltado una risa fingida, al tiempo que se<br />

inclina para poner hielo en los vasos.<br />

—El tiempo lo cura todo, ¿no crees?<br />

Un momento después se levanta y sale de la sala. Regresa<br />

con el menor de los niños en brazos.<br />

—Lo lamento, viejo —acabo de abandonar la butaca;<br />

siento un peso idiota en mi cabeza—. Me olvidé que tenía que<br />

acompañar a Beatriz a una comida. Otra vez nos vemos, ¿sí?<br />

~ 61 ~


ALUSIONES DOMÉSTICAS<br />

C<br />

UANDO fue a abrir la puerta del cuarto de baño, se dio<br />

cuenta —por cierto con escasa sorpresa— de que su mano<br />

derecha había quedado pegada al picaporte, cada dedo<br />

soldado al pomo de metal. Una corriente fría le subió por la<br />

espina y se deshizo fácilmente en su cerebro. En el mismo<br />

momento, creyó sonreír interiormente (dejando actuar a esa<br />

segunda imagen nuestra, seguramente incorpórea, encargada<br />

de realizar ciertos gestos que nunca se proyectan al exterior,<br />

aunque en su territorio secreto posean un íntimo poder de<br />

convicción) y lo hizo de una manera evasiva y piadosa, como si<br />

se disculpara a sí mismo de haber cometido una torpeza<br />

involuntaria.<br />

—Ya me pasó, ¡caray! He debido estar prevenido.<br />

Confusamente había estado esperando, quién sabe desde<br />

cuándo, que un incidente de esta u otra naturaleza se iba a<br />

presentar en cualquier ocasión, aunque el momento preciso<br />

del hecho y mucho menos la circunstancia actual de la puerta,<br />

jamás hubieran entrado en sus cálculos. En realidad, nunca se<br />

había detenido a imaginar la clase o las características del<br />

accidente que habría de venir. Ahora que se trataba de un<br />

hecho cumplido, sería cosa de esperar y tomarlo con calma.<br />

Una risita escurridiza y cómica de taimada inocencia, que<br />

daba la imagen común del pobre diablo pillado infraganti por<br />

~ 62 ~


un agente de tráfico, se le vino a los labios sin querer. ¿Qué<br />

hacer ahora? Olvidar el asunto, hacerse simplemente el<br />

desentendido y, por ejemplo, quedarse de lo más tranquilo<br />

mirando al techo, silbando distraído... y ¡zas!, zafarse por<br />

sorpresa a la primera ocasión propicia, era dejarse seducir<br />

tontamente por una treta ineficaz.<br />

Probó a liberarse por sus propias fuerzas, pero sólo para<br />

comprobar que toda su energía muscular se detenía en los<br />

huesos de la muñeca y que la mano continuaba endurecida y<br />

seca, pegada al picaporte como una herramienta trabada.<br />

—Lucila —llamó.<br />

En el sofá del estar, sentada sobre las rodillas, con su bata<br />

de cuadros azules, sus pantuflas de felpa, el pelo sembrado de<br />

rizadores y una capa de crema Nivea en las mejillas, la mujer<br />

escuchó la llamada, hecha en el tono inconfundible de quien<br />

está en apuros y adelgaza deliberadamente la voz para no<br />

crear alarma.<br />

Dejó a un lado la revista que estaba leyendo, y fue a<br />

atender.<br />

—Mira —dijo él, mostrando con los labios la mano<br />

trabada.<br />

—Ya está; tenía que sucederte a ti, a ti precisamente, ¡hoy,<br />

precisamente!<br />

Él se encogió de hombros, sonrió con dulce timidez.<br />

—Eres una calamidad, Lorenzo.<br />

Lucila probó a separar los dedos valiéndose de todos los<br />

suyos, y no tardó en convencerse de su impotencia. Resignada,<br />

dejó caer los brazos y expelió bruscamente el aire.<br />

—Puuuuuf.<br />

—¿Qué hacemos ahora?<br />

Lorenzo no se atrevía a decir palabra. Con cierto disimulo,<br />

bajó oblicuamente la mirada en un gesto expresivo que quería<br />

decir: "hazlo, entonces; ¿qué remedio nos queda?"<br />

Y la mujer se le puso detrás, resueltamente lo enlazó con<br />

ambos brazos por el vientre, hizo a un lado las pantuflas y<br />

~ 63 ~


afirmándose sobre los talones, se fue de espaldas, tirando del<br />

marido con todas sus fuerzas. Lorenzo, a su vez, contribuyó<br />

agregando el peso de su cuerpo y halando de la muñeca con su<br />

mano libre.<br />

La lucha enconada continuó en silencio por algunos<br />

momentos y de cuando en cuando, la mujer dejaba escapar un<br />

bufido. No pasó mucho tiempo sin que apareciera Luciano, el<br />

hijo mayor, que volvía del liceo. Dejó en un sofá su carpeta, y<br />

al observar lo que pasaba se agregó a la cadena, enlazando<br />

debidamente a la madre. María Lorenza y Juancito, los<br />

menores, entraron minutos después, pidiendo a gritos su<br />

comida, y ellos también, de mayor a menor, pasaron a<br />

agrandar la fila.<br />

Todo iba bien, aunque sin resultado aparente, cuando<br />

Juancito, el más pequeño, tuvo la ocurrencia de hacerle<br />

cosquillas a su hermana. María Lorenza soltó en el acto la risa<br />

y, a su vez, cosquilleó a Luciano, quien alborotó a la madre y<br />

ésta a su marido. En un momento, la cadena se vio<br />

estremecida por la más alocada agitación. Las cabezas se<br />

sacudían sin freno, los cuerpos se contorsionaban puestos en<br />

temblor todos los músculos y sólo los pies continuaban<br />

afirmados al piso. Los gritos, las carcajadas se volvieron<br />

frenéticos. La actividad de los cuarenta dedos, que sin soltar<br />

su presa arañaban a un tiempo, recrudecía a cada momento.<br />

Voces ahogadas, sin aliento ya, chillaban, suplicaban: “por ahí<br />

no, más arriba, cuidado, basta por Dios"... y de repente<br />

sucedió el derrumbe: la mano de Lorenzo resbaló en el pomo<br />

y uno tras otro los cuerpos fueron a dar al piso en medio de un<br />

grito general.<br />

Lorenzo fue el primero en levantarse; contempló a su<br />

familia regada en el piso y tosió por dos veces a modo de<br />

discreta advertencia.<br />

Apenas el orden quedó restablecido, Lucila siguió a su<br />

marido hasta el cuarto de baño, cerró la puerta y en voz baja lo<br />

recriminó:<br />

~ 64 ~


—Debes tener más carácter con tus hijos, Lorenzo;<br />

siempre he dicho que eres demasiado débil en tu casa.<br />

Al quedarse solo, el marido se miró al espejo, hizo una<br />

pequeña mueca amistosa y pensó con nostalgia que a estas<br />

alturas había perdido sin saberlo, quién sabe cómo o dónde,<br />

una gran parte de su vida.<br />

~ 65 ~


¡NIXON NO!<br />

¿P<br />

OR QUE coño he venido a parar aquí? Las mesas vacías,<br />

increíblemente solas a esta hora, las dos de la tarde, en<br />

que el tumulto es habitual en el restaurante “Alvarez”, tanto<br />

como la acometida de los mozos que se cruzan cargados de<br />

platos vaporosos y la espera junto a las columnas encaladas de<br />

los grupos de comensales retrasados que trabajan en las<br />

oficinas y los almacenes de la cuadra, todos de un mismo<br />

empaque de mediana prosperidad, joviales y entretenidos,<br />

pasándose la voz de un bigote a otro, de una a otra dentadura,<br />

como una bola de saliva y aire caliente que nadie quisiera<br />

dejar caer, como si temieran verla hecha trizas en el dibujo<br />

arábigo de los mosaicos; y en menor cantidad, mujeres<br />

aclimatadas a una robusta soltería, más discretas, acaso, en su<br />

comportamiento, aunque sin llegar a reprimir una que otra<br />

carcajada chillona que haría volver la cabeza a ese tipo de<br />

cliente solitario y malhumorado que nunca deja de mostrar su<br />

mediano compendio de fealdades en estos lugares. Vacías por<br />

completo, cubriendo de una soledad frágil todo el cuadro del<br />

patio central y los corredores laterales; silenciosas, con sus<br />

manteles blancos bien cuidados, sin excusar alguna rotura<br />

remendada aprisa; y en los cuadrados uniformes,<br />

alzaprimados por pliegues rectilíneos, una reiteración<br />

premeditada de la misma composición, cuya apretada simetría<br />

queda parcialmente diluida en la opacidad del blanco: los<br />

~ 66 ~


vasos con servilletas de papel puntiagudas, uno frente a cada<br />

juego de platos, un solo modelo de vinagrera de tres piezas de<br />

cristal rugoso y el cestillo de mimbre para el pan; los mozos,<br />

retirados a sus puestos de vigilancia, atentos a la orden de<br />

ataque; piezas de edad decrépita, tal vez irreconocibles de<br />

puertas afuera, un brazo planchado a lo largo de la chaqueta y<br />

el otro cruzado sobre el cinturón a modo de percha para<br />

sostener el paño todavía intocado.<br />

No he debido entrar (es lo que pienso, una vez instalado<br />

en una mesa para dos del corredor derecho, mientras<br />

despliego el trozo de almidón calcificado encima de mis<br />

piernas); ni siquiera tengo apetito. (Mientras, paso la vista<br />

sobre la lista del menú que el mesonero ha puesto a mi<br />

derecha; leo aprisa, como saltando sobre humedades y charcos<br />

de salsa en busca de algo seco y rápido que pudiera comer en<br />

este momento). Y antes me contuve recogiendo velas al borde<br />

de aquel panorama inmóvil, estacionado en una calma ya casi<br />

resignada al día perdido, después de haber cruzado a brincos<br />

el aire despojado y tibio del zaguán, sin una sola idea en mi<br />

cabeza, donde todavía no hay más que sol y ruidos, y allí<br />

quedo de golpe, desprendido de la multitud, vuelto a mi caso<br />

único y particular, y sigo aturdido por algunos segundos,<br />

mientras me voy cubriendo de poros desde abajo, como una<br />

espuma ascendente, y al cabo queda lista toda la envoltura<br />

caliente de la piel.<br />

nixon con cara de perro afeitado de bajo pedigree<br />

recorriendo todo el mundo ajeno con sus pistoleros rubios de<br />

luger en las costillas y su mujercita que le pasaron la mano<br />

en maiquetía cuando iba a empezar a sonreírle a los<br />

ratoncitos de la prensa todos amontonados y aguzando sus<br />

cámaras sacudiendo sus guindalejos sin que ninguno se<br />

~ 67 ~


atreviera a atravesar la distancia prevista ni romper el<br />

vidrio imaginario que los separaba de aquellas hileras de<br />

dientes bien cuidados como si fueran peces raros en un<br />

acuario el 13 de mayo de 1967 con todo el pueblo<br />

embochinchado en caracas y la gente decente chorreada de<br />

miedo en sus casas cientos de litros de saliva regados por<br />

toda la avenida sucre y los teléfonos llenándose de ladridos<br />

en la embajada americana pueblo de mierda gritaban en las<br />

oficinas de palacio y nunca se había visto nada semejante al<br />

cadillac negro todo sudado de gargajos chorreando baba<br />

puteado hasta la misma madre le entraron a patadas como<br />

hacen los policías en el barrio negro y un tipo que le dio un<br />

puntapié del demonio salió en la portada de times y se fregó<br />

para toda la vida pasó tres años preso y después en el barrio<br />

le decían míster nixon y allí estábamos como fieras frente al<br />

panteón gritando nixon no con una alegría enorme sin<br />

preocuparnos de los soldaditos que estaban haciendo<br />

guardia con sus uniformes de gala y lo demás de adorno y el<br />

pobre individuo del tamborón sudando tinta pues le iban a<br />

tocar el himno nacional y él pensaba ponerle una corona a<br />

bolívar y se hizo esta nixon no se les quedó todo comprado<br />

para la recepción y los centenares de copas que se iban a<br />

llenar de demi sec se quedaron en fila como los cadeticos de<br />

natilla de conejo blanco y ni una sola se levantó a tiempo y<br />

allí estuvimos nixon no hasta que ya sabíamos que estaba<br />

enculillado y que no iba a venir y nos dispersamos calle<br />

abajo.<br />

Cuántos habrán muerto en esta casa... hasta que se quedó<br />

sola y decidieron poner un restaurante y olvidarlo todo.<br />

Quizás antes pasó por muchas manos, aunque eso no era lo<br />

más probable, pues estas mansiones del 30 siempre recuerdan<br />

~ 68 ~


a una sola familia de tres apellidos donde hubo generales y<br />

ministros que paseaban en enormes Packards con ruedas<br />

empotradas en los guardabarros y eran los avechuchos negros<br />

y en chisterados de las recepciones de Villa Zoila. Los<br />

mortuorios y las recepciones atraían a una multitud de<br />

elegantes y la calle, por ambos lados, se llenaba de limousines<br />

negras. En las ventanas se arracimaban los curiosos para<br />

admirar las pompas fúnebres y el dolor húmedo y pesado que<br />

parecía evaporarse en la gran sala; el féretro hinchado de<br />

coronas y un grueso olor de flores. El gran cadáver se extendía<br />

como el aroma de un banquete por toda la casa y la lavanda<br />

inglesa se derrochaba en las habitaciones.<br />

Los empleados de la funeraria, negros acartonados,<br />

demoraban el final, recogiendo despojos y los enseres del<br />

servicio, y desde entonces el hálito mortuorio quedaba<br />

adherido como un polvo amargo a los estucos y a los<br />

tapizados.<br />

Lo han pintado todo, retiraron cancelas; de las ventanas y<br />

las grandes puertas que daban a los corredores, sólo<br />

permanece la memoria rígida de los marcos ornamentados.<br />

Ahora todo parece una decoración escueta; sin embargo, el<br />

olor a vieja muerte que debe estar dentro de mí, se escapa y<br />

toma el espacio de la mesa.<br />

Aún no encuentro nada que elegir. En medio de la<br />

dispersión final, con la garganta ardida, sajada a gritos, los<br />

comercios cerrados, gente de hogar agolpada en las<br />

ventanas de los edificios, asomando unas caritas de mentira,<br />

como si uno los estuviera viendo en fotografías al día<br />

siguiente, y uno y todo aquel gentío desmelenado, de camisas<br />

abiertas bajando; destrozos de pancartas en el piso, el resto<br />

de una furia despellejada.<br />

Pero aquí no llega el ruido de la calle; tal vez ahora se haya<br />

quedado sola, regada de papeles y algún zapato abandonado.<br />

El mesonero aguarda con el lápiz en alto. Tengo las manos<br />

pegajosas. Entonces me entran ganas de decirle, sin mirarlo<br />

~ 69 ~


siquiera, como si lo que ya iba a reventarme como una burbuja<br />

en algún lado del cerebro lo estuviera leyendo allí, en la carta:<br />

aquí huele a muerto, ¿verdad?, y por un instante pienso en lo<br />

que pasaría un segundo después, alguna especie de fractura<br />

violenta, de agua desbordada, irreparable..., pero no hay caso:<br />

uno es una mierda y está listo; en vista de lo cual, ordeno un<br />

pasticho horneado a la romana.<br />

~ 70 ~


SÁBADO POR LA NOCHE<br />

¿A<br />

LO?... ¿Quién está ahí?... ¿Eres tú, Eloísa?... ¡Eloísa,<br />

respóndeme!... Te habla Ricardo.<br />

Ninguna respuesta en el aparato. Apenas un golpe de<br />

aliento fuerte, intermitente, que ahoga los pequeños ruidos de<br />

la línea.<br />

—Yo sé que estás ahí, Eloísa. ¡Habla, chica!... ¡Eloísa!<br />

Ricardo da un puñetazo sordo a la pared. Ha comenzado a<br />

gritar.<br />

El gordo propietario asoma los bigotes de alambre de<br />

cobre al mirar por encima del hombro.<br />

—¡Ricardooo!<br />

—Eloísa, éste es un teléfono público, ¿entiendes? —El tono<br />

es diferente ahora: estruja poco a poco las palabras en medio<br />

de una suavidad contenida, meliflua, impregnada de rabia. —<br />

¿Vas a contestar o no, mi amor?... ¿O es que lo estás haciendo<br />

a propósito, mi amor?<br />

—¡Ricardo! —Es uno de sus compañeros de mesa, Julián,<br />

quien lo llama por segunda vez. Con relación al codo de la<br />

barra, en cuyo extremo se halla el teléfono, la mesa aparece<br />

parcialmente oculta por una columna vestida de espejos que<br />

se achanta en el centro del local. Julián, que es enteco y<br />

chupado, de una complexión frugal y enfermiza, acaba de<br />

levantarse arrastrando la silla, aparece por la curva de la<br />

columna y en dos tirones se arranca la corbata; entonces<br />

~ 71 ~


Ricardo cubre el tubo y responde con un grito apagado:<br />

—¡Cállense! —Destapa, sigue: —Eloísa, no te quedes ahí<br />

como una imbécil. Si no vas a contestar cuelgo, ¿oíste? Voy a<br />

colgar ahora mismo, ¿entiendes? Voy a contar hasta diez y<br />

cuelgo.<br />

Un vendedor ambulante, fofo y corpulento, aparece<br />

silenciosamente a su lado; lo envuelve un aire casi desdeñoso<br />

de vagancia inútil, de opaca y monótona embriaguez, y parece<br />

que hubiera brotado del aire mismo, liviano y apagado. Sin<br />

pronunciar palabra, le pone delante de los ojos una mano<br />

erizada de baratijas de colores. Ricardo intenta despacharlo<br />

mediante un seco movimiento de cabeza, pero el hombre<br />

continúa allí, el codo fundido al refuerzo torneado de la barra,<br />

sin moverse, y Ricardo, dándole la espalda, ahoga entre ambas<br />

manos el aparato y se lo incrusta en la mandíbula.<br />

—¡Eloísa!, si te estás riendo te va a pesar. Te juro que te va<br />

a pesar, Eloísa, por mi madre. ¿Me oyes?<br />

Nada aún en el tubo, que es una concha húmeda, tibia,<br />

con vahos de dentaduras. Ricardo taconea exasperado y<br />

finalmente agrega en un tonito indiferente que avanza a<br />

salticos, marcado cada punto con una misma inflexión aguda:<br />

—Está bien. No espero más. Correcto... —y en ese momento, el<br />

oscuro aliento del tubo cesa de repente y es sustituido por un<br />

largo silbido uniforme.<br />

Ricardo arroja la bocina. Se aclara la garganta, lanza una<br />

mirada de desprecio al vendedor, que parece sonreír<br />

extasiado, y antes de desprenderse de la barra, se agarra a la<br />

pretina del pantalón y tira de él con violencia.<br />

—Bueno, ¿Qué opinas del asunto, Ricardo?<br />

—¿Qué?<br />

Por el momento no prestaba atención a la charla. El<br />

~ 72 ~


uhonero que se había venido tras él, volvía a estar a su lado y<br />

le enseñaba la palma de la mano donde se amontonaban hasta<br />

seis u ocho cajas con inscripciones y colores diferentes.<br />

—El asunto de Mercedes, hermano —trazó un doble<br />

paréntesis con ambas manos—. Lo que veníamos hablando<br />

ahora.<br />

—Ah...<br />

Alfonso, el tercero en la mesa, estalló en una carcajada<br />

cloqueante y acercó la cara.<br />

—Yo —se enterró el pulgar en el pecho— conozco el asunto<br />

de Mercedes, lo conozco desde hace tiempo, no de ahora... y<br />

no porque tenga nada que ver ahí...<br />

Le cayó un manotazo en la espalda, Ricardo lo empujó por<br />

el hombro y Alfonso pareció arrugarse y encogerse de pies a<br />

cabeza como si viniera sobre él una lluvia de piedras.<br />

—Cuenta, cuenta...<br />

—Bueno, ¿quién en la oficina no ha tenido alguito con<br />

Mercedes? Tú fuiste el primero, Ricardo, y después tú, Julián,<br />

¿no? ¿Pero quién la arregló primero? ¿Quién, antes de<br />

Cariucho?<br />

—Nadie. Eso soy capaz de jurarlo. ¡Nadie!<br />

—Carlucho. Car-lu-cho.<br />

—Y Carlucho no se puede comparar con ninguno de<br />

nosotros, es la verdad.<br />

—Evidentemente. ¿Y qué?<br />

—¡Dos más! —gritó Julián, mientras Alfonso, resoplando,<br />

se desprendía de su corbata. Ricardo examinó con cierta<br />

serena gravedad una de las cajas.<br />

—Son especiales —dijo el vendedor—. Son lavables.<br />

—¡No me digas!<br />

—Ya empecé a sudar —dijo Alfonso—. ¿Qué me pasa? —<br />

Era un tipo sanguíneo, de rostro circular y blando donde<br />

dormían unos ojos redondos y sin luz.<br />

—Ahora vamos a ver cómo sucedió todo. ¿Quién los vio<br />

primero?<br />

~ 73 ~


—Fue el tipo del estacionamiento. El pasó la alarma. —Y<br />

aquí Ricardo hizo una morisqueta divertida, hundiendo<br />

profundamente las comisuras y elevando los pómulos de<br />

modo que el mentón puntiagudo brotara como un espolón<br />

astillado. Julián rió con desgana.<br />

—Exacto, exacto; ése es el tipo...<br />

—Ella bajaba de última y Carlucho la esperaba en el carro,<br />

leyendo Mecánica Popular. Así estuvieron más de dos<br />

semanas. El tipo vio cuando él le agarraba las piernas.<br />

—¿Pero la estaría cogiendo? Dime sinceramente, Julián.<br />

¿La estaría cogiendo Cariucho?<br />

—No sé.<br />

—Y si no, ¿por qué ella se iba a tomar las pastillas?... ¿Por<br />

gusto?<br />

—¿Y si fuera otra cosa, otro problema, otro problemita de<br />

ella?<br />

—¿Qué problema va a tener Mercedes?, dime.<br />

—¡Pero vean esto! —gritó Ricardo. Habían sacado de la<br />

caja un papelito impreso en rojo y lo leyó con voz de<br />

anunciador de radio: “Durex. Gossamor. Sensitol Lubricated.<br />

El único lubricante agradable y fácil de usar. Verdaderamente...<br />

¡ni se siente!".<br />

El papel pasó de mano en mano y las risas se prolongaron<br />

por más de un minuto, sin que la dulce paciencia del vendedor<br />

se alterara en lo más mínimo.<br />

—Cómo se me escapó esa mujer. Yo no me explico. —<br />

Hincó los codos en la mesa y las caras formaron un círculo<br />

lleno de avidez.<br />

—Tú sabes que yo la llevé a un hotel.<br />

—¡No!<br />

—La llevé. Estuvimos en un hotel. Los dos.<br />

—¿Cuándo?<br />

—Después de la fiesta de la oficina, el año pasado. ¿En qué<br />

mes fue?<br />

—Marzo. ¿Y qué pasó?<br />

~ 74 ~


—Marzo, justo en marzo. Bueno... fuimos a un hotel... y<br />

estábamos ahí.<br />

—Correcto.<br />

—Y no pasó nada.<br />

—¿Cómo?<br />

—No pasó nada. ¿Por qué?<br />

Los tres volvieron al respaldo de sus asientos y<br />

permanecieron en silencio.<br />

Ahora el bar ha empezado a animarse. (Habían entrado<br />

cuatro parroquianos jóvenes vistiendo jaquets y pantalones<br />

sucios y se dispersaron por todo el local hablando a gritos.<br />

Uno de ellos, alto, pernudo, pelos hirsutos y amarillos, fue<br />

directamente a la rocola. La música brotó de golpe,<br />

monstruosamente hinchada, más grande que todo el salón).<br />

Ricardo ríe mientras se guarda la caja en el bolsillo, pero el<br />

vendedor aún no se mueve de su lado. En este momento, el<br />

mesonero, listo para comenzar su turno de la noche, sale por<br />

la puerta que hay a un lado de la barra, al extremo opuesto del<br />

teléfono, donde están la caja registradora y la compuerta que<br />

da entrada al bar, y, tras de arreglarse la estrecha chaquetilla<br />

azul y blanca, recorre poco a poco las mesas repartiendo una<br />

mirada lenta, huraña y pensativa. Un hombre grueso y<br />

encorvado, con aire de fatiga, pone el maletín en la barra y se<br />

encarama a un taburete. Otros dos, fornidos, frescos y recién<br />

lavados, cruzan los batientes de la puerta central. El anuncio<br />

—Bar Capri—, estrena una luz roja, azucarada, sobre la<br />

armadura de fórmica cargada de botellas.<br />

—¿Aló?<br />

—Ah...<br />

—¿Estás ahí, chica? ¡Contesta!<br />

—No te voy a contestar.<br />

~ 75 ~


—Contesta, Eloísa. Te habla Ricardo. ¡Ya basta!<br />

—¿Qué pasa?<br />

—Ah... al fin respondes, ¿no? ¿Por qué no me contestaste<br />

la otra vez?<br />

—¿Qué quieres?<br />

—Ahora sí me respondes, ¿no? ¿Por qué no me contestaste<br />

la otra vez?<br />

—Te contesto para que no me estés molestando toda la<br />

noche, Ricardo. Son las nueve ya.<br />

—No seas estúpida. ¿Aló?... A ti te da lo mismo que te<br />

llame o no, ¿verdad?<br />

—¿Y qué gano yo con que tú me llames, Ricardo? Haz el<br />

favor de decirme, ¿qué gano yo?<br />

—Nada. ¿Qué vas a ganar? Demasiado imbécil soy yo<br />

llamándote y preocupándome por ti, ¿no crees?<br />

—No me hagas reír.<br />

—¿Qué? Pues me preocupas, ¿oíste? Sí, yo, siempre yo,<br />

¿verdad? Me pre-o-cu-pas, aunque no lo mereces. Y no por ti,<br />

sino por Ricardito.<br />

—¡Déjame tranquilo a Ricardito ya!<br />

—No grites.<br />

—Tú siempre lo sacas a él para todo. Te debería dar<br />

vergüenza nombrarlo.<br />

—Ah, no, Eloísa, con mi hijo no porque no te lo aguanto.<br />

¡No te rías! Ricardito es una cosa aparte. ¡No te rías!<br />

—Él no es tu hijo.<br />

—¿Qué no?<br />

—¿Ricardito?... No, él no es tu hijo.<br />

—Eloísa, no me arreches. ¡No me arreches así, Eloísa!<br />

—Pues fíjate que yo estoy muy tranquila. ¿No ves que me<br />

estoy riendo?<br />

—No seas perra, Eloísa, no seas perra te digo. ¡No me<br />

jodas así porque soy capaz de matarte!... ¡Por Dios que te mato<br />

si te vuelves a reír, Eloísa!<br />

—No es tu hijo y no es.<br />

~ 76 ~


—¿Entonces yo no te lo hice?... No te lo hice, qué va. No<br />

me hagas reír tú, chica.<br />

—Claro que me lo hiciste, ¿quién más? Y yo me arrepiento,<br />

¿oíste? ¡Me arrepentiré toda la vida!<br />

—Bueno, se acabó entonces. Hace dos semanas que no te<br />

veo y no te veré más, ¿correcto?<br />

—Bueno.<br />

—Habla, pues, di algo.<br />

—¿Qué voy a decir? Habla tú, ¿no me llamaste?<br />

—¿Entonces, qué es lo que tú quieres?<br />

—Nada. Me llamas porque estás borracho, como siempre.<br />

—Entonces vete a la mierda, ¿me oyes? ¡Te lo digo en tu<br />

cara! ¡Vete a la misma mierda!<br />

—¡Sucio! ¡Un sucio es lo que eres!<br />

—¿Cómo? Habla más fuerte, Eloísa.<br />

—Ricardo, por amor de Dios, no me atormentes más.<br />

¡Déjame! ¡Te lo pido, te lo suplico! ¡Déjame tranquila, por<br />

Dios!<br />

—Está bien... está bien.<br />

—Es que no resisto más, Ricardo. ¡No puedo! ¿Hasta<br />

cuándo vas a atormentarme?<br />

—Yo nunca te he levantado la mano, ¿me estás oyendo? Te<br />

he soportado todo, Eloísa, ¡Todo! Porque yo también tengo de<br />

qué quejarme en mi hogar.<br />

—¿Tú qué? ¿Por qué no callan esa música?<br />

—No puedo...<br />

—¡Anda a divertirte con tus mujeres!<br />

—¿Cómo?<br />

—¿Con cuál de ellas andas?<br />

—No seas necia, Eloísa. Piensa un momento, por favor.<br />

¿Tú estás segura de que ando con mujeres? ¿Te consta que<br />

ando con mujeres?<br />

—Claro. ¿Con quién más vas a andar?<br />

—Okey, ando con mujeres. Correcto. ¡Ando con cien<br />

mujeres... con cien mil mujeres! ¿Tengo derecho, no? Me<br />

~ 77 ~


parece que tengo derecho. Tú no puedes decir que has sido mi<br />

esposa últimamente y no es por mi culpa, por culpa mía no es,<br />

¿verdad?<br />

—No, qué va a ser. Como a ti te encanta estar conmigo... te<br />

fascina... ¡Cállate!<br />

—Voy a colgar, Eloísa... Voy a colgar... no te rías... ¿Aló?...<br />

¡Eloísa!<br />

Se hablaba a gritos en la mesa, junto a la columna, en<br />

medio del salón repleto. Alfonso aferró a Ricardo por el<br />

bíceps. Su cara amoratada y blanda chorreaba un caliente<br />

sudor.<br />

—Hermano, dime sinceramente, sin que te quede nada<br />

por dentro, ¿tú crees que yo tenga la culpa?<br />

—Bueno, tú sabes cómo son las mujeres. —Ricardo volvió<br />

a llenar los vasos.<br />

—¿Tú puedes entender a las mujeres?<br />

—Imposible. —Julián sonreía divertido sobándose las<br />

manos.<br />

—Pero yo la quería, hermano. Eso te lo juro. Te lo digo sin<br />

que me dé vergüenza. ¿Es que no se puede querer a una<br />

mujer? ¡Yo la quería!<br />

—Correcto.<br />

—¿Por qué no vas a poner un disco?<br />

—¡Y tú no sabes lo que sufrí por esa mujer! Yo me hubiera<br />

matado como un macho. Tú no comprendes, porque para ti<br />

todas las mujeres son iguales, Ricardo. Pero yo soy diferente,<br />

hermano; cualquiera cree que no, pero así es. A mí las mujeres<br />

me joden. ¿Tú serías capaz de llorar por una mujer?<br />

—Bueno, depende.<br />

—Depende no. ¿Tú serías capaz de llorar por una mujer?<br />

Julián sorteaba las mesas, en un intento accidentado de<br />

~ 78 ~


llegar hasta la rocola.<br />

—Espera.<br />

Ricardo fue tras él, dejando a Alfonso con la boca abierta y<br />

una lágrima congelada en el flanco de la nariz.<br />

—Alfonso está borracho.<br />

—Ya te lo dije: Alfonso no puede beber con nosotros.<br />

—¿Por qué no nos vamos para otra parte?<br />

—No sé, espera. ¿Tú quieres decir donde haya mujeres?<br />

—Bueno...<br />

—Ahorita se aparece por aquí una candidata.<br />

—¿Quién?<br />

—Una que viene todos los días como a esta hora. Se sienta<br />

ahí a comerse un sánguche. Es una catira como de cuarenta<br />

años, extranjera... tal vez tenga menos. Yo la he estado<br />

observando, no sé.<br />

—Te digo sinceramente, lo de Alfonso da vergüenza; es un<br />

bolsas con las mujeres.<br />

—¿De quién estaba hablando?<br />

—Qué sé yo, de una mujer.<br />

Y volvieron rápidamente a la mesa. Alfonso, descoyuntado<br />

ya, cabeceaba como si sus embrutecidos pensamientos<br />

(aquella historia empastelada que no había terminado de<br />

contar) le pesaran una enormidad. De cuando en cuando,<br />

lanzaba un resoplido espumoso.<br />

—¿Eloísa?<br />

—¿Ah?<br />

—Soy yo otra vez.<br />

—¿Quién?<br />

—Ricardo, yo.<br />

—¡Ah!...<br />

—Eloísa, te estoy llamando...<br />

~ 79 ~


—Ricardo, ¿me puedes oír todavía? Entonces, óyeme: son<br />

las once. ¡Haz el favor de no llamarme más!<br />

—Yo llamo a mi casa cuando me dé la gana.<br />

—Vas a hacerme despertar a Ricardito.<br />

—Entonces no grites, no grites tú, hazme el favor. Oye lo<br />

que voy a decirte: ya me estás jodiendo demasiado tú, Eloísa.<br />

Ya no te voy a soportar más.<br />

—Se te nota que estás borracho. ¿Por qué no me dejas<br />

tranquila? ¿Estás bebiendo, no?<br />

—¿Y cómo quieres que no beba?... Óyeme, por Dios. ¿Tú<br />

crees que uno puede vivir así?... Yo soy un hombre, ¿me<br />

entiendes?... ¿Qué es lo que pasa, Eloísa?<br />

—¿De qué?<br />

—Eloísa, por favor, tú estás acabando con mi vida, ¿me<br />

oyes? Ya no puedo más, Eloísa, ¿por qué te imaginas que estoy<br />

bebiendo?<br />

—Yo qué sé. ¿Por qué?<br />

—Porque ya no puedo soportar más; un hombre tiene su<br />

resistencia, pero alguna vez se desespera, se vuelve loco.<br />

—Claro.<br />

—¿Verdad que sí, no? El otro día te vi..., el otro día en la<br />

calle.<br />

—No salgas ahora con eso. ¡Mentiras!<br />

—Ibas cruzando la calle, ¡te lo juro!<br />

—¿Andaba con Ricardito?<br />

—No, ibas sola. Llevabas tu vestido verde, ¿te acuerdas?<br />

—Era el azul. ¡Déjame, Ricardo!, tú no tienes derecho a<br />

molestarme más.<br />

—Óyeme... ibas con el vestido verde.<br />

—Yo iba a hablar con el abogado.<br />

—¿Qué? ¡Tú no hablas con ningún abogado sin mi<br />

consentimiento!, ¿oíste? ¡No hablas con ningún abogado,<br />

porque lo mato!<br />

—No grites.<br />

—¡Te juro que si hablas con el abogado, lo mato! ¿Con qué<br />

~ 80 ~


abogado hablaste?<br />

—No hablé con él... no quise entrar, no pude, Ricardo. Yo<br />

no sabía que tú me habías visto.<br />

—No llores. ¿De verdad no hablaste con el abogado? Yo sé<br />

que tú no eres capaz.<br />

—Tú no me quieres, Ricardo. No mereces que llore por ti.<br />

Mi vida es un infierno.<br />

—Es por tu culpa, Eloísa. No llores, mi amor.<br />

—No estoy llorando. ¡Es que no puedo más! Tú no tienes<br />

sentimientos, Ricardo.<br />

—Oye, ¿tu mamá no ha vuelto?<br />

—Yo no quiero que venga, la corrí de la casa.<br />

—Tenemos que hablar, ¿oíste? Vamos a hablar, ¿no?... ¿Ya<br />

Ricardito se acostó?<br />

—¿Quién? No te oigo bien, Ricardo.<br />

—El nené. Te hablo del nené, Eloísa.<br />

—Ahorita se acaba de dormir. ¿Dónde estás tú?<br />

—En un bar, con dos muchachos de la oficina, palabra. No<br />

llores... Estoy bebiendo, mija... No puedo más, ¿entiendes?<br />

—Me dijeron que vivías en un hotel. Te vieron.<br />

—¿Quién?... Oye... Yo te vi la otra tarde, ¿dónde fue?... ¿El<br />

viernes, no? Por poco nos tropezamos... tú cruzaste la calle...<br />

—Ricardo... si vas a dejarme no me lo digas... Yo no quiero<br />

verte más.<br />

—Mi amor... óyeme... Yo no aguanto, ¿comprendes? Tú<br />

sabes cómo soy yo, ya no aguanto más.<br />

—Cállate.<br />

—¿Cómo estás?... Estás desnudita...<br />

—¿Cómo? Se oye mal.<br />

—¿Cómo estás ahorita? Tú me quieres, ¿no?<br />

—Cállate.<br />

—Dilo, anda... ¡A que no te atreves! Yo sé... ¡Estás divina!<br />

—Cállate, loco.<br />

—Mira, mira... Aquí hay demasiada gente... oye bien...<br />

—¿Qué?<br />

~ 81 ~


—Aquello... ¿Tienes ganas?<br />

—Tú lo que quieres es volverme loca.<br />

—¿No tienes ganas? Dime la verdad.<br />

—Perro. .. Mira que no quiero reírme.<br />

—¿Qué?... Voy para allá, ¿quieres? Shiiit... Oye...<br />

—No te atrevas. Tengo a Ricardito en la cama. —Oye,<br />

ponlo en la cuna.<br />

—¿Ah?<br />

—¿Qué pasa?... ¿Voy para allá?<br />

—No dejaré que me toques así te mueras.<br />

—¿Aló?... Oye... Me esperas, ¿no?<br />

—Júrame que no vas a tocarme.<br />

—Claro, te lo juro. Ya voy.<br />

Julián puso cara de llanto.<br />

—¿Te vas?<br />

Ricardo se ponía velozmente el paltó.<br />

—Sí, hermano, lo siento.<br />

—¿Pero me vas a dejar con este borracho?<br />

—Oye... no digas nada... Tengo un chance... —y dibujó un<br />

rombo, uniendo los pulgares y los índices.<br />

—Bueno, siendo así... ¿Lo arreglaste por teléfono?<br />

—Sí, ya está listo.<br />

—¿Me cuentas después?<br />

—Correcto. Chau.<br />

Alfonso levantó vagamente su hinchada cabeza repleta de<br />

éter y se desplomó pesadamente en la mesa.<br />

~ 82 ~


TENSIÓN DINÁMICA<br />

I<br />

GNORO qué hora es. La poca luz que consigue atravesar las<br />

hojas de periódico de la ventana, es algo tan inútil que en<br />

nada modifica esta apariencia opaca del cuarto, siempre igual<br />

a cualquier hora del día. Por lo visto, me quedé dormido<br />

después de almorzar, aunque no era ésa precisamente mi<br />

intención, y ahora me siento tan pesado que debo tener en la<br />

cabeza el ripio de un sueño de tres horas o más. Deben ser las<br />

cuatro, cuando menos.<br />

En verdad, no me anima la idea de salir y, sin embargo,<br />

creo que no tendré otro remedio. Claro que si fueran las cinco<br />

sería diferente, pues a esa hora se puede caminar por la plaza,<br />

andar por ahí; las mujeres con delantales blancos (ni feas ni<br />

bonitas; mujeres nada más) pasean los cochecitos; no hay<br />

ruido, casi; la gente no molesta.<br />

Si no hay otro remedio, saldré.<br />

Paseo un poco por el cuarto mientras se me aligera la<br />

cabeza y, como siempre, termino en la ventana mirando por la<br />

rotura que hay en el papel. (Hago siempre lo mismo, aunque<br />

sé que es inútil).<br />

Este papel, ¿cómo habrá podido resistir aquí tanto<br />

tiempo? Las hojas están disecadas, casi transparentes a causa<br />

de la lluvia y el sol que han tenido que soportar durante<br />

meses, tal vez años; porque ¿cuánto tiempo hace de aquel rapto<br />

de Fangio? Por lo menos cuatro o cinco años y ahí está el<br />

~ 83 ~


tipo todavía, rodeado de gente, medio borracho ya y comido<br />

por una mancha amarilla.<br />

Nada del otro lado, como de costumbre: el blanco de la<br />

pared de enfrente y el sol, que a veces ni se diferencian. Es<br />

necesario pasar un rato para empezar a distinguir unos<br />

granitos negros y unas desigualdades que separan lo que es<br />

aire y pared. El agujero está en la hoja de un suplemento en<br />

colores del Spirit que no aparece ya en los diarios. Alguien<br />

debe haber metido ahí el dedo, quién sabe cuándo.<br />

Ahora tengo que salir.<br />

Cualquiera ha visto en las revistas uno de esos anuncios de<br />

Charles Atlas que son los mismos desde que uno era un<br />

muchacho: "puedo hacerle un cuerpo nuevo en quince días", la<br />

tensión dinámica y demás. Pues cuando tenía quince años<br />

(ahora ando en los veinte) yo hice el curso completo. Lo<br />

recuerdo ahora mientras camino por el pasillo con la camisa<br />

colgada a la espalda. Tengo unos buenos bíceps, aunque<br />

sinceramente no creo que se los deba al curso: siempre fui un<br />

tipo fuerte. Además, no recuerdo mucho de eso; quiero decir,<br />

de lo que era el curso y lo que uno tenía que hacer todos los<br />

días; en cambio, lo que se me viene a la cabeza, idéntica, es<br />

aquella terraza de ladrillos rotos donde crecía el monte, el<br />

barandal despedazado y los árboles enormes desparramados<br />

por todas partes, rompiendo las ventanas de la casa y<br />

echándose encima de los techos. Tengo hasta el olor del monte<br />

aquí mismo, tan vivo y tan completo que parece que pudiera<br />

tocarlo.<br />

Qué casa enorme aquélla y qué extraño que la hubieran<br />

abandonado de esa manera cuando toda una familia hubiera<br />

podido darse la gran vida en ella. Sin embargo, ahí estaba, en<br />

lo alto de una colina de El Paraíso, sin sombra de lo que<br />

fueron los jardines, toda destrozada por dentro, sin puertas en<br />

las habitaciones ni muebles, las paredes acribilladas, como si<br />

la hubieran puesto así para hacer alguna película. El monte se<br />

la comía por todas partes, y desde la terraza se podía dominar<br />

~ 84 ~


todo el barrio de quintas con jardines, quintas blancas,<br />

grandísimas, llenas de balcones, donde no se veía un alma.<br />

Ahí, en esa terraza, hacía los ejercicios en traje de baño.<br />

No debe haber nadie en los cuartos ahora, todos cerrados.<br />

El último, junto a la escalera, sigue desalquilado.<br />

Uno se acuerda de ciertas cosas, como lo de la terraza, no<br />

sé bien por qué; pero si se piensa en lo que debió haber pasado<br />

día por día, año por año y a cada momento, empieza por no<br />

entender por qué se hacen las cosas. Viéndolo bien, hace un<br />

momento me veía en la terraza (era un pensamiento no<br />

corriente, porque no venía de la cabeza únicamente como<br />

otros muchos, sino que me salía por la piel y estaba a un tris<br />

de convertirme en él, haciendo que la realidad de ahora fuera<br />

una cosa aparente y pasajera, una especie de engaño puesto<br />

aquí para otros y no para mí, y en cambio, esto que no es más<br />

que un calor, una especie de turbación secreta, pero que<br />

puede, de pronto, volverse visible porque tiene poder para<br />

hacerlo así, lo oculte o no lo use, contuviera toda la realidad<br />

posible), la tenía por dentro, la sentía y me sentía a mí mismo,<br />

aunque entonces tenía quince años y no sé qué cosas en la<br />

cabeza. Entonces, ¿cómo puedo estar aquí ahora y ser éste? De<br />

allá hasta aquí pasó una cantidad de años y miles de cosas de<br />

todas clases que no se pueden dividir en pedacitos y mirar<br />

cada uno por separado. Por eso se me ocurre que aquél sigue<br />

allá, en la terraza, y estará ahí siempre, mientras en cada<br />

pedacito que sigue hay otro haciendo algo eternamente, como<br />

ahora que voy bajando la escalera: es un cuadrito ya y no tiene<br />

remedio; aunque me devolviera ya estaría hecho y si regresara<br />

voluntariamente no sería para borrarlo, sino para hacer otro<br />

cuadro y en seguida otro, porque uno tiene que seguir y no<br />

puede pararse. Es curioso, pero nunca había pensado así con<br />

tanta claridad en estas cosas.<br />

El patio está desierto, lo que me hace pensar que quizás no<br />

haya dormido tanto como lo pensé hace un momento. Apenas<br />

deben ser las tres y la mayoría de la gente estará rendida en<br />

~ 85 ~


sus cuartos. Me da risa pensar que están haciendo unos<br />

cuadros grandes y vacíos donde nada más que ellos podrán ver<br />

cosas, si no es que las olvidan.<br />

Después que terminaba los ejercicios, me ponía a jugar en<br />

la casa. Era formidable, mucho más si uno estaba solo (a veces<br />

íbamos en grupo a formar el bochinche), porque se podía<br />

inventar de todo ahí: peleas, emboscadas y enemigos que<br />

salían por todas partes. Acorralado en un salón, sin saber a<br />

quién atacar primero, el corazón me latía con tanta fuerza<br />

como si todo el caserón se sacudiera.<br />

Después me veía en la calle, loco de sed, con un zumbido<br />

metido en la cabeza. Me parecía imposible que en el mundo<br />

nadie reparara en mí (imaginaba vagamente que había un<br />

lugar donde ciertas personas lo veían todo y a cada momento<br />

señalaban a alguien y éste sobresalía en seguida, brillaba y<br />

aparecía en todas partes rodeado y aclamado por miles de<br />

personitas corrientes), que no me convirtiera en un suceso<br />

como debía ser, pues estaba demasiado cargado, lleno hasta el<br />

tope, y me creía la cosa más caliente y más acelerada que<br />

existía. No sé cómo aquello se escapaba solo y todo en el<br />

mundo volvía a ser natural.<br />

De veras, no hay mejor remedio para sacarnos esta arena<br />

que nos deja el sueño del mediodía en la sangre, que meter la<br />

cabeza en un buen chorro de agua. El chorro me golpea en la<br />

nuca, me taladra con su frescura divina, se me va por la<br />

espalda y el pecho; los bíceps se mojan y brillan con el sol.<br />

Pero ahora me he mojado demasiado y no sé cómo voy a<br />

secarme. Tontamente empiezo a hacer sombra, a agitarme y a<br />

tirar golpes, cubriéndome bien con la izquierda, cambiando de<br />

blanco, adelante, atrás, y lo dejo ya porque es inútil y además<br />

pueden verme. Casi me decido a usar una de esas sábanas<br />

colgadas así se arme el berrinche; pero si alguna de las viejas<br />

llega a asomarse y me... ¡coño! Elvira está asomada a su<br />

puerta; me ha estado mirando todo el tiempo (el aire que tiene<br />

es de estar ahí desde hace rato) y de seguro que habrá<br />

~ 86 ~


adivinado mis intenciones. Será mejor que me ponga la<br />

camisa o me seque antes con ella...<br />

—Oye.<br />

Es conmigo. La miro y ella mueve la cabeza llamándome.<br />

Es la primera vez que esta mujer se ocupa de mí. Mientras<br />

me le acerco, comprendo que su actitud ahí, en la puerta, es<br />

estudiada: esa manera de recostarse en el filo del marco<br />

exponiendo todo el cuerpo... porque una mujer puede enseñar<br />

el cuerpo cuando quiere y hacer que uno se lo vea y lo sienta<br />

de lejos. Me ha empezado a arder la cabeza.<br />

Entro y ella me ofrece un paño limpio. Hay ropa de<br />

hombre colgada en la pared: una chaqueta y dos pantalones de<br />

caqui manchados de barro amarillo; hay recortes y santos en<br />

cantidad, un espejo pequeño y una fotografía de ellos,<br />

demasiado serios y duros como esas parejas que aparecen en<br />

la prensa acusadas de cualquier cosa. Mi camisa está sobre la<br />

colcha. Ella detrás de mí, quizás muy cerca (o a lo mejor no<br />

tanto como me parece), mientras me estrujo el pelo mucho<br />

más de lo necesario. Casi me animo a ponerme un poco de<br />

Moroline del pote que está destapado en la mesita, casi lleno,<br />

con la marca fresca de un dedo encorvado que se llevó un buen<br />

gajo en la punta.<br />

Hay una oscuridad tibia alrededor, porque ella debe haber<br />

cerrado la puerta.<br />

Finalmente dejo el paño sobre la cama, y al volverme ella<br />

se ríe de mi pelo alborotado y a lo mejor de la cara que tengo:<br />

no hay un solo rasgo que no lo sienta enorme como si acabara<br />

de hincharme. Sin embargo, mi aspecto parece normal cuando<br />

me miro en el espejo. Ahora no sé qué va a pasar; no sé qué<br />

deba hacer cuando termine de peinarme. En realidad, éste es<br />

un cuadro extraño: estoy metido en él, y es como si estuviera<br />

suplantando a alguien, sin tener seguridad de lo que el otro<br />

haría en este caso.<br />

Ella se ha sentado al borde de la cama, y ahora, mucho<br />

más que antes, su cuerpo está ahí como recién brotado debajo<br />

~ 87 ~


del vestido. Nos miramos y ella me frunce la nariz y sonríe.<br />

Fue demasiado rápido, en verdad. A veces pienso si es que<br />

no sirvo bien para esto: no sé aguantarme, me voy en seguida;<br />

pero ella parece estar agradecida: se arrodilla en la cama, me<br />

saca la cabeza de la almohada y me besa. Yo meto la cabeza en<br />

su vientre, cierro los ojos y todo se me borra. El mundo está<br />

lejos y apenas lo oigo sonar en mi cabeza con un ruido<br />

acariciante que adormece, parecido al reflejo que nos queda en<br />

la carne cuando ha desaparecido un dolor. Sé que todo se ha<br />

parado, nada sucede ahora y estará así hasta que yo vuelva.<br />

La forma se mueve a mi lado y su peso desaparece por<br />

completo.<br />

En un rincón del cuarto está ella otra vez, en cuclillas<br />

sobre una ponchera desconchada, lavándose.<br />

—Vete —me dice con la voz apagada, pero sin sombra de<br />

molestia, sin apurarme.<br />

Cuando salgo a la calle son las cinco. Pasan las mujeres<br />

con los cochecitos, no hay ruido. Daré una vuelta por ahí,<br />

porque uno tiene que seguir y no puede pararse.<br />

~ 88 ~


CUENTO DE MUERTOS<br />

E<br />

L PERSONAJE de este cuento morirá en la primera línea.<br />

Ahora está muerto.<br />

En el camino al cementerio tiene lugar el episodio que<br />

referimos a continuación: dos caballeros de mediana edad se<br />

encuentran en el asiento trasero de uno de los automóviles<br />

que forman el cortejo fúnebre. Cada uno ha entrado por una<br />

puerta diferente, y cuando el auto arranca, el caballero de la<br />

izquierda, al hacer ademán de sacar el pañuelo, mira sin<br />

poderlo evitar a su vecino, y en un gesto mecánico, no exento<br />

de recelo, lo saluda mediante una inclinación de cabeza. El de<br />

la derecha mueve apenas los labios para decir "salud", a<br />

medida que el otro cumple el simulacro de sonarse las narices.<br />

Silencio.<br />

En los primeros cien metros, el de la izquierda ha cruzado<br />

la pierna con un esfuerzo subrayado por la larga vocal que<br />

expele al reclinarse en el asiento. Su casual compañero tiene<br />

las manos en las rodillas y teclea sobre ellas valiéndose de<br />

todos sus dedos.<br />

—Bueno, aquí estamos —dice el del lado izquierdo, en el<br />

tono convencional de hablar consigo mismo. Lleva los ojos<br />

puestos en la ventanilla. Una mano achatada que descansa en<br />

el muslo, luce cargada de sortijas.<br />

—Pobre Ricardo, ¿no? —empieza el otro.<br />

—¿Quién?<br />

~ 89 ~


—Ricardo, digo.<br />

—Ah, sí, perdone. Lo que pasa es que yo no conocía al<br />

difunto por el nombre; quiero decir, no lo tenía presente.<br />

—Pero yo me refiero a Ricardo, el hermano. Ahora él<br />

tendrá que hacerse cargo de los ocho hijos y quién sabe si de<br />

algunas deudas... pequeñas. Ramiro, con sus cincuenta años,<br />

era algo desordenado.<br />

—¿Qué se va a hacer? Ya está muerto.<br />

—Lo digo porque Ramiro era mi amigo, mi mejor amigo;<br />

éramos como hermanos. Ricardo también, claro está; pero no<br />

era lo mismo. Él, con su academia de comercio y otras cosas<br />

(él dirige una academia de comercio), vivió siempre muy<br />

aislado. Pero Ramiro era diferente, muy diferente para todos.<br />

—Así será.<br />

—Somos un grupo de amigos, todos casados; algunos se<br />

han apartado, otros quedamos y éramos como una<br />

hermandad. Si le digo que Ramiro es la primera baja que<br />

sufrimos en 30 años, no me lo va a creer. Apenas uno de<br />

nosotros tuvo una desgracia hace años: mató a su mujer (por<br />

puta, aquí entre nos). Son cosas de la vida. El de turno mira<br />

atentamente su reloj y una sombra pasa por sus ojos.<br />

—Tengo una comida de gala esta noche. —Y se reanima—.<br />

¿Entonces usted es como de la familia?<br />

—Por supuesto.<br />

—Es una comida para ochenta personas. —Vuelta al<br />

reloj—. Yo tengo las 5 y 15. ¿Me quiere decir si estoy bien?<br />

—Son las 5 y 16.<br />

La caravana se demora a causa del tránsito excesivo. Los<br />

dos caballeros guardan una fría compostura y el silencio que<br />

ha vuelto a aparecer entre ellos, parece no soportar más la<br />

necesidad de romperse.<br />

—Este señor parecía una persona sana y fuerte, digo yo.<br />

¿De qué fue?<br />

—El corazón. Infarto. Venía saliendo de su cuarto, en bata,<br />

de lo más tranquilo, y le dice a su mujer: “María, ¿enchufaste<br />

~ 90 ~


el calent... y allí mismo cayó derechito. Imagínese que lo<br />

recogieron muerto. ¿Usted desde cuándo lo conocía?<br />

—Pero si le digo que antier no más y estaba de lo más<br />

tranquilo. Eso sí, la muchacha, la empleadita de la oficina, me<br />

dijo: “ese señor me dio impresión".<br />

—¿Por qué?<br />

—Porque tenía la cara como un muerto, como un...<br />

Un mimo de garras y dientes completó la frase. El doliente<br />

no se molestó en reprimir una carcajada.<br />

—Eso no tiene nada que ver, amigo. A Ramiro le dijimos<br />

“cara de muerto” toda su vida.<br />

—Pues mire, la muchacha se impresionó de veras; cosas<br />

de mujeres, pensé yo.<br />

—Recuerdo que en la escuela (éramos unos tripones) le<br />

gritábamos —adelgaza la voz— "cara 'e muerto, cara e<br />

muertico” y salíamos corriendo. Nos perseguía cuadras y<br />

cuadras, porque Ramiro fue, cómo le diré, un poco<br />

cascarrabias, siempre.<br />

Calla y permanece lelo y sonreído, como si interiormente<br />

continuara manoseando su historia.<br />

—Cuando Ramiro se casó, hace un montón de años, yo le<br />

dije: "hermano, ten cuidado; Teresa es una buena mujer".<br />

¿Usted la vio?<br />

—¿A quién?<br />

—Pues a la viuda; nosotros éramos compadres ...<br />

—No me fijé bien. Había varias señoras de luto cuando lo<br />

sacaban. En ese momento llegué yo.<br />

—Pues no derramó una lágrima, pero se ocupó de todo<br />

hasta el último momento.<br />

La carroza —era propiamente un cadillac funerario con el<br />

furgón hinchado de coronas— avanzaba delante, tan lenta que<br />

los muchachos podían encaramarse al parachoques y viajaban<br />

agarrados a las manijas de las portezuelas. Alguna moldura<br />

del féretro se entreveía por el cristal.<br />

—Casi me parece mentira que vaya ahí, tendido.<br />

~ 91 ~


—Verdaderamente, sí; y nosotros aquí, como si tal. Por<br />

cierto, ¿usted conoce esto?<br />

Desdobló una enorme billetera y extrajo con las uñas una<br />

tarjeta.<br />

—"Club Los Pingüinos”. ¿Esto qué es?<br />

—Se lo pregunto.<br />

—No sé.<br />

—Me la dio él —y el índice apuntó a la carroza.<br />

—¿Esto?<br />

—Permítame, voy a guardarla por si acaso. No nos hemos<br />

presentado, pero a mí puede llamarme don Tito. Yo soy don<br />

Tito para todo el mundo: los empleados, la gente; uno se<br />

acostumbra con el tiempo.<br />

—¿Y esa tarjeta se la dio Ramiro?<br />

—Exacto.<br />

—Me está pareciendo que no hablamos de la misma<br />

persona.<br />

—Pues él me dio su dirección personal (yo le insistí en esto<br />

varias veces); hoy me presento y me encuentro con un<br />

entierro. Por lo que usted me ha dicho se trata de la misma<br />

persona —y repitió, aunque en un boceto rápido, el mimo de<br />

las garras y los dientes—. Pidió presupuesto para una fiesta de<br />

sesenta personas, treinta damas y treinta caballeros, y me dio<br />

esa tarjeta que le mostré. Como usted comprenderá, una<br />

agencia seria tiene que hacer sus averiguaciones. Yo tenía que<br />

cerciorarme si ese Club... —Siguió un silencio sordo.<br />

—¡Pobre Teresa!<br />

—¿Usted es casado?<br />

Le contestó un grave balanceo de cabeza.<br />

—Yo no. Don Tito es don Tito y siempre don Tito, y como<br />

uno se conoce, gracias a Dios, es mejor evitarse problemas.<br />

Claro que cada quien hace lo que le parece, ése es mi lema,<br />

pero yo vine únicamente para decirle que no contara conmigo:<br />

la agencia no podría hacerse cargo de ese trabajo.<br />

—¿Y qué averiguó usted acerca de ese Club?<br />

~ 92 ~


—Ayer estuve por allí y le digo: la ubicación no es mala y<br />

eso es importante. Es una quinta vieja en El Paraíso, toda<br />

rodeada por una pared de dos metros. Tenían un candado en<br />

la reja y el timbre, por lo visto, no funcionaba. Me asomé por<br />

un agujero y lo que vi en el patio fue a una sirvienta vieja<br />

tendiendo la ropa. Ya me iba a ir, cuando llegó a la reja un<br />

carro de alquiler y se bajaron dos mujeres: una extranjera de<br />

pelo amarillo y otra que traía unos paquetes. La catira abrió el<br />

candado y entraron. ¿Usted conoce el Club?<br />

—Pues verá que no, ni de nombre. No tengo la menor idea.<br />

—Pasan cosas raras en esta vida. Yo venía a hablar con su<br />

amigo; claro que no en su casa, iba a llamarlo aparte como se<br />

debe; además que me interesaba hablar con él de ciertas cosas.<br />

Entonces me encuentro con esto y me digo: ¿Qué me importa<br />

acompañarlo un rato? Espero que a usted no le moleste.<br />

—En absoluto. Esa es cosa suya.<br />

—Yo soy muy delicado en mis asuntos, ¿sabe?<br />

Especialmente con los clientes, empleo un don de observación<br />

especial. Siempre que trato con alguien lo estudio<br />

atentamente. —Lo miró de frente y dejó salir una risita breve—<br />

. En el negocio, como le dije, estuve hablando un rato con ese<br />

señor que en paz descanse y él me dijo que era el tesorero del<br />

Club. Le digo que es raro que yo no lo hubiera oído mencionar,<br />

pero así son las cosas. Le informé que, con respecto al negocio,<br />

le respondería en 24 horas. Cuando salió... dígame, ¿no<br />

cojeaba un poquito?<br />

—Sí, del pie izquierdo. Poca cosa.<br />

—Pues yo me fui hasta la puerta y lo vi subir a un carro de<br />

alquiler. Había tres mujeres detrás: una pelirroja y dos<br />

morenas a los lados. La pelirroja volteó un momento y la<br />

reconocí.<br />

—¿Quién era?<br />

—¿Usted conoce a una peruana llamada Cecilia?...<br />

Entonces ni hablar. ¡Hay que ver qué pequeño es el mundo!<br />

De nuevo salió a relucir la billetera.<br />

~ 93 ~


—Tenga, por si le interesa.<br />

—¿Qué es esto?<br />

—El Club Panamericano. —El tipo pareció aligerarse de<br />

golpe, toda su figura adquirió una nueva vivacidad, como si<br />

hubiera recuperado su elemento natural—. Es una sociedad<br />

civil, como dice la tarjeta. La dirección está ahí. ¿Que quiere<br />

usted echar una partidita de póker, quiere invitar a una<br />

señorita, quiere divertirse? Bueno... ésta es una cosa entre<br />

hombres, usted sabe.<br />

—Pero... qué se necesita para...<br />

No pudo terminar; un puchero le ablandó las facciones.<br />

—Acérquese por allá, dese una vueltica nada más. Don<br />

Tito lo va a atender, ya verá... —y le dio unas palmaditas<br />

alegres en el muslo. Él se pasaba el pañuelo por los ojos.<br />

—Yo creí que usted tenía una agencia de festejos.<br />

—Pues sí. Mire allá adelante. ¿Ve ese anuncio que<br />

sobresale? Don Tito's. Licores y Festejos. Ahí estamos a su<br />

orden.<br />

El de la derecha pudo ver por primera vez una recia<br />

dentadura orificada y un párpado gris azulado, que al bajarse<br />

en un guiño descubrió una mínima verruga.<br />

—Vaya por allá, no le va a costar nada; tenga en cuenta<br />

que la vida es corta y que todos andamos el mismo camino.<br />

Acababan de tomar la vía del Cementerio, una avenida<br />

estrecha plagada de ventorrillos y puestos de flores.<br />

—Y ya que estamos aquí, déjeme darle mi sentido pésame.<br />

Yo aprovecho y me quedo de una vez en el negocio.<br />

En ese momento, el chofer, que era un negrito desteñido<br />

de ojos vivísimos, salió de su inmovilidad y, volviendo la cara,<br />

desplegó una sonrisa brillante.<br />

—¿Se queda, don Tito?<br />

—Sí, gracias, muchacho; no te había reconocido. ¿Cómo te<br />

va en esto?<br />

—Se vive, don Tito, se vive. —Habló con el acento de las<br />

islas. Su cara alargada despedía un destello de diablo feliz. Era<br />

~ 94 ~


evidente que el doliente ya no podía contener las lágrimas.<br />

En la ventanilla izquierda asomó por última vez la cara<br />

rozagante del gordo.<br />

—Siempre a su orden, caballero. Lo espero por allá.<br />

Un último guiño de ojos y el cortejo siguió su camino.<br />

~ 95 ~


PERDER PIE<br />

Para Nancy Rodríguez<br />

D<br />

EBE HABER un momento, seguro, en que uno perdió pie o<br />

pisó en falso y desde ese momento rodó sin remedio, sin<br />

sujeción posible. Lo cierto es que nadie se dio cuenta del<br />

accidente, ni siquiera uno mismo. Tuvo que ser así, de golpe;<br />

pero el daño está hecho y ya no vale la pena sacudir la cabeza,<br />

estregarse los ojos para retornar al maldito equilibrio como<br />

hacemos, a veces, al salir de un sueño confuso. Rodamos<br />

desde entonces y todo está perdido, ¿no crees?<br />

Hay demasiada gente de aquel lado, quieres un coco frío,<br />

el sol parece que no quema pero espera a ver mañana ¡aaah!<br />

El mar llega a la orilla con color de barro, nadas bien, te cansas,<br />

yo no aprenderé nunca.<br />

—Pero tuvo que pasar en un momento dado, el instante en<br />

que pisaste en falso y resbalaste. Habría que ver en qué lugar<br />

de la memoria encontrar el punto exacto, el lugar y la hora del<br />

accidente, cuando todo empezó a ser diferente para ti y ya no<br />

te conformaste con las apariencias ni confiaste en ellas ni les<br />

diste crédito. Quieres ir más allá. Las cosas más comunes se<br />

convierten en signos de interrogación que buscar penetrar<br />

inútilmente. Después te das cuenta de que sólo vives para eso,<br />

~ 96 ~


que no tienes otra ocupación.<br />

Pensamos que la música es demasiado fuerte en el<br />

quiosco. ¿Te gustaría saber bailar esa música nueva? —hay<br />

demasiado ruido ahora—. Creemos que sí, que es mucho<br />

mejor que la otra; una forma de erotismo más libre, ¿verdad?,<br />

más personal. En todo caso, algo menos estrecho que aquel<br />

simulacro de coito vertical con movimientos alusivos de<br />

caderas y erecciones fortuitas —hablo demasiado, como de<br />

costumbre—. Estuvimos de acuerdo en que era por lo menos<br />

absurdo caminar por la playa —una chica morena y delgada—<br />

con un radio de transistores pegado a la oreja. Toda esta gente<br />

estará borracha a las cinco de la tarde.<br />

—Es lo que pasa siempre; fíjate en esos muchachos (un<br />

grupo alegre, todos en mangas de camisa, bebiendo cerveza,<br />

un poco más que adolescentes, picados de barros); están ahí,<br />

hablan de cualquier tontería que los divierte, no parece<br />

preocuparles nada alrededor. En cambio yo, que estoy siempre<br />

a la caza aunque no sé de qué, los observo; hay algo<br />

inquietante, repentino, sin duda, en cada rasgo; quiero saber,<br />

colarme dentro de ellos o solamente espiar por alguna rendija.<br />

Entonces otra figura me distrae, una gordita de bikini blanco,<br />

un grupo familiar de gente humilde que rodea al heladero, los<br />

tres hombres maduros de la mesa vecina que no pierden<br />

ocasión de mirarte. Sé que busco una punta del hilo, lo he<br />

dicho otras veces: cualquier extremo suelto que se deje agarrar<br />

de sorpresa; tirar con cautela al principio y proseguir<br />

confiado, quizás hasta deshilvanar toda una historia. Sólo que<br />

no es tan fácil, cualquiera lo sabe: de mil intentos, uno, si<br />

acaso. Tal vez entonces la aventura esté en la propia búsqueda.<br />

~ 97 ~


Dices que te agrada este paisaje, mucho más que el de las<br />

montañas. Son sabanas ásperas vecinas al mar, campos de<br />

tierra seca tapados por una vegetación de un verde crudo y<br />

evidente. De pronto llegan ráfagas de aire salado y algún<br />

hedor lejano y visceral. Recordaste tu infancia libre en un<br />

pueblo de pescadores, cuando te dejaban suelta desde la<br />

mañana en el mar y vagabas en un flotador entre las barcas de<br />

la orilla. (Puedes echar el asiento hacia atrás y descansar un<br />

poco; anoche no dormiste). Alguna marea oscura te empujó<br />

lejos y ahora estás ahí, tendida boca abajo en tu cama, con los<br />

cabellos en desorden, aferrada a la almohada sin dormir. (Con<br />

frecuencia te escapas, o despiertas más bien, mirando a los<br />

lados con cierto asombro, desconcertada de no hallar el sol<br />

sobre tu piel y los ojos ardidos y el horizonte inmóvil roído por<br />

la luz, sino paredes y gestos extraños, sin comprender).<br />

—Me gustaría escribir un cuento sobre esto: el hombre<br />

trata de localizar en la memoria ese momento de que me<br />

hablas, la situación de la caída, el punto preciso de la trama en<br />

que la fractura se produjo. Va hacia atrás; apenas vislumbra<br />

una posibilidad de hallazgo, la rechaza con desaliento o<br />

simplemente se le escapa (son figuras volátiles), la pierde de<br />

vista. De pronto, aquello adquiere para él una enorme<br />

importancia; debe encontrar esa grieta, la señal evidente que<br />

al dejarse tropezar se le revele definitivamente. Entonces todo<br />

quedará aclarado, vendrá la calma.<br />

Respiras, parece que durmieras en el asiento y que<br />

descansaras en paz, reclinada sobre ti misma, sobre tu propia<br />

vida, como en un gran ruido acallado. No hay nada que<br />

buscar, es una tontería. El momento es éste. ¡Mi pie resbala en<br />

un borde imprevisto! Ni ahora ni nunca habrá de dónde<br />

sujetarme: me preparo a rodar.<br />

~ 98 ~


PERSONAJE I<br />

M<br />

AURICIO —apenas lo vi de cerca una sola vez— tenía la<br />

mirada de otra persona: me hacía pensar en un enano<br />

nervioso que se asomaba a cada instante por sus cuencas. Fue<br />

eso lo que se me ocurrió al verlo; en realidad, toda su figura<br />

era como una cáscara: su pelo engomado, la cara redonda<br />

soldada a los hombros, el flux negro de paño grueso. Una<br />

cáscara dura que debía esconder algo. El caso es que sus ojos,<br />

de un negro brillante casi transparente, pequeños y llenos de<br />

líquido, apenas se correspondían con un cuerpo macizo, negro<br />

y sin retoques, siempre a punto de parecer contrahecho. Uno<br />

podía pensar que si se levantaba de su silla de suela le iba a<br />

brotar una joroba o que sus piernas, torcidas y débiles,<br />

reducirían su estatura al tamaño mismo del sillón. Sus manos<br />

pequeñas y fuertes poseían cierta solapada movilidad, una<br />

irreal ligereza que se ponía de manifiesto en cuanto<br />

manipulaba los naipes y las cajas de colores. Entre tanto, sus<br />

ojos saltaban de un punto a otro, giraban en sus órbitas o<br />

lanzaban rápidos dardos sobre los innumerables objetos<br />

menudos que poblaban la mesa.<br />

El día en que me decidí a entrar, noté que las emanaciones<br />

del zaguán me impresionaban. No estaba allí el olor frecuente<br />

que sale de las casas y anticipa la pobreza del interior, la<br />

descomposición o el deterioro de las cosas o la edad de la<br />

gente que las usa, el luto o la desesperanza o quizás la<br />

prosperidad y el brillo saludable y fresco de los tapizados y las<br />

cortinas de colores tenues y esa especie de rumor de lencería<br />

recién lavada y otras cosas que ocupan tanto espacio en el aire<br />

~ 99 ~


que llegan a aproximarse al oído casi en forma de un susurro<br />

suave. Del zaguán de Mauricio se escapaba una emanación<br />

vieja y estreñida que venía del interior de las paredes: el olor<br />

que se siente en las frazadas y los trajes usados; y luego ese día<br />

nublado del interior, las poltronas desiguales del recibo y unas<br />

litografías ferrosas de perros cazadores. (Una foto iluminada<br />

del matrimonio de Mauricio; las dos figuras rígidas con<br />

aspecto de cadáveres maquillados; imágenes de antepasados,<br />

de parientes fallecidos al borde de una felicidad mustia y<br />

resignada a su propia fatalidad, como si en el reino que los<br />

esperara, el tiempo hubiera cumplido de antemano su misión:<br />

la luz ya había huido de las cosas, el polvo y la polilla, las telas<br />

desteñidas, los instintos apagados en la costumbre).<br />

—Adelante —dijo una voz que al momento me pareció<br />

indescriptible. Había salido por la puerta entrejunta de la sala<br />

y era posible que la habitación misma la hubiera producido.<br />

Antes nadie había respondido a mi llamada, de modo que<br />

empujé la hoja del anteportón y probé en seguida la humedad<br />

de los ladrillos, sin duda una humedad antigua que los había<br />

puesto blandos y afelpados. Oí un ruido de trastos en la cocina<br />

y luego una carrera y el cacareo alocado de una gallina.<br />

Después salió la voz.<br />

Aquellas manos gruesas de Mauricio manejaban el mazo<br />

de cartas como si fuese un fuelle, tan flexible y rápido que era<br />

casi todo de aire. "Corte, baraje usted mismo, escoja una carta,<br />

memorícela”. Los ojos ensartaron de través una figurita de<br />

madera negra. "Esta es su carta". "Cierto”. Después, un as de<br />

copas salió de mi bolsillo.<br />

Recuerdo que cuando pasé entre las hojas de la puerta y<br />

caminé derecho hacia la mesa donde me aguardaba Mauricio,<br />

iba como atraído por una ilusoria perspectiva cuyo punto más<br />

distante estaba en la mitad de su entrecejo. Tratando de<br />

explicar mi presencia, le dije que había sentido interés por<br />

conocerlo desde que lo había visto por el postigo de la ventana<br />

que daba a la calle, trabajando con sus aparatos,<br />

~ 100 ~


especialmente aquella caja blanca con grandes candados y<br />

atravesada de espadas y puñales. Desde entonces me asomé<br />

varias veces sin que él lo advirtiera. Usted perdonará mi<br />

atrevimiento, estuve tocando sin que me oyeran. ¿Cómo supo<br />

que había entrado? Siéntese tranquilo, yo lo estaba esperando.<br />

—¿Tiene una moneda cualquiera?... ¡Aurelia!... ¿Me<br />

escuchas? (Esa voz megafónica que se escucha en el centro de<br />

la pista). ¿Puedes decirme de qué valor es la moneda que<br />

acaba de entregarme el caballero?... ¿Es de plata o de níquel<br />

esta moneda?<br />

—De plata.<br />

—Acertado. Aurelia, ¿de qué valor es esta moneda de<br />

plata?<br />

—Es una moneda de dos bolívares.<br />

—Acertado. Óyeme bien, Aurelia. ¿En qué fecha fue<br />

acuñada la moneda del caballero?<br />

—Fue acuñada en 1926.<br />

—Es correcto. Aurelia, dime qué edad tiene el caballero<br />

que me ha proporcionado la moneda.<br />

De nuevo se escuchó la carrera —un golpeteo de pies<br />

desnudos— y el alboroto ahogado de la gallina.<br />

—Aurelia, responde. La edad del caballero, por favor.<br />

—El caballero tiene 18 años.<br />

—Es verdad —dije maravillado.<br />

Dimos una vuelta por la habitación.<br />

—Esta caja representa para mí muchos años de trabajo<br />

para llevar a la perfección el acto supremo de la decapitación<br />

humana en el escenario: mi compañera ingresa a la caja a la<br />

vista del público, que, por medio de voluntarios y testigos<br />

autorizados, comprueba la integridad del artefacto. Ellos<br />

mismos aseguran los candados y las cadenas y proceden a<br />

clavar los cuchillos y las espadas en los lugares señalados. Esta<br />

ranura, que usted puede ver, está a la altura del cuello de mi<br />

ayudante; por ella introduzco el serrucho y trabajo hasta<br />

separar por completo esta parte de la caja, que muestro<br />

~ 101 ~


debidamente al público con la cabeza de mi ayudante en el<br />

interior completamente visible y separada del tronco. Es un<br />

trabajo sumamente limpio. Colocada de nuevo en su sitio, los<br />

voluntarios retiran las espadas, los cuchillos y las cadenas y<br />

proceden a abrir la caja, pero la caja aparece totalmente vacía<br />

como todos podrán comprobarlo. Mi ayudante sale por el foro<br />

derecho y saluda al público.<br />

En un mapa trazado por él mismo, tan lleno de<br />

protuberancias extrañas que parecía el de un país imaginario,<br />

me mostró el itinerario de su gira señalado con puntos y líneas<br />

rojas. Comenzando en los pequeños pueblos vecinos,<br />

continuaría por las ciudades más importantes del interior,<br />

hasta culminar en la capital, la cual aparecía señalada en el<br />

mapa por una gran estrella. La compañía iría creciendo<br />

rápidamente mediante los desconocidos que se le agregarían<br />

en los pueblos: volatineros y payasos, malabaristas,<br />

pulsadores y ventrílocuos, enanos y perros amaestrados.<br />

—Somos muchos, aunque andemos dispersos y sin<br />

recursos. Mi maestro vivió pobre y desconocido en un pueblo<br />

y fue un gran mago de teatro y un gran inventor, un físico. Su<br />

espectáculo quedó sin montar y él murió en la indigencia.<br />

Nosotros haremos una gran troupe y recorreremos el mundo.<br />

Su mujer apareció de improviso trayendo una bandeja con<br />

dos pequeñas tazas de café que dejó silenciosamente en la<br />

mesa. Su vestido, lacio y descosido; las piernas, nudosas,<br />

acordonadas por las várices. Algún rasgo, tal vez demasiado<br />

rebelde para disiparse, recordaba a la novia de la fotografía.<br />

—¿Lo han ensayado?<br />

—¿El acto? —Me pareció que se alejaba de la<br />

conversación; estaba distraído como si escuchara algún rumor<br />

lejano, regresivo y tortuoso que lo adormeciera.<br />

—No, nunca, no sería posible. Mi compañera, mi<br />

ayudante, usted pudo verla, es una pobre mujer. Está enferma<br />

y acabada. Ella nunca se enfrentaría a un público, es<br />

demasiado tímida. De noche, aquí mismo, lo preparo todo<br />

~ 102 ~


para la prueba, y ella sentada allá afuera, en el recibo. Le salgo<br />

con mi traje de mandarín y el maquillaje, todo listo... y ella se<br />

echa a llorar. Llora de una manera tan dolorosa, que ni<br />

siquiera me atrevo a decirle nada. Vuelvo aquí y espero<br />

inútilmente. Como usted ve, ella no es una gran dama; yo lo<br />

sé.<br />

Clavó los ojos en una caja china con arabescos y relieves.<br />

Se estuvo callado un momento, sin expresión.<br />

—Es tan tímida que parece una niña.<br />

~ 103 ~


PERSONAJE II<br />

H<br />

ACÍA tiempo que había perdido todo interés en escuchar<br />

las notas embrolladas del organito. Empezaban a sonar<br />

por la tarde, a eso de las cinco, hora en que la Madama le<br />

entraba de frente a su primer frasco de caña blanca. Dos horas<br />

después, en los días de semana, bajaba yo a la calle para ir a la<br />

imprenta a ocuparme de mis galeradas y a la mitad del foso,<br />

en lo más agudo de aquella fetidez mohosa desprendida de las<br />

paredes, la veía aparecer en el codo de la escalera. (Mis<br />

sonrisas anticipadas de los primeros días, el ademán de saludo<br />

que iba a quedarse amedrentado a mitad de camino, privando<br />

de destino a aquella mano levantada que serviría acaso para<br />

estrujarme tontamente la nariz o sacudir un polvo imaginario<br />

en la solapa, dejaron de tener lugar en cuanto me convencí de<br />

que la Madama no iba a reconocerme y que ni siquiera me<br />

dedicaría una mirada). Era ya un gran montón de trapos<br />

inflados de fatiga y vapores de alcohol. El pelo rizado, de un<br />

tono rubio desvaído (una cabellera y una boca menuda,<br />

encapullada, y unos ojos vidriados y redondos que la<br />

aproximaban a un doloroso parecido con las beldades del<br />

couplet), se le venía a la cara formando crespos rígidos, que<br />

subían y bajaban a los impulsos de una ascensión<br />

deliberadamente agotadora. Tal vez hubiera podido ahorrarse<br />

la mitad de aquel esfuerzo, pero ella se obstinaba en<br />

demostrar una especie de furor penitente, trepando con<br />

celeridad frenética, más aparente que efectiva dado el escaso<br />

~ 104 ~


número de peldaños ganados entre bufidos y palabras truncas<br />

e incomprensibles, aunque llenas de furia.<br />

(Yo había tomado posesión de aquella escalera, en la que<br />

me divertía practicar el juego del ciego, una de mis manías<br />

gratuitas. Era una manera de confiarme a las delicias del tacto<br />

y establecer por esa vía una relación personal con los objetos.<br />

Durante la acción, mis ojos continuaban abiertos, aunque en<br />

cierta forma paralizados; entre tanto, el poder de absorción de<br />

mi mente era alimentado a través de la mano y por allí se<br />

propagaba a todos los conductos de la percepción y el<br />

conocimiento; era un juego liviano —aunque a veces podía<br />

volverse terriblemente enmarañado—, que ponía en actividad<br />

mis más secretas reservas de memoria. Un roce cualquiera era<br />

capaz de despertar, sólo por una vez, sensaciones<br />

insospechadas, regresiones insólitas en el olfato o en los<br />

genitales. Golpes de miedo o de tristeza eran sentimientos<br />

diluidos que escapaban de sus celdas y repetían, por unos<br />

instantes, sus viejos cometidos. En la escalera, el juego tenía la<br />

ventaja de extenderse a un territorio inmenso, cuyos relieves y<br />

lastimaduras eran recorridos por las puntas de mis dedos. A la<br />

altura de los primeros peldaños, una pequeña zona virulenta y<br />

húmeda, escamosa un poco más abajo, el paso de una grieta,<br />

trozos fríos y resbaladizos, un hoyuelo tierno donde cabía la<br />

yema del dedo... mientras la memoria devolvía el tacto de<br />

otras superficies, que a su vez traían adheridos lugares y<br />

gentes, voces y emanaciones diferentes).<br />

Con una mano se agarraba del muslo para impulsarse, la<br />

otra apretaba el frasco de relevo envuelto en un papel de<br />

estraza. A mi regreso, poco después de media noche, al pasar<br />

cerca de su puerta, la sentía moverse y tropezar entre los<br />

muebles como una ciega atarantada. La oía toda, de manera<br />

que los sonidos llegaban a formar en mi cabeza una imagen<br />

perfectamente delineada: el roce de los trapos, la voz quebrada<br />

que tosía o cantaba o ensartaba mitades de palabras,<br />

interjecciones salidas de la maraña del cerebro que no<br />

~ 105 ~


volverían a escucharse otra vez... y el frote de sus sandalias<br />

sobre el trozo de alfombra y el sonido doble y aspirado de sus<br />

narices en forma de una eñe acatarrada.<br />

El organito ya había parado de sonar.<br />

Lo escuché por primera vez cuando vine a alquilar el<br />

cuarto hace unos meses. Las notas rodaban por el aire<br />

acidulado del callejón que ya empezaba a ensombrecerse y<br />

pensé en unas bolitas livianas que se perseguían sin llegar a<br />

alinearse, tropezaban y se amontonaban, corrían de nuevo<br />

dando tumbos y apenas conseguían mantener el hilo de la<br />

melodía, que era, al parecer, un pasodoble viejo y<br />

desmadejado. Prometí perfeccionar esta imagen, podarla de la<br />

mitad de las palabras y utilizarla a la primera oportunidad.<br />

Todo el callejón era en verdad un buen escenario de novela;<br />

tenía lo que me agradaba poner en palabras; palabras con<br />

sabor, con tacto, con emanaciones y asperezas.<br />

Era un gran trozo del decorado viejo de la ciudad salvado<br />

del desbande general. (Sé que un día acabarán por derribar,<br />

moler y arrojar bien lejos, convertido en polvo y cascajos, lo<br />

poco que todavía permanece en pie de una albañilería<br />

marchita. Una ciudad habrá muerto y otra ocupará su lugar.<br />

Sus habitantes irán de un sitio a otro como en una trampa<br />

descomunal sin sosiego posible. El recuerdo, despojado de ese<br />

elemento, será humo de memoria). Los grandes edificios de la<br />

avenida, cuyo jadeo se volvía imperceptible a la mitad del<br />

estrecho canal, mostraban sólo sus espaldas lisas y blancas,<br />

detrás de un amontonamiento impenetrable de chatarra<br />

urbana; ladrillos desnudos, yacijas de madera y platabandas<br />

sin frisar con tendederos y despojos de muebles.<br />

Mi caserón de cuatro pisos parecía estar allí para<br />

demostrar, por medio de una caligrafía minuciosa, lo que<br />

muchos años de intemperie son capaces de producir en una<br />

capa de pintura al óleo. Tenía hileras de balcones, con las<br />

barriguitas salientes como palcos de teatro, y destacaba de las<br />

otras edificaciones, todas de una sola planta, casas de tejado y<br />

~ 106 ~


cuerpo ático, de una misma edad. Mi cuarto, en el tercer piso,<br />

era de verdad inmenso, aunque nada sombrío En las paredes<br />

no hubiera podido poner nada de mi parte: me entregaban<br />

una escritura heterogénea, llena de borrones y tachaduras,<br />

como si hubiesen vuelto muchas veces sobre ella hasta hacerla<br />

ilegible. Fue un desencanto encontrarme la puerta que daba al<br />

balcón condenada a punta de listones y clavos.<br />

La Madama era otra persona en las mañanas. Se recorría<br />

el edificio entero, regando su olor a tintura de árnica,<br />

cacareando, riendo sin parar. Me llamaba “mijit” por mijito, y<br />

me hablaba de su hijo, un muchacho gordo y grosero que con<br />

frecuencia me adelantaba en la escalera, hediendo a sol y<br />

expeliendo un canto horrible a base de trompetillas. No puedo<br />

asegurar que le entendiera, pero su charla no era en modo<br />

alguno fastidiosa: por el contrario, me divertía escucharla, me<br />

hacía reír, me comunicaba un ánimo ligero y festivo. Pero si es<br />

que algo entendía en el momento, lo olvidaba todo apenas ella<br />

desaparecía de mi vista. Lo que mi memoria era capaz de<br />

reproducir después se reducía a un sonido confuso,<br />

indescifrable, pues ella debía expresarse en una lengua única,<br />

comunicable sólo en el momento de producirse, irrepetible,<br />

imposible de memorizar; era una sola pasta de gestos y<br />

sonidos, mezclada con sus ojitos rojos y parpadeantes, su cara<br />

hinchada de donde casi desaparecían los rasgos, sus trapos y<br />

su olor a árnica.<br />

Su cuarto parecía mucho más pequeño que el mío, a causa<br />

de la multitud de objetos que lo cubrían: el moblaje completo<br />

de una casa comprimido entre aquellas cuatro paredes;<br />

completo, digo, si se le miraba en conjunto; pero en detalles<br />

descalabrado y maltrecho. El aire era denso, difícil de respirar<br />

al principio.<br />

Toqué la manija del organito, aunque no me atreví a<br />

moverla. La Madama estaba de espaldas a mí, colocando la<br />

loza en un aparador. Tocaba cada pieza con primor entre las<br />

yemas de los dedos, la hacía dar vueltas, soplaba en las<br />

~ 107 ~


molduras para quitar un polvo inexistente y la devolvía a su<br />

lugar. El artefacto, aquel molinillo de música, no tenía gran<br />

cosa que ver: era un cajón oscuro, sin mayores resaltes,<br />

sostenido por unas paticas labradas. Unos dibujos dorados luchaban<br />

por sobrevivir ahogados en la niebla que se hundía en<br />

la madera. La Madama no se daba punto de reposo cambiando<br />

de sitio floreros y figuras de pasta.<br />

Hoy, como dije, la música del organito ha dejado de<br />

enternecerme. Estoy tratando de escribir un cuento con la<br />

Madama de personaje principal. Siento moverse en mi cabeza<br />

todo el asunto, percibo la textura de la pasta, el calor de esa<br />

masa con vida que palpita allí dentro y presiona con deseos de<br />

salir y, sin embargo, me resisto al intento. ¿Cómo empezar?...<br />

Diez años antes, su entrada a la casona seguida por una troupe<br />

fantástica como los personajes desterrados de una comedia de<br />

época: aquel mobiliario anacrónico que a duras penas pudo<br />

encontrar alojo en la habitación. La Madama en plena<br />

florescencia, madura y perfumada, posible todavía de<br />

reconstruir a partir de sus manos, que se conservaban rosadas<br />

y frescas. O salir de dentro de ella misma, aquí, ahora, en el<br />

momento en que abre los ojos en medio de sus ruinas; la<br />

fiebre de las mañanas que la lanza a una vertiginosa correría<br />

por todos los habitáculos del caserón, sin parar de hablar y de<br />

reír. El paso de las horas, que al término del día deben traerle<br />

algún momento de tregua antes de la caída quizás el tránsito<br />

por alguna comarca apacible que la hace languidecer en medio<br />

de recuerdos tímidos, cosas vagas e insípidas, escenas que<br />

apenas sobrepasan el blanco como el color de las viñetas<br />

viejas. La música de organito. Ha empezado a sonar ahora.<br />

Abandono el papel donde aún no he acabado una línea. Quizás<br />

me venga bien un pequeño paseo. Salgo, paso frente a su<br />

puerta, me detengo un trecho más allá, regreso y llamo, llamo<br />

por dos veces sin recibir respuesta. Abro, sólo lo suficiente<br />

para asomar la cara y al instante las bolitas de música me<br />

rebasan y salen trotando hacia el pasillo. La Madama aparece<br />

~ 108 ~


sentada en uno de sus sillones floreados, hundida en él más<br />

bien, las piernas extendidas y abiertas, el vestido sobre las<br />

rodillas, la barba encajada en la hinchazón del pecho. Un<br />

brazo que cuelga indolente la pone en contacto con el<br />

organito. Sin moverse, alza los ojos hacia mí y hace una<br />

contracción rabiosa como si quisiera escupirme.<br />

—¡Sucio, vete de aquí, puegco!<br />

Me siento descubierto y humillado, perseguido por una<br />

sensación de torpe vergüenza, como si una mano en la nuca<br />

me empujara escaleras abajo. Jamás he debido asomarme.<br />

Casi a saltos, vengo a dar a la acera. Salgo al aire fresco del<br />

atardecer y apenas he caminado una cuadra, siento que a mi<br />

alrededor todo es armonioso y distante. La casa, el callejón se<br />

hallan lejos, inmovilizados en un aire inviolable para ojos<br />

extraños. En este momento, la Madama es una figura de paja,<br />

un trasto relegado a un rincón entre otros muchos que puedo<br />

mover, colocar, disponer a mi antojo. Creo que mañana me<br />

decida finalmente a escribir.<br />

~ 109 ~


PERSONAJE III<br />

D<br />

OSITEO, el pulpero, tenía las orejas abiertas porque había<br />

sido niña hasta después de grande.<br />

Más allá de las armaduras con sus fosos de telaraña y latas<br />

renegridas; en algún lugar de la casa, que era como un apero<br />

rejudo, todo tieso y crujiente, había un cuarto con baúles y<br />

sillas desfondadas donde estarían colgados sus camisones de<br />

crehuela, secos y comidos de hormigas.<br />

Se oían las voces cavernosas de los viejos, metidos en<br />

aquel olor picoso de pacas de tabaco y baba de chimó. Al<br />

frente se veían las cruces de granito y los ángeles blancos de<br />

una marmolería. Todo era negocio de muerto. Más allá<br />

vendían coronas y las mujeres de la esquina estaban de luto.<br />

Uno iba a propósito a la pulpería por descubrirle el bulto<br />

en la bragueta, y no le veía nada entre las arrugas del pantalón<br />

de loneta de ningún color.<br />

Decían que la rajadura de las nalgas le empezaba debajo<br />

del ombligo.<br />

~ 110 ~


¡TRAN!<br />

E<br />

L PUÑO fue a estrellarse en mitad de los ojos. Un metro<br />

noventa de cabellos ondeados y cobrizos, de ojos de<br />

mierda de loro y nariz triturada con la huella de un viejo<br />

porrazo en el vómer, herencia de una colisión heroica durante<br />

un encuentro de rugby, de dientecitos amarillos laqueados por<br />

la nicotina, de cuello almidonado y corbata condecorada con<br />

una perla; de hombreras acolchadas recolectoras de caspa<br />

dorada, de pluma fuente de oro con las iniciales C. W., de<br />

cinturón de piel y hebilla de plata con una corona real, de<br />

Omega Seamaster Calendario y diamante en el dedo, de largas<br />

uñas pulidas sometidas por la manicura a un lento trabajo de<br />

jardinería, del tierno abultamiento de la billetera y llavero con<br />

figurita fálica del Perú; de calcetines after six de caña extra<br />

larga y zapatos de hocico puntiagudo acariciados por el betún<br />

con ligera sombra de polvo en las suelas; y lo que venía<br />

adentro agitado ya por tres vasos de whisky and soda: todo lo<br />

que aquella tarde golpeó con un retumbo recio de masa bien<br />

nutrida en el entablado del piso: caminatas parlantes en los<br />

green y el estallido de las luces de bengala alumbrando<br />

arbustos esqueléticos en la colina calcinada de aquel mal año<br />

de Corea que acabó en tres semanas de hospital en Florida:<br />

veintidós días de sol y de revistas sexy en las terrazas de<br />

barandales blancos y enfermeras solícitas de cabellos rizados<br />

que sonríen y cambian los almohadones y toman la<br />

~ 111 ~


temperatura; todo ello tras la pérdida de algunas esquirlas del<br />

fémur y un tajo de esa buena carne de los veinticinco años,<br />

jugosa y besuqueada por las empleaditas fáciles que van de 7 a<br />

9 a las casas de citas; y las reuniones de junta directiva y petit<br />

comité, precedidas de chistes conyugales y memorias de<br />

partidas de póker. 140.000 horas acumuladas de aire<br />

acondicionado y los aperitivos de 45 minutos en el club,<br />

bromeando con los buenos muchachos del servicio, sumados a<br />

la cuenta del gimnasio, del masajista chino, de los aeropuertos<br />

y las cabinas de primera clase Caracas-Nueva York en cuatro<br />

martinis y steak a la pimienta, y la columna de los otros<br />

martinis y de las cenas encargadas al “Héctor” para el<br />

apartamento de soltero; la afición olvidada por la pesca de<br />

altura, por el trencito eléctrico que estuvo a punto de envolver<br />

la casa como una parásita, por el auto de carrera rojo sangre<br />

estrellado un 24 de diciembre, por la numismática, por los<br />

rompecabezas de mil piezas, y el hombre despertó con un<br />

susto tremendo, como si todo aquello le hubiera caído encima<br />

de repente.<br />

Escondió el puño entre las piernas y pensó que había sido<br />

un sueño. Se abandonó un momento a esa bondadosa<br />

inconsciencia, y su mujer, sentada al otro extremo de la cama,<br />

lo vio sonreír.<br />

El golpe en los nudillos, el impacto de carne magullada y<br />

de huesos lo sacudió de nuevo y sus ojos se abrieron de verdad<br />

a un día vivo y aturdidor que acentuaba la presencia del<br />

cuarto, flotando ahora en el murmullo ensordecedor de quince<br />

pisos. Su mujer ya no estaba a los pies de la cama.<br />

El contabilista de la Importadora Warren y Cía., de 48<br />

años y 15 de servicio en la compañía, hombre de hábitos<br />

rutinarios y fama de soplón de la empresa, estuvo un<br />

momento sentado al borde de la cama, en calzoncillos, con los<br />

brazos hundidos entre las piernas, la cabeza caída llena de<br />

ruidos sordos, sus pies desnudos en el frío del cemento. Uno<br />

reposaba de canto, mostrando sus arrugas blancas en la<br />

~ 112 ~


depresión del empeine. Parecía que no iba a pasar nada nunca<br />

más; sin embargo, el dedo gordo de ese pie que estaba de<br />

canto y sobre el cual mantenía fija la mirada, se animó de<br />

pronto e hizo dos rápidas flexiones que fueron como una señal<br />

de pánico. Una algarabía le subió a la cabeza: eran voces<br />

humanas, ruidos y visiones confusas, mezcladas en la<br />

estridencia general. La masa era en verdad indescifrable,<br />

aunque venía envuelta en una banda rotulada: lo que me<br />

sucedió es espantoso... y pensó después: y no tiene remedio,<br />

ahora que miraba desde la ventana, ocho pisos abajo, la<br />

plazoleta de tierra apisonada donde los muchachos jugaban<br />

pelota.<br />

Un autobús medio vacío subía con dificultad la pendiente<br />

de asfalto. Nada se movía en el contorno (se repiten los<br />

bloques escalonados con cuadritos pintados como manteles)<br />

hasta que la cosa empezó a ponerse buena allá abajo: hubo un<br />

flay alto por tercera, un roletazo formidable y ya empezó a<br />

gritar y a ligar la carrera, imitando los gestos de un jockey<br />

alzado en el estribo, sacudiendo las riendas en los puños con<br />

un hábil movimiento de hombros y la bola se va elevando, se<br />

va elevando, se va elevando (¡corre, carajito!), se la lleva en<br />

una atrapada fantástica y es aaaaaaaut en tercera el corredor.<br />

¡Una cerveza, hermano, un tercio bien helado! Las tribunas<br />

son un solo grito.<br />

Se desinfla la carrera del muchacho detrás de la pelota que<br />

rueda fuera del campo.<br />

El sol le daña las pupilas.<br />

Ella lloraba todavía en la cocina.<br />

—Te trajeron anoche cayéndote. Me dijeron que le habías<br />

dado una trompada al musiú.<br />

Y él caminaba por el recibo en bata de baño, dejándose<br />

~ 113 ~


llevar sin ganas por el ruido de sus zapatos viejos.<br />

“Es que lo tenía medido”…, pero no se lo dijo, claro,<br />

aunque lo tenía medido desde hacía tiempo.<br />

Lo veía venir por el pasillo con sus zancadas bruscas que<br />

parecían ir pisoteando cosas ajenas y él, que venía en<br />

dirección contraria, se paraba, dejaba las carpetas en el piso y<br />

lo medía cuadrándose de piernas abiertas y enfocándolo en el<br />

entrecejo. El hombre rubio arremetía sin ver nada, mucho<br />

menos esa figura imaginaria que lo esperaba en mitad del<br />

pasillo, y cuando le pasaba por un lado gruñéndole una<br />

especie de saludo mecánico, ¡tran!, el puño se estrellaba en la<br />

mitad del entrecejo y así cada vez que se le presentaba la<br />

oportunidad.<br />

—Y en la fiesta de la oficina por dios tú que ibas todos los<br />

años a un señor así tienes que saber por qué aunque estuvieras<br />

tan borracho tú no puedes tomar.<br />

¿Qué vas a hacer ahora?<br />

—No supe lo que hice.<br />

¿Qué vamos a hacer?<br />

—Tienes que saber cómo fue.<br />

—Yo había tomado mucho. (Ella le trajo un vaso con sal de<br />

frutas; lloraba todavía). Fue el asunto de los mil bolívares que<br />

estaba por pedírselos desde hacía tiempo. No sé cómo se me<br />

ocurrió, pero él estaba hablando con otros en aquel alboroto y<br />

yo llegué y le dije: señor Warren, présteme mil bolívares; no le<br />

dije para qué ni nada: présteme mil bolívares, nada más, y<br />

seguí con la cosa como una manía: présteme mil bolívares y lo<br />

jalé por el brazo; mañana, mañana, él es un hombre muy<br />

decente, yo sé que no se me hubiera negado en otra<br />

oportunidad, como se debe. Eso sí, lo recuerdo bien: él se<br />

volteó riéndose, y me dijo, así, muy tranquilo: no sea tonto,<br />

pues, vaya a divertirse y ¡tran!<br />

Y él no había calculado aquel derrumbe, aquella<br />

precipitación desencadenada que difundió el pavor que los<br />

paralizó a todos como el primer minuto de un cataclismo,<br />

~ 114 ~


antes de caer en masa sobre él y dominarlo sin ningún<br />

esfuerzo, porque ya se había vaciado del todo y no sentía y se<br />

lo llevaron afuera como si lo cargaran de vuelta al infierno.<br />

~ 115 ~


ÍNDICE<br />

El viaje…………………………………………….. 6<br />

<strong>Difuntos</strong> y volátiles…………………………… 8<br />

Ancianas………………………………………….. 10<br />

Vuelos y colisiones……………………………. 13<br />

El impostor y su víctima…………………… 16<br />

Estar solo………………………………………… 20<br />

El peatón melancólico………………………. 25<br />

Impresiones de viaje………………………… 34<br />

Malas costumbres……………………………. 38<br />

Ensayo de vuelo………………………………. 43<br />

La Diablesa de Armiño…………………….. 48<br />

Cuentas viejas…………………………………. 56<br />

Alusiones domésticas………………………. 62<br />

¡Nixon no!............................................ 66<br />

Sábado por la noche………………………… 71<br />

Tensión dinámica……………………………. 83<br />

Cuento de muertos………………………….. 89<br />

Perder pie……………………………………… 96<br />

Personaje I…………………………………….. 99<br />

Personaje II…………………………………… 104<br />

Personaje III…………………………………. 110<br />

¡Tran!................................................. 111


<strong>Salvador</strong> <strong>Garmendia</strong><br />

<strong>Salvador</strong> <strong>Garmendia</strong><br />

Nacimiento<br />

Defunción<br />

Ocupación<br />

Nacionalidad<br />

11 de junio de 1928<br />

Barquisimeto, Venezuela<br />

13 de mayo de 2001<br />

(72 años)<br />

Caracas, Venezuela<br />

novelista, cuentista,<br />

articulista, guionista<br />

venezolano<br />

Firma<br />

<strong>Salvador</strong> <strong>Garmendia</strong> Graterón (Barquisimeto, 11 de junio de 1928 - Caracas, 13<br />

de mayo de 2001) fue un escritor venezolano. Narrador, periodista, guionista de<br />

radio y televisión y diplomático. En 1973 obtuvo el Premio Nacional de Literatura;<br />

en 1989, el Juan Rulfo (México) y en 1992, el Dos océanos (Francia). En 2003 fue<br />

creada en Caracas la fundación que lleva su nombre. Estuvo casado dos veces,<br />

uniones de las cuales resultaron siete hijos.


Índice<br />

• 1 Biografía<br />

o 1.1 Primeros años (1928-1948)<br />

o 1.2 Primeras obras, Sardio y El techo de la ballena (1949-1969)<br />

o 1.3 Consolidación (<strong>1970</strong>-1979)<br />

o 1.4 Memorias de Altagracia (1974)<br />

o 1.5 Madurez literaria y fallecimiento (1980-2001)<br />

• 2 Bibliografía<br />

o 2.1 Libros infantiles<br />

o 2.2 Obra póstuma<br />

• 3 Referencias<br />

Biografía<br />

Primeros años (1928-1948)<br />

<strong>Salvador</strong> <strong>Garmendia</strong> nace el 11 de junio de 1928 en la ciudad de Barquisimeto,<br />

hijo de Dolores Graterón y Ezequiel <strong>Garmendia</strong>. En 1934 comienza sus primeros<br />

estudios en una escuela dirigida por las hermanas García Sorondo. Por razones<br />

económicas no pudo continuar sus estudios y se vio aprendiendo por sí solo;<br />

además, un evento que contribuyó a esto fue que contrajo tuberculosis en 1940, lo<br />

que lo obligó a permanecer en cama por tres años. Durante este tiempo <strong>Salvador</strong><br />

se dedicó a la lectura y así comenzó su sólida base literaria. 1<br />

En 1946 Publica su primera novela, El parque, editada por Casta J. Riera. A su<br />

vez, en esta misma fecha, escribe el prólogo de Cantos iniciales, libro de poemas<br />

de su amigo Rafael Cadenas. A la edad de veinte, se une al Partido Comunista de<br />

Venezuela y publica la revista Tiempo literario, en su ciudad natal, junto a Alberto<br />

Anzola, Elio Mujica, Carmen Luisa de Sequera e Isbelia Sequera. Sus inicios como<br />

escritor se plasman igualmente en periódicos locales y el diario El Nacional. Para<br />

1948 toma por residencia la ciudad de Caracas.<br />

Primeras obras, Sardio y El techo de la ballena (1949-1969)<br />

Al año siguiente <strong>Salvador</strong> obtiene su título como locutor, oficio al cual se dedica<br />

hasta 1967. En este período hace adaptaciones para la radio de obras famosas,<br />

como Crimen y castigo, que realiza junto a Lolita Lázaro en Radio Tropical. En<br />

1958 integra el grupo literario Sardio, el cual edita una revista del mismo nombre<br />

como manifestación de libertad política, y escribe la radionovela titulada Marcela<br />

Campos, la guerrillera de los Llanos, que entrelíneas informaba a los oyentes<br />

sobre lo que estaba ocurriendo en la política, en la vida social, económica y con la<br />

actividad guerrillera de la Venezuela de aquella época. Para 1959 Publica su


segunda novela, Los pequeños seres, en la editorial Sardio. Con ella gana el<br />

Premio Municipal de Prosa.<br />

Durante los años sesenta trabaja en el Departamento de Publicaciones de la<br />

Dirección de Cultura de la Universidad Central de Venezuela; forma parte del<br />

Comité de Redacción de la revista Papeles del Ateneo de Caracas y se traslada a<br />

Mérida como encargado de las publicaciones de la Universidad de Los Andes.<br />

Cabe destacar que en 1961 se desintegra el grupo Sardio y <strong>Garmendia</strong> junto a<br />

otros integrantes del grupo, fundan El Techo de la Ballena. En estos años<br />

publicará las novelas: Los habitantes (1961), Días de ceniza (1963) y La mala vida<br />

(1968). Así como su primer libro de cuentos: Doble fondo (1965) y la monografía:<br />

La novela en Venezuela (1967). A mediados de la década se edita Los pequeños<br />

seres en Montevideo y La Habana, además de Doble fondo en la ciudad de<br />

Buenos Aires.<br />

Consolidación (<strong>1970</strong>-1979)<br />

El volumen de relatos <strong>Difuntos</strong>, extraños y volátiles aparecerá en <strong>1970</strong>. El inicio de<br />

la nueva década lo recibe escribiendo el guion para el cortometraje <strong>Salvador</strong><br />

Valero Corredor, un artista del común, realizando también su locución. <strong>Salvador</strong><br />

<strong>Garmendia</strong> participa como asesor de la Biblioteca Popular El dorado en Monte<br />

Ávila Editores y forma parte de la primera junta directiva del Centro de Estudios<br />

Latinoamericanos Rómulo Gallegos. En 1972 publica el libro de cuentos Los<br />

escondites, obteniendo el Premio Nacional de Literatura y una beca para estudios<br />

y trabajo en Barcelona, España, otorgada por la Universidad de los Andes. En<br />

1973 aparece su novela Los pies de barro, y prologa el libro de cuentos de Arturo<br />

Uslar Pietri: Moscas, árboles y hombres. En 1974 publica Memorias de Altagracia,<br />

la que se convertirá en una de sus obras más importantes. En 1975 realiza para la<br />

televisión la adaptación de Pobre negro, de Rómulo Gallegos. Se desempeña<br />

como guionista del cortometraje Los Chimbangueles dirigido por Mauricio<br />

Walerstein.<br />

Al año siguiente publica: El Inquieto Anacobero en el diario El Nacional. Por este<br />

cuento –que desató polémica por el uso de «malas palabras»– <strong>Salvador</strong><br />

<strong>Garmendia</strong> fue objeto de una denuncia del Bloque de Prensa Venezolano ante el<br />

Juzgado Segundo de Primera Instancia en lo Penal, por el delito de ultraje al pudor<br />

público, lesionador de los principios morales de la sociedad venezolana. Entre<br />

1976 y 1978 escribe el guion de la película Fiebre, adaptación de la novela de<br />

Miguel Otero Silva, dirigido por Juan Santana; el libreto de la telenovela La hija de<br />

Juana Crespo; la versión para cine de Juan Topocho, cuento de Rafael Zárraga,<br />

dirigido por César Bolívar, y para la televisión La piel de zapa, adaptación de la<br />

novela de Honoré de Balzac. A mediados de la década, colabora periódicamente<br />

con artículos humorísticos en la revista El Sádico Ilustrado.


Memorias de Altagracia (1974)<br />

Durante su estadía en España, <strong>Salvador</strong> <strong>Garmendia</strong> presenta Memorias de<br />

Altagracia. Sobre su proceso creativo el autor comentaría: «Una vez en España<br />

encontré que esa zona que yo apenas había entrevisto y en la cual no me había<br />

atrevido a penetrar totalmente se me iluminaba de golpe, y me vi con los recursos<br />

y los instrumentos en la mano para acometerla enseguida en forma total».<br />

Memorias de Altagracia servirá de transición tanto en el estilo como en la temática<br />

de sus novelas y relatos. Recuerdos de su infancia, como aquel personaje del<br />

Moncho Marinferínfero, el cual habría conocido en su ciudad natal en 1936; así<br />

como la unión de relatos cortos para la formación de la novela. Sobre esta obra el<br />

investigador Alberto Márquez apunta:<br />

Memorias de Altagracia está construida como un mundo de pliegues<br />

concéntricos donde cada uno de los relatos, algunos completamente<br />

independientes, van descubriendo, revelando, los hechos más relevantes<br />

del narrador-protagonista. Todos ellos se encuentran hilvanados por la<br />

figura del narrador, por los personajes que se reiteran –tías y tíos, su primo<br />

Alí– y, sobre todo, por la omnipresencia de la ciudad Altagracia. Un mundo<br />

completamente circunscrito por los límites de la ciudad, pero abierto por<br />

esa otra dimensión, ese descosido en la tipografía del mundo que es la<br />

imaginación. 2<br />

En 1982 la novela fue incluida en Letras Hispánicas dentro del género de obras<br />

clásicas de la literatura española y latinoamericana.<br />

Madurez literaria y fallecimiento (1980-2001)<br />

En 1981 <strong>Salvador</strong> <strong>Garmendia</strong> publica el libro de relatos El único lugar posible.<br />

Para 1982 aparece la segunda edición de La mala vida, con notables<br />

correcciones. En el mismo año, el cuento de <strong>Garmendia</strong> El peatón melancólico es<br />

objeto de un cortometraje por Luis Salamanca. En 1983 escribe el guion<br />

cinematográfico para la película La gata borracha, dirigida por Román Chalbaud.<br />

En 1984 es nombrado Consejero Cultural en la Embajada de Venezuela en Madrid<br />

y recibe la Beca Guggenheim, la cual sirve de apoyo para la escritura de la novela<br />

El capitán Kid. Dos años después aparecen los libros de cuentos Hace mal tiempo<br />

afuera y La casa del tiempo.<br />

En 1987 se traslada de Madrid a Barcelona, con similar cargo diplomático.<br />

También escribe el prólogo de la Obra poética de Vicente Gerbasi, para la edición<br />

de cultura del Instituto de Cooperación Iberoamericana. En 1988 presenta la<br />

novela El capitán Kid y escribe periódicamente para la agencia de noticias EFE;<br />

dos de estos artículos aparecen en la Antología grandes firmas. A su vez, prologa<br />

la antología del poeta venezolano José Antonio Ramos Sucre para la editorial<br />

Siruela. En 1989 regresa a Venezuela, escribiendo nuevamente para la televisión.<br />

En el último año de la década de los ochenta, gana el premio de Literatura


Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, en su Mención Cuento con el relato: Tan<br />

desnuda como una piedra.<br />

<strong>Garmendia</strong> inicia la década de los noventa publicando un compendio de las<br />

crónicas aparecidas en la revista El Sádico Ilustrado. Esta compilación llevará el<br />

nombre de Crónicas sádicas; ilustrada con dibujos de Pedro León Zapata. Al año<br />

siguiente, Monte Ávila Editores publica Cuentos cómicos, también aparece el libro<br />

de relatos La gata y la señora y la antología de cuentos Sobre la tierra calcinada,<br />

preparada por Juan Gustavo Cobo Borda. En diciembre, es elegido Pregonero<br />

Mayor de la Navidad Caraqueña de 1991. En 1992 Gana el Premio Dos Océanos<br />

de Francia; es nombrado director de la revista Imagen Latinoamericana y escribe<br />

el guion del documental Isaías Medina Angarita, soldado de la libertad, dirigido por<br />

Carlos Oteyza. En este período <strong>Garmendia</strong> se caracteriza por la publicación de<br />

una serie de cuentos infantiles, entre estos destacan: Galileo en su reino (1994),<br />

El cuento más viejo del mundo (1997), Un pingüino en Maracaibo, El sapo y los<br />

cocuyos (ambos en 1998) y El turpial que vivió dos veces (2000).<br />

En 1997 escribe los guiones de los documentales El General López Contreras y<br />

La voz del corazón, ambos dirigidos por Carlos Oteyza; además de esto, se<br />

desempeña como colaborador semanal en el diario El Nacional. <strong>Garmendia</strong> ya<br />

cuenta con más de siete décadas de vida para finales de los noventa. En 1998<br />

publica el libro de relatos La media espada de Amadís. A partir de 1999 publica<br />

quincenalmente su columna Ojo de Buey en el Papel Literario del diario El<br />

Nacional. También en 1999, La Universidad del Zulia le confiere el Doctorado<br />

Honoris Causa y presenta junto a Carlos Oteyza, el documental Caracas, crónica<br />

del siglo XX.<br />

A principios de 2001, ya gravemente enfermo, participó en la selección y<br />

presentación de la colección Grandes Clásicos de la Literatura del diario El<br />

Nacional. <strong>Salvador</strong> <strong>Garmendia</strong> murió en Caracas en el 12 de mayo de 2001 a<br />

causa de una afección pulmonar. <strong>Garmendia</strong>, con 72 años, luchó contra un cáncer<br />

de garganta, además de padecer diabetes desde 1997, lo que agravó su salud en<br />

las últimas semanas.<br />

Bibliografía<br />

• El parque (1946)<br />

• Los pequeños seres (1958)<br />

• Los habitantes (1961)<br />

• Día de ceniza (1963)<br />

• Doble fondo (1966)<br />

• La novela en Venezuela (1966)<br />

• La mala vida (1968)<br />

• <strong>Difuntos</strong>, extraños y volátiles (<strong>1970</strong>)<br />

• Los escondites (1972)<br />

• Los pies de barro (1972)


• Memorias de Altagracia (1974)<br />

• El inquieto Anacobero y otros cuentos (1976)<br />

• El brujo hípico y otros relatos (1979)<br />

• Enmiendas y atropellos (1979)<br />

• El único lugar posible (1981)<br />

• Hace mal tiempo afuera (1986)<br />

• La casa del tiempo (1986)<br />

• El capitán Kid (1988)<br />

• Cuentos cómicos (1991)<br />

• La gata y la señora (1991)<br />

• Crónicas Sádicas (1991)<br />

• La vida buena (1994)<br />

• La media espada de Amadís (1998)<br />

Libros infantiles<br />

• Galileo en su reino (1994)<br />

• El cuento más viejo del mundo (1997)<br />

• Un pingüino en Maracaibo (1998)<br />

• El sapo y los cocuyos (1998)<br />

• El turpial que vivió dos veces (2000)<br />

• Mi familia de trapo (2002)<br />

• La viuda que se quedó tiesa (2004)<br />

Obra póstuma<br />

• No es el espejo (2002)<br />

• Anotaciones en cuaderno negro (2003)<br />

• El regreso (2004)<br />

• El gran miedo, Vida(s) y escritura(s) (2004)<br />

• El inquieto Anacobero y otros relatos (2004)<br />

• Entre tías y putas (2008)<br />

Referencias<br />

1. ↑ «<strong>Salvador</strong> <strong>Garmendia</strong>» Contemporary Photographers, 3rd ed. St. James<br />

Press, 1996. Reproduced in Biography Resource Center. Farmington Hills,<br />

Mich.: Thomson Gale. 2007.<br />

http://galenet.galegroup.com.library.sjeccd.org:80/servlet/BioRC"<br />

2. ↑ Prólogo por Alberto Márquez. Memorias de Altagracia, Primera edición de<br />

Monte Ávila Editores. Monte Ávila Editores, 1991.<br />

• Cronología de <strong>Salvador</strong> <strong>Garmendia</strong> para El inquiento Anacobero y otros<br />

relatos de Monte Ávila Editores, Caracas, 2004.<br />

• Investigación sobre la vida y obra de <strong>Salvador</strong> <strong>Garmendia</strong> por Guillermo<br />

Ramos Flamerich.


• <strong>Salvador</strong> <strong>Garmendia</strong> en La Biblioteca - Analitica.com<br />

Categorías:<br />

• Nacidos en 1928<br />

• Fallecidos en 2001<br />

• Barquisimetanos<br />

• Cuentistas de Venezuela<br />

• Escritores de Venezuela<br />

• Escritores en español del siglo XX<br />

• Novelistas de Venezuela<br />

• Guionistas de Venezuela<br />

• Beca Guggenheim<br />

-------------------------------------------------------------<br />

<strong>Salvador</strong> <strong>Garmendia</strong> - Entrevista<br />

Palabra mayor (1992)<br />

http://www.youtube.com/watch?v=Vsrxq7meGSk<br />

enlace de descarga:<br />

http://www.mediafire.com/?uf73ilkc825nlaz<br />

ABC Cultural<br />

http://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/abc/1986/08/30/035.html

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