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El Hereje.pdf - Biblioteca Digital de Cuba

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EL HEREJE<br />

Miguel Delibes<br />

En el año 1517, Martín Lutero fija sus noventa y cinco tesis contra<br />

las indulgencias en la puerta <strong>de</strong> la iglesia <strong>de</strong> Wittenberg, un<br />

acontecimiento que provocará el cisma <strong>de</strong> la Iglesia Romana <strong>de</strong><br />

Occi<strong>de</strong>nte. Ese mismo año nace en la villa <strong>de</strong> Valladolid el hijo <strong>de</strong><br />

don Bernardo Salcedo y doña Catalina Bustamante, al que<br />

bautizarán con el nombre <strong>de</strong> Cipriano. En un momento <strong>de</strong> agitación<br />

política y religiosa, esta mera coinci<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong> fechas marcará<br />

fatalmente su <strong>de</strong>stino.<br />

Huérfano <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su nacimiento y falto <strong>de</strong>l amor <strong>de</strong>l padre, Cipriano<br />

contará, sin embargo, con el afecto <strong>de</strong> su nodriza Minervina, una<br />

relación que le será arrebatada y que perseguirá el resto <strong>de</strong> su vida.<br />

Convertido en próspero comerciante, se pondrá en contacto con las<br />

corrientes protestantes que, <strong>de</strong> manera clan<strong>de</strong>stina, empezaban a<br />

introducirse en la Península. Pero la difusión <strong>de</strong> este movimiento<br />

será cortada progresivamente por el Santo Oficio. A través <strong>de</strong> las<br />

peripecias vitales y espirituales <strong>de</strong> Cipriano Salcedo, Delibes dibuja<br />

con mano maestra un vivísimo relato <strong>de</strong>l Valladolid <strong>de</strong> la época <strong>de</strong><br />

Carlos V, <strong>de</strong> sus gentes, sus costumbres y sus paisajes. Pero “<strong>El</strong><br />

hereje” es sobre todo una indagación sobre las relaciones humanas<br />

en todos sus aspectos. Es la historia <strong>de</strong> unos hombres y mujeres <strong>de</strong><br />

carne y hueso en lucha consigo mismos y con el mundo que les ha<br />

tocado vivir.<br />

Un canto apasionado por la tolerancia y la libertad <strong>de</strong> conciencia,<br />

una novela inolvidable sobre las pasiones humanas y los resortes<br />

que las mueven.<br />

__________________________<br />

__________________________<br />

A Valladolid, mi ciudad


¿Cómo callar tantas formas <strong>de</strong> violencia perpetradas también en<br />

nombre <strong>de</strong> la fe? Guerras <strong>de</strong> religión, tribunales <strong>de</strong> la Inquisición y<br />

otras formas <strong>de</strong> violación <strong>de</strong> los <strong>de</strong>rechos <strong>de</strong> las personas... Es<br />

preciso que la Iglesia, <strong>de</strong> acuerdo con el Concilio Vaticano II, revise<br />

por propia iniciativa los aspectos oscuros <strong>de</strong> su historia,<br />

valorándolos a la luz <strong>de</strong> los principios <strong>de</strong>l Evangelio.<br />

(Juan Pablo II a los car<strong>de</strong>nales, 1994)<br />

Preludio<br />

<strong>El</strong> “Hamburg”, una galeaza a remo y vela, <strong>de</strong> tres palos, línea enjuta<br />

y setenta y cinco varas <strong>de</strong> eslora, <strong>de</strong>dicada al cabotaje, rebasó<br />

lentamente la bocana y salió a mar abierta. Amanecía. Se iniciaba el<br />

mes <strong>de</strong> octubre <strong>de</strong> 1557 y la calima sobre la superficie <strong>de</strong>l mar y la<br />

estabilidad <strong>de</strong> la nave presagiaban bonanza, una jornada calma, tal<br />

vez calurosa, <strong>de</strong> sol vivo y suave viento <strong>de</strong>l norte. Era el “Hamburg”<br />

un pequeño barco <strong>de</strong> carga, dotado con cincuenta y dos marineros,<br />

al que su capitán, Heinrich Berger, con un agudo sentido <strong>de</strong> la<br />

economía personal, superponía en el buen tiempo dos pequeñas<br />

tiendas <strong>de</strong> campaña sobre las cua<strong>de</strong>rnas <strong>de</strong> toldilla para alojar a<br />

cuatro posibles pasajeros <strong>de</strong> confianza, mediante un módico<br />

estipendio.<br />

En la primera <strong>de</strong> estas tiendas, viniendo <strong>de</strong> proa, viajaba ahora un<br />

hombre menudo, aseado, <strong>de</strong> barba corta, al uso <strong>de</strong> Valladolid, <strong>de</strong><br />

don<strong>de</strong> procedía, tocado <strong>de</strong> sombrero, con calzas, jubón y ropilla <strong>de</strong><br />

Segovia, que, acodado en el pasamanos <strong>de</strong> babor, oteaba con un<br />

anteojo el puerto que acababan <strong>de</strong> abandonar.<br />

Una bandada <strong>de</strong> gaviotas que sobrevolaba la estela <strong>de</strong>l “Hamburg”<br />

se reunía, graznando <strong>de</strong>stempladamente, preparando el regreso a<br />

puerto.<br />

Por la amura, sobre la silueta <strong>de</strong> tierra, la bruma comenzaba a<br />

rasgarse y permitía divisar, entre los flecos, fragmentos <strong>de</strong>l cielo<br />

azul que la calma chicha <strong>de</strong> la madrugada auguraba. <strong>El</strong> hombre<br />

menudo y aseado hurgó con su mano pequeña y nerviosa en el bolso<br />

<strong>de</strong> la ropilla, extrajo el papel plegado que le había entregado un<br />

marinero al embarcar y leyó <strong>de</strong> nuevo el breve mensaje que contenía:<br />

|Bienvenido a bordo. Le espero a almorzar en mi camareta a la una<br />

<strong>de</strong>l mediodía.<br />

<strong>El</strong> capitán Berger|.


<strong>El</strong> Doctor le había hablado con afecto <strong>de</strong>l capitán en Valladolid.<br />

Aunque hacía mucho tiempo que no se veían, entre el Doctor y<br />

Heinrich Berger se anudaba una vieja amistad <strong>de</strong> lustros. <strong>El</strong> Doctor<br />

confiaba <strong>de</strong> tal modo en el capitán que hasta que no supo su<br />

propósito <strong>de</strong> regresar a España en el otoño no se <strong>de</strong>terminó a<br />

autorizar el viaje a Alemania <strong>de</strong> su correligionario Cipriano Salcedo.<br />

<strong>El</strong> hombre menudo contemplaba la mar mientras reconstruía<br />

mentalmente la imagen <strong>de</strong>l Doctor, tan taciturno y medroso en los<br />

últimos tiempos, advirtiéndole <strong>de</strong> los riesgos <strong>de</strong> su estancia en<br />

Europa. La reciente prohibición <strong>de</strong> salvar las fronteras concernía, es<br />

cierto, a clérigos y estudiantes, pero era sabido que cualquier viajero<br />

que <strong>de</strong>cidiera moverse por Alemania en estos días sería sometido a<br />

una “discreta vigilancia”. <strong>El</strong> Doctor había dicho “discreta vigilancia,<br />

pero <strong>de</strong> su tono <strong>de</strong> voz <strong>de</strong>dujo Cipriano Salcedo que la vigilancia<br />

sería estrecha y conminatoria. De ahí sus precauciones a lo largo<br />

<strong>de</strong>l viaje: sus repentinos cambios <strong>de</strong> medio <strong>de</strong> transporte, el<br />

miramiento en la elección <strong>de</strong> posada o <strong>de</strong> lugares <strong>de</strong> encuentro para<br />

sus citas, y aun en sus simples visitas a los libreros.<br />

Cipriano Salcedo se sentía orgulloso <strong>de</strong> que el Doctor le hubiera<br />

elegido a él para tan <strong>de</strong>licada misión. Su <strong>de</strong>cisión le liberó <strong>de</strong> viejos<br />

complejos, le permitió pensar que todavía podía ser útil a alguien,<br />

que todavía existía un ser en el mundo capaz <strong>de</strong> confiar en él y<br />

ponerse en sus manos. Y el hecho <strong>de</strong> que este ser fuera un hombre<br />

sabio, inteligente y pru<strong>de</strong>nte como el Doctor satisfizo su incipiente<br />

vanidad. Ahora Salcedo, en la cubierta, pensaba que estaba a punto<br />

<strong>de</strong> rendir viaje; que durante la penúltima etapa, en el “Hamburg”,<br />

patroneado por el capitán Berger, podía dormir tranquilo, y que los<br />

encargos <strong>de</strong>l Doctor Cazalla habían sido cumplidos.<br />

Oyó voces en cubierta y se volvió con el anteojo en su mano pequeña<br />

y velluda. Media docena <strong>de</strong> marineros <strong>de</strong>scalzos transportaban<br />

hacia popa unos ma<strong>de</strong>ros y las correspondientes estachas para<br />

unirlos. Detrás <strong>de</strong> ellos, otros tres cargaban con una estructura <strong>de</strong><br />

ma<strong>de</strong>ra, adaptable a la popa <strong>de</strong> la nave, en la que podía leerse, en<br />

letras gran<strong>de</strong>s y doradas: “Dante Alighieri”.<br />

En pocos minutos, con una eficacia que revelaba una práctica<br />

habitual, el equipo <strong>de</strong>scolgó los tablones por la popa y afianzó los<br />

cabos que los sujetaban a la mesana. Dos marineros saltaron a la<br />

guindola, mientras el resto <strong>de</strong>jaba resbalar con cuerdas el gran<br />

cartel que los <strong>de</strong> abajo superpusieron al nombre <strong>de</strong> “Hamburg”.<br />

Des<strong>de</strong> el andamio colgante, ajustaron con puntas y pasadores la<br />

estructura con el nuevo nombre y <strong>de</strong> esta manera, en apenas media<br />

hora, la galeaza quedó discretamente rebautizada.


Dos horas más tar<strong>de</strong>, en la camareta <strong>de</strong>l capitán, don<strong>de</strong> un<br />

marmitón les servía el almuerzo, aquél precisó que el cambio <strong>de</strong><br />

nombre era una elemental medida <strong>de</strong> precaución que se adoptaba<br />

cada vez que la nave frecuentaba países enemigos <strong>de</strong> la Reforma <strong>de</strong><br />

Lutero. Pero como el hombre menudo y aseado se mostrase<br />

dubitativo, el capitán Berger, que hablaba siempre con los ojos<br />

entrecerrados como si permanentemente escudriñase el horizonte,<br />

agregó, con la voz apolillada y bronca frecuente en los hombres que<br />

han vivido en el mar:<br />

—<strong>El</strong> riesgo se evita fácilmente. <strong>El</strong> “Hamburg” tiene doble matrícula,<br />

en Hamburgo y en Venecia. Ambos nombres son, pues, legítimos. Usar<br />

uno u otro <strong>de</strong>pen<strong>de</strong> <strong>de</strong> nuestra conveniencia.<br />

Acababan <strong>de</strong> tomar asiento alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> la mesa y Cipriano Salcedo<br />

reparó por vez primera en el tercer comensal, su vecino en la otra<br />

tienda <strong>de</strong> toldilla, a quien el capitán Berger había presentado como<br />

don Isidoro Tellería, sevillano, un hombre alto y flaco, rasurado,<br />

vestido totalmente <strong>de</strong> negro, que reconoció haber pasado en Ginebra<br />

el último medio año.<br />

Cuando el capitán inició la conversación, él guardó silencio y tan<br />

sólo levantó la vista <strong>de</strong>l plato cuando aquél preguntó a Salcedo por<br />

el “Doktor”.<br />

Cipriano Salcedo carraspeó.<br />

Vaciló al empezar a hablar. Era la reliquia que le había <strong>de</strong>jado el<br />

miedo al padre, a su mirada helada, a sus reproches, a sus toses<br />

espasmódicas en las mañanas <strong>de</strong> invierno.<br />

No era tartamu<strong>de</strong>z sino un leve tropiezo en la sílaba inicial, como un<br />

titubeo intrascen<strong>de</strong>nte:<br />

—E... el Doctor está bien <strong>de</strong> salud, capitán. Si es caso un poco más<br />

magro y <strong>de</strong>sencantado, las cosas distan <strong>de</strong> ir bien allí. Teme que<br />

Trento <strong>de</strong>vuelva el problema a su origen, que no consigamos nada.<br />

Éste ha sido el motivo <strong>de</strong> mi viaje: informarme. Conocer <strong>de</strong> cerca la<br />

realidad alemana, entrevistarme con Felipe Melanchton y adquirir<br />

libros...<br />

—¿Qué clase <strong>de</strong> libros?<br />

—De todo tipo, especialmente los últimos editados. Hace tiempo que<br />

no entran libros en España.


<strong>El</strong> Santo Oficio acentúa su vigilancia. En este momento está<br />

revisando el Índice <strong>de</strong> libros prohibidos. Leer esos libros, ven<strong>de</strong>rlos o<br />

difundirlos constituyen <strong>de</strong> por sí graves <strong>de</strong>litos.<br />

Hizo un alto Salcedo pensando que el capitán no se conformaría con<br />

su vaga respuesta y, en vista <strong>de</strong> su silencio, añadió:<br />

—La que murió fue la madre <strong>de</strong>l Doctor. La enterramos en el<br />

Convento <strong>de</strong> San Benito con cierta pompa, guardando <strong>de</strong>bidamente<br />

las formas. Así y todo hubo murmullos y protestas en el funeral.<br />

—¿Doña Leonor <strong>de</strong> Vivero? —inquirió el capitán.<br />

—Doña Leonor <strong>de</strong> Vivero, exactamente. En cierto modo ella fue en<br />

tiempos el alma <strong>de</strong>l negocio en Valladolid.<br />

<strong>El</strong> capitán Berger <strong>de</strong>negó con la cabeza, sonriendo. Tendría doce o<br />

quince años más que su interlocutor, una roja perilla y un pelo muy<br />

rubio, casi albino, más propio <strong>de</strong> un escandinavo que <strong>de</strong> un alemán.<br />

Seguía observando las pequeñas manos <strong>de</strong> Salcedo con viva<br />

curiosidad, los ojos entrecerrados, y, paulatinamente, elevó la<br />

mirada hasta su rostro, reducido también, como reducidas y<br />

correctas eran sus facciones, dominadas por unos ojos sombríos y<br />

profundos. Para escapar <strong>de</strong> la sugestión <strong>de</strong>l personaje, bebió medio<br />

vaso <strong>de</strong> vino <strong>de</strong> Bur<strong>de</strong>os, <strong>de</strong> una jarra colocada en el centro <strong>de</strong> la<br />

mesa, levantó los ojos y precisó:<br />

—Creo que el alma <strong>de</strong>l negocio en Valladolid fue siempre el “Doktor”.<br />

La madre fue uno <strong>de</strong> sus apoyos. Tal vez la que acogió la doctrina <strong>de</strong><br />

la justificación con mayor entusiasmo. Al “Doktor” le conocí en<br />

Alemania, en Erfurt, cuando aún era un exasperado erasmista.<br />

Luego, al regresar a Valladolid, llevaba ya “la lepra” consigo.<br />

Salcedo se revolvió inquieto.<br />

Le ocurría siempre que creía haber dicho algo improce<strong>de</strong>nte, tal vez<br />

otra reminiscencia <strong>de</strong> su temor filial:<br />

—En realidad, lo que quería <strong>de</strong>cir —aclaró— es que doña Leonor era<br />

la mujer fuerte, la que sostenía al Doctor en sus horas bajas y daba<br />

vida y sentido a los conventículos.<br />

<strong>El</strong> capitán Berger prosiguió como si no le hubiera oído:


—No le <strong>de</strong>volví la visita al “Doktor” hasta ocho años más tar<strong>de</strong>. Fue<br />

aquél un viaje inolvidable a Valladolid. Tuve el honor <strong>de</strong> asistir a un<br />

conventículo presidido por el “Doktor” junto a su madre, doña<br />

Leonor <strong>de</strong> Vivero. Sin duda, esta mujer tenía una visión clara <strong>de</strong> las<br />

cosas, una i<strong>de</strong>a inequívoca <strong>de</strong> lo esencial, aunque en sus modales<br />

mostrase un cierto autoritarismo.<br />

La línea azul <strong>de</strong>l mar subía y bajaba en la portilla, acor<strong>de</strong> con el<br />

leve balanceo <strong>de</strong>l navío. También acompañaba a los comensales un<br />

reiterado crujido <strong>de</strong>l mamparo <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra que separaba el pequeño<br />

refectorio <strong>de</strong> la camareta <strong>de</strong>l capitán. Dijo Cipriano Salcedo<br />

asintiendo:<br />

—Todos sus hijos la veneraban.<br />

Les confortaba su fe. Uno <strong>de</strong> ellos, Pedro, párroco <strong>de</strong> Pedrosa,<br />

compartía con ella la afición <strong>de</strong> Lutero por la música porque<br />

entendía que la verdad y la cultura, para ser tales, <strong>de</strong>ben marchar<br />

unidas.<br />

<strong>El</strong> joven marmitón les servía ahora un plato <strong>de</strong> carne y, al concluir,<br />

colocó sobre la mesa otra jarra <strong>de</strong> tinto <strong>de</strong> Bur<strong>de</strong>os antes <strong>de</strong><br />

ausentarse. <strong>El</strong> capitán vertió vino en el vaso <strong>de</strong> Salcedo. Tellería aún<br />

no lo había probado y seguía observando a Berger con una<br />

curiosidad <strong>de</strong> entomólogo, mientras cargaba <strong>de</strong> tabaco la cazoleta<br />

<strong>de</strong> su pipa, una pipa india, <strong>de</strong> barro, que los matuteros <strong>de</strong> los<br />

galeones introducían en Sevilla, junto con el tabaco, cuyo consumo<br />

empezaba a difundirse entre el pueblo pese a la enemiga <strong>de</strong> la<br />

Inquisición. <strong>El</strong> capitán aguardó a que el pinche cerrara la puerta<br />

corre<strong>de</strong>ra para <strong>de</strong>cir:<br />

—Al referirnos a Valladolid no <strong>de</strong>bemos olvidar a un hombre clave,<br />

don Carlos <strong>de</strong> Seso, encarnación perfecta <strong>de</strong>l macho veronés:<br />

apuesto, fuerte, inteligente y presumido. A mi enten<strong>de</strong>r, don Carlos<br />

<strong>de</strong> Seso es una figura imprescindible en el <strong>de</strong>spertar <strong>de</strong>l luteranismo<br />

castellano.<br />

Cipriano Salcedo acariciaba a contrapelo su corta barba. Asentía <strong>de</strong><br />

una manera mecánica, un poco forzada:<br />

—Don Carlos <strong>de</strong> Seso es un hombre interesante, muy leído, pero hay<br />

algo oscuro en torno a su persona: ¿por qué marchó <strong>de</strong> Verona?<br />

¿Por qué recaló en España? ¿Huía tal vez <strong>de</strong> algo o por simple<br />

espíritu <strong>de</strong> misión?


<strong>El</strong> capitán Berger no ocultaba ningún <strong>de</strong>talle que pudiera<br />

interpretarse como <strong>de</strong>sconocimiento <strong>de</strong> la realidad luterana:<br />

—Los papistas, en principio, aceptan a Seso, cuentan con él.<br />

Incluso lo enviaron a Trento, al Concilio, acompañando al obispo <strong>de</strong><br />

Calahorra. Algún malintencionado llegó a <strong>de</strong>cir que iba <strong>de</strong> intérprete<br />

simplemente, pero esto no es cierto. <strong>El</strong> propio obispo le dijo a<br />

Carranza, cuando preparaba el viaje <strong>de</strong> regreso a España, que con<br />

don Carlos <strong>de</strong> Seso iba en buena compañía, que era un caballero<br />

afable e ilustrado y que se hablaba <strong>de</strong> él con satisfacción y sin<br />

ningún escándalo en todos los círculos intelectuales. Por medio<br />

estuvo su famosa entrevista con el gran teólogo Carranza en<br />

Valladolid, pero nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que ocurrió<br />

allí.<br />

La galeaza empezó a cabecear ligeramente y Tellería, que acababa<br />

<strong>de</strong> dar una profunda fumada a su pipa, miró hacia el ojo <strong>de</strong> buey<br />

sorprendido, como si estuviera jugando a las cartas y hubiera<br />

advertido <strong>de</strong> pronto que le estaban haciendo trampas. Por su parte,<br />

Cipriano observaba con una viva <strong>de</strong>sconfianza al sevillano, aquel<br />

hombre hierático y enlutado que fumaba su pipa sin inmiscuirse en<br />

la conversación. Pero la abierta actitud <strong>de</strong>l capitán Berger hacia él,<br />

el irónico <strong>de</strong>sdén con que le miraba, disipaba <strong>de</strong> antemano todo<br />

recelo.<br />

Sus ojos grises, tan conscientes y responsables, parecían <strong>de</strong>cirle:<br />

Hable sin temor, amigo Salcedo.<br />

Nuestro invitado, don Isidoro Tellería, tiene más motivos que<br />

nosotros para callar. No obstante, el capitán miró a Tellería antes<br />

<strong>de</strong> aclarar lacónicamente:<br />

—Hemos entrado en el Canal.<br />

Retiró la jarra vacía y la sustituyó por otra. Isidoro Tellería, que<br />

seguía sin probar el vino, observaba a sus contertulios con una<br />

mezcla <strong>de</strong> estupor y escepticismo. Por contra, el capitán Berger<br />

ganaba en locuacidad a cada vaso que bebía:<br />

—Me interesa el viaje <strong>de</strong> vuesa merced —dijo a Salcedo—. Comprar<br />

libros, buscar apoyos, visitar a Melanchton, dice que eran sus<br />

objetivos. ¿Ha podido usted cumplirlos? ¿Cómo ha viajado por el<br />

país?


¿Qué ciuda<strong>de</strong>s ha visitado?<br />

Salcedo asentía a las palabras <strong>de</strong> Berger:<br />

—<strong>El</strong> 13 <strong>de</strong> abril salí <strong>de</strong> Valladolid —respondió—. Salvo la cada día<br />

más problemática conexión con Sevilla, llevábamos meses aislados.<br />

Después <strong>de</strong> largas charlas, el Doctor reconoció que necesitábamos<br />

información <strong>de</strong> primera mano.<br />

Le interesaba mucho el pensamiento <strong>de</strong> Melanchton una vez muerto<br />

Lutero. No sabía exactamente <strong>de</strong> qué pie cojeaba.<br />

—Y ¿cómo se las arregló vuesa merced?<br />

—Era <strong>de</strong>licado —admitió Salcedo, que aún consi<strong>de</strong>raba a Tellería<br />

con suspicacia—. <strong>El</strong> Santo Oficio acababa <strong>de</strong> prohibir las salidas <strong>de</strong><br />

España a clérigos e intelectuales.<br />

Viajé, pues, a caballo hasta Pamplona y un experto me ayudó a<br />

pasar el Pirineo. Después combiné todos los medios <strong>de</strong> transporte<br />

imaginables: calchona, barco, a pie, a caballo. Era aconsejable no<br />

seguir una línea recta y cambiar a menudo <strong>de</strong> alojamiento y medio<br />

<strong>de</strong> locomoción. Así recorrí el sur <strong>de</strong> Francia: Bur<strong>de</strong>os, Toulouse<br />

hasta Lausana. Francia tiene buenos caminos a pesar <strong>de</strong> la<br />

<strong>de</strong>nsidad <strong>de</strong> tráfico.<br />

<strong>El</strong> capitán se mostraba impaciente:<br />

—Y ¿en Alemania?<br />

—Continué con mis precauciones. Decían que había espías por todas<br />

partes y me <strong>de</strong>jaba ver lo menos posible. Tomaba contactos en las<br />

ciuda<strong>de</strong>s importantes. Visité Hamburgo , Erfurt, Eisleben y<br />

Wittenberg, el meollo luterano, con escapadas frecuentes al entorno<br />

rural. Pero fue en Wittenberg don<strong>de</strong> compré los libros y pu<strong>de</strong>, al fin,<br />

entrevistarme con Felipe Melanchton.<br />

Los ojos amusgados <strong>de</strong>l capitán Berger animaban a Salcedo en su<br />

relato, le estimulaban. Prosiguió:<br />

—Wittenberg me sorprendió por su actividad editorial. Había<br />

imprentas y librerías por todas partes. Recorriendo la ciudad<br />

entendí aquello <strong>de</strong> que |Lutero era hijo <strong>de</strong> la imprenta|, porque, bien<br />

mirado, su fuerza estaba en ella. Era el primer hereje que disponía<br />

<strong>de</strong> un medio <strong>de</strong> comunicación tan eficaz, tan po<strong>de</strong>roso, tan rápido.<br />

Por otra parte advertí que la mayoría <strong>de</strong> los tipógrafos eran


secuaces suyos, y, como seguidores fieles, se mostraban diligentes en<br />

aquellos trabajos que interesaban al reformador y, por contra, se<br />

<strong>de</strong>moraban y llenaban <strong>de</strong> erratas aquellos otros que venían <strong>de</strong> sus<br />

adversarios. Fue allí, en Wittenberg, don<strong>de</strong> pu<strong>de</strong> hojear “Pasional”,<br />

ese libelo antipapista, lleno <strong>de</strong> textos torpes e ilustraciones groseras<br />

en las que conciben la figura <strong>de</strong>l Papa como un asno <strong>de</strong>fecado por el<br />

diablo.<br />

Isidoro Tellería terminaba <strong>de</strong> fumar su pipa y sacudía la cazoleta <strong>de</strong><br />

barro en un plato, cuando el capitán Berger atajó a Salcedo:<br />

—Esos papeluchos no son la Reforma. No <strong>de</strong>be juzgar la Reforma por<br />

ellos. En toda revolución hay excesos. Es inevitable.<br />

En la crítica revolucionaria nunca hay matices.<br />

Se le había calentado la boca y Salcedo hablaba y hablaba sin la<br />

menor vacilación, <strong>de</strong>sapasionadamente, como si juzgase algo ajeno a<br />

sus i<strong>de</strong>as, completamente obvio:<br />

—No son la Reforma, capitán, pero operan contra ella. Ante estas<br />

cosas, el visitante extranjero en Alemania tiene la impresión <strong>de</strong> que<br />

Lutero fue <strong>de</strong>masiado lejos.<br />

Con razón consi<strong>de</strong>raba la imprenta invento divino, pero sospecho<br />

que no hubiera aprobado el mal uso que una vez muerto se está<br />

haciendo <strong>de</strong> ella, siquiera sus primeros libros “Cautividad <strong>de</strong><br />

Babilonia” y “<strong>El</strong> Papado fundado por el <strong>de</strong>monio” tampoco fueran<br />

cuentos <strong>de</strong> hadas.<br />

—Pero piense en su “Biblia”, no olvi<strong>de</strong> lo fundamental.<br />

—Lo sé, capitán. La “Biblia” alemana, un monumento ¿no? Según<br />

algunos intelectuales españoles este libro justifica por sí solo la<br />

célebre frase <strong>de</strong> que |Dios ha hablado en alemán|, tan bello es, tan<br />

eufónico. Lutero y su “Biblia” universalizan el idioma alemán<br />

sacralizado. Es evi<strong>de</strong>nte.<br />

Se acentuaba el balanceo <strong>de</strong>l “Hamburg” y don Isidoro Tellería se<br />

sujetaba la cabeza entre las manos como con temor <strong>de</strong> que se le<br />

<strong>de</strong>spegara <strong>de</strong> los hombros en uno <strong>de</strong> aquellos vaivenes. <strong>El</strong> marmitón,<br />

que había retirado los platos, recogía ahora las migas <strong>de</strong> la mesa en<br />

una ban<strong>de</strong>ja y, al concluir, sirvió unas copas <strong>de</strong> aguardiente. <strong>El</strong><br />

capitán Berger contempló compasivamente a Isidoro Tellería y<br />

aguardó a que el pinche saliera y cerrara la puerta corre<strong>de</strong>ra para<br />

añadir:


—Es significativo que Lutero utilizara la música y la imprenta.<br />

Esto dice más a su favor que sus explosiones montaraces; al menos<br />

es más convincente. Y cuando dice:<br />

|No quiero retractarme <strong>de</strong> nada porque no es honrado actuar contra<br />

la propia conciencia| está hablando <strong>de</strong> sus tesis, no <strong>de</strong> sus<br />

escarnios y agravios.<br />

La mirada fija, escrutadora, <strong>de</strong>l capitán Berger <strong>de</strong>sconcertaba a<br />

Salcedo. Le recordaba la mirada helada <strong>de</strong> su padre ante don Álvaro<br />

Cabeza <strong>de</strong> Vaca cuando éste le <strong>de</strong>lataba: |Está ausente; no logro<br />

concentrarlo, señor Salcedo|.<br />

—Pero —advirtió rascándose la barba— en “la Cautividad <strong>de</strong><br />

Babilonia” Lutero afirma que los sacramentos instituidos por<br />

Nuestro Señor son sólo dos: bautismo y comunión. Probablemente no<br />

es más que eso lo que se proponía <strong>de</strong>cir pero aprovecha la ocasión<br />

para soltar la lengua, zaherir e insultar.<br />

Algo semejante suce<strong>de</strong> con “<strong>El</strong> Papado <strong>de</strong> Roma”.<br />

<strong>El</strong> capitán alzó la mano <strong>de</strong>recha:<br />

—Por favor, permítame una palabra. Las burlas <strong>de</strong> los papistas<br />

contra esos libros y contra el matrimonio <strong>de</strong> Lutero con una monja<br />

son aún más <strong>de</strong>spiadadas que las <strong>de</strong> Lutero contra ellos.<br />

Era un duelo verbal que Salcedo proseguía para son<strong>de</strong>ar al capitán,<br />

para ver hasta dón<strong>de</strong> le <strong>de</strong>jaba llegar, para poner a prueba la<br />

ductilidad luterana. No le respondió porque notaba que algo le<br />

quedaba aún por <strong>de</strong>sembuchar. Le miró fijamente a la punta <strong>de</strong> la<br />

nariz que era, según <strong>de</strong>cía el padre Arnaldo en los Expósitos, lo que<br />

había que hacer con el <strong>de</strong>salmado para hacerle vomitar todo lo que<br />

ocultaba. <strong>El</strong> capitán Berger dijo:<br />

—Insisto en que lo justo es poner en el otro platillo la sensibilidad<br />

<strong>de</strong>l reformador, su amor a las bellas artes, el hecho <strong>de</strong> que utilizara<br />

la música en la liturgia.<br />

Concretamente el himno “Un castillo inexpugnable es nuestro Dios”<br />

tuvo más resonancia en Centroeuropa que el “Te<strong>de</strong>um”.


La voz <strong>de</strong>l capitán Berger cobraba trémolos emotivos como los <strong>de</strong> los<br />

nuevos predicadores. Se acaloraba. Deliberadamente Salcedo<br />

suavizó el tono:<br />

—Lutero <strong>de</strong>be respon<strong>de</strong>r <strong>de</strong> todo, también <strong>de</strong> los luteranos, <strong>de</strong> sus<br />

ultrajes. Yo he aceptado la doctrina <strong>de</strong> la justificación por la fe,<br />

capitán, como todo el grupo <strong>de</strong> Valladolid, porque creo que la fe es lo<br />

esencial y que el sacrificio <strong>de</strong> Cristo tiene mayor valor para<br />

redimirme que mis buenas obras por <strong>de</strong>sprendidas que sean.<br />

Como un perro <strong>de</strong> caza siguiendo un rastro, Cipriano Salcedo no<br />

alzaba la nariz <strong>de</strong>l suelo. Un rastro partía <strong>de</strong> otro y Salcedo hallaba<br />

un raro placer en levantar la pieza antes <strong>de</strong> tomar el nuevo. Todas<br />

sus <strong>de</strong>nuncias respondían sin duda a un mismo origen pero él<br />

gozaba parcelándolas, atribuyéndolas motivaciones distintas,<br />

sacando al capitán <strong>de</strong>l habitual proceso mental seguido en sus<br />

normales discusiones:<br />

—Otra cosa, capitán; la furia <strong>de</strong> los campesinos <strong>de</strong> Turingia.<br />

Veinte años <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> los |profetas <strong>de</strong> Zwickau|, todavía aletea<br />

allí la violencia. <strong>El</strong> cambio religioso no lo entien<strong>de</strong>n sin un cambio<br />

social. <strong>El</strong> mal ejemplo vino <strong>de</strong> los príncipes al adueñarse <strong>de</strong> los<br />

bienes <strong>de</strong>l clero. Para los campesinos un cambio religioso sin dinero<br />

carece <strong>de</strong> interés.<br />

<strong>El</strong> capitán Berger <strong>de</strong>jó el vaso sobre la mesa:<br />

—La religión tiene inevitablemente un aspecto social —dijo midiendo<br />

las palabras, como queriendo poner las cosas en su sitio—: |Los<br />

profetas <strong>de</strong> Zwickau| eran los reformadores <strong>de</strong> la Reforma. Rompían<br />

imágenes sagradas y anhelaban dinero por encima <strong>de</strong> todo. Eran<br />

humanos. Aspiraban a que la religión los redimiera; luchaban por<br />

una religión práctica. Por esa razón provocaron la guerra. Franz von<br />

Siecbingen, con todo su prestigio, se puso al frente <strong>de</strong> ellos, pero<br />

Lutero pudo más, los <strong>de</strong>rrotó. Y no porque le parecieran mezquinas<br />

sus aspiraciones, sino porque no era bueno el camino escogido para<br />

alcanzarlas.<br />

—Tampoco yo apruebo ese camino.<br />

—Todo es humano y comprensible. Los campesinos, los menestrales,<br />

los mineros no contaban con gran<strong>de</strong>s cabezas, tan sólo disponían <strong>de</strong><br />

cuatro i<strong>de</strong>as elementales pero bastaban para enar<strong>de</strong>cerles. Así se<br />

extendieron por Alsacia. Ante todo el Derecho Divino, se <strong>de</strong>cían. Pero<br />

ese Derecho <strong>de</strong>bería prevalecer sobre la servidumbre, el privilegio <strong>de</strong>


la caza, o el <strong>de</strong>recho <strong>de</strong> pernada... en suma, sobre todos los abusos<br />

señoriales. Y, al propio tiempo, aspiraban a elegir sus párrocos, a<br />

modificar el diezmo que les exigía su Iglesia y a vivir una vida<br />

evangélica. Para ellos, todo era religión.<br />

Cipriano Salcedo no pensaba lo contrario pero hallaba cierto placer<br />

en <strong>de</strong>sbaratar los planteamientos <strong>de</strong> su interlocutor:<br />

—Hasta aquí, así fue. Más tar<strong>de</strong> pudo más la política.<br />

—¿Se refiere vuesa merced a la pretensión <strong>de</strong> crear un Parlamento<br />

<strong>de</strong> campesinos? ¿Le parece excesiva esa aspiración <strong>de</strong> los<br />

<strong>de</strong>sheredados?<br />

¿No la consi<strong>de</strong>ra cristiana? Thomas Müntzer, creyéndose un<br />

iluminado, <strong>de</strong>cidió formar una teocracia, pero fue aniquilado en<br />

Frankenhausen. Más <strong>de</strong> cien mil muertos, una matanza. Y todavía<br />

hay quien afirma que Lutero firmó panfletos |contra las hordas<br />

ladronas y asesinas <strong>de</strong> los campesinos|, pero no se ha <strong>de</strong>mostrado<br />

que así fuera.<br />

Lutero <strong>de</strong>testaba la algarada pero amaba la justicia.<br />

—Pero lo <strong>de</strong> los anabaptistas fue algo parecido.<br />

—Lo que hizo impopulares a los anabaptistas fue el hecho <strong>de</strong><br />

retrasar el bautismo <strong>de</strong> los niños. A la gente le asustaba la amenaza<br />

<strong>de</strong>l limbo. Por lo <strong>de</strong>más fue un grupo i<strong>de</strong>alista que enarboló el<br />

anarquismo como ban<strong>de</strong>ra; Hubmaier lo llevó a Turingia. Pero<br />

a<strong>de</strong>más <strong>de</strong> la anulación <strong>de</strong>l Estado, pretendían suprimir la Iglesia,<br />

la jerarquía, los sacramentos y la propiedad privada. Todo un<br />

programa revolucionario. Tenga usted en cuenta que Hutter, por<br />

hacer esto mismo, fue quemado en Austria en esos años.<br />

A la postre el pueblo mismo acabó levantándose y católicos y<br />

protestantes unidos los <strong>de</strong>rrotaron en Münster. Después <strong>de</strong> tanta<br />

sangre ¿cómo le pue<strong>de</strong> extrañar a usted que aún haya huellas <strong>de</strong><br />

violencia en Turingia?<br />

La voz apolillada <strong>de</strong> Berger se enar<strong>de</strong>cía. |Hay veces en que parece<br />

un canónigo magistral|, le había dicho bromeando el Doctor en una<br />

<strong>de</strong> las conversaciones anteriores a su viaje. |Hombre bueno,<br />

fundamentalmente bueno, e instruido|, añadía inmediatamente ante<br />

el temor <strong>de</strong> estar atribuyendo a su amigo una imagen que no le<br />

correspondía.


Salcedo advertía que el capitán conocía al <strong>de</strong>dillo la reciente<br />

historia alemana, los pros y los contras <strong>de</strong> la revolución <strong>de</strong> Lutero y<br />

que, probablemente, le consi<strong>de</strong>raba a él un pobre intruso, un párvulo<br />

ayuno <strong>de</strong> toda formación. La nave continuaba moviéndose,<br />

cabeceaba, a ratos insistentemente, y don Isidoro Tellería,<br />

imperturbable, llenaba <strong>de</strong> nuevo la cazoleta <strong>de</strong> la pipa. Cipriano<br />

Salcedo hizo una pausa, miró a los ojos claros <strong>de</strong> Berger y prosiguió:<br />

—Estas cosas y otras <strong>de</strong>l mismo tenor avivaron mi <strong>de</strong>seo <strong>de</strong> conocer<br />

a Melanchton. Lutero y él no siempre habían marchado <strong>de</strong> acuerdo<br />

pero los partidarios <strong>de</strong> uno y otro le reconocen ahora como la cabeza<br />

<strong>de</strong>l protestantismo. Al fin conseguí ser recibido en Wittenberg.<br />

Se mostró afable y comprensivo conmigo. Me habló <strong>de</strong> Lutero con<br />

exaltada <strong>de</strong>voción, con afecto filial. Habló <strong>de</strong>l Lutero reformador y<br />

<strong>de</strong>l Lutero exclaustrado, fiel esposo y padre amantísimo. Se interesó<br />

por los grupos luteranos españoles y me transmitió un saludo para<br />

ellos. Luego se sometió sumisamente a mi interrogatorio, un largo<br />

interrogatorio que arrancó <strong>de</strong> la Guerra <strong>de</strong> las hogueras en 1521, y<br />

terminó con la <strong>de</strong>rrota <strong>de</strong>l Emperador en Innsbruck y la división <strong>de</strong><br />

Europa en dos bandos: católicos y protestantes.<br />

—Y ¿no le habló a vuesa merced <strong>de</strong> su actuación personal?<br />

—Naturalmente. Melanchton reconoció que él mismo alentó a los<br />

estudiantes <strong>de</strong> Wittenberg a quemar la bula papal y aludió luego a<br />

sus posteriores diferencias con Lutero en las dietas <strong>de</strong> Worms y <strong>de</strong><br />

Spira que, en el fondo, no sirvieron más que para acrecentar la<br />

tensión entre ambos bandos. Melanchton se mostró en aquellos<br />

momentos humanista y conciliador, pero Lutero <strong>de</strong>saprobó su<br />

postura. Según me dijo expresamente, con un punto <strong>de</strong> añoranza,<br />

Roma y la Reforma estuvieron a punto <strong>de</strong> enten<strong>de</strong>rse incluso en<br />

aspectos muy <strong>de</strong>licados como el <strong>de</strong>l matrimonio <strong>de</strong> los clérigos y la<br />

comunión en las dos especies, pero ni Lutero ni los príncipes<br />

aceptaron tales propuestas.<br />

—Y ¿<strong>de</strong> su papel <strong>de</strong> sistematizador?<br />

—Me habló <strong>de</strong> ello también.<br />

Mencionó a Lutero, a la necesidad <strong>de</strong> crear unos códigos <strong>de</strong> fe y <strong>de</strong><br />

conducta. Lutero mismo, con una clara visión <strong>de</strong>l problema, redactó<br />

dos catecismos, uno para predicadores, muy elevado, y otro para el<br />

pueblo, más simple; ambos resultaron sumamente eficaces. También<br />

creó una bendición bautismal y otra nupcial para sustituir a los<br />

sacramentos <strong>de</strong>l bautismo y el matrimonio sin provocar escándalo


en el pueblo sencillo, que pensaba que con la nueva liturgia los<br />

cónyuges y los niños quedaban espiritualmente <strong>de</strong>samparados, eran<br />

un poco como animales sin alma. Personalmente —me dijo—, para<br />

participar en la organización <strong>de</strong>l sistema, escribí el libro “Hogares<br />

comunes” que tuvo buena acogida. La formación dogmática era<br />

elemental: sólo Cristo, sólo la Escritura, sólo la gracia; basta la fe.<br />

<strong>El</strong> luteranismo falló a la hora <strong>de</strong> hacer <strong>de</strong> la Iglesia un ente<br />

invisible, sin estructura.<br />

Semejante cosa no fue posible y en este aspecto tanto Zuinglio como<br />

Calvino le <strong>de</strong>sbordaron.<br />

Isidoro Tellería tosió dos veces, dos toses secas y ásperas tras una<br />

larga fumada. Había sido tan hermético su silencio que el capitán<br />

Berger se volvió hacia él sobresaltado. Había olvidado por completo<br />

su presencia y su vozarrón oscuro, tan abrumador como su atuendo,<br />

atronó ahora en la pequeña camareta:<br />

—Estoy <strong>de</strong> acuerdo —dijo, jugueteando con la pipa encendida a<br />

sabiendas <strong>de</strong> que iba a sorpren<strong>de</strong>r a sus contertulios—: Lutero creó<br />

una Iglesia en el aire; Calvino ha sido más práctico: ha hecho <strong>de</strong><br />

Ginebra una ciudad—iglesia. He viajado mucho estos meses por<br />

Ginebra, Basilea y París, pero fue en una comunidad parisina,<br />

oyendo cantar el salmo “Levanta el corazón, abre los oídos”, cuando<br />

me sentí tocado por la gracia. Salí luterano <strong>de</strong> Sevilla y regreso<br />

calvinista.<br />

<strong>El</strong> capitán Berger, por no enfrentar <strong>de</strong>scaradamente su mirada a la<br />

<strong>de</strong> Tellería, volvió a observar las pequeñas manos inquietas <strong>de</strong><br />

Salcedo tabaleando sobre la mesa:<br />

—¿Cree vuesa merced en el po<strong>de</strong>r absoluto? —inquirió.<br />

—Amo la disciplina. Calvino acepta el beneficio <strong>de</strong> la fe y nos<br />

facilita un or<strong>de</strong>n, una Iglesia y un modo <strong>de</strong> vida austero, vigilado<br />

discretamente por el Consistorio.<br />

—Y ¿no ve usted en “esa discreta vigilancia” una réplica <strong>de</strong> la<br />

Inquisición?<br />

Isidoro Tellería traía la lección bien aprendida:<br />

—La fe sola no basta —dijo—.


Debe ser servida. En este aspecto discrepo <strong>de</strong> Lutero. <strong>El</strong> calvinismo<br />

tiene espíritu misionero, algo que le falta al luteranismo y crea un<br />

concepto <strong>de</strong> Iglesia un tanto exasperado y radical.<br />

—Usted lo dice: exasperado y radical.<br />

—Entiéndame, no me refiero tanto a las normas en sí como a la<br />

exigencia <strong>de</strong> su cumplimiento: Calvino amenaza con la excomunión a<br />

todo aquel que no las acepte, que no acepte las normas. ¿Excesivo?<br />

Tal vez, pero un hombre tiene que estar muy seguro <strong>de</strong> lo que dice<br />

para adoptar una medida semejante.<br />

Creo que el asunto bien merece una reflexión. Y Calvino se somete<br />

voluntariamente a ella en Estrasburgo, durante tres años, el tiempo<br />

que permanece en la ciudad como capellán <strong>de</strong> la colonia francesa.<br />

Al mismo tiempo aprovecha para darle un empujón al libro que trae<br />

entre manos, “Institución Cristiana”, tan largo como edificante.<br />

En Estrasburgo, la posición <strong>de</strong> Calvino es pasiva, <strong>de</strong> simple espera.<br />

—¿Cree usted que esperaba la llamada <strong>de</strong> los ginebrinos?<br />

—La esperara o no, la llamada se produce. Ginebra se pone en sus<br />

manos y se somete al experimento.<br />

Los ginebrinos están arrepentidos <strong>de</strong> haberle expulsado. Entonces<br />

Calvino inicia la formación <strong>de</strong> una Iglesia. Esto es esencial.<br />

Pertenecer a ella, a esa Iglesia, es algo así como la fe para uste<strong>de</strong>s,<br />

una garantía <strong>de</strong> salvación. Calvino organiza una verda<strong>de</strong>ra<br />

teocracia, el gobierno <strong>de</strong> Dios. A partir <strong>de</strong> ese momento en la<br />

pequeña ciudad apenas funciona otra cosa que la predicación y los<br />

sacramentos. <strong>El</strong> creyente viene obligado a ser <strong>de</strong>voto. <strong>El</strong> mundo es<br />

un valle <strong>de</strong> lágrimas y <strong>de</strong>bemos acomodar la vida a una i<strong>de</strong>a<br />

religiosa y a una actitud <strong>de</strong> servicio.<br />

—Y todavía va más allá. Todo lo que no aparece en la “Biblia” está<br />

<strong>de</strong> más, queda prohibido.<br />

—Cierto, pero este rigor, alejado <strong>de</strong> las frivolida<strong>de</strong>s luteranas, es lo<br />

que en principio me atrajo <strong>de</strong>l calvinismo; un poco más tar<strong>de</strong> vino la<br />

caída <strong>de</strong>l caballo, en París. Cuando regresé a Ginebra, la ciudad me<br />

edificó. Era como un templo gigantesco en contraste con las<br />

ciuda<strong>de</strong>s luteranas: nombres bíblicos en los niños, catequesis,<br />

estudio, oraciones, prédicas... <strong>El</strong> juego fue <strong>de</strong>clarado maldito y a los


jóvenes se les prohibió cantar y bailar. Se les imponía el espíritu <strong>de</strong><br />

sacrificio. Naturalmente se produjeron algunas protestas, pero, al<br />

cabo, prevaleció la razón: el mundo no estaba hecho para gozar y el<br />

pueblo aceptó <strong>de</strong> grado la autoridad <strong>de</strong> Calvino.<br />

La luz <strong>de</strong>l portillo langui<strong>de</strong>cía. Cipriano Salcedo consi<strong>de</strong>raba a don<br />

Isidoro Tellería con una remota piedad. Le roían la cabeza sus<br />

escrúpulos <strong>de</strong> infancia, su azarosa vida espiritual, el nacimiento <strong>de</strong><br />

su pesimismo. Las negras palabras <strong>de</strong> Tellería le habían abstraído<br />

<strong>de</strong> tal forma que tuvo que hacer un esfuerzo para reintegrarse a la<br />

realidad, volver a notar el balanceo <strong>de</strong> la nave, el crujido <strong>de</strong> las<br />

cua<strong>de</strong>rnas maestras y <strong>de</strong>l mamparo. Vagamente tomó conciencia <strong>de</strong><br />

que, <strong>de</strong> una manera u otra, todos buscaban a Dios en aquella<br />

extraña reunión en alta mar. Se sintió en la necesidad <strong>de</strong> intervenir:<br />

—Pero en Francia —dijo, recordando su paso por este país— los<br />

hugonotes bautizan a sus hijos en católico a escondidas y, a<br />

escondidas, asisten a las misas papistas en París. Es <strong>de</strong>cir, la<br />

doctrina <strong>de</strong> Calvino, aun siendo éste francés y francesa su lengua,<br />

no ha uniformado religiosamente a Francia.<br />

Cuando se le contra<strong>de</strong>cía, la voz oscura <strong>de</strong> Tellería se tornaba más<br />

opaca y brumosa, fruto <strong>de</strong>l acaloramiento:<br />

—No es lo mismo —sonrió rígidamente con media boca—. No es lo<br />

mismo una pequeña ciudad como Ginebra que un reino entero como<br />

Francia. Francia es un vasto mundo por conquistar y Calvino ha<br />

aceptado este <strong>de</strong>safío: ha enviado allí gran<strong>de</strong>s contingentes <strong>de</strong><br />

misioneros. He aquí otro tanto a su favor. De este modo, y poco a<br />

poco, el calvinismo se va afirmando:<br />

Francia, Escocia, Países Bajos... Son los intelectuales, formados en<br />

la Aca<strong>de</strong>mia <strong>de</strong> Ginebra, los que han catequizado estos países. Yo<br />

vengo <strong>de</strong> Ginebra, he pasado seis meses allí y puedo asegurarle que<br />

la ciudad es un ejemplo <strong>de</strong> religiosidad para cualquier persona que<br />

sepa verlo sin prejuicios.<br />

La tez <strong>de</strong> Isidoro Tellería había empali<strong>de</strong>cido y los ojos amusgados<br />

<strong>de</strong>l capitán Berger se posaban en él con evi<strong>de</strong>nte escepticismo. Se<br />

diría arrepentido <strong>de</strong> haberle dado acogida en su galeaza.<br />

Volvió la mirada hacia el ojo <strong>de</strong> buey:<br />

—Señores —dijo <strong>de</strong> repente, dando por terminada la reunión que<br />

empezaba a pesarle <strong>de</strong>masiado—, está anocheciendo.


Se puso en pie torpemente. <strong>El</strong> taburete, sujeto a las planchas <strong>de</strong>l<br />

suelo, le obligaba a flexionar las piernas para salir. Cipriano<br />

Salcedo le imitó. Cuando, a su vez, fue a hacerlo Isidoro Tellería dio<br />

un traspiés, se sujetó a la mesa y se llevó la mano <strong>de</strong>recha a la<br />

frente sudorosa:<br />

—Se mueve mucho este barco —dijo—. Estoy un poco mareado.<br />

<strong>El</strong> capitán Berger se aplastó contra la mampara para <strong>de</strong>jar pasar a<br />

su invitado:<br />

—Es el encierro —corrigió—. Y la pipa. <strong>El</strong> tabaco hace más daño a la<br />

cabeza que el mar. ¿Por qué ese empeño en imitar a los indios?<br />

Cipriano Salcedo ayudaba a un trémulo Isidoro Tellería a subir a<br />

cubierta por la escotilla <strong>de</strong> proa. Contra el cielo se divisaba un<br />

marinero inmóvil en la cofa y, por babor, muy diluida, la tenue<br />

silueta <strong>de</strong> la costa francesa. Isidoro Tellería inspiró profundamente<br />

el aire puro y sacudió la cabeza <strong>de</strong> un lado a otro:<br />

—Olía intensamente a brea, ahí abajo —protestó—: olía a brea como<br />

si acabaran <strong>de</strong> calafatear el barco.<br />

Con el mareo, Tellería había perdido su austera apostura. Ante un<br />

rollo <strong>de</strong> cuerdas en cubierta, Salcedo le animó a sentarse, a hacer<br />

un alto en su camino hacia toldilla, don<strong>de</strong> se levantaba la tienda.<br />

Las pequeñas manos peludas y vitales <strong>de</strong> Cipriano Salcedo sujetaban<br />

a su compañero <strong>de</strong> travesía por un brazo. Entre los celajes, una luna<br />

menguante exhibía un resplandor <strong>de</strong>svaído, sin contrastes. Un jirón<br />

suelto <strong>de</strong> lona azotaba la vela mayor con violencia intermitente.<br />

Tellería renunció a sentarse. <strong>El</strong> cambio <strong>de</strong> postura habría<br />

acrecentado su sensación <strong>de</strong> inestabilidad:<br />

—Puedo llegar a mi cama —dijo—. Prefiero acostarme.<br />

<strong>El</strong> tiempo había refrescado y, cuando alcanzaron su tienda, Tellería<br />

se metió por la rendija <strong>de</strong> la puerta y se tumbó en el coy sin<br />

<strong>de</strong>scalzarse. Apenas había luz <strong>de</strong>ntro y Tellería, apoyándose en el<br />

codo, encendió el candil que tenía a la cabecera. A su lado,<br />

amontonados, estaban los fardos <strong>de</strong>l equipaje. Salcedo se sentó en el<br />

arcón que, con el coy, componía el mobiliario <strong>de</strong> la tienda. <strong>El</strong> viento<br />

traía la voz <strong>de</strong> un marinero que cantaba, lejos, en alguna parte.<br />

A la luz <strong>de</strong>l candil, y en contraste con sus ropas fúnebres, Isidoro<br />

Tellería estaba ver<strong>de</strong>, <strong>de</strong>sencajado. Salcedo se incorporó y se inclinó<br />

sobre él:


—¿Le traigo algo para cenar?<br />

Tellería <strong>de</strong>negó:<br />

—No <strong>de</strong>bo comer. En mi situación no sería conveniente.<br />

Extendió la manta sobre el estómago y el vientre. Cipriano Salcedo<br />

dijo a media voz:<br />

—Le <strong>de</strong>jo <strong>de</strong>scansar. Volveré <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> un rato.<br />

Salió <strong>de</strong> la tienda y entró en la suya. Divisó en el rincón el fardillo<br />

<strong>de</strong> los libros y, casi ocultándolo, los tres <strong>de</strong>l equipaje.<br />

Llevaba varios meses en esta incómoda provisionalidad, con la ropa<br />

enfardada, <strong>de</strong> fonda en fonda. Soñaba con verse estabilizado en una<br />

casa, la ropa limpia y planchada, bienoliente, or<strong>de</strong>nada en un gran<br />

armario. Faltaban poco más <strong>de</strong> treinta horas para arribar a puerto y<br />

confiaba en que Vicente, su criado, no faltara a la cita concertada<br />

cuatro meses antes. Si Vicente había cumplido sus indicaciones,<br />

dispondría <strong>de</strong> alojamiento en Laredo, en la posada <strong>de</strong>l Fraile, y <strong>de</strong><br />

un caballo y una mula para llegar a Valladolid. Dudó un momento<br />

sobre si ten<strong>de</strong>rse también en el coy, como Tellería, pero finalmente<br />

<strong>de</strong>sistió y salió <strong>de</strong> nuevo a cubierta. Era, efectivamente, el marinero<br />

<strong>de</strong> la cofa el que canturreaba y el jirón <strong>de</strong> vela continuaba azotando<br />

a la mayor mientras dos jóvenes se encaramaban <strong>de</strong>scalzos por las<br />

jarcias con ánimo <strong>de</strong> reparar el pequeño estropicio. Infló el pecho y<br />

una bocanada <strong>de</strong> aire salino ventiló sus pulmones. Paseó <strong>de</strong>spacio<br />

por cubierta pensando en sus cofra<strong>de</strong>s <strong>de</strong> Valladolid, en su casa, en<br />

el taller <strong>de</strong> confección <strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría, en sus propieda<strong>de</strong>s <strong>de</strong> Pedrosa,<br />

don<strong>de</strong> su amigo Pedro Cazalla, el párroco, seguiría armando el tollo<br />

cada tar<strong>de</strong>, a la entrada <strong>de</strong> La Gallarita, para cazar con el<br />

perdigón. Por asociación <strong>de</strong> i<strong>de</strong>as pensó en el Doctor, su hermano,<br />

tan pusilánime y abatido en los últimos tiempos, como si barruntara<br />

una tragedia, en el empeño con que le propuso este viaje y sus<br />

cautelas exageradas. Salcedo estaba ese invierno enredado en mil<br />

asuntos, pero le conmovió la confianza <strong>de</strong>l Doctor, el hecho <strong>de</strong> que le<br />

antepusiera a los <strong>de</strong>más miembros <strong>de</strong>l grupo, más antiguos que él.<br />

Entonces le expuso su temor <strong>de</strong> que la Inquisición tuviera alguna<br />

sospecha <strong>de</strong> la existencia <strong>de</strong>l conventículo. Al Doctor hacía tiempo<br />

que le <strong>de</strong>sazonaba la actividad <strong>de</strong> Cristóbal <strong>de</strong> Padilla, el criado <strong>de</strong><br />

los marqueses <strong>de</strong> Alcañices, su torpe proselitismo en Toro y Zamora.<br />

En líneas generales estaba satisfecho <strong>de</strong>l grupo, <strong>de</strong> su alto nivel<br />

intelectual, su posición social, su discreción, pero <strong>de</strong>sconfiaba <strong>de</strong> la


gente baja, <strong>de</strong> algunos pobres analfabetos, <strong>de</strong>cía, que se habían<br />

infiltrado en el mismo.<br />

|¿Qué pue<strong>de</strong> esperarse —le <strong>de</strong>cía a Salcedo días antes <strong>de</strong> marchar—<br />

<strong>de</strong> ese impenitente correveidile haciendo proselitismo?| En la carta<br />

a Erfurt había vuelto sobre el tema. Salcedo compartía su temor en<br />

cierto modo, pero recelaba aún más <strong>de</strong> Paula Rupérez, la mujer <strong>de</strong>l<br />

joyero Juan García, aunque no perteneciera al conventículo. <strong>El</strong>lo le<br />

llevó a pensar en Teo, su propia esposa, el extraño fracaso <strong>de</strong> su<br />

matrimonio, la disparidad física entre los dos, su incapacidad para<br />

hacerla madre y su hundimiento final. Teo carecía <strong>de</strong>l calor<br />

maternal que ingenuamente le había atribuido al conocerla. De esta<br />

manera, la soledad <strong>de</strong> Cipriano se había acrecentado con el<br />

matrimonio.<br />

Había admitido impávido la separación <strong>de</strong> lechos, <strong>de</strong> habitaciones,<br />

<strong>de</strong> vidas. A Pedro Cazalla, párroco <strong>de</strong> Pedrosa, le habló un día <strong>de</strong>l<br />

asunto: no sólo no quería a su mujer sino que la <strong>de</strong>spreciaba. Era un<br />

grave pecado y Nuestro Señor se lo tendría en cuenta. Con su padre,<br />

don Bernardo, le había sucedido algo parecido. ¿Es que había seres<br />

que nacían solamente para odiar? Fue entonces cuando Pedro<br />

Cazalla le dijo que confiara en los méritos <strong>de</strong> Cristo y no diera tanta<br />

importancia a sus sentimientos. Una nueva luz apareció en su<br />

angosto horizonte. Así que no todo estaba perdido, la Pasión <strong>de</strong><br />

Cristo valía más que sus propias obras, que sus sentimientos<br />

mezquinos. Detrás vino don Carlos <strong>de</strong> Seso y, más tar<strong>de</strong>, el Doctor, a<br />

profundizar en la misma i<strong>de</strong>a: el purgatorio no era, pues, necesario.<br />

La secta venía a ofrecerle una fraternidad que no había conocido<br />

hasta entonces. Se entregó a ella con fruición, con entusiasmo. <strong>El</strong><br />

viaje a Alemania formaba parte <strong>de</strong> esta entrega.<br />

Pero ahora, mientras recorría en la noche la cubierta <strong>de</strong>l<br />

“Hamburg”, el tierno recuerdo <strong>de</strong> Ana Enríquez no podía impedir que<br />

se encontrase solo e insignificante.<br />

Costeaban Francia y, <strong>de</strong> cuando en cuando, una luz vacilante y<br />

mortecina hacía guiños <strong>de</strong>s<strong>de</strong> tierra, señalaba los difusos límites <strong>de</strong>l<br />

mar. La galeaza se aproximaba al litoral, esperando hallar mar<br />

planchada, pero, pese a todos los esfuerzos, no cesaba <strong>de</strong> cabecear.<br />

Salcedo pensó en Tellería y pasó por las cocinas. Un pinche grueso y<br />

rosado, con el torso <strong>de</strong>snudo y las tetillas rojizas, le dio dos<br />

manzanas para |el pasajero español que se sentía indispuesto|.<br />

Isidoro Tellería se las comió sin mondarlas, a gran<strong>de</strong>s mordiscos,<br />

sentado en el coy, a la luz <strong>de</strong>l candil.


Tenía mejor aspecto que por la tar<strong>de</strong> y, al concluir, sopló la llama,<br />

se arrebujó en la manta y se <strong>de</strong>spidió hasta la mañana siguiente.<br />

Salcedo madrugó. Lo primero que advirtió fue que la costa francesa<br />

había <strong>de</strong>saparecido <strong>de</strong> la amura y un viento terral <strong>de</strong>smelenado<br />

sacudía las velas frenéticamente.<br />

Hacía frío. Salvo una alargada franja azul a poniente, los nimbos<br />

grises entoldaban el cielo. Media docena <strong>de</strong> marineros <strong>de</strong>scalzos<br />

bal<strong>de</strong>aban con bruzas y lampazos la cubierta <strong>de</strong> estribor y, a<br />

intervalos, vaciaban los cubos <strong>de</strong> golpe y el agua burbujeaba en los<br />

imbornales antes <strong>de</strong> per<strong>de</strong>rse en el mar.<br />

Paseó por cubierta para estirar las piernas y, al cabo, pasó por las<br />

cocinas don<strong>de</strong> el marmitón <strong>de</strong> las tetillas rojas le facilitó una tisana<br />

para don Isidoro Tellería.<br />

Lo encontró <strong>de</strong>spierto, más entonado, pero se negó a levantarse.<br />

Lo mismo le ocurrió a la hora <strong>de</strong>l almuerzo —un caldo y dos<br />

manzanas— <strong>de</strong> lo que Salcedo <strong>de</strong>dujo que, así durase un mes la<br />

travesía, el sevillano permanecería tumbado en el coy sin moverse.<br />

Salcedo le acompañó un rato, sentado en el arcón, y casualmente<br />

<strong>de</strong>scubrió el “Nuevo Testamento” <strong>de</strong> Pérez <strong>de</strong> Pineda, como libro <strong>de</strong><br />

cabecera, junto al candil, a su lado.<br />

Cipriano Salcedo <strong>de</strong>dicó la tar<strong>de</strong> a recorrer las <strong>de</strong>pen<strong>de</strong>ncias <strong>de</strong>l<br />

pequeño navío: el sollado <strong>de</strong> los remeros, vacío ahora, las sentinas<br />

<strong>de</strong> carga, la duneta, el puente, los pañoles, el castillo <strong>de</strong> mando...<br />

Apenas reposó la comida unos minutos. Había pasado mala noche y<br />

se sentía intranquilo y nervioso. Le asaltaban temores infundados<br />

que se incrementaban cuantas más vueltas les daba en la cabeza.<br />

Recelaba que Vicente, su criado, por ejemplo, no saliera a esperarle<br />

al muelle al día siguiente y él se encontrase solo, sin medio <strong>de</strong><br />

transporte, en el amarra<strong>de</strong>ro, con un fardo <strong>de</strong> libros prohibidos en la<br />

mano. Después <strong>de</strong> cenar, se serenó contemplando la puesta <strong>de</strong> sol,<br />

aun resistiéndose a admitir que aquel astro brillante y húmedo que<br />

se acostaba en el mar fuese el mismo que Pedro Cazalla y él veían<br />

<strong>de</strong>saparecer tras los ardientes rastrojos <strong>de</strong>s<strong>de</strong> los cerros <strong>de</strong> Pedrosa.<br />

Ya anochecido, se acodó en la popa, mirando distraído los dibujos <strong>de</strong><br />

la estela dividiendo el mar, y no oyó llegar al capitán Berger. Lo vio<br />

alzarse, <strong>de</strong> repente, a su lado, las anchas manos en la baranda,<br />

inquiriendo con acento burlón:<br />

—¿Descansa nuestro amigo, el ínclito calvinista?


Cipriano Salcedo señaló con un <strong>de</strong>do la tienda silenciosa. Luego se<br />

acodó <strong>de</strong> nuevo en el pasamanos e informó al capitán <strong>de</strong> sus motivos<br />

<strong>de</strong> preocupación. Le inquietaba la posibilidad <strong>de</strong> que su criado<br />

hubiera tergiversado sus instrucciones y no le aguardase en el<br />

puerto al día siguiente. Le inquietaba, asimismo, que, durante su<br />

ausencia, el Santo Oficio hubiese <strong>de</strong>cretado nuevas normas para<br />

impedir la circulación <strong>de</strong> libros peligrosos. Ambos recelos, unidos, le<br />

producían una profunda <strong>de</strong>sazón.<br />

<strong>El</strong> capitán Berger no pareció dar a sus temores excesiva<br />

importancia. Los guardas y alguaciles <strong>de</strong>l Santo Oficio vigilaban la<br />

carga <strong>de</strong> los barcos, <strong>de</strong>stripaban los toneles o los fardos si les<br />

parecían sospechosos, pero no solían molestar a los viajeros. Al<br />

concluir le preguntó si traía muchos. Cipriano Salcedo levantó la<br />

cabeza hacia él:<br />

—¿Libros? —inquirió.<br />

—Libros, claro.<br />

—Diecinueve —respondió Salcedo y, abriendo un hueco entre sus<br />

manos, precisó—: Un fardo pequeño... pero lo arriesgado es el<br />

contenido: Lutero, Melanchton, Erasmo, dos “Biblias” y una<br />

colección completa <strong>de</strong>l “Pasional”.<br />

—Algo impensado le vino <strong>de</strong> pronto a la cabeza y añadió con alguna<br />

precipitación—: ¿Sabía usted que la censura <strong>de</strong> Biblias impuesta en<br />

Valladolid hace tres años supuso la recogida <strong>de</strong> más <strong>de</strong> cien<br />

ediciones distintas <strong>de</strong>l libro <strong>de</strong> libros, la mayor parte <strong>de</strong> autores<br />

protestantes?<br />

Los dientes <strong>de</strong>l capitán Berger brillaban en la oscuridad al sonreír:<br />

—Los capitanes <strong>de</strong> barco somos expertos en ese tema. Los últimos<br />

veinte años los hemos vivido en perpetuo sobresalto. De una <strong>de</strong> las<br />

“Biblias” <strong>de</strong> las que usted habla introduje doscientos ejemplares por<br />

el puerto <strong>de</strong> Santoña el año 28 en dos toneles. No pasó nada.<br />

Entonces los toneles eran una cosa inocente. Hoy meter un libro en<br />

una cuba es como fabricar un explosivo.<br />

—Y ¿en qué momento cambió la situación?<br />

—En el año 30 diez gran<strong>de</strong>s cubas con libros llegaron al puerto <strong>de</strong><br />

Valencia en tres galeazas venecianas. Fueron interceptadas y el<br />

<strong>de</strong>scubrimiento puso en guardia al Santo Oficio. Lo más acre <strong>de</strong>


Lutero, todo lo escrito en Wartburg, en docenas <strong>de</strong> ejemplares,<br />

estaba allí. La Inquisición montó un verda<strong>de</strong>ro auto <strong>de</strong> fe. Los<br />

capitanes <strong>de</strong> las galeazas fueron apresados y en la plaza <strong>de</strong> la<br />

ciudad ardieron cientos <strong>de</strong> libros en una pira gigantesca, entre el<br />

griterío y el entusiasmo <strong>de</strong>l pueblo analfabeto. Al Santo Oficio<br />

siempre le atrajeron los gran<strong>de</strong>s alijos para montar con ellos un<br />

espectáculo popular.<br />

La noche queda, <strong>de</strong> luceros brillantes, invitaba a la confi<strong>de</strong>ncia.<br />

Salcedo no se movió. Esperaba que el capitán Berger prosiguiera.<br />

Estaba seguro <strong>de</strong> que lo haría y lo esperaba mirándole el entrecejo:<br />

—Las quemas <strong>de</strong> libros han sido en España pasatiempos habituales<br />

—dijo al fin—. De la quema <strong>de</strong> Salamanca todavía se está hablando.<br />

La ciudad más culta <strong>de</strong>l mundo quemando los vehículos <strong>de</strong> la<br />

cultura; no <strong>de</strong>ja <strong>de</strong> ser un contrasentido.<br />

Dos años más tar<strong>de</strong> hubo otra quema aparatosa en San Sebastián...<br />

Pero no vaya usted a pensar que España tuviera la exclusiva. Miles<br />

<strong>de</strong> ejemplares <strong>de</strong> “La libertad <strong>de</strong>l cristiano”, traducido al español,<br />

fueron incinerados en Amberes con toda pompa y solemnidad.<br />

Yo estuve allí, viví el acontecimiento.<br />

Salcedo emitió una apagada sonrisa:<br />

—La Inquisición —dijo— se muestra cada día más intolerante.<br />

Ahora exige a los confesores que obliguen a los penitentes a<br />

<strong>de</strong>nunciar a los que ocultan libros prohibidos. Y al que se niega no<br />

se le absuelve. Ni los obispos, ni el mismo Rey están exentos <strong>de</strong> esta<br />

medida.<br />

<strong>El</strong> capitán Berger, que había estado recostado en la barandilla, dio<br />

media vuelta y se acodó en ella:<br />

—Tengo entendido —dijo— que cada vez que la Inquisición con<strong>de</strong>na<br />

a un hombre por causa <strong>de</strong> un libro, este libro queda en entredicho. Y<br />

no me refiero solamente a obras anticristianas. <strong>El</strong> “Catálogo <strong>de</strong><br />

Lovaina”, por ejemplo, prohibió hace seis años la “Biblia” y el “Nuevo<br />

Testamento” traducidos al castellano. Es cosa sabida que el pueblo<br />

español está con<strong>de</strong>nado a <strong>de</strong>sconocer el libro <strong>de</strong> libros.


Cipriano Salcedo miró <strong>de</strong> reojo al capitán antes <strong>de</strong> hacer esta<br />

observación:<br />

—La afición a la lectura ha llegado a ser tan sospechosa que el<br />

analfabetismo se hace <strong>de</strong>seable y honroso. Siendo analfabeto es fácil<br />

<strong>de</strong>mostrar que uno está incontaminado y pertenece a la envidiable<br />

casta <strong>de</strong> los cristianos viejos.<br />

Se abrió un alto silencio entre los dos hombres que hizo perceptible<br />

el leve murmullo <strong>de</strong> la estela bajo las estrellas. Para el capitán<br />

Berger no pasó inadvertido el a<strong>de</strong>mán <strong>de</strong> Cipriano Salcedo <strong>de</strong><br />

aproximar el reloj a los ojos:<br />

—Es tar<strong>de</strong> —anticipó.<br />

—Son casi las dos, capitán —dijo Salcedo—. Una hora muy oportuna<br />

para retirarse a <strong>de</strong>scansar.<br />

<strong>El</strong> nuevo día amaneció con calima. Des<strong>de</strong> su tienda Salcedo divisó a<br />

Isidoro Tellería en cubierta fumando una pipa. Se había quitado el<br />

luto. Calzaba unos borceguíes <strong>de</strong> badana hasta media pierna y,<br />

sobre la camisa fruncida y el jubón, vestía una ropilla <strong>de</strong> paño<br />

fuerte. Incomprensiblemente, parecía más alto y <strong>de</strong>lgado que vestido<br />

<strong>de</strong> negro, tal vez a causa <strong>de</strong> las calzas, muy ajustadas, o a que<br />

realmente había a<strong>de</strong>lgazado por mor <strong>de</strong> la sobria dieta mantenida a<br />

bordo durante la travesía. Salcedo se aproximó a él y le saludó.<br />

Había dormido bien —le dijo. Los trastornos habían <strong>de</strong>saparecido, se<br />

encontraba recuperado. Él no abandonaría la galeaza en Laredo<br />

sino que continuaría viaje hasta Sevilla.<br />

La bruma iba levantando y la costa, <strong>de</strong> nuevo visible y ahora muy<br />

próxima, cobraba animación y relieve bajo un sol <strong>de</strong>sfallecido. En<br />

las leves ondulaciones <strong>de</strong>l terreno se alzaban pequeños caseríos<br />

diseminados, ceñidos por bosques <strong>de</strong> hayas y fresnos, y vacas y<br />

yeguas pastando en los prados colindantes.<br />

La línea <strong>de</strong>l mar se <strong>de</strong>tenía en los acantilados y, poco más allá, en<br />

la vasta playa dorada, sobre la cual se extendía el pueblo con las<br />

chimeneas <strong>de</strong> sus casas humeantes.<br />

<strong>El</strong> “Hamburg” viró en redondo a babor y su proa hendió las aguas <strong>de</strong><br />

la bahía con el malecón al fondo.<br />

Una tropilla <strong>de</strong> marineros abatían las velas <strong>de</strong>s<strong>de</strong> las jarcias y el<br />

barco se <strong>de</strong>slizaba suavemente sobre la superficie para <strong>de</strong>tenerse,


minutos <strong>de</strong>spués, en la bocana, junto al espigón. Isidoro Tellería y<br />

Cipriano Salcedo se habían aproximado al puente, bajo el cual<br />

impartía ór<strong>de</strong>nes el capitán. De pronto, sonó la campana <strong>de</strong>l<br />

portalón, la nave se <strong>de</strong>tuvo y un marinero <strong>de</strong>scolgó una escala por la<br />

borda, por la que ascendió el práctico que se hizo cargo <strong>de</strong>l timón.<br />

Los costados <strong>de</strong>l velero se habían erizado <strong>de</strong> remos que bogaron<br />

rítmicamente tan pronto el capitán Berger dio la or<strong>de</strong>n por el tubo<br />

acústico. <strong>El</strong> “Hamburg” avanzó hasta el ostial lentamente. <strong>El</strong><br />

capitán se aproximó a Salcedo y le señaló un hueco en los muelles<br />

<strong>de</strong>l fondo, a lo largo <strong>de</strong> los cuales se extendían los almacenes <strong>de</strong><br />

lana:<br />

—Ahí tiene vuesa merced nuestro atraca<strong>de</strong>ro —dijo.<br />

La nave se <strong>de</strong>slizaba sobre la superficie <strong>de</strong>l agua y, poco más allá,<br />

viró <strong>de</strong> nuevo a babor, colocándose paralela al muelle. <strong>El</strong> capitán<br />

Berger oteaba los alre<strong>de</strong>dores con el anteojo, dos charrúas<br />

empujaban la nave contra el atraca<strong>de</strong>ro mientras cuatro marineros<br />

arrojaban por el costado las <strong>de</strong>fensas al tiempo que <strong>de</strong>saparecían<br />

los remos <strong>de</strong> babor. En tanto amarraban la nave al bolardo, el<br />

capitán <strong>de</strong>jó <strong>de</strong> mirar y sonrió a Salcedo entregándole el anteojo:<br />

—No parece que haya moros en la costa —dijo.<br />

Salcedo enfocó el anteojo a la dársena y fue recogiendo la mirada<br />

hacia los diques: los veleros <strong>de</strong>smantelados, el pueblo, una reata <strong>de</strong><br />

mulas por el camino <strong>de</strong> la playa.<br />

Al abocar al bosquecillo <strong>de</strong> hayas, su ojo retornó poco a poco por la<br />

línea <strong>de</strong> galeazas atracadas, el muelle, los almacenes y,<br />

súbitamente, lo <strong>de</strong>scubrió: un hombrecillo <strong>de</strong>smedrado ante la<br />

puerta número 2, vestido con un humil<strong>de</strong> sayo <strong>de</strong> cordilla y calzado<br />

<strong>de</strong> cuerda, que miraba sin pestañear el navío recién atracado.<br />

Sostenía dos caballos por las bridas y, <strong>de</strong>trás, atada a una argolla<br />

<strong>de</strong>l almacén, una mula pateaba el empedrado con impaciencia.<br />

Salcedo le señaló con un <strong>de</strong>do:<br />

—Ahí está —dijo sin cesar <strong>de</strong> mirar al capitán—. Ese muchacho <strong>de</strong><br />

los caballos que está a la puerta <strong>de</strong>l almacén es Vicente, mi criado.<br />

¿Podrá subir a bordo a hacerse cargo <strong>de</strong>l equipaje?<br />

__________________________<br />

__________________________


Libro I<br />

Los primeros años<br />

I<br />

Asentada entre los ríos Pisuerga y Esgueva, la Valladolid <strong>de</strong>l<br />

segundo tercio <strong>de</strong>l siglo XVI era una villa <strong>de</strong> veintiocho mil<br />

habitantes, ciudad <strong>de</strong> servicios a la que la Real Chancillería y la<br />

nobleza, siempre atenta a los coqueteos <strong>de</strong> la Corte, le prestaban un<br />

evi<strong>de</strong>nte relieve social. Con el Duero, Pisuerga y Esgueva, antes <strong>de</strong><br />

<strong>de</strong>smembrarse éste en los tres brazos urbanos, daban acogida, por<br />

un lado, a las casas <strong>de</strong> placer <strong>de</strong> la aristocracia, mientras<br />

facilitaban, por otro, una suerte <strong>de</strong> muralla natural a los periódicos<br />

asedios <strong>de</strong> la peste. <strong>El</strong> recinto propiamente urbano estaba circuido<br />

por huertas y frutales (almendros, manzanos, acerolos) y éstos, a su<br />

vez, por un círculo más amplio <strong>de</strong> viñas, que se extendían en<br />

ringleras por los cerros y el llano, hasta el extremo <strong>de</strong> que las calles<br />

<strong>de</strong> cepas, revestidas <strong>de</strong> hojas y pámpanos en el estío, cerraban el<br />

horizonte visible <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el Cerro <strong>de</strong> San Cristóbal a la Cuesta <strong>de</strong> La<br />

Maruquesa. En la margen izquierda <strong>de</strong>l Duero, avanzando hacia el<br />

oeste, <strong>de</strong>tonaban los nuevos pinares, en tanto, más allá <strong>de</strong> las grises<br />

colinas, en dirección norte, una ancha franja <strong>de</strong> cereal enlazaba el<br />

valle con el Páramo, una gran extensión <strong>de</strong> pastos y encinas<br />

habitada por los pastores <strong>de</strong> ganado lanar. Semejante disposición<br />

facilitaba el abastecimiento <strong>de</strong> la villa, tierra preferentemente <strong>de</strong><br />

pan y vino, con un tinto flaco en los majuelos más próximos, alegres<br />

tintillos en la zona <strong>de</strong> Cigales y Fuensaldaña y los extraordinarios<br />

blancos <strong>de</strong> Rueda, Serrada y La Seca. Según normas <strong>de</strong> la Cofradía<br />

Los Here<strong>de</strong>ros <strong>de</strong>l Vino, monopolizadora <strong>de</strong> esta bebida, en<br />

Valladolid no podían ser vendidos mostos ajenos en tanto no<br />

hubieran sido consumidos los propios. Una ramita ver<strong>de</strong> a la puerta<br />

<strong>de</strong> una taberna anunciaba cuba nueva y, en tales casos, los criados<br />

<strong>de</strong> casa gran<strong>de</strong>, las criadas <strong>de</strong> casa media y los vallisoletanos más<br />

pobres en persona, formaban largas colas a la puerta <strong>de</strong>l<br />

establecimiento, para <strong>de</strong>cidir sobre la calidad <strong>de</strong>l nuevo caldo.<br />

Amigo <strong>de</strong>l zumo <strong>de</strong> cepas, el vallisoletano <strong>de</strong>l siglo XVI, hombre <strong>de</strong><br />

paladar sensible, distinguía el vino bueno <strong>de</strong>l malo, aunque gustara<br />

<strong>de</strong> ambos, <strong>de</strong> tal modo que la cifra <strong>de</strong> consumo por habitante y año<br />

ascendía a los doscientos diez cuartillos, guarismo que, <strong>de</strong>scontando<br />

a las mujeres, no bebedoras en general, los niños, los abstemios y los<br />

pobres, expresaba una cantidad per cápita <strong>de</strong> mucho respeto.


Encajonada entre los dos ríos, la villa, <strong>de</strong> pequeñas dimensiones<br />

(don<strong>de</strong>, al <strong>de</strong>cir <strong>de</strong> las gentes <strong>de</strong> la época, cuando el pan encarecía<br />

había hambre en España), componía un rectángulo con varias<br />

puertas <strong>de</strong> acceso: la <strong>de</strong>l Puente Mayor al norte, la <strong>de</strong>l Campo al sur,<br />

la <strong>de</strong> Tu<strong>de</strong>la al este y la <strong>de</strong> La Rinconada al oeste. Y salvo el cogollo<br />

urbano, empedrado y gris, con una reguera <strong>de</strong> alcantarillado<br />

exterior en el centro <strong>de</strong> las rúas, la villa resultaba polvorienta y<br />

árida en verano, fría y cenagosa en invierno y sucia y hedionda en<br />

todas las estaciones. Eso sí, allí don<strong>de</strong> la nariz se arrugaba, la vista<br />

se recreaba ante monumentos como San Gregorio, la Antigua y<br />

Santa Cruz o los recios conventos <strong>de</strong> San Pablo y San Benito. Calles<br />

estrechas, con soportales a los costados y casas <strong>de</strong> dos o tres pisos,<br />

sin balcones, con comercios o tallercitos gremiales en los bajos,<br />

Valladolid ofrecía en esta época, con su vivo tráfago <strong>de</strong> carruajes,<br />

caballos y acémilas, un aspecto casi floreciente, <strong>de</strong> manifiesta<br />

prosperidad.<br />

Antes <strong>de</strong> que se instalara la Corte, la noche <strong>de</strong>l 30 <strong>de</strong> octubre <strong>de</strong><br />

1517, el coche que ocupaban el hombre <strong>de</strong> negocios y rentista, don<br />

Bernardo Salcedo, y su bella esposa, doña Catalina <strong>de</strong> Bustamante,<br />

se <strong>de</strong>tuvo ante el número 5 <strong>de</strong> la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo. Al salir <strong>de</strong><br />

la casa <strong>de</strong> don Ignacio, rubio y lampiño, oidor <strong>de</strong> la Real<br />

Chancillería, hermano <strong>de</strong> don Bernardo, don<strong>de</strong> habían pasado la<br />

velada, doña Catalina había confiado discretamente a su marido<br />

sentir dolores en los riñones y, en este momento, al <strong>de</strong>tenerse<br />

bruscamente los caballos ante el portal <strong>de</strong> su casa, volvió a<br />

aproximar los labios a su oído para comunicarle en un susurro que<br />

también notaba humedad en el nalgatorio. Don Bernardo Salcedo,<br />

poco experto en estas li<strong>de</strong>s, primerizo a sus cuarenta años, instó al<br />

criado Juan Dueñas, que sostenía la portezuela <strong>de</strong>l coche, que<br />

acudiese vivo a casa <strong>de</strong>l doctor Almenara, en la calle <strong>de</strong> la Cárcava,<br />

y le hiciera saber que la señora <strong>de</strong> Salcedo estaba indispuesta y<br />

requería su presencia.<br />

Don Bernardo Salcedo consi<strong>de</strong>raba al niño que se anunciaba como<br />

un verda<strong>de</strong>ro milagro. Casado diez años atrás, el inesperado<br />

embarazo <strong>de</strong> su esposa constituyó para ambos una sorpresa. Los<br />

Salcedo no solían incurrir en estas vulgarida<strong>de</strong>s. Fue doña Catalina,<br />

la que, intrigada por la infertilidad <strong>de</strong> su matrimonio, se puso en<br />

manos <strong>de</strong> don Francisco Almenara. Don Francisco era el más<br />

prestigioso médico <strong>de</strong> mujeres en toda la región. Autorizado para<br />

curar en 1505 por el Real Tribunal <strong>de</strong>l Protomedicato <strong>de</strong>spués <strong>de</strong><br />

brillantísimas pruebas, sus prácticas junto al acreditado doctor don<br />

Diego <strong>de</strong> Leza no hicieron sino confirmar los esperanzadores<br />

auspicios. Hoy la fama <strong>de</strong>l doctor Almenara había salvado fronteras


y los más importantes industriales tejedores <strong>de</strong> Segovia y los más<br />

famosos comerciantes <strong>de</strong> Burgos acudían habitualmente a su<br />

consulta. Sin embargo a doña Catalina Bustamante le costó<br />

lágrimas la <strong>de</strong>cisión. ¿Cómo mostrar las partes pu<strong>de</strong>ndas a un<br />

<strong>de</strong>sconocido por muy eminente que fuera? ¿Cómo consultar con<br />

nadie un problema tan íntimo como que sus relaciones sexuales con<br />

su marido no dieran fruto? Pero su curiosidad pudo más que su<br />

pudor. Aunque ella no suspiraba por un hijo, como buena<br />

pragmática <strong>de</strong>seaba saber por qué su conducta, análoga a la <strong>de</strong><br />

tantas mujeres, no producía los mismos efectos. Días <strong>de</strong>spués el<br />

noble porte <strong>de</strong>l doctor Almenara, embutido en su loba <strong>de</strong> terciopelo<br />

oscuro, el rubí pendiente <strong>de</strong>l gorjal, su luenga barba puntiaguda y la<br />

disforme esmeralda que ornaba su pulgar <strong>de</strong>recho, acabaron con sus<br />

escrúpulos y reticencias. A su aceptación contribuyeron también los<br />

correctos modales <strong>de</strong>l sanador, sus palabras suaves apenas<br />

musitadas, la <strong>de</strong>lica<strong>de</strong>za con que solicitaba acceso a las partes más<br />

íntimas <strong>de</strong> su cuerpo y los contactos, mínimos pero turbadores, que<br />

exigía su cometido. <strong>El</strong> largo período que estuvieron en sus manos<br />

disipó todo recelo en el ánimo <strong>de</strong> doña Catalina y abrió el corazón<br />

<strong>de</strong> don Bernardo a una leal amistad. Pero antes tuvo que soportar<br />

terribles pruebas, como la <strong>de</strong>l ajo, para intentar averiguar quién <strong>de</strong><br />

las dos partes era la causante <strong>de</strong> la esterilidad matrimonial. Con<br />

este objeto, don Francisco Almenara introdujo en la vagina <strong>de</strong> doña<br />

Catalina un diente <strong>de</strong> ajo, <strong>de</strong>bidamente pelado, antes <strong>de</strong> meterla en<br />

cama:<br />

—Mañana no se levante hasta que yo llegue. Debo ser el primero en<br />

olerla —advirtió.<br />

Don Bernardo se <strong>de</strong>spertó con el alba. Intuía vagamente que algo<br />

grave relativo a su masculinidad estaba en entredicho. Divagó por la<br />

casa durante horas y cuando, sobre las nueve <strong>de</strong> la mañana, oyó a<br />

la puerta los cascos <strong>de</strong> la mula <strong>de</strong>l doctor levantó el visillo <strong>de</strong> la<br />

ventana con inquietud manifiesta.<br />

<strong>El</strong> criado <strong>de</strong>l doctor, que traía a la caballería <strong>de</strong>l ronzal, ayudó a<br />

apearse a su dueño y ató aquélla a la armella <strong>de</strong> la columna. Todo<br />

lo que vino a continuación resultó para don Bernardo<br />

<strong>de</strong>sconcertante y confuso. Don Francisco or<strong>de</strong>nó levantarse a doña<br />

Catalina y, tal como estaba, en salto <strong>de</strong> cama, la condujo <strong>de</strong> la mano<br />

hasta la jofaina y, una vez allí, requirió amablemente su aliento.<br />

—¿Cómo? —A doña Catalina se la veía sensiblemente turbada.


—<strong>El</strong> aliento, señora, écheme vuesa merced su aliento —insistió el<br />

doctor inclinando el busto sobre el rostro <strong>de</strong> la paciente. Ésta,<br />

finalmente, obe<strong>de</strong>ció.<br />

—Otra vez, si no le importa.<br />

La esposa <strong>de</strong> don Bernardo Salcedo alentó ante la nariz <strong>de</strong> don<br />

Francisco quien frunció sombríamente el ceño. Acto seguido, en una<br />

actitud <strong>de</strong> gravedad extrema, el doctor Almenara se encerró con don<br />

Bernardo en el <strong>de</strong>spacho <strong>de</strong> éste, se sentó en el escritorio y miró al<br />

señor Salcedo con inusitada frialdad:<br />

—Lamento tener que <strong>de</strong>cirle que las vías <strong>de</strong> su esposa están abiertas<br />

—dijo simplemente.<br />

—¿Qué quiere <strong>de</strong>cir, doctor?<br />

—La esposa <strong>de</strong> vuesa merced está apta para la concepción.<br />

La sangre le bajó <strong>de</strong> golpe a los talones a don Bernardo:<br />

—¿Quiere sugerir...? —apuntó, pero fue incapaz <strong>de</strong> proseguir.<br />

—No insinúo nada, señor Salcedo, afirmo rotundamente que el<br />

aliento <strong>de</strong> su esposa huele a ajo.<br />

¿Qué quiere <strong>de</strong>cir esto? Muy sencillo, las vías <strong>de</strong> recepción <strong>de</strong> su<br />

cuerpo están abiertas, no opiladas.<br />

La concepción sería normal tras una fecundación oportuna.<br />

Don Bernardo había arrancado a sudar y sus movimientos se habían<br />

hecho torpes y resignados:<br />

—Eso quiere <strong>de</strong>cir que soy yo el causante <strong>de</strong>l fracaso matrimonial.<br />

Almenara le miró <strong>de</strong> abajo arriba con un asomo <strong>de</strong> <strong>de</strong>sprecio:<br />

—En medicina dos y dos no siempre son cuatro, señor Salcedo.<br />

Quiero <strong>de</strong>cirle que estas pruebas no son matemáticas. Existe la<br />

posibilidad <strong>de</strong> que ambos estén en condiciones <strong>de</strong> procrear y, por lo<br />

que sea, sus respectivas aportaciones no se entiendan.<br />

—O sea, que mi esposa y yo no congeniamos.


—Llámelo como quiera.<br />

<strong>El</strong> señor Salcedo guardó cauto silencio. Le constaban los<br />

conocimientos <strong>de</strong>l doctor Almenara, sus éxitos espectaculares entre<br />

las familias más distinguidas <strong>de</strong> la ciudad, su luci<strong>de</strong>z. Asimismo era<br />

<strong>de</strong>l dominio público que en su biblioteca se alineaban trescientos<br />

doce volúmenes, no tantos como en la <strong>de</strong> su hermano Ignacio, pero<br />

suficientes para dar i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> su grado <strong>de</strong> ilustración. No era cosa <strong>de</strong><br />

coger una pataleta por motivo tan nimio. Sin embargo inquirió:<br />

—Y ¿la ciencia no dispone <strong>de</strong> ninguna otra prueba, doctor, digamos<br />

menos afrentosa, un poco más <strong>de</strong>licada?<br />

—Podríamos someter a su esposa a la prueba <strong>de</strong> la orina, pero es<br />

una operación asquerosa y tan poco fi<strong>de</strong>digna como la <strong>de</strong>l ajo.<br />

—¿Entonces?<br />

Almenara se levantó lentamente <strong>de</strong>l escritorio. Embutido en su loba<br />

<strong>de</strong> terciopelo oscuro parecía un gigante. Su barba puntiaguda le<br />

alcanzaba al tercer botón. Tomó ligeramente <strong>de</strong>l codo a don<br />

Bernardo:<br />

—Sinceramente, señor Salcedo, ¿qué resultaría para vuesa merced<br />

más <strong>de</strong>primente, el hecho <strong>de</strong> no tener <strong>de</strong>scen<strong>de</strong>ncia o tener que<br />

reconocer ante su esposa que el responsable es usted?<br />

<strong>El</strong> señor Salcedo carraspeó:<br />

—Veo que también vuesa merced es especialista en hombres —dijo.<br />

—Aquel que conoce bien a las mujeres termina conociendo a los<br />

hombres. Son conocimientos complementarios.<br />

Don Bernardo alzó unos ojos vacuos, extrañamente opacos:<br />

—¿No sería suficiente, doctor, comunicar a mi esposa que nuestros<br />

organismos no riman, que nuestras respectivas aportaciones, como<br />

usted dice, no se entien<strong>de</strong>n?<br />

—Es un buen consejo —sonrió—.<br />

Hagamos lo que usted dice. En realidad vuesa merced no me pi<strong>de</strong><br />

que mienta.


Aquella concesión <strong>de</strong>l doctor Almenara salvó la armonía <strong>de</strong>l<br />

matrimonio y la amistad entre los dos hombres. Pero, cuando ocho<br />

años <strong>de</strong>spués, sin otra novedad en la vida matrimonial que el simple<br />

paso <strong>de</strong>l tiempo, don Bernardo y doña Catalina volvieron por la<br />

consulta, informando que la señora había tenido dos faltas, el<br />

doctor Almenara se congratuló <strong>de</strong> su discreción. Hizo ten<strong>de</strong>r a doña<br />

Catalina en la mesa ortopédica y le tomó el pulso <strong>de</strong>tenidamente.<br />

Luego colocó la palma <strong>de</strong> su mano <strong>de</strong>recha en el pecho izquierdo,<br />

sobre el corazón <strong>de</strong> la paciente, y al sentir la agitación <strong>de</strong> doña<br />

Catalina, murmuró:<br />

tranquila, tranquila, señora, no tiene usted fiebre. Se volvió hacia su<br />

amigo y rubricó: calentura no tiene, señor Salcedo. Seguidamente se<br />

dobló por la cintura, aplicó la oreja al pecho <strong>de</strong> la mujer y escuchó<br />

el apremiado latido <strong>de</strong> su corazón. Al concluir, su mano experta<br />

abrió un hueco entre el corpiño y la faldilla y exploró el vientre, las<br />

durezas <strong>de</strong>l bazo y el hígado, las más escurridizas <strong>de</strong> los intestinos.<br />

Pero su mano <strong>de</strong>scendió todavía un poco más. A doña Catalina se le<br />

cortaba el resuello; estaba a pique <strong>de</strong> <strong>de</strong>smayarse, era la mano<br />

<strong>de</strong>recha, la <strong>de</strong> la esmeralda en el pulgar, y a veces sentía en el pubis<br />

las suaves aristas <strong>de</strong> la piedra. <strong>El</strong> doctor Almenara actuaba con<br />

excesiva audacia esta mañana. Finalmente sacó la mano y fue a<br />

lavárselas a la jofaina. Habló mientras se secaba:<br />

—Las faltas son casi siempre un indicio concluyente <strong>de</strong> preñez —<br />

observó—, pero en tan poco tiempo no es posible apreciar nada al<br />

tacto. —Miró a Salcedo y añadió como si retomara el tema <strong>de</strong> ocho<br />

años atrás—: Estas cosas ocurren en medicina. Las aportaciones <strong>de</strong><br />

vuesas merce<strong>de</strong>s, que parecían no enten<strong>de</strong>rse, han amigado <strong>de</strong><br />

pronto.<br />

Celebrémoslo. Les espero <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> ocho semanas.<br />

<strong>El</strong> matrimonio volvió por la consulta dos meses <strong>de</strong>spués pero, para<br />

entonces, doña Catalina pasaba las mañanas en náusea permanente<br />

y, en dos ocasiones, había llegado al almadiamiento y el vómito. Se<br />

lo dijo al doctor antes <strong>de</strong> ten<strong>de</strong>rse en la mesa. <strong>El</strong> doctor la auscultó<br />

pacientemente pero, apenas inició el tacto en el vientre, las<br />

comisuras <strong>de</strong> su boca se distendieron:<br />

Aquí tenemos la cabeza <strong>de</strong>l joven Salcedo —dijo y sonrió más<br />

ampliamente—: Se han salido uste<strong>de</strong>s con la suya.<br />

Mes tras mes, doña Catalina, acompañada por su esposo, visitaba al<br />

doctor Almenara. Suponía un motivo <strong>de</strong> orgullo oír <strong>de</strong> su boca la


confirmación periódica <strong>de</strong> la próxima maternidad. No obstante, a los<br />

ocho meses <strong>de</strong> embarazo, el doctor formuló una pregunta enfadosa:<br />

¿Están vuesas merce<strong>de</strong>s seguras <strong>de</strong> haber llevado bien las cuentas?<br />

Don Bernardo se aceleró: las faltas no engañan, doctor. La primera<br />

vez que le visitamos llevaba dos, luego ahora son ocho exactamente.<br />

La cabecita es muy chica —comentó el doctor—: no mayor que una<br />

manzana.<br />

Al mes siguiente confirmó que todo iba bien, salvo el tamaño <strong>de</strong>l<br />

feto, <strong>de</strong>masiado ruin, pero que ya no cabía hacer otra cosa que<br />

esperar. Finalmente, como si formulara la pregunta más inocente<br />

<strong>de</strong>l mundo, inquirió <strong>de</strong> don Bernardo si tenían en casa silla <strong>de</strong><br />

partos. Don Bernardo Salcedo asintió satisfecho.<br />

Se sentía feliz <strong>de</strong> po<strong>de</strong>r complacer al doctor Almenara hasta en<br />

aquel pequeño <strong>de</strong>talle. Se extendió en pormenores sobre la flotilla <strong>de</strong><br />

la lana y la previsión <strong>de</strong> don Néstor Maluenda, el conocido<br />

comerciante burgalés, al regalársela a su esposa no bien apareció en<br />

los mercados <strong>de</strong> Flan<strong>de</strong>s como una novedad.<br />

<strong>El</strong>los la inventaron —sonrió el doctor. Pero <strong>de</strong> nuevo adoptó un tono<br />

<strong>de</strong>spectivo para puntualizar—:<br />

Por más que, dado su tamaño, tampoco el joven Salcedo precisará<br />

ayudas para irrumpir en este mundo.<br />

Ahora, doña Catalina esperaba al doctor <strong>de</strong>ambulando por la sala y,<br />

<strong>de</strong> vez en cuando, asía la consola con ambas manos, contraía el<br />

rostro y enrojecía sin <strong>de</strong>cir palabra:<br />

—¿Otra vez? —preguntaba don Bernardo solícito consultando el<br />

reloj. <strong>El</strong>la asentía—. Son cada vez más frecuentes, apenas un par <strong>de</strong><br />

minutos, quizá menos —añadió él.<br />

Salcedo, en el fondo, se sentía envanecido <strong>de</strong> haber provocado esta<br />

conmoción. Le latía en los pulsos la inmo<strong>de</strong>stia <strong>de</strong>l semental, antes<br />

que la <strong>de</strong> padre. Después <strong>de</strong> tantos azares lo había conseguido.<br />

Admiraba la serenidad <strong>de</strong> su mujer y le chocaba su atuendo discreto,<br />

dadas las circunstancias, su falda acampanada <strong>de</strong> verdugos<br />

disimulando la preñez, el gonete <strong>de</strong> escote redondo, abriéndose a los<br />

lados, sugestivamente, sobre los hombros. Sonrió para sí. <strong>El</strong> día que<br />

estrenó aquel gonete no tuvo paciencia para <strong>de</strong>snudarla. A veces le<br />

asaltaban estos impulsos inmo<strong>de</strong>rados sin que acertara a explicar


la causa. Dependían más <strong>de</strong> sus exigencias carnales que <strong>de</strong> la<br />

vestimenta <strong>de</strong> su esposa. No obstante siempre le había excitado este<br />

gonete insinuante, los blancos y frágiles hombros compitiendo con la<br />

seda <strong>de</strong> la prenda. De nuevo su esposa contraía el rostro agarrada a<br />

la consola y, una vez pasado el dolor, doña Catalina agitó<br />

nerviosamente la campanilla <strong>de</strong> plata. Apareció Blasa, la vieja<br />

cocinera, rutando, arrastrando las chinelas, con una saya <strong>de</strong> paño<br />

burdo y una cofia en la cabeza. Blasa había empezado a servir a los<br />

cinco años en casa <strong>de</strong> la abuela <strong>de</strong> doña Catalina para entretener a<br />

la madre <strong>de</strong> ésta, recién nacida. Luego la había visto nacer a ella.<br />

Era una institución en la casa. Sin embargo, no hizo ningún<br />

comentario cuando la señora comunicó que su hijo se anunciaba ya,<br />

que preparase la habitación y calentara agua en la cocina. A<br />

Mo<strong>de</strong>sta, la doncella, era preferible no <strong>de</strong>cirle nada. Que se<br />

acostara. No estaba bien que a sus pocos años se viera envuelta ya<br />

en estos bretes. En cuanto a Juan Dueñas, el criado que había ido a<br />

recoger al doctor, no tardaría pero convenía que estuviera dispuesto<br />

para cualquier eventualidad durante la noche. Por <strong>de</strong> pronto que<br />

sacara <strong>de</strong>l cuarto <strong>de</strong> los armarios la silla <strong>de</strong> partos que llevaba dos<br />

lustros encerrada en lo alto <strong>de</strong> uno <strong>de</strong> ellos. La Blasa asentía y<br />

asentía, con su pesada cabeza, con sus hinchados párpados,<br />

totalmente pasiva ante el revuelo que se avecinaba. Miró a su señora<br />

con ojos fatigados:<br />

—¿Alguna cosa más, señora?<br />

Pero doña Catalina atendía a su esposo que le aconsejaba, en tono<br />

didáctico, que se pusiera cómoda, que no pensaría dar a luz con el<br />

gonete y la falda verdugada.<br />

Entre el nerviosismo y las contracciones, doña Catalina no había<br />

pensado aún en la vestimenta apropiada. Don Bernardo precisó:<br />

—Ropas <strong>de</strong> noche, flojas y abiertas naturalmente.<br />

Se oyó rodar un carruaje. <strong>El</strong> señor Salcedo conocía cada bache, cada<br />

adoquín <strong>de</strong>sajustado en la calle, y el crujido especial <strong>de</strong> su viejo<br />

coche al salvarlos:<br />

—Pronto —dijo—, ha llegado el doctor.<br />

Doña Catalina escapó <strong>de</strong> la habitación por el falsete mientras don<br />

Francisco <strong>de</strong> Almenara, con su loba <strong>de</strong> terciopelo oscuro y su maletín<br />

negro en la mano <strong>de</strong> la esmeralda, accedía por la puerta principal.<br />

<strong>El</strong> doctor sabía <strong>de</strong> la importancia <strong>de</strong> una irrupción ostentosa. <strong>El</strong>


médico o la comadre en casa <strong>de</strong> una primeriza era una especie <strong>de</strong><br />

dios. Don Bernardo se acercó a él, preso <strong>de</strong> una extraña agitación:<br />

—La cosa ha comenzado, doctor.<br />

—¿Siente dolores?<br />

—Hace más <strong>de</strong> una hora. Cada dos minutos.<br />

Don Francisco <strong>de</strong> Almenara miró en <strong>de</strong>rredor y echó en falta la<br />

presencia <strong>de</strong> la comadre. Don Bernardo se excusó: ignoraba que<br />

fuera indispensable. <strong>El</strong> doctor anotó en un papel dos nombres y dos<br />

direcciones y el señor Salcedo llamó a Juan Dueñas: Recoja a la<br />

primera. A la segunda, únicamente si la otra estuviera ausente.<br />

Después condujo al doctor hasta el dormitorio pero, como buen<br />

hombre celoso, golpeó con los nudillos antes <strong>de</strong> entrar. Doña<br />

Catalina dijo |a<strong>de</strong>lante| con voz sofocada. Se había encamado con<br />

el camisón <strong>de</strong> novia y una bata floja sobre los hombros y se<br />

recostaba sobre dos almohadas <strong>de</strong> lana. <strong>El</strong> doctor Almenara retuvo<br />

la puerta y se dirigió a don Bernardo con <strong>de</strong>lica<strong>de</strong>za:<br />

—Es preferible que espere fuera.<br />

<strong>El</strong> señor Salcedo dio un paso atrás, humillado. ¿Qué pretendía hacer<br />

el aguerrido doctor Almenara a solas con su esposa? Los minutos<br />

discurrían con lentitud exasperante. Con la gruesa puerta <strong>de</strong> roble<br />

por medio, apenas se oían tenues murmullos y cuando el doctor le<br />

dio acceso se precipitó en el santuario, como había <strong>de</strong>nominado al<br />

dormitorio conyugal <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el día <strong>de</strong> su matrimonio. <strong>El</strong> doctor<br />

Almenara le frenó:<br />

—Todo normal —dijo—. La dilatación ha comenzado.<br />

La comadre había llegado. Era una mujercita pequeña y dura, <strong>de</strong><br />

piel apergaminada, embutida en una saya vieja y con la cabeza<br />

cubierta por una toca. <strong>El</strong> doctor se dirigió a ella:<br />

—Buenas noches, Victoria —dijo—. Las cosas marchan<br />

correctamente pero no conviene dormirse.<br />

Prepare a la parturienta un agua <strong>de</strong> artemisa.<br />

Mo<strong>de</strong>sta, con sus andares saltarines, iba tras ella pero Don<br />

Bernardo la <strong>de</strong>tuvo:<br />

—Usted <strong>de</strong>be acostarse —dijo—.


Blasa aten<strong>de</strong>rá a la señora. —Se volvió a Juan Dueñas que le miraba<br />

inmóvil <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la puerta:<br />

—Usted espere abajo, Juan.<br />

Aún no sabemos si vamos a necesitarle.<br />

Doña Catalina tomó dócilmente la pócima sin que aparentemente las<br />

cosas cambiaran. Sin embargo la dilatación progresaba. La comadre<br />

iba y venía a la sala:<br />

—La dilatación es suficiente, doctor, pero no veo voluntad <strong>de</strong><br />

participar. Está pasiva.<br />

—Déle un ruibarbo.<br />

La paciente movió el vientre con el ruibarbo. Escondía el rostro<br />

contra las almohadas a cada contracción pero no se esforzaba.<br />

—Apriete —dijo el doctor.<br />

—Que apriete, ¿dón<strong>de</strong>?<br />

Cundía el <strong>de</strong>sconcierto:<br />

—Cuando le venga el dolor, haga usted fuerza.<br />

<strong>El</strong> doctor se sentó en la <strong>de</strong>scalzadora. Al oír que la parturienta se<br />

quejaba volvió la cara hacia ella:<br />

—¡Apriete!<br />

—No puedo, doctor.<br />

Don Francisco Almenara se levantó. La cabeza está ahí, es pequeña,<br />

¿por qué <strong>de</strong>monios no sale? —dijo el doctor. Pero transcurrió media<br />

hora y el panorama no había cambiado. La dilatación estaba hecha<br />

pero doña Catalina seguía sin participar:<br />

—¡Victoria! —voceó el doctor entonces con energía—: ¡La silla <strong>de</strong><br />

partos, por favor!<br />

<strong>El</strong> propio don Bernardo ayudó a introducirla en el dormitorio. Era<br />

un artefacto <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra y cuero, el asiento más bajo que los soportes<br />

<strong>de</strong> las piernas y dos correas en los brazos don<strong>de</strong> <strong>de</strong>bería agarrarse


la paciente para hacer fuerza. La comadre y Blasa, la cocinera,<br />

ayudaron a doña Catalina a acomodarse en la silla. La parturienta,<br />

<strong>de</strong>macrada, con las piernas abiertas en alto y el nalgatorio apoyado<br />

en el asiento <strong>de</strong> cuero negro, ofrecía un aspecto <strong>de</strong>sairado y ridículo.<br />

Le asaltó un dolor y el doctor dijo: Haga fuerza y ella frunció la<br />

cara, pero, cuando el dolor se disolvió, empezó a alterarse y or<strong>de</strong>nó<br />

a su marido con cajas <strong>de</strong>stempladas que saliese y esperase en la<br />

sala, que le disgustaba que fuese testigo <strong>de</strong> su <strong>de</strong>gradación. Nunca<br />

pensó don Bernardo que el nacimiento <strong>de</strong> un hijo comportase un<br />

proceso tan prolongado y vejatorio.<br />

A las dos y media <strong>de</strong> la madrugada <strong>de</strong>l 31 <strong>de</strong> octubre <strong>de</strong> 1517, la<br />

dilatación estaba prácticamente terminada pero el niño no salía y<br />

doña Catalina gritaba pero seguía sin poner nada <strong>de</strong> su parte para<br />

llevar el proceso a buen término.<br />

Fue en ese momento cuando el prestigioso doctor Almenara<br />

pronunció una frase que había <strong>de</strong> hacerse popular en la villa: Este<br />

niño está pegado —dijo. Justo en ese instante ocurrió algo<br />

inimaginable: la cabeza <strong>de</strong> la criatura <strong>de</strong>sapareció <strong>de</strong>l acceso y, en<br />

su lugar, asomó su bracito con la mano abierta que se agitaba como<br />

si se <strong>de</strong>spidiese o saludase. Y allí quedó <strong>de</strong>spués el brazo,<br />

<strong>de</strong>smayado y flojo como un pene, entre las piernas abiertas <strong>de</strong> la<br />

dama.<br />

—Este con<strong>de</strong>nado se ha dado la vuelta —dijo el doctor fuera <strong>de</strong> sí—.<br />

Atiéndale, rápido.<br />

La comadre abrió la cesta y sacó <strong>de</strong> ella un frasco <strong>de</strong> aceite <strong>de</strong><br />

eneldo y una cajita <strong>de</strong> manteca, untó el bracito varado con ambas<br />

sustancias y mediante un rápido movimiento, muy profesional y<br />

sabio, volvió a meterlo en el vientre <strong>de</strong> su madre. La paciente se<br />

<strong>de</strong>jaba hacer dócilmente y, cuando advirtió que el doctor se quitaba<br />

<strong>de</strong>l <strong>de</strong>do pulgar el gran anillo <strong>de</strong> la esmeralda y lo <strong>de</strong>jaba sobre el<br />

tocador, se sintió tan <strong>de</strong>svalida como si se hubiese <strong>de</strong>senroscado la<br />

mano y <strong>de</strong>scargara en ella toda la responsabilidad. Pero, <strong>de</strong> manera<br />

imprevista, sucedió todo lo contrario. <strong>El</strong>la notó <strong>de</strong> repente su po<strong>de</strong>r<br />

en el vientre, el doctor sujetó el hombro <strong>de</strong>l bebé con sus <strong>de</strong>dos<br />

afilados y, muy hábilmente, le hizo girar <strong>de</strong> forma que la pequeña<br />

cabeza quedara <strong>de</strong> nuevo opilada sobre la vulva.<br />

Doña Catalina, que había perdido los modales y gritaba e insultaba<br />

a todos los presentes, volvió a experimentar una acumulación <strong>de</strong><br />

energías en la pelvis, chilló, apretó con todas sus fuerzas mientras<br />

la comadre la animaba: así, así y, <strong>de</strong> pronto, como si fuese un


olaño, un pedazo sanguinolento <strong>de</strong> carne rosada salió proyectado<br />

con fuerza, el doctor retiró la cabeza para evitar el impacto, y la<br />

criatura aterrizó sobre la blanca toalla que la comadre sostenía<br />

entre sus brazos poco más atrás. Le miró atónita:<br />

—¡Un niño! —dijo—. Qué menudo es, parece un gatito.<br />

Entró apresurado don Bernardo y el doctor Almenara, que se lavaba<br />

las manos en la jofaina, le miró fijamente y le dijo:<br />

—Ahí tiene a su hijo, señor Salcedo. ¿Creen vuesas merce<strong>de</strong>s que han<br />

contado bien? Por el tamaño parece sietemesino.<br />

Pero el esfuerzo, el bochorno, el reteso <strong>de</strong> doña Catalina, que por vez<br />

primera en su vida había realizado una tarea personal por sí misma,<br />

sin apelar a manos mercenarias, tuvo sus dolorosas consecuencias.<br />

Se sentía exhausta y <strong>de</strong>sarmada y, cuando a la mañana siguiente le<br />

entregaron el niño para que mamase, el pequeño retiró la cabecita<br />

<strong>de</strong>l pezón aquejado <strong>de</strong> un llanto convulso. <strong>El</strong> doctor Almenara, que<br />

había presenciado la reacción <strong>de</strong>l recién nacido, auscultó<br />

pacientemente a doña Catalina, colocó la mano <strong>de</strong>l anillo sobre el<br />

pecho izquierdo <strong>de</strong> la enferma, se volvió hacia don Bernardo y sus<br />

hermanos, que se habían presentado en la casa inopinadamente, y<br />

pronunció otra <strong>de</strong> sus frases lapidarias:<br />

—La parturienta pa<strong>de</strong>ce calenturas. Habrá que buscar una nodriza.<br />

La influencia <strong>de</strong> la familia Salcedo se <strong>de</strong>splegó por la villa y pueblos<br />

limítrofes. Don Ignacio, oidor <strong>de</strong> la Chancillería, don<strong>de</strong> se preparaba<br />

esa mañana la recepción <strong>de</strong>l Rey, dio el parte entre el personal<br />

subalterno: urgía una nodriza joven, con leche <strong>de</strong> varios días, sana y<br />

dispuesta a alojarse en casa <strong>de</strong> los padres. Los corresponsales <strong>de</strong> la<br />

lana, en el Páramo, recibieron <strong>de</strong> don Bernardo la misma consigna:<br />

Se precisa nodriza.<br />

La familia Salcedo requiere urgentemente una nodriza. A las doce<br />

<strong>de</strong>l día siguiente se presentó una muchacha, casi una niña,<br />

proce<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> Santovenia, madre soltera, con leche <strong>de</strong> cuatro días,<br />

que había perdido a su hijito en el parto. A doña Catalina, aún no<br />

<strong>de</strong>masiado cargada <strong>de</strong> fiebre, le gustó la chica, alta, <strong>de</strong>lgada,<br />

tierna, con una atractiva sonrisa. Daba la sensación <strong>de</strong> una<br />

muchacha alegre a pesar <strong>de</strong> todos los pesares. Y una vez que el niño<br />

se enroscó en su regazo y estuvo una hora inmóvil tirando <strong>de</strong>l pezón<br />

y se quedó dormido, doña Catalina se conmovió. <strong>El</strong> “fervor materno”<br />

<strong>de</strong> aquella chica se advertía en su tacto, en el cuidado meticuloso al<br />

acostar a la criatura, en la comunión <strong>de</strong> ambos a la hora <strong>de</strong>


alimentarlo. Deslumbrada por tan buena disposición, doña Catalina<br />

la contrató sin vacilar y la alabó sin reservas. De esta manera<br />

apresurada Minervina Capa, natural <strong>de</strong> Santovenia, <strong>de</strong> quince años<br />

<strong>de</strong> edad, madre frustrada, empezó a formar parte <strong>de</strong> la servidumbre<br />

<strong>de</strong> la familia Salcedo en la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo 5.<br />

Tampoco Minervina encontró resistencia en la cocina don<strong>de</strong> Blasa,<br />

la cocinera, era, en principio, un hueso duro <strong>de</strong> roer. Había dado al<br />

niño dos tomas <strong>de</strong> leche <strong>de</strong> burra, rebajada con agua y muy<br />

azucarada, como vio en tiempos hacer a su madre, antes <strong>de</strong><br />

aparecer Minervina, y doña Catalina temió un recibimiento hostil.<br />

Pero a la señora Blasa le había intrigado la proce<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong> la chica<br />

y, tan pronto se vio a solas con ella, le preguntó si conocía en su<br />

pueblo a un tal Pedro Lanuza, padre <strong>de</strong> dos rapazas bien<br />

apersonadas y ligeras <strong>de</strong> cascos, y no había terminado <strong>de</strong> formular<br />

la pregunta cuando Minervina rompió a reír:<br />

—Toda la famila alumbrada, señora Blasa.<br />

—Y ¿qué quieres <strong>de</strong>cir con eso?<br />

—Lo que oye, señora Blasa, alumbrados, <strong>de</strong> esos que dicen que<br />

Nuestro Señor prefiere ver a un hombre y una mujer en la cama que<br />

en la iglesia rezando latines.<br />

—¿Eso dicen en tu pueblo?<br />

Siempre fue un poco rara esa familia.<br />

Minervina se esforzó por recordar más cosas para complacer a la<br />

señora Blasa, para caerle en gracia:<br />

—También dicen que Nuestro Señor viene a ellos sin más que<br />

sentarse a esperar. Que basta quedarse quietos y aguardar para que<br />

el Señor los ilumine. Por eso les dicen también los “<strong>de</strong>jados”.<br />

La Blasa asentía:<br />

—Ese mote le cae mejor al Pedro Lanuza que el otro, ya ves.<br />

En la vida vi a un hombre más vago y abandonado que él.<br />

—Pues si quiere verlos, los sábados bajan a Valladolid, en la burra, a<br />

casa <strong>de</strong> una tal Francisca Hernán<strong>de</strong>z y <strong>de</strong> un cura que también le<br />

dicen don Francisco.


La Blasa abrió el ojo:<br />

—Y ¿dón<strong>de</strong> vive la Francisca Hernán<strong>de</strong>z esa, hija?<br />

—Ni me recuerdo, señora Blasa, pero si usted tiene interés el primer<br />

día que vaya al pueblo lo pregunto.<br />

Así tomó Minervina posesión <strong>de</strong> los dominios <strong>de</strong> la Blasa. La<br />

Mo<strong>de</strong>sta, corta y tímida, pero disparatada, también aceptó a la<br />

chica complacida. Habituada a la vieja, halló en la nueva<br />

compañera juventud, unos puntos <strong>de</strong> vista más afines y una<br />

conversación fluida, impropia <strong>de</strong> una chica <strong>de</strong> pueblo.<br />

Doña Catalina pasó el día tranquila. La aparición <strong>de</strong> Minervina, tan<br />

limpia como bien mandada, la había sosegado. Para acrecentar su<br />

bienestar, a mediodía se presentó doña Gabriela, su cuñada, a darle<br />

cuenta <strong>de</strong> los festejos <strong>de</strong> la villa: los cuarenta mil forasteros<br />

llegados para recibir al Rey, las calles hirvientes, los arcos <strong>de</strong><br />

ma<strong>de</strong>ra revestidos <strong>de</strong> follaje en las esquinas, los paneles y tapices<br />

engalanando las casas más nobles.<br />

Y, luego, la marcial parada en el Nuevo Espolón, el infante don<br />

Fernando, flanqueado por el car<strong>de</strong>nal <strong>de</strong> Tortosa y el arzobispo <strong>de</strong><br />

Zaragoza, seguidos <strong>de</strong> heraldos, alguaciles, ujieres y maceros. <strong>El</strong><br />

gentío se <strong>de</strong>sgañitaba dando vivas al Rey al aparecer don Carlos<br />

sobre el adoquinado, solo, apuesto, por el centro <strong>de</strong> la calzada,<br />

caminando al ritmo <strong>de</strong> los timbales, los diamantes engarzados en su<br />

traje brillando al sol <strong>de</strong> noviembre. Le precedía una banda <strong>de</strong><br />

trompetas y tambores y velaban su retaguardia quinientos<br />

arcabuceros, cuatrocientos alemanes y cien españoles, tras los<br />

cuales <strong>de</strong>sfilaban su hermana, doña Leonor, con las damas <strong>de</strong>l<br />

séquito atendidas por nobles y, cerrando el cortejo, una compañía <strong>de</strong><br />

arqueros haciendo caracolear a sus caballos y dando vivas a<br />

Castilla y al Rey. Doña Catalina, mujer <strong>de</strong> fáciles emociones,<br />

comenzó a temblar bajo el edredón y doña Gabriela, al advertir su<br />

encendimiento, hizo <strong>de</strong>rivar la conversación hacia el gran elefante<br />

instalado en la Plaza <strong>de</strong>l Mercado para regocijo <strong>de</strong> niños y adultos.<br />

Al día siguiente, sin razones aparentes, doña Catalina empeoró.<br />

Le subió la calentura y el doctor Almenara admitió que podía<br />

tratarse <strong>de</strong>l mal <strong>de</strong> madre y, con objeto <strong>de</strong> ganar tiempo, or<strong>de</strong>nó al<br />

barbero cirujano Gaspar Laguna, que en su día había vuelto a la<br />

vida al presi<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> la Chancillería en situación <strong>de</strong>sesperada, que<br />

practicase a la enferma una sangría, cosa que llevó a cabo con<br />

admirable <strong>de</strong>streza. Pero como, al día siguiente, doña Catalina


continuara en el mismo estado, don Francisco Almenara abrió un<br />

nuevo camino a la esperanza apelando a la triaca magna:<br />

—Hay que dársela. No queda otro remedio.<br />

La matrona asintió. Don Bernardo, resignadamente, buscó unas<br />

monedas en los bolsillos <strong>de</strong> la ropeta para el remedio, pero el doctor,<br />

al advertir su a<strong>de</strong>mán, le informó que se trataba <strong>de</strong> un medicamento<br />

caro. ¿Como cuánto <strong>de</strong> caro? —inquirió Salcedo. Doce ducados —<br />

concretó el doctor. ¡Doce ducados! —estalló don Bernardo. <strong>El</strong> doctor<br />

argumentó las razones <strong>de</strong> este precio: Tenga usted en cuenta que<br />

sólo se fabrica en Venecia y que en el preparado entran más <strong>de</strong><br />

cincuenta elementos distintos.<br />

Mientras la Mo<strong>de</strong>sta bajaba a la botica <strong>de</strong> Custodio, se oyeron pasar<br />

caballerías por la calle y, acto seguido, un “viva el rey” y el rumor<br />

<strong>de</strong> alabar<strong>de</strong>ros <strong>de</strong>sfilando acompasados por el redoble <strong>de</strong> un tambor.<br />

De pronto, como una tiple que respondiera en escena a la voz<br />

po<strong>de</strong>rosa <strong>de</strong>l barítono, sonó el tintineo <strong>de</strong> una esquilita entre el<br />

estruendo militar. Don Bernardo retiró el visillo <strong>de</strong> la ventana.<br />

Había encargado en el Convento <strong>de</strong> San Pablo la misa <strong>de</strong> las Cinco<br />

Llagas por la salud <strong>de</strong> la enferma y el santo viático por si acaso las<br />

cosas se torcían. A su <strong>de</strong>recha vio venir a fray Hernando, con el cáliz<br />

cubierto, y a un monacillo a su lado, agitando la campanilla. La<br />

gente se hincaba <strong>de</strong> rodillas a su paso y, al levantarse, sacudían<br />

vigorosamente el polvo <strong>de</strong> las calzas o <strong>de</strong> las sayas. En las<br />

escaleras, la campanilla <strong>de</strong>l monacillo se hizo más aguda, sonora e<br />

imperativa. Don Bernardo se acercó a fray Hernando:<br />

—La unción es suficiente, padre; ya no conoce.<br />

Y, en el momento en que el sacerdote iniciaba las preces, la barbilla<br />

<strong>de</strong> doña Catalina se <strong>de</strong>splomó sobre el pecho y quedó inmóvil, con la<br />

boca abierta. <strong>El</strong> doctor se a<strong>de</strong>lantó hasta ella, le tomó el pulso y<br />

puso la mano <strong>de</strong> la esmeralda sobre su corazón. Se volvió a los<br />

asistentes:<br />

—Ha muerto —dijo.<br />

Un cuarto <strong>de</strong> hora más tar<strong>de</strong>, la Mo<strong>de</strong>sta, con la triaca magna en la<br />

mano, se tropezó con Juan Dueñas en el portal. Dijo Juan Dueñas<br />

lacónicamente:<br />

—La señora doña Catalina ha muerto.


A la Mo<strong>de</strong>sta se le escapó un sollozo. Ascendió la escalera<br />

lentamente, sujetándose al pasamanos.<br />

La imponían los muertos y aspiraba a dilatar su entrada en la casa.<br />

Por la puerta entreabierta divisó a don Bernardo, sus hermanos,<br />

Blasa y la nueva compañera alterando la posición <strong>de</strong> los muebles en<br />

el vestíbulo, haciendo sitio. Permaneció quieta, sin entrar. Pocos<br />

minutos <strong>de</strong>spués llegaban las en<strong>de</strong>cha<strong>de</strong>ras e instalaron, en el<br />

<strong>de</strong>spacho, la capilla ardiente. Mo<strong>de</strong>sta aprovechó el momento <strong>de</strong><br />

confusión para llegar a la cocina. Minervina, <strong>de</strong>shecha en lágrimas,<br />

sentada en un taburete, daba <strong>de</strong> mamar al niño recién nacido, en<br />

tanto Blasa, la cocinera, atizaba el fuego impávida, con esa<br />

indiferencia propia <strong>de</strong> los seres muy vividos, arrancados<br />

prematuramente <strong>de</strong> su origen. Mo<strong>de</strong>sta se incorporó a la actividad<br />

doméstica. Entregó la medicina al señor. Don Bernardo musitó: doce<br />

ducados tirados a la calle. <strong>El</strong>la dijo con vocecita inaudible: Lo<br />

siento, señor Bernardo; salud para encomendar su alma.<br />

Pero ya empezaba el trajín <strong>de</strong> las visitas, las llamadas a la puerta,<br />

las flores, y ella acudía sin <strong>de</strong>mora. La gente venía en pequeños<br />

grupos y pasaban a la sala don<strong>de</strong> don Bernardo y su hermano los<br />

recibían. Una <strong>de</strong> las veces que cruzó ante la puerta abierta <strong>de</strong>l<br />

<strong>de</strong>spacho, miró <strong>de</strong> soslayo y divisó a la señora sobre una mesa, los<br />

ojos y la boca cerrados, exangüe, indiferente y tranquila. Durante<br />

toda la tar<strong>de</strong> no cesaron las visitas. Llegaban cabizbajos y salían<br />

aliviados, <strong>de</strong>scargados <strong>de</strong> una obligación penosa. Aparecían ramos<br />

<strong>de</strong> flores que la Mo<strong>de</strong>sta llevaba hasta el <strong>de</strong>spacho con los ojos<br />

entrecerrados. Le aterrorizaba volver a ver a la señora. Junto al<br />

cadáver, doña Gabriela, la cuñada <strong>de</strong> la difunta, dirigía las<br />

oraciones <strong>de</strong> grupo. Ya avanzada la noche, cuando los amigos se<br />

<strong>de</strong>spidieron y quedaron solos, don Bernardo y su hermano, el<br />

albacea, se sentaron juntos a los pies <strong>de</strong> la difunta, como era vieja<br />

costumbre familiar, para leer sus disposiciones testamentarias. Por<br />

primera provi<strong>de</strong>ncia, doña Catalina <strong>de</strong>seaba ser enterrada en el<br />

atrio <strong>de</strong>l Convento <strong>de</strong> San Pablo, no en el interior <strong>de</strong> la iglesia, ya<br />

que, a causa <strong>de</strong> los enterramientos, <strong>de</strong>ntro había unos<br />

<strong>de</strong>sagradables efluvios |que le quitaban la <strong>de</strong>voción|. Doce mujeres<br />

jóvenes y pobres la acompañarían a su última morada, vestidas <strong>de</strong><br />

azul y blanco y con un cirio encendido en la mano. Don Bernardo<br />

abonaría a cada una <strong>de</strong> ellas un real <strong>de</strong> vellón por su compañía. <strong>El</strong><br />

entierro <strong>de</strong>bería efectuarse tras una misa <strong>de</strong> réquiem en la misma<br />

iglesia, a la que seguirían, en fechas sucesivas, un novenario <strong>de</strong><br />

misas cantadas con diáconos y subdiáconos y otras en cada templo<br />

<strong>de</strong> la villa en la octava <strong>de</strong> su fallecimiento. Don Bernardo leía estas<br />

disposiciones con voz entrecortada, no tanto por su aflicción, como


porque conocía la liberalidad <strong>de</strong> doña Catalina, que temía se<br />

manifestara a cada paso. Y su voz temblorosa se quebró <strong>de</strong>l todo<br />

cuando, con su característica letra picuda, la difunta or<strong>de</strong>naba, sin<br />

lugar a otras interpretaciones, que se constituyese un juro en favor<br />

<strong>de</strong>l Convento <strong>de</strong> San Pablo que rentase, cuando menos, dos mil<br />

seiscientos cincuenta maravedíes al año.<br />

Cuando al fin pudo leer esto, don Bernardo hizo una pausa, miró a<br />

su hermano por encima <strong>de</strong>l papel y dijo con acento alambicado:<br />

—Catalina había nacido para princesa.<br />

Pensó en el almacén <strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría, en sus fincas <strong>de</strong> Pedrosa y en<br />

Benjamín, el rentero:<br />

—Un juro así no bajará <strong>de</strong> treinta aranzadas —añadió.<br />

Su hermano Ignacio, oidor <strong>de</strong> la Chancillería, rubio, con el pelo<br />

corto, y barbilampiño, se sintió molesto, arrugó la nariz como ante<br />

un mal olor:<br />

—Es <strong>de</strong> ley —dijo—. Tú pue<strong>de</strong>s pagar sobradamente ese juro.<br />

Siempre hubo una relación muy estrecha entre ambos hermanos, tan<br />

diferentes, empero, en la estimación <strong>de</strong>l dinero. Discutieron a los<br />

pies <strong>de</strong>l cadáver, entre el aroma mareante <strong>de</strong> las flores, y don<br />

Bernardo tildó a su esposa <strong>de</strong> manirrota, pero don Ignacio,<br />

discretamente, cortó la conversación haciendo ver a su hermano que<br />

no era el momento apropiado para emitir tales juicios.<br />

A la mañana siguiente, con el cadáver sentado en el coche, sujeto<br />

con cuerdas, y conducido por Juan Dueñas, Bernardo e Ignacio<br />

Salcedo presidieron los sufragios por la difunta. Doce muchachas,<br />

casi niñas, con rostros seráficos, vestidas <strong>de</strong> azul y blanco,<br />

flanqueaban el coche, entonando con voces nasales cánticos<br />

religiosos. Alineadas luego, en la nave central <strong>de</strong>l templo, escoltando<br />

el cadáver, sus rostros juveniles restaban severidad a la ceremonia.<br />

A continuación, los restos <strong>de</strong> doña Catalina Bustamante recibieron<br />

tierra en el atrio y el acompañamiento <strong>de</strong>sfiló ante los hermanos,<br />

estrechando sus manos, dándoles paz en el rostro o prodigándoles<br />

palabras <strong>de</strong> consuelo.<br />

Concluidos los pésames, ante la emoción <strong>de</strong> los amigos, el joven<br />

viudo distribuyó entre las jóvenes penitentes los doce reales <strong>de</strong><br />

vellón acordados en las disposiciones.


De regreso a casa, doña Gabriela, acompañada por los dos hombres,<br />

pasó por el cuarto <strong>de</strong> plancha para ver al pequeño Cipriano y, ante<br />

él, aparentemente dormido, soltó dos lágrimas inoportunas.<br />

Don Bernardo, en cambio, a su lado, contemplaba a la criatura con<br />

rostro impasible. A la cabecera <strong>de</strong> la cunita, la joven Minervina<br />

había colocado un lazo negro <strong>de</strong> tafetán. Los ojos <strong>de</strong> don Bernardo<br />

se endurecieron.<br />

—¿Qué pensará mientras duerme el pequeño parricida? —murmuró.<br />

Don Ignacio le tomó por el hombro.<br />

—Por favor; no disparates así, Bernardo. Nuestro Señor te pue<strong>de</strong><br />

castigar.<br />

Don Bernardo movió la cabeza <strong>de</strong> un lado a otro:<br />

—¿Es que cabe aún mayor castigo que el que vengo pa<strong>de</strong>ciendo? —<br />

sollozó.<br />

__________________________<br />

__________________________<br />

II<br />

La casa <strong>de</strong> la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo asumió a la muerte <strong>de</strong> doña<br />

Catalina una nueva disposición. <strong>El</strong> niño Cipriano se incorporó a la<br />

vida <strong>de</strong>l servicio, en las buhardillas <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra <strong>de</strong>l piso alto, en<br />

tanto don Bernardo quedó como dueño y señor <strong>de</strong>l primer piso, sin<br />

otra novedad que la <strong>de</strong> haber cambiado <strong>de</strong> sitio el santuario<br />

conyugal, instalado, ahora que había <strong>de</strong>jado <strong>de</strong> ser santuario, en su<br />

<strong>de</strong>spacho <strong>de</strong> toda la vida.<br />

Como era previsible, dada su corta edad, el niño vivía pegado a su<br />

nodriza; <strong>de</strong> ella mamaba cada tres horas, con ella pasaba el día<br />

gorjeando en el cuarto <strong>de</strong> plancha y con ella dormía en uno <strong>de</strong> los<br />

cuchitriles <strong>de</strong> arriba, junto a la escalera. Los bajos, en cambio, no<br />

sufrieron la menor alteración.<br />

Juan Dueñas, el criado, siguió viviendo allí, en el pequeño chiscón<br />

junto a la cuadra, con los dos caballos y las dos mulas y la pequeña<br />

cochera al lado.


Ninguna <strong>de</strong> estas noveda<strong>de</strong>s implicó un cambio sustancial en la vida<br />

<strong>de</strong> don Bernardo Salcedo aunque externamente entró en una fase <strong>de</strong><br />

<strong>de</strong>rrotada pasividad. Dejó <strong>de</strong> ir al almacén <strong>de</strong> lanas, en la vieja<br />

Ju<strong>de</strong>ría, y se olvidó por completo <strong>de</strong> Benjamín Martín, su rentero <strong>de</strong><br />

Pedrosa. En su inactividad, don Bernardo <strong>de</strong>jó incluso <strong>de</strong> visitar a<br />

mediodía, con sus amigos, la taberna <strong>de</strong> Dámaso Garabito y <strong>de</strong><br />

entonarse con sus blancos selectos. En rigor, el señor Salcedo pasó<br />

unos días sentado en un sillón <strong>de</strong> la sala, frente a los visillos <strong>de</strong> la<br />

ventana, viendo cómo venía la luz y cómo marchaba. Apenas se<br />

movía hasta que Mo<strong>de</strong>sta le avisaba para comer y él, entonces, se<br />

levantaba <strong>de</strong>l sillón <strong>de</strong> mala gana y se sentaba a la mesa. Pero no<br />

comía, se limitaba a manchar el plato para engañarse a sí mismo y,<br />

<strong>de</strong> paso, inquietar al servicio. Interiormente se había señalado una<br />

semana <strong>de</strong> luto pero, en siete días, llegó a un punto <strong>de</strong> simulación<br />

tan perfecto que empezó a gozar <strong>de</strong> las mieles <strong>de</strong> la compasión.<br />

Des<strong>de</strong> niño, don Bernardo Salcedo había impuesto a sus padres su<br />

voluntad.<br />

Era un muñeco autoritario que no aceptaba imposiciones <strong>de</strong> ningún<br />

tipo. Así creció y, una vez casado, a su esposa doña Catalina la tuvo<br />

siempre sometida a una dura disciplina marital. Tal vez por eso<br />

sufría ahora, porque le faltaba alguien a quien mandar, con quien<br />

ejercitar el po<strong>de</strong>r. Y Mo<strong>de</strong>sta, la doncella, al servirle las comidas,<br />

mostraba su aflicción con dos lagrimitas. Un día no se pudo<br />

contener y le llamó al or<strong>de</strong>n: no se <strong>de</strong>je vuesa merced —le dijo—. No<br />

le vaya a dar que sentir. Estas sencillas palabras hicieron ver a don<br />

Bernardo que había otros placeres sutiles en el mundo a<strong>de</strong>más <strong>de</strong>l<br />

que proporcionaba la autoridad: ser compa<strong>de</strong>cido, provocar lástima.<br />

Atribuirse un sentimiento <strong>de</strong> dolor tan fuerte como nadie había<br />

sentido en el mundo era otra manera <strong>de</strong> parecer importante. Así<br />

llegó a ser maestro en el oficio, maestro <strong>de</strong> la afectación. Se pasaba<br />

el día estudiando ante el espejo gestos y actitu<strong>de</strong>s que evi<strong>de</strong>nciaran<br />

su pena.<br />

La ostentación <strong>de</strong>l dolor llegó a ser su meta y lo mismo que fingía no<br />

comer ante Mo<strong>de</strong>sta, afirmaba que había renunciado a dormir y se<br />

lamentaba <strong>de</strong> sus largas noches en vela, <strong>de</strong> no pegar ojo, <strong>de</strong> su<br />

insomnio irremediable. Pero, en realidad, don Bernardo, cuando la<br />

casa quedaba a oscuras y en silencio, encendía una mariposa y<br />

buscaba en la alacena y la <strong>de</strong>spensa algún manjar apetecible que le<br />

compensara <strong>de</strong> su dieta diurna tan escrupulosamente observada.<br />

Acto seguido, se <strong>de</strong>splazaba <strong>de</strong> un lugar a otro haciendo ruidos<br />

<strong>de</strong>liberadamente para <strong>de</strong>spertar al servicio y confirmar así su<br />

vigilia. De este modo la compasión por el viudo doliente se iba<br />

extendiendo. Del servicio pasaba a sus hermanos, don Ignacio y


doña Gabriela, <strong>de</strong> don Ignacio a Dionisio Manrique, el jefe <strong>de</strong>l<br />

almacén, <strong>de</strong>l jefe <strong>de</strong>l almacén a Estacio <strong>de</strong>l Valle, el corresponsal en<br />

el Páramo, y <strong>de</strong> Estacio <strong>de</strong>l Valle a los <strong>de</strong>más corresponsales <strong>de</strong> la<br />

meseta y a sus amigos <strong>de</strong> la taberna <strong>de</strong> Dámaso Garabito.<br />

Don Bernardo no comía, ni dormía, no hacía otra cosa, <strong>de</strong>cían, que<br />

dar unas instrucciones cada mañana a Juan Dueñas, su criado, y<br />

charlar un par <strong>de</strong> horas por la tar<strong>de</strong> con su hermano, el oidor. La<br />

única novedad en la primera quincena <strong>de</strong> viudo fueron sus paseos<br />

por la sala, paseos solemnes, sin objeto, una vez que se cansó <strong>de</strong><br />

reposar en el sillón. Solía ponerse en pie <strong>de</strong> manera automática,<br />

cada media hora, y recorría a gran<strong>de</strong>s zancadas la estancia, los ojos<br />

en el suelo, las manos a la espalda, la mente en sus propios<br />

progresos como actor. En relación con estos paseos, Minervina<br />

advirtió una cosa chocante:<br />

tan pronto el señor se ponía en movimiento y empezaban a sonar sus<br />

pasos sobre el entarimado, Cipriano, el niño, se <strong>de</strong>spertaba. Y otro<br />

tanto ocurría cuando don Bernardo subía al piso alto, antes que<br />

para ver al niño para que la chica le viera a él abatido y lloroso.<br />

Pero diríase que la criatura notaba en sus párpados el filo <strong>de</strong> su<br />

mirada, una molesta sensación <strong>de</strong> intromisión, porque se <strong>de</strong>spertaba<br />

enseguida, estiraba su arrugado pescuecito <strong>de</strong> tortuga, abría los ojos<br />

y recorría con su mirada la habitación girando lentamente la<br />

cabeza, antes <strong>de</strong> arrancarse a llorar.<br />

A Minervina le <strong>de</strong>sagradaba que el señor subiera a los altos sin<br />

avisar, que mirase al niño con aquellos ojos inyectados, fríos, llenos<br />

<strong>de</strong> reproches: al niño no le quiere, señora Blasa, no hay más que ver<br />

cómo le mira —<strong>de</strong>cía. Pero cada vez que el señor Salcedo subía a<br />

verle dormir, el niño quedaba incómodo para el resto <strong>de</strong>l día, se<br />

<strong>de</strong>sazonaba y lloraba a cada rato sin razón alguna. Para Minervina<br />

las cosas estaban claras: la criatura lloraba porque su padre le<br />

daba miedo, le asustaban sus ojos, su luto, su sombría<br />

consternación.<br />

Y una vez anochecido, a la hora <strong>de</strong>l baño, Minervina daba cuenta a<br />

sus compañeras <strong>de</strong> las noveda<strong>de</strong>s, en tanto el niño jugueteaba en la<br />

redonda bañera <strong>de</strong> latón, chapuzaba con sus manitas, y cada vez<br />

que la niñera oprimía la esponja contra sus ojos y los hilillos <strong>de</strong><br />

agua escurrían por sus mejillas, se sentía sofocado y feliz. Al<br />

concluir el baño, le tendía sobre la toalla, en su regazo, le<br />

perfumaba concienzudamente y le vestía. Era en esos momentos,<br />

ante el cuerpecillo rosado <strong>de</strong> Cipriano, cuando hablaban entre ellas<br />

<strong>de</strong> su tamaño y la Blasa rezongaba, una y otra vez, que el niño era


menudo pero no flaco, porque en lugar <strong>de</strong> huesos tenía espinas como<br />

los peces.<br />

<strong>El</strong> fingido <strong>de</strong>sconsuelo <strong>de</strong> don Bernardo y su distanciamiento real<br />

hacia el pequeño <strong>de</strong>terminaron la cada día más cálida aproximación<br />

<strong>de</strong> la muchacha. Minervina gozaba viendo la avi<strong>de</strong>z con que el niño<br />

tiraba <strong>de</strong> sus rosados pezones, los juegos <strong>de</strong> sus manitas, los gorjeos<br />

inarticulados, su confiada <strong>de</strong>pen<strong>de</strong>ncia. Con el niño en brazos, se le<br />

ocurría a veces que su hijo no había muerto, que reposaba allí<br />

confiadamente en su enfaldo y que tenía que mirar por él.<br />

—¡Qué boba! —se <strong>de</strong>cía <strong>de</strong> pronto—. Pues no estaba pensando que el<br />

niño era mío.<br />

Fuera <strong>de</strong> la atención permanente <strong>de</strong>l recién nacido y <strong>de</strong> los<br />

comentarios que <strong>de</strong>spertaba, lo único que rompía la monotonía<br />

cotidiana en aquellos días era la visita vespertina <strong>de</strong> don Ignacio y<br />

doña Gabriela. La belleza y elegancia <strong>de</strong> ésta encandilaban a<br />

Mo<strong>de</strong>sta y Minervina y el esplendor <strong>de</strong> sus atuendos las<br />

<strong>de</strong>slumbraba. Jamás repetía mo<strong>de</strong>lo, pero, con unos o con otros,<br />

había una ten<strong>de</strong>ncia clara a marcar la línea <strong>de</strong> los pechos y la<br />

flexibilidad <strong>de</strong> la cintura.<br />

Las sayas francesas, las lobas abiertas <strong>de</strong> brocado, las mangas<br />

abullonadas <strong>de</strong>jando entrever la tela blanca <strong>de</strong> la camisa,<br />

facilitaban motivos <strong>de</strong> conversación a las muchachas. Pero, a<strong>de</strong>más,<br />

estaban los andares <strong>de</strong> doña Gabriela, muy vivos y atildados, sin<br />

lastre, como si su cuerpo tuviera el privilegio <strong>de</strong> flotar, <strong>de</strong> eludir la<br />

acción <strong>de</strong> la gravedad. Enternecida por la suerte <strong>de</strong>l pequeño,<br />

Mo<strong>de</strong>sta y Minervina la acompañaban cada vez que subía a visitarlo<br />

a las buhardillas. Doña Gabriela nunca aludía al tamaño <strong>de</strong>l niño,<br />

le gustaba así, le conmovía su orfandad y, valiéndose <strong>de</strong> tretas y<br />

ardi<strong>de</strong>s, trataba <strong>de</strong> adivinar los sentimientos <strong>de</strong> su padre hacia él.<br />

Se <strong>de</strong>sazonaba cada vez que Minervina le daba cuenta <strong>de</strong> su<br />

sequedad y estuvo a punto <strong>de</strong> sufrir un soponcio el día que le<br />

comunicó que don Bernardo había llamado “pequeño parricida” a la<br />

criatura. Dada la aversión <strong>de</strong> su cuñado hacia su hijo, y confirmada<br />

la infertilidad <strong>de</strong> su matrimonio, una <strong>de</strong> aquellas tar<strong>de</strong>s silenciosas<br />

y confi<strong>de</strong>nciales que siguieron a la viu<strong>de</strong>z <strong>de</strong> don Bernardo, doña<br />

Gabriela, con voz emocionada, brindó a su cuñado la posibilidad<br />

magnánima <strong>de</strong> hacerse cargo <strong>de</strong>l recién nacido, sin papeles ni<br />

compromisos <strong>de</strong> adopción, simplemente para aten<strong>de</strong>rlo, en tanto no<br />

alcanzara una edad razonable que su padre <strong>de</strong>terminaría. Don<br />

Bernardo pestañeó dos veces hasta que notó en los ojos el calor <strong>de</strong><br />

una lágrima y dijo rotundo: el niño es mío; su casa es ésta.<br />

Hábilmente doña Gabriela le hizo ver que el niño, lejos <strong>de</strong> consolarle,


evolvía en él “tortuosos recuerdos”, y don Bernardo convino que así<br />

ocurría en efecto, pero que ésa no era una razón para <strong>de</strong>senten<strong>de</strong>rse<br />

<strong>de</strong> sus <strong>de</strong>beres <strong>de</strong> padre. Le brillaban los ojos y él parpa<strong>de</strong>aba para<br />

simular el tósigo, pero don Ignacio, siempre atento a las reacciones<br />

aflictivas <strong>de</strong> su hermano, le habló <strong>de</strong> manera discreta <strong>de</strong> la<br />

conveniencia <strong>de</strong> dar a la criatura una “madre artificial”, vinculada<br />

familiarmente a él, a lo que su hermano replicó que, sin necesidad<br />

<strong>de</strong> vínculos, la joven Minervina, con sus pequeños pechos eficaces y<br />

su cariño, cumplía ese papel a satisfacción <strong>de</strong> todos. No hubo en la<br />

discrepancia fraterna tirantez ni palabras incorrectas. Simplemente<br />

don Bernardo dio la negativa por respuesta.<br />

Algunas tar<strong>de</strong>s, durante la visita <strong>de</strong> su hermano, el viudo quedaba<br />

en silencio, como hipnotizado, mirando el visillo <strong>de</strong> la ventana<br />

oscurecida. Era una <strong>de</strong> sus habituales puestas en escena, pero su<br />

hermano se inquietaba, le preguntaba cosas, le contaba hablillas<br />

para sacarle <strong>de</strong> su pasividad. A don Bernardo le hacía feliz el<br />

<strong>de</strong>sasosiego <strong>de</strong> don Ignacio, el hermano intelectual, la eminencia <strong>de</strong><br />

la familia. La felicidad <strong>de</strong> ser compa<strong>de</strong>cido la experimentaba sobre<br />

todo en relación con su hermano, el número uno, el discreto. Ajeno a<br />

sus fingimientos, don Ignacio seguía con preocupación el extraño<br />

proceso <strong>de</strong> Bernardo. Debes marcarte una tarea, Bernardo, le <strong>de</strong>cía:<br />

algo que te distraiga, que te absorba. No pue<strong>de</strong>s vivir así, mano<br />

sobre mano, con esa tristeza encima. Don Bernardo replicaba que las<br />

cosas marchaban solas y había que <strong>de</strong>jarlas; que el secreto <strong>de</strong> la<br />

vida estribaba en poner las cosas a funcionar y <strong>de</strong>jarlas luego para<br />

que avanzasen a su ritmo. Pero Ignacio argumentaba que tenía el<br />

almacén abandonado y que a Dionisio Manrique le faltaban luces<br />

para sustituirle. Y otro tanto le ocurría con Benjamín Martín, el<br />

rentero <strong>de</strong> Pedrosa, a quien <strong>de</strong>bería visitar al menos para formalizar<br />

el juro <strong>de</strong> doña Catalina. Pero don Bernardo, en principio, no<br />

atendía los consejos <strong>de</strong> su hermano. Únicamente, transcurridos unos<br />

meses, cuando empezó a aburrirse en su papel <strong>de</strong> viudo inconsolable<br />

y a echar <strong>de</strong> menos los vinos en la taberna <strong>de</strong> Garabito, admitió que<br />

el placer <strong>de</strong> ser compa<strong>de</strong>cido no bastaba para llenar una vida.<br />

Entonces empezó a mostrarse más blando y receptivo con su<br />

hermano que, por su parte, había llegado a la conclusión <strong>de</strong> que<br />

únicamente un acontecimiento inesperado, una sacudida, podía<br />

sacar a Bernardo <strong>de</strong> su postración. Y la sacudida se produjo, en<br />

forma <strong>de</strong> correo urgente, una tar<strong>de</strong> en que don Ignacio, como <strong>de</strong><br />

costumbre, animaba a su hermano a cambiar <strong>de</strong> vida. <strong>El</strong> correo<br />

venía <strong>de</strong> Burgos y se trataba <strong>de</strong> una carta <strong>de</strong> don Néstor Maluenda,<br />

el notable comerciante burgalés que en su día tuvo la atención <strong>de</strong><br />

regalarle a su señora una silla <strong>de</strong> partos, <strong>de</strong> tan amargos recuerdos.<br />

Para don Bernardo, que guardaba hacia el comerciante<br />

consi<strong>de</strong>ración y respeto, aquella carta anunciándole la salida <strong>de</strong>


Bilbao <strong>de</strong> la flotilla <strong>de</strong> la lana significó una advertencia liberadora.<br />

Los vellones llevaban almacenados en la Ju<strong>de</strong>ría <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el mes <strong>de</strong><br />

agosto y la lana <strong>de</strong> toda Castilla —salvo Burgos y Segovia— se<br />

pudría allí sin que él hubiera tomado ninguna <strong>de</strong>terminación.<br />

Despachó el correo <strong>de</strong> vuelta con una carta para don Néstor<br />

Maluenda pidiendo disculpas por el retraso y anunciándole que la<br />

expedición castellana partiría hacia Burgos el 2 <strong>de</strong> marzo, que<br />

harían el viaje en tres días, quemando etapas, y que él,<br />

personalmente, conduciría la caravana.<br />

A la mañana siguiente, contrató con Argimiro Rodicio cinco tiros <strong>de</strong><br />

ocho mulas cada uno y cinco gran<strong>de</strong>s plataformas para el día 2.<br />

Avisó asimismo a Dionisio Manrique y Juan Dueñas para que<br />

estuvieran preparados para el viaje.<br />

Él mismo conduciría la primera plataforma. No lo había hecho más<br />

que una vez en su vida pero ahora <strong>de</strong>bía a don Néstor Maluenda una<br />

reparación. Por otro lado intuía que conducir ocho mulas a trote<br />

largo, a punta <strong>de</strong> látigo, le produciría el <strong>de</strong>sahogo físico que<br />

precisaba. Así, en la madrugada <strong>de</strong>l día 2, una vez cargados los<br />

fardos, don Bernardo se vistió la ropa campera, con sombrero y<br />

zamarro, y cruzó el Puente Mayor capitaneando la expedición. Tras<br />

él marchaban Dionisio, el encargado <strong>de</strong>l almacén, con otra carreta<br />

<strong>de</strong> ocho mulas, otros dos carreteros blasfemos por él contratados y,<br />

cerrando filas, el fiel Juan, a quien don Bernardo Salcedo había<br />

adiestrado en los más variados oficios.<br />

Ya en el camino, lleno <strong>de</strong> charcos y <strong>de</strong> rodadas, don Bernardo<br />

fustigó a las guías con el látigo, forzando a los numerosos jinetes,<br />

arrieros y carros, que venían en dirección contraria, a apartarse<br />

asustados en las cunetas para <strong>de</strong>jarle paso franco. Las guías <strong>de</strong> la<br />

plataforma <strong>de</strong> Salcedo eran dos mulas <strong>de</strong> su propiedad, la<br />

“Alazana” y la “Morisca”, que atendían a sus voces y latigazos,<br />

sosteniendo un trote largo, más bien un galope corto que, a los que<br />

venían <strong>de</strong> frente, se les antojaba un <strong>de</strong>vastador ataque <strong>de</strong> caballería.<br />

Poco a poco, don Bernardo, <strong>de</strong> natural pacífico y sosegado, se fue<br />

encorajinando y empezó a golpear a los animales sin duelo, <strong>de</strong> forma<br />

que la salida <strong>de</strong>l sol les sorprendió en el pueblecito <strong>de</strong> Cohorcos.<br />

Cambió cuatro mulas en la venta <strong>de</strong>l Moral y otras cuatro en la<br />

Posta <strong>de</strong> Villamanco, don<strong>de</strong> durmió la segunda noche. Rufino, el<br />

ventero, viejo conocido, le atendió con su agreste amabilidad:<br />

¿Dón<strong>de</strong> va vuesa merced con estas prisas? Lleva las caballerías<br />

llenas <strong>de</strong> mataduras. Don Bernardo sonreía con una media sonrisa


<strong>de</strong>stemplada: Todos estamos obligados a cumplir con nuestro <strong>de</strong>ber,<br />

Rufino. La guía y el pericón son <strong>de</strong> mi propiedad, no te preocupes.<br />

Liberado <strong>de</strong> sus fingimientos, durmió <strong>de</strong> un tirón por primera vez<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> la <strong>de</strong>sgracia. No obstante, a la mañana siguiente, y pese a<br />

tener la cabeza <strong>de</strong>spejada, le dolían todos los huesos <strong>de</strong>l cuerpo.<br />

Acusaba las sacudidas <strong>de</strong>l carro, los baches profundos <strong>de</strong>l<br />

pavimento, los vaivenes <strong>de</strong> la velocidad. De este modo, el tercer día,<br />

antes <strong>de</strong> que el sol se pusiera, la caravana entraba en la ciudad <strong>de</strong><br />

Burgos por la Puerta <strong>de</strong> las Carretas. Eran tales el estrépito y las<br />

voces <strong>de</strong> los carreteros que los transeúntes se <strong>de</strong>tenían en los bor<strong>de</strong>s<br />

<strong>de</strong> las calles para verlos pasar. Las llantas <strong>de</strong> los carros y los cascos<br />

<strong>de</strong> las mulas, que levantaban chispas en el adoquinado, producían<br />

un retumbo aturdidor: la caravana <strong>de</strong> Salcedo se ha retrasado este<br />

año, comentó un ciudadano. Frente al Monasterio <strong>de</strong> Las Huelgas se<br />

levantaba el enorme almacén <strong>de</strong> Néstor Maluenda que recibía, en dos<br />

expediciones anuales, los vellones <strong>de</strong> media España. Dionisio<br />

Manrique y Juan Dueñas permanecieron junto a las carretas,<br />

vigilando la <strong>de</strong>scarga, mientras don Bernardo Salcedo reservaba<br />

una habitación en el mesón <strong>de</strong> Pedro Luaces, don<strong>de</strong> siempre había<br />

parado, y buscaba ropa para la cena en los establecimientos más<br />

lujosos <strong>de</strong> la ciudad.<br />

Don Néstor Maluenda le recibió amablemente. La presencia <strong>de</strong> don<br />

Néstor, tan fino, tan señor, tan en su sitio, siempre había cohibido a<br />

don Bernardo: me encuentro más suelto mano a mano con el Príncipe<br />

que con don Néstor Maluenda, solía <strong>de</strong>cir. Todo en el viejo le<br />

imponía: su fortuna, su figura alta y esbelta pese a la edad, las<br />

pálidas mejillas impecablemente rasuradas, aquella melena corta,<br />

al estilo <strong>de</strong> Flan<strong>de</strong>s, y su indumento, el sayo con ropa encima, el<br />

escote cuadrado <strong>de</strong>jando asomar la camisa y el jubón acuchillado<br />

que sería moda un año más tar<strong>de</strong>.<br />

Como siempre, don Néstor se mostró acogedor, le enseñó sus últimas<br />

adquisiciones, el gran espejo con marco <strong>de</strong> oro <strong>de</strong>l vestíbulo y el<br />

matrimonio <strong>de</strong> arquetas venecianas, enfrentadas artísticamente en<br />

el salón. Don Bernardo pisaba las alfombras <strong>de</strong>votamente y,<br />

<strong>de</strong>votamente, admiraba los cortinones gruesos, largos hasta el suelo,<br />

que clausuraban las ventanas. Las voces se aterciopelaban<br />

inevitablemente en una mansión tan lujosamente vestida. Don Néstor<br />

se mostró consternado cuando don Bernardo le comunicó que su<br />

esposa había fallecido y que esto y las secuelas previsibles habían<br />

sido la causa <strong>de</strong> su retraso:<br />

—Era mi primer hijo —dijo, los ojos brillantes.


—¿También ha muerto?<br />

—<strong>El</strong> niño, no, don Néstor. <strong>El</strong> niño vive, pero ¡a qué precio!<br />

Inevitablemente salió el tema <strong>de</strong> la silla <strong>de</strong> partos y don Bernardo,<br />

pese a los tristes recuerdos, reconoció su eficacia:<br />

—<strong>El</strong> niño estaba opilado —dijo—, pero la silla flamenca facilitó su<br />

expulsión. Desgraciadamente la silla no pudo evitar las fiebres <strong>de</strong><br />

doña Catalina ni su posterior fallecimiento.<br />

Le había sentado entre los dos can<strong>de</strong>labros y don Néstor parpa<strong>de</strong>aba<br />

contrariado, lamentando que ni siquiera la silla flamenca hubiera<br />

podido evitar la <strong>de</strong>sgracia. Pero como buen comerciante encontró<br />

enseguida la salida pertinente:<br />

—Todo esto que me cuenta es muy sensible, amigo Salcedo, pero<br />

Nuestro Señor, ser previsor, hizo posible que todos los males <strong>de</strong> esta<br />

vida tengan remedio. Un hombre no pue<strong>de</strong> vivir sin mujer y, bien<br />

mirado, la mujer no es más que un repuesto para el hombre, una<br />

pieza <strong>de</strong> recambio. Usted <strong>de</strong>be casarse otra vez.<br />

Don Bernardo agra<strong>de</strong>cía esta conversación confi<strong>de</strong>ncial con el gran<br />

comerciante castellano, pero no <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> mortificarle, <strong>de</strong><br />

mantenerle en tensión el tema <strong>de</strong> que trataban:<br />

—<strong>El</strong> tiempo dirá, don Néstor —dijo cuitadamente.<br />

—Y ¿por qué no ganar al tiempo por la mano? La vida es breve y<br />

sentarse a esperar no es la fórmula pertinente; no tenemos <strong>de</strong>recho<br />

a cruzarnos <strong>de</strong> brazos. Aquí me tiene vuesa merced, tres<br />

matrimonios en treinta años y ninguna <strong>de</strong> las tres mujeres me negó<br />

<strong>de</strong>scen<strong>de</strong>ncia. <strong>El</strong> comercio <strong>de</strong> la lana con Flan<strong>de</strong>s está asegurado<br />

por tres generaciones.<br />

Atropelladamente le vinieron a Salcedo varios temas a la cabeza:<br />

el problema <strong>de</strong> su <strong>de</strong>scen<strong>de</strong>ncia, la humillante prueba <strong>de</strong>l ajo, el juro<br />

<strong>de</strong> doña Catalina, pero únicamente dijo con un hilo <strong>de</strong> voz:<br />

—Me temo que yo sea hombre <strong>de</strong> una sola mujer, don Néstor.<br />

Cuando sonreía, el rostro <strong>de</strong> don Néstor se llenaba <strong>de</strong> arrugas.<br />

Al fruncírsele la máscara <strong>de</strong>l maquillaje envejecía diez años:


—No hay hombres <strong>de</strong> una sola mujer, querido amigo. Eso es una<br />

falacia. Con mayor motivo hoy que tiene dón<strong>de</strong> elegir. En Burgos ha<br />

habido una dote <strong>de</strong> cien mil ducados el mes pasado. Muchas gran<strong>de</strong>s<br />

fortunas han comenzado así, con un matrimonio <strong>de</strong> conveniencia.<br />

Bajó los ojos don Bernardo.<br />

Después <strong>de</strong> meses <strong>de</strong> reclusión y aislamiento, esta conversación en<br />

un apartamento tan muelle, con un interlocutor sabio y pru<strong>de</strong>nte, le<br />

parecía un sueño:<br />

—Lo pensaré, don Néstor.<br />

Pensaré en ello. Y si algún día cambiara <strong>de</strong> opinión vendría a<br />

consultarle, se lo prometo.<br />

Don Néstor le sirvió una copa <strong>de</strong> vino <strong>de</strong> Rueda y le agra<strong>de</strong>ció la<br />

atención <strong>de</strong> acarrear las pieles personalmente: hemos ganado un<br />

día, dijo don Bernardo con cierta jactancia. Después el señor<br />

Maluenda le confió que el presente estaba siendo un año<br />

excepcional, que las acémilas hacían la ruta a Bilbao en reatas <strong>de</strong><br />

doce o quince y que más <strong>de</strong> setenta mil quintales estarían ya<br />

estacionados en los muelles vascos. Que este año movería más <strong>de</strong><br />

ochenta mil acémilas, cosa que no se había conseguido en Castilla<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> 1509. Se le llenaba la boca con las gran<strong>de</strong>s cifras y remató su<br />

disertación económica con una fatuidad:<br />

—Hoy día, Salcedo, estoy en condiciones <strong>de</strong> hacer un préstamo a la<br />

Corona.<br />

Sentados en los cabeceros <strong>de</strong> la gran mesa <strong>de</strong> nogal, mirándose el<br />

uno al otro como las arquetas venecianas <strong>de</strong>l salón, don Bernardo<br />

pensó que, a pesar <strong>de</strong> haberse casado tres veces, nunca había<br />

conocido a ninguna <strong>de</strong> las esposas <strong>de</strong> don Néstor: son un simple<br />

recambio, pensó. Nunca las mezcló en sus reuniones <strong>de</strong> negocios.<br />

Según él la mujer únicamente <strong>de</strong>bía vestir al hombre en las<br />

reuniones <strong>de</strong> sociedad. Era su oficio. <strong>El</strong> criado negro les sirvió la<br />

sopa <strong>de</strong> gallina. Don Bernardo se azoró al distinguir su color pero no<br />

dijo nada hasta que el criado salió. Entonces continuó sin hablar<br />

pero miró interrogativamente a su anfitrión:<br />

—Damián —dijo éste con la mayor naturalidad— es un esclavo <strong>de</strong><br />

Mozambique. Me lo obsequió hace cinco años el con<strong>de</strong> <strong>de</strong> Ribadavia.<br />

Lo mismo pudo regalarme un morisco pero hubiese sido una<br />

vulgaridad.


<strong>El</strong> favor era <strong>de</strong>masiado alto para una atención tan mezquina. Hoy en<br />

día, un esclavo <strong>de</strong> Mozambique es un lujo propio <strong>de</strong> la aristocracia.<br />

A los quince años le hice bautizar y hoy está entregado a mi servicio<br />

con una fi<strong>de</strong>lidad ejemplar.<br />

Don Bernardo se sentía cada vez más achicado. <strong>El</strong> escaparate <strong>de</strong><br />

don Néstor no podía ser más <strong>de</strong>slumbrante para un pobre burgués<br />

como él. La fortuna <strong>de</strong> don Néstor era comparable, quizá, con la <strong>de</strong>l<br />

con<strong>de</strong> <strong>de</strong> Benavente. Y el dinero comportaba para don Bernardo una<br />

importancia singular. Tras la sopa <strong>de</strong> gallina, el criado les sirvió<br />

truchas y un excelente vino <strong>de</strong> Bur<strong>de</strong>os. Se movía silenciosamente,<br />

sin rozar los platos <strong>de</strong> plata con los cubiertos, ni las copas <strong>de</strong> cristal<br />

<strong>de</strong> Bohemia con el bor<strong>de</strong> <strong>de</strong> la jarra. <strong>El</strong> esclavo andaba como un<br />

fantasma, levantando mucho los muslos para evitar los roces <strong>de</strong> las<br />

chinelas con la alfombra. Durante sus ausencias, don Néstor<br />

completaba su historia, sus <strong>de</strong>signios respecto a él:<br />

—Es perezoso y huidor —dijo—, pero fiel. Le he elegido como hombre<br />

<strong>de</strong> confianza pero el resto <strong>de</strong> los criados están celosos <strong>de</strong> él.<br />

Para mí, es un miembro más <strong>de</strong> la familia, Salcedo. Aunque negro,<br />

tiene un alma blanca como nosotros, susceptible <strong>de</strong> ser salvada. Lo<br />

que no le permito <strong>de</strong> momento es casarse. Imagínese un semental<br />

como él suelto por estos salones. Repugnante. Eso sí, cuando cumpla<br />

cuarenta años lo emanciparé. Será un modo <strong>de</strong> agra<strong>de</strong>cerle sus<br />

servicios.<br />

<strong>El</strong> viaje a Burgos, la velada con don Néstor Maluenda, hizo mucho<br />

bien al señor Salcedo. Olvidó su negligencia, su simulación, se<br />

<strong>de</strong>sembarazó, al fin, <strong>de</strong>l cadáver <strong>de</strong> doña Catalina y tan pronto llegó<br />

a casa, sin quitarse las calzas abotonadas, ni el zamarro <strong>de</strong> piel <strong>de</strong><br />

cor<strong>de</strong>ro, subió al piso alto, en el que dormitaba Cipriano y<br />

permaneció en pie, a los pies <strong>de</strong> la camita, mirándole fijamente. <strong>El</strong><br />

pequeño se <strong>de</strong>spertó como <strong>de</strong> costumbre, abrió los ojos y se quedó<br />

mirando a su padre sin pestañear, asustado. Pero, en contra <strong>de</strong> lo<br />

que era previsible, don Bernardo no cambió <strong>de</strong> actitud ante su tierna<br />

mirada:<br />

—¿Qué estará tramando el taimado parricida? —dijo una vez más<br />

entre dientes.<br />

Su mirada era <strong>de</strong> hielo y esta vez, el niño, en lugar <strong>de</strong> estirar su<br />

pescuecito <strong>de</strong> tortuga y otear el horizonte, rompió a llorar


<strong>de</strong>sconsoladamente. Acudió presurosa, cimbreando su elástico talle,<br />

la nodriza Minervina:<br />

—Le ha asustado vuesa merced —dijo tomando al niño en sus brazos<br />

y haciéndole fiestas.<br />

Don Bernardo hizo notar que una criatura <strong>de</strong> meses, siendo varón,<br />

<strong>de</strong>bería mostrarse más duro y resistente y, a renglón seguido, se<br />

quedó mirando la airosa figura <strong>de</strong> la muchacha con el niño en<br />

brazos y dijo algo que a don Néstor Maluenda hubiera sorprendido:<br />

—¿Cómo es posible, hija mía, que con esa cara tan bella y ese cuerpo<br />

tan esbelto os <strong>de</strong>diquéis a una tarea tan prosaica como la <strong>de</strong><br />

amamantar a una criatura?<br />

Don Bernardo Salcedo quedó abochornado <strong>de</strong> su audacia. Por la<br />

tar<strong>de</strong>, su hermano Ignacio, el oidor, le abrazó alborozado como si<br />

llegara <strong>de</strong> las Indias. Había encontrado a Bernardo cambiado,<br />

dispuesto a comerse el mundo. A raíz <strong>de</strong> su viaje a Burgos entró, en<br />

efecto, don Bernardo en una fase <strong>de</strong> recuperación febril. Una semana<br />

más tar<strong>de</strong>, acuciado por la feria <strong>de</strong> ganado <strong>de</strong> Rioseco, afrontó otra<br />

<strong>de</strong> las tareas que tenía pendientes <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el año 16: subir al Páramo,<br />

visitar y reorganizar las corresponsalías <strong>de</strong> Torozos. En realidad,<br />

todo el ganado lanar <strong>de</strong> Valladolid se había refugiado allí.<br />

En torno a la villa no había pastos, las huertas ocupaban las tierras<br />

lindantes, y las viñas y los campos <strong>de</strong> cereales el resto. Sólo<br />

quedaban los altos, don<strong>de</strong> los herbazales se alternaban con los<br />

montes <strong>de</strong> encina. Los ediles <strong>de</strong> la villa aspiraban a limitar a los<br />

páramos los <strong>de</strong>rechos <strong>de</strong> pasto <strong>de</strong> lanar y cabrío, únicamente un<br />

macho por rebaño ya que las ovejas carecen <strong>de</strong> importancia y<br />

molestan a todo el mundo, <strong>de</strong>cían. Pero luego los obligados y los<br />

fabricantes <strong>de</strong> zamarros luchaban por su carne y por su piel. Todo<br />

era aprovechable en aquel animal necio y mansurrón, es <strong>de</strong>cir tenía<br />

mayor importancia <strong>de</strong> la que le atribuían sus ediles. Y cuando el<br />

municipio dictó una disposición prohibiendo que los rebaños<br />

pastaran en dos leguas a la redonda <strong>de</strong> la villa, su <strong>de</strong>splazamiento<br />

al Páramo se hizo inevitable y <strong>de</strong>finitivo. Entonces no sólo se<br />

ocuparon las tierras <strong>de</strong> Torozos, concretamente los predios <strong>de</strong><br />

Peñaflor, Rioseco, Mazariegos, Torrelobatón, Wamba, Ciguñuela,<br />

Villanubla y otros, sino que hubo que arrendar pastos más lejos aún,<br />

en otros territorios como Villalpando y Benavente.<br />

Don Bernardo Salcedo conocía el itinerario al <strong>de</strong>dillo. Camino <strong>de</strong><br />

Rioseco pensaba en las posadas, ventas, mesones y casas <strong>de</strong> viuda<br />

que le esperaban en el trayecto.


Le vino a la cabeza la viuda Pellica, <strong>de</strong> Castro<strong>de</strong>za, don<strong>de</strong> dormía en<br />

cama <strong>de</strong> hierro <strong>de</strong> dos colchones y dos almohadas, hacía tres<br />

comidas al día y guardaba el caballo por ocho maravedíes. <strong>El</strong><br />

carácter <strong>de</strong>l viaje le llevaba a cambiar <strong>de</strong> cama cada noche y a<br />

caminar dos o tres leguas cada día. Don Bernardo Salcedo confiaba<br />

en tener recorrido el Páramo, <strong>de</strong> este a oeste, en un par <strong>de</strong> semanas<br />

para bajar <strong>de</strong>spués a la vega, frente a Toro, y <strong>de</strong>tenerse en Pedrosa<br />

don<strong>de</strong> tenía su hacienda. Pensaba en sus corresponsales, respirando<br />

el aire fino <strong>de</strong> la vega, cuando divisó las primeras casas <strong>de</strong> piedra<br />

<strong>de</strong> Villanubla. A mano <strong>de</strong>recha, sin moverse <strong>de</strong>l camino, estaba el<br />

mesón <strong>de</strong> Florencio que le acogió, como en él era usual, con<br />

educación y pocas palabras. <strong>El</strong> laconismo era proverbial en la gente<br />

<strong>de</strong>l Páramo. A veces conversaba sobre estos hombres con su hermano<br />

Ignacio y llegaban a conclusiones más bien optimistas: los hombres<br />

<strong>de</strong> Torozos eran rudos, concisos y sentenciosos pero trabajadores y<br />

resueltos. En Villanubla, salvo media docena <strong>de</strong> vecinos que<br />

<strong>de</strong>sempeñaban oficios concretos, el resto sobrevivía alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> la<br />

agricultura: contados labradores <strong>de</strong> posición, una <strong>de</strong>cena <strong>de</strong><br />

labrantines, y jornaleros que vivían <strong>de</strong> trabajos eventuales con los<br />

primeros. En general, eran gente <strong>de</strong>sheredada, pobre, que habitaban<br />

en tabucos <strong>de</strong> adobe, sin enlosar, sobre la tierra apelmazada.<br />

Don Bernardo hizo un alto en el mesón <strong>de</strong> Florencio y <strong>de</strong>dicó la tar<strong>de</strong><br />

a platicar con Estacio <strong>de</strong>l Valle, su representante en el Páramo. Las<br />

cosas no iban mal o no tan mal como el año anterior. Los rebaños<br />

<strong>de</strong>l común habían aumentado en mil doscientas ovejas y la última<br />

temporada <strong>de</strong> pastos había sido favorable. Dos pastores <strong>de</strong><br />

labradores in<strong>de</strong>pendientes habían emigrado y habían sido<br />

sustituidos por dos braceros inexpertos que, sin embargo, eran<br />

hábiles esquiladores.<br />

Una cosa podía compensar a la otra. Lo único grave en esta<br />

localidad era la ten<strong>de</strong>ncia a la emigración entre los jornaleros sin<br />

tierra, <strong>de</strong>socupados en el largo invierno mesetario y con trabajos<br />

ocasionales, mal retribuidos, en la recolección y la trilla. Pensando<br />

a largo plazo, Villanubla podría ser mañana un problema si la<br />

emigración continuaba al ritmo actual.<br />

La vida <strong>de</strong> los <strong>de</strong>sheredados, sometidos a una dieta inalterable <strong>de</strong><br />

legumbres y cerdo, resultaba monótona, insana y embrutecedora.<br />

Estacio Valle, labrantín sin ambiciones, con sus zaragüelles <strong>de</strong><br />

lienzo y las abarcas, ofrecía una cierta prestancia indumentaria<br />

comparado con los mozos que cruzaban las calles embarradas,<br />

<strong>de</strong>scalzos, con sucios calzones hasta la rodilla. Éste era el sino <strong>de</strong><br />

los hombres <strong>de</strong>l Páramo don<strong>de</strong> la jerarquía social se establecía por


la forma <strong>de</strong> llevar las pantorrillas: <strong>de</strong>snudas, con zaragüelles o con<br />

calzas abotonadas como los pastores.<br />

Don Bernardo partió <strong>de</strong> Villanubla al día siguiente. La vida, en la<br />

meseta profunda, ofrecía escasa variación y, sin embargo, encontró<br />

la feria <strong>de</strong> Rioseco inusitadamente animada. <strong>El</strong> pueblo no ofrecía<br />

novedad visible, salvo en el crecimiento respecto al resto <strong>de</strong> los<br />

poblados <strong>de</strong>l Páramo. Los niveles <strong>de</strong> los rebaños se sostenían y los<br />

esquiladores preparaban sus trebejos para el mes <strong>de</strong> junio. La<br />

reserva <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra y hierba se mantenía y el señor Salcedo pasó una<br />

noche tranquila, a pesar <strong>de</strong> las chinches, en la posada <strong>de</strong> Evencio<br />

Reglero.<br />

<strong>El</strong> recorrido por el Páramo le <strong>de</strong>paró algunas sorpresas. Una<br />

positiva: el crecimiento <strong>de</strong> los rebaños en Peñaflor <strong>de</strong> Hornija, don<strong>de</strong><br />

se había rebasado la cifra <strong>de</strong> diez mil cabezas, y otras dos<br />

negativas:<br />

la viuda Pellica había muerto y Hernando Acebes, el corresponsal <strong>de</strong><br />

Torrelobatón, había sufrido una perlesía y, aunque el barbero <strong>de</strong><br />

Villanubla le había sangrado dos veces, no recuperaba y allí estaba<br />

sentado el día entero en una butaca <strong>de</strong> mimbre en el zaguán <strong>de</strong> su<br />

casa, como un inútil. <strong>El</strong> propio Hernando Acebes, sin bienes <strong>de</strong><br />

fortuna, se espantaba las lágrimas al facilitarle los nombres y<br />

direcciones <strong>de</strong> los que podían sustituirle.<br />

Tal como había proyectado, don Bernardo Salcedo abandonó el<br />

Páramo, iniciado mayo, por el camino <strong>de</strong> Toro. Hacía un día<br />

templado, <strong>de</strong> sol franco, y los grillos aturdían en las orillas <strong>de</strong>l<br />

camino.<br />

Las lluvias <strong>de</strong> otoño y primavera habían caído regularmente y las<br />

espigas anunciaban una prieta granazón. También los palos <strong>de</strong> los<br />

sarmientos se esponjaban y, <strong>de</strong> no presentarse una insolación<br />

prematura, la uva maduraría a su ritmo y, a diferencia <strong>de</strong>l último<br />

año, se recogería una buena cosecha. Des<strong>de</strong> las cuestecillas <strong>de</strong> La<br />

Voluta, Salcedo divisó el cerro Picado y, a su pie, el pueblo <strong>de</strong><br />

Pedrosa, entre las viñas, apiñado a la izquierda <strong>de</strong> la iglesia. <strong>El</strong> día<br />

estaba tan claro que, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la Mota <strong>de</strong>l Niño, se divisaba el soto <strong>de</strong>l<br />

Duero, con álamos y negrillos a medio vestir, y, tras él, el ver<strong>de</strong><br />

oscuro <strong>de</strong> los pinares, pinocarrascos y pinos negros, plantados en<br />

las tierras arenosas al comenzar el siglo.<br />

Don Bernardo fal<strong>de</strong>ó un montículo con láminas <strong>de</strong> yeso cristalizado<br />

y dos conejos corrieron atolondradamente a refugiarse en el vivar.<br />

Benjamín, el rentero, le aguardaba. Era hombre rechoncho, como


casi todos los <strong>de</strong> la zona, como sus hijos, calvo prematuro, con unas<br />

facciones abultadas, negroi<strong>de</strong>s, tan características que el señor<br />

Salcedo le hubiera reconocido entre mil. <strong>El</strong> capotillo <strong>de</strong> dos haldas,<br />

<strong>de</strong> tela burda, los calzones <strong>de</strong> loneta hasta media pierna y sus<br />

cortas piernas peludas eran su uniforme inalterable. Benjamín era<br />

uno <strong>de</strong> los pocos hombres, en aquella época <strong>de</strong> ostentaciones, a<br />

quien agradaba aparentar menos <strong>de</strong> lo que era. Sus ingresos y su<br />

categoría social como rentero, hombre <strong>de</strong>l que en cierto modo<br />

<strong>de</strong>pendía el trabajo <strong>de</strong> los braceros, le daban <strong>de</strong>recho a otra imagen<br />

física que él y los suyos <strong>de</strong>s<strong>de</strong>ñaban. Tanto la Lucrecia <strong>de</strong>l Toro, su<br />

señora, como sus hijos Martín, Antonio y Judas Ta<strong>de</strong>o, vestían sayas<br />

y capotillos marrones repasados y vueltos a repasar, y en los que<br />

Lucrecia había puesto más puntadas que los tejedores <strong>de</strong> Segovia.<br />

Benjamín confirmó a don Bernardo los buenos auspicios: el trigo y la<br />

cebada estaban granando bien y, aunque cualquier juicio sobre la<br />

vid pecaba <strong>de</strong> prematuro, <strong>de</strong> no surgir algún imprevisto, la cosecha<br />

<strong>de</strong> uva podría superar en una quinta parte a la <strong>de</strong>l año anterior. Se<br />

oían los relinchos impacientes <strong>de</strong> “Lucero”, el caballo <strong>de</strong> don<br />

Bernardo a la puerta <strong>de</strong>l chamizo y, <strong>de</strong>ntro, en el zaguán, don<strong>de</strong><br />

conversaban, hacía fresco y olía a alholvas. Don Bernardo se<br />

sentaba rígido en el escañil y Benjamín en un tajuelo, junto al arcón<br />

don<strong>de</strong> Lucrecia guardaba las sábanas y la ropa blanca entre hierbas<br />

olorosas. La casa <strong>de</strong> Benjamín era elemental y sórdida. Contaba con<br />

pocos muebles y ningún adorno, por lo que conservaba, como oro en<br />

paño, una colgadura con figuras que representaban el nacimiento <strong>de</strong><br />

Nuestro Señor y el dosel <strong>de</strong> guadamacíes bajo el que dormía con su<br />

esposa <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hacía veinticinco años.<br />

La misma austeridad emanaba su figura, caballero en mulo<br />

matalón, con manta en lugar <strong>de</strong> silla, y la <strong>de</strong> su hijo Martín, el<br />

primogénito, sobre una burra lunanca <strong>de</strong> medio pelo, cuando le<br />

acompañaron a inspeccionar las tierras. Detrás <strong>de</strong> la lomilla, don<br />

Bernardo advirtió que Benjamín había sustituido una tierra <strong>de</strong><br />

cebada por un bacillar: es la uva la que nos saca <strong>de</strong> pobres, don<br />

Bernardo, hay que <strong>de</strong>sengañarse —le dijo por toda explicación. Pero<br />

al señor Salcedo lo que le interesaba era conocer las aranzadas más<br />

escatimosas <strong>de</strong> la propiedad, las que menos daban: las que fal<strong>de</strong>an<br />

La Mambla, había respondido Benjamín sin pensarlo dos veces. Y<br />

ahora recorrían las calles <strong>de</strong> estos majuelos, <strong>de</strong> buena apariencia,<br />

cuya poquedad solamente se advertía a la hora <strong>de</strong> la vendimia. ¿Son<br />

los más escatimosos? —insistió don Bernardo. De largo, señor<br />

Salcedo; menos fruto y más agraz; a saber la razón —dijo.<br />

Únicamente al regreso, don Bernardo, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> lo alto <strong>de</strong> su caballo,<br />

comunicó a Benjamín Martín y a Martín Martín, su primogénito, que<br />

doña Catalina había muerto. Benjamín, aposentado en su mulo, se


sacó el sombrero <strong>de</strong> la cabeza y se persignó: Nuestro Señor dé salud<br />

a vuesa merced para encomendar su alma —dijo a media voz,<br />

mientras Martín Martín, el muchacho, más avergonzado que dolido,<br />

se limitó a bajar la cabeza.<br />

La señora Lucrecia le dio <strong>de</strong> comer en la cocina, sobre la mesa <strong>de</strong><br />

pino, sentados en escañiles, frente a la alacena, colmada <strong>de</strong><br />

pucheros y cazuelas, con dos lebrillos <strong>de</strong> agua a cada lado. Tras<br />

cada ausencia prolongada, Lucrecia le hacía este honor, le<br />

preparaba la comida sin advertirlo, sin invitación previa. Era un<br />

hecho ya sabido y cuando don Bernardo se sentó a la mesa, en el<br />

seno <strong>de</strong> la confianza, Benjamín ya estaba comiendo. Masticaba<br />

ferozmente, el sombrero calado, y cada ocho o diez bocados hacía<br />

a<strong>de</strong>mán <strong>de</strong> llevarse la mano a la boca y eructaba sin disimulo. Entre<br />

eructo y eructo, pasó revista a las noveda<strong>de</strong>s, particularmente a<br />

aquellas que afectaban a su peculio. Los salarios subían sin cesar.<br />

Hoy un vendimiador no se agachaba por menos <strong>de</strong> veinte<br />

maravedíes, ni se encontraba un obrero por cuarenta, ni un podador<br />

por sesenta. En ese sentido las cosas estaban mal. Por si fuera poco,<br />

la última cosecha había venido muy mermada y, en consecuencia y,<br />

como don Bernardo habría advertido, no le había pagado la renta <strong>de</strong><br />

la Pascua. Don Bernardo le hizo ver que los reveses <strong>de</strong>l campo le<br />

afectaban a él tanto como al rentero y que el retraso en el pago <strong>de</strong><br />

las rentas estaba lejos <strong>de</strong> ser una solución: Acabarás en manos <strong>de</strong><br />

usureros, Benjamín —sentenció apuntándole con el <strong>de</strong>do índice.<br />

Pero Benjamín reservaba la gran cuestión para la sobremesa, una<br />

vez que el espeso vino <strong>de</strong> Toro hubiera producido sus efectos. En su<br />

primitivismo, Benjamín era inteligente y, en lugar <strong>de</strong> afrontar<br />

directamente el tema <strong>de</strong> la sustitución <strong>de</strong> los bueyes por mulas,<br />

inició lateralmente el <strong>de</strong>bate, poniendo en cuestión el barbecho al<br />

que calificó <strong>de</strong> labor anticuada e inútil.<br />

Don Bernardo, que tenía un somero conocimiento <strong>de</strong> la tierra, pero<br />

suplía su ignorancia con la experiencia <strong>de</strong> sus contertulios en la<br />

taberna <strong>de</strong> Garabito, en la calle Orates, respondió que para mullir y<br />

orear la tierra se precisaba otro cultivo, el mijo ceburro, por ejemplo,<br />

<strong>de</strong>l que había poca práctica en Castilla. <strong>El</strong> rentero miraba a don<br />

Bernardo <strong>de</strong> hito en hito y argumentó que el abono era preferible al<br />

cambio <strong>de</strong> cultivo, que en Toro llevaban dos años tirando abono y les<br />

iba mejor con ello que con el año y vez. Martín Martín, como cachorro<br />

educado en la sumisión, apoyaba a su padre con la mirada, pero don<br />

Bernardo, a quien irritaba la mendaz argumentación <strong>de</strong> padre e<br />

hijo, les preguntó si podía saberse dón<strong>de</strong> encontraban abono en Toro<br />

puesto que en Castilla, dijo, lo único que aumentan son las ovejas<br />

pero lo que el campo necesita es estiércol, no cagarrutas, y el poco


estiércol <strong>de</strong> que disponemos se consume en las huertas. La<br />

conversación había seguido los cauces previstos por Benjamín, quien<br />

alegó, a propósito <strong>de</strong>l estiércol, que lo más mo<strong>de</strong>rno en usos agrarios<br />

estribaba en sustituir el buey por la mula, ya que ésta come menos,<br />

es más fina, más ligera y gana tiempo, especialmente con el arado.<br />

Don Bernardo, sofocado por la discusión y el tinto, arguyó que la<br />

mula era un animal que carecía <strong>de</strong> fuerza y apenas arañaba la<br />

tierra por lo que su trabajo era pobre e inútil, mientras el buey, por<br />

mor <strong>de</strong> su fuerza, araba en surcos profundos con lo que <strong>de</strong>fendía<br />

mejor la simiente. A esto adujo el rentero que el buey comía más y el<br />

pasto <strong>de</strong> que se alimentaba era difícil y caro, pero don Bernardo,<br />

lejos <strong>de</strong> doblegarse, intentó hacerle ver que la <strong>de</strong>ca<strong>de</strong>ncia agrícola<br />

en otros lugares <strong>de</strong> España venía precisamente <strong>de</strong>l hecho <strong>de</strong> haber<br />

sustituido el buey por la mula. Benjamín Martín, más pragmático,<br />

hizo hincapié en que en Villanubla únicamente dos labradores<br />

seguían con los bueyes <strong>de</strong> arado, pero, en tal coyuntura, don<br />

Bernardo Salcedo preguntó, con mucho tino, si no era Villanubla el<br />

único pueblo en <strong>de</strong>ca<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong>l Páramo. <strong>El</strong> rentero lo admitió pero<br />

señaló una nueva dificultad: la exagerada parcelación <strong>de</strong> la tierra<br />

exigía traslados rápidos <strong>de</strong> las yuntas, y <strong>de</strong> los bueyes podía<br />

esperarse todo menos rapi<strong>de</strong>z. Los jarros <strong>de</strong> espeso vino <strong>de</strong> Toro iban<br />

<strong>de</strong>sapareciendo <strong>de</strong> la mesa y don Bernardo, acodado en el tablero,<br />

con las orejas rojas y la mirada perdida, acabó adoptando una<br />

solución salomónica: Podía ensayarse; las innovaciones requieren<br />

experimentación. Es así como avanza la ciencia. Se podían cambiar,<br />

por ejemplo, los bueyes <strong>de</strong> una yunta y <strong>de</strong>jarlos en las otras dos. La<br />

eficacia y el tiempo hablarían. <strong>El</strong> grano diría si la agilidad y<br />

alimentación <strong>de</strong> la mula compensaba el mejor trabajo <strong>de</strong>l buey, o<br />

éste, por el contrario, seguía por <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> las presuntas virtu<strong>de</strong>s<br />

<strong>de</strong> la mula.<br />

Don Bernardo estaba cansado.<br />

Eran <strong>de</strong>masiados días embromado en discusiones necias y las<br />

discusiones necias le fatigaban especialmente. Por otro lado le<br />

sacaban <strong>de</strong> quicio los interlocutores analfabetos. Y era ya casi <strong>de</strong><br />

noche cuando abandonó la casa <strong>de</strong> los renteros con la cabeza<br />

cargada y brumosa.<br />

<strong>El</strong> pueblo se a<strong>de</strong>ntraba pausadamente en las tinieblas y el señor<br />

Salcedo tomó a “Lucero” <strong>de</strong> la brida y lo condujo al paso hasta la<br />

casa <strong>de</strong> la viuda <strong>de</strong> Baruque, don<strong>de</strong>, como <strong>de</strong> costumbre, pensaba<br />

pernoctar. En la calle no había un alma y la viuda se llegó a la<br />

puerta <strong>de</strong> la calle con un candil. Acomodaron a “Lucero” en la<br />

cuadra y ella le preguntó qué iba a cenar.


Don Bernardo prefería no cenar.<br />

La comida, a base <strong>de</strong> cerdo y judías pintas, le había resultado<br />

empachosa; le había <strong>de</strong>jado ahíto.<br />

Al <strong>de</strong>spren<strong>de</strong>rse <strong>de</strong> sus ropas embarazosas y estirarse <strong>de</strong>snudo en<br />

las planchadas sábanas gimió <strong>de</strong> placer.<br />

Habían sido dos semanas cambiando cada día <strong>de</strong> dieta y<br />

alojamiento.<br />

Muy <strong>de</strong> mañana pagó a la viuda y, por el atajo <strong>de</strong>l Vivero, salió al<br />

camino <strong>de</strong> Zamora. En la encrucijada brincó una liebre <strong>de</strong> la viña y<br />

corrió cien metros zigzagueando por <strong>de</strong>lante <strong>de</strong>l caballo. Luego<br />

espoleó a éste y, a galope corto, se encaminó a Tor<strong>de</strong>sillas. Su<br />

carácter metódico y rutinario no le permitió cambiar <strong>de</strong> ruta. Por<br />

unos segundos pensó en su hijo y en el donaire <strong>de</strong> Minervina con él<br />

en brazos. Sonrió. Rebasada Tor<strong>de</strong>sillas picó a “Lucero”, atravesó<br />

las tierras <strong>de</strong> Villamarciel y Geria, orilló Simancas, cruzó el río por<br />

el puente romano y, a mediodía, entraba en Valladolid por la Puerta<br />

<strong>de</strong>l Campo, <strong>de</strong>jando a mano <strong>de</strong>recha la Mancebía <strong>de</strong> la Villa.<br />

__________________________<br />

__________________________<br />

III<br />

Sin apenas advertirlo, don Bernardo Salcedo se encontró<br />

enganchado <strong>de</strong> nuevo a la rutina. Meses atrás había llegado a<br />

pensar que podía morir <strong>de</strong> aburrimiento, pero ahora, como si aquello<br />

hubiera sido un amago <strong>de</strong> tormenta, pensaba que sus temores<br />

habían sido exagerados. Su “acceso <strong>de</strong> melancolía,” como él llamaba<br />

pomposamente a sus meses <strong>de</strong> vagancia, había sido vencido, así que<br />

volvió a tomar las riendas <strong>de</strong> su casa y <strong>de</strong> sus negocios. Por la<br />

mañana, tras el opíparo <strong>de</strong>sayuno que le servía Mo<strong>de</strong>sta, don<br />

Bernardo se encaminaba al almacén <strong>de</strong> la vieja Ju<strong>de</strong>ría, en los<br />

aledaños <strong>de</strong>l Puente Mayor, y allí se encontraba con Dionisio<br />

Manrique, su fiel colaborador, que meses atrás había llegado a<br />

pensar que el amo se moría y el almacén habría que cerrarlo. Se<br />

imaginó sin trabajo, sin oficio ni beneficio, pordioseando entre los<br />

niños llenos <strong>de</strong> bubas que llenaban las calles <strong>de</strong> la villa, en invierno<br />

y en verano. Ahora, <strong>de</strong> pronto, el señor Salcedo, sin saber por qué ni<br />

por qué no, había salido <strong>de</strong>l bache y había vuelto a hacerse cargo <strong>de</strong><br />

la situación. <strong>El</strong> viaje a Burgos había sido el inicio <strong>de</strong> su<br />

resurgimiento. En el mismo <strong>de</strong>spacho <strong>de</strong> don Bernardo, en una mesa


<strong>de</strong> pino <strong>de</strong> Soria paralela, se sentaba él y, mal que bien, iba llevando<br />

las cuentas <strong>de</strong> las reatas <strong>de</strong> mulas que bajaban <strong>de</strong>l Páramo y <strong>de</strong> los<br />

vellones almacenados en la inmensa nave <strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría. “Atila”, el<br />

mastín feroz que le regalaron <strong>de</strong> cachorro, correteaba ladrando<br />

entre la tapia y el edificio y dormía con un ojo abierto en la caseta<br />

<strong>de</strong> la entrada. Era un can <strong>de</strong> oído fino y malas pulgas, y las noches,<br />

especialmente las <strong>de</strong> luna llena, las pasaba aullando en el corredor.<br />

No se sabía <strong>de</strong> ningún exceso cometido por el perro pero, tanto don<br />

Bernardo como su fiel Dionisio, presumían <strong>de</strong> que nadie se había<br />

llevado un vellón <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que “Atila” vigilaba el almacén.<br />

Manrique, sin otra ayuda que Fe<strong>de</strong>rico, un galopín <strong>de</strong> quince años,<br />

mudo <strong>de</strong> nacimiento, era el alma <strong>de</strong>l establecimiento. <strong>El</strong> <strong>de</strong>spacho,<br />

la mesa y los manguitos eran la tapa<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> activida<strong>de</strong>s más<br />

prosaicas. Por un lado, Dionisio anotaba los vellones que entraban y<br />

salían, pero por otro echaba una mano artesana y servicial para<br />

todo lo que fuera menester. Dionisio, por ejemplo, salía con Fe<strong>de</strong>rico<br />

a la explanada, casi siempre embarrada, cada vez que se anunciaba<br />

una expedición y, entre ellos y el arriero, <strong>de</strong>scargaban las sacas sin<br />

apelar a manos mercenarias, almacenando or<strong>de</strong>nadamente las<br />

pieles.<br />

Del mismo modo Dionisio, en una prisa, como aconteció con el último<br />

viaje a Burgos, no dudaba en tomar el zamarro y el látigo y conducir<br />

personalmente una carreta hasta las instalaciones <strong>de</strong> don Néstor<br />

Maluenda en Las Huelgas o don<strong>de</strong> hiciera falta. Una vez metido en<br />

harina, no ponía reparos a nada, comía en el mostrador con los<br />

arrieros o dormía en las habitaciones colectivas <strong>de</strong> las ventas con<br />

objeto <strong>de</strong> que el patrón ahorrase unos maravedíes.<br />

En el pequeño comercio que don Bernardo sostenía con la fábrica <strong>de</strong><br />

zamarros <strong>de</strong> Camilo Dorado, en Segovia, era el propio Manrique el<br />

que alquilaba las reatas y las conducía por atajos pedregosos <strong>de</strong> la<br />

sierra que sólo él conocía. Don Bernardo, que sabía <strong>de</strong> la<br />

versatilidad <strong>de</strong> Dionisio, <strong>de</strong> su disponibilidad, <strong>de</strong>finía a su<br />

subordinado <strong>de</strong> una manera peculiar, no exenta <strong>de</strong> tintes<br />

<strong>de</strong>spectivos, como un hombre que hace lo mismo a un roto que a un<br />

<strong>de</strong>scosido.<br />

Los primeros días <strong>de</strong> verano fueron fechas <strong>de</strong> agitación en el<br />

almacén y la actividad <strong>de</strong>saforada <strong>de</strong>splegada por don Bernardo<br />

vino a restablecerle <strong>de</strong> la plétora causada por sus excesos<br />

gastronómicos, restablecimiento al que ayudó sin duda la sangría<br />

practicada por Gaspar Laguna que, en su día, había intervenido<br />

también a su señora inútilmente. Pero Salcedo no era hombre<br />

rencoroso. Detestaba la chapuza pero valoraba el trabajo bien hecho


aunque no llegara a buen fin. En las personas que confiaba no<br />

<strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> creer por un <strong>de</strong>sacierto. Don Bernardo partía <strong>de</strong> la base <strong>de</strong><br />

la imperfección humana y así, cuando avisó al barbero—cirujano,<br />

<strong>de</strong>mostró que no le tenía ojeriza, pero, al propio tiempo, lo recibió<br />

con estas palabras: A ver si tenemos más suerte que con doña<br />

Catalina que gloria haya, amigo Laguna, lo que obligó al barbero a<br />

extremar toda su ciencia y habilidad.<br />

A las doce <strong>de</strong>l mediodía, don Bernardo marchaba <strong>de</strong>l almacén.<br />

Eran semanas <strong>de</strong> calor y las calles hedían a basuras y <strong>de</strong>sperdicios.<br />

Los niños, con las caritas llenas <strong>de</strong> bubas y landres, le salían al<br />

paso pordioseando, pero él los <strong>de</strong>satendía. Ya tienen a mi hermano,<br />

pensaba, ¿hay alguien en Valladolid que haga más por sus prójimos<br />

que mi hermano Ignacio? Caminaba <strong>de</strong>spacio, evitando las<br />

alcantarillas, atento al |¡agua va!| <strong>de</strong> las ventanas, hasta abocar a<br />

la taberna <strong>de</strong> Garabito, en la calle Orates, con su inevitable ramita<br />

ver<strong>de</strong> junto al rótulo, don<strong>de</strong> solían reunirse tres o cuatro amigos a<br />

<strong>de</strong>gustar los blancos <strong>de</strong> Rueda. <strong>El</strong> primer día que llegó, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong><br />

su larga ausencia, todos le manifestaron que le habían echado <strong>de</strong><br />

menos porque eran <strong>de</strong> esa clase <strong>de</strong> amigos circunstanciales, <strong>de</strong><br />

apea<strong>de</strong>ro, tímidos, que habían asistido al sepelio <strong>de</strong> doña Catalina,<br />

como Dios manda, pero no osaron poner pie en su casa. Para doña<br />

Catalina eran “los amigotes” y no encontraba expresión más<br />

ajustada para <strong>de</strong>signarlos. Pero los amigotes celebraron con unos<br />

vasos la reincorporación <strong>de</strong> don Bernardo a las tertulias mañaneras.<br />

Él les habló <strong>de</strong> su “acceso <strong>de</strong> melancolía” y, aunque ninguno <strong>de</strong> ellos<br />

sabía a ciencia cierta en qué consistía este mal, le preguntaron, con<br />

la reiteración propia <strong>de</strong> los borrachos, cómo se las había arreglado<br />

para pelarlo.<br />

Don Bernardo, dado al ingenio verbal, miró uno a uno a los amigotes<br />

<strong>de</strong>l grupo e hizo la revelación que había preparado en casa dos<br />

semanas antes: A mí me curó un correo urgente <strong>de</strong> Burgos. Los<br />

amigotes rieron, le propinaron palmadas en la espalda y se lo<br />

comunicaron a otros amigotes y todos coincidieron en que con el<br />

pellejo <strong>de</strong> vino <strong>de</strong> La Seca que acababa <strong>de</strong> abrir Dámaso Garabito<br />

terminaría <strong>de</strong> restablecerse.<br />

Allí, en la taberna, don Bernardo se salía <strong>de</strong> la norma y la<br />

hipocresía: juraba, soltaba palabrotas, reía los cuentos obscenos y<br />

estos excesos le aligeraban y le disponían a afrontar con mejor<br />

ánimo la jornada vespertina <strong>de</strong> la villa. En ocasiones también<br />

buscaba consejo en la taberna <strong>de</strong> Garabito, como aconteció con<br />

Teófilo Roldán, labrador <strong>de</strong> Tu<strong>de</strong>la, que cada semana atravesaba


dos veces el Duero en la barcaza <strong>de</strong> Herrera, junto a su caballo, para<br />

aten<strong>de</strong>r su labranza. Teófilo Roldán bebía en tazón pues para él el<br />

blanco tras un cristal transparente perdía buena parte <strong>de</strong> sus<br />

propieda<strong>de</strong>s. Escuchó a don Bernardo la historia <strong>de</strong> su rentero y<br />

cuando aquél le preguntó qué le parecía más conveniente tener el<br />

rentero a la parte o a sueldo fijo, don Teófilo, inspirado por el vino,<br />

con una lógica apabullante, le respondía que <strong>de</strong>pendía <strong>de</strong> la parte.<br />

Don Bernardo se mostró franco por una vez: digamos un tercio <strong>de</strong> la<br />

cosecha, dijo. Don Teófilo fue rápido: en Tu<strong>de</strong>la damos más —sugirió<br />

antes <strong>de</strong> que don Bernardo terminara <strong>de</strong> hablar.<br />

Salcedo se ruborizó ligeramente; tenía un cutis suave, apto para<br />

ello: no vayamos a comparar, Tu<strong>de</strong>la es un pueblo próspero mientras<br />

Pedrosa, malvive. Luego apuntó que con un tercio una familia en su<br />

pueblo podía redimirse, e incluso hacer fortuna, pero era difícil que<br />

lo consiguiera si el rentero era analfabeto, no sabía sumar y<br />

ventoseaba todo el tiempo <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> su señor. Es lo mismo —dijo—<br />

que hacerle <strong>de</strong>sechar una i<strong>de</strong>a una vez que ha arraigado en su pobre<br />

cerebro.<br />

Teófilo Roldán empinaba el codo sin cesar. Había llegado a ese<br />

punto soñado en que se pier<strong>de</strong> la gravi<strong>de</strong>z <strong>de</strong>l cuerpo y se siente uno<br />

flotar. ¿Qué i<strong>de</strong>a? —dijo—. ¿A qué i<strong>de</strong>a se refiere, Salcedo? —<br />

preguntó tambaleándose. Concretamente —replicó don Bernardo— a<br />

persuadirle, sin necesidad <strong>de</strong> hacer números, <strong>de</strong> que el buey en el<br />

campo es un animal más rentable que la mula.<br />

Roldán se inclinó hacia él hasta casi topar con su cabeza: ¿De veras<br />

lo cree usted así? Don Bernardo se <strong>de</strong>sconcertó: ¿Usted no?<br />

Según —dijo don Teófilo—. Según la labor y el terreno. Don<br />

Bernardo, sin razón alguna, salvo que iban aumentando sus<br />

libaciones, empezó a sentirse optimista. De repente habían <strong>de</strong>jado <strong>de</strong><br />

importarle el buey y la mula y la rentabilidad <strong>de</strong>l uno y <strong>de</strong> la otra;<br />

únicamente le importaba oír su voz, sentirse vivo y pala<strong>de</strong>ar el buen<br />

vino <strong>de</strong> La Seca: labores <strong>de</strong> arada —dijo—. Me refiero a labores <strong>de</strong><br />

arada. La mula no ara, araña, y <strong>de</strong>ja que se coman la simiente las<br />

palomas y los cuervos. Todos los pájaros se comen la simiente,<br />

tartajeó Roldán poniéndole una mano en el hombro.<br />

Don Bernardo sonreía <strong>de</strong>negando con la cabeza: pero no siempre,<br />

amigo mío, el buey ahonda y <strong>de</strong>fien<strong>de</strong> la semilla. Los ojos <strong>de</strong> don<br />

Teófilo se ponían turbios: pe...


pe... pero ¿usted tiene tanta autoridad como para dar ór<strong>de</strong>nes a su<br />

rentero? Me conce<strong>de</strong> esa licencia —aclaró el señor Salcedo—: me<br />

ce<strong>de</strong> el po<strong>de</strong>r espontáneamente porque él no entien<strong>de</strong> <strong>de</strong> papeles.<br />

Don Bernardo se <strong>de</strong>jaba envolver con gusto en la vieja rutina.<br />

Acudía diariamente a la taberna <strong>de</strong> la calle Orates, junto a la casa<br />

<strong>de</strong> locos, o a cualquier otra don<strong>de</strong> apareciera una rama ver<strong>de</strong> en el<br />

rótulo <strong>de</strong>l establecimiento. Era significativo porque, sin ponerse <strong>de</strong><br />

acuerdo, los amigotes siempre coincidían en la cantina que abría<br />

cuba o pellejo ese día. De ordinario eran vinos que habían entrado<br />

en la villa por la puerta <strong>de</strong>l Puente Mayor o la <strong>de</strong> Santiesteban,<br />

antes <strong>de</strong> cumplirse los cinco meses <strong>de</strong> la vendimia como era<br />

preceptivo, e inscritos en el registro <strong>de</strong> entradas para saber a cuánto<br />

ascendía el consumo. Los tintos solían ser flacos, a medio hacer y<br />

poco cotizados, pero el buen catador siempre esperaba la sorpresa.<br />

Tras probarlo, como buenos <strong>de</strong>gustadores, comentaban las virtu<strong>de</strong>s y<br />

<strong>de</strong>fectos <strong>de</strong>l nuevo mosto. Y, <strong>de</strong> cuando en cuando, reaparecía otro<br />

amigote, menos asiduo que los <strong>de</strong>más, que había oído algo <strong>de</strong> la<br />

enfermedad <strong>de</strong> don Bernardo y le preguntaba por su<br />

restablecimiento. Y Salcedo, que consi<strong>de</strong>raba su respuesta una <strong>de</strong><br />

las más ingeniosas <strong>de</strong> los últimos tiempos, se echaba a reír y<br />

respondía: un correo urgente <strong>de</strong> Burgos me sanó, aunque vuesa<br />

merced no lo crea. Y el amigote reía con él, y le palmeaba<br />

fervorosamente la espalda porque el nuevo vino tenía una<br />

graduación más alta <strong>de</strong> la esperada y con cuatro vasos se nublaba<br />

la inteligencia.<br />

A las dos, don Bernardo se retiraba a casa con el buen humor que le<br />

proporcionaba la taberna <strong>de</strong> Garabito. Mo<strong>de</strong>sta, mientras le servía la<br />

comida, solía hacerse lenguas sobre las nuevas gracias <strong>de</strong>l niño.<br />

<strong>El</strong>la no entendía que un padre pudiera mostrarse indiferente ante<br />

los progresos <strong>de</strong> su propio hijo, pero lo cierto es que Salcedo apenas<br />

la escuchaba y se preguntaba mil veces qué era lo que, en el fondo<br />

<strong>de</strong> sí mismo, sentía por aquella criatura. De regreso <strong>de</strong> Pedrosa, don<br />

Bernardo imaginó que sus sentimientos hacia el pequeño oscilaban<br />

entre la atracción y el rechazo. Algunas tar<strong>de</strong>s, sin embargo, subía a<br />

las buhardillas y, al ver a su hijo, reconocía que nunca sintió amor<br />

por él, a lo sumo mera curiosidad <strong>de</strong> zoólogo. Entonces podía<br />

pasarse siete días sin volver por el piso alto. Al cabo <strong>de</strong> una semana<br />

tornaba a sentir esa vaga atracción, que únicamente existía en su<br />

imaginación, y se presentaba en las buhardillas por sorpresa.<br />

Minervina planchaba o cambiaba los pañales al niño, acompañando<br />

su acción <strong>de</strong> canciones a media voz o palabras cariñosas.


Don Bernardo miraba a la muchacha sin <strong>de</strong>jarlo: tenía el<br />

convencimiento <strong>de</strong> que la legumbre y el cerdo, el alimento invariable<br />

<strong>de</strong>l pueblo, generaba seres anchos y retacos.<br />

Por eso le sorprendía aquella chica <strong>de</strong> Santovenia, alta y fina, en la<br />

que cada día <strong>de</strong>scubría un nuevo encanto: el largo y frágil cuello, los<br />

pechitos picudos sobre la burda saya, el trasero pequeño y<br />

prominente cada vez que se inclinaba sobre la tabla <strong>de</strong> planchar.<br />

Toda ella era belleza y armonía, una especie <strong>de</strong> aparición. Un mes<br />

más tar<strong>de</strong> se dio cuenta <strong>de</strong> otra cosa:<br />

que el niño no le provocaba atracción o rechazo, sino simplemente<br />

rechazo y que la atracción provenía <strong>de</strong> Minervina. Entonces rectificó<br />

su confi<strong>de</strong>ncia a don Néstor Maluenda en el sentido <strong>de</strong> que él no era<br />

hombre <strong>de</strong> una sola mujer sino <strong>de</strong> una sola esposa. Conforme pasaba<br />

el tiempo, las más elementales exigencias lascivas crecían cada vez<br />

que veía a la muchacha. Pero ella se mostraba tan ajena, tan<br />

indiferente a sus miradas, tan recriminadora a veces, que no se<br />

atrevía a pasar <strong>de</strong> la mera contemplación. Sin embargo, un día<br />

ardiente <strong>de</strong> verano, sugirió a la chica que bajara a dormir al piso<br />

primero don<strong>de</strong> el bochorno se hacía más soportable.<br />

—¿Y el niño? —dijo Minervina a la <strong>de</strong>fensiva.<br />

—Con el niño, naturalmente.<br />

Si le aconsejo eso es pensando en la salud <strong>de</strong>l pequeño.<br />

Minervina le midió <strong>de</strong> arriba abajo con sus transparentes ojos lilas<br />

sombreados por espesas pestañas, luego miró al niño y <strong>de</strong>negó con<br />

la cabeza, subrayando <strong>de</strong>spués su negativa:<br />

—Estamos bien aquí, señor —dijo.<br />

A partir <strong>de</strong> este tropezón pueril la imagen <strong>de</strong> la nodriza no se<br />

apartaba <strong>de</strong> su cabeza. Y, hechizado por sus encantos, la espiaba<br />

día y noche. Sabedor <strong>de</strong> que el niño mamaba cada tres horas,<br />

procuraba informarse <strong>de</strong> la última toma para sorpren<strong>de</strong>rla en la<br />

siguiente con el pecho <strong>de</strong>scubierto. Y, cada vez que lo intentaba,<br />

subía las escaleras <strong>de</strong> puntillas, las manos temblorosas y el corazón<br />

acelerado. Mas, si antes <strong>de</strong> abrir la puerta <strong>de</strong> la escalera, les oía<br />

reír y retozar en la habitación inmediata, regresaba a la sala sin<br />

asomarse. Ocurría que Minervina tomaba sus precauciones ante la<br />

frecuencia <strong>de</strong> sus visitas, pero una tar<strong>de</strong>, cuando menos lo esperaba,<br />

la sorprendió por el resquicio <strong>de</strong> la puerta con el niño en el enfaldo,<br />

el brazo <strong>de</strong>recho fuera <strong>de</strong> la saya y el pequeño pecho firme y


puntiagudo, <strong>de</strong> pezón sonrosado, en espera <strong>de</strong> que la criatura lo<br />

tomase. Dios mío, murmuró don Bernardo, <strong>de</strong>slumbrado por tanta<br />

belleza, pegando su ojo a la rendija.<br />

—¿Es que no lo quieres hoy, mi tesoro? —dijo la chica.<br />

Y sonreía con sus labios jóvenes y gor<strong>de</strong>zuelos. En vista <strong>de</strong>l<br />

<strong>de</strong>sinterés <strong>de</strong>l niño tomó su pecho con dos <strong>de</strong>dos y dibujó con la<br />

punta <strong>de</strong>l pezón la boca <strong>de</strong>l bebé, quien, tan directamente<br />

estimulado, agarró ávidamente el pecho como la trucha la lombriz<br />

que el pescador le ofrece <strong>de</strong> improviso en el hilero. Entonces don<br />

Bernardo, incapaz <strong>de</strong> reprimir el ja<strong>de</strong>o, se apartó <strong>de</strong> la puerta y bajó<br />

las escaleras temeroso <strong>de</strong> <strong>de</strong>latarse. Repitió la excursión en las<br />

tar<strong>de</strong>s siguientes.<br />

<strong>El</strong> recuerdo <strong>de</strong> aquel pechito inocentemente ofrecido le volvía loco.<br />

En el almacén no era capaz <strong>de</strong> concentrarse, rendía poco, <strong>de</strong>legaba<br />

la mayor parte <strong>de</strong> las tareas en manos <strong>de</strong> Manrique. Luego en la<br />

taberna <strong>de</strong> Garabito se emborrachaba en las catas y, al llegar a<br />

casa, se encamaba pretextando dolor <strong>de</strong> cabeza.<br />

Los vapores <strong>de</strong>l alcohol se iban disipando pero, a cambio, la imagen<br />

<strong>de</strong> aquel pechito <strong>de</strong>snudo volvía a subírsele a la cabeza. Hacía el<br />

cálculo <strong>de</strong> las mamadas y subía al piso alto sobre las seis, la cuarta<br />

toma <strong>de</strong>l día. Pero una tar<strong>de</strong> bochornosa <strong>de</strong> finales <strong>de</strong> septiembre,<br />

con las puertas <strong>de</strong>l piso alto abiertas <strong>de</strong> par en par, una ráfaga <strong>de</strong><br />

viento caliente cerró violentamente la puerta <strong>de</strong> Minervina y la<br />

señora Blasa apareció, sin avisar, en la última <strong>de</strong>l pasillo.<br />

—¿Necesita vuesa merced alguna cosa?<br />

Don Bernardo se sintió abochornado:<br />

—Subía a ver al niño. Hace días que no le veo —dijo.<br />

La señora Blasa entró en la habitación <strong>de</strong> Minervina y volvió a salir<br />

con la misma diligencia. Tenía más marcadas las arrugas<br />

horizontales <strong>de</strong> la frente, fenómeno que acontecía cada vez que en su<br />

cabeza surgía una i<strong>de</strong>a. Al mismo tiempo en las comisuras <strong>de</strong> la<br />

boca se insinuaba un mohín burlón:<br />

—Está mamando, señor. La Miner lo bajará en cuanto termine.


Descendió las escaleras lentamente, avergonzado, como un ladrón<br />

sensible sorprendido con las manos en la masa. Pero a la noche, en<br />

su visita diaria a su hermano Ignacio, le confesó:<br />

—Ahora pienso si a don Néstor Maluenda no le diría la verdad,<br />

Ignacio. ¿No crees tú que se pue<strong>de</strong> ser hombre <strong>de</strong> una sola esposa<br />

pero <strong>de</strong> varias mujeres? <strong>El</strong> cuerpo me pi<strong>de</strong>, Ignacio, me apremia; hay<br />

días que no pienso en otra cosa.<br />

Me parece que echo en falta una mujer a mi lado.<br />

Esperaba que su hermano, ocho años más joven que él, pero probo y<br />

justo, le diese un sabio consejo o, siquiera, la oportunidad <strong>de</strong><br />

contarle su naciente pasión por Minervina, pero Ignacio Salcedo<br />

cortó en flor sus ilusiones:<br />

—¿Quién te dijo que seas hombre <strong>de</strong> una sola esposa, Bernardo?<br />

Tú necesitas otra mujer. Eso es todo. ¿Por qué no le dices a fray<br />

Hernando que te ayu<strong>de</strong> a buscarla?<br />

Le <strong>de</strong>jó <strong>de</strong>sconcertado. No se trataba <strong>de</strong> hablar con fray Hernando,<br />

sino <strong>de</strong> convencer a Minervina <strong>de</strong> que, entre mamada y mamada <strong>de</strong>l<br />

pequeño Cipriano, se entretuviera un rato con él en el lecho <strong>de</strong> la<br />

buhardilla. <strong>El</strong> problema no consistía, pues, en arreglar una boda<br />

sino en facilitarle el acceso a los dominios <strong>de</strong> la chica, <strong>de</strong> po<strong>de</strong>r<br />

<strong>de</strong>sahogar con ella sus apremios carnales. Esto no lo aprobaría<br />

nunca fray Hernando y, menos aún, su hermano Ignacio, tan recto,<br />

tan íntegro. ¿A quién acudir entonces?<br />

Una tar<strong>de</strong>, Mo<strong>de</strong>sta le sobresaltó gritando que el niño andaba.<br />

Acababa <strong>de</strong> cumplir nueve meses y apenas pesaba quince libras,<br />

aunque había dado abundantes pruebas <strong>de</strong> agilidad. A veces se<br />

ponía cabeza abajo en la cama <strong>de</strong> Minervina para que la chica riera.<br />

Otras saltaba la barandilla <strong>de</strong> la cunita con notable ligereza y<br />

permanecía un rato <strong>de</strong> pie sin moverse, sin sujetarse a nada,<br />

observando, como solía hacer al abrir los ojos, los objetos que le<br />

ro<strong>de</strong>aban. Ahora, don Bernardo, sorprendido en plena cabezada, no<br />

<strong>de</strong>saprovechó la oportunidad <strong>de</strong> volver a ver a la muchacha y<br />

ascendió pesadamente las escaleras <strong>de</strong>l piso alto. En el pasillo<br />

tropezó con su hijo caminando a solas hacia las escaleras, mientras<br />

Minervina, sonriente, le seguía agachada, los brazos abiertos tras él,<br />

protegiéndole. Detrás <strong>de</strong> ella marchaban, como unas mialmas,<br />

Mo<strong>de</strong>sta y la señora Blasa:


—Se da cuenta vuesa merced, el niño ya se anda —<strong>de</strong>cía con voz<br />

explosiva la cocinera.<br />

Mas don Bernardo, fingiendo una ira que no sentía, aprovechó la<br />

circunstancia para censurar a Minervina su <strong>de</strong>scuido, para<br />

fustigarla. A un niño <strong>de</strong> nueve meses no se le podía poner en pie si<br />

no quería arquearle las piernas para el resto <strong>de</strong> su vida. Las piernas<br />

<strong>de</strong> un niñito a esta edad eran como <strong>de</strong> gelatina, incapaces <strong>de</strong><br />

soportar su propio peso sin resentirse. Iba alzando la voz y, cuando<br />

advirtió que los ojos lilas <strong>de</strong> Minervina se inundaban <strong>de</strong> lágrimas,<br />

experimentó un raro placer, como si fustigara con un látigo la<br />

espalda <strong>de</strong>snuda <strong>de</strong> la muchacha. Mas, pese a su aparente<br />

indignación, a partir <strong>de</strong> esa tar<strong>de</strong> fue imposible recluir a Cipriano<br />

en su cunita. Se bajaba <strong>de</strong> ella con facilidad pasmosa y correteaba<br />

por el pasillo como un niño <strong>de</strong> dos o tres años. Es <strong>de</strong>cir, Cipriano no<br />

sólo andaba sino que corría como si llevase una vida ensayando y, si<br />

alguien trataba <strong>de</strong> impedirlo, se zafaba <strong>de</strong> sus brazos y reemprendía<br />

la carrera. Diríase que al pequeño le habían <strong>de</strong>jado huella las<br />

gélidas miradas <strong>de</strong> su padre, cuando, <strong>de</strong> niño, la sensación <strong>de</strong> frío le<br />

<strong>de</strong>spertaba y sentía la necesidad <strong>de</strong> escapar.<br />

Algunas tar<strong>de</strong>s, los tíos Gabriela e Ignacio subían a visitarlo. Los<br />

primeros días las habilida<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l niño fueron como un espectáculo<br />

<strong>de</strong> feria. Pero Gabriela no ocultó su temor: ¿No era <strong>de</strong>masiado tierna<br />

la criatura? No se refería a la edad sino al tamaño, pero Minervina,<br />

que miraba extasiada los alamares y puñetes <strong>de</strong> lechuguilla <strong>de</strong>l<br />

vestido <strong>de</strong> doña Gabriela, salió acalorada en su <strong>de</strong>fensa: no lo crea<br />

vuesa merced, aunque menudo, no es un niño débil Cipriano; le sobra<br />

nervio. Pero, una vez pasada la novedad, doña Gabriela y don<br />

Ignacio empezaron a espaciar sus visitas y don Bernardo reanudó<br />

las suyas a la calle <strong>de</strong> Santiago. Enfrascado en la rutina atendía<br />

sus obligaciones, pero no olvidaba a Minervina. La aparición <strong>de</strong> la<br />

cocinera cuando él acechaba la habitación <strong>de</strong> la chica había<br />

rebajado, sin embargo, sus ímpetus iniciales.<br />

Por las noches reflexionaba en la cama, excitado, sobre las<br />

posibilida<strong>de</strong>s que un hombre rico tenía <strong>de</strong> llevar a la cama a una<br />

mujer pobre, pueblerina y quinceañera a<strong>de</strong>más. Creía que eran<br />

muchas pero él carecía <strong>de</strong> la agresividad <strong>de</strong>l hombre rico y<br />

Minervina <strong>de</strong> la sumisión <strong>de</strong> la mujer pobre. La muchacha, sin<br />

gran<strong>de</strong>s palabras ni gestos melodramáticos, le había tenido a raya<br />

hasta el momento.<br />

Pero, persuadido <strong>de</strong> que todas las ventajas estaban <strong>de</strong> su parte, don<br />

Bernardo Salcedo tomó un día una viril <strong>de</strong>cisión: atacaría


directamente y le haría ver a la chica la necesidad que tenía <strong>de</strong> sus<br />

favores.<br />

Conforme a este plan, una noche <strong>de</strong> finales <strong>de</strong> septiembre, subió las<br />

escaleras <strong>de</strong>l servicio en camisón, con una lamparita y los pies<br />

<strong>de</strong>scalzos, procurando evitar los crujidos <strong>de</strong> la ma<strong>de</strong>ra y se <strong>de</strong>tuvo<br />

ante la puerta <strong>de</strong> Minervina. Los latidos <strong>de</strong> su corazón le sofocaban.<br />

La imagen <strong>de</strong> la muchacha tendida <strong>de</strong>scuidadamente en el lecho, le<br />

encalabrinaba. Abrió lentamente la puerta con la luz en la mano y,<br />

entre las sombras, distinguió al niño dormido en su cunita y a<br />

Minervina a su lado, dormida también, respirando pausadamente.<br />

Cuando él se sentó en el lecho, la chica se <strong>de</strong>spertó. Sus ojos, muy<br />

redondos, estaban sorprendidos más que indignados:<br />

—¿Qué busca vuesa merced en mi habitación a estas horas?<br />

Don Bernardo carraspeó hipócritamente:<br />

—Me pareció oír llorar al niño.<br />

Minervina se cubría el escote con el embozo <strong>de</strong> la cama:<br />

—¿Des<strong>de</strong> cuándo se preocupa vuesa merced por los llantos <strong>de</strong><br />

Cipriano?<br />

Con su mano libre, don Bernardo atrapó audazmente la <strong>de</strong> Minervina<br />

como si fuera una mariposa.<br />

—Me gustas, pequeña, no lo puedo remediar. ¿Qué hay <strong>de</strong> malo en<br />

que tú y yo pasemos un rato juntos <strong>de</strong> vez en cuando? ¿Es que no<br />

pue<strong>de</strong>s repartir tu cariño entre padre e hijo? Vivirás como una reina,<br />

Minervina; nada te va a faltar, te lo aseguro. Únicamente te pido que<br />

reserves para este pobre viudo un poco <strong>de</strong> tu calor.<br />

La chica rescató su mano prisionera. La indignación brillaba en sus<br />

ojos lilas a la luz <strong>de</strong>l candil:<br />

—Vá—ya—se—<strong>de</strong>—a—quí —le dijo mordiendo las palabras—.<br />

Márchese ahora mismo, vuesa merced. Quiero a este niño más que a<br />

mi vida pero me iré <strong>de</strong> esta casa si vuesa merced se obstina en volver<br />

a poner los pies en este cuarto.<br />

Cuando don Bernardo, con las orejas gachas, se incorporó para<br />

marcharse, el niño se <strong>de</strong>spertó asustado. Pensó que los ojos <strong>de</strong><br />

Cipriano le <strong>de</strong>senmascaraban y entonces interpuso el candil entre él<br />

y la cunita, abrió la puerta y salió al pasillo. No habían mediado


palabras fuertes, ni siquiera actitu<strong>de</strong>s ridículas, lo que no impidió<br />

que se sintiera adolescente y vacuo. No era aquélla una situación<br />

propia <strong>de</strong> un hombre <strong>de</strong> su edad y condición. Se metió en cama<br />

<strong>de</strong>spreciándose a sí mismo, un <strong>de</strong>sprecio que no respondía a razones<br />

aparatosas pero que aumentaba si pensaba en su hermano Ignacio y<br />

en don Néstor Maluenda. ¿Qué hubieran pensado ellos si le hubieran<br />

visto humillándose <strong>de</strong> aquel modo ante una criada <strong>de</strong> quince años?<br />

<strong>El</strong> apremio lúbrico seguía persiguiéndole sin embargo al salir a la<br />

calle al día siguiente, camino <strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría. Había <strong>de</strong>cidido visitar<br />

la Mancebía <strong>de</strong> la Villa, junto a la Puerta <strong>de</strong>l Campo, don<strong>de</strong> no<br />

acudía <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hacía casi veinte años. Es una buena acción, se dijo<br />

para justificarse. La Mancebía <strong>de</strong> la Villa <strong>de</strong>pendía <strong>de</strong> la Cofradía <strong>de</strong><br />

la Concepción y la Consolación y, con sus beneficios, se mantenían<br />

pequeños hospitales y se socorría a los pobres y enfermos <strong>de</strong> la villa.<br />

Si una mancebía sirve para esos fines lo que se haga <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> ella<br />

tiene que ser santo, se dijo.<br />

A los lados <strong>de</strong> la calle, como cada día, pobres niñas <strong>de</strong> cuatro y<br />

cinco años, con los rostros cubiertos <strong>de</strong> bubas, pedían limosna.<br />

Repartió entre ellas un puñado <strong>de</strong> maravedíes pero cuando, horas<br />

<strong>de</strong>spués, charlaba con la Can<strong>de</strong>las en la mancebía, en su pequeña y<br />

coqueta habitación, los tristes ojos <strong>de</strong> las niñas pedigüeñas, las<br />

bubas purulentas en sus rostros, volvieron a representársele. Al<br />

verse entre aquellas cuatro pare<strong>de</strong>s, su rijosidad, tan sensible, se<br />

había aplacado. Vio a la muchacha presta a <strong>de</strong>sarrollar sus dotes <strong>de</strong><br />

seducción: no se moleste, Can<strong>de</strong>las —le dijo—, no vamos a hacer<br />

nada. He venido simplemente a charlar un ratito. Se sentó<br />

anhelosamente en un confi<strong>de</strong>nte, ella a los pies <strong>de</strong> la cama,<br />

sorprendida. Don Bernardo se consi<strong>de</strong>ró en el <strong>de</strong>ber <strong>de</strong> aclarar: es la<br />

sífilis, ¿no se ha fijado?, la villa está podrida por la sífilis, se muere<br />

<strong>de</strong> sífilis.<br />

Más <strong>de</strong> la mitad <strong>de</strong> la ciudad la pa<strong>de</strong>ce. ¿No ha visto a los niños por<br />

la calle <strong>de</strong> Santiago? Todos están llenos <strong>de</strong> incordios y bubas.<br />

Valladolid se lleva la palma en enfermeda<strong>de</strong>s asquerosas. Se acodó<br />

en los muslos <strong>de</strong>salentado. Can<strong>de</strong>las continuaba sorprendida. ¿Qué<br />

había ido a buscar a la Mancebía <strong>de</strong> la Villa aquel caballero? Se<br />

sintió <strong>de</strong>safiante: ¿por qué Valladolid? —preguntó—. <strong>El</strong> mundo<br />

entero está lleno <strong>de</strong> enfermeda<strong>de</strong>s asquerosas. Y ¿qué po<strong>de</strong>mos<br />

hacer? Él se estiró y cruzó las piernas. La miró fijamente: y ¿no<br />

tiene miedo?<br />

Uste<strong>de</strong>s se exponen diariamente, no tienen ninguna protección... De<br />

alguna manera tengo que vivir y dar <strong>de</strong> comer a los pobres, se


justificó ella. Don Bernardo, obsesionado, veía ahora también bajo el<br />

maquillaje <strong>de</strong> Can<strong>de</strong>las las bubas <strong>de</strong> las niñas: quiero <strong>de</strong>cir si<br />

uste<strong>de</strong>s disponen <strong>de</strong> médicos <strong>de</strong>l Consistorio, si la villa se preocupa<br />

<strong>de</strong> su salud y la <strong>de</strong> sus clientes. <strong>El</strong>la rió <strong>de</strong>sganada, <strong>de</strong>negando, y él<br />

se puso <strong>de</strong> pie. Tenía la sensación <strong>de</strong> que los landres y las bubas no<br />

estaban en las mujeres sino en el ambiente.<br />

Le tendió la mano: me alegra haberla conocido —puso un ducado en<br />

su blanca mano. Volveré a verte —añadió. Inclinó la cabeza. Luego<br />

salió furtivamente <strong>de</strong> la mancebía sin <strong>de</strong>spedirse <strong>de</strong>l ama.<br />

Camino <strong>de</strong> su casa pensó en Dionisio, Dionisio Manrique, el factótum<br />

<strong>de</strong>l almacén. Manrique era soltero, festivo y rijoso. Aunque religioso<br />

arrastraba fama <strong>de</strong> putañero, <strong>de</strong> <strong>de</strong>dicar sus ocios a la lubricidad.<br />

Sin embargo entre él y don Bernardo jamás se había cruzado una<br />

palabra sobre el particular.<br />

Manrique era para Salcedo un joven medroso, todavía casa<strong>de</strong>ro y<br />

bien mandado. Y Salcedo era para Manrique un hombre recto,<br />

encarnación <strong>de</strong> las buenas costumbres, comedido en el ejercicio <strong>de</strong><br />

su autoridad. De ahí su sorpresa cuando el jefe abandonó su mesa<br />

esa mañana y se dirigió a la suya con mirada encendida:<br />

—Anoche visité la Mancebía <strong>de</strong> la Villa, Manrique —dijo sin ro<strong>de</strong>os—.<br />

Todo hombre tiene sus exigencias y yo, ingenuamente, pensé<br />

satisfacerlas allí. Pero ¿ha visto usted cómo están las calles <strong>de</strong> la<br />

villa <strong>de</strong> mendigos llenos <strong>de</strong> bubas y escrófulas? ¿De dón<strong>de</strong> cree usted<br />

que salen esos millares <strong>de</strong> sifilíticos? ¿Cómo podremos evitar que la<br />

nefanda enfermedad acabe con nosotros?<br />

Dionisio Manrique, que mientras don Bernardo hablaba tuvo tiempo<br />

<strong>de</strong> reprimir su <strong>de</strong>sconcierto, miró a su jefe y lo vio apurado, sin<br />

asi<strong>de</strong>ros. Trató <strong>de</strong> confortarlo:<br />

—Algo se está haciendo, don Bernardo, en este sentido. Y su<br />

hermano lo sabe. La cura <strong>de</strong> calor está dando resultado. En el<br />

Hospital San Lázaro se practica, yo tengo una sobrina allí. <strong>El</strong><br />

método no pue<strong>de</strong> ser más sencillo: calor, calor y calor. Para ello se<br />

cierran puertas y ventanas y se inunda la habitación en penumbra<br />

<strong>de</strong> vapores <strong>de</strong> guayaco. A los enfermos se los cubre <strong>de</strong> frazadas y se<br />

encien<strong>de</strong>n junto a sus camas estufas y braseros a fin <strong>de</strong> que su<strong>de</strong>n<br />

todo lo posible. Dicen que con calor y dieta sobria basta con treinta<br />

días <strong>de</strong> tratamiento. Las bubas <strong>de</strong>saparecen.<br />

Dionisio suspiró con alivio pero observó que no era ésta la respuesta<br />

que don Bernardo esperaba:


—Sí —dijo éste—. No dudo que la medicina progresa, pero ¿cómo<br />

tener hoy una relación carnal con una mujer sin arriesgar nuestra<br />

salud en el empeño? Yo no pienso volver a casarme, Manrique, no soy<br />

hombre que guste <strong>de</strong> andar dos veces el mismo camino, pero ¿cómo<br />

<strong>de</strong>sahogar mis apetencias sin riesgo?<br />

Dionisio parpa<strong>de</strong>aba, indicio en él <strong>de</strong> cavilación:<br />

—La seguridad que vuesa merced pi<strong>de</strong> sólo tiene una solución.<br />

Hacerlo con una virgen; sólo con ella.<br />

—Y ¿dón<strong>de</strong> encuentra uno una virgen en este pueblo fornicador,<br />

Manrique?<br />

Se acentuó el parpa<strong>de</strong>o <strong>de</strong>l empleado:<br />

—Eso no es difícil, don Bernardo. Para eso están las ponedoras. Las<br />

mujeres <strong>de</strong>l Páramo son más baratas y más <strong>de</strong> fiar, seguramente<br />

porque pasan más necesidad que las <strong>de</strong> las tierras bajas. Con una<br />

particularidad, si ven en el cliente una persona respetable son<br />

capaces <strong>de</strong> confiarle su propia hija. Si usted no tiene inconveniente<br />

le pondré en contacto con una.<br />

Tres días más tar<strong>de</strong> se presentó en el almacén María <strong>de</strong> las Casas,<br />

la ponedora más laboriosa <strong>de</strong>l Páramo. Pasaba por mediadora <strong>de</strong><br />

criadas pero, en realidad, era una alcahueta. Dionisio Manrique<br />

salió <strong>de</strong>l <strong>de</strong>spacho para que su jefe pudiera expresarse sin trabas.<br />

María <strong>de</strong> las Casas no callaba.<br />

Le habló <strong>de</strong> tres muchachas vírgenes <strong>de</strong>l Páramo, dos <strong>de</strong> diecisiete<br />

años y una tercera <strong>de</strong> dieciséis.<br />

Las <strong>de</strong>scribió minuciosamente: todas eran fuertes (ya sabe usted que<br />

la criatura que sobrevive en el Páramo lo es, le había dicho) y<br />

serviciales. La Clara Ribera es más opulenta y atractiva que las<br />

otras dos pero, a cambio, la Ana <strong>de</strong> Cevico sabe cocinar mejor que<br />

una profesional. Lo mismo que en la Mancebía <strong>de</strong> la Villa, don<br />

Bernardo Salcedo empezó a sentir repugnancia <strong>de</strong> sí mismo. Aquélla<br />

era una conversación semejante a la que dos gana<strong>de</strong>ros sostenían<br />

antes <strong>de</strong> cerrar el trato. Por otro lado, la María <strong>de</strong> las Casas le<br />

mareaba con su cháchara. Pensaba en la discreción <strong>de</strong> Minervina, se<br />

le imponía su imagen y sacudía la cabeza para ahuyentarla. En<br />

cuanto a limpia, relimpia, ninguna le gana a la Máxima Antolín, <strong>de</strong><br />

Castro<strong>de</strong>za; su casa y su persona están como los chorros <strong>de</strong>l oro.


Apuesto a que con cualquiera <strong>de</strong> ellas pasaría vuesa merced buenos<br />

ratos, señor Salcedo —concluyó.<br />

Más cohibido que estimulado, don Bernardo optó por la Clara Ribera.<br />

En la cama le placía una muchacha viva, atrevida, incluso<br />

<strong>de</strong>scarada. Si es así, añadió María <strong>de</strong> las Casas, con la Clara<br />

quedaría vuesa merced complacido.<br />

<strong>El</strong> señor Salcedo convino con “la Ponedora” que las esperaba el<br />

martes siguiente pero que quedaba claro que en principio no existía<br />

compromiso alguno. Pero cuando, cuatro días más tar<strong>de</strong>, la María <strong>de</strong><br />

las Casas se presentó en el almacén con la muchacha, a don<br />

Bernardo se le cayó el alma a los pies.<br />

La Clara Ribera era <strong>de</strong>cididamente bizca y pa<strong>de</strong>cía un tic en la boca,<br />

como un fruncimiento intermitente en la comisura izquierda, que<br />

dificultaba la concentración <strong>de</strong>l presunto amante. ¿Dón<strong>de</strong> besarla?<br />

—Más que viva esta chica es nerviosa, María. Antes que nada<br />

necesita un tratamiento, que la vea un médico.<br />

La María <strong>de</strong> las Casas le levantó la saya y mostró un muslo blanco,<br />

amorcillado, <strong>de</strong>masiado fofo y <strong>de</strong>smayado para una chica tan joven.<br />

—Mire qué carnes más ricas, señor Salcedo. Más <strong>de</strong> uno y más <strong>de</strong> dos<br />

darían una fortuna por <strong>de</strong>sflorarla.<br />

La Clara Ribera miraba el calendario <strong>de</strong> pared, el brasero contiguo a<br />

sus zapatos, el ventano que se abría sobre el patio, pero por mucha<br />

ligereza que mostraba por recorrer con la vista el almacén, el ojo<br />

izquierdo no acababa <strong>de</strong> centrarse. Parecía que nada <strong>de</strong> lo que allí<br />

se estaba discutiendo fuera con ella. La María <strong>de</strong> las Casas empezó<br />

a impacientarse:<br />

—Lo primero que tiene que hacer vuesa merced es franquearse en<br />

este asunto: ¿<strong>de</strong>sea moza para retozar un par <strong>de</strong> veces a la semana<br />

o para mantenida?<br />

La pregunta pareció ofen<strong>de</strong>r a don Bernardo Salcedo:<br />

—Para mantenida, claro, creí que Dionisio se lo había advertido.<br />

Tengo una casa a su disposición. Soy una persona seria.<br />

María <strong>de</strong> las Casas cambió <strong>de</strong> actitud. La respuesta <strong>de</strong> don Bernardo<br />

le abría nuevas perspectivas.


Pensó en la Tita, <strong>de</strong> Torrelobatón, en la belleza gitana <strong>de</strong> la<br />

Agustina, <strong>de</strong> Cañizares, en la <strong>El</strong>euteria, <strong>de</strong> Villanubla. Miró animada<br />

a don Bernardo:<br />

—Siendo así —dijo—, las cosas son más hace<strong>de</strong>ras, aunque una no<br />

pue<strong>de</strong> pasarse la vida subiendo y bajando. Sería preferible que vuesa<br />

merced subiera y escogiese.<br />

—¿Subiera, dón<strong>de</strong>, María?<br />

—Al Páramo, don Bernardo.<br />

Las muchachas más bellas <strong>de</strong>l alfoz están en el Páramo. Si pudieran<br />

mostrarse en las posadas y tabernas, tenga vuesa merced por seguro<br />

que no quedaría un virgo. También tendrá que ver a “la Exquisita”,<br />

en Mazariegos, un pedazo <strong>de</strong> muchacha que se va <strong>de</strong>l mundo.<br />

—Prefiero que no tengan apodos, María <strong>de</strong> las Casas. Unas<br />

muchachas menos conocidas, más <strong>de</strong> su casa. Los apodos, hablemos<br />

claro, no son buena presentación para una mujer <strong>de</strong> la vida.<br />

Al día siguiente, don Bernardo ensilló a “Lucero” y, por segunda vez<br />

en medio año, subió al Páramo por el camino <strong>de</strong> Villanubla. La María<br />

<strong>de</strong> las Casas le había citado en Castro<strong>de</strong>za y, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> ahí, irradiarían<br />

hacia el resto <strong>de</strong> los pueblos. Sin embargo, en Castro<strong>de</strong>za conoció<br />

don Bernardo a la Petra Gregorio, una chica tímida, <strong>de</strong> ojos azules y<br />

maliciosos, y cuerpo elástico, vestida con mo<strong>de</strong>stia y un cuidado<br />

trenzado en la cabeza que <strong>de</strong>stacaba entre la austera pobreza <strong>de</strong>l<br />

mobiliario. Le agradó la familia a don Bernardo y acordó con María<br />

<strong>de</strong> las Casas que <strong>de</strong>dicaría una semana a amueblar el piso y, a la<br />

siguiente, subiría a por la Petra.<br />

Al finalizar noviembre, don Bernardo subió a Castro<strong>de</strong>za y una hora<br />

<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> su llegada, con la Petra Gregorio a la grupa y un fardo<br />

con sus pobres enseres en el regazo, tomó el camino <strong>de</strong> regreso antes<br />

<strong>de</strong> anochecer. Los rebaños andaban <strong>de</strong> retirada hacia el ejido y a<br />

una legua escasa <strong>de</strong> Ciguñuela, voló <strong>de</strong>l retamar una bandada <strong>de</strong><br />

grajillas. Tres veces intentó don Bernardo que la Petra Gregorio<br />

rompiera el silencio sin conseguirlo. La muchacha, buena amazona,<br />

se adaptaba diestramente a los movimientos <strong>de</strong> la cabalgadura y, <strong>de</strong><br />

vez en cuando, emitía un acongojado suspiro. En Simancas se hizo<br />

noche cerrada, que es lo que don Bernardo <strong>de</strong>seaba, y al atravesar el<br />

puente sobre el Pisuerga preguntó a la chica si conocía Valladolid.<br />

No le sorprendió la respuesta: no había estado nunca, ni le<br />

sorprendió que, poco <strong>de</strong>spués, la muchacha reconociera tener<br />

dieciocho años. Don Bernardo había logrado romper su mutismo y


cuando se apearon en la Plaza <strong>de</strong> San Juan y le enseñó la casa a la<br />

luz <strong>de</strong>l candil, la chica no cesaba <strong>de</strong> suspirar. No tenía miedo. Lo<br />

reconoció ante don Bernardo con toda firmeza y esto le alivió. Luego<br />

la sentó en el escañil y la ayudó a <strong>de</strong>spren<strong>de</strong>rse <strong>de</strong>l zamarro que se<br />

había puesto para el viaje. Don Bernardo llevaba un rato<br />

esforzándose por excitarse, pues hasta el momento no había sentido<br />

por la chica otra cosa que compasión. Tan dócil, tan silenciosa, tan<br />

resignada, don Bernardo Salcedo se preguntaba qué es lo que sentía<br />

la Petra Gregorio en esos momentos, si tristeza, añoranza o<br />

<strong>de</strong>cepción.<br />

Su rostro no <strong>de</strong>mostraba emoción alguna y cuando don Bernardo le<br />

advirtió que la casa era <strong>de</strong> vecinos y tenía gente encima, abajo y a<br />

los lados, sonrió y levantó los hombros. Luego, don Bernardo hizo un<br />

torpe intento <strong>de</strong> abrazarla, pero la rigi<strong>de</strong>z <strong>de</strong> Petra y cierto olor a<br />

chotuno le echaron para atrás. Por asociación <strong>de</strong> i<strong>de</strong>as la llevó a la<br />

habitación don<strong>de</strong> estaba la bañera <strong>de</strong> latón y le explicó cómo se<br />

usaba. Convenía bañarse —le dijo— cuando menos una vez por<br />

semana; y todos los días, sin falta, los pies y el nalgatorio. La chica<br />

asentía sin <strong>de</strong>jar <strong>de</strong> suspirar. Don Bernardo le enseñó la fresquera<br />

con comestibles y la <strong>de</strong>jó sola.<br />

A la tar<strong>de</strong> siguiente volvió a verla. Imaginaba que la Petra Gregorio<br />

se habría <strong>de</strong>sprendido <strong>de</strong> sus nostalgias, pero don Bernardo la<br />

encontró con la misma ropa <strong>de</strong> la víspera, sollozando inconsolable<br />

en un taburete <strong>de</strong> la cocina. No había comido. Los alimentos <strong>de</strong> la<br />

fresquera estaban intactos. Salcedo animó a la chica a salir a la<br />

calle pero ella se resumía en la toquilla como una viejecita:<br />

—Me recuerdo <strong>de</strong> mi pueblo, don Bernardo. No lo puedo remediar.<br />

Don Bernardo le habló seriamente, le dijo que así no podían<br />

continuar, que tenía que animarse, que el día que ella se animara<br />

pasarían buenos ratos juntos, pero, cuando volvió a verla al día<br />

siguiente, la encontró llorando mansamente en el mismo sitio don<strong>de</strong><br />

la <strong>de</strong>jó. Fue entonces cuando Bernardo Salcedo empezó a admitir<br />

que se había equivocado y era urgente enviar un correo a María <strong>de</strong><br />

las Casas para que la recogiese.<br />

A la tar<strong>de</strong> siguiente, sin embargo, encontró a la Petra cambiada.<br />

Había <strong>de</strong>jado <strong>de</strong> llorar y respondía a sus preguntas con prontitud.<br />

Había conocido a la vecina <strong>de</strong> enfrente, que era <strong>de</strong> Portillo, y estaba<br />

casada con el ayudante <strong>de</strong> un ebanista. Ambas habían recordado<br />

cosas <strong>de</strong> sus pueblos respectivos y la mañana se había ido en un<br />

santiamén. La Petra Gregorio se mostró incluso menos enteriza y<br />

arisca cuando don Bernardo trató <strong>de</strong> acariciarla. La animó, <strong>de</strong>


nuevo, a salir a la calle, ver tiendas, asistir a las novenas <strong>de</strong> San<br />

Pablo, muy animadas. Y, en un enternecimiento súbito, le entregó<br />

cinco relucientes ducados para comprarse ropa. Aquel gesto fue el<br />

argumento <strong>de</strong>finitivo. La Petra se arrodilló y empezó a besar una y<br />

otra vez la mano bienhechora.<br />

Don Bernardo la ayudó a levantarse: <strong>de</strong>bes comprarte una saya<br />

nueva, bellos jubones y un hábito con gorguera transparente;<br />

también sortijas, pulseras, collares, que adornen tu bonito cuerpo,<br />

dijo. A la Petra Gregorio le brillaban sus ojos azules, unos ojos que,<br />

los días anteriores, don Bernardo había temido que se <strong>de</strong>rritiesen <strong>de</strong><br />

pena. A fin <strong>de</strong> cuentas, la Petra Gregorio era como todas las mujeres,<br />

pensó don Bernardo. En un momento <strong>de</strong>terminado la vio tan risueña<br />

y animosa que pensó llevarla a la gran cama adquirida para la<br />

nueva relación, pero luego <strong>de</strong>cidió que era preferible esperar al día<br />

siguiente; con las nuevas ropas y los adornos personales, la<br />

disponibilidad <strong>de</strong> la chica sería más abierta y generosa.<br />

La encontró con una saya sencilla, <strong>de</strong> amplio escote que, bajo la<br />

gorguera transparente, <strong>de</strong>jaba entrever el nacimiento <strong>de</strong> los pechos.<br />

Lucía un gran collar, pendientes baratos y pulseras con colgantes.<br />

Levantó los brazos sonriente al verlo entrar como acogiéndolo. <strong>El</strong><br />

viejo rijo, ausente durante la última semana, parecía apo<strong>de</strong>rarse <strong>de</strong><br />

nuevo <strong>de</strong> don Bernardo: ¿estás bien, chiquilla? —le preguntó,<br />

<strong>de</strong>jando su capa corta en manos <strong>de</strong> la muchacha. La tomó por la<br />

cintura.<br />

Estás muy hermosa, Petra. Te has vestido muy bien. <strong>El</strong>la le preguntó<br />

si le gustaba y le llamó vuesa merced. ¡Oh, vuesa merced! —dijo él—.<br />

Debes olvidar el tratamiento. Me llamarás Bernardo. Sonreía la<br />

chica con malicia y él tuvo entonces una i<strong>de</strong>a luminosa: ¿qué dirías<br />

si taita te enseñara a usar la bañera? <strong>El</strong>la reconoció que se había<br />

bañado la víspera. No importa, no importa, incluso no es malo<br />

bañarse todos los días, hija mía, digan los médicos lo que quieran.<br />

La llevaba por la cintura pasillo a<strong>de</strong>lante y se <strong>de</strong>tuvo en la cocina.<br />

Señaló un lebrillo lleno <strong>de</strong> agua junto a la alacena y le mandó<br />

calentar un cuarto. Con el agua preparada, don Bernardo hizo uso<br />

<strong>de</strong> la técnica que, en sus años jóvenes, nunca le había fallado para<br />

<strong>de</strong>snudar a una muchacha. La <strong>de</strong>spojó, primero, lentamente, <strong>de</strong> los<br />

adornos, que fue colocando sobre el fogón y, <strong>de</strong>spués, <strong>de</strong> la saya, la<br />

faldilla y el jubón. Esperó un rato antes <strong>de</strong> quitarle la ropa interior.<br />

La trataba como a una niña y a sí mismo se llamaba “taita”. Taita<br />

te quitará ahora mismo la gorguera pero antes <strong>de</strong>bes meterte en el


año. La Petra entró en la bañera <strong>de</strong> latón <strong>de</strong>sfallecida. Desnuda, en<br />

sus brazos, la besó antes <strong>de</strong> sentarla en el baño. A medio camino<br />

volvió a besarla aún más fuerte. Crecía la excitación <strong>de</strong> la chica, le<br />

mordía, sus brazos atenazaban su cuello.<br />

Ahora serás buena y <strong>de</strong>jarás que taita te lave bien, <strong>de</strong>cía<br />

melosamente, mientras la enjabonaba los pechos que se escurrían<br />

entre los <strong>de</strong>dos como peces. Se buscaban las bocas entre la espuma<br />

como dos locos y, en mitad <strong>de</strong> la operación, colocó a la muchacha en<br />

su regazo, sobre la gran toalla blanca, y la levantó en alto.<br />

Caminaba hacia la habitación con la preciosa carga y, cuando, ya<br />

en el lecho, le preguntó si era la primera vez que se metía en la<br />

cama con un hombre, la Petra Gregorio quedamente le respondió que<br />

sí.<br />

__________________________<br />

__________________________<br />

IV<br />

—Vivo tranquilo, sí. ¿Qué más se pue<strong>de</strong> pedir?<br />

Don Bernardo Salcedo correspondía sonriente a los amigotes<br />

rezagados <strong>de</strong> la taberna <strong>de</strong> Dámaso Garabito que todavía no le<br />

habían preguntado por su salud, a los gana<strong>de</strong>ros y corresponsales<br />

que bajaban <strong>de</strong>l Páramo y le encontraban barzoneando por la villa, o<br />

a los conocidos, habituales <strong>de</strong> las tertulias <strong>de</strong> la Plaza <strong>de</strong>l Mercado y<br />

calles adyacentes, que se acercaban a él para estrecharle la mano.<br />

Llevaba meses sin gran<strong>de</strong>s preocupaciones, razonablemente<br />

satisfecho. La Petra Gregorio, cuyo contrato estuvo a punto <strong>de</strong><br />

rescindir con la ponedora María <strong>de</strong> las Casas, había resultado una<br />

amante singular. No sólo era bella y grácil sino seductora y<br />

expeditiva.<br />

La semana <strong>de</strong> adaptación que siguió a su llegada a la ciudad, tan<br />

esquinada y difícil, había sido superada. Ahora Petra Gregorio se<br />

mostraba frívola, impúdica y servicial. Pero no era un ser<br />

aquiescente, dispuesto siempre a acatar los <strong>de</strong>seos <strong>de</strong> su protector,<br />

sino una mujer impulsiva, creadora, que a menudo gozaba tomando<br />

la iniciativa. De ahí que, aunque don Bernardo reconociera ante los<br />

amigotes que vivía tranquilo, el nido <strong>de</strong> amor que había montado<br />

para Petra en la Plaza <strong>de</strong> San Juan resultara bastante agitado. La<br />

visitaba cada tar<strong>de</strong> y raro era el día que Petra no le recibía con


alguna sorpresa. Don Bernardo se vanagloriaba <strong>de</strong> su magisterio. En<br />

cinco días había transformado una gatita doméstica en una pantera<br />

lujuriosa. Petra era mucho más <strong>de</strong> lo que había imaginado: un<br />

verda<strong>de</strong>ro prodigio en artes amatorias. Una tar<strong>de</strong> le recibía<br />

<strong>de</strong>snuda, levemente cubierta <strong>de</strong> tules y, a la siguiente, se escondía<br />

en el cuarto oscuro, vestida con unas mínimas prendas íntimas<br />

adquiridas en la lencería <strong>de</strong> la calle <strong>de</strong> Tovar, y le recibía<br />

maullando quedamente tan pronto oía sus pasos por el pasillo. Acto<br />

seguido se <strong>de</strong>spojaba <strong>de</strong> esas prendas y corría por la casa <strong>de</strong>snuda,<br />

ágilmente, interponiendo los muebles entre ella y su perseguidor que<br />

le rogaba ja<strong>de</strong>ante que se <strong>de</strong>tuviera. A que no me coges, taita, a que<br />

no me coges, insistía ella. Le llamaba “taita” como él se había<br />

bautizado a sí mismo el día que la conquistó. Bienvenido, taita:<br />

hasta mañana, taita; taita ¿por qué no le compras a la niña un<br />

collar <strong>de</strong> cuentas <strong>de</strong> leche? Siempre taita. Salcedo se excitaba sólo<br />

con oír este tratamiento. Había en Petra una malicia natural que<br />

ella convertía en seducción turbadora con un mínimo gesto. Y,<br />

llevado a este terreno, don Bernardo se mostraba un hombre liberal,<br />

soltaba los ducados con generosidad, actitud sorpren<strong>de</strong>nte en él que<br />

siempre había sido guardoso en vida <strong>de</strong> doña Catalina. Pero Petra<br />

Gregorio hacía uso inteligente <strong>de</strong>l dinero, incluso lo administraba<br />

con celo y miramiento. Se vestía, se alhajaba, adquiría bellos<br />

muebles, <strong>de</strong>coraba la casa con visillos y hermosos cortinones. Don<br />

Bernardo reconocía que Petra era la mantenida que siempre había<br />

<strong>de</strong>seado tener. Hasta que un día le pidió mudarse <strong>de</strong> casa, porque<br />

este barrio no es digno <strong>de</strong> ti, taita, sólo viven en él artesanos y gente<br />

rústica, le dijo. Y él comprendió que Petra era en el barrio como una<br />

rosa en un estercolero. La llevó a la calle Mantería, a un piso nuevo<br />

<strong>de</strong> una casa familiar. Petra ganaba con esto no sólo en categoría<br />

sino en espacio y prestigio. Era una calle estrecha, sí, como casi<br />

todas en la villa, pero céntrica, adoquinada y con un distinguido<br />

vecindario. Los recursos seductores <strong>de</strong> Petra se multiplicaron en el<br />

nuevo hogar. Salcedo pasaba tar<strong>de</strong>s enteras persiguiendo ciervas en<br />

celo o acudiendo a los gritos <strong>de</strong> |¡Taita, taita, me he perdido!|. Las<br />

siestas reparadoras, <strong>de</strong> que hablaba en la taberna, se convertían en<br />

realidad cada tar<strong>de</strong> en auténticos ejercicios gimnásticos.<br />

A veces, solo en su casa <strong>de</strong> la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo, se complacía<br />

rememorando los ardi<strong>de</strong>s <strong>de</strong> Petra, los recursos <strong>de</strong> su pervertida<br />

imaginación. Y comparándolos con los <strong>de</strong> la tímida y púdica<br />

muchacha que había encontrado en Castro<strong>de</strong>za, llegaba a la<br />

conclusión <strong>de</strong> que él era un consumado maestro <strong>de</strong> lubricidad y ella<br />

una discípula aventajada. Únicamente así se explicaba que la<br />

palurda que bajó <strong>de</strong>l Páramo a la grupa <strong>de</strong> su caballo, suspirando,<br />

ocho meses atrás, hubiera alcanzado no sólo el actual grado <strong>de</strong>


<strong>de</strong>pravación, sino la elegancia natural que sabía mostrar en<br />

<strong>de</strong>terminadas ocasiones.<br />

Tan orgulloso <strong>de</strong> sí mismo se encontraba don Bernardo que, incapaz<br />

<strong>de</strong> <strong>de</strong>jar en la sombra sus aventuras y la conducta salaz <strong>de</strong> la<br />

muchacha, una mañana se franqueó con su empleado Dionisio<br />

Manrique en el almacén. Dionisio acogió las confi<strong>de</strong>ncias <strong>de</strong> su<br />

patrón con la avi<strong>de</strong>z un poco resbaladiza <strong>de</strong>l mujeriego<br />

empe<strong>de</strong>rnido, pero se guardó sus objeciones sobre el particular.<br />

De este modo, don Bernardo consiguió ampliar sus horas <strong>de</strong> placer<br />

mediante el fácil recurso <strong>de</strong> explicitarlas. La mera referencia a las<br />

trastadas <strong>de</strong> Petra, que, inevitablemente, terminaban en la cama,<br />

encendían <strong>de</strong> nuevo su ardor, lo preparaban para la visita<br />

vespertina, mientras Dionisio le escuchaba con la boca abierta,<br />

babeando.<br />

Únicamente Fe<strong>de</strong>rico, el mudo <strong>de</strong> los recados, que observaba la<br />

salacidad <strong>de</strong> Manrique, se preguntaba qué se traerían entre manos<br />

aquellos dos hombres que explicara la turbiedad <strong>de</strong> sus ojos y sus<br />

torpes a<strong>de</strong>manes.<br />

En cambio, con su hermano Ignacio, con quien solía encontrarse<br />

diariamente al anochecer, Bernardo no mostraba esas confianzas. Al<br />

contrario, se esforzaba en comparecer ante él con el <strong>de</strong>coro y la<br />

respetabilidad que siempre habían adornado a la familia Salcedo.<br />

Ignacio era el espejo en que la villa castellana se miraba. Letrado,<br />

oidor <strong>de</strong> la Chancillería, terrateniente, sus títulos y propieda<strong>de</strong>s no<br />

bastaban para apartarle <strong>de</strong> los necesitados. Miembro <strong>de</strong> la Cofradía<br />

<strong>de</strong> la Misericordia, becaba anualmente a cinco huérfanos, porque<br />

entendía que ayudar a estudiar a los pobres era sencillamente<br />

instruir a Nuestro Señor. Pero no solamente entregaba al prójimo su<br />

dinero sino también su esfuerzo personal. Ignacio Salcedo, ocho<br />

años más joven que don Bernardo, <strong>de</strong> cutis rojizo y lampiño, visitaba<br />

mensualmente los hospitales, daba un día <strong>de</strong> comer a los enfermos,<br />

hacía sus camas, vaciaba las escupi<strong>de</strong>ras y durante toda una noche<br />

cuidaba <strong>de</strong> ellos. Por añadidura, don Ignacio Salcedo era el patrono<br />

mayor <strong>de</strong>l Colegio Hospital <strong>de</strong> Niños Expósitos, que gozaba <strong>de</strong><br />

prestigio en la villa y se sostenía con las donaciones <strong>de</strong>l vecindario.<br />

Pero, no contento con esto, con su quehacer profesional en la<br />

Chancillería y sus buenas obras, don Ignacio era el vecino mejor<br />

informado <strong>de</strong> Valladolid, no ya sobre los nimios sucesos municipales<br />

sino <strong>de</strong> los acontecimientos nacionales y extranjeros. Las noticias<br />

últimamente eran tan abundantes que don Bernardo Salcedo cada


vez que recorría las calles Mantería y <strong>de</strong>l Verdugo, camino <strong>de</strong> la<br />

casa <strong>de</strong> su hermano, iba preguntándose: ¿Qué habrá sucedido hoy?<br />

¿No estaremos sentados en el cráter <strong>de</strong> un volcán?<br />

Porque don Ignacio era crudo en sus manifestaciones, nunca las<br />

atemperaba con paños calientes. De ahí que don Bernardo, aun<br />

mostrándose poco aficionado a la política, a los problemas comunes,<br />

estuviera puntualmente informado <strong>de</strong> la lamentable realidad<br />

española. La inquietud creciente <strong>de</strong> la villa, la hostilidad popular<br />

hacia los flamencos, la falta <strong>de</strong> entendimiento con el Rey, eran<br />

realida<strong>de</strong>s manifiestas, hechos que, como bolas <strong>de</strong> nieve, iban<br />

rodando, aumentando <strong>de</strong> volumen y amenazando avasallar cuanto<br />

encontraran a su paso. Hasta que una tar<strong>de</strong> <strong>de</strong> primavera una <strong>de</strong><br />

ellas reventó, por más que la voz <strong>de</strong> don Ignacio no se alterase al<br />

referir los acontecimientos:<br />

—Han matado al procurador Rodrigo <strong>de</strong> Tor<strong>de</strong>sillas en Segovia.<br />

Estaba conchabado con los flamencos. Juan Bravo se ha puesto al<br />

frente <strong>de</strong> los revoltosos y está organizando Comunida<strong>de</strong>s en las<br />

villas castellanas. Hay motines y alborotos por todas partes. <strong>El</strong><br />

car<strong>de</strong>nal Adriano quiere reunir aquí, en Valladolid, el Consejo <strong>de</strong><br />

Regencia pero el pueblo se resiste.<br />

Don Bernardo respiraba con cierta dificultad. Hacía semanas que<br />

venía notando cómo se le formaba sobre el estómago un cinturón <strong>de</strong><br />

grasa. Miraba a Ignacio como esperando <strong>de</strong> él una solución, pero su<br />

hermano no estaba por la labor.<br />

A la tar<strong>de</strong> siguiente le mostró un pasquín recogido a la puerta <strong>de</strong><br />

San Pablo: “Subsidios, no. <strong>El</strong> Rey en su casa y los flamencos a la<br />

suya”. Varios sermones en distintas iglesias <strong>de</strong> Valladolid habían<br />

girado en torno a la misma cuestión: el Rey <strong>de</strong>bía permanecer en<br />

España y los flamencos marcharse a su país; las villas <strong>de</strong>berían<br />

seguir entendiéndose directamente con el Rey, sin la mediación <strong>de</strong><br />

curas y nobles. Son exigencias muy duras. ¿Te das cuenta,<br />

hermano? —<strong>de</strong>cía don Ignacio.<br />

En veinticuatro horas las noveda<strong>de</strong>s <strong>de</strong>jaban <strong>de</strong> serlo y don<br />

Bernardo y don Ignacio volvían a encontrarse en la casa <strong>de</strong>l<br />

segundo:<br />

—Los realistas han incendiado Medina. En la Plaza <strong>de</strong>l Mercado la<br />

gente andaba esta mañana amotinada al grito <strong>de</strong> “¡Viva la libertad!”<br />

Hay algún noble entre ellos pero la mayor parte son letrados,<br />

burgueses e intelectuales. Al pueblo, como <strong>de</strong> costumbre, no se le ha


preguntado nada pero sigue los consejos <strong>de</strong> éstos y revienta <strong>de</strong><br />

indignación.<br />

La misma noche, la turba, ignorante y enar<strong>de</strong>cida, quemó las casas<br />

<strong>de</strong> los regidores que habían aprobado los subsidios al Rey. Fue noche<br />

<strong>de</strong> mucho ruido y confusión.<br />

Don Bernardo había bajado a la calle a tiempo <strong>de</strong> ver ar<strong>de</strong>r la<br />

mansión <strong>de</strong> don Rodrigo Postigo y a éste escapar por la trasera, a<br />

caballo reventado, arrancando chispas <strong>de</strong> los adoquines. De<br />

madrugada se presentaron en su casa su hermano Ignacio, Miguel<br />

Zamora y otros letrados a pedirle sus caballos para el encuentro<br />

inminente. <strong>El</strong> con<strong>de</strong> <strong>de</strong> Benavente estaba enconado con los pueblos<br />

<strong>de</strong> Cigales y Fuensaldaña y se temía un enfrentamiento. Don<br />

Bernardo vacilaba, se hacía el roncero. ¿Por qué meter a “Lucero”,<br />

su noble bruto, en estos berenjenales? Hay que hacer algo, Bernardo,<br />

cualquier cosa antes que permitir que nos atropellen. Don Bernardo,<br />

un tanto avergonzado <strong>de</strong> su amilanamiento, cedió al fin, que se los<br />

llevasen.<br />

”Lucero” regresó sano al atar<strong>de</strong>cer, pero “Valiente” quedó muerto<br />

entre las cepas <strong>de</strong> Cigales. Ignacio traía a la grupa <strong>de</strong> “Lucero” a<br />

Miguel Zamora y ambos subieron a la casa <strong>de</strong> Bernardo y bebieron<br />

unas tazas <strong>de</strong> Rueda para entonarse. Había sido imposible contener<br />

al pueblo que lo único que había entendido fueron las amenazas <strong>de</strong>l<br />

con<strong>de</strong> <strong>de</strong> Benavente. Nada habían importado su rango, su fortuna ni<br />

su autoridad. Su castillo <strong>de</strong> Cigales había sido asaltado por las<br />

turbas y saqueado. Los cuadros, las ropas, los valiosos muebles,<br />

quemados en el ejido por la multitud encolerizada. En las afueras<br />

hubo un intercambio <strong>de</strong> disparos con una tropilla <strong>de</strong>l Car<strong>de</strong>nal y<br />

“Valiente”, haciendo honor a su nombre, había caído en la<br />

contienda.<br />

Don Bernardo oía estas historias, que tan <strong>de</strong> cerca le tocaban,<br />

sobrecogido. No era hombre bizarro y las soflamas, lejos <strong>de</strong><br />

enar<strong>de</strong>cerle, le <strong>de</strong>primían. Al día siguiente daba cuenta a Petra<br />

Gregorio <strong>de</strong> las últimas noveda<strong>de</strong>s. En los momentos <strong>de</strong>cisivos, como<br />

el <strong>de</strong>l asalto al castillo, la chica aplaudía como si asistiera a una<br />

pelea entre buenos y malos. <strong>El</strong>la se pronunciaba siempre contra los<br />

flamencos.<br />

Bernardo, sorprendido, le preguntaba qué tenía contra ellos. Quieren<br />

mandar aquí, eso lo saben hasta las piedras, <strong>de</strong>cía. Resultaba poco<br />

edificante que la Petra Gregorio hablase <strong>de</strong> estos temas<br />

fundamentales con los pechos <strong>de</strong>snudos, apenas cubiertos por el<br />

collar <strong>de</strong> cuentas <strong>de</strong> leche, fabricado con ámbar y piedra galactita,


que él le había regalado. Pero la historia se repetía<br />

in<strong>de</strong>fectiblemente todos los días en los dos pisos: Ignacio le cargaba<br />

<strong>de</strong> noticias y gacetillas en el suyo y Bernardo las <strong>de</strong>scargaba a su<br />

vez, más informalmente, en el <strong>de</strong> su amante.<br />

Así se enteró Bernardo <strong>de</strong> la expulsión <strong>de</strong> los nobles <strong>de</strong> Salamanca<br />

por Maldonado, <strong>de</strong> la constitución <strong>de</strong> la Junta Santa en Ávila para<br />

unir los movimientos populares, <strong>de</strong> la visita privada a la reina<br />

madre en Tor<strong>de</strong>sillas por parte <strong>de</strong> Padilla, Bravo y Maldonado y <strong>de</strong><br />

su acogida afectuosa.<br />

Pero, insensiblemente, las noticias fueron tomando un cariz menos<br />

optimista: el Rey se había negado a recibir en Alemania a una<br />

comisión <strong>de</strong> rebel<strong>de</strong>s y éstos habían regresado corridos y <strong>de</strong>sairados.<br />

Las Comunida<strong>de</strong>s ya no se entendían entre sí, incluso las andaluzas<br />

les habían abandonado y puesto a las ór<strong>de</strong>nes <strong>de</strong>l Rey... Don<br />

Bernardo escuchaba a su hermano sin inmutarse y reflexionaba:<br />

hoy, como siempre, ha faltado organización; los i<strong>de</strong>ales están<br />

mezclados y mal <strong>de</strong>finidos. Las villas se han puesto en manos <strong>de</strong><br />

nobles <strong>de</strong> segunda y los <strong>de</strong> primera se han aprovechado <strong>de</strong> ello.<br />

¿Para esto sacrifiqué yo a mi noble caballo “Valiente”? Pero Ignacio,<br />

implacable, proseguía dando pormenores <strong>de</strong> la tragedia: la Junta,<br />

tras presentar una carta <strong>de</strong> agravios al Rey, trataba <strong>de</strong> sacar a<br />

doña Juana <strong>de</strong> Tor<strong>de</strong>sillas y ahorcar en Medina a los miembros <strong>de</strong>l<br />

Consejo. Los comuneros y el Rey se habían enfrentado en Villalar y<br />

aquéllos habían sido <strong>de</strong>rrotados. Una gran carnicería: más <strong>de</strong> mil<br />

muertos.<br />

Padilla, Bravo y Maldonado habían sido <strong>de</strong>capitados.<br />

La vida <strong>de</strong> la ciudad se sumió en la tristeza. Regresaban los<br />

soldados hambrientos con sus caballos heridos y los infantes,<br />

<strong>de</strong>sarmados y andrajosos, <strong>de</strong>ambulaban por la Corre<strong>de</strong>ra camino <strong>de</strong><br />

San Pablo. Iban como perdidos, a la <strong>de</strong>riva. La tertulia <strong>de</strong> artesanos<br />

en la Plaza <strong>de</strong>l Mercado parecía tener sordina esa tar<strong>de</strong> y por las<br />

calles vagaban las gentes cabizbajas, sin saber a quién culpar <strong>de</strong> la<br />

<strong>de</strong>rrota. Entre ellas caminaba Bernardo Salcedo, entristecido pero<br />

satisfecho <strong>de</strong> que aquello, al fin, hubiera hecho crisis, hubiera<br />

terminado. Encontró a Petra Gregorio en una actitud singular: <strong>de</strong> pie<br />

frente a la puerta, vestida con un gonete negro y una basquiña<br />

abierta por <strong>de</strong>lante, el amplio escote <strong>de</strong>snudo, sin el collar <strong>de</strong><br />

cuentas <strong>de</strong> leche. Tenía lágrimas en los ojos cuando le dijo:<br />

—Taita, hemos perdido.


Bernardo Salcedo la abrazó tiernamente. Envuelto en su lubricidad<br />

inagotable, don Bernardo recataba una ternura pocas veces<br />

manifiesta. De pronto se <strong>de</strong>sprendió <strong>de</strong> la capa corta que vestía y la<br />

<strong>de</strong>positó sobre el respaldo <strong>de</strong> una silla. Fue hacia ella:<br />

—¡Oh! —dijo—, las mujeres bonitas no <strong>de</strong>berían mezclarse en estos<br />

asuntos tan sucios.<br />

Volvió a abrazarla y ella aprovechó su proximidad para sacar su<br />

pierna <strong>de</strong>snuda por la abertura <strong>de</strong> la basquiña e introducirla entre<br />

las firmes piernas <strong>de</strong> Salcedo.<br />

Don Bernardo, sorprendido, dijo:<br />

—¿Qué haces? ¿Qué preten<strong>de</strong>s?<br />

<strong>El</strong>la se soltó <strong>de</strong> su abrazo y se <strong>de</strong>sprendió <strong>de</strong>l gonete, sacándolo por<br />

la cabeza. No tenía jubón ni camisa <strong>de</strong>bajo. Estaba <strong>de</strong>snuda.<br />

Se aflojó la cintura <strong>de</strong> la basquiña que resbaló hasta sus pies.<br />

Rompió a reír mientras corría ligera por el pasillo:<br />

—Taita, así <strong>de</strong>bemos <strong>de</strong>snudarnos <strong>de</strong> nuestras penas. ¿A que no me<br />

coges? —dijo.<br />

Él corría torpemente, tropezando con los muebles y, aunque ganado<br />

por un <strong>de</strong>seo ardiente, no <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> pensar en la volubilidad <strong>de</strong> la<br />

chica. ¿Había llorado <strong>de</strong> veras o se había limitado a provocar su<br />

encandilamiento? Volvía a asaltarle la duda sobre la manera <strong>de</strong> ser<br />

<strong>de</strong> Petra Gregorio. ¿La conocía a fondo o únicamente sabía <strong>de</strong> ella<br />

que era in<strong>de</strong>scifrable? Tornaban a jugar al escondite y cuando él,<br />

finalmente, la atrapó en el cuarto oscuro y la <strong>de</strong>rribó sobre el suelo<br />

entarimado, entre los cachivaches, ella se entregó sin resistencia.<br />

La salacidad que Petra <strong>de</strong>spertaba en él distrajo a Salcedo <strong>de</strong> su<br />

anterior <strong>de</strong>voción por Minervina. La veía poco. Menos aún a su hijo<br />

Cipriano que había cumplido ya los tres años. Pero el 15 <strong>de</strong> mayo <strong>de</strong><br />

1521 ocurrió en el número 5 <strong>de</strong> la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo un hecho<br />

inesperado que, <strong>de</strong> forma fortuita, le puso <strong>de</strong> nuevo en relación con<br />

la muchacha. A la joven Minervina, la eficaz nodriza <strong>de</strong> los pechos<br />

pequeños, se le retiró repentinamente la leche. ¿Motivos?<br />

En apariencia no los había. Minervina había dormido bien, había<br />

cenado como <strong>de</strong> costumbre, no había hecho esfuerzo físico alguno.<br />

Por otra parte, los graves acontecimientos <strong>de</strong> la calle no le


afectaban, ni había sufrido emociones profundas que explicasen el<br />

fenómeno. Simplemente el niño se negaba a coger el pezón y, al<br />

apretar el pecho, ella notó que se había secado. Entonces comenzó a<br />

llorar, preparó al niño unas sopas <strong>de</strong> pan, se las dio, se lavó los ojos<br />

en el aguamanil y afrontó el encuentro con don Bernardo:<br />

—Tengo algo importante que <strong>de</strong>cirle a vuesa merced —dijo<br />

humil<strong>de</strong>mente—. De la noche a la mañana me he quedado sin leche.<br />

<strong>El</strong>la sabía que la leche había sido, en vida <strong>de</strong> la difunta, la razón <strong>de</strong><br />

ser <strong>de</strong> su contrato. Él estaba leyendo un libro nuevo que cerró y<br />

<strong>de</strong>positó sobre la mesa al oír la voz <strong>de</strong> la muchacha:<br />

—La leche, la leche, claro —respondió y añadió aturdidamente—:<br />

pero supongo que habrá otros medios a<strong>de</strong>más <strong>de</strong> la leche para sacar<br />

a un niño a<strong>de</strong>lante.<br />

Minervina pensó en las sopas <strong>de</strong> pan que acababa <strong>de</strong> darle y dijo con<br />

sencillez:<br />

—Claro que sí y sepa vuesa merced que en mi pueblo ningún niño se<br />

ha muerto <strong>de</strong> hambre y eso que no hay médicos ni barberos que se<br />

cui<strong>de</strong>n <strong>de</strong> ellos.<br />

Don Bernardo volvió a tomar el libro <strong>de</strong> la mesa. Por su parte daba<br />

por terminado el inci<strong>de</strong>nte.<br />

Mas al ver a la chica pendiente <strong>de</strong> sus labios, levantó la cabeza<br />

sonriendo y agregó:<br />

—Hemos cambiado una nodriza por una rolla. Ése es todo el<br />

problema.<br />

Minervina regresó a la cocina radiante. Nada había cambiado: no me<br />

marcho, señora Blasa, me quedo con el niño. <strong>El</strong> señor lo ha<br />

comprendido. Tomó al niño <strong>de</strong> las manos y le movió a su compás<br />

mientras tarareaba una canción. Luego se agachó y cubrió su rostro<br />

<strong>de</strong> ruidosos besos. De este modo, la vida <strong>de</strong> Cipriano siguió su curso.<br />

Por las mañanas, en el buen tiempo, salía <strong>de</strong> paseo con la rolla, con<br />

frecuencia por el centro, para curiosear el mercado <strong>de</strong> hortalizas y<br />

las vitrinas <strong>de</strong> los comercios <strong>de</strong> los soportales, y otras veces por el<br />

Espolón o el Prado <strong>de</strong> la Magdalena para tomar el aire. Los jueves, a<br />

media mañana, la galera <strong>de</strong> Jesús Revilla les llevaba, con otros<br />

viajeros, hasta Santovenia y allí pasaban el día con los padres <strong>de</strong><br />

Minervina. Al niño le fascinaban estos viajes en el ordinario, los


vaivenes <strong>de</strong>l carro, el pesado trote <strong>de</strong> las mulas, los hondos baches<br />

<strong>de</strong>l trayecto cuando él rodaba hasta la red <strong>de</strong> lía <strong>de</strong> la trasera<br />

dando gritos <strong>de</strong> júbilo. Alguna viajera <strong>de</strong>l pueblo le miraba con<br />

temor, pero Minervina le justificaba diciendo: este niño es medio<br />

titiritero. Y reía para quitar importancia al inci<strong>de</strong>nte. Más tar<strong>de</strong>, en<br />

el pueblo, en casa <strong>de</strong> Minervina, Cipriano jugaba con los niños <strong>de</strong>l<br />

vecindario. Le gustaban aquellas casas <strong>de</strong> un solo piso con el suelo<br />

<strong>de</strong> tierra apelmazada, pero limpias, <strong>de</strong> pocos muebles, a todo tirar<br />

dos escañiles, una alacena, una mesa <strong>de</strong> pino para comer y, en las<br />

habitaciones <strong>de</strong>l fondo, sendas camas <strong>de</strong> hierro negro entre las que<br />

se repartían los familiares para dormir.<br />

A la madre <strong>de</strong> Minervina le sorprendió el tamaño <strong>de</strong>l niño el primer<br />

día: este niño tan flaco no parece <strong>de</strong> casa rica, observó. Pero la<br />

chica se revolvió, lo <strong>de</strong>fendió como cosa propia: no es flaco, madre;<br />

lo que tiene son espinas en lugar <strong>de</strong> huesos, como dice mi<br />

compañera. Luego, cuando el pequeño empezó a hacer títeres por los<br />

rincones, la chica, muy ufana, recalcó: es fuerte, madre. A los cinco<br />

meses, ya se empinaba en el regazo para agarrar la teta y a los<br />

nueve ya se andaba. Nunca he visto una cosa así.<br />

Cipriano se sentía libre y feliz en el pueblo. Con los amigos <strong>de</strong> su<br />

edad, correteaban por todas partes y, algunas veces, se arrimaban a<br />

la casa <strong>de</strong> Pedro Lanuza, pintada <strong>de</strong> amarillo, y golpeaban las<br />

cacerolas y les <strong>de</strong>cían a voces “herejes” y “alumbrados”. Y las hijas<br />

<strong>de</strong> Pedro Lanuza, especialmente la Olvido, se asomaban a la puerta<br />

con la mano <strong>de</strong>l almirez y les amenazaban con molerlos a golpes. De<br />

vuelta a casa en el ordinario, el niño y Minervina contaban estas<br />

cosas en la cocina y la señora Blasa preguntaba: ¿aún sigue bajando<br />

el Pedro Lanuza los sábados don<strong>de</strong> la Francisca Hernán<strong>de</strong>z? A ver,<br />

señora Blasa, aclaraba la Minervina, pero, entiéndame, no es que<br />

sean malos, es que es así su religión. Y la Blasa añadía: cualquier<br />

día me arrimo don<strong>de</strong> la señora esa y hago por verlos.<br />

<strong>El</strong> <strong>de</strong>stete <strong>de</strong> Cipriano, como no podía menos, repercutió en el cuerpo<br />

<strong>de</strong> Minervina. Sus pechos, <strong>de</strong> por sí pequeños, se achicaron un poco<br />

más, se apretaron, mientras su cuerpo espigaba y los miembros<br />

recuperaban la felina elasticidad enervada con la crianza.<br />

Engolosinado con el sexo, a don Bernardo no le pasó inadvertida<br />

esta leve metamorfosis. Su mirada se iba tras la muchacha cuando<br />

aparecía en sus dominios y la seguía placenteramente con la vista<br />

sin <strong>de</strong>jarlo.<br />

En ocasiones, cuando portaba en sus manos levantadas algún objeto<br />

<strong>de</strong>licado <strong>de</strong> loza o porcelana y temía que su contenido se <strong>de</strong>rramara,<br />

sus pisadas se hacían mínimas, y <strong>de</strong>liciosa su ca<strong>de</strong>ncia, el leve


ondular <strong>de</strong> sus ca<strong>de</strong>ras. <strong>El</strong> niño la perseguía por todas partes. Des<strong>de</strong><br />

que se arrancó a andar pasaban tantas horas en el piso <strong>de</strong> las<br />

buhardillas, don<strong>de</strong> dormían, como en el principal. Esto aumentaba<br />

las posibilida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> encontrarse con su padre y, cada vez que esto<br />

ocurría, el niño se ocultaba tras la saya <strong>de</strong> la muchacha como si<br />

viese al diablo. <strong>El</strong>la le preguntaba luego en la cocina: ¿es que no<br />

quieres al papá? No, Mina; me da frío. Qué cosas dices. ¿Mucho frío?<br />

Y el pequeño confesaba que tanto como cuando se helaba la fuente<br />

<strong>de</strong>l Espolón y él se subía a ella para patinar.<br />

La atracción <strong>de</strong> la muchacha y el <strong>de</strong>sapego hacia su hijo acabaron<br />

barrenando la sensibilidad <strong>de</strong> don Bernardo. Andando el tiempo no<br />

encontró inteligente su comportamiento cuando Minervina perdió la<br />

leche. La noticia le <strong>de</strong>jó indiferente y actuó con blandura, no supo<br />

sacar partido <strong>de</strong> la situación. Se mostró excesivamente paternal y<br />

con<strong>de</strong>scendiente. Por eso ahora, cada vez que veía al niño ocultarse<br />

tras la saya <strong>de</strong> la muchacha, pensaba que <strong>de</strong>bía sentar su autoridad<br />

<strong>de</strong> padre y amo ante uno y otra. La chica se tomaba <strong>de</strong>masiadas<br />

atribuciones sobre el pequeño. Había que someterla a disciplina.<br />

Alimentado por su propio reconcomio, don Bernardo meditaba sobre<br />

la mejor <strong>de</strong>cisión a tomar. Cruel, como buen mujeriego tímido,<br />

soñaba con una solución quimérica que produjese dolor a la<br />

muchacha. Así, una mañana que la chica cambiaba el agua <strong>de</strong> las<br />

flores <strong>de</strong>l salón con el niño pegado a las sayas, adoptó una actitud<br />

grave para preguntarle si consi<strong>de</strong>raba uno <strong>de</strong> sus <strong>de</strong>beres separar al<br />

niño <strong>de</strong> su padre. Minervina <strong>de</strong>jó el jarrón con las flores sobre la<br />

consola y se volvió sorprendida:<br />

—¿Qué quiere <strong>de</strong>cir vuesa merced? <strong>El</strong> niño siente afecto por quien le<br />

atien<strong>de</strong>. Es cosa natural.<br />

Don Bernardo carraspeó. Miró a la muchacha, que ocultaba al niño<br />

tras ella, con mirada adusta, autoritaria:<br />

—¿Por qué se aplica usted tanto en esta tarea atroz <strong>de</strong> distanciar a<br />

un hijo <strong>de</strong> su padre? Ciertamente las circunstancias en que este niño<br />

nació no fueron favorables para <strong>de</strong>spertar mi cariño hacia él. A su<br />

manera, él se <strong>de</strong>shizo <strong>de</strong> su madre. Pero un padre podría llegar a<br />

olvidarlo todo, si el hijo tratara <strong>de</strong> alguna manera <strong>de</strong> <strong>de</strong>mostrarle su<br />

cariño. ¿Por qué ha <strong>de</strong> formar usted con el niño una pequeña<br />

conjura en contra mía?<br />

A Minervina, aunque no acababa <strong>de</strong> compren<strong>de</strong>r <strong>de</strong>l todo el<br />

parlamento <strong>de</strong>l señor Salcedo, se le nublaron los ojos <strong>de</strong> lágrimas. <strong>El</strong><br />

niño, cansado <strong>de</strong> la inmovilidad <strong>de</strong> la muchacha, se asomó por el<br />

bor<strong>de</strong> <strong>de</strong> la saya. Dijo la chica:


—Creo que se equivoca. Yo <strong>de</strong>seo lo mejor para el pequeño pero tengo<br />

entendido que vuesa merced no pone nada <strong>de</strong> su parte para atraerle.<br />

—¿Atraerle? ¿Atraerle yo?<br />

Esa buena acción no es <strong>de</strong> mi incumbencia. Es usted quien <strong>de</strong>be<br />

instruir al pequeño sobre la mejor manera <strong>de</strong> orientar sus afectos,<br />

sobre lo que está bien y lo que está mal. Pero usted se ha conformado<br />

con sustituir el pecho por unas sopas <strong>de</strong> pan y eso no es suficiente.<br />

Minervina lloraba ya sin disimulo. Sacó <strong>de</strong> la manga abullonada <strong>de</strong><br />

su saya un minúsculo pañuelo y se secó los ojos con él. Una íntima<br />

sensación <strong>de</strong> triunfo iba invadiendo a don Bernardo. Se inclinó sobre<br />

la muchacha sin abandonar el sillón:<br />

—¿Ha intentado usted enseñar a este pequeño mequetrefe a honrar a<br />

su padre? ¿Cree usted <strong>de</strong> veras que este pequeño diablo me honra a<br />

menudo con su actitud?<br />

Se levantó finalmente <strong>de</strong>l sillón fingiendo una furia que no sentía y<br />

tomó <strong>de</strong> la oreja a su hijo:<br />

—Venga usted acá, caballerete —le atrajo hacia sí.<br />

<strong>El</strong> niño, fuera ya <strong>de</strong> su escondrijo, veía llorar a Minervina, pero, tan<br />

pronto volvió los ojos a la figura barbada <strong>de</strong> su padre, quedó<br />

paralizado, rígido, temblando.<br />

También Minervina le miraba ahora a él, compa<strong>de</strong>cida, pero no osó<br />

dar un paso en su <strong>de</strong>fensa. Don Bernardo seguía zaran<strong>de</strong>ando al<br />

pequeño:<br />

—¿Vas a <strong>de</strong>cirme, caballerete, por qué aborreces a tu padre?<br />

La chica hizo un esfuerzo:<br />

—¡No lo atormente más! —chilló—. <strong>El</strong> niño tiene miedo <strong>de</strong> vuesa<br />

merced. ¿Por qué no prueba <strong>de</strong> comprarle un chiche?<br />

La simple pregunta <strong>de</strong> la chica <strong>de</strong>jó momentáneamente <strong>de</strong>sarmado a<br />

don Bernardo. En su breve vacilación, el niño corrió hacia ella,<br />

Minervina se arrodilló y ambos se abrazaron llorando. Don Bernardo<br />

se sentía incompetente ante las lágrimas, le daban grima las<br />

escenas melodramáticas y le repugnaban las palabras <strong>de</strong> perdón,<br />

especialmente cuando venían a disminuir la tensión <strong>de</strong> una escena


que él <strong>de</strong>seaba tensa. Optó por el remate espectacular. Sin <strong>de</strong>jar <strong>de</strong><br />

mirar a los amantes, arrodillados en la alfombra, atravesó la sala<br />

en dos gran<strong>de</strong>s zancadas, se metió en el <strong>de</strong>spacho y cerró <strong>de</strong> un<br />

portazo.<br />

Minervina seguía abrazada al niño, mezclando las lágrimas con<br />

escuchos al oído <strong>de</strong>l pequeño: papá se ha enfadado, Cipriano; tienes<br />

que quererle un poquito. Si no va a echarnos <strong>de</strong> casa. <strong>El</strong> pequeño le<br />

apretó el cuello con fuerza: y ¿vamos a la tuya? —preguntó—. Yo<br />

quiero ir a tu casa, Mina. <strong>El</strong>la se puso en pie con el niño en brazos;<br />

le susurró al oído: los taitas <strong>de</strong> Mina son pobres, tesoro, no pue<strong>de</strong>n<br />

darnos <strong>de</strong> comer todos los días.<br />

Por su parte, don Bernardo quedó satisfecho <strong>de</strong> la escena. Hacer<br />

llorar a unos ojos que le habían <strong>de</strong>spreciado tanto, comportaba un<br />

<strong>de</strong>squite. A Ignacio, sin embargo, cuando se lo contó, no se lo dijo así<br />

se limitó a disfrazar su venganza <strong>de</strong> virtud: con esta gente no vale<br />

<strong>de</strong> nada apelar al cuarto mandamiento —dijo. Ignacio, recto y<br />

temerario, aludió a su frialdad con el pequeño <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que nació y don<br />

Bernardo volvió a insistir en que, le gustara o no, Cipriano no era<br />

más que un pequeño parricida.<br />

Ignacio volvió a repetir que no tentara a Nuestro Señor y añadió algo<br />

inquietante y <strong>de</strong> lo que nunca había hablado: que el hecho <strong>de</strong> que el<br />

pequeño Cipriano hubiera nacido el mismo día que la Reforma<br />

luterana no era precisamente un buen presagio.<br />

Las controversias religiosas a que tan aficionados eran sus<br />

paisanos, apenas tenían lugar en el mundo <strong>de</strong> don Bernardo. Ni<br />

Dionisio Manrique, en el almacén <strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría, ni los amigotes <strong>de</strong> la<br />

taberna <strong>de</strong> Dámaso Garabito, ni los corresponsales <strong>de</strong>l Páramo, ni<br />

Petra Gregorio en el muelle nido <strong>de</strong> amor <strong>de</strong> la calle Mantería, se<br />

prestaban a tan elevadas disquisiciones. Por eso, ahora que su<br />

hermano acababa <strong>de</strong> hacer una alusión a Lutero experimentó una<br />

viva necesidad <strong>de</strong> hablar <strong>de</strong> él:<br />

—¿Sabes —preguntó— que el padre Gamboa dijo el domingo en San<br />

Gregorio que entre Lutero y el Rey habían terminado las<br />

componendas?<br />

Ante su hermano mayor, Ignacio se movía mejor tratando <strong>de</strong> estas<br />

cuestiones que <strong>de</strong> las inherentes a su sobrino y al servicio doméstico.<br />

Seguía al día la revuelta <strong>de</strong> Lutero, se relacionaba con los<br />

intelectuales y soldados que regresaban <strong>de</strong> Alemania, leía toda clase<br />

<strong>de</strong> libros y papeles relativos a la Reforma. Hombre <strong>de</strong> fe, papista


íntegro, su rostro rojo y barbilampiño se acaloraba al abordar estos<br />

temas:<br />

—Nos quitan la tierra bajo los pies, Bernardo. Hacen escarnio <strong>de</strong> lo<br />

que consi<strong>de</strong>ramos más respetable.<br />

Lutero se irritó contra el Papa que encomendó a los dominicos la<br />

predicación <strong>de</strong> las indulgencias pero lo que, en realidad, quería<br />

<strong>de</strong>cirnos es que las indulgencias y los sufragios no sirven para nada,<br />

ni si me apuras la penitencia. Según él lo único que nos salva es la<br />

fe en el sacrificio <strong>de</strong> Cristo.<br />

Bernardo escuchaba con curiosidad. Le intrigaba aquel mundo<br />

inasible en el que daba por sentada la prioridad <strong>de</strong> su hermano.<br />

Dijo:<br />

—<strong>El</strong> problema <strong>de</strong> la salvación ha sido siempre el gran problema <strong>de</strong>l<br />

hombre.<br />

Ignacio apoyaba los codos en los muslos para aproximarse a su<br />

hermano.<br />

—Lutero rehuye la controversia. Destruir es su objetivo, acabar con<br />

el Papa a quien ha llamado asno y suplantador <strong>de</strong> Cristo. Una vez<br />

abolido el papado tendría el campo libre para los suyos. <strong>El</strong><br />

luteranismo es ya un movimiento consi<strong>de</strong>rable. <strong>El</strong> intento <strong>de</strong><br />

conciliación <strong>de</strong> Eck ha resultado un fracaso. Lutero no se retracta<br />

<strong>de</strong> nada. Dice que para discutir necesita un Papa mejor informado.<br />

León X ha con<strong>de</strong>nado su doctrina y le ha excomulgado y el<br />

Emperador ha ratificado en Worms esta con<strong>de</strong>na. Lutero ha<br />

escapado a Wartburg y, encerrado en el castillo <strong>de</strong>l Príncipe, no cesa<br />

<strong>de</strong> escribir libros incendiarios que difundirán “la lepra” por Europa.<br />

Don Bernardo Salcedo bebió un trago <strong>de</strong> vino <strong>de</strong> Rueda. Las<br />

vespertinas visitas a su hermano tenían esta ventaja: obsequiaba a<br />

los invitados con los mejores vinos <strong>de</strong>l país. Su bo<strong>de</strong>ga y su<br />

biblioteca, con quinientos cuarenta y tres volúmenes, eran <strong>de</strong> las<br />

más acreditadas <strong>de</strong> la villa. Y, a<strong>de</strong>más <strong>de</strong> beber buen vino, lo ofrecía<br />

en copas <strong>de</strong>l más fino cristal que Gabriela, su cuñada, conservaba<br />

tan impolutas como las ropas <strong>de</strong> sus atuendos que tanto atraían a<br />

Mo<strong>de</strong>sta y Minervina. Era, el <strong>de</strong> don Ignacio, el matrimonio sin hijos<br />

mejor asentado y relacionado en la villa vallisoletana. Y aunque don<br />

Bernardo se permitía a veces alguna broma a cuenta <strong>de</strong> la<br />

religiosidad <strong>de</strong> su hermano, y a pesar <strong>de</strong> ser ocho años más viejo que<br />

él, sentía por su persona y opiniones un respeto físico, especulativo y


profundo. De ahí que, cada vez que las circunstancias les conducían<br />

a enfrentarse, don Bernardo nunca encontraba a mano otra<br />

argumentación oportuna que la <strong>de</strong> la experiencia o la edad.<br />

Así ocurrió, por ejemplo, dos meses <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la conversación sobre<br />

la Reforma protestante, cuando un don Ignacio Salcedo, fuera <strong>de</strong> sí,<br />

salió a su encuentro y le recibió con una frase retorcida, críptica,<br />

cuyo sentido se le escapaba, pero que, a juzgar por sus a<strong>de</strong>manes y<br />

el tono <strong>de</strong> voz, envolvía una acre censura:<br />

—Valladolid se divierte y Bernardo Salcedo paga. ¿Qué te parece<br />

esta frasecita que oigo a diario por todas partes?<br />

Don Bernardo le miró con <strong>de</strong>sconfianza, levemente arrebolado:<br />

—¿Qué te pasa? ¿Estás excitado? ¿Qué <strong>de</strong>monios quieres <strong>de</strong>cir con<br />

eso?<br />

A don Ignacio le había bajado el color y le temblaban las manos y el<br />

anillo <strong>de</strong> casado. Que él recordase nunca sus diferencias habían<br />

llegado a tanto:<br />

—Que tu querida te engaña a ti y a la ciudad entera. Todo el mundo<br />

está en lenguas a cuenta <strong>de</strong> esa moza <strong>de</strong> fortuna.<br />

Don Bernardo pareció <strong>de</strong>spertar <strong>de</strong> pronto:<br />

—¿Cómo te atreves a hablarme así? ¡Podría ser tu segundo padre!<br />

—Al primero no le hubiera dicho otra cosa, créeme Bernardo.<br />

No somos tú ni yo los que estamos en juego sino nuestro apellido.<br />

—Y ¿<strong>de</strong> dón<strong>de</strong> han salido esos rumores mendaces?<br />

—En Chancillería no hay rumores, Bernardo. Lo que Chancillería<br />

dice va a misa. ¿Por qué no pruebas <strong>de</strong> visitar a <strong>de</strong>shora a esa<br />

pelandusca? Únicamente <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> haber comprobado lo que te<br />

digo me avendría a seguir discutiendo contigo <strong>de</strong> tan turbio asunto.<br />

Cuando don Bernardo abrió la puerta <strong>de</strong> la calle tenía ya el<br />

convencimiento <strong>de</strong> que su hermano le estaba diciendo la verdad.<br />

Petra Gregorio había jugado con él <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el primer día. Los<br />

argumentos se amontonaban. Él estaba lejos <strong>de</strong> ser un maestro <strong>de</strong>l<br />

lance amoroso y ella una discípula aventajada.


Eran, simplemente, una puta y un cornudo. <strong>El</strong>la no alteró su<br />

conducta mientras no llegaron los primeros ducados. Después, el<br />

cambio <strong>de</strong> piso, su ropero, el lujo palaciego <strong>de</strong>l nuevo hogar. ¿Cómo<br />

no pensó nunca que su asignación no podía dar para tantos<br />

excesos? María <strong>de</strong> las Casas le había engañado y hasta era posible<br />

que su cuerpo estuviera incubando a estas alturas una enfermedad<br />

asquerosa. En el portal, a la luz <strong>de</strong>l quinqué, se miró el dorso <strong>de</strong> las<br />

manos, se tocó las mejillas con <strong>de</strong>dos temblorosos; no había bubas ni<br />

durezas. De momento podía estar tranquilo. Apenas hacía dos horas<br />

que se había <strong>de</strong>spedido <strong>de</strong> Petra, pero tomó la calle <strong>de</strong>l Verdugo y se<br />

encaminó a su casa. Las <strong>de</strong>pravaciones sexuales <strong>de</strong> la chica, pensó,<br />

no se inventaban ni obe<strong>de</strong>cían a lecciones recientes. La mantenida<br />

había tenido un larga experiencia amorosa anterior a su encuentro.<br />

La chiquilla que suspiraba una y obra vez a la grupa <strong>de</strong> “Lucero” la<br />

noche que la bajó <strong>de</strong>l Páramo no era una muchacha ingenua sino<br />

una consumada actriz. ¿Qué hacer? ¿Cómo la encontraría? ¿Cómo<br />

<strong>de</strong>bía reaccionar un caballero ante una burla semejante?<br />

He aquí lo que en el instante <strong>de</strong> introducir la llave en la cerradura<br />

<strong>de</strong>sazonaba a don Bernardo. ¿Habrá algún medio <strong>de</strong> enmendar las<br />

torpezas sin riesgo y con dignidad? —se preguntó. Había subido los<br />

dos tramos <strong>de</strong> escalera apresuradamente y ahora ja<strong>de</strong>aba en el<br />

<strong>de</strong>scansillo.<br />

Pero —trató <strong>de</strong> tranquilizarse—¿por qué creer a Ignacio a ojos<br />

cerrados? No era cierto que la Chancillería únicamente emitiera<br />

verda<strong>de</strong>s comprobadas. La Chancillería se equivocaba como todo hijo<br />

<strong>de</strong> vecino y él iba a <strong>de</strong>mostrarlo.<br />

Con mano temblorosa abrió la puerta <strong>de</strong>l piso. La luz vacilante <strong>de</strong><br />

los candiles que llegaba al vestíbulo provenía <strong>de</strong>l dormitorio <strong>de</strong><br />

atrás. Las servillas <strong>de</strong> don Bernardo no hacían ruido al avanzar por<br />

el pasillo. Le iba alarmando cada vez más el creciente silencio <strong>de</strong> la<br />

casa, pero al asomarse al dormitorio <strong>de</strong> Petra Gregorio divisó a<br />

Miguel Zamora, el letrado, vistiéndose sobre la alfombra, las piernas<br />

inseguras al aire. La ropa <strong>de</strong> la cama estaba revuelta pero Petra no<br />

se encontraba allí. Miguel Zamora, con las calzas en la mano, se<br />

sobresaltó al verle, se sintió abochornado, en apariencia, más por<br />

haber sido sorprendido en paños menores que por su traición:<br />

—¿Qué hace aquí a estas horas vuesa merced?<br />

—¿Para eso te confié mi caballo, grandísimo hijo <strong>de</strong> puta?<br />

Miguel Zamora intentó meter la pierna por la calza <strong>de</strong>recha sin<br />

resultado. Dijo trastabillando:


—Son dos asuntos que no tienen nada que ver entre sí, Salcedo.<br />

Don Bernardo le agarró firmemente por el jubón recamado y le alzó<br />

levemente <strong>de</strong>l suelo. Miguel Zamora <strong>de</strong> puntillas, con las peludas<br />

piernas al aire, ofrecía una imagen grotesca:<br />

—Debería matarle aquí mismo —le dijo don Bernardo aproximando<br />

sus labios al extremo <strong>de</strong> su nariz.<br />

—Petra no es su esposa. No conseguiría la comprensión <strong>de</strong>l tribunal.<br />

—<strong>El</strong> placer <strong>de</strong> <strong>de</strong>shacerle entre mis manos, ése sí lo tendría.<br />

—Sería un acto culpable, Salcedo. La ley no le ampara.<br />

Se hablaban a media voz, a dos <strong>de</strong>dos <strong>de</strong> distancia y, cuando don<br />

Bernardo le soltó <strong>de</strong>spectivamente, apenas se le oyó musitar:<br />

|cochino leguleyo|. Luego, ya más claro, al abandonar el dormitorio<br />

exclamó:<br />

—Tanto tú como yo somos dos pobres cabrones que no sabemos<br />

dón<strong>de</strong> ocultar los mogotes <strong>de</strong> nuestros cuernos.<br />

Salió al pasillo en el instante en que Petra Gregorio también lo hacía<br />

por la puerta <strong>de</strong> la cocina.<br />

Portaba una gran ban<strong>de</strong>ja <strong>de</strong> plata con una improvisada comida y<br />

taconeaba garbosa por la tarima pero, a la solemne bofetada <strong>de</strong> don<br />

Bernardo, todo salió ruidosamente por los aires menos la Petra<br />

Gregorio, que perdió el equilibrio y se vino al suelo.<br />

—Prepara tus trebejos —dijo sucintamente don Bernardo—. Mañana<br />

te vuelves al yermo <strong>de</strong> don<strong>de</strong> saliste.<br />

Al día siguiente, Dionisio Manrique le organizó una entrevista con<br />

María <strong>de</strong> las Casas, “la Ponedora”, en el almacén:<br />

—Me prometiste una virgen y me endosaste una puta. ¿Qué te parece<br />

el trueque?<br />

María <strong>de</strong> las Casas se arrodilló. Pretendió en vano besarle el bor<strong>de</strong><br />

<strong>de</strong> la cuera:<br />

—Tan engañada ha sido vuesa merced como yo misma. Se lo juro por<br />

mis muertos.


Le miraba implorante <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el suelo pero don Bernardo no se<br />

ablandó; estaba <strong>de</strong>masiado resentido:<br />

—Escúchame, María <strong>de</strong> las Casas —advirtió—. Si el día <strong>de</strong> mañana,<br />

y Dios no lo quiera, me agarro una sífilis por tu culpa, mandaría<br />

apalearte hasta reventar y luego te metería en la cárcel hasta que te<br />

pudras. Tengo un hermano en Chancillería, no lo olvi<strong>de</strong>s. Pue<strong>de</strong>s<br />

marcharte.<br />

__________________________<br />

__________________________<br />

V<br />

La joven Minervina, sin saberlo, se mostraba conforme con el Sínodo<br />

<strong>de</strong> Alcalá <strong>de</strong> Henares <strong>de</strong> 1480 y consi<strong>de</strong>raba que la catequesis y la<br />

escuela eran una misma cosa. Su madre, en Santovenia, veinte años<br />

antes, entendía, asimismo, que valía tanto apren<strong>de</strong>r a leer y escribir<br />

como adoctrinarse.<br />

A ello colaboró el bondadoso párroco don Nicasio Celemín que cada<br />

día, a las once <strong>de</strong> la mañana, hacía sonar la campana en el pueblo<br />

con una intención ambigua que cada vecino interpretaba a su<br />

manera: ya tocan para la escuela, <strong>de</strong>cían unos, mientras otros, más<br />

píos, al escuchar los tañidos, daban obra explicación: don Nicasio<br />

está llamando a la doctrina, aviva; son las segundas. En cualquier<br />

caso, los vecinos <strong>de</strong> Santovenia, a principios <strong>de</strong> siglo, i<strong>de</strong>ntificaban<br />

instrucción y adoctrinamiento y <strong>de</strong> ahí salió una generación, <strong>de</strong> la<br />

que formaba parte Minervina, para la que hablar con Dios y<br />

apren<strong>de</strong>r eran la misma cosa. Tan arraigada tenía esta i<strong>de</strong>ntidad la<br />

muchacha que, antes <strong>de</strong> que Cipriano cumpliera siete años, ya<br />

<strong>de</strong>dicaba una hora <strong>de</strong> la mañana a la formación religiosa <strong>de</strong>l<br />

pequeño. En principio, el niño aceptó la novedad como un<br />

pasatiempo. Encerrados en la buhardilla don<strong>de</strong> Cipriano dormía,<br />

ante la mesita que se extendía bajo la claraboya, Minervina le<br />

aleccionaba. Lo primero fue enseñarle a signarse y santiguarse,<br />

signos religiosos que a Minervina se le atragantaron veinte años<br />

atrás pero que para Cipriano no representaron ninguna dificultad:<br />

—Haces así y así y con los <strong>de</strong>dos marcas los palos <strong>de</strong> la cruz ¿te das<br />

cuenta?


—Sí, los palos <strong>de</strong> la cruz —<strong>de</strong>cía el niño sonriendo.<br />

Cipriano interpretaba perfectamente el significado <strong>de</strong>l signo y<br />

cuando la chica le <strong>de</strong>cía que la cruz <strong>de</strong> la frente servía para<br />

ahuyentar los malos pensamientos, la <strong>de</strong> la boca para evitar las<br />

malas palabras y la <strong>de</strong>l pecho para aventar los malos <strong>de</strong>seos, lo<br />

comprendía aunque no diferenciaba aún los malos pensamientos, las<br />

malas palabras y las malas acciones <strong>de</strong> los buenos. Tras los signos<br />

<strong>de</strong>l cristiano, Minervina, siguiendo las normas <strong>de</strong> don Nicasio<br />

Celemín, que colocó el primer día una gran lápida en un paño <strong>de</strong> la<br />

iglesia que <strong>de</strong>cía |Cartilla para mostrar a leer a los mo&os|, le fue<br />

enseñando las oraciones: Padre Nuestro, Ave María, Credo y Salve.<br />

La chica las cantaba con él una y otra vez y así el niño las<br />

memorizaba con facilidad sorpren<strong>de</strong>nte. A veces el pequeño la<br />

interrumpía:<br />

—Ya estoy cansado, Mina. Vamos a jugar un poco a los soldados.<br />

Pero ella forzaba su voluntad:<br />

—Hay que hacerlo aunque no nos guste, mi tesoro. Sin la oración<br />

nadie se salva y Minervina se irá a los infiernos si no te ayuda a<br />

salvarte a ti.<br />

Repetía las muletillas <strong>de</strong> don Nicasio Celemín pero estaba<br />

completamente segura en ese momento <strong>de</strong> que si Cipriano no<br />

aprendía a orar por su culpa, el niño y ella irían a pudrirse entre<br />

las llamas <strong>de</strong>l infierno. Era una mezcla <strong>de</strong>seo—temor lo que la<br />

movía: ir al cielo, el compendio <strong>de</strong> todos los bienes, era el objetivo,<br />

mientras el infierno representaba para ella, y <strong>de</strong> paso para el niño,<br />

la pena eterna, la suma <strong>de</strong> todos los males, un peligro que había que<br />

evitar.<br />

—Y si no rezo ¿me voy a los infiernos, Mina?<br />

—Entién<strong>de</strong>me. Tienes que apren<strong>de</strong>r a distinguir lo bueno <strong>de</strong> lo malo<br />

y, una vez que lo sepas, tú eres libre para hacer lo que te plazca.<br />

<strong>El</strong> niño repetía canturreando las frases que pronunciaba Minervina,<br />

la obe<strong>de</strong>cía porque sabía que era por su bien, que le estaba salvando,<br />

que estaba haciendo por él lo máximo que una persona podía hacer<br />

por otra. Sin embargo una mañana, Cipriano, tan abstraído estaba<br />

con sus juegos, que no hubo manera <strong>de</strong> contrariarle:<br />

—Luego, Mina. Ahora no quiero rezar.


Esa noche tardó en dormirse.<br />

Cuando al fin lo consiguió, a altas horas <strong>de</strong> la madrugada, se le<br />

apareció, flotando sobre el cielo, entre nubes, la figura <strong>de</strong> Dios<br />

Padre. Era una imagen que había visto antes en alguna parte, tal<br />

vez en algún libro, pero la <strong>de</strong> ahora tenía exactamente la fisonomía<br />

<strong>de</strong> don Bernardo: rostro lleno, barba y pelo fuertes y lisos y una<br />

mirada helada y heridora que se cruzó un instante con la suya.<br />

Cipriano cerró los ojos, se achicó, quiso <strong>de</strong>saparecer <strong>de</strong>l mundo, pero<br />

Nuestro Señor le prendió por una oreja y le dijo:<br />

—¿Vas a <strong>de</strong>cirme, caballerete, por qué no quieres rezar?<br />

Cipriano se <strong>de</strong>spertó sobresaltado. Divisó sobre sí el rectángulo<br />

estrellado <strong>de</strong> la lucerna pero no tuvo fuerzas ni para gritar. Su<br />

corazón hacía ruido en el pecho y en su estómago se había asentado<br />

la angustia. Entonces se arrojó <strong>de</strong>l lecho, se arrodilló en el suelo y<br />

comenzó a susurrar las oraciones que había omitido por la mañana.<br />

Rezó y rezó hasta que se quedó dormido en el posapié, <strong>de</strong>rrumbado<br />

sobre el lecho. Minervina le sorprendió así <strong>de</strong> amanecida, le metió<br />

con ella en la cama y le restituyó su calor. Deshilvanadamente el<br />

niño le iba contando su experiencia:<br />

—Y vino Nuestro Señor, pero era el taita, Mina, y me agarró <strong>de</strong> la<br />

oreja y me dijo que tenía que rezar siempre.<br />

—¿Estás seguro <strong>de</strong> que el taita era Nuestro Señor?<br />

—Seguro, Mina. Tenía los mismos ojos y la misma barba.<br />

—Y ¿estaba muy enfadado?<br />

—Muy enfadado, Mina. Me tiró <strong>de</strong> la oreja y me llamó caballerete.<br />

Don Bernardo no veía con malos ojos el adoctrinamiento <strong>de</strong>l niño por<br />

su niñera. Le sorprendió la formación <strong>de</strong> Minervina y aceptó el<br />

método <strong>de</strong> don Nicasio Celemín como base. Sin embargo, los<br />

conocimientos <strong>de</strong> la chica eran muy limitados y el tiempo pasaba sin<br />

que el niño progresase. Después <strong>de</strong> los mandamientos, Minervina le<br />

enseñó los artículos <strong>de</strong> la fe, los enemigos <strong>de</strong>l alma, las virtu<strong>de</strong>s<br />

teologales y las ocho bienaventuranzas pero <strong>de</strong> ahí no pasaba. La<br />

cartilla |para mostrar a leer a los mo&os| no iba más allá, ni el<br />

sistema <strong>de</strong> adoctrinamiento <strong>de</strong> don Nicasio Celemín tampoco.<br />

Entonces fue cuando don Bernardo empezó a madurar la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> un<br />

preceptor. Había buenos preceptores en la villa entonces y las


gran<strong>de</strong>s familias les confiaban a sus hijos. Un preceptor suponía un<br />

casi seguro rendimiento didáctico, pero, a<strong>de</strong>más, comportaba un<br />

signo <strong>de</strong> distinción social que le aproximaba a la nobleza, el sueño<br />

oculto <strong>de</strong> don Bernardo <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que tuvo uso <strong>de</strong> razón.<br />

<strong>El</strong> señor Salcedo sabía que tras las bienaventuranzas, había otro<br />

mundo intelectual más vasto y distinto que <strong>de</strong>sgraciadamente él no<br />

había conocido: vocales y consonantes, posibilidad <strong>de</strong> unión<br />

silábica, grafía y sintaxis latinas. Leer en latín y escribir en<br />

romance, se <strong>de</strong>cía secretamente, he ahí el camino. <strong>El</strong> niño ya era<br />

mayorcito y no parecía recomendable <strong>de</strong>jar su instrucción en manos<br />

<strong>de</strong> criadas y menos teniendo en cuenta su posición social. Más lejos<br />

todavía estaba el capítulo tan difamado e intocable <strong>de</strong> las tablas <strong>de</strong><br />

cálculo que, pese a las reticencias <strong>de</strong> la época, él <strong>de</strong>seaba que<br />

Cipriano aprendiera. Se hacía, pues, imprescindible un preceptor,<br />

pero ¿interno? Don Bernardo no era partidario <strong>de</strong> dar endrada en la<br />

casa a un instructor experimentado. La sola i<strong>de</strong>a le cohibía y<br />

presentía que su ignorancia, apenas evi<strong>de</strong>nte ahora para su<br />

hermano Ignacio, trascen<strong>de</strong>ría ante un ayo que compartiera con él<br />

comidas y sobremesas. Así llegó a la conclusión <strong>de</strong> contratar un<br />

preceptor <strong>de</strong> mañana que abandonaría la casa a las doce <strong>de</strong>l<br />

mediodía.<br />

La presencia <strong>de</strong> don Álvaro Cabeza <strong>de</strong> Vaca, con su sayo hasta las<br />

rodillas, bastante raído, <strong>de</strong> corte francés y sus calzas negras,<br />

ajustadas, amilanó a Cipriano y no <strong>de</strong>slumbró a don Bernardo. Fue<br />

fácil, no obstante, llegar a un acuerdo, aunque para el pequeño la<br />

i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> cambiar el piso alto por el principal y su cuartito<br />

abuhardillado por otro contiguo al <strong>de</strong> su padre, y separarse por vez<br />

primera <strong>de</strong> Minervina, representó un duro golpe.<br />

Don Álvaro, enjuto, severo, con pómulos prominentes y barba rala,<br />

marcó <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el primer día una distancia con su discípulo. Sin<br />

embargo, el niño respondía rápido, sin apenas <strong>de</strong>jarle terminar la<br />

pregunta, inteligentemente. Y mientras duró el recorrido por las<br />

trochas habituales las cosas rodaron sin novedad. Sin embargo,<br />

Cipriano, atemorizado <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el primer día, constató con espanto la<br />

inmediatez <strong>de</strong> su padre en la habitación vecina. Y cada vez que le<br />

oía carraspear o arrastrar el sillón empali<strong>de</strong>cía y quedaba inmóvil,<br />

la cabeza hueca, a la expectativa.<br />

Los diecisiete estornudos consecutivos <strong>de</strong> don Bernardo en las<br />

primeras horas <strong>de</strong> la mañana eran proverbiales. Él los daba vía libre<br />

<strong>de</strong> modo que cada uno venía a ser como una pequeña explosión, los<br />

objetos retemblaban y se conmovían los cimientos <strong>de</strong> la casa. La i<strong>de</strong>a<br />

<strong>de</strong> la proximidad <strong>de</strong> su padre terminó por imponerse a toda otra


consi<strong>de</strong>ración en el cerebro <strong>de</strong> Cipriano. Vivía pendiente <strong>de</strong> rumores<br />

furtivos, <strong>de</strong> sus gruñidos espesos, <strong>de</strong> sus paseos, <strong>de</strong> sus estornudos.<br />

Detrás <strong>de</strong> cada <strong>de</strong>sahogo, Cipriano se representaba su rostro, su<br />

mirada gélida, su barba aceitosa, su entrecejo cruel. Don Álvaro,<br />

empero, no advirtió la <strong>de</strong>satención <strong>de</strong>l pequeño hasta que concluyó<br />

con |la cartilla <strong>de</strong> los mo&os|. Sin mala voluntad, Cipriano se<br />

resistió a transitar los nuevos caminos.<br />

Más que negarse, existía una imposibilidad material <strong>de</strong> escuchar las<br />

explicaciones <strong>de</strong>l dómine, <strong>de</strong> colgar la atención <strong>de</strong> sus labios. <strong>El</strong><br />

niño miraba sin cesar la pantorrilla negra <strong>de</strong>l ayo, pero su cabeza se<br />

trasladaba incesantemente tras el tabique. ¿Qué significaba el<br />

autoritario carraspeo <strong>de</strong> don Bernardo que acababa <strong>de</strong> escuchar?<br />

¿Por qué había corrido el sillón hacia atrás y se había levantado?<br />

¿Adón<strong>de</strong> iba?<br />

Todos los miedos <strong>de</strong> la primera infancia se abalanzaban <strong>de</strong> pronto<br />

sobre él. Sin Minervina a su lado, se sentía un ser in<strong>de</strong>fenso.<br />

Don Álvaro le hablaba sin parar, con un tono <strong>de</strong> voz levemente<br />

cascado, los ojos al fondo <strong>de</strong> sus pómulos:<br />

—¿Has entendido, Cipriano?<br />

Cipriano volvía a la realidad <strong>de</strong> pronto. Le miraba como diciendo<br />

ignoro <strong>de</strong> dón<strong>de</strong> viene vuesa merced y dón<strong>de</strong> va, no sé <strong>de</strong> qué me<br />

habla, pero mentía.<br />

—Sí, señor.<br />

Don Álvaro iba entonces un poco más lejos hasta que se daba cuenta<br />

<strong>de</strong> que Cipriano no le seguía, que la mente <strong>de</strong>l chico había quedado<br />

anclada en |la cartilla <strong>de</strong> los mo&os|. Entonces, pacientemente,<br />

una y otra vez volvía a empezar. Una <strong>de</strong> dos: o don Álvaro tenía una<br />

fe ciega en su capacidad intelectual o el salario acordado con don<br />

Bernardo era consi<strong>de</strong>rable.<br />

<strong>El</strong> caso es que la ficción se prolongó durante meses y meses, don<br />

Álvaro esperando que su discípulo <strong>de</strong>spertara, Cipriano al acecho <strong>de</strong><br />

lo que sucedía en la habitación <strong>de</strong> al lado. De este modo, el niño<br />

llegó a leer el latín con cierta soltura pero resbalaba al afrontar las<br />

<strong>de</strong>clinaciones. Y hasta tal extremo se le negaron éstas que, un buen<br />

día, don Álvaro, <strong>de</strong>cepcionado, abordó a don Bernardo al terminar la<br />

clase. La entrevista fue breve y patética:


—De ahí no sacaremos nada, don Bernardo. <strong>El</strong> niño está en otra<br />

cosa.<br />

—¿En otra cosa? <strong>El</strong> pequeño no ha conocido otra cosa, señor.<br />

Difícilmente pue<strong>de</strong> estar en ella si no la conoce.<br />

—Está ausente. No logro concentrarlo. Eso es todo.<br />

Don Bernardo, vestido <strong>de</strong> calle para acudir al almacén, se mostraba<br />

malhumorado:<br />

—Sugiere vuesa merced que el chiquillo es tonto.<br />

—¡Oh, por favor! —dijo don Álvaro—. <strong>El</strong> muchacho es avispado como<br />

una ardilla, pero es inútil.<br />

No está conmigo, no me sigue, no le interesa lo que yo pueda<br />

contarle.<br />

Don Bernardo se resignó a admitir que el preceptor no era el medio<br />

más indicado para educar a su hijo, el pequeño parricida. Había<br />

otras soluciones, pero, como hombre rencoroso, improvisó<br />

rápidamente la suya: un colegio. Un internado duro y sin pausas.<br />

Era hora <strong>de</strong> separarle <strong>de</strong> la rolla. Don Bernardo sabía que en la villa<br />

no había centros educativos que merecieran tal nombre, pero su<br />

hermano Ignacio era patrono mayor <strong>de</strong>l más afamado: el Hospital <strong>de</strong><br />

Niños Expósitos, regido por la Cofradía <strong>de</strong> San José y <strong>de</strong> Nuestra<br />

Señora <strong>de</strong> la O, <strong>de</strong>dicado a la formación <strong>de</strong> niños abandonados.<br />

A su hermano le dolió la <strong>de</strong>cisión:<br />

—Ese colegio no es para personas <strong>de</strong> nuestra clase, Bernardo.<br />

Don Bernardo coqueteaba ahora con la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> dar una lección a la<br />

aristocracia, abrirle los ojos:<br />

—Me han hablado bien <strong>de</strong> él.<br />

Dispone <strong>de</strong> veintiocho camas para becarios y mi hijo podrá pagar su<br />

alojamiento y el <strong>de</strong> cinco compañeros más si es eso lo que hace falta<br />

para que le abran las puertas.<br />

Don Ignacio se echó las manos a la cabeza:<br />

—<strong>El</strong> Hospital <strong>de</strong> Niños Expósitos vive <strong>de</strong> la caridad, Bernardo. Y tú<br />

sabes que los chicos abandonados por sus padres no suelen ser gente


ecomendable. Es un colegio serio porque los Diputados <strong>de</strong> la<br />

Cofradía nos hemos empeñado en que lo sea y hemos puesto en la<br />

dirección a un maestro competente.<br />

A la doctrina, por la mañana, a toque <strong>de</strong> campana, acu<strong>de</strong>n chicos <strong>de</strong><br />

toda condición e, incluso, en el resto <strong>de</strong> las clases, admiten alumnos<br />

<strong>de</strong> pago. ¿No podría ser ésta la mejor solución para Cipriano?<br />

Don Bernardo <strong>de</strong>negó obstinadamente:<br />

—A mi hijo hay que enveredarlo. Su niñera lo ha mimado <strong>de</strong>masiado.<br />

Y esto se acabó. Lo meteré interno y no disfrutará siquiera <strong>de</strong><br />

vacaciones; pero para ingresar en el Hospital necesito tu concurso.<br />

¿Estás dispuesto a prestármelo?<br />

Intelectualmente don Ignacio estaba a cien codos <strong>de</strong> su hermano<br />

pero carecía <strong>de</strong> personalidad para imponerse. Al día siguiente visitó<br />

la Cofradía que administraba el centro, y, cuando habló <strong>de</strong> la<br />

generosa disposición <strong>de</strong> su hermano, no encontró más que buenas<br />

palabras, lo mismo que en la reunión <strong>de</strong> diputados <strong>de</strong>l jueves<br />

siguiente, que votó la admisión <strong>de</strong>l pequeño. Por esta vía y mediante<br />

el compromiso <strong>de</strong> pagar el mantenimiento <strong>de</strong> su hijo, las becas <strong>de</strong><br />

tres compañeros y cooperar generosamente al Arca <strong>de</strong> las Limosnas,<br />

Cipriano fue admitido en el centro.<br />

Minervina lloró hasta quedarse seca cuando le fue comunicada la<br />

noticia pero, por primera vez, su llanto no se contagió al pequeño.<br />

<strong>El</strong> temor que su padre le inspiraba podía más que cualquier otro<br />

argumento y el proyecto <strong>de</strong> alejarse <strong>de</strong> su casa y convivir con otros<br />

muchachos, le resultaba audaz y apetecible. La <strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> su padre<br />

<strong>de</strong> no verle “ni en verano” acrecía su <strong>de</strong>seo <strong>de</strong> alejarse <strong>de</strong> aquellos<br />

ojos cortantes que habían entenebrecido su infancia. Por otro lado,<br />

el hecho <strong>de</strong> que don Bernardo hubiera hablado <strong>de</strong> conservar a<br />

Minervina en su puesto, le infundía cierta seguridad, no había<br />

cortado la retirada. La chica volvió a <strong>de</strong>rramar lágrimas en la<br />

Tenería, junto al río, frente al colegio. Besó y estrujó a Cipriano<br />

varias veces antes <strong>de</strong> <strong>de</strong>jarle escapar, con un fardillo en cada mano,<br />

y <strong>de</strong>saparecer por la doble puerta. Entonces tuvo la sensación <strong>de</strong><br />

haberle perdido para siempre.<br />

<strong>El</strong> edificio <strong>de</strong>l colegio no era gran<strong>de</strong> pero contaba con tres amplios<br />

<strong>de</strong>sahogos: la capilla, el dormitorio y el patio <strong>de</strong> juegos.


Tan pronto puso pie en él, Cipriano perdió dos cosas fundamentales:<br />

el atuendo y el nombre. Dejó <strong>de</strong> vestir la ropa distinguida que<br />

Minervina disponía semanalmente con tanto esmero y adoptó el<br />

uniforme obligatorio <strong>de</strong>l centro, <strong>de</strong> marcado carácter rural: calzones<br />

<strong>de</strong> paño fuerte hasta <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> la rodilla, un basto sayo, capotillo en<br />

invierno y unas botas <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> carnero, abiertas y altas, que se<br />

ajustaban a las pantorrillas mediante cintas que remataban en una<br />

lazada. La segunda cosa importante que perdió Cipriano con su<br />

ingreso en el colegio fue el nombre. Nadie le preguntó cómo se<br />

llamaba pero, en el momento <strong>de</strong> tocar la campana convocando a la<br />

doctrina, “el Corcel” se le acercó y le dijo:<br />

—Toca tú, “Mediarroba”, para eso eres el nuevo.<br />

”<strong>El</strong> Corcel” era un muchacho alto, empeinoso, con las extremida<strong>de</strong>s<br />

<strong>de</strong>sproporcionadas, levemente escorado <strong>de</strong>l lado izquierdo y que,<br />

evi<strong>de</strong>ntemente, gozaba <strong>de</strong> una preeminencia en el centro. Cipriano<br />

agitó la castiga<strong>de</strong>ra con afán, la campana sonaba, mientras “Tito<br />

Alba”, con su mirada redonda, atónita, <strong>de</strong> párpados cortos, le<br />

interrogaba:<br />

—¿Eres expósito, tú, “Mediarroba”?<br />

—N... no.<br />

—Y ¿pobre?<br />

—T... tampoco.<br />

—Entonces ¿qué pintas aquí?<br />

—Educarme. Mi padre quiere que me eduque como vosotros.<br />

—¡Vaya una i<strong>de</strong>a! ¿Has conocido a “el Corcel”?<br />

—Él me mandó tocar la campana.<br />

Cipriano se sorprendió <strong>de</strong> la vacilación <strong>de</strong> su voz en las primeras<br />

respuestas. <strong>El</strong> contacto con un ser <strong>de</strong>sconocido le alteraba. Sentía<br />

como una rara emoción, un especial temor a comunicarse. Pero, una<br />

vez vencida la resistencia inicial, la conversación discurría<br />

fluidamente, sin tropiezos. Pensó cómo no lo había advertido antes y<br />

concluyó que su pequeño mundo acababa en la cocina <strong>de</strong> la casa <strong>de</strong><br />

su padre y que, en sus breves visitas a Santovenia, el trato con otros<br />

niños era un juego <strong>de</strong> preguntas y respuestas mecánicas, sin


eflexión previa y, en consecuencia, el titubeo no tenía razón <strong>de</strong><br />

producirse.<br />

En clase <strong>de</strong> doctrina cantaban los rezos y las preguntas y respuestas<br />

<strong>de</strong>l catecismo hispanolatino con el mismo soniquete que empleaba<br />

Minervina, el mismo que utilizara don Nicasio Celemín, el párroco,<br />

en Santovenia veinte años atrás.<br />

De este modo, hasta los niños más romos memorizaban el catecismo<br />

que era lo que interesaba. Pero cuando don Lucio, “el Escriba”,<br />

terminó <strong>de</strong> recitar las potencias <strong>de</strong>l alma y preguntó al grupo <strong>de</strong><br />

cincuenta y siete muchachos quién sabía lo que eran las virtu<strong>de</strong>s<br />

teologales, únicamente Cipriano levantó la mano:<br />

—F... fe, esperanza y caridad —dijo.<br />

Con la doctrina, los estudios se extendían preferentemente al latín,<br />

la redacción en romance y las tablas aritméticas. Era curioso el<br />

cambio operado en Cipriano, su repentino afán por ensanchar el<br />

mundo <strong>de</strong> sus conocimientos, su <strong>de</strong>seo <strong>de</strong> apren<strong>de</strong>r, <strong>de</strong> acuerdo con<br />

su naciente afición a participar en los juegos que sus compañeros<br />

disputaban en los recreos <strong>de</strong>l patio.<br />

A las dos y media, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> comer en el ruidoso refectorio en dos<br />

gran<strong>de</strong>s mesas, presididas <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la tarima por “el Escriba”, los<br />

expósitos salían <strong>de</strong> paseo acompañados por el inevitable tutor.<br />

Era un paseo higiénico, pero evi<strong>de</strong>ntemente el Consejo <strong>de</strong> Diputados<br />

que regía el colegio buscaba en aquel ejercicio colectivo algo más.<br />

”<strong>El</strong> Escriba” les hacía reparar en las escenas callejeras, en las<br />

vitrinas, en las activida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> la gente <strong>de</strong>l pueblo y les formulaba<br />

preguntas, cuyas respuestas torpes o ambiguas él mismo aclaraba:<br />

—Clemencio, ¿qué quieres ser cuando salgas <strong>de</strong>l colegio?<br />

”<strong>El</strong> Corcel” no vacilaba:<br />

—Arriero —<strong>de</strong>cía.<br />

—¿Sabes distinguir una mula <strong>de</strong> una acémila?<br />

Los compañeros le soplaban: |es lo mismo|, |es lo mismo|, pero el<br />

grandullón, bien porque no les oía, bien por su afán <strong>de</strong> llevar la<br />

contraria, respondía sin vacilar:


—Una acémila es una yegua.<br />

—Tendrás que perfeccionar tus conocimientos si <strong>de</strong> verdad aspiras a<br />

ser arriero.<br />

Caminaban ligeros, en filas, <strong>de</strong> dos en dos, con sus uniformes<br />

campesinos, algunos uncidos, el brazo por los hombros <strong>de</strong>l<br />

condiscípulo, otros sueltos. La gente con la que se cruzaban les<br />

miraba con simpatía y murmuraba: ahí van los expósitos.<br />

En rigor, los vecinos <strong>de</strong> la villa, con sus limosnas, contribuían al<br />

sostenimiento <strong>de</strong>l centro <strong>de</strong>l que se sentían orgullosos. Recorrieron el<br />

Espolón Viejo y abocaron al Nuevo, contiguo al Puente Mayor y, una<br />

vez cruzado éste, subieron al cerro <strong>de</strong> la Cuesta <strong>de</strong> la Maruquesa en<br />

cuyas cuevas y barracas vivían gentes necesitadas. Por el camino <strong>de</strong><br />

Villanubla se veían bajar reatas <strong>de</strong> mulas, pordioseros y algún que<br />

otro caballero apresurado. Al <strong>de</strong>scen<strong>de</strong>r <strong>de</strong>l otero, “Tito Alba”, su<br />

compañero <strong>de</strong> filas, le dio con el codo a Cipriano y le dijo<br />

confi<strong>de</strong>ncialmente:<br />

—Mira, ya está “el Corcel” haciéndose una paja. Siempre tiene que<br />

hacerse una paja en el paseo el marrano <strong>de</strong> él.<br />

Cipriano les miraba cándidamente:<br />

—¿Q... qué es una paja? —observaba a “el Corcel” encorvado, la<br />

mano <strong>de</strong>recha agitándose bajo el sayo, sofocado.<br />

”Tito Alba” le explicó. Cipriano atendía con sus cinco sentidos, con<br />

análoga curiosidad con que escuchaba la palabra <strong>de</strong> “el Escriba”. Se<br />

daba cuenta <strong>de</strong> que, salvo en sus breves contactos con los chicos <strong>de</strong><br />

Santovenia, había crecido en un fanal y no conocía la vida. Mina,<br />

con la mejor intención, lo había aislado <strong>de</strong>l mundo. Descendían por<br />

la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> la Plaza Vieja, cuando “el Escriba”, que renqueaba<br />

ligeramente <strong>de</strong> la pierna <strong>de</strong>recha <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> recorrer media legua,<br />

les anunció que iban a visitar a un antiguo compañero. La Cofradía<br />

no se <strong>de</strong>sentendía <strong>de</strong> los niños que habían pasado por sus aulas. En<br />

la pequeña glorieta, en la planta baja <strong>de</strong>l número 16, se alzaba el<br />

taller <strong>de</strong> un carpintero. La mayoría <strong>de</strong> los compañeros <strong>de</strong> Cipriano,<br />

que conocían el alcance <strong>de</strong> la inspección, se quedaron formando<br />

grupos alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> la fuente. <strong>El</strong> carpintero, con su larga barba<br />

<strong>de</strong>scuidada, molduraba un palo en el torno <strong>de</strong> mano que accionaba<br />

un muchacho <strong>de</strong> alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> quince años. Olía a resina y serrín. <strong>El</strong><br />

carpintero se acercó cortésmente a “el Escriba” y, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong><br />

cambiar unas palabras con él, los pasó a la oficina y los <strong>de</strong>jó solos.<br />

Por el ventano con telarañas se veía un patio lleno <strong>de</strong> listones y


troncos apilados. <strong>El</strong> maestro se sentó en el taburete <strong>de</strong>l carpintero y<br />

se dirigió al muchacho en voz baja, secreteando:<br />

—¿Te portas bien, <strong>El</strong>iseo?<br />

—Bien, don Lucio.<br />

—¿Trabajas todo lo que pue<strong>de</strong>s, ayudas a don Moisés?<br />

—A ver, sí señor, por la cuenta que me tiene.<br />

—¿Te dan <strong>de</strong> comer lo convenido?<br />

<strong>El</strong>iseo sonrió ampliamente:<br />

—Ya me conoce, don Lucio; yo nunca me sacio.<br />

—Y ¿la propina?<br />

—La justa; cada domingo.<br />

—Y ¿apren<strong>de</strong>s?, ¿crees tú que vas aprendiendo?<br />

—Así es, sí señor. Si hago caso <strong>de</strong> don Moisés para el año veintinueve<br />

me hará oficial.<br />

—¿Tan pronto?<br />

—Eso dice.<br />

Más abajo, en la calle <strong>de</strong> las Tenerías, cerca ya <strong>de</strong>l colegio, “el<br />

Escriba” visitó a otro ex alumno, aprendiz <strong>de</strong> curtidor. En la calle<br />

hedía violentamente a tintes y cuero. La entrevista fue semejante a<br />

la anterior, salvo que el aprendiz, en este caso, exhibía un amplio<br />

repertorio <strong>de</strong> agravios: comía mal, no le mudaban las ropas <strong>de</strong> la<br />

cama, no le daban las propinas acordadas. Mentalmente “el Escriba”<br />

tomaba nota y le dijo que todo se arreglaría, que hablaría con los<br />

Diputados <strong>de</strong> la Cofradía que conservaban copia <strong>de</strong>l contrato.<br />

A los dos meses <strong>de</strong> ingresar en el colegio, Cipriano fue nombrado<br />

limosnero por una semana. Para un centro que vivía<br />

fundamentalmente <strong>de</strong> la caridad el cometido era arduo y complejo.<br />

Con el alba, Cipriano preparaba el pequeño carro <strong>de</strong> la comunidad,<br />

metía a “Blas”, el asnillo, entre las varas y salía con “el Niño” y<br />

Claudio, “el Obeso”, a recorrer la ciudad. “<strong>El</strong> Niño” había llamado la<br />

atención <strong>de</strong> Cipriano <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el primer momento.


Se lo había dicho a Claudio, “el Obeso”:<br />

—E... “el Niño” tiene cara <strong>de</strong> niña.<br />

—Sí tiene cara <strong>de</strong> niña “el Niño” pero es buen rapaz.<br />

Conocía la ciudad mejor que ninguno <strong>de</strong> los dos y cada mañana<br />

conducía el carrillo <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el colegio hasta la trasera <strong>de</strong>l Hospital <strong>de</strong><br />

la Misericordia sin una vacilación. Miguel, “el Menino”, que atendía<br />

la portería y el <strong>de</strong>pósito <strong>de</strong> cadáveres los conocía ya:<br />

—Hoy no hay muertos, muchachos. Estáis <strong>de</strong> vacaciones —<strong>de</strong>cía, con<br />

su vocecita atiplada.<br />

O bien:<br />

—Hay un pobre y un ajusticiado, ¿os lleváis los dos?<br />

Cipriano cargaba con ellos al hombro sin el menor reparo y los<br />

<strong>de</strong>positaba sobre las tablas <strong>de</strong>l carro. Lo mismo hacía con el tablero<br />

y los caballetes <strong>de</strong>l túmulo, los picos y las palas. Claudio, “el<br />

Obeso”, se sorprendió <strong>de</strong> su fortaleza:<br />

—Tú, “Mediarroba”, ¿<strong>de</strong> dón<strong>de</strong> sacas esas fuerzas? En mi vida vi un<br />

tipo más espiritado que tú.<br />

Cipriano le metía un <strong>de</strong>do en su barriga untosa:<br />

—S... si la fuerza estuviera en las grasas tú serías campeón.<br />

Atien<strong>de</strong>.<br />

Se había levantado la manga <strong>de</strong>l sayo y le mostraba su bíceps<br />

estirado, un músculo bien formado, <strong>de</strong> atleta.<br />

—¡Ahí va, si tiene bola! ¿Te has fijado, “Niño”?, “el Mediarroba” tiene<br />

bola.<br />

A menudo Miguel, “el Menino”, les reconvenía mansamente:<br />

—Vamos, muchachos, no enredéis más. Hoy las huesas están en el<br />

atrio <strong>de</strong> San Juan. Ya estáis marchando.<br />

”<strong>El</strong> Niño” tomaba las riendas y el carrillo, traqueteando, subía hasta<br />

la calle Imperial, próxima a la Ju<strong>de</strong>ría. Tan pronto llegaban,


Cipriano se arrojaba <strong>de</strong>l carro, armaba el túmulo en el centro <strong>de</strong> la<br />

calle y colocaba encima los dos cadáveres. Disponían <strong>de</strong> una<br />

fórmula, acuñada por el uso, para llamar a la caridad a los<br />

viandantes, y Cipriano la ponía en práctica con gran propiedad:<br />

—Hermanos: aquí tenéis los cuerpos <strong>de</strong> dos <strong>de</strong>sdichados que pasaron<br />

a mejor vida sin conocer los beneficios <strong>de</strong> la amistad —<strong>de</strong>cía—.<br />

No les neguéis ahora el <strong>de</strong>recho a la tierra sagrada. Nuestro Señor<br />

nos or<strong>de</strong>nó ser hermanos <strong>de</strong>l pobre y <strong>de</strong>l pecador y únicamente si<br />

vemos en ellos al propio Cristo conoceremos el día <strong>de</strong> mañana el<br />

premio <strong>de</strong> la gloria. Ayudad a dar tierra a estos <strong>de</strong>sdichados.<br />

Algunos transeúntes cruzaban la calle y <strong>de</strong>positaban unos<br />

maravedíes en la ban<strong>de</strong>ja, al pie <strong>de</strong>l carrillo.<br />

Los tres colegiales se iban turnando en la llamada a la caridad <strong>de</strong><br />

los ciudadanos. A veces, como ocurría con Cipriano, intercalaban en<br />

el texto frases nuevas, originales, <strong>de</strong> efectos patéticos: no conocieron<br />

el amor <strong>de</strong> sus semejantes. O bien:<br />

no escucharon nunca la voz <strong>de</strong>l Señor. O bien: vivieron abandonados<br />

como perros.<br />

Cipriano intuía que la última frase que comparaba a los difuntos<br />

con los perros movía antes el corazón <strong>de</strong> las mujeres que el <strong>de</strong> los<br />

hombres y, en cambio, afectaba más a éstos el hecho <strong>de</strong> que no<br />

hubieran tenido oportunidad <strong>de</strong> escuchar la voz <strong>de</strong>l Señor. De<br />

cuando en cuando, “el Niño”, Claudio, “el Obeso”, y Cipriano,<br />

alineados tras el carro, intercalaban las letanías <strong>de</strong>dicadas a los<br />

difuntos. Claudio, el Obeso, las cantaba y los otros dos respondían:<br />

—Sancta María...<br />

—Ora pro nobis.<br />

—Sancta Dei Genitrix.<br />

—Ora pro nobis.<br />

—Sancta Virgo Virginum.<br />

—Ora pro nobis.<br />

—Sancte Michael.


—Ora pro nobis...<br />

Al terminar, <strong>de</strong>jaban transcurrir un rato en silencio, alineados tras<br />

el túmulo. Si acaso Cipriano veía aproximarse un grupo <strong>de</strong> mujeres,<br />

sacaba la voz <strong>de</strong> ventrílocuo y clamaba:<br />

—Hermanos, una caridad para con estos <strong>de</strong>sdichados que<br />

<strong>de</strong>sconocieron las mieles <strong>de</strong> la fraternidad y vivieron abandonados<br />

como perros.<br />

Las mujeres cesaban en sus comadreos y <strong>de</strong>positaban unas flacas<br />

monedas en la ban<strong>de</strong>ja, a raíz <strong>de</strong> lo cual, Claudio, “el Obeso”,<br />

estimulado por el donativo, iniciaba <strong>de</strong> nuevo la cantinela:<br />

—Hermanos, una caridad para estos <strong>de</strong>sdichados...<br />

Transcurrida una hora larga en la primera posa, Cipriano volvía a<br />

colocar los cadáveres en el carrito y, conducidos por “el Niño”,<br />

armaban sucesivamente el túmulo en las calles Huelgas, Zurradores<br />

y Espolón Viejo para repetir el mismo rito. Al concluir enterraban a<br />

los muertos en la iglesia indicada por el enano Miguel y, <strong>de</strong> vuelta al<br />

colegio, <strong>de</strong>positaban en el Arca <strong>de</strong> las Limosnas <strong>de</strong> la capilla los<br />

donativos recibidos en su recorrido por la villa.<br />

Los limosneros cerraban la jornada, ya entrada la noche, con el<br />

toque <strong>de</strong> Ánimas. Las campanadas, lentas y melancólicas, ponían en<br />

movimiento a todos los campanarios <strong>de</strong> la ciudad, en lo que los<br />

fieles <strong>de</strong> la villa llamaban |la hora <strong>de</strong> los muertos|.<br />

Cipriano solía caer rendido en su cama. <strong>El</strong> dormitorio, alargado, con<br />

dos hileras <strong>de</strong> camas estrechas, se alumbraba con un candil que “el<br />

Escriba” apagaba antes <strong>de</strong> retirarse. Las ventanas sin cortinas<br />

<strong>de</strong>jaban entrar un resplandor lechoso <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el río. Y en invierno, el<br />

frío era tan riguroso que Claudio, “el Obeso”, juraba que al<br />

<strong>de</strong>spertarse tenía escarcha entre los pelos <strong>de</strong> las cejas. Salvo algún<br />

aullido <strong>de</strong> “el Corcel” los alumnos llegaban tan fatigados que, una<br />

vez puestos los camisones blancos, caían literalmente dormidos en<br />

sus camastros. De ahí la sorpresa <strong>de</strong> Cipriano en su última noche <strong>de</strong><br />

limosnero cuando oyó un bisbiseo en la punta <strong>de</strong>l dormitorio que fue<br />

transmitiéndose <strong>de</strong> cama en cama, como una contraseña. A “Tito<br />

Alba”, en la cama <strong>de</strong> enfrente, le oyó claramente susurrar:<br />

—”Niño”, “el Corcel” te necesita.<br />

Oyó revolverse a Claudio, “el Obeso”, a su lado, y repetir el recado:


—”Niño”, “el Corcel” te necesita.<br />

Una sombra cruzó la leve claridad <strong>de</strong> las ventanas en dirección <strong>de</strong>l<br />

primer susurro. Luego crujieron en la esquina los muelles <strong>de</strong> la cama<br />

<strong>de</strong> “el Corcel”, mientras se oían en la gran sala cuchicheos y risas<br />

apagadas. Al cabo <strong>de</strong> un rato, la sombra volvió a cruzar el<br />

dormitorio en sentido contrario y todo quedó en silencio.<br />

A la mañana siguiente Cipriano preguntó a “Tito Alba” qué hacía “el<br />

Corcel” con “el Niño” en el dormitorio. “Tito” le miró con sus ojos<br />

<strong>de</strong>sorbitados, <strong>de</strong> párpados cortos:<br />

—”Mediarroba”, ¿es cierto que te has caído <strong>de</strong> un nido o sólo lo<br />

aparentas?<br />

No le dijo más, por lo que Cipriano recurrió a Claudio, “el Obeso”:<br />

—Te lo pue<strong>de</strong>s figurar —fue su respuesta—, cuando tiene necesidad,<br />

“el Corcel” recurre a “el Niño”.<br />

Es lo más parecido a una mujer que tenemos en el colegio.<br />

José, “el Rústico”, terminó <strong>de</strong> informarle. “<strong>El</strong> Rústico” procedía <strong>de</strong><br />

Tierra <strong>de</strong> Pinares y no sabía disimular su aire rural, ni su necedad.<br />

Era un ser primitivo y cándido. Le costaba recordar las oraciones y<br />

en los dictados en romance apenas escribía cuatro palabras<br />

seguidas. Pero como compañero resultaba franco y comunicativo.<br />

Cipriano le preguntó por qué toleraba “el Niño” los abusos <strong>de</strong> “el<br />

Corcel”. <strong>El</strong> rostro <strong>de</strong> “el Rústico” lo <strong>de</strong>cía todo:<br />

—Es el que manda —explicó—.<br />

¿No te has fijado que <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> “el Escriba”, es “el Corcel” quien<br />

manda aquí?<br />

En la clase <strong>de</strong> latín corrió la voz <strong>de</strong> que al día siguiente no habría<br />

doctrina porque tenían entierro. Las plegarias <strong>de</strong> los expósitos eran<br />

muy apreciadas en la villa. Sus voces, perdido el tono infantil y sin<br />

fraguar todavía el adulto, bien armonizadas por “el Escriba”,<br />

constituían el pasaporte <strong>de</strong>seado por muchos ciudadanos para el<br />

tránsito. Las disposiciones testamentarias requerían a menudo la<br />

presencia <strong>de</strong> los colegiales en el entierro a cambio <strong>de</strong> una limosna. Y<br />

los expósitos uniformados, limpias las botas <strong>de</strong> carnero, alineados<br />

en dos filas y con la antorcha en la mano, acompañaban al difunto<br />

hasta su última morada.


Así ocurrió en el entierro <strong>de</strong>l caballero don Tomás <strong>de</strong> la Colina, en<br />

cuyo testamento rogaba a los expósitos sus oraciones a cambio <strong>de</strong> un<br />

pingüe juro para el colegio.<br />

”<strong>El</strong> Escriba” hizo saber a los alumnos la generosa disposición <strong>de</strong>l<br />

difunto y los estimuló a comportarse con entusiasmo y esmero en el<br />

sufragio. Con aire contrito y las antorchas encendidas, los expósitos<br />

acompañaron al cadáver, escuchando fervorosamente la salmodia<br />

<strong>de</strong> los clérigos: “el Miserere” y el “De Profundis”. Una vez en la<br />

iglesia, formados en torno al difunto, asistieron al funeral y, al<br />

concluir la epístola, “el Escriba” levantó la batuta y les dio el tono<br />

para iniciar el “Dies irae”:<br />

Dies irae, dies illa,<br />

Solvet saeclum in favilla:<br />

Teste David cum Sibylla.<br />

Quantus tremor est futurus,<br />

Quando Ju<strong>de</strong>x est venturus,<br />

Cuncta stricte discussurus!<br />

Tuba mirum spargens sonum<br />

Per sepulcra regionum,<br />

Coget omnes ante thronum.<br />

Terminada la misa, conforme se procedía al enterramiento <strong>de</strong>l<br />

cadáver, los expósitos, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el presbiterio, entonaron las letanías<br />

<strong>de</strong> intercesión <strong>de</strong> Todos los Santos, guiados por la bien timbrada voz<br />

<strong>de</strong> “Tito Alba”:<br />

—Sancte Petre.<br />

—Ora pro nobis.<br />

—Sancte Paule.<br />

—Ora pro nobis.<br />

—Sancte Andrea.<br />

—Ora pro nobis.<br />

—Sancte Joannes.<br />

—Ora pro nobis.<br />

—Omnes Sancti Apostoli et Evangelistae.


—Orate pro nobis.<br />

La gente se aprestaba a manifestar su condolencia a los <strong>de</strong>udos en<br />

tanto los expósitos terminaban su letanía. En el templo reinaba un<br />

pesado hedor mezcla <strong>de</strong>l sudor <strong>de</strong> los fieles, el humo <strong>de</strong> las<br />

antorchas y el tufo <strong>de</strong> corrupción <strong>de</strong> los enterrados en él. Pero por<br />

encima <strong>de</strong> todo vibraba la voz <strong>de</strong> contralto <strong>de</strong> “Tito Alba”:<br />

—Ut mnibus benefactoribus nostris sempiterna bona retribuas.<br />

—Te rogamus audi nos.<br />

—Ut frutus terrae dare, et conservare digneris.<br />

—Te rogamos audi nos.<br />

—Ut omnibus fi<strong>de</strong>libus <strong>de</strong>functis requiem aeternam donare digneris.<br />

—Te rogamus audi nos.<br />

—Ut nos exaudire digneris.<br />

—Te rogamus audi nos.<br />

Cesó la cantinela <strong>de</strong> los colegiales y, como colofón, el coro y los<br />

sacristanes entonaron el último responso:<br />

—Libera me Domine <strong>de</strong> morte aeterna, in die illa tremenda, quando<br />

movendi sunt coeli et terra, dum veneris judicare saeculum per<br />

ignen.<br />

Los expósitos, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el altar, hicieron una profunda reverencia a los<br />

<strong>de</strong>udos <strong>de</strong> don Tomás <strong>de</strong> la Colina antes <strong>de</strong> salir <strong>de</strong>l templo, <strong>de</strong> uno<br />

en uno, levantando las antorchas por encima <strong>de</strong> sus cabezas.<br />

Cipriano no <strong>de</strong>scubrió a su tío Ignacio hasta que se puso a su lado y<br />

notó su mano en el hombro.<br />

A su contacto se estremeció. Don Ignacio era para él un pariente<br />

mudo que tampoco osaba afrontar nunca los ojos <strong>de</strong> su hermano.<br />

Era afable pero no se podía esperar <strong>de</strong> él nada <strong>de</strong>cisivo. Sin<br />

embargo, no le pasó inadvertida la mirada <strong>de</strong> entendimiento que<br />

cambió con “el Escriba”. Y cuando sus compañeros apagaron las<br />

antorchas y formaron en filas para regresar al colegio, él los siguió<br />

a distancia en compañía <strong>de</strong> su tío. Don Ignacio se inclinó<br />

ligeramente hacia él:


—¿Estás contento en el colegio, te gusta estudiar?<br />

Asintió sin palabras para evitar el titubeo. No veía razones para<br />

confiarse a él. Seguramente sería un enviado <strong>de</strong> su padre. La voz <strong>de</strong><br />

don Ignacio Salcedo se hizo aún más untuosa:<br />

—No sé si sabes que yo presido el patronato que administra este<br />

colegio y soy miembro <strong>de</strong> la Cofradía a la que pertenece.<br />

—E... eso dicen, sí señor.<br />

—Pero ignoras que en la última reunión <strong>de</strong> la Comisión <strong>de</strong> Diputados<br />

me han dado informes favorables <strong>de</strong> ti. Número uno en doctrina,<br />

latín y escritura, notable en tablas <strong>de</strong> cálculo. Intachable en<br />

urbanidad y disciplina. ¿Crees que eso se pue<strong>de</strong> mejorar?<br />

<strong>El</strong> muchacho encogió los hombros. Su tío prosiguió:<br />

—Todo eso es importante, Cipriano. Ante un cuadro así no tengo más<br />

remedio que hablar con tu padre y exponerle la situación.<br />

¿Te gustaría <strong>de</strong>jar el colegio y volver a casa?<br />

A don Ignacio Salcedo le sorprendió la resolución <strong>de</strong>l chico:<br />

—No —dijo—. Me gusta el colegio. Tengo amigos aquí.<br />

—Eso me preocupa, hijo. Tus compañeros son niños sin padres, sin<br />

modales, ni educación. Por lo <strong>de</strong>más ya sabes lo que te espera.<br />

Otros dos años en sus aulas y el día <strong>de</strong> mañana trabajar en el oficio<br />

que elijas hasta la muerte. Ése es tu porvenir.<br />

—También puedo ingresar en la Escuela <strong>de</strong> Gramática <strong>de</strong>l Cabildo —<br />

objetó el muchacho—. Todo <strong>de</strong>pen<strong>de</strong> <strong>de</strong> mi expediente.<br />

—Cierto, Cipriano. Ya veo que te has informado bien. Y no olvi<strong>de</strong>s el<br />

Centro <strong>de</strong> Latinidad si <strong>de</strong>ci<strong>de</strong>s ser sacerdote. ¿Te gustaría ser<br />

sacerdote?<br />

<strong>El</strong> muchacho vareaba el aire con el palo <strong>de</strong> la antorcha y luego la<br />

utilizaba como bastón. Primero <strong>de</strong>negó con la cabeza y luego dijo<br />

rotundamente:<br />

—No.


—Y ¿doctorarte en Leyes?<br />

Tienes buena cabeza, dominas la sintaxis latina, escribes <strong>de</strong> corrido<br />

el romance... Podrías ser un buen letrado el día <strong>de</strong> mañana. Tu<br />

padre te <strong>de</strong>jará una fortuna importante y tuyo será también lo que<br />

hoy es mío. Pero al dinero hay que ennoblecerlo. <strong>El</strong> dinero en sí no<br />

tiene importancia y menos aún si no se <strong>de</strong>be a tu esfuerzo.<br />

Habían salido <strong>de</strong> la Puerta <strong>de</strong>l Campo y <strong>de</strong>scendían hacia el nuevo<br />

barrio <strong>de</strong> las Tenerías, al fondo <strong>de</strong>l cual estaba el colegio. Olía<br />

fuerte a cuero y tinturas y, entre la muralla y el barrio, se veía<br />

correr al Pisuerga en ejarbe. Cipriano levantó los ojos y contempló la<br />

piel rojiza, lampiña, <strong>de</strong> su tío Ignacio, su mirada insegura, pero fija<br />

en él.<br />

—No sé —dijo al fin—. Falta mucho tiempo. Tendré que pensarlo.<br />

—Eso está bien. No es bueno precipitarse pero <strong>de</strong>bes ir<br />

reflexionando. Dos años pasan enseguida, antes <strong>de</strong> que lo que tú<br />

piensas, y para entonces sería conveniente que hubieras tomado una<br />

<strong>de</strong>terminación.<br />

Doblaron la última esquina y don Ignacio se precipitó:<br />

—Una cosa voy a rogarte, Cipriano: que tu padre no se entere <strong>de</strong><br />

nuestro encuentro ni <strong>de</strong> nuestra conversación. Él no <strong>de</strong>be saber nada<br />

<strong>de</strong> esto. ¿Te escribe?<br />

—No —dijo Cipriano.<br />

Don Ignacio vaciló al <strong>de</strong>spedirse. No era ya un niño para besarle y<br />

a<strong>de</strong>más él era para el muchacho casi, casi un <strong>de</strong>sconocido.<br />

Le tomó por los hombros, se inclinó ligeramente, luego se en<strong>de</strong>rezó,<br />

le soltó y le tendió su mano anillada. Lo había pensado mejor:<br />

—Adiós, Cipriano —dijo—. Sigue estudiando. Aprovecha las<br />

enseñanzas <strong>de</strong> don Lucio, es un gran maestro. Nunca te arrepentirás<br />

<strong>de</strong> haberlo hecho.<br />

__________________________<br />

__________________________


VI<br />

Por segundo año consecutivo <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su ingreso en el colegio, llegado<br />

agosto, Cipriano participó en la Ceremonia <strong>de</strong> las Eras acompañado<br />

<strong>de</strong> dos condiscípulos y dos cofra<strong>de</strong>s <strong>de</strong> la Santísima Trinidad. La<br />

clase, dividida en grupos, visitaba las eras que ro<strong>de</strong>aban la villa y<br />

pedían a Dios |prieta espiga y grano abundante|. A los muchachos<br />

les divertía tomar contacto con los labriegos, trillar, azuzar a las<br />

mulas, montar en pollino y beber <strong>de</strong>l botijo. Rezado el Pater Noster y<br />

las letanías rituales, los campesinos les entregaban unos fardillos<br />

<strong>de</strong> trigo que ellos, al llegar al colegio, <strong>de</strong>positaban en el Arca <strong>de</strong> las<br />

Limosnas y, al día siguiente, en el mercado, lo convertían en dinero<br />

contante y sonante. Cipriano, en compañía <strong>de</strong> “Tito Alba” y <strong>de</strong> un<br />

nuevo compañero, a quien apodaban “Gallofa”, quedó a un celemín<br />

<strong>de</strong> distancia <strong>de</strong>l grupo más aprovechado y fue elogiado por “el<br />

Escriba” al iniciarse la clase.<br />

Para entonces, Cipriano había empezado ya con sus escrúpulos <strong>de</strong><br />

conciencia. Atendía con sus cinco sentidos a las clases <strong>de</strong> doctrina y<br />

religión, pero <strong>de</strong> su atención no <strong>de</strong>rivaba una tranquilidad<br />

espiritual. Es más, se le antojaba que su formación religiosa <strong>de</strong>jaba<br />

mucho que <strong>de</strong>sear. <strong>El</strong> padre Arnaldo les hablaba <strong>de</strong> la oración vocal<br />

y <strong>de</strong> la oración mental y se inclinaba por aquélla siempre que la<br />

concentración <strong>de</strong>l orante fuese completa. A Nuestro Señor no<br />

<strong>de</strong>bemos <strong>de</strong>jarlo solo, les <strong>de</strong>cía el padre Arnaldo.<br />

Podéis aprovechar el recreo para hacerle una visita. Cipriano<br />

comenzó a visitar la capilla durante el recreo. Se trataba <strong>de</strong> una<br />

vieja costumbre que algunos alumnos acataban. A él le gustaban el<br />

vacío y el silencio <strong>de</strong>l templo, don<strong>de</strong> apenas llegaba el alboroto <strong>de</strong><br />

sus compañeros en el patio. Reclinado <strong>de</strong> rodillas, en el banco <strong>de</strong><br />

ma<strong>de</strong>ra, Cipriano tenía a flor <strong>de</strong> labios dos peticiones obsesivas:<br />

Minervina y su futuro una vez pasada la etapa colegial. Mientras<br />

oraba, se mantenía sereno. Era al marchar y tomar agua bendita en<br />

la pequeña pila, a la puerta <strong>de</strong> la capilla, cuando surgían las dudas:<br />

al rezar y santiguarse ¿había pensado en el sacrificio <strong>de</strong> Nuestro<br />

Señor o en el juego <strong>de</strong> zancos que le aguardaba en el patio? La duda<br />

se hacía cada vez más honda y corrosiva. Y si la daba <strong>de</strong> lado para<br />

entregarse al juego, los escrúpulos ya no le abandonaban el resto <strong>de</strong><br />

la mañana.<br />

Entonces resolvía retornar a la capilla y signarse otra vez con agua<br />

bendita, muy <strong>de</strong>spacio y pensando en lo que hacía. Pero este gesto<br />

tampoco le apaciguaba. Al salir al patio regresaban las dudas sobre


su concentración y volvía <strong>de</strong> nuevo a la capilla a tomar agua y<br />

santiguarse con lentitud, <strong>de</strong>teniéndose fervorosamente en los cuatro<br />

movimientos esenciales. Mas, acor<strong>de</strong> siempre con las predicaciones<br />

<strong>de</strong>l padre Arnaldo, llegó a la conclusión <strong>de</strong> que sus peticiones eran<br />

inevitablemente egoístas: pedía por él, para solucionar su vida el día<br />

<strong>de</strong> mañana y pedía por Minervina, único ser al que amaba en este<br />

mundo. Entonces <strong>de</strong>cidió pedir también por “el Corcel”, para que no<br />

se hiciera pajas en el paseo, ni obligara a “el Niño” a ir a su cama<br />

cada vez que lo necesitaba. Y por “Tito Alba” por quien empezaba a<br />

sentir afecto. Paso a paso fue añadiendo peticiones (por “el Rústico”<br />

para que se le abrieran las vías <strong>de</strong>l entendimiento, por “el Escriba”<br />

para que supiera guiarlos con tino, o por <strong>El</strong>iseo, el ex alumno <strong>de</strong> la<br />

Tenería, para que su patrono cumpliese los términos <strong>de</strong>l contrato) <strong>de</strong><br />

forma que sus visitas a la capilla empezaron a durar tanto como los<br />

recreos. De esta manera Cipriano no encontraba tiempo para<br />

<strong>de</strong>sfogarse y el sábado, en las reconciliaciones con el padre Toval,<br />

que confesaba en dos reclinatorios encarados y cubría, con un<br />

inmaculado pañuelo blanco, los rostros <strong>de</strong> confesor y penitente,<br />

reconocía que sus peticiones a Nuestro Señor seguían siendo<br />

egoístas por la sencilla razón <strong>de</strong> que con ellas no buscaba la paz o<br />

la felicidad <strong>de</strong> sus compañeros sino su tranquilidad <strong>de</strong> conciencia.<br />

<strong>El</strong> padre Toval le animaba a perseverar, a pensar menos en sí mismo<br />

y en las causas que movían sus actos, y un buen día, para ayudarle,<br />

le hizo un rápido examen a través <strong>de</strong> los mandamientos. Mas cuando<br />

llegó al cuarto, honrar padre y madre, Cipriano le dijo al padre<br />

Toval que su madre había muerto al nacer él y que a su padre le<br />

odiaba con todas sus potencias y sentidos. Aquí sí encontró el<br />

confesor materia grave y, pese a que Cipriano le habló <strong>de</strong> sus<br />

terribles miradas y <strong>de</strong> sus vejaciones, no justificó su aversión hacia<br />

él. <strong>El</strong> padre nos ha engendrado y sólo por eso ya merece nuestro<br />

aprecio. ¿Cómo amar a Nuestro Señor en el cielo si no amábamos a<br />

nuestro padre en la tierra? Los vagos escrúpulos <strong>de</strong> Cipriano iban<br />

concretándose ahora: no era tanto por “el Corcel” por quien tenía<br />

que rezar como por su padre y por sus sentimientos hacia él. Dejó el<br />

confesionario con las orejas rojas y aturdido. En lo sucesivo mentaba<br />

a su padre en las visitas a la capilla durante los recreos, pero lo<br />

hacía maquinalmente, no porque le amase sino porque el padre<br />

Toval se lo había indicado así. Sus escrúpulos se endurecían: yo no<br />

puedo amar y odiar a una persona al mismo tiempo, se <strong>de</strong>cía. Y al<br />

pensar en su padre veía su mirada bellaca, heridora, y comprendía<br />

que su oración por él carecía <strong>de</strong> sentido. Dejó <strong>de</strong> ir a comulgar. Su<br />

amigo “Tito Alba” notó su cambio y, en un paseo por la ciudad, le<br />

preguntó por la razón. O... odiar es un pecado, ¿no es cierto, “Tito”?<br />

Cierto, dijo éste. Y odiar al padre todavía es un pecado más grave,<br />

¿verdad? “Tito Alba” se encogió <strong>de</strong> hombros: yo no sé lo que es un<br />

padre, dijo. ¿Y qué puedo hacer yo si el odio nace en mi corazón con


sólo pensar en él? Bueno, dijo “Tito”, reza para que eso no suceda.<br />

Pero si a pesar <strong>de</strong> todo suce<strong>de</strong> y yo no lo puedo remediar, ¿voy a<br />

consumirme en el infierno solamente por odiar a mi padre sin<br />

quererlo? “Tito Alba” titubeaba. Sus ojos <strong>de</strong>sorbitados, <strong>de</strong> párpados<br />

cortos, eran sin embargo cálidos y mansos. No se parecían a los <strong>de</strong><br />

don Bernardo. Dijo con poca voz: habla con el padre Toval. Cipriano<br />

se apresuró: lo hago todos los sábados. A “Tito Alba” le abrumaba el<br />

pesar <strong>de</strong> su amigo. Encontró un alivio al mirar a la pareja <strong>de</strong><br />

compañeros que los precedía: mira, dijo, ya está el guarro <strong>de</strong> “el<br />

Corcel” haciéndose una paja. Por él sí <strong>de</strong>bes rezar.<br />

Cipriano manoteaba excitado: pero tampoco pue<strong>de</strong>s echar sobre ti<br />

todos los pecados <strong>de</strong>l mundo, toda su porquería, ¿no es cierto?<br />

También el padre Toval advirtió su <strong>de</strong>sconcierto. Hablaron <strong>de</strong> los<br />

pecados que no producían placer sino dolor, como odiar o envidiar.<br />

<strong>El</strong> padre Toval llegó a <strong>de</strong>cirle que ofreciera a Dios el asco <strong>de</strong> su odio<br />

como una expiación, pero a Cipriano no le convencía. S...<br />

sería engañarme, padre, me engañaría a mí mismo y engañaría<br />

también a Dios. Ofrecerle mi odio sería envilecerme.<br />

<strong>El</strong> tercer año en el colegio resultó inquietante para Cipriano.<br />

Pese a la buena relación que mantenía con la mayor parte <strong>de</strong> los<br />

alumnos, <strong>de</strong> su aprovechamiento en las clases no se sentía<br />

satisfecho.<br />

Y no sólo eran sus escrúpulos <strong>de</strong> conciencia lo que le agobiaba.<br />

Empezó a atormentarle la injusticia humana, el hecho <strong>de</strong> que don<br />

Bernardo pudiera pagar la beca <strong>de</strong> tres compañeros que, por<br />

añadidura, <strong>de</strong>sconocían a su padre, para que él pudiera estudiar; el<br />

que “el Niño” tuviera que acudir a las llamadas <strong>de</strong> “el Corcel”<br />

aunque no le apeteciera y que aceptara ser humillado<br />

periódicamente porque carecía <strong>de</strong> po<strong>de</strong>r; el que su carne empezase a<br />

<strong>de</strong>spertar y notase una extraña fuerza que transformaba su cuerpo y<br />

cuyas exigencias se imponían a su voluntad. Entonces empezó a<br />

compren<strong>de</strong>r a “el Corcel”, aunque aborreciera la violencia que<br />

ejercía sobre “el Niño”, para complacerse a sí mismo. Estas<br />

noveda<strong>de</strong>s modificaban su carácter, sentía arrebatos <strong>de</strong> agresividad,<br />

vivía en permanente <strong>de</strong>scontento consigo mismo. A veces, él mismo<br />

se sorprendía al arrogarse un papel justiciero que nadie le atribuía,<br />

como la noche que <strong>de</strong>tuvo a “el Niño” en la penumbra <strong>de</strong>l dormitorio<br />

cuando sumisamente acudía a la llamada <strong>de</strong> “el Corcel”:


—”Corcel”, no le esperes. “<strong>El</strong> Niño” no va contigo esta noche —dijo.<br />

Pero, <strong>de</strong> pronto, en el extremo <strong>de</strong>l dormitorio, se produjo un gran<br />

revuelo. Al leve resplandor que subía <strong>de</strong>l río divisó a “el Corcel” en<br />

camisón, corriendo entre las dos filas <strong>de</strong> camas para meterse<br />

finalmente en la suya. Sintió su salvaje aliento, sus palabrotas, su<br />

dureza viril, sus brazos <strong>de</strong>smañados abrazándole, y entonces<br />

Cipriano, con gran serenidad, flexionó la pierna, le propinó un<br />

rodillazo en los testículos y le empujó con todas sus fuerzas hasta<br />

arrojarle fuera <strong>de</strong> la cama. Durante unos minutos se escucharon los<br />

quejidos <strong>de</strong> “el Corcel” en el suelo, como los <strong>de</strong> un perro apaleado.<br />

En el dormitorio había una tensión que se cortaba. Paulatinamente<br />

“el Corcel” se incorporó y le dijo a Cipriano en la penumbra con las<br />

manos en el vientre:<br />

—Mañana, en el recreo, te espero en el patio.<br />

En el patio, en la esquina que formaba con el gimnasio, a cubierto <strong>de</strong><br />

miradas indiscretas, se dirimían las peleas entre los escolares. <strong>El</strong><br />

pleno <strong>de</strong>l alumnado se reunía allí, ante un <strong>de</strong>safío, ro<strong>de</strong>ando a los<br />

contendientes. Por si los alicientes fueran pocos, era la primera vez<br />

que “el Corcel” peleaba en el colegio. Nadie había osado nunca<br />

enfrentarse a él. La actitud <strong>de</strong> los luchadores esta mañana era<br />

distinta. Mientras “el Corcel”, con sus brazos largos y <strong>de</strong>sgarbados,<br />

aspiraba a hacer presa en el cuello <strong>de</strong> “Mediarroba” y voltearle, éste<br />

le esperaba a distancia, sin <strong>de</strong>jarle aproximar. A Cipriano le daba<br />

ventaja su viveza. En lo que “el Corcel” levantaba un brazo, los<br />

puñitos pequeños y duros como piedras <strong>de</strong> Salcedo se disparaban<br />

tres veces sobre la nariz <strong>de</strong> su adversario. Los compañeros<br />

observaban la pelea en silencio. A veces, un comentario: ¿te fijas<br />

cómo pega “Mediarroba”? Y Claudio, “el Obeso”, trataba <strong>de</strong> explicar<br />

a todos, uno por uno, que “Mediarroba” cargaba con los muertos <strong>de</strong>l<br />

Hospital <strong>de</strong> la Misericordia sin ayuda <strong>de</strong> nadie y tenía unos<br />

músculos <strong>de</strong> acero. Cipriano lanzó su puño <strong>de</strong>recho una vez más<br />

sobre el rostro bobalicón <strong>de</strong> “el Corcel” y éste empezó a sangrar por<br />

la nariz.<br />

Claudio, “el Obeso”, volvió a repetir que “Mediarroba” tenía mucha<br />

fuerza, y éste daba vueltas en torno al grandullón y se agachaba,<br />

esquivándole, cada vez que trataba <strong>de</strong> asirle por el cuello. “<strong>El</strong><br />

Corcel” resistió un par <strong>de</strong> puñetazos más. Era como ver<br />

representada, al cabo <strong>de</strong>l tiempo, la <strong>de</strong>sigual lucha <strong>de</strong> David contra<br />

Goliat. Y David era aquel muchachito reducido, bajo para su edad,<br />

pero con una agilidad pasmosa y una dureza <strong>de</strong> mármol. <strong>El</strong> sayo <strong>de</strong><br />

“el Corcel” se llenaba <strong>de</strong> sangre y, entre dientes, provocaba a su<br />

rival llamándole enano y cacho cabrón, pero “Mediarroba” no caía


en la trampa, evitaba lanzarse sobre él a ciegas, y guardaba las<br />

distancias. Sus puñetazos eran como las picadas molestas <strong>de</strong> un<br />

insecto que iban minando la moral <strong>de</strong>l otro. Y cuando, al cabo <strong>de</strong><br />

cinco minutos, “el Corcel” se olvidó <strong>de</strong> su guardia y atacó<br />

abiertamente a su contrincante persuadido <strong>de</strong> que era un alfeñique,<br />

Cipriano le recibió con un puñetazo en el pómulo <strong>de</strong>recho que le hizo<br />

tambalear. Al golpe siguiente, “el Corcel” hincó una rodilla en tierra<br />

pero, como avergonzado <strong>de</strong> su <strong>de</strong>bilidad, se recuperó<br />

inmediatamente y echó su brazo <strong>de</strong>recho hacia <strong>de</strong>lante tratando <strong>de</strong><br />

hacer presa en su enemigo. Cipriano, sin embargo, se agachó, reculó<br />

a tiempo y, cuando “el Corcel” trastabillaba, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> su esfuerzo<br />

fallido, volvió a sacudirle dos golpes en la nariz y “el Corcel” se<br />

apartó ja<strong>de</strong>ando y tratando <strong>de</strong> restañar la sangre con sus manos.<br />

Nadie hablaba, pero como “el Corcel” no pareciera tener intenciones<br />

<strong>de</strong> reanudar la pelea, “Tito Alba” se acercó a él y le dijo:<br />

—”Corcel”, ve a cambiarte el sayo antes <strong>de</strong> que te vea “el Escriba”.<br />

Le acompañó al dormitorio, mientras Cipriano componía su figura.<br />

Vio alejarse a “el Corcel”, auxiliado por “Tito Alba”, y, entonces, sí,<br />

entonces los compañeros le ro<strong>de</strong>aron preguntándole por su fuerza, le<br />

tocaban la bola, y él se levantaba la pernera <strong>de</strong>l pantaloncillo <strong>de</strong><br />

lona, estiraba la pierna y les mostraba los músculos <strong>de</strong> los muslos<br />

tensos y alargados como cables.<br />

Al sábado siguiente, “Mediarroba” se acusó <strong>de</strong> su pecado:<br />

—He golpeado a un compañero hasta hacerle sangrar, padre —dijo.<br />

—¿Es posible, hijo? ¿No sabes que incluso el más <strong>de</strong>spreciable <strong>de</strong> los<br />

hombres es templo vivo <strong>de</strong>l Espíritu Santo?<br />

—Ofendía a los <strong>de</strong>más, padre; es un matón.<br />

—Y ¿quién es ese compañero tuyo? ¿Es <strong>de</strong>l colegio?<br />

—No puedo <strong>de</strong>cirle más.<br />

En la siguiente clase <strong>de</strong> doctrina, el padre Arnaldo se refirió a su<br />

labor <strong>de</strong> enseñante y a la obligación <strong>de</strong> los alumnos <strong>de</strong> apren<strong>de</strong>r sus<br />

enseñanzas para po<strong>de</strong>r auxiliar el día <strong>de</strong> mañana a algún semejante<br />

<strong>de</strong>scarriado. Eran, poco más o menos, las mismas palabras que<br />

había empleado Minervina cuando le enseñaba a rezar. Si tú te<br />

con<strong>de</strong>nas por no saber, tesoro, yo me con<strong>de</strong>naré por no haberte<br />

enseñado.


Eran, veinte años más tar<strong>de</strong>, las mismas palabras <strong>de</strong> don Nicasio<br />

Celemín en Santovenia. Y Cipriano, al oír la admonición <strong>de</strong>l padre<br />

Arnaldo, pensó en “el Corcel”, se olvidó <strong>de</strong>l odio hacia su padre y su<br />

mente la ocupó la soledad tremenda <strong>de</strong> su compañero. Nadie le<br />

quería. Se propuso buscar el momento apropiado, aproximarse<br />

cordialmente a él, ayudarle. Y un día, en el paseo <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>, rogó a<br />

“el Rústico” que se pusiera junto a “Tito Alba” y le <strong>de</strong>jara a “el<br />

Corcel” por compañero.<br />

—¿Qué quieres ahora? —le dijo éste al verle a su lado.<br />

—Hablar contigo, “Corcel”.<br />

Pedirte disculpas por lo <strong>de</strong>l otro día. No quise lastimarte.<br />

—Y ¿a ti qué te importo yo?<br />

¡Ya te pue<strong>de</strong>s largar!<br />

—Me importan todos los mortales, “Corcel”. Debemos ayudarnos los<br />

unos a los otros.<br />

Dos mujeres jóvenes, con sendos capachos, se cruzaron con las filas<br />

<strong>de</strong> estudiantes. “<strong>El</strong> Corcel” se fijó en ellas y giró el rostro<br />

<strong>de</strong>scaradamente para contemplarlas por <strong>de</strong>trás, sus traseros<br />

ondulantes.<br />

Después se volvió hacia Cipriano:<br />

—¿Sabes qué te digo, “Mediarroba”?<br />

—¿Qué? —dijo Cipriano, esperanzado.<br />

—Que te vayas a tomar por el culo; quiero hacerme una paja.<br />

Cipriano aminoró el paso, fue rezagándose pero aún dijo<br />

tímidamente:<br />

—Volveré a buscarte, “Corcel”. Si algún día me necesitas, llámame.<br />

A la semana siguiente la villa se llenó <strong>de</strong> curas, seculares, regulares,<br />

canónigos y obispos. <strong>El</strong> primer día llegaron cuarenta o cincuenta,<br />

ciento sesenta el segundo y, en esta proporción, llegaron a alcanzar<br />

el millar y medio. <strong>El</strong> primer encuentro <strong>de</strong> los expósitos con los<br />

clérigos durante un paseo fue sonado. Los colegiales conservaban la<br />

piadosa costumbre <strong>de</strong> besar las manos que consagraban en señal <strong>de</strong>


espeto, pero en esta ocasión fueron tantas las por besar y tantos los<br />

labios que aspiraban a hacerlo, que se produjo un atasco en la calle<br />

<strong>de</strong> Santiago que tardó largo rato en <strong>de</strong>spejarse. Una vez en el<br />

colegio, “el Escriba” elogió su actitud, pero les rogó encarecidamente<br />

que omitieran estas <strong>de</strong>mostraciones <strong>de</strong> respeto en tanto durase la<br />

Conferencia. Era la centésima vez que oían mentar la Conferencia.<br />

La Conferencia era la consigna. Ante los nutridos grupos <strong>de</strong> clérigos,<br />

que mariposeaban por todas partes, los transeúntes <strong>de</strong>cían: van a la<br />

Conferencia o vienen <strong>de</strong> la Conferencia. No salían <strong>de</strong> ahí. Y en<br />

verdad las reuniones eran tantas, tan numerosas las comisiones,<br />

que las bandadas <strong>de</strong> clérigos que discurrían por las calles a todas<br />

horas in<strong>de</strong>fectiblemente procedían <strong>de</strong> la Conferencia o iban a ella.<br />

Durante meses la Conferencia lo llenó todo. En los conventos <strong>de</strong><br />

frailes y los monasterios <strong>de</strong> la villa y su alfoz no cabía un cura más.<br />

Las controversias teológicas que se producían en San Pablo, San<br />

Benito o San Gregorio se prolongaban hasta altas horas <strong>de</strong> la noche,<br />

o, como <strong>de</strong>cía el pueblo, no tenían fin. Las discusiones <strong>de</strong> la Plaza<br />

<strong>de</strong>l Mercado entre rústicos y artesanos subían fácilmente <strong>de</strong> tono. Y<br />

en el centro <strong>de</strong> tanta polémica y discusión, <strong>de</strong> tanta palabrería y<br />

alboroto, estaba la controvertida figura <strong>de</strong> Erasmo <strong>de</strong> Rotterdam, un<br />

ángel para algunos, un <strong>de</strong>monio para los <strong>de</strong>más. La pluma <strong>de</strong><br />

Erasmo había dividido al mundo cristiano y, por tanto, con ocasión<br />

<strong>de</strong> la Conferencia, en la villa se formaron dos bandos: los erasmistas<br />

y los antierasmistas.<br />

Pero esta división no se <strong>de</strong>jaba sentir únicamente en los colegios y<br />

conventos, sino en todas las instituciones, industrias, negocios y<br />

familias <strong>de</strong> la ciudad don<strong>de</strong> se reunieran más <strong>de</strong> dos personas.<br />

Tampoco el Hospital <strong>de</strong> Niños Expósitos se libró <strong>de</strong> la escisión y no<br />

sólo entre los profesores sino también entre los alumnos. Aunque<br />

ponían exquisito cuidado en no mostrar sus predilecciones, era <strong>de</strong>l<br />

dominio público que el padre Arnaldo era antierasmista y el padre<br />

Toval erasmista. <strong>El</strong> primero <strong>de</strong>cía: Lutero se ha criado a los pechos<br />

<strong>de</strong> Erasmo. Sin él nunca se hubiera llegado a esta situación,<br />

mientras el padre Toval sostenía que Erasmo <strong>de</strong> Rotterdam era<br />

exactamente el reformador que la Iglesia precisaba. Pero nunca se<br />

produjo entre ellos la menor fricción.<br />

Atendían con el mismo celo <strong>de</strong> siempre sus respectivos <strong>de</strong>beres pero<br />

jamás se enfrentaban entre sí.<br />

Esta distinta apreciación <strong>de</strong> las i<strong>de</strong>as erasmistas, que era la que<br />

dividía a los adultos, acabó imponiéndose igualmente entre los<br />

alumnos que una semana antes ignoraban incluso la existencia <strong>de</strong><br />

Erasmo.


Pero durante el tiempo que duró la Conferencia, los padres Arnaldo y<br />

Toval parecían los encargados <strong>de</strong> llevar al colegio las últimas<br />

noticias sobre la misma, arrimando discretamente el ascua a su<br />

sardina.<br />

—Los antierasmistas han puesto espías en las librerías para acusar<br />

<strong>de</strong> herejes a los lectores.<br />

—Virués ha dicho en la Conferencia que el inquisidor Manrique y el<br />

Emperador son partidarios <strong>de</strong> Erasmo.<br />

La villa, cuna <strong>de</strong> la Conferencia, se dividía, discutía, se acaloraba y,<br />

en la Plaza <strong>de</strong>l Mercado, junto a los puestos <strong>de</strong> hortalizas, al lado <strong>de</strong><br />

la gran tertulia popular, se improvisaban otras <strong>de</strong> intelectuales<br />

gesticulantes y excitados. La Corte, provisionalmente instalada en la<br />

ciudad, hacía sentirse protegidos a los erasmistas.<br />

Las tar<strong>de</strong>s <strong>de</strong> paseo, los expósitos se cruzaban con grupos <strong>de</strong> curas,<br />

gran<strong>de</strong>s grupos que comentaban las inci<strong>de</strong>ncias <strong>de</strong> la Conferencia a<br />

voz en cuello, prolongaban la controversia <strong>de</strong> los templos a la calle.<br />

Una mañana el padre Arnaldo cometió la impru<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong> solicitar<br />

un padrenuestro a los colegiales por la conversión <strong>de</strong> Erasmo. Los<br />

erasmistas protestaron y el padre Arnaldo cambió el objetivo <strong>de</strong> la<br />

oración: |para que Nuestro Señor ilumine a cuantos participan en la<br />

Conferencia|, dijo.<br />

Cipriano, con una instintiva simpatía hacia Erasmo, intervino<br />

activamente en su <strong>de</strong>fensa. A la salida <strong>de</strong> la capilla, Claudio, “el<br />

Obeso”, le preguntó:<br />

—¿Quién es ese tal Erasmo?<br />

—Un teólogo, un escritor, que piensa que la Iglesia <strong>de</strong>be ser<br />

reformada.<br />

En el otro extremo <strong>de</strong>l patio, “el Rústico” vociferaba: |¡Erasmo a la<br />

hoguera!|. En general, las tesis antierasmistas se orientaban en el<br />

sentido <strong>de</strong> que Lutero no hubiera existido si no hubiera existido<br />

Erasmo.<br />

Mediada la Conferencia, los expósitos creyeron enten<strong>de</strong>r que en las<br />

controversias dominaban las tesis erasmistas y que sus adversarios,<br />

el maestro Margalho, fray Francisco <strong>de</strong>l Castillo, fray Antonio <strong>de</strong><br />

Guevara, se batían en retirada. Pero pocos días más tar<strong>de</strong> el padre<br />

Arnaldo anunciaba que se estaba discutiendo el divorcio, que


Erasmo <strong>de</strong>fendía, y que la Conferencia y el pueblo se habían<br />

colocado frente a él. Pero entonces saltó a la palestra el maestro<br />

Ciruela, que por su posición y su apellido se había hecho popular, y<br />

manifestó que admitía que Erasmo <strong>de</strong> Rotterdam tuviera algunos<br />

errores pero que sus libros, en conjunto, habían aportado mucha luz<br />

sobre los cuatro evangelios y las epístolas <strong>de</strong> los Apóstoles. Era un<br />

pulso tenso el que se libraba en la Conferencia y la villa parecía una<br />

enorme caja <strong>de</strong> resonancia. Pero los principales adversarios <strong>de</strong><br />

Erasmo eran las ór<strong>de</strong>nes religiosas que él había puesto en solfa en<br />

su libro “Enchiridion”. Su lectura levantaba ampollas entre los<br />

frailes y las protestas <strong>de</strong>s<strong>de</strong> los púlpitos menu<strong>de</strong>aban, con lo que la<br />

agitación era mayor cada día y la masa iletrada pedía que la obra<br />

<strong>de</strong> Erasmo fuera con<strong>de</strong>nada a la hoguera. La disputa creció hasta<br />

límites <strong>de</strong> violencia cuando el maestro Margalho <strong>de</strong>nunció una<br />

mañana que Virués estaba en contacto con Erasmo y le informaba<br />

por carta, cada día, <strong>de</strong> los avatares <strong>de</strong> la Conferencia. Virués<br />

<strong>de</strong>fendió su <strong>de</strong>recho a comunicarse con el holandés objeto <strong>de</strong> la<br />

controversia y con esta paladina <strong>de</strong>claración los ánimos se<br />

encresparon.<br />

Los dos bandos, entre los alumnos <strong>de</strong>l colegio, llegaron a las manos<br />

una mañana en el recreo, en que unos y otros daban vivas y mueras<br />

y exigían la hoguera para el titular <strong>de</strong> la posición contraria.<br />

La pelea fue muy violenta y <strong>de</strong> ella salieron tres alumnos<br />

<strong>de</strong>scalabrados camino <strong>de</strong> la enfermería. <strong>El</strong> padre Arnaldo y “el<br />

Escriba” les hablaron al día siguiente <strong>de</strong>l respeto y la comprensión<br />

hacia el prójimo y les regañaron. Daba la impresión, sin embargo,<br />

que la controversia se iba inclinando <strong>de</strong>l lado <strong>de</strong> Erasmo y en contra<br />

<strong>de</strong> Lutero y el resultado parecía satisfacer al Papa y al Emperador.<br />

Y cuando los erasmistas, y en especial Carranza <strong>de</strong> Miranda,<br />

refutaron brillantemente la proposición <strong>de</strong> los frailes sobre el libre<br />

albedrío y las indulgencias, apoyándose en la propia obra<br />

erasmiana, la Biblia y los textos <strong>de</strong> los Santos Padres, la discusión<br />

quedó <strong>de</strong>cidida.<br />

Por aquellos días Valladolid se sintió sobresaltada por una<br />

preocupación <strong>de</strong> otro signo: un criado <strong>de</strong>l mariscal <strong>de</strong> Frómista que<br />

venía <strong>de</strong> camino, herido <strong>de</strong> una seca <strong>de</strong> pestilencia, infeccionó por<br />

contagio a tres criadas <strong>de</strong>l mariscal, todas ellas mozas, y los cuatro<br />

fallecieron en pocos días. Paralelamente, la sanidad <strong>de</strong>claró un<br />

enfermo <strong>de</strong> pestilencia en Herrera <strong>de</strong> Duero y una mujer en Dueñas.<br />

En pocas horas, en las esquinas <strong>de</strong> las calles, florecieron hogueras<br />

don<strong>de</strong> se quemaban tomillo, romero y flor <strong>de</strong> cantueso con objeto <strong>de</strong><br />

<strong>de</strong>purar el ambiente aunque las gentes caminaban <strong>de</strong>s<strong>de</strong> días<br />

tapándose la boca con el pañuelo. <strong>El</strong> Concejo nombró una Junta <strong>de</strong>


Comisionados para que informaran <strong>de</strong> la salud <strong>de</strong> la villa y <strong>de</strong> los<br />

pueblos próximos y echó mano <strong>de</strong> los dineros <strong>de</strong> las sisas <strong>de</strong>l vino y<br />

<strong>de</strong>l pan para organizar la <strong>de</strong>fensa contra la enfermedad. Publicó<br />

<strong>de</strong>spués un bando que los pregoneros divulgaron exigiendo limpieza<br />

en las calles, prohibiendo comer melones, calabazas y pepinos,<br />

|fácilmente impregnados por exhalaciones malignas|, y<br />

organizando la atención médica, botica y alimentos para los pobres,<br />

puesto que el hambre facilitaba el contagio <strong>de</strong> la enfermedad. En<br />

cambio los ricos se apresuraban a recoger sus enseres y objetos<br />

preciados y, por las noches, abandonaban furtivamente la villa en<br />

sus carruajes para instalarse en el campo, en sus casas <strong>de</strong> placer,<br />

junto a los ríos, en espera <strong>de</strong> que la epi<strong>de</strong>mia cediera. La peste<br />

había llegado <strong>de</strong> nuevo. La ciudad se organizaba para un largo<br />

asedio y un breve <strong>de</strong>l papa Clemente VII ponía fin “sine die” a la<br />

famosa Conferencia tras varios meses <strong>de</strong> <strong>de</strong>bates. Al propio tiempo<br />

la Corte se trasladó a Palencia y la Chancillería a Olmedo. Sin<br />

embargo, los casos <strong>de</strong> pestilencia, en principio, eran pocos en la<br />

villa: seis muertos, y la Junta <strong>de</strong> Comisionados, para no sembrar la<br />

alarma, hizo saber que seis muertos <strong>de</strong> peste |era cosa <strong>de</strong> burla| y<br />

que la epi<strong>de</strong>mia <strong>de</strong>bía ser algo distinto puesto que |la peste mataba<br />

a muchos|. Otros recordaban la abundancia <strong>de</strong> casos <strong>de</strong> sarampión<br />

en la última quincena y <strong>de</strong> este hecho sacaban los ciudadanos sus<br />

conclusiones: no era peste sino sarampión lo que pa<strong>de</strong>cían, aunque<br />

el sarampión actuaba siempre como heraldo <strong>de</strong> la peste.<br />

Lo cierto era que el mal avanzaba y la enfermedad se extendía muy<br />

<strong>de</strong>prisa. Los médicos eran insuficientes para aten<strong>de</strong>r tantos<br />

apestados y los curas para facilitarles atención espiritual. Los<br />

muertos, amontonados en carretas, eran conducidos a los atrios <strong>de</strong><br />

los templos para ser enterrados. <strong>El</strong> Concejo abrió en la ribera<br />

<strong>de</strong>recha <strong>de</strong>l Pisuerga cuatro nuevos hospitales, dos <strong>de</strong> ellos, el <strong>de</strong><br />

San Lázaro y el <strong>de</strong> los Desamparados, para enfermos graves, y<br />

movilizó las fuerzas activas, entre ellas a los colegiales <strong>de</strong> los<br />

Expósitos.<br />

Eran casi niños, apenas adolescentes, pero su orfandad les ponía a<br />

cubierto <strong>de</strong> toda reclamación familiar. Fue en los días más duros <strong>de</strong><br />

la epi<strong>de</strong>mia cuando los colegiales cumplieron sus tareas más<br />

abnegadas, enterrando muertos, trasladando enfermos, vigilando el<br />

aislamiento <strong>de</strong> la villa, estableciendo controles en los puentes y<br />

clausurando edificios don<strong>de</strong> los apestados eran muchos. Los propios<br />

colegiales clavaban tablas para con<strong>de</strong>nar puertas <strong>de</strong> las casas<br />

infectadas y Cipriano se especializó en la <strong>de</strong>licada tarea <strong>de</strong> separar<br />

las tejas <strong>de</strong> los tejados, para dar <strong>de</strong> comer a los emparedados. Con<br />

el carro <strong>de</strong>l colegio, tirado por “Blas”, el borrico rezno, Cipriano se<br />

<strong>de</strong>splazaba <strong>de</strong> un lugar a otro, repartía bolsas <strong>de</strong> comida entre los


menesterosos o establecía controles en las barcazas <strong>de</strong> Herrera <strong>de</strong><br />

Duero por don<strong>de</strong> llegaban en buen número los inmigrantes <strong>de</strong>l sur.<br />

<strong>El</strong> muchacho les exigía informes sobre su proce<strong>de</strong>ncia o sobre el<br />

estado sanitario <strong>de</strong> los pueblos <strong>de</strong>l trayecto y los conducía, acto<br />

seguido, a un lazareto allen<strong>de</strong> el río.<br />

Unos meses <strong>de</strong>spués aparecieron los primeros fríos y la gente respiró<br />

aliviada. Existía el convencimiento <strong>de</strong> que la peste era consecuencia<br />

<strong>de</strong>l calor y, por contra, el frío y la lluvia atenuaban sus efectos. A<br />

los pocos días templó y la peste volvió a picar en los pueblos y<br />

ciuda<strong>de</strong>s castellanos. En esta segunda oleada se empezó a hablar <strong>de</strong><br />

la peste <strong>de</strong>l año seis, más grave que la <strong>de</strong>l dieciocho. <strong>El</strong> banquero<br />

Domenico Nelli tranquilizaba a sus colegas <strong>de</strong> Medina diciéndoles<br />

que los muertos <strong>de</strong> peste eran generalmente pobres y, por tanto,<br />

carecían <strong>de</strong> interés. Pero la gente insistía en que la peste producía<br />

landres, como la <strong>de</strong> principios <strong>de</strong> siglo. Es peor que la <strong>de</strong>l dieciocho,<br />

aseguraban. Entonces empezaron a organizarse rogativas a la<br />

iglesia <strong>de</strong> San Roque y a la <strong>de</strong> la Virgen <strong>de</strong> San Llorente pidiendo las<br />

lluvias <strong>de</strong> otoño. Pero el número <strong>de</strong> pobres aumentaba y el<br />

Ayuntamiento se vio obligado a tomar dos medidas radicales:<br />

primera, separar a los vagos <strong>de</strong> los pobres <strong>de</strong> solemnidad y expulsar<br />

a aquéllos. Y, segunda, exigir la salida <strong>de</strong> la villa <strong>de</strong> las prostitutas<br />

que no hubieran nacido en ella.<br />

Pero la expulsión <strong>de</strong> grupos sociales no arregló nada. Al contrario,<br />

los inmigrantes empezaban a superar a los emigrados y el Concejo se<br />

vio ante la necesidad <strong>de</strong> facilitarles alojamiento al otro lado <strong>de</strong>l río.<br />

Pero la avalancha <strong>de</strong> menesterosos crecía y con ellos la expansión<br />

<strong>de</strong> la peste, por lo que el corregidor convocó sin <strong>de</strong>mora a los pobres<br />

sanos al otro lado <strong>de</strong>l puente. Era su propósito que unos caballeros<br />

comisarios los expulsaran <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> proveerles <strong>de</strong> los víveres<br />

suficientes para el camino.<br />

Pero los pobres se negaron a acudir al puente. En la ciudad recibían<br />

botica gratis, media libra <strong>de</strong> carnero y media <strong>de</strong> pan por persona y<br />

día, y nadie les garantizaba que esa ayuda fuese a producirse en las<br />

poblaciones vecinas, ni conocían siquiera la situación sanitaria <strong>de</strong><br />

éstas. Entonces, lo que hacían era escon<strong>de</strong>rse en los rincones <strong>de</strong>l<br />

Paseo <strong>de</strong>l Prado y por la noche, con algunos inquilinos <strong>de</strong> los<br />

lazaretos, atravesaban el Pisuerga en barcas, a nado o por los viejos<br />

vados conocidos, orillando la muralla.<br />

Por su parte Cipriano y los expósitos se multiplicaban por ayudar a<br />

sus conciudadanos. A veces, a falta <strong>de</strong> tareas más urgentes,<br />

prendían hogueras <strong>de</strong> cantueso, romero y tomillo para contrarrestar


las emanaciones nocivas y continuaban abasteciendo a los<br />

emparedados por los agujeros <strong>de</strong> los tejados.<br />

En ocasiones moría algún enfermo en las casas clausuradas y era<br />

preciso <strong>de</strong>sclavar los ma<strong>de</strong>ros <strong>de</strong> las puertas para sacarlos a<br />

enterrar.<br />

Fue por aquellos días, en la última fase <strong>de</strong> la epi<strong>de</strong>mia, cuando su<br />

tío Ignacio Salcedo se presentó en el colegio. Venía a <strong>de</strong>spedirse,<br />

antes <strong>de</strong> <strong>de</strong>splazarse a Olmedo con la Chancillería. A media<br />

conversación le comunicó que don Bernardo, su padre, estaba<br />

gravemente enfermo. Hacía días que se había contagiado <strong>de</strong> la peste<br />

aunque él siempre pensó que este mal era enfermedad <strong>de</strong> pobres. Y<br />

él, que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> niño había aborrecido las enfermeda<strong>de</strong>s asquerosas, la<br />

pa<strong>de</strong>cía ahora en su forma más activa, el cuerpo cubierto <strong>de</strong> landres<br />

abiertas, purulentas, como en la peste <strong>de</strong>l año seis. No tenía más<br />

remedio que <strong>de</strong>jarle al cuidado <strong>de</strong> las criadas y <strong>de</strong>l doctor Benito<br />

Huidobro.<br />

No iba a pedirle que lo visitara, por su seguridad y para no humillar<br />

a su hermano, pero sí que figurase en el acompañamiento <strong>de</strong> los<br />

expósitos, si el óbito llegara a producirse. Vaciló, como en el<br />

encuentro anterior, a la hora <strong>de</strong> <strong>de</strong>spedirse y terminó estrechándole<br />

la mano, dándole golpecitos en el hombro, y diciéndole que más<br />

a<strong>de</strong>lante hablarían <strong>de</strong> su formación si el <strong>de</strong>ceso <strong>de</strong> su hermano tenía<br />

lugar.<br />

A Cipriano no le entristeció la noticia. No sentía una brizna <strong>de</strong> amor<br />

por su padre. Y, al propio tiempo, su ritmo <strong>de</strong> vida era tan exigente<br />

que apenas tuvo tiempo <strong>de</strong> pensarlo. La sequía continuaba —<br />

prácticamente llevaba un año sin llover— y últimamente estaban<br />

quemando las casas más afectadas <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> trasladar a los<br />

hospitales extramuros a los inquilinos enfermos. Nueve meses<br />

<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> entrar en acción, los expósitos tuvieron dos bajas: “Tito<br />

Alba” y “Gallofa”. <strong>El</strong> propio Cipriano los condujo, en el carrito <strong>de</strong>l<br />

colegio, al Hospital <strong>de</strong> la Misericordia. A Cipriano le caían las<br />

lágrimas mientras apaleaba al borrico que tiraba <strong>de</strong>l carro. “Tito<br />

Alba” falleció una semana <strong>de</strong>spués y, al comenzar el mes siguiente,<br />

“Gallofa”.<br />

Entre uno y otro entregó su alma don Bernardo Salcedo. Cipriano se<br />

vistió el sayo y el capotillo menos ajados y se concentró con sus<br />

compañeros en el portal <strong>de</strong> la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo 5.<br />

Él mismo ayudó a Juan Dueñas a meter el cadáver en el coche y a<br />

atarle y, luego, le acompañó en silencio, con la antorcha encendida,


escuchando las salmodias <strong>de</strong>l coro. Acto seguido, ya en la iglesia,<br />

asistió al funeral, y los sacristanes iniciaron el último responso:<br />

—”Libera me, Domine, <strong>de</strong> morte aeterna...” Entonces divisó a<br />

Minervina arrodillada en un banco y trató <strong>de</strong> acercarse a ella pero<br />

“el Escriba” les instaba a buscar la salida para situarse alre<strong>de</strong>dor<br />

<strong>de</strong> la fosa, don<strong>de</strong> <strong>de</strong>bían entonar la letanía <strong>de</strong> los Santos. Al<br />

concluir, Minervina ya se había marchado y “el Escriba” se acercó<br />

ceremoniosamente a él, estrechó su mano y le dijo:<br />

—En mi nombre y en el <strong>de</strong> sus compañeros le expreso nuestro más<br />

profundo sentimiento.<br />

La agitación y los quehaceres no permitieron a Cipriano reflexionar<br />

sobre su orfandad. De regreso al colegio, recibió la or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> acudir a<br />

Herrera <strong>de</strong> Duero a buscar a un grupo <strong>de</strong> refugiados.<br />

Hablaban <strong>de</strong> muertos en las huertas y las cunetas <strong>de</strong>l camino, <strong>de</strong> la<br />

falta <strong>de</strong> médicos en los pueblos, don<strong>de</strong> los enfermos eran atendidos<br />

por sanadores y barberos cuando no por los mismos convecinos. Era<br />

el pan <strong>de</strong> cada día.<br />

Habían sido tantos y tan largos los meses pasados <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que se<br />

inició la epi<strong>de</strong>mia que los vallisoletanos llegaron a pensar en la<br />

posibilidad <strong>de</strong> una peste permanente.<br />

No veían salida. Los meses transcurrían sin que los partes <strong>de</strong> los<br />

comisionados dieran una sola noticia alentadora mientras se<br />

repetían las cifras <strong>de</strong> las bajas con reiteración. Inesperadamente,<br />

iniciado el nuevo otoño, tras una pésima cosecha y un tiempo<br />

áspero, la Junta <strong>de</strong> Comisionados anunció que en el último mes<br />

únicamente habían muerto veinte personas <strong>de</strong> las dos mil<br />

hospitalizadas. En noviembre las bajas por la peste habían sido doce<br />

y cuatrocientas noventa y tres las altas dadas en los hospitales.<br />

Era como escapar <strong>de</strong> una nube tenebrosa, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> un año y medio<br />

sin ver el sol. La gente volvía a salir a la calle a respirar los aromas<br />

<strong>de</strong>l tomillo y el cantueso para ventilar sus pulmones, se acercaba al<br />

Espolón Nuevo, tornaba a conversar y a reír. ¡<strong>El</strong> milagro se había<br />

producido! Y cuando en enero las altas en los hospitales se elevaron<br />

a ochocientas cuarenta y tres y las muertes por peste se redujeron a<br />

dos, la villa estalló <strong>de</strong> júbilo, se organizaron procesiones <strong>de</strong> acción<br />

<strong>de</strong> gracias a la ermita <strong>de</strong> San Roque y el Concejo anunció para la<br />

primavera juegos <strong>de</strong> cañas y corridas <strong>de</strong> toros.<br />

La peste había terminado.


Un día <strong>de</strong> fiesta, llegada la primavera, apareció el tío Ignacio en el<br />

colegio. Su tez, <strong>de</strong>bido a la vida en el pueblo, era aún más rojiza que<br />

<strong>de</strong> ordinario. Las primeras palabras <strong>de</strong> su tío fueron para felicitarle<br />

por su comportamiento durante la peste. Entre las medallas que<br />

programaba el Ayuntamiento había una para los colegiales <strong>de</strong>l<br />

Hospital <strong>de</strong> Niños Expósitos.<br />

Fue la única alusión al pasado.<br />

Acto seguido, el tío le habló <strong>de</strong> su porvenir. Cipriano aceptó la i<strong>de</strong>a<br />

<strong>de</strong> doctorarse en Leyes y también la <strong>de</strong> vivir en casa <strong>de</strong> sus tíos<br />

hasta alcanzar la mayoría <strong>de</strong> edad y entrar en posesión <strong>de</strong> sus<br />

bienes. No aceptó, en cambio, la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> su tío Ignacio <strong>de</strong> prohijarle.<br />

<strong>El</strong> <strong>de</strong>sapego <strong>de</strong> Cipriano hacia el género humano, su triste<br />

experiencia filial, le llevó a inclinarse por la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> la tutela y a<br />

aceptar a su tío como tutor. Seguidamente, el tío Ignacio le dijo que<br />

tan pronto la Chancillería retornase a la villa, le recogería en el<br />

colegio puesto que, dado su alto cargo en él, había resuelto <strong>de</strong><br />

antemano el enojoso asunto <strong>de</strong>l papeleo.<br />

La casa <strong>de</strong> su tío, la tía Gabriela, las criadas, la vida en familia,<br />

supuso para Cipriano una innovación poco confortadora.<br />

Echaba <strong>de</strong> menos a los condiscípulos, los paseos, las clases<br />

colectivas, los juegos, las charlas, las costumbres adquiridas. <strong>El</strong><br />

anuncio <strong>de</strong> un preceptor, don Gabriel <strong>de</strong> Salas, no mejoró la<br />

situación. <strong>El</strong> recuerdo <strong>de</strong>l anterior en casa <strong>de</strong> su padre, |el temor al<br />

tabique|, se reprodujo en él <strong>de</strong> manera automática. Doña Gabriela se<br />

<strong>de</strong>svivía por aten<strong>de</strong>rle, por hacerle la vida más agradable. Con un<br />

instinto femenino muy aguzado, un día le preguntó si no echaba en<br />

falta a Minervina.<br />

Cipriano asintió. La ausencia <strong>de</strong> Minervina, la única persona a la<br />

que había querido, en la que siempre se había refugiado, le hacía<br />

especialmente vacía la vuelta al hogar. Por otro lado el<br />

<strong>de</strong>scubrimiento <strong>de</strong> la casa <strong>de</strong> su tío alentaba a Cipriano. No era,<br />

como cabía pensar, la casa pretenciosa <strong>de</strong> un gran burgués sino el<br />

refugio atractivo y sereno <strong>de</strong> un intelectual.<br />

Cipriano pasaba horas en la biblioteca don<strong>de</strong> se alineaban más <strong>de</strong><br />

quinientos volúmenes, algunos <strong>de</strong> ellos editados en Valladolid,<br />

traducciones en romance <strong>de</strong> Juvenal, Salustio y la “Iliada”. Los<br />

poetas latinos estaban casi todos y, paso a paso, Cipriano fue<br />

<strong>de</strong>scubriendo el placer <strong>de</strong> la lectura, el acto íntimo y silencioso <strong>de</strong><br />

<strong>de</strong>sflorar un libro. Por otro lado, en la casa había buena pintura,


copias <strong>de</strong> cierta solvencia <strong>de</strong> obras acreditadas, y algunos esbozos<br />

<strong>de</strong> escultura. La reciente instalación en la ciudad <strong>de</strong> Alonso <strong>de</strong><br />

Berruguete dio ocasión a don Ignacio <strong>de</strong> encargarle un panel <strong>de</strong><br />

ma<strong>de</strong>ra en relieve, lo que el artista llamaba “una tabla <strong>de</strong> bulto”,<br />

representando a su mujer, doña Gabriela. Era una pieza <strong>de</strong> noble<br />

calidad más por la factura que por el parecido. La tabla se hallaba<br />

en la pequeña habitación que daba acceso a la biblioteca y don<br />

Ignacio, hombre muy religioso y respetuoso con el arte, se <strong>de</strong>scubría<br />

al pasar ante ella como si fuera el Sagrario. Esta nueva asignatura<br />

<strong>de</strong>l arte y el buen gusto estimulaba a Cipriano. Había encajado con<br />

don Gabriel <strong>de</strong> Salas y sus progresos en latín, gramática y leyes,<br />

eran notables.<br />

Una mañana al salir <strong>de</strong> clase, se encontró en el salón con Minervina.<br />

Conservaba la elasticidad <strong>de</strong> cuatro años antes, la misma viva<br />

cintura, el mismo cuello largo y <strong>de</strong>lgado y la misma boca, <strong>de</strong> labios<br />

gruesos. Doña Gabriela la escoltaba sonriente y Cipriano no supo<br />

qué hacer, ni qué <strong>de</strong>cir. Fue Minervina la que tomó la palabra para<br />

<strong>de</strong>cirle que había crecido, que se estaba haciendo un hombre y que<br />

este hecho le apenaba.<br />

Pasaban los días y entre Minervina y Cipriano no se reanudaba la<br />

vieja y confiada relación. Se alzaba entre ellos como una<br />

paralizadora barrera <strong>de</strong> pudor. Hasta que una tar<strong>de</strong> <strong>de</strong> jueves, en<br />

que sus tíos salían y vacaban las compañeras <strong>de</strong> Minervina, Cipriano<br />

al verla sentada, erguida, en el sofá <strong>de</strong>l gran salón, los pequeños<br />

pechitos apenas insinuados en la saya <strong>de</strong> cuello cuadrado,<br />

experimentó la misma atracción imperiosa e ingenua que sentía <strong>de</strong><br />

niño, se fue hacia ella y la abrazó y la besó, diciéndola |h... hola,<br />

Mina| y |te quiero mucho, ¿sabes?|. Minervina <strong>de</strong>sfallecía al notar<br />

los pechos en los cuencos <strong>de</strong> sus manos, el recorrido apasionado <strong>de</strong><br />

sus labios ardientes por su escote:<br />

—¡Oh, tesoro, no seas loco!<br />

—Te quiero, te quiero; eres la única persona a la que he querido en<br />

mi vida.<br />

Minervina sonreía aturdida, se entregaba.<br />

—Me picas con tus barbas; ya eres un hombre, Cipriano.<br />

Retozaban como cuando Cipriano era niño, se abrazaban y se<br />

besaban, pero el muchacho advertía que un nuevo elemento había<br />

entrado en su relación y, cuando rodaron por la gruesa alfombra y


le arrancó los botones <strong>de</strong> la saya, Minervina trató aún <strong>de</strong> resistirse.<br />

Pero todo fue en vano.<br />

Al día siguiente, Cipriano buscó al padre Toval:<br />

—H... he yacido con mi nodriza, padre, con la mujer que me<br />

amamantó.<br />

<strong>El</strong> padre Toval le reprendió:<br />

—Eso es casi como yacer con tu propia madre, Cipriano. No te dio la<br />

vida pero te dio parte <strong>de</strong> la suya cuando no podías valerte.<br />

Cipriano vagaba ahora por la casa como sonámbulo. Apenas osaba<br />

mirar a la cara a Minervina en presencia <strong>de</strong> sus tíos. En su cabeza<br />

daba vueltas a su confesión. No había sido <strong>de</strong>l todo sincero con el<br />

padre Toval. Por otra parte le <strong>de</strong>sagradaba darle cuenta <strong>de</strong> unos<br />

sentimientos tan íntimos. ¿Cómo podría llegar a enten<strong>de</strong>r el padre<br />

Toval su relación con la muchacha?<br />

Y si no la entendía, ¿cómo podía juzgarla?<br />

<strong>El</strong> jueves siguiente, al verse solos, Minervina y él se refugiaron el uno<br />

en el otro como la cosa más natural <strong>de</strong>l mundo. Sin confesárselo<br />

habían estado esperando impacientes este momento. E<br />

instintivamente ella volvía a darse a él, le nutría, y él se aferraba a<br />

ella como a una tabla <strong>de</strong> salvación.<br />

Yacían <strong>de</strong>snudos en la estrecha cama <strong>de</strong> ella y las tímidas reservas<br />

<strong>de</strong> Minervina revalorizaban la consumación <strong>de</strong>l acto. La tomó hasta<br />

tres veces y, al concluir, experimentó como un hastío <strong>de</strong> sí mismo,<br />

pensando que estaba prostituyendo a la muchacha. Le constaba su<br />

amor, la pureza <strong>de</strong> su inclinación hacia ella, pero, <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> todo,<br />

no <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> ver la sórdida aventura <strong>de</strong>l joven amo que se aprovecha<br />

<strong>de</strong> la criada. Buscó en San Gregorio otro confesor <strong>de</strong>sconocido:<br />

—M... me acuso, padre, <strong>de</strong> poseer a mi nodriza, pero no puedo<br />

arrepentirme <strong>de</strong> ello. Mi amor es más fuerte que mi voluntad.<br />

—¿La quieres o la <strong>de</strong>seas?<br />

—Si la <strong>de</strong>seo, padre, es porque la quiero. Nunca quise a nadie en la<br />

vida como a ella.<br />

—Pero eres aún un chiquillo.


No vas a casarte, claro.<br />

—Tengo catorce años, padre.<br />

Mi tutor no lo compren<strong>de</strong>ría.<br />

<strong>El</strong> cura vaciló. Dijo finalmente:<br />

—Pero si no hay arrepentimiento, hijo, yo no puedo absolverte.<br />

—Lo comprendo, padre. Más a<strong>de</strong>lante volveré a verle.<br />

Los jueves se convirtieron en la cita obligada <strong>de</strong> los amantes.<br />

Era un encuentro inevitable y, con el sexo añadido, la viva<br />

reproducción <strong>de</strong> las expansiones <strong>de</strong> antaño entre el niño y su<br />

nodriza. Y, en las pausas, conversaban. Él le hablaba <strong>de</strong> sus años <strong>de</strong><br />

colegio, <strong>de</strong> la <strong>de</strong>sviación <strong>de</strong> “el Corcel”, <strong>de</strong> la pérdida <strong>de</strong> su<br />

inocencia. Y ella <strong>de</strong> su primer amor hacia un muchacho <strong>de</strong>l pueblo,<br />

la caída, el embarazo, el alumbramiento. Y, al hablar <strong>de</strong> esto,<br />

lloraba y le <strong>de</strong>cía, tú eres como el hijo que perdí, tesoro mío.<br />

Pero, enseguida, volvían impacientes a ellos mismos, a <strong>de</strong>scubrirse<br />

mutuamente, a amarse. Las relaciones <strong>de</strong> los jueves, ahora en la<br />

habitación <strong>de</strong> Cipriano, eran cada vez más <strong>de</strong>moradas y completas,<br />

y se prolongaron durante cerca <strong>de</strong> cuatro meses. Fue con motivo <strong>de</strong>l<br />

regreso inesperado a casa <strong>de</strong> doña Gabriela y don Ignacio, una<br />

noche <strong>de</strong> invierno, cuando todo se vino abajo.<br />

Doña Gabriela los <strong>de</strong>scubrió <strong>de</strong>snudos en la cama, apareados, y no<br />

fue capaz <strong>de</strong> enten<strong>de</strong>r nada:<br />

—Ha abusado usted <strong>de</strong>l niño y <strong>de</strong> mi confianza, Miner; ha<br />

<strong>de</strong>shonrado esta casa y nos ha <strong>de</strong>shonrado a todos. ¡Váyase y no<br />

vuelva más!<br />

Minervina tomó la galera <strong>de</strong> Jesús Revilla a Santovenia a la mañana<br />

siguiente en la Plaza <strong>de</strong>l Mercado, con los dos fardillos con que se<br />

había presentado cinco meses atrás.<br />

__________________________<br />

__________________________<br />

Libro II


La herejía<br />

VII<br />

Cumplida la mayoría <strong>de</strong> edad, Cipriano Salcedo se doctoró en Leyes,<br />

entró en posesión <strong>de</strong>l almacén <strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría y <strong>de</strong> las tierras <strong>de</strong><br />

Pedrosa y se trasladó a vivir a la vieja casa paterna en la Corre<strong>de</strong>ra<br />

<strong>de</strong> San Pablo, cerrada <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la muerte <strong>de</strong> don Bernardo. Unos años<br />

<strong>de</strong>spués, conseguidos estos objetivos, se impuso otros tres muy<br />

<strong>de</strong>finidos y ambiciosos: encontrar a Minervina, alcanzar un prestigio<br />

social y elevar su posición económica hasta ponerse a nivel <strong>de</strong> los<br />

gran<strong>de</strong>s comerciantes <strong>de</strong>l país. <strong>El</strong> primer objetivo, encontrar a<br />

Minervina, que él consi<strong>de</strong>raba el más sencillo, fracasó. En<br />

Santovenia apenas encontró a alguien que recordara a la muchacha.<br />

Los padres habían muerto y ella —<strong>de</strong>cían— había marchado <strong>de</strong>l<br />

lugar. |Casada|, dijo uno, pero un segundo rectificó: la Miner no se<br />

casó nunca; marchó con su hermana a Mojados don<strong>de</strong> vivía una vieja<br />

tía suya. Cipriano se <strong>de</strong>splazó a Mojados en su nuevo caballo<br />

“Relámpago”. Nadie sabía nada allí <strong>de</strong> la chica; ni siquiera habían<br />

oído nunca un nombre tan raro. Él insistía: Minervina, Minervina<br />

Capa. Pero nadie le daba razón. En todo el término no se conocía<br />

una muchacha con ese nombre. Cipriano Salcedo, que no<br />

comprendía la vida sin la muchacha, la buscó por los pueblos <strong>de</strong> los<br />

alre<strong>de</strong>dores. Inútil. Desconocedor <strong>de</strong>l para<strong>de</strong>ro <strong>de</strong> Blasa y Mo<strong>de</strong>sta,<br />

<strong>de</strong>spués <strong>de</strong>l fallecimiento <strong>de</strong> su padre, reinició la búsqueda<br />

empezando <strong>de</strong> nuevo por el principio:<br />

Santovenia. Conectó con Olvido Lanuza, “la Alumbrada”, que había<br />

perdido un poco la cabeza y le dijo que Minervina había entrado al<br />

servicio <strong>de</strong> don Bernardo Salcedo en la villa. Nadie facilitaba otras<br />

pistas sobre la chica, salvo una achacosa centenaria, Leonor<br />

Vaquero, quien le informó que se había casado con un<br />

manufacturero <strong>de</strong> Segovia. “Relámpago” llevó a Cipriano hasta<br />

Segovia en dos etapas. Pero ¿por dón<strong>de</strong> empezar la búsqueda?<br />

Preguntó, una por una, en todas las industrias <strong>de</strong> tejidos <strong>de</strong> la<br />

ciudad, pero allí le pedían el nombre <strong>de</strong>l marido ya que el <strong>de</strong> la<br />

mujer no constaba en las nóminas. Salcedo regresó a Valladolid<br />

<strong>de</strong>solado. Se iban <strong>de</strong>svaneciendo las últimas esperanzas. Encontrar<br />

a Minervina, que siempre se le antojó una empresa fácil, le parecía<br />

ahora una utopía irrealizable.


Decidió frenar, entregarse a la rutina diaria, y ponerse en<br />

movimiento únicamente cuando encontrase una información fiable<br />

con alguna garantía <strong>de</strong> éxito.<br />

Dionisio Manrique, que durante diez años había llevado el almacén<br />

<strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría bajo la supervisión <strong>de</strong> don Ignacio, recibió con alivio la<br />

reincorporación <strong>de</strong> Cipriano al trabajo. Aquel edificio, <strong>de</strong>snudo y<br />

vacío la mayor parte <strong>de</strong>l año, sin otra presencia que la <strong>de</strong>l mudo<br />

Fe<strong>de</strong>rico, se le hacía odioso e insoportable. De ahí que Manrique<br />

recibiera como un don <strong>de</strong>l cielo la llegada <strong>de</strong> don Cipriano, cuya<br />

primera acción en la Ju<strong>de</strong>ría fue revisar la correspon<strong>de</strong>ncia con los<br />

Maluenda, en principio la <strong>de</strong> don Néstor, el famoso comerciante, y la<br />

<strong>de</strong> Gonzalo, su hijo, <strong>de</strong>spués.<br />

Cipriano pensó que tal vez su primer paso en el comercio <strong>de</strong>bería ser<br />

ponerse en contacto con Burgos, conocer al nuevo mandatario y<br />

tratar <strong>de</strong> mejorar las condiciones <strong>de</strong> su contrato con él, habida<br />

cuenta que le proporcionaba setecientos mil vellones <strong>de</strong> la vieja<br />

Castilla cada año. Le agradaba cabalgar y cualquier excusa le<br />

parecía razonable para montar a “Relámpago”, por lo que a<br />

comienzos <strong>de</strong> octubre franqueó el Puente Mayor, atravesó Cohorcos y<br />

Dueñas en la mañana, y dos días más tar<strong>de</strong> encontraba a Gonzalo<br />

Maluenda en sus instalaciones <strong>de</strong> Las Huelgas.<br />

Gonzalo Maluenda le recibió alegremente. Hablaba sin parar, con<br />

pretensiones <strong>de</strong> hombre ingenioso, le propinaba golpecitos en el<br />

hombro y, con frecuencia, hacía referencia a su padre don Néstor:<br />

—Él le regaló a su padre la primera silla <strong>de</strong> parir que entró en<br />

España. La madre <strong>de</strong> vuesa merced fue la primera en utilizarla.<br />

—A... así fue —admitió Cipriano—. Las cosas no iban bien y el doctor<br />

Almenara, la eminencia <strong>de</strong> la época, hubo <strong>de</strong> echar mano <strong>de</strong> ella.<br />

Gonzalo Maluenda rompió a reír y le golpeó el hombro<br />

repetidamente.<br />

—De modo que es usted el primer español hijo <strong>de</strong> la silla.<br />

A Cipriano no le agradaba el joven Maluenda. Le mortificaban sus<br />

reticencias, las salidas <strong>de</strong> tono que él juzgaba divertidas, sus<br />

golpecitos en el hombro:<br />

—En rigor yo soy hijo <strong>de</strong> mi madre —puntualizó—. La silla flamenca<br />

no hizo otra cosa que ayudarla a traerme al mundo.


Al ver el poco éxito <strong>de</strong> su ocurrencia, Gonzalo Maluenda olvidó sus<br />

frivolida<strong>de</strong>s. Hombre inseguro, sin personalidad <strong>de</strong>finida, Cipriano<br />

no lo consi<strong>de</strong>ró la persona a<strong>de</strong>cuada para dirigir el comercio <strong>de</strong> la<br />

lana con Flan<strong>de</strong>s. Se le antojaba el típico miembro <strong>de</strong> esas terceras<br />

generaciones <strong>de</strong> negociantes que, en poco tiempo, terminan<br />

<strong>de</strong>shaciendo la fortuna que sus abuelos amasaron con tanto<br />

esfuerzo. No le sorprendió que Gonzalo Maluenda volviera a reír a<br />

<strong>de</strong>stiempo cuando le informó <strong>de</strong>l apresamiento <strong>de</strong> dos barcos <strong>de</strong> la<br />

flotilla por los corsarios, como si fuese una anécdota divertida.<br />

—Se salieron <strong>de</strong> la formación —dijo—. No navegaban en conserva.<br />

—P... pero estarían asegurados.<br />

—Lo estaban, pero al salirse <strong>de</strong> la conserva el reasegurador se ha<br />

llamado a andana. Es natural.<br />

Cada uno <strong>de</strong>fien<strong>de</strong> lo suyo.<br />

Cipriano Salcedo inició el regreso a Valladolid muy <strong>de</strong>caído.<br />

<strong>El</strong> nuevo patrón burgalés no estaba a la altura <strong>de</strong> las<br />

circunstancias.<br />

Le había parecido un chiquilicuatro y el apresamiento <strong>de</strong> dos veleros<br />

una advertencia a tener en cuenta en lo sucesivo. Salcedo era<br />

consciente <strong>de</strong> que los errores <strong>de</strong> Gonzalo Maluenda le arrastrarían a<br />

él inevitablemente. Enlazó esta reflexión con la <strong>de</strong>terminación <strong>de</strong><br />

visitar Segovia, la ciudad pañera <strong>de</strong> Castilla la Vieja. Cuando la<br />

conoció meses atrás, le había sorprendido por su actividad y, a<br />

pesar <strong>de</strong> que Minervina ocupaba entonces todos sus pensamientos,<br />

no le pasó inadvertido que Segovia era una pequeña ciudad textil<br />

que se <strong>de</strong>sarrollaba a costa <strong>de</strong> sus propios recursos. Sabía<br />

transformar sus materias primas <strong>de</strong> manera que el dinero siempre<br />

quedara en casa.<br />

¿Por qué Valladolid no intentaba una empresa semejante? ¿Por qué<br />

la villa no transformaba los setecientos mil vellones que anualmente<br />

exportaba a Flan<strong>de</strong>s como hacían los industriales segovianos? ¿No<br />

podría ser él, Cipriano Salcedo, el llamado a conseguirlo? <strong>El</strong> viento<br />

en el rostro, acentuado por el trote largo <strong>de</strong> “Relámpago”,<br />

estimulaba su imaginación. Corte <strong>de</strong> España, resignada a su<br />

condición <strong>de</strong> villa <strong>de</strong> servicios, pensó, Valladolid era una ciudad<br />

dormida, don<strong>de</strong> la suprema aspiración <strong>de</strong>l pobre era comer la sopa<br />

boba y la <strong>de</strong>l rico vivir <strong>de</strong> las rentas. Allí nadie se movía.


De sus reflexiones dio cuenta a Dionisio Manrique a su llegada.<br />

Gonzalo Maluenda no le había gustado. Era un chisgarabís que<br />

consi<strong>de</strong>raba divertido el apresamiento <strong>de</strong> dos navíos por los piratas.<br />

Había que andarse con tiento. Un patinazo <strong>de</strong> Maluenda afectaría<br />

seriamente al comercio castellano <strong>de</strong> la lana. ¿Por qué no intentar<br />

en Valladolid lo que Segovia ya estaba haciendo? Los ojos <strong>de</strong><br />

Dionisio Manrique se redon<strong>de</strong>aron <strong>de</strong> codicia. Estaba <strong>de</strong> acuerdo.<br />

La era <strong>de</strong> los Maluenda era evi<strong>de</strong>nte que había pasado. Don Gonzalo<br />

era perezoso y jugador, malos vicios para un comerciante. Había que<br />

pensar en una nueva orientación <strong>de</strong>l comercio <strong>de</strong> los vellones:<br />

reforzar las flotillas o, quizá, ensayar su transporte por tierras <strong>de</strong><br />

Navarra. A Cipriano Salcedo le estimuló verse secundado por<br />

Manrique. Acordaron pensar en ello y, entretanto, Cipriano <strong>de</strong>cidió<br />

visitar Pedrosa: aspiraba a lustrar su apellido. <strong>El</strong> título <strong>de</strong> doctor en<br />

Leyes poco significaba si no le acompañaba un privilegio <strong>de</strong><br />

hidalguía. Acce<strong>de</strong>r a la aristocracia por la base sería una astuta<br />

jugada para adornar su carrera y reforzar su prestigio personal.<br />

Cipriano conocía ya a Martín Martín, hijo <strong>de</strong> Benjamín Martín, el<br />

nuevo rentero, a Teresa, su mujer, y a sus ocho hijos, pequeños y<br />

ligeros como ratas. Su tío Ignacio le había acompañado en un viaje<br />

anterior. La casa, <strong>de</strong>snuda y pobre, sin pavimento, le había llamado<br />

la atención. Y, por contraste, el dosel <strong>de</strong> guardamecíes que adornaba<br />

el amplio lecho matrimonial.<br />

—Es la única herencia que recibí <strong>de</strong> mi pobre padre que gloria haya<br />

—dijo Martín Martín, a modo <strong>de</strong> explicación.<br />

Don Ignacio y Cipriano habían ido a Pedrosa por el consabido<br />

camino <strong>de</strong> Arroyo, Simancas y Tor<strong>de</strong>sillas, el <strong>de</strong>l difunto don<br />

Bernardo, y fue en ese viaje cuando Cipriano Salcedo, amante <strong>de</strong> las<br />

aventuras, concibió la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> <strong>de</strong>splazarse fal<strong>de</strong>ando las colinas,<br />

atravesando las tierras <strong>de</strong> Geria, Ciguñuela, Simancas, Villavieja y<br />

Villalar. No existía camino <strong>de</strong>finido allí pero “Relámpago” lo trazaba<br />

ahora, en su segundo viaje, con su largo galope, hollando las<br />

aulagas <strong>de</strong> los bajos. Cipriano manejaba el caballo con maestría, lo<br />

dominaba, en cada cabalgada le hacía apren<strong>de</strong>r una nueva<br />

habilidad.<br />

Corría el mes <strong>de</strong> junio y las parejas <strong>de</strong> perdices volaban con sus<br />

polladas, <strong>de</strong> las viñas a las cuestas, con un aleteo metálico que<br />

estremecía al caballo.


Hacía meses que Cipriano venía gestionando un privilegio <strong>de</strong><br />

hidalguía. Martín Martín, a quien había cedido una tercera parte <strong>de</strong><br />

los frutos <strong>de</strong> la tierra, era un adicto incondicional. Y a los más viejos<br />

<strong>de</strong>l lugar les había oído hablar bien <strong>de</strong> don Bernardo, el último<br />

<strong>de</strong>fensor <strong>de</strong>l buey para las faenas agrícolas, y <strong>de</strong> don Aquilino<br />

Salcedo, el abuelo, que pasó en Pedrosa los últimos años <strong>de</strong>l siglo.<br />

Ninguno <strong>de</strong> ellos tenía buen ni mal concepto <strong>de</strong> los patronos pero sí<br />

una vaga i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> que en la vida era preferible arrimarse a un rico<br />

que a un pobre. Por otra parte, don Domingo, el viejo párroco,<br />

conservaba en el archivo <strong>de</strong> la iglesia papeles <strong>de</strong> los Salcedo don<strong>de</strong><br />

constaban las limosnas y donativos hechos al pueblo en ocasiones<br />

difíciles como la peste <strong>de</strong>l año seis o los nublados <strong>de</strong>l año noventa<br />

que no permitieron trillar y el cereal se nació en las eras. Por si<br />

fuera insuficiente, Cipriano Salcedo estaba en condiciones <strong>de</strong><br />

acreditar la pureza <strong>de</strong> sangre hasta la séptima generación.<br />

A poco <strong>de</strong> llegar, Salcedo cambió impresiones con Martín Martín<br />

sobre el particular. Treinta y siete vecinos, <strong>de</strong> treinta y nueve,<br />

estaban dispuestos a votar que su familia venía siendo consi<strong>de</strong>rada<br />

hidalga en Pedrosa <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hacía dos siglos. Don Domingo, el viejo<br />

párroco, por su parte, adjuntaría al expediente copias <strong>de</strong> los<br />

documentos <strong>de</strong>l archivo parroquial, en los que constaba el generoso<br />

patrocinio <strong>de</strong>l pueblo por parte <strong>de</strong> los Salcedo. Cipriano no ignoraba<br />

que su título <strong>de</strong> doctor, unido al <strong>de</strong> hidalgo, doctor—hidalgo, no sólo<br />

le redimía <strong>de</strong> contribuciones e impuestos sino que le hacía apto para<br />

formar parte <strong>de</strong> la administración y le insertaba en el escalafón <strong>de</strong><br />

la baja aristocracia. Sabía, asimismo, que un terrateniente accedía<br />

más fácilmente a la nobleza que un hombre <strong>de</strong> negocios y que<br />

carecía <strong>de</strong> sentido la máxima <strong>de</strong> |el noble nace, no se hace|, como<br />

se proponía <strong>de</strong>mostrar. Martín Martín le prometió que tan pronto<br />

contara con las acreditaciones <strong>de</strong> los vecinos y las copias<br />

documentales <strong>de</strong> don Domingo se las haría llegar por un correo.<br />

Para añadir méritos al mérito, y aprovechando las nuevas<br />

or<strong>de</strong>nanzas sobre roturos <strong>de</strong> baldíos, Cipriano tomó nota <strong>de</strong> los<br />

límites <strong>de</strong> los pagos <strong>de</strong>l arroyo <strong>de</strong> Villavendimio con objeto <strong>de</strong><br />

solicitar licencia <strong>de</strong> cultivo y autorización para agregarlos a sus<br />

tierras.<br />

Dos semanas más tar<strong>de</strong> llegó a Valladolid un correo con los papeles<br />

<strong>de</strong> Pedrosa y Cipriano se los hizo llegar a su tío, el oidor, quien, a su<br />

vez, los presentó, con una instancia respetuosa, a la Sala <strong>de</strong><br />

Hidalguía <strong>de</strong> la Chancillería. Pocos meses <strong>de</strong>spués don Cipriano<br />

había obtenido el título <strong>de</strong> doctor—hidalgo y había sido redimido <strong>de</strong><br />

contribuciones. Un correo urgente a Pedrosa comunicó a don<br />

Domingo y a Martín Martín la buena nueva, al tiempo que encarecía


al rentero que para el 3 <strong>de</strong> julio tuvieran sacrificados una docena <strong>de</strong><br />

cor<strong>de</strong>ritos y dispuestos dos toneles <strong>de</strong> vino <strong>de</strong> Rueda para celebrar el<br />

nombramiento, fiesta <strong>de</strong> la que únicamente quedarían excluidos<br />

Victorino Cleofás y <strong>El</strong>euterio Llorente, los dos labriegos que, lejos <strong>de</strong><br />

consi<strong>de</strong>rar a los Salcedo unos seres magnánimos y <strong>de</strong>sinteresados,<br />

los juzgaban unos explotadores. La merienda se celebró en el corral<br />

<strong>de</strong> la casa al anochecer y, según cuentan las viejas crónicas, ni la<br />

villa <strong>de</strong> Toro, <strong>de</strong> la que Pedrosa <strong>de</strong>pendía, conoció en sus mejores<br />

años un fasto semejante, tan alegre y <strong>de</strong>squiciado, en el que<br />

participaron hasta los perros y animales <strong>de</strong> labor. La burra <strong>de</strong><br />

Tomás Galván, “la Torera”, bebió una herrada <strong>de</strong> vino <strong>de</strong> Rueda y<br />

pasó la noche rebuznando y coceando por las calles <strong>de</strong>l pueblo,<br />

hasta que <strong>de</strong> madrugada se murió.<br />

Asentada su vida adulta, alcanzado el título <strong>de</strong> hidalgo y or<strong>de</strong>nadas<br />

las cosas en Pedrosa, Cipriano Salcedo puso sus cinco sentidos en el<br />

comercio con Burgos. Y, aunque don Gonzalo Maluenda no le<br />

gustaba, o precisamente por eso, <strong>de</strong>cidió acompañar personalmente<br />

a la expedición <strong>de</strong> otoño, como había hecho su padre, don Bernardo,<br />

unos meses <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> nacer él.<br />

Durante varios días, las cinco gran<strong>de</strong>s plataformas <strong>de</strong> ruedas <strong>de</strong><br />

hierro fueron cargadas en el almacén, en tanto las cuarenta mulas<br />

<strong>de</strong> tiro <strong>de</strong> Argimiro Rodicio eran preparadas para el evento. Docenas<br />

<strong>de</strong> temporeros se afanaban en el patio y, llegado el día <strong>de</strong> la<br />

partida, Cipriano Salcedo se puso al frente <strong>de</strong> la expedición, por el<br />

polvoriento camino <strong>de</strong> Santan<strong>de</strong>r.<br />

En esos momentos, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> haber tomado las precauciones<br />

pertinentes, Salcedo se sentía importante y feliz. Advertido <strong>de</strong> que el<br />

bandolero Diego Bernal mero<strong>de</strong>aba por la zona, iba armado, como lo<br />

iban los carreteros, mientras piquetes <strong>de</strong> la Santa Hermandad,<br />

advertidos por correo urgente, vigilaban el itinerario.<br />

<strong>El</strong> camino, con relejes y profundos baches, no facilitaba el viaje, pero<br />

aquella caravana <strong>de</strong> cinco gran<strong>de</strong>s carros, arrastrados por ocho<br />

mulas cada uno, era un espectáculo <strong>de</strong>l que gozaban, apostados en<br />

las cunetas, los arrieros y peatones con los que se cruzaban en la<br />

carrera. Cipriano precedía a la larga caravana sin <strong>de</strong>jar <strong>de</strong> otear el<br />

horizonte, temeroso <strong>de</strong> que aparecieran por los cerros los<br />

facinerosos <strong>de</strong> Diego Bernal, único salteador conocido en ambas<br />

Castillas. Las carretas formaban una austera procesión, sujeta a<br />

distintos cambios <strong>de</strong> marcha y a un plan preconcebido: recorrer seis<br />

leguas diarias <strong>de</strong> camino, <strong>de</strong> manera que el viaje, con los altos<br />

consabidos en las Casas <strong>de</strong> Postas <strong>de</strong> Dueñas y Quintana <strong>de</strong>l Puente


y las ventas <strong>de</strong>l Moral y Villamanco, <strong>de</strong>morase alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> cuatro<br />

días.<br />

Una vez en Burgos, procedía la <strong>de</strong>scarga, más enredosa aún que la<br />

carga, aunque Maluenda, oportunamente avisado, echaba mano <strong>de</strong><br />

temporeros experimentados que abreviaban la operación.<br />

Exoneradas <strong>de</strong> su peso, las carretas realizaron el viaje <strong>de</strong> regreso en<br />

tres días y medio y, tan pronto llegaron a la Ju<strong>de</strong>ría, don Cipriano<br />

Salcedo recogió las armas, las <strong>de</strong>volvió a la Santa Hermandad y,<br />

consciente <strong>de</strong>l <strong>de</strong>ber cumplido, retornó a la rutina diaria.<br />

Aquel gran almacén <strong>de</strong> la vieja Ju<strong>de</strong>ría, que la víspera se presentaba<br />

atestado <strong>de</strong> vellones y ahora se ofrecía pavorosamente vacío, se iría<br />

llenando poco a poco a lo largo <strong>de</strong> los meses veni<strong>de</strong>ros y, llegado el<br />

mes <strong>de</strong> julio, se organizaría una nueva caravana con idéntico<br />

<strong>de</strong>stino. Cipriano Salcedo, <strong>de</strong> ordinario precavido y pusilánime, se<br />

crecía ante estas gran<strong>de</strong>s operaciones. Almacenar setecientos mil<br />

vellones y transportarlos a Burgos en dos expediciones anuales se le<br />

antojaba una proeza propia <strong>de</strong> gran<strong>de</strong>s hombres, <strong>de</strong> forma que<br />

cuando, sentado a la mesa, Crisanta la doncella le servía su primer<br />

almuerzo <strong>de</strong>spués <strong>de</strong>l viaje, no hizo por ocultar sus manitas peludas<br />

que ahora veía fuertes y masculinas muy a<strong>de</strong>cuadas para afrontar<br />

tamañas empresas. Y en esos momentos se veía más próximo <strong>de</strong> don<br />

Néstor Maluenda, el gran merca<strong>de</strong>r, que con sólo su talento y su<br />

coraje había hecho <strong>de</strong> Burgos un gran emporio comercial en plena<br />

juventud.<br />

Su tío y tutor, don Ignacio, con quien solía reunirse un día entre<br />

semana, y en especial doña Gabriela, su esposa, veían con buenos<br />

ojos la idolatría <strong>de</strong> su pupilo hacia don Néstor. Para doña Gabriela<br />

nada más admirable que un merca<strong>de</strong>r po<strong>de</strong>roso, siquiera su esposo<br />

puntualizara que doña Gabriela admiraba a los gran<strong>de</strong>s<br />

comerciantes antes por sus ingresos que por su relieve social. Pero<br />

su culto hacia el abuelo Maluenda, al que no llegó a conocer, no<br />

atenuaba sino que acrecía su <strong>de</strong>sprecio hacia su hijo Gonzalo.<br />

Secundar a este chiquilicuatro, pretendidamente ingenioso, no<br />

satisfacía sus anhelos <strong>de</strong> ascenso profesional. Por otra parte, recibir<br />

una mercancía con la mano izquierda y entregarla a un tercero con<br />

la <strong>de</strong>recha mediante un estipendio, llegó a parecerle una actividad<br />

innoble. Cipriano, antes que al comerciante enriquecido por su tesón<br />

y su esfuerzo, admiraba al que merced a su ingenio introducía una<br />

innovación en el producto, <strong>de</strong> tal manera que, sin saber por qué ni<br />

por qué no, venía <strong>de</strong> pronto a modificar la voluntad <strong>de</strong> compra <strong>de</strong> los<br />

clientes. Esta voluntad innovadora le condujo, paso a paso, a un<br />

mejor conocimiento <strong>de</strong> sí mismo, a intuir su iniciativa creadora y las<br />

razones <strong>de</strong> su personal insatisfacción. Y su afán por <strong>de</strong>scubrir


nuevos caminos aumentó unos meses <strong>de</strong>spués, cuando otros dos<br />

barcos <strong>de</strong> la flotilla <strong>de</strong> Flan<strong>de</strong>s fueron <strong>de</strong>smantelados por los<br />

corsarios y un tercero hubo <strong>de</strong> refugiarse en el puerto <strong>de</strong> Pasajes con<br />

avería gruesa. De acuerdo con estas noticias, los riesgos <strong>de</strong> la<br />

flotilla aumentaban cada año y los fletes y los seguros encarecían.<br />

La alarma <strong>de</strong> los laneros se iba extendiendo, en tanto tomaba cuerpo<br />

la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> Salcedo <strong>de</strong> asumir un nuevo rumbo. <strong>El</strong> negocio <strong>de</strong> los<br />

fletes no servía ya, por sí solo, para dar salida a las lanas<br />

castellanas por un precio remunerador.<br />

Fue en esta fase cuando, <strong>de</strong> la manera misteriosa con que se gestan<br />

estas cosas, a Cipriano Salcedo le asaltó un día la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong><br />

ennoblecer una prenda tan popular y mo<strong>de</strong>sta como el zamarro. Un<br />

chaquetón apto para pastorear o atravesar el Páramo en invierno<br />

podía ser transformado, mediante tres leves retoques, en una prenda<br />

<strong>de</strong> vestir para sectores sociales más altos. <strong>El</strong> éxito, como siempre<br />

suce<strong>de</strong> en el mundo <strong>de</strong> la moda, <strong>de</strong>pendía <strong>de</strong> la inspiración, <strong>de</strong>l<br />

toque <strong>de</strong> gracia, en este caso romper la lisura <strong>de</strong> la espalda y las<br />

bocamangas <strong>de</strong>l zamarro con unos audaces canesúes. Mediante unos<br />

canesúes estéticamente dispuestos, una prenda <strong>de</strong> abrigo propia <strong>de</strong><br />

campesinos adquiría una in<strong>de</strong>finible gracia urbana que la hacía<br />

a<strong>de</strong>cuada para damas y caballeros.<br />

<strong>El</strong> sastre Fermín Gutiérrez fue el primero en aprobar la iniciativa <strong>de</strong><br />

Salcedo. Y tanta maña se dio Cipriano para exaltar las virtu<strong>de</strong>s <strong>de</strong><br />

la nueva prenda que Gutiérrez quedó entusiasmado con el proyecto.<br />

De inmediato fue contratado para trabajar a domicilio por un tanto<br />

alzado susceptible <strong>de</strong> ser modificado: setenta y dos reales al mes.<br />

Por su parte, Salcedo se comprometía a suministrarle a tiempo todos<br />

los vellones necesarios. “La revolución <strong>de</strong> los canesúes”, como<br />

Cipriano Salcedo la llamaba, <strong>de</strong>spertó el primer año en la villa una<br />

cierta curiosidad.<br />

Pero fue el segundo cuando se <strong>de</strong>sató un entusiasmo inesperado que<br />

obligó a Salcedo a enviar a las ferias <strong>de</strong> Segovia y Medina <strong>de</strong>l Campo<br />

dos expediciones <strong>de</strong> zamarros en su nueva interpretación. <strong>El</strong><br />

chaquetón había conquistado el mercado y la <strong>de</strong>manda fue <strong>de</strong> tal<br />

monta que indujo a Salcedo a instalar en los bajos <strong>de</strong> su casa, en la<br />

Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo, un establecimiento cuyo nombre evocaba la<br />

novedad y a su autor en un rótulo ambiguo: “<strong>El</strong> zamarro <strong>de</strong><br />

Cipriano”.<br />

<strong>El</strong> primer paso hacia la fama estaba dado. Sin embargo, su inventor<br />

observó que, aunque bien acogido el zamarro por la clase media, no<br />

penetraba en los más altos sectores sociales. Entonces i<strong>de</strong>ó dos


complementos para su invento: sustituir el forro <strong>de</strong> borrego por<br />

pieles finas <strong>de</strong> alimañas y volver los puños. Tales añadidos,<br />

triplicando el precio <strong>de</strong> la prenda, constituirían para la nobleza<br />

alicientes <strong>de</strong> seguro efecto. No se trataba <strong>de</strong> adquirir pieles exóticas,<br />

sino <strong>de</strong> aprovechar pieles <strong>de</strong> animales serranos, generalmente<br />

<strong>de</strong>sconocidos para la alta sociedad, como marta, garduño, nutria,<br />

gato cerval y jineta. Y acertó. Lo que no había conseguido el canesú<br />

lo pudo el nuevo forro con los puños vueltos.<br />

Atrajo especialmente a la nobleza la variedad <strong>de</strong> pieles: había don<strong>de</strong><br />

elegir. A partir <strong>de</strong> esta última innovación, “el zamarro <strong>de</strong> Cipriano”<br />

entró en todos los hogares, se impuso en la Corte vallisoletana y se<br />

fue extendiendo por todas las capitales <strong>de</strong>l reino.<br />

Una vez convencido <strong>de</strong> que estaba en el buen camino, Cipriano<br />

Salcedo se hizo con los servicios <strong>de</strong> un avisado hombre <strong>de</strong> campo,<br />

don Tiburcio Guillén, quien organizó una red <strong>de</strong> acopladores<br />

pellejeros, que a su vez crearon otras <strong>de</strong> tramperos y un equipo <strong>de</strong><br />

curtidores expertos que trataban las pieles con aceite <strong>de</strong> abedul. De<br />

este modo, el sastre don Fermín y su taller provisional tenían<br />

asegurado el abastecimiento todo el año. Al mismo tiempo, don<br />

Fermín Gutiérrez fue autorizado para contratar personal, cortadores<br />

y costureras, |principalmente —como exigió don Cipriano— entre las<br />

jóvenes viudas <strong>de</strong> la villa que en general pasaban más necesidad que<br />

otras mujeres|.<br />

En la reorganización <strong>de</strong>l negocio, <strong>de</strong>cidió pagar a Gutiérrez por<br />

prenda terminada en lugar <strong>de</strong> a tanto alzado, lo que, <strong>de</strong> paso, le iba<br />

familiarizando con el mundo <strong>de</strong> los números: la confección <strong>de</strong> un<br />

zamarro se elevaba a tres reales, a medio su transporte, tratar con<br />

aceite <strong>de</strong> abedul una docena <strong>de</strong> pieles, ciento veinte maravedíes, y<br />

así sucesivamente. Partiendo <strong>de</strong> esta base, pudo <strong>de</strong>terminar con<br />

precisión los márgenes comerciales que iban engrosando su fortuna<br />

día a día. Meses más tar<strong>de</strong>, bajo la dirección <strong>de</strong> Dionisio Manrique,<br />

<strong>de</strong>slumbrado por el éxito <strong>de</strong>l patrón, impuso un plazo último a los<br />

curtidores: las pieles <strong>de</strong>berían estar listas el primero <strong>de</strong> mayo, <strong>de</strong><br />

manera que el negocio pudiera funcionar en todas las estaciones a<br />

un ritmo regular. Las pieles que don Tiburcio Guillén entregaba a<br />

don Dionisio Manrique y éste a don Fermín Gutiérrez, el sastre, lo<br />

eran en fechas <strong>de</strong>terminadas, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> pelechar los animales, y,<br />

por tanto, previsibles con antelación. Se aumentó asimismo el<br />

número <strong>de</strong> pellejeros y, ante la avalancha <strong>de</strong> pieles, Salcedo <strong>de</strong>cidió<br />

no limitar éstas a forrar zamarros, sino exten<strong>de</strong>rlo a las ropas <strong>de</strong><br />

invierno <strong>de</strong> hombres y mujeres. “Ropillas aforradas en piel clara y<br />

oscura”, fue el subtítulo que se añadió a la cartela <strong>de</strong> la tienda <strong>de</strong> la<br />

Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo. Pero los tramperos que, por vez primera,


veían valoradas sus presas, abrumaban con sus entregas a los<br />

arrieros, con lo que Salcedo hubo <strong>de</strong> tomar una <strong>de</strong> las <strong>de</strong>cisiones<br />

más importantes <strong>de</strong> su vida: abrirse al extranjero, en principio con<br />

los acreditados merca<strong>de</strong>res <strong>de</strong> Anvers, con el mundialmente famoso<br />

Bonterfoesen, que dieron a los zamarros y a las “ropillas aforradas”<br />

proyección universal. <strong>El</strong> conocido comerciante David <strong>de</strong> Nique hizo<br />

un comentario que colmó la vanidad <strong>de</strong> Salcedo: |nunca un simple<br />

canesú armó una revolución semejante en la moda. Eso es el<br />

ingenio|. A estas alturas, el zamarro <strong>de</strong> borrego iba perdiendo<br />

prestigio, a pesar <strong>de</strong>l canesú, y las gentes urbanas, especialmente<br />

los ricos <strong>de</strong> España y <strong>de</strong>l extranjero, preferían los forros <strong>de</strong><br />

alimañas españolas, no sólo más bellos sino <strong>de</strong> menos bulto y más<br />

abrigados.<br />

Pero, en conjunto, la <strong>de</strong>manda no cedía y el padre <strong>de</strong>l invento, tras<br />

largas cavilaciones, <strong>de</strong>cidió convertir en taller <strong>de</strong> confección la<br />

mitad <strong>de</strong>l almacén <strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría. La nave quedó dividida en dos<br />

partes y, mientras una seguía cumpliendo las funciones para las que<br />

había sido creada, la otra se transformó en un gran taller en el que<br />

reinaba Fermín Gutiérrez.<br />

Sin advertirlo, Salcedo empezaba a caminar por la senda <strong>de</strong> un<br />

incipiente capitalismo. <strong>El</strong> gran taller no paraba ni en invierno ni en<br />

verano y, para contrarrestar los gran<strong>de</strong>s fríos <strong>de</strong> la meseta, cubrió<br />

la nave con cielo raso e instaló braseros <strong>de</strong> picón <strong>de</strong> encina <strong>de</strong> gran<br />

tamaño entre las mesas <strong>de</strong> los trabajadores disminuidos por los<br />

sabañones.<br />

Lógicamente, la relación con don Gonzalo Maluenda y con Burgos se<br />

iba <strong>de</strong>bilitando. Las dos expediciones anuales se convirtieron en una<br />

y los diez carromatos en cuatro. Maluenda admiraba en secreto la<br />

iniciativa <strong>de</strong> Salcedo pero se sentía mortificado por sus éxitos.<br />

Anteponer una prenda tan basta como el zamarro al comercio con<br />

Centroeuropa hablaba por sí solo <strong>de</strong>l mal gusto y la baja extracción<br />

social <strong>de</strong> Cipriano Salcedo, por mucho que adornase con el doctor—<br />

hidalgo sus tarjetas <strong>de</strong> visita, <strong>de</strong>cía. En el fondo, Maluenda<br />

envidiaba a Salcedo que había sabido prever la <strong>de</strong>ca<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong>l<br />

comercio <strong>de</strong> la lana y encontrar una salida airosa para la<br />

mercancía.<br />

Pero llegó un día, pasados los años, en que la naturaleza impuso su<br />

ley. Las alimañas no soportaban la presión cinegética y las presas<br />

empezaron a disminuir. Mas Salcedo, que era ya un merca<strong>de</strong>r<br />

avezado y rico, constató este hecho al tiempo que las ventas <strong>de</strong>l<br />

nuevo zamarro y las “ropillas aforradas” empezaban a <strong>de</strong>caer. Es<br />

<strong>de</strong>cir, cuando la <strong>de</strong>manda disminuyó, él ya había rebajado la oferta


<strong>de</strong> manera que no tuvo que pasar por el amargo trance <strong>de</strong> los<br />

exce<strong>de</strong>ntes. Cinco años <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> nacer, la venta <strong>de</strong>l zamarro <strong>de</strong>l<br />

canesú se estabilizó <strong>de</strong> modo que bastaba un turno en el taller <strong>de</strong> la<br />

Ju<strong>de</strong>ría para mantener abastecido el mercado. Pero para entonces la<br />

fortuna <strong>de</strong> Cipriano Salcedo se calculaba en quince mil ducados,<br />

una <strong>de</strong> las más fuertes y saneadas <strong>de</strong> Valladolid.<br />

Fue en el tercer año <strong>de</strong> iniciado el negocio cuando Cipriano Salcedo,<br />

<strong>de</strong>sbordado por el feliz resultado <strong>de</strong> la empresa, envió un correo a<br />

Estacio <strong>de</strong>l Valle, a Villanubla, pidiéndole más vellones. Estacio le<br />

contestó con un correo urgente, diciéndole que, salvo un nuevo<br />

gana<strong>de</strong>ro <strong>de</strong> Peñaflor, don Segundo Centeno, con más <strong>de</strong> diez mil<br />

ovejas, y algunos pequeños pastores en otras localida<strong>de</strong>s, la lana <strong>de</strong>l<br />

Páramo seguía bajo su control. Al llegar el buen tiempo, Salcedo<br />

subió a Villanubla por el viejo camino, tan familiar a “Relámpago”.<br />

Encontró a Estacio viejo y trasojado, pero lúcido y artero. Don<br />

Segundo Centeno, un perulero recién llegado <strong>de</strong> Indias, con dinero,<br />

se había establecido en el monte <strong>de</strong> La Manga hacía dos años.<br />

Oriundo <strong>de</strong> Sevilla, los gana<strong>de</strong>ros <strong>de</strong>l Guadalquivir le recomendaron<br />

para instalarse la zona <strong>de</strong>l Páramo, en Valladolid. Era un individuo<br />

primitivo y tosco que salía al monte con el ganado y vestía como un<br />

gañán. Sin embargo era un hombre <strong>de</strong> posibles aunque nadie sabía<br />

hasta dón<strong>de</strong> alcanzaba su fortuna. Tenía contratada la lana <strong>de</strong> sus<br />

ovejas con los tejedores moriscos <strong>de</strong> Segovia mediante un<br />

procedimiento complicado en el que los propios tejedores facilitaban<br />

las reatas para el transporte <strong>de</strong> los vellones.<br />

Era hombre guardoso y poco sociable y apenas se relacionaba con la<br />

gente <strong>de</strong>l Páramo, gana<strong>de</strong>ros o labrantines. Tenía una hija maciza y<br />

blanca <strong>de</strong> tez llamada Teodomira, que, por su maña en el esquileo,<br />

era conocida con el sobrenombre <strong>de</strong> “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”. La<br />

muchacha no salía <strong>de</strong> La Manga: alta, sólida y sumamente<br />

laboriosa, vestía inevitablemente una saya <strong>de</strong> paño burdo y un<br />

extraño tocadillo que le agrandaba la cabeza. Se movía, entre el<br />

barrizal y la basura <strong>de</strong>l patio y las teleras, con galochas para<br />

proteger sus pies.<br />

Los vecinos <strong>de</strong> Peñaflor y Wamba aseguraban que la Teodomira, pese<br />

a ser consi<strong>de</strong>rada por su padre “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”, era, en rigor,<br />

para don Segundo, un burro <strong>de</strong> carga, ya que las dos criadas <strong>de</strong><br />

servicio, a la hora <strong>de</strong> esquilar al ganado, escurrían el bulto. Llegado<br />

este momento era cuando Teodomira encerraba las ovejas en el<br />

aprisco y, sentada a la puerta en un tajuelo, iba esquilándolas una<br />

tras otra y encerrándolas <strong>de</strong>snudas en la telera aneja. “La Reina <strong>de</strong>l<br />

Páramo” jamás <strong>de</strong>sgarró un vellón.


Los sacaba intactos, <strong>de</strong> una pieza y calientes. Nadie <strong>de</strong>safió nunca a<br />

Teodomira pero era fama en la comarca que pelar a un centenar <strong>de</strong><br />

cor<strong>de</strong>ros no le llevaba un día. Don Segundo, que la ayudaba <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la<br />

tar<strong>de</strong> a la medianoche, gozaba también <strong>de</strong> una buena disposición<br />

para el oficio, <strong>de</strong> forma que en siete semanas tenían dispuesta la<br />

carga para que los moriscos <strong>de</strong> Segovia subieran a recogerla. Según<br />

Estacio <strong>de</strong>l Valle, podía intentar hacerse con la lana <strong>de</strong> “el<br />

Perulero”, por más que la educación <strong>de</strong> don Segundo para el trato<br />

<strong>de</strong>jara mucho que <strong>de</strong>sear. En estos asuntos, “el Perulero” era un<br />

patán <strong>de</strong> la cabeza a los pies al que únicamente se le podía<br />

localizar, salvo los jueves, en el campo con las ovejas, ya que en casa<br />

no paraba.<br />

Estacio le dio la dirección <strong>de</strong>l monte. Don Cipriano <strong>de</strong>bería coger la<br />

carrera <strong>de</strong> Peñaflor y, a cosa <strong>de</strong> media legua, junto a la atalaya más<br />

alta, nacía un camino rojo, <strong>de</strong> arcilla, medio borrado por los<br />

bogales, que llevaba <strong>de</strong>recho a la casa. En un calvero <strong>de</strong>l monte,<br />

redondo como un coso, estaba ésta, una edificación <strong>de</strong> adobe con<br />

tejado <strong>de</strong> pizarra, amplia y <strong>de</strong>startalada, <strong>de</strong> una sola planta,<br />

ro<strong>de</strong>ada <strong>de</strong> rediles, teleras y corralizas con algunas ovejas <strong>de</strong>ntro,<br />

balando.<br />

Frente a la fachada había un pozo, con el brocal <strong>de</strong> piedra <strong>de</strong> toba,<br />

una polea y cuatro abreva<strong>de</strong>ros, <strong>de</strong> la misma piedra, para el<br />

ganado. La chica que le atendió le dio la dirección <strong>de</strong> don Segundo.<br />

Estaba en el campo, en la lin<strong>de</strong> <strong>de</strong>l monte, <strong>de</strong> la parte <strong>de</strong> Wamba,<br />

con las ovejas.<br />

Salcedo encontró, en efecto, a don Segundo, con un rebaño gran<strong>de</strong>,<br />

en la línea <strong>de</strong>l monte. Era un hombre <strong>de</strong>saseado, <strong>de</strong> pelo corto y<br />

barbas <strong>de</strong> muchos días. En la cabeza llevaba una carmeñola, una<br />

mancha <strong>de</strong> saín en la frente y caída y <strong>de</strong>rrocada en la parte<br />

posterior. Era un tocado anticuado que hacía juego con un coleto sin<br />

mangas, corto, las calzas abotonadas y las abarcas para los pies.<br />

Los ladridos <strong>de</strong> dos mastines, con collares <strong>de</strong> puntas, le pusieron en<br />

guardia y el caballo, muy remiso, no se aproximó a ellos hasta que<br />

el señor Centeno los aplacó. Pero cuando se apeó, y antes <strong>de</strong> po<strong>de</strong>r<br />

dirigir la palabra a don Segundo, éste levantó una mano, le volvió la<br />

espalda bruscamente y le dijo:<br />

—Aguar<strong>de</strong> un momento.<br />

Portaba un cayado en la mano <strong>de</strong>recha que enarbolaba al andar y se<br />

dirigía sin <strong>de</strong>mora hacia un pequeño hueco que se había abierto en<br />

el rebaño. A su paso se espantaba el ganado pero, al llegar al punto<br />

preciso, saltó una liebre regateando y, antes <strong>de</strong> que se alejara, don


Segundo le lanzó el cayado <strong>de</strong>scribiendo molinetes en el aire. La<br />

garrota golpeó las patas traseras <strong>de</strong>l animal que quedó tendido en el<br />

prado, moviéndose espasmódicamente.<br />

Don Segundo se apresuró a cogerla para que Salcedo la viera:<br />

—¿Se da cuenta? Es gran<strong>de</strong> como un perro —reía.<br />

<strong>El</strong> ganado había vuelto a pastar pacíficamente, en tanto Salcedo<br />

trataba <strong>de</strong> presentarse, explicando su relación con Burgos y el<br />

mercado <strong>de</strong> la lana, pero don Segundo Centeno le atajó con un <strong>de</strong>je<br />

<strong>de</strong> ironía:<br />

—¿No será vuesa merced, por un casual, Cipriano el <strong>de</strong>l zamarro?<br />

Mientras hablaba, apretaba el vientre <strong>de</strong> la liebre para que orinase,<br />

tan atento y concentrado, tan ajeno a la presencia <strong>de</strong> Salcedo, que<br />

éste, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> asentir, <strong>de</strong>cidió ganárselo mediante la adulación:<br />

—He oído <strong>de</strong>cir en el pueblo que vuesa merced, con diez mil cabezas,<br />

no precisa <strong>de</strong> manos ajenas para esquilarlas; se basta con la ayuda<br />

<strong>de</strong> una hija.<br />

Un chorrito dorado se <strong>de</strong>sprendió <strong>de</strong> la entrepierna <strong>de</strong> la liebre y él<br />

le pasó una y otra vez una mano gran<strong>de</strong> y pesada por el vientre<br />

inmaculado para ayudarla:<br />

—Está preñada —dijo—. Es un animal muy rijoso éste. Tanto le da<br />

abril como enero. No <strong>de</strong>scansa.<br />

Des<strong>de</strong> mi ventana, <strong>de</strong> madrugada, las veo guarreándose entre las<br />

teleras todos los días <strong>de</strong>l año, tanto da con frío como con calor.<br />

Salcedo trató <strong>de</strong> encauzar la conversación pero, fuera <strong>de</strong> la emoción<br />

<strong>de</strong>l momento, a don Segundo no parecía importarle nada. Sin<br />

embargo, era sólo una apariencia, ya que, transcurrido un minuto,<br />

recogió el hilo que antes le había lanzado Salcedo y reanudó el<br />

coloquio como si nunca se hubiera interrumpido:<br />

—En cuanto a eso <strong>de</strong> que yo trabaje solo en el monte no es cierto —<br />

dijo—. Dispongo <strong>de</strong> cinco pastores, dos en Wamba, otros dos en<br />

Castro<strong>de</strong>za y uno en Ciguñuela.<br />

<strong>El</strong>los atien<strong>de</strong>n mis rebaños y, llegado el tiempo, nos ayudan a<br />

esquilarlos. Eso sí, a mi hija, a la Teodomira, no le echa la pata


nadie. En lo que ellos pelan una oveja, ella pela dos. Yo la llamo por<br />

eso “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”.<br />

La llanura sin fin, apenas amueblada por cuatro carrascos y los<br />

majanos alineados como hitos, se extendía ante los ojos<br />

sorprendidos <strong>de</strong> Salcedo.<br />

—<strong>El</strong> Páramo, por lo general, da poca yerba pero buena, aunque en<br />

ciertas zonas es un sequedal.<br />

Ve ahí. Para roturar dos hazas ha habido que hacer antes un<br />

monumento.<br />

Señalaba con el cayado el majano más próximo con pedruscos <strong>de</strong><br />

hasta diez libras. Tres ovejas se <strong>de</strong>smandaron y don Segundo or<strong>de</strong>nó<br />

con un a<strong>de</strong>mán a los mastines, que sesteaban a sus pies, que las<br />

reintegraran al rebaño. Don Segundo había guardado la liebre en el<br />

zurrón y Salcedo intentó <strong>de</strong> nuevo cuadrarle, hablándole <strong>de</strong> los<br />

moriscos <strong>de</strong> Segovia, pero don Segundo se <strong>de</strong>sentendió <strong>de</strong>l tema. Al<br />

cabo <strong>de</strong> un rato, sin embargo, afirmó que los moriscos eran gente<br />

laboriosa y sacrificada y él estaba muy satisfecho con ellos, que<br />

cobraban menos que otros porteadores y, por si fuera poco, las<br />

reatas <strong>de</strong> acémilas corrían <strong>de</strong> su cuenta. Así es que su lana estaba<br />

comprometida. Los Maluenda <strong>de</strong> Burgos, que recogían prácticamente<br />

toda la <strong>de</strong> Castilla, tendrían que quedarse sin la <strong>de</strong> Segundo<br />

Centeno. En cambio, sí le ofrecía para sus zamarros pieles <strong>de</strong> conejo,<br />

miles <strong>de</strong> pieles. Porque vuesa merced, dijo, forrará zamarros con<br />

toda clase <strong>de</strong> bichos pero al conejo lo tiene olvidado.<br />

—Es <strong>de</strong>masiado ordinario el conejo —replicó sinceramente Salcedo—<br />

. Aquí en Castilla, tal vez por su abundancia, es poco apreciado.<br />

Don Segundo reunió el rebaño y, con ayuda <strong>de</strong> los perros, fue<br />

entrizándolo insensiblemente hacia el monte. A uno <strong>de</strong> los mastines<br />

le llamó a voces “Lucifer”. No simpatizaba con él; le lanzaba piedras<br />

e improperios.<br />

—Porque vuesa merced —dijo <strong>de</strong> pronto— fabrica zamarros para<br />

gentes encopetadas <strong>de</strong> ciudad, pero <strong>de</strong>bería pensar un poco en los<br />

gañanes <strong>de</strong>l Páramo. Para ésos ya están los cor<strong>de</strong>ros, dirá usted,<br />

pero es que el conejo le saldría más económico y tal vez más<br />

abrigado.<br />

<strong>El</strong> sol se ponía en la llanura como en el mar. Se <strong>de</strong>splomaba sobre la<br />

línea <strong>de</strong>l horizonte y éste empezaba a roerle por la base, en un<br />

crepúsculo incendiado, hasta terminar <strong>de</strong>vorándolo. Las nubes,


lancas hasta entonces, se tornaban color albaricoque al ocultarse<br />

aquél.<br />

—Buen tiempo hará mañana, sí señor —dijo sentenciosamente don<br />

Segundo—. Vamos para casa. Es hora <strong>de</strong> recoger el ganado.<br />

Salcedo llevaba a “Relámpago” <strong>de</strong> la brida. <strong>El</strong> espectáculo <strong>de</strong> la<br />

puesta <strong>de</strong> sol en el inmenso mar <strong>de</strong> tierra le había sobrecogido.<br />

Respecto a don Segundo Centeno no sabía a qué carta quedarse.<br />

Seguramente pertenecía a ese grupo <strong>de</strong> ganadores y labrantines<br />

guardosos que llegan a amasar una fortuna a fuerza <strong>de</strong> austeridad,<br />

<strong>de</strong> privarse incluso <strong>de</strong> lo necesario, por el inútil placer <strong>de</strong> morir<br />

ricos. Las sombras <strong>de</strong> las encinas reptaban por el suelo y, en pocos<br />

minutos, el monte entero se sumió en una silenciosa penumbra. Don<br />

Segundo se rascaba ahora la cabeza metiendo un <strong>de</strong>do <strong>de</strong> uña negra<br />

por <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> la carmeñola. Dijo <strong>de</strong> pronto:<br />

—Hoy un conejo, su piel, le pue<strong>de</strong> valer a vuesa merced veinte<br />

maravedíes. ¿Qué número <strong>de</strong> pieles necesita para forrar un<br />

zamarro?<br />

¿Diez, quince? Y aunque así fuera, forrado <strong>de</strong> lana y echando por lo<br />

bajo, le costaría a usted el doble.<br />

Cipriano Salcedo le <strong>de</strong>jaba a su aire. Para empezar no se creía que<br />

los moriscos <strong>de</strong> Segovia cargaran con los gastos <strong>de</strong> las reatas.<br />

Y, en cambio, pensaba, don Segundo Centeno podría fácilmente<br />

terminar, sin forzar las cosas, siendo su nuevo cliente en el Páramo.<br />

La casa se divisaba ya entre las matas, y en el hueco <strong>de</strong> una ventana<br />

brillaba la luz <strong>de</strong> un candil. Se fingió interesado en las pieles <strong>de</strong><br />

conejo:<br />

—¿Y cómo pue<strong>de</strong> usted agarrar tantos conejos con lo que corren?<br />

—Yo le hago una apuesta a vuesa merced —dijo jovialmente—. En<br />

una hora me comprometo a coger una docena <strong>de</strong> conejos sin<br />

moverme <strong>de</strong> un bardo. Y si me echa una mano el señor Avelino, el<br />

bichero <strong>de</strong> Peñaflor, cuatro docenas. ¿Qué le parece?<br />

—Con lazo, claro.<br />

—Quiá, no señor. <strong>El</strong> lazo es muy tardinero. Diez hoy, quince mañana.<br />

No me vale el lazo para hacer cifra. Al conejo hay que moverlo,<br />

buscarle las vueltas.


Aquí en La Manga, hay millones <strong>de</strong> ellos. Y si dispone vuesa merced<br />

<strong>de</strong> una buena camada <strong>de</strong> hurones, en cuatro días pue<strong>de</strong> armar un<br />

estropicio.<br />

Habían llegado al calvero y don Segundo distribuyó el ganado en las<br />

teleras. En otros apriscos, <strong>de</strong> la parte <strong>de</strong> Wamba y Peñaflor,<br />

pernoctaban al aire libre los meses calurosos otros rebaños.<br />

Cumplido el encierro, los mastines se encaminaron cachazudamente<br />

al corral, en una <strong>de</strong> cuyas ventanas, sin duda la cocina, temblaba<br />

una luz. En la puerta <strong>de</strong> la fachada crecía un emparrado <strong>de</strong>l que<br />

pendían racimos en agraz.<br />

—Pase un rato vuesa merced.<br />

<strong>El</strong> mobiliario <strong>de</strong> la casa era <strong>de</strong> una austeridad conventual. Apenas<br />

una gran mesa <strong>de</strong> pino en la sala, dos escañiles, unas butacas <strong>de</strong><br />

mimbre, una alacena y, a los lados, los consabidos lebrillos. Pero<br />

Salcedo no tenía tiempo para sentarse. Los bogales borraban el<br />

camino y era fácil per<strong>de</strong>rse: tenía que aprovechar la última luz.<br />

Volvería otro día para seguir conversando. ¿Un jueves? De acuerdo,<br />

lo haría un jueves. ¿Una merienda?<br />

Agra<strong>de</strong>cería esa atención a “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”. Él, don Segundo,<br />

le enseñaría a<strong>de</strong>más cómo cazar cuarenta conejos en una hora.<br />

Si me envía un correo a tiempo tendrá ocasión <strong>de</strong> ver al señor<br />

Avelino, el bichero <strong>de</strong> Peñaflor, metido en faena. Y a lo mejor se<br />

encapricha usted con el conejo para los zamarros y armamos una<br />

comandita, ¿no le parece?<br />

Cipriano Salcedo se disponía a salir cuando entró en la sala “la<br />

Reina <strong>de</strong>l Páramo”, una muchacha alta, pelirroja, fuerte, vestida al<br />

uso <strong>de</strong> las campesinas <strong>de</strong> la región:<br />

saya corta con faldilla <strong>de</strong>bajo y mangas con papos a la moda<br />

antigua.<br />

Hacía ruido al andar con las galochas que calzaba. A don Segundo<br />

Centeno se le avivó el semblante:<br />

aquí tiene vuesa merced a mi hija Teodomira, “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”<br />

por mejor nombre —dijo. <strong>El</strong>la no se alteró. Saludó escuetamente. La<br />

llama <strong>de</strong> la lámpara iluminaba su rostro, un rostro excesivamente<br />

gran<strong>de</strong> para el tamaño <strong>de</strong> sus facciones. Pero lo que más sorprendió<br />

a Salcedo fue la pali<strong>de</strong>z <strong>de</strong> su carne, especialmente extraña en una<br />

mujer campesina; un rostro blanco, no cerúleo, sino <strong>de</strong> mármol como


el <strong>de</strong> una estatua antigua. No había sombra <strong>de</strong> vello en aquella cara<br />

y las cejas eran muy finas, casi inexistentes. Con el cabello caoba,<br />

resaltaban sus pestañas sombreando unos ojos vivaces, <strong>de</strong> color<br />

miel.<br />

La muchacha se movía airosamente a pesar <strong>de</strong> su volumen y cuando<br />

don Segundo le presentó como don Cipriano Salcedo, el señor <strong>de</strong> los<br />

zamarros, ella le felicitó diciendo que había ennoblecido una prenda<br />

<strong>de</strong>sprestigiada. Entonces la miró <strong>de</strong> frente y ella le miró a su vez y,<br />

bajo su mirada intensa, dulce y afable, se enterneció. Nunca le había<br />

sucedido a Salcedo una cosa así y se sorprendió aún más porque,<br />

objetivamente, fuera <strong>de</strong> la expresión <strong>de</strong> sus ojos y <strong>de</strong> su presencia<br />

amparadora, no <strong>de</strong>scubría en la muchacha especial encanto.<br />

Entonces se alegró <strong>de</strong> haber prometido volver. Y cuando la<br />

muchacha le tendió la mano para <strong>de</strong>spedirse y él la estrechó, notó<br />

que también su mano era blanca y dura como el mármol.<br />

Pero el señor Centeno repitió que a lo mejor se encaprichaba con los<br />

conejos y fundaban entre los dos una comandita. Cipriano Salcedo,<br />

para entonces, ya se había encaramado sobre “Relámpago” y,<br />

<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> ro<strong>de</strong>ar el pozo y los abreva<strong>de</strong>ros al trote corto, se perdió<br />

entre las sombras <strong>de</strong>l sardón agitando la mano izquierda en señal<br />

<strong>de</strong> <strong>de</strong>spedida.<br />

__________________________<br />

__________________________<br />

VIII<br />

<strong>El</strong> jueves siguiente Cipriano Salcedo se presentó en el monte <strong>de</strong> La<br />

Manga a las cuatro <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>, aunque don Segundo le había<br />

advertido que esa hora no era la más a<strong>de</strong>cuada para cazar conejos.<br />

Y allí encontró a padre e hija junto al pozo, gozando <strong>de</strong>l sol<br />

vespertino, acompañados por un individuo chaparro, <strong>de</strong> rostro<br />

atezado, con jubón a listas, zaragüelles y botas <strong>de</strong> campo, que don<br />

Segundo le presentó como el señor Avelino, el bichero <strong>de</strong> Peñaflor.<br />

Don Segundo vestía su atuendo habitual, coleto corto, calzas<br />

abotonadas y carmeñola a la cabeza. La muchacha, en cambio,<br />

aunque se tratara <strong>de</strong> una excursión campestre, se había arreglado<br />

para el evento, lo que satisfizo a Cipriano porque |mujer vestida,<br />

mujer interesada|, se dijo.


Estaba tan habituado a pasar inadvertido que aquel <strong>de</strong>talle le<br />

conmovió. Con todo se reafirmó en la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> que “la Reina <strong>de</strong>l<br />

Páramo” resultaba excesiva mujer para ser bella, pero tan pronto se<br />

apeó <strong>de</strong>l caballo y ella le tendió la mano, él quedó preso <strong>de</strong> su<br />

hechizo, <strong>de</strong> sus ojos melosos, calientes y protectores, sensación que<br />

no le abandonó en toda la tar<strong>de</strong>.<br />

Luego, junto al bardo, viendo actuar al bichero, <strong>de</strong> rodillas como<br />

estaba, apenas divisaba los finos botines <strong>de</strong> tafilete rojo <strong>de</strong> la<br />

muchacha cuya presencia le arropaba.<br />

Su padre iba y venía, trajinaba inútilmente, hacía observaciones<br />

obvias al bichero y éste, fingiendo aten<strong>de</strong>r sus indicaciones, iba<br />

colocando capillos sobre las huras y, <strong>de</strong> vez en cuando, golpeaba con<br />

los nudillos la vieja caja <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra don<strong>de</strong> se oía rebullir algo vivo,<br />

como reprendiendo a alguien:<br />

—¡Quietos, a dormir! —<strong>de</strong>cía.<br />

—P... pero, ¿qué lleva ahí?<br />

—Los bichos, claro.<br />

—¿Qué bichos si no es mala pregunta?<br />

—Los hurones. ¿Qué bichos quería vuesa merced que llevara?<br />

Tenían un agudo hociquillo <strong>de</strong> rata y eran largos y <strong>de</strong>lgados como<br />

culebras peludas. <strong>El</strong> señor Avelino se movía diligentemente y trataba<br />

a los hurones con <strong>de</strong>ferencia, les <strong>de</strong>dicaba palabras dulces y<br />

afectuosas y, <strong>de</strong> cuando en cuando, escupía en la palma <strong>de</strong> la mano<br />

y <strong>de</strong>jaba que el bicho sorbiera la saliva con <strong>de</strong>leite. Y, cuando más<br />

<strong>de</strong> la mitad <strong>de</strong> las huras <strong>de</strong>l bardo estuvieron cubiertas por los<br />

capillos, el señor Avelino introdujo dos hurones en dos bocas<br />

distantes entre sí y quedó un rato relajado, a la expectativa. Se<br />

produjo un tamborileo sordo, subterráneo, bajo el vivar:<br />

—¿Los oye vuesa merced? Hay barullo <strong>de</strong>ntro.<br />

—¿Barullo?<br />

—<strong>El</strong> bicho ya anda tras los conejos. Los achucha. ¿No los oye? A la<br />

postre no les quedará otro remedio que salir.


Apenas había acabado <strong>de</strong> hablar cuando saltó un capillo con un<br />

conejo enredado en ella y don Segundo emitió un gruñido <strong>de</strong><br />

satisfacción.<br />

—Ya empezó la zarabanda —dijo.<br />

Agarró la red, sacó el conejo, lo cogió por las patas traseras con la<br />

mano izquierda y con el canto <strong>de</strong> la <strong>de</strong>recha le propinó un golpe seco<br />

en la nuca y lo arrojó al suelo agonizante. <strong>El</strong> ruido <strong>de</strong> carreras se<br />

acentuaba en el subsuelo.<br />

—Ojo. Hay conejos a carretadas —advirtió el señor Avelino.<br />

Los conejos en fuga, enredados en los capillos, empezaron a saltar<br />

por todas partes. Don Segundo y su hija <strong>de</strong>senredaban los animales<br />

<strong>de</strong> las mallas y volvían a cubrir las huras. <strong>El</strong> gana<strong>de</strong>ro se sentía un<br />

poco protagonista <strong>de</strong> la exhibición.<br />

—¿Eh? ¿Qué le parece el espectáculo?<br />

Pero Cipriano observaba ahora a Teodomira, su maña para<br />

sacrificar gazapos, el golpe letal en la nuca, la absoluta frialdad<br />

con que se producía.<br />

—¿No siente usted pena por ellos?<br />

Su mirada, tibia y compasiva, <strong>de</strong>svanecía cualquier sospecha <strong>de</strong><br />

crueldad:<br />

—Pena ¿por qué? Yo amo a los animales —sonreía.<br />

Cazaron seis bardos y, <strong>de</strong> regreso, recogieron los sacos con el botín:<br />

noventa y ocho conejos. Don Segundo exultaba:<br />

—Diez zamarros podría forrar vuesa merced <strong>de</strong> este envite.<br />

Treinta vellones no le harían mejor servicio.<br />

Luego, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la merienda, cuando Salcedo mecía a “la Reina<br />

<strong>de</strong>l Páramo” en un columpio entre dos encinas, al costado <strong>de</strong> la<br />

casa, ella retozaba <strong>de</strong> risa y le rogaba que la impulsara más<br />

<strong>de</strong>spacio, que no soportaba el vértigo. Pero él la lanzaba con todo el<br />

vigor <strong>de</strong> sus pequeños brazos musculosos. Y, en uno <strong>de</strong> aquellos<br />

envites, su mano resbaló <strong>de</strong> la tabla don<strong>de</strong> ella se sentaba y rozó sus<br />

nalgas. Se sorprendió. No era el cuerpo fofo que hacían presumir su<br />

tamaño y pali<strong>de</strong>z, sino un cuerpo compacto que no cedió un ápice a


su presión. Él se sintió turbado. También la muchacha parecía<br />

<strong>de</strong>sconcertada: ¿lo habría hecho intencionadamente? Salcedo<br />

atendió, al fin, a sus súplicas y el vaivén <strong>de</strong>l columpio se hizo más<br />

remiso. Entonces ella le habló con elogio <strong>de</strong> las ropillas aforradas y<br />

le confesó que había visitado varias veces la tienda <strong>de</strong> la Corre<strong>de</strong>ra<br />

<strong>de</strong> San Pablo. Salcedo sonreía abochornado. Le agradaba la<br />

rentabilidad <strong>de</strong>l negocio pero jamás se vanaglorió <strong>de</strong> su i<strong>de</strong>a que se<br />

le antojaba <strong>de</strong> una vulgaridad plebeya. Ante ciertas personas,<br />

incluso, se avergonzaba. Pero Teodomira, aprovechando el mo<strong>de</strong>rado<br />

balanceo <strong>de</strong>l columpio, proseguía su retahíla: le agradaba, más que<br />

ninguno, el zamarro <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> nutria pero no comprendía cómo se<br />

podía quitar la vida a un animal tan hermoso. Él le recordó el frío<br />

sacrificio <strong>de</strong> los conejos, mas la chica argumentó que había que<br />

distinguir entre los animales que servían al hombre para<br />

alimentarse y el resto. Él preguntó entonces si los animales útiles<br />

para abrigarse no merecían el mismo trato y ella arguyó que el<br />

hecho <strong>de</strong> matar por medio <strong>de</strong> asalariados, como él hacía, era aún<br />

más imperdonable que hacerlo por propia mano. Consi<strong>de</strong>raba peor al<br />

inductor que al mero ejecutor. Cipriano Salcedo empezó a sentir un<br />

pueril rego<strong>de</strong>o con aquellas discusiones. Se dio cuenta que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el<br />

colegio no había disputado con nadie. Que en la vida ni una sola<br />

persona le había dado beligerancia ni para eso. Entonces, cuando la<br />

muchacha dijo que amaba a los animales, en especial a las ovejas,<br />

que siempre sonreían, Salcedo, tan sólo por llevarle la contraria,<br />

mencionó al caballo y al perro, pero ella <strong>de</strong>sechó sus preferencias: el<br />

perro era incapaz <strong>de</strong> amar, era egoísta y adulador; en cuanto al<br />

caballo era medroso y presumido, un animal tan suyo que estaba<br />

lejos <strong>de</strong> <strong>de</strong>spertar afecto.<br />

Salcedo volvió por el monte a la semana siguiente, con un zamarro<br />

<strong>de</strong> piel <strong>de</strong> nutria dos tallas superiores a la suya. Teodomira, que <strong>de</strong><br />

nuevo había cambiado <strong>de</strong> indumentaria, agra<strong>de</strong>ció el <strong>de</strong>talle. Luego<br />

dieron un paseo a caballo por el monte y hablaron <strong>de</strong> las cortas<br />

periódicas <strong>de</strong> los carboneros que a su padre le <strong>de</strong>jaban tanto dinero<br />

como las ovejas. “La Reina <strong>de</strong>l Páramo” montaba a mujeriegas un feo<br />

caballo pío, “Obstinado”, que parecía una vaca. Salcedo le preguntó<br />

si había aprendido a montar en las Indias, pero ella le informó que<br />

el perulero era su padre, que ella había permanecido en Sevilla con<br />

una tía los diez años que don Segundo estuvo ausente. Entonces<br />

Cipriano le dijo que se le había contagiado la gracia <strong>de</strong> Andalucía y<br />

ella le miró tan reconocida con sus ojos color miel que él se turbó.<br />

Cipriano Salcedo pasaba las noches inquieto. La escena <strong>de</strong>l<br />

columpio, el recuerdo <strong>de</strong>l contacto furtivo con el cuerpo <strong>de</strong> la<br />

muchacha le excitaban. Al día siguiente <strong>de</strong>l hecho, apenas amaneció<br />

Dios, había corrido en busca <strong>de</strong>l padre Esteban, al que había


escogido, un tanto a ciegas, como confesor tras la triste separación<br />

<strong>de</strong> Minervina, hacía más <strong>de</strong> quince años:<br />

—P... padre, he tocado el cuerpo <strong>de</strong> una mujer y he sentido placer.<br />

—¿Cuántas veces, hijo, cuántas veces?<br />

—Una sola vez, padre, pero no sé si hubo voluntad por mi parte.<br />

—¿Es que no sabes siquiera si obraste <strong>de</strong>liberadamente o no?<br />

—Fue una cuestión <strong>de</strong> segundos, padre. Yo le daba impulso en un<br />

columpio y mi mano resbaló o yo hice que resbalase. No salgo <strong>de</strong> mi<br />

duda. Ése es el problema.<br />

—¿En un columpio? ¿Quieres <strong>de</strong>cir, hijo, que la tocaste las<br />

posa<strong>de</strong>ras?<br />

—Sí, padre, exactamente las posa<strong>de</strong>ras. Así fue.<br />

En rigor su actitud no era nueva. <strong>El</strong> <strong>de</strong>sahogo económico no había<br />

hecho sino exacervar la <strong>de</strong>sconfianza en sí mismo. A pesar <strong>de</strong> los<br />

años transcurridos, seguía siendo el hombre roído por los escrúpulos<br />

y cuanto más acentuaba su vida <strong>de</strong> piedad más se recru<strong>de</strong>cían<br />

aquéllos.<br />

Había días <strong>de</strong> precepto que asistía a tres misas consecutivas<br />

agobiado por la sensación <strong>de</strong> haber estado distraído en las<br />

anteriores. Y, en una ocasión, abordó a un hombre maduro que había<br />

entrado en la iglesia <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la <strong>El</strong>evación y le hizo ver la<br />

inutilidad <strong>de</strong> su acto. Procuró advertirle con tiento para no herirlo,<br />

pero el hombre se alborotó, que quién era él para dirigir su<br />

conciencia, que no admitía intromisiones <strong>de</strong> petimetres insolentes.<br />

Entonces Cipriano Salcedo le pidió perdón, reconoció que, <strong>de</strong> no<br />

haber intervenido, se hubiera sentido responsable <strong>de</strong> su pecado y que<br />

su advertencia, aparentemente impertinente, venía inspirada en el<br />

<strong>de</strong>seo <strong>de</strong> salvar su alma. Fuera <strong>de</strong> sí, el aludido le agarró por el<br />

jubón y le zamarreó y, en el momento cumbre <strong>de</strong> su irritación,<br />

blasfemó contra Dios. Cipriano había acudido al padre Esteban<br />

<strong>de</strong>solado:<br />

—Padre, me acuso <strong>de</strong> que un hombre ha blasfemado por mi culpa.<br />

<strong>El</strong> cura le escuchó con atención y le hizo ver los límites <strong>de</strong>l<br />

apostolado, el respeto a la conciencia ajena, pero él observó que en<br />

el colegio había aprendido que no sólo <strong>de</strong>bemos esforzarnos por


salvarnos a nosotros mismos, un acto egoísta al fin y al cabo, sino<br />

por ayudar a salvarse a los <strong>de</strong>más. <strong>El</strong> padre Esteban únicamente le<br />

advirtió que era cristiano amar al prójimo pero no humillarle ni<br />

agredirle.<br />

También el negocio <strong>de</strong> los zamarros fue ocasión <strong>de</strong> problemas <strong>de</strong><br />

conciencia para Salcedo. En estas cuestiones <strong>de</strong> equidad solía<br />

buscar el asesoramiento <strong>de</strong> don Ignacio, su tío y tutor, hombre<br />

religioso, <strong>de</strong> buen criterio. La cláusula <strong>de</strong> dar preferencia a las<br />

viudas en la elección <strong>de</strong> costureras para el taller venía dictada por<br />

el hecho <strong>de</strong> que las viudas elevaban el índice <strong>de</strong> pobreza <strong>de</strong> la villa y<br />

mucha gente se aprovechaba <strong>de</strong> ello para explotarlas. Cipriano no<br />

hacía más que darle vueltas a la cabeza. Así un día se levantaba <strong>de</strong><br />

la cama con la obsesión <strong>de</strong> que había que subir el precio <strong>de</strong> los<br />

pellejos a los tramperos o el salario <strong>de</strong> los curtidores. Su tío hacía<br />

números, sumaba, restaba y dividía, para llegar a la conclusión <strong>de</strong><br />

que, dados los precios <strong>de</strong>l mercado en la región, estaban bien<br />

pagados. Mas Cipriano no transigía, él ganaba cien veces más que<br />

sus operarios y con la mitad <strong>de</strong> esfuerzo. Su tío procuraba calmarle<br />

haciéndole ver que él exponía y ellos no, que lo suyo era en<br />

<strong>de</strong>finitiva la remuneración <strong>de</strong>l riesgo. Llegados a este extremo,<br />

Cipriano acallaba los reproches <strong>de</strong> su conciencia dando pingües<br />

limosnas al Colegio <strong>de</strong> los Doctrinos, que acababa <strong>de</strong> instalarse en la<br />

villa, a instituciones piadosas o, sencillamente, a los pobres,<br />

lisiados o bubosos, que paseaban sus miserias por las calles <strong>de</strong> la<br />

ciudad.<br />

Sin embargo, Cipriano Salcedo siempre aspiraba a un<br />

perfeccionamiento moral. Recordaba el colegio con nostalgia. Le dio<br />

por las homilías y sermones. Buscaba en ellos preferentemente el<br />

fondo <strong>de</strong> los temas pero también la forma.<br />

Hubiera pagado una buena suma por una bella exposición <strong>de</strong> un<br />

problema religioso importante. Pero, cosa curiosa, Salcedo<br />

procuraba rehuir las pláticas conventuales. Sus preferencias iban<br />

por los curas seculares, no por los frailes. En esta nueva búsqueda<br />

influyó <strong>de</strong> manera <strong>de</strong>terminante el jefe <strong>de</strong> su sastrería, Fermín<br />

Gutiérrez que, en concepto <strong>de</strong> Dionisio Manrique, era un meapilas.<br />

Pero el sastre distinguía a los oradores cautos <strong>de</strong> los ardientes, a los<br />

mo<strong>de</strong>rnos <strong>de</strong> los tradicionales. Así se enteró Salcedo <strong>de</strong> la existencia<br />

<strong>de</strong>l doctor Cazalla, un hombre <strong>de</strong> palabra tan atinada que el<br />

Emperador, en sus viajes por Alemania, lo había llevado consigo. No<br />

obstante, Agustín Cazalla era vallisoletano y su regreso a la villa<br />

provocó un verda<strong>de</strong>ro tumulto. Hablaba los viernes, en la iglesia <strong>de</strong><br />

Santiago llena a rebosar, y era un hombre místico, sensitivo,<br />

físicamente frágil. De flaca constitución, atormentado, tenía


momentos <strong>de</strong> auténtico éxtasis, seguidos <strong>de</strong> reacciones emocionales,<br />

un poco arbitrarias. Mas Cipriano le escuchaba embebido, lo que no<br />

impedía que a su vuelta a casa le invadiera una cierta <strong>de</strong>sazón.<br />

Analizaba su alma pero no hallaba la causa <strong>de</strong> su inquietud. En<br />

general, seguía las homilías <strong>de</strong> Cazalla, medidas <strong>de</strong> entonación,<br />

breves y bien construidas, con facilidad y, al concluir, le quedaba<br />

una i<strong>de</strong>a, sólo una pero muy clara, en la cabeza. No era, pues, la<br />

esencia <strong>de</strong> sus sermones la causa <strong>de</strong> su <strong>de</strong>sasosiego. Ésta no estaba<br />

en lo que <strong>de</strong>cía, sino tal vez en lo que callaba o en lo que sugería en<br />

sus frases accesorias más o menos ornamentales. Recordaba su<br />

primera homilía sobre la re<strong>de</strong>nción <strong>de</strong> Cristo, sus hábiles juegos <strong>de</strong><br />

palabras, el subrayado <strong>de</strong> un Dios muriendo por el hombre, como<br />

clave <strong>de</strong> nuestra salvación.<br />

De poco valían nuestras oraciones, nuestros sufragios, nuestros<br />

rezos, si olvidábamos lo fundamental: los méritos <strong>de</strong> la Pasión <strong>de</strong><br />

Cristo.<br />

Lo evocaba, en lo alto <strong>de</strong>l púlpito, los brazos en cruz, tras un silencio<br />

teatral, recabando la atención <strong>de</strong>l auditorio.<br />

La gente abandonaba el templo comentando las palabras <strong>de</strong>l Doctor,<br />

sus a<strong>de</strong>manes, sus silencios, sus insinuaciones, pero don Fermín<br />

Gutiérrez, más agudo e informado, siempre aludía al fondo<br />

erasmista <strong>de</strong> sus pláticas. Cipriano pensó si no sería este fondo lo<br />

que le inquietaba. En una <strong>de</strong> sus visitas periódicas a su tío Ignacio<br />

le preguntó por Cazalla. Don Ignacio le conocía bien pero no le<br />

admiraba. Había nacido a principios <strong>de</strong> siglo, en Valladolid, hijo <strong>de</strong><br />

un contador real y <strong>de</strong> doña Leonor <strong>de</strong> Vivero, en cuya casa, viuda ya,<br />

vivía actualmente. En su tiempo se había tenido a los Cazalla por<br />

judaizantes y don Agustín había estudiado Artes, con mucho<br />

aprovechamiento, en el Colegio <strong>de</strong> San Pablo, con don Bartolomé <strong>de</strong><br />

Carranza, su confesor. Más tar<strong>de</strong> se graduó <strong>de</strong> maestro el mismo día<br />

que el famoso jesuita Diego Laínez.<br />

Diez años <strong>de</strong>spués, el Emperador, seducido por su oratoria, le<br />

nombró predicador y capellán real. Viajó con él varios años por<br />

Alemania y Flan<strong>de</strong>s y ahora acababa <strong>de</strong> instalarse en Valladolid,<br />

<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> pasar unos meses en Salamanca.<br />

Don Ignacio Salcedo le tenía por empinado y fatuo.<br />

—¿Fatuo Cazalla? —inquirió Cipriano perplejo.<br />

—¿Por qué no? A mi juicio Cazalla es hombre <strong>de</strong> gran<strong>de</strong>s palabras y<br />

pequeñas i<strong>de</strong>as. Una mezcla peligrosa.


La opinión <strong>de</strong> su tío no le satisfizo. Le había sorprendido que, tras la<br />

exposición objetiva <strong>de</strong> su vida, don Ignacio hubiera rematado la<br />

semblanza con aquellas palabras <strong>de</strong>spectivas: “empinado” y “fatuo”.<br />

¿Cómo podía serlo aquella personilla oscura, <strong>de</strong>licada, que parecía<br />

ofrecerse en holocausto cada vez que subía al púlpito? Se lo dijo a<br />

su tío tras una pausa.<br />

—No me refería a las apariencias —replicó éste—. Una cabeza<br />

organizada en una naturaleza flaca, eso es lo que me parece el<br />

doctor Cazalla. Tengo para mí que el Doctor esperaba <strong>de</strong>l Emperador<br />

una distinción honorífica que nunca ha llegado. He ahí la causa <strong>de</strong><br />

su <strong>de</strong>specho.<br />

Cipriano Salcedo se confió:<br />

—Disfruto escuchándole —dijo— pero, al cabo <strong>de</strong> un tiempo, sus<br />

palabras me <strong>de</strong>jan un regusto áspero, como <strong>de</strong> ceniza.<br />

Don Ignacio miraba a su sobrino con aire dominante:<br />

—¿No será que plantea problemas que no resuelve?<br />

Esta frase <strong>de</strong> su tío, formulada como al <strong>de</strong>sgaire, le produjo mucho<br />

efecto. Éste era el doctor Cazalla. Su aproximación cautelosa a los<br />

gran<strong>de</strong>s problemas <strong>de</strong>spertaba la atención <strong>de</strong>l auditorio, pero el<br />

orador, en palabras cada vez más próximas al meollo <strong>de</strong>l asunto, no<br />

terminaba <strong>de</strong> afrontarlos. Dejaba las soluciones en el tintero. Quizá<br />

lo hacía adre<strong>de</strong> o le faltaba convicción.<br />

En su siguiente viaje a La Manga habló con Teodomira y su padre<br />

sobre el nuevo predicador.<br />

Teodomira no había oído hablar <strong>de</strong> él y don Segundo <strong>de</strong>sconfiaba <strong>de</strong><br />

las nuevas voces. <strong>El</strong> mundo, para él, estaba lleno <strong>de</strong> salvadores que,<br />

en el fondo, eran unos consumados herejes. La gente, especialmente<br />

los frailes, se erigían en teólogos, pero eran teólogos <strong>de</strong> pacotilla,<br />

sin ninguna preparación. Cipriano le hizo ver que Cazalla no era<br />

fraile, incluso que evitaba los conventos para exponer su doctrina,<br />

pero don Segundo le advirtió que eso no constituía ninguna<br />

garantía, que seguramente no pasaba <strong>de</strong> ser una táctica. Salcedo le<br />

miraba, miraba su cachucha que no se sacaba <strong>de</strong> la cabeza ni en el<br />

interior <strong>de</strong> la casa, los bor<strong>de</strong>s sudados, <strong>de</strong> un color marrón <strong>de</strong>svaído,<br />

y no veía en él a un serio antagonista <strong>de</strong> Cazalla. <strong>El</strong> señor Centeno<br />

era un ser primario y, como toda persona elemental, dispuesto a


juzgar sin conocimiento. Pero, pese a todo, ahora que habían<br />

empezado los fríos y las lluvias, Cipriano se encontraba a gusto en el<br />

salón <strong>de</strong> la casa <strong>de</strong> adobe, con el fuego crepitando en la chimenea,<br />

sentado en la dura tabla <strong>de</strong>l escañil. “La Reina <strong>de</strong>l Páramo” se<br />

sentaba todos los días en la misma silla <strong>de</strong> mimbre.<br />

Y él veía en ella, siempre una labor entre manos, una mujer<br />

hogareña, equilibrada y <strong>de</strong> buen juicio.<br />

Los días <strong>de</strong> precepto montaba a “Obstinado” y marchaba a Peñaflor<br />

a misa <strong>de</strong> once. Entre semana no tenía ocasión <strong>de</strong> fomentar su vida<br />

<strong>de</strong> piedad pero rezaba a Nuestro Señor al acostarse y levantarse.<br />

Cipriano la escuchaba con agrado.<br />

Cuando hablaba Teodomira sentía una gran paz interior. Aquella<br />

muchacha, sobrada <strong>de</strong> peso, era la encarnación <strong>de</strong> la serenidad. Y<br />

su voz, <strong>de</strong> inflexiones acariciadoras, le producía una sensación <strong>de</strong><br />

inmunidad como no había conocido hasta entonces. Pero lo que<br />

sorprendió más a Cipriano fue el <strong>de</strong>scubrimiento <strong>de</strong> Teodomira como<br />

hembra, el hecho <strong>de</strong> que la muchacha, al tiempo que sosiego, le<br />

produjera una viva excitación sexual. La tar<strong>de</strong> <strong>de</strong>l columpio y su<br />

confesión inmediata revelaban que el placer que había sentido al<br />

tocar sus nalgas lo consi<strong>de</strong>raba un placer prohibido. <strong>El</strong> recuerdo <strong>de</strong><br />

este hecho le indujo a estimar su volumen <strong>de</strong>s<strong>de</strong> otro punto <strong>de</strong> vista.<br />

Recordaba su breve aventura con Minervina, la analizaba, y concluía<br />

que aquello había sido una reminiscencia <strong>de</strong> infancia. Minervina no<br />

le había dado el ser pero le había criado y él, instintivamente, había<br />

visto en ella la razón <strong>de</strong> su vida y a esa razón se había abrazado al<br />

volver a verla. No había habido otra cosa.<br />

Sin embargo ahora se daba cuenta <strong>de</strong> que aquella criatura<br />

<strong>de</strong>masiado leve no era precisamente lo que un hombre precisaba, que<br />

la pasión carnal requería obviamente carne como primer<br />

ingrediente. De ahí que la paz interior, la calma que “la Reina <strong>de</strong>l<br />

Páramo” le imbuía se viese acompañada, a veces, <strong>de</strong> una lascivia<br />

reprimida, un ardiente <strong>de</strong>seo que cada vez le asaltaba con mayor<br />

exigencia. Esta mezcla <strong>de</strong> paz, seguridad y <strong>de</strong>seo empujaban a<br />

Cipriano Salcedo cada vez más frecuentemente al monte <strong>de</strong> La<br />

Manga. La familiaridad <strong>de</strong> “Relámpago” con el camino le llevaba a<br />

<strong>de</strong>splazarse en poco más <strong>de</strong> una hora. Y aquel invierno frío y<br />

lluvioso no amilanaba a Salcedo. Sus calzas <strong>de</strong> piel y su zamarro<br />

forrado <strong>de</strong> nutria, como el que regaló a Teodomira, le ponían a<br />

cubierto <strong>de</strong> cualquier veleidad climática. Luego pasaban la tar<strong>de</strong> en<br />

la casa o salían <strong>de</strong> paseo a ver volar los bandos <strong>de</strong> palomas torcaces<br />

o las becadas, recién llegadas <strong>de</strong>l norte.


Mientras, las dos chicas <strong>de</strong> Peñaflor preparaban la merienda para<br />

las seis. Ordinariamente, don Segundo no aparecía por la casa<br />

hasta esa hora, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> encerrar a las ovejas en los establos.<br />

Entonces, el señor Centeno terciaba en la conversación, contaba las<br />

peripecias <strong>de</strong>l día y volvía una y otra vez a su vieja obsesión: el<br />

zamarro <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> conejo. Cipriano le llevaba la corriente y, a su<br />

vez, le insinuaba la posibilidad <strong>de</strong> hacerse cargo <strong>de</strong>l transporte <strong>de</strong><br />

sus vellones <strong>de</strong>splazando a los moriscos <strong>de</strong> Segovia. Una cosa por la<br />

otra, condicionaba. Don Segundo se rascaba dubitativo la cabeza,<br />

pero su ilusión por entrar en el negocio <strong>de</strong> los zamarros terminó por<br />

imponerse:<br />

—Está bien —le dijo una tar<strong>de</strong>—, yo le cedo el transporte y la venta<br />

<strong>de</strong> mis vellones y vuesa merced firma conmigo una comandita para<br />

explotar el conejo para zamarros y ropillas aforradas. Va en interés<br />

<strong>de</strong> los dos.<br />

—De acuerdo —respondió Salcedo.<br />

Y en el acto firmaron el trato, según el cual don Segundo Centeno,<br />

nacido en Sevilla y resi<strong>de</strong>nte en Peñaflor <strong>de</strong> Hornija, cedía el<br />

transporte y venta <strong>de</strong> los vellones <strong>de</strong> diez mil ovejas, <strong>de</strong> su<br />

propiedad, a don Cipriano Salcedo, doctor en Leyes y terrateniente<br />

en Valladolid, y, al propio tiempo, ambos acordaban explotar las<br />

pieles <strong>de</strong> tres mil conejos proce<strong>de</strong>ntes <strong>de</strong>l monte <strong>de</strong> La Manga, que<br />

don Segundo se comprometía a suministrar anualmente a don<br />

Cipriano para su utilización en el negocio <strong>de</strong> zamarros y ropillas<br />

aforradas <strong>de</strong> acuerdo con los precios <strong>de</strong>l mercado.<br />

Después <strong>de</strong> firmar, don Segundo puso sobre la mesa una jarra <strong>de</strong><br />

vino <strong>de</strong> Cigales y los tres brindaron por el buen éxito <strong>de</strong> la empresa.<br />

Esa noche, Cipriano Salcedo cenó en La Manga y pernoctó en<br />

Villanubla, en la fonda <strong>de</strong> Florencio. La noticia <strong>de</strong> la compra <strong>de</strong><br />

conejos sorprendió a Estacio <strong>de</strong>l Valle, quien le hizo ver que el<br />

zamarro forrado <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> conejo no constituía ninguna novedad.<br />

En Segovia los fabricaban los moriscos y, en el Páramo, los<br />

utilizaban los pastores y labrantines <strong>de</strong>s<strong>de</strong> tiempo inmemorial.<br />

Salcedo, que no había firmado los tratos pensando en incrementar<br />

su fortuna, replicó que eso no importaba, que el negocio consistía en<br />

hacerlo mejor y más barato que la competencia y ganarle por la<br />

mano. Cipriano se acostó con la sensación adventicia <strong>de</strong> que la<br />

firma <strong>de</strong> los contratos le otorgaba algún <strong>de</strong>recho sobre Teodomira. Y<br />

cuando “Relámpago” le trasladó al monte a la mañana siguiente y<br />

se vio a solas con la muchacha encarando el fuego <strong>de</strong>l hogar, la<br />

atrajo hacia sí y la besó en la boca. Tenía unos labios gruesos, duros


y absorbentes y Cipriano se sintió sumergido en un in<strong>de</strong>cible mar <strong>de</strong><br />

placer, pero, cuando pensaba que aquello no tenía más que una<br />

salida lógica, Teodomira se levantó enojada <strong>de</strong>l escañil y manifestó<br />

que ella también estaba enamorada <strong>de</strong> él, le quería, pero que cada<br />

cosa a su tiempo y que lo primero <strong>de</strong> todo era que su tutor visitara a<br />

su padre, hablaran y acordaran las capitulaciones y, si se terciaba,<br />

llegar al matrimonio.<br />

Cipriano conservaba en la punta <strong>de</strong> los <strong>de</strong>dos la sensación <strong>de</strong><br />

firmeza <strong>de</strong> sus pechos, no inferior a la <strong>de</strong> sus nalgas, y, entonces,<br />

aceptó sus condiciones. Carecía <strong>de</strong> experiencia amorosa y se rindió.<br />

Se dio cuenta <strong>de</strong> que el acceso a “la Reina <strong>de</strong>l Páramo” era un<br />

proceso paulatino que exigía una serie <strong>de</strong> requisitos previos.<br />

Esa misma tar<strong>de</strong> visitó a sus tíos y les anunció su propósito <strong>de</strong><br />

contraer matrimonio. La tía Gabriela se mostró interesada en el<br />

tema:<br />

—¿Pue<strong>de</strong> saberse quién es la afortunada?<br />

Cipriano vaciló. No sabía por dón<strong>de</strong> empezar. Advirtió que se había<br />

presentado ante sus tíos precipitadamente, sin preparar su discurso.<br />

—U... una chica <strong>de</strong>l Páramo —dijo al fin—. Vive en el monte <strong>de</strong> La<br />

Manga, en Peñaflor. Su padre es perulero.<br />

—¿En el Páramo? ¿Un perulero? —La tía arrugaba la nariz.<br />

Pensó él que quizá sus palabras serían más eficaces si fingía<br />

compartir su extrañeza, si <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el principio exponía la realidad tal<br />

como era, incluso caricaturizándola:<br />

—Es perulero —añadió— y no se quita la cachucha <strong>de</strong> la cabeza ni<br />

para dormir. Es hombre rústico pero con posibles. En realidad él no<br />

sabe nada <strong>de</strong> lo nuestro, pero me estima. Ayer firmamos un trato<br />

para fabricar zamarros aforrados <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> conejo, que es lo que<br />

perseguía.<br />

La tía Gabriela le miraba como a un bicho raro, como si estuviera<br />

bromeando, mientras el tío Ignacio le escuchaba sin osar intervenir.<br />

Tal vez necesitaba más datos para emitir un juicio. Añadió Cipriano:<br />

—<strong>El</strong>la no tiene formación alguna. <strong>El</strong> único oficio que conoce es el <strong>de</strong><br />

esquiladora. Lo hace más rápidamente que los pastores y ellos la<br />

distinguen por el apodo <strong>de</strong> “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”. A lo largo <strong>de</strong> su<br />

vida ha esquilado millares <strong>de</strong> ovejas sin rasgar un solo vellón.


Era el suyo un lenguaje abstruso para su tía que le miraba cada vez<br />

más perpleja. <strong>El</strong> tío Ignacio esbozó una sonrisa:<br />

—Y ¿qué piensa hacer el bueno <strong>de</strong>l perulero si tú le quitas la<br />

esquiladora? —apuntó con innegable lógica.<br />

—Bueno, eso es cuenta suya.<br />

Él habrá hecho sus cálculos, supongo, pero por casar a su hija es<br />

posible que diera toda su fortuna.<br />

Yo, por mi parte, estoy enamorado.<br />

No sé bien qué significa esta palabra pero creo estar enamorado<br />

puesto que a su lado encuentro al mismo tiempo sosiego y<br />

excitación.<br />

<strong>El</strong> tío Ignacio carraspeó:<br />

—Casarse es quizá el paso más importante en la vida <strong>de</strong> un hombre,<br />

Cipriano. Y el amor algo más que sosiego y excitación.<br />

Se hizo un silencio. Cipriano parecía reflexionar. Al cabo precisó un<br />

extremo importante:<br />

—Él es perulero y, como buen perulero, ahorrador y tacaño. Viste <strong>de</strong><br />

harapos y mata las liebres a garrotazos para po<strong>de</strong>r comer carne al<br />

día siguiente. De ordinario almuerza olla y cena berza. Pero ella no<br />

es perulera. Y cuando su padre marchó a las Indias, hace diez años,<br />

se quedó a vivir con una tía en Sevilla. Es una muchacha educada,<br />

lo único que me <strong>de</strong>tiene es su tamaño, tal vez <strong>de</strong>sproporcionado para<br />

mí.<br />

Ahora era doña Gabriela la que no quería hablar; no podía hacerlo<br />

sin herirle. <strong>El</strong> oidor volvió a carraspear; sentía compasión <strong>de</strong> su<br />

sobrino:<br />

—¿No oíste nunca hablar <strong>de</strong> la atracción <strong>de</strong> los contrarios?<br />

—No —confesó Cipriano.<br />

—A veces uno se enamora <strong>de</strong> lo que no tiene y a su pareja le ocurre<br />

otro tanto. <strong>El</strong> hombre pequeño casado con mujer gran<strong>de</strong> es un<br />

ejemplo <strong>de</strong> libro. Hay factores psicológicos que lo justifican.


Cipriano se interesó:<br />

—Y en mi caso ¿cuál pue<strong>de</strong> ser?<br />

<strong>El</strong> tío Ignacio estaba lanzado:<br />

—En tu caso, pue<strong>de</strong>s haber visto en ella a la madre que no llegaste a<br />

conocer.<br />

—Y ¿tiene que ser necesariamente gran<strong>de</strong>?<br />

—Es un nuevo dato, Cipriano.<br />

En la madre, el niño busca amparo, y es difícil que lo encuentre en<br />

otra persona físicamente más débil que él. Esa muchacha pue<strong>de</strong> muy<br />

bien significar para ti el escudo protector que no tuviste en la<br />

infancia.<br />

—Pero ella dice que me quiere.<br />

¿Qué pue<strong>de</strong> moverle a ella?<br />

—La mutua atracción hombre pequeño—mujer gran<strong>de</strong> es un hecho<br />

estudiado, no es ninguna novedad.<br />

Lo mismo que tú buscas en ella protección, ella busca en ti alguien a<br />

quien proteger. Opera en la mujer el instinto maternal. <strong>El</strong> instinto<br />

maternal no es más que eso, intentar ayudar a un ser más <strong>de</strong>svalido<br />

que ellas.<br />

Doña Gabriela, que iba poco a poco digiriendo la <strong>de</strong>sagradable<br />

novedad, no pudo contenerse:<br />

—Pero, querido, ¿es tanta la diferencia?<br />

—Demasiada, tía. Digamos ciento sesenta libras contra mis ciento<br />

siete.<br />

Se hundía en un mar proceloso.<br />

Hablar era lo único que la sostenía:<br />

—Y ¿cómo es, Cipriano?, ¿es hermosa?<br />

—Yo no emplearía esa palabra aunque quizá lo sea. Su tez es blanca<br />

y su rostro <strong>de</strong>masiado gran<strong>de</strong> para sus discretas facciones.


Únicamente su mirada es especial, tierna, incitante. Unos ojos color<br />

miel que cambian <strong>de</strong> matices con la luz. Unos ojos bellísimos. Luego<br />

están su boca montaraz y la calidad <strong>de</strong> su carne; su tamaño y su<br />

blancura te inducirán a pensar en una mujer blanda cuando es todo<br />

lo contrario.<br />

Cipriano se sofocó. De improviso se dio cuenta <strong>de</strong> que sus palabras<br />

habían ido <strong>de</strong>masiado lejos, venían a <strong>de</strong>svelar un conocimiento<br />

prematuro <strong>de</strong> su novia. Pensó que su tía iba a <strong>de</strong>cirle algo al<br />

respecto pero su tía pensó lo que él pensaba y se <strong>de</strong>svió hábilmente<br />

por otro registro:<br />

—¿Cómo se llama?<br />

—Teodomira —dijo él.<br />

—¡Dios mío! Es horrible —doña Gabriela no se pudo contener y se<br />

llevó sus cuidadas manos a los ojos. Terció el tío Ignacio:<br />

—Esos <strong>de</strong>talles carecen <strong>de</strong> importancia.<br />

La tía sonrió como si se excusase:<br />

—Po<strong>de</strong>mos llamarla Teo —dijo—.<br />

Eso no compromete a nada.<br />

Prosiguió la conversación en una atmósfera tirante, don<strong>de</strong> ninguna<br />

<strong>de</strong> las partes se plegaba. Pero el sentido común <strong>de</strong> Ignacio Salcedo<br />

se fue imponiendo. Lo fundamental era estar seguro <strong>de</strong> su<br />

enamoramiento. En consecuencia, lo pru<strong>de</strong>nte sería esperar un par<br />

<strong>de</strong> meses antes <strong>de</strong> tomar una <strong>de</strong>terminación.<br />

<strong>El</strong> 17 <strong>de</strong> febrero, un día abierto y azul, <strong>de</strong> primavera anticipada, se<br />

cumplió el plazo. Vicente, el criado, limpió y preparó el coche la<br />

víspera para trasladar a La Manga a su amo con el tío Ignacio. Doña<br />

Gabriela prefirió no asistir. No teniendo Teo madre, le parecía<br />

improce<strong>de</strong>nte su presencia. En realidad le asustaba. Cipriano, con<br />

traje <strong>de</strong> brocado y seda <strong>de</strong> ricos bordados y una presea pinjante en<br />

la pechera <strong>de</strong>l jubón, pasó por la casa <strong>de</strong> su tío a recogerle. <strong>El</strong> oidor<br />

<strong>de</strong> la Chancillería, con mangas folladas y jubón <strong>de</strong> raso carmesí,<br />

parecía arrancado <strong>de</strong> un cuadro, lo que indujo a Cipriano a pensar<br />

en los atuendos que encontraría en La Manga. Después <strong>de</strong> orillar los<br />

bogales <strong>de</strong>l camino, conforme a su experiencia, el carruaje se <strong>de</strong>tuvo<br />

ante la puerta <strong>de</strong> la parra junto al pozo. No había nadie en los


alre<strong>de</strong>dores. Hasta los perros y los gansos habían sido recogidos y<br />

Cipriano no reconoció a Octavia, la criada <strong>de</strong> Peñaflor, con toca y<br />

saya, cuando le abrió la puerta. En el salón, sentado junto al fuego,<br />

en una butaca <strong>de</strong> mimbre, como en un trono, esperaba don Segundo<br />

Centeno. Se había arreglado pelo y barba y había sustituido la<br />

carmeñola por una media gorra azul fuerte. Cipriano respiró hondo<br />

al advertir el cambio <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la puerta.<br />

Pero, cuando don Segundo se puso en pie para saludar a su tío, un<br />

golpe <strong>de</strong> sangre le subió al rostro al advertir las calzas acuchilladas<br />

que vestía, una prenda que los lansquenetes habían puesto <strong>de</strong> moda<br />

en España seis lustros atrás.<br />

Ofrecía un aspecto extravagante que se diluyó pronto en su<br />

naturalidad pasmosa, una naturalidad que se resentía por su<br />

empeño en utilizar palabras que no le eran habituales. La ceremonia<br />

prosiguió con la aparición <strong>de</strong> Teodomira con un atuendo no menos<br />

impropio: una saya negra <strong>de</strong> cola corta, que trataba <strong>de</strong> escamotear<br />

su cuerpo, con un manto <strong>de</strong> burato <strong>de</strong> seda. Su físico resultaba un<br />

poco excesivo en todo caso. <strong>El</strong> propio tío Ignacio, <strong>de</strong> estatura media,<br />

era ligeramente más bajo que ella. Pero lo más curioso <strong>de</strong> todo eran<br />

aquellos cuatro personajes, envarados en sus atuendos festivos,<br />

moviéndose en la mo<strong>de</strong>sta sala, con fuego <strong>de</strong> leña, como en un<br />

escenario teatral.<br />

Don Segundo mostró con orgullo sus posesiones a su huésped y le<br />

habló <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> los tratos firmados con su sobrino que esperaba<br />

“redundaran” en beneficio mutuo.<br />

Más tar<strong>de</strong> abordó el tema <strong>de</strong> la vida en el campo <strong>de</strong> cuyas ventajas<br />

hizo don Segundo un canto exaltado. Apreció en su justo valor que<br />

don Ignacio fuese oidor <strong>de</strong> la Chancillería y ambos acordaron firmar<br />

las capitulaciones matrimoniales <strong>de</strong>spués <strong>de</strong>l almuerzo, en ausencia<br />

<strong>de</strong> los interesados.<br />

Al sentarse a la mesa, la fuerza <strong>de</strong> la costumbre se impuso a la<br />

urbanidad y don Segundo Centeno <strong>de</strong>spachó la empanada <strong>de</strong> cor<strong>de</strong>ro<br />

y los huevos con espinacas con la gorra puesta y únicamente se la<br />

quitó al advertir los escandalizados aspavientos <strong>de</strong> su hija al servir<br />

Octavia los entremeses fritos.<br />

Al fin, bien comido y bien bebido, don Segundo quedó un momento<br />

inmóvil, congestionado el rostro, las manos sobre el vientre, hasta<br />

que soltó un regüeldo que él mismo coreó con un “salud” <strong>de</strong> alivio y<br />

un refrán que venía a exaltar una vez más las virtu<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l campo<br />

sobre la ciudad y la excelencia <strong>de</strong> su comida.


—En las casas <strong>de</strong> postín ya sabe vuesa merced: mucho lujo, mucho<br />

boato y poca tajada en el plato.<br />

Cuando quedaron solos, don Segundo adoptó hacia don Ignacio un<br />

tratamiento más ceremonioso aún:<br />

”señor oidor” o “don Salcedo”, le llamaba. Daba la impresión <strong>de</strong><br />

haber estudiado el tema y que estaba dispuesto a casar a la<br />

muchacha aunque tuviera que <strong>de</strong>spren<strong>de</strong>rse <strong>de</strong> su cachucha. Por su<br />

parte, el oidor, abrumado por la elementalidad <strong>de</strong>l gana<strong>de</strong>ro,<br />

<strong>de</strong>seaba dar la puntilla a una reunión que, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su llegada, le<br />

había resultado incómoda. De acuerdo con sus <strong>de</strong>seos las<br />

capitulaciones fueron firmadas sin objeciones. Don Segundo Centeno<br />

dotaría a su hija Teodomira con la friolera <strong>de</strong> mil ducados y don<br />

Ignacio Salcedo entregaría a don Segundo Centeno, en concepto <strong>de</strong><br />

arras, la cantidad <strong>de</strong> quinientos.<br />

A partir <strong>de</strong> este momento, don Segundo empezó a levantar la voz y a<br />

golpear en la espalda a don Ignacio, como viejos camaradas, cada<br />

vez que abría la boca. Daba la impresión <strong>de</strong> que la cifra anunciada<br />

por la “compra” <strong>de</strong> su hija le había sorprendido favorablemente.<br />

Otro tanto le había acontecido al oidor con la <strong>de</strong> la dote. Don<br />

Segundo no era, al parecer, un tacaño impenitente. Convenido en<br />

estos términos el contrato matrimonial, don Segundo puntualizó,<br />

como algo que no admitía vuelta <strong>de</strong> hoja, que la boda se celebraría<br />

en la iglesia parroquial <strong>de</strong> Peñaflor <strong>de</strong> Hornija, si “don Salcedo” no<br />

tenía nada que oponer, el 5 <strong>de</strong> junio a las nueve <strong>de</strong> la mañana. Y el<br />

“banquete”, que, dadas sus escasas relaciones, sería un acto<br />

familiar, en el patio <strong>de</strong>lantero <strong>de</strong> su casa <strong>de</strong> labranza, junto a las<br />

teleras que constituían su mundo. Don Ignacio dio su asentimiento,<br />

pero, una vez en el coche, camino <strong>de</strong> Villanubla, entre dos luces,<br />

intentó hacer ver a su sobrino la disparidad <strong>de</strong> las partes:<br />

—Una pregunta, Cipriano. ¿Tu suegro se <strong>de</strong>ja la barba o no se<br />

afeita? Parece lo mismo pero no es lo mismo.<br />

Cipriano rompió a reír. <strong>El</strong> clarete <strong>de</strong> Cigales había hecho su efecto y<br />

la reacción <strong>de</strong> su tío le divertía:<br />

—H... hoy estaba hecho un figurín —dijo—. Me gustan sus calzas <strong>de</strong><br />

lansquenete. Espero que la tía pueda apreciarlas el día <strong>de</strong> la boda.<br />

<strong>El</strong> tono irónico <strong>de</strong> su sobrino le <strong>de</strong>sarmó. Había subido al coche con<br />

la esperanza <strong>de</strong> hacerle reflexionar ya que, a su juicio, las dos<br />

familias eran inconciliables. Lo dijo así, pero Cipriano le respondió


que a él no le afectaban esos prejuicios burgueses. Cruelmente, don<br />

Ignacio aludió a su futura diciendo que aquella muchacha era algo<br />

más que un prejuicio burgués, pero Cipriano zanjó la cuestión<br />

arguyendo que para juzgar a Teo no era suficiente un almuerzo. En<br />

un último esfuerzo <strong>de</strong>sesperado, el oidor le preguntó si aquella<br />

atracción que <strong>de</strong>cía sentir hacia la hija <strong>de</strong> “el Perulero” no sería un<br />

simple “mal <strong>de</strong> amores”:<br />

—¿Mal <strong>de</strong> amores? Y ¿eso qué es?<br />

—Un <strong>de</strong>seo carnal que se impone a todo razonamiento —<strong>de</strong>claró el<br />

oidor.<br />

—Y ¿es, por casualidad, una enfermedad?<br />

La línea <strong>de</strong>l Páramo se incendiaba a poniente y, a contraluz, se<br />

agigantaban las encinas <strong>de</strong>l trayecto.<br />

—No lo tomes a broma, Cipriano. Tiene su diagnóstico y su<br />

tratamiento. Podrías visitar al doctor Galache, no digo para que te<br />

medique sino simplemente para mantener con él una conversación.<br />

Cipriano Salcedo acentuó su sonrisa. Puso su pequeña mano sobre la<br />

rodilla <strong>de</strong> su tío.<br />

—Por ese lado pue<strong>de</strong> vuesa merced estar tranquilo. No estoy enfermo,<br />

no pa<strong>de</strong>zco “mal <strong>de</strong> amores” y voy a casarme.<br />

<strong>El</strong> día 5 <strong>de</strong> junio, en la iglesia <strong>de</strong> Peñaflor, adornada con flores<br />

silvestres, se celebró el tan controvertido enlace. No pudo asistir<br />

doña Gabriela, aquejada <strong>de</strong> repentina indisposición, pero sí don<br />

Ignacio, Dionisio Manrique, el sastre Fermín Gutiérrez, Estacio <strong>de</strong>l<br />

Valle, el señor Avelino, el bichero <strong>de</strong> Peñaflor, Martín Martín y los<br />

pastores <strong>de</strong> don Segundo en Wamba, Castro<strong>de</strong>za y Ciguñuela. <strong>El</strong><br />

banquete nupcial, en el patio <strong>de</strong> la casa gran<strong>de</strong>, resultó muy<br />

animado y, tras los postres, don Segundo, con sus calzas<br />

acuchilladas y su media gorra a la cabeza, se subió torpemente a la<br />

mesa y pronunció un discurso sentimental que subrayó dando vivas<br />

a los novios, al señor cura y al acompañamiento, y remató con un<br />

nervioso zapateado.<br />

De regreso, se produjo el primer rifirrafe entre los recién casados.<br />

Teodomira se empeñaba en bajar a “Obstinado”, su caballo pío, a<br />

Valladolid y Cipriano le preguntó que qué pito iba a tocar un penco<br />

tan innoble en la Corte.


”La Reina <strong>de</strong>l Páramo” le replicó fuera <strong>de</strong> sí que si “Obstinado” no<br />

bajaba ella tampoco y, en ese caso, diera por no celebrado el<br />

casamiento. Aún trató <strong>de</strong> resistirse Cipriano pero, en vista <strong>de</strong> la<br />

intransigencia <strong>de</strong> su cónyuge, terminó cediendo. Vicente, el criado,<br />

bajó montando a “Obstinado” y ellos dos en el coche, a la rueda <strong>de</strong>l<br />

<strong>de</strong> don Ignacio.<br />

Ya en casa, tras saludar al servicio, Cipriano llevó a cabo la prueba<br />

para la que venía preparándose durante los dos últimos meses.<br />

Tomó en sus bracitos musculados a la que por ley era ya su esposa,<br />

empujó con el pie la puerta <strong>de</strong>l dormitorio, avanzó con ella hasta el<br />

lecho nupcial y la <strong>de</strong>positó suavemente sobre el gran colchón <strong>de</strong><br />

lana <strong>de</strong> La Manga que “el Perulero” les había regalado. Teodomira le<br />

miraba con sus redondos ojos <strong>de</strong> asombro:<br />

—Tú das el pego, chiquillo.<br />

¿Es posible saber <strong>de</strong> dón<strong>de</strong> sacas esas fuerzas? —preguntó.<br />

__________________________<br />

__________________________<br />

IX<br />

Los primeros meses <strong>de</strong> matrimonio fueron gozosos y apacibles para<br />

Cipriano Salcedo. Teodomira Centeno, que había pasado a llamarse<br />

Teo, <strong>de</strong>sayunaba en la cama a las diez <strong>de</strong> la mañana, se arreglaba y<br />

bajaba un rato a la tienda. Algunas tar<strong>de</strong>s daba un paseo con<br />

“Obstinado” hasta Simancas o Herrera o subía un rato a La Manga a<br />

ver a su padre. Cipriano, consciente <strong>de</strong> que el penco <strong>de</strong> su esposa no<br />

era <strong>de</strong> recibo en la Corte, le regaló un potrillo alazán, <strong>de</strong> hermosa<br />

presencia, que la hija <strong>de</strong> “el Perulero” rechazó toda alborotada,<br />

alegando que prefería su caballo <strong>de</strong> toda la vida que aquel pura<br />

sangre lleno <strong>de</strong> pretensiones. “La Reina <strong>de</strong>l Páramo” tenía esos<br />

prontos.<br />

Era <strong>de</strong> buen conformar pero, <strong>de</strong> improviso, por cualquier na<strong>de</strong>ría, le<br />

agarraba como una sofocación y, entonces, <strong>de</strong>svariaba, gritaba y se<br />

volvía irascible y agresiva. Él le echaba en cara que únicamente le<br />

movía el afán <strong>de</strong> llevar la contraria y ella que Cipriano se<br />

avergonzaba <strong>de</strong>l paso que había dado, pero que, al tomarla por<br />

esposa, <strong>de</strong>bía aceptarla con todas las consecuencias. De nuevo


Cipriano tuvo que transigir y, en lo sucesivo, cada vez que salían <strong>de</strong><br />

paseo a caballo, lo hacían por trayectos diferentes y, si se trataba<br />

<strong>de</strong> visitar a don Segundo, Teo le esperaba con su caballo manchado<br />

en la ribera opuesta <strong>de</strong>l Puente Mayor, don<strong>de</strong> se reunían. Bastaron<br />

unas semanas para que Cipriano advirtiera una cosa importante:<br />

había or<strong>de</strong>nado su vida al margen <strong>de</strong> la indolencia <strong>de</strong> Teo y <strong>de</strong> los<br />

accesos <strong>de</strong> humor colérico que empezaba a observar en su conducta.<br />

Mas como los viajes a La Manga no eran frecuentes, Cipriano pudo<br />

<strong>de</strong>dicar las mañanas al almacén y las tar<strong>de</strong>s al taller, mientras en<br />

casa ocupaba el tiempo libre en contestar el correo y la lectura.<br />

Apenas lo había hecho a raíz <strong>de</strong> abandonar el colegio, cuando<br />

tropezó con la gran biblioteca <strong>de</strong> su tío, pero ahora, ya instalado en<br />

el hogar, había vuelto a la vieja costumbre. Después <strong>de</strong>l viaje nupcial<br />

por Ávila y Segovia, ciuda<strong>de</strong>s que Teo <strong>de</strong>sconocía, a Cipriano empezó<br />

a urgirle la visita a Pedrosa por don<strong>de</strong> hacía dos años que no<br />

pisaba. Martín Martín apenas le había facilitado algunas noveda<strong>de</strong>s<br />

en Peñaflor, el día <strong>de</strong> la boda, tal que don Domingo, el viejo párroco<br />

que le ayudara a conseguir el título <strong>de</strong> hidalgo, había fallecido y que<br />

los pagos <strong>de</strong>l arroyo <strong>de</strong> Villavendimio, que había incorporado a su<br />

finca para reforzar la solicitud, daban más cardos que uvas. Al<br />

parecer la cosecha presente entraba en los niveles <strong>de</strong> normalidad<br />

pero, así y todo, las rentas <strong>de</strong> los dos últimos años no había sido<br />

fácil cobrarlas. Y, guiado por la máxima <strong>de</strong> que el ojo <strong>de</strong>l amo<br />

engorda al caballo, Cipriano había <strong>de</strong>cidido visitar Pedrosa con<br />

asiduidad.<br />

En el aspecto sexual, su matrimonio funcionaba. La evi<strong>de</strong>nte pereza<br />

<strong>de</strong> Teo no le afectaba. Nunca trató <strong>de</strong> comprar una criada ya que<br />

Crisanta y Jacoba se bastaban para aten<strong>de</strong>r el cuerpo <strong>de</strong> casa y<br />

Fi<strong>de</strong>la cumplía con su obligación en la cocina. Teo había llegado,<br />

pues, a la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo 5 como una señora. Otra cosa era<br />

que su vida conyugal se mantuviera alejada <strong>de</strong> la impaciencia y el<br />

rijo propios <strong>de</strong> los nuevos esposos. Al <strong>de</strong>cir <strong>de</strong> Crisanta, la doncella,<br />

daba la impresión <strong>de</strong> que el amo y la señora Teo llevaban doce años<br />

casados. Pero esto, que era cierto <strong>de</strong> puertas afuera, <strong>de</strong> puertas<br />

a<strong>de</strong>ntro no se ajustaba a la verdad. Cipriano, al tiempo que el amor<br />

carnal, iba <strong>de</strong>scubriendo en Teo sorpren<strong>de</strong>ntes peculiarida<strong>de</strong>s, como<br />

la absoluta falta <strong>de</strong> vello <strong>de</strong> su cuerpo. Las carnes blancas, prietas y<br />

apetecibles <strong>de</strong> su esposa eran totalmente lampiñas y el pelo no<br />

aparecía ni en aquellas zonas que parecían exigirlo: las axilas y el<br />

pubis. La primera vez que la vio <strong>de</strong>snuda a duras penas pudo<br />

dominar su perplejidad, pero este hecho que, en principio, le<br />

sorprendió se fue convirtiendo con el tiempo en un nuevo aliciente.<br />

Poseer a Teo, se <strong>de</strong>cía, era como poseer a una Venus <strong>de</strong> mármol llena<br />

<strong>de</strong> agua caliente. Porque Teo podía ser blanca y robusta pero no fría.<br />

En sus juegos lascivos él la llamaba “Mi Estatua Apasionada”,


sobrenombre que a ella no parecía incomodarla. En cualquier caso,<br />

Teo se comportaba como una hembra cálida, experta, poco<br />

melindrosa.<br />

Sus ágiles manos <strong>de</strong> esquiladora jugaban un papel importante en el<br />

amor. Des<strong>de</strong> el primer día aprendió a buscarle a oscuras “la cosita”<br />

y, cuando la encontraba, prorrumpía en grititos <strong>de</strong> admiración y<br />

entusiasmo. De esta manera, como no podía ser menos, “la cosita” se<br />

erigió en eje <strong>de</strong> la vida íntima <strong>de</strong>l matrimonio. Pero una vez hallada,<br />

Cipriano asumía la parte activa <strong>de</strong> la conquista, forcejeaba por<br />

encaramarse a ella, casi inabordable, y, ya en lo alto, retozaba,<br />

perdido en la generosa orografía <strong>de</strong> Teo tan dura y maciza como<br />

había colegido tras los furtivos contactos <strong>de</strong>l noviazgo. Teo se<br />

transformaba <strong>de</strong> pronto en el “Obstinado” y él, gustosamente, lo<br />

cabalgaba. Pero a su cuerpo le faltaba piel, superficie para poseerla<br />

íntegramente y, en su <strong>de</strong>fecto, también sus pequeñas manos <strong>de</strong>bían<br />

entrar en acción.<br />

<strong>El</strong>la le sentía sobre sí como un fruitivo parásito, le recibía gozosa y,<br />

en el momento culminante <strong>de</strong> la posesión, se atragantaba en un<br />

risoteo <strong>de</strong>scarado y salaz que <strong>de</strong>sconcertó a Cipriano el primer día<br />

pero que llegó a constituir, con el tiempo, la apoteosis <strong>de</strong> la fiesta<br />

carnal. Era el acompañamiento sonoro <strong>de</strong> su orgasmo.<br />

Hacer gozar a una mujer tan gran<strong>de</strong> halagaba la vanidad <strong>de</strong>l<br />

pequeño Cipriano. Y cuando ella, momentos antes <strong>de</strong>l risoteo,<br />

exclamaba en pleno paroxismo: |¡arremetes como un toro,<br />

chiquillo!|, él, que por razones obvias había <strong>de</strong>testado siempre los<br />

diminutivos, aceptaba el cálido “chiquillo” como un homenaje a la<br />

agresividad <strong>de</strong>l macho. Mas no faltaban noches en las que Teo<br />

fatigada o <strong>de</strong>sganada, permanecía pasiva en la cama, no hacía por<br />

“la cosita”, y entonces Cipriano aguardaba expectante, pero la<br />

búsqueda no llegaba a producirse, con lo que se veía obligado a<br />

tomar la iniciativa en frío y, tras unos minutos <strong>de</strong> impaciente<br />

espera, empezaba a gatear por el costado <strong>de</strong> su esposa a la<br />

conquista <strong>de</strong> las protuberancias protectoras. <strong>El</strong>la fingía soportar su<br />

asedio pero, cuando le notaba encaramado sobre ella, susurraba<br />

incitante:<br />

—¿Qué buscas, mi amor?<br />

La pregunta era la señal para que el consabido juego <strong>de</strong> cada noche<br />

comenzase, bien que por otro punto distinto. En cualquier caso, tras<br />

los reiterados actos <strong>de</strong> amor, Teo quedaba <strong>de</strong>sfallecida, el brazo<br />

izquierdo abandonado sobre la almohada, separado <strong>de</strong>l cuerpo, y<br />

Cipriano, anheloso siempre <strong>de</strong> un hueco protector, acabó


acostumbrándose a recostar su pequeña cabeza en la axila cálida y<br />

pelona <strong>de</strong> Teo y, en este seguro refugio, a quedarse dormido.<br />

En aquellos bochornosos días <strong>de</strong>l primer verano <strong>de</strong> casados,<br />

Cipriano hizo otro sorpren<strong>de</strong>nte <strong>de</strong>scubrimiento: Teo no sudaba.<br />

Pasaba calor, se sofocaba, se cansaba, pero sus poros no se abrían.<br />

Ante un fenómeno tan inexplicable, la actitud <strong>de</strong> Cipriano se hizo<br />

aún más reverencial. Su viva aversión hacia las axilas sudadas,<br />

hacia la sobaquina, no rezaba con su esposa.<br />

Ni en el caluroso viaje <strong>de</strong> novios, en las recalentadas pensiones, ni<br />

en sus paseos por las viejas ciuda<strong>de</strong>s Teo sudaba, en tanto la<br />

reducida anatomía <strong>de</strong> Cipriano, con escasas grasas que quemar, se<br />

<strong>de</strong>rretía como la manteca bajo las altas temperaturas. En principio<br />

él atribuyó la anomalía a algún motivo adventicio, pero Teo le sacó<br />

<strong>de</strong> dudas:<br />

—Ni <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> pelar al sol cien cor<strong>de</strong>ros me ha caído <strong>de</strong> la frente<br />

una gota <strong>de</strong> sudor.<br />

Fue otra novedad que avivó la sexualidad <strong>de</strong> Salcedo. Él buscaba<br />

una razón para explicarla y, finalmente, creyó haberla encontrado:<br />

la ausencia <strong>de</strong> sudor y <strong>de</strong> vello eran manifestaciones <strong>de</strong> un mismo<br />

fenómeno. Las carnes prietas <strong>de</strong> Teo no florecían porque les faltaba<br />

riego.<br />

A pesar <strong>de</strong> esto, a pesar <strong>de</strong> todo, Cipriano, durante el primer año <strong>de</strong><br />

su matrimonio, lejos <strong>de</strong> consi<strong>de</strong>rar <strong>de</strong>fectos estas rarezas, las<br />

consi<strong>de</strong>raba acicates, estímulos libidinosos. También Teo por su<br />

parte, hacía <strong>de</strong>scubrimientos extraordinarios en el cuerpo <strong>de</strong> su<br />

marido.<br />

Cipriano no solamente era un ser humano bello, aunque reducido y<br />

musculado, sino, contrariamente a ella, excepcionalmente velludo.<br />

<strong>El</strong> vello no sólo crecía en abundancia en las axilas y en el pubis sino<br />

en los lugares menos propicios para albergar folículos, como los<br />

pies, los hombros o la cintura. Ante tamaña muestra <strong>de</strong><br />

masculinidad, ella, algunas noches, tras su risotada explosiva,<br />

exclamaba fuera <strong>de</strong> sí:<br />

—Me enloqueces, chiquillo.<br />

Tienes más pelos que un mono.<br />

Cipriano, que gustaba <strong>de</strong> las carnes duras, lisas, sin acci<strong>de</strong>ntes <strong>de</strong><br />

su esposa, pensaba: la atracción <strong>de</strong> los contrarios. Mas entre esta


exclamación <strong>de</strong> Teo y su <strong>de</strong>mostración muscular <strong>de</strong> la primera<br />

noche, se sintió valorado, distinguido como macho, lo que contribuyó<br />

a crear entre ambos una saludable reciprocidad. <strong>El</strong>la parecía<br />

satisfecha <strong>de</strong> él y él, “Obstinado” aparte, satisfecho <strong>de</strong> ella.<br />

Temerosos <strong>de</strong> que la tía Gabriela <strong>de</strong>jase enfriar sus relaciones,<br />

invitaban a los tíos con alguna asiduidad, <strong>de</strong> modo que,<br />

transcurridos ocho meses <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la boda, Gabriela, tan bien educada<br />

como bien vestida, charlaba y se divertía con Teo como con cualquier<br />

amiga <strong>de</strong> la villa. Más si cabe, puesto que su sobrina política la<br />

trasladaba a un mundo <strong>de</strong>sconocido, el mundo <strong>de</strong>l campo y <strong>de</strong>l<br />

trabajo, en el que todo constituía para ella una novedad: la higiene<br />

personal, los pequeños ritos, la convivencia con los animales. No<br />

asimilaba, por ejemplo, que una manada <strong>de</strong> gansos resultara más<br />

eficaz que los mastines para la guarda <strong>de</strong> la casa, como Teo<br />

aseguraba. Los “patos”, para la tía, eran animales domésticos<br />

carentes <strong>de</strong> agresividad. Gabriela le preguntaba por sus vestidos, los<br />

muebles <strong>de</strong>l hogar, sus adornos. No comprendía que Teo hubiera<br />

podido vivir años con una saya para el trabajo y un traje para los<br />

días festivos. La muchacha admitía que su padre era rico pero le<br />

costaba ganarlo y le dolía que se malgastase. <strong>El</strong> hecho <strong>de</strong> que don<br />

Segundo le hubiese dotado con mil ducados venía a <strong>de</strong>mostrar que<br />

su padre había vivido sólo para ella. Este pensamiento la<br />

emocionaba y, prácticamente todos los meses, subía al monte <strong>de</strong><br />

Peñaflor para darle un abrazo. Incluso alimentaba “in mente” un<br />

noble propósito: pasar con él un par <strong>de</strong> semanas cada primavera<br />

para ayudarle en el esquileo.<br />

Pero, antes <strong>de</strong> que pudiera poner en práctica su propósito, don<br />

Segundo se volvió a casar. Estacio <strong>de</strong>l Valle bajó <strong>de</strong> Villanubla en la<br />

mula a notificárselo a Cipriano. Don Segundo Centeno, “el Perulero”,<br />

había contraído matrimonio con la Petronila, la chica mayor <strong>de</strong>l<br />

Telesforo Mozo, uno <strong>de</strong> los pastores <strong>de</strong> Castro<strong>de</strong>za, una boda<br />

acertada, a juicio <strong>de</strong> Estacio <strong>de</strong>l Valle, porque, <strong>de</strong> una sola tacada,<br />

don Segundo dispondría <strong>de</strong> mujer para yacer y obrera para esquilar<br />

ya que, ausente Teodomira, la Petronila era la mejor peladora <strong>de</strong> la<br />

comarca. Por su parte, Telesforo Mozo, el pastor, tampoco quedó<br />

<strong>de</strong>snudo: Don Segundo le autorizó a llevar con su rebaño un hatajo<br />

<strong>de</strong> ovejas <strong>de</strong> vientre cuyos gastos corrían por cuenta <strong>de</strong>l patrón.<br />

Informada <strong>de</strong> la novedad, Teo esperó a Cipriano a la salida <strong>de</strong>l<br />

Puente Mayor con la intención <strong>de</strong> subir juntos a La Manga. Estaba<br />

sofocada e irritable, en plena crisis, y no aceptaba la comprensión<br />

<strong>de</strong> Cipriano hacia la <strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> su padre. Pero cuando ella le<br />

recriminó a éste la boda arrastrada que había hecho y él le hizo ver<br />

que el ganado era muy esclavo y que sólo con dos manos, más viejas


cada día, mal podía valerse, ella, ante aquel tácito reconocimiento<br />

<strong>de</strong> su ayuda, le abrazó estrechamente.<br />

Por su parte, Cipriano indagó si había firmado algún papel con el<br />

Telesforo Mozo, pero don Segundo lo negó. No, no había firmado<br />

nada con el Telesforo porque entre la gente <strong>de</strong>l campo sobraban los<br />

papeles, era suficiente la palabra dada. Pero, al mes siguiente,<br />

Telesforo Mozo le comunicó que doblaba el número <strong>de</strong> reses <strong>de</strong> su<br />

hatajo porque diez ovejas <strong>de</strong> vientre era como no tener nada. Don<br />

Segundo visitó a su hija en la capital y, al marchar, <strong>de</strong>jó la casa<br />

impregnada <strong>de</strong> un olor a cagarrutas que no se fue en varios días.<br />

Pretendía el apoyo <strong>de</strong> don Ignacio, el oidor, pero su yerno le aclaró<br />

que, en el campo, la palabra dada era tan frágil como en la ciudad y<br />

que había facilitado al Telesforo Mozo un arma con la que podía<br />

estarle chantajeando hasta el día <strong>de</strong>l juicio. Ante esto, don Segundo<br />

<strong>de</strong>sistió <strong>de</strong> visitar a don Ignacio y regresó al monte impregnado <strong>de</strong><br />

su olor a basura, cabizbajo y con las orejas gachas.<br />

Al iniciarse abril, Cipriano encontró al fin un hueco entre sus<br />

ocupaciones para visitar Pedrosa.<br />

Como <strong>de</strong> costumbre salió <strong>de</strong> su casa por el Puente Mayor y galopó<br />

por las faldas <strong>de</strong> las colinas, hasta Villalar. Encontró a su rentero<br />

en el campo, almorzando en una gayola, y cabalgaron juntos hasta<br />

el pago <strong>de</strong> Villavendimio. Los cepones apenas habían echado hoja y<br />

las calles <strong>de</strong> la viña estaban llenas <strong>de</strong> broza. Cipriano sugirió a<br />

Martín Martín la posibilidad <strong>de</strong> poner el pago <strong>de</strong> cereal pero el<br />

rentero lo rechazó <strong>de</strong> plano, el trigo y la cebada no cundían en<br />

terrenos tan flojos, no medraban. Pasaron la mañana viendo el resto<br />

<strong>de</strong> las viñas y la señora Lucrecia, muy viejecita ya, les sirvió <strong>de</strong><br />

comer como hacía en vida <strong>de</strong>l difunto don Bernardo.<br />

Por la tar<strong>de</strong>, Salcedo se alojó en la fonda <strong>de</strong> la hija <strong>de</strong> Baruque, en<br />

la Plaza <strong>de</strong> la Iglesia. Al entornar los postigos para dormir la siesta,<br />

divisó a un cura sentado en el poyo <strong>de</strong>l templo leyendo un libro.<br />

Estaba tan absorto, que ni las bandadas <strong>de</strong> palomas que le<br />

sobrevolaban <strong>de</strong> vez en cuando, ni los labriegos que atravesaban la<br />

plaza canturreando a lomos <strong>de</strong> sus borricos, le distraían. Después <strong>de</strong><br />

dormir un rato, al abrir los postigos, Cipriano constató que el cura<br />

seguía en el mismo sitio. Estaba tan inmóvil como si lo hubiesen<br />

disecado, pero cuando Salcedo salió a saludarle, el nuevo cura, que<br />

había venido a sustituir al difunto don Domingo, se puso en pie<br />

cortésmente. Cipriano se presentó pero el cura ya le conocía <strong>de</strong><br />

referencias.


En el pueblo le habían hablado <strong>de</strong> él, <strong>de</strong> su acceso a la hidalguía y<br />

<strong>de</strong> la fiesta subsiguiente, pero sentía una curiosidad: ¿era tal vez el<br />

oidor <strong>de</strong> la Chancillería, don Ignacio Salcedo, pariente suyo?<br />

Tío, era su tío, aclaró Cipriano, y también su tutor. Entonces el<br />

nuevo párroco se refirió a don Ignacio como uno <strong>de</strong> los hombres más<br />

cultos e informados <strong>de</strong> Valladolid.<br />

Seguramente su biblioteca, si no era la primera, sería la segunda en<br />

número <strong>de</strong> ejemplares. Acto seguido se presentó él: Pedro Cazalla,<br />

dijo humil<strong>de</strong>mente. Y Cipriano Salcedo, a su vez, le preguntó si tenía<br />

algún parentesco con el doctor Cazalla, el predicador:<br />

—Somos hermanos —dijo el cura—. Estuvo unos meses en Salamanca<br />

pero ahora vive con mi madre en Valladolid.<br />

Salcedo reconoció que era asistente habitual a los sermones <strong>de</strong>l<br />

Doctor.<br />

—Es un orador fácil —dijo Cazalla sin darle importancia.<br />

Aparentaba menos años que el Doctor, con su pelo negro y <strong>de</strong>nso,<br />

encanecido en las sienes, su curtido rostro varonil y unos ojos<br />

oscuros, <strong>de</strong> mirada escrutadora.<br />

—Algo más que fácil —replicó Salcedo—. Yo diría el mejor orador<br />

sagrado <strong>de</strong>l momento. Construye sus discursos con la soli<strong>de</strong>z <strong>de</strong> un<br />

arquitecto.<br />

Pedro Cazalla encogió los hombros. Le azoraban los elogios a su<br />

hermano. Aceptó su facilidad expresiva, su espiritualidad. <strong>El</strong><br />

Emperador le había llevado con él a Alemania durante unos años<br />

precisamente por eso, por su espiritualidad. Fue un honor y una<br />

experiencia que su hermano no olvidaría nunca ahora que Carlos V<br />

se disponía a retirarse a Yuste.<br />

Cipriano Salcedo preguntó a Cazalla por qué su hermano predicaba<br />

sistemáticamente fuera <strong>de</strong> los conventos. Cazalla volvió a levantar<br />

los hombros: dispone <strong>de</strong> mayor libertad —aclaró—. La comunidad <strong>de</strong><br />

frailes se presta a una crítica múltiple y encontrada, no siempre<br />

saludable.<br />

Salcedo sentía cómo se avivaba su curiosidad hacia el nuevo<br />

párroco. Su pasión por la lectura, la novedad <strong>de</strong> sus i<strong>de</strong>as, la falta<br />

<strong>de</strong> paternalismo, tan frecuente en los curas rurales, le sorprendían.<br />

Era ya noche cerrada cuando se <strong>de</strong>spidió <strong>de</strong> él. Fue el párroco quien


le sugirió la posibilidad <strong>de</strong> verse a la tar<strong>de</strong> siguiente, invitación que<br />

Salcedo, que había pensado regresar a Valladolid por la mañana, no<br />

<strong>de</strong>clinó. A las diez, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong>l <strong>de</strong>sayuno, el cura seguía leyendo en<br />

el atrio en la misma postura que la tar<strong>de</strong> anterior. Cuando Cipriano<br />

fue a recogerle <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> almorzar continuaba inmóvil en el poyo<br />

<strong>de</strong> la iglesia. Cerró el libro al verle y se incorporó:<br />

—¿Pue<strong>de</strong> saberse qué lee con tanto celo vuestra paternidad?<br />

—Releo a Erasmo —respondió Cazalla—. Nunca se acaba <strong>de</strong> conocer<br />

su pensamiento.<br />

—Yo fui en tiempos un aguerrido erasmista —dijo Cipriano con<br />

sorna.<br />

<strong>El</strong> cura se sorprendió:<br />

—¿De veras le ha interesado a vuesa merced Erasmo alguna vez?<br />

—Entiéndame, padre. Le estoy hablando <strong>de</strong> mi infancia, <strong>de</strong> la<br />

Conferencia sobre Erasmo. En mi colegio se formaron entonces dos<br />

bandos y yo pertenecía al <strong>de</strong> los erasmistas. Y, aunque ninguno <strong>de</strong><br />

los grupos sabíamos quién era Erasmo, llegamos a pelearnos por él.<br />

Habían atravesado el pueblo sin plan preconcebido y ahora se<br />

encontraban en el camino <strong>de</strong> Villavendimio, en dirección a Toro.<br />

Cazalla observaba a los animales, a los pájaros, se revelaba como un<br />

experto conocedor <strong>de</strong>l campo. Hablaba <strong>de</strong> los estorninos pintos como<br />

más pen<strong>de</strong>ncieros y mejores albañiles que los negros, más locuaces y<br />

canoros también.<br />

Pero al cura le había interesado la mención <strong>de</strong> su vida colegial.<br />

Le preguntó por el centro don<strong>de</strong> se había educado.<br />

—<strong>El</strong> Hospital <strong>de</strong> Niños Expósitos —dijo Salcedo.<br />

—Pero vuesa merced no lo era, no era expósito quiero <strong>de</strong>cir.<br />

—No lo era pero mi padre me sometió a esa dura disciplina. No creía<br />

en mi inteligencia y varios preceptores habían fracasado conmigo.<br />

—¿No estaba allí el padre Arnaldo?<br />

—<strong>El</strong> padre Arnaldo y el padre Toval, ambos enfrentados<br />

precisamente en la cuestión erasmista.


Erasmo fue el inspirador <strong>de</strong> Lutero, a juicio <strong>de</strong>l padre Arnaldo.<br />

Sin él la Reforma nunca se hubiera producido. Por contra, el padre<br />

Toval creía en la buena fe <strong>de</strong>l holandés.<br />

Los ojos <strong>de</strong> Cazalla parecían mirar a algo remoto.<br />

—Aquéllos fueron días <strong>de</strong> esperanza —dijo <strong>de</strong> pronto—. <strong>El</strong><br />

Emperador estaba junto a Erasmo, lo apoyaba, y el inquisidor<br />

Manrique también. ¿Qué significaban los mosquitos pegajosos que se<br />

alzaban contra ellos? Por aquellas fechas Erasmo publicó la<br />

segunda parte <strong>de</strong> su “Hyperaspistes” rebatiendo algunas<br />

afirmaciones <strong>de</strong> Lutero. Esto consolidó su prestigio ante el Rey quien<br />

le escribió, llamándole |honrado, <strong>de</strong>voto y amado nuestro| en el<br />

encabezamiento <strong>de</strong> la carta.<br />

Las palabras <strong>de</strong> Cazalla tenían un estremecido tono nostálgico:<br />

—Y ¿cómo se malogró aquel empeño?<br />

—Se cambiaron las tornas. Fue un hecho fatal. <strong>El</strong> inquisidor<br />

Manrique <strong>de</strong>jó <strong>de</strong> apoyar a Erasmo y el Rey se olvidó <strong>de</strong> él en Italia.<br />

Los frailes aprovecharon la circunstancia para atacarle <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el<br />

púlpito. Carvajal respondió agriamente al “Hyperaspistes” y Erasmo,<br />

en lugar <strong>de</strong> callar y no darse por aludido, le replicó con violencia. La<br />

situación había dado un giro completo. A partir <strong>de</strong> ese momento,<br />

para la Inquisición, Erasmo y Lutero fueron ramas <strong>de</strong> un mismo<br />

tronco.<br />

Habían alcanzado el Recodo <strong>de</strong>l Viejo, junto a la junquera, don<strong>de</strong><br />

una urraca galleaba con insolencia.<br />

<strong>El</strong> cura contempló al pájaro con curiosidad sin <strong>de</strong>jar <strong>de</strong> caminar.<br />

<strong>El</strong> sol se ensanchaba y enrojecía al <strong>de</strong>splomarse tras las colinas<br />

grises <strong>de</strong> poniente. Pedro Cazalla se <strong>de</strong>tuvo y dijo:<br />

—¿Ha reparado vuesa merced en los crepúsculos <strong>de</strong> Castilla?<br />

—Los saboreo con frecuencia —dijo Salcedo—. Las puestas <strong>de</strong> sol en<br />

la meseta resultan a veces sobrecogedoras.<br />

Habían dado la vuelta y la tar<strong>de</strong> empezaba a refrescar. A lo lejos se<br />

divisaban las casitas <strong>de</strong> barro señoreadas por la iglesia.


Las cigüeñas habían sacado pollos y se erguían en la espadaña<br />

como dibujos esquemáticos. Pedro Cazalla miró <strong>de</strong> nuevo al sol<br />

<strong>de</strong>clinante. Los entreluces <strong>de</strong>l lubricán le fascinaban. Sonó en el aire<br />

quedo el tañido <strong>de</strong> una campana. Cazalla apresuró el paso. Volvió<br />

hacia Salcedo sus ojos profundos:<br />

—Ayer Erasmo era una esperanza y hoy sus libros están prohibidos.<br />

Nada <strong>de</strong> esto es obstáculo para que algunos sigamos creyendo en la<br />

Reforma que proponía. Quizá sea la única posible. Trento no<br />

aportará nada sustancial.<br />

A la mañana siguiente el cielo estaba empañado por algunas nubes<br />

blancas y “Relámpago” tomó el camino <strong>de</strong> Villavieja por las cuestas,<br />

a galope tendido. Cipriano agra<strong>de</strong>cía la velocidad, el fresco viento<br />

en el rostro, mientras pensaba en los hermanos Cazalla, en su<br />

melancolía, en su inquietud reformista. Comprendía ahora mejor la<br />

sensación <strong>de</strong> vacío que le producían los sermones <strong>de</strong>l Doctor. <strong>El</strong><br />

erasmismo se <strong>de</strong>sarraigaba en Castilla y, en consecuencia, su causa<br />

era una causa perdida. No obstante, veinte años atrás, el padre<br />

Arnaldo les había mandado rezar por la Iglesia, por la <strong>de</strong>saparición<br />

<strong>de</strong> las doctrinas erasmistas.<br />

¿Cómo conciliar respuestas tan dispares ante un mismo fenómeno?<br />

”Relámpago” <strong>de</strong>jó atrás el pueblo <strong>de</strong> Tor<strong>de</strong>sillas y, al alcanzar el <strong>de</strong><br />

Simancas, cruzó hacia el camino general y atravesó el puente<br />

romano, a legua y media <strong>de</strong> la villa.<br />

Teo le recibió como si hiciera un mes que no se veían. Había sido la<br />

primera separación y le había echado <strong>de</strong> menos. Después <strong>de</strong> cenar,<br />

“la Estatua Apasionada” abrevió la sobremesa, y ante la sorpresa <strong>de</strong><br />

Crisanta, la doncella, a las diez el matrimonio estaba acostado. Teo<br />

le estrechaba contra ella y a él le agradaba sentirse protegido, en el<br />

fortín, a cubierto <strong>de</strong> cualquier asechanza. A poco, “la Estatua<br />

Apasionada” le buscó “la cosita” y comentó, con voz meliflua, que<br />

qué bien que su marido no se la hubiera olvidado en Pedrosa, en<br />

tanto Salcedo se esforzaba por encaramarse a la meseta <strong>de</strong> las<br />

protuberancias. Sintió el atragantado risoteo <strong>de</strong> su esposa, vibrante<br />

y prolongado, pero ello no impidió que, pasados unos instantes, “la<br />

Estatua Apasionada” reiniciara el acto <strong>de</strong> amor. A Cipriano le<br />

sorprendió su avi<strong>de</strong>z. Se diría que Teo enca<strong>de</strong>naba los contactos en<br />

una actitud compulsiva como si pusiera a prueba su resistencia. Y,<br />

tras una cuarta vez, cuando el acoso cedió, Cipriano, extenuado,<br />

buscó el refugio <strong>de</strong> su axila. En Pedrosa había echado en falta su<br />

calor y tuvo que dormir con la gorra puesta. Al recuperar ahora el


techo perdido se sentía cobijado y feliz por más que la actitud <strong>de</strong><br />

Teo siguiera sin <strong>de</strong>finirse.<br />

Al <strong>de</strong>spertar, encontró a su mujer sofocada, inquisitiva, apremiante.<br />

Era otro tropezón, aparentemente baladí, <strong>de</strong> su matrimonio:<br />

—¿Por qué nosotros no tenemos nunca un hijo, Cipriano? Llevamos<br />

casados más <strong>de</strong> diez meses y nunca me pasa nada.<br />

Salcedo le acarició los rizos color caoba <strong>de</strong> la nuca, se hacía anillos<br />

con ellos sin conseguir amansarla:<br />

—¡Oh, querida, estas cosas no tienen horario fijo! —dijo—. No<br />

<strong>de</strong>pen<strong>de</strong>n <strong>de</strong> nuestra voluntad. Por otra parte, los Salcedo nunca<br />

fuimos muy fértiles. No <strong>de</strong>bes impacientarte por eso. Ya llegará.<br />

Se adivinaba que Teo había reflexionado sobre el particular:<br />

—Todas las mujeres cuando se casan tienen un hijo, Cipriano.<br />

¿Por qué no me dijiste a tiempo que tu familia tenía dificulta<strong>de</strong>s?<br />

Cada vez que <strong>de</strong>positas tu semilla en mí pienso que esta vez va a ser<br />

la <strong>de</strong>finitiva pero nunca llega.<br />

Se mostraba erizada, resentida, pero él le quitó importancia al<br />

asunto:<br />

—No te inquietes por eso, cariño. Los Salcedo siempre nos<br />

reprodujimos con parsimonia. Mi bisabuelo no tuvo más que un hijo y<br />

mi abuelo dos, pero entre medias transcurrieron ocho años. <strong>El</strong> tío<br />

Ignacio tampoco tiene familia y ten en cuenta que mi madre, que<br />

gloria haya, estuvo cinco años tratándose su supuesta infecundidad.<br />

Y ¿crees que le fue bien el tratamiento? De ninguna manera. Mi<br />

madre quedó encinta cuatro años <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> <strong>de</strong>jarlo, cuando Dios<br />

quiso y cuando ya se había olvidado <strong>de</strong> su obsesión. Hay influencias<br />

astrales que, en cierta medida, <strong>de</strong>terminan estas cosas. <strong>El</strong> cuerpo<br />

requiere un tiempo <strong>de</strong> madurez.<br />

—Y ¿cuánto tiempo necesitó tu madre?<br />

—Exactamente nueve años y siete días. Tal vez la medida <strong>de</strong> los<br />

Salcedo se exprese en años en lugar <strong>de</strong> en meses. La cifra no <strong>de</strong>ja <strong>de</strong><br />

ser curiosa.


Teo vaciló:<br />

—No... ¿no estará enferma “la cosita”?<br />

—Tú sabes que funciona con regularidad. Antes te hablaba <strong>de</strong> la<br />

infertilidad <strong>de</strong> los Salcedo, pero el retraso bien pue<strong>de</strong> provenir <strong>de</strong> ti.<br />

<strong>El</strong> doctor Almenara, una notabilidad en su época, <strong>de</strong>cía que dos <strong>de</strong><br />

cada tres veces la infecundidad <strong>de</strong>pendía <strong>de</strong> las mujeres.<br />

La impaciencia <strong>de</strong> Teo se tradujo en una avi<strong>de</strong>z sexual <strong>de</strong>sor<strong>de</strong>nada.<br />

Sin duda pensaba que la frecuencia aumentaba las posibilida<strong>de</strong>s.<br />

Cipriano trataba <strong>de</strong> aleccionarla cada noche:<br />

—Querida, más importante que el número <strong>de</strong> coitos es tu estado <strong>de</strong><br />

recepción. Acéptame relajada, receptiva. No olvi<strong>de</strong>s que en cada<br />

cópula yo introduzco en tu vagina centenares o millares <strong>de</strong> semillas<br />

que buscan un lugar don<strong>de</strong> fructificar. Pero la fecundación no<br />

<strong>de</strong>pen<strong>de</strong> tanto <strong>de</strong>l número como <strong>de</strong>l terreno que tú prepares para<br />

recibirlas.<br />

Teo pareció aplacada <strong>de</strong> momento pero lo suyo era una monomanía.<br />

No pensaba en otra cosa y se valía <strong>de</strong> cualquier pretexto para<br />

sacarlo a relucir. Él le había dicho: muchos problemas se resuelven<br />

esperando, olvidándose <strong>de</strong> ellos. Y ella procuraba hacerlo así pero,<br />

en lugar <strong>de</strong> los pensamientos, era la angustia por <strong>de</strong>sembarazarse<br />

<strong>de</strong> ellos lo que la martirizaba. Teo se confiaba a su marido:<br />

—Constantemente pienso que no <strong>de</strong>bo pensar en ello pero con esta<br />

obsesión puedo llegar a volverme loca.<br />

—¿Por qué no me conce<strong>de</strong>s un plazo? ¿Por qué no <strong>de</strong>ci<strong>de</strong>s esperar<br />

unos años antes <strong>de</strong> tomar una <strong>de</strong>terminación? Dentro <strong>de</strong> cuatro<br />

tendrás veintisiete, la edad más a<strong>de</strong>cuada para procrear.<br />

Teo callaba. Tácitamente le concedía el plazo pero, poco a poco, iba<br />

perdiendo la fe en él y, con la fe, su encandilamiento sexual. Apenas<br />

buscaba ya “la cosita” y, si lo hacía, era sin el ardor <strong>de</strong> antaño,<br />

<strong>de</strong>sganada. Sabía que el hijo tenía que venir por esa vía pero llevaba<br />

más <strong>de</strong> un año intentándolo y no venía. Salcedo se daba cuenta <strong>de</strong>l<br />

<strong>de</strong>scorazonamiento <strong>de</strong> su esposa e intentó distraerla ocupándola en<br />

el taller, pero Teo se aburría allí. Entonces pensó que, ahora que se<br />

aproximaba la época <strong>de</strong>l esquileo, Teo podría pasar en La Manga<br />

una larga temporada ayudando a su padre, mas, antes que la faena<br />

<strong>de</strong>l esquileo comenzase, llegó la noticia: Telesforo Mozo, el pastor <strong>de</strong><br />

su suegro, pretendía llevar el rebaño a medias. No se trataba ya <strong>de</strong><br />

un hatajo más o menos gran<strong>de</strong> sino <strong>de</strong> partir las ovejas que


pastoreaba por la mitad. Segundo Centeno ni lo pensó. Despidió a<br />

Telesforo, se amancebó con la Benita, la hija <strong>de</strong>l pastor <strong>de</strong> Wamba,<br />

Gildardo Albarrán, y relegó a la legítima a la condición <strong>de</strong> criada y<br />

esquiladora por seis reales al mes.<br />

Ante la gravedad <strong>de</strong>l problema, Teo se instaló en La Manga. Advirtió<br />

enseguida el reconcomio <strong>de</strong> Petronila aunque ésta no pronunciase<br />

palabra y anduviera todo el día por la casa con la mirada huida,<br />

haciendo visajes y aspavientos.<br />

Pero don Segundo volvía sobre el tema cada mañana. La obligaba a<br />

hacer la cama adulterina todavía caliente y a lavar la ropa interior<br />

<strong>de</strong> la pareja. <strong>El</strong> resto <strong>de</strong>l día lo pasaba Petronila pelando borregos.<br />

No <strong>de</strong>cía palabra. Se sentaba a esquilar en el tajuelo y no abría la<br />

boca por mucho que “la Reina <strong>de</strong>l Páramo” se esforzara en entablar<br />

conversación con ella. Una noche, Teo salió a dar un paseo y le<br />

pareció ver entre dos luces la silueta furtiva <strong>de</strong> un hombre<br />

escondiéndose entre las encinas. Habló a su padre seriamente: no<br />

<strong>de</strong>bía exponerse así. Debería cambiar <strong>de</strong> actitud. No había hombre<br />

que aceptara con los brazos cruzados su <strong>de</strong>spido y la vejación<br />

reiterada <strong>de</strong> su hija. Por su parte, Gildardo Albarrán se movía ahora<br />

por la finca con la misma libertad que si fuera suya. Se reunía con<br />

don Segundo en la sala, entraba en la casa por la puerta principal y<br />

charlaban largo rato como iguales, eso sí sin que Gildardo pidiera<br />

nada. Visto lo <strong>de</strong>l Telesforo y aleccionado por su fracaso, sabía que<br />

al señor Centeno era preferible entrarle por las buenas que por las<br />

malas.<br />

Así las cosas, la vieja aspiración <strong>de</strong> Teo se atenuaba. Se preocupaba<br />

menos <strong>de</strong> ser madre que <strong>de</strong> conservar a su padre. Y cuando Cipriano<br />

la visitaba, una vez por semana, tenía ocasión <strong>de</strong> <strong>de</strong>partir con él<br />

como en los buenos tiempos:<br />

paseando por el monte, levantando <strong>de</strong> las encinas bandos <strong>de</strong><br />

torcaces con los buches repletos <strong>de</strong> bellotas, o viendo apeonar a las<br />

becadas en el calvero. Cipriano creía en la terapia <strong>de</strong> la distracción<br />

y confiaba en que Teo volviese a su vida normal y le concediera un<br />

plazo razonable antes <strong>de</strong> dar por fracasado su matrimonio. Pero<br />

dormía mal. Al regatearle Teo el cobijo <strong>de</strong> su axila, la cabeza se le<br />

enfriaba, se le <strong>de</strong>sgobernaba en la noche, durante el sueño y, al<br />

levantarse, le mortificaba la tortícolis. Volvía a ser el niño<br />

<strong>de</strong>sprotegido que había sido. Y utilizaba gorras, sombreros y hasta<br />

capuchas forradas <strong>de</strong> piel, como sucedáneos. Al propio tiempo<br />

trataba <strong>de</strong> llenar la prolongada ausencia <strong>de</strong> Teo con frecuentes<br />

visitas a sus tíos. Doña Gabriela, muy satisfecha en su condición <strong>de</strong>


esposa sin <strong>de</strong>scen<strong>de</strong>ncia, no entendía la actitud <strong>de</strong> su sobrina. Hay<br />

otras cosas en la vida, instituciones, enfermos, niños con hambre,<br />

colegios <strong>de</strong> caridad, <strong>de</strong>cía. Buscar a toda costa un ser <strong>de</strong> nuestra<br />

propia sangre para volcar en él nuestra afectividad es una conducta<br />

egoísta. Y, en el fondo, Cipriano le daba la razón, pero no <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong><br />

compren<strong>de</strong>r que <strong>de</strong>sdoblarse fuese la máxima aspiración <strong>de</strong> toda<br />

mujer en este mundo.<br />

Una mañana, antes <strong>de</strong> salir para la Ju<strong>de</strong>ría, un correo urgente <strong>de</strong><br />

Peñaflor le dio cuenta <strong>de</strong> que su suegro, don Segundo, había sido<br />

asesinado. Le habían seccionado la garganta con un hocino. <strong>El</strong><br />

Telesforo Mozo, su autor, se había entregado a la autoridad en<br />

Valladolid y al ser preguntado por los móviles <strong>de</strong>l crimen había<br />

dicho:<br />

|Me <strong>de</strong>jó en la calle tirado como a un perro y quebró la condición <strong>de</strong><br />

mi hija. Era un sujeto que no merecía vivir|.<br />

Cipriano partió para La Manga sin <strong>de</strong>mora. Le dio tiempo <strong>de</strong><br />

enterrar a su suegro en el atrio <strong>de</strong> la iglesia <strong>de</strong> Peñaflor y hacerse<br />

cargo <strong>de</strong> los papeles que don Segundo guardaba en el escritorio. La<br />

Petronila, asustada, había huido <strong>de</strong> casa; en cambio compareció<br />

Gildardo Albarrán llamándose a la parte, no porque la ley le<br />

amparase, sino porque tenía testigos <strong>de</strong> que don Segundo había<br />

hecho <strong>de</strong> su hija una barragana sin su consentimiento.<br />

Teo mostró una entereza admirable.<br />

<strong>El</strong> esquileo se había acabado y esto la aliviaba. Por otra parte, la<br />

cruenta muerte <strong>de</strong> su padre le parecía horrible pero a cambio no<br />

había sufrido, lo que no <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> ser un consuelo.<br />

Cipriano previó graves complicaciones y un aumento <strong>de</strong> trabajo<br />

hasta <strong>de</strong>senredar aquello, pero su tío Ignacio, como <strong>de</strong> costumbre, lo<br />

simplificó. <strong>El</strong> testamento <strong>de</strong>l señor Centeno era claro. Teo era la<br />

única here<strong>de</strong>ra, Petronila usufructuaria <strong>de</strong> un pequeño fundo y<br />

arrendataria <strong>de</strong> la vivienda mientras durara el plazo <strong>de</strong>l alquiler, la<br />

Benita, la barragana, volvió con su padre a Wamba y Estacio <strong>de</strong>l<br />

Valle, el fiel corresponsal <strong>de</strong> Villanubla, quedó encargado <strong>de</strong> resolver<br />

el problema <strong>de</strong> los pastores puesto que los rebaños <strong>de</strong> don Segundo,<br />

como le <strong>de</strong>cía Cipriano Salcedo en su misiva, habían pasado a ser<br />

propiedad <strong>de</strong> Teodomira Centeno, su consorte.<br />

__________________________<br />

__________________________


X<br />

Teo se quitó unas libras <strong>de</strong> encima con el luto, un luto distinguido y<br />

respetuoso que le indujo a ponerse sobre el escote un collar <strong>de</strong> perlas<br />

negras que contrastaba con la pali<strong>de</strong>z <strong>de</strong> su tez. También Cipriano<br />

Salcedo se resumió en sí mismo ataviado con un coleto sin mangas,<br />

negro, a la moda, y un cuello tan alto que le cubría medio pescuezo,<br />

por encima <strong>de</strong>l cual asomaba el bor<strong>de</strong> rizado <strong>de</strong>l cabezón <strong>de</strong> la<br />

camisa. Pero el luto no en<strong>de</strong>rezó las relaciones <strong>de</strong> la pareja.<br />

Teo volvió a sus apremios maternales mientras Cipriano le insistía<br />

que le diera un plazo y asumiera un poco <strong>de</strong> sensatez. En su afán<br />

por facilitarle argumentos, Cipriano le recordó que su padre contaba<br />

con ocho años más que su tío Ignacio y había que imaginar que entre<br />

los dos nacimientos los abuelos habrían mantenido el mismo tipo <strong>de</strong><br />

relaciones íntimas que antes y <strong>de</strong>spués.<br />

Sin embargo, persuadido <strong>de</strong> que todo era inútil, visitó una tar<strong>de</strong>, por<br />

su cuenta, al doctor Galache.<br />

Hubiera preferido hacerlo al que ayudó a traerle al mundo, al doctor<br />

Almenara, pero éste había fallecido once años atrás. <strong>El</strong> doctor<br />

Galache le sometió a reconocimiento y le dijo que todo era correcto,<br />

que estaba íntegro y que, con vistas a enriquecer la calidad <strong>de</strong>l<br />

esperma, ingiriese una infusión <strong>de</strong> verbena y madreselva <strong>de</strong>spués <strong>de</strong><br />

las comidas.<br />

Salcedo admitió que él, físicamente, se encontraba fuerte y que por<br />

ese lado no parecía provenir la esterilidad. En ese momento, el<br />

doctor Galache le formuló la temida pregunta:<br />

—¿Por qué no trae vuesa merced a su señora? En buena medida ellas<br />

son las causantes <strong>de</strong> la infecundidad matrimonial.<br />

Salcedo le confió que ella no estaba preparada para el evento pero<br />

que no <strong>de</strong>scartaba que, con el tiempo, se <strong>de</strong>cidiera a hacerlo.<br />

Cipriano Salcedo no dijo nada a Teo <strong>de</strong> su consulta a Galache ni,<br />

naturalmente, puso en práctica el remedio aconsejado por él.<br />

A la mañana siguiente marchó a Pedrosa. Era un día tranquilo, <strong>de</strong><br />

nubes blancas y altas temperaturas.


La liviandad <strong>de</strong> Cipriano, la velocidad <strong>de</strong>l caballo y el dédalo <strong>de</strong><br />

atajos y trochas que había llegado a conocer le permitían llegar a<br />

Pedrosa en poco más <strong>de</strong> dos horas.<br />

Iniciaba el viaje fal<strong>de</strong>ando las colinas, doblaba en la senda <strong>de</strong> Geria<br />

y <strong>de</strong>s<strong>de</strong> allí, en línea recta, entre los majuelos, atravesaba Villavieja<br />

y Villalar y accedía a Pedrosa por los trigales, sin <strong>de</strong>sviarse. En<br />

algunas gayolas, a la puerta, se sentaba un hombre y un perro<br />

ratonero le ladraba al pasar el caballo. En ocasiones había también<br />

niños que le <strong>de</strong>cían adiós con la mano.<br />

Se alojó en la posada <strong>de</strong> la hija <strong>de</strong> Baruque y acudió sin <strong>de</strong>mora a<br />

visitar a su rentero. Hacía días que había concebido una i<strong>de</strong>a<br />

luminosa: <strong>de</strong>sarraigar las cepas <strong>de</strong>l pago <strong>de</strong> Villavendimio y plantar<br />

en su lugar una pinada. Era cierto que en la ribera <strong>de</strong>recha <strong>de</strong>l<br />

Duero nadie había osado nunca poner pinos pero la naturaleza <strong>de</strong>l<br />

suelo, floja y arenosa, lo pedía a gritos aquí.<br />

Martín Martín, por añadidura, era un experto en esta clase <strong>de</strong><br />

árboles. Había cultivado el albar con su tío en tierras <strong>de</strong> Olmedo y<br />

conocía las exigencias <strong>de</strong>l pino e incluso los vaivenes <strong>de</strong>l piñón en el<br />

mercado:<br />

—La ventaja <strong>de</strong>l pino sobre las siembras —le dijo— es que el pino<br />

marca las cosechas con dos años <strong>de</strong> antelación.<br />

—¿Marca las cosechas el pino? —inquirió Cipriano.<br />

—Lo que oye, sí señor; hoy recoge vuesa merced la piña hecha, pero<br />

en el árbol queda la perindola o sea la piña <strong>de</strong>l año que viene, que<br />

está por hacer, y una cosita así —marcaba la mitad <strong>de</strong> la falange <strong>de</strong><br />

un <strong>de</strong>do—, en cuanto que se la advierte, que es la piña <strong>de</strong>l año<br />

siguiente.<br />

Cipriano Salcedo se sintió satisfecho <strong>de</strong> su iniciativa y Martín<br />

Martín quedó en apalabrar a una cuadrilla <strong>de</strong> gañanes para<br />

<strong>de</strong>scepar las diez fanegas <strong>de</strong> Villavendimio. Ante Cazalla, Cipriano<br />

se pavoneó <strong>de</strong> terrateniente experto. Lo había pensado mucho.<br />

Después <strong>de</strong> incorporarlo a sus tierras no podía <strong>de</strong>jar yermo ese pago.<br />

Plantaría pinos albares que daban piñón e indicaban <strong>de</strong> antemano<br />

las dos cosechas veni<strong>de</strong>ras. Es <strong>de</strong>cir, era el único cultivo <strong>de</strong>l que no<br />

podían esperarse sorpresas. Por su parte, Pedro Cazalla le invitó a<br />

cazar el perdigón a la mañana siguiente en la línea <strong>de</strong>l monte <strong>de</strong> La<br />

Gallarita. Cipriano Salcedo rompió a reír:


—Des<strong>de</strong> luego vuestra paternidad es aún más sorpren<strong>de</strong>nte que el<br />

pino albar —dijo.<br />

La primera luz les sorprendió en las salinas <strong>de</strong>l Cenagal, a una<br />

legua larga <strong>de</strong> Casasola. Cazalla llevaba un retaco en bandolera y<br />

en la mano <strong>de</strong>recha la jaula <strong>de</strong>l perdigón cubierta con una sayuela.<br />

Apenas se anunciaba el sol cuando entraron en el tollo, una gran<br />

mata hueca, con una tronera al frente para disparar. Cazalla afirmó<br />

el tanganillo con cuatro piedras, colocó sobre él la jaula <strong>de</strong>snuda y,<br />

luego, se metió en el tollo y se sentó en la banqueta, junto a Salcedo.<br />

<strong>El</strong> día iba abriendo y, mientras el macho emitía el primer coreché <strong>de</strong><br />

la mañana, Pedro Cazalla le mostró muy ufano su retaco, la<br />

escopeta que había comprado al maestro armero vizcaíno Juan<br />

Ibáñez. Mediría poco más <strong>de</strong> una vara <strong>de</strong> larga. <strong>El</strong> propio Cazalla,<br />

hábil <strong>de</strong> manos, había <strong>de</strong>sbastado la culata <strong>de</strong> nogal y encepado el<br />

tubo <strong>de</strong> hierro en el otro extremo. <strong>El</strong> cañón se cargaba por la boca,<br />

baqueteando la pólvora con un taco <strong>de</strong> borra y poniendo encima un<br />

puñadito <strong>de</strong> perdigones. Cazalla le enseñó los perdigones <strong>de</strong> plomo<br />

que unos amigos le enviaban <strong>de</strong>s<strong>de</strong> Alemania.<br />

Al mostrarle el sistema <strong>de</strong> fogueo puso en ello un entusiasmo pueril.<br />

Se trataba <strong>de</strong> una especie <strong>de</strong> serpentín, como una ese, en cuya parte<br />

superior se colocaba la mecha que hacía <strong>de</strong> percutor, en tanto la<br />

inferior servía <strong>de</strong> gatillo. Al oprimirlo, la mecha bajaba sobre el<br />

agujero <strong>de</strong>l tubo y, al ponerse en contacto con la pólvora, provocaba<br />

la explosión, pero el cazador <strong>de</strong>bía seguir a la pieza por el punto <strong>de</strong><br />

mira durante cuatro o cinco segundos, hasta que aquélla se<br />

producía, si aspiraba a cobrarla.<br />

La luz ensanchaba y el perdigón llenaba el campo con su cántico<br />

ardiente y persuasivo. De la parte <strong>de</strong>l monte sonó una respuesta<br />

remota:<br />

—¿Oye? <strong>El</strong> campo ya contesta.<br />

—Y ¿acu<strong>de</strong> a liberar a la prisionera?<br />

Cazalla sonrió, con la sonrisa indulgente <strong>de</strong>l experto ante el novicio.<br />

—No se trata <strong>de</strong> eso —dijo—.<br />

Los pájaros están en celo y el macho acu<strong>de</strong> a la llamada <strong>de</strong>l otro<br />

para disputarle la hembra. Entra a pelear. Y unas veces viene solo y<br />

otras trae a la compañera para que sea testigo <strong>de</strong> su proeza.


<strong>El</strong> campo respondía cada vez con mayor ahínco y la perdiz<br />

enjaulada estiraba el cuello, difundía su coreché por el ancho<br />

mundo <strong>de</strong>l páramo. Cazalla sacó cuidadosamente por la tronera la<br />

boca <strong>de</strong> su retaco y advirtió a Salcedo:<br />

—Guar<strong>de</strong> silencio.<br />

<strong>El</strong> macho cambió <strong>de</strong> tono, sustituyó el áspero coreché <strong>de</strong>l comienzo<br />

por una parla inextricable, farfulladora, confi<strong>de</strong>ncial.<br />

—Ojo, ya recibe —dijo Cazalla.<br />

Salcedo se empinó en su asiento hasta divisar al perdigón<br />

enjaulado. Daba vueltas sobre sí mismo picoteando los alambres sin<br />

<strong>de</strong>jar <strong>de</strong> parlotear, mientras otra perdiz, al pie <strong>de</strong>l tanganillo,<br />

cuchicheaba en tono menor. Cazalla susurró <strong>de</strong> pronto, afianzando<br />

en el hombro la culata <strong>de</strong> su retaco:<br />

—Ya está ahí ese insensato.<br />

¿Lo ve vuesa merced?<br />

Salcedo asintió. La perdiz libre erguía el cuello y miraba a la <strong>de</strong> la<br />

jaula con ojeriza.<br />

<strong>El</strong> cura añadió:<br />

—Detrás viene la hembra.<br />

Salcedo se asomó a la mirilla y, en efecto, una perdiz <strong>de</strong> menor<br />

tamaño seguía a la primera. Cazalla aplastó la mejilla contra el<br />

tubo y tomó puntería sobre la más gran<strong>de</strong>. Estaba a veinte varas,<br />

junto al pulpitillo, y abría un poco las alas en actitud retadora.<br />

Cazalla oprimió la parte baja <strong>de</strong>l serpentín y, nerviosamente, siguió<br />

por el punto <strong>de</strong> mira los pasos <strong>de</strong>l macho hasta que la explosión le<br />

aturdió. Cuando el humo se disipó, Salcedo vio la perdiz aleteando<br />

impotente en el suelo, mientras tres plumillas azuladas se elevaban<br />

en el aire y la hembra se alejaba pausadamente <strong>de</strong>l lugar <strong>de</strong> la<br />

tragedia. Cazalla puso la culata <strong>de</strong> su retaco en el suelo. Sonreía:<br />

—Todo funcionó a la perfección, ¿no cree?<br />

Salcedo fruncía los labios disgustado. No aprobaba la emboscada,<br />

aquella espera alevosa, la intromisión <strong>de</strong> su amigo en la vida


sentimental <strong>de</strong> los pájaros. Pero Cazalla, insensible, atascaba <strong>de</strong><br />

nuevo la pólvora en el tubo con la baqueta.<br />

—¿No le ha gustado? —dijo—.<br />

Es un método <strong>de</strong> caza limpio, casi científico.<br />

Salcedo <strong>de</strong>negó con la cabeza:<br />

—Me parecen <strong>de</strong>shonestos los juegos con el amor. ¿Por qué disparó<br />

vuesa merced?<br />

Cazalla encogió los hombros.<br />

Por la tronera se divisaba al perdigón enjaulado, ahuecando las<br />

plumas, pavoneándose <strong>de</strong> su hazaña:<br />

—No tengo otra salida —dijo—.<br />

Si no disparase, el perdigón se malearía y no volvería a cantar.<br />

La muerte es necesaria para que el prisionero siga incitando al<br />

campo.<br />

De nuevo volvía el silencio.<br />

Por la mirilla se <strong>de</strong>scubría el páramo lleno <strong>de</strong> luz. Un majano, a la<br />

<strong>de</strong>recha, producía una sombra negra y escueta. La hierba era prieta<br />

y fresca y Salcedo se dijo que no estaría <strong>de</strong> más un buen rebaño en<br />

Pedrosa. Hablaría con Martín Martín. También aquí, como en La<br />

Manga, abundaban las piedras en los perdidos. Cazalla <strong>de</strong>senvolvía<br />

un pequeño paquete y alargó un pastel a Salcedo. Los había<br />

preparado su hermana Beatriz. <strong>El</strong> macho <strong>de</strong> la jaula parecía<br />

repuesto, olvidado <strong>de</strong> su adversario, y volvía a engallarse y a<br />

convocar al campo.<br />

La escena inicial volvió a repetirse media hora más tar<strong>de</strong>, pero<br />

ahora entró solamente un macho, un macho viudo o soltero,<br />

<strong>de</strong>sparejado.<br />

Cazalla, nervioso con la <strong>de</strong>mora <strong>de</strong>l arma, erró el disparo cuando el<br />

animal se abalanzaba sobre la jaula. Contra lo que Salcedo<br />

esperaba, Pedro Cazalla no se enfadó.


<strong>El</strong> retaco, con el percutor <strong>de</strong> mecha, era un arma muy traicionera,<br />

dijo calmosamente, pero su amigo, el vizcaíno Juan Ibáñez, no<br />

fabricaba <strong>de</strong> momento otro tipo <strong>de</strong> escopeta más acabado.<br />

Hasta ellos llegaban los graznidos <strong>de</strong> las urracas, los pío—pío <strong>de</strong> las<br />

cogujadas, el áspero carraspeo <strong>de</strong> los cuervos. Hacía calor <strong>de</strong>ntro<br />

<strong>de</strong>l tollo. <strong>El</strong> perdigón daba vueltas sobre sí mismo y, <strong>de</strong> cuando en<br />

cuando, emitía un co—re—che fláccido, sin el empuje inicial.<br />

Él mismo se sorprendió cuando le respondió el campo. Se entabló un<br />

diálogo <strong>de</strong> poco aliento entre los dos pájaros sin <strong>de</strong>jar apenas pausa<br />

entre sus cantos. A pesar <strong>de</strong> su respuesta inapetente, uno pensaba<br />

en un macho enar<strong>de</strong>cido pues su aproximación a la jaula había sido<br />

más rápida que la <strong>de</strong> los dos anteriores. Entró en plaza con la<br />

hembra coqueteando <strong>de</strong>trás y, al parloteo confi<strong>de</strong>ncial <strong>de</strong>l perdigón<br />

enjaulado, respondió con un fiero ataque con las alas entreabiertas.<br />

Pedro Cazalla lo abatió <strong>de</strong> un tiro certero, a dos varas <strong>de</strong>l pulpitillo<br />

y, <strong>de</strong> nuevo, el perdigón pregonó su victoria estirando el cuello al<br />

límite. Cazalla se levantó sonriendo <strong>de</strong> la banqueta. Se había hecho<br />

mediodía, la hora <strong>de</strong> regresar. Colgó las dos perdices en la percha y<br />

enfundó la jaula en la sayuela cuando el macho comenzaba a<br />

alborotarse. Salcedo tomó el retaco al salir <strong>de</strong>l tollo. Miraba el arma<br />

con curiosidad y <strong>de</strong>sconfianza, pero Cazalla que iba sin sotana, con<br />

calzas abotonadas, insistió:<br />

—<strong>El</strong> retaco no es un arma bien resuelta. Mi amigo Juan Ibáñez hará<br />

algo mejor cualquier día.<br />

<strong>El</strong> sol caía <strong>de</strong> plano sobre el camino y Salcedo notaba en la frente el<br />

húmedo calor <strong>de</strong>l sombrero. Al divisar las salinas <strong>de</strong>l Cenagal,<br />

Cazalla se acercó a la primera, se sentó a la orilla, se <strong>de</strong>scalzó y<br />

metió los pies en el agua. Cuando Salcedo le imitaba, voló entre los<br />

carrizos una pareja <strong>de</strong> patos reales.<br />

—Nunca fallan —dijo Cazalla—.<br />

Siempre retozan aquí.<br />

—¿No estarán anidando?<br />

—Es tar<strong>de</strong>. <strong>El</strong> azulón es madrugador, tiene un rijo temprano.<br />

Los carrizos se quebraban a su paso y Salcedo sentía un raro placer<br />

al notar las escurriduras <strong>de</strong>l cieno entre los <strong>de</strong>dos <strong>de</strong> los pies.


De pronto divisó el enorme sapo nadando entre las espadañas.<br />

Nadaba <strong>de</strong>spacio, sin alborotar el agua, con los ojos abultados, fríos<br />

e indiferentes, en un punto fijo.<br />

Mostró a Cazalla el repugnante animal.<br />

—Es la sapina —dijo éste con curiosidad—. Está en plena cópula.<br />

¿Se ha fijado?<br />

Al oírle fue cuando Salcedo <strong>de</strong>scubrió al macho, un sapillo diminuto<br />

e impávido sobre el ancho lomo <strong>de</strong> la sapa. Algo se le revolvió en el<br />

estómago. Experimentó un almadiamiento y, acto seguido, la<br />

náusea. Miraba a los dos animales apareados pero no los veía. Veía<br />

una barcaza con el rostro y los pechos <strong>de</strong> Teo como mascarón <strong>de</strong><br />

proa, y él bogando solitario en la popa. Experimentó asco <strong>de</strong> sí<br />

mismo, una repugnancia tan apremiante que salió apresuradamente<br />

<strong>de</strong>l agua y, antes <strong>de</strong> alcanzar el camino, vomitó. Cazalla caminaba<br />

tras él:<br />

—¿Se pone enfermo vuesa merced? Ha perdido el color.<br />

—Esos bichos, esos bichos —repetía Salcedo.<br />

—¿Los sapos dice? —reía—. La hembra es diez veces mayor que el<br />

macho. Curioso ¿verdad? <strong>El</strong> macho apenas es algo más que un<br />

minúsculo irrigador, un saquito <strong>de</strong> esperma.<br />

—Calle vuestra paternidad, se lo ruego.<br />

La turbia imagen no salía <strong>de</strong> su cabeza aunque torturara a<br />

“Relámpago” con las espuelas, como si la torpe visión estuviera<br />

relacionada con la velocidad. La Teo—sapa <strong>de</strong>jándose escalar por<br />

Cipriano—sapo y, una vez conquistada, navegar sobre ella por el<br />

gran lago, era una escena que volvía a alterarle el estómago.<br />

¿Tendría valor para volver a poseer a Teo?<br />

”La Reina <strong>de</strong>l Páramo” le recibió con exageradas manifestaciones <strong>de</strong><br />

alivio:<br />

—¡Oh, ya estás aquí, chiquillo! ¡Dios mío, creí que no volvías nunca!<br />

Me veía sola, Cipriano, y me <strong>de</strong>cía: sola no puedo tener un hijo,<br />

necesito “la cosita” <strong>de</strong> mi esposo.<br />

Pero a la noche Cipriano no hizo intención <strong>de</strong> acercarse a ella.


Tampoco Teo como si presintiera algo, le buscó “la cosita”. Y, a la<br />

noche siguiente, volvió a repetirse la escena, cada uno esperó en<br />

vano la iniciativa <strong>de</strong>l otro. Mas a Cipriano, la imagen <strong>de</strong> la gran<br />

sapa nadando en la salina <strong>de</strong>l Cenagal era lo que le inutilizaba.<br />

Durante una semana se prolongó la infructuosa espera <strong>de</strong> Teo.<br />

Cipriano seguía viendo en ella la sapa autoritaria, caprichosa y<br />

posesiva. Y aún le repugnaba más el complemento: la actitud servil,<br />

complaciente y oficiosa <strong>de</strong>l pequeño sapo fecundador encaramado en<br />

su dorso. Un saquito <strong>de</strong> esperma, había dicho Cazalla. Nunca, como<br />

en aquellos días, tuvo Cipriano tan alejada <strong>de</strong> sí cualquier<br />

inclinación salaz. La sola i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> atacar el flanco <strong>de</strong> su esposa le<br />

daba náuseas. Y Teo terminó enojándose, presa <strong>de</strong> una sofocación<br />

intensa, preludio <strong>de</strong> un ataque <strong>de</strong> histeria.<br />

Su marido no <strong>de</strong>seaba un hijo; no quería tenerlo. Hasta le regateaba<br />

su “cosita” y ella, por sí sola, carecía <strong>de</strong> la capacidad <strong>de</strong><br />

fecundarse. “La cosita” era elemento imprescindible para la<br />

reproducción, pero ya no contaba con ella.<br />

Su marido la había hecho <strong>de</strong>saparecer como por ensalmo. Lloraba<br />

sobre él, entre sus ropas <strong>de</strong> luto, poco alentadoras también para<br />

cambiar el ánimo <strong>de</strong> Cipriano. Pero cada vez que éste la abrazaba<br />

sin abarcarla, volvía a ver en ella a la sapina, enorme y absorbente,<br />

nadando en la salina, encareciéndole que la fecundase. Las cosas<br />

iban <strong>de</strong> mal en peor, Cipriano no podía moverse <strong>de</strong> casa. Teo voceaba<br />

y gritaba sin causa, no comía, no dormía, hasta que una mañana<br />

Cipriano le propuso visitar al doctor Galache, la notabilidad <strong>de</strong>l<br />

momento en la villa, para exponerle el problema. No le ocultó a Teo<br />

su visita anterior, la buena opinión <strong>de</strong>l doctor sobre sus<br />

posibilida<strong>de</strong>s reproductoras, su interés por verla a ella.<br />

Cipriano encontró a Galache tan solemne y abierto como la primera<br />

vez, vestido lujosamente <strong>de</strong> terciopelo, con las manos muy cuidadas,<br />

<strong>de</strong>snudas. Pensó que cuarenta años atrás sus padres habían hecho<br />

una visita análoga sin resultados. Y que, precisamente, él nació<br />

cuando doña Catalina, su madre, hacía cuatro que había<br />

abandonado el tratamiento. Estuvo a punto <strong>de</strong> recordarlo pero calló.<br />

Con seguridad su impertinencia hubiera menoscabado el incipiente<br />

optimismo <strong>de</strong> su esposa. Ocultó pues este <strong>de</strong>talle en la información<br />

sobre los antece<strong>de</strong>ntes familiares:<br />

la escasa fertilidad <strong>de</strong> los Salcedo. <strong>El</strong> doctor Galache le escuchaba<br />

gravemente. Dijo al fin:


—Permítame; voy a reconocer a su esposa.<br />

Teo se tendió en la mesa. Y durante unos minutos reinó el silencio en<br />

la consulta, hasta que Galache se en<strong>de</strong>rezó:<br />

—No hay nada <strong>de</strong> particular —dijo—. La mecánica reproductora <strong>de</strong><br />

esta señora es correcta, apta para concebir.<br />

Les reunió a los dos en la galería <strong>de</strong> la mesa y las sillas blancas.<br />

—Les voy a ser sincero —dijo—.<br />

Nuestros abuelos, ante un caso semejante, en que las dos partes<br />

parecen útiles para la procreación, hubieran apelado a pruebas<br />

supersticiosas, que hoy sabemos que no sirven para nada, como la<br />

<strong>de</strong>l ajo.<br />

Pero yo sé, sin necesidad <strong>de</strong> poner a esta señora un ajo en la vagina,<br />

dado que entre la vagina y la boca no existe comunicación alguna,<br />

que mi paciente no está opilada. Vayamos pues a lo práctico.<br />

Cipriano Salcedo se inquietó:<br />

—¿Cree vuesa merced que podremos conseguir algo?<br />

<strong>El</strong> doctor trenzó los <strong>de</strong>dos <strong>de</strong> sus manos <strong>de</strong>snudas:<br />

—Vuesas merce<strong>de</strong>s han acudido a mí porque tienen confianza. Y yo<br />

voy a intentar resolverles su problema. En primer lugar la historia<br />

<strong>de</strong> la familia Salcedo es concluyente: los machos no son<br />

excesivamente fértiles, pero tampoco estériles, necesitan tiempo.<br />

Hay matrimonios a quienes les bastan nueve meses para tener<br />

familia, pero los Salcedo no están en ese caso.<br />

Estos señores han precisado seis y hasta nueve años para<br />

<strong>de</strong>sdoblarse.<br />

La suya es una reproducción morosa que forma parte <strong>de</strong> su<br />

naturaleza.<br />

En cuanto a usted, <strong>de</strong>be tener calma, señora: déjese vivir,<br />

distráigase, no se piense y yo le aseguro que cuando se cumpla el<br />

plazo reproductor <strong>de</strong> los Salcedo usted quedará encinta. Yo se lo<br />

prometo solemnemente si sabe esperar, si recibe a su esposo con<br />

entusiasmo, con la ilusión <strong>de</strong> concebir. Ninguna mujer se ha quedado<br />

encinta, que yo sepa, con gemidos y lloriqueos.


Haga un esfuerzo.<br />

<strong>El</strong> doctor Galache se incorporó. En su recetario escribió rápidamente<br />

unas palabras enigmáticas.<br />

Añadió:<br />

—Los varones <strong>de</strong> la familia Salcedo pa<strong>de</strong>cen una particularidad que<br />

los médicos <strong>de</strong> hoy llamamos semen renuente. Contra esto, la mejor<br />

medicina es la paciencia. No apresurarse, esperar a que se cumpla<br />

el plazo. Pero, por si acaso, yo voy a ayudarles. <strong>El</strong> señor Salcedo<br />

<strong>de</strong>be tomar todas las noches un preparado <strong>de</strong> escorias <strong>de</strong> plata y<br />

acero para aumentar la eyaculación.<br />

Es eficaz y no le producirá efectos secundarios. En cuanto a usted,<br />

señora, va a hacerme este favor: propóngase una abstinencia sexual<br />

<strong>de</strong> cuatro días seguidos cada mes y, en la noche <strong>de</strong>l quinto, a la<br />

hora aproximada <strong>de</strong> la coyunda, y en lugar <strong>de</strong> ésta, bébase un zumo<br />

caliente <strong>de</strong> salvia con sal. Es la mejor manera <strong>de</strong> preparar el cuerpo<br />

para concebir.<br />

Teo salió <strong>de</strong> la consulta remozada. <strong>El</strong> consejo <strong>de</strong>l doctor aventó sus<br />

aprensiones por completo. Hacía ya año y medio <strong>de</strong> la muerte <strong>de</strong> su<br />

padre y, al llegar a casa, se colocó un vivo blanco en el escote.<br />

Parecía que no pero aquella cintita suavizaba el luto, le volvía<br />

menos rígido y esterilizador, la animaba. Después, en los días que<br />

siguieron a la consulta, se preocupó <strong>de</strong> cumplir los consejos <strong>de</strong>l<br />

doctor minuciosamente. Llevaba a la mesa el preparado <strong>de</strong> escorias<br />

<strong>de</strong> plata y acero para Cipriano y, cada mes, puntualmente, hacía un<br />

alto <strong>de</strong> cuatro días en su relación carnal y, el quinto, ingería un<br />

zumo caliente <strong>de</strong> salvia con sal.<br />

Cipriano, que había conseguido ahuyentar la torva imagen <strong>de</strong> la<br />

sapina en celo, ya no era un ser sexualmente nulo y hasta<br />

experimentaba ciertos apremios cada vez que se presentaban los<br />

días <strong>de</strong> abstinencia.<br />

—¿Estás loco? ¿Es que ya no recuerdas la recomendación <strong>de</strong><br />

Galache?<br />

Le volvía la espalda y él se quedaba solo, <strong>de</strong>sprotegido, como cada<br />

noche. Teo seguía sin prestarle el cálido cobijo <strong>de</strong> su axila para<br />

conciliar el sueño y Cipriano lo sustituía por una almohada<br />

doblada, metiendo la cabeza en el doblez. Llegó a habituarse a la


innovación. Ahora dormían, pues, espalda contra espalda y cada vez<br />

que Teo daba media vuelta, sacaba la ropa <strong>de</strong> su lado y Cipriano se<br />

enfriaba. Pero todo lo daba por bien empleado viendo a su esposa<br />

instalada en la normalidad.<br />

Por si fuera poco, Teo se <strong>de</strong>cidió a iniciar una vida más activa.<br />

Bajaba temprano a la tienda y ayudaba a <strong>El</strong>vira Esteban en el<br />

mostrador. Avanzaba el otoño y Valladolid se aprestaba a capear el<br />

duro invierno mesetario adquiriendo zamarros y ropillas aforradas.<br />

Era curioso observar, pasada la novedad, que las ropillas aforradas<br />

habían quedado como prendas invernales imprescindibles en<br />

Castilla. Por la noche, Teo le daba a Cipriano el parte <strong>de</strong>l día y<br />

cuenta <strong>de</strong> la caja. De esta manera, Teo se fue habituando a la<br />

actividad comercial y cogiendo gusto a las anotaciones.<br />

La paz <strong>de</strong>l hogar <strong>de</strong>volvió a Cipriano la libertad y un mes más tar<strong>de</strong>,<br />

doblado septiembre, asistió a un nuevo sermón <strong>de</strong>l doctor Cazalla<br />

sobre el egoísmo católico, en oposición a la incondicional entrega <strong>de</strong><br />

Cristo en su pasión. Estuvo muy duro el Doctor aquella tar<strong>de</strong>.<br />

Habló <strong>de</strong>l escándalo <strong>de</strong> los monasterios que disponían <strong>de</strong> vasallos,<br />

<strong>de</strong> los prelados que se creían señores y <strong>de</strong> los obispos entregados a<br />

la gula y la concupiscencia. Por una vez Cazalla fue directo al<br />

grano, no se anduvo con ro<strong>de</strong>os.<br />

Entre el auditorio corría un murmullo <strong>de</strong> protesta e incredulidad,<br />

pero, en ese instante, sabiamente, el Doctor mentó a Cisneros,<br />

confesor <strong>de</strong> la Reina Católica, un hombre que en su día se había<br />

alzado contra estos excesos, y cuya conducta —dijo— <strong>de</strong>beríamos<br />

imitar los creyentes.<br />

Cipriano pasó por casa <strong>de</strong> su tío Ignacio y le pidió un ejemplar <strong>de</strong>l<br />

“Enchiridion”, <strong>de</strong> Erasmo.<br />

Tenía la sospecha <strong>de</strong> que el Doctor no había mencionado a Erasmo<br />

<strong>de</strong>liberadamente y había utilizado en cambio el nombre <strong>de</strong> Cisneros<br />

como pantalla, por la sencilla razón <strong>de</strong> que el pueblo guardaba <strong>de</strong><br />

éste buena memoria. Abrió el libro <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> cenar y lo leyó<br />

lentamente, procurando exprimir cada renglón. Cuando langui<strong>de</strong>cía<br />

la luz <strong>de</strong>l quinqué, Cipriano lo cerró.<br />

Lo había terminado. Le invadía una sensación <strong>de</strong> <strong>de</strong>saliento. Era<br />

consciente <strong>de</strong> su escasa formación para entrar en <strong>de</strong>bate sobre los<br />

puntos esenciales <strong>de</strong> la obra: la eficacia <strong>de</strong>l bautismo, la confesión<br />

auricular o el libre albedrío.


Pero notaba la inquietud inicial <strong>de</strong>l disi<strong>de</strong>nte, el <strong>de</strong>sasosiego, la<br />

necesidad <strong>de</strong> hacer preguntas. Durmió mal, intranquilo, sabedor <strong>de</strong><br />

que existía otro mundo distinto <strong>de</strong> aquel en que se había instalado y<br />

que, tal vez, tenía el <strong>de</strong>ber <strong>de</strong> conocer.<br />

Muy <strong>de</strong> mañana partió para Pedrosa. Confió a Teo a la tía Gabriela.<br />

<strong>El</strong>la la acompañaría durante su ausencia. Él llevaba varias noches<br />

pensando en Pedro Cazalla y, ahora que carecía <strong>de</strong> director<br />

espiritual, se dijo que tal vez pudiera él <strong>de</strong>sempeñar tal diligencia.<br />

Aborrecía a los directores blandos, amigos <strong>de</strong> secreteos <strong>de</strong><br />

confesionario, y Pedro Cazalla le parecía un hombre roblizo y abierto<br />

que no necesitaba que se lo pidiera para asumir su dirección.<br />

Por primera vez tomaron el camino <strong>de</strong> Villalar, entre los rastrojos<br />

hollados e interminables.<br />

Faltaba aquí, en la perspectiva, el geométrico acompañamiento <strong>de</strong> la<br />

viña. Cipriano se preguntaba si el cura dispondría <strong>de</strong> un camino<br />

a<strong>de</strong>cuado para cada situación. Por <strong>de</strong> pronto, la <strong>de</strong>ca<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong>l<br />

rastrojo, su <strong>de</strong>solación, marchaba acor<strong>de</strong> con sus inquietu<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l<br />

momento. Salcedo le confesó al cura que había leído el “Enchiridion”<br />

<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> escuchar un duro sermón <strong>de</strong> su hermano contra los<br />

abusos <strong>de</strong>l clero.<br />

—¿Una cosa le llevó a otra?<br />

—Algo así. Deseaba saber dón<strong>de</strong> se había inspirado.<br />

—Y ¿encontró por fin la fuente?<br />

—<strong>El</strong> hermano <strong>de</strong> vuestra paternidad puso <strong>de</strong> pantalla a Cisneros,<br />

pero en realidad había bebido en Erasmo. La cosa estaba clara.<br />

Seguramente lo hizo para acallar los rumores <strong>de</strong> protesta <strong>de</strong>l<br />

auditorio.<br />

Pedro Cazalla miraba con curiosidad su perfil apocado:<br />

—¿Y qué impresión le produjo la lectura <strong>de</strong>l “Enchiridion”?<br />

—De flaqueza y <strong>de</strong>saliento —dijo Salcedo—. <strong>El</strong> libro es crudo como<br />

vuestra reverencia sabe.<br />

—¿Qué edición leyó?<br />

—La <strong>de</strong>l canónigo <strong>de</strong> Palencia Fernán<strong>de</strong>z Madrid.


—¡Oh! —exclamó Cazalla sorprendido—. <strong>El</strong> “Enchiridion” es mucho<br />

más áspero que todo eso.<br />

Alonso Fernán<strong>de</strong>z le quitó el aguijón, lo maquilló. Hizo <strong>de</strong> él un<br />

librito amable para leer en familia.<br />

Alentado por el silencio y la soledad, Cipriano confió a Cazalla sus<br />

escrúpulos y dudas. Siempre los había pa<strong>de</strong>cido. Des<strong>de</strong> niño<br />

<strong>de</strong>sconfió <strong>de</strong> sus buenas obras. Repetía sus oraciones una y otra vez<br />

ante el temor <strong>de</strong> haber caído en la rutina, <strong>de</strong> no estar pensando en<br />

lo que <strong>de</strong>cía.<br />

—¿Por qué se tortura <strong>de</strong> esa manera vuesa merced? —dijo—. Confíe<br />

en Cristo, en los méritos <strong>de</strong> su pasión. ¿Qué valor tienen nuestros<br />

actos comparados con ella?<br />

A Cipriano le sosegaban las palabras <strong>de</strong> Cazalla, su mirada<br />

profunda, el tono persuasivo <strong>de</strong> su voz:<br />

—Me gustaría creerlo así —murmuró.<br />

—¿Por qué tan poca fe? Si Cristo murió por nuestros pecados ¿cómo<br />

va a exigirnos luego reparación por ellos?<br />

Clareaban los rastrojos <strong>de</strong> cebada, casi blancos en el crepúsculo; a<br />

Salcedo también le sonaban a Erasmo las palabras <strong>de</strong>l otro Cazalla<br />

y se lo dijo así. Pedro Cazalla sonrió y encogió los hombros:<br />

—Vuesa merced no <strong>de</strong>be preocuparse tanto <strong>de</strong> la proce<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong> las<br />

i<strong>de</strong>as cuanto <strong>de</strong> las i<strong>de</strong>as mismas: si son morales y justas o no lo<br />

son.<br />

—¿Quiere <strong>de</strong>cir vuesa paternidad que nuestros sacrificios, nuestros<br />

sufragios, nuestras oraciones son inútiles, carecen <strong>de</strong> sentido?<br />

Cazalla puso <strong>de</strong>licadamente una mano en su brazo:<br />

—Ninguna buena obra es inútil pero tampoco imprescindible para<br />

entrar en las estancias <strong>de</strong>l Señor.<br />

Pero vuesa merced únicamente me habla <strong>de</strong> obras ¿es que no tiene<br />

fe?


Se habían sentado en el cembo <strong>de</strong>l camino y Cazalla se acodó en sus<br />

rodillas cubiertas por la sotana y se sujetó la cabeza entre las<br />

manos. La voz <strong>de</strong> Cipriano le alcanzó empañada por la emoción:<br />

—Tengo fe —dijo—. Y gran<strong>de</strong>.<br />

Creo en Cristo y que Cristo es hijo <strong>de</strong> Dios.<br />

Cazalla apenas le <strong>de</strong>jó terminar:<br />

—¿Entonces? —preguntó—. Cristo vino al mundo a redimirnos; su<br />

pasión nos hizo libres.<br />

Salcedo le miraba ensimismado, se diría que en su cabeza daba<br />

forma a las i<strong>de</strong>as que el otro formulaba. No obstante, intuía que<br />

acababa <strong>de</strong> hacer un raro <strong>de</strong>scubrimiento.<br />

Dijo:<br />

—Eso es exacto. Cristo <strong>de</strong>jó dicho: el que cree en mí se salvará; no<br />

morirá para siempre. Bien mirado sólo nos pidió fe.<br />

—¿Conoce vuesa merced un precioso librito titulado “<strong>El</strong> beneficio <strong>de</strong><br />

Cristo”?<br />

Cipriano Salcedo <strong>de</strong>negó con la cabeza. Añadió Cazalla:<br />

—Yo se lo prestaré. <strong>El</strong> libro no ha sido impreso en España pero<br />

conservo un ejemplar manuscrito.<br />

Don Carlos trajo <strong>de</strong> Italia el original.<br />

Cipriano se hacía la ilusión <strong>de</strong> que algo empezaba a alentar <strong>de</strong>ntro<br />

<strong>de</strong> él. Era como si atisbara un punto <strong>de</strong> luz en un horizonte cerrado.<br />

Aquel cura parecía mostrarle una nueva dimensión <strong>de</strong> lo religioso: la<br />

confianza frente al temor.<br />

—¿Quién es ese don Carlos <strong>de</strong> que me habla?<br />

—Don Carlos <strong>de</strong> Seso, un caballero veronés aclimatado en Castilla,<br />

un hombre tan fino <strong>de</strong> cuerpo como <strong>de</strong> espíritu. Ahora vive en<br />

Logroño. En el 50 viajó a Italia y trajo libros e i<strong>de</strong>as nuevas.<br />

Luego acudió a Trento con el obispo <strong>de</strong> Calahorra. Hay quien dice<br />

que don Carlos cautiva tras un trato superficial y <strong>de</strong>silusiona tras<br />

un trato profundo. En suma que es conversador <strong>de</strong> distancias cortas.


No sé. Tal vez vuesa merced tenga oportunidad <strong>de</strong> conocerle y<br />

juzgará por sí mismo.<br />

Cipriano Salcedo se daba cuenta <strong>de</strong> que estaba <strong>de</strong>slizándose <strong>de</strong> las<br />

aguas someras a las profundas, <strong>de</strong> que estaba enredándose en una<br />

conversación trascen<strong>de</strong>nte y crucial. Pero experimentaba una paz<br />

inefable. Tenía una vaga i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> haber oído mentar a don Carlos <strong>de</strong><br />

Seso en casa <strong>de</strong> su tío Ignacio.<br />

Y, aunque se encontraba a gusto allí, sentado en el cembo, empezaba<br />

a sentir el relente.<br />

Se incorporó y bajó al carril.<br />

Cazalla le siguió. Caminaron un rato en silencio, al cabo <strong>de</strong>l cual<br />

Cipriano preguntó:<br />

—¿No tuvo alguna vez don Carlos <strong>de</strong> Seso concomitancias luteranas?<br />

—¡Oh! déjese <strong>de</strong> prejuicios ahora. La Iglesia necesita una reforma y<br />

ninguna opinión está <strong>de</strong> más en estas circunstancias. Es preciso que<br />

nos entendamos. Los que regresan <strong>de</strong> Trento dicen que no creen que<br />

sea malo todo lo luterano.<br />

<strong>El</strong> espíritu <strong>de</strong> Salcedo se serenaba. Le placía oír la voz tranquila y<br />

convencida <strong>de</strong> su interlocutor. Añadió Cazalla como si pusiera un<br />

broche final a su disquisición:<br />

—<strong>El</strong> dominico Juan <strong>de</strong> la Peña ha dicho con mucho sentido: ¿Por qué<br />

ocultar que yo confío en la Pasión <strong>de</strong> Cristo porque por su<br />

misericordia yo la he hecho mía?<br />

Esta frase es <strong>de</strong> los Santos Padres. Los luteranos se han apropiado<br />

<strong>de</strong> ella, alu<strong>de</strong>n a ella constantemente como si fuera suya pero los<br />

Santos Padres la pronunciaron antes. <strong>El</strong> miedo nos impi<strong>de</strong> aceptar<br />

<strong>de</strong> los protestantes verda<strong>de</strong>s reconocidas por nosotros <strong>de</strong> antemano.<br />

Con el lubricán el pueblecito se i<strong>de</strong>ntificaba con la tierra y, <strong>de</strong> no ser<br />

por la tenue llamita <strong>de</strong> algún candil <strong>de</strong>sperdigado, hubiera podido<br />

pasar inadvertido. De pronto, sin ningún preámbulo, Pedro Cazalla<br />

le invitó a cenar. Así podrían seguir charlando. Su hermana Beatriz<br />

le acogió con agrado.<br />

Era una muchacha alegre que sonreía con los dientes, abiertamente.<br />

<strong>El</strong> mobiliario <strong>de</strong> la casa era tan sobrio como el <strong>de</strong> Martín Martín:


una cocina con una mesa y dos escañiles. Tajuelos en la sala,<br />

butacas <strong>de</strong> mimbre y una librería. Y, a los dos lados, sendas<br />

habitaciones con altas camas <strong>de</strong> hierro, con dorados en los<br />

cabeceros. Beatriz guisaba y les servía la mesa en silencio. Era tal el<br />

respeto hacia su hermano que, en tanto hablaba, no osaba mover un<br />

<strong>de</strong>do. Permanecía quieta, <strong>de</strong> espaldas al hogar, mirando a la mesa,<br />

las manos cruzadas sobre el halda. Únicamente en las pausas se<br />

atrevía a servir vino o cambiar un plato <strong>de</strong> sitio. Pedro Cazalla, a<br />

pesar <strong>de</strong> que hacía media hora que habían terminado su paseo,<br />

remató su parlamento con naturalidad, como hacía en tiempos “el<br />

Perulero”, como si la conversación no se hubiera interrumpido.<br />

—Hace casi catorce años que conozco a don Carlos —dijo—. Entonces<br />

era un joven apuesto y refinado en el vestir, tanto que lo último que<br />

uno esperaba <strong>de</strong> él era oírle hablar <strong>de</strong> teologías. Tenía varios<br />

contertulios en Toro y una tar<strong>de</strong> nos hizo ver que Cristo había dicho<br />

sencillamente que el que creyese en Él tendría la vida eterna.<br />

Únicamente nos pidió fe —precisó—, no puso otras condiciones.<br />

Comían maquinalmente, atendidos por Beatriz. Cazalla hablaba y<br />

Cipriano, en silencio, se <strong>de</strong>jaba adoctrinar. Durante la comida el<br />

párroco ahondó en los mismos temas que habían tratado en el paseo<br />

y, al final, todo volvió a confluir en el libro “<strong>El</strong> beneficio <strong>de</strong> Cristo”:<br />

—Es un libro cuya sencillez no oculta una gran profundidad. Una<br />

apasionada exaltación <strong>de</strong> la justificación por la fe. Tras su lectura,<br />

el marqués <strong>de</strong> Alcañices quedó arrebatado. A otras muchas personas<br />

les ha sucedido lo mismo.<br />

Terminada la cena, se trasladaron a la sala. En el anaquel <strong>de</strong>l<br />

rincón se alineaban unas docenas <strong>de</strong> libros encua<strong>de</strong>rnados. Cazalla<br />

tomó uno sin vacilar y se lo entregó a Salcedo. Era un texto<br />

manuscrito y Cipriano lo hojeó, elogió la gracia <strong>de</strong> su caligrafía:<br />

—¿Lo ha escrito vuestra reverencia?<br />

—Yo lo traduje, sí —dijo mo<strong>de</strong>stamente Cazalla.<br />

A la mañana siguiente, Cipriano asistió a la misa <strong>de</strong> nueve en<br />

Pedrosa. En la iglesia apenas había dos docenas <strong>de</strong> personas,<br />

mujeres en su mayor parte. Al terminar, Cipriano se <strong>de</strong>spidió <strong>de</strong>l<br />

cura en la sacristía y le <strong>de</strong>volvió el libro. Pedro Cazalla le interrogó<br />

con su mirada sombría, remotamente esperanzada. Salcedo asintió<br />

con una sonrisa:


—Su lectura me ha hecho mucho bien —dijo escuetamente—.<br />

Seguiremos charlando.<br />

XI<br />

Cipriano Salcedo fue uno <strong>de</strong> los muchos vallisoletanos que, mediado<br />

el siglo XVI, creyeron que la instalación <strong>de</strong> la Corte en la villa podía<br />

tener carácter <strong>de</strong>finitivo. Valladolid no sólo rebosaba <strong>de</strong> artesanos<br />

competentes y nobles <strong>de</strong> primera fila, sino que las Cortes y la vida<br />

política no daban ninguna impresión <strong>de</strong> provisionalidad. Al<br />

contrario, una vez llegado el medio siglo, el progreso <strong>de</strong> la ciudad se<br />

manifestaba en todos los ór<strong>de</strong>nes. Valladolid crecía, su caserío<br />

<strong>de</strong>sbordaba los antiguos límites y la población aumentaba a un<br />

ritmo regular. |No cabemos ya <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> la muralla|, <strong>de</strong>cían<br />

orgullosos los vallisoletanos. Y ellos mismos se replicaban:<br />

|Construiremos otra mayor que nos acoja a todos|. Un visitante<br />

flamenco, Laurent Vidal, <strong>de</strong>cía <strong>de</strong> ella: |Valladolid es una villa tan<br />

gran<strong>de</strong> como Bruselas|. Y el ensayista español Pedro <strong>de</strong> Medina<br />

medía la belleza <strong>de</strong> la Plaza Mayor por los huecos que ofrecía al<br />

exterior:<br />

|¿Qué <strong>de</strong>cir —escribía— <strong>de</strong> una plaza con quinientas puertas y seis<br />

mil ventanas?|. Pero, doblado el medio siglo, la construcción, activa<br />

ya <strong>de</strong>s<strong>de</strong> 1540, se aceleró, se acabaron <strong>de</strong> urbanizar las Tenerías,<br />

frente a la Puerta <strong>de</strong>l Campo, y se levantaron importantes edificios<br />

más allá <strong>de</strong> las puertas <strong>de</strong> Teresa Gil, San Juan y la Magdalena. Las<br />

huertas <strong>de</strong> Santa Clara perdieron pronto su carácter agrícola y se<br />

convirtieron primero en solares y, luego, en casas <strong>de</strong> pisos con<br />

balcones <strong>de</strong> herraje, formando un barrio que corría paralelo al río<br />

Pisuerga.<br />

<strong>El</strong> frenético ritmo <strong>de</strong> edificación hizo surgir en todas partes nuevas<br />

manzanas <strong>de</strong> casas, utilizando tanto los espacios cerrados, patios y<br />

jardines, como los terrenos abiertos <strong>de</strong> los arrabales. Para Cipriano<br />

Salcedo y sus convecinos constituyó un motivo <strong>de</strong> orgullo la<br />

transformación <strong>de</strong> su barrio, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo a la<br />

Ju<strong>de</strong>ría, próxima al Puente Mayor. Tres docenas <strong>de</strong> casas <strong>de</strong> nueva<br />

planta se habían edificado en las calles Lechería, Tahona y<br />

Sinagoga, y otras tantas aún más sólidas en la huerta <strong>de</strong>l Convento<br />

<strong>de</strong> San Pablo cedida para este fin. Para dar salida a estos bloques se<br />

abrió la calle Imperial, que enlazaba con el barrio recién construido.<br />

Otras licencias para obras <strong>de</strong> envergadura se concedieron,<br />

asimismo, en la calle Francos y en la huerta <strong>de</strong>l convento <strong>de</strong> monjas


<strong>de</strong> Santa María <strong>de</strong> Belén, entre el Colegio <strong>de</strong> Santa Cruz y la Plaza<br />

<strong>de</strong>l Duque.<br />

Pero lo más espectacular fue la expansión <strong>de</strong> la villa por las<br />

parroquias <strong>de</strong> extramuros: San Pedro, San Andrés y Santiago. Las<br />

cesiones <strong>de</strong> terreno <strong>de</strong> los hermanos Pesquera, que facilitaron<br />

sesenta y dos nuevos solares, resultaron beneficiosas incluso para<br />

los donantes, lo que indujo a otros propietarios a cambiar sus<br />

fincas, por una renta anual vitalicia, en lugares concretos como la<br />

calle <strong>de</strong> Zurradores, la lin<strong>de</strong> <strong>de</strong>l camino <strong>de</strong> Renedo y la <strong>de</strong>l <strong>de</strong><br />

Laguna, a la izquierda <strong>de</strong> la Puerta <strong>de</strong>l Campo.<br />

En este tiempo, mediada la década, Valladolid se convirtió en un<br />

gran taller <strong>de</strong> construcción sobre el que pasaban los años sin que su<br />

febril actividad conociera reposo.<br />

Simultáneamente a la erección <strong>de</strong> nuevos edificios, nació entre las<br />

clases pudientes la necesidad <strong>de</strong> acondicionarlos, <strong>de</strong> amueblarlos<br />

conforme a las más exigentes normas estéticas europeas. La<br />

<strong>de</strong>coración interior empieza entonces a ser consi<strong>de</strong>rada un arte. La<br />

Corte y sus exigencias van imbuyendo en los vallisoletanos una<br />

propensión al consumo cuya primera manifestación es el adorno.<br />

Incluso Teodomira Centeno, que durante años se había conformado<br />

con un discreto pasar, se sintió arrastrada <strong>de</strong> pronto por la fiebre <strong>de</strong><br />

suntuosidad que impulsaba a sus convecinos. Para Cipriano Salcedo,<br />

el <strong>de</strong>rroche <strong>de</strong> su mujer revelaba, por una parte, un contagio social<br />

y, por otra su carácter inestable. Teo explicaba <strong>de</strong> manera expresiva<br />

esta <strong>de</strong>bilidad: el día que no gasto cien ducados lo consi<strong>de</strong>ro un día<br />

perdido, confesaba a su marido. Esta obsesión por el gasto, junto a<br />

la observancia rigurosa <strong>de</strong> la terapia <strong>de</strong>l doctor Galache, llenaron su<br />

vida en aquellos días. Con una particularidad, la tía Gabriela, tan<br />

reticente años atrás al matrimonio <strong>de</strong> Cipriano, se convirtió <strong>de</strong><br />

pronto en la más fiel amiga y aliada <strong>de</strong> su esposa.<br />

<strong>El</strong> proverbial buen gusto <strong>de</strong> la tía se unió a la fabulosa fortuna <strong>de</strong> su<br />

sobrina. Teo no sólo era dócil sino que aceptaba agra<strong>de</strong>cida las<br />

sugerencias <strong>de</strong> Gabriela. “La Reina <strong>de</strong>l Páramo” conocía sus límites,<br />

se sabía mejor esquiladora que su tía pero carecía <strong>de</strong> un gusto tan<br />

<strong>de</strong>cantado como el suyo. Por si fuera poco, la tía Gabriela, que ya se<br />

aproximaba a los sesenta, había encontrado en el <strong>de</strong>spilfarro <strong>de</strong>l<br />

dinero ajeno una actividad rejuvenecedora. En cuanto a Salcedo,<br />

poco apegado a las cosas materiales y embarcado en problemas<br />

trascen<strong>de</strong>ntes, apenas le afectaba la propensión al hedonismo <strong>de</strong> su<br />

cónyuge, antes bien, la alentaba.


A estas alturas <strong>de</strong> su vida le agradaba una mujer ocupada,<br />

distraída, ya que Teo iba <strong>de</strong>jando <strong>de</strong> ser para él un elemento <strong>de</strong><br />

sosiego al mismo tiempo que un aliciente perturbador. Se había<br />

equivocado con ella. Su tamaño, su blancura <strong>de</strong> estatua, la ausencia<br />

<strong>de</strong> vello y <strong>de</strong> sudor no <strong>de</strong>jaban <strong>de</strong> ser <strong>de</strong>fectos que su fantasía <strong>de</strong><br />

pretendiente había convertido en atributos.<br />

Aquella figura carnosa, prieta y lacteada le <strong>de</strong>cía ya muy poco como<br />

mujer y nada como sombrilla protectora. Su relación era simple: Teo<br />

le servía cada noche el preparado <strong>de</strong> escorias <strong>de</strong> plata y acero y, a<br />

cambio, le exigía mensualmente cinco días <strong>de</strong> respeto. Teo seguía<br />

viviendo alentada por la esperanza <strong>de</strong> ser madre. Creía a cierra ojos<br />

en la promesa <strong>de</strong>l doctor Galache y se atenía escrupulosamente a<br />

sus instrucciones. Cualquier día quedaría preñada <strong>de</strong> Cipriano y el<br />

pronóstico <strong>de</strong>l doctor se habría cumplido.<br />

Cipriano, por el contrario, ingería la pócima nocturna por<br />

complacerla. No creía en ella en absoluto. Tenía el convencimiento<br />

<strong>de</strong> que Galache había utilizado la receta como recurso para quitarse<br />

<strong>de</strong> encima a una histérica. Transcurridos los cinco o seis años<br />

previstos ya vería el mejor modo <strong>de</strong> prolongar la expectativa. Pero<br />

Teo no cejaba. Para ella las relaciones íntimas tenían el mismo fin<br />

que las escorias <strong>de</strong> plata y acero o sus tomas <strong>de</strong> salvia con sal<br />

<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> los cuatro días <strong>de</strong> abstinencia. Ya no enredaba con “la<br />

cosita”. Ese juego había pasado a la historia como la escalada <strong>de</strong><br />

Cipriano hasta la meseta <strong>de</strong> las protuberancias. Olvidado ya <strong>de</strong> la<br />

sapina y <strong>de</strong> su <strong>de</strong>sapacible cópula, Cipriano aceptaba el débito sin<br />

reticencias ni entusiasmos, lo mismo que ella, es <strong>de</strong>cir con<br />

<strong>de</strong>sventaja, ya que él no creía en la terapia <strong>de</strong>l doctor para activar<br />

la <strong>de</strong>scen<strong>de</strong>ncia y ella sí. En esta situación, <strong>de</strong> la inicial protección<br />

física que Teo le dispensara, no le quedaba otro recuerdo que el<br />

doblez <strong>de</strong> la almohada don<strong>de</strong> cada noche introducía su pequeña<br />

cabeza para conseguir conciliar el sueño.<br />

Nada <strong>de</strong> esto impedía que Teo le mostrara con entusiasmo los<br />

progresos en la <strong>de</strong>coración <strong>de</strong> la casa.<br />

Los muebles <strong>de</strong> pino iban <strong>de</strong>sapareciendo sustituidos por otras<br />

ma<strong>de</strong>ras más nobles, principalmente roble, nogal y caoba. Con ello,<br />

su <strong>de</strong>spacho, por ejemplo, iba ganando en calidad y riqueza: sobre la<br />

gran mesa <strong>de</strong> nogal reposaba una escribanía <strong>de</strong> avellano, a su lado<br />

un atril y, enfrente, una estantería <strong>de</strong> roble llena <strong>de</strong> libros. Bajo la<br />

ventana, Teo había dispuesto una arqueta veneciana <strong>de</strong> ébano con<br />

incrustaciones en marfil <strong>de</strong> escenas bíblicas. Una auténtica joya.


También los escañiles iban quedando para los pobres. Su lugar lo<br />

ocupaban ahora sillas <strong>de</strong> cuero u otras <strong>de</strong> estilo francés. Pero la<br />

transformación <strong>de</strong> la casa no se <strong>de</strong>tuvo ahí. <strong>El</strong> dormitorio <strong>de</strong>l<br />

matrimonio pasó <strong>de</strong> la eficacia a la coquetería. La vieja cama <strong>de</strong><br />

hierro fue reemplazada por otra forrada <strong>de</strong> damasco carmesí<br />

cubierta por baldaquino <strong>de</strong> brocado <strong>de</strong> oro.<br />

Frente a la cama, Teo instaló un tocador <strong>de</strong> caoba con los enseres <strong>de</strong><br />

plata y, junto a la puerta, un gran arcón forrado <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> ternera<br />

para la ropa <strong>de</strong> cama. Sin embargo, las copias <strong>de</strong> cuadros, que<br />

distribuyó por la parte noble <strong>de</strong> la casa, no tuvieron acceso al<br />

santuario matrimonial, tan venido a menos, don<strong>de</strong> las pare<strong>de</strong>s<br />

estaban <strong>de</strong>coradas por guardamecíes dorados y, presidiéndolo todo,<br />

sobre el lecho, un crucifijo encargado ex profeso a don Alonso <strong>de</strong><br />

Berruguete. En el mismo estilo, ennobleciendo puertas y ventanas y<br />

dando entrada a tapices y alfombras, <strong>de</strong>coró Teo la sala y el<br />

comedor. Únicamente quedaron en su antiguo estado las buhardillas<br />

<strong>de</strong>l piso alto, los trasteros y la habitación <strong>de</strong> Vicente, el criado, junto<br />

a las cuadras, en la planta baja, que era intocable.<br />

Pero el cambio más importante que experimentó la casa <strong>de</strong> la<br />

Corre<strong>de</strong>ra fue el relativo al ajuar:<br />

toallas bordadas a punto real, sábanas <strong>de</strong> Flan<strong>de</strong>s, pañuelos y<br />

pañitos <strong>de</strong> Holanda, almohadones alemanes y toda clase <strong>de</strong> ropa,<br />

incluida la interior, abarrotaban los gigantescos armarios. Y sobre<br />

anaqueles y rinconeras, juegos <strong>de</strong> té, jarras y can<strong>de</strong>labros, en plata<br />

y oro proce<strong>de</strong>ntes <strong>de</strong> las Indias. De oro y plata eran también las<br />

cuberterías, vinajeras, cascanueces, azucareros y saleros, or<strong>de</strong>nados<br />

en el aparador, frente al cual, en el juguetero veneciano, se exhibían<br />

porcelanas y cristales <strong>de</strong> Bohemia <strong>de</strong> exquisitas formas y tonos.<br />

A Cipriano no <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> conmoverle el tesón <strong>de</strong> Teo por superar su<br />

pasado <strong>de</strong> esquiladora, no <strong>de</strong> olvidarlo, puesto que aparte <strong>de</strong>l<br />

“Obstinado”, el ruin penco que conservó hasta su muerte, guardaba<br />

en su armario personal, como una reliquia, junto a ricas prendas <strong>de</strong><br />

“ruan” y “holandas,” el acial y los juegos <strong>de</strong> tijeras y cuchillos <strong>de</strong><br />

trasquilar, merced a los cuales obtuvo un día el título <strong>de</strong> “Reina <strong>de</strong>l<br />

Páramo”. Cipriano <strong>de</strong>jaba que las cosas marcharan a su aire. No le<br />

<strong>de</strong>sagradaban ni la molicie que el cambio hogareño comportaba ni<br />

la pasión que Teo ponía en ello. A veces, Teo y la tía Gabriela<br />

llegaban cargadas <strong>de</strong> chucherías al caer la tar<strong>de</strong>, Crisanta les<br />

servía unas pastas y un refresco y los tres charlaban largo rato<br />

sobre los nuevos proyectos y las últimas adquisiciones.


Pero, ordinariamente, Cipriano Salcedo vivía estas noveda<strong>de</strong>s un<br />

poco al margen, cada vez más embebido en los libros y los viajes.<br />

Frecuentaba las visitas a Pedrosa, ya que la palabra <strong>de</strong> Pedro<br />

Cazalla, su compañía y adoctrinamiento habían llegado a hacérsele<br />

imprescindibles. A veces, esperándole en su casa, charlaba con<br />

Beatriz, la hermana, muy sutil e inteligente, con un extraño ángel en<br />

el rostro, luminosa y empecinada. Resultaba edificante la confianza<br />

con que vivía la teoría <strong>de</strong>l beneficio <strong>de</strong> Cristo, sobre la que no<br />

admitía discusión. La Pasión <strong>de</strong>l Señor había sido una obra perfecta<br />

y resultaba grotesco que algunos creyentes con sus mezquinas<br />

invenciones pretendieran enmendarle la plana al Re<strong>de</strong>ntor.<br />

Mantenía una activa vida <strong>de</strong> relación con las vecinas <strong>de</strong>l pueblo y<br />

con tres <strong>de</strong> ellas se ocupaba <strong>de</strong>l mantenimiento <strong>de</strong> la parroquia.<br />

De cuando en cuando se presentaban en Pedrosa Cristóbal <strong>de</strong> Padilla<br />

y Juan Sánchez. <strong>El</strong> primero era criado <strong>de</strong> los marqueses <strong>de</strong><br />

Alcañices y el segundo lo había sido <strong>de</strong> doña Leonor <strong>de</strong> Vivero, luego<br />

<strong>de</strong> Pedro Cazalla, en Pedrosa, quien acabó facturándoselo <strong>de</strong> nuevo a<br />

su madre <strong>de</strong>bido a su entrometimiento. Padilla era un extraño ser,<br />

alto y <strong>de</strong>sgarbado, con una melena larga y roja que le daba la<br />

apariencia <strong>de</strong> un personaje <strong>de</strong> cuento infantil. Contrariamente Juan<br />

Sánchez era un muchacho <strong>de</strong> baja estatura, cabezón, piel reseca y<br />

apergaminada pero muy activo y oficioso. Caballero en vieja mula,<br />

solo o acompañado <strong>de</strong> Cristóbal <strong>de</strong> Padilla, se había convertido<br />

espontáneamente en enlace <strong>de</strong> la comunidad <strong>de</strong> Valladolid con los<br />

grupos <strong>de</strong> Zamora y Logroño. En Zamora, era Padilla quien llevaba<br />

la batuta y organizaba catequesis en busca <strong>de</strong> nuevos a<strong>de</strong>ptos,<br />

mostrándose con frecuencia <strong>de</strong>masiado audaz y arriesgado. Pese a<br />

las ór<strong>de</strong>nes en contrario, Juan Sánchez le acompañaba en<br />

ocasiones. En cambio, Beatriz Cazalla era una muchacha cauta y<br />

discreta y cuando charlaba con ellos, dada su inteligencia, les<br />

abastecía <strong>de</strong> i<strong>de</strong>as y expresiones para su evangelización futura.<br />

A veces discutían en torno a los sacramentos y el matrimonio <strong>de</strong> los<br />

clérigos, y Pedro Cazalla se creía obligado a intervenir para<br />

imponerles silencio.<br />

Las charlas <strong>de</strong> Pedro Cazalla y Cipriano Salcedo solían ser<br />

itinerantes. De ordinario tomaban el carril <strong>de</strong> Casasola, con las<br />

salinas <strong>de</strong>l Cenagal y el monte <strong>de</strong> La Gallarita al fondo, pero, a<br />

medio camino, solían sentarse en la cima <strong>de</strong>l Cerro Picado, el más<br />

próximo al pueblo, y allí seguían <strong>de</strong>partiendo mientras<br />

contemplaban las casitas molineras agrupadas a un costado <strong>de</strong> la<br />

iglesia, entre las acacias, y el ejido con el pajero <strong>de</strong>l común, el pozo,<br />

y los restos <strong>de</strong> carros y trillos <strong>de</strong>sguazados. Algunas tar<strong>de</strong>s


paseaban en dirección a Toro, entre sembrados y viñedos, hasta<br />

alcanzar el camino <strong>de</strong> Zamora. O bien se acercaban a Villavendimio,<br />

en cuyos terrenos yermos y arenosos empezaba a <strong>de</strong>sarrollarse la<br />

pinada plantada por Martín Martín. En primavera, subían, <strong>de</strong> alba,<br />

con el perdigón, invariablemente a la lin<strong>de</strong> <strong>de</strong> La Gallarita.<br />

Poco a poco, Cipriano Salcedo se había ido convirtiendo en un<br />

conspicuo pajarero. Sabía i<strong>de</strong>ntificar la voz <strong>de</strong> “Antón” entre las <strong>de</strong><br />

otros machos <strong>de</strong>cidores y distinguía a la perfección los cantos <strong>de</strong><br />

llamada <strong>de</strong> los <strong>de</strong> recepción. Curtido en mil aguardos, ya no<br />

censuraba a Cazalla la sangre vertida. Vivía el duelo entre el hombre<br />

y el pájaro apasionadamente y, sumiso al cura, terminaba<br />

aceptando, tar<strong>de</strong> o temprano, todo lo que saliese <strong>de</strong> su boca.<br />

Un día <strong>de</strong>l mes <strong>de</strong> abril, cuando “Antón” emitía una llamada<br />

encendida <strong>de</strong>s<strong>de</strong> lo alto <strong>de</strong>l tanganillo, ante la terca mu<strong>de</strong>z <strong>de</strong>l<br />

campo, Pedro Cazalla le dijo brutalmente, sin preparación alguna,<br />

que no había purgatorio. Pese a estar sentado, la ru<strong>de</strong>za <strong>de</strong> Cazalla<br />

le produjo a Salcedo una extraña flaqueza en las rodillas y un<br />

vértigo en la boca <strong>de</strong>l estómago. <strong>El</strong> cura le miraba <strong>de</strong> soslayo,<br />

atentamente, pendiente <strong>de</strong> su reacción. Le vio empali<strong>de</strong>cer como el<br />

día <strong>de</strong> la sapina y buscar acomodo para sus piernas en la angostura<br />

<strong>de</strong>l tollo. Finalmente murmuró:<br />

—E... eso no puedo aceptarlo, Pedro. Forma parte <strong>de</strong> la fe <strong>de</strong> mi<br />

infancia.<br />

Estaban encerrados en el tollo, sentados en la banqueta, el uno junto<br />

al otro, Cazalla con el retaco cargado entre las piernas, ajenos<br />

ambos al comportamiento <strong>de</strong>l perdigón. Dijo Cazalla dulcemente<br />

encogiendo los hombros:<br />

—Es muy duro, Cipriano, lo comprendo, pero <strong>de</strong>bemos ser coherentes<br />

con nuestra fe. Observando los mandamientos ninguna cosa hay que<br />

no nos sea perdonada por la Pasión <strong>de</strong> Cristo.<br />

Salcedo parecía a punto <strong>de</strong> llorar, tal era su <strong>de</strong>solación:<br />

—Tiene razón vuesa paternidad —dijo al fin—, pero con esta<br />

revelación me <strong>de</strong>ja <strong>de</strong>samparado.<br />

Pedro Cazalla le puso una mano en el hombro:<br />

—<strong>El</strong> día que don Carlos <strong>de</strong> Seso me lo dijo sufrí tanto como vos. Las<br />

tinieblas me envolvían y sentí miedo. Estaba tan atribulado que<br />

pensé en <strong>de</strong>nunciar a don Carlos al Santo Oficio.


—Y ¿cómo superó esa angustia?<br />

—Sufrí mucho —repitió—. Me sentía empecatado. En los días<br />

siguientes no pu<strong>de</strong> <strong>de</strong>cir misa. Así es que, una mañana, aparejé la<br />

mula y me fui a Valladolid. Tenía necesidad <strong>de</strong> ver al virtuoso<br />

teólogo, don Bartolomé Carranza. ¿Le conoce vuesa merced?<br />

—Tiene fama <strong>de</strong> santo y sabio.<br />

Pedro Cazalla retiró la mano <strong>de</strong> su hombro y prosiguió:<br />

—Me confié a él, le abrí mi alma. Don Bartolomé me dirigió una<br />

mirada adivinadora y me preguntó: ¿quién le ha dicho lo <strong>de</strong>l<br />

purgatorio? No se lo quise <strong>de</strong>cir y, entonces, él añadió: y si lo<br />

acierto, ¿vos me lo confirmaréis? Y como yo le respondiese que sí, él<br />

pronunció el nombre <strong>de</strong> don Carlos <strong>de</strong> Seso y yo bajé la cabeza<br />

asintiendo.<br />

Pedro Cazalla hizo una pausa, como esperando una reacción<br />

inmediata <strong>de</strong> Salcedo, pero éste tenía la boca seca y le costaba<br />

articular palabra:<br />

—Y ¿qué le dijo su paternidad? —inquirió al fin.<br />

—Fui yo quien le advertí que me creía en el <strong>de</strong>ber <strong>de</strong> dar parte al<br />

Santo Oficio, <strong>de</strong> <strong>de</strong>nunciar a don Carlos, pero él me aquietó, que me<br />

sosegara, que no <strong>de</strong>latara a nadie, que regresase a mi curazgo y<br />

rezase la misa como todos los días.<br />

Y así lo hice y él, en tanto, mandó un correo a Logroño rogando a<br />

don Carlos que viajara a Valladolid, que le iba mucho en ello. Y don<br />

Carlos vino por la posta y se fue directamente al Colegio <strong>de</strong> San<br />

Gregorio a hablar con don Bartolomé Carranza, pero en el patio nos<br />

encontramos y él entonces me dio la paz en el rostro, me besó en la<br />

mejilla, cosa que nunca había hecho conmigo, y esto me conmovió.<br />

Y juntos subimos a la celda <strong>de</strong>l teólogo pero éste me dijo que yo<br />

quedara fuera, que no era menester mi presencia. Y, al <strong>de</strong>cir <strong>de</strong> don<br />

Carlos, al verse solos, le preguntó si era cierto que me había dicho<br />

que no había purgatorio y que en qué lo fundaba. Y Seso le respondió<br />

que en la superabundante paga que había dado Nuestro Señor por<br />

nuestros pecados con su pasión y muerte. Y su paternidad le advirtió<br />

entonces que ninguna buena razón era suficiente para apartarse <strong>de</strong><br />

la Iglesia ya que no todos los hombres se iban <strong>de</strong> este mundo tan<br />

llenos <strong>de</strong> fe como la que él <strong>de</strong>mostraba. Luego le advirtió que estaba


en vísperas <strong>de</strong> irse a Inglaterra con el Rey nuestro señor pero que,<br />

tan pronto regresara, procuraría escucharle y satisfacerle más<br />

particularmente. Y, antes <strong>de</strong> <strong>de</strong>spedirse, alabó <strong>de</strong> nuevo su fe y<br />

siguió sin con<strong>de</strong>nar sus palabras.<br />

Únicamente le encareció que guardase el secreto <strong>de</strong> la entrevista.<br />

Exactamente le dijo: |Mirad que esto que ha pasado aquí, aquí<br />

que<strong>de</strong> enterrado y por ninguna circunstancia lo digáis|.<br />

<strong>El</strong> interés con que escuchaba la historia apartó <strong>de</strong> momento a<br />

Salcedo <strong>de</strong>l motivo <strong>de</strong> su aflicción. Y aprovechó la pausa <strong>de</strong> Cazalla<br />

para preguntarle:<br />

—Y ¿volvieron a hablar en alguna ocasión <strong>de</strong> este negocio?<br />

Cazalla encogió los hombros.<br />

Dijo con cierta amargura:<br />

—Su paternidad aún no ha terminado con sus quehaceres.<br />

A “Antón” se le quebró en el cuello el último coreché. <strong>El</strong> pájaro se<br />

mostraba aburrido y <strong>de</strong>sanimado; el campo parecía <strong>de</strong>sierto.<br />

Cazalla se incorporó en el tollo, las manos en los riñones. Dijo,<br />

cambiando <strong>de</strong> tono:<br />

—A la caza no hay que buscarle las cosquillas. Si dice que no, es<br />

mejor <strong>de</strong>jarlo.<br />

Por la noche, en la posada, Cipriano pa<strong>de</strong>ció angustias <strong>de</strong> muerte,<br />

no consiguió dormir. Sentía su espíritu turbado, afligido.<br />

Ya en el tollo había experimentado un tirón violento, como una<br />

amputación. Ahora advertía que su mundo se había visto alterado <strong>de</strong><br />

raíz con las palabras <strong>de</strong> Cazalla. Y, entre el cúmulo <strong>de</strong> i<strong>de</strong>as que se<br />

mezclaban en su cabeza, solamente una veía clara: la necesidad <strong>de</strong><br />

modificar su pensamiento, poner todo patas arriba para luego<br />

or<strong>de</strong>nar serenamente las bases <strong>de</strong> su creencia. Se levantó antes <strong>de</strong><br />

amanecer y las primeras luces <strong>de</strong>l alba le sorprendieron en<br />

Villavieja. Ya en Valladolid, rebuscó afanosamente entre los libros.<br />

Allí estaba lo que buscaba. La frase <strong>de</strong> Melchor Cano le apaciguó<br />

momentáneamente: la intención <strong>de</strong> Carranza ha sido siempre<br />

ortodoxa, <strong>de</strong>cía. Pero don Bartolomé se i<strong>de</strong>ntificaba con Seso y <strong>de</strong><br />

ahí que no lo hubiera <strong>de</strong>nunciado. Bartolomé Carranza seguramente


creía que no existía el purgatorio, pero era consciente <strong>de</strong>l riesgo <strong>de</strong><br />

proclamarlo así sin tener en cuenta la formación <strong>de</strong>l interlocutor. <strong>El</strong><br />

gran teólogo era, sin duda, un hombre escrupuloso y pru<strong>de</strong>nte.<br />

Antes <strong>de</strong> cumplir una semana, la inquietud <strong>de</strong> Cipriano le llevó <strong>de</strong><br />

nuevo a Pedrosa. Le sorprendió que Cazalla, probablemente en un<br />

acceso <strong>de</strong> humildad, le llamase hermano. <strong>El</strong> párroco no abrigaba<br />

dudas sobre la relación entre Seso y Carranza. Entre ellos existía<br />

una evi<strong>de</strong>nte analogía <strong>de</strong> pensamiento.<br />

Melchor Cano tenía razón en ese punto. Caminaban por el carril <strong>de</strong><br />

Toro, en una tar<strong>de</strong> apacible, cuando vieron venir en sentido<br />

contrario un esbelto corcel, envuelto en una nube <strong>de</strong> polvo. Pedro<br />

Cazalla no se alteró cuando dijo:<br />

—Si no me equivoco aquí tenemos a don Carlos <strong>de</strong> Seso en persona.<br />

<strong>El</strong> caballo, boquifresco, estrellado, <strong>de</strong> remos finos, fue lo primero que<br />

atrajo la atención <strong>de</strong> Salcedo. Enseguida se advertía que no era un<br />

caballo <strong>de</strong>l montón sino escrupulosamente elegido: un animal<br />

albazano, impaciente, que piafó elegantemente al alcanzar la altura<br />

<strong>de</strong> los dos hombres. <strong>El</strong> caballero les saludó antes <strong>de</strong> apearse. Se<br />

trataba <strong>de</strong> un hombre esbelto, <strong>de</strong>lgado, <strong>de</strong> mirada clara, unos años<br />

mayor que Cipriano. Rubio, <strong>de</strong> breve barba y pelo corto, tocado con<br />

una gorra italiana, su atuendo, con mangas lisas a la turca, vistas<br />

las puntas <strong>de</strong> la camisa y calzas enteras picadas, parecía el más<br />

a<strong>de</strong>cuado para cabalgar. Daba la impresión <strong>de</strong> hombre <strong>de</strong> mundo,<br />

petimetre y altivo sin preten<strong>de</strong>rlo.<br />

Procedía <strong>de</strong> Toro. Iba a ser nombrado corregidor y había visitado la<br />

villa para saludar a los viejos amigos. Era hombre facundo, <strong>de</strong> verbo<br />

matizado, cuya <strong>de</strong>senvoltura atraía. Conducía a “Veronés”, su<br />

caballo, <strong>de</strong> la brida y caminaba entre Cipriano y Cazalla con<br />

naturalidad. Sin preámbulo alguno se dirigió a Salcedo: había<br />

conocido a un tío suyo muchos años atrás, en Olmedo, durante la<br />

peste, hombre culto, justamente afamado, abierto.<br />

A Pedro le había oído hablar <strong>de</strong> él, <strong>de</strong> Cipriano, como terrateniente<br />

fuerte y hombre espiritualmente inquieto. Más tar<strong>de</strong> charlarían.<br />

Pensaba dormir en la posada <strong>de</strong> Baruque y partir muy <strong>de</strong> mañana<br />

para Logroño.<br />

Beatriz Cazalla, la hermana <strong>de</strong> Pedro, les recibió con mucho afecto y<br />

<strong>de</strong>senfado y los invitó a cenar; no tenía cena para tantos pero lo


arreglaría con un pernil. Don Carlos trataba a Beatriz con una<br />

mezcla <strong>de</strong> familiaridad y respeto.<br />

La embromaba y ella reía sin parar. Cazalla aseguraba que era como<br />

su madre, mujeres sin telarañas en la cabeza, que habían nacido<br />

para reír. Durante la cena y la sobremesa se abordaron temas<br />

triviales: la afición a la caza <strong>de</strong> Pedro, el viñedo, el revoque <strong>de</strong> la<br />

iglesia, pero tan pronto se vieron solos Seso y Salcedo en la sala <strong>de</strong><br />

la fonda ante una jarra <strong>de</strong> vino, Salcedo afrontó sin vacilaciones el<br />

tema <strong>de</strong>l purgatorio. Le había parecido tan oportuna la irrupción <strong>de</strong><br />

don Carlos que no dudó que Cazalla le había enviado un correo<br />

encareciéndole su presencia. Sobre el arcón había un gran crucifijo<br />

y, al advertirlo, Seso lo señaló teatralmente con un <strong>de</strong>do y dijo:<br />

—Ahí tiene vuesa merced mi purgatorio. Ése es mi purgatorio.<br />

Hacía el efecto <strong>de</strong> un iluminado. En chancletas, con sus ojos grises<br />

muy fijos, la bata <strong>de</strong> viaje, se diría que su personalidad había<br />

mudado. Salcedo le miraba implorante, haciendo ostensible el<br />

sufrimiento <strong>de</strong> los últimos días.<br />

—Los españoles dan mucha importancia a este negocio <strong>de</strong>l<br />

purgatorio —comentó don Carlos sonriendo—. En mi país se acepta<br />

su inexistencia como consecuencia lógica <strong>de</strong> la nueva doctrina. Don<br />

Bartolomé Carranza se resistió a escucharme cuando le quise dar<br />

las razones; las dio por sabidas.<br />

La hija <strong>de</strong> Baruque se había retirado <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> cebar el candil y<br />

echar unos leños al fuego. Mientras don Carlos se servía un nuevo<br />

vaso <strong>de</strong> vino, Cipriano sacó fuerzas <strong>de</strong> flaqueza para <strong>de</strong>cir:<br />

—Y... y a mí ¿podría <strong>de</strong>cirme vuesa merced en qué basa su<br />

convencimiento? Carezco <strong>de</strong> las luces y la santidad <strong>de</strong> su reverencia.<br />

La metamorfosis <strong>de</strong> don Carlos se había ido completando. La<br />

aparente <strong>de</strong>spreocupación <strong>de</strong>l camino había <strong>de</strong>saparecido <strong>de</strong> él y,<br />

pese a lo agraciado <strong>de</strong> su rostro, a su breve melena rubia, más<br />

parecía un hombre <strong>de</strong> iglesia, presto a iniciar un sermón, que un<br />

caballero. Sus ojos claros miraban ahora con empeño las pequeñas<br />

manos peludas <strong>de</strong> Cipriano:<br />

—No quiero cansarle —dijo con aire protector—. Para mí hay tres<br />

razones <strong>de</strong> peso que <strong>de</strong>muestran la inexistencia <strong>de</strong>l purgatorio...<br />

Dejó su razonamiento en suspenso y Cipriano aproximó el rostro a<br />

sus labios, temeroso <strong>de</strong> que no llegara a formularlas:


—Le escucho —dijo impaciente, apremiándole.<br />

Don Carlos clavó sus ojos grises en su rostro y reanudó la<br />

exposición:<br />

—En primer lugar, al aceptar que no hay purgatorio, reconocemos<br />

haber recibido <strong>de</strong> Cristo la mayor misericordia. A esto, añada vuesa<br />

merced que ni los Evangelistas ni San Pablo alu<strong>de</strong>n a él en sus<br />

escritos. Por último, y esto para mí también es esencial, tenemos la<br />

posición <strong>de</strong> don Bartolomé <strong>de</strong> Carranza, hombre santísimo y <strong>de</strong> gran<br />

sabiduría. ¿Necesita vuesa merced más y mayores evi<strong>de</strong>ncias?<br />

Parpa<strong>de</strong>ó reiteradamente Cipriano Salcedo como <strong>de</strong>slumbrado.<br />

Operaba sobre él una especie <strong>de</strong> fuerza sobrenatural que parecía<br />

provenir <strong>de</strong> aquel hombre. Le convencían sus razones, las tres,<br />

especialmente la segunda: ¿por qué los Evangelistas no habían<br />

aludido al purgatorio y sí lo habían hecho al cielo y al infierno?<br />

Pero don Carlos no le daba tiempo a reflexionar. Hablaba y hablaba<br />

sin mesura. Remachaba el clavo. Para afrontar su nueva fe, don<br />

Carlos le recomendaba visitar a Cazalla, el Doctor, hablar con él.<br />

Frecuentar los conventículos, cambiar impresiones con los<br />

hermanos. No lo <strong>de</strong>je. Nuestra fuerza no es gran<strong>de</strong> pero tampoco<br />

<strong>de</strong>spreciable.<br />

No se que<strong>de</strong> sentado en una silla.<br />

Muévase. Abra su espíritu, no se resista a la gracia. Dispone <strong>de</strong><br />

cenáculos en Valladolid, Toro, Zamora, en muchos sitios. Cipriano se<br />

apresuraba a tomar nota mental <strong>de</strong> sus consejos, <strong>de</strong> los nombres <strong>de</strong><br />

personas y lugares que le recomendaba. Y, <strong>de</strong> pronto, don Carlos<br />

alteró la dirección <strong>de</strong> su discurso, le habló <strong>de</strong> Trento, había estado<br />

allí y el Concilio no había suscitado en él gran<strong>de</strong>s esperanzas. Le<br />

habló también <strong>de</strong> Juan Valdés, fallecido unos años atrás, como su<br />

verda<strong>de</strong>ro maestro y así fue enca<strong>de</strong>nando temas hasta que la fatiga<br />

y el sueño llegaron a dominar a ambos interlocutores.<br />

A la mañana siguiente, muy temprano, cabalgaron juntos hasta<br />

Valladolid. Don Carlos iba a Logroño, a Villamediana, don<strong>de</strong> vivía.<br />

Por primera vez admiraba Salcedo en otro caballo cualida<strong>de</strong>s que no<br />

advertía en el suyo: “Veronés” arrancaba a galope <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el trote<br />

corto, sin transición y era capaz <strong>de</strong> <strong>de</strong>tenerse en dos cuerpos, cosa<br />

que “Relámpago” y él nunca habían conseguido. Se trataba <strong>de</strong> un<br />

corcel brioso y bien educado.


Don Carlos le informó que lo había adquirido en Granada y tenía<br />

más <strong>de</strong> la mitad <strong>de</strong> sangre árabe.<br />

Cipriano encontró a su mujer al bor<strong>de</strong> <strong>de</strong> una nueva crisis. Des<strong>de</strong> que<br />

<strong>de</strong>jó <strong>de</strong> representar para él un refugio y un incentivo carnal, Salcedo<br />

sólo aspiraba a una cosa:<br />

que le <strong>de</strong>jase en paz. No creía en las palabras <strong>de</strong>l doctor Galache ni<br />

en los plazos que Teo observaba con rigurosa exactitud aunque<br />

fingiera hacerlo para mantener la paz conyugal. De ahí que en cada<br />

una <strong>de</strong> sus salidas, una bolsita con escorias <strong>de</strong> plata y acero, que su<br />

esposa le preparaba, formara parte <strong>de</strong> su equipaje.<br />

In<strong>de</strong>fectiblemente la bolsita volvía intacta pero ella no lo advertía.<br />

Creía que Cipriano vivía las instrucciones <strong>de</strong>l doctor con el mismo<br />

convencimiento con que ella lo hacía. De esta manera el matrimonio<br />

iba sobreviviendo, mas, esta vez, el regreso fue <strong>de</strong>solador. Teodomira<br />

no salió a recibirle al vestíbulo. La encontró en su cuarto, en pleno<br />

ensimismamiento, mirando por la ventana sin ver.<br />

Maquinalmente le <strong>de</strong>volvió el beso que le dio en la mejilla, pero <strong>de</strong><br />

una manera tan fría que Cipriano se preguntó qué novedad le<br />

esperaría esta mañana. Unas veces había sido “Obstinado”, otras<br />

sus menosprecios, otras, en fin, su infecundidad, pero era evi<strong>de</strong>nte<br />

que su enajenación quería <strong>de</strong>cir algo. Le acompañó a la habitación<br />

para <strong>de</strong>svestirse. Cipriano aún no se había acostumbrado a los<br />

nuevos tapices, los cortinones, el dosel... Le abrumaban. Pero,<br />

inopinadamente, Teo se pronunció con acento dominante:<br />

—Digo Cipriano que esta costumbre <strong>de</strong> dormir juntos, en una misma<br />

cama, es una porquería.<br />

—¿Una porquería? Es lo que suelen hacer los matrimonios, ¿no?<br />

<strong>El</strong>la se iba enar<strong>de</strong>ciendo poco a poco.<br />

—¿De veras te parece normal que pasemos nueve <strong>de</strong> las veinticuatro<br />

horas <strong>de</strong>l día intercambiando nuestros efluvios, nuestros alientos,<br />

oliéndonos <strong>de</strong> continuo el uno al otro como dos perros?<br />

—Bueno —convino su marido sobre la marcha—: quizá tengas razón.<br />

Tal vez <strong>de</strong>bamos poner otra cama aquí.<br />

La gran figura <strong>de</strong> Teo se <strong>de</strong>splazaba con ligereza <strong>de</strong> un lugar a otro<br />

<strong>de</strong> la estancia. Agarró una <strong>de</strong> las columnas <strong>de</strong>l lecho y la sacudió<br />

con fuerza. Tembló el dosel arriba:


—¿Dos camas aquí? —preguntó irritada—. ¿Es eso todo lo que se te<br />

ocurre <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> <strong>de</strong>vanarme los sesos para a<strong>de</strong>centar el<br />

dormitorio?<br />

Destrozarlo con una cama auxiliar.<br />

¡Eso! ¡He ahí la sugerencia <strong>de</strong>l gran hombre!<br />

Teo, en la pendiente, era como un alud, cada vez adquiría mayor<br />

fuerza y extensión. Alcanzado este extremo, Cipriano vaciló: ¿<strong>de</strong>bía<br />

acatar su sugerencia o disentir?<br />

Él no ignoraba que <strong>de</strong> aceptar su juicio sin lucha, el tema inicial <strong>de</strong><br />

la confrontación, generalmente nimio, podría <strong>de</strong>rivar hacia otro más<br />

personal y explosivo. Y, en el caso <strong>de</strong> optar por el enfrentamiento,<br />

cabía que la exasperación <strong>de</strong> su esposa, en un increscendo<br />

previsible, terminara pasando <strong>de</strong> las palabras a los hechos. Cipriano<br />

no olvidaba que, en la crisis que precedió a la visita al doctor<br />

Galache, Teo le había amenazado una noche en la cama, incluso<br />

llegó a atenazarle la garganta con sus blancas manos po<strong>de</strong>rosas.<br />

Des<strong>de</strong> ese momento había adoptado ante ella una postura ambigua<br />

no exenta <strong>de</strong> prevención. Es lo que había hecho esta mañana al<br />

advertir su alejamiento: ni aceptar a ojos cerrados, ni discrepar<br />

tajantemente, sino esperar que las cosas madurasen por sí solas.<br />

Trató <strong>de</strong> amansarla con palabras amables, pero ella siguió con sus<br />

<strong>de</strong>stemplanzas. Tan sólo se apaciguó el enfrentamiento cuando Teo<br />

le condujo a un viejo trastero contiguo que acababa <strong>de</strong> habilitar<br />

para dormitorio:<br />

—¿Qué te parece? Crisanta y yo lo hemos dispuesto para ti.<br />

Cipriano miraba acongojado el ventanuco, la otomana en un rincón,<br />

junto a la arqueta que iba a hacer las veces <strong>de</strong> mesilla <strong>de</strong> noche,<br />

don<strong>de</strong> <strong>de</strong> momento reposaba un can<strong>de</strong>labro <strong>de</strong> plata. Una esterilla<br />

como posapié, un armario <strong>de</strong> pino, dos sillas <strong>de</strong> cuero y un árbol<br />

para colgar la ropa constituían todo el mobiliario. Cipriano pensó<br />

que había sido expulsado <strong>de</strong>l paraíso pero, al propio tiempo, tenía la<br />

solución inmediata <strong>de</strong>l problema al alcance <strong>de</strong> la mano. Claudicó:<br />

—Está bien —dijo—, es suficiente. Después <strong>de</strong> todo la ostentación<br />

resulta superflua en un dormitorio.<br />

Teo sonreía. Cipriano había sabido valorar su esfuerzo. Le condujo<br />

hasta la puerta <strong>de</strong> la alcoba. A la <strong>de</strong>recha <strong>de</strong>l marco, adherida a la<br />

pared, había una hoja <strong>de</strong> papel, don<strong>de</strong> ella había transcrito una


especie <strong>de</strong> calendario. Los cuatro días <strong>de</strong> abstinencia recomendados<br />

por el doctor Galache estaban recuadrados en rojo. Sonrió con<br />

remota picardía:<br />

—No trates <strong>de</strong> engañarme —dijo—. Tengo un cuadro igual a éste en<br />

la cabecera <strong>de</strong> mi lecho.<br />

Las aguas habían vuelto a su cauce. Teo exultaba. No se dada<br />

cuenta <strong>de</strong> que había sido vencida.<br />

Por su parte, recobrada la libertad, conforme con las indicaciones <strong>de</strong><br />

Seso, Cipriano <strong>de</strong>cidió visitar al doctor Cazalla. No le encontró en<br />

casa pero le recibió su madre, doña Leonor <strong>de</strong> Vivero, una mujer <strong>de</strong><br />

edad que sin embargo conservaba una vigorosa lozanía. Una piel<br />

fresca, sus ojos azules y vivaces, la serena coordinación <strong>de</strong><br />

movimientos, su <strong>de</strong>nso cabello blanco, alejaban cualquier i<strong>de</strong>a <strong>de</strong><br />

senectud.<br />

Una galera <strong>de</strong> brocado hasta los pies y la gorguera <strong>de</strong> lechuguilla<br />

blanca terminaban <strong>de</strong> perfilar su figura. Sonreía al hablar, con una<br />

sonrisa <strong>de</strong>ntona, como si le conociera <strong>de</strong> toda la vida. Pedro le había<br />

hablado <strong>de</strong> él, <strong>de</strong> su <strong>de</strong>voción, <strong>de</strong> su probidad, <strong>de</strong> su buena<br />

disposición hacia el prójimo.<br />

Agustín regresaría tar<strong>de</strong>; tenía una reunión en el cabildo. <strong>El</strong><br />

pequeño gabinete don<strong>de</strong> se encontraban era un trasunto <strong>de</strong>l resto <strong>de</strong><br />

la casa agobiada y oscura, don<strong>de</strong> los muebles pesados, <strong>de</strong> mucho<br />

bulto, ocupaban la mayor parte <strong>de</strong>l espacio disponible. Únicamente<br />

la sala <strong>de</strong> reuniones, el oratorio, que doña Leonor le mostró solícita,<br />

escapaba <strong>de</strong> la norma. Era una habitación <strong>de</strong>sahogada a costa <strong>de</strong>l<br />

resto <strong>de</strong> la casa, el techo <strong>de</strong> vigas vistas, sin otro menaje que un<br />

pequeño estrado con una mesa y dos sillas y una larga fila <strong>de</strong><br />

escañiles:<br />

—Aquí celebramos nuestras reuniones mensuales explicó doña<br />

Leonor—. Espero que vuesa merced nos haga el honor <strong>de</strong><br />

acompañarnos en la próxima. Agustín le dará las instrucciones<br />

precisas.<br />

La capilla no tenía otra ventilación que un angosto hueco a poniente<br />

con la contraventana almohadillada para amortiguar los ruidos y la<br />

luz.<br />

Cipriano volvió con frecuencia por casa <strong>de</strong> doña Leonor <strong>de</strong> Vivero.<br />

Era una mujer tan abierta y esparcida que no le importaba que el<br />

Doctor se retrasara. También ella le recibía con muestras <strong>de</strong>


contento y escuchaba sin pestañear su divertido anecdotario. Nunca<br />

Cipriano se había visto tan halagado, y, por primera vez en su vida,<br />

dilataba el final <strong>de</strong> sus historias que, en su timi<strong>de</strong>z innata, siempre<br />

había tendido a resumir.<br />

Y doña Leonor reía fácilmente pero con discreción, sin estrépito, sin<br />

risotadas explosivas, como con una vibración monocor<strong>de</strong> <strong>de</strong>l velo <strong>de</strong>l<br />

paladar. A pesar <strong>de</strong> su contención, lloraba riendo, y sus lágrimas<br />

animaban a Cipriano que nunca había valorado su sentido <strong>de</strong>l<br />

humor. Enlazaba un relato con otro y a la cuarta visita había<br />

agotado el filón <strong>de</strong> sus anécdotas impersonales y, sin solución <strong>de</strong><br />

continuidad, inició el repertorio <strong>de</strong> las protagonizadas por él o sus<br />

allegados. Las historias <strong>de</strong> don Segundo, “el Perulero”, o las <strong>de</strong> su<br />

esposa “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”, <strong>de</strong>senca<strong>de</strong>naron en doña Leonor<br />

verda<strong>de</strong>ros ataques <strong>de</strong> hilaridad. Se <strong>de</strong>sternillaba sin<br />

<strong>de</strong>scomponerse, atildadamente, con un ligero cloqueo, sujetándose<br />

<strong>de</strong>licadamente el estómago con sus manos chatas y cuidadas. Y<br />

Cipriano, una vez lanzado, no se paraba en barras: el sobrenombre<br />

<strong>de</strong> su mujer, “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”, provenía <strong>de</strong>l hecho <strong>de</strong> que<br />

esquilaba borregos con mayor rapi<strong>de</strong>z y <strong>de</strong>streza que los pastores <strong>de</strong><br />

Torozos. Por su parte, su padre recibía a las visitas con un mo<strong>de</strong>lo<br />

<strong>de</strong> calzas acuchilladas que los lansquenetes habían puesto <strong>de</strong> moda<br />

allá por el año 25 en Valladolid. Doña Leonor reía y reía y Cipriano,<br />

ebrio <strong>de</strong> éxito, le contaba con buen humor que el doctor Galache le<br />

había recomendado un preparado <strong>de</strong> escorias <strong>de</strong> plata y acero para<br />

aumentar su fertilidad.<br />

Una tar<strong>de</strong>, animado por la atención <strong>de</strong> doña Leonor, le confió su<br />

pequeño secreto:<br />

—¿Sabía vuesa merced que yo nací el mismo día que la Reforma?<br />

—No le entiendo, Salcedo.<br />

—Quiero <strong>de</strong>cir que yo nacía en Valladolid al mismo tiempo que<br />

Lutero estaba fijando sus tesis en la iglesia <strong>de</strong>l castillo <strong>de</strong><br />

Wittenberg.<br />

—¿Es posible o bromea vuesa merced?<br />

—<strong>El</strong> 31 <strong>de</strong> octubre <strong>de</strong> 1517 exactamente. Mi tío me lo contó.<br />

—¿Estaba usted pre<strong>de</strong>stinado entonces?<br />

—En ocasiones he estado a punto <strong>de</strong> admitir esa superchería.


Doña Leonor le miraba con una ternura intelectual admirativa, los<br />

incisivos asomando entre sus labios rosados:<br />

—Le propongo una cosa —dijo tras una pausa—. <strong>El</strong> próximo<br />

cumpleaños <strong>de</strong> vuesa merced lo celebraremos aquí, en casa, en<br />

compañía <strong>de</strong>l Doctor y el resto <strong>de</strong> mis hijos. Una comida <strong>de</strong> acción <strong>de</strong><br />

gracias. ¿Qué le parece?<br />

Doña Leonor y Cipriano Salcedo se hicieron mutuamente<br />

imprescindibles. Él pensaba a menudo que, tras el fracaso<br />

sentimental con Teo, doña Leonor venía a sustituir a la madre que<br />

había esperado encontrar en ella. <strong>El</strong> caso es que cuando tenía cita<br />

con el Doctor, llegaba a su casa antes <strong>de</strong> tiempo sólo por el gusto <strong>de</strong><br />

conversar un rato con doña Leonor. Y allí, sentados en las sillas <strong>de</strong><br />

cuero <strong>de</strong>l pequeño gabinete, charlaban y reían y, <strong>de</strong> cuando en<br />

cuando, ella le invitaba a una merienda.<br />

Pero tan pronto aparecía el Doctor, ella se levantaba, recortaba su<br />

espontaneidad, siquiera su autoridad siguiese manifestándose sin<br />

palabras. Aquella casa, sin duda, había sido un matriarcado que los<br />

hijos habían reconocido y alentado espontáneamente.<br />

En el <strong>de</strong>spachito, paredaño a la capilla, conversaban Cipriano y el<br />

Doctor, sentados en torno a una mesa camilla ya que su paternidad<br />

se enfriaba incluso en el mes <strong>de</strong> agosto. La habitación estaba<br />

forrada <strong>de</strong> libros y, fuera <strong>de</strong> ellos y <strong>de</strong> un pequeño grabado <strong>de</strong> Lutero<br />

que presidía la mesa <strong>de</strong> pino, junto a la ventana, carecía <strong>de</strong> otros<br />

adornos. Día a día, Cipriano comprobaba la fragilidad <strong>de</strong>l Doctor, su<br />

hipocondría y, al propio tiempo, su agu<strong>de</strong>za, su admirable or<strong>de</strong>n<br />

mental. Le había acogido como a un hijo <strong>de</strong> su hermano, tanto fue el<br />

interés que Pedro Cazalla puso en presentárselo. Pasaban largos<br />

ratos juntos y el Doctor, muy pagado <strong>de</strong> su alto magisterio, iba<br />

imponiendo a Salcedo en los principios <strong>de</strong> la nueva doctrina. Su<br />

acento persuasivo, sus asequibles razonamientos, le ayudaban en el<br />

empeño.<br />

Y para Cipriano, el mero hecho <strong>de</strong> disponer para él solo <strong>de</strong> la<br />

palabra <strong>de</strong>l gran predicador, venerado en la ciudad, constituía ya<br />

un motivo <strong>de</strong> engreimiento. Al propio tiempo, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> haber<br />

admitido la inexistencia <strong>de</strong>l purgatorio, a Cipriano Salcedo poco le<br />

costaba ya aceptar la inutilidad <strong>de</strong>l monjío como estado, el celibato<br />

sacerdotal o rechazar a los frailes fariseos.<br />

Cristo nunca impuso a los apóstoles la soltería. San Pedro,<br />

concretamente, era un hombre casado.


Salcedo asentía y asentía. Jamás dudaba. Se le antojaban verda<strong>de</strong>s<br />

contrastadas, <strong>de</strong> pata <strong>de</strong> banco, las que el Doctor exponía. Análoga<br />

facilidad encontró para rechazar el culto a los santos, a las<br />

imágenes y a las reliquias, los diezmos mediante los cuales la<br />

Iglesia explotaba al pueblo y el sacerdocio institucional. O para<br />

asumir la comunión en las dos especies, lógica a la vista <strong>de</strong> los<br />

evangelios.<br />

Todo era sencillo para Cipriano ahora. Tampoco se había<br />

cuestionado la confesión mental. Nunca había sentido aversión por<br />

<strong>de</strong>scargar sus pecados en un confesionario pero hacerlo ahora<br />

directamente ante Nuestro Señor le <strong>de</strong>jaba más tranquilo y<br />

satisfecho. Llegó a parecerle un acto más completo y emotivo que la<br />

confesión auricular.<br />

Recogido en el rincón más oscuro <strong>de</strong>l templo, en silencio, fascinado<br />

por la llamita que brillaba en el sagrario, Cipriano se concentraba y<br />

llegaba a sentir muy cerca la presencia real <strong>de</strong> Cristo en el templo,<br />

incluso una vez creyó verlo a su lado, sentado en el escañil, la<br />

túnica refulgente, la mancha blanca <strong>de</strong> su rostro enmarcada por sus<br />

cabellos y su puntiaguda barba rabínica.<br />

A juicio <strong>de</strong> Cipriano, ninguna <strong>de</strong> las enseñanzas <strong>de</strong>l Doctor afectaba<br />

en profundidad a la creencia.<br />

Solía hablarle lenta, suavemente, pero el rictus <strong>de</strong> amargura no<br />

<strong>de</strong>saparecía <strong>de</strong> su boca. Quizá aquel rictus expresaba las<br />

inquietu<strong>de</strong>s y temores que el Doctor reservaba para sí. Solamente<br />

hubo una novedad con la que tropezó Cipriano:<br />

La preterición <strong>de</strong> la misa. Por mucho que se esforzara no podía<br />

llegar a consi<strong>de</strong>rar el domingo como un día más <strong>de</strong> la semana. Si no<br />

asistía a misa, tal vez más por costumbre que por <strong>de</strong>voción, le<br />

parecía que le faltaba algo esencial.<br />

Treinta y seis años cumpliendo con el precepto habían creado en él<br />

una segunda naturaleza. Se sentía incapaz <strong>de</strong> traicionarla. Se lo<br />

dijo así al Doctor quien, contrariamente a lo que esperaba no se<br />

enojó:<br />

—Lo comprendo, hijo —le dijo—.<br />

Asista a misa y rece por nosotros.<br />

También yo me veo obligado a hacer cosas en las que no creo. A<br />

veces es incluso aconsejable seguir con las viejas prácticas para no


<strong>de</strong>spertar sospechas en el Santo Oficio. Algún día podremos sacar a<br />

la luz nuestra fe.<br />

—¿Tantos somos los nuevos cristianos, reverencia?<br />

<strong>El</strong> rictus <strong>de</strong> amargura se acentuó en su boca, y, sin embargo, dijo:<br />

—Mira, hijo. Si esperaran cuatro meses para perseguirnos seríamos<br />

tantos como ellos. Y si seis, podríamos hacer con ellos lo que ellos<br />

quieren hacer con nosotros.<br />

A Cipriano le impresionó la respuesta <strong>de</strong>l Doctor. ¿Pretendía<br />

insinuar que la mitad <strong>de</strong> la ciudad estaba contagiada por “la<br />

lepra”?<br />

¿Quería <strong>de</strong>cir que la gran masa <strong>de</strong> fieles que acudían a sus<br />

sermones comulgaban con la Reforma? Para Salcedo, los hermanos<br />

Cazalla y don Carlos <strong>de</strong> Seso eran tres autorida<strong>de</strong>s indiscutibles,<br />

más lúcidos que el resto <strong>de</strong> los humanos.<br />

En sus ratos <strong>de</strong> recogimiento agra<strong>de</strong>cía a Nuestro Señor que los<br />

hubiera puesto en su camino. Su adoctrinamiento había cimentado<br />

su creencia, disipado los viejos escrúpulos: le había <strong>de</strong>vuelto la<br />

serenidad. Ya no le angustiaban las dudas, la impaciencia por llevar<br />

a cabo buenas obras. No obstante, a veces, cuando agra<strong>de</strong>cía a Dios<br />

el encuentro con personas tan virtuosas, atravesaba su cabeza como<br />

un relámpago la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> si aquellas tres personas, tan distintas en<br />

el aspecto externo, no estarían unidas por el marco <strong>de</strong> la soberbia.<br />

Sacudía violentamente la cabeza para ahuyentar el pecaminoso<br />

pensamiento. <strong>El</strong> Maligno no <strong>de</strong>scansaba, se lo había advertido el<br />

Doctor. Era necesario vivir con el espíritu alerta. Pero <strong>de</strong>bía tratarse<br />

<strong>de</strong> aprensiones acci<strong>de</strong>ntales, pensaba, puesto que él acataba la voz<br />

<strong>de</strong> sus maestros, los veneraba. Su inteligencia estaba tan por encima<br />

<strong>de</strong> la suya que constituía un raro privilegio po<strong>de</strong>r cogerse <strong>de</strong> su<br />

mano, cerrar los ojos y <strong>de</strong>jarse llevar.<br />

Era enero, el día 29. <strong>El</strong> Doctor se levantó <strong>de</strong> la vieja silla y agitó con<br />

brío una campanita <strong>de</strong> plata que tomó <strong>de</strong> la escribanía.<br />

Entró Juan Sánchez, el criado, tan escuchimizado como siempre, con<br />

su rostro apergaminado, amarillo <strong>de</strong> papel viejo:<br />

—Juan —dijo el Doctor—, al señor ya le conoces: don Cipriano<br />

Salcedo. Asistirá al conventículo <strong>de</strong>l viernes. Convoca a los <strong>de</strong>más<br />

para las once <strong>de</strong> la noche. La contraseña es “Torozos” y la respuesta<br />

“Libertad”. Como siempre, mucha discreción.


Juan Sánchez bajó la cabeza asintiendo:<br />

—Lo que vuestra eminencia or<strong>de</strong>ne —dijo.<br />

__________________________<br />

__________________________<br />

XII<br />

Oculto en el trastero, Cipriano sintió la tos banal <strong>de</strong> su esposa en la<br />

habitación contigua, se sentó en la cama y esperó unos minutos.<br />

Las criadas <strong>de</strong>bían <strong>de</strong> haberse acostado también en el piso alto,<br />

porque no se oía el menor ruido.<br />

Tampoco se movía Vicente en la habitación <strong>de</strong> los bajos, junto a las<br />

cuadras. Sentía el corazón oprimido cuando volvió a ponerse <strong>de</strong> pie.<br />

Respiró hondo. Había aceitado las bisagras para que las puertas no<br />

chirriasen. Bajó las escaleras con el candil en la mano, <strong>de</strong> puntillas,<br />

y en el zaguán lo apagó y lo <strong>de</strong>positó sobre el arca. Nunca había sido<br />

noctámbulo pero, más que la novedad, le excitaba esta noche el<br />

recuerdo <strong>de</strong> las palabras <strong>de</strong> Pedro Cazalla en Pedrosa: los<br />

conventículos para resultar eficaces han <strong>de</strong> ser clan<strong>de</strong>stinos. <strong>El</strong><br />

secretismo y la complicidad acompañaban a la reunión <strong>de</strong> esta<br />

noche, primer conciliábulo en el que Cipriano iba a participar.<br />

Secretismo y complicidad, pensó, eran una manera <strong>de</strong> traducir otras<br />

palabras más inflamables como miedo y misterio.<br />

Nadie fuera <strong>de</strong> ellos <strong>de</strong>bía conocer la existencia <strong>de</strong> estas reuniones<br />

puesto que, en caso contrario, el brazo ejecutor <strong>de</strong>l Santo Oficio<br />

caería implacable sobre el grupo.<br />

En el umbral <strong>de</strong> la puerta <strong>de</strong> la calle se santiguó. No sentía temor<br />

aunque sí alguna inquietud. La noche estaba fría pero calma.<br />

Notaba en los huesos un frío húmedo impropio <strong>de</strong> la meseta. <strong>El</strong><br />

silencio le <strong>de</strong>sconcertó, no oía otra cosa que el ruido <strong>de</strong> sus propias<br />

pisadas alertándole, las patadas <strong>de</strong> los caballos en el empedrado <strong>de</strong><br />

las cuadras, el paso lejano <strong>de</strong> una patrulla... Avanzaba casi a<br />

tientas, aunque arriba, don<strong>de</strong> las casas se acercaban, se adivinaba<br />

una difusa claridad lechosa. En alguna ventana hacían tímidos<br />

guiños los vislumbres <strong>de</strong> una lámpara, tan recogidos que su<br />

resplandor no alcanzaba a la calle. Oyó, muy lejos, la voz <strong>de</strong> un


orracho y la coz <strong>de</strong> una caballería contra una puerta <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra.<br />

Recorrió la calle <strong>de</strong> la Cuadra, nervioso y alterado, y abocó a la<br />

Estrecha. En esta vía, especialmente angosta, flanqueada por nobles<br />

palacios, la ansiedad <strong>de</strong> los caballos era más notoria. Pateaban el<br />

suelo y resoplaban en su sueño impaciente. Cipriano se embozó en el<br />

capuz. <strong>El</strong> recelo hacía más intenso el frío. En la encrucijada dobló a<br />

mano <strong>de</strong>recha. Allí se veía un poco más, veía blanquear vagamente<br />

las fachadas <strong>de</strong> las casas y, en particular, la negrura <strong>de</strong> los huecos.<br />

Caminaba casi por el centro <strong>de</strong> la calle, a la izquierda <strong>de</strong> la<br />

alcantarilla, y el imperceptible eco <strong>de</strong> sus pisadas contra los<br />

edificios le orientaba como a los murciélagos. Divisó <strong>de</strong> pronto la<br />

casa <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra que precedía a la <strong>de</strong> doña Leonor y se arrimó a las<br />

fachadas.<br />

Los golpes <strong>de</strong> su corazón, bajo el capuz, eran ahora muy rudos.<br />

Cipriano vaciló. <strong>El</strong> Doctor le había advertido: no utilice vuesa<br />

merced la aldaba; produciría <strong>de</strong>masiado escándalo. Se aproximó a<br />

la puerta pero no llamó. Únicamente dijo “Juan” dos veces, a media<br />

voz.<br />

Aunque sabía que Juan Sánchez era el encargado <strong>de</strong> recibir a los<br />

asistentes, no encontró respuesta.<br />

Sacó la mano <strong>de</strong> bajo el capuz y dio dos golpes en la puerta con los<br />

nudillos. Antes <strong>de</strong> sonar el segundo oyó la voz rasposa <strong>de</strong> Juan<br />

Sánchez, a medio tono:<br />

—Torozos —dijo.<br />

—Libertad —respondió Cipriano Salcedo.<br />

La puerta se abrió sin ruido, entró y Juan le dio las buenas noches.<br />

Juan hablaba en cuchicheos, y, sin levantar la voz, le preguntó si<br />

sabía el camino. Cipriano le invitó a quedarse en la puerta puesto<br />

que conocía la situación <strong>de</strong> la capilla, al fondo <strong>de</strong>l angosto pasillo.<br />

Mientras caminaba por él, recordó <strong>de</strong> nuevo las misteriosas palabras<br />

<strong>de</strong> Pedro Cazalla:<br />

secretismo y complicidad. Se estremeció.<br />

Doña Leonor y el Doctor Cazalla ya estaban sentados en las sillas,<br />

sobre la tarima, tras <strong>de</strong> la mesa, cubierta con un tapete morado,<br />

encarados a los ocho gran<strong>de</strong>s escañiles alineados abajo. <strong>El</strong> pequeño<br />

ventano <strong>de</strong>l fondo tenía un almohadillado sobre la contraventana<br />

para impedir que las luces y las palabras trascendieran al exterior.


Cipriano saludó a los Cazalla con una inclinación <strong>de</strong> cabeza. Pedro<br />

estaba también allí, en el segundo banco, y le dirigió una mirada<br />

cómplice antes <strong>de</strong> sentarse. Una bujía sobre la mesa <strong>de</strong>l Doctor y<br />

otra en un vano <strong>de</strong> la pared, junto al que Cipriano se había sentado,<br />

alumbraban tímidamente la estancia.<br />

Entonces advirtió en el hombre que acompañaba a Pedro los rasgos<br />

inequívocos <strong>de</strong> la familia: sin duda era Juan Cazalla, otro hermano<br />

<strong>de</strong>l Doctor, y, la mujer sentada a su lado, Juana Silva, su cuñada.<br />

Distribuidos por los bancos, distinguió también a Beatriz Cazalla,<br />

don Carlos <strong>de</strong> Seso, doña Francisca <strong>de</strong> Zúñiga y al joyero Juan<br />

García. Preguntó a éste, que era el más próximo, con un hilo <strong>de</strong> voz,<br />

quiénes eran los ocupantes <strong>de</strong>l cuarto banco, a la izquierda <strong>de</strong> la<br />

mesa presi<strong>de</strong>ncial. Se trataba <strong>de</strong>l bachiller Herrezuelo, vecino <strong>de</strong><br />

Toro, Catalina Ortega, hija <strong>de</strong>l fiscal Hernando Díaz, fray Domingo<br />

<strong>de</strong> Rojas y su sobrino Luis. Antes <strong>de</strong> iniciarse el acto, entró en la<br />

capilla una mujer alta, cimbreña, <strong>de</strong> extraordinaria belleza,<br />

embutida en una galera ajustada al talle y un turbante en la parte<br />

alta <strong>de</strong> la cabeza, que levantó un ligero murmullo entre los<br />

convocados. <strong>El</strong> joyero Juan García se volvió a él y le confirmó: doña<br />

Ana Enríquez, hija <strong>de</strong> los marqueses <strong>de</strong> Alcañices. Minutos antes <strong>de</strong><br />

aparecer doña Ana se había oído rodar un carruaje que no se <strong>de</strong>tuvo<br />

hasta el siguiente cruce. Al parecer, doña Ana Enríquez temía la<br />

oscuridad pero, al propio tiempo, se mostraba pru<strong>de</strong>nte, no quería<br />

facilitar la localización <strong>de</strong>l conventículo. Por último, cerrando la<br />

puerta tras sí, entró el servicial Juan Sánchez, con su gran cabeza y<br />

su piel arrugada, <strong>de</strong> papel viejo, que se sentó <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> Cipriano, en<br />

la esquina izquierda <strong>de</strong>l primer escañil. Todos miraban expectantes<br />

al Doctor y a su madre, en lo alto <strong>de</strong>l estrado, y, una vez que cesaron<br />

los cuchicheos, doña Leonor carraspeó y advirtió que se abría el acto<br />

con la lectura <strong>de</strong> un hermoso salmo que sus hermanos <strong>de</strong> Wittenberg<br />

cantaban a diario pero que ellos, por el momento, <strong>de</strong>berían<br />

conformarse con rezarlo. Doña Leonor hablaba con su voz lenta, bien<br />

modulada, potente pero reprimida. Cipriano miró a doña Ana, cuyo<br />

largo cuello emergía <strong>de</strong> la galera ornado con un collar <strong>de</strong> perlas, y<br />

la vio reclinar la cabeza y entrelazar <strong>de</strong>votamente los <strong>de</strong>dos <strong>de</strong> las<br />

manos.<br />

Cipriano pretendía encontrar en las estrofas <strong>de</strong>l salmo alusiones<br />

prohibidas:<br />

Ben<strong>de</strong>cid al Señor en todo momento, Su alabanza estará siempre en<br />

mi boca.


Mi alma se gloria en la alabanza <strong>de</strong>l Señor, Que lo oigan los<br />

miserables y se alegren.<br />

Al iniciar la segunda estrofa, doña Leonor, que seguramente había<br />

encontrado fría la primera, acentuó el énfasis, pero el Doctor la<br />

golpeó discretamente con el codo y ella bajó el tono:<br />

Alabad conmigo al Señor.<br />

Ensalcemos todos juntos su nombre; Porque busqué al Señor y me ha<br />

respondido, Me ha librado <strong>de</strong> todos los temores.<br />

Ana Enríquez levantó la cabeza, carraspeó y sonrió dulcemente.<br />

<strong>El</strong> Doctor se inclinó hacia su madre y cambió con ella una breve<br />

impresión. Doña Leonor seguía el or<strong>de</strong>n <strong>de</strong>l día y él se reservaba,<br />

como los divos, el final <strong>de</strong> la velada. <strong>El</strong> silencio era total en la sala<br />

cuando doña Leonor anticipó que el conventículo iba a versar sobre<br />

las reliquias y otras supersticiones y, para iniciarlo, leería alguno<br />

<strong>de</strong> los diálogos <strong>de</strong> Latancio y Arcidiano <strong>de</strong>l libro <strong>de</strong> Alfonso <strong>de</strong><br />

Valdés, “Diálogos <strong>de</strong> las cosas acaecidas en Roma”. <strong>El</strong> texto —dijo—<br />

mueve a la hilaridad pero les ruego lo celebren con un poco <strong>de</strong><br />

discreción dados la hora y el lugar en que nos encontramos.<br />

Cipriano miró a Ana Enríquez, su cabeza erguido, el cuello blanco<br />

sobresaliendo <strong>de</strong> la galera granate, su mano <strong>de</strong>recha, muy cuidada,<br />

aferrada al respaldo <strong>de</strong>l escañil <strong>de</strong>lantero. Doña Leonor, antes <strong>de</strong><br />

empezar la lectura, advirtió que no pocas <strong>de</strong> estas creencias<br />

ridículas circulaban aún por nuestras iglesias y conventos y se<br />

respetaban como artículos <strong>de</strong> fe. Abrió el libro por don<strong>de</strong> indicaba la<br />

cinta y leyó: “Latancio” y, tras una breve pausa, continuó:<br />

Decís muy gran verdad, mas mirad que, no sin causa, Dios ha<br />

permitido esto, por los engaños que se hacen con estas reliquias que<br />

sacan dinero <strong>de</strong> los simples, porque hallaréis muchas reliquias que<br />

os las mostrarán en dos o tres lugares. Si vais a Dura, en Alemania,<br />

os mostrarán la cabeza <strong>de</strong> santa Ana, madre <strong>de</strong> Nuestra Señora. Y lo<br />

mismo os mostrarán en León, <strong>de</strong> Francia. Claro es que lo uno o lo<br />

otro es mentira si no quieren <strong>de</strong>cir que Nuestra Señora tuvo dos<br />

madres o santa Ana dos cabezas. Y siendo mentira ¿no es gran mal<br />

que quieran engañar a la gente y quieran tener en veneración un<br />

cuerpo muerto que quizá es <strong>de</strong> algún ahorcado?<br />

Cuál tendrían por mayor inconveniente: ¿que no se hallara el cuerpo<br />

<strong>de</strong> santa Ana o que por él se hiciese venerar el cuerpo <strong>de</strong> alguna<br />

mujer <strong>de</strong> por ahí?


Arcidiano<br />

Mas querría que ni aquél ni otro ninguno pareciese, que no que me<br />

hicieran adorar un pecador en lugar <strong>de</strong> un santo.<br />

Cipriano asentía a las palabras <strong>de</strong> doña Leonor, bajaba la cabeza<br />

afirmativamente ante la ingeniosa respuesta <strong>de</strong> Arcidiano.<br />

La voz <strong>de</strong> doña Leonor proseguía:<br />

Latancio<br />

¿No querríais mejor que el cuerpo <strong>de</strong> santa Ana que, como dicen,<br />

está en Dura y en León, enterrasen en una sepultura y nunca se<br />

mostrara, que no que con el uno <strong>de</strong> ellos engañasen tanta gente?<br />

Arcidiano<br />

Sí, por cierto.<br />

Latancio<br />

Pues <strong>de</strong> esta manera hallaréis infinitas reliquias por el mundo y se<br />

per<strong>de</strong>ría muy poco en que no las hubiese. Quisiera Dios que en ello se<br />

pusiera remedio.<br />

<strong>El</strong> prepucio <strong>de</strong> Nuestro Señor yo lo he visto en Roma y en Burgos y<br />

también en Nuestra Señora <strong>de</strong> Auvernia (rumores <strong>de</strong> risas). Y la<br />

cabeza <strong>de</strong> sant Joan Baptista, en Roma y en Amiens, <strong>de</strong> Francia<br />

(cuchicheos y risas). Doce apóstoles habría si los quisierais contar, y,<br />

aunque no fueron más <strong>de</strong> doce, hallaríamos veinticuatro en diversos<br />

lugares <strong>de</strong>l mundo. Los clavos <strong>de</strong> la cruz escribe Eusebio que fueron<br />

tres y el uno lo echó santa <strong>El</strong>ena en el mar Adriático para amansar<br />

la tempestad y el otro hizo fundir un almete para su hijo y <strong>de</strong>l otro<br />

hizo un freno para su caballo...<br />

Súbitamente se oyeron pasos y ruido <strong>de</strong> voces en la calle.<br />

Inmediatamente cesaron las risas reprimidas <strong>de</strong> los congregados,<br />

doña Leonor interrumpió la lectura y levantó la cabeza. Reinaba un<br />

gran silencio; el auditorio, pendiente <strong>de</strong> la mesa, no respiraba. <strong>El</strong><br />

Doctor Cazalla alzó su mano blanca y <strong>de</strong>lgada y ocultó la llama <strong>de</strong><br />

la bujía. Cipriano hizo otro tanto con la <strong>de</strong>l vano, a su lado. Las<br />

voces se aproximaban. Doña Leonor miraba a los presentes uno por<br />

uno como queriendo transmitirles seguridad. <strong>El</strong> grupo parecía<br />

haberse <strong>de</strong>tenido ante la casa y, <strong>de</strong> pronto, sonó una voz potente:


“Pensaban ir juntos”, dijo la voz. Cipriano no dudó que habían sido<br />

<strong>de</strong>scubiertos, que alguien los había <strong>de</strong>latado.<br />

Esperaba crispado el aldabonazo pero éste no se produjo. Se oyó, en<br />

cambio, otra palabra, “mercenarios”, al pie <strong>de</strong> la casa. Luego ruido<br />

<strong>de</strong> pasos y <strong>de</strong> conversaciones entrecruzadas otra vez. Los rostros <strong>de</strong><br />

los reunidos habían empali<strong>de</strong>cido y el temor asomaba a sus ojos.<br />

Pero, poco a poco, a medida que los pasos y las voces empezaban a<br />

alejarse, iba volviéndoles el color, excepto al Doctor que mostraba<br />

una livi<strong>de</strong>z transparente, vidriosa. <strong>El</strong> grupo seguía alejándose y, una<br />

vez que las voces se convirtieron en un rumor, el Doctor liberó la luz<br />

<strong>de</strong> la vela y doña Leonor, serena en todo momento, tomó el libro y<br />

dijo simplemente:<br />

”continuamos”. Y reanudó la lectura:<br />

... <strong>de</strong>l otro hizo un freno para su caballo —repitió—; y ahora hay<br />

uno en Roma, y otro en Milán, y otro en Colonia, y otro en París, y<br />

otro en León, y otros infinitos (volvieron las risas más animadas).<br />

Pues <strong>de</strong>l palo <strong>de</strong> la Cruz dígoos <strong>de</strong> verdad que si todo lo que dicen<br />

que hay <strong>de</strong>lla fuese cierto, bastaría para cargar <strong>de</strong> leña una carreta.<br />

Dientes que mudaba Nuestro Señor cuando era niño pasan <strong>de</strong><br />

quinientos los que hoy se muestran solamente en Francia.<br />

Pues leche <strong>de</strong> Nuestra Señora, cabellos <strong>de</strong> la Magdalena, muelas <strong>de</strong><br />

sant Cristóbal, no tienen cuento. Y más allá <strong>de</strong> la incertidumbre que<br />

en esto hay, es una vergüenza muy gran<strong>de</strong> ver lo que en algunas<br />

partes dan a enten<strong>de</strong>r a la gente. <strong>El</strong> otro día, en un monasterio muy<br />

antiguo, me mostraron las tablas <strong>de</strong> las reliquias que tenían y vi<br />

entre otras cosas que <strong>de</strong>cía:<br />

|Un pedazo <strong>de</strong>l torrente <strong>de</strong> Cedrón|. Pregunté si era <strong>de</strong>l agua o <strong>de</strong><br />

las piedras <strong>de</strong> aquel arroyo y dijéronme que no me burlara <strong>de</strong> las<br />

reliquias. Había otro capítulo que <strong>de</strong>cía: |De la tierra don<strong>de</strong><br />

apareció el ángel a los pastores|. Y no les osé preguntar qué<br />

entendían por aquello.<br />

Si os quisiera <strong>de</strong>cir otras cosas más ridículas e impías que suelen<br />

<strong>de</strong>cir que tienen, como <strong>de</strong>l ala <strong>de</strong>l ángel sant Gabriel, <strong>de</strong> la sombra<br />

<strong>de</strong>l bordón <strong>de</strong>l señor Santiago, <strong>de</strong> las plumas <strong>de</strong>l Espíritu Santo, <strong>de</strong>l<br />

jubón <strong>de</strong> la Trinidad y otras infinitas cosas a éstas semejantes, sería<br />

para haceros morir <strong>de</strong> risa. Solamente os diré que pocos días ha que<br />

en una iglesia colegial me mostraron una costilla <strong>de</strong> sant Salvador.<br />

Si hubo otro Salvador, sino Jesucristo y si él <strong>de</strong>jó acá alguna costilla<br />

o no, véanlo ellos.


Arcidiano<br />

Eso, como <strong>de</strong>cís, a la verdad, es más <strong>de</strong> reír que <strong>de</strong> llorar.<br />

Los últimos párrafos habían iluminado el rostro <strong>de</strong> doña Leonor con<br />

su sonrisa <strong>de</strong>ntona. Cerró el libro y observó a los asistentes con<br />

evi<strong>de</strong>nte regocijo, en tanto, el Doctor, que apenas si había<br />

recuperado el color, retiró un poco la escribanía y cruzó los brazos<br />

sobre la mesa como solía hacer en el púlpito en los momentos<br />

cruciales. En la sala se habían producido algunas toses y<br />

carraspeos, aprovechando la pausa, pero al observar los<br />

preparativos <strong>de</strong>l Doctor, se hizo <strong>de</strong> nuevo el silencio. La voz <strong>de</strong><br />

Cazalla, entera y empañada como en los sermones, resultaba más<br />

asequible y confi<strong>de</strong>ncial que en la iglesia. Aludió al famoso diálogo<br />

<strong>de</strong> Latancio y Arcidiano, parte <strong>de</strong>l cual acababan <strong>de</strong> escuchar, y dijo<br />

que era <strong>de</strong> por sí tan expresivo y jocoso, que casi sobraba todo<br />

comentario. Pero atraído, como siempre, por la sistemática y el<br />

or<strong>de</strong>n dijo que, aprovechando la circunstancia <strong>de</strong> la lectura, iba a<br />

<strong>de</strong>cir dos palabras sobre el tema que traían entre manos: las<br />

reliquias.<br />

<strong>El</strong> auditorio se había distraído un poco, se miraban unos a otros, se<br />

saludaban inclinando las cabezas. Cipriano advirtió que don Carlos<br />

<strong>de</strong> Seso se volvía con frecuencia hacia Ana Enríquez. Y que el<br />

bachiller Herrezuelo tenía como una cicatriz que tiraba <strong>de</strong> su labio<br />

superior, imprimiéndole una mueca permanente que no se sabía si<br />

era <strong>de</strong> alborozo o <strong>de</strong> repugnancia.<br />

Por su parte la familia Cazalla se había relajado. La palabra <strong>de</strong> la<br />

madre encerraba para algunos mayor atractivo que la <strong>de</strong>l Doctor y<br />

varios <strong>de</strong> ellos habían reído en corto durante la lectura <strong>de</strong>l coloquio<br />

<strong>de</strong> Latancio y Arcidiano. <strong>El</strong> Doctor inició así un breve comentario al<br />

texto. Volvió a mencionar el humor cáustico <strong>de</strong> Valdés y advirtió que<br />

el culto a las reliquias respondía <strong>de</strong> ordinario a invenciones urdidas<br />

sobre Cristo o los santos que, como diría Lutero, |hacían reír al<br />

diablo|. A lo largo <strong>de</strong> unos minutos intentó <strong>de</strong>mostrar que las<br />

reliquias eran algo innecesario y no sólo inútil sino nocivo para la<br />

Iglesia y que <strong>de</strong>beríamos esforzarnos para <strong>de</strong>sarraigar ese culto<br />

pueril <strong>de</strong> nuestras costumbres religiosas. Y con esa habilidad<br />

congénita <strong>de</strong>l Doctor para enhebrar dos hilos en la misma aguja<br />

terminó hablando <strong>de</strong>l problema <strong>de</strong> las indulgencias, tan frecuente en<br />

su oratoria, para <strong>de</strong>cir que las indulgencias, para vivos y para<br />

muertos, se producían inevitablemente con el dinero <strong>de</strong> por medio y


concluyó afirmando que estos negocios no sólo carecían <strong>de</strong> valor<br />

escriturístico sino que era evi<strong>de</strong>nte la falacia a que daban lugar.<br />

Sus últimas palabras cayeron ya sobre un auditorio fatigado.<br />

Cipriano seguía con atención el <strong>de</strong>sarrollo <strong>de</strong> los actos, pero se<br />

azoró cuando doña Leonor, una vez terminado el parlamento <strong>de</strong>l<br />

Doctor, le sonrió <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el estrado y le dio la bienvenida en alta voz.<br />

Se trata <strong>de</strong> un hombre generoso y <strong>de</strong>voto, dijo, cuya colaboración nos<br />

será <strong>de</strong> gran utilidad. Todos volvieron la cabeza hacia él y<br />

asintieron, y doña Ana Enríquez dijo entonces que a la buena nueva<br />

<strong>de</strong> la incorporación <strong>de</strong>l señor Salcedo al grupo <strong>de</strong>bía añadir otra: el<br />

hecho <strong>de</strong> que dos personas muy ligadas a la Corona, <strong>de</strong> gran<br />

influencia política, estaban en contacto con uno <strong>de</strong> los hermanos y<br />

no tardarían mucho en unirse a ellos. Pedro Cazalla, visiblemente<br />

disgustado con estos optimismos fuera <strong>de</strong> lugar, replicó que era<br />

preciso actuar con pru<strong>de</strong>ncia y cautela, que la prisa no era buena<br />

consejera y que si en principio era provechoso incorporar a la secta<br />

personas influyentes, no <strong>de</strong>bían olvidar el riesgo que semejantes<br />

adhesiones comportaba. Doña Catalina Ortega, por su parte, afirmó<br />

saber <strong>de</strong> buena tinta que la cifra <strong>de</strong> luteranos en España<br />

sobrepasaba los seis mil y que, por los menti<strong>de</strong>ros <strong>de</strong> la Corte,<br />

circulaba la especie <strong>de</strong> que la princesa María y el mismísimo Rey <strong>de</strong><br />

Bohemia simpatizaban con ellos. Una boca contagiaba a otra y<br />

Juana <strong>de</strong> Silva, la esposa <strong>de</strong> Juan Cazalla, <strong>de</strong> natural retraído, dijo<br />

entonces que el propio Rey <strong>de</strong> España veía con simpatía el<br />

movimiento reformista pero los compromisos <strong>de</strong> la Corte no le<br />

permitían exteriorizarlo. La euforia, como solía ocurrir en todos los<br />

conventículos, se iba extendiendo y, para tratar <strong>de</strong> reducir los<br />

hechos a la escueta realidad <strong>de</strong> cada día, el bachiller Herrezuelo<br />

tomó la palabra e hizo ver que todas estas victorias quiméricas eran<br />

propias <strong>de</strong> situaciones clan<strong>de</strong>stinas como la que estaban viviendo y<br />

no conducían a nada práctico, salvo a crear falsas ilusiones que<br />

luego <strong>de</strong>smoralizarían al grupo al venirse abajo. <strong>El</strong> Doctor apoyó con<br />

calor las manifestaciones <strong>de</strong>l bachiller Herrezuelo y anunció que<br />

iban a proce<strong>de</strong>r a celebrar la eucaristía, el momento culminante <strong>de</strong><br />

la reunión. Fervorosamente, sin revestirse, utilizando una gran copa<br />

<strong>de</strong> cristal y una ban<strong>de</strong>ja <strong>de</strong> plata, con la audiencia arrodillada, don<br />

Agustín Cazalla consagró el pan y el vino y los distribuyó luego entre<br />

los asistentes que <strong>de</strong>sfilaron ante él. Uno a uno regresaban a sus<br />

bancos con recogimiento y el Doctor terminó la ceremonia dando <strong>de</strong><br />

comulgar a su madre en el estrado. Tras la acción <strong>de</strong> gracias, el<br />

Doctor, puesto en pie, les tomó juramento sobre la Biblia <strong>de</strong> que<br />

nunca revelarían a nadie el secreto <strong>de</strong> los conventículos y no<br />

<strong>de</strong>latarían a un hermano ni en tiempos <strong>de</strong> persecución. Tras el<br />

enérgico |juramos| con que respondieron los reunidos, la asamblea<br />

se disolvió y alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> la tarima se congregaron algunos


circunstantes, comentando a media voz los últimos acontecimientos.<br />

Durante unos minutos Cipriano Salcedo constituyó la principal<br />

atracción, estrechando manos y recibiendo parabienes. <strong>El</strong> diligente<br />

Juan Sánchez, con su rostro <strong>de</strong> papel viejo, organizaba la<br />

evacuación discreta <strong>de</strong>l piso formando parejas que abandonaban la<br />

casa cada dos minutos. Tras la salida <strong>de</strong> la primera pareja, regresó<br />

a la capilla y anunció la novedad:<br />

—Está nevando —dijo.<br />

Pero nadie pareció escucharle.<br />

<strong>El</strong> grupo se <strong>de</strong>sentumecía tras hora y media <strong>de</strong> inmovilidad y Ana<br />

Enríquez, a quien Cipriano Salcedo había preguntado por su<br />

domicilio, le informó que vivía parte <strong>de</strong>l año en Zamora y otra parte<br />

en la casa <strong>de</strong> placer que su padre tenía en Valladolid, en la orilla<br />

izquierda <strong>de</strong>l Pisuerga en su confluencia con el Duero. Le animó a<br />

visitarla para hablar <strong>de</strong> doctrina y confortarse mutuamente. Por su<br />

parte, el bachiller Herrezuelo expuso sus dudas sobre la eficacia <strong>de</strong><br />

los conventículos y, en cualquier caso, si esa presunta eficacia<br />

compensaba el peligro que corrían y si no sería más útil y menos<br />

arriesgado mantener la comunicación entre los miembros por medio<br />

<strong>de</strong> correos periódicos mensuales. <strong>El</strong> Doctor admitió que no estaría<br />

mal simultanear ambos procedimientos, pero <strong>de</strong>fendió los<br />

conventículos como única fórmula posible <strong>de</strong> convivencia y <strong>de</strong><br />

compartir la eucaristía. Juan Sánchez, visto el fracaso <strong>de</strong> su<br />

primera advertencia y que la segunda pareja <strong>de</strong>moraba la salida,<br />

repitió:<br />

—Está nevando.<br />

Y, entonces sí, entonces surgieron los comentarios, las alarmas y las<br />

prisas. Fueron abandonando la casa <strong>de</strong> dos en dos y cuando, al<br />

final, solo ya, Cipriano Salcedo salió a la calle, advirtió en los copos<br />

que caían una cierta luminosidad. Se veía mejor que dos horas<br />

antes, el ambiente era más claro, y la nieve acumulada en el suelo<br />

avivaba esta impresión. Se embozó en el capuz y sonrió íntimamente.<br />

Se sentía contento y protegido, se esponjaba. Pero, más que los<br />

halagos <strong>de</strong> la acogida, le había emocionado la reunión en sí misma.<br />

En su mente confusa buscaba la palabra a<strong>de</strong>cuada para <strong>de</strong>finirla y<br />

cuando la halló sonrió abiertamente y se frotó las manos bajo el<br />

capuz: fraternidad; ésta era la palabra justa y lo que él había creído<br />

encontrar entre sus correligionarios. Aquel conventículo clan<strong>de</strong>stino<br />

era una reunión <strong>de</strong> hermanos alentada por la fe y el temor, como las<br />

<strong>de</strong> los primitivos cristianos en las catacumbas, como las <strong>de</strong> los<br />

apóstoles tras la resurrección <strong>de</strong> Cristo. Sentía como una emoción


in<strong>de</strong>finible que a ratos se traducía en una culebrilla fría por la<br />

columna vertebral. Tenía conciencia <strong>de</strong> que se hallaba al comienzo<br />

<strong>de</strong> algo, <strong>de</strong> que había entrado a participar en una hermandad don<strong>de</strong><br />

nadie te preguntaba quién eras para socorrerte. Des<strong>de</strong> el criado<br />

Juan Sánchez a la aristócrata Ana Enríquez, todos parecían<br />

disfrutar <strong>de</strong> las mismas consi<strong>de</strong>raciones allí. Una fraternidad sin<br />

clases, se dijo. Y, en un momento <strong>de</strong> euforia cordial, pensó en la<br />

posibilidad <strong>de</strong> hacer partícipes <strong>de</strong> su felicidad a sus amigos y<br />

asalariados, Martín Martín, Dionisio Manrique, incluso a sus tíos<br />

Gabriela e Ignacio. Pensó que no se hallaba lejos <strong>de</strong>l mundo<br />

fraternal en que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> niño había soñado.<br />

En una i<strong>de</strong>alización inefable se vio, <strong>de</strong> pronto, como un apóstol<br />

propagando la buena nueva, organizando un conventículo<br />

multitudinario, tal vez en el almacén <strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría, don<strong>de</strong> pastores,<br />

curtidores, sastres, costureras, tramperos y arrieros, alabarían<br />

juntos a Nuestro Señor. Y, llegado el caso, millares <strong>de</strong> vallisoletanos<br />

se congregarían en la Plaza <strong>de</strong>l Mercado para entonar, sin oposición<br />

alguna, los salmos que ahora rezaba furtivamente doña Leonor al<br />

comenzar las asambleas.<br />

A la tar<strong>de</strong> siguiente visitó a doña Leonor y a su hijo. Sabía por Pedro<br />

Cazalla y don Carlos <strong>de</strong> Seso que en Ávila, Zamora y Toro existían<br />

pequeños grupos cristianos, satélites <strong>de</strong>l núcleo más importante <strong>de</strong><br />

Valladolid, con los que, <strong>de</strong> vez en cuando, se relacionaban Cristóbal<br />

<strong>de</strong> Padilla, criado <strong>de</strong>l marqués <strong>de</strong> Alcañices, y Juan Sánchez. Pero<br />

los movimientos <strong>de</strong> éstos, su tosco y elemental bagaje intelectual, su<br />

falta <strong>de</strong> tacto, preocupaban seriamente al Doctor. Había que tomar<br />

más en serio estos contactos y Cipriano podía ser el encargado <strong>de</strong><br />

ello. Al Doctor le satisfizo su buena disposición. Le sobraban<br />

discreción, talento y dinero para afrontar la tarea. Luego quedaba<br />

Andalucía.<br />

De Sevilla, <strong>de</strong>l grupo luterano <strong>de</strong>l sur, estaban cada vez más<br />

alejados y los cambios <strong>de</strong> impresiones, dada la vigilancia <strong>de</strong>l Santo<br />

Oficio, eran muy precarios. Los sevillanos no ignoraban que un<br />

correo interceptado a tiempo podría <strong>de</strong>smantelar simultáneamente<br />

los dos focos protestantes en unas horas.<br />

De ahí que la <strong>de</strong>sconexión entre ambos fuese casi total. Don Agustín<br />

Cazalla vio, pues, con buenos ojos el ofrecimiento <strong>de</strong> Salcedo, su<br />

disponibilidad. Cipriano podía empezar por Castilla y terminar en<br />

Andalucía. Era buen jinete y no miraba el tiempo ni el dinero.<br />

Comenzó visitando los tres conventos <strong>de</strong> la villa don<strong>de</strong> tenían<br />

a<strong>de</strong>ptos y con los que hacía meses que no se comunicaban: Santa<br />

Clara, Santa Catalina y Santa María <strong>de</strong> Belén. Portaba cartas <strong>de</strong>


presentación para las monjas y celebró charlas <strong>de</strong> locutorio con las<br />

superioras: Eufrosina Ríos, María <strong>de</strong> Rojas y Catalina <strong>de</strong> Reinoso,<br />

respectivamente. Las tres eran incondicionales pero el Doctor<br />

<strong>de</strong>seaba saber si las nuevas i<strong>de</strong>as progresaban entre las novicias o<br />

permanecían estancadas. Su difusión era arriesgada en los<br />

conventos, al <strong>de</strong>cir <strong>de</strong>l Doctor, ya que nunca faltaban personas<br />

fanáticas prestas a ir con el cuento a la Inquisición. Eufrosina Ríos<br />

le confirmó los temores <strong>de</strong>l Doctor en el convento <strong>de</strong> Santa Clara. No<br />

obstante, había sido una novicia, Il<strong>de</strong>fonsa Muñiz, profundamente<br />

i<strong>de</strong>ntificada con la Reforma, la que había introducido en el convento<br />

el tratadito <strong>de</strong> Lutero “La libertad <strong>de</strong>l cristiano”, y estudiaba la<br />

mejor manera <strong>de</strong> difundirlo.<br />

Peor estaban las cosas en las Catalinas, don<strong>de</strong>, aparte el fervor <strong>de</strong><br />

María <strong>de</strong> Rojas, nada se había alterado y, dadas las circunstancias,<br />

según información <strong>de</strong> la superiora, mejor sería <strong>de</strong> momento no<br />

intentarlo. La sorpresa vino <strong>de</strong>l monasterio <strong>de</strong> Belén por boca <strong>de</strong><br />

Catalina <strong>de</strong> Reinoso, la priora.<br />

A través <strong>de</strong>l torno, con su voz nasal, muy monjil, Catalina le dio<br />

cuenta <strong>de</strong>l avance <strong>de</strong> las nuevas i<strong>de</strong>as intramuros. Eran muchas las<br />

religiosas que habían abrazado la teoría <strong>de</strong>l beneficio <strong>de</strong> Cristo y le<br />

facilitó la relación: Margarita <strong>de</strong> Santisteban, Marina <strong>de</strong> Guevara,<br />

María <strong>de</strong> Miranda, Francisca <strong>de</strong> Zúñiga, Felipa <strong>de</strong> Heredia y<br />

Catalina <strong>de</strong> Alcázar. <strong>El</strong> resto <strong>de</strong> la comunidad estaba bien orientado;<br />

únicamente le pedía al Doctor dos cosas: libros sencillos y un poco<br />

<strong>de</strong> paciencia. Cipriano anotó los nombres <strong>de</strong> las nuevas cristianas y<br />

los incorporó al fichero que guardaba en su <strong>de</strong>spacho y que, día a<br />

día, iba creciendo.<br />

Antes <strong>de</strong> partir para Ávila y Zamora, Cipriano Salcedo encargó al<br />

impresor Agustín Becerril una edición <strong>de</strong> cien ejemplares <strong>de</strong> “<strong>El</strong><br />

beneficio <strong>de</strong> Cristo”, tomando como base el manuscrito <strong>de</strong> Pedro<br />

Cazalla. Hombre guardoso, Becerril aceptó el encargo a cambio <strong>de</strong><br />

una pingüe cantidad y, sopesando pros y contras, se comprometió a<br />

editar los ejemplares a condición <strong>de</strong> que nadie más se enterase <strong>de</strong> la<br />

operación. Él mismo, sin ayudas, realizó la tirada y, una noche, al<br />

cabo <strong>de</strong> un mes, Cipriano recogía el paquete en su coche, en la<br />

trasera <strong>de</strong> la imprenta. La posibilidad <strong>de</strong> disponer <strong>de</strong> cien<br />

ejemplares <strong>de</strong> “<strong>El</strong> beneficio <strong>de</strong> Cristo” fue muy comentada y<br />

celebrada en el conventículo <strong>de</strong>l 16 <strong>de</strong> febrero. Ahora había que<br />

distribuir los libros con tacto, sin precipitaciones, procurando la<br />

mayor eficacia en su difusión.<br />

En Ávila conectó con doña Guiomar <strong>de</strong> Ulloa, mujer <strong>de</strong> alcurnia, que,<br />

<strong>de</strong> vez en cuando, celebraba tertulias cristianas en un palacio


pegado a la muralla. Aquella mujer <strong>de</strong>jaba traslucir una gran<br />

dignidad que aumentaba cuando tomaba la palabra. Su actividad<br />

era pequeña y no podía ser <strong>de</strong> otra manera: en la ciudad dominaba<br />

un catolicismo rutinario, <strong>de</strong>cía, muy poco reflexivo y abierto. A<br />

cambio, sus cenáculos tenían fama por su altura y calidad. Por su<br />

casa habían pasado fray Pedro <strong>de</strong> Alcántara, fray Domingo <strong>de</strong> Rojas,<br />

Teresa <strong>de</strong> Cepeda y otra serie <strong>de</strong> personas eminentes. Cipriano la<br />

escuchaba con arrobo, recostado en la otomana, ro<strong>de</strong>ado <strong>de</strong> cojines<br />

como un sultán. También pasó por aquí, dijo la dama, el doctor<br />

Cazalla a poco <strong>de</strong> regresar <strong>de</strong> Alemania. Con motivo <strong>de</strong> su visita<br />

convocó a los hermanos <strong>de</strong> la provincia, el barbero <strong>de</strong> Piedrahíta,<br />

Luis <strong>de</strong> Frutos, el joyero Mercadal, <strong>de</strong> Peñaranda <strong>de</strong> Bracamonte, y a<br />

su sobrino Vicente Carretero. <strong>El</strong> Doctor escuchó a todos, uno por uno,<br />

y <strong>de</strong>jó buena memoria <strong>de</strong> su paso, aunque él, personalmente,<br />

marchara <strong>de</strong>cepcionado. Era una provincia difícil, áspera, dijo y<br />

doña Guiomar asintió. Cipriano Salcedo bebía ahora en las mismas<br />

fuentes, cambiaba impresiones con los mismos personajes, pero<br />

Luciano <strong>de</strong> Mercadal, el joyero, no se mostraba tan pesimista como<br />

doña Guiomar.<br />

Era cierto que Ávila, la capital, era muy tradicionalista, pero en<br />

Peñaranda y Piedrahíta había facciones en vías <strong>de</strong> organizarse y él<br />

estaba en ello. De momento, en Peñaranda, podía contarse con doña<br />

María Dolores Rebolledo, Mauro Rodríguez y don Rafael Velasco,<br />

como incondicionales, y en Piedrahíta con el carpintero Pedro<br />

Burgueño animador <strong>de</strong> una terna interesante.<br />

De ahí saltó Cipriano a Zamora, a Al<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l Palo. En el trayecto<br />

advirtió por primera vez en su caballo “Relámpago” unos repentinos<br />

<strong>de</strong>sfallecimientos que le preocuparon. <strong>El</strong> animal no había conocido<br />

enfermedad y estas manifestaciones parecían graves. De pronto<br />

había <strong>de</strong>jado <strong>de</strong> ser el corcel infatigable, capaz <strong>de</strong> hacerse <strong>de</strong> una<br />

tirada y al galope el trayecto Valladolid—Pedrosa. Ahora había que<br />

conce<strong>de</strong>rle treguas, al paso o al trote corto. Pero estos<br />

<strong>de</strong>sfallecimientos súbitos que evi<strong>de</strong>nciaba ahora, seguidos <strong>de</strong><br />

ruidosos ahogos asmáticos, constituían algo nuevo que evi<strong>de</strong>nciaba<br />

que “Relámpago” había envejecido, no era ya caballo para una<br />

prisa, en el que po<strong>de</strong>r confiar. Consultaría a su regreso con Aniano<br />

Domingo, el tratante <strong>de</strong> Rioseco, muy entendido en caballerías. De<br />

momento le palmeó el cuello y se dio cuenta <strong>de</strong> que el animal sudaba<br />

copiosamente. Así y todo llegó a tiempo a la reunión <strong>de</strong> Pedro Sotelo,<br />

en cuya casa tenía el proselitista Cristóbal <strong>de</strong> Padilla no sólo un<br />

refugio seguro sino un lugar apropiado para la celebración <strong>de</strong><br />

cenáculos. Sotelo era hombre pigre, <strong>de</strong> gruesos carrillos,<br />

barbilampiño. Con Padilla formaba una pareja cómica: aquél con su<br />

trasero <strong>de</strong>smedido, bajo, barrigudo y Padilla con sus melenas rojas,


lacias y <strong>de</strong>scuidadas, flaco como un huso. No obstante, uno confiaba<br />

en el otro y parecían inseparables, aunque a Cipriano le preocupó la<br />

temeridad con que ambos se producían. En sus conventículos, a<br />

pleno día, no se exigían controles ni contraseñas. Todo el mundo<br />

podía entrar en la casa, con lo que las reuniones resultaban<br />

excesivamente vivas y agresivas sin cultos que las justificasen. Al<br />

llegar Cipriano, ya estaban allí, con los organizadores, don Juan <strong>de</strong><br />

Acuña, hijo <strong>de</strong>l virrey Blasco, recién venido <strong>de</strong> Alemania, Antonia <strong>de</strong>l<br />

Águila, novicia <strong>de</strong> la Encarnación, el bachiller Herrezuelo y otra<br />

media docena <strong>de</strong> personas <strong>de</strong>sconocidas. Mas, antes <strong>de</strong> que Acuña<br />

bromeara con la monja, entraron dos jesuitas que se sentaron en el<br />

último banco. Justo en ese momento don Juan <strong>de</strong> Acuña le <strong>de</strong>cía a<br />

Antonia <strong>de</strong>l Águila irónicamente que Dios le había hecho la merced<br />

<strong>de</strong> ser monja porque no servía para casada, a lo que la novicia, muy<br />

templada, le respondió que aún no lo era, no era monja, pero<br />

pensaba serlo previa dispensa <strong>de</strong>l Santo Padre. Acuña adujo,<br />

entonces, impru<strong>de</strong>ntemente, que las dispensas <strong>de</strong> los votos <strong>de</strong><br />

castidad no estaban ya en manos <strong>de</strong>l Papa, momento en que el más<br />

joven y aguerrido <strong>de</strong> los jesuitas, puesto en pie, intervino para <strong>de</strong>cir,<br />

sin venir a cuento, que acababa <strong>de</strong> regresar <strong>de</strong> Alemania y había<br />

observado que allí los luteranos vivían con mucha disolución, dando<br />

mal ejemplo, mientras los sacerdotes católicos lo hacían con mucho<br />

recogimiento y honestidad. La provocación era manifiesta, pero don<br />

Juan, puesto en pie y accionando con vehemencia, aceptó el <strong>de</strong>safío<br />

y voceó que también él venía <strong>de</strong> Alemania y lo que había visto no<br />

coincidía con lo manifestado por su reverencia. <strong>El</strong> jesuita joven le<br />

preguntó entonces qué conclusiones había sacado él <strong>de</strong> su viaje y<br />

Acuña, sin una vacilación, resaltó que tres esencialmente: la unción<br />

<strong>de</strong> los predicadores luteranos, su esfuerzo por ser honrados y<br />

parecerlo y el hecho <strong>de</strong> que tuvieran mujeres propias y no mancebas.<br />

<strong>El</strong> otro jesuita, el <strong>de</strong> más edad, intentó intervenir, pero don Juan<br />

frenó sus pretensiones: un momento, reverencia, dijo, aún no he<br />

terminado.<br />

Y seguidamente, sin ninguna precaución, se lanzó a censurar al<br />

clero católico alemán que, según él, comía y bebía a dos carrillos,<br />

mantenía en casa a sus concubinas y, lo que aún era peor, dijo, se<br />

ufanaba y hacía gala <strong>de</strong> todo ello.<br />

Cipriano se exasperaba. Y su irritación iba en aumento a medida que<br />

la controversia se centraba en minucias sobre la vida religiosa en<br />

Centroeuropa. Miraba ora a Sotelo ora a Padilla, pero ninguno <strong>de</strong><br />

ellos parecía dispuesto a intervenir en el <strong>de</strong>bate y encauzarlo.<br />

Llegó a pensar que ése <strong>de</strong>bía ser el tono habitual <strong>de</strong> los<br />

conventículos en Al<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l Palo y se estremeció. Pero todavía don


Juan <strong>de</strong> Acuña vociferaba que era público y notorio que una <strong>de</strong> las<br />

razones que movía a los alemanes a cerrar conventos era la vida<br />

licenciosa que se hacía en ellos y que, en este aspecto, la secta<br />

menos mala era la <strong>de</strong> Lutero.<br />

Cipriano advertía que las palabras habían ido <strong>de</strong>masiado lejos y ya<br />

no era fácil reconducir el coloquio hacia otros <strong>de</strong>rroteros. <strong>El</strong> jesuita<br />

más viejo trató <strong>de</strong> hacer ver a los asistentes, con voz que pretendía<br />

ser serena, que Lutero había muerto rabiando y había sido llevado a<br />

la sepultura por los mismísimos <strong>de</strong>monios. Don Juan <strong>de</strong> Acuña,<br />

arrebatado <strong>de</strong> ira, respondió que cómo lo sabía y, cuando el jesuita<br />

replicó que lo había leído en un libro impreso en Alemania, don Juan<br />

aclaró, con ironía, que Alemania era un país libre y por tanto podían<br />

publicarse en él cosas que eran ciertas y cosas que no lo eran tanto,<br />

ya que, según sus propios informes, la muerte <strong>de</strong>l reformador había<br />

sido edificante. <strong>El</strong> jesuita más joven se refirió entonces al<br />

matrimonio <strong>de</strong> Lutero, al enlace libre con una monja exclaustrada,<br />

acto sacrílego, dijo, puesto que ambos habían hecho votos <strong>de</strong><br />

castidad, afirmación que Acuña rebatió haciendo ver que la<br />

prohibición <strong>de</strong> casarse los clérigos era <strong>de</strong> <strong>de</strong>recho positivo, es <strong>de</strong>cir<br />

<strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> un Concilio y, por tanto, otro Concilio podía autorizarlo<br />

como había hecho la Iglesia griega. La discusión se agriaba y los<br />

temas se enlazaban unos a otros sin que los polemistas lo<br />

advirtieran.<br />

Acuña aludió a la falibilidad <strong>de</strong>l Papa, <strong>de</strong>mostrada en el intento <strong>de</strong><br />

Paulo IV <strong>de</strong> <strong>de</strong>clarar cismático al Emperador y, en ese momento,<br />

Cipriano Salcedo, consciente <strong>de</strong> que Acuña había disparado<br />

directamente al corazón <strong>de</strong> la or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> Ignacio <strong>de</strong> Loyola, se puso <strong>de</strong><br />

pie en el escañil y, alzando su voz sobre las <strong>de</strong> los <strong>de</strong>más, rogó a los<br />

polemistas que cambiaran <strong>de</strong> tema y tono, que al resto <strong>de</strong> los<br />

asistentes les <strong>de</strong>sagradaba el fondo y la forma <strong>de</strong> <strong>de</strong>sarrollarse el<br />

<strong>de</strong>bate puesto que ellos habían acudido allí a escuchar una lección<br />

<strong>de</strong> doctrina y no a soportar un lamentable intercambio <strong>de</strong><br />

improperios. Sonaron unos tímidos aplausos, mas, ante el asombro<br />

<strong>de</strong> la concurrencia, don Juan <strong>de</strong> Acuña, consciente tal vez <strong>de</strong> sus<br />

excesos, escandalizado <strong>de</strong> su proce<strong>de</strong>r, se incorporó <strong>de</strong> pronto, retiró<br />

el escañil don<strong>de</strong> se sentaba, se acercó a los dos jesuitas y les pidió<br />

disculpas. Pero su cambio <strong>de</strong> actitud no acabó ahí sino que explicó<br />

a<strong>de</strong>más que tenía un hermano en la Compañía y solía ejercitarse con<br />

él en estos duelos verbales, pero que en modo alguno alimentaba<br />

i<strong>de</strong>as heréticas, ni creía en lo que había sostenido, sino que todo<br />

había comenzado al permitirse una broma inocente con la novicia<br />

Antonia <strong>de</strong>l Águila con la que tenía confianza y por la que sentía un<br />

antiguo afecto. La novicia asentía con la cabeza y sonreía y los<br />

jesuitas, por no ser menos en aquel imprevisto pugilato <strong>de</strong> buenas


maneras, se pusieron en pie, aceptaron sus explicaciones y elogiaron<br />

la labor <strong>de</strong> su hermano en la Compañía <strong>de</strong> Jesús, “un gran teólogo”,<br />

dijeron a dúo y, con la esperanza <strong>de</strong> que don Juan no repitiese en<br />

público su actuación <strong>de</strong> esta mañana, dieron por zanjado el<br />

inci<strong>de</strong>nte.<br />

Cipriano Salcedo <strong>de</strong>sistió <strong>de</strong> terminar su gira. Deprimido por las<br />

escenas que había presenciado y preocupado por la enfermedad <strong>de</strong><br />

“Relámpago”, cuyos <strong>de</strong>sfallecimientos volvieron a producirse al subir<br />

una pequeña colina, regresó a Valladolid <strong>de</strong>jando para mejor<br />

ocasión sus visitas a Toro y Pedrosa. Le corría prisa informar al<br />

Doctor <strong>de</strong>l resultado <strong>de</strong> su viaje. Cristóbal <strong>de</strong> Padilla, al fin y al cabo<br />

un criado, no podía a su juicio actuar por propia iniciativa, ni ellos<br />

admitir su alianza explosiva con Pedro Sotelo. Los sucesos <strong>de</strong> Al<strong>de</strong>a<br />

<strong>de</strong>l Palo constituían una seria advertencia. Sin la discreción <strong>de</strong> los<br />

jesuitas, la Inquisición estaría a estas horas tras sus pasos. Habían<br />

corrido, pues, un riesgo innecesario. Por otra parte el Doctor <strong>de</strong>bería<br />

conectar con don Juan <strong>de</strong> Acuña sin <strong>de</strong>mora y frenar su boca<br />

caliente que <strong>de</strong>jaba a la organización a la intemperie. Su<br />

impru<strong>de</strong>nte verbo en Al<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l Palo justificaba sobradamente la<br />

intervención <strong>de</strong>l Santo Oficio.<br />

Otros muchos, más discretos y mesurados que él, esperaban juicio en<br />

las cárceles secretas. Don Pedro Sotelo, <strong>de</strong>masiado ingenuo, <strong>de</strong>bería<br />

terminar sin más con esas reuniones insensatas. Los miembros <strong>de</strong> la<br />

Compañía <strong>de</strong> Jesús se movían por el mundo <strong>de</strong> dos en dos, y los<br />

mandos <strong>de</strong> la or<strong>de</strong>n solían compensar la intransigencia <strong>de</strong> uno con<br />

la tolerancia <strong>de</strong>l compañero. La actitud <strong>de</strong> la pareja en Al<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l<br />

Palo había sido, no obstante, extrañamente unánime y comprensiva<br />

dado que la Compañía, con su carácter militar, había sido fundada<br />

precisamente para <strong>de</strong>fen<strong>de</strong>r el catolicismo. Había que contar<br />

también, como factor favorable, con la militancia <strong>de</strong>l hermano <strong>de</strong><br />

don Juan en la or<strong>de</strong>n. Sin esa circunstancia era más que probable<br />

que la pareja <strong>de</strong> jesuitas no se hubiera mostrado tan<br />

con<strong>de</strong>scendiente. La misma violencia con que se produjo Acuña,<br />

unida a su juventud y al historial <strong>de</strong> su hermano, indujeron a la<br />

pareja a no tomar <strong>de</strong>masiado en serio sus palabras y, finalmente,<br />

aceptar sus explicaciones. En todo caso, la escena había sido tan<br />

impru<strong>de</strong>nte que Salcedo, tan pronto se disolvió la reunión, montó su<br />

caballo y, <strong>de</strong>s<strong>de</strong>ñando la invitación <strong>de</strong> Pedro Sotelo para almorzar<br />

juntos, siguió a Valladolid sin <strong>de</strong>spedirse <strong>de</strong> Acuña ni <strong>de</strong> Cristóbal<br />

<strong>de</strong> Padilla. Las <strong>de</strong>scarnadas frases cruzadas en el coloquio le<br />

quemaban el estómago. No veía el momento <strong>de</strong> po<strong>de</strong>r <strong>de</strong>partir con el<br />

Doctor y, al divisar el castillo <strong>de</strong> Simancas <strong>de</strong>s<strong>de</strong> lo alto <strong>de</strong> un cerro,<br />

suspiró con alivio. Pero, en ese mismo momento, el caballo tropezó o,<br />

<strong>de</strong>bido a su misma flaqueza, flexionó inesperadamente sus remos


<strong>de</strong>lanteros, dobló las patas traseras y quedó allí, tendido entre los<br />

tomillos, los ojos tristes, el belfo lleno <strong>de</strong> babas, resollando. Cipriano<br />

Salcedo se apeó alarmado y propinó a “Relámpago” unas palmadas<br />

amistosas en el lomo. Sudaba y ja<strong>de</strong>aba, miraba con indiferencia, no<br />

reaccionaba. Unos ásperos ruidos guturales salían ahora <strong>de</strong> su boca<br />

con la baba. Cipriano se sentó a su lado, junto a una aulaga, a<br />

esperar que se repusiera. Tenía la impresión <strong>de</strong> que el caballo<br />

estaba muy enfermo. Pensó en “Valiente”, tendido y ensangrentado<br />

entre las cepas en Cigales, según el relato <strong>de</strong>l tío Ignacio.<br />

“Relámpago” inclinó la cabeza y emitió una serie <strong>de</strong> relinchos largos<br />

y apagados.<br />

Son los estertores, pensó Cipriano. Pero, instantes <strong>de</strong>spués,<br />

sujetándole <strong>de</strong>l vientre y mediante un esfuerzo, el animal se<br />

incorporó y Salcedo lo llevó <strong>de</strong> la brida, al paso, hasta Simancas. Le<br />

dio <strong>de</strong> beber y, en el viejo puente, volvió a montarlo y el caballo<br />

aceptó la liviana carga hasta Valladolid.<br />

Vicente limpiaba la cuadra a su llegada y, nada más verle, se dio<br />

cuenta <strong>de</strong> que el caballo estaba enfermo. Lleva tres días débil,<br />

asmático y sin comer, le aclaró Cipriano. Y añadió:<br />

—Mañana, una vez que el animal <strong>de</strong>scanse, súbeselo a Aniano<br />

Domingo, en Rioseco. Infórmate bien <strong>de</strong> si el mal tiene remedio. Haz<br />

noche en La Mudarra, cuidando que no se agote. No quiero que el<br />

caballo sufra.<br />

Vicente miraba los ojos <strong>de</strong> “Relámpago”, le palmeaba el cuello sin<br />

parar. Vio que su amo vacilaba, abrió la boca y volvió a cerrarla. No<br />

se <strong>de</strong>cidía. Finalmente le oyó <strong>de</strong>cir:<br />

—Si Aniano no diera esperanzas, sacrifícalo. Un tiro, sí, en la<br />

mancha blanca, entre los ojos.<br />

Y el <strong>de</strong> gracia en el corazón. Antes <strong>de</strong> enterrarlo asegúrate que está<br />

muerto.<br />

__________________________<br />

__________________________<br />

XIII


Le sorprendió el recibimiento <strong>de</strong> Teo, sus mejillas tensas, el griterío,<br />

las lágrimas, la brusquedad <strong>de</strong> sus a<strong>de</strong>manes. Las cosas se<br />

<strong>de</strong>sarrollaron en un proceso opresivo, un increscendo que pasó por<br />

varias fases, <strong>de</strong> acuerdo con el grado <strong>de</strong> excitación <strong>de</strong> su esposa.<br />

Al principio no acababa <strong>de</strong> enten<strong>de</strong>rla, farfullaba parrafadas<br />

inconexas, palabras mezcladas, frases incoherentes. No la entendía,<br />

o mejor dicho, Teo no ponía interés en que la entendiera. Se habían<br />

refugiado en el dormitorio, pero ella permanecía <strong>de</strong> pie, iba y venía,<br />

articulaba palabras in<strong>de</strong>scifrables y, entre ellas, alguna que tenía<br />

algún sentido para Cipriano:<br />

escorias, olvido, última oportunidad. Le estaba echando en cara algo<br />

pero no acababa <strong>de</strong> <strong>de</strong>finirlo.<br />

Paso a paso, como en una lenta labor <strong>de</strong> aprendizaje, Teo empezó a<br />

unir una palabra con otra, concretando un poco su discurso. Sus<br />

ojos eran duros, como el vidrio, aún humanos, aunque su mirada no<br />

encerrara ni chispa <strong>de</strong> luci<strong>de</strong>z.<br />

Pero las palabras, al juntarse, se hacían expresivas, hablaban <strong>de</strong>l<br />

olvido <strong>de</strong> las escorias <strong>de</strong> plata y acero, <strong>de</strong> su indiferencia hacia el<br />

tratamiento <strong>de</strong>l doctor, <strong>de</strong> la flaci<strong>de</strong>z <strong>de</strong> “la cosita”, <strong>de</strong> sus esfuerzos<br />

inútiles ante su pasividad.<br />

Todavía lo hacía sin violencia, como intentando razonar y Cipriano<br />

iba uniendo una frase con otra, reconstruyendo su pensamiento<br />

como en un rompecabezas. Hasta que llegó un momento en que todo<br />

se presentó claro ante sus ojos: Teo había omitido incluir la bolsita<br />

con escorias <strong>de</strong> plata y acero en su equipaje, tal vez por olvido<br />

involuntario, tal vez, lo que parecía más probable, para someterlo a<br />

prueba. A su regreso le faltó tiempo para registrar el fardillo y<br />

comprobar que no había comprado otras. Cipriano, pues, llevaba<br />

cuatro días sin medicinarse. Había interrumpido <strong>de</strong>liberadamente el<br />

régimen <strong>de</strong>l doctor Galache. Sus palabras se iban convirtiendo ahora<br />

en una especie <strong>de</strong> lamento, <strong>de</strong> maullidos apesadumbrados, pero<br />

todavía comprensibles. Había <strong>de</strong>jado sin efecto cuatro años <strong>de</strong><br />

medicación y ella no tenía ya ni edad ni humor para comenzar <strong>de</strong><br />

nuevo. Cipriano se esforzó por evitar el <strong>de</strong>sbordamiento, por<br />

mantener el <strong>de</strong>sencanto <strong>de</strong> su esposa <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> unos límites<br />

razonables: nada <strong>de</strong> lo ocurrido era esencial, una pausa <strong>de</strong> cuatro<br />

días no era significativa en un tratamiento tan prolongado. Lo<br />

reanudarían con más fe, con mayor rigor, dos tomas diarias en<br />

lugar <strong>de</strong> una, lo que Teo quisiera, pero ella cubría sus<br />

razonamientos con sus voces. No había vivido para otra cosa que<br />

para tener un hijo pero ya no lo conseguiría por su culpa. Se había


entretenido unos años pelando borregos hasta que se sintió núbil,<br />

madura. Mas si se casó fue únicamente para ser madre pero él, <strong>de</strong><br />

pronto, lo había echado todo a rodar. Durante su vida todas las<br />

cosas le habían hablado <strong>de</strong> la maternidad: los muñecos <strong>de</strong> la<br />

infancia, las pari<strong>de</strong>ras en el monte, los nidos <strong>de</strong> la urraca en la<br />

gran encina, frente a la casa, “la cosita”.<br />

Reproducirse había sido su única razón <strong>de</strong> ser pero él no lo quiso, lo<br />

había <strong>de</strong>sbaratado todo cuando apenas quedaban unos meses para<br />

que se cumpliese el plazo fijado por el doctor.<br />

Al llegar a este punto, la protesta <strong>de</strong> Teo alcanzó una violencia<br />

inusitada. Tal vez fue el intento <strong>de</strong> Cipriano por calmarla, su<br />

a<strong>de</strong>mán <strong>de</strong> apaciguamiento, lo que la sacó <strong>de</strong> quicio. Sus palabras<br />

se hicieron <strong>de</strong> nuevo in<strong>de</strong>scifrables, su furor aumentó, corrió hacia<br />

las ventanas y <strong>de</strong>sgarró visillos y cortinas, lanzó al suelo a<br />

manotazos los pequeños utensilios <strong>de</strong> plata <strong>de</strong>l tocador e inició una<br />

retahíla <strong>de</strong> palabras cortadas como ladridos.<br />

De pronto, Cipriano comprendió.<br />

Le estaba llamando cabrón aunque ella sabía que no lo era. Nunca<br />

había pronunciado Teo palabras malsonantes, y a Cipriano se le<br />

ocurrió pensar que se trataba <strong>de</strong> reminiscencias <strong>de</strong> su pasado <strong>de</strong><br />

esquiladora, cuando cada rebaño <strong>de</strong> ovejas <strong>de</strong>bía acoger dos cabras<br />

hembras y un macho cabrío según la ley. La palabra cabrón, pensó,<br />

no <strong>de</strong>bía <strong>de</strong> tener connotaciones <strong>de</strong>spectivas en el Páramo. Hizo un<br />

nuevo intento por calmarla pero resultó contraproducente. Teo<br />

gritaba como una posesa, le empujaba hacia la puerta, le voceaba,<br />

mientras él trataba <strong>de</strong> indagar en sus ojos, <strong>de</strong> buscar en ellos un<br />

atisbo <strong>de</strong> luz, pero su mirada era turbia y vacante, absolutamente<br />

<strong>de</strong>squiciada.<br />

Y cuanto mayor empeño ponía en reducirla, mayor y más grave era<br />

el repertorio <strong>de</strong> <strong>de</strong>nuestos que mezclaba ahora con soeces vocablos<br />

escatológicos, echándole en cara su inhabilidad, el pequeño tamaño<br />

y la inutilidad <strong>de</strong> “la cosita”. Cipriano temblaba, trató <strong>de</strong> taparle la<br />

boca con la mano, pero ella le mordió y prosiguió con su andanada<br />

<strong>de</strong> insultos. Se había tumbado en la cama y con sus uñas rapaces<br />

rasgaba la <strong>de</strong>licada colcha y los forros <strong>de</strong> los almohadones. Luego,<br />

inesperadamente, se incorporó, se colgó <strong>de</strong>l dosel y todo se vino<br />

abajo. Parecía gozar en su furia <strong>de</strong>structora, en su procacidad, sin<br />

preocuparse <strong>de</strong> que sus <strong>de</strong>sahogos verbales pudieran traspasar<br />

tabiques y muros.


En los cristales <strong>de</strong>snudos <strong>de</strong> la ventana el <strong>de</strong>ca<strong>de</strong>nte resplandor <strong>de</strong><br />

la calle iba siendo substituido por la luz cenicienta y mate que<br />

preludiaba el anochecer. Teo había vuelto a tumbarse en el lecho,<br />

ja<strong>de</strong>ando, y Cipriano, en un esfuerzo <strong>de</strong>sesperado, trató <strong>de</strong><br />

inmovilizarla, <strong>de</strong> sujetar sus anchas espaldas contra el jergón. <strong>El</strong>la<br />

volvía los ojos, bizqueaba, mientras él le repetía que estuviera<br />

tranquila, que todo tenía remedio, que volvería al medicamento, dos<br />

tomas en lugar <strong>de</strong> una, pero sus ojos bizcos iban hundiéndose más y<br />

más tras los pómulos, en una mirada la<strong>de</strong>ada e inexpresiva. Eran<br />

unos ojos ocluidos, incapacitados para ver y compren<strong>de</strong>r.<br />

Forcejearon <strong>de</strong> nuevo y Teo consiguió darse la vuelta.<br />

Tenía más fuerza <strong>de</strong> la que Cipriano hubiera podido sospechar.<br />

Esta enfermedad, este tipo <strong>de</strong> enfermeda<strong>de</strong>s vigoriza a los pacientes,<br />

se <strong>de</strong>cía. Consiguió ponerla boca arriba y le atenazó las muñecas<br />

contra la almohada. Al sentirse inmovilizada, Teo reanudó su<br />

rosario <strong>de</strong> invectivas, cada vez más procaces y, <strong>de</strong> improviso,<br />

mencionó su dote, su herencia, su fortuna.<br />

¿Dón<strong>de</strong> había metido Cipriano “su” dinero? Este factor añadía<br />

nuevos motivos <strong>de</strong> agravio, buscaba en su mente confusa<br />

calificativos más hirientes, continuaba ofendiéndole más, en su<br />

<strong>de</strong>sma<strong>de</strong>jamiento general.<br />

Cipriano advertía que, tras dos horas <strong>de</strong> lucha, la tensión <strong>de</strong> su<br />

esposa iba cediendo. De nuevo intentó acariciarle la frente, pero otra<br />

vez su boca se revolvió contra su pequeña mano hecha una furia.<br />

Sin embargo, al tercer intento, ella aceptó la caricia, se <strong>de</strong>jó tocar.<br />

Tornó él a halagarla murmurando suaves palabras <strong>de</strong> afecto y ella<br />

quedó inmóvil escuchando atentamente su voz, probablemente sin<br />

enten<strong>de</strong>r su significado. Teo acezaba, los ojos cerrados como<br />

<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> un arduo esfuerzo físico, mientras él proseguía<br />

acariciándola, se hacía anillos con los rizos <strong>de</strong> su pelo, pero ella ni<br />

lo agra<strong>de</strong>cía ni protestaba. Había alcanzado ese punto neutro, flojo,<br />

en que suelen resolverse algunas crisis nerviosas. Empezó a llorar<br />

mansamente. Rodaban las lágrimas calientes y silenciosas por sus<br />

mejillas y él las restañaba con el embozo <strong>de</strong> la sábana, con infinita<br />

ternura. No amaba a aquel ser pero lo compa<strong>de</strong>cía. Evocaba los días<br />

<strong>de</strong> La Manga, sus paseos por el monte, cogidos <strong>de</strong> la mano, mientras<br />

las bandadas <strong>de</strong> torcaces se <strong>de</strong>spegaban <strong>de</strong> las encinas con los<br />

buches repletos <strong>de</strong> bellotas o las becadas volaban en el crepúsculo<br />

camino <strong>de</strong> los calveros. En realidad, Teo había sido para él como<br />

esas palomas o esas becadas, un fruto más <strong>de</strong> la naturaleza, vivo y


espontáneo. Apenas había tenido relación con mujeres y la sencillez<br />

<strong>de</strong> “la Reina <strong>de</strong>l Páramo” le <strong>de</strong>sarmó.<br />

Incluso le agradó que esquilara ovejas a la intemperie <strong>de</strong>l mismo<br />

modo que las señoras burguesas hacían labores <strong>de</strong> punto en los<br />

salones. Él siempre había admirado las tareas prácticas y<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong>ñado los pasatiempos, los tedios disimulados. Sentado en la<br />

cama, la miraba fijamente. Había cerrado los ojos y sus<br />

inspiraciones iban haciéndose más profundas y espaciadas. Se<br />

incorporó con cuidado y caminó <strong>de</strong> puntillas procurando posar los<br />

pies en los espacios alfombrados. Había encendido un candil y con él<br />

en la mano rebuscó entre los medicamentos <strong>de</strong>l botiquín. Escogió<br />

varios y con ellos preparó en la cocina un julepe. La tía Gabriela<br />

solía <strong>de</strong>cir que el julepe era uno <strong>de</strong> los remedios que nunca le habían<br />

<strong>de</strong>fraudado, no sólo se dormía profundamente <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> tomarlo<br />

sino que no <strong>de</strong>spertaba hasta bien entrada la mañana. Regresó al<br />

cuarto <strong>de</strong> Teo.<br />

Continuaba inmóvil, respirando regularmente. Se sentó a la<br />

cabecera <strong>de</strong> la cama y, por primera vez, reparó <strong>de</strong>solado en los<br />

<strong>de</strong>strozos <strong>de</strong> la habitación: el dosel rasgado, los cortinones<br />

arrancados, las dos almohadas con la lana fuera. ¿Qué podría<br />

<strong>de</strong>cirle a Crisanta? Pero ¿para qué <strong>de</strong>cirle nada si los criados, aún<br />

sin aparecer, habrían sido testigos <strong>de</strong>l paroxismo <strong>de</strong> su esposa? Teo<br />

empezó a inquietarse murmurando palabras ininteligibles.<br />

Abrió los ojos y los cerró sin llegar a verle. De pronto cambió <strong>de</strong><br />

postura, dio media vuelta y se colocó <strong>de</strong>l lado <strong>de</strong>recho, encarándole.<br />

Empezó a mover la cabeza.<br />

Murmuró palabras confusas. Con mil precauciones, Cipriano cogió el<br />

vaso <strong>de</strong>l medicamento con la mano <strong>de</strong>recha y levantó la cabeza <strong>de</strong> su<br />

esposa tomándola <strong>de</strong>licadamente por el cuello con la izquierda:<br />

—Bebe —dijo imperativamente.<br />

Y ella bebió. Sentía sed. Bebió sin pausa, ávidamente, y con las<br />

últimas gotas se atragantó y sufrió un leve acceso <strong>de</strong> tos. En la<br />

ventana se había hecho <strong>de</strong> noche y la calle estaba en silencio.<br />

De espaldas al candil, Cipriano veía moverse la sombra <strong>de</strong> su cabeza<br />

sobre el blanco rostro <strong>de</strong> Teo.<br />

Aguantó sin moverse hasta las tres. Teo rebulló varias veces y cada<br />

vez que se movía cambiaba <strong>de</strong> postura. A veces farfullaba palabras a<br />

media voz, pero eran como cohetes follones, no llegaban a explotar.


Seguramente soñaba. Cuando Cipriano se levantó parecía tranquila,<br />

su respiración acompasada, pero, a pesar <strong>de</strong> todo, <strong>de</strong>jó abierta la<br />

puerta <strong>de</strong>l falsete y la <strong>de</strong>l trastero don<strong>de</strong> dormía. Se <strong>de</strong>snudó a la<br />

luz <strong>de</strong> la lámpara y, ya en la cama, tomó uno <strong>de</strong> los ejemplares <strong>de</strong><br />

“<strong>El</strong> beneficio <strong>de</strong> Cristo”, don<strong>de</strong> solía refugiarse en momentos <strong>de</strong><br />

tribulación. Sin darse cuenta le fue asaltando el sueño y el libro<br />

cayó <strong>de</strong> sus manos. Fue un instante o se lo pareció. Le <strong>de</strong>spertó el<br />

golpe <strong>de</strong>l cajón <strong>de</strong>l armario <strong>de</strong> Teo al cerrarse bruscamente, una<br />

especie <strong>de</strong> grito inarticulado y la silueta voluminosa <strong>de</strong> su mujer en<br />

el marco <strong>de</strong> la puerta.<br />

Seguía vestida con la saya rota tal como se había quedado dormida<br />

y en su mano <strong>de</strong>recha levantada portaba ahora la tijera gran<strong>de</strong> <strong>de</strong><br />

esquilar. Cipriano trató <strong>de</strong> <strong>de</strong>tenerla, quiso <strong>de</strong>cirle algo, pero<br />

únicamente se oyó la apremiante amenaza <strong>de</strong> Teo irrumpiendo en el<br />

trastero:<br />

—¡Voy a esquilar tu maldito cuerpo <strong>de</strong> mono! —chilló.<br />

Cipriano adoptó la precaución <strong>de</strong> apoyar la espalda en la cabecera<br />

<strong>de</strong> la cama y encogió las piernas, <strong>de</strong> modo que, cuando Teo se<br />

abalanzó sobre él, estiró las rodillas y la <strong>de</strong>tuvo momentáneamente<br />

con los pies. Teo cayó, finalmente, <strong>de</strong> costado en el pequeño catre e<br />

inmediatamente se enzarzaron en una sorda pelea. <strong>El</strong>la enarbolaba<br />

la tijera, mientras Cipriano se limitaba a esquivar sus golpes ciegos<br />

y a sujetar sus manos sin lastimarla.<br />

Escucha, <strong>de</strong>cía, escúchame Teo, por favor, pero ella se enar<strong>de</strong>cía por<br />

momentos, le acorralaba. Cipriano notó un <strong>de</strong>sgarrón en el brazo<br />

<strong>de</strong>recho con el que intentaba contenerla, al tiempo que escuchaba<br />

las concretas amenazas <strong>de</strong> su mujer:<br />

voy a caparte como a un gocho, <strong>de</strong>cía, voy a cortarte esa “cosita”<br />

que ya no nos sirve para nada. Hubo un momento en que, a pesar <strong>de</strong><br />

la herida, o acaso estimulado por el dolor, Cipriano tuvo sujeta a<br />

Teo por ambos brazos pero, en un movimiento arisco, se <strong>de</strong>sasió y su<br />

mano armada se escondió bajo la ropa y lanzó un viaje a ciegas.<br />

Cipriano gritó al sentir herido su muslo <strong>de</strong>recho pero en ese<br />

momento consiguió agarrar a Teo por el cuello y darse la vuelta. Su<br />

posición era como en las noches <strong>de</strong> amor, cabalgando sobre las<br />

protuberancias <strong>de</strong> la mujer, pero compitiendo ahora por la posesión<br />

<strong>de</strong> la tijera. Teo se revolvía, tornaba a insultarle, voy a esquilar tu<br />

maldito cuerpo <strong>de</strong> mono, repetía, pero Salcedo la tenía ya a su<br />

merced. La <strong>de</strong>jó <strong>de</strong>sfogarse en su empeño inútil, en sus vanos<br />

intentos, en sus sórdidas amenazas. Veía el vacío en sus ojos, sus<br />

pupilas hundidas y <strong>de</strong>salmadas y, en ese instante, comprendió que


había perdido a Teodomira, que su esposa se había ausentado para<br />

siempre. Tras un esfuerzo infructuoso, Teo se entregó. Soltó la tijera<br />

y rompió en un llanto manso, <strong>de</strong> <strong>de</strong>rrota, que, sin solución <strong>de</strong><br />

continuidad, dio paso a otro, quizá más intenso pero menos<br />

convulso, y, siguiendo el mismo proceso que la vez anterior, al cabo<br />

<strong>de</strong> un rato, quedó plácidamente dormida. Cipriano repitió su<br />

incursión al botiquín, pero no se fió ya <strong>de</strong>l julepe y administró a la<br />

enferma una alta dosis <strong>de</strong> filonio romano. Marchó luego a su<br />

<strong>de</strong>spacho y escribió una nota a su tío Ignacio: |Temo que Teo haya<br />

perdido la razón. No puedo moverme <strong>de</strong> casa. ¿Te importa traer<br />

contigo a la máxima autoridad en enfermeda<strong>de</strong>s mentales?|.<br />

Despertó a Vicente y le encomendó el billete para su tío. La señora<br />

estaba enferma. La visita a Aniano Domingo con “Relámpago” <strong>de</strong>bía<br />

aplazarla para otro día.<br />

Con su diligencia acostumbrada, don Ignacio Salcedo se presentó en<br />

casa <strong>de</strong> su sobrino, acompañado <strong>de</strong>l joven doctor Mercado, dos horas<br />

<strong>de</strong>spués. Cipriano le atendió solícito. <strong>El</strong> doctor era una eminencia en<br />

ciernes. Médico <strong>de</strong>l Monasterio <strong>de</strong> la Concepción y <strong>de</strong> la Casa <strong>de</strong>l<br />

Marqués <strong>de</strong> Denia, empezaba a ser respetado en la Corte.<br />

Se aseguraba que el día <strong>de</strong> su boda no aportó otra cosa que la ropa<br />

que llevaba puesta, una mula y dos docenas <strong>de</strong> libros. En cualquier<br />

caso los quinientos ducados <strong>de</strong> la dote <strong>de</strong> su esposa constituyeron la<br />

base <strong>de</strong> su fortuna posterior. En este momento, apenas poseía unos<br />

viñedos en Val<strong>de</strong>stillas y una casa en la calle <strong>de</strong> Cantarranas. No<br />

obstante, los vallisoletanos se hacían lenguas <strong>de</strong> su ojo clínico, <strong>de</strong> la<br />

eficacia <strong>de</strong> sus tratamientos, <strong>de</strong> su creciente prestigio. Era el primer<br />

doctor <strong>de</strong> la villa que había dado <strong>de</strong> lado el atuendo oscuro <strong>de</strong>l<br />

gremio y vestía elegantemente, como un caballero. Nada<br />

externamente <strong>de</strong>lataba su profesión. Entró en la habitación y al<br />

primer vistazo advirtió los cortinones en el suelo, la colcha<br />

<strong>de</strong>sgarrada, el brazo sangrante <strong>de</strong> Cipriano, el <strong>de</strong>sbarajuste <strong>de</strong> la<br />

casa:<br />

—¿Le ha agredido a vuesa merced?<br />

Cipriano asintió.<br />

—¿Es la primera vez que lo hace?<br />

Volvió a asentir Cipriano. <strong>El</strong> doctor miró su brazo herido:<br />

—Luego curaremos eso. —Se volvió hacia Teo que dormía—.<br />

¿Qué le ha dado?


—Un julepe y un filonio romano, doctor. No me atreví a más.<br />

<strong>El</strong> doctor Mercado sonrió con un gesto <strong>de</strong> suficiencia:<br />

—Escasa <strong>de</strong>fensa para contener un ciclón —dijo.<br />

Ahora le tomaba el pulso y le ponía su mano cuidadísima en el<br />

pecho izquierdo:<br />

—Fiebre no hay —añadió al cabo <strong>de</strong> un rato—. La exploración es<br />

forzosamente superficial pero el caso no ofrece duda. ¿Alguna<br />

obsesión?<br />

—Una muy viva, doctor. La <strong>de</strong> ser madre. Se casó para tener hijos<br />

pero yo no he sabido dárselos.<br />

Los Salcedo —miró a su tío por encima <strong>de</strong>l hombro <strong>de</strong>l doctor— no<br />

somos un prodigio <strong>de</strong> fertilidad.<br />

Apresuradamente le contó al doctor Mercado sus visitas a Galache,<br />

el tratamiento a que les había sometido y la interrupción<br />

injustificada <strong>de</strong> sus tomas <strong>de</strong> escorias <strong>de</strong> plata y acero durante su<br />

último viaje como <strong>de</strong>senca<strong>de</strong>nante <strong>de</strong> la crisis. <strong>El</strong> doctor volvió a<br />

sonreír.<br />

—¿Pretendía remediar su infecundidad con escorias <strong>de</strong> plata y<br />

acero?<br />

Cipriano se sostenía el brazo herido con la mano izquierda:<br />

—Yo entiendo que fue un recurso <strong>de</strong>l doctor para distraer a la<br />

enferma.<br />

—Ya.<br />

Había sacado <strong>de</strong> su cartera <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> ternera una lupa alemana y<br />

con ella en la mano se aproximó a la enferma. Se dirigió a ellos<br />

volviendo la cabeza:<br />

—Estén preparados para reducirla —dijo—. Pue<strong>de</strong> <strong>de</strong>spertar en<br />

cualquier momento.<br />

Le levantó el párpado <strong>de</strong>l ojo <strong>de</strong>recho y observó la pupila con<br />

insistencia. Luego repitió la operación con el otro ojo. Volvió a<br />

tomarle el pulso:


—A esta señora hay que internarla —dijo—. En la calle Orates tienen<br />

el Hospital <strong>de</strong> Inocentes.<br />

No es un hotel <strong>de</strong> lujo pero tampoco es fácil encontrar otro mejor en<br />

la ciudad. Los procedimientos son primitivos. <strong>El</strong> enfermo vive atado<br />

a los barrotes <strong>de</strong> la cama o con grilletes en los pies para que no<br />

escape. Claro que con un poco <strong>de</strong> dinero, pagando dos loqueros para<br />

que la atiendan, pue<strong>de</strong>n vuesas merce<strong>de</strong>s evitar esa humillación.<br />

Don Ignacio Salcedo, que se había mantenido en silencio, preguntó<br />

al doctor si no sería posible instalar a la señora en un hospital<br />

normal, pagando aparte la vigilancia. <strong>El</strong> doctor asintió:<br />

—<strong>El</strong> dinero es muy amable —dijo—. Con dinero se pue<strong>de</strong> conseguir en<br />

este mundo casi todo lo que uno se proponga.<br />

Provisionalmente trasladaron a Teo al Hospital <strong>de</strong> Inocentes <strong>de</strong> la<br />

calle Orates. <strong>El</strong> tío Ignacio les acompañaba, pero cuando, a la<br />

puerta <strong>de</strong>l hospital, dos loqueros intentaron maniatar a la enferma,<br />

Teodomira se revolvió como una pantera, con tanto ímpetu que uno<br />

<strong>de</strong> los enfermeros rodó por el suelo. Los transeúntes, atraídos por el<br />

espectáculo, se <strong>de</strong>tenían al pie <strong>de</strong> las escaleras, don<strong>de</strong> el enfermero<br />

había caído, pero, unos minutos más tar<strong>de</strong>, Teo quedó instalada en<br />

el manicomio, al cuidado <strong>de</strong> dos comadres <strong>de</strong> pago, dos mujeres<br />

aparentemente fuertes que, llegado el momento, parecían capaces <strong>de</strong><br />

dominarla.<br />

Sin embargo, a las nueve <strong>de</strong> la noche, Salcedo recibió un correo <strong>de</strong>l<br />

manicomio anunciándole que |la señora había escapado en un<br />

<strong>de</strong>scuido <strong>de</strong> sus guardadoras|. Cipriano avisó <strong>de</strong> nuevo a su tío que,<br />

en un santiamén, puso en movimiento a las fuerzas <strong>de</strong> seguridad <strong>de</strong><br />

la villa.<br />

Por su parte, Cipriano, acompañado <strong>de</strong> Vicente, recorrió la ciudad <strong>de</strong><br />

norte a sur y <strong>de</strong> este a oeste, sin encontrar rastro <strong>de</strong> la enferma ni<br />

referencia alguna <strong>de</strong> ella. Se había evaporado. A la mañana<br />

siguiente reiniciaron la búsqueda sin resultado. Al caer la tar<strong>de</strong>, el<br />

barquero Aquilino Benito, que hacía el servicio entre el embarca<strong>de</strong>ro<br />

<strong>de</strong>l Espolón Viejo y el pequeño muelle <strong>de</strong>l Paseo <strong>de</strong>l Prado, comunicó<br />

a la Chancillería que había hallado a la fugada entre los carrizos <strong>de</strong><br />

la orilla, inconsciente y en muy mal estado, como una pordiosera.<br />

Durante la travesía hacia el Espolón el citado Aquilino había<br />

conseguido volver en sí a la enferma que se encontraba extenuada.


Mientras tanto, don Ignacio había realizado las indagaciones<br />

pertinentes y, una vez repuesta, Teodomira fue trasladada a Medina<br />

<strong>de</strong>l Campo, en el coche <strong>de</strong> su marido, sin abrir la boca. Allí, en<br />

Medina, fue alojada en el Hospital <strong>de</strong> Santa María <strong>de</strong>l Castillo,<br />

<strong>de</strong>pendiente <strong>de</strong> la Cofradía <strong>de</strong> Nuestra Señora <strong>de</strong> la Merced, a un<br />

paso <strong>de</strong>l Monasterio <strong>de</strong> San Bartolomé. Era un caserón <strong>de</strong>startalado<br />

y noble, sin mucho movimiento <strong>de</strong> enfermos, don<strong>de</strong> se avinieron a<br />

acoger a doña Teodomira y poner a su disposición dos loqueros en<br />

servicio permanente y una comadre para las atenciones propias <strong>de</strong><br />

la mujer. <strong>El</strong> presupuesto ascendía a cuarenta y cinco reales diarios<br />

pero contaban con la benevolencia <strong>de</strong> la organización para visitar a<br />

la enferma a cualquier hora durante los siete días <strong>de</strong> la semana.<br />

Una vez hospitalizada su esposa, Cipriano Salcedo se sintió aliviado<br />

pero el regreso a casa le produjo un hondo <strong>de</strong>caimiento. Habituado a<br />

la presencia <strong>de</strong> Teo, y aunque ella no representara ya para él nada<br />

fundamental, la echaba en falta. Reinició su vieja actividad. Muy <strong>de</strong><br />

mañana visitaba el taller y el almacén don<strong>de</strong> <strong>de</strong>partía con el sastre<br />

Fermín Gutiérrez y Gerardo Manrique sobre las noveda<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l día.<br />

Había dos problemas importantes: el abandono <strong>de</strong>l conejo en la<br />

confección <strong>de</strong> zamarros y la progresiva escasez <strong>de</strong> alimañas a causa<br />

<strong>de</strong> la sañuda persecución en montes y serranías. Resuelto el<br />

primero, un correo inesperado <strong>de</strong> Burgos le comunicó que Gonzalo<br />

Maluenda, todavía joven, había fallecido <strong>de</strong> un tabar<strong>de</strong>te fulminante<br />

y su medio hermano Ciriaco, hijo <strong>de</strong> don Néstor y su tercera mujer,<br />

se había hecho cargo <strong>de</strong>l negocio. Al <strong>de</strong>cir <strong>de</strong>l nuevo empresario, una<br />

galera armada acompañaba ahora a las flotillas en conserva con lo<br />

que la carga volvía a gozar <strong>de</strong> una relativa seguridad. <strong>El</strong> porte<br />

lógicamente encarecía pero aumentaban las garantías, con lo que<br />

ningún gana<strong>de</strong>ro puso reparos a la medida. Por su parte Cipriano<br />

Salcedo, cuyo comercio con los Maluenda había <strong>de</strong>scendido <strong>de</strong> las<br />

diez carretas anuales, en los mejores tiempos <strong>de</strong> don Bernardo, a las<br />

tres que habían sobrevivido al auge <strong>de</strong>l negocio <strong>de</strong> los zamarros,<br />

pensó que había llegado el momento <strong>de</strong> aumentarlas a cinco. Para<br />

tratar <strong>de</strong> estos pormenores y conocer al nuevo diputado, Cipriano<br />

realizó un viaje a Burgos. De nuevo un correo urgente venía a sacar<br />

a un Salcedo <strong>de</strong> su postración. La vida se repetía. Montó a su nuevo<br />

caballo “Pispás”, adquirido por su amigo Seso en Andalucía, pero la<br />

competencia <strong>de</strong> don Carlos en tales menesteres no podía evitar que<br />

Cipriano añorase a su viejo caballo y extrañara las reacciones <strong>de</strong>l<br />

nuevo, sus vicios <strong>de</strong> origen, su nerviosidad, sus dimensiones. Vicente<br />

había sacrificado finalmente a “Relámpago”, en el monte <strong>de</strong> Illera,<br />

en Villanubla, <strong>de</strong> un balazo en la frente. Estacio <strong>de</strong>l Valle le había<br />

facilitado la pistola y un par <strong>de</strong> mulas po<strong>de</strong>rosas para el<br />

enterramiento. En lo alto <strong>de</strong>l túmulo, su criado había colocado una<br />

gran lancha para i<strong>de</strong>ntificar el lugar.


Aunque el nuevo Maluenda no le llegara a don Néstor ni a la suela<br />

<strong>de</strong>l zapato, no le causó mala impresión a Cipriano. La diligencia y<br />

probidad <strong>de</strong> Ciriaco Maluenda estaban a cien codos <strong>de</strong> las <strong>de</strong>l<br />

difunto don Gonzalo. Aceptó <strong>de</strong> buen grado el incremento <strong>de</strong> pieles<br />

que Salcedo le anunciaba, pues aunque la cifra <strong>de</strong>scendía a la mitad<br />

<strong>de</strong> los fletes <strong>de</strong> antaño, casi doblaba la <strong>de</strong> los últimos envíos. La<br />

relación con los Maluenda volvía a ser amistosa.<br />

Entre quehacer y quehacer, Cipriano visitaba a Teo en el Hospital <strong>de</strong><br />

Medina. Sedada con filonio romano vivía tranquila, sin ganas <strong>de</strong><br />

pelea. Vegetaba más bien, se <strong>de</strong>jaba consumir. A Cipriano le<br />

entristecían aquéllos ojos <strong>de</strong> mirada vacía, antaño tan bellos. Nunca<br />

llegó a saber si le reconocía, si sus visitas le producían algún efecto,<br />

ya que cada vez que se presentaba le dirigía una mirada<br />

inexpresiva, la misma que dirigía a sus enfermeros cuando se<br />

movían por la habitación. Día a día iba encogiéndose, <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> ser<br />

la mujer fuerte que conoció en La Manga.<br />

Su cuerpo se reducía al tiempo que se agrandaban sus facciones que<br />

iban ocupando cada vez mayor espacio en su rostro enteco, antaño<br />

ancho y floreciente.<br />

No hablaba, no comía, no llegaba a abrir la boca más que para<br />

beber; su vida carecía <strong>de</strong> alicientes, le <strong>de</strong>cían, pero no sufre. Esto le<br />

aliviaba. La ventana enrejada <strong>de</strong> la habitación se abría al campo y<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> ella divisaba el castillo que parecía hipnotizarla.<br />

Cipriano se esforzaba en inventar algo que pudiera animarla pero<br />

sus obsequios, pequeñas joyas, flores, dulces, no le producían la<br />

menor reacción. Cada vez que la visitaba regresaba a casa más<br />

<strong>de</strong>primido que la anterior: no le había reconocido; le daría lo mismo<br />

que no volviese. A veces, los propios guardadores se animaban entre<br />

sí: había comido un poco, había dado un corto paseo por la<br />

habitación, pero en su cara no se reflejaban tales progresos. Con su<br />

liberalidad habitual, Salcedo daba a aquellos generosas propinas<br />

que nunca consi<strong>de</strong>raba suficientes. A estas alturas, pensaba, era ya<br />

lo único que podía hacer por su esposa enferma: sobornar a los que<br />

la cuidaban para que lo hicieran <strong>de</strong> grado, para que le regalaran<br />

una pizca <strong>de</strong> afecto, para que algún día la hicieran sonreír.<br />

Las tar<strong>de</strong>s las <strong>de</strong>dicaba a los Cazalla, al Doctor y su madre.<br />

Doña Leonor <strong>de</strong> Vivero no perdía su alegría ni su don <strong>de</strong> gentes.


Pasaba ratos con ella en su pequeño gabinete, callado, mirando a la<br />

pared, sin nada divertido que contarle, pero ella le recibía con su<br />

sonrisa <strong>de</strong>ntona, su facundia, con el buen humor <strong>de</strong> siempre. Los<br />

primeros días se esforzaba en consolarle:<br />

—Le encuentro triste, Salcedo. ¿La quiere mucho?<br />

La respuesta <strong>de</strong> Cipriano era escueta y contun<strong>de</strong>nte:<br />

—Era una costumbre en mi vida, doña Leonor.<br />

—No se mortifique vuesa merced. Ante los muertos y los locos nos<br />

sentimos responsables muchas veces sin motivo.<br />

Pero la noticia <strong>de</strong>l enfrentamiento verbal en Al<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l Palo produjo<br />

tanto en ella como en el Doctor un profundo abatimiento.<br />

Vivían jornadas agónicas. Se sentían incapaces <strong>de</strong> controlar el<br />

grupo. Consi<strong>de</strong>raban imprescindible frenar a Padilla, <strong>de</strong>spojarle <strong>de</strong><br />

la autoridad que se atribuía, impedir aquellos conventículos<br />

pueblerinos, abiertos e improvisados. <strong>El</strong> Doctor le envió un correo sin<br />

<strong>de</strong>mora llamándole al or<strong>de</strong>n, advirtiéndole que lo acaecido en Al<strong>de</strong>a<br />

<strong>de</strong>l Palo no podía volver a repetirse. Escribió asimismo a don Juan<br />

<strong>de</strong> Acuña encareciéndole pru<strong>de</strong>ncia, haciéndole ver el riesgo <strong>de</strong> los<br />

excesos verbales ante la asechanza permanente <strong>de</strong>l Santo Oficio.<br />

Pese a su rápida reacción, no logró controlar su progresivo<br />

<strong>de</strong>caimiento. Habló a Salcedo con el corazón, le nombró su hombre<br />

<strong>de</strong> confianza. Admitía que, pese a ser el miembro <strong>de</strong> más reciente<br />

incorporación, actuaba sin reservas, con entusiasmo y resolución.<br />

“Motu proprio” había alcanzado importantes objetivos y el Doctor<br />

esperaba que siguiera en su labor organizadora, tarea que<br />

circunstancialmente había interrumpido con motivo <strong>de</strong> la<br />

enfermedad <strong>de</strong> su esposa. A Salcedo le emocionaba el valimiento <strong>de</strong>l<br />

Doctor, el hecho manifiesto <strong>de</strong> que le consi<strong>de</strong>rase el discípulo<br />

amado. Una tar<strong>de</strong> neblinosa, <strong>de</strong> crepúsculo prematuro, Cazalla le<br />

confesó que nunca habían pasado por el aislamiento que ahora<br />

sufrían, sin libros, apoyos, ni noticias <strong>de</strong> Alemania. Al morir Lutero,<br />

Melanchton se había encontrado con un difícil panorama. <strong>El</strong> Doctor<br />

la<strong>de</strong>aba la cabeza como si fuese incapaz <strong>de</strong> soportar su peso;<br />

estaban solos. Cipriano se esforzaba por animarlo: eran horas<br />

infortunadas, <strong>de</strong> tribulación; algún día pasarían.<br />

Pero el Doctor, lejos <strong>de</strong> serenarse, mezclaba los problemas, los<br />

amontonaba. Olvidaba por un momento la soledad <strong>de</strong>l grupo y volvía<br />

al caso Padilla. Era un correveidile, no contestaba a su carta, era<br />

como si no existiera o no reconociera la autoridad <strong>de</strong>l Doctor. Un


día, sugirió a Cipriano visitar a doña Ana Enríquez en La<br />

Confluencia, la casa <strong>de</strong> placer <strong>de</strong> su padre, en la conjunción <strong>de</strong>l<br />

Duero y el Pisuerga, en un frondoso soto <strong>de</strong> olmos, tilos y castaños<br />

<strong>de</strong> Indias. Una hermosa casa, dijo el Doctor, <strong>de</strong> las muchas que<br />

había levantado la aristocracia a orillas <strong>de</strong> los ríos al advenimiento<br />

<strong>de</strong> la Corte. Sería oportuno que doña Ana que, pese a su juventud,<br />

era una mujer con carácter, instara a su criado Cristóbal <strong>de</strong> Padilla<br />

a entrar en vereda, a tomar todo aquel asunto <strong>de</strong> las reuniones <strong>de</strong><br />

grupo con la <strong>de</strong>bida seriedad. A Cipriano le agradó el encargo.<br />

La belleza <strong>de</strong> doña Ana, su perfil atrayente, le había quitado la<br />

<strong>de</strong>voción en el último conventículo, el <strong>de</strong> los sacramentos. Un perfil<br />

perfecto, sugerente, regular y voluntarioso, subrayado por la<br />

elegante sencillez <strong>de</strong> su indumento que <strong>de</strong>jaba al <strong>de</strong>scubierto un<br />

largo cuello ornado con un collar <strong>de</strong> perlas.<br />

Pero lo más notable en el perfil <strong>de</strong> doña Ana era la toca <strong>de</strong> camino,<br />

larga y estrecha, que ella enrollaba hábilmente como un turbante en<br />

la parte alta <strong>de</strong> la cabeza. En el momento <strong>de</strong> su atenta<br />

contemplación no hubiese podido asegurar que ella se sintiera<br />

observada, aunque tampoco lo contrario, pero prefería pensar que<br />

no, que ella era así, espontánea y natural, tanto cuando escuchaba<br />

las homilías <strong>de</strong>l Doctor, como cuando se recogía <strong>de</strong>votamente en el<br />

salmo inicial, o alzaba tímidamente una mano por encima <strong>de</strong> su<br />

cabeza para pedir la palabra durante los coloquios. La asistencia a<br />

los conventículos <strong>de</strong> doña Ana Enríquez era absolutamente relajada,<br />

con afán participativo.<br />

Cuando el Doctor le encomendó visitarla con objeto <strong>de</strong> aclarar el<br />

silencio <strong>de</strong> Padilla, no lo <strong>de</strong>moró.<br />

<strong>El</strong>la respondió a su nota urgente aprovechando el mismo correo: le<br />

esperaba dos días más tar<strong>de</strong> a las once <strong>de</strong> la mañana. En el camino<br />

<strong>de</strong> Medina, Salcedo recordó a su esposa, mas enseguida se concentró<br />

en el motivo <strong>de</strong> su viaje: Ana Enríquez, su voz cálida y empastada,<br />

<strong>de</strong> mucho volumen, su disponibilidad, su bien <strong>de</strong>finida personalidad<br />

tratándose <strong>de</strong> una muchacha <strong>de</strong> apenas veinte años.<br />

<strong>El</strong> arco <strong>de</strong> las piernas <strong>de</strong> Cipriano se iba adaptando a la cruz más<br />

reducida <strong>de</strong> “Pispás”, un caballo que se <strong>de</strong>jaba gobernar más por la<br />

presión <strong>de</strong> las rodillas <strong>de</strong>l jinete que por las riendas. Era un pura<br />

sangre también, ligero como el viento, pero menos corpulento y<br />

pru<strong>de</strong>nte que “Relámpago”. Un día subiría al monte <strong>de</strong> Illera para<br />

visitar la tumba <strong>de</strong> éste, un homenaje obligado.


Rebasado Puente Duero, “Pispás” tomó un camino arenoso a la<br />

<strong>de</strong>recha, entre pinares, y, al final, cuando oyó el retumbo <strong>de</strong>l agua,<br />

el violento choque entre los dos ríos, se <strong>de</strong>tuvo. <strong>El</strong> camino concluía<br />

allí y, a mano izquierda entre la fronda, se alzaba la gran casa <strong>de</strong><br />

dos plantas ro<strong>de</strong>ada por un jardín con las veredas cubiertas <strong>de</strong><br />

hojas secas y los arriatas <strong>de</strong>scuidados, con flores <strong>de</strong> otoño:<br />

caléndulas muy vivas aún y rosales oxidados, <strong>de</strong>ca<strong>de</strong>ntes. Una<br />

criada <strong>de</strong> pocos años, con toca a la cabeza, le condujo ante Ana<br />

Enríquez, ataviada con una galera ver<strong>de</strong>, <strong>de</strong> costura en el talle. Con<br />

naturalidad, sencillamente, sin que él apenas se percátase, se vio<br />

paseando a su lado por el jardín, observando cómo sus botines <strong>de</strong><br />

tafilete arrastraban las hojas caídas, como en un juego. <strong>El</strong> Doctor no<br />

<strong>de</strong>bía preocuparse por la <strong>de</strong>mora <strong>de</strong> Cristóbal Padilla, dijo; era<br />

perezoso para tomar la pluma o tal vez estuviese enfermo. En<br />

cualquier caso, ella le enviaría una esquela conminándole a<br />

obe<strong>de</strong>cer sus instrucciones.<br />

En la secta existía una jerarquía y había que evitar comprometerla<br />

con cenáculos insensatos.<br />

Su verbosidad, cálida y suntuosa, bajo los nobles árboles<br />

centenarios, cautivaba a Cipriano.<br />

<strong>El</strong>la, por su parte, iba cogiéndole gusto a la conversación y le habló<br />

sin reservas, <strong>de</strong> un modo tal vez impru<strong>de</strong>nte, <strong>de</strong> don Carlos <strong>de</strong> Seso,<br />

a quien calificó <strong>de</strong> “gran embaucador”, <strong>de</strong> Beatriz Cazalla, “su<br />

pervertidora”, y <strong>de</strong> fray Domingo <strong>de</strong> Rojas, gran amigo <strong>de</strong> la familia,<br />

que la sosegó <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la conmoción inicial.<br />

Antes <strong>de</strong> almorzar, Salcedo partió para Pedrosa y Toro bajo un cielo<br />

plomizo, ligeramente lluvioso. Beatriz Cazalla y su hermano Pedro<br />

habían incorporado al grupo a las tres vecinas que atendían la<br />

parroquia, en tanto don Carlos <strong>de</strong> Seso, en Toro, le dio una buena<br />

noticia para el Doctor:<br />

el famoso “Catecismo” <strong>de</strong> Bartolomé Carranza estaba entrando en<br />

España <strong>de</strong>s<strong>de</strong> Flan<strong>de</strong>s en cua<strong>de</strong>rnillos sueltos, sin coser, y había<br />

empezado a difundirse por el norte.<br />

La marquesa <strong>de</strong> Alcañices había sido la primera en recibirlo y tanto<br />

ella como cuantos lo habían leído estaban acor<strong>de</strong>s en su espíritu<br />

erasmista.<br />

Durmió en Toro y regresó a Valladolid por Medina <strong>de</strong>l Campo.


Hacía casi un mes que no visitaba a su esposa y cada día le pesaba<br />

más el sentimiento <strong>de</strong> culpa. No había entendido a Teo pero tampoco<br />

se esforzó nunca por hacerlo. Le facilitó un bienestar y unas<br />

atenciones mínimas pero no compartió, ni comprendió siquiera, sus<br />

<strong>de</strong>sazones, sus anhelos <strong>de</strong> maternidad.<br />

Pero este <strong>de</strong>seo se había <strong>de</strong>sarrollado, había llegado a hacerse<br />

obsesivo y había acabado por <strong>de</strong>vorarla. La encontró peor que cuatro<br />

semanas atrás, igualmente ausente pero más espiritada. Cuando la<br />

conoció le había sorprendido la superficie <strong>de</strong> su rostro, excesiva<br />

para el tamaño <strong>de</strong> sus facciones, pero, a medida que su cara<br />

a<strong>de</strong>lgazaba, aquéllas se pronunciaban, crecían, y su nariz afilada,<br />

por ejemplo, se <strong>de</strong>splomaba sobre una barbilla pugnaz que nunca la<br />

distinguió. Asimismo, aquellos ojos vacíos, estáticos, que habían<br />

llenado la parte alta <strong>de</strong> su rostro, se hundían ahora en éste,<br />

circuidos por dos lívidas ojeras. La encontró paseando por el<br />

corredor, más bien arrastrada por los dos fuertes guardianes que la<br />

acompañaban. Con el cabello alborotado, la espalda vencida y sus<br />

pasitos laboriosos parecía una viejecita <strong>de</strong> mil años, un fantasma<br />

surgido <strong>de</strong>l fondo oscuro <strong>de</strong>l pasillo. Cipriano se <strong>de</strong>tuvo ante ella y<br />

la observó con <strong>de</strong>tenimiento. En sus ojos planos no advertía ni<br />

chispa <strong>de</strong> consciencia, parecían mirar hacia <strong>de</strong>ntro, lejos.<br />

Sin embargo, cuando quiso tomarla <strong>de</strong>l brazo y Teo hizo un brusco<br />

a<strong>de</strong>mán como para <strong>de</strong>sasirse, él creyó adivinar, en el fondo <strong>de</strong> su<br />

mirada, un atisbo <strong>de</strong> luci<strong>de</strong>z.<br />

Al entrar en la habitación, Cipriano insistió en ayudarla, volvió a<br />

tomar su brazo <strong>de</strong>scarnado y esta vez Teo no opuso resistencia. Se<br />

<strong>de</strong>jó acostar pasivamente y se quedó mirando el castillo que se<br />

divisaba por la ventana enrejada.<br />

Los loqueros y la comadre, tal vez esperando una compensación, se<br />

mostraron acor<strong>de</strong>s en que había mejorado. Ingería sólidos, paseaba<br />

todos los días un ratito y en sus ojos <strong>de</strong>lgados <strong>de</strong>jaba ver un algo<br />

que no había habido antes. Cipriano se sentó a su lado y le tomó una<br />

mano.<br />

La llamaba por su nombre, tiernamente, pero ella miraba<br />

indiferente, por encima <strong>de</strong> su hombro, las almenas <strong>de</strong>l castillo. Hubo<br />

un momento, empero, en que recogió la mirada y la posó sobre él,<br />

tan fija e insistentemente que Cipriano no pudo resistirla y <strong>de</strong>svió la<br />

suya.<br />

Al centrarla <strong>de</strong> nuevo se encontró con que las pupilas <strong>de</strong> Teo seguían<br />

posadas en él, imperturbables, como si le escrutara el fondo <strong>de</strong>l


alma, pero la veía tan ajena, tan <strong>de</strong>samparada, que sus ojos se<br />

llenaron <strong>de</strong> lágrimas. Volvió a llamarla por su nombre, oprimiendo<br />

su mano entre las suyas y, <strong>de</strong> pronto, aconteció el portento: sus<br />

pupilas se avivaron, adquirieron el viejo y añorado color miel, su<br />

gruesa boca esbozó una sonrisa, sus <strong>de</strong>dos se animaron un instante<br />

y entonces musitó dos palabras perfectamente audibles:<br />

”La Manga”, dijo. Cipriano rompió en llanto, durante unos segundos<br />

sus miradas se cruzaron, se comprendieron, pero él, aunque intentó<br />

sujetar ese momento, no fue capaz <strong>de</strong> prolongarlo. Teo volvió a<br />

ausentarse, apartó sus ojos <strong>de</strong> los suyos y liberó su mano <strong>de</strong> sus<br />

manos. Había vuelto a convertirse en el ser pasivo y remoto que<br />

venía siendo <strong>de</strong>s<strong>de</strong> ocho meses atrás.<br />

Al anochecer, Cipriano pasó por Serrada y La Seca a galope tendido.<br />

Su encuentro con Teo le había <strong>de</strong>jado una huella dolorosa y se iba<br />

diciendo que su comportamiento con ella, el hecho <strong>de</strong> haberla<br />

arrancado <strong>de</strong> su medio para luego abandonarla, exigía una<br />

reparación.<br />

<strong>El</strong> sentimiento <strong>de</strong> culpa acrecía cuanto más pretendía alejarlo y<br />

pensaba que una larga vida <strong>de</strong> sacrificio no sería suficiente para<br />

excusar una responsabilidad <strong>de</strong> años. No encontraba consuelo y, tan<br />

pronto llegó a Valladolid, <strong>de</strong>jó a “Pispás” en manos <strong>de</strong> su criado y se<br />

dirigió a la iglesia <strong>de</strong> San Benito. <strong>El</strong> tamaño <strong>de</strong>l templo, <strong>de</strong>sierto,<br />

aumentaba la sensación <strong>de</strong> soledad, acrecentaba su silencio<br />

interior, aunque la llamita <strong>de</strong>l sagrario, tan tenue y vacilante,<br />

comunicaba una pálida impresión <strong>de</strong> compañía. Salcedo buscó el<br />

rincón más oscuro <strong>de</strong> la iglesia, un escañil apartado, <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> uno<br />

<strong>de</strong> los gruesos pilares y, una vez allí, sentado, recogido sobre sí<br />

mismo, las manos juntas, volvió a llorar implorando la presencia <strong>de</strong><br />

Nuestro Señor para reconciliarse, para <strong>de</strong>scargarse, una vez más, <strong>de</strong><br />

sus pecados. Estaba tan ensimismado, sumido en tan alto grado <strong>de</strong><br />

misticismo, tan concentrado y etéreo, que sintió muy viva la<br />

presencia <strong>de</strong> Cristo a su lado, sentado en el escañil. En la penumbra,<br />

<strong>de</strong>sdibujado, entre las lágrimas, vislumbraba su rostro, su túnica<br />

blanca, resplan<strong>de</strong>ciente, pero cada vez que pretendía mirarle franca,<br />

directamente, a los ojos, la figura <strong>de</strong> Cristo se <strong>de</strong>svanecía. Lo intentó<br />

varias veces sin éxito y, entonces, <strong>de</strong>cidió conformarse con sentirle a<br />

su lado, el hombro contra su hombro, y entrever, al soslayo, su<br />

mirada aplaciente, la difusa mancha blanca <strong>de</strong>l rostro enmarcada<br />

por los cabellos y su barba rabínica. Le abrumaba la conciencia <strong>de</strong><br />

su pecado, la <strong>de</strong>strucción sistemática <strong>de</strong> su esposa, su feroz<br />

egoísmo. Se lo confesaba a Cristo, sumiso, tratándole <strong>de</strong> tú, con<br />

humildad confiada. Y, ante la imposibilidad <strong>de</strong> rehacer lo mal<br />

hecho, apeló a su viejo anhelo <strong>de</strong> reparación. Tenía la absoluta


seguridad <strong>de</strong> que Nuestro Señor le escuchaba, le observaba con un<br />

remoto aire <strong>de</strong> complicidad. Entonces Cipriano Salcedo, humillado,<br />

en pleno éxtasis, le formuló las dos ofrendas que había venido<br />

madurando durante el camino: su sexualidad y su dinero. Íntimos<br />

compromisos <strong>de</strong> castidad y pobreza. Renuncia <strong>de</strong>finitiva a todo<br />

contacto carnal y reparto <strong>de</strong> sus bienes con quienes le habían<br />

ayudado a crearlos. Nunca había sentido especial apego al dinero<br />

pero el firme propósito <strong>de</strong> <strong>de</strong>spren<strong>de</strong>rse <strong>de</strong> él le produjo una<br />

adventicia sensación <strong>de</strong> po<strong>de</strong>r.<br />

Esa noche durmió mal, vestido, tendido sobre la cama, sin cubrirse<br />

y, muy <strong>de</strong> mañana, Crisanta, la doncella, le pasó un correo urgente<br />

<strong>de</strong> Medina <strong>de</strong>l Campo. Era <strong>de</strong>l director <strong>de</strong>l hospital y le notificaba<br />

que su esposa, doña Teodomira Centeno, había fallecido a<br />

medianoche, horas <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> su visita.<br />

Habían encontrado el cadáver en la cama, sonriente, como si a<br />

última hora la hubiese visitado Nuestro Señor. Esperaban sus<br />

instrucciones para el entierro.<br />

__________________________<br />

__________________________<br />

XIV<br />

Abatido, hundido el ánimo, Cipriano Salcedo partió para Pedrosa<br />

por el único camino que su padre, el viejo don Bernardo, poco dado a<br />

la aventura, había conocido treinta años atrás: Arroyo, Simancas,<br />

Tor<strong>de</strong>sillas, flanqueando el Pisuerga y el Duero. Tres días antes<br />

habían dado tierra a su esposa en el atrio <strong>de</strong> la iglesia <strong>de</strong> Peñaflor<br />

<strong>de</strong> Hornija, junto a su padre, don Segundo Centeno, “el Perulero”,<br />

don<strong>de</strong> once años atrás habían contraído matrimonio. La <strong>de</strong>cisión<br />

había sido tomada <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> discutir con su tío Ignacio sobre el<br />

posible significado <strong>de</strong> las enigmáticas palabras <strong>de</strong> Teo en su última<br />

visita, en el único momento en que sus ojos se animaron: “La<br />

Manga”, había dicho. ¿En qué pensaba Teo al mencionar el lugar<br />

don<strong>de</strong> había pasado su juventud esquilando borregos? ¿Era tal vez<br />

por ser el único que recordaba con añoranza? ¿O quizá porque su<br />

breve noviazgo en el monte lo anteponía a cualquier otro momento <strong>de</strong><br />

su vida?<br />

¿O quería <strong>de</strong>cir lisa y llanamente que su <strong>de</strong>seo era <strong>de</strong>scansar allí,<br />

bajo la tierra fuerte y roja <strong>de</strong>l Páramo, junto a su padre, “el


Perulero”? Antes <strong>de</strong> <strong>de</strong>terminarse, y <strong>de</strong> trasladar el cuerpo <strong>de</strong> su<br />

esposa a Valladolid, Cipriano había pasado unas horas en el<br />

Hospital <strong>de</strong> Medina, dialogando con aquellas personas que la<br />

asistieron en los últimos momentos. La comadre negó que la escena<br />

<strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>, durante su visita, se hubiera repetido <strong>de</strong>spués, es más,<br />

la señora Teo quedó muy postrada <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> sus palabras, <strong>de</strong>cía, y,<br />

a la hora <strong>de</strong> darle el filonio romano para que durmiera, habían<br />

tenido que apalancarle las mandíbulas con los mangos <strong>de</strong> dos<br />

cucharas <strong>de</strong> plata para que abriera la boca, con tal violencia que le<br />

rompieron dos dientes.<br />

Cipriano se había horrorizado y preguntó si aquel procedimiento tan<br />

traumático era frecuente, y la comadre contestó que siempre que un<br />

enfermo se resistía a tomar algo que el doctor consi<strong>de</strong>raba<br />

indispensable. También los dos loqueros le habían hablado con la<br />

misma cru<strong>de</strong>za y candi<strong>de</strong>z. Doña Teodomira había muerto dormida,<br />

sin que las “visiones” <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong> se repitieran y, sin embargo, lo<br />

había hecho sonriendo, cosa que no le habían visto hacer durante<br />

los meses que estuvieron atendiéndola. En cuanto a lo <strong>de</strong> las<br />

cucharas era el método habitual <strong>de</strong> alimentar a aquellos enfermos<br />

que se negaban a comer.<br />

Con doña Teodomira, que apretaba los dientes y únicamente abría la<br />

boca para beber agua, no hubo otro remedio que apelar a esta<br />

solución.<br />

Incluso hubo días, cuando aún estaba fuerte, en que su resistencia<br />

fue <strong>de</strong> tal monta que tuvieron que enca<strong>de</strong>narle las manos a la<br />

cabecera <strong>de</strong>l lecho para po<strong>de</strong>r dominarla.<br />

Para Cipriano aquello constituía una novedad dolorosa y habló sobre<br />

ella con el médico y el director.<br />

<strong>El</strong>los se sorprendieron <strong>de</strong> su sorpresa. De no haber utilizado las<br />

cucharas, la enferma no hubiera vivido ocho meses, claro, se hubiera<br />

muerto enseguida. Podía habérselo figurado. Las tomas <strong>de</strong> filonio<br />

romano, zumos <strong>de</strong> fruta o jugos <strong>de</strong> carnes, únicamente eran posibles<br />

forzando su resistencia. <strong>El</strong>la se percataba enseguida <strong>de</strong> que no<br />

solamente era agua lo que le ofrecían y entonces cerraba la boca con<br />

tanta firmeza que únicamente apalancando podían abrírsela. Des<strong>de</strong><br />

el primer día la enferma se había negado a tomar otra cosa que<br />

agua y, ante actitud tan negativa, a ellos no les quedaba otro<br />

recurso que la violencia. En el Hospital <strong>de</strong> Santa María <strong>de</strong>l Castillo<br />

no sólo estaba prohibido el suicidio, sino cualquier ayuda al<br />

presunto suicida. <strong>El</strong> director afirmaba que la conducta <strong>de</strong> sus<br />

subordinados había sido correcta y, cuando Salcedo intentó hacerle


ver que para someter a un enfermo a estos tratos vejatorios había<br />

que contar previamente con la familia, se echó a reír, que estaba en<br />

un error, que las cosas no eran así, que ellos tenían una moral<br />

hipocrática y la aplicaban a rajatabla gustase o no a los familiares<br />

<strong>de</strong>l internado.<br />

Temblando <strong>de</strong> ira, Cipriano bajó al sótano a ver el cadáver que, en<br />

efecto, estaba sereno y sonriente. Aquella sonrisa, <strong>de</strong> que tanto le<br />

habían hablado, era una sonrisa manifiesta, no sólo <strong>de</strong> paz sino<br />

incluso <strong>de</strong> bienestar. Fue el único consuelo <strong>de</strong> Cipriano Salcedo, una<br />

satisfacción que acabó imponiéndose al dolor que le atenazaba.<br />

Algo, en el último momento, le había inducido a Teo a sonreír.<br />

Unas horas antes había nombrado La Manga en un momento <strong>de</strong><br />

luci<strong>de</strong>z, se <strong>de</strong>cía, era lógico imaginar que ella soñaba o pensaba en<br />

La Manga cuando dibujó aquella sonrisa <strong>de</strong> <strong>de</strong>spedida. <strong>El</strong> tío Ignacio<br />

era <strong>de</strong>l mismo parecer y, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> prolongadas conversaciones,<br />

convinieron que, al mentar La Manga, Teodomira había mencionado<br />

el lugar don<strong>de</strong> aspiraba a <strong>de</strong>scansar para siempre. “La Reina <strong>de</strong>l<br />

Páramo” <strong>de</strong>seaba volver al Páramo y no había nada que objetar a su<br />

<strong>de</strong>seo.<br />

Cipriano Salcedo se emocionó cuando los cuatro carruajes que<br />

acompañaban a la carreta fúnebre se <strong>de</strong>tuvieron en la explanada <strong>de</strong><br />

la iglesia <strong>de</strong> Peñaflor. Le acompañaban sus viejos amigos Gerardo<br />

Manrique, Fermín Gutiérrez, Estacio <strong>de</strong>l Valle, hijo, y los nuevos, el<br />

Doctor Cazalla, su hermano Francisco y el joyero Juan García,<br />

aparte <strong>de</strong> su tío Ignacio.<br />

<strong>El</strong> cielo estaba anubarrado pero no llovía y, sin embargo, el grupo <strong>de</strong><br />

braceros y pastores que esperaban el cadáver se guarecía en el<br />

porche <strong>de</strong> la iglesia, como uniformados, aquéllos con sus capotillos<br />

<strong>de</strong> dos haldas, <strong>de</strong> tela burda y sus calzones hasta media pierna<br />

mostrando sus pantorrillas peludas, y los pastores y los zagales con<br />

sus zamarros <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> conejo y sus calzas abotonadas. Todos<br />

salieron <strong>de</strong> su refugio y ro<strong>de</strong>aron el ataúd cuando don Honorino<br />

Ver<strong>de</strong>jo, el párroco, rezó un responso a la puerta <strong>de</strong> la iglesia. Para<br />

los rudos castellanos, aquella mujer que ahora iban a enterrar<br />

constituía un símbolo, puesto que no sólo trabajó con las manos<br />

como ellos sino que lo hizo con más espíritu y más provecho que los<br />

hombres por lo que con justo motivo recibió el sobrenombre <strong>de</strong> “Reina<br />

<strong>de</strong>l Páramo”. Era una esquiladora como nosotros, dijo un pastor<br />

viejo, con la voz trémula, para quien el trabajo manual borraba el<br />

pecado <strong>de</strong> su condición adinerada. Al margen <strong>de</strong> Manrique y Estacio<br />

<strong>de</strong>l Valle, hijo, que en mayor o menor medida tenían alguna relación<br />

con los campesinos, el resto <strong>de</strong>l acompañamiento los miraba con una


mezcla <strong>de</strong> estupor y curiosidad, como si fueran seres <strong>de</strong> otra raza o<br />

habitantes <strong>de</strong> otro planeta. Pero la sorpresa se hizo general cuando<br />

al ahondar la huesa que había <strong>de</strong> albergar a “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”,<br />

el cadáver <strong>de</strong> su padre, “el Perulero”, apareció intacto en el fondo <strong>de</strong><br />

la hoya con su pelo cano y el cuerpo <strong>de</strong>snudo, sin <strong>de</strong>scomponer, el<br />

pene erecto y los ojos abiertos, inyectados y llenos <strong>de</strong> tierra. Hubo un<br />

bracero que afirmó que aquello era un prodigio, pero don Honorino,<br />

hombre probo y avisado, acalló el brote quimérico, dando <strong>de</strong> lado la<br />

incomprensible autonomía <strong>de</strong>l miembro y aludiendo a las<br />

propieda<strong>de</strong>s <strong>de</strong> algunas tierras para <strong>de</strong>morar la corrupción <strong>de</strong> los<br />

cuerpos. Concretamente en Gallosa, el pueblo don<strong>de</strong> nací, dijo,<br />

ningún cadáver se había <strong>de</strong>scompuesto antes <strong>de</strong> los cuatro años <strong>de</strong><br />

ser enterrado.<br />

Más tar<strong>de</strong>, al abandonar Peñaflor, Cipriano le dijo a su tío, en el<br />

interior <strong>de</strong>l coche, que guardaba hacia “el Perulero” un sentimiento<br />

<strong>de</strong> afecto y, el hecho <strong>de</strong> que su cuerpo permaneciese incorrupto y el<br />

sexo vivo, como si hubiese muerto con apetito, le había afectado<br />

mucho. Poco más a<strong>de</strong>lante, al atravesar el monte <strong>de</strong> La Manga,<br />

cuando Cipriano divisó la atalaya gran<strong>de</strong> y el camino rojo medio<br />

borrado por los bogales, las matas recortadas por los carboneros, y,<br />

al fondo, el tejado <strong>de</strong> pizarra <strong>de</strong> la casa, se inclinó hacia a<strong>de</strong>lante y<br />

le rogó a su criado que mo<strong>de</strong>rara la marcha. Apoyó la frente en el<br />

cristal y durante unos minutos guardó silencio, los párpados<br />

entornados, evocando sus paseos con la difunta por los claros y<br />

recovecos <strong>de</strong> aquel sardón tan familiar.<br />

Ahora, a la vista <strong>de</strong> Pedrosa, espoleó a “Pispás” en el último recodo<br />

<strong>de</strong>l camino. Los rastrojos macilentos, la tierra negra recién arada,<br />

las rodadas <strong>de</strong>l carril, le recordaron sus charlas itinerantes con<br />

Cazalla. Un apretado bando <strong>de</strong> perdices arrancó ruidosamente <strong>de</strong> la<br />

cuneta y espantó al caballo que piafó y caracoleó varias veces antes<br />

<strong>de</strong> serenarse <strong>de</strong> nuevo. Martín Martín, que le esperaba, le dijo al<br />

verle que la cosecha <strong>de</strong> uva había sido magnífica, y mezquina, en<br />

cambio, la <strong>de</strong> cereal. Sostenía el mismo criterio que su padre: el<br />

dinero estaba en la viña. Caballero en yegua trabada, el rentero le<br />

seguía a corta distancia por las diversas parcelas <strong>de</strong> la propiedad:<br />

los renuevos, los escatimosos majuelos tras las colinas, el pago <strong>de</strong><br />

Villavendimio con la pinada floreciente. De vuelta a casa, Cipriano<br />

Salcedo notificó a Martín Martín que la señora Teodomira había<br />

fallecido. Entonces se repitió la escena que treinta y siete años antes<br />

había tenido lugar en aquel mismo escenario entre los padres <strong>de</strong><br />

ambos. Martín Martín, al oír la mala nueva, se sacó el sombrero <strong>de</strong><br />

la cabeza y se santiguó: Dios le dé salud a vuesa merced para<br />

encomendar su alma, dijo.


Al cabo, comieron solos, atendidos por la anciana Lucrecia y su<br />

nuera, y Salcedo comunicó a su rentero que, con ocasión <strong>de</strong>l<br />

fallecimiento <strong>de</strong> su esposa, había reflexionado y estaba dispuesto a<br />

compartir la propiedad con él; Martín la trabajaría y él correría con<br />

los gastos <strong>de</strong> explotación. Era una oferta tan inusitada y generosa<br />

que al rentero se le cayó la cuchara en el plato. No sé si acabo <strong>de</strong><br />

enten<strong>de</strong>r..., balbuceó, pero Cipriano le interrumpió: lo que has<br />

entendido es lo que he dicho, la propiedad <strong>de</strong> las tierras la<br />

partiremos entre tú y yo, tú aportarás tu sudor y yo mi dinero. Los<br />

beneficios a partes iguales. Remató su breve discurso con una frase<br />

mendaz:<br />

—Era voluntad <strong>de</strong> la difunta —dijo.<br />

Martín Martín quería dar las gracias, pero no acertaba, mientras<br />

Cipriano le anticipaba que su tío, el oidor, formalizaría el nuevo<br />

contrato, pero que también era su <strong>de</strong>seo mejorar los salarios <strong>de</strong> la<br />

gañanía y que a cómo se pagaba la jornada en las viñas <strong>de</strong> Pedrosa.<br />

<strong>El</strong> rentero puso cara <strong>de</strong> circunstancias: bajos, los salarios eran<br />

bajos, un obrero podía cobrar cincuenta maravedíes pero un<br />

vendimiador no llegaba a la mitad. Había que subirlos, era<br />

apremiante mejorar las condiciones <strong>de</strong> vida en Pedrosa y él,<br />

Cipriano, como mayor terrateniente, tenía que dar ejemplo. Habló <strong>de</strong><br />

doblar los salarios <strong>de</strong> los jornaleros, <strong>de</strong> los braceros ocasionales,<br />

pero el rentero se llevó las manos a la cabeza:<br />

—Pero ¿ha pensado vuesa merced en lo que propone? <strong>El</strong> pequeño<br />

labrantín no podrá soportar tamaña competencia. Nadie querrá<br />

trabajar en Pedrosa por menos <strong>de</strong> lo que nosotros <strong>de</strong>mos. <strong>El</strong> campo<br />

se hundiría.<br />

Cipriano empezaba a intuir que la donación también constituía un<br />

problema, pero, al propio tiempo, no quería renunciar a su largueza.<br />

Había que estudiar las cosas <strong>de</strong>spacio, con personas y abogados<br />

competentes. Se daba cuenta <strong>de</strong> que su <strong>de</strong>cisión, <strong>de</strong> la manera<br />

simple en que la había concebido, se haría popular entre los<br />

asalariados pero impopular entre los terratenientes.<br />

Era preciso reflexionar y actuar sin apremios, con la cabeza fría.<br />

Esa misma tar<strong>de</strong>, salió <strong>de</strong> paseo con Pedro Cazalla, quien elogió su<br />

<strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> hacer un nuevo contrato con Martín Martín. <strong>El</strong> campo<br />

estaba en situación crítica y los que vivían <strong>de</strong> él abocados a la<br />

miseria. Ganaban poco y el fisco y la Iglesia, con tributos y diezmos,


acababan <strong>de</strong> arruinarlos. Todo lo que se hiciera en favor <strong>de</strong> los<br />

medios rurales sería insuficiente.<br />

<strong>El</strong> inconveniente que apuntaba Martín Martín era irrefutable, pero<br />

los oidores <strong>de</strong> la Chancillería, los altos letrados <strong>de</strong> la Corte,<br />

disponían <strong>de</strong> recursos sobrados para dar con la solución pertinente.<br />

Por su parte, él lo hablaría con don Carlos <strong>de</strong> Seso, que ahora, en su<br />

condición <strong>de</strong> corregidor, estaría al tanto <strong>de</strong> esas cosas. Ya en casa<br />

<strong>de</strong> Cazalla, Cipriano le hizo entrega <strong>de</strong> trescientos ducados para las<br />

necesida<strong>de</strong>s más urgentes <strong>de</strong>l pueblo, incluso apuntó, <strong>de</strong> pasada, a<br />

la pavimentación, pero Pedro Cazalla adujo que en eso no podía ni<br />

pensarse, ya que las caballerías resbalaban en los adoquines y se<br />

quebraban. Se hacía inevitable pensar en otra aplicación menos<br />

arriesgada.<br />

Cipriano Salcedo entró en una fase <strong>de</strong> actividad enfebrecida. Le<br />

daba miedo la soledad. Le aterraba pensarse. No sabía estar solo ni<br />

ocioso y, aparte su quehacer habitual en el almacén y la sastrería,<br />

el resto <strong>de</strong>l día necesitaba estar ocupado, solventando otros asuntos.<br />

<strong>El</strong> tío Ignacio, que aprobaba su buena disposición <strong>de</strong> ce<strong>de</strong>r la mitad<br />

<strong>de</strong> su fortuna, le aseguró que se ocuparía <strong>de</strong>l contrato con Martín<br />

Martín. Tal como estaba organizado el mundo, tratar <strong>de</strong> doblar el<br />

salario a braceros y temporeros constituía <strong>de</strong> entrada una<br />

provocación. Pero tenía que haber una solución y la encontraría. En<br />

la Chancillería había gente conspicua dispuesta a echarle una<br />

mano. En cambio, el tema <strong>de</strong> los negocios industriales llenó <strong>de</strong> gozo<br />

a su tío. Don Ignacio Salcedo, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que se licenció, se había<br />

especializado en temas jurídicos y económicos. Leía mucho, con<br />

auténtica avi<strong>de</strong>z, no sólo sentencias y actas <strong>de</strong> jurispru<strong>de</strong>ncia, sino<br />

publicaciones y libros franceses y alemanes que le facilitaban sus<br />

amigos <strong>de</strong>l centro <strong>de</strong> Europa. Así se informó <strong>de</strong> que la organización<br />

<strong>de</strong> la producción por gremios iba convirtiéndose poco a poco en una<br />

antigualla pasada <strong>de</strong> moda. En Francia y Alemania apuntaban<br />

formas <strong>de</strong> asociación que en España todavía se <strong>de</strong>sconocían, en las<br />

que no sólo se asociaban los hombres sino también los capitales<br />

para incrementar su po<strong>de</strong>r. Incorporar Valladolid a la mo<strong>de</strong>rnidad<br />

era una <strong>de</strong> sus aspiraciones íntimas. Los gremios <strong>de</strong>caían y, cuando<br />

su sobrino le solicitó nuevas fórmulas para el comercio <strong>de</strong> la lana<br />

con Burgos y la fabricación <strong>de</strong> zamarros y ropillas aforradas, don<br />

Ignacio pensó que quizá unas comanditas pudieran servir para<br />

resolver ambas cuestiones.<br />

Tanto Dionisio Manrique como Fermín Gutiérrez <strong>de</strong>jarían <strong>de</strong> ser<br />

empleados para pasar a ser socios, valorando su trabajo como<br />

capital.


Es <strong>de</strong>cir, ellos pondrían su cabeza don<strong>de</strong> él ponía su dinero.<br />

Crearían dos compañías mixtas en las que capital y trabajo<br />

obtendrían retribuciones análogas. Mas, también aquí, como en el<br />

campo, se presentaba una cuestión espinosa: ¿qué hacer con los<br />

pellejeros, tramperos, curtidores, acemileros y todos aquellos que ni<br />

en el taller ni en la fábrica <strong>de</strong>sempeñaban un trabajo cualificado?<br />

Don Ignacio vio enseguida la solución: incorporar al personal no<br />

cualificado a los beneficios. La novedad constituía para él una<br />

auténtica revolución económica, especialmente, en Valladolid, <strong>de</strong> ahí<br />

que le pareciese aún más ecuánime y sugestiva. Manrique y<br />

Gutiérrez irían con él a partes iguales, pero a los asalariados, en<br />

lugar <strong>de</strong> subirles los jornales, cosa que pondría en pie <strong>de</strong> guerra a la<br />

competencia, se les darían, al cabo <strong>de</strong>l ejercicio, unos ingresos<br />

extras provenientes <strong>de</strong>l beneficio social. Estos dineros a repartir<br />

entre pellejeros, tramperos, cortadoras, arrieros y curtidores, podían<br />

proce<strong>de</strong>r <strong>de</strong>l porcentaje total <strong>de</strong> beneficios, o <strong>de</strong>l correspondiente a<br />

Cipriano Salcedo, todo <strong>de</strong>pendía <strong>de</strong>l grado <strong>de</strong> <strong>de</strong>sprendimiento <strong>de</strong><br />

éste. En todo caso, ni el transporte <strong>de</strong> lanas a los Países Bajos, ni el<br />

negocio <strong>de</strong> los zamarros, planteaban cuestiones irresolubles.<br />

Tío y sobrino pasaban tar<strong>de</strong>s enteras conversando, <strong>de</strong> tal manera<br />

que, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que Teo falleció, la cabeza <strong>de</strong> Cipriano no volvió a<br />

encontrar un momento <strong>de</strong> reposo.<br />

Resultaba curioso pero en los últimos años, en que la comunicación<br />

con Teo no había existido, a Cipriano le bastaba saberla allí, en<br />

casa, oír cómo se movía <strong>de</strong> una habitación a otra, para sentirse<br />

acompañado. Como le dijo en una ocasión a doña Leonor, Teo había<br />

llegado a ser para él una costumbre.<br />

Conforme Cipriano <strong>de</strong>legaba en su tío la transformación <strong>de</strong> sus<br />

negocios, iba intensificándose su relación con la familia Cazalla.<br />

Doña Leonor lamentó su viu<strong>de</strong>z con hermosas palabras <strong>de</strong><br />

solidaridad y dijo que comprendía perfectamente a su esposa. <strong>El</strong>la<br />

había parido diez hijos pero cada alumbramiento lo había celebrado<br />

como si fuera el primero. No obstante, comprendía también a<br />

Cipriano, ya que el círculo vital <strong>de</strong>l hombre rebasaba con mucho el<br />

círculo familiar y su egoísmo era mayor que el <strong>de</strong> la mujer. Por su<br />

parte el Doctor le reafirmó una vez más su confianza.<br />

Se sentía débil y medroso y la colaboración <strong>de</strong> Cipriano le resultaba<br />

indispensable. Había concluido su fichero, pero la reducida<br />

comunidad castellana necesitaba constante atención. Los pequeños<br />

problemas asomaban por todas partes. Ana Enríquez había


asegurado que Cristóbal <strong>de</strong> Padilla quedaría sujeto a su autoridad,<br />

que no volvería a <strong>de</strong>smandarse, pero la realidad <strong>de</strong>cía otra cosa.<br />

Antonia <strong>de</strong> Mella, esposa <strong>de</strong> Pedro Sotelo, comunicó al Doctor que<br />

Cristóbal la había visitado para leerle una carta, a su <strong>de</strong>cir <strong>de</strong>l<br />

maestro Ávila, muy peligrosa, y se prestó a <strong>de</strong>jársela para<br />

estudiarla. Pasados unos días, Padilla volvió con otra carta, al<br />

parecer también <strong>de</strong>l maestro Ávila, y se la leyó esta vez a la mujer <strong>de</strong><br />

Robledo. Trataba <strong>de</strong> la misericordia <strong>de</strong> Dios, y, al concluir <strong>de</strong> leerla,<br />

le dijo que advirtiera a su marido que abandonase sus penitencias<br />

porque Nuestro Señor ya la había hecho por todos. Otro día, convocó<br />

una junta <strong>de</strong> mujeres en casa <strong>de</strong> Sotelo y les ofreció un librito don<strong>de</strong><br />

se estudiaban los artículos <strong>de</strong> la fe orientados hacia la doctrina <strong>de</strong><br />

la justificación. Ante el escándalo <strong>de</strong> algunas, confesó que el librito<br />

estaba escrito por fray Domingo <strong>de</strong> Rojas, aunque a otros les dijo que<br />

él mismo era el autor <strong>de</strong> la obra.<br />

Cipriano tuvo que hacer dos viajes a Zamora para convencer a Pedro<br />

Sotelo <strong>de</strong> que no facilitase a Padilla lugares <strong>de</strong> reunión, ya que este<br />

hombre, como le había dicho el Doctor, cada día más amilanado,<br />

sembraba la discordia por don<strong>de</strong> quiera que iba. Momentáneamente,<br />

el Doctor quedó aplacado, pero cada día aportaba una novedad y<br />

una tar<strong>de</strong> informó a Cipriano <strong>de</strong> que el joyero Juan García tenía<br />

planteadas serias cuestiones familiares y <strong>de</strong>bía ponerse cuanto<br />

antes en contacto con él. Cipriano pasó por el cubil don<strong>de</strong> Juan<br />

trabajaba y éste, sin levantar los ojos <strong>de</strong> la pulsera que reparaba, le<br />

anticipó que, al día siguiente, a las siete <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>, le visitaría en<br />

su casa pues en el taller no era aconsejable hablar. Una vez<br />

reunidos, Juan García rompió a lloriquear, que era <strong>de</strong> los más viejos<br />

a<strong>de</strong>ptos <strong>de</strong> la secta, <strong>de</strong> los más convencidos, pero su mujer, Paula<br />

Rupérez, fanática católica, recelosa <strong>de</strong> sus escapadas nocturnas, le<br />

había seguido una noche <strong>de</strong> conventículo por las calles en tinieblas.<br />

Afortunadamente él se dio cuenta a tiempo y se ocultó en el hueco <strong>de</strong><br />

un comercio por don<strong>de</strong> la vio pasar. Entonces se convirtió <strong>de</strong><br />

perseguido en perseguidor y durante una hora estuvieron dando<br />

vueltas por las viejas rúas <strong>de</strong>l barrio <strong>de</strong> San Pablo, él en guardia,<br />

ella <strong>de</strong>sorientada. Al día siguiente Paula le preguntó dón<strong>de</strong> había<br />

andado a tan altas horas <strong>de</strong> la noche y él reconoció que había<br />

sufrido uno <strong>de</strong> sus frecuentes accesos <strong>de</strong> escotoma y había salido a<br />

airear la cabeza. Poco a poco Juan García se había ido serenando<br />

pero advirtió que su mujer había informado <strong>de</strong> sus sospechas al<br />

confesor y había razones fundadas para temer que éste, si llegaba a<br />

tener un solo indicio, les <strong>de</strong>nunciaría sin <strong>de</strong>mora a la Inquisición.<br />

Cipriano trató <strong>de</strong> tranquilizar al joyero, le dijo que <strong>de</strong> momento no<br />

volviera por los conventículos y que, cada mes, al día siguiente <strong>de</strong><br />

celebrarse éste, pasara por su casa don<strong>de</strong> él le facilitaría un


esumen <strong>de</strong> lo tratado a fin <strong>de</strong> que no quedase <strong>de</strong>scolgado. Para<br />

mayor seguridad, <strong>de</strong>bía acompañar a su mujer a sus prácticas<br />

religiosas y hacer lo que viese que ella hacía. <strong>El</strong> joyero volvió a<br />

llorar; le repugnaba caer en el “nico<strong>de</strong>mismo”, fingir creer en lo que<br />

no creía, pero Cipriano Salcedo le dijo que todos, en mayor o menor<br />

medida, lo practicaban, que él mismo asistía a misa los días<br />

festivos, porque, en tiempos <strong>de</strong> persecución, la mejor <strong>de</strong>fensa era el<br />

disimulo, cuando no la doblez.<br />

Siete días antes <strong>de</strong> Navidad, súbitamente, falleció doña Leonor.<br />

Por la mañana había sentido un vago tremor <strong>de</strong> corazón y, <strong>de</strong>spués<br />

<strong>de</strong> comer, quedó muerta en la mecedora sin que nadie lo advirtiera.<br />

<strong>El</strong> Doctor la encontró todavía caliente y el balancín con un leve<br />

movimiento <strong>de</strong> vaivén. Su <strong>de</strong>ceso fue la culminación <strong>de</strong> un “annus<br />

horribilis”, como lo calificó el Doctor Cazalla. Se hizo preciso<br />

preparar las honras fúnebres con la pompa que exigían la fama <strong>de</strong>l<br />

Doctor y el hecho <strong>de</strong> que la difunta tuviera tres hijos religiosos. <strong>El</strong><br />

entierro se verificó en la capilla <strong>de</strong> los Fuensaldaña, en el<br />

Monasterio <strong>de</strong> San Benito. Diez doncellas, casi niñas, acompañaron<br />

el ataúd portando cintas azules y el coro <strong>de</strong>l Colegio <strong>de</strong> los<br />

Doctrinos, fundado pocos años antes en la ciudad, entonó las<br />

letanías habituales. Cipriano Salcedo creía ver en aquellos<br />

muchachos a los antiguos Expósitos, sus compañeros <strong>de</strong> infancia, y<br />

respondía a las apelaciones al santoral con <strong>de</strong>voción y respeto: “ora<br />

pro nobis, ora pro nobis, ora pro nobis”, <strong>de</strong>cía para sí, y en el “Dies<br />

irae” <strong>de</strong> la epístola se prosternó sobre las losas <strong>de</strong>l templo y repitió<br />

la letra en voz baja, profundamente conmovido: “Solvet saeclum in<br />

favilla:<br />

teste David cum Sibylla”.<br />

La ciudad acudió en masa al sepelio <strong>de</strong> doña Leonor. La reputación<br />

<strong>de</strong>l Doctor, el hecho <strong>de</strong> que tres <strong>de</strong> los hijos <strong>de</strong> la difunta<br />

participasen en la misa funeral, removieron el sentimiento religioso<br />

<strong>de</strong>l pueblo. Y, a pesar <strong>de</strong> sus gran<strong>de</strong>s dimensiones, el templo no pudo<br />

dar acogida a todos los asistentes, muchos <strong>de</strong> los cuales quedaron a<br />

la puerta, en la explanada <strong>de</strong> acceso, <strong>de</strong>votamente, en silencio.<br />

Las voces <strong>de</strong> los doctrinos resonaban en la placita <strong>de</strong> la Rinconada y<br />

los transeúntes se santiguaban <strong>de</strong>votamente al pasar frente a la<br />

iglesia. Terminada la ceremonia, el acompañamiento se reunió en el<br />

atrio para las condolencias pero, en el momento <strong>de</strong> mayor<br />

recogimiento y emoción, una voz varonil, bien timbrada y po<strong>de</strong>rosa,<br />

estalló sobre el rumor <strong>de</strong>l gentío:


—¡Doña Leonor <strong>de</strong> Vivero a la hoguera!<br />

Se oyeron siseos imponiendo silencio y la afrenta no volvió a<br />

repetirse. La ceremonia continuó al mismo ritmo, la multitud<br />

<strong>de</strong>sfilaba ante los hermanos Cazalla y algunos, más allegados o más<br />

<strong>de</strong>cididos, se aproximaban a ellos y les daban la paz en el rostro.<br />

Para el Doctor, la muerte <strong>de</strong> su madre significó la culminación <strong>de</strong> su<br />

abatimiento. Doña Leonor había representado en vida la autoridad,<br />

la pon<strong>de</strong>ración, el or<strong>de</strong>n, la obligada referencia. Y, pese a haber<br />

<strong>de</strong>jado dos hijas, Constanza y Beatriz, el sólido matriarcado<br />

acababa <strong>de</strong> quebrarse. <strong>El</strong> semblante <strong>de</strong>l Doctor se <strong>de</strong>terioró aún más,<br />

a<strong>de</strong>lgazaba, se arrugaba, perdía pelo. También la voz se le <strong>de</strong>steñía<br />

y ponía en evi<strong>de</strong>ncia el gran sufrimiento moral que pesaba sobre él.<br />

En las tertulias <strong>de</strong> pésame, don<strong>de</strong> acudieron numerosos<br />

admiradores, apenas hablaba, la gente salía <strong>de</strong> la casa<br />

<strong>de</strong>sorientada: el Doctor no va a superar la <strong>de</strong>sgracia, <strong>de</strong>cían. Y, por<br />

las noches, cuando las visitas marchaban, se refugiaba con Cipriano<br />

en el pequeño gabinete <strong>de</strong> su madre y hablaban <strong>de</strong> ella, reconstruían<br />

su pasado y su significación en la familia y la secta.<br />

Su hija Constanza había tomado el mando pero nada era igual. La<br />

pobre Constanza no pasa <strong>de</strong> ser una sencilla aprendiza, <strong>de</strong>cía<br />

<strong>de</strong>smoralizado el Doctor. Y, a falta <strong>de</strong> un confortamiento más<br />

directo, la amistad entre los dos hombres se afirmó en el trance:<br />

—Vuesa merced lo oyó —le dijo una noche el Doctor—. Y pue<strong>de</strong><br />

ayudarme a i<strong>de</strong>ntificar esa voz.<br />

<strong>El</strong> grito pidiendo la hoguera para su madre le reconcomía, no le<br />

permitía reposar. Detrás veía a la ciudad entera, al mundo entero. Y<br />

hablaran <strong>de</strong> lo que hablaran, la conversación siempre terminaba por<br />

recaer en el mismo tema: la voz viril y retumbante exigiendo la<br />

quema <strong>de</strong> la difunta. Cipriano se esforzaba en tranquilizarle: un<br />

loco, reverencia, nunca falta un loco en una aglomeración <strong>de</strong> estas<br />

proporciones. Mas Cazalla porfiaba que no se trataba <strong>de</strong> un loco, la<br />

voz era firme, culta y educada, su tono no era vil. Cipriano, <strong>de</strong>seoso<br />

<strong>de</strong> complacerle, habló en la sastrería con Fermín Gutiérrez, viejo<br />

admirador <strong>de</strong>l Doctor. Sí, también había oído la voz y, en su opinión<br />

y en la <strong>de</strong> sus amigos, había partido <strong>de</strong> la esquina don<strong>de</strong> se<br />

congregaba un grupo <strong>de</strong> oficiales <strong>de</strong> la Guardia Real. <strong>El</strong> Doctor<br />

<strong>de</strong>negó enérgicamente con la cabeza: la voz <strong>de</strong> mando <strong>de</strong> un soldado<br />

podía i<strong>de</strong>ntificarse a diez leguas <strong>de</strong> distancia, dijo. Había que<br />

pensar en alguien más distinguido, conocedor <strong>de</strong> las interiorida<strong>de</strong>s


<strong>de</strong> la familia Cazalla, sórdido en el fondo pero cortés en las<br />

maneras.<br />

Después <strong>de</strong> dos semanas <strong>de</strong> presunciones y conjeturas en torno a la<br />

misteriosa voz, sin avanzar un paso, el Doctor se <strong>de</strong>rrumbó una<br />

tar<strong>de</strong>, se sinceró con él. Le hizo objeto <strong>de</strong> una confi<strong>de</strong>ncia que era<br />

obligado tener en cuenta a lo largo <strong>de</strong> la investigación. Le habló <strong>de</strong><br />

una mujer extraña, que <strong>de</strong> una manera igualmente extraña, se había<br />

cruzado en su vida y se había enfrentado violentamente con él. Se<br />

refería a doña Catalina <strong>de</strong> Cardona, conocida con el sobrenombre <strong>de</strong><br />

“la Buena Mujer”, que en su juventud había sido aya <strong>de</strong> don Juan <strong>de</strong><br />

Austria. Gozaba fama <strong>de</strong> santa en las altas esferas y había recalado<br />

en Valladolid <strong>de</strong> la mano <strong>de</strong> la princesa <strong>de</strong> Salerno, <strong>de</strong> la que era<br />

dama <strong>de</strong> honor, cuyo marido, don Fernando San Severino, vino a la<br />

Corte a reclamar los bienes que se le habían confiscado por su<br />

presunta participación en una conjura contra españoles.<br />

La estancia en la villa <strong>de</strong> la princesa <strong>de</strong> Salerno le permitió conocer<br />

al Doctor y establecer con él una relación amistosa. Pero a Catalina,<br />

“la Buena Mujer”, nunca le agradó la amistad <strong>de</strong> su señora con el<br />

Doctor, ya que la manera <strong>de</strong> hablar <strong>de</strong> éste <strong>de</strong> la misericordia <strong>de</strong><br />

Dios y <strong>de</strong> los méritos <strong>de</strong> Cristo se le antojaba equívoca y sospechosa.<br />

Catalina <strong>de</strong> Cardona, <strong>de</strong> suyo entrometida, <strong>de</strong>cidió erigirse en ángel<br />

tutelar <strong>de</strong> la princesa y, sobre ponerle malas caras al Doctor, en las<br />

tertulias vespertinas le contra<strong>de</strong>cía y zahería sin <strong>de</strong>scanso. Por su<br />

boca habla Satanás, excelencia, llegó a <strong>de</strong>cirle a la princesa un día.<br />

<strong>El</strong> Doctor, entonces, resolvió dar una lección a la marisabidilla, y en<br />

el famoso sermón <strong>de</strong> las Tres Marías, el día <strong>de</strong> la Resurrección,<br />

ridiculizó la impertinencia <strong>de</strong> ciertas mujeres que disputaban con<br />

los teólogos, sabihondas <strong>de</strong> tres al cuarto, dijo, que estarían mejor<br />

entre pucheros, pero “la Buena Mujer” aguardó la visita <strong>de</strong>l cura, y<br />

cuando éste se presentó <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> su señora, le dijo que había visto<br />

salir <strong>de</strong> su boca borbollones <strong>de</strong> fuego envueltos en humo y olores <strong>de</strong><br />

piedra <strong>de</strong> azufre. La campanada <strong>de</strong> “la Buena Mujer” creó un clima<br />

tenso en la reunión, <strong>de</strong> una violencia inhabitual, <strong>de</strong> tal manera que<br />

la princesa <strong>de</strong> Salerno se vio obligada a intervenir e impuso silencio<br />

a las dos partes cuando la réplica correspondía a Cazalla, y<br />

entonces éste se levantó dignamente y se marchó <strong>de</strong> la casa<br />

ofendido.<br />

—Nunca volví a poner el pie en el palacio <strong>de</strong> la princesa, aclaró<br />

Cazalla a Cipriano, pero cabe que la voz pidiendo la hoguera para<br />

mi madre se fraguara ahí, en sus salones a causa <strong>de</strong> mis homilías.<br />

Cipriano quedó pensativo. Ignoraba que el Doctor tuviera enemigos<br />

<strong>de</strong> tan alto rango pero, una vez informado, dio por bueno que la


afrenta a doña Leonor hubiera surgido <strong>de</strong> ese grupo o <strong>de</strong> otro<br />

semejante.<br />

Dos días más tar<strong>de</strong>, Cipriano encontró los bajos <strong>de</strong> la casa <strong>de</strong>l<br />

Doctor embadurnados por un sucio cartelón: “Doña Leonor a la<br />

hoguera”, <strong>de</strong>cía simplemente. Aquel letrero abyecto, escrito con<br />

pintura roja, acabó <strong>de</strong> <strong>de</strong>sequilibrar al Doctor. Convocó una reunión,<br />

en pleno día, en el oratorio <strong>de</strong> su casa. No po<strong>de</strong>mos seguir viviendo<br />

en este “ensimismado aislamiento”, dijo. Nos conocen hasta las<br />

piedras, nos vigilan, nos odian, todas las precauciones que<br />

adoptemos en lo sucesivo serán pocas. Se le veía asustado,<br />

acorralado, nervioso. Muerta su madre, <strong>de</strong> la que tanto había<br />

<strong>de</strong>pendido y que representaba el coraje, llegaba esta venganza ruin<br />

<strong>de</strong> la alta sociedad vallisoletana. Tenemos que admitir que no somos<br />

libres, añadió, que nos enfrentamos con enemigos que no dan la<br />

cara, seamos pru<strong>de</strong>ntes.<br />

A partir <strong>de</strong> ese momento quedaron suprimidos provisionalmente los<br />

conventículos y el Doctor <strong>de</strong>cidió que se sustituyeran por visitas a<br />

domicilio, don<strong>de</strong> personalmente los sectarios serían informados <strong>de</strong><br />

las noveda<strong>de</strong>s. Salcedo, por indicación <strong>de</strong>l Doctor, viajó a Toro,<br />

Zamora y Logroño para poner sobre aviso a los a<strong>de</strong>ptos.<br />

A su regreso, Cipriano encontró al Doctor aún más sumido y<br />

cogitabundo. <strong>El</strong> hecho <strong>de</strong> que la realidad <strong>de</strong>l grupo fuese conocida,<br />

o, al menos, se sospechase su existencia, le <strong>de</strong>squiciaba. Se sentía<br />

literalmente arrinconado. Cipriano permanecía con él hasta altas<br />

horas <strong>de</strong> la madrugada. <strong>El</strong> insomnio le acechaba y los julepes y el<br />

filonio romano apenas le hacían efecto. Su medrosidad le llevaba a<br />

extremos exagerados, a una pusilanimidad morbosa. Las<br />

sensaciones <strong>de</strong> persecución y aislamiento prevalecían sobre todas<br />

las <strong>de</strong>más. Una noche emborronaron con pintura el letrero rojo <strong>de</strong> la<br />

fachada y el Doctor subió a casa más entonado, como si hubiese<br />

borrado con él los malos pensamientos <strong>de</strong> la conciencia <strong>de</strong>l<br />

responsable. Con Cipriano se <strong>de</strong>sahogaba, era su paño <strong>de</strong> lágrimas:<br />

el Reformador al menos sabía <strong>de</strong> nuestra existencia, nos animaba,<br />

<strong>de</strong>cía. Muerto Lutero, <strong>de</strong>sconectados <strong>de</strong>l foco sevillano, el Doctor no<br />

veía futuro para la causa. Mas Cipriano iba advirtiendo que un día<br />

pensaba una cosa y mañana la contraria, se mostraba irresoluto,<br />

mudadizo, como atollado. En una ocasión organizaron un viaje a<br />

Sevilla pero ocho días antes el Doctor <strong>de</strong>sistió <strong>de</strong> él. ¿Qué iban a<br />

hacer en Sevilla? ¿Acaso estaban mejor informados los andaluces<br />

que ellos? Procedía ir más allá, más lejos, a la madre. ¿Sería capaz<br />

Cipriano <strong>de</strong> viajar a Alemania por el grupo? A Salcedo no le<br />

sorprendió la pregunta, llevaba meses esperándola. Estaba


convencido <strong>de</strong> que únicamente entrevistándose con Melanchton y sus<br />

colaboradores, aportando información directa, libros y<br />

publicaciones, y la promesa <strong>de</strong> una ayuda quimérica llegado el caso,<br />

conseguiría animar al Doctor. Iría, pues, a Alemania, le dijo, pasaría<br />

allí el tiempo que hiciera falta, conectaría con el cerebro <strong>de</strong> la<br />

organización y recibiría instrucciones. La sola i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> que Cipriano<br />

iba a viajar a Alemania ya levantó el ánimo <strong>de</strong>l Doctor. Le indicaba<br />

itinerarios en el mapa, ciuda<strong>de</strong>s, caminos, le facilitaba nombres y<br />

direcciones, contactos obligados, centros <strong>de</strong> visita inexcusable. Era<br />

como si su cerebro atascado se hubiera puesto <strong>de</strong> repente en<br />

movimiento. Una tar<strong>de</strong> le dio las señas <strong>de</strong> Berger, Heinrich Berger,<br />

marino <strong>de</strong> profesión, apóstol <strong>de</strong>l nuevo cristianismo, con quien tal<br />

vez pudiera regresar a España por los puertos <strong>de</strong>l norte. Al recordar<br />

su estancia en Alemania, los lugares que había visitado con el<br />

Emperador, los viejos amigos, los contactos iniciales, el rostro <strong>de</strong>l<br />

Doctor resplan<strong>de</strong>cía. Entre los dos iban urdiendo planes: saldría por<br />

el Pirineo y regresaría por mar o a la inversa. <strong>El</strong> zamarro <strong>de</strong><br />

Cipriano y las ropillas aforradas, llegado el caso, podían servir <strong>de</strong><br />

tapa<strong>de</strong>ra, pero <strong>de</strong> momento el proyecto <strong>de</strong>bería permanecer en<br />

secreto. ¿Había oído hablar <strong>de</strong> Pablo Echarren, vecino <strong>de</strong> Cilveti, un<br />

pueblecito al norte <strong>de</strong> Navarra? No, claro, Salcedo no había oído<br />

hablar <strong>de</strong> Echarren, ni sabía <strong>de</strong> la existencia <strong>de</strong> Cilveti. Su viaje más<br />

largo por el norte había sido a Miranda <strong>de</strong> Ebro, ni siquiera había<br />

viajado hasta Bilbao. <strong>El</strong> Doctor le informó entonces <strong>de</strong> que Echarren<br />

llevaba gente hasta la raya con Francia, fugados, refugiados,<br />

exiliados, contrabandistas. Era su hombre pero convenía entrarle<br />

con cautela. Lo más oportuno sería hablarle <strong>de</strong> don Carlos. Seso le<br />

conocía <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su estancia en Logroño y había utilizado varias veces<br />

sus servicios. Cipriano <strong>de</strong>bía <strong>de</strong>cirle que don Carlos <strong>de</strong> Seso era su<br />

amigo, incluso su compariente. No, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> luego, no tenía honorarios<br />

fijos, era voluble, <strong>de</strong>pendía <strong>de</strong>l momento, <strong>de</strong>l riesgo que corriera en<br />

cada <strong>de</strong>splazamiento, <strong>de</strong> sus necesida<strong>de</strong>s, pero sus emolumentos —<br />

dijo— no era fácil que bajasen <strong>de</strong> veinticinco ducados ni superasen<br />

los cuarenta. Una vez en casa <strong>de</strong> Echarren, Vicente, el criado <strong>de</strong><br />

Cipriano, podía regresar a Valladolid con los caballos, puesto que<br />

Echarren disponía <strong>de</strong> acémilas propias que conocían el camino, eran<br />

silenciosas y le comprometían menos. <strong>El</strong> Doctor le facilitó la<br />

dirección <strong>de</strong> Pablo Echarren en Cilveti. Todavía, antes <strong>de</strong> partir,<br />

Cipriano Salcedo hizo una escapada con “Pispás” hasta Toro, don<strong>de</strong><br />

don Carlos <strong>de</strong> Seso le puntualizó las informaciones <strong>de</strong>l Doctor y le<br />

advirtió que los modales <strong>de</strong> Echarren eran un poco bruscos y su<br />

carácter <strong>de</strong>sigual pero que confiase en él, que cumpliría su palabra.<br />

Le dio una esquela <strong>de</strong> presentación para el navarro y, <strong>de</strong> vuelta a<br />

Valladolid, pasó por Pedrosa para entregar a Martín Martín la copia<br />

<strong>de</strong>l nuevo contrato <strong>de</strong> propiedad que había redactado su tío Ignacio<br />

en la Chancillería. A Domingo Manrique y Fermín Gutiérrez les había


facilitado ya un borrador <strong>de</strong> los acuerdos sobre las nuevas<br />

comanditas. Una vez rematadas las obligaciones que le retenían en<br />

Valladolid y conforme con el Doctor, fijaron la fecha <strong>de</strong>l 25 <strong>de</strong> abril<br />

para la partida. Vicente había preparado las cosas con su<br />

acostumbrada meticulosidad: don Cipriano iría con “Pispás” y él con<br />

“Arrugado”, el duro penco auxiliar, mientras la mula “Sola”<br />

acarrearía los equipajes. No había prisa. Teniendo en cuenta el paso<br />

tardo <strong>de</strong> la acémila podían recorrer diez leguas diarias y ponerse en<br />

Cilveti hacia el 29 o 30 <strong>de</strong> abril. Respecto a los <strong>de</strong>scansos nocturnos,<br />

Vicente <strong>de</strong>terminó como posibles, <strong>de</strong> no producirse algún imprevisto,<br />

las ventas <strong>de</strong> Villamanco, Zalduendo, Belorado, Logroño y Pamplona.<br />

Tras tanto preparativo, Cipriano salió <strong>de</strong> Valladolid en las primeras<br />

horas <strong>de</strong> la mañana <strong>de</strong>l día 25. Su leve equipaje lo constituían dos<br />

fardos, que portaba la mula “Sola” a modo <strong>de</strong> albardas, y el dinero,<br />

los papeles y las cartas <strong>de</strong> presentación los llevaba repartidos por<br />

los diversos bolsillos <strong>de</strong> su indumenta.<br />

Era un día soleado, <strong>de</strong> suave temperatura y nubes blancas,<br />

aborregadas, y Cipriano pensó en Diego Bernal. Siempre que viajaba<br />

con dinero o algo valioso, Salcedo recordaba al viejo salteador, pero<br />

Vicente le tranquilizó, Bernal ya estaba pensando en el retiro —<br />

dijo—. Hace más <strong>de</strong> medio año que no se sabe <strong>de</strong> él.<br />

Se ajustaron a lo previsto con exacta precisión los dos primeros<br />

días. La lluvia les sorprendió el tercero y llegaron a Belorado con el<br />

agua escurriéndoles por las calzas. <strong>El</strong> temporal estaba asentado<br />

sobre Castilla y esperaron un día para reanudar la marcha. <strong>El</strong> 30,<br />

al caer la tar<strong>de</strong>, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> enviar a Echarren un correo urgente,<br />

entraban en Cilveti, una al<strong>de</strong>a <strong>de</strong> montaña, con casas <strong>de</strong> piedra y<br />

escasos habitantes. Cipriano <strong>de</strong>scargó los fardillos en el zaguán <strong>de</strong><br />

Pablo Echarren, y Vicente, montando a “Arrugado” y con “Pispás” y<br />

“Sola” en retaguardia, regresó a Urtasun sin hacer noche. No había<br />

razón para llamar la atención <strong>de</strong> nadie. Por su parte Cipriano<br />

encontró a un Pablo Echarren menos atrabiliario <strong>de</strong> lo que don<br />

Carlos había sugerido. Hablaba poco pero no por <strong>de</strong>sabrimiento sino<br />

por no malgastar palabras:<br />

—Vuesa merced ya sabe que los tiempos están difíciles. Hoy no<br />

puedo subirle al alto por menos <strong>de</strong> cincuenta ducados —le advirtió.<br />

Cuando partieron aún no había amanecido y, conforme se hacía la<br />

luz, la línea oscura <strong>de</strong> la sierra, coronada <strong>de</strong> nubes, iba<br />

recortándose contra el horizonte. La mula <strong>de</strong> Echarren, cubierta con<br />

una manta, abría camino a la <strong>de</strong> Cipriano y a “Luminosa” que<br />

portaba el equipaje. Franqueaban un sardón <strong>de</strong> quejigo con hoja <strong>de</strong>


invierno, sin seguir un sen<strong>de</strong>ro visible, y, en lo más espeso <strong>de</strong>l monte,<br />

volaron atolondradamente dos pájaros:<br />

—Becadas —dijo Echarren escuetamente.<br />

—En Castilla las becadas entran en noviembre —apuntó Cipriano<br />

recordando los tiempos <strong>de</strong> La Manga.<br />

—Todavía andan <strong>de</strong> contrapasa —aclaró el guía—. En todo caso,<br />

éstas anidan aquí.<br />

Se <strong>de</strong>tuvieron al empinarse la cuesta. Un bosquecillo <strong>de</strong> hayas, con<br />

hojas recientes, se alzaba a mano <strong>de</strong>recha, tras una junquera, y, a<br />

su izquierda, una gran masa <strong>de</strong> abetos. Echarren sacó <strong>de</strong> las<br />

alforjas un pan con queso y salchichas y una bota <strong>de</strong> vino. Bebió<br />

antes <strong>de</strong> empezar a comer levantando la cabeza, largamente, sin<br />

<strong>de</strong>rramar una gota:<br />

—Hay que <strong>de</strong>satrancar el tubo —dijo justificándose.<br />

Iniciadas las turbulencias <strong>de</strong> mediodía, una pareja <strong>de</strong><br />

quebrantahuesos se sostenía en el aire sin aletear. Cuando<br />

reanudaron la marcha, las acémilas avanzaban penosamente, con<br />

lentitud. La pendiente se acentuaba al entrar en el hayedo, un<br />

bosque <strong>de</strong> árboles prietos y misteriosos. De cuando en cuando,<br />

Echarren <strong>de</strong>tenía la mula y escuchaba <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> exigir silencio a<br />

Cipriano. En las alturas, a pesar <strong>de</strong> las horas <strong>de</strong> insolación y la<br />

fuerza <strong>de</strong>l sol, el ambiente era más fresco. Trepaban ahora entre<br />

abetos, un mar <strong>de</strong> ellos, y arriba, en la cumbre <strong>de</strong> la montaña, se<br />

divisaban tolmos <strong>de</strong>snudos, pequeñas conchestas refulgentes,<br />

escorrentías proce<strong>de</strong>ntes <strong>de</strong>l <strong>de</strong>shielo. Hubo un momento, tras una<br />

parada <strong>de</strong> Echarren, en que éste, con a<strong>de</strong>manes apremiantes, le<br />

instó a refugiarse en un pequeño rodal cercado por altos árboles.<br />

Echarren imponía silencio, cruzando los labios con su <strong>de</strong>do índice.<br />

Se oía rumor <strong>de</strong> conversaciones a poca distancia.<br />

<strong>El</strong> navarro se apeó y miró a través <strong>de</strong>l follaje. Debió <strong>de</strong> distinguir el<br />

atuendo <strong>de</strong> los viajeros o, tal vez, el pelaje <strong>de</strong> las caballerías, porque<br />

se volvió hacia Cipriano y susurró:<br />

—Contrabandistas.<br />

Salcedo, encaramado en su mula, miraba en vano hacia la dirección<br />

indicada por el guía. Oyó la conversación muy cerca pero no los vio.<br />

Luego se alejaron paulatinamente y sus voces se convirtieron en un


apagado rumor. Cuando éste se extinguió, Echarren montó en su<br />

mula y añadió:<br />

—Es Marcos Duro, el mejor guía <strong>de</strong> estos contornos.<br />

—Y ¿qué llevan?<br />

—Posiblemente ámbar, cremas <strong>de</strong> belleza, perfumes y ungüentos<br />

aromáticos. <strong>El</strong> lujo viene <strong>de</strong> Francia.<br />

La montaña se empinaba cuando salieron <strong>de</strong>l área forestal y la<br />

vegetación empezó a ralear: matorrales rastreros, brezos, tojos,<br />

arándanos. Echarren procuraba ceñir su paso a las formas <strong>de</strong> las<br />

rocas para hacerse menos visible <strong>de</strong>s<strong>de</strong> los bajos. En una ocasión, al<br />

salir <strong>de</strong> una curva, vieron huir un sarrio brincando <strong>de</strong> piedra en<br />

piedra. Se enredaron en una topografía escabrosa, <strong>de</strong> altos<br />

peñascos, difícil <strong>de</strong> franquear, pero, al fondo <strong>de</strong>l congosto, sobre el<br />

abismo, al abrigo <strong>de</strong> una pequeña oquedad, apareció un hombre,<br />

ataviado con sayuelo y zaragüelles, con dos caballerías<br />

apersogadas. Echarren se volvió a Cipriano:<br />

—Pierre nunca me hizo esperar —dijo sonriendo.<br />

Y emitió un silbido modulado que el eco repitió, cada vez más suave,<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> las barrancas <strong>de</strong>l lado francés.<br />

__________________________<br />

__________________________<br />

Libro III<br />

<strong>El</strong> auto <strong>de</strong> fe<br />

XV<br />

A instancias <strong>de</strong> Cipriano, el Doctor se avino a que Beatriz Cazalla<br />

sustituyera a su hermana Constanza en las lecturas <strong>de</strong> los<br />

conventículos. Hacía siete meses que Salcedo había regresado <strong>de</strong><br />

Alemania y esta noche, apenas iniciado el mes <strong>de</strong> mayo, Beatriz<br />

había leído unas páginas <strong>de</strong> “La libertad <strong>de</strong>l cristiano”, con la<br />

misma sonrisa <strong>de</strong>ntona, la misma entonación y el discreto ceceo que


acompañaban a las comunicaciones <strong>de</strong> doña Leonor. Había sido<br />

como resucitar a ésta. En las pausas, Cipriano admiraba el hermoso<br />

perfil <strong>de</strong> Ana Enríquez, tan luminoso y atractivo bajo el rojo turbante<br />

que achicaba su cabeza, sus manos largas y enjoyadas sobre el<br />

larguero <strong>de</strong>l banco. Acto seguido el Doctor glosó las páginas leídas<br />

por su hermana Beatriz, con fervor, con la misma convicción que<br />

cuando su madre le acompañaba.<br />

Des<strong>de</strong> el regreso <strong>de</strong> Cipriano, con libros, informes y buenas noticias,<br />

don Agustín Cazalla parecía otro.<br />

Su posición religiosa se había afirmado y había recuperado su<br />

entusiasmo proselitista. Pero, apenas acababa <strong>de</strong> abrir el coloquio<br />

final, cuando en la calle se oyeron los zapatazos <strong>de</strong> un caballo en<br />

plena carrera, los cascos percutiendo en el empedrado, cada vez más<br />

próximos. Era tal el silencio <strong>de</strong> la sala que, cuando el caballo se<br />

<strong>de</strong>tuvo, se oyó al jinete apearse y dar tres pasos hacia la puerta <strong>de</strong><br />

la casa. Sonaron dos secos aldabonazos y, cuando Juan Sánchez se<br />

apresuró hacia las escaleras, el silencio <strong>de</strong>l cenáculo se había hecho<br />

<strong>de</strong> hielo. Unos segundos <strong>de</strong>spués, don Carlos <strong>de</strong> Seso, con<br />

improvisado atuendo <strong>de</strong> caballista, <strong>de</strong>smelenado, la gorra en la<br />

mano, penetró presuroso en el oratorio, se encaramó <strong>de</strong> un salto en<br />

la tarima <strong>de</strong>l Doctor, cuchicheó nerviosamente con éste y, una vez<br />

obtenida su anuencia, se dirigió hacia el auditorio con un <strong>de</strong>je <strong>de</strong><br />

alarma:<br />

—Cristóbal <strong>de</strong> Padilla —dijo— ha sido <strong>de</strong>tenido anteayer en Zamora.<br />

Pedro Sotelo y su esposa Antonia <strong>de</strong> Melo lo han <strong>de</strong>nunciado al<br />

Santo Oficio con motivo <strong>de</strong>l “edicto anual”. Está preso en la cárcel<br />

secreta <strong>de</strong> la Inquisición y no es fácil que se produzcan otras<br />

<strong>de</strong>tenciones en tanto Padilla no sea interrogado. No obstante, me<br />

consi<strong>de</strong>ro en la obligación <strong>de</strong> comunicarlo a vuesas merce<strong>de</strong>s para<br />

que tomen las medidas oportunas, se <strong>de</strong>shagan <strong>de</strong> documentos<br />

comprometedores y huyan si consi<strong>de</strong>ran su vida en peligro. Nuestro<br />

Señor nos acompañe.<br />

Se produjo la estampida. Todos querían ser los primeros en<br />

abandonar la casa <strong>de</strong>l Doctor y Juan Sánchez encontraba serias<br />

dificulta<strong>de</strong>s para que los asistentes se avinieran a hacerlo<br />

or<strong>de</strong>nadamente, <strong>de</strong> dos en dos, con breves pausas <strong>de</strong> un minuto,<br />

como venían haciéndolo.<br />

Se oían los pasos apresurados <strong>de</strong> los que marchaban sin las<br />

precauciones habituales. Daba la impresión <strong>de</strong> que el hecho <strong>de</strong><br />

alejarse <strong>de</strong> la casa madre les alejaba asimismo <strong>de</strong> los riesgos <strong>de</strong> su<br />

<strong>de</strong>tención.


Cipriano vio salir a Ana Enríquez y se dirigió al Doctor y a don<br />

Carlos quienes, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el estrado, se consi<strong>de</strong>raban en el <strong>de</strong>ber <strong>de</strong><br />

organizar la evacuación. Don Agustín había empali<strong>de</strong>cido y con sus<br />

manos blancas y finas tamborileaba mecánicamente sobre el tablero<br />

<strong>de</strong> la mesa. Había perdido el dominio <strong>de</strong> sí mismo. Estos cambios <strong>de</strong><br />

ánimo súbitos, justificados o no, eran habituales en el Doctor.<br />

Intentó hablar con Cipriano Salcedo pero las palabras se le<br />

amontonaban en los labios y no acertaba a or<strong>de</strong>narlas. Fue don<br />

Carlos <strong>de</strong> Seso quien le dio las oportunas instrucciones:<br />

—Vuesa merced <strong>de</strong>be huir inmediatamente —le dijo—. <strong>El</strong> Emperador,<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> Yuste, ha instado al inquisidor Valdés para un “pronto y<br />

terrible escarmiento”. Huya.<br />

Vuesa merced ha sido un miembro <strong>de</strong>stacado en la secta <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su<br />

ingreso y su reciente viaje a Alemania y su entrevista con<br />

Melanchton le hacen especialmente vulnerable en esta hora. Ponga<br />

tierra por medio. <strong>El</strong> camino <strong>de</strong> Pamplona ya lo conoce. También<br />

conoce Cilveti y la casa <strong>de</strong> Pablo Echarren. Póngase en sus manos y<br />

en unos días estará fuera <strong>de</strong> España.<br />

Las lágrimas asomaron a los ojos <strong>de</strong>l Doctor cuando estrechó su<br />

mano. Cipriano, en cambio, se sentía resuelto y <strong>de</strong>cidido, capaz <strong>de</strong><br />

todo. No notaba cansancio y, al llegar a su casa, se encerró en el<br />

<strong>de</strong>spacho y abrió la gran librería.<br />

Parecía imposible que en apenas tres años hubiera podido<br />

almacenar aquella cantidad <strong>de</strong> papeles: fichas, avisos, resúmenes,<br />

consejos, pequeñas esquelas, anuncios <strong>de</strong> conventículos,<br />

correspon<strong>de</strong>ncia variada con el Doctor, Pedro Cazalla, Carlos <strong>de</strong><br />

Seso, Domingo <strong>de</strong> Rojas, Beatriz Cazalla y Ana Enríquez. Carpetas<br />

llenas <strong>de</strong> proyectos. Fascículos y opúsculos <strong>de</strong> su paso por Francia y<br />

Alemania. Mapas e itinerarios. Direcciones <strong>de</strong> personas y centros en<br />

el extranjero y libros, muchos libros, entre ellos los diecisiete<br />

ejemplares <strong>de</strong> “<strong>El</strong> beneficio <strong>de</strong> Cristo”, restos <strong>de</strong> la edición <strong>de</strong><br />

Agustín Becerril que aún conservaba. Amontonó leña en la chimenea<br />

y le prendió fuego.<br />

Primero se <strong>de</strong>shizo <strong>de</strong> los papeles que se consumían rápidamente,<br />

<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> caracolear unos segundos entre las llamas; luego <strong>de</strong> los<br />

opúsculos, <strong>de</strong> los papeles <strong>de</strong> mayor entidad y, finalmente, <strong>de</strong> las<br />

carpetas y <strong>de</strong> los libros, uno a uno, pacientemente, sin prisas.<br />

Algunos tenían encua<strong>de</strong>rnaciones duras, <strong>de</strong> piel o <strong>de</strong> tela, con<br />

cantoneras para darles firmeza, y los restos tardaban en ar<strong>de</strong>r. A


medida que iban <strong>de</strong>sapareciendo las pilas <strong>de</strong> papeles y las hileras<br />

<strong>de</strong> libros <strong>de</strong> los estantes, Cipriano se sentía liberado <strong>de</strong> un peso<br />

como <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> una confesión. A las cuatro <strong>de</strong> la madrugada, se<br />

acostó. No sólo había quemado todo lo que pudiera comprometerle a<br />

él y al grupo, sino que se había <strong>de</strong>shecho <strong>de</strong> las cenizas <strong>de</strong>l hogar. A<br />

las ocho se incorporó, <strong>de</strong>sayunó frugalmente y or<strong>de</strong>nó a Vicente que<br />

aparejase a “Pispás” lo más rápidamente posible. Una hora más<br />

tar<strong>de</strong>, vestido ya <strong>de</strong> campo y con un mínimo equipaje, se disponía a<br />

partir, cuando Constanza le anunció la visita <strong>de</strong> Ana Enríquez.<br />

Cipriano se dijo que ella era lo único que echaba en falta en esos<br />

momentos. Ana acababa <strong>de</strong> llegar <strong>de</strong> La Confluencia y venía a pedir<br />

disculpas por la <strong>de</strong>fección <strong>de</strong> su criado, por su negativa a adoptar<br />

las normas <strong>de</strong> pru<strong>de</strong>ncia que tan insistentemente se le habían<br />

recomendado. Otro criado, recién llegado <strong>de</strong> Toro, no creía que la<br />

gran redada fuera inminente. A juicio <strong>de</strong> los inquisidores, Cristóbal<br />

<strong>de</strong> Padilla, con sus conciliábulos y los contactos y visitas en la<br />

prisión, había “espantado la caza”.<br />

Había que darse prisa, le dijo doña Ana, cogiéndole <strong>de</strong> las manos y<br />

sentándose a su lado en el sofá <strong>de</strong>l salón. Cipriano se sentía<br />

conmovido por la solicitud <strong>de</strong> la muchacha, por su celo para ponerle<br />

a salvo. Su padre, el marqués, le imploraba que pasara a Francia.<br />

Él no se consi<strong>de</strong>raba comprometido y la posición <strong>de</strong> la marquesa en<br />

la Corte operaría en su favor. Pero Cipriano <strong>de</strong>bía huir, insistía doña<br />

Ana. Le entregaba una nota con una dirección en Montpellier:<br />

Madame Barbouse le aten<strong>de</strong>rá como si fuera yo misma, le dijo. Volvía<br />

a oprimir su pequeña mano peluda entre las suyas impacientes.<br />

Barbouse, no lo olvi<strong>de</strong>. Pero a Cipriano le atenazaba una<br />

preocupación: ¿Y ella? ¿Qué iba a ser <strong>de</strong> ella en tan difíciles<br />

circunstancias? Ana Enríquez sonreía con sus labios carnosos, se le<br />

formaban dos hoyuelos en las mejillas. En estas situaciones las<br />

mujeres nos <strong>de</strong>fen<strong>de</strong>mos mejor que los hombres —dijo—.<br />

Un hombre, aunque tenga faldas, se compa<strong>de</strong>ce <strong>de</strong> una mujer; los<br />

tribunales <strong>de</strong> hombres con mayor motivo, puesto que los unos hacen<br />

fuerza sobre los otros. ¿Cómo admitir que el Santo Oficio pueda<br />

dictar una sentencia rigurosa contra las monjitas <strong>de</strong>l convento <strong>de</strong><br />

Belén? Se miraban a los ojos, se quitaban la palabra <strong>de</strong> la boca, sus<br />

rostros casi se rozaban. Vuesa merced sí está en peligro, añadía. Ha<br />

echado últimamente sobre sí todas las responsabilida<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l grupo,<br />

ha viajado a Alemania en su nombre, ¿cómo justificar esta actitud?<br />

Felipe II no será menos inflexible que Carlos V. Valdés ha pedido<br />

mayores atribuciones al Papa y Pablo IV no ha vacilado en<br />

concedérselas. Se prepara un gran escarmiento, créame. Cipriano se<br />

dio cuenta <strong>de</strong> que estaba <strong>de</strong>jándose convencer <strong>de</strong> algo <strong>de</strong> lo que ya


estaba convencido. Pero le agradaba la insistencia <strong>de</strong> Ana, verla<br />

inquieta por su suerte, su empeño por ponerle a salvo. ¿Es que<br />

significaba algo para ella? Pero cuando la muchacha se levantó, le<br />

tomó <strong>de</strong> las manos y tiró <strong>de</strong> él hacia arriba, obligándole a<br />

incorporarse, Cipriano reconoció que estaba dispuesto a marcharse.<br />

Al oírlo, Ana, súbitamente, sin nada que lo anunciara, se inclinó<br />

hacia él y le besó suavemente en la mejilla. Huya, dijo con un hilo <strong>de</strong><br />

voz. No pierda un minuto más y que Nuestro Señor le acompañe.<br />

Camino <strong>de</strong> Burgos, Cipriano pensaba en ella mientras espoleaba a<br />

“Pispás”. Viajaría el tiempo que pudiera a “caballo reventado” y,<br />

cuando fuera necesario, cambiaría <strong>de</strong> montura. Lo haría<br />

furtivamente en las casas <strong>de</strong> postas y <strong>de</strong>jaría unas monedas como<br />

compensación cuando consi<strong>de</strong>rase haber ganado en el trueque.<br />

Pretendía reposar <strong>de</strong> día y cabalgar <strong>de</strong> noche.<br />

Nadie podría <strong>de</strong>cirle ya si Padilla había cantado o permanecía en<br />

silencio, pero parecía obvio que la Inquisición se <strong>de</strong>cidiría a<br />

emplazar patrullas en los caminos en cualquier momento. Se llevó la<br />

mano a la mejilla izquierda. <strong>El</strong> dulce tacto <strong>de</strong> los labios <strong>de</strong> Ana<br />

Enríquez permanecía allí, con su discreto perfume. ¿Era posible que<br />

aquella bella muchacha hubiera llegado a interesarse por él?<br />

Recordó sus votos <strong>de</strong> unos meses antes, su <strong>de</strong>cisión libre <strong>de</strong> repartir<br />

sus bienes y vivir en castidad. Al Doctor se lo había confiado una<br />

tar<strong>de</strong>, a su regreso <strong>de</strong> Alemania, en el gabinete <strong>de</strong> doña Leonor. No<br />

se precipite; vuesa merced está todavía bajo la impresión <strong>de</strong>l<br />

fallecimiento <strong>de</strong> su esposa; aún se siente responsable. Cipriano le<br />

preguntó si creía que aquel sentimiento <strong>de</strong> culpa se <strong>de</strong>svanecería<br />

algún día y el Doctor no dudó que, con el tiempo, así ocurriría y<br />

entonces se vería en la dura disyuntiva <strong>de</strong> ser fiel a su palabra o<br />

amar a una mujer. Salcedo le hizo ver que su <strong>de</strong>cisión había sido<br />

espontánea y meditada, anterior a la muerte <strong>de</strong> su esposa, que más<br />

<strong>de</strong> la mitad <strong>de</strong> sus bienes ya no le pertenecían, y que Nuestro Señor<br />

había sonreído al aceptarlo. Se apresuró a añadir que ya sabía que<br />

las obras no eran indispensables para salvarse y aclaró que, con su<br />

gesto, no buscaba la salvación sino una manera <strong>de</strong> resarcir a Teo <strong>de</strong><br />

su <strong>de</strong>sapego. <strong>El</strong> Doctor le escuchaba impasible, con la cabeza<br />

la<strong>de</strong>ada, como si el cuello fuera incapaz <strong>de</strong> sostener su peso.<br />

Hablaron un rato y Cipriano confesó ingenuamente que Nuestro<br />

Señor había bajado a su lado, complacido <strong>de</strong> su <strong>de</strong>sprendimiento. <strong>El</strong><br />

Doctor sonreía. La quimera era indicio <strong>de</strong> <strong>de</strong>bilidad mental, le<br />

advirtió; la hora <strong>de</strong> los portentos había pasado. Cipriano volvía a<br />

disfrutar <strong>de</strong> la palabra <strong>de</strong>l Doctor, un hombre lúcido, inteligente,<br />

que había logrado superar la muerte <strong>de</strong> su madre. A su regreso <strong>de</strong><br />

Alemania, le había encontrado distinto, en realidad, había<br />

encontrado a un Doctor que nunca había conocido, consciente <strong>de</strong> su


primacía intelectual, <strong>de</strong> la importancia <strong>de</strong> su jerarquía en el grupo.<br />

Aquella astenia, un poco femenina, que mostró unos meses antes,<br />

parecía no haber existido nunca. Cipriano Salcedo le había<br />

alentado. No mintió respecto a los pormenores <strong>de</strong> su viaje, pero sí<br />

exageró algunos pasajes, los adornó. Melanchton sabía <strong>de</strong> él —le<br />

dijo—; varios españoles emigrados le habían hablado <strong>de</strong> su persona<br />

y <strong>de</strong>l foco luterano que encabezaba en Valladolid. Al Doctor, estos<br />

informes le enar<strong>de</strong>cían, le imbuían seguridad. Cipriano Salcedo no<br />

reparaba en cuánto había también <strong>de</strong> fatuo en esta actitud. En<br />

realidad, el cambio <strong>de</strong>l Doctor se había operado antes <strong>de</strong> que<br />

Cipriano iniciara su viaje. Fue como si una extraña presión le<br />

impidiera respirar y, <strong>de</strong> repente, con su <strong>de</strong>cisión, alguien le hubiera<br />

quitado el obstáculo <strong>de</strong> encima. Los meses <strong>de</strong> ausencia <strong>de</strong> Salcedo<br />

no <strong>de</strong>jó <strong>de</strong> pensar en él.<br />

Y los dos largos correos que le envió <strong>de</strong>s<strong>de</strong> Alemania le exaltaron<br />

hasta límites increíbles, según comunicó a Cipriano a su regreso.<br />

A raíz <strong>de</strong> ellos el Doctor terminó <strong>de</strong> olvidar las zozobras sufridas<br />

tras el entierro <strong>de</strong> su madre, se creció, volvió a la antigua actividad<br />

en la secta, a sus sermones ambiguos, a los conventículos. A<br />

Cipriano le estimulaba escucharle.<br />

De nuevo se hallaban en el buen camino. <strong>El</strong> Doctor se interesaba por<br />

la vida <strong>de</strong> Cipriano, le <strong>de</strong>sconcertaba su <strong>de</strong>sprendimiento<br />

pecuniario, su largueza. Habían hablado mucho durante los últimos<br />

meses, tanto que Cipriano empezó a <strong>de</strong>scubrir en Cazalla un hombre<br />

nuevo, sobrio y santo sí, pero con una sombra <strong>de</strong> presunción en sus<br />

móviles. <strong>El</strong> Doctor se vanagloriaba <strong>de</strong> lo que era y <strong>de</strong> lo que<br />

representaba. Si sus actos hubieran sido secretos tal vez su<br />

comportamiento hubiera sido distinto. Y no es que Cipriano<br />

atribuyera doblez al Doctor, no creía que actuara buscando el<br />

aplauso, pero tampoco que fuese indiferente al elogio y la<br />

admiración.<br />

Se <strong>de</strong>svió <strong>de</strong>l camino en Quintana <strong>de</strong>l Puente. Al fondo, a la<br />

izquierda, en la falda <strong>de</strong> la colina, se iniciaba la moheda y, en los<br />

bajos, un mar <strong>de</strong> cereal, todavía fresco, cabeceaba suavemente con<br />

la brisa. En algunos puntos clareaban las cebadas y, al pie <strong>de</strong>l<br />

cerro, antes <strong>de</strong> alcanzar el monte, divisó una pequeña braña, fresca,<br />

<strong>de</strong> un ver<strong>de</strong> tierno. <strong>El</strong> agua transparente manaba en abundancia <strong>de</strong>l<br />

venero y se <strong>de</strong>rramaba por el prado. Acercó a “Pispás” y le <strong>de</strong>jó beber<br />

hasta saciarse. <strong>El</strong> agua iba borrando las espumas blancas <strong>de</strong> sus<br />

belfos mientras su lomo <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> temblar.


Cuando le vio satisfecho se internó con él en la espesura. Los<br />

gazapillos <strong>de</strong> las camadas <strong>de</strong> primavera correteaban alarmados en<br />

todas direcciones y <strong>de</strong>saparecían en los vivares. A media la<strong>de</strong>ra,<br />

Cipriano <strong>de</strong>scabalgó, quitó la silla a “Pispás” y lo <strong>de</strong>jó pastando<br />

libre, en el claro. Su criado Vicente adiestraba bien a los caballos.<br />

Tanto “Relámpago” como ahora “Pispás” tenían un comportamiento<br />

más propio <strong>de</strong> perros que <strong>de</strong> équidos. Jamás perdían <strong>de</strong> vista al amo<br />

aunque se alejasen y acudían a su encuentro en cuanto le oían<br />

silbar.<br />

Esto daba al animal una gran libertad <strong>de</strong> movimientos e infundía<br />

tranquilidad al jinete. Cipriano sacó <strong>de</strong>l fardillo una enorme hogaza<br />

abierta, con carne y salchichas en su interior y una botija <strong>de</strong> vino.<br />

Des<strong>de</strong> su posición dominaba la gran nava, don<strong>de</strong> ondulaba el cereal,<br />

hasta las colinas grises <strong>de</strong> enfrente, las aguas <strong>de</strong>l Arlanzón fluyendo<br />

hacia Quintana y el camino, paralelo al río. <strong>El</strong> tiempo estaba quedo.<br />

Buscó un abrigo a la solisombra <strong>de</strong> una carrasca, se tendió y en<br />

pocos minutos quedó dormido.<br />

Cuando <strong>de</strong>spertó, ya puesto el sol, lo primero que vio fue la cabeza<br />

<strong>de</strong> “Pispás”, alarmado, a dos pasos <strong>de</strong> don<strong>de</strong> estaba, mirándole.<br />

Relinchó alegremente al verle levantarse y se <strong>de</strong>jó ensillar<br />

dócilmente. Cipriano bajó al camino <strong>de</strong> Burgos entre dos luces, picó<br />

espuelas y reanudó el viaje. La oscuridad le iba envolviendo sin<br />

advertirlo, sin lograr apagar <strong>de</strong>l todo la leve fosforescencia <strong>de</strong> la<br />

carrera. De este modo sus ojos se iban habituando a la oscuridad y<br />

podía correr sin riesgo. Algún arriero se apartaba al sentir el galope<br />

<strong>de</strong> “Pispás”, pero <strong>de</strong> ordinario el camino estaba <strong>de</strong>sierto.<br />

Como una exhalación, Cipriano franqueó la ciudad <strong>de</strong> Burgos y cogió<br />

el camino <strong>de</strong> Logroño, un poco más angosto, <strong>de</strong> tierra rosada.<br />

Llevaba la mente concentrada en la carrera, pensando en los<br />

obstáculos que podrían aparecer, y únicamente, <strong>de</strong> vez en cuando,<br />

pensaba en Cristóbal <strong>de</strong> Padilla, si habría sido interrogado, si los<br />

habría <strong>de</strong>latado ya. A cada minuto que transcurría se sentía más<br />

seguro, más alejado <strong>de</strong> las fuerzas <strong>de</strong> la Inquisición que se pondrían<br />

en movimiento tan pronto el <strong>de</strong>tenido hablase. Antes <strong>de</strong> Santo<br />

Domingo <strong>de</strong> la Calzada, Cipriano Salcedo <strong>de</strong>terminó cambiar <strong>de</strong><br />

caballo. Las espumas <strong>de</strong>l belfo <strong>de</strong> “Pispás” fosforecían en las<br />

tinieblas y <strong>de</strong> cuando en cuando le agarraba en las ancas un<br />

agitado temblor. <strong>El</strong> animal se hallaba extenuado. Cipriano había


pensado hacer con él veinticuatro leguas y había hecho más <strong>de</strong><br />

veintisiete.<br />

Entró en Santo Domingo al trote cochinero. A orilla <strong>de</strong> la carrera<br />

divisó la Casa <strong>de</strong> Postas y se <strong>de</strong>tuvo frente a ella. La lucecita <strong>de</strong> una<br />

can<strong>de</strong>la brillaba en la segunda ventana y temió que alguien velase a<br />

aquella hora. Se apeó <strong>de</strong> “Pispás” y ro<strong>de</strong>ó la casa <strong>de</strong> postas por el<br />

acceso embarrado. Al fondo estaba el establo y, en el patio anterior,<br />

pernoctaban dos caballerías. Avanzaba pegado al edificio, la<br />

espalda contra él, para evitar ser visto si alguien se asomaba.<br />

Medio a ciegas eligió el caballo y lo sacó hasta el patio, lo observó<br />

con mayor <strong>de</strong>tenimiento. Era un jamelgo <strong>de</strong> cabeza gran<strong>de</strong> pero<br />

parecía fuerte y <strong>de</strong>scansado. Cambió la silla y encerró a “Pispás” en<br />

el establo con una bolsita con dos ducados al cuello y una nota en la<br />

que <strong>de</strong>cía: |No le pago el caballo sino el favor|. Le pareció oír ruido<br />

en una <strong>de</strong> las ventanas que se abría al camino y se aplastó contra el<br />

muro. Era el miedo el causante, la casa dormía. Propinó al caballo<br />

unas afectuosas palmadas en el cuello y lo montó. En las medias<br />

tinieblas parecía un bicho ruano <strong>de</strong> cabeza moruna y largas crines.<br />

Poco obediente a las espuelas, partió hacia Logroño a un galope<br />

regular.<br />

Cipriano recorrió otras ocho leguas antes <strong>de</strong> amanecer pero no a<br />

“caballo reventado”, como había hecho con “Pispás”, sino al ritmo<br />

uniforme que “Cansino” marcaba, ajeno por completo a sus<br />

estímulos.<br />

Ya con el sol en el cielo, ro<strong>de</strong>ado <strong>de</strong> viñas con hojas tiernas, Cipriano<br />

tomó una senda a la <strong>de</strong>recha hasta alcanzar el soto <strong>de</strong>l río Iregua.<br />

Ahí se apeó, ató las manos al caballo, almorzó y se tumbó al sol<br />

cálido <strong>de</strong> la mañana. Despertó a media tar<strong>de</strong>, volvió a comer y echó<br />

una ojeada a “Cansino”, tumbado unos metros más allá,<br />

mordisqueando las hierbas a su alcance. Ahora se daba cuenta <strong>de</strong> la<br />

falta <strong>de</strong> clase <strong>de</strong> la cabalgadura.<br />

Únicamente había visto en su vida un penco más <strong>de</strong>sangelado que<br />

aquél:<br />

el “Obstinado” <strong>de</strong> Teo, su mujer, el vergonzoso acompañante <strong>de</strong> su<br />

tornaboda. Esperó al lubricán para salir <strong>de</strong> nuevo al camino.<br />

“Cansino” adoptó el paso uniforme <strong>de</strong> la víspera y lo sostuvo a lo<br />

largo <strong>de</strong> toda la noche. Era su forma <strong>de</strong> galopar, había que<br />

resignarse. En la posta <strong>de</strong> <strong>El</strong> Al<strong>de</strong>a, entre Logroño y Pamplona, lo<br />

cambió por otro. En esta ocasión, Cipriano <strong>de</strong>positó cinco ducados<br />

en la bolsita y pedía disculpas por el cambio.


<strong>El</strong> nuevo caballo era un bridón con estilo, cuya arrogancia se<br />

mostraba especialmente en el galope. No era <strong>de</strong>s<strong>de</strong> luego “Pispás”<br />

pero tampoco “Cansino”; esta vez había ganado en el cambio.<br />

Cabalgó toda la noche y al amanecer se internó en un sardón <strong>de</strong><br />

roble a un par <strong>de</strong> leguas <strong>de</strong> Pamplona. <strong>El</strong> fin <strong>de</strong> su viaje estaba a la<br />

vista y pensó que, al día siguiente, tendría que esperar al crepúsculo<br />

para entrar en Cilveti y entrevistarse con Echarren.<br />

Cuando le asaltó el pensamiento <strong>de</strong> sus hermanos en Valladolid tuvo<br />

clara conciencia <strong>de</strong> que Padilla había hablado. Cipriano, tras varias<br />

experiencias al respecto, creía en la transmisión <strong>de</strong> pensamiento. La<br />

redada ha comenzado, se dijo. Trató <strong>de</strong> imaginar quiénes habrían<br />

intentado escapar y, al momento, pensó en don Carlos <strong>de</strong> Seso como<br />

seguro. Don Carlos podía estar ya en Francia, pero ¿quién más? Del<br />

cura Alonso Pérez presumía que no y tampoco <strong>de</strong> los Cazalla: don<br />

Agustín estaba <strong>de</strong>masiado entregado y a Pedro le consi<strong>de</strong>raba<br />

incapaz <strong>de</strong> correr una aventura semejante. ¿Quién, entonces?<br />

Desconocía los arrestos <strong>de</strong> los Rojas, fray Domingo y su sobrino Luis,<br />

y <strong>de</strong>scartaba al joyero Juan García, excesivamente pusilánime.<br />

¿Pedro Sarmiento tal vez?<br />

¿<strong>El</strong> bachiller Herrezuelo? De nuevo le vino a la cabeza la figura <strong>de</strong><br />

Ana Enríquez. Podría haber huido con él. Quizá en ese momento el<br />

alguacil <strong>de</strong> la Inquisición estuviera <strong>de</strong>teniéndola en la finca <strong>de</strong> La<br />

Confluencia. Ana no era una mujer para ingresar en la cárcel<br />

secreta <strong>de</strong> Pedro Barrueco, aquel caseretón <strong>de</strong>startalado y lóbrego<br />

que imponía con sólo mirarlo. En cualquier caso, la cárcel secreta<br />

resultaría insuficiente para albergar a los presuntos sesenta herejes<br />

<strong>de</strong> la villa. La ley imponía el aislamiento <strong>de</strong> los reos, pero la cárcel<br />

<strong>de</strong> la calle Pedro Barrueco no disponía <strong>de</strong> sesenta celdas<br />

individuales. ¿Qué <strong>de</strong>terminación tomaría el Santo Oficio? Hacía<br />

tiempo había comenzado la construcción <strong>de</strong> una nueva Casa <strong>de</strong> la<br />

Inquisición frente a la iglesia <strong>de</strong> San Pedro, pero por mucho que se<br />

acelerasen las obras no podrían terminar antes <strong>de</strong> un año.<br />

Posiblemente los encerrasen por parejas o por grupos poco afines.<br />

Las autorida<strong>de</strong>s inquisitoriales, por gran<strong>de</strong> que fuese su po<strong>de</strong>r, no<br />

conseguirían esta vez la total incomunicación <strong>de</strong> los presos. <strong>El</strong><br />

recuerdo <strong>de</strong> Ana Enríquez le indujo a acariciarse la mejilla<br />

izquierda. Después <strong>de</strong> tres días <strong>de</strong> viaje su barba había crecido pero<br />

aún creía notar la huella <strong>de</strong> sus labios. ¿Qué había querido <strong>de</strong>cirle<br />

al darle la paz en el rostro? ¿Tal vez que le esperaba? ¿Manifestarle<br />

su alegría ante su <strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> huir? ¿Una simple prueba <strong>de</strong><br />

fraternidad? Dio media vuelta entre la hojarasca y vio al caballo<br />

saltar con las manos trincadas. No le venía el sueño como los días<br />

anteriores pero cerró los ojos e intentó reconciliarse con Nuestro


Señor. Pensaba mucho en Ana Enríquez, en el fondo admiraba su<br />

belleza y su coraje, pero su <strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> conservarse puro estaba por<br />

encima <strong>de</strong> estas <strong>de</strong>bilida<strong>de</strong>s.<br />

Se hallaba solo, el silencio <strong>de</strong>l campo, salvo el lejano graznar <strong>de</strong> los<br />

cuervos, era total, ¿por qué no bajaba a su lado Nuestro Señor? ¿Tal<br />

vez la luz era excesiva?<br />

¿Reservaba sus comparecencias para los templos? ¿Tendría razón el<br />

Doctor cuando afirmaba que la quimera era indicio <strong>de</strong> <strong>de</strong>bilidad<br />

mental? ¿Pa<strong>de</strong>cería alucinaciones?<br />

Caía el sol cuando <strong>de</strong>spertó. <strong>El</strong> caballo, <strong>de</strong> salto en salto, había<br />

puesto distancia por medio. Lo encontró bebiendo agua en el<br />

cangilón <strong>de</strong> una noria, al bor<strong>de</strong> <strong>de</strong>l arcabuco. Lo ensilló y buscó el<br />

camino, ya anochecido. No tenía prisa pero, al día siguiente, hizo un<br />

alto en Larrasoaña, su última comida y su última siesta.<br />

Deliberadamente aguardó a que se hiciera noche cerrada para<br />

entrar en Cilveti. <strong>El</strong> pueblo parecía <strong>de</strong>sierto y, sin embargo, la<br />

puerta <strong>de</strong> Echarren, la <strong>de</strong> su casa, se encontraba abierta. También<br />

la trasera. Le llamó la atención el número <strong>de</strong> mulas que se juntaban<br />

en el patio pero no sospechó nada. Se sentía lejos <strong>de</strong> cualquier<br />

asechanza. ¿Cómo podían imaginar los alguaciles <strong>de</strong> la Inquisición<br />

que uno <strong>de</strong> los hombres que buscaban se encontraba en este<br />

momento en Cilveti?<br />

Ató el caballo a la puerta y subió a tientas. La mujer <strong>de</strong> Echarren,<br />

con un candil en la mano, le acompañó en silencio a la sala que ya<br />

conocía. Oyó rumores <strong>de</strong> conversaciones, <strong>de</strong> cuchicheos en la<br />

habitación vecina y, <strong>de</strong> improviso, entró un hombre con el blasón <strong>de</strong><br />

la Or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> Santo Domingo en el pecho, sobre el sayo, y dos<br />

arcabuceros <strong>de</strong>trás, apuntándole con sus armas.<br />

Cipriano se incorporó, retrocedió sorprendido:<br />

—En nombre <strong>de</strong> la Inquisición, daos preso —dijo el alguacil.<br />

No ofreció resistencia. Acató la or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> sentarse ante el oficial, los<br />

dos arcabuceros tras él.<br />

Luego entró Pablo Echarren, con el cabello alborotado, en jubón, en<br />

compañía <strong>de</strong>l secretario, que se sentó junto al alguacil con unos<br />

papeles blancos sobre la mesa. <strong>El</strong> oficial miró a Echarren, a su lado,<br />

<strong>de</strong> pie:<br />

—¿Éste es el hombre?


—Él es, sí señor.<br />

Des<strong>de</strong> el otro lado <strong>de</strong> la mesa, el alguacil miraba la cabeza reducida<br />

y proporcionada, las manitas peludas <strong>de</strong> Cipriano:<br />

—Lo recordaba usted bien —dijo como para sí, sonriendo levemente.<br />

Tenía las melenas lacias y sucias y bizqueaba ligeramente al fijar<br />

los ojos en él. Le sometió a un interrogatorio <strong>de</strong> urgencia. Cipriano<br />

venía <strong>de</strong> Valladolid, ¿no era así? Cipriano asintió. Meses atrás, en<br />

abril <strong>de</strong> 1557 había pasado a Francia por los Pirineos acompañado<br />

<strong>de</strong> Pablo Echarren ¿estaba bien informado? <strong>El</strong> alguacil bizqueó <strong>de</strong><br />

satisfacción cuando Cipriano reconoció que así era, pero se<br />

<strong>de</strong>sconcertó cuando añadió que había viajado varias veces al<br />

extranjero por exigencias <strong>de</strong> sus negocios. ¿Negocios? ¿Qué<br />

negocios?<br />

<strong>El</strong> alguacil no conocía su profesión y el secretario, a su lado, tomaba<br />

nota. Le preguntó por sus negocios, si no era impertinencia, y<br />

Cipriano, a su pesar, se vio obligado a mencionar el zamarro y las<br />

ropillas aforradas. Del zamarro había oído hablar el alguacil, claro,<br />

todo el mundo conocía la gran revolución <strong>de</strong>l zamarro, el zamarro <strong>de</strong><br />

Cipriano, ¿no es así?<br />

—Cipriano soy yo —dijo Salcedo.<br />

<strong>El</strong> alguacil acogió con interés la revelación <strong>de</strong>l <strong>de</strong>tenido. <strong>El</strong><br />

presumible dinero <strong>de</strong>l preso suavizó el interrogatorio. <strong>El</strong> secretario<br />

anotaba sus <strong>de</strong>claraciones. Cipriano tenía relación comercial con<br />

Flan<strong>de</strong>s y los Países Bajos. Los merca<strong>de</strong>res <strong>de</strong> Anvers eran los<br />

distribuidores <strong>de</strong> zamarros y ropillas en el norte y centro <strong>de</strong> Europa.<br />

Ahora era el bizco el que asentía satisfecho y complacido. Pero su<br />

contacto más importante había sido con el celebérrimo Bonterfoesen,<br />

el comerciante más acreditado <strong>de</strong>l siglo. <strong>El</strong> alguacil prosiguió la<br />

instrucción en otro tono. Había salido <strong>de</strong> Valladolid hacía tres días<br />

y medio. ¿Estaba enterado <strong>de</strong> la <strong>de</strong>tención <strong>de</strong> Cristóbal <strong>de</strong> Padilla? Y<br />

¿<strong>de</strong> la <strong>de</strong> todo el grupo luterano <strong>de</strong> Valladolid? Cipriano lo ignoraba.<br />

Esto <strong>de</strong>bía haber ocurrido <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> su partida, dijo.<br />

<strong>El</strong> secretario escribía y escribía.<br />

De pronto, Cipriano cerró la boca, empezó a respon<strong>de</strong>r con evasivas.<br />

¿Conoce al Doctor Cazalla?


Prefiero no contestar a esa pregunta, dijo. <strong>El</strong> alguacil prolongó el<br />

interrogatorio unos minutos más.<br />

Señaló a Pablo Echarren: y ¿a este hombre? Naturalmente Cipriano<br />

le conocía, sabía <strong>de</strong> su <strong>de</strong>streza, <strong>de</strong> su sentido <strong>de</strong> la orientación.<br />

¿Quién se lo recomendó?<br />

Salcedo miró a Echarren y advirtió que estaba esposado. Para un<br />

comerciante que viaja a Europa con frecuencia, el señor Echarren no<br />

necesitaba presentación, dijo. Le maniataron también al acabar.<br />

Luego se oyó ruido <strong>de</strong> gente en el patio y, cuando salió, le<br />

introdujeron con Echarren y dos arcabuceros en un carruaje <strong>de</strong> dos<br />

caballos.<br />

Detrás, dándoles escolta, el alguacil y el secretario, montados en<br />

sendas mulas, y dos familiares <strong>de</strong> la Inquisición.<br />

Llegaron a Pamplona a altas horas <strong>de</strong> la noche y Vidal, el<br />

interrogador, entregó los presos al encargado <strong>de</strong> la cárcel santa. Se<br />

hallaba casi vacía. Fueron introducidos en dos celdas y, una vez<br />

tendido en su camastro, Cipriano trató <strong>de</strong> serenarse. Le habían<br />

<strong>de</strong>tenido. Todo había sido <strong>de</strong>masiado rápido e imprevisto. Su celda<br />

era pequeña, apenas el petate, una mesa, una silla y un gigantesco<br />

orinal con tapa<strong>de</strong>ra en un rincón. Oía pasos en el piso alto, pasos<br />

marciales, firmes, como <strong>de</strong> soldados.<br />

Transcurrieron así dos días con dos noches. Al tercer día, al<br />

anochecer, se oyó arriba ruido como <strong>de</strong> carreras. A través <strong>de</strong>l<br />

guardián que le traía la comida y por Genaro, que limpiaba a diario<br />

los orinales, supo Cipriano que había otros dos <strong>de</strong>tenidos: don<br />

Carlos <strong>de</strong> Seso y fray Domingo <strong>de</strong> Rojas.<br />

Los habían prendido, según el guardián, en la frontera navarra y<br />

Seso había dicho que lo suyo no era una fuga, que no tenía intención<br />

<strong>de</strong> huir, sino que iba a Italia, a Verona, don<strong>de</strong> acababan <strong>de</strong> morir su<br />

madre y su hermano. Por su parte, fray Domingo <strong>de</strong> Rojas admitió<br />

que se dirigía a encontrarse con el arzobispo Carranza, que en<br />

Castilla se encontraba incómodo y que, sobre todo, pretendía evitar<br />

la <strong>de</strong>shonra que su posible <strong>de</strong>tención acarrearía sobre la Or<strong>de</strong>n.<br />

Habían estado presos tres días en la casa <strong>de</strong>l comisario <strong>de</strong> la<br />

Inquisición, hasta que el obispo <strong>de</strong> Pamplona, don Álvaro <strong>de</strong><br />

Moscoso, or<strong>de</strong>nó su traslado a la cárcel secreta. A don Álvaro le<br />

chocó el atuendo <strong>de</strong>l fraile, un vestido <strong>de</strong> raso ver<strong>de</strong> con sombrero <strong>de</strong><br />

plumas y ca<strong>de</strong>na <strong>de</strong> oro al cuello. Otro hábito es éste que el que llevó<br />

vuestra paternidad al Concilio, le dijo irónicamente el obispo, a lo


que fray Domingo <strong>de</strong> Rojas respondió: reverencia, mi hábito lo llevo<br />

en el corazón. Luego aludió Rojas a la actitud <strong>de</strong> Carranza, el<br />

arzobispo <strong>de</strong> Toledo, en cuya busca iba, pero don Álvaro <strong>de</strong> Moscoso<br />

le advirtió que olvidase ese nombre, que el arzobispo nada tenía que<br />

ver en este pleito. Fray Domingo aclaró que el virrey <strong>de</strong> Navarra les<br />

había facilitado salvoconductos para pasar a Bearne pues llevaban<br />

cartas <strong>de</strong> recomendación para la Princesa y que la intromisión <strong>de</strong>l<br />

Santo Oficio había sido injustificada. Andaba con ellos un señor<br />

grueso, al que llamaban Herrera, alcal<strong>de</strong> <strong>de</strong> Sacas <strong>de</strong> Logroño,<br />

también preso, quien les había dado favor para que emigraran a<br />

Francia. Admitió la acusación pero hizo constar que nada sabía <strong>de</strong><br />

que la Inquisición tuviera cargos contra los dos <strong>de</strong>tenidos.<br />

Don Carlos <strong>de</strong> Seso conservaba su apostura y dignidad. Cipriano le<br />

vio pasar hacia los calabozos por la mirilla con su gallardía<br />

habitual, ropas sueltas, vigorosos a<strong>de</strong>manes, rostro arrogante y<br />

altivo. Encerrado en la celda contigua, Salcedo le oía pasear, cuatro<br />

pasos a un lado y cuatro a otro.<br />

De ordinario el carcelero no les visitaba y tanto el inten<strong>de</strong>nte como<br />

Genaro, el encargado <strong>de</strong> la limpieza, aparecían <strong>de</strong> tar<strong>de</strong> en tar<strong>de</strong> y a<br />

horas fijas y, fuera <strong>de</strong> ellas, transitaban por el pasillo tan sólo<br />

ocasionalmente. Al segundo día <strong>de</strong>l encierro <strong>de</strong> Seso y Rojas y<br />

aprovechando el eco <strong>de</strong>l sótano, Cipriano llamó por el buco <strong>de</strong> la<br />

puerta al primero. Don Carlos no tardó en oírle y se sorprendió <strong>de</strong><br />

tenerlo tan cerca. Sí, el virrey le había comunicado que en<br />

Valladolid había habido una gran redada <strong>de</strong> presos, que no cabían<br />

en la cárcel secreta, que habían empezado los procesos y que el<br />

Doctor era el centro <strong>de</strong> ellos. Por su parte, Cipriano le contó su fuga,<br />

cabalgando <strong>de</strong> noche y <strong>de</strong>scansando <strong>de</strong> día, hasta su prendimiento<br />

en Cilveti en casa <strong>de</strong> su recomendado Pablo Echarren, <strong>de</strong>tenido<br />

también.<br />

Don Carlos le advirtió que no iniciarían el traslado a Valladolid<br />

hasta que <strong>de</strong>tuvieran a Juan Sánchez, criado <strong>de</strong> los Cazalla, el<br />

único <strong>de</strong> los fugados que había logrado refugiarse en Francia.<br />

Juan Sánchez llegó a la cárcel secreta <strong>de</strong> Pamplona cuatro días más<br />

tar<strong>de</strong> y, al siguiente, viernes, la comitiva se puso en camino hacia<br />

Valladolid. Abrían marcha, a caballo, el bizco Vidal y los otros tres<br />

alguaciles enviados a pren<strong>de</strong>rlos; <strong>de</strong>trás iba el grupo <strong>de</strong> presos a<br />

pie, maniatados, fray Domingo <strong>de</strong> Rojas con su sombrero <strong>de</strong> plumas<br />

en la cabeza, flanqueados por familiares <strong>de</strong> la Inquisición y, velando<br />

la retaguardia, doce arcabuceros curiosamente uniformados, con<br />

ropillas, calzas—bragas, sombreros <strong>de</strong> visera y zapatos picados. Era<br />

un grupo heterogéneo y extravagante, <strong>de</strong> poco más <strong>de</strong> dos docenas


<strong>de</strong> personas, acogido en los pueblos y al<strong>de</strong>as que atravesaban con<br />

<strong>de</strong>nuestos y amenazas. Vidal, el alguacil que prendió a Cipriano en<br />

Cilveti, parecía comandar el <strong>de</strong>stacamento. <strong>El</strong> plan era recorrer<br />

cinco o seis leguas diarias, almorzar en el campo y dormir en casas<br />

o pajares previamente apalabrados por emisarios <strong>de</strong> la Inquisición.<br />

En principio, Cipriano acogió la luz <strong>de</strong>l sol con agrado, el paisaje, la<br />

actividad, pero, poco habituado al ejercicio, la primera noche llegó a<br />

Puente la Reina fatigado. Al día siguiente, a las siete <strong>de</strong> la mañana,<br />

<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> comer un mendrugo con queso, ya estaban <strong>de</strong> nuevo en<br />

camino. Con un concepto primario <strong>de</strong>l or<strong>de</strong>n, Vidal, el alguacil bizco,<br />

los distribuyó en dos parejas, Juan Sánchez y él, que eran los <strong>de</strong><br />

menor estatura, primero, y el dominico y don Carlos <strong>de</strong> Seso <strong>de</strong>trás.<br />

La norma <strong>de</strong> silencio, que se respetaba durante la primera hora <strong>de</strong><br />

marcha, se relajaba <strong>de</strong>spués, cuando los arcabuceros empezaban<br />

con sus cuentos y chascarrillos, momento que aprovechaba Juan<br />

Sánchez para hacer partícipe a Cipriano Salcedo <strong>de</strong> pormenores <strong>de</strong><br />

su vida y <strong>de</strong> su aventura <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la salida <strong>de</strong> Valladolid hasta su<br />

prendimiento en Turlinger. <strong>El</strong> sol apretaba <strong>de</strong> firme y, a mediodía,<br />

los emisarios les esperaban en algún sombrajo próximo al camino,<br />

generalmente en el soto <strong>de</strong> los ríos, en cuyas aguas, los miembros <strong>de</strong><br />

la escolta se bañaban <strong>de</strong>snudos, turnándose en la vigilancia <strong>de</strong> los<br />

presos, mientras éstos sumergían sus pies en la corriente con gran<br />

alivio <strong>de</strong>l dominico. Luego almorzaban, los reos con las manos<br />

atadas, en grupo aparte, a la vista <strong>de</strong> los guardianes, y terminada<br />

la comida, sesteaban, mientras el fuego <strong>de</strong>l sol arrasaba los campos<br />

y los cuatro <strong>de</strong>tenidos podían cambiar impresiones o leer papeles<br />

comprometidos. A las dos, cuando mayor era el bochorno,<br />

reanudaban la marcha en la misma disposición: los cuatro<br />

alguaciles a caballo, abriendo marcha, los presos, flanqueados por<br />

familiares <strong>de</strong>trás y, en retaguardia, los doce arcabuceros armados.<br />

Al discurrir por los pueblos, las mujeres y los mozos les insultaban y,<br />

a veces, les tiraban cubos <strong>de</strong> agua <strong>de</strong>s<strong>de</strong> las ventanas.<br />

Un día, ya en tierras <strong>de</strong> La Rioja, los campesinos que andaban<br />

excavando las viñas interrumpieron la faena para quemar dos<br />

muñecos <strong>de</strong> sarmientos a la orilla <strong>de</strong>l camino, mientras les<br />

llamaban herejes y apestados. <strong>El</strong> campo allí se arrugaba en unas<br />

lomillas <strong>de</strong> tonos rosados y el ver<strong>de</strong> suave <strong>de</strong> las cepas les imprimía<br />

una atractiva plasticidad. Sobre las siete concluían la etapa diaria,<br />

cenaban en el pueblo escogido por los emisarios y pernoctaban en<br />

casas <strong>de</strong> la Inquisición o en los pajares <strong>de</strong> las afueras, olvidando por<br />

unas horas los ardores <strong>de</strong>l sol y el escozor <strong>de</strong> sus pies lastimados.<br />

<strong>El</strong> emparejamiento con Juan Sánchez dio ocasión a Cipriano <strong>de</strong><br />

conocer superficialmente al criado <strong>de</strong> los Cazalla. Le hablaba <strong>de</strong><br />

Astudillo, el pueblo <strong>de</strong> Palencia don<strong>de</strong> había nacido, <strong>de</strong> don Andrés


Ibáñez, el cura a quien hacía <strong>de</strong> monaguillo, <strong>de</strong> sus trabajos en el<br />

pastoreo y la siega. Ya <strong>de</strong> mozo, sirvió <strong>de</strong> fámulo al comendador<br />

griego Hernán Núñez, quien le enseñó a leer y escribir, y dos años<br />

más tar<strong>de</strong> sintió la llamada <strong>de</strong> Dios. Quiso hacerse fraile pero fray<br />

Juan <strong>de</strong> Villagarcía, su confesor, le sacó la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> la cabeza.<br />

Después marchó a Valladolid don<strong>de</strong> sirvió a los Cazalla y otros amos<br />

y asumió la doctrina luterana.<br />

Otros días, Juan Sánchez le hablaba <strong>de</strong> su huida a Castro Urdiales<br />

“a caballo reventado” tan pronto se conoció la <strong>de</strong>tención <strong>de</strong> Padilla.<br />

En las postas robaba monturas sin preocuparse <strong>de</strong> gratificar a los<br />

venteros. Ya en la costa entró en contacto con un holandés,<br />

merca<strong>de</strong>r <strong>de</strong> una “zabra”, que le llevó a Flan<strong>de</strong>s por diez ducados.<br />

Cuando los sabuesos <strong>de</strong> la Inquisición llegaron al puerto, Juan<br />

Sánchez llevaba treinta y ocho horas navegando en alta mar. En el<br />

barco escribió a una <strong>de</strong>vota suya, doña Catalina <strong>de</strong> Ortega, luterana<br />

también y a cuyo servicio había estado, contándole su peripecia, y a<br />

Beatriz Cazalla, <strong>de</strong> la que siempre estuvo enamorado, y a la que<br />

daba cuenta <strong>de</strong> la furiosa tempestad que estuvo a punto <strong>de</strong> hacer<br />

zozobrar a la “zabra” pero que él soportó todo encomendándose a<br />

Nuestro Señor, |porque estaba aparejado a vivir y morir como<br />

cristiano|.<br />

Al concluir le <strong>de</strong>claraba su amor que había ocultado durante seis<br />

años.<br />

Fray Domingo <strong>de</strong> Rojas, que había escuchado palabras sueltas <strong>de</strong>l<br />

relato <strong>de</strong> Sánchez, le preguntó intempestivamente durante la siesta<br />

cómo se había <strong>de</strong>jado pren<strong>de</strong>r una vez en el extranjero, que eso no le<br />

habría ocurrido a él ni a nadie con dos <strong>de</strong>dos <strong>de</strong> frente.<br />

—<strong>El</strong> alcal<strong>de</strong> <strong>de</strong> corte <strong>de</strong> Turlinger or<strong>de</strong>nó <strong>de</strong>tenerme y me entregó al<br />

capitán Pedro Menén<strong>de</strong>z que había salido en mi busca —respondió<br />

Juan humil<strong>de</strong>mente.<br />

De pronto, el dominico se enzarzó con el criado, echándole en cara<br />

sus insensatas prédicas que habían perdido al grupo. Le culpó <strong>de</strong><br />

haber engañado a las monjas <strong>de</strong> Santa Catalina y a su hermana<br />

María y, ante tamaña acusación, Juan Sánchez perdió los estribos y<br />

empezó a <strong>de</strong>spotricar y a dar tan gran<strong>de</strong>s voces que tuvieron que<br />

venir dos oficiales <strong>de</strong>l Santo Oficio para poner or<strong>de</strong>n. Cuando<br />

reanudaron el viaje, Juan confió a Cipriano que el cura le odiaba<br />

porque tenía pujos aristocráticos y nunca se fió <strong>de</strong> la eficacia<br />

misionera <strong>de</strong> la plebe.


Pero, <strong>de</strong> ordinario, caminaban en silencio. Sánchez y Salcedo oían,<br />

<strong>de</strong>trás <strong>de</strong> ellos, el arrastrar <strong>de</strong> pies <strong>de</strong> fray Domingo y los pasos<br />

firmes <strong>de</strong> don Carlos <strong>de</strong> Seso, que muy raramente cambiaban una<br />

palabra entre ellos. <strong>El</strong> dominico estaba convencido <strong>de</strong> que<br />

únicamente ahorrando hasta la última gota <strong>de</strong> saliva podría llegar<br />

vivo a Valladolid. Era <strong>de</strong> complexión fuerte, pero blando, se quejaba<br />

<strong>de</strong> los juanetes y, cada vez que la cuerda se <strong>de</strong>tenía, se manoseaba<br />

impúdicamente los pies. Molestias aparte, su gran preocupación,<br />

como la <strong>de</strong> sus compañeros, era el porvenir. ¿Qué les aguardaba?<br />

Sin duda un proceso y, tras él, un castigo. Pero ¿qué clase <strong>de</strong><br />

castigo? Don Carlos <strong>de</strong> Seso conocía la carta <strong>de</strong>l inquisidor Valdés a<br />

Carlos V, retirado en Yuste, en la que rogaba que “se atajase tan<br />

gran mal y que los culpados fueran punidos y castigados con el<br />

mayor rigor sin excepción <strong>de</strong> ninguna clase”. Seso interpretaba esto<br />

en el sentido <strong>de</strong> que se preparaba un escarmiento ejemplar, sin<br />

prece<strong>de</strong>ntes en España. <strong>El</strong> corregidor <strong>de</strong> Toro disponía <strong>de</strong> una gran<br />

habilidad para hacer amigos y hablaba con unos y otros sin<br />

distinción, tanto con los oficiales como con los soldados y, si se<br />

terciaba, con los familiares <strong>de</strong> la Inquisición. Estaba al día <strong>de</strong> todo.<br />

Sabía todo. Temía tanto a Felipe II como a Carlos V, y tenía el<br />

convencimiento <strong>de</strong> que antes <strong>de</strong> 1558 los castigos hubieran sido más<br />

leves, pero hoy Pablo IV no cejaba, <strong>de</strong>cía. En los <strong>de</strong>scansos <strong>de</strong> la<br />

tar<strong>de</strong> les informaba <strong>de</strong> estos asuntos, <strong>de</strong> la carta <strong>de</strong>l inquisidor<br />

Valdés al Emperador, <strong>de</strong> las <strong>de</strong> éste a su hija, la gobernadora en<br />

ausencia <strong>de</strong> su hermano, y a Felipe II, pidiendo “prisa, rigor y recio<br />

castigo”. Muchos no saldremos <strong>de</strong> ésta, <strong>de</strong>cía y llegó a tramar un<br />

plan para fugarse pero no encontró ocasión <strong>de</strong> llevarlo a cabo.<br />

En general era lo inesperado, los inci<strong>de</strong>ntes <strong>de</strong> cada día, lo que daba<br />

contenido a sus preocupaciones y a sus breves charlas <strong>de</strong> sobremesa.<br />

Un día, todavía en Navarra, un pueblo bien organizado atacó con<br />

piedras a los presos. Eran hombres y mozos armados con hondas que<br />

surgían <strong>de</strong> las bocacalles y los apedreaban, sin compasión. Los<br />

cuatro oficiales los perseguían a caballo, pero, tan pronto<br />

<strong>de</strong>saparecían, otro grupo surgía en la encrucijada siguiente con<br />

nuevos bríos y pedruscos <strong>de</strong> mayor tamaño. Un soldado fue herido en<br />

la frente y cayó <strong>de</strong>svanecido y, entonces, sus compañeros dispararon<br />

sus arcabuces “tirando a las piernas”, como voceaba el bizco Vidal<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> su caballo.<br />

Las hostilida<strong>de</strong>s se endurecían por momentos. Las mujeres<br />

arrojaban <strong>de</strong>s<strong>de</strong> los balcones herradas <strong>de</strong> agua hirviendo y<br />

llamaban cabrones, herejes hijos <strong>de</strong> puta a los presos.


Cipriano, en un movimiento instintivo, había arrastrado a Juan<br />

Sánchez contra un muro <strong>de</strong> piedra y ahora veían caer ante ellos<br />

cortinas <strong>de</strong> agua humeante. Entonces el vecindario empezó a vocear:<br />

¡Quemarlos aquí! ¡Quemarlos aquí!, cercándoles en la plaza <strong>de</strong> tal<br />

modo que los soldados tuvieron que disparar <strong>de</strong> nuevo sus<br />

arcabuces. Cayó un mozo herido en el muslo y, al ver la sangre, el<br />

pueblo se encorajinó todavía más y atacó con mayor <strong>de</strong>nuedo al<br />

piquete. Un segundo herido les convenció, segundos <strong>de</strong>spués, <strong>de</strong> la<br />

inutilidad <strong>de</strong> sus esfuerzos y la carga <strong>de</strong> los caballos <strong>de</strong> los<br />

oficiales, por último, acabó dispersándolos.<br />

En otra ocasión, próximos a Saldaña <strong>de</strong> Burgos, los mozos<br />

prendieron fuego al pajar don<strong>de</strong> dormían. Un arcabucero dio la voz<br />

<strong>de</strong> alarma y gracias a él pudieron salir in<strong>de</strong>mnes. Pero, en <strong>de</strong>rredor,<br />

y a lo largo <strong>de</strong>l camino, se quemaban peleles <strong>de</strong> paja y, a la luz <strong>de</strong><br />

las pacas incendiadas, penduleaban los espantajos colgados <strong>de</strong> las<br />

ramas <strong>de</strong> los olmos. <strong>El</strong> pueblo enar<strong>de</strong>cido exigía el auto <strong>de</strong> fe, los<br />

calificaba <strong>de</strong> luteranos, leprosos, hijos <strong>de</strong> Satanás y algunos, en<br />

plena exaltación patriótica, gritaban ¡Viva el rey! Tuvieron que salir<br />

<strong>de</strong>l pueblo a las tres <strong>de</strong> la madrugada y el amanecer les sorprendió<br />

en el campo. En Revilla Vallejera, cuadrillas <strong>de</strong> braceros, con sus<br />

asnos y sus botijos, segaban ya las cebadas que blanqueaban entre<br />

el amarillo tostado <strong>de</strong> los trigos. Era una estampa bucólica que<br />

contrastaba con el ruido y la furia <strong>de</strong> los campesinos. <strong>El</strong> bizco Vidal<br />

or<strong>de</strong>nó hacer a las once el alto <strong>de</strong> mediodía y el <strong>de</strong>stacamento<br />

acampó bajo una arboleda, a orillas <strong>de</strong>l Arlanzón. En un gesto <strong>de</strong><br />

humanidad, el bizco Vidal autorizó a bañarse a los presos |sin<br />

apartarse <strong>de</strong> la orilla pues con las manos atadas podrían<br />

ahogarse|. Fray Domingo no se bañó. Se sentó a la orilla <strong>de</strong>l río y<br />

<strong>de</strong>jó que la corriente acariciase sus lastimados pies, tan blancos,<br />

que las bogas acudían en pequeños bancos a mordisquear las yemas<br />

<strong>de</strong> sus <strong>de</strong>dos creyéndolos comestibles. Para Cipriano, el baño, el<br />

hecho <strong>de</strong> sentir las aguas tibias sobre la piel, fue como <strong>de</strong>spojarse<br />

<strong>de</strong>l viejo cuerpo cansado, como si la fatiga, los piojos, el calor y los<br />

nervios <strong>de</strong>l camino no hubieran existido nunca.<br />

Después <strong>de</strong> cinco semanas sin bañarse, aquello era como una<br />

resurrección. Nadaba <strong>de</strong> espaldas, impulsándose con los pies, como<br />

una rana, iba y venía, preocupado únicamente <strong>de</strong> sus guardianes, <strong>de</strong><br />

no alejarse y provocar una reacción contra él.<br />

A partir <strong>de</strong> Burgos, a medida que se iban aproximando a Valladolid,<br />

el recibimiento <strong>de</strong> los pueblos era cada vez más hostil. Gran<strong>de</strong>s<br />

hogueras, como anticipo <strong>de</strong> su suerte, humeaban al atar<strong>de</strong>cer en las<br />

parcelas segadas aprovechando las morenas y la paja seca <strong>de</strong> los<br />

rastrojos. Los campesinos mostraban una animosidad <strong>de</strong>spiadada,


les insultaban, les arrojaban hortalizas y huevos. Cipriano, empero,<br />

cada vez que <strong>de</strong>jaba atrás un pueblo se reconciliaba con la<br />

situación, recreaba sus ojos en los extensos campos <strong>de</strong> trigo mecidos<br />

por la brisa, reconocía el camino recorrido en su fuga con “Pispás”,<br />

los pequeños acci<strong>de</strong>ntes <strong>de</strong>l paisaje, la jugosa braña don<strong>de</strong> el primer<br />

día dio <strong>de</strong> beber al caballo. Era ya terreno familiar el que pisaba y,<br />

a la altura <strong>de</strong> Magaz, cuando se <strong>de</strong>sató el furioso nublado <strong>de</strong> agua y<br />

granizo, apersogó a los caballos e hizo ten<strong>de</strong>r a todos en el barro<br />

para conjurar el riesgo <strong>de</strong> las exhalaciones.<br />

La última noche la pasaron en una amplia casa <strong>de</strong> Cohorcos, lejos<br />

<strong>de</strong>l pueblo, a orillas <strong>de</strong>l Pisuerga, a cuatro leguas <strong>de</strong> la villa.<br />

Por la tar<strong>de</strong> llegó un enviado <strong>de</strong> la Inquisición or<strong>de</strong>nándoles que no<br />

entraran en Valladolid hasta pasada la medianoche. Las turbas<br />

andaban alborotadas y temían un linchamiento. Retrasaron la hora<br />

<strong>de</strong> partida y sobre las cinco <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong> acamparon en el Cabildo, a<br />

media legua <strong>de</strong> Valladolid, junto al río.<br />

Había que esperar otras ocho horas. Fray Domingo <strong>de</strong> Rojas<br />

murmuraba que, a pesar <strong>de</strong> todo, le matarían. Temía a su familia, a<br />

los miembros más exaltados <strong>de</strong> ella.<br />

No sólo le reprochaban su condición <strong>de</strong> renegado sino el haber<br />

pervertido a su sobrino Luis, marqués <strong>de</strong> Poza, que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> muy joven<br />

se había incorporado a la secta. A medianoche, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> or<strong>de</strong>nar<br />

a los reos que se lavasen y acicalasen, el bizco Vidal dio la or<strong>de</strong>n <strong>de</strong><br />

partida. Los alguaciles habían enjaezado a sus caballos y los doce<br />

arcabuceros se esforzaron por uniformar sus harapos. Al atravesar<br />

el Puente Mayor, lo único que se oía era el golpear <strong>de</strong> los cascos <strong>de</strong><br />

los caballos sobre el empedrado.<br />

Había media luna y se veían las calles <strong>de</strong>siertas. La torre <strong>de</strong> Santa<br />

María <strong>de</strong> la Antigua, bajo el resplandor violáceo, semejaba una<br />

aparición. Tras ella, las eternas obras <strong>de</strong> la iglesia Mayor, que<br />

nunca se terminaban. Los caballos abocaron a la calle <strong>de</strong> Pedro<br />

Barrueco, don<strong>de</strong> se alzaba la cárcel secreta. La i<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l regreso, la<br />

proximidad <strong>de</strong> los miembros <strong>de</strong>l grupo, <strong>de</strong> doña Ana Enríquez, se<br />

imponían ahora a la fatiga <strong>de</strong> Cipriano. Pensó un momento en el<br />

fracaso <strong>de</strong> su fuga, en que su situación era ahora pareja o peor que<br />

la <strong>de</strong> los que se habían quedado, en la inutilidad <strong>de</strong> tantas<br />

penalida<strong>de</strong>s pa<strong>de</strong>cidas. <strong>El</strong> bizco Vidal dio la voz <strong>de</strong> alto ante el viejo<br />

caserón.<br />

A su aldabonazo respondió un soldado, Vidal preguntaba por el<br />

alcai<strong>de</strong>. Cuando éste salió, con su capotillo <strong>de</strong> dos haldas, los ojos


cargados <strong>de</strong> sueño, el bizco Vidal le hizo entrega <strong>de</strong> los cuatro reos<br />

en nombre <strong>de</strong>l Santo Oficio: fray Domingo <strong>de</strong> Rojas, don Carlos <strong>de</strong><br />

Seso, don Cipriano Salcedo y Juan Sánchez, nombres que el alcai<strong>de</strong><br />

anotó en un cua<strong>de</strong>rno a la luz <strong>de</strong> un candil, y luego firmó.<br />

__________________________<br />

__________________________<br />

XVI<br />

A Cipriano Salcedo le correspondió compartir celda con fray<br />

Domingo <strong>de</strong> Rojas. Hubiera preferido un compañero menos adusto,<br />

más abierto, pero nadie le dio a elegir. Fray Domingo continuaba con<br />

su grotesco vestido <strong>de</strong> lego y lo único que había suprimido <strong>de</strong> su<br />

disfraz era el estrambótico sombrero <strong>de</strong> plumas. Paulatinamente,<br />

Cipriano fue informándose <strong>de</strong> la situación <strong>de</strong>l resto <strong>de</strong> los presos.<br />

Don Carlos <strong>de</strong> Seso había sido emparejado con Juan Sánchez,<br />

enfrente se hallaba la cija <strong>de</strong>l Doctor, más al fondo, en una celda<br />

gran<strong>de</strong>, convivían cinco <strong>de</strong> las monjas <strong>de</strong>l convento <strong>de</strong> Belén, y Ana<br />

Enríquez compartía calabozo con la sexta, Catalina <strong>de</strong> Reinoso.<br />

Como Salcedo había presagiado, los emparejamientos fueron<br />

inevitables.<br />

La cárcel secreta <strong>de</strong> Pedro Barrueco, suficiente para una situación<br />

normal, para una esporádica redada <strong>de</strong> judaizantes o moriscos, se<br />

quedó pequeña para la afluencia <strong>de</strong> luteranos en la primavera <strong>de</strong><br />

1558. Las <strong>de</strong>tenciones, el alto número <strong>de</strong> éstas, habían sorprendido<br />

al Santo Oficio con un penal <strong>de</strong> no más <strong>de</strong> veinticinco celdas<br />

disponibles y el edificio en construcción <strong>de</strong>l barrio <strong>de</strong> San Pedro,<br />

apenas con los cimientos. Valdés no tuvo otro recurso que olvidarse<br />

<strong>de</strong> la incomunicación, encerrar a los reos <strong>de</strong> dos en dos, <strong>de</strong> tres en<br />

tres y, en el caso <strong>de</strong> las religiosas <strong>de</strong> Belén, hasta cinco en una<br />

misma celda. Sin embargo Valdés, siempre perspicaz, exigió que en<br />

los emparejamientos se tuvieran en cuenta el diverso rango social e<br />

intelectual <strong>de</strong> los encerrados y el grado <strong>de</strong> su relación anterior.<br />

Éstos eran los casos, por ejemplo, <strong>de</strong> don Carlos <strong>de</strong> Seso con Juan<br />

Sánchez y el <strong>de</strong> Salcedo con fray Domingo <strong>de</strong> Rojas.<br />

Afinada su capacidad <strong>de</strong> adaptación, Salcedo no tardó en<br />

acomodarse a las condiciones <strong>de</strong>l nuevo cautiverio. La celda, doble<br />

que la <strong>de</strong> Pamplona, tenía solamente dos huecos en sus muros <strong>de</strong><br />

piedra: un ventano enrejado a tres varas <strong>de</strong>l suelo, que se abría a un


corral interior, y el <strong>de</strong> la puerta, una pieza maciza <strong>de</strong> roble, <strong>de</strong> un<br />

palmo <strong>de</strong> ancha, cuyos cerrojos y cerraduras chirriaban agudamente<br />

cada vez que se abrían o se cerraban. Los catres se extendían<br />

paralelos a ambos lados <strong>de</strong> la celda, el <strong>de</strong>l dominico bajo el ventano<br />

y, en el ángulo opuesto, en la penumbra, el <strong>de</strong> Cipriano. Con los<br />

petates, en un suelo <strong>de</strong> frías losas <strong>de</strong> piedra, apenas había una<br />

pequeña mesa <strong>de</strong> pino con dos banquetas, el aguamanil con un jarro<br />

<strong>de</strong> agua para el aseo y dos cubetas cubiertas para los excrementos.<br />

La medida <strong>de</strong>l tiempo se la facilitaba a Cipriano el ritmo <strong>de</strong> las<br />

visitas obligadas:<br />

la <strong>de</strong>l ayudante <strong>de</strong> carcelero Mamerto a horas fijas, para las<br />

comidas, y la <strong>de</strong>l otro ayudante, Dato <strong>de</strong> nombre, <strong>de</strong> sucia melena<br />

albina y calzones hasta la rodilla, que, al atar<strong>de</strong>cer, vaciaba los<br />

recipientes <strong>de</strong> inmundicias y bal<strong>de</strong>aba sucintamente la estancia las<br />

tar<strong>de</strong>s <strong>de</strong> los sábados.<br />

Mamerto era un muchacho <strong>de</strong>sabrido, imperturbable que, tres veces<br />

cada día, <strong>de</strong>positaba sobre la mesa las escasas raciones en sendas<br />

ban<strong>de</strong>jas <strong>de</strong> hierro que recogía vacías en la visita siguiente. Dada la<br />

época <strong>de</strong>l año, vestía únicamente jubón, calzas abotonadas <strong>de</strong> tela<br />

ligera y calzado <strong>de</strong> cuerda. Nunca daba los buenos días ni las<br />

buenas noches pero no podía <strong>de</strong>cirse que su trato fuera duro.<br />

Simplemente traía o se llevaba las ban<strong>de</strong>jas sin hacer comentarios<br />

sobre el buen o mal apetito <strong>de</strong> los reclusos. Por su parte, Dato no se<br />

sometía a las normas carcelarias con la misma rigi<strong>de</strong>z. Cada vez<br />

que sacaba las letrinas o las <strong>de</strong>volvía a su sitio, lo hacía tarareando<br />

una canción frívola como si, en lugar <strong>de</strong> heces, transportase ramos<br />

<strong>de</strong> flores. Su boca se abría en una boba sonrisa <strong>de</strong>s<strong>de</strong>ntada,<br />

inalterable, que no se borraba <strong>de</strong> su rostro ni las tar<strong>de</strong>s <strong>de</strong> los<br />

sábados durante el bal<strong>de</strong>o.<br />

Aunque la Regla prohibía cambiar impresiones con los reclusos, a<br />

Salcedo, más accesible que su compañero, le daba las buenas tar<strong>de</strong>s<br />

y le llevaba noticias o informes vagos que no le servían al prisionero<br />

<strong>de</strong> gran cosa. Menos atildado que Mamerto, vestía un capotillo <strong>de</strong><br />

dos haldas, <strong>de</strong> cordilla, <strong>de</strong>l que únicamente se <strong>de</strong>spojaba los<br />

sábados para bal<strong>de</strong>ar la celda. Quedaba, entonces, en jubón y<br />

calzones, <strong>de</strong>scalzo, sin que el hecho <strong>de</strong> aligerar su abrigo se<br />

tradujera en una mayor laboriosidad.<br />

Fray Domingo soportaba mal las confianzas <strong>de</strong> Dato, aceptaba el ir y<br />

venir lacónico <strong>de</strong> Mamerto, pero la oficiosidad <strong>de</strong>l otro, su sonrisa<br />

boba y <strong>de</strong>s<strong>de</strong>ntada, sus greñas <strong>de</strong> pelo albino cayéndole por los<br />

hombros, le sacaban <strong>de</strong> quicio. Cipriano, en cambio, le trataba con<br />

paciencia y dilección, le sonsacaba, pues siempre esperaba


conseguir alguna noticia <strong>de</strong> la estoli<strong>de</strong>z <strong>de</strong>l funcionario. Le<br />

preguntaba por los ocupantes <strong>de</strong> las celdas contiguas y, a pesar <strong>de</strong><br />

las señas imprecisas que Dato facilitaba, llegó a la conclusión <strong>de</strong><br />

que, a su izquierda, estaban instalados Pedro Cazalla y el bachiller<br />

Herrezuelo, a su <strong>de</strong>recha, Juan García, el joyero, y Cristóbal <strong>de</strong><br />

Padilla, el causante <strong>de</strong> sus males, y, enfrente, como le habían<br />

indicado, en una cija sin compañía, el Doctor. Los muros y tabiques<br />

<strong>de</strong> la cárcel eran tan gruesos que, a través <strong>de</strong> ellos, no se filtraba el<br />

menor signo <strong>de</strong> vida <strong>de</strong> las celdas colindantes.<br />

Corpulento, papudo, envuelto en sus ropajes ver<strong>de</strong>s y una<br />

estrafalaria loba doctoral, tumbado en el catre, bajo el ventano<br />

enrejado, el dominico leía. Al día siguiente <strong>de</strong> llegar pidió libros,<br />

pluma y papel.<br />

Ese mismo día, por la tar<strong>de</strong>, le trajeron varias vidas <strong>de</strong> santos, el<br />

“Tratado <strong>de</strong> las letras” <strong>de</strong> Gaspar <strong>de</strong> Tejada, un tomito <strong>de</strong> Virgilio,<br />

un tintero y dos plumas. Fray Domingo conocía los <strong>de</strong>rechos <strong>de</strong>l reo<br />

y los ejercitaba con normalidad.<br />

<strong>El</strong> contenido <strong>de</strong> los libros no parecía importarle <strong>de</strong>masiado. Leía<br />

compulsivamente, con la misma concentración, un libro <strong>de</strong><br />

caballería que a San Juan Clímaco, como si fuera una pura<br />

fascinación mecánica lo que las letras ejercían sobre él.<br />

Conocedor <strong>de</strong> los entresijos <strong>de</strong> la Inquisición, su organización y<br />

métodos, cada tar<strong>de</strong>, al <strong>de</strong>spertar <strong>de</strong> la siesta, aleccionaba a<br />

Cipriano sobre el particular, le informaba sobre sus posibilida<strong>de</strong>s <strong>de</strong><br />

futuro. Había penas y penas. No había que confundir al reo relajado,<br />

con el relapso o el reconciliado. <strong>El</strong> primero y el último solían ser<br />

entregados al brazo secular para morir en garrote antes <strong>de</strong> que sus<br />

cuerpos fueran entregados a las llamas. Los relapsos, reinci<strong>de</strong>ntes o<br />

pertinaces, por el contrario, eran quemados vivos en el palo.<br />

Esta última pena había sido rara en España hasta el día, pero el<br />

fraile sospechaba que, a partir <strong>de</strong> este momento, se haría habitual.<br />

Le hablaba <strong>de</strong> los sambenitos, <strong>de</strong> llamas y diablos para los relapsos<br />

y con las aspas <strong>de</strong> San Andrés para los reconciliados. Las penas<br />

tenían distintos grados y matices pero las sentencias solían<br />

mostrarse muy precisas. Entre ellas había que distinguir la <strong>de</strong><br />

cárcel perpetua, la confiscación <strong>de</strong> bienes, el <strong>de</strong>stierro, la privación<br />

<strong>de</strong> hábitos o <strong>de</strong> los honores <strong>de</strong> caballero, muchas <strong>de</strong> las cuales eran<br />

complementarias <strong>de</strong> otras penas más severas.


Fray Domingo le ilustraba igualmente sobre la estructura y<br />

funcionamiento <strong>de</strong>l aparato inquisitorial o <strong>de</strong> los <strong>de</strong>rechos <strong>de</strong> los<br />

reclusos. Se comunicaban <strong>de</strong> catre a catre, el fraile con su habitual<br />

voz henchida, elaborada en la laringe, Cipriano, con su humil<strong>de</strong> tono<br />

inquisitivo, el mismo que empleara en tiempos con el ayo don Álvaro<br />

Cabeza <strong>de</strong> Vaca con tan pobres resultados. Estas tertulias se habían<br />

hecho imprescindibles, pero, fuera <strong>de</strong> ellas, uno y otro hacían vidas<br />

separadas, se ignoraban, pues la compañía obligada podía llegar a<br />

ser insoportable, el peor <strong>de</strong> los suplicios carcelarios en opinión <strong>de</strong>l<br />

fraile.<br />

Fray Domingo <strong>de</strong> Rojas conservaba un alto concepto <strong>de</strong> sí mismo, se<br />

consi<strong>de</strong>raba un hombre y un religioso importante. Seguramente <strong>de</strong><br />

tan alta autoestima <strong>de</strong>rivaban las plumas <strong>de</strong>l sombrero con que se<br />

adornó durante su fuga. No tenía empacho en hablar <strong>de</strong> su persona,<br />

<strong>de</strong> su participación en la secta, pero se mostraba <strong>de</strong>spiadado con<br />

algunos compañeros como Juan Sánchez, pervertidor <strong>de</strong> las monjas<br />

<strong>de</strong> Belén, <strong>de</strong>cía, y <strong>de</strong> su incauta hermana María, y ambiguo con<br />

otros, como el arzobispo <strong>de</strong> Toledo, Bartolomé Carranza, a quien<br />

“nadie se atreve a echar el lazo”, solía <strong>de</strong>cir.<br />

Otras veces afirmaba que Carranza no era luterano, pero su lenguaje<br />

sí que lo era. Hombre inestable, hablaba a Cipriano <strong>de</strong> su vocación,<br />

<strong>de</strong> su ingreso en los dominicos, como miembro <strong>de</strong> una familia<br />

fervientemente católica. Su relación con la secta, como la <strong>de</strong><br />

Cipriano, había sido breve, apenas se había iniciado cuatro años<br />

atrás. Ardiente proselitista, había llevado al protestantismo a un<br />

hermano y a varios sobrinos suyos. En Pamplona, al ser <strong>de</strong>tenido, no<br />

lo había ocultado. Al contrario, se vanaglorió <strong>de</strong> ser un religioso<br />

mo<strong>de</strong>rno, abierto a las nuevas corrientes.<br />

Pero, bien iniciara sus confi<strong>de</strong>ncias por un lado o por otro, siempre<br />

concluía en Bartolomé <strong>de</strong> Carranza, su bestia negra. Que el teólogo<br />

gozara <strong>de</strong> libertad mientras sus discípulos, como él <strong>de</strong>cía, se<br />

pudrían en las mazmorras, le irritaba sobremanera. Pero también le<br />

llegaría su hora. Valdés le odiaba y terminaría procesándolo. De<br />

momento, el fraile se acogía a su patrocinio por si su alta jerarquía<br />

pudiera servirle <strong>de</strong> algo.<br />

Aparte sus charlas con fray Domingo, Cipriano Salcedo, muy<br />

abrigado pese a lo caluroso <strong>de</strong>l verano, permanecía solo, aislado en<br />

la penumbra, inquieto por su situación. Dedicaba parte <strong>de</strong> las<br />

mañanas a habituarse a andar con grilletes, arrastrando las<br />

ca<strong>de</strong>nas, pero sus rozaduras en los tobillos le martirizaban, le<br />

<strong>de</strong>shollaban las canillas. Por eso, el catre, tumbado en él, o sentado


en la banqueta, apoyando la nuca en el húmedo muro, eran sus<br />

posturas habituales.<br />

Leía algún rato por las tar<strong>de</strong>s, sin provecho, y, a menudo, evocaba a<br />

Cristo para reconciliarse con él o pedirle luz para enfrentarse con el<br />

Tribunal. No pretendía exaltar su pasado ni renegar <strong>de</strong>l presente<br />

únicamente por miedo. Aspiraba a ser sincero, <strong>de</strong> acuerdo con su<br />

creencia, pues a Dios no era fácil engañarle. Con los ojos<br />

entrecerrados, en cuyos párpados comenzaba a sentir un insidioso<br />

escozor, se lo <strong>de</strong>cía así a Nuestro Señor, intentando concentrarse,<br />

olvidar don<strong>de</strong> se encontraba. Ninguno <strong>de</strong> los pasos que había dado le<br />

parecía ligero o irreflexivo. Había asumido la doctrina <strong>de</strong>l beneficio<br />

<strong>de</strong> Cristo <strong>de</strong> buena fe. No hubo soberbia, ni vanidad, ni codicia en su<br />

toma <strong>de</strong> postura. Creyó sencillamente que la pasión y muerte <strong>de</strong><br />

Jesús era algo tan importante que bastaba para redimir al género<br />

humano. Encogido en su fervor, ensimismado, esperaba en vano la<br />

visita <strong>de</strong> Nuestro Señor, un gesto suyo, por pequeño que fuese, que le<br />

orientara. |Muéstrame el camino, Señor|, gemía, pero el Señor<br />

permanecía ajeno, en silencio. |Nuestro Señor no pue<strong>de</strong> tomar<br />

partido, se <strong>de</strong>cía, soy yo quien <strong>de</strong>be <strong>de</strong>cidir, en aras <strong>de</strong> mi libertad.|<br />

Pero le faltaba <strong>de</strong>terminación, claridad, la luci<strong>de</strong>z necesaria. Y en<br />

esta espera impaciente permanecía, hasta que un comentario <strong>de</strong><br />

fray Domingo o el agudo chirrido <strong>de</strong> los cerrojos, anunciando la<br />

visita <strong>de</strong> Dato, le sacaban <strong>de</strong> su ensimismamiento.<br />

Entonces se quedaba mirando al carcelero sin moverse, su melenilla<br />

lisa y <strong>de</strong>sflecada asomando bajo su gorro rojo <strong>de</strong> lana, sus<br />

<strong>de</strong>saseados calzones cubriéndole media pierna.<br />

<strong>El</strong> hechizo se había roto y la mente <strong>de</strong> Cipriano se incorporaba a su<br />

rutinaria vida sin resistencia.<br />

Una tar<strong>de</strong>, Dato, antes <strong>de</strong> dirigirse a la letrina, pasó por su lado y,<br />

sin mirarle, <strong>de</strong>positó en su mano un papel doblado en mil pliegues.<br />

Cipriano se sorprendió. No hizo el menor a<strong>de</strong>mán, sin embargo.<br />

Sabía que la compañía <strong>de</strong> fray Domingo no le obligaba a compartir<br />

con él las noveda<strong>de</strong>s, a comunicarle la venalidad <strong>de</strong>l carcelero. Por<br />

eso quedó inmóvil hasta que Dato realizó el cambio <strong>de</strong> recipientes.<br />

Entonces <strong>de</strong>sdobló el papel y, en la penumbra, forzando los ojos,<br />

leyó:<br />

Confesión <strong>de</strong> doña Beatriz Cazalla


Ante el tribunal <strong>de</strong>l Santo Oficio, doña Beatriz <strong>de</strong> Cazalla <strong>de</strong>claró<br />

ayer, 5 <strong>de</strong> agosto <strong>de</strong> 1558, en el juicio que se le sigue, que ella había<br />

engañado al propio fray Domingo <strong>de</strong> Rojas. A su vez, Cristóbal <strong>de</strong><br />

Padilla, <strong>de</strong> Zamora, fue engañado por don Carlos <strong>de</strong> Seso, mientras<br />

su hermano, don Agustín <strong>de</strong> Cazalla, había sido víctima <strong>de</strong>l mismo<br />

don Carlos <strong>de</strong> Seso y <strong>de</strong> su hermano Pedro, párroco <strong>de</strong> Pedrosa. Juan<br />

<strong>de</strong> Cazalla había pervertido a su mujer y el Doctor a su madre, doña<br />

Leonor, con lo que prácticamente toda la familia Cazalla —<br />

Constanza vendría luego— quedaba adscrita a la secta luterana.<br />

Prosiguiendo con su sincera exposición, la <strong>de</strong>clarante afirmó que<br />

doña Catalina Ortega había catequizado a Juan Sánchez y, entre los<br />

dos, al joyero Juan García. Por su parte, fray Domingo <strong>de</strong> Rojas<br />

pervirtió a su hermana María, aunque él lo niegue, y a buena parte<br />

<strong>de</strong> su familia. Cristóbal <strong>de</strong> Padilla, por su lado, al pequeño grupo <strong>de</strong><br />

Zamora y su hermano Pedro, con don Carlos <strong>de</strong> Seso, al propietario<br />

<strong>de</strong> Pedrosa don Cipriano Salcedo.<br />

Permaneció inmóvil, <strong>de</strong>sconcertado, agarrotado por un extraño frío<br />

interior. Notaba en el estómago como la mor<strong>de</strong>dura <strong>de</strong> una alimaña.<br />

Nunca tan pocos renglones podían haber causado tan hondos<br />

estragos. <strong>El</strong> <strong>de</strong>sánimo le invadía.<br />

Cipriano Salcedo había imaginado todo menos la <strong>de</strong>lación <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong>l<br />

grupo. La fraternidad en que había soñado se resquebrajaba,<br />

resultaba una pura entelequia, nunca había existido, ni era posible<br />

que existiera. Pensó en los conventículos, en el solemne juramento<br />

final <strong>de</strong> los congregados, prometiendo que jamás <strong>de</strong>latarían a sus<br />

hermanos en tiempos <strong>de</strong> tribulación. ¿Sería cierto lo que <strong>de</strong>cía<br />

aquella nota?<br />

¿Era posible que la dulce Beatriz <strong>de</strong>nunciara a tantas personas,<br />

empezando por sus propios hermanos, sin una vacilación? ¿Valía<br />

tanto la vida para ella como para incurrir en perjurio y enviar a su<br />

familia y amigos a la hoguera con tal <strong>de</strong> salvar su piel? Las<br />

lágrimas afloraban a sus ojos blandos cuando releía el papel. Luego<br />

pensó en Dato. Fray Domingo ya le había anticipado que la<br />

venalidad y la corrupción tenían asiento en los mandos subalternos<br />

carcelarios, pero el escrito <strong>de</strong>l ayudante no podía ser obra <strong>de</strong> un<br />

carcelario, ni siquiera <strong>de</strong>l alcai<strong>de</strong>, sino <strong>de</strong> algún miembro <strong>de</strong>l<br />

Tribunal, tal vez el secretario o, con mayor probabilidad, el<br />

escribano. Vio abierta una vía <strong>de</strong> comunicación con la que, en<br />

principio, no había contado pero, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> breve reflexión, <strong>de</strong>cidió<br />

no mostrar la confesión <strong>de</strong> Beatriz Cazalla a fray Domingo. ¿Para<br />

qué encrespar aún más los ánimos?


¿Qué ganaba el fraile sabiendo que Beatriz le había <strong>de</strong>latado a él y<br />

prácticamente a todos los <strong>de</strong>l grupo?<br />

A la tar<strong>de</strong> siguiente esperó la llegada <strong>de</strong> Dato tendido en el catre.<br />

Llegaba canturreando, como <strong>de</strong> costumbre, pero, al acercarse al<br />

camastro, Cipriano le consultó a media voz qué le <strong>de</strong>bía. La<br />

respuesta <strong>de</strong> Dato no le sorprendió:<br />

la voluntad, dijo. Cipriano <strong>de</strong>positó en su mano un ducado que él<br />

miró y remiró, por un lado y por otro, con ojos <strong>de</strong> codicia. Luego le<br />

preguntó si le interesaría más información y Cipriano asintió.<br />

No ignoraba que había establecido un precio pero no lo consi<strong>de</strong>ró<br />

excesivo ni mal empleado. Des<strong>de</strong> que el dominico le hablara <strong>de</strong> las<br />

penas utilizadas contra los herejes, había intuido que su patrimonio<br />

sería confiscado algún día. Entonces pensó que Nuestro Señor le<br />

había inspirado la <strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> repartir sus bienes con sus<br />

colaboradores.<br />

En todo caso, su dinero en la cárcel no era mucho.<br />

Sorpren<strong>de</strong>ntemente, en Cilveti, apenas le registraron por encima<br />

buscando un arma.<br />

Al bizco Vidal, fuera <strong>de</strong> las armas y los papeles, nada le interesaba.<br />

Respetó su dinero. Su misión consistía en trasladarle sin daño <strong>de</strong><br />

Pamplona a Valladolid y es lo que había hecho: aquí estaba, a<br />

disposición <strong>de</strong>l Tribunal.<br />

Concluía agosto y aún no había sido llamado a la Sala <strong>de</strong><br />

Audiencias, en la parte alta <strong>de</strong>l edificio, ni tampoco fray Domingo,<br />

su compañero <strong>de</strong> celda. <strong>El</strong> día 27, sin embargo, recibió una sorpresa.<br />

Don Gumersindo, el alcai<strong>de</strong>, acompañado <strong>de</strong>l carcelero mayor, le<br />

anunció una visita. Aséese, le dijo, volveré por vuesa merced <strong>de</strong>ntro<br />

<strong>de</strong> quince minutos. Cipriano no salía <strong>de</strong> su asombro: ¿quién podía<br />

preocuparse por él en estas circunstancias?<br />

Cipriano entró en la sala <strong>de</strong> visitas <strong>de</strong>slumbrado, los pies ligeros, sin<br />

grillos. Después <strong>de</strong> casi cuatro meses viviendo en la húmeda<br />

penumbra <strong>de</strong> la celda, la luz <strong>de</strong>l sol le dañaba los ojos, le ofuscaba.<br />

Ya en la escalera, por precaución, había entornado los párpados<br />

pero, al entrar en la pequeña sala, el sol brillando en los cristales le<br />

obligó a cerrarlos <strong>de</strong>l todo.<br />

Era como si tuviera tierra <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> ellos, como los <strong>de</strong>l cadáver <strong>de</strong><br />

“el Perulero” al ser <strong>de</strong>senterrado.


Había oído cerrar la puerta y el silencio ahora era total. Poco a poco<br />

entreabrió los párpados y, entonces, divisó ante sí a su tío Ignacio.<br />

Sintió un sobresalto análogo al que experimentó <strong>de</strong> adolescente<br />

cuando su tío le visitó en el colegio. No le esperaba; su tío siempre le<br />

sorprendía. Ambos vacilaron, pero, finalmente, se abrazaron y se<br />

dieron la paz en el rostro. Se sentaron <strong>de</strong>spués, frente a frente, y su<br />

tío le preguntó si tenía los ojos enfermos. Vivía en la oscuridad, dijo,<br />

pero inmediatamente precisó, casi en la oscuridad, y la falta <strong>de</strong> luz<br />

y la humedad le lastimaban la vista. Tenía los bor<strong>de</strong>s <strong>de</strong> los<br />

párpados enrojecidos e hinchados y su tío le prometió enviarle un<br />

remedio a través <strong>de</strong>l alcai<strong>de</strong>. Luego le dio una buena nueva: le<br />

habían ascendido a presi<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> la Chancillería, cosa esperada<br />

pues era el más antiguo <strong>de</strong> los diecisiete oidores. La Chancillería y<br />

el Santo Oficio tenían buena relación y había sido autorizado para<br />

visitarle. Cipriano posaba en él sus ojillos pitañosos, sonriente,<br />

cuando le felicitó. Esperaba <strong>de</strong> su tío una regañina, incluso no se<br />

había movido <strong>de</strong> la postura en que quedó al sentarse, a la<br />

expectativa, pero su tío Ignacio no parecía reparar en su situación.<br />

Le habló como si conversaran en su casa, como si nada hubiera<br />

cambiado <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la última vez que se vieron.<br />

Se había <strong>de</strong>splazado a Pedrosa y había encontrado a Martín Martín<br />

animado y con la labranza organizada. De momento, los labrantines<br />

y pegujaleros <strong>de</strong> los pueblos próximos no habían levantado el gallo<br />

lo que probaba que la fórmula utilizada para repartir la hacienda y<br />

subir los salarios a los jornaleros era civilizada y no perjudicaba a<br />

terceros. Tenía a su disposición su parte <strong>de</strong> la cosecha <strong>de</strong> cereales<br />

que había sido óptima y se esperaba, asimismo, <strong>de</strong> la viña un<br />

rendimiento superior al normal. Cipriano continuaba mirándole<br />

embobado, los ojos cobar<strong>de</strong>s. Le conmovían las cortinas, los visillos,<br />

el pañito <strong>de</strong> encaje en que reposaba el can<strong>de</strong>labro, el feo cuadro <strong>de</strong><br />

la Asunción <strong>de</strong> María sobre el sofá. Era como si hubiera abierto los<br />

ojos en un mundo distinto, menos hostil e inhumano. Su tío<br />

proseguía hablándole sin pausas, como si tuviera tasados los<br />

minutos <strong>de</strong> la visita.<br />

Ahora le contaba <strong>de</strong>l almacén y <strong>de</strong>l taller. Visitaba la Ju<strong>de</strong>ría con<br />

alguna frecuencia, un par <strong>de</strong> veces al mes. <strong>El</strong> nuevo Maluenda le<br />

parecía, en efecto, trabajador y solvente. Se carteaba con Dionisio<br />

Manrique y en su última carta le <strong>de</strong>cía que la flotilla <strong>de</strong> primavera,<br />

con su escolta, había llegado a Amsterdam sin novedad. En lo<br />

tocante al taller, Fermín Gutiérrez, el sastre, aparte su habilidad<br />

para el corte, había resultado un buen organizador, y los tramperos,


pellejeros, curtidores, costureras y acemileros estaban satisfechos<br />

con los nuevos contratos.<br />

Cambió <strong>de</strong> conversación <strong>de</strong> improviso para <strong>de</strong>cirle que la regla<br />

penitenciaria no imponía los andrajos como uniforme y que por el<br />

alcai<strong>de</strong> le enviaría también ropa nueva. A Cipriano le emocionaba su<br />

preocupación. Intentó darle las gracias pero su voz se quebró y sus<br />

ojos se llenaron <strong>de</strong> agua. Deseaba pedirle perdón antes <strong>de</strong> que se<br />

marchara, convencerle <strong>de</strong> su buena fe al unirse a la secta, pero<br />

cuando abrió la boca apenas se le entendió una palabra: “religión”.<br />

Al oírla su tío extendió el brazo y le puso una mano efusiva en el<br />

hombro:<br />

—Ése es el rincón más íntimo <strong>de</strong>l alma —dijo—. Obra en conciencia y<br />

no te preocupes <strong>de</strong> lo <strong>de</strong>más.<br />

Con esa medida seremos juzgados.<br />

De nuevo en su celda, la visita <strong>de</strong> su tío le <strong>de</strong>jó una sensación <strong>de</strong><br />

irrealidad, como <strong>de</strong> algo ensoñado.<br />

No obstante, la llegada <strong>de</strong> ropa interior, un jubón, un sayo, unas<br />

calzas y el remedio para los ojos, le convenció <strong>de</strong> que su tío era algo<br />

real y tangible, como lo eran los visillos <strong>de</strong> la ventana, las cortinas,<br />

el pañito <strong>de</strong> encaje <strong>de</strong> la sala, o el cuadro <strong>de</strong> la Asunción.<br />

Esa misma tar<strong>de</strong>, Dato le entregó disimuladamente otro papel<br />

plegado. Al <strong>de</strong>sdoblarlo experimentó un almadiamiento y hubo <strong>de</strong><br />

sentarse en la banqueta para afirmar las piernas. Era un extracto<br />

<strong>de</strong> la confesión <strong>de</strong> Ana Enríquez ante el Tribunal <strong>de</strong>l Santo Oficio.<br />

Mientras leía, le era fácil adivinar su sufrimiento, el mar <strong>de</strong> dudas<br />

en que durante meses se habría <strong>de</strong>batido aquella niña:<br />

|Vine a esta villa <strong>de</strong>s<strong>de</strong> Toro para la Conversión <strong>de</strong> San Pablo —<br />

<strong>de</strong>cía aquel informe— y conocí a Beatriz Cazalla que me habló <strong>de</strong><br />

nuestra salvación, <strong>de</strong> que ésta se produciría por los solos méritos <strong>de</strong><br />

Cristo, que toda mi vida pasada era cosa perdida porque las obras,<br />

por sí mismas, para nada servían. Y yo entonces le dije:<br />

—|¿Qué es eso que dicen que hay herejes?|.<br />

Y ella contestó:<br />

—|La Iglesia y los santos lo son|.<br />

Y, entonces, yo dije:<br />

—|¿Y el papa?|.<br />

Y ella me dijo:


—|<strong>El</strong> papa le tenemos cada uno en el Espíritu Santo|.<br />

Y luego me sugirió que lo que <strong>de</strong>bía hacer era confesarme a Dios <strong>de</strong><br />

toda mi vida pasada porque los hombres no tenían potestad para<br />

absolver.<br />

Y yo, asustada, le pregunté:<br />

—|Y ¿entonces el purgatorio y la penitencia?|.<br />

Y ella me dijo:<br />

—|No hay purgatorio; sólo nos vale la fe en Jesucristo|.<br />

Pero yo me confesé con un fraile, como hacía antes, sólo por<br />

cumplimiento, pero nada le dije <strong>de</strong> estas conversaciones.<br />

Otro día Beatriz Cazalla me dijo que los curas sólo nos daban en la<br />

comunión la mitad <strong>de</strong> Cristo, el cuerpo pero no la sangre, que la<br />

Comunión verda<strong>de</strong>ra constaba <strong>de</strong> pan y vino.<br />

Pasé semanas <strong>de</strong> angustia, hasta que con motivo <strong>de</strong> la Cuaresma<br />

llegó a casa fray Domingo <strong>de</strong> Rojas, buen amigo <strong>de</strong> mis padres, y así<br />

que le pregunté y me confirmó lo que Beatriz me había dicho, quedé<br />

tranquila y lo creí así realmente. En aquellos días, fray Domingo me<br />

dijo que Lutero era santísimo, que se había expuesto a todos los<br />

peligros <strong>de</strong>l mundo solamente por <strong>de</strong>cir la verdad. También me dijo<br />

otras cosas, como que sólo había dos sacramentos, el bautismo y la<br />

eucaristía, que adorar al crucifijo era idolatría y que, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la<br />

Re<strong>de</strong>nción, habíamos quedado libres <strong>de</strong> toda servidumbre; y no<br />

teníamos que ayunar ni hacer voto <strong>de</strong> castidad sólo por obligación,<br />

ni otras muchas cosas como oír misa, porque en la misa se<br />

sacrificaba a Cristo por dinero y que, _|si no fuera por el escándalo<br />

que provocaría, él mismo se quitaría los hábitos y <strong>de</strong>jaría <strong>de</strong><br />

rezarla|.<br />

Cipriano cerró los ojos. Lo primero que pensó no fue en la <strong>de</strong>lación<br />

sino en la amargura que aquellas palabras habrían producido en el<br />

espíritu <strong>de</strong> doña Ana. Luego pensó en las plumas <strong>de</strong>l sombrero <strong>de</strong><br />

fray Domingo al disfrazarse para la huida. Sintió hacia él, <strong>de</strong><br />

pronto, una cierta aversión, tan engreído, tan pagado <strong>de</strong> sí mismo,<br />

tan sesgo. Su crueldad para con doña Ana no había sido<br />

precisamente un acto cristiano. <strong>El</strong> dominico se había comportado<br />

brutalmente con la niña, había <strong>de</strong>struido su armazón espiritual sin<br />

miramientos. Volvió los ojos hacia el ventano y lo vio emperezado,<br />

tumbado en el petate, leyendo un libro aprovechando la última luz<br />

<strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>, y experimentó antipatía hacia él. Únicamente <strong>de</strong>spués,<br />

Cipriano <strong>de</strong>ploró las <strong>de</strong>nuncias <strong>de</strong> Ana Enríquez, la <strong>de</strong>lación <strong>de</strong><br />

Beatriz Cazalla y <strong>de</strong>l dominico, su espontáneo perjurio.


Notaba encogido el ánimo, acrecentada la sensación <strong>de</strong> soledad, la<br />

angustia agazapada en la boca <strong>de</strong>l estómago, un vivo malestar.<br />

Pero las horas rodaban <strong>de</strong>prisa aquellos días en la cárcel secreta.<br />

<strong>El</strong> carcelero le visitó poco <strong>de</strong>spués para anunciar su comparecencia<br />

ante el Tribunal a las diez <strong>de</strong> la mañana <strong>de</strong>l día siguiente. Ya en las<br />

escaleras, sin grilletes en los pies, casi volaba, mas, a medida que se<br />

alejaba <strong>de</strong> los sótanos y aumentaba la luz, los ojos le escocían, se<br />

veía obligado a entornarlos para procurarse un alivio. Y, antes <strong>de</strong><br />

entrar en la Sala <strong>de</strong> Audiencias, <strong>de</strong>scubrió la pequeña puerta <strong>de</strong> la<br />

habitación don<strong>de</strong> se había entrevistado con su tío.<br />

Luego oyó una voz, cuya proce<strong>de</strong>ncia ignoraba, que dijo: |A<strong>de</strong>lante<br />

el reo|, y alguien le empujó hacia la puerta <strong>de</strong> nogal labrado que<br />

tenía ante sí. Andaba con <strong>de</strong>sconfianza. <strong>El</strong> sol posado en las<br />

vidrieras le cegaba y el artesonado <strong>de</strong>l techo y los largos cortinones<br />

rojos se imponían. <strong>El</strong> carcelero, que le conducía <strong>de</strong>l brazo, le sentó<br />

en una silla. Entonces divisó al Tribunal ante él, tras la mesa larga,<br />

sobre la tarima, allí don<strong>de</strong> terminaba la alfombra granate que<br />

cubría el pasillo <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la puerta.<br />

La escena se ajustaba, punto por punto, a lo que le había ido<br />

anunciando fray Domingo, el inquisidor en el centro, envuelto en<br />

sotana negra, la cabeza cubierta por un bonete <strong>de</strong> cuatro puntas, el<br />

rostro alargado y grave. A su <strong>de</strong>recha el secretario, religioso y<br />

ensotanado también, asimismo circunspecto y lóbrego y, a la<br />

izquierda, envuelto en una severa loba negra, el escribano, un<br />

hombre civil, <strong>de</strong> bastantes años menos que los dos clérigos.<br />

Apenas le dio tiempo <strong>de</strong> distinguir, antes <strong>de</strong> que sonara la<br />

campanilla, que las orejas <strong>de</strong>l inquisidor eran traslúcidas y<br />

<strong>de</strong>spegadas.<br />

Inmediatamente se inclinó hacia a<strong>de</strong>lante y experimentó una rara<br />

sensación, como si su cuerpo se <strong>de</strong>sdoblase, y una mitad <strong>de</strong> él<br />

escuchase las respuestas que daba la otra mitad a las preguntas <strong>de</strong>l<br />

eclesiástico. Mas, a poco <strong>de</strong> empezar, se esfumaron las siluetas <strong>de</strong>l<br />

estrado, el artesonado, la alfombra y los cortinones, y únicamente<br />

permaneció la voz opaca <strong>de</strong>l inquisidor, una voz acusadora,<br />

intimidatoria, y las respuestas escuetas, precipitadas, <strong>de</strong> su otro yo<br />

en un peloteo verbal picado, sin interrupciones, como si la premura<br />

en la formulación <strong>de</strong> las preguntas garantizase la veracidad <strong>de</strong> las<br />

respuestas. Sin embargo aquella voz dura y bien timbrada no


parecía afectar a la luci<strong>de</strong>z <strong>de</strong> las réplicas <strong>de</strong> su otro yo, <strong>de</strong> su yo<br />

<strong>de</strong>sdoblado:<br />

—¿Quién pervirtió a vuesa merced?<br />

—D... disculpe su eminencia pero no puedo respon<strong>de</strong>r a esa<br />

pregunta; lo he jurado.<br />

—¿Es cierto que vuesa merced posee una hacienda importante en<br />

Pedrosa?<br />

—Es cierto, señoría.<br />

—¿No conoció ahí a don Pedro Cazalla, párroco <strong>de</strong>l pueblo?<br />

—Le conocí y nos tratamos.<br />

Ambos somos aficionados al campo y paseábamos juntos y él me<br />

hacía curiosas observaciones sobre los pájaros.<br />

—¿Le hablaba <strong>de</strong> pájaros su paternidad?<br />

—No sólo <strong>de</strong> pájaros, señoría.<br />

Otras veces me hablaba <strong>de</strong> sapos.<br />

Ahora recuerdo una conversación que mantuvimos sobre sapos en las<br />

salinas <strong>de</strong>l Cenagal. Es un naturalista perspicaz.<br />

—Y ¿don Carlos <strong>de</strong> Seso?<br />

¿Participaba el señor <strong>de</strong> Seso <strong>de</strong> esas divagaciones?<br />

—A don Carlos apenas lo traté. En una ocasión le encontramos en el<br />

camino <strong>de</strong> Toro, pero no hablamos <strong>de</strong> pájaros ni <strong>de</strong> sapos. Iba a ser<br />

nombrado corregidor <strong>de</strong> la villa y había acudido allí a visitar a unos<br />

amigos.<br />

—¿Había amistad entre don Carlos <strong>de</strong> Seso y Pedro Cazalla?<br />

—Se conocían, conversaban.<br />

Ahora bien, si había amistad entre ellos no puedo <strong>de</strong>círselo, ni<br />

tampoco el grado <strong>de</strong> la misma.<br />

—¿Nunca le habló don Pedro <strong>de</strong> religión en sus paseos?


—Hablábamos <strong>de</strong> los más diversos temas; con seguridad la religión<br />

sería uno <strong>de</strong> ellos.<br />

—¿Consi<strong>de</strong>ra vuesa merced la religión un tema importante?<br />

—La religión pertenece al rincón más íntimo <strong>de</strong>l alma —dijo<br />

Cipriano recordando la expresión <strong>de</strong> su tío.<br />

—Creyéndolo así, ¿es posible que no recuer<strong>de</strong> ninguna conversación<br />

sobre religión con don Pedro Cazalla? ¿Cómo es posible que recuer<strong>de</strong><br />

lo referente a los sapos y no lo que <strong>de</strong>cía <strong>de</strong> Dios?<br />

—<strong>El</strong> hombre es un animal muy complejo, eminencia.<br />

—Y ¿con don Carlos <strong>de</strong> Seso?<br />

—¿Con don Carlos <strong>de</strong> Seso, qué?<br />

—¿Hablaron alguna vez <strong>de</strong> religión?<br />

—Le conocí, como le he dicho, en el camino <strong>de</strong> Toro, él iba<br />

cabalgando y nosotros a pie. Montaba un pura sangre <strong>de</strong> mucho<br />

nervio; me interesó más la montura que el caballero, ésta es la<br />

verdad.<br />

—¿Le gustan a vuesa merced los caballos?<br />

—Los caballos <strong>de</strong> raza me producen verda<strong>de</strong>ra fascinación.<br />

—¿No hizo vuesa merced un viaje a Francia en 1557 con su caballo<br />

“Pispás”?<br />

—Así fue, señoría.<br />

—¿Quién le ayudó a pasar el Pirineo?<br />

—<strong>El</strong> guía Pablo Echarren, un navarro. Era el mejor conocedor <strong>de</strong> la<br />

montaña y supongo que lo sigue siendo.<br />

—¿Quién se lo recomendó?<br />

—Entre la gente que visita Francia con frecuencia, Echarren es un<br />

personaje familiar. Le diría más: es una institución.<br />

—¿Llegó vuesa merced hasta Alemania en ese viaje?


—Estuve en varias ciuda<strong>de</strong>s alemanas, señoría.<br />

—¿Quién le indujo a visitar Alemania?<br />

—Soy comerciante, eminencia, el creador <strong>de</strong>l “zamarro <strong>de</strong> Cipriano”<br />

<strong>de</strong>l que quizás haya oído hablar. Tengo amigos y corresponsales en<br />

el extranjero con los que estoy en relación permanente.<br />

—¿No había motivos religiosos en ese viaje?<br />

—Me parece que lo que vuestra paternidad <strong>de</strong>sea saber es cuál es mi<br />

fe. ¿No es así? Si le digo que la doctrina <strong>de</strong>l beneficio <strong>de</strong> Cristo me<br />

cautivó po<strong>de</strong>mos ahorrarnos algunas palabras. Y si uno acepta esa<br />

doctrina forzosamente tiene que aceptar otras cosas que <strong>de</strong>rivan <strong>de</strong><br />

ella.<br />

—¿Reconoce entonces vuesa merced que en los últimos años ha<br />

vivido en el error?<br />

—Error no es la palabra apropiada, señoría. Creo en lo que creo <strong>de</strong><br />

buena fe.<br />

—¿Cree en lo que predica?<br />

—Nunca fui proselitista, señoría. Simplemente he procurado ser fiel<br />

a mi creencia.<br />

—¿Es cierto que mensualmente se reunían en conventículos en casa<br />

<strong>de</strong> doña Leonor <strong>de</strong> Vivero, madre <strong>de</strong> los Cazalla?<br />

—Conocí a esta señora y al Doctor a través <strong>de</strong> mi amigo Pedro<br />

Cazalla, hijo y hermano, respectivamente, <strong>de</strong> los citados.<br />

De pronto se abrió una pausa y el escribano levantó los ojos por<br />

primera vez. Estaba sometido a una prueba <strong>de</strong> resistencia. Cipriano<br />

escuchaba las respuestas <strong>de</strong> su doble, con los ojos cerrados,<br />

complacidamente. Era lo que respon<strong>de</strong>ría él si se le diera la<br />

oportunidad <strong>de</strong> reflexionar. Su doble no acusaba, no mentía, no<br />

<strong>de</strong>lataba, pero no por ello <strong>de</strong>satendía las preguntas <strong>de</strong> su eminencia,<br />

aunque a éste no parecieran agradarle sus respuestas.<br />

Su voz se hizo aún más opaca cuando le dijo:


—Vuesa merced trata <strong>de</strong> eludir mis preguntas aunque no ignore que<br />

dispongo <strong>de</strong> sistemas eficaces para <strong>de</strong>satar las lenguas. ¿Ha oído<br />

hablar <strong>de</strong>l tormento?<br />

—Desgraciadamente, señoría.<br />

—Y ¿<strong>de</strong>l purgatorio?<br />

—También, señoría.<br />

—¿Cree en él?<br />

—Si tengo fe y admito que Cristo sufrió y murió por mí, huelga toda<br />

pena temporal. Otra cosa sería <strong>de</strong>sconfiar <strong>de</strong> su sacrificio.<br />

—Y en la Iglesia Romana, ¿cree?<br />

—Creo firmemente en la Iglesia <strong>de</strong> los Apóstoles.<br />

—¿No se arrepiente <strong>de</strong> haber abrazado la nueva doctrina?<br />

—Yo no la acepté por soberbia, codicia o vanidad, señoría.<br />

Simplemente me encontré con ella. Pero no me resistiría a apostatar<br />

si vuestra reverencia me convenciera <strong>de</strong> mi error, aunque nunca lo<br />

haría por salvar la vida.<br />

—¿No sintió escrúpulos al asumirla?<br />

—Antes los tuve, eminencia, en mi juventud. En ese sentido, la nueva<br />

doctrina aquietó mi espíritu.<br />

—¿Tan ciego es que no ve los excesos <strong>de</strong> Lutero?<br />

—Vuestra eminencia y un servidor buscamos a un mismo Dios por<br />

distintos caminos pero en toda interpretación humana <strong>de</strong>l hecho<br />

religioso supongo que se cometen errores.<br />

—Por última vez, señor Salcedo, antes <strong>de</strong> apelar a procedimientos<br />

más persuasivos, ¿tendría la bondad <strong>de</strong> respon<strong>de</strong>rme a estas dos<br />

sencillas preguntas?<br />

Primera:<br />

¿Quién le pervirtió?<br />

Segunda:<br />

¿Quién le indujo a viajar a Alemania en abril <strong>de</strong> 1557?


—Tropecé con la nueva doctrina, señoría, como se tropieza con una<br />

mujer que mañana será nuestra esposa, casualmente. En lo que<br />

atañe a su segunda pregunta, le repito que un hombre <strong>de</strong> negocios<br />

tiene el <strong>de</strong>ber <strong>de</strong> viajar al extranjero <strong>de</strong> vez en cuando. Los<br />

merca<strong>de</strong>res <strong>de</strong> Anvers son unos <strong>de</strong> mis corresponsales a quienes<br />

visité en ese viaje. Si su eminencia lo duda pue<strong>de</strong> dirigirse a ellos.<br />

En el lecho, tendido y sosegado, los brazos estirados a lo largo <strong>de</strong>l<br />

cuerpo, los ojos cerrados, Cipriano volvió a encontrarse consigo<br />

mismo. Ahora notaba en la cabeza el esfuerzo <strong>de</strong> la concentración, el<br />

reconcomio pasado ante el Tribunal. Fray Domingo, arrastrando los<br />

hierros, se había aproximado a él al regresar a la celda y sonrió<br />

cuando Cipriano le dijo que todo había sido tal y como él se lo había<br />

anunciado. No pormenorizó el coloquio cuando el dominico inquirió<br />

<strong>de</strong>talles. Simplemente le dijo que los juzgadores eran tres, aunque<br />

únicamente preguntaba el inquisidor, los otros dos tomaban notas.<br />

La voz <strong>de</strong>l presi<strong>de</strong>nte dominaba todo, pero mi reserva mental, dijo,<br />

no pareció irritarle.<br />

Tres días <strong>de</strong>spués, muy <strong>de</strong> mañana, el alcai<strong>de</strong> y el carcelero le<br />

recogieron en su celda. No le prepararon, ni le explicaron, ni le<br />

dijeron más que una sola palabra:<br />

síganos. Y él los siguió por las húmedas losas <strong>de</strong>l zaguán, por el<br />

corredor permeable y bajo <strong>de</strong> techo.<br />

Cipriano temía por sus ojos, pero esta vez el alcai<strong>de</strong> tomó el camino<br />

<strong>de</strong> los sótanos a través <strong>de</strong> una escalera <strong>de</strong> piedra <strong>de</strong> peldaños<br />

<strong>de</strong>siguales. Allí le esperaban ya el inquisidor, con su bonete <strong>de</strong><br />

cuatro puntas y sus orejas traslúcidas, el secretario y el escribano<br />

sentado a una mesa ante un rimero <strong>de</strong> papeles blancos. Próximos a<br />

ellos, <strong>de</strong> pie, había otras dos personas y Cipriano <strong>de</strong>dujo, conforme a<br />

las explicaciones <strong>de</strong> fray Domingo, que el hombre <strong>de</strong> la loba oscura<br />

era el médico, y, el verdugo, el <strong>de</strong>l pecho <strong>de</strong>scubierto y los calzones<br />

cortos, <strong>de</strong> tela basta. Ante ellos, en una mazmorra amplia,<br />

tímidamente alumbrada por dos candiles, bailaban una serie <strong>de</strong><br />

extraños artilugios, como los aparatos <strong>de</strong> un circo.<br />

Antes <strong>de</strong> que el verdugo entrara en acción, el inquisidor volvió a<br />

preguntarle quién le pervirtió y quién le or<strong>de</strong>nó viajar a Alemania en<br />

abril <strong>de</strong> 1557. Cipriano Salcedo, que agra<strong>de</strong>cía la penumbra <strong>de</strong>l<br />

lugar, dijo suavemente que tres días antes, en el interrogatorio <strong>de</strong> la<br />

sala, había dicho sobre el particular lo que sabía. Entonces, el<br />

inquisidor or<strong>de</strong>nó al verdugo que dispusiera la garrucha que colgaba


<strong>de</strong>l techo. Cipriano temía más los preparativos <strong>de</strong>l suplicio que el<br />

suplicio mismo. Ante la vida había temido siempre más al amago<br />

que a la realidad por muy cruel y exigente que ésta fuera. Pero<br />

cuando el verdugo le ató las muñecas a la polea, le izó y le <strong>de</strong>jó<br />

suspendido en el aire, tuvo el convencimiento <strong>de</strong> que, en su caso, la<br />

garrucha resultaría ineficaz. Le habían <strong>de</strong>snudado <strong>de</strong> la cintura<br />

para arriba y el inquisidor hizo un sorprendido comentario sobre la<br />

<strong>de</strong>sproporcionada musculatura <strong>de</strong>l reo. <strong>El</strong> objetivo <strong>de</strong> la garrucha<br />

era <strong>de</strong>sarticular al torturado en virtud <strong>de</strong> su propio peso, pero el<br />

verdugo no contaba con que el cuerpo <strong>de</strong> Cipriano era liviano, y<br />

nervudas sus extremida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> modo que la suspensión, al ser capaz<br />

<strong>de</strong> flexionar fácilmente sus brazos, no produjo efecto alguno. <strong>El</strong><br />

verdugo consultó al inquisidor con la mirada y éste señaló la gran<br />

pesa que había en el suelo y que el verdugo ató a sus pies sin<br />

<strong>de</strong>mora. Tornó luego a suspen<strong>de</strong>rlo en el vacío <strong>de</strong> manera que<br />

Cipriano flotó en el aire, los brazos flexionados, como un atleta en<br />

las poleas, penduleando, la pesa inútil amarrada a sus pies. <strong>El</strong><br />

inquisidor sentía frío y torcía la boca; experimentaba una rara<br />

frustración:<br />

—<strong>El</strong> potro —dijo lacónicamente.<br />

<strong>El</strong> verdugo le <strong>de</strong>sató <strong>de</strong> la garrucha y le ató por las cuatro<br />

extremida<strong>de</strong>s a una especie <strong>de</strong> bastidor, don<strong>de</strong> cuatro tambores <strong>de</strong><br />

hierro permitían, girándolos, tensar a voluntad el cuerpo <strong>de</strong>l<br />

torturado.<br />

Durante las primeras vueltas Cipriano casi sintió placer. Aquel<br />

aparato le ayudaba a estirar sus miembros y, <strong>de</strong> este modo, salía <strong>de</strong>l<br />

agarrotamiento en que había vivido los últimos meses. Pero el<br />

verdugo, que no buscaba su placer, seguía girando el husillo hasta<br />

que el estiramiento <strong>de</strong> brazos y piernas alcanzó un punto doloroso.<br />

En ese momento, el inquisidor interrumpió la tortura:<br />

—Por última vez —dijo— ¿pue<strong>de</strong> <strong>de</strong>cirme vuesa merced quién le<br />

convirtió a la maldita secta <strong>de</strong> Lutero?<br />

Cipriano guardó silencio. Aún lo repitió otra vez el inquisidor, pero,<br />

en vista <strong>de</strong> su mutismo, hizo un leve gesto con la cabeza al verdugo.<br />

<strong>El</strong> hombre <strong>de</strong> la loba se aproximó al torturado, mientras el verdugo<br />

daba vueltas a los husillos, atirantaba el cuerpo <strong>de</strong>l reo.<br />

La única ventaja <strong>de</strong> esta forma <strong>de</strong> tortura, pensó Cipriano, era la<br />

manera paulatina en que se entraba en él, <strong>de</strong> forma que entre cada<br />

vuelta <strong>de</strong> tambor se producía en el cuerpo una especie <strong>de</strong> <strong>de</strong>scanso,


<strong>de</strong> habituamiento. Pero cuando la tensión aumentó, Cipriano sintió<br />

un dolor agudísimo en axilas e ingles.<br />

Era como si una fuerza abrumadora, lenta y creciente, intentara<br />

sacar las apófisis <strong>de</strong> los huesos <strong>de</strong> sus respectivas cavida<strong>de</strong>s, un<br />

<strong>de</strong>scoyuntamiento. Pero, conforme con su vieja filosofía, se metió <strong>de</strong><br />

golpe en el dolor, lo aceptó. Creía que una vez <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> él, el dolor,<br />

por intenso que fuese, <strong>de</strong>vendría en algo ajeno, se haría más fútil y<br />

soportable. Pero, al violento dolor inicial, se fueron añadiendo otros<br />

en el espinazo, codos y rótulas, en las cabezas <strong>de</strong> músculos y<br />

nervios. Entreabrió los párpados cuando el verdugo interrumpió el<br />

suplicio para dar ocasión al inquisidor <strong>de</strong> formular <strong>de</strong> nuevo su<br />

pregunta pero, ante su silencio obstinado, aquél volvió a girar las<br />

tuercas, <strong>de</strong> forma que la suma <strong>de</strong> todos los dolores se fue<br />

convirtiendo en un único dolor, su columna dorsal se rompía, estaba<br />

siendo <strong>de</strong>scuartizado. Y la tensión <strong>de</strong> los nervios, al confluir en el<br />

cerebro, le provocaron una horrible punzadura, que gradualmente<br />

fue creciendo en intensidad, hasta alcanzar un punto insoportable.<br />

Cipriano, en ese momento, perdió el control <strong>de</strong> su voluntad, emitió<br />

un terrible alarido y su cabeza cayó sobre el pecho.<br />

Más tar<strong>de</strong>, ya en el catre, bajo las atenciones <strong>de</strong>l médico, recuperó el<br />

conocimiento, experimentó la extraña sensación <strong>de</strong> que todos los<br />

huesos <strong>de</strong> su cuerpo estaban <strong>de</strong>scoyuntados, fuera <strong>de</strong> sitio. Cada<br />

movimiento, por leve que fuera, se traducía en un sordo dolor, por lo<br />

que Salcedo extremó la inmovilidad que venía a transformar el dolor<br />

en algo más lleva<strong>de</strong>ro, una sensación <strong>de</strong> cansancio infinito.<br />

Fray Domingo mostró en los días siguientes una sensibilidad que<br />

Salcedo no sospechaba. Se sentaba en la banqueta, a la cabecera <strong>de</strong><br />

la cama, y trataba <strong>de</strong> convencerle <strong>de</strong> la sinrazón <strong>de</strong> su resistencia,<br />

<strong>de</strong> que el Santo Oficio conocía <strong>de</strong> sobra que habían sido Pedro<br />

Cazalla y don Carlos <strong>de</strong> Seso quienes le incorporaron al grupo. Le<br />

advertía que el tormento no era un recurso aislado, que en un<br />

principio lo fue, pero que la Inquisición había inventado la figura <strong>de</strong><br />

la suspensión, según la cual la tortura podía reanudarse una vez<br />

que el reo se hubiera recuperado. Entonces, <strong>de</strong>cía, ¿quién ha salido<br />

beneficiado <strong>de</strong>l silencio <strong>de</strong> vuesa merced? ¿Por qué callar?<br />

Una tar<strong>de</strong> en que Rojas insistía en estos argumentos, Cipriano le dijo<br />

con muy poca voz:<br />

—Y... y ¿no cree vuestra paternidad que el perjurio, aparte un<br />

fracaso personal, es un grave pecado?


Fray Domingo no lo entendía así, le molestaban las gran<strong>de</strong>s<br />

palabras, enseguida procuraba escapar <strong>de</strong> su influencia. <strong>El</strong> hombre<br />

<strong>de</strong>bía adaptarse a las circunstancias, <strong>de</strong>cía, evitar el tono heroico,<br />

imbuirse el convencimiento <strong>de</strong> que el hecho <strong>de</strong> aceptar que alguien<br />

atentase contra nuestra integridad era una falta más grave que el<br />

mismo perjurio. Cipriano apelaba a los mártires y el dominico le<br />

<strong>de</strong>cía que los tiempos <strong>de</strong>l testimonio habían pasado. <strong>El</strong> cristianismo<br />

estaba firmemente asentado en el mundo, no precisaba ya <strong>de</strong><br />

sacrificios personales.<br />

Dos semanas <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la tortura, Dato, el ayudante <strong>de</strong> carcelero,<br />

le pasó un billete directo <strong>de</strong> doña Ana Enríquez:<br />

|Muy apreciado amigo —le <strong>de</strong>cía—. Voy a pedirle una gran merced.<br />

Sé que le han dado tormento por no revelar el nombre <strong>de</strong> sus<br />

pervertidores. Por favor, no sea obstinado. Poner en riesgo la vida<br />

que Nuestro Señor nos ha regalado revela una actitud <strong>de</strong>s<strong>de</strong>ñosa<br />

hacia el Creador. Satisfacer en algo a los inquisidores, pronunciar<br />

una palabra que les sea grata y les haga sentirse momentáneamente<br />

victoriosos, no significa doblegarse. Téngalo presente, pues su vida,<br />

sin que usted lo sospeche, pue<strong>de</strong> un día ser necesaria para alguien.<br />

>Recuerdo su visita a La Confluencia, la finca <strong>de</strong> mi padre, con<br />

ocasión <strong>de</strong> las ligerezas <strong>de</strong> Cristóbal <strong>de</strong> Padilla que tan caras<br />

estamos pagando todos. Aquellos minutos felices <strong>de</strong> un otoño<br />

dorado, paseando en su amable compañía por el jardín, me han<br />

<strong>de</strong>jado honda huella.<br />

¿Nos darán ocasión <strong>de</strong> revivir aquellas horas algún día? Cuí<strong>de</strong>se,<br />

piense en que únicamente dispone <strong>de</strong> una vida y está obligado a<br />

guardarla. Le saluda con respeto y estima Ana Enríquez|.<br />

Cipriano se animó al leer la carta cuyo contenido disipó el acre<br />

sabor a ceniza que el tormento le había <strong>de</strong>jado. ¿Qué quería <strong>de</strong>cir<br />

Ana Enríquez con aquello <strong>de</strong> que su vida podía ser algún día<br />

necesaria para alguien? ¿A quién se refería? Disponía <strong>de</strong> papel y<br />

pluma y su primer impulso fue contestarla, pero el intento resultó<br />

fallido, las palabras precisas no acudían a su mente o se enredaban<br />

entre sí, carecía <strong>de</strong> la necesaria luci<strong>de</strong>z para redactar una frase<br />

coherente.<br />

Días <strong>de</strong>spués, dueño <strong>de</strong> sí mismo, se sintió capaz <strong>de</strong> hilvanar unas<br />

líneas. Las releyó varias veces antes <strong>de</strong> confiarlas a Dato:<br />

|Muy apreciada amiga —<strong>de</strong>cía—.


Gracias por su interés, por la merced que me hace al preocuparse<br />

por mi salud. También yo recuerdo con emoción aquel paseo otoñal<br />

por los jardines <strong>de</strong> La Confluencia, como recuerdo su perfil en los<br />

conventículos, su fervor, su entrega, aquella mano blanca levantada<br />

pidiendo vez para intervenir en los coloquios, y, muy en particular,<br />

vuestra presencia en mi casa el día <strong>de</strong> la huida, vuestra <strong>de</strong>spedida,<br />

aquel gesto imprevisto y efusivo con que me dijo adiós.<br />

Créame que aquel instante me ha confortado mucho, me ha<br />

entonado en los dolorosos momentos por los que he atravesado.<br />

¿Pasará todo esto algún día? De momento le encarezco que no sufra<br />

por mí. Cumplir lo que estimamos nuestro <strong>de</strong>ber ya encierra en sí<br />

mismo una recompensa. Os saluda con respeto y estima Cipriano<br />

Salcedo|.<br />

<strong>El</strong> otoño vino muy frío y Cipriano, cada vez más <strong>de</strong>bilitado, pasaba<br />

los días tendido en el catre, cubierto con la manta cuartelera. <strong>El</strong><br />

alcai<strong>de</strong> no había ido en su busca y Cipriano pensaba si en la<br />

interrupción <strong>de</strong>l tormento no tendría su tío algo que ver. A primeros<br />

<strong>de</strong> noviembre recibió <strong>de</strong> su parte un zamarro forrado <strong>de</strong> piel <strong>de</strong><br />

jineta y una capa segoviana. Sin embargo, el tío Ignacio no se <strong>de</strong>jó<br />

ver. Seguramente la frecuencia <strong>de</strong> las visitas a un inculpado <strong>de</strong><br />

herejía representaría un <strong>de</strong>mérito en su carrera. Por su parte, fray<br />

Domingo seguía leyendo libros que le facilitaba la Inquisición. A<br />

mediados <strong>de</strong> diciembre fue llamado a la Sala <strong>de</strong> Audiencias y<br />

regresó tres horas más tar<strong>de</strong>, sin ganas <strong>de</strong> contarle las inci<strong>de</strong>ncias<br />

<strong>de</strong>l juicio. Lo esperado, <strong>de</strong>cía, lo <strong>de</strong> siempre. Se tendió en el catre y<br />

reanudó sus lecturas como si nada hubiera ocurrido.<br />

En vísperas <strong>de</strong> Navidad, cuando ya no lo esperaba, Dato le entregó<br />

unas líneas <strong>de</strong> Ana Enríquez felicitándole la Pascua. Era una misiva<br />

halagüeña en su primera parte, don<strong>de</strong> subrayaba su probidad, su<br />

inteligencia, el hecho <strong>de</strong> haber echado sobre sus hombros, sin pedir<br />

nada a cambio, la seguridad <strong>de</strong>l grupo. |En esa hora, <strong>de</strong>cía, me di<br />

cuenta <strong>de</strong> que vuesa merced no me era indiferente.| <strong>El</strong> corazón <strong>de</strong><br />

Cipriano se aceleraba, amagaba con <strong>de</strong>sbocarse. Aquello era<br />

<strong>de</strong>masiado, no era precisamente una <strong>de</strong>claración <strong>de</strong> amor, pero sí la<br />

constatación <strong>de</strong> haberlo distinguido entre los <strong>de</strong>más miembros <strong>de</strong> la<br />

secta. Mas, por si cupiera aún alguna duda, en el párrafo siguiente<br />

porfiaba: |Ahora quizá comprenda mejor vuesa merced mi interés<br />

por su suerte|. Cipriano Salcedo se conmovió. Por vez primera, a los<br />

cuarenta y un años, estaba viviendo una experiencia amorosa propia<br />

<strong>de</strong> la adolescencia.<br />

Evocaba <strong>de</strong>talles <strong>de</strong> la figura <strong>de</strong> Ana, su collar <strong>de</strong> perlas, su<br />

turbante rojo, su blanca mano enjoyada levantándose como un


pájaro en los conventículos, su voz cálida, como inflamada. ¿Sería<br />

posible, Señor, que aquella singular criatura hubiera puesto sus ojos<br />

en él? Le contestó escuetamente, <strong>de</strong>seándole felicidad y suerte,<br />

diciéndole que aquellas Pascuas, pese a todo, quedarían en su vida<br />

como un hito inolvidable. Su carta, <strong>de</strong>cía, rezuma esperanza, |vos<br />

sentís, señora, la ilusión <strong>de</strong> que algo nace|.<br />

Desgraciadamente no podía compartir su optimismo: |La i<strong>de</strong>a <strong>de</strong><br />

que algo concluye prevalece en mí|, <strong>de</strong>cía. Mas también reconocía<br />

que nunca había sido insensible a su presencia. |Admiré siempre<br />

vuestra sagacidad, vuestra discreción, vuestro aplomo y, ¡cómo no!,<br />

vuestra belleza|, añadía en un impulso <strong>de</strong> sinceridad. Y en su<br />

<strong>de</strong>spedida, le confirmaba su respeto y cariño.<br />

Dato se convirtió en el correo interior entre doña Ana Enríquez y<br />

Cipriano Salcedo. Las misivas se cruzaban entre ellos cada vez con<br />

mayor frecuencia y ponían un punto <strong>de</strong> luz y esperanza en la<br />

sordi<strong>de</strong>z <strong>de</strong> las mazmorras. Ana iba siempre por <strong>de</strong>lante en<br />

efusividad y confianza. |Catalina <strong>de</strong> Reinoso, una <strong>de</strong> las monjas <strong>de</strong><br />

Belén, compañera <strong>de</strong> celda, aduce la diferencia <strong>de</strong> edad como un<br />

obstáculo entre nosotros|, <strong>de</strong>cía doña Ana Enríquez en carta <strong>de</strong> 6 <strong>de</strong><br />

febrero. Y agregaba: |Pero yo digo, ¿qué importa la edad en estos<br />

negocios <strong>de</strong> los sentimientos? ¿Tienen las almas edad?|. Sus<br />

mensajes contenían, <strong>de</strong> una manera o <strong>de</strong> otra, una nota <strong>de</strong><br />

optimismo: |Algún día nos <strong>de</strong>jarán ser felices|, <strong>de</strong>cía. O bien:<br />

|Nuestro paseo por el jardín <strong>de</strong> La Confluencia será el primer<br />

peldaño <strong>de</strong> nuestra historia en común|.<br />

Cipriano Salcedo se mostraba más cauto. A su entusiasmo inicial<br />

vino a poner sordina su promesa un tanto olvidada. La conciencia<br />

empezó a reprocharle su flaqueza, el hecho <strong>de</strong> que se <strong>de</strong>jara llevar<br />

por un fácil sentimiento animando a Ana Enríquez a construir<br />

castillos en el aire. Esta vez <strong>de</strong>moró la respuesta, guardó silencio.<br />

No tenía <strong>de</strong>recho a alentar los proyectos <strong>de</strong> la muchacha cuando él<br />

sabía cuál iba a ser el <strong>de</strong>senlace. Las cosas estaban planteadas <strong>de</strong><br />

tal manera que ante su futuro no cabía alternativa. La Inquisición<br />

nunca aceptaría su silencio pero tampoco él estaba dispuesto a<br />

romperlo porque le favoreciese. Preparó borrador tras borrador, pero<br />

uno <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> otro los rompía. Fray Domingo le miraba <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su<br />

cama:<br />

—¿Prepara vuesa merced su testamento?<br />

Cipriano no respondió a la broma <strong>de</strong>l reverendo. Al fin y al cabo lo<br />

que trataba <strong>de</strong> escribir guardaba bastante semejanza con un<br />

testamento. Por eso, tras la pregunta <strong>de</strong>l dominico, resolvió hablar


claro, como si fuera —¿lo era tal vez?— su última voluntad. La<br />

amaba, esto era esencial. La amaba por encima <strong>de</strong> todas las cosas.<br />

Y, sin embargo, entre ambos se levantaban dos obstáculos<br />

insalvables: el voto <strong>de</strong> castidad ofrecido espontáneamente por él a<br />

Nuestro Señor hacía más <strong>de</strong> un año y su resolución <strong>de</strong> no incurrir en<br />

perjurio <strong>de</strong>latando a quienes le habían acristianado.<br />

Esta actitud suya nunca sería disculpada por el Santo Oficio.<br />

Como si fuera respuesta a su mensaje, Dato le trajo esa tar<strong>de</strong> un<br />

informe <strong>de</strong> proce<strong>de</strong>ncia imprevisible:<br />

|<strong>El</strong> emperador Carlos V acaba <strong>de</strong> fallecer en el Monasterio <strong>de</strong> Yuste,<br />

lamentando no haber dado muerte a Lutero cuando le tuvo en sus<br />

manos en Worms. En el codicilo <strong>de</strong> su testamento exige con<br />

autoridad <strong>de</strong> padre a su hijo Felipe que castigue a los herejes con<br />

todo rigor y conforme a sus culpas, sin excepción ni respeto para<br />

persona alguna.<br />

Por su parte, el nuevo rey Felipe II ha ben<strong>de</strong>cido el “santo celo” <strong>de</strong> su<br />

padre|.<br />

A partir <strong>de</strong> este momento, y como si Dato hubiera ido almacenando<br />

la correspon<strong>de</strong>ncia en espera <strong>de</strong> que la crisis amorosa <strong>de</strong> Cipriano se<br />

resolviera, empezaron a llegar papeles <strong>de</strong> toda laya, <strong>de</strong>claraciones,<br />

noticias, informes, mensajes en torno a los procesos <strong>de</strong> los hermanos<br />

Cazalla, don Carlos <strong>de</strong> Seso, su vecino <strong>de</strong> celda, fray Domingo, un<br />

informe <strong>de</strong>l arzobispo <strong>de</strong> Toledo y varias comunicaciones más que<br />

Cipriano or<strong>de</strong>nó cronológicamente antes <strong>de</strong> tumbarse en el petate y<br />

cubrirse con su capa segoviana. Habituado a la <strong>de</strong>lación, poco<br />

podían impresionarle ya las <strong>de</strong>claraciones <strong>de</strong> sus compañeros.<br />

Leyó <strong>de</strong>scorazonado la confesión <strong>de</strong> su amigo Pedro Cazalla:<br />

|Un día, encontróme don Carlos <strong>de</strong> Seso, corregidor <strong>de</strong> Toro, en<br />

Pedrosa, a la puerta <strong>de</strong> la iglesia <strong>de</strong> don<strong>de</strong> soy párroco, pensando en<br />

el beneficio <strong>de</strong> Cristo y me dijo <strong>de</strong> pronto que no había purgatorio y<br />

que podía <strong>de</strong>mostrármelo. Y tal maña se dio que me <strong>de</strong>jó convencido<br />

<strong>de</strong> ello aunque con el espíritu lleno <strong>de</strong> zozobra y ansiedad (el reo<br />

contó aquí el episodio <strong>de</strong> la visita <strong>de</strong> Seso a Carranza en el Colegio<br />

<strong>de</strong> San Gregorio, escena que no repetimos por ser sobradamente<br />

conocida <strong>de</strong> todos).<br />

Hablé luego <strong>de</strong> ello con el bachiller Herrezuelo, no para que yo le<br />

enseñara sino que fue él quien me transmitió lo <strong>de</strong> la justificación<br />

por la fe sin necesidad <strong>de</strong> las obras e insistió en la inexistencia <strong>de</strong>l


purgatorio. Igualmente, Cristóbal <strong>de</strong> Padilla pasó tres veces por mi<br />

casa en Pedrosa y me habló <strong>de</strong> la misma materia y yo le encarecí<br />

que no volviera a hacerlo.<br />

Del mismo negocio trató también conmigo un criado que yo tenía,<br />

Juan Sánchez <strong>de</strong> nombre, pero le acogí con aspereza, y él,<br />

disgustado, <strong>de</strong>jó mi servicio y yo me holgué <strong>de</strong> ello. Por último, hablé<br />

<strong>de</strong> estos asuntos con mi compañero <strong>de</strong> estudios fray Domingo <strong>de</strong><br />

Rojas y, antes <strong>de</strong> que yo le apuntara el tema <strong>de</strong>l purgatorio, me salió<br />

con ello y estaba en ello|.<br />

A Cipriano le rezumaban los ojos enfermos ante tanta mezquindad.<br />

Carlos <strong>de</strong> Seso, en cambio, aunque atribuía al recién nombrado<br />

arzobispo Carranza el origen <strong>de</strong> la secta, trataba <strong>de</strong> convencer al<br />

Tribunal <strong>de</strong> su inocencia en la cuestión <strong>de</strong>l purgatorio. Disfrazaba la<br />

verdad en su provecho:<br />

|Mi intención al hablar a alguno <strong>de</strong> la no existencia <strong>de</strong>l purgatorio<br />

no era la <strong>de</strong> apartarle <strong>de</strong> la Iglesia sino <strong>de</strong> aumentar su fe en la<br />

Pasión <strong>de</strong> Jesucristo. Nunca dogmaticé, ni hice juntas ni reuniones<br />

sino que si se presentaba la ocasión daba mi opinión sobre el<br />

particular. Seso acabó pidiendo misericordia por el escándalo que<br />

había dado, puntualizando sus i<strong>de</strong>as sobre el purgatorio, <strong>de</strong>l que<br />

dijo que _|no existe para aquellos que mueren unidos a Cristo,<br />

sirviéndole y confesando sus pecados|. Informó que sus i<strong>de</strong>as<br />

luteranas nacieron en Verona durante su juventud, oyendo hablar a<br />

un conocido predicador. En las últimas frases <strong>de</strong> su <strong>de</strong>claración<br />

expresó su <strong>de</strong>seo <strong>de</strong> morir en el seno <strong>de</strong> la Iglesia|.<br />

Sorprendió a Cipriano el tono <strong>de</strong>l corregidor <strong>de</strong> Toro, su humildad y<br />

acatamiento. Su confesión, parte <strong>de</strong> ella al menos, no marchaba <strong>de</strong><br />

acuerdo con su conducta. Atribuyó el reblan<strong>de</strong>cimiento <strong>de</strong> don<br />

Carlos a las duras condiciones <strong>de</strong> la prisión, a la enfermedad <strong>de</strong> la<br />

que daban cuenta los doctores <strong>de</strong> la cárcel secreta, Bartolomé Gálvez<br />

y Miguel Sahagún, en nota aparte:<br />

|<strong>El</strong> doctor Gálvez, médico <strong>de</strong>l Consejo General <strong>de</strong> la Inquisición,<br />

encuentra al reo, don Carlos <strong>de</strong> Seso, preso en la cárcel secreta <strong>de</strong><br />

Valladolid, un pulso débil y <strong>de</strong>sigual, con notable flaqueza. En<br />

cuanto a las rodillas, <strong>de</strong> las que se queja el reo, no se observa<br />

mudanza exterior pero, al tocarlas, sí las encuentro muy<br />

agarrotadas.<br />

Y siendo tan antiguo su sufrimiento, y estando peor cada día por el<br />

peso <strong>de</strong> los grillos, me parece conforme a razón ponerle inmediato<br />

remedio.


<strong>El</strong> doctor Sahagún precisa:<br />

pulso flaco y ánimo melancólico y triste. Piernas asimismo flacas en<br />

relación con el cuerpo que lo tiene gordo. Muy envaradas las cuerdas<br />

<strong>de</strong> las rodillas por lo que estima pru<strong>de</strong>nte sacarlo <strong>de</strong>l ruin aposento<br />

en que está encerrado.<br />

Doctores Gálvez y Sahagún|.<br />

Por su parte el Doctor, don Agustín Cazalla, parecía <strong>de</strong>rrumbarse,<br />

su pusilanimidad se imponía a su pretendida fe. Leyendo su<br />

<strong>de</strong>claración, el pesimismo sobre su futuro se acentuaba en Cipriano.<br />

Decía así:<br />

|Ante el tormento, el doctor Cazalla prometió confesar y ello le<br />

salvó <strong>de</strong> ser torturado.<br />

Afónico, realizó su confesión por escrito, <strong>de</strong> puño y letra.<br />

Se <strong>de</strong>claró luterano pero no dogmatizante. No había hablado con<br />

nadie que no conociera <strong>de</strong> antes las doctrinas reformistas.<br />

Al sugerirle que informara sobre “él y los otros”, respondió que no<br />

podía hacerlo sin levantar falsos testimonios. Y se ratificó en lo<br />

dicho una vez que se le prometió misericordia. Se comprometió a ser<br />

católico ejemplar si el tribunal respetaba su vida y en todo momento<br />

mostró inequívocas muestras <strong>de</strong> arrepentimiento|.<br />

Conforme leía informes y confesiones, Cipriano sentía aumentar su<br />

<strong>de</strong>solación. A medida que la primavera se aproximaba, crecía el<br />

número <strong>de</strong> papeles que Dato le ofrecía. Pero estaba tan débil que se<br />

sentía incapaz <strong>de</strong> arrastrar los grilletes y se pasaba los días y las<br />

noches tendido en el catre cubierto con la capa. Así iba<br />

<strong>de</strong>sestimando documentos que Dato aportaba, generalmente<br />

cobar<strong>de</strong>s, falaces o maledicentes. <strong>El</strong> carcelero había llegado con él a<br />

tal grado <strong>de</strong> confianza, que le permitía leer por encima los papeles<br />

que le ofrecía antes <strong>de</strong> <strong>de</strong>terminar si se quedaba o no con ellos. En el<br />

fondo, Cipriano siempre había esperado respuesta <strong>de</strong> doña Ana a su<br />

carta <strong>de</strong> <strong>de</strong>spedida, pero ésta no llegaba.<br />

Habría acogido con júbilo dos letras suyas, la continuidad, aun en<br />

pequeñas dosis, <strong>de</strong> los dulces mensajes <strong>de</strong> antaño, pero él mismo,<br />

con su inflexibilidad, había dado carpetazo a aquella<br />

correspon<strong>de</strong>ncia cuya interrupción lamentaba ahora.


Ana Enríquez, siempre <strong>de</strong>licada con la conciencia ajena, había<br />

respetado su promesa y su <strong>de</strong>seo <strong>de</strong> no incurrir en perjurio. Aunque<br />

Cipriano pensaba en ella con frecuencia, el paso <strong>de</strong>l tiempo y la<br />

flaqueza <strong>de</strong> su memoria hacían cada día más difícil la<br />

representación <strong>de</strong> su imagen: las proporciones <strong>de</strong> su perfil, la línea<br />

<strong>de</strong> la boca, un poco dura, el nacimiento <strong>de</strong>l pelo, la forma <strong>de</strong> sus<br />

orejas, eran <strong>de</strong>talles físicos que se le escapaban. En él dominaba la<br />

duda <strong>de</strong> si el silencio <strong>de</strong> Ana vendría impuesto por el respeto o por el<br />

<strong>de</strong>specho y, ante cualquiera <strong>de</strong> los dos casos, sus ojos encarnizados<br />

se llenaban <strong>de</strong> lágrimas y él las <strong>de</strong>jaba fluir mansamente en un<br />

íntimo <strong>de</strong>sahogo.<br />

Postrado en el camastro, los párpados entornados, inmóvil, sus ojos<br />

buscaban el rayo <strong>de</strong> sol vespertino que se a<strong>de</strong>ntraba oblicuamente<br />

por el ventano, en el que flotaban infinidad <strong>de</strong> corpúsculos.<br />

En esta tesitura llegó Dato, con su gorro rojo, como un gnomo, con la<br />

<strong>de</strong>claración <strong>de</strong> fray Domingo, tendido también en su petate, ajeno a<br />

todo. Cipriano aceptó el informe:<br />

|Temperamento inestable —<strong>de</strong>cía el resumen <strong>de</strong> su <strong>de</strong>claración—.<br />

Adhesión tardía al luteranismo y afán proselitista. Vanidoso, el<br />

<strong>de</strong>clarante se presentó ante este Santo Tribunal como viejo miembro<br />

<strong>de</strong> la secta y partidario <strong>de</strong> las nuevas corrientes. Atribuyó sus i<strong>de</strong>as<br />

a su “maestro”, el arzobispo <strong>de</strong> Toledo, don Bartolomé Carranza,<br />

luterano tal vez sin saberlo, o mejor dicho, precursor <strong>de</strong>l luteranismo<br />

en España. De su epístola “Ad Galathas”, dijo que respondía a un<br />

lenguaje luterano y <strong>de</strong> su “Catecismo” que era duro y recio manjar<br />

para los hombres simples, |los cuales no tienen dientes para<br />

mascarlo ni estómago para digerirlo|. Estas cosas, dijo, no <strong>de</strong>ben<br />

ponerse en manos <strong>de</strong> iletrados, sino <strong>de</strong> licenciados y teólogos.<br />

>Al ser llamado al or<strong>de</strong>n por el inquisidor, insistió en que Bartolomé<br />

Carranza podía ser católico pero que oyéndole expresarse no lo<br />

parecía. Y, en una pirueta retórica muy <strong>de</strong> su gusto, fray Domingo<br />

afirmó |que ése era el jarabe que el arzobispo utilizó para ganarlo a<br />

él para la causa|. En conjunto <strong>de</strong>jó al señor arzobispo <strong>de</strong> Toledo<br />

muy mal parado.<br />

>Delató, asimismo, a Juan Sánchez como pervertidor <strong>de</strong> las<br />

religiosas <strong>de</strong> Belén y <strong>de</strong> su propia hermana María. A la vista <strong>de</strong> sus<br />

contradicciones, se le amenazó con el tormento, pero una vez en la<br />

garrucha, rogó ser muerto antes que torturado. <strong>El</strong> Santo Tribunal<br />

accedió a su <strong>de</strong>seo a condición <strong>de</strong> que dijera la verdad. A última


hora exoneró <strong>de</strong> culpa a varios acusados aunque no al arzobispo<br />

Carranza|.<br />

Cipriano doblaba <strong>de</strong> nuevo el papel con una sensación <strong>de</strong> malestar<br />

ante la coinci<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong> varios <strong>de</strong>clarantes en atribuir a Carranza la<br />

paternidad <strong>de</strong>l foco luterano <strong>de</strong> Valladolid. Implicándole a él,<br />

parecían pensar, una autoridad en la Iglesia, ellos, en cierto modo,<br />

quedaban libres <strong>de</strong> culpa. Carranza se erigía entonces como una<br />

garantía <strong>de</strong> vida, la cabeza <strong>de</strong> turco, el supremo. Sin sus prédicas,<br />

sin sus medias palabras, el protestantismo nunca hubiera arraigado<br />

en Castilla. Pero por el momento, Carranza parecía contar con<br />

influyentes valedores.<br />

Oyó el siseo <strong>de</strong> fray Domingo y, al volverse, el dominico le dijo si le<br />

permitía leer “ese papel”.<br />

Salcedo se sobresaltó y le preguntó si sabía siquiera <strong>de</strong> qué se<br />

trataba. Fray Domingo se mostró expeditivo: |Mi <strong>de</strong>claración, dijo.<br />

¿Qué otra cosa pue<strong>de</strong> ser? Vuesa merced ha mirado dos veces hacia<br />

mi lecho antes <strong>de</strong> empezar a leerlo|.<br />

Cipriano se incorporó, tortoléandose, dio dos pasos torpes hacia su<br />

catre y le alargó el papel con la mano izquierda:<br />

—Tal vez a vuestra paternidad no le guste lo que dice —dijo.<br />

—Y ¿eso qué importa? Hay que conocer no sólo lo que hacemos sino<br />

lo que nos atribuyen.<br />

<strong>El</strong> dominico leyó el informe en silencio, sin aspavientos ni<br />

comentarios. Salcedo, que no cesaba <strong>de</strong> mirarlo, al verle plegar <strong>de</strong><br />

nuevo el papel, le preguntó:<br />

—¿Está <strong>de</strong> acuerdo vuestra paternidad?<br />

Y el dominico respondió con cierta mordacidad:<br />

—Sí con lo que dice, pero no con lo que calla.<br />

A mediados <strong>de</strong> abril se <strong>de</strong>sató sobre la ciudad un martilleo fragoroso<br />

que se iniciaba con la primera luz <strong>de</strong>l día y no cesaba hasta bien<br />

entrada la noche. Era un claveteo en diversos tonos, en cualquier<br />

caso seco y brutal, que procedía <strong>de</strong> la Plaza <strong>de</strong>l Mercado y se<br />

difundía, con diferente intensidad, por todos los barrios <strong>de</strong> la villa.


Aquel golpeteo siniestro pareció activar la vitalidad <strong>de</strong>l penal,<br />

acelerar su ritmo. La vida rutinaria <strong>de</strong> la cárcel secreta se convirtió<br />

<strong>de</strong> pronto en algo ajetreado y activo. Hombres aislados, o en grupo,<br />

pasaban y regresaban por el zaguán, por los corredores, ante las<br />

celdas, introduciendo o sacando cosas, dando instrucciones a los<br />

reos. En cualquier caso, parecía haberse <strong>de</strong>satado una agitación<br />

inusitada que vino a coincidir con la prisa <strong>de</strong> Dato por facilitarle<br />

noticias y mensajes. La primera noche <strong>de</strong>l atronador tamborileo, el<br />

carcelero aclaró:<br />

—Están levantando los tablados.<br />

—¿Para el auto?<br />

—Así es, sí señor, en la plaza, para el auto.<br />

Al día siguiente, Dato le trajo un informe urgente que Cipriano<br />

cambió por un ducado. La urgencia estaba justificada:<br />

“Seso se <strong>de</strong>sdice”,<br />

rezaba el titular. Se advertía que estaba escrito apresuradamente,<br />

acuciado por las últimas noveda<strong>de</strong>s, aunque con letra disciplinada,<br />

<strong>de</strong> escribano, perfectamente legible.<br />

Era evi<strong>de</strong>nte que el explotador <strong>de</strong>l “negocio” había tenido prisas por<br />

poner el papel en circulación. Cipriano echó atrás la cabeza,<br />

buscando el eje <strong>de</strong> visibilidad entre sus párpados inflamados. La<br />

nota era sucinta pero categórica, indicativa, a<strong>de</strong>más, <strong>de</strong> que las<br />

sentencias <strong>de</strong> los reos empezaban a conocerse. Seso había sido<br />

con<strong>de</strong>nado a la hoguera y, ante el hecho, hacía ahora una nueva<br />

profesión <strong>de</strong> fe.<br />

Sus excusas, sus circunloquios, sus tergiversaciones, su expreso<br />

<strong>de</strong>seo <strong>de</strong> morir en el seno <strong>de</strong> la Iglesia, no le habían servido <strong>de</strong> nada.<br />

Entonces rectificaba. En la nueva nota hablaba ya sin ro<strong>de</strong>os,<br />

convencido <strong>de</strong> que la sentencia era firme, y no había apelación<br />

posible contra ella:<br />

|Al ser informado <strong>de</strong> que sus señorías me han con<strong>de</strong>nado a la<br />

hoguera, cosa que nunca creí, para <strong>de</strong>scargar mi conciencia y<br />

ayudar a la verdad quiero hacer esta <strong>de</strong>claración final: La<br />

justificación por la fe basta para salvarse. Es, pues, Cristo quien nos<br />

salva, no nuestras obras. Para los que mueren en gracia no hay<br />

purgatorio ni pena temporal alguna: el cielo es su <strong>de</strong>stino. No sería<br />

justo que <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la Pasión <strong>de</strong> Nuestro Señor, los hombres


tuvieran que purgar algo. Esto significa que me <strong>de</strong>sdigo <strong>de</strong> lo que<br />

dije, que existía el purgatorio. Tengo fe y creo en lo mismo que<br />

creyeron los apóstoles, y en la Iglesia católica, verda<strong>de</strong>ra esposa <strong>de</strong><br />

Nuestro Señor Jesucristo, y en la palabra <strong>de</strong> ésta que son las<br />

Sagradas Escrituras|.<br />

Cipriano leyó tres veces la breve confesión <strong>de</strong> don Carlos <strong>de</strong> Seso.<br />

Recordó las razones que en su día le dio en Pedrosa para <strong>de</strong>mostrar<br />

que no había purgatorio y cómo él las había aceptado sin disputa.<br />

Ahora miró a fray Domingo tendido en su camastro y le dijo con voz<br />

apagada:<br />

—Don Carlos <strong>de</strong> Seso ha sido con<strong>de</strong>nado a la hoguera.<br />

Pero los acontecimientos se enca<strong>de</strong>naban en una noria sin fin,<br />

mientras los martillazos <strong>de</strong> la plaza atronaban en un sordo<br />

tamborileo. A la mañana siguiente, el alcai<strong>de</strong> en persona anunció<br />

una visita para Salcedo, pero Cipriano ya no podía andar, era<br />

incapaz <strong>de</strong> moverse. Sus articulaciones parecían haber criado<br />

herrumbre. Le trajeron una palangana <strong>de</strong> agua tibia con sal, le<br />

quitaron los grilletes y le hicieron lavar los pies. No obstante,<br />

alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> los tobillos tenía dos llagas en carne viva y las<br />

pantorrillas hinchadas. Dando tumbos siguió al alcai<strong>de</strong>, apoyado en<br />

el brazo <strong>de</strong>l carcelero. Se ban<strong>de</strong>aban como dos bueyes uncidos. La<br />

luz <strong>de</strong> la escalera le <strong>de</strong>slumbró, sintió como un cuerpo extraño<br />

<strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> los ojos.<br />

Los cerró y se <strong>de</strong>jó conducir. Los pies, sin el lastre habitual, se le<br />

escapaban, pero las piernas embotadas no aguantaban su peso.<br />

Entreabrió los ojos cuando el carcelero se <strong>de</strong>tuvo y, al oír el golpe <strong>de</strong><br />

la puerta, levantó la cabeza y miró por la estrecha rendija que<br />

<strong>de</strong>jaban sus párpados tumefactos. <strong>El</strong> tío Ignacio le miraba incrédulo,<br />

afligido, al tomarle <strong>de</strong> las dos manos.<br />

Se le notaba con prisas <strong>de</strong> hablar, <strong>de</strong> no callar ni un segundo para<br />

evitar que Cipriano le interrogara:<br />

—Esos ojos no han mejorado, Cipriano. ¿Por qué no avisaste al<br />

médico?<br />

—Es por la oscuridad, tío, la humedad y el frío. Los párpados están<br />

inflamados, es como si tuviera tierra <strong>de</strong>ntro.<br />

—Hay que curarlos —insistió el tío Ignacio—. En la cárcel hay dos<br />

médicos. Están para eso.


En seguida se lanzó, se lo dijo, le dijo que el arzobispo Carranza<br />

había sido procesado y se pensaba en un juicio largo y apasionado.<br />

Seguramente más <strong>de</strong> cinco años. Cipriano le confió que tanto en la<br />

cárcel como fuera <strong>de</strong> ella había mucha presión contra él. Alzaba la<br />

cabeza para ver a su tío, sentado en el sofá monjil, bajo el ingenuo<br />

cuadro <strong>de</strong> la Asunción <strong>de</strong> la Virgen, acodado en los muslos, las<br />

manos con los <strong>de</strong>dos entrelazados, las uñas muy pulcras. Continuó<br />

hablándole <strong>de</strong> Carranza, estaba dolido con las <strong>de</strong>claraciones <strong>de</strong><br />

Seso, Rojas y Pedro Cazalla que, según él, faltaban a la verdad. Le<br />

habló <strong>de</strong> que el Inquisidor General había llegado a Valladolid y<br />

había dicho que, <strong>de</strong> haberse tratado <strong>de</strong> otra persona, le hubiera<br />

prendido sin más miramientos. Cipriano le indicó que el caballo <strong>de</strong><br />

batalla había sido el encuentro <strong>de</strong> Seso con Carranza <strong>de</strong>spués <strong>de</strong><br />

convertir aquél a Pedro Cazalla. <strong>El</strong> tío estaba bien informado y<br />

apenas le daba tiempo para respon<strong>de</strong>r; resultaba evi<strong>de</strong>nte que no<br />

quería <strong>de</strong>jar un resquicio por don<strong>de</strong> las preguntas <strong>de</strong> su sobrino<br />

pudieran filtrarse. Carranza afirmaba que Seso les había engañado<br />

a él y al Santo Oficio, había hecho creer que su interpretación <strong>de</strong> las<br />

cosas provenía <strong>de</strong>l arzobispo. Mas las precauciones <strong>de</strong>l nuevo<br />

presi<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> la Chancillería fueron insuficientes. Bastó una pausa<br />

mínima <strong>de</strong> su tío para que Cipriano formulara la temida pregunta:<br />

—¿C... conoce las sentencias, tío?<br />

Don Ignacio Salcedo le miraba <strong>de</strong>sarmado, los ojos blandos,<br />

temblándole el labio inferior. Dijo mediante un esfuerzo:<br />

—Me las han enseñado ayer.<br />

Por mi cargo tenían que hacerlo.<br />

Cipriano seguía con la cabeza levantada para que su tío no escapara<br />

<strong>de</strong> su campo visual. Le vio vacilar, empali<strong>de</strong>cer. No trató por ello <strong>de</strong><br />

quitar fuerza a su pregunta:<br />

—¿Cuál ha sido mi suerte?<br />

No respondió inmediatamente Ignacio Salcedo. Se limitó a mirar<br />

profunda, compasivamente, sus ojos encarnizados, pero cuando<br />

trató <strong>de</strong> hablar se le anudó dos veces la voz en la garganta. Cipriano<br />

acudió en su auxilio:<br />

—¿La hoguera tal vez? —preguntó.<br />

<strong>El</strong> tío calló, asintiendo.


—Vas con otros veinte —dijo al fin.<br />

Sonreía Cipriano para aliviar la tirantez <strong>de</strong> la conversación, para<br />

dar a su tío la sensación <strong>de</strong> que la noticia no le había sorprendido,<br />

ni le asustaba; <strong>de</strong> que no esperaba otra cosa:<br />

—¿Sería indiscreto preguntarle a vuesa merced quiénes son esos<br />

veinte?<br />

Don Ignacio sonrió:<br />

—Ese pequeño favor puedo hacértelo —dijo—. Anota: los Cazalla,<br />

incluida su hermana Beatriz y los restos <strong>de</strong> doña Leonor, fray<br />

Domingo <strong>de</strong> Rojas, don Carlos <strong>de</strong> Seso, Juan García, tres mujeres <strong>de</strong><br />

Pedrosa, el bachiller Herrezuelo, Juan Sánchez... ¿quién más?<br />

—Es suficiente, tío.<br />

—En todo caso, la lista no es <strong>de</strong>finitiva. Esta noche os visitará un<br />

confesor y mañana, en el auto, aún tendréis oportunidad <strong>de</strong> cambiar<br />

vuestra suerte: la hoguera por el garrote. ¡Ah, otra cosa!, los restos<br />

<strong>de</strong> doña Leonor <strong>de</strong> Vivero serán <strong>de</strong>senterrados y el solar <strong>de</strong> su casa<br />

sembrado <strong>de</strong> sal para escarmiento <strong>de</strong> las generaciones futuras.<br />

Don Ignacio Salcedo parecía más sosegado. Ahora cargaba el énfasis<br />

en lo anecdótico, tratando <strong>de</strong> <strong>de</strong>sviar la cabeza <strong>de</strong> Cipriano <strong>de</strong> la<br />

i<strong>de</strong>a fundamental. Pero Cipriano no pensaba en sí mismo. Titubeó.<br />

En su vacilación perdió <strong>de</strong> vista el rostro <strong>de</strong> su tío y hubo <strong>de</strong><br />

acomodar <strong>de</strong> nuevo la cabeza para volver a apresarlo:<br />

—Y... y ¿qué será <strong>de</strong> doña Ana Enríquez? —preguntó con un hilo <strong>de</strong><br />

voz.<br />

—Quedará libre tras una pena leve, unos días <strong>de</strong> ayuno, no recuerdo<br />

cuántos. Es una criatura <strong>de</strong>masiado bella para quemarla.<br />

Cipriano pensó que retener más tiempo a su tío suponía prolongar su<br />

suplicio. Se puso en pie tambaleándose. Su tío tenía razón: Ana<br />

Enríquez era <strong>de</strong>masiado hermosa para quemarla. A<strong>de</strong>más había sido<br />

engañada, era excesivamente joven cuando Beatriz Cazalla y fray<br />

Domingo la pervirtieron. Sonaba el martilleo <strong>de</strong> los carpinteros en la<br />

plaza, un golpeteo ininterrumpido, enloquecedor. Su tío también se<br />

había incorporado y le tomó <strong>de</strong> las manos con aprensión, como a un<br />

ciego.


—No quiero hacerle per<strong>de</strong>r más tiempo, tío —dijo Cipriano—. Le<br />

agra<strong>de</strong>zco todo lo que ha hecho por mí.<br />

Don Ignacio Salcedo le atrajo hacia sí, le besó en las mejillas y le<br />

retuvo un momento entre sus brazos:<br />

—Algún día —musitó a su oídoe— estas cosas serán consi<strong>de</strong>radas<br />

como un atropello contra la libertad que Cristo nos trajo. Pi<strong>de</strong> por<br />

mí, hijo mío.<br />

Cipriano no pudo comer. Mamerto se llevó intacta su ban<strong>de</strong>ja.<br />

Por la tar<strong>de</strong> comenzaron las confesiones. Fray Luis <strong>de</strong> la Cruz,<br />

dominico como fray Domingo, recorrió las celdas y llegó a la <strong>de</strong><br />

Cipriano cuando el sol <strong>de</strong>clinaba, aunque el martilleo unísono <strong>de</strong> la<br />

plaza continuaba sonando con toda intensidad. Fray Domingo<br />

rechazó los auxilios <strong>de</strong> fray Luis <strong>de</strong> la Cruz cuando éste se acercó<br />

servicialmente a su lecho.<br />

—Padre —dijo fray Luis <strong>de</strong> la Cruz al advertir su gesto—: solamente<br />

pido a Dios que muráis en la misma fe en que murió nuestro glorioso<br />

Santo Tomás. Estaré en pie toda la noche. Vuestra reverencia pue<strong>de</strong><br />

llamarme a cualquier hora.<br />

Cipriano, tumbado en el camastro, acogió con afecto al confesor.<br />

Le agra<strong>de</strong>ció su presencia y le dijo que en su vida había tres pecados<br />

<strong>de</strong> los que nunca se arrepentiría bastante, y, aunque ya los tenía<br />

confesados, se los confiaba al padre en prueba <strong>de</strong> humildad: el odio<br />

hacia su padre, la seducción <strong>de</strong> su nodriza aprovechándose <strong>de</strong> su<br />

cariño maternal y el <strong>de</strong>safecto hacia su esposa, su abandono, que la<br />

llevó a morir trastornada en un hospital. Fray Luis <strong>de</strong> la Cruz<br />

asentía sonriente, le dijo que su confesión general le dignificaba,<br />

pero que en este momento, en víspera <strong>de</strong>l auto <strong>de</strong> fe, esperaba unas<br />

palabras <strong>de</strong> arrepentimiento por su adscripción a la doctrina <strong>de</strong><br />

Lutero. Cipriano que, en las medias tinieblas, apenas distinguía las<br />

facciones <strong>de</strong>l fraile, le respondió que abrazó la teoría <strong>de</strong>l beneficio<br />

<strong>de</strong> Cristo <strong>de</strong> corazón, con buena fe, es <strong>de</strong>cir, obró en conciencia y<br />

ésta, ahora, no se lo reprochaba.<br />

Como sin darle importancia, fray Luis <strong>de</strong> la Cruz le preguntó<br />

entonces quién le había pervertido y Cipriano contestó que no podía<br />

<strong>de</strong>círselo, que así lo había jurado, pero le constaba que tampoco su<br />

inductor obró con intención perversa. <strong>El</strong> fraile, que venía cansado,<br />

empezó a dar muestras <strong>de</strong> acrimonia, le impacientaba la obcecación<br />

<strong>de</strong> Cipriano, le dijo que no podía absolverle pero que aún estaba a


tiempo. Des<strong>de</strong> media noche el padre Tablares, jesuita, seguiría a<br />

disposición <strong>de</strong> los reos. Humil<strong>de</strong>mente ahora le recomendó que<br />

reflexionara y, antes <strong>de</strong> separarse <strong>de</strong> él, le tuvo cogido por las dos<br />

manos un largo rato y le llamó “hermano mío”.<br />

Apenas había abandonado la celda, cuando se produjo en la <strong>de</strong><br />

enfrente, en la <strong>de</strong>l Doctor, un gran alboroto. Sobre las voces más<br />

serenas para acallarlo, entre las que estaban la <strong>de</strong> fray Luis <strong>de</strong> la<br />

Cruz, sonaban los gritos implorantes <strong>de</strong>l Doctor pidiendo a Dios<br />

misericordia, suplicándole que le iluminase con su gracia y le<br />

ayudara a alcanzar su salvación. Eran gritos agudos,<br />

<strong>de</strong>scompuestos, y, en los breves silencios, se oía la voz pausada <strong>de</strong><br />

fray Luis <strong>de</strong> la Cruz, la <strong>de</strong>l carcelero y la <strong>de</strong>l alcai<strong>de</strong> que habían<br />

acudido al oír la algarabía. Pero el Doctor, en trance, no cesaba <strong>de</strong><br />

proclamar que aceptaba la sentencia como justa y razonable, que<br />

moriría <strong>de</strong> buena gana puesto que no merecía la vida aunque se la<br />

dieran, pues estaba convicto que según había <strong>de</strong>saprovechado la<br />

pasada, la que le quedaba no sería distinta.<br />

Había cesado el martilleo <strong>de</strong> la plaza y las palabras <strong>de</strong>l Doctor,<br />

pronunciadas a voz en cuello, con la puerta <strong>de</strong> la cija abierta,<br />

llegaban nítidamente a las celdas próximas y, con ellas, los intentos<br />

apaciguadores <strong>de</strong> los responsables:<br />

el alcai<strong>de</strong>, los carceleros, el médico. Un clima tenso se palpaba en el<br />

primer corredor, cuando el Doctor reanudó su discurso sobre el<br />

sambenito que acababan <strong>de</strong> entregarle, la ropa que vestiría con<br />

mayor gusto, <strong>de</strong>cía, porque era la apropiada para confusión <strong>de</strong> su<br />

soberbia y purga <strong>de</strong> sus pecados. Luego volvió a la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l<br />

arrepentimiento, que renegaba <strong>de</strong> cualquier perversa y errónea<br />

doctrina que hubiera creído, bien fuera contra el dogma o contra la<br />

Iglesia, y que persuadiría a todos los reos para que hiciesen lo<br />

mismo. <strong>El</strong> médico <strong>de</strong> la Inquisición <strong>de</strong>bía <strong>de</strong> haber tomado alguna<br />

medida, porque <strong>de</strong>l tono chillón con que el Doctor inició su<br />

peroración, pasó, en pocos segundos, a otro más coloquial y,<br />

posteriormente, a un tenue murmullo, para cesar al poco rato.<br />

Cipriano Salcedo no durmió en su última noche carcelaria. Le<br />

agobiaba la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l auto <strong>de</strong> fe, no su ejecución sino el<br />

procedimiento:<br />

la luz, la multitud, el griterío, el calor. Pa<strong>de</strong>cía un amortecimiento<br />

creciente y un ardor <strong>de</strong> orina que le obligaba a visitar la cubeta <strong>de</strong><br />

las heces cada pocos minutos. A la una empezaron a doblar las<br />

campanas. Toques lentos, <strong>de</strong> agonía.


Fray Domingo ya le había hablado <strong>de</strong> ello. Todos los templos y<br />

conventos <strong>de</strong> la villa, que esa noche no dormía, convocaban a las<br />

misas <strong>de</strong> alma por los con<strong>de</strong>nados. Las campanas habían venido a<br />

sustituir a los martillos, voces cambiantes pero igualmente ominosas<br />

y terribles. Al cesar su tañido, empezó a oírse el rumor <strong>de</strong>l gentío,<br />

los cascos <strong>de</strong> las caballerías en el empedrado, el rechinar <strong>de</strong> las<br />

ruedas <strong>de</strong> los carruajes. Todo parecía estar a punto. <strong>El</strong> “gran día”,<br />

aún sin luz, ya había comenzado.<br />

A las cuatro <strong>de</strong> la madrugada entraron a <strong>de</strong>spertarlos. Mamerto les<br />

sirvió un <strong>de</strong>sayuno extraordinario: sopas <strong>de</strong> ajo, huevos con<br />

torreznos y vino <strong>de</strong> Cigales. Cipriano no probó bocado. Le ardían los<br />

ojos, sentía los bultos en las cuencas, y su amortecimiento iba en<br />

aumento. En la cárcel reinaba un <strong>de</strong>sor<strong>de</strong>n <strong>de</strong>sacostumbrado. Gentes<br />

que entraban y salían, los guardianes repartiendo por las celdas<br />

corozas y sambenitos, en tanto los familiares <strong>de</strong> la Inquisición, con<br />

sus altos bombines marrones, esperaban en el patio, charlando en<br />

corrillos, a que se organizara la procesión. En el momento <strong>de</strong> mayor<br />

confusión, se presentó Dato en la celda, entregó un papel doblado a<br />

Cipriano Salcedo y emitió un silbido al recibir dos ducados por el<br />

servicio. <strong>El</strong> mensaje, como Cipriano presumía, era <strong>de</strong> Ana Enríquez y<br />

no podía ser más lacónico:<br />

Valor, <strong>de</strong>cía solamente y, <strong>de</strong>bajo, traía su firma: Ana.<br />

XVII<br />

<strong>El</strong> cautiverio <strong>de</strong> los más <strong>de</strong> sesenta reclusos <strong>de</strong> la cárcel secreta <strong>de</strong><br />

Pedro Barrueco, acusados <strong>de</strong> pertenecer al foco luterano <strong>de</strong><br />

Valladolid, concluyó <strong>de</strong>finitivamente en la madrugada <strong>de</strong>l 21 <strong>de</strong><br />

mayo <strong>de</strong> 1559, más o menos un año <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> haber comenzado.<br />

Una mínima parte <strong>de</strong> los reos sería puesta en libertad tras el auto <strong>de</strong><br />

fe, en tanto otros muchos pagarían con la muerte en garrote o en la<br />

hoguera su <strong>de</strong>sviación religiosa o su pertinacia. Y como suele ocurrir<br />

en estas agrupaciones circunstanciales, sometidas a rígidas normas,<br />

el primer síntoma <strong>de</strong> que el final se acercaba fue la quiebra <strong>de</strong> la<br />

disciplina. Familiares <strong>de</strong> la Inquisición charlaban en pequeños<br />

grupos en el patio <strong>de</strong> la cárcel, cubiertos con capas y bombines <strong>de</strong><br />

copa alta, en espera <strong>de</strong> los penitentes, en tanto los carceleros, los<br />

ayudantes <strong>de</strong> carcelero y el propio alcai<strong>de</strong>, iban y venían, prestaban<br />

a aquellos las últimas atenciones y les daban instrucciones para el<br />

buen or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> la procesión que partiría <strong>de</strong> la cárcel una hora antes<br />

<strong>de</strong>l alba. Pero, fuera <strong>de</strong> los indultados, que sacaban fuerzas <strong>de</strong><br />

flaqueza y confraternizaban festivamente con sus carceleros, el resto<br />

<strong>de</strong> los reos, aplastados por el rigor <strong>de</strong> la sentencia, tras larga y


severa cautividad, se encontraban tan <strong>de</strong>caídos y exánimes que<br />

aguardaban la or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> partida <strong>de</strong>rrumbados en sus camastros,<br />

rezando o meditando.<br />

Dato, el tontiloco ayudante <strong>de</strong> carcelero, se contaba entre los<br />

vallisoletanos incapaces <strong>de</strong> reprimir su júbilo ante el gran festejo<br />

que se avecinaba. Reconocido a la generosidad <strong>de</strong> Cipriano, sentado<br />

a los pies <strong>de</strong> su catre, pasaba con él los últimos minutos <strong>de</strong> su<br />

estancia en prisión, le hablaba <strong>de</strong> los preliminares <strong>de</strong>l auto con tal<br />

entusiasmo como si Salcedo, en lugar <strong>de</strong> una <strong>de</strong> las víctimas, fuese<br />

un forastero más <strong>de</strong> visita en la villa. Tanto Dato, como el resto <strong>de</strong><br />

los carceleros, se había puesto ropa nueva y había sustituido los<br />

sucios calzones <strong>de</strong> paño por unos vistosos zaragüelles.<br />

Para el ayudante <strong>de</strong> carcelero todo eran noveda<strong>de</strong>s dignas <strong>de</strong> ser<br />

conocidas, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> los pregoneros a caballo, apostados en las<br />

esquinas, anunciando el auto y encareciendo la asistencia <strong>de</strong> los<br />

mayores <strong>de</strong> catorce años con la promesa <strong>de</strong> cuarenta días <strong>de</strong><br />

indulgencia, hasta la prohibición <strong>de</strong> andar a caballo y portar<br />

armas, blancas o <strong>de</strong> fuego, durante el tiempo que durase la<br />

ceremonia.<br />

Los azules ojos <strong>de</strong>svaídos <strong>de</strong> Dato rutilaban y sus lacias gue<strong>de</strong>jas<br />

albinas se estremecían bajo el gorro rojo <strong>de</strong> lana, al dar cuenta <strong>de</strong> la<br />

enorme afluencia <strong>de</strong> forasteros llegados a la ciudad. Toda Castilla<br />

se ha volcado en Valladolid, <strong>de</strong>cía, aunque había también<br />

representantes <strong>de</strong> otras comarcas y nutridos grupos <strong>de</strong> extranjeros<br />

que hablaban lenguas extrañas. Más <strong>de</strong> doscientas mil almas, se lo<br />

juro a vuesa merced, por la bendita memoria <strong>de</strong> mi madre, <strong>de</strong>cía<br />

santiguándose. Tantos eran que ni en pensiones, ventas, posadas y<br />

mesones habían encontrado alojamiento, y millares <strong>de</strong> forasteros<br />

habían tenido que pernoctar en al<strong>de</strong>as y granjas próximas o,<br />

aprovechando la benignidad <strong>de</strong>l clima, al sereno, en las huertas y<br />

viñas <strong>de</strong> los alre<strong>de</strong>dores o en las calles menos concurridas y<br />

apartadas <strong>de</strong> la villa. <strong>El</strong> Rey nuestro señor se había personado,<br />

acompañado <strong>de</strong> los Príncipes y la Corte, para presidir el acto.<br />

Dato se hacía lenguas sobre la transformación <strong>de</strong> la Plaza Mayor en<br />

un enorme circo <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra, con más <strong>de</strong> dos mil asientos en las<br />

gradas, cuyos precios oscilaban entre diez y veinte reales, y, en<br />

torno al cual, se había montado una guardia <strong>de</strong> alabar<strong>de</strong>ros,<br />

reforzada en las horas nocturnas, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> dos intentos <strong>de</strong><br />

pren<strong>de</strong>rle fuego por parte <strong>de</strong> elementos subversivos.<br />

Cipriano, con los ojos cerrados, un intenso latido en el párpado<br />

superior, encomendaba su alma y pedía luz a Nuestro Señor para


distinguir el error <strong>de</strong> la verdad, mientras escuchaba distraído <strong>de</strong><br />

labios <strong>de</strong> Dato las últimas nuevas:<br />

se anunciaba un día sofocante, más propio <strong>de</strong> agosto que <strong>de</strong> mayo, y<br />

muchos vecinos, que no habían encontrado localidad en las gradas,<br />

preparaban su emplazamiento en los tejados bajo toldos <strong>de</strong> anjeo,<br />

preservados por barandillas <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra.<br />

En espera <strong>de</strong> la llegada <strong>de</strong>l Rey nuestro señor y <strong>de</strong> los Príncipes, más<br />

<strong>de</strong> dos mil personas velaban en la plaza al resplandor <strong>de</strong> hachones y<br />

luminarias. |No vea vuesa merced, parece el juicio final| —sentenció<br />

Dato en el colmo <strong>de</strong> la admiración.<br />

En pleno monólogo <strong>de</strong>l carcelero, empezaron a oírse carreras por los<br />

corredores, golpes apremiantes en las puertas <strong>de</strong> las celdas y voces<br />

habituadas al mando, gritando:<br />

¡a formar!, ¡a formar! Fray Domingo, serio y circunspecto, con el<br />

nuevo sayo, se puso en pie por sí mismo; Cipriano, auxiliado por<br />

Dato. Le habían liberado <strong>de</strong> los grilletes y notaba sueltas las piernas<br />

pero no las fuerzas precisas para sostenerse en pie. En el zaguán<br />

Dato le encomendó a dos familiares <strong>de</strong> la Inquisición que vestían<br />

sayo <strong>de</strong> paño bajo la capa, pese al día caluroso que se avecinaba.<br />

Allí se concentraban los con<strong>de</strong>nados varones que eran ayudados a<br />

vestirse y calzarse por los propios acompañantes. Aquella reunión<br />

ocasional era como el envés <strong>de</strong> los conventículos, los mismos<br />

hombres, pero sin el sentimiento <strong>de</strong> fraternidad que antaño los unía,<br />

más bien dominados por el recelo y la <strong>de</strong>sconfianza, cuando no por<br />

la hostilidad o el odio. Cipriano levantaba la cabeza, tratando <strong>de</strong><br />

encontrar el eje <strong>de</strong> visión. A su <strong>de</strong>recha, fruncido, transparente,<br />

huidizo, encogido sobre sí mismo, <strong>de</strong>scubrió al Doctor y, tras él, a<br />

don Carlos <strong>de</strong> Seso, a quien los malos tratos y un año <strong>de</strong> prisión<br />

habían convertido en un viejo mendigo claudicante. La cabeza<br />

indócil, escurrido <strong>de</strong> carnes, vencido <strong>de</strong> hombros, se asía al brazo <strong>de</strong><br />

un familiar como un náufrago a una tabla. Las piernas no<br />

soportaban su peso y la antigua gallardía, su aticismo y nobleza se<br />

habían venido abajo. Del otro lado, dos familiares embutían al<br />

bachiller Herrezuelo en el nuevo sayo y le protegían los pies<br />

hinchados con calzado <strong>de</strong> cuerda. Se hallaba amordazado y<br />

maniatado y sus ojos grises, bajo las espesas cejas, miraban<br />

enloquecidos a todas partes sin <strong>de</strong>tenerse en ninguna. Cipriano se<br />

acercó a Juan García, el joyero, y le preguntó por la razón <strong>de</strong> la<br />

mordaza <strong>de</strong>l bachiller y aquél, que en la penumbra <strong>de</strong>l zaguán<br />

apenas advertía quien le hablaba, respondió que se había vuelto<br />

loco, que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que salió <strong>de</strong> la celda no había hecho otra cosa que<br />

blasfemar contra Dios. Las conversaciones se mantenían a medio


tono <strong>de</strong> forma que en el zaguán reinaba un murmullo uniforme, un<br />

ronroneo monótono, sin altibajos. Juan Sánchez, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> un rincón,<br />

miraba a Cipriano Salcedo, la cabeza levantada, tanteando<br />

<strong>de</strong>sorientado, como un invi<strong>de</strong>nte.<br />

Se acercó a él solícito y le dijo si la oscuridad <strong>de</strong> la celda le había<br />

cegado. Cipriano restó importancia a su mal, eran los párpados —<br />

dijo—, se habían inflamado y tenía que mirar a través <strong>de</strong> un<br />

resquicio, en línea recta, ya que sólo veía en esa dirección. Se<br />

sonreían mutuamente y Cipriano advertía que el criado no había<br />

cambiado en el último año: su cabeza gran<strong>de</strong>, su tez <strong>de</strong> papel viejo,<br />

amarilla, arrugada, seguía siendo la misma. Juan Sánchez entró en<br />

prisión con cien años y salía con un siglo. Era la ventaja <strong>de</strong> los<br />

hombres magros, momificados, sin belleza.<br />

Apenas tenían <strong>de</strong> qué hablar, ninguno <strong>de</strong> los dos <strong>de</strong>seaba envenenar<br />

el ambiente ni sembrar la discordia. Entonces Juan Sánchez, en una<br />

<strong>de</strong> sus salidas intempestivas, señaló el sambenito <strong>de</strong> Cipriano con un<br />

<strong>de</strong>do, luego el suyo, y subrayó irónicamente que habían sido<br />

facturados al mismo infierno.<br />

Su risa, reprimida e inoportuna, aumentó la tensión. Buena parte <strong>de</strong><br />

los allí reunidos se habían <strong>de</strong>latado entre sí, habían perjurado,<br />

habían procurado salvarse a costa <strong>de</strong>l prójimo, y rehuían el<br />

contacto, las miradas, las explicaciones. Pedro Cazalla también le<br />

esquivó. Al ver a Cipriano buscó una zona oscura <strong>de</strong>l zaguán don<strong>de</strong><br />

po<strong>de</strong>r pasar inadvertido. La <strong>de</strong>claración <strong>de</strong> Pedro, como la <strong>de</strong> su<br />

hermana Beatriz, había sido <strong>de</strong>spiadada. Una <strong>de</strong>cena <strong>de</strong> reos habían<br />

sido <strong>de</strong>nunciados por ellos. No obstante, Pedro Cazalla vestía<br />

también el sambenito <strong>de</strong> llamas y diablos, distintivo <strong>de</strong> los<br />

con<strong>de</strong>nados a muerte.<br />

En el oscuro rincón, flanqueado por sus guardadores, estaba solo,<br />

cabizbajo, incómodo. Seguramente él y su hermano Agustín, cabezas<br />

<strong>de</strong> la secta, eran, en aquel infierno <strong>de</strong> prevenciones y sospechas, los<br />

más aborrecidos.<br />

Los ojos <strong>de</strong>sorbitados <strong>de</strong>l bachiller Herrezuelo saltaban <strong>de</strong> uno a otro<br />

con infinito <strong>de</strong>sprecio. No podía escupirles ni abofetearles pero su<br />

mirada enloquecida lo <strong>de</strong>cía todo. Llevaba las manos atadas a la<br />

espalda para evitar que se arrancara la mordaza pero, cada vez que<br />

los familiares le colocaban la coroza en la cabeza, él movía ésta<br />

violentamente <strong>de</strong> un lado a otro hasta hacerla caer. Uno <strong>de</strong> los<br />

familiares, más paciente e ingenioso, optó por improvisar un<br />

barbuquejo con una cinta para sujetarla bajo la barbilla, pero el<br />

bachiller se encolerizó, la emprendió a cabezazos contra el inventor


hasta que la coroza se <strong>de</strong>sprendió hecha un gurruño y cayó al suelo.<br />

En el forcejeo se soltó también la mordaza y Herrezuelo empezó a<br />

insultar a Cazalla y a jurar como un poseído contra Dios y la Virgen<br />

hasta que los familiares lograron acallarle echándosele encima.<br />

Las cosas aparentaron serenarse una vez en la calle, cuando los<br />

reos, en filas <strong>de</strong> a dos, acompañados por familiares <strong>de</strong> la<br />

Inquisición, empezaron a formar la comitiva. Delante <strong>de</strong> Cipriano<br />

caminaba don Carlos, esforzándose por avanzar erguido, por no<br />

per<strong>de</strong>r la dignidad. Precediéndole, menudo y cargado <strong>de</strong> espaldas,<br />

como si llevara una cruz a cuestas, avanzaba el Doctor y, abriendo<br />

marcha, fray Domingo <strong>de</strong> Rojas, con la misma imperturbable<br />

indiferencia con que había vivido el año <strong>de</strong> prisión.<br />

Eran apenas las cinco <strong>de</strong> la mañana pero un incierto resplandor<br />

lechoso anunciaba el día por encima <strong>de</strong> los tejados. A la cabeza <strong>de</strong><br />

la procesión, a caballo, portado por el fiscal <strong>de</strong>l reino, flameaba el<br />

estandarte <strong>de</strong> la Inquisición, con el blasón <strong>de</strong> Santo Domingo<br />

bordado, seguido por los reos reconciliados, con cirios en las manos<br />

y sambenitos con el aspa <strong>de</strong> San Andrés. Y, tras ellos, dos dominicos<br />

portando la enseña carmesí <strong>de</strong>l Pontificado y la cruz enlutada <strong>de</strong> la<br />

iglesia <strong>de</strong>l Salvador, precedían a los reos relajados, <strong>de</strong>stinados a la<br />

hoguera, con sambenitos <strong>de</strong> <strong>de</strong>monios y llamas y corozas <strong>de</strong>coradas<br />

con los mismos motivos. Mezclados con ellos, con atuendos<br />

semejantes, atados a altas pértigas, <strong>de</strong>sfilaban los muñecos <strong>de</strong> los<br />

con<strong>de</strong>nados en efigie, burlescas reproducciones <strong>de</strong> sus mo<strong>de</strong>los, uno<br />

<strong>de</strong> ellos representando a doña Leonor <strong>de</strong> Vivero, cuyo ataúd, con el<br />

cuerpo <strong>de</strong>senterrado y llevado a hombros en la procesión por cuatro<br />

familiares, sería también arrojado al fuego.<br />

<strong>El</strong> resto <strong>de</strong> la comitiva, esto es, los con<strong>de</strong>nados a penas menores,<br />

iban <strong>de</strong>trás, encabezados por cuatro lanceros a caballo, anunciando<br />

a las comunida<strong>de</strong>s religiosas <strong>de</strong> la villa y al grupo <strong>de</strong> cantores, que<br />

avanzaba calle arriba entonando a media voz el himno “Vexilla<br />

regis”, propio <strong>de</strong> las solemnida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> Semana Santa.<br />

Aferrado a los brazos <strong>de</strong> sus acompañantes, Cipriano Salcedo se<br />

movía casi a ciegas y, aunque paulatinamente iba insinuándose el<br />

día, únicamente veía cuando alzaba la cabeza y sus pupilas<br />

enfocaban el objetivo en línea recta. De esta guisa divisó las dos<br />

<strong>de</strong>nsas murallas humanas que les abrían calle, <strong>de</strong> ordinario<br />

afligidas y silenciosas, aunque nunca faltaba la voz <strong>de</strong>sgarrada <strong>de</strong><br />

algún mozalbete, que aprovechaba la impunidad <strong>de</strong> la masa para<br />

insultarlos.


Al abandonar la calle Orates, la procesión <strong>de</strong> los reos hubo <strong>de</strong><br />

<strong>de</strong>tenerse para ce<strong>de</strong>r el paso al séquito real que subía por la<br />

Corre<strong>de</strong>ra. La guardia a caballo, con pífanos y tambores, abría<br />

marcha y tras ella el Consejo <strong>de</strong> Castilla y los altos dignatarios <strong>de</strong><br />

la Corte con las damas ricamente ataviadas pero <strong>de</strong> riguroso luto,<br />

escoltados por dos docenas <strong>de</strong> maceros y cuatro reyes <strong>de</strong> armas con<br />

dalmáticas <strong>de</strong> terciopelo. Acto seguido, precediendo al Rey —grave,<br />

con capa y botonadura <strong>de</strong> diamantes— y a los Príncipes, acogidos<br />

con aplausos por la multitud, apareció el con<strong>de</strong> <strong>de</strong> Oropesa a<br />

caballo, con la espada <strong>de</strong>snuda en la mano. Cerraban el <strong>de</strong>sfile,<br />

encabezados por el marqués <strong>de</strong> Astorga, un nutrido grupo <strong>de</strong> nobles,<br />

los arzobispos <strong>de</strong> Sevilla y Santiago y el obispo <strong>de</strong> Ciudad Rodrigo,<br />

domeñador <strong>de</strong> los conquistadores <strong>de</strong>l Perú.<br />

Cipriano, en primera fila, veía <strong>de</strong>sfilar tanta gran<strong>de</strong>za buscando el<br />

ángulo <strong>de</strong> visión más apropiado, la boca sonriente, sin rencor, como<br />

un niño ante una parada militar. Al cabo, la procesión <strong>de</strong> penitentes<br />

reanudó la marcha y entró en la plaza entre dos vallas <strong>de</strong> altos<br />

ma<strong>de</strong>ros. La multitud impaciente, que se apretujaba en ella,<br />

prorrumpió en voces y gritos <strong>de</strong>stemplados.<br />

Los reos, caminando cansinamente, agobiados, arrastrando los pies,<br />

componían una comitiva lastimosa y estrafalaria, los sambenitos<br />

torcidos, las corozas la<strong>de</strong>adas, siempre a punto <strong>de</strong> caer. Cipriano<br />

tendió la mirada sobre la plaza moviendo también la cabeza para no<br />

per<strong>de</strong>r el eje <strong>de</strong> visión y comprobó que los informes <strong>de</strong> Dato se<br />

habían quedado cortos. La mitad <strong>de</strong> la plaza se había convertido en<br />

un enorme tablado, con gra<strong>de</strong>ríos y palcos, recostado en el convento<br />

<strong>de</strong> San Francisco y dando cara al Consistorio adornado con enseñas,<br />

doseles y brocados <strong>de</strong> oro y plata. La otra mitad y las bocacalles<br />

adyacentes se veían abarrotadas por un público soliviantado y<br />

chillón que coreó con silbidos el <strong>de</strong>sfile <strong>de</strong> los reos ante el Rey.<br />

Frente a los palcos, en la parte baja <strong>de</strong> los gra<strong>de</strong>ríos, se levantaban<br />

tres púlpitos, uno para los relatores que leerían las sentencias, el<br />

segundo para los penitentes <strong>de</strong>stinatarios, y un tercero para el<br />

obispo Melchor Cano que pronunciaría el sermón y cerraría el auto.<br />

En un tabladillo, a nivel algo inferior al <strong>de</strong> los púlpitos, con cuatro<br />

bancas en grada, fueron aposentándose los reos en el mismo or<strong>de</strong>n<br />

que traían en la procesión, <strong>de</strong> forma que don Carlos <strong>de</strong> Seso quedó a<br />

la <strong>de</strong>recha <strong>de</strong> Cipriano, y Juan García, el joyero, a su izquierda.<br />

Transido, angustiado, tenso, Cipriano Salcedo esperaba la llegada<br />

<strong>de</strong> los reos absueltos, miraba obsesivamente las escaleras <strong>de</strong> acceso<br />

al entablado, hasta que vio aparecer a doña Ana Enríquez <strong>de</strong> la<br />

mano <strong>de</strong>l duque <strong>de</strong> Gandía. Envuelta en parda saya, se movía con la<br />

misma gracia natural que en los jardines <strong>de</strong> La Confluencia. La<br />

cárcel no parecía haberla marcado, tal vez había ahilado un poco su


figura, subrayado su esbeltez, pero sin mancillar la frescura y<br />

esplendor <strong>de</strong> su rostro.<br />

Subía los peldaños con arrogancia y, al <strong>de</strong>sfilar ante la primera<br />

banca <strong>de</strong> los reos, los miró uno a uno con ansiedad y sus ojos se<br />

<strong>de</strong>tuvieron un momento, incrédulos, en los <strong>de</strong> Cipriano. Pareció<br />

dudar, miró al resto <strong>de</strong> los ocupantes <strong>de</strong>l banco y volvió a él,<br />

inmóvil, la pequeña cabeza levantada, los ojos entrecerrados, medio<br />

ciegos. Luego siguió a<strong>de</strong>lante y subió hasta la cuarta grada <strong>de</strong> la<br />

tribuna, <strong>de</strong>jando a Cipriano en la duda <strong>de</strong> si habría sido reconocido.<br />

La luz cegadora, brutal, que se iba adueñando <strong>de</strong> la plaza,<br />

lastimaba aún más sus ojos. Tras la contemplación <strong>de</strong> Ana Enríquez,<br />

los cerró largo rato para protegerlos.<br />

Un apagado rumor <strong>de</strong> conversaciones llegaba a sus oídos mientras el<br />

obispo <strong>de</strong> Palencia, Melchor Cano, <strong>de</strong>sgranaba el sermón sobre los<br />

falsos profetas y la unidad <strong>de</strong> la Iglesia. Y, cuando Cipriano volvió a<br />

abrirlos, le sobrecogió <strong>de</strong> nuevo la gran masa que tenía ante sí, una<br />

inmensa muchedumbre, tan prieta y enar<strong>de</strong>cida, que había<br />

inmovilizado contra las talanqueras dos lujosos coches ocupados por<br />

gente <strong>de</strong> alcurnia.<br />

Durante el sermón el público había guardado silencio aunque la voz<br />

un poco rota y fatigada <strong>de</strong>l orador no pareciera llegar hasta ellos,<br />

pero, poco <strong>de</strong>spués, cuando uno <strong>de</strong> los relatores tomó juramento al<br />

Rey, a los nobles y al pueblo y todos ellos prometieron <strong>de</strong>fen<strong>de</strong>r al<br />

Santo Oficio y a sus representantes, aun a costa <strong>de</strong> la vida, un<br />

estruendoso vocerío coreó el “amén” final. Luego, retornó el silencio,<br />

una vez que el relator hizo comparecer al primer con<strong>de</strong>nado, el<br />

doctor Cazalla, que, ayudado <strong>de</strong> cerca por los auxiliares, a duras<br />

penas pudo alcanzar el pulpitillo. Su postración, la pali<strong>de</strong>z <strong>de</strong> su<br />

rostro, las mejillas sumidas, la extrema <strong>de</strong>lga<strong>de</strong>z <strong>de</strong> su figura,<br />

parecieron predisponer al público en su favor. Cipriano le miraba<br />

como a un ser ajeno, <strong>de</strong>sconocido, y, cuando el relator enumeró sus<br />

cargos y anunció con voz estentórea la sentencia <strong>de</strong> muerte en<br />

garrote antes <strong>de</strong> ser arrojado a las llamas, el Doctor rompió a llorar,<br />

miró hacia el palco <strong>de</strong>l Rey pretendiendo hablar, pero,<br />

inmediatamente, fue ro<strong>de</strong>ado <strong>de</strong> guardas y alguaciles que se lo<br />

impidieron. Ortega y Vergara, los dos relatores, empezaron entonces<br />

a leer, alternativamente, las sentencias, en tanto los con<strong>de</strong>nados,<br />

por su propio pie o ayudados por los familiares, se relevaban<br />

<strong>de</strong>sor<strong>de</strong>nadamente en el púlpito para escucharlas. Era una<br />

ceremonia que, aunque escalofriante y atroz, iba <strong>de</strong>generando en<br />

una tediosa rutina, apenas quebrada por los abucheos o aplausos


con que el pueblo <strong>de</strong>spedía a los reos con<strong>de</strong>nados a muerte al<br />

reintegrarse al tabladillo:<br />

“Beatriz Cazalla”: confiscación <strong>de</strong> bienes, muerte en garrote y dada<br />

a la hoguera.<br />

”Juan Cazalla”: confiscación <strong>de</strong> bienes, cárcel y sambenito<br />

perpetuos, con obligación <strong>de</strong> comulgar las tres Pascuas <strong>de</strong>l año.<br />

”Constanza Cazalla”: confiscación <strong>de</strong> bienes, cárcel y sambenito<br />

perpetuos.<br />

”Alonso Pérez”: <strong>de</strong>gradación, muerte en garrote y dado a la hoguera.<br />

”Francisco Cazalla”: <strong>de</strong>gradación, muerte en garrote y dado a la<br />

hoguera.<br />

”Juan Sánchez”: muerte en la hoguera.<br />

”Cristóbal <strong>de</strong> Padilla”:<br />

confiscación <strong>de</strong> bienes, muerte en garrote y dado a la hoguera.<br />

”Isabel <strong>de</strong> Castilla”: sambenito y cárcel perpetuos y confiscación <strong>de</strong><br />

bienes.<br />

”Pedro Cazalla”: <strong>de</strong>gradación, confiscación <strong>de</strong> bienes, muerte en<br />

garrote y dado a la hoguera.<br />

”Ana Enríquez”:<br />

Antes <strong>de</strong> que la muchacha subiera al púlpito se produjo una<br />

vacilación en el relator y un silencio expectante en la muchedumbre.<br />

Temiendo un almadiamiento, o simplemente buscando un apoyo a su<br />

soledad, había subido la escalera <strong>de</strong> la mano <strong>de</strong>l duque <strong>de</strong> Gandía,<br />

pero, en contra <strong>de</strong> lo esperado, una vez arriba se encaró al relator<br />

con resolución y mirada retadora. Impávida oyó a Juan Ortega<br />

repetir su nombre y la pena simbólica a que era con<strong>de</strong>nada:<br />

Ana Enríquez: saldrá al cadalso con sambenito y vela, ayunará tres<br />

días con tres noches, regresará con hábito a la cárcel y, una vez allí,<br />

quedará libre.<br />

Una rechifla general subió <strong>de</strong> la plaza, bajó <strong>de</strong> los tejados y<br />

balcones, se alzó <strong>de</strong> los gra<strong>de</strong>ríos.


<strong>El</strong> pueblo no podía perdonar la insignificancia <strong>de</strong> la pena, los aires<br />

<strong>de</strong> superioridad <strong>de</strong> la penitente, su rango, belleza y suficiencia.<br />

Cipriano Salcedo, la cabeza levantada, los ojos encarnizados, la<br />

miraba tembloroso. Le irritaba la reacción <strong>de</strong> la masa pero no menos<br />

la solicitud <strong>de</strong>l duque <strong>de</strong> Gandía, su aire protector, su proximidad.<br />

La vio <strong>de</strong>scen<strong>de</strong>r <strong>de</strong>l púlpito con fingida altivez, su mano <strong>de</strong>recha en<br />

la izquierda <strong>de</strong>l <strong>de</strong> Denia, recogiéndose el halda, aparentemente<br />

ajena al abucheo <strong>de</strong>l pueblo. <strong>El</strong> relator Vergara se apresuró a<br />

convocar a un nuevo con<strong>de</strong>nado intentando acallar las protestas <strong>de</strong><br />

la multitud, que, al observar ahora la mordaza <strong>de</strong> Herrezuelo, sus<br />

manos atadas a la espalda, su in<strong>de</strong>fensión, tornó a un silencio<br />

expectante:<br />

“Antonio Herrezuelo” —voceó el relator—: confiscación <strong>de</strong> bienes y<br />

muerte en la hoguera.<br />

”Juan García”: confiscación <strong>de</strong> bienes, muerte en garrote y dado a la<br />

hoguera.<br />

”Francisca <strong>de</strong> Zúñiga”: sambenito y cárcel perpetuos.<br />

”Cipriano Salcedo”:<br />

La rápida sucesión <strong>de</strong> con<strong>de</strong>nados en el pulpitillo se interrumpió <strong>de</strong><br />

pronto. Cipriano, la cabeza erguida, el latido en el párpado, fue<br />

ayudado a incorporarse por un familiar <strong>de</strong> la Inquisición. A pesar <strong>de</strong><br />

que éste le ofrecía su brazo, no acertaba a echar el paso.<br />

Las piernas entumecidas no le pesaban pero tampoco le obe<strong>de</strong>cían.<br />

Una pausa tensa se abrió en la plaza. Ante el agarrotamiento <strong>de</strong>l<br />

reo, el familiar miró al alguacil y un segundo familiar se a<strong>de</strong>lantó<br />

hasta ellos. Pasivo, ligero <strong>de</strong> peso, Cipriano Salcedo se <strong>de</strong>jó alzar <strong>de</strong>l<br />

suelo y, en volandas, fue trasladado al púlpito y allí quedó, con la<br />

coroza torcida, grotesco e inane, entre los dos familiares tocados<br />

con sus bombines <strong>de</strong> alta copa. Un sol <strong>de</strong>spiadado hería los ojos <strong>de</strong>l<br />

penitente que los cerró, apretando visiblemente los párpados. Se<br />

bamboleaba, era un hombre <strong>de</strong>struido y el rumor compasivo <strong>de</strong> la<br />

multitud iba en aumento. <strong>El</strong> relator encampanó la voz para repetir<br />

su nombre:<br />

“Cipriano Salcedo” —dijo—:<br />

confiscación <strong>de</strong> bienes y muerte en la hoguera.


<strong>El</strong> rumor <strong>de</strong> la muchedumbre era ahora creciente y racheado como<br />

el bramido <strong>de</strong>l mar. <strong>El</strong> con<strong>de</strong>nado no parecía afectado por la<br />

sentencia.<br />

Daba la impresión <strong>de</strong> que, aun indultado, ya no sería capaz <strong>de</strong><br />

volver a la vida. Permaneció inmóvil, los párpados cerrados,<br />

apoyado en el brazo <strong>de</strong> un familiar, <strong>de</strong>sdibujado y nimio. De nuevo<br />

se incorporó el segundo familiar y, entre ambos, le izaron sobre la<br />

barandilla <strong>de</strong> la escalera y le transportaron en un vuelo a su lugar<br />

en el tablado.<br />

Sus párpados seguían cerrados pero sus ojos cobar<strong>de</strong>s estaban<br />

llenos <strong>de</strong> lágrimas. Se sentía confundido, <strong>de</strong>gradado. Dame ya la<br />

muerte, Señor, suplicó. Pero su humillación activó la curiosidad<br />

morbosa <strong>de</strong>l pueblo. Eran estos inci<strong>de</strong>ntes los que animaban la<br />

fiesta y, en realidad, no habían hecho más que empezar. Cipriano<br />

oyó llamar a fray Domingo <strong>de</strong> Rojas y envidió su fuerza, su entereza<br />

física. Dijo el relator:<br />

“Fray Domingo <strong>de</strong> Rojas”:<br />

<strong>de</strong>gradación y muerte en la hoguera.<br />

<strong>El</strong> público rebullía inquieto y expectante. Paso a paso el auto había<br />

entrado en la fase dramática que esperaba. Todavía llamaron los<br />

relatores a “Eufrosina Ríos”, con<strong>de</strong>nada a muerte en garrote y a<br />

“Catalina <strong>de</strong> Castilla”, a sambenito y cárcel perpetuos, antes <strong>de</strong> que<br />

le llegara el turno a don Carlos <strong>de</strong> Seso. <strong>El</strong> corregidor <strong>de</strong> Toro, con<br />

su voluntad indomable, subió las escaleras <strong>de</strong>l púlpito por sí mismo,<br />

laboriosamente a causa <strong>de</strong> la flaqueza <strong>de</strong> sus piernas, pero erguido<br />

y noble:<br />

“Carlos <strong>de</strong> Seso” —dijo el relator Vergara—: confiscación <strong>de</strong> bienes y<br />

muerte en la hoguera.<br />

Don Carlos hizo un a<strong>de</strong>mán <strong>de</strong> aceptación con una reverencia<br />

<strong>de</strong>ferente y simuló retirarse en compañía <strong>de</strong>l familiar, pero, una vez<br />

a la altura <strong>de</strong>l palco real, se <strong>de</strong>tuvo, se encaró con el Rey, hizo otra<br />

pequeña venia y dijo con una punta <strong>de</strong> ironía:<br />

—¿Cómo permitís, señor, este atentado contra la vida <strong>de</strong> vuestro<br />

súbdito?<br />

A lo que Su Majestad replicó pronto frunciendo el ceño:


—Si mi hijo fuera tan malo como vos, yo mismo apilaría la leña para<br />

quemarlo.<br />

Más por sus modales que por sus palabras, que no alcanzaron los<br />

oídos <strong>de</strong> la mayoría, el pueblo, que <strong>de</strong>spreciaba la dignidad, abucheó<br />

al preso, le afrentó, en tanto los inquisidores, poco amigos <strong>de</strong><br />

apostillas y comentarios, le retiraban y reforzaban la guardia <strong>de</strong><br />

alabar<strong>de</strong>ros ante el palco real para impedir otros excesos. Los<br />

relatores continuaban <strong>de</strong>sgranando nombres y penas, pero el pueblo,<br />

que ya había cogido gusto a los números fuera <strong>de</strong> programa, <strong>de</strong>jó <strong>de</strong><br />

prestar atención, aplanado por el tedio y la ar<strong>de</strong>ntía.<br />

Seguidamente, con un sol cada vez más vivo <strong>de</strong>splomándose sobre la<br />

plaza, el obispo <strong>de</strong> Palencia procedió a <strong>de</strong>gradar a los clérigos<br />

con<strong>de</strong>nados, lo que <strong>de</strong> nuevo <strong>de</strong>spertó expectación en la masa. Ante<br />

el palco <strong>de</strong> Su Majestad, el obispo, revestido <strong>de</strong> sobrepelliz, estola y<br />

capa pluvial, y tocado <strong>de</strong> mitra blanca, se aproximó a los cinco reos<br />

arrodillados, cubiertos <strong>de</strong> casullas <strong>de</strong> terciopelo negro, con cálices y<br />

patenas en las manos como si fueran a <strong>de</strong>cir misa, y, uno a uno, los<br />

fue <strong>de</strong>spojando <strong>de</strong> ellos, sustituyendo sus ornamentos por<br />

sambenitos <strong>de</strong> llamas y diablos, mientras <strong>de</strong>cía:<br />

—Por la potestad que me da la Santa Iglesia, borro los signos <strong>de</strong> tu<br />

condición sacerdotal que has <strong>de</strong>shonrado con el <strong>de</strong>lito <strong>de</strong> herejía.<br />

Luego procedió a raerles la boca, los <strong>de</strong>dos y las palmas <strong>de</strong> las<br />

manos con un paño húmedo y or<strong>de</strong>nó al barbero que les afeitara la<br />

cabeza para colocar sobre ellas las corozas. De rodillas como estaba,<br />

pálido, flaco y <strong>de</strong>saseado, con el capirote por sombrero, el doctor<br />

Cazalla, sacando fuerzas <strong>de</strong> flaqueza, gritó <strong>de</strong> pronto por tres veces:<br />

—¡Bendito sea Dios, bendito sea Dios, bendito sea Dios! —Y como un<br />

alguacil se le acercara y le empujara hacia el tabladillo, el Doctor,<br />

llorando y moqueando, continuó gritando:<br />

—¡Óiganme los cielos y los hombres, alégrese Nuestro Señor y todos<br />

sean testigos <strong>de</strong> que yo, pecador arrepentido, vuelvo a Dios y<br />

prometo morir en su fe, ya que me ha hecho la merced <strong>de</strong> mostrarme<br />

el camino verda<strong>de</strong>ro!<br />

Las palabras y lágrimas <strong>de</strong>l Doctor produjeron en el auditorio dos<br />

reacciones distintas: los más sensibles sollozaban con él, mientras<br />

que los más duros, <strong>de</strong> pie en las gradas, encolerizados, le insultaban<br />

llamándole leproso, y alumbrado. Cuando la reacción amainó, el<br />

obispo <strong>de</strong> Palencia se encaramó <strong>de</strong> nuevo en el púlpito <strong>de</strong>s<strong>de</strong> don<strong>de</strong><br />

había predicado y dijo que, leídas las ejecutorias, <strong>de</strong>gradados los


curas sectarios, daba el auto por concluido, siendo las cuatro <strong>de</strong> la<br />

tar<strong>de</strong> <strong>de</strong>l día 21 <strong>de</strong> mayo <strong>de</strong> 1559. Los reos sentenciados a prisión —<br />

añadió— serán conducidos en procesión a las cárceles Real y <strong>de</strong>l<br />

Santo Oficio para cumplir sus con<strong>de</strong>nas, en tanto los restantes se<br />

<strong>de</strong>splazarán en borriquillos al quema<strong>de</strong>ro, erigido tras la Puerta <strong>de</strong>l<br />

Campo, para ser ejecutados.<br />

<strong>El</strong> pueblo fue abandonando las gradas alborotadamente, los rostros<br />

congestionados y sudorosos, comentando a gritos las inci<strong>de</strong>ncias <strong>de</strong>l<br />

auto, cabizbajas las mujeres, los ojos enrojecidos, los hombres, con<br />

pañuelo al cuello, la bota en alto, bebiendo según el rito <strong>de</strong> las eras.<br />

En el momento <strong>de</strong> mayor confusión se produjo un altercado en la<br />

tribuna <strong>de</strong> reos, que congregó en torno a numerosos espectadores. <strong>El</strong><br />

bachiller Herrezuelo, liberado ya <strong>de</strong> su mordaza, se volvió hacia las<br />

gradas superiores, don<strong>de</strong> se hallaba su esposa, Leonor <strong>de</strong> Cisneros,<br />

con el sambenito <strong>de</strong> reconciliada, y la increpó con palabras gruesas,<br />

llamándola felona, puta e hija <strong>de</strong> puta, y como nadie reaccionara,<br />

subió <strong>de</strong> tres trancos las gradas que les separaban y la abofeteó por<br />

dos veces. Guardas, familiares y alguaciles se interpusieron, al fin,<br />

le redujeron, le echaron otra vez la mordaza, en tanto el Doctor<br />

Cazalla, ganado <strong>de</strong> nuevo por la fiebre oratoria, le llamaba a la<br />

razón, que reflexionase y le escuchara |pues más letras que vos he<br />

estudiado —le dijo— y engañado estuve en el mismo error|. En estos<br />

términos prosiguió aleccionando al irritado bachiller, con voz<br />

henchida, que imposible parecía que saliera con tanta fuerza <strong>de</strong> un<br />

cuerpo tan lábil, hasta que Herrezuelo, que aún no había sido<br />

maniatado, se arrancó nuevamente la mordaza y le replicó con<br />

acento <strong>de</strong> burla entre el entusiasmo <strong>de</strong>l auditorio:<br />

—Doctor, Doctor, para ahora quisiera yo el ánimo que mostrasteis en<br />

otras ocasiones.<br />

Amordazado y esposado el bachiller, los penitentes, divididos en dos<br />

grupos, se separaron al pie <strong>de</strong>l tablado, los indultados, formados y<br />

flanqueados por familiares <strong>de</strong> la Inquisición, iniciaron el camino <strong>de</strong><br />

regreso a la cárcel, entre las vallas, con sambenitos aspados y velas<br />

ver<strong>de</strong>s encendidas, mientras los con<strong>de</strong>nados a muerte, con cor<strong>de</strong>les<br />

infamantes al cuello, en señal <strong>de</strong> menosprecio, iban encaramándose,<br />

uno a uno, en borricos preparados al efecto, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el último<br />

<strong>de</strong>scansillo <strong>de</strong> la escalera para dirigirse al cadalso, por el angosto<br />

camino que abrían los soldados entre la multitud, colocando<br />

horizontalmente sus alabardas. <strong>El</strong> primero en subir al asno fue el<br />

Doctor, <strong>de</strong>trás fray Domingo <strong>de</strong> Rojas y cuando Cipriano Salcedo se<br />

disponía a hacerlo divisó a su tío Ignacio enlutado, nervioso,<br />

<strong>de</strong>partiendo con familiares y alguaciles al pie <strong>de</strong> la escalera.


Cipriano vaciló al verle tan próximo. Con la cabeza alta, sonriente,<br />

quiso darle la paz pero su tío se dirigió al familiar que conducía la<br />

borriquilla sin reparar en él, le apartó <strong>de</strong> la procesión y colocó en su<br />

lugar a una mujer <strong>de</strong> cierta edad, con gracioso tocadillo alemán en<br />

la cabeza, sencilla y fina <strong>de</strong> cuerpo, <strong>de</strong> agraciado rostro. La mujer se<br />

aproximó a Salcedo con los ojos llenos <strong>de</strong> lágrimas y le acarició la<br />

barbada mejilla con ternura:<br />

—Niño mío —dijo—. ¿Qué han hecho contigo?<br />

Cipriano alzó la cabeza, buscó el eje visual y, a pesar <strong>de</strong>l tiempo<br />

transcurrido, la reconoció enseguida. No pudo hablar pero trató <strong>de</strong><br />

cogerle una mano, <strong>de</strong> mostrarle <strong>de</strong> alguna manera su cariño, pero<br />

una oleada <strong>de</strong> la multitud los separó.<br />

Dos forzudos auxiliares le subieron a lomos <strong>de</strong> un borriquillo roano<br />

mientras el Doctor y fray Domingo iniciaban la marcha por el<br />

angosto pasillo entre los soldados. Un guardia palmeó la grupa <strong>de</strong>l<br />

borrico que conducía a Cipriano y éste apretó las rodillas contra su<br />

montura, vacilante, y <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su posición preeminente miró con<br />

ternura a la dulce figura que le precedía.<br />

Dócilmente, Minervina tiraba <strong>de</strong>l ronzal y lloraba en silencio,<br />

tratando <strong>de</strong> alcanzar a los asnos <strong>de</strong> fray Domingo y el Doctor. La<br />

plaza hervía, era un mar <strong>de</strong>scontrolado. A ambos lados <strong>de</strong> Cipriano<br />

se extendía la multitud, fluctuante e in<strong>de</strong>cisa, hombres acalorados<br />

discutiendo con otros que les obstaculizaban el paso, mujeres<br />

compasivas y llorosas, niños traveseando entre los puestos <strong>de</strong><br />

golosinas que se alzaban aquí y allá. <strong>El</strong> bochorno era tan húmedo,<br />

tan agobiante el vaho que <strong>de</strong>spedía la plaza, que hombres y mujeres<br />

acalorados, con las axilas húmedas, se <strong>de</strong>spojaban <strong>de</strong> sus ropas <strong>de</strong><br />

fiesta, se quedaban en jubón o en camisa incapaces <strong>de</strong> soportar el<br />

sol <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>.<br />

Cipriano, mecido por el vaivén <strong>de</strong>l borrico, no sentía el calor.<br />

Viendo a Minervina tirando <strong>de</strong>l ronzal se sentía inusitadamente<br />

tranquilo, protegido, como cuando niño. Avanzaba tan gentil y<br />

confiada que nadie pensaría que le llevaba al encuentro con la<br />

muerte.<br />

Entre los conductores era la única mujer y, a pesar <strong>de</strong> su edad, era<br />

tal la gracia <strong>de</strong> su figura que rústicos medio bebidos, llegados a la<br />

villa para la fiesta, la requebraban, la acosaban con frases soeces.


Pero “la procesión <strong>de</strong> las borriquillas”, aunque lentamente, discurría<br />

sin pausa entre la muchedumbre. Veintiocho asnillos en fila,<br />

montados por otros tantos seres estrambóticos, con sambenitos <strong>de</strong><br />

diablos al pecho y corozas en la cabeza, componían una comitiva<br />

grotesca que <strong>de</strong>sfilaba por el estrecho pasillo que abrían los<br />

alabar<strong>de</strong>ros.<br />

Pero una vez que Cipriano alcanzó a fray Domingo, entró en la onda<br />

<strong>de</strong> las prédicas <strong>de</strong>l Doctor, que iba <strong>de</strong>lante, <strong>de</strong> sus voces <strong>de</strong><br />

arrepentimiento, <strong>de</strong> sus apelaciones a la compasión. Cipriano<br />

miraba su figura vencida y cargada <strong>de</strong> espaldas, la coroza la<strong>de</strong>ada,<br />

balanceándose en lo alto <strong>de</strong>l pollino y se preguntaba qué tenía en<br />

común aquel hombre con aquel otro que pocos meses antes le<br />

instruía enfervorizado con motivo <strong>de</strong> su viaje a Alemania. Oía sus<br />

exhortos y súplicas con <strong>de</strong>sconfianza, seco, sin emoción:<br />

—Enten<strong>de</strong>d y creed que en la tierra no hay Iglesia invisible sino<br />

visible —<strong>de</strong>cía—. Y ésta es la Iglesia Católica, Romana y Universal.<br />

Cristo la fundó con su sangre y pasión y su vicario no es otro que el<br />

Sumo Pontífice. Y tened por seguro que aunque en aquella Roma se<br />

registraron todos los pecados y abominaciones <strong>de</strong>l mundo,<br />

residiendo en ella el Vicario <strong>de</strong> Cristo, allí estaba el Espíritu Santo.<br />

Le llamaban hereje, pelele, viejo loco, mas él lloraba y, en ocasiones,<br />

sonreía al referirse a su <strong>de</strong>stino como a una liberación.<br />

Las mujeres se santiguaban e hipaban y sollozaban con él, pero<br />

algunos hombres le escupían y comentaban: ahora tiene miedo, se<br />

ha ensuciado los calzones el muy cabrón.<br />

Unos pasos más atrás, Cipriano iba recogiendo los insultos e<br />

improperios que las palabras <strong>de</strong>l Doctor <strong>de</strong>spertaban en el pueblo.<br />

De esta manera entraron en la calle <strong>de</strong> Santiago, don<strong>de</strong> la masa <strong>de</strong><br />

gente era más <strong>de</strong>nsa aún, casi impenetrable, y los borricos<br />

avanzaban al paso, entre los alabar<strong>de</strong>ros.<br />

Grupos <strong>de</strong> mujeres endomingadas, con vistosos atavíos, se asomaban<br />

a las ventanas y balcones para ver pasar la procesión y comentaban<br />

los inci<strong>de</strong>ntes a voz en grito, <strong>de</strong> lado a lado <strong>de</strong> la calle. Los<br />

chiquillos lo invadían todo, retozaban, dificultaban la ya difícil<br />

circulación, aturdían soplando sus silbatos o los pitos huecos <strong>de</strong> los<br />

albaricoques. Y, en medio <strong>de</strong> aquella barahúnda, todavía llegaban a<br />

oídos <strong>de</strong> Cipriano frases truncadas <strong>de</strong>l Doctor, palabras sueltas <strong>de</strong><br />

su interminable soliloquio. Pero su atención, sin apenas advertirlo,<br />

iba en otra dirección, su débil cerebro se <strong>de</strong>splazaba hacia


Minervina, hacia su airosa figura, <strong>de</strong>cidida, la soga <strong>de</strong>l ronzal en su<br />

mano <strong>de</strong>recha, abriéndose paso entre la multitud. Se recreaba en su<br />

gentileza y, al contemplarla, sus ojos cegatosos se llenaban <strong>de</strong> agua.<br />

Sin duda era Minervina la única persona que le quiso en vida, la<br />

única que él había querido, cumpliendo el mandato divino <strong>de</strong> amaos<br />

los unos a los otros. Cerró los ojos acunado por el bamboleo <strong>de</strong>l<br />

borrico y evocó los momentos cruciales <strong>de</strong> su convivencia con ella: su<br />

calor ante la helada mirada <strong>de</strong>l padre, sus paseos por el Espolón, la<br />

galera <strong>de</strong> Santovenia, la ternura con que velaba sus sueños, su<br />

espontánea entrega a su regreso, en la casa <strong>de</strong> sus tíos.<br />

Al ser <strong>de</strong>spedida, Mina <strong>de</strong>sapareció <strong>de</strong> su vida, se esfumó. De nada<br />

valieron sus pesquisas para encontrarla. Y ahora, veinte años<br />

<strong>de</strong>spués, ella reaparecía misteriosamente para acompañarle en los<br />

últimos instantes como un ángel tutelar. ¿Sería Mina, en realidad,<br />

la única persona que había amado?<br />

Pensó en Ana Enríquez, un proyecto apenas esbozado; su tío Ignacio,<br />

esclavo <strong>de</strong> las convenciones; su gran fracaso con Teo, el ejército <strong>de</strong><br />

sombras que había cruzado por su vida y que fue <strong>de</strong>svaneciéndose<br />

conforme él creyó haber encontrado la fraternidad <strong>de</strong> la secta.<br />

Pero ¿qué había quedado <strong>de</strong> aquella soñada hermandad? ¿Existía<br />

realmente la fraternidad en algún lugar <strong>de</strong>l mundo? ¿Quién <strong>de</strong> entre<br />

tantos había seguido siendo su hermano en el momento <strong>de</strong> la<br />

tribulación? No, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> luego, el Doctor, ni Pedro Cazalla, ni Beatriz.<br />

¿Quién?<br />

¿Acaso don Carlos <strong>de</strong> Seso pese a sus contradicciones? ¿Por qué no<br />

Juan Sánchez, el más oscuro, humil<strong>de</strong> y <strong>de</strong>teriorado <strong>de</strong> los<br />

hermanos? La i<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l perjurio y la fácil <strong>de</strong>lación continuaba<br />

atormentándole. Una vida sin calor la mía, se dijo. Por sorpren<strong>de</strong>nte<br />

que pudiera parecer, la mortecina actividad <strong>de</strong> su cerebro evitaba la<br />

i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> la muerte para <strong>de</strong>tenerse a reflexionar en el tremendo<br />

misterio <strong>de</strong> la limitación humana. Al aceptar el beneficio <strong>de</strong> Cristo<br />

no fue vanidoso ni soberbio, pero tampoco quería serlo a la hora <strong>de</strong><br />

perseverar. Debería perseverar o volver a la fe <strong>de</strong> sus mayores, una<br />

<strong>de</strong> dos, pero, en cualquier caso, en la certidumbre <strong>de</strong> hallarse en la<br />

verdad.<br />

Mas ¿dón<strong>de</strong> encontrar esa certidumbre? Mentalmente pedía a<br />

Nuestro Señor una pequeña ayuda: una palabra, un gesto, un<br />

a<strong>de</strong>mán. Pero Nuestro Señor permanecía en silencio y, al mostrarse<br />

mudo, estaba respetando su libertad. Pero ¿era la inteligencia <strong>de</strong>l<br />

hombre por sí sola suficiente para resolver el arduo problema? Él<br />

sintió el soplo divino leyendo “<strong>El</strong> beneficio <strong>de</strong> Cristo” pero, con el


tiempo, todo, empezando por las palabras <strong>de</strong> los Cazalla, se había<br />

venido abajo.<br />

Entonces ¿no valía nada <strong>de</strong> lo andado? Oh, Señor —se dijo<br />

acongojado—, dame una señal. Le atribulaba el prolongado silencio<br />

<strong>de</strong> Dios, la taxativa limitación <strong>de</strong> su cerebro, la terrible necesidad <strong>de</strong><br />

tener que <strong>de</strong>cidir por sí mismo, solo, la vital cuestión.<br />

Los tumbos <strong>de</strong>l asnillo en aquel mar ondulante le adormecían.<br />

Cuando abrió los ojos observó que docenas <strong>de</strong> sotanas revoloteaban<br />

como moscas alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> fray Domingo <strong>de</strong> Rojas, emparejaban su<br />

paso al <strong>de</strong> la borriquilla, se dirigían a él a voces, sorteando las<br />

picas <strong>de</strong> los alabar<strong>de</strong>ros. También ellos trataban <strong>de</strong> arrancarle una<br />

palabra, tal vez sólo un gesto, le acosaban.<br />

Pero ¿qué les movía en realidad?<br />

¿La salvación <strong>de</strong> su alma o el prestigio <strong>de</strong> la or<strong>de</strong>n dominicana?<br />

¿Por qué esta alborotada compañía en contraste con la <strong>de</strong>solación<br />

<strong>de</strong>l resto <strong>de</strong> los con<strong>de</strong>nados? <strong>El</strong> dominico se mostraba íntegro, no,<br />

no, reiteraba la negativa y sus acompañantes, mezclados con los<br />

espectadores, se comunicaban la mala nueva: ha dicho que no, sigue<br />

pertinaz, pero hay que salvarlo. Y reanudaban sus acechanzas y uno<br />

se arrimó hasta tocarle y le instó a morir en la misma fe que<br />

“nuestro” glorioso Santo Tomás, pero fray Domingo mostraba una<br />

formidable entereza, no, no, repetía, hasta que fray Antonio <strong>de</strong><br />

Carreras, que había pasado la noche a su lado, le había confesado y<br />

le había aupado para montar en el jumento, ahuyentó los moscones,<br />

se colocó a su lado y fue protegiéndole, conversando con él hasta el<br />

quema<strong>de</strong>ro.<br />

Fuera ya <strong>de</strong> la Puerta <strong>de</strong>l Campo, la concurrencia era aún mayor<br />

pero la extensión <strong>de</strong>l campo abierto permitía una circulación más<br />

fluida. Entremezclados con el pueblo se veían carruajes lujosos,<br />

mulas enjaezadas portando matrimonios artesanos y hasta una<br />

dama oronda, con sombrero <strong>de</strong> plumas y rebocinos <strong>de</strong> oro, que<br />

arreaba a su borrico para mantenerse a la altura <strong>de</strong> los reos y po<strong>de</strong>r<br />

insultarlos.<br />

Mas a medida que éstos iban llegando al Campo crecían la<br />

expectación y el alboroto. <strong>El</strong> gran broche final <strong>de</strong> la fiesta se<br />

aproximaba.<br />

Damas y mujeres <strong>de</strong>l pueblo, hombres con niños <strong>de</strong> pocos años al<br />

hombro, cabalgaduras y hasta carruajes tomaban posiciones, se


<strong>de</strong>splazaban <strong>de</strong> palo a palo, preguntando quién era su titular,<br />

entretenían los minutos <strong>de</strong> espera en las casetas <strong>de</strong> baratijas, “el<br />

tiro al pimpampum” o “la pesca <strong>de</strong>l barbo”.<br />

Otros se habían estacionado hacía rato ante los postes y <strong>de</strong>fendían<br />

sus puestos con uñas y dientes. En cualquier caso el humo <strong>de</strong> freír<br />

churros y buñuelos se difundía por el quema<strong>de</strong>ro mientras los asnos<br />

iban llegando. <strong>El</strong> último número estaba a punto <strong>de</strong> comenzar: la<br />

quema <strong>de</strong> los herejes, sus contorsiones y visajes entre las llamas, sus<br />

alaridos al sentir el fuego sobre la piel, las patéticas expresiones <strong>de</strong><br />

sus rostros en los que ya se entreveía el rastro <strong>de</strong>l infierno.<br />

Des<strong>de</strong> lo alto <strong>de</strong>l borrico, Cipriano divisó las hileras <strong>de</strong> palos, las<br />

cargas <strong>de</strong> leña, a la vera, las escalerillas, las argollas para amarrar<br />

a los reos, las nerviosas idas y venidas <strong>de</strong> guardas y verdugos al pie.<br />

La multitud apiñada prorrumpió en gran vocerío al ver llegar los<br />

primeros borriquillos.<br />

Y al oír sus gritos, los que entretenían la espera a alguna distancia<br />

echaron a correr <strong>de</strong>salados hacia los postes más próximos. Uno a<br />

uno, los asnillos con los reos se iban dispersando, buscando su sitio.<br />

Cipriano divisó inopinadamente a su lado el <strong>de</strong> Pedro Cazalla, que<br />

cabalgaba amordazado, <strong>de</strong>scompuesto por unas bascas tan<br />

aparatosas que los alguaciles se apresuraron a bajarle <strong>de</strong>l pollino<br />

para darle agua <strong>de</strong> un botijo. Había que recuperarlo. Por respeto a<br />

los espectadores había que evitar quemar a un muerto. Luego, alzó<br />

la cabeza y volvió la vista enloquecida hacia el quema<strong>de</strong>ro. Los<br />

palos se levantaban cada veinte varas, los más próximos al barrio <strong>de</strong><br />

Curtidores para los reconciliados, y, los <strong>de</strong>l otro extremo, para ellos,<br />

para los quemados vivos, por un or<strong>de</strong>n previamente establecido:<br />

Carlos <strong>de</strong> Seso, Juan Sánchez, Cipriano Salcedo, fray Domingo <strong>de</strong><br />

Rojas y Antonio Herrezuelo.<br />

<strong>El</strong> <strong>de</strong> don Carlos era contiguo al <strong>de</strong>l Doctor, que sería agarrotado<br />

previamente, y, antes <strong>de</strong> que el verdugo lo ejecutara, intentó hablar<br />

<strong>de</strong> nuevo al pueblo, pero el gentío, que adivinó su intención,<br />

prorrumpió en gritos y silbidos.<br />

Les enojaban los arrepentimientos tardíos, que dilataban o<br />

escamoteaban lo más atractivo <strong>de</strong>l espectáculo. En tanto al Doctor le<br />

ajustaban al cuello el tornillo <strong>de</strong>l garrote, dos guardas <strong>de</strong>smontaron<br />

<strong>de</strong>l borrico a Cipriano Salcedo y, una vez en el suelo, le sostuvieron<br />

por los brazos para evitar que cayera.


No podía tenerse en pie, pero vio a Minervina tan próxima que le dijo<br />

en un susurro: |¿Dón<strong>de</strong> te metiste, Mina, que no pu<strong>de</strong> encontrarte?|.<br />

Mas ya le habían cogido a peso dos guardas y le llevaban en<br />

volandas hasta el palo, don<strong>de</strong> le ataron. A su lado, en el <strong>de</strong> fray<br />

Domingo, proseguía el revuelo <strong>de</strong> sotanas, curas que subían y<br />

bajaban la escala, que se hablaban entre sí o corrían buscando<br />

clérigos más representativos para auxiliarle.<br />

Entonces volvió a comparecer el padre Tablares, jesuita, que subió<br />

atropelladamente la escalera y tuvo un largo rato <strong>de</strong> plática con el<br />

penitente. <strong>El</strong> ajetreo <strong>de</strong> la muchedumbre no permitía oír sus voces,<br />

pero algo importante <strong>de</strong>bió <strong>de</strong> <strong>de</strong>cirle porque fray Domingo se<br />

ablandó, y el padre Tablares, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> lo alto <strong>de</strong> la escalerilla,<br />

encareció a voces a los curas que se encontraban al pie que<br />

buscaran sin <strong>de</strong>mora al escribano, quien, al cabo <strong>de</strong> unos minutos,<br />

se presentó montado en una mula negra. Era hombre <strong>de</strong> media edad<br />

y barba corta, que familiarizado con su oficio, extrajo un papel<br />

blanco <strong>de</strong> la escribanía, mientras un fraile muy joven le sostenía el<br />

tintero. Fray Domingo miraba a un lado y otro como <strong>de</strong>sorientado,<br />

ausente, pero cuando el padre Tablares le habló <strong>de</strong> nuevo al oído, él<br />

asintió y proclamó, con voz llena y bien timbrada, que creía en<br />

Cristo y la Iglesia y <strong>de</strong>testaba públicamente todos sus errores<br />

pasados. Los curas y frailecillos acogieron su <strong>de</strong>claración con gritos<br />

y muestras <strong>de</strong> entusiasmo y se <strong>de</strong>cían unos a otros: ya no es<br />

pertinaz, se ha salvado, en tanto el escribano, firme al pie <strong>de</strong>l palo,<br />

levantaba acta <strong>de</strong> todo ello y la multitud enfurecida protestaba <strong>de</strong> la<br />

intervención <strong>de</strong> aquéllos.<br />

Cipriano, atado a la argolla <strong>de</strong>l palo, los ojos cobar<strong>de</strong>s posados en<br />

Minervina, sentía el empuje <strong>de</strong> la muchedumbre, la actividad <strong>de</strong><br />

verdugos y alguaciles, sus evoluciones, sus voces. ¿Dón<strong>de</strong> estaba el<br />

suyo, su verdugo? ¿Por qué no comparecía? Le sobrecogió el alarido<br />

<strong>de</strong> la multitud, el golpe sordo <strong>de</strong>l cuerpo agarrotado <strong>de</strong> fray<br />

Domingo al caer sin vida a su lado, la rápida acción <strong>de</strong>l gigantesco<br />

verdugo empujándole a las llamas, el chisporroteo inicial. <strong>El</strong> gentío,<br />

<strong>de</strong>fraudado al ver quemar un cuerpo sin vida, trataba ahora <strong>de</strong><br />

<strong>de</strong>splazarse a la izquierda, frente a los cuatro reos que esperaban<br />

aún la ejecución, pero los ya instalados, al darse cuenta <strong>de</strong> sus<br />

pretensiones, forcejeaban con ellos y armaban pequeñas algaradas.<br />

<strong>El</strong> verdugo, ajeno a sus problemas, acababa <strong>de</strong> pren<strong>de</strong>r la hoguera<br />

<strong>de</strong> Juan Sánchez que ardía furiosamente y <strong>de</strong>sprendía un acre hedor<br />

a carne quemada. Mas las llamas consumieron antes sus ligaduras<br />

que su cuerpo y Juan Sánchez, al sentirse libre, se agarró al palo y<br />

trepó por él, con agilidad <strong>de</strong> mono, gritando a voz en cuello y<br />

pidiendo misericordia. La muchedumbre aplaudía y reía ante su<br />

actitud simiesca. Juan Sánchez tenía achicharrado el costado


izquierdo, la piel arrugada y gris, y, agarrado al extremo <strong>de</strong>l palo,<br />

escuchaba las exhortaciones <strong>de</strong> un dominico, que por un momento le<br />

hicieron vacilar, mas, al volver la cabeza y reparar en la gallardía<br />

con que don Carlos <strong>de</strong> Seso aceptaba el suplicio, se <strong>de</strong>jaba quemar<br />

sin un gesto <strong>de</strong> protesta, dio un gran salto y se arrojó <strong>de</strong> nuevo a las<br />

llamas don<strong>de</strong> murió, dando brincos hasta que perdió el<br />

conocimiento.<br />

La multitud apostada ante los palos rugía <strong>de</strong> entusiasmo. Los niños<br />

y algunas mujeres lloraban, pero muchos hombres, encendidos por el<br />

alcohol, reían <strong>de</strong> las batudas y torsiones <strong>de</strong> Juan Sánchez, le<br />

llamaban leproso y malnacido y remedaban ante los espectadores<br />

sus gestos y piruetas. Asimismo <strong>de</strong>spertaron la hilaridad y las<br />

lágrimas <strong>de</strong> los presentes los contoneos y muecas <strong>de</strong>l bachiller<br />

Herrezuelo, amordazado, las llamas reptando por su entrepierna,<br />

estirándose hasta abrasarlo, el alarido inhumano que escapó <strong>de</strong> su<br />

garganta una vez que el fuego <strong>de</strong>voró su mordaza y liberó su boca.<br />

Muchas mujeres cerraban los ojos horrorizadas, otras rezaban, las<br />

manos juntas, la mirada recogida, pero algunos hombres seguían<br />

voceando e insultándole. Cipriano apenas tenía una vaga i<strong>de</strong>a <strong>de</strong><br />

que había visto morir a Seso, a Juan Sánchez y al bachiller a su<br />

lado. Las llamas habían dado rápida cuenta <strong>de</strong> sus vidas y el<br />

pesado hedor <strong>de</strong> carne quemada se asentaba sobre el campo. Divisó<br />

al verdugo encaminándose al palo, la tea humeante en su mano<br />

<strong>de</strong>recha, y, entonces, volvió a cerrar sus ojos encarnizados y a<br />

encarecer <strong>de</strong> Nuestro Señor una señal. Un cura corría ahora hacia el<br />

verdugo, la sotana arremangada, suplicándole con violentos<br />

a<strong>de</strong>manes que <strong>de</strong>morara la ejecución. Era el padre Tablares. Llegó a<br />

la escala ja<strong>de</strong>ando, se llevó una mano al pecho y se <strong>de</strong>tuvo en el<br />

primer peldaño. Al cabo, subió <strong>de</strong> un tirón y juntó su rostro<br />

compasivo al <strong>de</strong>l falleciente Salcedo. Ja<strong>de</strong>aba. Todavía aguardó<br />

unos minutos para hablar:<br />

—Hermano Cipriano, aún es tiempo —dijo al fin—. Reducíos y<br />

afirmad vuestra fe en la Iglesia.<br />

Los hombres silbaban. Cipriano entreabrió sus párpados hinchados y<br />

esbozó una tímida sonrisa.<br />

Tenía la boca seca y la mente borrosa. Levantó la cabeza y miró a lo<br />

alto:<br />

—C... creo —dijo— en la Santa Iglesia <strong>de</strong> Cristo y <strong>de</strong> los Apóstoles.<br />

<strong>El</strong> padre Tablares aproximó los labios a su mejilla y le dio la paz en<br />

el rostro:


—Hermano —suplicó—, <strong>de</strong>cid Romana, solamente eso, os lo pido por<br />

la bendita Pasión <strong>de</strong> Nuestro Señor.<br />

La gente se impacientaba. Sonaban silbidos e imprecaciones.<br />

Cipriano, con la nuca apoyada en el palo, miraba reconocido al<br />

padre Tablares. Por nada <strong>de</strong>l mundo quería pecar <strong>de</strong> engreimiento.<br />

<strong>El</strong> verdugo les miraba impaciente, la tea en la mano <strong>de</strong>recha,<br />

mientras el escribano, pluma en ristre, esperaba al pie <strong>de</strong>l palo la<br />

confesión <strong>de</strong>l reo. Cipriano volvió a cerrar los ojos, a pedir una seña<br />

a Nuestro Señor. Sintió el latido doloroso en el párpado y murmuró<br />

humil<strong>de</strong>mente, como excusándose por su obstinación:<br />

—Si la Romana es la Apostólica, creo en ella con toda mi alma,<br />

padre —musitó.<br />

La cólera <strong>de</strong>l pueblo exigiendo la hoguera, la buena disposición <strong>de</strong>l<br />

verdugo para complacerle, apremiaban al padre Tablares que, en un<br />

impulso paternal, levantó la mano <strong>de</strong>recha y acarició la mejilla <strong>de</strong>l<br />

reo:<br />

—Hijo, hijo, ¿por qué has <strong>de</strong> poner condiciones en esta hora? —dijo.<br />

La angustia crecía en el pecho <strong>de</strong> Cipriano. Buscó una nueva<br />

fórmula que no le traicionara, que expresara sus sentimientos y, al<br />

propio tiempo, diera satisfacción al jesuita; unas tiernas palabras<br />

ambiguas:<br />

—Creo en Nuestro Señor Jesucristo y en la Iglesia que lo representa<br />

—dijo con un hilo <strong>de</strong> voz.<br />

<strong>El</strong> padre Tablares bajó la cabeza <strong>de</strong>salentado. No había más tiempo.<br />

Los espectadores pedían a gritos el sacrificio: voceaban, brincaban,<br />

alzaban los brazos. Los silbatos <strong>de</strong> los niños aturdían. <strong>El</strong> humo<br />

hacía llorar los ojos. Una mujer gruesa comía buñuelos<br />

tranquilamente junto a Minervina. <strong>El</strong> padre Tablares, consciente <strong>de</strong><br />

su fracaso, <strong>de</strong>scendió lentamente la escalerilla, vio a Minervina<br />

sollozando junto al verdugo y a éste mirándole a él atentamente.<br />

Entonces hizo la seña, un leve a<strong>de</strong>mán con la mano <strong>de</strong>recha<br />

señalando la carga <strong>de</strong> leña, sobre el burrajo.<br />

<strong>El</strong> verdugo arrimó la tea a la incendaja y el fuego floreció <strong>de</strong> pronto<br />

como una amapola, <strong>de</strong>spabiló, humeó, ro<strong>de</strong>ó a Cipriano rugiendo, lo<br />

<strong>de</strong>sbordó. La multitud prorrumpió en gritos <strong>de</strong> júbilo cuando se<br />

produjo la <strong>de</strong>flagración y enormes llamas envolvieron al reo. |Señor,


acógeme| —murmuró éste. Sintió un dolor intensísimo, como si le<br />

arrancaran la piel a tiras, en las caras internas <strong>de</strong> los muslos, en<br />

todo su cuerpo, con una intensidad especial en las yemas <strong>de</strong> los<br />

<strong>de</strong>dos.<br />

Apretó los párpados en silencio, sin mover un músculo,<br />

resignadamente. <strong>El</strong> pueblo, sobrecogido por su entereza, pero en el<br />

fondo <strong>de</strong>cepcionado, había enmu<strong>de</strong>cido. Entonces rompió el silencio<br />

el <strong>de</strong>sgarrado sollozo <strong>de</strong> Minervina. La cabeza <strong>de</strong> Cipriano había<br />

caído <strong>de</strong> lado y las puntas <strong>de</strong> las llamas se cebaban en sus ojos<br />

enfermos.<br />

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Declaración <strong>de</strong> Minervina Capa<br />

En la villa <strong>de</strong> Valladolid, a veintiocho días <strong>de</strong>l mes <strong>de</strong> mayo <strong>de</strong> mil<br />

quinientos cincuenta y nueve, estando los señores inquisidores don<br />

Teodoro Romo y don Mauricio Labrador en su audiencia <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>,<br />

or<strong>de</strong>naron comparecer ante sí a Minervina Capa, <strong>de</strong> cincuenta y seis<br />

años, natural <strong>de</strong> Santovenia <strong>de</strong> Pisuerga y vecina <strong>de</strong> Tu<strong>de</strong>la, que<br />

juró en forma <strong>de</strong>bida <strong>de</strong>cir la verdad.<br />

Preguntada por la razón <strong>de</strong> su presencia en el quema<strong>de</strong>ro en la<br />

tar<strong>de</strong> <strong>de</strong>l 21 <strong>de</strong> mayo <strong>de</strong> 1559 y su relación con el relajado Cipriano<br />

Salcedo, la atestante manifestó que el interfecto había sido “su<br />

niño”, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la muerte <strong>de</strong> su madre en 1517, que le había criado a<br />

sus pechos y le había atendido en sus necesida<strong>de</strong>s. Manifestó<br />

asimismo que, terminada la crianza, esta testigo quedó al servicio<br />

<strong>de</strong> don Bernardo Salcedo, viudo y padre <strong>de</strong> la criatura, hasta que<br />

<strong>de</strong>cidió internar al niño en el Hospital <strong>de</strong> Niños Expósitos para su<br />

formación, <strong>de</strong>terminación que dolió mucho a la <strong>de</strong>clarante.<br />

Preguntada por el hecho <strong>de</strong> haber conducido la borriquilla hasta el<br />

palo, la atestante <strong>de</strong>claró que el reo iba muy enfermo <strong>de</strong> los ojos y<br />

las piernas, y que la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> que ella le condujera partió <strong>de</strong>l tío y<br />

tutor <strong>de</strong>l interfecto don Ignacio Salcedo, presi<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> la Real<br />

Chancillería, que había or<strong>de</strong>nado buscarla por todos los pueblos <strong>de</strong>l<br />

alfoz mediante pregones, y hallóla, al fin, en Tu<strong>de</strong>la <strong>de</strong> Duero don<strong>de</strong><br />

residía <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su matrimonio con el labrantín Isabelino Ortega, al<br />

cual había dado dos hijos, ya mozos. Y que el dicho don Ignacio<br />

Salcedo al pedirle que acompañara a la hoguera a su sobrino, le<br />

hizo saber que <strong>de</strong> otro modo éste se iba a encontrar muy solo en esa


tar<strong>de</strong> tan triste, momento en que esta <strong>de</strong>clarante aceptó<br />

acompañarle como hubiera accedido —dijo— a morir en su lugar si<br />

así se lo hubiesen pedido.<br />

Preguntada por las personas que hablaron con el reo en el palo, o si<br />

se le encomendó algún encargo para cuando el mismo falleciera, o si<br />

vio u oyó alguna cosa tocante a la herejía <strong>de</strong> la que <strong>de</strong>be dar cuenta<br />

al Santo Oficio, la atestante juró en forma <strong>de</strong> <strong>de</strong>recho que el día <strong>de</strong><br />

autos no advirtió ni vio nada en el quema<strong>de</strong>ro fuera <strong>de</strong> lo que a<br />

continuación iba a <strong>de</strong>cir. O sea el gran número <strong>de</strong> religiosos y<br />

colegiales <strong>de</strong> la Santa Cruz que ro<strong>de</strong>aban al penitente más grueso,<br />

un fraile <strong>de</strong> mejillas sonrosadas al que <strong>de</strong>cían fray Domingo, que al<br />

<strong>de</strong>cir <strong>de</strong> ellos iba pertinaz. Pero que fue solamente el llamado padre<br />

Tablares el que le exhortó y convenció. Y que una vez terminada la<br />

asistencia, el mismo padre Tablares acudió al palo <strong>de</strong> “su niño” y le<br />

dijo: |Hermano Cipriano, aún es tiempo. Reducíos y afirmad vuestra<br />

fe en la Iglesia Romana|, pero que “su niño” abrió un poco los ojos<br />

enfermos y le dijo: |Creo en la Santa Iglesia <strong>de</strong> Cristo y <strong>de</strong> los<br />

Apóstoles|. Asegura esta <strong>de</strong>clarante que el llamado padre Tablares<br />

porfió para que el penitente pronunciara la palabra “romana” a lo<br />

que el penitente respondió que si la Romana era la <strong>de</strong> los Apóstoles,<br />

como <strong>de</strong>bía ser, creía en ella. Dijo asimismo que algo más <strong>de</strong>bió <strong>de</strong><br />

<strong>de</strong>cirle el fraile a “su niño” puesto que estuvieron un rato con los<br />

rostros juntos pero que no guardaba memoria <strong>de</strong> lo que le dijo o tal<br />

vez no alcanzó a oírlo porque era mucho el jolgorio y la confusión<br />

que había en el quema<strong>de</strong>ro.<br />

Preguntada finalmente la atestante si vio u oyó alguna otra cosa<br />

que, por una razón o por otra, consi<strong>de</strong>rase que <strong>de</strong>be <strong>de</strong>clarar al<br />

Santo Oficio, la atestante manifestó que, en todo caso, <strong>de</strong> lo que vio<br />

aquella tar<strong>de</strong>, lo que más la conmovió fue el coraje con que murió<br />

“su niño”, que aguantó las llamas tan tieso y <strong>de</strong>terminado, que no<br />

movió un pelo, ni dio una queja, ni <strong>de</strong>rramó una lágrima, que a la<br />

vista <strong>de</strong> sus arrestos, ella diría que Nuestro Señor le quiso hacer un<br />

favor ese día. Preguntada la atestante si ella creía <strong>de</strong> buena fe que<br />

Dios Nuestro Señor podía hacer favor a un hereje, respondió que el<br />

ojo <strong>de</strong> Nuestro Señor no era <strong>de</strong> la misma condición que el <strong>de</strong> los<br />

humanos, que el ojo <strong>de</strong> Nuestro Señor no reparaba en las<br />

apariencias sino que iba directamente al corazón <strong>de</strong> los hombres,<br />

razón por la que nunca se equivocaba. Por lo <strong>de</strong>más, terminó la<br />

<strong>de</strong>clarante, no advirtió ni vio, ni oyó nada que su memoria guar<strong>de</strong>,<br />

aparte <strong>de</strong> lo transcrito.<br />

Fuela encargado el secreto so pena <strong>de</strong> excomunión.<br />

Fui presente yo, Julián Acebes, escribano.


(Declaración <strong>de</strong> Minervina Capa, <strong>de</strong> Santovenia <strong>de</strong> Pisuerga, en el<br />

informe <strong>de</strong> las personas que asistieron a las ejecuciones <strong>de</strong>l día 21<br />

<strong>de</strong> mayo <strong>de</strong> 1559.)

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