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Cuentos dramáticos - Biblioteca Virtual Universal

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Índice<br />

En tranvía<br />

Adriana<br />

Vitorio<br />

«Las desnudas»<br />

Semilla heroica<br />

Justiciero<br />

Elección<br />

«La Chucha»<br />

El vino del mar<br />

Fuego a bordo<br />

La paz<br />

Suerte macabra<br />

El guardapelo<br />

La ventana cerrada<br />

Infidelidad<br />

De vieja raza<br />

Benito de Palermo<br />

Ley natural<br />

El comadrón<br />

El voto de Rosiña<br />

Vivo retrato<br />

El décimo<br />

La puñalada<br />

En el Santo<br />

Santos Bueno<br />

Emilia Pardo Bazán<br />

<strong>Cuentos</strong> <strong>dramáticos</strong>


Sustitución<br />

La «Compaña»<br />

La dentadura<br />

Inspiración<br />

Oscuramente<br />

El ahogado<br />

El molino<br />

Aventura<br />

El oficio de difuntos<br />

«Juan Trigo»<br />

El camafeo<br />

Voz de la sangre<br />

En tranvía<br />

Los últimos fríos del invierno ceden el paso a la estación primaveral, y<br />

algo de fluido germinador flota en la atmósfera y sube al purísimo azul<br />

del firmamento. La gente, volviendo de misa o del matinal correteo por las<br />

calles, asalta en la Puerta del Sol el tranvía del barrio de Salamanca.<br />

Llevan las señoras sencillos trajes de mañana; la blonda de la mantilla<br />

envuelve en su penumbra el brillo de las pupilas negras; arrollado a la<br />

muñeca, el rosario; en la mano enguantada, ocultando el puño del encas, un<br />

haz de lilas o un cucurucho de dulces, pendiente por una cintita del dedo<br />

meñique. Algunas van acompañadas de sus niños: ¡y qué niños tan elegantes,<br />

tan bonitos, tan bien tratados! Dan ganas de comérselos a besos; entran<br />

impulsos invencibles de juguetear, enredando los dedos en la ondeante y<br />

pesada guedeja rubia que les cuelga por las espaldas.<br />

En primer término, casi frente a mí, descuella un «bebé» de pocos meses.<br />

No se ve en él, aparte de la carita regordeta y las rosadas manos, sino<br />

encajes, tiras bordadas de ojetes, lazos de cinta, blanco todo, y dos<br />

bolas envueltas en lana blanca también, bolas impacientes y danzarinas que<br />

son los piececillos. Se empina sobre ellos, pega brincos de gozo, y cuando<br />

un caballero cuarentón que va a su lado -probablemente el papá- le hace<br />

una carantoña o le enciende un fósforo, el mamón se ríe con toda su boca<br />

de viejo, babosa y desdentada, irradiando luz del cielo en sus ojos puros.<br />

Más allá, una niña como de nueve años se arrellana en postura desdeñosa e<br />

indolente, cruzando las piernas, luciendo la fina canilla cubierta con la<br />

estirada media de seda negra y columpiando el pie calzado con zapato<br />

inglés de charol. La futura mujer hermosa tiene ya su dosis de coquetería;<br />

sabe que la miran y la admiran, y se deja mirar y admirar con oculta e<br />

íntima complacencia, haciendo un mohín equivalente a «Ya sé que os gusto;<br />

ya sé que me contempláis». Su cabellera, apenas ondeada, limpia, igual,<br />

frondosa, magnífica, la envuelve y la rodea de un halo de oro, flotando<br />

bajo el sombrero ancho de fieltro, nubado por la gran pluma gris. Apretado<br />

contra el pecho lleva envoltorio de papel de seda, probablemente algún


juguete fino para el hermano menor, alguna sorpresa para la mamá, algún<br />

lazo o moño que la impulsó a adquirir su tempranera presunción. Más allá<br />

de este capullo cerrado va otro que se entreabre ya, la hermana tal vez,<br />

linda criatura como de veinte años, tipo afinado de morena madrileña,<br />

sencillamente vestida, tocada con una capotita casi invisible, que realza<br />

su perfil delicado y serio. No lejos de ella, una matrona arrogante,<br />

recién empolvada de arroz, baja los ojos y se reconcentra como para soñar<br />

o recordar.<br />

Con semejante tripulación, el plebeyo tranvía reluce orgullosamente al<br />

sol, ni más ni menos que si fuese landó forrado de rasolís, arrastrado por<br />

un tronco inglés legítimo. Sus vidrios parecen diáfanos; sus botones de<br />

metal deslumbran; sus mulas trotan briosas y gallardas; el conductor arrea<br />

con voz animosa, y el cobrador pide los billetes atento y solícito,<br />

ofreciendo en ademán cortés el pedacillo de papel blanco o rosa. En vez<br />

del olor chotuno que suelen exhalar los cargamentos de obreros allá en las<br />

líneas del Pacífico y del Hipódromo, vagan por la atmósfera del tranvía<br />

emanaciones de flores, vaho de cuerpos limpios y brisas del iris de la<br />

ropa blanca. Si al hacerse el pago cae al suelo una moneda, al buscarla se<br />

entrevén piececitos chicos, tacones Luis XV, encajes de enaguas y tobillos<br />

menudos. A medida que el coche avanza por la calle de Alcalá arriba, el<br />

sol irradia más e infunde mayor alborozo el bullicio dominguero, el gentío<br />

que hierve en las aceras, el rápido cruzar de los coches, la claridad del<br />

día y la templanza del aire. ¡Ah, qué alegre el domingo madrileño, qué<br />

aristocrático el tranvía a aquella hora en que por todas las casas del<br />

barrio se oye el choque de platos, nuncio del almuerzo, y los fruteros de<br />

cristal del comedor sólo aguardan la escogida fruta o el apetitoso dulce<br />

que la dueña en persona eligió en casa de Martinho o de Prast!<br />

Una sola mancha noté en la composición del tranvía. Es cierto que era<br />

negrísima y feísima, aunque acaso lo pareciese más en virtud del<br />

contraste. Una mujer del pueblo se acurrucaba en una esquina, agasajando<br />

entre sus brazos a una criatura. No cabía precisar la edad de la mujer; lo<br />

mismo podría frisar en los treinta y tantos que en los cincuenta y pico.<br />

Flaca como una espina, su mantón pardusco, tan traído como llevado,<br />

marcaba la exigüidad de sus miembros: diríase que iba colgado en una<br />

percha. El mantón de la mujer del pueblo de Madrid tiene fisonomía, es<br />

elocuente y delator: si no hay prenda que mejor realce las airosas formas,<br />

que mejor acentúe el provocativo meneo de cadera de la arrebatada chula,<br />

tampoco la hay que más revele la sórdida miseria, el cansado desaliento de<br />

una vida aperreada y angustiosa, el encogimiento del hambre, el supremo<br />

indiferentismo del dolor, la absoluta carencia de pretensiones de la mujer<br />

a quien marchitó la adversidad y que ha renunciado por completo, no sólo a<br />

la esperanza de agradar, sino al prestigio del sexo.<br />

Sospeché que aquella mujer del mantón ceniza, pobre de solemnidad sin duda<br />

alguna, padecía amarguras más crueles aún que la miseria. La miseria a<br />

secas la acepta con feliz resignación el pueblo español, hasta poco hace<br />

ajeno a reivindicaciones socialistas. Pobreza es el sino del pobre y a<br />

nada conduce protestar. Lo que vi escrito sobre aquella faz, más que<br />

pálida, lívida; en aquella boca sumida por los cantos, donde la risa<br />

parecía no haber jugado nunca; en aquellos ojos de párpados encarnizados y<br />

sanguinolentos, abrasados ya y sin llanto refrigerante, era cosa más


terrible, más excepcional que la miseria: era la desesperación.<br />

El niño dormía. Comparado con el pelaje de la mujer, el de la criatura era<br />

flamante y decoroso. Sus medias de lana no tenían desgarrones; sus zapatos<br />

bastos, pero fuertes, se hallaban en un buen estado de conservación; su<br />

chaqueta gorda sin duda le preservaba bien del frío, y lo que se veía de<br />

su cara, un cachetito sofocado por el sueño, parecía limpio y lucio. Una<br />

boina colorada le cubría la pelona. Dormía tranquilamente; ni se le sentía<br />

la respiración. La mujer, de tiempo en tiempo y como por instinto,<br />

apretaba contra sí al chico, palpándole suavemente con su mano descarnada,<br />

denegrida y temblorosa.<br />

El cobrador se acercó librillo en mano, revolviendo en la cartera la<br />

calderilla. La mujer se estremeció como si despertase de un sueño, y<br />

registrando en su bolsillo, sacó, después de exploraciones muy largas, una<br />

moneda de cobre.<br />

-¿Adónde?<br />

-Al final.<br />

-Son quince céntimos desde la Puerta del Sol, señora -advirtió el<br />

cobrador, entre regañón y compadecido-, y aquí me da usted diez.<br />

-¡Diez!... -repitió vagamente la mujer, como si pensase en otra cosa-.<br />

Diez...<br />

-Diez, sí; un perro grande... ¿No lo está usted viendo?<br />

-Pero no tengo más -replicó la mujer con dulzura e indiferencia.<br />

-Pues quince hay que pagar -advirtió el cobrador con alguna severidad, sin<br />

resolverse a gruñir demasiado, porque la compasión se lo vedaba.<br />

A todo esto, la gente del tranvía comenzaba a enterarse del episodio, y<br />

una señora buscaba ya su portamonedas para enjugar aquel insignificante<br />

déficit.<br />

-No tengo más -repetía la mujer porfiadamente, sin irritarse ni afligirse.<br />

Aun antes de que la señora alargase el perro chico, el cobrador volvió la<br />

espalda encogiéndose de hombros, como quien dice: «De estos casos se ven<br />

algunos.» De repente, cuando menos se lo esperaba nadie, la mujer, sin<br />

soltar a su hijo y echando llamas por los ojos, se incorporó, y con acento<br />

furioso exclamó, dirigiéndose a los circunstantes:<br />

-¡Mi marido se me ha ido con otra!<br />

Este frunció el ceño, aquél reprimió la risa; al pronto creímos que se<br />

había vuelto loca la infeliz para gritar tan desaforadamente y decir<br />

semejante incongruencia; pero ella ni siquiera advirtió el movimiento de<br />

extrañeza del auditorio.<br />

-Se me ha ido con otra -repitió entre el silencio y la curiosidad<br />

general-. Una ladronaza pintá y rebocá, como una paré. Con ella se ha ido.<br />

Y a ella le da cuanto gana, y a mí me hartó de palos. En la cabeza me dio<br />

un palo. La tengo rota. Lo peor, que se ha ido. No sé dónde está. ¡Ya van<br />

dos meses que no sé!<br />

Dicho esto, cayó en su rincón desplomada, ajustándose maquinalmente el<br />

pañuelo de algodón que llevaba atado bajo la barbilla. Temblaba como si un<br />

huracán interior la sacudiese, y de sus sanguinolentos ojos caían por las<br />

demacradas mejillas dos ardientes y chicas lágrimas. Su lengua articulaba<br />

por lo bajo palabras confusas, el resto de la queja, los detalles crueles<br />

del drama doméstico. Oí al señor cuarentón que encendía fósforos para


entretener al mamoncillo, murmurar al oído de la dama que iba a su lado.<br />

-La desdichada esa... Comprendo al marido. Parece un trapo viejo. ¡Con esa<br />

jeta y ese ojo de perdiz que tiene!<br />

La dama tiró suavemente de la manga al cobrador, y le entregó algo. El<br />

cobrador se acercó a la mujer y le puso en las manos la dádiva.<br />

-Tome usted... Aquella señora le regala una peseta.<br />

El contagio obró instantáneamente. La tripulación entera del tranvía se<br />

sintió acometida del ansia de dar. Salieron a relucir portamonedas,<br />

carteras y saquitos. La colecta fue tan repentina como relativamente<br />

abundante.<br />

Fuese porque el acento desesperado de la mujer había ablandado y<br />

estremecido todos los corazones, fuese porque es más difícil abrir la<br />

voluntad a soltar la primera peseta que a tirar el último duro, todo el<br />

mundo quiso correrse, y hasta la desdeñosa chiquilla de la gran melena<br />

rubia, comprendiendo tal vez, en medio de su inocencia, que allí había un<br />

gran dolor que consolar, hizo un gesto monísimo, lleno de seriedad y de<br />

elegancia, y dijo a la hermanita mayor: «María, algo para la pobre.» Lo<br />

raro fue que la mujer ni manifestó contento ni gratitud por aquel maná que<br />

le caía encima. Su pena se contaba, sin duda, en el número de las que no<br />

alivia el rocío de plata. Guardó, sí, el dinero que el cobrador le puso en<br />

las manos, y con un movimiento de cabeza indicó que se enteraba de la<br />

limosna; nada más. No era desdén, no era soberbia, no era incapacidad<br />

moral de reconocer el beneficio: era absorción en un dolor más grande, en<br />

una idea fija que la mujer seguía al través del espacio, con mirada<br />

visionaria y el cuerpo en epiléptica trepidación.<br />

Así y todo, su actitud hizo que se calmase inmediatamente la emoción<br />

compasiva. El que da limosna es casi siempre un egoistón de marca, que se<br />

perece por el golpe de varilla transformador de lágrimas en regocijo. La<br />

desesperación absoluta le desorienta, y hasta llega a mortificarle en su<br />

amor propio, a título de declaración de independencia que se permite el<br />

desgraciado. Diríase que aquellas gentes del tranvía se avergonzaban unas<br />

miajas de su piadoso arranque al advertir que después de una lluvia de<br />

pesetas y dobles pesetas, entre las cuales relucía un duro nuevecito, del<br />

nene, la mujer no se reanimaba poco ni mucho, ni les hacía pizca de caso.<br />

Claro está que este pensamiento no es de los que se comunican en voz alta,<br />

y, por lo tanto, nadie se lo dijo a nadie; todos se lo guardaron para sí y<br />

fingieron indiferencia aparentando una distracción de buen género y<br />

hablando de cosas que ninguna relación tenían con lo ocurrido. «No te<br />

arrimes, que me estropeas las lilas.» «¡Qué gran día hace!» «¡Ay!, la una<br />

ya; cómo estará tío Julio con sus prisas para el almuerzo...» Charlando<br />

así, encubrían el hallarse avergonzados, no de la buena acción, sino del<br />

error o chasco sentimental que se le había sugerido.<br />

* * *<br />

Poco a poco fue descargándose el tranvía. En la bocacalle de Goya soltó ya<br />

mucha gente. Salían con rapidez, como quien suelta un peso y termina una<br />

situación embarazosa, y evitando mirar a la mujer inmóvil en su rincón,<br />

siempre trémula, que dejaba marchar a sus momentáneos bienhechores, sin<br />

decirles siquiera: «Dios se lo pague.» ¿Notaría que el coche iba<br />

quedándose desierto? No pude menos de llamarle la atención:<br />

-¿Adónde va usted? Mire que nos acercamos al término del trayecto. No se


distraiga y vaya a pasar de su casa.<br />

Tampoco me contestó; pero con una cabezada fatigosa me dijo claramente:<br />

«¡Quia! Si voy mucho más lejos... Sabe Dios, desde el cocherón, lo que<br />

andaré a pie todavía.»<br />

El diablo (que también se mezcla a veces en estos asuntos compasivos) me<br />

tentó a probar si las palabras aventajarían a las monedas en calmar algún<br />

tanto la ulceración de aquella alma en carne viva.<br />

-Tenga ánimo, mujer -le dije enérgicamente-. Si su marido es un mal<br />

hombre, usted por eso no se abata. Lleva usted un niño en brazos...; para<br />

él debe usted trabajar y vivir. Por esa criatura debe usted intentar lo<br />

que no intentaría por sí misma. Mañana el chico aprenderá un oficio y la<br />

servirá a usted de amparo. Las madres no tienen derecho a entregarse a la<br />

desesperación, mientras sus hijos viven.<br />

De esta vez la mujer salió de su estupor; volvióse y clavó en mí sus ojos<br />

irritados y secos, de horrible párpado ensangrentado y colgante. Su mirada<br />

fija removía el alma. El niño, entre tanto, se había despertado y estirado<br />

los bracitos, bostezando perezosamente. Y la mujer, agarrando a la<br />

criatura, la levantó en vilo y me la presentó. La luz del sol alumbraba de<br />

lleno su cara y sus pupilas, abiertas de par en par. Abiertas, pero<br />

blancas, cuajadas, inmóviles. El hijo de la abandonada era ciego.<br />

«El Imparcial», 24 febrero 1890.<br />

Adriana<br />

Dejé caer el periódico, exclamando con sorpresa dolorosa:<br />

-Pero ¡esa pobre Adriana! Morirse así, del corazón, casi de repente...<br />

¡Nadie estaba enterado que padeciese tal enfermedad!<br />

-Yo sí lo sabía -declaró el vizconde de Tresmes-, y aún sabía más: sabía<br />

cuándo y cómo adquirió el padecimiento, y es cosa curiosa.<br />

-Entérenos usted -suplicamos todos.<br />

Y el vizconde, que rabiaba siempre por enterar, nos contó la historia<br />

siguiente:<br />

-Adriana Carvajal, casada con Pedro Gomara, vivía dichosísima. Los esposos<br />

reunían cuanto se requiere para disfrutar la felicidad posible en el<br />

mundo: juventud y amor, salud y dinero, que son la salsa o condimento de<br />

los Primeros platos, sin él desabridos, amargos a veces. Faltábales, sin<br />

embargo, un heredero, un niño en quien mirarse; pero la suerte no había de<br />

mostrarse avara en esto, y les envió, por fin, el rapaz más lindo que pudo<br />

soñar la fantasía de una madre, apasionada y loca ya desde antes de la<br />

maternidad, como era Adriana. Al nacer el chico (a quien pusieron por<br />

nombre Ventura, en señal de la que les prometía su nacimiento), Adriana<br />

estuvo en grave peligro, y el doctor declaró que no volvería a tener<br />

sucesión. El delirio con que marido y mujer amaban a su Venturita fue<br />

causa de que oyesen complacidos el vaticinio del doctor. ¡Un solo hijo, y<br />

todo para él! ¡Adriana libre ya por siempre de riesgos y trabajos! Tanto<br />

mejor..., y a vivir y a cuidar del retoño.


Este se crió hermoso y lozano como una rosa. Yo, que no soy nada<br />

aficionado a los chicos -advirtió sonriendo en vizconde de Tresmes-,<br />

confieso que aquél me hacía muchísima gracia. Aparte de su lindeza<br />

(parecía uno de los angelitos que pintaba Murillo, morenos y de pelo<br />

oscuro), tenía un no sé qué simpático, una mezcla de inocencia y picardía,<br />

una risa tan fresca, unas acciones tan imprevistas y tan originales, una<br />

precocidad (pero no de esas precocidades empalagosas de chiquillo sabio y<br />

serio, que me revientan, sino la precocidad de un diablillo con un ingenio<br />

celestial), que, vamos, no había más remedio que llevarle juguetes y<br />

dulces, por el gusto de sentarle un rato sobre las rodillas.<br />

De la chifladura de sus padres sería inútil hablar, porque ustedes la<br />

adivinan. Estaban chochitos; no conocían otro Dios que el tal muñeco.<br />

Adriana no se había apartado un instante de su cuna, vigilando a la<br />

nodriza, arrebatándole el pequeño así que acababa de mamar, vistiéndole,<br />

desnudándole, bañándole y guardándole el sueño... Y así que empezó a<br />

interesarse por el mundo exterior, a extender las manitas y a pedir<br />

«tochas», les faltó tiempo para darle cuanto deseaba y mil objetos más,<br />

que ni se le ocurrían ni podían ocurrírsele. La hermosa casa antigua con<br />

jardín que habitaban los Gomara se llenó de cachivaches. ¡Y bichos! El<br />

arca de Noé. Los caballos de cartón andaban mezclados con los pájaros<br />

vivos; sobre un ferrocarril mecánico veríais un pulcro galguito de carne y<br />

hueso; el coche tirado por carneros era abandonado por una gran caja de<br />

soldados autómatas, que hacían el ejercicio... Crea usted que derrochaban<br />

dinero en semejantes chucherías, y yo le dije alguna vez a Adriana, porque<br />

tenía confianza con ella:<br />

-Hija, estáis malcriando a este pequeñín...<br />

-Déjele que se divierta ahora -me contestaba-; demasiado rabiará algún<br />

día... ¡Ojalá pueda ofrecerle siempre lo que le haga dichoso!<br />

El repertorio de los juguetes y sorpresas se agota pronto, y no sabía ya<br />

Adriana qué nueva emoción dar a Ventura, cuando el cocinero de la casa,<br />

que había andado embarcado diez años y conservaba amigotes en todas las<br />

regiones del planeta, se descolgó un día regalando al chico un mono. Soy<br />

poco inteligente en Historia Natural, y no me pidan ustedes que clasifique<br />

la alimaña; solo les diré que ni era de esos monazos indecorosos y feroces<br />

que nadie se atreve a tener en las casas, como el orangután, ni tampoco de<br />

esos titíes engurruminados y frioleros que se pasan la vida tiritando<br />

entre algodón en rama. Más bien era grande que pequeño; tenía el pelaje<br />

gris verdoso y el hocico de un rojo mate, como el de hierro oxidado; se<br />

veía que estaba en la juventud y rebosando fuerza, y aunque goloso y<br />

travieso como toda la gente de su casta, no era maligno. Inteligente e<br />

imitador en grado sumo, no podía hacerse delante de él cosa que no<br />

parodiase, y su agilidad y presteza nos divertían muchísimo; era cosa de<br />

risa verle fingir que fregaba platos o que rallaba pan en la cocina, y<br />

saltar sobre el lomo de los caballos para ayudar al lacayo en sus faenas<br />

de limpieza.<br />

A pesar de la índole relativamente benigna del mono, su inquietud y su<br />

vivacidad obligaban a tenerle preso en una caseta con fuerte cadenilla,<br />

porque ya dos veces se había escapado a corretear por árboles y chimeneas;<br />

cuando se le soltaba había que vigilarle, y a Venturita, que acababa de<br />

cumplir los tres años y que idolatraba en el mono, era preciso guardarle


también para que no desatase la cadenilla, pues lo hacía con habilidad<br />

singular.<br />

Una tarde que había yo almorzado en casa de Gomara y estábamos tomando el<br />

té en un cenador del jardín -me acuerdo como si fuera ahora mismo, porque<br />

hay cosas que impresionan, aunque uno no quiera-, vimos cruzar como un<br />

rayo al mono; tan como un rayo, que más bien lo adivinamos que lo vimos.<br />

«¡Adiós, ya se ha escapado ese maldito de cocer!», dijo Pedro Gomara,<br />

levantándose; y Adriana, con sobresalto instintivo, lo primero que exclamó<br />

fue: «¿Dónde estará Ventura?» «Ese le habrá soltado, de fijo», respondió<br />

Pedro, que frunció el entrecejo ligeramente. En el mismo instante resonó<br />

un agudo chillido de mujer, un chillido que revelaba tal espanto, que nos<br />

heló la sangre; y voces de hombres, las voces de los criados que nos<br />

servían, y que corrían hacia el cenador, clamando con angustia: «Señorito,<br />

señorito», nos obligaron a precipitarnos fuera. Adriana nos siguió sin<br />

decir palabra; un grupo formado por los sirvientes y la desesperada niñera<br />

nos rodeó, señalando hacia el tejado de la casa; y allí, al borde de la<br />

última hilera de tejas, sentado en el conducto de cinc, que recogía aguas<br />

de lluvias, estaba el mono con el niño en brazos.<br />

El padre, con ademanes de loco, iba a precipitarse al zaguán para subir a<br />

las bohardillas y salir al tejado; yo pedía una escalera para intentar el<br />

desatino de subir por ella a la formidable altura de tres pisos, cuando<br />

Adriana, muy pálida (¡qué palidez la suya, Dios!) y con los ojos fuera de<br />

las órbitas, nos contuvo, murmurando en voz sorda y cavernosa, una voz que<br />

sonaba como si pasase al través de trapos húmedos:<br />

-Por la Virgen..., quietos..., todos quietos..., no se mueva nadie... Y<br />

silencio..., no chillar..., no chillar...; hagan como yo... Quietos...; si<br />

le asustamos, le tira.<br />

Sentimos instantáneamente que tenía razón la madre y quedamos lo mismo que<br />

estatuas. Era el mayor absurdo que intentásemos luchar en agilidad y en<br />

vigor, sobre un tejado, con un mono. Antes que nos acercásemos estaría al<br />

otro extremo del tejado, y el niño, estrellado en el pavimento.<br />

Era preciso jugar aquella horrible partida: aguardar a que el mono, por su<br />

libre voluntad, se bajase con el niño. Yo miraba a Adriana; su palidez,<br />

por instantes, se convertía en un color azulado; pero no pestañeaba. El<br />

mono nos hacía gestos y muecas estrafalarias, apretando y zarandeando a su<br />

presa, y de improviso se oyó distintamente el llanto de la criatura,<br />

llanto amarguísimo, de terror; sin duda acababa de sentir que estaba en<br />

peligro, aunque no lo pudiese comprender claramente. La madre tembló con<br />

todo su cuerpo, y el padre, inclinándose hacia mí, sollozó estas palabras:<br />

-Tresmes, usted, que es buen tirador... Una bala en la cabeza... Voy por<br />

la carabina.<br />

Idea insensata, delirante, porque aun siendo yo un Guillermo Tell, al<br />

matar al mono haríamos caer al niño; pero no tuve tiempo de negarme;<br />

intervino Adriana con un «no» tan enérgico, que su marido se mordió los<br />

puños... Y la madre, terriblemente serena, añadió en seguida:<br />

-Si le miramos, nunca bajará... Hay que retirarse... Hay que esconderse;<br />

que no nos vea.<br />

Nos recogimos al cenador, desgarramos la pared de enredaderas, y desde<br />

allí, como se pudo, espiamos al enemigo. ¿Les estremece a ustedes la


situación? ¡Pues estremézcanse más! Duró veinte minutos. Sí; los conté por<br />

mi reloj. En esos veinte minutos, el mono depositó al niño en el tejado,<br />

le acarició como había visto hacer a la niñera, le obligó a pasear cogido<br />

de la mano, le aupó sobre la chimenea y le llevó a cuestas, a caballito<br />

(un sainete, que en otra ocasión nos haría desternillarnos). Durante esos<br />

veinte minutos, Pedro anhelaba; a Adriana no se le oía ni respirar. Por<br />

fin, el mono miró hacia abajo, hizo varios visajes y, recogiendo a<br />

Ventura, se descolgó rápidamente con su carga, lo mismo que un funámbulo<br />

sin cuerda, al jardín... Entonces salimos con explosión todos, todos,<br />

menos la madre, que había caído redonda, y el animal, asustado, soltó al<br />

chico ileso y se refugió en su caseta.<br />

Aquella tarde Adriana sufrió dos sangrías, que no sacaron más que gotas<br />

negras, y desde entonces padeció del corazón. Parecía que se había<br />

repuesto mucho en estos últimos años; pero, ¡bah!, la herida era mortal y<br />

ella no lo ignoraba...<br />

-¿Y qué fue del mono? -preguntamos como chiquillos.<br />

-Tuve yo que pegarle el tiro... ¡Si viesen ustedes que me daba lástima!<br />

-repuso el vizconde.<br />

«El Imparcial», 12 octubre 1896.<br />

Vitorio<br />

-Sí, señores míos -dijo el viejo marqués, sorbiendo fina pulgarada de<br />

«cucarachero», golpeando con las yemas de los dedos la cajita de concha,<br />

lo mismo que si la acariciase-. Yo fui, no sólo amigo, sino defensor y<br />

encubridor de un capitán de gavilla. ¿No lo creen ustedes? ¡Histórico,<br />

histórico! A mi ladrón le ahorcaron en Lugo, y consta en autos.<br />

Lo que se ignoró siempre (los jueces, en ese punto, no consiguieron hacer<br />

ni tanto así de luz) es el verdadero nombre que llevaba el ladrón, allá en<br />

sus mocedades, antes de dedicarse a tan infamante oficio, cuando se<br />

educaba conmigo en el Colegio de Nobles de Monforte. Desde que se metió a<br />

capitán de forajidos le conocieron por Vitorio; así le llamaremos.<br />

¡Líbreme Dios de echar baldón sobre una familia antigua e ilustre y<br />

deshacer lo que el pobrecillo llevó a cabo con el valor que ustedes verán,<br />

si me atienden.<br />

Les aseguro que en el Colegio de Nobles no tuve compañero que me pareciese<br />

más simpático. De carácter vivo y vehemente, de inteligencia clara y feliz<br />

memoria, estudiaba con suma facilidad; los maestros estaban encantados de<br />

él. Al mismo tiempo, travesura que en el colegio se ejecutase, era sabido:<br />

¿quién la discurrió? Vitorio. No sé qué maña se daba, que siempre era<br />

cabeza de motín, y todos nos poníamos a sus órdenes, reconociendo su<br />

iniciativa y su autoridad. Era en sus resoluciones tenacísimo y violento,<br />

pero pundonoroso hasta dejárselo de sobra, y si alguien me dice entonces<br />

que Vitorio pararía en ladrón, creo que al tal le deshago yo la cara a<br />

bofetones.<br />

Como siempre fui enclenque y enfermizo, Vitorio me había tomado bajo su


protección, y más de una vez escarmentó a los colegiales que me jugaban<br />

pasaditas. Esto, y el ascendiente que ejercía por su manera de ser,<br />

hicieron que yo fuese consagrando a Vitorio apasionada adhesión.<br />

Un día recibió Vitorio cartas de su casa, y con ellas la amarguísima<br />

noticia de que su padre, que era viudo, se disponía a contraer segundas<br />

nupcias.<br />

El paroxismo de ira del muchacho, que adoraba en el recuerdo de su madre,<br />

fue tremebundo; espumaba de rabia, se retorcía, se quería romper la cabeza<br />

contra la pared del dormitorio. Le consolé lo mejor que pude, y cuando ya<br />

le creía aplacado, he aquí que se levanta de noche y me propone que nos<br />

descolguemos por la ventana, atando las sábanas unas a otras, y que,<br />

andando diez leguas, lleguemos a tiempo de impedir la boda de su padre. La<br />

fascinación de Vitorio era tal, que al pronto consentí en el absurdo<br />

proyecto, y si invencibles dificultades materiales no nos lo estorbasen,<br />

creo que lo realizamos.<br />

Poco tardé en salir del colegio, y en bastantes años nada supe de Vitorio.<br />

Estudié Derecho en Compostela, me casé, enviudé, y, teniendo que arreglar<br />

cuestiones de intereses, me establecí en mi casa de aldea de los Adrales,<br />

situada entre Monforte y Lugo, en país montuoso.<br />

Hablábase mucho, en las veladas junto al fuego, de la gavilla que recorría<br />

aquellas inmediaciones, y de la original conducta de su jefe. Contábase<br />

que tenía prohibido matar y atormentar, a menos que le hiciesen<br />

resistencia; que jamás despojaba por completo una casa, sino que siempre<br />

cuidaba de dejar algún dinero a los robados, para que no careciesen de<br />

todo en los primeros instantes; que algunas veces sus robos llenaban el<br />

fin de reparar antojos de la suerte, pues daba al pobre lo del rico, al<br />

segundón lo del mayorazgo, al seminarista lo del racionero y al<br />

arrendatario lo del señor. Añadían que era galante con las damas, y que<br />

éstas, aunque robadas, no le querían mal, ni mucho menos. En resumen: la<br />

clásica silueta del «bandido generoso», y si de Vitorio no hubiese más que<br />

decir, se podía ahorrar el relato o sustituirlo por historias muy<br />

análogas, verbigracia, la de José María.<br />

Aun cuando yo, por precisión, guardaba en casa dinero (entonces no era tan<br />

fácil como hoy ponerlo a buen recaudo), y aunque no alardeo de valiente,<br />

ello es que las noticias referentes a la gavilla me alarmaron poco, y<br />

seguí cenando siempre con las ventanas abiertas -era muy calurosa la<br />

estación- y quedándome entretenido en leer hasta que me entraba sueño, sin<br />

pensar en cerrarlas. Una noche, estando bien descuidado, cátate que, lo<br />

mismo que una bala, cae a mis pies un hombre, pálido, demacrado, con la<br />

ropa hecha trizas, y sin que yo tuviera tiempo a nada, exclama, cogiéndome<br />

de un hombro, en tono lastimero:<br />

-¡Sálvame, Jerónimo! Soy fulano..., tu compañero, tu antiguo amigo. Me<br />

persiguen, mi vida está en tus manos.<br />

Le hice señas de que no temiese; corrí a trancar la ventana con barra<br />

doble; cerré también las puertas, y tendí los brazos a Vitorio, porque ya<br />

le había reconocido. Aunque desfigurado y muy variado por la edad,<br />

reconstruí aquella cabeza hermosa, morena, de facciones tan delicadas y de<br />

tan viril expresión. No sin gran sorpresa mía, Vitorio se resistió a<br />

abrazarme, y murmuró fatigosamente:<br />

-Dame algo...: hace tres días que no pruebo alimento.


Le serví de la cena que aún estaba allí sin recoger, y así que reparó sus<br />

fuerzas, me dijo:<br />

-No me abraces, Jerónimo. Soy el capitán de gavilla de quien tanto habrás<br />

oído, y por milagro no estoy en poder de los que quieren ahorcarme. Si me<br />

conservas algún cariño, ocúltame y déjame dormir, si no, échame; pero no<br />

digas a nadie cómo y dónde me conociste...<br />

Existía en los Adrales un precioso escondrijo antiguo, una especie de<br />

desván practicado bajo otro desván, oculto por un segundo tabique, y con<br />

salida a una escalerilla recatada en el hueco de la pared, y que moría al<br />

pie del bosque. Allí metí a Vitorio, y aunque la fuerza que le perseguía<br />

rodeó mi casa, y aunque se la dejé registrar sin oponer reparo, no<br />

encontraron al fugitivo, ni era posible, a no estar en el secreto, que<br />

sólo sabíamos el mayordomo y yo. Conjurado el peligro, no quise que se<br />

alejase Vitorio hasta que descansó bien, se lavó, se afeitó, se vistió con<br />

ropa mía y tuvo en el cinto dos ricas pistolas inglesas y en la bolsa oro.<br />

No le pregunté palabra, no le dirigí observaciones ni le di consejos, y<br />

esta delicadeza fue, sin duda, la que le movió a decirme poco antes de<br />

marchar:<br />

-Jerónimo, ¿te acuerdas de la boda de mi padre y de aquel disparate que<br />

queríamos hacer en el colegio? Pues de no hacerlo vino mi perdición.<br />

Cuando llegué a mi casa encontré dueña de ella a una madrastra que<br />

obligaba a mi hermana a que la sirviese, y que hasta la pegaba delante de<br />

mí, ¡delante de mí! Tú me has conocido... Recordarás mi carácter...<br />

¡Asómbrate! Yo, al pronto, supe reprimirme, y hablé a mi padre como un<br />

hombre habla a otro hombre. Le dije que quería llevarme a mi hermana, y<br />

que sólo le pedía algún auxilio en dinero para que ella no se muriese de<br />

hambre. Me contestó con desprecio, con enojo, y me ordenó que respetase a<br />

mi madrastra. Entonces, fuera de mí, le dije que mi madrastra no merecía<br />

respeto, y que se lo demostraría antes de un año. Y así fue, Jerónimo: a<br />

los pocos meses mi madrastra y yo... ¿Entiendes? ¡Me lo propuse y lo<br />

conseguí..., lo conseguí...! ¡Por «aquello», y no por «lo de ahora»,<br />

merezco que me cojan y me ahorquen...! En fin: lo cierto es que mi padre<br />

no pudo dudar de su afrenta, y me echó de casa, maldiciéndome, apaleándome<br />

y prohibiéndome que usase su nombre jamás. El resto ya lo sabes... Adiós,<br />

voy a reunirme con mi gente, que andará esparcida por la montaña.<br />

Desapareció y supe que la gavilla se había retirado de aquellos contornos,<br />

metiéndose sierra adentro, por sitios casi inaccesibles. Dos años después<br />

del imprevisto lance, se habló mucho de un robo cometido por Vitorio en<br />

casa de un señor canónigo de Lugo. Consistía la originalidad en que el<br />

robo lo había realizado Vitorio solo, en una ciudad y a las doce del día.<br />

Hallábanse juntos el buen canónigo y cierto clérigo de misa y olla,<br />

jugando al tute, por más señas, cuando vieron entrar a un caballero<br />

apersonado y galán que los saludo muy cortésmente.<br />

-Soy Vitorio -dijo-; pero no se asusten ustedes, que no traigo ánimo de<br />

hacerles ningún mal. Entendámonos como se entiende la gente de buena<br />

educación; vengo por los cinco mil duros en onzas de oro que el señor<br />

canónigo guarda ahí, debajo de esa arquilla; con levantar un ladrillo<br />

numerado, aparecerá el escondrijo.<br />

-¡Cinco mil duros! -gritó el canónigo, más muerto que vivo-. Pero, señor<br />

de Vitorio, ¡si jamás he poseído esa suma!


Y el clérigo, oficiosamente, exclamaba:<br />

-¡Ea!, señor canónigo, no haya más; dé usted al señor de Vitorio esos<br />

cuartos, siquiera por la gracia y la amabilidad con que los pide.<br />

-Déselos usted, si los tiene, y no disponga de caudales ajenos -replicaba,<br />

afligido, el canónigo.<br />

Y Vitorio, siempre afable, añadía:<br />

-Bien dice el señor canónigo; este cura, mientras le aconseja a usted que<br />

se desprenda de tan gruesa suma, se está escondiendo en la pretina una<br />

tabaquera de plata, como si Vitorio fuese algún ratero que cogiese<br />

porquerías semejantes. Pero, señor canónigo, yo sé que los cinco mil duros<br />

ahí están; yo me veo en un grave apuro (que si no, no molestaría a persona<br />

tan respetable como usted). Buen ánimo; si puedo, he de restituírselos.<br />

Y con gallardo ademán entreabrió su abrigo, viéndose relucir la culata de<br />

unas pistolas (quizás las mías). El trémulo canónigo y el abochornado<br />

clérigo alzaron el ladrillo y entregaron a Vitorio los talegones. El<br />

forajido se inclinó, hizo mil cortesías, y los hombres, que con un grito<br />

hubieran podido perderle, se quedaron más de diez minutos sin habla,<br />

mientras él, tranquilamente, bajaba las escaleras.<br />

Sin embargo, el clérigo, que era sañudo y rencoroso, la tuvo guardada,<br />

como suele decirse. Un día de feria, saliendo de la catedral, creyó<br />

reconocer a Vitorio en un aldeano que llevaba a vender una pareja de<br />

bueyes, y le siguió con cautela. Notó que el aldeano tenía las manos<br />

blancas y finas, y corrió a delatarle. Hizo rodear la taberna donde había<br />

observado que entraba, y así cogieron en la ratonera al célebre capitán, a<br />

quien ya sin esperanzas de alcanzarle perseguían por montes y breñas.<br />

La causa de Vitorio tardó mucho en fallarse. Se susurraba que, por ser de<br />

muy esclarecida y calificada familia, no se atrevían los jueces a mandarle<br />

ahorcar, y que si revelaba su verdadero nombre se le dejaría evadirse o le<br />

indultaría la Reina. Yo me encontraba entonces lejos de mi país, y las<br />

noticias en aquel tiempo no volaban como ahora. Por casualidad llegué a<br />

Lugo el mismo día en que pusieron en capilla a Vitorio. Corrí a verle,<br />

afectadísimo. Habíanme asegurado que la noche anterior una dama muy<br />

tapada, penetrando en la prisión, habló largo tiempo con Vitorio, y<br />

sospechando amoríos, compromisos, lazos que quedaban en el mundo, pregunté<br />

a mi antiguo compañero si tenía algo que encargarme para alguna mujer.<br />

-No -respondió, sonriendo con calma-; no tengo a nadie que me llore. La<br />

señora que estuvo a verme ocultando el rostro es mi hermana, a quien he<br />

prometido solemnemente dejarme ahorcar sin que me arranquen mi nombre de<br />

familia. Y este es el único favor que te pido, Jerónimo: ¡que nadie, nadie<br />

sepa nunca!... No he de deshonrar a mi padre dos veces.<br />

En efecto, Vitorio murió callando; el clérigo de la tabaquera de plata<br />

acudió a presenciar cómo perneaba en la horca; pero el señor canónigo, que<br />

no podía olvidar los finos modales con que le habían quitado sus cinco mil<br />

duros aplicó muchas misas por el alma del infeliz.<br />

«El Imparcial», 15 enero 1894.<br />

«Las desnudas»


Una tarde gris, en el campo, mientras las primeras hojas que arranca el<br />

vendaval de otoño caían blandamente a nuestros pies, recuerdo que,<br />

predispuestos a la melancolía y a la meditación por este espectáculo,<br />

hablamos de la fatalidad, y hubo quien defendió el irresistible influjo de<br />

las circunstancias y de fuerzas externas sobre el alma humana, y nos<br />

comparó a nosotros, depositarios de un destello de la Divinidad, con la<br />

piedra que, impelida por leyes mecánicas, va derecha al abismo. Pero Lucio<br />

Sagris, el constante abogado de la espiritualidad y del libre albedrío,<br />

protestó, y después de lucirse con una disertación brillante, anunció que,<br />

para demostrar lo absurdo de las teorías fatalistas, iba a referirnos una<br />

historia muy negra, por la cual veríamos que, bajo la influencia de un<br />

mismo terrible suceso, cada espíritu conserva su espontaneidad y escoge,<br />

mediante su iniciativa propia, el camino, bueno o malo, que en esto<br />

precisamente estriba la libertad. -Pertenece mi historia -añadió- a un<br />

cruento período de nuestras luchas civiles, después de la Revolución de<br />

1868; y evoca la siniestra figura de uno de esos hombres en quienes la<br />

inevitable crueldad y fiereza del guerrillero se exaspera al sentir en<br />

derredor la hostilidad y la enemiga de un país donde todos le aborrecen:<br />

hablo del contraguerrillero, tipo digno de estudio, que mueve a piedad y a<br />

horror. Mientras el guerrillero, bien acogido en pueblos y aldeas,<br />

encontraba raciones para su partida y confidencias para huir de la tropa o<br />

sorprenderla, descuidada, el contraguerrillero, recibido como un perro,<br />

sólo por el terror conseguía imponerse: siempre le acechaban la traición y<br />

la delación; siempre oía en la sombra el resuello del odio. En guerras<br />

tales, el país está de parte de los guerrilleros; o, por mejor decir, las<br />

guerrillas son el país alzado en armas, y el contraguerrillero es el Judas<br />

contra el cual todo parece lícito, y hasta loable.<br />

Ahora, pues, el contraguerrillero de mi historia -supongamos que se<br />

llamaba el Manco de Alzaur- había conseguido realizar el triste ideal de<br />

esta clase de héroes; al oír su nombre, persignábanse las mujeres y<br />

rompían a llorar los chicos. Interpelado el Gobierno en pleno Parlamento<br />

acerca de algunas atrocidades de aquel tigre, protestó de que eran falsas,<br />

y que, si fuesen verdad, recibirían condigno castigo; pero realmente, las<br />

instrucciones secretas dadas al general encargado de pacificar el<br />

territorio en que funcionaba la contraguerrilla del Manco, encerraban la<br />

cláusula de dejarle a su gusto, y cuanto más, mejor. Sin embargo, el<br />

general, a quien repugnaban y estremecían ciertos actos de barbarie, y que<br />

además tenía hijas y era padre tiernísimo, solía encargar mucho al<br />

contraguerrillero que, al menos, no se oprimiese violentamente a las<br />

mujeres; y el Manco se comprometió a ello, jurando que si alguno de su<br />

partida incurría en tal delito, le cortaría inmediatamente las dos orejas.<br />

Los contraguerrilleros, que conocían las malas pulgas de su jefe, se<br />

guardaban bien de contravenir a lo mandado.<br />

Si en alguna ocasión lamentó el Manco haber empeñado su formidable palabra<br />

al general, fue el día en que, evacuado por las fuerzas de Radico y Ollo<br />

el pueblo de Urdazpi, penetró la contraguerrilla en este foco del<br />

carlismo. Es de saber que el párroco de Urdazpi se encontraba desde hacía<br />

año y medio al frente de una partidilla, tan escasa en número como


esuelta y hazañosa, y más de diez veces había puesto la ceniza en la<br />

frente al Manco yéndole a los alcances, batiéndole, cogiéndole prisioneros<br />

y dispersando a su gente, con harto corrimiento y rabia del<br />

contraguerrillero. El odio al cura de Urdazpi era ya como un frenesí en el<br />

Manco, y en Urdazpi vivían cinco lindas y honestas muchachas, carlistas y<br />

devotas, sobrinas del párroco faccioso, hijas de su única hermana,<br />

fusilada por los liberales en la anterior guerra. Cuando trajeron ante el<br />

Manco, amarillas cual la muerte y tan sobrecogidas que ni podían llorar a<br />

las cinco infelices, se alzó un tumulto en el alma feroz del<br />

contraguerrillero; la promesa al general combatía los ímpetus salvajes de<br />

un corazón sediento de venganza, la venganza inicua de ensañarse en la<br />

familia de su enemigo, y devolvérsela vilipendiada y manchada, como se<br />

devuelve un trapo que ha limpiado el suelo de la cámara donde se celebra<br />

orgía impura. Meditó un instante, frunciendo las hirsutas cejas bajo las<br />

cuales encandecían dos ojos de brasa; de pronto, una sonrisa feroz dilató<br />

su boca; había encontrado el medio de no faltar a su palabra, y al mismo<br />

tiempo de mancillar al cura en la persona de sus sobrinas. Dio en<br />

vascuence una orden terminante, y poco después las cinco doncellas,<br />

enteramente despojadas de sus ropas, eran paseadas y empujadas al través<br />

de las calles del pueblo, entre rechifla, denuestos, golpes y groseros<br />

equívocos de los inhumanos que las rodeaban, ebrios de vino y de sangre.<br />

El Manco había anunciado que sería reo de pena capital cualquiera de sus<br />

contraguerrilleros que no se limitase a mofarse de la desnudez de aquellas<br />

desdichadas vírgenes, las cuales, estúpidas de vergüenza, intentando<br />

velarse el rostro con el pelo, echándose por tierra para que el fango de<br />

las calles las sirviese de vestido, pedían con llanto entrecortado y<br />

desgarrador que les devolviesen su ropa y las fusilasen pronto; y al<br />

verlas como estatuas de dolorido e injuriado mármol, el Manco en persona,<br />

o satisfecho o ablandado ya, escupió a los desnudos y mórbidos hombros de<br />

la más joven, y dijo con bestial risa: «Ahora ya pueden volverse a su<br />

madriguera estas carcundas».<br />

Considerar el estado de ánimo de las sobrinas del cura después del<br />

afrentoso suplicio, es como si nos asomásemos a un abismo de<br />

desesperación. Nótese que eran mujeres de intachable conducta, de grave<br />

recato, de profunda religiosidad, más bien exaltada; que las respetaban en<br />

el pueblo por honradas y las celebraban por hermosas; que a pesar de su fe<br />

no tenían vocación monástica, y entre los mozos incorporados a la partida<br />

del cura, más de uno rondaba sus ventanas y pensaba en bodas a la<br />

conclusión de la guerra. Pero después del horrible atropello del Manco,<br />

para las sobrinas del párroco de Urdazpi se había cerrado el horizonte, se<br />

habían acabado las perspectivas de la vida y del mundo. La gente, al<br />

hablar de ellas, sólo las llamaban Las desnudadas, y este apodo infamante<br />

era como inmensa mancha extendida sobre su piel, quemada por tantos<br />

impuros ojos. Abrumadas bajo la carga de la desventura, permanecían<br />

recluidas en casa, sin asomarse a la ventana siquiera sin salir ni a la<br />

iglesia; ¡la iglesia, que es el refugio de todos los dolores! Como si<br />

estuviesen contaminadas de lepra, como a los lazrados que la Edad Media<br />

aislaba, les traía una amiga, movida a compasión, lo necesario para su<br />

sustento, y se lo dejaba en el portal, en un cesto, diariamente, pues ni<br />

aun de ella consentían ser vistas y habladas. Así vivieron un año...


-Pues por ahora -dijimos a Lucio Sagri, interrumpiéndole-, su historia de<br />

usted demuestra que, sometidas a unas mismas circunstancias, las cinco<br />

sobrinas del cura de Urdazpi adoptaron un género de vida absolutamente<br />

idéntico.<br />

-¡Aguarden, aguarden! -clamó Lucio-. No se ha concluido el episodio. Al<br />

año, la consabida amiga avisó para el entierro de una de las sobrinas, la<br />

menor. Aquélla a cuyos cándidos hombros desnudos había escupido el Manco.<br />

Enferma de tristeza desde el día de su desgracia, había ocultado su<br />

padecimiento por no ver al médico, o más bien porque el médico no la<br />

viese. Y la primera salida de la Desnudada fue con los pies para adelante,<br />

camino del cementerio. Pocos días después dejó la casa otra Desnudada, la<br />

mayor. Hizo su viaje de noche, con la cara envuelta en tupido velo, y<br />

apareció en Vitoria, en la casa matriz de las religiosas de una Orden que<br />

tiene por misión asistir a los enfermos y amparar a los niños abandonados.<br />

Quedaban solamente en Urdazpi tres de las sobrinas del cura; pero de allí<br />

a medio año escapáronse juntas dos de ellas, y se incorporaron a la<br />

partida, que por entonces recorría las cercanías en triunfo. Una de las<br />

muchachas tuvo ocasión de pelear como un hombre, con denuedo rabioso,<br />

contra las tropas liberales hasta que una bala le atravesó el fémur y<br />

pereció desangrada. En cuanto a la otra...<br />

-¿Murió también? -preguntamos.<br />

-Peor que si muriese -contestó melancólicamente el narrador-. No sé qué<br />

será de ella; rodará por Bilbao; es lo probable. Esa no supo comprender<br />

que por mucho que desnuden el cuerpo, el pudor y decoro sólo se pierden<br />

cuando se desnuda el alma.<br />

-¿Y la quinta sobrina del cura de Urdazpi?<br />

-¡Ah! Esa vive hoy al lado de su tío, que se acogió a indulto al terminar<br />

la guerra civil. Humilde y resignada, ya madura, atendiendo a sus labores<br />

domésticas y a sus devociones, no parece recordar que en algún tiempo<br />

quiso vivir apartada de sus semejantes... Y en el pueblo la respetan,<br />

¡vaya si la respetan! A pesar de que no puede olvidarse la espantosa<br />

acción del Manco, nadie se atrevería a llamarla Desnudada en alta voz.<br />

«Blanco y Negro», núm. 304, 1897.<br />

Semilla heroica<br />

-Si la santidad de la causa es la que hace al mártir, lo mismo podremos<br />

decir del héroe -declaró Méndez Relosa, el joven médico que desde un<br />

rincón de provincia empezaba a conquistar fama envidiable-. Sólo es héroe<br />

el que se inmola a algo grande y noble. Por eso aquel pobre arrapiezo, a<br />

quien asistí y que tanto me conmovió, no merece el nombre de héroe. A lo<br />

sumo, fue una semilla que, plantada en buena tierra, germinaría y<br />

produciría heroísmo...<br />

-Con todo -objeté- si respecto al mártir las enseñanzas de la Iglesia nos<br />

sacan de dudas, sobre el héroe cabe discutir. El concepto del heroísmo


varía en cada época y en cada pueblo. Acciones fueron heroicas para los<br />

antiguos, que hoy llamaríamos estúpidas y bárbaras. Hasta que los ingleses<br />

lo prohibieron, en la India se creía -y se creerá aún, es lo probable- que<br />

constituye un rasgo sublime, edificante, gratísimo al Cielo, el que una<br />

mujer se achicharre viva sobre el cadáver de su marido<br />

-No niego -declaró Méndez- que la gente llama heroísmo a lo que realiza su<br />

ideal, y que el ideal de unos puede ser hasta abominable para otros. El<br />

embrión de héroe cuya sencilla historia contaré estuvo al diapasón de<br />

ciertos sentimientos arraigados en nuestra raza. Lo que le causó esa<br />

efervescencia que hace despreciar la muerte, fue «algo» que embriaga<br />

siempre al pueblo español. Lo único que revela que el ideal a que aludo es<br />

un ideal inferior, por decirlo así, es que para sus héroes, aclamados y<br />

adorados en vida, no hay posterioridad; no se les elevan monumentos, no se<br />

ensalza su memoria...<br />

Las plazas de toros -continuó después de una breve pausa- han cundido<br />

tanto en el período de reacción que siguió a la Revolución de septiembre,<br />

que hasta nuestra buena ciudad de H*** se permitió el lujo de construir la<br />

suya, a la malicia, de madera, pero vistosa. Cuando se anunció que el<br />

célebre Moñitos, con su cuadrilla, estrenaría la plaza durante las fiestas<br />

de nuestra patrona la Virgen del Mar, despertóse en H***, más que<br />

entusiasmo, delirio. No se habló de otra cosa desde un mes antes; y al<br />

llegar la gente torera, nos dio, no me exceptuó, por jalearla,<br />

obsequiarla, convidarla y traerla en palmitas desde la mañana hasta la<br />

noche. Les abrimos cuenta en el café, les abrumamos a cigarros y les<br />

inundamos de jerez y manzanillas. Nos cautivaba su trazo franco y<br />

gravemente afable, aunque tosco; nos hacía gracia su ingenuidad infantil,<br />

su calma moruna, aquel fatalismo que les permitía arrostrar el peligro<br />

impávidos, y, en suma, aquel estilo plebeyo, pero castizo, de grato sabor<br />

nacional. En poco días cobramos afición a unos hombres tan desprendidos y<br />

caritativos, valientes hasta la temeridad y nunca fanfarrones, creyendo<br />

descubrir en ellos cualidades que atraían y justificaban la simpatía con<br />

que en todas partes son acogidos.<br />

Yo me aficioné especialmente a un mocito como de quince años, pálido<br />

desmedrado, nervioso, que atendía por el alias de Cominiyo. Venía la<br />

criatura con los toreros en calidad de monosabio, y era la perla de su<br />

oficio; un chulapillo vivo y ágil como un tití, que parecía volar. Desde<br />

la primera de las cuatro corridas de aquella temporada en H***, Cominiyo<br />

llamó la atención y se ganó una especie de popularidad por su arrojo, su<br />

agilidad de tigre, sus gestos cómicos y su oportunidad en acudir a donde<br />

hacía falta. La parte que representaba Cominiyo en el drama desarrollado<br />

en el redondel era bien insignificante; pero él se ingeniaba para realzar<br />

un papel tan secundario, y cuando de los tendidos brotaban frases de<br />

elogio para el rapaz, sus macilentas mejillas se iluminaban con pasajero<br />

rubor de orgullo, y sus ojos negros ricamente guarnecidos de sedosas<br />

pestañas, irradiaban triunfal lumbre.<br />

Cominiyo me había confiado sus secretas ambiciones. Como el poeta de<br />

buhardilla sueña la coronación en el Capitolio; como el recluta sueña los<br />

tres entorchados; como el oscuro escribiente la poltrona, Cominiyo soñaba<br />

ser picador. En vez de ir a las ancas del caballo, quería ir delante,<br />

luciendo la fastuosa chaquetilla de doradas hombreras, el ancho sombrerón


de fieltro, los calzones de ante, el rígido atavío de esos hombres<br />

curtidos y recios, de piel de badana, en que no hacen mella los batacazos.<br />

Pero ¿cuándo lograría Cominiyo ascender tan alto? Probablemente así que<br />

hubiese demostrado de una manera indudable su gran corazón; así que<br />

hiciere «una hombrá». Y dispuesto estaba a hacerla a cualquier hora, y más<br />

que dispuesto deseoso, que el valor pide ocasión y tiempo.<br />

En la cuarta corrida presentóse la ocasión tan anhelada y por cierto que<br />

con trágico aparato. El tercer toro, hermoso bicho, de gran poder, dio un<br />

juego tal desde que salió a la plaza, que llegó a causar cierto pánico:<br />

como aquél pocos. Después de destripar por los aires a dos caballos, la<br />

emprendió con el que montaba el picador Bayeta, y en un santiamén dejó al<br />

jinete aplastado bajo la cabalgadura, en la cual se ensañó y cebó furioso.<br />

Crítica era la situación del picador. El peso del jaco le asfixiaba, y si<br />

se rebullese, con él la emprendería el toro. En vano la cuadrilla, a<br />

capotazos, quería engañar y distraer a la fiera, y Bayeta, ahogándose,<br />

asomada la cabeza por detrás del espinazo del jaco moribundo. Ya el toro<br />

se lanzaba hacia la nueva presa, y ya el picador se veía recogido y<br />

despedido hasta las nubes, cuando una figurilla menuda apareció firmemente<br />

plantada sobre el vientre del tendido caballo, y, retando al toro con<br />

temeraria bizarría, le hirió repetidas veces con la mano en el inflamado<br />

morro y hasta osó juguetear con los agudos cuernos mientras salvaban al<br />

picador. Cominiyo, que realizada la proeza intentaba salir escapado, saltó<br />

hacia atrás, resbaló en la viscosa sangre, un charco rojo que el caballo<br />

había soltado de los pulmones, y el toro le pilló allí mismo, contra las<br />

tablas, y le enganchó y levantó en alto y lo dejó caer inerte.<br />

Corrí a la enfermería y reconocí la herida del muchacho, comprobando una<br />

cosa horrible que, a pesar de la impasibilidad profesional, me causó<br />

grima. El toro había cogido a Cominiyo por la espalda, en la región<br />

lumbar; sin duda la fiera tenía astillado el cuerno, y en la astilla sacó<br />

un jirón del hígado, una sangrienta piltrafa. Cominiyo no tenía salvación,<br />

y su lucha con la muerte, sostenida por la juventud y la índole de la<br />

misma lesión, fue larga y cruel. Ocho días le devoró la fiebre<br />

inflamatoria, y como él ignoraba la gravedad de la herida, se agitaba en<br />

un frenesí de alegres esperanzas y de ambiciosas aspiraciones. La ovación<br />

tributada a su hazaña le tenía borracho de gozo, y me decía entusiasmado,<br />

mientras yo trataba de calmar sus dolores, que eran atroces, sobre todo al<br />

principio:<br />

-Me he portado como los hombres. Digasté: ¿seré picador?<br />

El día en que le acompañamos al cementerio, yo al ver que le echaban<br />

encima la húmeda tierra, pensé mucho sobre el heroísmo. Sería una irrisión<br />

plantar laureles en sepultura del rapaz..., y sin embargo, a mí me parecía<br />

que de la misma madera del alma de Cominiyo están hechas las almas de<br />

algunos que podrían reclamar la sombra del árbol sagrado para su tumba.<br />

Mientras regresábamos comentando la suerte del atrevido monosabio, yo<br />

recordaba una copla popular.<br />

Hasta la leña en el monte<br />

tiene su separación;<br />

una sirve para santos;<br />

otra para hacer carbón.


Justiciero<br />

De vuelta del viaje, acababa el Verdello de despachar la cena, regada con<br />

abundantes tragos del mejor Avia, cuando llamaron a la puerta de la cocina<br />

y se levantó a abrir la vieja, que, al ver a su nieto, soltó un chillido<br />

de gozo.<br />

En cambio, Verdello, el padre, se quedó sorprendido, y, arrugando el<br />

entrecejo severamente, esperó a que el muchacho se explicase. ¿Cómo se<br />

aparecía así, a tales horas de la noche, sin haber avisado, sin más ni<br />

más? ¿Cómo abandonaba, y no en víspera de día festivo, su obligación en<br />

Auriabella, la tienda de paños y lanería, donde era dependiente, para<br />

presentarse en Avia con cara compungida, que no auguraba nada bueno? ¿Qué<br />

cara era aquella, rayo? Y el Verdello, hinchado de cólera su cuello de<br />

toro, iba a interpelar rudamente al chico, si no se interpone la abuela,<br />

besuqueando al recién venido y ofreciéndole un plato de guiso de bacalao<br />

con patatas oloroso y todavía caliente.<br />

El muchacho se sentó a la mesa frente a su padre. Engullía de un modo<br />

maquinal, conocíase que traía hambre, el desfallecimiento físico de la<br />

caminata a pie, en un día frío de enero; al empezar a tragar daba diente<br />

con diente, y el castañeteo era más sonoro contra el vidrio del vaso donde<br />

el vino rojeaba. El padre picando una tagarnina con la uña de luto, dejaba<br />

al rapaz reparar sus fuerzas. Que comiese..., que comiese... Ya llegaría<br />

la hora de las preguntas.<br />

No tenía otro hijo varón; una hija ya talluda se había casado allá en<br />

Meirelle, ¡lejos! Este chico, Leandro, endeble nació y endeble se crió. Al<br />

cabo, fruto de una madre tísica. Para proporcionarles bienestar a la madre<br />

y al hijo, el Verdello trajinaba día y noche por anchas carreteras y<br />

senderos impracticables, ejercitando con ardor su tráfico de arriería,<br />

comprando en las bodegas de los señores cosecheros y revendiendo en<br />

figones y tabernas el rico zumo de las vides avienses. Vino que catase y<br />

adquiriese el Verdello, vino era, ¡voto al rayo!, y vino de recibo en<br />

color y sabor. No necesitaba el arriero, para apreciar la calidad del<br />

líquido, beber de él; se desdeñaría de hacer tal cosa. Le bastaba, estando<br />

en ayunas, echar dos o tres gotas en la punta de la lengua, esto para el<br />

sabor; y para el color, otras tantas en la manga de la camisa, arremangada<br />

sobre el fornido brazo. Tal mancha, tal calidad. Y allí quedaban las<br />

manchas color de violeta, con armas parlantes de la arriería. El Verdello<br />

podía decir, con solo mirar a las manchas, qué bodegas del Avia daban el<br />

vino más honradamente moro.<br />

¡Buen oficio el de arriero!¡Buen oficio para el hombre que gasta pelos en<br />

el corazón, que de nada se asusta y se lleva en el cinto sus cuatro


docenas de onzas, o, ahora que no hay onzas, su fajo de billetes de a<br />

cien, y como seguro de las onzas y los billetes, en un bolsillo del<br />

chaquetón, el revólver cargado, y en otro, la navaja, amén de la vara de<br />

aguijón con puño y a veces la escopeta de tirar a las perdices en tiempo<br />

de vacaciones! Porque hay sitios de la carretera que se pueden pasar<br />

durmiendo; pero los hay que es poco rezar el Credo, y conviene estar<br />

dispuesto a santiguar a tiros a los bromistas. Ya se habían querido<br />

divertir con Verdello, y un corte de hoz y dos abolladuras de estacazo<br />

tenía en la cabeza; pero llevó que contar el gracioso. Mejor dicho, no lo<br />

contó más que una semana.<br />

Y sólo un Verdello es capaz de andar siempre atravesando por los caminos,<br />

sin parar y aguantando heladas, lluvias y calores. Así es que no quiso que<br />

Leandro siguiera el perro oficio. El muchacho estaría mejor a la sombra,<br />

bajo tejas, abrigado y comiendo a sus horas. Y así que cumplió los trece<br />

años, le colocó en una tienda de Auriabella, una casa muy decente. Al<br />

despedirse del chico con efusión de cariño brusco y bárbaro, medio a<br />

pescozones, el padre le leyó la cartilla: «Aquí se cumple... Aquí el<br />

hombre se porta, y si no, ¡ojo conmigo...! Honradez... Trabajar... Como te<br />

descuides en lo menor, ya puedes prepararte, ¡rayo!»<br />

No hubo necesidad de desplegar rigor. El principal de Leandro escribía<br />

satisfecho. Era listo el chiquillo, sabía despachar, complacer, y ascendía<br />

poco a poco desde la escoba de barrer la tienda y las cabezas de cardo de<br />

alzar el pelo a los paños, al libro de contabilidad. Con el tiempo vendría<br />

a ser el alma de establecimiento. La mujer del Verdello, devorada por la<br />

consunción, murió tranquila respecto al porvenir de su hijo, viéndole ya,<br />

en su fantasía tendero acomodado, grueso, tranquilo, de levita los<br />

domingos y en el bolsillo del chaleco su buen reloj de oro.<br />

Viudo, sin más compañía que la vieja, el Verdello, aunque robusto y<br />

atlético, no pensaba en volver a casarse. Que se casase el rapaz, que ya<br />

tenía sus diecinueve años. Alusiones y reticencias del principal habían<br />

puesto al padre en sospechas de que Leandro andaba en pasos algo libres.<br />

¡Cosas de la edad! Que no le distrajesen de la obligación..., y lo demás<br />

no importa... ¿A qué venía el ceño del patrón, cuando reconocía que el<br />

chico no faltaba de su sitio nunca, y ni el mostrador ni la caja quedaban<br />

desamparados ni un minuto? ¿Pues acaso él, el propio Verdello, si rodaba<br />

por mesones y tugurios de ciudades, no tenía sus desahogos, sin otras<br />

consecuencias? ¡Bah! Un hombre es un hombre... y con más motivo un rapaz.<br />

Sin embargo, al verle llegar así, a horas impensadas, cabizbajo,<br />

desencajado, el padre sintió allá dentro algo cortante y frío, como el<br />

golpe de un puñal. ¿Qué sucedía? ¿Qué embuchado era aquel, demonio? Y la<br />

mirada de sus pupilas fieras se clavaban en Leandro, queriendo encontrar<br />

otras pupilas que rastreaban por el plato, mientras los blancos dientes<br />

seguían castañeteando o de miedo o de frío...<br />

Acabóse la cena y salió la abuela a preparar la cama, a rebuscar un jergón<br />

y una manta, proyectando la añadidura de sus refajos colorados, ¡helaba<br />

tanto aquella noche!, y solo ya el padre con el hijo, salió disparada la<br />

pregunta:<br />

-¿Tú qué hiciste? ¡Rayo! ¿Tú qué hiciste? Sin mentir...<br />

Como el muchacho callase, dando mayores señales de abatimiento, el<br />

Verdello pateó, y en un arranque, soltó la bomba.


-¡Tú has robado! ¡Tú has robado!<br />

Con inmensa angustia, con movimiento infantil, Leandro quiso echarse en<br />

brazos de su padre; pero este le rechazó de un modo instintivo y violento,<br />

lanzándole contra la pared. El muchacho rompió a sollozar, mientras el<br />

arriero, entre juramentos y blasfemias, repetía:<br />

-¡Has robado..., cochino! Robaste la caja, robaste a tu principal... ¡Para<br />

pintureros vicios! Y ahora lloras... ¡Rayo de Judas! ¡Me...!<br />

Echaba espuma por la boca, braceaba, cerraba los puños... De repente se<br />

aquietó. Para quien le conociese, era aquella quietud muy mala señal.<br />

Callado, derecho en medio de la cocina, alumbrado por el hediondo quinqué<br />

de petróleo y las llamas del hogar, parecía una grosera estatua de barro<br />

pintado, con trágicos rasgos en el rostro, donde se traslucían los negros<br />

pensares. ¡Tener un ladrón en casa!, Él, el Verdello, había sido toda su<br />

vida hombre de bien a carta cabal; su palabra valía oro, sus tratos no<br />

necesitaban papel sellado, ni señal siquiera. Palabra dicha, palabra<br />

cumplida. En las bodegas y las tabernas ya conocían al Verdello. Traficar<br />

y ganar; pero con vergüenza, sin la indecencia de quitar un ochavo a<br />

nadie... ¿Quién se fiaría ya del padre de un ladrón? ¡Rayos! Y con desdén<br />

glacial, como si escupiese un resto de colilla, arrojó al rostro del<br />

muchacho la frase:<br />

-El robar no te viene de casta.<br />

No hubo más respuesta que sollozos, y el padre añadió con la misma<br />

frialdad;<br />

-¿Cuánto cogiste? Porque mañana temprano salgo yo a devolverlo.<br />

Alentó algo el culpable, y, tratando de asegurar la voz, murmuró<br />

débilmente y entre hipos:<br />

-Ciento noventa y siete pesos y dos reales...<br />

No pestañeó el arriero. Podía pagar. Se quedaba sin economía, pero...<br />

¡Dios delante! Eso, en comparanza de otras cosas. Mientras echaba sus<br />

cuentas, con la mano derecha se registraba faja y bolsos sin duda<br />

requisando el capital que guardaba allí, fruto de las ventas realizadas en<br />

Cebre y en Parmonde... Acabado el registro, se volvió hacia el muchacho, y<br />

señaló a la puerta trasera de la cocina:<br />

-¡Anda ahí fuera! ¡Listo!<br />

¿Fuera? ¿A qué? No servía replicar. Leandro obedeció. ¡Que bocanada de<br />

hielo al entrar en la corraliza! La noche era de la de órdago: las<br />

estrellas competían en brillar en el cielo, la escarcha en el suelo, y el<br />

pilón del lavadero se acaramelaba en la superficie. El mastín de guarda<br />

ladró al divisar a los dos hombres; pero su fiel memoria afectiva le<br />

iluminó al instante, y loco de alegría se arrojó a Leandro, apoyándole en<br />

el pecho las patas. Y cuando padre e hijo pasaron el portón de la<br />

corraliza, el can echó detrás, meneando todavía la cola, brincando de<br />

gozo. Anduvieron por sembrados y maizales cosa de un cuarto de hora, hasta<br />

que el Verdello hizo alto al pie de las tapias de un huerto, derruidas<br />

ellas y abandonado él. Y, empujando al muchacho, le arrimó al tapial y se<br />

colocó enfrente, ya empuñando el revólver.<br />

Leandro se le desvió con un salto rápido de su instinto animal.<br />

Comprendía, y su juventud, la savia de los veinte años, protestaba<br />

sublevándose. ¡No; morir, no! Quiso correr, huir a campo traviesa. Y aquel<br />

temblor de antes, el de los dientes, el de las manos, descendió a sus


piernas flacuchas de mozo enviciado en mujerzuelas, y le doblegó y le hizo<br />

caer postrado, medio de rodillas, balbuciendo:<br />

-¡Perdón! ¡Perdón!<br />

El padre se acercó; vio a la semiclaridad de los astros dos ojos dilatados<br />

por el terror, que imploraban..., e hizo fuego justamente allí, entre los<br />

dos ojos, cuya última mirada de súplica se le quedó presente, imborrable.<br />

Cayó el cuerpo boca abajo, y el golpe sordo y mate contra la tierra<br />

endurecida por la helada sonó extrañamente; el perro exhaló un largo<br />

aullido, y el arriero se inclinó; ya no respiraba aquella mala semilla.<br />

«El Imparcial», 12 febrero 1900.<br />

Elección<br />

Lentamente iba subiendo la cuesta el carro vacío, de retorno, y sus ruedas<br />

producían ese chirrido estridente y prolongado que no carece de un encanto<br />

melancólico cuando se oye a lo lejos. Para el labriego, es causa de<br />

engreimiento la agria queja del carro; pero esta vez en el corazón de<br />

Telme, resonaba con honda tristeza. A cada áspero gemido sangraba una<br />

fibra. Tranquilos en su vigor, los bueyes pujaban, venciendo el repecho;<br />

la querencia les decía que por allí iban derechos al brazado de hierba,<br />

acabado de apañar. Sus hocicos babosos, recalentados por la caminata, se<br />

estremecían, aspirando la brisa del anochecer, en que flotaba el delicioso<br />

perfume de la pradería.<br />

A la puerta de la casucha esperaba la mujer de Telme, la tía Pilara, seca,<br />

negruzca, desfigurada, más que por la maternidad y los años, por las rudas<br />

faenas campestres. Ayudó Pilara a su marido a desuncir el carro, y<br />

mientras él encendía un cigarrillo, acomodó los bueyes en el establo<br />

separado por un tabique del «leito» conyugal. No cruzaron palabra. No era<br />

que no se quisieran; al contrario, queríanse bien aquellos dos seres, a su<br />

modo: sino que el labriego es lacónico de suyo, y la absoluta comunidad de<br />

intereses hace entenderse sin gastar saliva. La actitud de Telme y su<br />

gesto decían a Pilara cuanto le importaba saber. El hijo había salido<br />

útil, según el reconocimiento..., y por ende ya era «del rey»; era<br />

soldado.<br />

Con un nudo en la garganta, con escozor en los párpados, dispuso Pilara la<br />

cena, colocando sobre la artesa las dos escudillas de humeante caldo de<br />

«pote». Las despacharon, y, ahorrando luz, se acostaron al punto. Oíase el<br />

rumiar de los bueyes, moliendo la hierba jugosa, y no se oía a marido y<br />

mujer rumiar la pena, atravesada en el gaznate. Dieron vueltas. Suspiró<br />

Pilara; Telme gruñó. ¡Vete noramala, sueño de esta noche!<br />

De pronto -aún no pensaban en cantar los gallos- saltó de la celdilla que<br />

sirve de cama al campesino mariñán, y encendiendo un «mixto» y la<br />

candileja de petróleo, pasó al establo y se dispuso a sacar la yunta.<br />

Pilara, sorprendida, medio soñolienta, le siguió. ¿Qué era aquello? ¿Iba a<br />

la feria, por fin? Que esperase tan siquiera hasta que ella trajese para<br />

los animales otra carga de «herbiña»... Y el labriego, brusco y sombrío,


espondió a media habla:<br />

-No es menester... No van con el carro. No llevan más labor que echar una<br />

pata delante de otra...<br />

La mujer se quedó como de piedra. No insistió. ¿Para qué? Sobraban<br />

explicaciones. Había comprendido. La limitada vida del labriego se compone<br />

de hechos de significación indudable. Quien lleva a la feria la yunta sin<br />

el carro, va a venderla. A eso iba Telme; a deshacerse de sus hermosos<br />

bueyes para librar al mozo.<br />

Pasado el primer instante, como barril de mosto al que le quitan el tapón,<br />

se soltó a chorros la aflicción de Pilara. La marcha de los bueyes, para<br />

no volver más, era cosa tan dura, que la aldeana sintió un dolor físico en<br />

las entrañas; le arrancaban lo mejor de su casa, lo mejor de la parroquia,<br />

lo bueno del mundo, ¡En cuatro leguas de «arredor» no había yunta como<br />

aquélla, bueyes tan parejos, tan rojos, de un color rojo brillante como el<br />

limpio cobre, tan gordos, tan grandes, de tanta ley para el trabajo, y tan<br />

mansos y amorosos, que un chiquillo de siete años los lindaba!<br />

Verdad que tampoco se conocía otro rapaz como Andresiño, más garrido, más<br />

sano, más hombre... ¡Y también querían arrebatárselo! ¡Nuestra Señora nos<br />

ayude, San Antonio nos valga! Pilara sollozaba a gritos, arañándose el<br />

atezado rostro.<br />

Telme, entre tanto, en la corraliza, pasaba el «adival» por entre las<br />

astas de los bueyes, y rezongaba, rechazando a su desconsolada mujer.<br />

-¡Pues o los bueyes o el mozo! Una de dos.<br />

Echó la aldeana los brazos al buey de la izquierda, el Marelo -el más<br />

guapo y forzudo, el que lucía una estrellita blanca en el testuz- y a su<br />

manera, torpemente y hociqueando, besó los anchos ojos, tibios y<br />

pestañudos, de la bestia.<br />

La caricia equivalía a una despedida; la madre, lo mismo que el padre,<br />

«escogía» al suyo, al hijo; no querían, enviarlo allá, a las islas del<br />

demonio, donde la fiebre y la peste chupan a los hombres y el machete los<br />

descuartiza. ¡Asús mío! Pero una cosa es «escoger» a quien cumple que se<br />

escoja, y otra no tener ley a la yunta, ¡que para no tenérsela, había que<br />

ser de palo! Porque, a más de que aquella yunta le ponía la ceniza en la<br />

frente a todas las de la Mariña, se ha de mirar de que Pilar y Telme<br />

llevaban años quitándose el mendrugo de la boca para dárselo a los bueyes.<br />

La corteza de borona, la encaldada de patatas, calabazo y berza, son<br />

alimentos que comparten el labrador y el buey; lo que hace encaldada para<br />

el animal, hace caldo para el dueño. Si el buey engorda, es que el<br />

labrador se priva, mermando su ración. La vanidad, ese tenacísimo<br />

sentimiento humano, que nunca pierde sus derechos, también alienta en los<br />

labradores. Toda la parroquia envidiaba la yunta, hasta tal extremo, que<br />

Pilara les había colgado de las astas, de suerte que cayese en el remolino<br />

central del testuz, un evangelio y dos dientes de ajo encerrados en una<br />

bolsa, remedio contra la «envidia», que para el aldeano es una fuerza<br />

misteriosa, capaz de maleficiar. Pero, aunque dañina, la envidia es<br />

lisonjera. Telme iba por el camino real con sus bueyes, que ni el Papa en<br />

su silla. Y ahora..., ni fachenda, ni provecho, ni orgullo, ni labranza;<br />

al agua todo. El carro, perpetuamente inmóvil y en la corraliza; las<br />

tierras, sin arar; los lucrativos «carretos» de piedra y arena, para<br />

otro... No había remedio. ¡La elección estaba hecha!


Así que se alejó Telmo y dejó de oírse el paso acompasado de la yunta,<br />

Pilara secó en el dorso de la áspera mano los últimos lagrimones, y,<br />

resignadamente, se puso a disponer lo necesario para la cocedura. Con<br />

llorar no se calienta el horno ni se amasa la harina.<br />

La aldeana bregó sin descanso. Mientras partía y disponía la leña y sobaba<br />

la masa con las oscuras manos, la congoja iba calmándose. Adiós los<br />

bueyes..., pero ya vendría el rapaz. Si buena era la yunta, Andresillo<br />

mejor. A forzudo y voluntario, ninguno le ganaba. En un día despabilaba él<br />

más obra que en una semana otros. Y ni pinga de vino, ni camorrista, ni<br />

amigo de ir de tuna. Ganas tenía de arrendar un lugar y casarse; pero<br />

ahora que sus padres se quedaban por él sin la luz de los santos ojos...,<br />

ya les ayudaría a juntar para otra pareja. Con lo que tenían guardado en<br />

el pico del arca y el jornal de Andrés, en dos o tres años...<br />

No pasaba de mediodía cuando regresó Telme, cabizbajo, solo ya, con las<br />

manos vacías, enrollado el «adival» alrededor del cuerpo. Esta vez, Pilara<br />

preguntó ansiosa: «¿Cuánto? ¿Cuánto?» Telme tardó en responder. Al cabo,<br />

mohíno, al ir a sentarse a comer el pote con unto rancio y la «borona»<br />

enmohecida -la «bolla» fresca no había salido aún del horno, ni saldría<br />

hasta la tarde-, desató la lengua, entre reniegos, porque ya sabía Telme<br />

que lo que bajase de cinco mil y pico era regalar la yunta; y en aquella<br />

maldita feria no parece sino que se habían juramentado los compradores<br />

para no ofrecer arriba de cuatro mil. Y era pillada y «mala idea», porque<br />

tan pronto como se los dejó a un chalán desconocido, con acento andaluz,<br />

en cuatro mil y pico, otro de Breanda le dio ventaja al chalán y se los<br />

llevó. Pero ¡tenían que ir al arca...! Y pronto, pronto. Que él pediría<br />

emprestada la burra a Gorio de Quintás, y a las tres, Dios mediante, había<br />

de estar en Marineda, depositando el dinero a cambio del hijo.<br />

Abrieron el arca como si se hubiesen abierto las venas. Pilara cruzaba las<br />

manos, gemía bajito, alzaba al cielo los ojos, se cogía la cabeza, al<br />

volver del revés sobre la artesa el calcetín de lana gorda: los ahorriños<br />

de tanto tiempo. Estaban en moneda sonante, en metálico; el labriego no<br />

quiere guardar papel. Había duros relucientes del nene, otros oxidados,<br />

mucha peseta, calderilla roñosa. Aunque sabían al dedillo la cantidad<br />

recontaron: sobraba un pico. Telme añudó lo necesario en un pañuelo de<br />

algodón azul, por no mezclarlo con lo de la venta, que iba casi todo en<br />

billetes de a ciento, oculto a raíz de la carne. Hecho esto, salió en<br />

demanda de la pollina.<br />

Pilara aguardó, aguardó hasta las altas horas. No sabía si su hombre<br />

dormía aquella noche en Marineda, para volver con el mozo, temprano. Se<br />

acostó al fin. A cosa de la una oyó llamar a voces, y conoció la de Telme.<br />

La sangre le dio una vuelta. Saltó en camisa, encendió la candileja,<br />

abrió: Telme, con la cara color de difunto, estaba delante de ella. ¡Madre<br />

mía de las Angustias! ¿Qué pasaba? ¿Y Andresiño?<br />

-¡Calla! -profirió Telme-. No me hables, que pego fuego a la casa, y te<br />

parto los lomos y se los parto al mismísimo divino Dios... Ya hemos<br />

quedado solos, mujer, sin bueyes y sin hijo. ¡El chalán de la feria... me<br />

metió cuatro billetes falsos!<br />

Y el padre, en vez de realizar sus amenazas de partir los lomos a todo el<br />

mundo, se dejó caer al suelo y se arrancó el pelo a puñados, llorando como<br />

las mujeres.


«La Chucha»<br />

Lo primerito que José San Juan -conocido por el Carpintero- hizo al salir<br />

de la penitenciaría de Alcalá, fue presentarse en el despacho del<br />

director.<br />

Era José un mocetón de bravía cabeza, con la cara gris mate, color de seis<br />

años de encierro, en los cuales sólo había visto la luz del sol dorando<br />

los aleros de los tejados. La blusa nueva no se amoldaba a su cuerpo,<br />

habituado al chaquetón del presidio; andaba torpemente, y la gorra<br />

flamante, que torturaba con las manos, parecía causarle extrañeza,<br />

acostumbrado como estaba al antipático birrete.<br />

-Venía a despedirme del señor director -dijo humildemente al entrar.<br />

-Bien, hombre; se agradece la atención -contestó el funcionario-. Ahora, a<br />

ser bueno, a ser honrado, a trabajar. Eres de los menos malos; te has<br />

visto aquí por un arrebato, por delito de sangre, y sólo con que recuerdes<br />

estos seis años, procurarás no volver... Que te vaya bien. ¿Quieres algo<br />

de mí?<br />

-¡Si usted fuera tan amable, señor director...; si usted quisiera...<br />

Animado por la benévola sonrisa del jefe, soltó su pretensión.<br />

-Deseo ver a una reclusa.<br />

-Es tu «chucha», ¿verdad?... Bueno; la verás.<br />

Y escribió una orden para que dejasen entrar a Pepe el Carpintero, en el<br />

locutorio del presidio de mujeres. Bien sabía el director lo que<br />

significaban aquellas relaciones entre penados, los galanteos a distancia<br />

y sin verse de «chuchos» y «chuchas»; el amor, rey del mundo, que se<br />

filtra por todas partes como el sol, y llega donde éste no llegó nunca,<br />

perforando muros, atravesando rejas.<br />

Tenían casi todos los penados en la penitenciaría de mujeres una<br />

«galeriana» que por cariño remendaba y lavaba su ropa; una compañera de<br />

infortunio, a la cual no habían visto nunca, y cuyas atenciones pagaban<br />

con cargo rebosando sentimentalismo ridículo..., pero sincero. Era el<br />

sacro amor, introduciéndose en aquel infierno para burlarse de la seriedad<br />

de las leyes humanas; la vida y sus efectos floreciendo allí donde el<br />

castigo social quiere convertir a los réprobos en cadáveres con apariencia<br />

de vida. El presidio, un convento vetusto, y el penal de mujeres, soberbio<br />

y flamante, contemplábanse desde cerca, mudos, inmutables; pero un soplo<br />

de pasión contenida y ardiente, de primavera amorosa, germinando entre la<br />

mugre de la «casa muerta», iba de uno a otro edificio como la caricia<br />

fecundadora que por el aire se envían las palmeras de distinto sexo.<br />

Tan grande emoción embargaba a Pepe al dirigirse al locutorio de mujeres,<br />

que sus piernas, temblorosas, acortaban el paso..., ¿Cómo sería su<br />

«chucha»? ¡Por fin iba a verla! Y pensando en las formas de que la había<br />

revestido su imaginación en las noches de insomnio o en los solitarios<br />

paseos patio abajo y arriba, todo el pasado revivía de golpe en su<br />

memoria. Para comenzar, su entrada en presidio, resultado de tener mal


vino y pronta la mano; los primeros meses de sorda excitación, de huraño<br />

aislamiento, viendo deslizarse los días como pesadas ondulaciones de un<br />

río gris y triste. Después, cuando hizo amigos, extrañáronse de que un<br />

muchacho cual él, guapo y terne, que si estaba en trabajo era por ser muy<br />

pobre, no tuviera su «chucha», su «chucha» como los demás. Ellos se<br />

encargaban del arreglo; escribirían a sus amigas, y no faltaría en la casa<br />

de enfrente quien atendiese a tan buen mozo. Un día le dijeron que su<br />

«chucha» se llamaba Lucía, más conocida por el apodo de la Pelusa, y Pepe<br />

le escribió, encontrando dulce satisfacción en saber que más allá de<br />

aquellos muros había alguien que pensaba en él y se interesaba por su<br />

vida. Pronto a este goce espiritual se unieron satisfacciones del egoísmo:<br />

alababan la limpieza de su ropa blanca y sentían envidia al ver ciertos<br />

manjares, obra todo de la Pelusa de la enamorada «chucha», que, invisible<br />

como un duende, tenía para él cuidados maternales.<br />

-Pero, camarada, ¡y qué suerte la tuya! -le decían los compañeros de<br />

pelotón con mal encubierta envidia.<br />

-Esa Pelusa es de oro -añadía un veterano del presidio, oráculo de la<br />

gente joven-. Consérvala, chaval, que mujeres así entras pocas en libra.<br />

-Pero ¿cómo es? -preguntaba Pepe con creciente curiosidad-. ¿Es joven?¿Por<br />

qué está presa?<br />

-Algo mayor que tú debe de ser, pues creo que no es ésta la primera vez<br />

que visita la casa..., pero ¿qué te importa que sea joven o vieja? Tú<br />

déjate querer, que esa es la obligación de los buenos mozos, y cuando<br />

salgas en libertad, búscate otra que te atienda lo mismo.<br />

Pepe protestaba. Sentía duplicarse el agradecimiento hacia aquella mujer;<br />

las relaciones, que al principio le parecían cosa de risa -buena<br />

únicamente para distraer el tedio encierro-, le llegaban muy adentro ya, y<br />

la gratitud se volvía atracción, viendo que no pasaba día sin que en el<br />

rastrillo le entregasen para él paquetes de tabaco, prendas de ropa o algo<br />

de comer que le sostenía fuerte, robusto y sano, librándole del rancho<br />

insípido del penal, la peor engañifa para el hambre.<br />

Pocos días dejaban de escribirse. Las primeras cartas respiraban este<br />

énfasis amoroso aprendido en los epistolarios populares; pero fueron<br />

haciéndose más sinceras, según los dos amantes, por aquel reiterado<br />

contacto de alma: iban conociéndose. Hablaban de su situación, de la<br />

desgracia en que se veían, en términos vagos, como si les causara rubor<br />

decir por qué y de qué modo, y contaban fecha tras fecha el tiempo que les<br />

faltaba para cumplir. Él saldría libre un año antes que ella... ¡Con qué<br />

tristeza lo repetía la pobre «chucha»! Y José protestaba con entereza de<br />

muchacho enérgico, caballeresco a su manera, incapaz de faltar a la<br />

palabra. Él esperaría a que saliera ella; se casarían y serían felices; lo<br />

decía de corazón, sintiéndose ligado para toda su vida por el<br />

reconocimiento a sacrificios que habían endulzado sus amargas horas.<br />

No sabía si aquello era amor; realmente, nunca se había sentido dominado<br />

por mujer alguna; no recordaba más que lances fáciles, los encuentros<br />

causales de su época obrera; pero a su «chucha»... la quería sin conocerla<br />

y juraba no abandonarla jamás. No porque estuviese en presidio era un<br />

canalla capaz de olvidar a aquella mujer que pensaba en él a cada momento<br />

y trabajaba porque nada le faltase. Consistía su única preocupación en<br />

saber algo de la historia o del aspecto de su «chucha». Por desgracia, los


mandaderos no la conocían; en la Galera, regida por monjas, no entraba<br />

otro hombre sino el director; y con escrupulosa delicadeza, ni él ni ella<br />

se atrevían en sus cartas a hablar del pasado ni de sus personas, como<br />

temiendo que al entrar luz se rasgara el ambiente del misterio amoroso y<br />

se disipase el hechizo. Los últimos días, ¡qué turbación tan intensa!...<br />

Pepe hablaba entusiasmado de la próxima salida, y ella contestaba<br />

lacónicamente; sus palabras respiraban tristeza, casi se lamentaba de que<br />

el hombre amado recobrase la libertad, recelando despertar del ensueño de<br />

seis años. Y la misma impaciencia de sus últimos días de escribir dominaba<br />

a Pepe cuando entró en el locutorio de las penadas. Después de entregar la<br />

orden del director, quedóse solo, hasta que por fin, a través de la tupida<br />

reja, oyó suaves pisadas femeniles. Dos monjas se apostaron inmóviles en<br />

el fondo de la galería, donde no podían oír las palabras, pero sí seguir<br />

con la vista todos los movimientos de la que ocupaba el locutorio; y una<br />

galeriana fue aproximándose con paso torpe, cual si le asustase llegar a<br />

la reja.<br />

No hizo movimiento alguno. ¡Las monjas no le habían entendido! Aquella<br />

mujer no era la que él buscaba; y miró con extrañeza a la reclusa, especie<br />

de payaso de la miseria, disfrazado con faldas grises; criatura exigua,<br />

demacrada, encogida, los ojos saltones veteados de sangre, de pelo canoso,<br />

cerril y escaso, alborotado sobre la frente y asomando entre los labios<br />

lívidos una dentadura enorme, amarillenta, de caballo viejo. La mujer<br />

aparecía, además, mal pergeñada, sucia, como si enfaenada en la furia del<br />

trabajo se hubiese olvidado de sí misma. Se miraron algunos instantes con<br />

extrañeza, y acabaron sonriendo, convencidos de la equivocación.<br />

-No; no es usted -dijo Pepe-. Yo busco a la Pelusa. Me acaban de poner en<br />

libertad y vengo a conocerla.<br />

La galeriana se hizo atrás con rápido movimiento de mujer cuyo sistema<br />

nervioso está en perpetua tensión por el género de vida.<br />

-¿Eres tú..., tú...? ¡Pepe!<br />

Y se lanzó contra los hierros, como si buscase verle mejor, devorarle con<br />

los ojos.<br />

Permanecieron silenciosos breves instantes. Ella, pasada la primera<br />

impresión, mostró profundo desaliento; sus ojos se llenaban de lágrimas,<br />

tributo pagado a la decepción horrible. Él absorbía con la mirada la<br />

degradación de aquella ruina, que parecía haber recogido en su persona la<br />

vejez y la inmundicia de todo presidio... ¡Dios, cuán fea era! Tragándose<br />

el llanto, sofocando su tristeza, la Pelusa fue la primera en romper el<br />

silencio, como si deseara terminar cuanto antes aquella escena penosa y<br />

difícil.<br />

-¿Vienes a despedirte?... Bien hecho; se estima. Mira: yo, mientras viva,<br />

no te olvidaré.<br />

Y bajó la cabeza para no mirarle; dijérase que su presencia le causaba<br />

daño, revolviendo el rescoldo de su cariño de la entraña..., condenado a<br />

extinguirse.<br />

-No, Lucía; vengo no más a verte. Ni me despido ni me voy... Vengo a<br />

decirte... que soy el mismo... y a cumplirte la palabra.<br />

Pepe profirió esto con fuerza, con acometividad, ofendiéndole la sospecha<br />

de que aquella entrevista pudiese ser la última. Entonces la «chucha» se<br />

atrevió a contemplarle; pero con expresión de tierna lástima, a estilo de


madre que agradece dulces mentiras del hijo.<br />

-No quieres darme mal rato... Bien, hombre... Dios te lo pague; pero ya<br />

ves como soy: vieja, un susto, y, además, poca salud... ¡Si supieras qué<br />

guerra les doy a las pobres hermanas con este corazón que siempre me está<br />

doliendo!...<br />

Se detuvo al llegar aquí, cual si se avergonzase. Su cara, de una palidez<br />

blanduzca, tono de cera amasada con arcilla, se coloreó, animándose. Hizo<br />

un esfuerzo y continuó:<br />

-Estoy aquí por ladrona; no he hecho otra cosa en mi vida sino robar... Y<br />

a ti, ¡basta verte!, tienes cara de bueno; habrás venido por alguna<br />

desgracia..., vamos, por bronca o cosa parecida. No me engañes, ¿para<br />

qué?... No vas a salir con que me quieres, hijo... Mirame bien... ¡Si<br />

puedo ser tu madre!<br />

Impresionado por las palabras de la reclusa, Pepe quería discutirlas, y<br />

las acogía con furiosos movimientos de cabeza; pero Lucía prosiguió, sin<br />

darle tiempo a que protestase:<br />

-Estoy más enferma de lo que parece; después de este trago, ya sé que no<br />

salgo de aquí con vida, ¡ay, cómo me duele el perro corazón!... Es que me<br />

han engañado; yo creí que eras uno de tantos, un verdadero «chucho», uno<br />

del presidio... Y por eso te quise; ¡nada, cosas que se le ponen a una en<br />

la cabeza; humo que se le mete allí!... ¡Y estaba yo más atontecida! ¡Ea,<br />

hombre!, márchate y no te acuerdes del santo de mi nombre, Dios te dé<br />

suerte, cuanta mereces, y que encuentres una mujer según necesitas...<br />

Porque tú vales un imperio... ¡Eres mucho mozo, caramba!<br />

Lo murmuraba con el alma entera, pegando su pobre cabeza de caricatura a<br />

los hierros, apretando contra ellos sus manos descarnadas, ansiosas de<br />

tocar al deseado de sus ensueños, que se presentaba en la realidad, joven,<br />

arrogante y con aquel aire de bondad y simpatía...<br />

-No, Pelusa -contestó el mocetón con entereza-. Yo soy muy hombre, y los<br />

hombres sólo tenemos una palabra. Prometí casarme contigo y esperaré a que<br />

salgas. No vengo a despedidas, sino a que me conozcas..., y a decirte<br />

hasta luego. ¿Si te creerás que se olvidan seis años de sacrificios, de<br />

vestirme y matarme el hambre, mientras tú sabe Dios lo que comerías y como<br />

vivirías?... Pues ni que fuera yo un señorito de esos que viven estrujando<br />

a las mujeres...<br />

Seguía la Pelusa agarrada a los hierros, y vacilaba lo mismo que si<br />

aquellas palabras cayesen con tremenda pesadumbre sobre su cuerpo endeble.<br />

-Pero ¿va de veras? -murmuró, con voz ronca-. ¿Serás capaz de quererme así<br />

como soy?... ¿Vas a esperarme todo un año?<br />

-Mira, Pelusa -continuó el muchacho- yo no sé si te quiero como a las<br />

otras mujeres. Lo que te digo es que no pienso irme y no me iré... ¿Que no<br />

eres guapa, guapa? Conformes. ¿Pero es que en el mundo sólo las guapas han<br />

de encontrar quien las quiera? No me importa lo que fuiste ni por qué<br />

entraste aquí: a mi lado serás otra cosa. Esperaré trabajo, el director,<br />

que es bueno, me empleará en las obras de la casa, si es preciso pasaré<br />

necesidad, pediré limosna... Lo que te aseguro es que no me largo, y que<br />

ahora soy yo, ¡yo!, quien traerá a su «chucha» ropa y comida.<br />

Lucía cerraba los ojos. Parecía que le deslumbraban las fogosas palabras<br />

de aquel hombre, y echaba atrás el rostro contraído por grotesca mueca que


expresaba asombro y felicidad.<br />

-Tengo aquí clavado el agradecimiento -prosiguió Pepe- y ganas de llorar<br />

cuando pienso en lo que has hecho por mí. ¿Dices que podrías ser mi madre?<br />

Lo serás si quieres; yo no he conocido a la mía. Sales y viviremos juntos;<br />

trabajaré para ti sin pensar más en copas ni en amigos; a mi lado<br />

engordarás y te remozarás, ¡y a no acordarse de este sitio! Tu aquí<br />

encontraste un hombre de bien, y yo la primera mujer de mi vida.<br />

-¡Dios mío!... ¡Virgen Santísima! ¡Virgen!...<br />

Era la Pelusa, que se desplomaba lentamente, mientras sus manos se cubrían<br />

de arañazos al desasirse y deslizarse por el enrejado duro y pinchador.<br />

Cayó como un fardo de harapos, estremeciéndose, balbuciendo entre<br />

convulsiones, con vocecilla infantil:<br />

-¡Pepe, Pepe mío!<br />

Las dos monjas, mudos testigos de la entrevista, vieron caer a la Pelusa y<br />

corrieron para recoger del suelo aquel montón de infelicidad.<br />

Otras monjas, atraídas por los gritos, comenzaron por expulsar a Pepe del<br />

locutorio; a pesar de sus ruegos y exclamaciones, las hermanas no se daban<br />

cuenta de lo ocurrido. Si gustaba podía volver otro día, con permiso del<br />

director...<br />

Pero ni lo pidió ni tuvo que buscar trabajo. ¿Para qué? Al día siguiente<br />

la Pelusa era borrada del registro del penal. El soplo de ventura y de<br />

vida que el «chucho» había llevado consigo al locutorio rompió el corazón<br />

de la miserable y la hizo libre.<br />

«El Liberal», 1 febrero 1900.<br />

El vino del mar<br />

Al reunirse en el embarcadero para estibar el balandro Mascota, los cinco<br />

tripulantes salían de la taberna disfrazada de café llamada de «América» y<br />

agazapada bajo los soportales de la Marina fronterizos al Espolón; tugurio<br />

donde la gentualla del muelle: marineros, boteros, cargadores y «lulos»,<br />

acostumbra juntarse al anochecer. De cien palabras que se pronuncien en el<br />

recinto oscuro, maloliente, que tiene el piso sembrado de gargajos y<br />

colillas, y el techo ahumado a redondeles por las lámparas apestosas,<br />

cincuenta son blasfemias y juramentos, otras cincuenta suposiciones y<br />

conjeturas acerca del tiempo que hará y los vientos reinantes. Sin<br />

embargo, no se charla en «América» a proporción de lo que se bebe; la<br />

chusma de zuecos puntiagudos, anguarina embreada y gorro catalán es<br />

lacónica, y si fueseis a juzgar de su corazón y sus creencias por los<br />

palabrones obscenos y sucios que sus bocas escupen, os equivocaríais como<br />

si formaseis ideas del profundo Océano por los espumarajos que suelta<br />

contra el peñasco.<br />

Acababan de sonar las ocho en el reloj del Instituto cuando acometieron<br />

aquellos valientes la faena de la estibadura, entre gruñidos de discordia.<br />

Y no era para menos. ¿Pues no se emperraba el terco del patrón en que la<br />

carga de bocoyes de vino, si había de ir como siempre en la cala, fuese


sobre cubierta? Aquello no lo tragaba un marinero de fundamento como tío<br />

Reimundo, alias Finisterre, que había visto tanta mar de Dios. Ahí topa la<br />

diferencia entre los que navegaron en mares de verdad, donde hay tiburones<br />

y huracanes, y los que toda la vida chapalatearon en una ponchera.<br />

¡Zantellas del podrido rayo! ¿Quería el patrón que el barco se les pusiese<br />

por sombrero? ¡Era menester estar loco de la cabeza, corcias! ¡Para más,<br />

en noche semejante, con lo falsa que es esa costa de Penalongueira, y<br />

habiendo empezado a soplar el Sur, un viento traidor que lleva de la mano<br />

el cambiazo al «Nordés»! No se la pegaba al tío Reimundo la calma de la<br />

bahía, sobre cuya extensión tersa y plácida prolongaban las mil luces de<br />

la ciudad brillantes rieles de oro; al viejo le daba en la nariz el aire<br />

«de allá», de mar adentro, la palpitación del oleaje excitado por la<br />

mordedura de la brisa. Todo esto, a su manera, broncamente, a media habla,<br />

lo dijo Finisterre. El Zopo, otro experto, listo de manos y contrahecho de<br />

pies, opinaba lo mismo.<br />

Pero Adrián y el Xurel -mozalbetes que acababan de alegrarse unas miajas<br />

con tres copas de caña legítima y sentían duplicados sus bríos- ya estaban<br />

rodando los bocoyes para encima de la Mascota. Sabedores de que aquellos<br />

toneles encerraban vino, los manejaban con fiebre de alegría codiciosa,<br />

calculando la suma de goces que encerraban en sus panzas colosales. ¿A<br />

ellos qué les importaban los gruñidos de Finisterre? Donde hay patrón no<br />

manda marinero.<br />

Entre gritos furiosos para pujar mejor, el «¡ahiaaá!» y el «¡eieiea!» del<br />

esfuerzo, acabóse la estibadura en una hora escasa. Sobre el cielo, antes<br />

despejado, se condensaban nubes sombrías, redondas, de feo cariz. Un soplo<br />

frío rizaba la placa lisa del agua. Juró Finisterre entre dientes y renegó<br />

el patrón de los agoreros miedosos. Mejor si se levantaba viento; ¡así<br />

irían con la vela tan ricamente! El balandro no era una pluma, y<br />

necesitaba ayuda, ¡carandia! Y ocupó su lugar, empuñando el timón. ¡Ea,<br />

hala, rumbo avante!<br />

Como por un lago de aceite marcharon mientras no salieron de la bahía.<br />

Según disminuía y se alejaba la concha orlada de resplandor y el rojo<br />

farol del Espolón llegaba a parecer un punto imperceptible, y otro la luz<br />

verde del puerto, el vientecillo terral insistía, vivaracho, como niño<br />

juguetón. Habían izado la cangreja, y la Mascota cortó el oleaje más<br />

aprisa, no sin cabecear. Descasaban los remeros, bromeando. Sólo<br />

Finisterre se ponía fosco. A cada balance de la embarcación le parecía ver<br />

desequilibrarse la carga.<br />

Ya transponía la barra, y el alta mar luminosa, agitada por la resaca, se<br />

extendía a su alrededor. Para «poncheras» según el despreciativo dicho del<br />

tío Reimundo, la ponchera «metía respeto». El patrón, a quien se le iba<br />

disipando el humo de la caña, fruncía las cejas, sintiendo amagos de<br />

inquietud. Puede que tuviese razón aquel roñicas de Finisterre; la mar,<br />

sin saber por qué, no le parecía «mar de gusto»... Tenía cara de zorra,<br />

cara de dar un chasco la maldita...<br />

Al vientecillo se le antojó dormirse, y una especie de calma de plomo,<br />

siniestra, abrumadora, cayó encima. Fue preciso apretar en los remos<br />

porque la vela apenas atiesaba. El balandro gemía, crujía, en el penoso<br />

arranque de su marcha lenta. Súbitas rachas, inflando la cangreja un<br />

momento, impulsaban la embarcación, dejándola caer después más fatigada,


como espíritu que desmaya al perder una esperanza viva. Y cuando ya veían<br />

a estribor la costa peligrosa de Penalongueira, que era preciso bordear<br />

para llegarse al puertecillo de Dumia y desembarcar el género, se<br />

incorporó de golpe Finisterre, soltando un terno feroz. Acababa de<br />

percibir, allá a lo lejos ese ruido sordo y fragoroso de la tempestad<br />

repentina, del salto del aire que azota de pronto la masa líquida y desata<br />

su furor. El patrón, enterado, gritaba ya la orden de arriar la vela.<br />

Aquello fue ni visto ni oído.<br />

Enormes olas, empujándose y persiguiéndose como leonas enemigas, jugaban<br />

ya con el balandro, llevándolo al abismo o subiéndolo a la cresta<br />

espantosa. De cabeza se precipitaba la embarcación, para ascender<br />

oblicuamente al punto. El patrón, sintiendo su inmensa responsabilidad,<br />

hacía milagros, animando, dirigiendo. ¡La tormenta! ¡Bah! Otras había<br />

pasado y salido con bien, gracias a Dios y a Nuestra señora de la Guía, de<br />

quien se acordaba mucho entonces, con ofrecimientos de misa y excotos de<br />

barquitos, retratos de la Mascota para colgar en el techo del santuario...<br />

Verdad; no era el primer temporal que corrían; pero..., no llevaban la<br />

carga estibada sobre cubierta, sino en el fondo de la cala, bien<br />

apañadita, como Dios manda y se requiere entre la gente del oficio. Y los<br />

que había cometido aquella barbaridad supina, ahora, a pesar de las<br />

furiosas voces de mando de patrón, perdían los ánimos para remar, como si<br />

sintiesen en las atenazadas mejillas el húmedo beso de la muerte... Sólo<br />

una resolución podía salvarlos. Finisterre la sugirió, mezclando las<br />

interjecciones con rudas plegarias. El patrón resistía, pero el cariño a<br />

la vida tira mucho, y por unanimidad resolvió largar al agua los malditos<br />

bocoyes. ¡Afuera con ellos, antes de que se corriesen a una banda y<br />

sucediese lo que se estaba viendo venir! Sin más ceremonias empujaron una<br />

de las barricas para lanzarla por encima de la borda...<br />

Los que intentaron la faena sólo tuvieron tiempo de retroceder a saltos.<br />

La barrica andaba; la barrica se les venía encima ella sola. Y las demás,<br />

como rebaño de monstruos panzudos la seguían. Corrían, rodaban locas de<br />

vértigo, a hacinarse sobre la banda de babor, y el balandro, hocicando,<br />

con la proa recta a la sima, daba espantoso salto, el pinche-carneiro<br />

vaticinado por Finisterre, y soltando en las olas toda su carga, barricas<br />

y hombres, flotaba quilla arriba, como una cáscara de nuez.<br />

La primera noticia del naufragio se supo en el puertecillo de Ángeles,<br />

frontero a la bahía, porque dos bocoyes salieron allí, a la madrugada, y<br />

quedaron varados en la playa al retirarse la marea. Corrió el rumor de la<br />

presa, y se apiñaron en la orilla más de cien personas -pescadores,<br />

aldeanos, carreteros, carabineros, sardineras, mujerucas, chiquillería-.<br />

Nadie ignoraba lo que significa la aparición de bocoyes llenos en una<br />

playa de la costa. Aún les retumbaba en los oídos el bramar de la<br />

tormenta. Pero ahora hacía un sol hermoso, un día magnífico, «criador».<br />

Era domingo; por la tarde bailarían en el castañal; y con la presa, no<br />

había de faltar vino para remojar la gorja. ¡Nadie hizo comentarios<br />

tristes, sino los pescadores, que, sin embargo, se consolaron pensando en<br />

el rico vientre de las barricas...! Solo una vejezuela, que había perdido<br />

a su mozo, su hijo, de veinte años, en un lance de mar, escapó de la playa<br />

dando alaridos y apostada cerca del carro en el cual fueron llevados los<br />

toneles al campo de la romería, chillaba:


-¡No, bebades, no bebades! Ese vino sabe a la sangre de los hombres y al<br />

amarguío de la mar.<br />

Le hicieron el mismo caso que los tripulantes del balandro a Finisterre.<br />

«El Imparcial», 18 junio 1900».<br />

Fuego a bordo<br />

-Cuando salimos del puerto de Marineda -serían, a todo ser, las diez de la<br />

mañana- no corría temporal; sólo estaba la mar rizada y de un verde...,<br />

vamos, un verde sospechoso. A las once servimos el almuerzo, y fueron<br />

muchos pasajeros retirándose a sus camarotes, porque el oleaje, no bien<br />

salimos a alta mar, dio en ponerse grueso, y el buque cabeceaba de veras.<br />

Algunos del servicio nos reunimos en el comedor, y mientras llegaba la<br />

hora de preparar la comida nos divertíamos en tocar el acordeón y hacer<br />

bailar al pinche, un negrito muy feo; y nos reíamos como locos, porque el<br />

negro, con las cabezadas de la embarcación y sus propios saltos, se daba<br />

mil coscorrones contra el tabique. En esto, uno de los muchachos<br />

camareros, que les dicen estuarts, se llega a mí:<br />

-Cocinero, dos fundas limpias, que las necesito.<br />

-Pues vaya usted al ropero y cójalas, hombre.<br />

-Allá voy.<br />

Y sin más, entra y enciende un cabo de vela para escoger las fundas.<br />

¡Aquel cabo de vela! Nadie me quitará de la cabeza que el condenado...,<br />

¡Dios me perdone!, el infeliz del camarero, lo dejó encendido, arrimado a<br />

los montones de ropa blanca. Como un barco grande requiere tanta blancura,<br />

además de las estanterías llenas y atestadas de manteles, sábanas y<br />

servilletas, había en el San Gregorio rimeros de paños de cocina, altos<br />

así, que llegaban a la cintura de un hombre. Por fuerza, el cabo se quedó<br />

pegadito a uno de ellos, o cayó de la mesa, encendido, sobre la ropa. En<br />

fin: era nuestra suerte, que estaba así preparada.<br />

Yo no sé qué cosa me daba a mí el cuerpo ya cuando salimos de Marineda.<br />

Siempre que embarco estoy ocho días antes alegre como unas castañuelas, y<br />

hasta parece que me pide el cuerpo algo de broma con los amigos y la<br />

familia. Pues de esta vez..., tan cierto como que nos hemos de morir...,<br />

tenía yo el viaje atravesado en el gaznate, y ni reía ni apenas hablaba.<br />

La víspera del embarque le dije a mi esposa:<br />

-Mujer, mañana tempranito me aplancharás una camisola, que quiero ir<br />

limpio a bordo.<br />

Por la mañana entró con la camisola, y le dije:<br />

-Mujer, tráeme el pequeño que mama.<br />

Vino el chiquillo y le di un beso, y mandé que me lo quitasen pronto de<br />

allí, porque las entrañas me dolían y el corazón se me subía a la<br />

garganta. También la víspera fui a casa del segundo oficial, el señorito<br />

de Armero, y estaba la familia a la mesa; y la madre, que es así, una<br />

señora muy franca, no ofendiendo lo presente, me dijo:<br />

-Tome usted esta yema, Salgado.


-Mil gracias, señora; no tengo voluntad.<br />

-Pues lléveles éstas a los niños... ¿Y qué le pasa a usted, que está qué<br />

sé yo cómo?<br />

-Pasar, nada.<br />

-¿Y qué le parece el viaje, Salgado?<br />

-Señor, la mar está bella, y no hay queja del tiempo.<br />

-No, pues usted no las tiene todas consigo. Le noto algo en la cara.<br />

Para aquel viaje había yo comprado todos los chismes del oficio; por<br />

cierto que en la compra se me fue lo último que me quedaba: setenta<br />

duretes. Los chismes eran preciosos: cuchillos de lo mejor, moldes<br />

superiores, herramientas muy finas de picar y adornar; porque en el barco,<br />

ya se sabe: le dan a uno buena batería de cocina, grandes cazos y<br />

sartenes, carbón cuanto pida, y víveres a patadas; pero ciertas monaditas<br />

de repostería y de capricho, si no se lleva con qué hacerlas... Y como yo<br />

tengo este pundonor de que me gusta sobresalir en mi arte y que nadie me<br />

pueda enseñar un plato... Por cierto que esta vanidad fue mi perdición<br />

cuando sostuve restaurante abierto. Me daba vergüenza que estuviese<br />

desairado el escaparate, sin una buena polla en galantina, o solomillo<br />

mechado, o jamón en dulce, o chuletas bien panadas y con su papillotito de<br />

papel en el hueso... Y los parroquianos no acudían; y los platos se morían<br />

de viejos allí; y cuando empezaban a oler, nos los comíamos por recurso;<br />

mis chiquillos andaban mantenidos con trufas y jamón, y el bolsillo se<br />

desangraba... Si no levanto el restaurante, no sé qué sería de mí; de<br />

manera que encontrar colocación en el barco y admitirla fue todo uno.<br />

Pensaba yo para mi chaleco: «Ánimo, Salgado; de veintiocho duros que te<br />

ofrecen al mes, mal será que no puedas enviarle doce o quince a la<br />

familia. No es la primera vez que te embarcas; vámonos a Manila; ¿quién<br />

sabe si allí te ajustas en alguna fonda y te dan mil o mil quinientos<br />

reales mensuales, y eres un señor?». Lo dicho: la suerte, que arregla a su<br />

modo nuestros pasos... Estaba de Dios que yo había de perder mis chismes,<br />

y pasar lo que pasé, y volver a Marineda desnudo.<br />

¿En qué íbamos? Sí, ya me acuerdo. Faltaría hora y media para la comida,<br />

cuando me pareció que por la puerta del ropero salía humo. El que primero<br />

lo notó no se atrevía a decirlo: nos mirábamos unos a otros, y nadie<br />

rompía a gritar. Por fin, casi a un tiempo, chillamos:<br />

-¡Fuego! ¡Fuego a bordo!<br />

Mire usted, no cabe duda: lo peor, en esos momentos en que se suceden<br />

cosas horrorosas, es aturdirse y perder la sangre fría. Si cuando corrió<br />

el aviso se pudiese dominar el pánico y mantener el orden; si media docena<br />

de hombres serenos tomasen la dirección, imponiéndose, y aislasen el fuego<br />

en las tripas del barco, estoy seguro de que el siniestro se evitaba. Yo,<br />

que todo lo presencié, que no perdí detalle, puedo jurar que no entiendo<br />

cómo en un minuto se esparció la noticia, y ya no se vieron sino gentes<br />

que corrían de aquí para allí, locas de miedo. Para mayor desdicha<br />

empezaba a anochecer, y la mar cada vez más gruesa y el temporal cada vez<br />

más recio aumentaba el susto. Aquello se convirtió en una Babel, donde<br />

nadie se entendía ni obedecía a las voces de mando.<br />

El capitán, que en paz descanse, era un mallorquín de pelo en pecho,<br />

valentón, y no tiene que dar cuenta a Dios de nada, pues el pobrecillo<br />

hizo cuanto estuvo en su mano; pero le atendían bien poco. Acaso debió


levantar la tapa de los sesos a alguno para que los demás aprendiesen;<br />

bueno, no lo hizo; él fue el primero a pagarlo, ¡cómo ha de ser! Nos<br />

metimos él y yo por el corredor de popa, con objeto de ver qué importancia<br />

tenía el incendio; y apenas abrimos la puerta de hierro, nos salió al paso<br />

tal columna de humo y tal cortina de llamas, que apenas tuvimos tiempo a<br />

retroceder, cerrar y apoyarnos, chamuscados a medio asfixiar, en la pared.<br />

Yo le grité al capitán:<br />

-Don Raimundo, mire que se deben cerrar también las puertas de hierro a la<br />

parte de proa.<br />

Él daría la orden a cualquiera de los que andaban por allí atortolados;<br />

puede que el tercero de abordo; no sé; lo cierto es que no se cumplió, y<br />

en no cumplirse estuvo la mitad de la desgracia. Nosotros, a toda prisa,<br />

nos dedicamos a refrescar con chorros de agua las puertas de hierro, para<br />

que el horno espantoso de dentro no las fundiese y saltasen dejando paso a<br />

las llamas. ¿De qué nos sirvió? Lo que no sucedió por allí sucedió por<br />

otro lado. Nos pasamos no sé cuánto tiempo remojando la placa, envueltos<br />

en humareda y vapor; mas al oír que por la proa salían las llamas ya, se<br />

nos cansaron los brazos, y huyendo de aquel infierno pasamos a la<br />

cubierta.<br />

Verdaderamente cesó desde entonces la batalla con el fuego y las<br />

esperanzas de atajarlo, y no se pensó más que en el salvamento; en librar,<br />

si era posible, la piel; eso, los que aún eran capaces de pensar; porque<br />

muchísimos se tiraron al suelo, o se metieron a arrancarse el pelo por los<br />

rincones, o se quedaron hechos estatuas, como el tercero de a bordo, que<br />

tan pronto se declaró el incendio se sentó en un rollo de cuerdas y ni<br />

dijo media palabra, ni se meneó ni soñó en ayudarnos.<br />

A las dos horas de notarse el fuego la máquina se paró. Si no se para,<br />

tenemos la salvación casi segura; ardiendo y todo, llegaríamos al puerto.<br />

Lo que recelábamos era que el vapor comprimido y sin desahogo hiciese<br />

estallar la caldera. Todos preguntábamos al engineer, un inglés muy tieso,<br />

muy callado y con un corazón más grande que la máquina. No se meneaba de<br />

su sitio, ni se demudó poco ni mucho; abrió todas las válvulas, y nos dijo<br />

con flema:<br />

-Mi responde con mi head, máquina very-good, seguros por ella no<br />

explosión.<br />

Al ver que la pobre de la máquina se paraba, nos quedamos, si cabe, más<br />

aterrados; no creíamos que el incendio llegase hasta donde, por lo visto,<br />

llegaba ya; comprendimos que el fuego no estaba localizado y contenido<br />

sino que era dueño de todo el interior del buque y no había más remedio<br />

que cruzarse de brazos y dejarle hacer su capricho.<br />

-¡Barco perdido, don Raimundo! -dije al capitán.<br />

-Barco perdido, Salgado.<br />

-¿Y nosotros?<br />

-Perdidos también.<br />

-Esperanza en Dios, don Raimundo. Y él se echó las manos a la cabeza, y<br />

dijo de un modo que nunca se me olvida:<br />

-¡Dios!<br />

Yo no sé qué le habíamos hecho a Dios los trescientos cristianos que en<br />

aquel barco íbamos; pero algún pecado muy gordo debió de ser el nuestro<br />

para que así nos juntase castigos y calamidades. De cuantas noches de


temporal recuerdo -y mire usted que algo se ha navegado-, ninguna más<br />

atroz, más furiosa que aquella noche. Una marejada frenética; el barco no<br />

se sostenía; ola por aquí, ola por acullá; montes de agua y de espuma que<br />

nos cubrían; ya no era balancearse; era despeñarse, caer en un precipicio;<br />

parecía que la tormenta gozaba en movernos y abanicarnos para avivar el<br />

incendio. Soplaba un viento iracundo; llovía sin cesar; y la noche, tan<br />

negra, tan negra, que sobre cubierta no nos veíamos las caras. Unos<br />

lloraban de un modo que partía el corazón; otros blasfemaban; muchos<br />

decían: «¡Ay, mis pobres hijos!». No entiendo cómo el timonel era capaz de<br />

estarse tan quieto en su puesto de honor, manteniendo fijo el rumbo del<br />

barco para que no rodase como una pelota por aquel mar loco.<br />

Pronto empezaron a alumbrarnos las llamas, que salían por la proa, no ya a<br />

intervalos, sino continuamente, igual que si desde adentro las soplasen<br />

con fuelles de fragua. Lo tremendo de la marejada hizo que no se pensase<br />

en esquifes; meterse en ellos se reducía a adelantar la muerte. En esto<br />

gritaron que se veía embarcación a sotavento.<br />

¡Un buque! Desde que se declaró el incendio no habíamos cesado de disparar<br />

cohetes y fuegos de bengala, con objeto de que los buques, al pasar cerca<br />

de nosotros, comprendiesen que el barco incendiado contenía gente<br />

necesitada de socorro. Y vea usted cómo Dios, a pesar de lo que dije<br />

antes, nunca amontona todas las desgracias juntas. Aún tenemos que<br />

agradecerle que el sitio del siniestro es un punto de cruce, donde se<br />

encuentran las embarcaciones que hacen rumbo al Atlántico y al<br />

Mediterráneo. Pocas millas más adelante ya no sería fácil hallar quien nos<br />

socorriese.<br />

Al ver el buque, la gente se alborotó, y los más resueltos arriaron los<br />

esquifes en un minuto. Allí no había capitán, ni oficiales, ni autoridad<br />

de ninguna especie; los contramaestres se cogieron el esquife mejor, y<br />

cabiendo en él treinta personas, resultó que lo ocuparon sólo cinco. Ya se<br />

sabe lo que hace el miedo a morir; ni se repara en el peligro, ni hay<br />

compasión, ni prójimo. Sin mirar lo furioso del oleaje y lo imposible que<br />

era nadar allí, se echaron al mar muchísimas personas por meterse en los<br />

esquifes. Aún parece que oigo las voces con que decían al contramaestre.<br />

-¡Espere, nuestramo Nicolás, espere por la madre que le parió; la mano,<br />

nuestramo!<br />

Y él, en su maldita jerga catalana, respondía:<br />

-N'om fa res; n'om fa res.<br />

Y cuando los infelices querían halarse al esquife y se agarraban a la<br />

borda, los de adentro, desenvainando cuchillos, amenazaban coserlos a<br />

puñaladas.<br />

De esta vez hubo ya bastantes víctimas; los esquifes se alejaron, y<br />

nuestra esperanza con ellos. Después de recoger a aquellos primeros<br />

náufragos, el buque siguió su rumbo, porque no le permitía mantenerse al<br />

pairo el temporal.<br />

A todo esto, ¡si viese usted cómo iba poniéndose la cubierta! Oíamos el<br />

roncar del incendio, que parecía el resoplido de un animalazo feroz, y a<br />

cada instante esperábamos ver salir las llamas por el centro del buque y<br />

hundirse la cubierta. Nos arrimábamos cuanto podíamos a la parte de popa,<br />

pues además el calor del suelo se hacía insoportable, y del piso de hierro<br />

cubierto con planchas de madera salían, por los agujeros de los tornillos,


llamitas cortas, igual que si a un tiempo se inflamasen varias docenas de<br />

fósforos, sembrados aquí y acullá. Ya ni el frío ni la oscuridad eran de<br />

temer; ¡qué disparate!, buena oscuridad nos dé Dios: la popa algunas veces<br />

estaba tan clara como un salón de baile; iluminación completa: daba gusto<br />

ver el horizonte cerrado por unas olas inmensas, verdes y negruzcas, que<br />

se venían encima, y sobre las cuales volaba una orillita de espuma más<br />

blanca que la nieve. También divisamos otro buque, un paquebote de vapor,<br />

que se paraba, sin duda, para auxiliarnos. ¡Estaba tan lejos! Con todo, la<br />

gente se animó. El segundo, el señorito de Armero, se llegó a mí y me tocó<br />

en el hombro.<br />

-Salgado, ¿puede usted bajar a la cámara? Necesito un farol.<br />

-Mi segundo, estoy casi ciego... Con el calor y el humo me va faltado la<br />

vista.<br />

-Aunque sea a tientas..., quiero un farol.<br />

Vaya, no sé yo mismo cómo gateé por las escaleras; la cámara era un horno;<br />

el farol todavía estaba encendido; lo descolgué y se lo entregué al<br />

segundo, convencido de que le daba el pasaporte para la eternidad, pues el<br />

esquife en que él y otros cuantos se decidieron a meterse era el más chico<br />

y estaba muy deteriorado. Lo arriaron, y por milagro consiguieron sentarse<br />

en él sin que zozobrase. Entonces empezó la gente a lanzarse al mar para<br />

salvarse en el esquife, y pude notar que, apenas caían al agua, morían<br />

todos. Alguno se rompió la cabeza contra los costados del buque; pero la<br />

mayor parte, sin tropezar en nada, expiró instantáneamente. ¿Era que<br />

hervía el agua con el calor del incendio y los cocía? ¿Era que se les<br />

acababan las fuerzas? Lo cierto es que daban dos paladitas muy suaves para<br />

nadar, subían de pronto las rodillas a la altura de la boca, y flotaban ya<br />

cadáveres.<br />

Los del esquife remaban desesperadamente hacia el barco salvador. Supe<br />

después que a la mitad del camino, notaron que el esquife, roto por el<br />

fondo, hacía agua y se sumergía; que pusieron en la abertura sus<br />

chaquetas, sus botas, cuanto pudieron encontrar; y no bastando aún, el<br />

señorito de Armero, que es muy resuelto, cogió a un marinerillo, lo sentó<br />

o, por mejor decir, lo embutió en el boquete, y le dijo (con perdón):<br />

-¡No te menees, y tapa con el...!<br />

Gracias a lo cual llegaron al buque y les pudimos ver ascendiendo sobre<br />

cubierta. No sé si nos pesaba o no el habernos quedado allí sin probar el<br />

salvamento. ¡Los muertos ya estaban en paz, y los salvados..., qué<br />

felices! El buque aquel tampoco se detenía; era necesario aguardar a que<br />

Dios nos mandase otro, y resistir como pudiésemos todo el tiempo que<br />

tardase. Es verdad que nuestro San Gregorio aún podía durar. Al fin, era<br />

un gran vapor de línea, con su cargamento, y daba qué hacer a las llamas.<br />

El caso era refugiarse en alguna esquina para no perecer abrasados.<br />

Al capitán se le ocurrió la idea de trepar a la cofa del gran árbol de<br />

hierro, del palo mayor. Mientras el barco ardía, creyó él poder mantenerse<br />

allí, seguro y libre de las llamas, como un canario en su jaula. Yo, que<br />

le vi acercarse al palo, le cogí del brazo en seguida.<br />

-No suba usted, capitán; ¿pues no ve que el palo se tiene que doblar en<br />

cuanto se ponga candente?<br />

El pobre hombre, enamorado del proyecto, daba vueltas alrededor del palo<br />

estudiando su resistencia. Creo que si más pronto le anuncio la


catástrofe, más pronto sucede. El árbol..., ¡pim!, se dobló de pronto, lo<br />

mismo que el dedo de una persona, y arrastrado por su peso, besó el suelo<br />

con la cima. Por listo que anduvo el capitán, como estaba cerca, un<br />

alambre candente de la plataforma le cogió el pie por cerca del tobillo y<br />

se lo tronzó sin sacarle gota de sangre, haciendo a un tiempo mismo la<br />

amputación y el cauterio; respondo de que ningún cirujano se lo cortaba<br />

con más limpieza. Le levantamos como se pudo, y colocando un sofá al<br />

extremo de la popa, le instalamos del mejor modo para que estuviese<br />

descansado. Se quejaba muy bajito, entre dientes, como si masticase el<br />

dolor, y medio le oí: «¡Mi pobre mujer!, ¡mis hijitos queridos!, ¿qué será<br />

de ellos?». Pero de repente, sin más ni más, empezó a gritar como un<br />

condenado, pidiendo socorro y medicina. ¡Sí, medicina! ¡Para medicinas<br />

estábamos! Ya el fuego había llegado a la cámara y a pesar del ruido de la<br />

tormenta oíamos estallar los frascos del botiquín, la cristalería y la<br />

vajilla. Entonces el desdichado comenzó a rogar, con palabras muy tristes,<br />

que le echásemos al agua, y usando, por última vez, de su autoridad a<br />

bordo, mandó que le atásemos un peso al cuerpo. Nos disculpamos con que no<br />

había con qué atarle, y él, que al mismo tiempo estaba sereno, recordó que<br />

en la bitácora existe una barra muy gruesa de plomo, porque allí no puede<br />

entrar ni hierro ni otro metal que haga desviar la aguja imantada. Por más<br />

que nos resistimos, fue preciso arrancarla y colgársela del cuello, y como<br />

el peso era grande y le obligaba a bajar la cabeza, tuvo que sostenerlo<br />

con las dos manos, recostándose en el respaldo del sofá. Como llevaba en<br />

el bolsillo su revólver, lo armó, y suplicó que le permitiesen pegarse un<br />

tiro y le arrojasen al mar después. ¡Naturalmente que nos opusimos! Le<br />

instamos para que dejase amanecer; con el día se calmaría la tormenta, y<br />

algún barco de los muchos que cruzaban nos salvaría a todos. Le<br />

porfiábamos y le hacíamos reflexiones de que el mayor valor era sufrir.<br />

Por último desmontó y guardó el revólver, declarando que lo hacía por sus<br />

hijos nada más. Se quejó despacito y se empeñó en que habíamos de buscar y<br />

enseñarle el pie que le faltaba. ¿Querrá usted creer que anduvimos tras<br />

del pie por toda la cubierta y no pudimos cumplirle aquel gusto?<br />

Después del lance del capitán, ocurrió el del oficial tercero, y se me<br />

figura que de todos los horrores de la noche fue el que más me afectó. ¡Lo<br />

que somos, lo que somos! Nada; una miseria. El tercero era un joven que<br />

tenía su novia, y había de casarse con ella al volver del viaje. La quería<br />

muchísimo, ¡vaya si la quería! Como que en el viaje anterior le trajo de<br />

Manila preciosidades en pañuelos, en abanicos de sándalo, en cajitas en<br />

mil monadas. No obstante... o por lo mismo... en fin ¡qué sé yo!<br />

Desgracias y flaquezas de los mortales..., el pobre andaba triste,<br />

preocupado, desde tiempo atrás. Nadie me convencerá de que lo que hizo no<br />

lo hizo «queriendo» porque ya lo tenía pensado de antes y porque le<br />

pareció buena la ocasión de realizarlo. Si no, ¿qué trabajo le costaba<br />

intentar el salvamento con el señorito de Armero? Ya determinado a morir,<br />

tanto le daba de un modo como de otro, y al menos podía suceder que en el<br />

esquife consiguiese librar la piel. Bien; no cavilemos. El no dio señales<br />

de pretender combatir el fuego, y mientras nosotros manejábamos el<br />

«caballo» y soltábamos mangas de agua contra las puertas, envueltos en<br />

llamas y humo, él, quietecito y como atontado. Al marcharse el señorito de<br />

Armero, le llamó a la cámara para entregarle su reloj, un reloj precioso


con tapa de brillantes, y dos sortijas muy buenas también, encargándole<br />

que se las llevase a su novia como recuerdo y despedida. Lo que yo digo;<br />

el hombre se encontraba resuelto a morir. Luego subió a popa, y le vi<br />

sentado, muy taciturno, con la cabeza entre las manos.<br />

A dos pasos me coloqué yo. Él se volvió y me dijo:<br />

-Cocinero, ¿tiene usted ahí un cigarro?<br />

-Mi oficial, sólo tengo picadura en el bolsillo del chaquetón... Pero este<br />

tiene tabacos, de seguro... añadí, señalando a un camarero que estaba allí<br />

cerca.<br />

¿Querrá usted creer que el bruto del camarero se resistía a meter la mano<br />

en el bolsillo y soltar el cigarro?<br />

-Animal -le grité-, no seas tacaño ahora. ¿De qué te servirá el tabaco, si<br />

vamos todos a perecer?<br />

En vista de mis gritos, el hombre aflojó el cigarro. El tercero lo<br />

encendió y daría, a todo dar, tres chupadas; a cada una le veía yo la cara<br />

con la lumbre del cigarro: un gesto que ponía miedo. A la tercera chupada,<br />

acercó a la sien el revólver, y oímos el tiro. Cayó redondo, sin un «ay».<br />

Nadie se asustó, nadie gritó; casi puede decirse que nadie se movió,<br />

estábamos ya de tal manera, que todo nos era indiferente. Sólo el capitán<br />

preguntó desde el sofá:<br />

-¿Qué es eso? ¿Qué ocurre?<br />

-El tercero que se acaba de levantar la tapa de los sesos.<br />

-¡Hizo bien!<br />

De allí a poco rato, murmuró:<br />

-Echadle al mar.<br />

Obedecimos, y a ninguno se le ocurrió rezar el Padrenuestro.<br />

¡Es que se vuelve uno estúpido en ocasiones semejantes! Figúrese usted que<br />

en los primeros instantes recogió el capitán, de la caja, seis mil duros y<br />

pico en oro y billetes; seis mil duros y pico que anduvieron rodando por<br />

allí, sobre cubierta, sin que nadie les hiciese caso ni los mirase. En<br />

cambio, al piloto se le había metido en la cabeza buscar el cuaderno de<br />

bitácora y se desdichaba todo porque no daba con él, lo mismo que si fuese<br />

indispensable apuntar a qué altura y latitud dejábamos el pellejo. Pues<br />

otra rareza. En todo aquel desastre, ¿quién pensará usted que me infundía<br />

más lástima? El perro del capitán, un terranova precioso, que días atrás<br />

se había roto una pata y la tenía entablillada; el animalito, echado junto<br />

al timón, remedaba a su amo, los dos iguales, inválidos y aguardando por<br />

la muerte. ¡Si seré majadero! El perro me daba más pena.<br />

Ya las llamas salían por sotavento y la mañana se iba acercando ¡Qué<br />

amanecer, Virgen Santa! Todos estábamos desfallecidos, muertos de sed, de<br />

frío, de calor, de hambre, de cansancio y de cuanto hay que padecer en la<br />

vida. Algunos dormitaban. Al asomar la claridad del día, salió del centro<br />

del barco una hoguera enorme; por el hueco del palo mayor se habían<br />

abierto paso las llamas, y la cubierta iba, sin duda, a hundirse,<br />

descubriendo el volcán. Contábamos con el suceso, y a pesar de que<br />

contábamos, nos sorprendió terriblemente. Empezamos a clamar al Cielo, y<br />

muchos a enseñarle el puño cerrado, preguntando a Dios.<br />

-¿Pero qué te hicimos?<br />

El capitán, que tiritaba de fiebre, me dijo gimiendo:<br />

-¡Agua! ¡Por caridad, un sorbo de agua!


¡Agua! Puede que la hubiese en el aljibe. Así que lo pensé fui hacia él y<br />

se me agregaron varios sedientos, poniendo la boca en unos remates que<br />

tiene el aljibe y son como biberones por donde sale el agua. ¡Qué de<br />

juramentos soltaron! El agua, al salir hirviendo, les abrasó la boca. Yo<br />

tuve la precaución de recibirla en mi casquete y dejarla enfriar. El<br />

capitán continuaba con sus gemidos. Tuve que dársela medio templada aún.<br />

¡Me miró con unos ojos!<br />

-Gracias, Salgado.<br />

-No hay de qué, capitán... ¡Se hace lo que se puede!<br />

La tormenta, en vez de ir a menos, hasta parece que arreciaba desde que<br />

era de día. Para no caer al mar, nos cogíamos a la barandilla. Pasó un<br />

barco, y por más señales que le hicimos, no se detuvo; y debió de vernos,<br />

pues cruzó a poca distancia. A mí me dolían de un modo cruel los ojos<br />

secos por el fuego, y cuanto más descubría el sol, menos veía yo, no<br />

distinguiendo los objetos sino como a través de una niebla. Por otra<br />

parte, me sentía desmayar, pues desde el almuerzo de la víspera no había<br />

comido bocado, y se me iba el sentido. Casualmente, se encontraron sobre<br />

cubierta, descuartizadas y colgadas, las reses muertas para el consumo del<br />

buque, y con el calor del incendio estaban algo asadas ya. Los que nos<br />

caíamos de necesidad nos echábamos sobre aquel gigantesco rosbif, medio<br />

crudo, y refrescábamos la boca con la sangre que soltaba. Nos reanimamos<br />

un poco.<br />

A mediodía sucedió lo que temíamos: quedó cortada la comunicación entre la<br />

popa y la proa, derrumbándose con gran estrépito media cubierta y viéndose<br />

el brasero que formaba todo el centro del barco. Salieron las llamas<br />

altísimas, como salen de los volcanes, y recomendamos el alma a Dios,<br />

porque creíamos que iban a alcanzarnos. No sucedió esto por dos razones:<br />

primera, por tener el buque, en vez de obra muerta de madera, barandilla<br />

de hierro, segunda, por estar las puertas de hierro cerradas hacia la<br />

parte de popa, lo cual contuvo el incendio por allí, obligándole a cebarse<br />

en la proa. De todas maneras, no debían las llamas de andar muy lejos de<br />

nuestras personas, ya que a eso de las tres de la tarde empezamos a<br />

advertir que el piso nos tostaba las plantas de los pies. Atamos a una<br />

cuerda un cubo, y lo subíamos lleno de agua de mar, vertiéndolo por el<br />

suelo para refrescarlo un poco. Ya comprendíamos lo estéril del recurso, y<br />

en medio de lo apurados que estábamos, no faltó quien se riese viendo que<br />

era menester levantar primero un pie y luego bajar aquel y levantar el<br />

otro para no achicharrarse. Serían las tres. El capitán me llamó despacio<br />

-Salgado, ¡cuánto mejor era morir de una vez!<br />

-Para morir siempre hay tiempo, mi capitán. Aún puede que la Virgen<br />

Santísima nos saque de este apuro.<br />

Claro que yo se lo decía para darle ánimos; allá, en mi interior,<br />

calculaba que era preciso hacer la maleta para el último viaje. Bien sabe<br />

Dios que no pensaba en las herramientas que había perdido ni en mi propia<br />

muerte, sino en los chiquillos que quedaban en tierra. ¿Cómo los trataría<br />

su padrastro? ¿Quién les ganaría el pan? ¿Saldrían a pedir limosna por las<br />

calles? A lo que yo estaba resuelto era a no morir asado. Miré dos o tres<br />

veces al mar, reflexionando cómo me tiraría para no romperme la cabeza<br />

contra el casco y no sufrir más martirio que el del agua cuando me entrase<br />

en la boca. Para acabar de quitarnos el valor, pasó un barco sin hacer


caso de nuestras señales. Le enseñamos el puño, y hubo quien gritó:<br />

-¡Permita Dios que te veas como nos vemos!<br />

Ya nos rendía los brazos la faena de bajar y subir baldes de agua, que era<br />

lo mismo que apagar con saliva una hoguera grande, y convencidos de que<br />

perdíamos el tiempo y que era igual perecer un cuarto de hora antes o<br />

después, el que más y el que menos empezó a pensar cómo se las arreglaría<br />

para hacer sin gran molestia la travesía al otro barrio. Yo me persigné,<br />

con ánimo de arrojarme en seguida al mar. ¡Qué casualidades! Hete aquí que<br />

aparece una embarcación, y en vez de pasar de largo, se detiene.<br />

Ya estaba el barco al habla con nosotros: una goleta inglesa, una hermosa<br />

goleta, que desafiaba la tempestad manteniéndose al pairo. Los que<br />

conservaban ojos sanos pudieron leer en su proa, escrito con letras de<br />

oro, Duncan. Empezamos a gritar en inglés, como locos desesperados:<br />

-Schooner! Schooner! Come near!<br />

-Trhow te the water! -nos respondían a voces, sin atreverse a acercarse.<br />

¡Echarnos al agua! ¡No quedaba otro recurso y este era tan arriesgado! En<br />

fin qué remedio: los esquifes no podían aproximarse, por el temporal, y el<br />

buque menos aún. Nuestro San Gregorio, cercado por todas partes de llamas<br />

inmensas, ponía miedo. Había que escoger entre dos muertes: una segura y<br />

otra dudosa. Nos dispusimos a beber el sorbo de agua salada.<br />

El primer chaleco salvavidas que nos arrojaron al extremo de un cabo se lo<br />

ofrecimos al capitán.<br />

-¡Ánimo! -le dijimos-. Póngase usted el chaleco, y al mar; mal será que no<br />

bracee usted hasta la goleta.<br />

-¡No puedo, no puedo!<br />

-Vaya, un poco de resolución.<br />

Se lo puso y medio murmuró gimiendo:<br />

-Tanto da así como de otro modo.<br />

Y acertaba. Aquello fue adelantar el desenlace, y nada más. Se conoce que<br />

o la humedad del agua, o el sacudimiento de la caída, le abrieron las<br />

arterias del pie tronzado, y se desangró en un decir Jesús; o acaso el<br />

frío le produjo calambre; no sé, el caso es que le vimos alzar los brazos,<br />

juntarlos en el aire y colarse por el ojo del salvavidas al fondo del mar.<br />

Quedaron flotando el chaleco y la gorra, a él no le vimos más en este<br />

mundo.<br />

Seguían echándonos, desde la goleta, cabos y salvavidas, y la gente, visto<br />

el caso del capitán, recelaba aprovecharlos. Yo me decidí primero que<br />

nadie. Ya quería, de un modo o de otro, salir del paso. Pero antes de dar<br />

el salto mortal reflexioné un poco y determiné echarme de soslayo, como<br />

los buzos, para que la corriente, en vez de batirme contra el buque, me<br />

ayudase a desviarme de él. Así lo hice, y, en efecto, tras de la<br />

zambullida, fui a salir bastante lejos del San Gregorio. Oía los gritos<br />

con que desde el schooner me animaban, y oí también el último alarido de<br />

algunos de mis compañeros a quienes se tragó el agua o zapatearon las olas<br />

contra los buques. Yo choqué con la espalda en el casco del Duncan: un<br />

golpe terrible, que me dejó atontado. Cuando me halaron, caí sobre<br />

cubierta como un pez muerto.<br />

Acordé rodeado de ingleses. Me decían: ¡Go!, ¡cook!, ¡go! ¡a la cámara! Me<br />

incorporé y quise ir a donde me mandaban, pero no veía nada, y después de<br />

tantos horrores me eché a llorar por primera vez, exclamando:


-My no look..., ciego..., enséñeme el camino.<br />

Me levantaron entre dos y me abracé al primero que tropecé, que era un<br />

grumete, y rompió también a llorar como un tonto. No sé las cosas que<br />

hicieron conmigo los buenos de los ingleses. Me obligaron a beber de un<br />

trago una copa enorme de brandy, me pusieron un traje de franela, me<br />

dieron fricciones, me acostaron, me echaron encima qué sé yo cuántas<br />

mantas y me dejaron solito.<br />

¿Qué sentí aquella noche? Verá usted... Cosas muy raras; no fue delirar,<br />

pero se le parecía mucho. Al principio sudaba algo y no tenía valor para<br />

mover un dedo, de puro feliz que me encontraba. Después, al oír el ruido<br />

del mar, me parecía que aún estaba dentro de él y que las olas me batían y<br />

me empujaban aquí y allí. Luego iban desfilando muchas caras; mis<br />

compañeros, el terceto a la luz del cigarro, el capitán y gentes que no<br />

veía hacía tiempo, y hasta un chiquillo que se me había muerto años<br />

antes...<br />

En fin, por acabar luego: llegamos a Newcastle, se me alivió la vista, el<br />

cónsul nos dio una guinea para tabaco, y a los pocos días nos embarcamos<br />

en un barco español con rumbo a Marineda ¡Qué diferencia del buque inglés!<br />

Nuestros paisanos nos hicieron dormir en el pañol de las velas, sobre un<br />

pedazo de lona; apenas conseguimos un poco de rancho y galleta por comida;<br />

como si fuésemos perros.<br />

De la llegada, ¿qué quiere usted que diga? A mi mujer le habían dado por<br />

cierta mi muerte; en la calle le cantaban los chiquillos coplas<br />

anunciándosela. Supóngase usted cómo estaba y cómo me recibió. Ahora he de<br />

ir al santuario de La Guardia: no tengo dinero para misas; pero iré a pie<br />

descalzo, con el mismo traje que tenía cuando me hallaron sobre la<br />

cubierta del Duncan: chaleco roto por los garfios del salvavidas, pantalón<br />

chamuscado y la cabeza en pelo; se reirán de verme en tal facha, no me<br />

importa, quiero besar el manto de la Virgen y rezar allí una Salve.<br />

Me faltará para pan, pero no para comprar una fotografía del San<br />

Gregorio... ¿Ha visto usted cómo quedó? El casco parece un esqueleto de<br />

persona, y aún humea; el cargamento de algodón arde todavía, dentro se ve<br />

un charco negro, cosas de vidrio y de metal fundidas y torcidas...<br />

¡Imponente!<br />

¡Que si me da miedo volver a embarcarme! ¡Bah! ¡lo que está de Dios...,<br />

por mucho que el hombre se defienda...! Ya tengo colocación buscada<br />

¿Quiere usted algo para Manila? ¿Que le traiga a usted algún juguete de<br />

los que hacen los chinos? El domingo saldremos...<br />

......................................................................<br />

Di al cocinero del San Gregorio unos cuantos puros. Tiene el cocinero del<br />

San Gregorio buena sombra y arte para narrar con viveza y colorido.<br />

Durante la narración, vi acudir varias veces las lágrimas a sus ojos<br />

azules, ya sanos del todo.<br />

La paz


Declarada la guerra entre los dos bandos enemigos, cada cual pensó en<br />

armarse. La elección de jefes no ofrecía dificultad: Pepito Lancín era<br />

aclamado por los de los bandos de la izquierda, y Riquito (Federico)<br />

Polastres, por los de la derecha. Merecían los dos caudillos tan<br />

honorífico puesto. Con su travesura y su viveza de ingenio inagotable,<br />

Pepito Lancín conseguía siempre divertir a los compañeros de colegio,<br />

discurriendo cada día alguna saladísima diablura y volviendo loco al<br />

catedrático de Historia, don Cleto Mosconazo, a quien había tomado por<br />

víctima. Ya le tenía dentro del tintero una rana viva; ya le disparaba con<br />

la cerbatana garbanzos y guisantes; ya le untaba de pez el asiento para<br />

que se le quedasen pegadas las faldillas del gabán; ya le colocaba un<br />

alfiler punta arriba en el brazo del sillón, donde el señor Mosconazo<br />

tenía costumbre de pegar con la mano abierta mientas explicaba a<br />

tropezones las proezas de Aníbal o las heroicidades de Viriato el pastor.<br />

Verdad que, después de cada gracia, Pepito Lancín «se cargaba» su castigo<br />

correspondiente: ya el tirón de orejas, ya el encierro a pan y agua, ya la<br />

hora de brazos abiertos o de rodillas, y cuando algún disparo de la<br />

cerbatana hacía blanco en la nariz del profesor, este recogía el proyectil<br />

y lo deslizaba bajo la rótula del delincuente arrodillado. Parece poca<br />

cosa estarse de rodillas sobre un garbanzo una horita ¿eh? ¡Pues hagan la<br />

prueba y verán lo que es bueno!<br />

Lejos de mermar el prestigio de Pepito Lancín, los castigos sufridos con<br />

estoicismo alegre, mezclando las muecas de burla con las contracciones de<br />

dolor, le hacían más popular entre los muchachos. En cuanto a Riquito<br />

Polastres, su fama reconocía otro origen; las cualidades morales e<br />

intelectuales, la constancia y la agudeza eran privilegio de Lancín; de<br />

Polastres, la fuerza física, unos puños como pesas de gimnasia y un pecho<br />

como la proa de un navío. El diminutivo de Federiquito parecía un<br />

epigrama, mirando aquel corpachón y aquellas manazas descomunales, y<br />

presenciando cómo el muchacho, de una puñada, hacía astillas el pupitre, y<br />

de una morrada deshacía una jeta «de hombre»; porque en esto se fundaba la<br />

gloria, la prez de Riquito; a los doce años había calentado los morros al<br />

asistente del papá de su novia, que quería espantarle del portal como se<br />

espanta a un perro faldero. Sí, ¡buen faldero te dé Dios! Aún tenía el<br />

zanguango del asistente un ojo hecho una lástima y un carrillo inflamado,<br />

de resultas de la trompada fenomenal que le atizó Riquito...<br />

Esta contraposición de aptitudes que se observaba en los dos jefes de<br />

bando provocó la declaración de la guerra, porque cada día se chungueaban<br />

los izquierdos a cuenta de los derechos, tratando a Riquito de «mulo» y de<br />

«zoquete», y los derechos acusaban a los izquierdos de «gallinas» y de<br />

«señoritas almidonadas», lo cual es altamente ofensivo y no puede quedar<br />

impune. Nada, nada, a armar una guerra; el campo de batalla sería el<br />

descampado fronterizo al hospital y a espaldas del Cuartel Nuevo; allí se<br />

vería quién es quién, y si los de la izquierda gastan enaguas o<br />

pantalones. No ha de ser una pedrea vulgar, como otras, sino una batalla<br />

en regla, igual que las que traen los periódicos; se emplearán armas<br />

blancas y de fuego; cada cual recogerá de su casa lo que encuentre, y los<br />

dos bandos se encontrarán a las seis de la mañana, una hora antes de<br />

entrar en clase -porque después pasa gente y andan cerca «los del orden»-,<br />

en el sitio señalado, al mando de sus jefes respectivos.


Ni un combatiente faltó de las filas.<br />

El entusiasmo, el ardor bélico, se reflejaban en todos los semblantes. De<br />

armamento, a decir verdad andábamos medianamente: éste traía una pistola<br />

de salón descargada; aquél un cuchillo de mesa; lo que más abundaba eran<br />

las navajas y los cortaplumas, los sables de juguete y algún bastón de<br />

estoque sustraído a papá. Sin embargo, Pepito Lancín, entreabriendo su<br />

americana, mostró con orgullosa sonrisa un cinturón de cuero y, atravesado<br />

en él, un magnífico revólver de níquel; Riquito se retorció de envidia.<br />

¡Un revólver como Dios manda, un revólver de verdad! Para aplastar<br />

completamente a su adversario, Lancín dijo con fatuidad suma:<br />

-Cargadito con seis tiros... Y en el bolsillo cápsulas.<br />

Sonrió Riquito con desprecio. No necesitaba armas: le bastaban sus puños.<br />

Así lo declaró en alta voz: las armas, para los cobardes, para las<br />

gallinas de la izquierda del colegio. Los dos bandos se hicieron muecas y<br />

cruzaron los insultos de costumbre; después, a la voz severa de los jefes,<br />

se replegaron para situarse en línea de batalla. De pronto, el denodado<br />

Lancín se adelantó al centro del espacio libre y encarándose otra vez con<br />

Riquito, exclamó perentoriamente:<br />

-Ahora veréis lo que es el valor de los españoles. ¡Muchachos! ¡Viva<br />

España! ¡A la balloneta!<br />

El caso es que Riquito era tan cerrado de meollo, que al pronto no<br />

entendió la significación de aquel grito, y lo repitió inconscientemente,<br />

haciendo coro a su enemigo. ¿Que viviese España? ¡Claro! Eso ¿qué tenía de<br />

particular? Los murmullos de su tropa le sorprendieron. ¿Por qué<br />

protestaban y enseñaban los puños, no a los «izquierdos», sino a él, a su<br />

excelencia el general Polastres? ¿Por qué repetían: «No nos da la gana,<br />

barajas. ¡Eso no, contra!»? Para comprender lo que sucedía fue preciso que<br />

uno de los más despabilados «derechos» metiéndole los dedos por los ojos a<br />

su jefe, le gritase:<br />

-¡Barajas, tonto, que no queremos ser nosotros los mambises y que ellos<br />

sean los españoles!<br />

Tenía razón. ¿Cómo no se le había ocurrido inmediatamente? ¡Aquel tunarra<br />

de Lancín los quería fastidiar! ¡Ah, granuja! Rebosando indignación,<br />

echando chispas, Polastres corrió hasta el general enemigo, sin temor a<br />

que le envolviesen y le hiciesen prisionero viéndole solo. Sentíase capaz<br />

de hundir las paredes con la frente; iba ciego, frenético, por lo<br />

sangriento de la burla. Por instinto de caballerosidad, los adversarios le<br />

aguardaron a que se explicase.<br />

-Oye tú, Lancín, ¿quiénes éramos nosotros?<br />

-¡Anda éste! Erais los mambises -respondió Pepito, apretando la culata de<br />

su revólver, por el fino gusto de acariaciarla.<br />

-¿Y vosotros?<br />

-Eramos españoles, ya se sabe. ¿Qué habíamos de ser?<br />

-¡Claro, como que íbamos a entrar así! No vale. ¡No se nos antoja,<br />

barajas! ¿piensas que te moneas conmigo?<br />

-Y entonces, ¿cómo va a ser, bruto, animal? Si no éramos contrarios, cata<br />

que no había guerra.<br />

-¡Pues que la haya o que no la haya! Eres muy listo tú. Déjanos a nosotros<br />

ser españoles y ser vosotros los enemigos.<br />

-No puedo -objetó con suprema dignidad Lancín.


-¿No? ¡Verás si puedes, rayo! Del lapo que te voy a soltar..., te dejo<br />

negro, y estarás muy propio.<br />

-¡Pero, adoquín, si tengo la bandera ya! -contestó riendo triunfalmente el<br />

general Pepito, que sacó del bolsillo un trapo de percalina amarillo y<br />

rojo, resto probablemente de algún adorno de mástil en las últimas fiestas<br />

que había celebrado la ciudad, y lo tremoló orgulloso en el aire,<br />

repitiendo el patriótico grito lanzado momentos antes y contestado antes y<br />

ahora po los dos ejércitos. Al escucharlo por segunda vez, al ver ondear<br />

la bandera la hueste de Riquito se precipitó y rodeó a Lancín, aclamando<br />

lo mismo que él aclamaba con voces atipladas y roncas, pero con una<br />

cordialidad y alegría que revelaba disposiciones pacíficas; y el jefe,<br />

confuso, no encontrando solución al problema -más fácil le parecía<br />

arremeter contra todos: contra el enemigo y contra los que se le pasaban<br />

traidoramente-, exclamó avergonzado, llorando como un becerro:<br />

-Me has partido... Esto «no sirve»... No puede haber batalla... Si todos<br />

éramos españoles, no nos podíamos pegar. También te aseguro que cuando yo<br />

te pille, y no esté delante nadie, y no tengas bandera...<br />

-¡Vaya una gracia que harás! Tienes una fuerza que parece de buey<br />

-contestó altivamente Lancín, disparando su revólver al aire, mientras lo<br />

dos ejércitos fraternizaban y Riquito se arrepentía ya de su amenaza poco<br />

generosa.<br />

Las mamás de los guerreros nunca supieron de la que habían escapado.<br />

«El Liberal», 3 enero 1897.<br />

Suerte macabra<br />

¿Queréis saber por qué don Donato, el de los carrillos bermejos y la<br />

risueña y regordeta boca se puso abatido, se quedó color tierra y acabó mu<br />

riéndose de ictericia? Fue que -oídlo bien- le cayó el premio gordo de<br />

Navidad, los millones de pesetas...<br />

Antes de ese acontecimiento, don Donato era un hombre que podía llamarse<br />

feliz, si tal adjetivo no pareciese un reto al destino, que siempre está<br />

enseñando los dientes a los mortales. Encerrado en su droguería y<br />

herboristería de la calle de Jacometrezo, haciendo todos los días a la<br />

misma hora las mismas cosas insípidas y rutinarias, don Donato era<br />

plácidamente optimista; sus excesos y lujos consistían en alguna<br />

escapatoria a los teatrillos alegres porque don Donato aborrecía la<br />

literatura triste -al teatro se va a reír-, y sus derroches, en traerse a<br />

casa las mejores frutas y legumbres del mercado del Carmen, pues adoraba,<br />

a fuer de obeso, los alimentos flojos.<br />

Jugador empedernido de lotería, nunca perdió sorteo, y no sólo se<br />

arriesgaba él, sino que tomaba parte con amigos y hasta les encomendaba la<br />

adquisición de décimos en administraciones que por cualquier motivo<br />

juzgaba afortunadas, dentro de las laboriosas combinaciones que realizaba<br />

para perseguir y acorralar a la suerte, a quien un día u otro estaba<br />

cierto de coger por las alas. ¿En qué se fundaba tal seguridad? No podía


decirlo; pero le alentaba una fe robusta, un instinto o presentimiento<br />

(llámenle los escépticos como quieran). Supersticioso y calculista pueril,<br />

sucedíale a veces pararse en seco ante el número de una casa o el de un<br />

coche simón y correr la Administración a pedir el mismo número. Lo que más<br />

le confirmaba en su manía era la circunstancia que realmente parecerá<br />

extraña a todo el que conozca la lotería un poco: en la ya larga<br />

existencia de jugador de don Donato, que jugaba cada sorteo, en algunos<br />

doble y triple, no le había caído, no digamos un premio regular, pero ni<br />

una aproximación, ni un reintegro en Nochebuena, ni nada, nada... Esta<br />

singular reserva de la fortuna le parecía a don Donato signo infalible de<br />

que sólo se ocultaba para venir un día de pronto, fulminante, terrible,<br />

con los brazos abiertos y las manos tendidas, llenas de oro.<br />

Hará dos años, estudiando don Donato la marcha del «gordo», del premio<br />

deslumbrador de Navidad, observó que desde tiempo inmemorial no había<br />

caído en M***, y, herida su imaginación por esta circunstancia, encargó a<br />

un amigo corresponsal que allí tenía que le tomase «un billete» nada<br />

menos. A vuelta de correo recibió la respuesta y el número del billete<br />

adquirido, en el cual el comprador se reservaba un décimo. Giró el dinero<br />

don Donato; guardó como oro en paño el número y la carta comprobante, y<br />

esperó el sorteo, con fatalismo de musulmán. Sin emoción compró la lista<br />

cuando la oyó vocear, y al fijar los ojos en el glorioso número, una<br />

oleada de sangre afluyó a su cabeza... Era el número adquirido en M***; el<br />

propio número...; el suyo, el esperado, el de los millones...; allí estaba<br />

claro como la luz. ¡El premio, el premio... La Fortuna, abierta de brazos,<br />

derramando oro con sus anchas manos pródigas!<br />

Se repuso de pronto Don Donato. ¿Pues qué, no contaba con aquello desde<br />

tantos años hacía? ¡Era lógico que al fin viniese! Una alegría intensa,<br />

serena, le embargaba plácidamente, mientras corría a cerciorarse...,<br />

aunque estaba seguro de que resultaría verdad. Y verdad resultó. No<br />

quedaba más que recoger, cobrar y disfrutar a pulso lo cobrado.<br />

No queriendo hacer pública su dicha, por quitarse murgas y sablazos;<br />

pensando que nadie ejecuta las cosas mejor que el interesado, aquella<br />

misma noche tomó en tren y no paró hasta dar con su cuerpo en M***. Llegó<br />

a hora avanzada de la noche siguiente, molido y asendereado, como<br />

sedentario que viaja sin ganas y por precisión, y hubo de recogerse a una<br />

posada para aguardar con la luz del día la hora de presentarse a su<br />

corresponsal y reclamar el billete. Al acostarse pensó en madrugar; mas de<br />

puro quebrantado le tomó el sueño y despertó muy tarde. Vistióse, y, con<br />

indefinible sobresalto, corrió a casa del amigo, en cuyas manos se<br />

encontraba el tesoro. En la esquina de la calle vio gentío: monagos,<br />

mujerucas que lanzaban exclamaciones de compasión; escuchó las notas del<br />

piporro, la salmodia de los curas; rompió por entre la compacta<br />

muchedumbre; se abrió paso hasta el portal, y, al querer enfilar la<br />

escalera tropezó con un ataúd que bajaba en hombros... Ya lo adivinas,<br />

lector: encerraba el cadáver del poseedor del billete premiado.<br />

Después de cortos momentos de angustia cruel, don Donato se resolvió a<br />

penetrar, sin encomendarse a Dios ni al diablo, hasta el gabinete donde<br />

lloraba la viuda. Brutalmente -millones quitan escrúpulos- formuló la<br />

cuestión y reclamó el billete. Era de temer un desmayo: no lo hubo; la<br />

viuda, digna y tranquila, franqueó a don Donato el mueble donde el difunto


guardaba sus papeles de mayor interés. A la primera de cambio encontraron<br />

en el cajón central una cédula de letra del muerto, que decía así: «Día<br />

tantos..., he comprado para el señor don Donato Galíndez, droguero en<br />

Madrid, un billete entero de lotería, número tantos, que conservo en mi<br />

poder»... Y debajo: «Día tanto...: recibida letra importe billete, menos<br />

un décimo que reservo para mí...» Abrió tanto los ojos la viuda con lo del<br />

décimo, y desde aquel mismo instante se consagraron ella y don Donato,<br />

rivalizando en celo, a registrar la casa de abajo arriba; pero aún cuando<br />

gastaron tres días en pesquisas minuciosas, nada pudieron encontrar. El<br />

billete había desaparecido.<br />

Al cuarto día, don Donato, que tenía fiebre y estaba medio loco, iba a<br />

retirarse amenazando a la justicia, cuando la viuda, llamándole a un<br />

rincón y titubeando, le dijo quedamente:<br />

-¿Sabe usted que..., que pienso una cosa? Se me ha clavado aquí -y apoyaba<br />

el índice en el entrecejo.<br />

-¿Qué cosa, señora mía?<br />

-Que..., tal vez..., ese..., ese billete..., esté... Si; casi de fijo<br />

está...<br />

-¿Dónde, voto a mil pares?...<br />

-¡Está... enterrado..., con mi esposo!<br />

-¡Enterrado!<br />

-¡Enterrado! -exclamó don Donato a punto de que lo enterrasen también.<br />

¿Lo creerán ustedes? Si no lo creen, hacen mal. El terror a los muertos<br />

era tan profundo en don Donato, que si no le anima y envalentona la viuda,<br />

tal vez renuncia entonces a perseguir su billete.<br />

-No dude que está allí -insistía ella más resuelta cada vez-, porque<br />

«llevó puesta» su levita nueva, la de paño fino, y es la misma que usó<br />

tres o cuatro días antes de morir... Juraría que el billete va en el<br />

bolsillo. Como mi esposo falleció casi de repente...<br />

Azuzado por la valerosa señora, don Donato se enteró de las formalidades<br />

necesarias para hacer exhumar judicialmente un cadáver, y pareciéndole<br />

empresa erizada de dificultades y hasta de peligros, resolvió echar por la<br />

calle de en medio y sobornar al encargado de la custodia del cementerio<br />

para que abriese el nicho y el ataúd. Encuéntrase el cementerio de M***<br />

situado a orillas del mar, y la noche en que se realizó la lúgubre hazaña<br />

era de tormenta horrible; silbaba el viento entre los negros cipreses, y<br />

el sordo e imponente murmurio del Océano tenía los tonos de queja de<br />

maldición y de llanto; clamores sobrehumanos por los amenazadores y<br />

tristes, parecidos a un coro de voces de muertos. A don Donato le corría<br />

el sudor en frías gotas, desde el cráneo hasta la nuca; sus dientes<br />

castañeaban y sus piernas flaqueaban como si fuesen de algodón.<br />

Destapiaron el nicho; para sacar la caja tuvo el droguero que ayudar, pues<br />

pesaba bastante; y cuando se alzó la tapa de cinc, la primera bocanada de<br />

putrefacción, el hedor cadavérico dio, más que en las narices, en el alma<br />

a don Donato. La viuda, siempre animosa, le dijo al oído:<br />

-¡Ea!... registre usted; no vaya a creer, si registro yo, que le engaño.<br />

Acercó el sepulturero la linterna; don Donato, con esfuerzo sobrehumano,<br />

se inclinó sobre la caja; vio una cara espantosa, verde ya; unos ojos<br />

abiertos, vidriados y aterradores, una barba fosca, unos labios<br />

lívidos...; y solo cuando la viuda repitió con energía:


-Pero, ¡regístrele usted!<br />

Sólo entonces, lo repito, se dio cuenta de lo más horroroso... ¿Qué había<br />

de registrar? ¡El cadáver estaba desnudo! Cayó desplomado el droguero,<br />

mientras la viuda, con acento de desesperación, exclamaba:<br />

-¡Estúpida de mí! ¡Por qué no picaría yo a tijeretazos la ropa! ¡Cuando la<br />

ven entera se la llevan los muy ladrones!<br />

......................................................................<br />

Se dio el oportuno aviso a la policía; se registraron las casas de empeño<br />

y préstamos de toda España; mas no apareció el siniestro billete, y el<br />

premio se lo guardó la Hacienda, frotándose las manos (es una manera de<br />

decir). Probablemente, el ladrón de la levita arrojó al mar, sin<br />

examinarlos, los papeles que halló en los bolsillos, por temor a que le<br />

comprometiesen... Lo cierto es que don Donato, a su vez, cayó enfermo y<br />

murió consumido de hipocondría, enseñando los puños a una figura<br />

imaginaria, que debía de ser la descarada, la idiota de la suerte.<br />

«Revista Moderna», núm. 94, 1898.<br />

El guardapelo<br />

Aunque son raros los casos que pueden citarse de maridos enamorados que no<br />

trocarían a su mujer por ninguna otra de las infinitas que en el mundo<br />

existen, alguno se encuentra, como se encuentra en Asia la perfecta<br />

mandrágora y en Oceanía el pájaro lira o menurio. ¡Dichoso quien sorprende<br />

una de estas notables maravillas de la Naturaleza y tiene, al menos, la<br />

satisfacción de contemplarla!<br />

Del número de tan inestimables esposos fue Sergio Cañizares, unido a<br />

Matilde Arenas. Su ilusión de los primeros días no se parecía a esa<br />

efímera vegetación primaveral que agostan y secan los calores tempranos,<br />

sino al verdor constante de húmeda pradera, donde jamás faltan florecillas<br />

ni escasean perfumes. Cultivó su cariño Sergio partiendo de la<br />

inquebrantable convicción de que no había quien valiese lo que Matilde, y<br />

todos los encantos y atractivos de la mujer se cifraban en ella, formando<br />

incomparable conjunto. Matilde era para Sergio la más hermosa, la más<br />

distinguida, donosa, simpática, y también, por añadidura, la más honesta,<br />

firme y leal. Con esta persuasión él viviría completamente venturoso, a no<br />

existir en el cielo de su dicha -es ley inexorable- una nubecilla tamaño<br />

como una almendra que fue creciendo y creciendo, y ennegreciéndose, y<br />

amenazando cubrir y asombrar por completo aquella extensión azul, tan<br />

radiante, tan despejada a todas horas, ya reflejase las suaves claridades<br />

del amanecer, ya las rojas y flamígeras luminarias del ocaso.<br />

La diminuta nube que oscurecía el cielo de Sergio era un dije de oro, un<br />

minúsculo guardapelo que, pendiente de una cadenita ligera, llevaba<br />

constantemente al cuello Matilde. Ni un segundo lo soltaba; no se lo<br />

quitaba ni para bañarse, con exageración tal, que como un día se hubiese<br />

roto la cadena, cayendo al suelo le dijo, Matilde, pensando haberlo<br />

perdido, se puso frenética de susto y dolor; hasta que, encontrándolo,


manifestó exaltado júbilo.<br />

Desde el primer momento de intimidad conyugal, que permitió a Sergio ver<br />

brillar sobre el blanco raso del cutis de Matilde el punto de oro del<br />

guardapelo, aquel punto se le clavó en el alma, atrayendo sus ojos como si<br />

le hipnotizase. No llevaba Matilde cerca del corazón otra alhajilla ni<br />

escapulario, ni cruz, ni medalla, y Sergio, deseando arrojar de sí vagos<br />

temores, supuso buenamente que el guardapelo encerraría algún emblema<br />

religioso. Alzándolo como al descuido, preguntó:<br />

-¡Tienes aquí una Virgen?<br />

-No -respondió lacónicamente Matilde.<br />

-¿Algún santo de tu devoción?<br />

-Tampoco.<br />

-¡Ah! -murmuró el esposo. Y se mordió los labios. Hay en el amor verdadero<br />

un instinto de delicadeza y altivez que impone la discreción: cuanto más<br />

crece el ansia de «saber», mayor es la exigencia de que sea franco y<br />

sincero, y que lo sea espontáneamente, el ser querido; se desea deber la<br />

tranquilidad a una expansión de cariño y ternura, Sergio sintió que su<br />

dignidad amorosa no le permitía insistir en la pregunta, y fingió<br />

olvidarse de ella; pero le quedó la espina hincada muy adentro.<br />

Aparentó estar alegre, cuando realmente se encontraba abatido y<br />

melancólico, y apenas acertaba a pensar sino en el guardapelo de su<br />

esposa. ¿Que contenía? Hubiese dado la vida por salir de dudas... pero<br />

oyéndolo de boca de ella misma, de sus dulces labios, en uno de esos<br />

arranques leales y divinos en que los espíritus se besan, entrelazan y<br />

funden. Mas como Matilde, aunque siempre zalamera y halagadora, continuaba<br />

callándose lo del guardapelo, Sergio comprendió que se confundía su razón,<br />

que padecía mucho, y que, cuando tenía delante a su mujer, linda,<br />

adornaba, dispuesta a amantes expansiones, en vez de ver su codiciada<br />

hermosura, solo veía el siniestro punto de oro, el guardapelo fatal.<br />

Matilde notó por fin la preocupación de su marido, y con coquetería y<br />

mimos quiso arrancarle la confesión de sus causas. Un día, tanto apretó,<br />

que Sergio, vencido -el que ama, fácilmente se rinde-, reclinando la<br />

cabeza en el seno de su mujer, declaró que le atormentaba ignorar lo que<br />

contenía aquel tan estimado guardapelo.<br />

-¿Y era eso? -respondió Matilde sonriente-. ¡Válgame Dios! ¡Por que no lo<br />

dijiste más pronto! En este guardapelo..., hay un mechón de pelo de mi<br />

padre.<br />

La explicación parecía muy satisfactoria; y, sin embargo, Sergio, al<br />

oírla, sentía hondo estremecimiento allá en lo íntimo de su conciencia. No<br />

le había sonado bien la voz de Matilde; no encontraba en ella ese timbre<br />

claro, que es como el eco de la verdad. Por primera vez desde su boda tuvo<br />

un violento arranque, y señalando a la cadena, ordenó:<br />

-Abre ese guardapelo.<br />

Leve palidez se extendió por las mejillas de Matilde, pero obedeció;<br />

apretó el resorte, y Sergio divisó, tras su cristal, un mechón de pelo<br />

fino, de un rubio ceniza... En vez de echar los brazos al cuello de su<br />

mujer, que repetía: «¿Lo ves?», Sergio volvió a percibir otro golpe, otra<br />

fría puñalada... Retiróse lentamente, y aquel día los esposos no se<br />

hablaron. Matilde, quejándose de jaqueca se acostó a mediodía, y Sergio<br />

salió al campo a pasear.


Cavilaba, discurría. Su suegro, ya difunto, y a quien había conocido<br />

calvo, con cerquillo de pelos grises, ¿sería en su juventud tan rubio? La<br />

cosa era bastante difícil de averiguar. Probablemente nadie recordaba ese<br />

detalle, pues para nadie tenía importancia, sino para él. Sergio, en<br />

aquella hora de su vida. ¿Quién le diría la verdad? Los días siguientes,<br />

disimulando la inquietud, preguntó a troche y moche, frecuentó el trato de<br />

contemporáneos de su suegro, revisó retratos antiguos, fotografías, una<br />

miniatura... Nada logró sacar en limpio, más que noticias contradictorias.<br />

Por fin, recordó que hacía pocos meses Matilde le había interesado en una<br />

recomendación a favor de un quinto, nieto de cierta buena mujer que había<br />

sido niñera de su padre, y que vivía aún en una aldea cercana. Sergio,<br />

afanoso, ensilló el caballo y no paró hasta apearse ante la cabaña de la<br />

viejecita. Esta, que frisaba en los ochenta y tres años, estaba impedida,<br />

medio ciega y casi sorda. Costóle gran trabajo a Sergio hacer comprender a<br />

la anciana su extraña pregunta. ¿De qué color tenía el pelo su suegro,<br />

cuando era niño? Al fin, la vieja, meneando la cabeza decrépita, respondió<br />

en cascada voz, alzando el dedo índice:<br />

-¿El pelo? Lo tenía negrito, negrito como la endrina. ¡Ay! Era muy guapo.<br />

Sergio, que al pronto se quedó convertido en piedra, salió después<br />

corriendo como un loco. Matilde había mentido. ¡La condenaba aquel<br />

testimonio irrevocable! No podía ser recuerdo filial el mechón rubio.<br />

Una semana tardó Sergio en volver a su hogar. Anduvo errante, desatinado,<br />

y durante aquella semana puede decirse que recorrió el ciclo de vida del<br />

sentimiento y que agotó entera la copa de la duda y la desesperación,<br />

sufriendo la profunda miseria moral que acompaña a los celos. Los dos<br />

primeros días dio por seguro que Matilde era una gran culpable y decidió<br />

matarla. Los dos siguientes supuso que el mechón no recordaba sino algún<br />

inocente amorío de la adolescencia. Y al correr los tres últimos empezó a<br />

sonreírle una hipótesis que a cada paso se le figuraba más cuerda y<br />

razonable: la anciana, chocha ya se había equivocado, como se equivocan<br />

hasta en lo más patente otras dos centenarias temblonas, la historia y la<br />

tradición. Al séptimo día, en el alma de Sergio, el amor consiguió<br />

reconstruir su mundo ideal: la condenada vieja mentía, era una bellaca<br />

embustera y maliciosa; el padre de Matilde tenía el pelo rubio, muy rubio,<br />

en último caso, si aquel mechón fuese «una memoria»..., ¿qué importaba? No<br />

hay mujer que no conserve un guardapelo y lo lleve, si no al cuello, en el<br />

corazón, lo que es peor, ¡peor infinitamente!<br />

Y Sergio, dolorido, pero resignado y ferviente, volvió al lado de Matilde,<br />

acostumbrado ya al brillo siniestro del punto de oro.<br />

«El Imparcial», 17 julio 1898.<br />

La ventana cerrada<br />

-Si alguna febril curiosidad he padecido en mi vida -declaró Pepe Olivar,<br />

el original escritor que hizo ilustre el prosaico seudónimo de Aceituno-;


si me convencí prácticamente de que por la curiosidad se puede llegar a la<br />

pasión, fue debido al enigma de una ventana cerrada siempre, y detrás de<br />

la cual supuse que vivía, o más bien que moría, una mujer a quien no<br />

conseguí ver nunca... ¡Nunca!<br />

-Eso parece leyenda de antaño, cuento misterioso de la época romántica<br />

-exclamó uno de nosotros.<br />

-¿Y tú te figuras, incauto -repuso Aceituno sarcásticamente-, que ha<br />

inventado algo el Romanticismo? ¿Supones que no hubo románticos sino allá<br />

por los años del treinta al cuarenta? ¿Desconoces el romanticismo natural,<br />

que no se aprende? ¿Piensas que la imaginación puede sobrepujar a la<br />

realidad? Las infinitas combinaciones de los sucesos producen lo que ni<br />

aún entrevé la inspiración literaria. De esto he tenido en mi vida muchas<br />

pruebas; pero la historia de la ventana... ¡ah!, esa pertenece no al<br />

género espeluznante, sino a otro, poco lisonjero ciertamente para mí...<br />

Con todo, no careció de poesía: poesía fueron, y poesía de gran vibración,<br />

las violentas emociones que logró producirme.<br />

Supón que yo era muy muchacho: iba a cumplir los diecinueve, y desde C***<br />

acababa de trasladarme a Madrid para completar mis estudios en la Facultad<br />

de Medicina y despabilarme (así decía mi padre, que me tenía por un rapaz<br />

encogido y torpe). Es frecuente que los chicos, por exceso de<br />

sensibilidad, parezcan lerdos; así me pasaba a mí; andaba por el mundo<br />

como dormido, mientras en mi interior se representaban novelas, dramas y<br />

tragedias, siempre con el mismo protagonista, siempre con el mismo<br />

protagonista: el pobre estudiante de Medicina, que desde el balcón de una<br />

casa de huéspedes de las más baratas miraba pasar el torbellino de la<br />

corte, el descenso de los elegantes trenes hacia el paseo y los toros, el<br />

movimiento incesante, vertiginoso, de una de las grandes arterias<br />

madrileñas.<br />

Dominaba mi balcón del cuarto piso no sólo la ancha calle que sabéis, sino<br />

las estufas, dependencias y jardines de cierto magnífico palacio. Cuando<br />

el bullicio callejero me aburría; cuando, rendido de estudiar para<br />

prepararme a los exámenes o de tragar libros y almacenar conocimientos, o<br />

de darme un atracón de versos, soñaba con siestas en el campo y<br />

excursiones al través de las rientes campiñas galaicas reposaba fijando la<br />

vista en lo que familiarmente llamaba «mi jardín». Dada la penuria de<br />

vegetación del interior de Madrid, el tal jardín se me figuraba un oasis<br />

consolador de la estrechez de mi cuarto, del tiesto de albahaca tísica que<br />

cultivaba mi patrona, de la falta de dinero para salir al campo los<br />

domingos. Frondosos y crecidos eran los árboles que sombreaban la fachada<br />

del palacio; pero, en otoño, los de hoja caduca, al despojarse de su<br />

rozagante vestido verde, me descubrían, en el segundo piso, en el ángulo<br />

del edificio, muy distinta del pórtico por donde salían los carruajes, «la<br />

ventana»...<br />

Al pronto no extrañé que aquella ventana, alta y rasgada, fuese la sola<br />

que jamás se abría, la única que, protegida siempre por el abrigo de su<br />

tupido cortinaje de seda, permanecía velada como un santuario y cerrada<br />

como la reja de una prisión. Así que caí en la cuenta, lo único que me<br />

atraía del palacio espléndido era la ventana dichosa. Mi vista, que antes<br />

registraba afanosamente los dorados salones, las bien decoradas estancias,<br />

los gabinetes llenos de delicados chirimbolos, el lujo severo del comedor,


con sus bandejas de plata repujada, y sus flamencos tapices -cosas que<br />

daban idea de una vida superior, desconocida para mí-, ahora desdeñaba tal<br />

espectáculo, y «atraída por un imán más poderoso», como dice Hamlet, no se<br />

apartaba del ángulo del edificio, de la ventana nunca abierta.<br />

Con insinuantes preguntas a mi patrona, haciendo charlar a mis compañeros<br />

de hospedaje y café, que se jactaban de conocer a fondo la crónica<br />

madrileña, quise averiguar la biografía de los moradores del palacio. Si<br />

bien todos afirmaban saberla a ciencia cierta y con pelos y señales, al<br />

precisar solo obtuve datos truncados y hasta contradictorios, que me<br />

pusieron en mayor confusión.<br />

El dueño del palacio era un opulento magnate que había pasado larguísimas<br />

temporadas en el extranjero desempeñando altos puestos diplomáticos. Por<br />

su alejamiento de la Patria y por su carácter reservado y altanero, tenía<br />

en Madrid, escasos amigos y contadas relaciones, y era de los que ni se<br />

dejan ver ni quieren gente. Al tratarse de la familia del señorón,<br />

empezaban las opuestas versiones y las noticias novelescas. Según unos, el<br />

magnate estaba viudo de cierta bellísima inglesa, y tenía consigo a una<br />

hija no menos hermosa, único fruto de su enlace; según otros, la inglesa<br />

no había muerto y residía en el palacio secuestrada por los bárbaros celos<br />

del esposo... Gentes de imaginación volcánica aseguraban que la dama<br />

emparedada del palacio no era sino una odalisca robada en Constantinopla,<br />

y muchos la convertían en princesa circasiana venida de los países donde<br />

es más puro el tipo humano en la raza blanca, y donde la mujer, satisfecha<br />

con tener a su lado al señor y dueño, no aspira ni a sentir en las losas<br />

de la calle su diminuta babucha bordada de perlas... Estas suposiciones,<br />

me derramaron en las venas vitriolo y fuego. ¡Recuerdo que frisaba yo en<br />

los veinte años, y que no había amado aún! Noches enteras me pasé<br />

fantaseando la ventana cerrada que guardaba, a mi parecer, la clave de mi<br />

destino. Con el corazón palpitante espiaba la aparición de la mujer que<br />

alguna vez, fatalmente entreabriría el cortinaje y pagaría mis miradas con<br />

una sola, resumen de la dicha... No me cabía duda; la primera ojeada de la<br />

cautiva sería chispa de rayo, premio de mi insensata y romancesca<br />

devoción... Me procuré unos gemelos marinos para mejor escrutar el arcano<br />

de la ventana. Conté las mallas del encaje del transparente, las bellotas<br />

de pasamanería del cortinaje doble, los arabescos del brocado... Cuando se<br />

encendían dentro las lámparas, yo veía pasar y repasar una sombra<br />

gallarda, esbelta, ya arrastrando flotante bata, ya ceñida por severo<br />

traje oscuro; sombra divina, cuerpo de mi ensueño loco... ¿Lo creerán o<br />

dirán que exagero? Hasta tal punto me sacaban de quicio la dama invisible<br />

y la ventana cerrada, que eran indiferentes a mi juventud fogosa todas las<br />

mujeres y se me hacía aborrecible la lectura como no encontrase en los<br />

libros alguna situación semejante a la mía...<br />

¡Los planes que forjé! ¡Los delirios que se me ocurrieron! ¿Por qué<br />

secuestraban a aquella mujer celestial? ¿Qué tirano, qué verdugo era el<br />

magnate? ¡Qué nombre daba a sus derechos? ¿Padre? ¿Marido? ¿Raptor y<br />

amante celoso? ¿Había yo de tolerar el crimen? ¿No podía el oscuro<br />

estudiante, el cero social, libertar a la prisionera? ¿Tanto costaba<br />

escalar la tapia, saltar la puerta, aprovechar descuidos de los<br />

servidores, deslizarse escalera arriba, aparecer de súbito en el cuarto de<br />

la hermosa, caer a sus pies y decir en voz conmovida: «Aquí me tienes; el


cielo te depara un redentor»?<br />

Sólo que del pensamiento al hecho... A pesar de mi fiebre amorosa y<br />

heroica, el aspecto señorial del palacio, la gravedad del portero de<br />

librea de gala, lo sólido del enverjado, los ladridos roncos del colosal<br />

dogo de Ulm, la saludable memoria del Código y también la certidumbre de<br />

mi bolsillo vacío (no hay cosa que así cohíba), hacía que mis propósitos<br />

se desvaneciesen como el humo. Y quiso la pícara casualidad que una mañana<br />

que me levanté muy resuelto, al mirar al jardín y al palacio, pensé que me<br />

daba un accidente... ¡La ventana, la ventana!, estaba abierta de par en<br />

par.<br />

Exhalé un grito, asesté los gemelos... La habitación, un elegante y muelle<br />

boudoir femenino, se encontraba vacía, desierta, solitaria... Recorrí las<br />

demás ventanas del palacio, todas abiertas, y en los salones ni alma<br />

viviente... El portero, ya sin librea, fumaba en el jardín; dos mozos<br />

retiraban plantas y jarrones a la estufa. Bajé mis cuatro pisos, crucé la<br />

calle, me llegué a la verja, tiré de la campana, pregunté... los señores,<br />

la víspera, se habían marchado a Berlín.<br />

-¿Y llegaste a averiguar, ¡oh insigne Aceituno!, quién era la dama<br />

secuestrada?<br />

Pepe Olivar sonrió con ironía y humorismo, no sin mezcla de tristeza y<br />

nostalgia, su sonrisa propia, la marca de su estilo.<br />

-Reíos también, ¡es muy chusco! Era la esposa del magnate una inglesa... y<br />

secuestrada, ya lo creo..., pero por su propia voluntad, único medio de<br />

que no rompa sus hierros una mujer. Esta padecía una enfermedad de la<br />

piel; una de esas afecciones tercas y repugnantes que desfiguran el<br />

rostro. De flor de Albión se había convertido en berenjena madura..., y<br />

como la prescripción era evitar la más leve corriente del aire, no salía<br />

del tocador... Por otra parte, no quería que la viese nadie con la cara<br />

echada a perder. Un doctor alemán restauró las rosas y la nieve de aquella<br />

faz, que yo adoré sin haberla visto.<br />

Infidelidad<br />

Con gran sorpresa oyó Isabel de boca de su amiga Claudia, mujer formal<br />

entre todas, y en quien la belleza sirve de realce a la virtud, como al<br />

azul esmalte el rico marco de oro, la confesión siguiente:<br />

-Aquí, donde me ves, he cometido una infidelidad crudelísima, y si hoy soy<br />

tan firme y perseverante en mis afectos, es precisamente porque me<br />

aleccionaron las tristes consecuencias de aquel capricho.<br />

-¡Capricho tú! -repitió Isabel atónita.<br />

-Yo, hija mía... Perfecto, sólo Dios. Y gracias cuando los errores nos


enseñan y nos depuran el alma.<br />

Con levadura de malignidad, pensó Isabel para su bata de encaje:<br />

«Te veo, pajarita... ¡Fíese usted de las moscas muertas! Buenas cosas<br />

habrás hecho a cencerros tapados... Si cuentas esta, es a fin de que<br />

creamos en tu conversión.»<br />

Y, despierta una empecatada curiosidad y una complacencia diabólica,<br />

volvióse la amiga todo oídos... Las primeras frases de Claudia fueron<br />

alarmantes.<br />

-Cuando sucedió estaba yo soltera todavía... La inocencia no siempre nos<br />

escuda contra los errores sentimentales. Una chiquilla de dieciséis años<br />

ignora el alcance de sus acciones; juega con fuego sobre barriles<br />

atestados de pólvora, y no es capaz de compasión, por lo mismo que no ha<br />

sufrido...<br />

La fisonomía de Claudia expresó, al decir así, tanta tristeza, que Isabel<br />

vio escrita en la hermosa cara la historia de las continuas y<br />

desvergonzadas traiciones que al esposo de su amiga achacaban con sobrado<br />

fundamento la voz pública. Y sin apiadarse, Isabel murmuró interiormente:<br />

«Prepara, sí, prepara la rebaja... Ya conocemos estas semiconfesiones con<br />

reservas mentales y excusas confitadas... El maridito se aprovecha; pero<br />

por lo visto has madrugado tú... Pues por mí, absolución sin penitencia,<br />

hija... ¡Y cómo sabe revestirse de contrición!»<br />

En efecto, Claudia, cabizbaja, entornaba los brillantes ojos, velados por<br />

una humareda oscura, profundamente melancólica.<br />

-Dieciséis años. Era mi edad..., y había un ser a quien entonces quería<br />

acaso más que a ninguno. Todos los momentos de que podía disponer los<br />

dedicaba a acariciarle, a hacerle demostraciones de ternura, que él pagaba<br />

con otras mil voces más apasionadas y alegres...<br />

-¡Claudia! -exclamó Isabel con pudibundo mohín.<br />

-Isabel... -repuso ésta-, tranquilizate, y que no te parezca cómica la<br />

revelación... ¡Si vieses qué lejos de mí está el tomar a broma este<br />

episodio! ¡Ojalá pudiese! El ser querido era un perro...<br />

-¡Ah! -gritó Isabel, que no pecaba de necia-. Debí figurármelo... Sólo un<br />

perro justifica el lirismo con que te expresabas... Sólo el corazón del<br />

perro encierra lealtad, sinceridad y nobleza bastante para satisfacer a<br />

una soñadora como tú...<br />

-Y ahí está la razón de mis remordimientos... -afirmó seriamente Claudia-.<br />

Si yo hubiese vendido a un ser capaz de venderme..., mi conciencia estaría<br />

casi tranquila. Habría arriesgado algo, me habría expuesto a<br />

represalias..., mientras que así...<br />

-Comprendo, comprendo -balbuceó Isabel, conmovida a pesar suyo.<br />

-A pesar del tiempo transcurrido, aún me persiguen los recuerdos de mi<br />

maldad... Los años nos hacen más blandos de corazón. La juventud ve<br />

delante de sí tantas esperanzas, que no quiere mirar al dolor ni apiadarse<br />

del daño que aturdidamente ocasiona... Mi error no tuvo disculpa, ni<br />

siquiera la del buen gusto. Ivanhoe, mi primer favorito, era un perrazo<br />

magnífico, un terranova de pelo ensortijado y negrísimo, como denso tapiz<br />

de astracán. De cabeza noble e inteligente, el mirar de sus grandes ojos<br />

de venturina destellaba una bondad ideal. ¡Decía un mundo de cosas! Cuando<br />

venía a descansar la cabezota en mi regazo y fijaba en mis pupilas las<br />

suyas magnéticas, yo leía en ellas la resolución de morir por mí, si fuera


preciso.<br />

La sombra de un peligro, la entrada de una persona desconocida, contraían<br />

con repentina ferocidad el hocico de Ivanhoe, que enseñaba sus blancos<br />

dientes amenazándolos, gruñendo sordamente. De día me seguía paso a paso;<br />

de noche dormía travesado en el umbral de mi puerta. Mi pureza no<br />

necesitaba otro guardián, y mis padres acostumbraban decir que con Ivanhoe<br />

iba yo más defendida que con tres criados.<br />

En esto sucedió que vino de París mi tía la de Bellver, y me trajo un<br />

regalo carísimo. Empezaban a ponerse de moda los grifones, y dentro del<br />

manguito me presentó uno, diminuto hasta la ridiculez y feo hasta la<br />

sublimidad: «una delicia», voz unánime de cuantos lo admiraron en la<br />

tertulia. Un matorral de pelo gris sucio se cruzaba y confundía en la cara<br />

del animalejo, escondiendo sus ojos desproporcionados, parecidos a enormes<br />

cuentas de azabache y descubriendo sólo la nariz, trufita húmeda<br />

reluciente y donosa hasta la caricatura. Clown -así se llamaba el bichejo-<br />

fue nuestro juguete, frágil, original y envidiado porque no se conocía<br />

otro en Madrid; y la miseria de mi vanidad me incitó a consagrar a Clown<br />

exclusivamente todos mis halagos, a no separarlo de mí, a adoptarle por<br />

favorito, olvidando enteramente a Ivanhoe. Es más: llegué a expulsar a<br />

Ivanhoe de mi presencia y de mi cuarto, porque asustaba al grifón, el<br />

cual, muy tembleque, como todos los perros chiquitines, se convertía en<br />

azogado al ver al colosal terranova. Me entregué sin reparo al nuevo<br />

cariño, y si no le encargué a Clown un trousseau lujosísimo de sedas,<br />

encajes y plumas (ya sabes que esto se hace hoy, como que existen modistas<br />

especiales y hasta figurines para perros), al menos me dediqué a lavarlo,<br />

peinarlo, perfumarlo y atusarlo, y le construí un collarín precioso de<br />

perlitas, sacrificando mi mejor brazalete para los pasadores de diamantes.<br />

Mis amigas rabiaban por no tener otro Clown. Yo lo sacaba en carruaje, en<br />

el manguito o en el rincón de mi chaqueta, entre el brazo y el seno; y al<br />

lucir tan gracioso dije viviente, al ostentarlo como una niña ostenta una<br />

muñeca más cara que todas, me pavoneaba y me hinchaba de orgullo, sin<br />

pensar ni un instante en el olvidado...<br />

El olvidado había procedido con la mayor dignidad, con la delicadeza más<br />

absoluta. Bastaríale mover una pataza para aplastar al rival intruso; pero<br />

se desdeñó hasta de ladrarle: tan mezquino enemigo no merecía los honores<br />

del ataque y de la protesta. Si se hubiese tratado de un perrazo..., ya<br />

Ivanhoe disputaría mi ternura a dentelladas. Ante aquel ser exiguo,<br />

Invanhoe comprendió que no le tocaba descender a ningún extremo celoso. Se<br />

abatió, encogió la cola, agachó la cabeza y, resignadamente, descendió a<br />

la cuadra, donde los cocheros se encargaron de cuidarlo.<br />

-Ese perro era «un caballero» -interrumpió Isabel.<br />

-Y yo..., «¡una infame!» -declaró amargamente Claudia-. Ivanhoe, solo,<br />

enfermo, abandonado entre gente grosera y estúpida... No me enteré sino<br />

cuando no había remedio... «Tiene la rabia mansa -me dijeron-, y aunque no<br />

hace daño ni muerde, habrá que pegarle un tiro».Sentí un golpe repentino<br />

en el corazón. Me escapé, me escurrí furtivamente hasta la cuadra, y me<br />

acerqué al montón de paja maloliente en que yacía tendido Ivanhoe. A mí<br />

voz entreabrió las pupilas y meneó débilmente la cola, como diciendo:<br />

«Gracias, soy tu amigo, soy aquel mismo, a pesar de todo...». Habían<br />

notado mi escapatoria y me arrancaron de allí deshecha en llanto, ahogada


por los sollozos, convulsa; me encerraron en mi habitación, y a la media<br />

hora oí en el patio dos detonaciones de arma de fuego...<br />

Claudia calló y apretó en silencio, enérgicamente, la mano de Isabel.<br />

Después de una pausa dijo sonriendo:<br />

-Ivanhoe me perdonó, porque en él no cabía otra cosa. ¡Quien no me ha<br />

perdonado ha sido el Destino..., el gran vengador! No me ha traído suerte<br />

la infidelidad... El que a hierro mata...<br />

«El Liberal», 6 marzo 1898.<br />

De vieja raza<br />

A cada salto de la carreta en los baches de las calles enlodadas y sucias,<br />

las sentencias a muerte se estremecían y cruzaban largas miradas de<br />

infinito terror. Sí, preciso es confesarlo: las infelices mujeres no<br />

querían que las degollasen. Aunque por entonces se ejercitaba una especie<br />

de gimnasia estoica y se aprendía a sonreír y hasta lucir el ingenio<br />

soltando agudezas frente a la guillotina, en esto, como en todo, las<br />

provincias se quedaban atrasadas de moda, y los que presentaban su cabeza<br />

al verdugo en aquella ciudad de Poitou no solían hacerlo con el elegante<br />

desdén de los de la «hornada» parisiense. Además, las víctimas hacinadas<br />

en la carreta no se contaban en el número de las viriles amazonas del<br />

ejército de Lescure, ni habían galopado trabuco en bandolera con las<br />

partidas del Gars y de Cathelineau. Señoras pacíficas sorprendidas en sus<br />

castillos hereditarios por la revolución y la guerra, briznas de paja<br />

arrebatadas por el torrente, no se daban cuenta exacta de por qué era<br />

preciso beber tan amargo cáliz. Ellas ¿qué habían hecho? Nacer en una<br />

clase social determinada. Ser aristócratas, como se decía entonces. Nada<br />

más. Los cuatro cuarteles de su escudo las empujaban al cadalso. No lo<br />

encontraban justo. No comprendían. Eran «sospechosas», al decir del<br />

tribunal; «malas patriotas». ¿Por qué? Ellas deseaban a su patria toda<br />

clase de bienes: jamás habían conspirado. No entendían de política. ¡Y<br />

dentro de un cuarto de hora...!<br />

Cinco mujeres iban en la carreta: dos hermanas solteronas, viejísimas, las<br />

que mayor resignación demostraban en el trance; una dama como de treinta<br />

años, esposa de un guerrillero, separada de él desde el mismo día de sus<br />

bodas, que no le había visto nunca más porque no podía sufrirle, y pagaba<br />

ahora el delito de llevar tal nombre; una viuda, la condesa de L'Hermine,<br />

y su hija Ivona, criatura de dieciocho años, de primaveral frescura y<br />

perfecta belleza. Bajo el gorrillo o cofia de blancos vuelos, el pelo<br />

suelto y rubio de la niña se escapaba formando aureola a la cara cubierta<br />

de mortal palidez, y en que las pupilas color de violeta y los cárdenos<br />

labios parecían toques de sombra sepulcral. Las manos, atadas atrás,<br />

temblaban, los dientes castañeteaban; doblábase desmayado el cuerpo.<br />

Sin embargo, desde la mitad del camino, que era largo por encontrarse la<br />

prisión en las afueras de la ciudad y en el centro de la plaza, Ivona de<br />

L'Hermine, enderezándose, demostró inquietud nerviosa, delatora de una


esperanza. Dos veces el oficial que mandaba la escolta de «azules» a<br />

caballo se había acercado a la carreta y murmurando al oído de Ivona<br />

algunas palabras, un cuchicheo. Tiñó el carmín las mejillas descoloridas<br />

de la doncella: no era el rubor de la modestia, ni el dulce sofoco de la<br />

pasión: no eran los sentimientos que en un alma joven despiertan las<br />

expresiones del amoroso rendimiento. Por más que el oficial fuese mozo y<br />

gallardo, Ivona no reparaba en su apuesta figura. Otra cosa encendía su<br />

rostro: la vida, la mágica vida, la vida que no había saboreado y que iba<br />

a perder. Al casi paralizado corazón acudían de nuevo la sangre, y los<br />

ojos de violeta recobraban su luz. ¡No morir!<br />

Instintivamente, desde que Ivona oyó la primera frase balbuceada por el<br />

oficial, trató de desviar el rostro, evitando el de su madre. Esta, en<br />

cambio, clavaba en Ivona los ojos, fijos, ardientes, interrogadores. Ya a<br />

la salida de la cárcel pudo notar la impresión producida en el oficial por<br />

la hermosura de Ivona. La condesa no tenía ideas políticas; no le<br />

importaba Luis XVII martirizado en el Temple; mal de su grado se veía<br />

envuelta por los sucesos; deber la vida a un republicano no le parecía<br />

humillante. Se la debería gustosísima, aceptaría la de su hija; pero... ¿y<br />

la honra?<br />

Por espacio de largos años, recluida en sus hacienda, lejos del mundo,<br />

sólo había atendido la condesa a educar a Ivona con máximas de honestidad<br />

y de recato, cultivándola entre blancuras de azucena, fortificándola por<br />

el ejemplo de la más casta viudez. La corrupción de la corte espantaba a<br />

la condesa, y hasta había momentos en que recordaba a Luis XV, justificaba<br />

la revolución y la consideraba castigo divino, merecido y necesario. La fe<br />

y el culto supersticioso de aquella mujer no eran la monarquía ni el<br />

antiguo régimen, sino la pureza, la religión del armiño que llevaba en su<br />

título nobiliario y en la empresa de su blasón. Y al observar cómo el<br />

oficial devoraba con la mirada a Ivona, al ver que deslizaba en su oído<br />

palabras que la reanimaban instantáneamente, pensó para sí: «Quiere<br />

salvarla. ¿A ella sola? ¿A qué precio?».<br />

Increíble parece que una idea triunfe del horror que nos domina, al ver<br />

abierta la negra boca del no ser, las fauces de la eternidad. La condesa,<br />

en tan decisivos momentos, olvidando el miedo, sólo pensaba en Ivona<br />

ultrajada, mancillada, llevada por el oficial a su pabellón como una<br />

mujerzuela, después de que la hubiese arrebatado al patíbulo. Y no cabía<br />

duda: la niña aceptaba el trato: quizá su inocencia ignorase las<br />

condiciones; pero lo admitía: era vivir, era evitar el amargo trance.<br />

Mientras la indignación hervía en el alma de la madre, la hija volvía la<br />

cabeza para buscar con sus ojos, antes amortiguados, resplandecientes<br />

ahora, suplicantes, agradecidos, al jefe de la escolta, que le dirigía una<br />

sonrisa tranquilizadora, de inteligencia... Y ya llegaban; todo iba a<br />

consumarse; la carreta empezaba a abrirse paso difícilmente por entre las<br />

oleadas de la multitud que llenaba la plaza, en cuyo centro, siniestra, y<br />

rígida silueta, se alzaba la guillotina, recogiendo un rayo de sol en su<br />

cuchilla de acero...<br />

Al detenerse la carreta, los soldados, atentos a una orden del oficial,<br />

hicieron bajar a la condesa y a Ivona. Quedaron las demás sentenciadas<br />

dentro, aguardando su turno: rezando las viejas, la esposa del guerrillero<br />

renegando de su suerte y pidiendo compasión. La condesa advirtió que la


llevaban a ella primero y que su hija quedaba como rezagada al pie de la<br />

escalera, medio perdida ya entre el gentío. El hielo del espanto, el<br />

estremecimiento que la vista del patíbulo había derramado en sus venas,<br />

provocando un sudor frío instantáneo, se convirtieron en una especie de<br />

furor silencioso, de desesperada vergüenza. Ya veía los dedos del oficial<br />

desordenando los rizos rubios de Ivona, y la imagen sensible, la<br />

representación de la afrenta era más cruel y más amarga que la del<br />

suplicio. «No lo conseguirán», decidió con resolución terrible. Acordóse<br />

de que por descuido o transigencia le habían dejado desatadas las manos.<br />

Como si quisiese confortarse el corazón, deslizó la mano por la abertura<br />

del su corpiño. Algo sacó oculto en el hueco de la mano. Y cuando el<br />

verdugo se acercó a sostenerla para que subiese los peldaños de la<br />

escalerilla, en rápida confidencia le dijo no se sabe qué, deslizándole en<br />

la diestra un puñado de oro. Se ignorará lo que dijo..., pero, por los<br />

resultados, se adivina.<br />

Sucedió una cosa que al pronto no acertaron a explicarse los que<br />

presenciaban la escena tristísima, y en aquellos tiempos ya casi<br />

indiferente a fuerza de ser habitual. Y fue que el verdugo, retrocediendo,<br />

cogió brutalmente a la señorita de L'Hermine por el talle, por donde pudo,<br />

y en un segundo la empujó a la escalera, y a empellones la subió a la<br />

plataforma. La condesa la ayudaba, se hacía atrás, impulsaba también a su<br />

hija y la arrojaba a los brazos del ejecutor de la ley. Hízose tan<br />

rápidamente la maniobra, y era tal el oleaje del pueblo, que rugía e<br />

insultaba, la confusión en que la escolta se había apelotonado, que cuando<br />

el oficial, atónito, se precipitó, quiso intervenir, Ivona caía en la<br />

báscula, y la media luna se deslizaba mordiendo la garganta torneada,<br />

contraída por el espasmo del terror supremo, que ni gritar permite...<br />

El verdugo agarró por los mechones largos y rubios la lívida cabeza de la<br />

niña, que destilaba sangre, y la presentó a los espectadores. Y la condesa<br />

de L'Hermine, al acercarse sin resistencia para recibir la misma muerte,<br />

pensaba con satisfacción heroica:<br />

«¡Gracias que pude esconder en el pecho las monedas!»'<br />

«Blanco y Negro», núm. 509, 1901.<br />

Benito de Palermo<br />

Preguntáronle sus amigos al marqués de Bahama -riquísimo criollo conocido<br />

por su fausto, sus derroches y su aristocrática manía de defender la<br />

esclavitud- porqué singular capricho llevaba a su lado en el coche y<br />

sentaba a su mesa a cierto negrazo horrible, de lanuda testa y morros<br />

bestiales, y por contera siempre ebrio, siempre exhalando tufaradas de<br />

aguardiente, que no lograban encubrir el característico olorcillo de la<br />

Raza de Cam.<br />

-Hay -le decían- negros graciosos, bien configurados, de dientes bonitos,<br />

de piel de ébano, de formas esculturales. Pero éste da grima. Más que<br />

negro es verde violeta; es una pesadilla.


Y el marqués, sonriendo, defendía a su negrazo con algunas frases de<br />

conmiseración indolente:<br />

-¡Probrecillo! ¡Qué diantre!... Yo soy así.<br />

Al cabo en una alegre cena donde se calentaron las cabezas, merced a que<br />

se bebió más champaña y más manzanilla y más licores de lo ordinario, y lo<br />

ordinario no era poco; viendo yo al marqués animado, decidor -en plata,<br />

algo chispo-, aproveché la ocasión de repetir la pregunta. ¿Por qué Benito<br />

de Palermo -así se llamaba el negrazo- gozaba de tan extraordinarias<br />

franquicias? Y el marqués, a quien le relucían los hermosos ojos negros,<br />

de pupila ancha, contestó sonriendo y señalando a Benito, que yacía bajo<br />

la mesa, completamente beodo:<br />

-Por borracho, cabal; por borracho.<br />

No logré que entonces se explicase más, Parecióme tan rara la causa de<br />

privanza de Benito como la privanza misma. De allí a dos días, paseando<br />

juntos, recordé al marqués su extraña contestación y él, arrojando el<br />

magnífico «recorte» que chupaba distraídamente, murmuró con entonación<br />

perezosa:<br />

-Bueno; pues ya que solté esa prenda, diré lo que falta... Ahora se sabrá<br />

cómo si no es por la borrachera de Benito estoy yo muerto hace años, y de<br />

la muerte más horrorosa y cruel.<br />

No ignora usted que me he educado en los Estados Unidos, y me aficioné a<br />

los viajes desde la niñez, porque allí el viajar se considera complemento<br />

de toda escogida educación. Antes de cumplir los veinticinco años había<br />

recorrido las principales ciudades de Francia, Inglaterra y Alemania;<br />

sabía cómo se vive en cada nación culta. En París, sobre todo, me había<br />

pasado inviernos enteros. Sin embargo, la monotonía de la civilización<br />

empezaba a causarme tedio, y me hurgaba el caprichillo de ver países menos<br />

cultos a la moderna. Dediqué unos meses a registrar la hermosa Italia,<br />

parando mucho en Roma y consagrando temporaditas a Florencia, Nápoles,<br />

Sicilia, Malta y Córcega. Y engolosinado ya -Italia siempre será un<br />

paraíso-, propúseme realizar al año siguiente otro delicioso viaje, el de<br />

Oriente: Grecia, Turquía y Palestina. Para venir a lo que importa de este<br />

cuento, lleguemos ya a Atenas, donde, por recomendaciones que llevaba,<br />

encontré excelente acogida en el cuerpo diplomático y en la corte, lo<br />

cual, y otra, cosa que añadiré contribuyó a que se prolongase mi estancia<br />

en la capital de Grecia bastante más de los que pensaba.<br />

Es el caso que en una fonda magnífica de Florencia había yo visto, por<br />

espacio de pocas horas, a una hermosísima inglesa, la cual grabó en mi<br />

espíritu una impresión que no habían conseguido borrar el tiempo ni la<br />

distancia. Era de esas mujeres que no se olvidan porque a la belleza<br />

plástica incomparable, reunía una gracia, una viveza y una originalidad<br />

excéntrica y picante, que empeñaban en perseguirla y adorarla. El vulgo<br />

cree que todas las inglesas son sosas; pero yo le aseguro a usted que la<br />

que sale donosa vale por diez. Eva... (suponga usted que se llamaba así)<br />

era viuda, y viajaba con una dama de compañía, sin rumbo fijo a donde le<br />

llevaba su imaginación artística y fogosa. En los cortos momentos que<br />

conseguí hablarle, volvióme loco. No me atrevía a galantearla<br />

abiertamente, y sólo con los ojos le revelé el efecto que en mí causaba.<br />

Debo advertir que no me hizo maldito caso, que me toreó, y en una vuelta<br />

que di me encontré con que había desaparecido, sin que me fuese posible


acertar con ella, por más que la busqué desalado al través de toda Italia.<br />

Calcule usted mi sorpresa y mi emoción, cuando en el primer sarao a que<br />

asisto en la embajada inglesa en Atenas, me encuentro a Eva radiante de<br />

hermosura, divinamente prendida y dispuesta a valsar. Excuso decir que<br />

inmediatamente me dediqué a cortejarla y a fuerza de atenciones logré<br />

algunas ligeras señales de complacencia, pequeños indicios de que no le<br />

era desagradable mi persona. Sin embargo, en los saraos sucesivos, y en<br />

todos los lugares donde yo procuraba encontrarme con Eva y acompañarla,<br />

noté cuán difícil era ganar terreno en aquel corazón caprichoso y rebelde.<br />

Eva me desesperaba con sus coqueterías y sus arrechuchos; nunca estaba yo<br />

seguro de llegar a vencerla; si me veía alegre me quería triste; y si yo<br />

decía negro, ella respondía blanco. Creo que este sistema me trastornaba<br />

más, y ya me encontraba a punto de darme a todos los demonios, cuando...<br />

-Pero -interrumpí- lo que no sale a relucir es Benito de Palermo; y<br />

confieso que Benito me importa más que la hermosa Eva.<br />

-Cachaza, ya llegaremos a Benito -respondió, sonriendo, el marqués-. Iba a<br />

decir que por entonces fue cuando parte de la colonia inglesa que se<br />

encontraba en Atenas dispuso organizar una excursión a caballo y en coche,<br />

con objeto de visitar la célebre llanura de Maratón.<br />

-¡Ah! -exclamé estremeciéndome involuntariamente-. ¡Ya sé, ya sé! ¡Con que<br />

lo tocó a usted ese chinazo! ¡Qué cosa tan horrible!<br />

-Veo que recuerda usted el episodio. ¿No es para olvidarlo, no! Toda la<br />

Prensa europea habló de eso detenidamente, publicando grabados, retratos y<br />

por menores, día por día. Pues sepa usted que la expedición se combinó en<br />

la embajada entre un rigodón y un vals de Strauss. La colonia acogió la<br />

idea con fruición y entusiasmo; las mujeres, sobre todo, estaban<br />

alborotadísimas. Pero yo, que había conversado largamente con palikaros,<br />

intérpretes y comerciantes judíos, recordé las noticias que me habían dado<br />

sobre una gavilla de bandoleros que infestaba las inmediaciones de Atenas,<br />

y cuyo número, arrojo y sanguinarias costumbres eran motivo suficiente<br />

para alarmarse y reflexionar. Emití un dictamen de prudencia, indicando<br />

que convendría, o llevar numerosa y bien armada escolta, o renunciar al<br />

proyecto. Y entonces adquirí la persuasión de que todos los ingleses<br />

tienen vena. Lord*** y los demás, que formaron parte de la fatal<br />

expedición, sonrieron desdeñosamente cuando les hablé de peligros; y a<br />

aquella sonrisa, que ya me encendió la sangre, correspondió Eva con<br />

algunas frases tan secas y burlonas, que me restallaron como latigazos<br />

sobre las mejillas. Vino a decir que el que no se sintiese con ánimos para<br />

arrostrar el riesgo haría mucho mejor en quedarse, pues las inglesas no<br />

quieren compañía sino de gente resuelta, capaz de no achicarse ante los<br />

bandidos, caso de haberlos, que eso estaba por ver. El que recuerde los<br />

veintiséis años que yo tenía y lo enamorado que andaba de Eva comprenderá<br />

que me propuse formar parte de la expedición, aunque supusiese que nos<br />

acechaban todos los salteadores del mundo. ¡Ir con Eva de viaje! ¡Galopar<br />

a su lado! ¡Qué felicidad! Y ella, al conocer mi propósito, giró como una<br />

veletita me sonrió, y estuvo conmigo insinuante, coqueta, hasta mimosa. La<br />

excursión quedó fijada para la mañana siguiente; al despuntar el día nos<br />

reuniríamos en un punto dado, fuera de las murallas de Atenas llevando<br />

cada cual o coche o caballo, provisiones y armas. De los guías se


encargaba Lord***.<br />

Aquí aparece Benito de Palermo; no se impaciente usted, que ya sale el<br />

figurón. Nacido en casa de mis padres, yo le llevaba conmigo como quien<br />

lleva un perro de lanas, porque la verdad es que no me servía para maldita<br />

la cosa, pues siempre ha sido torpón y desidioso. Escondiéndole la bebida,<br />

aún se lograba hacer carrera de él, pero en cuanto lo cataba, un cepo, una<br />

piedra. En Atenas a fuerza de prohibir yo en el hotel que le diesen a<br />

probar ni vino ni alcohólicos, íbamos saliendo del paso. Al regresar de la<br />

embajada, la víspera de la excursión, llamo al bueno de Benito, y le doy<br />

órdenes y las llaves, y le encargo repetidamente que al rayar el día tenga<br />

mi caballo ensillado y preparadas mis armas, y me despierte aunque sea a<br />

trompicones; hecho lo cual me adormezco pensando en Eva.<br />

Cuando abro los ojos, el sol entra a torrentes en mi cuarto. Despavorido,<br />

me echo de la cama y miro el reloj; marcaba las once. Grito como un<br />

insensato llamando a Benito. Benito no contesta. Salgo al cuarto del<br />

tocador, de allí al pasillo... y tropiezo con un bulto negro, una bestia<br />

que ronca...; es Benito, ¡Benito, más borracho que un pellejo! Comprendo<br />

instantáneamente... Dueño de mis llaves, había asaltado un armario donde<br />

yo guardaba, entre mis trastos, una cave a liqueurs, y a aquellas horas la<br />

cabalgata se encontraría cerca de Maratón, y yo sería para Eva el ser más<br />

despreciable y más ridículo.<br />

Desde que estaba en el viejo continente, no había empleado el bejuco.<br />

Cegué, y arremetiendo contra el negro, le di tal soba, que volvió en sí<br />

llorando y gimiendo que le asesinaban. Cuando me harté de pegarle, pensé<br />

en ensillar el caballo y reunirme a la comitiva... Pero era preciso buscar<br />

guía, pues de otro modo, ¿cómo orientarme en la planicie? Y antes de que<br />

el guía pareciese, ya se divulgaba por Atenas la noticia espantosa; los<br />

bandoleros habían copado la expedición, cogiendo prisioneros a los<br />

expedicionarios, después de una heroica resistencia y de herir gravemente<br />

a alguno; las mujeres habían sufrido peor suerte, escarnecidas a la vista<br />

de sus maridos y hermanos, que, atados de pies y manos, no las podían<br />

defender... Ya supone usted cuál me quedaría, no he sufrido nunca<br />

impresión más atroz.<br />

-Recuerdo el caso... Se llevaron a los ingleses, exigiendo un enorme<br />

rescate y amenazando con atormentarlos mientras el rescate no llegara...<br />

Si no me equivoco a Lord*** le fueron mechando y cortando en pedacitos: no<br />

hay idea de martirio semejante...<br />

-¡Ea!, pues de eso me libré yo por estar Benito borracho perdido -afirmó<br />

el marqués, requiriendo la petaca-. Desde entonces le dejo beber lo que<br />

quiera... y el amo aquí es él.<br />

-Según eso, ¿habrá usted comprendido que un hombre de color no es un<br />

perro?<br />

-Claro que no. Los perros no se emborrachan nunca.<br />

-¿Y Eva? ¿Sufrió el destino de las otras? Estaría muy bien empleado.<br />

-¡Pues ahora caigo en que falta lo mejor! -exclamó el marqués-. Eva, por<br />

un antojito, porque no le gustaba su traje de amazona, también se había<br />

quedado en Atenas... ¡y si Benito me despierta y acierto a ir con la<br />

expedición, no sólo pierdo la vida, sino los deliciosos ratos que debí a<br />

Eva después..., cuando ya se ablandó su corazón intrépido!<br />

«El Imparcial», 26 febrero, 1894, Arco Iris.


Ley natural<br />

Voy a escribir una historieta de amores. A pesar de la ciencia, de la<br />

economía política, de la política contra la economía, de los problemas<br />

militares, de las huelgas y las manifestaciones, el amor conserva aún su<br />

atractivo pueril, su gracia patética o sonriente. Es el amor todavía un<br />

angélico revoltoso, salado y dulce, y el aire de sus rizadas alitas,<br />

durante las abrasadas siestas del verano, refresca las sienes de mucha<br />

gente moza. Fáltale al amor actualidad, pero le sobra eternidad. Mi cuento<br />

demostrará por millonésima vez, que el dominio del amor se extiende a<br />

todas las criaturas y que, según a porfía repiten poetas y autores<br />

<strong>dramáticos</strong>, no hay para el amor desigualdades sociales.<br />

Llamábase mi heroína Muff, que en alemán quiere decir «manguito», y le<br />

pusieron tal nombre porque, en efecto, el fino pelaje que la revestía daba<br />

a su diminuto corpezuelo cierta semejanza con un manguito de rica piel<br />

gris. Dama hubo que se equivocó y echó mano a Muff, pero la dueña de la<br />

lindísima grifona intervino, exclamando:<br />

-Cuidado... que salgo perdiendo yo. No hay manguitos de ese precio.<br />

Verdad indiscutible, de las que se demuestran con cifras. Hasta dos mil<br />

francos puede costar un manguito si es de chinchilla de primera, y por<br />

Muff se pagaron al contado tres mil. Hoy las pieles han subido: me refiero<br />

a los precios de entonces. Todavía es preciso agregar al coste de Muff el<br />

importe de sus joyas; dos collares chien, de perlitas uno, otro de coral<br />

rosa con pasadores de diamantes, y un par de cascabeles de oro incrustado<br />

de rosas y zafiros, dije útil, pues revelaba con su tilinteo la presencia<br />

de Muff y la salvaba de morir aplastada de un pisotón. No omitamos tampoco<br />

en el presupuesto de Muff -nada ha que omitir, tratándose de presupuestos-<br />

el valor del elegante trousseau remitido de París, donde existen modistas<br />

y talleres especialmente dedicados a este ramo. Poseía Muff y lucía con<br />

frecuencia, según la estación, sus mantas acolchadas de terciopelo, raso y<br />

gro Pompadour, con bolsillito para el microscópico pañuelo perfumado de<br />

lilas blanc; sus botas de caucho o cabritilla, sus collarines de rizada<br />

pluma, y creo ocioso añadir que dormía en lecho de edredón con múltiples<br />

cojines bordados y blasonados.<br />

¡Ah! Si las riquezas, la ostentación, el lujo, la vanidad, bastasen a los<br />

corazones sensibles, ¡quién más feliz que Muff! Era su existencia la<br />

realización de un cuento de hadas. Habitaba un palacio lleno de<br />

preciosidades artísticas; tenía a su servicio una doncella, diligente,<br />

cuidadosa y mimosa, la Paquita, que, después de bañar a Muff en agua<br />

tibia, frotarla con jabón exquisito, enjuagarla con suave lienzo y<br />

peinarla, hasta esponjar sus plateadas sedas, le servía en cuencos de<br />

porcelana golosinas selectas y, terminada la refacción, frotaba los<br />

dientecillos de su ama con un cepillo empapado en elixir, a fin de que<br />

tuviese el aliento balsámico, y fresca la boca. Si Muff salía, iba en<br />

coche, por supuesto, enganchado para ella expresamente; llevábanla al


Retiro, y el lacayo, bajándola en el punto más solitario y de aire más<br />

puro la dejaba brincar y correr, hacer ejercicio higiénico, solazarse a su<br />

libertad. Tampoco faltaban a Muff satisfacciones de amor propio. Cuantos<br />

la veían, extasiábanse con la monada del manguito vivo y alababan el pelo<br />

argentado, los ojos negros, inmensos, medio velados por las revueltas<br />

sedas, el hociquito diminuto, semejante a un trufa, la jeta encantadora.<br />

Así y todo, entre tantos mimos y esplendores, andaba mustia la grifona, y<br />

a veces sus vastas pupilas expresaban nostálgica aspiración.<br />

Cuando Dios creó a los seres allá en las frondas tupidas del Edén,<br />

clavóles adentro, muy adentro, en lo íntimo y profundo de la voluntad, un<br />

aguijón, un estímulo, especie de alfiler que sin cesar punza y se hinca y<br />

no consiente minuto de sosiego. Reclinada en sus fofos almohadones de<br />

seda, o agasajada en brazos del lacayo, acariciada por Paquita, o<br />

correteando por las sendas enarenadas del Retiro, Muff sentía la punta<br />

aguzada hincarse más honda. «No eres feliz, pobre Muff, te falta la sal de<br />

la vida, la esencia del licor», sugería el alfiler por medio de tenaces<br />

picaduras reiteradas; y Muff, en lánguida postura, con el hocico ladeado y<br />

una patita péndula, suspiraba, y al anhelar de su pecho, el cascabel de<br />

oro del collar hacía misterioso «tilín». Un sagaz observador comprendería<br />

al punto lo que le dolía a Muff; pero no supieron entenderlo sus<br />

poseedores, o no quisieron, si se da crédito a versiones que parecen<br />

autorizadas. En consejo de familia fue sentenciada Muff a ignorar<br />

eternamente las alegrías amorosas y las sublimes, pero arduas, faenas de<br />

la maternidad. Objeto de lujo, primoroso bibelot, no debía estropearse. Y<br />

al notarla melancólica, decía la Paquita, presentando tentador plato de<br />

dorados bizcochos:<br />

-¡Anda, monina, tontina, no «pienses» en «eso»!<br />

Un atardecer, al bajarse Muff de su coche en las umbrías del Retiro, vio<br />

que se acercaba a ella, muy brincador y animado, feísimo perrucho. Era un<br />

ruin gozquejo callejero, de esos que por turno mendigan y muerden, que<br />

rebuscan ávidamente piltrafas entre la basura y perecen estrangulados a<br />

manos de laceros municipales. Al ver al chucho, con su zalea amarillenta y<br />

sucia, el primer movimiento de Muff fue un remilgito desdeñoso. Violo el<br />

lacayo y atizó al gozque soberano puntapié, que le hizo exhalar un alarido<br />

doliente. La compasión reemplazó al desdén, y Muff corrió hacia el<br />

lastimado, deseosa de consolarlo.<br />

Ya él volvía, sin miedo ni rencor, a rabisalsear en torno de Muff. Empezó<br />

el juego con amistosos ladridos, mordisquillos en chanza, hociqueos y<br />

otras manifestaciones expresivas e indiscretas de la cordialidad perruna.<br />

Los separaron, y Muff fue recogida a casa; pero al siguiente día, apenas<br />

descendió del coche, halló de nuevo al gozquecillo, alegre, insinuante,<br />

porfiado como él solo. Quiso la maliciosa casualidad que también el lacayo<br />

guardián de Muff tuviese un encuentro, el de su paisana la niñera Lucía,<br />

muchacha rubia de buen palmito. Mientras los dos paisanos pegaban la<br />

hebra, la aristocrática grifona y el can plebeyo se entendían gustosos.<br />

Quizá la sentimental perita confesó sus aspiraciones románticas y el vacío<br />

de su dorada esclavitud; acaso el pobrete apasionado de aquella beldad de<br />

alto coturno refirió sus luchas por la existencia, sus días de inanición,<br />

la vagancia, los palos recibidos, el poema de una miseria sufrida con<br />

estoico desprecio. Lo cierto es que, insensiblemente, aprovechando la


distracción de su custodio, Muff se apartó del coche, y, guiada por el<br />

perrucho, perdióse entre las alamedas y macizos de árboles, en dirección a<br />

la salida del Retiro, hacia Atocha. ¡El seductor iba delante, enseñando el<br />

camino; Muff le seguía, intrépida, sin volver, el hocico atrás; y al<br />

rápido trotecillo de sus menudas patitas, tilinteaba suavemente, en ritmo<br />

musical, con una especie de emoción, el áureo cascabel, al cual enviaba<br />

corrientes de electricidad el corazón venturoso!<br />

Todos los periódicos anuncian la pérdida de Muff. La gratificación<br />

ofrecida es cuantiosa. Muff, sin embargo, no aparece. ¿Qué ha sido del<br />

manguito viviente, del rebujo de argentadas sedas, entre las cuales lucen<br />

las negrísimas pupilas enormes? ¿Que hicieron de Muff la vida nómada, el<br />

abandono, la necesidad? ¿La robó un aficionado y no quiere restituirla?<br />

¿Yace en la alcantarilla tiesa, helada, despojada de su collar y su<br />

cascabel de oro y piedras? ¿O, aceptando su humilde destino, ha dejado<br />

voluntariamente las galas de la riqueza, y, tiritando, acompaña a su<br />

esposo, ronda con él al amanecer y hoza en los montones de estiércol para<br />

engañar el hambre, el hambre, enemigo del amor, severo juez que,<br />

inflexible, lo castiga, verdugo que lo mata?<br />

«El Imparcial», 7 agosto 1899.<br />

El comadrón<br />

Era la noche más espantosa de todo el invierno. Silbaba el viento<br />

huracanado, tronchando el seco ramaje; desatábase la lluvia, y el granizo<br />

bombardeaba los vidrios. Así es que el comadrón, hundiéndose con delicia<br />

en la mullida cama, dijo confidencialmente a su esposa:<br />

-Hoy me dejarán en paz. Dormiré sosegado hasta las nueve. ¿A qué loca se<br />

le va a ocurrir dar a luz con este tiempo tan fatal?<br />

Desmintiendo los augurios del facultativo, hacia las cinco el viento<br />

amainó, se interrumpió el eterno «flac» de la lluvia, y un aura serena y<br />

dulce pareció entrar al través de los vidrios, con las primeras azuladas<br />

claridades del amanecer. Al mismo tiempo retumbaron en la puerta<br />

apresurados aldabonazos, los perros ladraron con frenesí, y el comadrón,<br />

refunfuñando se incorporó en el lecho aquel, tan caliente y tan fofo.<br />

¡Vamos, milagro que un día le permitiesen vivir tranquilo! Y de seguro el<br />

lance ocurriría en el campo, lejos; habría que pisar barro y marcar<br />

niebla... A ver, medidas de abrigo, botas fuertes... ¡Condenada especie<br />

humana, y qué manía de no acabarse, qué tenacidad en reproducirse!<br />

La criada, que subía anhelosa, dio las señas del cliente; un caballero<br />

respetable, muy embozado en capa oscura, chorreando agua y dando prisa.<br />

¡Sin duda el padre de la parturienta! La mujer del comadrón, alma<br />

compasiva murmuró frases de lástima, y apuró a su marido. Este despachó el<br />

café, frío como hielo, se arrolló el tapabocas, se enfundó en el<br />

impermeable, agarró la caja de los instrumentos y bajó gruñendo y<br />

tiritando. El cliente esperaba ya, montado en blanca yegua. Cabalgó el<br />

comadrón su jacucho y emprendieron la caminata.


Apenas el sol alumbró claramente, el comadrón miró al desconocido y quedó<br />

subyugado por su aspecto de majestad. Una frente ancha, unos ojos<br />

ardientes e imperiosos, una barba gris que ondeaba sobre el pecho, un aire<br />

indefinible de dignidad y tristeza, hacían imponente a aquel hombre. Con<br />

humildad involuntaria se decidió el comadrón a preguntar lo de costumbre:<br />

si la casa donde iban estaba próxima y si era primeriza la paciente. En<br />

pocas y bien medidas palabras respondió el desconocido que el castillo<br />

distaba mucho; que la mujer era primeriza, y el trance tan duro y difícil,<br />

que no creía posible salir de él. «Sólo nos importa la criatura», añadió<br />

con energía, como el que da una orden para que se obedezca sin réplica.<br />

Pero el comadrón, persona compasiva y piadosa, formó el propósito de<br />

salvar a la madre, y picó al rocín, deseoso de llegar más pronto.<br />

Anduvieron y anduvieron, patrullando las monturas en el barro pegajoso,<br />

cruzando bosques sin hoja, vadeando un río, salvando una montañita y no<br />

parando hasta un valle, donde los grisáceos torreones del castillo se<br />

destacaban con vigoroso y escueto dibujo. El comadrón, poseído de respeto<br />

inexplicable se apeó en el ancho patio de honor, y, guiado, por el<br />

desconocido, entró por una puertecilla lateral, directamente, a una cámara<br />

baja de la torre de Levante, donde, sobre una cama antigua, rica, yacía<br />

una bellísima mujer, descolorida e inmóvil. Al acercarse, observó el<br />

facultativo que aquella desdichada estaba muerta; y, sin conocerla se<br />

entristeció. ¡Es que era tan hermosa! Las hebras del pelo, tendido y<br />

ondeante, parecían marco dorado alrededor de una efigie de marfil; los<br />

labios color de violeta, flores marchitas; y los ojos entreabiertos y<br />

azules, dos piedras preciosas engastadas en el cerco de oro de las<br />

pestañas densas. La voz del desconocido resonó, firme y categórica:<br />

-No haga usted caso de ese cadáver. Es preciso salvar a la criatura.<br />

De mala gana se determinó el comadrón a cumplir los deberes de su oficio.<br />

Le parecía un crimen, aunque fuese con buen fin, lacerar aquel divino<br />

cuerpo. Obedeció, no obstante, porque el desconocido repetía con acento<br />

persuasivo, y terrible, tuteando al médico:<br />

-No la respetes por hermosa. Está muerta, y nada muerto es hermoso sino en<br />

apariencia y por breves instantes. La realidad ahí es descomposición y<br />

sepulcro. ¡Nunca veneres lo que ha muerto! ¡Inclínate ante la vida!<br />

Y de pronto, en el instante mismo en que el facultativo se disponía a<br />

emplear el acero, el extraño cliente le cogió la mano, susurrándole al<br />

oído:<br />

-¡Cuidado! Conviene que sepas lo que haces. Ese seno que vas a abrir<br />

encierra no un ser humano, no una criatura, sino «una verdad». Fíjate<br />

bien. Te lo advierto. ¿Sabes lo que es «una verdad»? Una fiera suelta que<br />

puede acabar con nosotros, y acaso con el mundo. ¿Te atreves, ¡oh comadrón<br />

heroico!, a sacar a luz «una verdad»?<br />

-El comadrón vaciló; el frío del instrumento que empuñaba se comunicaba a<br />

sus venas y a sus huesos. Castañeteaban sus dientes; temblaba de cobardía<br />

y de egoísmo. «¡Una verdad!» Ni hay tea que así incendie, ni rayo que así<br />

parta, ni torrente que así devaste, ni peste tan contagiosa. ¿Y quién le<br />

había de agradecer que cooperase al feliz nacimiento de una verdad? ¿Qué<br />

mayor delito para su mujer, sus amigos, su pueblo, su nación tal vez? ¿Qué<br />

crimen se paga tan caro? Quería arrojar el bisturí... Por último, la<br />

conciencia profesional triunfó. ¡El deber, el deber! No se podía dejar


morir al engendro. Y después de una faena angustiosa, realizada con seguro<br />

pulso y mano certera, presentó al desconocido una criatura extraña y<br />

repugnante, una especie de escuerzo, de trazas ridículas, negruzco, flaco,<br />

informe.<br />

-Este monigote no puede ser «una verdad» -exclamó, respirando a gusto, el<br />

facultativo.<br />

-Porque es «verdad» te parece fea al nacer -declaró el desconocido, que<br />

miraba con transporte a la criatura-. Cuando las verdades nacen,<br />

horrorizan a los que las contemplan. Hasta que las abrigamos en nuestro<br />

pecho; hasta que les damos el calor de nuestra vida y el jugo de nuestra<br />

sangre; hasta que afirmamos su belleza como si existiese; hasta que nos<br />

cuestan mucho, no son hermosas. Esta, ya lo ves, ha acabado con su<br />

madre... ¡No se lleva impunemente en las entrañas una verdad! Y ahora la<br />

verdad queda huérfana; queda abandonada. Yo no he de ampararla.<br />

Obligaciones estrechas me llaman a otra parte. Soy el que anuncia, no el<br />

que protege y salva. ¿Quieres tú encargarte de la recién nacida? ¿Tienes<br />

valor? ¿Eres digno de proteger a la verdad?<br />

Cuando así le interpelan, no hay hombre que no guste de fanfarronear un<br />

poco. En el alma se despierta la viril arrogancia, y responde al<br />

llamamiento como el corcel de batalla al toque penetrante del clarín. Hace<br />

la vanidad oficio de resolución, y por un instante es sincero el deseo de<br />

la gloriosa batalla y el ansia del sacrificio. El comadrón tendió los<br />

brazos, recibió en ellos al raquítico ser, y declaró gallardamente:<br />

-Ya tiene padre.<br />

El desconocido le echó una ojeada especial, seria, escrutadora, hondísima;<br />

ojeada de abismo abierto. ¿Reconvención o alabanza? ¿Duda o fe? Nunca se<br />

supo. Lo cierto es que el comadrón envolvió en paños blancos a la recién<br />

nacida; que comió pan y bebió vino, para reconfortarse; que ensilló otra<br />

vez su rocín, y con la criatura en brazos y tapada y agasajada, emprendió<br />

la vuelta.<br />

Declinaba la tarde; los rayos oblicuos del sol eran como miradas de<br />

severos ojos, nublados por el desengaño y enrojecidos por la indignación<br />

secreta. Las aves callaban, las pocas aves que se ven en los últimos meses<br />

del invierno; pero no tardaría el mochuelo en exhalar su queja ronca,<br />

porque ya se acercaba la mala consejera: la noche.<br />

Y el comadrón, sin dejar de apurar a su montura, pensaba en la llegada.<br />

¡Presentarse así, llevando en brazos un crío! ¡Si al menos fuese un<br />

angelito, una monada, una manteca con hoyuelos, una peloncita rubia y<br />

sedosa, dispuesta a encresparse en sortijillas! ¡Pero aquel monstruo!<br />

Desvió los paños, contempló a la criatura... Ya no estaba amoratada.<br />

Respiraba bien. Parecía más fuerte y más grande. Entre sus labios lucían,<br />

¡qué asombro!, cuatro blancos dientes. ¡Qué robusta nacía la maldita! Y<br />

cual si quisiese demostrar el brio y el ansia vital con que salía al<br />

mundo, la recién nacida - buscó el dedo del comadrón y lo mordió. Después<br />

rompió a llorar, con llanto vehemente, ávido, que aturdía.<br />

El comadrón sintió impaciencia y enojo. ¿De qué manera acallaría el grito<br />

de la verdad, ese grito tan molesto, capaz de atraer a los malhechores?<br />

Tapar la boca... Primero apoyó la palma de la mano; después furioso,<br />

porque seguía el escándalo, envolvió la cabeza de la criatura en la vuelta<br />

del impermeable; y, por último, apretó, apretó, hasta que lentamente se


apagaron los quejidos... Cayó la noche; llegó el momento de vadear el río;<br />

y como la criatura, silenciosa ya, estorbaba en brazos, el comadrón<br />

desenvolvió el abrigo, cogió el cuerpo, lo balanceó y lo arrojó a la<br />

corriente.<br />

«El Imparcial», 2 de abril 1900.<br />

El voto de Rosiña<br />

Si hay luchas electorales reñidas y encarnizadas, ninguna como la que<br />

presenció en el memorable año de 18... el distrito de Palizás (no se<br />

busque en ningún mapa). Digo que la presenció, y digo mal, porque, en<br />

efecto, la representó a lo vivo, y aún, con mayor exactitud, la padeció,<br />

sangró de ella por todas las venas. Cuando obtuvo la victoria el candidato<br />

ministerial, hecho trizas quedó el distrito. Piérdese la cuenta de los<br />

atropellos, desafueros, barrabasadas, iniquidades y trapisondas que costó<br />

«sacar» al joven Sixto Dávila, protegido a capa y espada por el ministro,<br />

pero combatido a degüello por el señor don Francisco Javier Magnabreva,<br />

conspicuo personaje de la anterior situación.<br />

Sixto Dávila, muchacho simpático y ambiciosillo, había aceptado aquel<br />

distrito de batalla..., entre varias razones de peso, porque no le daban<br />

otro; y contando con su actividad y denuedo, impulsado por las brisas<br />

favorables que siempre soplan en la juventud -ya se sabe que no es amiga<br />

de viejos la señora Fortuna-, se propuso trabajar la elección, estar en<br />

todo y no perder ripio. A caballo desde las cinco de la mañana hasta las<br />

altas horas de la noche; ayunando al traspaso o comiendo lo que saltaba;<br />

descabezando una siesta cuando podía; afrentando con su intacto capital de<br />

salud y vigor los reumatismos y la apoltronada pachorra de su<br />

contrincante, Sixto incubó su acta hasta sacarla del cascarón vivita y en<br />

regular estado de limpieza.<br />

No fueron únicamente energías físicas las que derrochó el mozo candidato.<br />

También hizo despilfarros oportunos de frases amables, persuasivas y<br />

discretas. Con un instinto y una habilidad que presagiaban brillante<br />

porvenir, Sixto Dávila supo decir a cada cual lo que más podía gustarle, y<br />

se captó amigos gastando esa moneda que el aire acuña: la palabra.<br />

Aunque la gente de Palizás es suspicaz y ladina y no se deja engatusar<br />

fácilmente, la labia de Sixto dio frutos, especialmente al dirigirse a una<br />

mitad del género humano que no entiende de política y obedece a las<br />

impresiones del corazón. Sabía el candidato ministerial presentar a los<br />

electores las doradas perspectivas y los horizontes risueños del favor y<br />

la influencia; pero se excedía a sí mismo al hablar a las mujeres,<br />

halagando su amor propio. Hay quien opina que Sixto, al desplegar tales<br />

recursos, no hacía sino practicar una asignatura que tenía muy cursada, y<br />

es posible que así fuese, lo cual en nada amengua el mérito del muchacho.<br />

Como suele suceder a los grandes actores, que hasta sin querer están en<br />

escena, Sixto, durante su tournée electoral, solía gastar pólvora en<br />

salvas, regalando miel sólo por regalar, sin miras interesadas y egoístas.


Así, verbigracia, con Rosiña la tejedora. Era Rosiña una pobre huérfana;<br />

no pudiendo cultivar la tierra por falta de hombres en su casa, y reducida<br />

a sacar a pastar una vaca por las lindes, se ganaba la vida con un telar<br />

primitivo y rudo, teniendo el lino que ella misma tascaba y hasta hilaba<br />

pacientemente a la luz del candil en invierno. ¿Qué necesitaba Rosiña para<br />

subsistir? Un mendrugo de borona, un pote de coles, una manzana verde, una<br />

sardina salada, una taza de leche «presa»... Dios, que viste a los lirios<br />

del campo, más holgazanes que Rosiña, pues nos consta que no hilan ni<br />

tejen, había adornado a la humilde «tecelana» con una primavera en las<br />

mejillas y un apretado haz de rayos de sol en la trenza doble que colgaba<br />

hasta sus caderas, y al pasar Sixto por delante de la choza y oír el<br />

runrún... del telar activo, y divisar a la laboriosa muchacha -aunque<br />

sabía perfectamente que no tenía padre, hermano, ni novio que pudiesen<br />

votarle-, se detuvo, se bajó del jaco, pidió agua «de la ferrada» o leche<br />

«de la vaquiña», bebió, alabó, agradeció y sostuvo con Rosa una plática<br />

que sólo podrían narrar las ramas del cerezo que sombrea el arroyo más<br />

cercano.<br />

Ocurrió este pequeño episodio dos días antes de que cierto formidable<br />

cacique, al servicio y devoción del señor de Magnabreva, se decidiese,<br />

desesperado ya, a jugar el todo por el todo, a fin de salvar la elección<br />

comprometidísima y a dos dedos de perderse irremisiblemente. Lo apurado<br />

del caso le sugería un supremo recurso, que el desalmado vacilaba en<br />

emplear, porque hay remedios heroicos que pueden ser funestos, sobre todo<br />

cuando no se administran desde las alturas del Poder... Más que el<br />

inminente triunfo de Sixto tentó al cacique la ciega confianza del joven<br />

candidato «No quiero ser cunero antipático, diputado impuesto, sino<br />

popular y querido», decía Sixto, gozándose en aparecer donde menos se<br />

contaba con él, en sorprender a sus partidarios con iniciativas propias.<br />

Esto decidió al enemigo. El golpe se tramó en una tabernucha, cuyo dueño<br />

era de los contrarios de Sixto; la taberna se alzaba al borde de la<br />

carretera, no lejos de la choza de Rosiña. Habíanse reunido allí los más<br />

ternes, los capaces de hacer una hombrada dejándose encausar después,<br />

seguros de que mano próvida y que alcanzaba muy lejos les había de mullir<br />

colchón para que no les doliese el porrazo. Uno de los conspiradores,<br />

conocido por varias siniestras fechorías, era radical: quería «dejar seco»<br />

a Sixto Dávila; otro proponía un secuestro; pero el cacique, prudente y<br />

cauto, emitió distinto parecer; nada de navajazos, nada de armas de fuego,<br />

que hacen ruido y alarman; nada de escopetas, ni siquiera de garrotes.<br />

-Aquí lo que interesa es que se inutilice..., para la elección, vamos...<br />

para estos días; que no pueda menearse, porque... si sigue meneándose y<br />

apretando, ¡nos revienta! Tú, Gallo -ordenó al primero-, me vas a traer<br />

hoy un carreto de arena fina de la mar... ¡que así como así, te hace falta<br />

para echar a la heredad del trigo! Tú... -mandó al dueño de la taberna- le<br />

dices a la mujer que amañe unos sacos de lienzo bien hechitos y larguitos<br />

y fuertes... Él ha de pasar por aquí mañana al anochecer, para ir a Doas,<br />

a casa del cura... ¡Y cuidado, muchos golpes en la espalda... pero a modo,<br />

a modo, como quien no hace daño...!<br />

La mañana que siguió al conciliábulo, Rosiña fue llamada por la tabernera<br />

para que suministrase el lienzo, y cortase, y cogiese, y rellenase los<br />

sacos... Nadie desconfiaba de la rapaza, a quien la tabernera, además,


encargó el mayor sigilo. «Son para hacerle unos cariños a un galopín,<br />

mujer...» Por alusiones e indiscreciones, Rosiña adivinó quién sería el<br />

acariciado; y temblando lo mismo que una vara verde, empezó su faena. La<br />

mano no acertaba a manejar la aguja, los ojos se nublaban. Demasiado sabía<br />

ella los «cariños» que con los sacos de arena se hacen. El que los recibe<br />

no dura mucho, no... Al pronto sólo advierte gran postración, profundo<br />

decaimiento; queda molido, rendido, deseoso únicamente de extenderse en la<br />

cama pero sin dolor alguno, sin enfermedad; y pasan días, y no recobra el<br />

apetito, y palidece, y arroja sangre por la boca hasta que al fin... Y<br />

Rosiña veía al señorito guapo y llano y de palabreo tierno, que le había<br />

pedido agua de la «ferrada», tendido entre cuatro cirios, menos amarillos<br />

que su rostro...<br />

Al anochecer, como Sixto, al galope de su caballejo se aproximase a la<br />

taberna, el jaco pegó un respingo, y el jinete vio surgir de pronto una<br />

mujer que se agarró a la brida con fuerza. Reconoció a Rosiña, la<br />

tejedora..., y sus primeras frases fueron alegres galanterías. Pero la<br />

moza, balbuciente de terror, pidió atención, refirió una historia... Sixto<br />

-después de vacilar un instante- echó pie a tierra y con el caballo del<br />

diestro, emparejando con Rosiña, guiado por ella, callados los dos, tomó a<br />

campo traviesa en busca de un sendero oculto por los árboles. Para volver<br />

atrás era tarde, y seguir adelante, una temeridad insensata. Su vida<br />

peligraba, y con horrible peligro... «No tenga miedo, señorito, que en mi<br />

casa no le buscan», advirtió la moza, al disponerse a dar acomodo en el<br />

establo de su vaca a la montura del candidato.<br />

En efecto, nadie le buscó allí; a la mañana la Guardia Civil, avisada por<br />

Rosiña le recogió y escoltó hasta dejarle en salvo. Y Sixto Dávila venció<br />

en toda línea; pero no sospecha nadie en Gobernación ni en los pasillos<br />

del Congreso que el triunfo se debió al voto de Rosiña, la tejedora.<br />

«Blanco y Negro», núm. 449, 1899.<br />

Vivo retrato<br />

Los sentimientos más nobles pueden pecar por exceso; lo malo es que esta<br />

verdad a duras penas la aprende el corazón..., y la razón sirve de poco en<br />

conflictos de orden sentimental. Oíd un caso..., no tan raro como parece.<br />

Gonzalo de Acosta era modelo de hijos buenos, amantes, fanáticos. Huérfano<br />

de padre desde muy niño, se había criado en las faldas de su madre; ella<br />

le cuidó, le educó, le sacó al mundo; le formó, por decirlo así, a su<br />

imagen y semejanza. Entró en la vida Gonzalo dominado por una convicción<br />

arraigadísima: la de que todas las mujeres pueden ser débiles y falsas,<br />

salvo la que nos llevó en su seno. Lo que ayudaba a confirmar a Gonzalo en<br />

su idolatría filial era la aprobación, la simpatía de la gente. Por el<br />

hecho de respetar a su madre, el mundo le respetaba a él, y las niñas<br />

casaderas le ponían azucarado gesto, y las mamás le sonreían con más<br />

benevolencia. Cuando pasaba por la calle llevando a su madre del brazo,<br />

una atmósfera de aprobación y de consideración halagadora le acariciaba


suavemente.<br />

A la edad en que se asimilan los elementos de cultura y se forma el<br />

criterio propio, Gonzalo, a pesar de sus dudas sobre ciertas materias<br />

arduas, se mantuvo en buen terreno, confesando que lo hacía principalmente<br />

por no desconsolar y escandalizar a su santa madre. Con ella oía misa<br />

muchas veces; por ella llevaba al cuello un escapulario de los Dolores; y<br />

hasta cuando ella no estaba presente, por ella hacía Gonzalo, sin<br />

analizarlas, mil graciosas y dulces niñerías.<br />

Frisaba ya Gonzalo en los veintiocho, y su madre comenzó a insinuarle que<br />

pensase en bodas. La casualidad le hizo conocer entonces a una señorita<br />

hermosa, discreta, bien educada, rica; un fénix que ni escogido con la<br />

mano. La misma madre de Gonzalo fue quien le obligó a observar las<br />

perfecciones de Casilda y le sugirió pretenderla. Casilda aceptó con<br />

franca alegría y expansión los obsequios de Gonzalo, y a los seis meses de<br />

conocerse los futuros, bendijo la iglesia su matrimonio.<br />

En una de esas largas y trascendentales conversaciones que se entretejen<br />

durante el primer cuarto de la luna de miel, y que tanto descubren los<br />

caracteres y los pensamientos. Gonzalo habló largamente de su madre y del<br />

puesto que ocupaba en sus afectos y en su existencia. Casilda escuchaba,<br />

primero sonriente, después reflexiva y grave. Impulsado por la plenitud<br />

del corazón, Gonzalo confesó que había pretendido a Casilda atendiendo a<br />

las indicaciones maternales, y que por eso mismo creía segura la dicha,<br />

puesto que en su madre no cabía error. Al oír esto relampaguearon los<br />

preciosos ojos de Casilda; y apartando el brazo con que rodeaba el cuello<br />

de su esposo, dijo firmemente estas o parecidas razones:<br />

-Has hecho mal en todo eso, Gonzalo; muy mal. No he de limitar el cariño<br />

que tu madre te inspira; pero creo que no te es lícito quererla más que a<br />

mí, y que en algo tan personal y tan íntimo como el lazo de unión entre<br />

esposos, la iniciativa no puede ser ajena, sino propia. A los padres no<br />

les escogemos; pero al que hemos de amar toda la vida, el dueño de nuestro<br />

albedrío, es un rey electivo, y somos responsables de la elección. Por lo<br />

que veo, tú no me elegiste. Para tu modo de entender el matrimonio,<br />

debiste buscar siquiera una niña apática, que se contentase con un amor<br />

reflejo de otro amor; yo soy una mujer que sabe amar y exige el pago; que<br />

quiere ser honrada y aspira a encontrar en su esposo toda la felicidad a<br />

que tiene derecho. Lo absurdo de tu modo de sentir engendra en mí otro<br />

absurdo semejante, y es que de hoy más sentiré celos de tu madre, celos<br />

del alma..., y ya no viviremos en paz nunca; lo conozco, porque me<br />

conozco.<br />

Gonzalo, aunque sorprendido, no dio gran importancia a las expansiones de<br />

su mujer. Con halagos y ternezas probó a calmarla, y se creyó victorioso<br />

así que reconquistó el brazo de Casilda, aquel que se había desviado de su<br />

cuello. Pero un brazo no es un alma.<br />

Desde el instante funesto, la luna de miel tuvo velo de nubes. No tardó en<br />

ver Gonzalo que Casilda buscaba las distracciones, la sociedad y el<br />

bullicio, como si quisiese aturdirse o explorase horizontes nuevos. Poco a<br />

poco, Gonzalo, en su pesimismo, comenzó a dudar, primero del cariño, y<br />

después, de la fidelidad de Casilda. Herido, ulcerado, rebosando<br />

humillación, fue a refugiarse en el único sitio donde creía poder<br />

desahogar sus penas: el seno de su madre. Y al abrazarla y al bañarle el


ostro de lágrimas ardientes, exclamaba el hijo: «No hay más mujer buena<br />

que tú, mamá. Debí no repartir mi amor; debí conservarlo para ti sola.<br />

Perdóname y vivamos como si nada hubiese sucedido». En efecto, aquel mismo<br />

día se separaron los esposos. Casilda se fue a vivir a París.<br />

De allí a un año o poco más recibió Gonzalo dos golpes terribles. Perdió a<br />

su madre... y supo que Casilda tenía una niña, nacida a los seis meses de<br />

la separación.<br />

Pasado el primer estupor, una claridad repentina iluminó su espíritu<br />

haciéndole ver todo de distinta manera que antes. La muerte de su madre,<br />

le enseñaba cómo el amor filial, con ser tan puro y tan sagrado, no puede,<br />

por su esencia misma, acompañarnos hasta el sepulcro, de suerte que la<br />

«compañera» es únicamente la esposa; y el nacimiento de aquella niña le<br />

decía a las claras que el amor es antorcha que las generaciones se<br />

transmiten de mano en mano, y el que nos dieron nuestras madres se lo<br />

restituimos a nuestros hijos después.<br />

Lo tremendo de la situación de Gonzalo consistía en que, a pesar de la<br />

agitación y la emoción profundísima que el nacimiento de la niña le<br />

causaba, su desconfianza mortal y las apariencias de última hora no le<br />

permitían creer que fuese realmente su sangre. Le enloquecía la idea de<br />

paternidad representada por aquella niña; pero faltábale la fe, primera<br />

virtud del padre, base de su felicidad inmensa. El silencio de Casilda, el<br />

tiempo que iba transcurriendo sin nuevas de París, ayudaron al<br />

convencimiento amargo y vergonzoso de Gonzalo. Solo, dolorido, misántropo,<br />

fue dejando correr su edad viril entre desabridas diversiones y<br />

trasnochadas aventuras.<br />

Hacía quince años que arrastraba vivir tan intolerable, cuando una noche,<br />

en el teatro de la Comedia, mirando por casualidad a un palco entresuelo,<br />

se creyó víctima de un error de los sentidos: tal vuelco dio su sangre,<br />

viendo a la muchacha encantadora que acababa de dejar los gemelos sobre el<br />

antepecho y se inclinaba para mirar hacia las butacas, sonriente. La<br />

muchacha era el retrato vivo, animado, de la madre de Gonzalo, tal cual la<br />

representaba precioso lienzo de Madrazo, con la frescura de la primera<br />

juventud. Si la figura se hubiese bajado del cuadro, no podía ser más<br />

asombrosa la semejanza, ayudaba por el parecido de la moda actual con la<br />

moda de 1830. Trémulo, espantado, al mismo tiempo que frenético de<br />

alegría, Gonzalo entrevió, en el asiento de respeto del palco, otra cabeza<br />

de mujer que conoció, a pesar del estrago del tiempo transcurrido: su<br />

esposa Casilda. Y la conciencia de que aquella jovencita era su hija del<br />

corazón, le inundó como una ola que lo arrebata todo: dudas, penas, el<br />

pasado entero.<br />

Habría que gastar muchas páginas en referir los pasos que dio Gonzalo, la<br />

suma de actividad que desplegó, para conseguir que le fuese permitido<br />

vivir cerca de la hija revelada y adorada en un minuto, el minuto divino<br />

de verla.<br />

-¡Inútil esfuerzo, lucha estéril en que consumió sus últimas energías! Una<br />

carta decisiva, escrita por Casilda algunas horas antes de regresar a<br />

Francia, decía, sobre poco más o menos, lo siguiente: «Nuestra hija me<br />

quiere a mí como tú quisiste a tu madre. Si la separas de mí no lo<br />

resitirá. Es tarde para todo: resígnate, como yo me resigné en otra edad<br />

más difícil. Lo único que me dejaste es la niña: no la cedo».


Y Gonzalo, mordiendo de dolor el pañuelo con que enjugaba sus ojos,<br />

murmuró:<br />

-Es justo.<br />

«El Liberal», 23 octubre 1893.<br />

El décimo<br />

¿La historia de mi boda?<br />

Oiganla ustedes; no deja de ser rara.<br />

Una escuálida chiquilla de pelo greñoso, de raído mantón, fue la que me<br />

vendió el décimo de billete de lotería, a la puerta de un café a las altas<br />

horas de la noche. Le di de prima una enorme cantidad, un duro. ¡Con qué<br />

humilde y graciosa sonrisa recompensó mi largueza!<br />

-Se lleva usted la suerte, señorito -afirmó con la insinuante y clara<br />

pronunciación de las muchachas del pueblo de Madrid.<br />

-¿Estás segura? -le pregunté, en broma, mientras deslizaba el décimo en el<br />

bolsillo del gabán entretelado y subía la chalina de seda que me servía de<br />

tapabocas, a fin de preservarme de las pulmonías que auguraba el<br />

remusguillo barbero de diciembre.<br />

-¡Vaya si estoy segura! Como que el décimo ese se lo lleva usted por no<br />

tener yo cuartos, señorito. El número... ya lo mirará usted cuando<br />

salga... es el mil cuatrocientos veinte; los años que tengo, catorce, y<br />

los días del mes que tengo sobre los años, veinte justos. Ya ve si<br />

compraría yo todo el billete.<br />

-Pues, hija -respondí echándomelas de generoso, con la tranquilidad del<br />

jugador empedernido que sabe que no le ha caído jamás ni una aproximación,<br />

ni un mal reintegro-, no te apures: si el billete saca premio..., la mitad<br />

del décimo, para ti. Jugamos a medias.<br />

Una alegría loca se pintó en las demacradas facciones de la billetera, y<br />

con la fe más absoluta, agarrándome una manga, exclamó:<br />

-¡Señorito! Por su padre y por su madre, déme su nombre y las señas de su<br />

casa. Yo sé que de aquí a cuatro días cobramos.<br />

Un tanto arrepentido ya, le dije como me llamo y donde vivía; y diez<br />

minutos después, al subir a buen paso por la Puerta del Sol a la calle de<br />

la Montera, ni recordaba el incidente.<br />

Pasados cuatro días, estando en la cama, oí vocear «la lista grande».<br />

Despaché a mi criado a que la comprase, y cuando me la subió, mis ojos<br />

tropezaron inmediatamente con la cifra del premio gordo: creía soñar; no<br />

soñaba; allí decía realmente 1.420... mi décimo, la edad de la billetera,<br />

¡la suerte para ella y para mí! Eran muchos miles de duros lo que<br />

representaban aquellos benditos guarismos, y un deslumbramiento me asaltó<br />

al levantarme, mientras mis piernas flaqueaban y un sudor ligero enfriaba<br />

mis sienes. Hágame justicia el lector: no se me ocurrió renegar de mi<br />

ofrecimiento... La chiquilla me había traído la suerte, había sido mi<br />

«mascota»... Era una asociación en que yo sólo figuraba como socio<br />

industrial. Nada más Justo que partir las ganancias.


Al punto deseé sentir en los dedos el contacto del mágico papelito. Me<br />

acordaba bien: lo había guardado en el bolsillo exterior del gabán, por no<br />

desabrocharme, ¿Dónde estaba el gabán? ¡Ah!, allí colgado en la percha...<br />

A ver... Tienta de aquí, registra de acullá... Ni rastro del décimo.<br />

Llamo al criado con furia, y le preguntó si ha sacudido el gabán por la<br />

ventana... ¡Ya lo creo que lo ha sacudido y vareado! Pero no ha visto caer<br />

nada de los bolsillos; nada absolutamente... Le miró a la cara; su rostro<br />

expresa veracidad y honradez. En cinco años que hace que está a mi<br />

servicio no le he cogido jamás en ningún gatuperio chico ni grande... Me<br />

sonrojo lo que se me ocurre, las amenazas, las injurias, las barbaridades<br />

que suben a mis labios.<br />

Desesperado ya, enciendo una bujía, escudriño los rincones, desbarajo<br />

armarios, paso revista al cesto de los papeles viejos, interrogo a la<br />

canasta de la basura... Nada y nada; estoy solo con la fiebre de mis<br />

manos, las sequedad de mi amarga boca y la rabia de mi corazón.<br />

A la tarde, cuando ya me había tendido sobre la cama a fumar, para ver de<br />

ir tragando y dirigiendo la decepción horrible, suena un campanillazo vivo<br />

y fuerte, oigo en la puerta discusión, alboroto, protestas de alguien que<br />

se empeña en entrar, y al punto veo ante mí a la billetera, que se arroja<br />

en mis brazos, gritando con muchas lágrimas:<br />

-¡Señorito, señorito! ¿Lo ve usted? Hemos sacado el gordo.<br />

¡Infeliz de mí! Creía haber pasado lo peor del disgusto, y me faltaba este<br />

cruel y afrentoso trance: tener que decir, balbuciendo como un criminal,<br />

que se había extraviado el billete, que no lo encontraba en parte alguna y<br />

que, por consecuencia, nada tenía que esperar de mí la pobre muchacha en,<br />

cuyos ojos negros, ariscos, temí ver relampaguear la duda y la<br />

desconfianza más infamatoria...<br />

Pero la billetera alzándolos todavía húmedos me miró serenamente y dijo<br />

encogiéndose de hombros:<br />

-¡Vaya por la Virgen! Señorito... no nacimos ni usted ni yo pa<br />

millonarios.<br />

¿Cómo podía recompensar la confianza de aquella desinteresada criatura?<br />

¿Cómo indemnizarla de lo que le debía, sí, de lo que le debía? Mi<br />

remordimiento y la convicción de mi grave responsabilidad pesaba sobre mí<br />

de tal suerte, que la traje a casa, la amparé, la eduqué y por último me<br />

casé con ella.<br />

Lo más notable de esta historia es que he sido feliz.<br />

Arco Iris, 1896.<br />

La puñalada<br />

Mucho se hablaba en el barrio de la modistilla y el carpintero.<br />

Cada domingo se los veía salir juntos, tomar el tranvía, irse de paseo y<br />

volver tarde, de bracete, muy pegados, con ese paso ajustado y armonioso<br />

que sólo llevan los amantes.<br />

Formaban contraste vivo. Ella era una mujercita pequeña, de negros ojazos,


de cintura delgada, de turgente pecho; él, un mocetón sano y fuerte, de<br />

aborrascados rizos, de hercúleos puños -un bruto laborioso y apasionado-.<br />

De su buen jornal sacaba lo indispensable para las atenciones más<br />

precisas; el resto lo invertía en finezas para su Claudia. Aunque tosco y<br />

mal hablado, sabía discurrir cosas galantes, obsequios bonitos. Hoy un<br />

imperdible, mañana un ramo, al otro día un lazo y un pañuelo. Claudia,<br />

mujer hasta la punta del pelo, coqueta, vanidosa, se moría por regalos. En<br />

el obrador de su maestra los lucía, causando dentera a sus compañeritas,<br />

que rabiaban por «un novio» como Onofre.<br />

«Novio»... precisamente novio no se le podía llamar. Era difícil, no ya lo<br />

de las bendiciones sino hasta reunirse en una casa, una mesa y un lecho<br />

porque ¿y las madres? La de Onofre, vieja, impedida; además, un hermano<br />

chico, aprendiz, que no ganaba aún. Así y todo, Onofre se hubiese llevado<br />

a Claudia en triunfo a su hogar, si no es la madre de la modista,<br />

asistenta de oficio, más despabilada que un candil. Cuando en momentos de<br />

tierna expansión, Onofre insinuaba a Claudia algo de bodas..., o cosa para<br />

él equivalente, Claudia, respingando, contestaba de enojo y susto:<br />

-¿Estás bebido? Hijo, ¿y mi madre? ¿La suelto en el arroyo como a un<br />

perro? Con la triste peseta que ella se gana un día no y otro tampoco, ¿va<br />

a comer pan si yo le falto? Déjate de eso, vamos... ¡Que se te quite de la<br />

cabeza!<br />

No se le quitaba. Pasar con Claudia ratos de violenta felicidad, era<br />

bueno; pero cuánto mejor sería tenerla siempre consigo, a toda hora, sin<br />

tapujos..., sin que pudiese la madre cortales las comunicaciones, como<br />

había hecho ya en momentos de enfado. Además, teniendo a Claudia a su<br />

vera, públicamente suya, tal vez se le curasen los celos. Los padecía en<br />

accesos de furor que trataba de ocultar. Claudia era una gran chica, con<br />

su aire de señorita, su talle, que un dependiente de comercio había<br />

llamado de palmera... y él, él, tan basto, tan encallecido, ¡que ni firmar<br />

sabía! Verdad que tenía fuerza en los brazos y calor en el alma..., y<br />

coraje para matarse con cualquiera; eso sí... ¿Bastaba?<br />

Debía bastar, en ley de Dios; sino que ¡se ven tales cosas! Ya dos veces<br />

había observado Onofre un hecho extraño. Al rondar la casa de Claudia<br />

(aquella maldita casa tenía imán), veía en el portal a la madre, señá<br />

Dolores, secreteando con un caballero muy bien portado de gabán de pieles.<br />

¿Era figuración de Onofre? Al divisarle la vieja daba señales de inquietud<br />

y el señor se despedía atropelladamente. No importa, no se le despintaba;<br />

entre mil de su casta le conocería. Algo grueso, nariz de cotorra,<br />

patillas grises, ojos vivos... ¿Qué embuchado se traían? ¿Se trataba de<br />

Claudia? «Muy tonto soy -pensó Onofre-; pero, ¡Cristo!, el dedo en la boca<br />

no han de metérmelo».<br />

Esto ocurrió hacia Pascua florida. Después de un invierno riguroso y<br />

tristón, la primavera desentumecía los cuerpos; los árboles echaban hojas<br />

y flores a granel, el sol picaba y reía. El año anterior, ¡Onofre no lo<br />

olvidaba!, Claudia, al principiar el buen tiempo, había querido pasear<br />

todas las tardes, sin faltar una. Salían temprano, él del taller y ella<br />

del obrador, y se iban por ahí hasta las diez dadas. La convidaba a<br />

merendar, la hartaba de pájaros fritos y de fresilla. ¡Un despilfarro! Y<br />

este año apenas conseguía decidirla a vagabundear dos días por semana.<br />

Reacia andaba la chica. ¡Atención, Onofre!


-¿Quién te ha dado ese dije de oro? -preguntó de repente parándose en<br />

mitad de la calle, el carpintero a su compañera.<br />

-¿De oro? Si es de dublé... -murmuró ella, azorada.<br />

-A un hombre no se le miente, y si me vuelves a salir por dublé, te meto<br />

en casa de mi compadre el platero, y te abochorno la cara. ¡Oro con<br />

piedras! ¡Copones! ¿Se puede saber por qué has mentido?<br />

-Verás -balbució Claudia-. Es que... por si te enfadabas... Tenía<br />

ahorrados unos cuartos... Lo compré de lance...<br />

-¿Enfadarme yo? ¿Cuándo has visto que me mezcle en tus gastos hija? ¿Lo<br />

compraste? ¿Dónde? ¿A quién?<br />

-Me lo vendió la corredora, la Chivita... ¿No la conoces tú? Es una con<br />

pelos en la barba...<br />

Calló Onofre. Un relámpago de lucidez horrible acababa de cegarle.<br />

¡Aquello era otro embuste! ¡Una fila de embustes! ¿Con que la Chivita? Él<br />

la encontraría aquella misma noche...<br />

Pasaban por la plazuela de Santa Ana. Los árboles del jardín convidaban a<br />

descansar a su sombra, de poblados y de verdes que los tenía el abril.<br />

Risas de chiquillería, llamadas de niñeras se confundían con los trinos de<br />

los canarios y jilgueros «maestros» colgados en jaulas, a las puertas de<br />

las tiendas de pájaros y perros. Claudia se paró delante de una de estas<br />

tiendas; lo acostumbraba; le gustaban mucho los bichos. Hizo fiestas a un<br />

loro, a un gato de Angora, a un falderín, y se entretuvo más con las<br />

palomas. ¡Qué ricas! Las había moñudas, de cuello empavonado, de patas<br />

calzadas...<br />

-¡Ay! -exclamó-. ¡Esa tiene sangre!... Está herida.<br />

Era una paloma de la casta conocida por «de la puñalada». Sobre el buche,<br />

curvo y blanquísimo, un trozo rojo imitaba perfectamente la herida fresca.<br />

-Le habrá dado un corte su palomo -dijo gravemente Onofre-. También los<br />

palomos serán capaces de barbaridades si otros les festejan la hembra.<br />

Claudia apartó los ojos y se coloreó. El dicho de Onofre, sin tener nada<br />

de particular, le sonaba de un modo muy raro. ¡A saber si era la<br />

conciencia! No se tranquilizó, ni mucho menos, cuando Onofre insistió,<br />

poniéndose pesado, en regalarle aquella paloma de la cortadura. ¡Si no la<br />

podía cuidar; si no la podía mantener! Si apenas tenía tiempo de echar<br />

cordilla al gato! ¡Si faltaba jaula!<br />

-También compro la jaula. No te apures. Hermosa, yo no te podré ofrecer de<br />

lo que vende Ansorena... pero vamos, ¡que una pobre paloma! ¿Me vas a<br />

desairar? ¿No quieres nada mío?<br />

Hablaba en irritada voz. Claudia no se atrevió a negarse. Cargó Onofre con<br />

la jaula de mimbres y acompañó hasta su puerta a la muchacha. De allí,<br />

derecho, en busca de la corredora. La encontró luego; casualmente estaba<br />

en casa. Y sin duda el carpintero, en su interrogatorio, se clareó,<br />

descubrió lo que traía entre cejas..., porque la Chivita, avezada a tales<br />

indagatorias, imperturbable y con el tono más persuasivo contestó que sí,<br />

que ella había vendido a Claudia el dije.<br />

-¿Que día? -insistió Onofre, tozudo.<br />

-¡Ay hijo! ¡Pues no es usted poco curioso! Si una se fuese a acordar con<br />

tanto como vende...<br />

-¿Qué costó? ¿Tampoco lo sabe?


-¡Jesús! Aunque me pidiese declaración el señor juez... Veremos si me<br />

acuerdo mañana...<br />

Desde la escalera, volviéndose hacia la puerta mugrienta de la Chivita y<br />

cerrando los puños, el mocetón rugió entre dientes, con ira inmensa:<br />

-¡Condenada de al...! ¡Todos conchabados para mentirme!...<br />

De casa de la Chivita se fue Onofre a la taberna que encontró más a mano.<br />

Era sobrio; no le divertía achisparse. Sólo que hay casos en que un<br />

hombre... Pidió aguardiente: lo que emborrachase lo más pronto. Necesitaba<br />

convertirse en cepo, no pensar hasta el otro día. Y echó copa tras copa;<br />

por fin, se quedó amodorrado, con la cabeza caída sobre la sucia mesa de<br />

la tasca.<br />

A la mañana siguiente, a eso de las ocho, salía Claudia para ir como<br />

siempre, al obrador. Era la última vez; se despediría de la maestra, de<br />

las compañeras, de la labor, de los pinchazos en la yema del dedo. «Aquel<br />

señor» -el del dije, el de las grises patillas, las quería en su casa, a<br />

ella y a su madre, tratadas como reinas. La madre, ama de llaves...; la<br />

hija, ama... ¡de todo! Proposiciones así no se desechan. ¿Y Onofre?... En<br />

primer lugar, Onofre no sabía las señas del caballero. Hasta que las<br />

averiguase... Después... pasado tiempo... Onofre se resignaría. Así y<br />

todo, Claudia llevaba el corazón apretado. Miedo, miedo, un miedo<br />

invencible. Al entrar con la jaula de la paloma, señá Dolores había<br />

gritado alarmada: «Fuera con eso, mujer; si parece que tiene una puñalá de<br />

veras... ¡Vaya un regalo, la Virgen!» Y en sueños, revolviéndose en la<br />

estrecha cama, la puñalada sangrienta en el pecho blanco perseguía a<br />

Claudia. Le parecía que la herida estaba en su propio seno, y que la<br />

sangre, en hilos, manaba y empapaba lentamente las sábanas y el colchón.<br />

La pesadilla duró hasta el amanecer.<br />

Ahora iba aprisa. Recogería el jornal, la almohadilla, los avíos, y<br />

«¡abur, señora!» ¡Aire! A descansar, a comer bien, a vestir seda, en vez<br />

de coserla para otras mujeres menos guapas. Claudia corría, deseosa de<br />

llegar. En la esquina, distraídamente, tropezó, resbaló, quiso<br />

incorporarse. Una mano ruda la sujetó al suelo; una hoja de cuchillo<br />

brilló sobre sus ojos, y se le hundió, como en blanda pasta, en el busto,<br />

cerca del corazón. Y el asesino, estúpido, quieto, no segundó el golpe -ni<br />

era necesario-. La sangre se extendía, formando un charco alrededor de la<br />

cabeza lívida, inclinada hacia el borde de la acera; y Onofre, cruzado de<br />

brazos, aguardaba a que le prendiesen, mirando cómo del charco se<br />

extendían arroyillos rojos, coagulados rápidamente.<br />

«El Imparcial», 4 de marzo 1901.<br />

En el Santo<br />

-¡Menudo embeleco! -había exclamado, colérica, la Manuela cuando Lucas<br />

ordenó a Sidoro que se pusiese la chaqueta para bajar a la pradera de San<br />

Isidro.<br />

En cambio, Sidoro sintió palpitar de alegría su corazoncito de seis años,


encogido por la constante aspereza del trato feroz que le daba su<br />

madrastra... o lo que fuese: la Manuela, mujerona con que ahora vivía<br />

Lucas. En la infancia, decir novedad y cambio es decir esperanza ilimitada<br />

y hermosa. ¡Bajar al Santo! ¿Quién sabe lo que el Santo guardaba en sus<br />

manos benditas para los niños sin madre, para los niños apaleados y<br />

hambrientos?<br />

Loco de contento se incorporó Sidoro al grupo, si bien le agrió ya el<br />

primer gozo tener que cargar con un cestillo atestado de provisiones.<br />

Pesaba mucho, y Sidoro hubiese implorado que le aliviasen la carga, a no<br />

temer uno de los pellizcos de bruja, retorcidos y rabiosos, con que la<br />

Manuela le señalaba cardenal para medio mes. Suspirando, alzó el cestillo<br />

como pudo, y salieron calle de Toledo abajo, por entre olas de gentes, con<br />

un sol capaz de freír magras, un sol más canicular que primaveral.<br />

Tragando el polvo que soliviantaban ómnibus, carricoches y simones,<br />

pasaron el puente de Toledo y llegaron al cerro, donde hervía más compacta<br />

la alegre multitud. Lucas habló de entrar a rezarle al Santo; pero la<br />

Manuela, levantando de un puntillón a Sidoro, que había caído empujado por<br />

el remolino y agobiado por el peso, renegó de la idea y prefirió comprar<br />

torrados, avellanas y rosquillas, y buscar donde merendar. La sed les<br />

resecaba el gaznate, y Lucas, portador de la colmada bota, notando su<br />

grata turgencia entre el brazo y las costillas, aprobó la determinación.<br />

No fue fácil encontrar sitio conveniente a la sombra y cerca del río. Los<br />

rincones agradables andaban muy solicitados. Por fin, bastante tarde,<br />

descubrieron un ruin arbolillo, y se acomodaron al pie, forjándose la<br />

ilusión de que las ramas les abrigaban la cabeza. Sidoro, derrengado,<br />

soltó la cesta; Manuela fue sacando vituallas, y allí empezó el embaular y<br />

los besos a la del tinto. Lucas se acordó de echarle a su hijo un pedazo<br />

de tortilla y una hogaza, como quien echa un hueso a un cachorro;<br />

después... no pensaron más en la criatura; y como el vinazo y el hartazgo<br />

quitan la vergüenza, Lucas le tomó la cara a Manuela, allí mismo, sin<br />

pizca de reparo. Con torpes pies, por llevar tan calientes los cascos, la<br />

pareja rompió a andar hacia el cerro, donde era mayor el bullicio, y donde<br />

los tiovivos y los merenderos y barracones convidaban al jolgorio; el<br />

niño, al tratar de seguirlos, se halló detenido por un corro formado<br />

alrededor de un ciego coplero y guitarrista; y cuando quiso reunirse con<br />

su gente, incorporarse, encontróse solo entre la multitud, portador del<br />

cesto ya vacío y la bota floja y huera...<br />

Se echó a llorar. Duros y malos como eran, aquel hombre y aquella mujer le<br />

amparaban. Se sintió abandonado, náufrago en un mar muy crespo, muy<br />

profundo y tormentoso. El gentío pasaba sin hacer caso del chiquillo: éste<br />

le empujaba, el otro le desviaba con lástima, y una mano pronta y<br />

desconocida le arrebató la boina de la cabeza... Nadie le preguntaba la<br />

causa de su llanto; ¡para eso estaban! Entre el infernal bureo de la<br />

romería, cualquiera atiende al llanto de un rapaz. El tecleo de los pianos<br />

mecánicos, el rasguear de los guitarros, los cantares de los beodos, los<br />

pregones de las rosquilleras, los mil ruidos que exhalan una muchedumbre<br />

apiñada, harta, jaranera, procaz, en plena juerga al aire libre,<br />

exasperada por el olor a aceite rancio de las buñolerías y el vaho<br />

tabernario de las barracas-bodegones, ahogaban los sollozos del niño, como<br />

la viviente oleada de la multitud envolvía y absorbía y arrastraba


mecánicamente su cuerpo...<br />

Por instinto, Sidoro se dejó llevar. Andando, andando, podría encontrar<br />

tal vez a la pareja, o ¿quién sabe?, al Santo en persona. Pues si en la<br />

romería no se encontraba al Santo, ¿a qué venía toda aquella gente? Y el<br />

Santo sería muy bueno, que para eso era Santo, y por eso le rezaban y le<br />

retrataban en figuritas de barro, y por eso los ángeles le ayudaban a<br />

arar. ¿Dónde estaba el Santo? Sidoro recordaba que Lucas, antes de buscar<br />

sitio para la merienda, había hablado de ir a la ermita. ¿Qué sería la<br />

ermita? De seguro, un sitio en que recogen y consuelan a los niños<br />

abandonados...<br />

Mientras buscaba al glorioso labrador, Sidoro, a pesar suyo, miraba los<br />

puestos, los centenares de tinglados donde se exhiben y despachan los<br />

maravillosos pitos, que adornan rosetones de plata y florones de papel<br />

rojo, las efigies pintorreadas de esmeralda, cobalto y bermellón, las<br />

medallas y escapularios, la grosera loza, las figuritas de toreros y<br />

picadores, los monigotes con cabeza de ministros, los grupos de ratas, las<br />

caricaturas escatológicas, los jarros atestados de claveles de violento<br />

aroma, las hiladas de botijos bermejos y blancos, las apetitosas<br />

rosquillas, los puestos de avellaneros, con sus balanzas relucientes y sus<br />

sacos entreabiertos, rebosando, tentando a la mano del niño... Y aquella<br />

orgía de colorines fuertes y chillones, aquel vaivén incesante de la<br />

muchedumbre, aquellos sonidos discordantes, el sentirse impulsado,<br />

zarandeado, arrebatado como una paja por el torrente humano; la asfixiante<br />

atmósfera que respiraba, la desolación de su abandono, en vez de arrancar<br />

lágrimas a la criatura, secaron las que corrían de sus ojos y le<br />

produjeron una especie de embriaguez febril. Sin cuidarse de<br />

responsabilidades, abandonó la bota y el cestillo, y se dejó caer en<br />

tierra, a la puerta de un merendero donde bebían y cantaban canciones<br />

picantes, ininteligibles para Sidoro. Una moza, sofocada, sentada en el<br />

suelo, daba la teta a una criatura. Sidoro vio esta escena, el grupo<br />

siempre conmovedor y sagrado, y confusas reminiscencias, no de la memoria,<br />

sino de los sentidos y la sensibilidad, más concreta en la niñez, le<br />

recordaron que también a él le habían arrullado con palabras de azúcar y<br />

de delirio, las palabras inefables de la maternidad, y un rostro amado, un<br />

rostro que no podía olvidarse, surgió de entre la niebla del pasado...<br />

¡pasado tan corto y tan reciente! Y entonces, una de esas penas sin<br />

límites que sufren los niños, cayó sobre el alma del huérfano.<br />

En un instante, con el recuerdo del cariño y la ternura de su madre, a<br />

quien no había vuelto a ver nunca, Sidoro evocó las crueldades y desamor<br />

de la Manuela, y toda su carne tembló, pues no había en ella lugar donde<br />

las despiadadas uñas de la mujerona no hubiesen dejado rastro de<br />

tortura... Y la criatura, en su desconsuelo infinito, mientras la tarde<br />

caía y las luces de los puestos comenzaban a abrir su pupila de llama, se<br />

revolcó sobre el árido suelo, con muchas ganas de dormirse en un sueño<br />

largo, largo, largo, y despertarse al lado de su madre, o de San Isidro, o<br />

de alguien que tuviese entrañas para los pequeños y los débiles. A fuerza<br />

de aturdimiento, de cansancio, de calor, de susto, de tristeza, se quedó,<br />

efectivamente, dormido... Despertó porque le aporreaban y le tiraban del<br />

pelo a puñados. Era la Manuela, gritando enronquecida y furiosa.<br />

-A este maldito sí le encontramos...; pero ¿y la bota nueva, y mi


cestillo, y la servilleta, y el vaso que venían en él? ¡Condenao, verás en<br />

cuanto lleguemos a casa!<br />

Santos Bueno<br />

Hacía tiempo -muchos meses- que no le veía yo por ninguna parte: ni en la<br />

calle, ni en el Casino de la Amistad, ni en la Pecera, ni siquiera en la<br />

barriada nueva que se está construyendo. Porque Santos Bueno es de los que<br />

tienen afición a ver edificar y gustan de plantarse delante de los<br />

andamios con las manos a la espalda, diciendo sentenciosamente: «Estas sí<br />

que son vigas de recibo; no pandarán».<br />

Extrañando tan largo eclipse, temiendo que Santos Bueno estuviese enfermo<br />

de cuidado, resolví buscarle en su casa, donde le encontré entregado a sus<br />

habituales tareas, apacible y afable como de costumbre.<br />

-¿Qué es esto? ¿Se ha metido usted cartujo? ¿Es voto de clausura?<br />

-No, señor...; ¡no, señor! -respondió sonriendo Santos-. Si yo salgo y me<br />

paseo. No parece sino que vivo encerrado.<br />

-¿Que sale usted? Pues no le veo nunca.<br />

-Porque salgo un poco tarde..., a las horas en que no hay gente.<br />

-Esconderse se llama esa figura.<br />

Volvió Santos a sonreír con aquella su indescriptible expresión<br />

enigmática, y dijo tranquilamente:<br />

-Pues ha acertado usted. Hay ocasiones en que... se encuentra uno muy a<br />

gusto escondido.<br />

Adiviné que bajo la teoría de las ventajas del escondite se ocultaba<br />

alguna crisis dolorosa de la vida de Santos Bueno.<br />

Yo creía conocerle, y además sabía su historia y sus aspiraciones, como se<br />

saben en un pueblo pequeño las de cada hijo de vecino. Santos Bueno era un<br />

burgués modesto, sin grandes aspiraciones; ni pobre ni rico, poseía un<br />

capitalito, producto de la afortunada venta de unos bienes patrimoniales,<br />

lindantes con el prado de un indianete, que por tal circunstancia los<br />

había pagado a peso de oro.<br />

Con estos caudales, Santos proyectaba realizar un sueño ya muy antiguo:<br />

construirse en las afueras de la ciudad una casita que tuviese jardín y<br />

vivir en ella sin emociones, pero sin desazones, cultivando legumbres y<br />

rosas. Es de advertir que la casita con jardín es la bella ilusión de los<br />

marinedinos.<br />

No sé por qué se me vino a la imaginación que con aquellos dineros podrían<br />

relacionarse la actitud y el retraimiento de Santos, y movido de una<br />

curiosidad compasiva, le interrogué:<br />

-¿Y esa casita, ese chalet, cuándo lo empezamos? ¿Me convida usted a café<br />

en el jardín para el día de su santo del año que viene?<br />

Demudóse el rostro de Santos, y hasta se me figuró que en sus ojos<br />

temblaba el reflejo cristalino que indica que se humedecen...<br />

-Ya no hago la casita -murmuró con abatimiento.<br />

-¿Qué no la hace usted? ¿Cómo es eso? ¿Se ha jugado usted los capitales?


-Bien sabe usted que no me da por ahí...<br />

-¿Pues qué ocurre? ¿Ha pensado usted en otra inversión? ¿Ha emprendido<br />

algún negocio?<br />

-Si usted me promete no decir nada a nadie...<br />

-Pierda usted cuidado, don Santos. La tumba es una cotorra comparada<br />

conmigo.<br />

-Pues es el caso que..., que he... prestado... esa suma.<br />

-¿Prestado? ¿Al cien por cien mensual? ¿Con garantía? ¡Ah usurero!<br />

-Déjese de bromas, Garantía... Tengo la de la honradez de mi deudor.<br />

-¡Ay pobre don Santos! ¿Quién me lo ha engañado?<br />

-No, le advierto a usted que es persona que goza de excelente fama... Para<br />

ser franco: mi ánimo no era prestar, ni a ese ni a nadie. Me cogió<br />

desprevenido: no pude negarme; a él le constaba que tenía yo fondos. Vi un<br />

padre de familia en aprieto, en compromiso, en vergüenza..., me prometió<br />

amortizar cada mes... ¡En fin, que no tengo el corazón de bronce!<br />

-¿Conque prestamitos a padres de familia pobres, pero bribones? ¿Y qué<br />

tal? ¿Amortiza? ¿Amortiza?<br />

-Por ahora..., no.<br />

-¿Cuántos meses han pasado?<br />

-Seis..., es decir, hoy se cumplen siete...<br />

-Y usted, después de haber hecho esa obra benéfica y desinteresada, ¿por<br />

que se esconde? Eso si que quisiera saberlo.<br />

-Le diré... Son tonterías de mi carácter... ¡Rarezas...! Es que, hace<br />

algún tiempo, me encontré en la calle a mi deudor y le pedí..., vamos, con<br />

muy buenos modos..., que empezase a amortizar... lo que pudiese..., nada<br />

más que lo que pudiese... Y me contestó de una manera...; en fin, que me<br />

negó lo prometido, y casi, casi, me negó la deuda misma... Y desde<br />

entonces no salgo a la calle..., porque si me lo encuentro, me dará<br />

vergüenza y tendré que hacer como si no le viese. Sí, vergüenza... Porque<br />

es fea su acción, ¿verdad?<br />

Sustitución<br />

No hay nadie que no se haya visto en el caso de tener que dar, con suma<br />

precaución y en la forma que menos duela, una mala noticia. A mí me<br />

encomendaron por primera vez esta desagradable tarea cuando falleció<br />

repentinamente la viuda de Lasmarcas, única hermana de don Ambrosio<br />

Corchado.<br />

Yo no conocía a don Ambrosio; en cambio, era uno de los tres o cuatro<br />

amigos fieles del difunto Lasmarcas, y que visitaban con asiduidad a su<br />

viuda, recibiendo siempre acogida franca y cariñosa. Las noches de<br />

invierno nos servía de asilo la salita de la señora, donde ardía un<br />

brasero bien pasado, y las dobles cortinas y las recias maderas no dejaban<br />

penetrar ni corrientes de aire ni el ruido de la lluvia. Instalado cada<br />

cual en el asiento y en el rincón que prefería, charlábamos animadamente<br />

hasta la hora de un té modesto y fino, con galletas y bollos hechos en


casa, tal vez por razones de economía.<br />

Nos sabía a gloria el té casero, y concluíamos la velada satisfechos y en<br />

paz, porque la viuda de Lasmarcas era una mujer de excelente trato, ni<br />

encogida, ni entremetida, ni maliciosa en extremo, ni neciamente cándida,<br />

y en cuanto amiga, segura y leal como, ¡ojalá!, fuesen todos los hombres.<br />

Al saber que había aparecido muerta en su cama, fulminada por un derrame<br />

seroso, sentimos el frío penetrante del «más allá», el estremecimiento que<br />

causa una ráfaga de aire glacial que nos azota el rostro al entrar en un<br />

panteón. ¡Así nos vamos, así se desvanece en un soplo nuestra vida, al<br />

parecer tan activa y tan llena de planes, de esperanzas y de tenaces<br />

intereses! Precisamente la noche anterior habíamos ido de tertulia a casa<br />

de la señora de Lasmarcas; aún nos parecía verla ofreciéndonos un trozo de<br />

bizcochada, que alababa asegurando ser receta dada por las monjas de la<br />

Anunciación...<br />

Advertidos de la desgracia los amigos íntimos, se decidió que yo me<br />

encargaría de avisar al hermano de la difunta. Don Ambrosio Corchado no<br />

vivía en la misma ciudad que su hermana, sino a dos leguas, en una<br />

posesión de donde no salía jamás, y donde la viuda residía en la temporada<br />

de verano. Rico y poco sociable, don Ambrosio realizaba el tipo de<br />

solterón: no quería molestar al mundo, y menos toleraba que el mundo le<br />

molestase a él. A su manera, lo pasaba perfectamente, introduciendo<br />

mejoras en su finca, dirigiendo la labranza y cebando gallinas y cerdos.<br />

Es cuanto sabíamos de don Ambrosio. Para cumplir sin tardanza mi cometido,<br />

encargué un coche, y a los tres cuartos de hora lo tenía ante la puerta,<br />

con repique de cascabeles y traqueteo de ruedas chirriantes.<br />

Entré en el desvencijado vehículo y tomamos la dirección de la finca. Era<br />

preciosa la mañana, vibrante, alegre, llena de sol y luz, preludiando la<br />

primavera, que se acercaba ya. Reclinado en el fondo del birlocho, viendo<br />

desaparecer por la ventanilla el pintoresco paisaje, me entró, a pesar del<br />

buen tiempo y del aire puro y vivo, una dolorosa melancolía, una especie<br />

de aprensión y de timidez violenta.<br />

El corazón se me encogió, pensando en lo que debía participar a don<br />

Ambrosio, y en cómo empezaría a hacerle paladear el trago para que<br />

sintiese menos su amargor. Me representaba con eficacia lo dramático del<br />

momento. Don Ambrosio no tenía otra hermana, ni más familia en el mundo.<br />

La señora de Lasmarcas no dejaba hijos que pudiese recoger su hermano y<br />

que alegrasen su solitaria vejez. ¡Una hermana! El ser a quien acompañamos<br />

desde la cuna; con quien hemos jugado de niños; ser que lleva nuestra<br />

sangre; que ha compartido nuestros primeros inocentes goces, nuestros<br />

primeros berrinches; que ha sido nuestro confidente, nuestro encubridor,<br />

que vio nuestras travesuras y se emocionó con nuestros amoríos infantiles;<br />

la mamá pequeña, la amiga natural, la cómplice desinteresada, la<br />

defensora. El que no conoce otro afecto; el que de todos los suyos<br />

conserva una hermana, ¡qué sentirá al saber que la ha perdido! Sin duda<br />

alguna, lo que el árbol cuando le hincan el hacha en mitad del tronco,<br />

cuando lo hienden y parten. Además, ¡era tan súbita la muerte! Tal vez don<br />

Ambrosio se había forjado mil veces la ilusión de que su hermana, más<br />

joven que él, le cerraría los ojos.<br />

Estos pensamientos exaltaron mi imaginación, me causaron tan indefinible<br />

angustia, que al pararse el coche ante el portón de la finca llevaba yo


los ojos humedecidos de lágrimas. Dominé mi debilidad, salté a tierra, y<br />

al preguntar por don Ambrosio a un hombre que igualaba la arena del patio,<br />

soltó él de muy buena gana el escardillo y me guió, pasando por hermosos<br />

jardines adornados con fuentes y por un huerto de frutales, a una<br />

pradería, donde varios gañanes trabajaban en segar hierba y amontonarla en<br />

carros, bajo la inspección de un vejete de antiparras azules y sombrero de<br />

paja. Era don Ambrosio en persona.<br />

Me saludó con sorpresa, y al decirle que venía por un asunto de cierta<br />

importancia, mostró bastante amabilidad. Explicóme que el pradito aquel<br />

rendía todos los años más de treinta carros de hierba seca, que se vendía<br />

como pan bendito; y cediendo a la propensión de hablar sólo de lo que se<br />

roza con preocupaciones del orden práctico, añadió que temía que viniese a<br />

llover, y activaba la faena a fin de recoger la hierba en buenas<br />

condiciones. Después me señaló a una esquina del prado, que cruzaba un<br />

limpio riachuelo, y me preguntó si creía la fuerza del agua suficiente<br />

para hacer mover un molino harinero que pensaba instalar allí. Su cara<br />

arrugadilla y su cascada voz adquirían gravedad al enunciar estos<br />

propósitos. Yo, entre tanto buscaba sitio por donde herirle; pero dos o<br />

tres insinuaciones acerca de la mala salud de la viuda no arrancaron más<br />

que un distraído «vaya, vaya». Entonces resolví apretar y entré en<br />

materia: venía precisamente porque la señora, algo enferma desde ayer...<br />

-Sí, molestias del invierno, catarrillos -respondió maquinalmente.<br />

Me sublevó la salida, y solté las dos palabras «enfermedad grave»... Al<br />

través de los azules vidrios noté que parpadeaba el viejo.<br />

-¿Grave? Y el médico ¿qué dice?<br />

-No hubo tiempo de consultarle... -exclamé-. Ya ve usted, las cosas<br />

repentinas...<br />

-Pues que se consulte, que se consulte -repitió volviéndose para ver pasar<br />

un carro cargado a colmo-. ¡Eh -gritó dirigiéndose a los gañanes-, brutos,<br />

que se os cae la mitad de la hierba! ¡Sujetad bien la carga, por Cristo!<br />

-¿No le digo a usted -interrumpí alzando también la voz- que no dio lugar<br />

a consultar nada? Fue de pronto..., la...<br />

Se me atragantaba la palabra terrible; pero al fin la solté:<br />

-¡La... la muerte!<br />

Don Ambrosio hizo un movimiento hacia atrás. Sus vidrios azules<br />

centellearon al sol, Titubeando murmuró:<br />

-De manera... que... que...<br />

-Que ha fallecido su hermana de usted, sí, señor; esta mañana se la<br />

encontraron cadáver... en la cama... Un derrame seroso.<br />

El viejo guardó silencio, columpiando la cabeza. Después de una pausa,<br />

tosiqueó y dijo tranquilamente:<br />

-¡Válgate Dios! Le llegó su hora a la pobre... Bueno; si hay cualquier<br />

dificultad para el entierro, que... que cuenten conmigo... Por poco más...<br />

¿sabe usted?, que se haga todo con decencia... En cien duros arriba o<br />

abajo no deben ustedes reparar.<br />

-¿No vendrá usted al funeral? -pregunté devorando al viejo con los ojos.<br />

-Verá usted... Con el prado a medio segar y este tiempo tan a<br />

propósito..., imposible. ¡Bueno andaría esto si faltase yo! Mañana<br />

justamente viene el maestro de obras para tratar lo del molino... Hay que<br />

rumiar el contrato, porque si no esas gentes le pelan a uno. ¿Y usted qué


opina? ¿Tendrá fuerza el agua? Ahora en primavera no hay cuidado; pero ¿en<br />

otoño?<br />

Salí de allí en tal estado de exasperación, que batí la portezuela del<br />

coche al cerrarla, contribuyendo a desbaratar el fementido birlocho. Otra<br />

vez me dominaba una tristeza invencible; me sentía ridículo, y la miseria<br />

de nuestra condición me abrumaba al pensar en aquel vejete insensible como<br />

una roca, que sólo se ocupaba en el prado y el molino y se olvidaba de la<br />

proximidad de la muerte. ¡Valiente necedad mis precauciones y mis recelos<br />

para darle la noticia! De pronto se me ocurrió una idea singular. Mi<br />

acceso de sensibilidad compensaba la indiferencia de don Ambrosio. El<br />

verdadero «hermano» de la pobre muerta era yo, yo que había sentido el<br />

dolor fraternal, yo que me había sustituido, con la voluntad y el sentido,<br />

al hermano según la carne. En el mundo moral como en el físico nada se<br />

pierde, y todos los que tienen derecho a una suma de cariño, la cobran, si<br />

no del que se la debe, de otro generoso pagador. Consolado al discurrir<br />

así, saqué la cabeza por la ventana y dije al cochero (de veras que se lo<br />

dije):<br />

-Más aprisa, que necesito disponer el funeral de mi hermana.<br />

«El Imparcial», 15 febrero 1897.<br />

La «Compaña»<br />

Invierno. Después de un día corto, lluvioso y triste, la noche es clara,<br />

de luna; la helada prende en sus cristales, resbaladizos y brillantes como<br />

espejos, el agua de la charcas y ciénagas, y en la ladera más abrupta de<br />

la montaña se oye el oubear del lobo hambriento. Dentro de la casucha del<br />

rueiro humilde, la llama de la ramalla de pino derrama la dulce tibieza de<br />

sus efluvios resinosos, y el glu-glu del pote conforta el estómago<br />

engañando la necesidad, pues el pobre caldo de berzas sólo mantiene porque<br />

abriga.<br />

Desviada de la aldea por el soto de altos castaños, próxima a la iglesia y<br />

al cementerio, la ruin casuca de la vieja señora Claudia -alias Cometerra,<br />

porque en sus juventudes mascaba a puñados la arcilla del monte<br />

Couto-también siente el bienestar del cariñoso fuego. Todo el día,<br />

calándose hasta las médulas, ha trabajado su nieto Caridad, y el brazado<br />

de ramalla y la leña todavía húmeda y la hierba que rumia la becerrita<br />

roja él se las ha agenciado... No preguntéis dónde. Quien no tiene bosque<br />

ni pradería suya, ha de merodear por tierras de otro. ¿Qué señor le<br />

arrienda un lugar a un mocoso de quince años, hijo de un presidiario<br />

muerto en Ceuta? El colono ha de ser libre de quintas, casado y de buena<br />

casta. ¡Valiente adquisición la de aquella bruja que pedía por las puertas<br />

una espiga de maíz o una corteza mohosa, y la de aquel galopín, que no<br />

dejaba en los términos de la parroquia cosa a vida! También hay clases en<br />

la aldea... Y los hijos de dos o tres labradores de los más acomodados, de<br />

pan y puerco, se la tenían jurada a Caridad. Porque puede pasar el<br />

esquilmo de la rama y del tojo, y hasta el apañar hierba en linderos que


no tienen dueño; pero arrancar la patata ya en sazón o desvalijar un panel<br />

del hórreo... eso son palabras mayores, y como le pillasen..., ¡guarda el<br />

escarmiento!<br />

Caridad, entre tanto, traía a casa bien repleto su «paje» de mimbres.<br />

Aquel día formaban el botín golpe de castañas maduras, bellotas y, ¡presa<br />

extraordinaria!, tres o cuatro hermosos huevos frescales... Cuando tenía<br />

suerte en su caza de víveres, ¡la abuela le pagaba tan bien! Inagotable<br />

repertorio de consejas, tradiciones y patrañas, Cometerra, acurrucada en<br />

el rincón del lar, mientras con mano temblona pelaba las patatas o<br />

desgranaba las espigas, rubias, hablaba, narraba, ensartaba sus cuentos de<br />

mil mentiras... Y Caridad no conocía otro goce. Las historias de la abuela<br />

eran a la vez su única escuela y su único teatro, el pasto de su<br />

imaginación virgen, fresca, insaciable, de chiquillo que no sabe leer, y<br />

que presiente la novela y la poesía, identificándolas, en su ignorancia,<br />

con la vida y la realidad.<br />

Tal vez en aquel precoz enfermizo desarrollo de la fantasía influyese el<br />

mismo aislamiento a que le condenaban sus menudos latrocinios y la azarosa<br />

suerte y las fechorías de su padre. Es lo cierto que Caridad creía a puño<br />

cerrado..., ¿qué es creer?, «veía». El mundo triste y agorero de la vieja<br />

mitología galaica le rodeaba a todas horas. El miedo a lo desconocido<br />

encogía su alma y derramaba hielo de mortal pavor en sus venas,<br />

atrayéndole, sin embargo, con misterioso atractivo, llamándole. Temía y<br />

deseaba la aparición sobrenatural, y mientras sus manos, mecánicamente,<br />

cogían lo ajeno, su espíritu inculto sentía el escalofrío del mundo<br />

invisible que nos rodea, y cuyo hálito quejoso se percibe en los murmullos<br />

del bosque y en el fluyente llanto de agua...<br />

Esta noche de invierno, cercana ya la vigilia de los difuntos, Cometerra<br />

explica a su nieto lo que es la «Compaña» o «Hueste». Es una legión de<br />

muertos que, dejando sus sepulturas, llevando cada cual en la descarnada<br />

mano un cirio, cruzan la montaña, allá a lo lejos, visibles sólo por la<br />

vaga blancura de los sudarios y por el pálido reflejo del cirio<br />

desfalleciente. ¡Ay del que ve la «Compaña»! ¡Ay del que pisa la tierra en<br />

que se proyecta su sombra! Si no se muere en el acto la vida se le secará<br />

para siempre a modo de hierba que cortó la fouce. Quebrantando, sin<br />

fuerzas, tocado de extraño, mal contra el cual no existen remedios, irá<br />

encaminándose poco a poco a la cueva, porque la «Hueste» recluta así a los<br />

que encuentra en el camino, los alista en sus filas, refuerza su ejército<br />

de espectros... ¡Infeliz del que ve la «Compaña»!...<br />

En su pobre y frío lecho de hojas de maíz, Caridad se revuelve pensando en<br />

la fúnebre procesión. El fuego del lar se ha extinguido; la abuela ronca<br />

acurrucada a pocos pasos; se escucha fuera el gañir del lobo y la queja<br />

casi humana del mochuelo... La tentación es demasiado fuerte. De seguro<br />

que a estas horas desfila por el monte, en doble hilera de luces, la gente<br />

del otro mundo. ¡Verla! Caridad no se acuerda que verla es morir. Quizá no<br />

le importa. El apego a la vida no nace temprano; el arbolillo sin raíces<br />

no se agarra a la corteza terrestre. El miedo, en Caridad, es como un<br />

espasmo: su alma estremecida teme y desea a la vez. Y deslizándose de la<br />

dura cama, a tientas va hacia la puerta, abre el cancel, se asoma y mira.<br />

Velada la luna, antes esplendente, por nubarrones de trágica forma,<br />

negrísimos, los objetos aparecen confusos, las manchas de la arboleda se


pierden entre la turbieza gris de la lejanía. Caridad, tiritando, echa a<br />

andar en dirección a la iglesia. Sin darse cuenta del porqué, supone que<br />

la «Hueste» ronda las tapias del cementerio. Lo singular es que, al ir en<br />

busca de la procesión de las almas, el chiquillo tiembla, sus dientes<br />

castañean, sus pupilas se dilatan, su sangre se cuaja, su corazón por<br />

momentos cesa de latir. Y, sin embargo, anda, anda, fascinado; ansioso,<br />

pisando la escarcha con descalzos pies, amoratados y rígidos. Allá donde<br />

se alza el muro del camposanto, una claridad difusa, unos campos de luz<br />

verdosa le llaman con palpitaciones de mortaja flotante y, con humaradas<br />

de cirio que se extingue. Allí está de seguro la «Hueste»... Ya cree<br />

verla, verla distintamente, y hasta escucha reprimidos sollozos, ahogados<br />

gritos que pueden confundirse con la ironía de la carcajada brutal... Sin<br />

transición, sin espacio a decir Jesús, a llamar a su madre como la llaman<br />

los heridos de muerte. Caridad se desploma. A un mismo tiempo le ha<br />

partido la cabeza un garrotazo y le ha abierto la garganta el corvo filo<br />

de una céltica bisarma, que a la vez que desagüella sujeta a la víctima.<br />

La sangre, caliente, se coagula sobre la helada superficie del terruño.<br />

Los mozos se retiran, dejando tieso allí al ladronzuelo, y murmurando,<br />

serios ya, porque no habían pensado ir tan lejos, ni hubiesen ido a no<br />

mediar el mosto nuevo y la vieja «caña»:<br />

-Quedas escarmentado.<br />

«Blanco y Negro», núm. 505, 1901.<br />

La dentadura<br />

Al recibir la cartita, Águeda pensó desmayarse. Enfriáronse sus manos, sus<br />

oídos zumbaron levemente, sus arterias latieron y veló sus ojos una nube.<br />

¡Había deseado tanto, soñado tanto con aquella declaración!<br />

Enamorada en secreto de Fausto Arrayán, el apuesto mozo y brillantísimo<br />

estudiante, probablemente no supo ocultarlo; la delató su turbación cuando<br />

él entraba en la tertulia, su encendido rubor cuando él la miraba, su<br />

silencio preñado de pensamientos cuando le oía nombrar; y Fausto, que<br />

estaba en la edad glotona, la edad en que se devora amor sin miedo a<br />

indigestarse, quiso recoger aquella florecilla semicampestre, la más<br />

perfumada del vergel femenino: un corazón de veinte años, nutrido de<br />

ilusiones en un pueblo de provincia, medio ambiente excitante, si los hay,<br />

para la imaginación y las pasiones.<br />

Los amoríos entre Fausto y Águeda, al principio, fueron un dúo en que ella<br />

cantaba con toda su voz y su entusiasmo, y él, «reservándose» como los<br />

grandes tenores, en momentos dados emitía una nota que arrebataba. Águeda<br />

se sentía vivir y morir. Su alma, palacio mágico siempre iluminado para<br />

solemne fiesta nupcial, resplandecía y se abrasaba, y una plenitud inmensa<br />

de sentimiento le hacía olvidarse de las realidades y de cuanto no fuese<br />

su dicha, sus pláticas inocentes con Fausto, su carteo, su ventaneo, su<br />

idilio, en fin. Sin embargo, las personas delicadas, y Águeda lo era<br />

mucho, no pueden absorberse por completo en el egoísmo; no saben ser


felices sin pagar generosamente la felicidad. Águeda adivinaba en Fausto<br />

la oculta indiferencia; conocía por momentos cierta sequedad de mal<br />

agüero; no ignoraba que a las primeras brisas otoñales el predilecto<br />

emigraría a Madrid, donde sus aptitudes artísticas le prometían fama y<br />

triunfos; y en medio de la mayor exaltación advertía en sí misma repentino<br />

decaimiento, la convicción de lo efímero de su ventura.<br />

Un día estrechó a Fausto con preguntas apremiantes:<br />

-¿Me quieres de veras, de veras? ¿Te gusto? ¿Soy yo la mujer que más te<br />

gusta? Háblame claro, francamente... Prometo no enfadarme ni afligirme.<br />

Fausto, sonriente, halagador, galante al pronto, acabó por soltar parte de<br />

la verdad en una aseveración exactísima:<br />

-Guedita: eres muy mona..., muy guapa, sin adulación... Tienes una tez de<br />

leche y rosas, unas facciones torneadas, unos ojos de terciopelo negro, un<br />

talle que se puede abarcar con un brazalete... Lo único que te<br />

desmerece..., así..., un poquito..., es la pícara dentadura. Es que a no<br />

ser por la dentadura..., chica, un cuadro de Murillo.<br />

Calló Águeda, contrita y avergonzada; pero apenas se hubo despedido<br />

Fausto, corrió al espejo. ¡Exactísimo! los dientes de Águeda, aunque sanos<br />

y blancos, eran salientes, anchos a guisa de paletas, y su defectuosa<br />

colocación imponía a la boca un gesto empalagoso y bobín. ¿Cómo no había<br />

advertido Águeda tan notable falta? Creía ver ahora por primera vez la fea<br />

caja de su dentadura, y un pesar intenso, cruel la abrumaba... Lágrimas<br />

ardientes fluyeron por sus mejillas, y aquella noche no pegó ojo dando<br />

vueltas, entre el ardor de la fiebre a la triste idea... «Fausto ni me<br />

quiere ni puede quererme. ¡Con unos dientes así!»<br />

Desde el instante en que Águeda se dio cuenta de que en realidad tenía una<br />

dentadura mal encajada y deforme, acabóse su alegría y vinieron a tierra<br />

los castillos de naipes de sus ensueños. Rota la gasa dorada del amor,<br />

veía confirmados sus temores relativos a la frialdad de Fausto; mas como<br />

el espíritu no quiere abandonar sus quimeras, y un corazón enamorado y<br />

noble no se aviene a creer que su mismo exceso de ternura puede engendrar<br />

indiferencia, dio en achacar su desgracia a los dientes malditos. «Con<br />

otros dientes, Fausto sería mío quizá». Y germinó en su mente un extraño y<br />

atrevido propósito.<br />

Sólo el que conozca la vida estrecha y rutinaria de los pueblos pequeños,<br />

la alarma que produce en los hogares modestos la perspectiva de cualquier<br />

gasto que no sea de estricta utilidad, la costumbre de que las muchachas<br />

nada resuelvan ni emprendan, dejándolo todo a la iniciativa de los<br />

mayores, comprenderá lo que empleó Águeda de voluntad, maña y firmeza,<br />

hasta conseguir dinero y licencia para realizar sus planes... Fausto había<br />

volado ya a Madrid; el pueblo dormitaba en su modorra invernal, y Águeda,<br />

levantándose cada día con la misma idea fija, suplicaba, rogaba, imploraba<br />

a su madre, a su padrino, a sus hermanas, sacando a aquélla una pequeña<br />

cantidad, a aquél un lucido pico, a éstas de la alcancía los ahorros...,<br />

hasta juntar una suma, con la cual, llegada la primavera, tomó el camino<br />

de la capital de la provincia... Iba resuelta a arrancarse todos los<br />

dientes y ponerse una dentadura ideal, perfecta.<br />

Águeda era muy mujer, tímida y medrosa. No se preciaba de heroína y la<br />

espantaba el sufrimiento. Un escalofrío recorrió sus venas, cuando,<br />

discutido y convenido con el dentista el precio de la cruenta operación,


se instaló en la silla de resortes, y encomendándose a Dios, echó la<br />

cabeza atrás...<br />

No se conocían por entonces en España los anestésicos que hoy suelen<br />

emplearse para extracciones dolorosas, y aunque se tuviese noticia de<br />

ellos, nadie se atrevía a usarlos, arrostrando el peligro y el descrédito<br />

que originaría el menor desliz en tal delicada materia. Tenía, pues,<br />

Águeda que afrontar el dolor con los ojos abiertos y el espíritu<br />

vigilante, y dominar sus nervios de niña para que no se sublevasen ante el<br />

atroz martirio.<br />

Desviados, salientes y grandes eran sus dientes todos. Había que<br />

desarraigarlos uno por uno. Águeda, cerrando los ojos, fijó el pensamiento<br />

en Fausto. Temblorosa, yerta de pavor, abrió la boca y sufrió la primera<br />

tortura, la segunda, la tercera... A la cuarta, como se viese cubierta de<br />

sangre, cayó con un síncope mortal.<br />

-Descanse usted en su casa -opinó el dentista.<br />

Volvió, sin embargo, a la faena al día siguiente, porque los fondos de que<br />

disponía estaban contados y le urgía regresar al pueblo... No resistió más<br />

que dos extracciones; pero al otro día, deseosa de acabar cuanto antes<br />

soportó hasta cuatro, bien que padeciendo una congoja al fin. Pero según<br />

disminuían sus fuerzas se exaltaba su espíritu, y en tres sesiones más<br />

quedó su boca limpia como la de un recién nacido, rasa, sanguinolenta...<br />

Apenas cicatrizadas las encías, ajustáronle la dentadura nueva, menuda,<br />

fina, igual, divinamente colocada: dos hileritas de perlas. Se miró al<br />

espejo de la fonda; se sonrió; estaba realmente transformada con aquellos<br />

dientes, sus labios ahora tenían expresión, dulzura, morbidez, una<br />

voluptuosa turgencia y gracias que se comunicaba a toda la fisonomía...<br />

Águeda, en medio de su regocijo, sentía mortal cansancio; apresuróse a<br />

volver a su pueblo, y a los dos días de llegar, violenta fiebre nerviosa<br />

ponía en riesgo su vida.<br />

Salió del trance; convaleció, y su belleza, refloreciendo con la salud,<br />

sorprendió a los vecinos. Un acaudalado cosechero, que la vio en la feria,<br />

la pidió en matrimonio; pero Águeda ni aún quiso oír hablar de tal<br />

proposición, que apoyaban con ahínco sus padres. Lozana y adornada esperó<br />

la vuelta de Fausto Arrayán, que se apareció muy entrado el verano, lleno<br />

de cortesanas esperanzas y vivos recuerdos de recientes aventuras. No<br />

obstante, la hermosura de Águeda despertó en él memorias frescas aún, y se<br />

renovaron con mayor animación por parte del galán los diálogos y los<br />

ventaneos y los paseos y las ternezas. Águeda le parecía doblemente linda<br />

y atractiva que antes, y un fueguecillo impetuoso empezaba a comunicarse a<br />

sus sentidos. Cierto día que, hablando con uno de sus amigos de la niñez,<br />

manifestó la impresión que le causaba la belleza de Águeda, el amigo<br />

respondió:<br />

-¡Ya lo creo! Ha ganado un cien por cien desde que se puso dientes nuevos.<br />

Atónito, quedó Fausto. ¿Cómo? ¿Los dientes? ¿Todos, sin faltar uno?<br />

¡Cuánto trastorna la vanidad femenil! Y soltó una carcajada de humorístico<br />

desengaño...<br />

Cuando, años después, le preguntó alguien por qué había roto tan<br />

completamente con aquella Águeda, que aún permanecía soltera y llevaba<br />

trazas de seguir así toda la vida, Fausto Arrayán, ya célebre, glorioso,


dueño del presente y del porvenir, respondió, después de hacer memoria un<br />

instante:<br />

-¿Águeda...? ¡Ah, sí! Ahora recuerdo... ¡Porque no es posible que<br />

entusiasme una muchacha sabiendo que lleva todos los dientes postizos!...<br />

«Blanco y Negro», núm. 385, 1898.<br />

Inspiración<br />

El taller a aquella hora, las once de la mañana, tenía aspecto alegre y<br />

hasta cierta paz doméstica: limpio aún, barrido, no manchado por las<br />

colillas y los fósforos, los fragmentos de lápiz de color y el barro de<br />

las botas, con la alegre luz solar que entraba por el gran medio punto,<br />

acariciaba los muebles y arrancaba reflejos a los herrajes del bargueño, a<br />

los clavos de asterisco de los fraileros, y a los estofados del manto de<br />

la gótica Nuestra Señora. La horrible careta nipona reía de oreja a oreja,<br />

benévolamente, y Kruger, el enorme y lustroso dogo de Ulm, echado sobre un<br />

rebujo de telas de casulla, deliciosas por sus tonos nacarados que<br />

suavizaba el tiempo, dormitaba tranquilo, reservando sus arrebatos de<br />

cariño, expresados con dentelladas y rabotadas, para la tarde.<br />

Luchaba, desesperadamente Aurelio Rogel instalado ante el caballete y el<br />

lienzo limpio, con una de esas crisis de desaliento que asaltan al artista<br />

en nuestra época sobresaturada de crítica y recargada con el peso de<br />

tantos ideales y tantas teorías y tantas exigencias de los sentidos<br />

gastados y del cerebro antojadizo. ¿Qué pondría en aquella tela rasa y<br />

agranitada? ¿A qué expresión responderían las manchas de los colores que<br />

aguardaban en fila, al margen de la bruñida paleta, como soldados<br />

dispuestos a entrar en combate? Sentíase cansado Aurelio de «academias y<br />

estudios»; del eterno dibujar por dibujar, persiguiendo de cerca a la<br />

línea y al contorno, sin saber para qué, con la falta de finalidad del<br />

avaro que atesora, pero que no hace circular la riqueza. Aquella ciencia<br />

del dibujo, en que Aurelio se preciaba de haber vencido y superado a todos<br />

sus compatriotas, tildados de malos dibujantes; aquel dominio de la forma,<br />

en tal momento, le parecería estéril, vano, si no podía servirle para<br />

encarnar una idea. Y la idea la veía surgir como vapor luminoso, flotando<br />

ante sus ojos soñadores, sin lograr que se concretase y definiese; así es<br />

que, descorazonado, no se resolvía a coger el lápiz.<br />

¿Qué iba a haber? Dentro de un cuarto de hora aparecería el modelo, el<br />

eterno modelo; uno de los eternos modelos, mejor dicho. O el tagarote<br />

aguardentoso, velludo y bestial; o la moza flamenca y zafia, que dejaba en<br />

el taller olor a bravía y a jabón barato; o el mozalbete achulado,<br />

afeminado, el pâle voyou; serie de cuerpos plebeyos y viciosos, cuya vista<br />

había llegado a irritar los nervios de Aurelio hasta el punto de<br />

enfurecerle. ¿Dónde estaba la Belleza?<br />

«La crearé sin modelo alguno -pensaba-; la sacaré de mi mente, de mis<br />

aspiraciones, de mi corazón, de mi sensibilidad artística...»<br />

Pero a la vez que afirmaba este programa, se daba cuenta, de que no podía


ealizarlo; que le sujetaban lazos técnicos, la costumbre idiota de mirar<br />

hacia un objeto, la fidelidad escrupulosa, la impotencia para trasladar al<br />

lienzo lo que los ojos no hubiesen visto y estudiado en realidad.<br />

Así es que, cuando sonó la campanilla anunciando la llegada del modelo<br />

-segura a tales horas- el pintor sintió un estremecimiento de repugnancia<br />

invencible.<br />

«Hoy le despido», resolvió. Y, de mal talante, salió a abrir.<br />

Hizo un movimiento de sorpresa. La persona que llamaba era desconocida,<br />

una joven, casi una niña, representaba quince años a lo sumo. A la<br />

interrogación de Aurelio, respondió la muchacha dando señales de temor y<br />

cortedad:<br />

-Vengo... porque me ha dicho tío Onofre, el Curda..., ¿no sabe usté?, pues<br />

que como está muy malísimo..., y dijo que usté le aguardaba pa<br />

retratarle..., le traigo el recao que no vendrá.<br />

-Bien, hija -contestó Aurelio satisfecho y como libre de una carga-. ¿Y<br />

qué tiene tío Onofre?<br />

-Eso del trancazo -declaró la muchacha. En la cama está hace tres días, y<br />

paece que le han molío toos los huesos.<br />

Y como a pesar de que en apariencia estaba cumplida la misión de la<br />

chiquilla, esta no se quitaba del marco de la puerta, el pintor,<br />

compadecido, la apartó diciendo:<br />

-Pasa hija. Ven, te daré un poco de vino de Málaga...<br />

Entró la niña tímidamente, pero sin remilgos ni dificultades, y ya en el<br />

taller, miró alrededor con ojos asombrados, que expresaban el respeto por<br />

lo que no se comprende y un vago susto. De pronto sus pupilas tropezaron<br />

con un desnudo de mujer; el de la mocetona flamenca y zafia, representada<br />

en una contorsión de ménade, sobre el mismo rebujo, de telas antiguas en<br />

que Kruger dormitaba ahora. Y Aurelio, que examinaba a la chiquilla, ya<br />

fuera de la penumbra de la antesala, con esa ojeada del artista que sin<br />

querer detalla y desmenuza, se echó atrás y se fijó lleno de interés. La<br />

palidez clorótica de la niña, al aspecto del «estudio de mujer», se había<br />

transformado en el color suave de la rosa que las floristas llaman «carne<br />

doncella», pasando poco a poco, mediante una gradación bien caracterizada,<br />

a tonos cuya belleza recordaba la de las nubes en las puestas de sol. Como<br />

si invisibles ventosas atrajesen la poca sangre de las venas y las<br />

arterias a la piel, subieron las ondas, primero rosadas y luego de carmín,<br />

a las mejillas, a la frente, a las sienes, a toda la faz de la criatura; y<br />

en el pasmo de su inocente mirar, y en la expresión de indecible sorpresa<br />

de su boca, se reveló una belleza interior tan grande, que Aurelio estuvo<br />

a punto de caer de rodillas.<br />

Nada dijo la niña; nada el pintor tampoco. Sólo cuando la oleada de<br />

vergüenza empezó a descender también, gradualmente, preguntó Aurelio,<br />

tímido a su vez:<br />

-¿Eres tú hija del tío Onofre?<br />

-No señor... Soy su ahijá. No tengo padre ni madre.<br />

-¿Con quién vives?<br />

-Con tío Onofre.<br />

-¿Le sirves de criada? ¿Trabajas?<br />

-Trabajo lo que puedo -fue la respuesta humilde-. Hay mucha necesiá... Si<br />

no fuera por los señoritos que retratan a tío Onofre, no se como


saldríamos del apuro. Y ahora, con la enfermedá...<br />

Envalentonada por la dulzura con que Aurelio le había hablado, prosiguió<br />

la niña:<br />

-Nos vamos a ver negros. En casa, señorito, no hay una peseta. Como tío<br />

Onofre tiene esa mal costumbre de la bebía... Si no es la bebía, hombre<br />

más bueno no se encuentra en to Madrí. Pero el maldito amílico..., que le<br />

tiene corroías las entrañas... Y como tío Onofre sabe que usté y el otro<br />

señorito pintor que vive en el Pasaje son tan caritativos..., pues me<br />

dijo, dice: «Te vas allas, Selma, y que en igual de retratarme a mí, te<br />

retraten a ti por unos días..., porque al fin ellos lo que quieren es<br />

retratar a cualquiera sinfinidá de veces..., y la guita que te la den por<br />

adelantao..., y a ver si nos remediamos.»<br />

Contempló Aurelio al nuevo modelo que se le ofrecía, con la mirada<br />

involuntariamente dura y cruel del chalán y del inteligente en el mercado.<br />

Al través de la pobre falda de zaraza y del roto casaquillo, adivinó las<br />

líneas. Eran seguramente adorables, delicadas y firmes a la vez, con la<br />

pureza del capullo cerrado y la gracia de la juventud, que lo convertirá<br />

pronto en flor gallarda, de incitadora, frescura. La proporción del<br />

cuerpo, la redondez del talle, la elegancia del busto, la gracia de la<br />

cabeza, todo prometía un modelo delicioso, de los que no se encuentran ni<br />

pagados. Aurelio se regocijó. ¡Quizá estaba allí la inspiración de la obra<br />

maestra!<br />

Pero cuando iba a pronunciar el sacramental: «Desnúdate», el recuerdo de<br />

la ola de sangre inundando el rostro, ascendiendo hasta la frente y las<br />

sienes, borrando con su matiz de carmín las facciones, le detuvo, apagando<br />

en su garganta el sonido. Se sintió enrojecer, a su turno; le pareció<br />

haber cometido, allá interiormente, alguna acción vergonzosa. Y<br />

acercándose a la niña fue esto lo que le dijo:<br />

-Te retrataré; pero con la condición de que no te retrate nadie más que<br />

yo. ¿Entiendes? pago doble... No vas a casa de ningún otro señorito. Yo te<br />

daré dinero... Ahora hija mía..., para que te retrate..., te colocarás<br />

así..., así..., mirando a esa figura. ¿Quieres?<br />

Y, mientras las mejillas de la niña y a sus sienes virginales subía otra<br />

vez, ante el impúdico y vigoroso «estudio» de la Ménade, la ola de<br />

vergüenza, Aurelio, con nerviosa vehemencia primero, con pulso seguro<br />

después, manchaba el lienzo bocetando su cuadro, «Pudor», que le valió en<br />

la Exposición el primer triunfo, una segunda medalla.<br />

«Blanco y Negro», núm. 483, 1900.<br />

Oscuramente<br />

La casuca, al borde del camino, separada de la cuneta por un jardín no<br />

mayor que un pañuelo, era simpática, enyesada, con ventanas pintadas de<br />

azul ultramar rabioso, y un saledizo de madera que decoraban pabellones de<br />

rubias espigas de maíz. En el jardín no dejaban cosa a vida gallinas y el<br />

gallo, escarbando ellas con humilde solicitud y él con arrogante


desprecio; pero así y todo, los rosales «lunarios» se cubrían de finas<br />

rosas lánguidas, las hortensias erguían sus copos celestes, y un cerezo<br />

enorme, amaneradamente puesto por casualidad a la izquierda de la casa,<br />

daba fresca sombra. Aquella vista podía ser asunto de país de abanico, y<br />

mejor si la animaba la presencia de la chiquilla alegre y reidora, en<br />

quien la vida amanecía con lozanos brotes y florescencias primaverales.<br />

Huérfana era Minga, pero no había notado la soledad ni el abandono,<br />

gracias a su hermano Martín, que le prodigó mimos de madraza y protección<br />

de padre. La niñez no siente nostalgias de lo pasado cuando es dulce lo<br />

presente. Minga no recordaba el regazo maternal. Era Martín -solían<br />

repetirlo los demás mozos de la aldea, y no siempre con piadosa intención<br />

-como una mujer, El sabía amañar el caldo y arrimar el pote a la lumbre;<br />

él lavaba, torcía y tendía la ropa; él vendía en la feria la manteca, la<br />

legumbre, los huevos; él vestía y desnudaba a Minga mientras fue muy<br />

pequeña, y la tomaba en brazos y la sonaba y desenredaba la vedija de seda<br />

blonda, luminosa y vaporosa como un nimbo de santidad... También la<br />

llevaba de la mano a la iglesia, porque Martín era algo sacristancillo.<br />

Ayudaba al señor cura, y su vaga aspiración, si no hubiese tenido que<br />

dedicarse a cuidar de su hermana, sería cantar misa, adornar mucho los<br />

altares, ponerle a su Virgen flores, colgarle arracadas de perlas.<br />

La condición de Martín, su índole afeminada y pulcra, se conocía en lo<br />

limpio de la casuca enyesada y reluciente, en la ocurrencia de rodearla de<br />

jardín, en el primoroso seto de cañas, en el vestir de Minga, siempre<br />

aseada y hasta engalanada con pañolitos de seda los días festivos, y en<br />

cierta cortesía humilde que Martín mostraba a todos, a la gente de la<br />

aldea y al señorío, multiplicando las fórmulas obsequiosas, los «vayan con<br />

salud» y los «Dios los acompañe». No hubo sombrerón de fieltro menos<br />

pegado a la cabeza que el de Martín, ni rapaz más enemigo de parrandas y<br />

tunas, ni que así aborreciese el cigarro y la perrita, ni que con tal<br />

premura se escabullese del atrio o de la robleda al presentir que iba a<br />

armarse «una de palos». Rozándole o empujándose pasaban las mozas<br />

jaraneras y comprometedoras, que en todas partes las hay, y Martín no<br />

apartaba los ojos del suelo. Únicamente sonreía a las muchachas cuando<br />

ellas cogían por banda a Minga y la hartaban de rosquillonas, duras, como<br />

guijarros, o de zonchos fríos, o de caramelos pringosos. La cuerda de<br />

aquel cariño fraternal, casi paternal por la diferencia de edades, era lo<br />

que vibraba en Martín con vibraciones hondas, con latidos de corazón<br />

inmenso.<br />

¡Qué rechifla se levantó en la aldea al saberse cómo Martín había caído<br />

soldado! ¡Soldado aquella madamita, aquel miedoso, aquél que sabía coser y<br />

planchar y lavar como las hembras! ¡Aquél que ni gastaba navaja, ni<br />

bisarma, ni una triste vara aguijadora! No hubo quien no se riese: los<br />

viejos con bocas desdentadas, las mozas con bocas frescachonas de duros<br />

dientes. Sin embargo, prodújose la reacción. Los pobres tienen prójimo,<br />

las comadres de la aldea, las que han enviado hijos al servicio del rey,<br />

son piadosas. Y al ver a Martín tan pasmado, tan alicaído, tan encogido de<br />

alma, las buenas comadres probaron a consolarle a su modo con palabras de<br />

resignación, de esperanza quimérica, fantaseando intervenciones de santos<br />

y milagros sin pizca de verosimilitud. Martín agachaba la cabeza, cruzaba<br />

las manos, miraba a Minga y callaba... Él sabía que era forzoso ir, no


sólo al cuartel, sino a algo más terrible, que no se explicaba, que tenía<br />

para él mucho de misterio y más de horror, de eso que se ve en las ansias<br />

de la pesadilla... ¡La guerra...! ¡La guerra lejos, lejísimos..., más allá<br />

de los mares!<br />

Pasábamos una tarde por delante de la casucha, y el señor cura, que nos<br />

acompañaba, señaló hacia la cerrada puerta, el jardín comido por las<br />

ortigas y zarzales, el balcón sin sus ristras de espigas, todo solitario y<br />

muerto, con esa muerte de los objetos que indica la ausencia del espíritu,<br />

de la actividad humana, vivificadora, ¡Ay! El señor cura no se consolaba<br />

de la falta de Martín. ¿Dónde encontraría otro así para ayudar a misa,<br />

encender y despabilar velas, doblar y guardar las vestiduras, otro<br />

madamita igual, mañoso, dócil, bien hablado, bien mandado?... ¡Y pensar<br />

que se lo habían llevado a pelear con los negros! ¡Qué cosas! ¡Qué<br />

desdichas!<br />

-¿Y la niña, la hermanita? -pregunté recordando una cabeza con aureola de<br />

rizos alborotados de un rubio blanquecino, una risa infantil, unos labios<br />

de cereza, unos ojos celestes.<br />

-¡La niña! -repitió el cura-. ¡Esa..., ya ni se acuerda de tal hermano! La<br />

recogió la tabernera, ¿no sabe?, la mujer del Xuncras..., y como no tiene<br />

chiquillos, están con ella que no atinan donde la pongan. Hay criaturas<br />

así, que son hijas de la suerte. Figúrese lo que le esperaba a la<br />

chiquilla. O meterse a servir (¿y de qué sirve una criada de once años?),<br />

o ir al Hospicio, o dedicarse a pedir limosa... Y por cuánto la víspera de<br />

la marcha de Martín, al pobre rapaz le tienta Dios a entrar en el<br />

tabernáculo del Xuncras para echar unos vasos y quitarse las melancolías;<br />

y le sacan vino, y caña, y bala rasa, ¡yo que sé!, y a los pocos tragos<br />

-como él nunca lo cataba- se le sube a la cabeza y rompe a llorar y a<br />

gritar y a decir que le daba el corazón que no volvería y que Minga se<br />

moriría de necesidad... Y resulta que la tabernera, un corazón de<br />

mantequilla de Soria, también suelta el trapo, se le agarra al cuello y le<br />

ofrece cargar con Minga. El marido se oponía; pero la mujer le convenció<br />

de que allí se necesitaba una rapaza para fregar los vasos y barrer... Y<br />

quien friega y barre es la tabernera, y Minga está como la reina, mano<br />

sobre mano y bien regalada, y riéndose y cantando... Es alegre como unas<br />

pascuas. ¡Buen cascabel se prepara ahí! ¡Si da grima ver aquella cara tan<br />

satisfecha y al mismo tiempo la ropa de luto!<br />

Y al notar, mi sorpresa, el cura prosiguió:<br />

-¿No lo sabía? ¡Claro que sí!, al instante... Si fuese un holgazán, un<br />

vicioso, un quimerista, un bocarrota, aquí volvería sano y salvo... Como<br />

era tan modosiño y doblaba tan bien las casullas, ¡duro en él! Fue una de<br />

esas cosas de pronto, sin chiste... Una emboscada, una trampa en que cayó<br />

el destacamento. Lo supe por carta que se recibió en Marineda, de un<br />

sargento que escapó con vida. Diez o doce murieron y entre ellos Martín.<br />

No lo trajeron los periódicos; ¡si fuesen a traer las menudencias!... A<br />

Martín le saltaron a la cara dos negrotes. Lo particular es que aseguran<br />

que se defendió como una fiera. Estoy por no creerlo. ¡Pobre madamita!<br />

Milagro si no se puso de rodillas a que le perdonasen. El sargento parece<br />

de Sevilla. ¿Pues no dice que Martín envió al otro barrio a uno de los<br />

mambises, que era un animal atroz? ¿Y no cuenta que casi podría con el<br />

segundo, y si no fuese porque tropezó y resbaló y el otro se le echó sobre


el cuerpo y con todo el peso, lo acaba? ¡Bah, bah! El asunto es que a<br />

Martín...<br />

Un gesto expresivo, una mano girando con rapidez alrededor de la garganta,<br />

completaron la frase.<br />

-Y aún ayer apliqué por él la misa -añadió el señor cura cuando ya<br />

doblábamos el pinar.<br />

«Blanco y Negro», núm. 494, 1900.<br />

El ahogado<br />

Atacado de hipocondria y roído de tedio; cansado del mundo, de los<br />

hombres, de las mujeres y hasta de los caballos; agotados los nervios y<br />

vacía el alma, Tristán decidió morir. ¡Bueno fuera quedarse, porque sí, en<br />

un mundo tan patoso y de tan poca lacha; un mundo en que los goces se<br />

resuelven en bostezos, y en desencantos las ilusiones! Acabar de una vez;<br />

dormir un sueño que no tuviese el contrapeso del despertar probable. Y<br />

Tristán, resuelto ya a la acción, empezó a pensar en el «modo».<br />

La verdad ha de decirse: el pícaro «modo» era como un hueso que se le<br />

atragantaba a Tristán. Entre el sincero deseo de dejar la vida y el acto<br />

de quitársela media un solo movimiento; ¡pero qué movimiento, señores!<br />

Comparado con este, parece fácil el de levantar en peso una montaña... Las<br />

indecisiones de Hamlet, tortas y pan pintado en comparación con las de<br />

muchos infelices hijos de este siglo, a un tiempo codiciosos y temerosos<br />

del no ser. Ni pizca de cobarde tenía Tristán; pero el valor no es<br />

cantidad fija; hay quien no teme a un león, y se pone pálido al ver a una<br />

cucaracha. Nervioso, de imaginación cruel, Tristán se horripilaba del<br />

instante fugacísimo en que la bala del revólver destrozase la masa de su<br />

cerebro, o la cuerda estrujase brutalmente su garganta. Por extraña<br />

contradicción convencido del aniquilamiento final, hasta le preocupaba lo<br />

que sucedería «después» a su cuerpo, y veía la escena póstuma, el grupo<br />

formado alrededor de su cadáver y oía las frases triviales, las<br />

inevitables reflexiones lastimosas de amigos y sirvientes, todo ello<br />

ridículo, semigrotesco, parodia de algo trágico y grande no realizado. Su<br />

buen gusto se sublevaba contra semejante final, «Morir, si; pero sin dar<br />

espectáculo; irse de la vida como quien se retira de un salón,<br />

discretamente.» Maduro el propósito, Tristán discurrió que el lugar más<br />

oportuno de ponerlo por obra era un viejo castillo que poseía a orillas<br />

del mar. Recogiéndose allí algún tiempo, la sociedad, si al pronto<br />

extrañaba su falta ya le habría olvidado cuando sucediese lo que debía<br />

suceder...<br />

El caso era no dejar rastro alguno. «Como averigüen Perico Gonzalo y<br />

Manolo Lanzafuerte mi paradero, allí se descuelgan a pretexto de cazar o<br />

pescar...». Y rodeó su último y solitario viaje del complicado misterio<br />

propio de otras escapatorias más gratas. «Creerán que mi fuga tiene<br />

cómplice...», se dijo a si propio, con irónica tristeza, el futuro<br />

suicida.


Al verse en el castillo, antiguo solar de su familia, Tristán comprendió<br />

que no cabía mejor fondo para el sombrío cuadro que intentaba pintar. Las<br />

abruptas montañas, las renegridas piedras, los paredones que la hiedra<br />

asaltaban, la costa erizada de escollos, la playa siempre azotada por el<br />

recio oleaje, la torre donde anidaban lechuzas y búhos, respiraban<br />

desolación y fúnebre melancolía. Acrecentaba el horror del paisaje la<br />

estación, que era la del equinoccio de otoño con sus furiosas tempestades<br />

y los frecuentes naufragios por la niebla, empujadas por el temporal,<br />

venían a encallar y a deshacerse en los traidores bajíos de la Corvera,<br />

próximos a la playa que se extendía a los pies de la residencia de<br />

Tristán. El incesante y ronco mugido del oleaje; el horizonte cerrado en<br />

brumas o surcado por lívidas exhalaciones; la tierra empapada en agua; el<br />

arenal sembrado de despojos, tablas y barricas, cuando no de cadáveres,<br />

armonizaban tan bien con el estado de ánimo y los proyectos de Tristán,<br />

que decidió buscar reposo en el fondo de las aguas, haciendo creer que le<br />

había arrebatado una ola. Y para familiarizarse con la idea, bajaba a la<br />

playa diariamente, sintiendo que se apoderaba de su alma el vértigo de lo<br />

desmesurado y la atracción del hondo abismo. Su plan de suicidio se<br />

concertaba aprisa, y se le agarraba al espíritu de tal manera, que ya<br />

soñaba con él lo mismo que se sueña con la primera cita de una mujer<br />

hermosa y adorada.<br />

Una tarde de horrible tempestad, en el que el huracán sacudía las veletas<br />

del castillo y retorcía los árboles, desmelenando locamente el ramaje,<br />

creyó Tristán que era llegado el momento de ejecutar su determinación, y<br />

descendió, o, mejor dicho, se despeñó al arenal, luchando a brazo partido<br />

con el viento y alumbrado por el repentino fulgor de los relámpagos. Uno<br />

que encendió el horizonte le mostró, sobre la cresta de enorme ola, algo<br />

que podía ser o profecía o imagen fiel de su destino: era el cuerpo de un<br />

hombre, un ahogado que, flotando, venía a ser despedido contra los<br />

escollos. «Me pondré un buen peso a la garganta para no sobrenadar»,<br />

calculó Tristán al divisar al muerto que se acercaba; y dos minutos<br />

después, la ola gigantesca, rompiéndose en las rocas a flor de tierra ya,<br />

depositaba sobre la arena al ahogado.<br />

Tristán se precipitó hacia él por instinto, y, alzando el cadáver, lo<br />

arrastró hacia el fondo del arenal, reclinándolo en una peña. A la<br />

claridad macilenta del poniente pudo observar que era un hombre joven y<br />

robusto. «¡Cuánto habrá luchado éste -pensó- para evitar lo que yo busco a<br />

todo trance!» Palpó el torso desnudo, magullado por las piedras, y no<br />

creyó advertir en él la rigidez de la muerte. Hasta le pareció percibir un<br />

resto de calor vital. Sintió una sacudida eléctrica. «¡Vive! ¡Este hombre<br />

vive aún!» Temblando de emoción, recordando los primeros socorros que<br />

deben prestarse a los ahogados, colocó al hombre con la cabeza alta, le<br />

inclinó hacia el lado derecho y le sacudió reiteradamente hasta que hubo<br />

arrojado un chorro de agua por la boca. Volvió a hincar la palma sobre la<br />

tetilla izquierda, y creyó notar un débil latido del corazón, que le hizo<br />

exhalar un grito de alegría. Con sobrehumano vigor, cargando a hombros el<br />

cuerpo inerte, se lanzó por la cuesta que trepaba al castillo. El peso era<br />

grande; a mitad de la cuesta, notó Tristán que la respiración le faltaba;<br />

detúvose un instante, y con doblados bríos siguió después, sin detenerse<br />

hasta soltar al ahogado en la cocina del castillo, donde ardía un buen


fuego de leña.<br />

-¡Pronto! -gritó Tristán a sus servidores-. Vengan mantas; a calentar<br />

ladrillos y a llenar botellas de agua hirviendo; a traer un colchón. ¿Hay<br />

aguardiente?<br />

Y mientras corrían para facilitarle lo que reclamaba, Tristán, inclinado<br />

sobre el cuerpo, veía con inquietud la azulada palidez del rostro, señal<br />

cierta de la asfixia, y creía que la chispa de vida, la débil llama, iba a<br />

extinguirse. «Hay que intentar el gran remedio.» Y con más ilusión que<br />

nunca había probado al acercar sus labios a los de ninguna mujer, pegó su<br />

boca a la boca yerta del ahogado, acechando el primer soplo de aire,<br />

mientras sus manos fuertes y elásticas oprimían rítmicamente el esternón y<br />

el vientre, provocando, por medio de enérgicas tracciones, la respiración<br />

artificial. Palpitante de esperanza y de caridad, se regocijaba cuando a<br />

la boca fría asomaban buches de agua amarga, mezclados con impurezas. ¿Si<br />

era que ya penetraba en los pulmones el aire bienhechor? De súbito<br />

percibió bajo sus labios un estremecimiento ligero; no cabía duda: ¡el<br />

hombre respiraba! Afanoso, redobló la espiración, enviando aquella onda<br />

tibia que era la existencia, la resurrección, la salvación del<br />

moribundo... Y así que el rostro de éste se coloreó ligeramente, así que<br />

se entreabrieron sus párpados, Tristán, rendido, sin darse cuenta de lo<br />

que hacía, cayó de rodillas, cruzó las manos, y dos lágrimas pequeñas,<br />

dulces, frescas, se descolgaron de sus lagrimales...<br />

A estas horas, Tristán no se ha suicidado, ni es de creer que piense en<br />

suicidarse. ¿Consistiría en que apreció la vida cuando la dio envuelta en<br />

su aliento? ¿Será que el tedio se disipa con la primera buena obra, como<br />

el fantasma al canto del gallo?<br />

«Blanco y Negro», núm. 402, 1899.<br />

El molino<br />

Desde lejos no lo veríais, por que lo tapa densa cortina de castaños y<br />

grupos de sauces y mimbreras, cuyo fino verdor gris armoniza con la pálida<br />

esmeralda del prado. Pero acercaos, y os prende y cautiva la gracia del<br />

molino rústico; delante la represa, festoneada de espadañas, poas, lirios<br />

morados y amarilla cicuta; la represa, con su agua dormida, su fondo de<br />

limo en que se crían anguilas gordas y cuarreadoras ranas; luego, las<br />

cuatro paredes blancas de la casuca, su rojo techo, su rueda negruzca que<br />

bate el agua con sordo resuello y fragor... Y en la puerta, de pie, con<br />

las abiertas palmas apoyadas en las macizas caderas, iluminado el moreno<br />

rostro por los garzos ojos y los labios de guinda, empolvado a lo Luis XV<br />

el revuelto pelo rizoso, divisáis a Mariniña, la molinera, que mira hacia<br />

la vereda del soto, esperanzada de que no tardará en asomar por ella<br />

Chinto Moure...<br />

Para ir al molino jamás faltan pretextos; siempre hay un ferrado de millo,<br />

un saco de trigo que moler con destino a la hornada de la semana. Los de<br />

la aldea ya lo saben: Chinto está dispuesto a desempeñar la comisión,


dando las gracias encima. Provisto de una aguijada con que pica a su<br />

caballejo y de un luengo «adival» para amarrarle los sacos al lomo;<br />

descalzo en verano, calzado en invierno con gruesos borceguíes de suela de<br />

palo, Chinto emprende su caminata desde la parroquia de Sentrove hasta el<br />

molino de Carazás, por ver un rato a Mariniña y gustar con ella sabroso<br />

parrafeo, entre el revolar de las finas nubes del moyuelo y la música<br />

uniforme del rodicio que tritura el grano incesantemente.<br />

¿Por qué, si tenían sus pensares tan juntos y sus corazones tan allegados<br />

como la blanca muela y el rubio maíz, no disponían casarse la Mariniña y<br />

el Chinto? Nadie lo ignoraba en la parroquia: Chinto no había entrado aún<br />

en suerte; y su terror del cuartel y del uniforme era tal, que si le<br />

tocaba un mal número, había resuelto largarse a la América del Sur en el<br />

primer barco que del puerto de Marineda saliese... Y aún por eso se<br />

burlaban y hacían chacota larga de Mariniña los mozos de Carazás y los de<br />

las circunvecinas parroquias, anunciándole que con un amante y esposo tan<br />

cobarde y apocado, mal defendidos andarían el día de mañana la mujer y el<br />

molino, mal cobradas las maquilas, mal reprimidos los intentos de retozo<br />

con la frescachona y rozagante molinera.<br />

El exterior de Chinto no puede negarse que prestaba fundamento a estas<br />

suposiciones y augurios del porvenir. De estatura mediana, esbelto, con<br />

una cabeza ensortijada semejante a la de los santos del retablo de la<br />

iglesuela románica en que oyen misa los de Carazás, Chinto parecía linda<br />

doncella disfrazada con hábito de varón; su voz era suave; su acento,<br />

humilde; sus modales, tímidos y corteses. El trabajo del campo no había<br />

sido bastante para curtir su piel, y al entreabrirse su camisa de estopa<br />

descubría un blanco cutis, raso y terso, una dulce seda que enloquecía a<br />

Mariniña... Porque conviene saber que la molinera, aquella moza resuelta y<br />

enérgicamente laboriosa, «una loba», como decían las comadres del rueiro,<br />

se enternecía, se bababa de gusto, se moría, en fin de amor por el mozo<br />

delicado y aniñado -hasta afeminado podría decirse- que todas las noches<br />

andaba y desandaba la vereda del molino.<br />

No es que a Mariniña le faltasen otras proporciones. Al contrario: mujer<br />

más rondada y pretendida no existía en tres leguas a la redonda, desde la<br />

orillamar y los puertecillos de pesca que bañan las plateadas ondas de la<br />

ría, hasta los cerros de Britón, donde empiezan a erguirse los rudos<br />

peñascos célticos entre sombríos pinares. No consistía tanto en las<br />

turgentes formas y las floridas mejillas de la molinera como en el maldito<br />

señuelo de la molienda, en la complicidad del rodicio, en la familiaridad<br />

de la maquila. En la aldea no hay «Casinos» ni «Veloces» no se sabe qué<br />

sean un sarao ni un raou; pero no os fiéis; lo que pasa en la corte entre<br />

paredes vestidas de seda, ocurre allí en el atrio de la iglesia a la<br />

salida de la misa mayor, en la «desfolla», en el campo de la romería o en<br />

las noches del molino...<br />

Sobre todo en las noches del molino; en verano, a la clara luz de la luna;<br />

en invierno, a la dudosa claridad de la candileja de petróleo,<br />

conciértanse las voluntades y se teje la guirnalda de amapolas y<br />

manzanilla del rústico amor. La brisa, la aglomeración del trabajo,<br />

obligan a moler la noche entera, y esperando su saco se juntan allí<br />

rapaces y rapazas, cruzando coplas de enchoyada, vivo diálogo galante, de<br />

finezas y desdenes, de sátira y picardía, que a veces acompaña la


pandereta en argentino repique. Y en la atmósfera caldeada del «salón»<br />

campesino, Mariniña reina y atrae las voluntades: ya arisca, ya risueña;<br />

pronta a la chaza; instantánea en reprimir a los obsequiadores desmandados<br />

y sueltos de manos en demasía; activa y fuerte en el trabajo, animosa y de<br />

recios puños para erguir el saco lleno o ayudar a descargarlo y a<br />

vaciarlo..., no hay mozo, de los que al molino concurren, que no piense en<br />

la molinera, y no le profese ojeriza y tirria a Chinto, murmurando de él<br />

con frases despreciativas e irónicas: «¡Vaya un gusto raro, ir a antojarse<br />

de aquel papirrubio, de aquella madamita, a quien le venían las sayas<br />

antes que el calzón! ¡Uno capaz de desfondarse de miedo a la idea de<br />

servir al rey! ¡Uno que hasta no fumaba, ni gastaba navajilla ni «echaba<br />

palabras», ni el día de la fiesta cataba el aguardiente! ¡Un «papulito»<br />

que nunca había arrimado un palo a nadie, ni sabía romper una cabeza a<br />

golpe de bisarma!<br />

La rabia de los desairados pretendientes contra el afortunado Chinto les<br />

inspiró una idea diabólica. Entraron en la conjura Santiago de Andrea,<br />

Mingos el de Sentrove, Carlos Antelo, Raposín... la «trinca» de<br />

calaverones de montera que solían recorrer las aldeas en son de parranda y<br />

tuna, pegando atruxos retadores y arrimándose a la cancilla de las<br />

raparigas casaderas para disparar coplas picantes... Sucedía esto allá por<br />

noviembre, cuando la senda que guía al molino se empapaba en rocío<br />

glacial, y las caídas hojas de los castaños formaban mullido tapiz, y los<br />

cendales de la niebla, envolviendo el paisaje en velo espeso, dejaban<br />

entrever las siluetas descarnadas de los árboles, parecidas a espectros de<br />

luengos brazos.<br />

Sabedores los conjurados de que Chinto pasaría en dirección al molino a<br />

eso de la media noche, envolviéronse en blancas sábanas, encasquetáronse<br />

en la cabeza ollas con un par de agujeros cada una, y dentro, sendos cabos<br />

de vela de sebo; retorcieron haces de paja, y se apostaron en la linde del<br />

castañal, a la hora en que la luna se esconde y el mochuelo saluda a las<br />

tinieblas con su queja lúgubre.<br />

Tardaba Chinto en llegar; no se oía rumor alguno en el sendero, sino a lo<br />

lejos el sollozo del molino, y el frío y la impaciencia producían honda<br />

desazón en los conspiradores. Al principio habían reído y bromeado,<br />

celebrando la ocurrencia, que era, como ellos decían, «una pava» preciosa.<br />

Remedar una procesión de fantasmas, de almas del otro mundo, la fúnebre<br />

«compaña», encender el cabo de sebo y los haces de paja y desfilar así<br />

ante el medroso Chinto..., ¡para reventar de risa! Pero transcurría la<br />

vigilia; el rocío, lento y helado, impregnaba los huesos; y a lo lejos<br />

fanfarroneaba el cántico del gallo..., y ni señales de Chinto. Empezaban a<br />

deliberar si convendría retirarse, a tiempo que allá, de lo oscuro del<br />

bosque, salió un gemido, una queja sobrenatural. Otra queja más doliente,<br />

si cabe, respondió a la primera, y los cabellos de los conspiradores se<br />

erizaron al divisar dos blancos bultos que surgían de entre los castaños y<br />

avanzaban lentamente con sepulcral majestad. Los más, remangando el<br />

sabanón, echaron a correr; Mingos, el de Sentrove, cayó accidentado;<br />

Carlos Antelo se postró de rodillas y empezó a confesarse y pedir perdón<br />

de sus culpas; Santiago de Andrea fue el único que quiso arremeter contra<br />

los aparecidos; y lo hiciera si una pedrada certísima, dándole en mitad de<br />

la frente, no le tumba en el suelo, medio muerto de veras...


Sábese todo en las aldeas, y a vueltas de mil supersticiosas invenciones y<br />

cuentos de «trasnos» y brujas, se averiguó la verdad, y se solazaron en el<br />

molino a expensas de los burlados burladores. Porque era la avisada y<br />

traviesa Mariniña, y era Chinto, por ella prevenido y aleccionado,<br />

quienes, con el disfraz de fantasmas y con un buen fragmento de cuarzo de<br />

la carretera habían dispersado la hueste y santiguado al de Andrea, el más<br />

terco de los rondadores que a la molinera asediaba. La rabia, el despecho,<br />

la vergüenza inspiraron al mozo un ansia terrible de vengarse, y de<br />

vengarse donde todos lo viesen, a la faz de la parroquia. Resolvió, pues,<br />

la primera noche que en el molino estuviese reunida gente bastante para<br />

servir de testigos, desafiar a Chinto y sentarle la mano a bofetadas y<br />

coces, hasta desbaratarle.<br />

A tiempo que con tan sañudos propósitos entraba en el molino Santiago<br />

(pocos días después de Reyes), hallábanse Mariniña y su mozo ocupados en<br />

colocar un saco de harina, riendo tiernamente cuando sus dedos se<br />

tropezaban o sus rostros se aproximaban, en el calor de la tarea. Al punto<br />

conoció la molinera que el desdeñado y apedreado galán venía pendenciero,<br />

y con disimulada seña ordenó a Chinto que se apartase. La angustia y el<br />

temor de que pudiesen llegar los desquites a poner en riesgo la vida de<br />

Chinto, prestaron a Mariniña en aquel instante una rapidez de concepción y<br />

una energía de acción mayor aún de la acostumbrada. Encarándose con<br />

Santiago, y riendo y provocándole, le propuso loitar.<br />

Esta costumbre de la lucha, que ya va desapareciendo, subsiste aún en<br />

algunas comarcas galaicas, resto quizá de un estado social belicoso en que<br />

la mujer combatía al lado del varón. Luchan todavía las mozas entre sí, y<br />

hasta desafían al mozo, degenerando entonces la batalla en deleitable<br />

juego. Pero desde el instante en que Santiago -cuya sangre ardía en<br />

tumultuosa ebullición- se arrodilló frente a Mariniña, también<br />

arrodillada, comprendió por instinto que aquella lucha no sería como<br />

otras; que iba de veras. Sólo con ver el movimiento de la moza al<br />

arremangarse, el brillo de sus ojos orgullosos, la rigidez de su talle, la<br />

dura barra de su entrecejo, se adivinaba la loita seria, en que se trata<br />

de derrengar al contrario, empleando todo el vigor de los músculos y toda<br />

la resolución del alma.<br />

Mientras Chinto, pálido y tembloroso, se acogía a un rincón, los<br />

adversarios se asían de las manos, poniendo en tensión el antebrazo y<br />

acercándose hasta mezclar el afanoso aliento. Mozos y mozas, en corro, se<br />

empujaban por ver mejor, apostaban y discutían. Santiago desplegaba<br />

plenamente su fuerza, al notar que Mariniña, por momentos, le dominaba el<br />

pulso. Rojo el semblante, sudoroso el cutis, pugnaba el rapaz, en tanto<br />

que la amazona, firme y recia, sostenía su empuje ganando terreno. Tenerla<br />

así, tan cerca turbaba a Santiago, quitándole el sentido; y ella,<br />

indiferente, atenta sólo a vencer, aprovechaba el trastorno de su<br />

adversario, e insensiblemente se le imponía. Al fin giró en el vacío la<br />

muñeca derecha del varón; doblóse el brazo; el izquierdo también cedió al<br />

pujante impulso de la mujer..., y Santiago, dando el «pinche», fue lanzado<br />

hocico contra tierra, sujetándole la triunfante Mariñina que sin piedad,<br />

le hartaba de mojicones, le molía a puñadas en la nuca y en los lomos, le<br />

refregaba el rostro en el salvado y la harina que cubrían el piso, y no le<br />

permitía levantarse hasta que se confesaba rendido, vencido, dispuesto a


aceptar la paz bajo cualquier condición que se le ofreciese.<br />

Apenas se alzó Santiago, magullado, enharinado y con careta, Mariniña le<br />

sacó a la represa del molino, donde, mojando su delantal le lavó ella<br />

misma la cara. Y mimosa y dulce, como es siempre la gallega, por forzuda y<br />

briosa que la haya criado Dios, dijo a su enemigo derrotado:<br />

-Por la madre que te ha parido no me has de espantar a Chinto, «pobriño»,<br />

que el infeliz no sirve para hacer «barbaridás» como tú y más yo, y es un<br />

santo, sin mala intención, que con su sangre se pueden componer<br />

medicinas... Y si él es medroso, yo soy valiente, diaño... Y no he de<br />

casar más que con él, y si cae soldado, se vende el molino y se compra<br />

hombre... Si me tienes ley, Santiaguiño, con Chinto no te metas...<br />

¿Palabra?<br />

Suspiró el mozo, y acaso no sería porque le doliesen los arañazos ni los<br />

chichones, miró a Mariniña, toda roja aún de la lucha; le dio un cachete<br />

familiar, de cariño y resignación, y respondió lacónicamente, secándose<br />

con el pico del mandil que no se había humedecido en la represa:<br />

-Palabra.<br />

La Ilustración Artística, núm. 940, 1900<br />

Aventura<br />

La señora de Anstalt, mujer de un banquero opulentísimo, nerviosa y<br />

antojadiza, agonizaba de aburrimiento el domingo de Carnaval, después del<br />

almuerzo, a las dos de la tarde. ¡Qué horas de tedio iba a pasar! ¿En qué<br />

las emplearía? No tenía nada que hacer, y la idea de mandar que<br />

enganchasen para dar vueltas a la noria del eterno Recoletos, contestando<br />

a las insipideces o humoradas de los tres o cuatro muchachos de la crema<br />

que acostumbraban destrozar su landó tumbándose sobre la capota; la<br />

perspectiva del bolsón de raso pitado, lleno de caramelos y fondants; lo<br />

manido y trivial de la diversión, le hacía bostezar anticipadamente. ¿Se<br />

decidiría por la Casa de Campo o la Moncloa? ¡Qué melancolía, qué humedad<br />

palúdica, qué frío sutil de febrero, de ese que mete en los tuétamos el<br />

reuma! No, hasta abril la naturaleza es avinagrada y dura. «¡Lástima no<br />

ser muy devota! -pensó Clara Anstalt-, porque me refugiaría en una<br />

iglesia... «<br />

Mujer que se aburre en toda regla, y no es devota, y es neurótica a ratos,<br />

está en peligro inminente de cometer la mayor extravagancia. Clara, de<br />

súbito, se incorporó, tocó el timbre, y la doncella se presentó; al oír la<br />

orden de su ama hizo un mohín de asombro; pero obedeció en el acto, sin<br />

preguntas ni objeciones de ninguna especie; salió y volvió al poco rato,<br />

trayendo en una cesta mucha ropa doblada.<br />

-¿Está usted segura, Rita, de que es la librea nueva, la que no se ha<br />

estrenado aún?<br />

-¡Señora! Como que ni la ha visto Feliciano: la trajo el sastre ayer<br />

noche; la recogí yo de mano del portero, y pensaba entregársela ahora...<br />

-Que no sepa que ha venido. Deje usted esa cesta en mi tocador, y vaya


usted a comprarme una cabeza entera de cartón, la más fea y la más cómoda<br />

que se encuentre.. Una que no me impida respirar... ¿El señor ha salido<br />

ya?<br />

-Hace un tato.<br />

-Pues todo en silencio, chitito..., ¿eh?<br />

Regresó Rita prontamente, con sobrealiento; Clara se impacientaba, corría<br />

de aquí para allí y reía en alto, como los niños cuando se prometen una<br />

diversión loca, incalculable. Encerráronse en el tocador ama y criada, y<br />

ésta recogió a aquélla el sedoso pelo, y le calzó las botas de campaña del<br />

lacayito, después de vestirle el calzón de punto y la levita corta, y<br />

ceñirle el cinturón de cuero. Por último, afianzó en sus hombros la careta<br />

enorme.<br />

Desfigurada así, con la vestimenta que se adaptaba perfectamente a sus<br />

formas gráciles, esbeltas y sin turgencias, parecía un señorito fino que<br />

por ocultarse mejor ha pedido prestada la librea del mozo de cuadra.<br />

Clara brincó de júbilo. La asaltó la idea de si podrían maltratarla, y<br />

pensó llevar un arma; pero recordando una frase favorita de su marido: «No<br />

hay bala que alcance como un billete de mil», sacó de su secrétaire<br />

bastante dinero y lo echó en el fondo de un saco de brocatel, cubriendo la<br />

boca con una capa de confetis y escarchadas violetas. «Saldré por las<br />

habitaciones del señor al jardín. Traiga usted la llave y mire si anda<br />

alguno que me vea». Y ya en la verja, que caía a una calle solitaria,<br />

Clara, una vez más, se volvió hacia Rita aplicando el dedo a los labios de<br />

cartón, como si repitiese: «¡Silencio!»<br />

Al verse en la calle, primero anduvo muy aprisa; después acortó el paso,<br />

saboreando su regocijo. ¡Verse libre, sola, ignorada, perdida entre la<br />

multitud, sin trabas ni convenciones sociales; dueña de ir a donde<br />

quisiese, de entretenerse en un espectáculo nuevo y original, el de la<br />

gente pobre, el populacho, en cuyo oleaje empezaba a sumergirse! En<br />

efecto; encontrábase Clara a la entrada de la calle de Génova, por donde<br />

descendían hacia el paseo de coches abigarrados grupos, una corriente no<br />

interrumpida de gentuza, que arrastraba pilluelos y mascarones<br />

desharrapados. Envueltas en la raída colcha y enarbolando la destrozada<br />

escoba o el pelado plumero; embutidos en la lustrina verde, colorada o<br />

negruzca de los diablos rabudos; ostentando la blusita del bebé o agitando<br />

a cada movimiento millones de tiras de papel de colorines chillones que de<br />

arriba abajo los cubrían, los mascarones pasaban alegres y bullangueros,<br />

charlando en falsete, requebrando a las chulas de complicado moño,<br />

literalmente oculto bajo una densa capa de confetti multicolores, que<br />

volaban en derredor a cada movimiento de la airosa cabeza. Algunas de<br />

aquellas mocitas de rompe y rasga, al pasar cerca de Clara, tomándola,<br />

como era natural, por un lacayito atildado y mono, la provocaban, la<br />

requebraban con pullas picantes. Clara se reía; no recordaba haberse<br />

divertido tanto desde hacía muchísimo tiempo.<br />

La animación del Carnaval callejero se le subía a la cabeza, como se sube<br />

el mosto ordinario, pero fresco y vivo, de una fiesta popular. Encontraba<br />

el día hermoso, la vida buena, y un aire de primavera, al través de los<br />

agujeros de la máscara, acariciaba su boca y sus ojos. «Si lo saben y me<br />

despellejan» -pensaba-, «peor para ellos. Yo habré pasado una tarde<br />

encantadora. Ahora me acerco al paseo y me entretengo en insultar a todos


mis amiguitos y amiguitas... ¡Valientes infelices!... Allí estarán<br />

aguantando jaquecas y comiendo pato...» Cuando discurría así, una<br />

vocecilla aguda resonó a sus pies, y unas manos débiles y tenaces se<br />

agarraron a sus botas.<br />

-Oye, tú..., dame una limosna, por amor de Dios, que tengo mucha hambre.<br />

Clara bajó la vista. Cien veces había oído el mismo sonsonete, y una<br />

moneda de cobre bastaba para desembarazarla del mendiguillo. Éste se me<br />

pega como una garrapata -pensó-. No tiene ganas de soltarme». Sacó del<br />

bolsillo del levitín una peseta y se la presentó al niño. Esperaba una<br />

expresión de júbilo, frases truhanescas y desenfadadas, de esas que saben<br />

decir los pordioserines del arroyo...<br />

Con gran asombro vio que el chico, al tomar la peseta, cogía aprisa la<br />

mano del supuesto lacayo y la besaba humilde. Una especie de vergüenza y<br />

de pena desconocida hasta entonces penetró en el alma de la opulenta<br />

señora de Anstalt. ¡No había pensado nunca que con una peseta -cantidad<br />

para ella sin valor apreciable, como para otros el céntimo- se podía hacer<br />

brotar un chorro de agradecimiento tan ardoroso y tan espontáneo! Bajó los<br />

ojos trabajosamente con el estorbo de la cabeza de cartón, y, tomando al<br />

chico en brazos, le alzó en vilo.<br />

-Pequeño, ¿de quién eres hijo? A ver.<br />

-De nadie -contestó el pilluelo.<br />

-¿Cómo es eso? ¿De nadie? ¿No tienes padre?<br />

-No lo sé..., no lo conozco.<br />

-¿Y madre?<br />

-Sá muerto hace ocho días de una enfermedad muy mala.<br />

-¿Y tú?<br />

-A mí... querían llevarme al asilo; pero me escapé, y ando así por la<br />

calle. De noche me meto en el rincón de una puerta... De día pido limosna.<br />

Clara reflexionó un momento. Después dejó en el suelo al chico, y le<br />

acarició la cabeza con la mano.<br />

-Te quieres venir a una casa donde te darán de comer y dormirás en cama<br />

buena y caliente?<br />

El chiquillo, al pronto, no respondió. Precoz instinto de independencia<br />

absoluta se alzaba sin duda en su espíritu, y las ventajas materiales del<br />

ofrecimiento no le tentaban; sin duda, su endeble pescuezo advertía la<br />

molestia del yugo, y sus manos descarnadas, vivo testimonio de la miseria<br />

fisiológica de un organismo sometido a las privaciones, se rebelaban<br />

contra los grillos y las esposas que pretendían ponerle en nombre del<br />

bienestar... Mientras dudaba y se sentía inclinado a escaparse corriendo,<br />

a fin de que no le llevasen a ningún lugar que tuviese techo y paredes, la<br />

mano de Clara, despojada del rudo guante, suave, femenil, halagaba el pelo<br />

enmarañado y golpeaba amorosa las escuálidas mejillas del granuja... Y<br />

este, magnetizado de pronto, exclamó:<br />

-Vamos, vamos a esa casa..., ¡si estás tú en ella!<br />

A la efusión el chico respondió inmediatamente, como un chispazo eléctrico<br />

al contacto de los alambres, el impulso ardoroso, irresistible, maternal,<br />

de la señora, que volvió a coger en brazos al pequeño, y no pudiendo<br />

besarle, le apretó contra su corazón.<br />

-Sí, hijo mío... Estaré... ¡Verás cómo he de quererte!


..............................................................<br />

Para que la resolución de Clara sea más meritoria, el mundo la ha<br />

calumniado, suponiendo que la criatura que recogió y que tan cariñosamente<br />

cuida y educa es un hijo hurtado, un contrabando doméstico. ¿Qué le<br />

importa a Clara? Ya no bosteza de tedio ninguna tarde del año.<br />

«Blanco y Negro», núm. 406, 1899.<br />

El oficio de difuntos<br />

-¿Creé usted -me preguntó el catedrático de Medicina- en algún presagio?<br />

¿Cabe en su alma superstición?<br />

Cuando me lo dijo, nos encontrábamos sentados, tomando el fresco, a la<br />

puerta de la bodega. La frondosa parra que entolda una de las fachadas del<br />

pazo rojeaba ya, encendida por el otoño. Parte de sus festoneadas hojas<br />

alfombraba el suelo, vistiendo de púrpura la tierra seca, resquebrajada<br />

por el calor asfixiante del mediodía. Los viñadores, llamados<br />

«carretones», entraban y salían, soltando al pie del lugar su carga de<br />

uvas, vaciando el hondo cestón del cual salía una cascada de racimos color<br />

violeta, de gordos y apretados granos.<br />

¡Famosa cosecha! Yo veía ya el vino que de allí iba a salir, el mejor, el<br />

más estimado del Borde... Y medio distraída, respondí:<br />

-¿Presagios? No... A no ser que... ¡Ah! Sí; un hecho le contaría...<br />

-¿Algo que le haya «sucedido» a usted?<br />

-¿A mí?... No. Se me figura (no me pregunte usted la causa de esta<br />

figuración) que a mí «no puede» sucederme nada. Y efectivamente, en toda<br />

mi vida...<br />

-Entonces, permitame que no haga caso de los cuentos que traen personas<br />

impresionables..., o embusteras.<br />

-No es cuento -afirmé, olvidándome ya de la interesante faena de la<br />

vendimia que presenciaba, y retrocediendo con el pensamiento a tiempos<br />

juveniles-. Es un caso que presencié. Así que usted lo oiga, comprenderá<br />

cómo no hubo farsa ni mentira. La explicación... no la alcanzo. En estas<br />

materias, ni soy crédula y medrosa, ni escéptica a puño cerrado. ¡Qué<br />

quiere usted! Vivimos envueltos en el misterio. Misterio es el nacer,<br />

misterio el vivir, misterio el morir, y el mundo, ¡un misterio muy grande!<br />

Caminamos entre sombras, y el guía que llevamos..., es un guía ciego: la<br />

fe. Porque la ciencia es admirable, pero limitada. Y acaso nunca penetrará<br />

en el fondo de las cosas.<br />

Sacudió el catedrático su cabeza encanecida, sonrió y apoyando la barba en<br />

la cayada del bastón, se dispuso a escucharme -y a pulverizarme después<br />

porque suponía que iba a referirle algún sueño-. Los artistas no somos de<br />

fiar: vivimos esclavizados por la imaginación y cumpliendo sus antojos.<br />

-¿Ha conocido usted a Ramoniña, Novoa? -principié yo.<br />

-¿Que si la he conocido? Me llamaron a consulta el año pasado, cuando la<br />

operaron en Compostela, de un sarcoma en el pecho izquierdo. Por señas que<br />

desaprobé la operación, que sirvió para adelantar la muerte algunos días.


Allí solo cabía dejar marchar las cosas a su desenlace inevitable.<br />

-Pues sepa usted que Ramoniña, en sus mocedades, fue la chica más alegre y<br />

bailadora de todo el Borde. Su padre, don Ramón Novoa de Vindome, tenía el<br />

prurito de divertirla; la vestía muy maja; no le negaba capricho alguno.<br />

Adoraba en ella, porque era vivo retrato de su difunta mujer, a quien<br />

había profesado una especie de devoción y culto.<br />

No se concebía función ni feria sin que Ramoniña Novoa se presentase a<br />

lucir su mantón de flores -era la moda-, su traje de seda con volantes, su<br />

mantilla de casco. Los señoritos del Borde la obsequiaban mucho, y ella<br />

coqueteaba con unos y con otros, sin decidirse ni acabar de escoger, según<br />

deseaba don Ramón, que, al estilo antiguo y patriarcal, rabiaba por un<br />

nieto.<br />

Creían los antiguos que cuando quiere castigarnos Dios, realiza nuestros<br />

deseos insensatos. De improviso, Ramoniña, dejándose de coqueteos y bromas<br />

se enamoró hasta los tuétanos, ¿y de quién? De un pobrete estudiante, hijo<br />

de un cirujano romancista y sobrino del cura de Cebre, un perdido<br />

gracioso, que hacía versos y tocaba la pandereta con las rodillas y los<br />

codos. ¡Valiente boda para la mayorazga de Novoa de Vindome, del solar de<br />

Fajardo! El padre, inquieto al principio, furioso después, hizo la<br />

oposición a rajatabla y no perdonó medio de quitarle a Ramoniña de la<br />

cabeza semejante locura. La encerró en casa; la llevó a Auriabella; rogó;<br />

avisó; amenazó; puso en juego a los frailes, al confesor, a los parientes,<br />

a las amigas, al señor obispo... En vano. La cosa estaba adelantada ya; la<br />

libertad del campo y la falta de sospecha en los primeros tiempos habían<br />

estrechado el lazo y arraigado la pasión en el alma de la señorita..., y<br />

una noche se escapó con el estudiantillo, dejando a su padre en la mayor<br />

aflicción y vergüenza.<br />

-Hemos concluido. Que se casen -decidió el señor Novoa-. Le entregaré la<br />

dote de su madre a mi hija..., y que no vuelva yo jamás a oír nombrarla ni<br />

a verla delante de mí.<br />

Ya sabe usted lo que suele suceder. El panal de miel robada, al principio<br />

es dulce, pero acaba en hieles. El estudiante no varió de condición al<br />

casarse; con la dote de la esposa creyó poder darse vida cómoda y alegre,<br />

y no miró lo que gastaba, creyendo que, al acabarse, el señor de Novoa<br />

remediaría. Más éste fue inflexible, y cerró la puerta y la bolsa.<br />

Los esposos se habían ido a vivir a Auriabella, y Ramoniña, triste y<br />

preocupada por más de un motivo -se decía que el marido tocaba la<br />

pandereta en sus carnes y la zurraba de firme-, escribió al padre carta<br />

sobre carta, sin obtener respuesta. Había nacido un chiquitín -aquel<br />

heredero tan deseado-, y cuando la criatura tuvo tres años y Ramoniña tres<br />

mil desengaños, vino a verme, para rogarme que la acompañase en la<br />

expedición que pensaba emprender al pazo de Vindome, con propósito de<br />

echarse a los pies de don Ramón, presentarle la criatura y lograr el<br />

abrazo de reconciliación y paz. «Si no veo a papá -decía-, creo que me<br />

muero».<br />

-No vaya usted -aconsejé a Romoniña-. No la recibirá don Ramón. Mire usted<br />

que le he hablado poco hace, y está firme en que no ha de cruzar con usted<br />

palabra en este mundo. «Sólo en la hora de la muerte la perdonaría...» son<br />

sus palabras. Y la hora de la muerte anda lejos. El señor de Novoa parece<br />

un mozo: está fuerte, come bien, sale a cazar, no le duele nada; hasta


parece que piensa en volver a casarse. Dice que se ha propuesto tener un<br />

hijo varón. Sesenta años mejor llevados, no los hay en todo el Borde.<br />

Ramoniña me miró con expresión de honda ansiedad, de infinita angustia, e<br />

insistió en que deseaba «probar la suerte». Como la vi tan afligida, tan<br />

consumida por las penas, no supe negarme, y dispusimos la marcha.<br />

Salimos de Auriabella a la una de la tarde, en uno de los días más largos<br />

del año; el veinte de junio. Íbamos a caballo, porque no existe carretera<br />

entre Auriabella y el pazo de Vindome. Nuestras cabalgaduras, unos<br />

jacuchos del país, trotaban duro; delante, un criado llevaba al arzón al<br />

niño; detrás, nosotras dos y un espolique; Ramoniña encaramada en el<br />

albardón, no sin miedo, porque ya se encontraba algo adelantado su segundo<br />

embarazo. El camino... ¿Usted bien conoce el camino de Auriabella a<br />

Vindome? Hasta el alto de las Taboadas, regular; pero en llegando a la<br />

iglesia de Martiños, un puro derrumbadero. Se la va a uno la cabeza si<br />

mira hacia el valle, allá en el fondo; y se marea si contempla las<br />

revueltas de un sendero estrechísimo. Es hermoso pero imponente.<br />

Por eso, sin duda, según llegábamos a donde se divisa ya el campanario de<br />

Martiños, gritó Ramoniña que quería bajarse y andar a pie el trecho que<br />

faltaba hasta el pazo. Accedí a sus deseos, natural en su estado y<br />

situación de ánimo, y dejando a las monturas adelantarse con el espolique,<br />

nos quedamos algo rezagadas, andando despacio. El sol se ponía, y allá, en<br />

el valle, empezaba a condensarse la niebla. A aquel paso, llegaríamos a<br />

Vindome al anochecer. Ramoniña me preguntaba afanosa:<br />

-¿Cree usted que mi padre no me dejará dormir siquiera en casa esta noche?<br />

Se me han fijado, como si los estuviese presenciando ahora, los detalles<br />

de aquel suceso. Llegábamos junto a un pinar que se llama de las Moiras, y<br />

como se había levantado brisa, me puse el abrigo que llevaba al brazo. En<br />

esto se alzó la voz de Ramoniña, exclamando con acento de profundo terror:<br />

-¡Jesús! ¡Jesús! ¿Oye usted? ¿Oye usted? ¡Jesús, María!<br />

-¿Qué he de oír?<br />

-Ahí... A la parte de Martiños... En la iglesia...<br />

-Pero ¿qué? -repetí alarmada; tal era el espanto que la voz de mi<br />

compañera revelaba.<br />

-¡El Oficio de difuntos! ¡Lo están cantando! ¡Lo están cantando!<br />

Atendí a pesar mío. No se escuchaba sino el largo y quejoso murmurio de la<br />

brisa de la tarde en las copas de los pinos, y el trote, ya distante de<br />

nuestras cabalgaduras. Así se lo dije a Ramoniña, riéndome. Pero ella,<br />

abrazándose a mí, ocultando la cara en mi pecho, temblando, deshecha en<br />

sollozos, repetía:<br />

-¡Es el Oficio de difuntos! ¡Si se oye perfectamente!... Son muchas<br />

voces... ¡Lo cantan! ¡Lo cantan!... ¡Jesús!<br />

Hice una pausa, y el catedrático me interrumpió:<br />

-Bien, ¿y qué? Una alucinación del oído. En estado de embarazo es lo más<br />

frecuente...<br />

-Sí -objeté yo-; pero sepa usted que, cuando llegamos al pazo de Vindome,<br />

nos encontramos con que don Ramón acababa de morir súbitamente, de<br />

apoplejía; que su cuerpo estaba caliente aún; que ni aquel día ni los<br />

anteriores se había cantado el Oficio de difuntos en la iglesia de


Martiños; y que Ramoniña lo oyó distintamente desde el pinar de las<br />

Moiras; ¿ve usted?, hacia allí...<br />

«El Imparcial», 11 marzo 1901.<br />

«Juan Trigo»<br />

El héroe de mi cuento nació..., no es posible saber dónde; lo único que<br />

dice Clío, musa de la Historia, es que cierta tarde del mes de julio<br />

apareció recostado sobre las amapolas, desnudito como un gusano, al margen<br />

de un trigal, en el tiempo de la siega. Por poco más le dejan en mitad del<br />

sendero, donde le aplastasen al pasar los inmensos carros cargados de<br />

rubia mies.<br />

Vieron los segadores y segadoras a la criatura dormida en su santa<br />

inocencia, y la recogieron con ternura, bromeando entre sí, poniendo al<br />

nene el nombre de «Juan Trigo» y asegurándole una suerte loca, como de<br />

quien empieza su vida entre la misma abundancia.<br />

Sin dilación pareció cumplirse el vaticinio. No había en la aldea<br />

-¡rarísima casualidad!- ninguna mujer que estuviese criando; pero la<br />

esposa del señor marqués, dueño del campo de trigo y de otros muchísimos,<br />

y de la más hermosa quinta en seis leguas a la redonda, acababa<br />

precisamente de dar a luz una niña muerta, y se temía por la madre si no<br />

desahogaba la leche agolpada en su seno. El médico aconsejó que la noble<br />

dama criase al niño abandonado, y éste encontró así, desde el primer<br />

instante, sustento, regalo y amor. Le envolvieron en finos pañales, le<br />

trataron a cuerpo de rey y creció hermoso y fuerte, rebosando viveza y<br />

alegría. La marquesa le cobró tierno afecto, más que de nodriza, de madre,<br />

y como no se creía que aquellos señores pudiesen ya tener sucesión, todos<br />

presumían que «Juan Trigo» iba a ser el heredero de su caudal y nombre. A<br />

deshora, corridos más de diez años, la naturaleza sorprendió al marqués<br />

con otra niña y a la marquesa con la muerte, causada por el difícil y<br />

trasnochado lance; y aunque Juan, como muchacho, no comprendió del todo lo<br />

que perdía, lo sintió y adivinó, y se le vio muchos meses extrañamente<br />

abatido y triste.<br />

No obstante, su situación, al aparecer, no había cambiado. O en memoria de<br />

su esposa o por verdadero cariño, el marqués seguía tratándole como antes:<br />

hasta le demostraba preferencia, con tal extremo, que empezó a divulgarse<br />

la conseja de que Juan era verdadero hijo del marqués, fruto de secretos<br />

amoríos, y que le correspondería «hoy o mañana» una buena parte de la<br />

herencia. Confirmó tal suposición el ver que Juan fue enviado a un<br />

aristocrático y famoso colegio inglés, donde cursó estudios más brillantes<br />

que útiles, y del cual volvió a los veintitrés años hecho un cumplido<br />

gentleman. Acogióle la sociedad con halagos y sonrisas, aunque a sus<br />

espaldas se comentase lo ambiguo de su posición; y como era gallardo y<br />

simpático y tenía hasta el prestigio de la leyenda y del misterio, las<br />

señoras le recibieron con sumo agrado, demostrando claramente que la<br />

presencia de Juan no les infundía horror ni cosa que lo valga. En aquella


ocasión, si Juan hubiese tenido afición a las flores, sin gran esfuerzo<br />

reúne un lindo ramillete de rosas, pensamientos y «no me olvides», cuyo<br />

aroma seguiría aspirando con la memoria en la edad madura; pero Juan<br />

estaba enamorado -enamorado callada y tenazmente- de la hija del marqués,<br />

Dolores, en quien reconocía las facciones de la que le había servido de<br />

madre: niña de sorprendente hermosura, que, según la frase del Libro<br />

Santo, había robado el corazón de Juan con sólo el crujir de sus<br />

zapatitos; unos zapatos de fino charol, prolongados y lustrosos sobre la<br />

transparente media de seda. Crujir que Juan reconocía entre los mil ruidos<br />

de la creación, lo mismo que reconocía las cascaditas de su reír juvenil,<br />

el roce de su falda corta, el perfume tenue de su flotante melena y el<br />

«¡rissch!» de su abaniquillo al abrirlo la impaciente mano.<br />

Creyó Juan que no se le conocía el loco deseo; pero las chiquillas son, en<br />

esto, linces, y Dolores notó que la querían, y no sólo lo notó, sino que<br />

mostró tal inclinación a Juan, que éste, vencido, confesó de plano. La<br />

niña, más inexperta, más vehemente, más ignorante de las terribles<br />

consecuencias de un mal paso, arregló entonces la escapatoria, combinando<br />

y facilitando las cosas de tal manera que, dado el escándalo, el padre no<br />

tuviese más arbitrio que otorgar su consentimiento.<br />

Se urdió el complot sin que nadie sospechase palabra; mas la víspera del<br />

día señalado, Juan, descolorido y trémulo, se echó a los pies del marqués,<br />

y le reveló la trama. Como todo el que quiere de veras, prefería su propia<br />

desventura al daño ajeno; anteponía al egoísmo de su pasión el honor y la<br />

felicidad de Dolores. Así pagaba el pobre expósito su deuda a la casa<br />

donde le acogieron y ampararon; así reconocía, al través de la tumba, los<br />

cuidados maternales recibidos de la señora a quien no podía olvidar. Al<br />

consumar el sacrificio, su alma sangraba; y cuando el marqués, alabando<br />

mucho su honrada sinceridad, le tomó, por primera providencia, el billete<br />

para Londres, Juan, en vez de salir hacia el tren, cayó en la cama, donde<br />

le postró una fiebre ardentísima.<br />

Hizo el marqués que le cuidasen; puso entre tanto a Dolores en un convento<br />

de monjas, graves y buenas guardianas; y ya en franca convalecencia Juan,<br />

para mayor cautela -porque todas las precauciones son pocas, y quien una<br />

vez tropieza expuesto está a caer-, solicitó para el mozo un puesto lejos,<br />

lejos..., lo más lejos posible. Y se lo concedieron en Ultramar, y tan<br />

pingüe, que a ser Juan de otra condición a la vuelta de pocos años tendría<br />

hecha la suerte. Hasta el codo se podía meter la mano en aquella bendita<br />

prebenda administrativa, y es de creer que, al otorgársela, se contaba con<br />

que la aprovechase; porque el padre de Dolores, que, a pesar de las<br />

hablillas, no tenía con Juan más parentesco que el puramente moral de<br />

haberle protegido, sentía cierto remordimiento al desampararle, y<br />

encomendaba a la generosidad de nuestro presupuesto el porvenir del mozo,<br />

sin darse cuenta de que éste, a falta de claro abolengo, poseía enérgica<br />

honradez. Lo único que trajo Juan de ultramar, a la vuelta de cuatro años,<br />

fueron unos mezquinos ahorros, que gastó en intentar la curación de un<br />

padecimiento hepático; y como el marqués había fallecido y estaba casada<br />

Dolores, se encontró Juan, al empezar a bajar la árida cuesta de la edad<br />

madura, solo y pobre como cuando le recogieron en el trigal.<br />

Entonces, sin explicarse la razón, sintió un deseo inexplicable de volver<br />

a ver el sitio y la quinta donde había pasado una niñez relativamente tan


dichosa. Llegó a aquellos lugares por la tarde, a pie, apoyado en un<br />

bastón grueso; lo primero que hizo fue dar la vuelta a la tapia de la<br />

quinta, evocando mil recuerdos que surgían en tropel al aspecto de cada<br />

árbol y ante la figura de cada piedra. Su corazón latió de pronto con<br />

ímpetu; en el vetusto mirador, enramado de rosales, suspendido sobre el<br />

camino, acababa de ver a una señora y dos niños; ella, haciendo labor, los<br />

chicos, observando con curiosidad al pasajero encorvado y triste, de<br />

amarillento rostro. La señora, avisada por los chicos, levantó la cabeza y<br />

fijó en Juan la ojeada inerte que se concede al desconocido. Juan huyó;<br />

los ojos de Dolores, mirándole de aquel modo, le cortaban el alma. No paró<br />

hasta llegar a un campo de trigo, a la sazón maduro, salpicado de<br />

amapolas, como cuentas de coral sobre una trenza rubia. Los segadores,<br />

cantando alegremente, habían iniciado su faena, y los haces se amontonaban<br />

ya en un ángulo de la heredad; pero acercábase la puesta del sol, y pronto<br />

se retirarían a sus casuchas. Juan se aproximó a una mujer y preguntó con<br />

ansia:<br />

-¿Es en este campo donde hace muchos años recogieron a un niño?<br />

-Allí, señor -respondió la mujer con esa complacencia solícita de los<br />

aldeanos, soltando su hoz y levantándose para preceder a Juan y enseñarle<br />

el camino. Como unos diez minutos habrían andado, cuando la segadora se<br />

paró e hirió con el pie la orilla del sendero, pronunciando:<br />

-Aquí mismo. Estaba en pelota, como le parieron. Mire si lo sabré bien,<br />

que yo era entonces moza y fui la primera que cogió al rapaz en brazos. Y<br />

mi hermano que le vio así, entre la abundancia, le puso «Juan Trigo». Nos<br />

daba mucha lástima, ¡ángel de Dios!... Las que andábamos segando le<br />

queríamos mantener con leche de vaca, y yo quería llevarle para donde mí;<br />

pero le cayó una suerte muy grande; la señora marquesa le recogió y le<br />

criaba ella y le tuvo en una hartura muy grandísima. Ahora será un<br />

caballero.<br />

Juan calló. La amargura se desbordaba en su alma. Pensaba que podría haber<br />

sido el prohijado de aquella aldeana, vivir con ella, ayudarla a segar la<br />

mies, no conocer otros afanes ni otros deseos. Dejándose caer al suelo, en<br />

el mismo sitio donde le habían encontrado pegó la faz a la tierra, y sus<br />

lágrimas la empaparon lentamente.<br />

«El Imparcial», 2 agosto 1897.<br />

El camafeo<br />

Mientras corrió su primera juventud, Antón Carranza se creyó nacido y<br />

predestinado para el arte. El arte le atraía como el acero al imán, y le<br />

fascinaba como el espejuelo a la alondra. Donde sus ojos encontraban una<br />

línea elegante, una forma bella, un tono de color intenso y original, allí<br />

se quedaban cautivos en éxtasis de admiración, mientras luchaba en su alma<br />

noble pena de no haber sido el creador de aquella hermosura, y una ilusión<br />

arrogante de llegar a producirla mayor, más original y poderosa por medio<br />

del estudio y el trabajo.


Años y desengaños necesitó para adquirir el triste convencimiento de que<br />

carecía de inspiración, de genio artístico. Sus tentativas fueron<br />

reiteradas, insistentes, infructuosas. Crispáronse en vano sus dedos<br />

alrededor del pincel, de la gubia, del palillo, del buril, del barro<br />

húmedo. Si no podía ser pintor ni escultor, a lo menos quería descollar<br />

como adornista, como grabador, como tallista; por último, desesperanzado<br />

ya, intentó resucitar los primores de orfebrería de Benvenuto Cellini; y<br />

si bien por cuenta propia no hizo nada digno de eterno olor, con la<br />

joyería, su vocación artística desalentada se convirtió en provechosa<br />

especulación industrial; se asoció a un joyero de fama, montó el taller a<br />

gran altura y se dedicó a negociar, escondiendo la incurable herida de su<br />

ardiente aspiración y sus mil fracasos.<br />

El joyero que recibió de socio a Antón Carranza tenía una hija, cuyo<br />

enlace con el artista fue la base de la nueva razón social. Luisa, la<br />

esposa de Carranza, no era bonita, ni aun agraciada: la desfiguraba su tez<br />

amarillenta, sus facciones angulosas y una cojera muy visible. Carranza,<br />

con todo, aceptó el trato sin repugnancia alguna; su futura le inspiraba,<br />

a falta de sentimientos más vehementes, simpatía y cariño. Como suele<br />

suceder a los hombres excesivamente poseídos de la fiebre artística,<br />

desconocía Carranza otras pasiones; la mujer era para él una necesidad<br />

momentánea, y el matrimonio una prudente garantía de paz y de afecto.<br />

Casóse, pues, satisfecho y tranquilo, y se condujo como marido bueno y<br />

leal.<br />

Rico y en situación de satisfacer sus caprichos, Carranza rebuscó y<br />

adquirió preciosidades; ya que no acertaba a modelar estatuas, las hizo<br />

desenterrar en Nápoles y Grecia, y pudo colocar en su despacho-taller un<br />

lindo Fauno, una curiosa Belona policromada, encanto de los arqueólogos, y<br />

varios fragmentos de mérito e interés.<br />

Conocida su afición, presentáronle los vendedores medallas de revelado<br />

cuño y piedras grabadas, y entre varios ejemplares que no rebasaban del<br />

límite de lo usual y corriente, la lúcida ojeada del artista malogrado<br />

descubrió un camafeo griego, que, desde luego, reconoció y diputó por<br />

pieza única tal vez en el mundo. Ni el famoso, contemporáneo de Alejandro,<br />

que representa a Psiquis y el Amor; ni la Venus marina, de Glicón; ni la<br />

celebre sardónica de la galería Farnesio, podían eclipsar a aquel sencillo<br />

camafeo, que sólo ostentaba una cabeza de mujer o, mejor dicho, de diosa.<br />

La ignorancia relativa del traficante cedió la divinidad por un precio<br />

irrisorio, atendida la importancia del camafeo, y Antón Carranza, dueño<br />

del inestimable tesoro, lo guardó con transporte en una caja de malaquita<br />

y pedrería, de donde lo sacaba mañana, tarde y noche para contemplarlo a<br />

su sabor.<br />

¡Qué sobriedad y pureza de líneas, qué misteriosa vida respiraba aquella<br />

cabeza! Cuatro rasgos; unos planos que apenas se indican; unas<br />

superpuestas capas de ágata que se matizan insensiblemente..., y una obra<br />

maestra, digna de conservar un nombre al través de los siglos; una obra<br />

que fija y encarna la idea de una beldad sublime. ¿Por qué no había<br />

acertado jamás él, Antón Carranza, a concebir nada que se asemejase a<br />

aquel camafeo prodigioso? Una obra así bastaría para hacerle feliz toda la<br />

vida, colmando su anhelo y realizando su destino...; ¡y nunca, nunca de<br />

sus dedos torpes y su estéril fantasía había de brotar algo que se


pareciese al camafeo!<br />

Su entusiasmo por la piedra adquirió carácter extraño y enfermizo. Con<br />

fijeza más propia de la perturbación mental que de la cordura, pasábase<br />

Carranza horas enteras mirando el portento y tratando de explicarse qué<br />

secreta fuerza, qué rayo luminoso llevaba en sí el desconocido que hacía<br />

tantos siglos produjo aquel milagro. Quizá ni él mismo sospechó el valor<br />

de la huella genial que imprimió en la dura ágata su diestra paciente y<br />

firme. Quizá alguna joven de Mitilene o de Samos lució en el anular o<br />

colgó a su garganta el camafeo sin conocer que poseía una riqueza ideal.<br />

Ni los que lo habían desenterrado y vendido ahora, en el siglo presente,<br />

comprendieron lo que tenían entre manos. El primer verdadero poseedor de<br />

la joya era Antón Carranza... Y en arrebato nervioso de desordenada<br />

pasión, Carranza pegaba los labios al camafeo, lo estrechaba contra su<br />

pecho, queriendo incrustarlo en él, adherirlo a su carne...<br />

Notó por fin Luisa y notaron todos los de la casa, dependientes y amigos,<br />

clientes y responsables, alarmantes síntomas en Antonio; y los que le<br />

veían de cerca se asustaron de su afición a la soledad, su hábito ya<br />

adquirido de encerrarse a deshora, su silencio en la mesa, y le tuvieron<br />

por maniático, opinando que los intereses comerciales de la sociedad<br />

peligraban en su poder. Era para Luisa doblemente triste que se hubiese<br />

anublado la razón de su esposo, ahora que, cumplidos sus más dulces<br />

deseos, se sentía encinta y soñaba en el momento inefable de estrechar a<br />

la criatura que esperaba. Consultado al médico acerca del estado de<br />

Carranza, y habiéndole observado despacio, con persistencia y disimulo, su<br />

fallo fue terrible: tratábase de un caso de monomanía tenaz, acompañada de<br />

graves desórdenes en las funciones del hígado y del corazón; y para salvar<br />

la razón y acaso la vida del enfermo era preciso encerrarle sin tardanza<br />

en una casa de salud, sujetándole a un método riguroso.<br />

No hubo más remedio que acceder, y Carranza, una mañanita, fue conducido<br />

al triste asilo, donde, separado de los que le amaban, iba a verse<br />

abandonado del mundo... Con peregrina indiferencia se dejó llevar el<br />

maniático; tenía consigo el camafeo, y nada más necesitaba para ser<br />

dichoso en la región de sus delirios. Luisa iba a verle con frecuencia,<br />

pero se interrumpieron sus visitas cuando llegó el esperado trance; el<br />

nacimiento de una niña puso su existencia en peligro, dejándola<br />

semiparalítica y sujeta a ataques dolorosos, y transcurrió largo tiempo<br />

sin que pudiese ver al pobre recluso. Decía el médico que Carranza<br />

mejoraba y pronto saldría de su encierro; pero corrían meses y años y no<br />

llegaba el momento feliz.<br />

Luisa, que amaba a su marido tiernamente, no tenía otro consuelo sino ver<br />

crecer a su hija, y envanecerse de su sorprendente hermosura. La niña, en<br />

efecto, era una perla. No se parecía a su madre ni a su padre; ni el<br />

mínimo rasgo de sus facciones recordaba a los que le habían dado el ser.<br />

Las líneas de su rostro, puras y correctísimas, desesperarían a un<br />

escultor por su incopiable elegancia y delicadeza y los rizos que se<br />

agrupaban sobre su frente y caían sobre su cuello torneado tenían una<br />

colocación graciosa y noble, como sólo la obtiene el arte.<br />

Un día, Luisa, sintiéndose algo aliviada, se metió en un coche con su<br />

hija, se apeó a la puerta del asilo. Al penetrar en la habitación que<br />

ocupaba su esposo, al mirarle, exhaló un grito de terror y pena: pálido,


demacrado, con la mirada fija, Carranza contemplaba un objeto, y de esta<br />

contemplación nada podía distraerle, era el camafeo..., y siempre el<br />

camafeo. Luisa comprendió con espanto que el enfermo no la reconocía, y<br />

herida en el alma, guiada por su instinto de madre, presentó, elevó a la<br />

niña en alto. Carranza dejó caer sobre ella una mirada indiferente... De<br />

súbito, sus ojos se animaron, brillaron, recobraron la luz de la<br />

inteligencia y del amor; sus brazos se abrieron, sus dedos soltaron el<br />

camafeo mágico y fatal; sus lágrimas brotaron, y, como el que se<br />

despierta, corrió hacia su mujer y su hija... ¡Acababa de advertir que la<br />

faz de la niña era la misma faz de la diosa grabada en la piedra dura...,<br />

y comprendía que, sin saberlo, había prestado ser y realidad, carne y<br />

hueso, a la belleza soberana!<br />

Voz de la sangre<br />

Si hubo matrimonios felices, pocos tanto como el de Sabino y Leonarda.<br />

Conformes en gustos, edad y hacienda; de alegre humor y rebosando salud,<br />

lo único que les faltaba -al decir de la gente, que anda siempre<br />

ocupadísima en perfeccionar la dicha ajena, mientras labra la desdicha<br />

propia- era un hijo. Es de advertir que los cónyuges no echaban de menos<br />

la sucesión pensando con buen juicio que, cuando Dios no se la otorgaba,<br />

Él sabría por qué. Ni una sola vez había tenido Leonarda que enjugar esas<br />

lágrimas furtivas de rabia y humillación que arrancan a las esposas<br />

ciertos reproches de los esposos.<br />

Un día alteró la tranquilidad de Leonarda y Sabino la llegada intempestiva<br />

de la única hermana de Leonarda, que vivía en ciudad distante, al cuidado<br />

de una tía ya muy anciana, señora de severos principios religiosos. Venía<br />

la joven pálida, desfigurada, llorosa y triste, y apenas descansó del<br />

viaje, se encerró con sus hermanos, y la entrevista duró una hora larga.<br />

A los tres o cuatro días salieron juntos la señorita y el matrimonio a<br />

pasar una temporada en la casa de campo de Sabino, posesión solitaria y<br />

amenísima. Nadie extrañó esta resolución porque a fines de abril la tal<br />

quinta es un oasis, y más explicable pareció todavía la excursión de<br />

recreo que en septiembre emprendieron los consortes, los cuales no<br />

regresaron de Francia y de Inglaterra hasta el año siguiente. Lo que se<br />

comentó bastante fue que al volver trajesen consigo una niña preciosa, con<br />

la cual se volvía loca Leonarda, que aseguraba haberla dado a luz en<br />

París. Como nunca faltan maliciosos, alguien encontró a la nena<br />

excesivamente desarrollada para la edad de cuatro meses que le atribuían<br />

sus padres; hubo chismes, murmuraciones, cuentas por los dedos, sonrisitas<br />

y hasta indagaciones y «tole tole» furioso. Pero corrió el tiempo,<br />

ejerciendo su oficio de aplicar el bálsamo de olvido bienhechor; la<br />

hermana de Leonarda se sepultó en un convento de Carmelitas; el retoño<br />

creció; los esposos le manifestaron cada día más amor paternal..., y las<br />

hablillas, cansadas de sí propias, se durmieron en brazos de la<br />

indiferencia.


La verdad es que cualquiera se enorgullecería de tener una hija como<br />

Aurora; este nombre pusieron Leonarda y Sabino a su vástago. Nunca se<br />

justificaron mejor las preocupaciones del vulgo respecto a las criaturas<br />

cuyo nacimiento rodean circunstancias misteriosas, dramas de amor y de<br />

honor. Una belleza singular, excesivamente delicada, tal vez; una<br />

inteligencia, una dulzura, una discreción que asombraban; suma habilidad,<br />

exquisito gusto, y sobre todo esto, que es concreto y puede expresarse con<br />

palabras, algo que no se define: el «ángel», el encanto, el don de atraer<br />

y de embelesar, de llevar consigo la animación, creando como dijo Byron de<br />

Haydea, «una atmósfera de vida»; esto poseía Aurora, y no es milagro que<br />

Sabino y Leonarda estuviesen literalmente chochitos con ella.<br />

Pagábales la criatura en la mejor moneda del mundo. Su amor filial tenía<br />

caracteres de pasión, y solía decir Aurora que no pensaba casarse nunca,<br />

no por no abandonar a sus padres -que sería imposible ni pensar en ello-,<br />

sino por no tener que repartir con nadie el ardiente cariño que les<br />

consagraba. Los que oían de tan rosada y linda boca estas paradojas e<br />

hipérboles del afecto, envidiaban a Leonarda y Sabino la hija hurtada.<br />

Habían pasado años sin que Aurora aceptase los homenajes de ningún<br />

pretendiente, cuando apareció cierta mañana en casa de Sabino un caballero<br />

que podemos calificar de gallo con espolones, pero apuesto, elegante; con<br />

trazas de adinerado, aspecto muy simpático y ese aire de dominio peculiar<br />

de los hombres que han ocupado altos puestos o conseguido grandes triunfos<br />

de amor propio, viviendo siempre lisonjeados y felices. Solicitó el<br />

caballero hablar a solas con Sabino y Leonarda; pero como hubiesen salido,<br />

rogó se le permitiese ver un instante a la señorita Aurora. La muchacha le<br />

recibió en la sala, sin turbarse, y le dio conversación un rato,<br />

ruborizándose cuando el desconocido le dirigió alabanzas en las cuales se<br />

revelaba profundo, vivo y secreto interés. La entrevista duró poco;<br />

llegaron los padres de Aurora, y con ellos se encerró el galán, cuyas<br />

primeras palabras fueron para decir, inclinándose hasta el suelo, que allí<br />

tenían un gran culpable -al seductor de su hermana y padre de Aurora-<br />

dispuesto a reparar en lo posible sus yerros y delitos, recogiendo a la<br />

niña y ofreciéndole amparo, fortuna y nombre.<br />

Sabino meditó algunos instantes antes de responder, luego cruzó con<br />

Leonarda una mirada expresiva, y volviéndose al recién llegado, pronunció<br />

serenamente:<br />

-Queremos a Aurora bastante más que si la hubiésemos engendrado, es<br />

nuestro único hechizo, la alegría de nuestra vejez, que ya se acerca; pero<br />

le aseguro a usted que la dejaremos libre. Si ella quiere, con usted se<br />

irá. Si ella no quiere, prométanos que la niña se quedará con nosotros<br />

para toda la vida y usted no pensará en reclamarla. Y para que vea usted<br />

que no influimos en su determinación escóndase detrás de ese cortinaje y<br />

oirá cómo la interrogamos y lo que responde.<br />

Accedió el caballero y se ocultó. De allí a pocos instantes entraba<br />

Aurora, y Sabino le dirigió el siguiente interrogatorio:<br />

-¿Qué te ha parecido ese señor que vino a hablarnos?<br />

-¿Digo la verdad, papá, como de costumbre? ¿La verdad enterita?<br />

-¡Ya se sabe que sí!<br />

-¡Pues me ha parecido muy bien! Me ha parecido la persona más..., más<br />

agradable... que he visto en mi vida, papá.


-¿Tanto como eso?<br />

-Sí por cierto. Me ha fascinado... ¿No me mandas que hable con franqueza?<br />

-¿Le preferirías a nosotros? Sigue siendo franca.<br />

Es distinto lo que siento por vosotros, Él me gusta... de otra manera.<br />

-¿Vivirías contenta con él?<br />

-¡Mira, papá..., puede que sí!<br />

-Piénsalo bien, niña.<br />

-No hay que pensarlo. Es un sentimiento, y lo que de veras se siente no se<br />

piensa. Nunca he sentido así. Yo también he de preguntar; qué ¿este<br />

señor..., os ha pedido mi mano?<br />

-¡Tu mano! ¡Tu mano! ¡No se trata de eso! -gritó con espanto Leonarda.<br />

-¿Pues..., entonces? No entiendo -murmuró Aurora afligida.<br />

-¡Figúrate... es una suposición..., que ese señor fuese... tu padre! ¡Tu<br />

verdadero padre!<br />

-¿Mi padre? ¡Eso sí que no puedo figurármelo! ¡Como padre, ni le he<br />

mirado..., ni podría mirarle nunca! Ya os he dicho que es distinto; ¡que a<br />

vosotros os quiero de otro modo!<br />

-Vete, hija mía -murmuró Sabino confuso y consternado, creyendo oír detrás<br />

de la cortina un gemido triste. Y así que se retiró Aurora, obediente,<br />

cabizbaja y muda, el desconocido salió, mostrando un rostro color de cera<br />

y unos ojos alocados.<br />

-No les molesto a ustedes más -murmuró en ronco acento-. Ya sé cuál es mi<br />

castigo. Procuré estudiar el modo de inspirar cierta clase de<br />

sentimientos... y los inspiro con una facilidad que ha llegado a<br />

infundirme tedio y horror. Midas todo lo convertía en oro... yo todo lo<br />

convierto en pecado. El cariño puro, el sagrado cariño de padre, veo que<br />

no lo mereceré nunca. Borren ustedes mi recuerdo de la imaginación de<br />

Aurora, ¡y que no sepa jamás mi nombre, ni lo que realmente soy para ella!<br />

-Tal vez -indicó la compasiva Leonarda- el atractivo que ejerce usted<br />

sobre esa criatura, tan indiferente con los demás, sea la voz de la<br />

sangre.<br />

-Si es voz de la sangre, es voz que maldice -respondió el tenorio<br />

saludando respetuosamente y saliendo abrumado por el dolor.<br />

«El Imparcial», 29 julio 1895.<br />

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