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Mastretta, Angeles - Arrancame la vida

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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

ARRÁNCAME LA VIDA<br />

ÁNGELES MASTRETTA<br />

ÍNDICE<br />

CAPÍTULO I ..........................................................................3<br />

CAPÍTULO II .........................................................................8<br />

CAPÍTULO III ......................................................................13<br />

CAPÍTULO IV.......................................................................14<br />

CAPÍTULO V........................................................................20<br />

CAPÍTULO VI.......................................................................25<br />

CAPÍTULO VII .....................................................................33<br />

CAPÍTULO VIII ....................................................................37<br />

CAPÍTULO IX.......................................................................41<br />

CAPÍTULO X........................................................................46<br />

CAPÍTULO XI.......................................................................50<br />

CAPÍTULO XII .....................................................................52<br />

CAPÍTULO XIII ....................................................................57<br />

CAPÍTULO XIV.....................................................................60<br />

CAPÍTULO XV......................................................................64<br />

CAPÍTULO XVI.....................................................................69<br />

CAPÍTULO XVII ...................................................................73<br />

CAPÍTULO XVIII ..................................................................75<br />

CAPÍTULO XIX.....................................................................86<br />

CAPÍTULO XX......................................................................91<br />

CAPÍTULO XXI.....................................................................93<br />

CAPÍTULO XXII ...................................................................96<br />

CAPÍTULO XXIII ................................................................ 102<br />

CAPÍTULO XXIV................................................................. 106<br />

CAPÍTULO XXV.................................................................. 108<br />

CAPÍTULO XXVI................................................................. 111<br />

ALFAGUARA, S.A., 1986<br />

TERCERA EDICION DICIEMBRE 1994<br />

ILUSTRACION DE LA CUBIERTA:<br />

NAZARIO, BRANDY CON NARANJA.<br />

Impreso en España<br />

2


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Este libro es para Héctor por cómplice<br />

y para Mateo por boicoteador.<br />

También para mi mamá<br />

y para mis amigas incluyendo a<br />

Verónica.<br />

Por supuesto les pertenece a Catarina<br />

y a su papá<br />

que lo escribieron conmigo.<br />

CAPÍTULO I<br />

Ese año pasaron muchas cosas en este país. Entre otras, Andrés y yo nos casamos.<br />

Lo conocí en un café de los portales. En qué otra parte iba a ser si en Pueb<strong>la</strong> todo pasaba en<br />

los portales: desde los noviazgos hasta los asesinatos, como si no hubiera otro lugar.<br />

Entonces él tenía más de treinta años y yo menos de quince. Estaba con mis hermanas y<br />

sus novios cuando lo vimos acercarse. Dijo su nombre y se sentó a conversar entre nosotros. Me<br />

gustó. Tenía <strong>la</strong>s manos grandes y unos <strong>la</strong>bios que apretados daban miedo y, riéndose, confianza.<br />

Como si tuviera dos bocas. El pelo después de un rato de hab<strong>la</strong>r se le alborotaba y le caía sobre<br />

<strong>la</strong> frente con <strong>la</strong> misma insistencia con que él lo empujaba hacia atrás en un hábito de toda <strong>la</strong> <strong>vida</strong>.<br />

No era lo que se dice un hombre guapo. Tenía los ojos demasiado chicos y <strong>la</strong> nariz demasiado<br />

grande, pero yo nunca había visto unos ojos tan vivos y no conocía a nadie con su expresión de<br />

certidumbre.<br />

uno:<br />

De repente me puso una mano en el hombro y preguntó:<br />

—¿Verdad que son unos pendejos?<br />

Miré alrededor sin saber qué decir:<br />

—¿Quiénes? —pregunté.<br />

—Usted diga que sí, que en <strong>la</strong> cara se le nota que está de acuerdo —pidió riéndose.<br />

Dije que sí y volví a preguntar quiénes. Entonces él, que tenía los ojos verdes, dijo cerrando<br />

—Los pob<strong>la</strong>nos, chu<strong>la</strong>. ¿Quiénes si no?<br />

C<strong>la</strong>ro que estaba yo de acuerdo. Para mí los pob<strong>la</strong>nos eran esos que caminaban y vivían<br />

como si tuvieran <strong>la</strong> ciudad escriturada a su nombre desde hacía siglos. No nosotras, <strong>la</strong>s hijas de<br />

un campesino que dejó de ordeñar vacas porque aprendió a hacer quesos; no él, Andrés<br />

Ascencio, convertido en general gracias a todas <strong>la</strong>s casualidades y todas <strong>la</strong>s astucias menos <strong>la</strong> de<br />

haber heredado un apellido con escudo.<br />

Quiso acompañarnos hasta <strong>la</strong> casa y desde ese día empezó a visitar<strong>la</strong> con frecuencia, a<br />

di<strong>la</strong>pidar sus coqueterías conmigo y con toda <strong>la</strong> familia, incluyendo a mis papás que estaban tan<br />

divertidos y ha<strong>la</strong>gados como yo.<br />

Andrés les contaba historias en <strong>la</strong>s que siempre resultaba triunfante. No hubo batal<strong>la</strong> que él<br />

no ganara, ni muerto que no matara por haber traicionado a <strong>la</strong> Revolución o al Jefe Máximo o a<br />

quien se ofreciera.<br />

3


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Se nos metió de golpe a todos. Hasta mis hermanas mayores, Teresa, que empezó<br />

calificándolo de viejo concupiscente, y Bárbara, que le tenía un miedo atroz, acabaron<br />

divirtiéndose con él casi tanto como Pía <strong>la</strong> más chica. A mis hermanos los compró para siempre<br />

llevándolos a dar una vuelta en su coche.<br />

A veces traía flores para mí y chicles americanos para ellos. Las flores nunca me<br />

emocionaron, pero me sentía importante arreglándo<strong>la</strong>s mientras él fumaba un puro y conversaba<br />

con mi padre sobre <strong>la</strong> <strong>la</strong>boriosidad campesina o los principales jefes de <strong>la</strong> Revolución y los favores<br />

que cada uno le debía.<br />

Después me sentaba a oírlos y a dar opiniones con toda <strong>la</strong> contundencia que me facilitaban<br />

<strong>la</strong> cercanía de mi padre y mi absoluta ignorancia.<br />

Cuando se iba yo lo acompañaba a <strong>la</strong> puerta y me dejaba besar un segundo, como si alguien<br />

nos espiara. Luego salía corriendo tras mis hermanos.<br />

Nos empezaron a llegar rumores: Andrés Ascencio tenía muchas mujeres, una en Zacatlán<br />

y otra en Cholu<strong>la</strong>, una en el barrio de La Luz y otras en México. Engañaba a <strong>la</strong>s jovencitas, era un<br />

criminal, estaba loco, nos íbamos a arrepentir.<br />

Nos arrepentimos, pero años después. Entonces mi papá hacía bromas sobre mis ojeras y<br />

yo me ponía a darle besos.<br />

Me gustaba besar a mi papá y sentir que tenía ocho años, un agujero en el calcetín, zapatos<br />

rojos y un moño en cada trenza los domingos. Me gustaba pensar que era domingo y que aún era<br />

posible subirse en el burro que ese día no cargaba leche, caminar hasta el campo sembrado de<br />

alfalfa para quedar bien escondida y desde ahí gritar: «A que no me encuentras, papá.» Oír sus<br />

pasos cerca y su voz: «¿Dónde estará esta niña? ¿Dónde estará esta niña?», hasta fingir que se<br />

tropezaba conmigo, aquí está <strong>la</strong> niña, y tirarse cerca de mí, abrazarme <strong>la</strong>s piernas y reírse:<br />

—Ya no se puede ir <strong>la</strong> niña, <strong>la</strong> tiene atrapada un sapo que quiere que le dé un beso.<br />

Y de veras me atrapó un sapo. Tenía quince años y muchas ganas de que me pasaran cosas.<br />

Por eso acepté cuando Andrés me propuso que fuera con él unos días a Tecolut<strong>la</strong>. Yo no conocía<br />

el mar, él me contó que se ponía negro en <strong>la</strong>s noches y transparente al mediodía. Quise ir a verlo.<br />

Nada más dejé un recado diciendo: «Queridos papás, no se preocupen, fui a conocer el mar.»<br />

En realidad, fui a pegarme <strong>la</strong> espantada de mi <strong>vida</strong>. Yo había visto caballos y toros irse<br />

sobre yeguas y vacas, pero el pito parado de un señor era otra cosa. Me dejé tocar sin meter <strong>la</strong>s<br />

manos, sin abrir <strong>la</strong> boca, tiesa como muñeca de cartón, hasta que Andrés me preguntó de qué<br />

tenía miedo.<br />

—De nada —dije.<br />

—Entonces ¿por qué me ves así?<br />

—Es que no estoy muy segura de que eso me quepa —le contesté.<br />

—Pero cómo no muchacha, nomás póngase flojita —dijo y me dio una nalgada. Ya ve cómo<br />

está tiesa. Así c<strong>la</strong>ro que no se puede. Pero aflójese. Nadie se <strong>la</strong> va a comer si usted no quiere.<br />

Volvió a tocarme por todas partes como si se hubiera acabado <strong>la</strong> prisa. Me gustó.<br />

—Ya ve cómo no muerdo —dijo hablándome de usted como si fuera yo una diosa. Fíjese, ya<br />

está mojada —comentó con el mismo tono de voz que mi madre usaba para hab<strong>la</strong>r comp<strong>la</strong>cida de<br />

sus guisos. Luego se metió, se movió, resopló y gritó como si yo no estuviera abajo otra vez tiesa,<br />

bien tiesa.<br />

—No sientes, ¿por qué no sientes? —preguntó después.<br />

—Sí siento, pero el final no lo entendí.<br />

—Pues el final es lo que importa —dijo hab<strong>la</strong>ndo con el cielo. ¡Ay estas viejas! ¿Cuándo<br />

aprenderán?<br />

Y se quedó dormido.<br />

Yo me pasé toda <strong>la</strong> noche despierta, como encendida. Anduve caminando. Por <strong>la</strong>s piernas<br />

me corría un liquido, lo toqué. No era mío, él me lo había echado. Al amanecer me fui a dormir con<br />

mis cavi<strong>la</strong>ciones. Cuando él me sintió entrar en <strong>la</strong> cama nomás estiró un brazo y me lo puso<br />

encima. Despertamos con los cuerpos trenzados.<br />

—¿Por qué no me enseñas? —le dije.<br />

—¿A qué?<br />

4


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Pues a sentir.<br />

—Eso no se enseña, se aprende contestó.<br />

Entonces me propuse aprender. Por lo pronto me dediqué a estar flojita, tanto que a veces<br />

parecía le<strong>la</strong>. Andrés hab<strong>la</strong>ba y hab<strong>la</strong>ba mientras caminábamos por <strong>la</strong> p<strong>la</strong>ya; yo columpiaba los<br />

brazos, abría <strong>la</strong> boca como si se me cayera <strong>la</strong> mandíbu<strong>la</strong>, metía y sacaba <strong>la</strong> barriga, apretaba y<br />

aflojaba <strong>la</strong>s nalgas.<br />

¿De qué tanto hab<strong>la</strong>ba el general? Ya no me acuerdo exactamente, pero siempre era de sus<br />

proyectos políticos, y hab<strong>la</strong>ba conmigo como con <strong>la</strong>s paredes, sin esperar que le contestaran, sin<br />

pedir mi opinión, urgido sólo de audiencia. Por esas épocas andaba p<strong>la</strong>neando cómo ganarle al<br />

general Pal<strong>la</strong>res <strong>la</strong> gubernatura del estado de Pueb<strong>la</strong>. No lo bajaba de pendejo pero se ocupaba<br />

de él como si no lo fuera.<br />

—No ha de ser tan pendejo donde te preocupa —le dije una tarde. Estábamos viendo <strong>la</strong><br />

puesta del sol.<br />

—C<strong>la</strong>ro que es un pendejo. Y tú qué te metes, ¿quién te pidió tu opinión?<br />

—Hace cuatro días que hables de lo mismo, ya me dio tiempo de tener una opinión.<br />

—Vaya con <strong>la</strong> señorita. No sabe ni cómo se hacen los niños y ya quiere dirigir generales. Me<br />

está gustando —dijo.<br />

Cuando acabó <strong>la</strong> semana me devolvió a mi casa con <strong>la</strong> misma frescura con que me había<br />

sacado y desapareció como un mes. Mis padres me recibieron de regreso sin preguntas ni<br />

comentarios. No estaban muy seguros de su futuro y tenían seis hijos, así que se dedicaron a<br />

festejar que el mar fuera tan hermoso y el general tan amable que se molestó en llevarme a<br />

verlo.<br />

—¿Por qué no vendrá don Andrés? —empezó a preguntar mi papá como a los quince días de<br />

ausencia.<br />

—Anda en eso de ganarle al general Pal<strong>la</strong>res —dije yo, que más que pensar en él me había<br />

quedado obsesionada con sentir.<br />

Ya no iba a <strong>la</strong> escue<strong>la</strong>, casi ninguna mujer iba a <strong>la</strong> escue<strong>la</strong> después de <strong>la</strong> primaria, pero yo<br />

fui unos años más porque <strong>la</strong>s monjas salesianas me dieron una beca en su colegio c<strong>la</strong>ndestino.<br />

Estaba prohibido que enseñaran, así que ni título ni nada tuve, pero <strong>la</strong> pasé bien. Todo se<br />

agradecía. Aprendí los nombres de <strong>la</strong>s tribus de Israel, los nombres de los jefes y descendientes<br />

de cada tribu y los nombres de todas <strong>la</strong>s ciudades y todos los hombres y mujeres que cruzaban<br />

por <strong>la</strong> Historia Sagrada. Aprendí que Benito Juárez era masón y había vuelto del otro mundo a<br />

ja<strong>la</strong>rle <strong>la</strong> sotana a un cura para que ya no se molestara en decir misas por él, que estaba en el<br />

infierno desde hacía un rato.<br />

Total, terminé <strong>la</strong> escue<strong>la</strong> con una mediana caligrafía, algunos conocimientos de gramática,<br />

poquísimos de aritmética, ninguno de historia y varios manteles de punto de cruz.<br />

Cuando tuve que permanecer encerrada todo el día, mi madre puso su empeño en que<br />

fuera una excelente ama de casa, pero siempre me negué a remendar calcetines y a sacarles <strong>la</strong><br />

basurita a los frijoles. Me quedaba mucho tiempo para pensar y empecé a desesperarme.<br />

Una tarde fui a ver a <strong>la</strong> gitana que vivía por el barrio de La Luz y tenía fama de experta en<br />

amores. Había una fi<strong>la</strong> de gente esperando turno. Cuando por fin me tocó pasar, el<strong>la</strong> se sentó<br />

frente a mi y me preguntó qué quería saber. Le dije muy seria:<br />

—Quiero sentir —se me quedó mirando, yo también <strong>la</strong> miré, era una mujer gorda y suelta;<br />

por el escote de <strong>la</strong> blusa le salía <strong>la</strong> mitad de unos pechos b<strong>la</strong>ncos, usaba pulseras de colores en los<br />

dos brazos y unas arracadas de oro que se columpiaban de sus oídos rozándole <strong>la</strong>s mejil<strong>la</strong>s.<br />

—Nadie viene aquí a eso —me dijo. No sea que después tu madre me quiera echar pleito.<br />

—¿Usted tampoco siente? —pregunté.<br />

Por toda respuesta empezó a desvestirse. En un segundo se desamarró <strong>la</strong> falda, se quitó <strong>la</strong><br />

blusa y quedó desnuda, porque no usaba calzones ni fondos ni sostenes.<br />

—Aquí tenemos una cosita —dijo metiéndose <strong>la</strong> mano entre <strong>la</strong>s piernas. Con ésa se siente.<br />

Se l<strong>la</strong>ma el timbre y ha de tener otros nombres. Cuando estés con alguien piensa que en ese lugar<br />

queda el centro de tu cuerpo, que de ahí vienen todas <strong>la</strong>s cosas buenas, piensa que con eso<br />

piensas, oyes y miras; olvídate de que tienes cabeza y brazos, ponte toda ahí. Vas a ver si no<br />

sientes.<br />

5


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Luego se vistió en otro segundo y me empujó a <strong>la</strong> puerta.<br />

—Ya vete. No te cobro porque yo sólo cobro por decir mentiras y lo que te dije es <strong>la</strong> verdad,<br />

por ésta, y besó <strong>la</strong> cruz que hacía con dos dedos.<br />

Volví a casa segura de que sabía un secreto que era imposible compartir. Esperé hasta que se<br />

apagaron todas <strong>la</strong>s luces y hasta que Teresa y Bárbara parecían dormidas sin regreso. Me puse <strong>la</strong><br />

mano en el timbre y <strong>la</strong> moví. Todo lo importante estaba ahí, por ahí se miraba, por ahí se oía, por<br />

ahí se pensaba. Yo no tenía cabeza, ni brazos, ni pies ni ombligo. Las piernas se me pusieron<br />

tiesas como si quisieran desprenderse. Y sí, ahí estaba todo.<br />

—¿Qué te pasa Cati? ¿Por qué sop<strong>la</strong>s? —preguntó Teresa despavilándose. Al día siguiente<br />

amaneció contándole a todo el mundo que yo <strong>la</strong> había despertado con unos ruidos raros, como si<br />

me ahogara. A mi madre le entró preocupación y hasta quiso llevarme al doctor. Así le había<br />

empezado <strong>la</strong> tuberculosis a <strong>la</strong> dama de <strong>la</strong>s camelias.<br />

A veces todavía tengo nostalgia de una boda en <strong>la</strong> iglesia. Me hubiera gustado desfi<strong>la</strong>r por<br />

un pasillo rojo del brazo de mi padre hasta el altar, con el órgano tocando <strong>la</strong> marcha nupcial y<br />

todos mirándome.<br />

Siempre me río en <strong>la</strong>s bodas. Sé que tanta faramal<strong>la</strong> acabará en el cansancio de todos los<br />

días durmiendo y amaneciendo con <strong>la</strong> misma barriga junto. Pero <strong>la</strong> música y el desfile señoreados<br />

por <strong>la</strong> novia todavía me dan más envidia que risa.<br />

Yo no tuve una boda así. Me hubieran gustado mis hermanas de damas color de rosa, bobas<br />

y sentimentales, con los cuerpos forrados de organza y encaje. Mi papá de negro y mi madre de<br />

<strong>la</strong>rgo. Me hubiera gustado un vestido con <strong>la</strong>s mangas amplias y el cuello alto, con <strong>la</strong> co<strong>la</strong><br />

extendida por todos los escalopes hasta el altar.<br />

Eso no me hubiera cambiado <strong>la</strong> <strong>vida</strong>, pero podría jugar con el recuerdo como juegan otras.<br />

Podría evocarme caminando el pasillo de regreso, apoyada en Andrés y saludando desde <strong>la</strong> altura<br />

de mi nobleza recién adquirida, desde <strong>la</strong> alcurnia que todos otorgan a una novia cuando vuelve<br />

del altar.<br />

Yo me hubiera casado en Catedral para que el pasillo fuera aun más <strong>la</strong>rgo. Pero no me casé.<br />

Andrés me convenció de que todo eso eran puras pendejadas y de que él no podía arruinar su<br />

carrera política. Había participado en <strong>la</strong> guerra anticristera de Jiménez, le debía lealtad al Jefe<br />

Máximo, ni de chiste se iba a casar por <strong>la</strong> iglesia. Por lo civil sí, <strong>la</strong> ley civil había que respetar<strong>la</strong>,<br />

aunque lo mejor, decía, hubiera sido un rito de casamiento militar.<br />

Lo estaba diciendo y lo estaba inventando, porque nosotros nos casamos como soldados.<br />

Un día pasó en <strong>la</strong> mañana.<br />

—¿Están tus papás? —preguntó.<br />

Si estaban, era domingo. ¿Dónde podrían estar sino metidos en <strong>la</strong> casa como todos los<br />

domingos?<br />

—Diles que vengo por ustedes para que nos vayamos a casar.<br />

—¿Quiénes? —pregunté.<br />

—Yo y tú —dijo. Pero hay que llevar a los demás.<br />

—Ni siquiera me has preguntado si me quiero casar contigo —dije. ¿Quién te crees?<br />

—¿Cómo que quién me creo? Pues me creo yo, Andrés Ascencio. No proteste y súbase al<br />

coche. Entró a <strong>la</strong> casa, cruzó tres pa<strong>la</strong>bras con mi<br />

papá y salió con toda <strong>la</strong> familia detrás.<br />

Mi mamá lloraba. Me dio gusto porque le imponía algo de rito a <strong>la</strong> situación. Las mamás<br />

siempre lloran cuando se casan sus hijas.<br />

—¿Por qué lloras mamá?<br />

—Porque presiento, hija.<br />

Mi mamá se <strong>la</strong> pasaba presintiendo. Llegamos al registro civil. Ahí estaban esperando unos<br />

árabes amigos de Andrés, Rodolfo el compadre del alma, con Sofía su esposa, que me miró con<br />

desprecio. Pensé que le darían rabia mis piernas y mis ojos, porque el<strong>la</strong> era de pierna f<strong>la</strong>ca y ojo<br />

chico. Aunque su marido fuera subsecretario de guerra.<br />

El juez era un chaparrito, calvo y solemne.<br />

6


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Buenas, Cabañas —dijo Andrés.<br />

—Buenos días, general, qué gusto nos da tenerlo por aquí. Ya está todo listo.<br />

Sacó una libreta enorme y se puso detrás de un escritorio. Yo insistía en conso<strong>la</strong>r a mi<br />

mamá cuando Andrés me jaló hasta colocarme junto a él, frente al juez. Recuerdo <strong>la</strong> cara del juez<br />

Cabañas, roja y chipotuda como <strong>la</strong> de un alcohólico; tenía los <strong>la</strong>bios gruesos y hab<strong>la</strong>ba como si<br />

tuviera un puño de cacahuetes en <strong>la</strong> boca.<br />

—Estamos aquí reunidos para celebrar el matrimonio del señor general Andrés Ascencio con<br />

<strong>la</strong> señorita Catalina Guzmán. En mi calidad de representante de <strong>la</strong> ley, de <strong>la</strong> única ley que debe<br />

cumplirse para fundar una familia, le pregunto: Catalina, ¿acepta por esposo al general Andrés<br />

Ascencio aquí presente?<br />

—Bueno —dije.<br />

—Tiene que decir sí —dijo el juez.<br />

—Sí —dije.<br />

—General Andrés Ascencio, ¿acepta usted por esposa a <strong>la</strong> señorita Catalina Guzmán?<br />

—Si —dijo Andrés. La acepto, prometo <strong>la</strong>s deferencias que el fuerte debe al débil y todas<br />

esas cosas, así que puedes ahorrarte <strong>la</strong> lectura. ¿Dónde te firmamos? Toma <strong>la</strong> pluma Catalina.<br />

Yo no tenia firma, nunca había tenido que firmar, por eso nada más puse mi nombre con <strong>la</strong><br />

letra de piquitos que me enseñaron <strong>la</strong>s monjas: Catalina Guzmán.<br />

—De Ascencio, póngale ahí, señora —dijo Andrés que leía tras mi espalda.<br />

Después él hizo un garabato breve que con el tiempo me acostumbré a reconocer y hasta<br />

hubiera podido imitar.<br />

—¿Tú pusiste de Guzmán? —pregunté. —No mija, porque así no es <strong>la</strong> cosa. Yo te protejo a<br />

ti, no tú a mí. Tú pasas a ser de mi familia, pasas a ser mía —dijo.<br />

—¿Tuya?<br />

—A ver los testigos —l<strong>la</strong>mó Andrés, que ya le había quitado el mando a Cabañas. Tú, Yúnez,<br />

fírmale. Y tú Rodolfo. ¿Para qué los traje entonces?<br />

Cuando estaban firmando mis papás, le pregunté a Andrés dónde estaban los suyos. Hasta<br />

entonces se me ocurrió que él también debía tener padres.<br />

—Nada más vive mi madre pero está enferma —dijo con una voz que le oí esa mañana por<br />

primera vez y que pasaba por su garganta so<strong>la</strong>mente cuando hab<strong>la</strong>ba de el<strong>la</strong>. Pero para eso<br />

vinieron Rodolfo y Sofía, mis compadres. Para que no faltara <strong>la</strong> familia.<br />

—Si firma Rodolfo, también que firmen mis hermanos —dije yo.<br />

—Estás loca, si son puros escuincles.<br />

—Pero yo quiero que firmen. Si Rodolfo firma, yo quiero que ellos firmen. Ellos son los que<br />

juegan conmigo —dije.<br />

—Que firmen, pues. Cabañas, que firmen también los niños —dijo Andrés.<br />

Nunca se me ol<strong>vida</strong>rán mis hermanos pasando a firmar. Hacia tan poco que habíamos<br />

llegado de Tonanzint<strong>la</strong> que no se les quitaba lo ranchero todavía. Bárbara estaba segura de que<br />

yo había enloquecido y abría sus ojos asustados. Teresa no quiso jugar. Marcos y Daniel firmaron<br />

muy serios, con los pelos engomados por de<strong>la</strong>nte y despeinados por atrás. Ellos se peinaban<br />

como si les fueran a tomar una foto de frente, lo demás no importaba.<br />

A Pía le habíamos puesto en <strong>la</strong> cabeza un moño casi de su tamaño. Los ojos le llegaban a <strong>la</strong><br />

altura del escritorio y de ahí para arriba todo era un enorme listón rojo con puntos b<strong>la</strong>ncos.<br />

—Después no digas que en tu familia no se pusieron sus moños —dijo Andrés pellizcándome<br />

<strong>la</strong> cintura, y para que lo oyera mi papá. Entonces no me di cuenta de que era para eso, hoy tengo<br />

<strong>la</strong> certidumbre de que lo dijo para mi papá. Con los años aprendí que Andrés no decía nada por<br />

decir. Y que le hubiera gustado tener que amenazar a mi padre. La tarde anterior había hab<strong>la</strong>do<br />

con él. Le había dicho que se quería casar conmigo, que si no le parecía, tenía modo de<br />

convencerlo, por <strong>la</strong>s buenas o por <strong>la</strong>s ma<strong>la</strong>s.<br />

—Por <strong>la</strong>s buenas, general, será un honor —había dicho mi padre incapaz de oponerse.<br />

Años después, cuando su hija Lilia se andaba queriendo casar, Andrés me dijo:<br />

7


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—¿Piensas que yo voy a ser con mis hijas como tu papá contigo? Ni madres. A mis hijas no<br />

se <strong>la</strong>s lleva cualquier cabrón de <strong>la</strong> noche a <strong>la</strong> mañana. A mis hijas me <strong>la</strong>s vienen a pedir con<br />

tiempo para que yo investigue al cretino que se <strong>la</strong>s quiere coger. Yo no regalo a mis crías. El que<br />

<strong>la</strong>s quiera que me ruegue y se ponga con lo que tenga. Si hay negocio lo hacemos; si no, se me<br />

va luego a <strong>la</strong> chingada. Y se me casan por <strong>la</strong> iglesia, que ya se jodió Jiménez en su pleito con los<br />

curas.<br />

Pia no supo firmar y pintó una bolita con dos ojos. El juez le dio una palmada en el moño y<br />

respiró profundo para que no se le notara que iba perdiendo <strong>la</strong> paciencia. Por suerte, ahí terminó<br />

todo. Rodolfo y Chofi firmaron rápido, se morían de hambre el par de gordos.<br />

Nos fuimos a desayunar a los portales. Andrés pidió café para todos, choco<strong>la</strong>te para todos,<br />

tamales para todos.<br />

—Yo quiero jugo de naranja —dije.<br />

—Usted se toma su café y su choco<strong>la</strong>te como todo el mundo. No meta el desorden —regañó<br />

Andrés.<br />

—Pero es que yo no puedo desayunar sin jugo.<br />

—Usted lo que necesita es una guerra. Orita mismo aprende a desayunar sin jugo. ¿De<br />

dónde saca que siempre va a tener jugo?<br />

—Papá, dile que yo tomo jugo en <strong>la</strong>s mañanas —pedí.<br />

—Tráigale un jugo de naranja a <strong>la</strong> niña —dijo mi papá con tal tono de desafío que el mesero<br />

salió corriendo.<br />

—Está bien. Tómate tu jugo, pareces gringa. ¿Qué campesino amanece con jugo en este<br />

país? Ni creas que vas a tener siempre todo lo que quieras. La <strong>vida</strong> con un militar no es fácil. De<br />

una vez velo sabiendo. Y usted don Marcos, acuérdese que el<strong>la</strong> ya no es su niña y que en esta<br />

mesa mando yo.<br />

Hubo un silencio <strong>la</strong>rgo durante el cual sólo se oyó a Chofi morder una campechana recién<br />

dorada.<br />

—¿Y qué? —dijo Andrés. ¿Por qué tan cal<strong>la</strong>dos si estamos de fiesta? Se casó su hermana,<br />

niños, ¿ni una porra le van a echar?<br />

—¿Aquí? —dijo Teresa que tenía un sentido del ridículo profundamente arraigado. Usted<br />

está loco.<br />

—¿Qué dijiste? —preguntó Andrés.<br />

—¡Mucha suerte, muchas felicidades! —gritó Bárbara echándonos arroz en <strong>la</strong> cabeza.<br />

Mucha suerte Cati —decía y metía el arroz por mi pelo, y me lo sobaba en <strong>la</strong> cabeza<br />

acariciándome. Mucha suerte —seguía diciendo mientras me abrazaba y me daba besos hasta<br />

que <strong>la</strong>s dos empezamos a llorar.<br />

CAPÍTULO II<br />

Nunca fuimos una pareja como <strong>la</strong>s otras. De recién casados íbamos juntos a todas partes.<br />

A veces <strong>la</strong>s reuniones eran de puros hombres. Andrés llegaba conmigo y se metía entre ellos<br />

abrazándome. Casi siempre sus amigos venían a <strong>la</strong> casa de <strong>la</strong> 9 Norte. Era una casa grande para<br />

nosotros dos. Una casa en el centro, cerca del zócalo, <strong>la</strong> casa de mis papás y <strong>la</strong>s tiendas.<br />

Yo iba a pie a todos <strong>la</strong>dos y nunca estaba so<strong>la</strong>.<br />

En <strong>la</strong>s mañanas salíamos a montar a caballo; íbamos en el Ford de Andrés hasta <strong>la</strong> P<strong>la</strong>za del<br />

Charro, donde guardaban nuestros caballos. Al día siguiente de <strong>la</strong> boda me compró una yegua<br />

colorada a <strong>la</strong> que l<strong>la</strong>mé Pesadil<strong>la</strong>. El suyo era un potro l<strong>la</strong>mado Al Capone.<br />

Andrés se levantaba con <strong>la</strong> luz, dando órdenes como si fuera yo su regimiento. No se<br />

quedaba acostado ni un minuto después de abrir los ojos. Luego luego brincaba y corría alrededor<br />

de <strong>la</strong> cama repitiendo un discurso sobre <strong>la</strong> importancia del ejercicio. Yo me quedaba quieta<br />

8


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

tapándome los ojos y pensando en el mar o en bocas riéndose. A veces me quedaba tanto tiempo<br />

que Andrés volvía del baño en el que se encerraba con el periódico, y gritoneaba:<br />

—Órale güevoncita. ¿Qué haces ahí pensando como si pensaras? Te espero abajo, cuento a<br />

300 y me voy.<br />

Iba del camisón a los pantalones como una sonámbu<strong>la</strong>, me peinaba con <strong>la</strong>s manos, pasaba<br />

frente al espejo abrochándome <strong>la</strong> blusa y me quitaba una legaña. Después corría por <strong>la</strong>s<br />

escaleras con <strong>la</strong>s botas en <strong>la</strong> mano, abría <strong>la</strong> puerta y ahí estaba él:<br />

—Doscientos noventa y ocho, doscientos noventa y nueve. Otra vez no te dio tiempo de<br />

ponerte <strong>la</strong>s botas. Vieja lenta —decía subido en el Ford y acelerando.<br />

Yo metía <strong>la</strong> cabeza por <strong>la</strong> ventana, lo besaba y lo despeinaba antes de brincar al suelo y dar<br />

vuelta para subirme junto a él.<br />

Había que salir de <strong>la</strong> ciudad para llegar a <strong>la</strong> P<strong>la</strong>za del Charro. Ya estaba el sol tibio cuando<br />

el mocito nos traía los caballos. Andrés se montaba de un salto sin que nadie lo ayudara, pero<br />

antes me subía en Pesadil<strong>la</strong> y le acariciaba el cuello.<br />

Todo por ahí era campo. Así que nos salíamos a correrlo como si fuera nuestro rancho. No<br />

se me ocurría entonces que sería necesario tener todos los ranchos que tuvimos después. Con<br />

ese campito me bastaba.<br />

A veces Al Capone salía disparado rumbo a no sé dónde. Andrés le soltaba <strong>la</strong> rienda y lo<br />

dejaba correr. Los primeros días yo no sabia que los caballos se imitan y me asustaba cuando<br />

Pesadil<strong>la</strong> salía corriendo como si yo se lo hubiera pedido. No podía sostenerme sin golpear <strong>la</strong> sil<strong>la</strong><br />

con <strong>la</strong>s nalgas a cada trote. Me salían moretones. En <strong>la</strong>s tardes se los enseñaba a mi general que<br />

se moría de <strong>la</strong> risa.<br />

—Es que <strong>la</strong>s azotas contra <strong>la</strong> sil<strong>la</strong>. Apóyate en los estribos cuando corras.<br />

Oía sus instrucciones como <strong>la</strong>s de un dios.<br />

Siempre me sorprendía con algo y le daban risa mis ignorancias.<br />

—No sabes montar, no sabes guisar, no sabías coger ¿A qué dedicaste tus primeros quince<br />

años de <strong>vida</strong>? —preguntaba.<br />

Siempre volvía a <strong>la</strong> hora de comer. Yo entré a c<strong>la</strong>ses de cocina con <strong>la</strong>s hermanas Muñoz y<br />

me hice experta en guisos. Batía pasteles a mano como si me cepil<strong>la</strong>ra el pelo. Aprendí a hacer<br />

mole, chiles en nogada, chalupas, chileatole, pipián, tinga. Un montón de cosas.<br />

Éramos doce alumnas en <strong>la</strong> c<strong>la</strong>se de los martes y jueves a <strong>la</strong>s diez de <strong>la</strong> mañana. Yo <strong>la</strong> única<br />

casada.<br />

Cuando José Muñoz terminaba de dictar, C<strong>la</strong>rita su hermana ya tenía los ingredientes sobre<br />

<strong>la</strong> mesa y nos repartía el quehacer.<br />

Lo hacíamos por parejas, el día del mole me tocó con Pepa Rugarda, que pensaba casarse<br />

pronto. Mientras meneábamos el ajonjolí con unas cucharas de palo me preguntó:<br />

—Es cierto que hay un momento en que uno tiene que cerrar los ojos y rezar un Avemaría?<br />

Me reí. Seguimos moviendo el ajonjolí y quedamos de p<strong>la</strong>ticar en <strong>la</strong> tarde. Mónica Espinosa<br />

freía <strong>la</strong>s pepitas de ca<strong>la</strong>baza en <strong>la</strong> hornil<strong>la</strong> de junto y se invitó el<strong>la</strong> misma a <strong>la</strong> reunión.<br />

Cuando todo estuvo frito hubo que molerlo.<br />

—Nada de ayudantes —decían <strong>la</strong>s Muñoz. Están muy difíciles los tiempos, así que más les<br />

vale aprender a usar el metate.<br />

Nos íbamos turnando. Una por una pasamos frente al metate a subir y bajar el brazo sobre<br />

los chiles, los cacahuates, <strong>la</strong>s almendras, <strong>la</strong>s pepitas. Pero no conseguimos más que medio<br />

ap<strong>la</strong>star <strong>la</strong>s cosas.<br />

Después de un rato de hacernos sentir idiotas C<strong>la</strong>rita se puso a moler con sus brazos<br />

delgados, moviendo <strong>la</strong> cintura y <strong>la</strong> espalda, entregada con frenesí a hacer polvito los<br />

ingredientes. Era menuda y firme. Mientras molía se fue poniendo roja, pero no sudó.<br />

—¿Ven? ¿Ya vieron? —dijo al terminar. Mónica empezó un ap<strong>la</strong>uso y todas <strong>la</strong> seguimos.<br />

C<strong>la</strong>rita caminó hasta el trapo de cocina que colgaba de un gancho junto al fregadero y se limpió<br />

<strong>la</strong>s manos.<br />

9


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—No sé cómo se van a casar. Donde estén igual de ignorantes en lo demás.<br />

Acabamos como a <strong>la</strong>s tres de <strong>la</strong> tarde con los de<strong>la</strong>ntales pringados de colorado. Teníamos<br />

mole hasta en <strong>la</strong>s pestañas. El pavo se repartió en catorce y cada quién salió con un p<strong>la</strong>to de<br />

muestra.<br />

Cuando llegué a <strong>la</strong> casa, Andrés estaba esperándome con un hambre de perro callejero.<br />

Enseñé el mole, le puse ajonjolí de adorno y nos sentamos a comerlo con tortil<strong>la</strong>s y tragos<br />

de cerveza. No hablábamos. De repente a mitad de un bocado nos hacíamos un gesto y<br />

seguíamos comiendo. Cuando él dejó su p<strong>la</strong>to tan limpio que se veían los dibujos azules de <strong>la</strong><br />

ta<strong>la</strong>vera, dijo que dudaba mucho de que yo hubiera hecho ese guiso.<br />

—Lo hicimos entre todas.<br />

—Entre todas <strong>la</strong>s Muñoz lo han de haber hecho —dijo.<br />

Me dio un beso y volvió a <strong>la</strong> calle. Yo fui a buscar a Pepa y Mónica en los portales.<br />

Cuando llegué ya estaban ahí. Mónica llorando porque Pepa le había asegurado que si<br />

alguien le daba un beso de lengua le hacía un hijo.<br />

—Adrián ayer me dio uno de ésos cuando se distrajo mi mamá —decía entre sollozos.<br />

Lo que hice fue llevar<strong>la</strong>s con <strong>la</strong> gitana del barrio de La Luz. A mí no me iban a creer nada.<br />

Cuando les pregunté si sabían para qué servía el pito de los señores, Pepa dijo:<br />

—¿No para hacer pipí?<br />

Fuimos con <strong>la</strong> gitana y el<strong>la</strong> les explicó, <strong>la</strong>s sobó con un huevo y <strong>la</strong>s hizo morder unas ramitas<br />

de perejil. Después nos leyó <strong>la</strong> mano a <strong>la</strong>s tres. A Pepa y Mónica les aseguró que serian felices,<br />

que tendrían seis hijos una y cuatro <strong>la</strong> otra, que el marido de Mónica iba a estar enfermo y que el<br />

de Pepa nunca sería tan inteligente como el<strong>la</strong>.<br />

—Pero es rico —dijo Mónica.<br />

—Riquísimo, niña, eso ni quien se lo quite. Cuando yo extendí <strong>la</strong> mano acarició el centro de<br />

mi palma y metió los ojos en el<strong>la</strong>:<br />

—Ay, hija, qué cosas tan raras tienes tú aquí.<br />

—Dígame<strong>la</strong>s —pedí.<br />

—Otro día. Ahora ya es muy tarde, ya me cansé. ¿Venias a que instruyera yo a éstas? Pues<br />

ya está. Váyanse.<br />

—Dígale —pidieron Pepa y Mónica mientras yo seguía extendiendo <strong>la</strong> mano que el<strong>la</strong> había<br />

soltado. Entonces se acercó, volvió a mirar<strong>la</strong>, volvió a sobar<strong>la</strong>.<br />

—Ay muchacha es que tú tienes muchos hombres aquí —dijo. También tienes muchas<br />

penas. Ven otro día. Hoy debo estar viendo mal. Así me pasa a veces —soltó <strong>la</strong> mano y nos fuimos<br />

a comer una torta de Meche.<br />

—A mí me gustaría tener una mano tan interesante como <strong>la</strong> tuya —dijo Pepa mientras<br />

caminábamos por <strong>la</strong> 3 Oriente rumbo a su casa.<br />

En <strong>la</strong> noche, acostada junto a mi general, acaricié su panza.<br />

Ahorita yo lo quiero –pensé— quién sabe después. Me contestó con un ronquido.<br />

Como a <strong>la</strong> semana invitamos a un amigo a probar los muéganos que hice con <strong>la</strong>s Muñoz.<br />

Estábamos tomando el café cuando llegaron unos soldados con orden de aprehensión en contra<br />

de Andrés. Era por homicidio y <strong>la</strong> firmaba el gobernador.<br />

Andrés <strong>la</strong> leyó sin hacer ningún escándalo. Yo me puse a llorar.<br />

—¿Cómo que te llevan? ¿A dónde te llevan? ¿Tú no has matado a nadie?<br />

—No te preocupes, hija, vuelvo en un rato —dijo, y le pidió a su amigo que me acompañara.<br />

—Voy a pedir una explicación. Seguramente hay un error.<br />

Me sobó <strong>la</strong> cabeza y se fue.<br />

Cuando cerró <strong>la</strong> puerta volví a llorar. Que se lo llevaran era una humil<strong>la</strong>ción peor que una<br />

patada en <strong>la</strong> cara. ¿Cómo iba a ver a mis amigas? ¿Qué les iba a decir a mis papás? ¿Con quién<br />

me iba a acostar? ¿Quién iba a despertarme en <strong>la</strong>s mañanas?<br />

10


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

No se me ocurrió otra cosa que correr a <strong>la</strong> iglesia de Santiago. Me habían contado <strong>la</strong> llegada<br />

de una virgen nueva capaz de cualquier mi<strong>la</strong>gro. Me arrepentí de todas <strong>la</strong>s misas a <strong>la</strong>s que había<br />

faltado y de todos los viernes primeros con los que no había cumplido.<br />

Santiago era una iglesia oscura, con santos en <strong>la</strong>s paredes y un altar dorado y<br />

resp<strong>la</strong>ndeciente. Ahí, hasta arriba, estaba una virgen con su niño tocándole el corazón con una<br />

mano.<br />

A <strong>la</strong>s seis se rezaba el rosario. Me hinqué hasta ade<strong>la</strong>nte para que <strong>la</strong> virgen me viera mejor.<br />

Estaba llena <strong>la</strong> iglesia y temí que mi asunto se perdiera entre <strong>la</strong> gente. A <strong>la</strong>s seis en punto el padre<br />

llegó frente al altar con su enorme rosario entre <strong>la</strong>s manos. Era joven, tenía los ojos grandes, se<br />

le empezaba a caer el pelo. Su voz sonaba tan fuerte que se oía por toda <strong>la</strong> iglesia.<br />

—Los misterios que vamos a considerar son los misterios gozosos. El primer misterio, La<br />

Anunciación. Padrenuestroqueestasenloscielos... —empezó.<br />

Yo iba contestando los padres nuestros, <strong>la</strong>s aves marías y <strong>la</strong>s jacu<strong>la</strong>torias con un fervor que<br />

no tuve ni en el colegio. Por dentro decía: «Cuídamelo, virgencita; devuélvemelo, virgencita.»<br />

Al terminar cada misterio, el órgano que estaba en el coro tocaba los primeros acordes de<br />

una canción que todos sabían, entonces el padre llevaba <strong>la</strong> voz, y <strong>la</strong> gente cantaba dirigida por él.<br />

Después de <strong>la</strong> letanía aparecieron dos acólitos con incensarios, los llenaron y empezaron a<br />

moverlos de atrás para ade<strong>la</strong>nte en dirección a <strong>la</strong> virgen. Todo se fue llenando de un humo<br />

p<strong>la</strong>teado.<br />

—Nuestra Señora del Sagrado Corazón, rogad por nosotros, rogad por nosotros —cantaban<br />

todos. Por el pasillo del centro varias mujeres se arrastraban de rodil<strong>la</strong>s hasta el altar, con los<br />

brazos en cruz. Dos lloraban.<br />

Pensé que debería estar entre el<strong>la</strong>s, pero me dio vergüenza. Si tenía que llegar a eso para<br />

que saliera Andrés, seguro que no regresaría.<br />

Mientras <strong>la</strong> gente imploraba una y otra vez el mismo Nuestra Señora del Sagrado Corazón,<br />

<strong>la</strong>s mujeres se iban acercando al altar.<br />

Arrecié mis súplicas. Hablé bajito mirando a <strong>la</strong> virgen tan tranqui<strong>la</strong>, dueña de su corona y de<br />

nosotros que <strong>la</strong> mirábamos desde abajo.<br />

El<strong>la</strong> no nos veía, tenía los párpados bajos y ninguna edad, ninguna preocupación.<br />

De repente el órgano dejó de sonar y el padre abriendo los brazos y haciendo una cruz con<br />

cada mano dijo:<br />

—Acordaos, ¡Oh Nuestra Señora del Sagrado Corazón!, del inefable poder que vuestro<br />

divino Hijo os ha dado sobre su corazón adorable. Llenos de confianza en vuestros merecimientos<br />

venimos a implorar vuestra protección, ¡Oh tesorera celestial del Corazón de Jesús!... Ya no me<br />

acuerdo cómo seguía pero llegaba hasta un momento en que uno tenía que pedir el favor por el<br />

que iba.<br />

Se oyó un enorme susurro. De todas partes salió el rumor de un montón de bocas. Yo<br />

también susurré:<br />

—Que regrese Andrés, que no lo encierren, que no me deje so<strong>la</strong>.<br />

—No, no podemos salir desairados —entraron todas <strong>la</strong>s voces cuando entró <strong>la</strong> del padre.<br />

Los brazos en cruz se extendieron por <strong>la</strong> iglesia.<br />

La gente se iba acercando al altar y me ap<strong>la</strong>staban contra él. El órgano tocó el “Adiós, Oh<br />

Madre”. Todos cantábamos: «Los corazones <strong>la</strong>ten por vos, una y mil veces adiós, adiós.» Cuando<br />

de atrás empezaron a llegar gritos:<br />

—¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Cristo Rey!<br />

Unos gendarmes entraron por el pasillo y a empujones se abrieron paso hasta el altar.<br />

Mareada por <strong>la</strong> gente y el incienso pude oír cuando uno de ellos le dijo al cura:<br />

—Tiene usted que venir con nosotros. Ya sabe <strong>la</strong> razón, no haga escándalo.<br />

El órgano siguió tocando.<br />

—Me van a permitir que termine —dijo el padre. Voy a dar <strong>la</strong> bendición con el Santísimo y<br />

después los acompaño a donde quieran.<br />

11


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

El tipo lo dejó levantarse del reclinatorio y caminar hasta el sagrario como si no tuviera<br />

miedo. Pensé que sería <strong>la</strong> confianza en su virgen. Abrió el sagrario y sacó <strong>la</strong> hostia grandísima<br />

entre dos cristales. Un acólito le acercó <strong>la</strong> custodia de oro y piedras rojas. El <strong>la</strong> abrió, colocó <strong>la</strong><br />

hostia en medio y se volvió hacia nosotros. Todos nos persignamos, y el órgano siguió tocando<br />

hasta que el padre bajó los escalones y se metió en <strong>la</strong> sacristía. Fui tras él. Sólo pude llegar a <strong>la</strong><br />

puerta pero lo vi quitarse <strong>la</strong> esto<strong>la</strong> y ponerse un sombrero. Los soldados no lo tocaron, él los<br />

siguió. Con eso tuve para perderle <strong>la</strong> confianza a <strong>la</strong> Virgen del Sagrado Corazón.<br />

Esa noche me metí en <strong>la</strong> cama temb<strong>la</strong>ndo del miedo y del frío, pero no fui a casa de mis<br />

papás. Conversé un rato con Cherna nuestro amigo que había estado dando vueltas para<br />

investigar. Andrés estaba acusado de matar a un falsificador de títulos que se vendían a<br />

profesores del ejército. Se decía que lo había matado porque el de <strong>la</strong> idea de falsificar y el jefe de<br />

todo el negocio era él, y que cuando <strong>la</strong> Secretaría de Guerra y Marina descubrió los títulos<br />

apócrifos y dio con los dibujantes, Andrés tuvo miedo y se deshizo del que lo conocía mejor.<br />

Chema dijo que eso era imposible, que mi marido no iba a andar matando así porque así,<br />

que no tenía negocios tan pendejos, que lo que sucedía era que el gobernador Pal<strong>la</strong>res lo<br />

detestaba y quería acabar con él.<br />

No entendí por qué lo detestaba si le había ganado. El poderoso era él, ¿para qué ensañarse<br />

con Andrés que ya bastante tenía con haber perdido?<br />

Al día siguiente los periódicos publicaron su foto tras <strong>la</strong>s rejas, yo no me atrevía a salir de<br />

<strong>la</strong> casa. Estaba segura de que en <strong>la</strong> c<strong>la</strong>se de cocina nadie me hab<strong>la</strong>ría, pero me tocaba llevar los<br />

ingredientes para el relleno de los chiles en nogada y no pude faltar. Llegué a <strong>la</strong>s diez y media con<br />

cara de insomne y con duraznos, manzanas, plátanos, pasitas, almendras, granadas y jitomates<br />

en una canasta.<br />

La cocina de <strong>la</strong>s Muñoz era enorme. Cabíamos veinte mujeres sin tropezarnos. Cuando<br />

llegué ya estaban ahí <strong>la</strong>s demás.<br />

—Te estamos esperando —dijo C<strong>la</strong>rita.<br />

—Es que...<br />

—No hay pretextos que valgan. De <strong>la</strong>s mujeres depende que se coma en el mundo y esto es<br />

un trabajo, no un juego. Ponte a picar toda esa fruta. A ver, niñas, ¿quién hace grupo aquí?<br />

Sólo Mónica, Pepa y Lucia Maurer se acercaron. Las demás me veían desde atrás de <strong>la</strong><br />

mesa. Hubiera querido que dijeran que Andrés era un asesino y que el<strong>la</strong>s no trataban con su<br />

mujer, pero en Pueb<strong>la</strong> no eran así <strong>la</strong>s cosas. Ninguna me dio <strong>la</strong> mano, pero ninguna me dijo lo que<br />

estaba pensando.<br />

Mónica se paró junto a mi con su cuchillo y se puso a picar un plátano despacito mientras<br />

me preguntaba por qué se habían llevado al general y si yo sabia <strong>la</strong> verdad. Luci Maurer me puso<br />

<strong>la</strong> mano en el hombro y después comenzó a pe<strong>la</strong>r <strong>la</strong>s manzanas que sacaba de mi canasta. Pepa<br />

no podía dejar de morderse <strong>la</strong>s uñas, entre mordida y mordida regañaba a Mónica por hacerme<br />

tantas preguntas y en cuanto logró que suspendiera su interrogatorio me dijo:<br />

—¿Tuviste miedo en <strong>la</strong> noche?<br />

—Un poco —le contesté sin dejar de picar duraznos.<br />

Cuando salimos de casa de <strong>la</strong>s Muñoz me quedé parada a media calle con mi p<strong>la</strong>to de chiles<br />

adornados con perejil y granada. A mis amigas <strong>la</strong>s recogieron a <strong>la</strong>s dos en punto.<br />

—No les hagas caso —dijo Mónica antes de subirse al coche en que <strong>la</strong> esperaba su madre.<br />

Fui a <strong>la</strong> casa caminando. Abrí <strong>la</strong> puerta con <strong>la</strong> l<strong>la</strong>ve gigante que tenía siempre en <strong>la</strong> bolsa.<br />

—¡Andrés! —grité. Nadie me contestó. Puse el p<strong>la</strong>to de chiles en el suelo y seguí gritando:<br />

¡ Andrés! ¡Andrés! —nadie contestó. Me senté en cuclil<strong>la</strong>s a llorar sobre <strong>la</strong> nogada.<br />

Estaba de espaldas a <strong>la</strong> puerta, mirando entre <strong>la</strong>grimones lo verdes que se habían puesto<br />

mis p<strong>la</strong>ntas del jardín, cuando el cerrojo tronó exactamente como lo hacía sonar Andrés.<br />

—¿Así que estás llorando por tu charro? —dijo. Me levanté del suelo y fui a tocarlo. El sol de<br />

<strong>la</strong>s tres de <strong>la</strong> tarde pegaba en los cristales y sobre el patio. Me quité los zapatos y empecé a<br />

desabrocharme los botones del vestido. Metí <strong>la</strong>s manos bajo su camisa, lo jalé hasta el pasto del<br />

jardín. Ahí comprobé que no le habían cortado el pito. Luego me acordé de los chiles en nogada<br />

y salí corriendo por ellos. Nos los comimos a bocados rápidos y grandes.<br />

12


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—¿Por qué te llevaron y por qué te devolvieron? —pregunté.<br />

—Por cabrones y por pendejos —dijo Andrés.<br />

Al día siguiente salió en el periódico que el cura de Santiago tenía dos años de cárcel por<br />

organizar una manifestación contra <strong>la</strong> ley de cultos y que el general Andrés Ascencio había<br />

quedado libre y recibido <strong>la</strong>s debidas disculpas tras probar su absoluta inocencia en el caso de <strong>la</strong><br />

muerte de un falsificador de diplomas.<br />

Ya no quise volver a <strong>la</strong> c<strong>la</strong>se de cocina. Cuando Andrés me preguntó por qué ya no iba,<br />

terminé contándole <strong>la</strong>s miradas y los modos que padecí. Me jaló hacia él, me dio una nalgada.<br />

—Qué buena estás —dijo, espérate a que yo mande aquí.<br />

CAPÍTULO III<br />

Se me hizo <strong>la</strong>rga <strong>la</strong> espera. Andrés pasó cuatro años entrando y saliendo sin ningún rigor,<br />

viéndome a veces como una carga, a veces como algo que se compra y se guarda en un cajón y<br />

a veces como el amor de su <strong>vida</strong>. Nunca sabía yo en qué iba a amanecer; si me querría con él<br />

montando a caballo, si me llevaría a los toros el domingo o si durante semanas no pararía en <strong>la</strong><br />

casa.<br />

Estaba poseído por una pasión que no tenía nada que ver conmigo, por unas ganas de cosas<br />

que yo no entendía. Era una escuinc<strong>la</strong>. De repente me entraba tristeza y de repente júbilo por <strong>la</strong>s<br />

mismas causas. Empecé a volverme una mujer que va de <strong>la</strong>s penas a <strong>la</strong>s carcajadas sin ningún<br />

trámite, que siempre está esperando que algo le pase, lo que sea, menos <strong>la</strong>s mañanas iguales.<br />

Odiaba <strong>la</strong> paz, me daba miedo.<br />

Muchas veces <strong>la</strong> tristeza se me juntaba con <strong>la</strong> sangre del mes. Y ni para contárselo al<br />

general porque esas cosas no les importan a los hombres.<br />

No me daba vergüenza <strong>la</strong> sangre, no como a mi mamá que nunca hab<strong>la</strong>ba de eso y que me<br />

enseñó a <strong>la</strong>var los trapos rojos cuando nadie pudiera verme.<br />

A <strong>la</strong> sangre <strong>la</strong>s pob<strong>la</strong>nas le decían Pepe Flores.<br />

—¡Qué ganas de tener un Pepe Flores o lo que sea —decía yo— con tal de que les llene el<br />

aburrimiento! Cuando me entraba <strong>la</strong> tristeza pensaba en Pepe Flores, en cómo hubiera querido<br />

que fuera el mío, en cuánto me gustaría irme con él al mar los cinco días que cada mes dedicaba<br />

a visitarme.<br />

La casa de <strong>la</strong> 9 Norte tenía un fresno altísimo, dos jacarandas y un pirú. En un rincón, tras<br />

ellos, estaba el cuartito de adobe cubierto por una bugambilia. Por su única ventana entraba un<br />

pedazo de cielo que iba cambiando según el tiempo. Me sentaba en el suelo con <strong>la</strong>s piernas<br />

encogidas a pensar en nada.<br />

Mónica me había dicho que era bueno beber anís para quitar ese dolor flojito que agarra <strong>la</strong>s<br />

piernas, <strong>la</strong> cintura, lo que sea que uno tenga debajo de <strong>la</strong> piel llena de pelos. Tomaba yo anís<br />

hasta que me salían chapas y hab<strong>la</strong>ba so<strong>la</strong> o con quien se pudiera. Un valor extraño me llenaba<br />

<strong>la</strong> boca, y todos los reproches que no sabia echarle a mi general los hacía caer sobre el aire.<br />

Andrés era jefe de <strong>la</strong>s operaciones militares en el estado. Eso quiere decir que dependían de<br />

él todos los militares de <strong>la</strong> zona. Creo que desde entonces se convirtió en un peligro público y que<br />

desde entonces conoció a Heiss y a sus demás asociados y protegidos. Ya ganaban buen dinero.<br />

Heiss era un gringo gritón dedicado a vender botones y medicinas. Se había conseguido el cargo<br />

de cónsul honorario de su país en México y había inventado un secuestro en <strong>la</strong> época de Carranza.<br />

Con el dinero que el gobierno le pagó por autorrescatarse compró una fábrica de alfileres en <strong>la</strong> 5<br />

Sur. Era bueno para inventar negocios. Le bril<strong>la</strong>ban los ojos p<strong>la</strong>neándolos. Durante semanas no<br />

se cambiaba los pantalones de gabardina y se iba haciendo rico en <strong>la</strong>s narices de los pob<strong>la</strong>nos que<br />

lo vieron llegar pobretón y acabaron l<strong>la</strong>mándolo don Miguel. Decían que era muy inteligente y los<br />

deslumbraba. Pero en realidad era un pillo.<br />

Yo al principio no sabía de él, no sabía de nadie. Andrés me tenía guardada como un juguete<br />

con el que p<strong>la</strong>ticaba de tonterías, al que se cogía tres veces a <strong>la</strong> semana y hacía feliz con rascarle<br />

<strong>la</strong> espalda y llevar al zócalo los domingos. Desde que lo detuvieron aquel<strong>la</strong> tarde empecé a<br />

13


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

preguntarle más por sus negocios y su trabajo. No le gustaba contarme. Me contestaba siempre<br />

que no vivía conmigo para hab<strong>la</strong>r de negocios, que si necesitaba dinero que se lo pidiera. A veces<br />

me convencía de que tenía razón, de que a mí qué me importaba de dónde sacara él para pagar<br />

<strong>la</strong> casa, los choco<strong>la</strong>tes y todas <strong>la</strong>s cosas que se me antojaban.<br />

Me dediqué a llenar el tiempo. Busqué a mis amigas. Pasaba <strong>la</strong>s tardes ayudándo<strong>la</strong>s a<br />

bordar y hacer galletas. Leíamos juntas nove<strong>la</strong>s de Pérez y Pérez. Todavía me acuerdo de Pepa<br />

ahogada en lágrimas con Anita de Montemar mientras Mónica y yo nos carcajeábamos de tanto<br />

padecimiento pendejo. La ayudábamos a coser sus donas. Se iba a casar con un español taciturno<br />

y feo que quién sabe por qué le gustó para marido. Nosotras hablábamos muy mal de él cuando<br />

el<strong>la</strong> no estaba, pero nunca nos atrevimos a decirle que mejor lo cambiara por el muchacho alto<br />

que a veces le echaba risas a <strong>la</strong> salida de misa. Total se casó con el español que resultó un celoso<br />

enloquecido. Tanto, que a su casa le mandó quitar el piso de los balcones para que el<strong>la</strong> no pudiera<br />

asomarse.<br />

El día de <strong>la</strong> boda de Pepa, para el que me compré un vestido de gasa verde pálido y Andrés<br />

me regaló un <strong>la</strong>rguísimo col<strong>la</strong>r de per<strong>la</strong>s, amanecí exhausta, no me quería mover de <strong>la</strong> cama.<br />

Andrés se levantó a dar sus brincos y luego lo vi salir hacia el baño haciendo el recuento de<br />

todas <strong>la</strong>s cosas que tenia que hacer. Me enrosqué en <strong>la</strong>s cobijas pensando que me gustaría ir a <strong>la</strong><br />

luna. De niña me iba hasta el fondo de <strong>la</strong> cama y jugaba a decir que andaba en <strong>la</strong> luna. En <strong>la</strong> luna<br />

estaba, cuando él regresó.<br />

—Vas a tener tus días o ¿por qué amaneciste con esa cara de perro moribundo? A ver, te<br />

veo —dijo. Ya tienes ojos de vaca. ¿Estarás de encargo?<br />

Lo dijo en un tono de orgullo y haciendo tal gesto de satisfacción que me dio vergüenza.<br />

Sentí cómo me ponía roja, me volví a tapar con <strong>la</strong>s cobijas y me fui al fondo de <strong>la</strong> cama.<br />

—¿Qué te pasa? —preguntó. ¿No quieres darme un hijo?<br />

Oí su voz sobre <strong>la</strong>s cobijas y me toqué los pechos crecidos, haciendo <strong>la</strong>s cuentas que no<br />

hacía nunca. Ya tenía como tres meses de no tratar con Pepe Flores.<br />

Fuimos a <strong>la</strong> boda. Todo el tiempo estuve pensando en lo terrible que resultaría ser mamá,<br />

por eso no me acuerdo bien de <strong>la</strong> fiesta. Sólo recuerdo a Pepa saliendo de <strong>la</strong> iglesia con <strong>la</strong> frente<br />

c<strong>la</strong>ra y <strong>la</strong>s flores en <strong>la</strong> cabeza sobre el velo que le llegaba a <strong>la</strong> oril<strong>la</strong> del vestido <strong>la</strong>rgo. Estaba linda.<br />

Eso dijimos Mónica y yo cuando <strong>la</strong> vimos salir y nos dimos <strong>la</strong> mano para aguantar <strong>la</strong> emoción.<br />

—Voy a tener un hijo —le conté al son de <strong>la</strong> marcha nupcial.<br />

—¡Qué bueno! —gritó, y se puso a besarme a media iglesia.<br />

CAPÍTULO IV<br />

Tenía yo diecisiete años cuando nació Veranea. La había cargado nueve meses como una<br />

pesadil<strong>la</strong>. Le había visto crecer a mi cuerpo una joroba por de<strong>la</strong>nte y no lograba ser una madre<br />

enternecida. La primera desgracia fue dejar los caballos y los vestidos ental<strong>la</strong>dos, <strong>la</strong> segunda<br />

soportar unas agruras que me llegaban hasta <strong>la</strong> nariz. Odiaba quejarme, pero odiaba <strong>la</strong> sensación<br />

de estar continuamente poseída por algo extraño. Cuando empezó a moverse como un pescado<br />

nadando en el fondo de mi vientre creí que se saldría de repente y tras el<strong>la</strong> toda <strong>la</strong> sangre hasta<br />

matarme. Andrés era el culpable de que me pasaran todas esas cosas y ni siquiera soportaba oír<br />

hab<strong>la</strong>r de el<strong>la</strong>s.<br />

—Cómo les gusta a <strong>la</strong>s mujeres darse importancia con eso de <strong>la</strong> maternidad —decía. Yo creí<br />

que tú ibas a ser distinta, creciste viendo animales cargarse y parir sin tanta faramal<strong>la</strong>. Además<br />

eres joven. No pienses en eso y verás que se te ol<strong>vida</strong>n <strong>la</strong>s molestias.<br />

Como había perdido <strong>la</strong> candidatura para ser gobernador, andaba ocioso. Le dio por viajar y<br />

me llevó hasta Estados Unidos en coche.<br />

Yo todo el tiempo tenía sueño. Me dormía con el sol sobre los ojos y aunque el coche fuera<br />

dando brincos por <strong>la</strong>rgos caminos de terracería.<br />

14


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—No sé para qué te traje, Catín —me decía—. Mejor hubiera yo invitado a otra mujer. No<br />

has visto el paisaje, ni me has cantado, ni te has reído. Has sido un fraude.<br />

Todo el embarazo fui un fraude. Andrés no volvió a tocarme dizque para no <strong>la</strong>stimar al niño<br />

y eso me puso más nerviosa, no podía pensar con orden, me distraía, empezaba una<br />

conversación que acababa en otra y escuchaba so<strong>la</strong>mente <strong>la</strong> mitad de lo que me contaban.<br />

Además tenía un espantoso miedo a parir. Pensé que me quedaría tonta para siempre. El se iba<br />

con más frecuencia que antes. Ya no me llevaba a México a los toros. Salía de <strong>la</strong> casa solo y yo<br />

estaba segura de que a <strong>la</strong> vuelta se encontraba otra mujer. Alguien presentable, sin un chipote en<br />

<strong>la</strong> panza y unas ojeras hasta <strong>la</strong> boca. Tenia razón. Yo no hubiera ido conmigo a ninguna parte.<br />

Menos a los toros donde <strong>la</strong>s mujeres eran bellísimas y con <strong>la</strong>s cinturas tan delgadas.<br />

Me quedaba rumiando el abandono, sobándome <strong>la</strong> panza, durmiendo. Sólo salía para ir a<br />

comer a casa de mis papás.<br />

Un mediodía iba por el zócalo soplándole a un rehilete que compré para Pía y me estrellé<br />

con todo y barriga contra Pablo mi amigo del colegio. Pablo era hijo de chipileños, sus abuelos<br />

eran del Piamonte en Italia. Por eso era güerejo y de ojos profundos.<br />

—¡Qué bonita te ves! —dijo.<br />

—Cómo eres —contesté.<br />

—En serio. Yo siempre supe que te verías linda esperando un hijo.<br />

Total no fui a comer a casa de mis papás. Pablo repartía leche en una carretita tirada por<br />

mu<strong>la</strong>s. Salía de Chipilo muy temprano en <strong>la</strong>s mañanas. Me invitó a subirme en el<strong>la</strong> y nos fuimos<br />

al campo. Me trataba como a una reina. Nadie le tuvo más cariño que él al probable bebé. Ni yo.<br />

Aunque yo no era un buen ejemplo de amor extremo. Esa tarde jugamos sobre el pasto como si<br />

fuéramos niños. Hasta se me olvidó <strong>la</strong> barriga, hasta llegué a pensar que hubiera sido bueno no<br />

desear más que aquel gusto fácil por <strong>la</strong> <strong>vida</strong>. Aprecié <strong>la</strong> te<strong>la</strong> corriente de sus pantalones, sus pelos<br />

desordenados y sus manos. Pablo se encargó de quitarme <strong>la</strong>s ansias esos tres últimos meses de<br />

embarazo, y yo me encargué de quitarle <strong>la</strong> virginidad que todavía no dejaba en ningún burdel.<br />

Eso fue lo único bueno que tuvo mi embarazo de Verania. Todavía el domingo anterior al<br />

parto fuimos a jugar en <strong>la</strong> paja. De ahí me llevó a casa de mis papás porque empecé a sentir que<br />

Verania salía. Mi general llegó dos días después con veinte ramos de rosas rojas y choco<strong>la</strong>tes.<br />

La niña tenia un mes y yo los pezones llenos de estrías cuando Andrés entró a <strong>la</strong> casa con<br />

los dos hijos de su primer matrimonio.<br />

Virginia era unos meses mayor que yo. Octavio nació en octubre de 1915 y era unos meses<br />

menor. Se pararon en <strong>la</strong> puerta del cuarto donde yo estaba. Su padre me presentó y los tres nos<br />

miramos sin hab<strong>la</strong>r. Yo no sabía nada de <strong>la</strong> <strong>vida</strong> de Andrés, menos que tuviera hijos de mi edad.<br />

—Son mis hijos mayores —dijo. Hasta ahora vivieron con mi madre en Zacatlán. Pero ya no<br />

quiero que estén en el pueblo, los traje a estudiar aquí, vivirán con nosotros.<br />

Moví <strong>la</strong> cabeza de arriba para abajo y luego enseñándoles a <strong>la</strong> niña dije:<br />

—Esta es su hermana. Se l<strong>la</strong>ma Verania.<br />

Octavio se acercó a mirar<strong>la</strong> preguntando por qué tenía un nombre tan raro y yo le conté que<br />

así se L<strong>la</strong>maba <strong>la</strong> madre de mi padre.<br />

—¿Tu abue<strong>la</strong>? —preguntó y se puso a pasar <strong>la</strong> mano por <strong>la</strong> mejil<strong>la</strong> de Verania.<br />

Era un muchacho de ojos oscuros y confiados. Se reía igual que Andrés cuando quería<br />

hacerse agradable y pareció dispuesto a ser mi amigo. No pasó lo mismo con su hermana. El<strong>la</strong> se<br />

quedó en <strong>la</strong> puerta junto a su padre, cal<strong>la</strong>da, sin dedicarme una mirada buena. La vi fea, medio<br />

gorda, de ojos tristones y <strong>la</strong>bios muy delgados. Tenía los pechos chiquitos y <strong>la</strong>s caderas<br />

cuadradas, le faltaban nalgas y le sobraba barriga. Me dio pena.<br />

Octavio y el<strong>la</strong> quedaron insta<strong>la</strong>dos cerca de nosotros y de repente nos volvimos una familia.<br />

Hasta pensé que sería bueno tener compañía cuando Andrés no estuviera.<br />

En <strong>la</strong> noche lo abrumé con preguntas. ¿De dónde le salieron esos hijos? ¿Tenia más?<br />

15


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Por lo pronto esos dos. Había conocido a su madre a principios de 1914 cuando fue a México<br />

acompañando al general Macías, un viejito que fue gobernador de Pueb<strong>la</strong> tras <strong>la</strong> renuncia del<br />

gobernador constitucional, después de que Victoriano Huerta mató a Madero. Yo no sabía bien lo<br />

sucedido en esos años, pero Andrés me lo contó a saltos <strong>la</strong> noche del día en que llegaron sus<br />

hijos.<br />

Macias era de Zacatlán. Arriero como el papá de los Ascencio, peleó en Pueb<strong>la</strong> contra los<br />

franceses y se unió a <strong>la</strong>s tropas de Porfirio Díaz. Con él se hizo importante y rico. Cuando llegó <strong>la</strong><br />

Revolución regresó al pueblo donde tenía un rancho y se sentía protegido. Andrés entró a trabajar<br />

con él. Era su jefe de peones, un muchacho listo, hijo de un conocido, se lo fue ganando. Cuando<br />

Huerta le ofreció <strong>la</strong> gubernatura, el viejillo <strong>la</strong> agarró encantado y se llevó a su ayudante para<br />

Pueb<strong>la</strong>. A los seis meses de andar dizque gobernando se puso enfermo. Quiso ir a curarse a<br />

México y cargó con Andrés que se le había hecho necesario porque era ordenadísimo y lo cuidaba<br />

como un perro. Sabia dónde había puesto sus anteojos siempre que los perdía, y aprendió a<br />

manejar su ropa y hasta algunas de sus cuentas. El general duró enfermo tres semanas y a<br />

principios de enero de 1914 murió como era de esperarse. Andrés se quedó en México solo, sin<br />

entender una chingada de todo lo que ahí pasaba, sin trabajo y con dos monedas de p<strong>la</strong>ta, regalo<br />

del viejo Macias.<br />

Le gustó <strong>la</strong> ciudad. Consiguió trabajo en un establo por Mixcoac y se quedó a ver qué<br />

pasaba. Total, tenía 18 años y ningunas ganas de volver al pueblo.<br />

Por ahí por Mixcoac se encontró a Eu<strong>la</strong>lia, una niña que llegó con <strong>la</strong>s tropas de Madero. Su<br />

padre, Refugio Núñez, era un soldado raso y entusiasta. Eu<strong>la</strong>lia vivía recordando el mediodía en<br />

que entraron a México y miles de personas les ap<strong>la</strong>udieron al verlos bajar del ferrocarril y caminar<br />

hasta <strong>la</strong> gran p<strong>la</strong>za en <strong>la</strong> que estaba el pa<strong>la</strong>cio al que entró el señor Madero mientras el<strong>la</strong> y su<br />

padre se quedaban afuera con toda <strong>la</strong> gente, ap<strong>la</strong>udiendo.<br />

El padre de Eu<strong>la</strong>lia trabajaba también en el establo, odiaba y tenia esperanza, le había<br />

pasado a su hija <strong>la</strong> sonrisa sombría de <strong>la</strong> derrota y <strong>la</strong> certidumbre de que pronto <strong>la</strong> Revolución<br />

volvería para sacarlos de pobres.<br />

Mientras, trabajaban ordeñando vacas y repartían leche en una carreta conducida por<br />

Andrés y ja<strong>la</strong>da por un caballo viejo. Eu<strong>la</strong>lia no tenía por qué ir a <strong>la</strong> repartición, su quehacer<br />

terminaba en <strong>la</strong> ordeña, pero le gustaba recorrer con Andrés <strong>la</strong> colonia Juárez, tocar en <strong>la</strong>s<br />

puertas de casas grandes a <strong>la</strong>s que salían sirvientas con uniformes oscuros y una que otra vez<br />

mujeres b<strong>la</strong>nquísimas con batas de seda y en <strong>la</strong> cara <strong>la</strong> expresión de que el mundo se les estaba<br />

acabando. El<strong>la</strong> le enseñó a Andrés <strong>la</strong>s casas que hacía un año se habían desbaratado con los<br />

cañones de <strong>la</strong> rebelión que derrocó a Madero. Andrés seguía entendiendo bastante poco, pero<br />

frente a <strong>la</strong> niña se volvió maderista. Eu<strong>la</strong>lia, —dijo él tenía los ojos de Octavio—, era menuda y<br />

fuerte, le regaló <strong>la</strong> virginidad una mañana al volver de <strong>la</strong> entrega.<br />

Quise saberlo todo. Extrañamente me lo contó.<br />

Pasaban el día juntos, desde <strong>la</strong> madrugada en que se levantaban a ordeñar hasta <strong>la</strong> tarde<br />

que se les hacía noche tomando café y oyendo a su padre hab<strong>la</strong>r de que Emiliano Zapata había<br />

tomado Chilpancingo, de que los revolucionarios del norte se acercaban a Torreón, de que el<br />

traidor Huerta había expedido un despacho de General de Guerra para don Porfirio y que le<br />

habían mandado <strong>la</strong> condecoración a Paris.<br />

Quién sabe cómo el papá de Eu<strong>la</strong>lia estaba siempre al tanto de todo. Después de que unos<br />

marinos gringos fueron detenidos en Tampico por andar merodeando cerca del Puente Iturbide,<br />

él vaticinó el desembarco de tropas gringas en Veracruz. Antes de que Zacatecas fuera tomada<br />

por Vil<strong>la</strong>, previó varios días de lucha sangrienta y más de cuatro mil muertos en <strong>la</strong> batal<strong>la</strong>.<br />

Como todo lo adivinaba, supo también que Eu<strong>la</strong>lia iba a tener un hijo de Andrés y tras <strong>la</strong><br />

inevitable pesadumbre se dedicó a mezc<strong>la</strong>r profecías sobre <strong>la</strong> guerra y el futuro de su nieto.<br />

Eu<strong>la</strong>lia aceptó que le cambiara el cuerpo y que poco a poco se le fuera estirando con <strong>la</strong> presencia<br />

del hijo, sin dejar de levantarse en <strong>la</strong> madrugada para <strong>la</strong> ordeña o de ir con Andrés a hacer <strong>la</strong>s<br />

entregas en <strong>la</strong> carreta.<br />

Una mañana de mediados de julio, don Refugio Núñez amaneció anunciando <strong>la</strong> derrota del<br />

traidor. No bien lo dijo y <strong>la</strong> Cámara de Diputados le aceptó <strong>la</strong> renuncia a Victoriano Huerta. De ahí<br />

empezó a vaticinar <strong>la</strong> caída de Pueb<strong>la</strong>, <strong>la</strong> de Querétaro, Saltillo, Tampico, Pachuca, Manzanillo,<br />

Córdoba, Ja<strong>la</strong>pa, Chiapas, Tabasco, Campeche y Yucatán.<br />

16


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Hoy llega el general Obregón —dijo el 15 de agosto. Y los tres se fueron al zócalo a<br />

recibirlo.<br />

Al joven Ascencio le gustó Álvaro Obregón. Pensó que si un día le entraba a <strong>la</strong> bo<strong>la</strong>, le<br />

entraría con él. Tenía aspecto de ganador.<br />

—Porque no has visto a Zapata —le dijo Eu<strong>la</strong>lia.<br />

—No, pero conozco <strong>la</strong>s caras de los indios de su rumbo —contestó Andrés.<br />

No pelearon. El hab<strong>la</strong>ba de el<strong>la</strong> como de un igual. Nunca lo oí hab<strong>la</strong>r así de otra mujer.<br />

Cuando Venustiano Carranza llegó a México y convocó a una convención de gobernadores<br />

y generales con mando, para el primero de octubre, don Refugio vaticinó que Vil<strong>la</strong> y Zapata no<br />

apoyarían al viejo Carranza. Otra vez acertó.<br />

La Convención se tras<strong>la</strong>dó a sesionar a Aguascalientes y ahí sí fueron Vil<strong>la</strong> y Zapata. A fines<br />

de octubre se aprobó el P<strong>la</strong>n de Aya<strong>la</strong>. Don Refugio empezó a beber desde que imaginó que eso<br />

sería posible y para cuando se confirmó <strong>la</strong> noticia llevaba tres días borracho y repitiendo:<br />

—Se los dije, hijos, ganó «Tierra y Libertad».<br />

—Usted dirá lo que quiera, pero hacen mal en pelearse con el general Carranza —dijo<br />

Andrés.<br />

Eu<strong>la</strong>lia se acarició <strong>la</strong> barriga y preparó café. Le gustaba oír a su padre conversar con su<br />

señor.<br />

A principios de noviembre Carranza salió de México y desde Córdoba desconoció los actos<br />

de <strong>la</strong> Convención. En Aguascalientes <strong>la</strong> Convención siguió reuniéndose como si nada, nombró un<br />

Presidente provisional de <strong>la</strong> República y siguió peleando <strong>la</strong>s p<strong>la</strong>zas a los carrancistas.<br />

El día 23 los gringos le entregaron Veracruz al general Carranza, pero el 24 en <strong>la</strong> noche <strong>la</strong>s<br />

Fuerzas del Sur entraron a <strong>la</strong> ciudad de México.<br />

El 6 de diciembre Eu<strong>la</strong>lia amaneció con dolores de parto. De todos modos su padre decidió<br />

que antes de cualquier cosa tendrían que ir a <strong>la</strong> Avenida Reforma para ver desfi<strong>la</strong>r al Ejército<br />

Convencionista con Vil<strong>la</strong> y Zapata a <strong>la</strong> cabeza.<br />

Una columna de más de cincuenta mil hombres entró tras ellos. El desfile empezó a <strong>la</strong>s diez<br />

de <strong>la</strong> mañana y terminó a <strong>la</strong>s cuatro y media de <strong>la</strong> tarde. Eu<strong>la</strong>lia parió una niña a media calle. Su<br />

padre <strong>la</strong> recibió, <strong>la</strong> limpió y <strong>la</strong> envolvió en el rebozo de Eu<strong>la</strong>lia mientras Andrés los miraba hecho<br />

un pendejo.<br />

—¡Ay, virgen! —era lo único que podía decir Eu<strong>la</strong>lia entre pujo y pujo. Tanto lo dijo que<br />

cuando llegaron a <strong>la</strong> casa y mientras don Refugio bañaba a <strong>la</strong> criatura, Andrés decidió que <strong>la</strong><br />

l<strong>la</strong>marían Virgen. Cuando fueron a bautizar<strong>la</strong> el cura dijo que ese nombre no se podía poner y les<br />

recomendó Virginia que sonaba parecido. Aceptaron.<br />

A los ocho días del parto, Eu<strong>la</strong>lia volvió al establo con <strong>la</strong> niña colgada de <strong>la</strong> chichi y una<br />

sonrisa aún más bril<strong>la</strong>nte que <strong>la</strong> de un año antes. Tenía una hija, un hombre y había visto pasar<br />

a Emiliano Zapata. Con eso le bastaba.<br />

En cambio Andrés estaba harto de pobreza y rutina. Quería ser rico, quería ser jefe, quería<br />

desfi<strong>la</strong>r, no ir a mirar desfiles. Andaba amargado de <strong>la</strong> ordeña al reparto y oía <strong>la</strong>s predicciones de<br />

don Refugio como una serie de maldiciones. Los convencionistas y los constitucionalistas<br />

peleaban en todo el país. Un día unos tomaban una p<strong>la</strong>za y al otro día los otros <strong>la</strong> rescataban, un<br />

día salía un decreto y otro día otro, para unos <strong>la</strong> capital era México y para los otros Veracruz, pero<br />

Andrés pensaba que siquiera los constitucionalistas tenían siempre el mismo jefe, en cambio los<br />

convencionalistas eran demasiados y nunca se iban a poner de acuerdo.<br />

—Lo que pasa es que tú no crees en <strong>la</strong> democracia —le decía su suegro.<br />

—Siempre tuvo buen ojo don Refugio —dijo Andrés cuando me lo contó. Yo qué voy a creer<br />

en esa democracia. Bien decía el teniente Segovia: «democracia que no es dirigida no es<br />

democracia.»<br />

Enero empezó con los convencionistas en el gobierno de <strong>la</strong> ciudad de México, pero a fin del<br />

mes Álvaro Obregón volvió a ocupar <strong>la</strong> ciudad y a los constitucionalistas les tocó un vendaval que<br />

tiró todas <strong>la</strong>s lámparas eléctricas y dejó oscuras <strong>la</strong>s calles de <strong>la</strong> ciudad. Muchos árboles se<br />

desgajaron y el techo del jacalón en el que vivían Andrés, Eu<strong>la</strong>lia y don Refugio salió vo<strong>la</strong>ndo a<br />

media noche y los dejó expuestos al frío. A Eu<strong>la</strong>lia le dio risa quedarse sin techo de buenas a<br />

primeras y don Refugio empezó un discurso sobre <strong>la</strong>s injusticias de <strong>la</strong> pobreza que alguna vez <strong>la</strong><br />

17


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Revolución evitaría. El joven Ascencio pasó <strong>la</strong> noche maldiciendo y se propuso todo antes que<br />

seguir de arrimado y en <strong>la</strong> miseria.<br />

Entró a trabajar en <strong>la</strong>s tardes de ayudante de un cura español que era párroco en Mixcoac.<br />

Pero para su desgracia le duró poco ese trabajo porque Obregón impuso al clero de <strong>la</strong> capital una<br />

contribución de 500.000 pesos y como no pudieron pagar<strong>la</strong> todos los curas fueron llevados al<br />

cuartel general. Andrés acompañó al padre José que estaba riquísimo y lo oyó jurar por <strong>la</strong> Virgen<br />

de Covadonga que no tenia un centavo. Obregón ordenó que los curas mexicanos se quedaran<br />

detenidos y soltó a los extranjeros con <strong>la</strong> condición de que abandonaran el país. Ni un día tardó<br />

el padre José en despedirse de sus feligreses y salir rumbo a Veracruz con una maleta llena de<br />

oro. Al menos eso sintió Andrés que <strong>la</strong> cargó hasta <strong>la</strong> estación de trenes.<br />

Las cosas se fueron poniendo peores. Hasta <strong>la</strong>s vacas daban menos leche, estaban f<strong>la</strong>cas y<br />

mal comidas. Eu<strong>la</strong>lia y él caminaban toda <strong>la</strong> ciudad buscando pan y carbón, muchas veces no<br />

encontraban, muchas no podían pagar ni eso.<br />

En marzo, para alimento de don Refugio y su hija, el Ejército del Sur volvió a ocupar <strong>la</strong><br />

ciudad haciendo que Obregón huyera <strong>la</strong> noche anterior. Tras ellos llegó el Presidente de <strong>la</strong><br />

Convención y <strong>la</strong> mayoría de los delegados.<br />

Por más que <strong>la</strong>s esperanzas de Eu<strong>la</strong>lia y su padre crecían, no lograban contagiar a Andrés.<br />

Para colmo Eu<strong>la</strong>lia estaba embarazada otra vez. En el establo les pagaban con irregu<strong>la</strong>ridad y les<br />

descontaban puntualmente <strong>la</strong>s ausencias. Andrés empezó a detestar <strong>la</strong>s ilusiones de su mujer.<br />

Hubiera querido irse. Casi veinte años después no se explicaba por qué no se había ido.<br />

Eu<strong>la</strong>lia estaba segura de que los señores de <strong>la</strong> Convención no sabían bien a bien por lo que<br />

pasaba el pueblo, así que cuando oyó que se organizaría a <strong>la</strong> gente para ir a pararse a una de <strong>la</strong>s<br />

sesiones con los cestos vacíos y pidiendo maíz, no dudó en ir. Andrés no quería acompañar<strong>la</strong>,<br />

pero cuando <strong>la</strong> vio en <strong>la</strong> puerta con <strong>la</strong> niña metida en el rebozo y <strong>la</strong> cara de fiesta, <strong>la</strong> siguió.<br />

—¡Maíz! ¡Pan! —gritaba una muchedumbre mostrando canastas vacías y niños<br />

hambrientos. Mientras su mujer gritaba con los demás, Andrés mentaba madres y se pendejaba<br />

seguro de que por ahí no iban a lograr nada.<br />

Un representante de <strong>la</strong> Convención avisó a <strong>la</strong> muchedumbre que se comprarían artículos de<br />

primera necesidad hasta por cinco millones de pesos.<br />

—Te lo dije, nos va a sobrar <strong>la</strong> comida —anunció Eu<strong>la</strong>lia al día siguiente, antes de salir con<br />

su canasta a ver qué recogía en <strong>la</strong> venta de maíz barato que el Presidente ordenó se hiciera en el<br />

patio de <strong>la</strong> Escue<strong>la</strong> de Minería. Esa vez no <strong>la</strong> acompañó. La vio salir cargando a <strong>la</strong> niña, con <strong>la</strong><br />

panza volviendo a saltársele. F<strong>la</strong>ca y ojerosa, con el lujo de <strong>la</strong> sonrisa que no perdía. Pensó que<br />

su mujer se estaba volviendo loca y se quedó sentado en el suelo fumando una colil<strong>la</strong> de cigarro.<br />

Como se hizo de noche y Eu<strong>la</strong>lia no volvía, fue a buscar<strong>la</strong>. Cuando llegó a <strong>la</strong> Escue<strong>la</strong> de<br />

Minería encontró a unos soldados juntando zapatos y canastas abandonadas y ni un grano de<br />

maíz en todo el patio. Habían ido más de diez mil personas a buscarlo. La lucha por un puño se<br />

volvió feroz, <strong>la</strong> gente se arremolinó y se ap<strong>la</strong>stó. Hubo como doscientos desmayados, unos<br />

porque casi se asfixiaron y otros porque les dio inso<strong>la</strong>ción. Los habían recogido <strong>la</strong>s ambu<strong>la</strong>ncias<br />

de <strong>la</strong> Cruz Roja.<br />

Andrés fue por Eu<strong>la</strong>lia al viejo hospital de <strong>la</strong> Cruz Roja. La encontró echada en un catre, con<br />

<strong>la</strong> niña desca<strong>la</strong>brada y su eterna sonrisa al verlo llegar.<br />

No le dijo nada, sólo abrió <strong>la</strong> mano y enseñó un puño de maíz. Como él <strong>la</strong> miró horrorizado<br />

abrió <strong>la</strong> otra:<br />

—Tengo más —dijo.<br />

Poco después les pagaron en el establo diez pesos y sintiéndose ricos fueron al mercado de<br />

San Juan a comprar comida. Eran como <strong>la</strong>s doce cuando llegaron. Las puertas de casi todos los<br />

expendios estaban cerradas. Frente a <strong>la</strong>s de una panadería se amontonaban muchas mujeres<br />

gritando y empujando.<br />

—Vamos ahí —dijo Eu<strong>la</strong>lia riendo. Y se puso a empujar con todas <strong>la</strong>s fuerzas de su f<strong>la</strong>cura.<br />

De repente <strong>la</strong>s puertas cedieron y <strong>la</strong>s mujeres entraron a <strong>la</strong> panadería tan enardecidas<br />

como hambrientas y se fueron sobre los panes peleándose por ellos y echando en sus canastas lo<br />

que podían. Andrés vio el desorden aquel, presidido por el panadero español que pretendía<br />

impedir a <strong>la</strong>s mujeres que tomaran los panes sin pagarlos. Peleaba con el<strong>la</strong>s y quería meter <strong>la</strong><br />

18


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

mano en sus canastas y quitarles lo que tenían dentro. Lo vio alejarse del mostrador colgado de<br />

<strong>la</strong>s trenzas de una mujer que había vaciado una charo<strong>la</strong> de bolillos en su canasta.<br />

No encontró mucho dinero en <strong>la</strong> caja de madera guardada cerca del suelo, pero Andrés lo<br />

tomó rápidamente y buscó a Eu<strong>la</strong>lia en media de los rebozos y los brazos de todas <strong>la</strong>s mujeres<br />

que seguían recogiendo migajas mientras mordían alguna de sus ganancias. Fue hasta <strong>la</strong> puerta<br />

y desde allí le gritó. El<strong>la</strong> alzó un brazo y le enseñó el pan que mordía y una risa llena de migajas.<br />

A empujones llegó hasta él, que se echó a correr jalándo<strong>la</strong>.<br />

—¿No cogiste nada? —le preguntó Eu<strong>la</strong>lia sin saber por qué habían abandonado <strong>la</strong> fiesta a<br />

<strong>la</strong> mitad. El no le contestó. La dejó rumiar su cocol de anís mientras iban en <strong>la</strong> carretera de<br />

regreso al establo y decirle que no le con<strong>vida</strong>ría ni una mordida de sus panes por inútil y<br />

apendejado.<br />

Don Refugio se había quedado con <strong>la</strong> niña y mecía su cuna de costal amarrado al techo con<br />

mecates. Eu<strong>la</strong>lia entró dichosa y le extendió <strong>la</strong> canasta de panes al viejo profeta. Andrés los vio<br />

abrazarse riendo y pensó en guardar el dinero para días menos felices. Pero como Eu<strong>la</strong>lia no<br />

dejaba de criticarlo se sacó de <strong>la</strong>s bolsas todas <strong>la</strong>s monedas que había podido guardarse.<br />

—Hay muchas de a peso —gritaba Eu<strong>la</strong>lia aventándo<strong>la</strong>s al aire.<br />

Esa misma tarde quiso comprarse un rebozo y obligó a su Andrés a gastar en una camisa<br />

para él y otra para don Refugio. A <strong>la</strong> niña le buscó un gorra con o<strong>la</strong>nes de satín bril<strong>la</strong>nte y lo<br />

demás lo gastaron en azúcar, café y arroz. Andrés se empeñó en guardar quince pesos.<br />

—Cinco más de lo que teníamos en <strong>la</strong> mañana —dijo Eu<strong>la</strong>lia antes de dormirse.<br />

Amanecieron oyendo los cañones tan cerca que pensaron en no ir a ordeñar <strong>la</strong>s ocho vacas<br />

f<strong>la</strong>cas que quedaban en el establo. Pero Eu<strong>la</strong>lia quería sopear uno de sus panes en <strong>la</strong> cubeta de<br />

leche cruda y salió más temprano que nunca sin oír <strong>la</strong>s advertencias de su padre.<br />

Todo el día se oyeron los cañones. Andrés y Eu<strong>la</strong>lia bajaron hasta <strong>la</strong> colonia Juárez con <strong>la</strong><br />

poca leche que habían sacado, pero nadie les abrió <strong>la</strong> puerta. No había trenes ni coches en <strong>la</strong>s<br />

calles, los comercios estaban cerrados y muy poca gente se atrevió a salir.<br />

En <strong>la</strong> tarde se marcharon <strong>la</strong>s últimas tropas convencionistas y a <strong>la</strong> mañana siguiente<br />

entraron a <strong>la</strong> ciudad <strong>la</strong>s primeras fuerzas constitucionalistas. Dos días después entraron más y<br />

con el<strong>la</strong>s un nuevo comandante militar de <strong>la</strong> p<strong>la</strong>za, otro inspector de policía y otro gobernador del<br />

Distrito.<br />

Eu<strong>la</strong>lia fue con un billete de a peso a comprar manteca y en <strong>la</strong> tienda le dijeron que ese<br />

papel ya no valía. Regresó a <strong>la</strong> casa furiosa contra Andrés que no había querido gastárselo todo.<br />

Tenia tanta rabia que intentó quemar lo que tenían guardado, pero su padre pronosticó el regreso<br />

de los convencionistas y le quitó los billetes que había puesto a dorarse en el comal.<br />

Se fue volviendo pálida y triste. Andrés decía que era el embarazo, pero don Refugio<br />

alegaba que el año anterior no había pasado nada así.<br />

—Dicen que cada hijo se hace distinto —les contestaba Eu<strong>la</strong>lia cuando discutían.<br />

Cinco días después los convencionistas recuperaron <strong>la</strong> ciudad. No bien lo supo Eu<strong>la</strong>lia, fue<br />

con sus billetes a <strong>la</strong> misma tienda en que se los habían devuelto.<br />

Compró dos kilos de arroz, uno de harina, dos de maíz, uno de azúcar, uno de café y hasta<br />

una cajetil<strong>la</strong> de cigarros.<br />

Cuando volvieron los constitucionalistas y don Refugio pronosticó que volvían<br />

quedarse, Eu<strong>la</strong>lia miró orgullosa su precaria despensa.<br />

Carranza llevaba un mes en <strong>la</strong> ciudad y su gobierno era reconocido hasta por los Estados<br />

Unidos cuando Eu<strong>la</strong>lia parió un niño de ojos c<strong>la</strong>ros como los de Andrés y sonrisa insistente y<br />

precoz como <strong>la</strong> de el<strong>la</strong>. Don Refugio estaba iluminado por <strong>la</strong> euforia, no podía encontrar mejor<br />

pronóstico para el futuro de prosperidad que estaba empeñado en alcanzar. El le puso Octavio<br />

antes de que nadie pudiera opinar otra cosa.<br />

Virginia apenas tenía un año y pasó a segundo término de <strong>la</strong> noche a <strong>la</strong> mañana. La madre<br />

y el abuelo estaban demasiado ocupados con el prodigio de un hombre recién nacido y el padre<br />

apenas <strong>la</strong> veía intentar unos pasos mientras pensaba cómo salir de pobre rápido y para siempre.<br />

Se iba solo en <strong>la</strong> carreta después de <strong>la</strong> ordeña y recorría <strong>la</strong> ciudad que empezaba a<br />

parecerle ordenada y hasta grata.<br />

para<br />

19


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Un día el dueño del establo le pidió que acudiera a una nueva oficina l<strong>la</strong>mada Departamento<br />

Regu<strong>la</strong>dor de Precios a preguntar en qué iba a quedar el precio de <strong>la</strong> leche, no fuera a ser que <strong>la</strong><br />

estuvieran dando más barata.<br />

Como a un aparecido, Andrés vio a Rodolfo, su amigo de <strong>la</strong> infancia en Zacatlán, tras <strong>la</strong><br />

ventanil<strong>la</strong> de informes. Había entrado a México con el Ejército de Oriente, en calidad de sargento<br />

aunque jamás dio una batal<strong>la</strong>.<br />

Era cobrador y necesitaba grado para merecer respeto. Le llevaba dos años y hacía más de<br />

cuatro que no se veían. Andrés siempre creyó que su amigo era un pendejo, pero cuando lo vio<br />

con <strong>la</strong> ropa limpia y tan gordo como cuando vivían alimentados por sus madres, dudó de sus<br />

juicios. Se saludaron como si se hubieran visto <strong>la</strong> tarde de ayer y quedaron de comer juntos.<br />

Andrés volvió muy noche al jacalón de Mixcoac. Cuando su mujer le reprochó que no<br />

hubiera avisado cuánto tardaría, él contó <strong>la</strong> historia de su amigo convertido en sargento y le<br />

aseguró que pronto tendría un trabajo bien pagado.<br />

Don Refugio se frotó <strong>la</strong>s puntas de los bigotes y le dijo a su hija:<br />

—Ya ves cómo tenía yo razón. Andaba en buenos pasos. A este hombre le va a ir bien con<br />

los del norte. Siquiera algo de todo esto que no me encabrone.<br />

—Vamos a hacerlo padrino de Octavio —dijo Andrés.<br />

Eu<strong>la</strong>lia extendió su eterna sonrisa y fue a tirarse en <strong>la</strong> cama junto a su hijo.<br />

—Asta dice que se siente cansada —contó don Refugio. Y para que el<strong>la</strong> lo diga ha de irse a<br />

morir.<br />

Por desgracia don Refugio también acertó en esa predicción. La epidemia de tifo que hacía<br />

meses andaba por <strong>la</strong> ciudad entró al jacalón de Mixcoac y se prendió de Eu<strong>la</strong>lia.<br />

En ocho días se le fue cerrando <strong>la</strong> risa, casi no hab<strong>la</strong>ba, tenia el cuerpo ardiendo y echaba<br />

un olor repugnante. Andrés y don Refugio se sentaron a ver<strong>la</strong> morir sin hacer nada más que<br />

ponerle paños mojados en <strong>la</strong> frente. Nadie se aliviaba del tifo, Eu<strong>la</strong>lia lo sabía y no quiso pesarles<br />

los últimos días. Se limitó a mirarlos con agradecimiento y a sonreír de vez en cuando.<br />

—Que te vaya bien —le dijo a Andrés, antes de caer en el último día de fiebre y silencio.<br />

CAPÍTULO V<br />

Toda esta dramática y enternecedora historia yo <strong>la</strong> creí completa durante varios años.<br />

Veneré <strong>la</strong> memoria de Eu<strong>la</strong>lia, quise hacerme de una risa como <strong>la</strong> suya, y cien tardes le envidié<br />

con todas mis ganas al amante simplón y apegado que mi general fue con el<strong>la</strong>. Hasta que Andrés<br />

consiguió <strong>la</strong> candidatura al gobierno de Pueb<strong>la</strong> y <strong>la</strong> oposición hizo llegar a nuestra casa un<br />

documento en el que lo acusaba de haber estado a <strong>la</strong>s órdenes de Victoriano Huerta cuando<br />

desconoció al gobierno de Madero.<br />

—Así que no era cierto lo de <strong>la</strong> leche —dije extendiéndole el vo<strong>la</strong>nte cuando entró a <strong>la</strong> casa.<br />

—Si les vas a creer antes a mis enemigos que a mi no tenemos nada que hab<strong>la</strong>r —me<br />

contestó.<br />

Con el papel que lo acusaba entre <strong>la</strong>s manos me quedé horas mirando al jardín, piensa y<br />

piensa hasta que él se paró frente a mi sillón con sus piernas a <strong>la</strong> altura de mis ojos, sus ojos<br />

arriba de mi cabeza, y dijo:<br />

—¿Entonces qué? ¿No quieres ser gobernadora?<br />

Lo miré, nos reímos, dije que sí y olvidé el intento de crearle un pasado honroso. Me<br />

gustaría ser gobernadora. Llevaba casi cinco años entre <strong>la</strong> cocina, <strong>la</strong> chichi y los pañales. Me<br />

aburría.<br />

Después de Verania nació Sergio. Cuando empezó a llorar y sentí que me deshacía de <strong>la</strong><br />

piedra que cargaba en <strong>la</strong> barriga, juré que ésa sería <strong>la</strong> última vez. Me volví una madre obsesiva<br />

con <strong>la</strong> que Andrés trataba poco. Era jefe de <strong>la</strong>s operaciones militares, odiaba al gobernador y se<br />

asoció con Heiss. Eso hubiera sido suficiente para mantenerlo ocupado, pero además iba a México<br />

20


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

con frecuencia a visitar a su compadre Rodolfo que ascendió a subsecretario. Un día, para euforia<br />

de los dos, su jefe, el general Aguirre, resultó electo candidato a <strong>la</strong> presidencia.<br />

Andrés fue con él a <strong>la</strong> gira por todo el país. Pasaba tanto tiempo lejos que Octavio y yo no<br />

pudimos avisarle cuando se perdió Virginia una tarde qué fue a comprar hilos y no regresó. Dimos<br />

parte a <strong>la</strong> policía, <strong>la</strong> buscamos muchos días, nunca supimos qué fue de el<strong>la</strong>. Al volver, su padre<br />

aceptó <strong>la</strong> desaparición como una muerte inevitable.<br />

Supe que tenía otras hijas hasta que le cayó <strong>la</strong> gubernatura. Entonces consideró necesario<br />

ser un buen padre y se me presentó con cuatro más. Marta, de quince años; Marce<strong>la</strong>, de trece;<br />

Lilia y Adriana, de doce.<br />

Adriana y Lilia eran hermanas geme<strong>la</strong>s, hijas de una novicia que estaba en el convento de<br />

<strong>la</strong>s capuchinas de T<strong>la</strong>lpan cuando Andrés fue con el ejército a cerrarlo durante <strong>la</strong> persecución<br />

religiosa. Lilia me encantó desde el principio. Tenía el pelo castaño y unos ojos enormes con los<br />

que curioseaba todo. Cuando me vio preguntó si yo era <strong>la</strong> esposa de su padre, dije que sí y desde<br />

entonces me l<strong>la</strong>mó mamá; en cambio Adriana era una niña metida en sí misma a <strong>la</strong> que le costó<br />

un trabajo enorme sobrevivir entre nosotros.<br />

Por ese tiempo Verania tenía cuatro años y Sergio tres, lo l<strong>la</strong>mábamos Checo. Contando a<br />

Octavio teníamos siete hijos cuando nos cambiamos a <strong>la</strong> casa del cerro de Loreto. Quedaba en <strong>la</strong><br />

subida, pero no sobre <strong>la</strong> calle principal, había que desviarse y entrar por unas callecitas estrechas<br />

entre <strong>la</strong>s que aparecía de repente una barda <strong>la</strong>rguísima que le daba <strong>la</strong> vuelta a <strong>la</strong> manzana. Tras<br />

el<strong>la</strong> y el jardín estaba <strong>la</strong> casa. Tenia catorce recámaras, un patio en el centro, tres pisos y varias<br />

sa<strong>la</strong>s para recibir. No me quiero ni acordar del trabajo que costó ponerle muebles a todo eso.<br />

Colgaba yo los últimos cuadros cuando l<strong>la</strong>maron a <strong>la</strong> puerta, unos doscientos obreros de <strong>la</strong><br />

CROM que iban a manifestar su apoyo. Tras ellos fueron llegando desde campesinos hasta<br />

Maríachis, pasando por Heiss y un grupo de españoles textileros. La fiesta entró a nuestra casa<br />

sin ningún respeto. Tuve que hacerme cargo de un equipo de meseros y achichincles que los<br />

ayudantes de Andrés metieron en mi cocina. Desde el desayuno empezaban los banquetes. Se<br />

pusieron mesas por todo el jardín y en dos semanas pasé de ser una tranqui<strong>la</strong> madre sin más<br />

quehacer que cuidar dos bebés, a ser <strong>la</strong> jefa de cuarenta sirvientes y administrar el dinero<br />

necesario para que a diario comieran en mi casa entre cincuenta y trescientas personas.<br />

A los niños les cayeron encima unas nanas de <strong>la</strong> sierra más infantiles que ellos y yo apenas<br />

tenia tiempo de verlos entre un lío y otro. Por suerte Bárbara mi hermana vino a vivir conmigo y<br />

se volvió elegantemente mi secretaria particu<strong>la</strong>r.<br />

Ese año <strong>la</strong> legis<strong>la</strong>tura pob<strong>la</strong>na les dio el voto a <strong>la</strong>s mujeres, cosa que sólo celebraron<br />

Carmen Serdán y otras cuatro maestras. Sin embargo, Andrés no hizo un solo discurso en el que<br />

no mencionara <strong>la</strong> importancia de <strong>la</strong> participación femenina en <strong>la</strong>s luchas políticas y<br />

revolucionarias. Un día, en<br />

Cholu<strong>la</strong>, empezó uno diciendo que varias mujeres se le habían acercado para preguntarle<br />

cuál podía ser su apoyo a <strong>la</strong> Revolución y que él les había respondido que ya el general Aguirre<br />

con su sabiduría popu<strong>la</strong>r había dicho una vez que <strong>la</strong>s mujeres mexicanas debían unirse para<br />

defender los derechos de <strong>la</strong>s obreras y <strong>la</strong>s campesinas, <strong>la</strong> igualdad dentro de <strong>la</strong>s re<strong>la</strong>ciones<br />

conyugales, etcétera. De ahí para ade<strong>la</strong>nte no le creí un solo discurso. Para colmo, tres días<br />

después habló con acalorada pasión sobre <strong>la</strong> experiencia del ejido y esa misma tarde brindó con<br />

Heiss para celebrar el arreglo que le devolvía <strong>la</strong>s fincas expropiadas por <strong>la</strong> ley de Nacionalización.<br />

Decía tantas mentiras que con razón cuando el mitin de <strong>la</strong> p<strong>la</strong>za de toros <strong>la</strong> gente se enojó y <strong>la</strong><br />

incendió. Hubo muchos heridos. Sólo el periódico de Juan Soriano habló de ellos.<br />

Con esa tragedia se acabaron los actos de adhesión en <strong>la</strong> ciudad y nos fuimos a recorrer el<br />

estado. Con todo y niños, nanas y cocineros rodamos de pueblo en pueblo oyendo a campesinos<br />

exigir tierras, rec<strong>la</strong>mar justicia, pedir mi<strong>la</strong>gros. De todo pedían, desde una máquina de coser<br />

hasta <strong>la</strong> salud de un niño con poliomielitis, tejas para los techos de sus casas, burros, créditos,<br />

semil<strong>la</strong>s, escue<strong>la</strong>s. Gocé <strong>la</strong> gira. Me gustó ir por los pueblos terrosos como San Marcos, pero más<br />

me gustó subir hasta Coetza<strong>la</strong>n por <strong>la</strong> sierra. Nunca había visto tanta vegetación; cerros y cerros<br />

llenos de p<strong>la</strong>ntas que cubrían hasta <strong>la</strong>s piedras, barrancas a <strong>la</strong>s que no se les veía más fondo que<br />

una interminable caída verde. En Coetza<strong>la</strong>n <strong>la</strong>s mujeres se vestían con trajes b<strong>la</strong>ncos y <strong>la</strong>rgos, se<br />

trenzaban el pelo con estambres que luego enredaban sobre sus cabezas. Uno no entendía cómo<br />

caminaban entre los charcos y <strong>la</strong>s piedras del monte sin mancharse ni siquiera <strong>la</strong> oril<strong>la</strong> de <strong>la</strong>s<br />

faldas. Eran mujeres chiquitas, no más altas que los doce años de Lilia, y cargaban cestas<br />

enormes y varios niños a <strong>la</strong> vez. A <strong>la</strong> entrada del pueblo no había mucha gente, nos explicaron<br />

21


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

que los campesinos de ahí no querían al partido y que les daban miedo <strong>la</strong>s elecciones porque<br />

siempre había tiros y muertos. Así que temían <strong>la</strong> llegada del candidato y no les importaba salir a<br />

mirarlo.<br />

Andrés se puso furioso con los organizadores de <strong>la</strong> campaña que llegaban unos días antes<br />

que nosotros a cada pueblo, de pendejos no los bajó y pegando en el suelo con el fuete del caballo<br />

los amenazó de muerte si no reunían a <strong>la</strong> gente en <strong>la</strong> p<strong>la</strong>za.<br />

Me bajé del camión con los niños detrás porque querían caminar por <strong>la</strong>s calles empedradas,<br />

entrar a <strong>la</strong> iglesia y comprarse una naranja con chile en el mercado. Para librarme del griterío de<br />

Andrés fui con ellos a donde se les ocurrió.<br />

Octavio nos guiaba, quería impresionar a sus hermanas, le parecían lindísimas y no lograba<br />

hacerse a <strong>la</strong> idea de que alguien como Marce<strong>la</strong> fuera su pariente. Con el menor pretexto <strong>la</strong><br />

tomaba de <strong>la</strong> mano, <strong>la</strong> ayudaba a caminar entre <strong>la</strong>s piedras, era su novio. Viéndolos caminar se<br />

me ocurrió que Marce<strong>la</strong> se vería linda con un traje como el de <strong>la</strong>s inditas. Organicé que todas nos<br />

vistiéramos como el<strong>la</strong>s. Doña Remigia, <strong>la</strong> esposa del delegado del partido nos ayudó a conseguir<br />

<strong>la</strong> ropa y a vestirnos. Las faldas eran de el<strong>la</strong> y sus hermanas, los estambres también. Hasta para<br />

Verania me dieron un huipil b<strong>la</strong>nco. Volvimos a <strong>la</strong> p<strong>la</strong>za en <strong>la</strong> que Andrés iba a empezar un<br />

discurso para los pocos mirones que había. Caminábamos con trabajo, nos costaba mantener<br />

firme <strong>la</strong> cabeza llena de estambres, nos veíamos extrañas, pero a <strong>la</strong> gente le gustamos.<br />

Empezaron a seguirnos al cruzar el mercado. Cuando llegamos a <strong>la</strong> p<strong>la</strong>za le llevábamos al general<br />

Ascencio tres veces más público del que habían logrado conseguir sus acarreadores. Fuimos a<br />

pararnos junto a él, que empezó su discurso diciendo:<br />

—Pueblo de Coetza<strong>la</strong>n, ésta es mi familia, una familia como <strong>la</strong> de ustedes, sencil<strong>la</strong> y unida.<br />

Nuestras familias son lo más importante que tenemos, yo les prometo que mi gobierno trabajará<br />

para darles el futuro que se merecen... —Y siguió por ahí. Nosotros lo oímos quietos, sólo Checo<br />

se ponía y se quitaba el sombrero corriendo alrededor de nuestras piernas. Octavio aprovechó<br />

para poner <strong>la</strong> mano en <strong>la</strong> cintura de su hermana Marce<strong>la</strong> y no quitar<strong>la</strong> de ahí hasta que acabó el<br />

discurso sobre <strong>la</strong> unidad familiar. De Coetza<strong>la</strong>n bajamos a Zacatlán que era <strong>la</strong> patria chica de<br />

Andrés. De ahí lo habían visto salir pobretón y rencoroso, los Delpuente y los Fernández, los que<br />

eran dueños del pueblo antes de <strong>la</strong> Revolución y padecían viéndolo volver para gobernarlos.<br />

La tarde que llegamos un hombre se estaba afeitando en <strong>la</strong> barbería, y otro le preguntó si<br />

se arreg<strong>la</strong>ba para ir a recibir al general Ascencio.<br />

—Qué general ni qué general —contestó el hombre. Ese siempre será un hijo de arriero. Yo<br />

no les rindo a los pe<strong>la</strong>dos.<br />

No fue a <strong>la</strong> comida que al día siguiente nos ofrecieron los importantes del pueblo. Mi general<br />

preguntó por él con interés y <strong>la</strong>mentó que no nos acompañara. Al salir nos dijeron que un<br />

borracho lo había matado en <strong>la</strong> mañana.<br />

Por lo demás, Zacatlán se tiró a <strong>la</strong> fiesta. Hubo fuegos artificiales y baile toda <strong>la</strong> noche.<br />

Andrés me cortejó como si lo necesitara y me agradeció lo de Coetza<strong>la</strong>n. Estuvo feliz.<br />

También su madre, a <strong>la</strong> que yo había visto tres veces y siempre arisca, anduvo encantada<br />

bai<strong>la</strong> y bai<strong>la</strong> como si su hijo le hubiera devuelto <strong>la</strong> dignidad y el gusto.<br />

Doña Herminia era una mujer delgada de ojos profundos y mandíbu<strong>la</strong> hacia ade<strong>la</strong>nte. Tenía<br />

el pelo b<strong>la</strong>nco y escaso, se lo recogía atrás en un chongo sin mucha gracia. Estaba acostumbrada<br />

a <strong>la</strong> pobreza, pero cuando su hijo se volvió importante, no tardó nada en acostumbrarse a <strong>la</strong><br />

buena <strong>vida</strong>. Nunca quiso salir de Zacatlán.<br />

Andrés le compró una casa frente al zócalo. La fachada era de piedra y los balcones tenían<br />

unos herrajes que los antiguos dueños habían llevado de Francia. Cada pareja y cada nieto tenia<br />

su recámara en esa casa, quién sabe para qué, porque como doña Herminia no era precisamente<br />

cálida, <strong>la</strong> visitaban poco sus nietos, ya no se diga sus hijos que andaban de arriba para abajo<br />

haciéndose importantes. A Andrés le gustaba pasar temporadas cortas en Zacatlán. Se iba a<br />

meter a <strong>la</strong> casa de cantera para que su mamá lo cuidara todo lo que no lo pudo cuidar y consentir<br />

de niño. Yo mejor no iba para no estorbar el romance. Además a mí nunca me gustó Zacatlán,<br />

siempre estaba lloviendo y me deprimía.<br />

22


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Ni un pueblo dejamos sin visitar. Andrés fue el primer candidato a gobernar que hizo una<br />

campaña así. No le quedaba más remedio, Aguirre fue el primer candidato a presidente que<br />

recorrió todo el país.<br />

Me gustó <strong>la</strong> campaña. A pesar de lo arbitrario que ya era el general, entonces todavía<br />

estaba cerca, todavía parecía gente normal. Quiero decir, conversaba sin perder el hilo, de<br />

repente besaba a alguna de sus hijas, y todos los días antes de acostarnos me preguntaba si lo<br />

había hecho bien, si yo creía que <strong>la</strong> gente lo quería, si tenia éxito, si estaba yo dispuesta a<br />

acompañarlo en su trabajo de gobernante.<br />

Una vez intentó copiarle al general Aguirre eso de pasar horas y horas oyendo a los<br />

campesinos. Fue en Teziutlán, otro pueblo de <strong>la</strong> sierra. Le pusieron una tarima y hasta ahí subían<br />

los indios con sus problemas, que si les faltaban bueyes, que si un tipo les quitaba <strong>la</strong> tierra que <strong>la</strong><br />

Revolución les había dado, que si no les había tocado tierra de <strong>la</strong> que dio <strong>la</strong> Revolución, que si no<br />

querían que sus hijos crecieran como ellos. Le contaban sus <strong>vida</strong>s y le pedían cosas como si fuera<br />

Dios.<br />

Sólo un día soportó Andrés esa tortura. A <strong>la</strong> mañana siguiente desde el baño mentó madres<br />

contra <strong>la</strong>s necias costumbres del general Aguirre y me preguntó si no me parecía que cada quien<br />

tuviera su estilo. Por supuesto, dije que sí. Los mítines se volvieron breves, el de Tehuacán duró<br />

sólo una hora. Después nos fuimos a nadar a El Riego, un rancho con aguas termales en el que a<br />

veces vacacionaba el general Aguirre.<br />

Por fin llegaron <strong>la</strong>s elecciones. Fui a votar con Andrés. Al día siguiente salimos en el<br />

periódico tomados de <strong>la</strong> mano frente a <strong>la</strong> urna. No había nadie más por quién votar, así que <strong>la</strong>s<br />

elecciones fueron pacificas, aunque no puede decirse que multitudinarias. Ese domingo <strong>la</strong>s calles<br />

estuvieron medio vacías, <strong>la</strong> gente salió temprano a misa y luego se metió a sus casas sin hacer<br />

mucho ruido. Votaron los obreros de <strong>la</strong> CTM y los burócratas, quizá también uno que otro<br />

despistado, pero nada más. C<strong>la</strong>ro que con eso tuvo Andrés para entrar legítimamente al Pa<strong>la</strong>cio<br />

de Gobierno y tomar posesión.<br />

Ahora oigo que los pob<strong>la</strong>nos dicen que no sabían lo que les esperaba, que por eso no<br />

movieron un dedo en contra, yo creo que de todos modos no hubieran hecho demasiado.<br />

Era gente metida en sus casas y sus cosas, casi les podía caer un muerto encima que si se<br />

arrimaban a tiempo y caía junto, no hab<strong>la</strong>ban de él.<br />

Los primeros tiempos del gobierno fueron divertidos. Todo era nuevo, yo tenía una corte de<br />

mujeres esposas de los hombres que trabajaban con Andrés. Checo jugaba a que era el<br />

gobernadorcito y <strong>la</strong>s niñas iban a todos los bailes a l<strong>la</strong>mar <strong>la</strong> atención. Nuestro general nos veía<br />

gozar<strong>la</strong> y creo que le daba gusto. Quizá por eso nos llevó a <strong>la</strong> inauguración del manicomio de San<br />

Roque, un lugar donde encerraban mujeres locas. Después de cortar el listón y echar el discurso,<br />

dijo que llevaran una marimba y organizó baile ahí dentro. Las locas estaban muy elegantes con<br />

unas batas color de rosa y se pusieron felices con <strong>la</strong> música. Andrés bailó con una muy bonita que<br />

estaba ahí por alcohólica, pero hacía rato que no bebía, así que se <strong>la</strong> pasaba lúcida en medio de<br />

un montón de mujeres c<strong>la</strong>vadas en <strong>la</strong> niñez o seguras de que alguien <strong>la</strong>s perseguía o pasando de<br />

<strong>la</strong> euforia a <strong>la</strong> depresión. Con todas bailó el gobernador, también conmigo que no me sentía mal<br />

entre el<strong>la</strong>s, hasta pensé que uno podría descansar ahí.<br />

De repente Andrés ordenó que se cal<strong>la</strong>ra <strong>la</strong> marimba y me presentó como <strong>la</strong> presidenta de<br />

<strong>la</strong> Beneficencia Pública. San Roque dependería de mí al igual que <strong>la</strong> Casa Hogar y algunos<br />

hospitales públicos.<br />

Me puse a temb<strong>la</strong>r. Ya con los hijos y los sirvientes de <strong>la</strong> casa me sentía perseguida por un<br />

ejército necesitando de mis instrucciones para moverse, y de repente <strong>la</strong>s Locas, los huérfanos,<br />

los hospitales. Pasé <strong>la</strong> noche pidiéndole a Andrés que me quitara ese cargo. Dijo que no podía.<br />

Que yo era su esposa y que para eso estaban <strong>la</strong>s esposas: —No creas que todo es coger y cantar.<br />

Al día siguiente fui a <strong>la</strong> Casa Hogar. Se l<strong>la</strong>maba muy elegante pero era un pinche hospicio<br />

mugroso y abandonado. Los niños andaban por el patio con los mocos hasta <strong>la</strong> boca, a medio<br />

vestir, sucios de meses. Los cuidaban unas mujeres que apenas podían decir su nombre y que no<br />

distinguían entre los traviesos y los retrasados mentales. Los tenían a todos revueltos. Los bebés<br />

dormían en una hilera de cunas de fierro con colchones mil veces orinados. Había recién nacidos<br />

23


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

entre ellos y tenían contratadas unas nodrizas que iban dos veces al día a darles <strong>la</strong> leche que les<br />

quedaba en unos pechos enf<strong>la</strong>quecidos.<br />

Las corrí. A el<strong>la</strong>s y a <strong>la</strong>s cuatro brujas que cuidaban a los niños.<br />

Entonces un médico que parecía muy enterado tuvo a bien rec<strong>la</strong>marme.<br />

—Se pueden morir estos niños si toman leche de vaca —dijo.<br />

—Estarán mejor muertos que aquí —le contesté.<br />

¿Quién podría parar mis obras de misericordia? Mi marido, c<strong>la</strong>ro. En <strong>la</strong> tarde me dijo que<br />

estaba yo exagerando, que ni un centavo extra para el hospicio o los hospitales y que <strong>la</strong>s Locas<br />

ya tenían bastante con su edificio.<br />

—Pero si ya fui a ver y no tienen camas dije.<br />

—Nunca han dormido más arriba del suelo esas mujeres —me contestó. ¿Tú crees que hay<br />

locas ricas ahí? Las ricas andan en <strong>la</strong> calle.<br />

—Y contigo —le contesté.<br />

En <strong>la</strong> mañana había pasado al Nuevo Siglo por un vestido para Verania y <strong>la</strong> dependiente me<br />

preguntó qué me había parecido el mantón de Mani<strong>la</strong> que antier me había comprado el general.<br />

Dije que bellísimo mirando <strong>la</strong> cara de horror del dueño que siempre sabía a dónde iban <strong>la</strong>s<br />

compras de Andrés Ascencio. El mantón se lo habían mandado a una señora en Cholu<strong>la</strong>. Pensé no<br />

hab<strong>la</strong>rle de eso pero no me aguanté. De todos modos se hizo el que no entendía y dejó el asunto<br />

ahí.<br />

L<strong>la</strong>mé a sus hijas para proponerles que me ayudaran a organizar bailes, fiestas, rifas, lo que<br />

pudiera dar dinero para <strong>la</strong> Beneficencia Pública. Aceptaron. Se les ocurrió todo, desde una<br />

premier con Fred Astaire hasta un baile en el pa<strong>la</strong>cio de gobierno. Durante un tiempo no supe<br />

cómo iban <strong>la</strong>s locas ni los enfermos ni los niños, me dediqué a organizar fiestas. Por fin creo que<br />

hasta se nos olvidó para qué eran.<br />

Nada más porque Bárbara mi hermana cumplía con su papel de secretaria fuimos a<br />

entregarles <strong>la</strong>s camisetas y los calzones a los niños, <strong>la</strong>s camas a <strong>la</strong>s loquitas, <strong>la</strong>s sábanas a los<br />

hospitales. San Roque estaba muy limpio cuando llegamos, <strong>la</strong>s mujeres pasaron en fi<strong>la</strong> a darnos<br />

<strong>la</strong>s gracias. Sus batas rosas se habían ido destiñendo y de día eran más feas sus caras. Todavía<br />

estaba ahí <strong>la</strong> jovencita que inició el baile con Andrés y una que me contó que su hermano <strong>la</strong> había<br />

encerrado para quedarse con su herencia. Las invité a quedarse junto a nosotras. Cuando se<br />

acabó <strong>la</strong> celebración, nada más <strong>la</strong>s saqué de ahí sin ningún trámite. Nadie preguntó nunca por<br />

el<strong>la</strong>s.<br />

Esa noche hubo una ceremonia en el Colegio del Estado para celebrar su transformación en<br />

Universidad. Desde <strong>la</strong> campaña había sido una de <strong>la</strong>s obsesiones de Andrés. Tenía pocos meses<br />

de gobernar cuando logro el cambio. Dejó de rector al mismo que era director del colegio y en<br />

agradecimiento esa noche le entregaba el rectorado Honoris Causa. Salieron críticas en los<br />

periódicos y <strong>la</strong> gente dijo horrores, pero a Andrés no le importó. Se disfrazó con una toga y un<br />

birrete y nos hizo a nosotros vestirnos de ga<strong>la</strong>.<br />

Como no nos dio tiempo de decidir qué hacer con <strong>la</strong>s ex locas, nos <strong>la</strong>s llevamos al festejo.<br />

A una le presté un vestido yo y a <strong>la</strong> otra Marta.<br />

Durante el brindis presenté a <strong>la</strong> bonita con el rector, que <strong>la</strong> tomó como su secretaria<br />

particu<strong>la</strong>r y a <strong>la</strong> desheredada con el presidente del Tribunal de Justicia del Estado, que se encargó<br />

de ver que se le hiciera justicia. Creo que desheredaron al hermano porque como al mes recibí<br />

todo un juego de p<strong>la</strong>ta para té con <strong>la</strong> tarjeta de <strong>la</strong> señorita Imelda Basurto y, entre paréntesis, «<strong>la</strong><br />

desheredada». Abajo: «Con mi eterno agradecimiento a su <strong>la</strong>bor de justicia.»<br />

Al principio <strong>la</strong> gente iba a <strong>la</strong> casa a solicitar audiencia y me pedía que <strong>la</strong> ayudara con Andrés.<br />

Yo oía todo y Bárbara apuntaba. En <strong>la</strong>s noches me llevaba una lista de peticiones que le leía<br />

a mi general de corrido y aceptando instrucciones: ése que vea a Godínez, ésa que venga a mi<br />

despacho,<br />

eso<br />

no se puede, a ése dale algo de tu caja chica, y así.<br />

Mi primera gran decepción fue cuando me visitó un señor muy culto para contarme que se<br />

pretendía vender el archivo de <strong>la</strong> ciudad a una fábrica de cartón. Todo el archivo de <strong>la</strong> ciudad a<br />

tres centavos el kilo de papel. En <strong>la</strong> noche fue el primer asunto que traté con Andrés. No quiso ni<br />

24


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

detenerse a discutirlo. Nada más dijo que ésos eran puros papeles inútiles, que lo que necesitaba<br />

Pueb<strong>la</strong> era futuro, y que no había dónde poner tanto recuerdo. El lugar donde estaba el archivo<br />

sería para que <strong>la</strong> Universidad tuviera más au<strong>la</strong>s. Además ya era tarde porque Díaz Pumarino su<br />

secretario de gobierno ya lo había vendido, es más, el dinero me lo iba a dar para el hospicio.<br />

Al día siguiente tuve que pasar <strong>la</strong> vergüenza de explicarle mi fracaso al señor Cordero. Total<br />

que el dinero de <strong>la</strong> venta ni siquiera fue para el hospicio porque <strong>la</strong> Asociación de Charros visitó a<br />

Andrés <strong>la</strong> mañana en que lo tenía sobre su escritorio y junto con el cheque del gobierno del estado<br />

les dio lo del archivo como donativo personal.<br />

Con ese empezaron mis fracasos y fui de mal en peor. Un día me visitó una señora muy<br />

acongojada. Su marido, un médico respetable, era dueño de <strong>la</strong> casa en que vivía toda <strong>la</strong> familia.<br />

Una casa muy bonita en el 18 Oriente. Según contó <strong>la</strong> señora, a mi general le había gustado <strong>la</strong><br />

casa y l<strong>la</strong>mó a su marido para comprárse<strong>la</strong>. Como el hombre le dijo que no estaba en venta<br />

porque era el único patrimonio de su familia, Andrés le contestó que esperaba verlo entrar en<br />

razón porque no le gustaría comprárse<strong>la</strong> a su viuda. Con <strong>la</strong> amenaza encima el doctor aceptó<br />

vender y puso precio. Andrés lo oyó decir tantos miles de pesos y después sacó de un cajón <strong>la</strong><br />

boleta del registro predial con <strong>la</strong> cantidad en que estaba valuada <strong>la</strong> casa para el pago de<br />

impuestos. Era <strong>la</strong> mitad de lo que pedía, le dio <strong>la</strong> mitad y lo despidió dándole tres días para<br />

desalojar.<br />

La esposa fue a verme al segundo día. En <strong>la</strong> noche se lo conté a Andrés.<br />

—Así que aparte de lenta es argüendera <strong>la</strong> señora. Dile que tú no sabes nada.<br />

—¿Pero es cierto eso? ¿Para qué quieres <strong>la</strong> casa?<br />

—Qué te importa —dijo y se durmió.<br />

Al día siguiente fui a despertar a Octavio con <strong>la</strong> historia.<br />

—¿Por qué no dejas eso de <strong>la</strong>s audiencias y te dedicas a algo más agradable? —me dijo.<br />

Seguí hab<strong>la</strong>ndo y explicándole, volví a contarle lo de <strong>la</strong> casa, segura de que no lo había<br />

entendido porque estaba amodorrado.<br />

—Ay Cati no me digas que no sabes que así compra todo —dijo sentándose en <strong>la</strong> cama y<br />

estirando los brazos. Después dio un bostezo <strong>la</strong>rgo y ruidoso.<br />

—¿Puedo entrar? —preguntó Marce<strong>la</strong> empujando <strong>la</strong> puerta.<br />

Llevaba pantalones y una camisa que alguna vez le vi a Octavio.<br />

—¿Todavía no te levantas? —le dijo caminando con <strong>la</strong>s manos atrás de <strong>la</strong> cintura hasta que<br />

estuvo frente a él.<br />

—Eres un huevón —dijo echándole encima el vaso de agua que llevaba escondido.<br />

—Abusiva —gritó Octavio forcejeando para quitarle el vaso—. Se trenzaron en una lucha<br />

que se convirtió en abrazo y carcajadas. Estaban tan felices que me dieron envidia.<br />

—De todos modos gracias Tavo —dije caminando hacia <strong>la</strong> puerta.<br />

—A ti, Cati —contestó cuando me vio salir y cerrar<strong>la</strong>.<br />

CAPÍTULO VI<br />

La primera vez que vi a Andrés furioso contra don Juan Soriano, el director del semanario<br />

Avante, fue cuando lo de <strong>la</strong> p<strong>la</strong>za de toros, <strong>la</strong> segunda cuando publicó que muchos<br />

antirrevolucionarios se habían deslizado en el gobierno de Pueb<strong>la</strong>; que Manuel Garcia, el oficial<br />

mayor, había sido el que denunció a los Serdán, que Ernesto Hernández visitador de <strong>la</strong><br />

administración en Pueb<strong>la</strong> había sido integrante de una cosa que se l<strong>la</strong>mó Defensa Social creada<br />

por Victoriano Huerta, que Saíd Suárez cobrador de <strong>la</strong> recaudación de rentas de Teziutlán<br />

personalmente había disparado sobre Venustiano Carranza en T<strong>la</strong>xca<strong>la</strong>ntongo y que el propio<br />

gobernador había estado en La Ciudade<strong>la</strong> cuando el golpe de Estado que asesinó a Madero.<br />

—Que se dé por muerto este cabrón —dijo entre dientes cerrando el periódico y<br />

levantándose de <strong>la</strong> mesa en que desayunábamos.<br />

25


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Después de ese día muchas veces lo oí repetir lo mismo. Pero Soriano seguía publicando su<br />

periódico, tomando café en los portales y paseando con su mujer los domingos por el zócalo.<br />

Todo el mundo sabía que iba a pie de su case a <strong>la</strong> oficina, que en <strong>la</strong>s noches compraba el pan en<br />

La Flor de Lis y que le gustaba caminar solo después de <strong>la</strong> cena.<br />

Yo leía su periódico a escondidas. Cuando Andrés lo aventaba y salía mentando madres, yo<br />

lo recogía y lo devoraba. A veces no entendía ni por qué se enojaba.<br />

Quizá era que no salían <strong>la</strong>s notas informando de <strong>la</strong>s inauguraciones o que cuando salían<br />

eran como <strong>la</strong> de <strong>la</strong> inauguración del Teatro Principal: una foto suya cortando el listón, otra de <strong>la</strong><br />

p<strong>la</strong>ca conmemorativa diciendo que <strong>la</strong> remode<strong>la</strong>ción del teatro se había llevado a cabo durante el<br />

gobierno del general Andrés Ascencio y un pie de foto preguntándose por qué no aparecía por<br />

ninguna parte el municipio cuando toda <strong>la</strong> obra se había hecho con fondos suyos.<br />

Cuando Aguirre nacionalizó el petróleo, el único periódico de Pueb<strong>la</strong> que mostró entusiasmo<br />

fue el Avante. Andrés estaba furioso, le parecía una necedad eso de meterse en pleitos con países<br />

tan poderosos nada más para expropiarles lo que él l<strong>la</strong>maba un montón de chatarra. De todos<br />

modos cuando <strong>la</strong> señora Aguirre l<strong>la</strong>mó a <strong>la</strong>s mujeres de todas <strong>la</strong>s c<strong>la</strong>ses sociales a cooperar con<br />

dinero, alhajas y lo que pudieran para pagar <strong>la</strong> deuda petrolera, Andrés me mandó a formar parte<br />

del Comité de Damas que presidía doña Lupe.<br />

Llegó una tarde con un montón de cajitas. —Llévase<strong>la</strong>s y dile que te estás desprendiendo<br />

del patrimonio de tus hijas —me dijo.<br />

Había de todo ahí: pulseras, aretes, bril<strong>la</strong>ntes, relojes, col<strong>la</strong>res, una colección de alhajas del<br />

tamaño de <strong>la</strong> mía. Me fui a México con <strong>la</strong>s niñas y <strong>la</strong>s cajitas. Llegamos á Bel<strong>la</strong>s Artes que estaba<br />

lleno de gente. Había campesinas que llevaban pollos y mujeres que se acercaban a <strong>la</strong> mesa en<br />

el escenario a entregar sus alcancías de marranito llenas de quintos. Hasta unas señoras gringas<br />

hab<strong>la</strong>ron en contra de <strong>la</strong>s compañías petroleras y cedieron públicamente miles de pesos.<br />

Las niñas y yo subimos hasta <strong>la</strong> mesa con nuestras cajitas, <strong>la</strong>s entregamos a <strong>la</strong> señora<br />

poniendo cara de heroínas. Para completar el espectáculo, yo a <strong>la</strong> mera hora me conmoví de<br />

verdad y dejé también <strong>la</strong>s per<strong>la</strong>s que llevaba puestas.<br />

El Avante publicó mi foto quitándome los aretes frente a <strong>la</strong> mesa presidida por <strong>la</strong> señora<br />

Aguirre. Se lo agradecí a don Juan Soriano y Andrés me regañó.<br />

El tiempo se hizo lento. Yo empecé a sentir que llevaba siglos soñando niños y abrazando<br />

viejitos con cara de enternecida madre del pueblo pob<strong>la</strong>no, mientras me enteraba por mis<br />

hermanos, o por Pepa y Mónica, de que en <strong>la</strong> ciudad todo el mundo hab<strong>la</strong>ba de los ochocientos<br />

crímenes y <strong>la</strong>s cincuenta amantes del gobernador.<br />

De repente me decían ahí va una, o esa casa <strong>la</strong> compró para otra, yo nada más <strong>la</strong>s iba<br />

apuntando. Las que duraban unas horas de antojo o se iban con él un rato para librarse de <strong>la</strong>s<br />

amenazas, no estaban en mis cuentas. Me atraían <strong>la</strong>s que le tuvieron cariño, <strong>la</strong>s que incluso le<br />

parieron hijos. Las envidiaba porque el<strong>la</strong>s sólo conocían <strong>la</strong> parte inteligente y simpática de<br />

Andrés, estaban siempre arreg<strong>la</strong>das cuando llegaba a ver<strong>la</strong>s, y él no les notó nunca los malos<br />

humores ni el aliento en <strong>la</strong>s madrugadas.<br />

Me hubiera gustado ser amante de Andrés. Esperarlo metida en batas de seda y zapatil<strong>la</strong>s<br />

bril<strong>la</strong>ntes, usar el dinero justo para lo que se me antojara, dormir hasta tardísimo en <strong>la</strong>s<br />

mañanas, librarme de <strong>la</strong> Beneficencia Pública y el gesto de primera dame. Además, a <strong>la</strong>s amantes<br />

todo el mundo les tiene lástima o cariño, nadie <strong>la</strong>s considera cómplices. En cambio, yo era <strong>la</strong><br />

cómplice oficial.<br />

¿Quién hubiera creído que a mí sólo me llegaban rumores, que durante años nunca supe si<br />

me contaban fantasías o verdades? No podía yo creer que Andrés después de matar a sus<br />

enemigos los revolviera con <strong>la</strong> mezc<strong>la</strong> de chapopote y piedra con que se pavimentaban <strong>la</strong>s calles.<br />

Sin embargo, se decía que <strong>la</strong>s calles de Pueb<strong>la</strong> fueron trazadas por los ángeles y asfaltadas con<br />

picadillo de los enemigos del gobernador.<br />

Yo preferí no saber qué hacia Andrés. Era <strong>la</strong> mamá de sus hijos, <strong>la</strong> dueña de su casa, su<br />

señora, su criada, su costumbre, su bur<strong>la</strong>. ¿Quién sabe quién era yo?, pero lo que fuera lo tenía<br />

que seguir siendo por más que a veces me quisiera ir a un país donde él no existiera, donde mi<br />

nombre no se pegara al suyo, donde <strong>la</strong> gente me odiara o me buscara sin mezc<strong>la</strong>rme con su<br />

afecto o su desprecio por él.<br />

26


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Un día salí de <strong>la</strong> casa y tomé un camión que iba a Oaxaca. Quería irme lejos, hasta pensé en<br />

ganarme <strong>la</strong> <strong>vida</strong> con mi trabajo, pero antes de llegar al primer pueblo ya me había arrepentido.<br />

El camión se llenó de campesinos cargados con canastas, gallinas, niños que lloraban al mismo<br />

tiempo. Un olor ácido, mezc<strong>la</strong> de tortil<strong>la</strong>s rancias y cuerpos apretujados lo llenaba todo. No me<br />

gustó mi nueva <strong>vida</strong>. En cuanto pude me bajé a buscar el primer camión de regreso. Ni siquiera<br />

caminé por el pueblo porque tuve miedo de que me reconocieran.<br />

Regresé pronto, y me dio gusto entrar a mi casa. Verania y Checo estaban jugando en el<br />

jardín, los abracé como si volviera de un secuestro.<br />

—¿Qué te pasa? —preguntó Verania a <strong>la</strong> que no le gustaban mis repentinas y esporádicas<br />

efusiones.<br />

Al día siguiente, otra vez quería llorar y meterme en un agujero, no quería ser yo, quería ser<br />

cualquiera sin un marido dedicado a <strong>la</strong> política, sin siete hijos apellidados como él, salidos de él,<br />

suyos mucho antes que míos, pero encargados a mí durante todo el día y todos los días con el<br />

único fin de que él apareciera de repente a felicitarse por lo guapa que se estaba poniendo Lilia,<br />

lo graciosa que era Marce<strong>la</strong>, lo bien que iba creciendo Adriana, lo estiloso que se peinaba Marta<br />

o el brillo de los Ascencio que Verania tenia en los ojos.<br />

Otra quería yo ser, viviendo en una casa que no fuera aquel<strong>la</strong> fortaleza a <strong>la</strong> que le sobraban<br />

cuartos, por <strong>la</strong> que no podía caminar sin tropiezos, porque hasta en los prados Andrés inventó<br />

sembrar rosales. Como si alguien fuera a perseguirlo en <strong>la</strong> oscuridad, tenía cientos de trampas<br />

para los que no estaban habituados a sortear<strong>la</strong>s todos los días.<br />

Sólo se podía salir en coche o a caballo porque quedaba lejos de todo. Nadie que no fuera<br />

Andrés podía salir en <strong>la</strong> noche, estaba siempre vigi<strong>la</strong>da por una partida de hombres huraños, que<br />

tenían prohibido hab<strong>la</strong>rnos y que sólo lo hacían para decir: »lo siento, no puede usted ir más<br />

allá.»<br />

Fui adquiriendo obsesiones. Creía que era mi deber adivinarle los gustos a <strong>la</strong> gente. Para<br />

cuando llegaban a mi casa yo llevaba días pensando en su estómago, en si preferirían <strong>la</strong> carne<br />

roja o bien cocida, si serían capaces de comer tinga en <strong>la</strong> noche o detestarían el spaguetti con<br />

perejil. Para colmo, cuando llegaban se lo comían todo sin opinar ni a favor ni en contra y sin que<br />

uno pudiera interrumpir sus conversaciones para pedirles que se sirvieran antes de que todo<br />

estuviera frío.<br />

Para mucha gente yo era parte de <strong>la</strong> decoración, alguien a quien se le corren <strong>la</strong>s atenciones<br />

que habría que tener con un mueble si de repente se sentara a <strong>la</strong> mesa y sonriera. Por eso me<br />

deprimían <strong>la</strong>s cenas. Diez minutos antes de que llegaran <strong>la</strong>s visitas quería ponerme a llorar, pero<br />

me aguantaba para no correrme el rimel y de remate parecer bruja. Porque así no era <strong>la</strong> cosa,<br />

diría Andrés. La cosa era ser bonita, dulce, impecable. ¿Qué hubiera pasado si entrando <strong>la</strong>s<br />

visitas encuentran a <strong>la</strong> señora gimiendo con <strong>la</strong> cabeza metida bajo un sillón?<br />

De todos modos me costaba disimu<strong>la</strong>r el cansancio frente a aquellos señores que tomaban<br />

a sus mujeres del codo como si sus brazos fueran el asa de una tacita de café. En cambio a ellos<br />

se les veía tan bien, tan dispuestos a comerse una buena cena, a saber por el menú el modo en<br />

que se les quería.<br />

Casi siempre se me ol<strong>vida</strong>ba algo. Por más que Andrés se empeñaba en sermonearme<br />

sobre el buen manejo de <strong>la</strong> servidumbre y el modo ejecutivo de hacer a cada quien cumplir con<br />

su deber; entrando <strong>la</strong>s visitas, Matilde <strong>la</strong> cocinera se acordaba de que no había limones, de que<br />

<strong>la</strong>s tortil<strong>la</strong>s no iban a alcanzar o de que era mucha gente para los hielos que tenía nuestro<br />

refrigerador. En ese momento hubiera yo querido ahorcar a una visita, por ejemplo a Marilú<br />

Izunza con su melena rubia.<br />

Esa cena fue una de <strong>la</strong>s peores. Amanecí detestando mi color de pelo, mis ojeras, mi<br />

estatura. Quería estar distinta para ver si así me volvía otra y le pedí a <strong>la</strong> Güera que me cortara<br />

el pelo como se le diera <strong>la</strong> gana.<br />

Quedé pelona con el<strong>la</strong> detrás de mi cabeza diciendo que esa era <strong>la</strong> última moda, que el pelo<br />

parejo ya no se usaba, que ya parecía yo Cristo de pueblo con mi eterna melena hasta los<br />

hombros, que el pelo <strong>la</strong>rgo era para <strong>la</strong>s niñas y que yo era una señora importante. Me enseñó<br />

revistas, me pintó los ojos y los <strong>la</strong>bios, pero no logró convencerme. Lloré y maldije <strong>la</strong> hora en que<br />

mi hartazgo había inventado cambiarme el aspecto.<br />

27


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Fui a casa de mis padres en busca de apoyo. Mi papá estaba en <strong>la</strong> cocina esperando que su<br />

cafetera empezara a soltar un chorro de café negro sobre <strong>la</strong> pequeña taza de metal que tenía<br />

integrada. Era una cafetera italiana. Se paraba frente a el<strong>la</strong> todas <strong>la</strong>s mañanas a esperar su<br />

expreso como si estuviera en <strong>la</strong> barra de un café romano. En cuanto el chorro negro empezaba a<br />

caer y el olor corría por <strong>la</strong> casa, él iniciaba los elogios a su auténtico café italiano.<br />

—Pero si es de Córdoba papá —decía yo cada vez que empezaba con su discurso.<br />

—De Córdoba sí, pero no hay en todo México un café como el mío, porque aquí muelen el<br />

café gordo y lo dejan hervir. No se puede beber. Café americano, lo l<strong>la</strong>man. Sólo los gringos<br />

pueden creer que eso es bueno, porque los gringos tienen estragado el pa<strong>la</strong>dar. Su principal<br />

guiso es <strong>la</strong> carne molida con salsa de tomate dulce. ¿Se puede imaginar mayor porquería? En<br />

cambio huele esto, huele esto y cal<strong>la</strong> tu boca ignorante.<br />

Cuando entré en <strong>la</strong> cocina sin mi pelo, con <strong>la</strong> cara de muñeca de celuloide que me habían<br />

dejado <strong>la</strong>s pinturas de <strong>la</strong> Güera, mi papá suspendió <strong>la</strong> contemp<strong>la</strong>ción de su café y silbó: fiu, fiuuu.<br />

Después empezó a cantar: «Si por lo que te quise fue por tu pelo, ahora que estás pelona ya no<br />

te quiero.»<br />

Lo abracé. Me estuve un rato pegada a su cuerpo, evocando el olor del campo y sintiendo el<br />

del café. Se estaba bien ahí y me puse a llorar.<br />

—Oye si era chiste —dijo. Yo te quiero igual, aunque te pe<strong>la</strong>ran a jícara.<br />

—Es que va a haber una cena en mi casa —dije.<br />

—¿Y eso qué novedad es? En tu casa hay cena cada dos días. No vas a llorar por eso. Tú<br />

eres una gran cocinera, lo heredas. Mírate <strong>la</strong>s manos, tienes manos de campesina, manos de<br />

mujer que sabe trabajar. Mi madre hacia todo so<strong>la</strong>, tú tienes una corte de ayudantes. Te saldrá<br />

bien. ¿Quién viene ahora?<br />

—¿Qué más da? Unos dueños de fábricas en Atlixco, pero me van a mirar <strong>la</strong> cabeza y les voy<br />

a dar risa a sus mujeres.<br />

—Desde cuándo te importa lo que diga <strong>la</strong> gente. Ya te pareces a tu mamá. Nunca le vas a<br />

dar gusto a <strong>la</strong> gente. Ni con el pelo hasta <strong>la</strong>s rodil<strong>la</strong>s ni calva. El chiste es que te sientas contenta.<br />

—Es que no estoy contenta —dije abrazándolo.<br />

—¿Qué te <strong>la</strong>stima? ¿No tienes todo lo que quieres? No llores. Mira qué lindo está el cielo.<br />

Mira qué fácil es vivir en un país en el que no hay invierno. Siente cómo huele el café. Venga mi<br />

<strong>vida</strong>, venga que le preparo uno con mucha azúcar, venga cuéntele a su papá.<br />

Por supuesto no le contaba yo nada. El no quería que yo le contara, por eso se ponía a<br />

hab<strong>la</strong>rme como a una niña que no debía crecer y terminábamos abrazados mirando los volcanes,<br />

agradecidos de tenerlos enfrente y de estar vivos para mirarlos. Me daba muchos besos, metía su<br />

mano bajo mi blusa y me pintaba con los dedos rayitas en <strong>la</strong> espalda, hasta que me iba<br />

amansando y empezaba a reírme.<br />

—Así ya estás preciosa —decía, ¿quieres ser mi novia?<br />

—C<strong>la</strong>ro —le decía yo, tu novia, pero no tu esposa. Porque si nos casamos vas a querer que<br />

organice cenas para tus amigos.<br />

Esa noche Marilú llegó a mi casa con una piel que era <strong>la</strong> mejor muestra de que su marido<br />

compartía <strong>la</strong>s cosas. El<strong>la</strong> era hija de un español de esos de padre comerciante, hijo caballero,<br />

nieto pordiosero. Su padre era el nieto. No tenía un quinto pero estaba seguro de su alcurnia y<br />

pudo heredárse<strong>la</strong> entera a su hija. Dueña de ese capital Marilú le hizo el favor a Julián Amed de<br />

casarse con él. Julián Amed era un árabe de los que vendían te<strong>la</strong>s en el mercado de La Victoria,<br />

ja<strong>la</strong>ndo a <strong>la</strong> gente que iba a comprar verduras y obligándo<strong>la</strong> con un interminable pa<strong>la</strong>brerío a<br />

llevarse por lo menos un metro de manta de cielo. Después en <strong>la</strong>s noches, con el mercado<br />

cerrado, juntaba a sus paisanos para jugar cartas y de ahí, de varias ganadas, de una que se<br />

cobro matando al perdedor que no quería pagarle y quedándose con todo lo que tenía, Julián sacó<br />

para poner su fábrica de hi<strong>la</strong>dos y tejidos. Ya era muy rico cuando convenció a Marilú de que su<br />

capital y <strong>la</strong> alcurnia de una Izunza harían unos hijos espléndidos y una familia ejemp<strong>la</strong>r. El<strong>la</strong> que<br />

entonces era una rubita pálida transparente por culpa de <strong>la</strong>s hambres disimu<strong>la</strong>das tras los<br />

enormes muebles del comedor heredados de su abuelo, aceptó después de unos remilgos. No<br />

28


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

bien se casó, se le subió <strong>la</strong> alcurnia hasta <strong>la</strong> altura de <strong>la</strong> cartera de su marido y se volvió insufrible.<br />

Siempre que podía me dejaba ir apreciaciones del estilo de:<br />

—Qué mérito el tuyo vivir con un político, hay que estar siempre disimu<strong>la</strong>ndo, y es tan difícil<br />

no ser franco. Yo no podría. Julián me regaña mucho porque digo todo lo que pienso, pero yo le<br />

digo tú que pierdes, tú eres un empresario, no tienes que andar quedando bien, lo tuyo es tuyo<br />

porque te lo ganaste con tu trabajo, tú no eres político. Además los Izunza somos francos y tú ya<br />

lo sabías cuando te casaste conmigo.<br />

Esa noche no estaba yo para soportar a Marilú. Matilde <strong>la</strong> cocinera, harta de cenas,<br />

enfureció porque le comenté que a <strong>la</strong> carne le faltaba jugo. Checo se había quedado llorando en<br />

su cuarto porque yo no esperé hasta que se durmiera, Andrés había pasado <strong>la</strong> tarde elogiando a<br />

Heiss y para colmo <strong>la</strong> Güera me había dejado pelona. No estaban <strong>la</strong>s cosas para oír a Marilú, pero<br />

el<strong>la</strong> sentada a media sa<strong>la</strong> con su piel de zorro, como si no estuviera prendida <strong>la</strong> chimenea, les<br />

contaba a <strong>la</strong>s demás mujeres cómo había corrido a su sirvienta de diez años porque <strong>la</strong> descubrió<br />

embarazada queriéndose sacar el hijo con el palo de <strong>la</strong> escoba:<br />

—Yo me horroricé, francamente. Y todo por no hacerme caso, porque ya yo le había dicho<br />

que tuviera cuidado con los trabajadores de <strong>la</strong> fábrica, que son unos irresponsables que nada más<br />

andan viendo a quién le hacen el chiste. Se lo dije cuando <strong>la</strong> vi que andaba con <strong>la</strong>s trenzas muy<br />

peinadas y queriendo llevar recados a <strong>la</strong> fábrica. Se lo dije, tú mejor no pienses en hombres, te<br />

conviene más quedarte conmigo siempre, conmigo estás bien, te trato bien, puedes cuidar a mis<br />

hijos como si fueran tuyos, ¿para qué te quieres meter con un hombre que ni te va a sacar de<br />

pobre y nada más te va a meter en líos? Pero no me hizo caso. Se fue de cuzca porque así es esta<br />

raza y después sí, mucha lágrima, mucho perdón señora, mucho es que me engañó. Pero no. Yo<br />

le dije muy c<strong>la</strong>ro, mira, voy a ser buena contigo porque ya tienes muchos años en <strong>la</strong> casa, te voy<br />

a mantener hasta que vaya a nacer <strong>la</strong> criatura, no te voy a pagar porque no vas a hacer bien tu<br />

trabajo, pero con que cuides a los niños me conformo. Eso sí, cuando te llegue <strong>la</strong> hora te vas al<br />

pueblo porque yo no tengo tiempo de ayudarte y no quiero que mis hijos se den cuenta de tu<br />

situación. ¿Qué más quería? Pues quería más, quería sacarse al hijo. No saben lo que sufrí, tan<br />

buena gente que se veía, tantas veces que le dejé a mis niños. Imagínense en manos de quién,<br />

igual me los mata.<br />

—Eso de los hijos es problema de cada quien —dije yo.<br />

—Ay, Catalina, qué cosas dices. ¿Ves cómo eres mujer de político? ¿Y por qué te cortaste el<br />

pelo? —preguntó meneando su melena de <strong>la</strong>do a <strong>la</strong>do. ¿Qué opinó tu papá? A ti <strong>la</strong> opinión de tu<br />

papá te importa mucho, ¿verdad? El otro día estuvo comiendo en <strong>la</strong> casa y no hizo más que hab<strong>la</strong>r<br />

de ti.<br />

—¿Mi papá comió en tu casa? —dije espantada.<br />

—C<strong>la</strong>ro, es el representante del señor gobernador en unos negocios que está haciendo con<br />

Julián. ¿No te ha contado que se va a hacer rico?<br />

Detesté <strong>la</strong> idea de que mi padre entrara a hacer nada con el marido de Marilú y como<br />

representante de Andrés.<br />

—No lo sabía —dije como una le<strong>la</strong>.<br />

—Seguramente quieren darte <strong>la</strong> sorpresa. Ni digas que te conté —dijo el<strong>la</strong> mirando a <strong>la</strong>s<br />

demás que empezaban a estar felices con el chisme.<br />

—No te preocupes —dije. ¿Te pintaste más c<strong>la</strong>rito el pelo?<br />

—No me lo pinto. Estuvimos en <strong>la</strong> p<strong>la</strong>ya y se me ac<strong>la</strong>ra con el sol.<br />

—A mí no me gustan <strong>la</strong>s p<strong>la</strong>yas —dijo Luisita Rivas, hay que desvestirse y luego meterse a<br />

una agua con tierra y sal en <strong>la</strong> que se baña todo el mundo. Me da asco el mar.<br />

—Ay no, Luisita. Me va a perdonar, pero es divino el mar —dijo otra de <strong>la</strong>s mujeres.<br />

Aproveché el cambio de tema para levantarme en busca de Andrés.<br />

Estaba en el centro del círculo que hacían los hombres para conversar parados, con sus<br />

vasos de whisky en <strong>la</strong> mano y tirando <strong>la</strong>s cenizas donde mejor les parecía. Andrés fumaba puro,<br />

cuando llegué roía <strong>la</strong> punta de uno antes de prenderlo.<br />

—¿Me permites un momento? —dije.<br />

—¿Es urgente? —contestó él, que tenía <strong>la</strong> pa<strong>la</strong>bra y detestaba soltar<strong>la</strong>.<br />

—Si, es una cosa simple, pero urgente.<br />

29


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Vamos a ver <strong>la</strong> cosa simple de <strong>la</strong> señora —dijo. Con permiso, señores.<br />

Me colgué de su brazo como si fuéramos a dar un paseo <strong>la</strong>rgo, lo llevé fuera de <strong>la</strong> sa<strong>la</strong>,<br />

atravesamos el comedor y quería yo seguir cuando me detuvo:<br />

—¿Qué pasa?<br />

—No quiero que metas a mi papá en tus cosas. Déjalo que viva como pueda, no se ha<br />

muerto de hambre, no lo revuelvas —dije.<br />

—¿Para eso me interrumpiste? ¿Por qué no miras si ya está <strong>la</strong> cena? ¿Y desde cuándo los<br />

patos les tiran a <strong>la</strong>s escopetas? —dijo riéndose. ¿Por qué te cortaste mi pelo?<br />

Lo odiaba cuando se portaba como mi patrón.<br />

Pero me aguanté y cambié el tono por uno que funcionara mejor:<br />

—Andrés, te lo pido por lo que más quieras. Te dejo que le regales el Mapache a Heiss, pero<br />

saca a mi papá de un lío con Amed.<br />

—¿El Mapache a Heiss? ¿Tu caballo adorado? Voy a ver qué puedo hacer, te lo prometo,<br />

llorona. Ya párale, se te va a correr el rimel. Vamos a atender a <strong>la</strong>s visitas que no vinieron a<br />

vernos cuchichear en un rincón.<br />

Volví al grupo de <strong>la</strong>s mujeres. Prefería oír <strong>la</strong> plática de los hombres, pero no era correcto.<br />

Siempre <strong>la</strong>s cenas se dividían así, de un <strong>la</strong>do los hombres y en el otro nosotras hab<strong>la</strong>ndo de<br />

partos, sirvientas y peinados. El maravilloso mundo de <strong>la</strong> mujer, l<strong>la</strong>maba Andrés a eso.<br />

Me gustaba pasar a <strong>la</strong> mesa porque ahí <strong>la</strong> conversación podía volverse interesante. Como<br />

yo colocaba <strong>la</strong>s tarjetas con los nombres y sentaba a cada quien donde me convenía, me<br />

acomodé junto a Sergio Cuenca que era un hombre guapo y buen conversador a quien yo<br />

invitaba a <strong>la</strong>s cenas aunque no viniera al caso porque era de los pocos amigos de Andrés que me<br />

divertían. Le gustaba llevar <strong>la</strong> conversación y si yo me sentaba junto a él podía decir bajito cosas<br />

que quería que se dijeran alto sin decir<strong>la</strong>s yo.<br />

—¿Ya supieron que unos indios de Alchichica corretearon a Heiss y a Pérez su<br />

administrador? —preguntó. No les gustó el tono en que quiso convencerlos de sembrar caña en<br />

los campos.<br />

—Si hombre —dijo don Juan Machuca, un español que no salía jamás de su fábrica en<br />

Atlixco y que desde ahí se enteraba de todo antes que nadie. Dicen que les mataron a dos mozos<br />

de estribo. Es que Heiss quiere ir muy aprisa. Creo que le dio billetes a un Elder para que<br />

conversara con los campesinos sobre <strong>la</strong> renta de sus ejidos. Los campesinos no quisieron rentar<br />

y él llegó a decirles que el trato ya estaba hecho. C<strong>la</strong>ro, el líder enfureció, y para demostrar que<br />

no había transado persiguió a Heiss cuando iba de regreso. Todavía tiene que aprender don<br />

Miguel.<br />

—¿Cómo estuvo? —pregunté.<br />

—No pasó nada —dijo Andrés. Don Mike sabe cómo hacer <strong>la</strong>s cosas, lo que sucede es que<br />

el líder lo engañó. Y anda por ahí una mujer que alega que <strong>la</strong>s tierras que le vendió De Ve<strong>la</strong>sco a<br />

Heiss eran de su padre. Háganme el favor.<br />

—Pero general, si esas tierras eran de don Gabriel De Ve<strong>la</strong>sco desde antes de <strong>la</strong> Revolución<br />

—dijo doña Julia Conde echándose aire con su abanico de plumas verdes.<br />

—Esta doña Julia siempre tan enterada de lo que pasó antes de <strong>la</strong> Revolución. ¿Tiene usted<br />

nostalgia? —le dijo Andrés.<br />

—La verdad sí general. Eran otros tiempos.<br />

—Entonces tenia veinte años y ahora tiene cincuenta —le dije a Sergio Cuenca que soltó<br />

una carcajada. Además <strong>la</strong>s tierras son de Lo<strong>la</strong>.<br />

—¿De qué se ríe usted? —preguntó Andrés.<br />

—De <strong>la</strong>s ocurrencias de su señora, general, que dice que <strong>la</strong>s tierras eran del padre de Lo<strong>la</strong><br />

Campos.<br />

—Con razón se ríe usted de el<strong>la</strong>.<br />

—Con el<strong>la</strong>, general —dijo Sergio. Luego alzó su copa y tuvo a bien acordarse de un chiste<br />

tras otro en lo que quedó de cena.<br />

30


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Como a <strong>la</strong>s dos de <strong>la</strong> mañana Marilú entró en su zorro y se despidió junto con su marido y<br />

los otros invitados. Los acompañamos hasta <strong>la</strong> puerta. Doña Julia Conde se abanicaba<br />

incansable.<br />

—Yo no sé niña —le dijo a Marilú cómo puedes usar ese animal encima. En este país hace<br />

calor todo el año. Tenemos un invierno de mentiras. Yo me <strong>la</strong> paso abochornada.<br />

—Esta ya no salió jamás de <strong>la</strong> menopausia —comenté con Andrés que me abrazaba de un<br />

hombro y dijo:<br />

—Tiene usted razón doña Julia, nuestras señoras ya no aguantan lo que <strong>la</strong>s de antes, hay<br />

que guardar<strong>la</strong>s entre pieles para que le duren a uno siquiera hasta que crezcan los hijos. ¿No<br />

crees Julián?<br />

—C<strong>la</strong>ro que lo cree —dijo Marilú como despedida.<br />

—¿Quién te dijo a ti que <strong>la</strong>s tierras de Alchichica eran de esa mujer? —preguntó Andrés<br />

cuando cerramos <strong>la</strong> puerta.<br />

—El<strong>la</strong> —le contesté. Me vino a ver hace como un mes. Quería que yo te hab<strong>la</strong>ra, que te<br />

convenciera de que su padre <strong>la</strong>s heredó de su padre y que por muchos años ellos <strong>la</strong>s cultivaron,<br />

hasta que De Ve<strong>la</strong>sco se <strong>la</strong>s quitó a <strong>la</strong> ma<strong>la</strong> y ahora que está en quiebra se le hace muy fácil<br />

venderle a Heiss lo que no es suyo. Y Heiss compra barato con el pretexto de que hay riesgo de<br />

invasión. ¡Qué bárbaros Andrés!<br />

—¿Qué dijiste? —preguntó.<br />

—¿Qué le iba yo a decir? Que buscara otro camino, que yo a ti no te podía hab<strong>la</strong>r de eso,<br />

que no me oías. ¿Qué importa lo que le dije? No <strong>la</strong> ayudé. Sentí vergüenza cuando se levantó y<br />

dio <strong>la</strong> vuelta para irse a <strong>la</strong> calle sin darme <strong>la</strong> mano.<br />

—¿Y si te cal<strong>la</strong>ste un mes por qué tienes que hacerte <strong>la</strong> enterada hoy en <strong>la</strong> noche?<br />

—Porque así es uno. Hasta que no le llegan a lo suyo no siente —dije.<br />

—Catalina, tú sigues sin entender. Esas tierras no son de Lo<strong>la</strong>, no te puedes creer todo lo<br />

que te venga a contar una india. Y el negocio de hilo en que metí a tu padre es <strong>la</strong> cosa más<br />

inofensiva que haya pasado por su camino.<br />

—No te creo —le dije por primera vez en mi <strong>vida</strong>—. No te creo ninguna de <strong>la</strong>s dos cosas.<br />

—¿Me crees que me gustas mucho con los pelos cortos? —dijo.<br />

Empezó a besarme a medio patio, a ponerme <strong>la</strong>s manos encima mientras caminábamos<br />

hacia <strong>la</strong>s escaleras y nuestra recámara. Tenía unas manos grandes. Me gustaban tanto como les<br />

temían otros. O por eso me gustaban. No sé.<br />

Hab<strong>la</strong>ba mientras se iba desvistiendo:<br />

—Muchacha ésta, pendeja, qué se tiene que andar enterando de lo que no le mandan.<br />

Después del saco se quitó <strong>la</strong> pisto<strong>la</strong>, pensé que me hubiera gustado usar una pisto<strong>la</strong> bajo el<br />

vestido. Me tardé en desabrocharlo. Era un vestido <strong>la</strong>rgo, con el escote bajo en <strong>la</strong> espalda y<br />

cerrado hasta el cuello por de<strong>la</strong>nte. Un vestido en el que costaba trabajo entrar y salir porque<br />

había que pasar por un montón de botones.<br />

—Qué lenta eres Catín —dijo. Me senté de espaldas a él en <strong>la</strong> cama que ya tenia tomada.<br />

—Venga para acá —ordenó. Quise ver el mar y cerré los ojos.<br />

—¿Por qué no le devuelves sus tierras a Lo<strong>la</strong>? —dije.<br />

—¡Qué mujer tan necia! Porque no puedo —contestó meciéndose sobre mi cuerpo.<br />

—Pero si puedes sacar a mi papá de los hilos de Amed.<br />

—A lo mejor.<br />

A <strong>la</strong> mañana siguiente yo tarareaba algo hacia adentro mientras corría por <strong>la</strong> escalera<br />

rumbo al patio de atrás. Ya él estaba montado en el Listón y el adolescente que me ayudaba a<br />

montar tenia de <strong>la</strong>s riendas a una yegua colorada.<br />

—¿Y el Mapache? —pregunté.<br />

—Ya tiene el dueño que usted le quiso dar —dijo Andrés. Apreté el puño hasta que <strong>la</strong>s uñas<br />

se me enterraron en <strong>la</strong> palma de <strong>la</strong> mano.<br />

31


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Entonces trato hecho —dije dispuesta a subirme a <strong>la</strong> yegua colorada.<br />

—Trato hecho —me contestó espoleando al Listón para que se echara a correr.<br />

Fui tras él con <strong>la</strong> yegua corriendo como desbocada, lo dejé atrás. Entré por Manzanillo hasta<br />

el bosque de los Costes y me seguí camino a La Malinche sin acordarme de <strong>la</strong> gripa del Checo, ni<br />

del desayuno, ni de filia que siempre me buscaba en <strong>la</strong>s mañanas para que yo le p<strong>la</strong>ticara cómo<br />

eran los vestidos de <strong>la</strong>s señoras que habían cenado con nosotros. Con el<strong>la</strong> me sentaba en el jardín<br />

y echaba todas <strong>la</strong>s criticas que se me antojaban, encantada de que se riera con tantas ganas de<br />

mis chismes.<br />

Nomás de imaginarme al Mapache montado por Heiss, lloraba yo a gritos mientras el aire<br />

me pegaba en <strong>la</strong> cara y me iba secando <strong>la</strong>s lágrimas que me salían a chorros.<br />

Volví como a <strong>la</strong>s once. Andrés ya se había ido, <strong>la</strong>s niñas estaban en el colegio, sólo quedaba<br />

Checo rumiando su gripa.<br />

—Mal de perrera por no ir a <strong>la</strong> escue<strong>la</strong> —le dije tirándome en <strong>la</strong> cama junto a él. Después<br />

l<strong>la</strong>mé a Ausencio, el mozo principal, y le pedí que buscara a <strong>la</strong> sirvienta que acababa de correr de<br />

su casa <strong>la</strong> señora Amed.<br />

—Dígale usted que queremos que se venga a trabajar a nuestra casa. Que ya sé de su<br />

asunto, que no se preocupe.<br />

Lucina llegó al día siguiente con su ropa en una caja de cartón. Tenia los ojos oscuros y <strong>la</strong><br />

cara chapeada. Hab<strong>la</strong>ba poco, pero a Checo le contó desde entonces todos los cuentos que yo no<br />

me sabía, a Verania le cosió vestidos para sus muñecas y a mí me daba masajes en <strong>la</strong> espalda<br />

cuando me veía triste. Se volvió <strong>la</strong> nana de todos.<br />

El hijo que iba a tener se le salió una mañana sin mucho escándalo. Era un feto de cinco<br />

meses y estaba muerto. Lo lloró un día. Ausencio, los niños y yo <strong>la</strong> acompañamos a enterrarlo en<br />

su pueblo. Entré todos cargamos <strong>la</strong> cajita de madera b<strong>la</strong>nca en que lo guardó. Recorrimos el<br />

pequeño panteón que no tenía paredes, era una siembra abierta de tumbas sencil<strong>la</strong>s. Al final,<br />

debajo de un árbol, estaba el agujero para su niño. Ausencio puso dentro <strong>la</strong> cajita y Lucina se<br />

apresuró a echarle encima un puño de tierra.<br />

—Así estuvo mejor —dijo.<br />

Verania quiso cantar ¡Oh, María, madre mía! y nosotros <strong>la</strong> secundamos.<br />

De regreso en el coche todos fuimos cal<strong>la</strong>dos hasta que Lucina nos dijo:<br />

—No estén tristes. Mi niño ya está en el cielo. Es una estrel<strong>la</strong>. ¿Verdad, señora?<br />

—Si, Lucina —dije.<br />

Desde entonces Marilú Amed distribuyó <strong>la</strong> historia de que yo le había sonsacado a su<br />

muchacha, <strong>la</strong> había obligado a un aborto y <strong>la</strong> tenía de esc<strong>la</strong>va cuidando a mis hijos. Le duró el<br />

berrinche para siempre.<br />

Unos días después salí a caminar con Checo después de comer. Lo llevé hasta <strong>la</strong> punta del<br />

cerro de Guadalupe a ver salir el primer lucero.<br />

—Oye, mamá —me dijo entonces, ¿tú crees eso de que el hijo de Lucina es una estrel<strong>la</strong> que<br />

está en el cielo?<br />

—¿Por qué me lo preguntas?<br />

—Porque Verania sí lo cree y yo sé muy bien que eso no es cierto, que el hijo de Lucina está<br />

en el hoyo.<br />

—¿En el hoyo?<br />

—Si, en el hoyo. Como ese Celestino que ayer dijo mi papá que le buscaran un hoyo.<br />

—¿A quién le dijo?<br />

—A unos señores que lo vinieron a ver de Matamoros.<br />

—No oíste bien. ¿Cómo va a decir eso tu papá?<br />

—Si, lo dijo mamá. Siempre dice así. A ése búsquenle un hoyo. Y eso quiere decir que lo<br />

tienen que matar.<br />

—Ay, hijo, qué cosas te imaginas —le dije. ¿Crees que matar es juego?<br />

—No. Matar es trabajo, dice mi papá.<br />

32


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Un ruido me subió desde el estómago, y el arroz, <strong>la</strong> carne, <strong>la</strong>s tortil<strong>la</strong>s, el queso, <strong>la</strong>s crepas<br />

de cajeta, todo me fue saliendo de regreso mientras el Checo me veía sin saber qué hacer,<br />

preguntando a intervalos: «¿Ya mamá?» Por fin salió una cosa amaril<strong>la</strong> y amarga y luego no<br />

quedó más.<br />

—¿Jugamos carreras de regreso? —le dije. Y empecé a correr bajando el cerro como si me<br />

quisiera desbarrancar.<br />

—Tú estás loca, mami. Tiene razón mi papá.<br />

—Eres una cabra loca —gritaba el niño atrás de mí.<br />

Llegamos exhaustos a <strong>la</strong> casa. Verania estaba en <strong>la</strong> puerta cogida de <strong>la</strong> mano de Lucina. Era<br />

una niña preciosa. Con los ojos enormes y los <strong>la</strong>bios delgados, pálida como yo, ingenua como mis<br />

hermanas.<br />

—¿Por qué se tardaron tanto? —preguntó.<br />

—Porque mi mamá está enferma —dijo Checo.<br />

—¿De qué? —preguntó Lucina.<br />

—De <strong>la</strong> panza. Vomitó toda <strong>la</strong> comida —dijo el niño que tenía cinco años. Cinco<br />

enloquecidos años.<br />

No podían vivir en <strong>la</strong>s nubes nuestros hijos. Estaban demasiado cerca. Cuando decidí<br />

quedarme decidí también por ellos y ni modo de guardarlos en una bo<strong>la</strong> de cristal.<br />

En <strong>la</strong> casa grande ellos vivían en un piso y nosotros en otro. Podíamos pasarnos <strong>la</strong> <strong>vida</strong> sin<br />

verlos. Después de <strong>la</strong> tarde que vomité, resolví cerrar el capítulo del amor maternal. Se los dejé<br />

a Lucina. Que el<strong>la</strong> los bañara, los vistiera, oyera sus preguntas, los enseñara a rezar y a creer en<br />

algo, aunque fuera en <strong>la</strong> Virgen de Guadalupe. De un día para otro dejé de pasar <strong>la</strong>s tardes con<br />

ellos, dejé de pensar en qué merendarían y en cómo entretenerlos. Al principio los extrañé.<br />

Llevaba años de estar pegada a sus <strong>vida</strong>s, habían sido mi pasión, mi entretenimiento. Estaban<br />

acostumbrados a irrumpir en mi recámara como si fuera su cuarto de juegos. Me despertaban<br />

tempranísimo aunque estuviera desve<strong>la</strong>da, jugaban con mis col<strong>la</strong>res, se ponían mis zapatos y<br />

mis abrigos, vivían trenzados a mi <strong>vida</strong>. Desde esa noche cerré mi puerta con l<strong>la</strong>ve. Cuando<br />

llegaron en <strong>la</strong> mañana los dejé tocar sin contestarles. En <strong>la</strong> tarde les expliqué que su papá quería<br />

tranquilidad en los cuartos de abajo y les pedí que no entraran más.<br />

Se fueron acostumbrando y yo también.<br />

CAPÍTULO VII<br />

En cambio me propuse conocer los negocios de Andrés en Atencingo. Empecé por saber que<br />

el Celestino del que oyó Checo era el marido de Lo<strong>la</strong> y que su muerte fue <strong>la</strong> primera de una fi<strong>la</strong> de<br />

muertos. Después me hice amiga de <strong>la</strong>s hijas de Heiss. De Helen sobre todo. Tenía dos hijos y<br />

estaba divorciada de un gringo que le ponía unas maltratadas terribles antes de que el<strong>la</strong><br />

encontrara el valor para abandonarlo.<br />

Helen se había regresado a Pueb<strong>la</strong> en busca de <strong>la</strong> ayuda de su padre que como era de<br />

esperarse no le dio un quinto gratis. La puso a trabajar en Atencingo. Su quehacer era espiar a un<br />

señor Gómez, el administrador, y medir <strong>la</strong> fidelidad que le tenia en los manejos. Para hacerlo se<br />

fue a vivir a una casa inhóspita y medio vacía, con una alberca de agua he<strong>la</strong>da y cientos de<br />

moscos por <strong>la</strong>s tardes.<br />

Yo iba a visitar<strong>la</strong> cualquier día. Me llevaba a los niños a nadar en su espantosa alberca<br />

mientras p<strong>la</strong>ticaba con elle.<br />

—Aquí hay muy pocos hombres —decía. Y me contaba su última experiencia con algún<br />

pob<strong>la</strong>no. Estaba terca en casarse con uno, y yo segura de que ninguno se iba a meter en ese lío.<br />

Las gringas estaban bien para un rato, pero nadie les entraba para todos los días. El<strong>la</strong> quería<br />

casarse, tener una vajil<strong>la</strong> de ta<strong>la</strong>vera y una casa con techo de dos aguas. No sé por qué tenía <strong>la</strong><br />

33


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

necedad del techo de dos aguas. Siempre que hab<strong>la</strong>ba de su futuro lo incluía como algo<br />

imprescindible.<br />

Un día estábamos viendo nadar a los niños y tomando uno de los daiquiris que a el<strong>la</strong> le<br />

gustaba preparar y beber sin tregua, cuando oímos disparos cerca. Salí corriendo en traje de<br />

baño, picándome los pies con <strong>la</strong>s yerbas y <strong>la</strong>s piedras que rodeaban <strong>la</strong> casa. Checo iba atrás de<br />

mí con mis sandalias.<br />

—Regrésate a <strong>la</strong> casa —le dije. Me puse los zapatos y corrí hasta el ingenio. Había un<br />

muerto: pleito de borrachos, dijo Gómez el administrador.<br />

Sentada en el suelo una mujer lloraba despacio, como si le quedara toda <strong>la</strong> <strong>vida</strong> para lo<br />

mismo.<br />

Cuando me acerqué a preguntarle quién era el muerto, el<strong>la</strong> alzó <strong>la</strong> cara:<br />

—Era mi señor —dijo. Ayúdeme usted porque si me quedo aquí me matan también y quién<br />

ve por los niños.<br />

Juan el chofer me había seguido, le pedí que recogiera el cadáver. A Gómez el<br />

administrador lo miré con cara de gobernadora antes de participarle:<br />

—Me lo voy a llevar.<br />

—Como usted ordene. La señora se queda, ¿verdad? —preguntó viendo que me había dado<br />

por abrazar<strong>la</strong>.<br />

—Viene conmigo —contesté.<br />

Caminamos hasta <strong>la</strong> casa de Helen. Ahí el<strong>la</strong> empezó a hab<strong>la</strong>r como si yo no fuera <strong>la</strong> esposa<br />

del gobernador. La oí sin decir una pa<strong>la</strong>bra, con <strong>la</strong> cabeza entre <strong>la</strong>s manos. Lo que contó era<br />

espantoso. Nadie hubiera podido inventar algo así.<br />

Cuando terminó, Helen dejó de beber para decir con su acento de gringa le<strong>la</strong>:<br />

—Yo no lo dudo Cathy. Son infames estos hombres. Qué parientes tenemos.<br />

—Quiero que Heiss me devuelva al Mapache —le dije a Andrés, cuando llegó a dormir a<br />

nuestra cama.<br />

—Tratos son tratos, Catín. Tu papá ya no está con Amed.<br />

—Pero ustedes mataron a los campesinos de Atencingo.<br />

—¿Qué? —dijo Andrés.<br />

—Me lo contó <strong>la</strong> única que sobrevivió. Hoy en <strong>la</strong> tarde mataron a su marido en el ingenio. Yo<br />

lo vi, lo mataron porque llegó a contarles a los peones cómo <strong>la</strong>s gentes de Heiss y <strong>la</strong>s tuyas les<br />

entraron a tiros hace dos días a todos los que defendían <strong>la</strong>s tierras que ese pinche gringo le<br />

compró a De Ve<strong>la</strong>sco en tres mil pesos. Me dijo que eran más de cincuenta con todo y niños, que<br />

mandaste al ejército a desarmarlos y luego les echaste encima cien hombres con ametral<strong>la</strong>doras.<br />

Devuélveme mi caballo, ya los muertos ni quien los reviva. Pero si todo el mundo va a ganar algo,<br />

yo quiero mi caballo de regreso o le digo <strong>la</strong> verdad a don Juan el de Avante.<br />

—Tú te cal<strong>la</strong>s <strong>la</strong> boca. Nada más eso me faltaba, el enemigo en mi cama. La gobernadora<br />

soplándole al honrado periodista. ¿Qué te estás creyendo?<br />

—Quiero mi caballo —le dije y me fui a dormir al saloncito de estar.<br />

Me senté en el sillón azul en que a veces pasaba <strong>la</strong>s tardes flojeando. Se me hacían tan lejos<br />

esas tardes. Cada vez que descubría una de <strong>la</strong>s barbaridades de Andrés todo el pasado me<br />

parecía lejísimos.<br />

Estaba días como ausente, dándole vuelta a <strong>la</strong>s cosas, queriéndome ir, avergonzada y llena<br />

de pavor, segura de que nunca sería posible otra tarde tranqui<strong>la</strong>, de que el asco y el miedo no se<br />

me saldrían jamás del cuerpo.<br />

Esa noche tenía más horror que ninguna. Me acosté temb<strong>la</strong>ndo. No quise cerrar los ojos<br />

porque veía <strong>la</strong> cara del muchacho tirado en el suelo del ingenio y <strong>la</strong> de su mujer llorando bajo el<br />

rebozo.<br />

34


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Por fin me dormí. Soñé a mis hijos con sangre en <strong>la</strong> cara, yo quería limpiárse<strong>la</strong>s pero sólo<br />

tenía pañuelos que echaban más sangre. Cuando desperté Lucina l<strong>la</strong>maba a <strong>la</strong> puerta. Le abrí y<br />

entró con mi taza de té, <strong>la</strong> crema, el azúcar y pan tostado.<br />

—Dice el general que baje usted en una hora.<br />

—¿Está bonito el día? —le pregunté.<br />

—Sí, señora.<br />

—¿Ya se fueron los niños al colegio?<br />

—Están desayunando.<br />

—Pobres niños, ¿verdad, Luci?<br />

—¿Por qué, señora? Andan contentos. ¿Qué ropa le saco?<br />

Bajé corriendo. Entré a <strong>la</strong>s caballerizas gritándole. Ahí estaba con su mancha b<strong>la</strong>nca entre<br />

los ojos y su cuerpo elegante.<br />

—Mapache, Mapachito, ¿cómo te trató el pinche gringo hijo de <strong>la</strong> chingada? ¿Me perdonas?<br />

Lo acaricié, lo besé en <strong>la</strong> cara, en el hocico y en el lomo. Después lo monté y nos fuimos<br />

corriendo hasta el molino de Huexotit<strong>la</strong>. Iba yo cantando para espantar a los muertos. De ida<br />

todavía los vi, pero ya de regreso se me habían ol<strong>vida</strong>do.<br />

Al mediodía fui con Andrés a una comida donde había periodistas. Uno que escribía en<br />

Avante le preguntó por los muertos de Atencingo.<br />

—Me parece muy <strong>la</strong>mentable lo que ahí sucedió —dijo. He encargado al señor procurador<br />

que investigue a fondo los hechos y puedo asegurarles a ustedes que se hará justicia. Pero no<br />

podemos permitir que grupos de bandoleros disfrazados de campesinos diciendo que exigen su<br />

derecho a <strong>la</strong> tierra se apoderen con violencia de lo que otros han ganado con un trabajo honrado<br />

y una dedicación austera. La Revolución no se equivoca y mi régimen, derivado de el<strong>la</strong>, tampoco.<br />

Buenas tardes, señores.<br />

El periodista le quería contestar pero el maestro de ceremonias tomó el micrófono a tiempo:<br />

—Señoras y señores, damas y caballeros, en estos momentos el señor gobernador pasa a<br />

retirarse. Les suplicamos despejar <strong>la</strong> salida.<br />

La gente se levantó y empezó a caminar hacia <strong>la</strong> puerta. Vi cómo a Andrés lo tomaban de<br />

los brazos entre cuatro de sus hombres y lo sacaban en vilo, otros me cargaron hasta <strong>la</strong> calle. Nos<br />

subieron en autos distintos que arrancaron de prisa.<br />

—¿Qué pasa? —le pregunté al hombre que manejaba el coche en que caí.<br />

—Nada, señora. Estamos ensayando nuevas rutinas de salida —dijo.<br />

Andrés fue a <strong>la</strong>s oficinas del Pa<strong>la</strong>cio de Gobierno y yo a <strong>la</strong> casa.<br />

En el salón de juegos estaban sus hijos grandes con unos amigos. Marta me había dicho que<br />

invitaría a Cristina, una compañera de su colegio, hija de Patricia Ibarra, <strong>la</strong> hermana mayor de<br />

José Ibarra, uno que fue mi novio.<br />

Decíamos que éramos novios porque íbamos juntos a tomar nieve a La Rosa y<br />

caminábamos de <strong>la</strong> mano hasta el parque de La Concordia, donde nos dábamos un beso de <strong>la</strong>do<br />

antes de despedirnos. Un día me dio un beso con tan ma<strong>la</strong> suerte que <strong>la</strong> hermana iba saliendo de<br />

misa de doce y nos vio. A José le dijeron que además de pobre era yo una loca que no se daba su<br />

lugar, y su papá lo invitó a un viaje por Europa.<br />

El me lo contó todo como si yo fuera su mamá y tuviera que librarlo de un castigo.<br />

—¿Ya no te dejan ser mi novio? —le pregunté.<br />

—Es que tú no sabes cómo es mi familia.<br />

—Ni quiero —le dije y me fui corriendo, desde el parque hasta <strong>la</strong> casa de <strong>la</strong> 2 Poniente.<br />

—¿Qué te pasa, chiquita? —preguntó mi mamá.<br />

—Se peleó con el rico. ¿No le ves <strong>la</strong> cara? —dijo mi papá.<br />

—¿Qué te hizo? —dijo mi madre que siempre sentía cualquier agravio en carne propia.<br />

—Lo que sea no se merece más de una trompetil<strong>la</strong> —contestó mi papá. Sácale <strong>la</strong> lengua.<br />

35


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Ya se <strong>la</strong> saqué —dije.<br />

La sobrina de ese tarugo al que después sus papás casaron con Maru Ponce para formar <strong>la</strong><br />

familia más aburrida de todas <strong>la</strong>s que recorrían los portales el domingo era <strong>la</strong> amiga de Marta y<br />

era preciosa.<br />

En <strong>la</strong> noche <strong>la</strong> madre fue a recoger<strong>la</strong> a nuestra casa con <strong>la</strong> casualidad de que iba llegando<br />

Andrés y <strong>la</strong>s invitó a cenar. Toda <strong>la</strong> cena <strong>la</strong>s ha<strong>la</strong>gó, les preguntó por los hombres de su casa y les<br />

contó historias de toreros y políticos.<br />

Al irse <strong>la</strong> hermana de José se despidió diciendo:<br />

—Cati, me dio un gran gusto ver<strong>la</strong>, usted siempre tan fina.<br />

—Hace diez años no pensaba usted lo mismo —contesté.<br />

—No le entiendo —dijo con una sonrisa torcida y se fue seguramente con chorrillo, porque<br />

Andrés le murmuró quién sabe qué cosas a <strong>la</strong> hija, que de <strong>la</strong> perturbación se puso el sombrero al<br />

revés.<br />

Ni tres días pasaron antes de que se <strong>la</strong> llevara al rancho cerca de Ja<strong>la</strong>pa. Ahí <strong>la</strong> tuvo hasta<br />

el final, de ahí salió con una niña a exigir su parte en <strong>la</strong> herencia. No le fue mal, todavía vive entre<br />

caballos, perros y antigüedades sin hacer nada útil. Hasta el yerno vive de <strong>la</strong> suerte de Cristina.<br />

A mí no me dio coraje, qué coraje me iba a dar, si toda <strong>la</strong> familia Ibarra sigue cargando con<br />

<strong>la</strong> vergüenza. Esos días hasta los disfruté. Me daba risa: que ya el general se robó a <strong>la</strong> compañera<br />

de Marta y que <strong>la</strong> mamá se está volviendo loca. Más risa me daba imaginar a <strong>la</strong> rezandera aquel<strong>la</strong><br />

sale y entre de <strong>la</strong> iglesia sin ningún resultado. Esa sí que ni tiempo tuvo de darse a respetar<br />

—decía yo, pensando en José, el parque de La Concordia y el beso de mi deshonor.<br />

De verdad en Pueb<strong>la</strong> todo pasaba en los portales. Ahí estaba parado Espinosa cuando le<br />

dieron <strong>la</strong> puña<strong>la</strong>da que lo sacó del negocio de los cines, por ahí se paseaba Magdalena Maynes<br />

con sus vestidos nuevos antes de que <strong>la</strong> desgracia se le apareciera. Porque a ésa le cambió <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

de todas todas cuando mataron a su padre. Parece que <strong>la</strong> estoy viendo, nunca se le arrugaba un<br />

olán y <strong>la</strong> ropa le caía coma a <strong>la</strong>s maniquíes. No eran ricos, pero gastaban como si lo fueran.<br />

Nosotros los veíamos con frecuencia porque el papá tenía negocios con Andrés. Todo el mundo<br />

parecía tener negocios con Andrés.<br />

Magdalena era <strong>la</strong> consentida del licenciado. Los fines de semana se <strong>la</strong> llevaba al Casino de<br />

<strong>la</strong> Selva en Cuernavaca. Una vez los encontramos. Magda llevaba un vestido de seda con flores<br />

estampadas y el pelo recogido con dos peinetas. Sorbía su limonada con un desapego casi<br />

cachondo.<br />

Estaban su padre y el<strong>la</strong> sentados en <strong>la</strong>s mesas del jardín, frente a <strong>la</strong> alberca, cuando<br />

llegamos nosotros. Llevábamos a todos los niños. Al vernos el licenciado se levantó para hab<strong>la</strong>r<br />

con Andrés en un aparte, el<strong>la</strong> conversó con nosotros sobre <strong>la</strong> calidez del día sin perderles detalle<br />

a los gestos de su padre que volvió pronto y se fue de inmediato con todo y <strong>la</strong> hija preguntándole<br />

quién sabe qué y transformada de adolescente frívo<strong>la</strong> en litigante feroz. Me pareció extraño el<br />

cambio, pero tantas cosas eran extrañas y no <strong>la</strong>s notábamos. Ya en el coche rumbo a Pueb<strong>la</strong> le<br />

pregunté a Andrés qué los había molestado y me contestó que no me metiera. Así que olvidé a los<br />

Maynes.<br />

gris.<br />

Meses después el licenciado desapareció. Lo secuestraron una noche al cruzar los portales.<br />

Magda fue a verme a <strong>la</strong> casa. Iba linda con un traje sastre de alpaca y una blusa de seda<br />

—Mi papá fue al cine y no ha vuelto en tres días —me dijo.<br />

Tendrá una amante, quise contestarle, pero me quedé cal<strong>la</strong>da, mirándome <strong>la</strong>s manos como<br />

si yo tuviera <strong>la</strong> culpa.<br />

—¿Me haría usted el favor de preguntarle a su esposo por él? —dijo.<br />

—Encantada, pero dudo que sirva de algo. Si él lo tiene no me lo va a decir.<br />

—La gente dice que usted lo puede manejar.<br />

—También dice que tú duermes con tu papá. Verás si no se equivocan.<br />

—Ojalá no se equivoquen, señora —dijo, se levantó y se fue.<br />

36


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Tres días después el licenciado apareció hecho pedazos y metido en una canasta que<br />

alguien dejó en <strong>la</strong> puerta de su casa.<br />

Lo supe a media mañana porque me fui a peinar con <strong>la</strong> Güera y ahí llegaron unas viejas<br />

contándolo dizque muy impresionadas. La güera Ofelia me estaba poniendo una trenza postiza y<br />

me preguntaba cómo <strong>la</strong> sentía cuando me vi <strong>la</strong>s lágrimas en el espejo. Me quedé quieta mientras<br />

el<strong>la</strong> terminaba de prender los pasadores. El salón estaba cal<strong>la</strong>do y <strong>la</strong> bo<strong>la</strong> de viejas empezó a<br />

mirarme como si tuviera yo el cuchillo entre <strong>la</strong>s manos. Me vi <strong>la</strong>s uñas que Maura iba pintando y<br />

me mordí los <strong>la</strong>bios para que ni una, pero ni una lágrima más se me fuera a salir pensando en el<br />

licenciado que era tan guapo y tan inteligente como todos decían.<br />

Fui a casa de los Maynes. Habia mucha gente. La viuda estaba sentada entre sus hijos<br />

menores con los ojos mirando al suelo y quieta como si también a el<strong>la</strong> <strong>la</strong> hubieran matado.<br />

Magdalena era <strong>la</strong> única junto a <strong>la</strong> caja, me vio entrar. No me acerqué, no tenía nada que<br />

decirle, sólo quería ver<strong>la</strong> y saber si <strong>la</strong> corona de flores que mandaría Andrés cabría por <strong>la</strong> puerta.<br />

Porque él así jugaba, cuando el muerto era suyo o le parecía benéfica su desaparición, mandaba<br />

enormes coronas de flores, tan enormes que no cupieran por <strong>la</strong> puerta de <strong>la</strong> casa en que se<br />

ve<strong>la</strong>ba al difunto.<br />

Mientras contestaba <strong>la</strong>s avemarías fui leyendo <strong>la</strong>s cintas de los ramos y <strong>la</strong>s coronas.<br />

Ninguna decía general Andrés Ascencio y familia. Cuando comenzó <strong>la</strong> letanía me levanté a ver si<br />

estaba afuera, pero antes de llegar a <strong>la</strong> salida vi entrar dos hombres cargando una de <strong>la</strong>s coronas<br />

que le hacían a Andrés en el puesto central de La Victoria. Cruzaron <strong>la</strong> puerta.<br />

Me fui de ahí. Se me ocurrió que <strong>la</strong> Güera podía saber qué decía <strong>la</strong> gente, seguro alguna de<br />

<strong>la</strong>s mujeres a <strong>la</strong>s que peinó esa mañana le había contado algo. Volví a ver<strong>la</strong>.<br />

No sabia más de lo que yo imaginaba. Decían que lo había matado Andrés porque a nadie<br />

se le ocurría otra cosa, pero no había pruebas. Sin embargo, yo recordaba <strong>la</strong> discusión en<br />

Cuernavaca y los ojos de Magdalena pidiéndome a su padre.<br />

Volví a <strong>la</strong> casa. Me encerré en el saloncito a comerme primero el barniz de <strong>la</strong>s unas y<br />

después <strong>la</strong>s uñas. Odié a mi general. No supe si quería verlo llegar y preguntarle o quedarme ahí<br />

encerrada y no verlo nunca otra vez.<br />

Llegó riéndose. Venía de montar y arrastraba <strong>la</strong>s espue<strong>la</strong>s. Oí cómo subía <strong>la</strong>s escaleras,<br />

cómo caminaba hasta el fin del corredor. Se detuvo en <strong>la</strong> puerta del salón y <strong>la</strong> empujó. Cuando<br />

vio que no se abría empezó a gritar:<br />

—A mi nadie me cierra una puerta, Catalina. Esta es mi casa y entro a donde yo quiera.<br />

Abre, que no estoy para pendejadas.<br />

Por supuesto le abrí. No quería que se oyera su escándalo.<br />

—Ya sé que fuiste —dijo. Habrás notado que no tuve nada que ver. Quítate ese vestido que<br />

pareces cuervo, déjame verte <strong>la</strong>s chichis, odio que te abroches como monja. Ándale, no estés de<br />

púdica que no te queda. Me trepó el vestido y yo apreté <strong>la</strong>s piernas. Su cuerpo encima me<br />

enterraba los broches del liguero.<br />

—¿Quién lo mató? —pregunté.<br />

—No sé. Las almas puras tienen muchos enemigos —dijo. Quítate esas mierdas. Está<br />

resultando más difícil coger contigo que con una virgen pob<strong>la</strong>na. Quítate<strong>la</strong>s —dijo mientras<br />

sobaba su cuerpo contra mi vestido. Pero yo seguí con <strong>la</strong>s piernas cerradas, bien cerradas por<br />

primera vez.<br />

CAPÍTULO VIII<br />

Desde que vi a Fernando Arizmendi me dieron ganas de meterme a una cama con él. Lo<br />

estaba oyendo hab<strong>la</strong>r y estaba pensando en cuánto me gustaría morderle una oreja, tocar su<br />

lengua con <strong>la</strong> mía y ver <strong>la</strong> parte de atrás de sus rodil<strong>la</strong>s.<br />

37


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Se me notaron <strong>la</strong>s ansias, empecé a hab<strong>la</strong>r más de lo acostumbrado y a una velocidad<br />

insuperable, acabé siendo el centro de <strong>la</strong> reunión. Andrés se dio cuenta y terminó con <strong>la</strong> fiesta.<br />

—Mi señora no se siente bien —dijo.<br />

—Pero si se ve de maravil<strong>la</strong> —contestó alguien.<br />

—Es el Max Factor, pero hace rato que soporta un dolor de cabeza. Voy a llevar<strong>la</strong> a <strong>la</strong> casa<br />

y regreso.<br />

—Me siento muy bien —dije.<br />

—No tienes por qué disimu<strong>la</strong>r con esta gente, son mis amigos, entienden.<br />

Me tomó del brazo y me llevó al coche. Me acomodó, mandó al chofer al coche de atrás y dio<br />

<strong>la</strong> vuelta para subirse a manejar. Se sentó frente al vo<strong>la</strong>nte, arrancó, dijo adiós con <strong>la</strong> mano a<br />

quienes salieron a despedirnos a <strong>la</strong> puerta y aceleró despacio. Mantuvo conge<strong>la</strong>da <strong>la</strong> sonrisa que<br />

puso al despedirse hasta una calle después.<br />

—Qué obvia eres, Catalina, dan ganas de pegarte.<br />

—Y tú eres muy disimu<strong>la</strong>do, ¿no?<br />

—Yo no tengo por qué disimu<strong>la</strong>r, yo soy un señor, tú eres una mujer y <strong>la</strong>s mujeres cuando<br />

andan de cabras Locas queriéndose coger a todo el que les pone a temb<strong>la</strong>r el ombligo se l<strong>la</strong>man<br />

putas.<br />

Al llegar a <strong>la</strong> casa, se bajó con mucha parsimonia, me acompañó hasta <strong>la</strong> puerta, esperó a<br />

que saliera el mozo y cuando estuvo seguro de que ni los eternos acompañantes del coche de<br />

atrás se daban cuenta, me dio una nalgada y me empujó para adentro.<br />

Entré corriendo, subí <strong>la</strong>s escaleras a brincos, pasé por el cuarto de los niños y no me detuve<br />

como otras noches, fui directo a mi cama. Me metí bajo <strong>la</strong>s sábanas y pensé en Fernando<br />

mientras me tocaba como <strong>la</strong> gitana. Después me dormí. Tres días estuve durmiendo. Nada más<br />

despertaba para comer un pedazo de lechuga, otro de queso y dos huevos cocidos.<br />

—¿Qué tendrá usted, señora? —me preguntó Lucina.<br />

—Una enfermedad que me descubrió el general y que no se me quita ni con agua fría. Pero<br />

con una semana de dormir me alivio.<br />

A <strong>la</strong> semana tuve que salir de mi cuarto porque ya era mucho tiempo para una calentura. ¿Y<br />

qué va siendo lo primero que me dice Andrés cuando bajé a desayunar?<br />

Que el martes venia a cenar el secretario particu<strong>la</strong>r del Presidente, ¿y quién era el<br />

secretario particu<strong>la</strong>r?, Fernando. El bien p<strong>la</strong>nchado y sonriente Arizmendi.<br />

Del susto empecé a comer pan con mantequil<strong>la</strong> y merme<strong>la</strong>da y a dar grandes tragos de té<br />

negro con azúcar y crema. Andrés estaba eufórico con <strong>la</strong> visita de Arizmendi porque después<br />

vendría <strong>la</strong> del Presidente de <strong>la</strong> República, y a ése p<strong>la</strong>neaba darle una recepción espectacu<strong>la</strong>r con<br />

Los niños de los colegios agitando banderitas por <strong>la</strong> Avenida Reforma, mantas colgando de los<br />

edificios y todos los burócratas asomados a <strong>la</strong>s ventanas de sus oficinas ap<strong>la</strong>udiendo y aventando<br />

confeti. Yo tenía que conseguir una niña con un ramo de flores que lo asaltara a media calle y una<br />

viejita con una carta pidiéndole algo fácil para que los fotógrafos pudieran retratar<strong>la</strong> cinco<br />

minutos después con <strong>la</strong> demanda satisfecha. Ya Espinosa y A<strong>la</strong>rcón habían prestado sus cines<br />

para que de ahí colgaran <strong>la</strong>s mantas más grandes. Pueb<strong>la</strong> tendría que darle al Presidente <strong>la</strong><br />

recepción más cálida y vistosa que hubiera tenido jamás. Todo eso que después se fue volviendo<br />

costumbre y que se le dio al más pendejo de los presidentes municipales, lo inventamos nosotros<br />

para <strong>la</strong> visita del general Aguirre.<br />

Tenía que hacer algo con mi calentura y empecé a trabajar como si me pagaran. No una<br />

niña con flores, tres niñas cada cuadra y llegando al zócalo cincuenta vestidas de chinas pob<strong>la</strong>nas<br />

y montadas a caballo.<br />

Fui al asilo a escoger a <strong>la</strong> viejita y encontré una que parecía de tarjeta postal, con su pelito<br />

recogido, sonrisa de virgen dulce y una historia que, por supuesto, pusimos en <strong>la</strong> carta. Era <strong>la</strong><br />

viuda de un soldado viejo y pobre al que habían matado porque se negó a participar en el<br />

asesinato de Aquiles Sardán. Estaba orgullosa de su marido y de sí misma y encontró muy digno<br />

pedirle al Presidente una máquina de coser a cambio de tanto sacrificio por <strong>la</strong> patria.<br />

38


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Puse a trabajar a todas <strong>la</strong>s maestras de primaria. Inventé que sus alumnos hicieran unos<br />

plumeros de papel como los que usaban <strong>la</strong>s porristas en Estados Unidos. Sabía que <strong>la</strong> canción<br />

predilecta del Presidente era La Barca de Guaymas, y como es una música sonsa los niños no<br />

tuvieron que excitarse demasiado para mover los plumeros y los pies siguiendo sus compases.<br />

Todos los floristas del mercado se comprometieron a llenar La Reforma con flores, como si <strong>la</strong><br />

avenida fuera una iglesia enorme, y en el piso del zócalo harían una alfombra florida con <strong>la</strong><br />

imagen de una india atendiendo su mano hacia <strong>la</strong> del Presidente. Cuando el señor dejara de pasar<br />

frente a ellos, todos los que estuvieran en <strong>la</strong> valle de Reforma recogerían sus mantas y sus flores<br />

y se irían caminando al zócalo que estaría repleto para cuando él entrara con Andrés en el<br />

convertible. Tras su discurso desde el balcón toda esa gente cantaría Qué chu<strong>la</strong> es Pueb<strong>la</strong> y el<br />

Himno Nacional. Mandé traer a todas <strong>la</strong>s bandas de los pueblos del estado. Formé una orquesta<br />

de 300 músicos que tocarían a cambio del cotón de Santa Ana que se les regaló para que tuvieran<br />

algún uniforme.<br />

Para cuando el secretario particu<strong>la</strong>r del Presidente llegó a ponerse de acuerdo con Andrés,<br />

lo sorprendieron nuestros p<strong>la</strong>nes.<br />

Decidí que comiéramos en el jardín. El menú debía ser el mismo que se le ofrecería al<br />

Presidente dos semanas después. Pero ese mediodía sólo comimos Andrés, Fernando y yo.<br />

Nos pusimos tan formales que Andrés se sentó a <strong>la</strong> izquierda de Fernando y me colocó a mi<br />

a su derecha en una mesa redonda.<br />

Desde el consomé, Fernando empezó a elogiar mis dotes: mi talento, mi inteligencia, mi<br />

gentileza, mi delicadeza, mi interés por el país y <strong>la</strong> política y para colmo que guisara como <strong>la</strong>s<br />

monjas de los conventos pob<strong>la</strong>nos.<br />

—Además, si me lo permite general, su mujer tiene una risa espléndida. Ya no se ríe así <strong>la</strong><br />

gente mayor —dijo Fernando.<br />

—Qué bueno que le guste, licenciado. Esta es su casa, queremos que esté usted contento<br />

—le contestó Andrés.<br />

—Eso queremos —dije yo y puse mi mano en su pierna.<br />

El no <strong>la</strong> movió ni cambió de gesto.<br />

Andrés empezó a hab<strong>la</strong>r del motín en Jalisco. Lamentó <strong>la</strong> muerte de un sargento y un<br />

soldado, elogió al gobernador que dio <strong>la</strong> orden de irse sobre los campesinos amotinados.<br />

—Hay cosas que no se pueden permitir —le contestó Fernando.<br />

Yo, que por esas épocas todavía decía lo que pensaba, intervine:<br />

—Pero, ¿no hay otra manera de impedir<strong>la</strong>s más que echándoles encima el ejército y<br />

matando a doce indios? Les cobraron a seis por uno cada muerto. Y ni siquiera se sabe por qué se<br />

amotinaron esos indios.<br />

—Ya te salió lo mujer. Está usted hab<strong>la</strong>ndo de su inteligencia y luego le sale lo sensiblera<br />

—dijo Andrés.<br />

—Quizá tenga razón general, debíamos encontrar otras maneras —contestó Femando y<br />

puso su mano en mi pierna. La sentí sobre <strong>la</strong> seda de mi vestido y me olvidé de los doce<br />

campesinos. Después <strong>la</strong> quitó y se puso a comer como si fuera <strong>la</strong> última vez.<br />

Nos hicimos amigos. Cuando iba yo a México lo l<strong>la</strong>maba con algún recado de Andrés o con<br />

algún pretexto, <strong>la</strong> cosa era oír su voz y si era posible verlo un momento. Después me regresaba<br />

<strong>la</strong>s tres horas de carretera repitiendo su nombre.<br />

Le pedía al chofer que era muy entonado que me cantara Contigo en <strong>la</strong> distancia y me<br />

acostaba en el asiento del Packard negro a oírlo y a extrañar. Les buscaba varios significados a<br />

sus frases más simples y casi llegaba a creer que se me había dec<strong>la</strong>rado con disimulo por respeto<br />

a mi general. Recordaba con precisión cada una de <strong>la</strong>s cosas que me había dicho y de un «espero<br />

que nos veamos pronto» sacaba <strong>la</strong> certidumbre de que él sufría mi ausencia tanto como yo <strong>la</strong><br />

suya y que se pasaba los días contando el tiempo que le faltaba para verme por casualidad. Me<br />

gustaba pensar en su boca, en <strong>la</strong> sensación que me recorría el cuerpo cuando me besaba <strong>la</strong> mano<br />

como saludo y despedida. Un día no me aguanté. Me había acompañado a <strong>la</strong> puerta de su oficina<br />

39


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

tras una conversación extraña porque no hab<strong>la</strong>mos de política ni de Andrés ni de Pueb<strong>la</strong> ni del<br />

país. Habíamos hab<strong>la</strong>do de <strong>la</strong> pena que producen los amores no correspondidos y yo creí vérse<strong>la</strong><br />

en los ojos. Cuando se despidió besándome <strong>la</strong> mano le ofrecí <strong>la</strong> boca. No me besó pero me dio un<br />

abrazo <strong>la</strong>rgo.<br />

Esa noche el pobre chofer cantó tantas veces Contigo en <strong>la</strong> distancia que de ahí salió a<br />

ganar <strong>la</strong> Hora Internacional del Aficionado. Me dio gusto que algo se ganara con mi romance<br />

porque el mismo día que alcanzó su cima se desbarató. Andrés estaba esperándome en el Pa<strong>la</strong>cio<br />

de Gobierno. Yo había ido al sastre a recoger el traje que se pondría para <strong>la</strong> visita del Presidente.<br />

Cuando llegué era muy noche pero Andrés seguía ahí dirimiendo el asunto de unos obreros que<br />

querían estal<strong>la</strong>r una huelga en Atlixco.<br />

Entré radiante a su oficina, en lugar de cargar el traje lo abrazaba bai<strong>la</strong>ndo con él.<br />

—Estás preciosa, Catalina, ¿qué te hiciste? —dijo al verme entrar.<br />

—Me compré tres vestidos, fui al Pa<strong>la</strong>cio de Hierro a que me maquil<strong>la</strong>ran y volví cantando en<br />

el coche.<br />

—Pero le llevaste mi recado a Fernando, no nada más anduviste perdiendo el tiempo.<br />

—C<strong>la</strong>ro, todo lo demás lo hice después de ver a Fernando —dije.<br />

—No cabe duda que los maricones son fuente de inspiración —le comentó Andrés a su<br />

secretario particu<strong>la</strong>r. A <strong>la</strong>s mujeres les encanta p<strong>la</strong>ticar con ellos. Quién sabe qué tienen que les<br />

resultan atractivos. Con decirte que cuando conocimos a éste yo hasta me puse celoso y encerré<br />

a Catalina. Ahora es el único novio que le permito y me encanta ese noviazgo.<br />

Al día siguiente fui a ver a Pepa para contarle mi desgracia. Llegué segura de encontrar<strong>la</strong><br />

porque no salía nunca. Me sorprendió que no estuviera. Los celos de su marido, aumentados por<br />

<strong>la</strong> falta de hijos, <strong>la</strong> mantenían encerrada. Una tarde que pasó dos horas fuera, <strong>la</strong> recibió con un<br />

crucifijo obligándo<strong>la</strong> a que se hincara a pedirle perdón y a jurar ahí mismo que no lo había<br />

engañado.<br />

Prefirió encontrar quehaceres en su casa. La convirtió en una jau<strong>la</strong> de oro, no había rincón<br />

sin detalle. El patio estaba lleno de pájaros y para los brazos de los sillones, los centros de <strong>la</strong>s<br />

mesas, <strong>la</strong>s vitrinas y los aparadores tejía interminables carpetas. Todo en su cocina se freía con<br />

aceite de olivo, hasta los frijoles, y todo lo que comía su marido lo guisaba el<strong>la</strong>. Se diría que<br />

estaba muy enamorada. Pasaba el tiempo puliendo antigüedades y regando p<strong>la</strong>ntas. Se portaba<br />

como si ése fuera todo el mundo existente, no nos dejaba ponérselo en duda, y cuando Mónica<br />

quiso ser c<strong>la</strong>ridosa diciéndole que vivía en los años treinta del siglo XIX y que su marido era un<br />

tipo intolerable al que debía dejar y ser libre siquiera para caminar por <strong>la</strong> calle a <strong>la</strong> hora que lo<br />

deseara, el<strong>la</strong> suavemente le puso <strong>la</strong> mano en <strong>la</strong> boca y le preguntó si quería un té con galletitas<br />

de nuez.<br />

—Te estás volviendo loca —dijo Mónica. ¿No es cierto, Catalina?<br />

—No más que yo —contesté.<br />

Desde que su marido enfermó Mónica tuvo que trabajar. Puso una tienda de rape pare niños<br />

y acabó con una fábrica.<br />

—Vaya, aquí <strong>la</strong> única con un marido normal soy yo —dijo riéndose.<br />

Me senté en una banca de hierro, bajo <strong>la</strong> jacaranda con flores moradas del jardín. La<br />

sirvienta de cofia y de<strong>la</strong>ntal me llevó una limonada y dijo que <strong>la</strong> señora volvía siempre a <strong>la</strong>s doce<br />

y media en punto. No entendí nada pero como faltaban quince minutos decidí esperar.<br />

Exactamente cuando el antiguo reloj de familia dio <strong>la</strong> media con una campanada, Pepa<br />

cruzó <strong>la</strong> puerta, el patio, y llegó hasta mi banca en el jardín.<br />

Era <strong>la</strong> misma, no se pintaba, se recogía el pelo en una trenza sobre <strong>la</strong> nuca y caminaba<br />

como niña, pero algo en los ojos tenía raro, algo en <strong>la</strong> boca con <strong>la</strong> que sonreía como si estuviera<br />

estrenando <strong>la</strong>bios.<br />

—Parece que tienes un amante —dije riéndome con mi aberración.<br />

—Tengo uno —contestó sentándose junto a mi con una p<strong>la</strong>cidez que no he vuelto a ver.<br />

40


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Se encontraban en <strong>la</strong>s mañanas. Todos los días de diez y media a doce y media en un<br />

cuartito alqui<strong>la</strong>do como bodega arriba del mercado de La Victoria. ¿Quién era él? El única hombre<br />

con el que su marido <strong>la</strong> dejó cruzar más de tres pa<strong>la</strong>bras. El doctor que <strong>la</strong> atendía cada vez que<br />

se le frustraba un embarazo. Con tres frustraciones tuvieron. Era un tipo guapo, el partero más<br />

famoso de Pueb<strong>la</strong>. La mitad de <strong>la</strong>s mujeres hubieran querido un romance con él, algunas se<br />

arreg<strong>la</strong>ban para ir a <strong>la</strong> consulta más que para el baile de <strong>la</strong> Cruz Roja. Y fue a dar con <strong>la</strong> Pepa, con<br />

<strong>la</strong> más difícil.<br />

—Cogemos como dioses —dijo extendiendo una risa c<strong>la</strong>ra y feliz, con <strong>la</strong> misma dulzura con<br />

que antes recitaba jacu<strong>la</strong>torias. Estaba espléndida. Jamás me hubiera dado <strong>la</strong> imaginación para<br />

soñar<strong>la</strong> así.<br />

—¿Y tu marido? —pregunté.<br />

—No se da cuenta. Es incapaz de rimar luz con lujuria.<br />

—¿Y a ti cómo te va?<br />

—Igual —contesté.<br />

—¿Qué podía yo contarle? Mi pendejo romance con Arizmendi ataba bien para divertir a una<br />

pobre mujer encerrada, pero a esa novedad con expresión de diosa no podía yo enturbiarle el<br />

paraíso con algo tan prosaico. Le di un beso y me fui envidiando su estado de gracia.<br />

CAPÍTULO IX<br />

Nunca entendía cómo llegó Fito a secretario de <strong>la</strong> Defensa, pero tampoco había entendido<br />

que llegara a subsecretario y que cuando Andrés lo llevó a firmar como testigo de nuestro<br />

casamiento ya fuera director de quién sabe qué.<br />

También Andrés se sorprendió cuando aparecieron en <strong>la</strong>s paredes de <strong>la</strong>s casas del Distrito<br />

Federal unos manifiestos que firmaba el general Juan de <strong>la</strong> Torre, en los que se sugería como<br />

candidato a <strong>la</strong> presidencia de <strong>la</strong> República a Rodolfo Campos.<br />

Creo que el mismo Rodolfo estaba sorprendido, porque dec<strong>la</strong>ró rápidamente que se trataba<br />

de una burda maniobra y que él vivía dedicado exclusivamente a co<strong>la</strong>borar con el general Aguirre<br />

sin ninguna aspiración posterior.<br />

Yo le creí. ¿Qué aspiración posterior iba a tener el pobre cuando ni siquiera su mujer lo<br />

respetaba? Así tan mochita como se veía, a los ocho días de casada escapó con el médico del<br />

regimiento en que Fito era pagador. Nomás se fue una mañana y ni aviso dejó. Si no es porque<br />

alguien le pasa el chisme, quién sabe a qué horas se hubiera enterado su marido. Hace poco me<br />

contó un viejo que estaba en el regimiento que cuando Rodolfo lo supo fue con su general y se le<br />

puso a llorar comentando su desgracia.<br />

—Ándele, sargento —dijo el general, lo autorizo a que agarre un pelotón, los alcance y los<br />

ajusticie a los dos como se merecen.<br />

—No, mi general —dijo Fito, si lo que yo quisiera es nada más que usted mandara un juez<br />

de paz que los amoneste para que vuelvan.<br />

El general les mandó el juez y volvieron. Cuando Chofi bajó del caballo, Rodolfo se le echó<br />

a los pies llorando y preguntándole qué daño le había hecho para merecer su abandono. Le pidió<br />

perdón y le besó los tobillos de<strong>la</strong>nte de todo el mundo, mientras el<strong>la</strong> con <strong>la</strong>s manos en <strong>la</strong> cintura<br />

no se dignó siquiera bajar <strong>la</strong> cabeza.<br />

Siempre fue altanera <strong>la</strong> Sofía y dicen que alguna vez guapa. Pero yo lo dudo. Lo que sí hizo,<br />

según su marido pasaba de un cargo a otro, fue cambiar <strong>la</strong> cachondería por el rezo. Si cogía con<br />

algún cura nunca se supo y en <strong>la</strong> cara no se le notó jamás.<br />

Nunca se me va a ol<strong>vida</strong>r el día que se convirtió en candidata a <strong>la</strong> presidencia porque fue el<br />

mismo que llegó Tyrone Power al país.<br />

41


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Yo acompañé a Mónica hasta el aeropuerto porque coincidió con que Andrés quiso que le<br />

hiciera a Chofi una visita de cortesía. Mónica se había hecho <strong>la</strong>s ilusiones de esperar a Tyrone<br />

Power en <strong>la</strong>s escaleras del avión, pero cuando llegamos al aeropuerto montones de mujeres<br />

tenían exactamente los mismos p<strong>la</strong>nes.<br />

Como su marido tenía tanto tiempo enfermo, el<strong>la</strong> llevaba años guardándose <strong>la</strong>s ganas de<br />

coger mientras hacia vestidos y negocios. En cuanto vio a Tyrone Power le salieron todos los<br />

deseos y se puso como una fiera. Me dejó parada cerca de los mostradores de <strong>la</strong>s aerolíneas y se<br />

metió entre <strong>la</strong> marabunta de mujeres dando empujones y patadas.<br />

En dos minutos estaba encima del pobre hombre:<br />

—Tyrone, veo todas tus pelícu<strong>la</strong>s —le gritaba. Como llegó antes que <strong>la</strong> multitud, alcanzó a<br />

darle un beso que él contestó con su estudiada sonrisa de muñeco. Después no pudo volver a<br />

sonreír, tuvieron que sacarlo del aeropuerto entre los bomberos y <strong>la</strong> policía. Las mujeres lo<br />

dejaron sin saco y sin un solo botón en <strong>la</strong> camisa. Cuando lo vi salir levantado en vilo por los<br />

bomberos, llevaba los pelos parados y le faltaba un zapato.<br />

Mónica tenía una cara de gatita satisfecha que daba gusto ver<strong>la</strong>. No he conocido mucha<br />

gente que sea feliz con tan poco.<br />

Del aeropuerto nos fuimos a casa de Chofi. La encontramos muy arreg<strong>la</strong>da, cosa que me<br />

pareció rara porque casi siempre a <strong>la</strong> una seguía en chanc<strong>la</strong>s y bata. Ese día ya estaba peinada<br />

muy propia con unas anchoas apretaditas y vestida de oscuro. No se le podía pedir <strong>la</strong> completa<br />

elegancia y por eso me pareció una exageración de Mónica notar que los prendedores de<br />

bril<strong>la</strong>ntes tan grandes como el que se puso entre <strong>la</strong>s tetas no se usaban de día.<br />

Estaba sentada en un sillón de su sa<strong>la</strong> Luis XV dejándose retratar por varios fotógrafos.<br />

Cuando se fueron yo supuse que había que felicitar<strong>la</strong>, pero no supe <strong>la</strong> razón. Se <strong>la</strong> pregunté<br />

al último fotógrafo que pasó junto a nosotros y me dijo que Martín Cienfuegos, el gobernador de<br />

Tabasco, había firmado un pacto con políticos de varias partes del país para sostener <strong>la</strong><br />

candidatura del general Rodolfo Campos a <strong>la</strong> Presidencia.<br />

Chofi parecía una lechuga, nos enseñó los botones con <strong>la</strong> foto de su marido que acababan<br />

de llegar de una fábrica en Estados Unidos y habló de los comités pro general Campos que<br />

empezaban a formarse en muchas partes del país.<br />

Supuse que Andrés lo sabía todo y que me había mandado ahí sin explicaciones pare que yo<br />

no me negara a visitar a Chofi como si fuera <strong>la</strong> primera dama de su corte. Estaba furiosa contra<br />

él, pero oí <strong>la</strong>s historias de <strong>la</strong> Chofi con una sonrisa beatífica y cuando terminó me di el lujo de<br />

expresarle mis felicitaciones y pedirle que aceptara <strong>la</strong>s de Andrés, a quien asuntos locales habían<br />

imposibilitado el tras<strong>la</strong>do inmediato a los brazos de su compadre. Después me despedí alegando<br />

que quería volver con luz a Pueb<strong>la</strong>.<br />

—Así que nos esperan seis años de este tedio —dijo Mónica en <strong>la</strong> puerta. ¡Qué horror!<br />

Prefiero el indigenismo.<br />

Fuimos a comer al Tampico. Mónica se dedicó a coquetear con todos los señores de <strong>la</strong>s<br />

mesas cercanas hasta que al fin de <strong>la</strong> comida el mesero llegó con una botel<strong>la</strong> de champagne que<br />

no hab<strong>la</strong>mos pedido, <strong>la</strong> noticia de que <strong>la</strong> cuenta estaba pagada y dos rosas con una tarjeta que<br />

decía: «Acepten ustedes <strong>la</strong> sincera admiración de: Mateo Podán y Francisco Balderas.»<br />

Busqué a Balderas que era secretario de Agricultura y había comido varias veces en mi<br />

casa. Estaba sentado no muy lejos, en una mesa para dos con un hombre de nariz aguileña y ojos<br />

profundos al que supuse Mateo Podán, periodista al que Andrés odiaba.<br />

—¿Dices que el de <strong>la</strong> derecha también quiere ser presidente? —preguntó Mónica.<br />

Perdóname amiga, pero ojalá y se le haga.<br />

Acabaron en nuestra mesa p<strong>la</strong>ticando. Mateo Podán tenía una lengua rapidísima y cruel con<br />

<strong>la</strong> cual se dedicó a describir al compadre Campos como si yo fuera Dolores del Río o cualquier otra<br />

mujer menos <strong>la</strong> esposa de su compadre Andrés Ascencio. Balderas se encantó con Mónica y<br />

acabó pidiéndole su dirección y otras cosas.<br />

Salimos del restorán como a <strong>la</strong>s siete. Llegamos a Pueb<strong>la</strong> tan tarde que el marido de Mónica<br />

estuvo a punto de perder <strong>la</strong> parálisis para levantarse a golpear<strong>la</strong>, y el mío ya estaba al tanto de<br />

todo, hasta de que me habían gustado <strong>la</strong>s manos <strong>la</strong>rgas de Podán.<br />

42


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—¿Quién te autorizó a irte de cuzca? —preguntó cuando entré cantando a nuestra recámara<br />

como a <strong>la</strong>s doce.<br />

—Yo me autoricé —le dije con tal tranquilidad que tuvo que aguantarse <strong>la</strong> risa antes de<br />

iniciar un griterío que terminé después de ponerme el camisón cuando le dije:<br />

—No te exaltes. ¿A poco estás tan seguro de que el gordo puede ser presidente? Mejor<br />

prende varias ve<strong>la</strong>s. Y quítame a los guardaespaldas. No valen lo que les pagas. De todos modos<br />

yo juego en tu equipo y ya lo sabes.<br />

A principios del año siguiente <strong>la</strong> candidatura de Rodolfo se hizo inevitable, sobre todo<br />

después de que mataron al general Narváez, que según Andrés se lo merecía por pendejo y por<br />

necio. ¿A quién se le ocurre levantarse en armas contra el gobierno?<br />

Rodolfo, como secretario de <strong>la</strong> Defensa, giró instrucciones para que los soldados fueran<br />

magnánimos con los prisioneros y aceptaran <strong>la</strong> rendición de los pocos hombres que seguían en<br />

armas. Luego renunció para evitar que se dijera que aprovechaba el cargo para conseguir<br />

adeptos.<br />

—Está loco este cabrón —dijo Andrés. Se va a quedar como el perro de <strong>la</strong>s dos tortas.<br />

Para entonces ya había pensado que no le convenía su compadre presidente. Hasta dio en<br />

agradecerme <strong>la</strong>s cortesías con Balderas y quiso que lo invitáramos a cenar con Mónica. También<br />

invitamos a Flores Pliego y después a todo el gabinete uno por uno. Pero ya lo de Rodolfo estaba<br />

muy encarrerado. En Veracruz se reunió una junta de 24 gobernadores a su favor y Andrés tuvo<br />

que ir. Mordiéndose un huevo, como dirían los señores, pero fue. De ahí regresó pendejeando a<br />

su compadre de <strong>la</strong> puerta de nuestra recámara para adentro y celebrando sus éxitos de <strong>la</strong> puerta<br />

para afuera. Al que desde entonces dejó de querer para siempre fue a Martín Cienfuegos. No<br />

soportó que se le ade<strong>la</strong>ntara en el destape y que jamás hab<strong>la</strong>ra con él de eso más que para<br />

comunicárselo como un hecho. Para colmo, Rodolfo encontró en Cienfuegos un amigo y hasta<br />

dejó de consultar con Andrés el montón de cosas que habitualmente le consultaba.<br />

Sólo hasta que se formó un Comité Revolucionario de Reconstrucción Nacional que sostenía<br />

<strong>la</strong> candidatura del general Bravo, Fito recordó que tenía un compadre inteligente y hasta nos<br />

visitó en Pueb<strong>la</strong> para hab<strong>la</strong>r con él.<br />

Al mismo tiempo pasó por <strong>la</strong> ciudad el coronel Fulgencio Batista, que acababa de subir al<br />

poder en Cuba. El y Rodolfo desayunaron en nuestra casa.<br />

—¿Sabes cuándo va a dejar el poder el héroe de <strong>la</strong> democracia cubana? —me preguntó<br />

Andrés cuando se fueron. Nunca. Ese cabrón si no lo sacan a tiros se pasa ahí cuarenta años.<br />

Yo le contesté haciendo chistes sobre sus ganas de que en México fuera posible hacer lo<br />

mismo.<br />

—C<strong>la</strong>ro que me gustaría —dijo, entonces sí ni el pendejo de Fito mi compadre, ni su amigo<br />

Cienfuegos se suben a <strong>la</strong> sil<strong>la</strong> del águi<strong>la</strong> antes que yo. Pero por pinches seis años meterse en<br />

tanto lío, mejor me construyo un podercito duradero y me acaba haciendo los mandados el<br />

presidente más gallo.<br />

Hab<strong>la</strong>ba así para espantarse <strong>la</strong> marabunta de adhesiones que le caían a su compadre. Una<br />

tarde jugando dominó le dijo pendejo y le aseguró que no sería presidente. A los tres días se<br />

organizó un encuentro de gobernadores que en cargada se manifestaron por Campos para<br />

presidente. Andrés en lugar de ir al pleno en el cine Regis, se fue a una comida que organizó<br />

Balderas para <strong>la</strong> prensa, en <strong>la</strong> que éste afirmó que no serían posibles unas elecciones<br />

democráticas porque estaba seguro de que los gobernadores vio<strong>la</strong>rían el voto.<br />

Unos días después, los trabajadores de <strong>la</strong> CTM decidieron apoyar a Fito, y <strong>la</strong> convención de<br />

<strong>la</strong> CNC en <strong>la</strong> Arena México acabó con los campesinos agitando matracas y sombreros al grito de<br />

¡Viva Campos!<br />

Volvimos a Pueb<strong>la</strong>. Andrés andaba como pollo mojado. Yo ni le hab<strong>la</strong>ba. Nada más lo oí<br />

rezongar y maldecir. Una mañana leyendo el Avante le mejoró el humor. Cuando salió de <strong>la</strong> casa<br />

chif<strong>la</strong>ndo, recogí el periódico con más curiosidad que nunca. No entendí qué le había dado gusto,<br />

porque estaba lleno de acusaciones contra él y su compadre. Los hermanaba asegurando que el<br />

tan ap<strong>la</strong>udido candidato a <strong>la</strong> presidencia era cómplice del gobernador en los crímenes de<br />

43


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Atencingo y Atlixco, que tenía una casa cercana al ingenio de Heiss construida en tierras que<br />

habían sido ejidos, que Rodolfo y Andrés estaban coludidos con Heiss para sacar dinero del país<br />

y que se sabía que entre ambos tenían más de seis millones de pesos depositados en dó<strong>la</strong>res en<br />

bancos gringos. Terminaba diciendo que <strong>la</strong> ley de responsabilidades de los funcionarios debería<br />

aplicarse antes que nombrar candidato a un saqueador cómplice de un gobernante culpable de<br />

muchas muertes por más que el silencio y el miedo <strong>la</strong>s cubrieran.<br />

Al poco tiempo el mismo Avante denunció <strong>la</strong> desaparición de su director, don Juan Soriano,<br />

rogando a <strong>la</strong> opinión pública se uniera para demandar al gobierno su pronta aparición. Unos días<br />

después se encontró su cadáver tirado en <strong>la</strong> hacienda de Poloxt<strong>la</strong> cerca de San Martín. Todos los<br />

periódicos de México publicaron protestas y manifiestos en los que se culpaba del crimen al<br />

gobernador Ascencio. Me tocó presenciar <strong>la</strong> entrevista con el enviado de Excélsior, a quien Andrés<br />

aprovechó para decirle que ya había solicitado al Senado de <strong>la</strong> República su intervención en el<br />

caso. Que se ponía en sus manos y prometía justicia.<br />

El siguiente fin de semana Rodolfo apareció en <strong>la</strong> casa de Pueb<strong>la</strong>. Yo estaba sentada en el<br />

patio frente a <strong>la</strong> puerta y lo vi entrar caminando despacio.<br />

—¿Qué tal comadre? —dijo muy afectuoso dándome un beso. ¿Tu marido?<br />

Lo acompañé hasta el fondo del jardín. Andrés estaba en el cuarto de juegos ganándole a<br />

Octavio en el bil<strong>la</strong>r. Marce<strong>la</strong> pasaba <strong>la</strong>s cuentas que cuelgan de un a<strong>la</strong>mbre y van marcando los<br />

puntos, haciéndose cómplice de su hermano que como todos sabíamos se dejaba ganar por<br />

Andrés.<br />

—Compadre —dijo Rodolfo desde <strong>la</strong> puerta con una firmeza que yo le encontré nueva.<br />

—Compadre —contestó Andrés caminando hacia él. Se abrazaron.<br />

—¿Y ahora qué? —le pregunté tras despedir a Rodolfo esa tarde.<br />

—Ahora a ser presidentes —me contestó.<br />

Todavía recuerdo el resto de ese año y todo el siguiente con <strong>la</strong> sensación de haber caído en<br />

un remolino. Andrés me nombró su representante. Me <strong>la</strong> pasé metida en juntas, mítines, actos<br />

cívicos y todas esas cosas que me hartaban.<br />

Compré una casa en Las Lomas. A veces me pertenecía entera. Los hijos y Andrés estaban<br />

en Pueb<strong>la</strong> de lunes a viernes. Los fines de semana sólo llegaban Octavio y Marce<strong>la</strong> dizque para<br />

suplirme.<br />

—¿Catín, podemos cambiar <strong>la</strong>s dos camas que hay en mi cuarto por una so<strong>la</strong> más grande?<br />

—me dijo Marce<strong>la</strong> un día.<br />

Acepté por supuesto. Desde entonces y hasta <strong>la</strong> fecha ellos duermen en <strong>la</strong> misma cama.<br />

Al principio su padre se empeñaba en casar a Marce<strong>la</strong>. Octavio me rogó siempre que me<br />

hiciera cargo de anu<strong>la</strong>r a los pretendientes. Tanto empeño puse que un día Andrés me preguntó:<br />

—¿Tú también crees que hacen buena pareja? —y soltó <strong>la</strong> carcajada.<br />

Llegó <strong>la</strong> convención del partido, Fito se volvió candidato oficial y empezó <strong>la</strong> gira. El primer<br />

lugar que visitamos fue Guada<strong>la</strong>jara. Ahí, en un parque, Fito tomó <strong>la</strong> pa<strong>la</strong>bra. Defendió a <strong>la</strong><br />

familia, y habló del respeto que los hijos deben a los padres.<br />

Más que candidato parecía cura. Marce<strong>la</strong>, Octavio y yo nos dábamos de codazos y nos<br />

guiñábamos el ojo cuando <strong>la</strong> cosa se ponía demasiado rimbombante. Agradecí tanto que fueran<br />

conmigo. Además de compañía, me daban pretexto para librarme de <strong>la</strong> calentura que le entró al<br />

gordo. De repente, a media noche me mandaba l<strong>la</strong>mar con un militar de los que le prestaba el<br />

Estado Mayor Presidencial que ya lo trataba como Presidente. No sabia qué hacer, Fito no se me<br />

antojaba ni un poco. Ni aunque lo hubieran hecho presidente del mundo me hubiera gustado<br />

tocarlo.<br />

Una vez me mandó l<strong>la</strong>mar a media tarde para enseñarme su biografía y <strong>la</strong> de Andrés<br />

publicada por los bravistas en casi todos los diarios. Comenzaban por recordar que Fito había sido<br />

cartero y luego volvían con lo de que estuvieron en La Ciudade<strong>la</strong> y seguían con una carta de Heiss<br />

a su gobierno diciendo que para cualquier defensa de los intereses norteamericanos en Pueb<strong>la</strong><br />

44


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

contaba con los «Ascencio and Campos boys». Terminaba con una lista más bien precaria de los<br />

crímenes familiares.<br />

—No te aflijas —le dije. Andrés nunca se preocupó por los que le sacaban cuando su<br />

campaña. De todos modos vas a ganar, ¿o no?<br />

—Quiero que vengas conmigo al desfile —contestó agachando <strong>la</strong> cabeza. Al día siguiente<br />

mandó por mí a <strong>la</strong> casa. El chofer me entregó un<br />

ramo de flores que llevaba una tarjeta diciendo: «Por rega<strong>la</strong>rme <strong>la</strong> suerte este primero de mayo,»<br />

Vimos el desfile del día del Trabajo desde el balcón de <strong>la</strong>s oficinas de <strong>la</strong> CTM en Madero:<br />

Álvaro Cordera, delgado y fino, de pie junto a Fito<br />

que llevó <strong>la</strong> cara de siempre, regordeta, sonriente a medias, agazapada por completo. Todo fue<br />

bien hasta que empezaron a desfi<strong>la</strong>r los ferrocarrileros vitoreando a Bravo y aventando naranjas<br />

podridas al balcón en que estábamos. Creí que Rodolfo iba a empezar a hacer pucheros, pero en<br />

vez de eso agudizó <strong>la</strong> solemnidad de sus aburridas facciones y permaneció firme, sin perder <strong>la</strong><br />

media risa, de pie junto a Cordera.<br />

Me había puesto un vestido de gasa c<strong>la</strong>ra. De pronto una naranja se estrelló contra mi falda.<br />

Dada <strong>la</strong> ecuanimidad de Rodolfo pensé que lo correcto sería también sonreír y no moverme. Eso<br />

hice. Cuando terminó el desfile, Fito le preguntó a Cordera si no creía que mi actitud era<br />

comparable a <strong>la</strong> de una reina sabia, Cordera, con coda tranquilidad dijo que sí.<br />

—Sofía nunca hubiera aguantado. ¡Qué bien escogió Andrés! —dijo Fito. Eres una mujer<br />

cabal y valerosa —siguió diciendo cuando íbamos en el coche rumbo a mi casa. Cuando llegamos<br />

me acompañó hasta <strong>la</strong> puerta y se despidió besándome <strong>la</strong>s manos y <strong>la</strong> falda manchada.<br />

—¿Será que él escribe sus discursos? —me pregunté mientras subía <strong>la</strong>s escaleras yendo a<br />

mi recámara. Es tan cursi que bien podría dedicarse a escribir discursos.<br />

En <strong>la</strong> tarde l<strong>la</strong>mó Andrés para darme <strong>la</strong>s gracias. Completó <strong>la</strong> otra mitad del discurso en<br />

torno a mis glorias.<br />

—Eres una vieja chingona. Aprendiste bien. Ya puedes dedicarte a <strong>la</strong> política. Mantenme así<br />

al Gordo —dijo.<br />

Lo imaginé sentado frente a su escritorio lleno de papeles que nunca leía. Casi vi su boca<br />

echando carcajadas de agradecimiento. Algo de él me gustaba todavía.<br />

—¿Cuándo vienes? —dije.<br />

—Ven tú mañana, el día cinco llega el Presidente Aguirre.<br />

Fui. El desfile salió perfecto. Miles de niños vestidos con trajes regionales cruzaron frente a<br />

nosotros en una marcha de colores disciplinados y bril<strong>la</strong>ntes. Aguirre le agradeció a Andrés, doña<br />

Lupe fue conmigo al hospicio y donó los desayunos de los próximos seis meses. Luego subimos a<br />

un coche que nos llevó a <strong>la</strong> sierra. Ahí Andrés había organizado una fi<strong>la</strong> de indios dispuestos a<br />

pedirle cosas al Presidente. Pasamos <strong>la</strong> tarde oyéndolos. Como a <strong>la</strong>s ocho me llevé a doña Lupe<br />

a cenar café con leche y pan dulce. A <strong>la</strong>s once volvimos a encontrar a su marido oyendo indios.<br />

Junto a él, Andrés chupaba su puro inmutable y comp<strong>la</strong>cido. Doña Lupe y yo nos fuimos a dormir.<br />

Eran <strong>la</strong>s cuatro de <strong>la</strong> mañana cuando mi general entró al cuarto que compartíamos.<br />

—Cabrón incansable —protestó metiéndose en <strong>la</strong> cama. Me abrazó. Se me andaba<br />

ol<strong>vida</strong>ndo lo buena que estás —dijo.<br />

—Tanta otra vieja con que andas —le contesté.<br />

—No profanes, Catín. Si eres tan lista, mejor no digas nada.<br />

—¿Qué sentirán los presidentes cuando se les va acabando el turno? —dije. Pobre general<br />

Aguirre.<br />

—¿No digo bien que estás buenísima? —me contestó.<br />

45


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

CAPÍTULO X<br />

Bibi era un poco más chica que yo. La conocí casada con un doctor al que le daba vergüenza<br />

cobrar. Cuando uno le preguntaba por sus honorarios decía como los inditos, lo que sea su<br />

voluntad. Era buen médico, curaba a los niños de sus empachos y catarros y a <strong>la</strong>s mamás de <strong>la</strong><br />

preocupación. Una vez Verania se tragó un caramelo y se puso morada, lo fui a ver corriendo.<br />

Creí que se iba a morir y me horrorizó <strong>la</strong> idea de oír al general gritándome asesina descuidada.<br />

Nada más entré al consultorio de <strong>la</strong> 3 Norte y sentí alivio. La niña seguía morada, pero el<br />

doctor me saludó con toda calma y después <strong>la</strong> hizo beber una infusión de manzanil<strong>la</strong> caliente que<br />

le desbarató <strong>la</strong> charamusca y le devolvió <strong>la</strong> respiración. Cuando empezó a toser y pasó de morada<br />

a b<strong>la</strong>nca yo me puse a llorar, abracé al doctor y empecé a besarlo. Así estábamos cuando entró<br />

<strong>la</strong> Bibi al despacho.<br />

—Salvó a mi hija —le dije disculpándome aunque no sabía yo quién era.<br />

—Así es él —me contestó sin inmutarse. —La señora es esposa del general Ascencio<br />

—explicó el doctor a <strong>la</strong> Bibi.<br />

—¿Y eso qué se siente? —me contestó por todo saludo.<br />

Alcé los hombros y <strong>la</strong>s dos nos reímos ante <strong>la</strong> sorpresa del doctor.<br />

No <strong>la</strong> vi mucho después de ese día. A veces nos encontrábamos en <strong>la</strong> calle, nos<br />

preguntábamos por nuestros esposos, el<strong>la</strong> elogiaba al mío y yo al suyo, nos preguntábamos por<br />

nuestros hijos, el<strong>la</strong> <strong>la</strong>mentaba <strong>la</strong> fragilidad del suyo, yo <strong>la</strong> barbarie de los míos. Luego nos<br />

despedíamos con esos besos de <strong>la</strong>do que le caen al aire mientras uno se roza <strong>la</strong>s mejil<strong>la</strong>s.<br />

Años después me contó que esos encuentros <strong>la</strong> hacían sentirse importante.<br />

Un día su marido tuvo a bien morirse. Sin hacer ruido, como era él, sin dejarle un centavo,<br />

como era él. Fui al velorio en agradecimiento por los moretones que les curó a mis hijos y porque<br />

en Pueb<strong>la</strong> uno iba a todos los velorios del mismo modo que iba a todas <strong>la</strong>s bodas, bautizos y<br />

primeras comuniones: para llenar el día.<br />

Ahí estaba <strong>la</strong> Bibi con su hijo de <strong>la</strong> mano. Puse dinero en un sobre y se lo di después de<br />

abrazar<strong>la</strong>.<br />

—Esto le debía yo a tu marido —dije con el aire de bienechora que disfrutaba tanto.<br />

—Tú siempre tan delicada Catalina —me contestó.<br />

No lloraba. La recuerdo preciosa vestida de viuda. Se veía más joven que nunca y le<br />

bril<strong>la</strong>ban los ojos negros. Era muy bonita, tanto que no se aguantó como único futuro el de gastar<br />

su belleza paseándo<strong>la</strong> por Pueb<strong>la</strong> de <strong>la</strong> mano de un hijo que se hacía adolescente mientras a el<strong>la</strong><br />

le iban saliendo arrugas de tanto pensar qué vender para pagarle <strong>la</strong> colegiatura. Se fue a México<br />

con sus hermanos que trabajaban en el periódico del general Gómez Soto.<br />

Y en casa de Gómez Soto <strong>la</strong> volví a ver. Era una casa enorme y loca como <strong>la</strong> nuestra. Bibi<br />

estaba en el jardín. Llevaba un vestido azul escotado por ade<strong>la</strong>nte y por detrás, tenía <strong>la</strong> sonrisa<br />

perfectamente bien puesta.<br />

—Te ves linda —dije.<br />

—Soy menos pobre —contestó.<br />

—Te felicito —dije pensando en mi madre que usaba esa respuesta cuando le daba gusto el<br />

bien ajeno pero prefería no investigar de dónde venía.<br />

Nos sentamos frente a <strong>la</strong> alberca llena de gardenias y ve<strong>la</strong>s flotantes.<br />

—Se ve divina, ¿verdad? —me preguntó.<br />

—Divina —dije y nos pusimos a p<strong>la</strong>ticar de divinuras: de cómo había conseguido sus medias<br />

del otro <strong>la</strong>do, de cuánto le gustaba el Ángel de <strong>la</strong> Independencia, de si yo consideraba correcto<br />

aceptarle flores a un hombre casado. Me reí. Qué pregunta más loca, como para mandar<strong>la</strong> a<br />

p<strong>la</strong>ticar con cualquiera de <strong>la</strong>s que le aceptaban a Andrés <strong>la</strong>s l<strong>la</strong>ves de un coche envueltas para<br />

regalo y por supuesto el coche en <strong>la</strong> puerta.<br />

—Antes del matrimonio, de un hombre ni una flor, decía <strong>la</strong> tía Nico.<br />

—¿No pensarás atenerte a su discurso? —le pregunté.<br />

46


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Por ahí empezamos y acabamos en su confesión de que el general Gómez Soto le había<br />

pedido que fuera <strong>la</strong> señora de esa casa.<br />

—¿De esta casa nada más? —dije.<br />

—En <strong>la</strong>s otras viven su mujer y sus hijos. Esta todavía no <strong>la</strong> toman —me contestó.<br />

La mujer del general Gómez estaba de p<strong>la</strong>no muy tirada a <strong>la</strong> calle. Era como de su edad, los<br />

mismos cuarenta y cinco pero llevados por una mujer que casi <strong>la</strong> hizo de soldadera. Tenían nueve<br />

hijos, ya grandes, algunos hasta casados. Y el<strong>la</strong> era una abuelita que nunca esperó demasiado de<br />

<strong>la</strong> <strong>vida</strong> y a <strong>la</strong> que el marido se le había hecho rico. Como que conocía yo a los generales, que<br />

Gómez Soto no <strong>la</strong> iba a dejar públicamente para casarse con Bibi.<br />

—Dile que sí, pero que ponga <strong>la</strong> casa a tu nombre —le aconsejé.<br />

—Pero eso va a ser imposible Catalina. No me atrevo. El ya es tan bueno conmigo, ya me da<br />

tanto —terminó y se puso roja.<br />

—Sobras te da —dije. Sobras dan. Nada que les due<strong>la</strong>, querida. Te adorna <strong>la</strong> alberca, pero<br />

no te <strong>la</strong> escritura. ¡Qué chiste! ¿Vas a ser una arrimada?<br />

—Al principio. Ya luego me lo iré ganando —dijo con voz de quinceañera.<br />

Como al mes de esa conversación llegó a visitarme a Pueb<strong>la</strong>. Se bajó feliz de un coche<br />

enorme igual a los míos. No llevaba al niño y usaba abrigo de pieles en marzo. Volví a hab<strong>la</strong>r mal<br />

del General Soto y hasta lo re<strong>la</strong>cioné con <strong>la</strong> muerte de Soriano, que no sólo le convino a Andrés<br />

sino también a él porque terminó comprando el periódico para su cadena. El<strong>la</strong> no quería oír.<br />

Estábamos paradas en <strong>la</strong> terraza, viendo <strong>la</strong> ciudad abajo, <strong>la</strong>s docenas de iglesias encimando<br />

sus cúpu<strong>la</strong>s bril<strong>la</strong>ntes. Me gustaba mirar desde ahí. Las calles de Pueb<strong>la</strong> se veían perfectas y uno<br />

casi podía tocar <strong>la</strong> casa que más le gustara.<br />

—Estoy harta de no tener protección, Catalina. Es horrible ser viuda pobre, todo el mundo<br />

te quiere meter <strong>la</strong> mano. Y casi nadie te deja nada.<br />

Siquiera el general es generoso. Mira el coche que me regaló, mira qué sirvientes me paga.<br />

Ha prometido que me llevará a conocer Europa, me comprará lo que yo quiera, iremos a teatros,<br />

veremos lo que yo no vería jamás metida en este agujero o sobre una máquina de escribir en los<br />

Estudios América, viendo pasar a María Félix con todo lo que se pone encima hasta que yo me<br />

haga vieja y el<strong>la</strong> siga preciosa. No, Catalina, ni me aconsejes. No te va.<br />

—En eso tienes razón —dije. Soy el peor ejemplo y no me quejo. ¿Por qué te habrías de<br />

quejar tú? C<strong>la</strong>ro que yo no tuve con quién comparar, creo que ni elegir pude. Nunca supe de un<br />

marido común y corriente al que no le alcanzara para <strong>la</strong> sopa de letras. A veces pienso que me<br />

hubiera gustado ser <strong>la</strong> mujer de un doctor que sabe dónde les quedan <strong>la</strong>s anginas a los niños.<br />

Aunque a lo mejor es el mismo tedio pero sin abrigos. ¿Por qué no te casas con el hermano de tu<br />

cuñado? Es simpático y está guapo —pregunté.<br />

—Porque ya está casado. Es uno de los metemanos que abundan.<br />

Nos hicimos amigas. Se acabó yendo a vivir con Gómez Soto, que le hizo bueno lo de los<br />

coches con ventanas oscuras y <strong>la</strong> casa con alberca y flores, pero lo de los viajes se lo quedó a<br />

deber. No <strong>la</strong> dejaba salir ni a comprar ropa. Todo le llevaban a <strong>la</strong> casa: vestidos, zapatos,<br />

sombreros de París. Como si <strong>la</strong> pobre necesitara sombrero de red para pasearse por los<br />

corredores de su casa. Hasta un teatro le hizo al fondo del jardín. Ahí le llevaba los artistas.<br />

Hacían funciones privadas. Invitaban a medio mundo, hasta Chofi que era tan puritana acabó ahí<br />

un día con todo y su marido. Se necesitaban los periódicos de Gómez Soto para <strong>la</strong>s campañas y<br />

Fito estaba dispuesto a correrle todas <strong>la</strong>s cortesías.<br />

—No te preocupes —le decía Andrés cuando íbamos en el coche rumbo a casa de Bibi.<br />

Gómez Soto sabe con quién estar y es hombre agradecido. Yo le presté para comprar sus nuevas<br />

máquinas.<br />

—¿Dinero del gobierno del estado? —preguntó Rodolfo como si fuera tonto.<br />

—C<strong>la</strong>ro, hermano, pero <strong>la</strong> patria tiene nombre y apellido y una deuda es una deuda. El sabe<br />

que nos <strong>la</strong> debe. De todos modos conviene venir y son muy divertidas sus fiestas. ¿Verdad Catín?<br />

—Si —dije mirando a Chofi que iba tan furiosa que hasta se le paraba más <strong>la</strong> trompa.<br />

—Pues a mí no me gusta tener que soportar a <strong>la</strong> querida —dijo.<br />

47


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—¿Qué le soportas? Si es gratísima —preguntó Fito. A Chofi le acabó de crecer <strong>la</strong> trompa.<br />

Nos recibió <strong>la</strong> Bibi. Hacía como tres meses que no nos veíamos. Había dejado de ir a Pueb<strong>la</strong><br />

y cuando <strong>la</strong> vi supe por qué. Inevitablemente, el general le había hecho una barriga.<br />

No se veía mal embarazada. Con su vestido <strong>la</strong>rgo y amplio parecía diosa griega. Los brazos<br />

le habían engordado un poco, pero <strong>la</strong> cara se le puso aún más joven.<br />

—Te lo advertí. Después del retozo viene el mocoso —dije.<br />

—Ni digas, estoy muy espantada, donde a <strong>la</strong> pobre criatura le salga <strong>la</strong> nariz de este hombre.<br />

—Deja <strong>la</strong> nariz, <strong>la</strong>s mañas. No sé cómo nos hemos atrevido a reproducirlos.<br />

—No tienen por qué salir iguales —dijo <strong>la</strong> Bibi, acariciando su barriga. Ya ves que Beethoven<br />

era hijo de un alcohólico y una loca.<br />

—¿Quién te contó eso?<br />

—Ya no me acuerdo, pero da esperanzas, ¿no?<br />

—Y tu otro hijo, ¿cómo está?<br />

—Bien. Odi quiso que lo mandáramos a estudiar fuera un tiempo y está en un internado<br />

precioso en Fi<strong>la</strong>delfia.<br />

—¿A los nueve años?<br />

—Está muy contento. Es un colegio militarizado, carísimo. Tiene tres uniformes distintos y<br />

unos campos de fútbol hermosos. Le hacia falta convivir con otros niños, estaba muy pegado a<br />

mí.<br />

—¿Eso lo crees tú o Gómez Soto?<br />

—Los dos.<br />

—¡Qué bonita pareja!, tan de acuerdo en lo fundamental —dije abrazándo<strong>la</strong>.<br />

—Bueno, ¿qué quieres que haga? —me preguntó.<br />

—Quiero que no me trates como si fuera yo una pendeja. Esa historia de <strong>la</strong> felicidad de tu<br />

hijo cuéntase<strong>la</strong> a Chofi, si quieres hasta te ayudo con los detalles, pero conmigo podrías llorar, ¿o<br />

no tienes ganas?<br />

—No, no tengo ganas. No por eso. A veces lloro, pero por <strong>la</strong> panza y el encierro.<br />

—Son horribles <strong>la</strong>s panzas, ¿no?<br />

—Horribles. Yo no sé quién inventó que <strong>la</strong>s mujeres somos felices y bel<strong>la</strong>s embarazadas.<br />

—Seguro fueron los hombres. Ahora, hay cada mujer que hasta pone cara de satisfacción,<br />

—¿Qué les queda?<br />

—Pues siquiera el enojo. Yo mis dos embarazos los pasé furiosa. Qué mi<strong>la</strong>gro de <strong>la</strong> <strong>vida</strong> ni<br />

qué <strong>la</strong> fregada. Hubieras visto cómo lloré y odié mi panza de seis meses de Verania cuando se<br />

llenó de nísperos el árbol del jardín y no pude subirme a bajarlos. Todos los años era <strong>la</strong><br />

campeona, les ganaba a mis hermanos como por tres canastas, y de repente voy entrando a casa<br />

de mis papás y veo a mis hermanos trepados en el árbol concursando sin rival.<br />

—Ya ves, hija, lo que te pierdes por argüendera —dijo mi papá. De ahí empecé a llorar y<br />

todavía no acabo.<br />

—Mentirosa. Nunca te he visto llorar.<br />

—Porque no estás en mi casa a media noche, y de día no es correcto, soy <strong>la</strong> primera dama<br />

del estado.<br />

Nos habíamos ido caminando desde <strong>la</strong> puerta de <strong>la</strong> entrada por todo el jardín. Fito, Andrés<br />

y Chofi iban ade<strong>la</strong>nte de nosotros, cuando llegaron a <strong>la</strong> puerta de <strong>la</strong> casa los recibió el general y<br />

se pusieron a abrazarse y palmearse. Son chistosos los señores, como no pueden besarse ni<br />

decirse ternuritas ni sobarse <strong>la</strong>s barrigas embarazadas, entonces se dan esos abrazos llenos de<br />

ruido y carcajadas. No sé qué chiste les verán. El caso fue que dejaron a Chofi a un <strong>la</strong>do y<br />

nosotras tuvimos que interrumpir el chisme y l<strong>la</strong>mar<strong>la</strong> a nuestra conversación.<br />

—Se ve usted muy linda embarazada —dijo Chofi. Se le endulzan tanto <strong>la</strong>s facciones.<br />

—Es que engordan —dijo <strong>la</strong> Bibi.<br />

—Pues sí, hay cosas que ni remedio. ¿Cómo va una a estar esperando y delgada? Pero es<br />

muy noble <strong>la</strong> maternidad. Yo no conozco una so<strong>la</strong> mujer que se vea fea cuando está esperando.<br />

48


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Yo, muchas —dije recordando a Chofi que desde que se embarazó <strong>la</strong> primera vez quedó<br />

como pasmada. Ya nunca se supo si iba o venía, se le puso una panza del tamaño de <strong>la</strong>s nalgas,<br />

y unas chichis como de elefanta. Pobrecita, pero daba pena. Se iba a convertir en presidenta y ni<br />

así dejaba de comérselo todo.<br />

—¿Tú muchas? ¿A quiénes conoces que se vean feas esperando un hijo?<br />

—A muchas, Chofi, no vas a querer que te <strong>la</strong>s nombre.<br />

—Tú con tal de llevarme <strong>la</strong> contra.<br />

—Si quieres te digo que todas <strong>la</strong>s mujeres embarazadas son preciosas, pero no lo creo. Yo<br />

nunca me sentí más fea.<br />

—Pues no te veías mal. Ahora estás demasiado f<strong>la</strong>ca. ¿Y cómo se ha usted sentido señora?<br />

—le preguntó a Bibi.<br />

—Muy bien —dijo Bibi, estoy haciendo ejercicio que dicen que es bueno.<br />

—Pero qué horror, cómo va a ser bueno. Ajetrea usted a <strong>la</strong> criatura. El embarazo se debe<br />

reposar. ¿No querrá usted que se le salga antes de tiempo como le pasó a Catalina con el último?<br />

—No se me salió por el ejercicio, sino porque mi matriz no lo aceptó —dije.<br />

—¡Qué locura! ¿Desde cuándo <strong>la</strong>s matrices no aceptan? Te fuiste a montar a caballo.<br />

—Me dio permiso el doctor.<br />

—C<strong>la</strong>ro, ese Dosal está loco, da permiso de todo. Cuando lo oí diciéndote después del Checo<br />

que podías dejar los atoles y los caldos de gallina durante <strong>la</strong> cuarentena me pareció un loco. Un<br />

loco y un irresponsable. Seguro que no juega así con <strong>la</strong> <strong>vida</strong> de sus hijos. O será maricón. Los<br />

maricones odian a los niños y a <strong>la</strong>s mujeres. Seguro es maricón.<br />

—¿Qué le parecen <strong>la</strong>s flores de mi alberca, doña Chofi? —preguntó <strong>la</strong> Bibi, oportunamente.<br />

—¡Ay qué bonitas! No <strong>la</strong>s había visto. ¿Las siembran aquí cerca?<br />

—Odilón <strong>la</strong>s manda traer de Fortín todas <strong>la</strong>s semanas.<br />

—Qué hombre más detallista —dijo Chofi. Ya no hay muchos como él. ¿A cuántas horas de<br />

aquí queda Fortín?<br />

—A siete —dije yo. Estamos todos locos.<br />

—¿Por qué dices eso, Catalina? No seas envidiosa.<br />

—Tendría que no ser yo. Pero es una locura traer flores desde Fortín. Es obvio que el<br />

general está loco de amor —dije.<br />

—Eso sí —contestó Chofi que cuando se ponía romántica hinchaba los pechos y suspiraba<br />

cono si quisiera que alguien, por favor, se <strong>la</strong> cogiera.<br />

—Eres una genio —le dije al despedirme.<br />

—¿Te gustó <strong>la</strong> fiesta, reina? —me preguntó como si nada.<br />

Fuimos a sentarnos a <strong>la</strong> sa<strong>la</strong> que parecía el lobby de un hotel gringo. Alfombrada y enorme.<br />

Con razón invitábamos tanta gente a nuestras fiestas, había que llenar <strong>la</strong>s sa<strong>la</strong>s para no sentirse<br />

garbanzo en ol<strong>la</strong>.<br />

A <strong>la</strong> fiesta de <strong>la</strong> Bibi y su general fue muchísima gente. Era para celebrar un aniversario del<br />

periódico, así que fueron todos los que querían salir retratados al día siguiente. A Bibi no se le<br />

daba <strong>la</strong> organización culinaria, mandaba a hacer todo con unas señoritas muy careras dizque<br />

francesas y nunca alcanzaba. En cambio había vinos importados y meseros que le llenaban a uno<br />

<strong>la</strong> copa en cuanto se empezaba a medio vaciar. Poca comida y mucha bebida: acabó <strong>la</strong> fiesta en<br />

una borrachera espectacu<strong>la</strong>r. Los hombres se fueron poniendo primero colorados y sonrientes,<br />

luego muy conversadores, después bobos o furiosos. El peor fue el general Gómez Soto. Siempre<br />

bebía bastante; al comenzar <strong>la</strong>s fiestas era un hombre casi grato, un poco inconexo pero hasta<br />

inteligente, por desgracia no duraba mucho así. Al rato empezaba a agredir a <strong>la</strong> gente.<br />

—¿Y usted por qué tiene <strong>la</strong>s piernas tan chuecas? —le preguntó a <strong>la</strong> esposa del coronel<br />

López Miranda. Las cosas que no hará que hasta se le han enchuecado <strong>la</strong>s piernas. Este coronel<br />

Miranda es un cogelón, miren cómo ha dejado a su mujer.<br />

49


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Nadie se rió más que él, pero nadie se fue de <strong>la</strong> fiesta más que López Miranda y su señora<br />

con <strong>la</strong>s piernas chuecas. Después de eso se puso a evocar a su padre, a decir que nadie había<br />

hecho tanto por México como él, y a nadie se le había reconocido menos.<br />

—Sí, era porfirista mi padre, ¿qué querían, cabrones? Entonces no se podía ser otra cosa.<br />

Pero gracias a mi padre hay ferrocarril y gracias al ferrocarril hubo Revolución. ¿O no es así,<br />

cabrones? —gritaba subido en una mesa.<br />

—¿Cuántas veces a <strong>la</strong> semana se te pone así? —le pregunté a Bibi que estaba junto a mí,<br />

viéndolo con más desprecio que horror como si fuera un extraño.<br />

—Una o dos —dijo el<strong>la</strong> sin inmutarse. Voy a bajarlo de <strong>la</strong> mesa no se vaya a caer porque es<br />

peor enfermo que borracho.<br />

—No te creo.<br />

—No sabes. Le da un catarro y se pone moribundo, no me puedo alejar de junto a su cama,<br />

se queja como un <strong>la</strong>garto herido. No me lo quiero imaginar con una pierna rota.<br />

Caminó hasta <strong>la</strong> mesa en <strong>la</strong> que estaba subido Gómez. No se me ol<strong>vida</strong> su figura b<strong>la</strong>nca<br />

extendiendo <strong>la</strong> mano hacia arriba.<br />

—Bájate de ahí, papacito —le decía. Es peligroso. No te vayas a caer y te <strong>la</strong>stimes. Anda<br />

bájate.<br />

—Tú no me hables así —le gritó Gómez. ¿Crees que soy un idiota? ¿Crees que soy el idiota<br />

de tu hijito? Me tratas como si yo fuera él. A ver si no lo tratas a él como si fuera yo. Seguro que<br />

lo tratas como a mí, te he visto cuando lo llevas a acostar, cómo lo acaricias y le hab<strong>la</strong>s, ya te lo<br />

has de haber cogido con más ganas que a mí. Vieja puta —dijo brincando de <strong>la</strong> mesa sobre <strong>la</strong> Bibi.<br />

Le puso <strong>la</strong>s manos en el cuello y empezó a apretárselo.<br />

—Haz algo —le dije a Andrés.<br />

—¿Qué quieres que haga? Es su mujer, ¿no? —me contestó.<br />

Chofi empezó a gritar como una histérica y Fito <strong>la</strong> abrazó para conso<strong>la</strong>r<strong>la</strong>. Nadie intervenía.<br />

Bibi sin perder <strong>la</strong> elegancia forcejeaba con <strong>la</strong>s manos del general sobre su cuello.<br />

—Ayúda<strong>la</strong> —dije ja<strong>la</strong>ndo a Andrés de <strong>la</strong> mano hasta estar junto al general que sudaba y<br />

resop<strong>la</strong>ba.<br />

—Gómez, no exageres tu amor —dijo Andrés, metiendo <strong>la</strong> mano entre <strong>la</strong>s de Gómez y el<br />

cuello de <strong>la</strong> Bibi. En cuanto Gómez <strong>la</strong> soltó, yo <strong>la</strong> abracé.<br />

—No es nada —me dijo. Está jugando, ¿verdad, mi <strong>vida</strong>? —le preguntó a Odilón, que en<br />

segundos había cambiado <strong>la</strong> mirada de loco enfurecido por una de perro juguetón.<br />

—C<strong>la</strong>ro, Catita. ¿Usted cree que yo quiera <strong>la</strong>stimar a esta niña preciosa? Si <strong>la</strong> adoro. A veces<br />

jugamos un poco brusco, pero todo es juego. Perdonen ustedes si los asusté. Música, por favor,<br />

maestro.<br />

El de <strong>la</strong> orquesta empezó a tocar Estrellita. La Bibi se acomodó el vestido, puso una mano<br />

sobre el hombro izquierdo del general y le dio <strong>la</strong> otra mientras apoyaba <strong>la</strong> cabeza contra su pecho<br />

con mucha gracia para ponerse a bai<strong>la</strong>r.<br />

Al rato ya todo el mundo había ol<strong>vida</strong>do el incidente y otra vez Bibi y Odi eran una pareja<br />

perfecta.<br />

CAPÍTULO XI<br />

En casi todos los estados <strong>la</strong>s mujeres no tenían ni el pendejo derecho al voto que Carmen<br />

Serdán había ganado en Pueb<strong>la</strong>. Por primera vez éramos <strong>la</strong> avanzada, así que el 7 de julio<br />

amanecí más elegante que nunca y fui con Andrés a caminar y a presumir mi condición de su<br />

mujer oficial. No había mucha gente en <strong>la</strong>s casil<strong>la</strong>s, pero encontramos periodistas y les puse mi<br />

mejor sonrisa, fui hasta <strong>la</strong> urna de <strong>la</strong> mano de mi general como si no le supiera nada, como si<br />

fuera <strong>la</strong> tonta que parecía.<br />

50


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Voté por Bravo, el candidato de <strong>la</strong> oposición, no porque lo considerara una maravil<strong>la</strong>, sino<br />

porque seguramente perdería y era grato no sentirse ni un poco responsable del gobierno de Fito.<br />

En Pueb<strong>la</strong> <strong>la</strong>s cosas estuvieron tranqui<strong>la</strong>s. Quizá en mi papel de primera dama no pude<br />

ver<strong>la</strong>s de otro modo, pero supimos que en México <strong>la</strong> gente había obligado al Presidente Aguirre a<br />

gritar ¡Viva Bravo! cuando estaba votando, y que los militantes del PRM tuvieron que salvar a <strong>la</strong><br />

Revolución robándose <strong>la</strong>s urnas en que perdía Fito. Para eso bajaban pisto<strong>la</strong> en mano de autos<br />

organizados por sectores, a inventar pleitos que obligaban a cerrar <strong>la</strong>s casil<strong>la</strong>s antes de tiempo.<br />

Bravo por prontas providencias se fue a Venezue<strong>la</strong>. A su p<strong>la</strong>n para levantarse en armas <strong>la</strong><br />

gente le puso el P<strong>la</strong>n de <strong>la</strong> Rendición. Sus adeptos se levantaron de todos modos y los mataron<br />

como chinches. Ni así regresó mi candidato. Resulté un desastre como electora, por eso me<br />

pareció correcto reconocer mi error y ap<strong>la</strong>udirle al Congreso cuando en septiembre dec<strong>la</strong>ró que el<br />

triunfo le pertenecía a Fito por 3.400.000 votos contra 151.000 de Bravo.<br />

Como yo, el gobierno de los Estados Unidos optó por reconocer y apoyar el triunfo del<br />

gordo, avisó que a su toma de posesión mandaría como embajador extraordinario al secretario<br />

Bryan.<br />

Al poco tiempo volvió Bravo. Nunca vi a Andrés reírse tanto como el día que leyó el discurso<br />

que mi excandidato pronunció y entregó a <strong>la</strong> prensa <strong>la</strong> misma tarde de su llegada.<br />

—Este cabrón sí que es divertido. Oye esto —me dijo: «Como en mi actitud inflexible para<br />

nada intervinieron <strong>la</strong> ambición ni <strong>la</strong> vanidad, vengo también a renunciar ante el pueblo soberano<br />

de México al honroso cargo de Presidente de <strong>la</strong> República para el que tuvo a bien elegirme el<br />

pasado 7 de julio.» Es divertido —decía pateando el suelo para acompañar su risa. Está lleno de<br />

ardientes propósitos, de profundas devociones, de agradecimientos inextinguibles, de confianza<br />

en un México libre y feliz. Lleno de todo menos de gúevos.<br />

—¿Qué querías? —pregunté. ¿Que se dejara matar?<br />

—Pues sí. Era lo menos. Este si que tanto pedo para cagar aguado —dijo y siguió riéndose<br />

toda <strong>la</strong> mañana.<br />

Después se le ocurrió mandarme a acompañar a Chofi que estaba encargada de acompañar<br />

a <strong>la</strong> esposa del secretario Bryan durante <strong>la</strong> recepción de <strong>la</strong> embajada gringa.<br />

Llegamos cuando un montón de gente apedreaba <strong>la</strong> estatua de Washington. Entramos a <strong>la</strong><br />

embajada por <strong>la</strong> puerta de atrás y ya adentro oímos tiros y gritos, mientras unos meseros muy<br />

serios nos administraban panecitos con caviar y copas de champagne. La señora Bryan estaba<br />

pálida pero fingía un «no pasa nada», digno de <strong>la</strong> mejor actriz. Seguro estaba pensando que en<br />

ma<strong>la</strong> hora habían mandado a su marido a un país de salvajes, pero sonreía de vez en cuando y<br />

hasta me preguntó cómo estaba el clima en Pueb<strong>la</strong>.<br />

—Álgido —le contesté.<br />

—Algidou, how nice —contestó.<br />

Cuando salimos de <strong>la</strong> cena nos enteramos de que un mayor Luna había muerto al intentar<br />

aprehender a un grupo de terroristas que p<strong>la</strong>neaba asesinar a los generales Aguirre y Campos.<br />

—Pobre mayor Luna, murió sirviendo a <strong>la</strong> patria —le dijo Chofi al teniente encargado de<br />

custodiar<strong>la</strong> y de comunicarnos <strong>la</strong> ma<strong>la</strong> noticia.<br />

—Esta no se ha tardado nada en confundirse con <strong>la</strong> patria —pensé. A todas les pasa, pero<br />

creí que era más lento —murmuré, mientras <strong>la</strong> oía hab<strong>la</strong>r de <strong>la</strong> vocación de servicio y el profundo<br />

sentido del deber del mayor Luna.<br />

Ya en Pueb<strong>la</strong> <strong>la</strong> recordé cuando comentaba con Mónica y Pepa <strong>la</strong> payasada de Fito al<br />

manifestar sus bienes: dos ranchos, Las Espue<strong>la</strong>s y La Mandarina, una casa con huerta en<br />

Matamoros, una casa habitación con valor de 20.500 pesos en <strong>la</strong>s Lomas de Chapultepec y otra<br />

cercana a <strong>la</strong> anterior con valor de 27.000 pesos. Ningún depósito numerario en ninguna<br />

institución de crédito.<br />

—Son unos cursis —dijo Mónica. Con tu perdón, Cati, pero, ¿a quién quieren convencer de<br />

su honradez? Que no me digan que ni cuentas de cheques tienen. ¿Qué? ¿Chofi guarda <strong>la</strong>s<br />

quincenas abajo del colchón?<br />

—Ningún depósito en México —dijo Pepa. Tu compadre es insufrible, nos esperan seis años<br />

de tedio: creyente y anticomunista, ya sólo quedaba mi marido —dijo riéndose con <strong>la</strong> frescura<br />

que le había brotado de <strong>la</strong>s citas en el mercado de La Victoria.<br />

51


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—¿Ya sabes por qué le dicen a Rodolfo el Income Tax? —preguntó Mónica. Porque es un<br />

pinche impuesto —se contestó.<br />

Nos reímos. Como buenas pob<strong>la</strong>nas mis amigas eran <strong>la</strong> purísima oposición verbal. Decían<br />

todo lo que yo quería oír y no tenía dónde. Me gustó ver<strong>la</strong>s. Estuve tan feliz que hasta se me<br />

olvidó que al día siguiente era <strong>la</strong> toma de posesión de Rodolfo y yo no sabía qué ropa usar.<br />

Mi papá me hizo el favor de evitarme esa decisión; Fui a verlo al salir de casa de Pepa.<br />

Estaba tomando su café con queso y un pan duro que rebanaba delgadito.<br />

—¿Cómo ves lo de <strong>la</strong> guerra? ¿Nos pasará algo peor que <strong>la</strong> falta de medias? —le pregunté.<br />

—No pienso vivir para saberlo —contestó.<br />

Hice chistes sobre su habitual pesimismo y me puse a <strong>la</strong>mentar mi condición de esposa de<br />

Andrés Ascencio, comadre de Rodolfo Campos, infeliz que no quería sop<strong>la</strong>rse un discurso<br />

<strong>la</strong>rguísimo, leído en el tono de retrasado mental que Fito imprimía a su oratoria en los momentos<br />

cumbres.<br />

—Pobre de ti, chiquita —dijo sobándome <strong>la</strong> cabeza. Ya te irá mejor alguna vez. Te has de<br />

encontrar un buen novio.<br />

—Te tengo a ti —le contesté frunciendo <strong>la</strong> nariz y levantándome a besarlo.<br />

Nos pusimos a juguetear como siempre. Lo acompañé a ponerse <strong>la</strong> piyama y estuve<br />

acostada junto a él hasta que llegó mi madre con cara de ya es muy noche para que andes fuera<br />

de tu casa. El<strong>la</strong> nunca estaba fuera de su casa después de <strong>la</strong>s cinco de <strong>la</strong> tarde, menos sin su<br />

marido. Yo le resultaba un escándalo. Me levanté.<br />

—No sé qué ponerme mañana —dije.<br />

—Ponte algo negro, siempre es elegante —me contestó Bárbara entrando al cuarto.<br />

—A ver qué encuentro, cuiden a mi novio —pedí.<br />

Tuve que encontrar algo negro. Cuando amaneció, mi papá había muerto.<br />

No me gusta hab<strong>la</strong>r de eso. Creo que todos lo vimos como una traición. Hasta mi madre,<br />

que está segura de que lo encontrará en el cielo. Bárbara se encargó de organizar el funeral y<br />

todas esas cosas. Yo no me acuerdo qué hice aparte de llorar en público como nunca debió<br />

hacerlo <strong>la</strong> esposa del gobernador. Tampoco sé cómo pasaron los últimos meses de Andrés en el<br />

gobierno. Cuando me di cuenta ya vivíamos en México.<br />

CAPÍTULO XII<br />

Recorría <strong>la</strong> casa como sonámbu<strong>la</strong> inventándome <strong>la</strong> necesidad de alguien. Tantas eran mis<br />

ganas de compañía que acabé necesitando a Andrés. Cuando se iba por varios días, como hizo<br />

siempre, yo empecé a rec<strong>la</strong>marle sin intentar siquiera los disimulos del principio.<br />

—¿A ti qué te pasa? —preguntaba. ¿Por qué frunces <strong>la</strong> boca? ¿No te da gusto verme?<br />

Me faltaban reproches para contar mi aburrimiento, mi miedo cuando despertaba sin él en<br />

<strong>la</strong> cama, el enojo de haber llorado como perro frente a los niños y sus pleitos por toda compañía.<br />

Me volví inútil, rara. Empecé a odiar los días que él no llegaba, me dio por pensar en el<br />

menú de <strong>la</strong>s comidas —y enfurecer cuando era tarde y él no l<strong>la</strong>maba por teléfono, no aparecía, no<br />

lo de siempre que quién sabe por qué empezó a resultarme tan angustioso.<br />

Para colmo no estaban mis amigas a <strong>la</strong> vuelta de <strong>la</strong> esquina, y Bárbara era otra vez mi<br />

hermana que vivía en Pueb<strong>la</strong>, ya no mi secretaria particu<strong>la</strong>r ni nada de esas tonterías. Pablo<br />

estaba en Italia, Arizmendi era un invento, lo único posible se volvió Andrés y él me dejaba días<br />

en <strong>la</strong> casa de Las Lomas, dando vueltas de <strong>la</strong> reja a <strong>la</strong> puerta de <strong>la</strong> estancia para verlo llegar,<br />

leyendo los periódicos sólo para saber si andaba con Fito y dónde.<br />

52


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Establecí un orden enfermo, era como si siempre estuviera a punto de abrirse el telón. En<br />

<strong>la</strong> casa ni una pizca de polvo, ni un cuadro medio chueco, ni un cenicero en <strong>la</strong> mesa indebida, ni<br />

un zapato en el vestidor fuera de su horma y su funda. Todos los días me enchinaba <strong>la</strong>s pestañas<br />

y les ponía rímel, estrenaba vestidos, hacía ejercicio, esperando que él llegara de repente y le<br />

diera a todo su razón de ser. Pero tardaba tanto que daban ganas de meterse en <strong>la</strong> piyama desde<br />

<strong>la</strong>s cinco, comer galletas con he<strong>la</strong>do o cacahuates con limón y chile, o todo junto hasta sentir <strong>la</strong><br />

panza hinchada y una mínima quietud entre <strong>la</strong>s piernas.<br />

Al final de alguna de esas tardes, cuando yo pesaba cuatro kilos más, lloraba un poco<br />

menos y hasta empezaba a estar entretenidísima con alguna nove<strong>la</strong>, Andrés se presentaba con<br />

su cara de dormimos juntos. Yo quería insultarlo, correrlo de lo que con los días se había ido<br />

volviendo mi casa, regida por mis tiempos y mis deseos, para mi desorden y mi gusto. Llegaba<br />

muy conversador a bur<strong>la</strong>rse de mis piernas gordas o a contar y contar su pleito con alguien al que<br />

no sabía cómo darle en <strong>la</strong> madre.<br />

—Dame ideas —decía, estás perdiendo el interés por mis cosas. Andas como sonámbu<strong>la</strong>.<br />

—Me abandonas —le contesté.<br />

—Oye ya me estás cansando, siempre jode y jode con que te abandono. Te voy a abandonar<br />

de veras. Creo que me voy a quedar de fijo donde me atiendan mejor y sobre todo me reciban con<br />

gusto. Porque tú estás insoportable. Lo que necesitas es buscarte un quehacer. Se murió tu<br />

principal aliado, se te acabó <strong>la</strong> chamba de gobernadora y no encuentras lugar en el mundo.<br />

Acostúmbrate. Las cosas terminan. Aquí no eres reina y no te conocen en <strong>la</strong> calle, ni puedes hacer<br />

fiestas que todos agradezcan, ni tienes que organizar conciertos de caridad o venir conmigo a <strong>la</strong><br />

sierra. Aquí hay muchas mujeres que no se asustan con tus comentarios, muchas que hasta los<br />

consideran anticuados. Pobre de ti. ¿Por qué no le hab<strong>la</strong>s a Bibi <strong>la</strong> del general Gómez Soto? O<br />

métete a <strong>la</strong> Unión Nacional de Padres de Familia. Ahí hay mucho trabajo. Ahora están en una<br />

campaña contra el comunismo y necesitan gente. Mañana te presento con alguno.<br />

Sabia que andaba haciéndole al anticomunista para joder a Cordera, el líder de <strong>la</strong> CTM. Lo<br />

había oído hab<strong>la</strong>ndo por teléfono con el gobernador de San Luis Potosí, ex presidente metido a<br />

industrial, el día que dec<strong>la</strong>ró que sólo los oportunistas y los logreros pensaban en el comunismo.<br />

—Estuvo usted perfectamente. Qué buen palo le dio a Cordera —decía. Se lo merece.<br />

Cuente conmigo si piensa seguir por ahí. ¿Qué le parecería si <strong>la</strong> próxima vez que venga usted por<br />

México lo invito a cenar a mi casa? Mi esposa estará encantada de verlo.<br />

—¿A quién voy a estar encantada de ver? —pregunté cuando colgó para saber qué tipo de<br />

cena tendría que p<strong>la</strong>near y para cuándo.<br />

—Al general Basilio Suárez —dijo, y se echó una carcajada.<br />

—¿Yo voy a estar encantada de ver a ese asno? Eres un mentiroso. ¿Y desde cuándo estás<br />

encantado tú? ¿No decías que era un contrarrevolucionario de mierda?<br />

—Hasta ayer, hijita. Y hasta ayer a ti te parecía un asno. Pero desde hoy es para toda <strong>la</strong><br />

familia un hombre prudente y casi sabio. Imagínate que se le ha ocurrido L<strong>la</strong>mar a <strong>la</strong>s<br />

chingaderas de Cordera «experimentos sociales basados en doctrinas exóticas». No puedes<br />

negar que es un hal<strong>la</strong>zgo.<br />

—A mí, Cordera me cae bien —dije.<br />

—Tú no sabes lo que dices. Cordera es un ambicioso y un provocador. Está necio en que hay<br />

lucha de c<strong>la</strong>ses y en que los obreros al poder. Ya lo dijo bien el general, es un demagogo. Como<br />

él siempre fue riquito. Su papá rentaba <strong>la</strong>s mu<strong>la</strong>s en que acarreábamos maíz yo y mis hermanos.<br />

Tenían una hacienda enorme antes de <strong>la</strong> Revolución. El qué sabe de hambre, por favor, qué sabe<br />

de pobreza, qué sabe de todo lo que hab<strong>la</strong>. Nada sabe, ni le importa. Pero qué bien se hace notar.<br />

Ya que no chingue. Ya nos chingó de pobres, que no quiera chingarnos de ricos.<br />

—A mí me cae bien —dije.<br />

—Vas a decir que te gusta su traje gris. ¿Tú también crees eso de que nada más tiene uno?<br />

Bo<strong>la</strong> de pendejos. Tiene 300 iguales el cabrón, pero qué bien los engaña. El líder de los<br />

trabajadores. Va para afuera ese cabrón. Me canso que le quitamos <strong>la</strong> chamba de pobre<br />

reivindicador. Ya vas a ver cómo le va en <strong>la</strong> convención. Se <strong>la</strong>s voy a cobrar todas, hasta esta<br />

pendejada tuya de «a mí me cae bien».<br />

—Pues a mí me cae bien —dije feliz de encontrar algo con qué molestar.<br />

53


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

La verdad es que yo a Cordera lo había visto <strong>la</strong> vez del desfile y me gustaron sus pómulos<br />

salidos y su frente ancha, pero no hablé mucho con él.<br />

veo.<br />

—¿Por qué te cae bien, babosa? ¿Cuándo lo has tratado?<br />

—No sabes lo que dices —contestó enfureciendo.<br />

—Sé lo que miro —dije.<br />

—Cál<strong>la</strong>te <strong>la</strong> boca. ¿Qué le viste? Dirás que ¿qué?<br />

—Eso mero.<br />

—No inventes, Catalina. ¿Crees que me provocas? Tú de eso no has visto más que lo que yo<br />

—¿Tú también notaste lo bonito que se ríe? —pregunté.<br />

—Vete a <strong>la</strong> chingada —dijo. Vas a ver lo bonito que se va a reír en un mes.<br />

Al día siguiente me llevó a presentar con los de <strong>la</strong> Unión de Padres de Familia. Llegamos a<br />

una casa grande en <strong>la</strong> colonia Santa María. Fuimos hasta <strong>la</strong> oficina de un señor Virreal. Estaba<br />

sentado tras un escritorio de madera oscura, era f<strong>la</strong>co f<strong>la</strong>co, empezaba a quedarse calvo.<br />

Después supe que su mujer era una gorda que se l<strong>la</strong>maba Mari Paz con <strong>la</strong> que tenía once hijos<br />

seguiditos.<br />

—ésta es mi señora, licenciado —dijo Andrés. Está muy interesada en co<strong>la</strong>borar con ustedes<br />

—y luego a mí: Te mando a Juan de regreso en una hora, y aquí que se esté para lo que se<br />

ofrezca.<br />

Por un <strong>la</strong>do se fue Andrés y por el otro entró una señora de col<strong>la</strong>r de per<strong>la</strong>s y medallita de<br />

<strong>la</strong> Virgen del Carmen. Delgada, bien vestida, con una sonrisa de beata conforme, que me<br />

incomodó desde el primer momento.<br />

—Ven conmigo —dijo. Te voy a llevar a conocer nuestro local y algunas de nuestras<br />

co<strong>la</strong>boradoras. Me l<strong>la</strong>mo Alejandra y voy a tener mucho gusto en ser tu guía y tu hermana de hoy<br />

en ade<strong>la</strong>nte.<br />

Pensé que era una cursi y <strong>la</strong> seguí. La casa vieja y oscura tenía muchos cuartos seguidos<br />

con puertas que al mismo tiempo son ventanas y que los comunican entre si. Todos estaban<br />

acondicionados como para dar c<strong>la</strong>ses, con mesas, sil<strong>la</strong>s y pizarrones. Entramos a uno en el que se<br />

reunían varias mujeres.<br />

—Estamos llenando bolsas de comida para <strong>la</strong> fiesta de los presos —dijo mi guía y hermana<br />

para que yo entendiera el porqué de esas quince mujeres sentadas alrededor de unas mesas y sin<br />

hab<strong>la</strong>r entre sí. Sólo se oía el murmullo de sus voces contando: hasta tres <strong>la</strong>s que echaban en <strong>la</strong>s<br />

bolsas galletas con malvavisco y coco, hasta siete <strong>la</strong>s que echaban galletas de animalitos, hasta<br />

cinco <strong>la</strong>s que ponían puños de chochitos verdes, hasta dos <strong>la</strong>s de <strong>la</strong>s cajetil<strong>la</strong>s de cigarros Tigres.<br />

—Buenos días —corearon todas cuando nos vieron entrar.<br />

Estábamos en los saludos y <strong>la</strong>s presentaciones cuando llegó Mari Paz con tres niños<br />

prendidos a <strong>la</strong> falda y abrazando una caja.<br />

—Traje los pambazos —dijo. No sé si alcance para poner uno o dos. Hice doscientos.<br />

¿Cuántos presos son?<br />

—Ciento cincuenta —dijo una gordita bigotona que nunca dejó de echar galletas con<br />

malvavisco en sus bolsas. Se <strong>la</strong>s iba amontonando a <strong>la</strong> que tenía que seguir con <strong>la</strong>s de animalitos,<br />

que se había puesto a conversar con <strong>la</strong> de los seis caramelos de anís como si no <strong>la</strong> esperara una<br />

hilera de bolsas producto del empeño de <strong>la</strong> bigotoncita.<br />

—Pues faltan cien o sobran cincuenta —contestó Mari Paz haciendo un esfuerzo<br />

matemático.<br />

—Que sobren cincuenta. Los repartiremos entre los ce<strong>la</strong>dores y <strong>la</strong>s esposas que estén de<br />

visita —dijo Alejandra.<br />

—No alcanzan. Siempre hay más ce<strong>la</strong>dores y visitas que presos —volvió a decir <strong>la</strong> bigotona.<br />

Ya no tenía dónde poner sus bolsas así que de ahí se siguió: Amalita, me da pena molestar<strong>la</strong>, pero<br />

si no se apura usted con los animalitos y Ceci con los anicitos, yo ya no voy a poder seguir<br />

trabajando.<br />

54


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Ay, Irenita, usted perdone, nos atrasamos, pero orita le apuramos, no se preocupe, si <strong>la</strong>s<br />

primeras que tenemos que acabar somos nosotras, están nuestras casas a medio recoger. Por<br />

venir temprano ni el quehacer acabamos.<br />

—Así estamos todas —dijo Alejandra que a <strong>la</strong>s c<strong>la</strong>ras se veía que no estaba en <strong>la</strong>s mismas,<br />

en <strong>la</strong>s manos y <strong>la</strong> cara se le notaban <strong>la</strong>s cuatro sirvientas de p<strong>la</strong>nta. Después me enteré de que<br />

su marido tenía acciones del Pa<strong>la</strong>cio de Hierro y de <strong>la</strong> Coca Co<strong>la</strong>, era dueño de una fábrica de<br />

papel en Sonora y de una de hilos en T<strong>la</strong>xca<strong>la</strong>. Nadie le creía que su casa estaba a medio recoger<br />

mientras el<strong>la</strong> se entregaba a <strong>la</strong>s obras pías, pero todo el mundo <strong>la</strong> oía hab<strong>la</strong>r como si vendiera <strong>la</strong><br />

verdad en paquetes.<br />

Casi todas <strong>la</strong>s otras mujeres se veían pobretonas, a lo mejor esposas de algún empleado del<br />

marido de Alejandra, de burócratas inconformes o hasta de obreros. Se pusieron a hab<strong>la</strong>r de <strong>la</strong><br />

parroquia y del padre Falito. Entendí que todas se conocían de ahí, y que a todas <strong>la</strong>s confesaba el<br />

tal padre Falito.<br />

Alejandra y Mari Paz eran <strong>la</strong>s líderes. Pusieron <strong>la</strong> caja de pambazos sobre <strong>la</strong> mesa, me<br />

sentaron frente a el<strong>la</strong> con <strong>la</strong> instrucción de poner uno en cada bolsa de <strong>la</strong>s que llegaban llenas<br />

después de dar <strong>la</strong> vuelta por <strong>la</strong>s otras mujeres, y se fueron a cuchichear a un rincón cercano.<br />

Estirando <strong>la</strong> oreja era fácil oír<strong>la</strong>s.<br />

—Es <strong>la</strong> esposa del general Ascencio —decía Alejandra.<br />

—Hay que tener cuidado con el<strong>la</strong>. Dice el padre Falito que no son de confianza esas gentes<br />

—contestó Mari Paz.<br />

—Falito exagera —dijo Alejandra. Yo <strong>la</strong> veo buena persona, creo que debe tener su<br />

oportunidad de acercarse al bien. Además nos hace falta gente con c<strong>la</strong>se, Mari Paz, necesitamos<br />

quien sepa alternar. Estas están bien para los presos, pero no <strong>la</strong>s podemos llevar a p<strong>la</strong>ticar con<br />

<strong>la</strong>s mamás del Cristóbal Colón.<br />

—A <strong>la</strong> mejor tienes razón, pero desconfío —dijo Mari Paz.<br />

Yo fingía contar. Una, una, una, decía echando <strong>la</strong>s tortas como alumna aplicada.<br />

Mari Paz se acercó con su frondosidad y sus tres mocosos.<br />

—¿Cómo te huelen? ¿Me quedaron buenos? —preguntó coqueta.<br />

—Ricos —dije. Les va a ir bien a los presos.<br />

—Yo creo que sí fíjate. Estos tienen tinga con chorizo y frijoles refritos. Me decían que no les<br />

pusiera yo carne pero pobrecitos un día al año que no coman <strong>la</strong>s porquerías que les da el<br />

gobierno. ¡Ay, perdón! Tu marido es...<br />

—Del gobierno, sí —le dije.<br />

—Ay qué pena, perdón. Si, yo imagino el trabajo que debe ser conseguir comida para tantos<br />

todos los días. Y hacer<strong>la</strong>. Bastante les dan considerando que están ahí de castigo, ¿verdad?<br />

—No sé —dije. Tampoco sé por qué a ustedes les preocupan.<br />

—No creas que esto es lo único que hacemos. Esto fue una idea del padre Falito que es un<br />

hombre muy bueno y muy impresionable. Un día fue a <strong>la</strong> cárcel a confesar a un moribundo y<br />

regresó tristísimo. Nos contó cómo estaba el edificio de sucio, cómo son <strong>la</strong>s crujías en <strong>la</strong>s que se<br />

aprietan decenas de hombres solos en medio de sí mismos: Hasta lloró de acordarse. Entonces se<br />

le ocurrió que pidiéramos permiso de ir a visitarlos, a rezar con ellos y llevarles alguna golosina.<br />

Nos pareció bien y nos dieron permiso, ya ves que este gobierno no está contra los católicos como<br />

los otros. Por eso vamos a ir hoy en <strong>la</strong> tarde. Ya tenemos <strong>la</strong>s piñatas, los rosarios, <strong>la</strong>s estampitas,<br />

<strong>la</strong>s bolsas de dulces y diez escapu<strong>la</strong>rios que el padre Falito quiere rifar.<br />

—¿Que se rifan los escapu<strong>la</strong>rios?<br />

—No. Se venden, <strong>la</strong> gente que quiere los compra y después va con el padre y le pide que se<br />

los imponga. Pero estos diez, Falito los quiere rifar y se los va a imponer a los que se los saquen.<br />

—¿Y si no los quieren? —dije, mirando <strong>la</strong> puerta con <strong>la</strong> esperanza de que Juan apareciera.<br />

—¿Cómo? —preguntó. C<strong>la</strong>ro que los quieren, nada más faltaba que no los quisieran, son un<br />

honor, al que se lo saque en <strong>la</strong> rifa será como si Dios se lo enviara. No creerás que le van a decir<br />

a Dios que no.<br />

—Tienes razón —dije. Ni modo que le digan a Dios que no.<br />

55


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Juan apareció, él si como enviado por Dios y se paró en <strong>la</strong> puerta con su sonrisa de<br />

cómplice.<br />

—¿Qué pasó, Juan, nos están esperando? —dije. Sabía que a esa pregunta debía siempre<br />

responder: «Sí, señora, es muy urgente.»<br />

Fingí sorpresa y me despedí apresurada prometiendo estar en Lecumberri a <strong>la</strong>s cinco en<br />

punto.<br />

En <strong>la</strong> calle sacudí los brazos y estiré <strong>la</strong>s piernas. Había un tibio sol de febrero. Me quité el<br />

saco. Hacia más frío dentro de <strong>la</strong> casa que afuera. Afuera, de repente, todo me pareció más grato.<br />

El airón de <strong>la</strong> mañana había dejado el cielo azul y me gustaron los árboles.<br />

—Lléveme a <strong>la</strong> A<strong>la</strong>meda, Juan —dije.<br />

Como siempre que necesitaba reponerme de un mal rato, me compré un he<strong>la</strong>do. Juan<br />

estacionó el coche y me bajé a caminar por <strong>la</strong> A<strong>la</strong>meda de Santa María. El quiosco bril<strong>la</strong>ba con el<br />

sol y en <strong>la</strong>s bancas había mamás, viejos, nanas, niños y novios.<br />

Compré el periódico. Me senté a leerlo en una banca, lo encontré divertido. Los delegados<br />

de <strong>la</strong> reunión preparatoria del congreso de <strong>la</strong> Confederación de Trabajadores Mexicanos acusaban<br />

a don Basilio de recoger <strong>la</strong> cosecha de lo sembrado por el Sinarquismo y Acción Nacional y de<br />

levantar <strong>la</strong> bandera de <strong>la</strong> oposición contra Rodolfo. Dec<strong>la</strong>raban que el discurso del general Suárez<br />

era un ataque al ex presidente Aguirre, le exigían a Fito que cumpliera su compromiso de llevar<br />

ade<strong>la</strong>nte <strong>la</strong> Revolución.<br />

—Ya se armó un pleito —dije. Y Andrés está, ya sé dónde está.<br />

Lamenté el abandono de los periódicos, y otra vez quise saber cosas y meterme en todo lo<br />

que según Andrés no me importaba: desde que llegamos a México se acabaron mis funciones de<br />

gobernadora y me trataba como a sus otras mujeres. Yo me había dejado encerrar sin darme<br />

cuenta, pero desde ese día me propuse <strong>la</strong> calle. Hasta bendije a <strong>la</strong> pendeja Unión de Padres de<br />

Familia que durante un tiempo sería mi pretexto.<br />

—Juan, enséñeme a manejar —le dije al chofer.<br />

—Señora, me mata el general —contestó.<br />

—Le juro que nunca sabrá cómo aprendí. Pero enséñeme.<br />

—Ora pues —dijo.<br />

Juan era un hombre de unos veintisiete años, ingenuo y bueno como pocos. Me pasé al<br />

asiento de ade<strong>la</strong>nte, junto a él. Y empezó a temb<strong>la</strong>r.<br />

—Si nos agarra el general me mata.<br />

—Ya deje de repetir eso y explíqueme cómo le hace —dije.<br />

La lección teórica duró toda <strong>la</strong> mañana. Dimos como cincuenta vueltas a <strong>la</strong> A<strong>la</strong>meda.<br />

Después me llevó a <strong>la</strong> casa y se fue a buscar a Andrés que estaba en Pa<strong>la</strong>cio Nacional.<br />

—Vuélveme a prestar a Juan —le dije a Andrés a <strong>la</strong> hora de <strong>la</strong> comida. Lo voy a necesitar<br />

mucho en <strong>la</strong> Unión.<br />

—¿Para qué? —dijo. Que te lleve y te recoja, yo lo necesito.<br />

—¿Y cuando no estés?<br />

—Ahorita estoy —contestó.<br />

—Ya leí el manifiesto de los delegados a <strong>la</strong> reunión de <strong>la</strong> CTM —comenté.<br />

—¿En dónde lo leíste?<br />

—En El Universal. Lo compré aprovechando que salí. No sé por qué me dio por el encierro,<br />

pero ahora que volví a ver <strong>la</strong> calle me sentí otra. Si no me quieres dar a Juan, dame a otro chofer<br />

o deja que aprenda yo a manejar.<br />

—Ay qué mujer tan chirrisca. Estaba seguro de que no aguantarías quieta más de 6 meses.<br />

¿Cómo te fue en <strong>la</strong> Unión? ¿Vas a servir de algo?<br />

Me quedé cal<strong>la</strong>da un momento. Costaba trabajo inventarle, era como un espía invisible pero<br />

siempre tras <strong>la</strong> puerta sabiéndolo todo.<br />

—C<strong>la</strong>ro que no voy a servir de nada. Para trabajar en eso me hubiera yo metido de hermana<br />

de <strong>la</strong> caridad y siquiera sabría yo mi lugar en el mundo. Pero entrarle a <strong>la</strong> confusión mental de <strong>la</strong>s<br />

56


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

viejas esas, ni loca. Yo no necesito que el padre Falito me diga por dónde caminar y tengo mucho<br />

qué ver como para meterme a una casa fría a llenar bolsas de chochitos para unos presos a los<br />

que les van a rifar escapu<strong>la</strong>rios. Además a mí los comunistas todavía no me hacen nada y no me<br />

gustan los enemigos gratuitos. Yo creo que si se mete uno a eso de <strong>la</strong>s caridades tiene que ser a<br />

lo grande; siquiera quedar como San Francisco: con los pobres tras uno bendiciéndo<strong>la</strong>. Yo de<br />

pendeja en <strong>la</strong> grey del padre Falito soñando niños y rezándoles a los presos, primero muerta.<br />

Andrés soltó una carcajada y sentí alivio.<br />

—¿Cómo dices que se l<strong>la</strong>ma el cura? ¿Falito? Qué locura. Tienes razón, una cosa es que a mí<br />

esos pendejos me vayan a dar una ayudada en el asunto de chingar a Cordera, y otra que te haga<br />

yo <strong>la</strong> maldad de meterte ahí. A ésos les hubiera llevado a una de <strong>la</strong>s niñas. A Marta que le da por<br />

ahí y hasta sería buena informante, pero a quién se le ocurre llevarte a ti. ¿Cómo te habré visto<br />

de loca? Eso te pasa por recibirme de mal modo —y volvió a reír. Oye, ¿y conociste a Falito?<br />

¿Cuántas de ahí crees que ya le hayan visto el nombre de cerca? Dónde te fui a llevar. Mereces<br />

un desagravio. Desde hoy vas conmigo a todas partes. Se acabó el encierro.<br />

Así lo dec<strong>la</strong>ró y así fue porque él quiso, porque él así era. Iba y venía como el pinche mar.<br />

Y esos días tuvo a bien regresar.<br />

—Tengo que volver a Pa<strong>la</strong>cio. El Gordo no puede hacer nada solo —dijo. Ven conmigo.<br />

Total, te vas al centro y a ver qué compras en tres horas. A <strong>la</strong>s ocho que cierren vuelves por mí<br />

y te invito a cenar en Prendes. ¿Te parece mi p<strong>la</strong>n?<br />

Fui por mi abrigo y me subí al coche en tres minutos, no se me fuera a arrepentir de <strong>la</strong><br />

invitación. Hacía frío, una de esas raras tardes de febrero en que uno puede ponerse abrigo de<br />

pieles sin sentir calor a media calle. Me puse un abrigo de zorro. El más bonito que he tenido.<br />

Porque <strong>la</strong>s pieles a veces son cursis, pero ese de zorro, me lo ponía con botas y me sentía artista<br />

de Hollywood.<br />

Llegamos al zócalo y le dimos <strong>la</strong> vuelta para entrar a Pa<strong>la</strong>cio Nacional. Desde que un<br />

valiente había tratado de asesinar a Fito, <strong>la</strong>s precauciones y revisiones que había que sufrir para<br />

entrar eran un exceso. Se revisaban todos los coches incluyendo <strong>la</strong>s cajue<strong>la</strong>s, todos los coches<br />

hasta el del mismo Gordo, no fuera a darse <strong>la</strong> casualidad de que en alguna esquina se le hubiera<br />

trepado alguien. Esa tarde los soldados revisaron hasta <strong>la</strong>s bolsas de mi abrigo. Andrés se ponía<br />

furioso con el trámite.<br />

—Qué culero es este Rodolfo —decía de<strong>la</strong>nte de los soldados y de quien quisiera oírlo.<br />

Cuando logramos entrar, Andrés bajó del coche apresurado, me dio mucho dinero y <strong>la</strong><br />

instrucción de que comprara lo que quisiera. Pero yo esa tarde sólo quería un he<strong>la</strong>do y caminar<br />

<strong>la</strong>miéndolo sin que nadie me estorbara.<br />

CAPÍTULO XIII<br />

Juan consiguió el he<strong>la</strong>do de vainil<strong>la</strong> y me dejó en <strong>la</strong> puerta de Sanborns de Madero. Ahí me<br />

sentía yo protegida porque <strong>la</strong>s paredes son de ta<strong>la</strong>vera. Manías de uno. Donde hubiera ta<strong>la</strong>vera<br />

me sentía a salvo, por eso a todas mis casas lo primero que meto es <strong>la</strong> vajil<strong>la</strong> de ta<strong>la</strong>vera. Una de<br />

<strong>la</strong>s amaril<strong>la</strong>s con azul para cincuenta personas. Dicen que ahora cuestan una fortuna, entonces<br />

hasta se veían mal. Todo el mundo tenía porce<strong>la</strong>na de Bavaria no ta<strong>la</strong>vera pob<strong>la</strong>na, tosca y<br />

quebradiza.<br />

Me quedé un rato en <strong>la</strong> puerta de Sanborns. Recargada contra <strong>la</strong> pared como una piruja,<br />

sintiéndome Andrea Palma en <strong>la</strong> mujer del puerto. Después atravesé <strong>la</strong> calle y pasé frente al<br />

Banco de México, que entonces dirigía un idiota de anteojos gruesos del que siempre se me ol<strong>vida</strong><br />

el nombre. Era tan pendejo y tan feo. Además le había quitado el puesto a un hombre inteligente<br />

y simpático al que yo quería mucho porque fue el único que no se rió de mí cuando en una comida<br />

Andrés comentó que yo me había puesto a llorar con el Himno Nacional después del informe.<br />

Crucé <strong>la</strong> calle para ir a Bel<strong>la</strong>s Artes. Me gustaba ese edificio que parecía pastel de primera<br />

comunión. Entré. Las puertas del teatro estaban cerradas, pero subí a buscar de dónde salía una<br />

música como queja <strong>la</strong>rga y repetida.<br />

57


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Empujé <strong>la</strong> puerta y se abrió. El teatro estaba vacío de público, pero el escenario lo llenaba<br />

una orquesta. Frente a el<strong>la</strong> un hombre ordenó detener <strong>la</strong> música y empezó a hab<strong>la</strong>r de prisa y con<br />

pasión, explicando algo como enfebrecido, como si le fuera <strong>la</strong> <strong>vida</strong> en que el músico al que<br />

seña<strong>la</strong>ba con <strong>la</strong> batuta lo descifrara. No era muy alto, tenía <strong>la</strong> espalda ancha y los brazos <strong>la</strong>rgos.<br />

Caminé hasta el frente y lo oí decir:<br />

—Vamos, otra vez, desde <strong>la</strong> 24, todos. Vamos —y se puso a cantar <strong>la</strong> melodía.<br />

La música volvió a sonar triste y extraña, aun mal arrastrada. Nunca había oído algo así. Me<br />

senté sin hacer ruido. Miré al techo, a los palcos vacíos, y me dejé llevar por los sonidos que<br />

parecían salir de los brazos del director.<br />

Qué extravagante quehacer tenían esos hombres, qué distinto a todos los que yo había<br />

visto de cerca. El director los detenía, les hab<strong>la</strong>ba, otra vez soltaba los brazos, y <strong>la</strong> música volvía.<br />

De pronto suspendió con violencia. Miró a un violinista joven sentado en <strong>la</strong> tercera fi<strong>la</strong> de atriles<br />

y le dijo:<br />

—¿Dónde está usted, Martínez? No me sigue. Se sale de tiempo. ¿En qué está pensando<br />

que pueda importar más?<br />

Martínez se me quedó viendo y no le contestó. Entonces él volteó y se encontró conmigo<br />

sentada en una de <strong>la</strong>s primeras fi<strong>la</strong>s del teatro, apretando <strong>la</strong>s manos sobre el abrigo, sin poder<br />

decir ni media pa<strong>la</strong>bra.<br />

—¿Quién le dio permiso de entrar aquí? —dijo furioso.<br />

No me quedó más remedio que convertirme en periodista.<br />

—Vaya, qué desorden —dijo. Tenía los ojos oscuros, enormes, <strong>la</strong> piel b<strong>la</strong>nca. Espéreme allá<br />

atrás, y no se mueva que nos distrae.<br />

Me levanté y caminé despacio por todo el pasillo.<br />

—¿Ya? —preguntó él desde arriba.<br />

—Ya —contesté y bajé los ojos. Cuando <strong>la</strong> música volvió, me levanté despacio y fui hasta <strong>la</strong><br />

puerta caminando de puntas. La empujé y corrí por <strong>la</strong>s escaleras. En un segundo estuve en <strong>la</strong><br />

calle, fui a sentarme a una banca de <strong>la</strong> A<strong>la</strong>meda y traté de tararear lo que había oído pero no<br />

pude. En cambio pude llorar, sin saber por qué. Creí que me estaba volviendo vieja y que había<br />

heredado <strong>la</strong> capacidad de mi madre para presentir.<br />

—Está encantado —dije.<br />

Cuando Juan me encontró era tardísimo.<br />

—El general ya está en <strong>la</strong> puerta de Pa<strong>la</strong>cio desde hace rato —dijo y me llevó a recogerlo.<br />

—¿Dónde te metiste, le<strong>la</strong>? —preguntó Andrés, muy calmado.<br />

—Fui a caminar.<br />

—Has de haber recorrido todas <strong>la</strong>s tiendas. ¿Qué te compraste?<br />

—Nada.<br />

—¿Nada? ¿Entonces qué hiciste?<br />

—Oí música —dije.<br />

—Apuesto que te encontraste una marimba en <strong>la</strong> A<strong>la</strong>meda. ¿Por qué eres tan cursi,<br />

Catalina?<br />

—Fui a Bel<strong>la</strong>s Artes. Estaba ensayando <strong>la</strong> sinfónica.<br />

—¿Habrás visto a Carlos Vives entonces? Es el director.<br />

—¿Lo conoces? —dije.<br />

—C<strong>la</strong>ro que lo conozco. Es el hombre más necio que conozco. Su papá era general, pero él<br />

salió medio raro, le dio por <strong>la</strong> música. Acaba de regresar de Londres con <strong>la</strong> idea de que este<br />

rancho necesita una Orquesta Sinfónica Nacional, y convenció a Fito. ¿Quién no convence al<br />

Gordo?<br />

—¿Vamos a cenar? —dije y oí mi voz como algo que no me pertenecía. Como si otra me<br />

estuviera supliendo para hab<strong>la</strong>r y moverme.<br />

58


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Llegamos al Prendes. Dejé el abrigo en uno de los percheros. Andrés dejó el sombrero y<br />

entró como al comedor de su casa.<br />

—¿La misma mesa, general? —preguntó el capitán de meseros.<br />

—La misma, mi capi —dijo.<br />

Nunca supe por qué a Andrés le gustaba ese lugar, era horrible. Parecía el comedor de un<br />

noviciado. La comida era buena pero no para comer<strong>la</strong> en un sitio sin ventanas. Sobre todo un día<br />

y el otro, como hacía él.<br />

Mis ostiones llegaron al mismo tiempo que su sopa de tortil<strong>la</strong> y empecé a comerlos aprisa<br />

mientras él hab<strong>la</strong>ba:<br />

—Quedó chingón el discurso que le escribí a Rodolfo. Cordera no va a saber por dónde<br />

contestar. Siempre se anda agarrando de <strong>la</strong> democracia para hacer sus fregaderas, por eso le<br />

puse ahí a Fito que <strong>la</strong> democracia debe entenderse como el encauzamiento de <strong>la</strong> Lucha de c<strong>la</strong>ses<br />

en el seno de <strong>la</strong>s libertades y de <strong>la</strong>s leyes. Y como <strong>la</strong>s leyes somos nosotros, pues ya se chingó.<br />

Mira quién viene ahí.<br />

Tragué el último ostión y alcé los ojos para ver quién venía. El director de orquesta<br />

caminaba hacia nosotros con su espléndida sonrisa y un saco azul marino. Quise desaparecer.<br />

—Me quedé esperando <strong>la</strong> entrevista, señora —dijo como primer saludo. Después estrechó<br />

<strong>la</strong> mano de Andrés y se sentó.<br />

—¿Qué tal? —dijo Andrés. Catalina me contó que fue a oírte hoy en <strong>la</strong> tarde. ¿Por qué <strong>la</strong><br />

dejaste entrar?<br />

—El<strong>la</strong> se metió.<br />

—¿Qué te dijo?<br />

—Que era periodista y quería entrevistarme.<br />

—Ah qué muchacha mentirosa. ¿Y por qué no le dijo entré aquí porque se me dio <strong>la</strong> gana?<br />

—me preguntó como un papá divertido.<br />

—Me dio miedo —confesé.<br />

—¿Miedo éste? Pero si es un escuincle, debe tener dos años más que tú. Cuando <strong>la</strong> guerra<br />

tenía doce años. Su mamá y él vivían en Morelia y a veces su padre que era mi superior me<br />

llevaba a su casa aprovechando alguna tregua. Siempre encontrábamos al escuincle tocando una<br />

f<strong>la</strong>uta de carrizo.<br />

—Qué bien se acuerda usted, general.<br />

—Antes me decías de otro modo.<br />

—Antes no era usted quien es.<br />

—Estaba yo empezando, como tú ahora. Pero no iba tan rápido. C<strong>la</strong>ro que en <strong>la</strong> guerra y <strong>la</strong><br />

política hay más enemigos que en <strong>la</strong> música. ¿Por qué te dio por <strong>la</strong> música? —preguntó Andrés.<br />

Hubieras sido un buen político. Tu padre lo fue.<br />

—Uno a veces no se parece a su padre.<br />

—¿Lo dices por orgullo?<br />

—Al contrario, general. Pero a cada quien le toca una guerra distinta.<br />

—¿Lo tuyo es una guerra? Qué muchacho tan extraño. Tenía razón tu padre.<br />

Se pusieron a hab<strong>la</strong>r del pasado, de cómo el director niño se robaba <strong>la</strong>s ba<strong>la</strong>s de <strong>la</strong><br />

charretera de Andrés y <strong>la</strong>s metía en una ol<strong>la</strong> que después meneaba para oír<strong>la</strong> sonar, del día en<br />

que Andrés y su padre lo llevaron a ver a los ahorcados, lo pararon debajo de los postes y lo<br />

hicieron mirarles <strong>la</strong>s caras moradas y <strong>la</strong>s lenguas de fuera.<br />

—¿No te asustaste? —pregunté.<br />

—Mucho, pero no se los iba a demostrar a ese par de cabrones que eran mi padre y tu<br />

marido.<br />

Ya no pude comerme el pescado ni el pastel. Pedí un coñac y me lo bebí en dos tragos.<br />

—Y a ti qué te pasa —dijo Andrés. ¿Desde cuándo bebes fuerte?<br />

—Creo que me va a dar gripa —contesté.<br />

—Tengo una mujer medio loca, ¿no te parece?<br />

59


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Me parece linda —contestó Vives.<br />

Después volvieron a hab<strong>la</strong>r de ellos. De <strong>la</strong>s diferencias entre <strong>la</strong> música y los toros. De cómo<br />

el padre de Carlos quiso a mi general y cómo peleó con su hijo que no hacía más que<br />

decepcionarlo con su terquedad de ser músico en vez de militar.<br />

—Tu padre siempre tuvo razón —concluyó Andrés.<br />

—Salud, general —dijo Carlos. Salud, curiosa —me guiñó el ojo y palmeó mi mano que<br />

estaba sobre <strong>la</strong> mesa.<br />

—Salud —dije yo, que de un trago desaparecí otro coñac y me dediqué a sonreír el resto de<br />

<strong>la</strong> noche.<br />

Cuando salimos a <strong>la</strong> calle <strong>la</strong> luna bril<strong>la</strong>ba amaril<strong>la</strong> y redonda sobre nuestras cabezas. En el<br />

quicio de una puerta, sentado como si fueran <strong>la</strong>s cinco de <strong>la</strong> tarde y no <strong>la</strong>s tres de <strong>la</strong> mañana, un<br />

ciego tocaba una trompeta.<br />

CAPÍTULO XIV<br />

Siempre creí que lo único necesario para vivir tranqui<strong>la</strong> era tener a Andrés todos los días<br />

conmigo. Pero cuando <strong>la</strong> mañana siguiente en lugar de salir corriendo me anunció que pensaba<br />

quedarse y que iba a cambiar su oficina a nuestra biblioteca yo hubiera querido desaparecerlo.<br />

Era como tener un ropero antiguo a media casa, para donde uno volteara aparecía. No quedó<br />

lugar libre de su ruido. Para colmo, dio en estar cariñoso. Quería coger todas <strong>la</strong>s mañanas y no ir<br />

a ninguna parte sin llevarme con él. Inventó nombrarme su secretaria privada y me hizo acudir<br />

a todas <strong>la</strong>s juntas que organizó para p<strong>la</strong>near cómo quitarle a Cordera <strong>la</strong> CTM, a todas <strong>la</strong>s<br />

reuniones con políticos, y hasta cuando hacía pipí quería tenerme junto.<br />

Dos días antes me hubiera hecho feliz. No sólo tener de nuevo su explosiva presencia, sino<br />

estar invitada a todo lo que tuve prohibido: a <strong>la</strong>s reuniones y los acuerdos que siempre rehice tras<br />

<strong>la</strong> puerta, abrumando a Andrés con interrogatorios exhaustivos para medio saber lo que pasaba.<br />

Entonces pude presenciarlos todos, si se me hubiera ocurrido opinar me habrían dejado, sólo que<br />

yo acababa de subir los escalones de Bel<strong>la</strong>s Artes y me había enamorado de otro.<br />

Me volví infiel mucho antes de tocar a Carlos Vives. No tenía lugar para nada que no fuera<br />

él. Nunca quise así a Andrés, nunca pasé <strong>la</strong>s horas tratando de recordar el exacto tamaño de sus<br />

manos ni deseando con todo el cuerpo siquiera verlo aparecer. Me daba vergüenza estar así por<br />

un hombre, ser tan infeliz y volverme dichosa sin que dependiera para nada de mí. Me puse<br />

insoportable y entre más insoportable mejor consentida por Andrés. Nunca hice con tanta<br />

libertad todo lo que quise hacer como en esos días, y nunca sentí con tanta fuerza que todo lo que<br />

hacía era inútil, tonto y no deseado. Porque de todo lo que tuve y quise lo único que hubiera<br />

querido era a Carlos Vives a media tarde.<br />

Un día en el desayuno Andrés descubrió que me había crecido el pelo y que su brillo era lo<br />

mejor que había visto en años, encontró que mis pies eran más lindos que los de cualquier<br />

japonesa, mis dientes de niña y mis <strong>la</strong>bios de actriz. En cambio yo nunca odié tanto mis caderas,<br />

mi boca, mis pestañas, nunca me creí más tonta, más tramposa, más fea.<br />

Con <strong>la</strong>s fealdades a cuestas pasé esa mañana oyendo a mi general inventar un grupo de<br />

diputados que se l<strong>la</strong>mara Renovación, p<strong>la</strong>neando cómo chingarse a uno y madrear a otro.<br />

Mientras yo sólo quería que llegara <strong>la</strong> tarde.<br />

Tenia que ir a Pa<strong>la</strong>cio Nacional y fui con él.<br />

—¿Ahora sí vas de compras? —me dijo al bajarse del coche.<br />

—A lo mejor contesté.<br />

Nada más arrancó Juan y le pedí que me llevara a Bel<strong>la</strong>s Artes. Cuando llegamos brinqué<br />

del coche.<br />

—¿A qué horas regreso, señora?<br />

—No regrese. Como si no me hubiera oído volvió a decir:<br />

60


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—¿Está bien a <strong>la</strong>s ocho?<br />

Subí corriendo <strong>la</strong>s escaleras. No oí <strong>la</strong> música. Seguro que no estaba.<br />

Empujé <strong>la</strong> puerta:<br />

—Todos, otra vez desde <strong>la</strong> diecisiete —dijo su voz.<br />

La música empezó a sonar. Me deslicé como un gato. Fui a sentarme hasta atrás. Puse <strong>la</strong>s<br />

manos sobre <strong>la</strong>s piernas y sin darme cuenta froté <strong>la</strong> falda hacia arriba y hacia abajo. Lo miré de<br />

lejos. Otra vez los brazos y <strong>la</strong> voz ordenando:<br />

—Ese sostenido es sostenido, Martínez. Márquelo, no tenga miedo. Suena así. Buenas<br />

tardes, señora, qué bueno tener<strong>la</strong> de público —gritó. Si evita el ruido de <strong>la</strong>s manos contra <strong>la</strong> falda<br />

nos dará gusto.<br />

Voy de un loco a otro, pensé, pero no salí corriendo. Me gustaba verlo de lejos. No podría<br />

imitarlo, pero lo recuerdo tan bien como al mar y <strong>la</strong> noche en Punta Allen.<br />

Subí a los palcos del segundo piso. Me gustaba cómo movía <strong>la</strong>s manos, cromo otros lo<br />

obedecían sin detenerse a reflexionar si sus instrucciones eran correctas o no. Daba lo mismo. El<br />

tenía el poder y uno sentía c<strong>la</strong>ramente hasta dónde llegaba su dominio. Iba por <strong>la</strong> sa<strong>la</strong>, se metía<br />

en los demás, en mi cuerpo recargado sobre el barandal del palco, en mi cabeza apoyada sobre<br />

los brazos, en mis ojos siguiéndole <strong>la</strong>s manos.<br />

Dieron <strong>la</strong>s ocho y <strong>la</strong> música no terminaba de ir y venir. Juan ya estaría en <strong>la</strong> puerta y Andrés<br />

furioso, pero yo no me moví de <strong>la</strong> butaca de terciopelo rojo hasta que los brazos de Carlos<br />

cayeron de golpe.<br />

—Mejor, mucho mejor señores. Nos vemos mañana. Gracias por <strong>la</strong> tarde.<br />

Se bajó del podio y desapareció por una de <strong>la</strong>s puertas <strong>la</strong>terales del escenario. Estaba yo<br />

imaginando a dónde podría haber ido cuando llegó junto a mí.<br />

—¿Quién acompaña a quién a tomar un he<strong>la</strong>do?<br />

—Yo a ti —le dije.<br />

—Tú eres a <strong>la</strong> que le gustan los he<strong>la</strong>dos, yo prefiero un whisky.<br />

—¿Cómo sabes que me gustan los he<strong>la</strong>dos?<br />

—¿No comes he<strong>la</strong>dos cuando estás nerviosa?<br />

—Si, pero ahorita no estoy nerviosa, ¿y quién te dijo?<br />

—Mis espías. También me dijeron que ayer querías bajarte del coche y venir a mi hotel.<br />

—Te dijeron mal. ¿Quién crees que soy?<br />

—Una mujer casada con un loco que le lleva veinte años y <strong>la</strong> trata como a una adolescente.<br />

Bajamos <strong>la</strong>s escaleras.<br />

Juan estaba en <strong>la</strong> entrada, pálido como pan crudo.<br />

—Señora el general nos mata —dijo abriendo <strong>la</strong> portezue<strong>la</strong> del coche.<br />

—Dígale que vamos caminando, que no tardamos —ordenó Carlos.<br />

—No —dijo Juan. Yo sin <strong>la</strong> señora no regreso.<br />

—Entonces quédese aquí porque vamos a caminar.<br />

Me tomó del brazo y cruzamos <strong>la</strong> calle hacia Madero.<br />

—Me gusta ese edificio —dije cuando pasamos junto al Sanborns de los azulejos.<br />

—Yo no te lo puedo comprar. ¿Por qué no se lo pides a tu general?<br />

—Vete a <strong>la</strong> chingada —contesté.<br />

—Sus deseos son órdenes —dijo empujando <strong>la</strong> puerta de Sanborns y metiéndose justo en<br />

el momento en que Juan nos alcanzó y me puso <strong>la</strong> pisto<strong>la</strong> en el costado:<br />

—Lo siento señora, pero tengo familia, así que usted viene conmigo a recoger al general.<br />

—Ándele pues Juan —dije y corrimos al coche. Llegamos por Andrés justo cuando se<br />

despedía de unos tipos en <strong>la</strong> puerta de Pa<strong>la</strong>cio.<br />

—Ho<strong>la</strong> princesa, ¿estuviste contenta? —preguntó.<br />

No me acostumbraba a su nuevo tono, me hacía sentir idiota.<br />

61


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Fui a ver a Vives —dije como si me desnudara.<br />

—Qué bueno —contestó. ¿Y dónde lo dejaste? ¿Por qué no vino a cenar con nosotros?<br />

—Lo mandé a <strong>la</strong> chingada.<br />

—¿Qué te hizo?<br />

—Me trató como a una imbécil. Dijo que si me gustaba el edificio de Sanborns por qué no te<br />

pedía que me lo compraras.<br />

—¿Te gusta el edificio de Sanborns?<br />

—Es de ta<strong>la</strong>vera —contesté, y nos fuimos a cenar abrazados.<br />

Al día siguiente comió en nuestra casa el general Basilio Suárez. A propósito dispuse mole<br />

pob<strong>la</strong>no porque ya sabía que lo odiaba.<br />

El general Suárez era tan simple como una carne con su tortil<strong>la</strong> de harina. Lo que le<br />

importaba era hacer dinero y para eso se unía con Andrés. Andaban buscando los contratos de<br />

unas carreteras pero no se les hacían porque el secretario de Comunicaciones era un tal Jesús<br />

Garza, al que odiaban por aguirrista y quien seguramente los odiaba también. Se pusieron a<br />

inventar cómo desprestigiarlo y Suárez, que nunca daba para más, dijo:<br />

—Yo creo que hay que acusarlo de comunista. No será mentir, porque ese hombre es<br />

comunista. Y nosotros no hicimos <strong>la</strong> Revolución para que vengan los rusos a quitárnos<strong>la</strong>.<br />

—Tiene usted razón, general. Hoy mismo hablo con los de <strong>la</strong> Unión de Padres de Familia<br />

para que le aumenten a su desplegado contra Cordera unas cositas contra otros que nos <strong>la</strong><br />

deben. Es hora de empezar a nombrarlos. Así de una vez mañana le quitamos <strong>la</strong> CTM a Cordera,<br />

se <strong>la</strong> damos a Alfonso Maldonado que no come lumbre y empezamos a preparar el terrenito para<br />

chingarnos esas dos cuñas que nos heredó Aguirre.<br />

Iba yo a decir alguna cosa para contradecirlos cuando entró Vives.<br />

—Llegas tarde —dijo Andrés. Estamos hab<strong>la</strong>ndo de política, ¿no te importa?<br />

—Me importa, pero me aguanto. Ya sé que en esta casa todo es política, y acepté venir a<br />

comer.<br />

—Quedamos que a <strong>la</strong>s dos y son tres y media —dijo Andrés.<br />

—¿Tú lo invitaste? —pregunté.<br />

—No te dije para darte <strong>la</strong> sorpresa —dijo Andrés.<br />

—Me <strong>la</strong> das —contesté. Lucina tráele un servicio al señor —dije adoptando actitud de ama<br />

de casa y señalándole a Vives un lugar junto al general Suárez. Andrés estaba en <strong>la</strong> cabecera, yo<br />

a su izquierda y el general a su derecha.<br />

—Prefiero del otro <strong>la</strong>do si el general no se ofende —dijo mirando a Suárez.<br />

—El hijo de mi general Vives no ofende nunca —dijo Suárez. Menos si elige sentarse junto<br />

a una bel<strong>la</strong> dama en vez de junto a un envejecido ex presidente.<br />

—Ya siéntate y deja de interrumpir —dijo Andrés.<br />

—Perdón Chinti, ahora mismo me disciplino.<br />

—¿Cómo le dijiste? —pregunté riendo.<br />

—No le digas, después quién <strong>la</strong> aguanta.<br />

—C<strong>la</strong>ro que no le digo, general. Además su<br />

media calle con <strong>la</strong> pa<strong>la</strong>bra en <strong>la</strong> boca.<br />

—La molestaste —dijo Andrés y es muy sentida.<br />

—¿Por qué no acaban de comer? —pedí y le pregunté a Suárez:<br />

62<br />

señora y yo no nos hab<strong>la</strong>mos. Ayer me dejó a<br />

—¿Le sirvo más frijoles o pasamos al postre? Aunque si vamos a esperar a Vives falta un<br />

rato para el postre.<br />

—Por mí podemos pasar directamente al postre —dijo Vives. Prefiero ahorrarme el mole.<br />

—Qué amigos tienes Andrés, este músico no sólo es metiche sino melindroso.<br />

—¿Qué le voy a hacer? Es el hijo del único cabrón que me ha merecido respeto. No puedo<br />

mandarlo matar porque desaira tu comida.<br />

—Por mí que se muera de hambre —dije. ¿A usted general qué le damos?


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Yo quiero pay de manzana y queso de cabra —dijo Carlos. Hace años que no como queso<br />

de cabra.<br />

—Pobre de ti —dijo Andrés. Se nos ol<strong>vida</strong> que vuelves del autoexilio.<br />

—Hay casos peores, hay quienes no pueden volver del exilio —dijo Suárez.<br />

—Lo dice usted por el presidente Jiménez.<br />

—¿Por quién más? —preguntó Suárez. —Yo creo que Jiménez ya no tarda en volver —dijo<br />

Andrés. Hasta creo que hace falta un cabrón con sus huevos.<br />

—Porque los tiene bien puestos es que va a volver para encerrarse en su casa y cal<strong>la</strong>rse <strong>la</strong><br />

boca —dijo Carlos mientras untaba queso en un pan.<br />

—¿Te parece? —le preguntó Andrés con un respeto que no era común en su tono al hab<strong>la</strong>r<br />

de política, menos con neófitos.<br />

—Te lo aseguro Chinti —dijo Carlos. Confía en mi instinto. Y se puso a tararear La barca de<br />

Guaymas entre mordidas de queso y pay, cosa que a Andrés le produjo un ataque de risa.<br />

—Salud Vives, por haberte encontrado —dijo. Salud general Suárez, ésta es su casa.<br />

En <strong>la</strong> puerta apareció un señor diminuto y jorobado cargando una libreta enorme y un<br />

montón de papeles.<br />

—Con su permiso general —dijo Andrés haciéndolo pasar.<br />

—Lo estábamos esperando —contestó. Venga para acá. Párese aquí. No, mejor allá entre <strong>la</strong><br />

señora y el señor —dijo señalándonos a mi y a Vives. Lea por favor.<br />

El hombre se colocó entre nosotros, abrió <strong>la</strong> libreta y se puso a leer: “Con fecha primero de<br />

marzo de 1941 <strong>la</strong> propiedad fu<strong>la</strong>na...” Total: Andrés me compraba el Sanborns de los azulejos.<br />

—Nada más firme aquí señora —dijo el hombrecito y me extendió una pluma. Andrés nos<br />

miraba divertido.<br />

—¿Cómo lo hiciste para que vendieran esa case? —preguntó Carlos.<br />

—Se <strong>la</strong> vendieron a mi señora. El<strong>la</strong> es <strong>la</strong> que compra.<br />

—Tu señora por sí so<strong>la</strong> no podría comprarse un chicle —dijo.<br />

—Todo lo mío es suyo —contestó Andrés.<br />

—Entonces debe estar millonaria.<br />

—Nada que no se merezca. Fírmale Catín y haz con tu Sanborns lo que quieras.<br />

—Yo no vuelvo a tomar ahí ni un café —dijo Carlos.<br />

—No seas rencoroso, Vives. A ti qué más te da quién es el dueño. Es un lugar agradable.<br />

—Lo era. Ahora está comprado con un dinero que quién sabe.<br />

—No vas a venir tú a decirme lo que opinas de mi dinero. ¿De dónde crees que sacaron los<br />

ingleses el dinero para pagar tu beca? ¿Me vas a decir que era dinero muy limpio? Todo el dinero<br />

es igual. Yo lo agarro de donde me lo encuentro porque, si no lo agarro yo, se lo agarra otro güey;<br />

si esa casa yo no se <strong>la</strong> regalo a Catalina se <strong>la</strong> rega<strong>la</strong> Espinosa a Olguita, o Peñafiel a Lourdes.<br />

Tenía cinco hipotecas, <strong>la</strong> dueña estaba perdida de todos modos, de que <strong>la</strong> agarre yo a que <strong>la</strong><br />

agarre el banco, pues mejor <strong>la</strong> agarro yo y hago feliz a mi señora, que hasta antes de que tú<br />

metieras tu cuchara tenía <strong>la</strong> cara más resp<strong>la</strong>ndeciente que le he visto en los últimos diez años.<br />

Eres un aguafiestas.<br />

Me sorprendió Andrés dando explicaciones, tolerando que se dudara de su honradez, hasta<br />

aceptando que su dinero no era limpio. ¿Por qué no le gritaba a Carlos? Quién sabe. Nunca<br />

entendí bien lo que pasaba entre ellos.<br />

—Ándele pues señora, firme —dijo Vives.<br />

Yo tomé <strong>la</strong> pluma y puse mi nombre como lo ponía siempre desde que me casé con Andrés.<br />

—Ya tiene usted su capricho —dijo Carlos. ¿Ahora qué? ¿Se va a ir a dormir bajo <strong>la</strong> ta<strong>la</strong>vera?<br />

¿Se va a sentir dueña? Le advierto que en esta ciudad hay pocos que no se sientan dueños<br />

de esa casa. Usted puede tener los papeles, pero mientras cualquiera pueda entrar ahí y sentarse<br />

a tomar café, <strong>la</strong> casa de los azulejos es de todo el mundo.<br />

—Me gusta que sea así —dije.<br />

63


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—C<strong>la</strong>ro, para ser benefactora, para que <strong>la</strong> quieran y <strong>la</strong> miren. ¡Cómo quiere que <strong>la</strong> quieran<br />

esta mujer! —dijo.<br />

CAPÍTULO XV<br />

C<strong>la</strong>ro que yo quería que me quisieran. Toda <strong>la</strong> <strong>vida</strong> me <strong>la</strong> he pasado queriendo que me<br />

quieran. La noche del concierto como ninguna.<br />

Bel<strong>la</strong>s Artes estaba lleno cuando llegamos. Rodolfo y Chofi entraron ade<strong>la</strong>nte, dirían <strong>la</strong>s<br />

notas del periódico que acompañados por nosotros. Subimos hasta el palco presidencial. Justo en<br />

medio del teatro. Toda <strong>la</strong> gente miraba hacia ahí.<br />

En los palcos vecinos estaban los secretarios de Estado con sus familias. Abajo había<br />

invitados especiales y gente de esa que cuando uno mira de lejos no sé por qué imagina feliz.<br />

Abajo estaba el lugar en que yo me senté <strong>la</strong> primera vez que vi a Carlos. Abajo él estaría<br />

cerca, hubiera podido mirarme.<br />

La orquesta afinaba haciendo ruidos. Los músicos usaban trajes negros, tenían los zapatos<br />

limpios y los cabellos engomados, estaban distintos a como los vi en <strong>la</strong>s tardes de ensayos con<br />

sus blusas de todos colores, los pelos alborotados, los zapatos viejos y los pantalones lustrosos.<br />

Acica<strong>la</strong>dos parecían de mentiras, se veían todos iguales cuando eran tan distintos entre sí como<br />

sus intrumentos. Por fin apareció Carlos, con su saco de co<strong>la</strong>s y su corbata de moño, con su varita<br />

en <strong>la</strong> mano y <strong>la</strong> cabeza recién peinada. La gente ap<strong>la</strong>udió mientras él caminaba hasta el podio.<br />

Cuando estuvo arriba volteó y nos hizo una caravana.<br />

—Qué payaso es este Vives —dijo Andrés.<br />

Yo me emocioné. Nos sentamos, y Carlos ordenó <strong>la</strong> música con los brazos.<br />

Cuando terminó <strong>la</strong> primera parte el teatro se puso a ap<strong>la</strong>udirle como si fuera Dios. Yo me<br />

quedé quieta mirando hacia abajo.<br />

—¿Qué te pasa Catin? ¿No te gustó? —dijo Andrés. ¿Por qué tienes cara de que vas a parir?<br />

—Sí me gustó —dije parándome como todos. Es bueno este Vives.<br />

—¿Cómo sabes que es bueno? Yo no tengo <strong>la</strong> menor idea. Es <strong>la</strong> primera vez que venimos a<br />

esto. A raí se me hace demasiado teatral. Las bandas de los pueblos son más frescas y dan menos<br />

sueño.<br />

Salimos del palco a tomar una copa y a conversar. Chofi estaba orgullosa con el<br />

descubrimiento de su marido.<br />

—Es un genio —decía frente a <strong>la</strong>s esposas de los ministros que <strong>la</strong> rodeaban como pollitos a<br />

su gallina. Se había puesto una de esas horribles esto<strong>la</strong>s de pieles que terminan en cabecitas de<br />

zorro. Como si no tuviera los hombros anchos, los brazos regordetes y los pechos saltones. Las<br />

cabecitas de zorro se agitaban como bor<strong>la</strong>s sobre sus pezones mientras el<strong>la</strong> elogiaba a Vives.<br />

Tanta llegó a ser su euforia que se acaloró. Entonces sacó un abanico y empezó a echarse<br />

aire encima de <strong>la</strong>s pieles. Todo menos quitárse<strong>la</strong>s. Las demás mujeres asentían y aumentaban los<br />

elogios.<br />

—Es guapísimo —dijo <strong>la</strong> esposa del secretario de Gobernación.<br />

—Eso es algo fundamental en lo que me parece que estamos de acuerdo —contestó <strong>la</strong> del<br />

secretario de Hacienda soltando una carcajada. Ya lo de <strong>la</strong> música es una cualidad que hasta<br />

podría faltarle.<br />

Todas se rieron con el<strong>la</strong>.<br />

—Pero también es un gran músico —dijo poniendo los ojos en b<strong>la</strong>nco <strong>la</strong> mujer del secretario<br />

de Re<strong>la</strong>ciones Exteriores que era una hija de porfiristas nunca venidos a menos y que nos veía a<br />

todas como a unas recién llegadas al asunto de <strong>la</strong> cultura internacional. El<strong>la</strong> que tuvo un padre<br />

embajador y «vivió en Francia toda <strong>la</strong> infancia».<br />

—Sí, un gran músico —dijo Chofi abrazando sus zorritos.<br />

64


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Por suerte los intermedios terminan. No sé cómo hacían los ministros de Rodolfo para<br />

casarse con puras pendejas.<br />

La segunda parte del concierto era una cosa triste triste y <strong>la</strong>rga <strong>la</strong>rga que siempre parece<br />

que ya se va a acabar y cuando uno cree que llegó el final vuelve como una maldición. Esa era <strong>la</strong><br />

música que me había hecho subir los escalones buscándo<strong>la</strong>, que se me había quedado pegada a<br />

<strong>la</strong>s orejas, y que no podía tararear porque me daba miedo.<br />

Los primeros veinte minutos vi a Andrés hacer esfuerzos para no quedarse dormido,<br />

después se puso a p<strong>la</strong>ticar con Fito.<br />

Yo estaba mirando a Carlos. Le miraba <strong>la</strong> espalda y los brazos yendo y viniendo. Le miraba<br />

<strong>la</strong>s piernas. Lo miraba como si él fuera <strong>la</strong> música, como si no fuera el mismo tipo capaz de<br />

conversar, bur<strong>la</strong>rse de él y bromear con Andrés durante una comida. Era otro, puesto todo en<br />

algo que no tenía nada que ver con nosotros, que le venía de otra parte y lo llevaba a quién sabe<br />

dónde.<br />

—A este señor Mahler le hacía falta coger —dijo Andrés cerca de mi cuello.<br />

Varias veces hubo quienes intentaron ap<strong>la</strong>udir creyendo que un estruendoso tamborazo<br />

había sido el último, pero <strong>la</strong> música volvía a empezar, bajando hasta hacerse inaudible, hasta que<br />

quedaba sólo un silbido al que después se unía un violín, luego un chelo y después todos hasta<br />

ensordecernos. Por eso cuando el final llegó de veras, sólo yo que lo había oído muchas veces<br />

supe que sí era el final y empecé a ap<strong>la</strong>udir so<strong>la</strong>.<br />

Interrumpí <strong>la</strong> conversación de Fito con Andrés y <strong>la</strong>s cabeceadas de Chofi. Se pararon a<br />

ap<strong>la</strong>udir y con ellos todo el teatro.<br />

Carlos que había soltado los brazos y estaba quieto frente a su orquesta volteó por fin y<br />

pude ver su cara con el mechón de pelos caídos hasta los ojos. Hizo una caravana, se bajó del<br />

podio y desapareció.<br />

—¿Quién acompaña a quién a tomar un he<strong>la</strong>do? —quise que llegara a decirme mientras los<br />

ap<strong>la</strong>usos seguían. Cuando apareció no fue al podio, con los brazos señaló a <strong>la</strong> orquesta y otra vez<br />

agachó <strong>la</strong> cabeza hasta <strong>la</strong>s rodil<strong>la</strong>s.<br />

Tienen razón <strong>la</strong>s muy pendejas, pensé, es guapísimo. Y eso que el<strong>la</strong>s no lo han oído hab<strong>la</strong>r,<br />

no han caminado con él por Madero ni han querido insultarlo a media calle.<br />

Seguí ap<strong>la</strong>udiendo, como todos, como Andrés que gritaba como si fuera 15 de septiembre.<br />

—Algo bueno tenía que salir del general Vives. Este muchacho tiene aptitudes políticas,<br />

nadie sin aptitudes políticas puede sacar tantos ap<strong>la</strong>usos de un teatro. Míralo nada más, parece<br />

que ha hecho el discurso de su <strong>vida</strong>. Esto ni en tu toma de posesión —le decía a Fito entre<br />

carcajadas.<br />

—Vives, Vives, Vives —gritaba <strong>la</strong> gente mientras los de <strong>la</strong> orquesta sentados ap<strong>la</strong>udían o<br />

pegaban en los atriles con el arco de sus instrumentos.<br />

Por <strong>la</strong> puerta <strong>la</strong>teral regresó Vives muy peinado.<br />

Otra vez los ap<strong>la</strong>usos crecieron al verlo aparecer. Subió al podio, alzó los brazos para<br />

levantar a sus músicos, se volvió hacia nosotros y volvió a inclinar <strong>la</strong> cabeza hasta casi tocar el<br />

suelo.<br />

—Tiene que ser buen político —decía Andrés, es un excelente actor, un teatrero. Lástima<br />

que eso de <strong>la</strong> caravana no se usa entre nosotros, pero tendría buen efecto. ¿Por qué no lo<br />

impones Gordo? —le dijo a Fito. Nada más mira a nuestras mujeres, están enloquecidas. Yo voy<br />

a ensayar lo de <strong>la</strong> caravana si tú me prometes concederles el voto a <strong>la</strong>s señoras. La Cámara tiene<br />

un proyecto de ley que nunca le aprobó a Aguirre. Te aseguro que el<strong>la</strong>s votando y yo<br />

caravaneando llego a Presidente y ni quien diga que es de mal gusto que sea yo tu compadre. A<br />

Vives lo nombro presidente del partido al día siguiente de mi designación y ándale, a recorrer el<br />

país con todo y orquesta. ¿Cómo <strong>la</strong> ves Catín?<br />

Era <strong>la</strong> quinta vez que Vives desaparecía y volvía a aparecer, que <strong>la</strong> orquesta se sentaba y se<br />

paraba, pero nadie había dejado de ap<strong>la</strong>udir. Menos que nadie <strong>la</strong>s mujeres. Todas <strong>la</strong>s que<br />

estaban en los palcos de alrededor, <strong>la</strong>s feligreses de Chofi, le ap<strong>la</strong>udían como si se <strong>la</strong>s hubiera<br />

cogido.<br />

—Ya vámonos —le dije a Andrés. En <strong>la</strong> cena lo felicitamos pero esto ya es un exceso, ni que<br />

fuera qué.<br />

65


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Eso digo yo, ni que fuera torero. Parece que se hubiera jugado <strong>la</strong> <strong>vida</strong> —dijo Andrés.<br />

—No se vayan —pidió Rodolfo que era incapaz de ordenar. Yo no puedo hacer <strong>la</strong> grosería.<br />

—Pero nosotros no somos tú —le dije.<br />

—Pero son su gente —dijo Chofi que se tomaba muy en serio el compadrazgo.<br />

Mientras, Vives regresó a escena casi corriendo, subió al podio y con <strong>la</strong> cabeza y los brazos<br />

al mismo tiempo echó a sonar su orquesta casi sobre los ap<strong>la</strong>usos. Como si les hubiera dicho<br />

«todos, otra vez, desde <strong>la</strong> 24». Sólo que <strong>la</strong> música era algo que se podía tararear, como si <strong>la</strong><br />

hubiera pedido mi papá. Ya no sé cuántas mañanas lo oí levantarse tarareando eso, a veces se<br />

paraba en <strong>la</strong> puerta de nuestro cuarto y lo chif<strong>la</strong>ba durante un rato hasta que nosotros<br />

empezábamos a sacar <strong>la</strong>s cabezas de bajo <strong>la</strong>s sábanas y a maldecir al sol y al padre madrugador<br />

que nos había tocado.<br />

Cómo no estaba mi papá para contarle, cómo no estaba para <strong>la</strong>mentar con él <strong>la</strong>s<br />

equivocaciones de <strong>la</strong> <strong>vida</strong>, para ir a preguntarle qué hacer con el deseo fuera de sitio que me<br />

estaba creciendo.<br />

Toda <strong>la</strong> orquesta era mi papá silbando en <strong>la</strong>s mañanas, y yo como siempre que él estaba sin<br />

estar, que algo me traía <strong>la</strong> certidumbre de que sus pa<strong>la</strong>bras y su abrazo se habían muerto y no<br />

serían jamás otra cosa que un recuerdo, nada mejor que <strong>la</strong> terquedad de mi nostalgia, me puse<br />

a llorar hipeando y moqueando hasta hacer casi tanto ruido como <strong>la</strong> orquesta.<br />

Dejé <strong>la</strong> butaca y me senté en el suelo para que nadie viera mi escándalo. Andrés, que nunca<br />

supo qué hacer en esos casos, me puso <strong>la</strong> mano sobre <strong>la</strong> cabeza y me acarició como si fuera yo<br />

un gato. Resultado: cuando <strong>la</strong> orquesta terminó de tocar yo tenía <strong>la</strong> cara sucia, los ojos hinchados<br />

y <strong>la</strong> melena revuelta.<br />

—Ya mija —dijo Andrés. En ma<strong>la</strong> hora le conté a Vives que tú no sabías de música nada más<br />

que eso que tu padre cantaba todo el tiempo.<br />

La gente se había levantado de golpe y ap<strong>la</strong>udía, gritaba, ap<strong>la</strong>udía, gritaba esta vez de<br />

veras como en los toros. Yo seguía en el suelo. A través del barandal de bronce del palco vi <strong>la</strong> risa<br />

de Carlos que levantaba <strong>la</strong> cabeza tras su última caravana. Así se reía mi papá algunas veces.<br />

Dejé de llorar.<br />

La gente siguió ap<strong>la</strong>udiendo pero Vives no volvió a. aparecer. Antes de que empezara el<br />

Himno Nacional y los honores a <strong>la</strong> bandera que se hacían siempre que Rodolfo llegaba y se iba de<br />

un lugar, yo corrí del palco al baño para hacer algo con mi aspecto.<br />

La fiesta fue en Los Pinos. En un salón cubierto de madera y con enormes candiles en el<br />

techo. Ya había llegado Carlos cuando entramos nosotros con Rodolfo, Chofi y el Himno Nacional.<br />

—Excelente Vives —dijo Fito apretando su mano.<br />

—Maestro, no sé qué decirle —exhaló Chofi sobando sus zorritos.<br />

—Vives, eres un talento político natural. No lo malgastes —dijo Andrés.<br />

—Gracias —dije yo.<br />

—Gracias a ustedes —dijo él, extendiendo su risa.<br />

Me puse a temb<strong>la</strong>r, era horrible lo que me pasaba. Creí que todo el mundo se daba cuenta.<br />

Me cogí del brazo de Andrés y le dije que nos fuéramos.<br />

—Pero si acabamos de llegar. No hemos cenado. Yo me estoy muriendo de hambre, ¿tú no?<br />

Además mira, vino Poncho Peña, me urge hab<strong>la</strong>r con él —dijo y me dejó a medio salón y a medio<br />

metro de Vives y sus admiradores. Lo robaban. Hasta Cordera había ido a saludarlo. Vives lo<br />

abrazó y sobre su hombro me vio quieta, mirándolo. Lo tomó del brazo y caminó con él hasta<br />

donde yo estaba.<br />

—¿Se conocen? —preguntó y no nos dio tiempo de responder.<br />

—Mucho gusto —dijimos ambos prefiriendo ol<strong>vida</strong>r de dónde nos conocíamos.<br />

—¿Por qué no vamos al jardín? —dijo Carlos, aquí sobra gente.<br />

Me cogió de <strong>la</strong> mano y caminó rápido hasta <strong>la</strong> puerta. Cordera vino con nosotros. Al pasar<br />

junto a Andrés, Carlos le dijo:<br />

—Me llevo a tu mujer al aire porque aquí nos estamos ahogando.<br />

66


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—A ver si se le quita el sueño, ya se quería ir —contestó Andrés. Buenas noches, Álvaro<br />

—dijo cuando vio que estaba con nosotros, y me jaló hacia él. Fíjate en lo que hab<strong>la</strong>n —me sopló<br />

en el oído antes de besarme. Hasta el rato —dijo en alto guiñándole un ojo a Carlos.<br />

—¿Cómo te está yendo en el Congreso? —le preguntó a Cordera en cuanto estuvimos solos<br />

caminando entre los árboles del jardín.<br />

—Muy bien —dijo Cordera mirándome.<br />

—¿Te vas a reelegir? —preguntó Vives.<br />

—No depende de mí, <strong>la</strong> asamblea decide —contestó.<br />

—Pero, ¿quién tiene <strong>la</strong> asamblea? No me digas que están dejando actuar a <strong>la</strong> asamblea.<br />

—¿Por qué no? Es lo correcto.<br />

—No juegues, hermano.<br />

—¿Qué quieres que te diga? —dijo Cordera abriendo los brazos.<br />

Caminábamos hacia el centro del jardín, Carlos me había pasado el brazo por <strong>la</strong> cintura y<br />

antes de contestar me jaló hacia él.<br />

—La señora también sabe que su marido es una desgracia nacional. No lo dejes meterse, te<br />

quiere chingar, está c<strong>la</strong>rísimo, le estorbas. Si te reeliges y puedes movilizar a los obreros como el<br />

sexenio pasado, a lo mejor hasta Presidente tienes que ser.<br />

—Ascencio ya está metido. Le hemos dado guerra con los diputados en <strong>la</strong> Cámara, pero<br />

¿quién crees que redactó el discurso que dijo el Presidente hoy en <strong>la</strong> mañana? ¿A quién crees que<br />

se le puede haber ocurrido eso de que un camino que avanza no se repite idéntico en todos los<br />

tramos? Todo para decir que su política no se separa de <strong>la</strong> de Aguirre pero que exhorta al<br />

proletariado a revisar métodos, apoyado en una actitud de autocrítica. Revisar métodos, para<br />

decir revisar personas y posiciones. Nos quieren chingar, mano, quieren que nos callemos. Están<br />

en el entreguismo más miserable. Están con Suárez que hace política para hacer negocios.<br />

—Pero hay que darles el pleito, ¿o qué? ¿Ya te cansaste?<br />

—No, no es eso, mano, es más complicado. ¿Hab<strong>la</strong>mos mañana? —dijo mirándome otra vez<br />

con recelo.<br />

—¿Tienes miedo a morirte? No lo tenias.<br />

—Miedo no, pero tampoco tengo ganas. Además no depende de mí. Te veo mañana. Adiós,<br />

señora, gracias por <strong>la</strong> discreción.<br />

—¿Cómo sabe que <strong>la</strong> tendré? —dije.<br />

—Lo sé —contestó y se fue caminando para el otro <strong>la</strong>do.<br />

—¡Qué país! —dijo Carlos. El que no tiene miedo tiene tedio. ¿Tú tienes miedo?<br />

—Yo tenia tedio —le contesté.<br />

—¿Ya no?<br />

—Ya no.<br />

—¿Qué quieres hacer? —preguntó.<br />

—¿Cuándo?<br />

—Ahora.<br />

—Lo que tú quieras. ¿Tú qué quieres hacer?<br />

—Yo, coger.<br />

—¿Conmigo? —dije.<br />

—No, con Chofi —contestó.<br />

Cuando desperté, Carlos estaba durmiendo junto a mi y hacía un puchero con <strong>la</strong> boca.<br />

El departamento tenía una sa<strong>la</strong> con un piano ocupando <strong>la</strong> mitad, una cocina que parecía<br />

closet, una recámara con fotos en <strong>la</strong>s paredes y una ventana grande desde <strong>la</strong> que se veía Bel<strong>la</strong>s<br />

Artes. Quise quedarme. Carlos abrió los ojos y sonrió.<br />

—¿A dónde nos vamos a ir? —le pregunté en el oído como si alguien pudiera escuchamos.<br />

—Al mar —dijo todavía medio dormido.<br />

67


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Vámonos entonces.<br />

—¿Qué horas son? —preguntó bostezando y estirando los brazos.<br />

—No sé. ¿Por qué no nos morimos ahorita? —dije.<br />

—Porque yo tengo mucho que hacer todavía. Nunca he dirigido en Viena.<br />

—¿Me vas a llevar a Viena?<br />

—Cuando me inviten.<br />

—¿Todavía no te invitan?<br />

—Falta que acabe <strong>la</strong> guerra y que yo dirija mejor.<br />

—Ya no me vas a querer cuando eso pase dije.<br />

—Te quiero ahorita —dijo y se puso a besarme. Después estiró un brazo por encima de mí<br />

tratando de alcanzar su reloj que estaba en el buró de mi <strong>la</strong>do. Son <strong>la</strong>s cuatro, creo que sí nos<br />

vamos a morir hoy. Seguro que a Juan se le olvidó.<br />

—¿Qué se le olvidó?<br />

—Que tenía que l<strong>la</strong>marnos cuando Andrés estuviera por salir de Los Pinos.<br />

—¿Para qué?<br />

—Para que tú llegues a tu casa antes que él.<br />

—Pero si yo no quiero regresar a mi casa.<br />

—Tienes que llegar. Ni modo que te quedes aquí.<br />

—Soy una pendeja —dije levantándome a buscar mi ropa regada por todo el cuarto. Estaba<br />

tan furiosa que atoré el cierre del vestido y empecé a jalonearlo hasta que lo rompí. Busqué los<br />

zapatos, total, con el abrigo encima no se notaría <strong>la</strong> espalda abierta.<br />

—Tú y Álvaro son unos culeros —dije.<br />

—Para ser pob<strong>la</strong>na tienes bonito pelo –contestó.<br />

—Tú qué sabes de los pob<strong>la</strong>nos —grité. Sonó el timbre. Era Juan.<br />

—Señora el general no quiere salir de Los Pinos. Dice que usted le dijo que estaría en el<br />

jardín y que por ahí debe andar, que no podemos dejar<strong>la</strong>.<br />

—¿Y con quién está? ¿No se ha acabado <strong>la</strong> fiesta? —pregunté.<br />

—Está con don Alfonso Peña —contestó Juan.<br />

—¿Todavía? —pregunté.<br />

—Hay que estar borrachísimo para aguantar a Peña tanto tiempo.<br />

—Vamos, querida —dijo Carlos, ya vestido en <strong>la</strong> puerta.<br />

Llegamos a Los Pinos. Juan se fue a estacionar el coche y nosotros nos bajamos cerca del<br />

sitio donde estuvimos con Cordera.<br />

Caminamos. Carlos tenía su brazo en mi cintura y me ja<strong>la</strong>ba. Entramos al salón. Ya no había<br />

casi nadie. Andrés y Peña estaban sentados al fondo, con un mesero de cada <strong>la</strong>do y una botel<strong>la</strong><br />

de coñac enfrente. Fuimos hasta ellos.<br />

—¿Ya tomaron su aire? —preguntó Andrés arrastrando <strong>la</strong>s pa<strong>la</strong>bras.<br />

—No tardamos mucho. ¿Cómo te dio tiempo de beber tanto? Estás borrachísimo, Andrés,<br />

como nunca. ¿Por qué? —le dije sorprendida. Estaba acostumbrada a verlo beber durante horas<br />

sin parar y sin emborracharse.<br />

—Porque para vivir en este país hay que estar loco o pedo. Yo casi siempre ando loco, pero<br />

ahora me quería ganar <strong>la</strong> cordura y no <strong>la</strong> dejé. ¿Verdad, hermano? —le preguntó a Peña que<br />

estaba más borracho que él, tenía los ojos bizcos y miraba al suelo.<br />

—Lo que yo te advierto es que son unos pinches comunistas peligrosos —decía encimando<br />

<strong>la</strong>s pa<strong>la</strong>bras. No deberías dejar a tu mujer andar con ellos.<br />

—A éste ya le llegaron <strong>la</strong>s alucinaciones —dijo Andrés. Cree que Vives es comunista, lo que<br />

sigue es que vea venir un elefante morado y a Greta Garbo en calzones. Llévatelo a su casa, Juan,<br />

nosotros nos vamos a quedar aquí p<strong>la</strong>ticando.<br />

—Vámonos mejor todos a <strong>la</strong> casa —dije. Aquí ya no es propio.<br />

68


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Ay sí, míren<strong>la</strong>, muy preocupada por <strong>la</strong> propiedad —dijo Andrés levantándose. Me parece<br />

bien, vamos a <strong>la</strong> casa pero que Juan se vaya por unos cantadores al Ciros.<br />

—El Ciros ya lo han de haber cerrado —dije.<br />

—Pues ni que fueran <strong>la</strong>s tres de <strong>la</strong> mañana, ahorita los alcanza. Juan, tráigase un trío que<br />

se sepa Temor.<br />

—Pero primero que nos lleve a <strong>la</strong> casa —dije.<br />

—¿Que no tenemos otro coche? ¿Y el tuyo, Vives? —preguntó Andrés.<br />

Me brincó el estómago. El coche de Vives se había quedado en su casa.<br />

—Se lo presté a Cordera que no traía en qué irse —contestó Vives, muy tranquilo.<br />

—Cabrón Cordera, hasta con los coches de mis amigos quiere cargar. También tú vas a caer<br />

en <strong>la</strong> trampa del pobre Alvarito. Prestarle tu coche, si no tiene uno que camine, por qué se lleva<br />

el tuyo, no más vamos a perder tiempo. Si nos quedamos sin cancioneros lo mato, entonces sí,<br />

nada de concesiones políticas. Se muere por arruinarnos <strong>la</strong> noche y de paso le hago un favor al<br />

país.<br />

Llegamos a <strong>la</strong> casa.<br />

—Que Juan nos deje aquí en <strong>la</strong> reja y caminamos hasta adentro —dijo Andrés. Cuando esté<br />

yo sentándome en <strong>la</strong> sa<strong>la</strong> quiero que usted esté de regreso con los músicos, Juan. Y que sepan<br />

Temor.<br />

Me bajé rápido y fui hasta <strong>la</strong> ventanil<strong>la</strong> de Juan.<br />

—Tiene parado el reloj —le dije. Ya no va usted a encontrar a nadie en el Ciros. Váyase<br />

mejor a <strong>la</strong> casa del maestro Lara y ahí seguro todavía no terminan <strong>la</strong> fiesta. Dígale a Toña que<br />

venga de urgencia.<br />

CAPÍTULO XVI<br />

Conocí a Toña Peregrino cuando Andrés era gobernador. Fueron a Pueb<strong>la</strong> el<strong>la</strong> y Lara. Los<br />

invité a cantar en el cine Guerrero, en una de esas funciones de beneficio social que me gustaba<br />

muchísimo organizar. Iban por dos días, pero se quedaron cinco. Los instalé en los cuartos de<br />

visita de <strong>la</strong> casa, los llevé al rancho de Atlixco, les hice toda c<strong>la</strong>se de recorridos turísticos y<br />

estuvieron contentos, pero no más que yo. En <strong>la</strong>s noches Agustín tocaba el piano y Toña se ponía<br />

a cantar como jugando.<br />

Nos hicimos amigas. La llevé con Lupe, mi modista, que era un genio. Le hizo en dos días<br />

tres vestidos con co<strong>la</strong>s y capas que le disimu<strong>la</strong>ban <strong>la</strong> gordura. El<strong>la</strong> era divina en cuanto abría <strong>la</strong><br />

boca, pero los vestidos <strong>la</strong> ayudaban a llegar al centro del escenario sin sentir envidia por Ninón<br />

Sevil<strong>la</strong>. Yo en cambio <strong>la</strong>s envidiaba a <strong>la</strong>s dos. Desde que Lupe le hizo esos vestidos, Toña no<br />

volvió a salir a escena más que con ropa hecha por el<strong>la</strong>. Como no logró convencer a Lupe de que<br />

se fuera a México, entonces el<strong>la</strong> iba a Pueb<strong>la</strong> con frecuencia. Siempre se quedó en nuestra casa.<br />

Le tocó de todo, hasta que un tipo se metiera en su cuarto con un cuchillo diciendo: «Muera<br />

Andrés Ascencio.» Por esos días a Andrés le había dada por no dormir nunca en el mismo cuarto.<br />

A veces se quedaba en el mío, a veces en el de Checo o en cualquier otro. Y <strong>la</strong> noche anterior <strong>la</strong><br />

había pasado en el cuarto de visitas que Toña llegó a ocupar. El hombre se le fue encima a Toña<br />

con el cuchillo y a el<strong>la</strong> lo único que se le ocurrió fue gritar cantando con toda su voz: «Hay en tus<br />

ojos el verde esmeralda».<br />

El tipo salió corriendo y el<strong>la</strong> lo dejó ir. No me contó nada sino hasta muchos años después.<br />

—¿Pero cómo se te ocurrió cantar? —le pregunté.<br />

—Qué otra cosa se me iba a ocurrir si me habías tenido toda <strong>la</strong> tarde con el estribillo ese del<br />

verde que brota del mar, y <strong>la</strong> boquita de sangre marchita que tiene el coral. Me dormí repitiéndo<strong>la</strong><br />

y de tanto decir<strong>la</strong> ya no sabía si <strong>la</strong>s borrachas eran <strong>la</strong>s ojeras o <strong>la</strong>s palmeras.<br />

69


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Como nos queríamos, yo estaba segura de que si Juan le decía que era urgente, el<strong>la</strong> llegaría<br />

aunque fuera en camisón.<br />

Apenas había yo puesto los hielos en los vasos para whisky cuando oí llegar el coche hasta<br />

<strong>la</strong> puerta. Abrí. Toña entró como un regalo, vestida de azul bril<strong>la</strong>nte y con los brazos pelones. Me<br />

dio un beso.<br />

—Buenas noches, buenas noches —dijo con voz de diosa. ¿Que aquí alguien quiere<br />

azuquitar?<br />

—¡Toña! —dijo Andrés. Cánteme Temor.<br />

—Cómo no, general, pero primero presénteme a los señores —dijo, mirando a Vives como<br />

si quisiera recordarlo. Ya sé —le dijo, usted es el director de <strong>la</strong> sinfónica. Vi su foto. A mí no se me<br />

ol<strong>vida</strong> una cara, ¿verdad, hermana? —me preguntó.<br />

—Y éste es el diputado Alfonso Peña. Como puedes ver ya lo aburrimos —dije seña<strong>la</strong>ndo a<br />

Poncho que se había quedado dormido sobre el brazo de un sillón de terciopelo.<br />

—Mucho gusto —dijo Toña, tomándole <strong>la</strong> mano y dejándose<strong>la</strong> caer. ¿Temor, general? Lo<br />

malo es que no traigo pianista, así que como salga.<br />

—¿Cómo ha de salir Toñita con su voz? —dijo Andrés.<br />

—¿Quiere pianista? —preguntó Carlos sentado frente al piano.<br />

—¿No me diga que usted sabe de estas músicas? —le dijo Toña.<br />

Carlos le respondió tocando los primeros acordes de Temor.<br />

—Qué fresco es éste, mira tú —dijo Toña.<br />

—¿Ahí está bien? —preguntó Carlos. Toña contestó alcanzando <strong>la</strong> canción donde iba el<br />

piano.<br />

—Pero desde el principio Toña —dijo Andrés. Temor de ser feliz a tu <strong>la</strong>do... —cantó.<br />

—No eches a perder todo —le dije yo que me había sentado en un sillón redondo y oía<br />

fascinada.<br />

—Va, general —dijo Vives y empezaron otra vez. Carlos seguía a Toña como si hubieran<br />

ensayado durante meses.<br />

No sólo <strong>la</strong> seguía sino que cuando acababa una canción él unía el final con el principio de<br />

otra y Toña entraba en su tiempo como si nada. Estaban jugando, se entendían con los ojos.<br />

«Por algo está el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una<br />

barrera en el mundo que mi amor profundo no rompa por ti.»<br />

—«Yo estoy obsesionada contigo y el mundo es testigo de mi frenesí» —canté con mi voz de<br />

ratón que no se aguantó <strong>la</strong>s ganas de participar.<br />

Toña asintió con <strong>la</strong> cabeza y con un brazo me hizo <strong>la</strong> seña de que me acercara.<br />

Me senté en <strong>la</strong> banquita del piano junto a Carlos y él saltó de esa canción que imaginé<br />

escrita para mí a los acordes de La noche de anoche.<br />

—«Ay qué noche <strong>la</strong> de anoche» —entró Toña. «De momento tantas cosas sucedieron que<br />

me confundieron.»<br />

—«Estoy aturdida, yo, yo que estaba tan tranqui<strong>la</strong>, disfrutando de <strong>la</strong> calma que nos deja<br />

ese amor que ya pasó» —canté con todo lo que tenía de voz y me recargué en Carlos que por un<br />

momento quitó una mano del piano y me acarició <strong>la</strong> pierna.<br />

—Ahora <strong>la</strong> que está echando a perder todo eres tú, Catalina —dijo Andrés. Cál<strong>la</strong>te, deja<br />

actuar a los grandes.<br />

No le hice caso. Seguí: «pero ¿qué tú estás haciendo de mí?, que estoy sintiendo lo que<br />

nunca sentí?» Mi voz parecía un silbato junto a <strong>la</strong> de Toña pero yo <strong>la</strong> seguía. «Te lo juro, todo es<br />

nuevo para mí.»<br />

Hasta llegué a sentir que era mía su voz sobre mi voz.<br />

—«Que me hizo comprender que yo he vivido esperándote» —dijimos y yo dejé caer <strong>la</strong><br />

cabeza sobre el piano. Pum, se oyó como final de La noche de anoche.<br />

—Catalina, deja de estar chingando —decía Andrés. El borracho soy yo. Cenizas, Vives<br />

—pidió.<br />

70


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Si, Cenizas —dije yo.<br />

—Pero tú cál<strong>la</strong>te, Catín —dijo.<br />

—Si, mi <strong>vida</strong> —le contesté.<br />

«Después de tanto soportar <strong>la</strong> pena de sentir tu olvido» —cantó Toña.<br />

—«Después que todo te lo dio mi pobre corazón herido» —seguí con el<strong>la</strong>, que se paró atrás<br />

de mí y me puso <strong>la</strong>s manos en los hombros.<br />

—Catalina no jodas —volvió a decir Andrés.<br />

—Más jodes tú con tus interrupciones —le dije y alcancé a Toña en «por <strong>la</strong> amargura de un<br />

amor igual al que me diste tú».<br />

—Papapapa —dije, parándome a palmear sobre el piano.<br />

—«Ya no podré ni perdonar ni darte lo que tú me diste» —seguimos.<br />

—«Has de saber que en un cariño muerto no existe el rencor» —sentenció lento Andrés<br />

desde un sillón, seña<strong>la</strong>ndo con el dedo a quién sabe quién.<br />

—«Y si pretendes remover <strong>la</strong>s ruinas que tú mismo hiciste, sólo cenizas hal<strong>la</strong>rás de todo lo<br />

que fue mi amor.» —terminamos.<br />

—Mamadas —dijo Andrés.<br />

—«Canta, si ol<strong>vida</strong>r quieres corazón» —cantó Toña siguiendo <strong>la</strong> música de Carlos.<br />

—«Canta, si ol<strong>vida</strong>r quieres tu dolor» —cantó Carlos mientras tocaba dando golpes breves.<br />

«Canta, si un amor hoy de ti se va.<br />

Canta, que otro volverá.»<br />

—Parará, parara, parará —canté yo y dejé el banco para bai<strong>la</strong>r, dando vueltas.<br />

Vives se reía y Andrés se quedó dormido. —Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong> —pedí mientras seguía<br />

bai<strong>la</strong>ndo so<strong>la</strong> por toda <strong>la</strong> estancia.<br />

—«Arránca<strong>la</strong>, toma mi corazón» —cantó Toña siguiendo al piano de Carlos.<br />

—«Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong>, y si acaso te hiere el dolor» —me uní a ellos sentándome otra vez<br />

junto a Carlos. Tenía razón Andrés, yo arruinaba sus voces pero no estaba para pensarlo en ese<br />

momento.<br />

—«Ha de ser de no verme porque al fin tus ojos me los llevo yo» —dije recargándome en el<br />

hombro de Carlos que cerró con tres acordes a los que Toña rebasó sosteniendo el «yo» del final.<br />

—¡Qué bárbara, Toña —dijo, mis respetos!<br />

—¿Y ustedes qué? —preguntó el<strong>la</strong>. ¿Se quieren o se van a querer?<br />

Dejamos a Andrés durmiendo y nos fuimos al jardín a ver salir el sol.<br />

—Señora, ¿llevo al diputado a su casa? —preguntó Juan, que estaba parado en <strong>la</strong> puerta del<br />

recibidor.<br />

—Por favor, Juan. Y al general a su cama. Es usted un santo.<br />

—Después regrese por mí —dijo Toña. No me quiero quedar al desayuno.<br />

Había pasado como una hora desde que el sol salió anaranjado entre los árboles, cuando<br />

Checo llegó al fondo del jardín, descalzo y en piyama.<br />

—¿Por qué estás vestida como ayer, mamá? —preguntó. Ponte tus pantalones. ¿No vas a ir<br />

a montar?<br />

—Vámonos, director —dijo Toña, palmeando el hombro de Carlos que se había puesto<br />

ojeroso y guapísimo. Adiós, hermana, que montes bonito. Te va a caer bien el aire.<br />

Carlos me dio un beso de <strong>la</strong>do mientras ponía sus manos sobre mis hombros:<br />

—¿Mañana? —preguntó.<br />

—Mañana —le contesté y nos separamos.<br />

El y Toña caminaron hacia el auto. Checo y yo hacia <strong>la</strong> casa.<br />

—Oye —gritó Carlos desde <strong>la</strong> reja, ya es mañana.<br />

71


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Cuando volvimos de montar, yo estaba medio mareada. Me bajé del caballo queriendo un<br />

jugo de naranja. Lucina me lo llevó hasta <strong>la</strong> puerta del jardín en donde me había sentado a<br />

sobarme <strong>la</strong>s piernas mientras le contestaba cualquier cosa a Checo.<br />

—Dijo el general que en cuanto llegara usted subiera a verlo —avisó Lucina.<br />

Subí los escalones de tres en tres, ensuciándolos con el Iodo de <strong>la</strong>s botas que no me quité<br />

hasta entrar a <strong>la</strong> recámara de Andrés. Ahí me senté sobre <strong>la</strong> cama destendida y empecé a<br />

jalonear<strong>la</strong>s.<br />

—¿Puedo abrir <strong>la</strong>s cortinas? No se ve nada.<br />

—Ten piedad de un crudo estreñido —contestó Andrés, dando vueltas sobre <strong>la</strong> cama hasta<br />

alcanzarme <strong>la</strong> cintura. Cuéntame de qué hab<strong>la</strong>ron ayer Cordera y Vives —dijo sobándome <strong>la</strong><br />

espalda. —Del concierto.<br />

—¿Y de qué más?<br />

—Vives le preguntó a Cordera por el Congreso, pero Cordera no le contestó nada<br />

importante.<br />

—¿Cuánto tiempo hab<strong>la</strong>ron? ¿Qué le contestó?<br />

—Sólo le dijo que iba bien y que <strong>la</strong> elección del líder <strong>la</strong> decidían <strong>la</strong>s bases.<br />

—No me inventes. ¿Qué dijo de importante?<br />

—Nada mijo. Se fue a los cinco minutos.<br />

—Entonces tú y Vives qué hicieron todo el demás tiempo. No me inventes. Vives y Cordera<br />

hab<strong>la</strong>ron más. Si ustedes regresaron como a <strong>la</strong>s dos horas.<br />

—Nosotros caminamos —le dije. ¡Qué jardines hay en Los Pinos!<br />

—Hab<strong>la</strong>s como si ayer los hubieras descubierto. ¿Quieres vivir ahí? Cuéntame de qué<br />

hab<strong>la</strong>ron Vives y Cordera.<br />

—General, si alguna vez los oigo hab<strong>la</strong>r te prometo reproducirte <strong>la</strong> conversación, pero ayer<br />

se dijeron cuatro cosas.<br />

—Díme<strong>la</strong>s. Acuérdate exactamente qué dijeron, porque hab<strong>la</strong>n en c<strong>la</strong>ve.<br />

—Estás crudo o sigues borracho. ¿Cómo que hab<strong>la</strong>n en c<strong>la</strong>ve?<br />

—¿No quedaron de verse? —preguntó.<br />

—Un día de éstos.<br />

—Eso quiere decir que el jueves —dijo.<br />

—Estás loco —contesté, forcejeando con <strong>la</strong> bota que se me atoraba siempre.<br />

—¿No has dormido? —preguntó.<br />

—Un rato.<br />

—¿Y a qué se debe <strong>la</strong> euforia? Tú duermes tres días por cada desve<strong>la</strong>da y apenas te<br />

repones. ¿Cómo es que fuiste a montar?<br />

—Me lo pidió Checo.<br />

—Te lo pide todos los días.<br />

—Hoy quise ir —dije, sacando <strong>la</strong> bota y estirando <strong>la</strong>s puntas de los dedos.<br />

—Estás muy rara.<br />

—Me divertí ayer, ¿tú no?<br />

—No me acuerdo. ¿Te dio por cantar o lo soñé?<br />

—Me dio por cantar Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong>. Canté otra vez.<br />

—Cál<strong>la</strong>te. Te oigo multiplicada por cinco.<br />

—Duerme…<br />

¿Para qué despiertas? Es domingo.<br />

—Por eso despierto. Torea Garza.<br />

—Falta mucho para <strong>la</strong>s cuatro. Duérmete. Yo te despierto a <strong>la</strong>s dos.<br />

—No me da tiempo. Invité a comer gente a <strong>la</strong> una. ¿Vas a venir en <strong>la</strong> tarde?<br />

—Nunca me invitas.<br />

—Te estoy invitando.<br />

—No me gustan los toros.<br />

72


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—¡Qué aberración! Vienes.<br />

—Como quieras —dije besándole <strong>la</strong> cabeza y tapándolo como si quisiera amortajarlo.<br />

Después fui de puntas hasta <strong>la</strong> puerta y lo dejé durmiendo.<br />

En Las Lomas tenía un baño tres veces más grande que <strong>la</strong> recámara, con <strong>la</strong>s paredes<br />

cubiertas de espejos y un tragaluz que hacía entrar el mediodía en el cuarto con <strong>la</strong> misma fuerza<br />

con que entraba en el jardín. Alrededor de <strong>la</strong> tina, en <strong>la</strong> que podían caber cinco gentes, había<br />

muchas p<strong>la</strong>ntas. El baño era mi rincón favorito, ahí me escapaba a estar so<strong>la</strong>.<br />

Esa mañana entré corriendo, abrí <strong>la</strong>s l<strong>la</strong>ves del agua y me desvestí aventando <strong>la</strong> ropa.<br />

Recuerdo mi cuerpo de entonces metido en el agua caliente, entre <strong>la</strong>s p<strong>la</strong>ntas, boca arriba, con <strong>la</strong><br />

cabeza mojada y <strong>la</strong> cara fuera viendo pasar <strong>la</strong>s nubes por el pedazo de cielo que cabía en los<br />

cristales del tragaluz.<br />

—¿Y ahora qué hago? —dije, como si tuviera una confidente bañándose conmigo. Puedo<br />

salir corriendo. Dejar al general con todo y los hijos, <strong>la</strong> tina, <strong>la</strong>s violetas, <strong>la</strong> cuenta de cheques que<br />

nunca se vacía. Me quiero ir con Carlos —dije enjabonándome <strong>la</strong> cabeza. Ahora mismo me voy.<br />

Lorenzo Garza ni qué Lorenzo Garza, a ver crímenes y a oír mentadas otro día. Hoy me cambio de<br />

casa, duermo en otra cama y hasta de nombre me cambio. ¿Y si no me acepta? Si, me acepta. El<br />

preguntó ¿mañana? El dijo ya es mañana. Pero no quiso que nos fuéramos al mar, me devolvió,<br />

nunca tuvo en <strong>la</strong> cabeza quedarse conmigo. No me quiere. Le caigo bien, lo divierto, pero no me<br />

quiere. ¿Si toco y no me abre? ¿Si tiene una novia llegando de Ing<strong>la</strong>terra? A <strong>la</strong> chingada.<br />

Salí de <strong>la</strong> tina, me envolví una toal<strong>la</strong> en <strong>la</strong> cabeza, caminé hasta el espejo y le sonreí.<br />

CAPÍTULO XVII<br />

Yo nunca vi a Andrés matar. Muchas veces oí tras <strong>la</strong> puerta su voz hab<strong>la</strong>ndo de muerte.<br />

Sabía que mataba sin trabajos, pero no con su mano y su pisto<strong>la</strong>, para eso tenía gente dispuesta<br />

a ganarse un lugar empezando por el principio.<br />

Hasta que anduve con Vives, nunca se me ocurrió temerle. Las cosas con <strong>la</strong>s que lo<br />

desafiaba eran juegos que podían terminar en cuanto se volvieran peligrosos. Lo de Carlos no.<br />

Por eso me daba miedo su pisto<strong>la</strong>.<br />

A veces en <strong>la</strong>s noches despertaba temb<strong>la</strong>ndo, suda y suda. Si nos habíamos acostado en <strong>la</strong><br />

misma cama ya no me podía dormir, miraba a Andrés con <strong>la</strong> boca medio abierta, roncando,<br />

seguro de que junto a él dormía <strong>la</strong> misma boba con <strong>la</strong> que se casó, <strong>la</strong> misma eufórica un poco más<br />

vieja y menos dócil, pero <strong>la</strong> misma. Su misma Catalina para reírse de el<strong>la</strong> y hacer<strong>la</strong> cómplice, <strong>la</strong><br />

misma que le adivinaba el pensamiento y no quería saber nada de sus negocios. Esos días, todas<br />

<strong>la</strong>s cosas que había ido viendo desde que nos casamos se me amontonaron en el cuerpo de tal<br />

modo que una tarde me encontré con un nudo abajo de <strong>la</strong> nuca. Desde el cuello y hasta el<br />

principio de <strong>la</strong> espalda se me hizo una bo<strong>la</strong>, una cosa tiesa como un solo nervio enorme que me<br />

dolía.<br />

Cuando se lo conté a <strong>la</strong> Bibi, me recetó ejercicio y unos masajes que de paso enf<strong>la</strong>caban <strong>la</strong>s<br />

caderas. A el<strong>la</strong> <strong>la</strong> iba a ver <strong>la</strong> masajista porque ni de chiste Gómez Soto <strong>la</strong> dejaba salir a<br />

encuerarse fuera de su casa, aunque fuera para que <strong>la</strong> sobara otra mujer. Pero yo preferí ir a <strong>la</strong><br />

casa de <strong>la</strong> colonia Cuauhtémoc, regenteada por una mujer sonriente, de piernas bel<strong>la</strong>s subidas<br />

siempre en enormes tacones, en <strong>la</strong> que daban masajes y c<strong>la</strong>ses de gimnasia.<br />

Ahí me hice amiga de Andrea Palma, era muy chistosa, se quejaba porque no tenía nalgas<br />

<strong>la</strong> pobre. Cuando nos masajeaban en camas parale<strong>la</strong>s acabábamos p<strong>la</strong>ticando del tamaño de<br />

nuestras panzas y concluyendo que una mezc<strong>la</strong> de nuestros traseros hubiera hecho una mujer<br />

perfecta.<br />

—Con que no fueras tan envidiosa y Dios quisiera hacernos el favor —me dijo un día.<br />

—¿Hasta Dios quieres que te haga el favor, Andrea? No te basta con todos los hijos que<br />

pone a tu disposición.<br />

73


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Eres una envidiosa. Nada más porque te tienen oprimida. ¿Que se siente ser fiel?<br />

—Feo.<br />

—También ser infiel se siente feo.<br />

—Menos.<br />

—Te pusiste roja —gritó. Hasta el ombligo se te puso rojo. ¿Qué andarás haciendo? No me<br />

lo digas, capaz que tu marido me amenaza con cortarme <strong>la</strong> lengua si no le suelto el chisme.<br />

—Me dan envidia tus pechos —le dije, como si no <strong>la</strong> hubiera oído.<br />

—No te hagas pendeja, Catalina, cuéntame.<br />

—¿Qué te cuento? No me pasa nada. ¿Tú te atreverías a engañar a mi general Andrés<br />

Ascencio?<br />

—Yo no, pero tú sí. Si te atreves a dormir con él. ¿Por qué no a cualquier otra barbaridad?<br />

—Por esa barbaridad me mataría.<br />

—Como a <strong>la</strong> pobre que mató en Morelos —apuntó por su cuenta Raquel <strong>la</strong> masajista.<br />

—¿A quién mató en Morelos? —preguntó Andrea.<br />

—A una muchacha que era su amante y que un día lo recibió con el conque de que ya no<br />

—dijo Raquel.<br />

—Eso es mentira. Mi marido no anda matando señoras que se le resisten —dije yo.<br />

—A mí eso me contaron —dijo Raquel.<br />

—Pues no se crea todo lo que le cuenten —dije, bajándome de <strong>la</strong> camita de masajes para<br />

quitarme de sus manos sobándome.<br />

—Catina, no te pongas tonta —dijo Andrea. Creí que tenias más mundo.<br />

—Más mundo, más mundo. ¿Cómo quieres que me ponga? Me están diciendo que hace doce<br />

años vivo con Jack el destripador y quieres que me quede ahí acostada, ¿quieres que sonría como<br />

<strong>la</strong> Mona Lisa? ¿Qué quieres?<br />

—Quiero que pienses.<br />

—¿Que piense qué, que piense qué? —grité.<br />

Nuestra conversación privada se había hecho pública y <strong>la</strong>s mujeres de <strong>la</strong>s otras camas y sus<br />

masajistas habían detenido todo para mirarme ahí desnuda, con los ojos llorosos y <strong>la</strong> cara<br />

encendida, gritándole a Andrea.<br />

—Que te calles, primero —dijo el<strong>la</strong> bajito, que te subas a <strong>la</strong> cama, te acuestes, me sonrías,<br />

acabes tu masaje y saliendo de aquí te pongas a investigar quién es Andrés Ascencio.<br />

La obedecí. Su voz apresurada y sus ojos oscuros me fueron calmando. Estuve un rato<br />

cal<strong>la</strong>da, boca abajo, sintiendo como nunca de fuertes los pellizcos que Raquel me daba en <strong>la</strong>s<br />

nalgas.<br />

—Que investigue por ejemplo, ¿qué? —dije.<br />

—Por ejemplo si es verdad o no lo que cuenta Raquel.<br />

—Pero, ¿cómo va a ser verdad, Andrea? Es una pendejada. Mi marido mata por negocios,<br />

no va por ahí matando mujeres que no se dejan coger.<br />

—Vaya, así te oyes mucho más inteligente.<br />

¿Pero por qué no iba a hacer <strong>la</strong>s dos cosas?<br />

—Porque no.<br />

—Muy razonable, porque no. Porque tú no quieres. Pues entonces no y ya.<br />

—Pues sí. No y ya —le dije.<br />

—Como quieras —me contestó con su media risa maligna. ¿Sigues a dieta?<br />

—No me cambies el tema. ¿Crees que soy tonta?<br />

—La que le puso punto final al asunto fuiste tú. No me eches <strong>la</strong> culpa de tus miedos —dijo,<br />

levantándose para seguir a Marta que <strong>la</strong> l<strong>la</strong>maba al temazcal.<br />

—¿Usted se va a meter al temazcal? —me preguntó Raquel.<br />

—¿Dónde oyó eso de <strong>la</strong> asesinada en Morelos? —le contesté.<br />

—Por ahí lo oí, señora, pero tiene usted razón, ha de ser una mentira.<br />

74


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Raquel se pintaba el pelo de güero rojizo, tenía los ojos chiquitos muy vivos y los <strong>la</strong>bios<br />

delgados. Daba masajes con sus manos fuertes y pequeñas. Hab<strong>la</strong>ba poco. Parecía estar para oír<br />

y cal<strong>la</strong>rse. Por eso me extrañó tanto que se hubiera metido en mi conversación con Andrea.<br />

¿Y si de veras <strong>la</strong> mató?, me <strong>la</strong> pasé preguntándome mientras sudaba en el temazcal.<br />

—No me quiero morir —le dije a <strong>la</strong> Palma que estaba enfrente sacando <strong>la</strong> cabeza del cuadro<br />

de <strong>la</strong>drillo en que lo encerraban a uno con una lona de hule sobre los hombros. Nos veíamos como<br />

monstruos de cuerpo cuadrado y cabeza sudorosa y chiquita.<br />

—Menos ahora que te estás poniendo tan guapa —me contestó.<br />

—Andrea, no es juego, no me quiero morir.<br />

—No te vas a morir, amiga, no seas tonta. Tú conoces mejor a tu marido que todas nosotras<br />

con todo y todos los chismes que hemos oído de él. Según tú no es un monstruo, ¿qué te<br />

preocupas entonces? Ni aunque lo anduvieras engañando te daría un tiro, ¿por qué otra cosa te<br />

lo ha de dar?<br />

—Por ninguna. No es un matón de cuarta.<br />

—Ya me convenciste querida, ¿ahora quieres que yo te convenza a ti de lo que me acabas<br />

de convencer? O ¿por qué me vienes con el lloriqueo de que no te quieres morir?<br />

Cada vez hablábamos más cerca. Nos habíamos salido de los temazcales y nos secábamos<br />

una frente a otra con <strong>la</strong>s caras y <strong>la</strong>s bocas tan próximas que a veces se rozaban. Andrea era<br />

preciosa. Así, sin pintura, sudando, á<strong>vida</strong> de mi chisme y acompañándome en el miedo que le iba<br />

yo pasando mientras le contaba todo, desde <strong>la</strong>s escaleras de Bel<strong>la</strong>s Artes y <strong>la</strong> cena en Prendes,<br />

hasta el día que conocí su casa y <strong>la</strong> fui haciendo mía. Todo: <strong>la</strong>s caminatas por el zócalo, <strong>la</strong>s<br />

meriendas, <strong>la</strong>s tardes en el cine, <strong>la</strong>s noches de concierto, <strong>la</strong>s madrugadas corriendo a meterme<br />

en mi cama eufórica y aterrada.<br />

—¿Qué hago, Andrea? —le pregunté.<br />

—Por lo pronto, gimnasia dijo, y me dio un beso.<br />

CAPÍTULO XVIII<br />

Ese dos de noviembre caía en miércoles y Andrés decidió que pasáramos el puente de<br />

muertos en <strong>la</strong> casa de Pueb<strong>la</strong>. Dijo que invitaría unos amigos, que organizara yo todo. Me puse<br />

furiosa sólo de pensar en esos días atendiendo a los invitados de Andrés y lejos de Carlos. Si por<br />

lo menos invitan gente grata, pero invitaría al subsecretario de Ingresos con <strong>la</strong> mensa de su<br />

mujer, siempre vestida como para que <strong>la</strong> retrataran para el Maruca, al secretario de Agricultura<br />

que no sabía ni hab<strong>la</strong>r porque era lelo, y al político de última moda. Porque los políticos se ponían<br />

de moda y Andrés en cuanto uno andaba famoso lo invitaba a pasar el fin de semana con<br />

nosotros. Lo volvía el rey de <strong>la</strong> casa, el centro de <strong>la</strong>s conversaciones, lo dejaba ganar en el frontón<br />

y me hacía comp<strong>la</strong>cer a su señora en todo lo que pidiera.<br />

Conocía yo <strong>la</strong>s vacaciones con quince invitados y tres comidas diarias, más aperitivos,<br />

galletas y café a todas horas. Me <strong>la</strong> pasaría visitando <strong>la</strong> cocina y el mal humor de Matilde.<br />

Anduve maldiciendo todo el jueves. Andrés me avisó que saldríamos el viernes 28 al<br />

mediodía, para volver el miércoles dos en <strong>la</strong> tarde.<br />

—¿No se le caerá el país a Fito si te vas tanto tiempo? ¿Qué hará sin su compadre asesor?<br />

—le pregunté pensando que a mí el mundo se me haría insoportable y aburridísimo sin<br />

Carlos.<br />

Estuve con él <strong>la</strong> tarde del miércoles caminando por el zócalo y <strong>la</strong> avenida Juárez.<br />

Cenamos en El Pa<strong>la</strong>ce, viendo <strong>la</strong> p<strong>la</strong>za. Yo comí angu<strong>la</strong>s y él ostiones, yo un pastel con<br />

he<strong>la</strong>do y él un café express.<br />

—Tengo un cuarto aquí abajo —me dijo.<br />

75


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Puedo quedarme hasta <strong>la</strong> una —contesté y nos fuimos corriendo del restorán a un cuarto<br />

con un balcón que daba a <strong>la</strong> p<strong>la</strong>za y que abrí para sentir el frío, ver el Pa<strong>la</strong>cio y <strong>la</strong> Catedral.<br />

—Siempre tenemos que coger a escondidas —dije.<br />

—¿Para qué te casaste a los dieciséis años con un general que es compadre del Presidente?<br />

—Yo qué sé para qué hacía <strong>la</strong>s cosas a los dieciséis años. Tengo treinta, quiero mandarme,<br />

quiero vivir contigo, quiero que <strong>la</strong> bo<strong>la</strong> de viejas que se vienen mientras te miran dirigir sepan que<br />

<strong>la</strong> que se viene de a de veras soy yo. Quiero que me lleves a Nueva York y que me presentes a tus<br />

amigos. Quiero que me saques del ropero y decirle todo al general Ascencio.<br />

—Pero por lo pronto quieres que demos una cogidita, ¿no?<br />

—Si —dije, y se me olvidó el alegato.<br />

Cuando nos despedimos lo volví a recordar, casi me gustó tener que decirle que me iría<br />

cuatro días al encierro de Pueb<strong>la</strong>, sin él, con mi marido, con mis hijos y mis sirvientas, a mi casa,<br />

mezc<strong>la</strong> de guarida y convento, llena de corredores y macetas, recovecos y fuentes.<br />

—Qué pena —dijo muy calmado.<br />

—No te importa, c<strong>la</strong>ro que ni te importa —le grité. Total te quedas muy cogidito y me<br />

mandas con el otro. Maricón —dije cerrando <strong>la</strong> puerta del coche y ordenándole a Juan que<br />

arrancara.<br />

Pasé furiosa toda <strong>la</strong> mañana del viernes. Lilia me lo notó desde temprano.<br />

—¿No quieres ir? Antes te gustaba regresar —dijo. Es bonito Pueb<strong>la</strong>.<br />

—¿Vas a decirme qué te está pareciendo el novio que te inventó tu papá? —le pregunté.<br />

—Es buena gente —contestó.<br />

Tenía 16 años, unos pechos perfectos, unas piernas <strong>la</strong>rgas y duras, los ojos vivísimos y <strong>la</strong><br />

risa llena de certidumbre.<br />

—Es un cabrón bien hecho. Enchinchó siete años a Georgina Letona y ahora <strong>la</strong> deja para<br />

noviar contigo, que eres muy linda y muy fresca, y casualmente <strong>la</strong> hija de Andrés Ascencio. ¿No<br />

te das cuenta de que eres un negocio?<br />

—Qué complicaciones haces, mamá. Estás así porque no quieres dejar a Carlos cuatro días.<br />

—A mí qué me importa Carlos —dije.<br />

—Se nota que nada.<br />

—¿Vienes a montar? —me contestó riéndose.<br />

—No puedo. No he organizado lo de <strong>la</strong>s comidas ni sé cuántos vamos a ser.<br />

—Cómo te complicas —dijo. Y se fue haciendo ruido con <strong>la</strong>s botas.<br />

Quince años antes, yo era como Lilia. ¿En qué momento empezó a ser primero <strong>la</strong> comida de<br />

los otros que mis ganas de correr a caballo?<br />

L<strong>la</strong>mé a Pueb<strong>la</strong> para hab<strong>la</strong>r con Matilde <strong>la</strong> cocinera. Le pedí que hiciera Lomo en chile pasil<strong>la</strong><br />

para <strong>la</strong> noche.<br />

—¿No será muy pesado para <strong>la</strong> noche, señora? —contestó en el tonito con que le gustaba<br />

corregirme. Casi siempre acababa dándole <strong>la</strong> razón y quitándome de problemas, pero esa<br />

mañana me empeñé en el lomo.<br />

—¿No será mejor un pollo con hierbitas de olor? Ese le gusta mucho al general.<br />

—Haga el lomo, Matilde.<br />

—Lo que usted diga, señora —contestó.<br />

Estaba medio enamorada de Andrés. Tenía mi edad y un hijo viviendo con su mamá en San<br />

Pedro.?e veía vieja. Le faltaban dos dientes y nunca se puso a dieta ni fue a <strong>la</strong> gimnasia ni se<br />

compró cremas caras. Parecía veinte años más vieja que yo. No me quería nada y tenía razón. Me<br />

quedé pensando en que tendría que lidiar<strong>la</strong> todo el puente.<br />

Seguía yo sentada junto a <strong>la</strong> mesita del teléfono, mirándome <strong>la</strong> punta de los mocasines,<br />

cuando entró Carlos al hall con una maleta en <strong>la</strong> mano.<br />

—¿La salida es a <strong>la</strong>s doce? —preguntó.<br />

76


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

No le contesté. Corrí a quitarme <strong>la</strong>s anchoas que tenia en el copete. Me puse unos<br />

pantalones, perfume y rojo en los <strong>la</strong>bios. Volví a <strong>la</strong> sa<strong>la</strong> pero él ya no estaba ahí.<br />

—Se fueron al bar del salón de juegos —explicó Lucina.<br />

—¿Ya estás lista? —le pregunté. ¿Y los niños?<br />

—Todos.<br />

El salón de juegos quedaba al fondo del jardín. Todas nuestras casas eran enormes, hubiera<br />

sido bueno recorrer<strong>la</strong>s en coche. Crucé el jardín y entré al salón, Andrés y Carlos jugaban bil<strong>la</strong>r.<br />

—A ver a qué horas, señora —dijo Andrés. Te doy hasta <strong>la</strong> una.<br />

—Yo ya estoy. Lili no ha vuelto de montar. ¿A quién más invitaste?<br />

—Nada más al diputado Puente con su señora. Quiero ver gente de allá y descansar —dijo<br />

Andrés apuntándole a <strong>la</strong> bo<strong>la</strong>. Tiró y falló. Qué mal estoy jugando. ¿Qué haces ahí panda? Arrea<br />

a tus hijos. Vamos a necesitar tres coches, que vengan Juan y Benito. ¿Quién más está?<br />

—Yo puedo manejar mi coche —dijo Carlos.<br />

—Perfecto —contestó Andrés. Tú, Catalina, vete con él, llévense a Lilia, a los niños y a <strong>la</strong><br />

nana. Yo no quiero saber de pláticas domésticas. A Carlos le caen bien porque es un hombre libre.<br />

Las otras niñas y Octavio que se vayan con Benito. Pero que nadie salga después de <strong>la</strong>s dos.<br />

Todos al mismo tiempo. Nos vamos siguiendo. Vigi<strong>la</strong> que Lilia no lleve nada más trajes de baño<br />

y pantalones, que lleve algo de vestir porque <strong>la</strong> van a invitar los A<strong>la</strong>triste una noche.<br />

—¿Ya organizaste? —le pregunté.<br />

—Si, ya organicé. Y no me lo preguntes en ese tono. Es mi hija y yo veo por su futuro. Tú<br />

no te metas.<br />

—Cuando te conviene es tu hija, cuando no te conviene es nuestra hija. A los diez años me<br />

<strong>la</strong> entregaste con un discurso sobre <strong>la</strong> necesidad de que yo fuera como su madre. Ahora ya nada<br />

más es hija tuya.<br />

—Porque ahora necesita alguien que le asegure el futuro, no quien le limpie los mocos y <strong>la</strong><br />

ayude con <strong>la</strong>s tareas.<br />

—No voy a dejar que <strong>la</strong> cases a <strong>la</strong> fuerza —dije.<br />

—No te preocupes, se va a casar por su gusto.<br />

—¿Por qué no comprometes a una de <strong>la</strong>s dos grandes?<br />

—Porque dio <strong>la</strong> casualidad que ésta es más bonita.<br />

—Ni que Emilito fuera una belleza. Perfectamente se puede casar con Marta.<br />

—Porque a el<strong>la</strong> <strong>la</strong> quieres menos.<br />

—Pues sí, <strong>la</strong> quiero menos y es más grande. Lili es una pobre niña boba.<br />

—Tiene <strong>la</strong> misma edad que tenías tú cuando nos casamos.<br />

—Pero el hijo de A<strong>la</strong>triste es un pendejo. Tú serás lo que sea pero no porque tu papá te<br />

ordenó <strong>la</strong> <strong>vida</strong>.<br />

—Mi papá qué <strong>vida</strong> me iba a ordenar, si no lo conocí. Mi pobre madre se <strong>la</strong>s tuvo que ver<br />

negras, no me hagas volver sobre esa historia. Qué bueno que Milito tenga asegurado el futuro,<br />

mejor para mi Lili. ¿Vas a tirar alguna vez, Vives?<br />

—Estoy esperando a que acaben de discutir.<br />

—No esperes, cabrón, tira. Yo estoy discutiendo porque estoy esperando a que tires, si no<br />

ni pierdo el tiempo con esta señora que se <strong>la</strong> pasa terqueando. Debió ser abogado. «Gotita de<br />

miel» le decía su papá. ¿Tú crees, hermano? No sabía quién era su hija el pobre don Marcos.<br />

—Menos quién era su yerno —dije.<br />

—Ya tiré avisó Carlos.<br />

Le cerré un ojo mientras Andrés se concentraba en ponerle tiza al taco. Después me fui.<br />

Salimos a <strong>la</strong>s cinco. Andrés estaba rojo dizque del coraje, pero era del brandy. Todavía<br />

pasamos por el diputado Puente. Un coche detrás del otro. Primero el de Carlos, con nosotros,<br />

después el que manejaba Benito y llevaba a Lucina y <strong>la</strong>s niñas grandes con dos amigos, al último<br />

el de Andrés que manejaba Juan.<br />

77


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Fue un viaje grato. Verania y Checo primero cantaron <strong>la</strong>s canciones del colegio, después se<br />

pelearon por un libro de cuentos y por fin se durmieron. Lilia iba atrás con ellos. Nos p<strong>la</strong>ticó un<br />

rato.<br />

—Le escribí a Loli —dijo.<br />

—¿Quién es ésa?<br />

—¿No sabes? La que da consejos en <strong>la</strong> revista Maraca.<br />

—¿Y qué le preguntaste?<br />

—Ya sabes.<br />

—¿Y qué te dijo?<br />

—¿Te leo? Me puse Carmina de Pueb<strong>la</strong>. Así dice <strong>la</strong> respuesta: «Una simple simpatía puede<br />

llevar<strong>la</strong> al amor, todo se reduce a que usted encuentre en él aquel<strong>la</strong>s cualidades de que usted, en<br />

sus sueños, ha adornado a su príncipe azul. Pero si hay discrepancia entre el sueño y <strong>la</strong> realidad,<br />

cosa muy común, no llegará el amor. Puede usted estar segura.»<br />

—¿Tú tienes simpatía por Milito? —le preguntó Carlos.<br />

—Algo —dijo el<strong>la</strong>.<br />

—Pero no tiene nada que ver con el príncipe de tus sueños —dije.<br />

—Poco —dijo el<strong>la</strong>.<br />

—Entonces no va a llegar el amor —sentencié. Lo que tienes que hacer es mandarlo a <strong>la</strong><br />

chingada mañana mismo. Suavecito, sin groserías, pero derechito a <strong>la</strong> chingada. Le dices que no<br />

sabes bien, que tu mamá dice que estás muy chica, que quieres conocer otros muchachos, que<br />

mejor nada más sean amigos por ahora.<br />

—¿Y qué le digo a mi pa? —preguntó.<br />

—Yo me encargo de tu pa —dije.<br />

—¿Me lo prometes? El dice que es lo que más me conviene. No vas a poder.<br />

—¿Qué sabe tu papá lo que más te conviene? Eso es lo que más le conviene a él. Así amarra<br />

sus negocios con don Emilio.<br />

—Conste que tú le dices, ma —dijo de últimas y al rato se durmió también.<br />

La tarde era c<strong>la</strong>ra y los volcanes se veían cercanos y enormes. En Río Frío, Andrés nos<br />

rebasó ordenando que nos detuviéramos. Nos estacionamos frene a <strong>la</strong> tiendacantina del pueblo.<br />

Empezaba a oscurecer, los árboles parecían fantasmas detrás de nosotros. Los niños se bajaron<br />

haciendo mido.<br />

—El que quiera refresco que lo pida, el que quiera mear que mee. No desaprovechen <strong>la</strong><br />

oportunidad porque no vamos a parar hasta Pueb<strong>la</strong> —dijo Andrés.<br />

Llegamos como a <strong>la</strong>s nueve. Carlos me hizo notar que <strong>la</strong> casa no se veía de lejos, estaba<br />

escondida y sin embargo desde <strong>la</strong> terraza uno podía ver <strong>la</strong> ciudad a punto de irse a dormir. La<br />

gente en Pueb<strong>la</strong> se encerraba temprano, se metía en sus casas de puertas grandes y no andaba<br />

en <strong>la</strong> calle dando vueltas después de <strong>la</strong>s ocho.<br />

Andrés llevó a los invitados a sus cuartos mientras yo veía cómo estaba <strong>la</strong> cena.<br />

—Nada más pon diez lugares —le dije a Lucina. Metí el dedo en <strong>la</strong> cazue<strong>la</strong> del lomo.<br />

Cenamos en veinte minutos. Me mandas tortil<strong>la</strong>s calientes en cuanto <strong>la</strong>s vayas teniendo.<br />

Subí a ver qué cuarto le había tocado a Carlos. Le pedí a Juan que cargara una maceta<br />

grande con un helecho y <strong>la</strong> pusiera dentro. Después me fui a cambiar. Tenía ropa nueva en el<br />

clóset de Pueb<strong>la</strong>. Nunca hacía equipaje para ir de una casa a <strong>la</strong> otra.<br />

Me puse uno de los vestidos de gobernadora. Uno rojo de te<strong>la</strong> pesada, ceñida en el pecho y<br />

con pliegues hasta el suelo.<br />

—¿Me vas a dejar que te lo quite? —dijo Carlos acercándose a mí cuando entré a <strong>la</strong> sa<strong>la</strong>.<br />

Empecé a pensar cómo le haría para escaparme al tercer piso a media noche.<br />

Andrés facilitó <strong>la</strong> cosa porque en cuanto acabamos de cenar se fue a dormir.<br />

El diputado Puente y su señora no tenían sueño, <strong>la</strong>s hijas y sus amigos tampoco, así que nos<br />

quedamos frente a <strong>la</strong> chimenea p<strong>la</strong>ticando.<br />

78


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Cuatro noches pasé en el cuarto de Carlos, escapándome cuando Andrés se dormía,<br />

pretextando el catarro de Checo y <strong>la</strong> conversada con Lili hasta muy tarde.<br />

Andrés jugaba frontón todas <strong>la</strong>s mañanas. Carlos perdía con él el primer partido, luego<br />

nadaba conmigo y <strong>la</strong>s niños. El domingo fuimos a tomar una nieve al zócalo de Atlixco. Ahí me<br />

presentó a Medina, el líder de <strong>la</strong> CTM, muy amigo de Cordera.<br />

—Usted va a perdonar, señora, aunque dice Carlos que es usted de confianza, pero Andrés<br />

Ascencio es un cabrón. Nos quiere chingar nada más para demostrarle a Álvaro que él todavía<br />

manda aquí. Los de <strong>la</strong> CROM cobran en <strong>la</strong> presidencia, son sus chantes. Desde hace mucho, ni<br />

crean que de ahora. Son <strong>la</strong> gente que él metió en La Guadalupe después de <strong>la</strong> huelga esa que<br />

terminó a punta de pisto<strong>la</strong>.<br />

—¿Cómo estuvo eso? —preguntó Carlos.<br />

—No quisiera contar de<strong>la</strong>nte de <strong>la</strong> señora. Aunque aquí todo el mundo lo sabe.<br />

—Yo no —dije. ¿Cómo fue?<br />

Despacio, soltando <strong>la</strong>s cosas de a poquito, Medina contó:<br />

—La Guadalupe había estado en huelga un mes. Los trabajadores querían aumento de<br />

sa<strong>la</strong>rio y p<strong>la</strong>zas para los eventuales. Estaban confiados, era el sexenio del general Aguirre y como<br />

había huelgas por todas partes se les olvidó que en Pueb<strong>la</strong> gobernaba Andrés Ascencio. Un mes<br />

estuvieron con sus banderas puestas. Hasta que llegó el gobernador.<br />

—Échame a andar <strong>la</strong>s máquinas —le dijo a uno que se negó. Entonces camínale —ordenó.<br />

Sacó <strong>la</strong> pisto<strong>la</strong> y le dio un tiro. Tú échame <strong>la</strong>s máquinas a caminar —le pidió a otro que también<br />

se negó. Camínale —dijo y volvió a disparar. ¿Van a seguir de necios? —les preguntó a los cien<br />

obreros que lo miraban en silencio. A ver tú —le dijo a un muchacho, ¿quieren morirse todos? No<br />

va a faltar quien los reemp<strong>la</strong>ce mañana mismo.<br />

El muchacho echó a andar su máquina y con él los demás fueron acercándose a <strong>la</strong>s suyas<br />

hasta que <strong>la</strong> fábrica volvió a rugir turno tras turno sin un centavo de aumento.<br />

Lo mismo había hecho con <strong>la</strong> huelga de La Cande<strong>la</strong>ria: veinte muertos. Las noticias<br />

hab<strong>la</strong>ron de un herido accidental.<br />

Medina tenía todas <strong>la</strong>s historias por contar. Empecé queriendo escuchar<strong>la</strong>s y terminé<br />

levantándome a corretear a los niños por el zócalo mientras él y Carlos hab<strong>la</strong>ban. Cuando<br />

volvimos al quiosco calientes y chapeados, a pedir otra nieve, Medina se levantó, me dio <strong>la</strong> mano<br />

y <strong>la</strong>s gracias anticipadas por mi silencio. No le dije que creía <strong>la</strong> mitad de sus histories, pero pensé<br />

que eso de Andrés matando personalmente obrero tras obrero era una exageración. Tampoco se<br />

lo dije a Carlos. Mejor hablé del campo y canté con los niños el corrido de Rosita Alvirez.<br />

Llegamos a Pueb<strong>la</strong> tardísimo. Andrés ya había pedido <strong>la</strong> comida y se estaba sentando a presidir<br />

<strong>la</strong> mesa.<br />

—¿De dónde vienen cargados de mugre? —preguntó.<br />

—Fuimos a Atlixco a tomar nieve —dijo Verania que lo adoraba.<br />

El lunes me quedé en <strong>la</strong> casa. Durante años no había jugado con mis hijos, los encontré<br />

listísimos y estuve segura de que no podía tener mejor compañía que sus juegos y sus<br />

ocurrencias mientras Carlos visitaba otra vez a Medina.<br />

Pasamos <strong>la</strong> mañana jugando serpientes y escaleras. Me dieron <strong>la</strong>s dos de <strong>la</strong> tarde<br />

carcajeándome y peleando como chiquita.<br />

El martes organicé todo desde temprano y a <strong>la</strong>s diez no tenía más deber que ir con Carlos<br />

a donde fuera. Nadie me vería dentro del Chrysler enorme, escondida en el piso para salir de <strong>la</strong><br />

ciudad y sus calles llenas de mirones. Después venia el campo y ahí no se metían con uno.<br />

Lo convencí y nos fuimos por <strong>la</strong> carretera a Cholu<strong>la</strong> hasta Tonanzint<strong>la</strong> que estaba todo<br />

sembrado con flores de muerto. El campo se veía anaranjado y verde; cempazúchil y alfalfa<br />

crecían en noviembre. Entramos a <strong>la</strong> iglesia llena de angelitos ojones y asustados.<br />

—Dizque era yo <strong>la</strong> novia —le dije. Dizque iba caminando con <strong>la</strong> marcha nupcial a casarme<br />

contigo. La marcha nupcial tocada por tu orquesta.<br />

—No puedo dirigir y casarme.<br />

79


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Dizque podías —corrí hasta <strong>la</strong> puerta para hacer mi entrada despacio: un paso, otro paso.<br />

Tatatán, tatatán, caminé cantando hasta él que se había quedado frente al altar, junto a los<br />

reclinatorios de terciopelo envejecido.<br />

—Qué loca estás, Catina —dijo, pero alzó los brazos hacia el coro para fingir que dirigía.<br />

Seguí caminando parsimoniosa hasta que llegué junto a él y le detuve los brazos.<br />

—Tienes que recibir a <strong>la</strong> novia. Ven, nos hincamos aquí. La gente nos está mirando. Tú me<br />

prometes quererme en <strong>la</strong> salud y en <strong>la</strong> enfermedad, en lo próspero y en lo adverso, y todos los<br />

días de mi <strong>vida</strong>. Yo te acepto a ti como mi esposo y prometo serte fiel en lo próspero y en lo<br />

adverso, en <strong>la</strong> salud y en <strong>la</strong> enfermedad y amarte y respetarte todos los días de mi <strong>vida</strong>.<br />

—Qué bien te lo sabes. Lo tienes ensayadísimo. Pero, ¿por qué lloras? No llores, Catalina,<br />

ya prometo serte fiel con marido y sin marido, en <strong>la</strong>s carcajadas y el miedo, y amarte y respetar<br />

tus preciosas nalgas todos los días de mi <strong>vida</strong>.<br />

Nos abrazamos todavía hincados en los reclinatorios, bajo el techo y <strong>la</strong>s paredes doradas,<br />

frente a <strong>la</strong> virgen encerradita en su nicho. Nos abrazamos hasta que se paró frente a nosotros una<br />

vieja enrrebozada con <strong>la</strong> cara llena de arrugas y verrugas, tan chaparrita que nos quedaba a <strong>la</strong><br />

altura de los ojos.<br />

—¿Qué no les da respeto Dios? —dijo. Si quieren hacer cochinadas vayan a hacer<strong>la</strong>s a un<br />

establo, no vengan aquí a ensuciar <strong>la</strong> casa de <strong>la</strong> virgen.<br />

—Nos acabamos de casar ——dije. A Dios le gusta el amor.<br />

—Amor ni qué amor. Pura calentura es lo que traen ustedes. Andeles para fuera —dijo<br />

tomando su escapu<strong>la</strong>rio por una punta y levantándoselo hasta <strong>la</strong> cara. Se tapó con él desde <strong>la</strong><br />

barba hasta <strong>la</strong> mitad de los ojos y empezó a rezar. Luego muy rápido, mientras nosotros<br />

seguíamos mirándo<strong>la</strong> como a una aparición, sacó una botel<strong>la</strong> de agua bendita y nos <strong>la</strong> echó<br />

encima diciendo más jacu<strong>la</strong>torias con su voz chillona.<br />

—¿Dónde queda el establo? —le preguntó Carlos levantándose y jalándome.<br />

—¡Animas del purgatorio! Dios tenga clemencia de sus almas, porque seguro que sus<br />

cuerpos se van a chichinar —dijo.<br />

Buscamos un lugar entre los sembradíos. Nos acostamos sobre <strong>la</strong>s flores anaranjadas,<br />

rodamos sobre el<strong>la</strong>s desvistiéndonos. A veces yo veía el cielo y a veces <strong>la</strong>s flores. Hacía más ruido<br />

que nunca, quería ser una cabra. Era una cabra. Era yo sin recordar a mi papá, sin mis hijos ni mi<br />

casa, ni mi marido, ni mis ganas del mar.<br />

Nos reímos mucho. Nos retamos como dos mensos que no tienen futuro ni casa ni una<br />

chingada. No sé de qué nos reíamos tanto. Creo que de nuestras ganas nos reíamos.<br />

—Estás toda pintada de flor de muerto —dijo Carlos. Debe ser bonito que así hue<strong>la</strong> <strong>la</strong> tumba<br />

de uno y que <strong>la</strong> pongan toda de anaranjado en Todos Santos. Cuando me muera te encargas de<br />

que me entierren aquí.<br />

—Te vas a morir en Nueva York, en un viaje como ese del mes pasado, o en París. Tú eres<br />

muy internacional para morirte aquí cerca. Además vas a estar tan viejito que ya no te va a<br />

importar ni a qué hue<strong>la</strong> tu rumba.<br />

—Me muera cuando me muera quiero que mi tumba hue<strong>la</strong> como tu cuerpo ahora. Y ya<br />

vámonos que son <strong>la</strong>s dos. Si no estás a <strong>la</strong> hora de presidir <strong>la</strong> mesa nos mata tu marido.<br />

—Ya me cansé de mi marido. Todos los días nos va a matar por algo. Que nos mate y ya,<br />

nos enterramos aquí y nos ponemos a coger debajo de <strong>la</strong> tierra donde nadie nos esté molestando.<br />

—Buena idea, pero mientras nos mata vámonos yendo.<br />

Nos levantamos y caminamos hasta el coche. Fui cortando flores, cuando llegamos a <strong>la</strong> casa<br />

<strong>la</strong>s acomodé en una ol<strong>la</strong> de barro en medio de <strong>la</strong> mesa.<br />

—¿Quién puso ese horror ahí? —preguntó Andrés llegando a comer.<br />

—Yo —le dije.<br />

—Cada día estás más loca. Esto no es tumba. Quíta<strong>la</strong>s que son de ma<strong>la</strong> suerte y huelen<br />

espantoso. Perdonen a mi señora —dijo a los invitados. A veces es una romántica equivocada<br />

—después distribuyó los lugares.<br />

80


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—¿Dónde te quieres sentar, Car<strong>la</strong>ngas? —le preguntó a Carlos cuando ya no quedaba más<br />

lugar que uno junto a mí. ¿Junto a mi señora?<br />

—Encantado —dijo Carlos.<br />

—No lo tienes que decir —contestó. ¿De qué es <strong>la</strong> sopa, Catalina?<br />

—De hongos con flores de ca<strong>la</strong>baza.<br />

—Vaya. Está obsesionada con <strong>la</strong>s flores. Pero es buena esta sopa, es reponedora, se <strong>la</strong><br />

recomiendo, diputado —le dijo a Puente, el diputado de <strong>la</strong> CRQM que pasaba esos días en <strong>la</strong> casa.<br />

—¿Estuvo <strong>la</strong>rga su desve<strong>la</strong>da de anoche? —preguntó Carlos.<br />

—No más que otras —contestó Andrés. Teníamos mucho que hab<strong>la</strong>r, ¿verdad diputado?<br />

—Y lo que nos falta general —dijo el diputado.<br />

—Ay ya no —suplicó su señora. Luego llegan muy tarde y una pasa muchos fríos.<br />

Era una mujer chaparrita, de ojos grandes y pestañas muy negras. Con <strong>la</strong>s chichis bien<br />

puestecitas y <strong>la</strong> cintura siempre apretada con <strong>la</strong>zos o cintos. Le gustaba su marido. Adivinar <strong>la</strong><br />

razón, porque era espantoso, pero el caso es que el<strong>la</strong> siempre que se podía lo sobaba y cuando<br />

el tipo daba sus opiniones el<strong>la</strong> lo oía como a un genio, moviendo <strong>la</strong> cabeza de arriba para abajo.<br />

Quizá por eso el diputado terminaba sus más elocuentes intervenciones preguntando: «¿Cierto o<br />

no, Susy?», a lo que el<strong>la</strong> respondía: «Certísimo, mi <strong>vida</strong>», y por última vez movía <strong>la</strong> cabeza. Eran<br />

un equipo. Yo nunca pude hacer un equipo así. Me faltaba dedicación.<br />

—¿Y qué tal el juego? —pregunté.<br />

—Bien —dijo Andrés. A ustedes no les pregunto cómo les fue porque me lo imagino. No sé<br />

cómo les gusta el campo. Se ve que no trabajaron ahí. ¿Visitaste a tu amigo Medina? —le<br />

preguntó a Carlos.<br />

—No dio tiempo. Nos quedamos en Tonanzint<strong>la</strong>. La iglesia es impresionante, quiero dar un<br />

concierto ahí.<br />

—Dalo. Mañana arreg<strong>la</strong>mos eso en lugar de que pierdas tiempo visitando a Medina.<br />

—Medina es mi amigo y tiene problemas.<br />

—Pendejadas. El único problema que tiene es dejarse dirigir por Cordera y empeñarse en<br />

ser líder de <strong>la</strong> CTM en Atlixco. Porque en Atlixco <strong>la</strong> CTM se va a chingar, y Medina con el<strong>la</strong>, como<br />

que me l<strong>la</strong>mo Andrés Ascencio.<br />

—¿Por qué te metes, Chinti? Deja que los trabajadores decidan a quién quieren —dijo<br />

Carlos con el aire de hermano mayor que tanto irritaba al general.<br />

—El que no se tiene que andar metiendo eres tú. Dedícate a tu música y tus<br />

intelectualidades, dedícate si quieres a <strong>la</strong>s mujeres complicadas, pero no te metas en política,<br />

porque éste es un trabajo que hay que saber hacer. A mí no se me ocurre dirigir orquestas y te<br />

aseguro que es mucho más fácil pararse a mover <strong>la</strong>s manos frente a una bo<strong>la</strong> de Maríachis que<br />

gobernar alebrestados y cabrones.<br />

—Cordera y Medina son mis amigos.<br />

—¿Y yo qué? ¿No soy tu amigo? ¿Ve usted, diputado Puente? Así le pagan a uno —me miró<br />

y siguió. ¿No estás de acuerdo, Catalina? ¿Ya te convenció el artista de que a <strong>la</strong> izquierda unida<br />

jamás será vencida? Son un desastre <strong>la</strong>s mujeres, uno se pasa <strong>la</strong> <strong>vida</strong> educándo<strong>la</strong>s,<br />

explicándoles, y apenas pasa un loro junto a el<strong>la</strong>s le creen todo. Ésta, así come <strong>la</strong> ve, diputado,<br />

está segura de que el cabrón de Álvaro Cordera es un santo dispuesto a echar su suerte con los<br />

pobres de <strong>la</strong> tierra. Y lo ha visto tres veces, pero ya le creyó. Con tal de estar en contra de su<br />

marido. Porque ésa es su nueva moda. La hubieran conocido ustedes a los dieciséis años,<br />

entonces sí era una cosa linda, una esponja que lo escuchaba todo con atención, era incapaz de<br />

juzgar mal a su marido y de no estar en su cama a <strong>la</strong>s tres de <strong>la</strong> mañana. Ah, <strong>la</strong>s mujeres. No<br />

cabe duda que ya no son <strong>la</strong>s mismas. Algo <strong>la</strong>s perturbó. Ojalá y <strong>la</strong> suya se conserve como hasta<br />

ahora, diputado, ya no hay de ésas. Ahora hasta <strong>la</strong>s que parecían más quietas respingan. Hay<br />

que ver a <strong>la</strong> mía.<br />

Andrés me conocía tan bien que sonrió antes de dar un bocado de mole y después, con <strong>la</strong><br />

boca llena, dijo:<br />

81


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Cuando digo <strong>la</strong> mía me refiero a usted, señora De Ascencio. Lo demás son anécdotas,<br />

necesarias pero no imprescindibles.<br />

—Este general tan c<strong>la</strong>ridoso —dijo el diputado Puente.<br />

Carlos puso su mano sobre mi pierna bajo <strong>la</strong> mesa.<br />

La comida fue eterna. Cuando llegaron <strong>la</strong>s tortitas de Santa C<strong>la</strong>ra y el café, sentí alivio. En<br />

un rato todo el mundo se iría a dormir <strong>la</strong> siesta. Andrés nunca quería saber de mí a esas horas,<br />

después de <strong>la</strong> segunda o tercera copa de coñac se levantaba, caminaba hasta <strong>la</strong> cocina, les daba<br />

<strong>la</strong>s gracias a <strong>la</strong>s muchachas y estuviera invitado quien estuviera él decía:<br />

—Me disculpan, por favor. Tengo un trabajo privado que me urge terminar. Luego se iba a<br />

un cuarto de atrás que se oscurecía por completo a media tarde. Ahí dormía exactamente una<br />

hora y media. Despertaba listo para el dominó, al que yo tampoco era requerida, bastaba con<br />

organizar que hubiera suficiente café, mucho brandy y una charo<strong>la</strong> con choco<strong>la</strong>tes y podía yo<br />

desaparecer tranqui<strong>la</strong>mente hasta <strong>la</strong> hora de <strong>la</strong> cena.<br />

—¿Vamos al zócalo? —le dije a Carlos.<br />

—¿En qué cuarto queda el zócalo? —contestó.<br />

Nos estábamos riendo cuando Andrés volvió de su demagógico agradecimiento a <strong>la</strong>s<br />

sirvientas y se paró atrás de mí. Puso sus manos sobre mis hombros y los oprimió.<br />

—Ustedes nos disculpan. Tenemos un trabajo urgente —dijo.<br />

—Yo quedé con los niños de ir al zócalo por un globo y a los Fuertes a trepar árboles —dije.<br />

—Eres una madre ejemp<strong>la</strong>r. Diles que los llevarás cuando empiece el dominó.<br />

—Ay mamá —dijo Verania, cómo serás.<br />

—Andrés, les prometí —dije.<br />

—Me parece bien; el prometer no empobrece.<br />

¿No has visto todo lo que yo prometo? Promételes que los llevas a <strong>la</strong>s seis. Ahorita no<br />

puedes<br />

—Aquí <strong>la</strong> esperamos, señora —dijo Carlos.<br />

—¿Nos vas a contar de tu papá? —le preguntó Checo.<br />

—De lo que quieran —les dijo.<br />

—No te tardes, ma.<br />

—No, mi <strong>vida</strong> —contesté.<br />

Andrés entró a nuestra recámara y cerró <strong>la</strong> puerta. Se sentó en <strong>la</strong> oril<strong>la</strong> de <strong>la</strong> cama, pidió<br />

que me sentara junto a él.<br />

—¿A dónde fueron? —preguntó.<br />

—Ya sabes. Me mandas seguir y después me preguntas —le dije.<br />

—Mandé al pendejo de Benito y los perdió cuando salieron de <strong>la</strong> iglesia. ¿Qué recado les<br />

pasó <strong>la</strong> vieja enrrebozada?<br />

Me reí.<br />

—Dijo que iba a sacarnos el demonio, nos bañó con agua bendita.<br />

—Y les dio un recado de Medina.<br />

—No, qué recado de Medina ni qué nada.<br />

—Dice Benito que habló de un establo.<br />

—No <strong>la</strong> oí.<br />

—¿Y tampoco oíste lo de <strong>la</strong>s ánimas del purgatorio?<br />

—Eso sí. Las l<strong>la</strong>mó en una oración.<br />

—¿Qué decía <strong>la</strong> oración?<br />

—No me acuerdo, Andrés. Creí que estaba loca. Llegó a echarnos de <strong>la</strong> casa de <strong>la</strong> virgen y<br />

no sé qué más pendejadas.<br />

—Pues acuérdate.<br />

82


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—No me acuerdo. ¿Ya me puedo ir? ¿Quién nos va a seguir hoy en <strong>la</strong> tarde?<br />

—Hoy en <strong>la</strong> tarde tú te vas a quedar en esta cama, con tu marido. Porque como espía eres<br />

una pendeja y como novia te está gustando el papel.<br />

Me quité los zapatos. Subí los pies a <strong>la</strong> cama y enrosqué el cuerpo metiendo <strong>la</strong> cabeza entre<br />

<strong>la</strong>s piernas. Suspiré.<br />

ti.<br />

—¿Para qué quieres que me quede? ¿Para que me hagas el favor? Hace meses que no sé de<br />

—Te cae bien <strong>la</strong> distancia. Estás guapísima.<br />

—¿Y Conchita? —le pregunté.<br />

—No hagas preguntas de mal gusto, Catalina —contestó.<br />

—Son de cortesía. Me interesa saber cómo están de salud <strong>la</strong>s mujeres con que te acuestas.<br />

—Qué vulgar te has vuelto —dijo.<br />

—¿Desde cuándo nos vamos a volver finos? Esa ha de ser una maña que te pasó <strong>la</strong> sobrina<br />

de José Ibarra. Ellos siempre tan distinguidos. ¿La sigues teniendo en el rancho de Martínez de <strong>la</strong><br />

Torre? Ya sé que le puso cortinas de terciopelo y muebles Luis XV para no sentirse perdida entre<br />

tanto indio. ¿Y qué hace cuando no estás ahí? ¿No se aburre? Seguro borda petit poa. Pobrecita.<br />

Ha de andar con sombrero de velito en <strong>la</strong> cara paseando entre peones y toros.<br />

—Tuvo una hija.<br />

—¿La vas a traer?<br />

—El<strong>la</strong> no quiere.<br />

—Tampoco <strong>la</strong>s otras querían.<br />

—Pero <strong>la</strong>s otras no eran buenas madres y ésta sí. Quiere a <strong>la</strong> niña y me pidió que se <strong>la</strong><br />

dejara para no estar tan so<strong>la</strong>.<br />

—Por mí, mejor que no te pongas generoso. En mis rumbos ya sobran niños, no digamos<br />

adolescentes.<br />

—No te quejes. Ya se va mi Lilia.<br />

—¿Tu Lilia? Ahora vienes a l<strong>la</strong>mar<strong>la</strong> dulcemente mi Lilia. Se <strong>la</strong> han pasado gritándose desde<br />

que los conozco. Me quiere más a mí que soy su madrastra.<br />

—No se pelea contigo, eso no quiere decir que te quiera —me dijo.<br />

—Algo querrá decir. Me <strong>la</strong> trajiste cuando tenía diez años. Va a cumplir dieciséis.<br />

—¿Es tu hechura?<br />

—Yo no hago a nadie. Yo los alimento y los oigo, lo demás es cosa suya. Aquí cada quien<br />

crece como puede: tus hijos, nuestros hijos, ¿a poco crees que yo educo a Checo?<br />

—Lo mal educas, pero no te pongas filósofa, quítate el suéter, acuéstate aquí junto —dijo y<br />

me jaló hacia él. Te enf<strong>la</strong>có <strong>la</strong> cintura, ¿qué hiciste?<br />

—El amor —le contesté.<br />

—Majadera, no creas que me provocas. Sé que eres más fiel que una yegua fina. Ven para<br />

acá, te he tenido abandonada, ¿desde septiembre?<br />

—No me acuerdo.<br />

—Antes contabas los días.<br />

Bostecé y estiré <strong>la</strong>s piernas, me acomodé junto a él. Tenía yo puestos unos pantalones de<br />

pana y lo dejé acariciarlos.<br />

—Es increíble lo bien que sigues estando. Con razón traes a Carlos hecho un pendejo.<br />

—Carlos es mi amigo.<br />

—También Conchita, Pi<strong>la</strong>r y Victorina son mis amigas.<br />

—Y <strong>la</strong>s mamás de tus hijos.<br />

—Porque así son <strong>la</strong>s mujeres. No pueden coger sin tener hijos. ¿Tú no quieres tener hijos de<br />

Carlos?<br />

—Tengo de sobra con los tuyos, y yo no cojo con Carlos.<br />

83


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Ven para acá, condenada, repíteme eso —dijo poniendo su cara casi encima de <strong>la</strong> mía,<br />

tomándome de <strong>la</strong> barba para que yo le sostuviera <strong>la</strong> mirada.<br />

—Yo no cojo con Carlos —dije mirándole a los ojos.<br />

—Está bien saberlo —me contestó y se puso a besarme. Quítate <strong>la</strong> ropa. Qué trabajo cuesta<br />

que tú te quites <strong>la</strong> ropa —dijo tirando de mis pantalones. Lo dejé hacer. Pensé en Pepa diciendo:<br />

En el matrimonio hay un momento en que tienes que cerrar los ojos y rezar un Ave María. Cerré<br />

los ojos y me puse a recordar el campo.<br />

—¿No coges con Carlos? ¿Y qué estabas haciendo cuando te manchaste el cuerpo de<br />

amarillo?<br />

—me preguntó.<br />

—Radar sobre <strong>la</strong>s flores.<br />

—¿Nada más?<br />

—Nada más —dije sin abrir los ojos.<br />

Se metió. Seguí con los ojos cerrados, echada bajo él imaginando <strong>la</strong> p<strong>la</strong>ya, pensando en<br />

qué disponer de comida para el día siguiente, haciendo el recuento de <strong>la</strong>s cosas que quedaban en<br />

el refrigerador.<br />

—Eres mi mujer. No se te olvide —dijo después, acostado junto a mí, acariciándome <strong>la</strong><br />

panza. Y yo boca arriba, viendo mi cuerpo <strong>la</strong>cio, le dije:<br />

—Ya no tengo miedo.<br />

—¿De qué?<br />

—De ti. A veces me das miedo. No sé qué se te ocurre. Me miras y te quedas cal<strong>la</strong>do,<br />

amanece y te sales con el fuete y <strong>la</strong> pisto<strong>la</strong> sin invitarme a nada. Empiezo a creer que me vas a<br />

matar como a otros.<br />

—¿A matarte? ¿Cómo se te ocurrió eso? Yo no mato lo que quiero.<br />

—Entonces, ¿por qué te pones <strong>la</strong> pisto<strong>la</strong> todos los días?<br />

—Para que <strong>la</strong> miren los que quieren matarme. Yo no mato, ya se me pasó <strong>la</strong> edad.<br />

—Pero mandas matar.<br />

—Depende.<br />

—¿De qué depende?<br />

—De muchas cosas. No preguntes lo que no entiendes. A ti no te voy a matar, nadie te va<br />

a matar.<br />

—¿Y a Carlos?<br />

—¿Por qué habría alguien de matar a Carlos? No coge contigo, no visitó a Medina, es mi<br />

amigo, casi mi hermano chiquito. Si alguien mata a Carlos se <strong>la</strong>s ve conmigo. Te lo juro por Checo<br />

que tanto lo quiere dijo.<br />

Después se quedó dormido con <strong>la</strong>s manos sobre <strong>la</strong> barriga y <strong>la</strong> boca medio abierta, con una<br />

bota sí y otra no, sin pantalones y con <strong>la</strong> camisa desabrochada. Me estuve junto a él un ratito,<br />

mirándolo dormir. Pensé que era una facha, recorrí <strong>la</strong> lista de sus otras mujeres. ¿Cómo lo<br />

querrían? ¿Porque tenía chiste? Yo se lo encontré, yo lo quise, yo hasta creí que nadie era más<br />

guapo, ni más listo ni más simpático, ni más valiente que él. Hubo días en que no pude dormir sin<br />

su cuerpo cerca, meses que lo extrañé y muchas tardes gastadas en imaginar dónde encontrarlo.<br />

Ya no, ese día quería irme con Carlos a Nueva York o a <strong>la</strong> avenida Juárez, ser nada más una idiota<br />

de 30 años que tiene dos hijos y un hombre al que quiere por encima de ellos y de el<strong>la</strong> y de todo<br />

esperándo<strong>la</strong> para ir al zócalo.<br />

Me levanté de un brinco. Me vestí en segundos. Carlos estaba afuera y yo ahí de estúpida<br />

contemp<strong>la</strong>ndo al oso dormir.<br />

—Adiós —dije bajito y fingí que sacaba de mi cinto un puñal y se lo enterraba de últimas,<br />

antes de irme.<br />

Salí al patio gritando:<br />

—Niños, Carlos, vámonos. Ya estoy lista.<br />

84


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Oscurecía. Nadie estaba en el patio del centro. Fui al jardín de atrás. Subí <strong>la</strong>s escaleras<br />

l<strong>la</strong>mándolos. No los encontré. Las luces de sus cuartos estaban apagadas. Toqué en <strong>la</strong> recámara<br />

de Lilia que era <strong>la</strong> única encendida.<br />

—¿Qué te pasa, mamá? Gritas como si se te escapara el cielo.<br />

Estaba linda. Con una bata ajustada en <strong>la</strong> cintura, <strong>la</strong> cara infantil y limpia. Se quitaba <strong>la</strong>s<br />

anchoas. Las iba soltando rápido y el pelo le salía rizado bajo los oídos.<br />

—¿A dónde vas? —le pregunté.<br />

—A cenar con Emilio —el mismo tono con que su padre me respondía: «a <strong>la</strong> oficina».<br />

—Qué desperdicio, mi amor. Dieciséis años y ese cuerpo, y esa cabeza a <strong>la</strong> que tanto le falta<br />

aprender, y esos ojos bril<strong>la</strong>ntes y todo lo demás se va a quedar en <strong>la</strong> cama de Milito. El pendejo<br />

de Milito, el oportunista de Milito, el baboso de Milito que no es nada más que el hijo de su papá,<br />

un atracador como el tuyo pero con ínfu<strong>la</strong>s de noble. Es una lástima, mi amor. Lo vamos a<br />

<strong>la</strong>mentar siempre.<br />

—No exageres, mamá. Emilio juega bien tenis, no es simpático pero tampoco es feo. Es<br />

muy amable, se viste de maravil<strong>la</strong> y a mi papá le conviene que yo me case con él.<br />

—Eso sí está c<strong>la</strong>ro —dije.<br />

—Le gusta <strong>la</strong> música. Nos lleva a los conciertos de Carlos.<br />

—Porque están de moda y porque son una buena oportunidad de sentarse dos horas sin que<br />

se le note que no piensa nada —contesté.<br />

Los cuartos daban a un pasillo abierto con un barandal del que colgaban macetas.<br />

—Hace frío. ¿Seguimos p<strong>la</strong>ticando aquí adentro? —dijo metiéndose al cuarto. La seguí. Se<br />

paró frente al tocador a cepil<strong>la</strong>rse el pelo.<br />

—¿Dónde estarán éstos? —pregunté. ¿Por qué se fueron sin mí?<br />

—Porque ya no te quieren —dijo extendiendo su risa todavía de niña.<br />

—¿Ni un recado? —preguntó. Entonces recordé <strong>la</strong> maceta en el cuarto de Carlos.<br />

—Que quedes preciosa mi amor. Voy a estar en el costurero. Pasa a verme —le dije y salí<br />

corriendo hasta <strong>la</strong> maceta con el helecho. Hurgué entre <strong>la</strong>s hojas, encontré un papel, con su letra:<br />

«Mi muy querida: Esperaba que vinieras pronto, aunque fuera vestida. Tuve que salir<br />

porque recibí un recado de Medina pidiendo verme a <strong>la</strong>s seis en <strong>la</strong> puerta de San Francisco. Me<br />

llevé a los niños y <strong>la</strong> evocación exacta de tus redondas nalgas. Besos aunque sea en <strong>la</strong> boca. YO.»<br />

Bajé corriendo <strong>la</strong>s escaleras. Crucé el patio del centro al que Andrés se asomaba recién<br />

despertado.<br />

—¿Quién está dispuesto para el dominó? —me preguntó.<br />

—No sé. Carlos y los niños se fueron a San Francisco. Yo voy a buscarlos. No he pasado por<br />

el salón de juegos pero ya debes tener ahí cliente<strong>la</strong>. Ahorita le digo a Lucina que te mande el café<br />

y los choco<strong>la</strong>tes —dije todo eso, rapidísimo y sin detenerme.<br />

—¿Carlos se llevó a los niños? ¿Quién le dio permiso? —gritó Andrés.<br />

—Siempre se los lleva —contesté también gritando mientras bajaba <strong>la</strong>s escaleras rumbo al<br />

garage.<br />

El coche que encontré cerca de <strong>la</strong> puerta era un convertible. Me subí en ése y bajé a San<br />

Francisco derrapando. Cuando llegué al parque fui más despacio, pensé que <strong>la</strong> conversación con<br />

Medina no iba a ser en <strong>la</strong> puerta de <strong>la</strong> iglesia y que Carlos necesitaría que los niños jugaran en<br />

alguna parte mientras él conversaba. No los vi entre los árboles, ni caminando sobre los bordes<br />

de <strong>la</strong>s fuentes, ni bebiéndose el agua puerca que unas ranas de ta<strong>la</strong>vera echaban por <strong>la</strong> boca. No<br />

estaban en los columpios ni en <strong>la</strong>s resba<strong>la</strong>dil<strong>la</strong>s, ni en ninguno de los sitios en que jugaban<br />

habitualmente. Tampoco vi a Carlos sentado en una de <strong>la</strong>s bancas ni tomando café en los puestos<br />

de chalupas. Me entró furia contra él. ¿Por qué se metía en política? ¿Por qué no se dedicaba a<br />

dirigir su orquesta, a componer música rara, a p<strong>la</strong>ticar con sus amigos poetas y a coger conmigo?<br />

¿Por qué <strong>la</strong> fiebre idiota de <strong>la</strong> política? ¿Por qué tenía que ser amigo de Álvaro y no de alguien<br />

menos complicado? ¿Dónde estaban? Hacía frío. Seguro se salieron sin suéter —pensé. Les va a<br />

dar gripa a los tres y a mí pulmonía por andar en este pinche coche abierto. ¿Donde están? ¿Se<br />

habrán ido al zócalo?<br />

85


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Estacioné el coche al pie de <strong>la</strong>s escaleras del atrio, me bajé y corrí a ver si seguían en <strong>la</strong><br />

puerta de <strong>la</strong> iglesia. A lo mejor se habían quedado ahí para esperarme.<br />

El atrio es una exp<strong>la</strong>nada <strong>la</strong>rga, sin rejas, al fondo está <strong>la</strong> iglesia con su fachada de azulejos<br />

y sus torres delgadas. Ahí, justo en <strong>la</strong> puerta ya cerrada, estaban los niños sentados en el suelo.<br />

—¿Qué pasó? —dije cuando los vi solos, tan extrañamente quietos.<br />

—El tío Carlos se fue con unos amigos y dijo que lo esperáramos aquí —me contestó Checo.<br />

—¿Hace cuánto tiempo? ¿Y quiénes eran sus estúpidos amigos, Verania?<br />

—No sé —dijo Verania.<br />

—¿No era Medina? Acuérdense, el señor ese con el que estuvimos tomando nieves en el<br />

zócalo de Atlixco.<br />

—No, no era ese señor mamá —dijo Verania que entonces tenía como diez años.<br />

—¿Segura?<br />

—Si. Checo te dijo que eran sus amigos porque el que lo ja<strong>la</strong>ba del brazo le dijo: «Vamos<br />

amigo», pero él no quería ir. Fue porque ellos tenían pisto<strong>la</strong>s, por eso dijo que nos quedáramos<br />

aquí, que tú ibas a venir si él no volvía pronto.<br />

—¿Por qué no l<strong>la</strong>maron a los curas? ¿Dónde estaban los curas? —pregunté.<br />

—Acababan de cerrar <strong>la</strong> puerta —dijo Verana.<br />

—Curas inútiles. ¡Curas! ¡Curas! ¡Curas! —grité golpeando <strong>la</strong> puerta de <strong>la</strong> iglesia.<br />

Un fraile abrió.<br />

—¿Se le ofrece algo hermana? —dijo.<br />

—Hace una hora se llevaron de aquí a un señor que venía con mis hijos, se lo llevaron unos<br />

hombres armados, a <strong>la</strong> fuerza, y ustedes tenían <strong>la</strong> puerta cerrada a <strong>la</strong>s seis de <strong>la</strong> tarde. Tanto que<br />

jodieron para abrir sus iglesias y <strong>la</strong>s tienen cerradas. ¿Quién les avisó que cerraran <strong>la</strong> puerta?<br />

—dije echándome sobre el monje.<br />

—No entiendo de qué me hab<strong>la</strong> hermana. Cálmese. Cerramos <strong>la</strong> puerta porque oscureció<br />

más temprano.<br />

—Ustedes nunca entienden nada de lo que no les conviene. Vámonos niños, al coche,<br />

rápido.<br />

CAPÍTULO XIX<br />

Entré a <strong>la</strong> casa dando gritos, con los niños colgados de mi saco sin decir una pa<strong>la</strong>bra. Corrí<br />

los cinco tramos de escaleras que llevaban al salón de juegos y llegué arriba con sus manos<br />

todavía prendidas a mi cuerpo, contagiadas de mi pánico.<br />

—¿Qué te pasa? —preguntó Andrés abriendo <strong>la</strong> puerta. Mascaba un puro, tenía <strong>la</strong> copa de<br />

brandy en una mano y una ficha de dominó en <strong>la</strong> otra.<br />

—Alguien se llevó a Carlos. Los niños estaban solos en <strong>la</strong> puerta de <strong>la</strong> iglesia —dije<br />

despacio, sin gritar, como si le estuviera contando algo previsto.<br />

—¿Quién se lo va a llevar? El se ha de haber ido a meter donde ya le advertí que no vaya.<br />

¿Y dejó a los niños solos? Irresponsable.<br />

—Los niños dicen que se lo llevaron a <strong>la</strong> fuerza —dije otra vez aparentando frialdad.<br />

—Tus hijos tienen mucha imaginación. Abrígalos y que se duerman, es lo que necesitan.<br />

—¿Y tú que vas a hacer? —le pregunté.<br />

—Abrir el juego, tengo <strong>la</strong> mu<strong>la</strong> de seis –me contestó.<br />

—¿Y tu amigo?<br />

—Ya regresará. Si no, al rato le hablo a Benítez para que lo busque <strong>la</strong> policía. ¿Vas a<br />

ponerles <strong>la</strong> piyama a esos niños?<br />

86


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—voy a ponerles <strong>la</strong> piyama —dije como si otra me gobernara, como si me hubieran<br />

amordazado. Descansé mis brazos sobre los hombros de los niños y bajé <strong>la</strong>s escaleras hasta el<br />

segundo piso.<br />

Lilia iba saliendo de su recámara. Se había puesto un vestido negro con vivos rojos, tacones<br />

altísimos y medias oscuras. Se recogió el pelo con dos peinetas de p<strong>la</strong>ta y se pintó <strong>la</strong> boca.<br />

Vestida así no me decía mamá.<br />

—¿Me prestas tu abrigo de astracán? Ayer manché el mío con he<strong>la</strong>do. ¿Encontraste a<br />

Carlos? —preguntó.<br />

—No —contesté mordiéndome el <strong>la</strong>bio de abajo —Pobre mamá —dijo y me abrazó.<br />

Quería gritar, salir a buscarlo, ja<strong>la</strong>rme los pelos, enloquecer.<br />

Lilia acarició mi cabeza.<br />

—Pobre de ti —dijo.<br />

Me separé despacio de su cuerpo perfumado.<br />

—Estás guapísima —le dije. ¿Ya te vas? A ver, camina, que te vea yo <strong>la</strong> raya de <strong>la</strong>s medias.<br />

Siempre te <strong>la</strong>s pones chuecas.<br />

La hice caminar por el pasillo.<br />

—Ven te enderezo <strong>la</strong> izquierda —dije. Coge de mi cuarto el abrigo que quieras y no beses a<br />

Emilio. Que no te gaste antes de tiempo.<br />

Me besó otra vez y bajó corriendo <strong>la</strong>s escaleras.<br />

Llevé a los niños a su cuarto. Cuando se durmieron apagué <strong>la</strong> luz y me acosté junto a<br />

Verania. Me tendí boca abajo, metí <strong>la</strong>s manos entre los brazos y empecé a llorar despacio, unas<br />

lágrimas enormes.<br />

Con que no esté sufriendo —me dije, que no lo maten de a poco, que no le due<strong>la</strong>, que no le<br />

toquen <strong>la</strong> cara, que no le rompan <strong>la</strong>s manos, que alguien bueno le haya dado un tiro.<br />

—Señora —dijo Lucina entrando al cuarto— el señor ya quiere cenar.<br />

—Sírvanle por favor —dije con una voz ronca.<br />

—Quiere que usted baje. Me dijo que le avisara que aquí está el gobernador.<br />

—¿Y el señor Carlos? —pregunté.<br />

—No señora, él no está —dijo acercándose a <strong>la</strong> cama. Se sentó en <strong>la</strong> oril<strong>la</strong>. Yo lo siento<br />

mucho señora, yo usted sabe que a usted <strong>la</strong> quiero mucho, que me daba gusto ver<strong>la</strong> tan<br />

contenta, yo usted sabe...<br />

—¿Lo mataron? ¿Te lo dijo Juan?<br />

—No sé, señora. Juan se hizo el enfermo cuando le avisaron. Manejó Benito. Le quisimos<br />

avisar a usted pero cómo, si estaba encerrada con el general.<br />

Volví a meter <strong>la</strong> cara entre los brazos. Ya no tenía lágrimas.<br />

—¿Y Benito? —pregunté.<br />

—No ha regresado.<br />

Me levanté.<br />

—Dile al general que no tardo y pídele a Juan que suba.<br />

Me vestí de negro. Me puse los aretes y <strong>la</strong> medal<strong>la</strong> que Carlos me regaló. Eran italianos, <strong>la</strong><br />

medal<strong>la</strong> tenía una flor azul y decía mamma de un <strong>la</strong>do y 13 de febrero del otro.<br />

Entré al comedor cuando Andrés distribuía los lugares.<br />

—A sus pies señora —dijo Benítez.<br />

—No se lo merece gobernador, llega tarde —dijo Andrés.<br />

—Lo siento, me quedé dormida con los niños —dije. Había más gente de <strong>la</strong> esperada.<br />

—¿Conoces al procurador de Justicia del estado? —preguntó Andrés.<br />

—C<strong>la</strong>ro, gusto de verlo por aquí —dije sin extender <strong>la</strong> mano.<br />

—¿Y al jefe de <strong>la</strong> policía?<br />

—Mucho gusto —dije para joder con que no lo conocía.<br />

87


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—El señor gobernador nos hizo el favor de venir con ellos cuando le avisé de <strong>la</strong> desaparición<br />

de nuestro amigo Carlos Vives —dijo Andrés.<br />

—¿No sería mejor que estuvieran buscándolo? —pregunté.<br />

—Querían tener más datos sobre el asunto —dijo el diputado Puente.<br />

—¿Que sus niños se quedaron solos en media calle? —me preguntó Susi Díaz de Puente. Yo<br />

creo que a don Carlos lo secuestró una pretendienta.<br />

—Ojalá contesté.<br />

—Señoras, esto es serio —dijo Andrés. Carlos era amigo de Medina y Medina murió hoy en<br />

<strong>la</strong> mañana. ¿Ya saben ustedes cómo estuvo lo de Medina, gobernador?<br />

—Más o menos, Parece que lo mataron sus gentes. Hay muchos radicales dentro de <strong>la</strong> CTM<br />

y Medina había convencido a sus bases de que lo conveniente era pasarse todos a <strong>la</strong> CROM. Algún<br />

loco se vengó de esta cordura que ellos consideraron traición.<br />

—No creo que Medina haya querido pasarse a <strong>la</strong> CROM —dije.<br />

—¿Por qué no has de creerlo? —preguntó Andrés.<br />

—Porque conocí a Medina. Carlos lo quería bien.<br />

—Pues ojalá no lo haya querido tanto como para meterse a defenderlo —dijo Andrés.<br />

Siempre ha sido un irresponsable. Todavía hoy en <strong>la</strong> comida le pedí que se dedicara a <strong>la</strong> música<br />

y dejara de correr riesgos. Pero es un provocador.<br />

—A mi me parece un buen tipo —dijo el procurador y es un excelente músico.<br />

—Esperemos que no le haya pasado nada —expresó el jefe de <strong>la</strong> policía, que era un tipo<br />

horrendo, subjefe cuando Andrés fue gobernador. Le decían el Queso de Puerco porque tenía mal<br />

del pinto. Lo que hubiera pasado, lo sabía todo.<br />

Llegó <strong>la</strong> cena. Andrés dio en elogiar mis habilidades como ama de casa y <strong>la</strong> conversación se<br />

fue para quién sabe dónde. Lucina servía <strong>la</strong> mesa.<br />

—¿Más frijoles señora? —dijo parándose junto a mí. Y después bajito: Dice Juan que lo<br />

tienen en <strong>la</strong> casa de <strong>la</strong> noventa.<br />

—Gracias, unos poquitos —le contesté.<br />

—De veras de veras, qué rico todo, señora —dijo Benítez.<br />

—Gracias gobernador —dije levantando <strong>la</strong> cara, y mirándolo. Junto a él encontré los ojos de<br />

Tirso el procurador, un notario respetado que nunca quiso trabajar para Andrés.<br />

Me extrañaba que hubiera querido con Benítez. Era un hombre raro. Cuando me miraba yo<br />

tenía <strong>la</strong> sensación de interesarle.<br />

—Está usted preocupada, ¿verdad?<br />

—Estimo a Carlos —contesté.<br />

—Le prometo que haré lo posible por dar con él —dijo.<br />

—Se lo agradezco desde ahora —le dije, y a todos: ¿Tomamos el café en <strong>la</strong> sa<strong>la</strong>?<br />

—Vamos pues —dijo mi marido levantándose. Tras él se levantaron todos, como monos de<br />

imitación. Caminamos hasta <strong>la</strong> sa<strong>la</strong> y busqué acercarme a Tirso Santil<strong>la</strong>na.<br />

—Usted confía en su gobernador, ¿verdad?<br />

—Por supuesto señora —me contestó. Sonreí como si habláramos del tiempo.<br />

—Tienen a Carlos en <strong>la</strong> casa de <strong>la</strong> noventa. Sálvelo —dije.<br />

—¿De qué hab<strong>la</strong> usted?<br />

—La casa de <strong>la</strong> noventa es una cárcel para enemigos políticos. Existe desde que mi marido<br />

era gobernador y no ha desaparecido. Ahí está Carlos.<br />

—¿Cómo lo supo? —preguntó.<br />

—Qué más da. ¿Va usted a ir? Diga que se lo dijeron en <strong>la</strong> calle. Váyase y mando a alguien<br />

a que se lo avise en su oficina. Pero apúrese por favor —dije riéndome otra vez y él se rió también<br />

para seguir el disimulo.<br />

—Señor gobernador, me voy a retirar. Quiero ver si en mi oficina saben algo —dijo.<br />

88


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Este Santil<strong>la</strong>na tan eficaz. Yo siempre quise contar con él y no se dejó. ¿Cómo le hiciste<br />

Felipe? —dijo Andrés.<br />

—Tuve suerte —contestó Benítez. Vaya usted, señor procurador.<br />

Pellico el jefe de <strong>la</strong> policía se incomodó. Si se iba el procurador tendría que irse también él,<br />

y no se le veían ganas. Estaba feliz con su brandy, su café y su sillón.<br />

—¿Usted se queda, verdad Pellico? —le pregunté.<br />

—Si usted me lo pide no voy a tener más remedio, señora –dijo; se acomodó en su sillón y<br />

empezó a comer mentas con choco<strong>la</strong>te.<br />

—Lo acompaño, licenciado Santil<strong>la</strong>na —dije caminando del brazo del procurador hasta <strong>la</strong><br />

puerta de abajo. Andrés <strong>la</strong> había rodeado de escudos y leyendas de guerra. En el quicio estaba<br />

Juan escondido.<br />

—¿Qué pasó Juan? —pregunté.<br />

—Benito los dejó en <strong>la</strong> casa de <strong>la</strong> noventa, no sabe más.<br />

—Lléveme ahí —pidió Tirso.<br />

—Voy con usted —dije.<br />

—¿Quiere arruinarlo todo? —me preguntó. Los dejé ir y volví a <strong>la</strong> sa<strong>la</strong> temb<strong>la</strong>ndo.<br />

—¿Por qué hab<strong>la</strong>s so<strong>la</strong> Catalina? –preguntó Andrés cuando entré.<br />

—Repito <strong>la</strong>s tab<strong>la</strong>s de multiplicar para no quedar mal con Checo cuando se <strong>la</strong>s repase<br />

—contesté.<br />

—Si ésta hubiera sido hombre sería político, es más necia que todos nosotros juntos.<br />

—Tiene muchas cualidades su señora, general —dijo Benítez.<br />

—Voy a pedir leña para <strong>la</strong> chimenea. Hace muchísimo frío —murmuré.<br />

El Charro B<strong>la</strong>nco le decían al cantante que Andrés invitó a tocar <strong>la</strong> guitarra esa noche. Era<br />

albino, cantaba con una voz triste y lo mismo si se lo pedían que si no, lo mismo si alguien quería<br />

oírlo que si todo el mundo conversaba por encima de su tonada.<br />

Se sentó junto a mí en <strong>la</strong> oril<strong>la</strong> de <strong>la</strong> chimenea y empezó a cantar »por <strong>la</strong> lejana montaña,<br />

va cabalgando un jinete, vaga solito en el mundo y va buscando <strong>la</strong> muerte».<br />

—Charro tócate Relámpago y deja de cantar esas penurias, ¿no ves que estamos<br />

preocupados? —dijo Andrés. El Charro nada más cambió de pisada y empezó:<br />

«Todo es por querer<strong>la</strong> tanto, es porque al ver<strong>la</strong> me espanto ya no quiero ver<strong>la</strong> más.<br />

Relámpago furia del cielo, si has de llevarte mi anhelo...»<br />

—Que chingonería de canción. Otra vez desde el principio —pidió Andrés.<br />

Y desde el principio empezó el charro acompañado de todos los presentes porque cuando<br />

Andrés cantaba, ya nadie se atrevía a continuar su conversación, el charro se volvía el centro.<br />

Andrés empezaba a l<strong>la</strong>marlo hermano y a pedirle una canción tras otra.<br />

—Canta Catalina —me dijo. No estés ahí arrinconada contra <strong>la</strong> lumbre porque te va a hacer<br />

daño. Canta Contigo en <strong>la</strong> distancia.<br />

—Vámonos con esa Catita —dijo el charro, pero cantó solo. Estaba terminando cuando<br />

entró Tirso a <strong>la</strong> sa<strong>la</strong>.<br />

—Encontré a Vives —dijo. Está muerto.<br />

—¿Dónde lo encontró? ¡Señor gobernador, exijo justicia! —gritó Andrés.<br />

—¿Cómo estuvo Tirso? —preguntó Benítez.<br />

—Quiero hab<strong>la</strong>r con usted en privado señor, pero puedo presentarle mi renuncia ahora<br />

mismo. Lo encontré en una cárcel c<strong>la</strong>ndestina. La gente ahí dice recibir órdenes del mayor Pellico.<br />

Se armó un desbarajuste. Pellico miró a Andrés.<br />

—Pídele <strong>la</strong> renuncia —le gritó Andrés a Benítez. ¿Qué casa es ésa? ¿Dónde está Carlos?<br />

¿Quién lo llevó ahí?<br />

—Tirso, justifique su acusación —dijo el gobernador.<br />

—No sé de qué está hab<strong>la</strong>ndo —gritaba Pellico.<br />

89


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

ahí.<br />

La mujer de Puente se desmayó. Puente empezó un discurso para <strong>la</strong> Cámara. Yo me salí de<br />

Junto al coche de Tirso, Juan abrazaba a Lucina.<br />

—¿Dónde está? —pregunté.<br />

—Aquí adentro, pero no lo vea usted —pidió Juan.<br />

Abrí <strong>la</strong> puerta, me encontré con su cabeza. Le acaricié el pelo, tenía sangre. Le cerré los<br />

ojos, tenía sangre en el cuello y <strong>la</strong> chamarra. Un agujero en <strong>la</strong> nuca.<br />

—Ayúdenme a subirlo —pedí.<br />

Entre Juan, el chofer de Tirso, Lucina y yo lo subimos al cuarto del helecho. Lo acostamos<br />

en <strong>la</strong> cama. Les pedí que se fueran. No sé cuánto tiempo estuve ahí en cuclil<strong>la</strong>s, junto a él,<br />

mirándolo. Se acabó cuando entró Andrés con Benítez.<br />

—Te lo dije. ¿Por qué no me hiciste caso? —dijo acercándose a Carlos.<br />

—Lo vamos a enterrar en Tonanzint<strong>la</strong> —dije levantándome de <strong>la</strong> oril<strong>la</strong> de <strong>la</strong> cama y<br />

caminando hacia <strong>la</strong> puerta.<br />

Salí. El corredor estaba oscuro. De abajo llegaba sólo <strong>la</strong> luz suficiente para caminar junto a<br />

<strong>la</strong>s macetas sin caerse. Los cuartos de huéspedes quedaban en el tercer piso, cerca del frontón y<br />

<strong>la</strong> alberca. Debía haber luz, pero Carlos y yo <strong>la</strong> habíamos descompuesto dos noches antes para<br />

que yo pudiera subir sin que me vieran. En el segundo piso dormían los niños, sólo Andrés y yo<br />

en el primero. De nuestro cuarto al del helecho había cinco minutos de escaleras y corredores.<br />

Caminé por <strong>la</strong> oscuridad con <strong>la</strong> experiencia de otras noches, fui al jardín, luego a mi cuarto. Me<br />

peiné, me puse un abrigo negro y busqué a Juan en <strong>la</strong> cocina. El me llevó a Gayosso.<br />

—Hubiera l<strong>la</strong>mado señora —dijo un hombre con sueño empeñado en ser amable.<br />

—Quiero una caja de madera, color madera, sin fierro, sin moños negros y sin cruz —dije.<br />

La caja llegó como a <strong>la</strong>s nueve. A <strong>la</strong>s once estábamos en Tonanzint<strong>la</strong>. Había sol y mucha<br />

gente. Benítez acarreó a los maestros, a los estudiantes del conservatorio, a los activistas del<br />

partido. Cordera llegó desde México y caminó conmigo detrás de <strong>la</strong> caja.<br />

El panteón de Tonanzint<strong>la</strong> no tiene barda, está junto a <strong>la</strong> iglesia, a <strong>la</strong> oril<strong>la</strong> de un cerro. Era<br />

2 de noviembre, mucha gente visitaba otras tumbas, <strong>la</strong>s llenaba de flores, de cazue<strong>la</strong>s con mole,<br />

de pan y dulces. Mandé cortar toda <strong>la</strong> siembra del campo en que estuvimos el día anterior,<br />

salieron como quinientos ramos. Dije que los repartieran entre los acarreados de Benítez y. los<br />

obreros que iban con Cordera. Todos tuvieron flores para dejar en <strong>la</strong> tumba de Carlos.<br />

Los enterradores pusieron <strong>la</strong> caja de madera cerca del hoyo que habían hecho en <strong>la</strong> tierra.<br />

Entonces Andrés se paró junto y dijo:<br />

—Compañeros trabajadores, amigos: Carlos Vives murió víctima de los que no quieren que<br />

nuestra sociedad camine por los fructíferos senderos de <strong>la</strong> paz y <strong>la</strong> concordia. No sabemos<br />

quiénes cortaron su <strong>vida</strong>, su hermosa <strong>vida</strong> que les pareció peligrosa, pero estamos seguros de<br />

que habrán de pagar su crimen. La pérdida de un hombre como Carlos Vives no es sólo una pena<br />

para quienes como yo y mi familia y sus amigos tuvimos el privilegio de quererlo, sino que es<br />

principalmente una pérdida social irreparable. Quisiera hacer el recuento de sus cualidades, de<br />

<strong>la</strong>s empresas en <strong>la</strong>s que sirvió a <strong>la</strong> patria, de todos los trabajos con los que enriqueció nuestra<br />

Revolución. No puedo, me lo impide <strong>la</strong> pena, etcétera.<br />

Después habló Cordera. Yo estaba como viendo una pelícu<strong>la</strong>, no sentía.<br />

—Carlos —dijo, siempre tendremos una ayuda en el recuerdo de tu honradez, tu<br />

inteligencia y tu valor. No vamos a pedir justicia, ya <strong>la</strong> buscamos. Ayudándonos a dar con el<strong>la</strong><br />

perdiste <strong>la</strong> <strong>vida</strong>. Sabemos quiénes te mataron: te mataron los poderosos, los que tienen armas y<br />

cárceles. No te mataron los pobres, ni los trabajadores, ni los estudiantes, ni los intelectuales. Te<br />

mataron los caciques, los déspotas, los opresores, los tiranos, los que explotan..., etcétera.<br />

Cuando terminó, los peones levantaron <strong>la</strong> caja para meter<strong>la</strong> al hoyo. Entonces eché mi<br />

ramo al fondo del agujero.<br />

—Ya tienes tu tumba de flores, imbécil —y antes de ponerme a llorar di <strong>la</strong> vuelta y caminé<br />

rápido hasta el coche.<br />

90


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

La semana siguiente fue de dec<strong>la</strong>raciones. Estaba tan aturdida que oía iguales <strong>la</strong>s de <strong>la</strong><br />

CROM y <strong>la</strong>s de <strong>la</strong> CTM, <strong>la</strong>s del gobernador y <strong>la</strong>s de Rodolfo, <strong>la</strong>s de Cordera y <strong>la</strong>s de Andrés. Todos<br />

estuvieron de acuerdo en que Carlos había sido un gran hombre, había que vengar su muerte, dar<br />

con los asesinos, salvar a <strong>la</strong> patria de los traidores y del peligro de <strong>la</strong> violencia. Sus amigos<br />

publicaron en el periódico una carta exigiendo justicia, hab<strong>la</strong>ndo de <strong>la</strong>s virtudes de Vives y de <strong>la</strong><br />

irreparable pérdida que había sufrido el arte. Yo leí los nombres de gente con <strong>la</strong> que lo había oído<br />

hab<strong>la</strong>r por teléfono, que mencionaba en <strong>la</strong>s conversaciones con Efraín y Renato. No los conocía,<br />

él había dicho que era mejor no mezc<strong>la</strong>r, que nadie iba a entender, que tendrían desconfianza,<br />

que Efraín y Renato sí porque eran sus cuates del alma y porque hacían tantas locuras con sus<br />

<strong>vida</strong>s que cómo no iban a entender <strong>la</strong>s de otros. Recorté todo lo que salió publicado, lo fui<br />

echando en una caja de p<strong>la</strong>ta igual a <strong>la</strong> que tenía con l<strong>la</strong>ve en el último rincón de mi ropero y en<br />

<strong>la</strong> que guardaba sus recados, una foto que nos tomamos en <strong>la</strong> a<strong>la</strong>meda y todos los recortes en<br />

que se hab<strong>la</strong>ba de él después de los conciertos. Hasta los anuncios y <strong>la</strong>s críticas ma<strong>la</strong>s le<br />

guardaba. Tenia una foto suya dirigiendo <strong>la</strong> orquesta, con el pelo sobre <strong>la</strong> frente y <strong>la</strong>s manos<br />

exaltadas. Me dediqué a sobar<strong>la</strong>.<br />

Tirso denunció lo de <strong>la</strong> casa de <strong>la</strong> noventa, el gobernador corrió a Pellico y dec<strong>la</strong>ró su pesar<br />

y su sorpresa. Pellico vino a <strong>la</strong> casa buscando a Andrés. Estaba yo recargada en el barandal del<br />

segundo piso cuando lo vi entrar al despacho.<br />

A los pocos días, con mucho escándalo en todos los periódicos, con Benítez dec<strong>la</strong>rando<br />

contra <strong>la</strong> corrupción y Andrés ratificando su confianza en <strong>la</strong> justicia y <strong>la</strong>s instituciones, metieron<br />

preso a Pellico.<br />

Unos meses después, siete hombres escaparon de San Juan de Dios. Pellico entre ellos.<br />

Hasta hace poco todavía llegaba su tarjeta de Na<strong>vida</strong>d desde Los Ángeles.<br />

CAPÍTULO XX<br />

Me quedé en Pueb<strong>la</strong>. Volver a México me asustaba. En <strong>la</strong> casa del cerro tenía paredes y<br />

recuerdos tan revisados que me protegían. Ya no quería desafíos ni sorpresas. Mejor hacerme<br />

vieja vigi<strong>la</strong>ndo los noviazgos ajenos, sentada en el jardín o junto a <strong>la</strong> chimenea, metida en <strong>la</strong><br />

casita que compré frente al panteón de Tonanzint<strong>la</strong>, a <strong>la</strong> que iba cuando tenía ganas de gritar y<br />

esconderme. Era un cuarto de <strong>la</strong>drillos en el que puse una mecedora y una mesa con mis cajas de<br />

fotos y recortes. No le entraba el sol porque en el patio había un árbol enorme sobre el que se<br />

enredó una bugambilia que pasaba del árbol al techo de <strong>la</strong> casa, cubría <strong>la</strong>s tejas y se asomaba por<br />

<strong>la</strong>s ventanas. Ahí berreaba yo hasta quedarme dormida en el suelo y cuando despertaba con los<br />

ojos hinchados volvía a Pueb<strong>la</strong> lista para otra temporada de serenidad.<br />

Después de <strong>la</strong> muerte de Carlos, Lilia entró en rebeldía contra su padre. Desconfiaba de él,<br />

y quería acompañarme todo el tiempo. Íbamos juntas a comprar fruta a La Victoria, me hacia<br />

llevar<strong>la</strong> al Puerto de Veracruz y escoger con el<strong>la</strong> los vestidos y los zapatos que se compraba cada<br />

dos días. Se puso de moda llenarse los brazos de pulseras de oro con enormes medal<strong>la</strong>s<br />

colgando. Cuando se acercaba sonaba como vaca con cencerros.<br />

No me gustaba comprar en El Puerto porque ahí compraban <strong>la</strong>s mujeres de Andrés. El tenía<br />

una cuenta que arreg<strong>la</strong>ba con los dueños, en <strong>la</strong> que firmaban lo mismo sus hijas que <strong>la</strong> última<br />

viva con <strong>la</strong> que andaba. Yo no. Sólo por Lilia fui de repente. Me gustaba, era curiosa y metiche<br />

como yo. Estaba dispuesta a todo. Las otras hijas de Andrés no eran así.<br />

Después de un tiempo de obedecer a su padre y salir a cenar con los A<strong>la</strong>triste cada vez que<br />

se lo pedían, decidió enamorarse de un muchacho Uriarte. Tenía una moto India y el<strong>la</strong> se iba a<br />

escondidas a correr<strong>la</strong> con él por <strong>la</strong> carretera a Veracruz. Yo <strong>la</strong> protegía y hasta me hice amiga del<br />

muchacho que me caía en gracia y me libraba de emparentar con los A<strong>la</strong>triste.<br />

Emilito volvió con Georgina Letona que le perdonaba todas, y le había aguantado un<br />

noviazgo de ocho años. Era bellísima y lo quería como una boba. No recuerdo a nadie con sus<br />

ojos. Tenía <strong>la</strong>s pestañas apretadas y oscuras, unas cejas como dibujadas y en el centro dos bo<strong>la</strong>s<br />

color miel idénticas al pelo que le caía hasta los hombros. Nunca <strong>la</strong> oí carcajearse: sonreía.<br />

91


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Enseñaba los dientes pequeños y parejos bajo los <strong>la</strong>bios abiertos con una espontaneidad que<br />

daba envidia.<br />

Lilia y yo los encontramos una vez caminando por Reforma cogidos de <strong>la</strong> mano. Cuando<br />

estaba con el<strong>la</strong>, Emilito perdía el gesto de idiota con el que lo recuerdo.<br />

—¿Te imaginas el ridículo de casarme con éste? Desde antes de <strong>la</strong> boda ya iban a vérseme<br />

los cuernos sobre <strong>la</strong> frente —me dijo Lilia después del encuentro.<br />

Yo le pasé un brazo por el hombro y le dije que tenía razón y que bendita <strong>la</strong> hora en que<br />

Uriarte había aparecido a salvar<strong>la</strong> del ridículo.<br />

Cuatro días después de nuestro encuentro en Reforma, Emilito le llevó a Lilia una serenata<br />

con piano que ocupó toda <strong>la</strong> calle. El piano era lo de menos, lo tocaba Agustín Lara y cantaba<br />

Pedro Vargas. Toda <strong>la</strong> XEW tras<strong>la</strong>dada a <strong>la</strong> puerta de nuestra casa en Pueb<strong>la</strong>.<br />

Lilia bajó <strong>la</strong>s escaleras de su cuarto al nuestro corriendo, con una bata rosa y descalza.<br />

—¿Qué hago, mamá?<br />

Su padre se había levantado a espiar por <strong>la</strong> ventana.<br />

—Prende <strong>la</strong> luz, babosa, cómo que qué hago —le contestó.<br />

—Si prendo <strong>la</strong> luz va a creer...<br />

—Prende <strong>la</strong> luz —gritó Andrés.<br />

—Si no quiere que no <strong>la</strong> prenda —dije. Después quién aguanta al muchacho creyendo que<br />

ya lo aceptaron.<br />

—Lo aguanto yo que voy a ser su suegro.<br />

—Pero si Lilia no quiere —dije mientras afuera tocaban Farolito y <strong>la</strong> niña se asomaba entre<br />

<strong>la</strong>s cortinas a mirar.<br />

—Es tan feo ——dijo. Tiene cara de que sufre.<br />

—C<strong>la</strong>ro que sufre —dijo Andrés. Lo andas cambiando por el pendejo de <strong>la</strong> moto.<br />

—No sufre por eso. Tú sabes perfectamente que el muchacho está enamorado de Georgina<br />

Letona.<br />

—Cál<strong>la</strong>te, Catalina. No tienes por qué meterle insidias en <strong>la</strong> cabeza a <strong>la</strong> niña. Prende <strong>la</strong> luz<br />

Lilia.<br />

—Conste que no estoy de acuerdo en eso —dije, saliéndome de <strong>la</strong> cama.<br />

—Vente, hija —dijo Andrés. No le hagas caso. Está amargada.<br />

La niña fue a meterse en el lugar que yo dejé en mi cama. Se quedaron ahí, oyendo <strong>la</strong><br />

música con <strong>la</strong> luz encendida, mientras yo bajaba a los cuartos de servicio a despertar a Juan. Le<br />

pedí que saliera por <strong>la</strong> puerta de atrás y le fuera a decir a Uriarte lo de <strong>la</strong> serenata.<br />

Como que yo conocía a ese muchacho que en quince minutos apareció con diez amigos, una<br />

guitarra y un rifle de municiones.<br />

Se armó un griterío.<br />

—¡Lilia! Sal a decirle a este güey quién es el bueno contigo —pedía Javier Uriarte mientras<br />

sus amigos sé iban sobre el piano, metían a Agustín Lara en un coche y empujaban a Pedro<br />

Vargas al asiento de junto. Un guarura protegió a Emilito con un abrazo de cuates y sobre él se<br />

fue Javier a trompones. Los amigos disparaban municiones al suelo y gritaban: «¡limpio, limpio!<br />

¡Déjenlos solos!» Emilito se separó del guardaespaldas y se enfrentó a Uriarte. En un momento<br />

estaban trenzados, dando vueltas.<br />

Andrés olvidó que tenia partido y se puso a ver el pleito como si estuviera en el box. Emilio<br />

se defendía, pero no era hábil. Lilia los miró acodada en <strong>la</strong> ventana junto a su padre, comiéndose<br />

<strong>la</strong>s uñas.<br />

—Usted qué llora. Póngase contenta —dijo Andrés. Pero el<strong>la</strong> no aguantó. Se fue de <strong>la</strong><br />

ventana, se amarró <strong>la</strong> bata y apareció de pronto en <strong>la</strong> puerta, caminando hacia los muchachos.<br />

Sin más se metió entre los dos.<br />

Emilito jadeaba con <strong>la</strong> corbata en <strong>la</strong>s narices. Uriarte jaló a Lilia y <strong>la</strong> abrazó. Un segundo<br />

más tarde apareció Andrés en <strong>la</strong> puerta l<strong>la</strong>mándo<strong>la</strong>.<br />

92


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

La niña se desprendió de Javier y volvió a <strong>la</strong> casa. Pasó junto a su padre y subió hasta el<br />

corredor desde el que yo miraba.<br />

—Lo va a matar —dijo sin lloridos como a tu Carlos, lo va a matar.<br />

—Fuimos abrazadas de <strong>la</strong> cintura al cuarto en que dormía. ahí estaban sus hermanas y los<br />

niños mirando por <strong>la</strong> ventana.<br />

La recibieron con un ap<strong>la</strong>uso. Vimos a Andrés palmearle <strong>la</strong> espalda a Emilito. Javier y sus<br />

amigos se fueron caminando hacia <strong>la</strong> fuente de los muñecos y en unos minutos <strong>la</strong> calle volvió a<br />

quedar muda.<br />

La semana siguiente Uriarte l<strong>la</strong>mó a Lilia. Desde el teléfono de <strong>la</strong> recámara el<strong>la</strong> le dijo:<br />

—No puedo. Vino mi papá.<br />

Al rato oímos <strong>la</strong> moto. Javier dio vueltas a <strong>la</strong> casa tocando el c<strong>la</strong>xon hasta que el<strong>la</strong> le tiró un<br />

papel que cayó entre su camisa y su chamarra. «Te quiero», decía.<br />

Pasaron como seis meses en los que se negó a hab<strong>la</strong>r con Emilio. Seis meses anduvo como<br />

iluminada metida en un noviazgo que terminó cuando Javier se fue a una barranca con todo y<br />

moto. Nadie supo cómo, pero no salió vivo.<br />

Los padres recogieron el cadáver y lo enterraron en el Panteón Francés. No hubo más<br />

escándalo. Yo acompañé a <strong>la</strong> niña al panteón y <strong>la</strong> dejé llorar y pedir perdones quién sabe por qué.<br />

Al poco tiempo Emilito se presentó a hab<strong>la</strong>r con el general Ascencio.<br />

Andrés lo recibió en su despacho. Extraño despacho, <strong>la</strong>rgo como un pasillo, con sil<strong>la</strong>s de<br />

montar de un <strong>la</strong>do y trajes de torero, charro y andaluz, del otro. Al fondo, el gran escritorio de<br />

cortina lleno de puros y encendedores. Tenía como cuatrocientos encendedores de todos los tipos<br />

y mientras oía hab<strong>la</strong>r a quienes le trataban asuntos, los iba encendiendo uno por uno para<br />

entretenerse.<br />

Cuando terminaron de hab<strong>la</strong>r me l<strong>la</strong>mó y dijo: —Lili se va a casar con Emilio A<strong>la</strong>triste en<br />

unos meses. Díselo y arreg<strong>la</strong> todo.<br />

Sonreí y tomé del brazo a Emilito. Fuimos hasta Lilia y el jardín.<br />

CAPÍTULO XXI<br />

Al año se casaron en el rancho de Atlixco. Fue todo México. Desde el padrino Presidente con<br />

los secretarios de Estado, hasta los jefes de zona militar, quince gobernadores, todos los<br />

pob<strong>la</strong>nos ricos y Lucina y Juan que terminaron abrazados a media pista sin que nadie se metiera<br />

con ellos.<br />

No se me ol<strong>vida</strong> <strong>la</strong> Lili bai<strong>la</strong>ndo con su padre, apoyada en él como si le gustara su<br />

protección, dejándose llevar de <strong>la</strong> cintura por todo el centro del inmenso jardín; árboles viejos de<br />

siglos y un río al que le echaron flores por <strong>la</strong> mañana en Matamoros para que a <strong>la</strong>s tres de <strong>la</strong> tarde<br />

estuvieran pasando por el rancho de San Lucas, donde se casaba <strong>la</strong> primera hija del general<br />

Ascencio.<br />

Me encargué del traje de Lilia. Estaba preciosa metida en todas esas organzas. Bai<strong>la</strong>ba con<br />

su padre echando <strong>la</strong> cabeza hacia atrás, girando los pies rápido para seguirlo en el paso doble.<br />

Luego <strong>la</strong> orquesta tocó Sobre <strong>la</strong>s o<strong>la</strong>s y Andrés se <strong>la</strong> entregó a Emilito para que <strong>la</strong> abrazara<br />

mientras oían »su canción». No sé cuándo inventaron que ésa era su canción, aunque a Lilia le<br />

daba lo mismo, se aferraba como <strong>la</strong> mejor actriz a los papeles que le iban tocando.<br />

Daban vueltas por <strong>la</strong> pista mientras <strong>la</strong> gente ap<strong>la</strong>udía.<br />

—¡Beso! ¡Beso! ¡Beso! —tras un rato de mirarse y mirar al suelo se tocaron <strong>la</strong>s bocas un<br />

segundo y volvieron a bai<strong>la</strong>r en silencio.<br />

Andrés regresó a sentarse en <strong>la</strong> mesa que compartíamos con los consuegros. Pidió coñac,<br />

sacó un puro y empezó a echar humo.<br />

—Mi querido consuegro —dijo: ¿estamos en lo de <strong>la</strong>s estaciones de radio?<br />

—Cómo no vamos a estar, consuegro —le contestó don Emilio estirando <strong>la</strong> risa.<br />

93


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Qué bonito ha salido todo, Catalina, <strong>la</strong> felicito —dijo mi consuegra.<br />

—Es usted muy amable, doña Concha —contesté descubriendo <strong>la</strong> cara de un tipo guapísimo<br />

sentado en <strong>la</strong> mesa de <strong>la</strong> Bibi y el general Gómez Soto.<br />

—Para nada —dijo doña Concha. Meterse en todo este trabajo por una niña que no es suya.<br />

¿Quién es <strong>la</strong> mamá de Lili?<br />

—Hasta donde a mí me importa, yo soy su mamá, doña Concha —dije.<br />

Bibi notó que miraba hacia su mesa con curiosidad y se acercó a salvarme de <strong>la</strong> consuegra.<br />

Fui con el<strong>la</strong> hasta el tipo elegantísimo como C<strong>la</strong>rk Gable que se levantó y extendió <strong>la</strong> mano:<br />

—Quijano, para servirle —dijo.<br />

—Gracias —contesté.<br />

—¿No conocías a Quijano, Catalina? —preguntó el general Gómez Soto. Es pob<strong>la</strong>no y se ha<br />

vuelto famoso como director de cine.<br />

Empezamos una, conversación sobre pelícu<strong>la</strong>s y artistas. Me invitó a ver el estreno de La<br />

dama de <strong>la</strong>s camelias, su primera pelícu<strong>la</strong>, y acepté contando cuánto le gustaba a mi madre y lo<br />

que significó para mi casa <strong>la</strong> existencia de esa nove<strong>la</strong>. Se rieron.<br />

—De veras, era <strong>la</strong> Biblia. En mi casa nadie podía toser sin que se creyera que de ahí podía<br />

deslizarse fatalmente a <strong>la</strong> otra <strong>vida</strong>. Mi madre tenía jarabe de rábano yodado en cada cuarto de<br />

<strong>la</strong> casa. Uno tosía y el<strong>la</strong> sacaba su cucharada y <strong>la</strong> libraba de <strong>la</strong> muerte terrible de Marguerite<br />

Gautier —dije.<br />

Bai<strong>la</strong>mos. Ante los conversadores ojos de Andrés pasé bai<strong>la</strong>ndo abrazada de aquel hombre<br />

perfecto. No vi que se molestara, pero me hubiera gustado bai<strong>la</strong>r así con Carlos alguna vez.<br />

—¿Cambiamos? —dijo Lilia cuando estuvimos junto a el<strong>la</strong> y Emilito.<br />

Solté a Quijano y traté de seguir los bailoteos de Emilito. Pensé en Javier Uriarte, en lo que<br />

nos hubiéramos divertido, y sentí rabia. Volvió Lilia: —¿Cambiamos? —y soltando a Quijano se<br />

puso a bai<strong>la</strong>r conmigo mientras los dos hombres se quedaban parados a media pista.<br />

—Está guapísimo. ¿De dónde lo sacaste?<br />

—Loquita, te quiero mucho —le dije.<br />

—Para que lo digas —me contestó.<br />

La besé y volvimos a bai<strong>la</strong>r con nuestras parejas. Quijano me Llevó dando vueltas por <strong>la</strong><br />

pista, y yo disfruté con lo bien que lo hacíamos. No perdíamos nunca el paso, como si hubiéramos<br />

ensayado toda <strong>la</strong> <strong>vida</strong>. La tarde empezó a enfriar y Lilia llegó a decirme:<br />

—Ya me voy. Emilio no se quiere quedar hasta <strong>la</strong> noche y el pozole. ¿Me acompañas a<br />

cambiarme?<br />

—La espero —dijo Quijano, acompañándome hasta <strong>la</strong> oril<strong>la</strong> de <strong>la</strong> pista.<br />

Le di <strong>la</strong>s gracias y fui con Lilia a <strong>la</strong> casa de <strong>la</strong> hacienda.<br />

En su recámara había cuatro maletas a medio hacer, todas abiertas en un desorden que<br />

parecía irreversible. Le desprendí el velo y el tocado. Cuando se sintió libre de los pasadores agitó<br />

<strong>la</strong> cabeza y salieron vo<strong>la</strong>ndo los tules y <strong>la</strong>s flores. Se soltó <strong>la</strong> melena negra hasta media espalda<br />

y respiró como si hubiera estado conteniendo el aire durante horas. Se bajó de los tacones y<br />

tironeó el vestido para salir de él. Quise ayudar<strong>la</strong> a desabrocharse cuando ya estaba en fondo a<br />

medio cuarto. Se lo trepó para sacarlo por <strong>la</strong> cabeza. Tenía <strong>la</strong>s piernas <strong>la</strong>rgas y morenas metidas<br />

en unas medias c<strong>la</strong>ras. A <strong>la</strong> mitad de un muslo se había puesto una liga de <strong>la</strong>s antiguas; un<br />

resorte forrado de satín b<strong>la</strong>nco y encajes. Le conté una vez que en tiempo de mi abue<strong>la</strong> se usaba<br />

bajar <strong>la</strong> liga hacia el suelo y antes de que cayera hacer que otra mujer metiera el pie y <strong>la</strong> salvara<br />

de caer. Con ese juego <strong>la</strong> novia pasaba su buena suerte y <strong>la</strong> otra mujer encontraba novio y<br />

casamiento.<br />

—Ven, te doy <strong>la</strong> liga —me dijo brincando en calzones y sostén.<br />

—Yo ya tengo marido —dije.<br />

—Para que tengas otro.<br />

Dejó caer <strong>la</strong> liga, <strong>la</strong> recogí en el aire con <strong>la</strong> punta del pie. Un momento tuvimos los pies<br />

unidos por el resorte de encajes, luego el<strong>la</strong> dio un brinco y sacó el suyo. Trepé <strong>la</strong> liga hasta el<br />

muslo subiéndome el vestido.<br />

94


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Siempre me han gustado tus piernas —dijo Lilia, metiéndose en <strong>la</strong> falda de su traje<br />

sastre. Era de tergal y le caía perfecto. Se puso una blusa de seda roja y encima el saco azul<br />

marino de <strong>la</strong> misma te<strong>la</strong> que <strong>la</strong> falda. Perdió un zapato. Lo encontramos abajo de una maleta.<br />

—Tienes chueca <strong>la</strong> raya de <strong>la</strong>s medias —dije.<br />

—Tú siempre con que tengo chuecas <strong>la</strong>s rayas —dijo, parándose de espaldas frente a mí<br />

para que yo se <strong>la</strong>s enderezara como cualquier otro día. Me agaché hasta sus piernas.<br />

—¿Entonces qué? ¿Me pongo y ya? —preguntó.<br />

—Te pones dónde? —dije.<br />

—Abajo de él.<br />

—Abajo y que se dé de saltos —dije, y <strong>la</strong> besé.<br />

—Dame <strong>la</strong> bendición, entonces. Como cuando era yo chica y te ibas de viaje —dijo al oír a<br />

Emilio l<strong>la</strong>mándo<strong>la</strong>.<br />

Era curiosa y mandona como su padre. Y como su padre una arbitraria perfecta.<br />

Le puse <strong>la</strong> punta de <strong>la</strong> mano extendida en <strong>la</strong> frente y luego <strong>la</strong> bajé hasta su pecho y fui de<br />

un hombro a otro mirándo<strong>la</strong> aguantar <strong>la</strong> risa y <strong>la</strong> emoción, los ojos húmedos y los cachetes rojos.<br />

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que te vaya bien con todo y sobre todo<br />

con el Espíritu Santo.<br />

Me quedé sentada en el suelo hasta que un mozo entró a preguntarme si podía bajar <strong>la</strong>s<br />

maletas. Entonces me levanté a cerrar el desorden que había dejado Lilia y salí del cuarto junto<br />

con <strong>la</strong>s maletas.<br />

Abajo en el jardín había un griterío por los novios que se irían en el Ferrari, regalo de Andrés<br />

a su hija. Lo habían pintado con bilé diciendo «recién casados» y tenía botes amarrados a <strong>la</strong><br />

salpicadera para que fueran haciendo ruido al rodar. Lilia subió al coche y se despidió con <strong>la</strong> mano<br />

como artista de cine. Sus hermanos se acercaron a besar<strong>la</strong>. El único que parecía sobrar era<br />

Emilito mirando al fondo del jardín como si esperara algo.<br />

—Adiós —dijo Lilia estirando <strong>la</strong> boca para besar a su padre que presidía el jolgorio de <strong>la</strong><br />

despedida. Emilito señaló un Plymouth negro que se estacionó detrás:<br />

—Nos vamos en aquél, mi <strong>vida</strong>. Ya están allá <strong>la</strong>s maletas.<br />

Los viejos A<strong>la</strong>triste se acercaron a despedirse, besaron a su hijo y doña Concha se puso a<br />

llorar. Lili no se había movido del Ferrari.<br />

—Bájate, Lilia —dijo Emilito.<br />

—Me quiero ir en éste —contestó el<strong>la</strong>.<br />

—Pero nos iremos en el otro.<br />

—Si te pones así mejor cada quien en el suyo —dijo Lili. Se corrió al vo<strong>la</strong>nte del Ferrari y lo<br />

hechó a andar. Los botes hicieron un ruido terrible y el Ferrari desapareció escandalosamente por<br />

el portón de <strong>la</strong> calle.<br />

—Esa es hembra, no pedazos —dijo Andrés para aumentar <strong>la</strong> ira de Milito que salió tras el<strong>la</strong><br />

en el otro coche. Luego me ofreció el brazo, preguntó dónde había estado y fui con él a bai<strong>la</strong>r.<br />

Cuando volvimos a <strong>la</strong> mesa principal, ya no estaban ahí doña Concha ni su marido.<br />

—Vamos a dar <strong>la</strong>s gracias —ordenó Andrés, tomando una botel<strong>la</strong> de champaña y dos copas.<br />

Fuimos a brindar de mesa en mesa. Con un discurso especial para cada quien agradecimos <strong>la</strong><br />

presencia y los regalos, Andrés era un genio para eso.<br />

Cuando abrazó solemnemente a su compadre, Rodolfo dijo que debía volver a México.<br />

Estaba con él Martín Cienfuegos y se irían juntos. Lo dijeron y Andrés acentuó el gesto de<br />

cordialidad y brindó con el secretario de Hacienda. Se detestaban. Cada uno estaba seguro de<br />

que el otro era su peor rival en el camino a <strong>la</strong> presidencia, y en los últimos tiempos, Andrés mucho<br />

más seguro que Cienfuegos. Los acompañamos hasta <strong>la</strong> puerta del jardín.<br />

—Este <strong>la</strong>megüevos de Martín está convenciendo al Gordo de sus encantos. Y el Gordo que<br />

necesita poco, con <strong>la</strong> pura casa que le regaló tiene para darle <strong>la</strong> presidencia y <strong>la</strong>s nalgas muerto<br />

de risa —dijo Andrés, cuando regresábamos a <strong>la</strong>s mesas. Lo dijo con rabia, pero por primera vez<br />

también con pesar.<br />

95


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

En <strong>la</strong> mesa de <strong>la</strong> Bibi, Gómez Soto estaba borrachísimo diciendo gracejos incomprensibles.<br />

Quijano se levantó al vernos.<br />

—¿Se fue <strong>la</strong> niña? —me preguntó.<br />

—Se fue —contesté.<br />

—Qué bien bai<strong>la</strong>n estos dos —le dijo Gómez a mi general señalándonos. Yo y tú ya estamos<br />

viejos para bai<strong>la</strong>r así.<br />

—Viejo estarás tú —dijo Andrés. Yo todavía cumplo como es debido. ¿Verdad, Catín? Traté<br />

de sonreír con elegancia.<br />

—¿Verdad, Catalina? —volvió a decir. —C<strong>la</strong>ro que sí —contesté sorbiendo mi champaña<br />

como si fuera refresco.<br />

—¿Estará usted en México? —preguntó Quijano antes de besarme <strong>la</strong> mano.<br />

—Iré pronto —contesté, mientras Andrés discutía con Gómez Soto quién tenia menos años<br />

y más hijos.<br />

Bibi me miró con cara de «con estas mu<strong>la</strong>s hay que arar» y yo pensé en ir viendo que se<br />

calentara el pozole antes de que todo el mundo trajera <strong>la</strong> briaga de su general.<br />

Con el pozole llegaron los fuegos artificiales y otra orquesta. Eran como <strong>la</strong>s cinco de <strong>la</strong><br />

mañana cuando Natalia Ve<strong>la</strong>sco y María Bautista, dos de <strong>la</strong>s que me veían menos en <strong>la</strong>s c<strong>la</strong>ses de<br />

cocina, se acercaron medio arrastrando a sus maridos para darme <strong>la</strong>s gracias por <strong>la</strong> invitación.<br />

Me despedí con una sonrisa y toda <strong>la</strong> cortesía que aprendí a manejar como reina después de<br />

tantos años de padecer<strong>la</strong>. No tenía mejor venganza, al menos para casos como ése.<br />

Entré a <strong>la</strong> casa a ver que fueran preparando los chi<strong>la</strong>quiles, <strong>la</strong> cecina, el café y los panes<br />

para el desayuno. En <strong>la</strong> cocina había unas cuarenta mujeres dedicadas a echar tortil<strong>la</strong>s y ayudar<br />

en <strong>la</strong> guisada. Me acerqué a <strong>la</strong> que cuidaba <strong>la</strong> cazue<strong>la</strong> en que hervía <strong>la</strong> salsa de los chi<strong>la</strong>quiles.<br />

—Que no vaya a picar mucho —dije, sin detenerme a mirar<strong>la</strong>.<br />

Alguito si pica —contestó. No se acuerda de mí ¿verdad señora?<br />

La miré. Dije que sí y puse cara de que <strong>la</strong> había visto alguna vez, pero se me ha de haber<br />

notado que no sabía yo ni cuándo.<br />

—Soy <strong>la</strong> viuda de Fidel Velázquez, aquel que mataron en Atencingo. ¿Se acuerda que ese<br />

día me llevó a su casa? Ahí conocí a doña Lucina y el<strong>la</strong> me l<strong>la</strong>mó para venir ahora. Seguido <strong>la</strong> veo<br />

y me cuenta de usted.<br />

—Y los niños, ¿cómo están? —dije para mostrar que recordaba algo.<br />

—Grandes. Ya dentro de poco nada más voy a trabajar para tres. Estoy de hi<strong>la</strong>ndera en una<br />

fábrica aquí en Atlixco. Y me ayudo con lo que voy pudiendo. Hoy vine aquí, <strong>la</strong> semana que entra<br />

voy a cocinar higos para llevarlos a vender a Pueb<strong>la</strong>.<br />

—Yo te compro. Ve a <strong>la</strong> casa y me llevas los que tengas —dije antes de probar el jitomate<br />

y pedirle a Lucina un té y una aspirina porque me dolía <strong>la</strong> cabeza.<br />

Fui a tomarlos al salón que empezaba a llenarse de gente con frío. Ordené que ofrecieran<br />

coñac. Tomé una copa y le di tragos rápidos. Luego me quedé dormida en un sillón hasta que<br />

alguien llegó a decirme que los invitados querían desayunar.<br />

—¿Nos echamos una siesta? —preguntó Andrés cuando terminó de sopear un cuerno en su<br />

café.<br />

—Nos <strong>la</strong> echamos —dije. Y me fui a dormir junto a él, por primera vez desde <strong>la</strong> muerte de<br />

Carlos.<br />

CAPÍTULO XXII<br />

Quería espantar los recuerdos, pero sin el ruido de <strong>la</strong> Lili era todavía más difícil. Iba de<br />

Pueb<strong>la</strong> a Tonanzintía, de <strong>la</strong> tumba de Carlos al jardín de mi casa, incapaz de nada mejor que<br />

96


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

comerme <strong>la</strong>s uñas, agradecer <strong>la</strong> compasión de mis amigas y pasar <strong>la</strong>s tardes con Verania y Checo<br />

cuando volvían del colegio.<br />

Con los niños todo era dar y parecer contenta. Los llevaba a <strong>la</strong> feria, a subir un cerro o a<br />

buscar ajolotes en los charcos cerca de Mayorazgo para quitarme de <strong>la</strong> cabeza lo que no fuera un<br />

juego o una demanda fácil de resolver. A veces me proponía el gusto por ellos, me empeñaba en<br />

<strong>la</strong> ternura y el alboroto permanentes, pero mis hijos habían aprendido a no necesitarme y<br />

después de un tiempo de estar juntos no se sabía quién estaba teniéndole paciencia a quién.<br />

Cuando me sentaba en el jardín a chupar pedacitos de pasto con <strong>la</strong> cabeza casi metida entre<br />

<strong>la</strong>s piernas en cuclil<strong>la</strong>s, les daba pena acercarse, me dejaban so<strong>la</strong> y se iban lejos a buscar un<br />

pretexto para l<strong>la</strong>marme.<br />

La mujer de Atencingo se lo dio. Una tarde llegaron corriendo a decirme que ahí estaba una<br />

señora que vendía higos, que yo había dicho que se los compraría todos.<br />

La llevaron con todo y canasta hasta el rincón del jardín en el que yo estaba. Eran como <strong>la</strong>s<br />

cinco de una tarde c<strong>la</strong>ra y así, parada bajo <strong>la</strong> luz con su canasta en el brazo, <strong>la</strong> cara como recién<br />

mojada y una sonrisa de dientes grandes, el<strong>la</strong> despedía seguridad y encanto.<br />

Se sentó junto a mí, puso <strong>la</strong> canasta en el suelo y empezó a p<strong>la</strong>ticarme como si fuéramos<br />

amigas y yo <strong>la</strong> hubiera estado esperando. En ningún momento se disculpó por interrumpir,<br />

preguntar si molestaba o detener sus pa<strong>la</strong>bras para ver si mi cara estaba de acuerdo en oír<strong>la</strong>.<br />

Se l<strong>la</strong>maba Carme<strong>la</strong>, por si yo no me acordaba, sus hijos tenían tantos y tantos años y su<br />

marido como ya me había dicho era el asesinado en el ingenio de Atencingo. El<strong>la</strong> había juntado<br />

para ponerle a su tumba una cruz de mármol y lo visitaba para p<strong>la</strong>ticarle cómo iban <strong>la</strong>s cosas en<br />

el trabajo y el campo. Porque yo no lo sabía pero a el<strong>la</strong> y a Fidel siempre les gustó pelear lo justo,<br />

por eso anduvieron con Lo<strong>la</strong>, por eso el<strong>la</strong> entró al sindicato de <strong>la</strong> fábrica de Atlixco. Le regresó el<br />

odio cuando mataron a Medina y a Carlos, y no entendía que yo siguiera viviendo con el general<br />

Ascencio. Porque el<strong>la</strong> sabía, porque seguro que yo sabía, porque todos sabíamos quién era mi<br />

general. A no ser que yo quisiera, a no ser que yo hubiera pensando, a no ser que ahí me traía<br />

esas hojas de limón negro para mi dolor de cabeza y para otros dolores. El té de esas hojas daba<br />

fuerzas pero hacía costumbre, y había que tenerle cuidado porque tomado todos los días curaba<br />

de momento pero a <strong>la</strong> <strong>la</strong>rga mataba. El<strong>la</strong> sabía de una señora en su pueblo que se murió nomás<br />

de tomarlo un mes seguido, aunque los doctores nunca creyeron que hubiera sido por eso. Que<br />

se le paró el corazón, dijeron y ni supieron por qué, pero el<strong>la</strong> estaba segura que por <strong>la</strong>s hojas<br />

había sido, porque así eran <strong>la</strong>s hojas, buenas pero traicioneras. Me <strong>la</strong>s llevaba porque oyó en <strong>la</strong><br />

boda que me dolía <strong>la</strong> cabeza y por si se me ofrecían para otra cosa. Los higos ahí los dejaba para<br />

ver si me gustaban y ya se iba porque era tarde y luego no alcanzaba camión de regreso.<br />

Yo <strong>la</strong> oí hab<strong>la</strong>r sin contestarle, a veces asintiendo con <strong>la</strong> cabeza, soltando <strong>la</strong>s lágrimas<br />

cuando habló de Carlos como si lo conociera, mordiendo un higo tras otro mientras acababa de<br />

recomendar sus hierbas. No parecía esperar que yo dijera nada. Terminó de hab<strong>la</strong>r, se levantó y<br />

se fue.<br />

Lucina entretuvo a los niños con un juego. Se les oía gritar sobre <strong>la</strong>s pa<strong>la</strong>bras de Carme<strong>la</strong>,<br />

pero estuvieron alejados hasta que desapareció. Luego se acercaron a comer higos y a hacer<br />

preguntas. Se <strong>la</strong>s contesté todas sin aburrirme y hab<strong>la</strong>ndo de prisa, poseída por una euforia<br />

repentina y extraña. Después jugamos a rodar sobre el pasto y terminamos el día brincando en<br />

<strong>la</strong>s camas y pegándonos con <strong>la</strong>s almohadas. Me desconocí.<br />

Las otras hijas de Andrés oyeron nuestro re<strong>la</strong>jo sorprendidas. Las dos que aún vivían en <strong>la</strong><br />

casa de Pueb<strong>la</strong> eran prácticamente unas extrañas. Marta tenía veinte años y un novio para el que<br />

bordaba sábanas y toal<strong>la</strong>s, manteles y servilletas. Se casarían en cuanto él terminara <strong>la</strong> carrera<br />

y pudiera mantener<strong>la</strong> sin pedirle a Andrés ni <strong>la</strong> bendición. Pasaban <strong>la</strong>s tardes en el estudio. El<br />

alguna vez sería ingeniero, por lo pronto <strong>la</strong> que dibujaba los p<strong>la</strong>nos con tinta china era el<strong>la</strong>.<br />

Nunca peleamos Marta y yo, tampoco tuvimos mucho que ver una con otra. Cuando llegó a<br />

<strong>la</strong> casa ya no me necesitaba para amarrarse <strong>la</strong> co<strong>la</strong> de caballo, y supo siempre vivir sin hacer<br />

ruido y sin que nadie metiera ruido en su existencia. Hasta <strong>la</strong> fecha no <strong>la</strong> veo, se fue al rancho que<br />

le tocó heredar por Orizaba. El marido cambió <strong>la</strong> ingeniería por <strong>la</strong> agricultura y no salen casi<br />

nunca de ahí.<br />

97


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Con Adriana, <strong>la</strong> geme<strong>la</strong> de Lilia, tampoco tenía yo mucho que ver. Nunca congenió con su<br />

hermana a <strong>la</strong> que consideraba una frívo<strong>la</strong> espectacu<strong>la</strong>r, menos conmigo. Entró a <strong>la</strong> Acción<br />

Católica a escondidas de su papá y el único desafío que le conocí fue contarlo una noche a media<br />

cena como quien cuenta que trabaja en un burdel cuando todo el mundo piensa que está en misa.<br />

A nadie le importó su militancia: Andrés hasta pensó que le serviría de en<strong>la</strong>ce con <strong>la</strong> mitra en caso<br />

de necesidad. La dejamos ir a <strong>la</strong> iglesia y vestirse como monja sin criticar<strong>la</strong>.<br />

No eran compañía Marta y Adriana, ni yo era compañía para Checo y Verania, así que volví<br />

a México.<br />

En <strong>la</strong> casa de Las Lomas vivía Andrés, al menos oficialmente, y Octavio con <strong>la</strong> dulce Marce<strong>la</strong>.<br />

No les perturbó mi llegada. Casi me consideraban <strong>la</strong> madrina de <strong>la</strong> boda que nunca tendrían.<br />

Busqué a <strong>la</strong> Bibi. Hacía apenas dos años que <strong>la</strong> mujer de Gómez Soto había tenido <strong>la</strong><br />

generosidad de morirse y permitir que el<strong>la</strong> pasara de amante c<strong>la</strong>ndestina a digna esposa. El<br />

mismo día de <strong>la</strong> boda el general había puesto todas <strong>la</strong>s casas a su nombre y dictado un<br />

testamento haciéndo<strong>la</strong> su heredera universal.<br />

Todo corrió sobre miel en <strong>la</strong> nueva unión. Los recién casados fueron a Nueva York y después<br />

a Venecia, de modo que a <strong>la</strong> Bibi por fin le pegó un sol que no fuera el del jardín de su casa.<br />

Recorrieron el país en el tren que el general compró para poder visitar sus periódicos, el<strong>la</strong> lució<br />

por todas partes el aire internacional que tanto tiempo cultivó entre cuatro paredes.<br />

Un día llegó a mi casa muy temprano. Yo estaba en bata en el jardín. Me habían ido a dar<br />

pedicure, tenia los pies sopeando en una pa<strong>la</strong>ngana y <strong>la</strong> cara sin pintar.<br />

Bibi entró corriendo, con zapatos bajos, pantalones y una blusa de cuadros, casi de hombre.<br />

Se veía linda, pero extrañísima. No recuerdo si me saludó, creo que lo primero que hizo fue<br />

preguntarme:<br />

—Catalina, ¿cómo hacías tú para querer a un hombre y vivir en casa de otro?<br />

—Ya no me acuerdo.<br />

—Ni que hubiera sido hace veinte años —dijo.<br />

—Parece que más. ¿Qué te pasa? Te ves rarísima —le contesté.<br />

—Me enamoré —dijo. Me enamoré. Me enamoré —repitió en distintos tonos, como si se lo<br />

dijera a sí misma. Me enamoré y ya no soporto al viejo pestilente con el que vivo. Pestilente,<br />

lépero, aburrido y sucio. Imagínate que trata sus negocios en el excusado, mete a <strong>la</strong> gente al<br />

baño del tren y ahí <strong>la</strong> hace contar sus asuntos. ¿Ahora qué hago yo casada con él? ¿Lo mato? Lo<br />

mato, Cati, porque yo no duermo con él una noche más.<br />

Estaba irreconocible, se había quitado los zapatos. Se sentó en el pasto y puso <strong>la</strong> p<strong>la</strong>nta de<br />

un pie contra <strong>la</strong> del otro, se palmeaba <strong>la</strong>s rodil<strong>la</strong>s cada tres pa<strong>la</strong>bras.<br />

—¿De quién te enamoraste?<br />

—De un torero colombiano. Llega mañana. Viene a verme y de paso a una gira. Nos<br />

conocimos en Madrid, una tarde que Odilón pasó hab<strong>la</strong>ndo con un ministro del general Franco. Me<br />

quedé en un café y ahí llegó él: «me puedo sentar?», ya sabes. Hicimos el amor dos veces.<br />

—¿Y con dos veces te enamoraste?<br />

—Tiene un cuerpo divino. Parece adolescente.<br />

—¿Cuántos años tiene?<br />

—Veinticinco.<br />

—Le llevas diez.<br />

—Siete.<br />

—Es lo mismo.<br />

—Cati, si te vas a portar como mi mamá, ya me voy.<br />

—Perdón, ¿tiene buena nalga?<br />

—Buen todo.<br />

—Ya no me cuentes. ¿Quieres cambiar a tu general por un buen prepucio? ¿Tiene dinero<br />

para llenarte <strong>la</strong> alberca de flores?<br />

—C<strong>la</strong>ro que no, pero estoy harta de albercas. Y él va a ser un torero famoso, es buenísimo.<br />

—Con veinticinco años si fuera a ser famoso ya lo sería.<br />

98


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Empezó tarde por culpa de sus padres. Tuvo que estudiar leyes antes de ser novillero, y<br />

por supuesto dejar Colombia. Creo que Colombia es como Pueb<strong>la</strong>.<br />

—¿Sabe quién es tu marido?<br />

—Sabe que es dueño de periódicos.<br />

—¿Y qué? —dije. ¿Cómo le vas a hacer con Odilón?<br />

—No sé. No sabía qué hacer para mandarlo al demonio sin quedarme en <strong>la</strong> calle, pero ayer<br />

Odi fue a una de esas fiestas que hacen para medirse. Ya sabes, unas a <strong>la</strong>s que llevan putas y se<br />

encueran todos para ver cuál es el mejor y quién tiene <strong>la</strong> pija más grande. La masajista me<br />

p<strong>la</strong>ticó que una clienta le había p<strong>la</strong>ticado. Fui de puta incógnita y lo vi ahí haciendo el ridículo,<br />

¿qué otra cosa va a hacer? Eran casi puros viejos como él, tampoco creas que se miden con<br />

adolescentes, pero daban lástima. —¿Cómo entraste?<br />

—Me llevó <strong>la</strong> dueña que también es clienta de Raquel.<br />

—Bibi. Te estoy reconociendo. Yo creí que te habías vuelto pendeja para siempre.<br />

—¿Qué hago? ¿Qué se te ocurre?<br />

—Oféndete. Oféndete hasta <strong>la</strong>s lágrimas.<br />

—Crees que soy tú. Yo no sé hacer teatro.<br />

—Escríbele una carta rompiendo por <strong>la</strong>s razones que él sabe y <strong>la</strong>stiman tu pundonor.<br />

—¿Me <strong>la</strong> escribes?<br />

—Si esperas a que Trini acabe de cortarme los pies. Es una salvaje, te encuentra un pellejito<br />

en <strong>la</strong> uña del dedo gordo y de repente ya va con sus tijeras en <strong>la</strong> espinil<strong>la</strong>.<br />

—Va usted a ver, señora, ahora no le cuento el último chisme de doña Chofi —dijo Trini, que<br />

también iba con Chofi y le hacia de confidente.<br />

—Dirás que iba a estar muy bueno. Es más aburrida mi pobre comadre. Llevamos quince<br />

años tratando de agarrarle una buena historia y no pasamos de sus pleitos con el chofer y <strong>la</strong><br />

cocinera.<br />

—De repente uno que otro con don Rodolfo —dijo Trini.<br />

—Esos son los más aburridos. Se pelean porque Chofi no cuelga los cuadros donde Fito le<br />

dice, o porque deja tirados los centenarios que le dan a él en sus juntas. Puras pendejadas.<br />

—Usted se lo pierde. Yo le iba a contar que el centenario ya apareció, que lo tenía el chofer<br />

y que cuando lo interrogaron dijo que <strong>la</strong> señora se lo había dado a cambio de un favor especial,<br />

pero que él era hombre de pa<strong>la</strong>bra y que no iba a decir cuál era el favor.<br />

—No. No te creo, Trinita.<br />

—Como le cuento. Don Rodolfo se puso furioso. Amenazó con sacar <strong>la</strong> pisto<strong>la</strong>.<br />

—Pero no <strong>la</strong> sacó.<br />

—Ya iba, pero el chofer prometió confesar.<br />

—Mira <strong>la</strong> Chofi, pobrecita gorda. Haciendo sus buscas.<br />

—La hubiera usted visto. Le salió lo macha. Se puso <strong>la</strong>s manos en <strong>la</strong> cintura, caminó hasta<br />

don Rodolfo, le quitó <strong>la</strong> pisto<strong>la</strong> y dijo: Si te lo ha de decir alguien te lo digo yo. René me hizo favor<br />

de llevar a Zodíaco con el peluquero, a que le cortaran los pelos y lo bañaran, aunque tú te<br />

opongas porque dizque eso es de perros maricones.<br />

—Ya ves cómo hay dramas de verdad —dije. No como el tuyo, Bibi. Gran desafío<br />

enamorarse de un torero. Ven, te ayudo a redactar <strong>la</strong> carta.<br />

—Primero en sucio —dijo Bibi, porque se <strong>la</strong> quiero mandar en este papel que compré en<br />

Suiza y ya nada más me quedan una hoja y un sobre.<br />

—Qué más te da el papel.<br />

—Es que ya lo conozco, cuando no le conviene lo que digo me devuelve <strong>la</strong> carta en un sobre<br />

igual al que le mandé, <strong>la</strong>crado y todo como si no lo hubiera abierto.<br />

—Escritos, Bibi, escritos —me dice yo veo muchos al día. Lo que quieras decirme de pa<strong>la</strong>bra<br />

estoy a tu disposición, tú mandas, mi amor —y se hace el que no leyó mis increpaciones. Por eso<br />

quiero este sobre del que ya sólo me queda uno y no hay en México. Si lo abre, y lo va a abrir,<br />

tiene que darse por enterado.<br />

—¿Qué ponemos entonces? —pregunté.<br />

99


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Pues eso, lo de <strong>la</strong> orgía en que lo vi.<br />

—Cuéntame bien cómo estuvo. ¿Cómo es que fuiste?<br />

—Raque me ayudó. Cuando regresé muy gorda de España lo primero que hice fue hab<strong>la</strong>rle<br />

y en cuanto llegó, como me urgía contar le conté lo de Tirsillo y que me quería separar de Odi y<br />

todo. Entonces resultó que Raquel le da masajes a una señora que regentea una casa de ésas<br />

para medirse, el<strong>la</strong> le había contado a Raque que mi marido le contrató <strong>la</strong> casa para despedir de<br />

soltero al hermano del gobernador Benítez. Ya sabes, ¿no?<br />

—Si, c<strong>la</strong>ro. ¿A ese también le viste todo?<br />

—A todos les vi todo. Si, <strong>la</strong> Brusca se portó divina. Me disfrazó de puta enferma. Porque dice<br />

que siempre les gusta que haya atractivos caros. Inventó que tenía yo todo el cuerpo quemado y<br />

me vendó hasta <strong>la</strong> cara y desde <strong>la</strong>s piernas, me sentó a media casa hecha una momia. Tuve que<br />

pasarme así todo el tiempo, apenas podía yo respirar.<br />

—Estás inventando.<br />

—Te lo juro. Llegaron todos juntos. Era su fiesta. Había mujeres pero no les hacían caso.<br />

Nada más estaban ahí como <strong>la</strong>s copas. Yo fui <strong>la</strong> que más los atrajo. «Pobre putita y ahora de qué<br />

vas a vivir», me decían. Y yo muda nada más bajaba los ojos. Odilón no se fijó mucho en mi. Le<br />

dio coraje que me hubieran puesto en medio.<br />

—Llévense esta miseria que nada más lo entristece a uno —acabó diciendo mientras le<br />

sobaba <strong>la</strong>s nalgas a una chiquita. A ver el novio, que enseñe el instrumento —ordenó. Que te lo<br />

enseñe a ti —dijo ja<strong>la</strong>ndo de <strong>la</strong> mano a una güera y se <strong>la</strong> puso enfrente. La güerita, ¿tú crees que<br />

se amedrentó?<br />

—Enséñamelo, chulo —le dijo.<br />

Y el novio ahí mismito se quitó los pantalones. Todos ap<strong>la</strong>udieron.<br />

—A ver, que se lo pare, que se lo pare —gritaron.<br />

La güerita como quien bate un choco<strong>la</strong>te se puso a sobarle el pito.<br />

Muy bien. Tremendo chafalote, cuñado —dijo Victoriano Velázquez el hermano de <strong>la</strong> novia.<br />

—Tremendo tremendo —gritaron los demás. Parecían niños a <strong>la</strong> hora del recreo.<br />

—¿Y se encueraron todos?<br />

—Todos. Hasta mi pobre marido que ya está de dar pena.<br />

—¿Y tú viendo? ¡Qué maravil<strong>la</strong>!<br />

—Ni creas. Eran demasiados putos. Da emoción uno, pero no una bo<strong>la</strong> de encuerados.<br />

Estaban ridículos. Se contoneaban. Se paraban cadera con cadera y a ver a quién le llegaba más<br />

lejos <strong>la</strong> cosa. Muy tondo todo. No vi en qué acabó porque Odilón se puso terco con que yo daba<br />

pena y obligó a <strong>la</strong> Brusca a sacarme de ahí.<br />

—¿Te sacaron? ¿Pero qué más viste? ¿Se cogen a <strong>la</strong>s mujeres de<strong>la</strong>nte de los otros?<br />

—Hasta que yo estuve, no. Nada más <strong>la</strong>s tienen ahí para darse ánimos. La cosa es entre<br />

ellos, <strong>la</strong> hacen para jugar ellos, para verse los pitos ellos, y ponen ahí a <strong>la</strong>s mujeres para que no<br />

se vaya a pensar que son mariconadas lo que están haciendo. Eso me explicó <strong>la</strong> Brusca. Hazme<br />

<strong>la</strong> carta.<br />

—Bueno. ¿Qué es lo que quieres de Gómez?<br />

—La casa, <strong>la</strong>s sirvientas, los choferes y dinero, mucho dinero —dijo y se puso a bai<strong>la</strong>r<br />

cantando «en cuanto le vi yo me dije para mí: es mi hombre».<br />

—Entonces no pide mucha ciencia. Creo que debes ser breve, precisa y sustanciosa:<br />

«Odilón: yo era <strong>la</strong> putita herida del otro día. Quiero el divorcio y mucho dinero. Bibi.»<br />

—No. Necesito conmoverlo, notarme triste. Pero ando tan contenta que no me sale nada<br />

dramático. Por eso te vine a ver, tú eres experta en dramas, no me salgas con que lo único que<br />

puedes hacer son recados como los míos.<br />

—Yo creo que son los mejores. Seamos prácticas por una vez, Bibi. ¿Para qué gastar<br />

muchas pa<strong>la</strong>bras?<br />

—¿Ya te volviste práctica?<br />

—A buena hora.<br />

100


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—No empieces con que quieres que reviva Carlos porque eso sí no se puede, Catín,<br />

acéptalo.<br />

—Lo acepto —dije poniéndome sombría.<br />

—Te lo suplico, no te vaya a entrar <strong>la</strong> lloradera. Esto urge.<br />

Nos pasamos <strong>la</strong> mañana tirando borradores: «Odi: tengo el alma destrozada.» «Odi: lo que<br />

vi me ha consternado de tal modo que no sé si lo que ahora siento por ti es odio o piedad.» «Odi:<br />

¿cómo puedes buscar <strong>la</strong> felicidad en otra parte y herirme con un proceder tan indigno de ti?»,<br />

etcétera.<br />

Por fin, para <strong>la</strong>s dos de <strong>la</strong> tarde logramos una carta dolida y sobria. Bibi <strong>la</strong> pasó en limpio y<br />

se fue encantada.<br />

No <strong>la</strong> vi en tres días, al cuarto llegó a mi casa convertida otra vez en <strong>la</strong> señora Gómez Soto.<br />

Llevaba un sombrero de velito sobre <strong>la</strong> cara, traje sastre gris, medias oscuras y tacones altísimos.<br />

Nos sentamos a conversar en <strong>la</strong> sa<strong>la</strong> para ir de acuerdo con su atuendo. Se levantó el velo,<br />

cruzó <strong>la</strong> pierna, encendió un cigarro y dijo muy solemne:<br />

—Por poco y me ven <strong>la</strong> cara de pendeja.<br />

Solté una risa. El<strong>la</strong> soltó otra y después empezó a contar.<br />

El torero llegó <strong>la</strong> misma tarde en que el<strong>la</strong> le mandó <strong>la</strong> carta a su marido. Fue a recogerlo al<br />

aeropuerto y lo instaló en el Hotel Del Prado. No le gustó mucho que él trajera a una mujer joven<br />

con cara de gitana en calidad de su apoderado, pero tenía tantas ganas de coger que pidió un<br />

cuarto para cada quien y empujó al matador dentro de uno.<br />

Después quedó tan eufórica y agradecida que se puso a hab<strong>la</strong>r del futuro y terminó<br />

describiendo los pasos que había dado para conseguir cuanto antes el divorcio. El torero no lo<br />

podía creer. La mujer de mundo en busca de un amante esporádico y alegre al que podría<br />

agradecer sus cortesías con varias notas desplegadas en el periódico deportivo del marido, se le<br />

había convertido en una enamorada adolescente dispuesta al matrimonio y al martirio.<br />

¿Pelearse con el general? ¿Cómo se le ocurría a <strong>la</strong> ingenua Bibi que uno pudiera torear en<br />

<strong>la</strong>s p<strong>la</strong>zas de México sin el apoyo de <strong>la</strong> cadena de periódicos de su marido? Además, si el<strong>la</strong> quería<br />

divorciarse, él no quería, y el apoderado era su esposa.<br />

Con toda <strong>la</strong> dignidad de que pudo hacer acopio <strong>la</strong> Bibi se vistió y dejó el hotel. A pesar de su<br />

prisa tuvo tiempo para retirar de <strong>la</strong> gerencia su firma como aval de los gastos del torero.<br />

Llegó a su casa buscando desesperada a <strong>la</strong> sirvienta con quien había mandado <strong>la</strong> carta al<br />

cuarto de su marido. Por desgracia era una mujer tan eficaz que había llegado al extremo de<br />

entregar <strong>la</strong> carta en <strong>la</strong> propia mano del general.<br />

Bibi se encerró en su recámara a <strong>la</strong>mentar sin tregua el rapto de irresponsabilidad y<br />

cachondería que <strong>la</strong> había conducido a ese momento. Me odió por no haber<strong>la</strong> prevenido, por<br />

haberme hecho cómplice de su suicidio. No sabía qué hacer. Ni siquiera lloró, su tragedia no se<br />

prestaba a algo tan g<strong>la</strong>moroso y conso<strong>la</strong>dor como <strong>la</strong>s lágrimas.<br />

Al día siguiente bajó a desayunar a <strong>la</strong> hora en que su marido acostumbraba hacerlo.<br />

Se encontró con el general simpático y apresurado bebiendo un jugo de naranja que<br />

alternaba con grandes bocados de huevo revuelto con chorizo. Cuando <strong>la</strong> vio aparecer se levantó,<br />

<strong>la</strong> ayudó a sentarse sugiriéndole que pidiera el mismo desayuno y se ol<strong>vida</strong>ra por una vez de <strong>la</strong>s<br />

dietas y el huevo tibio. El<strong>la</strong> aceptó comer chorizo en <strong>la</strong> mañana y hubiera aceptado cualquier<br />

cosa. No sabía si agradecerle al general que se hiciera el desenterado o si temb<strong>la</strong>r imaginando los<br />

p<strong>la</strong>nes que él tendría guardados tras el disimulo.<br />

Optó por el agradecimiento. Nunca fue más dulce y bonita, nunca más sugerente. El<br />

desayuno terminó con <strong>la</strong> cance<strong>la</strong>ción de una junta muy importante que el general tenía en su<br />

oficina, y con el regreso de ambos a <strong>la</strong> cama.<br />

En <strong>la</strong> noche tuvieron una cena en <strong>la</strong> embajada de Estados Unidos y al volver el<strong>la</strong> encontró<br />

sobre su tocador <strong>la</strong> carta sin abrir. ¿No <strong>la</strong> había visto su marido? ¿O de dónde había sacado un<br />

sobre igual si no quedaba otro en el país? Se durmió con <strong>la</strong>s preguntas y abrazando el papel suizo,<br />

<strong>la</strong>crado, con sus iniciales sobre el sello azul.<br />

101


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Despertó a tiempo para organizar un romántico desayuno en el jardín cerca de <strong>la</strong> alberca.<br />

Cuando el general bajó, el<strong>la</strong> tenía puesto un de<strong>la</strong>ntal de organdí b<strong>la</strong>nco y <strong>la</strong> sonrisa de esposa<br />

mezc<strong>la</strong>da con ángel que tanto le había servido en <strong>la</strong> <strong>vida</strong> y de <strong>la</strong> que no quería separarse jamás.<br />

Cocinó el desayuno y lo sirvió. Después, con el mismo pudor que si se desnudara, se quitó el<br />

de<strong>la</strong>ntal y fue a sentarse junto al satisfecho general.<br />

Estaban terminando el café cuando llegó el asistente menudo y nervioso que iba siempre<br />

tras su marido recordándole compromisos y apuntando detalles. Bibi le preguntó si quería café y<br />

se lo sirvió mientras Gómez Soto iba al baño antes de salir. Se habían hecho amigos, a veces<br />

hacían chistes sobre <strong>la</strong>s obsesiones del general.<br />

—Estás ojeroso —le dijo Bibi.<br />

—Todavía no me repongo del viajecito. Fui a Suiza y regresé en treinta horas. A comprar<br />

unos sobres, ¿me crees?<br />

—Para que no andes jugando con lo de comer —le dije cuando terminó su historia.<br />

—Después de todo, estuvo rico —me contestó. Si se te antoja dar una jugada, el martes<br />

Alonso Quijano estrena su pelícu<strong>la</strong>. Me pidió que te invitara.<br />

Lo consulté con <strong>la</strong> Palmita que siempre me pareció una mujer sensata y acabé yendo con<br />

el<strong>la</strong>. La pelícu<strong>la</strong> era malísima. Pero Quijano volvió a gustarme; tanto, que fui primero al coctel y<br />

después a su casa y de ahí a su cama sin detenerme siquiera a pensar en Andrés. Hasta que<br />

empezó a amanecer desperté medio asustada. Escribí en un papel: »Gracias por <strong>la</strong> acogida» y me<br />

fui.<br />

Llegué a <strong>la</strong> casa cuando el sol entraba apenas por los árboles del jardín. Igual a <strong>la</strong> mañana<br />

en que lo vi salir junto a Carlos.<br />

Estaba tan lejos y <strong>la</strong> recordaba como si fuera el mismo día. ¿Miedo a Andrés? ¿Miedo de<br />

qué?<br />

Entré a nuestro cuarto haciendo ruido, con ganas de que me notara. Tampoco había<br />

llegado.<br />

CAPÍTULO XXIII<br />

Sin decidirlo me volví distinta.<br />

Le pedí a Andrés un Ferrari como el de Lllia. Me lo dio. Quise que me depositara dinero en<br />

una cuenta personal de cheques, suficiente dinero para mis cosas, <strong>la</strong>s de los niños y <strong>la</strong>s de <strong>la</strong><br />

casa. Mandé abrir una puerta entre nuestra recámara y <strong>la</strong> de junto y me cambié pretextando que<br />

necesitaba espacio. A veces dormía con <strong>la</strong> puerta cerrada. Andrés nunca me pidió que <strong>la</strong> abriera.<br />

Cuando estaba abierta, él iba a dormir a mi cama. Con el tiempo hasta parecíamos amigos otra<br />

vez.<br />

Aprendí a mirarlo como si fuera un extraño, estudié su manera de hab<strong>la</strong>r, <strong>la</strong>s cosas que<br />

hacia, el modo en que iba resolviéndo<strong>la</strong>s. Entonces dejó de parecerme impredecible y arbitrario.<br />

Casi podía yo saber qué decidiría en qué asuntos, a quién mandaría a qué negocio, cómo le<br />

contestaría a tal secretario, qué diría en el discurso de tal fecha.<br />

Dormía con Quijano muchas veces. El se cambió a una casa con dos entradas, dos<br />

fachadas, dos jardines al frente. Uno daba a una calle y otro a <strong>la</strong> de atrás. El entraba por un <strong>la</strong>do<br />

y yo por el opuesto. Los dos llegábamos exactamente en el mismo tiempo al mismo cuarto lleno<br />

de sol y p<strong>la</strong>ntas. Quijano era un solemne. Intentaba describir lo que dio en l<strong>la</strong>mar «lo nuestro» y<br />

hacía unos discursos con los que parecía ensayar el guión de su próxima pelícu<strong>la</strong>. Hab<strong>la</strong>ba de mi<br />

frescura, de mi espontaneidad, de mi gracia. Oyéndolo me iba quedando dormida y descansaba<br />

de todo hasta horas después.<br />

Andrés compró una casa en Acapulco a <strong>la</strong> que no iba nunca porque el mar le parecía una<br />

pérdida de tiempo. Yo me <strong>la</strong> apropié. Íbamos ahí muchos fines de semana. Invitaba otros amigos<br />

para disimu<strong>la</strong>r, llevaba a los niños, iba Lilia cuando quería descansar de Emilito, por supuesto<br />

venían Marce<strong>la</strong> y Octavio. Para todos era más o menos obvia mi re<strong>la</strong>ción con Quijano, hasta para<br />

102


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Verania, que nunca le dijo nada a su padre pero se dedicó a patear <strong>la</strong>s espinil<strong>la</strong>s de Alonso y a<br />

sop<strong>la</strong>rle a Checo intrigas cada vez que podía.<br />

La casa quedaba entre Caleta y Caletil<strong>la</strong>, <strong>la</strong> rodeaba el mar y <strong>la</strong>s tardes ahí se iban como un<br />

sueño. Hubiera podido pasar<strong>la</strong>s todas sentada en <strong>la</strong> terraza mirando al infinito como vieja<br />

empeñada en los recuerdos. El mar era Carlos Vives desde que nos escapamos tres días a una<br />

p<strong>la</strong>ya desierta en Cozumel. Lo miraba tratando de recuperar algo. ¿Qué sería lo mejor? Tanto<br />

tuvimos. ¿Por qué no <strong>la</strong> muerte?, me preguntaba, si hasta los días que pasamos en el mar resultó<br />

inevitable jugar con el<strong>la</strong>.<br />

—Me voy a morir de amor —dije riendo una tarde que caminábamos mojando los pies en el<br />

agua tibia.<br />

En mi miedo de siempre <strong>la</strong> muerta era yo y hasta me parecía romántico dejarlo con <strong>la</strong><br />

ausencia, inventando mis cualidades, sintiendo un hueco en el cuerpo, buscándome en <strong>la</strong>s cosas<br />

que tuvimos juntos.<br />

Muchas veces imaginé a Carlos llorándome, matando a Andrés, enloquecido. Nunca<br />

muerto.<br />

Horas pasaba en Acapulco mirando al mar, con <strong>la</strong> mano de Alonso sobre una de mis piernas<br />

y recordando a Vives:<br />

—Nadie se muere de amor, Catalina, ni aunque quisiéramos —había dicho.<br />

Me hubiera quedado a vivir ahí si para poseer ese lugar no hubiera sido necesario regresar<br />

a México a ganárselo oyendo <strong>la</strong>s rabietas de Andrés contra su compadre, los p<strong>la</strong>nes para ser<br />

Presidente que se le frustraban cada tres mañanas, los discursos de héroe de <strong>la</strong> patria que cada<br />

tiempo le pedían en Pueb<strong>la</strong>.<br />

Además estaba Fito con sus frecuentes l<strong>la</strong>madas para pedir mi presencia en lugares<br />

extraños. Un día tuve que acompañarlo a poner <strong>la</strong> primera piedra de lo que sería el Monumento<br />

a <strong>la</strong> Madre. Echó un discurso sobre el inmenso regocijo de ser madre y cosas por el estilo.<br />

Después me invitó a comer a Los Pinos.<br />

Chofi, que alegó jaqueca y se libró del sol y los apretujones de <strong>la</strong> inauguración, me preguntó<br />

qué me había parecido el discurso de Fito. En lugar de responder que muy acertado y cal<strong>la</strong>rme <strong>la</strong><br />

boca, tuve <strong>la</strong> nefasta ocurrencia de disertar sobre <strong>la</strong>s incomodidades, <strong>la</strong>stres y obligaciones<br />

espeluznantes de <strong>la</strong> maternidad. Quedé como una arpía. Resultaba entonces que mi amor por los<br />

hijos de Andrés era un invento, que cómo podría decirse que los quería si ni siquiera me daba<br />

orgullo ser madre de los que parí. No me disculpé, ni alegué a mi favor ni me importó parecerles<br />

una bruja. Había detestado alguna vez ser madre de mis hijos y de los ajenos, y estaba en mi<br />

derecho a decirlo.<br />

Nos despedimos al terminar el café, y por un tiempo no me invitaron ni supe de ellos. Chofi<br />

me l<strong>la</strong>mó cuando <strong>la</strong> muerte de doña Carmen Romero Rubio, <strong>la</strong> esposa de Porfirio Díaz, para<br />

preguntar si yo iría al entierro y <strong>la</strong>mentar que su marido se lo hubiera prohibido. A el<strong>la</strong> le pareció<br />

siempre que <strong>la</strong> pobre Carmelita era una víctima. Ese día sí le di por su <strong>la</strong>do: —Tienes razón, pobre<br />

Carmelita —dije pero, ¿dónde estaríamos tú y yo si <strong>la</strong> injusticia no hubiera caído sobre el<strong>la</strong> de<br />

manera tan infame? —Colgó con <strong>la</strong> certidumbre de que su marido había hecho muy bien<br />

prohibiéndole ir al entierro.<br />

En cambio Alonso sí acompañó el duelo. Hacía cosas extrañas. Nunca supe qué tenía en <strong>la</strong><br />

cabeza. Lo mismo iba al entierro de Carmelita Romero Rubio, que celebraba toda una noche <strong>la</strong><br />

liberación de París, o pasaba semanas junto a los antropólogos que descubrieron unas esculturas<br />

toltecas en el centro de <strong>la</strong> ciudad. Alegaba que todo cabía en el cine.<br />

Andrés por esos días anduvo metido en un montón de líos. A su amigo el secretario de<br />

Economía un periodista lo acusó de complicidad con los acaparadores y de enriquecimiento<br />

mientras el pueblo padecía <strong>la</strong> escasez. El periodista era amigo de Fito y mi marido consideró que<br />

el artículo era idea de su compadre y estaba dirigido contra él. Intenté convencerlo de, que era<br />

medio complicada su teoría, pero estaba tan seguro que ni me oyó.<br />

A los pocos días <strong>la</strong> CTM hizo desfi<strong>la</strong>r ochenta mil personas en protesta contra <strong>la</strong> carestía<br />

culpando también al amigo de Andrés. Para completar,<br />

103


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

<strong>la</strong> iniciativa privada exigió que se eliminaran <strong>la</strong>s facultades de control que tenía <strong>la</strong><br />

Secretaría de Economía Nacional. Andrés confirmó su tesis de que lo que Fito p<strong>la</strong>neaba era<br />

renunciar a su amigo, entre otras cosas porque era su candidato. Esa vez ya no alegué nada<br />

porque Fito firmó un decreto que eliminaba <strong>la</strong>s facultades de <strong>la</strong> Secretaría para contro<strong>la</strong>r <strong>la</strong><br />

producción de cemento, varil<strong>la</strong> y quién sabe qué más cosas. Sin autoridad, el candidato de mi<br />

general prefirió renunciar.<br />

Andrés pasó días mentando madres contra Fito, contra <strong>la</strong> izquierda y contra Maldonado el<br />

líder que él inventó para quitar a Cordera. Estaba tan furioso que no quería ir al informe del<br />

primero de septiembre. Todavía esa mañana tuve que rogarle que se vistiera y que si tenía algo<br />

que pelear con Rodolfo lo peleara en privado.<br />

Fuimos a uno más de los tediosos informes de su compadre y para nuestra sorpresa nos<br />

divertimos, porque el diputado que contestó el informe habló de <strong>la</strong> responsabilidad que tenía un<br />

gobernante ante Dios de salvar a <strong>la</strong> patria, criticó el modo en que se realizaban <strong>la</strong>s elecciones y<br />

de paso acusó a <strong>la</strong> derecha de desprestigiar <strong>la</strong> Revolución y a <strong>la</strong> izquierda de propiciar <strong>la</strong><br />

inmoralidad y <strong>la</strong> anarquía. No quedó bien con nadie. Cuando Fito salió de <strong>la</strong> Cámara, los<br />

diputados se le fueron encima al tipo del discurso y lo destituyeron. Andrés salió muerto de risa<br />

con el espectáculo. Le gustaba prever que su compadre tendría problemas y estar seguro de que<br />

lo l<strong>la</strong>maría porque solo no podía con los pleitos. Para eso lo había nombrado su asesor, para los<br />

pleitos. Pero esa vez Fito no quiso necesitarlo.<br />

Después de <strong>la</strong>s felicitaciones en Pa<strong>la</strong>cio hubo una comida con todo el gabinete. Para su<br />

estupor, Andrés no tuvo lugar a <strong>la</strong> izquierda de su compadre.<br />

La tarjeta con su nombre estaba en una oril<strong>la</strong> de <strong>la</strong> mesa, al final de <strong>la</strong> hilera de ministros.<br />

No como siempre, antes que ninguno. A <strong>la</strong> derecha de Fito quedó el viejo general secretario de <strong>la</strong><br />

Defensa y a su izquierda Martín Cienfuegos.<br />

Andrés lo odió como nunca, como nunca <strong>la</strong>mentó haberlo ayudado cuando era sólo un<br />

abogadito tramposo, como nunca enfureció contra su madre que al conocerlo se encantó con él<br />

y lo quiso como a un hijo adoptivo.<br />

Ya no se acordaba en qué momento Martín Cienfuegos había dejado de ser su aliado y<br />

subalterno para pretender caminar solo, quizá <strong>la</strong> misma mañana en que Andrés le presentó a<br />

Rodolfo hacía muchos años, quizá sólo hasta que siendo gobernador de Tabasco fue el primero en<br />

manifestarle su apoyo al general Campos para de ahí convertirse en jefe de su campaña, y todas<br />

esas cosas que Andrés recordaba interrumpiendo siempre para l<strong>la</strong>marlo oportunista de mierda.<br />

A <strong>la</strong> izquierda de Rodolfo, más sonriente y bien peinado que nunca vio Andrés a Cienfuegos<br />

durante toda <strong>la</strong> comida. Regresó maldiciendo a su compadre porque era tan pendejo que<br />

acabaría dejándole <strong>la</strong> presidencia. a ese hijo de <strong>la</strong> chingada farsante que era Martín Cienfuegos.<br />

Porque así era su compadre, se dejaba caer, lo bien impresionaban los finos, entre menos<br />

militares mejor, entre más elegantes más lo deslumbraban al pendejo.<br />

Llegó a <strong>la</strong> case y empezó a beber y a despotricar todavía esperando que Fito lo l<strong>la</strong>mara. Pero<br />

Fito no lo l<strong>la</strong>mó. A los pocos días logró que el líder de <strong>la</strong> Cámara revocara los acuerdos del día<br />

primero y restituyera en <strong>la</strong> presidencia al que contestó su informe.<br />

Andrés no se aguantó <strong>la</strong>s ganas de ir a verlo.<br />

Volvió de Los Pinos vomitando verde y con un dolor de cabeza que lo hacía gritar. No<br />

soportaba ni <strong>la</strong> luz. Se encerró en un cuarto en penumbras a repetirme una vez tras otra los<br />

elogios que el Gordo había hecho de <strong>la</strong> intervención de Cienfuegos en <strong>la</strong> solución del conflicto. Lo<br />

que más rabia le daba era que su compadre le hubiera dicho que no lo había consultado a él para<br />

no molestarlo. No quería creer que Fito pudiera sobrevivir sin sus consejos y su ayuda. No lo<br />

podía creer aunque cada día <strong>la</strong>s cosas estuvieran más c<strong>la</strong>ras, y más asuntos se arreg<strong>la</strong>ran o<br />

descompusieran sin que nadie lo l<strong>la</strong>mara ni siquiera para pedir sus opiniones. Rodolfo parecía<br />

dispuesto a decidir él solo quién se quedaría en su lugar, y estaba resultando c<strong>la</strong>ro que su<br />

compadre le estorbaba en eso.<br />

Con nada perdía Andrés el dolor de cabeza que se le encajó en esa última visita a Los Pinos.<br />

Un día le ofrecí el té de Carme<strong>la</strong>. Lo bebió remilgando contra <strong>la</strong>s supersticiones de los campesinos<br />

y cuando el dolor se le convirtió en ganas de ir a <strong>la</strong> calle y enfrentarse a Rodolfo, se quedó<br />

mirando <strong>la</strong> taza vacía:<br />

—Estoy seguro de que es una casualidad, pero en qué sobra tomarlo —dijo.<br />

—En nada —contesté sirviéndome una taza.<br />

104


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Era un liquido verde oscuro que sabia a hierbabuena y epazote. Después de tomarlo salí a<br />

cenar con Alonso y estuve con él hasta <strong>la</strong> madrugada. Me reí mucho y en ningún momento tuve<br />

sueño. A mí también me sentó el té de Carme<strong>la</strong>, pero a <strong>la</strong> mañana siguiente no lo tomé. Andrés<br />

sí quiso más, esa mañana y muchas otras hasta que llegó el día en que sólo eso pudo desayunar.<br />

Despertaba mentando madres contra su compadrazgo y el tiempo que se dedicó a<br />

comp<strong>la</strong>cer al Gordo Campos, y se estaba tirado en <strong>la</strong> cama rumiando <strong>la</strong> derrota del día anterior y<br />

p<strong>la</strong>neando algo nuevo contra Martín Cienfuegos hasta que yo endulzara su té de hojas verdes.<br />

Un día, después de beberlo, le pidió a su ayudante los periódicos porque, según dijo, tenía<br />

un presentimiento. Algo ha de haber sabido desde antes pero fingió sorprenderse al mostrarme<br />

lo que aparecía en todas <strong>la</strong>s primeras p<strong>la</strong>nas. La Procuraduría General de <strong>la</strong> República a cargo de<br />

un licenciado Rocha que era súbdito fiel de Cienfuegos, había desenterrado el caso de <strong>la</strong><br />

desaparición y muerte del licenciado Maynez en Pueb<strong>la</strong>. Según decía <strong>la</strong> información, a solicitud de<br />

su hija Magdalena quien aseguraba que el autor del crimen era el entonces gobernador del<br />

estado, general Andrés Ascencio.<br />

Todos los testigos que años antes se contentaron con ir a los rosarios aparecían dec<strong>la</strong>rando<br />

cómo era el coche que secuestró al licenciado cerca del cine, cómo el tono de su voz pidiendo<br />

auxilio por <strong>la</strong> ventana, cuántos los casos que había ganado litigando en contra de los intereses del<br />

gobernador. Magda contaba <strong>la</strong> mañana que nos encontramos en Cuernavaca, asegurando que<br />

había visto discutir a su padre con Andrés Ascencio y lo había interrogado sobre <strong>la</strong>s causas. Su<br />

padre le había hab<strong>la</strong>do del interés que el gobernador tenía por los terrenos del hotel y balneario<br />

Agua C<strong>la</strong>ra y le había prohibido defender a los dueños del embargo. decía Magda que el licenciado<br />

no sólo rechazó <strong>la</strong> prohibición sino que se negó a aceptar el treinta por ciento del costa de los<br />

terrenos que el gobernador le ofreció por perder el pleito. Entonces —concluía fue cuando lo<br />

amenazó de muerte.<br />

Andrés se levantó gritando maldiciones y yo todavía estaba con los periódicos sobre <strong>la</strong>s<br />

piernas cuando el ayudante entró con un citatorio de <strong>la</strong> Procuraduría.<br />

—Estos son más pendejos que cabrones —dijo Andrés. Como si no les supiera yo ninguna,<br />

Se sirvió otra taza de té y fue a bañarse chif<strong>la</strong>ndo. Salió de <strong>la</strong> regadera eufórico y<br />

enrojecido. Por supuesto no se dirigió a <strong>la</strong> Procuraduría sino a buscar a Fito.<br />

Quién sabe qué hab<strong>la</strong>rían, el resultado fue que al día siguiente los periódicos publicaron una<br />

entrevista con el procurador general de justicia en <strong>la</strong> que el tipo exoneraba a Andrés de cualquier<br />

cargo y se refería a él varias veces como el respetable jefe de asesores del señor Presidente de <strong>la</strong><br />

República.<br />

Menos Magdalena, a <strong>la</strong> que nadie volvió a preguntarle nada, todos los testigos dec<strong>la</strong>raron<br />

haberse equivocado en sus juicios, y a los pocos días aparecieron como culpables los miembros<br />

de una banda de criminales a sueldo imposibilitados para dec<strong>la</strong>rar porque murieron en el tiroteo<br />

mantenido con <strong>la</strong> policía antes de ser atrapados.<br />

De todos modos Andrés quedó <strong>la</strong>stimado y no volvió a ver al Gordo, pero tampoco tuvo<br />

necesidad de renunciar a su cargo. Compró una fábrica de cigarros y se propuso convertir<strong>la</strong> en <strong>la</strong><br />

más importante del país. Volvió a decir a todas horas que el verdadero poder es de los ricos y que<br />

él se iba a convertir en banquero para que le hicieran los mandados todos los cabrones que de ahí<br />

en ade<strong>la</strong>nte se fueran subiendo a <strong>la</strong> sil<strong>la</strong> del águi<strong>la</strong>, en <strong>la</strong> que sabiamente Zapata no había querido<br />

retratarse.<br />

No me apenó verlo perder fuerza. Salía con Alonso como si fuéramos novios. Cenábamos en<br />

el Ciros casi todas <strong>la</strong>s noches. Lo acompañaba a <strong>la</strong>s funciones de ga<strong>la</strong> y pasaba horas con él en <strong>la</strong>s<br />

filmaciones. Una noche, después de una botel<strong>la</strong> de vino, hasta lo besé en público.<br />

Volvía a mi casa de madrugada y durante semanas no abrí <strong>la</strong> puerta de mi cuarto. Sólo a<br />

veces, como quien visita a su abuelo, tomaba té con Andrés en <strong>la</strong>s mañanas.<br />

Todo diciembre lo pasé en Acapulco sin ningún remordimiento. Los niños estaban de<br />

vacaciones, su papá siempre había dicho que <strong>la</strong> Na<strong>vida</strong>d era un invento para pendejos, ¿por qué<br />

teníamos que pasar<strong>la</strong> juntos?<br />

Sólo hasta unos días antes del Año Nuevo lo l<strong>la</strong>mé para pedirle de dientes para fuera que lo<br />

pasara con nosotros. Cuál no sería mi sorpresa cuando lo vi aparecer <strong>la</strong> mañana del 31. Había<br />

105


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

adelgazado como diez kilos y envejecido como diez años, pero caminaba erguido y no perdía <strong>la</strong><br />

sonrisa irónica que le era tan útil. Verania le gritó desde <strong>la</strong> terraza y bajó corriendo a besarlo.<br />

Llegaron con él Marta y Adriana con sus novios. Ya estaban en <strong>la</strong> casa Lilia con su aburrido esposo<br />

y Octavio con Marce<strong>la</strong>. Toda <strong>la</strong> familia del general.<br />

Por supuesto Alonso estaba insta<strong>la</strong>do conmigo. También eran mis invitados Mónica con sus<br />

hijos, <strong>la</strong> Palma y Julia Guzmán. En <strong>la</strong> noche debían llegar Bibi con Gómez Soto y Helen Heiss con<br />

sus hijos. Octavio y Marce<strong>la</strong> habían invitado tres parejas de amigos y Lilia llevó a Georgina<br />

Letona, <strong>la</strong> ex novia de su marido, para ver si <strong>la</strong> casábamos con mi hermano Marcos. Como si no<br />

supiera que Milito seguía cogiendo con el<strong>la</strong>, o a lo mejor porque lo sabía.<br />

Total, éramos más de cincuenta para cenar. Creí que con todos ésos no se notaría <strong>la</strong><br />

presencia de Alonso y fui tan dulce como pude con Andrés. Hasta me disculpé por haber llenado<br />

<strong>la</strong> casa de gente cuando él esperaba sólo una reunión familiar. Pasamos <strong>la</strong> tarde en <strong>la</strong> terraza,<br />

bebiendo ginebra con agua de limón mientras Alonso paseaba en <strong>la</strong> p<strong>la</strong>ya con Verania feliz y<br />

Checo empeñado en matar cangrejos.<br />

Andrés estuvo mucho rato cal<strong>la</strong>do y por fin dijo:<br />

—A Armillita lo cogió el toro en San Luis Potosí, a Briones en El Toreo. ¿Dónde me agarrará<br />

a mí?<br />

Su voz era tan sombría que casi me apenó. Según él una pitonisa le había dicho que cuando<br />

en <strong>la</strong> misma quincena de un año cayeran dos toreros, no estaría lejos su muerte.<br />

—Pues ya te salvaste porque se acabó este año —dije riendo. Como no te mueras hoy en <strong>la</strong><br />

noche, de aquí a que haya otra vez dos toreros cogidos en <strong>la</strong> misma quincena nos entierras a<br />

todos.<br />

—Todavía eres mi rayito de luz —contestó con una voz extraña.<br />

No supe si se estaba bur<strong>la</strong>ndo o si <strong>la</strong> ginebra se le subía más rápido que antes. De todos<br />

modos me puse nerviosa y le di un beso.<br />

CAPÍTULO XXIV<br />

El año no empezó bien para Alonso. La presencia de Andrés en Acapulco le pareció<br />

intolerable. Era lógico. A pesar de <strong>la</strong> perfecta figura y el atuendo de magazine que él tenía<br />

siempre, a pesar de su cara joven y su trato agradable, Andrés se notaba más que él. No hacia<br />

más que entrar a un cuarto o acercarse a <strong>la</strong> conversación de un grupo y todo empezaba a girar a<br />

su alrededor. Era el héroe de sus hijos, el atractivo de mis visitas, el dueño de <strong>la</strong> casa y de remate<br />

mi marido.<br />

Una tarde en que inventé ir a Pie de <strong>la</strong> Cuesta a ver meterse el sol, Quijano no quiso<br />

acompañarnos. Al regresar, Lucina nos dijo que se había ido a <strong>la</strong> filmación urgente. Luego el<strong>la</strong><br />

misma me entregó una nota breve, diciendo: «Me voy. Supongo que entiendes <strong>la</strong> causa. Con<br />

todo, te quiero, Alonso».<br />

Durante <strong>la</strong> cena Andrés hizo más de veinte chistes sobre el «arreg<strong>la</strong>dito» que había hecho<br />

el favor de dejarnos, por fin, en familia. Sus hijos se los rieron todos, yo algunos.<br />

La primera noche me sentí culpable por Alonso, <strong>la</strong> segunda me cambié al cuarto de Andrés.<br />

Nunca tuvieron los hijos una sorpresa como <strong>la</strong> que les dimos ese fin de año mostrando una<br />

reconciliación llena de besos públicos y cortesías de novios.<br />

Volvimos a México ya muy empezado enero. No busqué a Quijano. Me entretuve con <strong>la</strong>s<br />

rabietas de Andrés y lo ayudé a criticar al Gordo y a sobrellevar <strong>la</strong> inminente candidatura de<br />

Cienfuegos.<br />

A principios de febrero fuimos a Pueb<strong>la</strong>, donde tomaba posesión el tipo que él había querido<br />

como gobernador. En Pueb<strong>la</strong>, Andrés seguía siendo autoridad y le encantó recordar los honores<br />

y el trato de cacique respetable que se le daba. Ahí se sentía tan cómodo y seguro, que se le<br />

106


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

olvidó su cargo de asesor presidencial. Yo tampoco tuve ganas de volver a México y compartí con<br />

él <strong>la</strong> inmensa casa vacía cuando los niños regresaron a sus colegios acompañados por Lucina.<br />

Se iba poniendo viejo, un día le dolía un pie y al otro una rodil<strong>la</strong>. Bebía sin tregua brandy de<br />

<strong>la</strong> tarde a <strong>la</strong> noche y té de limón negro durante toda <strong>la</strong> mañana. Me hubiera dado piedad si el<br />

jardín y el cuarto del helecho no revivieran insistentemente a Carlos.<br />

Lilia me visitaba todos los días, me contaba los últimos chismes y me hacia reír. A mis<br />

amigas <strong>la</strong>s veía algunas tardes. Mónica trabajaba con tal furia que a veces sólo podía darnos un<br />

beso y desaparecer. En cambio Pepa tenía el jardín toda <strong>la</strong> tarde y <strong>la</strong> p<strong>la</strong>cidez que sus encuentros<br />

en <strong>la</strong> bodega del mercado le dejaban en <strong>la</strong> cara y <strong>la</strong>s pa<strong>la</strong>bras. También recuperé a Bárbara mi<br />

hermana que era como un ángel de <strong>la</strong> guarda, mejor que un ángel porque no me juzgaba, sólo se<br />

moría de <strong>la</strong> risa o se echaba a llorar y, como yo, pasaba de <strong>la</strong>s carcajadas a <strong>la</strong>s lágrimas sin<br />

ningún esfuerzo. El<strong>la</strong> estaba conmigo <strong>la</strong> tarde que Andrés llegó a <strong>la</strong> casa sintiéndose muy mal.<br />

Volvía de Tehuacán donde le habían hecho un homenaje. Uno de esos homenajes a los que iba<br />

rodeado de autoridades formales que públicamente le rendían cuentas y lo trataban como a un<br />

patrón. Ese día lo habían acompañado el nuevo gobernador del estado, el presidente municipal de<br />

Pueb<strong>la</strong> y por supuesto el de Tehuacán, donde lo dec<strong>la</strong>raron hijo predilecto de <strong>la</strong> pob<strong>la</strong>ción.<br />

Eran como <strong>la</strong>s cinco cuando oímos el ruido de los autos llegando hasta <strong>la</strong> puerta.<br />

—Qué tedio Bárbara —dije, ya regresó. Va a l<strong>la</strong>marme para que lo escuche hacer el<br />

recuento de sus glorias.<br />

Se había pasado el desayuno recordándome cómo estaban los obreros peleados entre sí<br />

cuando él llegó al gobierno, cómo durante su administración aumentaron los caminos, se<br />

construyeron escue<strong>la</strong>s, se terminó el descontento.<br />

—Voy a decirles —me ade<strong>la</strong>ntó: No vengo como gobernante, mi <strong>la</strong>bor como tal ha<br />

terminado, vengo como hijo del estado de Pueb<strong>la</strong>, como ciudadano y como hombre que sabe<br />

entregar el corazón. ¿Qué te parece? No me dices qué te parece Catalina, ¿para qué crees que te<br />

tengo?<br />

En su locura de los últimos meses me había vuelto a nombrar su secretaria privada y yo<br />

quise seguirle <strong>la</strong> corriente para pasar el tiempo. Le extendí un papel en el que había escrito su<br />

posible discurso y señalé un párrafo cualquiera. Lo leyó en voz alta: “Estaré siempre al servicio de<br />

todos ustedes, aquí y fuera de aquí, como funcionario y como simple ciudadano. Les pido que<br />

desechen rencil<strong>la</strong>s, que eliminen dificultades, que sigan trabajando con entusiasmo, como<br />

hermanos, como hombres que fueron a <strong>la</strong> Revolución con un programa social bien definido y por<br />

cuyo rescate si llegara a ser necesario iría con ustedes nuevamente a <strong>la</strong> lucha, sin llevar conmigo<br />

ninguna ambición personal política, porque ya como gobernante he cumplido, pero sí iría con el<br />

deseo de ve<strong>la</strong>r por <strong>la</strong> tranquilidad y el progreso de nuestro querido estado”.<br />

Terminó de leer y me dijo:<br />

—No me equivoqué contigo, eres lista como tú so<strong>la</strong>, pareces hombre, por eso te perdono<br />

que andes de libertina. Contigo sí me chingué. Eres mi mejor vieja, y mi mejor viejo, cabrona.<br />

Antes de irse pidió su té y me invitó una taza. La bebí despacio, esperando que llegara de<br />

a poco <strong>la</strong> extraña euforia que producía.<br />

Matilde no había regresado a <strong>la</strong> cocina. Puso el té sobre <strong>la</strong> mesa, nos vio beberlo y le dijo a<br />

Andrés:<br />

—Usted va a perdonar que yo me meta general, pero está usted tomando muy seguido esas<br />

hierbas y seguido hacen daño.<br />

—Qué daño ni qué nada. Si no fuera por el<strong>la</strong>s ya me hubiera muerto. Son lo único que me<br />

quita el cansancio.<br />

—Pero a <strong>la</strong> <strong>la</strong>rga perjudican. Yo veo que usted se está desmejorando.<br />

—No por <strong>la</strong>s hierbas Matilde. ¿No me digas que sigues creyendo en esas cosas? —le<br />

contestó Andrés antes de dar el último trago: Mira cómo está de rozagante <strong>la</strong> señora y el<strong>la</strong><br />

también lo toma.<br />

107


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

CAPÍTULO XXV<br />

El presidente municipal de Pueb<strong>la</strong> entró corriendo al cuarto del helecho:<br />

—Señora, parece que el general se emocionó demasiado —dijo. Venga usted pronto, no<br />

está bien.<br />

Bajé hasta <strong>la</strong> que había sido nuestra recámara. Andrés estaba echado en <strong>la</strong> cama, aún más<br />

pálido que otros días y ja<strong>la</strong>ndo aire con dificultad.<br />

—¿Qué te pasa? ¿No estuvo bien? ¿Por qué no te quedaste a <strong>la</strong> comida? —pregunté.<br />

—Me cansé y no quise morirme a media calle. L<strong>la</strong>ma a Esparza y a Téllez.<br />

—No seas exagerado —dije. Todo el mundo se cansa, llevas meses del tingo al tango.<br />

Deberías ir a Acapulco más seguido.<br />

—Acapulco. Ese horror sólo lo soportas tú. Y lo soportas con tal de escaparte, de<br />

abandonarme con el pretexto de que te hace bien el mar. Lo que te hace bien es dejarme.<br />

—Mentiroso.<br />

—No te hagas pendeja. Los dos sabemos para qué está <strong>la</strong> casa de Acapulco.<br />

—Tú parece que no lo sabes, casi nunca quieres ir.<br />

—No tengo tiempo para andar chapoteando y no descanso ahí. Me molesta el mar, no se<br />

cal<strong>la</strong> nunca, parece mujer. A donde voy a irme es a Zacatlán. Ahí entre los cerros se descansa<br />

bien y los días duran tanto que da tiempo de todo.<br />

—Pero no hay nada qué hacer. ¿De qué te sirve el tiempo ahí? —dije.<br />

—Siempre has de intrigar contra mi tierra, vieja desarraigada —dijo tratando de sacar un<br />

pie de <strong>la</strong> bota.<br />

—Voy a l<strong>la</strong>mar a Tulio para que te ayude, no hagas esfuerzo, de veras estás cansado.<br />

—Te digo que l<strong>la</strong>mes a Téllez pero quieres que me muera sin ayuda.<br />

—L<strong>la</strong>mamos a Téllez cada vez que estornudas, ya me da pena.<br />

—Pena es lo último que tú vas a sentir. Llámalo. Ahora sí te <strong>la</strong> voy a hacer buena, me voy<br />

a morir, llámalo de testigo no vayan a decir que me envenenaste.<br />

Me senté en el borde de <strong>la</strong> cama y le di unas palmadas en <strong>la</strong> pierna. Siguió hab<strong>la</strong>ndo con una<br />

sua<strong>vida</strong>d que alguna vez le conocí en destellos. Estaba extraño.<br />

—Te jodí <strong>la</strong> <strong>vida</strong>, ¿verdad? —dijo. Porque <strong>la</strong>s demás van a tener lo que querían. ¿Tú qué<br />

quieres? Nunca he podido saber qué quieres tú. Tampoco dediqué mucho tiempo a pensar en eso,<br />

pero no me creas tan pendejo, sé que te caben muchas mujeres en el cuerpo y que yo sólo conocí<br />

a unas cuantas.<br />

Se había ido poniendo viejo. Durante <strong>la</strong>s últimas semanas lo vi adelgazar y encogerse de a<br />

poco, pero esa tarde envejecía en minutos. De pronto el saco resultó enorme para él. Tenía los<br />

hombros enjutos y <strong>la</strong> cara inclinada, <strong>la</strong> barba se le perdía entre el cuello duro de <strong>la</strong> casaca militar<br />

y los galones parecían más tiesos que nunca.<br />

—Quítate esto —le dije. Te ayudo.<br />

Empecé a desabrochar aquel<strong>la</strong> cosa dura, a lidiar con los botones dorados que siempre eran<br />

más grandes que los ojales. Jalé una manga y di <strong>la</strong> vuelta por su espalda para ja<strong>la</strong>r <strong>la</strong> otra. Lo<br />

besé en <strong>la</strong> nuca.<br />

ves?<br />

—¿De veras te quieres morir? —pregunté.<br />

—¿Cómo me voy a querer morir? No me quiero morir, pero me estoy muriendo, ¿no me<br />

Esparza y Téllez, los dos médicos más famosos de <strong>la</strong> localidad, los médicos de Andrés para<br />

los catarros y <strong>la</strong>s diarreas que le daban de vez en cuando, y para todas <strong>la</strong>s enfermedades<br />

mayores que se inventaba cada tres días, entraron con <strong>la</strong> misma parsimonia de siempre y con <strong>la</strong><br />

misma certidumbre de que saldrían del asunto como siempre, dándole al general aspirinas<br />

pintadas de un nuevo color. Estaban acostumbrados al juego. El último mes los l<strong>la</strong>mábamos cada<br />

vez que mi marido se quedaba sin quehacer o sin con quién conversar. Necesitaba tanto tener<br />

108


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

gente alrededor, oyéndolo y acatando cualquiera de sus ocurrencias, que desde que nos fuimos<br />

a México y con nosotros <strong>la</strong> mayoría de sus escuchas habituales, en Pueb<strong>la</strong> siempre acabábamos<br />

l<strong>la</strong>mando a Esparza, a Téllez, o a los dos y al juez Cabañas para que <strong>la</strong> tertulia creciera y <strong>la</strong><br />

enfermedad terminara en partida de póker.<br />

—¿De qué se nos muere ahora, general? —preguntó Téllez y siguió con Esparza el ritual de<br />

siempre. Le oyeron el corazón, le tomaron el pulso, lo hicieron respirar y echar el aire muy<br />

despacio. Lo único distinto eran los comentarios de Andrés. Habitualmente mientras lo revisaban<br />

hacía el recuento de sus sensaciones que eran muchas y contradictorias. Le dolía ahí y ahí, y ahí<br />

donde el doctor tenía <strong>la</strong> mano en ese instante le dolía también. Esa tarde no se quejó ni una vez.<br />

—Hagan su rito cabrones —dijo, me les voy a morir de todos modos. Espero que lloren<br />

siquiera un rato, siquiera en recuerdo de todo lo que me han quitado. Espero que me lloren<br />

ustedes porque esta vieja que se dice mi señora ya está de fiesta. Nomás míren<strong>la</strong>, ya le anda por<br />

irse con quien se deje. Y se van a dejar muchos porque está entera todavía, está hasta mejor que<br />

cuando me <strong>la</strong> encontré hace ya un chingo de años. ¿Cómo cuántos Catalina? Eras una niña.<br />

Tenías <strong>la</strong>s nalgas duras, y <strong>la</strong> cabeza, ah qué cabeza tan dura <strong>la</strong> tuya. Y ésa sí no se te ha aflojado<br />

para nada. Las nalgas un poco, pero <strong>la</strong> cabeza nada. Lo bueno es que va a estar Rodolfo para<br />

vigi<strong>la</strong>r<strong>la</strong>. Mi compadre Rodolfo, tan pendejo el pobre.<br />

—Necesita descansar —dijo Téllez. ¿Tomó algún excitante? Parece que lo afectó <strong>la</strong> emoción<br />

del homenaje. Descanse, general. Le vamos a dar unas pastil<strong>la</strong>s que lo re<strong>la</strong>jen. Todo lo que tiene<br />

es cansancio, mañana será otro.<br />

—C<strong>la</strong>ro que seré otro, más tieso y más frío. También más descansado, por supuesto. Todos<br />

quieren que me muera. No se dan cuenta de <strong>la</strong> falta que hago, hacen falta los hombres como yo.<br />

Van a ver cuando se queden en manos de Fito y el pendejo de su candidato. ¿Yo cansado?<br />

Cansado el Gordo que ni para pensar es bueno. Tener de candidato a Cienfuegos.<br />

—Seguro es Cienfuegos, ¿quién te lo dijo? —pregunté.<br />

—Nadie me lo dijo, yo lo sé. Yo sé muchas cosas, y conozco a mi compadre, le da <strong>la</strong>s nalgas<br />

al primero que se <strong>la</strong>s pide. Martín se <strong>la</strong>s ha pedido en mil tonos, sobre todo engañándolo. Ya hasta<br />

lo hizo creerse inteligente.<br />

Cienfuegos era el peor enemigo de Andrés porque no podía tocarlo. No porque Andrés lo<br />

hubiera protegido, ni porque fuera el ministro consentido de Fito, sino porque era un<br />

conquistador profesional que se ganó a doña Herminia en una tarde, y doña Herminia que no<br />

había tenido más hijos que Andrés tuvo siempre <strong>la</strong> manía de andar buscándole hermanos. De<br />

chico lo hermanó con Fito al que hasta llevó a vivir un tiempo en su casa, y de grande se encantó<br />

con <strong>la</strong> risa y los ha<strong>la</strong>gos del costeño Martín Cienfuegos.<br />

—Este muchacho va a ser como otro hijo para mí, como el que se me murió. Y tiene que ser<br />

como un hermano para ti, ¿me oyes Andrés Ascencio? —dijo doña Herminia.<br />

Entonces Andrés empezó a desconfiar de los encantos de Cienfuegos y a convertirlo en el<br />

rival inevitable que acabó volviéndose.<br />

—Otro hermano te estoy dando —dijo <strong>la</strong> vieja y más te vale cuidarlo, Andrés Ascencio,<br />

porque hasta creo que me recuerda a tu padre. ¿Aceptas ser como otro hijo mío? —le preguntó<br />

a Martín que <strong>la</strong> oía con más atención que a <strong>la</strong> Cámara de Diputados.<br />

—Será un honor señora —dijo abriendo los brazos, dejándose ir sobre <strong>la</strong> mecedora,<br />

besando a doña Herminia en <strong>la</strong> frente para después abrazar<strong>la</strong>, acariciar sus mejil<strong>la</strong>s y terminar<br />

hincado besándole <strong>la</strong>s manos.<br />

No recuerdo mejor puesta en escena del amor filial. Hasta lágrimas de agradecimiento<br />

echó. Ni Andrés que ido<strong>la</strong>traba a <strong>la</strong> vieja hubiera podido hacer algo semejante.<br />

Volvió de Zacatlán furioso. Todo el camino de regreso fue l<strong>la</strong>mándolo hijo de <strong>la</strong> chingada<br />

farsante. Dizque en broma, pero no lo bajó de ahí.<br />

—Esa mi madre —empezó a decir sentado en <strong>la</strong> cama— qué hermanos me dio. Ni uno que<br />

más o menos entendiera dónde estamos parados. Primero <strong>la</strong> enterneció el Gordo Campos y luego<br />

este hijo de <strong>la</strong> chingada farsante de Martín. Es pendeja mi madre, una ignorante que con que le<br />

dieran sonrisitas y besos hasta <strong>la</strong> maternidad rega<strong>la</strong>ba.<br />

109


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Siquiera yo no heredé su pendejez, pero a Campos lo adoptó y lo heredó. Nada más hay que<br />

verlo. Agarra todas el imbécil, con tal de pavonearse y dárse<strong>la</strong>s de fino y de legal. Como si con<br />

leyes y caravanas fuera a lograr algo. Paró todo hace leyes, ¿no hasta inventó una que obliga a<br />

cada mexicano a enseñar a leer y a escribir a otro? Y según él, así ya acabó con el problema. En<br />

cosa de un rato no queda un indio incapaz de escribir su nombre, el del país y por supuesto el de<br />

su benemérito Presidente. Es un genio el Gordo, no más hay que verle <strong>la</strong> cara. Y su «hermano»<br />

Martín, su candidatito, va a acabar de chingarse lo que quede de país. Ese cabrón hasta <strong>la</strong>s<br />

esperanzas va a subastar.<br />

En un ratito en<strong>la</strong>ta el suspiro de tres mil desempleados y se los vende a los gringos para<br />

cuando quieran sentirse deprimidos. Va a vender el Ángel de <strong>la</strong> Independencia, el Hemiciclo a<br />

Juárez y si se descuidan hasta <strong>la</strong> Vil<strong>la</strong> de Guadalupe. Mexican souvenirs: <strong>la</strong>s o<strong>la</strong>s de Acapulco,<br />

pedacitos de La Quebrada en relicarios y nalgas de vieja buena en papel celofán.<br />

Todo muy moderno y muy nais, que no se nos note lo rancheros, lo puercos, lo necios, lo<br />

ariscos. Otro Mexsicou. Lástima que me vaya a morir, porque conmigo vivo ese cabrón no se<br />

trepa a <strong>la</strong> sil<strong>la</strong> del águi<strong>la</strong> más que a ba<strong>la</strong>zos y a ba<strong>la</strong>zos le gano, a él y a todos los cabroncitos bien<br />

peinados que dizque lo hacen fuerte. Y me iba a perdonar mi santa madre pero ese hijo de <strong>la</strong><br />

chingada farsante le quitaba yo <strong>la</strong> madre a madrazos. Las dos madres, <strong>la</strong> puta que lo parió y <strong>la</strong><br />

pendeja que dio en adoptarlo.<br />

—Ya deja eso de que te vas a morir —dije. ¿Por qué no le haces caso al doctor Téllez, te<br />

tomas <strong>la</strong>s pastil<strong>la</strong>s y se juegan un póker antes de acostarse?<br />

—Si acostado ya estoy, y mal acostado: viendo al techo y sin nadie encima.<br />

—Nosotros nos vamos —dijo Esparza.<br />

—Ya era hora cabrones —contestó Andrés.<br />

—Descanse general, no tome café, ni coñac, ni excitantes. Vengo mañana temprano a<br />

jugarle <strong>la</strong> del arranque.<br />

Me dejaron so<strong>la</strong> con él. Fui a sentarme en <strong>la</strong> oril<strong>la</strong> de <strong>la</strong> cama.<br />

—¿Quieres más té? —dije sirviéndoselo. Se incorporó para tomarlo y volvió a preguntarme:<br />

—¿Qué quieres tú Catalina? ¿Vas a coquetear con Cienfuegos? ¿Quién es Efraín Huerta?, ¿y<br />

cómo sabe que de un seno tuyo al otro solloza un poco de ternura?<br />

—¿Dónde encontraste sus poemas? —pregunté.<br />

—En mi casa no valen los cerrojos.<br />

—¿Qué vale?<br />

—Era amigo de Vives, ¿verdad? Te conoce mal, tú ya no tienes sollozos ni en los senos ni en<br />

ninguna parte, ni fingirlos podrías, ¿y ternura Catalina? ¡Qué tipo tan ingenuo! No en balde está<br />

en el Partido Comunista.<br />

Caminé hasta <strong>la</strong> ventana. Ya muérete, murmure mientras él seguía hab<strong>la</strong> y hab<strong>la</strong> hasta<br />

quedarse dormido. Luego fui a acostarme junto.<br />

Al rato despertó, puso <strong>la</strong> mano sobre mis piernas y empezó a acariciarme. Abrí los ojos, le<br />

guiñé uno, fruncí <strong>la</strong> nariz.<br />

—¿Por qué no te levantas y le hab<strong>la</strong>s a Cabañas? —dijo. Me duele una pierna.<br />

—A Téllez, ¿no?<br />

—A Cabañas Catalina, no estoy para perder el tiempo.<br />

Cuando Cabañas llegó, Andrés tenía entumidas <strong>la</strong>s dos piernas y hab<strong>la</strong>ba despacio.<br />

—¿Trajiste el dos Cabañas? —dijo haciendo un esfuerzo.<br />

—Sí general, los traje todos.<br />

—Dame el dos.<br />

—¿Qué es el dos? —pregunté.<br />

No me contestó. Empezó a firmar con su eterna pluma fuente de tinta verde.<br />

Un rato después se murió.<br />

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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

CAPÍTULO XXVI<br />

L<strong>la</strong>mé a sus hijos. Alguien le avisó a Rodolfo que llegó como a <strong>la</strong>s once de <strong>la</strong> noche. Entró<br />

con su barriga, su lentitud y su cauda a querer dirigir:<br />

—Vamos a llevarlo a Zacatlán.<br />

—Como tú quieras —contesté.<br />

—El así ordenó.<br />

—Le creo señor Presidente, vamos a llevarlo a Zacatlán.<br />

—Te agradezco <strong>la</strong> co<strong>la</strong>boración. Ya sé del testamento.<br />

—No hay qué agradecer. Espero hacerlo bien.<br />

—Si tienes problemas cuenta conmigo —dijo.<br />

—Quiero contar contigo para no tenerlos –contesté.<br />

—No te entiendo, era como mi hermano, eres su mujer ¿Qué quieres que haga?<br />

—Que no te metas, que no me ayudes, que no hagas tratos con <strong>la</strong>s otras viudas. Todas<br />

recibirán lo suyo, pero tendrán que venir conmigo para recibirlo.<br />

—¿Quiénes son <strong>la</strong>s otras viudas?<br />

—Compadre, no estás hab<strong>la</strong>ndo con tu mujer. Sé perfectamente quiénes son <strong>la</strong>s otras<br />

viudas y cuántos son los hijos que no han vivido con nosotros. Sé qué haciendas son para unos,<br />

qué casas para otros.<br />

Sé qué negocios, qué dinero, hasta qué reloj y qué mancuernil<strong>la</strong>s son para quién.<br />

Se quedó cal<strong>la</strong>do, asintió con <strong>la</strong> cabeza y fue a pararse a un <strong>la</strong>do de <strong>la</strong> caja gris. Intentó una<br />

cara de pena pero le ganó el gesto de aburrimiento que llevaba a todas partes.<br />

La gente llenó mi casa. A empujones llegaban hasta Rodolfo. Los hombres le daban abrazos<br />

acompañados de palmadas en <strong>la</strong> espalda, <strong>la</strong>s mujeres apretaban su mano.<br />

Yo estaba parada del otro <strong>la</strong>do de <strong>la</strong> caja, no quise sentarme. Pasé ahí toda <strong>la</strong> noche<br />

estrechando manos y recibiendo abrazos. No lloré. Hablé sin parar. Con cada gente hablé de él,<br />

recordé dónde se conocieron y cuándo había sido <strong>la</strong> última vez que nos vimos.<br />

Como a <strong>la</strong>s dos de <strong>la</strong> mañana Fito se fue a dormir. Lucina me llevó un té. Me senté un rato.<br />

En <strong>la</strong> sil<strong>la</strong> de junto, encontré a Checo. Me pareció tan niño.<br />

—¿Cómo estás, mamá? —preguntó.<br />

—Bien, mi <strong>vida</strong>, ¿y tú?<br />

—Bien también —y no hab<strong>la</strong>mos más.<br />

Verania se había ido a dormir más temprano. A Marta el doctor tuvo que atender<strong>la</strong> porque<br />

le dio un mareo.<br />

—Veo que tu novio no vino a darte el pésame —me dijo Adriana cuando estuvimos juntas.<br />

—No hables así —le ordené.<br />

—No pretendas educarme ahorita. Es un poco tarde —me contestó. Además todo el mundo<br />

sabe lo de Alonso. Estoy segura de que medio velorio vino nada más a verlo entrar con cara de yo<br />

era amigo del difunto.<br />

Tenía razón. Y odio. Qué bien puesto tenía el odio esa niña. Lilia, Marce<strong>la</strong> y Octavio me<br />

acompañaron hasta que amaneció.<br />

Toda <strong>la</strong> noche duró el desfile de dolidos con los dolientes. Yo no me moví de mi lugar de<br />

viuda.<br />

—Admiro su entereza, señora —me dijo Bermúdez, un hombre que hacía de maestro de<br />

ceremonias en los actos políticos cuando Andrés era gobernador.<br />

—La felicito, doña Catalina —dijo <strong>la</strong> esposa del presidente municipal.<br />

Hubo de todo. Creo que me divertí esa noche.<br />

111


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Era yo el centro de atención y eso me gustó. Al entrar todos me buscaban con los ojos, casi<br />

todos querían abrazarme y decir cosas, pero lo mejor fue lo que me dijo Josefita Rojas, que entró<br />

con los pasos apresurados y <strong>la</strong> cabeza erguida con que recorría <strong>la</strong>s calles de <strong>la</strong> ciudad como si<br />

quisiera agotar<strong>la</strong>. Nunca se subía a un coche, a todas partes llegaba caminando. Vivía en el cerro<br />

de Loreto y desde ahí bajaba al centro, a Santiago o a donde <strong>la</strong> invitaran, dando esos pasos que<br />

todavía <strong>la</strong> mantienen viva. Josefita me abrazó fuerte, después me tomó de los hombros y me<br />

miró a los ojos.<br />

—¡Vaya! —dijo. Me da gusto por ti. La viudez es el estado ideal de <strong>la</strong> mujer. Se pone al<br />

difunto en un altar, se honra su memoria cada vez que sea necesario y se dedica uno a hacer todo<br />

lo que no pudo hacer con él en <strong>vida</strong>. Te lo digo por experiencia, no hay mejor condición que <strong>la</strong> de<br />

viuda. Y a tu edad. Con que no cometas el error de prenderte a otro luego luego, te va a cambiar<br />

<strong>la</strong> <strong>vida</strong> para bien. Que no me oigan decírtelo, pero es <strong>la</strong> verdad y que me perdone el difunto.<br />

Como a <strong>la</strong>s seis de <strong>la</strong> mañana pensé que debía ir a cambiarme de ropa y de aspecto. Casi no<br />

había nadie en <strong>la</strong> sa<strong>la</strong> a esas horas. Me acerqué a <strong>la</strong> caja abierta y vi <strong>la</strong> cara de Andrés muerto.<br />

Quise encontrar alguna dulzura en los rasgos de su cara, algún guiño de complicidad de esos que<br />

a veces me hacía, pero le vi el gesto tieso de cuando se enojaba, de cuando pasaba días sin<br />

hab<strong>la</strong>rme porque algo lo andaba preocupando y ni el buenas noches podía interrumpir el enredo<br />

de su cabeza.<br />

—Adiós, Andrés —le dije. Van a venir por ti para llevarte a Zacatlán. Te querías ir ahí a<br />

descansar, y Fito está empeñado en darte gusto. Ahora si lo que quieras, pídele lo que quieras.<br />

Anda listo para lo que se te ofrezca. Qué feo estás. Me chocas con esa cara. Siempre me has<br />

chocado con esa cara. Ve a ponérse<strong>la</strong> a otra, yo tengo demasiados líos como para cargar con tu<br />

cara de reproche. ¿No querrás que me suicide de pena? Ya oíste lo que dijo Josefita, voy a estar<br />

mejor que nunca sin ti. No quiero ir a tu entierro, seguro me van a subir en el mismo coche que<br />

Rodolfo y lo voy a tener que aguantar todo el camino hasta Zacatián. Y tú metido en tu caja, muy<br />

quitado de <strong>la</strong> pena mientras yo lo aguanto. ¿Así va a ser para siempre? ¿Cuándo me lo voy a<br />

quitar de encima? Justo encima más le vale no querer ponerse. Tú porque eras simpático y me<br />

agarraste niña. ¡Cómo me hacías reír, cómo me dabas miedo! Cuando ponías esta cara me dabas<br />

miedo. Esta cara pusiste cuando te insulté por matar a Lo<strong>la</strong>. Que a mí que me importaba, dijiste.<br />

Así que me dejas todo para que yo lo reparta. Lo que quieres es joder, como siempre. ¿Quieres<br />

que vea lo difícil que resulta? ¿A quién le toca qué según tú? ¿Quieres que lo adivine, que siga<br />

pensando en ti durante todo el tiempo que dure el horror de ir dándole a cada quien lo suyo?<br />

Quieres ver si me quedo con todo. ¿Qué te crees tú? ¿Que no me vas a dejar en paz, que me vas<br />

a pesar toda <strong>la</strong> <strong>vida</strong>, que muerto y todo vas a seguir siendo el hombre al que más horas le dedico,<br />

que para siempre voy a pensar en tus hijos y tus mujeres? Eso querrías, que te siguiera yo<br />

cargando. ¿Qué le toca a quién, desde mi justicia? ¿Crees que les voy a dar el gusto de quedarme<br />

con todo? ¿Para que puedan ir diciendo que tenían razón, que siempre supieron que yo no era<br />

más que una ambiciosa? ¿O crees que me voy a quedar a media calle, pidiéndole a Fito una<br />

caridad? No, Andrés, los voy a l<strong>la</strong>mar a todos a echar vo<strong>la</strong>dos y a ver quién se gana esta casa tan<br />

fea, a ver a quién le tocan los ranchos de <strong>la</strong> sierra, a quién el Santa Julia y a quién La Mandarina,<br />

a quién los negocios con Heiss, a quién el alcohol c<strong>la</strong>ndestino, a quién <strong>la</strong> P<strong>la</strong>za de Toros, a quién<br />

los cines y a quién <strong>la</strong>s acciones del hipódromo, a quién <strong>la</strong> casa grande de México y a quién <strong>la</strong>s<br />

chicas. Puros vo<strong>la</strong>dos, Andrés, y el que ya esté metido en alguna parte pues ahí se queda, no voy<br />

a sacar a Olga del rancho en Veracruz, ni a Cande de <strong>la</strong> casa en Teziutlán. Ni loca voy a querer<br />

meterme en casa ajena. Yo quiero una casa menos grande que ésta, una casa en el mar, cerca de<br />

<strong>la</strong>s o<strong>la</strong>s, en <strong>la</strong> que mande yo, en <strong>la</strong> que nadie me pida, ni me ordene, ni me critique. Una casa en<br />

<strong>la</strong> que pueda darme el gusto de recordar cosas buenas. Tu risa de alguna tarde, nuestros juegos<br />

a caballo, el día en que estrenamos el Ford convertible y lo corrimos a toda velocidad camino a<br />

México por primera vez. En <strong>la</strong> noche me dijiste «deja que yo te quite <strong>la</strong> ropas y me <strong>la</strong> fuiste<br />

quitando despacio y yo quieta hasta que me quedé desnuda mirándote. Entonces siempre te<br />

miraba con agradecimiento. Empecé a temb<strong>la</strong>r porque hacia frío y todavía me daba vergüenza<br />

estar desnuda a medio cuarto. Te chupaste un <strong>la</strong>bio y caminaste hacia atrás: «qué bonita eres»,<br />

dijiste como si me vieras por primera vez y no fuera tuya. No soporté seguir ahí parada, te dije<br />

«ya, Andrés, ya no me veas así», y corrí a meterme bajo <strong>la</strong>s sábanas. Entonces te acercaste y me<br />

pusiste el dedo en el ombligo: «¿qué guardas en este agujerito?», preguntaste, y yo te dije «un<br />

secreto». Toda <strong>la</strong> noche buscamos el secreto, ¿te acuerdas? Tengo sueño, ganas de irme a mi<br />

cama toda para mí, sin tus piernas cruzándose a media noche en mi camino, sin tus ronquidos.<br />

Me iría a dormir, pero quiero ir a Zacatián. Detesto ese lugar tan mojado, tan lleno de recovecos,<br />

112


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

pero quiero ir a ver a <strong>la</strong> gente parada en <strong>la</strong>s puertas de sus casas esperando que pasemos contigo<br />

muerto, por fin. Pondrán cara de pena tus empleados, los que siembran tus ranchos y cuidan tu<br />

ganado. Pero estarán felices, en <strong>la</strong> noche beberán licor de fruta y se reirán de nuestra suerte. Ahí<br />

va <strong>la</strong> viuda —dirán. Tan piruja. Apenas y le medio pagaba con <strong>la</strong> misma moneda. Viejo rabo<br />

verde, cabrón, ratero, asesino. Simpático —dirá alguno. Loco, murmurará doña Rafa, <strong>la</strong> amiga de<br />

tu mamá. Con sus ciento veinte años te verá pasar desde su mecedora de palo. Loco —dirá, yo<br />

siempre le dije a Herminia que ese niño le había salido medio loco. Atrabancado, contestaría tu<br />

madre, por atrabancado me gusta. También a mí me gustaste por atrabancado, ¿cómo fue que<br />

me gustaste si estás tan feo? Te hubiera imaginado así <strong>la</strong> tarde que nos conocimos y no me<br />

hubiera metido en tanto lío, no estaría yo aquí so<strong>la</strong> viendo salir el sol, con una flojera espantosa<br />

de ir a enterrarte. Pero ni modo. Ya me voy a vestir. ¿Qué me pondré? Velo de viuda, no. Tú a<br />

veces me dabas buenas ideas. ¿Te acuerdas cuando me compré el vestido de seda roja en esa<br />

tiendita de Nueva York? Yo no lo quería, tú lo escogiste y me gusta ponérmelo. Una viuda de rojo<br />

se vería mal. Pero con ese vestido aguantaría mucho más fácil todo el teatro que me falta.<br />

Rodolfo se portaría bien conmigo. Me acuerdo cuando me lo puse para El Grito el año pasado. Ya<br />

muy noche, después de varios brindis, con <strong>la</strong> banda presidencial cuatrapeada me jaló hasta el<br />

balcón y lo abrió, me hizo salir con él a <strong>la</strong> p<strong>la</strong>za que empezaba a quedarse varia. «Con ese vestido<br />

pareces una parte de <strong>la</strong> bandera, te traigo entre los ojos desde que llegaste, me costó trabajo no<br />

gritar después del Viva México, Viva <strong>la</strong> Independencia, Viva mi comadre que está tan guapa como<br />

<strong>la</strong> misma patria.» Se me echó encima, salí corriendo a buscarte. El fue atrás de mí: “le decía yo<br />

a tu mujer que está muy guapa. No te ofende, ¿verdad?”, dijo como si temiera que yo te contara.<br />

No sabía quién eras, no sabía que tú estarías de su <strong>la</strong>do, que de fantasiosa no me hubieras bajado<br />

si te cuento su ridículo. Ya es muy tarde, tengo poquito tiempo para cambiarme, ¿no voy a ir así<br />

de fea? Habrá fotógrafos, estará Martín Cienfuegos.<br />

Me puse un vestido de jersey negro y abrigo de astracán. No encontré zapatos bajos. Tenia<br />

como noventa pares de zapatos y no pude encontrar unos negros cómodos. De negro sólo me<br />

vestía para ir a fiestas. Siquiera encontré unos cerrados porque con el abrigo y el frío sólo Chofi<br />

usaría sandalias. Me pinté poco: rímel en <strong>la</strong>s pestañas y crema en los <strong>la</strong>bios, chapas no. El pelo<br />

recogido en un chongo. Andrés hubiera dicho que era yo una viuda de buen ver.<br />

Salimos a <strong>la</strong>s nueve. Una caravana corno de cuarenta coches. Los íntimos, se dijo. Yo me<br />

quería ir con el Checo y con Juan mi chofer. Aproveché que Fito inventó cargar <strong>la</strong> caja junto con<br />

el gobernador, Martín Cienfuegos y un líder obrero para sacar<strong>la</strong> de <strong>la</strong> casa a <strong>la</strong> carroza.<br />

—Vámonos tú y yo en el Packard —le dije a Checo. L<strong>la</strong>ma a Juan.<br />

Nos subimos al Packard y Juan lo acomodó atrás del coche de Fito, que estaba justo atrás<br />

de <strong>la</strong> carroza. Pensé que era mejor no tener que ir todo el camino viéndo<strong>la</strong>.<br />

Nos sentamos solos en el asiento de atrás. Estiré <strong>la</strong>s piernas, le di un beso al niño.<br />

Estábamos muy a gusto cuando llegó el secretario particu<strong>la</strong>r de Rodolfo diciendo que decía el<br />

Presidente que yo me fuera con él en el otro coche.<br />

—Dígale que gracias, que estoy bien aquí, que no quiero dejar solo al niño.<br />

Se fue y regresó más contundente:<br />

—Dice que se traiga usted al niño.<br />

Iba a poner otro pretexto cuando apareció Fito. Su secretario le abrió <strong>la</strong> puerta y él se metió<br />

a nuestro coche como a su casa.<br />

—Perdón, Catalina —dijo, no sabia que ya estabas insta<strong>la</strong>da. Lo que no quiero es que vayas<br />

so<strong>la</strong>. Tú y yo debemos ir juntos tras <strong>la</strong> carroza. No tienes por qué ponerte detrás de mi coche, en<br />

este momento somos nada más su familia. Hoy no soy Presidente.<br />

—Pues si te quitas ese chiste, ¿cuál te queda? —quise decir, pero sólo sonreí haciendo una<br />

mueca de pena, como de que agradecía <strong>la</strong>s atenciones aunque <strong>la</strong> tristeza no me dejaba<br />

expresarlo en pa<strong>la</strong>bras.<br />

Me corrí para que pudiera sentarse junto a nosotros. Ese coche era enorme, en el asiento de<br />

atrás cabían fácil cinco personas. Un vidrio se levantaba entre los de atrás y el chofer. Yo nunca<br />

lo cerré, me gustaba p<strong>la</strong>ticar con Juan y que me cantara canciones. Rodolfo lo primero que hizo<br />

fue intentar subirlo. Estaba duro por <strong>la</strong> falta de uso, su secretario pujó hasta que <strong>la</strong> pa<strong>la</strong>nca quiso<br />

dar vueltas y el vidrio fue subiendo. Me dio pena con Juan, él no estaba acostumbrado a esas<br />

groserías. Checo lo notó. Era buen amigo de Juan. Juan fue su papá y su mamá durante mucho<br />

113


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

tiempo. Dijo que quería irse ade<strong>la</strong>nte para ver. No lo consultó, abrió <strong>la</strong> puerta, se bajó y fue a<br />

sentarse junto a Juan en tres segundos. Desde ahí volteó a mirarme. Condenado muchacho, me<br />

dejó con Rodolfo y el secretario.<br />

—Dígale a Regino que se quite de ahí y nos deje el sitio. Usted váyase con él —ordenó Fito,<br />

y nos quedamos solos. Yo me puse <strong>la</strong>s manos en <strong>la</strong> cabeza, y <strong>la</strong> agaché suspirando. Me caía tan<br />

mal el señor Presidente.<br />

Los coches empezaron a caminar despacio, como si nada más fuéramos al Panteón Francés.<br />

—A esta velocidad no vamos a llegar ni en dos días —le dije a Rodolfo cuando por fin salimos<br />

de <strong>la</strong> ciudad. El volteó hacia atrás. No se veía el fin de <strong>la</strong> hilera de autos que nos seguían.<br />

—Tienes razón —me contestó, y bajó el vidrio para ordenarle a Juan que l<strong>la</strong>mara al chofer<br />

de <strong>la</strong> carroza en que iba Andrés a su último homenaje. Hubiera gozado con tanta gente. Después<br />

de hab<strong>la</strong>r con Rodolfo, el que manejaba <strong>la</strong> carroza llevó a <strong>la</strong> comitiva a una velocidad menos<br />

fúnebre.<br />

—¿Así te parece bien? —preguntó Fito acariciándome <strong>la</strong> mano enguantada.<br />

Empezamos a cruzar por pueblos grises de tierra. Así son todos los pueblos del camino<br />

antes de subir a <strong>la</strong>s montañas. Pueblos a los que difícilmente les crece algo verde. Son sólo tierra<br />

y campesinos terrosos. En algunos, el gobernador organizó contingentes del partido que se<br />

paraban con flores en <strong>la</strong> oril<strong>la</strong> de <strong>la</strong> carretera. Al encontrarlos nos deteníamos, los más<br />

importantes venían hasta el coche y nos daban <strong>la</strong> mano. Los demás ponían <strong>la</strong>s flores en <strong>la</strong> carroza<br />

y luego se iban a parar cerca con el sombrero entre <strong>la</strong>s manos.<br />

Me entró un sueño espantoso. Por más que hacía para no cabecear, de repente los ojos se<br />

me cerraban.<br />

—Ponte cómoda y duerme —dijo Fito.<br />

Nada más de oír <strong>la</strong> sugerencia desperté. Pensar que pudiera verme perdida, hasta<br />

babeando mientras dormía. No quise imaginar <strong>la</strong> humil<strong>la</strong>ción. Preferí p<strong>la</strong>ticarle. De él, de Andrés,<br />

de los hijos, del país, de <strong>la</strong> guerra.<br />

Nunca habíamos hab<strong>la</strong>do tanto tiempo. Era menos tonto de lo que imaginé. Y menos<br />

aburrido. O quizá me lo pareció porque acabamos hab<strong>la</strong>ndo de <strong>la</strong> sucesión y de lo que él pensaba<br />

sobre cada uno de los precandidatos. Logré sacarle que su elegido era Cienfuegos. Habló de él<br />

hasta que llegamos a Zacatlán, como a <strong>la</strong>s cinco.<br />

Las calles estaban llenas de mirones. «Todos los que me ven son ojos», decía un camión de<br />

carga que nos rebasó en <strong>la</strong> carretera. Y yo pensé tomarlo así. Ojetes, diría Andrés, ojetes todos<br />

los que me están mirando y me critican.<br />

Llegamos hasta <strong>la</strong> p<strong>la</strong>za principal a recoger a doña Herminia. Fito <strong>la</strong> abrazó.<br />

Ahí en <strong>la</strong> calle, prendida de Rodolfo, parecía más vieja y frágil que nunca, pero en cuanto<br />

entró al coche recuperó su actitud fuerte y desapegada. Ni una lágrima ni una pa<strong>la</strong>bra. Noventa<br />

y cuatro años.<br />

En el panteón hubo como veinte discursos. Creí que nunca volveríamos. Verania y Sergio<br />

estuvieron parados junto a mí todo el tiempo. Como si<br />

hubiéramos ensayado <strong>la</strong> pelícu<strong>la</strong> de <strong>la</strong> familia unida por <strong>la</strong> pena. Verania hasta me dejó<br />

abrazar<strong>la</strong>, Checo me apretaba <strong>la</strong> mano como un novio.<br />

Cuando los enterradores iban a palear <strong>la</strong> tierra sobre su padre les dije que tomaran un puño<br />

y lo echaran antes.<br />

Me agaché hasta el suelo al mismo tiempo que ellos. Tomé <strong>la</strong> tierra y <strong>la</strong> tiré contra <strong>la</strong> caja<br />

que ya estaba en el fondo de un hoyo oscuro. Los demás hijos hicieron lo mismo que nosotros. Yo<br />

quise recordar <strong>la</strong> cara de Andrés. No pude. Quise sentir <strong>la</strong> pena de no ir a verlo nunca más. No<br />

pude. Me sentí libre. Tuve miedo.<br />

Quise sentarme en <strong>la</strong> tierra. Quise que no estuvieran encima los ojos de tanta gente. Quise<br />

que no me importara llorar como Lilia que tenía <strong>la</strong> cara sucia y hacía ruido, como Marce<strong>la</strong><br />

recargada en Octavio, como Verania hipeando de tan sorprendida y abandonada.<br />

114


Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Pensé en Carlos, en que fui a su entierro con <strong>la</strong>s lágrimas guardadas a <strong>la</strong> fuerza. A él podía<br />

recordarlo: exactas su sonrisa y sus manos arrancadas de golpe.<br />

Entonces, como era correcto en una viuda, lloré más que mis hijos.<br />

Checo seguía tomado de mi mano, Verania me hizo un cariño, empezó a llover. Así era<br />

Zacatlán, siempre llovía. Pero a mí ya no me importó que lloviera en ese pueblo, era mi última<br />

visita. Lo pensé llorando todavía y pensándolo dejé de llorar. Cuántas cosas ya no tendría que<br />

hacer. Estaba so<strong>la</strong>, nadie me mandaba. Cuántas cosas haría, pensé bajo <strong>la</strong> lluvia a carcajadas.<br />

Sentada en el suelo, jugando con <strong>la</strong> tierra húmeda que rodeaba <strong>la</strong> tumba de Andrés. Divertida<br />

con mi futuro, casi feliz.<br />

FIN<br />

ESTE LIBRO<br />

SE TERMINO DE IMPRIMIR<br />

EN LOS TALLERES GRAPICOS DE ROGAR, S. A.<br />

EDENLABRADA (MADRID,<br />

EN EL MES DE DICIEMBRE DE 1994<br />

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