Cuentos dramáticos - Biblioteca Virtual Universal
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Índice<br />
En tranvía<br />
Adriana<br />
Vitorio<br />
«Las desnudas»<br />
Semilla heroica<br />
Justiciero<br />
Elección<br />
«La Chucha»<br />
El vino del mar<br />
Fuego a bordo<br />
La paz<br />
Suerte macabra<br />
El guardapelo<br />
La ventana cerrada<br />
Infidelidad<br />
De vieja raza<br />
Benito de Palermo<br />
Ley natural<br />
El comadrón<br />
El voto de Rosiña<br />
Vivo retrato<br />
El décimo<br />
La puñalada<br />
En el Santo<br />
Santos Bueno<br />
Emilia Pardo Bazán<br />
<strong>Cuentos</strong> <strong>dramáticos</strong>
Sustitución<br />
La «Compaña»<br />
La dentadura<br />
Inspiración<br />
Oscuramente<br />
El ahogado<br />
El molino<br />
Aventura<br />
El oficio de difuntos<br />
«Juan Trigo»<br />
El camafeo<br />
Voz de la sangre<br />
En tranvía<br />
Los últimos fríos del invierno ceden el paso a la estación primaveral, y<br />
algo de fluido germinador flota en la atmósfera y sube al purísimo azul<br />
del firmamento. La gente, volviendo de misa o del matinal correteo por las<br />
calles, asalta en la Puerta del Sol el tranvía del barrio de Salamanca.<br />
Llevan las señoras sencillos trajes de mañana; la blonda de la mantilla<br />
envuelve en su penumbra el brillo de las pupilas negras; arrollado a la<br />
muñeca, el rosario; en la mano enguantada, ocultando el puño del encas, un<br />
haz de lilas o un cucurucho de dulces, pendiente por una cintita del dedo<br />
meñique. Algunas van acompañadas de sus niños: ¡y qué niños tan elegantes,<br />
tan bonitos, tan bien tratados! Dan ganas de comérselos a besos; entran<br />
impulsos invencibles de juguetear, enredando los dedos en la ondeante y<br />
pesada guedeja rubia que les cuelga por las espaldas.<br />
En primer término, casi frente a mí, descuella un «bebé» de pocos meses.<br />
No se ve en él, aparte de la carita regordeta y las rosadas manos, sino<br />
encajes, tiras bordadas de ojetes, lazos de cinta, blanco todo, y dos<br />
bolas envueltas en lana blanca también, bolas impacientes y danzarinas que<br />
son los piececillos. Se empina sobre ellos, pega brincos de gozo, y cuando<br />
un caballero cuarentón que va a su lado -probablemente el papá- le hace<br />
una carantoña o le enciende un fósforo, el mamón se ríe con toda su boca<br />
de viejo, babosa y desdentada, irradiando luz del cielo en sus ojos puros.<br />
Más allá, una niña como de nueve años se arrellana en postura desdeñosa e<br />
indolente, cruzando las piernas, luciendo la fina canilla cubierta con la<br />
estirada media de seda negra y columpiando el pie calzado con zapato<br />
inglés de charol. La futura mujer hermosa tiene ya su dosis de coquetería;<br />
sabe que la miran y la admiran, y se deja mirar y admirar con oculta e<br />
íntima complacencia, haciendo un mohín equivalente a «Ya sé que os gusto;<br />
ya sé que me contempláis». Su cabellera, apenas ondeada, limpia, igual,<br />
frondosa, magnífica, la envuelve y la rodea de un halo de oro, flotando<br />
bajo el sombrero ancho de fieltro, nubado por la gran pluma gris. Apretado<br />
contra el pecho lleva envoltorio de papel de seda, probablemente algún
juguete fino para el hermano menor, alguna sorpresa para la mamá, algún<br />
lazo o moño que la impulsó a adquirir su tempranera presunción. Más allá<br />
de este capullo cerrado va otro que se entreabre ya, la hermana tal vez,<br />
linda criatura como de veinte años, tipo afinado de morena madrileña,<br />
sencillamente vestida, tocada con una capotita casi invisible, que realza<br />
su perfil delicado y serio. No lejos de ella, una matrona arrogante,<br />
recién empolvada de arroz, baja los ojos y se reconcentra como para soñar<br />
o recordar.<br />
Con semejante tripulación, el plebeyo tranvía reluce orgullosamente al<br />
sol, ni más ni menos que si fuese landó forrado de rasolís, arrastrado por<br />
un tronco inglés legítimo. Sus vidrios parecen diáfanos; sus botones de<br />
metal deslumbran; sus mulas trotan briosas y gallardas; el conductor arrea<br />
con voz animosa, y el cobrador pide los billetes atento y solícito,<br />
ofreciendo en ademán cortés el pedacillo de papel blanco o rosa. En vez<br />
del olor chotuno que suelen exhalar los cargamentos de obreros allá en las<br />
líneas del Pacífico y del Hipódromo, vagan por la atmósfera del tranvía<br />
emanaciones de flores, vaho de cuerpos limpios y brisas del iris de la<br />
ropa blanca. Si al hacerse el pago cae al suelo una moneda, al buscarla se<br />
entrevén piececitos chicos, tacones Luis XV, encajes de enaguas y tobillos<br />
menudos. A medida que el coche avanza por la calle de Alcalá arriba, el<br />
sol irradia más e infunde mayor alborozo el bullicio dominguero, el gentío<br />
que hierve en las aceras, el rápido cruzar de los coches, la claridad del<br />
día y la templanza del aire. ¡Ah, qué alegre el domingo madrileño, qué<br />
aristocrático el tranvía a aquella hora en que por todas las casas del<br />
barrio se oye el choque de platos, nuncio del almuerzo, y los fruteros de<br />
cristal del comedor sólo aguardan la escogida fruta o el apetitoso dulce<br />
que la dueña en persona eligió en casa de Martinho o de Prast!<br />
Una sola mancha noté en la composición del tranvía. Es cierto que era<br />
negrísima y feísima, aunque acaso lo pareciese más en virtud del<br />
contraste. Una mujer del pueblo se acurrucaba en una esquina, agasajando<br />
entre sus brazos a una criatura. No cabía precisar la edad de la mujer; lo<br />
mismo podría frisar en los treinta y tantos que en los cincuenta y pico.<br />
Flaca como una espina, su mantón pardusco, tan traído como llevado,<br />
marcaba la exigüidad de sus miembros: diríase que iba colgado en una<br />
percha. El mantón de la mujer del pueblo de Madrid tiene fisonomía, es<br />
elocuente y delator: si no hay prenda que mejor realce las airosas formas,<br />
que mejor acentúe el provocativo meneo de cadera de la arrebatada chula,<br />
tampoco la hay que más revele la sórdida miseria, el cansado desaliento de<br />
una vida aperreada y angustiosa, el encogimiento del hambre, el supremo<br />
indiferentismo del dolor, la absoluta carencia de pretensiones de la mujer<br />
a quien marchitó la adversidad y que ha renunciado por completo, no sólo a<br />
la esperanza de agradar, sino al prestigio del sexo.<br />
Sospeché que aquella mujer del mantón ceniza, pobre de solemnidad sin duda<br />
alguna, padecía amarguras más crueles aún que la miseria. La miseria a<br />
secas la acepta con feliz resignación el pueblo español, hasta poco hace<br />
ajeno a reivindicaciones socialistas. Pobreza es el sino del pobre y a<br />
nada conduce protestar. Lo que vi escrito sobre aquella faz, más que<br />
pálida, lívida; en aquella boca sumida por los cantos, donde la risa<br />
parecía no haber jugado nunca; en aquellos ojos de párpados encarnizados y<br />
sanguinolentos, abrasados ya y sin llanto refrigerante, era cosa más
terrible, más excepcional que la miseria: era la desesperación.<br />
El niño dormía. Comparado con el pelaje de la mujer, el de la criatura era<br />
flamante y decoroso. Sus medias de lana no tenían desgarrones; sus zapatos<br />
bastos, pero fuertes, se hallaban en un buen estado de conservación; su<br />
chaqueta gorda sin duda le preservaba bien del frío, y lo que se veía de<br />
su cara, un cachetito sofocado por el sueño, parecía limpio y lucio. Una<br />
boina colorada le cubría la pelona. Dormía tranquilamente; ni se le sentía<br />
la respiración. La mujer, de tiempo en tiempo y como por instinto,<br />
apretaba contra sí al chico, palpándole suavemente con su mano descarnada,<br />
denegrida y temblorosa.<br />
El cobrador se acercó librillo en mano, revolviendo en la cartera la<br />
calderilla. La mujer se estremeció como si despertase de un sueño, y<br />
registrando en su bolsillo, sacó, después de exploraciones muy largas, una<br />
moneda de cobre.<br />
-¿Adónde?<br />
-Al final.<br />
-Son quince céntimos desde la Puerta del Sol, señora -advirtió el<br />
cobrador, entre regañón y compadecido-, y aquí me da usted diez.<br />
-¡Diez!... -repitió vagamente la mujer, como si pensase en otra cosa-.<br />
Diez...<br />
-Diez, sí; un perro grande... ¿No lo está usted viendo?<br />
-Pero no tengo más -replicó la mujer con dulzura e indiferencia.<br />
-Pues quince hay que pagar -advirtió el cobrador con alguna severidad, sin<br />
resolverse a gruñir demasiado, porque la compasión se lo vedaba.<br />
A todo esto, la gente del tranvía comenzaba a enterarse del episodio, y<br />
una señora buscaba ya su portamonedas para enjugar aquel insignificante<br />
déficit.<br />
-No tengo más -repetía la mujer porfiadamente, sin irritarse ni afligirse.<br />
Aun antes de que la señora alargase el perro chico, el cobrador volvió la<br />
espalda encogiéndose de hombros, como quien dice: «De estos casos se ven<br />
algunos.» De repente, cuando menos se lo esperaba nadie, la mujer, sin<br />
soltar a su hijo y echando llamas por los ojos, se incorporó, y con acento<br />
furioso exclamó, dirigiéndose a los circunstantes:<br />
-¡Mi marido se me ha ido con otra!<br />
Este frunció el ceño, aquél reprimió la risa; al pronto creímos que se<br />
había vuelto loca la infeliz para gritar tan desaforadamente y decir<br />
semejante incongruencia; pero ella ni siquiera advirtió el movimiento de<br />
extrañeza del auditorio.<br />
-Se me ha ido con otra -repitió entre el silencio y la curiosidad<br />
general-. Una ladronaza pintá y rebocá, como una paré. Con ella se ha ido.<br />
Y a ella le da cuanto gana, y a mí me hartó de palos. En la cabeza me dio<br />
un palo. La tengo rota. Lo peor, que se ha ido. No sé dónde está. ¡Ya van<br />
dos meses que no sé!<br />
Dicho esto, cayó en su rincón desplomada, ajustándose maquinalmente el<br />
pañuelo de algodón que llevaba atado bajo la barbilla. Temblaba como si un<br />
huracán interior la sacudiese, y de sus sanguinolentos ojos caían por las<br />
demacradas mejillas dos ardientes y chicas lágrimas. Su lengua articulaba<br />
por lo bajo palabras confusas, el resto de la queja, los detalles crueles<br />
del drama doméstico. Oí al señor cuarentón que encendía fósforos para
entretener al mamoncillo, murmurar al oído de la dama que iba a su lado.<br />
-La desdichada esa... Comprendo al marido. Parece un trapo viejo. ¡Con esa<br />
jeta y ese ojo de perdiz que tiene!<br />
La dama tiró suavemente de la manga al cobrador, y le entregó algo. El<br />
cobrador se acercó a la mujer y le puso en las manos la dádiva.<br />
-Tome usted... Aquella señora le regala una peseta.<br />
El contagio obró instantáneamente. La tripulación entera del tranvía se<br />
sintió acometida del ansia de dar. Salieron a relucir portamonedas,<br />
carteras y saquitos. La colecta fue tan repentina como relativamente<br />
abundante.<br />
Fuese porque el acento desesperado de la mujer había ablandado y<br />
estremecido todos los corazones, fuese porque es más difícil abrir la<br />
voluntad a soltar la primera peseta que a tirar el último duro, todo el<br />
mundo quiso correrse, y hasta la desdeñosa chiquilla de la gran melena<br />
rubia, comprendiendo tal vez, en medio de su inocencia, que allí había un<br />
gran dolor que consolar, hizo un gesto monísimo, lleno de seriedad y de<br />
elegancia, y dijo a la hermanita mayor: «María, algo para la pobre.» Lo<br />
raro fue que la mujer ni manifestó contento ni gratitud por aquel maná que<br />
le caía encima. Su pena se contaba, sin duda, en el número de las que no<br />
alivia el rocío de plata. Guardó, sí, el dinero que el cobrador le puso en<br />
las manos, y con un movimiento de cabeza indicó que se enteraba de la<br />
limosna; nada más. No era desdén, no era soberbia, no era incapacidad<br />
moral de reconocer el beneficio: era absorción en un dolor más grande, en<br />
una idea fija que la mujer seguía al través del espacio, con mirada<br />
visionaria y el cuerpo en epiléptica trepidación.<br />
Así y todo, su actitud hizo que se calmase inmediatamente la emoción<br />
compasiva. El que da limosna es casi siempre un egoistón de marca, que se<br />
perece por el golpe de varilla transformador de lágrimas en regocijo. La<br />
desesperación absoluta le desorienta, y hasta llega a mortificarle en su<br />
amor propio, a título de declaración de independencia que se permite el<br />
desgraciado. Diríase que aquellas gentes del tranvía se avergonzaban unas<br />
miajas de su piadoso arranque al advertir que después de una lluvia de<br />
pesetas y dobles pesetas, entre las cuales relucía un duro nuevecito, del<br />
nene, la mujer no se reanimaba poco ni mucho, ni les hacía pizca de caso.<br />
Claro está que este pensamiento no es de los que se comunican en voz alta,<br />
y, por lo tanto, nadie se lo dijo a nadie; todos se lo guardaron para sí y<br />
fingieron indiferencia aparentando una distracción de buen género y<br />
hablando de cosas que ninguna relación tenían con lo ocurrido. «No te<br />
arrimes, que me estropeas las lilas.» «¡Qué gran día hace!» «¡Ay!, la una<br />
ya; cómo estará tío Julio con sus prisas para el almuerzo...» Charlando<br />
así, encubrían el hallarse avergonzados, no de la buena acción, sino del<br />
error o chasco sentimental que se le había sugerido.<br />
* * *<br />
Poco a poco fue descargándose el tranvía. En la bocacalle de Goya soltó ya<br />
mucha gente. Salían con rapidez, como quien suelta un peso y termina una<br />
situación embarazosa, y evitando mirar a la mujer inmóvil en su rincón,<br />
siempre trémula, que dejaba marchar a sus momentáneos bienhechores, sin<br />
decirles siquiera: «Dios se lo pague.» ¿Notaría que el coche iba<br />
quedándose desierto? No pude menos de llamarle la atención:<br />
-¿Adónde va usted? Mire que nos acercamos al término del trayecto. No se
distraiga y vaya a pasar de su casa.<br />
Tampoco me contestó; pero con una cabezada fatigosa me dijo claramente:<br />
«¡Quia! Si voy mucho más lejos... Sabe Dios, desde el cocherón, lo que<br />
andaré a pie todavía.»<br />
El diablo (que también se mezcla a veces en estos asuntos compasivos) me<br />
tentó a probar si las palabras aventajarían a las monedas en calmar algún<br />
tanto la ulceración de aquella alma en carne viva.<br />
-Tenga ánimo, mujer -le dije enérgicamente-. Si su marido es un mal<br />
hombre, usted por eso no se abata. Lleva usted un niño en brazos...; para<br />
él debe usted trabajar y vivir. Por esa criatura debe usted intentar lo<br />
que no intentaría por sí misma. Mañana el chico aprenderá un oficio y la<br />
servirá a usted de amparo. Las madres no tienen derecho a entregarse a la<br />
desesperación, mientras sus hijos viven.<br />
De esta vez la mujer salió de su estupor; volvióse y clavó en mí sus ojos<br />
irritados y secos, de horrible párpado ensangrentado y colgante. Su mirada<br />
fija removía el alma. El niño, entre tanto, se había despertado y estirado<br />
los bracitos, bostezando perezosamente. Y la mujer, agarrando a la<br />
criatura, la levantó en vilo y me la presentó. La luz del sol alumbraba de<br />
lleno su cara y sus pupilas, abiertas de par en par. Abiertas, pero<br />
blancas, cuajadas, inmóviles. El hijo de la abandonada era ciego.<br />
«El Imparcial», 24 febrero 1890.<br />
Adriana<br />
Dejé caer el periódico, exclamando con sorpresa dolorosa:<br />
-Pero ¡esa pobre Adriana! Morirse así, del corazón, casi de repente...<br />
¡Nadie estaba enterado que padeciese tal enfermedad!<br />
-Yo sí lo sabía -declaró el vizconde de Tresmes-, y aún sabía más: sabía<br />
cuándo y cómo adquirió el padecimiento, y es cosa curiosa.<br />
-Entérenos usted -suplicamos todos.<br />
Y el vizconde, que rabiaba siempre por enterar, nos contó la historia<br />
siguiente:<br />
-Adriana Carvajal, casada con Pedro Gomara, vivía dichosísima. Los esposos<br />
reunían cuanto se requiere para disfrutar la felicidad posible en el<br />
mundo: juventud y amor, salud y dinero, que son la salsa o condimento de<br />
los Primeros platos, sin él desabridos, amargos a veces. Faltábales, sin<br />
embargo, un heredero, un niño en quien mirarse; pero la suerte no había de<br />
mostrarse avara en esto, y les envió, por fin, el rapaz más lindo que pudo<br />
soñar la fantasía de una madre, apasionada y loca ya desde antes de la<br />
maternidad, como era Adriana. Al nacer el chico (a quien pusieron por<br />
nombre Ventura, en señal de la que les prometía su nacimiento), Adriana<br />
estuvo en grave peligro, y el doctor declaró que no volvería a tener<br />
sucesión. El delirio con que marido y mujer amaban a su Venturita fue<br />
causa de que oyesen complacidos el vaticinio del doctor. ¡Un solo hijo, y<br />
todo para él! ¡Adriana libre ya por siempre de riesgos y trabajos! Tanto<br />
mejor..., y a vivir y a cuidar del retoño.
Este se crió hermoso y lozano como una rosa. Yo, que no soy nada<br />
aficionado a los chicos -advirtió sonriendo en vizconde de Tresmes-,<br />
confieso que aquél me hacía muchísima gracia. Aparte de su lindeza<br />
(parecía uno de los angelitos que pintaba Murillo, morenos y de pelo<br />
oscuro), tenía un no sé qué simpático, una mezcla de inocencia y picardía,<br />
una risa tan fresca, unas acciones tan imprevistas y tan originales, una<br />
precocidad (pero no de esas precocidades empalagosas de chiquillo sabio y<br />
serio, que me revientan, sino la precocidad de un diablillo con un ingenio<br />
celestial), que, vamos, no había más remedio que llevarle juguetes y<br />
dulces, por el gusto de sentarle un rato sobre las rodillas.<br />
De la chifladura de sus padres sería inútil hablar, porque ustedes la<br />
adivinan. Estaban chochitos; no conocían otro Dios que el tal muñeco.<br />
Adriana no se había apartado un instante de su cuna, vigilando a la<br />
nodriza, arrebatándole el pequeño así que acababa de mamar, vistiéndole,<br />
desnudándole, bañándole y guardándole el sueño... Y así que empezó a<br />
interesarse por el mundo exterior, a extender las manitas y a pedir<br />
«tochas», les faltó tiempo para darle cuanto deseaba y mil objetos más,<br />
que ni se le ocurrían ni podían ocurrírsele. La hermosa casa antigua con<br />
jardín que habitaban los Gomara se llenó de cachivaches. ¡Y bichos! El<br />
arca de Noé. Los caballos de cartón andaban mezclados con los pájaros<br />
vivos; sobre un ferrocarril mecánico veríais un pulcro galguito de carne y<br />
hueso; el coche tirado por carneros era abandonado por una gran caja de<br />
soldados autómatas, que hacían el ejercicio... Crea usted que derrochaban<br />
dinero en semejantes chucherías, y yo le dije alguna vez a Adriana, porque<br />
tenía confianza con ella:<br />
-Hija, estáis malcriando a este pequeñín...<br />
-Déjele que se divierta ahora -me contestaba-; demasiado rabiará algún<br />
día... ¡Ojalá pueda ofrecerle siempre lo que le haga dichoso!<br />
El repertorio de los juguetes y sorpresas se agota pronto, y no sabía ya<br />
Adriana qué nueva emoción dar a Ventura, cuando el cocinero de la casa,<br />
que había andado embarcado diez años y conservaba amigotes en todas las<br />
regiones del planeta, se descolgó un día regalando al chico un mono. Soy<br />
poco inteligente en Historia Natural, y no me pidan ustedes que clasifique<br />
la alimaña; solo les diré que ni era de esos monazos indecorosos y feroces<br />
que nadie se atreve a tener en las casas, como el orangután, ni tampoco de<br />
esos titíes engurruminados y frioleros que se pasan la vida tiritando<br />
entre algodón en rama. Más bien era grande que pequeño; tenía el pelaje<br />
gris verdoso y el hocico de un rojo mate, como el de hierro oxidado; se<br />
veía que estaba en la juventud y rebosando fuerza, y aunque goloso y<br />
travieso como toda la gente de su casta, no era maligno. Inteligente e<br />
imitador en grado sumo, no podía hacerse delante de él cosa que no<br />
parodiase, y su agilidad y presteza nos divertían muchísimo; era cosa de<br />
risa verle fingir que fregaba platos o que rallaba pan en la cocina, y<br />
saltar sobre el lomo de los caballos para ayudar al lacayo en sus faenas<br />
de limpieza.<br />
A pesar de la índole relativamente benigna del mono, su inquietud y su<br />
vivacidad obligaban a tenerle preso en una caseta con fuerte cadenilla,<br />
porque ya dos veces se había escapado a corretear por árboles y chimeneas;<br />
cuando se le soltaba había que vigilarle, y a Venturita, que acababa de<br />
cumplir los tres años y que idolatraba en el mono, era preciso guardarle
también para que no desatase la cadenilla, pues lo hacía con habilidad<br />
singular.<br />
Una tarde que había yo almorzado en casa de Gomara y estábamos tomando el<br />
té en un cenador del jardín -me acuerdo como si fuera ahora mismo, porque<br />
hay cosas que impresionan, aunque uno no quiera-, vimos cruzar como un<br />
rayo al mono; tan como un rayo, que más bien lo adivinamos que lo vimos.<br />
«¡Adiós, ya se ha escapado ese maldito de cocer!», dijo Pedro Gomara,<br />
levantándose; y Adriana, con sobresalto instintivo, lo primero que exclamó<br />
fue: «¿Dónde estará Ventura?» «Ese le habrá soltado, de fijo», respondió<br />
Pedro, que frunció el entrecejo ligeramente. En el mismo instante resonó<br />
un agudo chillido de mujer, un chillido que revelaba tal espanto, que nos<br />
heló la sangre; y voces de hombres, las voces de los criados que nos<br />
servían, y que corrían hacia el cenador, clamando con angustia: «Señorito,<br />
señorito», nos obligaron a precipitarnos fuera. Adriana nos siguió sin<br />
decir palabra; un grupo formado por los sirvientes y la desesperada niñera<br />
nos rodeó, señalando hacia el tejado de la casa; y allí, al borde de la<br />
última hilera de tejas, sentado en el conducto de cinc, que recogía aguas<br />
de lluvias, estaba el mono con el niño en brazos.<br />
El padre, con ademanes de loco, iba a precipitarse al zaguán para subir a<br />
las bohardillas y salir al tejado; yo pedía una escalera para intentar el<br />
desatino de subir por ella a la formidable altura de tres pisos, cuando<br />
Adriana, muy pálida (¡qué palidez la suya, Dios!) y con los ojos fuera de<br />
las órbitas, nos contuvo, murmurando en voz sorda y cavernosa, una voz que<br />
sonaba como si pasase al través de trapos húmedos:<br />
-Por la Virgen..., quietos..., todos quietos..., no se mueva nadie... Y<br />
silencio..., no chillar..., no chillar...; hagan como yo... Quietos...; si<br />
le asustamos, le tira.<br />
Sentimos instantáneamente que tenía razón la madre y quedamos lo mismo que<br />
estatuas. Era el mayor absurdo que intentásemos luchar en agilidad y en<br />
vigor, sobre un tejado, con un mono. Antes que nos acercásemos estaría al<br />
otro extremo del tejado, y el niño, estrellado en el pavimento.<br />
Era preciso jugar aquella horrible partida: aguardar a que el mono, por su<br />
libre voluntad, se bajase con el niño. Yo miraba a Adriana; su palidez,<br />
por instantes, se convertía en un color azulado; pero no pestañeaba. El<br />
mono nos hacía gestos y muecas estrafalarias, apretando y zarandeando a su<br />
presa, y de improviso se oyó distintamente el llanto de la criatura,<br />
llanto amarguísimo, de terror; sin duda acababa de sentir que estaba en<br />
peligro, aunque no lo pudiese comprender claramente. La madre tembló con<br />
todo su cuerpo, y el padre, inclinándose hacia mí, sollozó estas palabras:<br />
-Tresmes, usted, que es buen tirador... Una bala en la cabeza... Voy por<br />
la carabina.<br />
Idea insensata, delirante, porque aun siendo yo un Guillermo Tell, al<br />
matar al mono haríamos caer al niño; pero no tuve tiempo de negarme;<br />
intervino Adriana con un «no» tan enérgico, que su marido se mordió los<br />
puños... Y la madre, terriblemente serena, añadió en seguida:<br />
-Si le miramos, nunca bajará... Hay que retirarse... Hay que esconderse;<br />
que no nos vea.<br />
Nos recogimos al cenador, desgarramos la pared de enredaderas, y desde<br />
allí, como se pudo, espiamos al enemigo. ¿Les estremece a ustedes la
situación? ¡Pues estremézcanse más! Duró veinte minutos. Sí; los conté por<br />
mi reloj. En esos veinte minutos, el mono depositó al niño en el tejado,<br />
le acarició como había visto hacer a la niñera, le obligó a pasear cogido<br />
de la mano, le aupó sobre la chimenea y le llevó a cuestas, a caballito<br />
(un sainete, que en otra ocasión nos haría desternillarnos). Durante esos<br />
veinte minutos, Pedro anhelaba; a Adriana no se le oía ni respirar. Por<br />
fin, el mono miró hacia abajo, hizo varios visajes y, recogiendo a<br />
Ventura, se descolgó rápidamente con su carga, lo mismo que un funámbulo<br />
sin cuerda, al jardín... Entonces salimos con explosión todos, todos,<br />
menos la madre, que había caído redonda, y el animal, asustado, soltó al<br />
chico ileso y se refugió en su caseta.<br />
Aquella tarde Adriana sufrió dos sangrías, que no sacaron más que gotas<br />
negras, y desde entonces padeció del corazón. Parecía que se había<br />
repuesto mucho en estos últimos años; pero, ¡bah!, la herida era mortal y<br />
ella no lo ignoraba...<br />
-¿Y qué fue del mono? -preguntamos como chiquillos.<br />
-Tuve yo que pegarle el tiro... ¡Si viesen ustedes que me daba lástima!<br />
-repuso el vizconde.<br />
«El Imparcial», 12 octubre 1896.<br />
Vitorio<br />
-Sí, señores míos -dijo el viejo marqués, sorbiendo fina pulgarada de<br />
«cucarachero», golpeando con las yemas de los dedos la cajita de concha,<br />
lo mismo que si la acariciase-. Yo fui, no sólo amigo, sino defensor y<br />
encubridor de un capitán de gavilla. ¿No lo creen ustedes? ¡Histórico,<br />
histórico! A mi ladrón le ahorcaron en Lugo, y consta en autos.<br />
Lo que se ignoró siempre (los jueces, en ese punto, no consiguieron hacer<br />
ni tanto así de luz) es el verdadero nombre que llevaba el ladrón, allá en<br />
sus mocedades, antes de dedicarse a tan infamante oficio, cuando se<br />
educaba conmigo en el Colegio de Nobles de Monforte. Desde que se metió a<br />
capitán de forajidos le conocieron por Vitorio; así le llamaremos.<br />
¡Líbreme Dios de echar baldón sobre una familia antigua e ilustre y<br />
deshacer lo que el pobrecillo llevó a cabo con el valor que ustedes verán,<br />
si me atienden.<br />
Les aseguro que en el Colegio de Nobles no tuve compañero que me pareciese<br />
más simpático. De carácter vivo y vehemente, de inteligencia clara y feliz<br />
memoria, estudiaba con suma facilidad; los maestros estaban encantados de<br />
él. Al mismo tiempo, travesura que en el colegio se ejecutase, era sabido:<br />
¿quién la discurrió? Vitorio. No sé qué maña se daba, que siempre era<br />
cabeza de motín, y todos nos poníamos a sus órdenes, reconociendo su<br />
iniciativa y su autoridad. Era en sus resoluciones tenacísimo y violento,<br />
pero pundonoroso hasta dejárselo de sobra, y si alguien me dice entonces<br />
que Vitorio pararía en ladrón, creo que al tal le deshago yo la cara a<br />
bofetones.<br />
Como siempre fui enclenque y enfermizo, Vitorio me había tomado bajo su
protección, y más de una vez escarmentó a los colegiales que me jugaban<br />
pasaditas. Esto, y el ascendiente que ejercía por su manera de ser,<br />
hicieron que yo fuese consagrando a Vitorio apasionada adhesión.<br />
Un día recibió Vitorio cartas de su casa, y con ellas la amarguísima<br />
noticia de que su padre, que era viudo, se disponía a contraer segundas<br />
nupcias.<br />
El paroxismo de ira del muchacho, que adoraba en el recuerdo de su madre,<br />
fue tremebundo; espumaba de rabia, se retorcía, se quería romper la cabeza<br />
contra la pared del dormitorio. Le consolé lo mejor que pude, y cuando ya<br />
le creía aplacado, he aquí que se levanta de noche y me propone que nos<br />
descolguemos por la ventana, atando las sábanas unas a otras, y que,<br />
andando diez leguas, lleguemos a tiempo de impedir la boda de su padre. La<br />
fascinación de Vitorio era tal, que al pronto consentí en el absurdo<br />
proyecto, y si invencibles dificultades materiales no nos lo estorbasen,<br />
creo que lo realizamos.<br />
Poco tardé en salir del colegio, y en bastantes años nada supe de Vitorio.<br />
Estudié Derecho en Compostela, me casé, enviudé, y, teniendo que arreglar<br />
cuestiones de intereses, me establecí en mi casa de aldea de los Adrales,<br />
situada entre Monforte y Lugo, en país montuoso.<br />
Hablábase mucho, en las veladas junto al fuego, de la gavilla que recorría<br />
aquellas inmediaciones, y de la original conducta de su jefe. Contábase<br />
que tenía prohibido matar y atormentar, a menos que le hiciesen<br />
resistencia; que jamás despojaba por completo una casa, sino que siempre<br />
cuidaba de dejar algún dinero a los robados, para que no careciesen de<br />
todo en los primeros instantes; que algunas veces sus robos llenaban el<br />
fin de reparar antojos de la suerte, pues daba al pobre lo del rico, al<br />
segundón lo del mayorazgo, al seminarista lo del racionero y al<br />
arrendatario lo del señor. Añadían que era galante con las damas, y que<br />
éstas, aunque robadas, no le querían mal, ni mucho menos. En resumen: la<br />
clásica silueta del «bandido generoso», y si de Vitorio no hubiese más que<br />
decir, se podía ahorrar el relato o sustituirlo por historias muy<br />
análogas, verbigracia, la de José María.<br />
Aun cuando yo, por precisión, guardaba en casa dinero (entonces no era tan<br />
fácil como hoy ponerlo a buen recaudo), y aunque no alardeo de valiente,<br />
ello es que las noticias referentes a la gavilla me alarmaron poco, y<br />
seguí cenando siempre con las ventanas abiertas -era muy calurosa la<br />
estación- y quedándome entretenido en leer hasta que me entraba sueño, sin<br />
pensar en cerrarlas. Una noche, estando bien descuidado, cátate que, lo<br />
mismo que una bala, cae a mis pies un hombre, pálido, demacrado, con la<br />
ropa hecha trizas, y sin que yo tuviera tiempo a nada, exclama, cogiéndome<br />
de un hombro, en tono lastimero:<br />
-¡Sálvame, Jerónimo! Soy fulano..., tu compañero, tu antiguo amigo. Me<br />
persiguen, mi vida está en tus manos.<br />
Le hice señas de que no temiese; corrí a trancar la ventana con barra<br />
doble; cerré también las puertas, y tendí los brazos a Vitorio, porque ya<br />
le había reconocido. Aunque desfigurado y muy variado por la edad,<br />
reconstruí aquella cabeza hermosa, morena, de facciones tan delicadas y de<br />
tan viril expresión. No sin gran sorpresa mía, Vitorio se resistió a<br />
abrazarme, y murmuró fatigosamente:<br />
-Dame algo...: hace tres días que no pruebo alimento.
Le serví de la cena que aún estaba allí sin recoger, y así que reparó sus<br />
fuerzas, me dijo:<br />
-No me abraces, Jerónimo. Soy el capitán de gavilla de quien tanto habrás<br />
oído, y por milagro no estoy en poder de los que quieren ahorcarme. Si me<br />
conservas algún cariño, ocúltame y déjame dormir, si no, échame; pero no<br />
digas a nadie cómo y dónde me conociste...<br />
Existía en los Adrales un precioso escondrijo antiguo, una especie de<br />
desván practicado bajo otro desván, oculto por un segundo tabique, y con<br />
salida a una escalerilla recatada en el hueco de la pared, y que moría al<br />
pie del bosque. Allí metí a Vitorio, y aunque la fuerza que le perseguía<br />
rodeó mi casa, y aunque se la dejé registrar sin oponer reparo, no<br />
encontraron al fugitivo, ni era posible, a no estar en el secreto, que<br />
sólo sabíamos el mayordomo y yo. Conjurado el peligro, no quise que se<br />
alejase Vitorio hasta que descansó bien, se lavó, se afeitó, se vistió con<br />
ropa mía y tuvo en el cinto dos ricas pistolas inglesas y en la bolsa oro.<br />
No le pregunté palabra, no le dirigí observaciones ni le di consejos, y<br />
esta delicadeza fue, sin duda, la que le movió a decirme poco antes de<br />
marchar:<br />
-Jerónimo, ¿te acuerdas de la boda de mi padre y de aquel disparate que<br />
queríamos hacer en el colegio? Pues de no hacerlo vino mi perdición.<br />
Cuando llegué a mi casa encontré dueña de ella a una madrastra que<br />
obligaba a mi hermana a que la sirviese, y que hasta la pegaba delante de<br />
mí, ¡delante de mí! Tú me has conocido... Recordarás mi carácter...<br />
¡Asómbrate! Yo, al pronto, supe reprimirme, y hablé a mi padre como un<br />
hombre habla a otro hombre. Le dije que quería llevarme a mi hermana, y<br />
que sólo le pedía algún auxilio en dinero para que ella no se muriese de<br />
hambre. Me contestó con desprecio, con enojo, y me ordenó que respetase a<br />
mi madrastra. Entonces, fuera de mí, le dije que mi madrastra no merecía<br />
respeto, y que se lo demostraría antes de un año. Y así fue, Jerónimo: a<br />
los pocos meses mi madrastra y yo... ¿Entiendes? ¡Me lo propuse y lo<br />
conseguí..., lo conseguí...! ¡Por «aquello», y no por «lo de ahora»,<br />
merezco que me cojan y me ahorquen...! En fin: lo cierto es que mi padre<br />
no pudo dudar de su afrenta, y me echó de casa, maldiciéndome, apaleándome<br />
y prohibiéndome que usase su nombre jamás. El resto ya lo sabes... Adiós,<br />
voy a reunirme con mi gente, que andará esparcida por la montaña.<br />
Desapareció y supe que la gavilla se había retirado de aquellos contornos,<br />
metiéndose sierra adentro, por sitios casi inaccesibles. Dos años después<br />
del imprevisto lance, se habló mucho de un robo cometido por Vitorio en<br />
casa de un señor canónigo de Lugo. Consistía la originalidad en que el<br />
robo lo había realizado Vitorio solo, en una ciudad y a las doce del día.<br />
Hallábanse juntos el buen canónigo y cierto clérigo de misa y olla,<br />
jugando al tute, por más señas, cuando vieron entrar a un caballero<br />
apersonado y galán que los saludo muy cortésmente.<br />
-Soy Vitorio -dijo-; pero no se asusten ustedes, que no traigo ánimo de<br />
hacerles ningún mal. Entendámonos como se entiende la gente de buena<br />
educación; vengo por los cinco mil duros en onzas de oro que el señor<br />
canónigo guarda ahí, debajo de esa arquilla; con levantar un ladrillo<br />
numerado, aparecerá el escondrijo.<br />
-¡Cinco mil duros! -gritó el canónigo, más muerto que vivo-. Pero, señor<br />
de Vitorio, ¡si jamás he poseído esa suma!
Y el clérigo, oficiosamente, exclamaba:<br />
-¡Ea!, señor canónigo, no haya más; dé usted al señor de Vitorio esos<br />
cuartos, siquiera por la gracia y la amabilidad con que los pide.<br />
-Déselos usted, si los tiene, y no disponga de caudales ajenos -replicaba,<br />
afligido, el canónigo.<br />
Y Vitorio, siempre afable, añadía:<br />
-Bien dice el señor canónigo; este cura, mientras le aconseja a usted que<br />
se desprenda de tan gruesa suma, se está escondiendo en la pretina una<br />
tabaquera de plata, como si Vitorio fuese algún ratero que cogiese<br />
porquerías semejantes. Pero, señor canónigo, yo sé que los cinco mil duros<br />
ahí están; yo me veo en un grave apuro (que si no, no molestaría a persona<br />
tan respetable como usted). Buen ánimo; si puedo, he de restituírselos.<br />
Y con gallardo ademán entreabrió su abrigo, viéndose relucir la culata de<br />
unas pistolas (quizás las mías). El trémulo canónigo y el abochornado<br />
clérigo alzaron el ladrillo y entregaron a Vitorio los talegones. El<br />
forajido se inclinó, hizo mil cortesías, y los hombres, que con un grito<br />
hubieran podido perderle, se quedaron más de diez minutos sin habla,<br />
mientras él, tranquilamente, bajaba las escaleras.<br />
Sin embargo, el clérigo, que era sañudo y rencoroso, la tuvo guardada,<br />
como suele decirse. Un día de feria, saliendo de la catedral, creyó<br />
reconocer a Vitorio en un aldeano que llevaba a vender una pareja de<br />
bueyes, y le siguió con cautela. Notó que el aldeano tenía las manos<br />
blancas y finas, y corrió a delatarle. Hizo rodear la taberna donde había<br />
observado que entraba, y así cogieron en la ratonera al célebre capitán, a<br />
quien ya sin esperanzas de alcanzarle perseguían por montes y breñas.<br />
La causa de Vitorio tardó mucho en fallarse. Se susurraba que, por ser de<br />
muy esclarecida y calificada familia, no se atrevían los jueces a mandarle<br />
ahorcar, y que si revelaba su verdadero nombre se le dejaría evadirse o le<br />
indultaría la Reina. Yo me encontraba entonces lejos de mi país, y las<br />
noticias en aquel tiempo no volaban como ahora. Por casualidad llegué a<br />
Lugo el mismo día en que pusieron en capilla a Vitorio. Corrí a verle,<br />
afectadísimo. Habíanme asegurado que la noche anterior una dama muy<br />
tapada, penetrando en la prisión, habló largo tiempo con Vitorio, y<br />
sospechando amoríos, compromisos, lazos que quedaban en el mundo, pregunté<br />
a mi antiguo compañero si tenía algo que encargarme para alguna mujer.<br />
-No -respondió, sonriendo con calma-; no tengo a nadie que me llore. La<br />
señora que estuvo a verme ocultando el rostro es mi hermana, a quien he<br />
prometido solemnemente dejarme ahorcar sin que me arranquen mi nombre de<br />
familia. Y este es el único favor que te pido, Jerónimo: ¡que nadie, nadie<br />
sepa nunca!... No he de deshonrar a mi padre dos veces.<br />
En efecto, Vitorio murió callando; el clérigo de la tabaquera de plata<br />
acudió a presenciar cómo perneaba en la horca; pero el señor canónigo, que<br />
no podía olvidar los finos modales con que le habían quitado sus cinco mil<br />
duros aplicó muchas misas por el alma del infeliz.<br />
«El Imparcial», 15 enero 1894.<br />
«Las desnudas»
Una tarde gris, en el campo, mientras las primeras hojas que arranca el<br />
vendaval de otoño caían blandamente a nuestros pies, recuerdo que,<br />
predispuestos a la melancolía y a la meditación por este espectáculo,<br />
hablamos de la fatalidad, y hubo quien defendió el irresistible influjo de<br />
las circunstancias y de fuerzas externas sobre el alma humana, y nos<br />
comparó a nosotros, depositarios de un destello de la Divinidad, con la<br />
piedra que, impelida por leyes mecánicas, va derecha al abismo. Pero Lucio<br />
Sagris, el constante abogado de la espiritualidad y del libre albedrío,<br />
protestó, y después de lucirse con una disertación brillante, anunció que,<br />
para demostrar lo absurdo de las teorías fatalistas, iba a referirnos una<br />
historia muy negra, por la cual veríamos que, bajo la influencia de un<br />
mismo terrible suceso, cada espíritu conserva su espontaneidad y escoge,<br />
mediante su iniciativa propia, el camino, bueno o malo, que en esto<br />
precisamente estriba la libertad. -Pertenece mi historia -añadió- a un<br />
cruento período de nuestras luchas civiles, después de la Revolución de<br />
1868; y evoca la siniestra figura de uno de esos hombres en quienes la<br />
inevitable crueldad y fiereza del guerrillero se exaspera al sentir en<br />
derredor la hostilidad y la enemiga de un país donde todos le aborrecen:<br />
hablo del contraguerrillero, tipo digno de estudio, que mueve a piedad y a<br />
horror. Mientras el guerrillero, bien acogido en pueblos y aldeas,<br />
encontraba raciones para su partida y confidencias para huir de la tropa o<br />
sorprenderla, descuidada, el contraguerrillero, recibido como un perro,<br />
sólo por el terror conseguía imponerse: siempre le acechaban la traición y<br />
la delación; siempre oía en la sombra el resuello del odio. En guerras<br />
tales, el país está de parte de los guerrilleros; o, por mejor decir, las<br />
guerrillas son el país alzado en armas, y el contraguerrillero es el Judas<br />
contra el cual todo parece lícito, y hasta loable.<br />
Ahora, pues, el contraguerrillero de mi historia -supongamos que se<br />
llamaba el Manco de Alzaur- había conseguido realizar el triste ideal de<br />
esta clase de héroes; al oír su nombre, persignábanse las mujeres y<br />
rompían a llorar los chicos. Interpelado el Gobierno en pleno Parlamento<br />
acerca de algunas atrocidades de aquel tigre, protestó de que eran falsas,<br />
y que, si fuesen verdad, recibirían condigno castigo; pero realmente, las<br />
instrucciones secretas dadas al general encargado de pacificar el<br />
territorio en que funcionaba la contraguerrilla del Manco, encerraban la<br />
cláusula de dejarle a su gusto, y cuanto más, mejor. Sin embargo, el<br />
general, a quien repugnaban y estremecían ciertos actos de barbarie, y que<br />
además tenía hijas y era padre tiernísimo, solía encargar mucho al<br />
contraguerrillero que, al menos, no se oprimiese violentamente a las<br />
mujeres; y el Manco se comprometió a ello, jurando que si alguno de su<br />
partida incurría en tal delito, le cortaría inmediatamente las dos orejas.<br />
Los contraguerrilleros, que conocían las malas pulgas de su jefe, se<br />
guardaban bien de contravenir a lo mandado.<br />
Si en alguna ocasión lamentó el Manco haber empeñado su formidable palabra<br />
al general, fue el día en que, evacuado por las fuerzas de Radico y Ollo<br />
el pueblo de Urdazpi, penetró la contraguerrilla en este foco del<br />
carlismo. Es de saber que el párroco de Urdazpi se encontraba desde hacía<br />
año y medio al frente de una partidilla, tan escasa en número como
esuelta y hazañosa, y más de diez veces había puesto la ceniza en la<br />
frente al Manco yéndole a los alcances, batiéndole, cogiéndole prisioneros<br />
y dispersando a su gente, con harto corrimiento y rabia del<br />
contraguerrillero. El odio al cura de Urdazpi era ya como un frenesí en el<br />
Manco, y en Urdazpi vivían cinco lindas y honestas muchachas, carlistas y<br />
devotas, sobrinas del párroco faccioso, hijas de su única hermana,<br />
fusilada por los liberales en la anterior guerra. Cuando trajeron ante el<br />
Manco, amarillas cual la muerte y tan sobrecogidas que ni podían llorar a<br />
las cinco infelices, se alzó un tumulto en el alma feroz del<br />
contraguerrillero; la promesa al general combatía los ímpetus salvajes de<br />
un corazón sediento de venganza, la venganza inicua de ensañarse en la<br />
familia de su enemigo, y devolvérsela vilipendiada y manchada, como se<br />
devuelve un trapo que ha limpiado el suelo de la cámara donde se celebra<br />
orgía impura. Meditó un instante, frunciendo las hirsutas cejas bajo las<br />
cuales encandecían dos ojos de brasa; de pronto, una sonrisa feroz dilató<br />
su boca; había encontrado el medio de no faltar a su palabra, y al mismo<br />
tiempo de mancillar al cura en la persona de sus sobrinas. Dio en<br />
vascuence una orden terminante, y poco después las cinco doncellas,<br />
enteramente despojadas de sus ropas, eran paseadas y empujadas al través<br />
de las calles del pueblo, entre rechifla, denuestos, golpes y groseros<br />
equívocos de los inhumanos que las rodeaban, ebrios de vino y de sangre.<br />
El Manco había anunciado que sería reo de pena capital cualquiera de sus<br />
contraguerrilleros que no se limitase a mofarse de la desnudez de aquellas<br />
desdichadas vírgenes, las cuales, estúpidas de vergüenza, intentando<br />
velarse el rostro con el pelo, echándose por tierra para que el fango de<br />
las calles las sirviese de vestido, pedían con llanto entrecortado y<br />
desgarrador que les devolviesen su ropa y las fusilasen pronto; y al<br />
verlas como estatuas de dolorido e injuriado mármol, el Manco en persona,<br />
o satisfecho o ablandado ya, escupió a los desnudos y mórbidos hombros de<br />
la más joven, y dijo con bestial risa: «Ahora ya pueden volverse a su<br />
madriguera estas carcundas».<br />
Considerar el estado de ánimo de las sobrinas del cura después del<br />
afrentoso suplicio, es como si nos asomásemos a un abismo de<br />
desesperación. Nótese que eran mujeres de intachable conducta, de grave<br />
recato, de profunda religiosidad, más bien exaltada; que las respetaban en<br />
el pueblo por honradas y las celebraban por hermosas; que a pesar de su fe<br />
no tenían vocación monástica, y entre los mozos incorporados a la partida<br />
del cura, más de uno rondaba sus ventanas y pensaba en bodas a la<br />
conclusión de la guerra. Pero después del horrible atropello del Manco,<br />
para las sobrinas del párroco de Urdazpi se había cerrado el horizonte, se<br />
habían acabado las perspectivas de la vida y del mundo. La gente, al<br />
hablar de ellas, sólo las llamaban Las desnudadas, y este apodo infamante<br />
era como inmensa mancha extendida sobre su piel, quemada por tantos<br />
impuros ojos. Abrumadas bajo la carga de la desventura, permanecían<br />
recluidas en casa, sin asomarse a la ventana siquiera sin salir ni a la<br />
iglesia; ¡la iglesia, que es el refugio de todos los dolores! Como si<br />
estuviesen contaminadas de lepra, como a los lazrados que la Edad Media<br />
aislaba, les traía una amiga, movida a compasión, lo necesario para su<br />
sustento, y se lo dejaba en el portal, en un cesto, diariamente, pues ni<br />
aun de ella consentían ser vistas y habladas. Así vivieron un año...
-Pues por ahora -dijimos a Lucio Sagri, interrumpiéndole-, su historia de<br />
usted demuestra que, sometidas a unas mismas circunstancias, las cinco<br />
sobrinas del cura de Urdazpi adoptaron un género de vida absolutamente<br />
idéntico.<br />
-¡Aguarden, aguarden! -clamó Lucio-. No se ha concluido el episodio. Al<br />
año, la consabida amiga avisó para el entierro de una de las sobrinas, la<br />
menor. Aquélla a cuyos cándidos hombros desnudos había escupido el Manco.<br />
Enferma de tristeza desde el día de su desgracia, había ocultado su<br />
padecimiento por no ver al médico, o más bien porque el médico no la<br />
viese. Y la primera salida de la Desnudada fue con los pies para adelante,<br />
camino del cementerio. Pocos días después dejó la casa otra Desnudada, la<br />
mayor. Hizo su viaje de noche, con la cara envuelta en tupido velo, y<br />
apareció en Vitoria, en la casa matriz de las religiosas de una Orden que<br />
tiene por misión asistir a los enfermos y amparar a los niños abandonados.<br />
Quedaban solamente en Urdazpi tres de las sobrinas del cura; pero de allí<br />
a medio año escapáronse juntas dos de ellas, y se incorporaron a la<br />
partida, que por entonces recorría las cercanías en triunfo. Una de las<br />
muchachas tuvo ocasión de pelear como un hombre, con denuedo rabioso,<br />
contra las tropas liberales hasta que una bala le atravesó el fémur y<br />
pereció desangrada. En cuanto a la otra...<br />
-¿Murió también? -preguntamos.<br />
-Peor que si muriese -contestó melancólicamente el narrador-. No sé qué<br />
será de ella; rodará por Bilbao; es lo probable. Esa no supo comprender<br />
que por mucho que desnuden el cuerpo, el pudor y decoro sólo se pierden<br />
cuando se desnuda el alma.<br />
-¿Y la quinta sobrina del cura de Urdazpi?<br />
-¡Ah! Esa vive hoy al lado de su tío, que se acogió a indulto al terminar<br />
la guerra civil. Humilde y resignada, ya madura, atendiendo a sus labores<br />
domésticas y a sus devociones, no parece recordar que en algún tiempo<br />
quiso vivir apartada de sus semejantes... Y en el pueblo la respetan,<br />
¡vaya si la respetan! A pesar de que no puede olvidarse la espantosa<br />
acción del Manco, nadie se atrevería a llamarla Desnudada en alta voz.<br />
«Blanco y Negro», núm. 304, 1897.<br />
Semilla heroica<br />
-Si la santidad de la causa es la que hace al mártir, lo mismo podremos<br />
decir del héroe -declaró Méndez Relosa, el joven médico que desde un<br />
rincón de provincia empezaba a conquistar fama envidiable-. Sólo es héroe<br />
el que se inmola a algo grande y noble. Por eso aquel pobre arrapiezo, a<br />
quien asistí y que tanto me conmovió, no merece el nombre de héroe. A lo<br />
sumo, fue una semilla que, plantada en buena tierra, germinaría y<br />
produciría heroísmo...<br />
-Con todo -objeté- si respecto al mártir las enseñanzas de la Iglesia nos<br />
sacan de dudas, sobre el héroe cabe discutir. El concepto del heroísmo
varía en cada época y en cada pueblo. Acciones fueron heroicas para los<br />
antiguos, que hoy llamaríamos estúpidas y bárbaras. Hasta que los ingleses<br />
lo prohibieron, en la India se creía -y se creerá aún, es lo probable- que<br />
constituye un rasgo sublime, edificante, gratísimo al Cielo, el que una<br />
mujer se achicharre viva sobre el cadáver de su marido<br />
-No niego -declaró Méndez- que la gente llama heroísmo a lo que realiza su<br />
ideal, y que el ideal de unos puede ser hasta abominable para otros. El<br />
embrión de héroe cuya sencilla historia contaré estuvo al diapasón de<br />
ciertos sentimientos arraigados en nuestra raza. Lo que le causó esa<br />
efervescencia que hace despreciar la muerte, fue «algo» que embriaga<br />
siempre al pueblo español. Lo único que revela que el ideal a que aludo es<br />
un ideal inferior, por decirlo así, es que para sus héroes, aclamados y<br />
adorados en vida, no hay posterioridad; no se les elevan monumentos, no se<br />
ensalza su memoria...<br />
Las plazas de toros -continuó después de una breve pausa- han cundido<br />
tanto en el período de reacción que siguió a la Revolución de septiembre,<br />
que hasta nuestra buena ciudad de H*** se permitió el lujo de construir la<br />
suya, a la malicia, de madera, pero vistosa. Cuando se anunció que el<br />
célebre Moñitos, con su cuadrilla, estrenaría la plaza durante las fiestas<br />
de nuestra patrona la Virgen del Mar, despertóse en H***, más que<br />
entusiasmo, delirio. No se habló de otra cosa desde un mes antes; y al<br />
llegar la gente torera, nos dio, no me exceptuó, por jalearla,<br />
obsequiarla, convidarla y traerla en palmitas desde la mañana hasta la<br />
noche. Les abrimos cuenta en el café, les abrumamos a cigarros y les<br />
inundamos de jerez y manzanillas. Nos cautivaba su trazo franco y<br />
gravemente afable, aunque tosco; nos hacía gracia su ingenuidad infantil,<br />
su calma moruna, aquel fatalismo que les permitía arrostrar el peligro<br />
impávidos, y, en suma, aquel estilo plebeyo, pero castizo, de grato sabor<br />
nacional. En poco días cobramos afición a unos hombres tan desprendidos y<br />
caritativos, valientes hasta la temeridad y nunca fanfarrones, creyendo<br />
descubrir en ellos cualidades que atraían y justificaban la simpatía con<br />
que en todas partes son acogidos.<br />
Yo me aficioné especialmente a un mocito como de quince años, pálido<br />
desmedrado, nervioso, que atendía por el alias de Cominiyo. Venía la<br />
criatura con los toreros en calidad de monosabio, y era la perla de su<br />
oficio; un chulapillo vivo y ágil como un tití, que parecía volar. Desde<br />
la primera de las cuatro corridas de aquella temporada en H***, Cominiyo<br />
llamó la atención y se ganó una especie de popularidad por su arrojo, su<br />
agilidad de tigre, sus gestos cómicos y su oportunidad en acudir a donde<br />
hacía falta. La parte que representaba Cominiyo en el drama desarrollado<br />
en el redondel era bien insignificante; pero él se ingeniaba para realzar<br />
un papel tan secundario, y cuando de los tendidos brotaban frases de<br />
elogio para el rapaz, sus macilentas mejillas se iluminaban con pasajero<br />
rubor de orgullo, y sus ojos negros ricamente guarnecidos de sedosas<br />
pestañas, irradiaban triunfal lumbre.<br />
Cominiyo me había confiado sus secretas ambiciones. Como el poeta de<br />
buhardilla sueña la coronación en el Capitolio; como el recluta sueña los<br />
tres entorchados; como el oscuro escribiente la poltrona, Cominiyo soñaba<br />
ser picador. En vez de ir a las ancas del caballo, quería ir delante,<br />
luciendo la fastuosa chaquetilla de doradas hombreras, el ancho sombrerón
de fieltro, los calzones de ante, el rígido atavío de esos hombres<br />
curtidos y recios, de piel de badana, en que no hacen mella los batacazos.<br />
Pero ¿cuándo lograría Cominiyo ascender tan alto? Probablemente así que<br />
hubiese demostrado de una manera indudable su gran corazón; así que<br />
hiciere «una hombrá». Y dispuesto estaba a hacerla a cualquier hora, y más<br />
que dispuesto deseoso, que el valor pide ocasión y tiempo.<br />
En la cuarta corrida presentóse la ocasión tan anhelada y por cierto que<br />
con trágico aparato. El tercer toro, hermoso bicho, de gran poder, dio un<br />
juego tal desde que salió a la plaza, que llegó a causar cierto pánico:<br />
como aquél pocos. Después de destripar por los aires a dos caballos, la<br />
emprendió con el que montaba el picador Bayeta, y en un santiamén dejó al<br />
jinete aplastado bajo la cabalgadura, en la cual se ensañó y cebó furioso.<br />
Crítica era la situación del picador. El peso del jaco le asfixiaba, y si<br />
se rebullese, con él la emprendería el toro. En vano la cuadrilla, a<br />
capotazos, quería engañar y distraer a la fiera, y Bayeta, ahogándose,<br />
asomada la cabeza por detrás del espinazo del jaco moribundo. Ya el toro<br />
se lanzaba hacia la nueva presa, y ya el picador se veía recogido y<br />
despedido hasta las nubes, cuando una figurilla menuda apareció firmemente<br />
plantada sobre el vientre del tendido caballo, y, retando al toro con<br />
temeraria bizarría, le hirió repetidas veces con la mano en el inflamado<br />
morro y hasta osó juguetear con los agudos cuernos mientras salvaban al<br />
picador. Cominiyo, que realizada la proeza intentaba salir escapado, saltó<br />
hacia atrás, resbaló en la viscosa sangre, un charco rojo que el caballo<br />
había soltado de los pulmones, y el toro le pilló allí mismo, contra las<br />
tablas, y le enganchó y levantó en alto y lo dejó caer inerte.<br />
Corrí a la enfermería y reconocí la herida del muchacho, comprobando una<br />
cosa horrible que, a pesar de la impasibilidad profesional, me causó<br />
grima. El toro había cogido a Cominiyo por la espalda, en la región<br />
lumbar; sin duda la fiera tenía astillado el cuerno, y en la astilla sacó<br />
un jirón del hígado, una sangrienta piltrafa. Cominiyo no tenía salvación,<br />
y su lucha con la muerte, sostenida por la juventud y la índole de la<br />
misma lesión, fue larga y cruel. Ocho días le devoró la fiebre<br />
inflamatoria, y como él ignoraba la gravedad de la herida, se agitaba en<br />
un frenesí de alegres esperanzas y de ambiciosas aspiraciones. La ovación<br />
tributada a su hazaña le tenía borracho de gozo, y me decía entusiasmado,<br />
mientras yo trataba de calmar sus dolores, que eran atroces, sobre todo al<br />
principio:<br />
-Me he portado como los hombres. Digasté: ¿seré picador?<br />
El día en que le acompañamos al cementerio, yo al ver que le echaban<br />
encima la húmeda tierra, pensé mucho sobre el heroísmo. Sería una irrisión<br />
plantar laureles en sepultura del rapaz..., y sin embargo, a mí me parecía<br />
que de la misma madera del alma de Cominiyo están hechas las almas de<br />
algunos que podrían reclamar la sombra del árbol sagrado para su tumba.<br />
Mientras regresábamos comentando la suerte del atrevido monosabio, yo<br />
recordaba una copla popular.<br />
Hasta la leña en el monte<br />
tiene su separación;<br />
una sirve para santos;<br />
otra para hacer carbón.
Justiciero<br />
De vuelta del viaje, acababa el Verdello de despachar la cena, regada con<br />
abundantes tragos del mejor Avia, cuando llamaron a la puerta de la cocina<br />
y se levantó a abrir la vieja, que, al ver a su nieto, soltó un chillido<br />
de gozo.<br />
En cambio, Verdello, el padre, se quedó sorprendido, y, arrugando el<br />
entrecejo severamente, esperó a que el muchacho se explicase. ¿Cómo se<br />
aparecía así, a tales horas de la noche, sin haber avisado, sin más ni<br />
más? ¿Cómo abandonaba, y no en víspera de día festivo, su obligación en<br />
Auriabella, la tienda de paños y lanería, donde era dependiente, para<br />
presentarse en Avia con cara compungida, que no auguraba nada bueno? ¿Qué<br />
cara era aquella, rayo? Y el Verdello, hinchado de cólera su cuello de<br />
toro, iba a interpelar rudamente al chico, si no se interpone la abuela,<br />
besuqueando al recién venido y ofreciéndole un plato de guiso de bacalao<br />
con patatas oloroso y todavía caliente.<br />
El muchacho se sentó a la mesa frente a su padre. Engullía de un modo<br />
maquinal, conocíase que traía hambre, el desfallecimiento físico de la<br />
caminata a pie, en un día frío de enero; al empezar a tragar daba diente<br />
con diente, y el castañeteo era más sonoro contra el vidrio del vaso donde<br />
el vino rojeaba. El padre picando una tagarnina con la uña de luto, dejaba<br />
al rapaz reparar sus fuerzas. Que comiese..., que comiese... Ya llegaría<br />
la hora de las preguntas.<br />
No tenía otro hijo varón; una hija ya talluda se había casado allá en<br />
Meirelle, ¡lejos! Este chico, Leandro, endeble nació y endeble se crió. Al<br />
cabo, fruto de una madre tísica. Para proporcionarles bienestar a la madre<br />
y al hijo, el Verdello trajinaba día y noche por anchas carreteras y<br />
senderos impracticables, ejercitando con ardor su tráfico de arriería,<br />
comprando en las bodegas de los señores cosecheros y revendiendo en<br />
figones y tabernas el rico zumo de las vides avienses. Vino que catase y<br />
adquiriese el Verdello, vino era, ¡voto al rayo!, y vino de recibo en<br />
color y sabor. No necesitaba el arriero, para apreciar la calidad del<br />
líquido, beber de él; se desdeñaría de hacer tal cosa. Le bastaba, estando<br />
en ayunas, echar dos o tres gotas en la punta de la lengua, esto para el<br />
sabor; y para el color, otras tantas en la manga de la camisa, arremangada<br />
sobre el fornido brazo. Tal mancha, tal calidad. Y allí quedaban las<br />
manchas color de violeta, con armas parlantes de la arriería. El Verdello<br />
podía decir, con solo mirar a las manchas, qué bodegas del Avia daban el<br />
vino más honradamente moro.<br />
¡Buen oficio el de arriero!¡Buen oficio para el hombre que gasta pelos en<br />
el corazón, que de nada se asusta y se lleva en el cinto sus cuatro
docenas de onzas, o, ahora que no hay onzas, su fajo de billetes de a<br />
cien, y como seguro de las onzas y los billetes, en un bolsillo del<br />
chaquetón, el revólver cargado, y en otro, la navaja, amén de la vara de<br />
aguijón con puño y a veces la escopeta de tirar a las perdices en tiempo<br />
de vacaciones! Porque hay sitios de la carretera que se pueden pasar<br />
durmiendo; pero los hay que es poco rezar el Credo, y conviene estar<br />
dispuesto a santiguar a tiros a los bromistas. Ya se habían querido<br />
divertir con Verdello, y un corte de hoz y dos abolladuras de estacazo<br />
tenía en la cabeza; pero llevó que contar el gracioso. Mejor dicho, no lo<br />
contó más que una semana.<br />
Y sólo un Verdello es capaz de andar siempre atravesando por los caminos,<br />
sin parar y aguantando heladas, lluvias y calores. Así es que no quiso que<br />
Leandro siguiera el perro oficio. El muchacho estaría mejor a la sombra,<br />
bajo tejas, abrigado y comiendo a sus horas. Y así que cumplió los trece<br />
años, le colocó en una tienda de Auriabella, una casa muy decente. Al<br />
despedirse del chico con efusión de cariño brusco y bárbaro, medio a<br />
pescozones, el padre le leyó la cartilla: «Aquí se cumple... Aquí el<br />
hombre se porta, y si no, ¡ojo conmigo...! Honradez... Trabajar... Como te<br />
descuides en lo menor, ya puedes prepararte, ¡rayo!»<br />
No hubo necesidad de desplegar rigor. El principal de Leandro escribía<br />
satisfecho. Era listo el chiquillo, sabía despachar, complacer, y ascendía<br />
poco a poco desde la escoba de barrer la tienda y las cabezas de cardo de<br />
alzar el pelo a los paños, al libro de contabilidad. Con el tiempo vendría<br />
a ser el alma de establecimiento. La mujer del Verdello, devorada por la<br />
consunción, murió tranquila respecto al porvenir de su hijo, viéndole ya,<br />
en su fantasía tendero acomodado, grueso, tranquilo, de levita los<br />
domingos y en el bolsillo del chaleco su buen reloj de oro.<br />
Viudo, sin más compañía que la vieja, el Verdello, aunque robusto y<br />
atlético, no pensaba en volver a casarse. Que se casase el rapaz, que ya<br />
tenía sus diecinueve años. Alusiones y reticencias del principal habían<br />
puesto al padre en sospechas de que Leandro andaba en pasos algo libres.<br />
¡Cosas de la edad! Que no le distrajesen de la obligación..., y lo demás<br />
no importa... ¿A qué venía el ceño del patrón, cuando reconocía que el<br />
chico no faltaba de su sitio nunca, y ni el mostrador ni la caja quedaban<br />
desamparados ni un minuto? ¿Pues acaso él, el propio Verdello, si rodaba<br />
por mesones y tugurios de ciudades, no tenía sus desahogos, sin otras<br />
consecuencias? ¡Bah! Un hombre es un hombre... y con más motivo un rapaz.<br />
Sin embargo, al verle llegar así, a horas impensadas, cabizbajo,<br />
desencajado, el padre sintió allá dentro algo cortante y frío, como el<br />
golpe de un puñal. ¿Qué sucedía? ¿Qué embuchado era aquel, demonio? Y la<br />
mirada de sus pupilas fieras se clavaban en Leandro, queriendo encontrar<br />
otras pupilas que rastreaban por el plato, mientras los blancos dientes<br />
seguían castañeteando o de miedo o de frío...<br />
Acabóse la cena y salió la abuela a preparar la cama, a rebuscar un jergón<br />
y una manta, proyectando la añadidura de sus refajos colorados, ¡helaba<br />
tanto aquella noche!, y solo ya el padre con el hijo, salió disparada la<br />
pregunta:<br />
-¿Tú qué hiciste? ¡Rayo! ¿Tú qué hiciste? Sin mentir...<br />
Como el muchacho callase, dando mayores señales de abatimiento, el<br />
Verdello pateó, y en un arranque, soltó la bomba.
-¡Tú has robado! ¡Tú has robado!<br />
Con inmensa angustia, con movimiento infantil, Leandro quiso echarse en<br />
brazos de su padre; pero este le rechazó de un modo instintivo y violento,<br />
lanzándole contra la pared. El muchacho rompió a sollozar, mientras el<br />
arriero, entre juramentos y blasfemias, repetía:<br />
-¡Has robado..., cochino! Robaste la caja, robaste a tu principal... ¡Para<br />
pintureros vicios! Y ahora lloras... ¡Rayo de Judas! ¡Me...!<br />
Echaba espuma por la boca, braceaba, cerraba los puños... De repente se<br />
aquietó. Para quien le conociese, era aquella quietud muy mala señal.<br />
Callado, derecho en medio de la cocina, alumbrado por el hediondo quinqué<br />
de petróleo y las llamas del hogar, parecía una grosera estatua de barro<br />
pintado, con trágicos rasgos en el rostro, donde se traslucían los negros<br />
pensares. ¡Tener un ladrón en casa!, Él, el Verdello, había sido toda su<br />
vida hombre de bien a carta cabal; su palabra valía oro, sus tratos no<br />
necesitaban papel sellado, ni señal siquiera. Palabra dicha, palabra<br />
cumplida. En las bodegas y las tabernas ya conocían al Verdello. Traficar<br />
y ganar; pero con vergüenza, sin la indecencia de quitar un ochavo a<br />
nadie... ¿Quién se fiaría ya del padre de un ladrón? ¡Rayos! Y con desdén<br />
glacial, como si escupiese un resto de colilla, arrojó al rostro del<br />
muchacho la frase:<br />
-El robar no te viene de casta.<br />
No hubo más respuesta que sollozos, y el padre añadió con la misma<br />
frialdad;<br />
-¿Cuánto cogiste? Porque mañana temprano salgo yo a devolverlo.<br />
Alentó algo el culpable, y, tratando de asegurar la voz, murmuró<br />
débilmente y entre hipos:<br />
-Ciento noventa y siete pesos y dos reales...<br />
No pestañeó el arriero. Podía pagar. Se quedaba sin economía, pero...<br />
¡Dios delante! Eso, en comparanza de otras cosas. Mientras echaba sus<br />
cuentas, con la mano derecha se registraba faja y bolsos sin duda<br />
requisando el capital que guardaba allí, fruto de las ventas realizadas en<br />
Cebre y en Parmonde... Acabado el registro, se volvió hacia el muchacho, y<br />
señaló a la puerta trasera de la cocina:<br />
-¡Anda ahí fuera! ¡Listo!<br />
¿Fuera? ¿A qué? No servía replicar. Leandro obedeció. ¡Que bocanada de<br />
hielo al entrar en la corraliza! La noche era de la de órdago: las<br />
estrellas competían en brillar en el cielo, la escarcha en el suelo, y el<br />
pilón del lavadero se acaramelaba en la superficie. El mastín de guarda<br />
ladró al divisar a los dos hombres; pero su fiel memoria afectiva le<br />
iluminó al instante, y loco de alegría se arrojó a Leandro, apoyándole en<br />
el pecho las patas. Y cuando padre e hijo pasaron el portón de la<br />
corraliza, el can echó detrás, meneando todavía la cola, brincando de<br />
gozo. Anduvieron por sembrados y maizales cosa de un cuarto de hora, hasta<br />
que el Verdello hizo alto al pie de las tapias de un huerto, derruidas<br />
ellas y abandonado él. Y, empujando al muchacho, le arrimó al tapial y se<br />
colocó enfrente, ya empuñando el revólver.<br />
Leandro se le desvió con un salto rápido de su instinto animal.<br />
Comprendía, y su juventud, la savia de los veinte años, protestaba<br />
sublevándose. ¡No; morir, no! Quiso correr, huir a campo traviesa. Y aquel<br />
temblor de antes, el de los dientes, el de las manos, descendió a sus
piernas flacuchas de mozo enviciado en mujerzuelas, y le doblegó y le hizo<br />
caer postrado, medio de rodillas, balbuciendo:<br />
-¡Perdón! ¡Perdón!<br />
El padre se acercó; vio a la semiclaridad de los astros dos ojos dilatados<br />
por el terror, que imploraban..., e hizo fuego justamente allí, entre los<br />
dos ojos, cuya última mirada de súplica se le quedó presente, imborrable.<br />
Cayó el cuerpo boca abajo, y el golpe sordo y mate contra la tierra<br />
endurecida por la helada sonó extrañamente; el perro exhaló un largo<br />
aullido, y el arriero se inclinó; ya no respiraba aquella mala semilla.<br />
«El Imparcial», 12 febrero 1900.<br />
Elección<br />
Lentamente iba subiendo la cuesta el carro vacío, de retorno, y sus ruedas<br />
producían ese chirrido estridente y prolongado que no carece de un encanto<br />
melancólico cuando se oye a lo lejos. Para el labriego, es causa de<br />
engreimiento la agria queja del carro; pero esta vez en el corazón de<br />
Telme, resonaba con honda tristeza. A cada áspero gemido sangraba una<br />
fibra. Tranquilos en su vigor, los bueyes pujaban, venciendo el repecho;<br />
la querencia les decía que por allí iban derechos al brazado de hierba,<br />
acabado de apañar. Sus hocicos babosos, recalentados por la caminata, se<br />
estremecían, aspirando la brisa del anochecer, en que flotaba el delicioso<br />
perfume de la pradería.<br />
A la puerta de la casucha esperaba la mujer de Telme, la tía Pilara, seca,<br />
negruzca, desfigurada, más que por la maternidad y los años, por las rudas<br />
faenas campestres. Ayudó Pilara a su marido a desuncir el carro, y<br />
mientras él encendía un cigarrillo, acomodó los bueyes en el establo<br />
separado por un tabique del «leito» conyugal. No cruzaron palabra. No era<br />
que no se quisieran; al contrario, queríanse bien aquellos dos seres, a su<br />
modo: sino que el labriego es lacónico de suyo, y la absoluta comunidad de<br />
intereses hace entenderse sin gastar saliva. La actitud de Telme y su<br />
gesto decían a Pilara cuanto le importaba saber. El hijo había salido<br />
útil, según el reconocimiento..., y por ende ya era «del rey»; era<br />
soldado.<br />
Con un nudo en la garganta, con escozor en los párpados, dispuso Pilara la<br />
cena, colocando sobre la artesa las dos escudillas de humeante caldo de<br />
«pote». Las despacharon, y, ahorrando luz, se acostaron al punto. Oíase el<br />
rumiar de los bueyes, moliendo la hierba jugosa, y no se oía a marido y<br />
mujer rumiar la pena, atravesada en el gaznate. Dieron vueltas. Suspiró<br />
Pilara; Telme gruñó. ¡Vete noramala, sueño de esta noche!<br />
De pronto -aún no pensaban en cantar los gallos- saltó de la celdilla que<br />
sirve de cama al campesino mariñán, y encendiendo un «mixto» y la<br />
candileja de petróleo, pasó al establo y se dispuso a sacar la yunta.<br />
Pilara, sorprendida, medio soñolienta, le siguió. ¿Qué era aquello? ¿Iba a<br />
la feria, por fin? Que esperase tan siquiera hasta que ella trajese para<br />
los animales otra carga de «herbiña»... Y el labriego, brusco y sombrío,
espondió a media habla:<br />
-No es menester... No van con el carro. No llevan más labor que echar una<br />
pata delante de otra...<br />
La mujer se quedó como de piedra. No insistió. ¿Para qué? Sobraban<br />
explicaciones. Había comprendido. La limitada vida del labriego se compone<br />
de hechos de significación indudable. Quien lleva a la feria la yunta sin<br />
el carro, va a venderla. A eso iba Telme; a deshacerse de sus hermosos<br />
bueyes para librar al mozo.<br />
Pasado el primer instante, como barril de mosto al que le quitan el tapón,<br />
se soltó a chorros la aflicción de Pilara. La marcha de los bueyes, para<br />
no volver más, era cosa tan dura, que la aldeana sintió un dolor físico en<br />
las entrañas; le arrancaban lo mejor de su casa, lo mejor de la parroquia,<br />
lo bueno del mundo, ¡En cuatro leguas de «arredor» no había yunta como<br />
aquélla, bueyes tan parejos, tan rojos, de un color rojo brillante como el<br />
limpio cobre, tan gordos, tan grandes, de tanta ley para el trabajo, y tan<br />
mansos y amorosos, que un chiquillo de siete años los lindaba!<br />
Verdad que tampoco se conocía otro rapaz como Andresiño, más garrido, más<br />
sano, más hombre... ¡Y también querían arrebatárselo! ¡Nuestra Señora nos<br />
ayude, San Antonio nos valga! Pilara sollozaba a gritos, arañándose el<br />
atezado rostro.<br />
Telme, entre tanto, en la corraliza, pasaba el «adival» por entre las<br />
astas de los bueyes, y rezongaba, rechazando a su desconsolada mujer.<br />
-¡Pues o los bueyes o el mozo! Una de dos.<br />
Echó la aldeana los brazos al buey de la izquierda, el Marelo -el más<br />
guapo y forzudo, el que lucía una estrellita blanca en el testuz- y a su<br />
manera, torpemente y hociqueando, besó los anchos ojos, tibios y<br />
pestañudos, de la bestia.<br />
La caricia equivalía a una despedida; la madre, lo mismo que el padre,<br />
«escogía» al suyo, al hijo; no querían, enviarlo allá, a las islas del<br />
demonio, donde la fiebre y la peste chupan a los hombres y el machete los<br />
descuartiza. ¡Asús mío! Pero una cosa es «escoger» a quien cumple que se<br />
escoja, y otra no tener ley a la yunta, ¡que para no tenérsela, había que<br />
ser de palo! Porque, a más de que aquella yunta le ponía la ceniza en la<br />
frente a todas las de la Mariña, se ha de mirar de que Pilar y Telme<br />
llevaban años quitándose el mendrugo de la boca para dárselo a los bueyes.<br />
La corteza de borona, la encaldada de patatas, calabazo y berza, son<br />
alimentos que comparten el labrador y el buey; lo que hace encaldada para<br />
el animal, hace caldo para el dueño. Si el buey engorda, es que el<br />
labrador se priva, mermando su ración. La vanidad, ese tenacísimo<br />
sentimiento humano, que nunca pierde sus derechos, también alienta en los<br />
labradores. Toda la parroquia envidiaba la yunta, hasta tal extremo, que<br />
Pilara les había colgado de las astas, de suerte que cayese en el remolino<br />
central del testuz, un evangelio y dos dientes de ajo encerrados en una<br />
bolsa, remedio contra la «envidia», que para el aldeano es una fuerza<br />
misteriosa, capaz de maleficiar. Pero, aunque dañina, la envidia es<br />
lisonjera. Telme iba por el camino real con sus bueyes, que ni el Papa en<br />
su silla. Y ahora..., ni fachenda, ni provecho, ni orgullo, ni labranza;<br />
al agua todo. El carro, perpetuamente inmóvil y en la corraliza; las<br />
tierras, sin arar; los lucrativos «carretos» de piedra y arena, para<br />
otro... No había remedio. ¡La elección estaba hecha!
Así que se alejó Telmo y dejó de oírse el paso acompasado de la yunta,<br />
Pilara secó en el dorso de la áspera mano los últimos lagrimones, y,<br />
resignadamente, se puso a disponer lo necesario para la cocedura. Con<br />
llorar no se calienta el horno ni se amasa la harina.<br />
La aldeana bregó sin descanso. Mientras partía y disponía la leña y sobaba<br />
la masa con las oscuras manos, la congoja iba calmándose. Adiós los<br />
bueyes..., pero ya vendría el rapaz. Si buena era la yunta, Andresillo<br />
mejor. A forzudo y voluntario, ninguno le ganaba. En un día despabilaba él<br />
más obra que en una semana otros. Y ni pinga de vino, ni camorrista, ni<br />
amigo de ir de tuna. Ganas tenía de arrendar un lugar y casarse; pero<br />
ahora que sus padres se quedaban por él sin la luz de los santos ojos...,<br />
ya les ayudaría a juntar para otra pareja. Con lo que tenían guardado en<br />
el pico del arca y el jornal de Andrés, en dos o tres años...<br />
No pasaba de mediodía cuando regresó Telme, cabizbajo, solo ya, con las<br />
manos vacías, enrollado el «adival» alrededor del cuerpo. Esta vez, Pilara<br />
preguntó ansiosa: «¿Cuánto? ¿Cuánto?» Telme tardó en responder. Al cabo,<br />
mohíno, al ir a sentarse a comer el pote con unto rancio y la «borona»<br />
enmohecida -la «bolla» fresca no había salido aún del horno, ni saldría<br />
hasta la tarde-, desató la lengua, entre reniegos, porque ya sabía Telme<br />
que lo que bajase de cinco mil y pico era regalar la yunta; y en aquella<br />
maldita feria no parece sino que se habían juramentado los compradores<br />
para no ofrecer arriba de cuatro mil. Y era pillada y «mala idea», porque<br />
tan pronto como se los dejó a un chalán desconocido, con acento andaluz,<br />
en cuatro mil y pico, otro de Breanda le dio ventaja al chalán y se los<br />
llevó. Pero ¡tenían que ir al arca...! Y pronto, pronto. Que él pediría<br />
emprestada la burra a Gorio de Quintás, y a las tres, Dios mediante, había<br />
de estar en Marineda, depositando el dinero a cambio del hijo.<br />
Abrieron el arca como si se hubiesen abierto las venas. Pilara cruzaba las<br />
manos, gemía bajito, alzaba al cielo los ojos, se cogía la cabeza, al<br />
volver del revés sobre la artesa el calcetín de lana gorda: los ahorriños<br />
de tanto tiempo. Estaban en moneda sonante, en metálico; el labriego no<br />
quiere guardar papel. Había duros relucientes del nene, otros oxidados,<br />
mucha peseta, calderilla roñosa. Aunque sabían al dedillo la cantidad<br />
recontaron: sobraba un pico. Telme añudó lo necesario en un pañuelo de<br />
algodón azul, por no mezclarlo con lo de la venta, que iba casi todo en<br />
billetes de a ciento, oculto a raíz de la carne. Hecho esto, salió en<br />
demanda de la pollina.<br />
Pilara aguardó, aguardó hasta las altas horas. No sabía si su hombre<br />
dormía aquella noche en Marineda, para volver con el mozo, temprano. Se<br />
acostó al fin. A cosa de la una oyó llamar a voces, y conoció la de Telme.<br />
La sangre le dio una vuelta. Saltó en camisa, encendió la candileja,<br />
abrió: Telme, con la cara color de difunto, estaba delante de ella. ¡Madre<br />
mía de las Angustias! ¿Qué pasaba? ¿Y Andresiño?<br />
-¡Calla! -profirió Telme-. No me hables, que pego fuego a la casa, y te<br />
parto los lomos y se los parto al mismísimo divino Dios... Ya hemos<br />
quedado solos, mujer, sin bueyes y sin hijo. ¡El chalán de la feria... me<br />
metió cuatro billetes falsos!<br />
Y el padre, en vez de realizar sus amenazas de partir los lomos a todo el<br />
mundo, se dejó caer al suelo y se arrancó el pelo a puñados, llorando como<br />
las mujeres.
«La Chucha»<br />
Lo primerito que José San Juan -conocido por el Carpintero- hizo al salir<br />
de la penitenciaría de Alcalá, fue presentarse en el despacho del<br />
director.<br />
Era José un mocetón de bravía cabeza, con la cara gris mate, color de seis<br />
años de encierro, en los cuales sólo había visto la luz del sol dorando<br />
los aleros de los tejados. La blusa nueva no se amoldaba a su cuerpo,<br />
habituado al chaquetón del presidio; andaba torpemente, y la gorra<br />
flamante, que torturaba con las manos, parecía causarle extrañeza,<br />
acostumbrado como estaba al antipático birrete.<br />
-Venía a despedirme del señor director -dijo humildemente al entrar.<br />
-Bien, hombre; se agradece la atención -contestó el funcionario-. Ahora, a<br />
ser bueno, a ser honrado, a trabajar. Eres de los menos malos; te has<br />
visto aquí por un arrebato, por delito de sangre, y sólo con que recuerdes<br />
estos seis años, procurarás no volver... Que te vaya bien. ¿Quieres algo<br />
de mí?<br />
-¡Si usted fuera tan amable, señor director...; si usted quisiera...<br />
Animado por la benévola sonrisa del jefe, soltó su pretensión.<br />
-Deseo ver a una reclusa.<br />
-Es tu «chucha», ¿verdad?... Bueno; la verás.<br />
Y escribió una orden para que dejasen entrar a Pepe el Carpintero, en el<br />
locutorio del presidio de mujeres. Bien sabía el director lo que<br />
significaban aquellas relaciones entre penados, los galanteos a distancia<br />
y sin verse de «chuchos» y «chuchas»; el amor, rey del mundo, que se<br />
filtra por todas partes como el sol, y llega donde éste no llegó nunca,<br />
perforando muros, atravesando rejas.<br />
Tenían casi todos los penados en la penitenciaría de mujeres una<br />
«galeriana» que por cariño remendaba y lavaba su ropa; una compañera de<br />
infortunio, a la cual no habían visto nunca, y cuyas atenciones pagaban<br />
con cargo rebosando sentimentalismo ridículo..., pero sincero. Era el<br />
sacro amor, introduciéndose en aquel infierno para burlarse de la seriedad<br />
de las leyes humanas; la vida y sus efectos floreciendo allí donde el<br />
castigo social quiere convertir a los réprobos en cadáveres con apariencia<br />
de vida. El presidio, un convento vetusto, y el penal de mujeres, soberbio<br />
y flamante, contemplábanse desde cerca, mudos, inmutables; pero un soplo<br />
de pasión contenida y ardiente, de primavera amorosa, germinando entre la<br />
mugre de la «casa muerta», iba de uno a otro edificio como la caricia<br />
fecundadora que por el aire se envían las palmeras de distinto sexo.<br />
Tan grande emoción embargaba a Pepe al dirigirse al locutorio de mujeres,<br />
que sus piernas, temblorosas, acortaban el paso..., ¿Cómo sería su<br />
«chucha»? ¡Por fin iba a verla! Y pensando en las formas de que la había<br />
revestido su imaginación en las noches de insomnio o en los solitarios<br />
paseos patio abajo y arriba, todo el pasado revivía de golpe en su<br />
memoria. Para comenzar, su entrada en presidio, resultado de tener mal
vino y pronta la mano; los primeros meses de sorda excitación, de huraño<br />
aislamiento, viendo deslizarse los días como pesadas ondulaciones de un<br />
río gris y triste. Después, cuando hizo amigos, extrañáronse de que un<br />
muchacho cual él, guapo y terne, que si estaba en trabajo era por ser muy<br />
pobre, no tuviera su «chucha», su «chucha» como los demás. Ellos se<br />
encargaban del arreglo; escribirían a sus amigas, y no faltaría en la casa<br />
de enfrente quien atendiese a tan buen mozo. Un día le dijeron que su<br />
«chucha» se llamaba Lucía, más conocida por el apodo de la Pelusa, y Pepe<br />
le escribió, encontrando dulce satisfacción en saber que más allá de<br />
aquellos muros había alguien que pensaba en él y se interesaba por su<br />
vida. Pronto a este goce espiritual se unieron satisfacciones del egoísmo:<br />
alababan la limpieza de su ropa blanca y sentían envidia al ver ciertos<br />
manjares, obra todo de la Pelusa de la enamorada «chucha», que, invisible<br />
como un duende, tenía para él cuidados maternales.<br />
-Pero, camarada, ¡y qué suerte la tuya! -le decían los compañeros de<br />
pelotón con mal encubierta envidia.<br />
-Esa Pelusa es de oro -añadía un veterano del presidio, oráculo de la<br />
gente joven-. Consérvala, chaval, que mujeres así entras pocas en libra.<br />
-Pero ¿cómo es? -preguntaba Pepe con creciente curiosidad-. ¿Es joven?¿Por<br />
qué está presa?<br />
-Algo mayor que tú debe de ser, pues creo que no es ésta la primera vez<br />
que visita la casa..., pero ¿qué te importa que sea joven o vieja? Tú<br />
déjate querer, que esa es la obligación de los buenos mozos, y cuando<br />
salgas en libertad, búscate otra que te atienda lo mismo.<br />
Pepe protestaba. Sentía duplicarse el agradecimiento hacia aquella mujer;<br />
las relaciones, que al principio le parecían cosa de risa -buena<br />
únicamente para distraer el tedio encierro-, le llegaban muy adentro ya, y<br />
la gratitud se volvía atracción, viendo que no pasaba día sin que en el<br />
rastrillo le entregasen para él paquetes de tabaco, prendas de ropa o algo<br />
de comer que le sostenía fuerte, robusto y sano, librándole del rancho<br />
insípido del penal, la peor engañifa para el hambre.<br />
Pocos días dejaban de escribirse. Las primeras cartas respiraban este<br />
énfasis amoroso aprendido en los epistolarios populares; pero fueron<br />
haciéndose más sinceras, según los dos amantes, por aquel reiterado<br />
contacto de alma: iban conociéndose. Hablaban de su situación, de la<br />
desgracia en que se veían, en términos vagos, como si les causara rubor<br />
decir por qué y de qué modo, y contaban fecha tras fecha el tiempo que les<br />
faltaba para cumplir. Él saldría libre un año antes que ella... ¡Con qué<br />
tristeza lo repetía la pobre «chucha»! Y José protestaba con entereza de<br />
muchacho enérgico, caballeresco a su manera, incapaz de faltar a la<br />
palabra. Él esperaría a que saliera ella; se casarían y serían felices; lo<br />
decía de corazón, sintiéndose ligado para toda su vida por el<br />
reconocimiento a sacrificios que habían endulzado sus amargas horas.<br />
No sabía si aquello era amor; realmente, nunca se había sentido dominado<br />
por mujer alguna; no recordaba más que lances fáciles, los encuentros<br />
causales de su época obrera; pero a su «chucha»... la quería sin conocerla<br />
y juraba no abandonarla jamás. No porque estuviese en presidio era un<br />
canalla capaz de olvidar a aquella mujer que pensaba en él a cada momento<br />
y trabajaba porque nada le faltase. Consistía su única preocupación en<br />
saber algo de la historia o del aspecto de su «chucha». Por desgracia, los
mandaderos no la conocían; en la Galera, regida por monjas, no entraba<br />
otro hombre sino el director; y con escrupulosa delicadeza, ni él ni ella<br />
se atrevían en sus cartas a hablar del pasado ni de sus personas, como<br />
temiendo que al entrar luz se rasgara el ambiente del misterio amoroso y<br />
se disipase el hechizo. Los últimos días, ¡qué turbación tan intensa!...<br />
Pepe hablaba entusiasmado de la próxima salida, y ella contestaba<br />
lacónicamente; sus palabras respiraban tristeza, casi se lamentaba de que<br />
el hombre amado recobrase la libertad, recelando despertar del ensueño de<br />
seis años. Y la misma impaciencia de sus últimos días de escribir dominaba<br />
a Pepe cuando entró en el locutorio de las penadas. Después de entregar la<br />
orden del director, quedóse solo, hasta que por fin, a través de la tupida<br />
reja, oyó suaves pisadas femeniles. Dos monjas se apostaron inmóviles en<br />
el fondo de la galería, donde no podían oír las palabras, pero sí seguir<br />
con la vista todos los movimientos de la que ocupaba el locutorio; y una<br />
galeriana fue aproximándose con paso torpe, cual si le asustase llegar a<br />
la reja.<br />
No hizo movimiento alguno. ¡Las monjas no le habían entendido! Aquella<br />
mujer no era la que él buscaba; y miró con extrañeza a la reclusa, especie<br />
de payaso de la miseria, disfrazado con faldas grises; criatura exigua,<br />
demacrada, encogida, los ojos saltones veteados de sangre, de pelo canoso,<br />
cerril y escaso, alborotado sobre la frente y asomando entre los labios<br />
lívidos una dentadura enorme, amarillenta, de caballo viejo. La mujer<br />
aparecía, además, mal pergeñada, sucia, como si enfaenada en la furia del<br />
trabajo se hubiese olvidado de sí misma. Se miraron algunos instantes con<br />
extrañeza, y acabaron sonriendo, convencidos de la equivocación.<br />
-No; no es usted -dijo Pepe-. Yo busco a la Pelusa. Me acaban de poner en<br />
libertad y vengo a conocerla.<br />
La galeriana se hizo atrás con rápido movimiento de mujer cuyo sistema<br />
nervioso está en perpetua tensión por el género de vida.<br />
-¿Eres tú..., tú...? ¡Pepe!<br />
Y se lanzó contra los hierros, como si buscase verle mejor, devorarle con<br />
los ojos.<br />
Permanecieron silenciosos breves instantes. Ella, pasada la primera<br />
impresión, mostró profundo desaliento; sus ojos se llenaban de lágrimas,<br />
tributo pagado a la decepción horrible. Él absorbía con la mirada la<br />
degradación de aquella ruina, que parecía haber recogido en su persona la<br />
vejez y la inmundicia de todo presidio... ¡Dios, cuán fea era! Tragándose<br />
el llanto, sofocando su tristeza, la Pelusa fue la primera en romper el<br />
silencio, como si deseara terminar cuanto antes aquella escena penosa y<br />
difícil.<br />
-¿Vienes a despedirte?... Bien hecho; se estima. Mira: yo, mientras viva,<br />
no te olvidaré.<br />
Y bajó la cabeza para no mirarle; dijérase que su presencia le causaba<br />
daño, revolviendo el rescoldo de su cariño de la entraña..., condenado a<br />
extinguirse.<br />
-No, Lucía; vengo no más a verte. Ni me despido ni me voy... Vengo a<br />
decirte... que soy el mismo... y a cumplirte la palabra.<br />
Pepe profirió esto con fuerza, con acometividad, ofendiéndole la sospecha<br />
de que aquella entrevista pudiese ser la última. Entonces la «chucha» se<br />
atrevió a contemplarle; pero con expresión de tierna lástima, a estilo de
madre que agradece dulces mentiras del hijo.<br />
-No quieres darme mal rato... Bien, hombre... Dios te lo pague; pero ya<br />
ves como soy: vieja, un susto, y, además, poca salud... ¡Si supieras qué<br />
guerra les doy a las pobres hermanas con este corazón que siempre me está<br />
doliendo!...<br />
Se detuvo al llegar aquí, cual si se avergonzase. Su cara, de una palidez<br />
blanduzca, tono de cera amasada con arcilla, se coloreó, animándose. Hizo<br />
un esfuerzo y continuó:<br />
-Estoy aquí por ladrona; no he hecho otra cosa en mi vida sino robar... Y<br />
a ti, ¡basta verte!, tienes cara de bueno; habrás venido por alguna<br />
desgracia..., vamos, por bronca o cosa parecida. No me engañes, ¿para<br />
qué?... No vas a salir con que me quieres, hijo... Mirame bien... ¡Si<br />
puedo ser tu madre!<br />
Impresionado por las palabras de la reclusa, Pepe quería discutirlas, y<br />
las acogía con furiosos movimientos de cabeza; pero Lucía prosiguió, sin<br />
darle tiempo a que protestase:<br />
-Estoy más enferma de lo que parece; después de este trago, ya sé que no<br />
salgo de aquí con vida, ¡ay, cómo me duele el perro corazón!... Es que me<br />
han engañado; yo creí que eras uno de tantos, un verdadero «chucho», uno<br />
del presidio... Y por eso te quise; ¡nada, cosas que se le ponen a una en<br />
la cabeza; humo que se le mete allí!... ¡Y estaba yo más atontecida! ¡Ea,<br />
hombre!, márchate y no te acuerdes del santo de mi nombre, Dios te dé<br />
suerte, cuanta mereces, y que encuentres una mujer según necesitas...<br />
Porque tú vales un imperio... ¡Eres mucho mozo, caramba!<br />
Lo murmuraba con el alma entera, pegando su pobre cabeza de caricatura a<br />
los hierros, apretando contra ellos sus manos descarnadas, ansiosas de<br />
tocar al deseado de sus ensueños, que se presentaba en la realidad, joven,<br />
arrogante y con aquel aire de bondad y simpatía...<br />
-No, Pelusa -contestó el mocetón con entereza-. Yo soy muy hombre, y los<br />
hombres sólo tenemos una palabra. Prometí casarme contigo y esperaré a que<br />
salgas. No vengo a despedidas, sino a que me conozcas..., y a decirte<br />
hasta luego. ¿Si te creerás que se olvidan seis años de sacrificios, de<br />
vestirme y matarme el hambre, mientras tú sabe Dios lo que comerías y como<br />
vivirías?... Pues ni que fuera yo un señorito de esos que viven estrujando<br />
a las mujeres...<br />
Seguía la Pelusa agarrada a los hierros, y vacilaba lo mismo que si<br />
aquellas palabras cayesen con tremenda pesadumbre sobre su cuerpo endeble.<br />
-Pero ¿va de veras? -murmuró, con voz ronca-. ¿Serás capaz de quererme así<br />
como soy?... ¿Vas a esperarme todo un año?<br />
-Mira, Pelusa -continuó el muchacho- yo no sé si te quiero como a las<br />
otras mujeres. Lo que te digo es que no pienso irme y no me iré... ¿Que no<br />
eres guapa, guapa? Conformes. ¿Pero es que en el mundo sólo las guapas han<br />
de encontrar quien las quiera? No me importa lo que fuiste ni por qué<br />
entraste aquí: a mi lado serás otra cosa. Esperaré trabajo, el director,<br />
que es bueno, me empleará en las obras de la casa, si es preciso pasaré<br />
necesidad, pediré limosna... Lo que te aseguro es que no me largo, y que<br />
ahora soy yo, ¡yo!, quien traerá a su «chucha» ropa y comida.<br />
Lucía cerraba los ojos. Parecía que le deslumbraban las fogosas palabras<br />
de aquel hombre, y echaba atrás el rostro contraído por grotesca mueca que
expresaba asombro y felicidad.<br />
-Tengo aquí clavado el agradecimiento -prosiguió Pepe- y ganas de llorar<br />
cuando pienso en lo que has hecho por mí. ¿Dices que podrías ser mi madre?<br />
Lo serás si quieres; yo no he conocido a la mía. Sales y viviremos juntos;<br />
trabajaré para ti sin pensar más en copas ni en amigos; a mi lado<br />
engordarás y te remozarás, ¡y a no acordarse de este sitio! Tu aquí<br />
encontraste un hombre de bien, y yo la primera mujer de mi vida.<br />
-¡Dios mío!... ¡Virgen Santísima! ¡Virgen!...<br />
Era la Pelusa, que se desplomaba lentamente, mientras sus manos se cubrían<br />
de arañazos al desasirse y deslizarse por el enrejado duro y pinchador.<br />
Cayó como un fardo de harapos, estremeciéndose, balbuciendo entre<br />
convulsiones, con vocecilla infantil:<br />
-¡Pepe, Pepe mío!<br />
Las dos monjas, mudos testigos de la entrevista, vieron caer a la Pelusa y<br />
corrieron para recoger del suelo aquel montón de infelicidad.<br />
Otras monjas, atraídas por los gritos, comenzaron por expulsar a Pepe del<br />
locutorio; a pesar de sus ruegos y exclamaciones, las hermanas no se daban<br />
cuenta de lo ocurrido. Si gustaba podía volver otro día, con permiso del<br />
director...<br />
Pero ni lo pidió ni tuvo que buscar trabajo. ¿Para qué? Al día siguiente<br />
la Pelusa era borrada del registro del penal. El soplo de ventura y de<br />
vida que el «chucho» había llevado consigo al locutorio rompió el corazón<br />
de la miserable y la hizo libre.<br />
«El Liberal», 1 febrero 1900.<br />
El vino del mar<br />
Al reunirse en el embarcadero para estibar el balandro Mascota, los cinco<br />
tripulantes salían de la taberna disfrazada de café llamada de «América» y<br />
agazapada bajo los soportales de la Marina fronterizos al Espolón; tugurio<br />
donde la gentualla del muelle: marineros, boteros, cargadores y «lulos»,<br />
acostumbra juntarse al anochecer. De cien palabras que se pronuncien en el<br />
recinto oscuro, maloliente, que tiene el piso sembrado de gargajos y<br />
colillas, y el techo ahumado a redondeles por las lámparas apestosas,<br />
cincuenta son blasfemias y juramentos, otras cincuenta suposiciones y<br />
conjeturas acerca del tiempo que hará y los vientos reinantes. Sin<br />
embargo, no se charla en «América» a proporción de lo que se bebe; la<br />
chusma de zuecos puntiagudos, anguarina embreada y gorro catalán es<br />
lacónica, y si fueseis a juzgar de su corazón y sus creencias por los<br />
palabrones obscenos y sucios que sus bocas escupen, os equivocaríais como<br />
si formaseis ideas del profundo Océano por los espumarajos que suelta<br />
contra el peñasco.<br />
Acababan de sonar las ocho en el reloj del Instituto cuando acometieron<br />
aquellos valientes la faena de la estibadura, entre gruñidos de discordia.<br />
Y no era para menos. ¿Pues no se emperraba el terco del patrón en que la<br />
carga de bocoyes de vino, si había de ir como siempre en la cala, fuese
sobre cubierta? Aquello no lo tragaba un marinero de fundamento como tío<br />
Reimundo, alias Finisterre, que había visto tanta mar de Dios. Ahí topa la<br />
diferencia entre los que navegaron en mares de verdad, donde hay tiburones<br />
y huracanes, y los que toda la vida chapalatearon en una ponchera.<br />
¡Zantellas del podrido rayo! ¿Quería el patrón que el barco se les pusiese<br />
por sombrero? ¡Era menester estar loco de la cabeza, corcias! ¡Para más,<br />
en noche semejante, con lo falsa que es esa costa de Penalongueira, y<br />
habiendo empezado a soplar el Sur, un viento traidor que lleva de la mano<br />
el cambiazo al «Nordés»! No se la pegaba al tío Reimundo la calma de la<br />
bahía, sobre cuya extensión tersa y plácida prolongaban las mil luces de<br />
la ciudad brillantes rieles de oro; al viejo le daba en la nariz el aire<br />
«de allá», de mar adentro, la palpitación del oleaje excitado por la<br />
mordedura de la brisa. Todo esto, a su manera, broncamente, a media habla,<br />
lo dijo Finisterre. El Zopo, otro experto, listo de manos y contrahecho de<br />
pies, opinaba lo mismo.<br />
Pero Adrián y el Xurel -mozalbetes que acababan de alegrarse unas miajas<br />
con tres copas de caña legítima y sentían duplicados sus bríos- ya estaban<br />
rodando los bocoyes para encima de la Mascota. Sabedores de que aquellos<br />
toneles encerraban vino, los manejaban con fiebre de alegría codiciosa,<br />
calculando la suma de goces que encerraban en sus panzas colosales. ¿A<br />
ellos qué les importaban los gruñidos de Finisterre? Donde hay patrón no<br />
manda marinero.<br />
Entre gritos furiosos para pujar mejor, el «¡ahiaaá!» y el «¡eieiea!» del<br />
esfuerzo, acabóse la estibadura en una hora escasa. Sobre el cielo, antes<br />
despejado, se condensaban nubes sombrías, redondas, de feo cariz. Un soplo<br />
frío rizaba la placa lisa del agua. Juró Finisterre entre dientes y renegó<br />
el patrón de los agoreros miedosos. Mejor si se levantaba viento; ¡así<br />
irían con la vela tan ricamente! El balandro no era una pluma, y<br />
necesitaba ayuda, ¡carandia! Y ocupó su lugar, empuñando el timón. ¡Ea,<br />
hala, rumbo avante!<br />
Como por un lago de aceite marcharon mientras no salieron de la bahía.<br />
Según disminuía y se alejaba la concha orlada de resplandor y el rojo<br />
farol del Espolón llegaba a parecer un punto imperceptible, y otro la luz<br />
verde del puerto, el vientecillo terral insistía, vivaracho, como niño<br />
juguetón. Habían izado la cangreja, y la Mascota cortó el oleaje más<br />
aprisa, no sin cabecear. Descasaban los remeros, bromeando. Sólo<br />
Finisterre se ponía fosco. A cada balance de la embarcación le parecía ver<br />
desequilibrarse la carga.<br />
Ya transponía la barra, y el alta mar luminosa, agitada por la resaca, se<br />
extendía a su alrededor. Para «poncheras» según el despreciativo dicho del<br />
tío Reimundo, la ponchera «metía respeto». El patrón, a quien se le iba<br />
disipando el humo de la caña, fruncía las cejas, sintiendo amagos de<br />
inquietud. Puede que tuviese razón aquel roñicas de Finisterre; la mar,<br />
sin saber por qué, no le parecía «mar de gusto»... Tenía cara de zorra,<br />
cara de dar un chasco la maldita...<br />
Al vientecillo se le antojó dormirse, y una especie de calma de plomo,<br />
siniestra, abrumadora, cayó encima. Fue preciso apretar en los remos<br />
porque la vela apenas atiesaba. El balandro gemía, crujía, en el penoso<br />
arranque de su marcha lenta. Súbitas rachas, inflando la cangreja un<br />
momento, impulsaban la embarcación, dejándola caer después más fatigada,
como espíritu que desmaya al perder una esperanza viva. Y cuando ya veían<br />
a estribor la costa peligrosa de Penalongueira, que era preciso bordear<br />
para llegarse al puertecillo de Dumia y desembarcar el género, se<br />
incorporó de golpe Finisterre, soltando un terno feroz. Acababa de<br />
percibir, allá a lo lejos ese ruido sordo y fragoroso de la tempestad<br />
repentina, del salto del aire que azota de pronto la masa líquida y desata<br />
su furor. El patrón, enterado, gritaba ya la orden de arriar la vela.<br />
Aquello fue ni visto ni oído.<br />
Enormes olas, empujándose y persiguiéndose como leonas enemigas, jugaban<br />
ya con el balandro, llevándolo al abismo o subiéndolo a la cresta<br />
espantosa. De cabeza se precipitaba la embarcación, para ascender<br />
oblicuamente al punto. El patrón, sintiendo su inmensa responsabilidad,<br />
hacía milagros, animando, dirigiendo. ¡La tormenta! ¡Bah! Otras había<br />
pasado y salido con bien, gracias a Dios y a Nuestra señora de la Guía, de<br />
quien se acordaba mucho entonces, con ofrecimientos de misa y excotos de<br />
barquitos, retratos de la Mascota para colgar en el techo del santuario...<br />
Verdad; no era el primer temporal que corrían; pero..., no llevaban la<br />
carga estibada sobre cubierta, sino en el fondo de la cala, bien<br />
apañadita, como Dios manda y se requiere entre la gente del oficio. Y los<br />
que había cometido aquella barbaridad supina, ahora, a pesar de las<br />
furiosas voces de mando de patrón, perdían los ánimos para remar, como si<br />
sintiesen en las atenazadas mejillas el húmedo beso de la muerte... Sólo<br />
una resolución podía salvarlos. Finisterre la sugirió, mezclando las<br />
interjecciones con rudas plegarias. El patrón resistía, pero el cariño a<br />
la vida tira mucho, y por unanimidad resolvió largar al agua los malditos<br />
bocoyes. ¡Afuera con ellos, antes de que se corriesen a una banda y<br />
sucediese lo que se estaba viendo venir! Sin más ceremonias empujaron una<br />
de las barricas para lanzarla por encima de la borda...<br />
Los que intentaron la faena sólo tuvieron tiempo de retroceder a saltos.<br />
La barrica andaba; la barrica se les venía encima ella sola. Y las demás,<br />
como rebaño de monstruos panzudos la seguían. Corrían, rodaban locas de<br />
vértigo, a hacinarse sobre la banda de babor, y el balandro, hocicando,<br />
con la proa recta a la sima, daba espantoso salto, el pinche-carneiro<br />
vaticinado por Finisterre, y soltando en las olas toda su carga, barricas<br />
y hombres, flotaba quilla arriba, como una cáscara de nuez.<br />
La primera noticia del naufragio se supo en el puertecillo de Ángeles,<br />
frontero a la bahía, porque dos bocoyes salieron allí, a la madrugada, y<br />
quedaron varados en la playa al retirarse la marea. Corrió el rumor de la<br />
presa, y se apiñaron en la orilla más de cien personas -pescadores,<br />
aldeanos, carreteros, carabineros, sardineras, mujerucas, chiquillería-.<br />
Nadie ignoraba lo que significa la aparición de bocoyes llenos en una<br />
playa de la costa. Aún les retumbaba en los oídos el bramar de la<br />
tormenta. Pero ahora hacía un sol hermoso, un día magnífico, «criador».<br />
Era domingo; por la tarde bailarían en el castañal; y con la presa, no<br />
había de faltar vino para remojar la gorja. ¡Nadie hizo comentarios<br />
tristes, sino los pescadores, que, sin embargo, se consolaron pensando en<br />
el rico vientre de las barricas...! Solo una vejezuela, que había perdido<br />
a su mozo, su hijo, de veinte años, en un lance de mar, escapó de la playa<br />
dando alaridos y apostada cerca del carro en el cual fueron llevados los<br />
toneles al campo de la romería, chillaba:
-¡No, bebades, no bebades! Ese vino sabe a la sangre de los hombres y al<br />
amarguío de la mar.<br />
Le hicieron el mismo caso que los tripulantes del balandro a Finisterre.<br />
«El Imparcial», 18 junio 1900».<br />
Fuego a bordo<br />
-Cuando salimos del puerto de Marineda -serían, a todo ser, las diez de la<br />
mañana- no corría temporal; sólo estaba la mar rizada y de un verde...,<br />
vamos, un verde sospechoso. A las once servimos el almuerzo, y fueron<br />
muchos pasajeros retirándose a sus camarotes, porque el oleaje, no bien<br />
salimos a alta mar, dio en ponerse grueso, y el buque cabeceaba de veras.<br />
Algunos del servicio nos reunimos en el comedor, y mientras llegaba la<br />
hora de preparar la comida nos divertíamos en tocar el acordeón y hacer<br />
bailar al pinche, un negrito muy feo; y nos reíamos como locos, porque el<br />
negro, con las cabezadas de la embarcación y sus propios saltos, se daba<br />
mil coscorrones contra el tabique. En esto, uno de los muchachos<br />
camareros, que les dicen estuarts, se llega a mí:<br />
-Cocinero, dos fundas limpias, que las necesito.<br />
-Pues vaya usted al ropero y cójalas, hombre.<br />
-Allá voy.<br />
Y sin más, entra y enciende un cabo de vela para escoger las fundas.<br />
¡Aquel cabo de vela! Nadie me quitará de la cabeza que el condenado...,<br />
¡Dios me perdone!, el infeliz del camarero, lo dejó encendido, arrimado a<br />
los montones de ropa blanca. Como un barco grande requiere tanta blancura,<br />
además de las estanterías llenas y atestadas de manteles, sábanas y<br />
servilletas, había en el San Gregorio rimeros de paños de cocina, altos<br />
así, que llegaban a la cintura de un hombre. Por fuerza, el cabo se quedó<br />
pegadito a uno de ellos, o cayó de la mesa, encendido, sobre la ropa. En<br />
fin: era nuestra suerte, que estaba así preparada.<br />
Yo no sé qué cosa me daba a mí el cuerpo ya cuando salimos de Marineda.<br />
Siempre que embarco estoy ocho días antes alegre como unas castañuelas, y<br />
hasta parece que me pide el cuerpo algo de broma con los amigos y la<br />
familia. Pues de esta vez..., tan cierto como que nos hemos de morir...,<br />
tenía yo el viaje atravesado en el gaznate, y ni reía ni apenas hablaba.<br />
La víspera del embarque le dije a mi esposa:<br />
-Mujer, mañana tempranito me aplancharás una camisola, que quiero ir<br />
limpio a bordo.<br />
Por la mañana entró con la camisola, y le dije:<br />
-Mujer, tráeme el pequeño que mama.<br />
Vino el chiquillo y le di un beso, y mandé que me lo quitasen pronto de<br />
allí, porque las entrañas me dolían y el corazón se me subía a la<br />
garganta. También la víspera fui a casa del segundo oficial, el señorito<br />
de Armero, y estaba la familia a la mesa; y la madre, que es así, una<br />
señora muy franca, no ofendiendo lo presente, me dijo:<br />
-Tome usted esta yema, Salgado.
-Mil gracias, señora; no tengo voluntad.<br />
-Pues lléveles éstas a los niños... ¿Y qué le pasa a usted, que está qué<br />
sé yo cómo?<br />
-Pasar, nada.<br />
-¿Y qué le parece el viaje, Salgado?<br />
-Señor, la mar está bella, y no hay queja del tiempo.<br />
-No, pues usted no las tiene todas consigo. Le noto algo en la cara.<br />
Para aquel viaje había yo comprado todos los chismes del oficio; por<br />
cierto que en la compra se me fue lo último que me quedaba: setenta<br />
duretes. Los chismes eran preciosos: cuchillos de lo mejor, moldes<br />
superiores, herramientas muy finas de picar y adornar; porque en el barco,<br />
ya se sabe: le dan a uno buena batería de cocina, grandes cazos y<br />
sartenes, carbón cuanto pida, y víveres a patadas; pero ciertas monaditas<br />
de repostería y de capricho, si no se lleva con qué hacerlas... Y como yo<br />
tengo este pundonor de que me gusta sobresalir en mi arte y que nadie me<br />
pueda enseñar un plato... Por cierto que esta vanidad fue mi perdición<br />
cuando sostuve restaurante abierto. Me daba vergüenza que estuviese<br />
desairado el escaparate, sin una buena polla en galantina, o solomillo<br />
mechado, o jamón en dulce, o chuletas bien panadas y con su papillotito de<br />
papel en el hueso... Y los parroquianos no acudían; y los platos se morían<br />
de viejos allí; y cuando empezaban a oler, nos los comíamos por recurso;<br />
mis chiquillos andaban mantenidos con trufas y jamón, y el bolsillo se<br />
desangraba... Si no levanto el restaurante, no sé qué sería de mí; de<br />
manera que encontrar colocación en el barco y admitirla fue todo uno.<br />
Pensaba yo para mi chaleco: «Ánimo, Salgado; de veintiocho duros que te<br />
ofrecen al mes, mal será que no puedas enviarle doce o quince a la<br />
familia. No es la primera vez que te embarcas; vámonos a Manila; ¿quién<br />
sabe si allí te ajustas en alguna fonda y te dan mil o mil quinientos<br />
reales mensuales, y eres un señor?». Lo dicho: la suerte, que arregla a su<br />
modo nuestros pasos... Estaba de Dios que yo había de perder mis chismes,<br />
y pasar lo que pasé, y volver a Marineda desnudo.<br />
¿En qué íbamos? Sí, ya me acuerdo. Faltaría hora y media para la comida,<br />
cuando me pareció que por la puerta del ropero salía humo. El que primero<br />
lo notó no se atrevía a decirlo: nos mirábamos unos a otros, y nadie<br />
rompía a gritar. Por fin, casi a un tiempo, chillamos:<br />
-¡Fuego! ¡Fuego a bordo!<br />
Mire usted, no cabe duda: lo peor, en esos momentos en que se suceden<br />
cosas horrorosas, es aturdirse y perder la sangre fría. Si cuando corrió<br />
el aviso se pudiese dominar el pánico y mantener el orden; si media docena<br />
de hombres serenos tomasen la dirección, imponiéndose, y aislasen el fuego<br />
en las tripas del barco, estoy seguro de que el siniestro se evitaba. Yo,<br />
que todo lo presencié, que no perdí detalle, puedo jurar que no entiendo<br />
cómo en un minuto se esparció la noticia, y ya no se vieron sino gentes<br />
que corrían de aquí para allí, locas de miedo. Para mayor desdicha<br />
empezaba a anochecer, y la mar cada vez más gruesa y el temporal cada vez<br />
más recio aumentaba el susto. Aquello se convirtió en una Babel, donde<br />
nadie se entendía ni obedecía a las voces de mando.<br />
El capitán, que en paz descanse, era un mallorquín de pelo en pecho,<br />
valentón, y no tiene que dar cuenta a Dios de nada, pues el pobrecillo<br />
hizo cuanto estuvo en su mano; pero le atendían bien poco. Acaso debió
levantar la tapa de los sesos a alguno para que los demás aprendiesen;<br />
bueno, no lo hizo; él fue el primero a pagarlo, ¡cómo ha de ser! Nos<br />
metimos él y yo por el corredor de popa, con objeto de ver qué importancia<br />
tenía el incendio; y apenas abrimos la puerta de hierro, nos salió al paso<br />
tal columna de humo y tal cortina de llamas, que apenas tuvimos tiempo a<br />
retroceder, cerrar y apoyarnos, chamuscados a medio asfixiar, en la pared.<br />
Yo le grité al capitán:<br />
-Don Raimundo, mire que se deben cerrar también las puertas de hierro a la<br />
parte de proa.<br />
Él daría la orden a cualquiera de los que andaban por allí atortolados;<br />
puede que el tercero de abordo; no sé; lo cierto es que no se cumplió, y<br />
en no cumplirse estuvo la mitad de la desgracia. Nosotros, a toda prisa,<br />
nos dedicamos a refrescar con chorros de agua las puertas de hierro, para<br />
que el horno espantoso de dentro no las fundiese y saltasen dejando paso a<br />
las llamas. ¿De qué nos sirvió? Lo que no sucedió por allí sucedió por<br />
otro lado. Nos pasamos no sé cuánto tiempo remojando la placa, envueltos<br />
en humareda y vapor; mas al oír que por la proa salían las llamas ya, se<br />
nos cansaron los brazos, y huyendo de aquel infierno pasamos a la<br />
cubierta.<br />
Verdaderamente cesó desde entonces la batalla con el fuego y las<br />
esperanzas de atajarlo, y no se pensó más que en el salvamento; en librar,<br />
si era posible, la piel; eso, los que aún eran capaces de pensar; porque<br />
muchísimos se tiraron al suelo, o se metieron a arrancarse el pelo por los<br />
rincones, o se quedaron hechos estatuas, como el tercero de a bordo, que<br />
tan pronto se declaró el incendio se sentó en un rollo de cuerdas y ni<br />
dijo media palabra, ni se meneó ni soñó en ayudarnos.<br />
A las dos horas de notarse el fuego la máquina se paró. Si no se para,<br />
tenemos la salvación casi segura; ardiendo y todo, llegaríamos al puerto.<br />
Lo que recelábamos era que el vapor comprimido y sin desahogo hiciese<br />
estallar la caldera. Todos preguntábamos al engineer, un inglés muy tieso,<br />
muy callado y con un corazón más grande que la máquina. No se meneaba de<br />
su sitio, ni se demudó poco ni mucho; abrió todas las válvulas, y nos dijo<br />
con flema:<br />
-Mi responde con mi head, máquina very-good, seguros por ella no<br />
explosión.<br />
Al ver que la pobre de la máquina se paraba, nos quedamos, si cabe, más<br />
aterrados; no creíamos que el incendio llegase hasta donde, por lo visto,<br />
llegaba ya; comprendimos que el fuego no estaba localizado y contenido<br />
sino que era dueño de todo el interior del buque y no había más remedio<br />
que cruzarse de brazos y dejarle hacer su capricho.<br />
-¡Barco perdido, don Raimundo! -dije al capitán.<br />
-Barco perdido, Salgado.<br />
-¿Y nosotros?<br />
-Perdidos también.<br />
-Esperanza en Dios, don Raimundo. Y él se echó las manos a la cabeza, y<br />
dijo de un modo que nunca se me olvida:<br />
-¡Dios!<br />
Yo no sé qué le habíamos hecho a Dios los trescientos cristianos que en<br />
aquel barco íbamos; pero algún pecado muy gordo debió de ser el nuestro<br />
para que así nos juntase castigos y calamidades. De cuantas noches de
temporal recuerdo -y mire usted que algo se ha navegado-, ninguna más<br />
atroz, más furiosa que aquella noche. Una marejada frenética; el barco no<br />
se sostenía; ola por aquí, ola por acullá; montes de agua y de espuma que<br />
nos cubrían; ya no era balancearse; era despeñarse, caer en un precipicio;<br />
parecía que la tormenta gozaba en movernos y abanicarnos para avivar el<br />
incendio. Soplaba un viento iracundo; llovía sin cesar; y la noche, tan<br />
negra, tan negra, que sobre cubierta no nos veíamos las caras. Unos<br />
lloraban de un modo que partía el corazón; otros blasfemaban; muchos<br />
decían: «¡Ay, mis pobres hijos!». No entiendo cómo el timonel era capaz de<br />
estarse tan quieto en su puesto de honor, manteniendo fijo el rumbo del<br />
barco para que no rodase como una pelota por aquel mar loco.<br />
Pronto empezaron a alumbrarnos las llamas, que salían por la proa, no ya a<br />
intervalos, sino continuamente, igual que si desde adentro las soplasen<br />
con fuelles de fragua. Lo tremendo de la marejada hizo que no se pensase<br />
en esquifes; meterse en ellos se reducía a adelantar la muerte. En esto<br />
gritaron que se veía embarcación a sotavento.<br />
¡Un buque! Desde que se declaró el incendio no habíamos cesado de disparar<br />
cohetes y fuegos de bengala, con objeto de que los buques, al pasar cerca<br />
de nosotros, comprendiesen que el barco incendiado contenía gente<br />
necesitada de socorro. Y vea usted cómo Dios, a pesar de lo que dije<br />
antes, nunca amontona todas las desgracias juntas. Aún tenemos que<br />
agradecerle que el sitio del siniestro es un punto de cruce, donde se<br />
encuentran las embarcaciones que hacen rumbo al Atlántico y al<br />
Mediterráneo. Pocas millas más adelante ya no sería fácil hallar quien nos<br />
socorriese.<br />
Al ver el buque, la gente se alborotó, y los más resueltos arriaron los<br />
esquifes en un minuto. Allí no había capitán, ni oficiales, ni autoridad<br />
de ninguna especie; los contramaestres se cogieron el esquife mejor, y<br />
cabiendo en él treinta personas, resultó que lo ocuparon sólo cinco. Ya se<br />
sabe lo que hace el miedo a morir; ni se repara en el peligro, ni hay<br />
compasión, ni prójimo. Sin mirar lo furioso del oleaje y lo imposible que<br />
era nadar allí, se echaron al mar muchísimas personas por meterse en los<br />
esquifes. Aún parece que oigo las voces con que decían al contramaestre.<br />
-¡Espere, nuestramo Nicolás, espere por la madre que le parió; la mano,<br />
nuestramo!<br />
Y él, en su maldita jerga catalana, respondía:<br />
-N'om fa res; n'om fa res.<br />
Y cuando los infelices querían halarse al esquife y se agarraban a la<br />
borda, los de adentro, desenvainando cuchillos, amenazaban coserlos a<br />
puñaladas.<br />
De esta vez hubo ya bastantes víctimas; los esquifes se alejaron, y<br />
nuestra esperanza con ellos. Después de recoger a aquellos primeros<br />
náufragos, el buque siguió su rumbo, porque no le permitía mantenerse al<br />
pairo el temporal.<br />
A todo esto, ¡si viese usted cómo iba poniéndose la cubierta! Oíamos el<br />
roncar del incendio, que parecía el resoplido de un animalazo feroz, y a<br />
cada instante esperábamos ver salir las llamas por el centro del buque y<br />
hundirse la cubierta. Nos arrimábamos cuanto podíamos a la parte de popa,<br />
pues además el calor del suelo se hacía insoportable, y del piso de hierro<br />
cubierto con planchas de madera salían, por los agujeros de los tornillos,
llamitas cortas, igual que si a un tiempo se inflamasen varias docenas de<br />
fósforos, sembrados aquí y acullá. Ya ni el frío ni la oscuridad eran de<br />
temer; ¡qué disparate!, buena oscuridad nos dé Dios: la popa algunas veces<br />
estaba tan clara como un salón de baile; iluminación completa: daba gusto<br />
ver el horizonte cerrado por unas olas inmensas, verdes y negruzcas, que<br />
se venían encima, y sobre las cuales volaba una orillita de espuma más<br />
blanca que la nieve. También divisamos otro buque, un paquebote de vapor,<br />
que se paraba, sin duda, para auxiliarnos. ¡Estaba tan lejos! Con todo, la<br />
gente se animó. El segundo, el señorito de Armero, se llegó a mí y me tocó<br />
en el hombro.<br />
-Salgado, ¿puede usted bajar a la cámara? Necesito un farol.<br />
-Mi segundo, estoy casi ciego... Con el calor y el humo me va faltado la<br />
vista.<br />
-Aunque sea a tientas..., quiero un farol.<br />
Vaya, no sé yo mismo cómo gateé por las escaleras; la cámara era un horno;<br />
el farol todavía estaba encendido; lo descolgué y se lo entregué al<br />
segundo, convencido de que le daba el pasaporte para la eternidad, pues el<br />
esquife en que él y otros cuantos se decidieron a meterse era el más chico<br />
y estaba muy deteriorado. Lo arriaron, y por milagro consiguieron sentarse<br />
en él sin que zozobrase. Entonces empezó la gente a lanzarse al mar para<br />
salvarse en el esquife, y pude notar que, apenas caían al agua, morían<br />
todos. Alguno se rompió la cabeza contra los costados del buque; pero la<br />
mayor parte, sin tropezar en nada, expiró instantáneamente. ¿Era que<br />
hervía el agua con el calor del incendio y los cocía? ¿Era que se les<br />
acababan las fuerzas? Lo cierto es que daban dos paladitas muy suaves para<br />
nadar, subían de pronto las rodillas a la altura de la boca, y flotaban ya<br />
cadáveres.<br />
Los del esquife remaban desesperadamente hacia el barco salvador. Supe<br />
después que a la mitad del camino, notaron que el esquife, roto por el<br />
fondo, hacía agua y se sumergía; que pusieron en la abertura sus<br />
chaquetas, sus botas, cuanto pudieron encontrar; y no bastando aún, el<br />
señorito de Armero, que es muy resuelto, cogió a un marinerillo, lo sentó<br />
o, por mejor decir, lo embutió en el boquete, y le dijo (con perdón):<br />
-¡No te menees, y tapa con el...!<br />
Gracias a lo cual llegaron al buque y les pudimos ver ascendiendo sobre<br />
cubierta. No sé si nos pesaba o no el habernos quedado allí sin probar el<br />
salvamento. ¡Los muertos ya estaban en paz, y los salvados..., qué<br />
felices! El buque aquel tampoco se detenía; era necesario aguardar a que<br />
Dios nos mandase otro, y resistir como pudiésemos todo el tiempo que<br />
tardase. Es verdad que nuestro San Gregorio aún podía durar. Al fin, era<br />
un gran vapor de línea, con su cargamento, y daba qué hacer a las llamas.<br />
El caso era refugiarse en alguna esquina para no perecer abrasados.<br />
Al capitán se le ocurrió la idea de trepar a la cofa del gran árbol de<br />
hierro, del palo mayor. Mientras el barco ardía, creyó él poder mantenerse<br />
allí, seguro y libre de las llamas, como un canario en su jaula. Yo, que<br />
le vi acercarse al palo, le cogí del brazo en seguida.<br />
-No suba usted, capitán; ¿pues no ve que el palo se tiene que doblar en<br />
cuanto se ponga candente?<br />
El pobre hombre, enamorado del proyecto, daba vueltas alrededor del palo<br />
estudiando su resistencia. Creo que si más pronto le anuncio la
catástrofe, más pronto sucede. El árbol..., ¡pim!, se dobló de pronto, lo<br />
mismo que el dedo de una persona, y arrastrado por su peso, besó el suelo<br />
con la cima. Por listo que anduvo el capitán, como estaba cerca, un<br />
alambre candente de la plataforma le cogió el pie por cerca del tobillo y<br />
se lo tronzó sin sacarle gota de sangre, haciendo a un tiempo mismo la<br />
amputación y el cauterio; respondo de que ningún cirujano se lo cortaba<br />
con más limpieza. Le levantamos como se pudo, y colocando un sofá al<br />
extremo de la popa, le instalamos del mejor modo para que estuviese<br />
descansado. Se quejaba muy bajito, entre dientes, como si masticase el<br />
dolor, y medio le oí: «¡Mi pobre mujer!, ¡mis hijitos queridos!, ¿qué será<br />
de ellos?». Pero de repente, sin más ni más, empezó a gritar como un<br />
condenado, pidiendo socorro y medicina. ¡Sí, medicina! ¡Para medicinas<br />
estábamos! Ya el fuego había llegado a la cámara y a pesar del ruido de la<br />
tormenta oíamos estallar los frascos del botiquín, la cristalería y la<br />
vajilla. Entonces el desdichado comenzó a rogar, con palabras muy tristes,<br />
que le echásemos al agua, y usando, por última vez, de su autoridad a<br />
bordo, mandó que le atásemos un peso al cuerpo. Nos disculpamos con que no<br />
había con qué atarle, y él, que al mismo tiempo estaba sereno, recordó que<br />
en la bitácora existe una barra muy gruesa de plomo, porque allí no puede<br />
entrar ni hierro ni otro metal que haga desviar la aguja imantada. Por más<br />
que nos resistimos, fue preciso arrancarla y colgársela del cuello, y como<br />
el peso era grande y le obligaba a bajar la cabeza, tuvo que sostenerlo<br />
con las dos manos, recostándose en el respaldo del sofá. Como llevaba en<br />
el bolsillo su revólver, lo armó, y suplicó que le permitiesen pegarse un<br />
tiro y le arrojasen al mar después. ¡Naturalmente que nos opusimos! Le<br />
instamos para que dejase amanecer; con el día se calmaría la tormenta, y<br />
algún barco de los muchos que cruzaban nos salvaría a todos. Le<br />
porfiábamos y le hacíamos reflexiones de que el mayor valor era sufrir.<br />
Por último desmontó y guardó el revólver, declarando que lo hacía por sus<br />
hijos nada más. Se quejó despacito y se empeñó en que habíamos de buscar y<br />
enseñarle el pie que le faltaba. ¿Querrá usted creer que anduvimos tras<br />
del pie por toda la cubierta y no pudimos cumplirle aquel gusto?<br />
Después del lance del capitán, ocurrió el del oficial tercero, y se me<br />
figura que de todos los horrores de la noche fue el que más me afectó. ¡Lo<br />
que somos, lo que somos! Nada; una miseria. El tercero era un joven que<br />
tenía su novia, y había de casarse con ella al volver del viaje. La quería<br />
muchísimo, ¡vaya si la quería! Como que en el viaje anterior le trajo de<br />
Manila preciosidades en pañuelos, en abanicos de sándalo, en cajitas en<br />
mil monadas. No obstante... o por lo mismo... en fin ¡qué sé yo!<br />
Desgracias y flaquezas de los mortales..., el pobre andaba triste,<br />
preocupado, desde tiempo atrás. Nadie me convencerá de que lo que hizo no<br />
lo hizo «queriendo» porque ya lo tenía pensado de antes y porque le<br />
pareció buena la ocasión de realizarlo. Si no, ¿qué trabajo le costaba<br />
intentar el salvamento con el señorito de Armero? Ya determinado a morir,<br />
tanto le daba de un modo como de otro, y al menos podía suceder que en el<br />
esquife consiguiese librar la piel. Bien; no cavilemos. El no dio señales<br />
de pretender combatir el fuego, y mientras nosotros manejábamos el<br />
«caballo» y soltábamos mangas de agua contra las puertas, envueltos en<br />
llamas y humo, él, quietecito y como atontado. Al marcharse el señorito de<br />
Armero, le llamó a la cámara para entregarle su reloj, un reloj precioso
con tapa de brillantes, y dos sortijas muy buenas también, encargándole<br />
que se las llevase a su novia como recuerdo y despedida. Lo que yo digo;<br />
el hombre se encontraba resuelto a morir. Luego subió a popa, y le vi<br />
sentado, muy taciturno, con la cabeza entre las manos.<br />
A dos pasos me coloqué yo. Él se volvió y me dijo:<br />
-Cocinero, ¿tiene usted ahí un cigarro?<br />
-Mi oficial, sólo tengo picadura en el bolsillo del chaquetón... Pero este<br />
tiene tabacos, de seguro... añadí, señalando a un camarero que estaba allí<br />
cerca.<br />
¿Querrá usted creer que el bruto del camarero se resistía a meter la mano<br />
en el bolsillo y soltar el cigarro?<br />
-Animal -le grité-, no seas tacaño ahora. ¿De qué te servirá el tabaco, si<br />
vamos todos a perecer?<br />
En vista de mis gritos, el hombre aflojó el cigarro. El tercero lo<br />
encendió y daría, a todo dar, tres chupadas; a cada una le veía yo la cara<br />
con la lumbre del cigarro: un gesto que ponía miedo. A la tercera chupada,<br />
acercó a la sien el revólver, y oímos el tiro. Cayó redondo, sin un «ay».<br />
Nadie se asustó, nadie gritó; casi puede decirse que nadie se movió,<br />
estábamos ya de tal manera, que todo nos era indiferente. Sólo el capitán<br />
preguntó desde el sofá:<br />
-¿Qué es eso? ¿Qué ocurre?<br />
-El tercero que se acaba de levantar la tapa de los sesos.<br />
-¡Hizo bien!<br />
De allí a poco rato, murmuró:<br />
-Echadle al mar.<br />
Obedecimos, y a ninguno se le ocurrió rezar el Padrenuestro.<br />
¡Es que se vuelve uno estúpido en ocasiones semejantes! Figúrese usted que<br />
en los primeros instantes recogió el capitán, de la caja, seis mil duros y<br />
pico en oro y billetes; seis mil duros y pico que anduvieron rodando por<br />
allí, sobre cubierta, sin que nadie les hiciese caso ni los mirase. En<br />
cambio, al piloto se le había metido en la cabeza buscar el cuaderno de<br />
bitácora y se desdichaba todo porque no daba con él, lo mismo que si fuese<br />
indispensable apuntar a qué altura y latitud dejábamos el pellejo. Pues<br />
otra rareza. En todo aquel desastre, ¿quién pensará usted que me infundía<br />
más lástima? El perro del capitán, un terranova precioso, que días atrás<br />
se había roto una pata y la tenía entablillada; el animalito, echado junto<br />
al timón, remedaba a su amo, los dos iguales, inválidos y aguardando por<br />
la muerte. ¡Si seré majadero! El perro me daba más pena.<br />
Ya las llamas salían por sotavento y la mañana se iba acercando ¡Qué<br />
amanecer, Virgen Santa! Todos estábamos desfallecidos, muertos de sed, de<br />
frío, de calor, de hambre, de cansancio y de cuanto hay que padecer en la<br />
vida. Algunos dormitaban. Al asomar la claridad del día, salió del centro<br />
del barco una hoguera enorme; por el hueco del palo mayor se habían<br />
abierto paso las llamas, y la cubierta iba, sin duda, a hundirse,<br />
descubriendo el volcán. Contábamos con el suceso, y a pesar de que<br />
contábamos, nos sorprendió terriblemente. Empezamos a clamar al Cielo, y<br />
muchos a enseñarle el puño cerrado, preguntando a Dios.<br />
-¿Pero qué te hicimos?<br />
El capitán, que tiritaba de fiebre, me dijo gimiendo:<br />
-¡Agua! ¡Por caridad, un sorbo de agua!
¡Agua! Puede que la hubiese en el aljibe. Así que lo pensé fui hacia él y<br />
se me agregaron varios sedientos, poniendo la boca en unos remates que<br />
tiene el aljibe y son como biberones por donde sale el agua. ¡Qué de<br />
juramentos soltaron! El agua, al salir hirviendo, les abrasó la boca. Yo<br />
tuve la precaución de recibirla en mi casquete y dejarla enfriar. El<br />
capitán continuaba con sus gemidos. Tuve que dársela medio templada aún.<br />
¡Me miró con unos ojos!<br />
-Gracias, Salgado.<br />
-No hay de qué, capitán... ¡Se hace lo que se puede!<br />
La tormenta, en vez de ir a menos, hasta parece que arreciaba desde que<br />
era de día. Para no caer al mar, nos cogíamos a la barandilla. Pasó un<br />
barco, y por más señales que le hicimos, no se detuvo; y debió de vernos,<br />
pues cruzó a poca distancia. A mí me dolían de un modo cruel los ojos<br />
secos por el fuego, y cuanto más descubría el sol, menos veía yo, no<br />
distinguiendo los objetos sino como a través de una niebla. Por otra<br />
parte, me sentía desmayar, pues desde el almuerzo de la víspera no había<br />
comido bocado, y se me iba el sentido. Casualmente, se encontraron sobre<br />
cubierta, descuartizadas y colgadas, las reses muertas para el consumo del<br />
buque, y con el calor del incendio estaban algo asadas ya. Los que nos<br />
caíamos de necesidad nos echábamos sobre aquel gigantesco rosbif, medio<br />
crudo, y refrescábamos la boca con la sangre que soltaba. Nos reanimamos<br />
un poco.<br />
A mediodía sucedió lo que temíamos: quedó cortada la comunicación entre la<br />
popa y la proa, derrumbándose con gran estrépito media cubierta y viéndose<br />
el brasero que formaba todo el centro del barco. Salieron las llamas<br />
altísimas, como salen de los volcanes, y recomendamos el alma a Dios,<br />
porque creíamos que iban a alcanzarnos. No sucedió esto por dos razones:<br />
primera, por tener el buque, en vez de obra muerta de madera, barandilla<br />
de hierro, segunda, por estar las puertas de hierro cerradas hacia la<br />
parte de popa, lo cual contuvo el incendio por allí, obligándole a cebarse<br />
en la proa. De todas maneras, no debían las llamas de andar muy lejos de<br />
nuestras personas, ya que a eso de las tres de la tarde empezamos a<br />
advertir que el piso nos tostaba las plantas de los pies. Atamos a una<br />
cuerda un cubo, y lo subíamos lleno de agua de mar, vertiéndolo por el<br />
suelo para refrescarlo un poco. Ya comprendíamos lo estéril del recurso, y<br />
en medio de lo apurados que estábamos, no faltó quien se riese viendo que<br />
era menester levantar primero un pie y luego bajar aquel y levantar el<br />
otro para no achicharrarse. Serían las tres. El capitán me llamó despacio<br />
-Salgado, ¡cuánto mejor era morir de una vez!<br />
-Para morir siempre hay tiempo, mi capitán. Aún puede que la Virgen<br />
Santísima nos saque de este apuro.<br />
Claro que yo se lo decía para darle ánimos; allá, en mi interior,<br />
calculaba que era preciso hacer la maleta para el último viaje. Bien sabe<br />
Dios que no pensaba en las herramientas que había perdido ni en mi propia<br />
muerte, sino en los chiquillos que quedaban en tierra. ¿Cómo los trataría<br />
su padrastro? ¿Quién les ganaría el pan? ¿Saldrían a pedir limosna por las<br />
calles? A lo que yo estaba resuelto era a no morir asado. Miré dos o tres<br />
veces al mar, reflexionando cómo me tiraría para no romperme la cabeza<br />
contra el casco y no sufrir más martirio que el del agua cuando me entrase<br />
en la boca. Para acabar de quitarnos el valor, pasó un barco sin hacer
caso de nuestras señales. Le enseñamos el puño, y hubo quien gritó:<br />
-¡Permita Dios que te veas como nos vemos!<br />
Ya nos rendía los brazos la faena de bajar y subir baldes de agua, que era<br />
lo mismo que apagar con saliva una hoguera grande, y convencidos de que<br />
perdíamos el tiempo y que era igual perecer un cuarto de hora antes o<br />
después, el que más y el que menos empezó a pensar cómo se las arreglaría<br />
para hacer sin gran molestia la travesía al otro barrio. Yo me persigné,<br />
con ánimo de arrojarme en seguida al mar. ¡Qué casualidades! Hete aquí que<br />
aparece una embarcación, y en vez de pasar de largo, se detiene.<br />
Ya estaba el barco al habla con nosotros: una goleta inglesa, una hermosa<br />
goleta, que desafiaba la tempestad manteniéndose al pairo. Los que<br />
conservaban ojos sanos pudieron leer en su proa, escrito con letras de<br />
oro, Duncan. Empezamos a gritar en inglés, como locos desesperados:<br />
-Schooner! Schooner! Come near!<br />
-Trhow te the water! -nos respondían a voces, sin atreverse a acercarse.<br />
¡Echarnos al agua! ¡No quedaba otro recurso y este era tan arriesgado! En<br />
fin qué remedio: los esquifes no podían aproximarse, por el temporal, y el<br />
buque menos aún. Nuestro San Gregorio, cercado por todas partes de llamas<br />
inmensas, ponía miedo. Había que escoger entre dos muertes: una segura y<br />
otra dudosa. Nos dispusimos a beber el sorbo de agua salada.<br />
El primer chaleco salvavidas que nos arrojaron al extremo de un cabo se lo<br />
ofrecimos al capitán.<br />
-¡Ánimo! -le dijimos-. Póngase usted el chaleco, y al mar; mal será que no<br />
bracee usted hasta la goleta.<br />
-¡No puedo, no puedo!<br />
-Vaya, un poco de resolución.<br />
Se lo puso y medio murmuró gimiendo:<br />
-Tanto da así como de otro modo.<br />
Y acertaba. Aquello fue adelantar el desenlace, y nada más. Se conoce que<br />
o la humedad del agua, o el sacudimiento de la caída, le abrieron las<br />
arterias del pie tronzado, y se desangró en un decir Jesús; o acaso el<br />
frío le produjo calambre; no sé, el caso es que le vimos alzar los brazos,<br />
juntarlos en el aire y colarse por el ojo del salvavidas al fondo del mar.<br />
Quedaron flotando el chaleco y la gorra, a él no le vimos más en este<br />
mundo.<br />
Seguían echándonos, desde la goleta, cabos y salvavidas, y la gente, visto<br />
el caso del capitán, recelaba aprovecharlos. Yo me decidí primero que<br />
nadie. Ya quería, de un modo o de otro, salir del paso. Pero antes de dar<br />
el salto mortal reflexioné un poco y determiné echarme de soslayo, como<br />
los buzos, para que la corriente, en vez de batirme contra el buque, me<br />
ayudase a desviarme de él. Así lo hice, y, en efecto, tras de la<br />
zambullida, fui a salir bastante lejos del San Gregorio. Oía los gritos<br />
con que desde el schooner me animaban, y oí también el último alarido de<br />
algunos de mis compañeros a quienes se tragó el agua o zapatearon las olas<br />
contra los buques. Yo choqué con la espalda en el casco del Duncan: un<br />
golpe terrible, que me dejó atontado. Cuando me halaron, caí sobre<br />
cubierta como un pez muerto.<br />
Acordé rodeado de ingleses. Me decían: ¡Go!, ¡cook!, ¡go! ¡a la cámara! Me<br />
incorporé y quise ir a donde me mandaban, pero no veía nada, y después de<br />
tantos horrores me eché a llorar por primera vez, exclamando:
-My no look..., ciego..., enséñeme el camino.<br />
Me levantaron entre dos y me abracé al primero que tropecé, que era un<br />
grumete, y rompió también a llorar como un tonto. No sé las cosas que<br />
hicieron conmigo los buenos de los ingleses. Me obligaron a beber de un<br />
trago una copa enorme de brandy, me pusieron un traje de franela, me<br />
dieron fricciones, me acostaron, me echaron encima qué sé yo cuántas<br />
mantas y me dejaron solito.<br />
¿Qué sentí aquella noche? Verá usted... Cosas muy raras; no fue delirar,<br />
pero se le parecía mucho. Al principio sudaba algo y no tenía valor para<br />
mover un dedo, de puro feliz que me encontraba. Después, al oír el ruido<br />
del mar, me parecía que aún estaba dentro de él y que las olas me batían y<br />
me empujaban aquí y allí. Luego iban desfilando muchas caras; mis<br />
compañeros, el terceto a la luz del cigarro, el capitán y gentes que no<br />
veía hacía tiempo, y hasta un chiquillo que se me había muerto años<br />
antes...<br />
En fin, por acabar luego: llegamos a Newcastle, se me alivió la vista, el<br />
cónsul nos dio una guinea para tabaco, y a los pocos días nos embarcamos<br />
en un barco español con rumbo a Marineda ¡Qué diferencia del buque inglés!<br />
Nuestros paisanos nos hicieron dormir en el pañol de las velas, sobre un<br />
pedazo de lona; apenas conseguimos un poco de rancho y galleta por comida;<br />
como si fuésemos perros.<br />
De la llegada, ¿qué quiere usted que diga? A mi mujer le habían dado por<br />
cierta mi muerte; en la calle le cantaban los chiquillos coplas<br />
anunciándosela. Supóngase usted cómo estaba y cómo me recibió. Ahora he de<br />
ir al santuario de La Guardia: no tengo dinero para misas; pero iré a pie<br />
descalzo, con el mismo traje que tenía cuando me hallaron sobre la<br />
cubierta del Duncan: chaleco roto por los garfios del salvavidas, pantalón<br />
chamuscado y la cabeza en pelo; se reirán de verme en tal facha, no me<br />
importa, quiero besar el manto de la Virgen y rezar allí una Salve.<br />
Me faltará para pan, pero no para comprar una fotografía del San<br />
Gregorio... ¿Ha visto usted cómo quedó? El casco parece un esqueleto de<br />
persona, y aún humea; el cargamento de algodón arde todavía, dentro se ve<br />
un charco negro, cosas de vidrio y de metal fundidas y torcidas...<br />
¡Imponente!<br />
¡Que si me da miedo volver a embarcarme! ¡Bah! ¡lo que está de Dios...,<br />
por mucho que el hombre se defienda...! Ya tengo colocación buscada<br />
¿Quiere usted algo para Manila? ¿Que le traiga a usted algún juguete de<br />
los que hacen los chinos? El domingo saldremos...<br />
......................................................................<br />
Di al cocinero del San Gregorio unos cuantos puros. Tiene el cocinero del<br />
San Gregorio buena sombra y arte para narrar con viveza y colorido.<br />
Durante la narración, vi acudir varias veces las lágrimas a sus ojos<br />
azules, ya sanos del todo.<br />
La paz
Declarada la guerra entre los dos bandos enemigos, cada cual pensó en<br />
armarse. La elección de jefes no ofrecía dificultad: Pepito Lancín era<br />
aclamado por los de los bandos de la izquierda, y Riquito (Federico)<br />
Polastres, por los de la derecha. Merecían los dos caudillos tan<br />
honorífico puesto. Con su travesura y su viveza de ingenio inagotable,<br />
Pepito Lancín conseguía siempre divertir a los compañeros de colegio,<br />
discurriendo cada día alguna saladísima diablura y volviendo loco al<br />
catedrático de Historia, don Cleto Mosconazo, a quien había tomado por<br />
víctima. Ya le tenía dentro del tintero una rana viva; ya le disparaba con<br />
la cerbatana garbanzos y guisantes; ya le untaba de pez el asiento para<br />
que se le quedasen pegadas las faldillas del gabán; ya le colocaba un<br />
alfiler punta arriba en el brazo del sillón, donde el señor Mosconazo<br />
tenía costumbre de pegar con la mano abierta mientas explicaba a<br />
tropezones las proezas de Aníbal o las heroicidades de Viriato el pastor.<br />
Verdad que, después de cada gracia, Pepito Lancín «se cargaba» su castigo<br />
correspondiente: ya el tirón de orejas, ya el encierro a pan y agua, ya la<br />
hora de brazos abiertos o de rodillas, y cuando algún disparo de la<br />
cerbatana hacía blanco en la nariz del profesor, este recogía el proyectil<br />
y lo deslizaba bajo la rótula del delincuente arrodillado. Parece poca<br />
cosa estarse de rodillas sobre un garbanzo una horita ¿eh? ¡Pues hagan la<br />
prueba y verán lo que es bueno!<br />
Lejos de mermar el prestigio de Pepito Lancín, los castigos sufridos con<br />
estoicismo alegre, mezclando las muecas de burla con las contracciones de<br />
dolor, le hacían más popular entre los muchachos. En cuanto a Riquito<br />
Polastres, su fama reconocía otro origen; las cualidades morales e<br />
intelectuales, la constancia y la agudeza eran privilegio de Lancín; de<br />
Polastres, la fuerza física, unos puños como pesas de gimnasia y un pecho<br />
como la proa de un navío. El diminutivo de Federiquito parecía un<br />
epigrama, mirando aquel corpachón y aquellas manazas descomunales, y<br />
presenciando cómo el muchacho, de una puñada, hacía astillas el pupitre, y<br />
de una morrada deshacía una jeta «de hombre»; porque en esto se fundaba la<br />
gloria, la prez de Riquito; a los doce años había calentado los morros al<br />
asistente del papá de su novia, que quería espantarle del portal como se<br />
espanta a un perro faldero. Sí, ¡buen faldero te dé Dios! Aún tenía el<br />
zanguango del asistente un ojo hecho una lástima y un carrillo inflamado,<br />
de resultas de la trompada fenomenal que le atizó Riquito...<br />
Esta contraposición de aptitudes que se observaba en los dos jefes de<br />
bando provocó la declaración de la guerra, porque cada día se chungueaban<br />
los izquierdos a cuenta de los derechos, tratando a Riquito de «mulo» y de<br />
«zoquete», y los derechos acusaban a los izquierdos de «gallinas» y de<br />
«señoritas almidonadas», lo cual es altamente ofensivo y no puede quedar<br />
impune. Nada, nada, a armar una guerra; el campo de batalla sería el<br />
descampado fronterizo al hospital y a espaldas del Cuartel Nuevo; allí se<br />
vería quién es quién, y si los de la izquierda gastan enaguas o<br />
pantalones. No ha de ser una pedrea vulgar, como otras, sino una batalla<br />
en regla, igual que las que traen los periódicos; se emplearán armas<br />
blancas y de fuego; cada cual recogerá de su casa lo que encuentre, y los<br />
dos bandos se encontrarán a las seis de la mañana, una hora antes de<br />
entrar en clase -porque después pasa gente y andan cerca «los del orden»-,<br />
en el sitio señalado, al mando de sus jefes respectivos.
Ni un combatiente faltó de las filas.<br />
El entusiasmo, el ardor bélico, se reflejaban en todos los semblantes. De<br />
armamento, a decir verdad andábamos medianamente: éste traía una pistola<br />
de salón descargada; aquél un cuchillo de mesa; lo que más abundaba eran<br />
las navajas y los cortaplumas, los sables de juguete y algún bastón de<br />
estoque sustraído a papá. Sin embargo, Pepito Lancín, entreabriendo su<br />
americana, mostró con orgullosa sonrisa un cinturón de cuero y, atravesado<br />
en él, un magnífico revólver de níquel; Riquito se retorció de envidia.<br />
¡Un revólver como Dios manda, un revólver de verdad! Para aplastar<br />
completamente a su adversario, Lancín dijo con fatuidad suma:<br />
-Cargadito con seis tiros... Y en el bolsillo cápsulas.<br />
Sonrió Riquito con desprecio. No necesitaba armas: le bastaban sus puños.<br />
Así lo declaró en alta voz: las armas, para los cobardes, para las<br />
gallinas de la izquierda del colegio. Los dos bandos se hicieron muecas y<br />
cruzaron los insultos de costumbre; después, a la voz severa de los jefes,<br />
se replegaron para situarse en línea de batalla. De pronto, el denodado<br />
Lancín se adelantó al centro del espacio libre y encarándose otra vez con<br />
Riquito, exclamó perentoriamente:<br />
-Ahora veréis lo que es el valor de los españoles. ¡Muchachos! ¡Viva<br />
España! ¡A la balloneta!<br />
El caso es que Riquito era tan cerrado de meollo, que al pronto no<br />
entendió la significación de aquel grito, y lo repitió inconscientemente,<br />
haciendo coro a su enemigo. ¿Que viviese España? ¡Claro! Eso ¿qué tenía de<br />
particular? Los murmullos de su tropa le sorprendieron. ¿Por qué<br />
protestaban y enseñaban los puños, no a los «izquierdos», sino a él, a su<br />
excelencia el general Polastres? ¿Por qué repetían: «No nos da la gana,<br />
barajas. ¡Eso no, contra!»? Para comprender lo que sucedía fue preciso que<br />
uno de los más despabilados «derechos» metiéndole los dedos por los ojos a<br />
su jefe, le gritase:<br />
-¡Barajas, tonto, que no queremos ser nosotros los mambises y que ellos<br />
sean los españoles!<br />
Tenía razón. ¿Cómo no se le había ocurrido inmediatamente? ¡Aquel tunarra<br />
de Lancín los quería fastidiar! ¡Ah, granuja! Rebosando indignación,<br />
echando chispas, Polastres corrió hasta el general enemigo, sin temor a<br />
que le envolviesen y le hiciesen prisionero viéndole solo. Sentíase capaz<br />
de hundir las paredes con la frente; iba ciego, frenético, por lo<br />
sangriento de la burla. Por instinto de caballerosidad, los adversarios le<br />
aguardaron a que se explicase.<br />
-Oye tú, Lancín, ¿quiénes éramos nosotros?<br />
-¡Anda éste! Erais los mambises -respondió Pepito, apretando la culata de<br />
su revólver, por el fino gusto de acariaciarla.<br />
-¿Y vosotros?<br />
-Eramos españoles, ya se sabe. ¿Qué habíamos de ser?<br />
-¡Claro, como que íbamos a entrar así! No vale. ¡No se nos antoja,<br />
barajas! ¿piensas que te moneas conmigo?<br />
-Y entonces, ¿cómo va a ser, bruto, animal? Si no éramos contrarios, cata<br />
que no había guerra.<br />
-¡Pues que la haya o que no la haya! Eres muy listo tú. Déjanos a nosotros<br />
ser españoles y ser vosotros los enemigos.<br />
-No puedo -objetó con suprema dignidad Lancín.
-¿No? ¡Verás si puedes, rayo! Del lapo que te voy a soltar..., te dejo<br />
negro, y estarás muy propio.<br />
-¡Pero, adoquín, si tengo la bandera ya! -contestó riendo triunfalmente el<br />
general Pepito, que sacó del bolsillo un trapo de percalina amarillo y<br />
rojo, resto probablemente de algún adorno de mástil en las últimas fiestas<br />
que había celebrado la ciudad, y lo tremoló orgulloso en el aire,<br />
repitiendo el patriótico grito lanzado momentos antes y contestado antes y<br />
ahora po los dos ejércitos. Al escucharlo por segunda vez, al ver ondear<br />
la bandera la hueste de Riquito se precipitó y rodeó a Lancín, aclamando<br />
lo mismo que él aclamaba con voces atipladas y roncas, pero con una<br />
cordialidad y alegría que revelaba disposiciones pacíficas; y el jefe,<br />
confuso, no encontrando solución al problema -más fácil le parecía<br />
arremeter contra todos: contra el enemigo y contra los que se le pasaban<br />
traidoramente-, exclamó avergonzado, llorando como un becerro:<br />
-Me has partido... Esto «no sirve»... No puede haber batalla... Si todos<br />
éramos españoles, no nos podíamos pegar. También te aseguro que cuando yo<br />
te pille, y no esté delante nadie, y no tengas bandera...<br />
-¡Vaya una gracia que harás! Tienes una fuerza que parece de buey<br />
-contestó altivamente Lancín, disparando su revólver al aire, mientras lo<br />
dos ejércitos fraternizaban y Riquito se arrepentía ya de su amenaza poco<br />
generosa.<br />
Las mamás de los guerreros nunca supieron de la que habían escapado.<br />
«El Liberal», 3 enero 1897.<br />
Suerte macabra<br />
¿Queréis saber por qué don Donato, el de los carrillos bermejos y la<br />
risueña y regordeta boca se puso abatido, se quedó color tierra y acabó mu<br />
riéndose de ictericia? Fue que -oídlo bien- le cayó el premio gordo de<br />
Navidad, los millones de pesetas...<br />
Antes de ese acontecimiento, don Donato era un hombre que podía llamarse<br />
feliz, si tal adjetivo no pareciese un reto al destino, que siempre está<br />
enseñando los dientes a los mortales. Encerrado en su droguería y<br />
herboristería de la calle de Jacometrezo, haciendo todos los días a la<br />
misma hora las mismas cosas insípidas y rutinarias, don Donato era<br />
plácidamente optimista; sus excesos y lujos consistían en alguna<br />
escapatoria a los teatrillos alegres porque don Donato aborrecía la<br />
literatura triste -al teatro se va a reír-, y sus derroches, en traerse a<br />
casa las mejores frutas y legumbres del mercado del Carmen, pues adoraba,<br />
a fuer de obeso, los alimentos flojos.<br />
Jugador empedernido de lotería, nunca perdió sorteo, y no sólo se<br />
arriesgaba él, sino que tomaba parte con amigos y hasta les encomendaba la<br />
adquisición de décimos en administraciones que por cualquier motivo<br />
juzgaba afortunadas, dentro de las laboriosas combinaciones que realizaba<br />
para perseguir y acorralar a la suerte, a quien un día u otro estaba<br />
cierto de coger por las alas. ¿En qué se fundaba tal seguridad? No podía
decirlo; pero le alentaba una fe robusta, un instinto o presentimiento<br />
(llámenle los escépticos como quieran). Supersticioso y calculista pueril,<br />
sucedíale a veces pararse en seco ante el número de una casa o el de un<br />
coche simón y correr la Administración a pedir el mismo número. Lo que más<br />
le confirmaba en su manía era la circunstancia que realmente parecerá<br />
extraña a todo el que conozca la lotería un poco: en la ya larga<br />
existencia de jugador de don Donato, que jugaba cada sorteo, en algunos<br />
doble y triple, no le había caído, no digamos un premio regular, pero ni<br />
una aproximación, ni un reintegro en Nochebuena, ni nada, nada... Esta<br />
singular reserva de la fortuna le parecía a don Donato signo infalible de<br />
que sólo se ocultaba para venir un día de pronto, fulminante, terrible,<br />
con los brazos abiertos y las manos tendidas, llenas de oro.<br />
Hará dos años, estudiando don Donato la marcha del «gordo», del premio<br />
deslumbrador de Navidad, observó que desde tiempo inmemorial no había<br />
caído en M***, y, herida su imaginación por esta circunstancia, encargó a<br />
un amigo corresponsal que allí tenía que le tomase «un billete» nada<br />
menos. A vuelta de correo recibió la respuesta y el número del billete<br />
adquirido, en el cual el comprador se reservaba un décimo. Giró el dinero<br />
don Donato; guardó como oro en paño el número y la carta comprobante, y<br />
esperó el sorteo, con fatalismo de musulmán. Sin emoción compró la lista<br />
cuando la oyó vocear, y al fijar los ojos en el glorioso número, una<br />
oleada de sangre afluyó a su cabeza... Era el número adquirido en M***; el<br />
propio número...; el suyo, el esperado, el de los millones...; allí estaba<br />
claro como la luz. ¡El premio, el premio... La Fortuna, abierta de brazos,<br />
derramando oro con sus anchas manos pródigas!<br />
Se repuso de pronto Don Donato. ¿Pues qué, no contaba con aquello desde<br />
tantos años hacía? ¡Era lógico que al fin viniese! Una alegría intensa,<br />
serena, le embargaba plácidamente, mientras corría a cerciorarse...,<br />
aunque estaba seguro de que resultaría verdad. Y verdad resultó. No<br />
quedaba más que recoger, cobrar y disfrutar a pulso lo cobrado.<br />
No queriendo hacer pública su dicha, por quitarse murgas y sablazos;<br />
pensando que nadie ejecuta las cosas mejor que el interesado, aquella<br />
misma noche tomó en tren y no paró hasta dar con su cuerpo en M***. Llegó<br />
a hora avanzada de la noche siguiente, molido y asendereado, como<br />
sedentario que viaja sin ganas y por precisión, y hubo de recogerse a una<br />
posada para aguardar con la luz del día la hora de presentarse a su<br />
corresponsal y reclamar el billete. Al acostarse pensó en madrugar; mas de<br />
puro quebrantado le tomó el sueño y despertó muy tarde. Vistióse, y, con<br />
indefinible sobresalto, corrió a casa del amigo, en cuyas manos se<br />
encontraba el tesoro. En la esquina de la calle vio gentío: monagos,<br />
mujerucas que lanzaban exclamaciones de compasión; escuchó las notas del<br />
piporro, la salmodia de los curas; rompió por entre la compacta<br />
muchedumbre; se abrió paso hasta el portal, y, al querer enfilar la<br />
escalera tropezó con un ataúd que bajaba en hombros... Ya lo adivinas,<br />
lector: encerraba el cadáver del poseedor del billete premiado.<br />
Después de cortos momentos de angustia cruel, don Donato se resolvió a<br />
penetrar, sin encomendarse a Dios ni al diablo, hasta el gabinete donde<br />
lloraba la viuda. Brutalmente -millones quitan escrúpulos- formuló la<br />
cuestión y reclamó el billete. Era de temer un desmayo: no lo hubo; la<br />
viuda, digna y tranquila, franqueó a don Donato el mueble donde el difunto
guardaba sus papeles de mayor interés. A la primera de cambio encontraron<br />
en el cajón central una cédula de letra del muerto, que decía así: «Día<br />
tantos..., he comprado para el señor don Donato Galíndez, droguero en<br />
Madrid, un billete entero de lotería, número tantos, que conservo en mi<br />
poder»... Y debajo: «Día tanto...: recibida letra importe billete, menos<br />
un décimo que reservo para mí...» Abrió tanto los ojos la viuda con lo del<br />
décimo, y desde aquel mismo instante se consagraron ella y don Donato,<br />
rivalizando en celo, a registrar la casa de abajo arriba; pero aún cuando<br />
gastaron tres días en pesquisas minuciosas, nada pudieron encontrar. El<br />
billete había desaparecido.<br />
Al cuarto día, don Donato, que tenía fiebre y estaba medio loco, iba a<br />
retirarse amenazando a la justicia, cuando la viuda, llamándole a un<br />
rincón y titubeando, le dijo quedamente:<br />
-¿Sabe usted que..., que pienso una cosa? Se me ha clavado aquí -y apoyaba<br />
el índice en el entrecejo.<br />
-¿Qué cosa, señora mía?<br />
-Que..., tal vez..., ese..., ese billete..., esté... Si; casi de fijo<br />
está...<br />
-¿Dónde, voto a mil pares?...<br />
-¡Está... enterrado..., con mi esposo!<br />
-¡Enterrado!<br />
-¡Enterrado! -exclamó don Donato a punto de que lo enterrasen también.<br />
¿Lo creerán ustedes? Si no lo creen, hacen mal. El terror a los muertos<br />
era tan profundo en don Donato, que si no le anima y envalentona la viuda,<br />
tal vez renuncia entonces a perseguir su billete.<br />
-No dude que está allí -insistía ella más resuelta cada vez-, porque<br />
«llevó puesta» su levita nueva, la de paño fino, y es la misma que usó<br />
tres o cuatro días antes de morir... Juraría que el billete va en el<br />
bolsillo. Como mi esposo falleció casi de repente...<br />
Azuzado por la valerosa señora, don Donato se enteró de las formalidades<br />
necesarias para hacer exhumar judicialmente un cadáver, y pareciéndole<br />
empresa erizada de dificultades y hasta de peligros, resolvió echar por la<br />
calle de en medio y sobornar al encargado de la custodia del cementerio<br />
para que abriese el nicho y el ataúd. Encuéntrase el cementerio de M***<br />
situado a orillas del mar, y la noche en que se realizó la lúgubre hazaña<br />
era de tormenta horrible; silbaba el viento entre los negros cipreses, y<br />
el sordo e imponente murmurio del Océano tenía los tonos de queja de<br />
maldición y de llanto; clamores sobrehumanos por los amenazadores y<br />
tristes, parecidos a un coro de voces de muertos. A don Donato le corría<br />
el sudor en frías gotas, desde el cráneo hasta la nuca; sus dientes<br />
castañeaban y sus piernas flaqueaban como si fuesen de algodón.<br />
Destapiaron el nicho; para sacar la caja tuvo el droguero que ayudar, pues<br />
pesaba bastante; y cuando se alzó la tapa de cinc, la primera bocanada de<br />
putrefacción, el hedor cadavérico dio, más que en las narices, en el alma<br />
a don Donato. La viuda, siempre animosa, le dijo al oído:<br />
-¡Ea!... registre usted; no vaya a creer, si registro yo, que le engaño.<br />
Acercó el sepulturero la linterna; don Donato, con esfuerzo sobrehumano,<br />
se inclinó sobre la caja; vio una cara espantosa, verde ya; unos ojos<br />
abiertos, vidriados y aterradores, una barba fosca, unos labios<br />
lívidos...; y solo cuando la viuda repitió con energía:
-Pero, ¡regístrele usted!<br />
Sólo entonces, lo repito, se dio cuenta de lo más horroroso... ¿Qué había<br />
de registrar? ¡El cadáver estaba desnudo! Cayó desplomado el droguero,<br />
mientras la viuda, con acento de desesperación, exclamaba:<br />
-¡Estúpida de mí! ¡Por qué no picaría yo a tijeretazos la ropa! ¡Cuando la<br />
ven entera se la llevan los muy ladrones!<br />
......................................................................<br />
Se dio el oportuno aviso a la policía; se registraron las casas de empeño<br />
y préstamos de toda España; mas no apareció el siniestro billete, y el<br />
premio se lo guardó la Hacienda, frotándose las manos (es una manera de<br />
decir). Probablemente, el ladrón de la levita arrojó al mar, sin<br />
examinarlos, los papeles que halló en los bolsillos, por temor a que le<br />
comprometiesen... Lo cierto es que don Donato, a su vez, cayó enfermo y<br />
murió consumido de hipocondría, enseñando los puños a una figura<br />
imaginaria, que debía de ser la descarada, la idiota de la suerte.<br />
«Revista Moderna», núm. 94, 1898.<br />
El guardapelo<br />
Aunque son raros los casos que pueden citarse de maridos enamorados que no<br />
trocarían a su mujer por ninguna otra de las infinitas que en el mundo<br />
existen, alguno se encuentra, como se encuentra en Asia la perfecta<br />
mandrágora y en Oceanía el pájaro lira o menurio. ¡Dichoso quien sorprende<br />
una de estas notables maravillas de la Naturaleza y tiene, al menos, la<br />
satisfacción de contemplarla!<br />
Del número de tan inestimables esposos fue Sergio Cañizares, unido a<br />
Matilde Arenas. Su ilusión de los primeros días no se parecía a esa<br />
efímera vegetación primaveral que agostan y secan los calores tempranos,<br />
sino al verdor constante de húmeda pradera, donde jamás faltan florecillas<br />
ni escasean perfumes. Cultivó su cariño Sergio partiendo de la<br />
inquebrantable convicción de que no había quien valiese lo que Matilde, y<br />
todos los encantos y atractivos de la mujer se cifraban en ella, formando<br />
incomparable conjunto. Matilde era para Sergio la más hermosa, la más<br />
distinguida, donosa, simpática, y también, por añadidura, la más honesta,<br />
firme y leal. Con esta persuasión él viviría completamente venturoso, a no<br />
existir en el cielo de su dicha -es ley inexorable- una nubecilla tamaño<br />
como una almendra que fue creciendo y creciendo, y ennegreciéndose, y<br />
amenazando cubrir y asombrar por completo aquella extensión azul, tan<br />
radiante, tan despejada a todas horas, ya reflejase las suaves claridades<br />
del amanecer, ya las rojas y flamígeras luminarias del ocaso.<br />
La diminuta nube que oscurecía el cielo de Sergio era un dije de oro, un<br />
minúsculo guardapelo que, pendiente de una cadenita ligera, llevaba<br />
constantemente al cuello Matilde. Ni un segundo lo soltaba; no se lo<br />
quitaba ni para bañarse, con exageración tal, que como un día se hubiese<br />
roto la cadena, cayendo al suelo le dijo, Matilde, pensando haberlo<br />
perdido, se puso frenética de susto y dolor; hasta que, encontrándolo,
manifestó exaltado júbilo.<br />
Desde el primer momento de intimidad conyugal, que permitió a Sergio ver<br />
brillar sobre el blanco raso del cutis de Matilde el punto de oro del<br />
guardapelo, aquel punto se le clavó en el alma, atrayendo sus ojos como si<br />
le hipnotizase. No llevaba Matilde cerca del corazón otra alhajilla ni<br />
escapulario, ni cruz, ni medalla, y Sergio, deseando arrojar de sí vagos<br />
temores, supuso buenamente que el guardapelo encerraría algún emblema<br />
religioso. Alzándolo como al descuido, preguntó:<br />
-¡Tienes aquí una Virgen?<br />
-No -respondió lacónicamente Matilde.<br />
-¿Algún santo de tu devoción?<br />
-Tampoco.<br />
-¡Ah! -murmuró el esposo. Y se mordió los labios. Hay en el amor verdadero<br />
un instinto de delicadeza y altivez que impone la discreción: cuanto más<br />
crece el ansia de «saber», mayor es la exigencia de que sea franco y<br />
sincero, y que lo sea espontáneamente, el ser querido; se desea deber la<br />
tranquilidad a una expansión de cariño y ternura, Sergio sintió que su<br />
dignidad amorosa no le permitía insistir en la pregunta, y fingió<br />
olvidarse de ella; pero le quedó la espina hincada muy adentro.<br />
Aparentó estar alegre, cuando realmente se encontraba abatido y<br />
melancólico, y apenas acertaba a pensar sino en el guardapelo de su<br />
esposa. ¿Que contenía? Hubiese dado la vida por salir de dudas... pero<br />
oyéndolo de boca de ella misma, de sus dulces labios, en uno de esos<br />
arranques leales y divinos en que los espíritus se besan, entrelazan y<br />
funden. Mas como Matilde, aunque siempre zalamera y halagadora, continuaba<br />
callándose lo del guardapelo, Sergio comprendió que se confundía su razón,<br />
que padecía mucho, y que, cuando tenía delante a su mujer, linda,<br />
adornaba, dispuesta a amantes expansiones, en vez de ver su codiciada<br />
hermosura, solo veía el siniestro punto de oro, el guardapelo fatal.<br />
Matilde notó por fin la preocupación de su marido, y con coquetería y<br />
mimos quiso arrancarle la confesión de sus causas. Un día, tanto apretó,<br />
que Sergio, vencido -el que ama, fácilmente se rinde-, reclinando la<br />
cabeza en el seno de su mujer, declaró que le atormentaba ignorar lo que<br />
contenía aquel tan estimado guardapelo.<br />
-¿Y era eso? -respondió Matilde sonriente-. ¡Válgame Dios! ¡Por que no lo<br />
dijiste más pronto! En este guardapelo..., hay un mechón de pelo de mi<br />
padre.<br />
La explicación parecía muy satisfactoria; y, sin embargo, Sergio, al<br />
oírla, sentía hondo estremecimiento allá en lo íntimo de su conciencia. No<br />
le había sonado bien la voz de Matilde; no encontraba en ella ese timbre<br />
claro, que es como el eco de la verdad. Por primera vez desde su boda tuvo<br />
un violento arranque, y señalando a la cadena, ordenó:<br />
-Abre ese guardapelo.<br />
Leve palidez se extendió por las mejillas de Matilde, pero obedeció;<br />
apretó el resorte, y Sergio divisó, tras su cristal, un mechón de pelo<br />
fino, de un rubio ceniza... En vez de echar los brazos al cuello de su<br />
mujer, que repetía: «¿Lo ves?», Sergio volvió a percibir otro golpe, otra<br />
fría puñalada... Retiróse lentamente, y aquel día los esposos no se<br />
hablaron. Matilde, quejándose de jaqueca se acostó a mediodía, y Sergio<br />
salió al campo a pasear.
Cavilaba, discurría. Su suegro, ya difunto, y a quien había conocido<br />
calvo, con cerquillo de pelos grises, ¿sería en su juventud tan rubio? La<br />
cosa era bastante difícil de averiguar. Probablemente nadie recordaba ese<br />
detalle, pues para nadie tenía importancia, sino para él. Sergio, en<br />
aquella hora de su vida. ¿Quién le diría la verdad? Los días siguientes,<br />
disimulando la inquietud, preguntó a troche y moche, frecuentó el trato de<br />
contemporáneos de su suegro, revisó retratos antiguos, fotografías, una<br />
miniatura... Nada logró sacar en limpio, más que noticias contradictorias.<br />
Por fin, recordó que hacía pocos meses Matilde le había interesado en una<br />
recomendación a favor de un quinto, nieto de cierta buena mujer que había<br />
sido niñera de su padre, y que vivía aún en una aldea cercana. Sergio,<br />
afanoso, ensilló el caballo y no paró hasta apearse ante la cabaña de la<br />
viejecita. Esta, que frisaba en los ochenta y tres años, estaba impedida,<br />
medio ciega y casi sorda. Costóle gran trabajo a Sergio hacer comprender a<br />
la anciana su extraña pregunta. ¿De qué color tenía el pelo su suegro,<br />
cuando era niño? Al fin, la vieja, meneando la cabeza decrépita, respondió<br />
en cascada voz, alzando el dedo índice:<br />
-¿El pelo? Lo tenía negrito, negrito como la endrina. ¡Ay! Era muy guapo.<br />
Sergio, que al pronto se quedó convertido en piedra, salió después<br />
corriendo como un loco. Matilde había mentido. ¡La condenaba aquel<br />
testimonio irrevocable! No podía ser recuerdo filial el mechón rubio.<br />
Una semana tardó Sergio en volver a su hogar. Anduvo errante, desatinado,<br />
y durante aquella semana puede decirse que recorrió el ciclo de vida del<br />
sentimiento y que agotó entera la copa de la duda y la desesperación,<br />
sufriendo la profunda miseria moral que acompaña a los celos. Los dos<br />
primeros días dio por seguro que Matilde era una gran culpable y decidió<br />
matarla. Los dos siguientes supuso que el mechón no recordaba sino algún<br />
inocente amorío de la adolescencia. Y al correr los tres últimos empezó a<br />
sonreírle una hipótesis que a cada paso se le figuraba más cuerda y<br />
razonable: la anciana, chocha ya se había equivocado, como se equivocan<br />
hasta en lo más patente otras dos centenarias temblonas, la historia y la<br />
tradición. Al séptimo día, en el alma de Sergio, el amor consiguió<br />
reconstruir su mundo ideal: la condenada vieja mentía, era una bellaca<br />
embustera y maliciosa; el padre de Matilde tenía el pelo rubio, muy rubio,<br />
en último caso, si aquel mechón fuese «una memoria»..., ¿qué importaba? No<br />
hay mujer que no conserve un guardapelo y lo lleve, si no al cuello, en el<br />
corazón, lo que es peor, ¡peor infinitamente!<br />
Y Sergio, dolorido, pero resignado y ferviente, volvió al lado de Matilde,<br />
acostumbrado ya al brillo siniestro del punto de oro.<br />
«El Imparcial», 17 julio 1898.<br />
La ventana cerrada<br />
-Si alguna febril curiosidad he padecido en mi vida -declaró Pepe Olivar,<br />
el original escritor que hizo ilustre el prosaico seudónimo de Aceituno-;
si me convencí prácticamente de que por la curiosidad se puede llegar a la<br />
pasión, fue debido al enigma de una ventana cerrada siempre, y detrás de<br />
la cual supuse que vivía, o más bien que moría, una mujer a quien no<br />
conseguí ver nunca... ¡Nunca!<br />
-Eso parece leyenda de antaño, cuento misterioso de la época romántica<br />
-exclamó uno de nosotros.<br />
-¿Y tú te figuras, incauto -repuso Aceituno sarcásticamente-, que ha<br />
inventado algo el Romanticismo? ¿Supones que no hubo románticos sino allá<br />
por los años del treinta al cuarenta? ¿Desconoces el romanticismo natural,<br />
que no se aprende? ¿Piensas que la imaginación puede sobrepujar a la<br />
realidad? Las infinitas combinaciones de los sucesos producen lo que ni<br />
aún entrevé la inspiración literaria. De esto he tenido en mi vida muchas<br />
pruebas; pero la historia de la ventana... ¡ah!, esa pertenece no al<br />
género espeluznante, sino a otro, poco lisonjero ciertamente para mí...<br />
Con todo, no careció de poesía: poesía fueron, y poesía de gran vibración,<br />
las violentas emociones que logró producirme.<br />
Supón que yo era muy muchacho: iba a cumplir los diecinueve, y desde C***<br />
acababa de trasladarme a Madrid para completar mis estudios en la Facultad<br />
de Medicina y despabilarme (así decía mi padre, que me tenía por un rapaz<br />
encogido y torpe). Es frecuente que los chicos, por exceso de<br />
sensibilidad, parezcan lerdos; así me pasaba a mí; andaba por el mundo<br />
como dormido, mientras en mi interior se representaban novelas, dramas y<br />
tragedias, siempre con el mismo protagonista, siempre con el mismo<br />
protagonista: el pobre estudiante de Medicina, que desde el balcón de una<br />
casa de huéspedes de las más baratas miraba pasar el torbellino de la<br />
corte, el descenso de los elegantes trenes hacia el paseo y los toros, el<br />
movimiento incesante, vertiginoso, de una de las grandes arterias<br />
madrileñas.<br />
Dominaba mi balcón del cuarto piso no sólo la ancha calle que sabéis, sino<br />
las estufas, dependencias y jardines de cierto magnífico palacio. Cuando<br />
el bullicio callejero me aburría; cuando, rendido de estudiar para<br />
prepararme a los exámenes o de tragar libros y almacenar conocimientos, o<br />
de darme un atracón de versos, soñaba con siestas en el campo y<br />
excursiones al través de las rientes campiñas galaicas reposaba fijando la<br />
vista en lo que familiarmente llamaba «mi jardín». Dada la penuria de<br />
vegetación del interior de Madrid, el tal jardín se me figuraba un oasis<br />
consolador de la estrechez de mi cuarto, del tiesto de albahaca tísica que<br />
cultivaba mi patrona, de la falta de dinero para salir al campo los<br />
domingos. Frondosos y crecidos eran los árboles que sombreaban la fachada<br />
del palacio; pero, en otoño, los de hoja caduca, al despojarse de su<br />
rozagante vestido verde, me descubrían, en el segundo piso, en el ángulo<br />
del edificio, muy distinta del pórtico por donde salían los carruajes, «la<br />
ventana»...<br />
Al pronto no extrañé que aquella ventana, alta y rasgada, fuese la sola<br />
que jamás se abría, la única que, protegida siempre por el abrigo de su<br />
tupido cortinaje de seda, permanecía velada como un santuario y cerrada<br />
como la reja de una prisión. Así que caí en la cuenta, lo único que me<br />
atraía del palacio espléndido era la ventana dichosa. Mi vista, que antes<br />
registraba afanosamente los dorados salones, las bien decoradas estancias,<br />
los gabinetes llenos de delicados chirimbolos, el lujo severo del comedor,
con sus bandejas de plata repujada, y sus flamencos tapices -cosas que<br />
daban idea de una vida superior, desconocida para mí-, ahora desdeñaba tal<br />
espectáculo, y «atraída por un imán más poderoso», como dice Hamlet, no se<br />
apartaba del ángulo del edificio, de la ventana nunca abierta.<br />
Con insinuantes preguntas a mi patrona, haciendo charlar a mis compañeros<br />
de hospedaje y café, que se jactaban de conocer a fondo la crónica<br />
madrileña, quise averiguar la biografía de los moradores del palacio. Si<br />
bien todos afirmaban saberla a ciencia cierta y con pelos y señales, al<br />
precisar solo obtuve datos truncados y hasta contradictorios, que me<br />
pusieron en mayor confusión.<br />
El dueño del palacio era un opulento magnate que había pasado larguísimas<br />
temporadas en el extranjero desempeñando altos puestos diplomáticos. Por<br />
su alejamiento de la Patria y por su carácter reservado y altanero, tenía<br />
en Madrid, escasos amigos y contadas relaciones, y era de los que ni se<br />
dejan ver ni quieren gente. Al tratarse de la familia del señorón,<br />
empezaban las opuestas versiones y las noticias novelescas. Según unos, el<br />
magnate estaba viudo de cierta bellísima inglesa, y tenía consigo a una<br />
hija no menos hermosa, único fruto de su enlace; según otros, la inglesa<br />
no había muerto y residía en el palacio secuestrada por los bárbaros celos<br />
del esposo... Gentes de imaginación volcánica aseguraban que la dama<br />
emparedada del palacio no era sino una odalisca robada en Constantinopla,<br />
y muchos la convertían en princesa circasiana venida de los países donde<br />
es más puro el tipo humano en la raza blanca, y donde la mujer, satisfecha<br />
con tener a su lado al señor y dueño, no aspira ni a sentir en las losas<br />
de la calle su diminuta babucha bordada de perlas... Estas suposiciones,<br />
me derramaron en las venas vitriolo y fuego. ¡Recuerdo que frisaba yo en<br />
los veinte años, y que no había amado aún! Noches enteras me pasé<br />
fantaseando la ventana cerrada que guardaba, a mi parecer, la clave de mi<br />
destino. Con el corazón palpitante espiaba la aparición de la mujer que<br />
alguna vez, fatalmente entreabriría el cortinaje y pagaría mis miradas con<br />
una sola, resumen de la dicha... No me cabía duda; la primera ojeada de la<br />
cautiva sería chispa de rayo, premio de mi insensata y romancesca<br />
devoción... Me procuré unos gemelos marinos para mejor escrutar el arcano<br />
de la ventana. Conté las mallas del encaje del transparente, las bellotas<br />
de pasamanería del cortinaje doble, los arabescos del brocado... Cuando se<br />
encendían dentro las lámparas, yo veía pasar y repasar una sombra<br />
gallarda, esbelta, ya arrastrando flotante bata, ya ceñida por severo<br />
traje oscuro; sombra divina, cuerpo de mi ensueño loco... ¿Lo creerán o<br />
dirán que exagero? Hasta tal punto me sacaban de quicio la dama invisible<br />
y la ventana cerrada, que eran indiferentes a mi juventud fogosa todas las<br />
mujeres y se me hacía aborrecible la lectura como no encontrase en los<br />
libros alguna situación semejante a la mía...<br />
¡Los planes que forjé! ¡Los delirios que se me ocurrieron! ¿Por qué<br />
secuestraban a aquella mujer celestial? ¿Qué tirano, qué verdugo era el<br />
magnate? ¡Qué nombre daba a sus derechos? ¿Padre? ¿Marido? ¿Raptor y<br />
amante celoso? ¿Había yo de tolerar el crimen? ¿No podía el oscuro<br />
estudiante, el cero social, libertar a la prisionera? ¿Tanto costaba<br />
escalar la tapia, saltar la puerta, aprovechar descuidos de los<br />
servidores, deslizarse escalera arriba, aparecer de súbito en el cuarto de<br />
la hermosa, caer a sus pies y decir en voz conmovida: «Aquí me tienes; el
cielo te depara un redentor»?<br />
Sólo que del pensamiento al hecho... A pesar de mi fiebre amorosa y<br />
heroica, el aspecto señorial del palacio, la gravedad del portero de<br />
librea de gala, lo sólido del enverjado, los ladridos roncos del colosal<br />
dogo de Ulm, la saludable memoria del Código y también la certidumbre de<br />
mi bolsillo vacío (no hay cosa que así cohíba), hacía que mis propósitos<br />
se desvaneciesen como el humo. Y quiso la pícara casualidad que una mañana<br />
que me levanté muy resuelto, al mirar al jardín y al palacio, pensé que me<br />
daba un accidente... ¡La ventana, la ventana!, estaba abierta de par en<br />
par.<br />
Exhalé un grito, asesté los gemelos... La habitación, un elegante y muelle<br />
boudoir femenino, se encontraba vacía, desierta, solitaria... Recorrí las<br />
demás ventanas del palacio, todas abiertas, y en los salones ni alma<br />
viviente... El portero, ya sin librea, fumaba en el jardín; dos mozos<br />
retiraban plantas y jarrones a la estufa. Bajé mis cuatro pisos, crucé la<br />
calle, me llegué a la verja, tiré de la campana, pregunté... los señores,<br />
la víspera, se habían marchado a Berlín.<br />
-¿Y llegaste a averiguar, ¡oh insigne Aceituno!, quién era la dama<br />
secuestrada?<br />
Pepe Olivar sonrió con ironía y humorismo, no sin mezcla de tristeza y<br />
nostalgia, su sonrisa propia, la marca de su estilo.<br />
-Reíos también, ¡es muy chusco! Era la esposa del magnate una inglesa... y<br />
secuestrada, ya lo creo..., pero por su propia voluntad, único medio de<br />
que no rompa sus hierros una mujer. Esta padecía una enfermedad de la<br />
piel; una de esas afecciones tercas y repugnantes que desfiguran el<br />
rostro. De flor de Albión se había convertido en berenjena madura..., y<br />
como la prescripción era evitar la más leve corriente del aire, no salía<br />
del tocador... Por otra parte, no quería que la viese nadie con la cara<br />
echada a perder. Un doctor alemán restauró las rosas y la nieve de aquella<br />
faz, que yo adoré sin haberla visto.<br />
Infidelidad<br />
Con gran sorpresa oyó Isabel de boca de su amiga Claudia, mujer formal<br />
entre todas, y en quien la belleza sirve de realce a la virtud, como al<br />
azul esmalte el rico marco de oro, la confesión siguiente:<br />
-Aquí, donde me ves, he cometido una infidelidad crudelísima, y si hoy soy<br />
tan firme y perseverante en mis afectos, es precisamente porque me<br />
aleccionaron las tristes consecuencias de aquel capricho.<br />
-¡Capricho tú! -repitió Isabel atónita.<br />
-Yo, hija mía... Perfecto, sólo Dios. Y gracias cuando los errores nos
enseñan y nos depuran el alma.<br />
Con levadura de malignidad, pensó Isabel para su bata de encaje:<br />
«Te veo, pajarita... ¡Fíese usted de las moscas muertas! Buenas cosas<br />
habrás hecho a cencerros tapados... Si cuentas esta, es a fin de que<br />
creamos en tu conversión.»<br />
Y, despierta una empecatada curiosidad y una complacencia diabólica,<br />
volvióse la amiga todo oídos... Las primeras frases de Claudia fueron<br />
alarmantes.<br />
-Cuando sucedió estaba yo soltera todavía... La inocencia no siempre nos<br />
escuda contra los errores sentimentales. Una chiquilla de dieciséis años<br />
ignora el alcance de sus acciones; juega con fuego sobre barriles<br />
atestados de pólvora, y no es capaz de compasión, por lo mismo que no ha<br />
sufrido...<br />
La fisonomía de Claudia expresó, al decir así, tanta tristeza, que Isabel<br />
vio escrita en la hermosa cara la historia de las continuas y<br />
desvergonzadas traiciones que al esposo de su amiga achacaban con sobrado<br />
fundamento la voz pública. Y sin apiadarse, Isabel murmuró interiormente:<br />
«Prepara, sí, prepara la rebaja... Ya conocemos estas semiconfesiones con<br />
reservas mentales y excusas confitadas... El maridito se aprovecha; pero<br />
por lo visto has madrugado tú... Pues por mí, absolución sin penitencia,<br />
hija... ¡Y cómo sabe revestirse de contrición!»<br />
En efecto, Claudia, cabizbaja, entornaba los brillantes ojos, velados por<br />
una humareda oscura, profundamente melancólica.<br />
-Dieciséis años. Era mi edad..., y había un ser a quien entonces quería<br />
acaso más que a ninguno. Todos los momentos de que podía disponer los<br />
dedicaba a acariciarle, a hacerle demostraciones de ternura, que él pagaba<br />
con otras mil voces más apasionadas y alegres...<br />
-¡Claudia! -exclamó Isabel con pudibundo mohín.<br />
-Isabel... -repuso ésta-, tranquilizate, y que no te parezca cómica la<br />
revelación... ¡Si vieses qué lejos de mí está el tomar a broma este<br />
episodio! ¡Ojalá pudiese! El ser querido era un perro...<br />
-¡Ah! -gritó Isabel, que no pecaba de necia-. Debí figurármelo... Sólo un<br />
perro justifica el lirismo con que te expresabas... Sólo el corazón del<br />
perro encierra lealtad, sinceridad y nobleza bastante para satisfacer a<br />
una soñadora como tú...<br />
-Y ahí está la razón de mis remordimientos... -afirmó seriamente Claudia-.<br />
Si yo hubiese vendido a un ser capaz de venderme..., mi conciencia estaría<br />
casi tranquila. Habría arriesgado algo, me habría expuesto a<br />
represalias..., mientras que así...<br />
-Comprendo, comprendo -balbuceó Isabel, conmovida a pesar suyo.<br />
-A pesar del tiempo transcurrido, aún me persiguen los recuerdos de mi<br />
maldad... Los años nos hacen más blandos de corazón. La juventud ve<br />
delante de sí tantas esperanzas, que no quiere mirar al dolor ni apiadarse<br />
del daño que aturdidamente ocasiona... Mi error no tuvo disculpa, ni<br />
siquiera la del buen gusto. Ivanhoe, mi primer favorito, era un perrazo<br />
magnífico, un terranova de pelo ensortijado y negrísimo, como denso tapiz<br />
de astracán. De cabeza noble e inteligente, el mirar de sus grandes ojos<br />
de venturina destellaba una bondad ideal. ¡Decía un mundo de cosas! Cuando<br />
venía a descansar la cabezota en mi regazo y fijaba en mis pupilas las<br />
suyas magnéticas, yo leía en ellas la resolución de morir por mí, si fuera
preciso.<br />
La sombra de un peligro, la entrada de una persona desconocida, contraían<br />
con repentina ferocidad el hocico de Ivanhoe, que enseñaba sus blancos<br />
dientes amenazándolos, gruñendo sordamente. De día me seguía paso a paso;<br />
de noche dormía travesado en el umbral de mi puerta. Mi pureza no<br />
necesitaba otro guardián, y mis padres acostumbraban decir que con Ivanhoe<br />
iba yo más defendida que con tres criados.<br />
En esto sucedió que vino de París mi tía la de Bellver, y me trajo un<br />
regalo carísimo. Empezaban a ponerse de moda los grifones, y dentro del<br />
manguito me presentó uno, diminuto hasta la ridiculez y feo hasta la<br />
sublimidad: «una delicia», voz unánime de cuantos lo admiraron en la<br />
tertulia. Un matorral de pelo gris sucio se cruzaba y confundía en la cara<br />
del animalejo, escondiendo sus ojos desproporcionados, parecidos a enormes<br />
cuentas de azabache y descubriendo sólo la nariz, trufita húmeda<br />
reluciente y donosa hasta la caricatura. Clown -así se llamaba el bichejo-<br />
fue nuestro juguete, frágil, original y envidiado porque no se conocía<br />
otro en Madrid; y la miseria de mi vanidad me incitó a consagrar a Clown<br />
exclusivamente todos mis halagos, a no separarlo de mí, a adoptarle por<br />
favorito, olvidando enteramente a Ivanhoe. Es más: llegué a expulsar a<br />
Ivanhoe de mi presencia y de mi cuarto, porque asustaba al grifón, el<br />
cual, muy tembleque, como todos los perros chiquitines, se convertía en<br />
azogado al ver al colosal terranova. Me entregué sin reparo al nuevo<br />
cariño, y si no le encargué a Clown un trousseau lujosísimo de sedas,<br />
encajes y plumas (ya sabes que esto se hace hoy, como que existen modistas<br />
especiales y hasta figurines para perros), al menos me dediqué a lavarlo,<br />
peinarlo, perfumarlo y atusarlo, y le construí un collarín precioso de<br />
perlitas, sacrificando mi mejor brazalete para los pasadores de diamantes.<br />
Mis amigas rabiaban por no tener otro Clown. Yo lo sacaba en carruaje, en<br />
el manguito o en el rincón de mi chaqueta, entre el brazo y el seno; y al<br />
lucir tan gracioso dije viviente, al ostentarlo como una niña ostenta una<br />
muñeca más cara que todas, me pavoneaba y me hinchaba de orgullo, sin<br />
pensar ni un instante en el olvidado...<br />
El olvidado había procedido con la mayor dignidad, con la delicadeza más<br />
absoluta. Bastaríale mover una pataza para aplastar al rival intruso; pero<br />
se desdeñó hasta de ladrarle: tan mezquino enemigo no merecía los honores<br />
del ataque y de la protesta. Si se hubiese tratado de un perrazo..., ya<br />
Ivanhoe disputaría mi ternura a dentelladas. Ante aquel ser exiguo,<br />
Invanhoe comprendió que no le tocaba descender a ningún extremo celoso. Se<br />
abatió, encogió la cola, agachó la cabeza y, resignadamente, descendió a<br />
la cuadra, donde los cocheros se encargaron de cuidarlo.<br />
-Ese perro era «un caballero» -interrumpió Isabel.<br />
-Y yo..., «¡una infame!» -declaró amargamente Claudia-. Ivanhoe, solo,<br />
enfermo, abandonado entre gente grosera y estúpida... No me enteré sino<br />
cuando no había remedio... «Tiene la rabia mansa -me dijeron-, y aunque no<br />
hace daño ni muerde, habrá que pegarle un tiro».Sentí un golpe repentino<br />
en el corazón. Me escapé, me escurrí furtivamente hasta la cuadra, y me<br />
acerqué al montón de paja maloliente en que yacía tendido Ivanhoe. A mí<br />
voz entreabrió las pupilas y meneó débilmente la cola, como diciendo:<br />
«Gracias, soy tu amigo, soy aquel mismo, a pesar de todo...». Habían<br />
notado mi escapatoria y me arrancaron de allí deshecha en llanto, ahogada
por los sollozos, convulsa; me encerraron en mi habitación, y a la media<br />
hora oí en el patio dos detonaciones de arma de fuego...<br />
Claudia calló y apretó en silencio, enérgicamente, la mano de Isabel.<br />
Después de una pausa dijo sonriendo:<br />
-Ivanhoe me perdonó, porque en él no cabía otra cosa. ¡Quien no me ha<br />
perdonado ha sido el Destino..., el gran vengador! No me ha traído suerte<br />
la infidelidad... El que a hierro mata...<br />
«El Liberal», 6 marzo 1898.<br />
De vieja raza<br />
A cada salto de la carreta en los baches de las calles enlodadas y sucias,<br />
las sentencias a muerte se estremecían y cruzaban largas miradas de<br />
infinito terror. Sí, preciso es confesarlo: las infelices mujeres no<br />
querían que las degollasen. Aunque por entonces se ejercitaba una especie<br />
de gimnasia estoica y se aprendía a sonreír y hasta lucir el ingenio<br />
soltando agudezas frente a la guillotina, en esto, como en todo, las<br />
provincias se quedaban atrasadas de moda, y los que presentaban su cabeza<br />
al verdugo en aquella ciudad de Poitou no solían hacerlo con el elegante<br />
desdén de los de la «hornada» parisiense. Además, las víctimas hacinadas<br />
en la carreta no se contaban en el número de las viriles amazonas del<br />
ejército de Lescure, ni habían galopado trabuco en bandolera con las<br />
partidas del Gars y de Cathelineau. Señoras pacíficas sorprendidas en sus<br />
castillos hereditarios por la revolución y la guerra, briznas de paja<br />
arrebatadas por el torrente, no se daban cuenta exacta de por qué era<br />
preciso beber tan amargo cáliz. Ellas ¿qué habían hecho? Nacer en una<br />
clase social determinada. Ser aristócratas, como se decía entonces. Nada<br />
más. Los cuatro cuarteles de su escudo las empujaban al cadalso. No lo<br />
encontraban justo. No comprendían. Eran «sospechosas», al decir del<br />
tribunal; «malas patriotas». ¿Por qué? Ellas deseaban a su patria toda<br />
clase de bienes: jamás habían conspirado. No entendían de política. ¡Y<br />
dentro de un cuarto de hora...!<br />
Cinco mujeres iban en la carreta: dos hermanas solteronas, viejísimas, las<br />
que mayor resignación demostraban en el trance; una dama como de treinta<br />
años, esposa de un guerrillero, separada de él desde el mismo día de sus<br />
bodas, que no le había visto nunca más porque no podía sufrirle, y pagaba<br />
ahora el delito de llevar tal nombre; una viuda, la condesa de L'Hermine,<br />
y su hija Ivona, criatura de dieciocho años, de primaveral frescura y<br />
perfecta belleza. Bajo el gorrillo o cofia de blancos vuelos, el pelo<br />
suelto y rubio de la niña se escapaba formando aureola a la cara cubierta<br />
de mortal palidez, y en que las pupilas color de violeta y los cárdenos<br />
labios parecían toques de sombra sepulcral. Las manos, atadas atrás,<br />
temblaban, los dientes castañeteaban; doblábase desmayado el cuerpo.<br />
Sin embargo, desde la mitad del camino, que era largo por encontrarse la<br />
prisión en las afueras de la ciudad y en el centro de la plaza, Ivona de<br />
L'Hermine, enderezándose, demostró inquietud nerviosa, delatora de una
esperanza. Dos veces el oficial que mandaba la escolta de «azules» a<br />
caballo se había acercado a la carreta y murmurando al oído de Ivona<br />
algunas palabras, un cuchicheo. Tiñó el carmín las mejillas descoloridas<br />
de la doncella: no era el rubor de la modestia, ni el dulce sofoco de la<br />
pasión: no eran los sentimientos que en un alma joven despiertan las<br />
expresiones del amoroso rendimiento. Por más que el oficial fuese mozo y<br />
gallardo, Ivona no reparaba en su apuesta figura. Otra cosa encendía su<br />
rostro: la vida, la mágica vida, la vida que no había saboreado y que iba<br />
a perder. Al casi paralizado corazón acudían de nuevo la sangre, y los<br />
ojos de violeta recobraban su luz. ¡No morir!<br />
Instintivamente, desde que Ivona oyó la primera frase balbuceada por el<br />
oficial, trató de desviar el rostro, evitando el de su madre. Esta, en<br />
cambio, clavaba en Ivona los ojos, fijos, ardientes, interrogadores. Ya a<br />
la salida de la cárcel pudo notar la impresión producida en el oficial por<br />
la hermosura de Ivona. La condesa no tenía ideas políticas; no le<br />
importaba Luis XVII martirizado en el Temple; mal de su grado se veía<br />
envuelta por los sucesos; deber la vida a un republicano no le parecía<br />
humillante. Se la debería gustosísima, aceptaría la de su hija; pero... ¿y<br />
la honra?<br />
Por espacio de largos años, recluida en sus hacienda, lejos del mundo,<br />
sólo había atendido la condesa a educar a Ivona con máximas de honestidad<br />
y de recato, cultivándola entre blancuras de azucena, fortificándola por<br />
el ejemplo de la más casta viudez. La corrupción de la corte espantaba a<br />
la condesa, y hasta había momentos en que recordaba a Luis XV, justificaba<br />
la revolución y la consideraba castigo divino, merecido y necesario. La fe<br />
y el culto supersticioso de aquella mujer no eran la monarquía ni el<br />
antiguo régimen, sino la pureza, la religión del armiño que llevaba en su<br />
título nobiliario y en la empresa de su blasón. Y al observar cómo el<br />
oficial devoraba con la mirada a Ivona, al ver que deslizaba en su oído<br />
palabras que la reanimaban instantáneamente, pensó para sí: «Quiere<br />
salvarla. ¿A ella sola? ¿A qué precio?».<br />
Increíble parece que una idea triunfe del horror que nos domina, al ver<br />
abierta la negra boca del no ser, las fauces de la eternidad. La condesa,<br />
en tan decisivos momentos, olvidando el miedo, sólo pensaba en Ivona<br />
ultrajada, mancillada, llevada por el oficial a su pabellón como una<br />
mujerzuela, después de que la hubiese arrebatado al patíbulo. Y no cabía<br />
duda: la niña aceptaba el trato: quizá su inocencia ignorase las<br />
condiciones; pero lo admitía: era vivir, era evitar el amargo trance.<br />
Mientras la indignación hervía en el alma de la madre, la hija volvía la<br />
cabeza para buscar con sus ojos, antes amortiguados, resplandecientes<br />
ahora, suplicantes, agradecidos, al jefe de la escolta, que le dirigía una<br />
sonrisa tranquilizadora, de inteligencia... Y ya llegaban; todo iba a<br />
consumarse; la carreta empezaba a abrirse paso difícilmente por entre las<br />
oleadas de la multitud que llenaba la plaza, en cuyo centro, siniestra, y<br />
rígida silueta, se alzaba la guillotina, recogiendo un rayo de sol en su<br />
cuchilla de acero...<br />
Al detenerse la carreta, los soldados, atentos a una orden del oficial,<br />
hicieron bajar a la condesa y a Ivona. Quedaron las demás sentenciadas<br />
dentro, aguardando su turno: rezando las viejas, la esposa del guerrillero<br />
renegando de su suerte y pidiendo compasión. La condesa advirtió que la
llevaban a ella primero y que su hija quedaba como rezagada al pie de la<br />
escalera, medio perdida ya entre el gentío. El hielo del espanto, el<br />
estremecimiento que la vista del patíbulo había derramado en sus venas,<br />
provocando un sudor frío instantáneo, se convirtieron en una especie de<br />
furor silencioso, de desesperada vergüenza. Ya veía los dedos del oficial<br />
desordenando los rizos rubios de Ivona, y la imagen sensible, la<br />
representación de la afrenta era más cruel y más amarga que la del<br />
suplicio. «No lo conseguirán», decidió con resolución terrible. Acordóse<br />
de que por descuido o transigencia le habían dejado desatadas las manos.<br />
Como si quisiese confortarse el corazón, deslizó la mano por la abertura<br />
del su corpiño. Algo sacó oculto en el hueco de la mano. Y cuando el<br />
verdugo se acercó a sostenerla para que subiese los peldaños de la<br />
escalerilla, en rápida confidencia le dijo no se sabe qué, deslizándole en<br />
la diestra un puñado de oro. Se ignorará lo que dijo..., pero, por los<br />
resultados, se adivina.<br />
Sucedió una cosa que al pronto no acertaron a explicarse los que<br />
presenciaban la escena tristísima, y en aquellos tiempos ya casi<br />
indiferente a fuerza de ser habitual. Y fue que el verdugo, retrocediendo,<br />
cogió brutalmente a la señorita de L'Hermine por el talle, por donde pudo,<br />
y en un segundo la empujó a la escalera, y a empellones la subió a la<br />
plataforma. La condesa la ayudaba, se hacía atrás, impulsaba también a su<br />
hija y la arrojaba a los brazos del ejecutor de la ley. Hízose tan<br />
rápidamente la maniobra, y era tal el oleaje del pueblo, que rugía e<br />
insultaba, la confusión en que la escolta se había apelotonado, que cuando<br />
el oficial, atónito, se precipitó, quiso intervenir, Ivona caía en la<br />
báscula, y la media luna se deslizaba mordiendo la garganta torneada,<br />
contraída por el espasmo del terror supremo, que ni gritar permite...<br />
El verdugo agarró por los mechones largos y rubios la lívida cabeza de la<br />
niña, que destilaba sangre, y la presentó a los espectadores. Y la condesa<br />
de L'Hermine, al acercarse sin resistencia para recibir la misma muerte,<br />
pensaba con satisfacción heroica:<br />
«¡Gracias que pude esconder en el pecho las monedas!»'<br />
«Blanco y Negro», núm. 509, 1901.<br />
Benito de Palermo<br />
Preguntáronle sus amigos al marqués de Bahama -riquísimo criollo conocido<br />
por su fausto, sus derroches y su aristocrática manía de defender la<br />
esclavitud- porqué singular capricho llevaba a su lado en el coche y<br />
sentaba a su mesa a cierto negrazo horrible, de lanuda testa y morros<br />
bestiales, y por contera siempre ebrio, siempre exhalando tufaradas de<br />
aguardiente, que no lograban encubrir el característico olorcillo de la<br />
Raza de Cam.<br />
-Hay -le decían- negros graciosos, bien configurados, de dientes bonitos,<br />
de piel de ébano, de formas esculturales. Pero éste da grima. Más que<br />
negro es verde violeta; es una pesadilla.
Y el marqués, sonriendo, defendía a su negrazo con algunas frases de<br />
conmiseración indolente:<br />
-¡Probrecillo! ¡Qué diantre!... Yo soy así.<br />
Al cabo en una alegre cena donde se calentaron las cabezas, merced a que<br />
se bebió más champaña y más manzanilla y más licores de lo ordinario, y lo<br />
ordinario no era poco; viendo yo al marqués animado, decidor -en plata,<br />
algo chispo-, aproveché la ocasión de repetir la pregunta. ¿Por qué Benito<br />
de Palermo -así se llamaba el negrazo- gozaba de tan extraordinarias<br />
franquicias? Y el marqués, a quien le relucían los hermosos ojos negros,<br />
de pupila ancha, contestó sonriendo y señalando a Benito, que yacía bajo<br />
la mesa, completamente beodo:<br />
-Por borracho, cabal; por borracho.<br />
No logré que entonces se explicase más, Parecióme tan rara la causa de<br />
privanza de Benito como la privanza misma. De allí a dos días, paseando<br />
juntos, recordé al marqués su extraña contestación y él, arrojando el<br />
magnífico «recorte» que chupaba distraídamente, murmuró con entonación<br />
perezosa:<br />
-Bueno; pues ya que solté esa prenda, diré lo que falta... Ahora se sabrá<br />
cómo si no es por la borrachera de Benito estoy yo muerto hace años, y de<br />
la muerte más horrorosa y cruel.<br />
No ignora usted que me he educado en los Estados Unidos, y me aficioné a<br />
los viajes desde la niñez, porque allí el viajar se considera complemento<br />
de toda escogida educación. Antes de cumplir los veinticinco años había<br />
recorrido las principales ciudades de Francia, Inglaterra y Alemania;<br />
sabía cómo se vive en cada nación culta. En París, sobre todo, me había<br />
pasado inviernos enteros. Sin embargo, la monotonía de la civilización<br />
empezaba a causarme tedio, y me hurgaba el caprichillo de ver países menos<br />
cultos a la moderna. Dediqué unos meses a registrar la hermosa Italia,<br />
parando mucho en Roma y consagrando temporaditas a Florencia, Nápoles,<br />
Sicilia, Malta y Córcega. Y engolosinado ya -Italia siempre será un<br />
paraíso-, propúseme realizar al año siguiente otro delicioso viaje, el de<br />
Oriente: Grecia, Turquía y Palestina. Para venir a lo que importa de este<br />
cuento, lleguemos ya a Atenas, donde, por recomendaciones que llevaba,<br />
encontré excelente acogida en el cuerpo diplomático y en la corte, lo<br />
cual, y otra, cosa que añadiré contribuyó a que se prolongase mi estancia<br />
en la capital de Grecia bastante más de los que pensaba.<br />
Es el caso que en una fonda magnífica de Florencia había yo visto, por<br />
espacio de pocas horas, a una hermosísima inglesa, la cual grabó en mi<br />
espíritu una impresión que no habían conseguido borrar el tiempo ni la<br />
distancia. Era de esas mujeres que no se olvidan porque a la belleza<br />
plástica incomparable, reunía una gracia, una viveza y una originalidad<br />
excéntrica y picante, que empeñaban en perseguirla y adorarla. El vulgo<br />
cree que todas las inglesas son sosas; pero yo le aseguro a usted que la<br />
que sale donosa vale por diez. Eva... (suponga usted que se llamaba así)<br />
era viuda, y viajaba con una dama de compañía, sin rumbo fijo a donde le<br />
llevaba su imaginación artística y fogosa. En los cortos momentos que<br />
conseguí hablarle, volvióme loco. No me atrevía a galantearla<br />
abiertamente, y sólo con los ojos le revelé el efecto que en mí causaba.<br />
Debo advertir que no me hizo maldito caso, que me toreó, y en una vuelta<br />
que di me encontré con que había desaparecido, sin que me fuese posible
acertar con ella, por más que la busqué desalado al través de toda Italia.<br />
Calcule usted mi sorpresa y mi emoción, cuando en el primer sarao a que<br />
asisto en la embajada inglesa en Atenas, me encuentro a Eva radiante de<br />
hermosura, divinamente prendida y dispuesta a valsar. Excuso decir que<br />
inmediatamente me dediqué a cortejarla y a fuerza de atenciones logré<br />
algunas ligeras señales de complacencia, pequeños indicios de que no le<br />
era desagradable mi persona. Sin embargo, en los saraos sucesivos, y en<br />
todos los lugares donde yo procuraba encontrarme con Eva y acompañarla,<br />
noté cuán difícil era ganar terreno en aquel corazón caprichoso y rebelde.<br />
Eva me desesperaba con sus coqueterías y sus arrechuchos; nunca estaba yo<br />
seguro de llegar a vencerla; si me veía alegre me quería triste; y si yo<br />
decía negro, ella respondía blanco. Creo que este sistema me trastornaba<br />
más, y ya me encontraba a punto de darme a todos los demonios, cuando...<br />
-Pero -interrumpí- lo que no sale a relucir es Benito de Palermo; y<br />
confieso que Benito me importa más que la hermosa Eva.<br />
-Cachaza, ya llegaremos a Benito -respondió, sonriendo, el marqués-. Iba a<br />
decir que por entonces fue cuando parte de la colonia inglesa que se<br />
encontraba en Atenas dispuso organizar una excursión a caballo y en coche,<br />
con objeto de visitar la célebre llanura de Maratón.<br />
-¡Ah! -exclamé estremeciéndome involuntariamente-. ¡Ya sé, ya sé! ¡Con que<br />
lo tocó a usted ese chinazo! ¡Qué cosa tan horrible!<br />
-Veo que recuerda usted el episodio. ¿No es para olvidarlo, no! Toda la<br />
Prensa europea habló de eso detenidamente, publicando grabados, retratos y<br />
por menores, día por día. Pues sepa usted que la expedición se combinó en<br />
la embajada entre un rigodón y un vals de Strauss. La colonia acogió la<br />
idea con fruición y entusiasmo; las mujeres, sobre todo, estaban<br />
alborotadísimas. Pero yo, que había conversado largamente con palikaros,<br />
intérpretes y comerciantes judíos, recordé las noticias que me habían dado<br />
sobre una gavilla de bandoleros que infestaba las inmediaciones de Atenas,<br />
y cuyo número, arrojo y sanguinarias costumbres eran motivo suficiente<br />
para alarmarse y reflexionar. Emití un dictamen de prudencia, indicando<br />
que convendría, o llevar numerosa y bien armada escolta, o renunciar al<br />
proyecto. Y entonces adquirí la persuasión de que todos los ingleses<br />
tienen vena. Lord*** y los demás, que formaron parte de la fatal<br />
expedición, sonrieron desdeñosamente cuando les hablé de peligros; y a<br />
aquella sonrisa, que ya me encendió la sangre, correspondió Eva con<br />
algunas frases tan secas y burlonas, que me restallaron como latigazos<br />
sobre las mejillas. Vino a decir que el que no se sintiese con ánimos para<br />
arrostrar el riesgo haría mucho mejor en quedarse, pues las inglesas no<br />
quieren compañía sino de gente resuelta, capaz de no achicarse ante los<br />
bandidos, caso de haberlos, que eso estaba por ver. El que recuerde los<br />
veintiséis años que yo tenía y lo enamorado que andaba de Eva comprenderá<br />
que me propuse formar parte de la expedición, aunque supusiese que nos<br />
acechaban todos los salteadores del mundo. ¡Ir con Eva de viaje! ¡Galopar<br />
a su lado! ¡Qué felicidad! Y ella, al conocer mi propósito, giró como una<br />
veletita me sonrió, y estuvo conmigo insinuante, coqueta, hasta mimosa. La<br />
excursión quedó fijada para la mañana siguiente; al despuntar el día nos<br />
reuniríamos en un punto dado, fuera de las murallas de Atenas llevando<br />
cada cual o coche o caballo, provisiones y armas. De los guías se
encargaba Lord***.<br />
Aquí aparece Benito de Palermo; no se impaciente usted, que ya sale el<br />
figurón. Nacido en casa de mis padres, yo le llevaba conmigo como quien<br />
lleva un perro de lanas, porque la verdad es que no me servía para maldita<br />
la cosa, pues siempre ha sido torpón y desidioso. Escondiéndole la bebida,<br />
aún se lograba hacer carrera de él, pero en cuanto lo cataba, un cepo, una<br />
piedra. En Atenas a fuerza de prohibir yo en el hotel que le diesen a<br />
probar ni vino ni alcohólicos, íbamos saliendo del paso. Al regresar de la<br />
embajada, la víspera de la excursión, llamo al bueno de Benito, y le doy<br />
órdenes y las llaves, y le encargo repetidamente que al rayar el día tenga<br />
mi caballo ensillado y preparadas mis armas, y me despierte aunque sea a<br />
trompicones; hecho lo cual me adormezco pensando en Eva.<br />
Cuando abro los ojos, el sol entra a torrentes en mi cuarto. Despavorido,<br />
me echo de la cama y miro el reloj; marcaba las once. Grito como un<br />
insensato llamando a Benito. Benito no contesta. Salgo al cuarto del<br />
tocador, de allí al pasillo... y tropiezo con un bulto negro, una bestia<br />
que ronca...; es Benito, ¡Benito, más borracho que un pellejo! Comprendo<br />
instantáneamente... Dueño de mis llaves, había asaltado un armario donde<br />
yo guardaba, entre mis trastos, una cave a liqueurs, y a aquellas horas la<br />
cabalgata se encontraría cerca de Maratón, y yo sería para Eva el ser más<br />
despreciable y más ridículo.<br />
Desde que estaba en el viejo continente, no había empleado el bejuco.<br />
Cegué, y arremetiendo contra el negro, le di tal soba, que volvió en sí<br />
llorando y gimiendo que le asesinaban. Cuando me harté de pegarle, pensé<br />
en ensillar el caballo y reunirme a la comitiva... Pero era preciso buscar<br />
guía, pues de otro modo, ¿cómo orientarme en la planicie? Y antes de que<br />
el guía pareciese, ya se divulgaba por Atenas la noticia espantosa; los<br />
bandoleros habían copado la expedición, cogiendo prisioneros a los<br />
expedicionarios, después de una heroica resistencia y de herir gravemente<br />
a alguno; las mujeres habían sufrido peor suerte, escarnecidas a la vista<br />
de sus maridos y hermanos, que, atados de pies y manos, no las podían<br />
defender... Ya supone usted cuál me quedaría, no he sufrido nunca<br />
impresión más atroz.<br />
-Recuerdo el caso... Se llevaron a los ingleses, exigiendo un enorme<br />
rescate y amenazando con atormentarlos mientras el rescate no llegara...<br />
Si no me equivoco a Lord*** le fueron mechando y cortando en pedacitos: no<br />
hay idea de martirio semejante...<br />
-¡Ea!, pues de eso me libré yo por estar Benito borracho perdido -afirmó<br />
el marqués, requiriendo la petaca-. Desde entonces le dejo beber lo que<br />
quiera... y el amo aquí es él.<br />
-Según eso, ¿habrá usted comprendido que un hombre de color no es un<br />
perro?<br />
-Claro que no. Los perros no se emborrachan nunca.<br />
-¿Y Eva? ¿Sufrió el destino de las otras? Estaría muy bien empleado.<br />
-¡Pues ahora caigo en que falta lo mejor! -exclamó el marqués-. Eva, por<br />
un antojito, porque no le gustaba su traje de amazona, también se había<br />
quedado en Atenas... ¡y si Benito me despierta y acierto a ir con la<br />
expedición, no sólo pierdo la vida, sino los deliciosos ratos que debí a<br />
Eva después..., cuando ya se ablandó su corazón intrépido!<br />
«El Imparcial», 26 febrero, 1894, Arco Iris.
Ley natural<br />
Voy a escribir una historieta de amores. A pesar de la ciencia, de la<br />
economía política, de la política contra la economía, de los problemas<br />
militares, de las huelgas y las manifestaciones, el amor conserva aún su<br />
atractivo pueril, su gracia patética o sonriente. Es el amor todavía un<br />
angélico revoltoso, salado y dulce, y el aire de sus rizadas alitas,<br />
durante las abrasadas siestas del verano, refresca las sienes de mucha<br />
gente moza. Fáltale al amor actualidad, pero le sobra eternidad. Mi cuento<br />
demostrará por millonésima vez, que el dominio del amor se extiende a<br />
todas las criaturas y que, según a porfía repiten poetas y autores<br />
<strong>dramáticos</strong>, no hay para el amor desigualdades sociales.<br />
Llamábase mi heroína Muff, que en alemán quiere decir «manguito», y le<br />
pusieron tal nombre porque, en efecto, el fino pelaje que la revestía daba<br />
a su diminuto corpezuelo cierta semejanza con un manguito de rica piel<br />
gris. Dama hubo que se equivocó y echó mano a Muff, pero la dueña de la<br />
lindísima grifona intervino, exclamando:<br />
-Cuidado... que salgo perdiendo yo. No hay manguitos de ese precio.<br />
Verdad indiscutible, de las que se demuestran con cifras. Hasta dos mil<br />
francos puede costar un manguito si es de chinchilla de primera, y por<br />
Muff se pagaron al contado tres mil. Hoy las pieles han subido: me refiero<br />
a los precios de entonces. Todavía es preciso agregar al coste de Muff el<br />
importe de sus joyas; dos collares chien, de perlitas uno, otro de coral<br />
rosa con pasadores de diamantes, y un par de cascabeles de oro incrustado<br />
de rosas y zafiros, dije útil, pues revelaba con su tilinteo la presencia<br />
de Muff y la salvaba de morir aplastada de un pisotón. No omitamos tampoco<br />
en el presupuesto de Muff -nada ha que omitir, tratándose de presupuestos-<br />
el valor del elegante trousseau remitido de París, donde existen modistas<br />
y talleres especialmente dedicados a este ramo. Poseía Muff y lucía con<br />
frecuencia, según la estación, sus mantas acolchadas de terciopelo, raso y<br />
gro Pompadour, con bolsillito para el microscópico pañuelo perfumado de<br />
lilas blanc; sus botas de caucho o cabritilla, sus collarines de rizada<br />
pluma, y creo ocioso añadir que dormía en lecho de edredón con múltiples<br />
cojines bordados y blasonados.<br />
¡Ah! Si las riquezas, la ostentación, el lujo, la vanidad, bastasen a los<br />
corazones sensibles, ¡quién más feliz que Muff! Era su existencia la<br />
realización de un cuento de hadas. Habitaba un palacio lleno de<br />
preciosidades artísticas; tenía a su servicio una doncella, diligente,<br />
cuidadosa y mimosa, la Paquita, que, después de bañar a Muff en agua<br />
tibia, frotarla con jabón exquisito, enjuagarla con suave lienzo y<br />
peinarla, hasta esponjar sus plateadas sedas, le servía en cuencos de<br />
porcelana golosinas selectas y, terminada la refacción, frotaba los<br />
dientecillos de su ama con un cepillo empapado en elixir, a fin de que<br />
tuviese el aliento balsámico, y fresca la boca. Si Muff salía, iba en<br />
coche, por supuesto, enganchado para ella expresamente; llevábanla al
Retiro, y el lacayo, bajándola en el punto más solitario y de aire más<br />
puro la dejaba brincar y correr, hacer ejercicio higiénico, solazarse a su<br />
libertad. Tampoco faltaban a Muff satisfacciones de amor propio. Cuantos<br />
la veían, extasiábanse con la monada del manguito vivo y alababan el pelo<br />
argentado, los ojos negros, inmensos, medio velados por las revueltas<br />
sedas, el hociquito diminuto, semejante a un trufa, la jeta encantadora.<br />
Así y todo, entre tantos mimos y esplendores, andaba mustia la grifona, y<br />
a veces sus vastas pupilas expresaban nostálgica aspiración.<br />
Cuando Dios creó a los seres allá en las frondas tupidas del Edén,<br />
clavóles adentro, muy adentro, en lo íntimo y profundo de la voluntad, un<br />
aguijón, un estímulo, especie de alfiler que sin cesar punza y se hinca y<br />
no consiente minuto de sosiego. Reclinada en sus fofos almohadones de<br />
seda, o agasajada en brazos del lacayo, acariciada por Paquita, o<br />
correteando por las sendas enarenadas del Retiro, Muff sentía la punta<br />
aguzada hincarse más honda. «No eres feliz, pobre Muff, te falta la sal de<br />
la vida, la esencia del licor», sugería el alfiler por medio de tenaces<br />
picaduras reiteradas; y Muff, en lánguida postura, con el hocico ladeado y<br />
una patita péndula, suspiraba, y al anhelar de su pecho, el cascabel de<br />
oro del collar hacía misterioso «tilín». Un sagaz observador comprendería<br />
al punto lo que le dolía a Muff; pero no supieron entenderlo sus<br />
poseedores, o no quisieron, si se da crédito a versiones que parecen<br />
autorizadas. En consejo de familia fue sentenciada Muff a ignorar<br />
eternamente las alegrías amorosas y las sublimes, pero arduas, faenas de<br />
la maternidad. Objeto de lujo, primoroso bibelot, no debía estropearse. Y<br />
al notarla melancólica, decía la Paquita, presentando tentador plato de<br />
dorados bizcochos:<br />
-¡Anda, monina, tontina, no «pienses» en «eso»!<br />
Un atardecer, al bajarse Muff de su coche en las umbrías del Retiro, vio<br />
que se acercaba a ella, muy brincador y animado, feísimo perrucho. Era un<br />
ruin gozquejo callejero, de esos que por turno mendigan y muerden, que<br />
rebuscan ávidamente piltrafas entre la basura y perecen estrangulados a<br />
manos de laceros municipales. Al ver al chucho, con su zalea amarillenta y<br />
sucia, el primer movimiento de Muff fue un remilgito desdeñoso. Violo el<br />
lacayo y atizó al gozque soberano puntapié, que le hizo exhalar un alarido<br />
doliente. La compasión reemplazó al desdén, y Muff corrió hacia el<br />
lastimado, deseosa de consolarlo.<br />
Ya él volvía, sin miedo ni rencor, a rabisalsear en torno de Muff. Empezó<br />
el juego con amistosos ladridos, mordisquillos en chanza, hociqueos y<br />
otras manifestaciones expresivas e indiscretas de la cordialidad perruna.<br />
Los separaron, y Muff fue recogida a casa; pero al siguiente día, apenas<br />
descendió del coche, halló de nuevo al gozquecillo, alegre, insinuante,<br />
porfiado como él solo. Quiso la maliciosa casualidad que también el lacayo<br />
guardián de Muff tuviese un encuentro, el de su paisana la niñera Lucía,<br />
muchacha rubia de buen palmito. Mientras los dos paisanos pegaban la<br />
hebra, la aristocrática grifona y el can plebeyo se entendían gustosos.<br />
Quizá la sentimental perita confesó sus aspiraciones románticas y el vacío<br />
de su dorada esclavitud; acaso el pobrete apasionado de aquella beldad de<br />
alto coturno refirió sus luchas por la existencia, sus días de inanición,<br />
la vagancia, los palos recibidos, el poema de una miseria sufrida con<br />
estoico desprecio. Lo cierto es que, insensiblemente, aprovechando la
distracción de su custodio, Muff se apartó del coche, y, guiada por el<br />
perrucho, perdióse entre las alamedas y macizos de árboles, en dirección a<br />
la salida del Retiro, hacia Atocha. ¡El seductor iba delante, enseñando el<br />
camino; Muff le seguía, intrépida, sin volver, el hocico atrás; y al<br />
rápido trotecillo de sus menudas patitas, tilinteaba suavemente, en ritmo<br />
musical, con una especie de emoción, el áureo cascabel, al cual enviaba<br />
corrientes de electricidad el corazón venturoso!<br />
Todos los periódicos anuncian la pérdida de Muff. La gratificación<br />
ofrecida es cuantiosa. Muff, sin embargo, no aparece. ¿Qué ha sido del<br />
manguito viviente, del rebujo de argentadas sedas, entre las cuales lucen<br />
las negrísimas pupilas enormes? ¿Que hicieron de Muff la vida nómada, el<br />
abandono, la necesidad? ¿La robó un aficionado y no quiere restituirla?<br />
¿Yace en la alcantarilla tiesa, helada, despojada de su collar y su<br />
cascabel de oro y piedras? ¿O, aceptando su humilde destino, ha dejado<br />
voluntariamente las galas de la riqueza, y, tiritando, acompaña a su<br />
esposo, ronda con él al amanecer y hoza en los montones de estiércol para<br />
engañar el hambre, el hambre, enemigo del amor, severo juez que,<br />
inflexible, lo castiga, verdugo que lo mata?<br />
«El Imparcial», 7 agosto 1899.<br />
El comadrón<br />
Era la noche más espantosa de todo el invierno. Silbaba el viento<br />
huracanado, tronchando el seco ramaje; desatábase la lluvia, y el granizo<br />
bombardeaba los vidrios. Así es que el comadrón, hundiéndose con delicia<br />
en la mullida cama, dijo confidencialmente a su esposa:<br />
-Hoy me dejarán en paz. Dormiré sosegado hasta las nueve. ¿A qué loca se<br />
le va a ocurrir dar a luz con este tiempo tan fatal?<br />
Desmintiendo los augurios del facultativo, hacia las cinco el viento<br />
amainó, se interrumpió el eterno «flac» de la lluvia, y un aura serena y<br />
dulce pareció entrar al través de los vidrios, con las primeras azuladas<br />
claridades del amanecer. Al mismo tiempo retumbaron en la puerta<br />
apresurados aldabonazos, los perros ladraron con frenesí, y el comadrón,<br />
refunfuñando se incorporó en el lecho aquel, tan caliente y tan fofo.<br />
¡Vamos, milagro que un día le permitiesen vivir tranquilo! Y de seguro el<br />
lance ocurriría en el campo, lejos; habría que pisar barro y marcar<br />
niebla... A ver, medidas de abrigo, botas fuertes... ¡Condenada especie<br />
humana, y qué manía de no acabarse, qué tenacidad en reproducirse!<br />
La criada, que subía anhelosa, dio las señas del cliente; un caballero<br />
respetable, muy embozado en capa oscura, chorreando agua y dando prisa.<br />
¡Sin duda el padre de la parturienta! La mujer del comadrón, alma<br />
compasiva murmuró frases de lástima, y apuró a su marido. Este despachó el<br />
café, frío como hielo, se arrolló el tapabocas, se enfundó en el<br />
impermeable, agarró la caja de los instrumentos y bajó gruñendo y<br />
tiritando. El cliente esperaba ya, montado en blanca yegua. Cabalgó el<br />
comadrón su jacucho y emprendieron la caminata.
Apenas el sol alumbró claramente, el comadrón miró al desconocido y quedó<br />
subyugado por su aspecto de majestad. Una frente ancha, unos ojos<br />
ardientes e imperiosos, una barba gris que ondeaba sobre el pecho, un aire<br />
indefinible de dignidad y tristeza, hacían imponente a aquel hombre. Con<br />
humildad involuntaria se decidió el comadrón a preguntar lo de costumbre:<br />
si la casa donde iban estaba próxima y si era primeriza la paciente. En<br />
pocas y bien medidas palabras respondió el desconocido que el castillo<br />
distaba mucho; que la mujer era primeriza, y el trance tan duro y difícil,<br />
que no creía posible salir de él. «Sólo nos importa la criatura», añadió<br />
con energía, como el que da una orden para que se obedezca sin réplica.<br />
Pero el comadrón, persona compasiva y piadosa, formó el propósito de<br />
salvar a la madre, y picó al rocín, deseoso de llegar más pronto.<br />
Anduvieron y anduvieron, patrullando las monturas en el barro pegajoso,<br />
cruzando bosques sin hoja, vadeando un río, salvando una montañita y no<br />
parando hasta un valle, donde los grisáceos torreones del castillo se<br />
destacaban con vigoroso y escueto dibujo. El comadrón, poseído de respeto<br />
inexplicable se apeó en el ancho patio de honor, y, guiado, por el<br />
desconocido, entró por una puertecilla lateral, directamente, a una cámara<br />
baja de la torre de Levante, donde, sobre una cama antigua, rica, yacía<br />
una bellísima mujer, descolorida e inmóvil. Al acercarse, observó el<br />
facultativo que aquella desdichada estaba muerta; y, sin conocerla se<br />
entristeció. ¡Es que era tan hermosa! Las hebras del pelo, tendido y<br />
ondeante, parecían marco dorado alrededor de una efigie de marfil; los<br />
labios color de violeta, flores marchitas; y los ojos entreabiertos y<br />
azules, dos piedras preciosas engastadas en el cerco de oro de las<br />
pestañas densas. La voz del desconocido resonó, firme y categórica:<br />
-No haga usted caso de ese cadáver. Es preciso salvar a la criatura.<br />
De mala gana se determinó el comadrón a cumplir los deberes de su oficio.<br />
Le parecía un crimen, aunque fuese con buen fin, lacerar aquel divino<br />
cuerpo. Obedeció, no obstante, porque el desconocido repetía con acento<br />
persuasivo, y terrible, tuteando al médico:<br />
-No la respetes por hermosa. Está muerta, y nada muerto es hermoso sino en<br />
apariencia y por breves instantes. La realidad ahí es descomposición y<br />
sepulcro. ¡Nunca veneres lo que ha muerto! ¡Inclínate ante la vida!<br />
Y de pronto, en el instante mismo en que el facultativo se disponía a<br />
emplear el acero, el extraño cliente le cogió la mano, susurrándole al<br />
oído:<br />
-¡Cuidado! Conviene que sepas lo que haces. Ese seno que vas a abrir<br />
encierra no un ser humano, no una criatura, sino «una verdad». Fíjate<br />
bien. Te lo advierto. ¿Sabes lo que es «una verdad»? Una fiera suelta que<br />
puede acabar con nosotros, y acaso con el mundo. ¿Te atreves, ¡oh comadrón<br />
heroico!, a sacar a luz «una verdad»?<br />
-El comadrón vaciló; el frío del instrumento que empuñaba se comunicaba a<br />
sus venas y a sus huesos. Castañeteaban sus dientes; temblaba de cobardía<br />
y de egoísmo. «¡Una verdad!» Ni hay tea que así incendie, ni rayo que así<br />
parta, ni torrente que así devaste, ni peste tan contagiosa. ¿Y quién le<br />
había de agradecer que cooperase al feliz nacimiento de una verdad? ¿Qué<br />
mayor delito para su mujer, sus amigos, su pueblo, su nación tal vez? ¿Qué<br />
crimen se paga tan caro? Quería arrojar el bisturí... Por último, la<br />
conciencia profesional triunfó. ¡El deber, el deber! No se podía dejar
morir al engendro. Y después de una faena angustiosa, realizada con seguro<br />
pulso y mano certera, presentó al desconocido una criatura extraña y<br />
repugnante, una especie de escuerzo, de trazas ridículas, negruzco, flaco,<br />
informe.<br />
-Este monigote no puede ser «una verdad» -exclamó, respirando a gusto, el<br />
facultativo.<br />
-Porque es «verdad» te parece fea al nacer -declaró el desconocido, que<br />
miraba con transporte a la criatura-. Cuando las verdades nacen,<br />
horrorizan a los que las contemplan. Hasta que las abrigamos en nuestro<br />
pecho; hasta que les damos el calor de nuestra vida y el jugo de nuestra<br />
sangre; hasta que afirmamos su belleza como si existiese; hasta que nos<br />
cuestan mucho, no son hermosas. Esta, ya lo ves, ha acabado con su<br />
madre... ¡No se lleva impunemente en las entrañas una verdad! Y ahora la<br />
verdad queda huérfana; queda abandonada. Yo no he de ampararla.<br />
Obligaciones estrechas me llaman a otra parte. Soy el que anuncia, no el<br />
que protege y salva. ¿Quieres tú encargarte de la recién nacida? ¿Tienes<br />
valor? ¿Eres digno de proteger a la verdad?<br />
Cuando así le interpelan, no hay hombre que no guste de fanfarronear un<br />
poco. En el alma se despierta la viril arrogancia, y responde al<br />
llamamiento como el corcel de batalla al toque penetrante del clarín. Hace<br />
la vanidad oficio de resolución, y por un instante es sincero el deseo de<br />
la gloriosa batalla y el ansia del sacrificio. El comadrón tendió los<br />
brazos, recibió en ellos al raquítico ser, y declaró gallardamente:<br />
-Ya tiene padre.<br />
El desconocido le echó una ojeada especial, seria, escrutadora, hondísima;<br />
ojeada de abismo abierto. ¿Reconvención o alabanza? ¿Duda o fe? Nunca se<br />
supo. Lo cierto es que el comadrón envolvió en paños blancos a la recién<br />
nacida; que comió pan y bebió vino, para reconfortarse; que ensilló otra<br />
vez su rocín, y con la criatura en brazos y tapada y agasajada, emprendió<br />
la vuelta.<br />
Declinaba la tarde; los rayos oblicuos del sol eran como miradas de<br />
severos ojos, nublados por el desengaño y enrojecidos por la indignación<br />
secreta. Las aves callaban, las pocas aves que se ven en los últimos meses<br />
del invierno; pero no tardaría el mochuelo en exhalar su queja ronca,<br />
porque ya se acercaba la mala consejera: la noche.<br />
Y el comadrón, sin dejar de apurar a su montura, pensaba en la llegada.<br />
¡Presentarse así, llevando en brazos un crío! ¡Si al menos fuese un<br />
angelito, una monada, una manteca con hoyuelos, una peloncita rubia y<br />
sedosa, dispuesta a encresparse en sortijillas! ¡Pero aquel monstruo!<br />
Desvió los paños, contempló a la criatura... Ya no estaba amoratada.<br />
Respiraba bien. Parecía más fuerte y más grande. Entre sus labios lucían,<br />
¡qué asombro!, cuatro blancos dientes. ¡Qué robusta nacía la maldita! Y<br />
cual si quisiese demostrar el brio y el ansia vital con que salía al<br />
mundo, la recién nacida - buscó el dedo del comadrón y lo mordió. Después<br />
rompió a llorar, con llanto vehemente, ávido, que aturdía.<br />
El comadrón sintió impaciencia y enojo. ¿De qué manera acallaría el grito<br />
de la verdad, ese grito tan molesto, capaz de atraer a los malhechores?<br />
Tapar la boca... Primero apoyó la palma de la mano; después furioso,<br />
porque seguía el escándalo, envolvió la cabeza de la criatura en la vuelta<br />
del impermeable; y, por último, apretó, apretó, hasta que lentamente se
apagaron los quejidos... Cayó la noche; llegó el momento de vadear el río;<br />
y como la criatura, silenciosa ya, estorbaba en brazos, el comadrón<br />
desenvolvió el abrigo, cogió el cuerpo, lo balanceó y lo arrojó a la<br />
corriente.<br />
«El Imparcial», 2 de abril 1900.<br />
El voto de Rosiña<br />
Si hay luchas electorales reñidas y encarnizadas, ninguna como la que<br />
presenció en el memorable año de 18... el distrito de Palizás (no se<br />
busque en ningún mapa). Digo que la presenció, y digo mal, porque, en<br />
efecto, la representó a lo vivo, y aún, con mayor exactitud, la padeció,<br />
sangró de ella por todas las venas. Cuando obtuvo la victoria el candidato<br />
ministerial, hecho trizas quedó el distrito. Piérdese la cuenta de los<br />
atropellos, desafueros, barrabasadas, iniquidades y trapisondas que costó<br />
«sacar» al joven Sixto Dávila, protegido a capa y espada por el ministro,<br />
pero combatido a degüello por el señor don Francisco Javier Magnabreva,<br />
conspicuo personaje de la anterior situación.<br />
Sixto Dávila, muchacho simpático y ambiciosillo, había aceptado aquel<br />
distrito de batalla..., entre varias razones de peso, porque no le daban<br />
otro; y contando con su actividad y denuedo, impulsado por las brisas<br />
favorables que siempre soplan en la juventud -ya se sabe que no es amiga<br />
de viejos la señora Fortuna-, se propuso trabajar la elección, estar en<br />
todo y no perder ripio. A caballo desde las cinco de la mañana hasta las<br />
altas horas de la noche; ayunando al traspaso o comiendo lo que saltaba;<br />
descabezando una siesta cuando podía; afrentando con su intacto capital de<br />
salud y vigor los reumatismos y la apoltronada pachorra de su<br />
contrincante, Sixto incubó su acta hasta sacarla del cascarón vivita y en<br />
regular estado de limpieza.<br />
No fueron únicamente energías físicas las que derrochó el mozo candidato.<br />
También hizo despilfarros oportunos de frases amables, persuasivas y<br />
discretas. Con un instinto y una habilidad que presagiaban brillante<br />
porvenir, Sixto Dávila supo decir a cada cual lo que más podía gustarle, y<br />
se captó amigos gastando esa moneda que el aire acuña: la palabra.<br />
Aunque la gente de Palizás es suspicaz y ladina y no se deja engatusar<br />
fácilmente, la labia de Sixto dio frutos, especialmente al dirigirse a una<br />
mitad del género humano que no entiende de política y obedece a las<br />
impresiones del corazón. Sabía el candidato ministerial presentar a los<br />
electores las doradas perspectivas y los horizontes risueños del favor y<br />
la influencia; pero se excedía a sí mismo al hablar a las mujeres,<br />
halagando su amor propio. Hay quien opina que Sixto, al desplegar tales<br />
recursos, no hacía sino practicar una asignatura que tenía muy cursada, y<br />
es posible que así fuese, lo cual en nada amengua el mérito del muchacho.<br />
Como suele suceder a los grandes actores, que hasta sin querer están en<br />
escena, Sixto, durante su tournée electoral, solía gastar pólvora en<br />
salvas, regalando miel sólo por regalar, sin miras interesadas y egoístas.
Así, verbigracia, con Rosiña la tejedora. Era Rosiña una pobre huérfana;<br />
no pudiendo cultivar la tierra por falta de hombres en su casa, y reducida<br />
a sacar a pastar una vaca por las lindes, se ganaba la vida con un telar<br />
primitivo y rudo, teniendo el lino que ella misma tascaba y hasta hilaba<br />
pacientemente a la luz del candil en invierno. ¿Qué necesitaba Rosiña para<br />
subsistir? Un mendrugo de borona, un pote de coles, una manzana verde, una<br />
sardina salada, una taza de leche «presa»... Dios, que viste a los lirios<br />
del campo, más holgazanes que Rosiña, pues nos consta que no hilan ni<br />
tejen, había adornado a la humilde «tecelana» con una primavera en las<br />
mejillas y un apretado haz de rayos de sol en la trenza doble que colgaba<br />
hasta sus caderas, y al pasar Sixto por delante de la choza y oír el<br />
runrún... del telar activo, y divisar a la laboriosa muchacha -aunque<br />
sabía perfectamente que no tenía padre, hermano, ni novio que pudiesen<br />
votarle-, se detuvo, se bajó del jaco, pidió agua «de la ferrada» o leche<br />
«de la vaquiña», bebió, alabó, agradeció y sostuvo con Rosa una plática<br />
que sólo podrían narrar las ramas del cerezo que sombrea el arroyo más<br />
cercano.<br />
Ocurrió este pequeño episodio dos días antes de que cierto formidable<br />
cacique, al servicio y devoción del señor de Magnabreva, se decidiese,<br />
desesperado ya, a jugar el todo por el todo, a fin de salvar la elección<br />
comprometidísima y a dos dedos de perderse irremisiblemente. Lo apurado<br />
del caso le sugería un supremo recurso, que el desalmado vacilaba en<br />
emplear, porque hay remedios heroicos que pueden ser funestos, sobre todo<br />
cuando no se administran desde las alturas del Poder... Más que el<br />
inminente triunfo de Sixto tentó al cacique la ciega confianza del joven<br />
candidato «No quiero ser cunero antipático, diputado impuesto, sino<br />
popular y querido», decía Sixto, gozándose en aparecer donde menos se<br />
contaba con él, en sorprender a sus partidarios con iniciativas propias.<br />
Esto decidió al enemigo. El golpe se tramó en una tabernucha, cuyo dueño<br />
era de los contrarios de Sixto; la taberna se alzaba al borde de la<br />
carretera, no lejos de la choza de Rosiña. Habíanse reunido allí los más<br />
ternes, los capaces de hacer una hombrada dejándose encausar después,<br />
seguros de que mano próvida y que alcanzaba muy lejos les había de mullir<br />
colchón para que no les doliese el porrazo. Uno de los conspiradores,<br />
conocido por varias siniestras fechorías, era radical: quería «dejar seco»<br />
a Sixto Dávila; otro proponía un secuestro; pero el cacique, prudente y<br />
cauto, emitió distinto parecer; nada de navajazos, nada de armas de fuego,<br />
que hacen ruido y alarman; nada de escopetas, ni siquiera de garrotes.<br />
-Aquí lo que interesa es que se inutilice..., para la elección, vamos...<br />
para estos días; que no pueda menearse, porque... si sigue meneándose y<br />
apretando, ¡nos revienta! Tú, Gallo -ordenó al primero-, me vas a traer<br />
hoy un carreto de arena fina de la mar... ¡que así como así, te hace falta<br />
para echar a la heredad del trigo! Tú... -mandó al dueño de la taberna- le<br />
dices a la mujer que amañe unos sacos de lienzo bien hechitos y larguitos<br />
y fuertes... Él ha de pasar por aquí mañana al anochecer, para ir a Doas,<br />
a casa del cura... ¡Y cuidado, muchos golpes en la espalda... pero a modo,<br />
a modo, como quien no hace daño...!<br />
La mañana que siguió al conciliábulo, Rosiña fue llamada por la tabernera<br />
para que suministrase el lienzo, y cortase, y cogiese, y rellenase los<br />
sacos... Nadie desconfiaba de la rapaza, a quien la tabernera, además,
encargó el mayor sigilo. «Son para hacerle unos cariños a un galopín,<br />
mujer...» Por alusiones e indiscreciones, Rosiña adivinó quién sería el<br />
acariciado; y temblando lo mismo que una vara verde, empezó su faena. La<br />
mano no acertaba a manejar la aguja, los ojos se nublaban. Demasiado sabía<br />
ella los «cariños» que con los sacos de arena se hacen. El que los recibe<br />
no dura mucho, no... Al pronto sólo advierte gran postración, profundo<br />
decaimiento; queda molido, rendido, deseoso únicamente de extenderse en la<br />
cama pero sin dolor alguno, sin enfermedad; y pasan días, y no recobra el<br />
apetito, y palidece, y arroja sangre por la boca hasta que al fin... Y<br />
Rosiña veía al señorito guapo y llano y de palabreo tierno, que le había<br />
pedido agua de la «ferrada», tendido entre cuatro cirios, menos amarillos<br />
que su rostro...<br />
Al anochecer, como Sixto, al galope de su caballejo se aproximase a la<br />
taberna, el jaco pegó un respingo, y el jinete vio surgir de pronto una<br />
mujer que se agarró a la brida con fuerza. Reconoció a Rosiña, la<br />
tejedora..., y sus primeras frases fueron alegres galanterías. Pero la<br />
moza, balbuciente de terror, pidió atención, refirió una historia... Sixto<br />
-después de vacilar un instante- echó pie a tierra y con el caballo del<br />
diestro, emparejando con Rosiña, guiado por ella, callados los dos, tomó a<br />
campo traviesa en busca de un sendero oculto por los árboles. Para volver<br />
atrás era tarde, y seguir adelante, una temeridad insensata. Su vida<br />
peligraba, y con horrible peligro... «No tenga miedo, señorito, que en mi<br />
casa no le buscan», advirtió la moza, al disponerse a dar acomodo en el<br />
establo de su vaca a la montura del candidato.<br />
En efecto, nadie le buscó allí; a la mañana la Guardia Civil, avisada por<br />
Rosiña le recogió y escoltó hasta dejarle en salvo. Y Sixto Dávila venció<br />
en toda línea; pero no sospecha nadie en Gobernación ni en los pasillos<br />
del Congreso que el triunfo se debió al voto de Rosiña, la tejedora.<br />
«Blanco y Negro», núm. 449, 1899.<br />
Vivo retrato<br />
Los sentimientos más nobles pueden pecar por exceso; lo malo es que esta<br />
verdad a duras penas la aprende el corazón..., y la razón sirve de poco en<br />
conflictos de orden sentimental. Oíd un caso..., no tan raro como parece.<br />
Gonzalo de Acosta era modelo de hijos buenos, amantes, fanáticos. Huérfano<br />
de padre desde muy niño, se había criado en las faldas de su madre; ella<br />
le cuidó, le educó, le sacó al mundo; le formó, por decirlo así, a su<br />
imagen y semejanza. Entró en la vida Gonzalo dominado por una convicción<br />
arraigadísima: la de que todas las mujeres pueden ser débiles y falsas,<br />
salvo la que nos llevó en su seno. Lo que ayudaba a confirmar a Gonzalo en<br />
su idolatría filial era la aprobación, la simpatía de la gente. Por el<br />
hecho de respetar a su madre, el mundo le respetaba a él, y las niñas<br />
casaderas le ponían azucarado gesto, y las mamás le sonreían con más<br />
benevolencia. Cuando pasaba por la calle llevando a su madre del brazo,<br />
una atmósfera de aprobación y de consideración halagadora le acariciaba
suavemente.<br />
A la edad en que se asimilan los elementos de cultura y se forma el<br />
criterio propio, Gonzalo, a pesar de sus dudas sobre ciertas materias<br />
arduas, se mantuvo en buen terreno, confesando que lo hacía principalmente<br />
por no desconsolar y escandalizar a su santa madre. Con ella oía misa<br />
muchas veces; por ella llevaba al cuello un escapulario de los Dolores; y<br />
hasta cuando ella no estaba presente, por ella hacía Gonzalo, sin<br />
analizarlas, mil graciosas y dulces niñerías.<br />
Frisaba ya Gonzalo en los veintiocho, y su madre comenzó a insinuarle que<br />
pensase en bodas. La casualidad le hizo conocer entonces a una señorita<br />
hermosa, discreta, bien educada, rica; un fénix que ni escogido con la<br />
mano. La misma madre de Gonzalo fue quien le obligó a observar las<br />
perfecciones de Casilda y le sugirió pretenderla. Casilda aceptó con<br />
franca alegría y expansión los obsequios de Gonzalo, y a los seis meses de<br />
conocerse los futuros, bendijo la iglesia su matrimonio.<br />
En una de esas largas y trascendentales conversaciones que se entretejen<br />
durante el primer cuarto de la luna de miel, y que tanto descubren los<br />
caracteres y los pensamientos. Gonzalo habló largamente de su madre y del<br />
puesto que ocupaba en sus afectos y en su existencia. Casilda escuchaba,<br />
primero sonriente, después reflexiva y grave. Impulsado por la plenitud<br />
del corazón, Gonzalo confesó que había pretendido a Casilda atendiendo a<br />
las indicaciones maternales, y que por eso mismo creía segura la dicha,<br />
puesto que en su madre no cabía error. Al oír esto relampaguearon los<br />
preciosos ojos de Casilda; y apartando el brazo con que rodeaba el cuello<br />
de su esposo, dijo firmemente estas o parecidas razones:<br />
-Has hecho mal en todo eso, Gonzalo; muy mal. No he de limitar el cariño<br />
que tu madre te inspira; pero creo que no te es lícito quererla más que a<br />
mí, y que en algo tan personal y tan íntimo como el lazo de unión entre<br />
esposos, la iniciativa no puede ser ajena, sino propia. A los padres no<br />
les escogemos; pero al que hemos de amar toda la vida, el dueño de nuestro<br />
albedrío, es un rey electivo, y somos responsables de la elección. Por lo<br />
que veo, tú no me elegiste. Para tu modo de entender el matrimonio,<br />
debiste buscar siquiera una niña apática, que se contentase con un amor<br />
reflejo de otro amor; yo soy una mujer que sabe amar y exige el pago; que<br />
quiere ser honrada y aspira a encontrar en su esposo toda la felicidad a<br />
que tiene derecho. Lo absurdo de tu modo de sentir engendra en mí otro<br />
absurdo semejante, y es que de hoy más sentiré celos de tu madre, celos<br />
del alma..., y ya no viviremos en paz nunca; lo conozco, porque me<br />
conozco.<br />
Gonzalo, aunque sorprendido, no dio gran importancia a las expansiones de<br />
su mujer. Con halagos y ternezas probó a calmarla, y se creyó victorioso<br />
así que reconquistó el brazo de Casilda, aquel que se había desviado de su<br />
cuello. Pero un brazo no es un alma.<br />
Desde el instante funesto, la luna de miel tuvo velo de nubes. No tardó en<br />
ver Gonzalo que Casilda buscaba las distracciones, la sociedad y el<br />
bullicio, como si quisiese aturdirse o explorase horizontes nuevos. Poco a<br />
poco, Gonzalo, en su pesimismo, comenzó a dudar, primero del cariño, y<br />
después, de la fidelidad de Casilda. Herido, ulcerado, rebosando<br />
humillación, fue a refugiarse en el único sitio donde creía poder<br />
desahogar sus penas: el seno de su madre. Y al abrazarla y al bañarle el
ostro de lágrimas ardientes, exclamaba el hijo: «No hay más mujer buena<br />
que tú, mamá. Debí no repartir mi amor; debí conservarlo para ti sola.<br />
Perdóname y vivamos como si nada hubiese sucedido». En efecto, aquel mismo<br />
día se separaron los esposos. Casilda se fue a vivir a París.<br />
De allí a un año o poco más recibió Gonzalo dos golpes terribles. Perdió a<br />
su madre... y supo que Casilda tenía una niña, nacida a los seis meses de<br />
la separación.<br />
Pasado el primer estupor, una claridad repentina iluminó su espíritu<br />
haciéndole ver todo de distinta manera que antes. La muerte de su madre,<br />
le enseñaba cómo el amor filial, con ser tan puro y tan sagrado, no puede,<br />
por su esencia misma, acompañarnos hasta el sepulcro, de suerte que la<br />
«compañera» es únicamente la esposa; y el nacimiento de aquella niña le<br />
decía a las claras que el amor es antorcha que las generaciones se<br />
transmiten de mano en mano, y el que nos dieron nuestras madres se lo<br />
restituimos a nuestros hijos después.<br />
Lo tremendo de la situación de Gonzalo consistía en que, a pesar de la<br />
agitación y la emoción profundísima que el nacimiento de la niña le<br />
causaba, su desconfianza mortal y las apariencias de última hora no le<br />
permitían creer que fuese realmente su sangre. Le enloquecía la idea de<br />
paternidad representada por aquella niña; pero faltábale la fe, primera<br />
virtud del padre, base de su felicidad inmensa. El silencio de Casilda, el<br />
tiempo que iba transcurriendo sin nuevas de París, ayudaron al<br />
convencimiento amargo y vergonzoso de Gonzalo. Solo, dolorido, misántropo,<br />
fue dejando correr su edad viril entre desabridas diversiones y<br />
trasnochadas aventuras.<br />
Hacía quince años que arrastraba vivir tan intolerable, cuando una noche,<br />
en el teatro de la Comedia, mirando por casualidad a un palco entresuelo,<br />
se creyó víctima de un error de los sentidos: tal vuelco dio su sangre,<br />
viendo a la muchacha encantadora que acababa de dejar los gemelos sobre el<br />
antepecho y se inclinaba para mirar hacia las butacas, sonriente. La<br />
muchacha era el retrato vivo, animado, de la madre de Gonzalo, tal cual la<br />
representaba precioso lienzo de Madrazo, con la frescura de la primera<br />
juventud. Si la figura se hubiese bajado del cuadro, no podía ser más<br />
asombrosa la semejanza, ayudaba por el parecido de la moda actual con la<br />
moda de 1830. Trémulo, espantado, al mismo tiempo que frenético de<br />
alegría, Gonzalo entrevió, en el asiento de respeto del palco, otra cabeza<br />
de mujer que conoció, a pesar del estrago del tiempo transcurrido: su<br />
esposa Casilda. Y la conciencia de que aquella jovencita era su hija del<br />
corazón, le inundó como una ola que lo arrebata todo: dudas, penas, el<br />
pasado entero.<br />
Habría que gastar muchas páginas en referir los pasos que dio Gonzalo, la<br />
suma de actividad que desplegó, para conseguir que le fuese permitido<br />
vivir cerca de la hija revelada y adorada en un minuto, el minuto divino<br />
de verla.<br />
-¡Inútil esfuerzo, lucha estéril en que consumió sus últimas energías! Una<br />
carta decisiva, escrita por Casilda algunas horas antes de regresar a<br />
Francia, decía, sobre poco más o menos, lo siguiente: «Nuestra hija me<br />
quiere a mí como tú quisiste a tu madre. Si la separas de mí no lo<br />
resitirá. Es tarde para todo: resígnate, como yo me resigné en otra edad<br />
más difícil. Lo único que me dejaste es la niña: no la cedo».
Y Gonzalo, mordiendo de dolor el pañuelo con que enjugaba sus ojos,<br />
murmuró:<br />
-Es justo.<br />
«El Liberal», 23 octubre 1893.<br />
El décimo<br />
¿La historia de mi boda?<br />
Oiganla ustedes; no deja de ser rara.<br />
Una escuálida chiquilla de pelo greñoso, de raído mantón, fue la que me<br />
vendió el décimo de billete de lotería, a la puerta de un café a las altas<br />
horas de la noche. Le di de prima una enorme cantidad, un duro. ¡Con qué<br />
humilde y graciosa sonrisa recompensó mi largueza!<br />
-Se lleva usted la suerte, señorito -afirmó con la insinuante y clara<br />
pronunciación de las muchachas del pueblo de Madrid.<br />
-¿Estás segura? -le pregunté, en broma, mientras deslizaba el décimo en el<br />
bolsillo del gabán entretelado y subía la chalina de seda que me servía de<br />
tapabocas, a fin de preservarme de las pulmonías que auguraba el<br />
remusguillo barbero de diciembre.<br />
-¡Vaya si estoy segura! Como que el décimo ese se lo lleva usted por no<br />
tener yo cuartos, señorito. El número... ya lo mirará usted cuando<br />
salga... es el mil cuatrocientos veinte; los años que tengo, catorce, y<br />
los días del mes que tengo sobre los años, veinte justos. Ya ve si<br />
compraría yo todo el billete.<br />
-Pues, hija -respondí echándomelas de generoso, con la tranquilidad del<br />
jugador empedernido que sabe que no le ha caído jamás ni una aproximación,<br />
ni un mal reintegro-, no te apures: si el billete saca premio..., la mitad<br />
del décimo, para ti. Jugamos a medias.<br />
Una alegría loca se pintó en las demacradas facciones de la billetera, y<br />
con la fe más absoluta, agarrándome una manga, exclamó:<br />
-¡Señorito! Por su padre y por su madre, déme su nombre y las señas de su<br />
casa. Yo sé que de aquí a cuatro días cobramos.<br />
Un tanto arrepentido ya, le dije como me llamo y donde vivía; y diez<br />
minutos después, al subir a buen paso por la Puerta del Sol a la calle de<br />
la Montera, ni recordaba el incidente.<br />
Pasados cuatro días, estando en la cama, oí vocear «la lista grande».<br />
Despaché a mi criado a que la comprase, y cuando me la subió, mis ojos<br />
tropezaron inmediatamente con la cifra del premio gordo: creía soñar; no<br />
soñaba; allí decía realmente 1.420... mi décimo, la edad de la billetera,<br />
¡la suerte para ella y para mí! Eran muchos miles de duros lo que<br />
representaban aquellos benditos guarismos, y un deslumbramiento me asaltó<br />
al levantarme, mientras mis piernas flaqueaban y un sudor ligero enfriaba<br />
mis sienes. Hágame justicia el lector: no se me ocurrió renegar de mi<br />
ofrecimiento... La chiquilla me había traído la suerte, había sido mi<br />
«mascota»... Era una asociación en que yo sólo figuraba como socio<br />
industrial. Nada más Justo que partir las ganancias.
Al punto deseé sentir en los dedos el contacto del mágico papelito. Me<br />
acordaba bien: lo había guardado en el bolsillo exterior del gabán, por no<br />
desabrocharme, ¿Dónde estaba el gabán? ¡Ah!, allí colgado en la percha...<br />
A ver... Tienta de aquí, registra de acullá... Ni rastro del décimo.<br />
Llamo al criado con furia, y le preguntó si ha sacudido el gabán por la<br />
ventana... ¡Ya lo creo que lo ha sacudido y vareado! Pero no ha visto caer<br />
nada de los bolsillos; nada absolutamente... Le miró a la cara; su rostro<br />
expresa veracidad y honradez. En cinco años que hace que está a mi<br />
servicio no le he cogido jamás en ningún gatuperio chico ni grande... Me<br />
sonrojo lo que se me ocurre, las amenazas, las injurias, las barbaridades<br />
que suben a mis labios.<br />
Desesperado ya, enciendo una bujía, escudriño los rincones, desbarajo<br />
armarios, paso revista al cesto de los papeles viejos, interrogo a la<br />
canasta de la basura... Nada y nada; estoy solo con la fiebre de mis<br />
manos, las sequedad de mi amarga boca y la rabia de mi corazón.<br />
A la tarde, cuando ya me había tendido sobre la cama a fumar, para ver de<br />
ir tragando y dirigiendo la decepción horrible, suena un campanillazo vivo<br />
y fuerte, oigo en la puerta discusión, alboroto, protestas de alguien que<br />
se empeña en entrar, y al punto veo ante mí a la billetera, que se arroja<br />
en mis brazos, gritando con muchas lágrimas:<br />
-¡Señorito, señorito! ¿Lo ve usted? Hemos sacado el gordo.<br />
¡Infeliz de mí! Creía haber pasado lo peor del disgusto, y me faltaba este<br />
cruel y afrentoso trance: tener que decir, balbuciendo como un criminal,<br />
que se había extraviado el billete, que no lo encontraba en parte alguna y<br />
que, por consecuencia, nada tenía que esperar de mí la pobre muchacha en,<br />
cuyos ojos negros, ariscos, temí ver relampaguear la duda y la<br />
desconfianza más infamatoria...<br />
Pero la billetera alzándolos todavía húmedos me miró serenamente y dijo<br />
encogiéndose de hombros:<br />
-¡Vaya por la Virgen! Señorito... no nacimos ni usted ni yo pa<br />
millonarios.<br />
¿Cómo podía recompensar la confianza de aquella desinteresada criatura?<br />
¿Cómo indemnizarla de lo que le debía, sí, de lo que le debía? Mi<br />
remordimiento y la convicción de mi grave responsabilidad pesaba sobre mí<br />
de tal suerte, que la traje a casa, la amparé, la eduqué y por último me<br />
casé con ella.<br />
Lo más notable de esta historia es que he sido feliz.<br />
Arco Iris, 1896.<br />
La puñalada<br />
Mucho se hablaba en el barrio de la modistilla y el carpintero.<br />
Cada domingo se los veía salir juntos, tomar el tranvía, irse de paseo y<br />
volver tarde, de bracete, muy pegados, con ese paso ajustado y armonioso<br />
que sólo llevan los amantes.<br />
Formaban contraste vivo. Ella era una mujercita pequeña, de negros ojazos,
de cintura delgada, de turgente pecho; él, un mocetón sano y fuerte, de<br />
aborrascados rizos, de hercúleos puños -un bruto laborioso y apasionado-.<br />
De su buen jornal sacaba lo indispensable para las atenciones más<br />
precisas; el resto lo invertía en finezas para su Claudia. Aunque tosco y<br />
mal hablado, sabía discurrir cosas galantes, obsequios bonitos. Hoy un<br />
imperdible, mañana un ramo, al otro día un lazo y un pañuelo. Claudia,<br />
mujer hasta la punta del pelo, coqueta, vanidosa, se moría por regalos. En<br />
el obrador de su maestra los lucía, causando dentera a sus compañeritas,<br />
que rabiaban por «un novio» como Onofre.<br />
«Novio»... precisamente novio no se le podía llamar. Era difícil, no ya lo<br />
de las bendiciones sino hasta reunirse en una casa, una mesa y un lecho<br />
porque ¿y las madres? La de Onofre, vieja, impedida; además, un hermano<br />
chico, aprendiz, que no ganaba aún. Así y todo, Onofre se hubiese llevado<br />
a Claudia en triunfo a su hogar, si no es la madre de la modista,<br />
asistenta de oficio, más despabilada que un candil. Cuando en momentos de<br />
tierna expansión, Onofre insinuaba a Claudia algo de bodas..., o cosa para<br />
él equivalente, Claudia, respingando, contestaba de enojo y susto:<br />
-¿Estás bebido? Hijo, ¿y mi madre? ¿La suelto en el arroyo como a un<br />
perro? Con la triste peseta que ella se gana un día no y otro tampoco, ¿va<br />
a comer pan si yo le falto? Déjate de eso, vamos... ¡Que se te quite de la<br />
cabeza!<br />
No se le quitaba. Pasar con Claudia ratos de violenta felicidad, era<br />
bueno; pero cuánto mejor sería tenerla siempre consigo, a toda hora, sin<br />
tapujos..., sin que pudiese la madre cortales las comunicaciones, como<br />
había hecho ya en momentos de enfado. Además, teniendo a Claudia a su<br />
vera, públicamente suya, tal vez se le curasen los celos. Los padecía en<br />
accesos de furor que trataba de ocultar. Claudia era una gran chica, con<br />
su aire de señorita, su talle, que un dependiente de comercio había<br />
llamado de palmera... y él, él, tan basto, tan encallecido, ¡que ni firmar<br />
sabía! Verdad que tenía fuerza en los brazos y calor en el alma..., y<br />
coraje para matarse con cualquiera; eso sí... ¿Bastaba?<br />
Debía bastar, en ley de Dios; sino que ¡se ven tales cosas! Ya dos veces<br />
había observado Onofre un hecho extraño. Al rondar la casa de Claudia<br />
(aquella maldita casa tenía imán), veía en el portal a la madre, señá<br />
Dolores, secreteando con un caballero muy bien portado de gabán de pieles.<br />
¿Era figuración de Onofre? Al divisarle la vieja daba señales de inquietud<br />
y el señor se despedía atropelladamente. No importa, no se le despintaba;<br />
entre mil de su casta le conocería. Algo grueso, nariz de cotorra,<br />
patillas grises, ojos vivos... ¿Qué embuchado se traían? ¿Se trataba de<br />
Claudia? «Muy tonto soy -pensó Onofre-; pero, ¡Cristo!, el dedo en la boca<br />
no han de metérmelo».<br />
Esto ocurrió hacia Pascua florida. Después de un invierno riguroso y<br />
tristón, la primavera desentumecía los cuerpos; los árboles echaban hojas<br />
y flores a granel, el sol picaba y reía. El año anterior, ¡Onofre no lo<br />
olvidaba!, Claudia, al principiar el buen tiempo, había querido pasear<br />
todas las tardes, sin faltar una. Salían temprano, él del taller y ella<br />
del obrador, y se iban por ahí hasta las diez dadas. La convidaba a<br />
merendar, la hartaba de pájaros fritos y de fresilla. ¡Un despilfarro! Y<br />
este año apenas conseguía decidirla a vagabundear dos días por semana.<br />
Reacia andaba la chica. ¡Atención, Onofre!
-¿Quién te ha dado ese dije de oro? -preguntó de repente parándose en<br />
mitad de la calle, el carpintero a su compañera.<br />
-¿De oro? Si es de dublé... -murmuró ella, azorada.<br />
-A un hombre no se le miente, y si me vuelves a salir por dublé, te meto<br />
en casa de mi compadre el platero, y te abochorno la cara. ¡Oro con<br />
piedras! ¡Copones! ¿Se puede saber por qué has mentido?<br />
-Verás -balbució Claudia-. Es que... por si te enfadabas... Tenía<br />
ahorrados unos cuartos... Lo compré de lance...<br />
-¿Enfadarme yo? ¿Cuándo has visto que me mezcle en tus gastos hija? ¿Lo<br />
compraste? ¿Dónde? ¿A quién?<br />
-Me lo vendió la corredora, la Chivita... ¿No la conoces tú? Es una con<br />
pelos en la barba...<br />
Calló Onofre. Un relámpago de lucidez horrible acababa de cegarle.<br />
¡Aquello era otro embuste! ¡Una fila de embustes! ¿Con que la Chivita? Él<br />
la encontraría aquella misma noche...<br />
Pasaban por la plazuela de Santa Ana. Los árboles del jardín convidaban a<br />
descansar a su sombra, de poblados y de verdes que los tenía el abril.<br />
Risas de chiquillería, llamadas de niñeras se confundían con los trinos de<br />
los canarios y jilgueros «maestros» colgados en jaulas, a las puertas de<br />
las tiendas de pájaros y perros. Claudia se paró delante de una de estas<br />
tiendas; lo acostumbraba; le gustaban mucho los bichos. Hizo fiestas a un<br />
loro, a un gato de Angora, a un falderín, y se entretuvo más con las<br />
palomas. ¡Qué ricas! Las había moñudas, de cuello empavonado, de patas<br />
calzadas...<br />
-¡Ay! -exclamó-. ¡Esa tiene sangre!... Está herida.<br />
Era una paloma de la casta conocida por «de la puñalada». Sobre el buche,<br />
curvo y blanquísimo, un trozo rojo imitaba perfectamente la herida fresca.<br />
-Le habrá dado un corte su palomo -dijo gravemente Onofre-. También los<br />
palomos serán capaces de barbaridades si otros les festejan la hembra.<br />
Claudia apartó los ojos y se coloreó. El dicho de Onofre, sin tener nada<br />
de particular, le sonaba de un modo muy raro. ¡A saber si era la<br />
conciencia! No se tranquilizó, ni mucho menos, cuando Onofre insistió,<br />
poniéndose pesado, en regalarle aquella paloma de la cortadura. ¡Si no la<br />
podía cuidar; si no la podía mantener! Si apenas tenía tiempo de echar<br />
cordilla al gato! ¡Si faltaba jaula!<br />
-También compro la jaula. No te apures. Hermosa, yo no te podré ofrecer de<br />
lo que vende Ansorena... pero vamos, ¡que una pobre paloma! ¿Me vas a<br />
desairar? ¿No quieres nada mío?<br />
Hablaba en irritada voz. Claudia no se atrevió a negarse. Cargó Onofre con<br />
la jaula de mimbres y acompañó hasta su puerta a la muchacha. De allí,<br />
derecho, en busca de la corredora. La encontró luego; casualmente estaba<br />
en casa. Y sin duda el carpintero, en su interrogatorio, se clareó,<br />
descubrió lo que traía entre cejas..., porque la Chivita, avezada a tales<br />
indagatorias, imperturbable y con el tono más persuasivo contestó que sí,<br />
que ella había vendido a Claudia el dije.<br />
-¿Que día? -insistió Onofre, tozudo.<br />
-¡Ay hijo! ¡Pues no es usted poco curioso! Si una se fuese a acordar con<br />
tanto como vende...<br />
-¿Qué costó? ¿Tampoco lo sabe?
-¡Jesús! Aunque me pidiese declaración el señor juez... Veremos si me<br />
acuerdo mañana...<br />
Desde la escalera, volviéndose hacia la puerta mugrienta de la Chivita y<br />
cerrando los puños, el mocetón rugió entre dientes, con ira inmensa:<br />
-¡Condenada de al...! ¡Todos conchabados para mentirme!...<br />
De casa de la Chivita se fue Onofre a la taberna que encontró más a mano.<br />
Era sobrio; no le divertía achisparse. Sólo que hay casos en que un<br />
hombre... Pidió aguardiente: lo que emborrachase lo más pronto. Necesitaba<br />
convertirse en cepo, no pensar hasta el otro día. Y echó copa tras copa;<br />
por fin, se quedó amodorrado, con la cabeza caída sobre la sucia mesa de<br />
la tasca.<br />
A la mañana siguiente, a eso de las ocho, salía Claudia para ir como<br />
siempre, al obrador. Era la última vez; se despediría de la maestra, de<br />
las compañeras, de la labor, de los pinchazos en la yema del dedo. «Aquel<br />
señor» -el del dije, el de las grises patillas, las quería en su casa, a<br />
ella y a su madre, tratadas como reinas. La madre, ama de llaves...; la<br />
hija, ama... ¡de todo! Proposiciones así no se desechan. ¿Y Onofre?... En<br />
primer lugar, Onofre no sabía las señas del caballero. Hasta que las<br />
averiguase... Después... pasado tiempo... Onofre se resignaría. Así y<br />
todo, Claudia llevaba el corazón apretado. Miedo, miedo, un miedo<br />
invencible. Al entrar con la jaula de la paloma, señá Dolores había<br />
gritado alarmada: «Fuera con eso, mujer; si parece que tiene una puñalá de<br />
veras... ¡Vaya un regalo, la Virgen!» Y en sueños, revolviéndose en la<br />
estrecha cama, la puñalada sangrienta en el pecho blanco perseguía a<br />
Claudia. Le parecía que la herida estaba en su propio seno, y que la<br />
sangre, en hilos, manaba y empapaba lentamente las sábanas y el colchón.<br />
La pesadilla duró hasta el amanecer.<br />
Ahora iba aprisa. Recogería el jornal, la almohadilla, los avíos, y<br />
«¡abur, señora!» ¡Aire! A descansar, a comer bien, a vestir seda, en vez<br />
de coserla para otras mujeres menos guapas. Claudia corría, deseosa de<br />
llegar. En la esquina, distraídamente, tropezó, resbaló, quiso<br />
incorporarse. Una mano ruda la sujetó al suelo; una hoja de cuchillo<br />
brilló sobre sus ojos, y se le hundió, como en blanda pasta, en el busto,<br />
cerca del corazón. Y el asesino, estúpido, quieto, no segundó el golpe -ni<br />
era necesario-. La sangre se extendía, formando un charco alrededor de la<br />
cabeza lívida, inclinada hacia el borde de la acera; y Onofre, cruzado de<br />
brazos, aguardaba a que le prendiesen, mirando cómo del charco se<br />
extendían arroyillos rojos, coagulados rápidamente.<br />
«El Imparcial», 4 de marzo 1901.<br />
En el Santo<br />
-¡Menudo embeleco! -había exclamado, colérica, la Manuela cuando Lucas<br />
ordenó a Sidoro que se pusiese la chaqueta para bajar a la pradera de San<br />
Isidro.<br />
En cambio, Sidoro sintió palpitar de alegría su corazoncito de seis años,
encogido por la constante aspereza del trato feroz que le daba su<br />
madrastra... o lo que fuese: la Manuela, mujerona con que ahora vivía<br />
Lucas. En la infancia, decir novedad y cambio es decir esperanza ilimitada<br />
y hermosa. ¡Bajar al Santo! ¿Quién sabe lo que el Santo guardaba en sus<br />
manos benditas para los niños sin madre, para los niños apaleados y<br />
hambrientos?<br />
Loco de contento se incorporó Sidoro al grupo, si bien le agrió ya el<br />
primer gozo tener que cargar con un cestillo atestado de provisiones.<br />
Pesaba mucho, y Sidoro hubiese implorado que le aliviasen la carga, a no<br />
temer uno de los pellizcos de bruja, retorcidos y rabiosos, con que la<br />
Manuela le señalaba cardenal para medio mes. Suspirando, alzó el cestillo<br />
como pudo, y salieron calle de Toledo abajo, por entre olas de gentes, con<br />
un sol capaz de freír magras, un sol más canicular que primaveral.<br />
Tragando el polvo que soliviantaban ómnibus, carricoches y simones,<br />
pasaron el puente de Toledo y llegaron al cerro, donde hervía más compacta<br />
la alegre multitud. Lucas habló de entrar a rezarle al Santo; pero la<br />
Manuela, levantando de un puntillón a Sidoro, que había caído empujado por<br />
el remolino y agobiado por el peso, renegó de la idea y prefirió comprar<br />
torrados, avellanas y rosquillas, y buscar donde merendar. La sed les<br />
resecaba el gaznate, y Lucas, portador de la colmada bota, notando su<br />
grata turgencia entre el brazo y las costillas, aprobó la determinación.<br />
No fue fácil encontrar sitio conveniente a la sombra y cerca del río. Los<br />
rincones agradables andaban muy solicitados. Por fin, bastante tarde,<br />
descubrieron un ruin arbolillo, y se acomodaron al pie, forjándose la<br />
ilusión de que las ramas les abrigaban la cabeza. Sidoro, derrengado,<br />
soltó la cesta; Manuela fue sacando vituallas, y allí empezó el embaular y<br />
los besos a la del tinto. Lucas se acordó de echarle a su hijo un pedazo<br />
de tortilla y una hogaza, como quien echa un hueso a un cachorro;<br />
después... no pensaron más en la criatura; y como el vinazo y el hartazgo<br />
quitan la vergüenza, Lucas le tomó la cara a Manuela, allí mismo, sin<br />
pizca de reparo. Con torpes pies, por llevar tan calientes los cascos, la<br />
pareja rompió a andar hacia el cerro, donde era mayor el bullicio, y donde<br />
los tiovivos y los merenderos y barracones convidaban al jolgorio; el<br />
niño, al tratar de seguirlos, se halló detenido por un corro formado<br />
alrededor de un ciego coplero y guitarrista; y cuando quiso reunirse con<br />
su gente, incorporarse, encontróse solo entre la multitud, portador del<br />
cesto ya vacío y la bota floja y huera...<br />
Se echó a llorar. Duros y malos como eran, aquel hombre y aquella mujer le<br />
amparaban. Se sintió abandonado, náufrago en un mar muy crespo, muy<br />
profundo y tormentoso. El gentío pasaba sin hacer caso del chiquillo: éste<br />
le empujaba, el otro le desviaba con lástima, y una mano pronta y<br />
desconocida le arrebató la boina de la cabeza... Nadie le preguntaba la<br />
causa de su llanto; ¡para eso estaban! Entre el infernal bureo de la<br />
romería, cualquiera atiende al llanto de un rapaz. El tecleo de los pianos<br />
mecánicos, el rasguear de los guitarros, los cantares de los beodos, los<br />
pregones de las rosquilleras, los mil ruidos que exhalan una muchedumbre<br />
apiñada, harta, jaranera, procaz, en plena juerga al aire libre,<br />
exasperada por el olor a aceite rancio de las buñolerías y el vaho<br />
tabernario de las barracas-bodegones, ahogaban los sollozos del niño, como<br />
la viviente oleada de la multitud envolvía y absorbía y arrastraba
mecánicamente su cuerpo...<br />
Por instinto, Sidoro se dejó llevar. Andando, andando, podría encontrar<br />
tal vez a la pareja, o ¿quién sabe?, al Santo en persona. Pues si en la<br />
romería no se encontraba al Santo, ¿a qué venía toda aquella gente? Y el<br />
Santo sería muy bueno, que para eso era Santo, y por eso le rezaban y le<br />
retrataban en figuritas de barro, y por eso los ángeles le ayudaban a<br />
arar. ¿Dónde estaba el Santo? Sidoro recordaba que Lucas, antes de buscar<br />
sitio para la merienda, había hablado de ir a la ermita. ¿Qué sería la<br />
ermita? De seguro, un sitio en que recogen y consuelan a los niños<br />
abandonados...<br />
Mientras buscaba al glorioso labrador, Sidoro, a pesar suyo, miraba los<br />
puestos, los centenares de tinglados donde se exhiben y despachan los<br />
maravillosos pitos, que adornan rosetones de plata y florones de papel<br />
rojo, las efigies pintorreadas de esmeralda, cobalto y bermellón, las<br />
medallas y escapularios, la grosera loza, las figuritas de toreros y<br />
picadores, los monigotes con cabeza de ministros, los grupos de ratas, las<br />
caricaturas escatológicas, los jarros atestados de claveles de violento<br />
aroma, las hiladas de botijos bermejos y blancos, las apetitosas<br />
rosquillas, los puestos de avellaneros, con sus balanzas relucientes y sus<br />
sacos entreabiertos, rebosando, tentando a la mano del niño... Y aquella<br />
orgía de colorines fuertes y chillones, aquel vaivén incesante de la<br />
muchedumbre, aquellos sonidos discordantes, el sentirse impulsado,<br />
zarandeado, arrebatado como una paja por el torrente humano; la asfixiante<br />
atmósfera que respiraba, la desolación de su abandono, en vez de arrancar<br />
lágrimas a la criatura, secaron las que corrían de sus ojos y le<br />
produjeron una especie de embriaguez febril. Sin cuidarse de<br />
responsabilidades, abandonó la bota y el cestillo, y se dejó caer en<br />
tierra, a la puerta de un merendero donde bebían y cantaban canciones<br />
picantes, ininteligibles para Sidoro. Una moza, sofocada, sentada en el<br />
suelo, daba la teta a una criatura. Sidoro vio esta escena, el grupo<br />
siempre conmovedor y sagrado, y confusas reminiscencias, no de la memoria,<br />
sino de los sentidos y la sensibilidad, más concreta en la niñez, le<br />
recordaron que también a él le habían arrullado con palabras de azúcar y<br />
de delirio, las palabras inefables de la maternidad, y un rostro amado, un<br />
rostro que no podía olvidarse, surgió de entre la niebla del pasado...<br />
¡pasado tan corto y tan reciente! Y entonces, una de esas penas sin<br />
límites que sufren los niños, cayó sobre el alma del huérfano.<br />
En un instante, con el recuerdo del cariño y la ternura de su madre, a<br />
quien no había vuelto a ver nunca, Sidoro evocó las crueldades y desamor<br />
de la Manuela, y toda su carne tembló, pues no había en ella lugar donde<br />
las despiadadas uñas de la mujerona no hubiesen dejado rastro de<br />
tortura... Y la criatura, en su desconsuelo infinito, mientras la tarde<br />
caía y las luces de los puestos comenzaban a abrir su pupila de llama, se<br />
revolcó sobre el árido suelo, con muchas ganas de dormirse en un sueño<br />
largo, largo, largo, y despertarse al lado de su madre, o de San Isidro, o<br />
de alguien que tuviese entrañas para los pequeños y los débiles. A fuerza<br />
de aturdimiento, de cansancio, de calor, de susto, de tristeza, se quedó,<br />
efectivamente, dormido... Despertó porque le aporreaban y le tiraban del<br />
pelo a puñados. Era la Manuela, gritando enronquecida y furiosa.<br />
-A este maldito sí le encontramos...; pero ¿y la bota nueva, y mi
cestillo, y la servilleta, y el vaso que venían en él? ¡Condenao, verás en<br />
cuanto lleguemos a casa!<br />
Santos Bueno<br />
Hacía tiempo -muchos meses- que no le veía yo por ninguna parte: ni en la<br />
calle, ni en el Casino de la Amistad, ni en la Pecera, ni siquiera en la<br />
barriada nueva que se está construyendo. Porque Santos Bueno es de los que<br />
tienen afición a ver edificar y gustan de plantarse delante de los<br />
andamios con las manos a la espalda, diciendo sentenciosamente: «Estas sí<br />
que son vigas de recibo; no pandarán».<br />
Extrañando tan largo eclipse, temiendo que Santos Bueno estuviese enfermo<br />
de cuidado, resolví buscarle en su casa, donde le encontré entregado a sus<br />
habituales tareas, apacible y afable como de costumbre.<br />
-¿Qué es esto? ¿Se ha metido usted cartujo? ¿Es voto de clausura?<br />
-No, señor...; ¡no, señor! -respondió sonriendo Santos-. Si yo salgo y me<br />
paseo. No parece sino que vivo encerrado.<br />
-¿Que sale usted? Pues no le veo nunca.<br />
-Porque salgo un poco tarde..., a las horas en que no hay gente.<br />
-Esconderse se llama esa figura.<br />
Volvió Santos a sonreír con aquella su indescriptible expresión<br />
enigmática, y dijo tranquilamente:<br />
-Pues ha acertado usted. Hay ocasiones en que... se encuentra uno muy a<br />
gusto escondido.<br />
Adiviné que bajo la teoría de las ventajas del escondite se ocultaba<br />
alguna crisis dolorosa de la vida de Santos Bueno.<br />
Yo creía conocerle, y además sabía su historia y sus aspiraciones, como se<br />
saben en un pueblo pequeño las de cada hijo de vecino. Santos Bueno era un<br />
burgués modesto, sin grandes aspiraciones; ni pobre ni rico, poseía un<br />
capitalito, producto de la afortunada venta de unos bienes patrimoniales,<br />
lindantes con el prado de un indianete, que por tal circunstancia los<br />
había pagado a peso de oro.<br />
Con estos caudales, Santos proyectaba realizar un sueño ya muy antiguo:<br />
construirse en las afueras de la ciudad una casita que tuviese jardín y<br />
vivir en ella sin emociones, pero sin desazones, cultivando legumbres y<br />
rosas. Es de advertir que la casita con jardín es la bella ilusión de los<br />
marinedinos.<br />
No sé por qué se me vino a la imaginación que con aquellos dineros podrían<br />
relacionarse la actitud y el retraimiento de Santos, y movido de una<br />
curiosidad compasiva, le interrogué:<br />
-¿Y esa casita, ese chalet, cuándo lo empezamos? ¿Me convida usted a café<br />
en el jardín para el día de su santo del año que viene?<br />
Demudóse el rostro de Santos, y hasta se me figuró que en sus ojos<br />
temblaba el reflejo cristalino que indica que se humedecen...<br />
-Ya no hago la casita -murmuró con abatimiento.<br />
-¿Qué no la hace usted? ¿Cómo es eso? ¿Se ha jugado usted los capitales?
-Bien sabe usted que no me da por ahí...<br />
-¿Pues qué ocurre? ¿Ha pensado usted en otra inversión? ¿Ha emprendido<br />
algún negocio?<br />
-Si usted me promete no decir nada a nadie...<br />
-Pierda usted cuidado, don Santos. La tumba es una cotorra comparada<br />
conmigo.<br />
-Pues es el caso que..., que he... prestado... esa suma.<br />
-¿Prestado? ¿Al cien por cien mensual? ¿Con garantía? ¡Ah usurero!<br />
-Déjese de bromas, Garantía... Tengo la de la honradez de mi deudor.<br />
-¡Ay pobre don Santos! ¿Quién me lo ha engañado?<br />
-No, le advierto a usted que es persona que goza de excelente fama... Para<br />
ser franco: mi ánimo no era prestar, ni a ese ni a nadie. Me cogió<br />
desprevenido: no pude negarme; a él le constaba que tenía yo fondos. Vi un<br />
padre de familia en aprieto, en compromiso, en vergüenza..., me prometió<br />
amortizar cada mes... ¡En fin, que no tengo el corazón de bronce!<br />
-¿Conque prestamitos a padres de familia pobres, pero bribones? ¿Y qué<br />
tal? ¿Amortiza? ¿Amortiza?<br />
-Por ahora..., no.<br />
-¿Cuántos meses han pasado?<br />
-Seis..., es decir, hoy se cumplen siete...<br />
-Y usted, después de haber hecho esa obra benéfica y desinteresada, ¿por<br />
que se esconde? Eso si que quisiera saberlo.<br />
-Le diré... Son tonterías de mi carácter... ¡Rarezas...! Es que, hace<br />
algún tiempo, me encontré en la calle a mi deudor y le pedí..., vamos, con<br />
muy buenos modos..., que empezase a amortizar... lo que pudiese..., nada<br />
más que lo que pudiese... Y me contestó de una manera...; en fin, que me<br />
negó lo prometido, y casi, casi, me negó la deuda misma... Y desde<br />
entonces no salgo a la calle..., porque si me lo encuentro, me dará<br />
vergüenza y tendré que hacer como si no le viese. Sí, vergüenza... Porque<br />
es fea su acción, ¿verdad?<br />
Sustitución<br />
No hay nadie que no se haya visto en el caso de tener que dar, con suma<br />
precaución y en la forma que menos duela, una mala noticia. A mí me<br />
encomendaron por primera vez esta desagradable tarea cuando falleció<br />
repentinamente la viuda de Lasmarcas, única hermana de don Ambrosio<br />
Corchado.<br />
Yo no conocía a don Ambrosio; en cambio, era uno de los tres o cuatro<br />
amigos fieles del difunto Lasmarcas, y que visitaban con asiduidad a su<br />
viuda, recibiendo siempre acogida franca y cariñosa. Las noches de<br />
invierno nos servía de asilo la salita de la señora, donde ardía un<br />
brasero bien pasado, y las dobles cortinas y las recias maderas no dejaban<br />
penetrar ni corrientes de aire ni el ruido de la lluvia. Instalado cada<br />
cual en el asiento y en el rincón que prefería, charlábamos animadamente<br />
hasta la hora de un té modesto y fino, con galletas y bollos hechos en
casa, tal vez por razones de economía.<br />
Nos sabía a gloria el té casero, y concluíamos la velada satisfechos y en<br />
paz, porque la viuda de Lasmarcas era una mujer de excelente trato, ni<br />
encogida, ni entremetida, ni maliciosa en extremo, ni neciamente cándida,<br />
y en cuanto amiga, segura y leal como, ¡ojalá!, fuesen todos los hombres.<br />
Al saber que había aparecido muerta en su cama, fulminada por un derrame<br />
seroso, sentimos el frío penetrante del «más allá», el estremecimiento que<br />
causa una ráfaga de aire glacial que nos azota el rostro al entrar en un<br />
panteón. ¡Así nos vamos, así se desvanece en un soplo nuestra vida, al<br />
parecer tan activa y tan llena de planes, de esperanzas y de tenaces<br />
intereses! Precisamente la noche anterior habíamos ido de tertulia a casa<br />
de la señora de Lasmarcas; aún nos parecía verla ofreciéndonos un trozo de<br />
bizcochada, que alababa asegurando ser receta dada por las monjas de la<br />
Anunciación...<br />
Advertidos de la desgracia los amigos íntimos, se decidió que yo me<br />
encargaría de avisar al hermano de la difunta. Don Ambrosio Corchado no<br />
vivía en la misma ciudad que su hermana, sino a dos leguas, en una<br />
posesión de donde no salía jamás, y donde la viuda residía en la temporada<br />
de verano. Rico y poco sociable, don Ambrosio realizaba el tipo de<br />
solterón: no quería molestar al mundo, y menos toleraba que el mundo le<br />
molestase a él. A su manera, lo pasaba perfectamente, introduciendo<br />
mejoras en su finca, dirigiendo la labranza y cebando gallinas y cerdos.<br />
Es cuanto sabíamos de don Ambrosio. Para cumplir sin tardanza mi cometido,<br />
encargué un coche, y a los tres cuartos de hora lo tenía ante la puerta,<br />
con repique de cascabeles y traqueteo de ruedas chirriantes.<br />
Entré en el desvencijado vehículo y tomamos la dirección de la finca. Era<br />
preciosa la mañana, vibrante, alegre, llena de sol y luz, preludiando la<br />
primavera, que se acercaba ya. Reclinado en el fondo del birlocho, viendo<br />
desaparecer por la ventanilla el pintoresco paisaje, me entró, a pesar del<br />
buen tiempo y del aire puro y vivo, una dolorosa melancolía, una especie<br />
de aprensión y de timidez violenta.<br />
El corazón se me encogió, pensando en lo que debía participar a don<br />
Ambrosio, y en cómo empezaría a hacerle paladear el trago para que<br />
sintiese menos su amargor. Me representaba con eficacia lo dramático del<br />
momento. Don Ambrosio no tenía otra hermana, ni más familia en el mundo.<br />
La señora de Lasmarcas no dejaba hijos que pudiese recoger su hermano y<br />
que alegrasen su solitaria vejez. ¡Una hermana! El ser a quien acompañamos<br />
desde la cuna; con quien hemos jugado de niños; ser que lleva nuestra<br />
sangre; que ha compartido nuestros primeros inocentes goces, nuestros<br />
primeros berrinches; que ha sido nuestro confidente, nuestro encubridor,<br />
que vio nuestras travesuras y se emocionó con nuestros amoríos infantiles;<br />
la mamá pequeña, la amiga natural, la cómplice desinteresada, la<br />
defensora. El que no conoce otro afecto; el que de todos los suyos<br />
conserva una hermana, ¡qué sentirá al saber que la ha perdido! Sin duda<br />
alguna, lo que el árbol cuando le hincan el hacha en mitad del tronco,<br />
cuando lo hienden y parten. Además, ¡era tan súbita la muerte! Tal vez don<br />
Ambrosio se había forjado mil veces la ilusión de que su hermana, más<br />
joven que él, le cerraría los ojos.<br />
Estos pensamientos exaltaron mi imaginación, me causaron tan indefinible<br />
angustia, que al pararse el coche ante el portón de la finca llevaba yo
los ojos humedecidos de lágrimas. Dominé mi debilidad, salté a tierra, y<br />
al preguntar por don Ambrosio a un hombre que igualaba la arena del patio,<br />
soltó él de muy buena gana el escardillo y me guió, pasando por hermosos<br />
jardines adornados con fuentes y por un huerto de frutales, a una<br />
pradería, donde varios gañanes trabajaban en segar hierba y amontonarla en<br />
carros, bajo la inspección de un vejete de antiparras azules y sombrero de<br />
paja. Era don Ambrosio en persona.<br />
Me saludó con sorpresa, y al decirle que venía por un asunto de cierta<br />
importancia, mostró bastante amabilidad. Explicóme que el pradito aquel<br />
rendía todos los años más de treinta carros de hierba seca, que se vendía<br />
como pan bendito; y cediendo a la propensión de hablar sólo de lo que se<br />
roza con preocupaciones del orden práctico, añadió que temía que viniese a<br />
llover, y activaba la faena a fin de recoger la hierba en buenas<br />
condiciones. Después me señaló a una esquina del prado, que cruzaba un<br />
limpio riachuelo, y me preguntó si creía la fuerza del agua suficiente<br />
para hacer mover un molino harinero que pensaba instalar allí. Su cara<br />
arrugadilla y su cascada voz adquirían gravedad al enunciar estos<br />
propósitos. Yo, entre tanto buscaba sitio por donde herirle; pero dos o<br />
tres insinuaciones acerca de la mala salud de la viuda no arrancaron más<br />
que un distraído «vaya, vaya». Entonces resolví apretar y entré en<br />
materia: venía precisamente porque la señora, algo enferma desde ayer...<br />
-Sí, molestias del invierno, catarrillos -respondió maquinalmente.<br />
Me sublevó la salida, y solté las dos palabras «enfermedad grave»... Al<br />
través de los azules vidrios noté que parpadeaba el viejo.<br />
-¿Grave? Y el médico ¿qué dice?<br />
-No hubo tiempo de consultarle... -exclamé-. Ya ve usted, las cosas<br />
repentinas...<br />
-Pues que se consulte, que se consulte -repitió volviéndose para ver pasar<br />
un carro cargado a colmo-. ¡Eh -gritó dirigiéndose a los gañanes-, brutos,<br />
que se os cae la mitad de la hierba! ¡Sujetad bien la carga, por Cristo!<br />
-¿No le digo a usted -interrumpí alzando también la voz- que no dio lugar<br />
a consultar nada? Fue de pronto..., la...<br />
Se me atragantaba la palabra terrible; pero al fin la solté:<br />
-¡La... la muerte!<br />
Don Ambrosio hizo un movimiento hacia atrás. Sus vidrios azules<br />
centellearon al sol, Titubeando murmuró:<br />
-De manera... que... que...<br />
-Que ha fallecido su hermana de usted, sí, señor; esta mañana se la<br />
encontraron cadáver... en la cama... Un derrame seroso.<br />
El viejo guardó silencio, columpiando la cabeza. Después de una pausa,<br />
tosiqueó y dijo tranquilamente:<br />
-¡Válgate Dios! Le llegó su hora a la pobre... Bueno; si hay cualquier<br />
dificultad para el entierro, que... que cuenten conmigo... Por poco más...<br />
¿sabe usted?, que se haga todo con decencia... En cien duros arriba o<br />
abajo no deben ustedes reparar.<br />
-¿No vendrá usted al funeral? -pregunté devorando al viejo con los ojos.<br />
-Verá usted... Con el prado a medio segar y este tiempo tan a<br />
propósito..., imposible. ¡Bueno andaría esto si faltase yo! Mañana<br />
justamente viene el maestro de obras para tratar lo del molino... Hay que<br />
rumiar el contrato, porque si no esas gentes le pelan a uno. ¿Y usted qué
opina? ¿Tendrá fuerza el agua? Ahora en primavera no hay cuidado; pero ¿en<br />
otoño?<br />
Salí de allí en tal estado de exasperación, que batí la portezuela del<br />
coche al cerrarla, contribuyendo a desbaratar el fementido birlocho. Otra<br />
vez me dominaba una tristeza invencible; me sentía ridículo, y la miseria<br />
de nuestra condición me abrumaba al pensar en aquel vejete insensible como<br />
una roca, que sólo se ocupaba en el prado y el molino y se olvidaba de la<br />
proximidad de la muerte. ¡Valiente necedad mis precauciones y mis recelos<br />
para darle la noticia! De pronto se me ocurrió una idea singular. Mi<br />
acceso de sensibilidad compensaba la indiferencia de don Ambrosio. El<br />
verdadero «hermano» de la pobre muerta era yo, yo que había sentido el<br />
dolor fraternal, yo que me había sustituido, con la voluntad y el sentido,<br />
al hermano según la carne. En el mundo moral como en el físico nada se<br />
pierde, y todos los que tienen derecho a una suma de cariño, la cobran, si<br />
no del que se la debe, de otro generoso pagador. Consolado al discurrir<br />
así, saqué la cabeza por la ventana y dije al cochero (de veras que se lo<br />
dije):<br />
-Más aprisa, que necesito disponer el funeral de mi hermana.<br />
«El Imparcial», 15 febrero 1897.<br />
La «Compaña»<br />
Invierno. Después de un día corto, lluvioso y triste, la noche es clara,<br />
de luna; la helada prende en sus cristales, resbaladizos y brillantes como<br />
espejos, el agua de la charcas y ciénagas, y en la ladera más abrupta de<br />
la montaña se oye el oubear del lobo hambriento. Dentro de la casucha del<br />
rueiro humilde, la llama de la ramalla de pino derrama la dulce tibieza de<br />
sus efluvios resinosos, y el glu-glu del pote conforta el estómago<br />
engañando la necesidad, pues el pobre caldo de berzas sólo mantiene porque<br />
abriga.<br />
Desviada de la aldea por el soto de altos castaños, próxima a la iglesia y<br />
al cementerio, la ruin casuca de la vieja señora Claudia -alias Cometerra,<br />
porque en sus juventudes mascaba a puñados la arcilla del monte<br />
Couto-también siente el bienestar del cariñoso fuego. Todo el día,<br />
calándose hasta las médulas, ha trabajado su nieto Caridad, y el brazado<br />
de ramalla y la leña todavía húmeda y la hierba que rumia la becerrita<br />
roja él se las ha agenciado... No preguntéis dónde. Quien no tiene bosque<br />
ni pradería suya, ha de merodear por tierras de otro. ¿Qué señor le<br />
arrienda un lugar a un mocoso de quince años, hijo de un presidiario<br />
muerto en Ceuta? El colono ha de ser libre de quintas, casado y de buena<br />
casta. ¡Valiente adquisición la de aquella bruja que pedía por las puertas<br />
una espiga de maíz o una corteza mohosa, y la de aquel galopín, que no<br />
dejaba en los términos de la parroquia cosa a vida! También hay clases en<br />
la aldea... Y los hijos de dos o tres labradores de los más acomodados, de<br />
pan y puerco, se la tenían jurada a Caridad. Porque puede pasar el<br />
esquilmo de la rama y del tojo, y hasta el apañar hierba en linderos que
no tienen dueño; pero arrancar la patata ya en sazón o desvalijar un panel<br />
del hórreo... eso son palabras mayores, y como le pillasen..., ¡guarda el<br />
escarmiento!<br />
Caridad, entre tanto, traía a casa bien repleto su «paje» de mimbres.<br />
Aquel día formaban el botín golpe de castañas maduras, bellotas y, ¡presa<br />
extraordinaria!, tres o cuatro hermosos huevos frescales... Cuando tenía<br />
suerte en su caza de víveres, ¡la abuela le pagaba tan bien! Inagotable<br />
repertorio de consejas, tradiciones y patrañas, Cometerra, acurrucada en<br />
el rincón del lar, mientras con mano temblona pelaba las patatas o<br />
desgranaba las espigas, rubias, hablaba, narraba, ensartaba sus cuentos de<br />
mil mentiras... Y Caridad no conocía otro goce. Las historias de la abuela<br />
eran a la vez su única escuela y su único teatro, el pasto de su<br />
imaginación virgen, fresca, insaciable, de chiquillo que no sabe leer, y<br />
que presiente la novela y la poesía, identificándolas, en su ignorancia,<br />
con la vida y la realidad.<br />
Tal vez en aquel precoz enfermizo desarrollo de la fantasía influyese el<br />
mismo aislamiento a que le condenaban sus menudos latrocinios y la azarosa<br />
suerte y las fechorías de su padre. Es lo cierto que Caridad creía a puño<br />
cerrado..., ¿qué es creer?, «veía». El mundo triste y agorero de la vieja<br />
mitología galaica le rodeaba a todas horas. El miedo a lo desconocido<br />
encogía su alma y derramaba hielo de mortal pavor en sus venas,<br />
atrayéndole, sin embargo, con misterioso atractivo, llamándole. Temía y<br />
deseaba la aparición sobrenatural, y mientras sus manos, mecánicamente,<br />
cogían lo ajeno, su espíritu inculto sentía el escalofrío del mundo<br />
invisible que nos rodea, y cuyo hálito quejoso se percibe en los murmullos<br />
del bosque y en el fluyente llanto de agua...<br />
Esta noche de invierno, cercana ya la vigilia de los difuntos, Cometerra<br />
explica a su nieto lo que es la «Compaña» o «Hueste». Es una legión de<br />
muertos que, dejando sus sepulturas, llevando cada cual en la descarnada<br />
mano un cirio, cruzan la montaña, allá a lo lejos, visibles sólo por la<br />
vaga blancura de los sudarios y por el pálido reflejo del cirio<br />
desfalleciente. ¡Ay del que ve la «Compaña»! ¡Ay del que pisa la tierra en<br />
que se proyecta su sombra! Si no se muere en el acto la vida se le secará<br />
para siempre a modo de hierba que cortó la fouce. Quebrantando, sin<br />
fuerzas, tocado de extraño, mal contra el cual no existen remedios, irá<br />
encaminándose poco a poco a la cueva, porque la «Hueste» recluta así a los<br />
que encuentra en el camino, los alista en sus filas, refuerza su ejército<br />
de espectros... ¡Infeliz del que ve la «Compaña»!...<br />
En su pobre y frío lecho de hojas de maíz, Caridad se revuelve pensando en<br />
la fúnebre procesión. El fuego del lar se ha extinguido; la abuela ronca<br />
acurrucada a pocos pasos; se escucha fuera el gañir del lobo y la queja<br />
casi humana del mochuelo... La tentación es demasiado fuerte. De seguro<br />
que a estas horas desfila por el monte, en doble hilera de luces, la gente<br />
del otro mundo. ¡Verla! Caridad no se acuerda que verla es morir. Quizá no<br />
le importa. El apego a la vida no nace temprano; el arbolillo sin raíces<br />
no se agarra a la corteza terrestre. El miedo, en Caridad, es como un<br />
espasmo: su alma estremecida teme y desea a la vez. Y deslizándose de la<br />
dura cama, a tientas va hacia la puerta, abre el cancel, se asoma y mira.<br />
Velada la luna, antes esplendente, por nubarrones de trágica forma,<br />
negrísimos, los objetos aparecen confusos, las manchas de la arboleda se
pierden entre la turbieza gris de la lejanía. Caridad, tiritando, echa a<br />
andar en dirección a la iglesia. Sin darse cuenta del porqué, supone que<br />
la «Hueste» ronda las tapias del cementerio. Lo singular es que, al ir en<br />
busca de la procesión de las almas, el chiquillo tiembla, sus dientes<br />
castañean, sus pupilas se dilatan, su sangre se cuaja, su corazón por<br />
momentos cesa de latir. Y, sin embargo, anda, anda, fascinado; ansioso,<br />
pisando la escarcha con descalzos pies, amoratados y rígidos. Allá donde<br />
se alza el muro del camposanto, una claridad difusa, unos campos de luz<br />
verdosa le llaman con palpitaciones de mortaja flotante y, con humaradas<br />
de cirio que se extingue. Allí está de seguro la «Hueste»... Ya cree<br />
verla, verla distintamente, y hasta escucha reprimidos sollozos, ahogados<br />
gritos que pueden confundirse con la ironía de la carcajada brutal... Sin<br />
transición, sin espacio a decir Jesús, a llamar a su madre como la llaman<br />
los heridos de muerte. Caridad se desploma. A un mismo tiempo le ha<br />
partido la cabeza un garrotazo y le ha abierto la garganta el corvo filo<br />
de una céltica bisarma, que a la vez que desagüella sujeta a la víctima.<br />
La sangre, caliente, se coagula sobre la helada superficie del terruño.<br />
Los mozos se retiran, dejando tieso allí al ladronzuelo, y murmurando,<br />
serios ya, porque no habían pensado ir tan lejos, ni hubiesen ido a no<br />
mediar el mosto nuevo y la vieja «caña»:<br />
-Quedas escarmentado.<br />
«Blanco y Negro», núm. 505, 1901.<br />
La dentadura<br />
Al recibir la cartita, Águeda pensó desmayarse. Enfriáronse sus manos, sus<br />
oídos zumbaron levemente, sus arterias latieron y veló sus ojos una nube.<br />
¡Había deseado tanto, soñado tanto con aquella declaración!<br />
Enamorada en secreto de Fausto Arrayán, el apuesto mozo y brillantísimo<br />
estudiante, probablemente no supo ocultarlo; la delató su turbación cuando<br />
él entraba en la tertulia, su encendido rubor cuando él la miraba, su<br />
silencio preñado de pensamientos cuando le oía nombrar; y Fausto, que<br />
estaba en la edad glotona, la edad en que se devora amor sin miedo a<br />
indigestarse, quiso recoger aquella florecilla semicampestre, la más<br />
perfumada del vergel femenino: un corazón de veinte años, nutrido de<br />
ilusiones en un pueblo de provincia, medio ambiente excitante, si los hay,<br />
para la imaginación y las pasiones.<br />
Los amoríos entre Fausto y Águeda, al principio, fueron un dúo en que ella<br />
cantaba con toda su voz y su entusiasmo, y él, «reservándose» como los<br />
grandes tenores, en momentos dados emitía una nota que arrebataba. Águeda<br />
se sentía vivir y morir. Su alma, palacio mágico siempre iluminado para<br />
solemne fiesta nupcial, resplandecía y se abrasaba, y una plenitud inmensa<br />
de sentimiento le hacía olvidarse de las realidades y de cuanto no fuese<br />
su dicha, sus pláticas inocentes con Fausto, su carteo, su ventaneo, su<br />
idilio, en fin. Sin embargo, las personas delicadas, y Águeda lo era<br />
mucho, no pueden absorberse por completo en el egoísmo; no saben ser
felices sin pagar generosamente la felicidad. Águeda adivinaba en Fausto<br />
la oculta indiferencia; conocía por momentos cierta sequedad de mal<br />
agüero; no ignoraba que a las primeras brisas otoñales el predilecto<br />
emigraría a Madrid, donde sus aptitudes artísticas le prometían fama y<br />
triunfos; y en medio de la mayor exaltación advertía en sí misma repentino<br />
decaimiento, la convicción de lo efímero de su ventura.<br />
Un día estrechó a Fausto con preguntas apremiantes:<br />
-¿Me quieres de veras, de veras? ¿Te gusto? ¿Soy yo la mujer que más te<br />
gusta? Háblame claro, francamente... Prometo no enfadarme ni afligirme.<br />
Fausto, sonriente, halagador, galante al pronto, acabó por soltar parte de<br />
la verdad en una aseveración exactísima:<br />
-Guedita: eres muy mona..., muy guapa, sin adulación... Tienes una tez de<br />
leche y rosas, unas facciones torneadas, unos ojos de terciopelo negro, un<br />
talle que se puede abarcar con un brazalete... Lo único que te<br />
desmerece..., así..., un poquito..., es la pícara dentadura. Es que a no<br />
ser por la dentadura..., chica, un cuadro de Murillo.<br />
Calló Águeda, contrita y avergonzada; pero apenas se hubo despedido<br />
Fausto, corrió al espejo. ¡Exactísimo! los dientes de Águeda, aunque sanos<br />
y blancos, eran salientes, anchos a guisa de paletas, y su defectuosa<br />
colocación imponía a la boca un gesto empalagoso y bobín. ¿Cómo no había<br />
advertido Águeda tan notable falta? Creía ver ahora por primera vez la fea<br />
caja de su dentadura, y un pesar intenso, cruel la abrumaba... Lágrimas<br />
ardientes fluyeron por sus mejillas, y aquella noche no pegó ojo dando<br />
vueltas, entre el ardor de la fiebre a la triste idea... «Fausto ni me<br />
quiere ni puede quererme. ¡Con unos dientes así!»<br />
Desde el instante en que Águeda se dio cuenta de que en realidad tenía una<br />
dentadura mal encajada y deforme, acabóse su alegría y vinieron a tierra<br />
los castillos de naipes de sus ensueños. Rota la gasa dorada del amor,<br />
veía confirmados sus temores relativos a la frialdad de Fausto; mas como<br />
el espíritu no quiere abandonar sus quimeras, y un corazón enamorado y<br />
noble no se aviene a creer que su mismo exceso de ternura puede engendrar<br />
indiferencia, dio en achacar su desgracia a los dientes malditos. «Con<br />
otros dientes, Fausto sería mío quizá». Y germinó en su mente un extraño y<br />
atrevido propósito.<br />
Sólo el que conozca la vida estrecha y rutinaria de los pueblos pequeños,<br />
la alarma que produce en los hogares modestos la perspectiva de cualquier<br />
gasto que no sea de estricta utilidad, la costumbre de que las muchachas<br />
nada resuelvan ni emprendan, dejándolo todo a la iniciativa de los<br />
mayores, comprenderá lo que empleó Águeda de voluntad, maña y firmeza,<br />
hasta conseguir dinero y licencia para realizar sus planes... Fausto había<br />
volado ya a Madrid; el pueblo dormitaba en su modorra invernal, y Águeda,<br />
levantándose cada día con la misma idea fija, suplicaba, rogaba, imploraba<br />
a su madre, a su padrino, a sus hermanas, sacando a aquélla una pequeña<br />
cantidad, a aquél un lucido pico, a éstas de la alcancía los ahorros...,<br />
hasta juntar una suma, con la cual, llegada la primavera, tomó el camino<br />
de la capital de la provincia... Iba resuelta a arrancarse todos los<br />
dientes y ponerse una dentadura ideal, perfecta.<br />
Águeda era muy mujer, tímida y medrosa. No se preciaba de heroína y la<br />
espantaba el sufrimiento. Un escalofrío recorrió sus venas, cuando,<br />
discutido y convenido con el dentista el precio de la cruenta operación,
se instaló en la silla de resortes, y encomendándose a Dios, echó la<br />
cabeza atrás...<br />
No se conocían por entonces en España los anestésicos que hoy suelen<br />
emplearse para extracciones dolorosas, y aunque se tuviese noticia de<br />
ellos, nadie se atrevía a usarlos, arrostrando el peligro y el descrédito<br />
que originaría el menor desliz en tal delicada materia. Tenía, pues,<br />
Águeda que afrontar el dolor con los ojos abiertos y el espíritu<br />
vigilante, y dominar sus nervios de niña para que no se sublevasen ante el<br />
atroz martirio.<br />
Desviados, salientes y grandes eran sus dientes todos. Había que<br />
desarraigarlos uno por uno. Águeda, cerrando los ojos, fijó el pensamiento<br />
en Fausto. Temblorosa, yerta de pavor, abrió la boca y sufrió la primera<br />
tortura, la segunda, la tercera... A la cuarta, como se viese cubierta de<br />
sangre, cayó con un síncope mortal.<br />
-Descanse usted en su casa -opinó el dentista.<br />
Volvió, sin embargo, a la faena al día siguiente, porque los fondos de que<br />
disponía estaban contados y le urgía regresar al pueblo... No resistió más<br />
que dos extracciones; pero al otro día, deseosa de acabar cuanto antes<br />
soportó hasta cuatro, bien que padeciendo una congoja al fin. Pero según<br />
disminuían sus fuerzas se exaltaba su espíritu, y en tres sesiones más<br />
quedó su boca limpia como la de un recién nacido, rasa, sanguinolenta...<br />
Apenas cicatrizadas las encías, ajustáronle la dentadura nueva, menuda,<br />
fina, igual, divinamente colocada: dos hileritas de perlas. Se miró al<br />
espejo de la fonda; se sonrió; estaba realmente transformada con aquellos<br />
dientes, sus labios ahora tenían expresión, dulzura, morbidez, una<br />
voluptuosa turgencia y gracias que se comunicaba a toda la fisonomía...<br />
Águeda, en medio de su regocijo, sentía mortal cansancio; apresuróse a<br />
volver a su pueblo, y a los dos días de llegar, violenta fiebre nerviosa<br />
ponía en riesgo su vida.<br />
Salió del trance; convaleció, y su belleza, refloreciendo con la salud,<br />
sorprendió a los vecinos. Un acaudalado cosechero, que la vio en la feria,<br />
la pidió en matrimonio; pero Águeda ni aún quiso oír hablar de tal<br />
proposición, que apoyaban con ahínco sus padres. Lozana y adornada esperó<br />
la vuelta de Fausto Arrayán, que se apareció muy entrado el verano, lleno<br />
de cortesanas esperanzas y vivos recuerdos de recientes aventuras. No<br />
obstante, la hermosura de Águeda despertó en él memorias frescas aún, y se<br />
renovaron con mayor animación por parte del galán los diálogos y los<br />
ventaneos y los paseos y las ternezas. Águeda le parecía doblemente linda<br />
y atractiva que antes, y un fueguecillo impetuoso empezaba a comunicarse a<br />
sus sentidos. Cierto día que, hablando con uno de sus amigos de la niñez,<br />
manifestó la impresión que le causaba la belleza de Águeda, el amigo<br />
respondió:<br />
-¡Ya lo creo! Ha ganado un cien por cien desde que se puso dientes nuevos.<br />
Atónito, quedó Fausto. ¿Cómo? ¿Los dientes? ¿Todos, sin faltar uno?<br />
¡Cuánto trastorna la vanidad femenil! Y soltó una carcajada de humorístico<br />
desengaño...<br />
Cuando, años después, le preguntó alguien por qué había roto tan<br />
completamente con aquella Águeda, que aún permanecía soltera y llevaba<br />
trazas de seguir así toda la vida, Fausto Arrayán, ya célebre, glorioso,
dueño del presente y del porvenir, respondió, después de hacer memoria un<br />
instante:<br />
-¿Águeda...? ¡Ah, sí! Ahora recuerdo... ¡Porque no es posible que<br />
entusiasme una muchacha sabiendo que lleva todos los dientes postizos!...<br />
«Blanco y Negro», núm. 385, 1898.<br />
Inspiración<br />
El taller a aquella hora, las once de la mañana, tenía aspecto alegre y<br />
hasta cierta paz doméstica: limpio aún, barrido, no manchado por las<br />
colillas y los fósforos, los fragmentos de lápiz de color y el barro de<br />
las botas, con la alegre luz solar que entraba por el gran medio punto,<br />
acariciaba los muebles y arrancaba reflejos a los herrajes del bargueño, a<br />
los clavos de asterisco de los fraileros, y a los estofados del manto de<br />
la gótica Nuestra Señora. La horrible careta nipona reía de oreja a oreja,<br />
benévolamente, y Kruger, el enorme y lustroso dogo de Ulm, echado sobre un<br />
rebujo de telas de casulla, deliciosas por sus tonos nacarados que<br />
suavizaba el tiempo, dormitaba tranquilo, reservando sus arrebatos de<br />
cariño, expresados con dentelladas y rabotadas, para la tarde.<br />
Luchaba, desesperadamente Aurelio Rogel instalado ante el caballete y el<br />
lienzo limpio, con una de esas crisis de desaliento que asaltan al artista<br />
en nuestra época sobresaturada de crítica y recargada con el peso de<br />
tantos ideales y tantas teorías y tantas exigencias de los sentidos<br />
gastados y del cerebro antojadizo. ¿Qué pondría en aquella tela rasa y<br />
agranitada? ¿A qué expresión responderían las manchas de los colores que<br />
aguardaban en fila, al margen de la bruñida paleta, como soldados<br />
dispuestos a entrar en combate? Sentíase cansado Aurelio de «academias y<br />
estudios»; del eterno dibujar por dibujar, persiguiendo de cerca a la<br />
línea y al contorno, sin saber para qué, con la falta de finalidad del<br />
avaro que atesora, pero que no hace circular la riqueza. Aquella ciencia<br />
del dibujo, en que Aurelio se preciaba de haber vencido y superado a todos<br />
sus compatriotas, tildados de malos dibujantes; aquel dominio de la forma,<br />
en tal momento, le parecería estéril, vano, si no podía servirle para<br />
encarnar una idea. Y la idea la veía surgir como vapor luminoso, flotando<br />
ante sus ojos soñadores, sin lograr que se concretase y definiese; así es<br />
que, descorazonado, no se resolvía a coger el lápiz.<br />
¿Qué iba a haber? Dentro de un cuarto de hora aparecería el modelo, el<br />
eterno modelo; uno de los eternos modelos, mejor dicho. O el tagarote<br />
aguardentoso, velludo y bestial; o la moza flamenca y zafia, que dejaba en<br />
el taller olor a bravía y a jabón barato; o el mozalbete achulado,<br />
afeminado, el pâle voyou; serie de cuerpos plebeyos y viciosos, cuya vista<br />
había llegado a irritar los nervios de Aurelio hasta el punto de<br />
enfurecerle. ¿Dónde estaba la Belleza?<br />
«La crearé sin modelo alguno -pensaba-; la sacaré de mi mente, de mis<br />
aspiraciones, de mi corazón, de mi sensibilidad artística...»<br />
Pero a la vez que afirmaba este programa, se daba cuenta, de que no podía
ealizarlo; que le sujetaban lazos técnicos, la costumbre idiota de mirar<br />
hacia un objeto, la fidelidad escrupulosa, la impotencia para trasladar al<br />
lienzo lo que los ojos no hubiesen visto y estudiado en realidad.<br />
Así es que, cuando sonó la campanilla anunciando la llegada del modelo<br />
-segura a tales horas- el pintor sintió un estremecimiento de repugnancia<br />
invencible.<br />
«Hoy le despido», resolvió. Y, de mal talante, salió a abrir.<br />
Hizo un movimiento de sorpresa. La persona que llamaba era desconocida,<br />
una joven, casi una niña, representaba quince años a lo sumo. A la<br />
interrogación de Aurelio, respondió la muchacha dando señales de temor y<br />
cortedad:<br />
-Vengo... porque me ha dicho tío Onofre, el Curda..., ¿no sabe usté?, pues<br />
que como está muy malísimo..., y dijo que usté le aguardaba pa<br />
retratarle..., le traigo el recao que no vendrá.<br />
-Bien, hija -contestó Aurelio satisfecho y como libre de una carga-. ¿Y<br />
qué tiene tío Onofre?<br />
-Eso del trancazo -declaró la muchacha. En la cama está hace tres días, y<br />
paece que le han molío toos los huesos.<br />
Y como a pesar de que en apariencia estaba cumplida la misión de la<br />
chiquilla, esta no se quitaba del marco de la puerta, el pintor,<br />
compadecido, la apartó diciendo:<br />
-Pasa hija. Ven, te daré un poco de vino de Málaga...<br />
Entró la niña tímidamente, pero sin remilgos ni dificultades, y ya en el<br />
taller, miró alrededor con ojos asombrados, que expresaban el respeto por<br />
lo que no se comprende y un vago susto. De pronto sus pupilas tropezaron<br />
con un desnudo de mujer; el de la mocetona flamenca y zafia, representada<br />
en una contorsión de ménade, sobre el mismo rebujo, de telas antiguas en<br />
que Kruger dormitaba ahora. Y Aurelio, que examinaba a la chiquilla, ya<br />
fuera de la penumbra de la antesala, con esa ojeada del artista que sin<br />
querer detalla y desmenuza, se echó atrás y se fijó lleno de interés. La<br />
palidez clorótica de la niña, al aspecto del «estudio de mujer», se había<br />
transformado en el color suave de la rosa que las floristas llaman «carne<br />
doncella», pasando poco a poco, mediante una gradación bien caracterizada,<br />
a tonos cuya belleza recordaba la de las nubes en las puestas de sol. Como<br />
si invisibles ventosas atrajesen la poca sangre de las venas y las<br />
arterias a la piel, subieron las ondas, primero rosadas y luego de carmín,<br />
a las mejillas, a la frente, a las sienes, a toda la faz de la criatura; y<br />
en el pasmo de su inocente mirar, y en la expresión de indecible sorpresa<br />
de su boca, se reveló una belleza interior tan grande, que Aurelio estuvo<br />
a punto de caer de rodillas.<br />
Nada dijo la niña; nada el pintor tampoco. Sólo cuando la oleada de<br />
vergüenza empezó a descender también, gradualmente, preguntó Aurelio,<br />
tímido a su vez:<br />
-¿Eres tú hija del tío Onofre?<br />
-No señor... Soy su ahijá. No tengo padre ni madre.<br />
-¿Con quién vives?<br />
-Con tío Onofre.<br />
-¿Le sirves de criada? ¿Trabajas?<br />
-Trabajo lo que puedo -fue la respuesta humilde-. Hay mucha necesiá... Si<br />
no fuera por los señoritos que retratan a tío Onofre, no se como
saldríamos del apuro. Y ahora, con la enfermedá...<br />
Envalentonada por la dulzura con que Aurelio le había hablado, prosiguió<br />
la niña:<br />
-Nos vamos a ver negros. En casa, señorito, no hay una peseta. Como tío<br />
Onofre tiene esa mal costumbre de la bebía... Si no es la bebía, hombre<br />
más bueno no se encuentra en to Madrí. Pero el maldito amílico..., que le<br />
tiene corroías las entrañas... Y como tío Onofre sabe que usté y el otro<br />
señorito pintor que vive en el Pasaje son tan caritativos..., pues me<br />
dijo, dice: «Te vas allas, Selma, y que en igual de retratarme a mí, te<br />
retraten a ti por unos días..., porque al fin ellos lo que quieren es<br />
retratar a cualquiera sinfinidá de veces..., y la guita que te la den por<br />
adelantao..., y a ver si nos remediamos.»<br />
Contempló Aurelio al nuevo modelo que se le ofrecía, con la mirada<br />
involuntariamente dura y cruel del chalán y del inteligente en el mercado.<br />
Al través de la pobre falda de zaraza y del roto casaquillo, adivinó las<br />
líneas. Eran seguramente adorables, delicadas y firmes a la vez, con la<br />
pureza del capullo cerrado y la gracia de la juventud, que lo convertirá<br />
pronto en flor gallarda, de incitadora, frescura. La proporción del<br />
cuerpo, la redondez del talle, la elegancia del busto, la gracia de la<br />
cabeza, todo prometía un modelo delicioso, de los que no se encuentran ni<br />
pagados. Aurelio se regocijó. ¡Quizá estaba allí la inspiración de la obra<br />
maestra!<br />
Pero cuando iba a pronunciar el sacramental: «Desnúdate», el recuerdo de<br />
la ola de sangre inundando el rostro, ascendiendo hasta la frente y las<br />
sienes, borrando con su matiz de carmín las facciones, le detuvo, apagando<br />
en su garganta el sonido. Se sintió enrojecer, a su turno; le pareció<br />
haber cometido, allá interiormente, alguna acción vergonzosa. Y<br />
acercándose a la niña fue esto lo que le dijo:<br />
-Te retrataré; pero con la condición de que no te retrate nadie más que<br />
yo. ¿Entiendes? pago doble... No vas a casa de ningún otro señorito. Yo te<br />
daré dinero... Ahora hija mía..., para que te retrate..., te colocarás<br />
así..., así..., mirando a esa figura. ¿Quieres?<br />
Y, mientras las mejillas de la niña y a sus sienes virginales subía otra<br />
vez, ante el impúdico y vigoroso «estudio» de la Ménade, la ola de<br />
vergüenza, Aurelio, con nerviosa vehemencia primero, con pulso seguro<br />
después, manchaba el lienzo bocetando su cuadro, «Pudor», que le valió en<br />
la Exposición el primer triunfo, una segunda medalla.<br />
«Blanco y Negro», núm. 483, 1900.<br />
Oscuramente<br />
La casuca, al borde del camino, separada de la cuneta por un jardín no<br />
mayor que un pañuelo, era simpática, enyesada, con ventanas pintadas de<br />
azul ultramar rabioso, y un saledizo de madera que decoraban pabellones de<br />
rubias espigas de maíz. En el jardín no dejaban cosa a vida gallinas y el<br />
gallo, escarbando ellas con humilde solicitud y él con arrogante
desprecio; pero así y todo, los rosales «lunarios» se cubrían de finas<br />
rosas lánguidas, las hortensias erguían sus copos celestes, y un cerezo<br />
enorme, amaneradamente puesto por casualidad a la izquierda de la casa,<br />
daba fresca sombra. Aquella vista podía ser asunto de país de abanico, y<br />
mejor si la animaba la presencia de la chiquilla alegre y reidora, en<br />
quien la vida amanecía con lozanos brotes y florescencias primaverales.<br />
Huérfana era Minga, pero no había notado la soledad ni el abandono,<br />
gracias a su hermano Martín, que le prodigó mimos de madraza y protección<br />
de padre. La niñez no siente nostalgias de lo pasado cuando es dulce lo<br />
presente. Minga no recordaba el regazo maternal. Era Martín -solían<br />
repetirlo los demás mozos de la aldea, y no siempre con piadosa intención<br />
-como una mujer, El sabía amañar el caldo y arrimar el pote a la lumbre;<br />
él lavaba, torcía y tendía la ropa; él vendía en la feria la manteca, la<br />
legumbre, los huevos; él vestía y desnudaba a Minga mientras fue muy<br />
pequeña, y la tomaba en brazos y la sonaba y desenredaba la vedija de seda<br />
blonda, luminosa y vaporosa como un nimbo de santidad... También la<br />
llevaba de la mano a la iglesia, porque Martín era algo sacristancillo.<br />
Ayudaba al señor cura, y su vaga aspiración, si no hubiese tenido que<br />
dedicarse a cuidar de su hermana, sería cantar misa, adornar mucho los<br />
altares, ponerle a su Virgen flores, colgarle arracadas de perlas.<br />
La condición de Martín, su índole afeminada y pulcra, se conocía en lo<br />
limpio de la casuca enyesada y reluciente, en la ocurrencia de rodearla de<br />
jardín, en el primoroso seto de cañas, en el vestir de Minga, siempre<br />
aseada y hasta engalanada con pañolitos de seda los días festivos, y en<br />
cierta cortesía humilde que Martín mostraba a todos, a la gente de la<br />
aldea y al señorío, multiplicando las fórmulas obsequiosas, los «vayan con<br />
salud» y los «Dios los acompañe». No hubo sombrerón de fieltro menos<br />
pegado a la cabeza que el de Martín, ni rapaz más enemigo de parrandas y<br />
tunas, ni que así aborreciese el cigarro y la perrita, ni que con tal<br />
premura se escabullese del atrio o de la robleda al presentir que iba a<br />
armarse «una de palos». Rozándole o empujándose pasaban las mozas<br />
jaraneras y comprometedoras, que en todas partes las hay, y Martín no<br />
apartaba los ojos del suelo. Únicamente sonreía a las muchachas cuando<br />
ellas cogían por banda a Minga y la hartaban de rosquillonas, duras, como<br />
guijarros, o de zonchos fríos, o de caramelos pringosos. La cuerda de<br />
aquel cariño fraternal, casi paternal por la diferencia de edades, era lo<br />
que vibraba en Martín con vibraciones hondas, con latidos de corazón<br />
inmenso.<br />
¡Qué rechifla se levantó en la aldea al saberse cómo Martín había caído<br />
soldado! ¡Soldado aquella madamita, aquel miedoso, aquél que sabía coser y<br />
planchar y lavar como las hembras! ¡Aquél que ni gastaba navaja, ni<br />
bisarma, ni una triste vara aguijadora! No hubo quien no se riese: los<br />
viejos con bocas desdentadas, las mozas con bocas frescachonas de duros<br />
dientes. Sin embargo, prodújose la reacción. Los pobres tienen prójimo,<br />
las comadres de la aldea, las que han enviado hijos al servicio del rey,<br />
son piadosas. Y al ver a Martín tan pasmado, tan alicaído, tan encogido de<br />
alma, las buenas comadres probaron a consolarle a su modo con palabras de<br />
resignación, de esperanza quimérica, fantaseando intervenciones de santos<br />
y milagros sin pizca de verosimilitud. Martín agachaba la cabeza, cruzaba<br />
las manos, miraba a Minga y callaba... Él sabía que era forzoso ir, no
sólo al cuartel, sino a algo más terrible, que no se explicaba, que tenía<br />
para él mucho de misterio y más de horror, de eso que se ve en las ansias<br />
de la pesadilla... ¡La guerra...! ¡La guerra lejos, lejísimos..., más allá<br />
de los mares!<br />
Pasábamos una tarde por delante de la casucha, y el señor cura, que nos<br />
acompañaba, señaló hacia la cerrada puerta, el jardín comido por las<br />
ortigas y zarzales, el balcón sin sus ristras de espigas, todo solitario y<br />
muerto, con esa muerte de los objetos que indica la ausencia del espíritu,<br />
de la actividad humana, vivificadora, ¡Ay! El señor cura no se consolaba<br />
de la falta de Martín. ¿Dónde encontraría otro así para ayudar a misa,<br />
encender y despabilar velas, doblar y guardar las vestiduras, otro<br />
madamita igual, mañoso, dócil, bien hablado, bien mandado?... ¡Y pensar<br />
que se lo habían llevado a pelear con los negros! ¡Qué cosas! ¡Qué<br />
desdichas!<br />
-¿Y la niña, la hermanita? -pregunté recordando una cabeza con aureola de<br />
rizos alborotados de un rubio blanquecino, una risa infantil, unos labios<br />
de cereza, unos ojos celestes.<br />
-¡La niña! -repitió el cura-. ¡Esa..., ya ni se acuerda de tal hermano! La<br />
recogió la tabernera, ¿no sabe?, la mujer del Xuncras..., y como no tiene<br />
chiquillos, están con ella que no atinan donde la pongan. Hay criaturas<br />
así, que son hijas de la suerte. Figúrese lo que le esperaba a la<br />
chiquilla. O meterse a servir (¿y de qué sirve una criada de once años?),<br />
o ir al Hospicio, o dedicarse a pedir limosa... Y por cuánto la víspera de<br />
la marcha de Martín, al pobre rapaz le tienta Dios a entrar en el<br />
tabernáculo del Xuncras para echar unos vasos y quitarse las melancolías;<br />
y le sacan vino, y caña, y bala rasa, ¡yo que sé!, y a los pocos tragos<br />
-como él nunca lo cataba- se le sube a la cabeza y rompe a llorar y a<br />
gritar y a decir que le daba el corazón que no volvería y que Minga se<br />
moriría de necesidad... Y resulta que la tabernera, un corazón de<br />
mantequilla de Soria, también suelta el trapo, se le agarra al cuello y le<br />
ofrece cargar con Minga. El marido se oponía; pero la mujer le convenció<br />
de que allí se necesitaba una rapaza para fregar los vasos y barrer... Y<br />
quien friega y barre es la tabernera, y Minga está como la reina, mano<br />
sobre mano y bien regalada, y riéndose y cantando... Es alegre como unas<br />
pascuas. ¡Buen cascabel se prepara ahí! ¡Si da grima ver aquella cara tan<br />
satisfecha y al mismo tiempo la ropa de luto!<br />
Y al notar, mi sorpresa, el cura prosiguió:<br />
-¿No lo sabía? ¡Claro que sí!, al instante... Si fuese un holgazán, un<br />
vicioso, un quimerista, un bocarrota, aquí volvería sano y salvo... Como<br />
era tan modosiño y doblaba tan bien las casullas, ¡duro en él! Fue una de<br />
esas cosas de pronto, sin chiste... Una emboscada, una trampa en que cayó<br />
el destacamento. Lo supe por carta que se recibió en Marineda, de un<br />
sargento que escapó con vida. Diez o doce murieron y entre ellos Martín.<br />
No lo trajeron los periódicos; ¡si fuesen a traer las menudencias!... A<br />
Martín le saltaron a la cara dos negrotes. Lo particular es que aseguran<br />
que se defendió como una fiera. Estoy por no creerlo. ¡Pobre madamita!<br />
Milagro si no se puso de rodillas a que le perdonasen. El sargento parece<br />
de Sevilla. ¿Pues no dice que Martín envió al otro barrio a uno de los<br />
mambises, que era un animal atroz? ¿Y no cuenta que casi podría con el<br />
segundo, y si no fuese porque tropezó y resbaló y el otro se le echó sobre
el cuerpo y con todo el peso, lo acaba? ¡Bah, bah! El asunto es que a<br />
Martín...<br />
Un gesto expresivo, una mano girando con rapidez alrededor de la garganta,<br />
completaron la frase.<br />
-Y aún ayer apliqué por él la misa -añadió el señor cura cuando ya<br />
doblábamos el pinar.<br />
«Blanco y Negro», núm. 494, 1900.<br />
El ahogado<br />
Atacado de hipocondria y roído de tedio; cansado del mundo, de los<br />
hombres, de las mujeres y hasta de los caballos; agotados los nervios y<br />
vacía el alma, Tristán decidió morir. ¡Bueno fuera quedarse, porque sí, en<br />
un mundo tan patoso y de tan poca lacha; un mundo en que los goces se<br />
resuelven en bostezos, y en desencantos las ilusiones! Acabar de una vez;<br />
dormir un sueño que no tuviese el contrapeso del despertar probable. Y<br />
Tristán, resuelto ya a la acción, empezó a pensar en el «modo».<br />
La verdad ha de decirse: el pícaro «modo» era como un hueso que se le<br />
atragantaba a Tristán. Entre el sincero deseo de dejar la vida y el acto<br />
de quitársela media un solo movimiento; ¡pero qué movimiento, señores!<br />
Comparado con este, parece fácil el de levantar en peso una montaña... Las<br />
indecisiones de Hamlet, tortas y pan pintado en comparación con las de<br />
muchos infelices hijos de este siglo, a un tiempo codiciosos y temerosos<br />
del no ser. Ni pizca de cobarde tenía Tristán; pero el valor no es<br />
cantidad fija; hay quien no teme a un león, y se pone pálido al ver a una<br />
cucaracha. Nervioso, de imaginación cruel, Tristán se horripilaba del<br />
instante fugacísimo en que la bala del revólver destrozase la masa de su<br />
cerebro, o la cuerda estrujase brutalmente su garganta. Por extraña<br />
contradicción convencido del aniquilamiento final, hasta le preocupaba lo<br />
que sucedería «después» a su cuerpo, y veía la escena póstuma, el grupo<br />
formado alrededor de su cadáver y oía las frases triviales, las<br />
inevitables reflexiones lastimosas de amigos y sirvientes, todo ello<br />
ridículo, semigrotesco, parodia de algo trágico y grande no realizado. Su<br />
buen gusto se sublevaba contra semejante final, «Morir, si; pero sin dar<br />
espectáculo; irse de la vida como quien se retira de un salón,<br />
discretamente.» Maduro el propósito, Tristán discurrió que el lugar más<br />
oportuno de ponerlo por obra era un viejo castillo que poseía a orillas<br />
del mar. Recogiéndose allí algún tiempo, la sociedad, si al pronto<br />
extrañaba su falta ya le habría olvidado cuando sucediese lo que debía<br />
suceder...<br />
El caso era no dejar rastro alguno. «Como averigüen Perico Gonzalo y<br />
Manolo Lanzafuerte mi paradero, allí se descuelgan a pretexto de cazar o<br />
pescar...». Y rodeó su último y solitario viaje del complicado misterio<br />
propio de otras escapatorias más gratas. «Creerán que mi fuga tiene<br />
cómplice...», se dijo a si propio, con irónica tristeza, el futuro<br />
suicida.
Al verse en el castillo, antiguo solar de su familia, Tristán comprendió<br />
que no cabía mejor fondo para el sombrío cuadro que intentaba pintar. Las<br />
abruptas montañas, las renegridas piedras, los paredones que la hiedra<br />
asaltaban, la costa erizada de escollos, la playa siempre azotada por el<br />
recio oleaje, la torre donde anidaban lechuzas y búhos, respiraban<br />
desolación y fúnebre melancolía. Acrecentaba el horror del paisaje la<br />
estación, que era la del equinoccio de otoño con sus furiosas tempestades<br />
y los frecuentes naufragios por la niebla, empujadas por el temporal,<br />
venían a encallar y a deshacerse en los traidores bajíos de la Corvera,<br />
próximos a la playa que se extendía a los pies de la residencia de<br />
Tristán. El incesante y ronco mugido del oleaje; el horizonte cerrado en<br />
brumas o surcado por lívidas exhalaciones; la tierra empapada en agua; el<br />
arenal sembrado de despojos, tablas y barricas, cuando no de cadáveres,<br />
armonizaban tan bien con el estado de ánimo y los proyectos de Tristán,<br />
que decidió buscar reposo en el fondo de las aguas, haciendo creer que le<br />
había arrebatado una ola. Y para familiarizarse con la idea, bajaba a la<br />
playa diariamente, sintiendo que se apoderaba de su alma el vértigo de lo<br />
desmesurado y la atracción del hondo abismo. Su plan de suicidio se<br />
concertaba aprisa, y se le agarraba al espíritu de tal manera, que ya<br />
soñaba con él lo mismo que se sueña con la primera cita de una mujer<br />
hermosa y adorada.<br />
Una tarde de horrible tempestad, en el que el huracán sacudía las veletas<br />
del castillo y retorcía los árboles, desmelenando locamente el ramaje,<br />
creyó Tristán que era llegado el momento de ejecutar su determinación, y<br />
descendió, o, mejor dicho, se despeñó al arenal, luchando a brazo partido<br />
con el viento y alumbrado por el repentino fulgor de los relámpagos. Uno<br />
que encendió el horizonte le mostró, sobre la cresta de enorme ola, algo<br />
que podía ser o profecía o imagen fiel de su destino: era el cuerpo de un<br />
hombre, un ahogado que, flotando, venía a ser despedido contra los<br />
escollos. «Me pondré un buen peso a la garganta para no sobrenadar»,<br />
calculó Tristán al divisar al muerto que se acercaba; y dos minutos<br />
después, la ola gigantesca, rompiéndose en las rocas a flor de tierra ya,<br />
depositaba sobre la arena al ahogado.<br />
Tristán se precipitó hacia él por instinto, y, alzando el cadáver, lo<br />
arrastró hacia el fondo del arenal, reclinándolo en una peña. A la<br />
claridad macilenta del poniente pudo observar que era un hombre joven y<br />
robusto. «¡Cuánto habrá luchado éste -pensó- para evitar lo que yo busco a<br />
todo trance!» Palpó el torso desnudo, magullado por las piedras, y no<br />
creyó advertir en él la rigidez de la muerte. Hasta le pareció percibir un<br />
resto de calor vital. Sintió una sacudida eléctrica. «¡Vive! ¡Este hombre<br />
vive aún!» Temblando de emoción, recordando los primeros socorros que<br />
deben prestarse a los ahogados, colocó al hombre con la cabeza alta, le<br />
inclinó hacia el lado derecho y le sacudió reiteradamente hasta que hubo<br />
arrojado un chorro de agua por la boca. Volvió a hincar la palma sobre la<br />
tetilla izquierda, y creyó notar un débil latido del corazón, que le hizo<br />
exhalar un grito de alegría. Con sobrehumano vigor, cargando a hombros el<br />
cuerpo inerte, se lanzó por la cuesta que trepaba al castillo. El peso era<br />
grande; a mitad de la cuesta, notó Tristán que la respiración le faltaba;<br />
detúvose un instante, y con doblados bríos siguió después, sin detenerse<br />
hasta soltar al ahogado en la cocina del castillo, donde ardía un buen
fuego de leña.<br />
-¡Pronto! -gritó Tristán a sus servidores-. Vengan mantas; a calentar<br />
ladrillos y a llenar botellas de agua hirviendo; a traer un colchón. ¿Hay<br />
aguardiente?<br />
Y mientras corrían para facilitarle lo que reclamaba, Tristán, inclinado<br />
sobre el cuerpo, veía con inquietud la azulada palidez del rostro, señal<br />
cierta de la asfixia, y creía que la chispa de vida, la débil llama, iba a<br />
extinguirse. «Hay que intentar el gran remedio.» Y con más ilusión que<br />
nunca había probado al acercar sus labios a los de ninguna mujer, pegó su<br />
boca a la boca yerta del ahogado, acechando el primer soplo de aire,<br />
mientras sus manos fuertes y elásticas oprimían rítmicamente el esternón y<br />
el vientre, provocando, por medio de enérgicas tracciones, la respiración<br />
artificial. Palpitante de esperanza y de caridad, se regocijaba cuando a<br />
la boca fría asomaban buches de agua amarga, mezclados con impurezas. ¿Si<br />
era que ya penetraba en los pulmones el aire bienhechor? De súbito<br />
percibió bajo sus labios un estremecimiento ligero; no cabía duda: ¡el<br />
hombre respiraba! Afanoso, redobló la espiración, enviando aquella onda<br />
tibia que era la existencia, la resurrección, la salvación del<br />
moribundo... Y así que el rostro de éste se coloreó ligeramente, así que<br />
se entreabrieron sus párpados, Tristán, rendido, sin darse cuenta de lo<br />
que hacía, cayó de rodillas, cruzó las manos, y dos lágrimas pequeñas,<br />
dulces, frescas, se descolgaron de sus lagrimales...<br />
A estas horas, Tristán no se ha suicidado, ni es de creer que piense en<br />
suicidarse. ¿Consistiría en que apreció la vida cuando la dio envuelta en<br />
su aliento? ¿Será que el tedio se disipa con la primera buena obra, como<br />
el fantasma al canto del gallo?<br />
«Blanco y Negro», núm. 402, 1899.<br />
El molino<br />
Desde lejos no lo veríais, por que lo tapa densa cortina de castaños y<br />
grupos de sauces y mimbreras, cuyo fino verdor gris armoniza con la pálida<br />
esmeralda del prado. Pero acercaos, y os prende y cautiva la gracia del<br />
molino rústico; delante la represa, festoneada de espadañas, poas, lirios<br />
morados y amarilla cicuta; la represa, con su agua dormida, su fondo de<br />
limo en que se crían anguilas gordas y cuarreadoras ranas; luego, las<br />
cuatro paredes blancas de la casuca, su rojo techo, su rueda negruzca que<br />
bate el agua con sordo resuello y fragor... Y en la puerta, de pie, con<br />
las abiertas palmas apoyadas en las macizas caderas, iluminado el moreno<br />
rostro por los garzos ojos y los labios de guinda, empolvado a lo Luis XV<br />
el revuelto pelo rizoso, divisáis a Mariniña, la molinera, que mira hacia<br />
la vereda del soto, esperanzada de que no tardará en asomar por ella<br />
Chinto Moure...<br />
Para ir al molino jamás faltan pretextos; siempre hay un ferrado de millo,<br />
un saco de trigo que moler con destino a la hornada de la semana. Los de<br />
la aldea ya lo saben: Chinto está dispuesto a desempeñar la comisión,
dando las gracias encima. Provisto de una aguijada con que pica a su<br />
caballejo y de un luengo «adival» para amarrarle los sacos al lomo;<br />
descalzo en verano, calzado en invierno con gruesos borceguíes de suela de<br />
palo, Chinto emprende su caminata desde la parroquia de Sentrove hasta el<br />
molino de Carazás, por ver un rato a Mariniña y gustar con ella sabroso<br />
parrafeo, entre el revolar de las finas nubes del moyuelo y la música<br />
uniforme del rodicio que tritura el grano incesantemente.<br />
¿Por qué, si tenían sus pensares tan juntos y sus corazones tan allegados<br />
como la blanca muela y el rubio maíz, no disponían casarse la Mariniña y<br />
el Chinto? Nadie lo ignoraba en la parroquia: Chinto no había entrado aún<br />
en suerte; y su terror del cuartel y del uniforme era tal, que si le<br />
tocaba un mal número, había resuelto largarse a la América del Sur en el<br />
primer barco que del puerto de Marineda saliese... Y aún por eso se<br />
burlaban y hacían chacota larga de Mariniña los mozos de Carazás y los de<br />
las circunvecinas parroquias, anunciándole que con un amante y esposo tan<br />
cobarde y apocado, mal defendidos andarían el día de mañana la mujer y el<br />
molino, mal cobradas las maquilas, mal reprimidos los intentos de retozo<br />
con la frescachona y rozagante molinera.<br />
El exterior de Chinto no puede negarse que prestaba fundamento a estas<br />
suposiciones y augurios del porvenir. De estatura mediana, esbelto, con<br />
una cabeza ensortijada semejante a la de los santos del retablo de la<br />
iglesuela románica en que oyen misa los de Carazás, Chinto parecía linda<br />
doncella disfrazada con hábito de varón; su voz era suave; su acento,<br />
humilde; sus modales, tímidos y corteses. El trabajo del campo no había<br />
sido bastante para curtir su piel, y al entreabrirse su camisa de estopa<br />
descubría un blanco cutis, raso y terso, una dulce seda que enloquecía a<br />
Mariniña... Porque conviene saber que la molinera, aquella moza resuelta y<br />
enérgicamente laboriosa, «una loba», como decían las comadres del rueiro,<br />
se enternecía, se bababa de gusto, se moría, en fin de amor por el mozo<br />
delicado y aniñado -hasta afeminado podría decirse- que todas las noches<br />
andaba y desandaba la vereda del molino.<br />
No es que a Mariniña le faltasen otras proporciones. Al contrario: mujer<br />
más rondada y pretendida no existía en tres leguas a la redonda, desde la<br />
orillamar y los puertecillos de pesca que bañan las plateadas ondas de la<br />
ría, hasta los cerros de Britón, donde empiezan a erguirse los rudos<br />
peñascos célticos entre sombríos pinares. No consistía tanto en las<br />
turgentes formas y las floridas mejillas de la molinera como en el maldito<br />
señuelo de la molienda, en la complicidad del rodicio, en la familiaridad<br />
de la maquila. En la aldea no hay «Casinos» ni «Veloces» no se sabe qué<br />
sean un sarao ni un raou; pero no os fiéis; lo que pasa en la corte entre<br />
paredes vestidas de seda, ocurre allí en el atrio de la iglesia a la<br />
salida de la misa mayor, en la «desfolla», en el campo de la romería o en<br />
las noches del molino...<br />
Sobre todo en las noches del molino; en verano, a la clara luz de la luna;<br />
en invierno, a la dudosa claridad de la candileja de petróleo,<br />
conciértanse las voluntades y se teje la guirnalda de amapolas y<br />
manzanilla del rústico amor. La brisa, la aglomeración del trabajo,<br />
obligan a moler la noche entera, y esperando su saco se juntan allí<br />
rapaces y rapazas, cruzando coplas de enchoyada, vivo diálogo galante, de<br />
finezas y desdenes, de sátira y picardía, que a veces acompaña la
pandereta en argentino repique. Y en la atmósfera caldeada del «salón»<br />
campesino, Mariniña reina y atrae las voluntades: ya arisca, ya risueña;<br />
pronta a la chaza; instantánea en reprimir a los obsequiadores desmandados<br />
y sueltos de manos en demasía; activa y fuerte en el trabajo, animosa y de<br />
recios puños para erguir el saco lleno o ayudar a descargarlo y a<br />
vaciarlo..., no hay mozo, de los que al molino concurren, que no piense en<br />
la molinera, y no le profese ojeriza y tirria a Chinto, murmurando de él<br />
con frases despreciativas e irónicas: «¡Vaya un gusto raro, ir a antojarse<br />
de aquel papirrubio, de aquella madamita, a quien le venían las sayas<br />
antes que el calzón! ¡Uno capaz de desfondarse de miedo a la idea de<br />
servir al rey! ¡Uno que hasta no fumaba, ni gastaba navajilla ni «echaba<br />
palabras», ni el día de la fiesta cataba el aguardiente! ¡Un «papulito»<br />
que nunca había arrimado un palo a nadie, ni sabía romper una cabeza a<br />
golpe de bisarma!<br />
La rabia de los desairados pretendientes contra el afortunado Chinto les<br />
inspiró una idea diabólica. Entraron en la conjura Santiago de Andrea,<br />
Mingos el de Sentrove, Carlos Antelo, Raposín... la «trinca» de<br />
calaverones de montera que solían recorrer las aldeas en son de parranda y<br />
tuna, pegando atruxos retadores y arrimándose a la cancilla de las<br />
raparigas casaderas para disparar coplas picantes... Sucedía esto allá por<br />
noviembre, cuando la senda que guía al molino se empapaba en rocío<br />
glacial, y las caídas hojas de los castaños formaban mullido tapiz, y los<br />
cendales de la niebla, envolviendo el paisaje en velo espeso, dejaban<br />
entrever las siluetas descarnadas de los árboles, parecidas a espectros de<br />
luengos brazos.<br />
Sabedores los conjurados de que Chinto pasaría en dirección al molino a<br />
eso de la media noche, envolviéronse en blancas sábanas, encasquetáronse<br />
en la cabeza ollas con un par de agujeros cada una, y dentro, sendos cabos<br />
de vela de sebo; retorcieron haces de paja, y se apostaron en la linde del<br />
castañal, a la hora en que la luna se esconde y el mochuelo saluda a las<br />
tinieblas con su queja lúgubre.<br />
Tardaba Chinto en llegar; no se oía rumor alguno en el sendero, sino a lo<br />
lejos el sollozo del molino, y el frío y la impaciencia producían honda<br />
desazón en los conspiradores. Al principio habían reído y bromeado,<br />
celebrando la ocurrencia, que era, como ellos decían, «una pava» preciosa.<br />
Remedar una procesión de fantasmas, de almas del otro mundo, la fúnebre<br />
«compaña», encender el cabo de sebo y los haces de paja y desfilar así<br />
ante el medroso Chinto..., ¡para reventar de risa! Pero transcurría la<br />
vigilia; el rocío, lento y helado, impregnaba los huesos; y a lo lejos<br />
fanfarroneaba el cántico del gallo..., y ni señales de Chinto. Empezaban a<br />
deliberar si convendría retirarse, a tiempo que allá, de lo oscuro del<br />
bosque, salió un gemido, una queja sobrenatural. Otra queja más doliente,<br />
si cabe, respondió a la primera, y los cabellos de los conspiradores se<br />
erizaron al divisar dos blancos bultos que surgían de entre los castaños y<br />
avanzaban lentamente con sepulcral majestad. Los más, remangando el<br />
sabanón, echaron a correr; Mingos, el de Sentrove, cayó accidentado;<br />
Carlos Antelo se postró de rodillas y empezó a confesarse y pedir perdón<br />
de sus culpas; Santiago de Andrea fue el único que quiso arremeter contra<br />
los aparecidos; y lo hiciera si una pedrada certísima, dándole en mitad de<br />
la frente, no le tumba en el suelo, medio muerto de veras...
Sábese todo en las aldeas, y a vueltas de mil supersticiosas invenciones y<br />
cuentos de «trasnos» y brujas, se averiguó la verdad, y se solazaron en el<br />
molino a expensas de los burlados burladores. Porque era la avisada y<br />
traviesa Mariniña, y era Chinto, por ella prevenido y aleccionado,<br />
quienes, con el disfraz de fantasmas y con un buen fragmento de cuarzo de<br />
la carretera habían dispersado la hueste y santiguado al de Andrea, el más<br />
terco de los rondadores que a la molinera asediaba. La rabia, el despecho,<br />
la vergüenza inspiraron al mozo un ansia terrible de vengarse, y de<br />
vengarse donde todos lo viesen, a la faz de la parroquia. Resolvió, pues,<br />
la primera noche que en el molino estuviese reunida gente bastante para<br />
servir de testigos, desafiar a Chinto y sentarle la mano a bofetadas y<br />
coces, hasta desbaratarle.<br />
A tiempo que con tan sañudos propósitos entraba en el molino Santiago<br />
(pocos días después de Reyes), hallábanse Mariniña y su mozo ocupados en<br />
colocar un saco de harina, riendo tiernamente cuando sus dedos se<br />
tropezaban o sus rostros se aproximaban, en el calor de la tarea. Al punto<br />
conoció la molinera que el desdeñado y apedreado galán venía pendenciero,<br />
y con disimulada seña ordenó a Chinto que se apartase. La angustia y el<br />
temor de que pudiesen llegar los desquites a poner en riesgo la vida de<br />
Chinto, prestaron a Mariniña en aquel instante una rapidez de concepción y<br />
una energía de acción mayor aún de la acostumbrada. Encarándose con<br />
Santiago, y riendo y provocándole, le propuso loitar.<br />
Esta costumbre de la lucha, que ya va desapareciendo, subsiste aún en<br />
algunas comarcas galaicas, resto quizá de un estado social belicoso en que<br />
la mujer combatía al lado del varón. Luchan todavía las mozas entre sí, y<br />
hasta desafían al mozo, degenerando entonces la batalla en deleitable<br />
juego. Pero desde el instante en que Santiago -cuya sangre ardía en<br />
tumultuosa ebullición- se arrodilló frente a Mariniña, también<br />
arrodillada, comprendió por instinto que aquella lucha no sería como<br />
otras; que iba de veras. Sólo con ver el movimiento de la moza al<br />
arremangarse, el brillo de sus ojos orgullosos, la rigidez de su talle, la<br />
dura barra de su entrecejo, se adivinaba la loita seria, en que se trata<br />
de derrengar al contrario, empleando todo el vigor de los músculos y toda<br />
la resolución del alma.<br />
Mientras Chinto, pálido y tembloroso, se acogía a un rincón, los<br />
adversarios se asían de las manos, poniendo en tensión el antebrazo y<br />
acercándose hasta mezclar el afanoso aliento. Mozos y mozas, en corro, se<br />
empujaban por ver mejor, apostaban y discutían. Santiago desplegaba<br />
plenamente su fuerza, al notar que Mariniña, por momentos, le dominaba el<br />
pulso. Rojo el semblante, sudoroso el cutis, pugnaba el rapaz, en tanto<br />
que la amazona, firme y recia, sostenía su empuje ganando terreno. Tenerla<br />
así, tan cerca turbaba a Santiago, quitándole el sentido; y ella,<br />
indiferente, atenta sólo a vencer, aprovechaba el trastorno de su<br />
adversario, e insensiblemente se le imponía. Al fin giró en el vacío la<br />
muñeca derecha del varón; doblóse el brazo; el izquierdo también cedió al<br />
pujante impulso de la mujer..., y Santiago, dando el «pinche», fue lanzado<br />
hocico contra tierra, sujetándole la triunfante Mariñina que sin piedad,<br />
le hartaba de mojicones, le molía a puñadas en la nuca y en los lomos, le<br />
refregaba el rostro en el salvado y la harina que cubrían el piso, y no le<br />
permitía levantarse hasta que se confesaba rendido, vencido, dispuesto a
aceptar la paz bajo cualquier condición que se le ofreciese.<br />
Apenas se alzó Santiago, magullado, enharinado y con careta, Mariniña le<br />
sacó a la represa del molino, donde, mojando su delantal le lavó ella<br />
misma la cara. Y mimosa y dulce, como es siempre la gallega, por forzuda y<br />
briosa que la haya criado Dios, dijo a su enemigo derrotado:<br />
-Por la madre que te ha parido no me has de espantar a Chinto, «pobriño»,<br />
que el infeliz no sirve para hacer «barbaridás» como tú y más yo, y es un<br />
santo, sin mala intención, que con su sangre se pueden componer<br />
medicinas... Y si él es medroso, yo soy valiente, diaño... Y no he de<br />
casar más que con él, y si cae soldado, se vende el molino y se compra<br />
hombre... Si me tienes ley, Santiaguiño, con Chinto no te metas...<br />
¿Palabra?<br />
Suspiró el mozo, y acaso no sería porque le doliesen los arañazos ni los<br />
chichones, miró a Mariniña, toda roja aún de la lucha; le dio un cachete<br />
familiar, de cariño y resignación, y respondió lacónicamente, secándose<br />
con el pico del mandil que no se había humedecido en la represa:<br />
-Palabra.<br />
La Ilustración Artística, núm. 940, 1900<br />
Aventura<br />
La señora de Anstalt, mujer de un banquero opulentísimo, nerviosa y<br />
antojadiza, agonizaba de aburrimiento el domingo de Carnaval, después del<br />
almuerzo, a las dos de la tarde. ¡Qué horas de tedio iba a pasar! ¿En qué<br />
las emplearía? No tenía nada que hacer, y la idea de mandar que<br />
enganchasen para dar vueltas a la noria del eterno Recoletos, contestando<br />
a las insipideces o humoradas de los tres o cuatro muchachos de la crema<br />
que acostumbraban destrozar su landó tumbándose sobre la capota; la<br />
perspectiva del bolsón de raso pitado, lleno de caramelos y fondants; lo<br />
manido y trivial de la diversión, le hacía bostezar anticipadamente. ¿Se<br />
decidiría por la Casa de Campo o la Moncloa? ¡Qué melancolía, qué humedad<br />
palúdica, qué frío sutil de febrero, de ese que mete en los tuétamos el<br />
reuma! No, hasta abril la naturaleza es avinagrada y dura. «¡Lástima no<br />
ser muy devota! -pensó Clara Anstalt-, porque me refugiaría en una<br />
iglesia... «<br />
Mujer que se aburre en toda regla, y no es devota, y es neurótica a ratos,<br />
está en peligro inminente de cometer la mayor extravagancia. Clara, de<br />
súbito, se incorporó, tocó el timbre, y la doncella se presentó; al oír la<br />
orden de su ama hizo un mohín de asombro; pero obedeció en el acto, sin<br />
preguntas ni objeciones de ninguna especie; salió y volvió al poco rato,<br />
trayendo en una cesta mucha ropa doblada.<br />
-¿Está usted segura, Rita, de que es la librea nueva, la que no se ha<br />
estrenado aún?<br />
-¡Señora! Como que ni la ha visto Feliciano: la trajo el sastre ayer<br />
noche; la recogí yo de mano del portero, y pensaba entregársela ahora...<br />
-Que no sepa que ha venido. Deje usted esa cesta en mi tocador, y vaya
usted a comprarme una cabeza entera de cartón, la más fea y la más cómoda<br />
que se encuentre.. Una que no me impida respirar... ¿El señor ha salido<br />
ya?<br />
-Hace un tato.<br />
-Pues todo en silencio, chitito..., ¿eh?<br />
Regresó Rita prontamente, con sobrealiento; Clara se impacientaba, corría<br />
de aquí para allí y reía en alto, como los niños cuando se prometen una<br />
diversión loca, incalculable. Encerráronse en el tocador ama y criada, y<br />
ésta recogió a aquélla el sedoso pelo, y le calzó las botas de campaña del<br />
lacayito, después de vestirle el calzón de punto y la levita corta, y<br />
ceñirle el cinturón de cuero. Por último, afianzó en sus hombros la careta<br />
enorme.<br />
Desfigurada así, con la vestimenta que se adaptaba perfectamente a sus<br />
formas gráciles, esbeltas y sin turgencias, parecía un señorito fino que<br />
por ocultarse mejor ha pedido prestada la librea del mozo de cuadra.<br />
Clara brincó de júbilo. La asaltó la idea de si podrían maltratarla, y<br />
pensó llevar un arma; pero recordando una frase favorita de su marido: «No<br />
hay bala que alcance como un billete de mil», sacó de su secrétaire<br />
bastante dinero y lo echó en el fondo de un saco de brocatel, cubriendo la<br />
boca con una capa de confetis y escarchadas violetas. «Saldré por las<br />
habitaciones del señor al jardín. Traiga usted la llave y mire si anda<br />
alguno que me vea». Y ya en la verja, que caía a una calle solitaria,<br />
Clara, una vez más, se volvió hacia Rita aplicando el dedo a los labios de<br />
cartón, como si repitiese: «¡Silencio!»<br />
Al verse en la calle, primero anduvo muy aprisa; después acortó el paso,<br />
saboreando su regocijo. ¡Verse libre, sola, ignorada, perdida entre la<br />
multitud, sin trabas ni convenciones sociales; dueña de ir a donde<br />
quisiese, de entretenerse en un espectáculo nuevo y original, el de la<br />
gente pobre, el populacho, en cuyo oleaje empezaba a sumergirse! En<br />
efecto; encontrábase Clara a la entrada de la calle de Génova, por donde<br />
descendían hacia el paseo de coches abigarrados grupos, una corriente no<br />
interrumpida de gentuza, que arrastraba pilluelos y mascarones<br />
desharrapados. Envueltas en la raída colcha y enarbolando la destrozada<br />
escoba o el pelado plumero; embutidos en la lustrina verde, colorada o<br />
negruzca de los diablos rabudos; ostentando la blusita del bebé o agitando<br />
a cada movimiento millones de tiras de papel de colorines chillones que de<br />
arriba abajo los cubrían, los mascarones pasaban alegres y bullangueros,<br />
charlando en falsete, requebrando a las chulas de complicado moño,<br />
literalmente oculto bajo una densa capa de confetti multicolores, que<br />
volaban en derredor a cada movimiento de la airosa cabeza. Algunas de<br />
aquellas mocitas de rompe y rasga, al pasar cerca de Clara, tomándola,<br />
como era natural, por un lacayito atildado y mono, la provocaban, la<br />
requebraban con pullas picantes. Clara se reía; no recordaba haberse<br />
divertido tanto desde hacía muchísimo tiempo.<br />
La animación del Carnaval callejero se le subía a la cabeza, como se sube<br />
el mosto ordinario, pero fresco y vivo, de una fiesta popular. Encontraba<br />
el día hermoso, la vida buena, y un aire de primavera, al través de los<br />
agujeros de la máscara, acariciaba su boca y sus ojos. «Si lo saben y me<br />
despellejan» -pensaba-, «peor para ellos. Yo habré pasado una tarde<br />
encantadora. Ahora me acerco al paseo y me entretengo en insultar a todos
mis amiguitos y amiguitas... ¡Valientes infelices!... Allí estarán<br />
aguantando jaquecas y comiendo pato...» Cuando discurría así, una<br />
vocecilla aguda resonó a sus pies, y unas manos débiles y tenaces se<br />
agarraron a sus botas.<br />
-Oye, tú..., dame una limosna, por amor de Dios, que tengo mucha hambre.<br />
Clara bajó la vista. Cien veces había oído el mismo sonsonete, y una<br />
moneda de cobre bastaba para desembarazarla del mendiguillo. Éste se me<br />
pega como una garrapata -pensó-. No tiene ganas de soltarme». Sacó del<br />
bolsillo del levitín una peseta y se la presentó al niño. Esperaba una<br />
expresión de júbilo, frases truhanescas y desenfadadas, de esas que saben<br />
decir los pordioserines del arroyo...<br />
Con gran asombro vio que el chico, al tomar la peseta, cogía aprisa la<br />
mano del supuesto lacayo y la besaba humilde. Una especie de vergüenza y<br />
de pena desconocida hasta entonces penetró en el alma de la opulenta<br />
señora de Anstalt. ¡No había pensado nunca que con una peseta -cantidad<br />
para ella sin valor apreciable, como para otros el céntimo- se podía hacer<br />
brotar un chorro de agradecimiento tan ardoroso y tan espontáneo! Bajó los<br />
ojos trabajosamente con el estorbo de la cabeza de cartón, y, tomando al<br />
chico en brazos, le alzó en vilo.<br />
-Pequeño, ¿de quién eres hijo? A ver.<br />
-De nadie -contestó el pilluelo.<br />
-¿Cómo es eso? ¿De nadie? ¿No tienes padre?<br />
-No lo sé..., no lo conozco.<br />
-¿Y madre?<br />
-Sá muerto hace ocho días de una enfermedad muy mala.<br />
-¿Y tú?<br />
-A mí... querían llevarme al asilo; pero me escapé, y ando así por la<br />
calle. De noche me meto en el rincón de una puerta... De día pido limosna.<br />
Clara reflexionó un momento. Después dejó en el suelo al chico, y le<br />
acarició la cabeza con la mano.<br />
-Te quieres venir a una casa donde te darán de comer y dormirás en cama<br />
buena y caliente?<br />
El chiquillo, al pronto, no respondió. Precoz instinto de independencia<br />
absoluta se alzaba sin duda en su espíritu, y las ventajas materiales del<br />
ofrecimiento no le tentaban; sin duda, su endeble pescuezo advertía la<br />
molestia del yugo, y sus manos descarnadas, vivo testimonio de la miseria<br />
fisiológica de un organismo sometido a las privaciones, se rebelaban<br />
contra los grillos y las esposas que pretendían ponerle en nombre del<br />
bienestar... Mientras dudaba y se sentía inclinado a escaparse corriendo,<br />
a fin de que no le llevasen a ningún lugar que tuviese techo y paredes, la<br />
mano de Clara, despojada del rudo guante, suave, femenil, halagaba el pelo<br />
enmarañado y golpeaba amorosa las escuálidas mejillas del granuja... Y<br />
este, magnetizado de pronto, exclamó:<br />
-Vamos, vamos a esa casa..., ¡si estás tú en ella!<br />
A la efusión el chico respondió inmediatamente, como un chispazo eléctrico<br />
al contacto de los alambres, el impulso ardoroso, irresistible, maternal,<br />
de la señora, que volvió a coger en brazos al pequeño, y no pudiendo<br />
besarle, le apretó contra su corazón.<br />
-Sí, hijo mío... Estaré... ¡Verás cómo he de quererte!
..............................................................<br />
Para que la resolución de Clara sea más meritoria, el mundo la ha<br />
calumniado, suponiendo que la criatura que recogió y que tan cariñosamente<br />
cuida y educa es un hijo hurtado, un contrabando doméstico. ¿Qué le<br />
importa a Clara? Ya no bosteza de tedio ninguna tarde del año.<br />
«Blanco y Negro», núm. 406, 1899.<br />
El oficio de difuntos<br />
-¿Creé usted -me preguntó el catedrático de Medicina- en algún presagio?<br />
¿Cabe en su alma superstición?<br />
Cuando me lo dijo, nos encontrábamos sentados, tomando el fresco, a la<br />
puerta de la bodega. La frondosa parra que entolda una de las fachadas del<br />
pazo rojeaba ya, encendida por el otoño. Parte de sus festoneadas hojas<br />
alfombraba el suelo, vistiendo de púrpura la tierra seca, resquebrajada<br />
por el calor asfixiante del mediodía. Los viñadores, llamados<br />
«carretones», entraban y salían, soltando al pie del lugar su carga de<br />
uvas, vaciando el hondo cestón del cual salía una cascada de racimos color<br />
violeta, de gordos y apretados granos.<br />
¡Famosa cosecha! Yo veía ya el vino que de allí iba a salir, el mejor, el<br />
más estimado del Borde... Y medio distraída, respondí:<br />
-¿Presagios? No... A no ser que... ¡Ah! Sí; un hecho le contaría...<br />
-¿Algo que le haya «sucedido» a usted?<br />
-¿A mí?... No. Se me figura (no me pregunte usted la causa de esta<br />
figuración) que a mí «no puede» sucederme nada. Y efectivamente, en toda<br />
mi vida...<br />
-Entonces, permitame que no haga caso de los cuentos que traen personas<br />
impresionables..., o embusteras.<br />
-No es cuento -afirmé, olvidándome ya de la interesante faena de la<br />
vendimia que presenciaba, y retrocediendo con el pensamiento a tiempos<br />
juveniles-. Es un caso que presencié. Así que usted lo oiga, comprenderá<br />
cómo no hubo farsa ni mentira. La explicación... no la alcanzo. En estas<br />
materias, ni soy crédula y medrosa, ni escéptica a puño cerrado. ¡Qué<br />
quiere usted! Vivimos envueltos en el misterio. Misterio es el nacer,<br />
misterio el vivir, misterio el morir, y el mundo, ¡un misterio muy grande!<br />
Caminamos entre sombras, y el guía que llevamos..., es un guía ciego: la<br />
fe. Porque la ciencia es admirable, pero limitada. Y acaso nunca penetrará<br />
en el fondo de las cosas.<br />
Sacudió el catedrático su cabeza encanecida, sonrió y apoyando la barba en<br />
la cayada del bastón, se dispuso a escucharme -y a pulverizarme después<br />
porque suponía que iba a referirle algún sueño-. Los artistas no somos de<br />
fiar: vivimos esclavizados por la imaginación y cumpliendo sus antojos.<br />
-¿Ha conocido usted a Ramoniña, Novoa? -principié yo.<br />
-¿Que si la he conocido? Me llamaron a consulta el año pasado, cuando la<br />
operaron en Compostela, de un sarcoma en el pecho izquierdo. Por señas que<br />
desaprobé la operación, que sirvió para adelantar la muerte algunos días.
Allí solo cabía dejar marchar las cosas a su desenlace inevitable.<br />
-Pues sepa usted que Ramoniña, en sus mocedades, fue la chica más alegre y<br />
bailadora de todo el Borde. Su padre, don Ramón Novoa de Vindome, tenía el<br />
prurito de divertirla; la vestía muy maja; no le negaba capricho alguno.<br />
Adoraba en ella, porque era vivo retrato de su difunta mujer, a quien<br />
había profesado una especie de devoción y culto.<br />
No se concebía función ni feria sin que Ramoniña Novoa se presentase a<br />
lucir su mantón de flores -era la moda-, su traje de seda con volantes, su<br />
mantilla de casco. Los señoritos del Borde la obsequiaban mucho, y ella<br />
coqueteaba con unos y con otros, sin decidirse ni acabar de escoger, según<br />
deseaba don Ramón, que, al estilo antiguo y patriarcal, rabiaba por un<br />
nieto.<br />
Creían los antiguos que cuando quiere castigarnos Dios, realiza nuestros<br />
deseos insensatos. De improviso, Ramoniña, dejándose de coqueteos y bromas<br />
se enamoró hasta los tuétanos, ¿y de quién? De un pobrete estudiante, hijo<br />
de un cirujano romancista y sobrino del cura de Cebre, un perdido<br />
gracioso, que hacía versos y tocaba la pandereta con las rodillas y los<br />
codos. ¡Valiente boda para la mayorazga de Novoa de Vindome, del solar de<br />
Fajardo! El padre, inquieto al principio, furioso después, hizo la<br />
oposición a rajatabla y no perdonó medio de quitarle a Ramoniña de la<br />
cabeza semejante locura. La encerró en casa; la llevó a Auriabella; rogó;<br />
avisó; amenazó; puso en juego a los frailes, al confesor, a los parientes,<br />
a las amigas, al señor obispo... En vano. La cosa estaba adelantada ya; la<br />
libertad del campo y la falta de sospecha en los primeros tiempos habían<br />
estrechado el lazo y arraigado la pasión en el alma de la señorita..., y<br />
una noche se escapó con el estudiantillo, dejando a su padre en la mayor<br />
aflicción y vergüenza.<br />
-Hemos concluido. Que se casen -decidió el señor Novoa-. Le entregaré la<br />
dote de su madre a mi hija..., y que no vuelva yo jamás a oír nombrarla ni<br />
a verla delante de mí.<br />
Ya sabe usted lo que suele suceder. El panal de miel robada, al principio<br />
es dulce, pero acaba en hieles. El estudiante no varió de condición al<br />
casarse; con la dote de la esposa creyó poder darse vida cómoda y alegre,<br />
y no miró lo que gastaba, creyendo que, al acabarse, el señor de Novoa<br />
remediaría. Más éste fue inflexible, y cerró la puerta y la bolsa.<br />
Los esposos se habían ido a vivir a Auriabella, y Ramoniña, triste y<br />
preocupada por más de un motivo -se decía que el marido tocaba la<br />
pandereta en sus carnes y la zurraba de firme-, escribió al padre carta<br />
sobre carta, sin obtener respuesta. Había nacido un chiquitín -aquel<br />
heredero tan deseado-, y cuando la criatura tuvo tres años y Ramoniña tres<br />
mil desengaños, vino a verme, para rogarme que la acompañase en la<br />
expedición que pensaba emprender al pazo de Vindome, con propósito de<br />
echarse a los pies de don Ramón, presentarle la criatura y lograr el<br />
abrazo de reconciliación y paz. «Si no veo a papá -decía-, creo que me<br />
muero».<br />
-No vaya usted -aconsejé a Romoniña-. No la recibirá don Ramón. Mire usted<br />
que le he hablado poco hace, y está firme en que no ha de cruzar con usted<br />
palabra en este mundo. «Sólo en la hora de la muerte la perdonaría...» son<br />
sus palabras. Y la hora de la muerte anda lejos. El señor de Novoa parece<br />
un mozo: está fuerte, come bien, sale a cazar, no le duele nada; hasta
parece que piensa en volver a casarse. Dice que se ha propuesto tener un<br />
hijo varón. Sesenta años mejor llevados, no los hay en todo el Borde.<br />
Ramoniña me miró con expresión de honda ansiedad, de infinita angustia, e<br />
insistió en que deseaba «probar la suerte». Como la vi tan afligida, tan<br />
consumida por las penas, no supe negarme, y dispusimos la marcha.<br />
Salimos de Auriabella a la una de la tarde, en uno de los días más largos<br />
del año; el veinte de junio. Íbamos a caballo, porque no existe carretera<br />
entre Auriabella y el pazo de Vindome. Nuestras cabalgaduras, unos<br />
jacuchos del país, trotaban duro; delante, un criado llevaba al arzón al<br />
niño; detrás, nosotras dos y un espolique; Ramoniña encaramada en el<br />
albardón, no sin miedo, porque ya se encontraba algo adelantado su segundo<br />
embarazo. El camino... ¿Usted bien conoce el camino de Auriabella a<br />
Vindome? Hasta el alto de las Taboadas, regular; pero en llegando a la<br />
iglesia de Martiños, un puro derrumbadero. Se la va a uno la cabeza si<br />
mira hacia el valle, allá en el fondo; y se marea si contempla las<br />
revueltas de un sendero estrechísimo. Es hermoso pero imponente.<br />
Por eso, sin duda, según llegábamos a donde se divisa ya el campanario de<br />
Martiños, gritó Ramoniña que quería bajarse y andar a pie el trecho que<br />
faltaba hasta el pazo. Accedí a sus deseos, natural en su estado y<br />
situación de ánimo, y dejando a las monturas adelantarse con el espolique,<br />
nos quedamos algo rezagadas, andando despacio. El sol se ponía, y allá, en<br />
el valle, empezaba a condensarse la niebla. A aquel paso, llegaríamos a<br />
Vindome al anochecer. Ramoniña me preguntaba afanosa:<br />
-¿Cree usted que mi padre no me dejará dormir siquiera en casa esta noche?<br />
Se me han fijado, como si los estuviese presenciando ahora, los detalles<br />
de aquel suceso. Llegábamos junto a un pinar que se llama de las Moiras, y<br />
como se había levantado brisa, me puse el abrigo que llevaba al brazo. En<br />
esto se alzó la voz de Ramoniña, exclamando con acento de profundo terror:<br />
-¡Jesús! ¡Jesús! ¿Oye usted? ¿Oye usted? ¡Jesús, María!<br />
-¿Qué he de oír?<br />
-Ahí... A la parte de Martiños... En la iglesia...<br />
-Pero ¿qué? -repetí alarmada; tal era el espanto que la voz de mi<br />
compañera revelaba.<br />
-¡El Oficio de difuntos! ¡Lo están cantando! ¡Lo están cantando!<br />
Atendí a pesar mío. No se escuchaba sino el largo y quejoso murmurio de la<br />
brisa de la tarde en las copas de los pinos, y el trote, ya distante de<br />
nuestras cabalgaduras. Así se lo dije a Ramoniña, riéndome. Pero ella,<br />
abrazándose a mí, ocultando la cara en mi pecho, temblando, deshecha en<br />
sollozos, repetía:<br />
-¡Es el Oficio de difuntos! ¡Si se oye perfectamente!... Son muchas<br />
voces... ¡Lo cantan! ¡Lo cantan!... ¡Jesús!<br />
Hice una pausa, y el catedrático me interrumpió:<br />
-Bien, ¿y qué? Una alucinación del oído. En estado de embarazo es lo más<br />
frecuente...<br />
-Sí -objeté yo-; pero sepa usted que, cuando llegamos al pazo de Vindome,<br />
nos encontramos con que don Ramón acababa de morir súbitamente, de<br />
apoplejía; que su cuerpo estaba caliente aún; que ni aquel día ni los<br />
anteriores se había cantado el Oficio de difuntos en la iglesia de
Martiños; y que Ramoniña lo oyó distintamente desde el pinar de las<br />
Moiras; ¿ve usted?, hacia allí...<br />
«El Imparcial», 11 marzo 1901.<br />
«Juan Trigo»<br />
El héroe de mi cuento nació..., no es posible saber dónde; lo único que<br />
dice Clío, musa de la Historia, es que cierta tarde del mes de julio<br />
apareció recostado sobre las amapolas, desnudito como un gusano, al margen<br />
de un trigal, en el tiempo de la siega. Por poco más le dejan en mitad del<br />
sendero, donde le aplastasen al pasar los inmensos carros cargados de<br />
rubia mies.<br />
Vieron los segadores y segadoras a la criatura dormida en su santa<br />
inocencia, y la recogieron con ternura, bromeando entre sí, poniendo al<br />
nene el nombre de «Juan Trigo» y asegurándole una suerte loca, como de<br />
quien empieza su vida entre la misma abundancia.<br />
Sin dilación pareció cumplirse el vaticinio. No había en la aldea<br />
-¡rarísima casualidad!- ninguna mujer que estuviese criando; pero la<br />
esposa del señor marqués, dueño del campo de trigo y de otros muchísimos,<br />
y de la más hermosa quinta en seis leguas a la redonda, acababa<br />
precisamente de dar a luz una niña muerta, y se temía por la madre si no<br />
desahogaba la leche agolpada en su seno. El médico aconsejó que la noble<br />
dama criase al niño abandonado, y éste encontró así, desde el primer<br />
instante, sustento, regalo y amor. Le envolvieron en finos pañales, le<br />
trataron a cuerpo de rey y creció hermoso y fuerte, rebosando viveza y<br />
alegría. La marquesa le cobró tierno afecto, más que de nodriza, de madre,<br />
y como no se creía que aquellos señores pudiesen ya tener sucesión, todos<br />
presumían que «Juan Trigo» iba a ser el heredero de su caudal y nombre. A<br />
deshora, corridos más de diez años, la naturaleza sorprendió al marqués<br />
con otra niña y a la marquesa con la muerte, causada por el difícil y<br />
trasnochado lance; y aunque Juan, como muchacho, no comprendió del todo lo<br />
que perdía, lo sintió y adivinó, y se le vio muchos meses extrañamente<br />
abatido y triste.<br />
No obstante, su situación, al aparecer, no había cambiado. O en memoria de<br />
su esposa o por verdadero cariño, el marqués seguía tratándole como antes:<br />
hasta le demostraba preferencia, con tal extremo, que empezó a divulgarse<br />
la conseja de que Juan era verdadero hijo del marqués, fruto de secretos<br />
amoríos, y que le correspondería «hoy o mañana» una buena parte de la<br />
herencia. Confirmó tal suposición el ver que Juan fue enviado a un<br />
aristocrático y famoso colegio inglés, donde cursó estudios más brillantes<br />
que útiles, y del cual volvió a los veintitrés años hecho un cumplido<br />
gentleman. Acogióle la sociedad con halagos y sonrisas, aunque a sus<br />
espaldas se comentase lo ambiguo de su posición; y como era gallardo y<br />
simpático y tenía hasta el prestigio de la leyenda y del misterio, las<br />
señoras le recibieron con sumo agrado, demostrando claramente que la<br />
presencia de Juan no les infundía horror ni cosa que lo valga. En aquella
ocasión, si Juan hubiese tenido afición a las flores, sin gran esfuerzo<br />
reúne un lindo ramillete de rosas, pensamientos y «no me olvides», cuyo<br />
aroma seguiría aspirando con la memoria en la edad madura; pero Juan<br />
estaba enamorado -enamorado callada y tenazmente- de la hija del marqués,<br />
Dolores, en quien reconocía las facciones de la que le había servido de<br />
madre: niña de sorprendente hermosura, que, según la frase del Libro<br />
Santo, había robado el corazón de Juan con sólo el crujir de sus<br />
zapatitos; unos zapatos de fino charol, prolongados y lustrosos sobre la<br />
transparente media de seda. Crujir que Juan reconocía entre los mil ruidos<br />
de la creación, lo mismo que reconocía las cascaditas de su reír juvenil,<br />
el roce de su falda corta, el perfume tenue de su flotante melena y el<br />
«¡rissch!» de su abaniquillo al abrirlo la impaciente mano.<br />
Creyó Juan que no se le conocía el loco deseo; pero las chiquillas son, en<br />
esto, linces, y Dolores notó que la querían, y no sólo lo notó, sino que<br />
mostró tal inclinación a Juan, que éste, vencido, confesó de plano. La<br />
niña, más inexperta, más vehemente, más ignorante de las terribles<br />
consecuencias de un mal paso, arregló entonces la escapatoria, combinando<br />
y facilitando las cosas de tal manera que, dado el escándalo, el padre no<br />
tuviese más arbitrio que otorgar su consentimiento.<br />
Se urdió el complot sin que nadie sospechase palabra; mas la víspera del<br />
día señalado, Juan, descolorido y trémulo, se echó a los pies del marqués,<br />
y le reveló la trama. Como todo el que quiere de veras, prefería su propia<br />
desventura al daño ajeno; anteponía al egoísmo de su pasión el honor y la<br />
felicidad de Dolores. Así pagaba el pobre expósito su deuda a la casa<br />
donde le acogieron y ampararon; así reconocía, al través de la tumba, los<br />
cuidados maternales recibidos de la señora a quien no podía olvidar. Al<br />
consumar el sacrificio, su alma sangraba; y cuando el marqués, alabando<br />
mucho su honrada sinceridad, le tomó, por primera providencia, el billete<br />
para Londres, Juan, en vez de salir hacia el tren, cayó en la cama, donde<br />
le postró una fiebre ardentísima.<br />
Hizo el marqués que le cuidasen; puso entre tanto a Dolores en un convento<br />
de monjas, graves y buenas guardianas; y ya en franca convalecencia Juan,<br />
para mayor cautela -porque todas las precauciones son pocas, y quien una<br />
vez tropieza expuesto está a caer-, solicitó para el mozo un puesto lejos,<br />
lejos..., lo más lejos posible. Y se lo concedieron en Ultramar, y tan<br />
pingüe, que a ser Juan de otra condición a la vuelta de pocos años tendría<br />
hecha la suerte. Hasta el codo se podía meter la mano en aquella bendita<br />
prebenda administrativa, y es de creer que, al otorgársela, se contaba con<br />
que la aprovechase; porque el padre de Dolores, que, a pesar de las<br />
hablillas, no tenía con Juan más parentesco que el puramente moral de<br />
haberle protegido, sentía cierto remordimiento al desampararle, y<br />
encomendaba a la generosidad de nuestro presupuesto el porvenir del mozo,<br />
sin darse cuenta de que éste, a falta de claro abolengo, poseía enérgica<br />
honradez. Lo único que trajo Juan de ultramar, a la vuelta de cuatro años,<br />
fueron unos mezquinos ahorros, que gastó en intentar la curación de un<br />
padecimiento hepático; y como el marqués había fallecido y estaba casada<br />
Dolores, se encontró Juan, al empezar a bajar la árida cuesta de la edad<br />
madura, solo y pobre como cuando le recogieron en el trigal.<br />
Entonces, sin explicarse la razón, sintió un deseo inexplicable de volver<br />
a ver el sitio y la quinta donde había pasado una niñez relativamente tan
dichosa. Llegó a aquellos lugares por la tarde, a pie, apoyado en un<br />
bastón grueso; lo primero que hizo fue dar la vuelta a la tapia de la<br />
quinta, evocando mil recuerdos que surgían en tropel al aspecto de cada<br />
árbol y ante la figura de cada piedra. Su corazón latió de pronto con<br />
ímpetu; en el vetusto mirador, enramado de rosales, suspendido sobre el<br />
camino, acababa de ver a una señora y dos niños; ella, haciendo labor, los<br />
chicos, observando con curiosidad al pasajero encorvado y triste, de<br />
amarillento rostro. La señora, avisada por los chicos, levantó la cabeza y<br />
fijó en Juan la ojeada inerte que se concede al desconocido. Juan huyó;<br />
los ojos de Dolores, mirándole de aquel modo, le cortaban el alma. No paró<br />
hasta llegar a un campo de trigo, a la sazón maduro, salpicado de<br />
amapolas, como cuentas de coral sobre una trenza rubia. Los segadores,<br />
cantando alegremente, habían iniciado su faena, y los haces se amontonaban<br />
ya en un ángulo de la heredad; pero acercábase la puesta del sol, y pronto<br />
se retirarían a sus casuchas. Juan se aproximó a una mujer y preguntó con<br />
ansia:<br />
-¿Es en este campo donde hace muchos años recogieron a un niño?<br />
-Allí, señor -respondió la mujer con esa complacencia solícita de los<br />
aldeanos, soltando su hoz y levantándose para preceder a Juan y enseñarle<br />
el camino. Como unos diez minutos habrían andado, cuando la segadora se<br />
paró e hirió con el pie la orilla del sendero, pronunciando:<br />
-Aquí mismo. Estaba en pelota, como le parieron. Mire si lo sabré bien,<br />
que yo era entonces moza y fui la primera que cogió al rapaz en brazos. Y<br />
mi hermano que le vio así, entre la abundancia, le puso «Juan Trigo». Nos<br />
daba mucha lástima, ¡ángel de Dios!... Las que andábamos segando le<br />
queríamos mantener con leche de vaca, y yo quería llevarle para donde mí;<br />
pero le cayó una suerte muy grande; la señora marquesa le recogió y le<br />
criaba ella y le tuvo en una hartura muy grandísima. Ahora será un<br />
caballero.<br />
Juan calló. La amargura se desbordaba en su alma. Pensaba que podría haber<br />
sido el prohijado de aquella aldeana, vivir con ella, ayudarla a segar la<br />
mies, no conocer otros afanes ni otros deseos. Dejándose caer al suelo, en<br />
el mismo sitio donde le habían encontrado pegó la faz a la tierra, y sus<br />
lágrimas la empaparon lentamente.<br />
«El Imparcial», 2 agosto 1897.<br />
El camafeo<br />
Mientras corrió su primera juventud, Antón Carranza se creyó nacido y<br />
predestinado para el arte. El arte le atraía como el acero al imán, y le<br />
fascinaba como el espejuelo a la alondra. Donde sus ojos encontraban una<br />
línea elegante, una forma bella, un tono de color intenso y original, allí<br />
se quedaban cautivos en éxtasis de admiración, mientras luchaba en su alma<br />
noble pena de no haber sido el creador de aquella hermosura, y una ilusión<br />
arrogante de llegar a producirla mayor, más original y poderosa por medio<br />
del estudio y el trabajo.
Años y desengaños necesitó para adquirir el triste convencimiento de que<br />
carecía de inspiración, de genio artístico. Sus tentativas fueron<br />
reiteradas, insistentes, infructuosas. Crispáronse en vano sus dedos<br />
alrededor del pincel, de la gubia, del palillo, del buril, del barro<br />
húmedo. Si no podía ser pintor ni escultor, a lo menos quería descollar<br />
como adornista, como grabador, como tallista; por último, desesperanzado<br />
ya, intentó resucitar los primores de orfebrería de Benvenuto Cellini; y<br />
si bien por cuenta propia no hizo nada digno de eterno olor, con la<br />
joyería, su vocación artística desalentada se convirtió en provechosa<br />
especulación industrial; se asoció a un joyero de fama, montó el taller a<br />
gran altura y se dedicó a negociar, escondiendo la incurable herida de su<br />
ardiente aspiración y sus mil fracasos.<br />
El joyero que recibió de socio a Antón Carranza tenía una hija, cuyo<br />
enlace con el artista fue la base de la nueva razón social. Luisa, la<br />
esposa de Carranza, no era bonita, ni aun agraciada: la desfiguraba su tez<br />
amarillenta, sus facciones angulosas y una cojera muy visible. Carranza,<br />
con todo, aceptó el trato sin repugnancia alguna; su futura le inspiraba,<br />
a falta de sentimientos más vehementes, simpatía y cariño. Como suele<br />
suceder a los hombres excesivamente poseídos de la fiebre artística,<br />
desconocía Carranza otras pasiones; la mujer era para él una necesidad<br />
momentánea, y el matrimonio una prudente garantía de paz y de afecto.<br />
Casóse, pues, satisfecho y tranquilo, y se condujo como marido bueno y<br />
leal.<br />
Rico y en situación de satisfacer sus caprichos, Carranza rebuscó y<br />
adquirió preciosidades; ya que no acertaba a modelar estatuas, las hizo<br />
desenterrar en Nápoles y Grecia, y pudo colocar en su despacho-taller un<br />
lindo Fauno, una curiosa Belona policromada, encanto de los arqueólogos, y<br />
varios fragmentos de mérito e interés.<br />
Conocida su afición, presentáronle los vendedores medallas de revelado<br />
cuño y piedras grabadas, y entre varios ejemplares que no rebasaban del<br />
límite de lo usual y corriente, la lúcida ojeada del artista malogrado<br />
descubrió un camafeo griego, que, desde luego, reconoció y diputó por<br />
pieza única tal vez en el mundo. Ni el famoso, contemporáneo de Alejandro,<br />
que representa a Psiquis y el Amor; ni la Venus marina, de Glicón; ni la<br />
celebre sardónica de la galería Farnesio, podían eclipsar a aquel sencillo<br />
camafeo, que sólo ostentaba una cabeza de mujer o, mejor dicho, de diosa.<br />
La ignorancia relativa del traficante cedió la divinidad por un precio<br />
irrisorio, atendida la importancia del camafeo, y Antón Carranza, dueño<br />
del inestimable tesoro, lo guardó con transporte en una caja de malaquita<br />
y pedrería, de donde lo sacaba mañana, tarde y noche para contemplarlo a<br />
su sabor.<br />
¡Qué sobriedad y pureza de líneas, qué misteriosa vida respiraba aquella<br />
cabeza! Cuatro rasgos; unos planos que apenas se indican; unas<br />
superpuestas capas de ágata que se matizan insensiblemente..., y una obra<br />
maestra, digna de conservar un nombre al través de los siglos; una obra<br />
que fija y encarna la idea de una beldad sublime. ¿Por qué no había<br />
acertado jamás él, Antón Carranza, a concebir nada que se asemejase a<br />
aquel camafeo prodigioso? Una obra así bastaría para hacerle feliz toda la<br />
vida, colmando su anhelo y realizando su destino...; ¡y nunca, nunca de<br />
sus dedos torpes y su estéril fantasía había de brotar algo que se
pareciese al camafeo!<br />
Su entusiasmo por la piedra adquirió carácter extraño y enfermizo. Con<br />
fijeza más propia de la perturbación mental que de la cordura, pasábase<br />
Carranza horas enteras mirando el portento y tratando de explicarse qué<br />
secreta fuerza, qué rayo luminoso llevaba en sí el desconocido que hacía<br />
tantos siglos produjo aquel milagro. Quizá ni él mismo sospechó el valor<br />
de la huella genial que imprimió en la dura ágata su diestra paciente y<br />
firme. Quizá alguna joven de Mitilene o de Samos lució en el anular o<br />
colgó a su garganta el camafeo sin conocer que poseía una riqueza ideal.<br />
Ni los que lo habían desenterrado y vendido ahora, en el siglo presente,<br />
comprendieron lo que tenían entre manos. El primer verdadero poseedor de<br />
la joya era Antón Carranza... Y en arrebato nervioso de desordenada<br />
pasión, Carranza pegaba los labios al camafeo, lo estrechaba contra su<br />
pecho, queriendo incrustarlo en él, adherirlo a su carne...<br />
Notó por fin Luisa y notaron todos los de la casa, dependientes y amigos,<br />
clientes y responsables, alarmantes síntomas en Antonio; y los que le<br />
veían de cerca se asustaron de su afición a la soledad, su hábito ya<br />
adquirido de encerrarse a deshora, su silencio en la mesa, y le tuvieron<br />
por maniático, opinando que los intereses comerciales de la sociedad<br />
peligraban en su poder. Era para Luisa doblemente triste que se hubiese<br />
anublado la razón de su esposo, ahora que, cumplidos sus más dulces<br />
deseos, se sentía encinta y soñaba en el momento inefable de estrechar a<br />
la criatura que esperaba. Consultado al médico acerca del estado de<br />
Carranza, y habiéndole observado despacio, con persistencia y disimulo, su<br />
fallo fue terrible: tratábase de un caso de monomanía tenaz, acompañada de<br />
graves desórdenes en las funciones del hígado y del corazón; y para salvar<br />
la razón y acaso la vida del enfermo era preciso encerrarle sin tardanza<br />
en una casa de salud, sujetándole a un método riguroso.<br />
No hubo más remedio que acceder, y Carranza, una mañanita, fue conducido<br />
al triste asilo, donde, separado de los que le amaban, iba a verse<br />
abandonado del mundo... Con peregrina indiferencia se dejó llevar el<br />
maniático; tenía consigo el camafeo, y nada más necesitaba para ser<br />
dichoso en la región de sus delirios. Luisa iba a verle con frecuencia,<br />
pero se interrumpieron sus visitas cuando llegó el esperado trance; el<br />
nacimiento de una niña puso su existencia en peligro, dejándola<br />
semiparalítica y sujeta a ataques dolorosos, y transcurrió largo tiempo<br />
sin que pudiese ver al pobre recluso. Decía el médico que Carranza<br />
mejoraba y pronto saldría de su encierro; pero corrían meses y años y no<br />
llegaba el momento feliz.<br />
Luisa, que amaba a su marido tiernamente, no tenía otro consuelo sino ver<br />
crecer a su hija, y envanecerse de su sorprendente hermosura. La niña, en<br />
efecto, era una perla. No se parecía a su madre ni a su padre; ni el<br />
mínimo rasgo de sus facciones recordaba a los que le habían dado el ser.<br />
Las líneas de su rostro, puras y correctísimas, desesperarían a un<br />
escultor por su incopiable elegancia y delicadeza y los rizos que se<br />
agrupaban sobre su frente y caían sobre su cuello torneado tenían una<br />
colocación graciosa y noble, como sólo la obtiene el arte.<br />
Un día, Luisa, sintiéndose algo aliviada, se metió en un coche con su<br />
hija, se apeó a la puerta del asilo. Al penetrar en la habitación que<br />
ocupaba su esposo, al mirarle, exhaló un grito de terror y pena: pálido,
demacrado, con la mirada fija, Carranza contemplaba un objeto, y de esta<br />
contemplación nada podía distraerle, era el camafeo..., y siempre el<br />
camafeo. Luisa comprendió con espanto que el enfermo no la reconocía, y<br />
herida en el alma, guiada por su instinto de madre, presentó, elevó a la<br />
niña en alto. Carranza dejó caer sobre ella una mirada indiferente... De<br />
súbito, sus ojos se animaron, brillaron, recobraron la luz de la<br />
inteligencia y del amor; sus brazos se abrieron, sus dedos soltaron el<br />
camafeo mágico y fatal; sus lágrimas brotaron, y, como el que se<br />
despierta, corrió hacia su mujer y su hija... ¡Acababa de advertir que la<br />
faz de la niña era la misma faz de la diosa grabada en la piedra dura...,<br />
y comprendía que, sin saberlo, había prestado ser y realidad, carne y<br />
hueso, a la belleza soberana!<br />
Voz de la sangre<br />
Si hubo matrimonios felices, pocos tanto como el de Sabino y Leonarda.<br />
Conformes en gustos, edad y hacienda; de alegre humor y rebosando salud,<br />
lo único que les faltaba -al decir de la gente, que anda siempre<br />
ocupadísima en perfeccionar la dicha ajena, mientras labra la desdicha<br />
propia- era un hijo. Es de advertir que los cónyuges no echaban de menos<br />
la sucesión pensando con buen juicio que, cuando Dios no se la otorgaba,<br />
Él sabría por qué. Ni una sola vez había tenido Leonarda que enjugar esas<br />
lágrimas furtivas de rabia y humillación que arrancan a las esposas<br />
ciertos reproches de los esposos.<br />
Un día alteró la tranquilidad de Leonarda y Sabino la llegada intempestiva<br />
de la única hermana de Leonarda, que vivía en ciudad distante, al cuidado<br />
de una tía ya muy anciana, señora de severos principios religiosos. Venía<br />
la joven pálida, desfigurada, llorosa y triste, y apenas descansó del<br />
viaje, se encerró con sus hermanos, y la entrevista duró una hora larga.<br />
A los tres o cuatro días salieron juntos la señorita y el matrimonio a<br />
pasar una temporada en la casa de campo de Sabino, posesión solitaria y<br />
amenísima. Nadie extrañó esta resolución porque a fines de abril la tal<br />
quinta es un oasis, y más explicable pareció todavía la excursión de<br />
recreo que en septiembre emprendieron los consortes, los cuales no<br />
regresaron de Francia y de Inglaterra hasta el año siguiente. Lo que se<br />
comentó bastante fue que al volver trajesen consigo una niña preciosa, con<br />
la cual se volvía loca Leonarda, que aseguraba haberla dado a luz en<br />
París. Como nunca faltan maliciosos, alguien encontró a la nena<br />
excesivamente desarrollada para la edad de cuatro meses que le atribuían<br />
sus padres; hubo chismes, murmuraciones, cuentas por los dedos, sonrisitas<br />
y hasta indagaciones y «tole tole» furioso. Pero corrió el tiempo,<br />
ejerciendo su oficio de aplicar el bálsamo de olvido bienhechor; la<br />
hermana de Leonarda se sepultó en un convento de Carmelitas; el retoño<br />
creció; los esposos le manifestaron cada día más amor paternal..., y las<br />
hablillas, cansadas de sí propias, se durmieron en brazos de la<br />
indiferencia.
La verdad es que cualquiera se enorgullecería de tener una hija como<br />
Aurora; este nombre pusieron Leonarda y Sabino a su vástago. Nunca se<br />
justificaron mejor las preocupaciones del vulgo respecto a las criaturas<br />
cuyo nacimiento rodean circunstancias misteriosas, dramas de amor y de<br />
honor. Una belleza singular, excesivamente delicada, tal vez; una<br />
inteligencia, una dulzura, una discreción que asombraban; suma habilidad,<br />
exquisito gusto, y sobre todo esto, que es concreto y puede expresarse con<br />
palabras, algo que no se define: el «ángel», el encanto, el don de atraer<br />
y de embelesar, de llevar consigo la animación, creando como dijo Byron de<br />
Haydea, «una atmósfera de vida»; esto poseía Aurora, y no es milagro que<br />
Sabino y Leonarda estuviesen literalmente chochitos con ella.<br />
Pagábales la criatura en la mejor moneda del mundo. Su amor filial tenía<br />
caracteres de pasión, y solía decir Aurora que no pensaba casarse nunca,<br />
no por no abandonar a sus padres -que sería imposible ni pensar en ello-,<br />
sino por no tener que repartir con nadie el ardiente cariño que les<br />
consagraba. Los que oían de tan rosada y linda boca estas paradojas e<br />
hipérboles del afecto, envidiaban a Leonarda y Sabino la hija hurtada.<br />
Habían pasado años sin que Aurora aceptase los homenajes de ningún<br />
pretendiente, cuando apareció cierta mañana en casa de Sabino un caballero<br />
que podemos calificar de gallo con espolones, pero apuesto, elegante; con<br />
trazas de adinerado, aspecto muy simpático y ese aire de dominio peculiar<br />
de los hombres que han ocupado altos puestos o conseguido grandes triunfos<br />
de amor propio, viviendo siempre lisonjeados y felices. Solicitó el<br />
caballero hablar a solas con Sabino y Leonarda; pero como hubiesen salido,<br />
rogó se le permitiese ver un instante a la señorita Aurora. La muchacha le<br />
recibió en la sala, sin turbarse, y le dio conversación un rato,<br />
ruborizándose cuando el desconocido le dirigió alabanzas en las cuales se<br />
revelaba profundo, vivo y secreto interés. La entrevista duró poco;<br />
llegaron los padres de Aurora, y con ellos se encerró el galán, cuyas<br />
primeras palabras fueron para decir, inclinándose hasta el suelo, que allí<br />
tenían un gran culpable -al seductor de su hermana y padre de Aurora-<br />
dispuesto a reparar en lo posible sus yerros y delitos, recogiendo a la<br />
niña y ofreciéndole amparo, fortuna y nombre.<br />
Sabino meditó algunos instantes antes de responder, luego cruzó con<br />
Leonarda una mirada expresiva, y volviéndose al recién llegado, pronunció<br />
serenamente:<br />
-Queremos a Aurora bastante más que si la hubiésemos engendrado, es<br />
nuestro único hechizo, la alegría de nuestra vejez, que ya se acerca; pero<br />
le aseguro a usted que la dejaremos libre. Si ella quiere, con usted se<br />
irá. Si ella no quiere, prométanos que la niña se quedará con nosotros<br />
para toda la vida y usted no pensará en reclamarla. Y para que vea usted<br />
que no influimos en su determinación escóndase detrás de ese cortinaje y<br />
oirá cómo la interrogamos y lo que responde.<br />
Accedió el caballero y se ocultó. De allí a pocos instantes entraba<br />
Aurora, y Sabino le dirigió el siguiente interrogatorio:<br />
-¿Qué te ha parecido ese señor que vino a hablarnos?<br />
-¿Digo la verdad, papá, como de costumbre? ¿La verdad enterita?<br />
-¡Ya se sabe que sí!<br />
-¡Pues me ha parecido muy bien! Me ha parecido la persona más..., más<br />
agradable... que he visto en mi vida, papá.
-¿Tanto como eso?<br />
-Sí por cierto. Me ha fascinado... ¿No me mandas que hable con franqueza?<br />
-¿Le preferirías a nosotros? Sigue siendo franca.<br />
Es distinto lo que siento por vosotros, Él me gusta... de otra manera.<br />
-¿Vivirías contenta con él?<br />
-¡Mira, papá..., puede que sí!<br />
-Piénsalo bien, niña.<br />
-No hay que pensarlo. Es un sentimiento, y lo que de veras se siente no se<br />
piensa. Nunca he sentido así. Yo también he de preguntar; qué ¿este<br />
señor..., os ha pedido mi mano?<br />
-¡Tu mano! ¡Tu mano! ¡No se trata de eso! -gritó con espanto Leonarda.<br />
-¿Pues..., entonces? No entiendo -murmuró Aurora afligida.<br />
-¡Figúrate... es una suposición..., que ese señor fuese... tu padre! ¡Tu<br />
verdadero padre!<br />
-¿Mi padre? ¡Eso sí que no puedo figurármelo! ¡Como padre, ni le he<br />
mirado..., ni podría mirarle nunca! Ya os he dicho que es distinto; ¡que a<br />
vosotros os quiero de otro modo!<br />
-Vete, hija mía -murmuró Sabino confuso y consternado, creyendo oír detrás<br />
de la cortina un gemido triste. Y así que se retiró Aurora, obediente,<br />
cabizbaja y muda, el desconocido salió, mostrando un rostro color de cera<br />
y unos ojos alocados.<br />
-No les molesto a ustedes más -murmuró en ronco acento-. Ya sé cuál es mi<br />
castigo. Procuré estudiar el modo de inspirar cierta clase de<br />
sentimientos... y los inspiro con una facilidad que ha llegado a<br />
infundirme tedio y horror. Midas todo lo convertía en oro... yo todo lo<br />
convierto en pecado. El cariño puro, el sagrado cariño de padre, veo que<br />
no lo mereceré nunca. Borren ustedes mi recuerdo de la imaginación de<br />
Aurora, ¡y que no sepa jamás mi nombre, ni lo que realmente soy para ella!<br />
-Tal vez -indicó la compasiva Leonarda- el atractivo que ejerce usted<br />
sobre esa criatura, tan indiferente con los demás, sea la voz de la<br />
sangre.<br />
-Si es voz de la sangre, es voz que maldice -respondió el tenorio<br />
saludando respetuosamente y saliendo abrumado por el dolor.<br />
«El Imparcial», 29 julio 1895.<br />
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