El Hereje.pdf - Biblioteca Digital de Cuba
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EL HEREJE<br />
Miguel Delibes<br />
En el año 1517, Martín Lutero fija sus noventa y cinco tesis contra<br />
las indulgencias en la puerta <strong>de</strong> la iglesia <strong>de</strong> Wittenberg, un<br />
acontecimiento que provocará el cisma <strong>de</strong> la Iglesia Romana <strong>de</strong><br />
Occi<strong>de</strong>nte. Ese mismo año nace en la villa <strong>de</strong> Valladolid el hijo <strong>de</strong><br />
don Bernardo Salcedo y doña Catalina Bustamante, al que<br />
bautizarán con el nombre <strong>de</strong> Cipriano. En un momento <strong>de</strong> agitación<br />
política y religiosa, esta mera coinci<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong> fechas marcará<br />
fatalmente su <strong>de</strong>stino.<br />
Huérfano <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su nacimiento y falto <strong>de</strong>l amor <strong>de</strong>l padre, Cipriano<br />
contará, sin embargo, con el afecto <strong>de</strong> su nodriza Minervina, una<br />
relación que le será arrebatada y que perseguirá el resto <strong>de</strong> su vida.<br />
Convertido en próspero comerciante, se pondrá en contacto con las<br />
corrientes protestantes que, <strong>de</strong> manera clan<strong>de</strong>stina, empezaban a<br />
introducirse en la Península. Pero la difusión <strong>de</strong> este movimiento<br />
será cortada progresivamente por el Santo Oficio. A través <strong>de</strong> las<br />
peripecias vitales y espirituales <strong>de</strong> Cipriano Salcedo, Delibes dibuja<br />
con mano maestra un vivísimo relato <strong>de</strong>l Valladolid <strong>de</strong> la época <strong>de</strong><br />
Carlos V, <strong>de</strong> sus gentes, sus costumbres y sus paisajes. Pero “<strong>El</strong><br />
hereje” es sobre todo una indagación sobre las relaciones humanas<br />
en todos sus aspectos. Es la historia <strong>de</strong> unos hombres y mujeres <strong>de</strong><br />
carne y hueso en lucha consigo mismos y con el mundo que les ha<br />
tocado vivir.<br />
Un canto apasionado por la tolerancia y la libertad <strong>de</strong> conciencia,<br />
una novela inolvidable sobre las pasiones humanas y los resortes<br />
que las mueven.<br />
__________________________<br />
__________________________<br />
A Valladolid, mi ciudad
¿Cómo callar tantas formas <strong>de</strong> violencia perpetradas también en<br />
nombre <strong>de</strong> la fe? Guerras <strong>de</strong> religión, tribunales <strong>de</strong> la Inquisición y<br />
otras formas <strong>de</strong> violación <strong>de</strong> los <strong>de</strong>rechos <strong>de</strong> las personas... Es<br />
preciso que la Iglesia, <strong>de</strong> acuerdo con el Concilio Vaticano II, revise<br />
por propia iniciativa los aspectos oscuros <strong>de</strong> su historia,<br />
valorándolos a la luz <strong>de</strong> los principios <strong>de</strong>l Evangelio.<br />
(Juan Pablo II a los car<strong>de</strong>nales, 1994)<br />
Preludio<br />
<strong>El</strong> “Hamburg”, una galeaza a remo y vela, <strong>de</strong> tres palos, línea enjuta<br />
y setenta y cinco varas <strong>de</strong> eslora, <strong>de</strong>dicada al cabotaje, rebasó<br />
lentamente la bocana y salió a mar abierta. Amanecía. Se iniciaba el<br />
mes <strong>de</strong> octubre <strong>de</strong> 1557 y la calima sobre la superficie <strong>de</strong>l mar y la<br />
estabilidad <strong>de</strong> la nave presagiaban bonanza, una jornada calma, tal<br />
vez calurosa, <strong>de</strong> sol vivo y suave viento <strong>de</strong>l norte. Era el “Hamburg”<br />
un pequeño barco <strong>de</strong> carga, dotado con cincuenta y dos marineros,<br />
al que su capitán, Heinrich Berger, con un agudo sentido <strong>de</strong> la<br />
economía personal, superponía en el buen tiempo dos pequeñas<br />
tiendas <strong>de</strong> campaña sobre las cua<strong>de</strong>rnas <strong>de</strong> toldilla para alojar a<br />
cuatro posibles pasajeros <strong>de</strong> confianza, mediante un módico<br />
estipendio.<br />
En la primera <strong>de</strong> estas tiendas, viniendo <strong>de</strong> proa, viajaba ahora un<br />
hombre menudo, aseado, <strong>de</strong> barba corta, al uso <strong>de</strong> Valladolid, <strong>de</strong><br />
don<strong>de</strong> procedía, tocado <strong>de</strong> sombrero, con calzas, jubón y ropilla <strong>de</strong><br />
Segovia, que, acodado en el pasamanos <strong>de</strong> babor, oteaba con un<br />
anteojo el puerto que acababan <strong>de</strong> abandonar.<br />
Una bandada <strong>de</strong> gaviotas que sobrevolaba la estela <strong>de</strong>l “Hamburg”<br />
se reunía, graznando <strong>de</strong>stempladamente, preparando el regreso a<br />
puerto.<br />
Por la amura, sobre la silueta <strong>de</strong> tierra, la bruma comenzaba a<br />
rasgarse y permitía divisar, entre los flecos, fragmentos <strong>de</strong>l cielo<br />
azul que la calma chicha <strong>de</strong> la madrugada auguraba. <strong>El</strong> hombre<br />
menudo y aseado hurgó con su mano pequeña y nerviosa en el bolso<br />
<strong>de</strong> la ropilla, extrajo el papel plegado que le había entregado un<br />
marinero al embarcar y leyó <strong>de</strong> nuevo el breve mensaje que contenía:<br />
|Bienvenido a bordo. Le espero a almorzar en mi camareta a la una<br />
<strong>de</strong>l mediodía.<br />
<strong>El</strong> capitán Berger|.
<strong>El</strong> Doctor le había hablado con afecto <strong>de</strong>l capitán en Valladolid.<br />
Aunque hacía mucho tiempo que no se veían, entre el Doctor y<br />
Heinrich Berger se anudaba una vieja amistad <strong>de</strong> lustros. <strong>El</strong> Doctor<br />
confiaba <strong>de</strong> tal modo en el capitán que hasta que no supo su<br />
propósito <strong>de</strong> regresar a España en el otoño no se <strong>de</strong>terminó a<br />
autorizar el viaje a Alemania <strong>de</strong> su correligionario Cipriano Salcedo.<br />
<strong>El</strong> hombre menudo contemplaba la mar mientras reconstruía<br />
mentalmente la imagen <strong>de</strong>l Doctor, tan taciturno y medroso en los<br />
últimos tiempos, advirtiéndole <strong>de</strong> los riesgos <strong>de</strong> su estancia en<br />
Europa. La reciente prohibición <strong>de</strong> salvar las fronteras concernía, es<br />
cierto, a clérigos y estudiantes, pero era sabido que cualquier viajero<br />
que <strong>de</strong>cidiera moverse por Alemania en estos días sería sometido a<br />
una “discreta vigilancia”. <strong>El</strong> Doctor había dicho “discreta vigilancia,<br />
pero <strong>de</strong> su tono <strong>de</strong> voz <strong>de</strong>dujo Cipriano Salcedo que la vigilancia<br />
sería estrecha y conminatoria. De ahí sus precauciones a lo largo<br />
<strong>de</strong>l viaje: sus repentinos cambios <strong>de</strong> medio <strong>de</strong> transporte, el<br />
miramiento en la elección <strong>de</strong> posada o <strong>de</strong> lugares <strong>de</strong> encuentro para<br />
sus citas, y aun en sus simples visitas a los libreros.<br />
Cipriano Salcedo se sentía orgulloso <strong>de</strong> que el Doctor le hubiera<br />
elegido a él para tan <strong>de</strong>licada misión. Su <strong>de</strong>cisión le liberó <strong>de</strong> viejos<br />
complejos, le permitió pensar que todavía podía ser útil a alguien,<br />
que todavía existía un ser en el mundo capaz <strong>de</strong> confiar en él y<br />
ponerse en sus manos. Y el hecho <strong>de</strong> que este ser fuera un hombre<br />
sabio, inteligente y pru<strong>de</strong>nte como el Doctor satisfizo su incipiente<br />
vanidad. Ahora Salcedo, en la cubierta, pensaba que estaba a punto<br />
<strong>de</strong> rendir viaje; que durante la penúltima etapa, en el “Hamburg”,<br />
patroneado por el capitán Berger, podía dormir tranquilo, y que los<br />
encargos <strong>de</strong>l Doctor Cazalla habían sido cumplidos.<br />
Oyó voces en cubierta y se volvió con el anteojo en su mano pequeña<br />
y velluda. Media docena <strong>de</strong> marineros <strong>de</strong>scalzos transportaban<br />
hacia popa unos ma<strong>de</strong>ros y las correspondientes estachas para<br />
unirlos. Detrás <strong>de</strong> ellos, otros tres cargaban con una estructura <strong>de</strong><br />
ma<strong>de</strong>ra, adaptable a la popa <strong>de</strong> la nave, en la que podía leerse, en<br />
letras gran<strong>de</strong>s y doradas: “Dante Alighieri”.<br />
En pocos minutos, con una eficacia que revelaba una práctica<br />
habitual, el equipo <strong>de</strong>scolgó los tablones por la popa y afianzó los<br />
cabos que los sujetaban a la mesana. Dos marineros saltaron a la<br />
guindola, mientras el resto <strong>de</strong>jaba resbalar con cuerdas el gran<br />
cartel que los <strong>de</strong> abajo superpusieron al nombre <strong>de</strong> “Hamburg”.<br />
Des<strong>de</strong> el andamio colgante, ajustaron con puntas y pasadores la<br />
estructura con el nuevo nombre y <strong>de</strong> esta manera, en apenas media<br />
hora, la galeaza quedó discretamente rebautizada.
Dos horas más tar<strong>de</strong>, en la camareta <strong>de</strong>l capitán, don<strong>de</strong> un<br />
marmitón les servía el almuerzo, aquél precisó que el cambio <strong>de</strong><br />
nombre era una elemental medida <strong>de</strong> precaución que se adoptaba<br />
cada vez que la nave frecuentaba países enemigos <strong>de</strong> la Reforma <strong>de</strong><br />
Lutero. Pero como el hombre menudo y aseado se mostrase<br />
dubitativo, el capitán Berger, que hablaba siempre con los ojos<br />
entrecerrados como si permanentemente escudriñase el horizonte,<br />
agregó, con la voz apolillada y bronca frecuente en los hombres que<br />
han vivido en el mar:<br />
—<strong>El</strong> riesgo se evita fácilmente. <strong>El</strong> “Hamburg” tiene doble matrícula,<br />
en Hamburgo y en Venecia. Ambos nombres son, pues, legítimos. Usar<br />
uno u otro <strong>de</strong>pen<strong>de</strong> <strong>de</strong> nuestra conveniencia.<br />
Acababan <strong>de</strong> tomar asiento alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> la mesa y Cipriano Salcedo<br />
reparó por vez primera en el tercer comensal, su vecino en la otra<br />
tienda <strong>de</strong> toldilla, a quien el capitán Berger había presentado como<br />
don Isidoro Tellería, sevillano, un hombre alto y flaco, rasurado,<br />
vestido totalmente <strong>de</strong> negro, que reconoció haber pasado en Ginebra<br />
el último medio año.<br />
Cuando el capitán inició la conversación, él guardó silencio y tan<br />
sólo levantó la vista <strong>de</strong>l plato cuando aquél preguntó a Salcedo por<br />
el “Doktor”.<br />
Cipriano Salcedo carraspeó.<br />
Vaciló al empezar a hablar. Era la reliquia que le había <strong>de</strong>jado el<br />
miedo al padre, a su mirada helada, a sus reproches, a sus toses<br />
espasmódicas en las mañanas <strong>de</strong> invierno.<br />
No era tartamu<strong>de</strong>z sino un leve tropiezo en la sílaba inicial, como un<br />
titubeo intrascen<strong>de</strong>nte:<br />
—E... el Doctor está bien <strong>de</strong> salud, capitán. Si es caso un poco más<br />
magro y <strong>de</strong>sencantado, las cosas distan <strong>de</strong> ir bien allí. Teme que<br />
Trento <strong>de</strong>vuelva el problema a su origen, que no consigamos nada.<br />
Éste ha sido el motivo <strong>de</strong> mi viaje: informarme. Conocer <strong>de</strong> cerca la<br />
realidad alemana, entrevistarme con Felipe Melanchton y adquirir<br />
libros...<br />
—¿Qué clase <strong>de</strong> libros?<br />
—De todo tipo, especialmente los últimos editados. Hace tiempo que<br />
no entran libros en España.
<strong>El</strong> Santo Oficio acentúa su vigilancia. En este momento está<br />
revisando el Índice <strong>de</strong> libros prohibidos. Leer esos libros, ven<strong>de</strong>rlos o<br />
difundirlos constituyen <strong>de</strong> por sí graves <strong>de</strong>litos.<br />
Hizo un alto Salcedo pensando que el capitán no se conformaría con<br />
su vaga respuesta y, en vista <strong>de</strong> su silencio, añadió:<br />
—La que murió fue la madre <strong>de</strong>l Doctor. La enterramos en el<br />
Convento <strong>de</strong> San Benito con cierta pompa, guardando <strong>de</strong>bidamente<br />
las formas. Así y todo hubo murmullos y protestas en el funeral.<br />
—¿Doña Leonor <strong>de</strong> Vivero? —inquirió el capitán.<br />
—Doña Leonor <strong>de</strong> Vivero, exactamente. En cierto modo ella fue en<br />
tiempos el alma <strong>de</strong>l negocio en Valladolid.<br />
<strong>El</strong> capitán Berger <strong>de</strong>negó con la cabeza, sonriendo. Tendría doce o<br />
quince años más que su interlocutor, una roja perilla y un pelo muy<br />
rubio, casi albino, más propio <strong>de</strong> un escandinavo que <strong>de</strong> un alemán.<br />
Seguía observando las pequeñas manos <strong>de</strong> Salcedo con viva<br />
curiosidad, los ojos entrecerrados, y, paulatinamente, elevó la<br />
mirada hasta su rostro, reducido también, como reducidas y<br />
correctas eran sus facciones, dominadas por unos ojos sombríos y<br />
profundos. Para escapar <strong>de</strong> la sugestión <strong>de</strong>l personaje, bebió medio<br />
vaso <strong>de</strong> vino <strong>de</strong> Bur<strong>de</strong>os, <strong>de</strong> una jarra colocada en el centro <strong>de</strong> la<br />
mesa, levantó los ojos y precisó:<br />
—Creo que el alma <strong>de</strong>l negocio en Valladolid fue siempre el “Doktor”.<br />
La madre fue uno <strong>de</strong> sus apoyos. Tal vez la que acogió la doctrina <strong>de</strong><br />
la justificación con mayor entusiasmo. Al “Doktor” le conocí en<br />
Alemania, en Erfurt, cuando aún era un exasperado erasmista.<br />
Luego, al regresar a Valladolid, llevaba ya “la lepra” consigo.<br />
Salcedo se revolvió inquieto.<br />
Le ocurría siempre que creía haber dicho algo improce<strong>de</strong>nte, tal vez<br />
otra reminiscencia <strong>de</strong> su temor filial:<br />
—En realidad, lo que quería <strong>de</strong>cir —aclaró— es que doña Leonor era<br />
la mujer fuerte, la que sostenía al Doctor en sus horas bajas y daba<br />
vida y sentido a los conventículos.<br />
<strong>El</strong> capitán Berger prosiguió como si no le hubiera oído:
—No le <strong>de</strong>volví la visita al “Doktor” hasta ocho años más tar<strong>de</strong>. Fue<br />
aquél un viaje inolvidable a Valladolid. Tuve el honor <strong>de</strong> asistir a un<br />
conventículo presidido por el “Doktor” junto a su madre, doña<br />
Leonor <strong>de</strong> Vivero. Sin duda, esta mujer tenía una visión clara <strong>de</strong> las<br />
cosas, una i<strong>de</strong>a inequívoca <strong>de</strong> lo esencial, aunque en sus modales<br />
mostrase un cierto autoritarismo.<br />
La línea azul <strong>de</strong>l mar subía y bajaba en la portilla, acor<strong>de</strong> con el<br />
leve balanceo <strong>de</strong>l navío. También acompañaba a los comensales un<br />
reiterado crujido <strong>de</strong>l mamparo <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra que separaba el pequeño<br />
refectorio <strong>de</strong> la camareta <strong>de</strong>l capitán. Dijo Cipriano Salcedo<br />
asintiendo:<br />
—Todos sus hijos la veneraban.<br />
Les confortaba su fe. Uno <strong>de</strong> ellos, Pedro, párroco <strong>de</strong> Pedrosa,<br />
compartía con ella la afición <strong>de</strong> Lutero por la música porque<br />
entendía que la verdad y la cultura, para ser tales, <strong>de</strong>ben marchar<br />
unidas.<br />
<strong>El</strong> joven marmitón les servía ahora un plato <strong>de</strong> carne y, al concluir,<br />
colocó sobre la mesa otra jarra <strong>de</strong> tinto <strong>de</strong> Bur<strong>de</strong>os antes <strong>de</strong><br />
ausentarse. <strong>El</strong> capitán vertió vino en el vaso <strong>de</strong> Salcedo. Tellería aún<br />
no lo había probado y seguía observando a Berger con una<br />
curiosidad <strong>de</strong> entomólogo, mientras cargaba <strong>de</strong> tabaco la cazoleta<br />
<strong>de</strong> su pipa, una pipa india, <strong>de</strong> barro, que los matuteros <strong>de</strong> los<br />
galeones introducían en Sevilla, junto con el tabaco, cuyo consumo<br />
empezaba a difundirse entre el pueblo pese a la enemiga <strong>de</strong> la<br />
Inquisición. <strong>El</strong> capitán aguardó a que el pinche cerrara la puerta<br />
corre<strong>de</strong>ra para <strong>de</strong>cir:<br />
—Al referirnos a Valladolid no <strong>de</strong>bemos olvidar a un hombre clave,<br />
don Carlos <strong>de</strong> Seso, encarnación perfecta <strong>de</strong>l macho veronés:<br />
apuesto, fuerte, inteligente y presumido. A mi enten<strong>de</strong>r, don Carlos<br />
<strong>de</strong> Seso es una figura imprescindible en el <strong>de</strong>spertar <strong>de</strong>l luteranismo<br />
castellano.<br />
Cipriano Salcedo acariciaba a contrapelo su corta barba. Asentía <strong>de</strong><br />
una manera mecánica, un poco forzada:<br />
—Don Carlos <strong>de</strong> Seso es un hombre interesante, muy leído, pero hay<br />
algo oscuro en torno a su persona: ¿por qué marchó <strong>de</strong> Verona?<br />
¿Por qué recaló en España? ¿Huía tal vez <strong>de</strong> algo o por simple<br />
espíritu <strong>de</strong> misión?
<strong>El</strong> capitán Berger no ocultaba ningún <strong>de</strong>talle que pudiera<br />
interpretarse como <strong>de</strong>sconocimiento <strong>de</strong> la realidad luterana:<br />
—Los papistas, en principio, aceptan a Seso, cuentan con él.<br />
Incluso lo enviaron a Trento, al Concilio, acompañando al obispo <strong>de</strong><br />
Calahorra. Algún malintencionado llegó a <strong>de</strong>cir que iba <strong>de</strong> intérprete<br />
simplemente, pero esto no es cierto. <strong>El</strong> propio obispo le dijo a<br />
Carranza, cuando preparaba el viaje <strong>de</strong> regreso a España, que con<br />
don Carlos <strong>de</strong> Seso iba en buena compañía, que era un caballero<br />
afable e ilustrado y que se hablaba <strong>de</strong> él con satisfacción y sin<br />
ningún escándalo en todos los círculos intelectuales. Por medio<br />
estuvo su famosa entrevista con el gran teólogo Carranza en<br />
Valladolid, pero nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que ocurrió<br />
allí.<br />
La galeaza empezó a cabecear ligeramente y Tellería, que acababa<br />
<strong>de</strong> dar una profunda fumada a su pipa, miró hacia el ojo <strong>de</strong> buey<br />
sorprendido, como si estuviera jugando a las cartas y hubiera<br />
advertido <strong>de</strong> pronto que le estaban haciendo trampas. Por su parte,<br />
Cipriano observaba con una viva <strong>de</strong>sconfianza al sevillano, aquel<br />
hombre hierático y enlutado que fumaba su pipa sin inmiscuirse en<br />
la conversación. Pero la abierta actitud <strong>de</strong>l capitán Berger hacia él,<br />
el irónico <strong>de</strong>sdén con que le miraba, disipaba <strong>de</strong> antemano todo<br />
recelo.<br />
Sus ojos grises, tan conscientes y responsables, parecían <strong>de</strong>cirle:<br />
Hable sin temor, amigo Salcedo.<br />
Nuestro invitado, don Isidoro Tellería, tiene más motivos que<br />
nosotros para callar. No obstante, el capitán miró a Tellería antes<br />
<strong>de</strong> aclarar lacónicamente:<br />
—Hemos entrado en el Canal.<br />
Retiró la jarra vacía y la sustituyó por otra. Isidoro Tellería, que<br />
seguía sin probar el vino, observaba a sus contertulios con una<br />
mezcla <strong>de</strong> estupor y escepticismo. Por contra, el capitán Berger<br />
ganaba en locuacidad a cada vaso que bebía:<br />
—Me interesa el viaje <strong>de</strong> vuesa merced —dijo a Salcedo—. Comprar<br />
libros, buscar apoyos, visitar a Melanchton, dice que eran sus<br />
objetivos. ¿Ha podido usted cumplirlos? ¿Cómo ha viajado por el<br />
país?
¿Qué ciuda<strong>de</strong>s ha visitado?<br />
Salcedo asentía a las palabras <strong>de</strong> Berger:<br />
—<strong>El</strong> 13 <strong>de</strong> abril salí <strong>de</strong> Valladolid —respondió—. Salvo la cada día<br />
más problemática conexión con Sevilla, llevábamos meses aislados.<br />
Después <strong>de</strong> largas charlas, el Doctor reconoció que necesitábamos<br />
información <strong>de</strong> primera mano.<br />
Le interesaba mucho el pensamiento <strong>de</strong> Melanchton una vez muerto<br />
Lutero. No sabía exactamente <strong>de</strong> qué pie cojeaba.<br />
—Y ¿cómo se las arregló vuesa merced?<br />
—Era <strong>de</strong>licado —admitió Salcedo, que aún consi<strong>de</strong>raba a Tellería<br />
con suspicacia—. <strong>El</strong> Santo Oficio acababa <strong>de</strong> prohibir las salidas <strong>de</strong><br />
España a clérigos e intelectuales.<br />
Viajé, pues, a caballo hasta Pamplona y un experto me ayudó a<br />
pasar el Pirineo. Después combiné todos los medios <strong>de</strong> transporte<br />
imaginables: calchona, barco, a pie, a caballo. Era aconsejable no<br />
seguir una línea recta y cambiar a menudo <strong>de</strong> alojamiento y medio<br />
<strong>de</strong> locomoción. Así recorrí el sur <strong>de</strong> Francia: Bur<strong>de</strong>os, Toulouse<br />
hasta Lausana. Francia tiene buenos caminos a pesar <strong>de</strong> la<br />
<strong>de</strong>nsidad <strong>de</strong> tráfico.<br />
<strong>El</strong> capitán se mostraba impaciente:<br />
—Y ¿en Alemania?<br />
—Continué con mis precauciones. Decían que había espías por todas<br />
partes y me <strong>de</strong>jaba ver lo menos posible. Tomaba contactos en las<br />
ciuda<strong>de</strong>s importantes. Visité Hamburgo , Erfurt, Eisleben y<br />
Wittenberg, el meollo luterano, con escapadas frecuentes al entorno<br />
rural. Pero fue en Wittenberg don<strong>de</strong> compré los libros y pu<strong>de</strong>, al fin,<br />
entrevistarme con Felipe Melanchton.<br />
Los ojos amusgados <strong>de</strong>l capitán Berger animaban a Salcedo en su<br />
relato, le estimulaban. Prosiguió:<br />
—Wittenberg me sorprendió por su actividad editorial. Había<br />
imprentas y librerías por todas partes. Recorriendo la ciudad<br />
entendí aquello <strong>de</strong> que |Lutero era hijo <strong>de</strong> la imprenta|, porque, bien<br />
mirado, su fuerza estaba en ella. Era el primer hereje que disponía<br />
<strong>de</strong> un medio <strong>de</strong> comunicación tan eficaz, tan po<strong>de</strong>roso, tan rápido.<br />
Por otra parte advertí que la mayoría <strong>de</strong> los tipógrafos eran
secuaces suyos, y, como seguidores fieles, se mostraban diligentes en<br />
aquellos trabajos que interesaban al reformador y, por contra, se<br />
<strong>de</strong>moraban y llenaban <strong>de</strong> erratas aquellos otros que venían <strong>de</strong> sus<br />
adversarios. Fue allí, en Wittenberg, don<strong>de</strong> pu<strong>de</strong> hojear “Pasional”,<br />
ese libelo antipapista, lleno <strong>de</strong> textos torpes e ilustraciones groseras<br />
en las que conciben la figura <strong>de</strong>l Papa como un asno <strong>de</strong>fecado por el<br />
diablo.<br />
Isidoro Tellería terminaba <strong>de</strong> fumar su pipa y sacudía la cazoleta <strong>de</strong><br />
barro en un plato, cuando el capitán Berger atajó a Salcedo:<br />
—Esos papeluchos no son la Reforma. No <strong>de</strong>be juzgar la Reforma por<br />
ellos. En toda revolución hay excesos. Es inevitable.<br />
En la crítica revolucionaria nunca hay matices.<br />
Se le había calentado la boca y Salcedo hablaba y hablaba sin la<br />
menor vacilación, <strong>de</strong>sapasionadamente, como si juzgase algo ajeno a<br />
sus i<strong>de</strong>as, completamente obvio:<br />
—No son la Reforma, capitán, pero operan contra ella. Ante estas<br />
cosas, el visitante extranjero en Alemania tiene la impresión <strong>de</strong> que<br />
Lutero fue <strong>de</strong>masiado lejos.<br />
Con razón consi<strong>de</strong>raba la imprenta invento divino, pero sospecho<br />
que no hubiera aprobado el mal uso que una vez muerto se está<br />
haciendo <strong>de</strong> ella, siquiera sus primeros libros “Cautividad <strong>de</strong><br />
Babilonia” y “<strong>El</strong> Papado fundado por el <strong>de</strong>monio” tampoco fueran<br />
cuentos <strong>de</strong> hadas.<br />
—Pero piense en su “Biblia”, no olvi<strong>de</strong> lo fundamental.<br />
—Lo sé, capitán. La “Biblia” alemana, un monumento ¿no? Según<br />
algunos intelectuales españoles este libro justifica por sí solo la<br />
célebre frase <strong>de</strong> que |Dios ha hablado en alemán|, tan bello es, tan<br />
eufónico. Lutero y su “Biblia” universalizan el idioma alemán<br />
sacralizado. Es evi<strong>de</strong>nte.<br />
Se acentuaba el balanceo <strong>de</strong>l “Hamburg” y don Isidoro Tellería se<br />
sujetaba la cabeza entre las manos como con temor <strong>de</strong> que se le<br />
<strong>de</strong>spegara <strong>de</strong> los hombros en uno <strong>de</strong> aquellos vaivenes. <strong>El</strong> marmitón,<br />
que había retirado los platos, recogía ahora las migas <strong>de</strong> la mesa en<br />
una ban<strong>de</strong>ja y, al concluir, sirvió unas copas <strong>de</strong> aguardiente. <strong>El</strong><br />
capitán Berger contempló compasivamente a Isidoro Tellería y<br />
aguardó a que el pinche saliera y cerrara la puerta corre<strong>de</strong>ra para<br />
añadir:
—Es significativo que Lutero utilizara la música y la imprenta.<br />
Esto dice más a su favor que sus explosiones montaraces; al menos<br />
es más convincente. Y cuando dice:<br />
|No quiero retractarme <strong>de</strong> nada porque no es honrado actuar contra<br />
la propia conciencia| está hablando <strong>de</strong> sus tesis, no <strong>de</strong> sus<br />
escarnios y agravios.<br />
La mirada fija, escrutadora, <strong>de</strong>l capitán Berger <strong>de</strong>sconcertaba a<br />
Salcedo. Le recordaba la mirada helada <strong>de</strong> su padre ante don Álvaro<br />
Cabeza <strong>de</strong> Vaca cuando éste le <strong>de</strong>lataba: |Está ausente; no logro<br />
concentrarlo, señor Salcedo|.<br />
—Pero —advirtió rascándose la barba— en “la Cautividad <strong>de</strong><br />
Babilonia” Lutero afirma que los sacramentos instituidos por<br />
Nuestro Señor son sólo dos: bautismo y comunión. Probablemente no<br />
es más que eso lo que se proponía <strong>de</strong>cir pero aprovecha la ocasión<br />
para soltar la lengua, zaherir e insultar.<br />
Algo semejante suce<strong>de</strong> con “<strong>El</strong> Papado <strong>de</strong> Roma”.<br />
<strong>El</strong> capitán alzó la mano <strong>de</strong>recha:<br />
—Por favor, permítame una palabra. Las burlas <strong>de</strong> los papistas<br />
contra esos libros y contra el matrimonio <strong>de</strong> Lutero con una monja<br />
son aún más <strong>de</strong>spiadadas que las <strong>de</strong> Lutero contra ellos.<br />
Era un duelo verbal que Salcedo proseguía para son<strong>de</strong>ar al capitán,<br />
para ver hasta dón<strong>de</strong> le <strong>de</strong>jaba llegar, para poner a prueba la<br />
ductilidad luterana. No le respondió porque notaba que algo le<br />
quedaba aún por <strong>de</strong>sembuchar. Le miró fijamente a la punta <strong>de</strong> la<br />
nariz que era, según <strong>de</strong>cía el padre Arnaldo en los Expósitos, lo que<br />
había que hacer con el <strong>de</strong>salmado para hacerle vomitar todo lo que<br />
ocultaba. <strong>El</strong> capitán Berger dijo:<br />
—Insisto en que lo justo es poner en el otro platillo la sensibilidad<br />
<strong>de</strong>l reformador, su amor a las bellas artes, el hecho <strong>de</strong> que utilizara<br />
la música en la liturgia.<br />
Concretamente el himno “Un castillo inexpugnable es nuestro Dios”<br />
tuvo más resonancia en Centroeuropa que el “Te<strong>de</strong>um”.
La voz <strong>de</strong>l capitán Berger cobraba trémolos emotivos como los <strong>de</strong> los<br />
nuevos predicadores. Se acaloraba. Deliberadamente Salcedo<br />
suavizó el tono:<br />
—Lutero <strong>de</strong>be respon<strong>de</strong>r <strong>de</strong> todo, también <strong>de</strong> los luteranos, <strong>de</strong> sus<br />
ultrajes. Yo he aceptado la doctrina <strong>de</strong> la justificación por la fe,<br />
capitán, como todo el grupo <strong>de</strong> Valladolid, porque creo que la fe es lo<br />
esencial y que el sacrificio <strong>de</strong> Cristo tiene mayor valor para<br />
redimirme que mis buenas obras por <strong>de</strong>sprendidas que sean.<br />
Como un perro <strong>de</strong> caza siguiendo un rastro, Cipriano Salcedo no<br />
alzaba la nariz <strong>de</strong>l suelo. Un rastro partía <strong>de</strong> otro y Salcedo hallaba<br />
un raro placer en levantar la pieza antes <strong>de</strong> tomar el nuevo. Todas<br />
sus <strong>de</strong>nuncias respondían sin duda a un mismo origen pero él<br />
gozaba parcelándolas, atribuyéndolas motivaciones distintas,<br />
sacando al capitán <strong>de</strong>l habitual proceso mental seguido en sus<br />
normales discusiones:<br />
—Otra cosa, capitán; la furia <strong>de</strong> los campesinos <strong>de</strong> Turingia.<br />
Veinte años <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> los |profetas <strong>de</strong> Zwickau|, todavía aletea<br />
allí la violencia. <strong>El</strong> cambio religioso no lo entien<strong>de</strong>n sin un cambio<br />
social. <strong>El</strong> mal ejemplo vino <strong>de</strong> los príncipes al adueñarse <strong>de</strong> los<br />
bienes <strong>de</strong>l clero. Para los campesinos un cambio religioso sin dinero<br />
carece <strong>de</strong> interés.<br />
<strong>El</strong> capitán Berger <strong>de</strong>jó el vaso sobre la mesa:<br />
—La religión tiene inevitablemente un aspecto social —dijo midiendo<br />
las palabras, como queriendo poner las cosas en su sitio—: |Los<br />
profetas <strong>de</strong> Zwickau| eran los reformadores <strong>de</strong> la Reforma. Rompían<br />
imágenes sagradas y anhelaban dinero por encima <strong>de</strong> todo. Eran<br />
humanos. Aspiraban a que la religión los redimiera; luchaban por<br />
una religión práctica. Por esa razón provocaron la guerra. Franz von<br />
Siecbingen, con todo su prestigio, se puso al frente <strong>de</strong> ellos, pero<br />
Lutero pudo más, los <strong>de</strong>rrotó. Y no porque le parecieran mezquinas<br />
sus aspiraciones, sino porque no era bueno el camino escogido para<br />
alcanzarlas.<br />
—Tampoco yo apruebo ese camino.<br />
—Todo es humano y comprensible. Los campesinos, los menestrales,<br />
los mineros no contaban con gran<strong>de</strong>s cabezas, tan sólo disponían <strong>de</strong><br />
cuatro i<strong>de</strong>as elementales pero bastaban para enar<strong>de</strong>cerles. Así se<br />
extendieron por Alsacia. Ante todo el Derecho Divino, se <strong>de</strong>cían. Pero<br />
ese Derecho <strong>de</strong>bería prevalecer sobre la servidumbre, el privilegio <strong>de</strong>
la caza, o el <strong>de</strong>recho <strong>de</strong> pernada... en suma, sobre todos los abusos<br />
señoriales. Y, al propio tiempo, aspiraban a elegir sus párrocos, a<br />
modificar el diezmo que les exigía su Iglesia y a vivir una vida<br />
evangélica. Para ellos, todo era religión.<br />
Cipriano Salcedo no pensaba lo contrario pero hallaba cierto placer<br />
en <strong>de</strong>sbaratar los planteamientos <strong>de</strong> su interlocutor:<br />
—Hasta aquí, así fue. Más tar<strong>de</strong> pudo más la política.<br />
—¿Se refiere vuesa merced a la pretensión <strong>de</strong> crear un Parlamento<br />
<strong>de</strong> campesinos? ¿Le parece excesiva esa aspiración <strong>de</strong> los<br />
<strong>de</strong>sheredados?<br />
¿No la consi<strong>de</strong>ra cristiana? Thomas Müntzer, creyéndose un<br />
iluminado, <strong>de</strong>cidió formar una teocracia, pero fue aniquilado en<br />
Frankenhausen. Más <strong>de</strong> cien mil muertos, una matanza. Y todavía<br />
hay quien afirma que Lutero firmó panfletos |contra las hordas<br />
ladronas y asesinas <strong>de</strong> los campesinos|, pero no se ha <strong>de</strong>mostrado<br />
que así fuera.<br />
Lutero <strong>de</strong>testaba la algarada pero amaba la justicia.<br />
—Pero lo <strong>de</strong> los anabaptistas fue algo parecido.<br />
—Lo que hizo impopulares a los anabaptistas fue el hecho <strong>de</strong><br />
retrasar el bautismo <strong>de</strong> los niños. A la gente le asustaba la amenaza<br />
<strong>de</strong>l limbo. Por lo <strong>de</strong>más fue un grupo i<strong>de</strong>alista que enarboló el<br />
anarquismo como ban<strong>de</strong>ra; Hubmaier lo llevó a Turingia. Pero<br />
a<strong>de</strong>más <strong>de</strong> la anulación <strong>de</strong>l Estado, pretendían suprimir la Iglesia,<br />
la jerarquía, los sacramentos y la propiedad privada. Todo un<br />
programa revolucionario. Tenga usted en cuenta que Hutter, por<br />
hacer esto mismo, fue quemado en Austria en esos años.<br />
A la postre el pueblo mismo acabó levantándose y católicos y<br />
protestantes unidos los <strong>de</strong>rrotaron en Münster. Después <strong>de</strong> tanta<br />
sangre ¿cómo le pue<strong>de</strong> extrañar a usted que aún haya huellas <strong>de</strong><br />
violencia en Turingia?<br />
La voz apolillada <strong>de</strong> Berger se enar<strong>de</strong>cía. |Hay veces en que parece<br />
un canónigo magistral|, le había dicho bromeando el Doctor en una<br />
<strong>de</strong> las conversaciones anteriores a su viaje. |Hombre bueno,<br />
fundamentalmente bueno, e instruido|, añadía inmediatamente ante<br />
el temor <strong>de</strong> estar atribuyendo a su amigo una imagen que no le<br />
correspondía.
Salcedo advertía que el capitán conocía al <strong>de</strong>dillo la reciente<br />
historia alemana, los pros y los contras <strong>de</strong> la revolución <strong>de</strong> Lutero y<br />
que, probablemente, le consi<strong>de</strong>raba a él un pobre intruso, un párvulo<br />
ayuno <strong>de</strong> toda formación. La nave continuaba moviéndose,<br />
cabeceaba, a ratos insistentemente, y don Isidoro Tellería,<br />
imperturbable, llenaba <strong>de</strong> nuevo la cazoleta <strong>de</strong> la pipa. Cipriano<br />
Salcedo hizo una pausa, miró a los ojos claros <strong>de</strong> Berger y prosiguió:<br />
—Estas cosas y otras <strong>de</strong>l mismo tenor avivaron mi <strong>de</strong>seo <strong>de</strong> conocer<br />
a Melanchton. Lutero y él no siempre habían marchado <strong>de</strong> acuerdo<br />
pero los partidarios <strong>de</strong> uno y otro le reconocen ahora como la cabeza<br />
<strong>de</strong>l protestantismo. Al fin conseguí ser recibido en Wittenberg.<br />
Se mostró afable y comprensivo conmigo. Me habló <strong>de</strong> Lutero con<br />
exaltada <strong>de</strong>voción, con afecto filial. Habló <strong>de</strong>l Lutero reformador y<br />
<strong>de</strong>l Lutero exclaustrado, fiel esposo y padre amantísimo. Se interesó<br />
por los grupos luteranos españoles y me transmitió un saludo para<br />
ellos. Luego se sometió sumisamente a mi interrogatorio, un largo<br />
interrogatorio que arrancó <strong>de</strong> la Guerra <strong>de</strong> las hogueras en 1521, y<br />
terminó con la <strong>de</strong>rrota <strong>de</strong>l Emperador en Innsbruck y la división <strong>de</strong><br />
Europa en dos bandos: católicos y protestantes.<br />
—Y ¿no le habló a vuesa merced <strong>de</strong> su actuación personal?<br />
—Naturalmente. Melanchton reconoció que él mismo alentó a los<br />
estudiantes <strong>de</strong> Wittenberg a quemar la bula papal y aludió luego a<br />
sus posteriores diferencias con Lutero en las dietas <strong>de</strong> Worms y <strong>de</strong><br />
Spira que, en el fondo, no sirvieron más que para acrecentar la<br />
tensión entre ambos bandos. Melanchton se mostró en aquellos<br />
momentos humanista y conciliador, pero Lutero <strong>de</strong>saprobó su<br />
postura. Según me dijo expresamente, con un punto <strong>de</strong> añoranza,<br />
Roma y la Reforma estuvieron a punto <strong>de</strong> enten<strong>de</strong>rse incluso en<br />
aspectos muy <strong>de</strong>licados como el <strong>de</strong>l matrimonio <strong>de</strong> los clérigos y la<br />
comunión en las dos especies, pero ni Lutero ni los príncipes<br />
aceptaron tales propuestas.<br />
—Y ¿<strong>de</strong> su papel <strong>de</strong> sistematizador?<br />
—Me habló <strong>de</strong> ello también.<br />
Mencionó a Lutero, a la necesidad <strong>de</strong> crear unos códigos <strong>de</strong> fe y <strong>de</strong><br />
conducta. Lutero mismo, con una clara visión <strong>de</strong>l problema, redactó<br />
dos catecismos, uno para predicadores, muy elevado, y otro para el<br />
pueblo, más simple; ambos resultaron sumamente eficaces. También<br />
creó una bendición bautismal y otra nupcial para sustituir a los<br />
sacramentos <strong>de</strong>l bautismo y el matrimonio sin provocar escándalo
en el pueblo sencillo, que pensaba que con la nueva liturgia los<br />
cónyuges y los niños quedaban espiritualmente <strong>de</strong>samparados, eran<br />
un poco como animales sin alma. Personalmente —me dijo—, para<br />
participar en la organización <strong>de</strong>l sistema, escribí el libro “Hogares<br />
comunes” que tuvo buena acogida. La formación dogmática era<br />
elemental: sólo Cristo, sólo la Escritura, sólo la gracia; basta la fe.<br />
<strong>El</strong> luteranismo falló a la hora <strong>de</strong> hacer <strong>de</strong> la Iglesia un ente<br />
invisible, sin estructura.<br />
Semejante cosa no fue posible y en este aspecto tanto Zuinglio como<br />
Calvino le <strong>de</strong>sbordaron.<br />
Isidoro Tellería tosió dos veces, dos toses secas y ásperas tras una<br />
larga fumada. Había sido tan hermético su silencio que el capitán<br />
Berger se volvió hacia él sobresaltado. Había olvidado por completo<br />
su presencia y su vozarrón oscuro, tan abrumador como su atuendo,<br />
atronó ahora en la pequeña camareta:<br />
—Estoy <strong>de</strong> acuerdo —dijo, jugueteando con la pipa encendida a<br />
sabiendas <strong>de</strong> que iba a sorpren<strong>de</strong>r a sus contertulios—: Lutero creó<br />
una Iglesia en el aire; Calvino ha sido más práctico: ha hecho <strong>de</strong><br />
Ginebra una ciudad—iglesia. He viajado mucho estos meses por<br />
Ginebra, Basilea y París, pero fue en una comunidad parisina,<br />
oyendo cantar el salmo “Levanta el corazón, abre los oídos”, cuando<br />
me sentí tocado por la gracia. Salí luterano <strong>de</strong> Sevilla y regreso<br />
calvinista.<br />
<strong>El</strong> capitán Berger, por no enfrentar <strong>de</strong>scaradamente su mirada a la<br />
<strong>de</strong> Tellería, volvió a observar las pequeñas manos inquietas <strong>de</strong><br />
Salcedo tabaleando sobre la mesa:<br />
—¿Cree vuesa merced en el po<strong>de</strong>r absoluto? —inquirió.<br />
—Amo la disciplina. Calvino acepta el beneficio <strong>de</strong> la fe y nos<br />
facilita un or<strong>de</strong>n, una Iglesia y un modo <strong>de</strong> vida austero, vigilado<br />
discretamente por el Consistorio.<br />
—Y ¿no ve usted en “esa discreta vigilancia” una réplica <strong>de</strong> la<br />
Inquisición?<br />
Isidoro Tellería traía la lección bien aprendida:<br />
—La fe sola no basta —dijo—.
Debe ser servida. En este aspecto discrepo <strong>de</strong> Lutero. <strong>El</strong> calvinismo<br />
tiene espíritu misionero, algo que le falta al luteranismo y crea un<br />
concepto <strong>de</strong> Iglesia un tanto exasperado y radical.<br />
—Usted lo dice: exasperado y radical.<br />
—Entiéndame, no me refiero tanto a las normas en sí como a la<br />
exigencia <strong>de</strong> su cumplimiento: Calvino amenaza con la excomunión a<br />
todo aquel que no las acepte, que no acepte las normas. ¿Excesivo?<br />
Tal vez, pero un hombre tiene que estar muy seguro <strong>de</strong> lo que dice<br />
para adoptar una medida semejante.<br />
Creo que el asunto bien merece una reflexión. Y Calvino se somete<br />
voluntariamente a ella en Estrasburgo, durante tres años, el tiempo<br />
que permanece en la ciudad como capellán <strong>de</strong> la colonia francesa.<br />
Al mismo tiempo aprovecha para darle un empujón al libro que trae<br />
entre manos, “Institución Cristiana”, tan largo como edificante.<br />
En Estrasburgo, la posición <strong>de</strong> Calvino es pasiva, <strong>de</strong> simple espera.<br />
—¿Cree usted que esperaba la llamada <strong>de</strong> los ginebrinos?<br />
—La esperara o no, la llamada se produce. Ginebra se pone en sus<br />
manos y se somete al experimento.<br />
Los ginebrinos están arrepentidos <strong>de</strong> haberle expulsado. Entonces<br />
Calvino inicia la formación <strong>de</strong> una Iglesia. Esto es esencial.<br />
Pertenecer a ella, a esa Iglesia, es algo así como la fe para uste<strong>de</strong>s,<br />
una garantía <strong>de</strong> salvación. Calvino organiza una verda<strong>de</strong>ra<br />
teocracia, el gobierno <strong>de</strong> Dios. A partir <strong>de</strong> ese momento en la<br />
pequeña ciudad apenas funciona otra cosa que la predicación y los<br />
sacramentos. <strong>El</strong> creyente viene obligado a ser <strong>de</strong>voto. <strong>El</strong> mundo es<br />
un valle <strong>de</strong> lágrimas y <strong>de</strong>bemos acomodar la vida a una i<strong>de</strong>a<br />
religiosa y a una actitud <strong>de</strong> servicio.<br />
—Y todavía va más allá. Todo lo que no aparece en la “Biblia” está<br />
<strong>de</strong> más, queda prohibido.<br />
—Cierto, pero este rigor, alejado <strong>de</strong> las frivolida<strong>de</strong>s luteranas, es lo<br />
que en principio me atrajo <strong>de</strong>l calvinismo; un poco más tar<strong>de</strong> vino la<br />
caída <strong>de</strong>l caballo, en París. Cuando regresé a Ginebra, la ciudad me<br />
edificó. Era como un templo gigantesco en contraste con las<br />
ciuda<strong>de</strong>s luteranas: nombres bíblicos en los niños, catequesis,<br />
estudio, oraciones, prédicas... <strong>El</strong> juego fue <strong>de</strong>clarado maldito y a los
jóvenes se les prohibió cantar y bailar. Se les imponía el espíritu <strong>de</strong><br />
sacrificio. Naturalmente se produjeron algunas protestas, pero, al<br />
cabo, prevaleció la razón: el mundo no estaba hecho para gozar y el<br />
pueblo aceptó <strong>de</strong> grado la autoridad <strong>de</strong> Calvino.<br />
La luz <strong>de</strong>l portillo langui<strong>de</strong>cía. Cipriano Salcedo consi<strong>de</strong>raba a don<br />
Isidoro Tellería con una remota piedad. Le roían la cabeza sus<br />
escrúpulos <strong>de</strong> infancia, su azarosa vida espiritual, el nacimiento <strong>de</strong><br />
su pesimismo. Las negras palabras <strong>de</strong> Tellería le habían abstraído<br />
<strong>de</strong> tal forma que tuvo que hacer un esfuerzo para reintegrarse a la<br />
realidad, volver a notar el balanceo <strong>de</strong> la nave, el crujido <strong>de</strong> las<br />
cua<strong>de</strong>rnas maestras y <strong>de</strong>l mamparo. Vagamente tomó conciencia <strong>de</strong><br />
que, <strong>de</strong> una manera u otra, todos buscaban a Dios en aquella<br />
extraña reunión en alta mar. Se sintió en la necesidad <strong>de</strong> intervenir:<br />
—Pero en Francia —dijo, recordando su paso por este país— los<br />
hugonotes bautizan a sus hijos en católico a escondidas y, a<br />
escondidas, asisten a las misas papistas en París. Es <strong>de</strong>cir, la<br />
doctrina <strong>de</strong> Calvino, aun siendo éste francés y francesa su lengua,<br />
no ha uniformado religiosamente a Francia.<br />
Cuando se le contra<strong>de</strong>cía, la voz oscura <strong>de</strong> Tellería se tornaba más<br />
opaca y brumosa, fruto <strong>de</strong>l acaloramiento:<br />
—No es lo mismo —sonrió rígidamente con media boca—. No es lo<br />
mismo una pequeña ciudad como Ginebra que un reino entero como<br />
Francia. Francia es un vasto mundo por conquistar y Calvino ha<br />
aceptado este <strong>de</strong>safío: ha enviado allí gran<strong>de</strong>s contingentes <strong>de</strong><br />
misioneros. He aquí otro tanto a su favor. De este modo, y poco a<br />
poco, el calvinismo se va afirmando:<br />
Francia, Escocia, Países Bajos... Son los intelectuales, formados en<br />
la Aca<strong>de</strong>mia <strong>de</strong> Ginebra, los que han catequizado estos países. Yo<br />
vengo <strong>de</strong> Ginebra, he pasado seis meses allí y puedo asegurarle que<br />
la ciudad es un ejemplo <strong>de</strong> religiosidad para cualquier persona que<br />
sepa verlo sin prejuicios.<br />
La tez <strong>de</strong> Isidoro Tellería había empali<strong>de</strong>cido y los ojos amusgados<br />
<strong>de</strong>l capitán Berger se posaban en él con evi<strong>de</strong>nte escepticismo. Se<br />
diría arrepentido <strong>de</strong> haberle dado acogida en su galeaza.<br />
Volvió la mirada hacia el ojo <strong>de</strong> buey:<br />
—Señores —dijo <strong>de</strong> repente, dando por terminada la reunión que<br />
empezaba a pesarle <strong>de</strong>masiado—, está anocheciendo.
Se puso en pie torpemente. <strong>El</strong> taburete, sujeto a las planchas <strong>de</strong>l<br />
suelo, le obligaba a flexionar las piernas para salir. Cipriano<br />
Salcedo le imitó. Cuando, a su vez, fue a hacerlo Isidoro Tellería dio<br />
un traspiés, se sujetó a la mesa y se llevó la mano <strong>de</strong>recha a la<br />
frente sudorosa:<br />
—Se mueve mucho este barco —dijo—. Estoy un poco mareado.<br />
<strong>El</strong> capitán Berger se aplastó contra la mampara para <strong>de</strong>jar pasar a<br />
su invitado:<br />
—Es el encierro —corrigió—. Y la pipa. <strong>El</strong> tabaco hace más daño a la<br />
cabeza que el mar. ¿Por qué ese empeño en imitar a los indios?<br />
Cipriano Salcedo ayudaba a un trémulo Isidoro Tellería a subir a<br />
cubierta por la escotilla <strong>de</strong> proa. Contra el cielo se divisaba un<br />
marinero inmóvil en la cofa y, por babor, muy diluida, la tenue<br />
silueta <strong>de</strong> la costa francesa. Isidoro Tellería inspiró profundamente<br />
el aire puro y sacudió la cabeza <strong>de</strong> un lado a otro:<br />
—Olía intensamente a brea, ahí abajo —protestó—: olía a brea como<br />
si acabaran <strong>de</strong> calafatear el barco.<br />
Con el mareo, Tellería había perdido su austera apostura. Ante un<br />
rollo <strong>de</strong> cuerdas en cubierta, Salcedo le animó a sentarse, a hacer<br />
un alto en su camino hacia toldilla, don<strong>de</strong> se levantaba la tienda.<br />
Las pequeñas manos peludas y vitales <strong>de</strong> Cipriano Salcedo sujetaban<br />
a su compañero <strong>de</strong> travesía por un brazo. Entre los celajes, una luna<br />
menguante exhibía un resplandor <strong>de</strong>svaído, sin contrastes. Un jirón<br />
suelto <strong>de</strong> lona azotaba la vela mayor con violencia intermitente.<br />
Tellería renunció a sentarse. <strong>El</strong> cambio <strong>de</strong> postura habría<br />
acrecentado su sensación <strong>de</strong> inestabilidad:<br />
—Puedo llegar a mi cama —dijo—. Prefiero acostarme.<br />
<strong>El</strong> tiempo había refrescado y, cuando alcanzaron su tienda, Tellería<br />
se metió por la rendija <strong>de</strong> la puerta y se tumbó en el coy sin<br />
<strong>de</strong>scalzarse. Apenas había luz <strong>de</strong>ntro y Tellería, apoyándose en el<br />
codo, encendió el candil que tenía a la cabecera. A su lado,<br />
amontonados, estaban los fardos <strong>de</strong>l equipaje. Salcedo se sentó en el<br />
arcón que, con el coy, componía el mobiliario <strong>de</strong> la tienda. <strong>El</strong> viento<br />
traía la voz <strong>de</strong> un marinero que cantaba, lejos, en alguna parte.<br />
A la luz <strong>de</strong>l candil, y en contraste con sus ropas fúnebres, Isidoro<br />
Tellería estaba ver<strong>de</strong>, <strong>de</strong>sencajado. Salcedo se incorporó y se inclinó<br />
sobre él:
—¿Le traigo algo para cenar?<br />
Tellería <strong>de</strong>negó:<br />
—No <strong>de</strong>bo comer. En mi situación no sería conveniente.<br />
Extendió la manta sobre el estómago y el vientre. Cipriano Salcedo<br />
dijo a media voz:<br />
—Le <strong>de</strong>jo <strong>de</strong>scansar. Volveré <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> un rato.<br />
Salió <strong>de</strong> la tienda y entró en la suya. Divisó en el rincón el fardillo<br />
<strong>de</strong> los libros y, casi ocultándolo, los tres <strong>de</strong>l equipaje.<br />
Llevaba varios meses en esta incómoda provisionalidad, con la ropa<br />
enfardada, <strong>de</strong> fonda en fonda. Soñaba con verse estabilizado en una<br />
casa, la ropa limpia y planchada, bienoliente, or<strong>de</strong>nada en un gran<br />
armario. Faltaban poco más <strong>de</strong> treinta horas para arribar a puerto y<br />
confiaba en que Vicente, su criado, no faltara a la cita concertada<br />
cuatro meses antes. Si Vicente había cumplido sus indicaciones,<br />
dispondría <strong>de</strong> alojamiento en Laredo, en la posada <strong>de</strong>l Fraile, y <strong>de</strong><br />
un caballo y una mula para llegar a Valladolid. Dudó un momento<br />
sobre si ten<strong>de</strong>rse también en el coy, como Tellería, pero finalmente<br />
<strong>de</strong>sistió y salió <strong>de</strong> nuevo a cubierta. Era, efectivamente, el marinero<br />
<strong>de</strong> la cofa el que canturreaba y el jirón <strong>de</strong> vela continuaba azotando<br />
a la mayor mientras dos jóvenes se encaramaban <strong>de</strong>scalzos por las<br />
jarcias con ánimo <strong>de</strong> reparar el pequeño estropicio. Infló el pecho y<br />
una bocanada <strong>de</strong> aire salino ventiló sus pulmones. Paseó <strong>de</strong>spacio<br />
por cubierta pensando en sus cofra<strong>de</strong>s <strong>de</strong> Valladolid, en su casa, en<br />
el taller <strong>de</strong> confección <strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría, en sus propieda<strong>de</strong>s <strong>de</strong> Pedrosa,<br />
don<strong>de</strong> su amigo Pedro Cazalla, el párroco, seguiría armando el tollo<br />
cada tar<strong>de</strong>, a la entrada <strong>de</strong> La Gallarita, para cazar con el<br />
perdigón. Por asociación <strong>de</strong> i<strong>de</strong>as pensó en el Doctor, su hermano,<br />
tan pusilánime y abatido en los últimos tiempos, como si barruntara<br />
una tragedia, en el empeño con que le propuso este viaje y sus<br />
cautelas exageradas. Salcedo estaba ese invierno enredado en mil<br />
asuntos, pero le conmovió la confianza <strong>de</strong>l Doctor, el hecho <strong>de</strong> que le<br />
antepusiera a los <strong>de</strong>más miembros <strong>de</strong>l grupo, más antiguos que él.<br />
Entonces le expuso su temor <strong>de</strong> que la Inquisición tuviera alguna<br />
sospecha <strong>de</strong> la existencia <strong>de</strong>l conventículo. Al Doctor hacía tiempo<br />
que le <strong>de</strong>sazonaba la actividad <strong>de</strong> Cristóbal <strong>de</strong> Padilla, el criado <strong>de</strong><br />
los marqueses <strong>de</strong> Alcañices, su torpe proselitismo en Toro y Zamora.<br />
En líneas generales estaba satisfecho <strong>de</strong>l grupo, <strong>de</strong> su alto nivel<br />
intelectual, su posición social, su discreción, pero <strong>de</strong>sconfiaba <strong>de</strong> la
gente baja, <strong>de</strong> algunos pobres analfabetos, <strong>de</strong>cía, que se habían<br />
infiltrado en el mismo.<br />
|¿Qué pue<strong>de</strong> esperarse —le <strong>de</strong>cía a Salcedo días antes <strong>de</strong> marchar—<br />
<strong>de</strong> ese impenitente correveidile haciendo proselitismo?| En la carta<br />
a Erfurt había vuelto sobre el tema. Salcedo compartía su temor en<br />
cierto modo, pero recelaba aún más <strong>de</strong> Paula Rupérez, la mujer <strong>de</strong>l<br />
joyero Juan García, aunque no perteneciera al conventículo. <strong>El</strong>lo le<br />
llevó a pensar en Teo, su propia esposa, el extraño fracaso <strong>de</strong> su<br />
matrimonio, la disparidad física entre los dos, su incapacidad para<br />
hacerla madre y su hundimiento final. Teo carecía <strong>de</strong>l calor<br />
maternal que ingenuamente le había atribuido al conocerla. De esta<br />
manera, la soledad <strong>de</strong> Cipriano se había acrecentado con el<br />
matrimonio.<br />
Había admitido impávido la separación <strong>de</strong> lechos, <strong>de</strong> habitaciones,<br />
<strong>de</strong> vidas. A Pedro Cazalla, párroco <strong>de</strong> Pedrosa, le habló un día <strong>de</strong>l<br />
asunto: no sólo no quería a su mujer sino que la <strong>de</strong>spreciaba. Era un<br />
grave pecado y Nuestro Señor se lo tendría en cuenta. Con su padre,<br />
don Bernardo, le había sucedido algo parecido. ¿Es que había seres<br />
que nacían solamente para odiar? Fue entonces cuando Pedro<br />
Cazalla le dijo que confiara en los méritos <strong>de</strong> Cristo y no diera tanta<br />
importancia a sus sentimientos. Una nueva luz apareció en su<br />
angosto horizonte. Así que no todo estaba perdido, la Pasión <strong>de</strong><br />
Cristo valía más que sus propias obras, que sus sentimientos<br />
mezquinos. Detrás vino don Carlos <strong>de</strong> Seso y, más tar<strong>de</strong>, el Doctor, a<br />
profundizar en la misma i<strong>de</strong>a: el purgatorio no era, pues, necesario.<br />
La secta venía a ofrecerle una fraternidad que no había conocido<br />
hasta entonces. Se entregó a ella con fruición, con entusiasmo. <strong>El</strong><br />
viaje a Alemania formaba parte <strong>de</strong> esta entrega.<br />
Pero ahora, mientras recorría en la noche la cubierta <strong>de</strong>l<br />
“Hamburg”, el tierno recuerdo <strong>de</strong> Ana Enríquez no podía impedir que<br />
se encontrase solo e insignificante.<br />
Costeaban Francia y, <strong>de</strong> cuando en cuando, una luz vacilante y<br />
mortecina hacía guiños <strong>de</strong>s<strong>de</strong> tierra, señalaba los difusos límites <strong>de</strong>l<br />
mar. La galeaza se aproximaba al litoral, esperando hallar mar<br />
planchada, pero, pese a todos los esfuerzos, no cesaba <strong>de</strong> cabecear.<br />
Salcedo pensó en Tellería y pasó por las cocinas. Un pinche grueso y<br />
rosado, con el torso <strong>de</strong>snudo y las tetillas rojizas, le dio dos<br />
manzanas para |el pasajero español que se sentía indispuesto|.<br />
Isidoro Tellería se las comió sin mondarlas, a gran<strong>de</strong>s mordiscos,<br />
sentado en el coy, a la luz <strong>de</strong>l candil.
Tenía mejor aspecto que por la tar<strong>de</strong> y, al concluir, sopló la llama,<br />
se arrebujó en la manta y se <strong>de</strong>spidió hasta la mañana siguiente.<br />
Salcedo madrugó. Lo primero que advirtió fue que la costa francesa<br />
había <strong>de</strong>saparecido <strong>de</strong> la amura y un viento terral <strong>de</strong>smelenado<br />
sacudía las velas frenéticamente.<br />
Hacía frío. Salvo una alargada franja azul a poniente, los nimbos<br />
grises entoldaban el cielo. Media docena <strong>de</strong> marineros <strong>de</strong>scalzos<br />
bal<strong>de</strong>aban con bruzas y lampazos la cubierta <strong>de</strong> estribor y, a<br />
intervalos, vaciaban los cubos <strong>de</strong> golpe y el agua burbujeaba en los<br />
imbornales antes <strong>de</strong> per<strong>de</strong>rse en el mar.<br />
Paseó por cubierta para estirar las piernas y, al cabo, pasó por las<br />
cocinas don<strong>de</strong> el marmitón <strong>de</strong> las tetillas rojas le facilitó una tisana<br />
para don Isidoro Tellería.<br />
Lo encontró <strong>de</strong>spierto, más entonado, pero se negó a levantarse.<br />
Lo mismo le ocurrió a la hora <strong>de</strong>l almuerzo —un caldo y dos<br />
manzanas— <strong>de</strong> lo que Salcedo <strong>de</strong>dujo que, así durase un mes la<br />
travesía, el sevillano permanecería tumbado en el coy sin moverse.<br />
Salcedo le acompañó un rato, sentado en el arcón, y casualmente<br />
<strong>de</strong>scubrió el “Nuevo Testamento” <strong>de</strong> Pérez <strong>de</strong> Pineda, como libro <strong>de</strong><br />
cabecera, junto al candil, a su lado.<br />
Cipriano Salcedo <strong>de</strong>dicó la tar<strong>de</strong> a recorrer las <strong>de</strong>pen<strong>de</strong>ncias <strong>de</strong>l<br />
pequeño navío: el sollado <strong>de</strong> los remeros, vacío ahora, las sentinas<br />
<strong>de</strong> carga, la duneta, el puente, los pañoles, el castillo <strong>de</strong> mando...<br />
Apenas reposó la comida unos minutos. Había pasado mala noche y<br />
se sentía intranquilo y nervioso. Le asaltaban temores infundados<br />
que se incrementaban cuantas más vueltas les daba en la cabeza.<br />
Recelaba que Vicente, su criado, por ejemplo, no saliera a esperarle<br />
al muelle al día siguiente y él se encontrase solo, sin medio <strong>de</strong><br />
transporte, en el amarra<strong>de</strong>ro, con un fardo <strong>de</strong> libros prohibidos en la<br />
mano. Después <strong>de</strong> cenar, se serenó contemplando la puesta <strong>de</strong> sol,<br />
aun resistiéndose a admitir que aquel astro brillante y húmedo que<br />
se acostaba en el mar fuese el mismo que Pedro Cazalla y él veían<br />
<strong>de</strong>saparecer tras los ardientes rastrojos <strong>de</strong>s<strong>de</strong> los cerros <strong>de</strong> Pedrosa.<br />
Ya anochecido, se acodó en la popa, mirando distraído los dibujos <strong>de</strong><br />
la estela dividiendo el mar, y no oyó llegar al capitán Berger. Lo vio<br />
alzarse, <strong>de</strong> repente, a su lado, las anchas manos en la baranda,<br />
inquiriendo con acento burlón:<br />
—¿Descansa nuestro amigo, el ínclito calvinista?
Cipriano Salcedo señaló con un <strong>de</strong>do la tienda silenciosa. Luego se<br />
acodó <strong>de</strong> nuevo en el pasamanos e informó al capitán <strong>de</strong> sus motivos<br />
<strong>de</strong> preocupación. Le inquietaba la posibilidad <strong>de</strong> que su criado<br />
hubiera tergiversado sus instrucciones y no le aguardase en el<br />
puerto al día siguiente. Le inquietaba, asimismo, que, durante su<br />
ausencia, el Santo Oficio hubiese <strong>de</strong>cretado nuevas normas para<br />
impedir la circulación <strong>de</strong> libros peligrosos. Ambos recelos, unidos, le<br />
producían una profunda <strong>de</strong>sazón.<br />
<strong>El</strong> capitán Berger no pareció dar a sus temores excesiva<br />
importancia. Los guardas y alguaciles <strong>de</strong>l Santo Oficio vigilaban la<br />
carga <strong>de</strong> los barcos, <strong>de</strong>stripaban los toneles o los fardos si les<br />
parecían sospechosos, pero no solían molestar a los viajeros. Al<br />
concluir le preguntó si traía muchos. Cipriano Salcedo levantó la<br />
cabeza hacia él:<br />
—¿Libros? —inquirió.<br />
—Libros, claro.<br />
—Diecinueve —respondió Salcedo y, abriendo un hueco entre sus<br />
manos, precisó—: Un fardo pequeño... pero lo arriesgado es el<br />
contenido: Lutero, Melanchton, Erasmo, dos “Biblias” y una<br />
colección completa <strong>de</strong>l “Pasional”.<br />
—Algo impensado le vino <strong>de</strong> pronto a la cabeza y añadió con alguna<br />
precipitación—: ¿Sabía usted que la censura <strong>de</strong> Biblias impuesta en<br />
Valladolid hace tres años supuso la recogida <strong>de</strong> más <strong>de</strong> cien<br />
ediciones distintas <strong>de</strong>l libro <strong>de</strong> libros, la mayor parte <strong>de</strong> autores<br />
protestantes?<br />
Los dientes <strong>de</strong>l capitán Berger brillaban en la oscuridad al sonreír:<br />
—Los capitanes <strong>de</strong> barco somos expertos en ese tema. Los últimos<br />
veinte años los hemos vivido en perpetuo sobresalto. De una <strong>de</strong> las<br />
“Biblias” <strong>de</strong> las que usted habla introduje doscientos ejemplares por<br />
el puerto <strong>de</strong> Santoña el año 28 en dos toneles. No pasó nada.<br />
Entonces los toneles eran una cosa inocente. Hoy meter un libro en<br />
una cuba es como fabricar un explosivo.<br />
—Y ¿en qué momento cambió la situación?<br />
—En el año 30 diez gran<strong>de</strong>s cubas con libros llegaron al puerto <strong>de</strong><br />
Valencia en tres galeazas venecianas. Fueron interceptadas y el<br />
<strong>de</strong>scubrimiento puso en guardia al Santo Oficio. Lo más acre <strong>de</strong>
Lutero, todo lo escrito en Wartburg, en docenas <strong>de</strong> ejemplares,<br />
estaba allí. La Inquisición montó un verda<strong>de</strong>ro auto <strong>de</strong> fe. Los<br />
capitanes <strong>de</strong> las galeazas fueron apresados y en la plaza <strong>de</strong> la<br />
ciudad ardieron cientos <strong>de</strong> libros en una pira gigantesca, entre el<br />
griterío y el entusiasmo <strong>de</strong>l pueblo analfabeto. Al Santo Oficio<br />
siempre le atrajeron los gran<strong>de</strong>s alijos para montar con ellos un<br />
espectáculo popular.<br />
La noche queda, <strong>de</strong> luceros brillantes, invitaba a la confi<strong>de</strong>ncia.<br />
Salcedo no se movió. Esperaba que el capitán Berger prosiguiera.<br />
Estaba seguro <strong>de</strong> que lo haría y lo esperaba mirándole el entrecejo:<br />
—Las quemas <strong>de</strong> libros han sido en España pasatiempos habituales<br />
—dijo al fin—. De la quema <strong>de</strong> Salamanca todavía se está hablando.<br />
La ciudad más culta <strong>de</strong>l mundo quemando los vehículos <strong>de</strong> la<br />
cultura; no <strong>de</strong>ja <strong>de</strong> ser un contrasentido.<br />
Dos años más tar<strong>de</strong> hubo otra quema aparatosa en San Sebastián...<br />
Pero no vaya usted a pensar que España tuviera la exclusiva. Miles<br />
<strong>de</strong> ejemplares <strong>de</strong> “La libertad <strong>de</strong>l cristiano”, traducido al español,<br />
fueron incinerados en Amberes con toda pompa y solemnidad.<br />
Yo estuve allí, viví el acontecimiento.<br />
Salcedo emitió una apagada sonrisa:<br />
—La Inquisición —dijo— se muestra cada día más intolerante.<br />
Ahora exige a los confesores que obliguen a los penitentes a<br />
<strong>de</strong>nunciar a los que ocultan libros prohibidos. Y al que se niega no<br />
se le absuelve. Ni los obispos, ni el mismo Rey están exentos <strong>de</strong> esta<br />
medida.<br />
<strong>El</strong> capitán Berger, que había estado recostado en la barandilla, dio<br />
media vuelta y se acodó en ella:<br />
—Tengo entendido —dijo— que cada vez que la Inquisición con<strong>de</strong>na<br />
a un hombre por causa <strong>de</strong> un libro, este libro queda en entredicho. Y<br />
no me refiero solamente a obras anticristianas. <strong>El</strong> “Catálogo <strong>de</strong><br />
Lovaina”, por ejemplo, prohibió hace seis años la “Biblia” y el “Nuevo<br />
Testamento” traducidos al castellano. Es cosa sabida que el pueblo<br />
español está con<strong>de</strong>nado a <strong>de</strong>sconocer el libro <strong>de</strong> libros.
Cipriano Salcedo miró <strong>de</strong> reojo al capitán antes <strong>de</strong> hacer esta<br />
observación:<br />
—La afición a la lectura ha llegado a ser tan sospechosa que el<br />
analfabetismo se hace <strong>de</strong>seable y honroso. Siendo analfabeto es fácil<br />
<strong>de</strong>mostrar que uno está incontaminado y pertenece a la envidiable<br />
casta <strong>de</strong> los cristianos viejos.<br />
Se abrió un alto silencio entre los dos hombres que hizo perceptible<br />
el leve murmullo <strong>de</strong> la estela bajo las estrellas. Para el capitán<br />
Berger no pasó inadvertido el a<strong>de</strong>mán <strong>de</strong> Cipriano Salcedo <strong>de</strong><br />
aproximar el reloj a los ojos:<br />
—Es tar<strong>de</strong> —anticipó.<br />
—Son casi las dos, capitán —dijo Salcedo—. Una hora muy oportuna<br />
para retirarse a <strong>de</strong>scansar.<br />
<strong>El</strong> nuevo día amaneció con calima. Des<strong>de</strong> su tienda Salcedo divisó a<br />
Isidoro Tellería en cubierta fumando una pipa. Se había quitado el<br />
luto. Calzaba unos borceguíes <strong>de</strong> badana hasta media pierna y,<br />
sobre la camisa fruncida y el jubón, vestía una ropilla <strong>de</strong> paño<br />
fuerte. Incomprensiblemente, parecía más alto y <strong>de</strong>lgado que vestido<br />
<strong>de</strong> negro, tal vez a causa <strong>de</strong> las calzas, muy ajustadas, o a que<br />
realmente había a<strong>de</strong>lgazado por mor <strong>de</strong> la sobria dieta mantenida a<br />
bordo durante la travesía. Salcedo se aproximó a él y le saludó.<br />
Había dormido bien —le dijo. Los trastornos habían <strong>de</strong>saparecido, se<br />
encontraba recuperado. Él no abandonaría la galeaza en Laredo<br />
sino que continuaría viaje hasta Sevilla.<br />
La bruma iba levantando y la costa, <strong>de</strong> nuevo visible y ahora muy<br />
próxima, cobraba animación y relieve bajo un sol <strong>de</strong>sfallecido. En<br />
las leves ondulaciones <strong>de</strong>l terreno se alzaban pequeños caseríos<br />
diseminados, ceñidos por bosques <strong>de</strong> hayas y fresnos, y vacas y<br />
yeguas pastando en los prados colindantes.<br />
La línea <strong>de</strong>l mar se <strong>de</strong>tenía en los acantilados y, poco más allá, en<br />
la vasta playa dorada, sobre la cual se extendía el pueblo con las<br />
chimeneas <strong>de</strong> sus casas humeantes.<br />
<strong>El</strong> “Hamburg” viró en redondo a babor y su proa hendió las aguas <strong>de</strong><br />
la bahía con el malecón al fondo.<br />
Una tropilla <strong>de</strong> marineros abatían las velas <strong>de</strong>s<strong>de</strong> las jarcias y el<br />
barco se <strong>de</strong>slizaba suavemente sobre la superficie para <strong>de</strong>tenerse,
minutos <strong>de</strong>spués, en la bocana, junto al espigón. Isidoro Tellería y<br />
Cipriano Salcedo se habían aproximado al puente, bajo el cual<br />
impartía ór<strong>de</strong>nes el capitán. De pronto, sonó la campana <strong>de</strong>l<br />
portalón, la nave se <strong>de</strong>tuvo y un marinero <strong>de</strong>scolgó una escala por la<br />
borda, por la que ascendió el práctico que se hizo cargo <strong>de</strong>l timón.<br />
Los costados <strong>de</strong>l velero se habían erizado <strong>de</strong> remos que bogaron<br />
rítmicamente tan pronto el capitán Berger dio la or<strong>de</strong>n por el tubo<br />
acústico. <strong>El</strong> “Hamburg” avanzó hasta el ostial lentamente. <strong>El</strong><br />
capitán se aproximó a Salcedo y le señaló un hueco en los muelles<br />
<strong>de</strong>l fondo, a lo largo <strong>de</strong> los cuales se extendían los almacenes <strong>de</strong><br />
lana:<br />
—Ahí tiene vuesa merced nuestro atraca<strong>de</strong>ro —dijo.<br />
La nave se <strong>de</strong>slizaba sobre la superficie <strong>de</strong>l agua y, poco más allá,<br />
viró <strong>de</strong> nuevo a babor, colocándose paralela al muelle. <strong>El</strong> capitán<br />
Berger oteaba los alre<strong>de</strong>dores con el anteojo, dos charrúas<br />
empujaban la nave contra el atraca<strong>de</strong>ro mientras cuatro marineros<br />
arrojaban por el costado las <strong>de</strong>fensas al tiempo que <strong>de</strong>saparecían<br />
los remos <strong>de</strong> babor. En tanto amarraban la nave al bolardo, el<br />
capitán <strong>de</strong>jó <strong>de</strong> mirar y sonrió a Salcedo entregándole el anteojo:<br />
—No parece que haya moros en la costa —dijo.<br />
Salcedo enfocó el anteojo a la dársena y fue recogiendo la mirada<br />
hacia los diques: los veleros <strong>de</strong>smantelados, el pueblo, una reata <strong>de</strong><br />
mulas por el camino <strong>de</strong> la playa.<br />
Al abocar al bosquecillo <strong>de</strong> hayas, su ojo retornó poco a poco por la<br />
línea <strong>de</strong> galeazas atracadas, el muelle, los almacenes y,<br />
súbitamente, lo <strong>de</strong>scubrió: un hombrecillo <strong>de</strong>smedrado ante la<br />
puerta número 2, vestido con un humil<strong>de</strong> sayo <strong>de</strong> cordilla y calzado<br />
<strong>de</strong> cuerda, que miraba sin pestañear el navío recién atracado.<br />
Sostenía dos caballos por las bridas y, <strong>de</strong>trás, atada a una argolla<br />
<strong>de</strong>l almacén, una mula pateaba el empedrado con impaciencia.<br />
Salcedo le señaló con un <strong>de</strong>do:<br />
—Ahí está —dijo sin cesar <strong>de</strong> mirar al capitán—. Ese muchacho <strong>de</strong><br />
los caballos que está a la puerta <strong>de</strong>l almacén es Vicente, mi criado.<br />
¿Podrá subir a bordo a hacerse cargo <strong>de</strong>l equipaje?<br />
__________________________<br />
__________________________
Libro I<br />
Los primeros años<br />
I<br />
Asentada entre los ríos Pisuerga y Esgueva, la Valladolid <strong>de</strong>l<br />
segundo tercio <strong>de</strong>l siglo XVI era una villa <strong>de</strong> veintiocho mil<br />
habitantes, ciudad <strong>de</strong> servicios a la que la Real Chancillería y la<br />
nobleza, siempre atenta a los coqueteos <strong>de</strong> la Corte, le prestaban un<br />
evi<strong>de</strong>nte relieve social. Con el Duero, Pisuerga y Esgueva, antes <strong>de</strong><br />
<strong>de</strong>smembrarse éste en los tres brazos urbanos, daban acogida, por<br />
un lado, a las casas <strong>de</strong> placer <strong>de</strong> la aristocracia, mientras<br />
facilitaban, por otro, una suerte <strong>de</strong> muralla natural a los periódicos<br />
asedios <strong>de</strong> la peste. <strong>El</strong> recinto propiamente urbano estaba circuido<br />
por huertas y frutales (almendros, manzanos, acerolos) y éstos, a su<br />
vez, por un círculo más amplio <strong>de</strong> viñas, que se extendían en<br />
ringleras por los cerros y el llano, hasta el extremo <strong>de</strong> que las calles<br />
<strong>de</strong> cepas, revestidas <strong>de</strong> hojas y pámpanos en el estío, cerraban el<br />
horizonte visible <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el Cerro <strong>de</strong> San Cristóbal a la Cuesta <strong>de</strong> La<br />
Maruquesa. En la margen izquierda <strong>de</strong>l Duero, avanzando hacia el<br />
oeste, <strong>de</strong>tonaban los nuevos pinares, en tanto, más allá <strong>de</strong> las grises<br />
colinas, en dirección norte, una ancha franja <strong>de</strong> cereal enlazaba el<br />
valle con el Páramo, una gran extensión <strong>de</strong> pastos y encinas<br />
habitada por los pastores <strong>de</strong> ganado lanar. Semejante disposición<br />
facilitaba el abastecimiento <strong>de</strong> la villa, tierra preferentemente <strong>de</strong><br />
pan y vino, con un tinto flaco en los majuelos más próximos, alegres<br />
tintillos en la zona <strong>de</strong> Cigales y Fuensaldaña y los extraordinarios<br />
blancos <strong>de</strong> Rueda, Serrada y La Seca. Según normas <strong>de</strong> la Cofradía<br />
Los Here<strong>de</strong>ros <strong>de</strong>l Vino, monopolizadora <strong>de</strong> esta bebida, en<br />
Valladolid no podían ser vendidos mostos ajenos en tanto no<br />
hubieran sido consumidos los propios. Una ramita ver<strong>de</strong> a la puerta<br />
<strong>de</strong> una taberna anunciaba cuba nueva y, en tales casos, los criados<br />
<strong>de</strong> casa gran<strong>de</strong>, las criadas <strong>de</strong> casa media y los vallisoletanos más<br />
pobres en persona, formaban largas colas a la puerta <strong>de</strong>l<br />
establecimiento, para <strong>de</strong>cidir sobre la calidad <strong>de</strong>l nuevo caldo.<br />
Amigo <strong>de</strong>l zumo <strong>de</strong> cepas, el vallisoletano <strong>de</strong>l siglo XVI, hombre <strong>de</strong><br />
paladar sensible, distinguía el vino bueno <strong>de</strong>l malo, aunque gustara<br />
<strong>de</strong> ambos, <strong>de</strong> tal modo que la cifra <strong>de</strong> consumo por habitante y año<br />
ascendía a los doscientos diez cuartillos, guarismo que, <strong>de</strong>scontando<br />
a las mujeres, no bebedoras en general, los niños, los abstemios y los<br />
pobres, expresaba una cantidad per cápita <strong>de</strong> mucho respeto.
Encajonada entre los dos ríos, la villa, <strong>de</strong> pequeñas dimensiones<br />
(don<strong>de</strong>, al <strong>de</strong>cir <strong>de</strong> las gentes <strong>de</strong> la época, cuando el pan encarecía<br />
había hambre en España), componía un rectángulo con varias<br />
puertas <strong>de</strong> acceso: la <strong>de</strong>l Puente Mayor al norte, la <strong>de</strong>l Campo al sur,<br />
la <strong>de</strong> Tu<strong>de</strong>la al este y la <strong>de</strong> La Rinconada al oeste. Y salvo el cogollo<br />
urbano, empedrado y gris, con una reguera <strong>de</strong> alcantarillado<br />
exterior en el centro <strong>de</strong> las rúas, la villa resultaba polvorienta y<br />
árida en verano, fría y cenagosa en invierno y sucia y hedionda en<br />
todas las estaciones. Eso sí, allí don<strong>de</strong> la nariz se arrugaba, la vista<br />
se recreaba ante monumentos como San Gregorio, la Antigua y<br />
Santa Cruz o los recios conventos <strong>de</strong> San Pablo y San Benito. Calles<br />
estrechas, con soportales a los costados y casas <strong>de</strong> dos o tres pisos,<br />
sin balcones, con comercios o tallercitos gremiales en los bajos,<br />
Valladolid ofrecía en esta época, con su vivo tráfago <strong>de</strong> carruajes,<br />
caballos y acémilas, un aspecto casi floreciente, <strong>de</strong> manifiesta<br />
prosperidad.<br />
Antes <strong>de</strong> que se instalara la Corte, la noche <strong>de</strong>l 30 <strong>de</strong> octubre <strong>de</strong><br />
1517, el coche que ocupaban el hombre <strong>de</strong> negocios y rentista, don<br />
Bernardo Salcedo, y su bella esposa, doña Catalina <strong>de</strong> Bustamante,<br />
se <strong>de</strong>tuvo ante el número 5 <strong>de</strong> la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo. Al salir <strong>de</strong><br />
la casa <strong>de</strong> don Ignacio, rubio y lampiño, oidor <strong>de</strong> la Real<br />
Chancillería, hermano <strong>de</strong> don Bernardo, don<strong>de</strong> habían pasado la<br />
velada, doña Catalina había confiado discretamente a su marido<br />
sentir dolores en los riñones y, en este momento, al <strong>de</strong>tenerse<br />
bruscamente los caballos ante el portal <strong>de</strong> su casa, volvió a<br />
aproximar los labios a su oído para comunicarle en un susurro que<br />
también notaba humedad en el nalgatorio. Don Bernardo Salcedo,<br />
poco experto en estas li<strong>de</strong>s, primerizo a sus cuarenta años, instó al<br />
criado Juan Dueñas, que sostenía la portezuela <strong>de</strong>l coche, que<br />
acudiese vivo a casa <strong>de</strong>l doctor Almenara, en la calle <strong>de</strong> la Cárcava,<br />
y le hiciera saber que la señora <strong>de</strong> Salcedo estaba indispuesta y<br />
requería su presencia.<br />
Don Bernardo Salcedo consi<strong>de</strong>raba al niño que se anunciaba como<br />
un verda<strong>de</strong>ro milagro. Casado diez años atrás, el inesperado<br />
embarazo <strong>de</strong> su esposa constituyó para ambos una sorpresa. Los<br />
Salcedo no solían incurrir en estas vulgarida<strong>de</strong>s. Fue doña Catalina,<br />
la que, intrigada por la infertilidad <strong>de</strong> su matrimonio, se puso en<br />
manos <strong>de</strong> don Francisco Almenara. Don Francisco era el más<br />
prestigioso médico <strong>de</strong> mujeres en toda la región. Autorizado para<br />
curar en 1505 por el Real Tribunal <strong>de</strong>l Protomedicato <strong>de</strong>spués <strong>de</strong><br />
brillantísimas pruebas, sus prácticas junto al acreditado doctor don<br />
Diego <strong>de</strong> Leza no hicieron sino confirmar los esperanzadores<br />
auspicios. Hoy la fama <strong>de</strong>l doctor Almenara había salvado fronteras
y los más importantes industriales tejedores <strong>de</strong> Segovia y los más<br />
famosos comerciantes <strong>de</strong> Burgos acudían habitualmente a su<br />
consulta. Sin embargo a doña Catalina Bustamante le costó<br />
lágrimas la <strong>de</strong>cisión. ¿Cómo mostrar las partes pu<strong>de</strong>ndas a un<br />
<strong>de</strong>sconocido por muy eminente que fuera? ¿Cómo consultar con<br />
nadie un problema tan íntimo como que sus relaciones sexuales con<br />
su marido no dieran fruto? Pero su curiosidad pudo más que su<br />
pudor. Aunque ella no suspiraba por un hijo, como buena<br />
pragmática <strong>de</strong>seaba saber por qué su conducta, análoga a la <strong>de</strong><br />
tantas mujeres, no producía los mismos efectos. Días <strong>de</strong>spués el<br />
noble porte <strong>de</strong>l doctor Almenara, embutido en su loba <strong>de</strong> terciopelo<br />
oscuro, el rubí pendiente <strong>de</strong>l gorjal, su luenga barba puntiaguda y la<br />
disforme esmeralda que ornaba su pulgar <strong>de</strong>recho, acabaron con sus<br />
escrúpulos y reticencias. A su aceptación contribuyeron también los<br />
correctos modales <strong>de</strong>l sanador, sus palabras suaves apenas<br />
musitadas, la <strong>de</strong>lica<strong>de</strong>za con que solicitaba acceso a las partes más<br />
íntimas <strong>de</strong> su cuerpo y los contactos, mínimos pero turbadores, que<br />
exigía su cometido. <strong>El</strong> largo período que estuvieron en sus manos<br />
disipó todo recelo en el ánimo <strong>de</strong> doña Catalina y abrió el corazón<br />
<strong>de</strong> don Bernardo a una leal amistad. Pero antes tuvo que soportar<br />
terribles pruebas, como la <strong>de</strong>l ajo, para intentar averiguar quién <strong>de</strong><br />
las dos partes era la causante <strong>de</strong> la esterilidad matrimonial. Con<br />
este objeto, don Francisco Almenara introdujo en la vagina <strong>de</strong> doña<br />
Catalina un diente <strong>de</strong> ajo, <strong>de</strong>bidamente pelado, antes <strong>de</strong> meterla en<br />
cama:<br />
—Mañana no se levante hasta que yo llegue. Debo ser el primero en<br />
olerla —advirtió.<br />
Don Bernardo se <strong>de</strong>spertó con el alba. Intuía vagamente que algo<br />
grave relativo a su masculinidad estaba en entredicho. Divagó por la<br />
casa durante horas y cuando, sobre las nueve <strong>de</strong> la mañana, oyó a<br />
la puerta los cascos <strong>de</strong> la mula <strong>de</strong>l doctor levantó el visillo <strong>de</strong> la<br />
ventana con inquietud manifiesta.<br />
<strong>El</strong> criado <strong>de</strong>l doctor, que traía a la caballería <strong>de</strong>l ronzal, ayudó a<br />
apearse a su dueño y ató aquélla a la armella <strong>de</strong> la columna. Todo<br />
lo que vino a continuación resultó para don Bernardo<br />
<strong>de</strong>sconcertante y confuso. Don Francisco or<strong>de</strong>nó levantarse a doña<br />
Catalina y, tal como estaba, en salto <strong>de</strong> cama, la condujo <strong>de</strong> la mano<br />
hasta la jofaina y, una vez allí, requirió amablemente su aliento.<br />
—¿Cómo? —A doña Catalina se la veía sensiblemente turbada.
—<strong>El</strong> aliento, señora, écheme vuesa merced su aliento —insistió el<br />
doctor inclinando el busto sobre el rostro <strong>de</strong> la paciente. Ésta,<br />
finalmente, obe<strong>de</strong>ció.<br />
—Otra vez, si no le importa.<br />
La esposa <strong>de</strong> don Bernardo Salcedo alentó ante la nariz <strong>de</strong> don<br />
Francisco quien frunció sombríamente el ceño. Acto seguido, en una<br />
actitud <strong>de</strong> gravedad extrema, el doctor Almenara se encerró con don<br />
Bernardo en el <strong>de</strong>spacho <strong>de</strong> éste, se sentó en el escritorio y miró al<br />
señor Salcedo con inusitada frialdad:<br />
—Lamento tener que <strong>de</strong>cirle que las vías <strong>de</strong> su esposa están abiertas<br />
—dijo simplemente.<br />
—¿Qué quiere <strong>de</strong>cir, doctor?<br />
—La esposa <strong>de</strong> vuesa merced está apta para la concepción.<br />
La sangre le bajó <strong>de</strong> golpe a los talones a don Bernardo:<br />
—¿Quiere sugerir...? —apuntó, pero fue incapaz <strong>de</strong> proseguir.<br />
—No insinúo nada, señor Salcedo, afirmo rotundamente que el<br />
aliento <strong>de</strong> su esposa huele a ajo.<br />
¿Qué quiere <strong>de</strong>cir esto? Muy sencillo, las vías <strong>de</strong> recepción <strong>de</strong> su<br />
cuerpo están abiertas, no opiladas.<br />
La concepción sería normal tras una fecundación oportuna.<br />
Don Bernardo había arrancado a sudar y sus movimientos se habían<br />
hecho torpes y resignados:<br />
—Eso quiere <strong>de</strong>cir que soy yo el causante <strong>de</strong>l fracaso matrimonial.<br />
Almenara le miró <strong>de</strong> abajo arriba con un asomo <strong>de</strong> <strong>de</strong>sprecio:<br />
—En medicina dos y dos no siempre son cuatro, señor Salcedo.<br />
Quiero <strong>de</strong>cirle que estas pruebas no son matemáticas. Existe la<br />
posibilidad <strong>de</strong> que ambos estén en condiciones <strong>de</strong> procrear y, por lo<br />
que sea, sus respectivas aportaciones no se entiendan.<br />
—O sea, que mi esposa y yo no congeniamos.
—Llámelo como quiera.<br />
<strong>El</strong> señor Salcedo guardó cauto silencio. Le constaban los<br />
conocimientos <strong>de</strong>l doctor Almenara, sus éxitos espectaculares entre<br />
las familias más distinguidas <strong>de</strong> la ciudad, su luci<strong>de</strong>z. Asimismo era<br />
<strong>de</strong>l dominio público que en su biblioteca se alineaban trescientos<br />
doce volúmenes, no tantos como en la <strong>de</strong> su hermano Ignacio, pero<br />
suficientes para dar i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> su grado <strong>de</strong> ilustración. No era cosa <strong>de</strong><br />
coger una pataleta por motivo tan nimio. Sin embargo inquirió:<br />
—Y ¿la ciencia no dispone <strong>de</strong> ninguna otra prueba, doctor, digamos<br />
menos afrentosa, un poco más <strong>de</strong>licada?<br />
—Podríamos someter a su esposa a la prueba <strong>de</strong> la orina, pero es<br />
una operación asquerosa y tan poco fi<strong>de</strong>digna como la <strong>de</strong>l ajo.<br />
—¿Entonces?<br />
Almenara se levantó lentamente <strong>de</strong>l escritorio. Embutido en su loba<br />
<strong>de</strong> terciopelo oscuro parecía un gigante. Su barba puntiaguda le<br />
alcanzaba al tercer botón. Tomó ligeramente <strong>de</strong>l codo a don<br />
Bernardo:<br />
—Sinceramente, señor Salcedo, ¿qué resultaría para vuesa merced<br />
más <strong>de</strong>primente, el hecho <strong>de</strong> no tener <strong>de</strong>scen<strong>de</strong>ncia o tener que<br />
reconocer ante su esposa que el responsable es usted?<br />
<strong>El</strong> señor Salcedo carraspeó:<br />
—Veo que también vuesa merced es especialista en hombres —dijo.<br />
—Aquel que conoce bien a las mujeres termina conociendo a los<br />
hombres. Son conocimientos complementarios.<br />
Don Bernardo alzó unos ojos vacuos, extrañamente opacos:<br />
—¿No sería suficiente, doctor, comunicar a mi esposa que nuestros<br />
organismos no riman, que nuestras respectivas aportaciones, como<br />
usted dice, no se entien<strong>de</strong>n?<br />
—Es un buen consejo —sonrió—.<br />
Hagamos lo que usted dice. En realidad vuesa merced no me pi<strong>de</strong><br />
que mienta.
Aquella concesión <strong>de</strong>l doctor Almenara salvó la armonía <strong>de</strong>l<br />
matrimonio y la amistad entre los dos hombres. Pero, cuando ocho<br />
años <strong>de</strong>spués, sin otra novedad en la vida matrimonial que el simple<br />
paso <strong>de</strong>l tiempo, don Bernardo y doña Catalina volvieron por la<br />
consulta, informando que la señora había tenido dos faltas, el<br />
doctor Almenara se congratuló <strong>de</strong> su discreción. Hizo ten<strong>de</strong>r a doña<br />
Catalina en la mesa ortopédica y le tomó el pulso <strong>de</strong>tenidamente.<br />
Luego colocó la palma <strong>de</strong> su mano <strong>de</strong>recha en el pecho izquierdo,<br />
sobre el corazón <strong>de</strong> la paciente, y al sentir la agitación <strong>de</strong> doña<br />
Catalina, murmuró:<br />
tranquila, tranquila, señora, no tiene usted fiebre. Se volvió hacia su<br />
amigo y rubricó: calentura no tiene, señor Salcedo. Seguidamente se<br />
dobló por la cintura, aplicó la oreja al pecho <strong>de</strong> la mujer y escuchó<br />
el apremiado latido <strong>de</strong> su corazón. Al concluir, su mano experta<br />
abrió un hueco entre el corpiño y la faldilla y exploró el vientre, las<br />
durezas <strong>de</strong>l bazo y el hígado, las más escurridizas <strong>de</strong> los intestinos.<br />
Pero su mano <strong>de</strong>scendió todavía un poco más. A doña Catalina se le<br />
cortaba el resuello; estaba a pique <strong>de</strong> <strong>de</strong>smayarse, era la mano<br />
<strong>de</strong>recha, la <strong>de</strong> la esmeralda en el pulgar, y a veces sentía en el pubis<br />
las suaves aristas <strong>de</strong> la piedra. <strong>El</strong> doctor Almenara actuaba con<br />
excesiva audacia esta mañana. Finalmente sacó la mano y fue a<br />
lavárselas a la jofaina. Habló mientras se secaba:<br />
—Las faltas son casi siempre un indicio concluyente <strong>de</strong> preñez —<br />
observó—, pero en tan poco tiempo no es posible apreciar nada al<br />
tacto. —Miró a Salcedo y añadió como si retomara el tema <strong>de</strong> ocho<br />
años atrás—: Estas cosas ocurren en medicina. Las aportaciones <strong>de</strong><br />
vuesas merce<strong>de</strong>s, que parecían no enten<strong>de</strong>rse, han amigado <strong>de</strong><br />
pronto.<br />
Celebrémoslo. Les espero <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> ocho semanas.<br />
<strong>El</strong> matrimonio volvió por la consulta dos meses <strong>de</strong>spués pero, para<br />
entonces, doña Catalina pasaba las mañanas en náusea permanente<br />
y, en dos ocasiones, había llegado al almadiamiento y el vómito. Se<br />
lo dijo al doctor antes <strong>de</strong> ten<strong>de</strong>rse en la mesa. <strong>El</strong> doctor la auscultó<br />
pacientemente pero, apenas inició el tacto en el vientre, las<br />
comisuras <strong>de</strong> su boca se distendieron:<br />
Aquí tenemos la cabeza <strong>de</strong>l joven Salcedo —dijo y sonrió más<br />
ampliamente—: Se han salido uste<strong>de</strong>s con la suya.<br />
Mes tras mes, doña Catalina, acompañada por su esposo, visitaba al<br />
doctor Almenara. Suponía un motivo <strong>de</strong> orgullo oír <strong>de</strong> su boca la
confirmación periódica <strong>de</strong> la próxima maternidad. No obstante, a los<br />
ocho meses <strong>de</strong> embarazo, el doctor formuló una pregunta enfadosa:<br />
¿Están vuesas merce<strong>de</strong>s seguras <strong>de</strong> haber llevado bien las cuentas?<br />
Don Bernardo se aceleró: las faltas no engañan, doctor. La primera<br />
vez que le visitamos llevaba dos, luego ahora son ocho exactamente.<br />
La cabecita es muy chica —comentó el doctor—: no mayor que una<br />
manzana.<br />
Al mes siguiente confirmó que todo iba bien, salvo el tamaño <strong>de</strong>l<br />
feto, <strong>de</strong>masiado ruin, pero que ya no cabía hacer otra cosa que<br />
esperar. Finalmente, como si formulara la pregunta más inocente<br />
<strong>de</strong>l mundo, inquirió <strong>de</strong> don Bernardo si tenían en casa silla <strong>de</strong><br />
partos. Don Bernardo Salcedo asintió satisfecho.<br />
Se sentía feliz <strong>de</strong> po<strong>de</strong>r complacer al doctor Almenara hasta en<br />
aquel pequeño <strong>de</strong>talle. Se extendió en pormenores sobre la flotilla <strong>de</strong><br />
la lana y la previsión <strong>de</strong> don Néstor Maluenda, el conocido<br />
comerciante burgalés, al regalársela a su esposa no bien apareció en<br />
los mercados <strong>de</strong> Flan<strong>de</strong>s como una novedad.<br />
<strong>El</strong>los la inventaron —sonrió el doctor. Pero <strong>de</strong> nuevo adoptó un tono<br />
<strong>de</strong>spectivo para puntualizar—:<br />
Por más que, dado su tamaño, tampoco el joven Salcedo precisará<br />
ayudas para irrumpir en este mundo.<br />
Ahora, doña Catalina esperaba al doctor <strong>de</strong>ambulando por la sala y,<br />
<strong>de</strong> vez en cuando, asía la consola con ambas manos, contraía el<br />
rostro y enrojecía sin <strong>de</strong>cir palabra:<br />
—¿Otra vez? —preguntaba don Bernardo solícito consultando el<br />
reloj. <strong>El</strong>la asentía—. Son cada vez más frecuentes, apenas un par <strong>de</strong><br />
minutos, quizá menos —añadió él.<br />
Salcedo, en el fondo, se sentía envanecido <strong>de</strong> haber provocado esta<br />
conmoción. Le latía en los pulsos la inmo<strong>de</strong>stia <strong>de</strong>l semental, antes<br />
que la <strong>de</strong> padre. Después <strong>de</strong> tantos azares lo había conseguido.<br />
Admiraba la serenidad <strong>de</strong> su mujer y le chocaba su atuendo discreto,<br />
dadas las circunstancias, su falda acampanada <strong>de</strong> verdugos<br />
disimulando la preñez, el gonete <strong>de</strong> escote redondo, abriéndose a los<br />
lados, sugestivamente, sobre los hombros. Sonrió para sí. <strong>El</strong> día que<br />
estrenó aquel gonete no tuvo paciencia para <strong>de</strong>snudarla. A veces le<br />
asaltaban estos impulsos inmo<strong>de</strong>rados sin que acertara a explicar
la causa. Dependían más <strong>de</strong> sus exigencias carnales que <strong>de</strong> la<br />
vestimenta <strong>de</strong> su esposa. No obstante siempre le había excitado este<br />
gonete insinuante, los blancos y frágiles hombros compitiendo con la<br />
seda <strong>de</strong> la prenda. De nuevo su esposa contraía el rostro agarrada a<br />
la consola y, una vez pasado el dolor, doña Catalina agitó<br />
nerviosamente la campanilla <strong>de</strong> plata. Apareció Blasa, la vieja<br />
cocinera, rutando, arrastrando las chinelas, con una saya <strong>de</strong> paño<br />
burdo y una cofia en la cabeza. Blasa había empezado a servir a los<br />
cinco años en casa <strong>de</strong> la abuela <strong>de</strong> doña Catalina para entretener a<br />
la madre <strong>de</strong> ésta, recién nacida. Luego la había visto nacer a ella.<br />
Era una institución en la casa. Sin embargo, no hizo ningún<br />
comentario cuando la señora comunicó que su hijo se anunciaba ya,<br />
que preparase la habitación y calentara agua en la cocina. A<br />
Mo<strong>de</strong>sta, la doncella, era preferible no <strong>de</strong>cirle nada. Que se<br />
acostara. No estaba bien que a sus pocos años se viera envuelta ya<br />
en estos bretes. En cuanto a Juan Dueñas, el criado que había ido a<br />
recoger al doctor, no tardaría pero convenía que estuviera dispuesto<br />
para cualquier eventualidad durante la noche. Por <strong>de</strong> pronto que<br />
sacara <strong>de</strong>l cuarto <strong>de</strong> los armarios la silla <strong>de</strong> partos que llevaba dos<br />
lustros encerrada en lo alto <strong>de</strong> uno <strong>de</strong> ellos. La Blasa asentía y<br />
asentía, con su pesada cabeza, con sus hinchados párpados,<br />
totalmente pasiva ante el revuelo que se avecinaba. Miró a su señora<br />
con ojos fatigados:<br />
—¿Alguna cosa más, señora?<br />
Pero doña Catalina atendía a su esposo que le aconsejaba, en tono<br />
didáctico, que se pusiera cómoda, que no pensaría dar a luz con el<br />
gonete y la falda verdugada.<br />
Entre el nerviosismo y las contracciones, doña Catalina no había<br />
pensado aún en la vestimenta apropiada. Don Bernardo precisó:<br />
—Ropas <strong>de</strong> noche, flojas y abiertas naturalmente.<br />
Se oyó rodar un carruaje. <strong>El</strong> señor Salcedo conocía cada bache, cada<br />
adoquín <strong>de</strong>sajustado en la calle, y el crujido especial <strong>de</strong> su viejo<br />
coche al salvarlos:<br />
—Pronto —dijo—, ha llegado el doctor.<br />
Doña Catalina escapó <strong>de</strong> la habitación por el falsete mientras don<br />
Francisco <strong>de</strong> Almenara, con su loba <strong>de</strong> terciopelo oscuro y su maletín<br />
negro en la mano <strong>de</strong> la esmeralda, accedía por la puerta principal.<br />
<strong>El</strong> doctor sabía <strong>de</strong> la importancia <strong>de</strong> una irrupción ostentosa. <strong>El</strong>
médico o la comadre en casa <strong>de</strong> una primeriza era una especie <strong>de</strong><br />
dios. Don Bernardo se acercó a él, preso <strong>de</strong> una extraña agitación:<br />
—La cosa ha comenzado, doctor.<br />
—¿Siente dolores?<br />
—Hace más <strong>de</strong> una hora. Cada dos minutos.<br />
Don Francisco <strong>de</strong> Almenara miró en <strong>de</strong>rredor y echó en falta la<br />
presencia <strong>de</strong> la comadre. Don Bernardo se excusó: ignoraba que<br />
fuera indispensable. <strong>El</strong> doctor anotó en un papel dos nombres y dos<br />
direcciones y el señor Salcedo llamó a Juan Dueñas: Recoja a la<br />
primera. A la segunda, únicamente si la otra estuviera ausente.<br />
Después condujo al doctor hasta el dormitorio pero, como buen<br />
hombre celoso, golpeó con los nudillos antes <strong>de</strong> entrar. Doña<br />
Catalina dijo |a<strong>de</strong>lante| con voz sofocada. Se había encamado con<br />
el camisón <strong>de</strong> novia y una bata floja sobre los hombros y se<br />
recostaba sobre dos almohadas <strong>de</strong> lana. <strong>El</strong> doctor Almenara retuvo<br />
la puerta y se dirigió a don Bernardo con <strong>de</strong>lica<strong>de</strong>za:<br />
—Es preferible que espere fuera.<br />
<strong>El</strong> señor Salcedo dio un paso atrás, humillado. ¿Qué pretendía hacer<br />
el aguerrido doctor Almenara a solas con su esposa? Los minutos<br />
discurrían con lentitud exasperante. Con la gruesa puerta <strong>de</strong> roble<br />
por medio, apenas se oían tenues murmullos y cuando el doctor le<br />
dio acceso se precipitó en el santuario, como había <strong>de</strong>nominado al<br />
dormitorio conyugal <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el día <strong>de</strong> su matrimonio. <strong>El</strong> doctor<br />
Almenara le frenó:<br />
—Todo normal —dijo—. La dilatación ha comenzado.<br />
La comadre había llegado. Era una mujercita pequeña y dura, <strong>de</strong><br />
piel apergaminada, embutida en una saya vieja y con la cabeza<br />
cubierta por una toca. <strong>El</strong> doctor se dirigió a ella:<br />
—Buenas noches, Victoria —dijo—. Las cosas marchan<br />
correctamente pero no conviene dormirse.<br />
Prepare a la parturienta un agua <strong>de</strong> artemisa.<br />
Mo<strong>de</strong>sta, con sus andares saltarines, iba tras ella pero Don<br />
Bernardo la <strong>de</strong>tuvo:<br />
—Usted <strong>de</strong>be acostarse —dijo—.
Blasa aten<strong>de</strong>rá a la señora. —Se volvió a Juan Dueñas que le miraba<br />
inmóvil <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la puerta:<br />
—Usted espere abajo, Juan.<br />
Aún no sabemos si vamos a necesitarle.<br />
Doña Catalina tomó dócilmente la pócima sin que aparentemente las<br />
cosas cambiaran. Sin embargo la dilatación progresaba. La comadre<br />
iba y venía a la sala:<br />
—La dilatación es suficiente, doctor, pero no veo voluntad <strong>de</strong><br />
participar. Está pasiva.<br />
—Déle un ruibarbo.<br />
La paciente movió el vientre con el ruibarbo. Escondía el rostro<br />
contra las almohadas a cada contracción pero no se esforzaba.<br />
—Apriete —dijo el doctor.<br />
—Que apriete, ¿dón<strong>de</strong>?<br />
Cundía el <strong>de</strong>sconcierto:<br />
—Cuando le venga el dolor, haga usted fuerza.<br />
<strong>El</strong> doctor se sentó en la <strong>de</strong>scalzadora. Al oír que la parturienta se<br />
quejaba volvió la cara hacia ella:<br />
—¡Apriete!<br />
—No puedo, doctor.<br />
Don Francisco Almenara se levantó. La cabeza está ahí, es pequeña,<br />
¿por qué <strong>de</strong>monios no sale? —dijo el doctor. Pero transcurrió media<br />
hora y el panorama no había cambiado. La dilatación estaba hecha<br />
pero doña Catalina seguía sin participar:<br />
—¡Victoria! —voceó el doctor entonces con energía—: ¡La silla <strong>de</strong><br />
partos, por favor!<br />
<strong>El</strong> propio don Bernardo ayudó a introducirla en el dormitorio. Era<br />
un artefacto <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra y cuero, el asiento más bajo que los soportes<br />
<strong>de</strong> las piernas y dos correas en los brazos don<strong>de</strong> <strong>de</strong>bería agarrarse
la paciente para hacer fuerza. La comadre y Blasa, la cocinera,<br />
ayudaron a doña Catalina a acomodarse en la silla. La parturienta,<br />
<strong>de</strong>macrada, con las piernas abiertas en alto y el nalgatorio apoyado<br />
en el asiento <strong>de</strong> cuero negro, ofrecía un aspecto <strong>de</strong>sairado y ridículo.<br />
Le asaltó un dolor y el doctor dijo: Haga fuerza y ella frunció la<br />
cara, pero, cuando el dolor se disolvió, empezó a alterarse y or<strong>de</strong>nó<br />
a su marido con cajas <strong>de</strong>stempladas que saliese y esperase en la<br />
sala, que le disgustaba que fuese testigo <strong>de</strong> su <strong>de</strong>gradación. Nunca<br />
pensó don Bernardo que el nacimiento <strong>de</strong> un hijo comportase un<br />
proceso tan prolongado y vejatorio.<br />
A las dos y media <strong>de</strong> la madrugada <strong>de</strong>l 31 <strong>de</strong> octubre <strong>de</strong> 1517, la<br />
dilatación estaba prácticamente terminada pero el niño no salía y<br />
doña Catalina gritaba pero seguía sin poner nada <strong>de</strong> su parte para<br />
llevar el proceso a buen término.<br />
Fue en ese momento cuando el prestigioso doctor Almenara<br />
pronunció una frase que había <strong>de</strong> hacerse popular en la villa: Este<br />
niño está pegado —dijo. Justo en ese instante ocurrió algo<br />
inimaginable: la cabeza <strong>de</strong> la criatura <strong>de</strong>sapareció <strong>de</strong>l acceso y, en<br />
su lugar, asomó su bracito con la mano abierta que se agitaba como<br />
si se <strong>de</strong>spidiese o saludase. Y allí quedó <strong>de</strong>spués el brazo,<br />
<strong>de</strong>smayado y flojo como un pene, entre las piernas abiertas <strong>de</strong> la<br />
dama.<br />
—Este con<strong>de</strong>nado se ha dado la vuelta —dijo el doctor fuera <strong>de</strong> sí—.<br />
Atiéndale, rápido.<br />
La comadre abrió la cesta y sacó <strong>de</strong> ella un frasco <strong>de</strong> aceite <strong>de</strong><br />
eneldo y una cajita <strong>de</strong> manteca, untó el bracito varado con ambas<br />
sustancias y mediante un rápido movimiento, muy profesional y<br />
sabio, volvió a meterlo en el vientre <strong>de</strong> su madre. La paciente se<br />
<strong>de</strong>jaba hacer dócilmente y, cuando advirtió que el doctor se quitaba<br />
<strong>de</strong>l <strong>de</strong>do pulgar el gran anillo <strong>de</strong> la esmeralda y lo <strong>de</strong>jaba sobre el<br />
tocador, se sintió tan <strong>de</strong>svalida como si se hubiese <strong>de</strong>senroscado la<br />
mano y <strong>de</strong>scargara en ella toda la responsabilidad. Pero, <strong>de</strong> manera<br />
imprevista, sucedió todo lo contrario. <strong>El</strong>la notó <strong>de</strong> repente su po<strong>de</strong>r<br />
en el vientre, el doctor sujetó el hombro <strong>de</strong>l bebé con sus <strong>de</strong>dos<br />
afilados y, muy hábilmente, le hizo girar <strong>de</strong> forma que la pequeña<br />
cabeza quedara <strong>de</strong> nuevo opilada sobre la vulva.<br />
Doña Catalina, que había perdido los modales y gritaba e insultaba<br />
a todos los presentes, volvió a experimentar una acumulación <strong>de</strong><br />
energías en la pelvis, chilló, apretó con todas sus fuerzas mientras<br />
la comadre la animaba: así, así y, <strong>de</strong> pronto, como si fuese un
olaño, un pedazo sanguinolento <strong>de</strong> carne rosada salió proyectado<br />
con fuerza, el doctor retiró la cabeza para evitar el impacto, y la<br />
criatura aterrizó sobre la blanca toalla que la comadre sostenía<br />
entre sus brazos poco más atrás. Le miró atónita:<br />
—¡Un niño! —dijo—. Qué menudo es, parece un gatito.<br />
Entró apresurado don Bernardo y el doctor Almenara, que se lavaba<br />
las manos en la jofaina, le miró fijamente y le dijo:<br />
—Ahí tiene a su hijo, señor Salcedo. ¿Creen vuesas merce<strong>de</strong>s que han<br />
contado bien? Por el tamaño parece sietemesino.<br />
Pero el esfuerzo, el bochorno, el reteso <strong>de</strong> doña Catalina, que por vez<br />
primera en su vida había realizado una tarea personal por sí misma,<br />
sin apelar a manos mercenarias, tuvo sus dolorosas consecuencias.<br />
Se sentía exhausta y <strong>de</strong>sarmada y, cuando a la mañana siguiente le<br />
entregaron el niño para que mamase, el pequeño retiró la cabecita<br />
<strong>de</strong>l pezón aquejado <strong>de</strong> un llanto convulso. <strong>El</strong> doctor Almenara, que<br />
había presenciado la reacción <strong>de</strong>l recién nacido, auscultó<br />
pacientemente a doña Catalina, colocó la mano <strong>de</strong>l anillo sobre el<br />
pecho izquierdo <strong>de</strong> la enferma, se volvió hacia don Bernardo y sus<br />
hermanos, que se habían presentado en la casa inopinadamente, y<br />
pronunció otra <strong>de</strong> sus frases lapidarias:<br />
—La parturienta pa<strong>de</strong>ce calenturas. Habrá que buscar una nodriza.<br />
La influencia <strong>de</strong> la familia Salcedo se <strong>de</strong>splegó por la villa y pueblos<br />
limítrofes. Don Ignacio, oidor <strong>de</strong> la Chancillería, don<strong>de</strong> se preparaba<br />
esa mañana la recepción <strong>de</strong>l Rey, dio el parte entre el personal<br />
subalterno: urgía una nodriza joven, con leche <strong>de</strong> varios días, sana y<br />
dispuesta a alojarse en casa <strong>de</strong> los padres. Los corresponsales <strong>de</strong> la<br />
lana, en el Páramo, recibieron <strong>de</strong> don Bernardo la misma consigna:<br />
Se precisa nodriza.<br />
La familia Salcedo requiere urgentemente una nodriza. A las doce<br />
<strong>de</strong>l día siguiente se presentó una muchacha, casi una niña,<br />
proce<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> Santovenia, madre soltera, con leche <strong>de</strong> cuatro días,<br />
que había perdido a su hijito en el parto. A doña Catalina, aún no<br />
<strong>de</strong>masiado cargada <strong>de</strong> fiebre, le gustó la chica, alta, <strong>de</strong>lgada,<br />
tierna, con una atractiva sonrisa. Daba la sensación <strong>de</strong> una<br />
muchacha alegre a pesar <strong>de</strong> todos los pesares. Y una vez que el niño<br />
se enroscó en su regazo y estuvo una hora inmóvil tirando <strong>de</strong>l pezón<br />
y se quedó dormido, doña Catalina se conmovió. <strong>El</strong> “fervor materno”<br />
<strong>de</strong> aquella chica se advertía en su tacto, en el cuidado meticuloso al<br />
acostar a la criatura, en la comunión <strong>de</strong> ambos a la hora <strong>de</strong>
alimentarlo. Deslumbrada por tan buena disposición, doña Catalina<br />
la contrató sin vacilar y la alabó sin reservas. De esta manera<br />
apresurada Minervina Capa, natural <strong>de</strong> Santovenia, <strong>de</strong> quince años<br />
<strong>de</strong> edad, madre frustrada, empezó a formar parte <strong>de</strong> la servidumbre<br />
<strong>de</strong> la familia Salcedo en la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo 5.<br />
Tampoco Minervina encontró resistencia en la cocina don<strong>de</strong> Blasa,<br />
la cocinera, era, en principio, un hueso duro <strong>de</strong> roer. Había dado al<br />
niño dos tomas <strong>de</strong> leche <strong>de</strong> burra, rebajada con agua y muy<br />
azucarada, como vio en tiempos hacer a su madre, antes <strong>de</strong><br />
aparecer Minervina, y doña Catalina temió un recibimiento hostil.<br />
Pero a la señora Blasa le había intrigado la proce<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong> la chica<br />
y, tan pronto se vio a solas con ella, le preguntó si conocía en su<br />
pueblo a un tal Pedro Lanuza, padre <strong>de</strong> dos rapazas bien<br />
apersonadas y ligeras <strong>de</strong> cascos, y no había terminado <strong>de</strong> formular<br />
la pregunta cuando Minervina rompió a reír:<br />
—Toda la famila alumbrada, señora Blasa.<br />
—Y ¿qué quieres <strong>de</strong>cir con eso?<br />
—Lo que oye, señora Blasa, alumbrados, <strong>de</strong> esos que dicen que<br />
Nuestro Señor prefiere ver a un hombre y una mujer en la cama que<br />
en la iglesia rezando latines.<br />
—¿Eso dicen en tu pueblo?<br />
Siempre fue un poco rara esa familia.<br />
Minervina se esforzó por recordar más cosas para complacer a la<br />
señora Blasa, para caerle en gracia:<br />
—También dicen que Nuestro Señor viene a ellos sin más que<br />
sentarse a esperar. Que basta quedarse quietos y aguardar para que<br />
el Señor los ilumine. Por eso les dicen también los “<strong>de</strong>jados”.<br />
La Blasa asentía:<br />
—Ese mote le cae mejor al Pedro Lanuza que el otro, ya ves.<br />
En la vida vi a un hombre más vago y abandonado que él.<br />
—Pues si quiere verlos, los sábados bajan a Valladolid, en la burra, a<br />
casa <strong>de</strong> una tal Francisca Hernán<strong>de</strong>z y <strong>de</strong> un cura que también le<br />
dicen don Francisco.
La Blasa abrió el ojo:<br />
—Y ¿dón<strong>de</strong> vive la Francisca Hernán<strong>de</strong>z esa, hija?<br />
—Ni me recuerdo, señora Blasa, pero si usted tiene interés el primer<br />
día que vaya al pueblo lo pregunto.<br />
Así tomó Minervina posesión <strong>de</strong> los dominios <strong>de</strong> la Blasa. La<br />
Mo<strong>de</strong>sta, corta y tímida, pero disparatada, también aceptó a la<br />
chica complacida. Habituada a la vieja, halló en la nueva<br />
compañera juventud, unos puntos <strong>de</strong> vista más afines y una<br />
conversación fluida, impropia <strong>de</strong> una chica <strong>de</strong> pueblo.<br />
Doña Catalina pasó el día tranquila. La aparición <strong>de</strong> Minervina, tan<br />
limpia como bien mandada, la había sosegado. Para acrecentar su<br />
bienestar, a mediodía se presentó doña Gabriela, su cuñada, a darle<br />
cuenta <strong>de</strong> los festejos <strong>de</strong> la villa: los cuarenta mil forasteros<br />
llegados para recibir al Rey, las calles hirvientes, los arcos <strong>de</strong><br />
ma<strong>de</strong>ra revestidos <strong>de</strong> follaje en las esquinas, los paneles y tapices<br />
engalanando las casas más nobles.<br />
Y, luego, la marcial parada en el Nuevo Espolón, el infante don<br />
Fernando, flanqueado por el car<strong>de</strong>nal <strong>de</strong> Tortosa y el arzobispo <strong>de</strong><br />
Zaragoza, seguidos <strong>de</strong> heraldos, alguaciles, ujieres y maceros. <strong>El</strong><br />
gentío se <strong>de</strong>sgañitaba dando vivas al Rey al aparecer don Carlos<br />
sobre el adoquinado, solo, apuesto, por el centro <strong>de</strong> la calzada,<br />
caminando al ritmo <strong>de</strong> los timbales, los diamantes engarzados en su<br />
traje brillando al sol <strong>de</strong> noviembre. Le precedía una banda <strong>de</strong><br />
trompetas y tambores y velaban su retaguardia quinientos<br />
arcabuceros, cuatrocientos alemanes y cien españoles, tras los<br />
cuales <strong>de</strong>sfilaban su hermana, doña Leonor, con las damas <strong>de</strong>l<br />
séquito atendidas por nobles y, cerrando el cortejo, una compañía <strong>de</strong><br />
arqueros haciendo caracolear a sus caballos y dando vivas a<br />
Castilla y al Rey. Doña Catalina, mujer <strong>de</strong> fáciles emociones,<br />
comenzó a temblar bajo el edredón y doña Gabriela, al advertir su<br />
encendimiento, hizo <strong>de</strong>rivar la conversación hacia el gran elefante<br />
instalado en la Plaza <strong>de</strong>l Mercado para regocijo <strong>de</strong> niños y adultos.<br />
Al día siguiente, sin razones aparentes, doña Catalina empeoró.<br />
Le subió la calentura y el doctor Almenara admitió que podía<br />
tratarse <strong>de</strong>l mal <strong>de</strong> madre y, con objeto <strong>de</strong> ganar tiempo, or<strong>de</strong>nó al<br />
barbero cirujano Gaspar Laguna, que en su día había vuelto a la<br />
vida al presi<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> la Chancillería en situación <strong>de</strong>sesperada, que<br />
practicase a la enferma una sangría, cosa que llevó a cabo con<br />
admirable <strong>de</strong>streza. Pero como, al día siguiente, doña Catalina
continuara en el mismo estado, don Francisco Almenara abrió un<br />
nuevo camino a la esperanza apelando a la triaca magna:<br />
—Hay que dársela. No queda otro remedio.<br />
La matrona asintió. Don Bernardo, resignadamente, buscó unas<br />
monedas en los bolsillos <strong>de</strong> la ropeta para el remedio, pero el doctor,<br />
al advertir su a<strong>de</strong>mán, le informó que se trataba <strong>de</strong> un medicamento<br />
caro. ¿Como cuánto <strong>de</strong> caro? —inquirió Salcedo. Doce ducados —<br />
concretó el doctor. ¡Doce ducados! —estalló don Bernardo. <strong>El</strong> doctor<br />
argumentó las razones <strong>de</strong> este precio: Tenga usted en cuenta que<br />
sólo se fabrica en Venecia y que en el preparado entran más <strong>de</strong><br />
cincuenta elementos distintos.<br />
Mientras la Mo<strong>de</strong>sta bajaba a la botica <strong>de</strong> Custodio, se oyeron pasar<br />
caballerías por la calle y, acto seguido, un “viva el rey” y el rumor<br />
<strong>de</strong> alabar<strong>de</strong>ros <strong>de</strong>sfilando acompasados por el redoble <strong>de</strong> un tambor.<br />
De pronto, como una tiple que respondiera en escena a la voz<br />
po<strong>de</strong>rosa <strong>de</strong>l barítono, sonó el tintineo <strong>de</strong> una esquilita entre el<br />
estruendo militar. Don Bernardo retiró el visillo <strong>de</strong> la ventana.<br />
Había encargado en el Convento <strong>de</strong> San Pablo la misa <strong>de</strong> las Cinco<br />
Llagas por la salud <strong>de</strong> la enferma y el santo viático por si acaso las<br />
cosas se torcían. A su <strong>de</strong>recha vio venir a fray Hernando, con el cáliz<br />
cubierto, y a un monacillo a su lado, agitando la campanilla. La<br />
gente se hincaba <strong>de</strong> rodillas a su paso y, al levantarse, sacudían<br />
vigorosamente el polvo <strong>de</strong> las calzas o <strong>de</strong> las sayas. En las<br />
escaleras, la campanilla <strong>de</strong>l monacillo se hizo más aguda, sonora e<br />
imperativa. Don Bernardo se acercó a fray Hernando:<br />
—La unción es suficiente, padre; ya no conoce.<br />
Y, en el momento en que el sacerdote iniciaba las preces, la barbilla<br />
<strong>de</strong> doña Catalina se <strong>de</strong>splomó sobre el pecho y quedó inmóvil, con la<br />
boca abierta. <strong>El</strong> doctor se a<strong>de</strong>lantó hasta ella, le tomó el pulso y<br />
puso la mano <strong>de</strong> la esmeralda sobre su corazón. Se volvió a los<br />
asistentes:<br />
—Ha muerto —dijo.<br />
Un cuarto <strong>de</strong> hora más tar<strong>de</strong>, la Mo<strong>de</strong>sta, con la triaca magna en la<br />
mano, se tropezó con Juan Dueñas en el portal. Dijo Juan Dueñas<br />
lacónicamente:<br />
—La señora doña Catalina ha muerto.
A la Mo<strong>de</strong>sta se le escapó un sollozo. Ascendió la escalera<br />
lentamente, sujetándose al pasamanos.<br />
La imponían los muertos y aspiraba a dilatar su entrada en la casa.<br />
Por la puerta entreabierta divisó a don Bernardo, sus hermanos,<br />
Blasa y la nueva compañera alterando la posición <strong>de</strong> los muebles en<br />
el vestíbulo, haciendo sitio. Permaneció quieta, sin entrar. Pocos<br />
minutos <strong>de</strong>spués llegaban las en<strong>de</strong>cha<strong>de</strong>ras e instalaron, en el<br />
<strong>de</strong>spacho, la capilla ardiente. Mo<strong>de</strong>sta aprovechó el momento <strong>de</strong><br />
confusión para llegar a la cocina. Minervina, <strong>de</strong>shecha en lágrimas,<br />
sentada en un taburete, daba <strong>de</strong> mamar al niño recién nacido, en<br />
tanto Blasa, la cocinera, atizaba el fuego impávida, con esa<br />
indiferencia propia <strong>de</strong> los seres muy vividos, arrancados<br />
prematuramente <strong>de</strong> su origen. Mo<strong>de</strong>sta se incorporó a la actividad<br />
doméstica. Entregó la medicina al señor. Don Bernardo musitó: doce<br />
ducados tirados a la calle. <strong>El</strong>la dijo con vocecita inaudible: Lo<br />
siento, señor Bernardo; salud para encomendar su alma.<br />
Pero ya empezaba el trajín <strong>de</strong> las visitas, las llamadas a la puerta,<br />
las flores, y ella acudía sin <strong>de</strong>mora. La gente venía en pequeños<br />
grupos y pasaban a la sala don<strong>de</strong> don Bernardo y su hermano los<br />
recibían. Una <strong>de</strong> las veces que cruzó ante la puerta abierta <strong>de</strong>l<br />
<strong>de</strong>spacho, miró <strong>de</strong> soslayo y divisó a la señora sobre una mesa, los<br />
ojos y la boca cerrados, exangüe, indiferente y tranquila. Durante<br />
toda la tar<strong>de</strong> no cesaron las visitas. Llegaban cabizbajos y salían<br />
aliviados, <strong>de</strong>scargados <strong>de</strong> una obligación penosa. Aparecían ramos<br />
<strong>de</strong> flores que la Mo<strong>de</strong>sta llevaba hasta el <strong>de</strong>spacho con los ojos<br />
entrecerrados. Le aterrorizaba volver a ver a la señora. Junto al<br />
cadáver, doña Gabriela, la cuñada <strong>de</strong> la difunta, dirigía las<br />
oraciones <strong>de</strong> grupo. Ya avanzada la noche, cuando los amigos se<br />
<strong>de</strong>spidieron y quedaron solos, don Bernardo y su hermano, el<br />
albacea, se sentaron juntos a los pies <strong>de</strong> la difunta, como era vieja<br />
costumbre familiar, para leer sus disposiciones testamentarias. Por<br />
primera provi<strong>de</strong>ncia, doña Catalina <strong>de</strong>seaba ser enterrada en el<br />
atrio <strong>de</strong>l Convento <strong>de</strong> San Pablo, no en el interior <strong>de</strong> la iglesia, ya<br />
que, a causa <strong>de</strong> los enterramientos, <strong>de</strong>ntro había unos<br />
<strong>de</strong>sagradables efluvios |que le quitaban la <strong>de</strong>voción|. Doce mujeres<br />
jóvenes y pobres la acompañarían a su última morada, vestidas <strong>de</strong><br />
azul y blanco y con un cirio encendido en la mano. Don Bernardo<br />
abonaría a cada una <strong>de</strong> ellas un real <strong>de</strong> vellón por su compañía. <strong>El</strong><br />
entierro <strong>de</strong>bería efectuarse tras una misa <strong>de</strong> réquiem en la misma<br />
iglesia, a la que seguirían, en fechas sucesivas, un novenario <strong>de</strong><br />
misas cantadas con diáconos y subdiáconos y otras en cada templo<br />
<strong>de</strong> la villa en la octava <strong>de</strong> su fallecimiento. Don Bernardo leía estas<br />
disposiciones con voz entrecortada, no tanto por su aflicción, como
porque conocía la liberalidad <strong>de</strong> doña Catalina, que temía se<br />
manifestara a cada paso. Y su voz temblorosa se quebró <strong>de</strong>l todo<br />
cuando, con su característica letra picuda, la difunta or<strong>de</strong>naba, sin<br />
lugar a otras interpretaciones, que se constituyese un juro en favor<br />
<strong>de</strong>l Convento <strong>de</strong> San Pablo que rentase, cuando menos, dos mil<br />
seiscientos cincuenta maravedíes al año.<br />
Cuando al fin pudo leer esto, don Bernardo hizo una pausa, miró a<br />
su hermano por encima <strong>de</strong>l papel y dijo con acento alambicado:<br />
—Catalina había nacido para princesa.<br />
Pensó en el almacén <strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría, en sus fincas <strong>de</strong> Pedrosa y en<br />
Benjamín, el rentero:<br />
—Un juro así no bajará <strong>de</strong> treinta aranzadas —añadió.<br />
Su hermano Ignacio, oidor <strong>de</strong> la Chancillería, rubio, con el pelo<br />
corto, y barbilampiño, se sintió molesto, arrugó la nariz como ante<br />
un mal olor:<br />
—Es <strong>de</strong> ley —dijo—. Tú pue<strong>de</strong>s pagar sobradamente ese juro.<br />
Siempre hubo una relación muy estrecha entre ambos hermanos, tan<br />
diferentes, empero, en la estimación <strong>de</strong>l dinero. Discutieron a los<br />
pies <strong>de</strong>l cadáver, entre el aroma mareante <strong>de</strong> las flores, y don<br />
Bernardo tildó a su esposa <strong>de</strong> manirrota, pero don Ignacio,<br />
discretamente, cortó la conversación haciendo ver a su hermano que<br />
no era el momento apropiado para emitir tales juicios.<br />
A la mañana siguiente, con el cadáver sentado en el coche, sujeto<br />
con cuerdas, y conducido por Juan Dueñas, Bernardo e Ignacio<br />
Salcedo presidieron los sufragios por la difunta. Doce muchachas,<br />
casi niñas, con rostros seráficos, vestidas <strong>de</strong> azul y blanco,<br />
flanqueaban el coche, entonando con voces nasales cánticos<br />
religiosos. Alineadas luego, en la nave central <strong>de</strong>l templo, escoltando<br />
el cadáver, sus rostros juveniles restaban severidad a la ceremonia.<br />
A continuación, los restos <strong>de</strong> doña Catalina Bustamante recibieron<br />
tierra en el atrio y el acompañamiento <strong>de</strong>sfiló ante los hermanos,<br />
estrechando sus manos, dándoles paz en el rostro o prodigándoles<br />
palabras <strong>de</strong> consuelo.<br />
Concluidos los pésames, ante la emoción <strong>de</strong> los amigos, el joven<br />
viudo distribuyó entre las jóvenes penitentes los doce reales <strong>de</strong><br />
vellón acordados en las disposiciones.
De regreso a casa, doña Gabriela, acompañada por los dos hombres,<br />
pasó por el cuarto <strong>de</strong> plancha para ver al pequeño Cipriano y, ante<br />
él, aparentemente dormido, soltó dos lágrimas inoportunas.<br />
Don Bernardo, en cambio, a su lado, contemplaba a la criatura con<br />
rostro impasible. A la cabecera <strong>de</strong> la cunita, la joven Minervina<br />
había colocado un lazo negro <strong>de</strong> tafetán. Los ojos <strong>de</strong> don Bernardo<br />
se endurecieron.<br />
—¿Qué pensará mientras duerme el pequeño parricida? —murmuró.<br />
Don Ignacio le tomó por el hombro.<br />
—Por favor; no disparates así, Bernardo. Nuestro Señor te pue<strong>de</strong><br />
castigar.<br />
Don Bernardo movió la cabeza <strong>de</strong> un lado a otro:<br />
—¿Es que cabe aún mayor castigo que el que vengo pa<strong>de</strong>ciendo? —<br />
sollozó.<br />
__________________________<br />
__________________________<br />
II<br />
La casa <strong>de</strong> la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo asumió a la muerte <strong>de</strong> doña<br />
Catalina una nueva disposición. <strong>El</strong> niño Cipriano se incorporó a la<br />
vida <strong>de</strong>l servicio, en las buhardillas <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra <strong>de</strong>l piso alto, en<br />
tanto don Bernardo quedó como dueño y señor <strong>de</strong>l primer piso, sin<br />
otra novedad que la <strong>de</strong> haber cambiado <strong>de</strong> sitio el santuario<br />
conyugal, instalado, ahora que había <strong>de</strong>jado <strong>de</strong> ser santuario, en su<br />
<strong>de</strong>spacho <strong>de</strong> toda la vida.<br />
Como era previsible, dada su corta edad, el niño vivía pegado a su<br />
nodriza; <strong>de</strong> ella mamaba cada tres horas, con ella pasaba el día<br />
gorjeando en el cuarto <strong>de</strong> plancha y con ella dormía en uno <strong>de</strong> los<br />
cuchitriles <strong>de</strong> arriba, junto a la escalera. Los bajos, en cambio, no<br />
sufrieron la menor alteración.<br />
Juan Dueñas, el criado, siguió viviendo allí, en el pequeño chiscón<br />
junto a la cuadra, con los dos caballos y las dos mulas y la pequeña<br />
cochera al lado.
Ninguna <strong>de</strong> estas noveda<strong>de</strong>s implicó un cambio sustancial en la vida<br />
<strong>de</strong> don Bernardo Salcedo aunque externamente entró en una fase <strong>de</strong><br />
<strong>de</strong>rrotada pasividad. Dejó <strong>de</strong> ir al almacén <strong>de</strong> lanas, en la vieja<br />
Ju<strong>de</strong>ría, y se olvidó por completo <strong>de</strong> Benjamín Martín, su rentero <strong>de</strong><br />
Pedrosa. En su inactividad, don Bernardo <strong>de</strong>jó incluso <strong>de</strong> visitar a<br />
mediodía, con sus amigos, la taberna <strong>de</strong> Dámaso Garabito y <strong>de</strong><br />
entonarse con sus blancos selectos. En rigor, el señor Salcedo pasó<br />
unos días sentado en un sillón <strong>de</strong> la sala, frente a los visillos <strong>de</strong> la<br />
ventana, viendo cómo venía la luz y cómo marchaba. Apenas se<br />
movía hasta que Mo<strong>de</strong>sta le avisaba para comer y él, entonces, se<br />
levantaba <strong>de</strong>l sillón <strong>de</strong> mala gana y se sentaba a la mesa. Pero no<br />
comía, se limitaba a manchar el plato para engañarse a sí mismo y,<br />
<strong>de</strong> paso, inquietar al servicio. Interiormente se había señalado una<br />
semana <strong>de</strong> luto pero, en siete días, llegó a un punto <strong>de</strong> simulación<br />
tan perfecto que empezó a gozar <strong>de</strong> las mieles <strong>de</strong> la compasión.<br />
Des<strong>de</strong> niño, don Bernardo Salcedo había impuesto a sus padres su<br />
voluntad.<br />
Era un muñeco autoritario que no aceptaba imposiciones <strong>de</strong> ningún<br />
tipo. Así creció y, una vez casado, a su esposa doña Catalina la tuvo<br />
siempre sometida a una dura disciplina marital. Tal vez por eso<br />
sufría ahora, porque le faltaba alguien a quien mandar, con quien<br />
ejercitar el po<strong>de</strong>r. Y Mo<strong>de</strong>sta, la doncella, al servirle las comidas,<br />
mostraba su aflicción con dos lagrimitas. Un día no se pudo<br />
contener y le llamó al or<strong>de</strong>n: no se <strong>de</strong>je vuesa merced —le dijo—. No<br />
le vaya a dar que sentir. Estas sencillas palabras hicieron ver a don<br />
Bernardo que había otros placeres sutiles en el mundo a<strong>de</strong>más <strong>de</strong>l<br />
que proporcionaba la autoridad: ser compa<strong>de</strong>cido, provocar lástima.<br />
Atribuirse un sentimiento <strong>de</strong> dolor tan fuerte como nadie había<br />
sentido en el mundo era otra manera <strong>de</strong> parecer importante. Así<br />
llegó a ser maestro en el oficio, maestro <strong>de</strong> la afectación. Se pasaba<br />
el día estudiando ante el espejo gestos y actitu<strong>de</strong>s que evi<strong>de</strong>nciaran<br />
su pena.<br />
La ostentación <strong>de</strong>l dolor llegó a ser su meta y lo mismo que fingía no<br />
comer ante Mo<strong>de</strong>sta, afirmaba que había renunciado a dormir y se<br />
lamentaba <strong>de</strong> sus largas noches en vela, <strong>de</strong> no pegar ojo, <strong>de</strong> su<br />
insomnio irremediable. Pero, en realidad, don Bernardo, cuando la<br />
casa quedaba a oscuras y en silencio, encendía una mariposa y<br />
buscaba en la alacena y la <strong>de</strong>spensa algún manjar apetecible que le<br />
compensara <strong>de</strong> su dieta diurna tan escrupulosamente observada.<br />
Acto seguido, se <strong>de</strong>splazaba <strong>de</strong> un lugar a otro haciendo ruidos<br />
<strong>de</strong>liberadamente para <strong>de</strong>spertar al servicio y confirmar así su<br />
vigilia. De este modo la compasión por el viudo doliente se iba<br />
extendiendo. Del servicio pasaba a sus hermanos, don Ignacio y
doña Gabriela, <strong>de</strong> don Ignacio a Dionisio Manrique, el jefe <strong>de</strong>l<br />
almacén, <strong>de</strong>l jefe <strong>de</strong>l almacén a Estacio <strong>de</strong>l Valle, el corresponsal en<br />
el Páramo, y <strong>de</strong> Estacio <strong>de</strong>l Valle a los <strong>de</strong>más corresponsales <strong>de</strong> la<br />
meseta y a sus amigos <strong>de</strong> la taberna <strong>de</strong> Dámaso Garabito.<br />
Don Bernardo no comía, ni dormía, no hacía otra cosa, <strong>de</strong>cían, que<br />
dar unas instrucciones cada mañana a Juan Dueñas, su criado, y<br />
charlar un par <strong>de</strong> horas por la tar<strong>de</strong> con su hermano, el oidor. La<br />
única novedad en la primera quincena <strong>de</strong> viudo fueron sus paseos<br />
por la sala, paseos solemnes, sin objeto, una vez que se cansó <strong>de</strong><br />
reposar en el sillón. Solía ponerse en pie <strong>de</strong> manera automática,<br />
cada media hora, y recorría a gran<strong>de</strong>s zancadas la estancia, los ojos<br />
en el suelo, las manos a la espalda, la mente en sus propios<br />
progresos como actor. En relación con estos paseos, Minervina<br />
advirtió una cosa chocante:<br />
tan pronto el señor se ponía en movimiento y empezaban a sonar sus<br />
pasos sobre el entarimado, Cipriano, el niño, se <strong>de</strong>spertaba. Y otro<br />
tanto ocurría cuando don Bernardo subía al piso alto, antes que<br />
para ver al niño para que la chica le viera a él abatido y lloroso.<br />
Pero diríase que la criatura notaba en sus párpados el filo <strong>de</strong> su<br />
mirada, una molesta sensación <strong>de</strong> intromisión, porque se <strong>de</strong>spertaba<br />
enseguida, estiraba su arrugado pescuecito <strong>de</strong> tortuga, abría los ojos<br />
y recorría con su mirada la habitación girando lentamente la<br />
cabeza, antes <strong>de</strong> arrancarse a llorar.<br />
A Minervina le <strong>de</strong>sagradaba que el señor subiera a los altos sin<br />
avisar, que mirase al niño con aquellos ojos inyectados, fríos, llenos<br />
<strong>de</strong> reproches: al niño no le quiere, señora Blasa, no hay más que ver<br />
cómo le mira —<strong>de</strong>cía. Pero cada vez que el señor Salcedo subía a<br />
verle dormir, el niño quedaba incómodo para el resto <strong>de</strong>l día, se<br />
<strong>de</strong>sazonaba y lloraba a cada rato sin razón alguna. Para Minervina<br />
las cosas estaban claras: la criatura lloraba porque su padre le<br />
daba miedo, le asustaban sus ojos, su luto, su sombría<br />
consternación.<br />
Y una vez anochecido, a la hora <strong>de</strong>l baño, Minervina daba cuenta a<br />
sus compañeras <strong>de</strong> las noveda<strong>de</strong>s, en tanto el niño jugueteaba en la<br />
redonda bañera <strong>de</strong> latón, chapuzaba con sus manitas, y cada vez<br />
que la niñera oprimía la esponja contra sus ojos y los hilillos <strong>de</strong><br />
agua escurrían por sus mejillas, se sentía sofocado y feliz. Al<br />
concluir el baño, le tendía sobre la toalla, en su regazo, le<br />
perfumaba concienzudamente y le vestía. Era en esos momentos,<br />
ante el cuerpecillo rosado <strong>de</strong> Cipriano, cuando hablaban entre ellas<br />
<strong>de</strong> su tamaño y la Blasa rezongaba, una y otra vez, que el niño era
menudo pero no flaco, porque en lugar <strong>de</strong> huesos tenía espinas como<br />
los peces.<br />
<strong>El</strong> fingido <strong>de</strong>sconsuelo <strong>de</strong> don Bernardo y su distanciamiento real<br />
hacia el pequeño <strong>de</strong>terminaron la cada día más cálida aproximación<br />
<strong>de</strong> la muchacha. Minervina gozaba viendo la avi<strong>de</strong>z con que el niño<br />
tiraba <strong>de</strong> sus rosados pezones, los juegos <strong>de</strong> sus manitas, los gorjeos<br />
inarticulados, su confiada <strong>de</strong>pen<strong>de</strong>ncia. Con el niño en brazos, se le<br />
ocurría a veces que su hijo no había muerto, que reposaba allí<br />
confiadamente en su enfaldo y que tenía que mirar por él.<br />
—¡Qué boba! —se <strong>de</strong>cía <strong>de</strong> pronto—. Pues no estaba pensando que el<br />
niño era mío.<br />
Fuera <strong>de</strong> la atención permanente <strong>de</strong>l recién nacido y <strong>de</strong> los<br />
comentarios que <strong>de</strong>spertaba, lo único que rompía la monotonía<br />
cotidiana en aquellos días era la visita vespertina <strong>de</strong> don Ignacio y<br />
doña Gabriela. La belleza y elegancia <strong>de</strong> ésta encandilaban a<br />
Mo<strong>de</strong>sta y Minervina y el esplendor <strong>de</strong> sus atuendos las<br />
<strong>de</strong>slumbraba. Jamás repetía mo<strong>de</strong>lo, pero, con unos o con otros,<br />
había una ten<strong>de</strong>ncia clara a marcar la línea <strong>de</strong> los pechos y la<br />
flexibilidad <strong>de</strong> la cintura.<br />
Las sayas francesas, las lobas abiertas <strong>de</strong> brocado, las mangas<br />
abullonadas <strong>de</strong>jando entrever la tela blanca <strong>de</strong> la camisa,<br />
facilitaban motivos <strong>de</strong> conversación a las muchachas. Pero, a<strong>de</strong>más,<br />
estaban los andares <strong>de</strong> doña Gabriela, muy vivos y atildados, sin<br />
lastre, como si su cuerpo tuviera el privilegio <strong>de</strong> flotar, <strong>de</strong> eludir la<br />
acción <strong>de</strong> la gravedad. Enternecida por la suerte <strong>de</strong>l pequeño,<br />
Mo<strong>de</strong>sta y Minervina la acompañaban cada vez que subía a visitarlo<br />
a las buhardillas. Doña Gabriela nunca aludía al tamaño <strong>de</strong>l niño,<br />
le gustaba así, le conmovía su orfandad y, valiéndose <strong>de</strong> tretas y<br />
ardi<strong>de</strong>s, trataba <strong>de</strong> adivinar los sentimientos <strong>de</strong> su padre hacia él.<br />
Se <strong>de</strong>sazonaba cada vez que Minervina le daba cuenta <strong>de</strong> su<br />
sequedad y estuvo a punto <strong>de</strong> sufrir un soponcio el día que le<br />
comunicó que don Bernardo había llamado “pequeño parricida” a la<br />
criatura. Dada la aversión <strong>de</strong> su cuñado hacia su hijo, y confirmada<br />
la infertilidad <strong>de</strong> su matrimonio, una <strong>de</strong> aquellas tar<strong>de</strong>s silenciosas<br />
y confi<strong>de</strong>nciales que siguieron a la viu<strong>de</strong>z <strong>de</strong> don Bernardo, doña<br />
Gabriela, con voz emocionada, brindó a su cuñado la posibilidad<br />
magnánima <strong>de</strong> hacerse cargo <strong>de</strong>l recién nacido, sin papeles ni<br />
compromisos <strong>de</strong> adopción, simplemente para aten<strong>de</strong>rlo, en tanto no<br />
alcanzara una edad razonable que su padre <strong>de</strong>terminaría. Don<br />
Bernardo pestañeó dos veces hasta que notó en los ojos el calor <strong>de</strong><br />
una lágrima y dijo rotundo: el niño es mío; su casa es ésta.<br />
Hábilmente doña Gabriela le hizo ver que el niño, lejos <strong>de</strong> consolarle,
evolvía en él “tortuosos recuerdos”, y don Bernardo convino que así<br />
ocurría en efecto, pero que ésa no era una razón para <strong>de</strong>senten<strong>de</strong>rse<br />
<strong>de</strong> sus <strong>de</strong>beres <strong>de</strong> padre. Le brillaban los ojos y él parpa<strong>de</strong>aba para<br />
simular el tósigo, pero don Ignacio, siempre atento a las reacciones<br />
aflictivas <strong>de</strong> su hermano, le habló <strong>de</strong> manera discreta <strong>de</strong> la<br />
conveniencia <strong>de</strong> dar a la criatura una “madre artificial”, vinculada<br />
familiarmente a él, a lo que su hermano replicó que, sin necesidad<br />
<strong>de</strong> vínculos, la joven Minervina, con sus pequeños pechos eficaces y<br />
su cariño, cumplía ese papel a satisfacción <strong>de</strong> todos. No hubo en la<br />
discrepancia fraterna tirantez ni palabras incorrectas. Simplemente<br />
don Bernardo dio la negativa por respuesta.<br />
Algunas tar<strong>de</strong>s, durante la visita <strong>de</strong> su hermano, el viudo quedaba<br />
en silencio, como hipnotizado, mirando el visillo <strong>de</strong> la ventana<br />
oscurecida. Era una <strong>de</strong> sus habituales puestas en escena, pero su<br />
hermano se inquietaba, le preguntaba cosas, le contaba hablillas<br />
para sacarle <strong>de</strong> su pasividad. A don Bernardo le hacía feliz el<br />
<strong>de</strong>sasosiego <strong>de</strong> don Ignacio, el hermano intelectual, la eminencia <strong>de</strong><br />
la familia. La felicidad <strong>de</strong> ser compa<strong>de</strong>cido la experimentaba sobre<br />
todo en relación con su hermano, el número uno, el discreto. Ajeno a<br />
sus fingimientos, don Ignacio seguía con preocupación el extraño<br />
proceso <strong>de</strong> Bernardo. Debes marcarte una tarea, Bernardo, le <strong>de</strong>cía:<br />
algo que te distraiga, que te absorba. No pue<strong>de</strong>s vivir así, mano<br />
sobre mano, con esa tristeza encima. Don Bernardo replicaba que las<br />
cosas marchaban solas y había que <strong>de</strong>jarlas; que el secreto <strong>de</strong> la<br />
vida estribaba en poner las cosas a funcionar y <strong>de</strong>jarlas luego para<br />
que avanzasen a su ritmo. Pero Ignacio argumentaba que tenía el<br />
almacén abandonado y que a Dionisio Manrique le faltaban luces<br />
para sustituirle. Y otro tanto le ocurría con Benjamín Martín, el<br />
rentero <strong>de</strong> Pedrosa, a quien <strong>de</strong>bería visitar al menos para formalizar<br />
el juro <strong>de</strong> doña Catalina. Pero don Bernardo, en principio, no<br />
atendía los consejos <strong>de</strong> su hermano. Únicamente, transcurridos unos<br />
meses, cuando empezó a aburrirse en su papel <strong>de</strong> viudo inconsolable<br />
y a echar <strong>de</strong> menos los vinos en la taberna <strong>de</strong> Garabito, admitió que<br />
el placer <strong>de</strong> ser compa<strong>de</strong>cido no bastaba para llenar una vida.<br />
Entonces empezó a mostrarse más blando y receptivo con su<br />
hermano que, por su parte, había llegado a la conclusión <strong>de</strong> que<br />
únicamente un acontecimiento inesperado, una sacudida, podía<br />
sacar a Bernardo <strong>de</strong> su postración. Y la sacudida se produjo, en<br />
forma <strong>de</strong> correo urgente, una tar<strong>de</strong> en que don Ignacio, como <strong>de</strong><br />
costumbre, animaba a su hermano a cambiar <strong>de</strong> vida. <strong>El</strong> correo<br />
venía <strong>de</strong> Burgos y se trataba <strong>de</strong> una carta <strong>de</strong> don Néstor Maluenda,<br />
el notable comerciante burgalés que en su día tuvo la atención <strong>de</strong><br />
regalarle a su señora una silla <strong>de</strong> partos, <strong>de</strong> tan amargos recuerdos.<br />
Para don Bernardo, que guardaba hacia el comerciante<br />
consi<strong>de</strong>ración y respeto, aquella carta anunciándole la salida <strong>de</strong>
Bilbao <strong>de</strong> la flotilla <strong>de</strong> la lana significó una advertencia liberadora.<br />
Los vellones llevaban almacenados en la Ju<strong>de</strong>ría <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el mes <strong>de</strong><br />
agosto y la lana <strong>de</strong> toda Castilla —salvo Burgos y Segovia— se<br />
pudría allí sin que él hubiera tomado ninguna <strong>de</strong>terminación.<br />
Despachó el correo <strong>de</strong> vuelta con una carta para don Néstor<br />
Maluenda pidiendo disculpas por el retraso y anunciándole que la<br />
expedición castellana partiría hacia Burgos el 2 <strong>de</strong> marzo, que<br />
harían el viaje en tres días, quemando etapas, y que él,<br />
personalmente, conduciría la caravana.<br />
A la mañana siguiente, contrató con Argimiro Rodicio cinco tiros <strong>de</strong><br />
ocho mulas cada uno y cinco gran<strong>de</strong>s plataformas para el día 2.<br />
Avisó asimismo a Dionisio Manrique y Juan Dueñas para que<br />
estuvieran preparados para el viaje.<br />
Él mismo conduciría la primera plataforma. No lo había hecho más<br />
que una vez en su vida pero ahora <strong>de</strong>bía a don Néstor Maluenda una<br />
reparación. Por otro lado intuía que conducir ocho mulas a trote<br />
largo, a punta <strong>de</strong> látigo, le produciría el <strong>de</strong>sahogo físico que<br />
precisaba. Así, en la madrugada <strong>de</strong>l día 2, una vez cargados los<br />
fardos, don Bernardo se vistió la ropa campera, con sombrero y<br />
zamarro, y cruzó el Puente Mayor capitaneando la expedición. Tras<br />
él marchaban Dionisio, el encargado <strong>de</strong>l almacén, con otra carreta<br />
<strong>de</strong> ocho mulas, otros dos carreteros blasfemos por él contratados y,<br />
cerrando filas, el fiel Juan, a quien don Bernardo Salcedo había<br />
adiestrado en los más variados oficios.<br />
Ya en el camino, lleno <strong>de</strong> charcos y <strong>de</strong> rodadas, don Bernardo<br />
fustigó a las guías con el látigo, forzando a los numerosos jinetes,<br />
arrieros y carros, que venían en dirección contraria, a apartarse<br />
asustados en las cunetas para <strong>de</strong>jarle paso franco. Las guías <strong>de</strong> la<br />
plataforma <strong>de</strong> Salcedo eran dos mulas <strong>de</strong> su propiedad, la<br />
“Alazana” y la “Morisca”, que atendían a sus voces y latigazos,<br />
sosteniendo un trote largo, más bien un galope corto que, a los que<br />
venían <strong>de</strong> frente, se les antojaba un <strong>de</strong>vastador ataque <strong>de</strong> caballería.<br />
Poco a poco, don Bernardo, <strong>de</strong> natural pacífico y sosegado, se fue<br />
encorajinando y empezó a golpear a los animales sin duelo, <strong>de</strong> forma<br />
que la salida <strong>de</strong>l sol les sorprendió en el pueblecito <strong>de</strong> Cohorcos.<br />
Cambió cuatro mulas en la venta <strong>de</strong>l Moral y otras cuatro en la<br />
Posta <strong>de</strong> Villamanco, don<strong>de</strong> durmió la segunda noche. Rufino, el<br />
ventero, viejo conocido, le atendió con su agreste amabilidad:<br />
¿Dón<strong>de</strong> va vuesa merced con estas prisas? Lleva las caballerías<br />
llenas <strong>de</strong> mataduras. Don Bernardo sonreía con una media sonrisa
<strong>de</strong>stemplada: Todos estamos obligados a cumplir con nuestro <strong>de</strong>ber,<br />
Rufino. La guía y el pericón son <strong>de</strong> mi propiedad, no te preocupes.<br />
Liberado <strong>de</strong> sus fingimientos, durmió <strong>de</strong> un tirón por primera vez<br />
<strong>de</strong>s<strong>de</strong> la <strong>de</strong>sgracia. No obstante, a la mañana siguiente, y pese a<br />
tener la cabeza <strong>de</strong>spejada, le dolían todos los huesos <strong>de</strong>l cuerpo.<br />
Acusaba las sacudidas <strong>de</strong>l carro, los baches profundos <strong>de</strong>l<br />
pavimento, los vaivenes <strong>de</strong> la velocidad. De este modo, el tercer día,<br />
antes <strong>de</strong> que el sol se pusiera, la caravana entraba en la ciudad <strong>de</strong><br />
Burgos por la Puerta <strong>de</strong> las Carretas. Eran tales el estrépito y las<br />
voces <strong>de</strong> los carreteros que los transeúntes se <strong>de</strong>tenían en los bor<strong>de</strong>s<br />
<strong>de</strong> las calles para verlos pasar. Las llantas <strong>de</strong> los carros y los cascos<br />
<strong>de</strong> las mulas, que levantaban chispas en el adoquinado, producían<br />
un retumbo aturdidor: la caravana <strong>de</strong> Salcedo se ha retrasado este<br />
año, comentó un ciudadano. Frente al Monasterio <strong>de</strong> Las Huelgas se<br />
levantaba el enorme almacén <strong>de</strong> Néstor Maluenda que recibía, en dos<br />
expediciones anuales, los vellones <strong>de</strong> media España. Dionisio<br />
Manrique y Juan Dueñas permanecieron junto a las carretas,<br />
vigilando la <strong>de</strong>scarga, mientras don Bernardo Salcedo reservaba<br />
una habitación en el mesón <strong>de</strong> Pedro Luaces, don<strong>de</strong> siempre había<br />
parado, y buscaba ropa para la cena en los establecimientos más<br />
lujosos <strong>de</strong> la ciudad.<br />
Don Néstor Maluenda le recibió amablemente. La presencia <strong>de</strong> don<br />
Néstor, tan fino, tan señor, tan en su sitio, siempre había cohibido a<br />
don Bernardo: me encuentro más suelto mano a mano con el Príncipe<br />
que con don Néstor Maluenda, solía <strong>de</strong>cir. Todo en el viejo le<br />
imponía: su fortuna, su figura alta y esbelta pese a la edad, las<br />
pálidas mejillas impecablemente rasuradas, aquella melena corta,<br />
al estilo <strong>de</strong> Flan<strong>de</strong>s, y su indumento, el sayo con ropa encima, el<br />
escote cuadrado <strong>de</strong>jando asomar la camisa y el jubón acuchillado<br />
que sería moda un año más tar<strong>de</strong>.<br />
Como siempre, don Néstor se mostró acogedor, le enseñó sus últimas<br />
adquisiciones, el gran espejo con marco <strong>de</strong> oro <strong>de</strong>l vestíbulo y el<br />
matrimonio <strong>de</strong> arquetas venecianas, enfrentadas artísticamente en<br />
el salón. Don Bernardo pisaba las alfombras <strong>de</strong>votamente y,<br />
<strong>de</strong>votamente, admiraba los cortinones gruesos, largos hasta el suelo,<br />
que clausuraban las ventanas. Las voces se aterciopelaban<br />
inevitablemente en una mansión tan lujosamente vestida. Don Néstor<br />
se mostró consternado cuando don Bernardo le comunicó que su<br />
esposa había fallecido y que esto y las secuelas previsibles habían<br />
sido la causa <strong>de</strong> su retraso:<br />
—Era mi primer hijo —dijo, los ojos brillantes.
—¿También ha muerto?<br />
—<strong>El</strong> niño, no, don Néstor. <strong>El</strong> niño vive, pero ¡a qué precio!<br />
Inevitablemente salió el tema <strong>de</strong> la silla <strong>de</strong> partos y don Bernardo,<br />
pese a los tristes recuerdos, reconoció su eficacia:<br />
—<strong>El</strong> niño estaba opilado —dijo—, pero la silla flamenca facilitó su<br />
expulsión. Desgraciadamente la silla no pudo evitar las fiebres <strong>de</strong><br />
doña Catalina ni su posterior fallecimiento.<br />
Le había sentado entre los dos can<strong>de</strong>labros y don Néstor parpa<strong>de</strong>aba<br />
contrariado, lamentando que ni siquiera la silla flamenca hubiera<br />
podido evitar la <strong>de</strong>sgracia. Pero como buen comerciante encontró<br />
enseguida la salida pertinente:<br />
—Todo esto que me cuenta es muy sensible, amigo Salcedo, pero<br />
Nuestro Señor, ser previsor, hizo posible que todos los males <strong>de</strong> esta<br />
vida tengan remedio. Un hombre no pue<strong>de</strong> vivir sin mujer y, bien<br />
mirado, la mujer no es más que un repuesto para el hombre, una<br />
pieza <strong>de</strong> recambio. Usted <strong>de</strong>be casarse otra vez.<br />
Don Bernardo agra<strong>de</strong>cía esta conversación confi<strong>de</strong>ncial con el gran<br />
comerciante castellano, pero no <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> mortificarle, <strong>de</strong><br />
mantenerle en tensión el tema <strong>de</strong> que trataban:<br />
—<strong>El</strong> tiempo dirá, don Néstor —dijo cuitadamente.<br />
—Y ¿por qué no ganar al tiempo por la mano? La vida es breve y<br />
sentarse a esperar no es la fórmula pertinente; no tenemos <strong>de</strong>recho<br />
a cruzarnos <strong>de</strong> brazos. Aquí me tiene vuesa merced, tres<br />
matrimonios en treinta años y ninguna <strong>de</strong> las tres mujeres me negó<br />
<strong>de</strong>scen<strong>de</strong>ncia. <strong>El</strong> comercio <strong>de</strong> la lana con Flan<strong>de</strong>s está asegurado<br />
por tres generaciones.<br />
Atropelladamente le vinieron a Salcedo varios temas a la cabeza:<br />
el problema <strong>de</strong> su <strong>de</strong>scen<strong>de</strong>ncia, la humillante prueba <strong>de</strong>l ajo, el juro<br />
<strong>de</strong> doña Catalina, pero únicamente dijo con un hilo <strong>de</strong> voz:<br />
—Me temo que yo sea hombre <strong>de</strong> una sola mujer, don Néstor.<br />
Cuando sonreía, el rostro <strong>de</strong> don Néstor se llenaba <strong>de</strong> arrugas.<br />
Al fruncírsele la máscara <strong>de</strong>l maquillaje envejecía diez años:
—No hay hombres <strong>de</strong> una sola mujer, querido amigo. Eso es una<br />
falacia. Con mayor motivo hoy que tiene dón<strong>de</strong> elegir. En Burgos ha<br />
habido una dote <strong>de</strong> cien mil ducados el mes pasado. Muchas gran<strong>de</strong>s<br />
fortunas han comenzado así, con un matrimonio <strong>de</strong> conveniencia.<br />
Bajó los ojos don Bernardo.<br />
Después <strong>de</strong> meses <strong>de</strong> reclusión y aislamiento, esta conversación en<br />
un apartamento tan muelle, con un interlocutor sabio y pru<strong>de</strong>nte, le<br />
parecía un sueño:<br />
—Lo pensaré, don Néstor.<br />
Pensaré en ello. Y si algún día cambiara <strong>de</strong> opinión vendría a<br />
consultarle, se lo prometo.<br />
Don Néstor le sirvió una copa <strong>de</strong> vino <strong>de</strong> Rueda y le agra<strong>de</strong>ció la<br />
atención <strong>de</strong> acarrear las pieles personalmente: hemos ganado un<br />
día, dijo don Bernardo con cierta jactancia. Después el señor<br />
Maluenda le confió que el presente estaba siendo un año<br />
excepcional, que las acémilas hacían la ruta a Bilbao en reatas <strong>de</strong><br />
doce o quince y que más <strong>de</strong> setenta mil quintales estarían ya<br />
estacionados en los muelles vascos. Que este año movería más <strong>de</strong><br />
ochenta mil acémilas, cosa que no se había conseguido en Castilla<br />
<strong>de</strong>s<strong>de</strong> 1509. Se le llenaba la boca con las gran<strong>de</strong>s cifras y remató su<br />
disertación económica con una fatuidad:<br />
—Hoy día, Salcedo, estoy en condiciones <strong>de</strong> hacer un préstamo a la<br />
Corona.<br />
Sentados en los cabeceros <strong>de</strong> la gran mesa <strong>de</strong> nogal, mirándose el<br />
uno al otro como las arquetas venecianas <strong>de</strong>l salón, don Bernardo<br />
pensó que, a pesar <strong>de</strong> haberse casado tres veces, nunca había<br />
conocido a ninguna <strong>de</strong> las esposas <strong>de</strong> don Néstor: son un simple<br />
recambio, pensó. Nunca las mezcló en sus reuniones <strong>de</strong> negocios.<br />
Según él la mujer únicamente <strong>de</strong>bía vestir al hombre en las<br />
reuniones <strong>de</strong> sociedad. Era su oficio. <strong>El</strong> criado negro les sirvió la<br />
sopa <strong>de</strong> gallina. Don Bernardo se azoró al distinguir su color pero no<br />
dijo nada hasta que el criado salió. Entonces continuó sin hablar<br />
pero miró interrogativamente a su anfitrión:<br />
—Damián —dijo éste con la mayor naturalidad— es un esclavo <strong>de</strong><br />
Mozambique. Me lo obsequió hace cinco años el con<strong>de</strong> <strong>de</strong> Ribadavia.<br />
Lo mismo pudo regalarme un morisco pero hubiese sido una<br />
vulgaridad.
<strong>El</strong> favor era <strong>de</strong>masiado alto para una atención tan mezquina. Hoy en<br />
día, un esclavo <strong>de</strong> Mozambique es un lujo propio <strong>de</strong> la aristocracia.<br />
A los quince años le hice bautizar y hoy está entregado a mi servicio<br />
con una fi<strong>de</strong>lidad ejemplar.<br />
Don Bernardo se sentía cada vez más achicado. <strong>El</strong> escaparate <strong>de</strong><br />
don Néstor no podía ser más <strong>de</strong>slumbrante para un pobre burgués<br />
como él. La fortuna <strong>de</strong> don Néstor era comparable, quizá, con la <strong>de</strong>l<br />
con<strong>de</strong> <strong>de</strong> Benavente. Y el dinero comportaba para don Bernardo una<br />
importancia singular. Tras la sopa <strong>de</strong> gallina, el criado les sirvió<br />
truchas y un excelente vino <strong>de</strong> Bur<strong>de</strong>os. Se movía silenciosamente,<br />
sin rozar los platos <strong>de</strong> plata con los cubiertos, ni las copas <strong>de</strong> cristal<br />
<strong>de</strong> Bohemia con el bor<strong>de</strong> <strong>de</strong> la jarra. <strong>El</strong> esclavo andaba como un<br />
fantasma, levantando mucho los muslos para evitar los roces <strong>de</strong> las<br />
chinelas con la alfombra. Durante sus ausencias, don Néstor<br />
completaba su historia, sus <strong>de</strong>signios respecto a él:<br />
—Es perezoso y huidor —dijo—, pero fiel. Le he elegido como hombre<br />
<strong>de</strong> confianza pero el resto <strong>de</strong> los criados están celosos <strong>de</strong> él.<br />
Para mí, es un miembro más <strong>de</strong> la familia, Salcedo. Aunque negro,<br />
tiene un alma blanca como nosotros, susceptible <strong>de</strong> ser salvada. Lo<br />
que no le permito <strong>de</strong> momento es casarse. Imagínese un semental<br />
como él suelto por estos salones. Repugnante. Eso sí, cuando cumpla<br />
cuarenta años lo emanciparé. Será un modo <strong>de</strong> agra<strong>de</strong>cerle sus<br />
servicios.<br />
<strong>El</strong> viaje a Burgos, la velada con don Néstor Maluenda, hizo mucho<br />
bien al señor Salcedo. Olvidó su negligencia, su simulación, se<br />
<strong>de</strong>sembarazó, al fin, <strong>de</strong>l cadáver <strong>de</strong> doña Catalina y tan pronto llegó<br />
a casa, sin quitarse las calzas abotonadas, ni el zamarro <strong>de</strong> piel <strong>de</strong><br />
cor<strong>de</strong>ro, subió al piso alto, en el que dormitaba Cipriano y<br />
permaneció en pie, a los pies <strong>de</strong> la camita, mirándole fijamente. <strong>El</strong><br />
pequeño se <strong>de</strong>spertó como <strong>de</strong> costumbre, abrió los ojos y se quedó<br />
mirando a su padre sin pestañear, asustado. Pero, en contra <strong>de</strong> lo<br />
que era previsible, don Bernardo no cambió <strong>de</strong> actitud ante su tierna<br />
mirada:<br />
—¿Qué estará tramando el taimado parricida? —dijo una vez más<br />
entre dientes.<br />
Su mirada era <strong>de</strong> hielo y esta vez, el niño, en lugar <strong>de</strong> estirar su<br />
pescuecito <strong>de</strong> tortuga y otear el horizonte, rompió a llorar
<strong>de</strong>sconsoladamente. Acudió presurosa, cimbreando su elástico talle,<br />
la nodriza Minervina:<br />
—Le ha asustado vuesa merced —dijo tomando al niño en sus brazos<br />
y haciéndole fiestas.<br />
Don Bernardo hizo notar que una criatura <strong>de</strong> meses, siendo varón,<br />
<strong>de</strong>bería mostrarse más duro y resistente y, a renglón seguido, se<br />
quedó mirando la airosa figura <strong>de</strong> la muchacha con el niño en<br />
brazos y dijo algo que a don Néstor Maluenda hubiera sorprendido:<br />
—¿Cómo es posible, hija mía, que con esa cara tan bella y ese cuerpo<br />
tan esbelto os <strong>de</strong>diquéis a una tarea tan prosaica como la <strong>de</strong><br />
amamantar a una criatura?<br />
Don Bernardo Salcedo quedó abochornado <strong>de</strong> su audacia. Por la<br />
tar<strong>de</strong>, su hermano Ignacio, el oidor, le abrazó alborozado como si<br />
llegara <strong>de</strong> las Indias. Había encontrado a Bernardo cambiado,<br />
dispuesto a comerse el mundo. A raíz <strong>de</strong> su viaje a Burgos entró, en<br />
efecto, don Bernardo en una fase <strong>de</strong> recuperación febril. Una semana<br />
más tar<strong>de</strong>, acuciado por la feria <strong>de</strong> ganado <strong>de</strong> Rioseco, afrontó otra<br />
<strong>de</strong> las tareas que tenía pendientes <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el año 16: subir al Páramo,<br />
visitar y reorganizar las corresponsalías <strong>de</strong> Torozos. En realidad,<br />
todo el ganado lanar <strong>de</strong> Valladolid se había refugiado allí.<br />
En torno a la villa no había pastos, las huertas ocupaban las tierras<br />
lindantes, y las viñas y los campos <strong>de</strong> cereales el resto. Sólo<br />
quedaban los altos, don<strong>de</strong> los herbazales se alternaban con los<br />
montes <strong>de</strong> encina. Los ediles <strong>de</strong> la villa aspiraban a limitar a los<br />
páramos los <strong>de</strong>rechos <strong>de</strong> pasto <strong>de</strong> lanar y cabrío, únicamente un<br />
macho por rebaño ya que las ovejas carecen <strong>de</strong> importancia y<br />
molestan a todo el mundo, <strong>de</strong>cían. Pero luego los obligados y los<br />
fabricantes <strong>de</strong> zamarros luchaban por su carne y por su piel. Todo<br />
era aprovechable en aquel animal necio y mansurrón, es <strong>de</strong>cir tenía<br />
mayor importancia <strong>de</strong> la que le atribuían sus ediles. Y cuando el<br />
municipio dictó una disposición prohibiendo que los rebaños<br />
pastaran en dos leguas a la redonda <strong>de</strong> la villa, su <strong>de</strong>splazamiento<br />
al Páramo se hizo inevitable y <strong>de</strong>finitivo. Entonces no sólo se<br />
ocuparon las tierras <strong>de</strong> Torozos, concretamente los predios <strong>de</strong><br />
Peñaflor, Rioseco, Mazariegos, Torrelobatón, Wamba, Ciguñuela,<br />
Villanubla y otros, sino que hubo que arrendar pastos más lejos aún,<br />
en otros territorios como Villalpando y Benavente.<br />
Don Bernardo Salcedo conocía el itinerario al <strong>de</strong>dillo. Camino <strong>de</strong><br />
Rioseco pensaba en las posadas, ventas, mesones y casas <strong>de</strong> viuda<br />
que le esperaban en el trayecto.
Le vino a la cabeza la viuda Pellica, <strong>de</strong> Castro<strong>de</strong>za, don<strong>de</strong> dormía en<br />
cama <strong>de</strong> hierro <strong>de</strong> dos colchones y dos almohadas, hacía tres<br />
comidas al día y guardaba el caballo por ocho maravedíes. <strong>El</strong><br />
carácter <strong>de</strong>l viaje le llevaba a cambiar <strong>de</strong> cama cada noche y a<br />
caminar dos o tres leguas cada día. Don Bernardo Salcedo confiaba<br />
en tener recorrido el Páramo, <strong>de</strong> este a oeste, en un par <strong>de</strong> semanas<br />
para bajar <strong>de</strong>spués a la vega, frente a Toro, y <strong>de</strong>tenerse en Pedrosa<br />
don<strong>de</strong> tenía su hacienda. Pensaba en sus corresponsales, respirando<br />
el aire fino <strong>de</strong> la vega, cuando divisó las primeras casas <strong>de</strong> piedra<br />
<strong>de</strong> Villanubla. A mano <strong>de</strong>recha, sin moverse <strong>de</strong>l camino, estaba el<br />
mesón <strong>de</strong> Florencio que le acogió, como en él era usual, con<br />
educación y pocas palabras. <strong>El</strong> laconismo era proverbial en la gente<br />
<strong>de</strong>l Páramo. A veces conversaba sobre estos hombres con su hermano<br />
Ignacio y llegaban a conclusiones más bien optimistas: los hombres<br />
<strong>de</strong> Torozos eran rudos, concisos y sentenciosos pero trabajadores y<br />
resueltos. En Villanubla, salvo media docena <strong>de</strong> vecinos que<br />
<strong>de</strong>sempeñaban oficios concretos, el resto sobrevivía alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> la<br />
agricultura: contados labradores <strong>de</strong> posición, una <strong>de</strong>cena <strong>de</strong><br />
labrantines, y jornaleros que vivían <strong>de</strong> trabajos eventuales con los<br />
primeros. En general, eran gente <strong>de</strong>sheredada, pobre, que habitaban<br />
en tabucos <strong>de</strong> adobe, sin enlosar, sobre la tierra apelmazada.<br />
Don Bernardo hizo un alto en el mesón <strong>de</strong> Florencio y <strong>de</strong>dicó la tar<strong>de</strong><br />
a platicar con Estacio <strong>de</strong>l Valle, su representante en el Páramo. Las<br />
cosas no iban mal o no tan mal como el año anterior. Los rebaños<br />
<strong>de</strong>l común habían aumentado en mil doscientas ovejas y la última<br />
temporada <strong>de</strong> pastos había sido favorable. Dos pastores <strong>de</strong><br />
labradores in<strong>de</strong>pendientes habían emigrado y habían sido<br />
sustituidos por dos braceros inexpertos que, sin embargo, eran<br />
hábiles esquiladores.<br />
Una cosa podía compensar a la otra. Lo único grave en esta<br />
localidad era la ten<strong>de</strong>ncia a la emigración entre los jornaleros sin<br />
tierra, <strong>de</strong>socupados en el largo invierno mesetario y con trabajos<br />
ocasionales, mal retribuidos, en la recolección y la trilla. Pensando<br />
a largo plazo, Villanubla podría ser mañana un problema si la<br />
emigración continuaba al ritmo actual.<br />
La vida <strong>de</strong> los <strong>de</strong>sheredados, sometidos a una dieta inalterable <strong>de</strong><br />
legumbres y cerdo, resultaba monótona, insana y embrutecedora.<br />
Estacio Valle, labrantín sin ambiciones, con sus zaragüelles <strong>de</strong><br />
lienzo y las abarcas, ofrecía una cierta prestancia indumentaria<br />
comparado con los mozos que cruzaban las calles embarradas,<br />
<strong>de</strong>scalzos, con sucios calzones hasta la rodilla. Éste era el sino <strong>de</strong><br />
los hombres <strong>de</strong>l Páramo don<strong>de</strong> la jerarquía social se establecía por
la forma <strong>de</strong> llevar las pantorrillas: <strong>de</strong>snudas, con zaragüelles o con<br />
calzas abotonadas como los pastores.<br />
Don Bernardo partió <strong>de</strong> Villanubla al día siguiente. La vida, en la<br />
meseta profunda, ofrecía escasa variación y, sin embargo, encontró<br />
la feria <strong>de</strong> Rioseco inusitadamente animada. <strong>El</strong> pueblo no ofrecía<br />
novedad visible, salvo en el crecimiento respecto al resto <strong>de</strong> los<br />
poblados <strong>de</strong>l Páramo. Los niveles <strong>de</strong> los rebaños se sostenían y los<br />
esquiladores preparaban sus trebejos para el mes <strong>de</strong> junio. La<br />
reserva <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra y hierba se mantenía y el señor Salcedo pasó una<br />
noche tranquila, a pesar <strong>de</strong> las chinches, en la posada <strong>de</strong> Evencio<br />
Reglero.<br />
<strong>El</strong> recorrido por el Páramo le <strong>de</strong>paró algunas sorpresas. Una<br />
positiva: el crecimiento <strong>de</strong> los rebaños en Peñaflor <strong>de</strong> Hornija, don<strong>de</strong><br />
se había rebasado la cifra <strong>de</strong> diez mil cabezas, y otras dos<br />
negativas:<br />
la viuda Pellica había muerto y Hernando Acebes, el corresponsal <strong>de</strong><br />
Torrelobatón, había sufrido una perlesía y, aunque el barbero <strong>de</strong><br />
Villanubla le había sangrado dos veces, no recuperaba y allí estaba<br />
sentado el día entero en una butaca <strong>de</strong> mimbre en el zaguán <strong>de</strong> su<br />
casa, como un inútil. <strong>El</strong> propio Hernando Acebes, sin bienes <strong>de</strong><br />
fortuna, se espantaba las lágrimas al facilitarle los nombres y<br />
direcciones <strong>de</strong> los que podían sustituirle.<br />
Tal como había proyectado, don Bernardo Salcedo abandonó el<br />
Páramo, iniciado mayo, por el camino <strong>de</strong> Toro. Hacía un día<br />
templado, <strong>de</strong> sol franco, y los grillos aturdían en las orillas <strong>de</strong>l<br />
camino.<br />
Las lluvias <strong>de</strong> otoño y primavera habían caído regularmente y las<br />
espigas anunciaban una prieta granazón. También los palos <strong>de</strong> los<br />
sarmientos se esponjaban y, <strong>de</strong> no presentarse una insolación<br />
prematura, la uva maduraría a su ritmo y, a diferencia <strong>de</strong>l último<br />
año, se recogería una buena cosecha. Des<strong>de</strong> las cuestecillas <strong>de</strong> La<br />
Voluta, Salcedo divisó el cerro Picado y, a su pie, el pueblo <strong>de</strong><br />
Pedrosa, entre las viñas, apiñado a la izquierda <strong>de</strong> la iglesia. <strong>El</strong> día<br />
estaba tan claro que, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la Mota <strong>de</strong>l Niño, se divisaba el soto <strong>de</strong>l<br />
Duero, con álamos y negrillos a medio vestir, y, tras él, el ver<strong>de</strong><br />
oscuro <strong>de</strong> los pinares, pinocarrascos y pinos negros, plantados en<br />
las tierras arenosas al comenzar el siglo.<br />
Don Bernardo fal<strong>de</strong>ó un montículo con láminas <strong>de</strong> yeso cristalizado<br />
y dos conejos corrieron atolondradamente a refugiarse en el vivar.<br />
Benjamín, el rentero, le aguardaba. Era hombre rechoncho, como
casi todos los <strong>de</strong> la zona, como sus hijos, calvo prematuro, con unas<br />
facciones abultadas, negroi<strong>de</strong>s, tan características que el señor<br />
Salcedo le hubiera reconocido entre mil. <strong>El</strong> capotillo <strong>de</strong> dos haldas,<br />
<strong>de</strong> tela burda, los calzones <strong>de</strong> loneta hasta media pierna y sus<br />
cortas piernas peludas eran su uniforme inalterable. Benjamín era<br />
uno <strong>de</strong> los pocos hombres, en aquella época <strong>de</strong> ostentaciones, a<br />
quien agradaba aparentar menos <strong>de</strong> lo que era. Sus ingresos y su<br />
categoría social como rentero, hombre <strong>de</strong>l que en cierto modo<br />
<strong>de</strong>pendía el trabajo <strong>de</strong> los braceros, le daban <strong>de</strong>recho a otra imagen<br />
física que él y los suyos <strong>de</strong>s<strong>de</strong>ñaban. Tanto la Lucrecia <strong>de</strong>l Toro, su<br />
señora, como sus hijos Martín, Antonio y Judas Ta<strong>de</strong>o, vestían sayas<br />
y capotillos marrones repasados y vueltos a repasar, y en los que<br />
Lucrecia había puesto más puntadas que los tejedores <strong>de</strong> Segovia.<br />
Benjamín confirmó a don Bernardo los buenos auspicios: el trigo y la<br />
cebada estaban granando bien y, aunque cualquier juicio sobre la<br />
vid pecaba <strong>de</strong> prematuro, <strong>de</strong> no surgir algún imprevisto, la cosecha<br />
<strong>de</strong> uva podría superar en una quinta parte a la <strong>de</strong>l año anterior. Se<br />
oían los relinchos impacientes <strong>de</strong> “Lucero”, el caballo <strong>de</strong> don<br />
Bernardo a la puerta <strong>de</strong>l chamizo y, <strong>de</strong>ntro, en el zaguán, don<strong>de</strong><br />
conversaban, hacía fresco y olía a alholvas. Don Bernardo se<br />
sentaba rígido en el escañil y Benjamín en un tajuelo, junto al arcón<br />
don<strong>de</strong> Lucrecia guardaba las sábanas y la ropa blanca entre hierbas<br />
olorosas. La casa <strong>de</strong> Benjamín era elemental y sórdida. Contaba con<br />
pocos muebles y ningún adorno, por lo que conservaba, como oro en<br />
paño, una colgadura con figuras que representaban el nacimiento <strong>de</strong><br />
Nuestro Señor y el dosel <strong>de</strong> guadamacíes bajo el que dormía con su<br />
esposa <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hacía veinticinco años.<br />
La misma austeridad emanaba su figura, caballero en mulo<br />
matalón, con manta en lugar <strong>de</strong> silla, y la <strong>de</strong> su hijo Martín, el<br />
primogénito, sobre una burra lunanca <strong>de</strong> medio pelo, cuando le<br />
acompañaron a inspeccionar las tierras. Detrás <strong>de</strong> la lomilla, don<br />
Bernardo advirtió que Benjamín había sustituido una tierra <strong>de</strong><br />
cebada por un bacillar: es la uva la que nos saca <strong>de</strong> pobres, don<br />
Bernardo, hay que <strong>de</strong>sengañarse —le dijo por toda explicación. Pero<br />
al señor Salcedo lo que le interesaba era conocer las aranzadas más<br />
escatimosas <strong>de</strong> la propiedad, las que menos daban: las que fal<strong>de</strong>an<br />
La Mambla, había respondido Benjamín sin pensarlo dos veces. Y<br />
ahora recorrían las calles <strong>de</strong> estos majuelos, <strong>de</strong> buena apariencia,<br />
cuya poquedad solamente se advertía a la hora <strong>de</strong> la vendimia. ¿Son<br />
los más escatimosos? —insistió don Bernardo. De largo, señor<br />
Salcedo; menos fruto y más agraz; a saber la razón —dijo.<br />
Únicamente al regreso, don Bernardo, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> lo alto <strong>de</strong> su caballo,<br />
comunicó a Benjamín Martín y a Martín Martín, su primogénito, que<br />
doña Catalina había muerto. Benjamín, aposentado en su mulo, se
sacó el sombrero <strong>de</strong> la cabeza y se persignó: Nuestro Señor dé salud<br />
a vuesa merced para encomendar su alma —dijo a media voz,<br />
mientras Martín Martín, el muchacho, más avergonzado que dolido,<br />
se limitó a bajar la cabeza.<br />
La señora Lucrecia le dio <strong>de</strong> comer en la cocina, sobre la mesa <strong>de</strong><br />
pino, sentados en escañiles, frente a la alacena, colmada <strong>de</strong><br />
pucheros y cazuelas, con dos lebrillos <strong>de</strong> agua a cada lado. Tras<br />
cada ausencia prolongada, Lucrecia le hacía este honor, le<br />
preparaba la comida sin advertirlo, sin invitación previa. Era un<br />
hecho ya sabido y cuando don Bernardo se sentó a la mesa, en el<br />
seno <strong>de</strong> la confianza, Benjamín ya estaba comiendo. Masticaba<br />
ferozmente, el sombrero calado, y cada ocho o diez bocados hacía<br />
a<strong>de</strong>mán <strong>de</strong> llevarse la mano a la boca y eructaba sin disimulo. Entre<br />
eructo y eructo, pasó revista a las noveda<strong>de</strong>s, particularmente a<br />
aquellas que afectaban a su peculio. Los salarios subían sin cesar.<br />
Hoy un vendimiador no se agachaba por menos <strong>de</strong> veinte<br />
maravedíes, ni se encontraba un obrero por cuarenta, ni un podador<br />
por sesenta. En ese sentido las cosas estaban mal. Por si fuera poco,<br />
la última cosecha había venido muy mermada y, en consecuencia y,<br />
como don Bernardo habría advertido, no le había pagado la renta <strong>de</strong><br />
la Pascua. Don Bernardo le hizo ver que los reveses <strong>de</strong>l campo le<br />
afectaban a él tanto como al rentero y que el retraso en el pago <strong>de</strong><br />
las rentas estaba lejos <strong>de</strong> ser una solución: Acabarás en manos <strong>de</strong><br />
usureros, Benjamín —sentenció apuntándole con el <strong>de</strong>do índice.<br />
Pero Benjamín reservaba la gran cuestión para la sobremesa, una<br />
vez que el espeso vino <strong>de</strong> Toro hubiera producido sus efectos. En su<br />
primitivismo, Benjamín era inteligente y, en lugar <strong>de</strong> afrontar<br />
directamente el tema <strong>de</strong> la sustitución <strong>de</strong> los bueyes por mulas,<br />
inició lateralmente el <strong>de</strong>bate, poniendo en cuestión el barbecho al<br />
que calificó <strong>de</strong> labor anticuada e inútil.<br />
Don Bernardo, que tenía un somero conocimiento <strong>de</strong> la tierra, pero<br />
suplía su ignorancia con la experiencia <strong>de</strong> sus contertulios en la<br />
taberna <strong>de</strong> Garabito, en la calle Orates, respondió que para mullir y<br />
orear la tierra se precisaba otro cultivo, el mijo ceburro, por ejemplo,<br />
<strong>de</strong>l que había poca práctica en Castilla. <strong>El</strong> rentero miraba a don<br />
Bernardo <strong>de</strong> hito en hito y argumentó que el abono era preferible al<br />
cambio <strong>de</strong> cultivo, que en Toro llevaban dos años tirando abono y les<br />
iba mejor con ello que con el año y vez. Martín Martín, como cachorro<br />
educado en la sumisión, apoyaba a su padre con la mirada, pero don<br />
Bernardo, a quien irritaba la mendaz argumentación <strong>de</strong> padre e<br />
hijo, les preguntó si podía saberse dón<strong>de</strong> encontraban abono en Toro<br />
puesto que en Castilla, dijo, lo único que aumentan son las ovejas<br />
pero lo que el campo necesita es estiércol, no cagarrutas, y el poco
estiércol <strong>de</strong> que disponemos se consume en las huertas. La<br />
conversación había seguido los cauces previstos por Benjamín, quien<br />
alegó, a propósito <strong>de</strong>l estiércol, que lo más mo<strong>de</strong>rno en usos agrarios<br />
estribaba en sustituir el buey por la mula, ya que ésta come menos,<br />
es más fina, más ligera y gana tiempo, especialmente con el arado.<br />
Don Bernardo, sofocado por la discusión y el tinto, arguyó que la<br />
mula era un animal que carecía <strong>de</strong> fuerza y apenas arañaba la<br />
tierra por lo que su trabajo era pobre e inútil, mientras el buey, por<br />
mor <strong>de</strong> su fuerza, araba en surcos profundos con lo que <strong>de</strong>fendía<br />
mejor la simiente. A esto adujo el rentero que el buey comía más y el<br />
pasto <strong>de</strong> que se alimentaba era difícil y caro, pero don Bernardo,<br />
lejos <strong>de</strong> doblegarse, intentó hacerle ver que la <strong>de</strong>ca<strong>de</strong>ncia agrícola<br />
en otros lugares <strong>de</strong> España venía precisamente <strong>de</strong>l hecho <strong>de</strong> haber<br />
sustituido el buey por la mula. Benjamín Martín, más pragmático,<br />
hizo hincapié en que en Villanubla únicamente dos labradores<br />
seguían con los bueyes <strong>de</strong> arado, pero, en tal coyuntura, don<br />
Bernardo Salcedo preguntó, con mucho tino, si no era Villanubla el<br />
único pueblo en <strong>de</strong>ca<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong>l Páramo. <strong>El</strong> rentero lo admitió pero<br />
señaló una nueva dificultad: la exagerada parcelación <strong>de</strong> la tierra<br />
exigía traslados rápidos <strong>de</strong> las yuntas, y <strong>de</strong> los bueyes podía<br />
esperarse todo menos rapi<strong>de</strong>z. Los jarros <strong>de</strong> espeso vino <strong>de</strong> Toro iban<br />
<strong>de</strong>sapareciendo <strong>de</strong> la mesa y don Bernardo, acodado en el tablero,<br />
con las orejas rojas y la mirada perdida, acabó adoptando una<br />
solución salomónica: Podía ensayarse; las innovaciones requieren<br />
experimentación. Es así como avanza la ciencia. Se podían cambiar,<br />
por ejemplo, los bueyes <strong>de</strong> una yunta y <strong>de</strong>jarlos en las otras dos. La<br />
eficacia y el tiempo hablarían. <strong>El</strong> grano diría si la agilidad y<br />
alimentación <strong>de</strong> la mula compensaba el mejor trabajo <strong>de</strong>l buey, o<br />
éste, por el contrario, seguía por <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> las presuntas virtu<strong>de</strong>s<br />
<strong>de</strong> la mula.<br />
Don Bernardo estaba cansado.<br />
Eran <strong>de</strong>masiados días embromado en discusiones necias y las<br />
discusiones necias le fatigaban especialmente. Por otro lado le<br />
sacaban <strong>de</strong> quicio los interlocutores analfabetos. Y era ya casi <strong>de</strong><br />
noche cuando abandonó la casa <strong>de</strong> los renteros con la cabeza<br />
cargada y brumosa.<br />
<strong>El</strong> pueblo se a<strong>de</strong>ntraba pausadamente en las tinieblas y el señor<br />
Salcedo tomó a “Lucero” <strong>de</strong> la brida y lo condujo al paso hasta la<br />
casa <strong>de</strong> la viuda <strong>de</strong> Baruque, don<strong>de</strong>, como <strong>de</strong> costumbre, pensaba<br />
pernoctar. En la calle no había un alma y la viuda se llegó a la<br />
puerta <strong>de</strong> la calle con un candil. Acomodaron a “Lucero” en la<br />
cuadra y ella le preguntó qué iba a cenar.
Don Bernardo prefería no cenar.<br />
La comida, a base <strong>de</strong> cerdo y judías pintas, le había resultado<br />
empachosa; le había <strong>de</strong>jado ahíto.<br />
Al <strong>de</strong>spren<strong>de</strong>rse <strong>de</strong> sus ropas embarazosas y estirarse <strong>de</strong>snudo en<br />
las planchadas sábanas gimió <strong>de</strong> placer.<br />
Habían sido dos semanas cambiando cada día <strong>de</strong> dieta y<br />
alojamiento.<br />
Muy <strong>de</strong> mañana pagó a la viuda y, por el atajo <strong>de</strong>l Vivero, salió al<br />
camino <strong>de</strong> Zamora. En la encrucijada brincó una liebre <strong>de</strong> la viña y<br />
corrió cien metros zigzagueando por <strong>de</strong>lante <strong>de</strong>l caballo. Luego<br />
espoleó a éste y, a galope corto, se encaminó a Tor<strong>de</strong>sillas. Su<br />
carácter metódico y rutinario no le permitió cambiar <strong>de</strong> ruta. Por<br />
unos segundos pensó en su hijo y en el donaire <strong>de</strong> Minervina con él<br />
en brazos. Sonrió. Rebasada Tor<strong>de</strong>sillas picó a “Lucero”, atravesó<br />
las tierras <strong>de</strong> Villamarciel y Geria, orilló Simancas, cruzó el río por<br />
el puente romano y, a mediodía, entraba en Valladolid por la Puerta<br />
<strong>de</strong>l Campo, <strong>de</strong>jando a mano <strong>de</strong>recha la Mancebía <strong>de</strong> la Villa.<br />
__________________________<br />
__________________________<br />
III<br />
Sin apenas advertirlo, don Bernardo Salcedo se encontró<br />
enganchado <strong>de</strong> nuevo a la rutina. Meses atrás había llegado a<br />
pensar que podía morir <strong>de</strong> aburrimiento, pero ahora, como si aquello<br />
hubiera sido un amago <strong>de</strong> tormenta, pensaba que sus temores<br />
habían sido exagerados. Su “acceso <strong>de</strong> melancolía,” como él llamaba<br />
pomposamente a sus meses <strong>de</strong> vagancia, había sido vencido, así que<br />
volvió a tomar las riendas <strong>de</strong> su casa y <strong>de</strong> sus negocios. Por la<br />
mañana, tras el opíparo <strong>de</strong>sayuno que le servía Mo<strong>de</strong>sta, don<br />
Bernardo se encaminaba al almacén <strong>de</strong> la vieja Ju<strong>de</strong>ría, en los<br />
aledaños <strong>de</strong>l Puente Mayor, y allí se encontraba con Dionisio<br />
Manrique, su fiel colaborador, que meses atrás había llegado a<br />
pensar que el amo se moría y el almacén habría que cerrarlo. Se<br />
imaginó sin trabajo, sin oficio ni beneficio, pordioseando entre los<br />
niños llenos <strong>de</strong> bubas que llenaban las calles <strong>de</strong> la villa, en invierno<br />
y en verano. Ahora, <strong>de</strong> pronto, el señor Salcedo, sin saber por qué ni<br />
por qué no, había salido <strong>de</strong>l bache y había vuelto a hacerse cargo <strong>de</strong><br />
la situación. <strong>El</strong> viaje a Burgos había sido el inicio <strong>de</strong> su<br />
resurgimiento. En el mismo <strong>de</strong>spacho <strong>de</strong> don Bernardo, en una mesa
<strong>de</strong> pino <strong>de</strong> Soria paralela, se sentaba él y, mal que bien, iba llevando<br />
las cuentas <strong>de</strong> las reatas <strong>de</strong> mulas que bajaban <strong>de</strong>l Páramo y <strong>de</strong> los<br />
vellones almacenados en la inmensa nave <strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría. “Atila”, el<br />
mastín feroz que le regalaron <strong>de</strong> cachorro, correteaba ladrando<br />
entre la tapia y el edificio y dormía con un ojo abierto en la caseta<br />
<strong>de</strong> la entrada. Era un can <strong>de</strong> oído fino y malas pulgas, y las noches,<br />
especialmente las <strong>de</strong> luna llena, las pasaba aullando en el corredor.<br />
No se sabía <strong>de</strong> ningún exceso cometido por el perro pero, tanto don<br />
Bernardo como su fiel Dionisio, presumían <strong>de</strong> que nadie se había<br />
llevado un vellón <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que “Atila” vigilaba el almacén.<br />
Manrique, sin otra ayuda que Fe<strong>de</strong>rico, un galopín <strong>de</strong> quince años,<br />
mudo <strong>de</strong> nacimiento, era el alma <strong>de</strong>l establecimiento. <strong>El</strong> <strong>de</strong>spacho,<br />
la mesa y los manguitos eran la tapa<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> activida<strong>de</strong>s más<br />
prosaicas. Por un lado, Dionisio anotaba los vellones que entraban y<br />
salían, pero por otro echaba una mano artesana y servicial para<br />
todo lo que fuera menester. Dionisio, por ejemplo, salía con Fe<strong>de</strong>rico<br />
a la explanada, casi siempre embarrada, cada vez que se anunciaba<br />
una expedición y, entre ellos y el arriero, <strong>de</strong>scargaban las sacas sin<br />
apelar a manos mercenarias, almacenando or<strong>de</strong>nadamente las<br />
pieles.<br />
Del mismo modo Dionisio, en una prisa, como aconteció con el último<br />
viaje a Burgos, no dudaba en tomar el zamarro y el látigo y conducir<br />
personalmente una carreta hasta las instalaciones <strong>de</strong> don Néstor<br />
Maluenda en Las Huelgas o don<strong>de</strong> hiciera falta. Una vez metido en<br />
harina, no ponía reparos a nada, comía en el mostrador con los<br />
arrieros o dormía en las habitaciones colectivas <strong>de</strong> las ventas con<br />
objeto <strong>de</strong> que el patrón ahorrase unos maravedíes.<br />
En el pequeño comercio que don Bernardo sostenía con la fábrica <strong>de</strong><br />
zamarros <strong>de</strong> Camilo Dorado, en Segovia, era el propio Manrique el<br />
que alquilaba las reatas y las conducía por atajos pedregosos <strong>de</strong> la<br />
sierra que sólo él conocía. Don Bernardo, que sabía <strong>de</strong> la<br />
versatilidad <strong>de</strong> Dionisio, <strong>de</strong> su disponibilidad, <strong>de</strong>finía a su<br />
subordinado <strong>de</strong> una manera peculiar, no exenta <strong>de</strong> tintes<br />
<strong>de</strong>spectivos, como un hombre que hace lo mismo a un roto que a un<br />
<strong>de</strong>scosido.<br />
Los primeros días <strong>de</strong> verano fueron fechas <strong>de</strong> agitación en el<br />
almacén y la actividad <strong>de</strong>saforada <strong>de</strong>splegada por don Bernardo<br />
vino a restablecerle <strong>de</strong> la plétora causada por sus excesos<br />
gastronómicos, restablecimiento al que ayudó sin duda la sangría<br />
practicada por Gaspar Laguna que, en su día, había intervenido<br />
también a su señora inútilmente. Pero Salcedo no era hombre<br />
rencoroso. Detestaba la chapuza pero valoraba el trabajo bien hecho
aunque no llegara a buen fin. En las personas que confiaba no<br />
<strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> creer por un <strong>de</strong>sacierto. Don Bernardo partía <strong>de</strong> la base <strong>de</strong><br />
la imperfección humana y así, cuando avisó al barbero—cirujano,<br />
<strong>de</strong>mostró que no le tenía ojeriza, pero, al propio tiempo, lo recibió<br />
con estas palabras: A ver si tenemos más suerte que con doña<br />
Catalina que gloria haya, amigo Laguna, lo que obligó al barbero a<br />
extremar toda su ciencia y habilidad.<br />
A las doce <strong>de</strong>l mediodía, don Bernardo marchaba <strong>de</strong>l almacén.<br />
Eran semanas <strong>de</strong> calor y las calles hedían a basuras y <strong>de</strong>sperdicios.<br />
Los niños, con las caritas llenas <strong>de</strong> bubas y landres, le salían al<br />
paso pordioseando, pero él los <strong>de</strong>satendía. Ya tienen a mi hermano,<br />
pensaba, ¿hay alguien en Valladolid que haga más por sus prójimos<br />
que mi hermano Ignacio? Caminaba <strong>de</strong>spacio, evitando las<br />
alcantarillas, atento al |¡agua va!| <strong>de</strong> las ventanas, hasta abocar a<br />
la taberna <strong>de</strong> Garabito, en la calle Orates, con su inevitable ramita<br />
ver<strong>de</strong> junto al rótulo, don<strong>de</strong> solían reunirse tres o cuatro amigos a<br />
<strong>de</strong>gustar los blancos <strong>de</strong> Rueda. <strong>El</strong> primer día que llegó, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong><br />
su larga ausencia, todos le manifestaron que le habían echado <strong>de</strong><br />
menos porque eran <strong>de</strong> esa clase <strong>de</strong> amigos circunstanciales, <strong>de</strong><br />
apea<strong>de</strong>ro, tímidos, que habían asistido al sepelio <strong>de</strong> doña Catalina,<br />
como Dios manda, pero no osaron poner pie en su casa. Para doña<br />
Catalina eran “los amigotes” y no encontraba expresión más<br />
ajustada para <strong>de</strong>signarlos. Pero los amigotes celebraron con unos<br />
vasos la reincorporación <strong>de</strong> don Bernardo a las tertulias mañaneras.<br />
Él les habló <strong>de</strong> su “acceso <strong>de</strong> melancolía” y, aunque ninguno <strong>de</strong> ellos<br />
sabía a ciencia cierta en qué consistía este mal, le preguntaron, con<br />
la reiteración propia <strong>de</strong> los borrachos, cómo se las había arreglado<br />
para pelarlo.<br />
Don Bernardo, dado al ingenio verbal, miró uno a uno a los amigotes<br />
<strong>de</strong>l grupo e hizo la revelación que había preparado en casa dos<br />
semanas antes: A mí me curó un correo urgente <strong>de</strong> Burgos. Los<br />
amigotes rieron, le propinaron palmadas en la espalda y se lo<br />
comunicaron a otros amigotes y todos coincidieron en que con el<br />
pellejo <strong>de</strong> vino <strong>de</strong> La Seca que acababa <strong>de</strong> abrir Dámaso Garabito<br />
terminaría <strong>de</strong> restablecerse.<br />
Allí, en la taberna, don Bernardo se salía <strong>de</strong> la norma y la<br />
hipocresía: juraba, soltaba palabrotas, reía los cuentos obscenos y<br />
estos excesos le aligeraban y le disponían a afrontar con mejor<br />
ánimo la jornada vespertina <strong>de</strong> la villa. En ocasiones también<br />
buscaba consejo en la taberna <strong>de</strong> Garabito, como aconteció con<br />
Teófilo Roldán, labrador <strong>de</strong> Tu<strong>de</strong>la, que cada semana atravesaba
dos veces el Duero en la barcaza <strong>de</strong> Herrera, junto a su caballo, para<br />
aten<strong>de</strong>r su labranza. Teófilo Roldán bebía en tazón pues para él el<br />
blanco tras un cristal transparente perdía buena parte <strong>de</strong> sus<br />
propieda<strong>de</strong>s. Escuchó a don Bernardo la historia <strong>de</strong> su rentero y<br />
cuando aquél le preguntó qué le parecía más conveniente tener el<br />
rentero a la parte o a sueldo fijo, don Teófilo, inspirado por el vino,<br />
con una lógica apabullante, le respondía que <strong>de</strong>pendía <strong>de</strong> la parte.<br />
Don Bernardo se mostró franco por una vez: digamos un tercio <strong>de</strong> la<br />
cosecha, dijo. Don Teófilo fue rápido: en Tu<strong>de</strong>la damos más —sugirió<br />
antes <strong>de</strong> que don Bernardo terminara <strong>de</strong> hablar.<br />
Salcedo se ruborizó ligeramente; tenía un cutis suave, apto para<br />
ello: no vayamos a comparar, Tu<strong>de</strong>la es un pueblo próspero mientras<br />
Pedrosa, malvive. Luego apuntó que con un tercio una familia en su<br />
pueblo podía redimirse, e incluso hacer fortuna, pero era difícil que<br />
lo consiguiera si el rentero era analfabeto, no sabía sumar y<br />
ventoseaba todo el tiempo <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> su señor. Es lo mismo —dijo—<br />
que hacerle <strong>de</strong>sechar una i<strong>de</strong>a una vez que ha arraigado en su pobre<br />
cerebro.<br />
Teófilo Roldán empinaba el codo sin cesar. Había llegado a ese<br />
punto soñado en que se pier<strong>de</strong> la gravi<strong>de</strong>z <strong>de</strong>l cuerpo y se siente uno<br />
flotar. ¿Qué i<strong>de</strong>a? —dijo—. ¿A qué i<strong>de</strong>a se refiere, Salcedo? —<br />
preguntó tambaleándose. Concretamente —replicó don Bernardo— a<br />
persuadirle, sin necesidad <strong>de</strong> hacer números, <strong>de</strong> que el buey en el<br />
campo es un animal más rentable que la mula.<br />
Roldán se inclinó hacia él hasta casi topar con su cabeza: ¿De veras<br />
lo cree usted así? Don Bernardo se <strong>de</strong>sconcertó: ¿Usted no?<br />
Según —dijo don Teófilo—. Según la labor y el terreno. Don<br />
Bernardo, sin razón alguna, salvo que iban aumentando sus<br />
libaciones, empezó a sentirse optimista. De repente habían <strong>de</strong>jado <strong>de</strong><br />
importarle el buey y la mula y la rentabilidad <strong>de</strong>l uno y <strong>de</strong> la otra;<br />
únicamente le importaba oír su voz, sentirse vivo y pala<strong>de</strong>ar el buen<br />
vino <strong>de</strong> La Seca: labores <strong>de</strong> arada —dijo—. Me refiero a labores <strong>de</strong><br />
arada. La mula no ara, araña, y <strong>de</strong>ja que se coman la simiente las<br />
palomas y los cuervos. Todos los pájaros se comen la simiente,<br />
tartajeó Roldán poniéndole una mano en el hombro.<br />
Don Bernardo sonreía <strong>de</strong>negando con la cabeza: pero no siempre,<br />
amigo mío, el buey ahonda y <strong>de</strong>fien<strong>de</strong> la semilla. Los ojos <strong>de</strong> don<br />
Teófilo se ponían turbios: pe...
pe... pero ¿usted tiene tanta autoridad como para dar ór<strong>de</strong>nes a su<br />
rentero? Me conce<strong>de</strong> esa licencia —aclaró el señor Salcedo—: me<br />
ce<strong>de</strong> el po<strong>de</strong>r espontáneamente porque él no entien<strong>de</strong> <strong>de</strong> papeles.<br />
Don Bernardo se <strong>de</strong>jaba envolver con gusto en la vieja rutina.<br />
Acudía diariamente a la taberna <strong>de</strong> la calle Orates, junto a la casa<br />
<strong>de</strong> locos, o a cualquier otra don<strong>de</strong> apareciera una rama ver<strong>de</strong> en el<br />
rótulo <strong>de</strong>l establecimiento. Era significativo porque, sin ponerse <strong>de</strong><br />
acuerdo, los amigotes siempre coincidían en la cantina que abría<br />
cuba o pellejo ese día. De ordinario eran vinos que habían entrado<br />
en la villa por la puerta <strong>de</strong>l Puente Mayor o la <strong>de</strong> Santiesteban,<br />
antes <strong>de</strong> cumplirse los cinco meses <strong>de</strong> la vendimia como era<br />
preceptivo, e inscritos en el registro <strong>de</strong> entradas para saber a cuánto<br />
ascendía el consumo. Los tintos solían ser flacos, a medio hacer y<br />
poco cotizados, pero el buen catador siempre esperaba la sorpresa.<br />
Tras probarlo, como buenos <strong>de</strong>gustadores, comentaban las virtu<strong>de</strong>s y<br />
<strong>de</strong>fectos <strong>de</strong>l nuevo mosto. Y, <strong>de</strong> cuando en cuando, reaparecía otro<br />
amigote, menos asiduo que los <strong>de</strong>más, que había oído algo <strong>de</strong> la<br />
enfermedad <strong>de</strong> don Bernardo y le preguntaba por su<br />
restablecimiento. Y Salcedo, que consi<strong>de</strong>raba su respuesta una <strong>de</strong><br />
las más ingeniosas <strong>de</strong> los últimos tiempos, se echaba a reír y<br />
respondía: un correo urgente <strong>de</strong> Burgos me sanó, aunque vuesa<br />
merced no lo crea. Y el amigote reía con él, y le palmeaba<br />
fervorosamente la espalda porque el nuevo vino tenía una<br />
graduación más alta <strong>de</strong> la esperada y con cuatro vasos se nublaba<br />
la inteligencia.<br />
A las dos, don Bernardo se retiraba a casa con el buen humor que le<br />
proporcionaba la taberna <strong>de</strong> Garabito. Mo<strong>de</strong>sta, mientras le servía la<br />
comida, solía hacerse lenguas sobre las nuevas gracias <strong>de</strong>l niño.<br />
<strong>El</strong>la no entendía que un padre pudiera mostrarse indiferente ante<br />
los progresos <strong>de</strong> su propio hijo, pero lo cierto es que Salcedo apenas<br />
la escuchaba y se preguntaba mil veces qué era lo que, en el fondo<br />
<strong>de</strong> sí mismo, sentía por aquella criatura. De regreso <strong>de</strong> Pedrosa, don<br />
Bernardo imaginó que sus sentimientos hacia el pequeño oscilaban<br />
entre la atracción y el rechazo. Algunas tar<strong>de</strong>s, sin embargo, subía a<br />
las buhardillas y, al ver a su hijo, reconocía que nunca sintió amor<br />
por él, a lo sumo mera curiosidad <strong>de</strong> zoólogo. Entonces podía<br />
pasarse siete días sin volver por el piso alto. Al cabo <strong>de</strong> una semana<br />
tornaba a sentir esa vaga atracción, que únicamente existía en su<br />
imaginación, y se presentaba en las buhardillas por sorpresa.<br />
Minervina planchaba o cambiaba los pañales al niño, acompañando<br />
su acción <strong>de</strong> canciones a media voz o palabras cariñosas.
Don Bernardo miraba a la muchacha sin <strong>de</strong>jarlo: tenía el<br />
convencimiento <strong>de</strong> que la legumbre y el cerdo, el alimento invariable<br />
<strong>de</strong>l pueblo, generaba seres anchos y retacos.<br />
Por eso le sorprendía aquella chica <strong>de</strong> Santovenia, alta y fina, en la<br />
que cada día <strong>de</strong>scubría un nuevo encanto: el largo y frágil cuello, los<br />
pechitos picudos sobre la burda saya, el trasero pequeño y<br />
prominente cada vez que se inclinaba sobre la tabla <strong>de</strong> planchar.<br />
Toda ella era belleza y armonía, una especie <strong>de</strong> aparición. Un mes<br />
más tar<strong>de</strong> se dio cuenta <strong>de</strong> otra cosa:<br />
que el niño no le provocaba atracción o rechazo, sino simplemente<br />
rechazo y que la atracción provenía <strong>de</strong> Minervina. Entonces rectificó<br />
su confi<strong>de</strong>ncia a don Néstor Maluenda en el sentido <strong>de</strong> que él no era<br />
hombre <strong>de</strong> una sola mujer sino <strong>de</strong> una sola esposa. Conforme pasaba<br />
el tiempo, las más elementales exigencias lascivas crecían cada vez<br />
que veía a la muchacha. Pero ella se mostraba tan ajena, tan<br />
indiferente a sus miradas, tan recriminadora a veces, que no se<br />
atrevía a pasar <strong>de</strong> la mera contemplación. Sin embargo, un día<br />
ardiente <strong>de</strong> verano, sugirió a la chica que bajara a dormir al piso<br />
primero don<strong>de</strong> el bochorno se hacía más soportable.<br />
—¿Y el niño? —dijo Minervina a la <strong>de</strong>fensiva.<br />
—Con el niño, naturalmente.<br />
Si le aconsejo eso es pensando en la salud <strong>de</strong>l pequeño.<br />
Minervina le midió <strong>de</strong> arriba abajo con sus transparentes ojos lilas<br />
sombreados por espesas pestañas, luego miró al niño y <strong>de</strong>negó con<br />
la cabeza, subrayando <strong>de</strong>spués su negativa:<br />
—Estamos bien aquí, señor —dijo.<br />
A partir <strong>de</strong> este tropezón pueril la imagen <strong>de</strong> la nodriza no se<br />
apartaba <strong>de</strong> su cabeza. Y, hechizado por sus encantos, la espiaba<br />
día y noche. Sabedor <strong>de</strong> que el niño mamaba cada tres horas,<br />
procuraba informarse <strong>de</strong> la última toma para sorpren<strong>de</strong>rla en la<br />
siguiente con el pecho <strong>de</strong>scubierto. Y, cada vez que lo intentaba,<br />
subía las escaleras <strong>de</strong> puntillas, las manos temblorosas y el corazón<br />
acelerado. Mas, si antes <strong>de</strong> abrir la puerta <strong>de</strong> la escalera, les oía<br />
reír y retozar en la habitación inmediata, regresaba a la sala sin<br />
asomarse. Ocurría que Minervina tomaba sus precauciones ante la<br />
frecuencia <strong>de</strong> sus visitas, pero una tar<strong>de</strong>, cuando menos lo esperaba,<br />
la sorprendió por el resquicio <strong>de</strong> la puerta con el niño en el enfaldo,<br />
el brazo <strong>de</strong>recho fuera <strong>de</strong> la saya y el pequeño pecho firme y
puntiagudo, <strong>de</strong> pezón sonrosado, en espera <strong>de</strong> que la criatura lo<br />
tomase. Dios mío, murmuró don Bernardo, <strong>de</strong>slumbrado por tanta<br />
belleza, pegando su ojo a la rendija.<br />
—¿Es que no lo quieres hoy, mi tesoro? —dijo la chica.<br />
Y sonreía con sus labios jóvenes y gor<strong>de</strong>zuelos. En vista <strong>de</strong>l<br />
<strong>de</strong>sinterés <strong>de</strong>l niño tomó su pecho con dos <strong>de</strong>dos y dibujó con la<br />
punta <strong>de</strong>l pezón la boca <strong>de</strong>l bebé, quien, tan directamente<br />
estimulado, agarró ávidamente el pecho como la trucha la lombriz<br />
que el pescador le ofrece <strong>de</strong> improviso en el hilero. Entonces don<br />
Bernardo, incapaz <strong>de</strong> reprimir el ja<strong>de</strong>o, se apartó <strong>de</strong> la puerta y bajó<br />
las escaleras temeroso <strong>de</strong> <strong>de</strong>latarse. Repitió la excursión en las<br />
tar<strong>de</strong>s siguientes.<br />
<strong>El</strong> recuerdo <strong>de</strong> aquel pechito inocentemente ofrecido le volvía loco.<br />
En el almacén no era capaz <strong>de</strong> concentrarse, rendía poco, <strong>de</strong>legaba<br />
la mayor parte <strong>de</strong> las tareas en manos <strong>de</strong> Manrique. Luego en la<br />
taberna <strong>de</strong> Garabito se emborrachaba en las catas y, al llegar a<br />
casa, se encamaba pretextando dolor <strong>de</strong> cabeza.<br />
Los vapores <strong>de</strong>l alcohol se iban disipando pero, a cambio, la imagen<br />
<strong>de</strong> aquel pechito <strong>de</strong>snudo volvía a subírsele a la cabeza. Hacía el<br />
cálculo <strong>de</strong> las mamadas y subía al piso alto sobre las seis, la cuarta<br />
toma <strong>de</strong>l día. Pero una tar<strong>de</strong> bochornosa <strong>de</strong> finales <strong>de</strong> septiembre,<br />
con las puertas <strong>de</strong>l piso alto abiertas <strong>de</strong> par en par, una ráfaga <strong>de</strong><br />
viento caliente cerró violentamente la puerta <strong>de</strong> Minervina y la<br />
señora Blasa apareció, sin avisar, en la última <strong>de</strong>l pasillo.<br />
—¿Necesita vuesa merced alguna cosa?<br />
Don Bernardo se sintió abochornado:<br />
—Subía a ver al niño. Hace días que no le veo —dijo.<br />
La señora Blasa entró en la habitación <strong>de</strong> Minervina y volvió a salir<br />
con la misma diligencia. Tenía más marcadas las arrugas<br />
horizontales <strong>de</strong> la frente, fenómeno que acontecía cada vez que en su<br />
cabeza surgía una i<strong>de</strong>a. Al mismo tiempo en las comisuras <strong>de</strong> la<br />
boca se insinuaba un mohín burlón:<br />
—Está mamando, señor. La Miner lo bajará en cuanto termine.
Descendió las escaleras lentamente, avergonzado, como un ladrón<br />
sensible sorprendido con las manos en la masa. Pero a la noche, en<br />
su visita diaria a su hermano Ignacio, le confesó:<br />
—Ahora pienso si a don Néstor Maluenda no le diría la verdad,<br />
Ignacio. ¿No crees tú que se pue<strong>de</strong> ser hombre <strong>de</strong> una sola esposa<br />
pero <strong>de</strong> varias mujeres? <strong>El</strong> cuerpo me pi<strong>de</strong>, Ignacio, me apremia; hay<br />
días que no pienso en otra cosa.<br />
Me parece que echo en falta una mujer a mi lado.<br />
Esperaba que su hermano, ocho años más joven que él, pero probo y<br />
justo, le diese un sabio consejo o, siquiera, la oportunidad <strong>de</strong><br />
contarle su naciente pasión por Minervina, pero Ignacio Salcedo<br />
cortó en flor sus ilusiones:<br />
—¿Quién te dijo que seas hombre <strong>de</strong> una sola esposa, Bernardo?<br />
Tú necesitas otra mujer. Eso es todo. ¿Por qué no le dices a fray<br />
Hernando que te ayu<strong>de</strong> a buscarla?<br />
Le <strong>de</strong>jó <strong>de</strong>sconcertado. No se trataba <strong>de</strong> hablar con fray Hernando,<br />
sino <strong>de</strong> convencer a Minervina <strong>de</strong> que, entre mamada y mamada <strong>de</strong>l<br />
pequeño Cipriano, se entretuviera un rato con él en el lecho <strong>de</strong> la<br />
buhardilla. <strong>El</strong> problema no consistía, pues, en arreglar una boda<br />
sino en facilitarle el acceso a los dominios <strong>de</strong> la chica, <strong>de</strong> po<strong>de</strong>r<br />
<strong>de</strong>sahogar con ella sus apremios carnales. Esto no lo aprobaría<br />
nunca fray Hernando y, menos aún, su hermano Ignacio, tan recto,<br />
tan íntegro. ¿A quién acudir entonces?<br />
Una tar<strong>de</strong>, Mo<strong>de</strong>sta le sobresaltó gritando que el niño andaba.<br />
Acababa <strong>de</strong> cumplir nueve meses y apenas pesaba quince libras,<br />
aunque había dado abundantes pruebas <strong>de</strong> agilidad. A veces se<br />
ponía cabeza abajo en la cama <strong>de</strong> Minervina para que la chica riera.<br />
Otras saltaba la barandilla <strong>de</strong> la cunita con notable ligereza y<br />
permanecía un rato <strong>de</strong> pie sin moverse, sin sujetarse a nada,<br />
observando, como solía hacer al abrir los ojos, los objetos que le<br />
ro<strong>de</strong>aban. Ahora, don Bernardo, sorprendido en plena cabezada, no<br />
<strong>de</strong>saprovechó la oportunidad <strong>de</strong> volver a ver a la muchacha y<br />
ascendió pesadamente las escaleras <strong>de</strong>l piso alto. En el pasillo<br />
tropezó con su hijo caminando a solas hacia las escaleras, mientras<br />
Minervina, sonriente, le seguía agachada, los brazos abiertos tras él,<br />
protegiéndole. Detrás <strong>de</strong> ella marchaban, como unas mialmas,<br />
Mo<strong>de</strong>sta y la señora Blasa:
—Se da cuenta vuesa merced, el niño ya se anda —<strong>de</strong>cía con voz<br />
explosiva la cocinera.<br />
Mas don Bernardo, fingiendo una ira que no sentía, aprovechó la<br />
circunstancia para censurar a Minervina su <strong>de</strong>scuido, para<br />
fustigarla. A un niño <strong>de</strong> nueve meses no se le podía poner en pie si<br />
no quería arquearle las piernas para el resto <strong>de</strong> su vida. Las piernas<br />
<strong>de</strong> un niñito a esta edad eran como <strong>de</strong> gelatina, incapaces <strong>de</strong><br />
soportar su propio peso sin resentirse. Iba alzando la voz y, cuando<br />
advirtió que los ojos lilas <strong>de</strong> Minervina se inundaban <strong>de</strong> lágrimas,<br />
experimentó un raro placer, como si fustigara con un látigo la<br />
espalda <strong>de</strong>snuda <strong>de</strong> la muchacha. Mas, pese a su aparente<br />
indignación, a partir <strong>de</strong> esa tar<strong>de</strong> fue imposible recluir a Cipriano<br />
en su cunita. Se bajaba <strong>de</strong> ella con facilidad pasmosa y correteaba<br />
por el pasillo como un niño <strong>de</strong> dos o tres años. Es <strong>de</strong>cir, Cipriano no<br />
sólo andaba sino que corría como si llevase una vida ensayando y, si<br />
alguien trataba <strong>de</strong> impedirlo, se zafaba <strong>de</strong> sus brazos y reemprendía<br />
la carrera. Diríase que al pequeño le habían <strong>de</strong>jado huella las<br />
gélidas miradas <strong>de</strong> su padre, cuando, <strong>de</strong> niño, la sensación <strong>de</strong> frío le<br />
<strong>de</strong>spertaba y sentía la necesidad <strong>de</strong> escapar.<br />
Algunas tar<strong>de</strong>s, los tíos Gabriela e Ignacio subían a visitarlo. Los<br />
primeros días las habilida<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l niño fueron como un espectáculo<br />
<strong>de</strong> feria. Pero Gabriela no ocultó su temor: ¿No era <strong>de</strong>masiado tierna<br />
la criatura? No se refería a la edad sino al tamaño, pero Minervina,<br />
que miraba extasiada los alamares y puñetes <strong>de</strong> lechuguilla <strong>de</strong>l<br />
vestido <strong>de</strong> doña Gabriela, salió acalorada en su <strong>de</strong>fensa: no lo crea<br />
vuesa merced, aunque menudo, no es un niño débil Cipriano; le sobra<br />
nervio. Pero, una vez pasada la novedad, doña Gabriela y don<br />
Ignacio empezaron a espaciar sus visitas y don Bernardo reanudó<br />
las suyas a la calle <strong>de</strong> Santiago. Enfrascado en la rutina atendía<br />
sus obligaciones, pero no olvidaba a Minervina. La aparición <strong>de</strong> la<br />
cocinera cuando él acechaba la habitación <strong>de</strong> la chica había<br />
rebajado, sin embargo, sus ímpetus iniciales.<br />
Por las noches reflexionaba en la cama, excitado, sobre las<br />
posibilida<strong>de</strong>s que un hombre rico tenía <strong>de</strong> llevar a la cama a una<br />
mujer pobre, pueblerina y quinceañera a<strong>de</strong>más. Creía que eran<br />
muchas pero él carecía <strong>de</strong> la agresividad <strong>de</strong>l hombre rico y<br />
Minervina <strong>de</strong> la sumisión <strong>de</strong> la mujer pobre. La muchacha, sin<br />
gran<strong>de</strong>s palabras ni gestos melodramáticos, le había tenido a raya<br />
hasta el momento.<br />
Pero, persuadido <strong>de</strong> que todas las ventajas estaban <strong>de</strong> su parte, don<br />
Bernardo Salcedo tomó un día una viril <strong>de</strong>cisión: atacaría
directamente y le haría ver a la chica la necesidad que tenía <strong>de</strong> sus<br />
favores.<br />
Conforme a este plan, una noche <strong>de</strong> finales <strong>de</strong> septiembre, subió las<br />
escaleras <strong>de</strong>l servicio en camisón, con una lamparita y los pies<br />
<strong>de</strong>scalzos, procurando evitar los crujidos <strong>de</strong> la ma<strong>de</strong>ra y se <strong>de</strong>tuvo<br />
ante la puerta <strong>de</strong> Minervina. Los latidos <strong>de</strong> su corazón le sofocaban.<br />
La imagen <strong>de</strong> la muchacha tendida <strong>de</strong>scuidadamente en el lecho, le<br />
encalabrinaba. Abrió lentamente la puerta con la luz en la mano y,<br />
entre las sombras, distinguió al niño dormido en su cunita y a<br />
Minervina a su lado, dormida también, respirando pausadamente.<br />
Cuando él se sentó en el lecho, la chica se <strong>de</strong>spertó. Sus ojos, muy<br />
redondos, estaban sorprendidos más que indignados:<br />
—¿Qué busca vuesa merced en mi habitación a estas horas?<br />
Don Bernardo carraspeó hipócritamente:<br />
—Me pareció oír llorar al niño.<br />
Minervina se cubría el escote con el embozo <strong>de</strong> la cama:<br />
—¿Des<strong>de</strong> cuándo se preocupa vuesa merced por los llantos <strong>de</strong><br />
Cipriano?<br />
Con su mano libre, don Bernardo atrapó audazmente la <strong>de</strong> Minervina<br />
como si fuera una mariposa.<br />
—Me gustas, pequeña, no lo puedo remediar. ¿Qué hay <strong>de</strong> malo en<br />
que tú y yo pasemos un rato juntos <strong>de</strong> vez en cuando? ¿Es que no<br />
pue<strong>de</strong>s repartir tu cariño entre padre e hijo? Vivirás como una reina,<br />
Minervina; nada te va a faltar, te lo aseguro. Únicamente te pido que<br />
reserves para este pobre viudo un poco <strong>de</strong> tu calor.<br />
La chica rescató su mano prisionera. La indignación brillaba en sus<br />
ojos lilas a la luz <strong>de</strong>l candil:<br />
—Vá—ya—se—<strong>de</strong>—a—quí —le dijo mordiendo las palabras—.<br />
Márchese ahora mismo, vuesa merced. Quiero a este niño más que a<br />
mi vida pero me iré <strong>de</strong> esta casa si vuesa merced se obstina en volver<br />
a poner los pies en este cuarto.<br />
Cuando don Bernardo, con las orejas gachas, se incorporó para<br />
marcharse, el niño se <strong>de</strong>spertó asustado. Pensó que los ojos <strong>de</strong><br />
Cipriano le <strong>de</strong>senmascaraban y entonces interpuso el candil entre él<br />
y la cunita, abrió la puerta y salió al pasillo. No habían mediado
palabras fuertes, ni siquiera actitu<strong>de</strong>s ridículas, lo que no impidió<br />
que se sintiera adolescente y vacuo. No era aquélla una situación<br />
propia <strong>de</strong> un hombre <strong>de</strong> su edad y condición. Se metió en cama<br />
<strong>de</strong>spreciándose a sí mismo, un <strong>de</strong>sprecio que no respondía a razones<br />
aparatosas pero que aumentaba si pensaba en su hermano Ignacio y<br />
en don Néstor Maluenda. ¿Qué hubieran pensado ellos si le hubieran<br />
visto humillándose <strong>de</strong> aquel modo ante una criada <strong>de</strong> quince años?<br />
<strong>El</strong> apremio lúbrico seguía persiguiéndole sin embargo al salir a la<br />
calle al día siguiente, camino <strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría. Había <strong>de</strong>cidido visitar<br />
la Mancebía <strong>de</strong> la Villa, junto a la Puerta <strong>de</strong>l Campo, don<strong>de</strong> no<br />
acudía <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hacía casi veinte años. Es una buena acción, se dijo<br />
para justificarse. La Mancebía <strong>de</strong> la Villa <strong>de</strong>pendía <strong>de</strong> la Cofradía <strong>de</strong><br />
la Concepción y la Consolación y, con sus beneficios, se mantenían<br />
pequeños hospitales y se socorría a los pobres y enfermos <strong>de</strong> la villa.<br />
Si una mancebía sirve para esos fines lo que se haga <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> ella<br />
tiene que ser santo, se dijo.<br />
A los lados <strong>de</strong> la calle, como cada día, pobres niñas <strong>de</strong> cuatro y<br />
cinco años, con los rostros cubiertos <strong>de</strong> bubas, pedían limosna.<br />
Repartió entre ellas un puñado <strong>de</strong> maravedíes pero cuando, horas<br />
<strong>de</strong>spués, charlaba con la Can<strong>de</strong>las en la mancebía, en su pequeña y<br />
coqueta habitación, los tristes ojos <strong>de</strong> las niñas pedigüeñas, las<br />
bubas purulentas en sus rostros, volvieron a representársele. Al<br />
verse entre aquellas cuatro pare<strong>de</strong>s, su rijosidad, tan sensible, se<br />
había aplacado. Vio a la muchacha presta a <strong>de</strong>sarrollar sus dotes <strong>de</strong><br />
seducción: no se moleste, Can<strong>de</strong>las —le dijo—, no vamos a hacer<br />
nada. He venido simplemente a charlar un ratito. Se sentó<br />
anhelosamente en un confi<strong>de</strong>nte, ella a los pies <strong>de</strong> la cama,<br />
sorprendida. Don Bernardo se consi<strong>de</strong>ró en el <strong>de</strong>ber <strong>de</strong> aclarar: es la<br />
sífilis, ¿no se ha fijado?, la villa está podrida por la sífilis, se muere<br />
<strong>de</strong> sífilis.<br />
Más <strong>de</strong> la mitad <strong>de</strong> la ciudad la pa<strong>de</strong>ce. ¿No ha visto a los niños por<br />
la calle <strong>de</strong> Santiago? Todos están llenos <strong>de</strong> incordios y bubas.<br />
Valladolid se lleva la palma en enfermeda<strong>de</strong>s asquerosas. Se acodó<br />
en los muslos <strong>de</strong>salentado. Can<strong>de</strong>las continuaba sorprendida. ¿Qué<br />
había ido a buscar a la Mancebía <strong>de</strong> la Villa aquel caballero? Se<br />
sintió <strong>de</strong>safiante: ¿por qué Valladolid? —preguntó—. <strong>El</strong> mundo<br />
entero está lleno <strong>de</strong> enfermeda<strong>de</strong>s asquerosas. Y ¿qué po<strong>de</strong>mos<br />
hacer? Él se estiró y cruzó las piernas. La miró fijamente: y ¿no<br />
tiene miedo?<br />
Uste<strong>de</strong>s se exponen diariamente, no tienen ninguna protección... De<br />
alguna manera tengo que vivir y dar <strong>de</strong> comer a los pobres, se
justificó ella. Don Bernardo, obsesionado, veía ahora también bajo el<br />
maquillaje <strong>de</strong> Can<strong>de</strong>las las bubas <strong>de</strong> las niñas: quiero <strong>de</strong>cir si<br />
uste<strong>de</strong>s disponen <strong>de</strong> médicos <strong>de</strong>l Consistorio, si la villa se preocupa<br />
<strong>de</strong> su salud y la <strong>de</strong> sus clientes. <strong>El</strong>la rió <strong>de</strong>sganada, <strong>de</strong>negando, y él<br />
se puso <strong>de</strong> pie. Tenía la sensación <strong>de</strong> que los landres y las bubas no<br />
estaban en las mujeres sino en el ambiente.<br />
Le tendió la mano: me alegra haberla conocido —puso un ducado en<br />
su blanca mano. Volveré a verte —añadió. Inclinó la cabeza. Luego<br />
salió furtivamente <strong>de</strong> la mancebía sin <strong>de</strong>spedirse <strong>de</strong>l ama.<br />
Camino <strong>de</strong> su casa pensó en Dionisio, Dionisio Manrique, el factótum<br />
<strong>de</strong>l almacén. Manrique era soltero, festivo y rijoso. Aunque religioso<br />
arrastraba fama <strong>de</strong> putañero, <strong>de</strong> <strong>de</strong>dicar sus ocios a la lubricidad.<br />
Sin embargo entre él y don Bernardo jamás se había cruzado una<br />
palabra sobre el particular.<br />
Manrique era para Salcedo un joven medroso, todavía casa<strong>de</strong>ro y<br />
bien mandado. Y Salcedo era para Manrique un hombre recto,<br />
encarnación <strong>de</strong> las buenas costumbres, comedido en el ejercicio <strong>de</strong><br />
su autoridad. De ahí su sorpresa cuando el jefe abandonó su mesa<br />
esa mañana y se dirigió a la suya con mirada encendida:<br />
—Anoche visité la Mancebía <strong>de</strong> la Villa, Manrique —dijo sin ro<strong>de</strong>os—.<br />
Todo hombre tiene sus exigencias y yo, ingenuamente, pensé<br />
satisfacerlas allí. Pero ¿ha visto usted cómo están las calles <strong>de</strong> la<br />
villa <strong>de</strong> mendigos llenos <strong>de</strong> bubas y escrófulas? ¿De dón<strong>de</strong> cree usted<br />
que salen esos millares <strong>de</strong> sifilíticos? ¿Cómo podremos evitar que la<br />
nefanda enfermedad acabe con nosotros?<br />
Dionisio Manrique, que mientras don Bernardo hablaba tuvo tiempo<br />
<strong>de</strong> reprimir su <strong>de</strong>sconcierto, miró a su jefe y lo vio apurado, sin<br />
asi<strong>de</strong>ros. Trató <strong>de</strong> confortarlo:<br />
—Algo se está haciendo, don Bernardo, en este sentido. Y su<br />
hermano lo sabe. La cura <strong>de</strong> calor está dando resultado. En el<br />
Hospital San Lázaro se practica, yo tengo una sobrina allí. <strong>El</strong><br />
método no pue<strong>de</strong> ser más sencillo: calor, calor y calor. Para ello se<br />
cierran puertas y ventanas y se inunda la habitación en penumbra<br />
<strong>de</strong> vapores <strong>de</strong> guayaco. A los enfermos se los cubre <strong>de</strong> frazadas y se<br />
encien<strong>de</strong>n junto a sus camas estufas y braseros a fin <strong>de</strong> que su<strong>de</strong>n<br />
todo lo posible. Dicen que con calor y dieta sobria basta con treinta<br />
días <strong>de</strong> tratamiento. Las bubas <strong>de</strong>saparecen.<br />
Dionisio suspiró con alivio pero observó que no era ésta la respuesta<br />
que don Bernardo esperaba:
—Sí —dijo éste—. No dudo que la medicina progresa, pero ¿cómo<br />
tener hoy una relación carnal con una mujer sin arriesgar nuestra<br />
salud en el empeño? Yo no pienso volver a casarme, Manrique, no soy<br />
hombre que guste <strong>de</strong> andar dos veces el mismo camino, pero ¿cómo<br />
<strong>de</strong>sahogar mis apetencias sin riesgo?<br />
Dionisio parpa<strong>de</strong>aba, indicio en él <strong>de</strong> cavilación:<br />
—La seguridad que vuesa merced pi<strong>de</strong> sólo tiene una solución.<br />
Hacerlo con una virgen; sólo con ella.<br />
—Y ¿dón<strong>de</strong> encuentra uno una virgen en este pueblo fornicador,<br />
Manrique?<br />
Se acentuó el parpa<strong>de</strong>o <strong>de</strong>l empleado:<br />
—Eso no es difícil, don Bernardo. Para eso están las ponedoras. Las<br />
mujeres <strong>de</strong>l Páramo son más baratas y más <strong>de</strong> fiar, seguramente<br />
porque pasan más necesidad que las <strong>de</strong> las tierras bajas. Con una<br />
particularidad, si ven en el cliente una persona respetable son<br />
capaces <strong>de</strong> confiarle su propia hija. Si usted no tiene inconveniente<br />
le pondré en contacto con una.<br />
Tres días más tar<strong>de</strong> se presentó en el almacén María <strong>de</strong> las Casas,<br />
la ponedora más laboriosa <strong>de</strong>l Páramo. Pasaba por mediadora <strong>de</strong><br />
criadas pero, en realidad, era una alcahueta. Dionisio Manrique<br />
salió <strong>de</strong>l <strong>de</strong>spacho para que su jefe pudiera expresarse sin trabas.<br />
María <strong>de</strong> las Casas no callaba.<br />
Le habló <strong>de</strong> tres muchachas vírgenes <strong>de</strong>l Páramo, dos <strong>de</strong> diecisiete<br />
años y una tercera <strong>de</strong> dieciséis.<br />
Las <strong>de</strong>scribió minuciosamente: todas eran fuertes (ya sabe usted que<br />
la criatura que sobrevive en el Páramo lo es, le había dicho) y<br />
serviciales. La Clara Ribera es más opulenta y atractiva que las<br />
otras dos pero, a cambio, la Ana <strong>de</strong> Cevico sabe cocinar mejor que<br />
una profesional. Lo mismo que en la Mancebía <strong>de</strong> la Villa, don<br />
Bernardo Salcedo empezó a sentir repugnancia <strong>de</strong> sí mismo. Aquélla<br />
era una conversación semejante a la que dos gana<strong>de</strong>ros sostenían<br />
antes <strong>de</strong> cerrar el trato. Por otro lado, la María <strong>de</strong> las Casas le<br />
mareaba con su cháchara. Pensaba en la discreción <strong>de</strong> Minervina, se<br />
le imponía su imagen y sacudía la cabeza para ahuyentarla. En<br />
cuanto a limpia, relimpia, ninguna le gana a la Máxima Antolín, <strong>de</strong><br />
Castro<strong>de</strong>za; su casa y su persona están como los chorros <strong>de</strong>l oro.
Apuesto a que con cualquiera <strong>de</strong> ellas pasaría vuesa merced buenos<br />
ratos, señor Salcedo —concluyó.<br />
Más cohibido que estimulado, don Bernardo optó por la Clara Ribera.<br />
En la cama le placía una muchacha viva, atrevida, incluso<br />
<strong>de</strong>scarada. Si es así, añadió María <strong>de</strong> las Casas, con la Clara<br />
quedaría vuesa merced complacido.<br />
<strong>El</strong> señor Salcedo convino con “la Ponedora” que las esperaba el<br />
martes siguiente pero que quedaba claro que en principio no existía<br />
compromiso alguno. Pero cuando, cuatro días más tar<strong>de</strong>, la María <strong>de</strong><br />
las Casas se presentó en el almacén con la muchacha, a don<br />
Bernardo se le cayó el alma a los pies.<br />
La Clara Ribera era <strong>de</strong>cididamente bizca y pa<strong>de</strong>cía un tic en la boca,<br />
como un fruncimiento intermitente en la comisura izquierda, que<br />
dificultaba la concentración <strong>de</strong>l presunto amante. ¿Dón<strong>de</strong> besarla?<br />
—Más que viva esta chica es nerviosa, María. Antes que nada<br />
necesita un tratamiento, que la vea un médico.<br />
La María <strong>de</strong> las Casas le levantó la saya y mostró un muslo blanco,<br />
amorcillado, <strong>de</strong>masiado fofo y <strong>de</strong>smayado para una chica tan joven.<br />
—Mire qué carnes más ricas, señor Salcedo. Más <strong>de</strong> uno y más <strong>de</strong> dos<br />
darían una fortuna por <strong>de</strong>sflorarla.<br />
La Clara Ribera miraba el calendario <strong>de</strong> pared, el brasero contiguo a<br />
sus zapatos, el ventano que se abría sobre el patio, pero por mucha<br />
ligereza que mostraba por recorrer con la vista el almacén, el ojo<br />
izquierdo no acababa <strong>de</strong> centrarse. Parecía que nada <strong>de</strong> lo que allí<br />
se estaba discutiendo fuera con ella. La María <strong>de</strong> las Casas empezó<br />
a impacientarse:<br />
—Lo primero que tiene que hacer vuesa merced es franquearse en<br />
este asunto: ¿<strong>de</strong>sea moza para retozar un par <strong>de</strong> veces a la semana<br />
o para mantenida?<br />
La pregunta pareció ofen<strong>de</strong>r a don Bernardo Salcedo:<br />
—Para mantenida, claro, creí que Dionisio se lo había advertido.<br />
Tengo una casa a su disposición. Soy una persona seria.<br />
María <strong>de</strong> las Casas cambió <strong>de</strong> actitud. La respuesta <strong>de</strong> don Bernardo<br />
le abría nuevas perspectivas.
Pensó en la Tita, <strong>de</strong> Torrelobatón, en la belleza gitana <strong>de</strong> la<br />
Agustina, <strong>de</strong> Cañizares, en la <strong>El</strong>euteria, <strong>de</strong> Villanubla. Miró animada<br />
a don Bernardo:<br />
—Siendo así —dijo—, las cosas son más hace<strong>de</strong>ras, aunque una no<br />
pue<strong>de</strong> pasarse la vida subiendo y bajando. Sería preferible que vuesa<br />
merced subiera y escogiese.<br />
—¿Subiera, dón<strong>de</strong>, María?<br />
—Al Páramo, don Bernardo.<br />
Las muchachas más bellas <strong>de</strong>l alfoz están en el Páramo. Si pudieran<br />
mostrarse en las posadas y tabernas, tenga vuesa merced por seguro<br />
que no quedaría un virgo. También tendrá que ver a “la Exquisita”,<br />
en Mazariegos, un pedazo <strong>de</strong> muchacha que se va <strong>de</strong>l mundo.<br />
—Prefiero que no tengan apodos, María <strong>de</strong> las Casas. Unas<br />
muchachas menos conocidas, más <strong>de</strong> su casa. Los apodos, hablemos<br />
claro, no son buena presentación para una mujer <strong>de</strong> la vida.<br />
Al día siguiente, don Bernardo ensilló a “Lucero” y, por segunda vez<br />
en medio año, subió al Páramo por el camino <strong>de</strong> Villanubla. La María<br />
<strong>de</strong> las Casas le había citado en Castro<strong>de</strong>za y, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> ahí, irradiarían<br />
hacia el resto <strong>de</strong> los pueblos. Sin embargo, en Castro<strong>de</strong>za conoció<br />
don Bernardo a la Petra Gregorio, una chica tímida, <strong>de</strong> ojos azules y<br />
maliciosos, y cuerpo elástico, vestida con mo<strong>de</strong>stia y un cuidado<br />
trenzado en la cabeza que <strong>de</strong>stacaba entre la austera pobreza <strong>de</strong>l<br />
mobiliario. Le agradó la familia a don Bernardo y acordó con María<br />
<strong>de</strong> las Casas que <strong>de</strong>dicaría una semana a amueblar el piso y, a la<br />
siguiente, subiría a por la Petra.<br />
Al finalizar noviembre, don Bernardo subió a Castro<strong>de</strong>za y una hora<br />
<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> su llegada, con la Petra Gregorio a la grupa y un fardo<br />
con sus pobres enseres en el regazo, tomó el camino <strong>de</strong> regreso antes<br />
<strong>de</strong> anochecer. Los rebaños andaban <strong>de</strong> retirada hacia el ejido y a<br />
una legua escasa <strong>de</strong> Ciguñuela, voló <strong>de</strong>l retamar una bandada <strong>de</strong><br />
grajillas. Tres veces intentó don Bernardo que la Petra Gregorio<br />
rompiera el silencio sin conseguirlo. La muchacha, buena amazona,<br />
se adaptaba diestramente a los movimientos <strong>de</strong> la cabalgadura y, <strong>de</strong><br />
vez en cuando, emitía un acongojado suspiro. En Simancas se hizo<br />
noche cerrada, que es lo que don Bernardo <strong>de</strong>seaba, y al atravesar el<br />
puente sobre el Pisuerga preguntó a la chica si conocía Valladolid.<br />
No le sorprendió la respuesta: no había estado nunca, ni le<br />
sorprendió que, poco <strong>de</strong>spués, la muchacha reconociera tener<br />
dieciocho años. Don Bernardo había logrado romper su mutismo y
cuando se apearon en la Plaza <strong>de</strong> San Juan y le enseñó la casa a la<br />
luz <strong>de</strong>l candil, la chica no cesaba <strong>de</strong> suspirar. No tenía miedo. Lo<br />
reconoció ante don Bernardo con toda firmeza y esto le alivió. Luego<br />
la sentó en el escañil y la ayudó a <strong>de</strong>spren<strong>de</strong>rse <strong>de</strong>l zamarro que se<br />
había puesto para el viaje. Don Bernardo llevaba un rato<br />
esforzándose por excitarse, pues hasta el momento no había sentido<br />
por la chica otra cosa que compasión. Tan dócil, tan silenciosa, tan<br />
resignada, don Bernardo Salcedo se preguntaba qué es lo que sentía<br />
la Petra Gregorio en esos momentos, si tristeza, añoranza o<br />
<strong>de</strong>cepción.<br />
Su rostro no <strong>de</strong>mostraba emoción alguna y cuando don Bernardo le<br />
advirtió que la casa era <strong>de</strong> vecinos y tenía gente encima, abajo y a<br />
los lados, sonrió y levantó los hombros. Luego, don Bernardo hizo un<br />
torpe intento <strong>de</strong> abrazarla, pero la rigi<strong>de</strong>z <strong>de</strong> Petra y cierto olor a<br />
chotuno le echaron para atrás. Por asociación <strong>de</strong> i<strong>de</strong>as la llevó a la<br />
habitación don<strong>de</strong> estaba la bañera <strong>de</strong> latón y le explicó cómo se<br />
usaba. Convenía bañarse —le dijo— cuando menos una vez por<br />
semana; y todos los días, sin falta, los pies y el nalgatorio. La chica<br />
asentía sin <strong>de</strong>jar <strong>de</strong> suspirar. Don Bernardo le enseñó la fresquera<br />
con comestibles y la <strong>de</strong>jó sola.<br />
A la tar<strong>de</strong> siguiente volvió a verla. Imaginaba que la Petra Gregorio<br />
se habría <strong>de</strong>sprendido <strong>de</strong> sus nostalgias, pero don Bernardo la<br />
encontró con la misma ropa <strong>de</strong> la víspera, sollozando inconsolable<br />
en un taburete <strong>de</strong> la cocina. No había comido. Los alimentos <strong>de</strong> la<br />
fresquera estaban intactos. Salcedo animó a la chica a salir a la<br />
calle pero ella se resumía en la toquilla como una viejecita:<br />
—Me recuerdo <strong>de</strong> mi pueblo, don Bernardo. No lo puedo remediar.<br />
Don Bernardo le habló seriamente, le dijo que así no podían<br />
continuar, que tenía que animarse, que el día que ella se animara<br />
pasarían buenos ratos juntos, pero, cuando volvió a verla al día<br />
siguiente, la encontró llorando mansamente en el mismo sitio don<strong>de</strong><br />
la <strong>de</strong>jó. Fue entonces cuando Bernardo Salcedo empezó a admitir<br />
que se había equivocado y era urgente enviar un correo a María <strong>de</strong><br />
las Casas para que la recogiese.<br />
A la tar<strong>de</strong> siguiente, sin embargo, encontró a la Petra cambiada.<br />
Había <strong>de</strong>jado <strong>de</strong> llorar y respondía a sus preguntas con prontitud.<br />
Había conocido a la vecina <strong>de</strong> enfrente, que era <strong>de</strong> Portillo, y estaba<br />
casada con el ayudante <strong>de</strong> un ebanista. Ambas habían recordado<br />
cosas <strong>de</strong> sus pueblos respectivos y la mañana se había ido en un<br />
santiamén. La Petra Gregorio se mostró incluso menos enteriza y<br />
arisca cuando don Bernardo trató <strong>de</strong> acariciarla. La animó, <strong>de</strong>
nuevo, a salir a la calle, ver tiendas, asistir a las novenas <strong>de</strong> San<br />
Pablo, muy animadas. Y, en un enternecimiento súbito, le entregó<br />
cinco relucientes ducados para comprarse ropa. Aquel gesto fue el<br />
argumento <strong>de</strong>finitivo. La Petra se arrodilló y empezó a besar una y<br />
otra vez la mano bienhechora.<br />
Don Bernardo la ayudó a levantarse: <strong>de</strong>bes comprarte una saya<br />
nueva, bellos jubones y un hábito con gorguera transparente;<br />
también sortijas, pulseras, collares, que adornen tu bonito cuerpo,<br />
dijo. A la Petra Gregorio le brillaban sus ojos azules, unos ojos que,<br />
los días anteriores, don Bernardo había temido que se <strong>de</strong>rritiesen <strong>de</strong><br />
pena. A fin <strong>de</strong> cuentas, la Petra Gregorio era como todas las mujeres,<br />
pensó don Bernardo. En un momento <strong>de</strong>terminado la vio tan risueña<br />
y animosa que pensó llevarla a la gran cama adquirida para la<br />
nueva relación, pero luego <strong>de</strong>cidió que era preferible esperar al día<br />
siguiente; con las nuevas ropas y los adornos personales, la<br />
disponibilidad <strong>de</strong> la chica sería más abierta y generosa.<br />
La encontró con una saya sencilla, <strong>de</strong> amplio escote que, bajo la<br />
gorguera transparente, <strong>de</strong>jaba entrever el nacimiento <strong>de</strong> los pechos.<br />
Lucía un gran collar, pendientes baratos y pulseras con colgantes.<br />
Levantó los brazos sonriente al verlo entrar como acogiéndolo. <strong>El</strong><br />
viejo rijo, ausente durante la última semana, parecía apo<strong>de</strong>rarse <strong>de</strong><br />
nuevo <strong>de</strong> don Bernardo: ¿estás bien, chiquilla? —le preguntó,<br />
<strong>de</strong>jando su capa corta en manos <strong>de</strong> la muchacha. La tomó por la<br />
cintura.<br />
Estás muy hermosa, Petra. Te has vestido muy bien. <strong>El</strong>la le preguntó<br />
si le gustaba y le llamó vuesa merced. ¡Oh, vuesa merced! —dijo él—.<br />
Debes olvidar el tratamiento. Me llamarás Bernardo. Sonreía la<br />
chica con malicia y él tuvo entonces una i<strong>de</strong>a luminosa: ¿qué dirías<br />
si taita te enseñara a usar la bañera? <strong>El</strong>la reconoció que se había<br />
bañado la víspera. No importa, no importa, incluso no es malo<br />
bañarse todos los días, hija mía, digan los médicos lo que quieran.<br />
La llevaba por la cintura pasillo a<strong>de</strong>lante y se <strong>de</strong>tuvo en la cocina.<br />
Señaló un lebrillo lleno <strong>de</strong> agua junto a la alacena y le mandó<br />
calentar un cuarto. Con el agua preparada, don Bernardo hizo uso<br />
<strong>de</strong> la técnica que, en sus años jóvenes, nunca le había fallado para<br />
<strong>de</strong>snudar a una muchacha. La <strong>de</strong>spojó, primero, lentamente, <strong>de</strong> los<br />
adornos, que fue colocando sobre el fogón y, <strong>de</strong>spués, <strong>de</strong> la saya, la<br />
faldilla y el jubón. Esperó un rato antes <strong>de</strong> quitarle la ropa interior.<br />
La trataba como a una niña y a sí mismo se llamaba “taita”. Taita<br />
te quitará ahora mismo la gorguera pero antes <strong>de</strong>bes meterte en el
año. La Petra entró en la bañera <strong>de</strong> latón <strong>de</strong>sfallecida. Desnuda, en<br />
sus brazos, la besó antes <strong>de</strong> sentarla en el baño. A medio camino<br />
volvió a besarla aún más fuerte. Crecía la excitación <strong>de</strong> la chica, le<br />
mordía, sus brazos atenazaban su cuello.<br />
Ahora serás buena y <strong>de</strong>jarás que taita te lave bien, <strong>de</strong>cía<br />
melosamente, mientras la enjabonaba los pechos que se escurrían<br />
entre los <strong>de</strong>dos como peces. Se buscaban las bocas entre la espuma<br />
como dos locos y, en mitad <strong>de</strong> la operación, colocó a la muchacha en<br />
su regazo, sobre la gran toalla blanca, y la levantó en alto.<br />
Caminaba hacia la habitación con la preciosa carga y, cuando, ya<br />
en el lecho, le preguntó si era la primera vez que se metía en la<br />
cama con un hombre, la Petra Gregorio quedamente le respondió que<br />
sí.<br />
__________________________<br />
__________________________<br />
IV<br />
—Vivo tranquilo, sí. ¿Qué más se pue<strong>de</strong> pedir?<br />
Don Bernardo Salcedo correspondía sonriente a los amigotes<br />
rezagados <strong>de</strong> la taberna <strong>de</strong> Dámaso Garabito que todavía no le<br />
habían preguntado por su salud, a los gana<strong>de</strong>ros y corresponsales<br />
que bajaban <strong>de</strong>l Páramo y le encontraban barzoneando por la villa, o<br />
a los conocidos, habituales <strong>de</strong> las tertulias <strong>de</strong> la Plaza <strong>de</strong>l Mercado y<br />
calles adyacentes, que se acercaban a él para estrecharle la mano.<br />
Llevaba meses sin gran<strong>de</strong>s preocupaciones, razonablemente<br />
satisfecho. La Petra Gregorio, cuyo contrato estuvo a punto <strong>de</strong><br />
rescindir con la ponedora María <strong>de</strong> las Casas, había resultado una<br />
amante singular. No sólo era bella y grácil sino seductora y<br />
expeditiva.<br />
La semana <strong>de</strong> adaptación que siguió a su llegada a la ciudad, tan<br />
esquinada y difícil, había sido superada. Ahora Petra Gregorio se<br />
mostraba frívola, impúdica y servicial. Pero no era un ser<br />
aquiescente, dispuesto siempre a acatar los <strong>de</strong>seos <strong>de</strong> su protector,<br />
sino una mujer impulsiva, creadora, que a menudo gozaba tomando<br />
la iniciativa. De ahí que, aunque don Bernardo reconociera ante los<br />
amigotes que vivía tranquilo, el nido <strong>de</strong> amor que había montado<br />
para Petra en la Plaza <strong>de</strong> San Juan resultara bastante agitado. La<br />
visitaba cada tar<strong>de</strong> y raro era el día que Petra no le recibía con
alguna sorpresa. Don Bernardo se vanagloriaba <strong>de</strong> su magisterio. En<br />
cinco días había transformado una gatita doméstica en una pantera<br />
lujuriosa. Petra era mucho más <strong>de</strong> lo que había imaginado: un<br />
verda<strong>de</strong>ro prodigio en artes amatorias. Una tar<strong>de</strong> le recibía<br />
<strong>de</strong>snuda, levemente cubierta <strong>de</strong> tules y, a la siguiente, se escondía<br />
en el cuarto oscuro, vestida con unas mínimas prendas íntimas<br />
adquiridas en la lencería <strong>de</strong> la calle <strong>de</strong> Tovar, y le recibía<br />
maullando quedamente tan pronto oía sus pasos por el pasillo. Acto<br />
seguido se <strong>de</strong>spojaba <strong>de</strong> esas prendas y corría por la casa <strong>de</strong>snuda,<br />
ágilmente, interponiendo los muebles entre ella y su perseguidor que<br />
le rogaba ja<strong>de</strong>ante que se <strong>de</strong>tuviera. A que no me coges, taita, a que<br />
no me coges, insistía ella. Le llamaba “taita” como él se había<br />
bautizado a sí mismo el día que la conquistó. Bienvenido, taita:<br />
hasta mañana, taita; taita ¿por qué no le compras a la niña un<br />
collar <strong>de</strong> cuentas <strong>de</strong> leche? Siempre taita. Salcedo se excitaba sólo<br />
con oír este tratamiento. Había en Petra una malicia natural que<br />
ella convertía en seducción turbadora con un mínimo gesto. Y,<br />
llevado a este terreno, don Bernardo se mostraba un hombre liberal,<br />
soltaba los ducados con generosidad, actitud sorpren<strong>de</strong>nte en él que<br />
siempre había sido guardoso en vida <strong>de</strong> doña Catalina. Pero Petra<br />
Gregorio hacía uso inteligente <strong>de</strong>l dinero, incluso lo administraba<br />
con celo y miramiento. Se vestía, se alhajaba, adquiría bellos<br />
muebles, <strong>de</strong>coraba la casa con visillos y hermosos cortinones. Don<br />
Bernardo reconocía que Petra era la mantenida que siempre había<br />
<strong>de</strong>seado tener. Hasta que un día le pidió mudarse <strong>de</strong> casa, porque<br />
este barrio no es digno <strong>de</strong> ti, taita, sólo viven en él artesanos y gente<br />
rústica, le dijo. Y él comprendió que Petra era en el barrio como una<br />
rosa en un estercolero. La llevó a la calle Mantería, a un piso nuevo<br />
<strong>de</strong> una casa familiar. Petra ganaba con esto no sólo en categoría<br />
sino en espacio y prestigio. Era una calle estrecha, sí, como casi<br />
todas en la villa, pero céntrica, adoquinada y con un distinguido<br />
vecindario. Los recursos seductores <strong>de</strong> Petra se multiplicaron en el<br />
nuevo hogar. Salcedo pasaba tar<strong>de</strong>s enteras persiguiendo ciervas en<br />
celo o acudiendo a los gritos <strong>de</strong> |¡Taita, taita, me he perdido!|. Las<br />
siestas reparadoras, <strong>de</strong> que hablaba en la taberna, se convertían en<br />
realidad cada tar<strong>de</strong> en auténticos ejercicios gimnásticos.<br />
A veces, solo en su casa <strong>de</strong> la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo, se complacía<br />
rememorando los ardi<strong>de</strong>s <strong>de</strong> Petra, los recursos <strong>de</strong> su pervertida<br />
imaginación. Y comparándolos con los <strong>de</strong> la tímida y púdica<br />
muchacha que había encontrado en Castro<strong>de</strong>za, llegaba a la<br />
conclusión <strong>de</strong> que él era un consumado maestro <strong>de</strong> lubricidad y ella<br />
una discípula aventajada. Únicamente así se explicaba que la<br />
palurda que bajó <strong>de</strong>l Páramo a la grupa <strong>de</strong> su caballo, suspirando,<br />
ocho meses atrás, hubiera alcanzado no sólo el actual grado <strong>de</strong>
<strong>de</strong>pravación, sino la elegancia natural que sabía mostrar en<br />
<strong>de</strong>terminadas ocasiones.<br />
Tan orgulloso <strong>de</strong> sí mismo se encontraba don Bernardo que, incapaz<br />
<strong>de</strong> <strong>de</strong>jar en la sombra sus aventuras y la conducta salaz <strong>de</strong> la<br />
muchacha, una mañana se franqueó con su empleado Dionisio<br />
Manrique en el almacén. Dionisio acogió las confi<strong>de</strong>ncias <strong>de</strong> su<br />
patrón con la avi<strong>de</strong>z un poco resbaladiza <strong>de</strong>l mujeriego<br />
empe<strong>de</strong>rnido, pero se guardó sus objeciones sobre el particular.<br />
De este modo, don Bernardo consiguió ampliar sus horas <strong>de</strong> placer<br />
mediante el fácil recurso <strong>de</strong> explicitarlas. La mera referencia a las<br />
trastadas <strong>de</strong> Petra, que, inevitablemente, terminaban en la cama,<br />
encendían <strong>de</strong> nuevo su ardor, lo preparaban para la visita<br />
vespertina, mientras Dionisio le escuchaba con la boca abierta,<br />
babeando.<br />
Únicamente Fe<strong>de</strong>rico, el mudo <strong>de</strong> los recados, que observaba la<br />
salacidad <strong>de</strong> Manrique, se preguntaba qué se traerían entre manos<br />
aquellos dos hombres que explicara la turbiedad <strong>de</strong> sus ojos y sus<br />
torpes a<strong>de</strong>manes.<br />
En cambio, con su hermano Ignacio, con quien solía encontrarse<br />
diariamente al anochecer, Bernardo no mostraba esas confianzas. Al<br />
contrario, se esforzaba en comparecer ante él con el <strong>de</strong>coro y la<br />
respetabilidad que siempre habían adornado a la familia Salcedo.<br />
Ignacio era el espejo en que la villa castellana se miraba. Letrado,<br />
oidor <strong>de</strong> la Chancillería, terrateniente, sus títulos y propieda<strong>de</strong>s no<br />
bastaban para apartarle <strong>de</strong> los necesitados. Miembro <strong>de</strong> la Cofradía<br />
<strong>de</strong> la Misericordia, becaba anualmente a cinco huérfanos, porque<br />
entendía que ayudar a estudiar a los pobres era sencillamente<br />
instruir a Nuestro Señor. Pero no solamente entregaba al prójimo su<br />
dinero sino también su esfuerzo personal. Ignacio Salcedo, ocho<br />
años más joven que don Bernardo, <strong>de</strong> cutis rojizo y lampiño, visitaba<br />
mensualmente los hospitales, daba un día <strong>de</strong> comer a los enfermos,<br />
hacía sus camas, vaciaba las escupi<strong>de</strong>ras y durante toda una noche<br />
cuidaba <strong>de</strong> ellos. Por añadidura, don Ignacio Salcedo era el patrono<br />
mayor <strong>de</strong>l Colegio Hospital <strong>de</strong> Niños Expósitos, que gozaba <strong>de</strong><br />
prestigio en la villa y se sostenía con las donaciones <strong>de</strong>l vecindario.<br />
Pero, no contento con esto, con su quehacer profesional en la<br />
Chancillería y sus buenas obras, don Ignacio era el vecino mejor<br />
informado <strong>de</strong> Valladolid, no ya sobre los nimios sucesos municipales<br />
sino <strong>de</strong> los acontecimientos nacionales y extranjeros. Las noticias<br />
últimamente eran tan abundantes que don Bernardo Salcedo cada
vez que recorría las calles Mantería y <strong>de</strong>l Verdugo, camino <strong>de</strong> la<br />
casa <strong>de</strong> su hermano, iba preguntándose: ¿Qué habrá sucedido hoy?<br />
¿No estaremos sentados en el cráter <strong>de</strong> un volcán?<br />
Porque don Ignacio era crudo en sus manifestaciones, nunca las<br />
atemperaba con paños calientes. De ahí que don Bernardo, aun<br />
mostrándose poco aficionado a la política, a los problemas comunes,<br />
estuviera puntualmente informado <strong>de</strong> la lamentable realidad<br />
española. La inquietud creciente <strong>de</strong> la villa, la hostilidad popular<br />
hacia los flamencos, la falta <strong>de</strong> entendimiento con el Rey, eran<br />
realida<strong>de</strong>s manifiestas, hechos que, como bolas <strong>de</strong> nieve, iban<br />
rodando, aumentando <strong>de</strong> volumen y amenazando avasallar cuanto<br />
encontraran a su paso. Hasta que una tar<strong>de</strong> <strong>de</strong> primavera una <strong>de</strong><br />
ellas reventó, por más que la voz <strong>de</strong> don Ignacio no se alterase al<br />
referir los acontecimientos:<br />
—Han matado al procurador Rodrigo <strong>de</strong> Tor<strong>de</strong>sillas en Segovia.<br />
Estaba conchabado con los flamencos. Juan Bravo se ha puesto al<br />
frente <strong>de</strong> los revoltosos y está organizando Comunida<strong>de</strong>s en las<br />
villas castellanas. Hay motines y alborotos por todas partes. <strong>El</strong><br />
car<strong>de</strong>nal Adriano quiere reunir aquí, en Valladolid, el Consejo <strong>de</strong><br />
Regencia pero el pueblo se resiste.<br />
Don Bernardo respiraba con cierta dificultad. Hacía semanas que<br />
venía notando cómo se le formaba sobre el estómago un cinturón <strong>de</strong><br />
grasa. Miraba a Ignacio como esperando <strong>de</strong> él una solución, pero su<br />
hermano no estaba por la labor.<br />
A la tar<strong>de</strong> siguiente le mostró un pasquín recogido a la puerta <strong>de</strong><br />
San Pablo: “Subsidios, no. <strong>El</strong> Rey en su casa y los flamencos a la<br />
suya”. Varios sermones en distintas iglesias <strong>de</strong> Valladolid habían<br />
girado en torno a la misma cuestión: el Rey <strong>de</strong>bía permanecer en<br />
España y los flamencos marcharse a su país; las villas <strong>de</strong>berían<br />
seguir entendiéndose directamente con el Rey, sin la mediación <strong>de</strong><br />
curas y nobles. Son exigencias muy duras. ¿Te das cuenta,<br />
hermano? —<strong>de</strong>cía don Ignacio.<br />
En veinticuatro horas las noveda<strong>de</strong>s <strong>de</strong>jaban <strong>de</strong> serlo y don<br />
Bernardo y don Ignacio volvían a encontrarse en la casa <strong>de</strong>l<br />
segundo:<br />
—Los realistas han incendiado Medina. En la Plaza <strong>de</strong>l Mercado la<br />
gente andaba esta mañana amotinada al grito <strong>de</strong> “¡Viva la libertad!”<br />
Hay algún noble entre ellos pero la mayor parte son letrados,<br />
burgueses e intelectuales. Al pueblo, como <strong>de</strong> costumbre, no se le ha
preguntado nada pero sigue los consejos <strong>de</strong> éstos y revienta <strong>de</strong><br />
indignación.<br />
La misma noche, la turba, ignorante y enar<strong>de</strong>cida, quemó las casas<br />
<strong>de</strong> los regidores que habían aprobado los subsidios al Rey. Fue noche<br />
<strong>de</strong> mucho ruido y confusión.<br />
Don Bernardo había bajado a la calle a tiempo <strong>de</strong> ver ar<strong>de</strong>r la<br />
mansión <strong>de</strong> don Rodrigo Postigo y a éste escapar por la trasera, a<br />
caballo reventado, arrancando chispas <strong>de</strong> los adoquines. De<br />
madrugada se presentaron en su casa su hermano Ignacio, Miguel<br />
Zamora y otros letrados a pedirle sus caballos para el encuentro<br />
inminente. <strong>El</strong> con<strong>de</strong> <strong>de</strong> Benavente estaba enconado con los pueblos<br />
<strong>de</strong> Cigales y Fuensaldaña y se temía un enfrentamiento. Don<br />
Bernardo vacilaba, se hacía el roncero. ¿Por qué meter a “Lucero”,<br />
su noble bruto, en estos berenjenales? Hay que hacer algo, Bernardo,<br />
cualquier cosa antes que permitir que nos atropellen. Don Bernardo,<br />
un tanto avergonzado <strong>de</strong> su amilanamiento, cedió al fin, que se los<br />
llevasen.<br />
”Lucero” regresó sano al atar<strong>de</strong>cer, pero “Valiente” quedó muerto<br />
entre las cepas <strong>de</strong> Cigales. Ignacio traía a la grupa <strong>de</strong> “Lucero” a<br />
Miguel Zamora y ambos subieron a la casa <strong>de</strong> Bernardo y bebieron<br />
unas tazas <strong>de</strong> Rueda para entonarse. Había sido imposible contener<br />
al pueblo que lo único que había entendido fueron las amenazas <strong>de</strong>l<br />
con<strong>de</strong> <strong>de</strong> Benavente. Nada habían importado su rango, su fortuna ni<br />
su autoridad. Su castillo <strong>de</strong> Cigales había sido asaltado por las<br />
turbas y saqueado. Los cuadros, las ropas, los valiosos muebles,<br />
quemados en el ejido por la multitud encolerizada. En las afueras<br />
hubo un intercambio <strong>de</strong> disparos con una tropilla <strong>de</strong>l Car<strong>de</strong>nal y<br />
“Valiente”, haciendo honor a su nombre, había caído en la<br />
contienda.<br />
Don Bernardo oía estas historias, que tan <strong>de</strong> cerca le tocaban,<br />
sobrecogido. No era hombre bizarro y las soflamas, lejos <strong>de</strong><br />
enar<strong>de</strong>cerle, le <strong>de</strong>primían. Al día siguiente daba cuenta a Petra<br />
Gregorio <strong>de</strong> las últimas noveda<strong>de</strong>s. En los momentos <strong>de</strong>cisivos, como<br />
el <strong>de</strong>l asalto al castillo, la chica aplaudía como si asistiera a una<br />
pelea entre buenos y malos. <strong>El</strong>la se pronunciaba siempre contra los<br />
flamencos.<br />
Bernardo, sorprendido, le preguntaba qué tenía contra ellos. Quieren<br />
mandar aquí, eso lo saben hasta las piedras, <strong>de</strong>cía. Resultaba poco<br />
edificante que la Petra Gregorio hablase <strong>de</strong> estos temas<br />
fundamentales con los pechos <strong>de</strong>snudos, apenas cubiertos por el<br />
collar <strong>de</strong> cuentas <strong>de</strong> leche, fabricado con ámbar y piedra galactita,
que él le había regalado. Pero la historia se repetía<br />
in<strong>de</strong>fectiblemente todos los días en los dos pisos: Ignacio le cargaba<br />
<strong>de</strong> noticias y gacetillas en el suyo y Bernardo las <strong>de</strong>scargaba a su<br />
vez, más informalmente, en el <strong>de</strong> su amante.<br />
Así se enteró Bernardo <strong>de</strong> la expulsión <strong>de</strong> los nobles <strong>de</strong> Salamanca<br />
por Maldonado, <strong>de</strong> la constitución <strong>de</strong> la Junta Santa en Ávila para<br />
unir los movimientos populares, <strong>de</strong> la visita privada a la reina<br />
madre en Tor<strong>de</strong>sillas por parte <strong>de</strong> Padilla, Bravo y Maldonado y <strong>de</strong><br />
su acogida afectuosa.<br />
Pero, insensiblemente, las noticias fueron tomando un cariz menos<br />
optimista: el Rey se había negado a recibir en Alemania a una<br />
comisión <strong>de</strong> rebel<strong>de</strong>s y éstos habían regresado corridos y <strong>de</strong>sairados.<br />
Las Comunida<strong>de</strong>s ya no se entendían entre sí, incluso las andaluzas<br />
les habían abandonado y puesto a las ór<strong>de</strong>nes <strong>de</strong>l Rey... Don<br />
Bernardo escuchaba a su hermano sin inmutarse y reflexionaba:<br />
hoy, como siempre, ha faltado organización; los i<strong>de</strong>ales están<br />
mezclados y mal <strong>de</strong>finidos. Las villas se han puesto en manos <strong>de</strong><br />
nobles <strong>de</strong> segunda y los <strong>de</strong> primera se han aprovechado <strong>de</strong> ello.<br />
¿Para esto sacrifiqué yo a mi noble caballo “Valiente”? Pero Ignacio,<br />
implacable, proseguía dando pormenores <strong>de</strong> la tragedia: la Junta,<br />
tras presentar una carta <strong>de</strong> agravios al Rey, trataba <strong>de</strong> sacar a<br />
doña Juana <strong>de</strong> Tor<strong>de</strong>sillas y ahorcar en Medina a los miembros <strong>de</strong>l<br />
Consejo. Los comuneros y el Rey se habían enfrentado en Villalar y<br />
aquéllos habían sido <strong>de</strong>rrotados. Una gran carnicería: más <strong>de</strong> mil<br />
muertos.<br />
Padilla, Bravo y Maldonado habían sido <strong>de</strong>capitados.<br />
La vida <strong>de</strong> la ciudad se sumió en la tristeza. Regresaban los<br />
soldados hambrientos con sus caballos heridos y los infantes,<br />
<strong>de</strong>sarmados y andrajosos, <strong>de</strong>ambulaban por la Corre<strong>de</strong>ra camino <strong>de</strong><br />
San Pablo. Iban como perdidos, a la <strong>de</strong>riva. La tertulia <strong>de</strong> artesanos<br />
en la Plaza <strong>de</strong>l Mercado parecía tener sordina esa tar<strong>de</strong> y por las<br />
calles vagaban las gentes cabizbajas, sin saber a quién culpar <strong>de</strong> la<br />
<strong>de</strong>rrota. Entre ellas caminaba Bernardo Salcedo, entristecido pero<br />
satisfecho <strong>de</strong> que aquello, al fin, hubiera hecho crisis, hubiera<br />
terminado. Encontró a Petra Gregorio en una actitud singular: <strong>de</strong> pie<br />
frente a la puerta, vestida con un gonete negro y una basquiña<br />
abierta por <strong>de</strong>lante, el amplio escote <strong>de</strong>snudo, sin el collar <strong>de</strong><br />
cuentas <strong>de</strong> leche. Tenía lágrimas en los ojos cuando le dijo:<br />
—Taita, hemos perdido.
Bernardo Salcedo la abrazó tiernamente. Envuelto en su lubricidad<br />
inagotable, don Bernardo recataba una ternura pocas veces<br />
manifiesta. De pronto se <strong>de</strong>sprendió <strong>de</strong> la capa corta que vestía y la<br />
<strong>de</strong>positó sobre el respaldo <strong>de</strong> una silla. Fue hacia ella:<br />
—¡Oh! —dijo—, las mujeres bonitas no <strong>de</strong>berían mezclarse en estos<br />
asuntos tan sucios.<br />
Volvió a abrazarla y ella aprovechó su proximidad para sacar su<br />
pierna <strong>de</strong>snuda por la abertura <strong>de</strong> la basquiña e introducirla entre<br />
las firmes piernas <strong>de</strong> Salcedo.<br />
Don Bernardo, sorprendido, dijo:<br />
—¿Qué haces? ¿Qué preten<strong>de</strong>s?<br />
<strong>El</strong>la se soltó <strong>de</strong> su abrazo y se <strong>de</strong>sprendió <strong>de</strong>l gonete, sacándolo por<br />
la cabeza. No tenía jubón ni camisa <strong>de</strong>bajo. Estaba <strong>de</strong>snuda.<br />
Se aflojó la cintura <strong>de</strong> la basquiña que resbaló hasta sus pies.<br />
Rompió a reír mientras corría ligera por el pasillo:<br />
—Taita, así <strong>de</strong>bemos <strong>de</strong>snudarnos <strong>de</strong> nuestras penas. ¿A que no me<br />
coges? —dijo.<br />
Él corría torpemente, tropezando con los muebles y, aunque ganado<br />
por un <strong>de</strong>seo ardiente, no <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> pensar en la volubilidad <strong>de</strong> la<br />
chica. ¿Había llorado <strong>de</strong> veras o se había limitado a provocar su<br />
encandilamiento? Volvía a asaltarle la duda sobre la manera <strong>de</strong> ser<br />
<strong>de</strong> Petra Gregorio. ¿La conocía a fondo o únicamente sabía <strong>de</strong> ella<br />
que era in<strong>de</strong>scifrable? Tornaban a jugar al escondite y cuando él,<br />
finalmente, la atrapó en el cuarto oscuro y la <strong>de</strong>rribó sobre el suelo<br />
entarimado, entre los cachivaches, ella se entregó sin resistencia.<br />
La salacidad que Petra <strong>de</strong>spertaba en él distrajo a Salcedo <strong>de</strong> su<br />
anterior <strong>de</strong>voción por Minervina. La veía poco. Menos aún a su hijo<br />
Cipriano que había cumplido ya los tres años. Pero el 15 <strong>de</strong> mayo <strong>de</strong><br />
1521 ocurrió en el número 5 <strong>de</strong> la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo un hecho<br />
inesperado que, <strong>de</strong> forma fortuita, le puso <strong>de</strong> nuevo en relación con<br />
la muchacha. A la joven Minervina, la eficaz nodriza <strong>de</strong> los pechos<br />
pequeños, se le retiró repentinamente la leche. ¿Motivos?<br />
En apariencia no los había. Minervina había dormido bien, había<br />
cenado como <strong>de</strong> costumbre, no había hecho esfuerzo físico alguno.<br />
Por otra parte, los graves acontecimientos <strong>de</strong> la calle no le
afectaban, ni había sufrido emociones profundas que explicasen el<br />
fenómeno. Simplemente el niño se negaba a coger el pezón y, al<br />
apretar el pecho, ella notó que se había secado. Entonces comenzó a<br />
llorar, preparó al niño unas sopas <strong>de</strong> pan, se las dio, se lavó los ojos<br />
en el aguamanil y afrontó el encuentro con don Bernardo:<br />
—Tengo algo importante que <strong>de</strong>cirle a vuesa merced —dijo<br />
humil<strong>de</strong>mente—. De la noche a la mañana me he quedado sin leche.<br />
<strong>El</strong>la sabía que la leche había sido, en vida <strong>de</strong> la difunta, la razón <strong>de</strong><br />
ser <strong>de</strong> su contrato. Él estaba leyendo un libro nuevo que cerró y<br />
<strong>de</strong>positó sobre la mesa al oír la voz <strong>de</strong> la muchacha:<br />
—La leche, la leche, claro —respondió y añadió aturdidamente—:<br />
pero supongo que habrá otros medios a<strong>de</strong>más <strong>de</strong> la leche para sacar<br />
a un niño a<strong>de</strong>lante.<br />
Minervina pensó en las sopas <strong>de</strong> pan que acababa <strong>de</strong> darle y dijo con<br />
sencillez:<br />
—Claro que sí y sepa vuesa merced que en mi pueblo ningún niño se<br />
ha muerto <strong>de</strong> hambre y eso que no hay médicos ni barberos que se<br />
cui<strong>de</strong>n <strong>de</strong> ellos.<br />
Don Bernardo volvió a tomar el libro <strong>de</strong> la mesa. Por su parte daba<br />
por terminado el inci<strong>de</strong>nte.<br />
Mas al ver a la chica pendiente <strong>de</strong> sus labios, levantó la cabeza<br />
sonriendo y agregó:<br />
—Hemos cambiado una nodriza por una rolla. Ése es todo el<br />
problema.<br />
Minervina regresó a la cocina radiante. Nada había cambiado: no me<br />
marcho, señora Blasa, me quedo con el niño. <strong>El</strong> señor lo ha<br />
comprendido. Tomó al niño <strong>de</strong> las manos y le movió a su compás<br />
mientras tarareaba una canción. Luego se agachó y cubrió su rostro<br />
<strong>de</strong> ruidosos besos. De este modo, la vida <strong>de</strong> Cipriano siguió su curso.<br />
Por las mañanas, en el buen tiempo, salía <strong>de</strong> paseo con la rolla, con<br />
frecuencia por el centro, para curiosear el mercado <strong>de</strong> hortalizas y<br />
las vitrinas <strong>de</strong> los comercios <strong>de</strong> los soportales, y otras veces por el<br />
Espolón o el Prado <strong>de</strong> la Magdalena para tomar el aire. Los jueves, a<br />
media mañana, la galera <strong>de</strong> Jesús Revilla les llevaba, con otros<br />
viajeros, hasta Santovenia y allí pasaban el día con los padres <strong>de</strong><br />
Minervina. Al niño le fascinaban estos viajes en el ordinario, los
vaivenes <strong>de</strong>l carro, el pesado trote <strong>de</strong> las mulas, los hondos baches<br />
<strong>de</strong>l trayecto cuando él rodaba hasta la red <strong>de</strong> lía <strong>de</strong> la trasera<br />
dando gritos <strong>de</strong> júbilo. Alguna viajera <strong>de</strong>l pueblo le miraba con<br />
temor, pero Minervina le justificaba diciendo: este niño es medio<br />
titiritero. Y reía para quitar importancia al inci<strong>de</strong>nte. Más tar<strong>de</strong>, en<br />
el pueblo, en casa <strong>de</strong> Minervina, Cipriano jugaba con los niños <strong>de</strong>l<br />
vecindario. Le gustaban aquellas casas <strong>de</strong> un solo piso con el suelo<br />
<strong>de</strong> tierra apelmazada, pero limpias, <strong>de</strong> pocos muebles, a todo tirar<br />
dos escañiles, una alacena, una mesa <strong>de</strong> pino para comer y, en las<br />
habitaciones <strong>de</strong>l fondo, sendas camas <strong>de</strong> hierro negro entre las que<br />
se repartían los familiares para dormir.<br />
A la madre <strong>de</strong> Minervina le sorprendió el tamaño <strong>de</strong>l niño el primer<br />
día: este niño tan flaco no parece <strong>de</strong> casa rica, observó. Pero la<br />
chica se revolvió, lo <strong>de</strong>fendió como cosa propia: no es flaco, madre;<br />
lo que tiene son espinas en lugar <strong>de</strong> huesos, como dice mi<br />
compañera. Luego, cuando el pequeño empezó a hacer títeres por los<br />
rincones, la chica, muy ufana, recalcó: es fuerte, madre. A los cinco<br />
meses, ya se empinaba en el regazo para agarrar la teta y a los<br />
nueve ya se andaba. Nunca he visto una cosa así.<br />
Cipriano se sentía libre y feliz en el pueblo. Con los amigos <strong>de</strong> su<br />
edad, correteaban por todas partes y, algunas veces, se arrimaban a<br />
la casa <strong>de</strong> Pedro Lanuza, pintada <strong>de</strong> amarillo, y golpeaban las<br />
cacerolas y les <strong>de</strong>cían a voces “herejes” y “alumbrados”. Y las hijas<br />
<strong>de</strong> Pedro Lanuza, especialmente la Olvido, se asomaban a la puerta<br />
con la mano <strong>de</strong>l almirez y les amenazaban con molerlos a golpes. De<br />
vuelta a casa en el ordinario, el niño y Minervina contaban estas<br />
cosas en la cocina y la señora Blasa preguntaba: ¿aún sigue bajando<br />
el Pedro Lanuza los sábados don<strong>de</strong> la Francisca Hernán<strong>de</strong>z? A ver,<br />
señora Blasa, aclaraba la Minervina, pero, entiéndame, no es que<br />
sean malos, es que es así su religión. Y la Blasa añadía: cualquier<br />
día me arrimo don<strong>de</strong> la señora esa y hago por verlos.<br />
<strong>El</strong> <strong>de</strong>stete <strong>de</strong> Cipriano, como no podía menos, repercutió en el cuerpo<br />
<strong>de</strong> Minervina. Sus pechos, <strong>de</strong> por sí pequeños, se achicaron un poco<br />
más, se apretaron, mientras su cuerpo espigaba y los miembros<br />
recuperaban la felina elasticidad enervada con la crianza.<br />
Engolosinado con el sexo, a don Bernardo no le pasó inadvertida<br />
esta leve metamorfosis. Su mirada se iba tras la muchacha cuando<br />
aparecía en sus dominios y la seguía placenteramente con la vista<br />
sin <strong>de</strong>jarlo.<br />
En ocasiones, cuando portaba en sus manos levantadas algún objeto<br />
<strong>de</strong>licado <strong>de</strong> loza o porcelana y temía que su contenido se <strong>de</strong>rramara,<br />
sus pisadas se hacían mínimas, y <strong>de</strong>liciosa su ca<strong>de</strong>ncia, el leve
ondular <strong>de</strong> sus ca<strong>de</strong>ras. <strong>El</strong> niño la perseguía por todas partes. Des<strong>de</strong><br />
que se arrancó a andar pasaban tantas horas en el piso <strong>de</strong> las<br />
buhardillas, don<strong>de</strong> dormían, como en el principal. Esto aumentaba<br />
las posibilida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> encontrarse con su padre y, cada vez que esto<br />
ocurría, el niño se ocultaba tras la saya <strong>de</strong> la muchacha como si<br />
viese al diablo. <strong>El</strong>la le preguntaba luego en la cocina: ¿es que no<br />
quieres al papá? No, Mina; me da frío. Qué cosas dices. ¿Mucho frío?<br />
Y el pequeño confesaba que tanto como cuando se helaba la fuente<br />
<strong>de</strong>l Espolón y él se subía a ella para patinar.<br />
La atracción <strong>de</strong> la muchacha y el <strong>de</strong>sapego hacia su hijo acabaron<br />
barrenando la sensibilidad <strong>de</strong> don Bernardo. Andando el tiempo no<br />
encontró inteligente su comportamiento cuando Minervina perdió la<br />
leche. La noticia le <strong>de</strong>jó indiferente y actuó con blandura, no supo<br />
sacar partido <strong>de</strong> la situación. Se mostró excesivamente paternal y<br />
con<strong>de</strong>scendiente. Por eso ahora, cada vez que veía al niño ocultarse<br />
tras la saya <strong>de</strong> la muchacha, pensaba que <strong>de</strong>bía sentar su autoridad<br />
<strong>de</strong> padre y amo ante uno y otra. La chica se tomaba <strong>de</strong>masiadas<br />
atribuciones sobre el pequeño. Había que someterla a disciplina.<br />
Alimentado por su propio reconcomio, don Bernardo meditaba sobre<br />
la mejor <strong>de</strong>cisión a tomar. Cruel, como buen mujeriego tímido,<br />
soñaba con una solución quimérica que produjese dolor a la<br />
muchacha. Así, una mañana que la chica cambiaba el agua <strong>de</strong> las<br />
flores <strong>de</strong>l salón con el niño pegado a las sayas, adoptó una actitud<br />
grave para preguntarle si consi<strong>de</strong>raba uno <strong>de</strong> sus <strong>de</strong>beres separar al<br />
niño <strong>de</strong> su padre. Minervina <strong>de</strong>jó el jarrón con las flores sobre la<br />
consola y se volvió sorprendida:<br />
—¿Qué quiere <strong>de</strong>cir vuesa merced? <strong>El</strong> niño siente afecto por quien le<br />
atien<strong>de</strong>. Es cosa natural.<br />
Don Bernardo carraspeó. Miró a la muchacha, que ocultaba al niño<br />
tras ella, con mirada adusta, autoritaria:<br />
—¿Por qué se aplica usted tanto en esta tarea atroz <strong>de</strong> distanciar a<br />
un hijo <strong>de</strong> su padre? Ciertamente las circunstancias en que este niño<br />
nació no fueron favorables para <strong>de</strong>spertar mi cariño hacia él. A su<br />
manera, él se <strong>de</strong>shizo <strong>de</strong> su madre. Pero un padre podría llegar a<br />
olvidarlo todo, si el hijo tratara <strong>de</strong> alguna manera <strong>de</strong> <strong>de</strong>mostrarle su<br />
cariño. ¿Por qué ha <strong>de</strong> formar usted con el niño una pequeña<br />
conjura en contra mía?<br />
A Minervina, aunque no acababa <strong>de</strong> compren<strong>de</strong>r <strong>de</strong>l todo el<br />
parlamento <strong>de</strong>l señor Salcedo, se le nublaron los ojos <strong>de</strong> lágrimas. <strong>El</strong><br />
niño, cansado <strong>de</strong> la inmovilidad <strong>de</strong> la muchacha, se asomó por el<br />
bor<strong>de</strong> <strong>de</strong> la saya. Dijo la chica:
—Creo que se equivoca. Yo <strong>de</strong>seo lo mejor para el pequeño pero tengo<br />
entendido que vuesa merced no pone nada <strong>de</strong> su parte para atraerle.<br />
—¿Atraerle? ¿Atraerle yo?<br />
Esa buena acción no es <strong>de</strong> mi incumbencia. Es usted quien <strong>de</strong>be<br />
instruir al pequeño sobre la mejor manera <strong>de</strong> orientar sus afectos,<br />
sobre lo que está bien y lo que está mal. Pero usted se ha conformado<br />
con sustituir el pecho por unas sopas <strong>de</strong> pan y eso no es suficiente.<br />
Minervina lloraba ya sin disimulo. Sacó <strong>de</strong> la manga abullonada <strong>de</strong><br />
su saya un minúsculo pañuelo y se secó los ojos con él. Una íntima<br />
sensación <strong>de</strong> triunfo iba invadiendo a don Bernardo. Se inclinó sobre<br />
la muchacha sin abandonar el sillón:<br />
—¿Ha intentado usted enseñar a este pequeño mequetrefe a honrar a<br />
su padre? ¿Cree usted <strong>de</strong> veras que este pequeño diablo me honra a<br />
menudo con su actitud?<br />
Se levantó finalmente <strong>de</strong>l sillón fingiendo una furia que no sentía y<br />
tomó <strong>de</strong> la oreja a su hijo:<br />
—Venga usted acá, caballerete —le atrajo hacia sí.<br />
<strong>El</strong> niño, fuera ya <strong>de</strong> su escondrijo, veía llorar a Minervina, pero, tan<br />
pronto volvió los ojos a la figura barbada <strong>de</strong> su padre, quedó<br />
paralizado, rígido, temblando.<br />
También Minervina le miraba ahora a él, compa<strong>de</strong>cida, pero no osó<br />
dar un paso en su <strong>de</strong>fensa. Don Bernardo seguía zaran<strong>de</strong>ando al<br />
pequeño:<br />
—¿Vas a <strong>de</strong>cirme, caballerete, por qué aborreces a tu padre?<br />
La chica hizo un esfuerzo:<br />
—¡No lo atormente más! —chilló—. <strong>El</strong> niño tiene miedo <strong>de</strong> vuesa<br />
merced. ¿Por qué no prueba <strong>de</strong> comprarle un chiche?<br />
La simple pregunta <strong>de</strong> la chica <strong>de</strong>jó momentáneamente <strong>de</strong>sarmado a<br />
don Bernardo. En su breve vacilación, el niño corrió hacia ella,<br />
Minervina se arrodilló y ambos se abrazaron llorando. Don Bernardo<br />
se sentía incompetente ante las lágrimas, le daban grima las<br />
escenas melodramáticas y le repugnaban las palabras <strong>de</strong> perdón,<br />
especialmente cuando venían a disminuir la tensión <strong>de</strong> una escena
que él <strong>de</strong>seaba tensa. Optó por el remate espectacular. Sin <strong>de</strong>jar <strong>de</strong><br />
mirar a los amantes, arrodillados en la alfombra, atravesó la sala<br />
en dos gran<strong>de</strong>s zancadas, se metió en el <strong>de</strong>spacho y cerró <strong>de</strong> un<br />
portazo.<br />
Minervina seguía abrazada al niño, mezclando las lágrimas con<br />
escuchos al oído <strong>de</strong>l pequeño: papá se ha enfadado, Cipriano; tienes<br />
que quererle un poquito. Si no va a echarnos <strong>de</strong> casa. <strong>El</strong> pequeño le<br />
apretó el cuello con fuerza: y ¿vamos a la tuya? —preguntó—. Yo<br />
quiero ir a tu casa, Mina. <strong>El</strong>la se puso en pie con el niño en brazos;<br />
le susurró al oído: los taitas <strong>de</strong> Mina son pobres, tesoro, no pue<strong>de</strong>n<br />
darnos <strong>de</strong> comer todos los días.<br />
Por su parte, don Bernardo quedó satisfecho <strong>de</strong> la escena. Hacer<br />
llorar a unos ojos que le habían <strong>de</strong>spreciado tanto, comportaba un<br />
<strong>de</strong>squite. A Ignacio, sin embargo, cuando se lo contó, no se lo dijo así<br />
se limitó a disfrazar su venganza <strong>de</strong> virtud: con esta gente no vale<br />
<strong>de</strong> nada apelar al cuarto mandamiento —dijo. Ignacio, recto y<br />
temerario, aludió a su frialdad con el pequeño <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que nació y don<br />
Bernardo volvió a insistir en que, le gustara o no, Cipriano no era<br />
más que un pequeño parricida.<br />
Ignacio volvió a repetir que no tentara a Nuestro Señor y añadió algo<br />
inquietante y <strong>de</strong> lo que nunca había hablado: que el hecho <strong>de</strong> que el<br />
pequeño Cipriano hubiera nacido el mismo día que la Reforma<br />
luterana no era precisamente un buen presagio.<br />
Las controversias religiosas a que tan aficionados eran sus<br />
paisanos, apenas tenían lugar en el mundo <strong>de</strong> don Bernardo. Ni<br />
Dionisio Manrique, en el almacén <strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría, ni los amigotes <strong>de</strong> la<br />
taberna <strong>de</strong> Dámaso Garabito, ni los corresponsales <strong>de</strong>l Páramo, ni<br />
Petra Gregorio en el muelle nido <strong>de</strong> amor <strong>de</strong> la calle Mantería, se<br />
prestaban a tan elevadas disquisiciones. Por eso, ahora que su<br />
hermano acababa <strong>de</strong> hacer una alusión a Lutero experimentó una<br />
viva necesidad <strong>de</strong> hablar <strong>de</strong> él:<br />
—¿Sabes —preguntó— que el padre Gamboa dijo el domingo en San<br />
Gregorio que entre Lutero y el Rey habían terminado las<br />
componendas?<br />
Ante su hermano mayor, Ignacio se movía mejor tratando <strong>de</strong> estas<br />
cuestiones que <strong>de</strong> las inherentes a su sobrino y al servicio doméstico.<br />
Seguía al día la revuelta <strong>de</strong> Lutero, se relacionaba con los<br />
intelectuales y soldados que regresaban <strong>de</strong> Alemania, leía toda clase<br />
<strong>de</strong> libros y papeles relativos a la Reforma. Hombre <strong>de</strong> fe, papista
íntegro, su rostro rojo y barbilampiño se acaloraba al abordar estos<br />
temas:<br />
—Nos quitan la tierra bajo los pies, Bernardo. Hacen escarnio <strong>de</strong> lo<br />
que consi<strong>de</strong>ramos más respetable.<br />
Lutero se irritó contra el Papa que encomendó a los dominicos la<br />
predicación <strong>de</strong> las indulgencias pero lo que, en realidad, quería<br />
<strong>de</strong>cirnos es que las indulgencias y los sufragios no sirven para nada,<br />
ni si me apuras la penitencia. Según él lo único que nos salva es la<br />
fe en el sacrificio <strong>de</strong> Cristo.<br />
Bernardo escuchaba con curiosidad. Le intrigaba aquel mundo<br />
inasible en el que daba por sentada la prioridad <strong>de</strong> su hermano.<br />
Dijo:<br />
—<strong>El</strong> problema <strong>de</strong> la salvación ha sido siempre el gran problema <strong>de</strong>l<br />
hombre.<br />
Ignacio apoyaba los codos en los muslos para aproximarse a su<br />
hermano.<br />
—Lutero rehuye la controversia. Destruir es su objetivo, acabar con<br />
el Papa a quien ha llamado asno y suplantador <strong>de</strong> Cristo. Una vez<br />
abolido el papado tendría el campo libre para los suyos. <strong>El</strong><br />
luteranismo es ya un movimiento consi<strong>de</strong>rable. <strong>El</strong> intento <strong>de</strong><br />
conciliación <strong>de</strong> Eck ha resultado un fracaso. Lutero no se retracta<br />
<strong>de</strong> nada. Dice que para discutir necesita un Papa mejor informado.<br />
León X ha con<strong>de</strong>nado su doctrina y le ha excomulgado y el<br />
Emperador ha ratificado en Worms esta con<strong>de</strong>na. Lutero ha<br />
escapado a Wartburg y, encerrado en el castillo <strong>de</strong>l Príncipe, no cesa<br />
<strong>de</strong> escribir libros incendiarios que difundirán “la lepra” por Europa.<br />
Don Bernardo Salcedo bebió un trago <strong>de</strong> vino <strong>de</strong> Rueda. Las<br />
vespertinas visitas a su hermano tenían esta ventaja: obsequiaba a<br />
los invitados con los mejores vinos <strong>de</strong>l país. Su bo<strong>de</strong>ga y su<br />
biblioteca, con quinientos cuarenta y tres volúmenes, eran <strong>de</strong> las<br />
más acreditadas <strong>de</strong> la villa. Y, a<strong>de</strong>más <strong>de</strong> beber buen vino, lo ofrecía<br />
en copas <strong>de</strong>l más fino cristal que Gabriela, su cuñada, conservaba<br />
tan impolutas como las ropas <strong>de</strong> sus atuendos que tanto atraían a<br />
Mo<strong>de</strong>sta y Minervina. Era, el <strong>de</strong> don Ignacio, el matrimonio sin hijos<br />
mejor asentado y relacionado en la villa vallisoletana. Y aunque don<br />
Bernardo se permitía a veces alguna broma a cuenta <strong>de</strong> la<br />
religiosidad <strong>de</strong> su hermano, y a pesar <strong>de</strong> ser ocho años más viejo que<br />
él, sentía por su persona y opiniones un respeto físico, especulativo y
profundo. De ahí que, cada vez que las circunstancias les conducían<br />
a enfrentarse, don Bernardo nunca encontraba a mano otra<br />
argumentación oportuna que la <strong>de</strong> la experiencia o la edad.<br />
Así ocurrió, por ejemplo, dos meses <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la conversación sobre<br />
la Reforma protestante, cuando un don Ignacio Salcedo, fuera <strong>de</strong> sí,<br />
salió a su encuentro y le recibió con una frase retorcida, críptica,<br />
cuyo sentido se le escapaba, pero que, a juzgar por sus a<strong>de</strong>manes y<br />
el tono <strong>de</strong> voz, envolvía una acre censura:<br />
—Valladolid se divierte y Bernardo Salcedo paga. ¿Qué te parece<br />
esta frasecita que oigo a diario por todas partes?<br />
Don Bernardo le miró con <strong>de</strong>sconfianza, levemente arrebolado:<br />
—¿Qué te pasa? ¿Estás excitado? ¿Qué <strong>de</strong>monios quieres <strong>de</strong>cir con<br />
eso?<br />
A don Ignacio le había bajado el color y le temblaban las manos y el<br />
anillo <strong>de</strong> casado. Que él recordase nunca sus diferencias habían<br />
llegado a tanto:<br />
—Que tu querida te engaña a ti y a la ciudad entera. Todo el mundo<br />
está en lenguas a cuenta <strong>de</strong> esa moza <strong>de</strong> fortuna.<br />
Don Bernardo pareció <strong>de</strong>spertar <strong>de</strong> pronto:<br />
—¿Cómo te atreves a hablarme así? ¡Podría ser tu segundo padre!<br />
—Al primero no le hubiera dicho otra cosa, créeme Bernardo.<br />
No somos tú ni yo los que estamos en juego sino nuestro apellido.<br />
—Y ¿<strong>de</strong> dón<strong>de</strong> han salido esos rumores mendaces?<br />
—En Chancillería no hay rumores, Bernardo. Lo que Chancillería<br />
dice va a misa. ¿Por qué no pruebas <strong>de</strong> visitar a <strong>de</strong>shora a esa<br />
pelandusca? Únicamente <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> haber comprobado lo que te<br />
digo me avendría a seguir discutiendo contigo <strong>de</strong> tan turbio asunto.<br />
Cuando don Bernardo abrió la puerta <strong>de</strong> la calle tenía ya el<br />
convencimiento <strong>de</strong> que su hermano le estaba diciendo la verdad.<br />
Petra Gregorio había jugado con él <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el primer día. Los<br />
argumentos se amontonaban. Él estaba lejos <strong>de</strong> ser un maestro <strong>de</strong>l<br />
lance amoroso y ella una discípula aventajada.
Eran, simplemente, una puta y un cornudo. <strong>El</strong>la no alteró su<br />
conducta mientras no llegaron los primeros ducados. Después, el<br />
cambio <strong>de</strong> piso, su ropero, el lujo palaciego <strong>de</strong>l nuevo hogar. ¿Cómo<br />
no pensó nunca que su asignación no podía dar para tantos<br />
excesos? María <strong>de</strong> las Casas le había engañado y hasta era posible<br />
que su cuerpo estuviera incubando a estas alturas una enfermedad<br />
asquerosa. En el portal, a la luz <strong>de</strong>l quinqué, se miró el dorso <strong>de</strong> las<br />
manos, se tocó las mejillas con <strong>de</strong>dos temblorosos; no había bubas ni<br />
durezas. De momento podía estar tranquilo. Apenas hacía dos horas<br />
que se había <strong>de</strong>spedido <strong>de</strong> Petra, pero tomó la calle <strong>de</strong>l Verdugo y se<br />
encaminó a su casa. Las <strong>de</strong>pravaciones sexuales <strong>de</strong> la chica, pensó,<br />
no se inventaban ni obe<strong>de</strong>cían a lecciones recientes. La mantenida<br />
había tenido un larga experiencia amorosa anterior a su encuentro.<br />
La chiquilla que suspiraba una y obra vez a la grupa <strong>de</strong> “Lucero” la<br />
noche que la bajó <strong>de</strong>l Páramo no era una muchacha ingenua sino<br />
una consumada actriz. ¿Qué hacer? ¿Cómo la encontraría? ¿Cómo<br />
<strong>de</strong>bía reaccionar un caballero ante una burla semejante?<br />
He aquí lo que en el instante <strong>de</strong> introducir la llave en la cerradura<br />
<strong>de</strong>sazonaba a don Bernardo. ¿Habrá algún medio <strong>de</strong> enmendar las<br />
torpezas sin riesgo y con dignidad? —se preguntó. Había subido los<br />
dos tramos <strong>de</strong> escalera apresuradamente y ahora ja<strong>de</strong>aba en el<br />
<strong>de</strong>scansillo.<br />
Pero —trató <strong>de</strong> tranquilizarse—¿por qué creer a Ignacio a ojos<br />
cerrados? No era cierto que la Chancillería únicamente emitiera<br />
verda<strong>de</strong>s comprobadas. La Chancillería se equivocaba como todo hijo<br />
<strong>de</strong> vecino y él iba a <strong>de</strong>mostrarlo.<br />
Con mano temblorosa abrió la puerta <strong>de</strong>l piso. La luz vacilante <strong>de</strong><br />
los candiles que llegaba al vestíbulo provenía <strong>de</strong>l dormitorio <strong>de</strong><br />
atrás. Las servillas <strong>de</strong> don Bernardo no hacían ruido al avanzar por<br />
el pasillo. Le iba alarmando cada vez más el creciente silencio <strong>de</strong> la<br />
casa, pero al asomarse al dormitorio <strong>de</strong> Petra Gregorio divisó a<br />
Miguel Zamora, el letrado, vistiéndose sobre la alfombra, las piernas<br />
inseguras al aire. La ropa <strong>de</strong> la cama estaba revuelta pero Petra no<br />
se encontraba allí. Miguel Zamora, con las calzas en la mano, se<br />
sobresaltó al verle, se sintió abochornado, en apariencia, más por<br />
haber sido sorprendido en paños menores que por su traición:<br />
—¿Qué hace aquí a estas horas vuesa merced?<br />
—¿Para eso te confié mi caballo, grandísimo hijo <strong>de</strong> puta?<br />
Miguel Zamora intentó meter la pierna por la calza <strong>de</strong>recha sin<br />
resultado. Dijo trastabillando:
—Son dos asuntos que no tienen nada que ver entre sí, Salcedo.<br />
Don Bernardo le agarró firmemente por el jubón recamado y le alzó<br />
levemente <strong>de</strong>l suelo. Miguel Zamora <strong>de</strong> puntillas, con las peludas<br />
piernas al aire, ofrecía una imagen grotesca:<br />
—Debería matarle aquí mismo —le dijo don Bernardo aproximando<br />
sus labios al extremo <strong>de</strong> su nariz.<br />
—Petra no es su esposa. No conseguiría la comprensión <strong>de</strong>l tribunal.<br />
—<strong>El</strong> placer <strong>de</strong> <strong>de</strong>shacerle entre mis manos, ése sí lo tendría.<br />
—Sería un acto culpable, Salcedo. La ley no le ampara.<br />
Se hablaban a media voz, a dos <strong>de</strong>dos <strong>de</strong> distancia y, cuando don<br />
Bernardo le soltó <strong>de</strong>spectivamente, apenas se le oyó musitar:<br />
|cochino leguleyo|. Luego, ya más claro, al abandonar el dormitorio<br />
exclamó:<br />
—Tanto tú como yo somos dos pobres cabrones que no sabemos<br />
dón<strong>de</strong> ocultar los mogotes <strong>de</strong> nuestros cuernos.<br />
Salió al pasillo en el instante en que Petra Gregorio también lo hacía<br />
por la puerta <strong>de</strong> la cocina.<br />
Portaba una gran ban<strong>de</strong>ja <strong>de</strong> plata con una improvisada comida y<br />
taconeaba garbosa por la tarima pero, a la solemne bofetada <strong>de</strong> don<br />
Bernardo, todo salió ruidosamente por los aires menos la Petra<br />
Gregorio, que perdió el equilibrio y se vino al suelo.<br />
—Prepara tus trebejos —dijo sucintamente don Bernardo—. Mañana<br />
te vuelves al yermo <strong>de</strong> don<strong>de</strong> saliste.<br />
Al día siguiente, Dionisio Manrique le organizó una entrevista con<br />
María <strong>de</strong> las Casas, “la Ponedora”, en el almacén:<br />
—Me prometiste una virgen y me endosaste una puta. ¿Qué te parece<br />
el trueque?<br />
María <strong>de</strong> las Casas se arrodilló. Pretendió en vano besarle el bor<strong>de</strong><br />
<strong>de</strong> la cuera:<br />
—Tan engañada ha sido vuesa merced como yo misma. Se lo juro por<br />
mis muertos.
Le miraba implorante <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el suelo pero don Bernardo no se<br />
ablandó; estaba <strong>de</strong>masiado resentido:<br />
—Escúchame, María <strong>de</strong> las Casas —advirtió—. Si el día <strong>de</strong> mañana,<br />
y Dios no lo quiera, me agarro una sífilis por tu culpa, mandaría<br />
apalearte hasta reventar y luego te metería en la cárcel hasta que te<br />
pudras. Tengo un hermano en Chancillería, no lo olvi<strong>de</strong>s. Pue<strong>de</strong>s<br />
marcharte.<br />
__________________________<br />
__________________________<br />
V<br />
La joven Minervina, sin saberlo, se mostraba conforme con el Sínodo<br />
<strong>de</strong> Alcalá <strong>de</strong> Henares <strong>de</strong> 1480 y consi<strong>de</strong>raba que la catequesis y la<br />
escuela eran una misma cosa. Su madre, en Santovenia, veinte años<br />
antes, entendía, asimismo, que valía tanto apren<strong>de</strong>r a leer y escribir<br />
como adoctrinarse.<br />
A ello colaboró el bondadoso párroco don Nicasio Celemín que cada<br />
día, a las once <strong>de</strong> la mañana, hacía sonar la campana en el pueblo<br />
con una intención ambigua que cada vecino interpretaba a su<br />
manera: ya tocan para la escuela, <strong>de</strong>cían unos, mientras otros, más<br />
píos, al escuchar los tañidos, daban obra explicación: don Nicasio<br />
está llamando a la doctrina, aviva; son las segundas. En cualquier<br />
caso, los vecinos <strong>de</strong> Santovenia, a principios <strong>de</strong> siglo, i<strong>de</strong>ntificaban<br />
instrucción y adoctrinamiento y <strong>de</strong> ahí salió una generación, <strong>de</strong> la<br />
que formaba parte Minervina, para la que hablar con Dios y<br />
apren<strong>de</strong>r eran la misma cosa. Tan arraigada tenía esta i<strong>de</strong>ntidad la<br />
muchacha que, antes <strong>de</strong> que Cipriano cumpliera siete años, ya<br />
<strong>de</strong>dicaba una hora <strong>de</strong> la mañana a la formación religiosa <strong>de</strong>l<br />
pequeño. En principio, el niño aceptó la novedad como un<br />
pasatiempo. Encerrados en la buhardilla don<strong>de</strong> Cipriano dormía,<br />
ante la mesita que se extendía bajo la claraboya, Minervina le<br />
aleccionaba. Lo primero fue enseñarle a signarse y santiguarse,<br />
signos religiosos que a Minervina se le atragantaron veinte años<br />
atrás pero que para Cipriano no representaron ninguna dificultad:<br />
—Haces así y así y con los <strong>de</strong>dos marcas los palos <strong>de</strong> la cruz ¿te das<br />
cuenta?
—Sí, los palos <strong>de</strong> la cruz —<strong>de</strong>cía el niño sonriendo.<br />
Cipriano interpretaba perfectamente el significado <strong>de</strong>l signo y<br />
cuando la chica le <strong>de</strong>cía que la cruz <strong>de</strong> la frente servía para<br />
ahuyentar los malos pensamientos, la <strong>de</strong> la boca para evitar las<br />
malas palabras y la <strong>de</strong>l pecho para aventar los malos <strong>de</strong>seos, lo<br />
comprendía aunque no diferenciaba aún los malos pensamientos, las<br />
malas palabras y las malas acciones <strong>de</strong> los buenos. Tras los signos<br />
<strong>de</strong>l cristiano, Minervina, siguiendo las normas <strong>de</strong> don Nicasio<br />
Celemín, que colocó el primer día una gran lápida en un paño <strong>de</strong> la<br />
iglesia que <strong>de</strong>cía |Cartilla para mostrar a leer a los mo&os|, le fue<br />
enseñando las oraciones: Padre Nuestro, Ave María, Credo y Salve.<br />
La chica las cantaba con él una y otra vez y así el niño las<br />
memorizaba con facilidad sorpren<strong>de</strong>nte. A veces el pequeño la<br />
interrumpía:<br />
—Ya estoy cansado, Mina. Vamos a jugar un poco a los soldados.<br />
Pero ella forzaba su voluntad:<br />
—Hay que hacerlo aunque no nos guste, mi tesoro. Sin la oración<br />
nadie se salva y Minervina se irá a los infiernos si no te ayuda a<br />
salvarte a ti.<br />
Repetía las muletillas <strong>de</strong> don Nicasio Celemín pero estaba<br />
completamente segura en ese momento <strong>de</strong> que si Cipriano no<br />
aprendía a orar por su culpa, el niño y ella irían a pudrirse entre<br />
las llamas <strong>de</strong>l infierno. Era una mezcla <strong>de</strong>seo—temor lo que la<br />
movía: ir al cielo, el compendio <strong>de</strong> todos los bienes, era el objetivo,<br />
mientras el infierno representaba para ella, y <strong>de</strong> paso para el niño,<br />
la pena eterna, la suma <strong>de</strong> todos los males, un peligro que había que<br />
evitar.<br />
—Y si no rezo ¿me voy a los infiernos, Mina?<br />
—Entién<strong>de</strong>me. Tienes que apren<strong>de</strong>r a distinguir lo bueno <strong>de</strong> lo malo<br />
y, una vez que lo sepas, tú eres libre para hacer lo que te plazca.<br />
<strong>El</strong> niño repetía canturreando las frases que pronunciaba Minervina,<br />
la obe<strong>de</strong>cía porque sabía que era por su bien, que le estaba salvando,<br />
que estaba haciendo por él lo máximo que una persona podía hacer<br />
por otra. Sin embargo una mañana, Cipriano, tan abstraído estaba<br />
con sus juegos, que no hubo manera <strong>de</strong> contrariarle:<br />
—Luego, Mina. Ahora no quiero rezar.
Esa noche tardó en dormirse.<br />
Cuando al fin lo consiguió, a altas horas <strong>de</strong> la madrugada, se le<br />
apareció, flotando sobre el cielo, entre nubes, la figura <strong>de</strong> Dios<br />
Padre. Era una imagen que había visto antes en alguna parte, tal<br />
vez en algún libro, pero la <strong>de</strong> ahora tenía exactamente la fisonomía<br />
<strong>de</strong> don Bernardo: rostro lleno, barba y pelo fuertes y lisos y una<br />
mirada helada y heridora que se cruzó un instante con la suya.<br />
Cipriano cerró los ojos, se achicó, quiso <strong>de</strong>saparecer <strong>de</strong>l mundo, pero<br />
Nuestro Señor le prendió por una oreja y le dijo:<br />
—¿Vas a <strong>de</strong>cirme, caballerete, por qué no quieres rezar?<br />
Cipriano se <strong>de</strong>spertó sobresaltado. Divisó sobre sí el rectángulo<br />
estrellado <strong>de</strong> la lucerna pero no tuvo fuerzas ni para gritar. Su<br />
corazón hacía ruido en el pecho y en su estómago se había asentado<br />
la angustia. Entonces se arrojó <strong>de</strong>l lecho, se arrodilló en el suelo y<br />
comenzó a susurrar las oraciones que había omitido por la mañana.<br />
Rezó y rezó hasta que se quedó dormido en el posapié, <strong>de</strong>rrumbado<br />
sobre el lecho. Minervina le sorprendió así <strong>de</strong> amanecida, le metió<br />
con ella en la cama y le restituyó su calor. Deshilvanadamente el<br />
niño le iba contando su experiencia:<br />
—Y vino Nuestro Señor, pero era el taita, Mina, y me agarró <strong>de</strong> la<br />
oreja y me dijo que tenía que rezar siempre.<br />
—¿Estás seguro <strong>de</strong> que el taita era Nuestro Señor?<br />
—Seguro, Mina. Tenía los mismos ojos y la misma barba.<br />
—Y ¿estaba muy enfadado?<br />
—Muy enfadado, Mina. Me tiró <strong>de</strong> la oreja y me llamó caballerete.<br />
Don Bernardo no veía con malos ojos el adoctrinamiento <strong>de</strong>l niño por<br />
su niñera. Le sorprendió la formación <strong>de</strong> Minervina y aceptó el<br />
método <strong>de</strong> don Nicasio Celemín como base. Sin embargo, los<br />
conocimientos <strong>de</strong> la chica eran muy limitados y el tiempo pasaba sin<br />
que el niño progresase. Después <strong>de</strong> los mandamientos, Minervina le<br />
enseñó los artículos <strong>de</strong> la fe, los enemigos <strong>de</strong>l alma, las virtu<strong>de</strong>s<br />
teologales y las ocho bienaventuranzas pero <strong>de</strong> ahí no pasaba. La<br />
cartilla |para mostrar a leer a los mo&os| no iba más allá, ni el<br />
sistema <strong>de</strong> adoctrinamiento <strong>de</strong> don Nicasio Celemín tampoco.<br />
Entonces fue cuando don Bernardo empezó a madurar la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> un<br />
preceptor. Había buenos preceptores en la villa entonces y las
gran<strong>de</strong>s familias les confiaban a sus hijos. Un preceptor suponía un<br />
casi seguro rendimiento didáctico, pero, a<strong>de</strong>más, comportaba un<br />
signo <strong>de</strong> distinción social que le aproximaba a la nobleza, el sueño<br />
oculto <strong>de</strong> don Bernardo <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que tuvo uso <strong>de</strong> razón.<br />
<strong>El</strong> señor Salcedo sabía que tras las bienaventuranzas, había otro<br />
mundo intelectual más vasto y distinto que <strong>de</strong>sgraciadamente él no<br />
había conocido: vocales y consonantes, posibilidad <strong>de</strong> unión<br />
silábica, grafía y sintaxis latinas. Leer en latín y escribir en<br />
romance, se <strong>de</strong>cía secretamente, he ahí el camino. <strong>El</strong> niño ya era<br />
mayorcito y no parecía recomendable <strong>de</strong>jar su instrucción en manos<br />
<strong>de</strong> criadas y menos teniendo en cuenta su posición social. Más lejos<br />
todavía estaba el capítulo tan difamado e intocable <strong>de</strong> las tablas <strong>de</strong><br />
cálculo que, pese a las reticencias <strong>de</strong> la época, él <strong>de</strong>seaba que<br />
Cipriano aprendiera. Se hacía, pues, imprescindible un preceptor,<br />
pero ¿interno? Don Bernardo no era partidario <strong>de</strong> dar endrada en la<br />
casa a un instructor experimentado. La sola i<strong>de</strong>a le cohibía y<br />
presentía que su ignorancia, apenas evi<strong>de</strong>nte ahora para su<br />
hermano Ignacio, trascen<strong>de</strong>ría ante un ayo que compartiera con él<br />
comidas y sobremesas. Así llegó a la conclusión <strong>de</strong> contratar un<br />
preceptor <strong>de</strong> mañana que abandonaría la casa a las doce <strong>de</strong>l<br />
mediodía.<br />
La presencia <strong>de</strong> don Álvaro Cabeza <strong>de</strong> Vaca, con su sayo hasta las<br />
rodillas, bastante raído, <strong>de</strong> corte francés y sus calzas negras,<br />
ajustadas, amilanó a Cipriano y no <strong>de</strong>slumbró a don Bernardo. Fue<br />
fácil, no obstante, llegar a un acuerdo, aunque para el pequeño la<br />
i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> cambiar el piso alto por el principal y su cuartito<br />
abuhardillado por otro contiguo al <strong>de</strong> su padre, y separarse por vez<br />
primera <strong>de</strong> Minervina, representó un duro golpe.<br />
Don Álvaro, enjuto, severo, con pómulos prominentes y barba rala,<br />
marcó <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el primer día una distancia con su discípulo. Sin<br />
embargo, el niño respondía rápido, sin apenas <strong>de</strong>jarle terminar la<br />
pregunta, inteligentemente. Y mientras duró el recorrido por las<br />
trochas habituales las cosas rodaron sin novedad. Sin embargo,<br />
Cipriano, atemorizado <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el primer día, constató con espanto la<br />
inmediatez <strong>de</strong> su padre en la habitación vecina. Y cada vez que le<br />
oía carraspear o arrastrar el sillón empali<strong>de</strong>cía y quedaba inmóvil,<br />
la cabeza hueca, a la expectativa.<br />
Los diecisiete estornudos consecutivos <strong>de</strong> don Bernardo en las<br />
primeras horas <strong>de</strong> la mañana eran proverbiales. Él los daba vía libre<br />
<strong>de</strong> modo que cada uno venía a ser como una pequeña explosión, los<br />
objetos retemblaban y se conmovían los cimientos <strong>de</strong> la casa. La i<strong>de</strong>a<br />
<strong>de</strong> la proximidad <strong>de</strong> su padre terminó por imponerse a toda otra
consi<strong>de</strong>ración en el cerebro <strong>de</strong> Cipriano. Vivía pendiente <strong>de</strong> rumores<br />
furtivos, <strong>de</strong> sus gruñidos espesos, <strong>de</strong> sus paseos, <strong>de</strong> sus estornudos.<br />
Detrás <strong>de</strong> cada <strong>de</strong>sahogo, Cipriano se representaba su rostro, su<br />
mirada gélida, su barba aceitosa, su entrecejo cruel. Don Álvaro,<br />
empero, no advirtió la <strong>de</strong>satención <strong>de</strong>l pequeño hasta que concluyó<br />
con |la cartilla <strong>de</strong> los mo&os|. Sin mala voluntad, Cipriano se<br />
resistió a transitar los nuevos caminos.<br />
Más que negarse, existía una imposibilidad material <strong>de</strong> escuchar las<br />
explicaciones <strong>de</strong>l dómine, <strong>de</strong> colgar la atención <strong>de</strong> sus labios. <strong>El</strong><br />
niño miraba sin cesar la pantorrilla negra <strong>de</strong>l ayo, pero su cabeza se<br />
trasladaba incesantemente tras el tabique. ¿Qué significaba el<br />
autoritario carraspeo <strong>de</strong> don Bernardo que acababa <strong>de</strong> escuchar?<br />
¿Por qué había corrido el sillón hacia atrás y se había levantado?<br />
¿Adón<strong>de</strong> iba?<br />
Todos los miedos <strong>de</strong> la primera infancia se abalanzaban <strong>de</strong> pronto<br />
sobre él. Sin Minervina a su lado, se sentía un ser in<strong>de</strong>fenso.<br />
Don Álvaro le hablaba sin parar, con un tono <strong>de</strong> voz levemente<br />
cascado, los ojos al fondo <strong>de</strong> sus pómulos:<br />
—¿Has entendido, Cipriano?<br />
Cipriano volvía a la realidad <strong>de</strong> pronto. Le miraba como diciendo<br />
ignoro <strong>de</strong> dón<strong>de</strong> viene vuesa merced y dón<strong>de</strong> va, no sé <strong>de</strong> qué me<br />
habla, pero mentía.<br />
—Sí, señor.<br />
Don Álvaro iba entonces un poco más lejos hasta que se daba cuenta<br />
<strong>de</strong> que Cipriano no le seguía, que la mente <strong>de</strong>l chico había quedado<br />
anclada en |la cartilla <strong>de</strong> los mo&os|. Entonces, pacientemente,<br />
una y otra vez volvía a empezar. Una <strong>de</strong> dos: o don Álvaro tenía una<br />
fe ciega en su capacidad intelectual o el salario acordado con don<br />
Bernardo era consi<strong>de</strong>rable.<br />
<strong>El</strong> caso es que la ficción se prolongó durante meses y meses, don<br />
Álvaro esperando que su discípulo <strong>de</strong>spertara, Cipriano al acecho <strong>de</strong><br />
lo que sucedía en la habitación <strong>de</strong> al lado. De este modo, el niño<br />
llegó a leer el latín con cierta soltura pero resbalaba al afrontar las<br />
<strong>de</strong>clinaciones. Y hasta tal extremo se le negaron éstas que, un buen<br />
día, don Álvaro, <strong>de</strong>cepcionado, abordó a don Bernardo al terminar la<br />
clase. La entrevista fue breve y patética:
—De ahí no sacaremos nada, don Bernardo. <strong>El</strong> niño está en otra<br />
cosa.<br />
—¿En otra cosa? <strong>El</strong> pequeño no ha conocido otra cosa, señor.<br />
Difícilmente pue<strong>de</strong> estar en ella si no la conoce.<br />
—Está ausente. No logro concentrarlo. Eso es todo.<br />
Don Bernardo, vestido <strong>de</strong> calle para acudir al almacén, se mostraba<br />
malhumorado:<br />
—Sugiere vuesa merced que el chiquillo es tonto.<br />
—¡Oh, por favor! —dijo don Álvaro—. <strong>El</strong> muchacho es avispado como<br />
una ardilla, pero es inútil.<br />
No está conmigo, no me sigue, no le interesa lo que yo pueda<br />
contarle.<br />
Don Bernardo se resignó a admitir que el preceptor no era el medio<br />
más indicado para educar a su hijo, el pequeño parricida. Había<br />
otras soluciones, pero, como hombre rencoroso, improvisó<br />
rápidamente la suya: un colegio. Un internado duro y sin pausas.<br />
Era hora <strong>de</strong> separarle <strong>de</strong> la rolla. Don Bernardo sabía que en la villa<br />
no había centros educativos que merecieran tal nombre, pero su<br />
hermano Ignacio era patrono mayor <strong>de</strong>l más afamado: el Hospital <strong>de</strong><br />
Niños Expósitos, regido por la Cofradía <strong>de</strong> San José y <strong>de</strong> Nuestra<br />
Señora <strong>de</strong> la O, <strong>de</strong>dicado a la formación <strong>de</strong> niños abandonados.<br />
A su hermano le dolió la <strong>de</strong>cisión:<br />
—Ese colegio no es para personas <strong>de</strong> nuestra clase, Bernardo.<br />
Don Bernardo coqueteaba ahora con la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> dar una lección a la<br />
aristocracia, abrirle los ojos:<br />
—Me han hablado bien <strong>de</strong> él.<br />
Dispone <strong>de</strong> veintiocho camas para becarios y mi hijo podrá pagar su<br />
alojamiento y el <strong>de</strong> cinco compañeros más si es eso lo que hace falta<br />
para que le abran las puertas.<br />
Don Ignacio se echó las manos a la cabeza:<br />
—<strong>El</strong> Hospital <strong>de</strong> Niños Expósitos vive <strong>de</strong> la caridad, Bernardo. Y tú<br />
sabes que los chicos abandonados por sus padres no suelen ser gente
ecomendable. Es un colegio serio porque los Diputados <strong>de</strong> la<br />
Cofradía nos hemos empeñado en que lo sea y hemos puesto en la<br />
dirección a un maestro competente.<br />
A la doctrina, por la mañana, a toque <strong>de</strong> campana, acu<strong>de</strong>n chicos <strong>de</strong><br />
toda condición e, incluso, en el resto <strong>de</strong> las clases, admiten alumnos<br />
<strong>de</strong> pago. ¿No podría ser ésta la mejor solución para Cipriano?<br />
Don Bernardo <strong>de</strong>negó obstinadamente:<br />
—A mi hijo hay que enveredarlo. Su niñera lo ha mimado <strong>de</strong>masiado.<br />
Y esto se acabó. Lo meteré interno y no disfrutará siquiera <strong>de</strong><br />
vacaciones; pero para ingresar en el Hospital necesito tu concurso.<br />
¿Estás dispuesto a prestármelo?<br />
Intelectualmente don Ignacio estaba a cien codos <strong>de</strong> su hermano<br />
pero carecía <strong>de</strong> personalidad para imponerse. Al día siguiente visitó<br />
la Cofradía que administraba el centro, y, cuando habló <strong>de</strong> la<br />
generosa disposición <strong>de</strong> su hermano, no encontró más que buenas<br />
palabras, lo mismo que en la reunión <strong>de</strong> diputados <strong>de</strong>l jueves<br />
siguiente, que votó la admisión <strong>de</strong>l pequeño. Por esta vía y mediante<br />
el compromiso <strong>de</strong> pagar el mantenimiento <strong>de</strong> su hijo, las becas <strong>de</strong><br />
tres compañeros y cooperar generosamente al Arca <strong>de</strong> las Limosnas,<br />
Cipriano fue admitido en el centro.<br />
Minervina lloró hasta quedarse seca cuando le fue comunicada la<br />
noticia pero, por primera vez, su llanto no se contagió al pequeño.<br />
<strong>El</strong> temor que su padre le inspiraba podía más que cualquier otro<br />
argumento y el proyecto <strong>de</strong> alejarse <strong>de</strong> su casa y convivir con otros<br />
muchachos, le resultaba audaz y apetecible. La <strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> su padre<br />
<strong>de</strong> no verle “ni en verano” acrecía su <strong>de</strong>seo <strong>de</strong> alejarse <strong>de</strong> aquellos<br />
ojos cortantes que habían entenebrecido su infancia. Por otro lado,<br />
el hecho <strong>de</strong> que don Bernardo hubiera hablado <strong>de</strong> conservar a<br />
Minervina en su puesto, le infundía cierta seguridad, no había<br />
cortado la retirada. La chica volvió a <strong>de</strong>rramar lágrimas en la<br />
Tenería, junto al río, frente al colegio. Besó y estrujó a Cipriano<br />
varias veces antes <strong>de</strong> <strong>de</strong>jarle escapar, con un fardillo en cada mano,<br />
y <strong>de</strong>saparecer por la doble puerta. Entonces tuvo la sensación <strong>de</strong><br />
haberle perdido para siempre.<br />
<strong>El</strong> edificio <strong>de</strong>l colegio no era gran<strong>de</strong> pero contaba con tres amplios<br />
<strong>de</strong>sahogos: la capilla, el dormitorio y el patio <strong>de</strong> juegos.
Tan pronto puso pie en él, Cipriano perdió dos cosas fundamentales:<br />
el atuendo y el nombre. Dejó <strong>de</strong> vestir la ropa distinguida que<br />
Minervina disponía semanalmente con tanto esmero y adoptó el<br />
uniforme obligatorio <strong>de</strong>l centro, <strong>de</strong> marcado carácter rural: calzones<br />
<strong>de</strong> paño fuerte hasta <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> la rodilla, un basto sayo, capotillo en<br />
invierno y unas botas <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> carnero, abiertas y altas, que se<br />
ajustaban a las pantorrillas mediante cintas que remataban en una<br />
lazada. La segunda cosa importante que perdió Cipriano con su<br />
ingreso en el colegio fue el nombre. Nadie le preguntó cómo se<br />
llamaba pero, en el momento <strong>de</strong> tocar la campana convocando a la<br />
doctrina, “el Corcel” se le acercó y le dijo:<br />
—Toca tú, “Mediarroba”, para eso eres el nuevo.<br />
”<strong>El</strong> Corcel” era un muchacho alto, empeinoso, con las extremida<strong>de</strong>s<br />
<strong>de</strong>sproporcionadas, levemente escorado <strong>de</strong>l lado izquierdo y que,<br />
evi<strong>de</strong>ntemente, gozaba <strong>de</strong> una preeminencia en el centro. Cipriano<br />
agitó la castiga<strong>de</strong>ra con afán, la campana sonaba, mientras “Tito<br />
Alba”, con su mirada redonda, atónita, <strong>de</strong> párpados cortos, le<br />
interrogaba:<br />
—¿Eres expósito, tú, “Mediarroba”?<br />
—N... no.<br />
—Y ¿pobre?<br />
—T... tampoco.<br />
—Entonces ¿qué pintas aquí?<br />
—Educarme. Mi padre quiere que me eduque como vosotros.<br />
—¡Vaya una i<strong>de</strong>a! ¿Has conocido a “el Corcel”?<br />
—Él me mandó tocar la campana.<br />
Cipriano se sorprendió <strong>de</strong> la vacilación <strong>de</strong> su voz en las primeras<br />
respuestas. <strong>El</strong> contacto con un ser <strong>de</strong>sconocido le alteraba. Sentía<br />
como una rara emoción, un especial temor a comunicarse. Pero, una<br />
vez vencida la resistencia inicial, la conversación discurría<br />
fluidamente, sin tropiezos. Pensó cómo no lo había advertido antes y<br />
concluyó que su pequeño mundo acababa en la cocina <strong>de</strong> la casa <strong>de</strong><br />
su padre y que, en sus breves visitas a Santovenia, el trato con otros<br />
niños era un juego <strong>de</strong> preguntas y respuestas mecánicas, sin
eflexión previa y, en consecuencia, el titubeo no tenía razón <strong>de</strong><br />
producirse.<br />
En clase <strong>de</strong> doctrina cantaban los rezos y las preguntas y respuestas<br />
<strong>de</strong>l catecismo hispanolatino con el mismo soniquete que empleaba<br />
Minervina, el mismo que utilizara don Nicasio Celemín, el párroco,<br />
en Santovenia veinte años atrás.<br />
De este modo, hasta los niños más romos memorizaban el catecismo<br />
que era lo que interesaba. Pero cuando don Lucio, “el Escriba”,<br />
terminó <strong>de</strong> recitar las potencias <strong>de</strong>l alma y preguntó al grupo <strong>de</strong><br />
cincuenta y siete muchachos quién sabía lo que eran las virtu<strong>de</strong>s<br />
teologales, únicamente Cipriano levantó la mano:<br />
—F... fe, esperanza y caridad —dijo.<br />
Con la doctrina, los estudios se extendían preferentemente al latín,<br />
la redacción en romance y las tablas aritméticas. Era curioso el<br />
cambio operado en Cipriano, su repentino afán por ensanchar el<br />
mundo <strong>de</strong> sus conocimientos, su <strong>de</strong>seo <strong>de</strong> apren<strong>de</strong>r, <strong>de</strong> acuerdo con<br />
su naciente afición a participar en los juegos que sus compañeros<br />
disputaban en los recreos <strong>de</strong>l patio.<br />
A las dos y media, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> comer en el ruidoso refectorio en dos<br />
gran<strong>de</strong>s mesas, presididas <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la tarima por “el Escriba”, los<br />
expósitos salían <strong>de</strong> paseo acompañados por el inevitable tutor.<br />
Era un paseo higiénico, pero evi<strong>de</strong>ntemente el Consejo <strong>de</strong> Diputados<br />
que regía el colegio buscaba en aquel ejercicio colectivo algo más.<br />
”<strong>El</strong> Escriba” les hacía reparar en las escenas callejeras, en las<br />
vitrinas, en las activida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> la gente <strong>de</strong>l pueblo y les formulaba<br />
preguntas, cuyas respuestas torpes o ambiguas él mismo aclaraba:<br />
—Clemencio, ¿qué quieres ser cuando salgas <strong>de</strong>l colegio?<br />
”<strong>El</strong> Corcel” no vacilaba:<br />
—Arriero —<strong>de</strong>cía.<br />
—¿Sabes distinguir una mula <strong>de</strong> una acémila?<br />
Los compañeros le soplaban: |es lo mismo|, |es lo mismo|, pero el<br />
grandullón, bien porque no les oía, bien por su afán <strong>de</strong> llevar la<br />
contraria, respondía sin vacilar:
—Una acémila es una yegua.<br />
—Tendrás que perfeccionar tus conocimientos si <strong>de</strong> verdad aspiras a<br />
ser arriero.<br />
Caminaban ligeros, en filas, <strong>de</strong> dos en dos, con sus uniformes<br />
campesinos, algunos uncidos, el brazo por los hombros <strong>de</strong>l<br />
condiscípulo, otros sueltos. La gente con la que se cruzaban les<br />
miraba con simpatía y murmuraba: ahí van los expósitos.<br />
En rigor, los vecinos <strong>de</strong> la villa, con sus limosnas, contribuían al<br />
sostenimiento <strong>de</strong>l centro <strong>de</strong>l que se sentían orgullosos. Recorrieron el<br />
Espolón Viejo y abocaron al Nuevo, contiguo al Puente Mayor y, una<br />
vez cruzado éste, subieron al cerro <strong>de</strong> la Cuesta <strong>de</strong> la Maruquesa en<br />
cuyas cuevas y barracas vivían gentes necesitadas. Por el camino <strong>de</strong><br />
Villanubla se veían bajar reatas <strong>de</strong> mulas, pordioseros y algún que<br />
otro caballero apresurado. Al <strong>de</strong>scen<strong>de</strong>r <strong>de</strong>l otero, “Tito Alba”, su<br />
compañero <strong>de</strong> filas, le dio con el codo a Cipriano y le dijo<br />
confi<strong>de</strong>ncialmente:<br />
—Mira, ya está “el Corcel” haciéndose una paja. Siempre tiene que<br />
hacerse una paja en el paseo el marrano <strong>de</strong> él.<br />
Cipriano les miraba cándidamente:<br />
—¿Q... qué es una paja? —observaba a “el Corcel” encorvado, la<br />
mano <strong>de</strong>recha agitándose bajo el sayo, sofocado.<br />
”Tito Alba” le explicó. Cipriano atendía con sus cinco sentidos, con<br />
análoga curiosidad con que escuchaba la palabra <strong>de</strong> “el Escriba”. Se<br />
daba cuenta <strong>de</strong> que, salvo en sus breves contactos con los chicos <strong>de</strong><br />
Santovenia, había crecido en un fanal y no conocía la vida. Mina,<br />
con la mejor intención, lo había aislado <strong>de</strong>l mundo. Descendían por<br />
la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> la Plaza Vieja, cuando “el Escriba”, que renqueaba<br />
ligeramente <strong>de</strong> la pierna <strong>de</strong>recha <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> recorrer media legua,<br />
les anunció que iban a visitar a un antiguo compañero. La Cofradía<br />
no se <strong>de</strong>sentendía <strong>de</strong> los niños que habían pasado por sus aulas. En<br />
la pequeña glorieta, en la planta baja <strong>de</strong>l número 16, se alzaba el<br />
taller <strong>de</strong> un carpintero. La mayoría <strong>de</strong> los compañeros <strong>de</strong> Cipriano,<br />
que conocían el alcance <strong>de</strong> la inspección, se quedaron formando<br />
grupos alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> la fuente. <strong>El</strong> carpintero, con su larga barba<br />
<strong>de</strong>scuidada, molduraba un palo en el torno <strong>de</strong> mano que accionaba<br />
un muchacho <strong>de</strong> alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> quince años. Olía a resina y serrín. <strong>El</strong><br />
carpintero se acercó cortésmente a “el Escriba” y, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong><br />
cambiar unas palabras con él, los pasó a la oficina y los <strong>de</strong>jó solos.<br />
Por el ventano con telarañas se veía un patio lleno <strong>de</strong> listones y
troncos apilados. <strong>El</strong> maestro se sentó en el taburete <strong>de</strong>l carpintero y<br />
se dirigió al muchacho en voz baja, secreteando:<br />
—¿Te portas bien, <strong>El</strong>iseo?<br />
—Bien, don Lucio.<br />
—¿Trabajas todo lo que pue<strong>de</strong>s, ayudas a don Moisés?<br />
—A ver, sí señor, por la cuenta que me tiene.<br />
—¿Te dan <strong>de</strong> comer lo convenido?<br />
<strong>El</strong>iseo sonrió ampliamente:<br />
—Ya me conoce, don Lucio; yo nunca me sacio.<br />
—Y ¿la propina?<br />
—La justa; cada domingo.<br />
—Y ¿apren<strong>de</strong>s?, ¿crees tú que vas aprendiendo?<br />
—Así es, sí señor. Si hago caso <strong>de</strong> don Moisés para el año veintinueve<br />
me hará oficial.<br />
—¿Tan pronto?<br />
—Eso dice.<br />
Más abajo, en la calle <strong>de</strong> las Tenerías, cerca ya <strong>de</strong>l colegio, “el<br />
Escriba” visitó a otro ex alumno, aprendiz <strong>de</strong> curtidor. En la calle<br />
hedía violentamente a tintes y cuero. La entrevista fue semejante a<br />
la anterior, salvo que el aprendiz, en este caso, exhibía un amplio<br />
repertorio <strong>de</strong> agravios: comía mal, no le mudaban las ropas <strong>de</strong> la<br />
cama, no le daban las propinas acordadas. Mentalmente “el Escriba”<br />
tomaba nota y le dijo que todo se arreglaría, que hablaría con los<br />
Diputados <strong>de</strong> la Cofradía que conservaban copia <strong>de</strong>l contrato.<br />
A los dos meses <strong>de</strong> ingresar en el colegio, Cipriano fue nombrado<br />
limosnero por una semana. Para un centro que vivía<br />
fundamentalmente <strong>de</strong> la caridad el cometido era arduo y complejo.<br />
Con el alba, Cipriano preparaba el pequeño carro <strong>de</strong> la comunidad,<br />
metía a “Blas”, el asnillo, entre las varas y salía con “el Niño” y<br />
Claudio, “el Obeso”, a recorrer la ciudad. “<strong>El</strong> Niño” había llamado la<br />
atención <strong>de</strong> Cipriano <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el primer momento.
Se lo había dicho a Claudio, “el Obeso”:<br />
—E... “el Niño” tiene cara <strong>de</strong> niña.<br />
—Sí tiene cara <strong>de</strong> niña “el Niño” pero es buen rapaz.<br />
Conocía la ciudad mejor que ninguno <strong>de</strong> los dos y cada mañana<br />
conducía el carrillo <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el colegio hasta la trasera <strong>de</strong>l Hospital <strong>de</strong><br />
la Misericordia sin una vacilación. Miguel, “el Menino”, que atendía<br />
la portería y el <strong>de</strong>pósito <strong>de</strong> cadáveres los conocía ya:<br />
—Hoy no hay muertos, muchachos. Estáis <strong>de</strong> vacaciones —<strong>de</strong>cía, con<br />
su vocecita atiplada.<br />
O bien:<br />
—Hay un pobre y un ajusticiado, ¿os lleváis los dos?<br />
Cipriano cargaba con ellos al hombro sin el menor reparo y los<br />
<strong>de</strong>positaba sobre las tablas <strong>de</strong>l carro. Lo mismo hacía con el tablero<br />
y los caballetes <strong>de</strong>l túmulo, los picos y las palas. Claudio, “el<br />
Obeso”, se sorprendió <strong>de</strong> su fortaleza:<br />
—Tú, “Mediarroba”, ¿<strong>de</strong> dón<strong>de</strong> sacas esas fuerzas? En mi vida vi un<br />
tipo más espiritado que tú.<br />
Cipriano le metía un <strong>de</strong>do en su barriga untosa:<br />
—S... si la fuerza estuviera en las grasas tú serías campeón.<br />
Atien<strong>de</strong>.<br />
Se había levantado la manga <strong>de</strong>l sayo y le mostraba su bíceps<br />
estirado, un músculo bien formado, <strong>de</strong> atleta.<br />
—¡Ahí va, si tiene bola! ¿Te has fijado, “Niño”?, “el Mediarroba” tiene<br />
bola.<br />
A menudo Miguel, “el Menino”, les reconvenía mansamente:<br />
—Vamos, muchachos, no enredéis más. Hoy las huesas están en el<br />
atrio <strong>de</strong> San Juan. Ya estáis marchando.<br />
”<strong>El</strong> Niño” tomaba las riendas y el carrillo, traqueteando, subía hasta<br />
la calle Imperial, próxima a la Ju<strong>de</strong>ría. Tan pronto llegaban,
Cipriano se arrojaba <strong>de</strong>l carro, armaba el túmulo en el centro <strong>de</strong> la<br />
calle y colocaba encima los dos cadáveres. Disponían <strong>de</strong> una<br />
fórmula, acuñada por el uso, para llamar a la caridad a los<br />
viandantes, y Cipriano la ponía en práctica con gran propiedad:<br />
—Hermanos: aquí tenéis los cuerpos <strong>de</strong> dos <strong>de</strong>sdichados que pasaron<br />
a mejor vida sin conocer los beneficios <strong>de</strong> la amistad —<strong>de</strong>cía—.<br />
No les neguéis ahora el <strong>de</strong>recho a la tierra sagrada. Nuestro Señor<br />
nos or<strong>de</strong>nó ser hermanos <strong>de</strong>l pobre y <strong>de</strong>l pecador y únicamente si<br />
vemos en ellos al propio Cristo conoceremos el día <strong>de</strong> mañana el<br />
premio <strong>de</strong> la gloria. Ayudad a dar tierra a estos <strong>de</strong>sdichados.<br />
Algunos transeúntes cruzaban la calle y <strong>de</strong>positaban unos<br />
maravedíes en la ban<strong>de</strong>ja, al pie <strong>de</strong>l carrillo.<br />
Los tres colegiales se iban turnando en la llamada a la caridad <strong>de</strong><br />
los ciudadanos. A veces, como ocurría con Cipriano, intercalaban en<br />
el texto frases nuevas, originales, <strong>de</strong> efectos patéticos: no conocieron<br />
el amor <strong>de</strong> sus semejantes. O bien:<br />
no escucharon nunca la voz <strong>de</strong>l Señor. O bien: vivieron abandonados<br />
como perros.<br />
Cipriano intuía que la última frase que comparaba a los difuntos<br />
con los perros movía antes el corazón <strong>de</strong> las mujeres que el <strong>de</strong> los<br />
hombres y, en cambio, afectaba más a éstos el hecho <strong>de</strong> que no<br />
hubieran tenido oportunidad <strong>de</strong> escuchar la voz <strong>de</strong>l Señor. De<br />
cuando en cuando, “el Niño”, Claudio, “el Obeso”, y Cipriano,<br />
alineados tras el carro, intercalaban las letanías <strong>de</strong>dicadas a los<br />
difuntos. Claudio, el Obeso, las cantaba y los otros dos respondían:<br />
—Sancta María...<br />
—Ora pro nobis.<br />
—Sancta Dei Genitrix.<br />
—Ora pro nobis.<br />
—Sancta Virgo Virginum.<br />
—Ora pro nobis.<br />
—Sancte Michael.
—Ora pro nobis...<br />
Al terminar, <strong>de</strong>jaban transcurrir un rato en silencio, alineados tras<br />
el túmulo. Si acaso Cipriano veía aproximarse un grupo <strong>de</strong> mujeres,<br />
sacaba la voz <strong>de</strong> ventrílocuo y clamaba:<br />
—Hermanos, una caridad para con estos <strong>de</strong>sdichados que<br />
<strong>de</strong>sconocieron las mieles <strong>de</strong> la fraternidad y vivieron abandonados<br />
como perros.<br />
Las mujeres cesaban en sus comadreos y <strong>de</strong>positaban unas flacas<br />
monedas en la ban<strong>de</strong>ja, a raíz <strong>de</strong> lo cual, Claudio, “el Obeso”,<br />
estimulado por el donativo, iniciaba <strong>de</strong> nuevo la cantinela:<br />
—Hermanos, una caridad para estos <strong>de</strong>sdichados...<br />
Transcurrida una hora larga en la primera posa, Cipriano volvía a<br />
colocar los cadáveres en el carrito y, conducidos por “el Niño”,<br />
armaban sucesivamente el túmulo en las calles Huelgas, Zurradores<br />
y Espolón Viejo para repetir el mismo rito. Al concluir enterraban a<br />
los muertos en la iglesia indicada por el enano Miguel y, <strong>de</strong> vuelta al<br />
colegio, <strong>de</strong>positaban en el Arca <strong>de</strong> las Limosnas <strong>de</strong> la capilla los<br />
donativos recibidos en su recorrido por la villa.<br />
Los limosneros cerraban la jornada, ya entrada la noche, con el<br />
toque <strong>de</strong> Ánimas. Las campanadas, lentas y melancólicas, ponían en<br />
movimiento a todos los campanarios <strong>de</strong> la ciudad, en lo que los<br />
fieles <strong>de</strong> la villa llamaban |la hora <strong>de</strong> los muertos|.<br />
Cipriano solía caer rendido en su cama. <strong>El</strong> dormitorio, alargado, con<br />
dos hileras <strong>de</strong> camas estrechas, se alumbraba con un candil que “el<br />
Escriba” apagaba antes <strong>de</strong> retirarse. Las ventanas sin cortinas<br />
<strong>de</strong>jaban entrar un resplandor lechoso <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el río. Y en invierno, el<br />
frío era tan riguroso que Claudio, “el Obeso”, juraba que al<br />
<strong>de</strong>spertarse tenía escarcha entre los pelos <strong>de</strong> las cejas. Salvo algún<br />
aullido <strong>de</strong> “el Corcel” los alumnos llegaban tan fatigados que, una<br />
vez puestos los camisones blancos, caían literalmente dormidos en<br />
sus camastros. De ahí la sorpresa <strong>de</strong> Cipriano en su última noche <strong>de</strong><br />
limosnero cuando oyó un bisbiseo en la punta <strong>de</strong>l dormitorio que fue<br />
transmitiéndose <strong>de</strong> cama en cama, como una contraseña. A “Tito<br />
Alba”, en la cama <strong>de</strong> enfrente, le oyó claramente susurrar:<br />
—”Niño”, “el Corcel” te necesita.<br />
Oyó revolverse a Claudio, “el Obeso”, a su lado, y repetir el recado:
—”Niño”, “el Corcel” te necesita.<br />
Una sombra cruzó la leve claridad <strong>de</strong> las ventanas en dirección <strong>de</strong>l<br />
primer susurro. Luego crujieron en la esquina los muelles <strong>de</strong> la cama<br />
<strong>de</strong> “el Corcel”, mientras se oían en la gran sala cuchicheos y risas<br />
apagadas. Al cabo <strong>de</strong> un rato, la sombra volvió a cruzar el<br />
dormitorio en sentido contrario y todo quedó en silencio.<br />
A la mañana siguiente Cipriano preguntó a “Tito Alba” qué hacía “el<br />
Corcel” con “el Niño” en el dormitorio. “Tito” le miró con sus ojos<br />
<strong>de</strong>sorbitados, <strong>de</strong> párpados cortos:<br />
—”Mediarroba”, ¿es cierto que te has caído <strong>de</strong> un nido o sólo lo<br />
aparentas?<br />
No le dijo más, por lo que Cipriano recurrió a Claudio, “el Obeso”:<br />
—Te lo pue<strong>de</strong>s figurar —fue su respuesta—, cuando tiene necesidad,<br />
“el Corcel” recurre a “el Niño”.<br />
Es lo más parecido a una mujer que tenemos en el colegio.<br />
José, “el Rústico”, terminó <strong>de</strong> informarle. “<strong>El</strong> Rústico” procedía <strong>de</strong><br />
Tierra <strong>de</strong> Pinares y no sabía disimular su aire rural, ni su necedad.<br />
Era un ser primitivo y cándido. Le costaba recordar las oraciones y<br />
en los dictados en romance apenas escribía cuatro palabras<br />
seguidas. Pero como compañero resultaba franco y comunicativo.<br />
Cipriano le preguntó por qué toleraba “el Niño” los abusos <strong>de</strong> “el<br />
Corcel”. <strong>El</strong> rostro <strong>de</strong> “el Rústico” lo <strong>de</strong>cía todo:<br />
—Es el que manda —explicó—.<br />
¿No te has fijado que <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> “el Escriba”, es “el Corcel” quien<br />
manda aquí?<br />
En la clase <strong>de</strong> latín corrió la voz <strong>de</strong> que al día siguiente no habría<br />
doctrina porque tenían entierro. Las plegarias <strong>de</strong> los expósitos eran<br />
muy apreciadas en la villa. Sus voces, perdido el tono infantil y sin<br />
fraguar todavía el adulto, bien armonizadas por “el Escriba”,<br />
constituían el pasaporte <strong>de</strong>seado por muchos ciudadanos para el<br />
tránsito. Las disposiciones testamentarias requerían a menudo la<br />
presencia <strong>de</strong> los colegiales en el entierro a cambio <strong>de</strong> una limosna. Y<br />
los expósitos uniformados, limpias las botas <strong>de</strong> carnero, alineados<br />
en dos filas y con la antorcha en la mano, acompañaban al difunto<br />
hasta su última morada.
Así ocurrió en el entierro <strong>de</strong>l caballero don Tomás <strong>de</strong> la Colina, en<br />
cuyo testamento rogaba a los expósitos sus oraciones a cambio <strong>de</strong> un<br />
pingüe juro para el colegio.<br />
”<strong>El</strong> Escriba” hizo saber a los alumnos la generosa disposición <strong>de</strong>l<br />
difunto y los estimuló a comportarse con entusiasmo y esmero en el<br />
sufragio. Con aire contrito y las antorchas encendidas, los expósitos<br />
acompañaron al cadáver, escuchando fervorosamente la salmodia<br />
<strong>de</strong> los clérigos: “el Miserere” y el “De Profundis”. Una vez en la<br />
iglesia, formados en torno al difunto, asistieron al funeral y, al<br />
concluir la epístola, “el Escriba” levantó la batuta y les dio el tono<br />
para iniciar el “Dies irae”:<br />
Dies irae, dies illa,<br />
Solvet saeclum in favilla:<br />
Teste David cum Sibylla.<br />
Quantus tremor est futurus,<br />
Quando Ju<strong>de</strong>x est venturus,<br />
Cuncta stricte discussurus!<br />
Tuba mirum spargens sonum<br />
Per sepulcra regionum,<br />
Coget omnes ante thronum.<br />
Terminada la misa, conforme se procedía al enterramiento <strong>de</strong>l<br />
cadáver, los expósitos, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el presbiterio, entonaron las letanías<br />
<strong>de</strong> intercesión <strong>de</strong> Todos los Santos, guiados por la bien timbrada voz<br />
<strong>de</strong> “Tito Alba”:<br />
—Sancte Petre.<br />
—Ora pro nobis.<br />
—Sancte Paule.<br />
—Ora pro nobis.<br />
—Sancte Andrea.<br />
—Ora pro nobis.<br />
—Sancte Joannes.<br />
—Ora pro nobis.<br />
—Omnes Sancti Apostoli et Evangelistae.
—Orate pro nobis.<br />
La gente se aprestaba a manifestar su condolencia a los <strong>de</strong>udos en<br />
tanto los expósitos terminaban su letanía. En el templo reinaba un<br />
pesado hedor mezcla <strong>de</strong>l sudor <strong>de</strong> los fieles, el humo <strong>de</strong> las<br />
antorchas y el tufo <strong>de</strong> corrupción <strong>de</strong> los enterrados en él. Pero por<br />
encima <strong>de</strong> todo vibraba la voz <strong>de</strong> contralto <strong>de</strong> “Tito Alba”:<br />
—Ut mnibus benefactoribus nostris sempiterna bona retribuas.<br />
—Te rogamus audi nos.<br />
—Ut frutus terrae dare, et conservare digneris.<br />
—Te rogamos audi nos.<br />
—Ut omnibus fi<strong>de</strong>libus <strong>de</strong>functis requiem aeternam donare digneris.<br />
—Te rogamus audi nos.<br />
—Ut nos exaudire digneris.<br />
—Te rogamus audi nos.<br />
Cesó la cantinela <strong>de</strong> los colegiales y, como colofón, el coro y los<br />
sacristanes entonaron el último responso:<br />
—Libera me Domine <strong>de</strong> morte aeterna, in die illa tremenda, quando<br />
movendi sunt coeli et terra, dum veneris judicare saeculum per<br />
ignen.<br />
Los expósitos, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el altar, hicieron una profunda reverencia a los<br />
<strong>de</strong>udos <strong>de</strong> don Tomás <strong>de</strong> la Colina antes <strong>de</strong> salir <strong>de</strong>l templo, <strong>de</strong> uno<br />
en uno, levantando las antorchas por encima <strong>de</strong> sus cabezas.<br />
Cipriano no <strong>de</strong>scubrió a su tío Ignacio hasta que se puso a su lado y<br />
notó su mano en el hombro.<br />
A su contacto se estremeció. Don Ignacio era para él un pariente<br />
mudo que tampoco osaba afrontar nunca los ojos <strong>de</strong> su hermano.<br />
Era afable pero no se podía esperar <strong>de</strong> él nada <strong>de</strong>cisivo. Sin<br />
embargo, no le pasó inadvertida la mirada <strong>de</strong> entendimiento que<br />
cambió con “el Escriba”. Y cuando sus compañeros apagaron las<br />
antorchas y formaron en filas para regresar al colegio, él los siguió<br />
a distancia en compañía <strong>de</strong> su tío. Don Ignacio se inclinó<br />
ligeramente hacia él:
—¿Estás contento en el colegio, te gusta estudiar?<br />
Asintió sin palabras para evitar el titubeo. No veía razones para<br />
confiarse a él. Seguramente sería un enviado <strong>de</strong> su padre. La voz <strong>de</strong><br />
don Ignacio Salcedo se hizo aún más untuosa:<br />
—No sé si sabes que yo presido el patronato que administra este<br />
colegio y soy miembro <strong>de</strong> la Cofradía a la que pertenece.<br />
—E... eso dicen, sí señor.<br />
—Pero ignoras que en la última reunión <strong>de</strong> la Comisión <strong>de</strong> Diputados<br />
me han dado informes favorables <strong>de</strong> ti. Número uno en doctrina,<br />
latín y escritura, notable en tablas <strong>de</strong> cálculo. Intachable en<br />
urbanidad y disciplina. ¿Crees que eso se pue<strong>de</strong> mejorar?<br />
<strong>El</strong> muchacho encogió los hombros. Su tío prosiguió:<br />
—Todo eso es importante, Cipriano. Ante un cuadro así no tengo más<br />
remedio que hablar con tu padre y exponerle la situación.<br />
¿Te gustaría <strong>de</strong>jar el colegio y volver a casa?<br />
A don Ignacio Salcedo le sorprendió la resolución <strong>de</strong>l chico:<br />
—No —dijo—. Me gusta el colegio. Tengo amigos aquí.<br />
—Eso me preocupa, hijo. Tus compañeros son niños sin padres, sin<br />
modales, ni educación. Por lo <strong>de</strong>más ya sabes lo que te espera.<br />
Otros dos años en sus aulas y el día <strong>de</strong> mañana trabajar en el oficio<br />
que elijas hasta la muerte. Ése es tu porvenir.<br />
—También puedo ingresar en la Escuela <strong>de</strong> Gramática <strong>de</strong>l Cabildo —<br />
objetó el muchacho—. Todo <strong>de</strong>pen<strong>de</strong> <strong>de</strong> mi expediente.<br />
—Cierto, Cipriano. Ya veo que te has informado bien. Y no olvi<strong>de</strong>s el<br />
Centro <strong>de</strong> Latinidad si <strong>de</strong>ci<strong>de</strong>s ser sacerdote. ¿Te gustaría ser<br />
sacerdote?<br />
<strong>El</strong> muchacho vareaba el aire con el palo <strong>de</strong> la antorcha y luego la<br />
utilizaba como bastón. Primero <strong>de</strong>negó con la cabeza y luego dijo<br />
rotundamente:<br />
—No.
—Y ¿doctorarte en Leyes?<br />
Tienes buena cabeza, dominas la sintaxis latina, escribes <strong>de</strong> corrido<br />
el romance... Podrías ser un buen letrado el día <strong>de</strong> mañana. Tu<br />
padre te <strong>de</strong>jará una fortuna importante y tuyo será también lo que<br />
hoy es mío. Pero al dinero hay que ennoblecerlo. <strong>El</strong> dinero en sí no<br />
tiene importancia y menos aún si no se <strong>de</strong>be a tu esfuerzo.<br />
Habían salido <strong>de</strong> la Puerta <strong>de</strong>l Campo y <strong>de</strong>scendían hacia el nuevo<br />
barrio <strong>de</strong> las Tenerías, al fondo <strong>de</strong>l cual estaba el colegio. Olía<br />
fuerte a cuero y tinturas y, entre la muralla y el barrio, se veía<br />
correr al Pisuerga en ejarbe. Cipriano levantó los ojos y contempló la<br />
piel rojiza, lampiña, <strong>de</strong> su tío Ignacio, su mirada insegura, pero fija<br />
en él.<br />
—No sé —dijo al fin—. Falta mucho tiempo. Tendré que pensarlo.<br />
—Eso está bien. No es bueno precipitarse pero <strong>de</strong>bes ir<br />
reflexionando. Dos años pasan enseguida, antes <strong>de</strong> que lo que tú<br />
piensas, y para entonces sería conveniente que hubieras tomado una<br />
<strong>de</strong>terminación.<br />
Doblaron la última esquina y don Ignacio se precipitó:<br />
—Una cosa voy a rogarte, Cipriano: que tu padre no se entere <strong>de</strong><br />
nuestro encuentro ni <strong>de</strong> nuestra conversación. Él no <strong>de</strong>be saber nada<br />
<strong>de</strong> esto. ¿Te escribe?<br />
—No —dijo Cipriano.<br />
Don Ignacio vaciló al <strong>de</strong>spedirse. No era ya un niño para besarle y<br />
a<strong>de</strong>más él era para el muchacho casi, casi un <strong>de</strong>sconocido.<br />
Le tomó por los hombros, se inclinó ligeramente, luego se en<strong>de</strong>rezó,<br />
le soltó y le tendió su mano anillada. Lo había pensado mejor:<br />
—Adiós, Cipriano —dijo—. Sigue estudiando. Aprovecha las<br />
enseñanzas <strong>de</strong> don Lucio, es un gran maestro. Nunca te arrepentirás<br />
<strong>de</strong> haberlo hecho.<br />
__________________________<br />
__________________________
VI<br />
Por segundo año consecutivo <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su ingreso en el colegio, llegado<br />
agosto, Cipriano participó en la Ceremonia <strong>de</strong> las Eras acompañado<br />
<strong>de</strong> dos condiscípulos y dos cofra<strong>de</strong>s <strong>de</strong> la Santísima Trinidad. La<br />
clase, dividida en grupos, visitaba las eras que ro<strong>de</strong>aban la villa y<br />
pedían a Dios |prieta espiga y grano abundante|. A los muchachos<br />
les divertía tomar contacto con los labriegos, trillar, azuzar a las<br />
mulas, montar en pollino y beber <strong>de</strong>l botijo. Rezado el Pater Noster y<br />
las letanías rituales, los campesinos les entregaban unos fardillos<br />
<strong>de</strong> trigo que ellos, al llegar al colegio, <strong>de</strong>positaban en el Arca <strong>de</strong> las<br />
Limosnas y, al día siguiente, en el mercado, lo convertían en dinero<br />
contante y sonante. Cipriano, en compañía <strong>de</strong> “Tito Alba” y <strong>de</strong> un<br />
nuevo compañero, a quien apodaban “Gallofa”, quedó a un celemín<br />
<strong>de</strong> distancia <strong>de</strong>l grupo más aprovechado y fue elogiado por “el<br />
Escriba” al iniciarse la clase.<br />
Para entonces, Cipriano había empezado ya con sus escrúpulos <strong>de</strong><br />
conciencia. Atendía con sus cinco sentidos a las clases <strong>de</strong> doctrina y<br />
religión, pero <strong>de</strong> su atención no <strong>de</strong>rivaba una tranquilidad<br />
espiritual. Es más, se le antojaba que su formación religiosa <strong>de</strong>jaba<br />
mucho que <strong>de</strong>sear. <strong>El</strong> padre Arnaldo les hablaba <strong>de</strong> la oración vocal<br />
y <strong>de</strong> la oración mental y se inclinaba por aquélla siempre que la<br />
concentración <strong>de</strong>l orante fuese completa. A Nuestro Señor no<br />
<strong>de</strong>bemos <strong>de</strong>jarlo solo, les <strong>de</strong>cía el padre Arnaldo.<br />
Podéis aprovechar el recreo para hacerle una visita. Cipriano<br />
comenzó a visitar la capilla durante el recreo. Se trataba <strong>de</strong> una<br />
vieja costumbre que algunos alumnos acataban. A él le gustaban el<br />
vacío y el silencio <strong>de</strong>l templo, don<strong>de</strong> apenas llegaba el alboroto <strong>de</strong><br />
sus compañeros en el patio. Reclinado <strong>de</strong> rodillas, en el banco <strong>de</strong><br />
ma<strong>de</strong>ra, Cipriano tenía a flor <strong>de</strong> labios dos peticiones obsesivas:<br />
Minervina y su futuro una vez pasada la etapa colegial. Mientras<br />
oraba, se mantenía sereno. Era al marchar y tomar agua bendita en<br />
la pequeña pila, a la puerta <strong>de</strong> la capilla, cuando surgían las dudas:<br />
al rezar y santiguarse ¿había pensado en el sacrificio <strong>de</strong> Nuestro<br />
Señor o en el juego <strong>de</strong> zancos que le aguardaba en el patio? La duda<br />
se hacía cada vez más honda y corrosiva. Y si la daba <strong>de</strong> lado para<br />
entregarse al juego, los escrúpulos ya no le abandonaban el resto <strong>de</strong><br />
la mañana.<br />
Entonces resolvía retornar a la capilla y signarse otra vez con agua<br />
bendita, muy <strong>de</strong>spacio y pensando en lo que hacía. Pero este gesto<br />
tampoco le apaciguaba. Al salir al patio regresaban las dudas sobre
su concentración y volvía <strong>de</strong> nuevo a la capilla a tomar agua y<br />
santiguarse con lentitud, <strong>de</strong>teniéndose fervorosamente en los cuatro<br />
movimientos esenciales. Mas, acor<strong>de</strong> siempre con las predicaciones<br />
<strong>de</strong>l padre Arnaldo, llegó a la conclusión <strong>de</strong> que sus peticiones eran<br />
inevitablemente egoístas: pedía por él, para solucionar su vida el día<br />
<strong>de</strong> mañana y pedía por Minervina, único ser al que amaba en este<br />
mundo. Entonces <strong>de</strong>cidió pedir también por “el Corcel”, para que no<br />
se hiciera pajas en el paseo, ni obligara a “el Niño” a ir a su cama<br />
cada vez que lo necesitaba. Y por “Tito Alba” por quien empezaba a<br />
sentir afecto. Paso a paso fue añadiendo peticiones (por “el Rústico”<br />
para que se le abrieran las vías <strong>de</strong>l entendimiento, por “el Escriba”<br />
para que supiera guiarlos con tino, o por <strong>El</strong>iseo, el ex alumno <strong>de</strong> la<br />
Tenería, para que su patrono cumpliese los términos <strong>de</strong>l contrato) <strong>de</strong><br />
forma que sus visitas a la capilla empezaron a durar tanto como los<br />
recreos. De esta manera Cipriano no encontraba tiempo para<br />
<strong>de</strong>sfogarse y el sábado, en las reconciliaciones con el padre Toval,<br />
que confesaba en dos reclinatorios encarados y cubría, con un<br />
inmaculado pañuelo blanco, los rostros <strong>de</strong> confesor y penitente,<br />
reconocía que sus peticiones a Nuestro Señor seguían siendo<br />
egoístas por la sencilla razón <strong>de</strong> que con ellas no buscaba la paz o<br />
la felicidad <strong>de</strong> sus compañeros sino su tranquilidad <strong>de</strong> conciencia.<br />
<strong>El</strong> padre Toval le animaba a perseverar, a pensar menos en sí mismo<br />
y en las causas que movían sus actos, y un buen día, para ayudarle,<br />
le hizo un rápido examen a través <strong>de</strong> los mandamientos. Mas cuando<br />
llegó al cuarto, honrar padre y madre, Cipriano le dijo al padre<br />
Toval que su madre había muerto al nacer él y que a su padre le<br />
odiaba con todas sus potencias y sentidos. Aquí sí encontró el<br />
confesor materia grave y, pese a que Cipriano le habló <strong>de</strong> sus<br />
terribles miradas y <strong>de</strong> sus vejaciones, no justificó su aversión hacia<br />
él. <strong>El</strong> padre nos ha engendrado y sólo por eso ya merece nuestro<br />
aprecio. ¿Cómo amar a Nuestro Señor en el cielo si no amábamos a<br />
nuestro padre en la tierra? Los vagos escrúpulos <strong>de</strong> Cipriano iban<br />
concretándose ahora: no era tanto por “el Corcel” por quien tenía<br />
que rezar como por su padre y por sus sentimientos hacia él. Dejó el<br />
confesionario con las orejas rojas y aturdido. En lo sucesivo mentaba<br />
a su padre en las visitas a la capilla durante los recreos, pero lo<br />
hacía maquinalmente, no porque le amase sino porque el padre<br />
Toval se lo había indicado así. Sus escrúpulos se endurecían: yo no<br />
puedo amar y odiar a una persona al mismo tiempo, se <strong>de</strong>cía. Y al<br />
pensar en su padre veía su mirada bellaca, heridora, y comprendía<br />
que su oración por él carecía <strong>de</strong> sentido. Dejó <strong>de</strong> ir a comulgar. Su<br />
amigo “Tito Alba” notó su cambio y, en un paseo por la ciudad, le<br />
preguntó por la razón. O... odiar es un pecado, ¿no es cierto, “Tito”?<br />
Cierto, dijo éste. Y odiar al padre todavía es un pecado más grave,<br />
¿verdad? “Tito Alba” se encogió <strong>de</strong> hombros: yo no sé lo que es un<br />
padre, dijo. ¿Y qué puedo hacer yo si el odio nace en mi corazón con
sólo pensar en él? Bueno, dijo “Tito”, reza para que eso no suceda.<br />
Pero si a pesar <strong>de</strong> todo suce<strong>de</strong> y yo no lo puedo remediar, ¿voy a<br />
consumirme en el infierno solamente por odiar a mi padre sin<br />
quererlo? “Tito Alba” titubeaba. Sus ojos <strong>de</strong>sorbitados, <strong>de</strong> párpados<br />
cortos, eran sin embargo cálidos y mansos. No se parecían a los <strong>de</strong><br />
don Bernardo. Dijo con poca voz: habla con el padre Toval. Cipriano<br />
se apresuró: lo hago todos los sábados. A “Tito Alba” le abrumaba el<br />
pesar <strong>de</strong> su amigo. Encontró un alivio al mirar a la pareja <strong>de</strong><br />
compañeros que los precedía: mira, dijo, ya está el guarro <strong>de</strong> “el<br />
Corcel” haciéndose una paja. Por él sí <strong>de</strong>bes rezar.<br />
Cipriano manoteaba excitado: pero tampoco pue<strong>de</strong>s echar sobre ti<br />
todos los pecados <strong>de</strong>l mundo, toda su porquería, ¿no es cierto?<br />
También el padre Toval advirtió su <strong>de</strong>sconcierto. Hablaron <strong>de</strong> los<br />
pecados que no producían placer sino dolor, como odiar o envidiar.<br />
<strong>El</strong> padre Toval llegó a <strong>de</strong>cirle que ofreciera a Dios el asco <strong>de</strong> su odio<br />
como una expiación, pero a Cipriano no le convencía. S...<br />
sería engañarme, padre, me engañaría a mí mismo y engañaría<br />
también a Dios. Ofrecerle mi odio sería envilecerme.<br />
<strong>El</strong> tercer año en el colegio resultó inquietante para Cipriano.<br />
Pese a la buena relación que mantenía con la mayor parte <strong>de</strong> los<br />
alumnos, <strong>de</strong> su aprovechamiento en las clases no se sentía<br />
satisfecho.<br />
Y no sólo eran sus escrúpulos <strong>de</strong> conciencia lo que le agobiaba.<br />
Empezó a atormentarle la injusticia humana, el hecho <strong>de</strong> que don<br />
Bernardo pudiera pagar la beca <strong>de</strong> tres compañeros que, por<br />
añadidura, <strong>de</strong>sconocían a su padre, para que él pudiera estudiar; el<br />
que “el Niño” tuviera que acudir a las llamadas <strong>de</strong> “el Corcel”<br />
aunque no le apeteciera y que aceptara ser humillado<br />
periódicamente porque carecía <strong>de</strong> po<strong>de</strong>r; el que su carne empezase a<br />
<strong>de</strong>spertar y notase una extraña fuerza que transformaba su cuerpo y<br />
cuyas exigencias se imponían a su voluntad. Entonces empezó a<br />
compren<strong>de</strong>r a “el Corcel”, aunque aborreciera la violencia que<br />
ejercía sobre “el Niño”, para complacerse a sí mismo. Estas<br />
noveda<strong>de</strong>s modificaban su carácter, sentía arrebatos <strong>de</strong> agresividad,<br />
vivía en permanente <strong>de</strong>scontento consigo mismo. A veces, él mismo<br />
se sorprendía al arrogarse un papel justiciero que nadie le atribuía,<br />
como la noche que <strong>de</strong>tuvo a “el Niño” en la penumbra <strong>de</strong>l dormitorio<br />
cuando sumisamente acudía a la llamada <strong>de</strong> “el Corcel”:
—”Corcel”, no le esperes. “<strong>El</strong> Niño” no va contigo esta noche —dijo.<br />
Pero, <strong>de</strong> pronto, en el extremo <strong>de</strong>l dormitorio, se produjo un gran<br />
revuelo. Al leve resplandor que subía <strong>de</strong>l río divisó a “el Corcel” en<br />
camisón, corriendo entre las dos filas <strong>de</strong> camas para meterse<br />
finalmente en la suya. Sintió su salvaje aliento, sus palabrotas, su<br />
dureza viril, sus brazos <strong>de</strong>smañados abrazándole, y entonces<br />
Cipriano, con gran serenidad, flexionó la pierna, le propinó un<br />
rodillazo en los testículos y le empujó con todas sus fuerzas hasta<br />
arrojarle fuera <strong>de</strong> la cama. Durante unos minutos se escucharon los<br />
quejidos <strong>de</strong> “el Corcel” en el suelo, como los <strong>de</strong> un perro apaleado.<br />
En el dormitorio había una tensión que se cortaba. Paulatinamente<br />
“el Corcel” se incorporó y le dijo a Cipriano en la penumbra con las<br />
manos en el vientre:<br />
—Mañana, en el recreo, te espero en el patio.<br />
En el patio, en la esquina que formaba con el gimnasio, a cubierto <strong>de</strong><br />
miradas indiscretas, se dirimían las peleas entre los escolares. <strong>El</strong><br />
pleno <strong>de</strong>l alumnado se reunía allí, ante un <strong>de</strong>safío, ro<strong>de</strong>ando a los<br />
contendientes. Por si los alicientes fueran pocos, era la primera vez<br />
que “el Corcel” peleaba en el colegio. Nadie había osado nunca<br />
enfrentarse a él. La actitud <strong>de</strong> los luchadores esta mañana era<br />
distinta. Mientras “el Corcel”, con sus brazos largos y <strong>de</strong>sgarbados,<br />
aspiraba a hacer presa en el cuello <strong>de</strong> “Mediarroba” y voltearle, éste<br />
le esperaba a distancia, sin <strong>de</strong>jarle aproximar. A Cipriano le daba<br />
ventaja su viveza. En lo que “el Corcel” levantaba un brazo, los<br />
puñitos pequeños y duros como piedras <strong>de</strong> Salcedo se disparaban<br />
tres veces sobre la nariz <strong>de</strong> su adversario. Los compañeros<br />
observaban la pelea en silencio. A veces, un comentario: ¿te fijas<br />
cómo pega “Mediarroba”? Y Claudio, “el Obeso”, trataba <strong>de</strong> explicar<br />
a todos, uno por uno, que “Mediarroba” cargaba con los muertos <strong>de</strong>l<br />
Hospital <strong>de</strong> la Misericordia sin ayuda <strong>de</strong> nadie y tenía unos<br />
músculos <strong>de</strong> acero. Cipriano lanzó su puño <strong>de</strong>recho una vez más<br />
sobre el rostro bobalicón <strong>de</strong> “el Corcel” y éste empezó a sangrar por<br />
la nariz.<br />
Claudio, “el Obeso”, volvió a repetir que “Mediarroba” tenía mucha<br />
fuerza, y éste daba vueltas en torno al grandullón y se agachaba,<br />
esquivándole, cada vez que trataba <strong>de</strong> asirle por el cuello. “<strong>El</strong><br />
Corcel” resistió un par <strong>de</strong> puñetazos más. Era como ver<br />
representada, al cabo <strong>de</strong>l tiempo, la <strong>de</strong>sigual lucha <strong>de</strong> David contra<br />
Goliat. Y David era aquel muchachito reducido, bajo para su edad,<br />
pero con una agilidad pasmosa y una dureza <strong>de</strong> mármol. <strong>El</strong> sayo <strong>de</strong><br />
“el Corcel” se llenaba <strong>de</strong> sangre y, entre dientes, provocaba a su<br />
rival llamándole enano y cacho cabrón, pero “Mediarroba” no caía
en la trampa, evitaba lanzarse sobre él a ciegas, y guardaba las<br />
distancias. Sus puñetazos eran como las picadas molestas <strong>de</strong> un<br />
insecto que iban minando la moral <strong>de</strong>l otro. Y cuando, al cabo <strong>de</strong><br />
cinco minutos, “el Corcel” se olvidó <strong>de</strong> su guardia y atacó<br />
abiertamente a su contrincante persuadido <strong>de</strong> que era un alfeñique,<br />
Cipriano le recibió con un puñetazo en el pómulo <strong>de</strong>recho que le hizo<br />
tambalear. Al golpe siguiente, “el Corcel” hincó una rodilla en tierra<br />
pero, como avergonzado <strong>de</strong> su <strong>de</strong>bilidad, se recuperó<br />
inmediatamente y echó su brazo <strong>de</strong>recho hacia <strong>de</strong>lante tratando <strong>de</strong><br />
hacer presa en su enemigo. Cipriano, sin embargo, se agachó, reculó<br />
a tiempo y, cuando “el Corcel” trastabillaba, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> su esfuerzo<br />
fallido, volvió a sacudirle dos golpes en la nariz y “el Corcel” se<br />
apartó ja<strong>de</strong>ando y tratando <strong>de</strong> restañar la sangre con sus manos.<br />
Nadie hablaba, pero como “el Corcel” no pareciera tener intenciones<br />
<strong>de</strong> reanudar la pelea, “Tito Alba” se acercó a él y le dijo:<br />
—”Corcel”, ve a cambiarte el sayo antes <strong>de</strong> que te vea “el Escriba”.<br />
Le acompañó al dormitorio, mientras Cipriano componía su figura.<br />
Vio alejarse a “el Corcel”, auxiliado por “Tito Alba”, y, entonces, sí,<br />
entonces los compañeros le ro<strong>de</strong>aron preguntándole por su fuerza, le<br />
tocaban la bola, y él se levantaba la pernera <strong>de</strong>l pantaloncillo <strong>de</strong><br />
lona, estiraba la pierna y les mostraba los músculos <strong>de</strong> los muslos<br />
tensos y alargados como cables.<br />
Al sábado siguiente, “Mediarroba” se acusó <strong>de</strong> su pecado:<br />
—He golpeado a un compañero hasta hacerle sangrar, padre —dijo.<br />
—¿Es posible, hijo? ¿No sabes que incluso el más <strong>de</strong>spreciable <strong>de</strong> los<br />
hombres es templo vivo <strong>de</strong>l Espíritu Santo?<br />
—Ofendía a los <strong>de</strong>más, padre; es un matón.<br />
—Y ¿quién es ese compañero tuyo? ¿Es <strong>de</strong>l colegio?<br />
—No puedo <strong>de</strong>cirle más.<br />
En la siguiente clase <strong>de</strong> doctrina, el padre Arnaldo se refirió a su<br />
labor <strong>de</strong> enseñante y a la obligación <strong>de</strong> los alumnos <strong>de</strong> apren<strong>de</strong>r sus<br />
enseñanzas para po<strong>de</strong>r auxiliar el día <strong>de</strong> mañana a algún semejante<br />
<strong>de</strong>scarriado. Eran, poco más o menos, las mismas palabras que<br />
había empleado Minervina cuando le enseñaba a rezar. Si tú te<br />
con<strong>de</strong>nas por no saber, tesoro, yo me con<strong>de</strong>naré por no haberte<br />
enseñado.
Eran, veinte años más tar<strong>de</strong>, las mismas palabras <strong>de</strong> don Nicasio<br />
Celemín en Santovenia. Y Cipriano, al oír la admonición <strong>de</strong>l padre<br />
Arnaldo, pensó en “el Corcel”, se olvidó <strong>de</strong>l odio hacia su padre y su<br />
mente la ocupó la soledad tremenda <strong>de</strong> su compañero. Nadie le<br />
quería. Se propuso buscar el momento apropiado, aproximarse<br />
cordialmente a él, ayudarle. Y un día, en el paseo <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>, rogó a<br />
“el Rústico” que se pusiera junto a “Tito Alba” y le <strong>de</strong>jara a “el<br />
Corcel” por compañero.<br />
—¿Qué quieres ahora? —le dijo éste al verle a su lado.<br />
—Hablar contigo, “Corcel”.<br />
Pedirte disculpas por lo <strong>de</strong>l otro día. No quise lastimarte.<br />
—Y ¿a ti qué te importo yo?<br />
¡Ya te pue<strong>de</strong>s largar!<br />
—Me importan todos los mortales, “Corcel”. Debemos ayudarnos los<br />
unos a los otros.<br />
Dos mujeres jóvenes, con sendos capachos, se cruzaron con las filas<br />
<strong>de</strong> estudiantes. “<strong>El</strong> Corcel” se fijó en ellas y giró el rostro<br />
<strong>de</strong>scaradamente para contemplarlas por <strong>de</strong>trás, sus traseros<br />
ondulantes.<br />
Después se volvió hacia Cipriano:<br />
—¿Sabes qué te digo, “Mediarroba”?<br />
—¿Qué? —dijo Cipriano, esperanzado.<br />
—Que te vayas a tomar por el culo; quiero hacerme una paja.<br />
Cipriano aminoró el paso, fue rezagándose pero aún dijo<br />
tímidamente:<br />
—Volveré a buscarte, “Corcel”. Si algún día me necesitas, llámame.<br />
A la semana siguiente la villa se llenó <strong>de</strong> curas, seculares, regulares,<br />
canónigos y obispos. <strong>El</strong> primer día llegaron cuarenta o cincuenta,<br />
ciento sesenta el segundo y, en esta proporción, llegaron a alcanzar<br />
el millar y medio. <strong>El</strong> primer encuentro <strong>de</strong> los expósitos con los<br />
clérigos durante un paseo fue sonado. Los colegiales conservaban la<br />
piadosa costumbre <strong>de</strong> besar las manos que consagraban en señal <strong>de</strong>
espeto, pero en esta ocasión fueron tantas las por besar y tantos los<br />
labios que aspiraban a hacerlo, que se produjo un atasco en la calle<br />
<strong>de</strong> Santiago que tardó largo rato en <strong>de</strong>spejarse. Una vez en el<br />
colegio, “el Escriba” elogió su actitud, pero les rogó encarecidamente<br />
que omitieran estas <strong>de</strong>mostraciones <strong>de</strong> respeto en tanto durase la<br />
Conferencia. Era la centésima vez que oían mentar la Conferencia.<br />
La Conferencia era la consigna. Ante los nutridos grupos <strong>de</strong> clérigos,<br />
que mariposeaban por todas partes, los transeúntes <strong>de</strong>cían: van a la<br />
Conferencia o vienen <strong>de</strong> la Conferencia. No salían <strong>de</strong> ahí. Y en<br />
verdad las reuniones eran tantas, tan numerosas las comisiones,<br />
que las bandadas <strong>de</strong> clérigos que discurrían por las calles a todas<br />
horas in<strong>de</strong>fectiblemente procedían <strong>de</strong> la Conferencia o iban a ella.<br />
Durante meses la Conferencia lo llenó todo. En los conventos <strong>de</strong><br />
frailes y los monasterios <strong>de</strong> la villa y su alfoz no cabía un cura más.<br />
Las controversias teológicas que se producían en San Pablo, San<br />
Benito o San Gregorio se prolongaban hasta altas horas <strong>de</strong> la noche,<br />
o, como <strong>de</strong>cía el pueblo, no tenían fin. Las discusiones <strong>de</strong> la Plaza<br />
<strong>de</strong>l Mercado entre rústicos y artesanos subían fácilmente <strong>de</strong> tono. Y<br />
en el centro <strong>de</strong> tanta polémica y discusión, <strong>de</strong> tanta palabrería y<br />
alboroto, estaba la controvertida figura <strong>de</strong> Erasmo <strong>de</strong> Rotterdam, un<br />
ángel para algunos, un <strong>de</strong>monio para los <strong>de</strong>más. La pluma <strong>de</strong><br />
Erasmo había dividido al mundo cristiano y, por tanto, con ocasión<br />
<strong>de</strong> la Conferencia, en la villa se formaron dos bandos: los erasmistas<br />
y los antierasmistas.<br />
Pero esta división no se <strong>de</strong>jaba sentir únicamente en los colegios y<br />
conventos, sino en todas las instituciones, industrias, negocios y<br />
familias <strong>de</strong> la ciudad don<strong>de</strong> se reunieran más <strong>de</strong> dos personas.<br />
Tampoco el Hospital <strong>de</strong> Niños Expósitos se libró <strong>de</strong> la escisión y no<br />
sólo entre los profesores sino también entre los alumnos. Aunque<br />
ponían exquisito cuidado en no mostrar sus predilecciones, era <strong>de</strong>l<br />
dominio público que el padre Arnaldo era antierasmista y el padre<br />
Toval erasmista. <strong>El</strong> primero <strong>de</strong>cía: Lutero se ha criado a los pechos<br />
<strong>de</strong> Erasmo. Sin él nunca se hubiera llegado a esta situación,<br />
mientras el padre Toval sostenía que Erasmo <strong>de</strong> Rotterdam era<br />
exactamente el reformador que la Iglesia precisaba. Pero nunca se<br />
produjo entre ellos la menor fricción.<br />
Atendían con el mismo celo <strong>de</strong> siempre sus respectivos <strong>de</strong>beres pero<br />
jamás se enfrentaban entre sí.<br />
Esta distinta apreciación <strong>de</strong> las i<strong>de</strong>as erasmistas, que era la que<br />
dividía a los adultos, acabó imponiéndose igualmente entre los<br />
alumnos que una semana antes ignoraban incluso la existencia <strong>de</strong><br />
Erasmo.
Pero durante el tiempo que duró la Conferencia, los padres Arnaldo y<br />
Toval parecían los encargados <strong>de</strong> llevar al colegio las últimas<br />
noticias sobre la misma, arrimando discretamente el ascua a su<br />
sardina.<br />
—Los antierasmistas han puesto espías en las librerías para acusar<br />
<strong>de</strong> herejes a los lectores.<br />
—Virués ha dicho en la Conferencia que el inquisidor Manrique y el<br />
Emperador son partidarios <strong>de</strong> Erasmo.<br />
La villa, cuna <strong>de</strong> la Conferencia, se dividía, discutía, se acaloraba y,<br />
en la Plaza <strong>de</strong>l Mercado, junto a los puestos <strong>de</strong> hortalizas, al lado <strong>de</strong><br />
la gran tertulia popular, se improvisaban otras <strong>de</strong> intelectuales<br />
gesticulantes y excitados. La Corte, provisionalmente instalada en la<br />
ciudad, hacía sentirse protegidos a los erasmistas.<br />
Las tar<strong>de</strong>s <strong>de</strong> paseo, los expósitos se cruzaban con grupos <strong>de</strong> curas,<br />
gran<strong>de</strong>s grupos que comentaban las inci<strong>de</strong>ncias <strong>de</strong> la Conferencia a<br />
voz en cuello, prolongaban la controversia <strong>de</strong> los templos a la calle.<br />
Una mañana el padre Arnaldo cometió la impru<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong> solicitar<br />
un padrenuestro a los colegiales por la conversión <strong>de</strong> Erasmo. Los<br />
erasmistas protestaron y el padre Arnaldo cambió el objetivo <strong>de</strong> la<br />
oración: |para que Nuestro Señor ilumine a cuantos participan en la<br />
Conferencia|, dijo.<br />
Cipriano, con una instintiva simpatía hacia Erasmo, intervino<br />
activamente en su <strong>de</strong>fensa. A la salida <strong>de</strong> la capilla, Claudio, “el<br />
Obeso”, le preguntó:<br />
—¿Quién es ese tal Erasmo?<br />
—Un teólogo, un escritor, que piensa que la Iglesia <strong>de</strong>be ser<br />
reformada.<br />
En el otro extremo <strong>de</strong>l patio, “el Rústico” vociferaba: |¡Erasmo a la<br />
hoguera!|. En general, las tesis antierasmistas se orientaban en el<br />
sentido <strong>de</strong> que Lutero no hubiera existido si no hubiera existido<br />
Erasmo.<br />
Mediada la Conferencia, los expósitos creyeron enten<strong>de</strong>r que en las<br />
controversias dominaban las tesis erasmistas y que sus adversarios,<br />
el maestro Margalho, fray Francisco <strong>de</strong>l Castillo, fray Antonio <strong>de</strong><br />
Guevara, se batían en retirada. Pero pocos días más tar<strong>de</strong> el padre<br />
Arnaldo anunciaba que se estaba discutiendo el divorcio, que
Erasmo <strong>de</strong>fendía, y que la Conferencia y el pueblo se habían<br />
colocado frente a él. Pero entonces saltó a la palestra el maestro<br />
Ciruela, que por su posición y su apellido se había hecho popular, y<br />
manifestó que admitía que Erasmo <strong>de</strong> Rotterdam tuviera algunos<br />
errores pero que sus libros, en conjunto, habían aportado mucha luz<br />
sobre los cuatro evangelios y las epístolas <strong>de</strong> los Apóstoles. Era un<br />
pulso tenso el que se libraba en la Conferencia y la villa parecía una<br />
enorme caja <strong>de</strong> resonancia. Pero los principales adversarios <strong>de</strong><br />
Erasmo eran las ór<strong>de</strong>nes religiosas que él había puesto en solfa en<br />
su libro “Enchiridion”. Su lectura levantaba ampollas entre los<br />
frailes y las protestas <strong>de</strong>s<strong>de</strong> los púlpitos menu<strong>de</strong>aban, con lo que la<br />
agitación era mayor cada día y la masa iletrada pedía que la obra<br />
<strong>de</strong> Erasmo fuera con<strong>de</strong>nada a la hoguera. La disputa creció hasta<br />
límites <strong>de</strong> violencia cuando el maestro Margalho <strong>de</strong>nunció una<br />
mañana que Virués estaba en contacto con Erasmo y le informaba<br />
por carta, cada día, <strong>de</strong> los avatares <strong>de</strong> la Conferencia. Virués<br />
<strong>de</strong>fendió su <strong>de</strong>recho a comunicarse con el holandés objeto <strong>de</strong> la<br />
controversia y con esta paladina <strong>de</strong>claración los ánimos se<br />
encresparon.<br />
Los dos bandos, entre los alumnos <strong>de</strong>l colegio, llegaron a las manos<br />
una mañana en el recreo, en que unos y otros daban vivas y mueras<br />
y exigían la hoguera para el titular <strong>de</strong> la posición contraria.<br />
La pelea fue muy violenta y <strong>de</strong> ella salieron tres alumnos<br />
<strong>de</strong>scalabrados camino <strong>de</strong> la enfermería. <strong>El</strong> padre Arnaldo y “el<br />
Escriba” les hablaron al día siguiente <strong>de</strong>l respeto y la comprensión<br />
hacia el prójimo y les regañaron. Daba la impresión, sin embargo,<br />
que la controversia se iba inclinando <strong>de</strong>l lado <strong>de</strong> Erasmo y en contra<br />
<strong>de</strong> Lutero y el resultado parecía satisfacer al Papa y al Emperador.<br />
Y cuando los erasmistas, y en especial Carranza <strong>de</strong> Miranda,<br />
refutaron brillantemente la proposición <strong>de</strong> los frailes sobre el libre<br />
albedrío y las indulgencias, apoyándose en la propia obra<br />
erasmiana, la Biblia y los textos <strong>de</strong> los Santos Padres, la discusión<br />
quedó <strong>de</strong>cidida.<br />
Por aquellos días Valladolid se sintió sobresaltada por una<br />
preocupación <strong>de</strong> otro signo: un criado <strong>de</strong>l mariscal <strong>de</strong> Frómista que<br />
venía <strong>de</strong> camino, herido <strong>de</strong> una seca <strong>de</strong> pestilencia, infeccionó por<br />
contagio a tres criadas <strong>de</strong>l mariscal, todas ellas mozas, y los cuatro<br />
fallecieron en pocos días. Paralelamente, la sanidad <strong>de</strong>claró un<br />
enfermo <strong>de</strong> pestilencia en Herrera <strong>de</strong> Duero y una mujer en Dueñas.<br />
En pocas horas, en las esquinas <strong>de</strong> las calles, florecieron hogueras<br />
don<strong>de</strong> se quemaban tomillo, romero y flor <strong>de</strong> cantueso con objeto <strong>de</strong><br />
<strong>de</strong>purar el ambiente aunque las gentes caminaban <strong>de</strong>s<strong>de</strong> días<br />
tapándose la boca con el pañuelo. <strong>El</strong> Concejo nombró una Junta <strong>de</strong>
Comisionados para que informaran <strong>de</strong> la salud <strong>de</strong> la villa y <strong>de</strong> los<br />
pueblos próximos y echó mano <strong>de</strong> los dineros <strong>de</strong> las sisas <strong>de</strong>l vino y<br />
<strong>de</strong>l pan para organizar la <strong>de</strong>fensa contra la enfermedad. Publicó<br />
<strong>de</strong>spués un bando que los pregoneros divulgaron exigiendo limpieza<br />
en las calles, prohibiendo comer melones, calabazas y pepinos,<br />
|fácilmente impregnados por exhalaciones malignas|, y<br />
organizando la atención médica, botica y alimentos para los pobres,<br />
puesto que el hambre facilitaba el contagio <strong>de</strong> la enfermedad. En<br />
cambio los ricos se apresuraban a recoger sus enseres y objetos<br />
preciados y, por las noches, abandonaban furtivamente la villa en<br />
sus carruajes para instalarse en el campo, en sus casas <strong>de</strong> placer,<br />
junto a los ríos, en espera <strong>de</strong> que la epi<strong>de</strong>mia cediera. La peste<br />
había llegado <strong>de</strong> nuevo. La ciudad se organizaba para un largo<br />
asedio y un breve <strong>de</strong>l papa Clemente VII ponía fin “sine die” a la<br />
famosa Conferencia tras varios meses <strong>de</strong> <strong>de</strong>bates. Al propio tiempo<br />
la Corte se trasladó a Palencia y la Chancillería a Olmedo. Sin<br />
embargo, los casos <strong>de</strong> pestilencia, en principio, eran pocos en la<br />
villa: seis muertos, y la Junta <strong>de</strong> Comisionados, para no sembrar la<br />
alarma, hizo saber que seis muertos <strong>de</strong> peste |era cosa <strong>de</strong> burla| y<br />
que la epi<strong>de</strong>mia <strong>de</strong>bía ser algo distinto puesto que |la peste mataba<br />
a muchos|. Otros recordaban la abundancia <strong>de</strong> casos <strong>de</strong> sarampión<br />
en la última quincena y <strong>de</strong> este hecho sacaban los ciudadanos sus<br />
conclusiones: no era peste sino sarampión lo que pa<strong>de</strong>cían, aunque<br />
el sarampión actuaba siempre como heraldo <strong>de</strong> la peste.<br />
Lo cierto era que el mal avanzaba y la enfermedad se extendía muy<br />
<strong>de</strong>prisa. Los médicos eran insuficientes para aten<strong>de</strong>r tantos<br />
apestados y los curas para facilitarles atención espiritual. Los<br />
muertos, amontonados en carretas, eran conducidos a los atrios <strong>de</strong><br />
los templos para ser enterrados. <strong>El</strong> Concejo abrió en la ribera<br />
<strong>de</strong>recha <strong>de</strong>l Pisuerga cuatro nuevos hospitales, dos <strong>de</strong> ellos, el <strong>de</strong><br />
San Lázaro y el <strong>de</strong> los Desamparados, para enfermos graves, y<br />
movilizó las fuerzas activas, entre ellas a los colegiales <strong>de</strong> los<br />
Expósitos.<br />
Eran casi niños, apenas adolescentes, pero su orfandad les ponía a<br />
cubierto <strong>de</strong> toda reclamación familiar. Fue en los días más duros <strong>de</strong><br />
la epi<strong>de</strong>mia cuando los colegiales cumplieron sus tareas más<br />
abnegadas, enterrando muertos, trasladando enfermos, vigilando el<br />
aislamiento <strong>de</strong> la villa, estableciendo controles en los puentes y<br />
clausurando edificios don<strong>de</strong> los apestados eran muchos. Los propios<br />
colegiales clavaban tablas para con<strong>de</strong>nar puertas <strong>de</strong> las casas<br />
infectadas y Cipriano se especializó en la <strong>de</strong>licada tarea <strong>de</strong> separar<br />
las tejas <strong>de</strong> los tejados, para dar <strong>de</strong> comer a los emparedados. Con<br />
el carro <strong>de</strong>l colegio, tirado por “Blas”, el borrico rezno, Cipriano se<br />
<strong>de</strong>splazaba <strong>de</strong> un lugar a otro, repartía bolsas <strong>de</strong> comida entre los
menesterosos o establecía controles en las barcazas <strong>de</strong> Herrera <strong>de</strong><br />
Duero por don<strong>de</strong> llegaban en buen número los inmigrantes <strong>de</strong>l sur.<br />
<strong>El</strong> muchacho les exigía informes sobre su proce<strong>de</strong>ncia o sobre el<br />
estado sanitario <strong>de</strong> los pueblos <strong>de</strong>l trayecto y los conducía, acto<br />
seguido, a un lazareto allen<strong>de</strong> el río.<br />
Unos meses <strong>de</strong>spués aparecieron los primeros fríos y la gente respiró<br />
aliviada. Existía el convencimiento <strong>de</strong> que la peste era consecuencia<br />
<strong>de</strong>l calor y, por contra, el frío y la lluvia atenuaban sus efectos. A<br />
los pocos días templó y la peste volvió a picar en los pueblos y<br />
ciuda<strong>de</strong>s castellanos. En esta segunda oleada se empezó a hablar <strong>de</strong><br />
la peste <strong>de</strong>l año seis, más grave que la <strong>de</strong>l dieciocho. <strong>El</strong> banquero<br />
Domenico Nelli tranquilizaba a sus colegas <strong>de</strong> Medina diciéndoles<br />
que los muertos <strong>de</strong> peste eran generalmente pobres y, por tanto,<br />
carecían <strong>de</strong> interés. Pero la gente insistía en que la peste producía<br />
landres, como la <strong>de</strong> principios <strong>de</strong> siglo. Es peor que la <strong>de</strong>l dieciocho,<br />
aseguraban. Entonces empezaron a organizarse rogativas a la<br />
iglesia <strong>de</strong> San Roque y a la <strong>de</strong> la Virgen <strong>de</strong> San Llorente pidiendo las<br />
lluvias <strong>de</strong> otoño. Pero el número <strong>de</strong> pobres aumentaba y el<br />
Ayuntamiento se vio obligado a tomar dos medidas radicales:<br />
primera, separar a los vagos <strong>de</strong> los pobres <strong>de</strong> solemnidad y expulsar<br />
a aquéllos. Y, segunda, exigir la salida <strong>de</strong> la villa <strong>de</strong> las prostitutas<br />
que no hubieran nacido en ella.<br />
Pero la expulsión <strong>de</strong> grupos sociales no arregló nada. Al contrario,<br />
los inmigrantes empezaban a superar a los emigrados y el Concejo se<br />
vio ante la necesidad <strong>de</strong> facilitarles alojamiento al otro lado <strong>de</strong>l río.<br />
Pero la avalancha <strong>de</strong> menesterosos crecía y con ellos la expansión<br />
<strong>de</strong> la peste, por lo que el corregidor convocó sin <strong>de</strong>mora a los pobres<br />
sanos al otro lado <strong>de</strong>l puente. Era su propósito que unos caballeros<br />
comisarios los expulsaran <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> proveerles <strong>de</strong> los víveres<br />
suficientes para el camino.<br />
Pero los pobres se negaron a acudir al puente. En la ciudad recibían<br />
botica gratis, media libra <strong>de</strong> carnero y media <strong>de</strong> pan por persona y<br />
día, y nadie les garantizaba que esa ayuda fuese a producirse en las<br />
poblaciones vecinas, ni conocían siquiera la situación sanitaria <strong>de</strong><br />
éstas. Entonces, lo que hacían era escon<strong>de</strong>rse en los rincones <strong>de</strong>l<br />
Paseo <strong>de</strong>l Prado y por la noche, con algunos inquilinos <strong>de</strong> los<br />
lazaretos, atravesaban el Pisuerga en barcas, a nado o por los viejos<br />
vados conocidos, orillando la muralla.<br />
Por su parte Cipriano y los expósitos se multiplicaban por ayudar a<br />
sus conciudadanos. A veces, a falta <strong>de</strong> tareas más urgentes,<br />
prendían hogueras <strong>de</strong> cantueso, romero y tomillo para contrarrestar
las emanaciones nocivas y continuaban abasteciendo a los<br />
emparedados por los agujeros <strong>de</strong> los tejados.<br />
En ocasiones moría algún enfermo en las casas clausuradas y era<br />
preciso <strong>de</strong>sclavar los ma<strong>de</strong>ros <strong>de</strong> las puertas para sacarlos a<br />
enterrar.<br />
Fue por aquellos días, en la última fase <strong>de</strong> la epi<strong>de</strong>mia, cuando su<br />
tío Ignacio Salcedo se presentó en el colegio. Venía a <strong>de</strong>spedirse,<br />
antes <strong>de</strong> <strong>de</strong>splazarse a Olmedo con la Chancillería. A media<br />
conversación le comunicó que don Bernardo, su padre, estaba<br />
gravemente enfermo. Hacía días que se había contagiado <strong>de</strong> la peste<br />
aunque él siempre pensó que este mal era enfermedad <strong>de</strong> pobres. Y<br />
él, que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> niño había aborrecido las enfermeda<strong>de</strong>s asquerosas, la<br />
pa<strong>de</strong>cía ahora en su forma más activa, el cuerpo cubierto <strong>de</strong> landres<br />
abiertas, purulentas, como en la peste <strong>de</strong>l año seis. No tenía más<br />
remedio que <strong>de</strong>jarle al cuidado <strong>de</strong> las criadas y <strong>de</strong>l doctor Benito<br />
Huidobro.<br />
No iba a pedirle que lo visitara, por su seguridad y para no humillar<br />
a su hermano, pero sí que figurase en el acompañamiento <strong>de</strong> los<br />
expósitos, si el óbito llegara a producirse. Vaciló, como en el<br />
encuentro anterior, a la hora <strong>de</strong> <strong>de</strong>spedirse y terminó estrechándole<br />
la mano, dándole golpecitos en el hombro, y diciéndole que más<br />
a<strong>de</strong>lante hablarían <strong>de</strong> su formación si el <strong>de</strong>ceso <strong>de</strong> su hermano tenía<br />
lugar.<br />
A Cipriano no le entristeció la noticia. No sentía una brizna <strong>de</strong> amor<br />
por su padre. Y, al propio tiempo, su ritmo <strong>de</strong> vida era tan exigente<br />
que apenas tuvo tiempo <strong>de</strong> pensarlo. La sequía continuaba —<br />
prácticamente llevaba un año sin llover— y últimamente estaban<br />
quemando las casas más afectadas <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> trasladar a los<br />
hospitales extramuros a los inquilinos enfermos. Nueve meses<br />
<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> entrar en acción, los expósitos tuvieron dos bajas: “Tito<br />
Alba” y “Gallofa”. <strong>El</strong> propio Cipriano los condujo, en el carrito <strong>de</strong>l<br />
colegio, al Hospital <strong>de</strong> la Misericordia. A Cipriano le caían las<br />
lágrimas mientras apaleaba al borrico que tiraba <strong>de</strong>l carro. “Tito<br />
Alba” falleció una semana <strong>de</strong>spués y, al comenzar el mes siguiente,<br />
“Gallofa”.<br />
Entre uno y otro entregó su alma don Bernardo Salcedo. Cipriano se<br />
vistió el sayo y el capotillo menos ajados y se concentró con sus<br />
compañeros en el portal <strong>de</strong> la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo 5.<br />
Él mismo ayudó a Juan Dueñas a meter el cadáver en el coche y a<br />
atarle y, luego, le acompañó en silencio, con la antorcha encendida,
escuchando las salmodias <strong>de</strong>l coro. Acto seguido, ya en la iglesia,<br />
asistió al funeral, y los sacristanes iniciaron el último responso:<br />
—”Libera me, Domine, <strong>de</strong> morte aeterna...” Entonces divisó a<br />
Minervina arrodillada en un banco y trató <strong>de</strong> acercarse a ella pero<br />
“el Escriba” les instaba a buscar la salida para situarse alre<strong>de</strong>dor<br />
<strong>de</strong> la fosa, don<strong>de</strong> <strong>de</strong>bían entonar la letanía <strong>de</strong> los Santos. Al<br />
concluir, Minervina ya se había marchado y “el Escriba” se acercó<br />
ceremoniosamente a él, estrechó su mano y le dijo:<br />
—En mi nombre y en el <strong>de</strong> sus compañeros le expreso nuestro más<br />
profundo sentimiento.<br />
La agitación y los quehaceres no permitieron a Cipriano reflexionar<br />
sobre su orfandad. De regreso al colegio, recibió la or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> acudir a<br />
Herrera <strong>de</strong> Duero a buscar a un grupo <strong>de</strong> refugiados.<br />
Hablaban <strong>de</strong> muertos en las huertas y las cunetas <strong>de</strong>l camino, <strong>de</strong> la<br />
falta <strong>de</strong> médicos en los pueblos, don<strong>de</strong> los enfermos eran atendidos<br />
por sanadores y barberos cuando no por los mismos convecinos. Era<br />
el pan <strong>de</strong> cada día.<br />
Habían sido tantos y tan largos los meses pasados <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que se<br />
inició la epi<strong>de</strong>mia que los vallisoletanos llegaron a pensar en la<br />
posibilidad <strong>de</strong> una peste permanente.<br />
No veían salida. Los meses transcurrían sin que los partes <strong>de</strong> los<br />
comisionados dieran una sola noticia alentadora mientras se<br />
repetían las cifras <strong>de</strong> las bajas con reiteración. Inesperadamente,<br />
iniciado el nuevo otoño, tras una pésima cosecha y un tiempo<br />
áspero, la Junta <strong>de</strong> Comisionados anunció que en el último mes<br />
únicamente habían muerto veinte personas <strong>de</strong> las dos mil<br />
hospitalizadas. En noviembre las bajas por la peste habían sido doce<br />
y cuatrocientas noventa y tres las altas dadas en los hospitales.<br />
Era como escapar <strong>de</strong> una nube tenebrosa, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> un año y medio<br />
sin ver el sol. La gente volvía a salir a la calle a respirar los aromas<br />
<strong>de</strong>l tomillo y el cantueso para ventilar sus pulmones, se acercaba al<br />
Espolón Nuevo, tornaba a conversar y a reír. ¡<strong>El</strong> milagro se había<br />
producido! Y cuando en enero las altas en los hospitales se elevaron<br />
a ochocientas cuarenta y tres y las muertes por peste se redujeron a<br />
dos, la villa estalló <strong>de</strong> júbilo, se organizaron procesiones <strong>de</strong> acción<br />
<strong>de</strong> gracias a la ermita <strong>de</strong> San Roque y el Concejo anunció para la<br />
primavera juegos <strong>de</strong> cañas y corridas <strong>de</strong> toros.<br />
La peste había terminado.
Un día <strong>de</strong> fiesta, llegada la primavera, apareció el tío Ignacio en el<br />
colegio. Su tez, <strong>de</strong>bido a la vida en el pueblo, era aún más rojiza que<br />
<strong>de</strong> ordinario. Las primeras palabras <strong>de</strong> su tío fueron para felicitarle<br />
por su comportamiento durante la peste. Entre las medallas que<br />
programaba el Ayuntamiento había una para los colegiales <strong>de</strong>l<br />
Hospital <strong>de</strong> Niños Expósitos.<br />
Fue la única alusión al pasado.<br />
Acto seguido, el tío le habló <strong>de</strong> su porvenir. Cipriano aceptó la i<strong>de</strong>a<br />
<strong>de</strong> doctorarse en Leyes y también la <strong>de</strong> vivir en casa <strong>de</strong> sus tíos<br />
hasta alcanzar la mayoría <strong>de</strong> edad y entrar en posesión <strong>de</strong> sus<br />
bienes. No aceptó, en cambio, la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> su tío Ignacio <strong>de</strong> prohijarle.<br />
<strong>El</strong> <strong>de</strong>sapego <strong>de</strong> Cipriano hacia el género humano, su triste<br />
experiencia filial, le llevó a inclinarse por la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> la tutela y a<br />
aceptar a su tío como tutor. Seguidamente, el tío Ignacio le dijo que<br />
tan pronto la Chancillería retornase a la villa, le recogería en el<br />
colegio puesto que, dado su alto cargo en él, había resuelto <strong>de</strong><br />
antemano el enojoso asunto <strong>de</strong>l papeleo.<br />
La casa <strong>de</strong> su tío, la tía Gabriela, las criadas, la vida en familia,<br />
supuso para Cipriano una innovación poco confortadora.<br />
Echaba <strong>de</strong> menos a los condiscípulos, los paseos, las clases<br />
colectivas, los juegos, las charlas, las costumbres adquiridas. <strong>El</strong><br />
anuncio <strong>de</strong> un preceptor, don Gabriel <strong>de</strong> Salas, no mejoró la<br />
situación. <strong>El</strong> recuerdo <strong>de</strong>l anterior en casa <strong>de</strong> su padre, |el temor al<br />
tabique|, se reprodujo en él <strong>de</strong> manera automática. Doña Gabriela se<br />
<strong>de</strong>svivía por aten<strong>de</strong>rle, por hacerle la vida más agradable. Con un<br />
instinto femenino muy aguzado, un día le preguntó si no echaba en<br />
falta a Minervina.<br />
Cipriano asintió. La ausencia <strong>de</strong> Minervina, la única persona a la<br />
que había querido, en la que siempre se había refugiado, le hacía<br />
especialmente vacía la vuelta al hogar. Por otro lado el<br />
<strong>de</strong>scubrimiento <strong>de</strong> la casa <strong>de</strong> su tío alentaba a Cipriano. No era,<br />
como cabía pensar, la casa pretenciosa <strong>de</strong> un gran burgués sino el<br />
refugio atractivo y sereno <strong>de</strong> un intelectual.<br />
Cipriano pasaba horas en la biblioteca don<strong>de</strong> se alineaban más <strong>de</strong><br />
quinientos volúmenes, algunos <strong>de</strong> ellos editados en Valladolid,<br />
traducciones en romance <strong>de</strong> Juvenal, Salustio y la “Iliada”. Los<br />
poetas latinos estaban casi todos y, paso a paso, Cipriano fue<br />
<strong>de</strong>scubriendo el placer <strong>de</strong> la lectura, el acto íntimo y silencioso <strong>de</strong><br />
<strong>de</strong>sflorar un libro. Por otro lado, en la casa había buena pintura,
copias <strong>de</strong> cierta solvencia <strong>de</strong> obras acreditadas, y algunos esbozos<br />
<strong>de</strong> escultura. La reciente instalación en la ciudad <strong>de</strong> Alonso <strong>de</strong><br />
Berruguete dio ocasión a don Ignacio <strong>de</strong> encargarle un panel <strong>de</strong><br />
ma<strong>de</strong>ra en relieve, lo que el artista llamaba “una tabla <strong>de</strong> bulto”,<br />
representando a su mujer, doña Gabriela. Era una pieza <strong>de</strong> noble<br />
calidad más por la factura que por el parecido. La tabla se hallaba<br />
en la pequeña habitación que daba acceso a la biblioteca y don<br />
Ignacio, hombre muy religioso y respetuoso con el arte, se <strong>de</strong>scubría<br />
al pasar ante ella como si fuera el Sagrario. Esta nueva asignatura<br />
<strong>de</strong>l arte y el buen gusto estimulaba a Cipriano. Había encajado con<br />
don Gabriel <strong>de</strong> Salas y sus progresos en latín, gramática y leyes,<br />
eran notables.<br />
Una mañana al salir <strong>de</strong> clase, se encontró en el salón con Minervina.<br />
Conservaba la elasticidad <strong>de</strong> cuatro años antes, la misma viva<br />
cintura, el mismo cuello largo y <strong>de</strong>lgado y la misma boca, <strong>de</strong> labios<br />
gruesos. Doña Gabriela la escoltaba sonriente y Cipriano no supo<br />
qué hacer, ni qué <strong>de</strong>cir. Fue Minervina la que tomó la palabra para<br />
<strong>de</strong>cirle que había crecido, que se estaba haciendo un hombre y que<br />
este hecho le apenaba.<br />
Pasaban los días y entre Minervina y Cipriano no se reanudaba la<br />
vieja y confiada relación. Se alzaba entre ellos como una<br />
paralizadora barrera <strong>de</strong> pudor. Hasta que una tar<strong>de</strong> <strong>de</strong> jueves, en<br />
que sus tíos salían y vacaban las compañeras <strong>de</strong> Minervina, Cipriano<br />
al verla sentada, erguida, en el sofá <strong>de</strong>l gran salón, los pequeños<br />
pechitos apenas insinuados en la saya <strong>de</strong> cuello cuadrado,<br />
experimentó la misma atracción imperiosa e ingenua que sentía <strong>de</strong><br />
niño, se fue hacia ella y la abrazó y la besó, diciéndola |h... hola,<br />
Mina| y |te quiero mucho, ¿sabes?|. Minervina <strong>de</strong>sfallecía al notar<br />
los pechos en los cuencos <strong>de</strong> sus manos, el recorrido apasionado <strong>de</strong><br />
sus labios ardientes por su escote:<br />
—¡Oh, tesoro, no seas loco!<br />
—Te quiero, te quiero; eres la única persona a la que he querido en<br />
mi vida.<br />
Minervina sonreía aturdida, se entregaba.<br />
—Me picas con tus barbas; ya eres un hombre, Cipriano.<br />
Retozaban como cuando Cipriano era niño, se abrazaban y se<br />
besaban, pero el muchacho advertía que un nuevo elemento había<br />
entrado en su relación y, cuando rodaron por la gruesa alfombra y
le arrancó los botones <strong>de</strong> la saya, Minervina trató aún <strong>de</strong> resistirse.<br />
Pero todo fue en vano.<br />
Al día siguiente, Cipriano buscó al padre Toval:<br />
—H... he yacido con mi nodriza, padre, con la mujer que me<br />
amamantó.<br />
<strong>El</strong> padre Toval le reprendió:<br />
—Eso es casi como yacer con tu propia madre, Cipriano. No te dio la<br />
vida pero te dio parte <strong>de</strong> la suya cuando no podías valerte.<br />
Cipriano vagaba ahora por la casa como sonámbulo. Apenas osaba<br />
mirar a la cara a Minervina en presencia <strong>de</strong> sus tíos. En su cabeza<br />
daba vueltas a su confesión. No había sido <strong>de</strong>l todo sincero con el<br />
padre Toval. Por otra parte le <strong>de</strong>sagradaba darle cuenta <strong>de</strong> unos<br />
sentimientos tan íntimos. ¿Cómo podría llegar a enten<strong>de</strong>r el padre<br />
Toval su relación con la muchacha?<br />
Y si no la entendía, ¿cómo podía juzgarla?<br />
<strong>El</strong> jueves siguiente, al verse solos, Minervina y él se refugiaron el uno<br />
en el otro como la cosa más natural <strong>de</strong>l mundo. Sin confesárselo<br />
habían estado esperando impacientes este momento. E<br />
instintivamente ella volvía a darse a él, le nutría, y él se aferraba a<br />
ella como a una tabla <strong>de</strong> salvación.<br />
Yacían <strong>de</strong>snudos en la estrecha cama <strong>de</strong> ella y las tímidas reservas<br />
<strong>de</strong> Minervina revalorizaban la consumación <strong>de</strong>l acto. La tomó hasta<br />
tres veces y, al concluir, experimentó como un hastío <strong>de</strong> sí mismo,<br />
pensando que estaba prostituyendo a la muchacha. Le constaba su<br />
amor, la pureza <strong>de</strong> su inclinación hacia ella, pero, <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> todo,<br />
no <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> ver la sórdida aventura <strong>de</strong>l joven amo que se aprovecha<br />
<strong>de</strong> la criada. Buscó en San Gregorio otro confesor <strong>de</strong>sconocido:<br />
—M... me acuso, padre, <strong>de</strong> poseer a mi nodriza, pero no puedo<br />
arrepentirme <strong>de</strong> ello. Mi amor es más fuerte que mi voluntad.<br />
—¿La quieres o la <strong>de</strong>seas?<br />
—Si la <strong>de</strong>seo, padre, es porque la quiero. Nunca quise a nadie en la<br />
vida como a ella.<br />
—Pero eres aún un chiquillo.
No vas a casarte, claro.<br />
—Tengo catorce años, padre.<br />
Mi tutor no lo compren<strong>de</strong>ría.<br />
<strong>El</strong> cura vaciló. Dijo finalmente:<br />
—Pero si no hay arrepentimiento, hijo, yo no puedo absolverte.<br />
—Lo comprendo, padre. Más a<strong>de</strong>lante volveré a verle.<br />
Los jueves se convirtieron en la cita obligada <strong>de</strong> los amantes.<br />
Era un encuentro inevitable y, con el sexo añadido, la viva<br />
reproducción <strong>de</strong> las expansiones <strong>de</strong> antaño entre el niño y su<br />
nodriza. Y, en las pausas, conversaban. Él le hablaba <strong>de</strong> sus años <strong>de</strong><br />
colegio, <strong>de</strong> la <strong>de</strong>sviación <strong>de</strong> “el Corcel”, <strong>de</strong> la pérdida <strong>de</strong> su<br />
inocencia. Y ella <strong>de</strong> su primer amor hacia un muchacho <strong>de</strong>l pueblo,<br />
la caída, el embarazo, el alumbramiento. Y, al hablar <strong>de</strong> esto,<br />
lloraba y le <strong>de</strong>cía, tú eres como el hijo que perdí, tesoro mío.<br />
Pero, enseguida, volvían impacientes a ellos mismos, a <strong>de</strong>scubrirse<br />
mutuamente, a amarse. Las relaciones <strong>de</strong> los jueves, ahora en la<br />
habitación <strong>de</strong> Cipriano, eran cada vez más <strong>de</strong>moradas y completas,<br />
y se prolongaron durante cerca <strong>de</strong> cuatro meses. Fue con motivo <strong>de</strong>l<br />
regreso inesperado a casa <strong>de</strong> doña Gabriela y don Ignacio, una<br />
noche <strong>de</strong> invierno, cuando todo se vino abajo.<br />
Doña Gabriela los <strong>de</strong>scubrió <strong>de</strong>snudos en la cama, apareados, y no<br />
fue capaz <strong>de</strong> enten<strong>de</strong>r nada:<br />
—Ha abusado usted <strong>de</strong>l niño y <strong>de</strong> mi confianza, Miner; ha<br />
<strong>de</strong>shonrado esta casa y nos ha <strong>de</strong>shonrado a todos. ¡Váyase y no<br />
vuelva más!<br />
Minervina tomó la galera <strong>de</strong> Jesús Revilla a Santovenia a la mañana<br />
siguiente en la Plaza <strong>de</strong>l Mercado, con los dos fardillos con que se<br />
había presentado cinco meses atrás.<br />
__________________________<br />
__________________________<br />
Libro II
La herejía<br />
VII<br />
Cumplida la mayoría <strong>de</strong> edad, Cipriano Salcedo se doctoró en Leyes,<br />
entró en posesión <strong>de</strong>l almacén <strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría y <strong>de</strong> las tierras <strong>de</strong><br />
Pedrosa y se trasladó a vivir a la vieja casa paterna en la Corre<strong>de</strong>ra<br />
<strong>de</strong> San Pablo, cerrada <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la muerte <strong>de</strong> don Bernardo. Unos años<br />
<strong>de</strong>spués, conseguidos estos objetivos, se impuso otros tres muy<br />
<strong>de</strong>finidos y ambiciosos: encontrar a Minervina, alcanzar un prestigio<br />
social y elevar su posición económica hasta ponerse a nivel <strong>de</strong> los<br />
gran<strong>de</strong>s comerciantes <strong>de</strong>l país. <strong>El</strong> primer objetivo, encontrar a<br />
Minervina, que él consi<strong>de</strong>raba el más sencillo, fracasó. En<br />
Santovenia apenas encontró a alguien que recordara a la muchacha.<br />
Los padres habían muerto y ella —<strong>de</strong>cían— había marchado <strong>de</strong>l<br />
lugar. |Casada|, dijo uno, pero un segundo rectificó: la Miner no se<br />
casó nunca; marchó con su hermana a Mojados don<strong>de</strong> vivía una vieja<br />
tía suya. Cipriano se <strong>de</strong>splazó a Mojados en su nuevo caballo<br />
“Relámpago”. Nadie sabía nada allí <strong>de</strong> la chica; ni siquiera habían<br />
oído nunca un nombre tan raro. Él insistía: Minervina, Minervina<br />
Capa. Pero nadie le daba razón. En todo el término no se conocía<br />
una muchacha con ese nombre. Cipriano Salcedo, que no<br />
comprendía la vida sin la muchacha, la buscó por los pueblos <strong>de</strong> los<br />
alre<strong>de</strong>dores. Inútil. Desconocedor <strong>de</strong>l para<strong>de</strong>ro <strong>de</strong> Blasa y Mo<strong>de</strong>sta,<br />
<strong>de</strong>spués <strong>de</strong>l fallecimiento <strong>de</strong> su padre, reinició la búsqueda<br />
empezando <strong>de</strong> nuevo por el principio:<br />
Santovenia. Conectó con Olvido Lanuza, “la Alumbrada”, que había<br />
perdido un poco la cabeza y le dijo que Minervina había entrado al<br />
servicio <strong>de</strong> don Bernardo Salcedo en la villa. Nadie facilitaba otras<br />
pistas sobre la chica, salvo una achacosa centenaria, Leonor<br />
Vaquero, quien le informó que se había casado con un<br />
manufacturero <strong>de</strong> Segovia. “Relámpago” llevó a Cipriano hasta<br />
Segovia en dos etapas. Pero ¿por dón<strong>de</strong> empezar la búsqueda?<br />
Preguntó, una por una, en todas las industrias <strong>de</strong> tejidos <strong>de</strong> la<br />
ciudad, pero allí le pedían el nombre <strong>de</strong>l marido ya que el <strong>de</strong> la<br />
mujer no constaba en las nóminas. Salcedo regresó a Valladolid<br />
<strong>de</strong>solado. Se iban <strong>de</strong>svaneciendo las últimas esperanzas. Encontrar<br />
a Minervina, que siempre se le antojó una empresa fácil, le parecía<br />
ahora una utopía irrealizable.
Decidió frenar, entregarse a la rutina diaria, y ponerse en<br />
movimiento únicamente cuando encontrase una información fiable<br />
con alguna garantía <strong>de</strong> éxito.<br />
Dionisio Manrique, que durante diez años había llevado el almacén<br />
<strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría bajo la supervisión <strong>de</strong> don Ignacio, recibió con alivio la<br />
reincorporación <strong>de</strong> Cipriano al trabajo. Aquel edificio, <strong>de</strong>snudo y<br />
vacío la mayor parte <strong>de</strong>l año, sin otra presencia que la <strong>de</strong>l mudo<br />
Fe<strong>de</strong>rico, se le hacía odioso e insoportable. De ahí que Manrique<br />
recibiera como un don <strong>de</strong>l cielo la llegada <strong>de</strong> don Cipriano, cuya<br />
primera acción en la Ju<strong>de</strong>ría fue revisar la correspon<strong>de</strong>ncia con los<br />
Maluenda, en principio la <strong>de</strong> don Néstor, el famoso comerciante, y la<br />
<strong>de</strong> Gonzalo, su hijo, <strong>de</strong>spués.<br />
Cipriano pensó que tal vez su primer paso en el comercio <strong>de</strong>bería ser<br />
ponerse en contacto con Burgos, conocer al nuevo mandatario y<br />
tratar <strong>de</strong> mejorar las condiciones <strong>de</strong> su contrato con él, habida<br />
cuenta que le proporcionaba setecientos mil vellones <strong>de</strong> la vieja<br />
Castilla cada año. Le agradaba cabalgar y cualquier excusa le<br />
parecía razonable para montar a “Relámpago”, por lo que a<br />
comienzos <strong>de</strong> octubre franqueó el Puente Mayor, atravesó Cohorcos y<br />
Dueñas en la mañana, y dos días más tar<strong>de</strong> encontraba a Gonzalo<br />
Maluenda en sus instalaciones <strong>de</strong> Las Huelgas.<br />
Gonzalo Maluenda le recibió alegremente. Hablaba sin parar, con<br />
pretensiones <strong>de</strong> hombre ingenioso, le propinaba golpecitos en el<br />
hombro y, con frecuencia, hacía referencia a su padre don Néstor:<br />
—Él le regaló a su padre la primera silla <strong>de</strong> parir que entró en<br />
España. La madre <strong>de</strong> vuesa merced fue la primera en utilizarla.<br />
—A... así fue —admitió Cipriano—. Las cosas no iban bien y el doctor<br />
Almenara, la eminencia <strong>de</strong> la época, hubo <strong>de</strong> echar mano <strong>de</strong> ella.<br />
Gonzalo Maluenda rompió a reír y le golpeó el hombro<br />
repetidamente.<br />
—De modo que es usted el primer español hijo <strong>de</strong> la silla.<br />
A Cipriano no le agradaba el joven Maluenda. Le mortificaban sus<br />
reticencias, las salidas <strong>de</strong> tono que él juzgaba divertidas, sus<br />
golpecitos en el hombro:<br />
—En rigor yo soy hijo <strong>de</strong> mi madre —puntualizó—. La silla flamenca<br />
no hizo otra cosa que ayudarla a traerme al mundo.
Al ver el poco éxito <strong>de</strong> su ocurrencia, Gonzalo Maluenda olvidó sus<br />
frivolida<strong>de</strong>s. Hombre inseguro, sin personalidad <strong>de</strong>finida, Cipriano<br />
no lo consi<strong>de</strong>ró la persona a<strong>de</strong>cuada para dirigir el comercio <strong>de</strong> la<br />
lana con Flan<strong>de</strong>s. Se le antojaba el típico miembro <strong>de</strong> esas terceras<br />
generaciones <strong>de</strong> negociantes que, en poco tiempo, terminan<br />
<strong>de</strong>shaciendo la fortuna que sus abuelos amasaron con tanto<br />
esfuerzo. No le sorprendió que Gonzalo Maluenda volviera a reír a<br />
<strong>de</strong>stiempo cuando le informó <strong>de</strong>l apresamiento <strong>de</strong> dos barcos <strong>de</strong> la<br />
flotilla por los corsarios, como si fuese una anécdota divertida.<br />
—Se salieron <strong>de</strong> la formación —dijo—. No navegaban en conserva.<br />
—P... pero estarían asegurados.<br />
—Lo estaban, pero al salirse <strong>de</strong> la conserva el reasegurador se ha<br />
llamado a andana. Es natural.<br />
Cada uno <strong>de</strong>fien<strong>de</strong> lo suyo.<br />
Cipriano Salcedo inició el regreso a Valladolid muy <strong>de</strong>caído.<br />
<strong>El</strong> nuevo patrón burgalés no estaba a la altura <strong>de</strong> las<br />
circunstancias.<br />
Le había parecido un chiquilicuatro y el apresamiento <strong>de</strong> dos veleros<br />
una advertencia a tener en cuenta en lo sucesivo. Salcedo era<br />
consciente <strong>de</strong> que los errores <strong>de</strong> Gonzalo Maluenda le arrastrarían a<br />
él inevitablemente. Enlazó esta reflexión con la <strong>de</strong>terminación <strong>de</strong><br />
visitar Segovia, la ciudad pañera <strong>de</strong> Castilla la Vieja. Cuando la<br />
conoció meses atrás, le había sorprendido por su actividad y, a<br />
pesar <strong>de</strong> que Minervina ocupaba entonces todos sus pensamientos,<br />
no le pasó inadvertido que Segovia era una pequeña ciudad textil<br />
que se <strong>de</strong>sarrollaba a costa <strong>de</strong> sus propios recursos. Sabía<br />
transformar sus materias primas <strong>de</strong> manera que el dinero siempre<br />
quedara en casa.<br />
¿Por qué Valladolid no intentaba una empresa semejante? ¿Por qué<br />
la villa no transformaba los setecientos mil vellones que anualmente<br />
exportaba a Flan<strong>de</strong>s como hacían los industriales segovianos? ¿No<br />
podría ser él, Cipriano Salcedo, el llamado a conseguirlo? <strong>El</strong> viento<br />
en el rostro, acentuado por el trote largo <strong>de</strong> “Relámpago”,<br />
estimulaba su imaginación. Corte <strong>de</strong> España, resignada a su<br />
condición <strong>de</strong> villa <strong>de</strong> servicios, pensó, Valladolid era una ciudad<br />
dormida, don<strong>de</strong> la suprema aspiración <strong>de</strong>l pobre era comer la sopa<br />
boba y la <strong>de</strong>l rico vivir <strong>de</strong> las rentas. Allí nadie se movía.
De sus reflexiones dio cuenta a Dionisio Manrique a su llegada.<br />
Gonzalo Maluenda no le había gustado. Era un chisgarabís que<br />
consi<strong>de</strong>raba divertido el apresamiento <strong>de</strong> dos navíos por los piratas.<br />
Había que andarse con tiento. Un patinazo <strong>de</strong> Maluenda afectaría<br />
seriamente al comercio castellano <strong>de</strong> la lana. ¿Por qué no intentar<br />
en Valladolid lo que Segovia ya estaba haciendo? Los ojos <strong>de</strong><br />
Dionisio Manrique se redon<strong>de</strong>aron <strong>de</strong> codicia. Estaba <strong>de</strong> acuerdo.<br />
La era <strong>de</strong> los Maluenda era evi<strong>de</strong>nte que había pasado. Don Gonzalo<br />
era perezoso y jugador, malos vicios para un comerciante. Había que<br />
pensar en una nueva orientación <strong>de</strong>l comercio <strong>de</strong> los vellones:<br />
reforzar las flotillas o, quizá, ensayar su transporte por tierras <strong>de</strong><br />
Navarra. A Cipriano Salcedo le estimuló verse secundado por<br />
Manrique. Acordaron pensar en ello y, entretanto, Cipriano <strong>de</strong>cidió<br />
visitar Pedrosa: aspiraba a lustrar su apellido. <strong>El</strong> título <strong>de</strong> doctor en<br />
Leyes poco significaba si no le acompañaba un privilegio <strong>de</strong><br />
hidalguía. Acce<strong>de</strong>r a la aristocracia por la base sería una astuta<br />
jugada para adornar su carrera y reforzar su prestigio personal.<br />
Cipriano conocía ya a Martín Martín, hijo <strong>de</strong> Benjamín Martín, el<br />
nuevo rentero, a Teresa, su mujer, y a sus ocho hijos, pequeños y<br />
ligeros como ratas. Su tío Ignacio le había acompañado en un viaje<br />
anterior. La casa, <strong>de</strong>snuda y pobre, sin pavimento, le había llamado<br />
la atención. Y, por contraste, el dosel <strong>de</strong> guardamecíes que adornaba<br />
el amplio lecho matrimonial.<br />
—Es la única herencia que recibí <strong>de</strong> mi pobre padre que gloria haya<br />
—dijo Martín Martín, a modo <strong>de</strong> explicación.<br />
Don Ignacio y Cipriano habían ido a Pedrosa por el consabido<br />
camino <strong>de</strong> Arroyo, Simancas y Tor<strong>de</strong>sillas, el <strong>de</strong>l difunto don<br />
Bernardo, y fue en ese viaje cuando Cipriano Salcedo, amante <strong>de</strong> las<br />
aventuras, concibió la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> <strong>de</strong>splazarse fal<strong>de</strong>ando las colinas,<br />
atravesando las tierras <strong>de</strong> Geria, Ciguñuela, Simancas, Villavieja y<br />
Villalar. No existía camino <strong>de</strong>finido allí pero “Relámpago” lo trazaba<br />
ahora, en su segundo viaje, con su largo galope, hollando las<br />
aulagas <strong>de</strong> los bajos. Cipriano manejaba el caballo con maestría, lo<br />
dominaba, en cada cabalgada le hacía apren<strong>de</strong>r una nueva<br />
habilidad.<br />
Corría el mes <strong>de</strong> junio y las parejas <strong>de</strong> perdices volaban con sus<br />
polladas, <strong>de</strong> las viñas a las cuestas, con un aleteo metálico que<br />
estremecía al caballo.
Hacía meses que Cipriano venía gestionando un privilegio <strong>de</strong><br />
hidalguía. Martín Martín, a quien había cedido una tercera parte <strong>de</strong><br />
los frutos <strong>de</strong> la tierra, era un adicto incondicional. Y a los más viejos<br />
<strong>de</strong>l lugar les había oído hablar bien <strong>de</strong> don Bernardo, el último<br />
<strong>de</strong>fensor <strong>de</strong>l buey para las faenas agrícolas, y <strong>de</strong> don Aquilino<br />
Salcedo, el abuelo, que pasó en Pedrosa los últimos años <strong>de</strong>l siglo.<br />
Ninguno <strong>de</strong> ellos tenía buen ni mal concepto <strong>de</strong> los patronos pero sí<br />
una vaga i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> que en la vida era preferible arrimarse a un rico<br />
que a un pobre. Por otra parte, don Domingo, el viejo párroco,<br />
conservaba en el archivo <strong>de</strong> la iglesia papeles <strong>de</strong> los Salcedo don<strong>de</strong><br />
constaban las limosnas y donativos hechos al pueblo en ocasiones<br />
difíciles como la peste <strong>de</strong>l año seis o los nublados <strong>de</strong>l año noventa<br />
que no permitieron trillar y el cereal se nació en las eras. Por si<br />
fuera insuficiente, Cipriano Salcedo estaba en condiciones <strong>de</strong><br />
acreditar la pureza <strong>de</strong> sangre hasta la séptima generación.<br />
A poco <strong>de</strong> llegar, Salcedo cambió impresiones con Martín Martín<br />
sobre el particular. Treinta y siete vecinos, <strong>de</strong> treinta y nueve,<br />
estaban dispuestos a votar que su familia venía siendo consi<strong>de</strong>rada<br />
hidalga en Pedrosa <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hacía dos siglos. Don Domingo, el viejo<br />
párroco, por su parte, adjuntaría al expediente copias <strong>de</strong> los<br />
documentos <strong>de</strong>l archivo parroquial, en los que constaba el generoso<br />
patrocinio <strong>de</strong>l pueblo por parte <strong>de</strong> los Salcedo. Cipriano no ignoraba<br />
que su título <strong>de</strong> doctor, unido al <strong>de</strong> hidalgo, doctor—hidalgo, no sólo<br />
le redimía <strong>de</strong> contribuciones e impuestos sino que le hacía apto para<br />
formar parte <strong>de</strong> la administración y le insertaba en el escalafón <strong>de</strong><br />
la baja aristocracia. Sabía, asimismo, que un terrateniente accedía<br />
más fácilmente a la nobleza que un hombre <strong>de</strong> negocios y que<br />
carecía <strong>de</strong> sentido la máxima <strong>de</strong> |el noble nace, no se hace|, como<br />
se proponía <strong>de</strong>mostrar. Martín Martín le prometió que tan pronto<br />
contara con las acreditaciones <strong>de</strong> los vecinos y las copias<br />
documentales <strong>de</strong> don Domingo se las haría llegar por un correo.<br />
Para añadir méritos al mérito, y aprovechando las nuevas<br />
or<strong>de</strong>nanzas sobre roturos <strong>de</strong> baldíos, Cipriano tomó nota <strong>de</strong> los<br />
límites <strong>de</strong> los pagos <strong>de</strong>l arroyo <strong>de</strong> Villavendimio con objeto <strong>de</strong><br />
solicitar licencia <strong>de</strong> cultivo y autorización para agregarlos a sus<br />
tierras.<br />
Dos semanas más tar<strong>de</strong> llegó a Valladolid un correo con los papeles<br />
<strong>de</strong> Pedrosa y Cipriano se los hizo llegar a su tío, el oidor, quien, a su<br />
vez, los presentó, con una instancia respetuosa, a la Sala <strong>de</strong><br />
Hidalguía <strong>de</strong> la Chancillería. Pocos meses <strong>de</strong>spués don Cipriano<br />
había obtenido el título <strong>de</strong> doctor—hidalgo y había sido redimido <strong>de</strong><br />
contribuciones. Un correo urgente a Pedrosa comunicó a don<br />
Domingo y a Martín Martín la buena nueva, al tiempo que encarecía
al rentero que para el 3 <strong>de</strong> julio tuvieran sacrificados una docena <strong>de</strong><br />
cor<strong>de</strong>ritos y dispuestos dos toneles <strong>de</strong> vino <strong>de</strong> Rueda para celebrar el<br />
nombramiento, fiesta <strong>de</strong> la que únicamente quedarían excluidos<br />
Victorino Cleofás y <strong>El</strong>euterio Llorente, los dos labriegos que, lejos <strong>de</strong><br />
consi<strong>de</strong>rar a los Salcedo unos seres magnánimos y <strong>de</strong>sinteresados,<br />
los juzgaban unos explotadores. La merienda se celebró en el corral<br />
<strong>de</strong> la casa al anochecer y, según cuentan las viejas crónicas, ni la<br />
villa <strong>de</strong> Toro, <strong>de</strong> la que Pedrosa <strong>de</strong>pendía, conoció en sus mejores<br />
años un fasto semejante, tan alegre y <strong>de</strong>squiciado, en el que<br />
participaron hasta los perros y animales <strong>de</strong> labor. La burra <strong>de</strong><br />
Tomás Galván, “la Torera”, bebió una herrada <strong>de</strong> vino <strong>de</strong> Rueda y<br />
pasó la noche rebuznando y coceando por las calles <strong>de</strong>l pueblo,<br />
hasta que <strong>de</strong> madrugada se murió.<br />
Asentada su vida adulta, alcanzado el título <strong>de</strong> hidalgo y or<strong>de</strong>nadas<br />
las cosas en Pedrosa, Cipriano Salcedo puso sus cinco sentidos en el<br />
comercio con Burgos. Y, aunque don Gonzalo Maluenda no le<br />
gustaba, o precisamente por eso, <strong>de</strong>cidió acompañar personalmente<br />
a la expedición <strong>de</strong> otoño, como había hecho su padre, don Bernardo,<br />
unos meses <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> nacer él.<br />
Durante varios días, las cinco gran<strong>de</strong>s plataformas <strong>de</strong> ruedas <strong>de</strong><br />
hierro fueron cargadas en el almacén, en tanto las cuarenta mulas<br />
<strong>de</strong> tiro <strong>de</strong> Argimiro Rodicio eran preparadas para el evento. Docenas<br />
<strong>de</strong> temporeros se afanaban en el patio y, llegado el día <strong>de</strong> la<br />
partida, Cipriano Salcedo se puso al frente <strong>de</strong> la expedición, por el<br />
polvoriento camino <strong>de</strong> Santan<strong>de</strong>r.<br />
En esos momentos, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> haber tomado las precauciones<br />
pertinentes, Salcedo se sentía importante y feliz. Advertido <strong>de</strong> que el<br />
bandolero Diego Bernal mero<strong>de</strong>aba por la zona, iba armado, como lo<br />
iban los carreteros, mientras piquetes <strong>de</strong> la Santa Hermandad,<br />
advertidos por correo urgente, vigilaban el itinerario.<br />
<strong>El</strong> camino, con relejes y profundos baches, no facilitaba el viaje, pero<br />
aquella caravana <strong>de</strong> cinco gran<strong>de</strong>s carros, arrastrados por ocho<br />
mulas cada uno, era un espectáculo <strong>de</strong>l que gozaban, apostados en<br />
las cunetas, los arrieros y peatones con los que se cruzaban en la<br />
carrera. Cipriano precedía a la larga caravana sin <strong>de</strong>jar <strong>de</strong> otear el<br />
horizonte, temeroso <strong>de</strong> que aparecieran por los cerros los<br />
facinerosos <strong>de</strong> Diego Bernal, único salteador conocido en ambas<br />
Castillas. Las carretas formaban una austera procesión, sujeta a<br />
distintos cambios <strong>de</strong> marcha y a un plan preconcebido: recorrer seis<br />
leguas diarias <strong>de</strong> camino, <strong>de</strong> manera que el viaje, con los altos<br />
consabidos en las Casas <strong>de</strong> Postas <strong>de</strong> Dueñas y Quintana <strong>de</strong>l Puente
y las ventas <strong>de</strong>l Moral y Villamanco, <strong>de</strong>morase alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> cuatro<br />
días.<br />
Una vez en Burgos, procedía la <strong>de</strong>scarga, más enredosa aún que la<br />
carga, aunque Maluenda, oportunamente avisado, echaba mano <strong>de</strong><br />
temporeros experimentados que abreviaban la operación.<br />
Exoneradas <strong>de</strong> su peso, las carretas realizaron el viaje <strong>de</strong> regreso en<br />
tres días y medio y, tan pronto llegaron a la Ju<strong>de</strong>ría, don Cipriano<br />
Salcedo recogió las armas, las <strong>de</strong>volvió a la Santa Hermandad y,<br />
consciente <strong>de</strong>l <strong>de</strong>ber cumplido, retornó a la rutina diaria.<br />
Aquel gran almacén <strong>de</strong> la vieja Ju<strong>de</strong>ría, que la víspera se presentaba<br />
atestado <strong>de</strong> vellones y ahora se ofrecía pavorosamente vacío, se iría<br />
llenando poco a poco a lo largo <strong>de</strong> los meses veni<strong>de</strong>ros y, llegado el<br />
mes <strong>de</strong> julio, se organizaría una nueva caravana con idéntico<br />
<strong>de</strong>stino. Cipriano Salcedo, <strong>de</strong> ordinario precavido y pusilánime, se<br />
crecía ante estas gran<strong>de</strong>s operaciones. Almacenar setecientos mil<br />
vellones y transportarlos a Burgos en dos expediciones anuales se le<br />
antojaba una proeza propia <strong>de</strong> gran<strong>de</strong>s hombres, <strong>de</strong> forma que<br />
cuando, sentado a la mesa, Crisanta la doncella le servía su primer<br />
almuerzo <strong>de</strong>spués <strong>de</strong>l viaje, no hizo por ocultar sus manitas peludas<br />
que ahora veía fuertes y masculinas muy a<strong>de</strong>cuadas para afrontar<br />
tamañas empresas. Y en esos momentos se veía más próximo <strong>de</strong> don<br />
Néstor Maluenda, el gran merca<strong>de</strong>r, que con sólo su talento y su<br />
coraje había hecho <strong>de</strong> Burgos un gran emporio comercial en plena<br />
juventud.<br />
Su tío y tutor, don Ignacio, con quien solía reunirse un día entre<br />
semana, y en especial doña Gabriela, su esposa, veían con buenos<br />
ojos la idolatría <strong>de</strong> su pupilo hacia don Néstor. Para doña Gabriela<br />
nada más admirable que un merca<strong>de</strong>r po<strong>de</strong>roso, siquiera su esposo<br />
puntualizara que doña Gabriela admiraba a los gran<strong>de</strong>s<br />
comerciantes antes por sus ingresos que por su relieve social. Pero<br />
su culto hacia el abuelo Maluenda, al que no llegó a conocer, no<br />
atenuaba sino que acrecía su <strong>de</strong>sprecio hacia su hijo Gonzalo.<br />
Secundar a este chiquilicuatro, pretendidamente ingenioso, no<br />
satisfacía sus anhelos <strong>de</strong> ascenso profesional. Por otra parte, recibir<br />
una mercancía con la mano izquierda y entregarla a un tercero con<br />
la <strong>de</strong>recha mediante un estipendio, llegó a parecerle una actividad<br />
innoble. Cipriano, antes que al comerciante enriquecido por su tesón<br />
y su esfuerzo, admiraba al que merced a su ingenio introducía una<br />
innovación en el producto, <strong>de</strong> tal manera que, sin saber por qué ni<br />
por qué no, venía <strong>de</strong> pronto a modificar la voluntad <strong>de</strong> compra <strong>de</strong> los<br />
clientes. Esta voluntad innovadora le condujo, paso a paso, a un<br />
mejor conocimiento <strong>de</strong> sí mismo, a intuir su iniciativa creadora y las<br />
razones <strong>de</strong> su personal insatisfacción. Y su afán por <strong>de</strong>scubrir
nuevos caminos aumentó unos meses <strong>de</strong>spués, cuando otros dos<br />
barcos <strong>de</strong> la flotilla <strong>de</strong> Flan<strong>de</strong>s fueron <strong>de</strong>smantelados por los<br />
corsarios y un tercero hubo <strong>de</strong> refugiarse en el puerto <strong>de</strong> Pasajes con<br />
avería gruesa. De acuerdo con estas noticias, los riesgos <strong>de</strong> la<br />
flotilla aumentaban cada año y los fletes y los seguros encarecían.<br />
La alarma <strong>de</strong> los laneros se iba extendiendo, en tanto tomaba cuerpo<br />
la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> Salcedo <strong>de</strong> asumir un nuevo rumbo. <strong>El</strong> negocio <strong>de</strong> los<br />
fletes no servía ya, por sí solo, para dar salida a las lanas<br />
castellanas por un precio remunerador.<br />
Fue en esta fase cuando, <strong>de</strong> la manera misteriosa con que se gestan<br />
estas cosas, a Cipriano Salcedo le asaltó un día la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong><br />
ennoblecer una prenda tan popular y mo<strong>de</strong>sta como el zamarro. Un<br />
chaquetón apto para pastorear o atravesar el Páramo en invierno<br />
podía ser transformado, mediante tres leves retoques, en una prenda<br />
<strong>de</strong> vestir para sectores sociales más altos. <strong>El</strong> éxito, como siempre<br />
suce<strong>de</strong> en el mundo <strong>de</strong> la moda, <strong>de</strong>pendía <strong>de</strong> la inspiración, <strong>de</strong>l<br />
toque <strong>de</strong> gracia, en este caso romper la lisura <strong>de</strong> la espalda y las<br />
bocamangas <strong>de</strong>l zamarro con unos audaces canesúes. Mediante unos<br />
canesúes estéticamente dispuestos, una prenda <strong>de</strong> abrigo propia <strong>de</strong><br />
campesinos adquiría una in<strong>de</strong>finible gracia urbana que la hacía<br />
a<strong>de</strong>cuada para damas y caballeros.<br />
<strong>El</strong> sastre Fermín Gutiérrez fue el primero en aprobar la iniciativa <strong>de</strong><br />
Salcedo. Y tanta maña se dio Cipriano para exaltar las virtu<strong>de</strong>s <strong>de</strong><br />
la nueva prenda que Gutiérrez quedó entusiasmado con el proyecto.<br />
De inmediato fue contratado para trabajar a domicilio por un tanto<br />
alzado susceptible <strong>de</strong> ser modificado: setenta y dos reales al mes.<br />
Por su parte, Salcedo se comprometía a suministrarle a tiempo todos<br />
los vellones necesarios. “La revolución <strong>de</strong> los canesúes”, como<br />
Cipriano Salcedo la llamaba, <strong>de</strong>spertó el primer año en la villa una<br />
cierta curiosidad.<br />
Pero fue el segundo cuando se <strong>de</strong>sató un entusiasmo inesperado que<br />
obligó a Salcedo a enviar a las ferias <strong>de</strong> Segovia y Medina <strong>de</strong>l Campo<br />
dos expediciones <strong>de</strong> zamarros en su nueva interpretación. <strong>El</strong><br />
chaquetón había conquistado el mercado y la <strong>de</strong>manda fue <strong>de</strong> tal<br />
monta que indujo a Salcedo a instalar en los bajos <strong>de</strong> su casa, en la<br />
Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo, un establecimiento cuyo nombre evocaba la<br />
novedad y a su autor en un rótulo ambiguo: “<strong>El</strong> zamarro <strong>de</strong><br />
Cipriano”.<br />
<strong>El</strong> primer paso hacia la fama estaba dado. Sin embargo, su inventor<br />
observó que, aunque bien acogido el zamarro por la clase media, no<br />
penetraba en los más altos sectores sociales. Entonces i<strong>de</strong>ó dos
complementos para su invento: sustituir el forro <strong>de</strong> borrego por<br />
pieles finas <strong>de</strong> alimañas y volver los puños. Tales añadidos,<br />
triplicando el precio <strong>de</strong> la prenda, constituirían para la nobleza<br />
alicientes <strong>de</strong> seguro efecto. No se trataba <strong>de</strong> adquirir pieles exóticas,<br />
sino <strong>de</strong> aprovechar pieles <strong>de</strong> animales serranos, generalmente<br />
<strong>de</strong>sconocidos para la alta sociedad, como marta, garduño, nutria,<br />
gato cerval y jineta. Y acertó. Lo que no había conseguido el canesú<br />
lo pudo el nuevo forro con los puños vueltos.<br />
Atrajo especialmente a la nobleza la variedad <strong>de</strong> pieles: había don<strong>de</strong><br />
elegir. A partir <strong>de</strong> esta última innovación, “el zamarro <strong>de</strong> Cipriano”<br />
entró en todos los hogares, se impuso en la Corte vallisoletana y se<br />
fue extendiendo por todas las capitales <strong>de</strong>l reino.<br />
Una vez convencido <strong>de</strong> que estaba en el buen camino, Cipriano<br />
Salcedo se hizo con los servicios <strong>de</strong> un avisado hombre <strong>de</strong> campo,<br />
don Tiburcio Guillén, quien organizó una red <strong>de</strong> acopladores<br />
pellejeros, que a su vez crearon otras <strong>de</strong> tramperos y un equipo <strong>de</strong><br />
curtidores expertos que trataban las pieles con aceite <strong>de</strong> abedul. De<br />
este modo, el sastre don Fermín y su taller provisional tenían<br />
asegurado el abastecimiento todo el año. Al mismo tiempo, don<br />
Fermín Gutiérrez fue autorizado para contratar personal, cortadores<br />
y costureras, |principalmente —como exigió don Cipriano— entre las<br />
jóvenes viudas <strong>de</strong> la villa que en general pasaban más necesidad que<br />
otras mujeres|.<br />
En la reorganización <strong>de</strong>l negocio, <strong>de</strong>cidió pagar a Gutiérrez por<br />
prenda terminada en lugar <strong>de</strong> a tanto alzado, lo que, <strong>de</strong> paso, le iba<br />
familiarizando con el mundo <strong>de</strong> los números: la confección <strong>de</strong> un<br />
zamarro se elevaba a tres reales, a medio su transporte, tratar con<br />
aceite <strong>de</strong> abedul una docena <strong>de</strong> pieles, ciento veinte maravedíes, y<br />
así sucesivamente. Partiendo <strong>de</strong> esta base, pudo <strong>de</strong>terminar con<br />
precisión los márgenes comerciales que iban engrosando su fortuna<br />
día a día. Meses más tar<strong>de</strong>, bajo la dirección <strong>de</strong> Dionisio Manrique,<br />
<strong>de</strong>slumbrado por el éxito <strong>de</strong>l patrón, impuso un plazo último a los<br />
curtidores: las pieles <strong>de</strong>berían estar listas el primero <strong>de</strong> mayo, <strong>de</strong><br />
manera que el negocio pudiera funcionar en todas las estaciones a<br />
un ritmo regular. Las pieles que don Tiburcio Guillén entregaba a<br />
don Dionisio Manrique y éste a don Fermín Gutiérrez, el sastre, lo<br />
eran en fechas <strong>de</strong>terminadas, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> pelechar los animales, y,<br />
por tanto, previsibles con antelación. Se aumentó asimismo el<br />
número <strong>de</strong> pellejeros y, ante la avalancha <strong>de</strong> pieles, Salcedo <strong>de</strong>cidió<br />
no limitar éstas a forrar zamarros, sino exten<strong>de</strong>rlo a las ropas <strong>de</strong><br />
invierno <strong>de</strong> hombres y mujeres. “Ropillas aforradas en piel clara y<br />
oscura”, fue el subtítulo que se añadió a la cartela <strong>de</strong> la tienda <strong>de</strong> la<br />
Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo. Pero los tramperos que, por vez primera,
veían valoradas sus presas, abrumaban con sus entregas a los<br />
arrieros, con lo que Salcedo hubo <strong>de</strong> tomar una <strong>de</strong> las <strong>de</strong>cisiones<br />
más importantes <strong>de</strong> su vida: abrirse al extranjero, en principio con<br />
los acreditados merca<strong>de</strong>res <strong>de</strong> Anvers, con el mundialmente famoso<br />
Bonterfoesen, que dieron a los zamarros y a las “ropillas aforradas”<br />
proyección universal. <strong>El</strong> conocido comerciante David <strong>de</strong> Nique hizo<br />
un comentario que colmó la vanidad <strong>de</strong> Salcedo: |nunca un simple<br />
canesú armó una revolución semejante en la moda. Eso es el<br />
ingenio|. A estas alturas, el zamarro <strong>de</strong> borrego iba perdiendo<br />
prestigio, a pesar <strong>de</strong>l canesú, y las gentes urbanas, especialmente<br />
los ricos <strong>de</strong> España y <strong>de</strong>l extranjero, preferían los forros <strong>de</strong><br />
alimañas españolas, no sólo más bellos sino <strong>de</strong> menos bulto y más<br />
abrigados.<br />
Pero, en conjunto, la <strong>de</strong>manda no cedía y el padre <strong>de</strong>l invento, tras<br />
largas cavilaciones, <strong>de</strong>cidió convertir en taller <strong>de</strong> confección la<br />
mitad <strong>de</strong>l almacén <strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría. La nave quedó dividida en dos<br />
partes y, mientras una seguía cumpliendo las funciones para las que<br />
había sido creada, la otra se transformó en un gran taller en el que<br />
reinaba Fermín Gutiérrez.<br />
Sin advertirlo, Salcedo empezaba a caminar por la senda <strong>de</strong> un<br />
incipiente capitalismo. <strong>El</strong> gran taller no paraba ni en invierno ni en<br />
verano y, para contrarrestar los gran<strong>de</strong>s fríos <strong>de</strong> la meseta, cubrió<br />
la nave con cielo raso e instaló braseros <strong>de</strong> picón <strong>de</strong> encina <strong>de</strong> gran<br />
tamaño entre las mesas <strong>de</strong> los trabajadores disminuidos por los<br />
sabañones.<br />
Lógicamente, la relación con don Gonzalo Maluenda y con Burgos se<br />
iba <strong>de</strong>bilitando. Las dos expediciones anuales se convirtieron en una<br />
y los diez carromatos en cuatro. Maluenda admiraba en secreto la<br />
iniciativa <strong>de</strong> Salcedo pero se sentía mortificado por sus éxitos.<br />
Anteponer una prenda tan basta como el zamarro al comercio con<br />
Centroeuropa hablaba por sí solo <strong>de</strong>l mal gusto y la baja extracción<br />
social <strong>de</strong> Cipriano Salcedo, por mucho que adornase con el doctor—<br />
hidalgo sus tarjetas <strong>de</strong> visita, <strong>de</strong>cía. En el fondo, Maluenda<br />
envidiaba a Salcedo que había sabido prever la <strong>de</strong>ca<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong>l<br />
comercio <strong>de</strong> la lana y encontrar una salida airosa para la<br />
mercancía.<br />
Pero llegó un día, pasados los años, en que la naturaleza impuso su<br />
ley. Las alimañas no soportaban la presión cinegética y las presas<br />
empezaron a disminuir. Mas Salcedo, que era ya un merca<strong>de</strong>r<br />
avezado y rico, constató este hecho al tiempo que las ventas <strong>de</strong>l<br />
nuevo zamarro y las “ropillas aforradas” empezaban a <strong>de</strong>caer. Es<br />
<strong>de</strong>cir, cuando la <strong>de</strong>manda disminuyó, él ya había rebajado la oferta
<strong>de</strong> manera que no tuvo que pasar por el amargo trance <strong>de</strong> los<br />
exce<strong>de</strong>ntes. Cinco años <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> nacer, la venta <strong>de</strong>l zamarro <strong>de</strong>l<br />
canesú se estabilizó <strong>de</strong> modo que bastaba un turno en el taller <strong>de</strong> la<br />
Ju<strong>de</strong>ría para mantener abastecido el mercado. Pero para entonces la<br />
fortuna <strong>de</strong> Cipriano Salcedo se calculaba en quince mil ducados,<br />
una <strong>de</strong> las más fuertes y saneadas <strong>de</strong> Valladolid.<br />
Fue en el tercer año <strong>de</strong> iniciado el negocio cuando Cipriano Salcedo,<br />
<strong>de</strong>sbordado por el feliz resultado <strong>de</strong> la empresa, envió un correo a<br />
Estacio <strong>de</strong>l Valle, a Villanubla, pidiéndole más vellones. Estacio le<br />
contestó con un correo urgente, diciéndole que, salvo un nuevo<br />
gana<strong>de</strong>ro <strong>de</strong> Peñaflor, don Segundo Centeno, con más <strong>de</strong> diez mil<br />
ovejas, y algunos pequeños pastores en otras localida<strong>de</strong>s, la lana <strong>de</strong>l<br />
Páramo seguía bajo su control. Al llegar el buen tiempo, Salcedo<br />
subió a Villanubla por el viejo camino, tan familiar a “Relámpago”.<br />
Encontró a Estacio viejo y trasojado, pero lúcido y artero. Don<br />
Segundo Centeno, un perulero recién llegado <strong>de</strong> Indias, con dinero,<br />
se había establecido en el monte <strong>de</strong> La Manga hacía dos años.<br />
Oriundo <strong>de</strong> Sevilla, los gana<strong>de</strong>ros <strong>de</strong>l Guadalquivir le recomendaron<br />
para instalarse la zona <strong>de</strong>l Páramo, en Valladolid. Era un individuo<br />
primitivo y tosco que salía al monte con el ganado y vestía como un<br />
gañán. Sin embargo era un hombre <strong>de</strong> posibles aunque nadie sabía<br />
hasta dón<strong>de</strong> alcanzaba su fortuna. Tenía contratada la lana <strong>de</strong> sus<br />
ovejas con los tejedores moriscos <strong>de</strong> Segovia mediante un<br />
procedimiento complicado en el que los propios tejedores facilitaban<br />
las reatas para el transporte <strong>de</strong> los vellones.<br />
Era hombre guardoso y poco sociable y apenas se relacionaba con la<br />
gente <strong>de</strong>l Páramo, gana<strong>de</strong>ros o labrantines. Tenía una hija maciza y<br />
blanca <strong>de</strong> tez llamada Teodomira, que, por su maña en el esquileo,<br />
era conocida con el sobrenombre <strong>de</strong> “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”. La<br />
muchacha no salía <strong>de</strong> La Manga: alta, sólida y sumamente<br />
laboriosa, vestía inevitablemente una saya <strong>de</strong> paño burdo y un<br />
extraño tocadillo que le agrandaba la cabeza. Se movía, entre el<br />
barrizal y la basura <strong>de</strong>l patio y las teleras, con galochas para<br />
proteger sus pies.<br />
Los vecinos <strong>de</strong> Peñaflor y Wamba aseguraban que la Teodomira, pese<br />
a ser consi<strong>de</strong>rada por su padre “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”, era, en rigor,<br />
para don Segundo, un burro <strong>de</strong> carga, ya que las dos criadas <strong>de</strong><br />
servicio, a la hora <strong>de</strong> esquilar al ganado, escurrían el bulto. Llegado<br />
este momento era cuando Teodomira encerraba las ovejas en el<br />
aprisco y, sentada a la puerta en un tajuelo, iba esquilándolas una<br />
tras otra y encerrándolas <strong>de</strong>snudas en la telera aneja. “La Reina <strong>de</strong>l<br />
Páramo” jamás <strong>de</strong>sgarró un vellón.
Los sacaba intactos, <strong>de</strong> una pieza y calientes. Nadie <strong>de</strong>safió nunca a<br />
Teodomira pero era fama en la comarca que pelar a un centenar <strong>de</strong><br />
cor<strong>de</strong>ros no le llevaba un día. Don Segundo, que la ayudaba <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la<br />
tar<strong>de</strong> a la medianoche, gozaba también <strong>de</strong> una buena disposición<br />
para el oficio, <strong>de</strong> forma que en siete semanas tenían dispuesta la<br />
carga para que los moriscos <strong>de</strong> Segovia subieran a recogerla. Según<br />
Estacio <strong>de</strong>l Valle, podía intentar hacerse con la lana <strong>de</strong> “el<br />
Perulero”, por más que la educación <strong>de</strong> don Segundo para el trato<br />
<strong>de</strong>jara mucho que <strong>de</strong>sear. En estos asuntos, “el Perulero” era un<br />
patán <strong>de</strong> la cabeza a los pies al que únicamente se le podía<br />
localizar, salvo los jueves, en el campo con las ovejas, ya que en casa<br />
no paraba.<br />
Estacio le dio la dirección <strong>de</strong>l monte. Don Cipriano <strong>de</strong>bería coger la<br />
carrera <strong>de</strong> Peñaflor y, a cosa <strong>de</strong> media legua, junto a la atalaya más<br />
alta, nacía un camino rojo, <strong>de</strong> arcilla, medio borrado por los<br />
bogales, que llevaba <strong>de</strong>recho a la casa. En un calvero <strong>de</strong>l monte,<br />
redondo como un coso, estaba ésta, una edificación <strong>de</strong> adobe con<br />
tejado <strong>de</strong> pizarra, amplia y <strong>de</strong>startalada, <strong>de</strong> una sola planta,<br />
ro<strong>de</strong>ada <strong>de</strong> rediles, teleras y corralizas con algunas ovejas <strong>de</strong>ntro,<br />
balando.<br />
Frente a la fachada había un pozo, con el brocal <strong>de</strong> piedra <strong>de</strong> toba,<br />
una polea y cuatro abreva<strong>de</strong>ros, <strong>de</strong> la misma piedra, para el<br />
ganado. La chica que le atendió le dio la dirección <strong>de</strong> don Segundo.<br />
Estaba en el campo, en la lin<strong>de</strong> <strong>de</strong>l monte, <strong>de</strong> la parte <strong>de</strong> Wamba,<br />
con las ovejas.<br />
Salcedo encontró, en efecto, a don Segundo, con un rebaño gran<strong>de</strong>,<br />
en la línea <strong>de</strong>l monte. Era un hombre <strong>de</strong>saseado, <strong>de</strong> pelo corto y<br />
barbas <strong>de</strong> muchos días. En la cabeza llevaba una carmeñola, una<br />
mancha <strong>de</strong> saín en la frente y caída y <strong>de</strong>rrocada en la parte<br />
posterior. Era un tocado anticuado que hacía juego con un coleto sin<br />
mangas, corto, las calzas abotonadas y las abarcas para los pies.<br />
Los ladridos <strong>de</strong> dos mastines, con collares <strong>de</strong> puntas, le pusieron en<br />
guardia y el caballo, muy remiso, no se aproximó a ellos hasta que<br />
el señor Centeno los aplacó. Pero cuando se apeó, y antes <strong>de</strong> po<strong>de</strong>r<br />
dirigir la palabra a don Segundo, éste levantó una mano, le volvió la<br />
espalda bruscamente y le dijo:<br />
—Aguar<strong>de</strong> un momento.<br />
Portaba un cayado en la mano <strong>de</strong>recha que enarbolaba al andar y se<br />
dirigía sin <strong>de</strong>mora hacia un pequeño hueco que se había abierto en<br />
el rebaño. A su paso se espantaba el ganado pero, al llegar al punto<br />
preciso, saltó una liebre regateando y, antes <strong>de</strong> que se alejara, don
Segundo le lanzó el cayado <strong>de</strong>scribiendo molinetes en el aire. La<br />
garrota golpeó las patas traseras <strong>de</strong>l animal que quedó tendido en el<br />
prado, moviéndose espasmódicamente.<br />
Don Segundo se apresuró a cogerla para que Salcedo la viera:<br />
—¿Se da cuenta? Es gran<strong>de</strong> como un perro —reía.<br />
<strong>El</strong> ganado había vuelto a pastar pacíficamente, en tanto Salcedo<br />
trataba <strong>de</strong> presentarse, explicando su relación con Burgos y el<br />
mercado <strong>de</strong> la lana, pero don Segundo Centeno le atajó con un <strong>de</strong>je<br />
<strong>de</strong> ironía:<br />
—¿No será vuesa merced, por un casual, Cipriano el <strong>de</strong>l zamarro?<br />
Mientras hablaba, apretaba el vientre <strong>de</strong> la liebre para que orinase,<br />
tan atento y concentrado, tan ajeno a la presencia <strong>de</strong> Salcedo, que<br />
éste, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> asentir, <strong>de</strong>cidió ganárselo mediante la adulación:<br />
—He oído <strong>de</strong>cir en el pueblo que vuesa merced, con diez mil cabezas,<br />
no precisa <strong>de</strong> manos ajenas para esquilarlas; se basta con la ayuda<br />
<strong>de</strong> una hija.<br />
Un chorrito dorado se <strong>de</strong>sprendió <strong>de</strong> la entrepierna <strong>de</strong> la liebre y él<br />
le pasó una y otra vez una mano gran<strong>de</strong> y pesada por el vientre<br />
inmaculado para ayudarla:<br />
—Está preñada —dijo—. Es un animal muy rijoso éste. Tanto le da<br />
abril como enero. No <strong>de</strong>scansa.<br />
Des<strong>de</strong> mi ventana, <strong>de</strong> madrugada, las veo guarreándose entre las<br />
teleras todos los días <strong>de</strong>l año, tanto da con frío como con calor.<br />
Salcedo trató <strong>de</strong> encauzar la conversación pero, fuera <strong>de</strong> la emoción<br />
<strong>de</strong>l momento, a don Segundo no parecía importarle nada. Sin<br />
embargo, era sólo una apariencia, ya que, transcurrido un minuto,<br />
recogió el hilo que antes le había lanzado Salcedo y reanudó el<br />
coloquio como si nunca se hubiera interrumpido:<br />
—En cuanto a eso <strong>de</strong> que yo trabaje solo en el monte no es cierto —<br />
dijo—. Dispongo <strong>de</strong> cinco pastores, dos en Wamba, otros dos en<br />
Castro<strong>de</strong>za y uno en Ciguñuela.<br />
<strong>El</strong>los atien<strong>de</strong>n mis rebaños y, llegado el tiempo, nos ayudan a<br />
esquilarlos. Eso sí, a mi hija, a la Teodomira, no le echa la pata
nadie. En lo que ellos pelan una oveja, ella pela dos. Yo la llamo por<br />
eso “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”.<br />
La llanura sin fin, apenas amueblada por cuatro carrascos y los<br />
majanos alineados como hitos, se extendía ante los ojos<br />
sorprendidos <strong>de</strong> Salcedo.<br />
—<strong>El</strong> Páramo, por lo general, da poca yerba pero buena, aunque en<br />
ciertas zonas es un sequedal.<br />
Ve ahí. Para roturar dos hazas ha habido que hacer antes un<br />
monumento.<br />
Señalaba con el cayado el majano más próximo con pedruscos <strong>de</strong><br />
hasta diez libras. Tres ovejas se <strong>de</strong>smandaron y don Segundo or<strong>de</strong>nó<br />
con un a<strong>de</strong>mán a los mastines, que sesteaban a sus pies, que las<br />
reintegraran al rebaño. Don Segundo había guardado la liebre en el<br />
zurrón y Salcedo intentó <strong>de</strong> nuevo cuadrarle, hablándole <strong>de</strong> los<br />
moriscos <strong>de</strong> Segovia, pero don Segundo se <strong>de</strong>sentendió <strong>de</strong>l tema. Al<br />
cabo <strong>de</strong> un rato, sin embargo, afirmó que los moriscos eran gente<br />
laboriosa y sacrificada y él estaba muy satisfecho con ellos, que<br />
cobraban menos que otros porteadores y, por si fuera poco, las<br />
reatas <strong>de</strong> acémilas corrían <strong>de</strong> su cuenta. Así es que su lana estaba<br />
comprometida. Los Maluenda <strong>de</strong> Burgos, que recogían prácticamente<br />
toda la <strong>de</strong> Castilla, tendrían que quedarse sin la <strong>de</strong> Segundo<br />
Centeno. En cambio, sí le ofrecía para sus zamarros pieles <strong>de</strong> conejo,<br />
miles <strong>de</strong> pieles. Porque vuesa merced, dijo, forrará zamarros con<br />
toda clase <strong>de</strong> bichos pero al conejo lo tiene olvidado.<br />
—Es <strong>de</strong>masiado ordinario el conejo —replicó sinceramente Salcedo—<br />
. Aquí en Castilla, tal vez por su abundancia, es poco apreciado.<br />
Don Segundo reunió el rebaño y, con ayuda <strong>de</strong> los perros, fue<br />
entrizándolo insensiblemente hacia el monte. A uno <strong>de</strong> los mastines<br />
le llamó a voces “Lucifer”. No simpatizaba con él; le lanzaba piedras<br />
e improperios.<br />
—Porque vuesa merced —dijo <strong>de</strong> pronto— fabrica zamarros para<br />
gentes encopetadas <strong>de</strong> ciudad, pero <strong>de</strong>bería pensar un poco en los<br />
gañanes <strong>de</strong>l Páramo. Para ésos ya están los cor<strong>de</strong>ros, dirá usted,<br />
pero es que el conejo le saldría más económico y tal vez más<br />
abrigado.<br />
<strong>El</strong> sol se ponía en la llanura como en el mar. Se <strong>de</strong>splomaba sobre la<br />
línea <strong>de</strong>l horizonte y éste empezaba a roerle por la base, en un<br />
crepúsculo incendiado, hasta terminar <strong>de</strong>vorándolo. Las nubes,
lancas hasta entonces, se tornaban color albaricoque al ocultarse<br />
aquél.<br />
—Buen tiempo hará mañana, sí señor —dijo sentenciosamente don<br />
Segundo—. Vamos para casa. Es hora <strong>de</strong> recoger el ganado.<br />
Salcedo llevaba a “Relámpago” <strong>de</strong> la brida. <strong>El</strong> espectáculo <strong>de</strong> la<br />
puesta <strong>de</strong> sol en el inmenso mar <strong>de</strong> tierra le había sobrecogido.<br />
Respecto a don Segundo Centeno no sabía a qué carta quedarse.<br />
Seguramente pertenecía a ese grupo <strong>de</strong> ganadores y labrantines<br />
guardosos que llegan a amasar una fortuna a fuerza <strong>de</strong> austeridad,<br />
<strong>de</strong> privarse incluso <strong>de</strong> lo necesario, por el inútil placer <strong>de</strong> morir<br />
ricos. Las sombras <strong>de</strong> las encinas reptaban por el suelo y, en pocos<br />
minutos, el monte entero se sumió en una silenciosa penumbra. Don<br />
Segundo se rascaba ahora la cabeza metiendo un <strong>de</strong>do <strong>de</strong> uña negra<br />
por <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> la carmeñola. Dijo <strong>de</strong> pronto:<br />
—Hoy un conejo, su piel, le pue<strong>de</strong> valer a vuesa merced veinte<br />
maravedíes. ¿Qué número <strong>de</strong> pieles necesita para forrar un<br />
zamarro?<br />
¿Diez, quince? Y aunque así fuera, forrado <strong>de</strong> lana y echando por lo<br />
bajo, le costaría a usted el doble.<br />
Cipriano Salcedo le <strong>de</strong>jaba a su aire. Para empezar no se creía que<br />
los moriscos <strong>de</strong> Segovia cargaran con los gastos <strong>de</strong> las reatas.<br />
Y, en cambio, pensaba, don Segundo Centeno podría fácilmente<br />
terminar, sin forzar las cosas, siendo su nuevo cliente en el Páramo.<br />
La casa se divisaba ya entre las matas, y en el hueco <strong>de</strong> una ventana<br />
brillaba la luz <strong>de</strong> un candil. Se fingió interesado en las pieles <strong>de</strong><br />
conejo:<br />
—¿Y cómo pue<strong>de</strong> usted agarrar tantos conejos con lo que corren?<br />
—Yo le hago una apuesta a vuesa merced —dijo jovialmente—. En<br />
una hora me comprometo a coger una docena <strong>de</strong> conejos sin<br />
moverme <strong>de</strong> un bardo. Y si me echa una mano el señor Avelino, el<br />
bichero <strong>de</strong> Peñaflor, cuatro docenas. ¿Qué le parece?<br />
—Con lazo, claro.<br />
—Quiá, no señor. <strong>El</strong> lazo es muy tardinero. Diez hoy, quince mañana.<br />
No me vale el lazo para hacer cifra. Al conejo hay que moverlo,<br />
buscarle las vueltas.
Aquí en La Manga, hay millones <strong>de</strong> ellos. Y si dispone vuesa merced<br />
<strong>de</strong> una buena camada <strong>de</strong> hurones, en cuatro días pue<strong>de</strong> armar un<br />
estropicio.<br />
Habían llegado al calvero y don Segundo distribuyó el ganado en las<br />
teleras. En otros apriscos, <strong>de</strong> la parte <strong>de</strong> Wamba y Peñaflor,<br />
pernoctaban al aire libre los meses calurosos otros rebaños.<br />
Cumplido el encierro, los mastines se encaminaron cachazudamente<br />
al corral, en una <strong>de</strong> cuyas ventanas, sin duda la cocina, temblaba<br />
una luz. En la puerta <strong>de</strong> la fachada crecía un emparrado <strong>de</strong>l que<br />
pendían racimos en agraz.<br />
—Pase un rato vuesa merced.<br />
<strong>El</strong> mobiliario <strong>de</strong> la casa era <strong>de</strong> una austeridad conventual. Apenas<br />
una gran mesa <strong>de</strong> pino en la sala, dos escañiles, unas butacas <strong>de</strong><br />
mimbre, una alacena y, a los lados, los consabidos lebrillos. Pero<br />
Salcedo no tenía tiempo para sentarse. Los bogales borraban el<br />
camino y era fácil per<strong>de</strong>rse: tenía que aprovechar la última luz.<br />
Volvería otro día para seguir conversando. ¿Un jueves? De acuerdo,<br />
lo haría un jueves. ¿Una merienda?<br />
Agra<strong>de</strong>cería esa atención a “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”. Él, don Segundo,<br />
le enseñaría a<strong>de</strong>más cómo cazar cuarenta conejos en una hora.<br />
Si me envía un correo a tiempo tendrá ocasión <strong>de</strong> ver al señor<br />
Avelino, el bichero <strong>de</strong> Peñaflor, metido en faena. Y a lo mejor se<br />
encapricha usted con el conejo para los zamarros y armamos una<br />
comandita, ¿no le parece?<br />
Cipriano Salcedo se disponía a salir cuando entró en la sala “la<br />
Reina <strong>de</strong>l Páramo”, una muchacha alta, pelirroja, fuerte, vestida al<br />
uso <strong>de</strong> las campesinas <strong>de</strong> la región:<br />
saya corta con faldilla <strong>de</strong>bajo y mangas con papos a la moda<br />
antigua.<br />
Hacía ruido al andar con las galochas que calzaba. A don Segundo<br />
Centeno se le avivó el semblante:<br />
aquí tiene vuesa merced a mi hija Teodomira, “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”<br />
por mejor nombre —dijo. <strong>El</strong>la no se alteró. Saludó escuetamente. La<br />
llama <strong>de</strong> la lámpara iluminaba su rostro, un rostro excesivamente<br />
gran<strong>de</strong> para el tamaño <strong>de</strong> sus facciones. Pero lo que más sorprendió<br />
a Salcedo fue la pali<strong>de</strong>z <strong>de</strong> su carne, especialmente extraña en una<br />
mujer campesina; un rostro blanco, no cerúleo, sino <strong>de</strong> mármol como
el <strong>de</strong> una estatua antigua. No había sombra <strong>de</strong> vello en aquella cara<br />
y las cejas eran muy finas, casi inexistentes. Con el cabello caoba,<br />
resaltaban sus pestañas sombreando unos ojos vivaces, <strong>de</strong> color<br />
miel.<br />
La muchacha se movía airosamente a pesar <strong>de</strong> su volumen y cuando<br />
don Segundo le presentó como don Cipriano Salcedo, el señor <strong>de</strong> los<br />
zamarros, ella le felicitó diciendo que había ennoblecido una prenda<br />
<strong>de</strong>sprestigiada. Entonces la miró <strong>de</strong> frente y ella le miró a su vez y,<br />
bajo su mirada intensa, dulce y afable, se enterneció. Nunca le había<br />
sucedido a Salcedo una cosa así y se sorprendió aún más porque,<br />
objetivamente, fuera <strong>de</strong> la expresión <strong>de</strong> sus ojos y <strong>de</strong> su presencia<br />
amparadora, no <strong>de</strong>scubría en la muchacha especial encanto.<br />
Entonces se alegró <strong>de</strong> haber prometido volver. Y cuando la<br />
muchacha le tendió la mano para <strong>de</strong>spedirse y él la estrechó, notó<br />
que también su mano era blanca y dura como el mármol.<br />
Pero el señor Centeno repitió que a lo mejor se encaprichaba con los<br />
conejos y fundaban entre los dos una comandita. Cipriano Salcedo,<br />
para entonces, ya se había encaramado sobre “Relámpago” y,<br />
<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> ro<strong>de</strong>ar el pozo y los abreva<strong>de</strong>ros al trote corto, se perdió<br />
entre las sombras <strong>de</strong>l sardón agitando la mano izquierda en señal<br />
<strong>de</strong> <strong>de</strong>spedida.<br />
__________________________<br />
__________________________<br />
VIII<br />
<strong>El</strong> jueves siguiente Cipriano Salcedo se presentó en el monte <strong>de</strong> La<br />
Manga a las cuatro <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>, aunque don Segundo le había<br />
advertido que esa hora no era la más a<strong>de</strong>cuada para cazar conejos.<br />
Y allí encontró a padre e hija junto al pozo, gozando <strong>de</strong>l sol<br />
vespertino, acompañados por un individuo chaparro, <strong>de</strong> rostro<br />
atezado, con jubón a listas, zaragüelles y botas <strong>de</strong> campo, que don<br />
Segundo le presentó como el señor Avelino, el bichero <strong>de</strong> Peñaflor.<br />
Don Segundo vestía su atuendo habitual, coleto corto, calzas<br />
abotonadas y carmeñola a la cabeza. La muchacha, en cambio,<br />
aunque se tratara <strong>de</strong> una excursión campestre, se había arreglado<br />
para el evento, lo que satisfizo a Cipriano porque |mujer vestida,<br />
mujer interesada|, se dijo.
Estaba tan habituado a pasar inadvertido que aquel <strong>de</strong>talle le<br />
conmovió. Con todo se reafirmó en la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> que “la Reina <strong>de</strong>l<br />
Páramo” resultaba excesiva mujer para ser bella, pero tan pronto se<br />
apeó <strong>de</strong>l caballo y ella le tendió la mano, él quedó preso <strong>de</strong> su<br />
hechizo, <strong>de</strong> sus ojos melosos, calientes y protectores, sensación que<br />
no le abandonó en toda la tar<strong>de</strong>.<br />
Luego, junto al bardo, viendo actuar al bichero, <strong>de</strong> rodillas como<br />
estaba, apenas divisaba los finos botines <strong>de</strong> tafilete rojo <strong>de</strong> la<br />
muchacha cuya presencia le arropaba.<br />
Su padre iba y venía, trajinaba inútilmente, hacía observaciones<br />
obvias al bichero y éste, fingiendo aten<strong>de</strong>r sus indicaciones, iba<br />
colocando capillos sobre las huras y, <strong>de</strong> vez en cuando, golpeaba con<br />
los nudillos la vieja caja <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra don<strong>de</strong> se oía rebullir algo vivo,<br />
como reprendiendo a alguien:<br />
—¡Quietos, a dormir! —<strong>de</strong>cía.<br />
—P... pero, ¿qué lleva ahí?<br />
—Los bichos, claro.<br />
—¿Qué bichos si no es mala pregunta?<br />
—Los hurones. ¿Qué bichos quería vuesa merced que llevara?<br />
Tenían un agudo hociquillo <strong>de</strong> rata y eran largos y <strong>de</strong>lgados como<br />
culebras peludas. <strong>El</strong> señor Avelino se movía diligentemente y trataba<br />
a los hurones con <strong>de</strong>ferencia, les <strong>de</strong>dicaba palabras dulces y<br />
afectuosas y, <strong>de</strong> cuando en cuando, escupía en la palma <strong>de</strong> la mano<br />
y <strong>de</strong>jaba que el bicho sorbiera la saliva con <strong>de</strong>leite. Y, cuando más<br />
<strong>de</strong> la mitad <strong>de</strong> las huras <strong>de</strong>l bardo estuvieron cubiertas por los<br />
capillos, el señor Avelino introdujo dos hurones en dos bocas<br />
distantes entre sí y quedó un rato relajado, a la expectativa. Se<br />
produjo un tamborileo sordo, subterráneo, bajo el vivar:<br />
—¿Los oye vuesa merced? Hay barullo <strong>de</strong>ntro.<br />
—¿Barullo?<br />
—<strong>El</strong> bicho ya anda tras los conejos. Los achucha. ¿No los oye? A la<br />
postre no les quedará otro remedio que salir.
Apenas había acabado <strong>de</strong> hablar cuando saltó un capillo con un<br />
conejo enredado en ella y don Segundo emitió un gruñido <strong>de</strong><br />
satisfacción.<br />
—Ya empezó la zarabanda —dijo.<br />
Agarró la red, sacó el conejo, lo cogió por las patas traseras con la<br />
mano izquierda y con el canto <strong>de</strong> la <strong>de</strong>recha le propinó un golpe seco<br />
en la nuca y lo arrojó al suelo agonizante. <strong>El</strong> ruido <strong>de</strong> carreras se<br />
acentuaba en el subsuelo.<br />
—Ojo. Hay conejos a carretadas —advirtió el señor Avelino.<br />
Los conejos en fuga, enredados en los capillos, empezaron a saltar<br />
por todas partes. Don Segundo y su hija <strong>de</strong>senredaban los animales<br />
<strong>de</strong> las mallas y volvían a cubrir las huras. <strong>El</strong> gana<strong>de</strong>ro se sentía un<br />
poco protagonista <strong>de</strong> la exhibición.<br />
—¿Eh? ¿Qué le parece el espectáculo?<br />
Pero Cipriano observaba ahora a Teodomira, su maña para<br />
sacrificar gazapos, el golpe letal en la nuca, la absoluta frialdad<br />
con que se producía.<br />
—¿No siente usted pena por ellos?<br />
Su mirada, tibia y compasiva, <strong>de</strong>svanecía cualquier sospecha <strong>de</strong><br />
crueldad:<br />
—Pena ¿por qué? Yo amo a los animales —sonreía.<br />
Cazaron seis bardos y, <strong>de</strong> regreso, recogieron los sacos con el botín:<br />
noventa y ocho conejos. Don Segundo exultaba:<br />
—Diez zamarros podría forrar vuesa merced <strong>de</strong> este envite.<br />
Treinta vellones no le harían mejor servicio.<br />
Luego, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la merienda, cuando Salcedo mecía a “la Reina<br />
<strong>de</strong>l Páramo” en un columpio entre dos encinas, al costado <strong>de</strong> la<br />
casa, ella retozaba <strong>de</strong> risa y le rogaba que la impulsara más<br />
<strong>de</strong>spacio, que no soportaba el vértigo. Pero él la lanzaba con todo el<br />
vigor <strong>de</strong> sus pequeños brazos musculosos. Y, en uno <strong>de</strong> aquellos<br />
envites, su mano resbaló <strong>de</strong> la tabla don<strong>de</strong> ella se sentaba y rozó sus<br />
nalgas. Se sorprendió. No era el cuerpo fofo que hacían presumir su<br />
tamaño y pali<strong>de</strong>z, sino un cuerpo compacto que no cedió un ápice a
su presión. Él se sintió turbado. También la muchacha parecía<br />
<strong>de</strong>sconcertada: ¿lo habría hecho intencionadamente? Salcedo<br />
atendió, al fin, a sus súplicas y el vaivén <strong>de</strong>l columpio se hizo más<br />
remiso. Entonces ella le habló con elogio <strong>de</strong> las ropillas aforradas y<br />
le confesó que había visitado varias veces la tienda <strong>de</strong> la Corre<strong>de</strong>ra<br />
<strong>de</strong> San Pablo. Salcedo sonreía abochornado. Le agradaba la<br />
rentabilidad <strong>de</strong>l negocio pero jamás se vanaglorió <strong>de</strong> su i<strong>de</strong>a que se<br />
le antojaba <strong>de</strong> una vulgaridad plebeya. Ante ciertas personas,<br />
incluso, se avergonzaba. Pero Teodomira, aprovechando el mo<strong>de</strong>rado<br />
balanceo <strong>de</strong>l columpio, proseguía su retahíla: le agradaba, más que<br />
ninguno, el zamarro <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> nutria pero no comprendía cómo se<br />
podía quitar la vida a un animal tan hermoso. Él le recordó el frío<br />
sacrificio <strong>de</strong> los conejos, mas la chica argumentó que había que<br />
distinguir entre los animales que servían al hombre para<br />
alimentarse y el resto. Él preguntó entonces si los animales útiles<br />
para abrigarse no merecían el mismo trato y ella arguyó que el<br />
hecho <strong>de</strong> matar por medio <strong>de</strong> asalariados, como él hacía, era aún<br />
más imperdonable que hacerlo por propia mano. Consi<strong>de</strong>raba peor al<br />
inductor que al mero ejecutor. Cipriano Salcedo empezó a sentir un<br />
pueril rego<strong>de</strong>o con aquellas discusiones. Se dio cuenta que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el<br />
colegio no había disputado con nadie. Que en la vida ni una sola<br />
persona le había dado beligerancia ni para eso. Entonces, cuando la<br />
muchacha dijo que amaba a los animales, en especial a las ovejas,<br />
que siempre sonreían, Salcedo, tan sólo por llevarle la contraria,<br />
mencionó al caballo y al perro, pero ella <strong>de</strong>sechó sus preferencias: el<br />
perro era incapaz <strong>de</strong> amar, era egoísta y adulador; en cuanto al<br />
caballo era medroso y presumido, un animal tan suyo que estaba<br />
lejos <strong>de</strong> <strong>de</strong>spertar afecto.<br />
Salcedo volvió por el monte a la semana siguiente, con un zamarro<br />
<strong>de</strong> piel <strong>de</strong> nutria dos tallas superiores a la suya. Teodomira, que <strong>de</strong><br />
nuevo había cambiado <strong>de</strong> indumentaria, agra<strong>de</strong>ció el <strong>de</strong>talle. Luego<br />
dieron un paseo a caballo por el monte y hablaron <strong>de</strong> las cortas<br />
periódicas <strong>de</strong> los carboneros que a su padre le <strong>de</strong>jaban tanto dinero<br />
como las ovejas. “La Reina <strong>de</strong>l Páramo” montaba a mujeriegas un feo<br />
caballo pío, “Obstinado”, que parecía una vaca. Salcedo le preguntó<br />
si había aprendido a montar en las Indias, pero ella le informó que<br />
el perulero era su padre, que ella había permanecido en Sevilla con<br />
una tía los diez años que don Segundo estuvo ausente. Entonces<br />
Cipriano le dijo que se le había contagiado la gracia <strong>de</strong> Andalucía y<br />
ella le miró tan reconocida con sus ojos color miel que él se turbó.<br />
Cipriano Salcedo pasaba las noches inquieto. La escena <strong>de</strong>l<br />
columpio, el recuerdo <strong>de</strong>l contacto furtivo con el cuerpo <strong>de</strong> la<br />
muchacha le excitaban. Al día siguiente <strong>de</strong>l hecho, apenas amaneció<br />
Dios, había corrido en busca <strong>de</strong>l padre Esteban, al que había
escogido, un tanto a ciegas, como confesor tras la triste separación<br />
<strong>de</strong> Minervina, hacía más <strong>de</strong> quince años:<br />
—P... padre, he tocado el cuerpo <strong>de</strong> una mujer y he sentido placer.<br />
—¿Cuántas veces, hijo, cuántas veces?<br />
—Una sola vez, padre, pero no sé si hubo voluntad por mi parte.<br />
—¿Es que no sabes siquiera si obraste <strong>de</strong>liberadamente o no?<br />
—Fue una cuestión <strong>de</strong> segundos, padre. Yo le daba impulso en un<br />
columpio y mi mano resbaló o yo hice que resbalase. No salgo <strong>de</strong> mi<br />
duda. Ése es el problema.<br />
—¿En un columpio? ¿Quieres <strong>de</strong>cir, hijo, que la tocaste las<br />
posa<strong>de</strong>ras?<br />
—Sí, padre, exactamente las posa<strong>de</strong>ras. Así fue.<br />
En rigor su actitud no era nueva. <strong>El</strong> <strong>de</strong>sahogo económico no había<br />
hecho sino exacervar la <strong>de</strong>sconfianza en sí mismo. A pesar <strong>de</strong> los<br />
años transcurridos, seguía siendo el hombre roído por los escrúpulos<br />
y cuanto más acentuaba su vida <strong>de</strong> piedad más se recru<strong>de</strong>cían<br />
aquéllos.<br />
Había días <strong>de</strong> precepto que asistía a tres misas consecutivas<br />
agobiado por la sensación <strong>de</strong> haber estado distraído en las<br />
anteriores. Y, en una ocasión, abordó a un hombre maduro que había<br />
entrado en la iglesia <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la <strong>El</strong>evación y le hizo ver la<br />
inutilidad <strong>de</strong> su acto. Procuró advertirle con tiento para no herirlo,<br />
pero el hombre se alborotó, que quién era él para dirigir su<br />
conciencia, que no admitía intromisiones <strong>de</strong> petimetres insolentes.<br />
Entonces Cipriano Salcedo le pidió perdón, reconoció que, <strong>de</strong> no<br />
haber intervenido, se hubiera sentido responsable <strong>de</strong> su pecado y que<br />
su advertencia, aparentemente impertinente, venía inspirada en el<br />
<strong>de</strong>seo <strong>de</strong> salvar su alma. Fuera <strong>de</strong> sí, el aludido le agarró por el<br />
jubón y le zamarreó y, en el momento cumbre <strong>de</strong> su irritación,<br />
blasfemó contra Dios. Cipriano había acudido al padre Esteban<br />
<strong>de</strong>solado:<br />
—Padre, me acuso <strong>de</strong> que un hombre ha blasfemado por mi culpa.<br />
<strong>El</strong> cura le escuchó con atención y le hizo ver los límites <strong>de</strong>l<br />
apostolado, el respeto a la conciencia ajena, pero él observó que en<br />
el colegio había aprendido que no sólo <strong>de</strong>bemos esforzarnos por
salvarnos a nosotros mismos, un acto egoísta al fin y al cabo, sino<br />
por ayudar a salvarse a los <strong>de</strong>más. <strong>El</strong> padre Esteban únicamente le<br />
advirtió que era cristiano amar al prójimo pero no humillarle ni<br />
agredirle.<br />
También el negocio <strong>de</strong> los zamarros fue ocasión <strong>de</strong> problemas <strong>de</strong><br />
conciencia para Salcedo. En estas cuestiones <strong>de</strong> equidad solía<br />
buscar el asesoramiento <strong>de</strong> don Ignacio, su tío y tutor, hombre<br />
religioso, <strong>de</strong> buen criterio. La cláusula <strong>de</strong> dar preferencia a las<br />
viudas en la elección <strong>de</strong> costureras para el taller venía dictada por<br />
el hecho <strong>de</strong> que las viudas elevaban el índice <strong>de</strong> pobreza <strong>de</strong> la villa y<br />
mucha gente se aprovechaba <strong>de</strong> ello para explotarlas. Cipriano no<br />
hacía más que darle vueltas a la cabeza. Así un día se levantaba <strong>de</strong><br />
la cama con la obsesión <strong>de</strong> que había que subir el precio <strong>de</strong> los<br />
pellejos a los tramperos o el salario <strong>de</strong> los curtidores. Su tío hacía<br />
números, sumaba, restaba y dividía, para llegar a la conclusión <strong>de</strong><br />
que, dados los precios <strong>de</strong>l mercado en la región, estaban bien<br />
pagados. Mas Cipriano no transigía, él ganaba cien veces más que<br />
sus operarios y con la mitad <strong>de</strong> esfuerzo. Su tío procuraba calmarle<br />
haciéndole ver que él exponía y ellos no, que lo suyo era en<br />
<strong>de</strong>finitiva la remuneración <strong>de</strong>l riesgo. Llegados a este extremo,<br />
Cipriano acallaba los reproches <strong>de</strong> su conciencia dando pingües<br />
limosnas al Colegio <strong>de</strong> los Doctrinos, que acababa <strong>de</strong> instalarse en la<br />
villa, a instituciones piadosas o, sencillamente, a los pobres,<br />
lisiados o bubosos, que paseaban sus miserias por las calles <strong>de</strong> la<br />
ciudad.<br />
Sin embargo, Cipriano Salcedo siempre aspiraba a un<br />
perfeccionamiento moral. Recordaba el colegio con nostalgia. Le dio<br />
por las homilías y sermones. Buscaba en ellos preferentemente el<br />
fondo <strong>de</strong> los temas pero también la forma.<br />
Hubiera pagado una buena suma por una bella exposición <strong>de</strong> un<br />
problema religioso importante. Pero, cosa curiosa, Salcedo<br />
procuraba rehuir las pláticas conventuales. Sus preferencias iban<br />
por los curas seculares, no por los frailes. En esta nueva búsqueda<br />
influyó <strong>de</strong> manera <strong>de</strong>terminante el jefe <strong>de</strong> su sastrería, Fermín<br />
Gutiérrez que, en concepto <strong>de</strong> Dionisio Manrique, era un meapilas.<br />
Pero el sastre distinguía a los oradores cautos <strong>de</strong> los ardientes, a los<br />
mo<strong>de</strong>rnos <strong>de</strong> los tradicionales. Así se enteró Salcedo <strong>de</strong> la existencia<br />
<strong>de</strong>l doctor Cazalla, un hombre <strong>de</strong> palabra tan atinada que el<br />
Emperador, en sus viajes por Alemania, lo había llevado consigo. No<br />
obstante, Agustín Cazalla era vallisoletano y su regreso a la villa<br />
provocó un verda<strong>de</strong>ro tumulto. Hablaba los viernes, en la iglesia <strong>de</strong><br />
Santiago llena a rebosar, y era un hombre místico, sensitivo,<br />
físicamente frágil. De flaca constitución, atormentado, tenía
momentos <strong>de</strong> auténtico éxtasis, seguidos <strong>de</strong> reacciones emocionales,<br />
un poco arbitrarias. Mas Cipriano le escuchaba embebido, lo que no<br />
impedía que a su vuelta a casa le invadiera una cierta <strong>de</strong>sazón.<br />
Analizaba su alma pero no hallaba la causa <strong>de</strong> su inquietud. En<br />
general, seguía las homilías <strong>de</strong> Cazalla, medidas <strong>de</strong> entonación,<br />
breves y bien construidas, con facilidad y, al concluir, le quedaba<br />
una i<strong>de</strong>a, sólo una pero muy clara, en la cabeza. No era, pues, la<br />
esencia <strong>de</strong> sus sermones la causa <strong>de</strong> su <strong>de</strong>sasosiego. Ésta no estaba<br />
en lo que <strong>de</strong>cía, sino tal vez en lo que callaba o en lo que sugería en<br />
sus frases accesorias más o menos ornamentales. Recordaba su<br />
primera homilía sobre la re<strong>de</strong>nción <strong>de</strong> Cristo, sus hábiles juegos <strong>de</strong><br />
palabras, el subrayado <strong>de</strong> un Dios muriendo por el hombre, como<br />
clave <strong>de</strong> nuestra salvación.<br />
De poco valían nuestras oraciones, nuestros sufragios, nuestros<br />
rezos, si olvidábamos lo fundamental: los méritos <strong>de</strong> la Pasión <strong>de</strong><br />
Cristo.<br />
Lo evocaba, en lo alto <strong>de</strong>l púlpito, los brazos en cruz, tras un silencio<br />
teatral, recabando la atención <strong>de</strong>l auditorio.<br />
La gente abandonaba el templo comentando las palabras <strong>de</strong>l Doctor,<br />
sus a<strong>de</strong>manes, sus silencios, sus insinuaciones, pero don Fermín<br />
Gutiérrez, más agudo e informado, siempre aludía al fondo<br />
erasmista <strong>de</strong> sus pláticas. Cipriano pensó si no sería este fondo lo<br />
que le inquietaba. En una <strong>de</strong> sus visitas periódicas a su tío Ignacio<br />
le preguntó por Cazalla. Don Ignacio le conocía bien pero no le<br />
admiraba. Había nacido a principios <strong>de</strong> siglo, en Valladolid, hijo <strong>de</strong><br />
un contador real y <strong>de</strong> doña Leonor <strong>de</strong> Vivero, en cuya casa, viuda ya,<br />
vivía actualmente. En su tiempo se había tenido a los Cazalla por<br />
judaizantes y don Agustín había estudiado Artes, con mucho<br />
aprovechamiento, en el Colegio <strong>de</strong> San Pablo, con don Bartolomé <strong>de</strong><br />
Carranza, su confesor. Más tar<strong>de</strong> se graduó <strong>de</strong> maestro el mismo día<br />
que el famoso jesuita Diego Laínez.<br />
Diez años <strong>de</strong>spués, el Emperador, seducido por su oratoria, le<br />
nombró predicador y capellán real. Viajó con él varios años por<br />
Alemania y Flan<strong>de</strong>s y ahora acababa <strong>de</strong> instalarse en Valladolid,<br />
<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> pasar unos meses en Salamanca.<br />
Don Ignacio Salcedo le tenía por empinado y fatuo.<br />
—¿Fatuo Cazalla? —inquirió Cipriano perplejo.<br />
—¿Por qué no? A mi juicio Cazalla es hombre <strong>de</strong> gran<strong>de</strong>s palabras y<br />
pequeñas i<strong>de</strong>as. Una mezcla peligrosa.
La opinión <strong>de</strong> su tío no le satisfizo. Le había sorprendido que, tras la<br />
exposición objetiva <strong>de</strong> su vida, don Ignacio hubiera rematado la<br />
semblanza con aquellas palabras <strong>de</strong>spectivas: “empinado” y “fatuo”.<br />
¿Cómo podía serlo aquella personilla oscura, <strong>de</strong>licada, que parecía<br />
ofrecerse en holocausto cada vez que subía al púlpito? Se lo dijo a<br />
su tío tras una pausa.<br />
—No me refería a las apariencias —replicó éste—. Una cabeza<br />
organizada en una naturaleza flaca, eso es lo que me parece el<br />
doctor Cazalla. Tengo para mí que el Doctor esperaba <strong>de</strong>l Emperador<br />
una distinción honorífica que nunca ha llegado. He ahí la causa <strong>de</strong><br />
su <strong>de</strong>specho.<br />
Cipriano Salcedo se confió:<br />
—Disfruto escuchándole —dijo— pero, al cabo <strong>de</strong> un tiempo, sus<br />
palabras me <strong>de</strong>jan un regusto áspero, como <strong>de</strong> ceniza.<br />
Don Ignacio miraba a su sobrino con aire dominante:<br />
—¿No será que plantea problemas que no resuelve?<br />
Esta frase <strong>de</strong> su tío, formulada como al <strong>de</strong>sgaire, le produjo mucho<br />
efecto. Éste era el doctor Cazalla. Su aproximación cautelosa a los<br />
gran<strong>de</strong>s problemas <strong>de</strong>spertaba la atención <strong>de</strong>l auditorio, pero el<br />
orador, en palabras cada vez más próximas al meollo <strong>de</strong>l asunto, no<br />
terminaba <strong>de</strong> afrontarlos. Dejaba las soluciones en el tintero. Quizá<br />
lo hacía adre<strong>de</strong> o le faltaba convicción.<br />
En su siguiente viaje a La Manga habló con Teodomira y su padre<br />
sobre el nuevo predicador.<br />
Teodomira no había oído hablar <strong>de</strong> él y don Segundo <strong>de</strong>sconfiaba <strong>de</strong><br />
las nuevas voces. <strong>El</strong> mundo, para él, estaba lleno <strong>de</strong> salvadores que,<br />
en el fondo, eran unos consumados herejes. La gente, especialmente<br />
los frailes, se erigían en teólogos, pero eran teólogos <strong>de</strong> pacotilla,<br />
sin ninguna preparación. Cipriano le hizo ver que Cazalla no era<br />
fraile, incluso que evitaba los conventos para exponer su doctrina,<br />
pero don Segundo le advirtió que eso no constituía ninguna<br />
garantía, que seguramente no pasaba <strong>de</strong> ser una táctica. Salcedo le<br />
miraba, miraba su cachucha que no se sacaba <strong>de</strong> la cabeza ni en el<br />
interior <strong>de</strong> la casa, los bor<strong>de</strong>s sudados, <strong>de</strong> un color marrón <strong>de</strong>svaído,<br />
y no veía en él a un serio antagonista <strong>de</strong> Cazalla. <strong>El</strong> señor Centeno<br />
era un ser primario y, como toda persona elemental, dispuesto a
juzgar sin conocimiento. Pero, pese a todo, ahora que habían<br />
empezado los fríos y las lluvias, Cipriano se encontraba a gusto en el<br />
salón <strong>de</strong> la casa <strong>de</strong> adobe, con el fuego crepitando en la chimenea,<br />
sentado en la dura tabla <strong>de</strong>l escañil. “La Reina <strong>de</strong>l Páramo” se<br />
sentaba todos los días en la misma silla <strong>de</strong> mimbre.<br />
Y él veía en ella, siempre una labor entre manos, una mujer<br />
hogareña, equilibrada y <strong>de</strong> buen juicio.<br />
Los días <strong>de</strong> precepto montaba a “Obstinado” y marchaba a Peñaflor<br />
a misa <strong>de</strong> once. Entre semana no tenía ocasión <strong>de</strong> fomentar su vida<br />
<strong>de</strong> piedad pero rezaba a Nuestro Señor al acostarse y levantarse.<br />
Cipriano la escuchaba con agrado.<br />
Cuando hablaba Teodomira sentía una gran paz interior. Aquella<br />
muchacha, sobrada <strong>de</strong> peso, era la encarnación <strong>de</strong> la serenidad. Y<br />
su voz, <strong>de</strong> inflexiones acariciadoras, le producía una sensación <strong>de</strong><br />
inmunidad como no había conocido hasta entonces. Pero lo que<br />
sorprendió más a Cipriano fue el <strong>de</strong>scubrimiento <strong>de</strong> Teodomira como<br />
hembra, el hecho <strong>de</strong> que la muchacha, al tiempo que sosiego, le<br />
produjera una viva excitación sexual. La tar<strong>de</strong> <strong>de</strong>l columpio y su<br />
confesión inmediata revelaban que el placer que había sentido al<br />
tocar sus nalgas lo consi<strong>de</strong>raba un placer prohibido. <strong>El</strong> recuerdo <strong>de</strong><br />
este hecho le indujo a estimar su volumen <strong>de</strong>s<strong>de</strong> otro punto <strong>de</strong> vista.<br />
Recordaba su breve aventura con Minervina, la analizaba, y concluía<br />
que aquello había sido una reminiscencia <strong>de</strong> infancia. Minervina no<br />
le había dado el ser pero le había criado y él, instintivamente, había<br />
visto en ella la razón <strong>de</strong> su vida y a esa razón se había abrazado al<br />
volver a verla. No había habido otra cosa.<br />
Sin embargo ahora se daba cuenta <strong>de</strong> que aquella criatura<br />
<strong>de</strong>masiado leve no era precisamente lo que un hombre precisaba, que<br />
la pasión carnal requería obviamente carne como primer<br />
ingrediente. De ahí que la paz interior, la calma que “la Reina <strong>de</strong>l<br />
Páramo” le imbuía se viese acompañada, a veces, <strong>de</strong> una lascivia<br />
reprimida, un ardiente <strong>de</strong>seo que cada vez le asaltaba con mayor<br />
exigencia. Esta mezcla <strong>de</strong> paz, seguridad y <strong>de</strong>seo empujaban a<br />
Cipriano Salcedo cada vez más frecuentemente al monte <strong>de</strong> La<br />
Manga. La familiaridad <strong>de</strong> “Relámpago” con el camino le llevaba a<br />
<strong>de</strong>splazarse en poco más <strong>de</strong> una hora. Y aquel invierno frío y<br />
lluvioso no amilanaba a Salcedo. Sus calzas <strong>de</strong> piel y su zamarro<br />
forrado <strong>de</strong> nutria, como el que regaló a Teodomira, le ponían a<br />
cubierto <strong>de</strong> cualquier veleidad climática. Luego pasaban la tar<strong>de</strong> en<br />
la casa o salían <strong>de</strong> paseo a ver volar los bandos <strong>de</strong> palomas torcaces<br />
o las becadas, recién llegadas <strong>de</strong>l norte.
Mientras, las dos chicas <strong>de</strong> Peñaflor preparaban la merienda para<br />
las seis. Ordinariamente, don Segundo no aparecía por la casa<br />
hasta esa hora, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> encerrar a las ovejas en los establos.<br />
Entonces, el señor Centeno terciaba en la conversación, contaba las<br />
peripecias <strong>de</strong>l día y volvía una y otra vez a su vieja obsesión: el<br />
zamarro <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> conejo. Cipriano le llevaba la corriente y, a su<br />
vez, le insinuaba la posibilidad <strong>de</strong> hacerse cargo <strong>de</strong>l transporte <strong>de</strong><br />
sus vellones <strong>de</strong>splazando a los moriscos <strong>de</strong> Segovia. Una cosa por la<br />
otra, condicionaba. Don Segundo se rascaba dubitativo la cabeza,<br />
pero su ilusión por entrar en el negocio <strong>de</strong> los zamarros terminó por<br />
imponerse:<br />
—Está bien —le dijo una tar<strong>de</strong>—, yo le cedo el transporte y la venta<br />
<strong>de</strong> mis vellones y vuesa merced firma conmigo una comandita para<br />
explotar el conejo para zamarros y ropillas aforradas. Va en interés<br />
<strong>de</strong> los dos.<br />
—De acuerdo —respondió Salcedo.<br />
Y en el acto firmaron el trato, según el cual don Segundo Centeno,<br />
nacido en Sevilla y resi<strong>de</strong>nte en Peñaflor <strong>de</strong> Hornija, cedía el<br />
transporte y venta <strong>de</strong> los vellones <strong>de</strong> diez mil ovejas, <strong>de</strong> su<br />
propiedad, a don Cipriano Salcedo, doctor en Leyes y terrateniente<br />
en Valladolid, y, al propio tiempo, ambos acordaban explotar las<br />
pieles <strong>de</strong> tres mil conejos proce<strong>de</strong>ntes <strong>de</strong>l monte <strong>de</strong> La Manga, que<br />
don Segundo se comprometía a suministrar anualmente a don<br />
Cipriano para su utilización en el negocio <strong>de</strong> zamarros y ropillas<br />
aforradas <strong>de</strong> acuerdo con los precios <strong>de</strong>l mercado.<br />
Después <strong>de</strong> firmar, don Segundo puso sobre la mesa una jarra <strong>de</strong><br />
vino <strong>de</strong> Cigales y los tres brindaron por el buen éxito <strong>de</strong> la empresa.<br />
Esa noche, Cipriano Salcedo cenó en La Manga y pernoctó en<br />
Villanubla, en la fonda <strong>de</strong> Florencio. La noticia <strong>de</strong> la compra <strong>de</strong><br />
conejos sorprendió a Estacio <strong>de</strong>l Valle, quien le hizo ver que el<br />
zamarro forrado <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> conejo no constituía ninguna novedad.<br />
En Segovia los fabricaban los moriscos y, en el Páramo, los<br />
utilizaban los pastores y labrantines <strong>de</strong>s<strong>de</strong> tiempo inmemorial.<br />
Salcedo, que no había firmado los tratos pensando en incrementar<br />
su fortuna, replicó que eso no importaba, que el negocio consistía en<br />
hacerlo mejor y más barato que la competencia y ganarle por la<br />
mano. Cipriano se acostó con la sensación adventicia <strong>de</strong> que la<br />
firma <strong>de</strong> los contratos le otorgaba algún <strong>de</strong>recho sobre Teodomira. Y<br />
cuando “Relámpago” le trasladó al monte a la mañana siguiente y<br />
se vio a solas con la muchacha encarando el fuego <strong>de</strong>l hogar, la<br />
atrajo hacia sí y la besó en la boca. Tenía unos labios gruesos, duros
y absorbentes y Cipriano se sintió sumergido en un in<strong>de</strong>cible mar <strong>de</strong><br />
placer, pero, cuando pensaba que aquello no tenía más que una<br />
salida lógica, Teodomira se levantó enojada <strong>de</strong>l escañil y manifestó<br />
que ella también estaba enamorada <strong>de</strong> él, le quería, pero que cada<br />
cosa a su tiempo y que lo primero <strong>de</strong> todo era que su tutor visitara a<br />
su padre, hablaran y acordaran las capitulaciones y, si se terciaba,<br />
llegar al matrimonio.<br />
Cipriano conservaba en la punta <strong>de</strong> los <strong>de</strong>dos la sensación <strong>de</strong><br />
firmeza <strong>de</strong> sus pechos, no inferior a la <strong>de</strong> sus nalgas, y, entonces,<br />
aceptó sus condiciones. Carecía <strong>de</strong> experiencia amorosa y se rindió.<br />
Se dio cuenta <strong>de</strong> que el acceso a “la Reina <strong>de</strong>l Páramo” era un<br />
proceso paulatino que exigía una serie <strong>de</strong> requisitos previos.<br />
Esa misma tar<strong>de</strong> visitó a sus tíos y les anunció su propósito <strong>de</strong><br />
contraer matrimonio. La tía Gabriela se mostró interesada en el<br />
tema:<br />
—¿Pue<strong>de</strong> saberse quién es la afortunada?<br />
Cipriano vaciló. No sabía por dón<strong>de</strong> empezar. Advirtió que se había<br />
presentado ante sus tíos precipitadamente, sin preparar su discurso.<br />
—U... una chica <strong>de</strong>l Páramo —dijo al fin—. Vive en el monte <strong>de</strong> La<br />
Manga, en Peñaflor. Su padre es perulero.<br />
—¿En el Páramo? ¿Un perulero? —La tía arrugaba la nariz.<br />
Pensó él que quizá sus palabras serían más eficaces si fingía<br />
compartir su extrañeza, si <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el principio exponía la realidad tal<br />
como era, incluso caricaturizándola:<br />
—Es perulero —añadió— y no se quita la cachucha <strong>de</strong> la cabeza ni<br />
para dormir. Es hombre rústico pero con posibles. En realidad él no<br />
sabe nada <strong>de</strong> lo nuestro, pero me estima. Ayer firmamos un trato<br />
para fabricar zamarros aforrados <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> conejo, que es lo que<br />
perseguía.<br />
La tía Gabriela le miraba como a un bicho raro, como si estuviera<br />
bromeando, mientras el tío Ignacio le escuchaba sin osar intervenir.<br />
Tal vez necesitaba más datos para emitir un juicio. Añadió Cipriano:<br />
—<strong>El</strong>la no tiene formación alguna. <strong>El</strong> único oficio que conoce es el <strong>de</strong><br />
esquiladora. Lo hace más rápidamente que los pastores y ellos la<br />
distinguen por el apodo <strong>de</strong> “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”. A lo largo <strong>de</strong> su<br />
vida ha esquilado millares <strong>de</strong> ovejas sin rasgar un solo vellón.
Era el suyo un lenguaje abstruso para su tía que le miraba cada vez<br />
más perpleja. <strong>El</strong> tío Ignacio esbozó una sonrisa:<br />
—Y ¿qué piensa hacer el bueno <strong>de</strong>l perulero si tú le quitas la<br />
esquiladora? —apuntó con innegable lógica.<br />
—Bueno, eso es cuenta suya.<br />
Él habrá hecho sus cálculos, supongo, pero por casar a su hija es<br />
posible que diera toda su fortuna.<br />
Yo, por mi parte, estoy enamorado.<br />
No sé bien qué significa esta palabra pero creo estar enamorado<br />
puesto que a su lado encuentro al mismo tiempo sosiego y<br />
excitación.<br />
<strong>El</strong> tío Ignacio carraspeó:<br />
—Casarse es quizá el paso más importante en la vida <strong>de</strong> un hombre,<br />
Cipriano. Y el amor algo más que sosiego y excitación.<br />
Se hizo un silencio. Cipriano parecía reflexionar. Al cabo precisó un<br />
extremo importante:<br />
—Él es perulero y, como buen perulero, ahorrador y tacaño. Viste <strong>de</strong><br />
harapos y mata las liebres a garrotazos para po<strong>de</strong>r comer carne al<br />
día siguiente. De ordinario almuerza olla y cena berza. Pero ella no<br />
es perulera. Y cuando su padre marchó a las Indias, hace diez años,<br />
se quedó a vivir con una tía en Sevilla. Es una muchacha educada,<br />
lo único que me <strong>de</strong>tiene es su tamaño, tal vez <strong>de</strong>sproporcionado para<br />
mí.<br />
Ahora era doña Gabriela la que no quería hablar; no podía hacerlo<br />
sin herirle. <strong>El</strong> oidor volvió a carraspear; sentía compasión <strong>de</strong> su<br />
sobrino:<br />
—¿No oíste nunca hablar <strong>de</strong> la atracción <strong>de</strong> los contrarios?<br />
—No —confesó Cipriano.<br />
—A veces uno se enamora <strong>de</strong> lo que no tiene y a su pareja le ocurre<br />
otro tanto. <strong>El</strong> hombre pequeño casado con mujer gran<strong>de</strong> es un<br />
ejemplo <strong>de</strong> libro. Hay factores psicológicos que lo justifican.
Cipriano se interesó:<br />
—Y en mi caso ¿cuál pue<strong>de</strong> ser?<br />
<strong>El</strong> tío Ignacio estaba lanzado:<br />
—En tu caso, pue<strong>de</strong>s haber visto en ella a la madre que no llegaste a<br />
conocer.<br />
—Y ¿tiene que ser necesariamente gran<strong>de</strong>?<br />
—Es un nuevo dato, Cipriano.<br />
En la madre, el niño busca amparo, y es difícil que lo encuentre en<br />
otra persona físicamente más débil que él. Esa muchacha pue<strong>de</strong> muy<br />
bien significar para ti el escudo protector que no tuviste en la<br />
infancia.<br />
—Pero ella dice que me quiere.<br />
¿Qué pue<strong>de</strong> moverle a ella?<br />
—La mutua atracción hombre pequeño—mujer gran<strong>de</strong> es un hecho<br />
estudiado, no es ninguna novedad.<br />
Lo mismo que tú buscas en ella protección, ella busca en ti alguien a<br />
quien proteger. Opera en la mujer el instinto maternal. <strong>El</strong> instinto<br />
maternal no es más que eso, intentar ayudar a un ser más <strong>de</strong>svalido<br />
que ellas.<br />
Doña Gabriela, que iba poco a poco digiriendo la <strong>de</strong>sagradable<br />
novedad, no pudo contenerse:<br />
—Pero, querido, ¿es tanta la diferencia?<br />
—Demasiada, tía. Digamos ciento sesenta libras contra mis ciento<br />
siete.<br />
Se hundía en un mar proceloso.<br />
Hablar era lo único que la sostenía:<br />
—Y ¿cómo es, Cipriano?, ¿es hermosa?<br />
—Yo no emplearía esa palabra aunque quizá lo sea. Su tez es blanca<br />
y su rostro <strong>de</strong>masiado gran<strong>de</strong> para sus discretas facciones.
Únicamente su mirada es especial, tierna, incitante. Unos ojos color<br />
miel que cambian <strong>de</strong> matices con la luz. Unos ojos bellísimos. Luego<br />
están su boca montaraz y la calidad <strong>de</strong> su carne; su tamaño y su<br />
blancura te inducirán a pensar en una mujer blanda cuando es todo<br />
lo contrario.<br />
Cipriano se sofocó. De improviso se dio cuenta <strong>de</strong> que sus palabras<br />
habían ido <strong>de</strong>masiado lejos, venían a <strong>de</strong>svelar un conocimiento<br />
prematuro <strong>de</strong> su novia. Pensó que su tía iba a <strong>de</strong>cirle algo al<br />
respecto pero su tía pensó lo que él pensaba y se <strong>de</strong>svió hábilmente<br />
por otro registro:<br />
—¿Cómo se llama?<br />
—Teodomira —dijo él.<br />
—¡Dios mío! Es horrible —doña Gabriela no se pudo contener y se<br />
llevó sus cuidadas manos a los ojos. Terció el tío Ignacio:<br />
—Esos <strong>de</strong>talles carecen <strong>de</strong> importancia.<br />
La tía sonrió como si se excusase:<br />
—Po<strong>de</strong>mos llamarla Teo —dijo—.<br />
Eso no compromete a nada.<br />
Prosiguió la conversación en una atmósfera tirante, don<strong>de</strong> ninguna<br />
<strong>de</strong> las partes se plegaba. Pero el sentido común <strong>de</strong> Ignacio Salcedo<br />
se fue imponiendo. Lo fundamental era estar seguro <strong>de</strong> su<br />
enamoramiento. En consecuencia, lo pru<strong>de</strong>nte sería esperar un par<br />
<strong>de</strong> meses antes <strong>de</strong> tomar una <strong>de</strong>terminación.<br />
<strong>El</strong> 17 <strong>de</strong> febrero, un día abierto y azul, <strong>de</strong> primavera anticipada, se<br />
cumplió el plazo. Vicente, el criado, limpió y preparó el coche la<br />
víspera para trasladar a La Manga a su amo con el tío Ignacio. Doña<br />
Gabriela prefirió no asistir. No teniendo Teo madre, le parecía<br />
improce<strong>de</strong>nte su presencia. En realidad le asustaba. Cipriano, con<br />
traje <strong>de</strong> brocado y seda <strong>de</strong> ricos bordados y una presea pinjante en<br />
la pechera <strong>de</strong>l jubón, pasó por la casa <strong>de</strong> su tío a recogerle. <strong>El</strong> oidor<br />
<strong>de</strong> la Chancillería, con mangas folladas y jubón <strong>de</strong> raso carmesí,<br />
parecía arrancado <strong>de</strong> un cuadro, lo que indujo a Cipriano a pensar<br />
en los atuendos que encontraría en La Manga. Después <strong>de</strong> orillar los<br />
bogales <strong>de</strong>l camino, conforme a su experiencia, el carruaje se <strong>de</strong>tuvo<br />
ante la puerta <strong>de</strong> la parra junto al pozo. No había nadie en los
alre<strong>de</strong>dores. Hasta los perros y los gansos habían sido recogidos y<br />
Cipriano no reconoció a Octavia, la criada <strong>de</strong> Peñaflor, con toca y<br />
saya, cuando le abrió la puerta. En el salón, sentado junto al fuego,<br />
en una butaca <strong>de</strong> mimbre, como en un trono, esperaba don Segundo<br />
Centeno. Se había arreglado pelo y barba y había sustituido la<br />
carmeñola por una media gorra azul fuerte. Cipriano respiró hondo<br />
al advertir el cambio <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la puerta.<br />
Pero, cuando don Segundo se puso en pie para saludar a su tío, un<br />
golpe <strong>de</strong> sangre le subió al rostro al advertir las calzas acuchilladas<br />
que vestía, una prenda que los lansquenetes habían puesto <strong>de</strong> moda<br />
en España seis lustros atrás.<br />
Ofrecía un aspecto extravagante que se diluyó pronto en su<br />
naturalidad pasmosa, una naturalidad que se resentía por su<br />
empeño en utilizar palabras que no le eran habituales. La ceremonia<br />
prosiguió con la aparición <strong>de</strong> Teodomira con un atuendo no menos<br />
impropio: una saya negra <strong>de</strong> cola corta, que trataba <strong>de</strong> escamotear<br />
su cuerpo, con un manto <strong>de</strong> burato <strong>de</strong> seda. Su físico resultaba un<br />
poco excesivo en todo caso. <strong>El</strong> propio tío Ignacio, <strong>de</strong> estatura media,<br />
era ligeramente más bajo que ella. Pero lo más curioso <strong>de</strong> todo eran<br />
aquellos cuatro personajes, envarados en sus atuendos festivos,<br />
moviéndose en la mo<strong>de</strong>sta sala, con fuego <strong>de</strong> leña, como en un<br />
escenario teatral.<br />
Don Segundo mostró con orgullo sus posesiones a su huésped y le<br />
habló <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> los tratos firmados con su sobrino que esperaba<br />
“redundaran” en beneficio mutuo.<br />
Más tar<strong>de</strong> abordó el tema <strong>de</strong> la vida en el campo <strong>de</strong> cuyas ventajas<br />
hizo don Segundo un canto exaltado. Apreció en su justo valor que<br />
don Ignacio fuese oidor <strong>de</strong> la Chancillería y ambos acordaron firmar<br />
las capitulaciones matrimoniales <strong>de</strong>spués <strong>de</strong>l almuerzo, en ausencia<br />
<strong>de</strong> los interesados.<br />
Al sentarse a la mesa, la fuerza <strong>de</strong> la costumbre se impuso a la<br />
urbanidad y don Segundo Centeno <strong>de</strong>spachó la empanada <strong>de</strong> cor<strong>de</strong>ro<br />
y los huevos con espinacas con la gorra puesta y únicamente se la<br />
quitó al advertir los escandalizados aspavientos <strong>de</strong> su hija al servir<br />
Octavia los entremeses fritos.<br />
Al fin, bien comido y bien bebido, don Segundo quedó un momento<br />
inmóvil, congestionado el rostro, las manos sobre el vientre, hasta<br />
que soltó un regüeldo que él mismo coreó con un “salud” <strong>de</strong> alivio y<br />
un refrán que venía a exaltar una vez más las virtu<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l campo<br />
sobre la ciudad y la excelencia <strong>de</strong> su comida.
—En las casas <strong>de</strong> postín ya sabe vuesa merced: mucho lujo, mucho<br />
boato y poca tajada en el plato.<br />
Cuando quedaron solos, don Segundo adoptó hacia don Ignacio un<br />
tratamiento más ceremonioso aún:<br />
”señor oidor” o “don Salcedo”, le llamaba. Daba la impresión <strong>de</strong><br />
haber estudiado el tema y que estaba dispuesto a casar a la<br />
muchacha aunque tuviera que <strong>de</strong>spren<strong>de</strong>rse <strong>de</strong> su cachucha. Por su<br />
parte, el oidor, abrumado por la elementalidad <strong>de</strong>l gana<strong>de</strong>ro,<br />
<strong>de</strong>seaba dar la puntilla a una reunión que, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su llegada, le<br />
había resultado incómoda. De acuerdo con sus <strong>de</strong>seos las<br />
capitulaciones fueron firmadas sin objeciones. Don Segundo Centeno<br />
dotaría a su hija Teodomira con la friolera <strong>de</strong> mil ducados y don<br />
Ignacio Salcedo entregaría a don Segundo Centeno, en concepto <strong>de</strong><br />
arras, la cantidad <strong>de</strong> quinientos.<br />
A partir <strong>de</strong> este momento, don Segundo empezó a levantar la voz y a<br />
golpear en la espalda a don Ignacio, como viejos camaradas, cada<br />
vez que abría la boca. Daba la impresión <strong>de</strong> que la cifra anunciada<br />
por la “compra” <strong>de</strong> su hija le había sorprendido favorablemente.<br />
Otro tanto le había acontecido al oidor con la <strong>de</strong> la dote. Don<br />
Segundo no era, al parecer, un tacaño impenitente. Convenido en<br />
estos términos el contrato matrimonial, don Segundo puntualizó,<br />
como algo que no admitía vuelta <strong>de</strong> hoja, que la boda se celebraría<br />
en la iglesia parroquial <strong>de</strong> Peñaflor <strong>de</strong> Hornija, si “don Salcedo” no<br />
tenía nada que oponer, el 5 <strong>de</strong> junio a las nueve <strong>de</strong> la mañana. Y el<br />
“banquete”, que, dadas sus escasas relaciones, sería un acto<br />
familiar, en el patio <strong>de</strong>lantero <strong>de</strong> su casa <strong>de</strong> labranza, junto a las<br />
teleras que constituían su mundo. Don Ignacio dio su asentimiento,<br />
pero, una vez en el coche, camino <strong>de</strong> Villanubla, entre dos luces,<br />
intentó hacer ver a su sobrino la disparidad <strong>de</strong> las partes:<br />
—Una pregunta, Cipriano. ¿Tu suegro se <strong>de</strong>ja la barba o no se<br />
afeita? Parece lo mismo pero no es lo mismo.<br />
Cipriano rompió a reír. <strong>El</strong> clarete <strong>de</strong> Cigales había hecho su efecto y<br />
la reacción <strong>de</strong> su tío le divertía:<br />
—H... hoy estaba hecho un figurín —dijo—. Me gustan sus calzas <strong>de</strong><br />
lansquenete. Espero que la tía pueda apreciarlas el día <strong>de</strong> la boda.<br />
<strong>El</strong> tono irónico <strong>de</strong> su sobrino le <strong>de</strong>sarmó. Había subido al coche con<br />
la esperanza <strong>de</strong> hacerle reflexionar ya que, a su juicio, las dos<br />
familias eran inconciliables. Lo dijo así, pero Cipriano le respondió
que a él no le afectaban esos prejuicios burgueses. Cruelmente, don<br />
Ignacio aludió a su futura diciendo que aquella muchacha era algo<br />
más que un prejuicio burgués, pero Cipriano zanjó la cuestión<br />
arguyendo que para juzgar a Teo no era suficiente un almuerzo. En<br />
un último esfuerzo <strong>de</strong>sesperado, el oidor le preguntó si aquella<br />
atracción que <strong>de</strong>cía sentir hacia la hija <strong>de</strong> “el Perulero” no sería un<br />
simple “mal <strong>de</strong> amores”:<br />
—¿Mal <strong>de</strong> amores? Y ¿eso qué es?<br />
—Un <strong>de</strong>seo carnal que se impone a todo razonamiento —<strong>de</strong>claró el<br />
oidor.<br />
—Y ¿es, por casualidad, una enfermedad?<br />
La línea <strong>de</strong>l Páramo se incendiaba a poniente y, a contraluz, se<br />
agigantaban las encinas <strong>de</strong>l trayecto.<br />
—No lo tomes a broma, Cipriano. Tiene su diagnóstico y su<br />
tratamiento. Podrías visitar al doctor Galache, no digo para que te<br />
medique sino simplemente para mantener con él una conversación.<br />
Cipriano Salcedo acentuó su sonrisa. Puso su pequeña mano sobre la<br />
rodilla <strong>de</strong> su tío.<br />
—Por ese lado pue<strong>de</strong> vuesa merced estar tranquilo. No estoy enfermo,<br />
no pa<strong>de</strong>zco “mal <strong>de</strong> amores” y voy a casarme.<br />
<strong>El</strong> día 5 <strong>de</strong> junio, en la iglesia <strong>de</strong> Peñaflor, adornada con flores<br />
silvestres, se celebró el tan controvertido enlace. No pudo asistir<br />
doña Gabriela, aquejada <strong>de</strong> repentina indisposición, pero sí don<br />
Ignacio, Dionisio Manrique, el sastre Fermín Gutiérrez, Estacio <strong>de</strong>l<br />
Valle, el señor Avelino, el bichero <strong>de</strong> Peñaflor, Martín Martín y los<br />
pastores <strong>de</strong> don Segundo en Wamba, Castro<strong>de</strong>za y Ciguñuela. <strong>El</strong><br />
banquete nupcial, en el patio <strong>de</strong> la casa gran<strong>de</strong>, resultó muy<br />
animado y, tras los postres, don Segundo, con sus calzas<br />
acuchilladas y su media gorra a la cabeza, se subió torpemente a la<br />
mesa y pronunció un discurso sentimental que subrayó dando vivas<br />
a los novios, al señor cura y al acompañamiento, y remató con un<br />
nervioso zapateado.<br />
De regreso, se produjo el primer rifirrafe entre los recién casados.<br />
Teodomira se empeñaba en bajar a “Obstinado”, su caballo pío, a<br />
Valladolid y Cipriano le preguntó que qué pito iba a tocar un penco<br />
tan innoble en la Corte.
”La Reina <strong>de</strong>l Páramo” le replicó fuera <strong>de</strong> sí que si “Obstinado” no<br />
bajaba ella tampoco y, en ese caso, diera por no celebrado el<br />
casamiento. Aún trató <strong>de</strong> resistirse Cipriano pero, en vista <strong>de</strong> la<br />
intransigencia <strong>de</strong> su cónyuge, terminó cediendo. Vicente, el criado,<br />
bajó montando a “Obstinado” y ellos dos en el coche, a la rueda <strong>de</strong>l<br />
<strong>de</strong> don Ignacio.<br />
Ya en casa, tras saludar al servicio, Cipriano llevó a cabo la prueba<br />
para la que venía preparándose durante los dos últimos meses.<br />
Tomó en sus bracitos musculados a la que por ley era ya su esposa,<br />
empujó con el pie la puerta <strong>de</strong>l dormitorio, avanzó con ella hasta el<br />
lecho nupcial y la <strong>de</strong>positó suavemente sobre el gran colchón <strong>de</strong><br />
lana <strong>de</strong> La Manga que “el Perulero” les había regalado. Teodomira le<br />
miraba con sus redondos ojos <strong>de</strong> asombro:<br />
—Tú das el pego, chiquillo.<br />
¿Es posible saber <strong>de</strong> dón<strong>de</strong> sacas esas fuerzas? —preguntó.<br />
__________________________<br />
__________________________<br />
IX<br />
Los primeros meses <strong>de</strong> matrimonio fueron gozosos y apacibles para<br />
Cipriano Salcedo. Teodomira Centeno, que había pasado a llamarse<br />
Teo, <strong>de</strong>sayunaba en la cama a las diez <strong>de</strong> la mañana, se arreglaba y<br />
bajaba un rato a la tienda. Algunas tar<strong>de</strong>s daba un paseo con<br />
“Obstinado” hasta Simancas o Herrera o subía un rato a La Manga a<br />
ver a su padre. Cipriano, consciente <strong>de</strong> que el penco <strong>de</strong> su esposa no<br />
era <strong>de</strong> recibo en la Corte, le regaló un potrillo alazán, <strong>de</strong> hermosa<br />
presencia, que la hija <strong>de</strong> “el Perulero” rechazó toda alborotada,<br />
alegando que prefería su caballo <strong>de</strong> toda la vida que aquel pura<br />
sangre lleno <strong>de</strong> pretensiones. “La Reina <strong>de</strong>l Páramo” tenía esos<br />
prontos.<br />
Era <strong>de</strong> buen conformar pero, <strong>de</strong> improviso, por cualquier na<strong>de</strong>ría, le<br />
agarraba como una sofocación y, entonces, <strong>de</strong>svariaba, gritaba y se<br />
volvía irascible y agresiva. Él le echaba en cara que únicamente le<br />
movía el afán <strong>de</strong> llevar la contraria y ella que Cipriano se<br />
avergonzaba <strong>de</strong>l paso que había dado, pero que, al tomarla por<br />
esposa, <strong>de</strong>bía aceptarla con todas las consecuencias. De nuevo
Cipriano tuvo que transigir y, en lo sucesivo, cada vez que salían <strong>de</strong><br />
paseo a caballo, lo hacían por trayectos diferentes y, si se trataba<br />
<strong>de</strong> visitar a don Segundo, Teo le esperaba con su caballo manchado<br />
en la ribera opuesta <strong>de</strong>l Puente Mayor, don<strong>de</strong> se reunían. Bastaron<br />
unas semanas para que Cipriano advirtiera una cosa importante:<br />
había or<strong>de</strong>nado su vida al margen <strong>de</strong> la indolencia <strong>de</strong> Teo y <strong>de</strong> los<br />
accesos <strong>de</strong> humor colérico que empezaba a observar en su conducta.<br />
Mas como los viajes a La Manga no eran frecuentes, Cipriano pudo<br />
<strong>de</strong>dicar las mañanas al almacén y las tar<strong>de</strong>s al taller, mientras en<br />
casa ocupaba el tiempo libre en contestar el correo y la lectura.<br />
Apenas lo había hecho a raíz <strong>de</strong> abandonar el colegio, cuando<br />
tropezó con la gran biblioteca <strong>de</strong> su tío, pero ahora, ya instalado en<br />
el hogar, había vuelto a la vieja costumbre. Después <strong>de</strong>l viaje nupcial<br />
por Ávila y Segovia, ciuda<strong>de</strong>s que Teo <strong>de</strong>sconocía, a Cipriano empezó<br />
a urgirle la visita a Pedrosa por don<strong>de</strong> hacía dos años que no<br />
pisaba. Martín Martín apenas le había facilitado algunas noveda<strong>de</strong>s<br />
en Peñaflor, el día <strong>de</strong> la boda, tal que don Domingo, el viejo párroco<br />
que le ayudara a conseguir el título <strong>de</strong> hidalgo, había fallecido y que<br />
los pagos <strong>de</strong>l arroyo <strong>de</strong> Villavendimio, que había incorporado a su<br />
finca para reforzar la solicitud, daban más cardos que uvas. Al<br />
parecer la cosecha presente entraba en los niveles <strong>de</strong> normalidad<br />
pero, así y todo, las rentas <strong>de</strong> los dos últimos años no había sido<br />
fácil cobrarlas. Y, guiado por la máxima <strong>de</strong> que el ojo <strong>de</strong>l amo<br />
engorda al caballo, Cipriano había <strong>de</strong>cidido visitar Pedrosa con<br />
asiduidad.<br />
En el aspecto sexual, su matrimonio funcionaba. La evi<strong>de</strong>nte pereza<br />
<strong>de</strong> Teo no le afectaba. Nunca trató <strong>de</strong> comprar una criada ya que<br />
Crisanta y Jacoba se bastaban para aten<strong>de</strong>r el cuerpo <strong>de</strong> casa y<br />
Fi<strong>de</strong>la cumplía con su obligación en la cocina. Teo había llegado,<br />
pues, a la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo 5 como una señora. Otra cosa era<br />
que su vida conyugal se mantuviera alejada <strong>de</strong> la impaciencia y el<br />
rijo propios <strong>de</strong> los nuevos esposos. Al <strong>de</strong>cir <strong>de</strong> Crisanta, la doncella,<br />
daba la impresión <strong>de</strong> que el amo y la señora Teo llevaban doce años<br />
casados. Pero esto, que era cierto <strong>de</strong> puertas afuera, <strong>de</strong> puertas<br />
a<strong>de</strong>ntro no se ajustaba a la verdad. Cipriano, al tiempo que el amor<br />
carnal, iba <strong>de</strong>scubriendo en Teo sorpren<strong>de</strong>ntes peculiarida<strong>de</strong>s, como<br />
la absoluta falta <strong>de</strong> vello <strong>de</strong> su cuerpo. Las carnes blancas, prietas y<br />
apetecibles <strong>de</strong> su esposa eran totalmente lampiñas y el pelo no<br />
aparecía ni en aquellas zonas que parecían exigirlo: las axilas y el<br />
pubis. La primera vez que la vio <strong>de</strong>snuda a duras penas pudo<br />
dominar su perplejidad, pero este hecho que, en principio, le<br />
sorprendió se fue convirtiendo con el tiempo en un nuevo aliciente.<br />
Poseer a Teo, se <strong>de</strong>cía, era como poseer a una Venus <strong>de</strong> mármol llena<br />
<strong>de</strong> agua caliente. Porque Teo podía ser blanca y robusta pero no fría.<br />
En sus juegos lascivos él la llamaba “Mi Estatua Apasionada”,
sobrenombre que a ella no parecía incomodarla. En cualquier caso,<br />
Teo se comportaba como una hembra cálida, experta, poco<br />
melindrosa.<br />
Sus ágiles manos <strong>de</strong> esquiladora jugaban un papel importante en el<br />
amor. Des<strong>de</strong> el primer día aprendió a buscarle a oscuras “la cosita”<br />
y, cuando la encontraba, prorrumpía en grititos <strong>de</strong> admiración y<br />
entusiasmo. De esta manera, como no podía ser menos, “la cosita” se<br />
erigió en eje <strong>de</strong> la vida íntima <strong>de</strong>l matrimonio. Pero una vez hallada,<br />
Cipriano asumía la parte activa <strong>de</strong> la conquista, forcejeaba por<br />
encaramarse a ella, casi inabordable, y, ya en lo alto, retozaba,<br />
perdido en la generosa orografía <strong>de</strong> Teo tan dura y maciza como<br />
había colegido tras los furtivos contactos <strong>de</strong>l noviazgo. Teo se<br />
transformaba <strong>de</strong> pronto en el “Obstinado” y él, gustosamente, lo<br />
cabalgaba. Pero a su cuerpo le faltaba piel, superficie para poseerla<br />
íntegramente y, en su <strong>de</strong>fecto, también sus pequeñas manos <strong>de</strong>bían<br />
entrar en acción.<br />
<strong>El</strong>la le sentía sobre sí como un fruitivo parásito, le recibía gozosa y,<br />
en el momento culminante <strong>de</strong> la posesión, se atragantaba en un<br />
risoteo <strong>de</strong>scarado y salaz que <strong>de</strong>sconcertó a Cipriano el primer día<br />
pero que llegó a constituir, con el tiempo, la apoteosis <strong>de</strong> la fiesta<br />
carnal. Era el acompañamiento sonoro <strong>de</strong> su orgasmo.<br />
Hacer gozar a una mujer tan gran<strong>de</strong> halagaba la vanidad <strong>de</strong>l<br />
pequeño Cipriano. Y cuando ella, momentos antes <strong>de</strong>l risoteo,<br />
exclamaba en pleno paroxismo: |¡arremetes como un toro,<br />
chiquillo!|, él, que por razones obvias había <strong>de</strong>testado siempre los<br />
diminutivos, aceptaba el cálido “chiquillo” como un homenaje a la<br />
agresividad <strong>de</strong>l macho. Mas no faltaban noches en las que Teo<br />
fatigada o <strong>de</strong>sganada, permanecía pasiva en la cama, no hacía por<br />
“la cosita”, y entonces Cipriano aguardaba expectante, pero la<br />
búsqueda no llegaba a producirse, con lo que se veía obligado a<br />
tomar la iniciativa en frío y, tras unos minutos <strong>de</strong> impaciente<br />
espera, empezaba a gatear por el costado <strong>de</strong> su esposa a la<br />
conquista <strong>de</strong> las protuberancias protectoras. <strong>El</strong>la fingía soportar su<br />
asedio pero, cuando le notaba encaramado sobre ella, susurraba<br />
incitante:<br />
—¿Qué buscas, mi amor?<br />
La pregunta era la señal para que el consabido juego <strong>de</strong> cada noche<br />
comenzase, bien que por otro punto distinto. En cualquier caso, tras<br />
los reiterados actos <strong>de</strong> amor, Teo quedaba <strong>de</strong>sfallecida, el brazo<br />
izquierdo abandonado sobre la almohada, separado <strong>de</strong>l cuerpo, y<br />
Cipriano, anheloso siempre <strong>de</strong> un hueco protector, acabó
acostumbrándose a recostar su pequeña cabeza en la axila cálida y<br />
pelona <strong>de</strong> Teo y, en este seguro refugio, a quedarse dormido.<br />
En aquellos bochornosos días <strong>de</strong>l primer verano <strong>de</strong> casados,<br />
Cipriano hizo otro sorpren<strong>de</strong>nte <strong>de</strong>scubrimiento: Teo no sudaba.<br />
Pasaba calor, se sofocaba, se cansaba, pero sus poros no se abrían.<br />
Ante un fenómeno tan inexplicable, la actitud <strong>de</strong> Cipriano se hizo<br />
aún más reverencial. Su viva aversión hacia las axilas sudadas,<br />
hacia la sobaquina, no rezaba con su esposa.<br />
Ni en el caluroso viaje <strong>de</strong> novios, en las recalentadas pensiones, ni<br />
en sus paseos por las viejas ciuda<strong>de</strong>s Teo sudaba, en tanto la<br />
reducida anatomía <strong>de</strong> Cipriano, con escasas grasas que quemar, se<br />
<strong>de</strong>rretía como la manteca bajo las altas temperaturas. En principio<br />
él atribuyó la anomalía a algún motivo adventicio, pero Teo le sacó<br />
<strong>de</strong> dudas:<br />
—Ni <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> pelar al sol cien cor<strong>de</strong>ros me ha caído <strong>de</strong> la frente<br />
una gota <strong>de</strong> sudor.<br />
Fue otra novedad que avivó la sexualidad <strong>de</strong> Salcedo. Él buscaba<br />
una razón para explicarla y, finalmente, creyó haberla encontrado:<br />
la ausencia <strong>de</strong> sudor y <strong>de</strong> vello eran manifestaciones <strong>de</strong> un mismo<br />
fenómeno. Las carnes prietas <strong>de</strong> Teo no florecían porque les faltaba<br />
riego.<br />
A pesar <strong>de</strong> esto, a pesar <strong>de</strong> todo, Cipriano, durante el primer año <strong>de</strong><br />
su matrimonio, lejos <strong>de</strong> consi<strong>de</strong>rar <strong>de</strong>fectos estas rarezas, las<br />
consi<strong>de</strong>raba acicates, estímulos libidinosos. También Teo por su<br />
parte, hacía <strong>de</strong>scubrimientos extraordinarios en el cuerpo <strong>de</strong> su<br />
marido.<br />
Cipriano no solamente era un ser humano bello, aunque reducido y<br />
musculado, sino, contrariamente a ella, excepcionalmente velludo.<br />
<strong>El</strong> vello no sólo crecía en abundancia en las axilas y en el pubis sino<br />
en los lugares menos propicios para albergar folículos, como los<br />
pies, los hombros o la cintura. Ante tamaña muestra <strong>de</strong><br />
masculinidad, ella, algunas noches, tras su risotada explosiva,<br />
exclamaba fuera <strong>de</strong> sí:<br />
—Me enloqueces, chiquillo.<br />
Tienes más pelos que un mono.<br />
Cipriano, que gustaba <strong>de</strong> las carnes duras, lisas, sin acci<strong>de</strong>ntes <strong>de</strong><br />
su esposa, pensaba: la atracción <strong>de</strong> los contrarios. Mas entre esta
exclamación <strong>de</strong> Teo y su <strong>de</strong>mostración muscular <strong>de</strong> la primera<br />
noche, se sintió valorado, distinguido como macho, lo que contribuyó<br />
a crear entre ambos una saludable reciprocidad. <strong>El</strong>la parecía<br />
satisfecha <strong>de</strong> él y él, “Obstinado” aparte, satisfecho <strong>de</strong> ella.<br />
Temerosos <strong>de</strong> que la tía Gabriela <strong>de</strong>jase enfriar sus relaciones,<br />
invitaban a los tíos con alguna asiduidad, <strong>de</strong> modo que,<br />
transcurridos ocho meses <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la boda, Gabriela, tan bien educada<br />
como bien vestida, charlaba y se divertía con Teo como con cualquier<br />
amiga <strong>de</strong> la villa. Más si cabe, puesto que su sobrina política la<br />
trasladaba a un mundo <strong>de</strong>sconocido, el mundo <strong>de</strong>l campo y <strong>de</strong>l<br />
trabajo, en el que todo constituía para ella una novedad: la higiene<br />
personal, los pequeños ritos, la convivencia con los animales. No<br />
asimilaba, por ejemplo, que una manada <strong>de</strong> gansos resultara más<br />
eficaz que los mastines para la guarda <strong>de</strong> la casa, como Teo<br />
aseguraba. Los “patos”, para la tía, eran animales domésticos<br />
carentes <strong>de</strong> agresividad. Gabriela le preguntaba por sus vestidos, los<br />
muebles <strong>de</strong>l hogar, sus adornos. No comprendía que Teo hubiera<br />
podido vivir años con una saya para el trabajo y un traje para los<br />
días festivos. La muchacha admitía que su padre era rico pero le<br />
costaba ganarlo y le dolía que se malgastase. <strong>El</strong> hecho <strong>de</strong> que don<br />
Segundo le hubiese dotado con mil ducados venía a <strong>de</strong>mostrar que<br />
su padre había vivido sólo para ella. Este pensamiento la<br />
emocionaba y, prácticamente todos los meses, subía al monte <strong>de</strong><br />
Peñaflor para darle un abrazo. Incluso alimentaba “in mente” un<br />
noble propósito: pasar con él un par <strong>de</strong> semanas cada primavera<br />
para ayudarle en el esquileo.<br />
Pero, antes <strong>de</strong> que pudiera poner en práctica su propósito, don<br />
Segundo se volvió a casar. Estacio <strong>de</strong>l Valle bajó <strong>de</strong> Villanubla en la<br />
mula a notificárselo a Cipriano. Don Segundo Centeno, “el Perulero”,<br />
había contraído matrimonio con la Petronila, la chica mayor <strong>de</strong>l<br />
Telesforo Mozo, uno <strong>de</strong> los pastores <strong>de</strong> Castro<strong>de</strong>za, una boda<br />
acertada, a juicio <strong>de</strong> Estacio <strong>de</strong>l Valle, porque, <strong>de</strong> una sola tacada,<br />
don Segundo dispondría <strong>de</strong> mujer para yacer y obrera para esquilar<br />
ya que, ausente Teodomira, la Petronila era la mejor peladora <strong>de</strong> la<br />
comarca. Por su parte, Telesforo Mozo, el pastor, tampoco quedó<br />
<strong>de</strong>snudo: Don Segundo le autorizó a llevar con su rebaño un hatajo<br />
<strong>de</strong> ovejas <strong>de</strong> vientre cuyos gastos corrían por cuenta <strong>de</strong>l patrón.<br />
Informada <strong>de</strong> la novedad, Teo esperó a Cipriano a la salida <strong>de</strong>l<br />
Puente Mayor con la intención <strong>de</strong> subir juntos a La Manga. Estaba<br />
sofocada e irritable, en plena crisis, y no aceptaba la comprensión<br />
<strong>de</strong> Cipriano hacia la <strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> su padre. Pero cuando ella le<br />
recriminó a éste la boda arrastrada que había hecho y él le hizo ver<br />
que el ganado era muy esclavo y que sólo con dos manos, más viejas
cada día, mal podía valerse, ella, ante aquel tácito reconocimiento<br />
<strong>de</strong> su ayuda, le abrazó estrechamente.<br />
Por su parte, Cipriano indagó si había firmado algún papel con el<br />
Telesforo Mozo, pero don Segundo lo negó. No, no había firmado<br />
nada con el Telesforo porque entre la gente <strong>de</strong>l campo sobraban los<br />
papeles, era suficiente la palabra dada. Pero, al mes siguiente,<br />
Telesforo Mozo le comunicó que doblaba el número <strong>de</strong> reses <strong>de</strong> su<br />
hatajo porque diez ovejas <strong>de</strong> vientre era como no tener nada. Don<br />
Segundo visitó a su hija en la capital y, al marchar, <strong>de</strong>jó la casa<br />
impregnada <strong>de</strong> un olor a cagarrutas que no se fue en varios días.<br />
Pretendía el apoyo <strong>de</strong> don Ignacio, el oidor, pero su yerno le aclaró<br />
que, en el campo, la palabra dada era tan frágil como en la ciudad y<br />
que había facilitado al Telesforo Mozo un arma con la que podía<br />
estarle chantajeando hasta el día <strong>de</strong>l juicio. Ante esto, don Segundo<br />
<strong>de</strong>sistió <strong>de</strong> visitar a don Ignacio y regresó al monte impregnado <strong>de</strong><br />
su olor a basura, cabizbajo y con las orejas gachas.<br />
Al iniciarse abril, Cipriano encontró al fin un hueco entre sus<br />
ocupaciones para visitar Pedrosa.<br />
Como <strong>de</strong> costumbre salió <strong>de</strong> su casa por el Puente Mayor y galopó<br />
por las faldas <strong>de</strong> las colinas, hasta Villalar. Encontró a su rentero<br />
en el campo, almorzando en una gayola, y cabalgaron juntos hasta<br />
el pago <strong>de</strong> Villavendimio. Los cepones apenas habían echado hoja y<br />
las calles <strong>de</strong> la viña estaban llenas <strong>de</strong> broza. Cipriano sugirió a<br />
Martín Martín la posibilidad <strong>de</strong> poner el pago <strong>de</strong> cereal pero el<br />
rentero lo rechazó <strong>de</strong> plano, el trigo y la cebada no cundían en<br />
terrenos tan flojos, no medraban. Pasaron la mañana viendo el resto<br />
<strong>de</strong> las viñas y la señora Lucrecia, muy viejecita ya, les sirvió <strong>de</strong><br />
comer como hacía en vida <strong>de</strong>l difunto don Bernardo.<br />
Por la tar<strong>de</strong>, Salcedo se alojó en la fonda <strong>de</strong> la hija <strong>de</strong> Baruque, en<br />
la Plaza <strong>de</strong> la Iglesia. Al entornar los postigos para dormir la siesta,<br />
divisó a un cura sentado en el poyo <strong>de</strong>l templo leyendo un libro.<br />
Estaba tan absorto, que ni las bandadas <strong>de</strong> palomas que le<br />
sobrevolaban <strong>de</strong> vez en cuando, ni los labriegos que atravesaban la<br />
plaza canturreando a lomos <strong>de</strong> sus borricos, le distraían. Después <strong>de</strong><br />
dormir un rato, al abrir los postigos, Cipriano constató que el cura<br />
seguía en el mismo sitio. Estaba tan inmóvil como si lo hubiesen<br />
disecado, pero cuando Salcedo salió a saludarle, el nuevo cura, que<br />
había venido a sustituir al difunto don Domingo, se puso en pie<br />
cortésmente. Cipriano se presentó pero el cura ya le conocía <strong>de</strong><br />
referencias.
En el pueblo le habían hablado <strong>de</strong> él, <strong>de</strong> su acceso a la hidalguía y<br />
<strong>de</strong> la fiesta subsiguiente, pero sentía una curiosidad: ¿era tal vez el<br />
oidor <strong>de</strong> la Chancillería, don Ignacio Salcedo, pariente suyo?<br />
Tío, era su tío, aclaró Cipriano, y también su tutor. Entonces el<br />
nuevo párroco se refirió a don Ignacio como uno <strong>de</strong> los hombres más<br />
cultos e informados <strong>de</strong> Valladolid.<br />
Seguramente su biblioteca, si no era la primera, sería la segunda en<br />
número <strong>de</strong> ejemplares. Acto seguido se presentó él: Pedro Cazalla,<br />
dijo humil<strong>de</strong>mente. Y Cipriano Salcedo, a su vez, le preguntó si tenía<br />
algún parentesco con el doctor Cazalla, el predicador:<br />
—Somos hermanos —dijo el cura—. Estuvo unos meses en Salamanca<br />
pero ahora vive con mi madre en Valladolid.<br />
Salcedo reconoció que era asistente habitual a los sermones <strong>de</strong>l<br />
Doctor.<br />
—Es un orador fácil —dijo Cazalla sin darle importancia.<br />
Aparentaba menos años que el Doctor, con su pelo negro y <strong>de</strong>nso,<br />
encanecido en las sienes, su curtido rostro varonil y unos ojos<br />
oscuros, <strong>de</strong> mirada escrutadora.<br />
—Algo más que fácil —replicó Salcedo—. Yo diría el mejor orador<br />
sagrado <strong>de</strong>l momento. Construye sus discursos con la soli<strong>de</strong>z <strong>de</strong> un<br />
arquitecto.<br />
Pedro Cazalla encogió los hombros. Le azoraban los elogios a su<br />
hermano. Aceptó su facilidad expresiva, su espiritualidad. <strong>El</strong><br />
Emperador le había llevado con él a Alemania durante unos años<br />
precisamente por eso, por su espiritualidad. Fue un honor y una<br />
experiencia que su hermano no olvidaría nunca ahora que Carlos V<br />
se disponía a retirarse a Yuste.<br />
Cipriano Salcedo preguntó a Cazalla por qué su hermano predicaba<br />
sistemáticamente fuera <strong>de</strong> los conventos. Cazalla volvió a levantar<br />
los hombros: dispone <strong>de</strong> mayor libertad —aclaró—. La comunidad <strong>de</strong><br />
frailes se presta a una crítica múltiple y encontrada, no siempre<br />
saludable.<br />
Salcedo sentía cómo se avivaba su curiosidad hacia el nuevo<br />
párroco. Su pasión por la lectura, la novedad <strong>de</strong> sus i<strong>de</strong>as, la falta<br />
<strong>de</strong> paternalismo, tan frecuente en los curas rurales, le sorprendían.<br />
Era ya noche cerrada cuando se <strong>de</strong>spidió <strong>de</strong> él. Fue el párroco quien
le sugirió la posibilidad <strong>de</strong> verse a la tar<strong>de</strong> siguiente, invitación que<br />
Salcedo, que había pensado regresar a Valladolid por la mañana, no<br />
<strong>de</strong>clinó. A las diez, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong>l <strong>de</strong>sayuno, el cura seguía leyendo en<br />
el atrio en la misma postura que la tar<strong>de</strong> anterior. Cuando Cipriano<br />
fue a recogerle <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> almorzar continuaba inmóvil en el poyo<br />
<strong>de</strong> la iglesia. Cerró el libro al verle y se incorporó:<br />
—¿Pue<strong>de</strong> saberse qué lee con tanto celo vuestra paternidad?<br />
—Releo a Erasmo —respondió Cazalla—. Nunca se acaba <strong>de</strong> conocer<br />
su pensamiento.<br />
—Yo fui en tiempos un aguerrido erasmista —dijo Cipriano con<br />
sorna.<br />
<strong>El</strong> cura se sorprendió:<br />
—¿De veras le ha interesado a vuesa merced Erasmo alguna vez?<br />
—Entiéndame, padre. Le estoy hablando <strong>de</strong> mi infancia, <strong>de</strong> la<br />
Conferencia sobre Erasmo. En mi colegio se formaron entonces dos<br />
bandos y yo pertenecía al <strong>de</strong> los erasmistas. Y, aunque ninguno <strong>de</strong><br />
los grupos sabíamos quién era Erasmo, llegamos a pelearnos por él.<br />
Habían atravesado el pueblo sin plan preconcebido y ahora se<br />
encontraban en el camino <strong>de</strong> Villavendimio, en dirección a Toro.<br />
Cazalla observaba a los animales, a los pájaros, se revelaba como un<br />
experto conocedor <strong>de</strong>l campo. Hablaba <strong>de</strong> los estorninos pintos como<br />
más pen<strong>de</strong>ncieros y mejores albañiles que los negros, más locuaces y<br />
canoros también.<br />
Pero al cura le había interesado la mención <strong>de</strong> su vida colegial.<br />
Le preguntó por el centro don<strong>de</strong> se había educado.<br />
—<strong>El</strong> Hospital <strong>de</strong> Niños Expósitos —dijo Salcedo.<br />
—Pero vuesa merced no lo era, no era expósito quiero <strong>de</strong>cir.<br />
—No lo era pero mi padre me sometió a esa dura disciplina. No creía<br />
en mi inteligencia y varios preceptores habían fracasado conmigo.<br />
—¿No estaba allí el padre Arnaldo?<br />
—<strong>El</strong> padre Arnaldo y el padre Toval, ambos enfrentados<br />
precisamente en la cuestión erasmista.
Erasmo fue el inspirador <strong>de</strong> Lutero, a juicio <strong>de</strong>l padre Arnaldo.<br />
Sin él la Reforma nunca se hubiera producido. Por contra, el padre<br />
Toval creía en la buena fe <strong>de</strong>l holandés.<br />
Los ojos <strong>de</strong> Cazalla parecían mirar a algo remoto.<br />
—Aquéllos fueron días <strong>de</strong> esperanza —dijo <strong>de</strong> pronto—. <strong>El</strong><br />
Emperador estaba junto a Erasmo, lo apoyaba, y el inquisidor<br />
Manrique también. ¿Qué significaban los mosquitos pegajosos que se<br />
alzaban contra ellos? Por aquellas fechas Erasmo publicó la<br />
segunda parte <strong>de</strong> su “Hyperaspistes” rebatiendo algunas<br />
afirmaciones <strong>de</strong> Lutero. Esto consolidó su prestigio ante el Rey quien<br />
le escribió, llamándole |honrado, <strong>de</strong>voto y amado nuestro| en el<br />
encabezamiento <strong>de</strong> la carta.<br />
Las palabras <strong>de</strong> Cazalla tenían un estremecido tono nostálgico:<br />
—Y ¿cómo se malogró aquel empeño?<br />
—Se cambiaron las tornas. Fue un hecho fatal. <strong>El</strong> inquisidor<br />
Manrique <strong>de</strong>jó <strong>de</strong> apoyar a Erasmo y el Rey se olvidó <strong>de</strong> él en Italia.<br />
Los frailes aprovecharon la circunstancia para atacarle <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el<br />
púlpito. Carvajal respondió agriamente al “Hyperaspistes” y Erasmo,<br />
en lugar <strong>de</strong> callar y no darse por aludido, le replicó con violencia. La<br />
situación había dado un giro completo. A partir <strong>de</strong> ese momento,<br />
para la Inquisición, Erasmo y Lutero fueron ramas <strong>de</strong> un mismo<br />
tronco.<br />
Habían alcanzado el Recodo <strong>de</strong>l Viejo, junto a la junquera, don<strong>de</strong><br />
una urraca galleaba con insolencia.<br />
<strong>El</strong> cura contempló al pájaro con curiosidad sin <strong>de</strong>jar <strong>de</strong> caminar.<br />
<strong>El</strong> sol se ensanchaba y enrojecía al <strong>de</strong>splomarse tras las colinas<br />
grises <strong>de</strong> poniente. Pedro Cazalla se <strong>de</strong>tuvo y dijo:<br />
—¿Ha reparado vuesa merced en los crepúsculos <strong>de</strong> Castilla?<br />
—Los saboreo con frecuencia —dijo Salcedo—. Las puestas <strong>de</strong> sol en<br />
la meseta resultan a veces sobrecogedoras.<br />
Habían dado la vuelta y la tar<strong>de</strong> empezaba a refrescar. A lo lejos se<br />
divisaban las casitas <strong>de</strong> barro señoreadas por la iglesia.
Las cigüeñas habían sacado pollos y se erguían en la espadaña<br />
como dibujos esquemáticos. Pedro Cazalla miró <strong>de</strong> nuevo al sol<br />
<strong>de</strong>clinante. Los entreluces <strong>de</strong>l lubricán le fascinaban. Sonó en el aire<br />
quedo el tañido <strong>de</strong> una campana. Cazalla apresuró el paso. Volvió<br />
hacia Salcedo sus ojos profundos:<br />
—Ayer Erasmo era una esperanza y hoy sus libros están prohibidos.<br />
Nada <strong>de</strong> esto es obstáculo para que algunos sigamos creyendo en la<br />
Reforma que proponía. Quizá sea la única posible. Trento no<br />
aportará nada sustancial.<br />
A la mañana siguiente el cielo estaba empañado por algunas nubes<br />
blancas y “Relámpago” tomó el camino <strong>de</strong> Villavieja por las cuestas,<br />
a galope tendido. Cipriano agra<strong>de</strong>cía la velocidad, el fresco viento<br />
en el rostro, mientras pensaba en los hermanos Cazalla, en su<br />
melancolía, en su inquietud reformista. Comprendía ahora mejor la<br />
sensación <strong>de</strong> vacío que le producían los sermones <strong>de</strong>l Doctor. <strong>El</strong><br />
erasmismo se <strong>de</strong>sarraigaba en Castilla y, en consecuencia, su causa<br />
era una causa perdida. No obstante, veinte años atrás, el padre<br />
Arnaldo les había mandado rezar por la Iglesia, por la <strong>de</strong>saparición<br />
<strong>de</strong> las doctrinas erasmistas.<br />
¿Cómo conciliar respuestas tan dispares ante un mismo fenómeno?<br />
”Relámpago” <strong>de</strong>jó atrás el pueblo <strong>de</strong> Tor<strong>de</strong>sillas y, al alcanzar el <strong>de</strong><br />
Simancas, cruzó hacia el camino general y atravesó el puente<br />
romano, a legua y media <strong>de</strong> la villa.<br />
Teo le recibió como si hiciera un mes que no se veían. Había sido la<br />
primera separación y le había echado <strong>de</strong> menos. Después <strong>de</strong> cenar,<br />
“la Estatua Apasionada” abrevió la sobremesa, y ante la sorpresa <strong>de</strong><br />
Crisanta, la doncella, a las diez el matrimonio estaba acostado. Teo<br />
le estrechaba contra ella y a él le agradaba sentirse protegido, en el<br />
fortín, a cubierto <strong>de</strong> cualquier asechanza. A poco, “la Estatua<br />
Apasionada” le buscó “la cosita” y comentó, con voz meliflua, que<br />
qué bien que su marido no se la hubiera olvidado en Pedrosa, en<br />
tanto Salcedo se esforzaba por encaramarse a la meseta <strong>de</strong> las<br />
protuberancias. Sintió el atragantado risoteo <strong>de</strong> su esposa, vibrante<br />
y prolongado, pero ello no impidió que, pasados unos instantes, “la<br />
Estatua Apasionada” reiniciara el acto <strong>de</strong> amor. A Cipriano le<br />
sorprendió su avi<strong>de</strong>z. Se diría que Teo enca<strong>de</strong>naba los contactos en<br />
una actitud compulsiva como si pusiera a prueba su resistencia. Y,<br />
tras una cuarta vez, cuando el acoso cedió, Cipriano, extenuado,<br />
buscó el refugio <strong>de</strong> su axila. En Pedrosa había echado en falta su<br />
calor y tuvo que dormir con la gorra puesta. Al recuperar ahora el
techo perdido se sentía cobijado y feliz por más que la actitud <strong>de</strong><br />
Teo siguiera sin <strong>de</strong>finirse.<br />
Al <strong>de</strong>spertar, encontró a su mujer sofocada, inquisitiva, apremiante.<br />
Era otro tropezón, aparentemente baladí, <strong>de</strong> su matrimonio:<br />
—¿Por qué nosotros no tenemos nunca un hijo, Cipriano? Llevamos<br />
casados más <strong>de</strong> diez meses y nunca me pasa nada.<br />
Salcedo le acarició los rizos color caoba <strong>de</strong> la nuca, se hacía anillos<br />
con ellos sin conseguir amansarla:<br />
—¡Oh, querida, estas cosas no tienen horario fijo! —dijo—. No<br />
<strong>de</strong>pen<strong>de</strong>n <strong>de</strong> nuestra voluntad. Por otra parte, los Salcedo nunca<br />
fuimos muy fértiles. No <strong>de</strong>bes impacientarte por eso. Ya llegará.<br />
Se adivinaba que Teo había reflexionado sobre el particular:<br />
—Todas las mujeres cuando se casan tienen un hijo, Cipriano.<br />
¿Por qué no me dijiste a tiempo que tu familia tenía dificulta<strong>de</strong>s?<br />
Cada vez que <strong>de</strong>positas tu semilla en mí pienso que esta vez va a ser<br />
la <strong>de</strong>finitiva pero nunca llega.<br />
Se mostraba erizada, resentida, pero él le quitó importancia al<br />
asunto:<br />
—No te inquietes por eso, cariño. Los Salcedo siempre nos<br />
reprodujimos con parsimonia. Mi bisabuelo no tuvo más que un hijo y<br />
mi abuelo dos, pero entre medias transcurrieron ocho años. <strong>El</strong> tío<br />
Ignacio tampoco tiene familia y ten en cuenta que mi madre, que<br />
gloria haya, estuvo cinco años tratándose su supuesta infecundidad.<br />
Y ¿crees que le fue bien el tratamiento? De ninguna manera. Mi<br />
madre quedó encinta cuatro años <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> <strong>de</strong>jarlo, cuando Dios<br />
quiso y cuando ya se había olvidado <strong>de</strong> su obsesión. Hay influencias<br />
astrales que, en cierta medida, <strong>de</strong>terminan estas cosas. <strong>El</strong> cuerpo<br />
requiere un tiempo <strong>de</strong> madurez.<br />
—Y ¿cuánto tiempo necesitó tu madre?<br />
—Exactamente nueve años y siete días. Tal vez la medida <strong>de</strong> los<br />
Salcedo se exprese en años en lugar <strong>de</strong> en meses. La cifra no <strong>de</strong>ja <strong>de</strong><br />
ser curiosa.
Teo vaciló:<br />
—No... ¿no estará enferma “la cosita”?<br />
—Tú sabes que funciona con regularidad. Antes te hablaba <strong>de</strong> la<br />
infertilidad <strong>de</strong> los Salcedo, pero el retraso bien pue<strong>de</strong> provenir <strong>de</strong> ti.<br />
<strong>El</strong> doctor Almenara, una notabilidad en su época, <strong>de</strong>cía que dos <strong>de</strong><br />
cada tres veces la infecundidad <strong>de</strong>pendía <strong>de</strong> las mujeres.<br />
La impaciencia <strong>de</strong> Teo se tradujo en una avi<strong>de</strong>z sexual <strong>de</strong>sor<strong>de</strong>nada.<br />
Sin duda pensaba que la frecuencia aumentaba las posibilida<strong>de</strong>s.<br />
Cipriano trataba <strong>de</strong> aleccionarla cada noche:<br />
—Querida, más importante que el número <strong>de</strong> coitos es tu estado <strong>de</strong><br />
recepción. Acéptame relajada, receptiva. No olvi<strong>de</strong>s que en cada<br />
cópula yo introduzco en tu vagina centenares o millares <strong>de</strong> semillas<br />
que buscan un lugar don<strong>de</strong> fructificar. Pero la fecundación no<br />
<strong>de</strong>pen<strong>de</strong> tanto <strong>de</strong>l número como <strong>de</strong>l terreno que tú prepares para<br />
recibirlas.<br />
Teo pareció aplacada <strong>de</strong> momento pero lo suyo era una monomanía.<br />
No pensaba en otra cosa y se valía <strong>de</strong> cualquier pretexto para<br />
sacarlo a relucir. Él le había dicho: muchos problemas se resuelven<br />
esperando, olvidándose <strong>de</strong> ellos. Y ella procuraba hacerlo así pero,<br />
en lugar <strong>de</strong> los pensamientos, era la angustia por <strong>de</strong>sembarazarse<br />
<strong>de</strong> ellos lo que la martirizaba. Teo se confiaba a su marido:<br />
—Constantemente pienso que no <strong>de</strong>bo pensar en ello pero con esta<br />
obsesión puedo llegar a volverme loca.<br />
—¿Por qué no me conce<strong>de</strong>s un plazo? ¿Por qué no <strong>de</strong>ci<strong>de</strong>s esperar<br />
unos años antes <strong>de</strong> tomar una <strong>de</strong>terminación? Dentro <strong>de</strong> cuatro<br />
tendrás veintisiete, la edad más a<strong>de</strong>cuada para procrear.<br />
Teo callaba. Tácitamente le concedía el plazo pero, poco a poco, iba<br />
perdiendo la fe en él y, con la fe, su encandilamiento sexual. Apenas<br />
buscaba ya “la cosita” y, si lo hacía, era sin el ardor <strong>de</strong> antaño,<br />
<strong>de</strong>sganada. Sabía que el hijo tenía que venir por esa vía pero llevaba<br />
más <strong>de</strong> un año intentándolo y no venía. Salcedo se daba cuenta <strong>de</strong>l<br />
<strong>de</strong>scorazonamiento <strong>de</strong> su esposa e intentó distraerla ocupándola en<br />
el taller, pero Teo se aburría allí. Entonces pensó que, ahora que se<br />
aproximaba la época <strong>de</strong>l esquileo, Teo podría pasar en La Manga<br />
una larga temporada ayudando a su padre, mas, antes que la faena<br />
<strong>de</strong>l esquileo comenzase, llegó la noticia: Telesforo Mozo, el pastor <strong>de</strong><br />
su suegro, pretendía llevar el rebaño a medias. No se trataba ya <strong>de</strong><br />
un hatajo más o menos gran<strong>de</strong> sino <strong>de</strong> partir las ovejas que
pastoreaba por la mitad. Segundo Centeno ni lo pensó. Despidió a<br />
Telesforo, se amancebó con la Benita, la hija <strong>de</strong>l pastor <strong>de</strong> Wamba,<br />
Gildardo Albarrán, y relegó a la legítima a la condición <strong>de</strong> criada y<br />
esquiladora por seis reales al mes.<br />
Ante la gravedad <strong>de</strong>l problema, Teo se instaló en La Manga. Advirtió<br />
enseguida el reconcomio <strong>de</strong> Petronila aunque ésta no pronunciase<br />
palabra y anduviera todo el día por la casa con la mirada huida,<br />
haciendo visajes y aspavientos.<br />
Pero don Segundo volvía sobre el tema cada mañana. La obligaba a<br />
hacer la cama adulterina todavía caliente y a lavar la ropa interior<br />
<strong>de</strong> la pareja. <strong>El</strong> resto <strong>de</strong>l día lo pasaba Petronila pelando borregos.<br />
No <strong>de</strong>cía palabra. Se sentaba a esquilar en el tajuelo y no abría la<br />
boca por mucho que “la Reina <strong>de</strong>l Páramo” se esforzara en entablar<br />
conversación con ella. Una noche, Teo salió a dar un paseo y le<br />
pareció ver entre dos luces la silueta furtiva <strong>de</strong> un hombre<br />
escondiéndose entre las encinas. Habló a su padre seriamente: no<br />
<strong>de</strong>bía exponerse así. Debería cambiar <strong>de</strong> actitud. No había hombre<br />
que aceptara con los brazos cruzados su <strong>de</strong>spido y la vejación<br />
reiterada <strong>de</strong> su hija. Por su parte, Gildardo Albarrán se movía ahora<br />
por la finca con la misma libertad que si fuera suya. Se reunía con<br />
don Segundo en la sala, entraba en la casa por la puerta principal y<br />
charlaban largo rato como iguales, eso sí sin que Gildardo pidiera<br />
nada. Visto lo <strong>de</strong>l Telesforo y aleccionado por su fracaso, sabía que<br />
al señor Centeno era preferible entrarle por las buenas que por las<br />
malas.<br />
Así las cosas, la vieja aspiración <strong>de</strong> Teo se atenuaba. Se preocupaba<br />
menos <strong>de</strong> ser madre que <strong>de</strong> conservar a su padre. Y cuando Cipriano<br />
la visitaba, una vez por semana, tenía ocasión <strong>de</strong> <strong>de</strong>partir con él<br />
como en los buenos tiempos:<br />
paseando por el monte, levantando <strong>de</strong> las encinas bandos <strong>de</strong><br />
torcaces con los buches repletos <strong>de</strong> bellotas, o viendo apeonar a las<br />
becadas en el calvero. Cipriano creía en la terapia <strong>de</strong> la distracción<br />
y confiaba en que Teo volviese a su vida normal y le concediera un<br />
plazo razonable antes <strong>de</strong> dar por fracasado su matrimonio. Pero<br />
dormía mal. Al regatearle Teo el cobijo <strong>de</strong> su axila, la cabeza se le<br />
enfriaba, se le <strong>de</strong>sgobernaba en la noche, durante el sueño y, al<br />
levantarse, le mortificaba la tortícolis. Volvía a ser el niño<br />
<strong>de</strong>sprotegido que había sido. Y utilizaba gorras, sombreros y hasta<br />
capuchas forradas <strong>de</strong> piel, como sucedáneos. Al propio tiempo<br />
trataba <strong>de</strong> llenar la prolongada ausencia <strong>de</strong> Teo con frecuentes<br />
visitas a sus tíos. Doña Gabriela, muy satisfecha en su condición <strong>de</strong>
esposa sin <strong>de</strong>scen<strong>de</strong>ncia, no entendía la actitud <strong>de</strong> su sobrina. Hay<br />
otras cosas en la vida, instituciones, enfermos, niños con hambre,<br />
colegios <strong>de</strong> caridad, <strong>de</strong>cía. Buscar a toda costa un ser <strong>de</strong> nuestra<br />
propia sangre para volcar en él nuestra afectividad es una conducta<br />
egoísta. Y, en el fondo, Cipriano le daba la razón, pero no <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong><br />
compren<strong>de</strong>r que <strong>de</strong>sdoblarse fuese la máxima aspiración <strong>de</strong> toda<br />
mujer en este mundo.<br />
Una mañana, antes <strong>de</strong> salir para la Ju<strong>de</strong>ría, un correo urgente <strong>de</strong><br />
Peñaflor le dio cuenta <strong>de</strong> que su suegro, don Segundo, había sido<br />
asesinado. Le habían seccionado la garganta con un hocino. <strong>El</strong><br />
Telesforo Mozo, su autor, se había entregado a la autoridad en<br />
Valladolid y al ser preguntado por los móviles <strong>de</strong>l crimen había<br />
dicho:<br />
|Me <strong>de</strong>jó en la calle tirado como a un perro y quebró la condición <strong>de</strong><br />
mi hija. Era un sujeto que no merecía vivir|.<br />
Cipriano partió para La Manga sin <strong>de</strong>mora. Le dio tiempo <strong>de</strong><br />
enterrar a su suegro en el atrio <strong>de</strong> la iglesia <strong>de</strong> Peñaflor y hacerse<br />
cargo <strong>de</strong> los papeles que don Segundo guardaba en el escritorio. La<br />
Petronila, asustada, había huido <strong>de</strong> casa; en cambio compareció<br />
Gildardo Albarrán llamándose a la parte, no porque la ley le<br />
amparase, sino porque tenía testigos <strong>de</strong> que don Segundo había<br />
hecho <strong>de</strong> su hija una barragana sin su consentimiento.<br />
Teo mostró una entereza admirable.<br />
<strong>El</strong> esquileo se había acabado y esto la aliviaba. Por otra parte, la<br />
cruenta muerte <strong>de</strong> su padre le parecía horrible pero a cambio no<br />
había sufrido, lo que no <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> ser un consuelo.<br />
Cipriano previó graves complicaciones y un aumento <strong>de</strong> trabajo<br />
hasta <strong>de</strong>senredar aquello, pero su tío Ignacio, como <strong>de</strong> costumbre, lo<br />
simplificó. <strong>El</strong> testamento <strong>de</strong>l señor Centeno era claro. Teo era la<br />
única here<strong>de</strong>ra, Petronila usufructuaria <strong>de</strong> un pequeño fundo y<br />
arrendataria <strong>de</strong> la vivienda mientras durara el plazo <strong>de</strong>l alquiler, la<br />
Benita, la barragana, volvió con su padre a Wamba y Estacio <strong>de</strong>l<br />
Valle, el fiel corresponsal <strong>de</strong> Villanubla, quedó encargado <strong>de</strong> resolver<br />
el problema <strong>de</strong> los pastores puesto que los rebaños <strong>de</strong> don Segundo,<br />
como le <strong>de</strong>cía Cipriano Salcedo en su misiva, habían pasado a ser<br />
propiedad <strong>de</strong> Teodomira Centeno, su consorte.<br />
__________________________<br />
__________________________
X<br />
Teo se quitó unas libras <strong>de</strong> encima con el luto, un luto distinguido y<br />
respetuoso que le indujo a ponerse sobre el escote un collar <strong>de</strong> perlas<br />
negras que contrastaba con la pali<strong>de</strong>z <strong>de</strong> su tez. También Cipriano<br />
Salcedo se resumió en sí mismo ataviado con un coleto sin mangas,<br />
negro, a la moda, y un cuello tan alto que le cubría medio pescuezo,<br />
por encima <strong>de</strong>l cual asomaba el bor<strong>de</strong> rizado <strong>de</strong>l cabezón <strong>de</strong> la<br />
camisa. Pero el luto no en<strong>de</strong>rezó las relaciones <strong>de</strong> la pareja.<br />
Teo volvió a sus apremios maternales mientras Cipriano le insistía<br />
que le diera un plazo y asumiera un poco <strong>de</strong> sensatez. En su afán<br />
por facilitarle argumentos, Cipriano le recordó que su padre contaba<br />
con ocho años más que su tío Ignacio y había que imaginar que entre<br />
los dos nacimientos los abuelos habrían mantenido el mismo tipo <strong>de</strong><br />
relaciones íntimas que antes y <strong>de</strong>spués.<br />
Sin embargo, persuadido <strong>de</strong> que todo era inútil, visitó una tar<strong>de</strong>, por<br />
su cuenta, al doctor Galache.<br />
Hubiera preferido hacerlo al que ayudó a traerle al mundo, al doctor<br />
Almenara, pero éste había fallecido once años atrás. <strong>El</strong> doctor<br />
Galache le sometió a reconocimiento y le dijo que todo era correcto,<br />
que estaba íntegro y que, con vistas a enriquecer la calidad <strong>de</strong>l<br />
esperma, ingiriese una infusión <strong>de</strong> verbena y madreselva <strong>de</strong>spués <strong>de</strong><br />
las comidas.<br />
Salcedo admitió que él, físicamente, se encontraba fuerte y que por<br />
ese lado no parecía provenir la esterilidad. En ese momento, el<br />
doctor Galache le formuló la temida pregunta:<br />
—¿Por qué no trae vuesa merced a su señora? En buena medida ellas<br />
son las causantes <strong>de</strong> la infecundidad matrimonial.<br />
Salcedo le confió que ella no estaba preparada para el evento pero<br />
que no <strong>de</strong>scartaba que, con el tiempo, se <strong>de</strong>cidiera a hacerlo.<br />
Cipriano Salcedo no dijo nada a Teo <strong>de</strong> su consulta a Galache ni,<br />
naturalmente, puso en práctica el remedio aconsejado por él.<br />
A la mañana siguiente marchó a Pedrosa. Era un día tranquilo, <strong>de</strong><br />
nubes blancas y altas temperaturas.
La liviandad <strong>de</strong> Cipriano, la velocidad <strong>de</strong>l caballo y el dédalo <strong>de</strong><br />
atajos y trochas que había llegado a conocer le permitían llegar a<br />
Pedrosa en poco más <strong>de</strong> dos horas.<br />
Iniciaba el viaje fal<strong>de</strong>ando las colinas, doblaba en la senda <strong>de</strong> Geria<br />
y <strong>de</strong>s<strong>de</strong> allí, en línea recta, entre los majuelos, atravesaba Villavieja<br />
y Villalar y accedía a Pedrosa por los trigales, sin <strong>de</strong>sviarse. En<br />
algunas gayolas, a la puerta, se sentaba un hombre y un perro<br />
ratonero le ladraba al pasar el caballo. En ocasiones había también<br />
niños que le <strong>de</strong>cían adiós con la mano.<br />
Se alojó en la posada <strong>de</strong> la hija <strong>de</strong> Baruque y acudió sin <strong>de</strong>mora a<br />
visitar a su rentero. Hacía días que había concebido una i<strong>de</strong>a<br />
luminosa: <strong>de</strong>sarraigar las cepas <strong>de</strong>l pago <strong>de</strong> Villavendimio y plantar<br />
en su lugar una pinada. Era cierto que en la ribera <strong>de</strong>recha <strong>de</strong>l<br />
Duero nadie había osado nunca poner pinos pero la naturaleza <strong>de</strong>l<br />
suelo, floja y arenosa, lo pedía a gritos aquí.<br />
Martín Martín, por añadidura, era un experto en esta clase <strong>de</strong><br />
árboles. Había cultivado el albar con su tío en tierras <strong>de</strong> Olmedo y<br />
conocía las exigencias <strong>de</strong>l pino e incluso los vaivenes <strong>de</strong>l piñón en el<br />
mercado:<br />
—La ventaja <strong>de</strong>l pino sobre las siembras —le dijo— es que el pino<br />
marca las cosechas con dos años <strong>de</strong> antelación.<br />
—¿Marca las cosechas el pino? —inquirió Cipriano.<br />
—Lo que oye, sí señor; hoy recoge vuesa merced la piña hecha, pero<br />
en el árbol queda la perindola o sea la piña <strong>de</strong>l año que viene, que<br />
está por hacer, y una cosita así —marcaba la mitad <strong>de</strong> la falange <strong>de</strong><br />
un <strong>de</strong>do—, en cuanto que se la advierte, que es la piña <strong>de</strong>l año<br />
siguiente.<br />
Cipriano Salcedo se sintió satisfecho <strong>de</strong> su iniciativa y Martín<br />
Martín quedó en apalabrar a una cuadrilla <strong>de</strong> gañanes para<br />
<strong>de</strong>scepar las diez fanegas <strong>de</strong> Villavendimio. Ante Cazalla, Cipriano<br />
se pavoneó <strong>de</strong> terrateniente experto. Lo había pensado mucho.<br />
Después <strong>de</strong> incorporarlo a sus tierras no podía <strong>de</strong>jar yermo ese pago.<br />
Plantaría pinos albares que daban piñón e indicaban <strong>de</strong> antemano<br />
las dos cosechas veni<strong>de</strong>ras. Es <strong>de</strong>cir, era el único cultivo <strong>de</strong>l que no<br />
podían esperarse sorpresas. Por su parte, Pedro Cazalla le invitó a<br />
cazar el perdigón a la mañana siguiente en la línea <strong>de</strong>l monte <strong>de</strong> La<br />
Gallarita. Cipriano Salcedo rompió a reír:
—Des<strong>de</strong> luego vuestra paternidad es aún más sorpren<strong>de</strong>nte que el<br />
pino albar —dijo.<br />
La primera luz les sorprendió en las salinas <strong>de</strong>l Cenagal, a una<br />
legua larga <strong>de</strong> Casasola. Cazalla llevaba un retaco en bandolera y<br />
en la mano <strong>de</strong>recha la jaula <strong>de</strong>l perdigón cubierta con una sayuela.<br />
Apenas se anunciaba el sol cuando entraron en el tollo, una gran<br />
mata hueca, con una tronera al frente para disparar. Cazalla afirmó<br />
el tanganillo con cuatro piedras, colocó sobre él la jaula <strong>de</strong>snuda y,<br />
luego, se metió en el tollo y se sentó en la banqueta, junto a Salcedo.<br />
<strong>El</strong> día iba abriendo y, mientras el macho emitía el primer coreché <strong>de</strong><br />
la mañana, Pedro Cazalla le mostró muy ufano su retaco, la<br />
escopeta que había comprado al maestro armero vizcaíno Juan<br />
Ibáñez. Mediría poco más <strong>de</strong> una vara <strong>de</strong> larga. <strong>El</strong> propio Cazalla,<br />
hábil <strong>de</strong> manos, había <strong>de</strong>sbastado la culata <strong>de</strong> nogal y encepado el<br />
tubo <strong>de</strong> hierro en el otro extremo. <strong>El</strong> cañón se cargaba por la boca,<br />
baqueteando la pólvora con un taco <strong>de</strong> borra y poniendo encima un<br />
puñadito <strong>de</strong> perdigones. Cazalla le enseñó los perdigones <strong>de</strong> plomo<br />
que unos amigos le enviaban <strong>de</strong>s<strong>de</strong> Alemania.<br />
Al mostrarle el sistema <strong>de</strong> fogueo puso en ello un entusiasmo pueril.<br />
Se trataba <strong>de</strong> una especie <strong>de</strong> serpentín, como una ese, en cuya parte<br />
superior se colocaba la mecha que hacía <strong>de</strong> percutor, en tanto la<br />
inferior servía <strong>de</strong> gatillo. Al oprimirlo, la mecha bajaba sobre el<br />
agujero <strong>de</strong>l tubo y, al ponerse en contacto con la pólvora, provocaba<br />
la explosión, pero el cazador <strong>de</strong>bía seguir a la pieza por el punto <strong>de</strong><br />
mira durante cuatro o cinco segundos, hasta que aquélla se<br />
producía, si aspiraba a cobrarla.<br />
La luz ensanchaba y el perdigón llenaba el campo con su cántico<br />
ardiente y persuasivo. De la parte <strong>de</strong>l monte sonó una respuesta<br />
remota:<br />
—¿Oye? <strong>El</strong> campo ya contesta.<br />
—Y ¿acu<strong>de</strong> a liberar a la prisionera?<br />
Cazalla sonrió, con la sonrisa indulgente <strong>de</strong>l experto ante el novicio.<br />
—No se trata <strong>de</strong> eso —dijo—.<br />
Los pájaros están en celo y el macho acu<strong>de</strong> a la llamada <strong>de</strong>l otro<br />
para disputarle la hembra. Entra a pelear. Y unas veces viene solo y<br />
otras trae a la compañera para que sea testigo <strong>de</strong> su proeza.
<strong>El</strong> campo respondía cada vez con mayor ahínco y la perdiz<br />
enjaulada estiraba el cuello, difundía su coreché por el ancho<br />
mundo <strong>de</strong>l páramo. Cazalla sacó cuidadosamente por la tronera la<br />
boca <strong>de</strong> su retaco y advirtió a Salcedo:<br />
—Guar<strong>de</strong> silencio.<br />
<strong>El</strong> macho cambió <strong>de</strong> tono, sustituyó el áspero coreché <strong>de</strong>l comienzo<br />
por una parla inextricable, farfulladora, confi<strong>de</strong>ncial.<br />
—Ojo, ya recibe —dijo Cazalla.<br />
Salcedo se empinó en su asiento hasta divisar al perdigón<br />
enjaulado. Daba vueltas sobre sí mismo picoteando los alambres sin<br />
<strong>de</strong>jar <strong>de</strong> parlotear, mientras otra perdiz, al pie <strong>de</strong>l tanganillo,<br />
cuchicheaba en tono menor. Cazalla susurró <strong>de</strong> pronto, afianzando<br />
en el hombro la culata <strong>de</strong> su retaco:<br />
—Ya está ahí ese insensato.<br />
¿Lo ve vuesa merced?<br />
Salcedo asintió. La perdiz libre erguía el cuello y miraba a la <strong>de</strong> la<br />
jaula con ojeriza.<br />
<strong>El</strong> cura añadió:<br />
—Detrás viene la hembra.<br />
Salcedo se asomó a la mirilla y, en efecto, una perdiz <strong>de</strong> menor<br />
tamaño seguía a la primera. Cazalla aplastó la mejilla contra el<br />
tubo y tomó puntería sobre la más gran<strong>de</strong>. Estaba a veinte varas,<br />
junto al pulpitillo, y abría un poco las alas en actitud retadora.<br />
Cazalla oprimió la parte baja <strong>de</strong>l serpentín y, nerviosamente, siguió<br />
por el punto <strong>de</strong> mira los pasos <strong>de</strong>l macho hasta que la explosión le<br />
aturdió. Cuando el humo se disipó, Salcedo vio la perdiz aleteando<br />
impotente en el suelo, mientras tres plumillas azuladas se elevaban<br />
en el aire y la hembra se alejaba pausadamente <strong>de</strong>l lugar <strong>de</strong> la<br />
tragedia. Cazalla puso la culata <strong>de</strong> su retaco en el suelo. Sonreía:<br />
—Todo funcionó a la perfección, ¿no cree?<br />
Salcedo fruncía los labios disgustado. No aprobaba la emboscada,<br />
aquella espera alevosa, la intromisión <strong>de</strong> su amigo en la vida
sentimental <strong>de</strong> los pájaros. Pero Cazalla, insensible, atascaba <strong>de</strong><br />
nuevo la pólvora en el tubo con la baqueta.<br />
—¿No le ha gustado? —dijo—.<br />
Es un método <strong>de</strong> caza limpio, casi científico.<br />
Salcedo <strong>de</strong>negó con la cabeza:<br />
—Me parecen <strong>de</strong>shonestos los juegos con el amor. ¿Por qué disparó<br />
vuesa merced?<br />
Cazalla encogió los hombros.<br />
Por la tronera se divisaba al perdigón enjaulado, ahuecando las<br />
plumas, pavoneándose <strong>de</strong> su hazaña:<br />
—No tengo otra salida —dijo—.<br />
Si no disparase, el perdigón se malearía y no volvería a cantar.<br />
La muerte es necesaria para que el prisionero siga incitando al<br />
campo.<br />
De nuevo volvía el silencio.<br />
Por la mirilla se <strong>de</strong>scubría el páramo lleno <strong>de</strong> luz. Un majano, a la<br />
<strong>de</strong>recha, producía una sombra negra y escueta. La hierba era prieta<br />
y fresca y Salcedo se dijo que no estaría <strong>de</strong> más un buen rebaño en<br />
Pedrosa. Hablaría con Martín Martín. También aquí, como en La<br />
Manga, abundaban las piedras en los perdidos. Cazalla <strong>de</strong>senvolvía<br />
un pequeño paquete y alargó un pastel a Salcedo. Los había<br />
preparado su hermana Beatriz. <strong>El</strong> macho <strong>de</strong> la jaula parecía<br />
repuesto, olvidado <strong>de</strong> su adversario, y volvía a engallarse y a<br />
convocar al campo.<br />
La escena inicial volvió a repetirse media hora más tar<strong>de</strong>, pero<br />
ahora entró solamente un macho, un macho viudo o soltero,<br />
<strong>de</strong>sparejado.<br />
Cazalla, nervioso con la <strong>de</strong>mora <strong>de</strong>l arma, erró el disparo cuando el<br />
animal se abalanzaba sobre la jaula. Contra lo que Salcedo<br />
esperaba, Pedro Cazalla no se enfadó.
<strong>El</strong> retaco, con el percutor <strong>de</strong> mecha, era un arma muy traicionera,<br />
dijo calmosamente, pero su amigo, el vizcaíno Juan Ibáñez, no<br />
fabricaba <strong>de</strong> momento otro tipo <strong>de</strong> escopeta más acabado.<br />
Hasta ellos llegaban los graznidos <strong>de</strong> las urracas, los pío—pío <strong>de</strong> las<br />
cogujadas, el áspero carraspeo <strong>de</strong> los cuervos. Hacía calor <strong>de</strong>ntro<br />
<strong>de</strong>l tollo. <strong>El</strong> perdigón daba vueltas sobre sí mismo y, <strong>de</strong> cuando en<br />
cuando, emitía un co—re—che fláccido, sin el empuje inicial.<br />
Él mismo se sorprendió cuando le respondió el campo. Se entabló un<br />
diálogo <strong>de</strong> poco aliento entre los dos pájaros sin <strong>de</strong>jar apenas pausa<br />
entre sus cantos. A pesar <strong>de</strong> su respuesta inapetente, uno pensaba<br />
en un macho enar<strong>de</strong>cido pues su aproximación a la jaula había sido<br />
más rápida que la <strong>de</strong> los dos anteriores. Entró en plaza con la<br />
hembra coqueteando <strong>de</strong>trás y, al parloteo confi<strong>de</strong>ncial <strong>de</strong>l perdigón<br />
enjaulado, respondió con un fiero ataque con las alas entreabiertas.<br />
Pedro Cazalla lo abatió <strong>de</strong> un tiro certero, a dos varas <strong>de</strong>l pulpitillo<br />
y, <strong>de</strong> nuevo, el perdigón pregonó su victoria estirando el cuello al<br />
límite. Cazalla se levantó sonriendo <strong>de</strong> la banqueta. Se había hecho<br />
mediodía, la hora <strong>de</strong> regresar. Colgó las dos perdices en la percha y<br />
enfundó la jaula en la sayuela cuando el macho comenzaba a<br />
alborotarse. Salcedo tomó el retaco al salir <strong>de</strong>l tollo. Miraba el arma<br />
con curiosidad y <strong>de</strong>sconfianza, pero Cazalla que iba sin sotana, con<br />
calzas abotonadas, insistió:<br />
—<strong>El</strong> retaco no es un arma bien resuelta. Mi amigo Juan Ibáñez hará<br />
algo mejor cualquier día.<br />
<strong>El</strong> sol caía <strong>de</strong> plano sobre el camino y Salcedo notaba en la frente el<br />
húmedo calor <strong>de</strong>l sombrero. Al divisar las salinas <strong>de</strong>l Cenagal,<br />
Cazalla se acercó a la primera, se sentó a la orilla, se <strong>de</strong>scalzó y<br />
metió los pies en el agua. Cuando Salcedo le imitaba, voló entre los<br />
carrizos una pareja <strong>de</strong> patos reales.<br />
—Nunca fallan —dijo Cazalla—.<br />
Siempre retozan aquí.<br />
—¿No estarán anidando?<br />
—Es tar<strong>de</strong>. <strong>El</strong> azulón es madrugador, tiene un rijo temprano.<br />
Los carrizos se quebraban a su paso y Salcedo sentía un raro placer<br />
al notar las escurriduras <strong>de</strong>l cieno entre los <strong>de</strong>dos <strong>de</strong> los pies.
De pronto divisó el enorme sapo nadando entre las espadañas.<br />
Nadaba <strong>de</strong>spacio, sin alborotar el agua, con los ojos abultados, fríos<br />
e indiferentes, en un punto fijo.<br />
Mostró a Cazalla el repugnante animal.<br />
—Es la sapina —dijo éste con curiosidad—. Está en plena cópula.<br />
¿Se ha fijado?<br />
Al oírle fue cuando Salcedo <strong>de</strong>scubrió al macho, un sapillo diminuto<br />
e impávido sobre el ancho lomo <strong>de</strong> la sapa. Algo se le revolvió en el<br />
estómago. Experimentó un almadiamiento y, acto seguido, la<br />
náusea. Miraba a los dos animales apareados pero no los veía. Veía<br />
una barcaza con el rostro y los pechos <strong>de</strong> Teo como mascarón <strong>de</strong><br />
proa, y él bogando solitario en la popa. Experimentó asco <strong>de</strong> sí<br />
mismo, una repugnancia tan apremiante que salió apresuradamente<br />
<strong>de</strong>l agua y, antes <strong>de</strong> alcanzar el camino, vomitó. Cazalla caminaba<br />
tras él:<br />
—¿Se pone enfermo vuesa merced? Ha perdido el color.<br />
—Esos bichos, esos bichos —repetía Salcedo.<br />
—¿Los sapos dice? —reía—. La hembra es diez veces mayor que el<br />
macho. Curioso ¿verdad? <strong>El</strong> macho apenas es algo más que un<br />
minúsculo irrigador, un saquito <strong>de</strong> esperma.<br />
—Calle vuestra paternidad, se lo ruego.<br />
La turbia imagen no salía <strong>de</strong> su cabeza aunque torturara a<br />
“Relámpago” con las espuelas, como si la torpe visión estuviera<br />
relacionada con la velocidad. La Teo—sapa <strong>de</strong>jándose escalar por<br />
Cipriano—sapo y, una vez conquistada, navegar sobre ella por el<br />
gran lago, era una escena que volvía a alterarle el estómago.<br />
¿Tendría valor para volver a poseer a Teo?<br />
”La Reina <strong>de</strong>l Páramo” le recibió con exageradas manifestaciones <strong>de</strong><br />
alivio:<br />
—¡Oh, ya estás aquí, chiquillo! ¡Dios mío, creí que no volvías nunca!<br />
Me veía sola, Cipriano, y me <strong>de</strong>cía: sola no puedo tener un hijo,<br />
necesito “la cosita” <strong>de</strong> mi esposo.<br />
Pero a la noche Cipriano no hizo intención <strong>de</strong> acercarse a ella.
Tampoco Teo como si presintiera algo, le buscó “la cosita”. Y, a la<br />
noche siguiente, volvió a repetirse la escena, cada uno esperó en<br />
vano la iniciativa <strong>de</strong>l otro. Mas a Cipriano, la imagen <strong>de</strong> la gran<br />
sapa nadando en la salina <strong>de</strong>l Cenagal era lo que le inutilizaba.<br />
Durante una semana se prolongó la infructuosa espera <strong>de</strong> Teo.<br />
Cipriano seguía viendo en ella la sapa autoritaria, caprichosa y<br />
posesiva. Y aún le repugnaba más el complemento: la actitud servil,<br />
complaciente y oficiosa <strong>de</strong>l pequeño sapo fecundador encaramado en<br />
su dorso. Un saquito <strong>de</strong> esperma, había dicho Cazalla. Nunca, como<br />
en aquellos días, tuvo Cipriano tan alejada <strong>de</strong> sí cualquier<br />
inclinación salaz. La sola i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> atacar el flanco <strong>de</strong> su esposa le<br />
daba náuseas. Y Teo terminó enojándose, presa <strong>de</strong> una sofocación<br />
intensa, preludio <strong>de</strong> un ataque <strong>de</strong> histeria.<br />
Su marido no <strong>de</strong>seaba un hijo; no quería tenerlo. Hasta le regateaba<br />
su “cosita” y ella, por sí sola, carecía <strong>de</strong> la capacidad <strong>de</strong><br />
fecundarse. “La cosita” era elemento imprescindible para la<br />
reproducción, pero ya no contaba con ella.<br />
Su marido la había hecho <strong>de</strong>saparecer como por ensalmo. Lloraba<br />
sobre él, entre sus ropas <strong>de</strong> luto, poco alentadoras también para<br />
cambiar el ánimo <strong>de</strong> Cipriano. Pero cada vez que éste la abrazaba<br />
sin abarcarla, volvía a ver en ella a la sapina, enorme y absorbente,<br />
nadando en la salina, encareciéndole que la fecundase. Las cosas<br />
iban <strong>de</strong> mal en peor, Cipriano no podía moverse <strong>de</strong> casa. Teo voceaba<br />
y gritaba sin causa, no comía, no dormía, hasta que una mañana<br />
Cipriano le propuso visitar al doctor Galache, la notabilidad <strong>de</strong>l<br />
momento en la villa, para exponerle el problema. No le ocultó a Teo<br />
su visita anterior, la buena opinión <strong>de</strong>l doctor sobre sus<br />
posibilida<strong>de</strong>s reproductoras, su interés por verla a ella.<br />
Cipriano encontró a Galache tan solemne y abierto como la primera<br />
vez, vestido lujosamente <strong>de</strong> terciopelo, con las manos muy cuidadas,<br />
<strong>de</strong>snudas. Pensó que cuarenta años atrás sus padres habían hecho<br />
una visita análoga sin resultados. Y que, precisamente, él nació<br />
cuando doña Catalina, su madre, hacía cuatro que había<br />
abandonado el tratamiento. Estuvo a punto <strong>de</strong> recordarlo pero calló.<br />
Con seguridad su impertinencia hubiera menoscabado el incipiente<br />
optimismo <strong>de</strong> su esposa. Ocultó pues este <strong>de</strong>talle en la información<br />
sobre los antece<strong>de</strong>ntes familiares:<br />
la escasa fertilidad <strong>de</strong> los Salcedo. <strong>El</strong> doctor Galache le escuchaba<br />
gravemente. Dijo al fin:
—Permítame; voy a reconocer a su esposa.<br />
Teo se tendió en la mesa. Y durante unos minutos reinó el silencio en<br />
la consulta, hasta que Galache se en<strong>de</strong>rezó:<br />
—No hay nada <strong>de</strong> particular —dijo—. La mecánica reproductora <strong>de</strong><br />
esta señora es correcta, apta para concebir.<br />
Les reunió a los dos en la galería <strong>de</strong> la mesa y las sillas blancas.<br />
—Les voy a ser sincero —dijo—.<br />
Nuestros abuelos, ante un caso semejante, en que las dos partes<br />
parecen útiles para la procreación, hubieran apelado a pruebas<br />
supersticiosas, que hoy sabemos que no sirven para nada, como la<br />
<strong>de</strong>l ajo.<br />
Pero yo sé, sin necesidad <strong>de</strong> poner a esta señora un ajo en la vagina,<br />
dado que entre la vagina y la boca no existe comunicación alguna,<br />
que mi paciente no está opilada. Vayamos pues a lo práctico.<br />
Cipriano Salcedo se inquietó:<br />
—¿Cree vuesa merced que podremos conseguir algo?<br />
<strong>El</strong> doctor trenzó los <strong>de</strong>dos <strong>de</strong> sus manos <strong>de</strong>snudas:<br />
—Vuesas merce<strong>de</strong>s han acudido a mí porque tienen confianza. Y yo<br />
voy a intentar resolverles su problema. En primer lugar la historia<br />
<strong>de</strong> la familia Salcedo es concluyente: los machos no son<br />
excesivamente fértiles, pero tampoco estériles, necesitan tiempo.<br />
Hay matrimonios a quienes les bastan nueve meses para tener<br />
familia, pero los Salcedo no están en ese caso.<br />
Estos señores han precisado seis y hasta nueve años para<br />
<strong>de</strong>sdoblarse.<br />
La suya es una reproducción morosa que forma parte <strong>de</strong> su<br />
naturaleza.<br />
En cuanto a usted, <strong>de</strong>be tener calma, señora: déjese vivir,<br />
distráigase, no se piense y yo le aseguro que cuando se cumpla el<br />
plazo reproductor <strong>de</strong> los Salcedo usted quedará encinta. Yo se lo<br />
prometo solemnemente si sabe esperar, si recibe a su esposo con<br />
entusiasmo, con la ilusión <strong>de</strong> concebir. Ninguna mujer se ha quedado<br />
encinta, que yo sepa, con gemidos y lloriqueos.
Haga un esfuerzo.<br />
<strong>El</strong> doctor Galache se incorporó. En su recetario escribió rápidamente<br />
unas palabras enigmáticas.<br />
Añadió:<br />
—Los varones <strong>de</strong> la familia Salcedo pa<strong>de</strong>cen una particularidad que<br />
los médicos <strong>de</strong> hoy llamamos semen renuente. Contra esto, la mejor<br />
medicina es la paciencia. No apresurarse, esperar a que se cumpla<br />
el plazo. Pero, por si acaso, yo voy a ayudarles. <strong>El</strong> señor Salcedo<br />
<strong>de</strong>be tomar todas las noches un preparado <strong>de</strong> escorias <strong>de</strong> plata y<br />
acero para aumentar la eyaculación.<br />
Es eficaz y no le producirá efectos secundarios. En cuanto a usted,<br />
señora, va a hacerme este favor: propóngase una abstinencia sexual<br />
<strong>de</strong> cuatro días seguidos cada mes y, en la noche <strong>de</strong>l quinto, a la<br />
hora aproximada <strong>de</strong> la coyunda, y en lugar <strong>de</strong> ésta, bébase un zumo<br />
caliente <strong>de</strong> salvia con sal. Es la mejor manera <strong>de</strong> preparar el cuerpo<br />
para concebir.<br />
Teo salió <strong>de</strong> la consulta remozada. <strong>El</strong> consejo <strong>de</strong>l doctor aventó sus<br />
aprensiones por completo. Hacía ya año y medio <strong>de</strong> la muerte <strong>de</strong> su<br />
padre y, al llegar a casa, se colocó un vivo blanco en el escote.<br />
Parecía que no pero aquella cintita suavizaba el luto, le volvía<br />
menos rígido y esterilizador, la animaba. Después, en los días que<br />
siguieron a la consulta, se preocupó <strong>de</strong> cumplir los consejos <strong>de</strong>l<br />
doctor minuciosamente. Llevaba a la mesa el preparado <strong>de</strong> escorias<br />
<strong>de</strong> plata y acero para Cipriano y, cada mes, puntualmente, hacía un<br />
alto <strong>de</strong> cuatro días en su relación carnal y, el quinto, ingería un<br />
zumo caliente <strong>de</strong> salvia con sal.<br />
Cipriano, que había conseguido ahuyentar la torva imagen <strong>de</strong> la<br />
sapina en celo, ya no era un ser sexualmente nulo y hasta<br />
experimentaba ciertos apremios cada vez que se presentaban los<br />
días <strong>de</strong> abstinencia.<br />
—¿Estás loco? ¿Es que ya no recuerdas la recomendación <strong>de</strong><br />
Galache?<br />
Le volvía la espalda y él se quedaba solo, <strong>de</strong>sprotegido, como cada<br />
noche. Teo seguía sin prestarle el cálido cobijo <strong>de</strong> su axila para<br />
conciliar el sueño y Cipriano lo sustituía por una almohada<br />
doblada, metiendo la cabeza en el doblez. Llegó a habituarse a la
innovación. Ahora dormían, pues, espalda contra espalda y cada vez<br />
que Teo daba media vuelta, sacaba la ropa <strong>de</strong> su lado y Cipriano se<br />
enfriaba. Pero todo lo daba por bien empleado viendo a su esposa<br />
instalada en la normalidad.<br />
Por si fuera poco, Teo se <strong>de</strong>cidió a iniciar una vida más activa.<br />
Bajaba temprano a la tienda y ayudaba a <strong>El</strong>vira Esteban en el<br />
mostrador. Avanzaba el otoño y Valladolid se aprestaba a capear el<br />
duro invierno mesetario adquiriendo zamarros y ropillas aforradas.<br />
Era curioso observar, pasada la novedad, que las ropillas aforradas<br />
habían quedado como prendas invernales imprescindibles en<br />
Castilla. Por la noche, Teo le daba a Cipriano el parte <strong>de</strong>l día y<br />
cuenta <strong>de</strong> la caja. De esta manera, Teo se fue habituando a la<br />
actividad comercial y cogiendo gusto a las anotaciones.<br />
La paz <strong>de</strong>l hogar <strong>de</strong>volvió a Cipriano la libertad y un mes más tar<strong>de</strong>,<br />
doblado septiembre, asistió a un nuevo sermón <strong>de</strong>l doctor Cazalla<br />
sobre el egoísmo católico, en oposición a la incondicional entrega <strong>de</strong><br />
Cristo en su pasión. Estuvo muy duro el Doctor aquella tar<strong>de</strong>.<br />
Habló <strong>de</strong>l escándalo <strong>de</strong> los monasterios que disponían <strong>de</strong> vasallos,<br />
<strong>de</strong> los prelados que se creían señores y <strong>de</strong> los obispos entregados a<br />
la gula y la concupiscencia. Por una vez Cazalla fue directo al<br />
grano, no se anduvo con ro<strong>de</strong>os.<br />
Entre el auditorio corría un murmullo <strong>de</strong> protesta e incredulidad,<br />
pero, en ese instante, sabiamente, el Doctor mentó a Cisneros,<br />
confesor <strong>de</strong> la Reina Católica, un hombre que en su día se había<br />
alzado contra estos excesos, y cuya conducta —dijo— <strong>de</strong>beríamos<br />
imitar los creyentes.<br />
Cipriano pasó por casa <strong>de</strong> su tío Ignacio y le pidió un ejemplar <strong>de</strong>l<br />
“Enchiridion”, <strong>de</strong> Erasmo.<br />
Tenía la sospecha <strong>de</strong> que el Doctor no había mencionado a Erasmo<br />
<strong>de</strong>liberadamente y había utilizado en cambio el nombre <strong>de</strong> Cisneros<br />
como pantalla, por la sencilla razón <strong>de</strong> que el pueblo guardaba <strong>de</strong><br />
éste buena memoria. Abrió el libro <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> cenar y lo leyó<br />
lentamente, procurando exprimir cada renglón. Cuando langui<strong>de</strong>cía<br />
la luz <strong>de</strong>l quinqué, Cipriano lo cerró.<br />
Lo había terminado. Le invadía una sensación <strong>de</strong> <strong>de</strong>saliento. Era<br />
consciente <strong>de</strong> su escasa formación para entrar en <strong>de</strong>bate sobre los<br />
puntos esenciales <strong>de</strong> la obra: la eficacia <strong>de</strong>l bautismo, la confesión<br />
auricular o el libre albedrío.
Pero notaba la inquietud inicial <strong>de</strong>l disi<strong>de</strong>nte, el <strong>de</strong>sasosiego, la<br />
necesidad <strong>de</strong> hacer preguntas. Durmió mal, intranquilo, sabedor <strong>de</strong><br />
que existía otro mundo distinto <strong>de</strong> aquel en que se había instalado y<br />
que, tal vez, tenía el <strong>de</strong>ber <strong>de</strong> conocer.<br />
Muy <strong>de</strong> mañana partió para Pedrosa. Confió a Teo a la tía Gabriela.<br />
<strong>El</strong>la la acompañaría durante su ausencia. Él llevaba varias noches<br />
pensando en Pedro Cazalla y, ahora que carecía <strong>de</strong> director<br />
espiritual, se dijo que tal vez pudiera él <strong>de</strong>sempeñar tal diligencia.<br />
Aborrecía a los directores blandos, amigos <strong>de</strong> secreteos <strong>de</strong><br />
confesionario, y Pedro Cazalla le parecía un hombre roblizo y abierto<br />
que no necesitaba que se lo pidiera para asumir su dirección.<br />
Por primera vez tomaron el camino <strong>de</strong> Villalar, entre los rastrojos<br />
hollados e interminables.<br />
Faltaba aquí, en la perspectiva, el geométrico acompañamiento <strong>de</strong> la<br />
viña. Cipriano se preguntaba si el cura dispondría <strong>de</strong> un camino<br />
a<strong>de</strong>cuado para cada situación. Por <strong>de</strong> pronto, la <strong>de</strong>ca<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong>l<br />
rastrojo, su <strong>de</strong>solación, marchaba acor<strong>de</strong> con sus inquietu<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l<br />
momento. Salcedo le confesó al cura que había leído el “Enchiridion”<br />
<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> escuchar un duro sermón <strong>de</strong> su hermano contra los<br />
abusos <strong>de</strong>l clero.<br />
—¿Una cosa le llevó a otra?<br />
—Algo así. Deseaba saber dón<strong>de</strong> se había inspirado.<br />
—Y ¿encontró por fin la fuente?<br />
—<strong>El</strong> hermano <strong>de</strong> vuestra paternidad puso <strong>de</strong> pantalla a Cisneros,<br />
pero en realidad había bebido en Erasmo. La cosa estaba clara.<br />
Seguramente lo hizo para acallar los rumores <strong>de</strong> protesta <strong>de</strong>l<br />
auditorio.<br />
Pedro Cazalla miraba con curiosidad su perfil apocado:<br />
—¿Y qué impresión le produjo la lectura <strong>de</strong>l “Enchiridion”?<br />
—De flaqueza y <strong>de</strong>saliento —dijo Salcedo—. <strong>El</strong> libro es crudo como<br />
vuestra reverencia sabe.<br />
—¿Qué edición leyó?<br />
—La <strong>de</strong>l canónigo <strong>de</strong> Palencia Fernán<strong>de</strong>z Madrid.
—¡Oh! —exclamó Cazalla sorprendido—. <strong>El</strong> “Enchiridion” es mucho<br />
más áspero que todo eso.<br />
Alonso Fernán<strong>de</strong>z le quitó el aguijón, lo maquilló. Hizo <strong>de</strong> él un<br />
librito amable para leer en familia.<br />
Alentado por el silencio y la soledad, Cipriano confió a Cazalla sus<br />
escrúpulos y dudas. Siempre los había pa<strong>de</strong>cido. Des<strong>de</strong> niño<br />
<strong>de</strong>sconfió <strong>de</strong> sus buenas obras. Repetía sus oraciones una y otra vez<br />
ante el temor <strong>de</strong> haber caído en la rutina, <strong>de</strong> no estar pensando en<br />
lo que <strong>de</strong>cía.<br />
—¿Por qué se tortura <strong>de</strong> esa manera vuesa merced? —dijo—. Confíe<br />
en Cristo, en los méritos <strong>de</strong> su pasión. ¿Qué valor tienen nuestros<br />
actos comparados con ella?<br />
A Cipriano le sosegaban las palabras <strong>de</strong> Cazalla, su mirada<br />
profunda, el tono persuasivo <strong>de</strong> su voz:<br />
—Me gustaría creerlo así —murmuró.<br />
—¿Por qué tan poca fe? Si Cristo murió por nuestros pecados ¿cómo<br />
va a exigirnos luego reparación por ellos?<br />
Clareaban los rastrojos <strong>de</strong> cebada, casi blancos en el crepúsculo; a<br />
Salcedo también le sonaban a Erasmo las palabras <strong>de</strong>l otro Cazalla<br />
y se lo dijo así. Pedro Cazalla sonrió y encogió los hombros:<br />
—Vuesa merced no <strong>de</strong>be preocuparse tanto <strong>de</strong> la proce<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong> las<br />
i<strong>de</strong>as cuanto <strong>de</strong> las i<strong>de</strong>as mismas: si son morales y justas o no lo<br />
son.<br />
—¿Quiere <strong>de</strong>cir vuesa paternidad que nuestros sacrificios, nuestros<br />
sufragios, nuestras oraciones son inútiles, carecen <strong>de</strong> sentido?<br />
Cazalla puso <strong>de</strong>licadamente una mano en su brazo:<br />
—Ninguna buena obra es inútil pero tampoco imprescindible para<br />
entrar en las estancias <strong>de</strong>l Señor.<br />
Pero vuesa merced únicamente me habla <strong>de</strong> obras ¿es que no tiene<br />
fe?
Se habían sentado en el cembo <strong>de</strong>l camino y Cazalla se acodó en sus<br />
rodillas cubiertas por la sotana y se sujetó la cabeza entre las<br />
manos. La voz <strong>de</strong> Cipriano le alcanzó empañada por la emoción:<br />
—Tengo fe —dijo—. Y gran<strong>de</strong>.<br />
Creo en Cristo y que Cristo es hijo <strong>de</strong> Dios.<br />
Cazalla apenas le <strong>de</strong>jó terminar:<br />
—¿Entonces? —preguntó—. Cristo vino al mundo a redimirnos; su<br />
pasión nos hizo libres.<br />
Salcedo le miraba ensimismado, se diría que en su cabeza daba<br />
forma a las i<strong>de</strong>as que el otro formulaba. No obstante, intuía que<br />
acababa <strong>de</strong> hacer un raro <strong>de</strong>scubrimiento.<br />
Dijo:<br />
—Eso es exacto. Cristo <strong>de</strong>jó dicho: el que cree en mí se salvará; no<br />
morirá para siempre. Bien mirado sólo nos pidió fe.<br />
—¿Conoce vuesa merced un precioso librito titulado “<strong>El</strong> beneficio <strong>de</strong><br />
Cristo”?<br />
Cipriano Salcedo <strong>de</strong>negó con la cabeza. Añadió Cazalla:<br />
—Yo se lo prestaré. <strong>El</strong> libro no ha sido impreso en España pero<br />
conservo un ejemplar manuscrito.<br />
Don Carlos trajo <strong>de</strong> Italia el original.<br />
Cipriano se hacía la ilusión <strong>de</strong> que algo empezaba a alentar <strong>de</strong>ntro<br />
<strong>de</strong> él. Era como si atisbara un punto <strong>de</strong> luz en un horizonte cerrado.<br />
Aquel cura parecía mostrarle una nueva dimensión <strong>de</strong> lo religioso: la<br />
confianza frente al temor.<br />
—¿Quién es ese don Carlos <strong>de</strong> que me habla?<br />
—Don Carlos <strong>de</strong> Seso, un caballero veronés aclimatado en Castilla,<br />
un hombre tan fino <strong>de</strong> cuerpo como <strong>de</strong> espíritu. Ahora vive en<br />
Logroño. En el 50 viajó a Italia y trajo libros e i<strong>de</strong>as nuevas.<br />
Luego acudió a Trento con el obispo <strong>de</strong> Calahorra. Hay quien dice<br />
que don Carlos cautiva tras un trato superficial y <strong>de</strong>silusiona tras<br />
un trato profundo. En suma que es conversador <strong>de</strong> distancias cortas.
No sé. Tal vez vuesa merced tenga oportunidad <strong>de</strong> conocerle y<br />
juzgará por sí mismo.<br />
Cipriano Salcedo se daba cuenta <strong>de</strong> que estaba <strong>de</strong>slizándose <strong>de</strong> las<br />
aguas someras a las profundas, <strong>de</strong> que estaba enredándose en una<br />
conversación trascen<strong>de</strong>nte y crucial. Pero experimentaba una paz<br />
inefable. Tenía una vaga i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> haber oído mentar a don Carlos <strong>de</strong><br />
Seso en casa <strong>de</strong> su tío Ignacio.<br />
Y, aunque se encontraba a gusto allí, sentado en el cembo, empezaba<br />
a sentir el relente.<br />
Se incorporó y bajó al carril.<br />
Cazalla le siguió. Caminaron un rato en silencio, al cabo <strong>de</strong>l cual<br />
Cipriano preguntó:<br />
—¿No tuvo alguna vez don Carlos <strong>de</strong> Seso concomitancias luteranas?<br />
—¡Oh! déjese <strong>de</strong> prejuicios ahora. La Iglesia necesita una reforma y<br />
ninguna opinión está <strong>de</strong> más en estas circunstancias. Es preciso que<br />
nos entendamos. Los que regresan <strong>de</strong> Trento dicen que no creen que<br />
sea malo todo lo luterano.<br />
<strong>El</strong> espíritu <strong>de</strong> Salcedo se serenaba. Le placía oír la voz tranquila y<br />
convencida <strong>de</strong> su interlocutor. Añadió Cazalla como si pusiera un<br />
broche final a su disquisición:<br />
—<strong>El</strong> dominico Juan <strong>de</strong> la Peña ha dicho con mucho sentido: ¿Por qué<br />
ocultar que yo confío en la Pasión <strong>de</strong> Cristo porque por su<br />
misericordia yo la he hecho mía?<br />
Esta frase es <strong>de</strong> los Santos Padres. Los luteranos se han apropiado<br />
<strong>de</strong> ella, alu<strong>de</strong>n a ella constantemente como si fuera suya pero los<br />
Santos Padres la pronunciaron antes. <strong>El</strong> miedo nos impi<strong>de</strong> aceptar<br />
<strong>de</strong> los protestantes verda<strong>de</strong>s reconocidas por nosotros <strong>de</strong> antemano.<br />
Con el lubricán el pueblecito se i<strong>de</strong>ntificaba con la tierra y, <strong>de</strong> no ser<br />
por la tenue llamita <strong>de</strong> algún candil <strong>de</strong>sperdigado, hubiera podido<br />
pasar inadvertido. De pronto, sin ningún preámbulo, Pedro Cazalla<br />
le invitó a cenar. Así podrían seguir charlando. Su hermana Beatriz<br />
le acogió con agrado.<br />
Era una muchacha alegre que sonreía con los dientes, abiertamente.<br />
<strong>El</strong> mobiliario <strong>de</strong> la casa era tan sobrio como el <strong>de</strong> Martín Martín:
una cocina con una mesa y dos escañiles. Tajuelos en la sala,<br />
butacas <strong>de</strong> mimbre y una librería. Y, a los dos lados, sendas<br />
habitaciones con altas camas <strong>de</strong> hierro, con dorados en los<br />
cabeceros. Beatriz guisaba y les servía la mesa en silencio. Era tal el<br />
respeto hacia su hermano que, en tanto hablaba, no osaba mover un<br />
<strong>de</strong>do. Permanecía quieta, <strong>de</strong> espaldas al hogar, mirando a la mesa,<br />
las manos cruzadas sobre el halda. Únicamente en las pausas se<br />
atrevía a servir vino o cambiar un plato <strong>de</strong> sitio. Pedro Cazalla, a<br />
pesar <strong>de</strong> que hacía media hora que habían terminado su paseo,<br />
remató su parlamento con naturalidad, como hacía en tiempos “el<br />
Perulero”, como si la conversación no se hubiera interrumpido.<br />
—Hace casi catorce años que conozco a don Carlos —dijo—. Entonces<br />
era un joven apuesto y refinado en el vestir, tanto que lo último que<br />
uno esperaba <strong>de</strong> él era oírle hablar <strong>de</strong> teologías. Tenía varios<br />
contertulios en Toro y una tar<strong>de</strong> nos hizo ver que Cristo había dicho<br />
sencillamente que el que creyese en Él tendría la vida eterna.<br />
Únicamente nos pidió fe —precisó—, no puso otras condiciones.<br />
Comían maquinalmente, atendidos por Beatriz. Cazalla hablaba y<br />
Cipriano, en silencio, se <strong>de</strong>jaba adoctrinar. Durante la comida el<br />
párroco ahondó en los mismos temas que habían tratado en el paseo<br />
y, al final, todo volvió a confluir en el libro “<strong>El</strong> beneficio <strong>de</strong> Cristo”:<br />
—Es un libro cuya sencillez no oculta una gran profundidad. Una<br />
apasionada exaltación <strong>de</strong> la justificación por la fe. Tras su lectura,<br />
el marqués <strong>de</strong> Alcañices quedó arrebatado. A otras muchas personas<br />
les ha sucedido lo mismo.<br />
Terminada la cena, se trasladaron a la sala. En el anaquel <strong>de</strong>l<br />
rincón se alineaban unas docenas <strong>de</strong> libros encua<strong>de</strong>rnados. Cazalla<br />
tomó uno sin vacilar y se lo entregó a Salcedo. Era un texto<br />
manuscrito y Cipriano lo hojeó, elogió la gracia <strong>de</strong> su caligrafía:<br />
—¿Lo ha escrito vuestra reverencia?<br />
—Yo lo traduje, sí —dijo mo<strong>de</strong>stamente Cazalla.<br />
A la mañana siguiente, Cipriano asistió a la misa <strong>de</strong> nueve en<br />
Pedrosa. En la iglesia apenas había dos docenas <strong>de</strong> personas,<br />
mujeres en su mayor parte. Al terminar, Cipriano se <strong>de</strong>spidió <strong>de</strong>l<br />
cura en la sacristía y le <strong>de</strong>volvió el libro. Pedro Cazalla le interrogó<br />
con su mirada sombría, remotamente esperanzada. Salcedo asintió<br />
con una sonrisa:
—Su lectura me ha hecho mucho bien —dijo escuetamente—.<br />
Seguiremos charlando.<br />
XI<br />
Cipriano Salcedo fue uno <strong>de</strong> los muchos vallisoletanos que, mediado<br />
el siglo XVI, creyeron que la instalación <strong>de</strong> la Corte en la villa podía<br />
tener carácter <strong>de</strong>finitivo. Valladolid no sólo rebosaba <strong>de</strong> artesanos<br />
competentes y nobles <strong>de</strong> primera fila, sino que las Cortes y la vida<br />
política no daban ninguna impresión <strong>de</strong> provisionalidad. Al<br />
contrario, una vez llegado el medio siglo, el progreso <strong>de</strong> la ciudad se<br />
manifestaba en todos los ór<strong>de</strong>nes. Valladolid crecía, su caserío<br />
<strong>de</strong>sbordaba los antiguos límites y la población aumentaba a un<br />
ritmo regular. |No cabemos ya <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> la muralla|, <strong>de</strong>cían<br />
orgullosos los vallisoletanos. Y ellos mismos se replicaban:<br />
|Construiremos otra mayor que nos acoja a todos|. Un visitante<br />
flamenco, Laurent Vidal, <strong>de</strong>cía <strong>de</strong> ella: |Valladolid es una villa tan<br />
gran<strong>de</strong> como Bruselas|. Y el ensayista español Pedro <strong>de</strong> Medina<br />
medía la belleza <strong>de</strong> la Plaza Mayor por los huecos que ofrecía al<br />
exterior:<br />
|¿Qué <strong>de</strong>cir —escribía— <strong>de</strong> una plaza con quinientas puertas y seis<br />
mil ventanas?|. Pero, doblado el medio siglo, la construcción, activa<br />
ya <strong>de</strong>s<strong>de</strong> 1540, se aceleró, se acabaron <strong>de</strong> urbanizar las Tenerías,<br />
frente a la Puerta <strong>de</strong>l Campo, y se levantaron importantes edificios<br />
más allá <strong>de</strong> las puertas <strong>de</strong> Teresa Gil, San Juan y la Magdalena. Las<br />
huertas <strong>de</strong> Santa Clara perdieron pronto su carácter agrícola y se<br />
convirtieron primero en solares y, luego, en casas <strong>de</strong> pisos con<br />
balcones <strong>de</strong> herraje, formando un barrio que corría paralelo al río<br />
Pisuerga.<br />
<strong>El</strong> frenético ritmo <strong>de</strong> edificación hizo surgir en todas partes nuevas<br />
manzanas <strong>de</strong> casas, utilizando tanto los espacios cerrados, patios y<br />
jardines, como los terrenos abiertos <strong>de</strong> los arrabales. Para Cipriano<br />
Salcedo y sus convecinos constituyó un motivo <strong>de</strong> orgullo la<br />
transformación <strong>de</strong> su barrio, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la Corre<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> San Pablo a la<br />
Ju<strong>de</strong>ría, próxima al Puente Mayor. Tres docenas <strong>de</strong> casas <strong>de</strong> nueva<br />
planta se habían edificado en las calles Lechería, Tahona y<br />
Sinagoga, y otras tantas aún más sólidas en la huerta <strong>de</strong>l Convento<br />
<strong>de</strong> San Pablo cedida para este fin. Para dar salida a estos bloques se<br />
abrió la calle Imperial, que enlazaba con el barrio recién construido.<br />
Otras licencias para obras <strong>de</strong> envergadura se concedieron,<br />
asimismo, en la calle Francos y en la huerta <strong>de</strong>l convento <strong>de</strong> monjas
<strong>de</strong> Santa María <strong>de</strong> Belén, entre el Colegio <strong>de</strong> Santa Cruz y la Plaza<br />
<strong>de</strong>l Duque.<br />
Pero lo más espectacular fue la expansión <strong>de</strong> la villa por las<br />
parroquias <strong>de</strong> extramuros: San Pedro, San Andrés y Santiago. Las<br />
cesiones <strong>de</strong> terreno <strong>de</strong> los hermanos Pesquera, que facilitaron<br />
sesenta y dos nuevos solares, resultaron beneficiosas incluso para<br />
los donantes, lo que indujo a otros propietarios a cambiar sus<br />
fincas, por una renta anual vitalicia, en lugares concretos como la<br />
calle <strong>de</strong> Zurradores, la lin<strong>de</strong> <strong>de</strong>l camino <strong>de</strong> Renedo y la <strong>de</strong>l <strong>de</strong><br />
Laguna, a la izquierda <strong>de</strong> la Puerta <strong>de</strong>l Campo.<br />
En este tiempo, mediada la década, Valladolid se convirtió en un<br />
gran taller <strong>de</strong> construcción sobre el que pasaban los años sin que su<br />
febril actividad conociera reposo.<br />
Simultáneamente a la erección <strong>de</strong> nuevos edificios, nació entre las<br />
clases pudientes la necesidad <strong>de</strong> acondicionarlos, <strong>de</strong> amueblarlos<br />
conforme a las más exigentes normas estéticas europeas. La<br />
<strong>de</strong>coración interior empieza entonces a ser consi<strong>de</strong>rada un arte. La<br />
Corte y sus exigencias van imbuyendo en los vallisoletanos una<br />
propensión al consumo cuya primera manifestación es el adorno.<br />
Incluso Teodomira Centeno, que durante años se había conformado<br />
con un discreto pasar, se sintió arrastrada <strong>de</strong> pronto por la fiebre <strong>de</strong><br />
suntuosidad que impulsaba a sus convecinos. Para Cipriano Salcedo,<br />
el <strong>de</strong>rroche <strong>de</strong> su mujer revelaba, por una parte, un contagio social<br />
y, por otra su carácter inestable. Teo explicaba <strong>de</strong> manera expresiva<br />
esta <strong>de</strong>bilidad: el día que no gasto cien ducados lo consi<strong>de</strong>ro un día<br />
perdido, confesaba a su marido. Esta obsesión por el gasto, junto a<br />
la observancia rigurosa <strong>de</strong> la terapia <strong>de</strong>l doctor Galache, llenaron su<br />
vida en aquellos días. Con una particularidad, la tía Gabriela, tan<br />
reticente años atrás al matrimonio <strong>de</strong> Cipriano, se convirtió <strong>de</strong><br />
pronto en la más fiel amiga y aliada <strong>de</strong> su esposa.<br />
<strong>El</strong> proverbial buen gusto <strong>de</strong> la tía se unió a la fabulosa fortuna <strong>de</strong> su<br />
sobrina. Teo no sólo era dócil sino que aceptaba agra<strong>de</strong>cida las<br />
sugerencias <strong>de</strong> Gabriela. “La Reina <strong>de</strong>l Páramo” conocía sus límites,<br />
se sabía mejor esquiladora que su tía pero carecía <strong>de</strong> un gusto tan<br />
<strong>de</strong>cantado como el suyo. Por si fuera poco, la tía Gabriela, que ya se<br />
aproximaba a los sesenta, había encontrado en el <strong>de</strong>spilfarro <strong>de</strong>l<br />
dinero ajeno una actividad rejuvenecedora. En cuanto a Salcedo,<br />
poco apegado a las cosas materiales y embarcado en problemas<br />
trascen<strong>de</strong>ntes, apenas le afectaba la propensión al hedonismo <strong>de</strong> su<br />
cónyuge, antes bien, la alentaba.
A estas alturas <strong>de</strong> su vida le agradaba una mujer ocupada,<br />
distraída, ya que Teo iba <strong>de</strong>jando <strong>de</strong> ser para él un elemento <strong>de</strong><br />
sosiego al mismo tiempo que un aliciente perturbador. Se había<br />
equivocado con ella. Su tamaño, su blancura <strong>de</strong> estatua, la ausencia<br />
<strong>de</strong> vello y <strong>de</strong> sudor no <strong>de</strong>jaban <strong>de</strong> ser <strong>de</strong>fectos que su fantasía <strong>de</strong><br />
pretendiente había convertido en atributos.<br />
Aquella figura carnosa, prieta y lacteada le <strong>de</strong>cía ya muy poco como<br />
mujer y nada como sombrilla protectora. Su relación era simple: Teo<br />
le servía cada noche el preparado <strong>de</strong> escorias <strong>de</strong> plata y acero y, a<br />
cambio, le exigía mensualmente cinco días <strong>de</strong> respeto. Teo seguía<br />
viviendo alentada por la esperanza <strong>de</strong> ser madre. Creía a cierra ojos<br />
en la promesa <strong>de</strong>l doctor Galache y se atenía escrupulosamente a<br />
sus instrucciones. Cualquier día quedaría preñada <strong>de</strong> Cipriano y el<br />
pronóstico <strong>de</strong>l doctor se habría cumplido.<br />
Cipriano, por el contrario, ingería la pócima nocturna por<br />
complacerla. No creía en ella en absoluto. Tenía el convencimiento<br />
<strong>de</strong> que Galache había utilizado la receta como recurso para quitarse<br />
<strong>de</strong> encima a una histérica. Transcurridos los cinco o seis años<br />
previstos ya vería el mejor modo <strong>de</strong> prolongar la expectativa. Pero<br />
Teo no cejaba. Para ella las relaciones íntimas tenían el mismo fin<br />
que las escorias <strong>de</strong> plata y acero o sus tomas <strong>de</strong> salvia con sal<br />
<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> los cuatro días <strong>de</strong> abstinencia. Ya no enredaba con “la<br />
cosita”. Ese juego había pasado a la historia como la escalada <strong>de</strong><br />
Cipriano hasta la meseta <strong>de</strong> las protuberancias. Olvidado ya <strong>de</strong> la<br />
sapina y <strong>de</strong> su <strong>de</strong>sapacible cópula, Cipriano aceptaba el débito sin<br />
reticencias ni entusiasmos, lo mismo que ella, es <strong>de</strong>cir con<br />
<strong>de</strong>sventaja, ya que él no creía en la terapia <strong>de</strong>l doctor para activar<br />
la <strong>de</strong>scen<strong>de</strong>ncia y ella sí. En esta situación, <strong>de</strong> la inicial protección<br />
física que Teo le dispensara, no le quedaba otro recuerdo que el<br />
doblez <strong>de</strong> la almohada don<strong>de</strong> cada noche introducía su pequeña<br />
cabeza para conseguir conciliar el sueño.<br />
Nada <strong>de</strong> esto impedía que Teo le mostrara con entusiasmo los<br />
progresos en la <strong>de</strong>coración <strong>de</strong> la casa.<br />
Los muebles <strong>de</strong> pino iban <strong>de</strong>sapareciendo sustituidos por otras<br />
ma<strong>de</strong>ras más nobles, principalmente roble, nogal y caoba. Con ello,<br />
su <strong>de</strong>spacho, por ejemplo, iba ganando en calidad y riqueza: sobre la<br />
gran mesa <strong>de</strong> nogal reposaba una escribanía <strong>de</strong> avellano, a su lado<br />
un atril y, enfrente, una estantería <strong>de</strong> roble llena <strong>de</strong> libros. Bajo la<br />
ventana, Teo había dispuesto una arqueta veneciana <strong>de</strong> ébano con<br />
incrustaciones en marfil <strong>de</strong> escenas bíblicas. Una auténtica joya.
También los escañiles iban quedando para los pobres. Su lugar lo<br />
ocupaban ahora sillas <strong>de</strong> cuero u otras <strong>de</strong> estilo francés. Pero la<br />
transformación <strong>de</strong> la casa no se <strong>de</strong>tuvo ahí. <strong>El</strong> dormitorio <strong>de</strong>l<br />
matrimonio pasó <strong>de</strong> la eficacia a la coquetería. La vieja cama <strong>de</strong><br />
hierro fue reemplazada por otra forrada <strong>de</strong> damasco carmesí<br />
cubierta por baldaquino <strong>de</strong> brocado <strong>de</strong> oro.<br />
Frente a la cama, Teo instaló un tocador <strong>de</strong> caoba con los enseres <strong>de</strong><br />
plata y, junto a la puerta, un gran arcón forrado <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> ternera<br />
para la ropa <strong>de</strong> cama. Sin embargo, las copias <strong>de</strong> cuadros, que<br />
distribuyó por la parte noble <strong>de</strong> la casa, no tuvieron acceso al<br />
santuario matrimonial, tan venido a menos, don<strong>de</strong> las pare<strong>de</strong>s<br />
estaban <strong>de</strong>coradas por guardamecíes dorados y, presidiéndolo todo,<br />
sobre el lecho, un crucifijo encargado ex profeso a don Alonso <strong>de</strong><br />
Berruguete. En el mismo estilo, ennobleciendo puertas y ventanas y<br />
dando entrada a tapices y alfombras, <strong>de</strong>coró Teo la sala y el<br />
comedor. Únicamente quedaron en su antiguo estado las buhardillas<br />
<strong>de</strong>l piso alto, los trasteros y la habitación <strong>de</strong> Vicente, el criado, junto<br />
a las cuadras, en la planta baja, que era intocable.<br />
Pero el cambio más importante que experimentó la casa <strong>de</strong> la<br />
Corre<strong>de</strong>ra fue el relativo al ajuar:<br />
toallas bordadas a punto real, sábanas <strong>de</strong> Flan<strong>de</strong>s, pañuelos y<br />
pañitos <strong>de</strong> Holanda, almohadones alemanes y toda clase <strong>de</strong> ropa,<br />
incluida la interior, abarrotaban los gigantescos armarios. Y sobre<br />
anaqueles y rinconeras, juegos <strong>de</strong> té, jarras y can<strong>de</strong>labros, en plata<br />
y oro proce<strong>de</strong>ntes <strong>de</strong> las Indias. De oro y plata eran también las<br />
cuberterías, vinajeras, cascanueces, azucareros y saleros, or<strong>de</strong>nados<br />
en el aparador, frente al cual, en el juguetero veneciano, se exhibían<br />
porcelanas y cristales <strong>de</strong> Bohemia <strong>de</strong> exquisitas formas y tonos.<br />
A Cipriano no <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> conmoverle el tesón <strong>de</strong> Teo por superar su<br />
pasado <strong>de</strong> esquiladora, no <strong>de</strong> olvidarlo, puesto que aparte <strong>de</strong>l<br />
“Obstinado”, el ruin penco que conservó hasta su muerte, guardaba<br />
en su armario personal, como una reliquia, junto a ricas prendas <strong>de</strong><br />
“ruan” y “holandas,” el acial y los juegos <strong>de</strong> tijeras y cuchillos <strong>de</strong><br />
trasquilar, merced a los cuales obtuvo un día el título <strong>de</strong> “Reina <strong>de</strong>l<br />
Páramo”. Cipriano <strong>de</strong>jaba que las cosas marcharan a su aire. No le<br />
<strong>de</strong>sagradaban ni la molicie que el cambio hogareño comportaba ni<br />
la pasión que Teo ponía en ello. A veces, Teo y la tía Gabriela<br />
llegaban cargadas <strong>de</strong> chucherías al caer la tar<strong>de</strong>, Crisanta les<br />
servía unas pastas y un refresco y los tres charlaban largo rato<br />
sobre los nuevos proyectos y las últimas adquisiciones.
Pero, ordinariamente, Cipriano Salcedo vivía estas noveda<strong>de</strong>s un<br />
poco al margen, cada vez más embebido en los libros y los viajes.<br />
Frecuentaba las visitas a Pedrosa, ya que la palabra <strong>de</strong> Pedro<br />
Cazalla, su compañía y adoctrinamiento habían llegado a hacérsele<br />
imprescindibles. A veces, esperándole en su casa, charlaba con<br />
Beatriz, la hermana, muy sutil e inteligente, con un extraño ángel en<br />
el rostro, luminosa y empecinada. Resultaba edificante la confianza<br />
con que vivía la teoría <strong>de</strong>l beneficio <strong>de</strong> Cristo, sobre la que no<br />
admitía discusión. La Pasión <strong>de</strong>l Señor había sido una obra perfecta<br />
y resultaba grotesco que algunos creyentes con sus mezquinas<br />
invenciones pretendieran enmendarle la plana al Re<strong>de</strong>ntor.<br />
Mantenía una activa vida <strong>de</strong> relación con las vecinas <strong>de</strong>l pueblo y<br />
con tres <strong>de</strong> ellas se ocupaba <strong>de</strong>l mantenimiento <strong>de</strong> la parroquia.<br />
De cuando en cuando se presentaban en Pedrosa Cristóbal <strong>de</strong> Padilla<br />
y Juan Sánchez. <strong>El</strong> primero era criado <strong>de</strong> los marqueses <strong>de</strong><br />
Alcañices y el segundo lo había sido <strong>de</strong> doña Leonor <strong>de</strong> Vivero, luego<br />
<strong>de</strong> Pedro Cazalla, en Pedrosa, quien acabó facturándoselo <strong>de</strong> nuevo a<br />
su madre <strong>de</strong>bido a su entrometimiento. Padilla era un extraño ser,<br />
alto y <strong>de</strong>sgarbado, con una melena larga y roja que le daba la<br />
apariencia <strong>de</strong> un personaje <strong>de</strong> cuento infantil. Contrariamente Juan<br />
Sánchez era un muchacho <strong>de</strong> baja estatura, cabezón, piel reseca y<br />
apergaminada pero muy activo y oficioso. Caballero en vieja mula,<br />
solo o acompañado <strong>de</strong> Cristóbal <strong>de</strong> Padilla, se había convertido<br />
espontáneamente en enlace <strong>de</strong> la comunidad <strong>de</strong> Valladolid con los<br />
grupos <strong>de</strong> Zamora y Logroño. En Zamora, era Padilla quien llevaba<br />
la batuta y organizaba catequesis en busca <strong>de</strong> nuevos a<strong>de</strong>ptos,<br />
mostrándose con frecuencia <strong>de</strong>masiado audaz y arriesgado. Pese a<br />
las ór<strong>de</strong>nes en contrario, Juan Sánchez le acompañaba en<br />
ocasiones. En cambio, Beatriz Cazalla era una muchacha cauta y<br />
discreta y cuando charlaba con ellos, dada su inteligencia, les<br />
abastecía <strong>de</strong> i<strong>de</strong>as y expresiones para su evangelización futura.<br />
A veces discutían en torno a los sacramentos y el matrimonio <strong>de</strong> los<br />
clérigos, y Pedro Cazalla se creía obligado a intervenir para<br />
imponerles silencio.<br />
Las charlas <strong>de</strong> Pedro Cazalla y Cipriano Salcedo solían ser<br />
itinerantes. De ordinario tomaban el carril <strong>de</strong> Casasola, con las<br />
salinas <strong>de</strong>l Cenagal y el monte <strong>de</strong> La Gallarita al fondo, pero, a<br />
medio camino, solían sentarse en la cima <strong>de</strong>l Cerro Picado, el más<br />
próximo al pueblo, y allí seguían <strong>de</strong>partiendo mientras<br />
contemplaban las casitas molineras agrupadas a un costado <strong>de</strong> la<br />
iglesia, entre las acacias, y el ejido con el pajero <strong>de</strong>l común, el pozo,<br />
y los restos <strong>de</strong> carros y trillos <strong>de</strong>sguazados. Algunas tar<strong>de</strong>s
paseaban en dirección a Toro, entre sembrados y viñedos, hasta<br />
alcanzar el camino <strong>de</strong> Zamora. O bien se acercaban a Villavendimio,<br />
en cuyos terrenos yermos y arenosos empezaba a <strong>de</strong>sarrollarse la<br />
pinada plantada por Martín Martín. En primavera, subían, <strong>de</strong> alba,<br />
con el perdigón, invariablemente a la lin<strong>de</strong> <strong>de</strong> La Gallarita.<br />
Poco a poco, Cipriano Salcedo se había ido convirtiendo en un<br />
conspicuo pajarero. Sabía i<strong>de</strong>ntificar la voz <strong>de</strong> “Antón” entre las <strong>de</strong><br />
otros machos <strong>de</strong>cidores y distinguía a la perfección los cantos <strong>de</strong><br />
llamada <strong>de</strong> los <strong>de</strong> recepción. Curtido en mil aguardos, ya no<br />
censuraba a Cazalla la sangre vertida. Vivía el duelo entre el hombre<br />
y el pájaro apasionadamente y, sumiso al cura, terminaba<br />
aceptando, tar<strong>de</strong> o temprano, todo lo que saliese <strong>de</strong> su boca.<br />
Un día <strong>de</strong>l mes <strong>de</strong> abril, cuando “Antón” emitía una llamada<br />
encendida <strong>de</strong>s<strong>de</strong> lo alto <strong>de</strong>l tanganillo, ante la terca mu<strong>de</strong>z <strong>de</strong>l<br />
campo, Pedro Cazalla le dijo brutalmente, sin preparación alguna,<br />
que no había purgatorio. Pese a estar sentado, la ru<strong>de</strong>za <strong>de</strong> Cazalla<br />
le produjo a Salcedo una extraña flaqueza en las rodillas y un<br />
vértigo en la boca <strong>de</strong>l estómago. <strong>El</strong> cura le miraba <strong>de</strong> soslayo,<br />
atentamente, pendiente <strong>de</strong> su reacción. Le vio empali<strong>de</strong>cer como el<br />
día <strong>de</strong> la sapina y buscar acomodo para sus piernas en la angostura<br />
<strong>de</strong>l tollo. Finalmente murmuró:<br />
—E... eso no puedo aceptarlo, Pedro. Forma parte <strong>de</strong> la fe <strong>de</strong> mi<br />
infancia.<br />
Estaban encerrados en el tollo, sentados en la banqueta, el uno junto<br />
al otro, Cazalla con el retaco cargado entre las piernas, ajenos<br />
ambos al comportamiento <strong>de</strong>l perdigón. Dijo Cazalla dulcemente<br />
encogiendo los hombros:<br />
—Es muy duro, Cipriano, lo comprendo, pero <strong>de</strong>bemos ser coherentes<br />
con nuestra fe. Observando los mandamientos ninguna cosa hay que<br />
no nos sea perdonada por la Pasión <strong>de</strong> Cristo.<br />
Salcedo parecía a punto <strong>de</strong> llorar, tal era su <strong>de</strong>solación:<br />
—Tiene razón vuesa paternidad —dijo al fin—, pero con esta<br />
revelación me <strong>de</strong>ja <strong>de</strong>samparado.<br />
Pedro Cazalla le puso una mano en el hombro:<br />
—<strong>El</strong> día que don Carlos <strong>de</strong> Seso me lo dijo sufrí tanto como vos. Las<br />
tinieblas me envolvían y sentí miedo. Estaba tan atribulado que<br />
pensé en <strong>de</strong>nunciar a don Carlos al Santo Oficio.
—Y ¿cómo superó esa angustia?<br />
—Sufrí mucho —repitió—. Me sentía empecatado. En los días<br />
siguientes no pu<strong>de</strong> <strong>de</strong>cir misa. Así es que, una mañana, aparejé la<br />
mula y me fui a Valladolid. Tenía necesidad <strong>de</strong> ver al virtuoso<br />
teólogo, don Bartolomé Carranza. ¿Le conoce vuesa merced?<br />
—Tiene fama <strong>de</strong> santo y sabio.<br />
Pedro Cazalla retiró la mano <strong>de</strong> su hombro y prosiguió:<br />
—Me confié a él, le abrí mi alma. Don Bartolomé me dirigió una<br />
mirada adivinadora y me preguntó: ¿quién le ha dicho lo <strong>de</strong>l<br />
purgatorio? No se lo quise <strong>de</strong>cir y, entonces, él añadió: y si lo<br />
acierto, ¿vos me lo confirmaréis? Y como yo le respondiese que sí, él<br />
pronunció el nombre <strong>de</strong> don Carlos <strong>de</strong> Seso y yo bajé la cabeza<br />
asintiendo.<br />
Pedro Cazalla hizo una pausa, como esperando una reacción<br />
inmediata <strong>de</strong> Salcedo, pero éste tenía la boca seca y le costaba<br />
articular palabra:<br />
—Y ¿qué le dijo su paternidad? —inquirió al fin.<br />
—Fui yo quien le advertí que me creía en el <strong>de</strong>ber <strong>de</strong> dar parte al<br />
Santo Oficio, <strong>de</strong> <strong>de</strong>nunciar a don Carlos, pero él me aquietó, que me<br />
sosegara, que no <strong>de</strong>latara a nadie, que regresase a mi curazgo y<br />
rezase la misa como todos los días.<br />
Y así lo hice y él, en tanto, mandó un correo a Logroño rogando a<br />
don Carlos que viajara a Valladolid, que le iba mucho en ello. Y don<br />
Carlos vino por la posta y se fue directamente al Colegio <strong>de</strong> San<br />
Gregorio a hablar con don Bartolomé Carranza, pero en el patio nos<br />
encontramos y él entonces me dio la paz en el rostro, me besó en la<br />
mejilla, cosa que nunca había hecho conmigo, y esto me conmovió.<br />
Y juntos subimos a la celda <strong>de</strong>l teólogo pero éste me dijo que yo<br />
quedara fuera, que no era menester mi presencia. Y, al <strong>de</strong>cir <strong>de</strong> don<br />
Carlos, al verse solos, le preguntó si era cierto que me había dicho<br />
que no había purgatorio y que en qué lo fundaba. Y Seso le respondió<br />
que en la superabundante paga que había dado Nuestro Señor por<br />
nuestros pecados con su pasión y muerte. Y su paternidad le advirtió<br />
entonces que ninguna buena razón era suficiente para apartarse <strong>de</strong><br />
la Iglesia ya que no todos los hombres se iban <strong>de</strong> este mundo tan<br />
llenos <strong>de</strong> fe como la que él <strong>de</strong>mostraba. Luego le advirtió que estaba
en vísperas <strong>de</strong> irse a Inglaterra con el Rey nuestro señor pero que,<br />
tan pronto regresara, procuraría escucharle y satisfacerle más<br />
particularmente. Y, antes <strong>de</strong> <strong>de</strong>spedirse, alabó <strong>de</strong> nuevo su fe y<br />
siguió sin con<strong>de</strong>nar sus palabras.<br />
Únicamente le encareció que guardase el secreto <strong>de</strong> la entrevista.<br />
Exactamente le dijo: |Mirad que esto que ha pasado aquí, aquí<br />
que<strong>de</strong> enterrado y por ninguna circunstancia lo digáis|.<br />
<strong>El</strong> interés con que escuchaba la historia apartó <strong>de</strong> momento a<br />
Salcedo <strong>de</strong>l motivo <strong>de</strong> su aflicción. Y aprovechó la pausa <strong>de</strong> Cazalla<br />
para preguntarle:<br />
—Y ¿volvieron a hablar en alguna ocasión <strong>de</strong> este negocio?<br />
Cazalla encogió los hombros.<br />
Dijo con cierta amargura:<br />
—Su paternidad aún no ha terminado con sus quehaceres.<br />
A “Antón” se le quebró en el cuello el último coreché. <strong>El</strong> pájaro se<br />
mostraba aburrido y <strong>de</strong>sanimado; el campo parecía <strong>de</strong>sierto.<br />
Cazalla se incorporó en el tollo, las manos en los riñones. Dijo,<br />
cambiando <strong>de</strong> tono:<br />
—A la caza no hay que buscarle las cosquillas. Si dice que no, es<br />
mejor <strong>de</strong>jarlo.<br />
Por la noche, en la posada, Cipriano pa<strong>de</strong>ció angustias <strong>de</strong> muerte,<br />
no consiguió dormir. Sentía su espíritu turbado, afligido.<br />
Ya en el tollo había experimentado un tirón violento, como una<br />
amputación. Ahora advertía que su mundo se había visto alterado <strong>de</strong><br />
raíz con las palabras <strong>de</strong> Cazalla. Y, entre el cúmulo <strong>de</strong> i<strong>de</strong>as que se<br />
mezclaban en su cabeza, solamente una veía clara: la necesidad <strong>de</strong><br />
modificar su pensamiento, poner todo patas arriba para luego<br />
or<strong>de</strong>nar serenamente las bases <strong>de</strong> su creencia. Se levantó antes <strong>de</strong><br />
amanecer y las primeras luces <strong>de</strong>l alba le sorprendieron en<br />
Villavieja. Ya en Valladolid, rebuscó afanosamente entre los libros.<br />
Allí estaba lo que buscaba. La frase <strong>de</strong> Melchor Cano le apaciguó<br />
momentáneamente: la intención <strong>de</strong> Carranza ha sido siempre<br />
ortodoxa, <strong>de</strong>cía. Pero don Bartolomé se i<strong>de</strong>ntificaba con Seso y <strong>de</strong><br />
ahí que no lo hubiera <strong>de</strong>nunciado. Bartolomé Carranza seguramente
creía que no existía el purgatorio, pero era consciente <strong>de</strong>l riesgo <strong>de</strong><br />
proclamarlo así sin tener en cuenta la formación <strong>de</strong>l interlocutor. <strong>El</strong><br />
gran teólogo era, sin duda, un hombre escrupuloso y pru<strong>de</strong>nte.<br />
Antes <strong>de</strong> cumplir una semana, la inquietud <strong>de</strong> Cipriano le llevó <strong>de</strong><br />
nuevo a Pedrosa. Le sorprendió que Cazalla, probablemente en un<br />
acceso <strong>de</strong> humildad, le llamase hermano. <strong>El</strong> párroco no abrigaba<br />
dudas sobre la relación entre Seso y Carranza. Entre ellos existía<br />
una evi<strong>de</strong>nte analogía <strong>de</strong> pensamiento.<br />
Melchor Cano tenía razón en ese punto. Caminaban por el carril <strong>de</strong><br />
Toro, en una tar<strong>de</strong> apacible, cuando vieron venir en sentido<br />
contrario un esbelto corcel, envuelto en una nube <strong>de</strong> polvo. Pedro<br />
Cazalla no se alteró cuando dijo:<br />
—Si no me equivoco aquí tenemos a don Carlos <strong>de</strong> Seso en persona.<br />
<strong>El</strong> caballo, boquifresco, estrellado, <strong>de</strong> remos finos, fue lo primero que<br />
atrajo la atención <strong>de</strong> Salcedo. Enseguida se advertía que no era un<br />
caballo <strong>de</strong>l montón sino escrupulosamente elegido: un animal<br />
albazano, impaciente, que piafó elegantemente al alcanzar la altura<br />
<strong>de</strong> los dos hombres. <strong>El</strong> caballero les saludó antes <strong>de</strong> apearse. Se<br />
trataba <strong>de</strong> un hombre esbelto, <strong>de</strong>lgado, <strong>de</strong> mirada clara, unos años<br />
mayor que Cipriano. Rubio, <strong>de</strong> breve barba y pelo corto, tocado con<br />
una gorra italiana, su atuendo, con mangas lisas a la turca, vistas<br />
las puntas <strong>de</strong> la camisa y calzas enteras picadas, parecía el más<br />
a<strong>de</strong>cuado para cabalgar. Daba la impresión <strong>de</strong> hombre <strong>de</strong> mundo,<br />
petimetre y altivo sin preten<strong>de</strong>rlo.<br />
Procedía <strong>de</strong> Toro. Iba a ser nombrado corregidor y había visitado la<br />
villa para saludar a los viejos amigos. Era hombre facundo, <strong>de</strong> verbo<br />
matizado, cuya <strong>de</strong>senvoltura atraía. Conducía a “Veronés”, su<br />
caballo, <strong>de</strong> la brida y caminaba entre Cipriano y Cazalla con<br />
naturalidad. Sin preámbulo alguno se dirigió a Salcedo: había<br />
conocido a un tío suyo muchos años atrás, en Olmedo, durante la<br />
peste, hombre culto, justamente afamado, abierto.<br />
A Pedro le había oído hablar <strong>de</strong> él, <strong>de</strong> Cipriano, como terrateniente<br />
fuerte y hombre espiritualmente inquieto. Más tar<strong>de</strong> charlarían.<br />
Pensaba dormir en la posada <strong>de</strong> Baruque y partir muy <strong>de</strong> mañana<br />
para Logroño.<br />
Beatriz Cazalla, la hermana <strong>de</strong> Pedro, les recibió con mucho afecto y<br />
<strong>de</strong>senfado y los invitó a cenar; no tenía cena para tantos pero lo
arreglaría con un pernil. Don Carlos trataba a Beatriz con una<br />
mezcla <strong>de</strong> familiaridad y respeto.<br />
La embromaba y ella reía sin parar. Cazalla aseguraba que era como<br />
su madre, mujeres sin telarañas en la cabeza, que habían nacido<br />
para reír. Durante la cena y la sobremesa se abordaron temas<br />
triviales: la afición a la caza <strong>de</strong> Pedro, el viñedo, el revoque <strong>de</strong> la<br />
iglesia, pero tan pronto se vieron solos Seso y Salcedo en la sala <strong>de</strong><br />
la fonda ante una jarra <strong>de</strong> vino, Salcedo afrontó sin vacilaciones el<br />
tema <strong>de</strong>l purgatorio. Le había parecido tan oportuna la irrupción <strong>de</strong><br />
don Carlos que no dudó que Cazalla le había enviado un correo<br />
encareciéndole su presencia. Sobre el arcón había un gran crucifijo<br />
y, al advertirlo, Seso lo señaló teatralmente con un <strong>de</strong>do y dijo:<br />
—Ahí tiene vuesa merced mi purgatorio. Ése es mi purgatorio.<br />
Hacía el efecto <strong>de</strong> un iluminado. En chancletas, con sus ojos grises<br />
muy fijos, la bata <strong>de</strong> viaje, se diría que su personalidad había<br />
mudado. Salcedo le miraba implorante, haciendo ostensible el<br />
sufrimiento <strong>de</strong> los últimos días.<br />
—Los españoles dan mucha importancia a este negocio <strong>de</strong>l<br />
purgatorio —comentó don Carlos sonriendo—. En mi país se acepta<br />
su inexistencia como consecuencia lógica <strong>de</strong> la nueva doctrina. Don<br />
Bartolomé Carranza se resistió a escucharme cuando le quise dar<br />
las razones; las dio por sabidas.<br />
La hija <strong>de</strong> Baruque se había retirado <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> cebar el candil y<br />
echar unos leños al fuego. Mientras don Carlos se servía un nuevo<br />
vaso <strong>de</strong> vino, Cipriano sacó fuerzas <strong>de</strong> flaqueza para <strong>de</strong>cir:<br />
—Y... y a mí ¿podría <strong>de</strong>cirme vuesa merced en qué basa su<br />
convencimiento? Carezco <strong>de</strong> las luces y la santidad <strong>de</strong> su reverencia.<br />
La metamorfosis <strong>de</strong> don Carlos se había ido completando. La<br />
aparente <strong>de</strong>spreocupación <strong>de</strong>l camino había <strong>de</strong>saparecido <strong>de</strong> él y,<br />
pese a lo agraciado <strong>de</strong> su rostro, a su breve melena rubia, más<br />
parecía un hombre <strong>de</strong> iglesia, presto a iniciar un sermón, que un<br />
caballero. Sus ojos claros miraban ahora con empeño las pequeñas<br />
manos peludas <strong>de</strong> Cipriano:<br />
—No quiero cansarle —dijo con aire protector—. Para mí hay tres<br />
razones <strong>de</strong> peso que <strong>de</strong>muestran la inexistencia <strong>de</strong>l purgatorio...<br />
Dejó su razonamiento en suspenso y Cipriano aproximó el rostro a<br />
sus labios, temeroso <strong>de</strong> que no llegara a formularlas:
—Le escucho —dijo impaciente, apremiándole.<br />
Don Carlos clavó sus ojos grises en su rostro y reanudó la<br />
exposición:<br />
—En primer lugar, al aceptar que no hay purgatorio, reconocemos<br />
haber recibido <strong>de</strong> Cristo la mayor misericordia. A esto, añada vuesa<br />
merced que ni los Evangelistas ni San Pablo alu<strong>de</strong>n a él en sus<br />
escritos. Por último, y esto para mí también es esencial, tenemos la<br />
posición <strong>de</strong> don Bartolomé <strong>de</strong> Carranza, hombre santísimo y <strong>de</strong> gran<br />
sabiduría. ¿Necesita vuesa merced más y mayores evi<strong>de</strong>ncias?<br />
Parpa<strong>de</strong>ó reiteradamente Cipriano Salcedo como <strong>de</strong>slumbrado.<br />
Operaba sobre él una especie <strong>de</strong> fuerza sobrenatural que parecía<br />
provenir <strong>de</strong> aquel hombre. Le convencían sus razones, las tres,<br />
especialmente la segunda: ¿por qué los Evangelistas no habían<br />
aludido al purgatorio y sí lo habían hecho al cielo y al infierno?<br />
Pero don Carlos no le daba tiempo a reflexionar. Hablaba y hablaba<br />
sin mesura. Remachaba el clavo. Para afrontar su nueva fe, don<br />
Carlos le recomendaba visitar a Cazalla, el Doctor, hablar con él.<br />
Frecuentar los conventículos, cambiar impresiones con los<br />
hermanos. No lo <strong>de</strong>je. Nuestra fuerza no es gran<strong>de</strong> pero tampoco<br />
<strong>de</strong>spreciable.<br />
No se que<strong>de</strong> sentado en una silla.<br />
Muévase. Abra su espíritu, no se resista a la gracia. Dispone <strong>de</strong><br />
cenáculos en Valladolid, Toro, Zamora, en muchos sitios. Cipriano se<br />
apresuraba a tomar nota mental <strong>de</strong> sus consejos, <strong>de</strong> los nombres <strong>de</strong><br />
personas y lugares que le recomendaba. Y, <strong>de</strong> pronto, don Carlos<br />
alteró la dirección <strong>de</strong> su discurso, le habló <strong>de</strong> Trento, había estado<br />
allí y el Concilio no había suscitado en él gran<strong>de</strong>s esperanzas. Le<br />
habló también <strong>de</strong> Juan Valdés, fallecido unos años atrás, como su<br />
verda<strong>de</strong>ro maestro y así fue enca<strong>de</strong>nando temas hasta que la fatiga<br />
y el sueño llegaron a dominar a ambos interlocutores.<br />
A la mañana siguiente, muy temprano, cabalgaron juntos hasta<br />
Valladolid. Don Carlos iba a Logroño, a Villamediana, don<strong>de</strong> vivía.<br />
Por primera vez admiraba Salcedo en otro caballo cualida<strong>de</strong>s que no<br />
advertía en el suyo: “Veronés” arrancaba a galope <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el trote<br />
corto, sin transición y era capaz <strong>de</strong> <strong>de</strong>tenerse en dos cuerpos, cosa<br />
que “Relámpago” y él nunca habían conseguido. Se trataba <strong>de</strong> un<br />
corcel brioso y bien educado.
Don Carlos le informó que lo había adquirido en Granada y tenía<br />
más <strong>de</strong> la mitad <strong>de</strong> sangre árabe.<br />
Cipriano encontró a su mujer al bor<strong>de</strong> <strong>de</strong> una nueva crisis. Des<strong>de</strong> que<br />
<strong>de</strong>jó <strong>de</strong> representar para él un refugio y un incentivo carnal, Salcedo<br />
sólo aspiraba a una cosa:<br />
que le <strong>de</strong>jase en paz. No creía en las palabras <strong>de</strong>l doctor Galache ni<br />
en los plazos que Teo observaba con rigurosa exactitud aunque<br />
fingiera hacerlo para mantener la paz conyugal. De ahí que en cada<br />
una <strong>de</strong> sus salidas, una bolsita con escorias <strong>de</strong> plata y acero, que su<br />
esposa le preparaba, formara parte <strong>de</strong> su equipaje.<br />
In<strong>de</strong>fectiblemente la bolsita volvía intacta pero ella no lo advertía.<br />
Creía que Cipriano vivía las instrucciones <strong>de</strong>l doctor con el mismo<br />
convencimiento con que ella lo hacía. De esta manera el matrimonio<br />
iba sobreviviendo, mas, esta vez, el regreso fue <strong>de</strong>solador. Teodomira<br />
no salió a recibirle al vestíbulo. La encontró en su cuarto, en pleno<br />
ensimismamiento, mirando por la ventana sin ver.<br />
Maquinalmente le <strong>de</strong>volvió el beso que le dio en la mejilla, pero <strong>de</strong><br />
una manera tan fría que Cipriano se preguntó qué novedad le<br />
esperaría esta mañana. Unas veces había sido “Obstinado”, otras<br />
sus menosprecios, otras, en fin, su infecundidad, pero era evi<strong>de</strong>nte<br />
que su enajenación quería <strong>de</strong>cir algo. Le acompañó a la habitación<br />
para <strong>de</strong>svestirse. Cipriano aún no se había acostumbrado a los<br />
nuevos tapices, los cortinones, el dosel... Le abrumaban. Pero,<br />
inopinadamente, Teo se pronunció con acento dominante:<br />
—Digo Cipriano que esta costumbre <strong>de</strong> dormir juntos, en una misma<br />
cama, es una porquería.<br />
—¿Una porquería? Es lo que suelen hacer los matrimonios, ¿no?<br />
<strong>El</strong>la se iba enar<strong>de</strong>ciendo poco a poco.<br />
—¿De veras te parece normal que pasemos nueve <strong>de</strong> las veinticuatro<br />
horas <strong>de</strong>l día intercambiando nuestros efluvios, nuestros alientos,<br />
oliéndonos <strong>de</strong> continuo el uno al otro como dos perros?<br />
—Bueno —convino su marido sobre la marcha—: quizá tengas razón.<br />
Tal vez <strong>de</strong>bamos poner otra cama aquí.<br />
La gran figura <strong>de</strong> Teo se <strong>de</strong>splazaba con ligereza <strong>de</strong> un lugar a otro<br />
<strong>de</strong> la estancia. Agarró una <strong>de</strong> las columnas <strong>de</strong>l lecho y la sacudió<br />
con fuerza. Tembló el dosel arriba:
—¿Dos camas aquí? —preguntó irritada—. ¿Es eso todo lo que se te<br />
ocurre <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> <strong>de</strong>vanarme los sesos para a<strong>de</strong>centar el<br />
dormitorio?<br />
Destrozarlo con una cama auxiliar.<br />
¡Eso! ¡He ahí la sugerencia <strong>de</strong>l gran hombre!<br />
Teo, en la pendiente, era como un alud, cada vez adquiría mayor<br />
fuerza y extensión. Alcanzado este extremo, Cipriano vaciló: ¿<strong>de</strong>bía<br />
acatar su sugerencia o disentir?<br />
Él no ignoraba que <strong>de</strong> aceptar su juicio sin lucha, el tema inicial <strong>de</strong><br />
la confrontación, generalmente nimio, podría <strong>de</strong>rivar hacia otro más<br />
personal y explosivo. Y, en el caso <strong>de</strong> optar por el enfrentamiento,<br />
cabía que la exasperación <strong>de</strong> su esposa, en un increscendo<br />
previsible, terminara pasando <strong>de</strong> las palabras a los hechos. Cipriano<br />
no olvidaba que, en la crisis que precedió a la visita al doctor<br />
Galache, Teo le había amenazado una noche en la cama, incluso<br />
llegó a atenazarle la garganta con sus blancas manos po<strong>de</strong>rosas.<br />
Des<strong>de</strong> ese momento había adoptado ante ella una postura ambigua<br />
no exenta <strong>de</strong> prevención. Es lo que había hecho esta mañana al<br />
advertir su alejamiento: ni aceptar a ojos cerrados, ni discrepar<br />
tajantemente, sino esperar que las cosas madurasen por sí solas.<br />
Trató <strong>de</strong> amansarla con palabras amables, pero ella siguió con sus<br />
<strong>de</strong>stemplanzas. Tan sólo se apaciguó el enfrentamiento cuando Teo<br />
le condujo a un viejo trastero contiguo que acababa <strong>de</strong> habilitar<br />
para dormitorio:<br />
—¿Qué te parece? Crisanta y yo lo hemos dispuesto para ti.<br />
Cipriano miraba acongojado el ventanuco, la otomana en un rincón,<br />
junto a la arqueta que iba a hacer las veces <strong>de</strong> mesilla <strong>de</strong> noche,<br />
don<strong>de</strong> <strong>de</strong> momento reposaba un can<strong>de</strong>labro <strong>de</strong> plata. Una esterilla<br />
como posapié, un armario <strong>de</strong> pino, dos sillas <strong>de</strong> cuero y un árbol<br />
para colgar la ropa constituían todo el mobiliario. Cipriano pensó<br />
que había sido expulsado <strong>de</strong>l paraíso pero, al propio tiempo, tenía la<br />
solución inmediata <strong>de</strong>l problema al alcance <strong>de</strong> la mano. Claudicó:<br />
—Está bien —dijo—, es suficiente. Después <strong>de</strong> todo la ostentación<br />
resulta superflua en un dormitorio.<br />
Teo sonreía. Cipriano había sabido valorar su esfuerzo. Le condujo<br />
hasta la puerta <strong>de</strong> la alcoba. A la <strong>de</strong>recha <strong>de</strong>l marco, adherida a la<br />
pared, había una hoja <strong>de</strong> papel, don<strong>de</strong> ella había transcrito una
especie <strong>de</strong> calendario. Los cuatro días <strong>de</strong> abstinencia recomendados<br />
por el doctor Galache estaban recuadrados en rojo. Sonrió con<br />
remota picardía:<br />
—No trates <strong>de</strong> engañarme —dijo—. Tengo un cuadro igual a éste en<br />
la cabecera <strong>de</strong> mi lecho.<br />
Las aguas habían vuelto a su cauce. Teo exultaba. No se dada<br />
cuenta <strong>de</strong> que había sido vencida.<br />
Por su parte, recobrada la libertad, conforme con las indicaciones <strong>de</strong><br />
Seso, Cipriano <strong>de</strong>cidió visitar al doctor Cazalla. No le encontró en<br />
casa pero le recibió su madre, doña Leonor <strong>de</strong> Vivero, una mujer <strong>de</strong><br />
edad que sin embargo conservaba una vigorosa lozanía. Una piel<br />
fresca, sus ojos azules y vivaces, la serena coordinación <strong>de</strong><br />
movimientos, su <strong>de</strong>nso cabello blanco, alejaban cualquier i<strong>de</strong>a <strong>de</strong><br />
senectud.<br />
Una galera <strong>de</strong> brocado hasta los pies y la gorguera <strong>de</strong> lechuguilla<br />
blanca terminaban <strong>de</strong> perfilar su figura. Sonreía al hablar, con una<br />
sonrisa <strong>de</strong>ntona, como si le conociera <strong>de</strong> toda la vida. Pedro le había<br />
hablado <strong>de</strong> él, <strong>de</strong> su <strong>de</strong>voción, <strong>de</strong> su probidad, <strong>de</strong> su buena<br />
disposición hacia el prójimo.<br />
Agustín regresaría tar<strong>de</strong>; tenía una reunión en el cabildo. <strong>El</strong><br />
pequeño gabinete don<strong>de</strong> se encontraban era un trasunto <strong>de</strong>l resto <strong>de</strong><br />
la casa agobiada y oscura, don<strong>de</strong> los muebles pesados, <strong>de</strong> mucho<br />
bulto, ocupaban la mayor parte <strong>de</strong>l espacio disponible. Únicamente<br />
la sala <strong>de</strong> reuniones, el oratorio, que doña Leonor le mostró solícita,<br />
escapaba <strong>de</strong> la norma. Era una habitación <strong>de</strong>sahogada a costa <strong>de</strong>l<br />
resto <strong>de</strong> la casa, el techo <strong>de</strong> vigas vistas, sin otro menaje que un<br />
pequeño estrado con una mesa y dos sillas y una larga fila <strong>de</strong><br />
escañiles:<br />
—Aquí celebramos nuestras reuniones mensuales explicó doña<br />
Leonor—. Espero que vuesa merced nos haga el honor <strong>de</strong><br />
acompañarnos en la próxima. Agustín le dará las instrucciones<br />
precisas.<br />
La capilla no tenía otra ventilación que un angosto hueco a poniente<br />
con la contraventana almohadillada para amortiguar los ruidos y la<br />
luz.<br />
Cipriano volvió con frecuencia por casa <strong>de</strong> doña Leonor <strong>de</strong> Vivero.<br />
Era una mujer tan abierta y esparcida que no le importaba que el<br />
Doctor se retrasara. También ella le recibía con muestras <strong>de</strong>
contento y escuchaba sin pestañear su divertido anecdotario. Nunca<br />
Cipriano se había visto tan halagado, y, por primera vez en su vida,<br />
dilataba el final <strong>de</strong> sus historias que, en su timi<strong>de</strong>z innata, siempre<br />
había tendido a resumir.<br />
Y doña Leonor reía fácilmente pero con discreción, sin estrépito, sin<br />
risotadas explosivas, como con una vibración monocor<strong>de</strong> <strong>de</strong>l velo <strong>de</strong>l<br />
paladar. A pesar <strong>de</strong> su contención, lloraba riendo, y sus lágrimas<br />
animaban a Cipriano que nunca había valorado su sentido <strong>de</strong>l<br />
humor. Enlazaba un relato con otro y a la cuarta visita había<br />
agotado el filón <strong>de</strong> sus anécdotas impersonales y, sin solución <strong>de</strong><br />
continuidad, inició el repertorio <strong>de</strong> las protagonizadas por él o sus<br />
allegados. Las historias <strong>de</strong> don Segundo, “el Perulero”, o las <strong>de</strong> su<br />
esposa “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”, <strong>de</strong>senca<strong>de</strong>naron en doña Leonor<br />
verda<strong>de</strong>ros ataques <strong>de</strong> hilaridad. Se <strong>de</strong>sternillaba sin<br />
<strong>de</strong>scomponerse, atildadamente, con un ligero cloqueo, sujetándose<br />
<strong>de</strong>licadamente el estómago con sus manos chatas y cuidadas. Y<br />
Cipriano, una vez lanzado, no se paraba en barras: el sobrenombre<br />
<strong>de</strong> su mujer, “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”, provenía <strong>de</strong>l hecho <strong>de</strong> que<br />
esquilaba borregos con mayor rapi<strong>de</strong>z y <strong>de</strong>streza que los pastores <strong>de</strong><br />
Torozos. Por su parte, su padre recibía a las visitas con un mo<strong>de</strong>lo<br />
<strong>de</strong> calzas acuchilladas que los lansquenetes habían puesto <strong>de</strong> moda<br />
allá por el año 25 en Valladolid. Doña Leonor reía y reía y Cipriano,<br />
ebrio <strong>de</strong> éxito, le contaba con buen humor que el doctor Galache le<br />
había recomendado un preparado <strong>de</strong> escorias <strong>de</strong> plata y acero para<br />
aumentar su fertilidad.<br />
Una tar<strong>de</strong>, animado por la atención <strong>de</strong> doña Leonor, le confió su<br />
pequeño secreto:<br />
—¿Sabía vuesa merced que yo nací el mismo día que la Reforma?<br />
—No le entiendo, Salcedo.<br />
—Quiero <strong>de</strong>cir que yo nacía en Valladolid al mismo tiempo que<br />
Lutero estaba fijando sus tesis en la iglesia <strong>de</strong>l castillo <strong>de</strong><br />
Wittenberg.<br />
—¿Es posible o bromea vuesa merced?<br />
—<strong>El</strong> 31 <strong>de</strong> octubre <strong>de</strong> 1517 exactamente. Mi tío me lo contó.<br />
—¿Estaba usted pre<strong>de</strong>stinado entonces?<br />
—En ocasiones he estado a punto <strong>de</strong> admitir esa superchería.
Doña Leonor le miraba con una ternura intelectual admirativa, los<br />
incisivos asomando entre sus labios rosados:<br />
—Le propongo una cosa —dijo tras una pausa—. <strong>El</strong> próximo<br />
cumpleaños <strong>de</strong> vuesa merced lo celebraremos aquí, en casa, en<br />
compañía <strong>de</strong>l Doctor y el resto <strong>de</strong> mis hijos. Una comida <strong>de</strong> acción <strong>de</strong><br />
gracias. ¿Qué le parece?<br />
Doña Leonor y Cipriano Salcedo se hicieron mutuamente<br />
imprescindibles. Él pensaba a menudo que, tras el fracaso<br />
sentimental con Teo, doña Leonor venía a sustituir a la madre que<br />
había esperado encontrar en ella. <strong>El</strong> caso es que cuando tenía cita<br />
con el Doctor, llegaba a su casa antes <strong>de</strong> tiempo sólo por el gusto <strong>de</strong><br />
conversar un rato con doña Leonor. Y allí, sentados en las sillas <strong>de</strong><br />
cuero <strong>de</strong>l pequeño gabinete, charlaban y reían y, <strong>de</strong> cuando en<br />
cuando, ella le invitaba a una merienda.<br />
Pero tan pronto aparecía el Doctor, ella se levantaba, recortaba su<br />
espontaneidad, siquiera su autoridad siguiese manifestándose sin<br />
palabras. Aquella casa, sin duda, había sido un matriarcado que los<br />
hijos habían reconocido y alentado espontáneamente.<br />
En el <strong>de</strong>spachito, paredaño a la capilla, conversaban Cipriano y el<br />
Doctor, sentados en torno a una mesa camilla ya que su paternidad<br />
se enfriaba incluso en el mes <strong>de</strong> agosto. La habitación estaba<br />
forrada <strong>de</strong> libros y, fuera <strong>de</strong> ellos y <strong>de</strong> un pequeño grabado <strong>de</strong> Lutero<br />
que presidía la mesa <strong>de</strong> pino, junto a la ventana, carecía <strong>de</strong> otros<br />
adornos. Día a día, Cipriano comprobaba la fragilidad <strong>de</strong>l Doctor, su<br />
hipocondría y, al propio tiempo, su agu<strong>de</strong>za, su admirable or<strong>de</strong>n<br />
mental. Le había acogido como a un hijo <strong>de</strong> su hermano, tanto fue el<br />
interés que Pedro Cazalla puso en presentárselo. Pasaban largos<br />
ratos juntos y el Doctor, muy pagado <strong>de</strong> su alto magisterio, iba<br />
imponiendo a Salcedo en los principios <strong>de</strong> la nueva doctrina. Su<br />
acento persuasivo, sus asequibles razonamientos, le ayudaban en el<br />
empeño.<br />
Y para Cipriano, el mero hecho <strong>de</strong> disponer para él solo <strong>de</strong> la<br />
palabra <strong>de</strong>l gran predicador, venerado en la ciudad, constituía ya<br />
un motivo <strong>de</strong> engreimiento. Al propio tiempo, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> haber<br />
admitido la inexistencia <strong>de</strong>l purgatorio, a Cipriano Salcedo poco le<br />
costaba ya aceptar la inutilidad <strong>de</strong>l monjío como estado, el celibato<br />
sacerdotal o rechazar a los frailes fariseos.<br />
Cristo nunca impuso a los apóstoles la soltería. San Pedro,<br />
concretamente, era un hombre casado.
Salcedo asentía y asentía. Jamás dudaba. Se le antojaban verda<strong>de</strong>s<br />
contrastadas, <strong>de</strong> pata <strong>de</strong> banco, las que el Doctor exponía. Análoga<br />
facilidad encontró para rechazar el culto a los santos, a las<br />
imágenes y a las reliquias, los diezmos mediante los cuales la<br />
Iglesia explotaba al pueblo y el sacerdocio institucional. O para<br />
asumir la comunión en las dos especies, lógica a la vista <strong>de</strong> los<br />
evangelios.<br />
Todo era sencillo para Cipriano ahora. Tampoco se había<br />
cuestionado la confesión mental. Nunca había sentido aversión por<br />
<strong>de</strong>scargar sus pecados en un confesionario pero hacerlo ahora<br />
directamente ante Nuestro Señor le <strong>de</strong>jaba más tranquilo y<br />
satisfecho. Llegó a parecerle un acto más completo y emotivo que la<br />
confesión auricular.<br />
Recogido en el rincón más oscuro <strong>de</strong>l templo, en silencio, fascinado<br />
por la llamita que brillaba en el sagrario, Cipriano se concentraba y<br />
llegaba a sentir muy cerca la presencia real <strong>de</strong> Cristo en el templo,<br />
incluso una vez creyó verlo a su lado, sentado en el escañil, la<br />
túnica refulgente, la mancha blanca <strong>de</strong> su rostro enmarcada por sus<br />
cabellos y su puntiaguda barba rabínica.<br />
A juicio <strong>de</strong> Cipriano, ninguna <strong>de</strong> las enseñanzas <strong>de</strong>l Doctor afectaba<br />
en profundidad a la creencia.<br />
Solía hablarle lenta, suavemente, pero el rictus <strong>de</strong> amargura no<br />
<strong>de</strong>saparecía <strong>de</strong> su boca. Quizá aquel rictus expresaba las<br />
inquietu<strong>de</strong>s y temores que el Doctor reservaba para sí. Solamente<br />
hubo una novedad con la que tropezó Cipriano:<br />
La preterición <strong>de</strong> la misa. Por mucho que se esforzara no podía<br />
llegar a consi<strong>de</strong>rar el domingo como un día más <strong>de</strong> la semana. Si no<br />
asistía a misa, tal vez más por costumbre que por <strong>de</strong>voción, le<br />
parecía que le faltaba algo esencial.<br />
Treinta y seis años cumpliendo con el precepto habían creado en él<br />
una segunda naturaleza. Se sentía incapaz <strong>de</strong> traicionarla. Se lo<br />
dijo así al Doctor quien, contrariamente a lo que esperaba no se<br />
enojó:<br />
—Lo comprendo, hijo —le dijo—.<br />
Asista a misa y rece por nosotros.<br />
También yo me veo obligado a hacer cosas en las que no creo. A<br />
veces es incluso aconsejable seguir con las viejas prácticas para no
<strong>de</strong>spertar sospechas en el Santo Oficio. Algún día podremos sacar a<br />
la luz nuestra fe.<br />
—¿Tantos somos los nuevos cristianos, reverencia?<br />
<strong>El</strong> rictus <strong>de</strong> amargura se acentuó en su boca, y, sin embargo, dijo:<br />
—Mira, hijo. Si esperaran cuatro meses para perseguirnos seríamos<br />
tantos como ellos. Y si seis, podríamos hacer con ellos lo que ellos<br />
quieren hacer con nosotros.<br />
A Cipriano le impresionó la respuesta <strong>de</strong>l Doctor. ¿Pretendía<br />
insinuar que la mitad <strong>de</strong> la ciudad estaba contagiada por “la<br />
lepra”?<br />
¿Quería <strong>de</strong>cir que la gran masa <strong>de</strong> fieles que acudían a sus<br />
sermones comulgaban con la Reforma? Para Salcedo, los hermanos<br />
Cazalla y don Carlos <strong>de</strong> Seso eran tres autorida<strong>de</strong>s indiscutibles,<br />
más lúcidos que el resto <strong>de</strong> los humanos.<br />
En sus ratos <strong>de</strong> recogimiento agra<strong>de</strong>cía a Nuestro Señor que los<br />
hubiera puesto en su camino. Su adoctrinamiento había cimentado<br />
su creencia, disipado los viejos escrúpulos: le había <strong>de</strong>vuelto la<br />
serenidad. Ya no le angustiaban las dudas, la impaciencia por llevar<br />
a cabo buenas obras. No obstante, a veces, cuando agra<strong>de</strong>cía a Dios<br />
el encuentro con personas tan virtuosas, atravesaba su cabeza como<br />
un relámpago la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> si aquellas tres personas, tan distintas en<br />
el aspecto externo, no estarían unidas por el marco <strong>de</strong> la soberbia.<br />
Sacudía violentamente la cabeza para ahuyentar el pecaminoso<br />
pensamiento. <strong>El</strong> Maligno no <strong>de</strong>scansaba, se lo había advertido el<br />
Doctor. Era necesario vivir con el espíritu alerta. Pero <strong>de</strong>bía tratarse<br />
<strong>de</strong> aprensiones acci<strong>de</strong>ntales, pensaba, puesto que él acataba la voz<br />
<strong>de</strong> sus maestros, los veneraba. Su inteligencia estaba tan por encima<br />
<strong>de</strong> la suya que constituía un raro privilegio po<strong>de</strong>r cogerse <strong>de</strong> su<br />
mano, cerrar los ojos y <strong>de</strong>jarse llevar.<br />
Era enero, el día 29. <strong>El</strong> Doctor se levantó <strong>de</strong> la vieja silla y agitó con<br />
brío una campanita <strong>de</strong> plata que tomó <strong>de</strong> la escribanía.<br />
Entró Juan Sánchez, el criado, tan escuchimizado como siempre, con<br />
su rostro apergaminado, amarillo <strong>de</strong> papel viejo:<br />
—Juan —dijo el Doctor—, al señor ya le conoces: don Cipriano<br />
Salcedo. Asistirá al conventículo <strong>de</strong>l viernes. Convoca a los <strong>de</strong>más<br />
para las once <strong>de</strong> la noche. La contraseña es “Torozos” y la respuesta<br />
“Libertad”. Como siempre, mucha discreción.
Juan Sánchez bajó la cabeza asintiendo:<br />
—Lo que vuestra eminencia or<strong>de</strong>ne —dijo.<br />
__________________________<br />
__________________________<br />
XII<br />
Oculto en el trastero, Cipriano sintió la tos banal <strong>de</strong> su esposa en la<br />
habitación contigua, se sentó en la cama y esperó unos minutos.<br />
Las criadas <strong>de</strong>bían <strong>de</strong> haberse acostado también en el piso alto,<br />
porque no se oía el menor ruido.<br />
Tampoco se movía Vicente en la habitación <strong>de</strong> los bajos, junto a las<br />
cuadras. Sentía el corazón oprimido cuando volvió a ponerse <strong>de</strong> pie.<br />
Respiró hondo. Había aceitado las bisagras para que las puertas no<br />
chirriasen. Bajó las escaleras con el candil en la mano, <strong>de</strong> puntillas,<br />
y en el zaguán lo apagó y lo <strong>de</strong>positó sobre el arca. Nunca había sido<br />
noctámbulo pero, más que la novedad, le excitaba esta noche el<br />
recuerdo <strong>de</strong> las palabras <strong>de</strong> Pedro Cazalla en Pedrosa: los<br />
conventículos para resultar eficaces han <strong>de</strong> ser clan<strong>de</strong>stinos. <strong>El</strong><br />
secretismo y la complicidad acompañaban a la reunión <strong>de</strong> esta<br />
noche, primer conciliábulo en el que Cipriano iba a participar.<br />
Secretismo y complicidad, pensó, eran una manera <strong>de</strong> traducir otras<br />
palabras más inflamables como miedo y misterio.<br />
Nadie fuera <strong>de</strong> ellos <strong>de</strong>bía conocer la existencia <strong>de</strong> estas reuniones<br />
puesto que, en caso contrario, el brazo ejecutor <strong>de</strong>l Santo Oficio<br />
caería implacable sobre el grupo.<br />
En el umbral <strong>de</strong> la puerta <strong>de</strong> la calle se santiguó. No sentía temor<br />
aunque sí alguna inquietud. La noche estaba fría pero calma.<br />
Notaba en los huesos un frío húmedo impropio <strong>de</strong> la meseta. <strong>El</strong><br />
silencio le <strong>de</strong>sconcertó, no oía otra cosa que el ruido <strong>de</strong> sus propias<br />
pisadas alertándole, las patadas <strong>de</strong> los caballos en el empedrado <strong>de</strong><br />
las cuadras, el paso lejano <strong>de</strong> una patrulla... Avanzaba casi a<br />
tientas, aunque arriba, don<strong>de</strong> las casas se acercaban, se adivinaba<br />
una difusa claridad lechosa. En alguna ventana hacían tímidos<br />
guiños los vislumbres <strong>de</strong> una lámpara, tan recogidos que su<br />
resplandor no alcanzaba a la calle. Oyó, muy lejos, la voz <strong>de</strong> un
orracho y la coz <strong>de</strong> una caballería contra una puerta <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra.<br />
Recorrió la calle <strong>de</strong> la Cuadra, nervioso y alterado, y abocó a la<br />
Estrecha. En esta vía, especialmente angosta, flanqueada por nobles<br />
palacios, la ansiedad <strong>de</strong> los caballos era más notoria. Pateaban el<br />
suelo y resoplaban en su sueño impaciente. Cipriano se embozó en el<br />
capuz. <strong>El</strong> recelo hacía más intenso el frío. En la encrucijada dobló a<br />
mano <strong>de</strong>recha. Allí se veía un poco más, veía blanquear vagamente<br />
las fachadas <strong>de</strong> las casas y, en particular, la negrura <strong>de</strong> los huecos.<br />
Caminaba casi por el centro <strong>de</strong> la calle, a la izquierda <strong>de</strong> la<br />
alcantarilla, y el imperceptible eco <strong>de</strong> sus pisadas contra los<br />
edificios le orientaba como a los murciélagos. Divisó <strong>de</strong> pronto la<br />
casa <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra que precedía a la <strong>de</strong> doña Leonor y se arrimó a las<br />
fachadas.<br />
Los golpes <strong>de</strong> su corazón, bajo el capuz, eran ahora muy rudos.<br />
Cipriano vaciló. <strong>El</strong> Doctor le había advertido: no utilice vuesa<br />
merced la aldaba; produciría <strong>de</strong>masiado escándalo. Se aproximó a<br />
la puerta pero no llamó. Únicamente dijo “Juan” dos veces, a media<br />
voz.<br />
Aunque sabía que Juan Sánchez era el encargado <strong>de</strong> recibir a los<br />
asistentes, no encontró respuesta.<br />
Sacó la mano <strong>de</strong> bajo el capuz y dio dos golpes en la puerta con los<br />
nudillos. Antes <strong>de</strong> sonar el segundo oyó la voz rasposa <strong>de</strong> Juan<br />
Sánchez, a medio tono:<br />
—Torozos —dijo.<br />
—Libertad —respondió Cipriano Salcedo.<br />
La puerta se abrió sin ruido, entró y Juan le dio las buenas noches.<br />
Juan hablaba en cuchicheos, y, sin levantar la voz, le preguntó si<br />
sabía el camino. Cipriano le invitó a quedarse en la puerta puesto<br />
que conocía la situación <strong>de</strong> la capilla, al fondo <strong>de</strong>l angosto pasillo.<br />
Mientras caminaba por él, recordó <strong>de</strong> nuevo las misteriosas palabras<br />
<strong>de</strong> Pedro Cazalla:<br />
secretismo y complicidad. Se estremeció.<br />
Doña Leonor y el Doctor Cazalla ya estaban sentados en las sillas,<br />
sobre la tarima, tras <strong>de</strong> la mesa, cubierta con un tapete morado,<br />
encarados a los ocho gran<strong>de</strong>s escañiles alineados abajo. <strong>El</strong> pequeño<br />
ventano <strong>de</strong>l fondo tenía un almohadillado sobre la contraventana<br />
para impedir que las luces y las palabras trascendieran al exterior.
Cipriano saludó a los Cazalla con una inclinación <strong>de</strong> cabeza. Pedro<br />
estaba también allí, en el segundo banco, y le dirigió una mirada<br />
cómplice antes <strong>de</strong> sentarse. Una bujía sobre la mesa <strong>de</strong>l Doctor y<br />
otra en un vano <strong>de</strong> la pared, junto al que Cipriano se había sentado,<br />
alumbraban tímidamente la estancia.<br />
Entonces advirtió en el hombre que acompañaba a Pedro los rasgos<br />
inequívocos <strong>de</strong> la familia: sin duda era Juan Cazalla, otro hermano<br />
<strong>de</strong>l Doctor, y, la mujer sentada a su lado, Juana Silva, su cuñada.<br />
Distribuidos por los bancos, distinguió también a Beatriz Cazalla,<br />
don Carlos <strong>de</strong> Seso, doña Francisca <strong>de</strong> Zúñiga y al joyero Juan<br />
García. Preguntó a éste, que era el más próximo, con un hilo <strong>de</strong> voz,<br />
quiénes eran los ocupantes <strong>de</strong>l cuarto banco, a la izquierda <strong>de</strong> la<br />
mesa presi<strong>de</strong>ncial. Se trataba <strong>de</strong>l bachiller Herrezuelo, vecino <strong>de</strong><br />
Toro, Catalina Ortega, hija <strong>de</strong>l fiscal Hernando Díaz, fray Domingo<br />
<strong>de</strong> Rojas y su sobrino Luis. Antes <strong>de</strong> iniciarse el acto, entró en la<br />
capilla una mujer alta, cimbreña, <strong>de</strong> extraordinaria belleza,<br />
embutida en una galera ajustada al talle y un turbante en la parte<br />
alta <strong>de</strong> la cabeza, que levantó un ligero murmullo entre los<br />
convocados. <strong>El</strong> joyero Juan García se volvió a él y le confirmó: doña<br />
Ana Enríquez, hija <strong>de</strong> los marqueses <strong>de</strong> Alcañices. Minutos antes <strong>de</strong><br />
aparecer doña Ana se había oído rodar un carruaje que no se <strong>de</strong>tuvo<br />
hasta el siguiente cruce. Al parecer, doña Ana Enríquez temía la<br />
oscuridad pero, al propio tiempo, se mostraba pru<strong>de</strong>nte, no quería<br />
facilitar la localización <strong>de</strong>l conventículo. Por último, cerrando la<br />
puerta tras sí, entró el servicial Juan Sánchez, con su gran cabeza y<br />
su piel arrugada, <strong>de</strong> papel viejo, que se sentó <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> Cipriano, en<br />
la esquina izquierda <strong>de</strong>l primer escañil. Todos miraban expectantes<br />
al Doctor y a su madre, en lo alto <strong>de</strong>l estrado, y, una vez que cesaron<br />
los cuchicheos, doña Leonor carraspeó y advirtió que se abría el acto<br />
con la lectura <strong>de</strong> un hermoso salmo que sus hermanos <strong>de</strong> Wittenberg<br />
cantaban a diario pero que ellos, por el momento, <strong>de</strong>berían<br />
conformarse con rezarlo. Doña Leonor hablaba con su voz lenta, bien<br />
modulada, potente pero reprimida. Cipriano miró a doña Ana, cuyo<br />
largo cuello emergía <strong>de</strong> la galera ornado con un collar <strong>de</strong> perlas, y<br />
la vio reclinar la cabeza y entrelazar <strong>de</strong>votamente los <strong>de</strong>dos <strong>de</strong> las<br />
manos.<br />
Cipriano pretendía encontrar en las estrofas <strong>de</strong>l salmo alusiones<br />
prohibidas:<br />
Ben<strong>de</strong>cid al Señor en todo momento, Su alabanza estará siempre en<br />
mi boca.
Mi alma se gloria en la alabanza <strong>de</strong>l Señor, Que lo oigan los<br />
miserables y se alegren.<br />
Al iniciar la segunda estrofa, doña Leonor, que seguramente había<br />
encontrado fría la primera, acentuó el énfasis, pero el Doctor la<br />
golpeó discretamente con el codo y ella bajó el tono:<br />
Alabad conmigo al Señor.<br />
Ensalcemos todos juntos su nombre; Porque busqué al Señor y me ha<br />
respondido, Me ha librado <strong>de</strong> todos los temores.<br />
Ana Enríquez levantó la cabeza, carraspeó y sonrió dulcemente.<br />
<strong>El</strong> Doctor se inclinó hacia su madre y cambió con ella una breve<br />
impresión. Doña Leonor seguía el or<strong>de</strong>n <strong>de</strong>l día y él se reservaba,<br />
como los divos, el final <strong>de</strong> la velada. <strong>El</strong> silencio era total en la sala<br />
cuando doña Leonor anticipó que el conventículo iba a versar sobre<br />
las reliquias y otras supersticiones y, para iniciarlo, leería alguno<br />
<strong>de</strong> los diálogos <strong>de</strong> Latancio y Arcidiano <strong>de</strong>l libro <strong>de</strong> Alfonso <strong>de</strong><br />
Valdés, “Diálogos <strong>de</strong> las cosas acaecidas en Roma”. <strong>El</strong> texto —dijo—<br />
mueve a la hilaridad pero les ruego lo celebren con un poco <strong>de</strong><br />
discreción dados la hora y el lugar en que nos encontramos.<br />
Cipriano miró a Ana Enríquez, su cabeza erguido, el cuello blanco<br />
sobresaliendo <strong>de</strong> la galera granate, su mano <strong>de</strong>recha, muy cuidada,<br />
aferrada al respaldo <strong>de</strong>l escañil <strong>de</strong>lantero. Doña Leonor, antes <strong>de</strong><br />
empezar la lectura, advirtió que no pocas <strong>de</strong> estas creencias<br />
ridículas circulaban aún por nuestras iglesias y conventos y se<br />
respetaban como artículos <strong>de</strong> fe. Abrió el libro por don<strong>de</strong> indicaba la<br />
cinta y leyó: “Latancio” y, tras una breve pausa, continuó:<br />
Decís muy gran verdad, mas mirad que, no sin causa, Dios ha<br />
permitido esto, por los engaños que se hacen con estas reliquias que<br />
sacan dinero <strong>de</strong> los simples, porque hallaréis muchas reliquias que<br />
os las mostrarán en dos o tres lugares. Si vais a Dura, en Alemania,<br />
os mostrarán la cabeza <strong>de</strong> santa Ana, madre <strong>de</strong> Nuestra Señora. Y lo<br />
mismo os mostrarán en León, <strong>de</strong> Francia. Claro es que lo uno o lo<br />
otro es mentira si no quieren <strong>de</strong>cir que Nuestra Señora tuvo dos<br />
madres o santa Ana dos cabezas. Y siendo mentira ¿no es gran mal<br />
que quieran engañar a la gente y quieran tener en veneración un<br />
cuerpo muerto que quizá es <strong>de</strong> algún ahorcado?<br />
Cuál tendrían por mayor inconveniente: ¿que no se hallara el cuerpo<br />
<strong>de</strong> santa Ana o que por él se hiciese venerar el cuerpo <strong>de</strong> alguna<br />
mujer <strong>de</strong> por ahí?
Arcidiano<br />
Mas querría que ni aquél ni otro ninguno pareciese, que no que me<br />
hicieran adorar un pecador en lugar <strong>de</strong> un santo.<br />
Cipriano asentía a las palabras <strong>de</strong> doña Leonor, bajaba la cabeza<br />
afirmativamente ante la ingeniosa respuesta <strong>de</strong> Arcidiano.<br />
La voz <strong>de</strong> doña Leonor proseguía:<br />
Latancio<br />
¿No querríais mejor que el cuerpo <strong>de</strong> santa Ana que, como dicen,<br />
está en Dura y en León, enterrasen en una sepultura y nunca se<br />
mostrara, que no que con el uno <strong>de</strong> ellos engañasen tanta gente?<br />
Arcidiano<br />
Sí, por cierto.<br />
Latancio<br />
Pues <strong>de</strong> esta manera hallaréis infinitas reliquias por el mundo y se<br />
per<strong>de</strong>ría muy poco en que no las hubiese. Quisiera Dios que en ello se<br />
pusiera remedio.<br />
<strong>El</strong> prepucio <strong>de</strong> Nuestro Señor yo lo he visto en Roma y en Burgos y<br />
también en Nuestra Señora <strong>de</strong> Auvernia (rumores <strong>de</strong> risas). Y la<br />
cabeza <strong>de</strong> sant Joan Baptista, en Roma y en Amiens, <strong>de</strong> Francia<br />
(cuchicheos y risas). Doce apóstoles habría si los quisierais contar, y,<br />
aunque no fueron más <strong>de</strong> doce, hallaríamos veinticuatro en diversos<br />
lugares <strong>de</strong>l mundo. Los clavos <strong>de</strong> la cruz escribe Eusebio que fueron<br />
tres y el uno lo echó santa <strong>El</strong>ena en el mar Adriático para amansar<br />
la tempestad y el otro hizo fundir un almete para su hijo y <strong>de</strong>l otro<br />
hizo un freno para su caballo...<br />
Súbitamente se oyeron pasos y ruido <strong>de</strong> voces en la calle.<br />
Inmediatamente cesaron las risas reprimidas <strong>de</strong> los congregados,<br />
doña Leonor interrumpió la lectura y levantó la cabeza. Reinaba un<br />
gran silencio; el auditorio, pendiente <strong>de</strong> la mesa, no respiraba. <strong>El</strong><br />
Doctor Cazalla alzó su mano blanca y <strong>de</strong>lgada y ocultó la llama <strong>de</strong><br />
la bujía. Cipriano hizo otro tanto con la <strong>de</strong>l vano, a su lado. Las<br />
voces se aproximaban. Doña Leonor miraba a los presentes uno por<br />
uno como queriendo transmitirles seguridad. <strong>El</strong> grupo parecía<br />
haberse <strong>de</strong>tenido ante la casa y, <strong>de</strong> pronto, sonó una voz potente:
“Pensaban ir juntos”, dijo la voz. Cipriano no dudó que habían sido<br />
<strong>de</strong>scubiertos, que alguien los había <strong>de</strong>latado.<br />
Esperaba crispado el aldabonazo pero éste no se produjo. Se oyó, en<br />
cambio, otra palabra, “mercenarios”, al pie <strong>de</strong> la casa. Luego ruido<br />
<strong>de</strong> pasos y <strong>de</strong> conversaciones entrecruzadas otra vez. Los rostros <strong>de</strong><br />
los reunidos habían empali<strong>de</strong>cido y el temor asomaba a sus ojos.<br />
Pero, poco a poco, a medida que los pasos y las voces empezaban a<br />
alejarse, iba volviéndoles el color, excepto al Doctor que mostraba<br />
una livi<strong>de</strong>z transparente, vidriosa. <strong>El</strong> grupo seguía alejándose y, una<br />
vez que las voces se convirtieron en un rumor, el Doctor liberó la luz<br />
<strong>de</strong> la vela y doña Leonor, serena en todo momento, tomó el libro y<br />
dijo simplemente:<br />
”continuamos”. Y reanudó la lectura:<br />
... <strong>de</strong>l otro hizo un freno para su caballo —repitió—; y ahora hay<br />
uno en Roma, y otro en Milán, y otro en Colonia, y otro en París, y<br />
otro en León, y otros infinitos (volvieron las risas más animadas).<br />
Pues <strong>de</strong>l palo <strong>de</strong> la Cruz dígoos <strong>de</strong> verdad que si todo lo que dicen<br />
que hay <strong>de</strong>lla fuese cierto, bastaría para cargar <strong>de</strong> leña una carreta.<br />
Dientes que mudaba Nuestro Señor cuando era niño pasan <strong>de</strong><br />
quinientos los que hoy se muestran solamente en Francia.<br />
Pues leche <strong>de</strong> Nuestra Señora, cabellos <strong>de</strong> la Magdalena, muelas <strong>de</strong><br />
sant Cristóbal, no tienen cuento. Y más allá <strong>de</strong> la incertidumbre que<br />
en esto hay, es una vergüenza muy gran<strong>de</strong> ver lo que en algunas<br />
partes dan a enten<strong>de</strong>r a la gente. <strong>El</strong> otro día, en un monasterio muy<br />
antiguo, me mostraron las tablas <strong>de</strong> las reliquias que tenían y vi<br />
entre otras cosas que <strong>de</strong>cía:<br />
|Un pedazo <strong>de</strong>l torrente <strong>de</strong> Cedrón|. Pregunté si era <strong>de</strong>l agua o <strong>de</strong><br />
las piedras <strong>de</strong> aquel arroyo y dijéronme que no me burlara <strong>de</strong> las<br />
reliquias. Había otro capítulo que <strong>de</strong>cía: |De la tierra don<strong>de</strong><br />
apareció el ángel a los pastores|. Y no les osé preguntar qué<br />
entendían por aquello.<br />
Si os quisiera <strong>de</strong>cir otras cosas más ridículas e impías que suelen<br />
<strong>de</strong>cir que tienen, como <strong>de</strong>l ala <strong>de</strong>l ángel sant Gabriel, <strong>de</strong> la sombra<br />
<strong>de</strong>l bordón <strong>de</strong>l señor Santiago, <strong>de</strong> las plumas <strong>de</strong>l Espíritu Santo, <strong>de</strong>l<br />
jubón <strong>de</strong> la Trinidad y otras infinitas cosas a éstas semejantes, sería<br />
para haceros morir <strong>de</strong> risa. Solamente os diré que pocos días ha que<br />
en una iglesia colegial me mostraron una costilla <strong>de</strong> sant Salvador.<br />
Si hubo otro Salvador, sino Jesucristo y si él <strong>de</strong>jó acá alguna costilla<br />
o no, véanlo ellos.
Arcidiano<br />
Eso, como <strong>de</strong>cís, a la verdad, es más <strong>de</strong> reír que <strong>de</strong> llorar.<br />
Los últimos párrafos habían iluminado el rostro <strong>de</strong> doña Leonor con<br />
su sonrisa <strong>de</strong>ntona. Cerró el libro y observó a los asistentes con<br />
evi<strong>de</strong>nte regocijo, en tanto, el Doctor, que apenas si había<br />
recuperado el color, retiró un poco la escribanía y cruzó los brazos<br />
sobre la mesa como solía hacer en el púlpito en los momentos<br />
cruciales. En la sala se habían producido algunas toses y<br />
carraspeos, aprovechando la pausa, pero al observar los<br />
preparativos <strong>de</strong>l Doctor, se hizo <strong>de</strong> nuevo el silencio. La voz <strong>de</strong><br />
Cazalla, entera y empañada como en los sermones, resultaba más<br />
asequible y confi<strong>de</strong>ncial que en la iglesia. Aludió al famoso diálogo<br />
<strong>de</strong> Latancio y Arcidiano, parte <strong>de</strong>l cual acababan <strong>de</strong> escuchar, y dijo<br />
que era <strong>de</strong> por sí tan expresivo y jocoso, que casi sobraba todo<br />
comentario. Pero atraído, como siempre, por la sistemática y el<br />
or<strong>de</strong>n dijo que, aprovechando la circunstancia <strong>de</strong> la lectura, iba a<br />
<strong>de</strong>cir dos palabras sobre el tema que traían entre manos: las<br />
reliquias.<br />
<strong>El</strong> auditorio se había distraído un poco, se miraban unos a otros, se<br />
saludaban inclinando las cabezas. Cipriano advirtió que don Carlos<br />
<strong>de</strong> Seso se volvía con frecuencia hacia Ana Enríquez. Y que el<br />
bachiller Herrezuelo tenía como una cicatriz que tiraba <strong>de</strong> su labio<br />
superior, imprimiéndole una mueca permanente que no se sabía si<br />
era <strong>de</strong> alborozo o <strong>de</strong> repugnancia.<br />
Por su parte la familia Cazalla se había relajado. La palabra <strong>de</strong> la<br />
madre encerraba para algunos mayor atractivo que la <strong>de</strong>l Doctor y<br />
varios <strong>de</strong> ellos habían reído en corto durante la lectura <strong>de</strong>l coloquio<br />
<strong>de</strong> Latancio y Arcidiano. <strong>El</strong> Doctor inició así un breve comentario al<br />
texto. Volvió a mencionar el humor cáustico <strong>de</strong> Valdés y advirtió que<br />
el culto a las reliquias respondía <strong>de</strong> ordinario a invenciones urdidas<br />
sobre Cristo o los santos que, como diría Lutero, |hacían reír al<br />
diablo|. A lo largo <strong>de</strong> unos minutos intentó <strong>de</strong>mostrar que las<br />
reliquias eran algo innecesario y no sólo inútil sino nocivo para la<br />
Iglesia y que <strong>de</strong>beríamos esforzarnos para <strong>de</strong>sarraigar ese culto<br />
pueril <strong>de</strong> nuestras costumbres religiosas. Y con esa habilidad<br />
congénita <strong>de</strong>l Doctor para enhebrar dos hilos en la misma aguja<br />
terminó hablando <strong>de</strong>l problema <strong>de</strong> las indulgencias, tan frecuente en<br />
su oratoria, para <strong>de</strong>cir que las indulgencias, para vivos y para<br />
muertos, se producían inevitablemente con el dinero <strong>de</strong> por medio y
concluyó afirmando que estos negocios no sólo carecían <strong>de</strong> valor<br />
escriturístico sino que era evi<strong>de</strong>nte la falacia a que daban lugar.<br />
Sus últimas palabras cayeron ya sobre un auditorio fatigado.<br />
Cipriano seguía con atención el <strong>de</strong>sarrollo <strong>de</strong> los actos, pero se<br />
azoró cuando doña Leonor, una vez terminado el parlamento <strong>de</strong>l<br />
Doctor, le sonrió <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el estrado y le dio la bienvenida en alta voz.<br />
Se trata <strong>de</strong> un hombre generoso y <strong>de</strong>voto, dijo, cuya colaboración nos<br />
será <strong>de</strong> gran utilidad. Todos volvieron la cabeza hacia él y<br />
asintieron, y doña Ana Enríquez dijo entonces que a la buena nueva<br />
<strong>de</strong> la incorporación <strong>de</strong>l señor Salcedo al grupo <strong>de</strong>bía añadir otra: el<br />
hecho <strong>de</strong> que dos personas muy ligadas a la Corona, <strong>de</strong> gran<br />
influencia política, estaban en contacto con uno <strong>de</strong> los hermanos y<br />
no tardarían mucho en unirse a ellos. Pedro Cazalla, visiblemente<br />
disgustado con estos optimismos fuera <strong>de</strong> lugar, replicó que era<br />
preciso actuar con pru<strong>de</strong>ncia y cautela, que la prisa no era buena<br />
consejera y que si en principio era provechoso incorporar a la secta<br />
personas influyentes, no <strong>de</strong>bían olvidar el riesgo que semejantes<br />
adhesiones comportaba. Doña Catalina Ortega, por su parte, afirmó<br />
saber <strong>de</strong> buena tinta que la cifra <strong>de</strong> luteranos en España<br />
sobrepasaba los seis mil y que, por los menti<strong>de</strong>ros <strong>de</strong> la Corte,<br />
circulaba la especie <strong>de</strong> que la princesa María y el mismísimo Rey <strong>de</strong><br />
Bohemia simpatizaban con ellos. Una boca contagiaba a otra y<br />
Juana <strong>de</strong> Silva, la esposa <strong>de</strong> Juan Cazalla, <strong>de</strong> natural retraído, dijo<br />
entonces que el propio Rey <strong>de</strong> España veía con simpatía el<br />
movimiento reformista pero los compromisos <strong>de</strong> la Corte no le<br />
permitían exteriorizarlo. La euforia, como solía ocurrir en todos los<br />
conventículos, se iba extendiendo y, para tratar <strong>de</strong> reducir los<br />
hechos a la escueta realidad <strong>de</strong> cada día, el bachiller Herrezuelo<br />
tomó la palabra e hizo ver que todas estas victorias quiméricas eran<br />
propias <strong>de</strong> situaciones clan<strong>de</strong>stinas como la que estaban viviendo y<br />
no conducían a nada práctico, salvo a crear falsas ilusiones que<br />
luego <strong>de</strong>smoralizarían al grupo al venirse abajo. <strong>El</strong> Doctor apoyó con<br />
calor las manifestaciones <strong>de</strong>l bachiller Herrezuelo y anunció que<br />
iban a proce<strong>de</strong>r a celebrar la eucaristía, el momento culminante <strong>de</strong><br />
la reunión. Fervorosamente, sin revestirse, utilizando una gran copa<br />
<strong>de</strong> cristal y una ban<strong>de</strong>ja <strong>de</strong> plata, con la audiencia arrodillada, don<br />
Agustín Cazalla consagró el pan y el vino y los distribuyó luego entre<br />
los asistentes que <strong>de</strong>sfilaron ante él. Uno a uno regresaban a sus<br />
bancos con recogimiento y el Doctor terminó la ceremonia dando <strong>de</strong><br />
comulgar a su madre en el estrado. Tras la acción <strong>de</strong> gracias, el<br />
Doctor, puesto en pie, les tomó juramento sobre la Biblia <strong>de</strong> que<br />
nunca revelarían a nadie el secreto <strong>de</strong> los conventículos y no<br />
<strong>de</strong>latarían a un hermano ni en tiempos <strong>de</strong> persecución. Tras el<br />
enérgico |juramos| con que respondieron los reunidos, la asamblea<br />
se disolvió y alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> la tarima se congregaron algunos
circunstantes, comentando a media voz los últimos acontecimientos.<br />
Durante unos minutos Cipriano Salcedo constituyó la principal<br />
atracción, estrechando manos y recibiendo parabienes. <strong>El</strong> diligente<br />
Juan Sánchez, con su rostro <strong>de</strong> papel viejo, organizaba la<br />
evacuación discreta <strong>de</strong>l piso formando parejas que abandonaban la<br />
casa cada dos minutos. Tras la salida <strong>de</strong> la primera pareja, regresó<br />
a la capilla y anunció la novedad:<br />
—Está nevando —dijo.<br />
Pero nadie pareció escucharle.<br />
<strong>El</strong> grupo se <strong>de</strong>sentumecía tras hora y media <strong>de</strong> inmovilidad y Ana<br />
Enríquez, a quien Cipriano Salcedo había preguntado por su<br />
domicilio, le informó que vivía parte <strong>de</strong>l año en Zamora y otra parte<br />
en la casa <strong>de</strong> placer que su padre tenía en Valladolid, en la orilla<br />
izquierda <strong>de</strong>l Pisuerga en su confluencia con el Duero. Le animó a<br />
visitarla para hablar <strong>de</strong> doctrina y confortarse mutuamente. Por su<br />
parte, el bachiller Herrezuelo expuso sus dudas sobre la eficacia <strong>de</strong><br />
los conventículos y, en cualquier caso, si esa presunta eficacia<br />
compensaba el peligro que corrían y si no sería más útil y menos<br />
arriesgado mantener la comunicación entre los miembros por medio<br />
<strong>de</strong> correos periódicos mensuales. <strong>El</strong> Doctor admitió que no estaría<br />
mal simultanear ambos procedimientos, pero <strong>de</strong>fendió los<br />
conventículos como única fórmula posible <strong>de</strong> convivencia y <strong>de</strong><br />
compartir la eucaristía. Juan Sánchez, visto el fracaso <strong>de</strong> su<br />
primera advertencia y que la segunda pareja <strong>de</strong>moraba la salida,<br />
repitió:<br />
—Está nevando.<br />
Y, entonces sí, entonces surgieron los comentarios, las alarmas y las<br />
prisas. Fueron abandonando la casa <strong>de</strong> dos en dos y cuando, al<br />
final, solo ya, Cipriano Salcedo salió a la calle, advirtió en los copos<br />
que caían una cierta luminosidad. Se veía mejor que dos horas<br />
antes, el ambiente era más claro, y la nieve acumulada en el suelo<br />
avivaba esta impresión. Se embozó en el capuz y sonrió íntimamente.<br />
Se sentía contento y protegido, se esponjaba. Pero, más que los<br />
halagos <strong>de</strong> la acogida, le había emocionado la reunión en sí misma.<br />
En su mente confusa buscaba la palabra a<strong>de</strong>cuada para <strong>de</strong>finirla y<br />
cuando la halló sonrió abiertamente y se frotó las manos bajo el<br />
capuz: fraternidad; ésta era la palabra justa y lo que él había creído<br />
encontrar entre sus correligionarios. Aquel conventículo clan<strong>de</strong>stino<br />
era una reunión <strong>de</strong> hermanos alentada por la fe y el temor, como las<br />
<strong>de</strong> los primitivos cristianos en las catacumbas, como las <strong>de</strong> los<br />
apóstoles tras la resurrección <strong>de</strong> Cristo. Sentía como una emoción
in<strong>de</strong>finible que a ratos se traducía en una culebrilla fría por la<br />
columna vertebral. Tenía conciencia <strong>de</strong> que se hallaba al comienzo<br />
<strong>de</strong> algo, <strong>de</strong> que había entrado a participar en una hermandad don<strong>de</strong><br />
nadie te preguntaba quién eras para socorrerte. Des<strong>de</strong> el criado<br />
Juan Sánchez a la aristócrata Ana Enríquez, todos parecían<br />
disfrutar <strong>de</strong> las mismas consi<strong>de</strong>raciones allí. Una fraternidad sin<br />
clases, se dijo. Y, en un momento <strong>de</strong> euforia cordial, pensó en la<br />
posibilidad <strong>de</strong> hacer partícipes <strong>de</strong> su felicidad a sus amigos y<br />
asalariados, Martín Martín, Dionisio Manrique, incluso a sus tíos<br />
Gabriela e Ignacio. Pensó que no se hallaba lejos <strong>de</strong>l mundo<br />
fraternal en que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> niño había soñado.<br />
En una i<strong>de</strong>alización inefable se vio, <strong>de</strong> pronto, como un apóstol<br />
propagando la buena nueva, organizando un conventículo<br />
multitudinario, tal vez en el almacén <strong>de</strong> la Ju<strong>de</strong>ría, don<strong>de</strong> pastores,<br />
curtidores, sastres, costureras, tramperos y arrieros, alabarían<br />
juntos a Nuestro Señor. Y, llegado el caso, millares <strong>de</strong> vallisoletanos<br />
se congregarían en la Plaza <strong>de</strong>l Mercado para entonar, sin oposición<br />
alguna, los salmos que ahora rezaba furtivamente doña Leonor al<br />
comenzar las asambleas.<br />
A la tar<strong>de</strong> siguiente visitó a doña Leonor y a su hijo. Sabía por Pedro<br />
Cazalla y don Carlos <strong>de</strong> Seso que en Ávila, Zamora y Toro existían<br />
pequeños grupos cristianos, satélites <strong>de</strong>l núcleo más importante <strong>de</strong><br />
Valladolid, con los que, <strong>de</strong> vez en cuando, se relacionaban Cristóbal<br />
<strong>de</strong> Padilla, criado <strong>de</strong>l marqués <strong>de</strong> Alcañices, y Juan Sánchez. Pero<br />
los movimientos <strong>de</strong> éstos, su tosco y elemental bagaje intelectual, su<br />
falta <strong>de</strong> tacto, preocupaban seriamente al Doctor. Había que tomar<br />
más en serio estos contactos y Cipriano podía ser el encargado <strong>de</strong><br />
ello. Al Doctor le satisfizo su buena disposición. Le sobraban<br />
discreción, talento y dinero para afrontar la tarea. Luego quedaba<br />
Andalucía.<br />
De Sevilla, <strong>de</strong>l grupo luterano <strong>de</strong>l sur, estaban cada vez más<br />
alejados y los cambios <strong>de</strong> impresiones, dada la vigilancia <strong>de</strong>l Santo<br />
Oficio, eran muy precarios. Los sevillanos no ignoraban que un<br />
correo interceptado a tiempo podría <strong>de</strong>smantelar simultáneamente<br />
los dos focos protestantes en unas horas.<br />
De ahí que la <strong>de</strong>sconexión entre ambos fuese casi total. Don Agustín<br />
Cazalla vio, pues, con buenos ojos el ofrecimiento <strong>de</strong> Salcedo, su<br />
disponibilidad. Cipriano podía empezar por Castilla y terminar en<br />
Andalucía. Era buen jinete y no miraba el tiempo ni el dinero.<br />
Comenzó visitando los tres conventos <strong>de</strong> la villa don<strong>de</strong> tenían<br />
a<strong>de</strong>ptos y con los que hacía meses que no se comunicaban: Santa<br />
Clara, Santa Catalina y Santa María <strong>de</strong> Belén. Portaba cartas <strong>de</strong>
presentación para las monjas y celebró charlas <strong>de</strong> locutorio con las<br />
superioras: Eufrosina Ríos, María <strong>de</strong> Rojas y Catalina <strong>de</strong> Reinoso,<br />
respectivamente. Las tres eran incondicionales pero el Doctor<br />
<strong>de</strong>seaba saber si las nuevas i<strong>de</strong>as progresaban entre las novicias o<br />
permanecían estancadas. Su difusión era arriesgada en los<br />
conventos, al <strong>de</strong>cir <strong>de</strong>l Doctor, ya que nunca faltaban personas<br />
fanáticas prestas a ir con el cuento a la Inquisición. Eufrosina Ríos<br />
le confirmó los temores <strong>de</strong>l Doctor en el convento <strong>de</strong> Santa Clara. No<br />
obstante, había sido una novicia, Il<strong>de</strong>fonsa Muñiz, profundamente<br />
i<strong>de</strong>ntificada con la Reforma, la que había introducido en el convento<br />
el tratadito <strong>de</strong> Lutero “La libertad <strong>de</strong>l cristiano”, y estudiaba la<br />
mejor manera <strong>de</strong> difundirlo.<br />
Peor estaban las cosas en las Catalinas, don<strong>de</strong>, aparte el fervor <strong>de</strong><br />
María <strong>de</strong> Rojas, nada se había alterado y, dadas las circunstancias,<br />
según información <strong>de</strong> la superiora, mejor sería <strong>de</strong> momento no<br />
intentarlo. La sorpresa vino <strong>de</strong>l monasterio <strong>de</strong> Belén por boca <strong>de</strong><br />
Catalina <strong>de</strong> Reinoso, la priora.<br />
A través <strong>de</strong>l torno, con su voz nasal, muy monjil, Catalina le dio<br />
cuenta <strong>de</strong>l avance <strong>de</strong> las nuevas i<strong>de</strong>as intramuros. Eran muchas las<br />
religiosas que habían abrazado la teoría <strong>de</strong>l beneficio <strong>de</strong> Cristo y le<br />
facilitó la relación: Margarita <strong>de</strong> Santisteban, Marina <strong>de</strong> Guevara,<br />
María <strong>de</strong> Miranda, Francisca <strong>de</strong> Zúñiga, Felipa <strong>de</strong> Heredia y<br />
Catalina <strong>de</strong> Alcázar. <strong>El</strong> resto <strong>de</strong> la comunidad estaba bien orientado;<br />
únicamente le pedía al Doctor dos cosas: libros sencillos y un poco<br />
<strong>de</strong> paciencia. Cipriano anotó los nombres <strong>de</strong> las nuevas cristianas y<br />
los incorporó al fichero que guardaba en su <strong>de</strong>spacho y que, día a<br />
día, iba creciendo.<br />
Antes <strong>de</strong> partir para Ávila y Zamora, Cipriano Salcedo encargó al<br />
impresor Agustín Becerril una edición <strong>de</strong> cien ejemplares <strong>de</strong> “<strong>El</strong><br />
beneficio <strong>de</strong> Cristo”, tomando como base el manuscrito <strong>de</strong> Pedro<br />
Cazalla. Hombre guardoso, Becerril aceptó el encargo a cambio <strong>de</strong><br />
una pingüe cantidad y, sopesando pros y contras, se comprometió a<br />
editar los ejemplares a condición <strong>de</strong> que nadie más se enterase <strong>de</strong> la<br />
operación. Él mismo, sin ayudas, realizó la tirada y, una noche, al<br />
cabo <strong>de</strong> un mes, Cipriano recogía el paquete en su coche, en la<br />
trasera <strong>de</strong> la imprenta. La posibilidad <strong>de</strong> disponer <strong>de</strong> cien<br />
ejemplares <strong>de</strong> “<strong>El</strong> beneficio <strong>de</strong> Cristo” fue muy comentada y<br />
celebrada en el conventículo <strong>de</strong>l 16 <strong>de</strong> febrero. Ahora había que<br />
distribuir los libros con tacto, sin precipitaciones, procurando la<br />
mayor eficacia en su difusión.<br />
En Ávila conectó con doña Guiomar <strong>de</strong> Ulloa, mujer <strong>de</strong> alcurnia, que,<br />
<strong>de</strong> vez en cuando, celebraba tertulias cristianas en un palacio
pegado a la muralla. Aquella mujer <strong>de</strong>jaba traslucir una gran<br />
dignidad que aumentaba cuando tomaba la palabra. Su actividad<br />
era pequeña y no podía ser <strong>de</strong> otra manera: en la ciudad dominaba<br />
un catolicismo rutinario, <strong>de</strong>cía, muy poco reflexivo y abierto. A<br />
cambio, sus cenáculos tenían fama por su altura y calidad. Por su<br />
casa habían pasado fray Pedro <strong>de</strong> Alcántara, fray Domingo <strong>de</strong> Rojas,<br />
Teresa <strong>de</strong> Cepeda y otra serie <strong>de</strong> personas eminentes. Cipriano la<br />
escuchaba con arrobo, recostado en la otomana, ro<strong>de</strong>ado <strong>de</strong> cojines<br />
como un sultán. También pasó por aquí, dijo la dama, el doctor<br />
Cazalla a poco <strong>de</strong> regresar <strong>de</strong> Alemania. Con motivo <strong>de</strong> su visita<br />
convocó a los hermanos <strong>de</strong> la provincia, el barbero <strong>de</strong> Piedrahíta,<br />
Luis <strong>de</strong> Frutos, el joyero Mercadal, <strong>de</strong> Peñaranda <strong>de</strong> Bracamonte, y a<br />
su sobrino Vicente Carretero. <strong>El</strong> Doctor escuchó a todos, uno por uno,<br />
y <strong>de</strong>jó buena memoria <strong>de</strong> su paso, aunque él, personalmente,<br />
marchara <strong>de</strong>cepcionado. Era una provincia difícil, áspera, dijo y<br />
doña Guiomar asintió. Cipriano Salcedo bebía ahora en las mismas<br />
fuentes, cambiaba impresiones con los mismos personajes, pero<br />
Luciano <strong>de</strong> Mercadal, el joyero, no se mostraba tan pesimista como<br />
doña Guiomar.<br />
Era cierto que Ávila, la capital, era muy tradicionalista, pero en<br />
Peñaranda y Piedrahíta había facciones en vías <strong>de</strong> organizarse y él<br />
estaba en ello. De momento, en Peñaranda, podía contarse con doña<br />
María Dolores Rebolledo, Mauro Rodríguez y don Rafael Velasco,<br />
como incondicionales, y en Piedrahíta con el carpintero Pedro<br />
Burgueño animador <strong>de</strong> una terna interesante.<br />
De ahí saltó Cipriano a Zamora, a Al<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l Palo. En el trayecto<br />
advirtió por primera vez en su caballo “Relámpago” unos repentinos<br />
<strong>de</strong>sfallecimientos que le preocuparon. <strong>El</strong> animal no había conocido<br />
enfermedad y estas manifestaciones parecían graves. De pronto<br />
había <strong>de</strong>jado <strong>de</strong> ser el corcel infatigable, capaz <strong>de</strong> hacerse <strong>de</strong> una<br />
tirada y al galope el trayecto Valladolid—Pedrosa. Ahora había que<br />
conce<strong>de</strong>rle treguas, al paso o al trote corto. Pero estos<br />
<strong>de</strong>sfallecimientos súbitos que evi<strong>de</strong>nciaba ahora, seguidos <strong>de</strong><br />
ruidosos ahogos asmáticos, constituían algo nuevo que evi<strong>de</strong>nciaba<br />
que “Relámpago” había envejecido, no era ya caballo para una<br />
prisa, en el que po<strong>de</strong>r confiar. Consultaría a su regreso con Aniano<br />
Domingo, el tratante <strong>de</strong> Rioseco, muy entendido en caballerías. De<br />
momento le palmeó el cuello y se dio cuenta <strong>de</strong> que el animal sudaba<br />
copiosamente. Así y todo llegó a tiempo a la reunión <strong>de</strong> Pedro Sotelo,<br />
en cuya casa tenía el proselitista Cristóbal <strong>de</strong> Padilla no sólo un<br />
refugio seguro sino un lugar apropiado para la celebración <strong>de</strong><br />
cenáculos. Sotelo era hombre pigre, <strong>de</strong> gruesos carrillos,<br />
barbilampiño. Con Padilla formaba una pareja cómica: aquél con su<br />
trasero <strong>de</strong>smedido, bajo, barrigudo y Padilla con sus melenas rojas,
lacias y <strong>de</strong>scuidadas, flaco como un huso. No obstante, uno confiaba<br />
en el otro y parecían inseparables, aunque a Cipriano le preocupó la<br />
temeridad con que ambos se producían. En sus conventículos, a<br />
pleno día, no se exigían controles ni contraseñas. Todo el mundo<br />
podía entrar en la casa, con lo que las reuniones resultaban<br />
excesivamente vivas y agresivas sin cultos que las justificasen. Al<br />
llegar Cipriano, ya estaban allí, con los organizadores, don Juan <strong>de</strong><br />
Acuña, hijo <strong>de</strong>l virrey Blasco, recién venido <strong>de</strong> Alemania, Antonia <strong>de</strong>l<br />
Águila, novicia <strong>de</strong> la Encarnación, el bachiller Herrezuelo y otra<br />
media docena <strong>de</strong> personas <strong>de</strong>sconocidas. Mas, antes <strong>de</strong> que Acuña<br />
bromeara con la monja, entraron dos jesuitas que se sentaron en el<br />
último banco. Justo en ese momento don Juan <strong>de</strong> Acuña le <strong>de</strong>cía a<br />
Antonia <strong>de</strong>l Águila irónicamente que Dios le había hecho la merced<br />
<strong>de</strong> ser monja porque no servía para casada, a lo que la novicia, muy<br />
templada, le respondió que aún no lo era, no era monja, pero<br />
pensaba serlo previa dispensa <strong>de</strong>l Santo Padre. Acuña adujo,<br />
entonces, impru<strong>de</strong>ntemente, que las dispensas <strong>de</strong> los votos <strong>de</strong><br />
castidad no estaban ya en manos <strong>de</strong>l Papa, momento en que el más<br />
joven y aguerrido <strong>de</strong> los jesuitas, puesto en pie, intervino para <strong>de</strong>cir,<br />
sin venir a cuento, que acababa <strong>de</strong> regresar <strong>de</strong> Alemania y había<br />
observado que allí los luteranos vivían con mucha disolución, dando<br />
mal ejemplo, mientras los sacerdotes católicos lo hacían con mucho<br />
recogimiento y honestidad. La provocación era manifiesta, pero don<br />
Juan, puesto en pie y accionando con vehemencia, aceptó el <strong>de</strong>safío<br />
y voceó que también él venía <strong>de</strong> Alemania y lo que había visto no<br />
coincidía con lo manifestado por su reverencia. <strong>El</strong> jesuita joven le<br />
preguntó entonces qué conclusiones había sacado él <strong>de</strong> su viaje y<br />
Acuña, sin una vacilación, resaltó que tres esencialmente: la unción<br />
<strong>de</strong> los predicadores luteranos, su esfuerzo por ser honrados y<br />
parecerlo y el hecho <strong>de</strong> que tuvieran mujeres propias y no mancebas.<br />
<strong>El</strong> otro jesuita, el <strong>de</strong> más edad, intentó intervenir, pero don Juan<br />
frenó sus pretensiones: un momento, reverencia, dijo, aún no he<br />
terminado.<br />
Y seguidamente, sin ninguna precaución, se lanzó a censurar al<br />
clero católico alemán que, según él, comía y bebía a dos carrillos,<br />
mantenía en casa a sus concubinas y, lo que aún era peor, dijo, se<br />
ufanaba y hacía gala <strong>de</strong> todo ello.<br />
Cipriano se exasperaba. Y su irritación iba en aumento a medida que<br />
la controversia se centraba en minucias sobre la vida religiosa en<br />
Centroeuropa. Miraba ora a Sotelo ora a Padilla, pero ninguno <strong>de</strong><br />
ellos parecía dispuesto a intervenir en el <strong>de</strong>bate y encauzarlo.<br />
Llegó a pensar que ése <strong>de</strong>bía ser el tono habitual <strong>de</strong> los<br />
conventículos en Al<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l Palo y se estremeció. Pero todavía don
Juan <strong>de</strong> Acuña vociferaba que era público y notorio que una <strong>de</strong> las<br />
razones que movía a los alemanes a cerrar conventos era la vida<br />
licenciosa que se hacía en ellos y que, en este aspecto, la secta<br />
menos mala era la <strong>de</strong> Lutero.<br />
Cipriano advertía que las palabras habían ido <strong>de</strong>masiado lejos y ya<br />
no era fácil reconducir el coloquio hacia otros <strong>de</strong>rroteros. <strong>El</strong> jesuita<br />
más viejo trató <strong>de</strong> hacer ver a los asistentes, con voz que pretendía<br />
ser serena, que Lutero había muerto rabiando y había sido llevado a<br />
la sepultura por los mismísimos <strong>de</strong>monios. Don Juan <strong>de</strong> Acuña,<br />
arrebatado <strong>de</strong> ira, respondió que cómo lo sabía y, cuando el jesuita<br />
replicó que lo había leído en un libro impreso en Alemania, don Juan<br />
aclaró, con ironía, que Alemania era un país libre y por tanto podían<br />
publicarse en él cosas que eran ciertas y cosas que no lo eran tanto,<br />
ya que, según sus propios informes, la muerte <strong>de</strong>l reformador había<br />
sido edificante. <strong>El</strong> jesuita más joven se refirió entonces al<br />
matrimonio <strong>de</strong> Lutero, al enlace libre con una monja exclaustrada,<br />
acto sacrílego, dijo, puesto que ambos habían hecho votos <strong>de</strong><br />
castidad, afirmación que Acuña rebatió haciendo ver que la<br />
prohibición <strong>de</strong> casarse los clérigos era <strong>de</strong> <strong>de</strong>recho positivo, es <strong>de</strong>cir<br />
<strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> un Concilio y, por tanto, otro Concilio podía autorizarlo<br />
como había hecho la Iglesia griega. La discusión se agriaba y los<br />
temas se enlazaban unos a otros sin que los polemistas lo<br />
advirtieran.<br />
Acuña aludió a la falibilidad <strong>de</strong>l Papa, <strong>de</strong>mostrada en el intento <strong>de</strong><br />
Paulo IV <strong>de</strong> <strong>de</strong>clarar cismático al Emperador y, en ese momento,<br />
Cipriano Salcedo, consciente <strong>de</strong> que Acuña había disparado<br />
directamente al corazón <strong>de</strong> la or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> Ignacio <strong>de</strong> Loyola, se puso <strong>de</strong><br />
pie en el escañil y, alzando su voz sobre las <strong>de</strong> los <strong>de</strong>más, rogó a los<br />
polemistas que cambiaran <strong>de</strong> tema y tono, que al resto <strong>de</strong> los<br />
asistentes les <strong>de</strong>sagradaba el fondo y la forma <strong>de</strong> <strong>de</strong>sarrollarse el<br />
<strong>de</strong>bate puesto que ellos habían acudido allí a escuchar una lección<br />
<strong>de</strong> doctrina y no a soportar un lamentable intercambio <strong>de</strong><br />
improperios. Sonaron unos tímidos aplausos, mas, ante el asombro<br />
<strong>de</strong> la concurrencia, don Juan <strong>de</strong> Acuña, consciente tal vez <strong>de</strong> sus<br />
excesos, escandalizado <strong>de</strong> su proce<strong>de</strong>r, se incorporó <strong>de</strong> pronto, retiró<br />
el escañil don<strong>de</strong> se sentaba, se acercó a los dos jesuitas y les pidió<br />
disculpas. Pero su cambio <strong>de</strong> actitud no acabó ahí sino que explicó<br />
a<strong>de</strong>más que tenía un hermano en la Compañía y solía ejercitarse con<br />
él en estos duelos verbales, pero que en modo alguno alimentaba<br />
i<strong>de</strong>as heréticas, ni creía en lo que había sostenido, sino que todo<br />
había comenzado al permitirse una broma inocente con la novicia<br />
Antonia <strong>de</strong>l Águila con la que tenía confianza y por la que sentía un<br />
antiguo afecto. La novicia asentía con la cabeza y sonreía y los<br />
jesuitas, por no ser menos en aquel imprevisto pugilato <strong>de</strong> buenas
maneras, se pusieron en pie, aceptaron sus explicaciones y elogiaron<br />
la labor <strong>de</strong> su hermano en la Compañía <strong>de</strong> Jesús, “un gran teólogo”,<br />
dijeron a dúo y, con la esperanza <strong>de</strong> que don Juan no repitiese en<br />
público su actuación <strong>de</strong> esta mañana, dieron por zanjado el<br />
inci<strong>de</strong>nte.<br />
Cipriano Salcedo <strong>de</strong>sistió <strong>de</strong> terminar su gira. Deprimido por las<br />
escenas que había presenciado y preocupado por la enfermedad <strong>de</strong><br />
“Relámpago”, cuyos <strong>de</strong>sfallecimientos volvieron a producirse al subir<br />
una pequeña colina, regresó a Valladolid <strong>de</strong>jando para mejor<br />
ocasión sus visitas a Toro y Pedrosa. Le corría prisa informar al<br />
Doctor <strong>de</strong>l resultado <strong>de</strong> su viaje. Cristóbal <strong>de</strong> Padilla, al fin y al cabo<br />
un criado, no podía a su juicio actuar por propia iniciativa, ni ellos<br />
admitir su alianza explosiva con Pedro Sotelo. Los sucesos <strong>de</strong> Al<strong>de</strong>a<br />
<strong>de</strong>l Palo constituían una seria advertencia. Sin la discreción <strong>de</strong> los<br />
jesuitas, la Inquisición estaría a estas horas tras sus pasos. Habían<br />
corrido, pues, un riesgo innecesario. Por otra parte el Doctor <strong>de</strong>bería<br />
conectar con don Juan <strong>de</strong> Acuña sin <strong>de</strong>mora y frenar su boca<br />
caliente que <strong>de</strong>jaba a la organización a la intemperie. Su<br />
impru<strong>de</strong>nte verbo en Al<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l Palo justificaba sobradamente la<br />
intervención <strong>de</strong>l Santo Oficio.<br />
Otros muchos, más discretos y mesurados que él, esperaban juicio en<br />
las cárceles secretas. Don Pedro Sotelo, <strong>de</strong>masiado ingenuo, <strong>de</strong>bería<br />
terminar sin más con esas reuniones insensatas. Los miembros <strong>de</strong> la<br />
Compañía <strong>de</strong> Jesús se movían por el mundo <strong>de</strong> dos en dos, y los<br />
mandos <strong>de</strong> la or<strong>de</strong>n solían compensar la intransigencia <strong>de</strong> uno con<br />
la tolerancia <strong>de</strong>l compañero. La actitud <strong>de</strong> la pareja en Al<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l<br />
Palo había sido, no obstante, extrañamente unánime y comprensiva<br />
dado que la Compañía, con su carácter militar, había sido fundada<br />
precisamente para <strong>de</strong>fen<strong>de</strong>r el catolicismo. Había que contar<br />
también, como factor favorable, con la militancia <strong>de</strong>l hermano <strong>de</strong><br />
don Juan en la or<strong>de</strong>n. Sin esa circunstancia era más que probable<br />
que la pareja <strong>de</strong> jesuitas no se hubiera mostrado tan<br />
con<strong>de</strong>scendiente. La misma violencia con que se produjo Acuña,<br />
unida a su juventud y al historial <strong>de</strong> su hermano, indujeron a la<br />
pareja a no tomar <strong>de</strong>masiado en serio sus palabras y, finalmente,<br />
aceptar sus explicaciones. En todo caso, la escena había sido tan<br />
impru<strong>de</strong>nte que Salcedo, tan pronto se disolvió la reunión, montó su<br />
caballo y, <strong>de</strong>s<strong>de</strong>ñando la invitación <strong>de</strong> Pedro Sotelo para almorzar<br />
juntos, siguió a Valladolid sin <strong>de</strong>spedirse <strong>de</strong> Acuña ni <strong>de</strong> Cristóbal<br />
<strong>de</strong> Padilla. Las <strong>de</strong>scarnadas frases cruzadas en el coloquio le<br />
quemaban el estómago. No veía el momento <strong>de</strong> po<strong>de</strong>r <strong>de</strong>partir con el<br />
Doctor y, al divisar el castillo <strong>de</strong> Simancas <strong>de</strong>s<strong>de</strong> lo alto <strong>de</strong> un cerro,<br />
suspiró con alivio. Pero, en ese mismo momento, el caballo tropezó o,<br />
<strong>de</strong>bido a su misma flaqueza, flexionó inesperadamente sus remos
<strong>de</strong>lanteros, dobló las patas traseras y quedó allí, tendido entre los<br />
tomillos, los ojos tristes, el belfo lleno <strong>de</strong> babas, resollando. Cipriano<br />
Salcedo se apeó alarmado y propinó a “Relámpago” unas palmadas<br />
amistosas en el lomo. Sudaba y ja<strong>de</strong>aba, miraba con indiferencia, no<br />
reaccionaba. Unos ásperos ruidos guturales salían ahora <strong>de</strong> su boca<br />
con la baba. Cipriano se sentó a su lado, junto a una aulaga, a<br />
esperar que se repusiera. Tenía la impresión <strong>de</strong> que el caballo<br />
estaba muy enfermo. Pensó en “Valiente”, tendido y ensangrentado<br />
entre las cepas en Cigales, según el relato <strong>de</strong>l tío Ignacio.<br />
“Relámpago” inclinó la cabeza y emitió una serie <strong>de</strong> relinchos largos<br />
y apagados.<br />
Son los estertores, pensó Cipriano. Pero, instantes <strong>de</strong>spués,<br />
sujetándole <strong>de</strong>l vientre y mediante un esfuerzo, el animal se<br />
incorporó y Salcedo lo llevó <strong>de</strong> la brida, al paso, hasta Simancas. Le<br />
dio <strong>de</strong> beber y, en el viejo puente, volvió a montarlo y el caballo<br />
aceptó la liviana carga hasta Valladolid.<br />
Vicente limpiaba la cuadra a su llegada y, nada más verle, se dio<br />
cuenta <strong>de</strong> que el caballo estaba enfermo. Lleva tres días débil,<br />
asmático y sin comer, le aclaró Cipriano. Y añadió:<br />
—Mañana, una vez que el animal <strong>de</strong>scanse, súbeselo a Aniano<br />
Domingo, en Rioseco. Infórmate bien <strong>de</strong> si el mal tiene remedio. Haz<br />
noche en La Mudarra, cuidando que no se agote. No quiero que el<br />
caballo sufra.<br />
Vicente miraba los ojos <strong>de</strong> “Relámpago”, le palmeaba el cuello sin<br />
parar. Vio que su amo vacilaba, abrió la boca y volvió a cerrarla. No<br />
se <strong>de</strong>cidía. Finalmente le oyó <strong>de</strong>cir:<br />
—Si Aniano no diera esperanzas, sacrifícalo. Un tiro, sí, en la<br />
mancha blanca, entre los ojos.<br />
Y el <strong>de</strong> gracia en el corazón. Antes <strong>de</strong> enterrarlo asegúrate que está<br />
muerto.<br />
__________________________<br />
__________________________<br />
XIII
Le sorprendió el recibimiento <strong>de</strong> Teo, sus mejillas tensas, el griterío,<br />
las lágrimas, la brusquedad <strong>de</strong> sus a<strong>de</strong>manes. Las cosas se<br />
<strong>de</strong>sarrollaron en un proceso opresivo, un increscendo que pasó por<br />
varias fases, <strong>de</strong> acuerdo con el grado <strong>de</strong> excitación <strong>de</strong> su esposa.<br />
Al principio no acababa <strong>de</strong> enten<strong>de</strong>rla, farfullaba parrafadas<br />
inconexas, palabras mezcladas, frases incoherentes. No la entendía,<br />
o mejor dicho, Teo no ponía interés en que la entendiera. Se habían<br />
refugiado en el dormitorio, pero ella permanecía <strong>de</strong> pie, iba y venía,<br />
articulaba palabras in<strong>de</strong>scifrables y, entre ellas, alguna que tenía<br />
algún sentido para Cipriano:<br />
escorias, olvido, última oportunidad. Le estaba echando en cara algo<br />
pero no acababa <strong>de</strong> <strong>de</strong>finirlo.<br />
Paso a paso, como en una lenta labor <strong>de</strong> aprendizaje, Teo empezó a<br />
unir una palabra con otra, concretando un poco su discurso. Sus<br />
ojos eran duros, como el vidrio, aún humanos, aunque su mirada no<br />
encerrara ni chispa <strong>de</strong> luci<strong>de</strong>z.<br />
Pero las palabras, al juntarse, se hacían expresivas, hablaban <strong>de</strong>l<br />
olvido <strong>de</strong> las escorias <strong>de</strong> plata y acero, <strong>de</strong> su indiferencia hacia el<br />
tratamiento <strong>de</strong>l doctor, <strong>de</strong> la flaci<strong>de</strong>z <strong>de</strong> “la cosita”, <strong>de</strong> sus esfuerzos<br />
inútiles ante su pasividad.<br />
Todavía lo hacía sin violencia, como intentando razonar y Cipriano<br />
iba uniendo una frase con otra, reconstruyendo su pensamiento<br />
como en un rompecabezas. Hasta que llegó un momento en que todo<br />
se presentó claro ante sus ojos: Teo había omitido incluir la bolsita<br />
con escorias <strong>de</strong> plata y acero en su equipaje, tal vez por olvido<br />
involuntario, tal vez, lo que parecía más probable, para someterlo a<br />
prueba. A su regreso le faltó tiempo para registrar el fardillo y<br />
comprobar que no había comprado otras. Cipriano, pues, llevaba<br />
cuatro días sin medicinarse. Había interrumpido <strong>de</strong>liberadamente el<br />
régimen <strong>de</strong>l doctor Galache. Sus palabras se iban convirtiendo ahora<br />
en una especie <strong>de</strong> lamento, <strong>de</strong> maullidos apesadumbrados, pero<br />
todavía comprensibles. Había <strong>de</strong>jado sin efecto cuatro años <strong>de</strong><br />
medicación y ella no tenía ya ni edad ni humor para comenzar <strong>de</strong><br />
nuevo. Cipriano se esforzó por evitar el <strong>de</strong>sbordamiento, por<br />
mantener el <strong>de</strong>sencanto <strong>de</strong> su esposa <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> unos límites<br />
razonables: nada <strong>de</strong> lo ocurrido era esencial, una pausa <strong>de</strong> cuatro<br />
días no era significativa en un tratamiento tan prolongado. Lo<br />
reanudarían con más fe, con mayor rigor, dos tomas diarias en<br />
lugar <strong>de</strong> una, lo que Teo quisiera, pero ella cubría sus<br />
razonamientos con sus voces. No había vivido para otra cosa que<br />
para tener un hijo pero ya no lo conseguiría por su culpa. Se había
entretenido unos años pelando borregos hasta que se sintió núbil,<br />
madura. Mas si se casó fue únicamente para ser madre pero él, <strong>de</strong><br />
pronto, lo había echado todo a rodar. Durante su vida todas las<br />
cosas le habían hablado <strong>de</strong> la maternidad: los muñecos <strong>de</strong> la<br />
infancia, las pari<strong>de</strong>ras en el monte, los nidos <strong>de</strong> la urraca en la<br />
gran encina, frente a la casa, “la cosita”.<br />
Reproducirse había sido su única razón <strong>de</strong> ser pero él no lo quiso, lo<br />
había <strong>de</strong>sbaratado todo cuando apenas quedaban unos meses para<br />
que se cumpliese el plazo fijado por el doctor.<br />
Al llegar a este punto, la protesta <strong>de</strong> Teo alcanzó una violencia<br />
inusitada. Tal vez fue el intento <strong>de</strong> Cipriano por calmarla, su<br />
a<strong>de</strong>mán <strong>de</strong> apaciguamiento, lo que la sacó <strong>de</strong> quicio. Sus palabras<br />
se hicieron <strong>de</strong> nuevo in<strong>de</strong>scifrables, su furor aumentó, corrió hacia<br />
las ventanas y <strong>de</strong>sgarró visillos y cortinas, lanzó al suelo a<br />
manotazos los pequeños utensilios <strong>de</strong> plata <strong>de</strong>l tocador e inició una<br />
retahíla <strong>de</strong> palabras cortadas como ladridos.<br />
De pronto, Cipriano comprendió.<br />
Le estaba llamando cabrón aunque ella sabía que no lo era. Nunca<br />
había pronunciado Teo palabras malsonantes, y a Cipriano se le<br />
ocurrió pensar que se trataba <strong>de</strong> reminiscencias <strong>de</strong> su pasado <strong>de</strong><br />
esquiladora, cuando cada rebaño <strong>de</strong> ovejas <strong>de</strong>bía acoger dos cabras<br />
hembras y un macho cabrío según la ley. La palabra cabrón, pensó,<br />
no <strong>de</strong>bía <strong>de</strong> tener connotaciones <strong>de</strong>spectivas en el Páramo. Hizo un<br />
nuevo intento por calmarla pero resultó contraproducente. Teo<br />
gritaba como una posesa, le empujaba hacia la puerta, le voceaba,<br />
mientras él trataba <strong>de</strong> indagar en sus ojos, <strong>de</strong> buscar en ellos un<br />
atisbo <strong>de</strong> luz, pero su mirada era turbia y vacante, absolutamente<br />
<strong>de</strong>squiciada.<br />
Y cuanto mayor empeño ponía en reducirla, mayor y más grave era<br />
el repertorio <strong>de</strong> <strong>de</strong>nuestos que mezclaba ahora con soeces vocablos<br />
escatológicos, echándole en cara su inhabilidad, el pequeño tamaño<br />
y la inutilidad <strong>de</strong> “la cosita”. Cipriano temblaba, trató <strong>de</strong> taparle la<br />
boca con la mano, pero ella le mordió y prosiguió con su andanada<br />
<strong>de</strong> insultos. Se había tumbado en la cama y con sus uñas rapaces<br />
rasgaba la <strong>de</strong>licada colcha y los forros <strong>de</strong> los almohadones. Luego,<br />
inesperadamente, se incorporó, se colgó <strong>de</strong>l dosel y todo se vino<br />
abajo. Parecía gozar en su furia <strong>de</strong>structora, en su procacidad, sin<br />
preocuparse <strong>de</strong> que sus <strong>de</strong>sahogos verbales pudieran traspasar<br />
tabiques y muros.
En los cristales <strong>de</strong>snudos <strong>de</strong> la ventana el <strong>de</strong>ca<strong>de</strong>nte resplandor <strong>de</strong><br />
la calle iba siendo substituido por la luz cenicienta y mate que<br />
preludiaba el anochecer. Teo había vuelto a tumbarse en el lecho,<br />
ja<strong>de</strong>ando, y Cipriano, en un esfuerzo <strong>de</strong>sesperado, trató <strong>de</strong><br />
inmovilizarla, <strong>de</strong> sujetar sus anchas espaldas contra el jergón. <strong>El</strong>la<br />
volvía los ojos, bizqueaba, mientras él le repetía que estuviera<br />
tranquila, que todo tenía remedio, que volvería al medicamento, dos<br />
tomas en lugar <strong>de</strong> una, pero sus ojos bizcos iban hundiéndose más y<br />
más tras los pómulos, en una mirada la<strong>de</strong>ada e inexpresiva. Eran<br />
unos ojos ocluidos, incapacitados para ver y compren<strong>de</strong>r.<br />
Forcejearon <strong>de</strong> nuevo y Teo consiguió darse la vuelta.<br />
Tenía más fuerza <strong>de</strong> la que Cipriano hubiera podido sospechar.<br />
Esta enfermedad, este tipo <strong>de</strong> enfermeda<strong>de</strong>s vigoriza a los pacientes,<br />
se <strong>de</strong>cía. Consiguió ponerla boca arriba y le atenazó las muñecas<br />
contra la almohada. Al sentirse inmovilizada, Teo reanudó su<br />
rosario <strong>de</strong> invectivas, cada vez más procaces y, <strong>de</strong> improviso,<br />
mencionó su dote, su herencia, su fortuna.<br />
¿Dón<strong>de</strong> había metido Cipriano “su” dinero? Este factor añadía<br />
nuevos motivos <strong>de</strong> agravio, buscaba en su mente confusa<br />
calificativos más hirientes, continuaba ofendiéndole más, en su<br />
<strong>de</strong>sma<strong>de</strong>jamiento general.<br />
Cipriano advertía que, tras dos horas <strong>de</strong> lucha, la tensión <strong>de</strong> su<br />
esposa iba cediendo. De nuevo intentó acariciarle la frente, pero otra<br />
vez su boca se revolvió contra su pequeña mano hecha una furia.<br />
Sin embargo, al tercer intento, ella aceptó la caricia, se <strong>de</strong>jó tocar.<br />
Tornó él a halagarla murmurando suaves palabras <strong>de</strong> afecto y ella<br />
quedó inmóvil escuchando atentamente su voz, probablemente sin<br />
enten<strong>de</strong>r su significado. Teo acezaba, los ojos cerrados como<br />
<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> un arduo esfuerzo físico, mientras él proseguía<br />
acariciándola, se hacía anillos con los rizos <strong>de</strong> su pelo, pero ella ni<br />
lo agra<strong>de</strong>cía ni protestaba. Había alcanzado ese punto neutro, flojo,<br />
en que suelen resolverse algunas crisis nerviosas. Empezó a llorar<br />
mansamente. Rodaban las lágrimas calientes y silenciosas por sus<br />
mejillas y él las restañaba con el embozo <strong>de</strong> la sábana, con infinita<br />
ternura. No amaba a aquel ser pero lo compa<strong>de</strong>cía. Evocaba los días<br />
<strong>de</strong> La Manga, sus paseos por el monte, cogidos <strong>de</strong> la mano, mientras<br />
las bandadas <strong>de</strong> torcaces se <strong>de</strong>spegaban <strong>de</strong> las encinas con los<br />
buches repletos <strong>de</strong> bellotas o las becadas volaban en el crepúsculo<br />
camino <strong>de</strong> los calveros. En realidad, Teo había sido para él como<br />
esas palomas o esas becadas, un fruto más <strong>de</strong> la naturaleza, vivo y
espontáneo. Apenas había tenido relación con mujeres y la sencillez<br />
<strong>de</strong> “la Reina <strong>de</strong>l Páramo” le <strong>de</strong>sarmó.<br />
Incluso le agradó que esquilara ovejas a la intemperie <strong>de</strong>l mismo<br />
modo que las señoras burguesas hacían labores <strong>de</strong> punto en los<br />
salones. Él siempre había admirado las tareas prácticas y<br />
<strong>de</strong>s<strong>de</strong>ñado los pasatiempos, los tedios disimulados. Sentado en la<br />
cama, la miraba fijamente. Había cerrado los ojos y sus<br />
inspiraciones iban haciéndose más profundas y espaciadas. Se<br />
incorporó con cuidado y caminó <strong>de</strong> puntillas procurando posar los<br />
pies en los espacios alfombrados. Había encendido un candil y con él<br />
en la mano rebuscó entre los medicamentos <strong>de</strong>l botiquín. Escogió<br />
varios y con ellos preparó en la cocina un julepe. La tía Gabriela<br />
solía <strong>de</strong>cir que el julepe era uno <strong>de</strong> los remedios que nunca le habían<br />
<strong>de</strong>fraudado, no sólo se dormía profundamente <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> tomarlo<br />
sino que no <strong>de</strong>spertaba hasta bien entrada la mañana. Regresó al<br />
cuarto <strong>de</strong> Teo.<br />
Continuaba inmóvil, respirando regularmente. Se sentó a la<br />
cabecera <strong>de</strong> la cama y, por primera vez, reparó <strong>de</strong>solado en los<br />
<strong>de</strong>strozos <strong>de</strong> la habitación: el dosel rasgado, los cortinones<br />
arrancados, las dos almohadas con la lana fuera. ¿Qué podría<br />
<strong>de</strong>cirle a Crisanta? Pero ¿para qué <strong>de</strong>cirle nada si los criados, aún<br />
sin aparecer, habrían sido testigos <strong>de</strong>l paroxismo <strong>de</strong> su esposa? Teo<br />
empezó a inquietarse murmurando palabras ininteligibles.<br />
Abrió los ojos y los cerró sin llegar a verle. De pronto cambió <strong>de</strong><br />
postura, dio media vuelta y se colocó <strong>de</strong>l lado <strong>de</strong>recho, encarándole.<br />
Empezó a mover la cabeza.<br />
Murmuró palabras confusas. Con mil precauciones, Cipriano cogió el<br />
vaso <strong>de</strong>l medicamento con la mano <strong>de</strong>recha y levantó la cabeza <strong>de</strong> su<br />
esposa tomándola <strong>de</strong>licadamente por el cuello con la izquierda:<br />
—Bebe —dijo imperativamente.<br />
Y ella bebió. Sentía sed. Bebió sin pausa, ávidamente, y con las<br />
últimas gotas se atragantó y sufrió un leve acceso <strong>de</strong> tos. En la<br />
ventana se había hecho <strong>de</strong> noche y la calle estaba en silencio.<br />
De espaldas al candil, Cipriano veía moverse la sombra <strong>de</strong> su cabeza<br />
sobre el blanco rostro <strong>de</strong> Teo.<br />
Aguantó sin moverse hasta las tres. Teo rebulló varias veces y cada<br />
vez que se movía cambiaba <strong>de</strong> postura. A veces farfullaba palabras a<br />
media voz, pero eran como cohetes follones, no llegaban a explotar.
Seguramente soñaba. Cuando Cipriano se levantó parecía tranquila,<br />
su respiración acompasada, pero, a pesar <strong>de</strong> todo, <strong>de</strong>jó abierta la<br />
puerta <strong>de</strong>l falsete y la <strong>de</strong>l trastero don<strong>de</strong> dormía. Se <strong>de</strong>snudó a la<br />
luz <strong>de</strong> la lámpara y, ya en la cama, tomó uno <strong>de</strong> los ejemplares <strong>de</strong><br />
“<strong>El</strong> beneficio <strong>de</strong> Cristo”, don<strong>de</strong> solía refugiarse en momentos <strong>de</strong><br />
tribulación. Sin darse cuenta le fue asaltando el sueño y el libro<br />
cayó <strong>de</strong> sus manos. Fue un instante o se lo pareció. Le <strong>de</strong>spertó el<br />
golpe <strong>de</strong>l cajón <strong>de</strong>l armario <strong>de</strong> Teo al cerrarse bruscamente, una<br />
especie <strong>de</strong> grito inarticulado y la silueta voluminosa <strong>de</strong> su mujer en<br />
el marco <strong>de</strong> la puerta.<br />
Seguía vestida con la saya rota tal como se había quedado dormida<br />
y en su mano <strong>de</strong>recha levantada portaba ahora la tijera gran<strong>de</strong> <strong>de</strong><br />
esquilar. Cipriano trató <strong>de</strong> <strong>de</strong>tenerla, quiso <strong>de</strong>cirle algo, pero<br />
únicamente se oyó la apremiante amenaza <strong>de</strong> Teo irrumpiendo en el<br />
trastero:<br />
—¡Voy a esquilar tu maldito cuerpo <strong>de</strong> mono! —chilló.<br />
Cipriano adoptó la precaución <strong>de</strong> apoyar la espalda en la cabecera<br />
<strong>de</strong> la cama y encogió las piernas, <strong>de</strong> modo que, cuando Teo se<br />
abalanzó sobre él, estiró las rodillas y la <strong>de</strong>tuvo momentáneamente<br />
con los pies. Teo cayó, finalmente, <strong>de</strong> costado en el pequeño catre e<br />
inmediatamente se enzarzaron en una sorda pelea. <strong>El</strong>la enarbolaba<br />
la tijera, mientras Cipriano se limitaba a esquivar sus golpes ciegos<br />
y a sujetar sus manos sin lastimarla.<br />
Escucha, <strong>de</strong>cía, escúchame Teo, por favor, pero ella se enar<strong>de</strong>cía por<br />
momentos, le acorralaba. Cipriano notó un <strong>de</strong>sgarrón en el brazo<br />
<strong>de</strong>recho con el que intentaba contenerla, al tiempo que escuchaba<br />
las concretas amenazas <strong>de</strong> su mujer:<br />
voy a caparte como a un gocho, <strong>de</strong>cía, voy a cortarte esa “cosita”<br />
que ya no nos sirve para nada. Hubo un momento en que, a pesar <strong>de</strong><br />
la herida, o acaso estimulado por el dolor, Cipriano tuvo sujeta a<br />
Teo por ambos brazos pero, en un movimiento arisco, se <strong>de</strong>sasió y su<br />
mano armada se escondió bajo la ropa y lanzó un viaje a ciegas.<br />
Cipriano gritó al sentir herido su muslo <strong>de</strong>recho pero en ese<br />
momento consiguió agarrar a Teo por el cuello y darse la vuelta. Su<br />
posición era como en las noches <strong>de</strong> amor, cabalgando sobre las<br />
protuberancias <strong>de</strong> la mujer, pero compitiendo ahora por la posesión<br />
<strong>de</strong> la tijera. Teo se revolvía, tornaba a insultarle, voy a esquilar tu<br />
maldito cuerpo <strong>de</strong> mono, repetía, pero Salcedo la tenía ya a su<br />
merced. La <strong>de</strong>jó <strong>de</strong>sfogarse en su empeño inútil, en sus vanos<br />
intentos, en sus sórdidas amenazas. Veía el vacío en sus ojos, sus<br />
pupilas hundidas y <strong>de</strong>salmadas y, en ese instante, comprendió que
había perdido a Teodomira, que su esposa se había ausentado para<br />
siempre. Tras un esfuerzo infructuoso, Teo se entregó. Soltó la tijera<br />
y rompió en un llanto manso, <strong>de</strong> <strong>de</strong>rrota, que, sin solución <strong>de</strong><br />
continuidad, dio paso a otro, quizá más intenso pero menos<br />
convulso, y, siguiendo el mismo proceso que la vez anterior, al cabo<br />
<strong>de</strong> un rato, quedó plácidamente dormida. Cipriano repitió su<br />
incursión al botiquín, pero no se fió ya <strong>de</strong>l julepe y administró a la<br />
enferma una alta dosis <strong>de</strong> filonio romano. Marchó luego a su<br />
<strong>de</strong>spacho y escribió una nota a su tío Ignacio: |Temo que Teo haya<br />
perdido la razón. No puedo moverme <strong>de</strong> casa. ¿Te importa traer<br />
contigo a la máxima autoridad en enfermeda<strong>de</strong>s mentales?|.<br />
Despertó a Vicente y le encomendó el billete para su tío. La señora<br />
estaba enferma. La visita a Aniano Domingo con “Relámpago” <strong>de</strong>bía<br />
aplazarla para otro día.<br />
Con su diligencia acostumbrada, don Ignacio Salcedo se presentó en<br />
casa <strong>de</strong> su sobrino, acompañado <strong>de</strong>l joven doctor Mercado, dos horas<br />
<strong>de</strong>spués. Cipriano le atendió solícito. <strong>El</strong> doctor era una eminencia en<br />
ciernes. Médico <strong>de</strong>l Monasterio <strong>de</strong> la Concepción y <strong>de</strong> la Casa <strong>de</strong>l<br />
Marqués <strong>de</strong> Denia, empezaba a ser respetado en la Corte.<br />
Se aseguraba que el día <strong>de</strong> su boda no aportó otra cosa que la ropa<br />
que llevaba puesta, una mula y dos docenas <strong>de</strong> libros. En cualquier<br />
caso los quinientos ducados <strong>de</strong> la dote <strong>de</strong> su esposa constituyeron la<br />
base <strong>de</strong> su fortuna posterior. En este momento, apenas poseía unos<br />
viñedos en Val<strong>de</strong>stillas y una casa en la calle <strong>de</strong> Cantarranas. No<br />
obstante, los vallisoletanos se hacían lenguas <strong>de</strong> su ojo clínico, <strong>de</strong> la<br />
eficacia <strong>de</strong> sus tratamientos, <strong>de</strong> su creciente prestigio. Era el primer<br />
doctor <strong>de</strong> la villa que había dado <strong>de</strong> lado el atuendo oscuro <strong>de</strong>l<br />
gremio y vestía elegantemente, como un caballero. Nada<br />
externamente <strong>de</strong>lataba su profesión. Entró en la habitación y al<br />
primer vistazo advirtió los cortinones en el suelo, la colcha<br />
<strong>de</strong>sgarrada, el brazo sangrante <strong>de</strong> Cipriano, el <strong>de</strong>sbarajuste <strong>de</strong> la<br />
casa:<br />
—¿Le ha agredido a vuesa merced?<br />
Cipriano asintió.<br />
—¿Es la primera vez que lo hace?<br />
Volvió a asentir Cipriano. <strong>El</strong> doctor miró su brazo herido:<br />
—Luego curaremos eso. —Se volvió hacia Teo que dormía—.<br />
¿Qué le ha dado?
—Un julepe y un filonio romano, doctor. No me atreví a más.<br />
<strong>El</strong> doctor Mercado sonrió con un gesto <strong>de</strong> suficiencia:<br />
—Escasa <strong>de</strong>fensa para contener un ciclón —dijo.<br />
Ahora le tomaba el pulso y le ponía su mano cuidadísima en el<br />
pecho izquierdo:<br />
—Fiebre no hay —añadió al cabo <strong>de</strong> un rato—. La exploración es<br />
forzosamente superficial pero el caso no ofrece duda. ¿Alguna<br />
obsesión?<br />
—Una muy viva, doctor. La <strong>de</strong> ser madre. Se casó para tener hijos<br />
pero yo no he sabido dárselos.<br />
Los Salcedo —miró a su tío por encima <strong>de</strong>l hombro <strong>de</strong>l doctor— no<br />
somos un prodigio <strong>de</strong> fertilidad.<br />
Apresuradamente le contó al doctor Mercado sus visitas a Galache,<br />
el tratamiento a que les había sometido y la interrupción<br />
injustificada <strong>de</strong> sus tomas <strong>de</strong> escorias <strong>de</strong> plata y acero durante su<br />
último viaje como <strong>de</strong>senca<strong>de</strong>nante <strong>de</strong> la crisis. <strong>El</strong> doctor volvió a<br />
sonreír.<br />
—¿Pretendía remediar su infecundidad con escorias <strong>de</strong> plata y<br />
acero?<br />
Cipriano se sostenía el brazo herido con la mano izquierda:<br />
—Yo entiendo que fue un recurso <strong>de</strong>l doctor para distraer a la<br />
enferma.<br />
—Ya.<br />
Había sacado <strong>de</strong> su cartera <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> ternera una lupa alemana y<br />
con ella en la mano se aproximó a la enferma. Se dirigió a ellos<br />
volviendo la cabeza:<br />
—Estén preparados para reducirla —dijo—. Pue<strong>de</strong> <strong>de</strong>spertar en<br />
cualquier momento.<br />
Le levantó el párpado <strong>de</strong>l ojo <strong>de</strong>recho y observó la pupila con<br />
insistencia. Luego repitió la operación con el otro ojo. Volvió a<br />
tomarle el pulso:
—A esta señora hay que internarla —dijo—. En la calle Orates tienen<br />
el Hospital <strong>de</strong> Inocentes.<br />
No es un hotel <strong>de</strong> lujo pero tampoco es fácil encontrar otro mejor en<br />
la ciudad. Los procedimientos son primitivos. <strong>El</strong> enfermo vive atado<br />
a los barrotes <strong>de</strong> la cama o con grilletes en los pies para que no<br />
escape. Claro que con un poco <strong>de</strong> dinero, pagando dos loqueros para<br />
que la atiendan, pue<strong>de</strong>n vuesas merce<strong>de</strong>s evitar esa humillación.<br />
Don Ignacio Salcedo, que se había mantenido en silencio, preguntó<br />
al doctor si no sería posible instalar a la señora en un hospital<br />
normal, pagando aparte la vigilancia. <strong>El</strong> doctor asintió:<br />
—<strong>El</strong> dinero es muy amable —dijo—. Con dinero se pue<strong>de</strong> conseguir en<br />
este mundo casi todo lo que uno se proponga.<br />
Provisionalmente trasladaron a Teo al Hospital <strong>de</strong> Inocentes <strong>de</strong> la<br />
calle Orates. <strong>El</strong> tío Ignacio les acompañaba, pero cuando, a la<br />
puerta <strong>de</strong>l hospital, dos loqueros intentaron maniatar a la enferma,<br />
Teodomira se revolvió como una pantera, con tanto ímpetu que uno<br />
<strong>de</strong> los enfermeros rodó por el suelo. Los transeúntes, atraídos por el<br />
espectáculo, se <strong>de</strong>tenían al pie <strong>de</strong> las escaleras, don<strong>de</strong> el enfermero<br />
había caído, pero, unos minutos más tar<strong>de</strong>, Teo quedó instalada en<br />
el manicomio, al cuidado <strong>de</strong> dos comadres <strong>de</strong> pago, dos mujeres<br />
aparentemente fuertes que, llegado el momento, parecían capaces <strong>de</strong><br />
dominarla.<br />
Sin embargo, a las nueve <strong>de</strong> la noche, Salcedo recibió un correo <strong>de</strong>l<br />
manicomio anunciándole que |la señora había escapado en un<br />
<strong>de</strong>scuido <strong>de</strong> sus guardadoras|. Cipriano avisó <strong>de</strong> nuevo a su tío que,<br />
en un santiamén, puso en movimiento a las fuerzas <strong>de</strong> seguridad <strong>de</strong><br />
la villa.<br />
Por su parte, Cipriano, acompañado <strong>de</strong> Vicente, recorrió la ciudad <strong>de</strong><br />
norte a sur y <strong>de</strong> este a oeste, sin encontrar rastro <strong>de</strong> la enferma ni<br />
referencia alguna <strong>de</strong> ella. Se había evaporado. A la mañana<br />
siguiente reiniciaron la búsqueda sin resultado. Al caer la tar<strong>de</strong>, el<br />
barquero Aquilino Benito, que hacía el servicio entre el embarca<strong>de</strong>ro<br />
<strong>de</strong>l Espolón Viejo y el pequeño muelle <strong>de</strong>l Paseo <strong>de</strong>l Prado, comunicó<br />
a la Chancillería que había hallado a la fugada entre los carrizos <strong>de</strong><br />
la orilla, inconsciente y en muy mal estado, como una pordiosera.<br />
Durante la travesía hacia el Espolón el citado Aquilino había<br />
conseguido volver en sí a la enferma que se encontraba extenuada.
Mientras tanto, don Ignacio había realizado las indagaciones<br />
pertinentes y, una vez repuesta, Teodomira fue trasladada a Medina<br />
<strong>de</strong>l Campo, en el coche <strong>de</strong> su marido, sin abrir la boca. Allí, en<br />
Medina, fue alojada en el Hospital <strong>de</strong> Santa María <strong>de</strong>l Castillo,<br />
<strong>de</strong>pendiente <strong>de</strong> la Cofradía <strong>de</strong> Nuestra Señora <strong>de</strong> la Merced, a un<br />
paso <strong>de</strong>l Monasterio <strong>de</strong> San Bartolomé. Era un caserón <strong>de</strong>startalado<br />
y noble, sin mucho movimiento <strong>de</strong> enfermos, don<strong>de</strong> se avinieron a<br />
acoger a doña Teodomira y poner a su disposición dos loqueros en<br />
servicio permanente y una comadre para las atenciones propias <strong>de</strong><br />
la mujer. <strong>El</strong> presupuesto ascendía a cuarenta y cinco reales diarios<br />
pero contaban con la benevolencia <strong>de</strong> la organización para visitar a<br />
la enferma a cualquier hora durante los siete días <strong>de</strong> la semana.<br />
Una vez hospitalizada su esposa, Cipriano Salcedo se sintió aliviado<br />
pero el regreso a casa le produjo un hondo <strong>de</strong>caimiento. Habituado a<br />
la presencia <strong>de</strong> Teo, y aunque ella no representara ya para él nada<br />
fundamental, la echaba en falta. Reinició su vieja actividad. Muy <strong>de</strong><br />
mañana visitaba el taller y el almacén don<strong>de</strong> <strong>de</strong>partía con el sastre<br />
Fermín Gutiérrez y Gerardo Manrique sobre las noveda<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l día.<br />
Había dos problemas importantes: el abandono <strong>de</strong>l conejo en la<br />
confección <strong>de</strong> zamarros y la progresiva escasez <strong>de</strong> alimañas a causa<br />
<strong>de</strong> la sañuda persecución en montes y serranías. Resuelto el<br />
primero, un correo inesperado <strong>de</strong> Burgos le comunicó que Gonzalo<br />
Maluenda, todavía joven, había fallecido <strong>de</strong> un tabar<strong>de</strong>te fulminante<br />
y su medio hermano Ciriaco, hijo <strong>de</strong> don Néstor y su tercera mujer,<br />
se había hecho cargo <strong>de</strong>l negocio. Al <strong>de</strong>cir <strong>de</strong>l nuevo empresario, una<br />
galera armada acompañaba ahora a las flotillas en conserva con lo<br />
que la carga volvía a gozar <strong>de</strong> una relativa seguridad. <strong>El</strong> porte<br />
lógicamente encarecía pero aumentaban las garantías, con lo que<br />
ningún gana<strong>de</strong>ro puso reparos a la medida. Por su parte Cipriano<br />
Salcedo, cuyo comercio con los Maluenda había <strong>de</strong>scendido <strong>de</strong> las<br />
diez carretas anuales, en los mejores tiempos <strong>de</strong> don Bernardo, a las<br />
tres que habían sobrevivido al auge <strong>de</strong>l negocio <strong>de</strong> los zamarros,<br />
pensó que había llegado el momento <strong>de</strong> aumentarlas a cinco. Para<br />
tratar <strong>de</strong> estos pormenores y conocer al nuevo diputado, Cipriano<br />
realizó un viaje a Burgos. De nuevo un correo urgente venía a sacar<br />
a un Salcedo <strong>de</strong> su postración. La vida se repetía. Montó a su nuevo<br />
caballo “Pispás”, adquirido por su amigo Seso en Andalucía, pero la<br />
competencia <strong>de</strong> don Carlos en tales menesteres no podía evitar que<br />
Cipriano añorase a su viejo caballo y extrañara las reacciones <strong>de</strong>l<br />
nuevo, sus vicios <strong>de</strong> origen, su nerviosidad, sus dimensiones. Vicente<br />
había sacrificado finalmente a “Relámpago”, en el monte <strong>de</strong> Illera,<br />
en Villanubla, <strong>de</strong> un balazo en la frente. Estacio <strong>de</strong>l Valle le había<br />
facilitado la pistola y un par <strong>de</strong> mulas po<strong>de</strong>rosas para el<br />
enterramiento. En lo alto <strong>de</strong>l túmulo, su criado había colocado una<br />
gran lancha para i<strong>de</strong>ntificar el lugar.
Aunque el nuevo Maluenda no le llegara a don Néstor ni a la suela<br />
<strong>de</strong>l zapato, no le causó mala impresión a Cipriano. La diligencia y<br />
probidad <strong>de</strong> Ciriaco Maluenda estaban a cien codos <strong>de</strong> las <strong>de</strong>l<br />
difunto don Gonzalo. Aceptó <strong>de</strong> buen grado el incremento <strong>de</strong> pieles<br />
que Salcedo le anunciaba, pues aunque la cifra <strong>de</strong>scendía a la mitad<br />
<strong>de</strong> los fletes <strong>de</strong> antaño, casi doblaba la <strong>de</strong> los últimos envíos. La<br />
relación con los Maluenda volvía a ser amistosa.<br />
Entre quehacer y quehacer, Cipriano visitaba a Teo en el Hospital <strong>de</strong><br />
Medina. Sedada con filonio romano vivía tranquila, sin ganas <strong>de</strong><br />
pelea. Vegetaba más bien, se <strong>de</strong>jaba consumir. A Cipriano le<br />
entristecían aquéllos ojos <strong>de</strong> mirada vacía, antaño tan bellos. Nunca<br />
llegó a saber si le reconocía, si sus visitas le producían algún efecto,<br />
ya que cada vez que se presentaba le dirigía una mirada<br />
inexpresiva, la misma que dirigía a sus enfermeros cuando se<br />
movían por la habitación. Día a día iba encogiéndose, <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> ser<br />
la mujer fuerte que conoció en La Manga.<br />
Su cuerpo se reducía al tiempo que se agrandaban sus facciones que<br />
iban ocupando cada vez mayor espacio en su rostro enteco, antaño<br />
ancho y floreciente.<br />
No hablaba, no comía, no llegaba a abrir la boca más que para<br />
beber; su vida carecía <strong>de</strong> alicientes, le <strong>de</strong>cían, pero no sufre. Esto le<br />
aliviaba. La ventana enrejada <strong>de</strong> la habitación se abría al campo y<br />
<strong>de</strong>s<strong>de</strong> ella divisaba el castillo que parecía hipnotizarla.<br />
Cipriano se esforzaba en inventar algo que pudiera animarla pero<br />
sus obsequios, pequeñas joyas, flores, dulces, no le producían la<br />
menor reacción. Cada vez que la visitaba regresaba a casa más<br />
<strong>de</strong>primido que la anterior: no le había reconocido; le daría lo mismo<br />
que no volviese. A veces, los propios guardadores se animaban entre<br />
sí: había comido un poco, había dado un corto paseo por la<br />
habitación, pero en su cara no se reflejaban tales progresos. Con su<br />
liberalidad habitual, Salcedo daba a aquellos generosas propinas<br />
que nunca consi<strong>de</strong>raba suficientes. A estas alturas, pensaba, era ya<br />
lo único que podía hacer por su esposa enferma: sobornar a los que<br />
la cuidaban para que lo hicieran <strong>de</strong> grado, para que le regalaran<br />
una pizca <strong>de</strong> afecto, para que algún día la hicieran sonreír.<br />
Las tar<strong>de</strong>s las <strong>de</strong>dicaba a los Cazalla, al Doctor y su madre.<br />
Doña Leonor <strong>de</strong> Vivero no perdía su alegría ni su don <strong>de</strong> gentes.
Pasaba ratos con ella en su pequeño gabinete, callado, mirando a la<br />
pared, sin nada divertido que contarle, pero ella le recibía con su<br />
sonrisa <strong>de</strong>ntona, su facundia, con el buen humor <strong>de</strong> siempre. Los<br />
primeros días se esforzaba en consolarle:<br />
—Le encuentro triste, Salcedo. ¿La quiere mucho?<br />
La respuesta <strong>de</strong> Cipriano era escueta y contun<strong>de</strong>nte:<br />
—Era una costumbre en mi vida, doña Leonor.<br />
—No se mortifique vuesa merced. Ante los muertos y los locos nos<br />
sentimos responsables muchas veces sin motivo.<br />
Pero la noticia <strong>de</strong>l enfrentamiento verbal en Al<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l Palo produjo<br />
tanto en ella como en el Doctor un profundo abatimiento.<br />
Vivían jornadas agónicas. Se sentían incapaces <strong>de</strong> controlar el<br />
grupo. Consi<strong>de</strong>raban imprescindible frenar a Padilla, <strong>de</strong>spojarle <strong>de</strong><br />
la autoridad que se atribuía, impedir aquellos conventículos<br />
pueblerinos, abiertos e improvisados. <strong>El</strong> Doctor le envió un correo sin<br />
<strong>de</strong>mora llamándole al or<strong>de</strong>n, advirtiéndole que lo acaecido en Al<strong>de</strong>a<br />
<strong>de</strong>l Palo no podía volver a repetirse. Escribió asimismo a don Juan<br />
<strong>de</strong> Acuña encareciéndole pru<strong>de</strong>ncia, haciéndole ver el riesgo <strong>de</strong> los<br />
excesos verbales ante la asechanza permanente <strong>de</strong>l Santo Oficio.<br />
Pese a su rápida reacción, no logró controlar su progresivo<br />
<strong>de</strong>caimiento. Habló a Salcedo con el corazón, le nombró su hombre<br />
<strong>de</strong> confianza. Admitía que, pese a ser el miembro <strong>de</strong> más reciente<br />
incorporación, actuaba sin reservas, con entusiasmo y resolución.<br />
“Motu proprio” había alcanzado importantes objetivos y el Doctor<br />
esperaba que siguiera en su labor organizadora, tarea que<br />
circunstancialmente había interrumpido con motivo <strong>de</strong> la<br />
enfermedad <strong>de</strong> su esposa. A Salcedo le emocionaba el valimiento <strong>de</strong>l<br />
Doctor, el hecho manifiesto <strong>de</strong> que le consi<strong>de</strong>rase el discípulo<br />
amado. Una tar<strong>de</strong> neblinosa, <strong>de</strong> crepúsculo prematuro, Cazalla le<br />
confesó que nunca habían pasado por el aislamiento que ahora<br />
sufrían, sin libros, apoyos, ni noticias <strong>de</strong> Alemania. Al morir Lutero,<br />
Melanchton se había encontrado con un difícil panorama. <strong>El</strong> Doctor<br />
la<strong>de</strong>aba la cabeza como si fuese incapaz <strong>de</strong> soportar su peso;<br />
estaban solos. Cipriano se esforzaba por animarlo: eran horas<br />
infortunadas, <strong>de</strong> tribulación; algún día pasarían.<br />
Pero el Doctor, lejos <strong>de</strong> serenarse, mezclaba los problemas, los<br />
amontonaba. Olvidaba por un momento la soledad <strong>de</strong>l grupo y volvía<br />
al caso Padilla. Era un correveidile, no contestaba a su carta, era<br />
como si no existiera o no reconociera la autoridad <strong>de</strong>l Doctor. Un
día, sugirió a Cipriano visitar a doña Ana Enríquez en La<br />
Confluencia, la casa <strong>de</strong> placer <strong>de</strong> su padre, en la conjunción <strong>de</strong>l<br />
Duero y el Pisuerga, en un frondoso soto <strong>de</strong> olmos, tilos y castaños<br />
<strong>de</strong> Indias. Una hermosa casa, dijo el Doctor, <strong>de</strong> las muchas que<br />
había levantado la aristocracia a orillas <strong>de</strong> los ríos al advenimiento<br />
<strong>de</strong> la Corte. Sería oportuno que doña Ana que, pese a su juventud,<br />
era una mujer con carácter, instara a su criado Cristóbal <strong>de</strong> Padilla<br />
a entrar en vereda, a tomar todo aquel asunto <strong>de</strong> las reuniones <strong>de</strong><br />
grupo con la <strong>de</strong>bida seriedad. A Cipriano le agradó el encargo.<br />
La belleza <strong>de</strong> doña Ana, su perfil atrayente, le había quitado la<br />
<strong>de</strong>voción en el último conventículo, el <strong>de</strong> los sacramentos. Un perfil<br />
perfecto, sugerente, regular y voluntarioso, subrayado por la<br />
elegante sencillez <strong>de</strong> su indumento que <strong>de</strong>jaba al <strong>de</strong>scubierto un<br />
largo cuello ornado con un collar <strong>de</strong> perlas.<br />
Pero lo más notable en el perfil <strong>de</strong> doña Ana era la toca <strong>de</strong> camino,<br />
larga y estrecha, que ella enrollaba hábilmente como un turbante en<br />
la parte alta <strong>de</strong> la cabeza. En el momento <strong>de</strong> su atenta<br />
contemplación no hubiese podido asegurar que ella se sintiera<br />
observada, aunque tampoco lo contrario, pero prefería pensar que<br />
no, que ella era así, espontánea y natural, tanto cuando escuchaba<br />
las homilías <strong>de</strong>l Doctor, como cuando se recogía <strong>de</strong>votamente en el<br />
salmo inicial, o alzaba tímidamente una mano por encima <strong>de</strong> su<br />
cabeza para pedir la palabra durante los coloquios. La asistencia a<br />
los conventículos <strong>de</strong> doña Ana Enríquez era absolutamente relajada,<br />
con afán participativo.<br />
Cuando el Doctor le encomendó visitarla con objeto <strong>de</strong> aclarar el<br />
silencio <strong>de</strong> Padilla, no lo <strong>de</strong>moró.<br />
<strong>El</strong>la respondió a su nota urgente aprovechando el mismo correo: le<br />
esperaba dos días más tar<strong>de</strong> a las once <strong>de</strong> la mañana. En el camino<br />
<strong>de</strong> Medina, Salcedo recordó a su esposa, mas enseguida se concentró<br />
en el motivo <strong>de</strong> su viaje: Ana Enríquez, su voz cálida y empastada,<br />
<strong>de</strong> mucho volumen, su disponibilidad, su bien <strong>de</strong>finida personalidad<br />
tratándose <strong>de</strong> una muchacha <strong>de</strong> apenas veinte años.<br />
<strong>El</strong> arco <strong>de</strong> las piernas <strong>de</strong> Cipriano se iba adaptando a la cruz más<br />
reducida <strong>de</strong> “Pispás”, un caballo que se <strong>de</strong>jaba gobernar más por la<br />
presión <strong>de</strong> las rodillas <strong>de</strong>l jinete que por las riendas. Era un pura<br />
sangre también, ligero como el viento, pero menos corpulento y<br />
pru<strong>de</strong>nte que “Relámpago”. Un día subiría al monte <strong>de</strong> Illera para<br />
visitar la tumba <strong>de</strong> éste, un homenaje obligado.
Rebasado Puente Duero, “Pispás” tomó un camino arenoso a la<br />
<strong>de</strong>recha, entre pinares, y, al final, cuando oyó el retumbo <strong>de</strong>l agua,<br />
el violento choque entre los dos ríos, se <strong>de</strong>tuvo. <strong>El</strong> camino concluía<br />
allí y, a mano izquierda entre la fronda, se alzaba la gran casa <strong>de</strong><br />
dos plantas ro<strong>de</strong>ada por un jardín con las veredas cubiertas <strong>de</strong><br />
hojas secas y los arriatas <strong>de</strong>scuidados, con flores <strong>de</strong> otoño:<br />
caléndulas muy vivas aún y rosales oxidados, <strong>de</strong>ca<strong>de</strong>ntes. Una<br />
criada <strong>de</strong> pocos años, con toca a la cabeza, le condujo ante Ana<br />
Enríquez, ataviada con una galera ver<strong>de</strong>, <strong>de</strong> costura en el talle. Con<br />
naturalidad, sencillamente, sin que él apenas se percátase, se vio<br />
paseando a su lado por el jardín, observando cómo sus botines <strong>de</strong><br />
tafilete arrastraban las hojas caídas, como en un juego. <strong>El</strong> Doctor no<br />
<strong>de</strong>bía preocuparse por la <strong>de</strong>mora <strong>de</strong> Cristóbal Padilla, dijo; era<br />
perezoso para tomar la pluma o tal vez estuviese enfermo. En<br />
cualquier caso, ella le enviaría una esquela conminándole a<br />
obe<strong>de</strong>cer sus instrucciones.<br />
En la secta existía una jerarquía y había que evitar comprometerla<br />
con cenáculos insensatos.<br />
Su verbosidad, cálida y suntuosa, bajo los nobles árboles<br />
centenarios, cautivaba a Cipriano.<br />
<strong>El</strong>la, por su parte, iba cogiéndole gusto a la conversación y le habló<br />
sin reservas, <strong>de</strong> un modo tal vez impru<strong>de</strong>nte, <strong>de</strong> don Carlos <strong>de</strong> Seso,<br />
a quien calificó <strong>de</strong> “gran embaucador”, <strong>de</strong> Beatriz Cazalla, “su<br />
pervertidora”, y <strong>de</strong> fray Domingo <strong>de</strong> Rojas, gran amigo <strong>de</strong> la familia,<br />
que la sosegó <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la conmoción inicial.<br />
Antes <strong>de</strong> almorzar, Salcedo partió para Pedrosa y Toro bajo un cielo<br />
plomizo, ligeramente lluvioso. Beatriz Cazalla y su hermano Pedro<br />
habían incorporado al grupo a las tres vecinas que atendían la<br />
parroquia, en tanto don Carlos <strong>de</strong> Seso, en Toro, le dio una buena<br />
noticia para el Doctor:<br />
el famoso “Catecismo” <strong>de</strong> Bartolomé Carranza estaba entrando en<br />
España <strong>de</strong>s<strong>de</strong> Flan<strong>de</strong>s en cua<strong>de</strong>rnillos sueltos, sin coser, y había<br />
empezado a difundirse por el norte.<br />
La marquesa <strong>de</strong> Alcañices había sido la primera en recibirlo y tanto<br />
ella como cuantos lo habían leído estaban acor<strong>de</strong>s en su espíritu<br />
erasmista.<br />
Durmió en Toro y regresó a Valladolid por Medina <strong>de</strong>l Campo.
Hacía casi un mes que no visitaba a su esposa y cada día le pesaba<br />
más el sentimiento <strong>de</strong> culpa. No había entendido a Teo pero tampoco<br />
se esforzó nunca por hacerlo. Le facilitó un bienestar y unas<br />
atenciones mínimas pero no compartió, ni comprendió siquiera, sus<br />
<strong>de</strong>sazones, sus anhelos <strong>de</strong> maternidad.<br />
Pero este <strong>de</strong>seo se había <strong>de</strong>sarrollado, había llegado a hacerse<br />
obsesivo y había acabado por <strong>de</strong>vorarla. La encontró peor que cuatro<br />
semanas atrás, igualmente ausente pero más espiritada. Cuando la<br />
conoció le había sorprendido la superficie <strong>de</strong> su rostro, excesiva<br />
para el tamaño <strong>de</strong> sus facciones, pero, a medida que su cara<br />
a<strong>de</strong>lgazaba, aquéllas se pronunciaban, crecían, y su nariz afilada,<br />
por ejemplo, se <strong>de</strong>splomaba sobre una barbilla pugnaz que nunca la<br />
distinguió. Asimismo, aquellos ojos vacíos, estáticos, que habían<br />
llenado la parte alta <strong>de</strong> su rostro, se hundían ahora en éste,<br />
circuidos por dos lívidas ojeras. La encontró paseando por el<br />
corredor, más bien arrastrada por los dos fuertes guardianes que la<br />
acompañaban. Con el cabello alborotado, la espalda vencida y sus<br />
pasitos laboriosos parecía una viejecita <strong>de</strong> mil años, un fantasma<br />
surgido <strong>de</strong>l fondo oscuro <strong>de</strong>l pasillo. Cipriano se <strong>de</strong>tuvo ante ella y<br />
la observó con <strong>de</strong>tenimiento. En sus ojos planos no advertía ni<br />
chispa <strong>de</strong> consciencia, parecían mirar hacia <strong>de</strong>ntro, lejos.<br />
Sin embargo, cuando quiso tomarla <strong>de</strong>l brazo y Teo hizo un brusco<br />
a<strong>de</strong>mán como para <strong>de</strong>sasirse, él creyó adivinar, en el fondo <strong>de</strong> su<br />
mirada, un atisbo <strong>de</strong> luci<strong>de</strong>z.<br />
Al entrar en la habitación, Cipriano insistió en ayudarla, volvió a<br />
tomar su brazo <strong>de</strong>scarnado y esta vez Teo no opuso resistencia. Se<br />
<strong>de</strong>jó acostar pasivamente y se quedó mirando el castillo que se<br />
divisaba por la ventana enrejada.<br />
Los loqueros y la comadre, tal vez esperando una compensación, se<br />
mostraron acor<strong>de</strong>s en que había mejorado. Ingería sólidos, paseaba<br />
todos los días un ratito y en sus ojos <strong>de</strong>lgados <strong>de</strong>jaba ver un algo<br />
que no había habido antes. Cipriano se sentó a su lado y le tomó una<br />
mano.<br />
La llamaba por su nombre, tiernamente, pero ella miraba<br />
indiferente, por encima <strong>de</strong> su hombro, las almenas <strong>de</strong>l castillo. Hubo<br />
un momento, empero, en que recogió la mirada y la posó sobre él,<br />
tan fija e insistentemente que Cipriano no pudo resistirla y <strong>de</strong>svió la<br />
suya.<br />
Al centrarla <strong>de</strong> nuevo se encontró con que las pupilas <strong>de</strong> Teo seguían<br />
posadas en él, imperturbables, como si le escrutara el fondo <strong>de</strong>l
alma, pero la veía tan ajena, tan <strong>de</strong>samparada, que sus ojos se<br />
llenaron <strong>de</strong> lágrimas. Volvió a llamarla por su nombre, oprimiendo<br />
su mano entre las suyas y, <strong>de</strong> pronto, aconteció el portento: sus<br />
pupilas se avivaron, adquirieron el viejo y añorado color miel, su<br />
gruesa boca esbozó una sonrisa, sus <strong>de</strong>dos se animaron un instante<br />
y entonces musitó dos palabras perfectamente audibles:<br />
”La Manga”, dijo. Cipriano rompió en llanto, durante unos segundos<br />
sus miradas se cruzaron, se comprendieron, pero él, aunque intentó<br />
sujetar ese momento, no fue capaz <strong>de</strong> prolongarlo. Teo volvió a<br />
ausentarse, apartó sus ojos <strong>de</strong> los suyos y liberó su mano <strong>de</strong> sus<br />
manos. Había vuelto a convertirse en el ser pasivo y remoto que<br />
venía siendo <strong>de</strong>s<strong>de</strong> ocho meses atrás.<br />
Al anochecer, Cipriano pasó por Serrada y La Seca a galope tendido.<br />
Su encuentro con Teo le había <strong>de</strong>jado una huella dolorosa y se iba<br />
diciendo que su comportamiento con ella, el hecho <strong>de</strong> haberla<br />
arrancado <strong>de</strong> su medio para luego abandonarla, exigía una<br />
reparación.<br />
<strong>El</strong> sentimiento <strong>de</strong> culpa acrecía cuanto más pretendía alejarlo y<br />
pensaba que una larga vida <strong>de</strong> sacrificio no sería suficiente para<br />
excusar una responsabilidad <strong>de</strong> años. No encontraba consuelo y, tan<br />
pronto llegó a Valladolid, <strong>de</strong>jó a “Pispás” en manos <strong>de</strong> su criado y se<br />
dirigió a la iglesia <strong>de</strong> San Benito. <strong>El</strong> tamaño <strong>de</strong>l templo, <strong>de</strong>sierto,<br />
aumentaba la sensación <strong>de</strong> soledad, acrecentaba su silencio<br />
interior, aunque la llamita <strong>de</strong>l sagrario, tan tenue y vacilante,<br />
comunicaba una pálida impresión <strong>de</strong> compañía. Salcedo buscó el<br />
rincón más oscuro <strong>de</strong> la iglesia, un escañil apartado, <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> uno<br />
<strong>de</strong> los gruesos pilares y, una vez allí, sentado, recogido sobre sí<br />
mismo, las manos juntas, volvió a llorar implorando la presencia <strong>de</strong><br />
Nuestro Señor para reconciliarse, para <strong>de</strong>scargarse, una vez más, <strong>de</strong><br />
sus pecados. Estaba tan ensimismado, sumido en tan alto grado <strong>de</strong><br />
misticismo, tan concentrado y etéreo, que sintió muy viva la<br />
presencia <strong>de</strong> Cristo a su lado, sentado en el escañil. En la penumbra,<br />
<strong>de</strong>sdibujado, entre las lágrimas, vislumbraba su rostro, su túnica<br />
blanca, resplan<strong>de</strong>ciente, pero cada vez que pretendía mirarle franca,<br />
directamente, a los ojos, la figura <strong>de</strong> Cristo se <strong>de</strong>svanecía. Lo intentó<br />
varias veces sin éxito y, entonces, <strong>de</strong>cidió conformarse con sentirle a<br />
su lado, el hombro contra su hombro, y entrever, al soslayo, su<br />
mirada aplaciente, la difusa mancha blanca <strong>de</strong>l rostro enmarcada<br />
por los cabellos y su barba rabínica. Le abrumaba la conciencia <strong>de</strong><br />
su pecado, la <strong>de</strong>strucción sistemática <strong>de</strong> su esposa, su feroz<br />
egoísmo. Se lo confesaba a Cristo, sumiso, tratándole <strong>de</strong> tú, con<br />
humildad confiada. Y, ante la imposibilidad <strong>de</strong> rehacer lo mal<br />
hecho, apeló a su viejo anhelo <strong>de</strong> reparación. Tenía la absoluta
seguridad <strong>de</strong> que Nuestro Señor le escuchaba, le observaba con un<br />
remoto aire <strong>de</strong> complicidad. Entonces Cipriano Salcedo, humillado,<br />
en pleno éxtasis, le formuló las dos ofrendas que había venido<br />
madurando durante el camino: su sexualidad y su dinero. Íntimos<br />
compromisos <strong>de</strong> castidad y pobreza. Renuncia <strong>de</strong>finitiva a todo<br />
contacto carnal y reparto <strong>de</strong> sus bienes con quienes le habían<br />
ayudado a crearlos. Nunca había sentido especial apego al dinero<br />
pero el firme propósito <strong>de</strong> <strong>de</strong>spren<strong>de</strong>rse <strong>de</strong> él le produjo una<br />
adventicia sensación <strong>de</strong> po<strong>de</strong>r.<br />
Esa noche durmió mal, vestido, tendido sobre la cama, sin cubrirse<br />
y, muy <strong>de</strong> mañana, Crisanta, la doncella, le pasó un correo urgente<br />
<strong>de</strong> Medina <strong>de</strong>l Campo. Era <strong>de</strong>l director <strong>de</strong>l hospital y le notificaba<br />
que su esposa, doña Teodomira Centeno, había fallecido a<br />
medianoche, horas <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> su visita.<br />
Habían encontrado el cadáver en la cama, sonriente, como si a<br />
última hora la hubiese visitado Nuestro Señor. Esperaban sus<br />
instrucciones para el entierro.<br />
__________________________<br />
__________________________<br />
XIV<br />
Abatido, hundido el ánimo, Cipriano Salcedo partió para Pedrosa<br />
por el único camino que su padre, el viejo don Bernardo, poco dado a<br />
la aventura, había conocido treinta años atrás: Arroyo, Simancas,<br />
Tor<strong>de</strong>sillas, flanqueando el Pisuerga y el Duero. Tres días antes<br />
habían dado tierra a su esposa en el atrio <strong>de</strong> la iglesia <strong>de</strong> Peñaflor<br />
<strong>de</strong> Hornija, junto a su padre, don Segundo Centeno, “el Perulero”,<br />
don<strong>de</strong> once años atrás habían contraído matrimonio. La <strong>de</strong>cisión<br />
había sido tomada <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> discutir con su tío Ignacio sobre el<br />
posible significado <strong>de</strong> las enigmáticas palabras <strong>de</strong> Teo en su última<br />
visita, en el único momento en que sus ojos se animaron: “La<br />
Manga”, había dicho. ¿En qué pensaba Teo al mencionar el lugar<br />
don<strong>de</strong> había pasado su juventud esquilando borregos? ¿Era tal vez<br />
por ser el único que recordaba con añoranza? ¿O quizá porque su<br />
breve noviazgo en el monte lo anteponía a cualquier otro momento <strong>de</strong><br />
su vida?<br />
¿O quería <strong>de</strong>cir lisa y llanamente que su <strong>de</strong>seo era <strong>de</strong>scansar allí,<br />
bajo la tierra fuerte y roja <strong>de</strong>l Páramo, junto a su padre, “el
Perulero”? Antes <strong>de</strong> <strong>de</strong>terminarse, y <strong>de</strong> trasladar el cuerpo <strong>de</strong> su<br />
esposa a Valladolid, Cipriano había pasado unas horas en el<br />
Hospital <strong>de</strong> Medina, dialogando con aquellas personas que la<br />
asistieron en los últimos momentos. La comadre negó que la escena<br />
<strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>, durante su visita, se hubiera repetido <strong>de</strong>spués, es más,<br />
la señora Teo quedó muy postrada <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> sus palabras, <strong>de</strong>cía, y,<br />
a la hora <strong>de</strong> darle el filonio romano para que durmiera, habían<br />
tenido que apalancarle las mandíbulas con los mangos <strong>de</strong> dos<br />
cucharas <strong>de</strong> plata para que abriera la boca, con tal violencia que le<br />
rompieron dos dientes.<br />
Cipriano se había horrorizado y preguntó si aquel procedimiento tan<br />
traumático era frecuente, y la comadre contestó que siempre que un<br />
enfermo se resistía a tomar algo que el doctor consi<strong>de</strong>raba<br />
indispensable. También los dos loqueros le habían hablado con la<br />
misma cru<strong>de</strong>za y candi<strong>de</strong>z. Doña Teodomira había muerto dormida,<br />
sin que las “visiones” <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong> se repitieran y, sin embargo, lo<br />
había hecho sonriendo, cosa que no le habían visto hacer durante<br />
los meses que estuvieron atendiéndola. En cuanto a lo <strong>de</strong> las<br />
cucharas era el método habitual <strong>de</strong> alimentar a aquellos enfermos<br />
que se negaban a comer.<br />
Con doña Teodomira, que apretaba los dientes y únicamente abría la<br />
boca para beber agua, no hubo otro remedio que apelar a esta<br />
solución.<br />
Incluso hubo días, cuando aún estaba fuerte, en que su resistencia<br />
fue <strong>de</strong> tal monta que tuvieron que enca<strong>de</strong>narle las manos a la<br />
cabecera <strong>de</strong>l lecho para po<strong>de</strong>r dominarla.<br />
Para Cipriano aquello constituía una novedad dolorosa y habló sobre<br />
ella con el médico y el director.<br />
<strong>El</strong>los se sorprendieron <strong>de</strong> su sorpresa. De no haber utilizado las<br />
cucharas, la enferma no hubiera vivido ocho meses, claro, se hubiera<br />
muerto enseguida. Podía habérselo figurado. Las tomas <strong>de</strong> filonio<br />
romano, zumos <strong>de</strong> fruta o jugos <strong>de</strong> carnes, únicamente eran posibles<br />
forzando su resistencia. <strong>El</strong>la se percataba enseguida <strong>de</strong> que no<br />
solamente era agua lo que le ofrecían y entonces cerraba la boca con<br />
tanta firmeza que únicamente apalancando podían abrírsela. Des<strong>de</strong><br />
el primer día la enferma se había negado a tomar otra cosa que<br />
agua y, ante actitud tan negativa, a ellos no les quedaba otro<br />
recurso que la violencia. En el Hospital <strong>de</strong> Santa María <strong>de</strong>l Castillo<br />
no sólo estaba prohibido el suicidio, sino cualquier ayuda al<br />
presunto suicida. <strong>El</strong> director afirmaba que la conducta <strong>de</strong> sus<br />
subordinados había sido correcta y, cuando Salcedo intentó hacerle
ver que para someter a un enfermo a estos tratos vejatorios había<br />
que contar previamente con la familia, se echó a reír, que estaba en<br />
un error, que las cosas no eran así, que ellos tenían una moral<br />
hipocrática y la aplicaban a rajatabla gustase o no a los familiares<br />
<strong>de</strong>l internado.<br />
Temblando <strong>de</strong> ira, Cipriano bajó al sótano a ver el cadáver que, en<br />
efecto, estaba sereno y sonriente. Aquella sonrisa, <strong>de</strong> que tanto le<br />
habían hablado, era una sonrisa manifiesta, no sólo <strong>de</strong> paz sino<br />
incluso <strong>de</strong> bienestar. Fue el único consuelo <strong>de</strong> Cipriano Salcedo, una<br />
satisfacción que acabó imponiéndose al dolor que le atenazaba.<br />
Algo, en el último momento, le había inducido a Teo a sonreír.<br />
Unas horas antes había nombrado La Manga en un momento <strong>de</strong><br />
luci<strong>de</strong>z, se <strong>de</strong>cía, era lógico imaginar que ella soñaba o pensaba en<br />
La Manga cuando dibujó aquella sonrisa <strong>de</strong> <strong>de</strong>spedida. <strong>El</strong> tío Ignacio<br />
era <strong>de</strong>l mismo parecer y, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> prolongadas conversaciones,<br />
convinieron que, al mentar La Manga, Teodomira había mencionado<br />
el lugar don<strong>de</strong> aspiraba a <strong>de</strong>scansar para siempre. “La Reina <strong>de</strong>l<br />
Páramo” <strong>de</strong>seaba volver al Páramo y no había nada que objetar a su<br />
<strong>de</strong>seo.<br />
Cipriano Salcedo se emocionó cuando los cuatro carruajes que<br />
acompañaban a la carreta fúnebre se <strong>de</strong>tuvieron en la explanada <strong>de</strong><br />
la iglesia <strong>de</strong> Peñaflor. Le acompañaban sus viejos amigos Gerardo<br />
Manrique, Fermín Gutiérrez, Estacio <strong>de</strong>l Valle, hijo, y los nuevos, el<br />
Doctor Cazalla, su hermano Francisco y el joyero Juan García,<br />
aparte <strong>de</strong> su tío Ignacio.<br />
<strong>El</strong> cielo estaba anubarrado pero no llovía y, sin embargo, el grupo <strong>de</strong><br />
braceros y pastores que esperaban el cadáver se guarecía en el<br />
porche <strong>de</strong> la iglesia, como uniformados, aquéllos con sus capotillos<br />
<strong>de</strong> dos haldas, <strong>de</strong> tela burda y sus calzones hasta media pierna<br />
mostrando sus pantorrillas peludas, y los pastores y los zagales con<br />
sus zamarros <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> conejo y sus calzas abotonadas. Todos<br />
salieron <strong>de</strong> su refugio y ro<strong>de</strong>aron el ataúd cuando don Honorino<br />
Ver<strong>de</strong>jo, el párroco, rezó un responso a la puerta <strong>de</strong> la iglesia. Para<br />
los rudos castellanos, aquella mujer que ahora iban a enterrar<br />
constituía un símbolo, puesto que no sólo trabajó con las manos<br />
como ellos sino que lo hizo con más espíritu y más provecho que los<br />
hombres por lo que con justo motivo recibió el sobrenombre <strong>de</strong> “Reina<br />
<strong>de</strong>l Páramo”. Era una esquiladora como nosotros, dijo un pastor<br />
viejo, con la voz trémula, para quien el trabajo manual borraba el<br />
pecado <strong>de</strong> su condición adinerada. Al margen <strong>de</strong> Manrique y Estacio<br />
<strong>de</strong>l Valle, hijo, que en mayor o menor medida tenían alguna relación<br />
con los campesinos, el resto <strong>de</strong>l acompañamiento los miraba con una
mezcla <strong>de</strong> estupor y curiosidad, como si fueran seres <strong>de</strong> otra raza o<br />
habitantes <strong>de</strong> otro planeta. Pero la sorpresa se hizo general cuando<br />
al ahondar la huesa que había <strong>de</strong> albergar a “la Reina <strong>de</strong>l Páramo”,<br />
el cadáver <strong>de</strong> su padre, “el Perulero”, apareció intacto en el fondo <strong>de</strong><br />
la hoya con su pelo cano y el cuerpo <strong>de</strong>snudo, sin <strong>de</strong>scomponer, el<br />
pene erecto y los ojos abiertos, inyectados y llenos <strong>de</strong> tierra. Hubo un<br />
bracero que afirmó que aquello era un prodigio, pero don Honorino,<br />
hombre probo y avisado, acalló el brote quimérico, dando <strong>de</strong> lado la<br />
incomprensible autonomía <strong>de</strong>l miembro y aludiendo a las<br />
propieda<strong>de</strong>s <strong>de</strong> algunas tierras para <strong>de</strong>morar la corrupción <strong>de</strong> los<br />
cuerpos. Concretamente en Gallosa, el pueblo don<strong>de</strong> nací, dijo,<br />
ningún cadáver se había <strong>de</strong>scompuesto antes <strong>de</strong> los cuatro años <strong>de</strong><br />
ser enterrado.<br />
Más tar<strong>de</strong>, al abandonar Peñaflor, Cipriano le dijo a su tío, en el<br />
interior <strong>de</strong>l coche, que guardaba hacia “el Perulero” un sentimiento<br />
<strong>de</strong> afecto y, el hecho <strong>de</strong> que su cuerpo permaneciese incorrupto y el<br />
sexo vivo, como si hubiese muerto con apetito, le había afectado<br />
mucho. Poco más a<strong>de</strong>lante, al atravesar el monte <strong>de</strong> La Manga,<br />
cuando Cipriano divisó la atalaya gran<strong>de</strong> y el camino rojo medio<br />
borrado por los bogales, las matas recortadas por los carboneros, y,<br />
al fondo, el tejado <strong>de</strong> pizarra <strong>de</strong> la casa, se inclinó hacia a<strong>de</strong>lante y<br />
le rogó a su criado que mo<strong>de</strong>rara la marcha. Apoyó la frente en el<br />
cristal y durante unos minutos guardó silencio, los párpados<br />
entornados, evocando sus paseos con la difunta por los claros y<br />
recovecos <strong>de</strong> aquel sardón tan familiar.<br />
Ahora, a la vista <strong>de</strong> Pedrosa, espoleó a “Pispás” en el último recodo<br />
<strong>de</strong>l camino. Los rastrojos macilentos, la tierra negra recién arada,<br />
las rodadas <strong>de</strong>l carril, le recordaron sus charlas itinerantes con<br />
Cazalla. Un apretado bando <strong>de</strong> perdices arrancó ruidosamente <strong>de</strong> la<br />
cuneta y espantó al caballo que piafó y caracoleó varias veces antes<br />
<strong>de</strong> serenarse <strong>de</strong> nuevo. Martín Martín, que le esperaba, le dijo al<br />
verle que la cosecha <strong>de</strong> uva había sido magnífica, y mezquina, en<br />
cambio, la <strong>de</strong> cereal. Sostenía el mismo criterio que su padre: el<br />
dinero estaba en la viña. Caballero en yegua trabada, el rentero le<br />
seguía a corta distancia por las diversas parcelas <strong>de</strong> la propiedad:<br />
los renuevos, los escatimosos majuelos tras las colinas, el pago <strong>de</strong><br />
Villavendimio con la pinada floreciente. De vuelta a casa, Cipriano<br />
Salcedo notificó a Martín Martín que la señora Teodomira había<br />
fallecido. Entonces se repitió la escena que treinta y siete años antes<br />
había tenido lugar en aquel mismo escenario entre los padres <strong>de</strong><br />
ambos. Martín Martín, al oír la mala nueva, se sacó el sombrero <strong>de</strong><br />
la cabeza y se santiguó: Dios le dé salud a vuesa merced para<br />
encomendar su alma, dijo.
Al cabo, comieron solos, atendidos por la anciana Lucrecia y su<br />
nuera, y Salcedo comunicó a su rentero que, con ocasión <strong>de</strong>l<br />
fallecimiento <strong>de</strong> su esposa, había reflexionado y estaba dispuesto a<br />
compartir la propiedad con él; Martín la trabajaría y él correría con<br />
los gastos <strong>de</strong> explotación. Era una oferta tan inusitada y generosa<br />
que al rentero se le cayó la cuchara en el plato. No sé si acabo <strong>de</strong><br />
enten<strong>de</strong>r..., balbuceó, pero Cipriano le interrumpió: lo que has<br />
entendido es lo que he dicho, la propiedad <strong>de</strong> las tierras la<br />
partiremos entre tú y yo, tú aportarás tu sudor y yo mi dinero. Los<br />
beneficios a partes iguales. Remató su breve discurso con una frase<br />
mendaz:<br />
—Era voluntad <strong>de</strong> la difunta —dijo.<br />
Martín Martín quería dar las gracias, pero no acertaba, mientras<br />
Cipriano le anticipaba que su tío, el oidor, formalizaría el nuevo<br />
contrato, pero que también era su <strong>de</strong>seo mejorar los salarios <strong>de</strong> la<br />
gañanía y que a cómo se pagaba la jornada en las viñas <strong>de</strong> Pedrosa.<br />
<strong>El</strong> rentero puso cara <strong>de</strong> circunstancias: bajos, los salarios eran<br />
bajos, un obrero podía cobrar cincuenta maravedíes pero un<br />
vendimiador no llegaba a la mitad. Había que subirlos, era<br />
apremiante mejorar las condiciones <strong>de</strong> vida en Pedrosa y él,<br />
Cipriano, como mayor terrateniente, tenía que dar ejemplo. Habló <strong>de</strong><br />
doblar los salarios <strong>de</strong> los jornaleros, <strong>de</strong> los braceros ocasionales,<br />
pero el rentero se llevó las manos a la cabeza:<br />
—Pero ¿ha pensado vuesa merced en lo que propone? <strong>El</strong> pequeño<br />
labrantín no podrá soportar tamaña competencia. Nadie querrá<br />
trabajar en Pedrosa por menos <strong>de</strong> lo que nosotros <strong>de</strong>mos. <strong>El</strong> campo<br />
se hundiría.<br />
Cipriano empezaba a intuir que la donación también constituía un<br />
problema, pero, al propio tiempo, no quería renunciar a su largueza.<br />
Había que estudiar las cosas <strong>de</strong>spacio, con personas y abogados<br />
competentes. Se daba cuenta <strong>de</strong> que su <strong>de</strong>cisión, <strong>de</strong> la manera<br />
simple en que la había concebido, se haría popular entre los<br />
asalariados pero impopular entre los terratenientes.<br />
Era preciso reflexionar y actuar sin apremios, con la cabeza fría.<br />
Esa misma tar<strong>de</strong>, salió <strong>de</strong> paseo con Pedro Cazalla, quien elogió su<br />
<strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> hacer un nuevo contrato con Martín Martín. <strong>El</strong> campo<br />
estaba en situación crítica y los que vivían <strong>de</strong> él abocados a la<br />
miseria. Ganaban poco y el fisco y la Iglesia, con tributos y diezmos,
acababan <strong>de</strong> arruinarlos. Todo lo que se hiciera en favor <strong>de</strong> los<br />
medios rurales sería insuficiente.<br />
<strong>El</strong> inconveniente que apuntaba Martín Martín era irrefutable, pero<br />
los oidores <strong>de</strong> la Chancillería, los altos letrados <strong>de</strong> la Corte,<br />
disponían <strong>de</strong> recursos sobrados para dar con la solución pertinente.<br />
Por su parte, él lo hablaría con don Carlos <strong>de</strong> Seso, que ahora, en su<br />
condición <strong>de</strong> corregidor, estaría al tanto <strong>de</strong> esas cosas. Ya en casa<br />
<strong>de</strong> Cazalla, Cipriano le hizo entrega <strong>de</strong> trescientos ducados para las<br />
necesida<strong>de</strong>s más urgentes <strong>de</strong>l pueblo, incluso apuntó, <strong>de</strong> pasada, a<br />
la pavimentación, pero Pedro Cazalla adujo que en eso no podía ni<br />
pensarse, ya que las caballerías resbalaban en los adoquines y se<br />
quebraban. Se hacía inevitable pensar en otra aplicación menos<br />
arriesgada.<br />
Cipriano Salcedo entró en una fase <strong>de</strong> actividad enfebrecida. Le<br />
daba miedo la soledad. Le aterraba pensarse. No sabía estar solo ni<br />
ocioso y, aparte su quehacer habitual en el almacén y la sastrería,<br />
el resto <strong>de</strong>l día necesitaba estar ocupado, solventando otros asuntos.<br />
<strong>El</strong> tío Ignacio, que aprobaba su buena disposición <strong>de</strong> ce<strong>de</strong>r la mitad<br />
<strong>de</strong> su fortuna, le aseguró que se ocuparía <strong>de</strong>l contrato con Martín<br />
Martín. Tal como estaba organizado el mundo, tratar <strong>de</strong> doblar el<br />
salario a braceros y temporeros constituía <strong>de</strong> entrada una<br />
provocación. Pero tenía que haber una solución y la encontraría. En<br />
la Chancillería había gente conspicua dispuesta a echarle una<br />
mano. En cambio, el tema <strong>de</strong> los negocios industriales llenó <strong>de</strong> gozo<br />
a su tío. Don Ignacio Salcedo, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que se licenció, se había<br />
especializado en temas jurídicos y económicos. Leía mucho, con<br />
auténtica avi<strong>de</strong>z, no sólo sentencias y actas <strong>de</strong> jurispru<strong>de</strong>ncia, sino<br />
publicaciones y libros franceses y alemanes que le facilitaban sus<br />
amigos <strong>de</strong>l centro <strong>de</strong> Europa. Así se informó <strong>de</strong> que la organización<br />
<strong>de</strong> la producción por gremios iba convirtiéndose poco a poco en una<br />
antigualla pasada <strong>de</strong> moda. En Francia y Alemania apuntaban<br />
formas <strong>de</strong> asociación que en España todavía se <strong>de</strong>sconocían, en las<br />
que no sólo se asociaban los hombres sino también los capitales<br />
para incrementar su po<strong>de</strong>r. Incorporar Valladolid a la mo<strong>de</strong>rnidad<br />
era una <strong>de</strong> sus aspiraciones íntimas. Los gremios <strong>de</strong>caían y, cuando<br />
su sobrino le solicitó nuevas fórmulas para el comercio <strong>de</strong> la lana<br />
con Burgos y la fabricación <strong>de</strong> zamarros y ropillas aforradas, don<br />
Ignacio pensó que quizá unas comanditas pudieran servir para<br />
resolver ambas cuestiones.<br />
Tanto Dionisio Manrique como Fermín Gutiérrez <strong>de</strong>jarían <strong>de</strong> ser<br />
empleados para pasar a ser socios, valorando su trabajo como<br />
capital.
Es <strong>de</strong>cir, ellos pondrían su cabeza don<strong>de</strong> él ponía su dinero.<br />
Crearían dos compañías mixtas en las que capital y trabajo<br />
obtendrían retribuciones análogas. Mas, también aquí, como en el<br />
campo, se presentaba una cuestión espinosa: ¿qué hacer con los<br />
pellejeros, tramperos, curtidores, acemileros y todos aquellos que ni<br />
en el taller ni en la fábrica <strong>de</strong>sempeñaban un trabajo cualificado?<br />
Don Ignacio vio enseguida la solución: incorporar al personal no<br />
cualificado a los beneficios. La novedad constituía para él una<br />
auténtica revolución económica, especialmente, en Valladolid, <strong>de</strong> ahí<br />
que le pareciese aún más ecuánime y sugestiva. Manrique y<br />
Gutiérrez irían con él a partes iguales, pero a los asalariados, en<br />
lugar <strong>de</strong> subirles los jornales, cosa que pondría en pie <strong>de</strong> guerra a la<br />
competencia, se les darían, al cabo <strong>de</strong>l ejercicio, unos ingresos<br />
extras provenientes <strong>de</strong>l beneficio social. Estos dineros a repartir<br />
entre pellejeros, tramperos, cortadoras, arrieros y curtidores, podían<br />
proce<strong>de</strong>r <strong>de</strong>l porcentaje total <strong>de</strong> beneficios, o <strong>de</strong>l correspondiente a<br />
Cipriano Salcedo, todo <strong>de</strong>pendía <strong>de</strong>l grado <strong>de</strong> <strong>de</strong>sprendimiento <strong>de</strong><br />
éste. En todo caso, ni el transporte <strong>de</strong> lanas a los Países Bajos, ni el<br />
negocio <strong>de</strong> los zamarros, planteaban cuestiones irresolubles.<br />
Tío y sobrino pasaban tar<strong>de</strong>s enteras conversando, <strong>de</strong> tal manera<br />
que, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que Teo falleció, la cabeza <strong>de</strong> Cipriano no volvió a<br />
encontrar un momento <strong>de</strong> reposo.<br />
Resultaba curioso pero en los últimos años, en que la comunicación<br />
con Teo no había existido, a Cipriano le bastaba saberla allí, en<br />
casa, oír cómo se movía <strong>de</strong> una habitación a otra, para sentirse<br />
acompañado. Como le dijo en una ocasión a doña Leonor, Teo había<br />
llegado a ser para él una costumbre.<br />
Conforme Cipriano <strong>de</strong>legaba en su tío la transformación <strong>de</strong> sus<br />
negocios, iba intensificándose su relación con la familia Cazalla.<br />
Doña Leonor lamentó su viu<strong>de</strong>z con hermosas palabras <strong>de</strong><br />
solidaridad y dijo que comprendía perfectamente a su esposa. <strong>El</strong>la<br />
había parido diez hijos pero cada alumbramiento lo había celebrado<br />
como si fuera el primero. No obstante, comprendía también a<br />
Cipriano, ya que el círculo vital <strong>de</strong>l hombre rebasaba con mucho el<br />
círculo familiar y su egoísmo era mayor que el <strong>de</strong> la mujer. Por su<br />
parte el Doctor le reafirmó una vez más su confianza.<br />
Se sentía débil y medroso y la colaboración <strong>de</strong> Cipriano le resultaba<br />
indispensable. Había concluido su fichero, pero la reducida<br />
comunidad castellana necesitaba constante atención. Los pequeños<br />
problemas asomaban por todas partes. Ana Enríquez había
asegurado que Cristóbal <strong>de</strong> Padilla quedaría sujeto a su autoridad,<br />
que no volvería a <strong>de</strong>smandarse, pero la realidad <strong>de</strong>cía otra cosa.<br />
Antonia <strong>de</strong> Mella, esposa <strong>de</strong> Pedro Sotelo, comunicó al Doctor que<br />
Cristóbal la había visitado para leerle una carta, a su <strong>de</strong>cir <strong>de</strong>l<br />
maestro Ávila, muy peligrosa, y se prestó a <strong>de</strong>jársela para<br />
estudiarla. Pasados unos días, Padilla volvió con otra carta, al<br />
parecer también <strong>de</strong>l maestro Ávila, y se la leyó esta vez a la mujer <strong>de</strong><br />
Robledo. Trataba <strong>de</strong> la misericordia <strong>de</strong> Dios, y, al concluir <strong>de</strong> leerla,<br />
le dijo que advirtiera a su marido que abandonase sus penitencias<br />
porque Nuestro Señor ya la había hecho por todos. Otro día, convocó<br />
una junta <strong>de</strong> mujeres en casa <strong>de</strong> Sotelo y les ofreció un librito don<strong>de</strong><br />
se estudiaban los artículos <strong>de</strong> la fe orientados hacia la doctrina <strong>de</strong><br />
la justificación. Ante el escándalo <strong>de</strong> algunas, confesó que el librito<br />
estaba escrito por fray Domingo <strong>de</strong> Rojas, aunque a otros les dijo que<br />
él mismo era el autor <strong>de</strong> la obra.<br />
Cipriano tuvo que hacer dos viajes a Zamora para convencer a Pedro<br />
Sotelo <strong>de</strong> que no facilitase a Padilla lugares <strong>de</strong> reunión, ya que este<br />
hombre, como le había dicho el Doctor, cada día más amilanado,<br />
sembraba la discordia por don<strong>de</strong> quiera que iba. Momentáneamente,<br />
el Doctor quedó aplacado, pero cada día aportaba una novedad y<br />
una tar<strong>de</strong> informó a Cipriano <strong>de</strong> que el joyero Juan García tenía<br />
planteadas serias cuestiones familiares y <strong>de</strong>bía ponerse cuanto<br />
antes en contacto con él. Cipriano pasó por el cubil don<strong>de</strong> Juan<br />
trabajaba y éste, sin levantar los ojos <strong>de</strong> la pulsera que reparaba, le<br />
anticipó que, al día siguiente, a las siete <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>, le visitaría en<br />
su casa pues en el taller no era aconsejable hablar. Una vez<br />
reunidos, Juan García rompió a lloriquear, que era <strong>de</strong> los más viejos<br />
a<strong>de</strong>ptos <strong>de</strong> la secta, <strong>de</strong> los más convencidos, pero su mujer, Paula<br />
Rupérez, fanática católica, recelosa <strong>de</strong> sus escapadas nocturnas, le<br />
había seguido una noche <strong>de</strong> conventículo por las calles en tinieblas.<br />
Afortunadamente él se dio cuenta a tiempo y se ocultó en el hueco <strong>de</strong><br />
un comercio por don<strong>de</strong> la vio pasar. Entonces se convirtió <strong>de</strong><br />
perseguido en perseguidor y durante una hora estuvieron dando<br />
vueltas por las viejas rúas <strong>de</strong>l barrio <strong>de</strong> San Pablo, él en guardia,<br />
ella <strong>de</strong>sorientada. Al día siguiente Paula le preguntó dón<strong>de</strong> había<br />
andado a tan altas horas <strong>de</strong> la noche y él reconoció que había<br />
sufrido uno <strong>de</strong> sus frecuentes accesos <strong>de</strong> escotoma y había salido a<br />
airear la cabeza. Poco a poco Juan García se había ido serenando<br />
pero advirtió que su mujer había informado <strong>de</strong> sus sospechas al<br />
confesor y había razones fundadas para temer que éste, si llegaba a<br />
tener un solo indicio, les <strong>de</strong>nunciaría sin <strong>de</strong>mora a la Inquisición.<br />
Cipriano trató <strong>de</strong> tranquilizar al joyero, le dijo que <strong>de</strong> momento no<br />
volviera por los conventículos y que, cada mes, al día siguiente <strong>de</strong><br />
celebrarse éste, pasara por su casa don<strong>de</strong> él le facilitaría un
esumen <strong>de</strong> lo tratado a fin <strong>de</strong> que no quedase <strong>de</strong>scolgado. Para<br />
mayor seguridad, <strong>de</strong>bía acompañar a su mujer a sus prácticas<br />
religiosas y hacer lo que viese que ella hacía. <strong>El</strong> joyero volvió a<br />
llorar; le repugnaba caer en el “nico<strong>de</strong>mismo”, fingir creer en lo que<br />
no creía, pero Cipriano Salcedo le dijo que todos, en mayor o menor<br />
medida, lo practicaban, que él mismo asistía a misa los días<br />
festivos, porque, en tiempos <strong>de</strong> persecución, la mejor <strong>de</strong>fensa era el<br />
disimulo, cuando no la doblez.<br />
Siete días antes <strong>de</strong> Navidad, súbitamente, falleció doña Leonor.<br />
Por la mañana había sentido un vago tremor <strong>de</strong> corazón y, <strong>de</strong>spués<br />
<strong>de</strong> comer, quedó muerta en la mecedora sin que nadie lo advirtiera.<br />
<strong>El</strong> Doctor la encontró todavía caliente y el balancín con un leve<br />
movimiento <strong>de</strong> vaivén. Su <strong>de</strong>ceso fue la culminación <strong>de</strong> un “annus<br />
horribilis”, como lo calificó el Doctor Cazalla. Se hizo preciso<br />
preparar las honras fúnebres con la pompa que exigían la fama <strong>de</strong>l<br />
Doctor y el hecho <strong>de</strong> que la difunta tuviera tres hijos religiosos. <strong>El</strong><br />
entierro se verificó en la capilla <strong>de</strong> los Fuensaldaña, en el<br />
Monasterio <strong>de</strong> San Benito. Diez doncellas, casi niñas, acompañaron<br />
el ataúd portando cintas azules y el coro <strong>de</strong>l Colegio <strong>de</strong> los<br />
Doctrinos, fundado pocos años antes en la ciudad, entonó las<br />
letanías habituales. Cipriano Salcedo creía ver en aquellos<br />
muchachos a los antiguos Expósitos, sus compañeros <strong>de</strong> infancia, y<br />
respondía a las apelaciones al santoral con <strong>de</strong>voción y respeto: “ora<br />
pro nobis, ora pro nobis, ora pro nobis”, <strong>de</strong>cía para sí, y en el “Dies<br />
irae” <strong>de</strong> la epístola se prosternó sobre las losas <strong>de</strong>l templo y repitió<br />
la letra en voz baja, profundamente conmovido: “Solvet saeclum in<br />
favilla:<br />
teste David cum Sibylla”.<br />
La ciudad acudió en masa al sepelio <strong>de</strong> doña Leonor. La reputación<br />
<strong>de</strong>l Doctor, el hecho <strong>de</strong> que tres <strong>de</strong> los hijos <strong>de</strong> la difunta<br />
participasen en la misa funeral, removieron el sentimiento religioso<br />
<strong>de</strong>l pueblo. Y, a pesar <strong>de</strong> sus gran<strong>de</strong>s dimensiones, el templo no pudo<br />
dar acogida a todos los asistentes, muchos <strong>de</strong> los cuales quedaron a<br />
la puerta, en la explanada <strong>de</strong> acceso, <strong>de</strong>votamente, en silencio.<br />
Las voces <strong>de</strong> los doctrinos resonaban en la placita <strong>de</strong> la Rinconada y<br />
los transeúntes se santiguaban <strong>de</strong>votamente al pasar frente a la<br />
iglesia. Terminada la ceremonia, el acompañamiento se reunió en el<br />
atrio para las condolencias pero, en el momento <strong>de</strong> mayor<br />
recogimiento y emoción, una voz varonil, bien timbrada y po<strong>de</strong>rosa,<br />
estalló sobre el rumor <strong>de</strong>l gentío:
—¡Doña Leonor <strong>de</strong> Vivero a la hoguera!<br />
Se oyeron siseos imponiendo silencio y la afrenta no volvió a<br />
repetirse. La ceremonia continuó al mismo ritmo, la multitud<br />
<strong>de</strong>sfilaba ante los hermanos Cazalla y algunos, más allegados o más<br />
<strong>de</strong>cididos, se aproximaban a ellos y les daban la paz en el rostro.<br />
Para el Doctor, la muerte <strong>de</strong> su madre significó la culminación <strong>de</strong> su<br />
abatimiento. Doña Leonor había representado en vida la autoridad,<br />
la pon<strong>de</strong>ración, el or<strong>de</strong>n, la obligada referencia. Y, pese a haber<br />
<strong>de</strong>jado dos hijas, Constanza y Beatriz, el sólido matriarcado<br />
acababa <strong>de</strong> quebrarse. <strong>El</strong> semblante <strong>de</strong>l Doctor se <strong>de</strong>terioró aún más,<br />
a<strong>de</strong>lgazaba, se arrugaba, perdía pelo. También la voz se le <strong>de</strong>steñía<br />
y ponía en evi<strong>de</strong>ncia el gran sufrimiento moral que pesaba sobre él.<br />
En las tertulias <strong>de</strong> pésame, don<strong>de</strong> acudieron numerosos<br />
admiradores, apenas hablaba, la gente salía <strong>de</strong> la casa<br />
<strong>de</strong>sorientada: el Doctor no va a superar la <strong>de</strong>sgracia, <strong>de</strong>cían. Y, por<br />
las noches, cuando las visitas marchaban, se refugiaba con Cipriano<br />
en el pequeño gabinete <strong>de</strong> su madre y hablaban <strong>de</strong> ella, reconstruían<br />
su pasado y su significación en la familia y la secta.<br />
Su hija Constanza había tomado el mando pero nada era igual. La<br />
pobre Constanza no pasa <strong>de</strong> ser una sencilla aprendiza, <strong>de</strong>cía<br />
<strong>de</strong>smoralizado el Doctor. Y, a falta <strong>de</strong> un confortamiento más<br />
directo, la amistad entre los dos hombres se afirmó en el trance:<br />
—Vuesa merced lo oyó —le dijo una noche el Doctor—. Y pue<strong>de</strong><br />
ayudarme a i<strong>de</strong>ntificar esa voz.<br />
<strong>El</strong> grito pidiendo la hoguera para su madre le reconcomía, no le<br />
permitía reposar. Detrás veía a la ciudad entera, al mundo entero. Y<br />
hablaran <strong>de</strong> lo que hablaran, la conversación siempre terminaba por<br />
recaer en el mismo tema: la voz viril y retumbante exigiendo la<br />
quema <strong>de</strong> la difunta. Cipriano se esforzaba en tranquilizarle: un<br />
loco, reverencia, nunca falta un loco en una aglomeración <strong>de</strong> estas<br />
proporciones. Mas Cazalla porfiaba que no se trataba <strong>de</strong> un loco, la<br />
voz era firme, culta y educada, su tono no era vil. Cipriano, <strong>de</strong>seoso<br />
<strong>de</strong> complacerle, habló en la sastrería con Fermín Gutiérrez, viejo<br />
admirador <strong>de</strong>l Doctor. Sí, también había oído la voz y, en su opinión<br />
y en la <strong>de</strong> sus amigos, había partido <strong>de</strong> la esquina don<strong>de</strong> se<br />
congregaba un grupo <strong>de</strong> oficiales <strong>de</strong> la Guardia Real. <strong>El</strong> Doctor<br />
<strong>de</strong>negó enérgicamente con la cabeza: la voz <strong>de</strong> mando <strong>de</strong> un soldado<br />
podía i<strong>de</strong>ntificarse a diez leguas <strong>de</strong> distancia, dijo. Había que<br />
pensar en alguien más distinguido, conocedor <strong>de</strong> las interiorida<strong>de</strong>s
<strong>de</strong> la familia Cazalla, sórdido en el fondo pero cortés en las<br />
maneras.<br />
Después <strong>de</strong> dos semanas <strong>de</strong> presunciones y conjeturas en torno a la<br />
misteriosa voz, sin avanzar un paso, el Doctor se <strong>de</strong>rrumbó una<br />
tar<strong>de</strong>, se sinceró con él. Le hizo objeto <strong>de</strong> una confi<strong>de</strong>ncia que era<br />
obligado tener en cuenta a lo largo <strong>de</strong> la investigación. Le habló <strong>de</strong><br />
una mujer extraña, que <strong>de</strong> una manera igualmente extraña, se había<br />
cruzado en su vida y se había enfrentado violentamente con él. Se<br />
refería a doña Catalina <strong>de</strong> Cardona, conocida con el sobrenombre <strong>de</strong><br />
“la Buena Mujer”, que en su juventud había sido aya <strong>de</strong> don Juan <strong>de</strong><br />
Austria. Gozaba fama <strong>de</strong> santa en las altas esferas y había recalado<br />
en Valladolid <strong>de</strong> la mano <strong>de</strong> la princesa <strong>de</strong> Salerno, <strong>de</strong> la que era<br />
dama <strong>de</strong> honor, cuyo marido, don Fernando San Severino, vino a la<br />
Corte a reclamar los bienes que se le habían confiscado por su<br />
presunta participación en una conjura contra españoles.<br />
La estancia en la villa <strong>de</strong> la princesa <strong>de</strong> Salerno le permitió conocer<br />
al Doctor y establecer con él una relación amistosa. Pero a Catalina,<br />
“la Buena Mujer”, nunca le agradó la amistad <strong>de</strong> su señora con el<br />
Doctor, ya que la manera <strong>de</strong> hablar <strong>de</strong> éste <strong>de</strong> la misericordia <strong>de</strong><br />
Dios y <strong>de</strong> los méritos <strong>de</strong> Cristo se le antojaba equívoca y sospechosa.<br />
Catalina <strong>de</strong> Cardona, <strong>de</strong> suyo entrometida, <strong>de</strong>cidió erigirse en ángel<br />
tutelar <strong>de</strong> la princesa y, sobre ponerle malas caras al Doctor, en las<br />
tertulias vespertinas le contra<strong>de</strong>cía y zahería sin <strong>de</strong>scanso. Por su<br />
boca habla Satanás, excelencia, llegó a <strong>de</strong>cirle a la princesa un día.<br />
<strong>El</strong> Doctor, entonces, resolvió dar una lección a la marisabidilla, y en<br />
el famoso sermón <strong>de</strong> las Tres Marías, el día <strong>de</strong> la Resurrección,<br />
ridiculizó la impertinencia <strong>de</strong> ciertas mujeres que disputaban con<br />
los teólogos, sabihondas <strong>de</strong> tres al cuarto, dijo, que estarían mejor<br />
entre pucheros, pero “la Buena Mujer” aguardó la visita <strong>de</strong>l cura, y<br />
cuando éste se presentó <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> su señora, le dijo que había visto<br />
salir <strong>de</strong> su boca borbollones <strong>de</strong> fuego envueltos en humo y olores <strong>de</strong><br />
piedra <strong>de</strong> azufre. La campanada <strong>de</strong> “la Buena Mujer” creó un clima<br />
tenso en la reunión, <strong>de</strong> una violencia inhabitual, <strong>de</strong> tal manera que<br />
la princesa <strong>de</strong> Salerno se vio obligada a intervenir e impuso silencio<br />
a las dos partes cuando la réplica correspondía a Cazalla, y<br />
entonces éste se levantó dignamente y se marchó <strong>de</strong> la casa<br />
ofendido.<br />
—Nunca volví a poner el pie en el palacio <strong>de</strong> la princesa, aclaró<br />
Cazalla a Cipriano, pero cabe que la voz pidiendo la hoguera para<br />
mi madre se fraguara ahí, en sus salones a causa <strong>de</strong> mis homilías.<br />
Cipriano quedó pensativo. Ignoraba que el Doctor tuviera enemigos<br />
<strong>de</strong> tan alto rango pero, una vez informado, dio por bueno que la
afrenta a doña Leonor hubiera surgido <strong>de</strong> ese grupo o <strong>de</strong> otro<br />
semejante.<br />
Dos días más tar<strong>de</strong>, Cipriano encontró los bajos <strong>de</strong> la casa <strong>de</strong>l<br />
Doctor embadurnados por un sucio cartelón: “Doña Leonor a la<br />
hoguera”, <strong>de</strong>cía simplemente. Aquel letrero abyecto, escrito con<br />
pintura roja, acabó <strong>de</strong> <strong>de</strong>sequilibrar al Doctor. Convocó una reunión,<br />
en pleno día, en el oratorio <strong>de</strong> su casa. No po<strong>de</strong>mos seguir viviendo<br />
en este “ensimismado aislamiento”, dijo. Nos conocen hasta las<br />
piedras, nos vigilan, nos odian, todas las precauciones que<br />
adoptemos en lo sucesivo serán pocas. Se le veía asustado,<br />
acorralado, nervioso. Muerta su madre, <strong>de</strong> la que tanto había<br />
<strong>de</strong>pendido y que representaba el coraje, llegaba esta venganza ruin<br />
<strong>de</strong> la alta sociedad vallisoletana. Tenemos que admitir que no somos<br />
libres, añadió, que nos enfrentamos con enemigos que no dan la<br />
cara, seamos pru<strong>de</strong>ntes.<br />
A partir <strong>de</strong> ese momento quedaron suprimidos provisionalmente los<br />
conventículos y el Doctor <strong>de</strong>cidió que se sustituyeran por visitas a<br />
domicilio, don<strong>de</strong> personalmente los sectarios serían informados <strong>de</strong><br />
las noveda<strong>de</strong>s. Salcedo, por indicación <strong>de</strong>l Doctor, viajó a Toro,<br />
Zamora y Logroño para poner sobre aviso a los a<strong>de</strong>ptos.<br />
A su regreso, Cipriano encontró al Doctor aún más sumido y<br />
cogitabundo. <strong>El</strong> hecho <strong>de</strong> que la realidad <strong>de</strong>l grupo fuese conocida,<br />
o, al menos, se sospechase su existencia, le <strong>de</strong>squiciaba. Se sentía<br />
literalmente arrinconado. Cipriano permanecía con él hasta altas<br />
horas <strong>de</strong> la madrugada. <strong>El</strong> insomnio le acechaba y los julepes y el<br />
filonio romano apenas le hacían efecto. Su medrosidad le llevaba a<br />
extremos exagerados, a una pusilanimidad morbosa. Las<br />
sensaciones <strong>de</strong> persecución y aislamiento prevalecían sobre todas<br />
las <strong>de</strong>más. Una noche emborronaron con pintura el letrero rojo <strong>de</strong> la<br />
fachada y el Doctor subió a casa más entonado, como si hubiese<br />
borrado con él los malos pensamientos <strong>de</strong> la conciencia <strong>de</strong>l<br />
responsable. Con Cipriano se <strong>de</strong>sahogaba, era su paño <strong>de</strong> lágrimas:<br />
el Reformador al menos sabía <strong>de</strong> nuestra existencia, nos animaba,<br />
<strong>de</strong>cía. Muerto Lutero, <strong>de</strong>sconectados <strong>de</strong>l foco sevillano, el Doctor no<br />
veía futuro para la causa. Mas Cipriano iba advirtiendo que un día<br />
pensaba una cosa y mañana la contraria, se mostraba irresoluto,<br />
mudadizo, como atollado. En una ocasión organizaron un viaje a<br />
Sevilla pero ocho días antes el Doctor <strong>de</strong>sistió <strong>de</strong> él. ¿Qué iban a<br />
hacer en Sevilla? ¿Acaso estaban mejor informados los andaluces<br />
que ellos? Procedía ir más allá, más lejos, a la madre. ¿Sería capaz<br />
Cipriano <strong>de</strong> viajar a Alemania por el grupo? A Salcedo no le<br />
sorprendió la pregunta, llevaba meses esperándola. Estaba
convencido <strong>de</strong> que únicamente entrevistándose con Melanchton y sus<br />
colaboradores, aportando información directa, libros y<br />
publicaciones, y la promesa <strong>de</strong> una ayuda quimérica llegado el caso,<br />
conseguiría animar al Doctor. Iría, pues, a Alemania, le dijo, pasaría<br />
allí el tiempo que hiciera falta, conectaría con el cerebro <strong>de</strong> la<br />
organización y recibiría instrucciones. La sola i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> que Cipriano<br />
iba a viajar a Alemania ya levantó el ánimo <strong>de</strong>l Doctor. Le indicaba<br />
itinerarios en el mapa, ciuda<strong>de</strong>s, caminos, le facilitaba nombres y<br />
direcciones, contactos obligados, centros <strong>de</strong> visita inexcusable. Era<br />
como si su cerebro atascado se hubiera puesto <strong>de</strong> repente en<br />
movimiento. Una tar<strong>de</strong> le dio las señas <strong>de</strong> Berger, Heinrich Berger,<br />
marino <strong>de</strong> profesión, apóstol <strong>de</strong>l nuevo cristianismo, con quien tal<br />
vez pudiera regresar a España por los puertos <strong>de</strong>l norte. Al recordar<br />
su estancia en Alemania, los lugares que había visitado con el<br />
Emperador, los viejos amigos, los contactos iniciales, el rostro <strong>de</strong>l<br />
Doctor resplan<strong>de</strong>cía. Entre los dos iban urdiendo planes: saldría por<br />
el Pirineo y regresaría por mar o a la inversa. <strong>El</strong> zamarro <strong>de</strong><br />
Cipriano y las ropillas aforradas, llegado el caso, podían servir <strong>de</strong><br />
tapa<strong>de</strong>ra, pero <strong>de</strong> momento el proyecto <strong>de</strong>bería permanecer en<br />
secreto. ¿Había oído hablar <strong>de</strong> Pablo Echarren, vecino <strong>de</strong> Cilveti, un<br />
pueblecito al norte <strong>de</strong> Navarra? No, claro, Salcedo no había oído<br />
hablar <strong>de</strong> Echarren, ni sabía <strong>de</strong> la existencia <strong>de</strong> Cilveti. Su viaje más<br />
largo por el norte había sido a Miranda <strong>de</strong> Ebro, ni siquiera había<br />
viajado hasta Bilbao. <strong>El</strong> Doctor le informó entonces <strong>de</strong> que Echarren<br />
llevaba gente hasta la raya con Francia, fugados, refugiados,<br />
exiliados, contrabandistas. Era su hombre pero convenía entrarle<br />
con cautela. Lo más oportuno sería hablarle <strong>de</strong> don Carlos. Seso le<br />
conocía <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su estancia en Logroño y había utilizado varias veces<br />
sus servicios. Cipriano <strong>de</strong>bía <strong>de</strong>cirle que don Carlos <strong>de</strong> Seso era su<br />
amigo, incluso su compariente. No, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> luego, no tenía honorarios<br />
fijos, era voluble, <strong>de</strong>pendía <strong>de</strong>l momento, <strong>de</strong>l riesgo que corriera en<br />
cada <strong>de</strong>splazamiento, <strong>de</strong> sus necesida<strong>de</strong>s, pero sus emolumentos —<br />
dijo— no era fácil que bajasen <strong>de</strong> veinticinco ducados ni superasen<br />
los cuarenta. Una vez en casa <strong>de</strong> Echarren, Vicente, el criado <strong>de</strong><br />
Cipriano, podía regresar a Valladolid con los caballos, puesto que<br />
Echarren disponía <strong>de</strong> acémilas propias que conocían el camino, eran<br />
silenciosas y le comprometían menos. <strong>El</strong> Doctor le facilitó la<br />
dirección <strong>de</strong> Pablo Echarren en Cilveti. Todavía, antes <strong>de</strong> partir,<br />
Cipriano Salcedo hizo una escapada con “Pispás” hasta Toro, don<strong>de</strong><br />
don Carlos <strong>de</strong> Seso le puntualizó las informaciones <strong>de</strong>l Doctor y le<br />
advirtió que los modales <strong>de</strong> Echarren eran un poco bruscos y su<br />
carácter <strong>de</strong>sigual pero que confiase en él, que cumpliría su palabra.<br />
Le dio una esquela <strong>de</strong> presentación para el navarro y, <strong>de</strong> vuelta a<br />
Valladolid, pasó por Pedrosa para entregar a Martín Martín la copia<br />
<strong>de</strong>l nuevo contrato <strong>de</strong> propiedad que había redactado su tío Ignacio<br />
en la Chancillería. A Domingo Manrique y Fermín Gutiérrez les había
facilitado ya un borrador <strong>de</strong> los acuerdos sobre las nuevas<br />
comanditas. Una vez rematadas las obligaciones que le retenían en<br />
Valladolid y conforme con el Doctor, fijaron la fecha <strong>de</strong>l 25 <strong>de</strong> abril<br />
para la partida. Vicente había preparado las cosas con su<br />
acostumbrada meticulosidad: don Cipriano iría con “Pispás” y él con<br />
“Arrugado”, el duro penco auxiliar, mientras la mula “Sola”<br />
acarrearía los equipajes. No había prisa. Teniendo en cuenta el paso<br />
tardo <strong>de</strong> la acémila podían recorrer diez leguas diarias y ponerse en<br />
Cilveti hacia el 29 o 30 <strong>de</strong> abril. Respecto a los <strong>de</strong>scansos nocturnos,<br />
Vicente <strong>de</strong>terminó como posibles, <strong>de</strong> no producirse algún imprevisto,<br />
las ventas <strong>de</strong> Villamanco, Zalduendo, Belorado, Logroño y Pamplona.<br />
Tras tanto preparativo, Cipriano salió <strong>de</strong> Valladolid en las primeras<br />
horas <strong>de</strong> la mañana <strong>de</strong>l día 25. Su leve equipaje lo constituían dos<br />
fardos, que portaba la mula “Sola” a modo <strong>de</strong> albardas, y el dinero,<br />
los papeles y las cartas <strong>de</strong> presentación los llevaba repartidos por<br />
los diversos bolsillos <strong>de</strong> su indumenta.<br />
Era un día soleado, <strong>de</strong> suave temperatura y nubes blancas,<br />
aborregadas, y Cipriano pensó en Diego Bernal. Siempre que viajaba<br />
con dinero o algo valioso, Salcedo recordaba al viejo salteador, pero<br />
Vicente le tranquilizó, Bernal ya estaba pensando en el retiro —<br />
dijo—. Hace más <strong>de</strong> medio año que no se sabe <strong>de</strong> él.<br />
Se ajustaron a lo previsto con exacta precisión los dos primeros<br />
días. La lluvia les sorprendió el tercero y llegaron a Belorado con el<br />
agua escurriéndoles por las calzas. <strong>El</strong> temporal estaba asentado<br />
sobre Castilla y esperaron un día para reanudar la marcha. <strong>El</strong> 30,<br />
al caer la tar<strong>de</strong>, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> enviar a Echarren un correo urgente,<br />
entraban en Cilveti, una al<strong>de</strong>a <strong>de</strong> montaña, con casas <strong>de</strong> piedra y<br />
escasos habitantes. Cipriano <strong>de</strong>scargó los fardillos en el zaguán <strong>de</strong><br />
Pablo Echarren, y Vicente, montando a “Arrugado” y con “Pispás” y<br />
“Sola” en retaguardia, regresó a Urtasun sin hacer noche. No había<br />
razón para llamar la atención <strong>de</strong> nadie. Por su parte Cipriano<br />
encontró a un Pablo Echarren menos atrabiliario <strong>de</strong> lo que don<br />
Carlos había sugerido. Hablaba poco pero no por <strong>de</strong>sabrimiento sino<br />
por no malgastar palabras:<br />
—Vuesa merced ya sabe que los tiempos están difíciles. Hoy no<br />
puedo subirle al alto por menos <strong>de</strong> cincuenta ducados —le advirtió.<br />
Cuando partieron aún no había amanecido y, conforme se hacía la<br />
luz, la línea oscura <strong>de</strong> la sierra, coronada <strong>de</strong> nubes, iba<br />
recortándose contra el horizonte. La mula <strong>de</strong> Echarren, cubierta con<br />
una manta, abría camino a la <strong>de</strong> Cipriano y a “Luminosa” que<br />
portaba el equipaje. Franqueaban un sardón <strong>de</strong> quejigo con hoja <strong>de</strong>
invierno, sin seguir un sen<strong>de</strong>ro visible, y, en lo más espeso <strong>de</strong>l monte,<br />
volaron atolondradamente dos pájaros:<br />
—Becadas —dijo Echarren escuetamente.<br />
—En Castilla las becadas entran en noviembre —apuntó Cipriano<br />
recordando los tiempos <strong>de</strong> La Manga.<br />
—Todavía andan <strong>de</strong> contrapasa —aclaró el guía—. En todo caso,<br />
éstas anidan aquí.<br />
Se <strong>de</strong>tuvieron al empinarse la cuesta. Un bosquecillo <strong>de</strong> hayas, con<br />
hojas recientes, se alzaba a mano <strong>de</strong>recha, tras una junquera, y, a<br />
su izquierda, una gran masa <strong>de</strong> abetos. Echarren sacó <strong>de</strong> las<br />
alforjas un pan con queso y salchichas y una bota <strong>de</strong> vino. Bebió<br />
antes <strong>de</strong> empezar a comer levantando la cabeza, largamente, sin<br />
<strong>de</strong>rramar una gota:<br />
—Hay que <strong>de</strong>satrancar el tubo —dijo justificándose.<br />
Iniciadas las turbulencias <strong>de</strong> mediodía, una pareja <strong>de</strong><br />
quebrantahuesos se sostenía en el aire sin aletear. Cuando<br />
reanudaron la marcha, las acémilas avanzaban penosamente, con<br />
lentitud. La pendiente se acentuaba al entrar en el hayedo, un<br />
bosque <strong>de</strong> árboles prietos y misteriosos. De cuando en cuando,<br />
Echarren <strong>de</strong>tenía la mula y escuchaba <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> exigir silencio a<br />
Cipriano. En las alturas, a pesar <strong>de</strong> las horas <strong>de</strong> insolación y la<br />
fuerza <strong>de</strong>l sol, el ambiente era más fresco. Trepaban ahora entre<br />
abetos, un mar <strong>de</strong> ellos, y arriba, en la cumbre <strong>de</strong> la montaña, se<br />
divisaban tolmos <strong>de</strong>snudos, pequeñas conchestas refulgentes,<br />
escorrentías proce<strong>de</strong>ntes <strong>de</strong>l <strong>de</strong>shielo. Hubo un momento, tras una<br />
parada <strong>de</strong> Echarren, en que éste, con a<strong>de</strong>manes apremiantes, le<br />
instó a refugiarse en un pequeño rodal cercado por altos árboles.<br />
Echarren imponía silencio, cruzando los labios con su <strong>de</strong>do índice.<br />
Se oía rumor <strong>de</strong> conversaciones a poca distancia.<br />
<strong>El</strong> navarro se apeó y miró a través <strong>de</strong>l follaje. Debió <strong>de</strong> distinguir el<br />
atuendo <strong>de</strong> los viajeros o, tal vez, el pelaje <strong>de</strong> las caballerías, porque<br />
se volvió hacia Cipriano y susurró:<br />
—Contrabandistas.<br />
Salcedo, encaramado en su mula, miraba en vano hacia la dirección<br />
indicada por el guía. Oyó la conversación muy cerca pero no los vio.<br />
Luego se alejaron paulatinamente y sus voces se convirtieron en un
apagado rumor. Cuando éste se extinguió, Echarren montó en su<br />
mula y añadió:<br />
—Es Marcos Duro, el mejor guía <strong>de</strong> estos contornos.<br />
—Y ¿qué llevan?<br />
—Posiblemente ámbar, cremas <strong>de</strong> belleza, perfumes y ungüentos<br />
aromáticos. <strong>El</strong> lujo viene <strong>de</strong> Francia.<br />
La montaña se empinaba cuando salieron <strong>de</strong>l área forestal y la<br />
vegetación empezó a ralear: matorrales rastreros, brezos, tojos,<br />
arándanos. Echarren procuraba ceñir su paso a las formas <strong>de</strong> las<br />
rocas para hacerse menos visible <strong>de</strong>s<strong>de</strong> los bajos. En una ocasión, al<br />
salir <strong>de</strong> una curva, vieron huir un sarrio brincando <strong>de</strong> piedra en<br />
piedra. Se enredaron en una topografía escabrosa, <strong>de</strong> altos<br />
peñascos, difícil <strong>de</strong> franquear, pero, al fondo <strong>de</strong>l congosto, sobre el<br />
abismo, al abrigo <strong>de</strong> una pequeña oquedad, apareció un hombre,<br />
ataviado con sayuelo y zaragüelles, con dos caballerías<br />
apersogadas. Echarren se volvió a Cipriano:<br />
—Pierre nunca me hizo esperar —dijo sonriendo.<br />
Y emitió un silbido modulado que el eco repitió, cada vez más suave,<br />
<strong>de</strong>s<strong>de</strong> las barrancas <strong>de</strong>l lado francés.<br />
__________________________<br />
__________________________<br />
Libro III<br />
<strong>El</strong> auto <strong>de</strong> fe<br />
XV<br />
A instancias <strong>de</strong> Cipriano, el Doctor se avino a que Beatriz Cazalla<br />
sustituyera a su hermana Constanza en las lecturas <strong>de</strong> los<br />
conventículos. Hacía siete meses que Salcedo había regresado <strong>de</strong><br />
Alemania y esta noche, apenas iniciado el mes <strong>de</strong> mayo, Beatriz<br />
había leído unas páginas <strong>de</strong> “La libertad <strong>de</strong>l cristiano”, con la<br />
misma sonrisa <strong>de</strong>ntona, la misma entonación y el discreto ceceo que
acompañaban a las comunicaciones <strong>de</strong> doña Leonor. Había sido<br />
como resucitar a ésta. En las pausas, Cipriano admiraba el hermoso<br />
perfil <strong>de</strong> Ana Enríquez, tan luminoso y atractivo bajo el rojo turbante<br />
que achicaba su cabeza, sus manos largas y enjoyadas sobre el<br />
larguero <strong>de</strong>l banco. Acto seguido el Doctor glosó las páginas leídas<br />
por su hermana Beatriz, con fervor, con la misma convicción que<br />
cuando su madre le acompañaba.<br />
Des<strong>de</strong> el regreso <strong>de</strong> Cipriano, con libros, informes y buenas noticias,<br />
don Agustín Cazalla parecía otro.<br />
Su posición religiosa se había afirmado y había recuperado su<br />
entusiasmo proselitista. Pero, apenas acababa <strong>de</strong> abrir el coloquio<br />
final, cuando en la calle se oyeron los zapatazos <strong>de</strong> un caballo en<br />
plena carrera, los cascos percutiendo en el empedrado, cada vez más<br />
próximos. Era tal el silencio <strong>de</strong> la sala que, cuando el caballo se<br />
<strong>de</strong>tuvo, se oyó al jinete apearse y dar tres pasos hacia la puerta <strong>de</strong><br />
la casa. Sonaron dos secos aldabonazos y, cuando Juan Sánchez se<br />
apresuró hacia las escaleras, el silencio <strong>de</strong>l cenáculo se había hecho<br />
<strong>de</strong> hielo. Unos segundos <strong>de</strong>spués, don Carlos <strong>de</strong> Seso, con<br />
improvisado atuendo <strong>de</strong> caballista, <strong>de</strong>smelenado, la gorra en la<br />
mano, penetró presuroso en el oratorio, se encaramó <strong>de</strong> un salto en<br />
la tarima <strong>de</strong>l Doctor, cuchicheó nerviosamente con éste y, una vez<br />
obtenida su anuencia, se dirigió hacia el auditorio con un <strong>de</strong>je <strong>de</strong><br />
alarma:<br />
—Cristóbal <strong>de</strong> Padilla —dijo— ha sido <strong>de</strong>tenido anteayer en Zamora.<br />
Pedro Sotelo y su esposa Antonia <strong>de</strong> Melo lo han <strong>de</strong>nunciado al<br />
Santo Oficio con motivo <strong>de</strong>l “edicto anual”. Está preso en la cárcel<br />
secreta <strong>de</strong> la Inquisición y no es fácil que se produzcan otras<br />
<strong>de</strong>tenciones en tanto Padilla no sea interrogado. No obstante, me<br />
consi<strong>de</strong>ro en la obligación <strong>de</strong> comunicarlo a vuesas merce<strong>de</strong>s para<br />
que tomen las medidas oportunas, se <strong>de</strong>shagan <strong>de</strong> documentos<br />
comprometedores y huyan si consi<strong>de</strong>ran su vida en peligro. Nuestro<br />
Señor nos acompañe.<br />
Se produjo la estampida. Todos querían ser los primeros en<br />
abandonar la casa <strong>de</strong>l Doctor y Juan Sánchez encontraba serias<br />
dificulta<strong>de</strong>s para que los asistentes se avinieran a hacerlo<br />
or<strong>de</strong>nadamente, <strong>de</strong> dos en dos, con breves pausas <strong>de</strong> un minuto,<br />
como venían haciéndolo.<br />
Se oían los pasos apresurados <strong>de</strong> los que marchaban sin las<br />
precauciones habituales. Daba la impresión <strong>de</strong> que el hecho <strong>de</strong><br />
alejarse <strong>de</strong> la casa madre les alejaba asimismo <strong>de</strong> los riesgos <strong>de</strong> su<br />
<strong>de</strong>tención.
Cipriano vio salir a Ana Enríquez y se dirigió al Doctor y a don<br />
Carlos quienes, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el estrado, se consi<strong>de</strong>raban en el <strong>de</strong>ber <strong>de</strong><br />
organizar la evacuación. Don Agustín había empali<strong>de</strong>cido y con sus<br />
manos blancas y finas tamborileaba mecánicamente sobre el tablero<br />
<strong>de</strong> la mesa. Había perdido el dominio <strong>de</strong> sí mismo. Estos cambios <strong>de</strong><br />
ánimo súbitos, justificados o no, eran habituales en el Doctor.<br />
Intentó hablar con Cipriano Salcedo pero las palabras se le<br />
amontonaban en los labios y no acertaba a or<strong>de</strong>narlas. Fue don<br />
Carlos <strong>de</strong> Seso quien le dio las oportunas instrucciones:<br />
—Vuesa merced <strong>de</strong>be huir inmediatamente —le dijo—. <strong>El</strong> Emperador,<br />
<strong>de</strong>s<strong>de</strong> Yuste, ha instado al inquisidor Valdés para un “pronto y<br />
terrible escarmiento”. Huya.<br />
Vuesa merced ha sido un miembro <strong>de</strong>stacado en la secta <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su<br />
ingreso y su reciente viaje a Alemania y su entrevista con<br />
Melanchton le hacen especialmente vulnerable en esta hora. Ponga<br />
tierra por medio. <strong>El</strong> camino <strong>de</strong> Pamplona ya lo conoce. También<br />
conoce Cilveti y la casa <strong>de</strong> Pablo Echarren. Póngase en sus manos y<br />
en unos días estará fuera <strong>de</strong> España.<br />
Las lágrimas asomaron a los ojos <strong>de</strong>l Doctor cuando estrechó su<br />
mano. Cipriano, en cambio, se sentía resuelto y <strong>de</strong>cidido, capaz <strong>de</strong><br />
todo. No notaba cansancio y, al llegar a su casa, se encerró en el<br />
<strong>de</strong>spacho y abrió la gran librería.<br />
Parecía imposible que en apenas tres años hubiera podido<br />
almacenar aquella cantidad <strong>de</strong> papeles: fichas, avisos, resúmenes,<br />
consejos, pequeñas esquelas, anuncios <strong>de</strong> conventículos,<br />
correspon<strong>de</strong>ncia variada con el Doctor, Pedro Cazalla, Carlos <strong>de</strong><br />
Seso, Domingo <strong>de</strong> Rojas, Beatriz Cazalla y Ana Enríquez. Carpetas<br />
llenas <strong>de</strong> proyectos. Fascículos y opúsculos <strong>de</strong> su paso por Francia y<br />
Alemania. Mapas e itinerarios. Direcciones <strong>de</strong> personas y centros en<br />
el extranjero y libros, muchos libros, entre ellos los diecisiete<br />
ejemplares <strong>de</strong> “<strong>El</strong> beneficio <strong>de</strong> Cristo”, restos <strong>de</strong> la edición <strong>de</strong><br />
Agustín Becerril que aún conservaba. Amontonó leña en la chimenea<br />
y le prendió fuego.<br />
Primero se <strong>de</strong>shizo <strong>de</strong> los papeles que se consumían rápidamente,<br />
<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> caracolear unos segundos entre las llamas; luego <strong>de</strong> los<br />
opúsculos, <strong>de</strong> los papeles <strong>de</strong> mayor entidad y, finalmente, <strong>de</strong> las<br />
carpetas y <strong>de</strong> los libros, uno a uno, pacientemente, sin prisas.<br />
Algunos tenían encua<strong>de</strong>rnaciones duras, <strong>de</strong> piel o <strong>de</strong> tela, con<br />
cantoneras para darles firmeza, y los restos tardaban en ar<strong>de</strong>r. A
medida que iban <strong>de</strong>sapareciendo las pilas <strong>de</strong> papeles y las hileras<br />
<strong>de</strong> libros <strong>de</strong> los estantes, Cipriano se sentía liberado <strong>de</strong> un peso<br />
como <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> una confesión. A las cuatro <strong>de</strong> la madrugada, se<br />
acostó. No sólo había quemado todo lo que pudiera comprometerle a<br />
él y al grupo, sino que se había <strong>de</strong>shecho <strong>de</strong> las cenizas <strong>de</strong>l hogar. A<br />
las ocho se incorporó, <strong>de</strong>sayunó frugalmente y or<strong>de</strong>nó a Vicente que<br />
aparejase a “Pispás” lo más rápidamente posible. Una hora más<br />
tar<strong>de</strong>, vestido ya <strong>de</strong> campo y con un mínimo equipaje, se disponía a<br />
partir, cuando Constanza le anunció la visita <strong>de</strong> Ana Enríquez.<br />
Cipriano se dijo que ella era lo único que echaba en falta en esos<br />
momentos. Ana acababa <strong>de</strong> llegar <strong>de</strong> La Confluencia y venía a pedir<br />
disculpas por la <strong>de</strong>fección <strong>de</strong> su criado, por su negativa a adoptar<br />
las normas <strong>de</strong> pru<strong>de</strong>ncia que tan insistentemente se le habían<br />
recomendado. Otro criado, recién llegado <strong>de</strong> Toro, no creía que la<br />
gran redada fuera inminente. A juicio <strong>de</strong> los inquisidores, Cristóbal<br />
<strong>de</strong> Padilla, con sus conciliábulos y los contactos y visitas en la<br />
prisión, había “espantado la caza”.<br />
Había que darse prisa, le dijo doña Ana, cogiéndole <strong>de</strong> las manos y<br />
sentándose a su lado en el sofá <strong>de</strong>l salón. Cipriano se sentía<br />
conmovido por la solicitud <strong>de</strong> la muchacha, por su celo para ponerle<br />
a salvo. Su padre, el marqués, le imploraba que pasara a Francia.<br />
Él no se consi<strong>de</strong>raba comprometido y la posición <strong>de</strong> la marquesa en<br />
la Corte operaría en su favor. Pero Cipriano <strong>de</strong>bía huir, insistía doña<br />
Ana. Le entregaba una nota con una dirección en Montpellier:<br />
Madame Barbouse le aten<strong>de</strong>rá como si fuera yo misma, le dijo. Volvía<br />
a oprimir su pequeña mano peluda entre las suyas impacientes.<br />
Barbouse, no lo olvi<strong>de</strong>. Pero a Cipriano le atenazaba una<br />
preocupación: ¿Y ella? ¿Qué iba a ser <strong>de</strong> ella en tan difíciles<br />
circunstancias? Ana Enríquez sonreía con sus labios carnosos, se le<br />
formaban dos hoyuelos en las mejillas. En estas situaciones las<br />
mujeres nos <strong>de</strong>fen<strong>de</strong>mos mejor que los hombres —dijo—.<br />
Un hombre, aunque tenga faldas, se compa<strong>de</strong>ce <strong>de</strong> una mujer; los<br />
tribunales <strong>de</strong> hombres con mayor motivo, puesto que los unos hacen<br />
fuerza sobre los otros. ¿Cómo admitir que el Santo Oficio pueda<br />
dictar una sentencia rigurosa contra las monjitas <strong>de</strong>l convento <strong>de</strong><br />
Belén? Se miraban a los ojos, se quitaban la palabra <strong>de</strong> la boca, sus<br />
rostros casi se rozaban. Vuesa merced sí está en peligro, añadía. Ha<br />
echado últimamente sobre sí todas las responsabilida<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l grupo,<br />
ha viajado a Alemania en su nombre, ¿cómo justificar esta actitud?<br />
Felipe II no será menos inflexible que Carlos V. Valdés ha pedido<br />
mayores atribuciones al Papa y Pablo IV no ha vacilado en<br />
concedérselas. Se prepara un gran escarmiento, créame. Cipriano se<br />
dio cuenta <strong>de</strong> que estaba <strong>de</strong>jándose convencer <strong>de</strong> algo <strong>de</strong> lo que ya
estaba convencido. Pero le agradaba la insistencia <strong>de</strong> Ana, verla<br />
inquieta por su suerte, su empeño por ponerle a salvo. ¿Es que<br />
significaba algo para ella? Pero cuando la muchacha se levantó, le<br />
tomó <strong>de</strong> las manos y tiró <strong>de</strong> él hacia arriba, obligándole a<br />
incorporarse, Cipriano reconoció que estaba dispuesto a marcharse.<br />
Al oírlo, Ana, súbitamente, sin nada que lo anunciara, se inclinó<br />
hacia él y le besó suavemente en la mejilla. Huya, dijo con un hilo <strong>de</strong><br />
voz. No pierda un minuto más y que Nuestro Señor le acompañe.<br />
Camino <strong>de</strong> Burgos, Cipriano pensaba en ella mientras espoleaba a<br />
“Pispás”. Viajaría el tiempo que pudiera a “caballo reventado” y,<br />
cuando fuera necesario, cambiaría <strong>de</strong> montura. Lo haría<br />
furtivamente en las casas <strong>de</strong> postas y <strong>de</strong>jaría unas monedas como<br />
compensación cuando consi<strong>de</strong>rase haber ganado en el trueque.<br />
Pretendía reposar <strong>de</strong> día y cabalgar <strong>de</strong> noche.<br />
Nadie podría <strong>de</strong>cirle ya si Padilla había cantado o permanecía en<br />
silencio, pero parecía obvio que la Inquisición se <strong>de</strong>cidiría a<br />
emplazar patrullas en los caminos en cualquier momento. Se llevó la<br />
mano a la mejilla izquierda. <strong>El</strong> dulce tacto <strong>de</strong> los labios <strong>de</strong> Ana<br />
Enríquez permanecía allí, con su discreto perfume. ¿Era posible que<br />
aquella bella muchacha hubiera llegado a interesarse por él?<br />
Recordó sus votos <strong>de</strong> unos meses antes, su <strong>de</strong>cisión libre <strong>de</strong> repartir<br />
sus bienes y vivir en castidad. Al Doctor se lo había confiado una<br />
tar<strong>de</strong>, a su regreso <strong>de</strong> Alemania, en el gabinete <strong>de</strong> doña Leonor. No<br />
se precipite; vuesa merced está todavía bajo la impresión <strong>de</strong>l<br />
fallecimiento <strong>de</strong> su esposa; aún se siente responsable. Cipriano le<br />
preguntó si creía que aquel sentimiento <strong>de</strong> culpa se <strong>de</strong>svanecería<br />
algún día y el Doctor no dudó que, con el tiempo, así ocurriría y<br />
entonces se vería en la dura disyuntiva <strong>de</strong> ser fiel a su palabra o<br />
amar a una mujer. Salcedo le hizo ver que su <strong>de</strong>cisión había sido<br />
espontánea y meditada, anterior a la muerte <strong>de</strong> su esposa, que más<br />
<strong>de</strong> la mitad <strong>de</strong> sus bienes ya no le pertenecían, y que Nuestro Señor<br />
había sonreído al aceptarlo. Se apresuró a añadir que ya sabía que<br />
las obras no eran indispensables para salvarse y aclaró que, con su<br />
gesto, no buscaba la salvación sino una manera <strong>de</strong> resarcir a Teo <strong>de</strong><br />
su <strong>de</strong>sapego. <strong>El</strong> Doctor le escuchaba impasible, con la cabeza<br />
la<strong>de</strong>ada, como si el cuello fuera incapaz <strong>de</strong> sostener su peso.<br />
Hablaron un rato y Cipriano confesó ingenuamente que Nuestro<br />
Señor había bajado a su lado, complacido <strong>de</strong> su <strong>de</strong>sprendimiento. <strong>El</strong><br />
Doctor sonreía. La quimera era indicio <strong>de</strong> <strong>de</strong>bilidad mental, le<br />
advirtió; la hora <strong>de</strong> los portentos había pasado. Cipriano volvía a<br />
disfrutar <strong>de</strong> la palabra <strong>de</strong>l Doctor, un hombre lúcido, inteligente,<br />
que había logrado superar la muerte <strong>de</strong> su madre. A su regreso <strong>de</strong><br />
Alemania, le había encontrado distinto, en realidad, había<br />
encontrado a un Doctor que nunca había conocido, consciente <strong>de</strong> su
primacía intelectual, <strong>de</strong> la importancia <strong>de</strong> su jerarquía en el grupo.<br />
Aquella astenia, un poco femenina, que mostró unos meses antes,<br />
parecía no haber existido nunca. Cipriano Salcedo le había<br />
alentado. No mintió respecto a los pormenores <strong>de</strong> su viaje, pero sí<br />
exageró algunos pasajes, los adornó. Melanchton sabía <strong>de</strong> él —le<br />
dijo—; varios españoles emigrados le habían hablado <strong>de</strong> su persona<br />
y <strong>de</strong>l foco luterano que encabezaba en Valladolid. Al Doctor, estos<br />
informes le enar<strong>de</strong>cían, le imbuían seguridad. Cipriano Salcedo no<br />
reparaba en cuánto había también <strong>de</strong> fatuo en esta actitud. En<br />
realidad, el cambio <strong>de</strong>l Doctor se había operado antes <strong>de</strong> que<br />
Cipriano iniciara su viaje. Fue como si una extraña presión le<br />
impidiera respirar y, <strong>de</strong> repente, con su <strong>de</strong>cisión, alguien le hubiera<br />
quitado el obstáculo <strong>de</strong> encima. Los meses <strong>de</strong> ausencia <strong>de</strong> Salcedo<br />
no <strong>de</strong>jó <strong>de</strong> pensar en él.<br />
Y los dos largos correos que le envió <strong>de</strong>s<strong>de</strong> Alemania le exaltaron<br />
hasta límites increíbles, según comunicó a Cipriano a su regreso.<br />
A raíz <strong>de</strong> ellos el Doctor terminó <strong>de</strong> olvidar las zozobras sufridas<br />
tras el entierro <strong>de</strong> su madre, se creció, volvió a la antigua actividad<br />
en la secta, a sus sermones ambiguos, a los conventículos. A<br />
Cipriano le estimulaba escucharle.<br />
De nuevo se hallaban en el buen camino. <strong>El</strong> Doctor se interesaba por<br />
la vida <strong>de</strong> Cipriano, le <strong>de</strong>sconcertaba su <strong>de</strong>sprendimiento<br />
pecuniario, su largueza. Habían hablado mucho durante los últimos<br />
meses, tanto que Cipriano empezó a <strong>de</strong>scubrir en Cazalla un hombre<br />
nuevo, sobrio y santo sí, pero con una sombra <strong>de</strong> presunción en sus<br />
móviles. <strong>El</strong> Doctor se vanagloriaba <strong>de</strong> lo que era y <strong>de</strong> lo que<br />
representaba. Si sus actos hubieran sido secretos tal vez su<br />
comportamiento hubiera sido distinto. Y no es que Cipriano<br />
atribuyera doblez al Doctor, no creía que actuara buscando el<br />
aplauso, pero tampoco que fuese indiferente al elogio y la<br />
admiración.<br />
Se <strong>de</strong>svió <strong>de</strong>l camino en Quintana <strong>de</strong>l Puente. Al fondo, a la<br />
izquierda, en la falda <strong>de</strong> la colina, se iniciaba la moheda y, en los<br />
bajos, un mar <strong>de</strong> cereal, todavía fresco, cabeceaba suavemente con<br />
la brisa. En algunos puntos clareaban las cebadas y, al pie <strong>de</strong>l<br />
cerro, antes <strong>de</strong> alcanzar el monte, divisó una pequeña braña, fresca,<br />
<strong>de</strong> un ver<strong>de</strong> tierno. <strong>El</strong> agua transparente manaba en abundancia <strong>de</strong>l<br />
venero y se <strong>de</strong>rramaba por el prado. Acercó a “Pispás” y le <strong>de</strong>jó beber<br />
hasta saciarse. <strong>El</strong> agua iba borrando las espumas blancas <strong>de</strong> sus<br />
belfos mientras su lomo <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> temblar.
Cuando le vio satisfecho se internó con él en la espesura. Los<br />
gazapillos <strong>de</strong> las camadas <strong>de</strong> primavera correteaban alarmados en<br />
todas direcciones y <strong>de</strong>saparecían en los vivares. A media la<strong>de</strong>ra,<br />
Cipriano <strong>de</strong>scabalgó, quitó la silla a “Pispás” y lo <strong>de</strong>jó pastando<br />
libre, en el claro. Su criado Vicente adiestraba bien a los caballos.<br />
Tanto “Relámpago” como ahora “Pispás” tenían un comportamiento<br />
más propio <strong>de</strong> perros que <strong>de</strong> équidos. Jamás perdían <strong>de</strong> vista al amo<br />
aunque se alejasen y acudían a su encuentro en cuanto le oían<br />
silbar.<br />
Esto daba al animal una gran libertad <strong>de</strong> movimientos e infundía<br />
tranquilidad al jinete. Cipriano sacó <strong>de</strong>l fardillo una enorme hogaza<br />
abierta, con carne y salchichas en su interior y una botija <strong>de</strong> vino.<br />
Des<strong>de</strong> su posición dominaba la gran nava, don<strong>de</strong> ondulaba el cereal,<br />
hasta las colinas grises <strong>de</strong> enfrente, las aguas <strong>de</strong>l Arlanzón fluyendo<br />
hacia Quintana y el camino, paralelo al río. <strong>El</strong> tiempo estaba quedo.<br />
Buscó un abrigo a la solisombra <strong>de</strong> una carrasca, se tendió y en<br />
pocos minutos quedó dormido.<br />
Cuando <strong>de</strong>spertó, ya puesto el sol, lo primero que vio fue la cabeza<br />
<strong>de</strong> “Pispás”, alarmado, a dos pasos <strong>de</strong> don<strong>de</strong> estaba, mirándole.<br />
Relinchó alegremente al verle levantarse y se <strong>de</strong>jó ensillar<br />
dócilmente. Cipriano bajó al camino <strong>de</strong> Burgos entre dos luces, picó<br />
espuelas y reanudó el viaje. La oscuridad le iba envolviendo sin<br />
advertirlo, sin lograr apagar <strong>de</strong>l todo la leve fosforescencia <strong>de</strong> la<br />
carrera. De este modo sus ojos se iban habituando a la oscuridad y<br />
podía correr sin riesgo. Algún arriero se apartaba al sentir el galope<br />
<strong>de</strong> “Pispás”, pero <strong>de</strong> ordinario el camino estaba <strong>de</strong>sierto.<br />
Como una exhalación, Cipriano franqueó la ciudad <strong>de</strong> Burgos y cogió<br />
el camino <strong>de</strong> Logroño, un poco más angosto, <strong>de</strong> tierra rosada.<br />
Llevaba la mente concentrada en la carrera, pensando en los<br />
obstáculos que podrían aparecer, y únicamente, <strong>de</strong> vez en cuando,<br />
pensaba en Cristóbal <strong>de</strong> Padilla, si habría sido interrogado, si los<br />
habría <strong>de</strong>latado ya. A cada minuto que transcurría se sentía más<br />
seguro, más alejado <strong>de</strong> las fuerzas <strong>de</strong> la Inquisición que se pondrían<br />
en movimiento tan pronto el <strong>de</strong>tenido hablase. Antes <strong>de</strong> Santo<br />
Domingo <strong>de</strong> la Calzada, Cipriano Salcedo <strong>de</strong>terminó cambiar <strong>de</strong><br />
caballo. Las espumas <strong>de</strong>l belfo <strong>de</strong> “Pispás” fosforecían en las<br />
tinieblas y <strong>de</strong> cuando en cuando le agarraba en las ancas un<br />
agitado temblor. <strong>El</strong> animal se hallaba extenuado. Cipriano había
pensado hacer con él veinticuatro leguas y había hecho más <strong>de</strong><br />
veintisiete.<br />
Entró en Santo Domingo al trote cochinero. A orilla <strong>de</strong> la carrera<br />
divisó la Casa <strong>de</strong> Postas y se <strong>de</strong>tuvo frente a ella. La lucecita <strong>de</strong> una<br />
can<strong>de</strong>la brillaba en la segunda ventana y temió que alguien velase a<br />
aquella hora. Se apeó <strong>de</strong> “Pispás” y ro<strong>de</strong>ó la casa <strong>de</strong> postas por el<br />
acceso embarrado. Al fondo estaba el establo y, en el patio anterior,<br />
pernoctaban dos caballerías. Avanzaba pegado al edificio, la<br />
espalda contra él, para evitar ser visto si alguien se asomaba.<br />
Medio a ciegas eligió el caballo y lo sacó hasta el patio, lo observó<br />
con mayor <strong>de</strong>tenimiento. Era un jamelgo <strong>de</strong> cabeza gran<strong>de</strong> pero<br />
parecía fuerte y <strong>de</strong>scansado. Cambió la silla y encerró a “Pispás” en<br />
el establo con una bolsita con dos ducados al cuello y una nota en la<br />
que <strong>de</strong>cía: |No le pago el caballo sino el favor|. Le pareció oír ruido<br />
en una <strong>de</strong> las ventanas que se abría al camino y se aplastó contra el<br />
muro. Era el miedo el causante, la casa dormía. Propinó al caballo<br />
unas afectuosas palmadas en el cuello y lo montó. En las medias<br />
tinieblas parecía un bicho ruano <strong>de</strong> cabeza moruna y largas crines.<br />
Poco obediente a las espuelas, partió hacia Logroño a un galope<br />
regular.<br />
Cipriano recorrió otras ocho leguas antes <strong>de</strong> amanecer pero no a<br />
“caballo reventado”, como había hecho con “Pispás”, sino al ritmo<br />
uniforme que “Cansino” marcaba, ajeno por completo a sus<br />
estímulos.<br />
Ya con el sol en el cielo, ro<strong>de</strong>ado <strong>de</strong> viñas con hojas tiernas, Cipriano<br />
tomó una senda a la <strong>de</strong>recha hasta alcanzar el soto <strong>de</strong>l río Iregua.<br />
Ahí se apeó, ató las manos al caballo, almorzó y se tumbó al sol<br />
cálido <strong>de</strong> la mañana. Despertó a media tar<strong>de</strong>, volvió a comer y echó<br />
una ojeada a “Cansino”, tumbado unos metros más allá,<br />
mordisqueando las hierbas a su alcance. Ahora se daba cuenta <strong>de</strong> la<br />
falta <strong>de</strong> clase <strong>de</strong> la cabalgadura.<br />
Únicamente había visto en su vida un penco más <strong>de</strong>sangelado que<br />
aquél:<br />
el “Obstinado” <strong>de</strong> Teo, su mujer, el vergonzoso acompañante <strong>de</strong> su<br />
tornaboda. Esperó al lubricán para salir <strong>de</strong> nuevo al camino.<br />
“Cansino” adoptó el paso uniforme <strong>de</strong> la víspera y lo sostuvo a lo<br />
largo <strong>de</strong> toda la noche. Era su forma <strong>de</strong> galopar, había que<br />
resignarse. En la posta <strong>de</strong> <strong>El</strong> Al<strong>de</strong>a, entre Logroño y Pamplona, lo<br />
cambió por otro. En esta ocasión, Cipriano <strong>de</strong>positó cinco ducados<br />
en la bolsita y pedía disculpas por el cambio.
<strong>El</strong> nuevo caballo era un bridón con estilo, cuya arrogancia se<br />
mostraba especialmente en el galope. No era <strong>de</strong>s<strong>de</strong> luego “Pispás”<br />
pero tampoco “Cansino”; esta vez había ganado en el cambio.<br />
Cabalgó toda la noche y al amanecer se internó en un sardón <strong>de</strong><br />
roble a un par <strong>de</strong> leguas <strong>de</strong> Pamplona. <strong>El</strong> fin <strong>de</strong> su viaje estaba a la<br />
vista y pensó que, al día siguiente, tendría que esperar al crepúsculo<br />
para entrar en Cilveti y entrevistarse con Echarren.<br />
Cuando le asaltó el pensamiento <strong>de</strong> sus hermanos en Valladolid tuvo<br />
clara conciencia <strong>de</strong> que Padilla había hablado. Cipriano, tras varias<br />
experiencias al respecto, creía en la transmisión <strong>de</strong> pensamiento. La<br />
redada ha comenzado, se dijo. Trató <strong>de</strong> imaginar quiénes habrían<br />
intentado escapar y, al momento, pensó en don Carlos <strong>de</strong> Seso como<br />
seguro. Don Carlos podía estar ya en Francia, pero ¿quién más? Del<br />
cura Alonso Pérez presumía que no y tampoco <strong>de</strong> los Cazalla: don<br />
Agustín estaba <strong>de</strong>masiado entregado y a Pedro le consi<strong>de</strong>raba<br />
incapaz <strong>de</strong> correr una aventura semejante. ¿Quién, entonces?<br />
Desconocía los arrestos <strong>de</strong> los Rojas, fray Domingo y su sobrino Luis,<br />
y <strong>de</strong>scartaba al joyero Juan García, excesivamente pusilánime.<br />
¿Pedro Sarmiento tal vez?<br />
¿<strong>El</strong> bachiller Herrezuelo? De nuevo le vino a la cabeza la figura <strong>de</strong><br />
Ana Enríquez. Podría haber huido con él. Quizá en ese momento el<br />
alguacil <strong>de</strong> la Inquisición estuviera <strong>de</strong>teniéndola en la finca <strong>de</strong> La<br />
Confluencia. Ana no era una mujer para ingresar en la cárcel<br />
secreta <strong>de</strong> Pedro Barrueco, aquel caseretón <strong>de</strong>startalado y lóbrego<br />
que imponía con sólo mirarlo. En cualquier caso, la cárcel secreta<br />
resultaría insuficiente para albergar a los presuntos sesenta herejes<br />
<strong>de</strong> la villa. La ley imponía el aislamiento <strong>de</strong> los reos, pero la cárcel<br />
<strong>de</strong> la calle Pedro Barrueco no disponía <strong>de</strong> sesenta celdas<br />
individuales. ¿Qué <strong>de</strong>terminación tomaría el Santo Oficio? Hacía<br />
tiempo había comenzado la construcción <strong>de</strong> una nueva Casa <strong>de</strong> la<br />
Inquisición frente a la iglesia <strong>de</strong> San Pedro, pero por mucho que se<br />
acelerasen las obras no podrían terminar antes <strong>de</strong> un año.<br />
Posiblemente los encerrasen por parejas o por grupos poco afines.<br />
Las autorida<strong>de</strong>s inquisitoriales, por gran<strong>de</strong> que fuese su po<strong>de</strong>r, no<br />
conseguirían esta vez la total incomunicación <strong>de</strong> los presos. <strong>El</strong><br />
recuerdo <strong>de</strong> Ana Enríquez le indujo a acariciarse la mejilla<br />
izquierda. Después <strong>de</strong> tres días <strong>de</strong> viaje su barba había crecido pero<br />
aún creía notar la huella <strong>de</strong> sus labios. ¿Qué había querido <strong>de</strong>cirle<br />
al darle la paz en el rostro? ¿Tal vez que le esperaba? ¿Manifestarle<br />
su alegría ante su <strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> huir? ¿Una simple prueba <strong>de</strong><br />
fraternidad? Dio media vuelta entre la hojarasca y vio al caballo<br />
saltar con las manos trincadas. No le venía el sueño como los días<br />
anteriores pero cerró los ojos e intentó reconciliarse con Nuestro
Señor. Pensaba mucho en Ana Enríquez, en el fondo admiraba su<br />
belleza y su coraje, pero su <strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> conservarse puro estaba por<br />
encima <strong>de</strong> estas <strong>de</strong>bilida<strong>de</strong>s.<br />
Se hallaba solo, el silencio <strong>de</strong>l campo, salvo el lejano graznar <strong>de</strong> los<br />
cuervos, era total, ¿por qué no bajaba a su lado Nuestro Señor? ¿Tal<br />
vez la luz era excesiva?<br />
¿Reservaba sus comparecencias para los templos? ¿Tendría razón el<br />
Doctor cuando afirmaba que la quimera era indicio <strong>de</strong> <strong>de</strong>bilidad<br />
mental? ¿Pa<strong>de</strong>cería alucinaciones?<br />
Caía el sol cuando <strong>de</strong>spertó. <strong>El</strong> caballo, <strong>de</strong> salto en salto, había<br />
puesto distancia por medio. Lo encontró bebiendo agua en el<br />
cangilón <strong>de</strong> una noria, al bor<strong>de</strong> <strong>de</strong>l arcabuco. Lo ensilló y buscó el<br />
camino, ya anochecido. No tenía prisa pero, al día siguiente, hizo un<br />
alto en Larrasoaña, su última comida y su última siesta.<br />
Deliberadamente aguardó a que se hiciera noche cerrada para<br />
entrar en Cilveti. <strong>El</strong> pueblo parecía <strong>de</strong>sierto y, sin embargo, la<br />
puerta <strong>de</strong> Echarren, la <strong>de</strong> su casa, se encontraba abierta. También<br />
la trasera. Le llamó la atención el número <strong>de</strong> mulas que se juntaban<br />
en el patio pero no sospechó nada. Se sentía lejos <strong>de</strong> cualquier<br />
asechanza. ¿Cómo podían imaginar los alguaciles <strong>de</strong> la Inquisición<br />
que uno <strong>de</strong> los hombres que buscaban se encontraba en este<br />
momento en Cilveti?<br />
Ató el caballo a la puerta y subió a tientas. La mujer <strong>de</strong> Echarren,<br />
con un candil en la mano, le acompañó en silencio a la sala que ya<br />
conocía. Oyó rumores <strong>de</strong> conversaciones, <strong>de</strong> cuchicheos en la<br />
habitación vecina y, <strong>de</strong> improviso, entró un hombre con el blasón <strong>de</strong><br />
la Or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> Santo Domingo en el pecho, sobre el sayo, y dos<br />
arcabuceros <strong>de</strong>trás, apuntándole con sus armas.<br />
Cipriano se incorporó, retrocedió sorprendido:<br />
—En nombre <strong>de</strong> la Inquisición, daos preso —dijo el alguacil.<br />
No ofreció resistencia. Acató la or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> sentarse ante el oficial, los<br />
dos arcabuceros tras él.<br />
Luego entró Pablo Echarren, con el cabello alborotado, en jubón, en<br />
compañía <strong>de</strong>l secretario, que se sentó junto al alguacil con unos<br />
papeles blancos sobre la mesa. <strong>El</strong> oficial miró a Echarren, a su lado,<br />
<strong>de</strong> pie:<br />
—¿Éste es el hombre?
—Él es, sí señor.<br />
Des<strong>de</strong> el otro lado <strong>de</strong> la mesa, el alguacil miraba la cabeza reducida<br />
y proporcionada, las manitas peludas <strong>de</strong> Cipriano:<br />
—Lo recordaba usted bien —dijo como para sí, sonriendo levemente.<br />
Tenía las melenas lacias y sucias y bizqueaba ligeramente al fijar<br />
los ojos en él. Le sometió a un interrogatorio <strong>de</strong> urgencia. Cipriano<br />
venía <strong>de</strong> Valladolid, ¿no era así? Cipriano asintió. Meses atrás, en<br />
abril <strong>de</strong> 1557 había pasado a Francia por los Pirineos acompañado<br />
<strong>de</strong> Pablo Echarren ¿estaba bien informado? <strong>El</strong> alguacil bizqueó <strong>de</strong><br />
satisfacción cuando Cipriano reconoció que así era, pero se<br />
<strong>de</strong>sconcertó cuando añadió que había viajado varias veces al<br />
extranjero por exigencias <strong>de</strong> sus negocios. ¿Negocios? ¿Qué<br />
negocios?<br />
<strong>El</strong> alguacil no conocía su profesión y el secretario, a su lado, tomaba<br />
nota. Le preguntó por sus negocios, si no era impertinencia, y<br />
Cipriano, a su pesar, se vio obligado a mencionar el zamarro y las<br />
ropillas aforradas. Del zamarro había oído hablar el alguacil, claro,<br />
todo el mundo conocía la gran revolución <strong>de</strong>l zamarro, el zamarro <strong>de</strong><br />
Cipriano, ¿no es así?<br />
—Cipriano soy yo —dijo Salcedo.<br />
<strong>El</strong> alguacil acogió con interés la revelación <strong>de</strong>l <strong>de</strong>tenido. <strong>El</strong><br />
presumible dinero <strong>de</strong>l preso suavizó el interrogatorio. <strong>El</strong> secretario<br />
anotaba sus <strong>de</strong>claraciones. Cipriano tenía relación comercial con<br />
Flan<strong>de</strong>s y los Países Bajos. Los merca<strong>de</strong>res <strong>de</strong> Anvers eran los<br />
distribuidores <strong>de</strong> zamarros y ropillas en el norte y centro <strong>de</strong> Europa.<br />
Ahora era el bizco el que asentía satisfecho y complacido. Pero su<br />
contacto más importante había sido con el celebérrimo Bonterfoesen,<br />
el comerciante más acreditado <strong>de</strong>l siglo. <strong>El</strong> alguacil prosiguió la<br />
instrucción en otro tono. Había salido <strong>de</strong> Valladolid hacía tres días<br />
y medio. ¿Estaba enterado <strong>de</strong> la <strong>de</strong>tención <strong>de</strong> Cristóbal <strong>de</strong> Padilla? Y<br />
¿<strong>de</strong> la <strong>de</strong> todo el grupo luterano <strong>de</strong> Valladolid? Cipriano lo ignoraba.<br />
Esto <strong>de</strong>bía haber ocurrido <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> su partida, dijo.<br />
<strong>El</strong> secretario escribía y escribía.<br />
De pronto, Cipriano cerró la boca, empezó a respon<strong>de</strong>r con evasivas.<br />
¿Conoce al Doctor Cazalla?
Prefiero no contestar a esa pregunta, dijo. <strong>El</strong> alguacil prolongó el<br />
interrogatorio unos minutos más.<br />
Señaló a Pablo Echarren: y ¿a este hombre? Naturalmente Cipriano<br />
le conocía, sabía <strong>de</strong> su <strong>de</strong>streza, <strong>de</strong> su sentido <strong>de</strong> la orientación.<br />
¿Quién se lo recomendó?<br />
Salcedo miró a Echarren y advirtió que estaba esposado. Para un<br />
comerciante que viaja a Europa con frecuencia, el señor Echarren no<br />
necesitaba presentación, dijo. Le maniataron también al acabar.<br />
Luego se oyó ruido <strong>de</strong> gente en el patio y, cuando salió, le<br />
introdujeron con Echarren y dos arcabuceros en un carruaje <strong>de</strong> dos<br />
caballos.<br />
Detrás, dándoles escolta, el alguacil y el secretario, montados en<br />
sendas mulas, y dos familiares <strong>de</strong> la Inquisición.<br />
Llegaron a Pamplona a altas horas <strong>de</strong> la noche y Vidal, el<br />
interrogador, entregó los presos al encargado <strong>de</strong> la cárcel santa. Se<br />
hallaba casi vacía. Fueron introducidos en dos celdas y, una vez<br />
tendido en su camastro, Cipriano trató <strong>de</strong> serenarse. Le habían<br />
<strong>de</strong>tenido. Todo había sido <strong>de</strong>masiado rápido e imprevisto. Su celda<br />
era pequeña, apenas el petate, una mesa, una silla y un gigantesco<br />
orinal con tapa<strong>de</strong>ra en un rincón. Oía pasos en el piso alto, pasos<br />
marciales, firmes, como <strong>de</strong> soldados.<br />
Transcurrieron así dos días con dos noches. Al tercer día, al<br />
anochecer, se oyó arriba ruido como <strong>de</strong> carreras. A través <strong>de</strong>l<br />
guardián que le traía la comida y por Genaro, que limpiaba a diario<br />
los orinales, supo Cipriano que había otros dos <strong>de</strong>tenidos: don<br />
Carlos <strong>de</strong> Seso y fray Domingo <strong>de</strong> Rojas.<br />
Los habían prendido, según el guardián, en la frontera navarra y<br />
Seso había dicho que lo suyo no era una fuga, que no tenía intención<br />
<strong>de</strong> huir, sino que iba a Italia, a Verona, don<strong>de</strong> acababan <strong>de</strong> morir su<br />
madre y su hermano. Por su parte, fray Domingo <strong>de</strong> Rojas admitió<br />
que se dirigía a encontrarse con el arzobispo Carranza, que en<br />
Castilla se encontraba incómodo y que, sobre todo, pretendía evitar<br />
la <strong>de</strong>shonra que su posible <strong>de</strong>tención acarrearía sobre la Or<strong>de</strong>n.<br />
Habían estado presos tres días en la casa <strong>de</strong>l comisario <strong>de</strong> la<br />
Inquisición, hasta que el obispo <strong>de</strong> Pamplona, don Álvaro <strong>de</strong><br />
Moscoso, or<strong>de</strong>nó su traslado a la cárcel secreta. A don Álvaro le<br />
chocó el atuendo <strong>de</strong>l fraile, un vestido <strong>de</strong> raso ver<strong>de</strong> con sombrero <strong>de</strong><br />
plumas y ca<strong>de</strong>na <strong>de</strong> oro al cuello. Otro hábito es éste que el que llevó<br />
vuestra paternidad al Concilio, le dijo irónicamente el obispo, a lo
que fray Domingo <strong>de</strong> Rojas respondió: reverencia, mi hábito lo llevo<br />
en el corazón. Luego aludió Rojas a la actitud <strong>de</strong> Carranza, el<br />
arzobispo <strong>de</strong> Toledo, en cuya busca iba, pero don Álvaro <strong>de</strong> Moscoso<br />
le advirtió que olvidase ese nombre, que el arzobispo nada tenía que<br />
ver en este pleito. Fray Domingo aclaró que el virrey <strong>de</strong> Navarra les<br />
había facilitado salvoconductos para pasar a Bearne pues llevaban<br />
cartas <strong>de</strong> recomendación para la Princesa y que la intromisión <strong>de</strong>l<br />
Santo Oficio había sido injustificada. Andaba con ellos un señor<br />
grueso, al que llamaban Herrera, alcal<strong>de</strong> <strong>de</strong> Sacas <strong>de</strong> Logroño,<br />
también preso, quien les había dado favor para que emigraran a<br />
Francia. Admitió la acusación pero hizo constar que nada sabía <strong>de</strong><br />
que la Inquisición tuviera cargos contra los dos <strong>de</strong>tenidos.<br />
Don Carlos <strong>de</strong> Seso conservaba su apostura y dignidad. Cipriano le<br />
vio pasar hacia los calabozos por la mirilla con su gallardía<br />
habitual, ropas sueltas, vigorosos a<strong>de</strong>manes, rostro arrogante y<br />
altivo. Encerrado en la celda contigua, Salcedo le oía pasear, cuatro<br />
pasos a un lado y cuatro a otro.<br />
De ordinario el carcelero no les visitaba y tanto el inten<strong>de</strong>nte como<br />
Genaro, el encargado <strong>de</strong> la limpieza, aparecían <strong>de</strong> tar<strong>de</strong> en tar<strong>de</strong> y a<br />
horas fijas y, fuera <strong>de</strong> ellas, transitaban por el pasillo tan sólo<br />
ocasionalmente. Al segundo día <strong>de</strong>l encierro <strong>de</strong> Seso y Rojas y<br />
aprovechando el eco <strong>de</strong>l sótano, Cipriano llamó por el buco <strong>de</strong> la<br />
puerta al primero. Don Carlos no tardó en oírle y se sorprendió <strong>de</strong><br />
tenerlo tan cerca. Sí, el virrey le había comunicado que en<br />
Valladolid había habido una gran redada <strong>de</strong> presos, que no cabían<br />
en la cárcel secreta, que habían empezado los procesos y que el<br />
Doctor era el centro <strong>de</strong> ellos. Por su parte, Cipriano le contó su fuga,<br />
cabalgando <strong>de</strong> noche y <strong>de</strong>scansando <strong>de</strong> día, hasta su prendimiento<br />
en Cilveti en casa <strong>de</strong> su recomendado Pablo Echarren, <strong>de</strong>tenido<br />
también.<br />
Don Carlos le advirtió que no iniciarían el traslado a Valladolid<br />
hasta que <strong>de</strong>tuvieran a Juan Sánchez, criado <strong>de</strong> los Cazalla, el<br />
único <strong>de</strong> los fugados que había logrado refugiarse en Francia.<br />
Juan Sánchez llegó a la cárcel secreta <strong>de</strong> Pamplona cuatro días más<br />
tar<strong>de</strong> y, al siguiente, viernes, la comitiva se puso en camino hacia<br />
Valladolid. Abrían marcha, a caballo, el bizco Vidal y los otros tres<br />
alguaciles enviados a pren<strong>de</strong>rlos; <strong>de</strong>trás iba el grupo <strong>de</strong> presos a<br />
pie, maniatados, fray Domingo <strong>de</strong> Rojas con su sombrero <strong>de</strong> plumas<br />
en la cabeza, flanqueados por familiares <strong>de</strong> la Inquisición y, velando<br />
la retaguardia, doce arcabuceros curiosamente uniformados, con<br />
ropillas, calzas—bragas, sombreros <strong>de</strong> visera y zapatos picados. Era<br />
un grupo heterogéneo y extravagante, <strong>de</strong> poco más <strong>de</strong> dos docenas
<strong>de</strong> personas, acogido en los pueblos y al<strong>de</strong>as que atravesaban con<br />
<strong>de</strong>nuestos y amenazas. Vidal, el alguacil que prendió a Cipriano en<br />
Cilveti, parecía comandar el <strong>de</strong>stacamento. <strong>El</strong> plan era recorrer<br />
cinco o seis leguas diarias, almorzar en el campo y dormir en casas<br />
o pajares previamente apalabrados por emisarios <strong>de</strong> la Inquisición.<br />
En principio, Cipriano acogió la luz <strong>de</strong>l sol con agrado, el paisaje, la<br />
actividad, pero, poco habituado al ejercicio, la primera noche llegó a<br />
Puente la Reina fatigado. Al día siguiente, a las siete <strong>de</strong> la mañana,<br />
<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> comer un mendrugo con queso, ya estaban <strong>de</strong> nuevo en<br />
camino. Con un concepto primario <strong>de</strong>l or<strong>de</strong>n, Vidal, el alguacil bizco,<br />
los distribuyó en dos parejas, Juan Sánchez y él, que eran los <strong>de</strong><br />
menor estatura, primero, y el dominico y don Carlos <strong>de</strong> Seso <strong>de</strong>trás.<br />
La norma <strong>de</strong> silencio, que se respetaba durante la primera hora <strong>de</strong><br />
marcha, se relajaba <strong>de</strong>spués, cuando los arcabuceros empezaban<br />
con sus cuentos y chascarrillos, momento que aprovechaba Juan<br />
Sánchez para hacer partícipe a Cipriano Salcedo <strong>de</strong> pormenores <strong>de</strong><br />
su vida y <strong>de</strong> su aventura <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la salida <strong>de</strong> Valladolid hasta su<br />
prendimiento en Turlinger. <strong>El</strong> sol apretaba <strong>de</strong> firme y, a mediodía,<br />
los emisarios les esperaban en algún sombrajo próximo al camino,<br />
generalmente en el soto <strong>de</strong> los ríos, en cuyas aguas, los miembros <strong>de</strong><br />
la escolta se bañaban <strong>de</strong>snudos, turnándose en la vigilancia <strong>de</strong> los<br />
presos, mientras éstos sumergían sus pies en la corriente con gran<br />
alivio <strong>de</strong>l dominico. Luego almorzaban, los reos con las manos<br />
atadas, en grupo aparte, a la vista <strong>de</strong> los guardianes, y terminada<br />
la comida, sesteaban, mientras el fuego <strong>de</strong>l sol arrasaba los campos<br />
y los cuatro <strong>de</strong>tenidos podían cambiar impresiones o leer papeles<br />
comprometidos. A las dos, cuando mayor era el bochorno,<br />
reanudaban la marcha en la misma disposición: los cuatro<br />
alguaciles a caballo, abriendo marcha, los presos, flanqueados por<br />
familiares <strong>de</strong>trás y, en retaguardia, los doce arcabuceros armados.<br />
Al discurrir por los pueblos, las mujeres y los mozos les insultaban y,<br />
a veces, les tiraban cubos <strong>de</strong> agua <strong>de</strong>s<strong>de</strong> las ventanas.<br />
Un día, ya en tierras <strong>de</strong> La Rioja, los campesinos que andaban<br />
excavando las viñas interrumpieron la faena para quemar dos<br />
muñecos <strong>de</strong> sarmientos a la orilla <strong>de</strong>l camino, mientras les<br />
llamaban herejes y apestados. <strong>El</strong> campo allí se arrugaba en unas<br />
lomillas <strong>de</strong> tonos rosados y el ver<strong>de</strong> suave <strong>de</strong> las cepas les imprimía<br />
una atractiva plasticidad. Sobre las siete concluían la etapa diaria,<br />
cenaban en el pueblo escogido por los emisarios y pernoctaban en<br />
casas <strong>de</strong> la Inquisición o en los pajares <strong>de</strong> las afueras, olvidando por<br />
unas horas los ardores <strong>de</strong>l sol y el escozor <strong>de</strong> sus pies lastimados.<br />
<strong>El</strong> emparejamiento con Juan Sánchez dio ocasión a Cipriano <strong>de</strong><br />
conocer superficialmente al criado <strong>de</strong> los Cazalla. Le hablaba <strong>de</strong><br />
Astudillo, el pueblo <strong>de</strong> Palencia don<strong>de</strong> había nacido, <strong>de</strong> don Andrés
Ibáñez, el cura a quien hacía <strong>de</strong> monaguillo, <strong>de</strong> sus trabajos en el<br />
pastoreo y la siega. Ya <strong>de</strong> mozo, sirvió <strong>de</strong> fámulo al comendador<br />
griego Hernán Núñez, quien le enseñó a leer y escribir, y dos años<br />
más tar<strong>de</strong> sintió la llamada <strong>de</strong> Dios. Quiso hacerse fraile pero fray<br />
Juan <strong>de</strong> Villagarcía, su confesor, le sacó la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> la cabeza.<br />
Después marchó a Valladolid don<strong>de</strong> sirvió a los Cazalla y otros amos<br />
y asumió la doctrina luterana.<br />
Otros días, Juan Sánchez le hablaba <strong>de</strong> su huida a Castro Urdiales<br />
“a caballo reventado” tan pronto se conoció la <strong>de</strong>tención <strong>de</strong> Padilla.<br />
En las postas robaba monturas sin preocuparse <strong>de</strong> gratificar a los<br />
venteros. Ya en la costa entró en contacto con un holandés,<br />
merca<strong>de</strong>r <strong>de</strong> una “zabra”, que le llevó a Flan<strong>de</strong>s por diez ducados.<br />
Cuando los sabuesos <strong>de</strong> la Inquisición llegaron al puerto, Juan<br />
Sánchez llevaba treinta y ocho horas navegando en alta mar. En el<br />
barco escribió a una <strong>de</strong>vota suya, doña Catalina <strong>de</strong> Ortega, luterana<br />
también y a cuyo servicio había estado, contándole su peripecia, y a<br />
Beatriz Cazalla, <strong>de</strong> la que siempre estuvo enamorado, y a la que<br />
daba cuenta <strong>de</strong> la furiosa tempestad que estuvo a punto <strong>de</strong> hacer<br />
zozobrar a la “zabra” pero que él soportó todo encomendándose a<br />
Nuestro Señor, |porque estaba aparejado a vivir y morir como<br />
cristiano|.<br />
Al concluir le <strong>de</strong>claraba su amor que había ocultado durante seis<br />
años.<br />
Fray Domingo <strong>de</strong> Rojas, que había escuchado palabras sueltas <strong>de</strong>l<br />
relato <strong>de</strong> Sánchez, le preguntó intempestivamente durante la siesta<br />
cómo se había <strong>de</strong>jado pren<strong>de</strong>r una vez en el extranjero, que eso no le<br />
habría ocurrido a él ni a nadie con dos <strong>de</strong>dos <strong>de</strong> frente.<br />
—<strong>El</strong> alcal<strong>de</strong> <strong>de</strong> corte <strong>de</strong> Turlinger or<strong>de</strong>nó <strong>de</strong>tenerme y me entregó al<br />
capitán Pedro Menén<strong>de</strong>z que había salido en mi busca —respondió<br />
Juan humil<strong>de</strong>mente.<br />
De pronto, el dominico se enzarzó con el criado, echándole en cara<br />
sus insensatas prédicas que habían perdido al grupo. Le culpó <strong>de</strong><br />
haber engañado a las monjas <strong>de</strong> Santa Catalina y a su hermana<br />
María y, ante tamaña acusación, Juan Sánchez perdió los estribos y<br />
empezó a <strong>de</strong>spotricar y a dar tan gran<strong>de</strong>s voces que tuvieron que<br />
venir dos oficiales <strong>de</strong>l Santo Oficio para poner or<strong>de</strong>n. Cuando<br />
reanudaron el viaje, Juan confió a Cipriano que el cura le odiaba<br />
porque tenía pujos aristocráticos y nunca se fió <strong>de</strong> la eficacia<br />
misionera <strong>de</strong> la plebe.
Pero, <strong>de</strong> ordinario, caminaban en silencio. Sánchez y Salcedo oían,<br />
<strong>de</strong>trás <strong>de</strong> ellos, el arrastrar <strong>de</strong> pies <strong>de</strong> fray Domingo y los pasos<br />
firmes <strong>de</strong> don Carlos <strong>de</strong> Seso, que muy raramente cambiaban una<br />
palabra entre ellos. <strong>El</strong> dominico estaba convencido <strong>de</strong> que<br />
únicamente ahorrando hasta la última gota <strong>de</strong> saliva podría llegar<br />
vivo a Valladolid. Era <strong>de</strong> complexión fuerte, pero blando, se quejaba<br />
<strong>de</strong> los juanetes y, cada vez que la cuerda se <strong>de</strong>tenía, se manoseaba<br />
impúdicamente los pies. Molestias aparte, su gran preocupación,<br />
como la <strong>de</strong> sus compañeros, era el porvenir. ¿Qué les aguardaba?<br />
Sin duda un proceso y, tras él, un castigo. Pero ¿qué clase <strong>de</strong><br />
castigo? Don Carlos <strong>de</strong> Seso conocía la carta <strong>de</strong>l inquisidor Valdés a<br />
Carlos V, retirado en Yuste, en la que rogaba que “se atajase tan<br />
gran mal y que los culpados fueran punidos y castigados con el<br />
mayor rigor sin excepción <strong>de</strong> ninguna clase”. Seso interpretaba esto<br />
en el sentido <strong>de</strong> que se preparaba un escarmiento ejemplar, sin<br />
prece<strong>de</strong>ntes en España. <strong>El</strong> corregidor <strong>de</strong> Toro disponía <strong>de</strong> una gran<br />
habilidad para hacer amigos y hablaba con unos y otros sin<br />
distinción, tanto con los oficiales como con los soldados y, si se<br />
terciaba, con los familiares <strong>de</strong> la Inquisición. Estaba al día <strong>de</strong> todo.<br />
Sabía todo. Temía tanto a Felipe II como a Carlos V, y tenía el<br />
convencimiento <strong>de</strong> que antes <strong>de</strong> 1558 los castigos hubieran sido más<br />
leves, pero hoy Pablo IV no cejaba, <strong>de</strong>cía. En los <strong>de</strong>scansos <strong>de</strong> la<br />
tar<strong>de</strong> les informaba <strong>de</strong> estos asuntos, <strong>de</strong> la carta <strong>de</strong>l inquisidor<br />
Valdés al Emperador, <strong>de</strong> las <strong>de</strong> éste a su hija, la gobernadora en<br />
ausencia <strong>de</strong> su hermano, y a Felipe II, pidiendo “prisa, rigor y recio<br />
castigo”. Muchos no saldremos <strong>de</strong> ésta, <strong>de</strong>cía y llegó a tramar un<br />
plan para fugarse pero no encontró ocasión <strong>de</strong> llevarlo a cabo.<br />
En general era lo inesperado, los inci<strong>de</strong>ntes <strong>de</strong> cada día, lo que daba<br />
contenido a sus preocupaciones y a sus breves charlas <strong>de</strong> sobremesa.<br />
Un día, todavía en Navarra, un pueblo bien organizado atacó con<br />
piedras a los presos. Eran hombres y mozos armados con hondas que<br />
surgían <strong>de</strong> las bocacalles y los apedreaban, sin compasión. Los<br />
cuatro oficiales los perseguían a caballo, pero, tan pronto<br />
<strong>de</strong>saparecían, otro grupo surgía en la encrucijada siguiente con<br />
nuevos bríos y pedruscos <strong>de</strong> mayor tamaño. Un soldado fue herido en<br />
la frente y cayó <strong>de</strong>svanecido y, entonces, sus compañeros dispararon<br />
sus arcabuces “tirando a las piernas”, como voceaba el bizco Vidal<br />
<strong>de</strong>s<strong>de</strong> su caballo.<br />
Las hostilida<strong>de</strong>s se endurecían por momentos. Las mujeres<br />
arrojaban <strong>de</strong>s<strong>de</strong> los balcones herradas <strong>de</strong> agua hirviendo y<br />
llamaban cabrones, herejes hijos <strong>de</strong> puta a los presos.
Cipriano, en un movimiento instintivo, había arrastrado a Juan<br />
Sánchez contra un muro <strong>de</strong> piedra y ahora veían caer ante ellos<br />
cortinas <strong>de</strong> agua humeante. Entonces el vecindario empezó a vocear:<br />
¡Quemarlos aquí! ¡Quemarlos aquí!, cercándoles en la plaza <strong>de</strong> tal<br />
modo que los soldados tuvieron que disparar <strong>de</strong> nuevo sus<br />
arcabuces. Cayó un mozo herido en el muslo y, al ver la sangre, el<br />
pueblo se encorajinó todavía más y atacó con mayor <strong>de</strong>nuedo al<br />
piquete. Un segundo herido les convenció, segundos <strong>de</strong>spués, <strong>de</strong> la<br />
inutilidad <strong>de</strong> sus esfuerzos y la carga <strong>de</strong> los caballos <strong>de</strong> los<br />
oficiales, por último, acabó dispersándolos.<br />
En otra ocasión, próximos a Saldaña <strong>de</strong> Burgos, los mozos<br />
prendieron fuego al pajar don<strong>de</strong> dormían. Un arcabucero dio la voz<br />
<strong>de</strong> alarma y gracias a él pudieron salir in<strong>de</strong>mnes. Pero, en <strong>de</strong>rredor,<br />
y a lo largo <strong>de</strong>l camino, se quemaban peleles <strong>de</strong> paja y, a la luz <strong>de</strong><br />
las pacas incendiadas, penduleaban los espantajos colgados <strong>de</strong> las<br />
ramas <strong>de</strong> los olmos. <strong>El</strong> pueblo enar<strong>de</strong>cido exigía el auto <strong>de</strong> fe, los<br />
calificaba <strong>de</strong> luteranos, leprosos, hijos <strong>de</strong> Satanás y algunos, en<br />
plena exaltación patriótica, gritaban ¡Viva el rey! Tuvieron que salir<br />
<strong>de</strong>l pueblo a las tres <strong>de</strong> la madrugada y el amanecer les sorprendió<br />
en el campo. En Revilla Vallejera, cuadrillas <strong>de</strong> braceros, con sus<br />
asnos y sus botijos, segaban ya las cebadas que blanqueaban entre<br />
el amarillo tostado <strong>de</strong> los trigos. Era una estampa bucólica que<br />
contrastaba con el ruido y la furia <strong>de</strong> los campesinos. <strong>El</strong> bizco Vidal<br />
or<strong>de</strong>nó hacer a las once el alto <strong>de</strong> mediodía y el <strong>de</strong>stacamento<br />
acampó bajo una arboleda, a orillas <strong>de</strong>l Arlanzón. En un gesto <strong>de</strong><br />
humanidad, el bizco Vidal autorizó a bañarse a los presos |sin<br />
apartarse <strong>de</strong> la orilla pues con las manos atadas podrían<br />
ahogarse|. Fray Domingo no se bañó. Se sentó a la orilla <strong>de</strong>l río y<br />
<strong>de</strong>jó que la corriente acariciase sus lastimados pies, tan blancos,<br />
que las bogas acudían en pequeños bancos a mordisquear las yemas<br />
<strong>de</strong> sus <strong>de</strong>dos creyéndolos comestibles. Para Cipriano, el baño, el<br />
hecho <strong>de</strong> sentir las aguas tibias sobre la piel, fue como <strong>de</strong>spojarse<br />
<strong>de</strong>l viejo cuerpo cansado, como si la fatiga, los piojos, el calor y los<br />
nervios <strong>de</strong>l camino no hubieran existido nunca.<br />
Después <strong>de</strong> cinco semanas sin bañarse, aquello era como una<br />
resurrección. Nadaba <strong>de</strong> espaldas, impulsándose con los pies, como<br />
una rana, iba y venía, preocupado únicamente <strong>de</strong> sus guardianes, <strong>de</strong><br />
no alejarse y provocar una reacción contra él.<br />
A partir <strong>de</strong> Burgos, a medida que se iban aproximando a Valladolid,<br />
el recibimiento <strong>de</strong> los pueblos era cada vez más hostil. Gran<strong>de</strong>s<br />
hogueras, como anticipo <strong>de</strong> su suerte, humeaban al atar<strong>de</strong>cer en las<br />
parcelas segadas aprovechando las morenas y la paja seca <strong>de</strong> los<br />
rastrojos. Los campesinos mostraban una animosidad <strong>de</strong>spiadada,
les insultaban, les arrojaban hortalizas y huevos. Cipriano, empero,<br />
cada vez que <strong>de</strong>jaba atrás un pueblo se reconciliaba con la<br />
situación, recreaba sus ojos en los extensos campos <strong>de</strong> trigo mecidos<br />
por la brisa, reconocía el camino recorrido en su fuga con “Pispás”,<br />
los pequeños acci<strong>de</strong>ntes <strong>de</strong>l paisaje, la jugosa braña don<strong>de</strong> el primer<br />
día dio <strong>de</strong> beber al caballo. Era ya terreno familiar el que pisaba y,<br />
a la altura <strong>de</strong> Magaz, cuando se <strong>de</strong>sató el furioso nublado <strong>de</strong> agua y<br />
granizo, apersogó a los caballos e hizo ten<strong>de</strong>r a todos en el barro<br />
para conjurar el riesgo <strong>de</strong> las exhalaciones.<br />
La última noche la pasaron en una amplia casa <strong>de</strong> Cohorcos, lejos<br />
<strong>de</strong>l pueblo, a orillas <strong>de</strong>l Pisuerga, a cuatro leguas <strong>de</strong> la villa.<br />
Por la tar<strong>de</strong> llegó un enviado <strong>de</strong> la Inquisición or<strong>de</strong>nándoles que no<br />
entraran en Valladolid hasta pasada la medianoche. Las turbas<br />
andaban alborotadas y temían un linchamiento. Retrasaron la hora<br />
<strong>de</strong> partida y sobre las cinco <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong> acamparon en el Cabildo, a<br />
media legua <strong>de</strong> Valladolid, junto al río.<br />
Había que esperar otras ocho horas. Fray Domingo <strong>de</strong> Rojas<br />
murmuraba que, a pesar <strong>de</strong> todo, le matarían. Temía a su familia, a<br />
los miembros más exaltados <strong>de</strong> ella.<br />
No sólo le reprochaban su condición <strong>de</strong> renegado sino el haber<br />
pervertido a su sobrino Luis, marqués <strong>de</strong> Poza, que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> muy joven<br />
se había incorporado a la secta. A medianoche, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> or<strong>de</strong>nar<br />
a los reos que se lavasen y acicalasen, el bizco Vidal dio la or<strong>de</strong>n <strong>de</strong><br />
partida. Los alguaciles habían enjaezado a sus caballos y los doce<br />
arcabuceros se esforzaron por uniformar sus harapos. Al atravesar<br />
el Puente Mayor, lo único que se oía era el golpear <strong>de</strong> los cascos <strong>de</strong><br />
los caballos sobre el empedrado.<br />
Había media luna y se veían las calles <strong>de</strong>siertas. La torre <strong>de</strong> Santa<br />
María <strong>de</strong> la Antigua, bajo el resplandor violáceo, semejaba una<br />
aparición. Tras ella, las eternas obras <strong>de</strong> la iglesia Mayor, que<br />
nunca se terminaban. Los caballos abocaron a la calle <strong>de</strong> Pedro<br />
Barrueco, don<strong>de</strong> se alzaba la cárcel secreta. La i<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l regreso, la<br />
proximidad <strong>de</strong> los miembros <strong>de</strong>l grupo, <strong>de</strong> doña Ana Enríquez, se<br />
imponían ahora a la fatiga <strong>de</strong> Cipriano. Pensó un momento en el<br />
fracaso <strong>de</strong> su fuga, en que su situación era ahora pareja o peor que<br />
la <strong>de</strong> los que se habían quedado, en la inutilidad <strong>de</strong> tantas<br />
penalida<strong>de</strong>s pa<strong>de</strong>cidas. <strong>El</strong> bizco Vidal dio la voz <strong>de</strong> alto ante el viejo<br />
caserón.<br />
A su aldabonazo respondió un soldado, Vidal preguntaba por el<br />
alcai<strong>de</strong>. Cuando éste salió, con su capotillo <strong>de</strong> dos haldas, los ojos
cargados <strong>de</strong> sueño, el bizco Vidal le hizo entrega <strong>de</strong> los cuatro reos<br />
en nombre <strong>de</strong>l Santo Oficio: fray Domingo <strong>de</strong> Rojas, don Carlos <strong>de</strong><br />
Seso, don Cipriano Salcedo y Juan Sánchez, nombres que el alcai<strong>de</strong><br />
anotó en un cua<strong>de</strong>rno a la luz <strong>de</strong> un candil, y luego firmó.<br />
__________________________<br />
__________________________<br />
XVI<br />
A Cipriano Salcedo le correspondió compartir celda con fray<br />
Domingo <strong>de</strong> Rojas. Hubiera preferido un compañero menos adusto,<br />
más abierto, pero nadie le dio a elegir. Fray Domingo continuaba con<br />
su grotesco vestido <strong>de</strong> lego y lo único que había suprimido <strong>de</strong> su<br />
disfraz era el estrambótico sombrero <strong>de</strong> plumas. Paulatinamente,<br />
Cipriano fue informándose <strong>de</strong> la situación <strong>de</strong>l resto <strong>de</strong> los presos.<br />
Don Carlos <strong>de</strong> Seso había sido emparejado con Juan Sánchez,<br />
enfrente se hallaba la cija <strong>de</strong>l Doctor, más al fondo, en una celda<br />
gran<strong>de</strong>, convivían cinco <strong>de</strong> las monjas <strong>de</strong>l convento <strong>de</strong> Belén, y Ana<br />
Enríquez compartía calabozo con la sexta, Catalina <strong>de</strong> Reinoso.<br />
Como Salcedo había presagiado, los emparejamientos fueron<br />
inevitables.<br />
La cárcel secreta <strong>de</strong> Pedro Barrueco, suficiente para una situación<br />
normal, para una esporádica redada <strong>de</strong> judaizantes o moriscos, se<br />
quedó pequeña para la afluencia <strong>de</strong> luteranos en la primavera <strong>de</strong><br />
1558. Las <strong>de</strong>tenciones, el alto número <strong>de</strong> éstas, habían sorprendido<br />
al Santo Oficio con un penal <strong>de</strong> no más <strong>de</strong> veinticinco celdas<br />
disponibles y el edificio en construcción <strong>de</strong>l barrio <strong>de</strong> San Pedro,<br />
apenas con los cimientos. Valdés no tuvo otro recurso que olvidarse<br />
<strong>de</strong> la incomunicación, encerrar a los reos <strong>de</strong> dos en dos, <strong>de</strong> tres en<br />
tres y, en el caso <strong>de</strong> las religiosas <strong>de</strong> Belén, hasta cinco en una<br />
misma celda. Sin embargo Valdés, siempre perspicaz, exigió que en<br />
los emparejamientos se tuvieran en cuenta el diverso rango social e<br />
intelectual <strong>de</strong> los encerrados y el grado <strong>de</strong> su relación anterior.<br />
Éstos eran los casos, por ejemplo, <strong>de</strong> don Carlos <strong>de</strong> Seso con Juan<br />
Sánchez y el <strong>de</strong> Salcedo con fray Domingo <strong>de</strong> Rojas.<br />
Afinada su capacidad <strong>de</strong> adaptación, Salcedo no tardó en<br />
acomodarse a las condiciones <strong>de</strong>l nuevo cautiverio. La celda, doble<br />
que la <strong>de</strong> Pamplona, tenía solamente dos huecos en sus muros <strong>de</strong><br />
piedra: un ventano enrejado a tres varas <strong>de</strong>l suelo, que se abría a un
corral interior, y el <strong>de</strong> la puerta, una pieza maciza <strong>de</strong> roble, <strong>de</strong> un<br />
palmo <strong>de</strong> ancha, cuyos cerrojos y cerraduras chirriaban agudamente<br />
cada vez que se abrían o se cerraban. Los catres se extendían<br />
paralelos a ambos lados <strong>de</strong> la celda, el <strong>de</strong>l dominico bajo el ventano<br />
y, en el ángulo opuesto, en la penumbra, el <strong>de</strong> Cipriano. Con los<br />
petates, en un suelo <strong>de</strong> frías losas <strong>de</strong> piedra, apenas había una<br />
pequeña mesa <strong>de</strong> pino con dos banquetas, el aguamanil con un jarro<br />
<strong>de</strong> agua para el aseo y dos cubetas cubiertas para los excrementos.<br />
La medida <strong>de</strong>l tiempo se la facilitaba a Cipriano el ritmo <strong>de</strong> las<br />
visitas obligadas:<br />
la <strong>de</strong>l ayudante <strong>de</strong> carcelero Mamerto a horas fijas, para las<br />
comidas, y la <strong>de</strong>l otro ayudante, Dato <strong>de</strong> nombre, <strong>de</strong> sucia melena<br />
albina y calzones hasta la rodilla, que, al atar<strong>de</strong>cer, vaciaba los<br />
recipientes <strong>de</strong> inmundicias y bal<strong>de</strong>aba sucintamente la estancia las<br />
tar<strong>de</strong>s <strong>de</strong> los sábados.<br />
Mamerto era un muchacho <strong>de</strong>sabrido, imperturbable que, tres veces<br />
cada día, <strong>de</strong>positaba sobre la mesa las escasas raciones en sendas<br />
ban<strong>de</strong>jas <strong>de</strong> hierro que recogía vacías en la visita siguiente. Dada la<br />
época <strong>de</strong>l año, vestía únicamente jubón, calzas abotonadas <strong>de</strong> tela<br />
ligera y calzado <strong>de</strong> cuerda. Nunca daba los buenos días ni las<br />
buenas noches pero no podía <strong>de</strong>cirse que su trato fuera duro.<br />
Simplemente traía o se llevaba las ban<strong>de</strong>jas sin hacer comentarios<br />
sobre el buen o mal apetito <strong>de</strong> los reclusos. Por su parte, Dato no se<br />
sometía a las normas carcelarias con la misma rigi<strong>de</strong>z. Cada vez<br />
que sacaba las letrinas o las <strong>de</strong>volvía a su sitio, lo hacía tarareando<br />
una canción frívola como si, en lugar <strong>de</strong> heces, transportase ramos<br />
<strong>de</strong> flores. Su boca se abría en una boba sonrisa <strong>de</strong>s<strong>de</strong>ntada,<br />
inalterable, que no se borraba <strong>de</strong> su rostro ni las tar<strong>de</strong>s <strong>de</strong> los<br />
sábados durante el bal<strong>de</strong>o.<br />
Aunque la Regla prohibía cambiar impresiones con los reclusos, a<br />
Salcedo, más accesible que su compañero, le daba las buenas tar<strong>de</strong>s<br />
y le llevaba noticias o informes vagos que no le servían al prisionero<br />
<strong>de</strong> gran cosa. Menos atildado que Mamerto, vestía un capotillo <strong>de</strong><br />
dos haldas, <strong>de</strong> cordilla, <strong>de</strong>l que únicamente se <strong>de</strong>spojaba los<br />
sábados para bal<strong>de</strong>ar la celda. Quedaba, entonces, en jubón y<br />
calzones, <strong>de</strong>scalzo, sin que el hecho <strong>de</strong> aligerar su abrigo se<br />
tradujera en una mayor laboriosidad.<br />
Fray Domingo soportaba mal las confianzas <strong>de</strong> Dato, aceptaba el ir y<br />
venir lacónico <strong>de</strong> Mamerto, pero la oficiosidad <strong>de</strong>l otro, su sonrisa<br />
boba y <strong>de</strong>s<strong>de</strong>ntada, sus greñas <strong>de</strong> pelo albino cayéndole por los<br />
hombros, le sacaban <strong>de</strong> quicio. Cipriano, en cambio, le trataba con<br />
paciencia y dilección, le sonsacaba, pues siempre esperaba
conseguir alguna noticia <strong>de</strong> la estoli<strong>de</strong>z <strong>de</strong>l funcionario. Le<br />
preguntaba por los ocupantes <strong>de</strong> las celdas contiguas y, a pesar <strong>de</strong><br />
las señas imprecisas que Dato facilitaba, llegó a la conclusión <strong>de</strong><br />
que, a su izquierda, estaban instalados Pedro Cazalla y el bachiller<br />
Herrezuelo, a su <strong>de</strong>recha, Juan García, el joyero, y Cristóbal <strong>de</strong><br />
Padilla, el causante <strong>de</strong> sus males, y, enfrente, como le habían<br />
indicado, en una cija sin compañía, el Doctor. Los muros y tabiques<br />
<strong>de</strong> la cárcel eran tan gruesos que, a través <strong>de</strong> ellos, no se filtraba el<br />
menor signo <strong>de</strong> vida <strong>de</strong> las celdas colindantes.<br />
Corpulento, papudo, envuelto en sus ropajes ver<strong>de</strong>s y una<br />
estrafalaria loba doctoral, tumbado en el catre, bajo el ventano<br />
enrejado, el dominico leía. Al día siguiente <strong>de</strong> llegar pidió libros,<br />
pluma y papel.<br />
Ese mismo día, por la tar<strong>de</strong>, le trajeron varias vidas <strong>de</strong> santos, el<br />
“Tratado <strong>de</strong> las letras” <strong>de</strong> Gaspar <strong>de</strong> Tejada, un tomito <strong>de</strong> Virgilio,<br />
un tintero y dos plumas. Fray Domingo conocía los <strong>de</strong>rechos <strong>de</strong>l reo<br />
y los ejercitaba con normalidad.<br />
<strong>El</strong> contenido <strong>de</strong> los libros no parecía importarle <strong>de</strong>masiado. Leía<br />
compulsivamente, con la misma concentración, un libro <strong>de</strong><br />
caballería que a San Juan Clímaco, como si fuera una pura<br />
fascinación mecánica lo que las letras ejercían sobre él.<br />
Conocedor <strong>de</strong> los entresijos <strong>de</strong> la Inquisición, su organización y<br />
métodos, cada tar<strong>de</strong>, al <strong>de</strong>spertar <strong>de</strong> la siesta, aleccionaba a<br />
Cipriano sobre el particular, le informaba sobre sus posibilida<strong>de</strong>s <strong>de</strong><br />
futuro. Había penas y penas. No había que confundir al reo relajado,<br />
con el relapso o el reconciliado. <strong>El</strong> primero y el último solían ser<br />
entregados al brazo secular para morir en garrote antes <strong>de</strong> que sus<br />
cuerpos fueran entregados a las llamas. Los relapsos, reinci<strong>de</strong>ntes o<br />
pertinaces, por el contrario, eran quemados vivos en el palo.<br />
Esta última pena había sido rara en España hasta el día, pero el<br />
fraile sospechaba que, a partir <strong>de</strong> este momento, se haría habitual.<br />
Le hablaba <strong>de</strong> los sambenitos, <strong>de</strong> llamas y diablos para los relapsos<br />
y con las aspas <strong>de</strong> San Andrés para los reconciliados. Las penas<br />
tenían distintos grados y matices pero las sentencias solían<br />
mostrarse muy precisas. Entre ellas había que distinguir la <strong>de</strong><br />
cárcel perpetua, la confiscación <strong>de</strong> bienes, el <strong>de</strong>stierro, la privación<br />
<strong>de</strong> hábitos o <strong>de</strong> los honores <strong>de</strong> caballero, muchas <strong>de</strong> las cuales eran<br />
complementarias <strong>de</strong> otras penas más severas.
Fray Domingo le ilustraba igualmente sobre la estructura y<br />
funcionamiento <strong>de</strong>l aparato inquisitorial o <strong>de</strong> los <strong>de</strong>rechos <strong>de</strong> los<br />
reclusos. Se comunicaban <strong>de</strong> catre a catre, el fraile con su habitual<br />
voz henchida, elaborada en la laringe, Cipriano, con su humil<strong>de</strong> tono<br />
inquisitivo, el mismo que empleara en tiempos con el ayo don Álvaro<br />
Cabeza <strong>de</strong> Vaca con tan pobres resultados. Estas tertulias se habían<br />
hecho imprescindibles, pero, fuera <strong>de</strong> ellas, uno y otro hacían vidas<br />
separadas, se ignoraban, pues la compañía obligada podía llegar a<br />
ser insoportable, el peor <strong>de</strong> los suplicios carcelarios en opinión <strong>de</strong>l<br />
fraile.<br />
Fray Domingo <strong>de</strong> Rojas conservaba un alto concepto <strong>de</strong> sí mismo, se<br />
consi<strong>de</strong>raba un hombre y un religioso importante. Seguramente <strong>de</strong><br />
tan alta autoestima <strong>de</strong>rivaban las plumas <strong>de</strong>l sombrero con que se<br />
adornó durante su fuga. No tenía empacho en hablar <strong>de</strong> su persona,<br />
<strong>de</strong> su participación en la secta, pero se mostraba <strong>de</strong>spiadado con<br />
algunos compañeros como Juan Sánchez, pervertidor <strong>de</strong> las monjas<br />
<strong>de</strong> Belén, <strong>de</strong>cía, y <strong>de</strong> su incauta hermana María, y ambiguo con<br />
otros, como el arzobispo <strong>de</strong> Toledo, Bartolomé Carranza, a quien<br />
“nadie se atreve a echar el lazo”, solía <strong>de</strong>cir.<br />
Otras veces afirmaba que Carranza no era luterano, pero su lenguaje<br />
sí que lo era. Hombre inestable, hablaba a Cipriano <strong>de</strong> su vocación,<br />
<strong>de</strong> su ingreso en los dominicos, como miembro <strong>de</strong> una familia<br />
fervientemente católica. Su relación con la secta, como la <strong>de</strong><br />
Cipriano, había sido breve, apenas se había iniciado cuatro años<br />
atrás. Ardiente proselitista, había llevado al protestantismo a un<br />
hermano y a varios sobrinos suyos. En Pamplona, al ser <strong>de</strong>tenido, no<br />
lo había ocultado. Al contrario, se vanaglorió <strong>de</strong> ser un religioso<br />
mo<strong>de</strong>rno, abierto a las nuevas corrientes.<br />
Pero, bien iniciara sus confi<strong>de</strong>ncias por un lado o por otro, siempre<br />
concluía en Bartolomé <strong>de</strong> Carranza, su bestia negra. Que el teólogo<br />
gozara <strong>de</strong> libertad mientras sus discípulos, como él <strong>de</strong>cía, se<br />
pudrían en las mazmorras, le irritaba sobremanera. Pero también le<br />
llegaría su hora. Valdés le odiaba y terminaría procesándolo. De<br />
momento, el fraile se acogía a su patrocinio por si su alta jerarquía<br />
pudiera servirle <strong>de</strong> algo.<br />
Aparte sus charlas con fray Domingo, Cipriano Salcedo, muy<br />
abrigado pese a lo caluroso <strong>de</strong>l verano, permanecía solo, aislado en<br />
la penumbra, inquieto por su situación. Dedicaba parte <strong>de</strong> las<br />
mañanas a habituarse a andar con grilletes, arrastrando las<br />
ca<strong>de</strong>nas, pero sus rozaduras en los tobillos le martirizaban, le<br />
<strong>de</strong>shollaban las canillas. Por eso, el catre, tumbado en él, o sentado
en la banqueta, apoyando la nuca en el húmedo muro, eran sus<br />
posturas habituales.<br />
Leía algún rato por las tar<strong>de</strong>s, sin provecho, y, a menudo, evocaba a<br />
Cristo para reconciliarse con él o pedirle luz para enfrentarse con el<br />
Tribunal. No pretendía exaltar su pasado ni renegar <strong>de</strong>l presente<br />
únicamente por miedo. Aspiraba a ser sincero, <strong>de</strong> acuerdo con su<br />
creencia, pues a Dios no era fácil engañarle. Con los ojos<br />
entrecerrados, en cuyos párpados comenzaba a sentir un insidioso<br />
escozor, se lo <strong>de</strong>cía así a Nuestro Señor, intentando concentrarse,<br />
olvidar don<strong>de</strong> se encontraba. Ninguno <strong>de</strong> los pasos que había dado le<br />
parecía ligero o irreflexivo. Había asumido la doctrina <strong>de</strong>l beneficio<br />
<strong>de</strong> Cristo <strong>de</strong> buena fe. No hubo soberbia, ni vanidad, ni codicia en su<br />
toma <strong>de</strong> postura. Creyó sencillamente que la pasión y muerte <strong>de</strong><br />
Jesús era algo tan importante que bastaba para redimir al género<br />
humano. Encogido en su fervor, ensimismado, esperaba en vano la<br />
visita <strong>de</strong> Nuestro Señor, un gesto suyo, por pequeño que fuese, que le<br />
orientara. |Muéstrame el camino, Señor|, gemía, pero el Señor<br />
permanecía ajeno, en silencio. |Nuestro Señor no pue<strong>de</strong> tomar<br />
partido, se <strong>de</strong>cía, soy yo quien <strong>de</strong>be <strong>de</strong>cidir, en aras <strong>de</strong> mi libertad.|<br />
Pero le faltaba <strong>de</strong>terminación, claridad, la luci<strong>de</strong>z necesaria. Y en<br />
esta espera impaciente permanecía, hasta que un comentario <strong>de</strong><br />
fray Domingo o el agudo chirrido <strong>de</strong> los cerrojos, anunciando la<br />
visita <strong>de</strong> Dato, le sacaban <strong>de</strong> su ensimismamiento.<br />
Entonces se quedaba mirando al carcelero sin moverse, su melenilla<br />
lisa y <strong>de</strong>sflecada asomando bajo su gorro rojo <strong>de</strong> lana, sus<br />
<strong>de</strong>saseados calzones cubriéndole media pierna.<br />
<strong>El</strong> hechizo se había roto y la mente <strong>de</strong> Cipriano se incorporaba a su<br />
rutinaria vida sin resistencia.<br />
Una tar<strong>de</strong>, Dato, antes <strong>de</strong> dirigirse a la letrina, pasó por su lado y,<br />
sin mirarle, <strong>de</strong>positó en su mano un papel doblado en mil pliegues.<br />
Cipriano se sorprendió. No hizo el menor a<strong>de</strong>mán, sin embargo.<br />
Sabía que la compañía <strong>de</strong> fray Domingo no le obligaba a compartir<br />
con él las noveda<strong>de</strong>s, a comunicarle la venalidad <strong>de</strong>l carcelero. Por<br />
eso quedó inmóvil hasta que Dato realizó el cambio <strong>de</strong> recipientes.<br />
Entonces <strong>de</strong>sdobló el papel y, en la penumbra, forzando los ojos,<br />
leyó:<br />
Confesión <strong>de</strong> doña Beatriz Cazalla
Ante el tribunal <strong>de</strong>l Santo Oficio, doña Beatriz <strong>de</strong> Cazalla <strong>de</strong>claró<br />
ayer, 5 <strong>de</strong> agosto <strong>de</strong> 1558, en el juicio que se le sigue, que ella había<br />
engañado al propio fray Domingo <strong>de</strong> Rojas. A su vez, Cristóbal <strong>de</strong><br />
Padilla, <strong>de</strong> Zamora, fue engañado por don Carlos <strong>de</strong> Seso, mientras<br />
su hermano, don Agustín <strong>de</strong> Cazalla, había sido víctima <strong>de</strong>l mismo<br />
don Carlos <strong>de</strong> Seso y <strong>de</strong> su hermano Pedro, párroco <strong>de</strong> Pedrosa. Juan<br />
<strong>de</strong> Cazalla había pervertido a su mujer y el Doctor a su madre, doña<br />
Leonor, con lo que prácticamente toda la familia Cazalla —<br />
Constanza vendría luego— quedaba adscrita a la secta luterana.<br />
Prosiguiendo con su sincera exposición, la <strong>de</strong>clarante afirmó que<br />
doña Catalina Ortega había catequizado a Juan Sánchez y, entre los<br />
dos, al joyero Juan García. Por su parte, fray Domingo <strong>de</strong> Rojas<br />
pervirtió a su hermana María, aunque él lo niegue, y a buena parte<br />
<strong>de</strong> su familia. Cristóbal <strong>de</strong> Padilla, por su lado, al pequeño grupo <strong>de</strong><br />
Zamora y su hermano Pedro, con don Carlos <strong>de</strong> Seso, al propietario<br />
<strong>de</strong> Pedrosa don Cipriano Salcedo.<br />
Permaneció inmóvil, <strong>de</strong>sconcertado, agarrotado por un extraño frío<br />
interior. Notaba en el estómago como la mor<strong>de</strong>dura <strong>de</strong> una alimaña.<br />
Nunca tan pocos renglones podían haber causado tan hondos<br />
estragos. <strong>El</strong> <strong>de</strong>sánimo le invadía.<br />
Cipriano Salcedo había imaginado todo menos la <strong>de</strong>lación <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong>l<br />
grupo. La fraternidad en que había soñado se resquebrajaba,<br />
resultaba una pura entelequia, nunca había existido, ni era posible<br />
que existiera. Pensó en los conventículos, en el solemne juramento<br />
final <strong>de</strong> los congregados, prometiendo que jamás <strong>de</strong>latarían a sus<br />
hermanos en tiempos <strong>de</strong> tribulación. ¿Sería cierto lo que <strong>de</strong>cía<br />
aquella nota?<br />
¿Era posible que la dulce Beatriz <strong>de</strong>nunciara a tantas personas,<br />
empezando por sus propios hermanos, sin una vacilación? ¿Valía<br />
tanto la vida para ella como para incurrir en perjurio y enviar a su<br />
familia y amigos a la hoguera con tal <strong>de</strong> salvar su piel? Las<br />
lágrimas afloraban a sus ojos blandos cuando releía el papel. Luego<br />
pensó en Dato. Fray Domingo ya le había anticipado que la<br />
venalidad y la corrupción tenían asiento en los mandos subalternos<br />
carcelarios, pero el escrito <strong>de</strong>l ayudante no podía ser obra <strong>de</strong> un<br />
carcelario, ni siquiera <strong>de</strong>l alcai<strong>de</strong>, sino <strong>de</strong> algún miembro <strong>de</strong>l<br />
Tribunal, tal vez el secretario o, con mayor probabilidad, el<br />
escribano. Vio abierta una vía <strong>de</strong> comunicación con la que, en<br />
principio, no había contado pero, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> breve reflexión, <strong>de</strong>cidió<br />
no mostrar la confesión <strong>de</strong> Beatriz Cazalla a fray Domingo. ¿Para<br />
qué encrespar aún más los ánimos?
¿Qué ganaba el fraile sabiendo que Beatriz le había <strong>de</strong>latado a él y<br />
prácticamente a todos los <strong>de</strong>l grupo?<br />
A la tar<strong>de</strong> siguiente esperó la llegada <strong>de</strong> Dato tendido en el catre.<br />
Llegaba canturreando, como <strong>de</strong> costumbre, pero, al acercarse al<br />
camastro, Cipriano le consultó a media voz qué le <strong>de</strong>bía. La<br />
respuesta <strong>de</strong> Dato no le sorprendió:<br />
la voluntad, dijo. Cipriano <strong>de</strong>positó en su mano un ducado que él<br />
miró y remiró, por un lado y por otro, con ojos <strong>de</strong> codicia. Luego le<br />
preguntó si le interesaría más información y Cipriano asintió.<br />
No ignoraba que había establecido un precio pero no lo consi<strong>de</strong>ró<br />
excesivo ni mal empleado. Des<strong>de</strong> que el dominico le hablara <strong>de</strong> las<br />
penas utilizadas contra los herejes, había intuido que su patrimonio<br />
sería confiscado algún día. Entonces pensó que Nuestro Señor le<br />
había inspirado la <strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> repartir sus bienes con sus<br />
colaboradores.<br />
En todo caso, su dinero en la cárcel no era mucho.<br />
Sorpren<strong>de</strong>ntemente, en Cilveti, apenas le registraron por encima<br />
buscando un arma.<br />
Al bizco Vidal, fuera <strong>de</strong> las armas y los papeles, nada le interesaba.<br />
Respetó su dinero. Su misión consistía en trasladarle sin daño <strong>de</strong><br />
Pamplona a Valladolid y es lo que había hecho: aquí estaba, a<br />
disposición <strong>de</strong>l Tribunal.<br />
Concluía agosto y aún no había sido llamado a la Sala <strong>de</strong><br />
Audiencias, en la parte alta <strong>de</strong>l edificio, ni tampoco fray Domingo,<br />
su compañero <strong>de</strong> celda. <strong>El</strong> día 27, sin embargo, recibió una sorpresa.<br />
Don Gumersindo, el alcai<strong>de</strong>, acompañado <strong>de</strong>l carcelero mayor, le<br />
anunció una visita. Aséese, le dijo, volveré por vuesa merced <strong>de</strong>ntro<br />
<strong>de</strong> quince minutos. Cipriano no salía <strong>de</strong> su asombro: ¿quién podía<br />
preocuparse por él en estas circunstancias?<br />
Cipriano entró en la sala <strong>de</strong> visitas <strong>de</strong>slumbrado, los pies ligeros, sin<br />
grillos. Después <strong>de</strong> casi cuatro meses viviendo en la húmeda<br />
penumbra <strong>de</strong> la celda, la luz <strong>de</strong>l sol le dañaba los ojos, le ofuscaba.<br />
Ya en la escalera, por precaución, había entornado los párpados<br />
pero, al entrar en la pequeña sala, el sol brillando en los cristales le<br />
obligó a cerrarlos <strong>de</strong>l todo.<br />
Era como si tuviera tierra <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> ellos, como los <strong>de</strong>l cadáver <strong>de</strong><br />
“el Perulero” al ser <strong>de</strong>senterrado.
Había oído cerrar la puerta y el silencio ahora era total. Poco a poco<br />
entreabrió los párpados y, entonces, divisó ante sí a su tío Ignacio.<br />
Sintió un sobresalto análogo al que experimentó <strong>de</strong> adolescente<br />
cuando su tío le visitó en el colegio. No le esperaba; su tío siempre le<br />
sorprendía. Ambos vacilaron, pero, finalmente, se abrazaron y se<br />
dieron la paz en el rostro. Se sentaron <strong>de</strong>spués, frente a frente, y su<br />
tío le preguntó si tenía los ojos enfermos. Vivía en la oscuridad, dijo,<br />
pero inmediatamente precisó, casi en la oscuridad, y la falta <strong>de</strong> luz<br />
y la humedad le lastimaban la vista. Tenía los bor<strong>de</strong>s <strong>de</strong> los<br />
párpados enrojecidos e hinchados y su tío le prometió enviarle un<br />
remedio a través <strong>de</strong>l alcai<strong>de</strong>. Luego le dio una buena nueva: le<br />
habían ascendido a presi<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> la Chancillería, cosa esperada<br />
pues era el más antiguo <strong>de</strong> los diecisiete oidores. La Chancillería y<br />
el Santo Oficio tenían buena relación y había sido autorizado para<br />
visitarle. Cipriano posaba en él sus ojillos pitañosos, sonriente,<br />
cuando le felicitó. Esperaba <strong>de</strong> su tío una regañina, incluso no se<br />
había movido <strong>de</strong> la postura en que quedó al sentarse, a la<br />
expectativa, pero su tío Ignacio no parecía reparar en su situación.<br />
Le habló como si conversaran en su casa, como si nada hubiera<br />
cambiado <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la última vez que se vieron.<br />
Se había <strong>de</strong>splazado a Pedrosa y había encontrado a Martín Martín<br />
animado y con la labranza organizada. De momento, los labrantines<br />
y pegujaleros <strong>de</strong> los pueblos próximos no habían levantado el gallo<br />
lo que probaba que la fórmula utilizada para repartir la hacienda y<br />
subir los salarios a los jornaleros era civilizada y no perjudicaba a<br />
terceros. Tenía a su disposición su parte <strong>de</strong> la cosecha <strong>de</strong> cereales<br />
que había sido óptima y se esperaba, asimismo, <strong>de</strong> la viña un<br />
rendimiento superior al normal. Cipriano continuaba mirándole<br />
embobado, los ojos cobar<strong>de</strong>s. Le conmovían las cortinas, los visillos,<br />
el pañito <strong>de</strong> encaje en que reposaba el can<strong>de</strong>labro, el feo cuadro <strong>de</strong><br />
la Asunción <strong>de</strong> María sobre el sofá. Era como si hubiera abierto los<br />
ojos en un mundo distinto, menos hostil e inhumano. Su tío<br />
proseguía hablándole sin pausas, como si tuviera tasados los<br />
minutos <strong>de</strong> la visita.<br />
Ahora le contaba <strong>de</strong>l almacén y <strong>de</strong>l taller. Visitaba la Ju<strong>de</strong>ría con<br />
alguna frecuencia, un par <strong>de</strong> veces al mes. <strong>El</strong> nuevo Maluenda le<br />
parecía, en efecto, trabajador y solvente. Se carteaba con Dionisio<br />
Manrique y en su última carta le <strong>de</strong>cía que la flotilla <strong>de</strong> primavera,<br />
con su escolta, había llegado a Amsterdam sin novedad. En lo<br />
tocante al taller, Fermín Gutiérrez, el sastre, aparte su habilidad<br />
para el corte, había resultado un buen organizador, y los tramperos,
pellejeros, curtidores, costureras y acemileros estaban satisfechos<br />
con los nuevos contratos.<br />
Cambió <strong>de</strong> conversación <strong>de</strong> improviso para <strong>de</strong>cirle que la regla<br />
penitenciaria no imponía los andrajos como uniforme y que por el<br />
alcai<strong>de</strong> le enviaría también ropa nueva. A Cipriano le emocionaba su<br />
preocupación. Intentó darle las gracias pero su voz se quebró y sus<br />
ojos se llenaron <strong>de</strong> agua. Deseaba pedirle perdón antes <strong>de</strong> que se<br />
marchara, convencerle <strong>de</strong> su buena fe al unirse a la secta, pero<br />
cuando abrió la boca apenas se le entendió una palabra: “religión”.<br />
Al oírla su tío extendió el brazo y le puso una mano efusiva en el<br />
hombro:<br />
—Ése es el rincón más íntimo <strong>de</strong>l alma —dijo—. Obra en conciencia y<br />
no te preocupes <strong>de</strong> lo <strong>de</strong>más.<br />
Con esa medida seremos juzgados.<br />
De nuevo en su celda, la visita <strong>de</strong> su tío le <strong>de</strong>jó una sensación <strong>de</strong><br />
irrealidad, como <strong>de</strong> algo ensoñado.<br />
No obstante, la llegada <strong>de</strong> ropa interior, un jubón, un sayo, unas<br />
calzas y el remedio para los ojos, le convenció <strong>de</strong> que su tío era algo<br />
real y tangible, como lo eran los visillos <strong>de</strong> la ventana, las cortinas,<br />
el pañito <strong>de</strong> encaje <strong>de</strong> la sala, o el cuadro <strong>de</strong> la Asunción.<br />
Esa misma tar<strong>de</strong>, Dato le entregó disimuladamente otro papel<br />
plegado. Al <strong>de</strong>sdoblarlo experimentó un almadiamiento y hubo <strong>de</strong><br />
sentarse en la banqueta para afirmar las piernas. Era un extracto<br />
<strong>de</strong> la confesión <strong>de</strong> Ana Enríquez ante el Tribunal <strong>de</strong>l Santo Oficio.<br />
Mientras leía, le era fácil adivinar su sufrimiento, el mar <strong>de</strong> dudas<br />
en que durante meses se habría <strong>de</strong>batido aquella niña:<br />
|Vine a esta villa <strong>de</strong>s<strong>de</strong> Toro para la Conversión <strong>de</strong> San Pablo —<br />
<strong>de</strong>cía aquel informe— y conocí a Beatriz Cazalla que me habló <strong>de</strong><br />
nuestra salvación, <strong>de</strong> que ésta se produciría por los solos méritos <strong>de</strong><br />
Cristo, que toda mi vida pasada era cosa perdida porque las obras,<br />
por sí mismas, para nada servían. Y yo entonces le dije:<br />
—|¿Qué es eso que dicen que hay herejes?|.<br />
Y ella contestó:<br />
—|La Iglesia y los santos lo son|.<br />
Y, entonces, yo dije:<br />
—|¿Y el papa?|.<br />
Y ella me dijo:
—|<strong>El</strong> papa le tenemos cada uno en el Espíritu Santo|.<br />
Y luego me sugirió que lo que <strong>de</strong>bía hacer era confesarme a Dios <strong>de</strong><br />
toda mi vida pasada porque los hombres no tenían potestad para<br />
absolver.<br />
Y yo, asustada, le pregunté:<br />
—|Y ¿entonces el purgatorio y la penitencia?|.<br />
Y ella me dijo:<br />
—|No hay purgatorio; sólo nos vale la fe en Jesucristo|.<br />
Pero yo me confesé con un fraile, como hacía antes, sólo por<br />
cumplimiento, pero nada le dije <strong>de</strong> estas conversaciones.<br />
Otro día Beatriz Cazalla me dijo que los curas sólo nos daban en la<br />
comunión la mitad <strong>de</strong> Cristo, el cuerpo pero no la sangre, que la<br />
Comunión verda<strong>de</strong>ra constaba <strong>de</strong> pan y vino.<br />
Pasé semanas <strong>de</strong> angustia, hasta que con motivo <strong>de</strong> la Cuaresma<br />
llegó a casa fray Domingo <strong>de</strong> Rojas, buen amigo <strong>de</strong> mis padres, y así<br />
que le pregunté y me confirmó lo que Beatriz me había dicho, quedé<br />
tranquila y lo creí así realmente. En aquellos días, fray Domingo me<br />
dijo que Lutero era santísimo, que se había expuesto a todos los<br />
peligros <strong>de</strong>l mundo solamente por <strong>de</strong>cir la verdad. También me dijo<br />
otras cosas, como que sólo había dos sacramentos, el bautismo y la<br />
eucaristía, que adorar al crucifijo era idolatría y que, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la<br />
Re<strong>de</strong>nción, habíamos quedado libres <strong>de</strong> toda servidumbre; y no<br />
teníamos que ayunar ni hacer voto <strong>de</strong> castidad sólo por obligación,<br />
ni otras muchas cosas como oír misa, porque en la misa se<br />
sacrificaba a Cristo por dinero y que, _|si no fuera por el escándalo<br />
que provocaría, él mismo se quitaría los hábitos y <strong>de</strong>jaría <strong>de</strong><br />
rezarla|.<br />
Cipriano cerró los ojos. Lo primero que pensó no fue en la <strong>de</strong>lación<br />
sino en la amargura que aquellas palabras habrían producido en el<br />
espíritu <strong>de</strong> doña Ana. Luego pensó en las plumas <strong>de</strong>l sombrero <strong>de</strong><br />
fray Domingo al disfrazarse para la huida. Sintió hacia él, <strong>de</strong><br />
pronto, una cierta aversión, tan engreído, tan pagado <strong>de</strong> sí mismo,<br />
tan sesgo. Su crueldad para con doña Ana no había sido<br />
precisamente un acto cristiano. <strong>El</strong> dominico se había comportado<br />
brutalmente con la niña, había <strong>de</strong>struido su armazón espiritual sin<br />
miramientos. Volvió los ojos hacia el ventano y lo vio emperezado,<br />
tumbado en el petate, leyendo un libro aprovechando la última luz<br />
<strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>, y experimentó antipatía hacia él. Únicamente <strong>de</strong>spués,<br />
Cipriano <strong>de</strong>ploró las <strong>de</strong>nuncias <strong>de</strong> Ana Enríquez, la <strong>de</strong>lación <strong>de</strong><br />
Beatriz Cazalla y <strong>de</strong>l dominico, su espontáneo perjurio.
Notaba encogido el ánimo, acrecentada la sensación <strong>de</strong> soledad, la<br />
angustia agazapada en la boca <strong>de</strong>l estómago, un vivo malestar.<br />
Pero las horas rodaban <strong>de</strong>prisa aquellos días en la cárcel secreta.<br />
<strong>El</strong> carcelero le visitó poco <strong>de</strong>spués para anunciar su comparecencia<br />
ante el Tribunal a las diez <strong>de</strong> la mañana <strong>de</strong>l día siguiente. Ya en las<br />
escaleras, sin grilletes en los pies, casi volaba, mas, a medida que se<br />
alejaba <strong>de</strong> los sótanos y aumentaba la luz, los ojos le escocían, se<br />
veía obligado a entornarlos para procurarse un alivio. Y, antes <strong>de</strong><br />
entrar en la Sala <strong>de</strong> Audiencias, <strong>de</strong>scubrió la pequeña puerta <strong>de</strong> la<br />
habitación don<strong>de</strong> se había entrevistado con su tío.<br />
Luego oyó una voz, cuya proce<strong>de</strong>ncia ignoraba, que dijo: |A<strong>de</strong>lante<br />
el reo|, y alguien le empujó hacia la puerta <strong>de</strong> nogal labrado que<br />
tenía ante sí. Andaba con <strong>de</strong>sconfianza. <strong>El</strong> sol posado en las<br />
vidrieras le cegaba y el artesonado <strong>de</strong>l techo y los largos cortinones<br />
rojos se imponían. <strong>El</strong> carcelero, que le conducía <strong>de</strong>l brazo, le sentó<br />
en una silla. Entonces divisó al Tribunal ante él, tras la mesa larga,<br />
sobre la tarima, allí don<strong>de</strong> terminaba la alfombra granate que<br />
cubría el pasillo <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la puerta.<br />
La escena se ajustaba, punto por punto, a lo que le había ido<br />
anunciando fray Domingo, el inquisidor en el centro, envuelto en<br />
sotana negra, la cabeza cubierta por un bonete <strong>de</strong> cuatro puntas, el<br />
rostro alargado y grave. A su <strong>de</strong>recha el secretario, religioso y<br />
ensotanado también, asimismo circunspecto y lóbrego y, a la<br />
izquierda, envuelto en una severa loba negra, el escribano, un<br />
hombre civil, <strong>de</strong> bastantes años menos que los dos clérigos.<br />
Apenas le dio tiempo <strong>de</strong> distinguir, antes <strong>de</strong> que sonara la<br />
campanilla, que las orejas <strong>de</strong>l inquisidor eran traslúcidas y<br />
<strong>de</strong>spegadas.<br />
Inmediatamente se inclinó hacia a<strong>de</strong>lante y experimentó una rara<br />
sensación, como si su cuerpo se <strong>de</strong>sdoblase, y una mitad <strong>de</strong> él<br />
escuchase las respuestas que daba la otra mitad a las preguntas <strong>de</strong>l<br />
eclesiástico. Mas, a poco <strong>de</strong> empezar, se esfumaron las siluetas <strong>de</strong>l<br />
estrado, el artesonado, la alfombra y los cortinones, y únicamente<br />
permaneció la voz opaca <strong>de</strong>l inquisidor, una voz acusadora,<br />
intimidatoria, y las respuestas escuetas, precipitadas, <strong>de</strong> su otro yo<br />
en un peloteo verbal picado, sin interrupciones, como si la premura<br />
en la formulación <strong>de</strong> las preguntas garantizase la veracidad <strong>de</strong> las<br />
respuestas. Sin embargo aquella voz dura y bien timbrada no
parecía afectar a la luci<strong>de</strong>z <strong>de</strong> las réplicas <strong>de</strong> su otro yo, <strong>de</strong> su yo<br />
<strong>de</strong>sdoblado:<br />
—¿Quién pervirtió a vuesa merced?<br />
—D... disculpe su eminencia pero no puedo respon<strong>de</strong>r a esa<br />
pregunta; lo he jurado.<br />
—¿Es cierto que vuesa merced posee una hacienda importante en<br />
Pedrosa?<br />
—Es cierto, señoría.<br />
—¿No conoció ahí a don Pedro Cazalla, párroco <strong>de</strong>l pueblo?<br />
—Le conocí y nos tratamos.<br />
Ambos somos aficionados al campo y paseábamos juntos y él me<br />
hacía curiosas observaciones sobre los pájaros.<br />
—¿Le hablaba <strong>de</strong> pájaros su paternidad?<br />
—No sólo <strong>de</strong> pájaros, señoría.<br />
Otras veces me hablaba <strong>de</strong> sapos.<br />
Ahora recuerdo una conversación que mantuvimos sobre sapos en las<br />
salinas <strong>de</strong>l Cenagal. Es un naturalista perspicaz.<br />
—Y ¿don Carlos <strong>de</strong> Seso?<br />
¿Participaba el señor <strong>de</strong> Seso <strong>de</strong> esas divagaciones?<br />
—A don Carlos apenas lo traté. En una ocasión le encontramos en el<br />
camino <strong>de</strong> Toro, pero no hablamos <strong>de</strong> pájaros ni <strong>de</strong> sapos. Iba a ser<br />
nombrado corregidor <strong>de</strong> la villa y había acudido allí a visitar a unos<br />
amigos.<br />
—¿Había amistad entre don Carlos <strong>de</strong> Seso y Pedro Cazalla?<br />
—Se conocían, conversaban.<br />
Ahora bien, si había amistad entre ellos no puedo <strong>de</strong>círselo, ni<br />
tampoco el grado <strong>de</strong> la misma.<br />
—¿Nunca le habló don Pedro <strong>de</strong> religión en sus paseos?
—Hablábamos <strong>de</strong> los más diversos temas; con seguridad la religión<br />
sería uno <strong>de</strong> ellos.<br />
—¿Consi<strong>de</strong>ra vuesa merced la religión un tema importante?<br />
—La religión pertenece al rincón más íntimo <strong>de</strong>l alma —dijo<br />
Cipriano recordando la expresión <strong>de</strong> su tío.<br />
—Creyéndolo así, ¿es posible que no recuer<strong>de</strong> ninguna conversación<br />
sobre religión con don Pedro Cazalla? ¿Cómo es posible que recuer<strong>de</strong><br />
lo referente a los sapos y no lo que <strong>de</strong>cía <strong>de</strong> Dios?<br />
—<strong>El</strong> hombre es un animal muy complejo, eminencia.<br />
—Y ¿con don Carlos <strong>de</strong> Seso?<br />
—¿Con don Carlos <strong>de</strong> Seso, qué?<br />
—¿Hablaron alguna vez <strong>de</strong> religión?<br />
—Le conocí, como le he dicho, en el camino <strong>de</strong> Toro, él iba<br />
cabalgando y nosotros a pie. Montaba un pura sangre <strong>de</strong> mucho<br />
nervio; me interesó más la montura que el caballero, ésta es la<br />
verdad.<br />
—¿Le gustan a vuesa merced los caballos?<br />
—Los caballos <strong>de</strong> raza me producen verda<strong>de</strong>ra fascinación.<br />
—¿No hizo vuesa merced un viaje a Francia en 1557 con su caballo<br />
“Pispás”?<br />
—Así fue, señoría.<br />
—¿Quién le ayudó a pasar el Pirineo?<br />
—<strong>El</strong> guía Pablo Echarren, un navarro. Era el mejor conocedor <strong>de</strong> la<br />
montaña y supongo que lo sigue siendo.<br />
—¿Quién se lo recomendó?<br />
—Entre la gente que visita Francia con frecuencia, Echarren es un<br />
personaje familiar. Le diría más: es una institución.<br />
—¿Llegó vuesa merced hasta Alemania en ese viaje?
—Estuve en varias ciuda<strong>de</strong>s alemanas, señoría.<br />
—¿Quién le indujo a visitar Alemania?<br />
—Soy comerciante, eminencia, el creador <strong>de</strong>l “zamarro <strong>de</strong> Cipriano”<br />
<strong>de</strong>l que quizás haya oído hablar. Tengo amigos y corresponsales en<br />
el extranjero con los que estoy en relación permanente.<br />
—¿No había motivos religiosos en ese viaje?<br />
—Me parece que lo que vuestra paternidad <strong>de</strong>sea saber es cuál es mi<br />
fe. ¿No es así? Si le digo que la doctrina <strong>de</strong>l beneficio <strong>de</strong> Cristo me<br />
cautivó po<strong>de</strong>mos ahorrarnos algunas palabras. Y si uno acepta esa<br />
doctrina forzosamente tiene que aceptar otras cosas que <strong>de</strong>rivan <strong>de</strong><br />
ella.<br />
—¿Reconoce entonces vuesa merced que en los últimos años ha<br />
vivido en el error?<br />
—Error no es la palabra apropiada, señoría. Creo en lo que creo <strong>de</strong><br />
buena fe.<br />
—¿Cree en lo que predica?<br />
—Nunca fui proselitista, señoría. Simplemente he procurado ser fiel<br />
a mi creencia.<br />
—¿Es cierto que mensualmente se reunían en conventículos en casa<br />
<strong>de</strong> doña Leonor <strong>de</strong> Vivero, madre <strong>de</strong> los Cazalla?<br />
—Conocí a esta señora y al Doctor a través <strong>de</strong> mi amigo Pedro<br />
Cazalla, hijo y hermano, respectivamente, <strong>de</strong> los citados.<br />
De pronto se abrió una pausa y el escribano levantó los ojos por<br />
primera vez. Estaba sometido a una prueba <strong>de</strong> resistencia. Cipriano<br />
escuchaba las respuestas <strong>de</strong> su doble, con los ojos cerrados,<br />
complacidamente. Era lo que respon<strong>de</strong>ría él si se le diera la<br />
oportunidad <strong>de</strong> reflexionar. Su doble no acusaba, no mentía, no<br />
<strong>de</strong>lataba, pero no por ello <strong>de</strong>satendía las preguntas <strong>de</strong> su eminencia,<br />
aunque a éste no parecieran agradarle sus respuestas.<br />
Su voz se hizo aún más opaca cuando le dijo:
—Vuesa merced trata <strong>de</strong> eludir mis preguntas aunque no ignore que<br />
dispongo <strong>de</strong> sistemas eficaces para <strong>de</strong>satar las lenguas. ¿Ha oído<br />
hablar <strong>de</strong>l tormento?<br />
—Desgraciadamente, señoría.<br />
—Y ¿<strong>de</strong>l purgatorio?<br />
—También, señoría.<br />
—¿Cree en él?<br />
—Si tengo fe y admito que Cristo sufrió y murió por mí, huelga toda<br />
pena temporal. Otra cosa sería <strong>de</strong>sconfiar <strong>de</strong> su sacrificio.<br />
—Y en la Iglesia Romana, ¿cree?<br />
—Creo firmemente en la Iglesia <strong>de</strong> los Apóstoles.<br />
—¿No se arrepiente <strong>de</strong> haber abrazado la nueva doctrina?<br />
—Yo no la acepté por soberbia, codicia o vanidad, señoría.<br />
Simplemente me encontré con ella. Pero no me resistiría a apostatar<br />
si vuestra reverencia me convenciera <strong>de</strong> mi error, aunque nunca lo<br />
haría por salvar la vida.<br />
—¿No sintió escrúpulos al asumirla?<br />
—Antes los tuve, eminencia, en mi juventud. En ese sentido, la nueva<br />
doctrina aquietó mi espíritu.<br />
—¿Tan ciego es que no ve los excesos <strong>de</strong> Lutero?<br />
—Vuestra eminencia y un servidor buscamos a un mismo Dios por<br />
distintos caminos pero en toda interpretación humana <strong>de</strong>l hecho<br />
religioso supongo que se cometen errores.<br />
—Por última vez, señor Salcedo, antes <strong>de</strong> apelar a procedimientos<br />
más persuasivos, ¿tendría la bondad <strong>de</strong> respon<strong>de</strong>rme a estas dos<br />
sencillas preguntas?<br />
Primera:<br />
¿Quién le pervirtió?<br />
Segunda:<br />
¿Quién le indujo a viajar a Alemania en abril <strong>de</strong> 1557?
—Tropecé con la nueva doctrina, señoría, como se tropieza con una<br />
mujer que mañana será nuestra esposa, casualmente. En lo que<br />
atañe a su segunda pregunta, le repito que un hombre <strong>de</strong> negocios<br />
tiene el <strong>de</strong>ber <strong>de</strong> viajar al extranjero <strong>de</strong> vez en cuando. Los<br />
merca<strong>de</strong>res <strong>de</strong> Anvers son unos <strong>de</strong> mis corresponsales a quienes<br />
visité en ese viaje. Si su eminencia lo duda pue<strong>de</strong> dirigirse a ellos.<br />
En el lecho, tendido y sosegado, los brazos estirados a lo largo <strong>de</strong>l<br />
cuerpo, los ojos cerrados, Cipriano volvió a encontrarse consigo<br />
mismo. Ahora notaba en la cabeza el esfuerzo <strong>de</strong> la concentración, el<br />
reconcomio pasado ante el Tribunal. Fray Domingo, arrastrando los<br />
hierros, se había aproximado a él al regresar a la celda y sonrió<br />
cuando Cipriano le dijo que todo había sido tal y como él se lo había<br />
anunciado. No pormenorizó el coloquio cuando el dominico inquirió<br />
<strong>de</strong>talles. Simplemente le dijo que los juzgadores eran tres, aunque<br />
únicamente preguntaba el inquisidor, los otros dos tomaban notas.<br />
La voz <strong>de</strong>l presi<strong>de</strong>nte dominaba todo, pero mi reserva mental, dijo,<br />
no pareció irritarle.<br />
Tres días <strong>de</strong>spués, muy <strong>de</strong> mañana, el alcai<strong>de</strong> y el carcelero le<br />
recogieron en su celda. No le prepararon, ni le explicaron, ni le<br />
dijeron más que una sola palabra:<br />
síganos. Y él los siguió por las húmedas losas <strong>de</strong>l zaguán, por el<br />
corredor permeable y bajo <strong>de</strong> techo.<br />
Cipriano temía por sus ojos, pero esta vez el alcai<strong>de</strong> tomó el camino<br />
<strong>de</strong> los sótanos a través <strong>de</strong> una escalera <strong>de</strong> piedra <strong>de</strong> peldaños<br />
<strong>de</strong>siguales. Allí le esperaban ya el inquisidor, con su bonete <strong>de</strong><br />
cuatro puntas y sus orejas traslúcidas, el secretario y el escribano<br />
sentado a una mesa ante un rimero <strong>de</strong> papeles blancos. Próximos a<br />
ellos, <strong>de</strong> pie, había otras dos personas y Cipriano <strong>de</strong>dujo, conforme a<br />
las explicaciones <strong>de</strong> fray Domingo, que el hombre <strong>de</strong> la loba oscura<br />
era el médico, y, el verdugo, el <strong>de</strong>l pecho <strong>de</strong>scubierto y los calzones<br />
cortos, <strong>de</strong> tela basta. Ante ellos, en una mazmorra amplia,<br />
tímidamente alumbrada por dos candiles, bailaban una serie <strong>de</strong><br />
extraños artilugios, como los aparatos <strong>de</strong> un circo.<br />
Antes <strong>de</strong> que el verdugo entrara en acción, el inquisidor volvió a<br />
preguntarle quién le pervirtió y quién le or<strong>de</strong>nó viajar a Alemania en<br />
abril <strong>de</strong> 1557. Cipriano Salcedo, que agra<strong>de</strong>cía la penumbra <strong>de</strong>l<br />
lugar, dijo suavemente que tres días antes, en el interrogatorio <strong>de</strong> la<br />
sala, había dicho sobre el particular lo que sabía. Entonces, el<br />
inquisidor or<strong>de</strong>nó al verdugo que dispusiera la garrucha que colgaba
<strong>de</strong>l techo. Cipriano temía más los preparativos <strong>de</strong>l suplicio que el<br />
suplicio mismo. Ante la vida había temido siempre más al amago<br />
que a la realidad por muy cruel y exigente que ésta fuera. Pero<br />
cuando el verdugo le ató las muñecas a la polea, le izó y le <strong>de</strong>jó<br />
suspendido en el aire, tuvo el convencimiento <strong>de</strong> que, en su caso, la<br />
garrucha resultaría ineficaz. Le habían <strong>de</strong>snudado <strong>de</strong> la cintura<br />
para arriba y el inquisidor hizo un sorprendido comentario sobre la<br />
<strong>de</strong>sproporcionada musculatura <strong>de</strong>l reo. <strong>El</strong> objetivo <strong>de</strong> la garrucha<br />
era <strong>de</strong>sarticular al torturado en virtud <strong>de</strong> su propio peso, pero el<br />
verdugo no contaba con que el cuerpo <strong>de</strong> Cipriano era liviano, y<br />
nervudas sus extremida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> modo que la suspensión, al ser capaz<br />
<strong>de</strong> flexionar fácilmente sus brazos, no produjo efecto alguno. <strong>El</strong><br />
verdugo consultó al inquisidor con la mirada y éste señaló la gran<br />
pesa que había en el suelo y que el verdugo ató a sus pies sin<br />
<strong>de</strong>mora. Tornó luego a suspen<strong>de</strong>rlo en el vacío <strong>de</strong> manera que<br />
Cipriano flotó en el aire, los brazos flexionados, como un atleta en<br />
las poleas, penduleando, la pesa inútil amarrada a sus pies. <strong>El</strong><br />
inquisidor sentía frío y torcía la boca; experimentaba una rara<br />
frustración:<br />
—<strong>El</strong> potro —dijo lacónicamente.<br />
<strong>El</strong> verdugo le <strong>de</strong>sató <strong>de</strong> la garrucha y le ató por las cuatro<br />
extremida<strong>de</strong>s a una especie <strong>de</strong> bastidor, don<strong>de</strong> cuatro tambores <strong>de</strong><br />
hierro permitían, girándolos, tensar a voluntad el cuerpo <strong>de</strong>l<br />
torturado.<br />
Durante las primeras vueltas Cipriano casi sintió placer. Aquel<br />
aparato le ayudaba a estirar sus miembros y, <strong>de</strong> este modo, salía <strong>de</strong>l<br />
agarrotamiento en que había vivido los últimos meses. Pero el<br />
verdugo, que no buscaba su placer, seguía girando el husillo hasta<br />
que el estiramiento <strong>de</strong> brazos y piernas alcanzó un punto doloroso.<br />
En ese momento, el inquisidor interrumpió la tortura:<br />
—Por última vez —dijo— ¿pue<strong>de</strong> <strong>de</strong>cirme vuesa merced quién le<br />
convirtió a la maldita secta <strong>de</strong> Lutero?<br />
Cipriano guardó silencio. Aún lo repitió otra vez el inquisidor, pero,<br />
en vista <strong>de</strong> su mutismo, hizo un leve gesto con la cabeza al verdugo.<br />
<strong>El</strong> hombre <strong>de</strong> la loba se aproximó al torturado, mientras el verdugo<br />
daba vueltas a los husillos, atirantaba el cuerpo <strong>de</strong>l reo.<br />
La única ventaja <strong>de</strong> esta forma <strong>de</strong> tortura, pensó Cipriano, era la<br />
manera paulatina en que se entraba en él, <strong>de</strong> forma que entre cada<br />
vuelta <strong>de</strong> tambor se producía en el cuerpo una especie <strong>de</strong> <strong>de</strong>scanso,
<strong>de</strong> habituamiento. Pero cuando la tensión aumentó, Cipriano sintió<br />
un dolor agudísimo en axilas e ingles.<br />
Era como si una fuerza abrumadora, lenta y creciente, intentara<br />
sacar las apófisis <strong>de</strong> los huesos <strong>de</strong> sus respectivas cavida<strong>de</strong>s, un<br />
<strong>de</strong>scoyuntamiento. Pero, conforme con su vieja filosofía, se metió <strong>de</strong><br />
golpe en el dolor, lo aceptó. Creía que una vez <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> él, el dolor,<br />
por intenso que fuese, <strong>de</strong>vendría en algo ajeno, se haría más fútil y<br />
soportable. Pero, al violento dolor inicial, se fueron añadiendo otros<br />
en el espinazo, codos y rótulas, en las cabezas <strong>de</strong> músculos y<br />
nervios. Entreabrió los párpados cuando el verdugo interrumpió el<br />
suplicio para dar ocasión al inquisidor <strong>de</strong> formular <strong>de</strong> nuevo su<br />
pregunta pero, ante su silencio obstinado, aquél volvió a girar las<br />
tuercas, <strong>de</strong> forma que la suma <strong>de</strong> todos los dolores se fue<br />
convirtiendo en un único dolor, su columna dorsal se rompía, estaba<br />
siendo <strong>de</strong>scuartizado. Y la tensión <strong>de</strong> los nervios, al confluir en el<br />
cerebro, le provocaron una horrible punzadura, que gradualmente<br />
fue creciendo en intensidad, hasta alcanzar un punto insoportable.<br />
Cipriano, en ese momento, perdió el control <strong>de</strong> su voluntad, emitió<br />
un terrible alarido y su cabeza cayó sobre el pecho.<br />
Más tar<strong>de</strong>, ya en el catre, bajo las atenciones <strong>de</strong>l médico, recuperó el<br />
conocimiento, experimentó la extraña sensación <strong>de</strong> que todos los<br />
huesos <strong>de</strong> su cuerpo estaban <strong>de</strong>scoyuntados, fuera <strong>de</strong> sitio. Cada<br />
movimiento, por leve que fuera, se traducía en un sordo dolor, por lo<br />
que Salcedo extremó la inmovilidad que venía a transformar el dolor<br />
en algo más lleva<strong>de</strong>ro, una sensación <strong>de</strong> cansancio infinito.<br />
Fray Domingo mostró en los días siguientes una sensibilidad que<br />
Salcedo no sospechaba. Se sentaba en la banqueta, a la cabecera <strong>de</strong><br />
la cama, y trataba <strong>de</strong> convencerle <strong>de</strong> la sinrazón <strong>de</strong> su resistencia,<br />
<strong>de</strong> que el Santo Oficio conocía <strong>de</strong> sobra que habían sido Pedro<br />
Cazalla y don Carlos <strong>de</strong> Seso quienes le incorporaron al grupo. Le<br />
advertía que el tormento no era un recurso aislado, que en un<br />
principio lo fue, pero que la Inquisición había inventado la figura <strong>de</strong><br />
la suspensión, según la cual la tortura podía reanudarse una vez<br />
que el reo se hubiera recuperado. Entonces, <strong>de</strong>cía, ¿quién ha salido<br />
beneficiado <strong>de</strong>l silencio <strong>de</strong> vuesa merced? ¿Por qué callar?<br />
Una tar<strong>de</strong> en que Rojas insistía en estos argumentos, Cipriano le dijo<br />
con muy poca voz:<br />
—Y... y ¿no cree vuestra paternidad que el perjurio, aparte un<br />
fracaso personal, es un grave pecado?
Fray Domingo no lo entendía así, le molestaban las gran<strong>de</strong>s<br />
palabras, enseguida procuraba escapar <strong>de</strong> su influencia. <strong>El</strong> hombre<br />
<strong>de</strong>bía adaptarse a las circunstancias, <strong>de</strong>cía, evitar el tono heroico,<br />
imbuirse el convencimiento <strong>de</strong> que el hecho <strong>de</strong> aceptar que alguien<br />
atentase contra nuestra integridad era una falta más grave que el<br />
mismo perjurio. Cipriano apelaba a los mártires y el dominico le<br />
<strong>de</strong>cía que los tiempos <strong>de</strong>l testimonio habían pasado. <strong>El</strong> cristianismo<br />
estaba firmemente asentado en el mundo, no precisaba ya <strong>de</strong><br />
sacrificios personales.<br />
Dos semanas <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la tortura, Dato, el ayudante <strong>de</strong> carcelero,<br />
le pasó un billete directo <strong>de</strong> doña Ana Enríquez:<br />
|Muy apreciado amigo —le <strong>de</strong>cía—. Voy a pedirle una gran merced.<br />
Sé que le han dado tormento por no revelar el nombre <strong>de</strong> sus<br />
pervertidores. Por favor, no sea obstinado. Poner en riesgo la vida<br />
que Nuestro Señor nos ha regalado revela una actitud <strong>de</strong>s<strong>de</strong>ñosa<br />
hacia el Creador. Satisfacer en algo a los inquisidores, pronunciar<br />
una palabra que les sea grata y les haga sentirse momentáneamente<br />
victoriosos, no significa doblegarse. Téngalo presente, pues su vida,<br />
sin que usted lo sospeche, pue<strong>de</strong> un día ser necesaria para alguien.<br />
>Recuerdo su visita a La Confluencia, la finca <strong>de</strong> mi padre, con<br />
ocasión <strong>de</strong> las ligerezas <strong>de</strong> Cristóbal <strong>de</strong> Padilla que tan caras<br />
estamos pagando todos. Aquellos minutos felices <strong>de</strong> un otoño<br />
dorado, paseando en su amable compañía por el jardín, me han<br />
<strong>de</strong>jado honda huella.<br />
¿Nos darán ocasión <strong>de</strong> revivir aquellas horas algún día? Cuí<strong>de</strong>se,<br />
piense en que únicamente dispone <strong>de</strong> una vida y está obligado a<br />
guardarla. Le saluda con respeto y estima Ana Enríquez|.<br />
Cipriano se animó al leer la carta cuyo contenido disipó el acre<br />
sabor a ceniza que el tormento le había <strong>de</strong>jado. ¿Qué quería <strong>de</strong>cir<br />
Ana Enríquez con aquello <strong>de</strong> que su vida podía ser algún día<br />
necesaria para alguien? ¿A quién se refería? Disponía <strong>de</strong> papel y<br />
pluma y su primer impulso fue contestarla, pero el intento resultó<br />
fallido, las palabras precisas no acudían a su mente o se enredaban<br />
entre sí, carecía <strong>de</strong> la necesaria luci<strong>de</strong>z para redactar una frase<br />
coherente.<br />
Días <strong>de</strong>spués, dueño <strong>de</strong> sí mismo, se sintió capaz <strong>de</strong> hilvanar unas<br />
líneas. Las releyó varias veces antes <strong>de</strong> confiarlas a Dato:<br />
|Muy apreciada amiga —<strong>de</strong>cía—.
Gracias por su interés, por la merced que me hace al preocuparse<br />
por mi salud. También yo recuerdo con emoción aquel paseo otoñal<br />
por los jardines <strong>de</strong> La Confluencia, como recuerdo su perfil en los<br />
conventículos, su fervor, su entrega, aquella mano blanca levantada<br />
pidiendo vez para intervenir en los coloquios, y, muy en particular,<br />
vuestra presencia en mi casa el día <strong>de</strong> la huida, vuestra <strong>de</strong>spedida,<br />
aquel gesto imprevisto y efusivo con que me dijo adiós.<br />
Créame que aquel instante me ha confortado mucho, me ha<br />
entonado en los dolorosos momentos por los que he atravesado.<br />
¿Pasará todo esto algún día? De momento le encarezco que no sufra<br />
por mí. Cumplir lo que estimamos nuestro <strong>de</strong>ber ya encierra en sí<br />
mismo una recompensa. Os saluda con respeto y estima Cipriano<br />
Salcedo|.<br />
<strong>El</strong> otoño vino muy frío y Cipriano, cada vez más <strong>de</strong>bilitado, pasaba<br />
los días tendido en el catre, cubierto con la manta cuartelera. <strong>El</strong><br />
alcai<strong>de</strong> no había ido en su busca y Cipriano pensaba si en la<br />
interrupción <strong>de</strong>l tormento no tendría su tío algo que ver. A primeros<br />
<strong>de</strong> noviembre recibió <strong>de</strong> su parte un zamarro forrado <strong>de</strong> piel <strong>de</strong><br />
jineta y una capa segoviana. Sin embargo, el tío Ignacio no se <strong>de</strong>jó<br />
ver. Seguramente la frecuencia <strong>de</strong> las visitas a un inculpado <strong>de</strong><br />
herejía representaría un <strong>de</strong>mérito en su carrera. Por su parte, fray<br />
Domingo seguía leyendo libros que le facilitaba la Inquisición. A<br />
mediados <strong>de</strong> diciembre fue llamado a la Sala <strong>de</strong> Audiencias y<br />
regresó tres horas más tar<strong>de</strong>, sin ganas <strong>de</strong> contarle las inci<strong>de</strong>ncias<br />
<strong>de</strong>l juicio. Lo esperado, <strong>de</strong>cía, lo <strong>de</strong> siempre. Se tendió en el catre y<br />
reanudó sus lecturas como si nada hubiera ocurrido.<br />
En vísperas <strong>de</strong> Navidad, cuando ya no lo esperaba, Dato le entregó<br />
unas líneas <strong>de</strong> Ana Enríquez felicitándole la Pascua. Era una misiva<br />
halagüeña en su primera parte, don<strong>de</strong> subrayaba su probidad, su<br />
inteligencia, el hecho <strong>de</strong> haber echado sobre sus hombros, sin pedir<br />
nada a cambio, la seguridad <strong>de</strong>l grupo. |En esa hora, <strong>de</strong>cía, me di<br />
cuenta <strong>de</strong> que vuesa merced no me era indiferente.| <strong>El</strong> corazón <strong>de</strong><br />
Cipriano se aceleraba, amagaba con <strong>de</strong>sbocarse. Aquello era<br />
<strong>de</strong>masiado, no era precisamente una <strong>de</strong>claración <strong>de</strong> amor, pero sí la<br />
constatación <strong>de</strong> haberlo distinguido entre los <strong>de</strong>más miembros <strong>de</strong> la<br />
secta. Mas, por si cupiera aún alguna duda, en el párrafo siguiente<br />
porfiaba: |Ahora quizá comprenda mejor vuesa merced mi interés<br />
por su suerte|. Cipriano Salcedo se conmovió. Por vez primera, a los<br />
cuarenta y un años, estaba viviendo una experiencia amorosa propia<br />
<strong>de</strong> la adolescencia.<br />
Evocaba <strong>de</strong>talles <strong>de</strong> la figura <strong>de</strong> Ana, su collar <strong>de</strong> perlas, su<br />
turbante rojo, su blanca mano enjoyada levantándose como un
pájaro en los conventículos, su voz cálida, como inflamada. ¿Sería<br />
posible, Señor, que aquella singular criatura hubiera puesto sus ojos<br />
en él? Le contestó escuetamente, <strong>de</strong>seándole felicidad y suerte,<br />
diciéndole que aquellas Pascuas, pese a todo, quedarían en su vida<br />
como un hito inolvidable. Su carta, <strong>de</strong>cía, rezuma esperanza, |vos<br />
sentís, señora, la ilusión <strong>de</strong> que algo nace|.<br />
Desgraciadamente no podía compartir su optimismo: |La i<strong>de</strong>a <strong>de</strong><br />
que algo concluye prevalece en mí|, <strong>de</strong>cía. Mas también reconocía<br />
que nunca había sido insensible a su presencia. |Admiré siempre<br />
vuestra sagacidad, vuestra discreción, vuestro aplomo y, ¡cómo no!,<br />
vuestra belleza|, añadía en un impulso <strong>de</strong> sinceridad. Y en su<br />
<strong>de</strong>spedida, le confirmaba su respeto y cariño.<br />
Dato se convirtió en el correo interior entre doña Ana Enríquez y<br />
Cipriano Salcedo. Las misivas se cruzaban entre ellos cada vez con<br />
mayor frecuencia y ponían un punto <strong>de</strong> luz y esperanza en la<br />
sordi<strong>de</strong>z <strong>de</strong> las mazmorras. Ana iba siempre por <strong>de</strong>lante en<br />
efusividad y confianza. |Catalina <strong>de</strong> Reinoso, una <strong>de</strong> las monjas <strong>de</strong><br />
Belén, compañera <strong>de</strong> celda, aduce la diferencia <strong>de</strong> edad como un<br />
obstáculo entre nosotros|, <strong>de</strong>cía doña Ana Enríquez en carta <strong>de</strong> 6 <strong>de</strong><br />
febrero. Y agregaba: |Pero yo digo, ¿qué importa la edad en estos<br />
negocios <strong>de</strong> los sentimientos? ¿Tienen las almas edad?|. Sus<br />
mensajes contenían, <strong>de</strong> una manera o <strong>de</strong> otra, una nota <strong>de</strong><br />
optimismo: |Algún día nos <strong>de</strong>jarán ser felices|, <strong>de</strong>cía. O bien:<br />
|Nuestro paseo por el jardín <strong>de</strong> La Confluencia será el primer<br />
peldaño <strong>de</strong> nuestra historia en común|.<br />
Cipriano Salcedo se mostraba más cauto. A su entusiasmo inicial<br />
vino a poner sordina su promesa un tanto olvidada. La conciencia<br />
empezó a reprocharle su flaqueza, el hecho <strong>de</strong> que se <strong>de</strong>jara llevar<br />
por un fácil sentimiento animando a Ana Enríquez a construir<br />
castillos en el aire. Esta vez <strong>de</strong>moró la respuesta, guardó silencio.<br />
No tenía <strong>de</strong>recho a alentar los proyectos <strong>de</strong> la muchacha cuando él<br />
sabía cuál iba a ser el <strong>de</strong>senlace. Las cosas estaban planteadas <strong>de</strong><br />
tal manera que ante su futuro no cabía alternativa. La Inquisición<br />
nunca aceptaría su silencio pero tampoco él estaba dispuesto a<br />
romperlo porque le favoreciese. Preparó borrador tras borrador, pero<br />
uno <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> otro los rompía. Fray Domingo le miraba <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su<br />
cama:<br />
—¿Prepara vuesa merced su testamento?<br />
Cipriano no respondió a la broma <strong>de</strong>l reverendo. Al fin y al cabo lo<br />
que trataba <strong>de</strong> escribir guardaba bastante semejanza con un<br />
testamento. Por eso, tras la pregunta <strong>de</strong>l dominico, resolvió hablar
claro, como si fuera —¿lo era tal vez?— su última voluntad. La<br />
amaba, esto era esencial. La amaba por encima <strong>de</strong> todas las cosas.<br />
Y, sin embargo, entre ambos se levantaban dos obstáculos<br />
insalvables: el voto <strong>de</strong> castidad ofrecido espontáneamente por él a<br />
Nuestro Señor hacía más <strong>de</strong> un año y su resolución <strong>de</strong> no incurrir en<br />
perjurio <strong>de</strong>latando a quienes le habían acristianado.<br />
Esta actitud suya nunca sería disculpada por el Santo Oficio.<br />
Como si fuera respuesta a su mensaje, Dato le trajo esa tar<strong>de</strong> un<br />
informe <strong>de</strong> proce<strong>de</strong>ncia imprevisible:<br />
|<strong>El</strong> emperador Carlos V acaba <strong>de</strong> fallecer en el Monasterio <strong>de</strong> Yuste,<br />
lamentando no haber dado muerte a Lutero cuando le tuvo en sus<br />
manos en Worms. En el codicilo <strong>de</strong> su testamento exige con<br />
autoridad <strong>de</strong> padre a su hijo Felipe que castigue a los herejes con<br />
todo rigor y conforme a sus culpas, sin excepción ni respeto para<br />
persona alguna.<br />
Por su parte, el nuevo rey Felipe II ha ben<strong>de</strong>cido el “santo celo” <strong>de</strong> su<br />
padre|.<br />
A partir <strong>de</strong> este momento, y como si Dato hubiera ido almacenando<br />
la correspon<strong>de</strong>ncia en espera <strong>de</strong> que la crisis amorosa <strong>de</strong> Cipriano se<br />
resolviera, empezaron a llegar papeles <strong>de</strong> toda laya, <strong>de</strong>claraciones,<br />
noticias, informes, mensajes en torno a los procesos <strong>de</strong> los hermanos<br />
Cazalla, don Carlos <strong>de</strong> Seso, su vecino <strong>de</strong> celda, fray Domingo, un<br />
informe <strong>de</strong>l arzobispo <strong>de</strong> Toledo y varias comunicaciones más que<br />
Cipriano or<strong>de</strong>nó cronológicamente antes <strong>de</strong> tumbarse en el petate y<br />
cubrirse con su capa segoviana. Habituado a la <strong>de</strong>lación, poco<br />
podían impresionarle ya las <strong>de</strong>claraciones <strong>de</strong> sus compañeros.<br />
Leyó <strong>de</strong>scorazonado la confesión <strong>de</strong> su amigo Pedro Cazalla:<br />
|Un día, encontróme don Carlos <strong>de</strong> Seso, corregidor <strong>de</strong> Toro, en<br />
Pedrosa, a la puerta <strong>de</strong> la iglesia <strong>de</strong> don<strong>de</strong> soy párroco, pensando en<br />
el beneficio <strong>de</strong> Cristo y me dijo <strong>de</strong> pronto que no había purgatorio y<br />
que podía <strong>de</strong>mostrármelo. Y tal maña se dio que me <strong>de</strong>jó convencido<br />
<strong>de</strong> ello aunque con el espíritu lleno <strong>de</strong> zozobra y ansiedad (el reo<br />
contó aquí el episodio <strong>de</strong> la visita <strong>de</strong> Seso a Carranza en el Colegio<br />
<strong>de</strong> San Gregorio, escena que no repetimos por ser sobradamente<br />
conocida <strong>de</strong> todos).<br />
Hablé luego <strong>de</strong> ello con el bachiller Herrezuelo, no para que yo le<br />
enseñara sino que fue él quien me transmitió lo <strong>de</strong> la justificación<br />
por la fe sin necesidad <strong>de</strong> las obras e insistió en la inexistencia <strong>de</strong>l
purgatorio. Igualmente, Cristóbal <strong>de</strong> Padilla pasó tres veces por mi<br />
casa en Pedrosa y me habló <strong>de</strong> la misma materia y yo le encarecí<br />
que no volviera a hacerlo.<br />
Del mismo negocio trató también conmigo un criado que yo tenía,<br />
Juan Sánchez <strong>de</strong> nombre, pero le acogí con aspereza, y él,<br />
disgustado, <strong>de</strong>jó mi servicio y yo me holgué <strong>de</strong> ello. Por último, hablé<br />
<strong>de</strong> estos asuntos con mi compañero <strong>de</strong> estudios fray Domingo <strong>de</strong><br />
Rojas y, antes <strong>de</strong> que yo le apuntara el tema <strong>de</strong>l purgatorio, me salió<br />
con ello y estaba en ello|.<br />
A Cipriano le rezumaban los ojos enfermos ante tanta mezquindad.<br />
Carlos <strong>de</strong> Seso, en cambio, aunque atribuía al recién nombrado<br />
arzobispo Carranza el origen <strong>de</strong> la secta, trataba <strong>de</strong> convencer al<br />
Tribunal <strong>de</strong> su inocencia en la cuestión <strong>de</strong>l purgatorio. Disfrazaba la<br />
verdad en su provecho:<br />
|Mi intención al hablar a alguno <strong>de</strong> la no existencia <strong>de</strong>l purgatorio<br />
no era la <strong>de</strong> apartarle <strong>de</strong> la Iglesia sino <strong>de</strong> aumentar su fe en la<br />
Pasión <strong>de</strong> Jesucristo. Nunca dogmaticé, ni hice juntas ni reuniones<br />
sino que si se presentaba la ocasión daba mi opinión sobre el<br />
particular. Seso acabó pidiendo misericordia por el escándalo que<br />
había dado, puntualizando sus i<strong>de</strong>as sobre el purgatorio, <strong>de</strong>l que<br />
dijo que _|no existe para aquellos que mueren unidos a Cristo,<br />
sirviéndole y confesando sus pecados|. Informó que sus i<strong>de</strong>as<br />
luteranas nacieron en Verona durante su juventud, oyendo hablar a<br />
un conocido predicador. En las últimas frases <strong>de</strong> su <strong>de</strong>claración<br />
expresó su <strong>de</strong>seo <strong>de</strong> morir en el seno <strong>de</strong> la Iglesia|.<br />
Sorprendió a Cipriano el tono <strong>de</strong>l corregidor <strong>de</strong> Toro, su humildad y<br />
acatamiento. Su confesión, parte <strong>de</strong> ella al menos, no marchaba <strong>de</strong><br />
acuerdo con su conducta. Atribuyó el reblan<strong>de</strong>cimiento <strong>de</strong> don<br />
Carlos a las duras condiciones <strong>de</strong> la prisión, a la enfermedad <strong>de</strong> la<br />
que daban cuenta los doctores <strong>de</strong> la cárcel secreta, Bartolomé Gálvez<br />
y Miguel Sahagún, en nota aparte:<br />
|<strong>El</strong> doctor Gálvez, médico <strong>de</strong>l Consejo General <strong>de</strong> la Inquisición,<br />
encuentra al reo, don Carlos <strong>de</strong> Seso, preso en la cárcel secreta <strong>de</strong><br />
Valladolid, un pulso débil y <strong>de</strong>sigual, con notable flaqueza. En<br />
cuanto a las rodillas, <strong>de</strong> las que se queja el reo, no se observa<br />
mudanza exterior pero, al tocarlas, sí las encuentro muy<br />
agarrotadas.<br />
Y siendo tan antiguo su sufrimiento, y estando peor cada día por el<br />
peso <strong>de</strong> los grillos, me parece conforme a razón ponerle inmediato<br />
remedio.
<strong>El</strong> doctor Sahagún precisa:<br />
pulso flaco y ánimo melancólico y triste. Piernas asimismo flacas en<br />
relación con el cuerpo que lo tiene gordo. Muy envaradas las cuerdas<br />
<strong>de</strong> las rodillas por lo que estima pru<strong>de</strong>nte sacarlo <strong>de</strong>l ruin aposento<br />
en que está encerrado.<br />
Doctores Gálvez y Sahagún|.<br />
Por su parte el Doctor, don Agustín Cazalla, parecía <strong>de</strong>rrumbarse,<br />
su pusilanimidad se imponía a su pretendida fe. Leyendo su<br />
<strong>de</strong>claración, el pesimismo sobre su futuro se acentuaba en Cipriano.<br />
Decía así:<br />
|Ante el tormento, el doctor Cazalla prometió confesar y ello le<br />
salvó <strong>de</strong> ser torturado.<br />
Afónico, realizó su confesión por escrito, <strong>de</strong> puño y letra.<br />
Se <strong>de</strong>claró luterano pero no dogmatizante. No había hablado con<br />
nadie que no conociera <strong>de</strong> antes las doctrinas reformistas.<br />
Al sugerirle que informara sobre “él y los otros”, respondió que no<br />
podía hacerlo sin levantar falsos testimonios. Y se ratificó en lo<br />
dicho una vez que se le prometió misericordia. Se comprometió a ser<br />
católico ejemplar si el tribunal respetaba su vida y en todo momento<br />
mostró inequívocas muestras <strong>de</strong> arrepentimiento|.<br />
Conforme leía informes y confesiones, Cipriano sentía aumentar su<br />
<strong>de</strong>solación. A medida que la primavera se aproximaba, crecía el<br />
número <strong>de</strong> papeles que Dato le ofrecía. Pero estaba tan débil que se<br />
sentía incapaz <strong>de</strong> arrastrar los grilletes y se pasaba los días y las<br />
noches tendido en el catre cubierto con la capa. Así iba<br />
<strong>de</strong>sestimando documentos que Dato aportaba, generalmente<br />
cobar<strong>de</strong>s, falaces o maledicentes. <strong>El</strong> carcelero había llegado con él a<br />
tal grado <strong>de</strong> confianza, que le permitía leer por encima los papeles<br />
que le ofrecía antes <strong>de</strong> <strong>de</strong>terminar si se quedaba o no con ellos. En el<br />
fondo, Cipriano siempre había esperado respuesta <strong>de</strong> doña Ana a su<br />
carta <strong>de</strong> <strong>de</strong>spedida, pero ésta no llegaba.<br />
Habría acogido con júbilo dos letras suyas, la continuidad, aun en<br />
pequeñas dosis, <strong>de</strong> los dulces mensajes <strong>de</strong> antaño, pero él mismo,<br />
con su inflexibilidad, había dado carpetazo a aquella<br />
correspon<strong>de</strong>ncia cuya interrupción lamentaba ahora.
Ana Enríquez, siempre <strong>de</strong>licada con la conciencia ajena, había<br />
respetado su promesa y su <strong>de</strong>seo <strong>de</strong> no incurrir en perjurio. Aunque<br />
Cipriano pensaba en ella con frecuencia, el paso <strong>de</strong>l tiempo y la<br />
flaqueza <strong>de</strong> su memoria hacían cada día más difícil la<br />
representación <strong>de</strong> su imagen: las proporciones <strong>de</strong> su perfil, la línea<br />
<strong>de</strong> la boca, un poco dura, el nacimiento <strong>de</strong>l pelo, la forma <strong>de</strong> sus<br />
orejas, eran <strong>de</strong>talles físicos que se le escapaban. En él dominaba la<br />
duda <strong>de</strong> si el silencio <strong>de</strong> Ana vendría impuesto por el respeto o por el<br />
<strong>de</strong>specho y, ante cualquiera <strong>de</strong> los dos casos, sus ojos encarnizados<br />
se llenaban <strong>de</strong> lágrimas y él las <strong>de</strong>jaba fluir mansamente en un<br />
íntimo <strong>de</strong>sahogo.<br />
Postrado en el camastro, los párpados entornados, inmóvil, sus ojos<br />
buscaban el rayo <strong>de</strong> sol vespertino que se a<strong>de</strong>ntraba oblicuamente<br />
por el ventano, en el que flotaban infinidad <strong>de</strong> corpúsculos.<br />
En esta tesitura llegó Dato, con su gorro rojo, como un gnomo, con la<br />
<strong>de</strong>claración <strong>de</strong> fray Domingo, tendido también en su petate, ajeno a<br />
todo. Cipriano aceptó el informe:<br />
|Temperamento inestable —<strong>de</strong>cía el resumen <strong>de</strong> su <strong>de</strong>claración—.<br />
Adhesión tardía al luteranismo y afán proselitista. Vanidoso, el<br />
<strong>de</strong>clarante se presentó ante este Santo Tribunal como viejo miembro<br />
<strong>de</strong> la secta y partidario <strong>de</strong> las nuevas corrientes. Atribuyó sus i<strong>de</strong>as<br />
a su “maestro”, el arzobispo <strong>de</strong> Toledo, don Bartolomé Carranza,<br />
luterano tal vez sin saberlo, o mejor dicho, precursor <strong>de</strong>l luteranismo<br />
en España. De su epístola “Ad Galathas”, dijo que respondía a un<br />
lenguaje luterano y <strong>de</strong> su “Catecismo” que era duro y recio manjar<br />
para los hombres simples, |los cuales no tienen dientes para<br />
mascarlo ni estómago para digerirlo|. Estas cosas, dijo, no <strong>de</strong>ben<br />
ponerse en manos <strong>de</strong> iletrados, sino <strong>de</strong> licenciados y teólogos.<br />
>Al ser llamado al or<strong>de</strong>n por el inquisidor, insistió en que Bartolomé<br />
Carranza podía ser católico pero que oyéndole expresarse no lo<br />
parecía. Y, en una pirueta retórica muy <strong>de</strong> su gusto, fray Domingo<br />
afirmó |que ése era el jarabe que el arzobispo utilizó para ganarlo a<br />
él para la causa|. En conjunto <strong>de</strong>jó al señor arzobispo <strong>de</strong> Toledo<br />
muy mal parado.<br />
>Delató, asimismo, a Juan Sánchez como pervertidor <strong>de</strong> las<br />
religiosas <strong>de</strong> Belén y <strong>de</strong> su propia hermana María. A la vista <strong>de</strong> sus<br />
contradicciones, se le amenazó con el tormento, pero una vez en la<br />
garrucha, rogó ser muerto antes que torturado. <strong>El</strong> Santo Tribunal<br />
accedió a su <strong>de</strong>seo a condición <strong>de</strong> que dijera la verdad. A última
hora exoneró <strong>de</strong> culpa a varios acusados aunque no al arzobispo<br />
Carranza|.<br />
Cipriano doblaba <strong>de</strong> nuevo el papel con una sensación <strong>de</strong> malestar<br />
ante la coinci<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong> varios <strong>de</strong>clarantes en atribuir a Carranza la<br />
paternidad <strong>de</strong>l foco luterano <strong>de</strong> Valladolid. Implicándole a él,<br />
parecían pensar, una autoridad en la Iglesia, ellos, en cierto modo,<br />
quedaban libres <strong>de</strong> culpa. Carranza se erigía entonces como una<br />
garantía <strong>de</strong> vida, la cabeza <strong>de</strong> turco, el supremo. Sin sus prédicas,<br />
sin sus medias palabras, el protestantismo nunca hubiera arraigado<br />
en Castilla. Pero por el momento, Carranza parecía contar con<br />
influyentes valedores.<br />
Oyó el siseo <strong>de</strong> fray Domingo y, al volverse, el dominico le dijo si le<br />
permitía leer “ese papel”.<br />
Salcedo se sobresaltó y le preguntó si sabía siquiera <strong>de</strong> qué se<br />
trataba. Fray Domingo se mostró expeditivo: |Mi <strong>de</strong>claración, dijo.<br />
¿Qué otra cosa pue<strong>de</strong> ser? Vuesa merced ha mirado dos veces hacia<br />
mi lecho antes <strong>de</strong> empezar a leerlo|.<br />
Cipriano se incorporó, tortoléandose, dio dos pasos torpes hacia su<br />
catre y le alargó el papel con la mano izquierda:<br />
—Tal vez a vuestra paternidad no le guste lo que dice —dijo.<br />
—Y ¿eso qué importa? Hay que conocer no sólo lo que hacemos sino<br />
lo que nos atribuyen.<br />
<strong>El</strong> dominico leyó el informe en silencio, sin aspavientos ni<br />
comentarios. Salcedo, que no cesaba <strong>de</strong> mirarlo, al verle plegar <strong>de</strong><br />
nuevo el papel, le preguntó:<br />
—¿Está <strong>de</strong> acuerdo vuestra paternidad?<br />
Y el dominico respondió con cierta mordacidad:<br />
—Sí con lo que dice, pero no con lo que calla.<br />
A mediados <strong>de</strong> abril se <strong>de</strong>sató sobre la ciudad un martilleo fragoroso<br />
que se iniciaba con la primera luz <strong>de</strong>l día y no cesaba hasta bien<br />
entrada la noche. Era un claveteo en diversos tonos, en cualquier<br />
caso seco y brutal, que procedía <strong>de</strong> la Plaza <strong>de</strong>l Mercado y se<br />
difundía, con diferente intensidad, por todos los barrios <strong>de</strong> la villa.
Aquel golpeteo siniestro pareció activar la vitalidad <strong>de</strong>l penal,<br />
acelerar su ritmo. La vida rutinaria <strong>de</strong> la cárcel secreta se convirtió<br />
<strong>de</strong> pronto en algo ajetreado y activo. Hombres aislados, o en grupo,<br />
pasaban y regresaban por el zaguán, por los corredores, ante las<br />
celdas, introduciendo o sacando cosas, dando instrucciones a los<br />
reos. En cualquier caso, parecía haberse <strong>de</strong>satado una agitación<br />
inusitada que vino a coincidir con la prisa <strong>de</strong> Dato por facilitarle<br />
noticias y mensajes. La primera noche <strong>de</strong>l atronador tamborileo, el<br />
carcelero aclaró:<br />
—Están levantando los tablados.<br />
—¿Para el auto?<br />
—Así es, sí señor, en la plaza, para el auto.<br />
Al día siguiente, Dato le trajo un informe urgente que Cipriano<br />
cambió por un ducado. La urgencia estaba justificada:<br />
“Seso se <strong>de</strong>sdice”,<br />
rezaba el titular. Se advertía que estaba escrito apresuradamente,<br />
acuciado por las últimas noveda<strong>de</strong>s, aunque con letra disciplinada,<br />
<strong>de</strong> escribano, perfectamente legible.<br />
Era evi<strong>de</strong>nte que el explotador <strong>de</strong>l “negocio” había tenido prisas por<br />
poner el papel en circulación. Cipriano echó atrás la cabeza,<br />
buscando el eje <strong>de</strong> visibilidad entre sus párpados inflamados. La<br />
nota era sucinta pero categórica, indicativa, a<strong>de</strong>más, <strong>de</strong> que las<br />
sentencias <strong>de</strong> los reos empezaban a conocerse. Seso había sido<br />
con<strong>de</strong>nado a la hoguera y, ante el hecho, hacía ahora una nueva<br />
profesión <strong>de</strong> fe.<br />
Sus excusas, sus circunloquios, sus tergiversaciones, su expreso<br />
<strong>de</strong>seo <strong>de</strong> morir en el seno <strong>de</strong> la Iglesia, no le habían servido <strong>de</strong> nada.<br />
Entonces rectificaba. En la nueva nota hablaba ya sin ro<strong>de</strong>os,<br />
convencido <strong>de</strong> que la sentencia era firme, y no había apelación<br />
posible contra ella:<br />
|Al ser informado <strong>de</strong> que sus señorías me han con<strong>de</strong>nado a la<br />
hoguera, cosa que nunca creí, para <strong>de</strong>scargar mi conciencia y<br />
ayudar a la verdad quiero hacer esta <strong>de</strong>claración final: La<br />
justificación por la fe basta para salvarse. Es, pues, Cristo quien nos<br />
salva, no nuestras obras. Para los que mueren en gracia no hay<br />
purgatorio ni pena temporal alguna: el cielo es su <strong>de</strong>stino. No sería<br />
justo que <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la Pasión <strong>de</strong> Nuestro Señor, los hombres
tuvieran que purgar algo. Esto significa que me <strong>de</strong>sdigo <strong>de</strong> lo que<br />
dije, que existía el purgatorio. Tengo fe y creo en lo mismo que<br />
creyeron los apóstoles, y en la Iglesia católica, verda<strong>de</strong>ra esposa <strong>de</strong><br />
Nuestro Señor Jesucristo, y en la palabra <strong>de</strong> ésta que son las<br />
Sagradas Escrituras|.<br />
Cipriano leyó tres veces la breve confesión <strong>de</strong> don Carlos <strong>de</strong> Seso.<br />
Recordó las razones que en su día le dio en Pedrosa para <strong>de</strong>mostrar<br />
que no había purgatorio y cómo él las había aceptado sin disputa.<br />
Ahora miró a fray Domingo tendido en su camastro y le dijo con voz<br />
apagada:<br />
—Don Carlos <strong>de</strong> Seso ha sido con<strong>de</strong>nado a la hoguera.<br />
Pero los acontecimientos se enca<strong>de</strong>naban en una noria sin fin,<br />
mientras los martillazos <strong>de</strong> la plaza atronaban en un sordo<br />
tamborileo. A la mañana siguiente, el alcai<strong>de</strong> en persona anunció<br />
una visita para Salcedo, pero Cipriano ya no podía andar, era<br />
incapaz <strong>de</strong> moverse. Sus articulaciones parecían haber criado<br />
herrumbre. Le trajeron una palangana <strong>de</strong> agua tibia con sal, le<br />
quitaron los grilletes y le hicieron lavar los pies. No obstante,<br />
alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> los tobillos tenía dos llagas en carne viva y las<br />
pantorrillas hinchadas. Dando tumbos siguió al alcai<strong>de</strong>, apoyado en<br />
el brazo <strong>de</strong>l carcelero. Se ban<strong>de</strong>aban como dos bueyes uncidos. La<br />
luz <strong>de</strong> la escalera le <strong>de</strong>slumbró, sintió como un cuerpo extraño<br />
<strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> los ojos.<br />
Los cerró y se <strong>de</strong>jó conducir. Los pies, sin el lastre habitual, se le<br />
escapaban, pero las piernas embotadas no aguantaban su peso.<br />
Entreabrió los ojos cuando el carcelero se <strong>de</strong>tuvo y, al oír el golpe <strong>de</strong><br />
la puerta, levantó la cabeza y miró por la estrecha rendija que<br />
<strong>de</strong>jaban sus párpados tumefactos. <strong>El</strong> tío Ignacio le miraba incrédulo,<br />
afligido, al tomarle <strong>de</strong> las dos manos.<br />
Se le notaba con prisas <strong>de</strong> hablar, <strong>de</strong> no callar ni un segundo para<br />
evitar que Cipriano le interrogara:<br />
—Esos ojos no han mejorado, Cipriano. ¿Por qué no avisaste al<br />
médico?<br />
—Es por la oscuridad, tío, la humedad y el frío. Los párpados están<br />
inflamados, es como si tuviera tierra <strong>de</strong>ntro.<br />
—Hay que curarlos —insistió el tío Ignacio—. En la cárcel hay dos<br />
médicos. Están para eso.
En seguida se lanzó, se lo dijo, le dijo que el arzobispo Carranza<br />
había sido procesado y se pensaba en un juicio largo y apasionado.<br />
Seguramente más <strong>de</strong> cinco años. Cipriano le confió que tanto en la<br />
cárcel como fuera <strong>de</strong> ella había mucha presión contra él. Alzaba la<br />
cabeza para ver a su tío, sentado en el sofá monjil, bajo el ingenuo<br />
cuadro <strong>de</strong> la Asunción <strong>de</strong> la Virgen, acodado en los muslos, las<br />
manos con los <strong>de</strong>dos entrelazados, las uñas muy pulcras. Continuó<br />
hablándole <strong>de</strong> Carranza, estaba dolido con las <strong>de</strong>claraciones <strong>de</strong><br />
Seso, Rojas y Pedro Cazalla que, según él, faltaban a la verdad. Le<br />
habló <strong>de</strong> que el Inquisidor General había llegado a Valladolid y<br />
había dicho que, <strong>de</strong> haberse tratado <strong>de</strong> otra persona, le hubiera<br />
prendido sin más miramientos. Cipriano le indicó que el caballo <strong>de</strong><br />
batalla había sido el encuentro <strong>de</strong> Seso con Carranza <strong>de</strong>spués <strong>de</strong><br />
convertir aquél a Pedro Cazalla. <strong>El</strong> tío estaba bien informado y<br />
apenas le daba tiempo para respon<strong>de</strong>r; resultaba evi<strong>de</strong>nte que no<br />
quería <strong>de</strong>jar un resquicio por don<strong>de</strong> las preguntas <strong>de</strong> su sobrino<br />
pudieran filtrarse. Carranza afirmaba que Seso les había engañado<br />
a él y al Santo Oficio, había hecho creer que su interpretación <strong>de</strong> las<br />
cosas provenía <strong>de</strong>l arzobispo. Mas las precauciones <strong>de</strong>l nuevo<br />
presi<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> la Chancillería fueron insuficientes. Bastó una pausa<br />
mínima <strong>de</strong> su tío para que Cipriano formulara la temida pregunta:<br />
—¿C... conoce las sentencias, tío?<br />
Don Ignacio Salcedo le miraba <strong>de</strong>sarmado, los ojos blandos,<br />
temblándole el labio inferior. Dijo mediante un esfuerzo:<br />
—Me las han enseñado ayer.<br />
Por mi cargo tenían que hacerlo.<br />
Cipriano seguía con la cabeza levantada para que su tío no escapara<br />
<strong>de</strong> su campo visual. Le vio vacilar, empali<strong>de</strong>cer. No trató por ello <strong>de</strong><br />
quitar fuerza a su pregunta:<br />
—¿Cuál ha sido mi suerte?<br />
No respondió inmediatamente Ignacio Salcedo. Se limitó a mirar<br />
profunda, compasivamente, sus ojos encarnizados, pero cuando<br />
trató <strong>de</strong> hablar se le anudó dos veces la voz en la garganta. Cipriano<br />
acudió en su auxilio:<br />
—¿La hoguera tal vez? —preguntó.<br />
<strong>El</strong> tío calló, asintiendo.
—Vas con otros veinte —dijo al fin.<br />
Sonreía Cipriano para aliviar la tirantez <strong>de</strong> la conversación, para<br />
dar a su tío la sensación <strong>de</strong> que la noticia no le había sorprendido,<br />
ni le asustaba; <strong>de</strong> que no esperaba otra cosa:<br />
—¿Sería indiscreto preguntarle a vuesa merced quiénes son esos<br />
veinte?<br />
Don Ignacio sonrió:<br />
—Ese pequeño favor puedo hacértelo —dijo—. Anota: los Cazalla,<br />
incluida su hermana Beatriz y los restos <strong>de</strong> doña Leonor, fray<br />
Domingo <strong>de</strong> Rojas, don Carlos <strong>de</strong> Seso, Juan García, tres mujeres <strong>de</strong><br />
Pedrosa, el bachiller Herrezuelo, Juan Sánchez... ¿quién más?<br />
—Es suficiente, tío.<br />
—En todo caso, la lista no es <strong>de</strong>finitiva. Esta noche os visitará un<br />
confesor y mañana, en el auto, aún tendréis oportunidad <strong>de</strong> cambiar<br />
vuestra suerte: la hoguera por el garrote. ¡Ah, otra cosa!, los restos<br />
<strong>de</strong> doña Leonor <strong>de</strong> Vivero serán <strong>de</strong>senterrados y el solar <strong>de</strong> su casa<br />
sembrado <strong>de</strong> sal para escarmiento <strong>de</strong> las generaciones futuras.<br />
Don Ignacio Salcedo parecía más sosegado. Ahora cargaba el énfasis<br />
en lo anecdótico, tratando <strong>de</strong> <strong>de</strong>sviar la cabeza <strong>de</strong> Cipriano <strong>de</strong> la<br />
i<strong>de</strong>a fundamental. Pero Cipriano no pensaba en sí mismo. Titubeó.<br />
En su vacilación perdió <strong>de</strong> vista el rostro <strong>de</strong> su tío y hubo <strong>de</strong><br />
acomodar <strong>de</strong> nuevo la cabeza para volver a apresarlo:<br />
—Y... y ¿qué será <strong>de</strong> doña Ana Enríquez? —preguntó con un hilo <strong>de</strong><br />
voz.<br />
—Quedará libre tras una pena leve, unos días <strong>de</strong> ayuno, no recuerdo<br />
cuántos. Es una criatura <strong>de</strong>masiado bella para quemarla.<br />
Cipriano pensó que retener más tiempo a su tío suponía prolongar su<br />
suplicio. Se puso en pie tambaleándose. Su tío tenía razón: Ana<br />
Enríquez era <strong>de</strong>masiado hermosa para quemarla. A<strong>de</strong>más había sido<br />
engañada, era excesivamente joven cuando Beatriz Cazalla y fray<br />
Domingo la pervirtieron. Sonaba el martilleo <strong>de</strong> los carpinteros en la<br />
plaza, un golpeteo ininterrumpido, enloquecedor. Su tío también se<br />
había incorporado y le tomó <strong>de</strong> las manos con aprensión, como a un<br />
ciego.
—No quiero hacerle per<strong>de</strong>r más tiempo, tío —dijo Cipriano—. Le<br />
agra<strong>de</strong>zco todo lo que ha hecho por mí.<br />
Don Ignacio Salcedo le atrajo hacia sí, le besó en las mejillas y le<br />
retuvo un momento entre sus brazos:<br />
—Algún día —musitó a su oídoe— estas cosas serán consi<strong>de</strong>radas<br />
como un atropello contra la libertad que Cristo nos trajo. Pi<strong>de</strong> por<br />
mí, hijo mío.<br />
Cipriano no pudo comer. Mamerto se llevó intacta su ban<strong>de</strong>ja.<br />
Por la tar<strong>de</strong> comenzaron las confesiones. Fray Luis <strong>de</strong> la Cruz,<br />
dominico como fray Domingo, recorrió las celdas y llegó a la <strong>de</strong><br />
Cipriano cuando el sol <strong>de</strong>clinaba, aunque el martilleo unísono <strong>de</strong> la<br />
plaza continuaba sonando con toda intensidad. Fray Domingo<br />
rechazó los auxilios <strong>de</strong> fray Luis <strong>de</strong> la Cruz cuando éste se acercó<br />
servicialmente a su lecho.<br />
—Padre —dijo fray Luis <strong>de</strong> la Cruz al advertir su gesto—: solamente<br />
pido a Dios que muráis en la misma fe en que murió nuestro glorioso<br />
Santo Tomás. Estaré en pie toda la noche. Vuestra reverencia pue<strong>de</strong><br />
llamarme a cualquier hora.<br />
Cipriano, tumbado en el camastro, acogió con afecto al confesor.<br />
Le agra<strong>de</strong>ció su presencia y le dijo que en su vida había tres pecados<br />
<strong>de</strong> los que nunca se arrepentiría bastante, y, aunque ya los tenía<br />
confesados, se los confiaba al padre en prueba <strong>de</strong> humildad: el odio<br />
hacia su padre, la seducción <strong>de</strong> su nodriza aprovechándose <strong>de</strong> su<br />
cariño maternal y el <strong>de</strong>safecto hacia su esposa, su abandono, que la<br />
llevó a morir trastornada en un hospital. Fray Luis <strong>de</strong> la Cruz<br />
asentía sonriente, le dijo que su confesión general le dignificaba,<br />
pero que en este momento, en víspera <strong>de</strong>l auto <strong>de</strong> fe, esperaba unas<br />
palabras <strong>de</strong> arrepentimiento por su adscripción a la doctrina <strong>de</strong><br />
Lutero. Cipriano que, en las medias tinieblas, apenas distinguía las<br />
facciones <strong>de</strong>l fraile, le respondió que abrazó la teoría <strong>de</strong>l beneficio<br />
<strong>de</strong> Cristo <strong>de</strong> corazón, con buena fe, es <strong>de</strong>cir, obró en conciencia y<br />
ésta, ahora, no se lo reprochaba.<br />
Como sin darle importancia, fray Luis <strong>de</strong> la Cruz le preguntó<br />
entonces quién le había pervertido y Cipriano contestó que no podía<br />
<strong>de</strong>círselo, que así lo había jurado, pero le constaba que tampoco su<br />
inductor obró con intención perversa. <strong>El</strong> fraile, que venía cansado,<br />
empezó a dar muestras <strong>de</strong> acrimonia, le impacientaba la obcecación<br />
<strong>de</strong> Cipriano, le dijo que no podía absolverle pero que aún estaba a
tiempo. Des<strong>de</strong> media noche el padre Tablares, jesuita, seguiría a<br />
disposición <strong>de</strong> los reos. Humil<strong>de</strong>mente ahora le recomendó que<br />
reflexionara y, antes <strong>de</strong> separarse <strong>de</strong> él, le tuvo cogido por las dos<br />
manos un largo rato y le llamó “hermano mío”.<br />
Apenas había abandonado la celda, cuando se produjo en la <strong>de</strong><br />
enfrente, en la <strong>de</strong>l Doctor, un gran alboroto. Sobre las voces más<br />
serenas para acallarlo, entre las que estaban la <strong>de</strong> fray Luis <strong>de</strong> la<br />
Cruz, sonaban los gritos implorantes <strong>de</strong>l Doctor pidiendo a Dios<br />
misericordia, suplicándole que le iluminase con su gracia y le<br />
ayudara a alcanzar su salvación. Eran gritos agudos,<br />
<strong>de</strong>scompuestos, y, en los breves silencios, se oía la voz pausada <strong>de</strong><br />
fray Luis <strong>de</strong> la Cruz, la <strong>de</strong>l carcelero y la <strong>de</strong>l alcai<strong>de</strong> que habían<br />
acudido al oír la algarabía. Pero el Doctor, en trance, no cesaba <strong>de</strong><br />
proclamar que aceptaba la sentencia como justa y razonable, que<br />
moriría <strong>de</strong> buena gana puesto que no merecía la vida aunque se la<br />
dieran, pues estaba convicto que según había <strong>de</strong>saprovechado la<br />
pasada, la que le quedaba no sería distinta.<br />
Había cesado el martilleo <strong>de</strong> la plaza y las palabras <strong>de</strong>l Doctor,<br />
pronunciadas a voz en cuello, con la puerta <strong>de</strong> la cija abierta,<br />
llegaban nítidamente a las celdas próximas y, con ellas, los intentos<br />
apaciguadores <strong>de</strong> los responsables:<br />
el alcai<strong>de</strong>, los carceleros, el médico. Un clima tenso se palpaba en el<br />
primer corredor, cuando el Doctor reanudó su discurso sobre el<br />
sambenito que acababan <strong>de</strong> entregarle, la ropa que vestiría con<br />
mayor gusto, <strong>de</strong>cía, porque era la apropiada para confusión <strong>de</strong> su<br />
soberbia y purga <strong>de</strong> sus pecados. Luego volvió a la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l<br />
arrepentimiento, que renegaba <strong>de</strong> cualquier perversa y errónea<br />
doctrina que hubiera creído, bien fuera contra el dogma o contra la<br />
Iglesia, y que persuadiría a todos los reos para que hiciesen lo<br />
mismo. <strong>El</strong> médico <strong>de</strong> la Inquisición <strong>de</strong>bía <strong>de</strong> haber tomado alguna<br />
medida, porque <strong>de</strong>l tono chillón con que el Doctor inició su<br />
peroración, pasó, en pocos segundos, a otro más coloquial y,<br />
posteriormente, a un tenue murmullo, para cesar al poco rato.<br />
Cipriano Salcedo no durmió en su última noche carcelaria. Le<br />
agobiaba la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l auto <strong>de</strong> fe, no su ejecución sino el<br />
procedimiento:<br />
la luz, la multitud, el griterío, el calor. Pa<strong>de</strong>cía un amortecimiento<br />
creciente y un ardor <strong>de</strong> orina que le obligaba a visitar la cubeta <strong>de</strong><br />
las heces cada pocos minutos. A la una empezaron a doblar las<br />
campanas. Toques lentos, <strong>de</strong> agonía.
Fray Domingo ya le había hablado <strong>de</strong> ello. Todos los templos y<br />
conventos <strong>de</strong> la villa, que esa noche no dormía, convocaban a las<br />
misas <strong>de</strong> alma por los con<strong>de</strong>nados. Las campanas habían venido a<br />
sustituir a los martillos, voces cambiantes pero igualmente ominosas<br />
y terribles. Al cesar su tañido, empezó a oírse el rumor <strong>de</strong>l gentío,<br />
los cascos <strong>de</strong> las caballerías en el empedrado, el rechinar <strong>de</strong> las<br />
ruedas <strong>de</strong> los carruajes. Todo parecía estar a punto. <strong>El</strong> “gran día”,<br />
aún sin luz, ya había comenzado.<br />
A las cuatro <strong>de</strong> la madrugada entraron a <strong>de</strong>spertarlos. Mamerto les<br />
sirvió un <strong>de</strong>sayuno extraordinario: sopas <strong>de</strong> ajo, huevos con<br />
torreznos y vino <strong>de</strong> Cigales. Cipriano no probó bocado. Le ardían los<br />
ojos, sentía los bultos en las cuencas, y su amortecimiento iba en<br />
aumento. En la cárcel reinaba un <strong>de</strong>sor<strong>de</strong>n <strong>de</strong>sacostumbrado. Gentes<br />
que entraban y salían, los guardianes repartiendo por las celdas<br />
corozas y sambenitos, en tanto los familiares <strong>de</strong> la Inquisición, con<br />
sus altos bombines marrones, esperaban en el patio, charlando en<br />
corrillos, a que se organizara la procesión. En el momento <strong>de</strong> mayor<br />
confusión, se presentó Dato en la celda, entregó un papel doblado a<br />
Cipriano Salcedo y emitió un silbido al recibir dos ducados por el<br />
servicio. <strong>El</strong> mensaje, como Cipriano presumía, era <strong>de</strong> Ana Enríquez y<br />
no podía ser más lacónico:<br />
Valor, <strong>de</strong>cía solamente y, <strong>de</strong>bajo, traía su firma: Ana.<br />
XVII<br />
<strong>El</strong> cautiverio <strong>de</strong> los más <strong>de</strong> sesenta reclusos <strong>de</strong> la cárcel secreta <strong>de</strong><br />
Pedro Barrueco, acusados <strong>de</strong> pertenecer al foco luterano <strong>de</strong><br />
Valladolid, concluyó <strong>de</strong>finitivamente en la madrugada <strong>de</strong>l 21 <strong>de</strong><br />
mayo <strong>de</strong> 1559, más o menos un año <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> haber comenzado.<br />
Una mínima parte <strong>de</strong> los reos sería puesta en libertad tras el auto <strong>de</strong><br />
fe, en tanto otros muchos pagarían con la muerte en garrote o en la<br />
hoguera su <strong>de</strong>sviación religiosa o su pertinacia. Y como suele ocurrir<br />
en estas agrupaciones circunstanciales, sometidas a rígidas normas,<br />
el primer síntoma <strong>de</strong> que el final se acercaba fue la quiebra <strong>de</strong> la<br />
disciplina. Familiares <strong>de</strong> la Inquisición charlaban en pequeños<br />
grupos en el patio <strong>de</strong> la cárcel, cubiertos con capas y bombines <strong>de</strong><br />
copa alta, en espera <strong>de</strong> los penitentes, en tanto los carceleros, los<br />
ayudantes <strong>de</strong> carcelero y el propio alcai<strong>de</strong>, iban y venían, prestaban<br />
a aquellos las últimas atenciones y les daban instrucciones para el<br />
buen or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> la procesión que partiría <strong>de</strong> la cárcel una hora antes<br />
<strong>de</strong>l alba. Pero, fuera <strong>de</strong> los indultados, que sacaban fuerzas <strong>de</strong><br />
flaqueza y confraternizaban festivamente con sus carceleros, el resto<br />
<strong>de</strong> los reos, aplastados por el rigor <strong>de</strong> la sentencia, tras larga y
severa cautividad, se encontraban tan <strong>de</strong>caídos y exánimes que<br />
aguardaban la or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> partida <strong>de</strong>rrumbados en sus camastros,<br />
rezando o meditando.<br />
Dato, el tontiloco ayudante <strong>de</strong> carcelero, se contaba entre los<br />
vallisoletanos incapaces <strong>de</strong> reprimir su júbilo ante el gran festejo<br />
que se avecinaba. Reconocido a la generosidad <strong>de</strong> Cipriano, sentado<br />
a los pies <strong>de</strong> su catre, pasaba con él los últimos minutos <strong>de</strong> su<br />
estancia en prisión, le hablaba <strong>de</strong> los preliminares <strong>de</strong>l auto con tal<br />
entusiasmo como si Salcedo, en lugar <strong>de</strong> una <strong>de</strong> las víctimas, fuese<br />
un forastero más <strong>de</strong> visita en la villa. Tanto Dato, como el resto <strong>de</strong><br />
los carceleros, se había puesto ropa nueva y había sustituido los<br />
sucios calzones <strong>de</strong> paño por unos vistosos zaragüelles.<br />
Para el ayudante <strong>de</strong> carcelero todo eran noveda<strong>de</strong>s dignas <strong>de</strong> ser<br />
conocidas, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> los pregoneros a caballo, apostados en las<br />
esquinas, anunciando el auto y encareciendo la asistencia <strong>de</strong> los<br />
mayores <strong>de</strong> catorce años con la promesa <strong>de</strong> cuarenta días <strong>de</strong><br />
indulgencia, hasta la prohibición <strong>de</strong> andar a caballo y portar<br />
armas, blancas o <strong>de</strong> fuego, durante el tiempo que durase la<br />
ceremonia.<br />
Los azules ojos <strong>de</strong>svaídos <strong>de</strong> Dato rutilaban y sus lacias gue<strong>de</strong>jas<br />
albinas se estremecían bajo el gorro rojo <strong>de</strong> lana, al dar cuenta <strong>de</strong> la<br />
enorme afluencia <strong>de</strong> forasteros llegados a la ciudad. Toda Castilla<br />
se ha volcado en Valladolid, <strong>de</strong>cía, aunque había también<br />
representantes <strong>de</strong> otras comarcas y nutridos grupos <strong>de</strong> extranjeros<br />
que hablaban lenguas extrañas. Más <strong>de</strong> doscientas mil almas, se lo<br />
juro a vuesa merced, por la bendita memoria <strong>de</strong> mi madre, <strong>de</strong>cía<br />
santiguándose. Tantos eran que ni en pensiones, ventas, posadas y<br />
mesones habían encontrado alojamiento, y millares <strong>de</strong> forasteros<br />
habían tenido que pernoctar en al<strong>de</strong>as y granjas próximas o,<br />
aprovechando la benignidad <strong>de</strong>l clima, al sereno, en las huertas y<br />
viñas <strong>de</strong> los alre<strong>de</strong>dores o en las calles menos concurridas y<br />
apartadas <strong>de</strong> la villa. <strong>El</strong> Rey nuestro señor se había personado,<br />
acompañado <strong>de</strong> los Príncipes y la Corte, para presidir el acto.<br />
Dato se hacía lenguas sobre la transformación <strong>de</strong> la Plaza Mayor en<br />
un enorme circo <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra, con más <strong>de</strong> dos mil asientos en las<br />
gradas, cuyos precios oscilaban entre diez y veinte reales, y, en<br />
torno al cual, se había montado una guardia <strong>de</strong> alabar<strong>de</strong>ros,<br />
reforzada en las horas nocturnas, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> dos intentos <strong>de</strong><br />
pren<strong>de</strong>rle fuego por parte <strong>de</strong> elementos subversivos.<br />
Cipriano, con los ojos cerrados, un intenso latido en el párpado<br />
superior, encomendaba su alma y pedía luz a Nuestro Señor para
distinguir el error <strong>de</strong> la verdad, mientras escuchaba distraído <strong>de</strong><br />
labios <strong>de</strong> Dato las últimas nuevas:<br />
se anunciaba un día sofocante, más propio <strong>de</strong> agosto que <strong>de</strong> mayo, y<br />
muchos vecinos, que no habían encontrado localidad en las gradas,<br />
preparaban su emplazamiento en los tejados bajo toldos <strong>de</strong> anjeo,<br />
preservados por barandillas <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra.<br />
En espera <strong>de</strong> la llegada <strong>de</strong>l Rey nuestro señor y <strong>de</strong> los Príncipes, más<br />
<strong>de</strong> dos mil personas velaban en la plaza al resplandor <strong>de</strong> hachones y<br />
luminarias. |No vea vuesa merced, parece el juicio final| —sentenció<br />
Dato en el colmo <strong>de</strong> la admiración.<br />
En pleno monólogo <strong>de</strong>l carcelero, empezaron a oírse carreras por los<br />
corredores, golpes apremiantes en las puertas <strong>de</strong> las celdas y voces<br />
habituadas al mando, gritando:<br />
¡a formar!, ¡a formar! Fray Domingo, serio y circunspecto, con el<br />
nuevo sayo, se puso en pie por sí mismo; Cipriano, auxiliado por<br />
Dato. Le habían liberado <strong>de</strong> los grilletes y notaba sueltas las piernas<br />
pero no las fuerzas precisas para sostenerse en pie. En el zaguán<br />
Dato le encomendó a dos familiares <strong>de</strong> la Inquisición que vestían<br />
sayo <strong>de</strong> paño bajo la capa, pese al día caluroso que se avecinaba.<br />
Allí se concentraban los con<strong>de</strong>nados varones que eran ayudados a<br />
vestirse y calzarse por los propios acompañantes. Aquella reunión<br />
ocasional era como el envés <strong>de</strong> los conventículos, los mismos<br />
hombres, pero sin el sentimiento <strong>de</strong> fraternidad que antaño los unía,<br />
más bien dominados por el recelo y la <strong>de</strong>sconfianza, cuando no por<br />
la hostilidad o el odio. Cipriano levantaba la cabeza, tratando <strong>de</strong><br />
encontrar el eje <strong>de</strong> visión. A su <strong>de</strong>recha, fruncido, transparente,<br />
huidizo, encogido sobre sí mismo, <strong>de</strong>scubrió al Doctor y, tras él, a<br />
don Carlos <strong>de</strong> Seso, a quien los malos tratos y un año <strong>de</strong> prisión<br />
habían convertido en un viejo mendigo claudicante. La cabeza<br />
indócil, escurrido <strong>de</strong> carnes, vencido <strong>de</strong> hombros, se asía al brazo <strong>de</strong><br />
un familiar como un náufrago a una tabla. Las piernas no<br />
soportaban su peso y la antigua gallardía, su aticismo y nobleza se<br />
habían venido abajo. Del otro lado, dos familiares embutían al<br />
bachiller Herrezuelo en el nuevo sayo y le protegían los pies<br />
hinchados con calzado <strong>de</strong> cuerda. Se hallaba amordazado y<br />
maniatado y sus ojos grises, bajo las espesas cejas, miraban<br />
enloquecidos a todas partes sin <strong>de</strong>tenerse en ninguna. Cipriano se<br />
acercó a Juan García, el joyero, y le preguntó por la razón <strong>de</strong> la<br />
mordaza <strong>de</strong>l bachiller y aquél, que en la penumbra <strong>de</strong>l zaguán<br />
apenas advertía quien le hablaba, respondió que se había vuelto<br />
loco, que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que salió <strong>de</strong> la celda no había hecho otra cosa que<br />
blasfemar contra Dios. Las conversaciones se mantenían a medio
tono <strong>de</strong> forma que en el zaguán reinaba un murmullo uniforme, un<br />
ronroneo monótono, sin altibajos. Juan Sánchez, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> un rincón,<br />
miraba a Cipriano Salcedo, la cabeza levantada, tanteando<br />
<strong>de</strong>sorientado, como un invi<strong>de</strong>nte.<br />
Se acercó a él solícito y le dijo si la oscuridad <strong>de</strong> la celda le había<br />
cegado. Cipriano restó importancia a su mal, eran los párpados —<br />
dijo—, se habían inflamado y tenía que mirar a través <strong>de</strong> un<br />
resquicio, en línea recta, ya que sólo veía en esa dirección. Se<br />
sonreían mutuamente y Cipriano advertía que el criado no había<br />
cambiado en el último año: su cabeza gran<strong>de</strong>, su tez <strong>de</strong> papel viejo,<br />
amarilla, arrugada, seguía siendo la misma. Juan Sánchez entró en<br />
prisión con cien años y salía con un siglo. Era la ventaja <strong>de</strong> los<br />
hombres magros, momificados, sin belleza.<br />
Apenas tenían <strong>de</strong> qué hablar, ninguno <strong>de</strong> los dos <strong>de</strong>seaba envenenar<br />
el ambiente ni sembrar la discordia. Entonces Juan Sánchez, en una<br />
<strong>de</strong> sus salidas intempestivas, señaló el sambenito <strong>de</strong> Cipriano con un<br />
<strong>de</strong>do, luego el suyo, y subrayó irónicamente que habían sido<br />
facturados al mismo infierno.<br />
Su risa, reprimida e inoportuna, aumentó la tensión. Buena parte <strong>de</strong><br />
los allí reunidos se habían <strong>de</strong>latado entre sí, habían perjurado,<br />
habían procurado salvarse a costa <strong>de</strong>l prójimo, y rehuían el<br />
contacto, las miradas, las explicaciones. Pedro Cazalla también le<br />
esquivó. Al ver a Cipriano buscó una zona oscura <strong>de</strong>l zaguán don<strong>de</strong><br />
po<strong>de</strong>r pasar inadvertido. La <strong>de</strong>claración <strong>de</strong> Pedro, como la <strong>de</strong> su<br />
hermana Beatriz, había sido <strong>de</strong>spiadada. Una <strong>de</strong>cena <strong>de</strong> reos habían<br />
sido <strong>de</strong>nunciados por ellos. No obstante, Pedro Cazalla vestía<br />
también el sambenito <strong>de</strong> llamas y diablos, distintivo <strong>de</strong> los<br />
con<strong>de</strong>nados a muerte.<br />
En el oscuro rincón, flanqueado por sus guardadores, estaba solo,<br />
cabizbajo, incómodo. Seguramente él y su hermano Agustín, cabezas<br />
<strong>de</strong> la secta, eran, en aquel infierno <strong>de</strong> prevenciones y sospechas, los<br />
más aborrecidos.<br />
Los ojos <strong>de</strong>sorbitados <strong>de</strong>l bachiller Herrezuelo saltaban <strong>de</strong> uno a otro<br />
con infinito <strong>de</strong>sprecio. No podía escupirles ni abofetearles pero su<br />
mirada enloquecida lo <strong>de</strong>cía todo. Llevaba las manos atadas a la<br />
espalda para evitar que se arrancara la mordaza pero, cada vez que<br />
los familiares le colocaban la coroza en la cabeza, él movía ésta<br />
violentamente <strong>de</strong> un lado a otro hasta hacerla caer. Uno <strong>de</strong> los<br />
familiares, más paciente e ingenioso, optó por improvisar un<br />
barbuquejo con una cinta para sujetarla bajo la barbilla, pero el<br />
bachiller se encolerizó, la emprendió a cabezazos contra el inventor
hasta que la coroza se <strong>de</strong>sprendió hecha un gurruño y cayó al suelo.<br />
En el forcejeo se soltó también la mordaza y Herrezuelo empezó a<br />
insultar a Cazalla y a jurar como un poseído contra Dios y la Virgen<br />
hasta que los familiares lograron acallarle echándosele encima.<br />
Las cosas aparentaron serenarse una vez en la calle, cuando los<br />
reos, en filas <strong>de</strong> a dos, acompañados por familiares <strong>de</strong> la<br />
Inquisición, empezaron a formar la comitiva. Delante <strong>de</strong> Cipriano<br />
caminaba don Carlos, esforzándose por avanzar erguido, por no<br />
per<strong>de</strong>r la dignidad. Precediéndole, menudo y cargado <strong>de</strong> espaldas,<br />
como si llevara una cruz a cuestas, avanzaba el Doctor y, abriendo<br />
marcha, fray Domingo <strong>de</strong> Rojas, con la misma imperturbable<br />
indiferencia con que había vivido el año <strong>de</strong> prisión.<br />
Eran apenas las cinco <strong>de</strong> la mañana pero un incierto resplandor<br />
lechoso anunciaba el día por encima <strong>de</strong> los tejados. A la cabeza <strong>de</strong><br />
la procesión, a caballo, portado por el fiscal <strong>de</strong>l reino, flameaba el<br />
estandarte <strong>de</strong> la Inquisición, con el blasón <strong>de</strong> Santo Domingo<br />
bordado, seguido por los reos reconciliados, con cirios en las manos<br />
y sambenitos con el aspa <strong>de</strong> San Andrés. Y, tras ellos, dos dominicos<br />
portando la enseña carmesí <strong>de</strong>l Pontificado y la cruz enlutada <strong>de</strong> la<br />
iglesia <strong>de</strong>l Salvador, precedían a los reos relajados, <strong>de</strong>stinados a la<br />
hoguera, con sambenitos <strong>de</strong> <strong>de</strong>monios y llamas y corozas <strong>de</strong>coradas<br />
con los mismos motivos. Mezclados con ellos, con atuendos<br />
semejantes, atados a altas pértigas, <strong>de</strong>sfilaban los muñecos <strong>de</strong> los<br />
con<strong>de</strong>nados en efigie, burlescas reproducciones <strong>de</strong> sus mo<strong>de</strong>los, uno<br />
<strong>de</strong> ellos representando a doña Leonor <strong>de</strong> Vivero, cuyo ataúd, con el<br />
cuerpo <strong>de</strong>senterrado y llevado a hombros en la procesión por cuatro<br />
familiares, sería también arrojado al fuego.<br />
<strong>El</strong> resto <strong>de</strong> la comitiva, esto es, los con<strong>de</strong>nados a penas menores,<br />
iban <strong>de</strong>trás, encabezados por cuatro lanceros a caballo, anunciando<br />
a las comunida<strong>de</strong>s religiosas <strong>de</strong> la villa y al grupo <strong>de</strong> cantores, que<br />
avanzaba calle arriba entonando a media voz el himno “Vexilla<br />
regis”, propio <strong>de</strong> las solemnida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> Semana Santa.<br />
Aferrado a los brazos <strong>de</strong> sus acompañantes, Cipriano Salcedo se<br />
movía casi a ciegas y, aunque paulatinamente iba insinuándose el<br />
día, únicamente veía cuando alzaba la cabeza y sus pupilas<br />
enfocaban el objetivo en línea recta. De esta guisa divisó las dos<br />
<strong>de</strong>nsas murallas humanas que les abrían calle, <strong>de</strong> ordinario<br />
afligidas y silenciosas, aunque nunca faltaba la voz <strong>de</strong>sgarrada <strong>de</strong><br />
algún mozalbete, que aprovechaba la impunidad <strong>de</strong> la masa para<br />
insultarlos.
Al abandonar la calle Orates, la procesión <strong>de</strong> los reos hubo <strong>de</strong><br />
<strong>de</strong>tenerse para ce<strong>de</strong>r el paso al séquito real que subía por la<br />
Corre<strong>de</strong>ra. La guardia a caballo, con pífanos y tambores, abría<br />
marcha y tras ella el Consejo <strong>de</strong> Castilla y los altos dignatarios <strong>de</strong><br />
la Corte con las damas ricamente ataviadas pero <strong>de</strong> riguroso luto,<br />
escoltados por dos docenas <strong>de</strong> maceros y cuatro reyes <strong>de</strong> armas con<br />
dalmáticas <strong>de</strong> terciopelo. Acto seguido, precediendo al Rey —grave,<br />
con capa y botonadura <strong>de</strong> diamantes— y a los Príncipes, acogidos<br />
con aplausos por la multitud, apareció el con<strong>de</strong> <strong>de</strong> Oropesa a<br />
caballo, con la espada <strong>de</strong>snuda en la mano. Cerraban el <strong>de</strong>sfile,<br />
encabezados por el marqués <strong>de</strong> Astorga, un nutrido grupo <strong>de</strong> nobles,<br />
los arzobispos <strong>de</strong> Sevilla y Santiago y el obispo <strong>de</strong> Ciudad Rodrigo,<br />
domeñador <strong>de</strong> los conquistadores <strong>de</strong>l Perú.<br />
Cipriano, en primera fila, veía <strong>de</strong>sfilar tanta gran<strong>de</strong>za buscando el<br />
ángulo <strong>de</strong> visión más apropiado, la boca sonriente, sin rencor, como<br />
un niño ante una parada militar. Al cabo, la procesión <strong>de</strong> penitentes<br />
reanudó la marcha y entró en la plaza entre dos vallas <strong>de</strong> altos<br />
ma<strong>de</strong>ros. La multitud impaciente, que se apretujaba en ella,<br />
prorrumpió en voces y gritos <strong>de</strong>stemplados.<br />
Los reos, caminando cansinamente, agobiados, arrastrando los pies,<br />
componían una comitiva lastimosa y estrafalaria, los sambenitos<br />
torcidos, las corozas la<strong>de</strong>adas, siempre a punto <strong>de</strong> caer. Cipriano<br />
tendió la mirada sobre la plaza moviendo también la cabeza para no<br />
per<strong>de</strong>r el eje <strong>de</strong> visión y comprobó que los informes <strong>de</strong> Dato se<br />
habían quedado cortos. La mitad <strong>de</strong> la plaza se había convertido en<br />
un enorme tablado, con gra<strong>de</strong>ríos y palcos, recostado en el convento<br />
<strong>de</strong> San Francisco y dando cara al Consistorio adornado con enseñas,<br />
doseles y brocados <strong>de</strong> oro y plata. La otra mitad y las bocacalles<br />
adyacentes se veían abarrotadas por un público soliviantado y<br />
chillón que coreó con silbidos el <strong>de</strong>sfile <strong>de</strong> los reos ante el Rey.<br />
Frente a los palcos, en la parte baja <strong>de</strong> los gra<strong>de</strong>ríos, se levantaban<br />
tres púlpitos, uno para los relatores que leerían las sentencias, el<br />
segundo para los penitentes <strong>de</strong>stinatarios, y un tercero para el<br />
obispo Melchor Cano que pronunciaría el sermón y cerraría el auto.<br />
En un tabladillo, a nivel algo inferior al <strong>de</strong> los púlpitos, con cuatro<br />
bancas en grada, fueron aposentándose los reos en el mismo or<strong>de</strong>n<br />
que traían en la procesión, <strong>de</strong> forma que don Carlos <strong>de</strong> Seso quedó a<br />
la <strong>de</strong>recha <strong>de</strong> Cipriano, y Juan García, el joyero, a su izquierda.<br />
Transido, angustiado, tenso, Cipriano Salcedo esperaba la llegada<br />
<strong>de</strong> los reos absueltos, miraba obsesivamente las escaleras <strong>de</strong> acceso<br />
al entablado, hasta que vio aparecer a doña Ana Enríquez <strong>de</strong> la<br />
mano <strong>de</strong>l duque <strong>de</strong> Gandía. Envuelta en parda saya, se movía con la<br />
misma gracia natural que en los jardines <strong>de</strong> La Confluencia. La<br />
cárcel no parecía haberla marcado, tal vez había ahilado un poco su
figura, subrayado su esbeltez, pero sin mancillar la frescura y<br />
esplendor <strong>de</strong> su rostro.<br />
Subía los peldaños con arrogancia y, al <strong>de</strong>sfilar ante la primera<br />
banca <strong>de</strong> los reos, los miró uno a uno con ansiedad y sus ojos se<br />
<strong>de</strong>tuvieron un momento, incrédulos, en los <strong>de</strong> Cipriano. Pareció<br />
dudar, miró al resto <strong>de</strong> los ocupantes <strong>de</strong>l banco y volvió a él,<br />
inmóvil, la pequeña cabeza levantada, los ojos entrecerrados, medio<br />
ciegos. Luego siguió a<strong>de</strong>lante y subió hasta la cuarta grada <strong>de</strong> la<br />
tribuna, <strong>de</strong>jando a Cipriano en la duda <strong>de</strong> si habría sido reconocido.<br />
La luz cegadora, brutal, que se iba adueñando <strong>de</strong> la plaza,<br />
lastimaba aún más sus ojos. Tras la contemplación <strong>de</strong> Ana Enríquez,<br />
los cerró largo rato para protegerlos.<br />
Un apagado rumor <strong>de</strong> conversaciones llegaba a sus oídos mientras el<br />
obispo <strong>de</strong> Palencia, Melchor Cano, <strong>de</strong>sgranaba el sermón sobre los<br />
falsos profetas y la unidad <strong>de</strong> la Iglesia. Y, cuando Cipriano volvió a<br />
abrirlos, le sobrecogió <strong>de</strong> nuevo la gran masa que tenía ante sí, una<br />
inmensa muchedumbre, tan prieta y enar<strong>de</strong>cida, que había<br />
inmovilizado contra las talanqueras dos lujosos coches ocupados por<br />
gente <strong>de</strong> alcurnia.<br />
Durante el sermón el público había guardado silencio aunque la voz<br />
un poco rota y fatigada <strong>de</strong>l orador no pareciera llegar hasta ellos,<br />
pero, poco <strong>de</strong>spués, cuando uno <strong>de</strong> los relatores tomó juramento al<br />
Rey, a los nobles y al pueblo y todos ellos prometieron <strong>de</strong>fen<strong>de</strong>r al<br />
Santo Oficio y a sus representantes, aun a costa <strong>de</strong> la vida, un<br />
estruendoso vocerío coreó el “amén” final. Luego, retornó el silencio,<br />
una vez que el relator hizo comparecer al primer con<strong>de</strong>nado, el<br />
doctor Cazalla, que, ayudado <strong>de</strong> cerca por los auxiliares, a duras<br />
penas pudo alcanzar el pulpitillo. Su postración, la pali<strong>de</strong>z <strong>de</strong> su<br />
rostro, las mejillas sumidas, la extrema <strong>de</strong>lga<strong>de</strong>z <strong>de</strong> su figura,<br />
parecieron predisponer al público en su favor. Cipriano le miraba<br />
como a un ser ajeno, <strong>de</strong>sconocido, y, cuando el relator enumeró sus<br />
cargos y anunció con voz estentórea la sentencia <strong>de</strong> muerte en<br />
garrote antes <strong>de</strong> ser arrojado a las llamas, el Doctor rompió a llorar,<br />
miró hacia el palco <strong>de</strong>l Rey pretendiendo hablar, pero,<br />
inmediatamente, fue ro<strong>de</strong>ado <strong>de</strong> guardas y alguaciles que se lo<br />
impidieron. Ortega y Vergara, los dos relatores, empezaron entonces<br />
a leer, alternativamente, las sentencias, en tanto los con<strong>de</strong>nados,<br />
por su propio pie o ayudados por los familiares, se relevaban<br />
<strong>de</strong>sor<strong>de</strong>nadamente en el púlpito para escucharlas. Era una<br />
ceremonia que, aunque escalofriante y atroz, iba <strong>de</strong>generando en<br />
una tediosa rutina, apenas quebrada por los abucheos o aplausos
con que el pueblo <strong>de</strong>spedía a los reos con<strong>de</strong>nados a muerte al<br />
reintegrarse al tabladillo:<br />
“Beatriz Cazalla”: confiscación <strong>de</strong> bienes, muerte en garrote y dada<br />
a la hoguera.<br />
”Juan Cazalla”: confiscación <strong>de</strong> bienes, cárcel y sambenito<br />
perpetuos, con obligación <strong>de</strong> comulgar las tres Pascuas <strong>de</strong>l año.<br />
”Constanza Cazalla”: confiscación <strong>de</strong> bienes, cárcel y sambenito<br />
perpetuos.<br />
”Alonso Pérez”: <strong>de</strong>gradación, muerte en garrote y dado a la hoguera.<br />
”Francisco Cazalla”: <strong>de</strong>gradación, muerte en garrote y dado a la<br />
hoguera.<br />
”Juan Sánchez”: muerte en la hoguera.<br />
”Cristóbal <strong>de</strong> Padilla”:<br />
confiscación <strong>de</strong> bienes, muerte en garrote y dado a la hoguera.<br />
”Isabel <strong>de</strong> Castilla”: sambenito y cárcel perpetuos y confiscación <strong>de</strong><br />
bienes.<br />
”Pedro Cazalla”: <strong>de</strong>gradación, confiscación <strong>de</strong> bienes, muerte en<br />
garrote y dado a la hoguera.<br />
”Ana Enríquez”:<br />
Antes <strong>de</strong> que la muchacha subiera al púlpito se produjo una<br />
vacilación en el relator y un silencio expectante en la muchedumbre.<br />
Temiendo un almadiamiento, o simplemente buscando un apoyo a su<br />
soledad, había subido la escalera <strong>de</strong> la mano <strong>de</strong>l duque <strong>de</strong> Gandía,<br />
pero, en contra <strong>de</strong> lo esperado, una vez arriba se encaró al relator<br />
con resolución y mirada retadora. Impávida oyó a Juan Ortega<br />
repetir su nombre y la pena simbólica a que era con<strong>de</strong>nada:<br />
Ana Enríquez: saldrá al cadalso con sambenito y vela, ayunará tres<br />
días con tres noches, regresará con hábito a la cárcel y, una vez allí,<br />
quedará libre.<br />
Una rechifla general subió <strong>de</strong> la plaza, bajó <strong>de</strong> los tejados y<br />
balcones, se alzó <strong>de</strong> los gra<strong>de</strong>ríos.
<strong>El</strong> pueblo no podía perdonar la insignificancia <strong>de</strong> la pena, los aires<br />
<strong>de</strong> superioridad <strong>de</strong> la penitente, su rango, belleza y suficiencia.<br />
Cipriano Salcedo, la cabeza levantada, los ojos encarnizados, la<br />
miraba tembloroso. Le irritaba la reacción <strong>de</strong> la masa pero no menos<br />
la solicitud <strong>de</strong>l duque <strong>de</strong> Gandía, su aire protector, su proximidad.<br />
La vio <strong>de</strong>scen<strong>de</strong>r <strong>de</strong>l púlpito con fingida altivez, su mano <strong>de</strong>recha en<br />
la izquierda <strong>de</strong>l <strong>de</strong> Denia, recogiéndose el halda, aparentemente<br />
ajena al abucheo <strong>de</strong>l pueblo. <strong>El</strong> relator Vergara se apresuró a<br />
convocar a un nuevo con<strong>de</strong>nado intentando acallar las protestas <strong>de</strong><br />
la multitud, que, al observar ahora la mordaza <strong>de</strong> Herrezuelo, sus<br />
manos atadas a la espalda, su in<strong>de</strong>fensión, tornó a un silencio<br />
expectante:<br />
“Antonio Herrezuelo” —voceó el relator—: confiscación <strong>de</strong> bienes y<br />
muerte en la hoguera.<br />
”Juan García”: confiscación <strong>de</strong> bienes, muerte en garrote y dado a la<br />
hoguera.<br />
”Francisca <strong>de</strong> Zúñiga”: sambenito y cárcel perpetuos.<br />
”Cipriano Salcedo”:<br />
La rápida sucesión <strong>de</strong> con<strong>de</strong>nados en el pulpitillo se interrumpió <strong>de</strong><br />
pronto. Cipriano, la cabeza erguida, el latido en el párpado, fue<br />
ayudado a incorporarse por un familiar <strong>de</strong> la Inquisición. A pesar <strong>de</strong><br />
que éste le ofrecía su brazo, no acertaba a echar el paso.<br />
Las piernas entumecidas no le pesaban pero tampoco le obe<strong>de</strong>cían.<br />
Una pausa tensa se abrió en la plaza. Ante el agarrotamiento <strong>de</strong>l<br />
reo, el familiar miró al alguacil y un segundo familiar se a<strong>de</strong>lantó<br />
hasta ellos. Pasivo, ligero <strong>de</strong> peso, Cipriano Salcedo se <strong>de</strong>jó alzar <strong>de</strong>l<br />
suelo y, en volandas, fue trasladado al púlpito y allí quedó, con la<br />
coroza torcida, grotesco e inane, entre los dos familiares tocados<br />
con sus bombines <strong>de</strong> alta copa. Un sol <strong>de</strong>spiadado hería los ojos <strong>de</strong>l<br />
penitente que los cerró, apretando visiblemente los párpados. Se<br />
bamboleaba, era un hombre <strong>de</strong>struido y el rumor compasivo <strong>de</strong> la<br />
multitud iba en aumento. <strong>El</strong> relator encampanó la voz para repetir<br />
su nombre:<br />
“Cipriano Salcedo” —dijo—:<br />
confiscación <strong>de</strong> bienes y muerte en la hoguera.
<strong>El</strong> rumor <strong>de</strong> la muchedumbre era ahora creciente y racheado como<br />
el bramido <strong>de</strong>l mar. <strong>El</strong> con<strong>de</strong>nado no parecía afectado por la<br />
sentencia.<br />
Daba la impresión <strong>de</strong> que, aun indultado, ya no sería capaz <strong>de</strong><br />
volver a la vida. Permaneció inmóvil, los párpados cerrados,<br />
apoyado en el brazo <strong>de</strong> un familiar, <strong>de</strong>sdibujado y nimio. De nuevo<br />
se incorporó el segundo familiar y, entre ambos, le izaron sobre la<br />
barandilla <strong>de</strong> la escalera y le transportaron en un vuelo a su lugar<br />
en el tablado.<br />
Sus párpados seguían cerrados pero sus ojos cobar<strong>de</strong>s estaban<br />
llenos <strong>de</strong> lágrimas. Se sentía confundido, <strong>de</strong>gradado. Dame ya la<br />
muerte, Señor, suplicó. Pero su humillación activó la curiosidad<br />
morbosa <strong>de</strong>l pueblo. Eran estos inci<strong>de</strong>ntes los que animaban la<br />
fiesta y, en realidad, no habían hecho más que empezar. Cipriano<br />
oyó llamar a fray Domingo <strong>de</strong> Rojas y envidió su fuerza, su entereza<br />
física. Dijo el relator:<br />
“Fray Domingo <strong>de</strong> Rojas”:<br />
<strong>de</strong>gradación y muerte en la hoguera.<br />
<strong>El</strong> público rebullía inquieto y expectante. Paso a paso el auto había<br />
entrado en la fase dramática que esperaba. Todavía llamaron los<br />
relatores a “Eufrosina Ríos”, con<strong>de</strong>nada a muerte en garrote y a<br />
“Catalina <strong>de</strong> Castilla”, a sambenito y cárcel perpetuos, antes <strong>de</strong> que<br />
le llegara el turno a don Carlos <strong>de</strong> Seso. <strong>El</strong> corregidor <strong>de</strong> Toro, con<br />
su voluntad indomable, subió las escaleras <strong>de</strong>l púlpito por sí mismo,<br />
laboriosamente a causa <strong>de</strong> la flaqueza <strong>de</strong> sus piernas, pero erguido<br />
y noble:<br />
“Carlos <strong>de</strong> Seso” —dijo el relator Vergara—: confiscación <strong>de</strong> bienes y<br />
muerte en la hoguera.<br />
Don Carlos hizo un a<strong>de</strong>mán <strong>de</strong> aceptación con una reverencia<br />
<strong>de</strong>ferente y simuló retirarse en compañía <strong>de</strong>l familiar, pero, una vez<br />
a la altura <strong>de</strong>l palco real, se <strong>de</strong>tuvo, se encaró con el Rey, hizo otra<br />
pequeña venia y dijo con una punta <strong>de</strong> ironía:<br />
—¿Cómo permitís, señor, este atentado contra la vida <strong>de</strong> vuestro<br />
súbdito?<br />
A lo que Su Majestad replicó pronto frunciendo el ceño:
—Si mi hijo fuera tan malo como vos, yo mismo apilaría la leña para<br />
quemarlo.<br />
Más por sus modales que por sus palabras, que no alcanzaron los<br />
oídos <strong>de</strong> la mayoría, el pueblo, que <strong>de</strong>spreciaba la dignidad, abucheó<br />
al preso, le afrentó, en tanto los inquisidores, poco amigos <strong>de</strong><br />
apostillas y comentarios, le retiraban y reforzaban la guardia <strong>de</strong><br />
alabar<strong>de</strong>ros ante el palco real para impedir otros excesos. Los<br />
relatores continuaban <strong>de</strong>sgranando nombres y penas, pero el pueblo,<br />
que ya había cogido gusto a los números fuera <strong>de</strong> programa, <strong>de</strong>jó <strong>de</strong><br />
prestar atención, aplanado por el tedio y la ar<strong>de</strong>ntía.<br />
Seguidamente, con un sol cada vez más vivo <strong>de</strong>splomándose sobre la<br />
plaza, el obispo <strong>de</strong> Palencia procedió a <strong>de</strong>gradar a los clérigos<br />
con<strong>de</strong>nados, lo que <strong>de</strong> nuevo <strong>de</strong>spertó expectación en la masa. Ante<br />
el palco <strong>de</strong> Su Majestad, el obispo, revestido <strong>de</strong> sobrepelliz, estola y<br />
capa pluvial, y tocado <strong>de</strong> mitra blanca, se aproximó a los cinco reos<br />
arrodillados, cubiertos <strong>de</strong> casullas <strong>de</strong> terciopelo negro, con cálices y<br />
patenas en las manos como si fueran a <strong>de</strong>cir misa, y, uno a uno, los<br />
fue <strong>de</strong>spojando <strong>de</strong> ellos, sustituyendo sus ornamentos por<br />
sambenitos <strong>de</strong> llamas y diablos, mientras <strong>de</strong>cía:<br />
—Por la potestad que me da la Santa Iglesia, borro los signos <strong>de</strong> tu<br />
condición sacerdotal que has <strong>de</strong>shonrado con el <strong>de</strong>lito <strong>de</strong> herejía.<br />
Luego procedió a raerles la boca, los <strong>de</strong>dos y las palmas <strong>de</strong> las<br />
manos con un paño húmedo y or<strong>de</strong>nó al barbero que les afeitara la<br />
cabeza para colocar sobre ellas las corozas. De rodillas como estaba,<br />
pálido, flaco y <strong>de</strong>saseado, con el capirote por sombrero, el doctor<br />
Cazalla, sacando fuerzas <strong>de</strong> flaqueza, gritó <strong>de</strong> pronto por tres veces:<br />
—¡Bendito sea Dios, bendito sea Dios, bendito sea Dios! —Y como un<br />
alguacil se le acercara y le empujara hacia el tabladillo, el Doctor,<br />
llorando y moqueando, continuó gritando:<br />
—¡Óiganme los cielos y los hombres, alégrese Nuestro Señor y todos<br />
sean testigos <strong>de</strong> que yo, pecador arrepentido, vuelvo a Dios y<br />
prometo morir en su fe, ya que me ha hecho la merced <strong>de</strong> mostrarme<br />
el camino verda<strong>de</strong>ro!<br />
Las palabras y lágrimas <strong>de</strong>l Doctor produjeron en el auditorio dos<br />
reacciones distintas: los más sensibles sollozaban con él, mientras<br />
que los más duros, <strong>de</strong> pie en las gradas, encolerizados, le insultaban<br />
llamándole leproso, y alumbrado. Cuando la reacción amainó, el<br />
obispo <strong>de</strong> Palencia se encaramó <strong>de</strong> nuevo en el púlpito <strong>de</strong>s<strong>de</strong> don<strong>de</strong><br />
había predicado y dijo que, leídas las ejecutorias, <strong>de</strong>gradados los
curas sectarios, daba el auto por concluido, siendo las cuatro <strong>de</strong> la<br />
tar<strong>de</strong> <strong>de</strong>l día 21 <strong>de</strong> mayo <strong>de</strong> 1559. Los reos sentenciados a prisión —<br />
añadió— serán conducidos en procesión a las cárceles Real y <strong>de</strong>l<br />
Santo Oficio para cumplir sus con<strong>de</strong>nas, en tanto los restantes se<br />
<strong>de</strong>splazarán en borriquillos al quema<strong>de</strong>ro, erigido tras la Puerta <strong>de</strong>l<br />
Campo, para ser ejecutados.<br />
<strong>El</strong> pueblo fue abandonando las gradas alborotadamente, los rostros<br />
congestionados y sudorosos, comentando a gritos las inci<strong>de</strong>ncias <strong>de</strong>l<br />
auto, cabizbajas las mujeres, los ojos enrojecidos, los hombres, con<br />
pañuelo al cuello, la bota en alto, bebiendo según el rito <strong>de</strong> las eras.<br />
En el momento <strong>de</strong> mayor confusión se produjo un altercado en la<br />
tribuna <strong>de</strong> reos, que congregó en torno a numerosos espectadores. <strong>El</strong><br />
bachiller Herrezuelo, liberado ya <strong>de</strong> su mordaza, se volvió hacia las<br />
gradas superiores, don<strong>de</strong> se hallaba su esposa, Leonor <strong>de</strong> Cisneros,<br />
con el sambenito <strong>de</strong> reconciliada, y la increpó con palabras gruesas,<br />
llamándola felona, puta e hija <strong>de</strong> puta, y como nadie reaccionara,<br />
subió <strong>de</strong> tres trancos las gradas que les separaban y la abofeteó por<br />
dos veces. Guardas, familiares y alguaciles se interpusieron, al fin,<br />
le redujeron, le echaron otra vez la mordaza, en tanto el Doctor<br />
Cazalla, ganado <strong>de</strong> nuevo por la fiebre oratoria, le llamaba a la<br />
razón, que reflexionase y le escuchara |pues más letras que vos he<br />
estudiado —le dijo— y engañado estuve en el mismo error|. En estos<br />
términos prosiguió aleccionando al irritado bachiller, con voz<br />
henchida, que imposible parecía que saliera con tanta fuerza <strong>de</strong> un<br />
cuerpo tan lábil, hasta que Herrezuelo, que aún no había sido<br />
maniatado, se arrancó nuevamente la mordaza y le replicó con<br />
acento <strong>de</strong> burla entre el entusiasmo <strong>de</strong>l auditorio:<br />
—Doctor, Doctor, para ahora quisiera yo el ánimo que mostrasteis en<br />
otras ocasiones.<br />
Amordazado y esposado el bachiller, los penitentes, divididos en dos<br />
grupos, se separaron al pie <strong>de</strong>l tablado, los indultados, formados y<br />
flanqueados por familiares <strong>de</strong> la Inquisición, iniciaron el camino <strong>de</strong><br />
regreso a la cárcel, entre las vallas, con sambenitos aspados y velas<br />
ver<strong>de</strong>s encendidas, mientras los con<strong>de</strong>nados a muerte, con cor<strong>de</strong>les<br />
infamantes al cuello, en señal <strong>de</strong> menosprecio, iban encaramándose,<br />
uno a uno, en borricos preparados al efecto, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el último<br />
<strong>de</strong>scansillo <strong>de</strong> la escalera para dirigirse al cadalso, por el angosto<br />
camino que abrían los soldados entre la multitud, colocando<br />
horizontalmente sus alabardas. <strong>El</strong> primero en subir al asno fue el<br />
Doctor, <strong>de</strong>trás fray Domingo <strong>de</strong> Rojas y cuando Cipriano Salcedo se<br />
disponía a hacerlo divisó a su tío Ignacio enlutado, nervioso,<br />
<strong>de</strong>partiendo con familiares y alguaciles al pie <strong>de</strong> la escalera.
Cipriano vaciló al verle tan próximo. Con la cabeza alta, sonriente,<br />
quiso darle la paz pero su tío se dirigió al familiar que conducía la<br />
borriquilla sin reparar en él, le apartó <strong>de</strong> la procesión y colocó en su<br />
lugar a una mujer <strong>de</strong> cierta edad, con gracioso tocadillo alemán en<br />
la cabeza, sencilla y fina <strong>de</strong> cuerpo, <strong>de</strong> agraciado rostro. La mujer se<br />
aproximó a Salcedo con los ojos llenos <strong>de</strong> lágrimas y le acarició la<br />
barbada mejilla con ternura:<br />
—Niño mío —dijo—. ¿Qué han hecho contigo?<br />
Cipriano alzó la cabeza, buscó el eje visual y, a pesar <strong>de</strong>l tiempo<br />
transcurrido, la reconoció enseguida. No pudo hablar pero trató <strong>de</strong><br />
cogerle una mano, <strong>de</strong> mostrarle <strong>de</strong> alguna manera su cariño, pero<br />
una oleada <strong>de</strong> la multitud los separó.<br />
Dos forzudos auxiliares le subieron a lomos <strong>de</strong> un borriquillo roano<br />
mientras el Doctor y fray Domingo iniciaban la marcha por el<br />
angosto pasillo entre los soldados. Un guardia palmeó la grupa <strong>de</strong>l<br />
borrico que conducía a Cipriano y éste apretó las rodillas contra su<br />
montura, vacilante, y <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su posición preeminente miró con<br />
ternura a la dulce figura que le precedía.<br />
Dócilmente, Minervina tiraba <strong>de</strong>l ronzal y lloraba en silencio,<br />
tratando <strong>de</strong> alcanzar a los asnos <strong>de</strong> fray Domingo y el Doctor. La<br />
plaza hervía, era un mar <strong>de</strong>scontrolado. A ambos lados <strong>de</strong> Cipriano<br />
se extendía la multitud, fluctuante e in<strong>de</strong>cisa, hombres acalorados<br />
discutiendo con otros que les obstaculizaban el paso, mujeres<br />
compasivas y llorosas, niños traveseando entre los puestos <strong>de</strong><br />
golosinas que se alzaban aquí y allá. <strong>El</strong> bochorno era tan húmedo,<br />
tan agobiante el vaho que <strong>de</strong>spedía la plaza, que hombres y mujeres<br />
acalorados, con las axilas húmedas, se <strong>de</strong>spojaban <strong>de</strong> sus ropas <strong>de</strong><br />
fiesta, se quedaban en jubón o en camisa incapaces <strong>de</strong> soportar el<br />
sol <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>.<br />
Cipriano, mecido por el vaivén <strong>de</strong>l borrico, no sentía el calor.<br />
Viendo a Minervina tirando <strong>de</strong>l ronzal se sentía inusitadamente<br />
tranquilo, protegido, como cuando niño. Avanzaba tan gentil y<br />
confiada que nadie pensaría que le llevaba al encuentro con la<br />
muerte.<br />
Entre los conductores era la única mujer y, a pesar <strong>de</strong> su edad, era<br />
tal la gracia <strong>de</strong> su figura que rústicos medio bebidos, llegados a la<br />
villa para la fiesta, la requebraban, la acosaban con frases soeces.
Pero “la procesión <strong>de</strong> las borriquillas”, aunque lentamente, discurría<br />
sin pausa entre la muchedumbre. Veintiocho asnillos en fila,<br />
montados por otros tantos seres estrambóticos, con sambenitos <strong>de</strong><br />
diablos al pecho y corozas en la cabeza, componían una comitiva<br />
grotesca que <strong>de</strong>sfilaba por el estrecho pasillo que abrían los<br />
alabar<strong>de</strong>ros.<br />
Pero una vez que Cipriano alcanzó a fray Domingo, entró en la onda<br />
<strong>de</strong> las prédicas <strong>de</strong>l Doctor, que iba <strong>de</strong>lante, <strong>de</strong> sus voces <strong>de</strong><br />
arrepentimiento, <strong>de</strong> sus apelaciones a la compasión. Cipriano<br />
miraba su figura vencida y cargada <strong>de</strong> espaldas, la coroza la<strong>de</strong>ada,<br />
balanceándose en lo alto <strong>de</strong>l pollino y se preguntaba qué tenía en<br />
común aquel hombre con aquel otro que pocos meses antes le<br />
instruía enfervorizado con motivo <strong>de</strong> su viaje a Alemania. Oía sus<br />
exhortos y súplicas con <strong>de</strong>sconfianza, seco, sin emoción:<br />
—Enten<strong>de</strong>d y creed que en la tierra no hay Iglesia invisible sino<br />
visible —<strong>de</strong>cía—. Y ésta es la Iglesia Católica, Romana y Universal.<br />
Cristo la fundó con su sangre y pasión y su vicario no es otro que el<br />
Sumo Pontífice. Y tened por seguro que aunque en aquella Roma se<br />
registraron todos los pecados y abominaciones <strong>de</strong>l mundo,<br />
residiendo en ella el Vicario <strong>de</strong> Cristo, allí estaba el Espíritu Santo.<br />
Le llamaban hereje, pelele, viejo loco, mas él lloraba y, en ocasiones,<br />
sonreía al referirse a su <strong>de</strong>stino como a una liberación.<br />
Las mujeres se santiguaban e hipaban y sollozaban con él, pero<br />
algunos hombres le escupían y comentaban: ahora tiene miedo, se<br />
ha ensuciado los calzones el muy cabrón.<br />
Unos pasos más atrás, Cipriano iba recogiendo los insultos e<br />
improperios que las palabras <strong>de</strong>l Doctor <strong>de</strong>spertaban en el pueblo.<br />
De esta manera entraron en la calle <strong>de</strong> Santiago, don<strong>de</strong> la masa <strong>de</strong><br />
gente era más <strong>de</strong>nsa aún, casi impenetrable, y los borricos<br />
avanzaban al paso, entre los alabar<strong>de</strong>ros.<br />
Grupos <strong>de</strong> mujeres endomingadas, con vistosos atavíos, se asomaban<br />
a las ventanas y balcones para ver pasar la procesión y comentaban<br />
los inci<strong>de</strong>ntes a voz en grito, <strong>de</strong> lado a lado <strong>de</strong> la calle. Los<br />
chiquillos lo invadían todo, retozaban, dificultaban la ya difícil<br />
circulación, aturdían soplando sus silbatos o los pitos huecos <strong>de</strong> los<br />
albaricoques. Y, en medio <strong>de</strong> aquella barahúnda, todavía llegaban a<br />
oídos <strong>de</strong> Cipriano frases truncadas <strong>de</strong>l Doctor, palabras sueltas <strong>de</strong><br />
su interminable soliloquio. Pero su atención, sin apenas advertirlo,<br />
iba en otra dirección, su débil cerebro se <strong>de</strong>splazaba hacia
Minervina, hacia su airosa figura, <strong>de</strong>cidida, la soga <strong>de</strong>l ronzal en su<br />
mano <strong>de</strong>recha, abriéndose paso entre la multitud. Se recreaba en su<br />
gentileza y, al contemplarla, sus ojos cegatosos se llenaban <strong>de</strong> agua.<br />
Sin duda era Minervina la única persona que le quiso en vida, la<br />
única que él había querido, cumpliendo el mandato divino <strong>de</strong> amaos<br />
los unos a los otros. Cerró los ojos acunado por el bamboleo <strong>de</strong>l<br />
borrico y evocó los momentos cruciales <strong>de</strong> su convivencia con ella: su<br />
calor ante la helada mirada <strong>de</strong>l padre, sus paseos por el Espolón, la<br />
galera <strong>de</strong> Santovenia, la ternura con que velaba sus sueños, su<br />
espontánea entrega a su regreso, en la casa <strong>de</strong> sus tíos.<br />
Al ser <strong>de</strong>spedida, Mina <strong>de</strong>sapareció <strong>de</strong> su vida, se esfumó. De nada<br />
valieron sus pesquisas para encontrarla. Y ahora, veinte años<br />
<strong>de</strong>spués, ella reaparecía misteriosamente para acompañarle en los<br />
últimos instantes como un ángel tutelar. ¿Sería Mina, en realidad,<br />
la única persona que había amado?<br />
Pensó en Ana Enríquez, un proyecto apenas esbozado; su tío Ignacio,<br />
esclavo <strong>de</strong> las convenciones; su gran fracaso con Teo, el ejército <strong>de</strong><br />
sombras que había cruzado por su vida y que fue <strong>de</strong>svaneciéndose<br />
conforme él creyó haber encontrado la fraternidad <strong>de</strong> la secta.<br />
Pero ¿qué había quedado <strong>de</strong> aquella soñada hermandad? ¿Existía<br />
realmente la fraternidad en algún lugar <strong>de</strong>l mundo? ¿Quién <strong>de</strong> entre<br />
tantos había seguido siendo su hermano en el momento <strong>de</strong> la<br />
tribulación? No, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> luego, el Doctor, ni Pedro Cazalla, ni Beatriz.<br />
¿Quién?<br />
¿Acaso don Carlos <strong>de</strong> Seso pese a sus contradicciones? ¿Por qué no<br />
Juan Sánchez, el más oscuro, humil<strong>de</strong> y <strong>de</strong>teriorado <strong>de</strong> los<br />
hermanos? La i<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l perjurio y la fácil <strong>de</strong>lación continuaba<br />
atormentándole. Una vida sin calor la mía, se dijo. Por sorpren<strong>de</strong>nte<br />
que pudiera parecer, la mortecina actividad <strong>de</strong> su cerebro evitaba la<br />
i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> la muerte para <strong>de</strong>tenerse a reflexionar en el tremendo<br />
misterio <strong>de</strong> la limitación humana. Al aceptar el beneficio <strong>de</strong> Cristo<br />
no fue vanidoso ni soberbio, pero tampoco quería serlo a la hora <strong>de</strong><br />
perseverar. Debería perseverar o volver a la fe <strong>de</strong> sus mayores, una<br />
<strong>de</strong> dos, pero, en cualquier caso, en la certidumbre <strong>de</strong> hallarse en la<br />
verdad.<br />
Mas ¿dón<strong>de</strong> encontrar esa certidumbre? Mentalmente pedía a<br />
Nuestro Señor una pequeña ayuda: una palabra, un gesto, un<br />
a<strong>de</strong>mán. Pero Nuestro Señor permanecía en silencio y, al mostrarse<br />
mudo, estaba respetando su libertad. Pero ¿era la inteligencia <strong>de</strong>l<br />
hombre por sí sola suficiente para resolver el arduo problema? Él<br />
sintió el soplo divino leyendo “<strong>El</strong> beneficio <strong>de</strong> Cristo” pero, con el
tiempo, todo, empezando por las palabras <strong>de</strong> los Cazalla, se había<br />
venido abajo.<br />
Entonces ¿no valía nada <strong>de</strong> lo andado? Oh, Señor —se dijo<br />
acongojado—, dame una señal. Le atribulaba el prolongado silencio<br />
<strong>de</strong> Dios, la taxativa limitación <strong>de</strong> su cerebro, la terrible necesidad <strong>de</strong><br />
tener que <strong>de</strong>cidir por sí mismo, solo, la vital cuestión.<br />
Los tumbos <strong>de</strong>l asnillo en aquel mar ondulante le adormecían.<br />
Cuando abrió los ojos observó que docenas <strong>de</strong> sotanas revoloteaban<br />
como moscas alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> fray Domingo <strong>de</strong> Rojas, emparejaban su<br />
paso al <strong>de</strong> la borriquilla, se dirigían a él a voces, sorteando las<br />
picas <strong>de</strong> los alabar<strong>de</strong>ros. También ellos trataban <strong>de</strong> arrancarle una<br />
palabra, tal vez sólo un gesto, le acosaban.<br />
Pero ¿qué les movía en realidad?<br />
¿La salvación <strong>de</strong> su alma o el prestigio <strong>de</strong> la or<strong>de</strong>n dominicana?<br />
¿Por qué esta alborotada compañía en contraste con la <strong>de</strong>solación<br />
<strong>de</strong>l resto <strong>de</strong> los con<strong>de</strong>nados? <strong>El</strong> dominico se mostraba íntegro, no,<br />
no, reiteraba la negativa y sus acompañantes, mezclados con los<br />
espectadores, se comunicaban la mala nueva: ha dicho que no, sigue<br />
pertinaz, pero hay que salvarlo. Y reanudaban sus acechanzas y uno<br />
se arrimó hasta tocarle y le instó a morir en la misma fe que<br />
“nuestro” glorioso Santo Tomás, pero fray Domingo mostraba una<br />
formidable entereza, no, no, repetía, hasta que fray Antonio <strong>de</strong><br />
Carreras, que había pasado la noche a su lado, le había confesado y<br />
le había aupado para montar en el jumento, ahuyentó los moscones,<br />
se colocó a su lado y fue protegiéndole, conversando con él hasta el<br />
quema<strong>de</strong>ro.<br />
Fuera ya <strong>de</strong> la Puerta <strong>de</strong>l Campo, la concurrencia era aún mayor<br />
pero la extensión <strong>de</strong>l campo abierto permitía una circulación más<br />
fluida. Entremezclados con el pueblo se veían carruajes lujosos,<br />
mulas enjaezadas portando matrimonios artesanos y hasta una<br />
dama oronda, con sombrero <strong>de</strong> plumas y rebocinos <strong>de</strong> oro, que<br />
arreaba a su borrico para mantenerse a la altura <strong>de</strong> los reos y po<strong>de</strong>r<br />
insultarlos.<br />
Mas a medida que éstos iban llegando al Campo crecían la<br />
expectación y el alboroto. <strong>El</strong> gran broche final <strong>de</strong> la fiesta se<br />
aproximaba.<br />
Damas y mujeres <strong>de</strong>l pueblo, hombres con niños <strong>de</strong> pocos años al<br />
hombro, cabalgaduras y hasta carruajes tomaban posiciones, se
<strong>de</strong>splazaban <strong>de</strong> palo a palo, preguntando quién era su titular,<br />
entretenían los minutos <strong>de</strong> espera en las casetas <strong>de</strong> baratijas, “el<br />
tiro al pimpampum” o “la pesca <strong>de</strong>l barbo”.<br />
Otros se habían estacionado hacía rato ante los postes y <strong>de</strong>fendían<br />
sus puestos con uñas y dientes. En cualquier caso el humo <strong>de</strong> freír<br />
churros y buñuelos se difundía por el quema<strong>de</strong>ro mientras los asnos<br />
iban llegando. <strong>El</strong> último número estaba a punto <strong>de</strong> comenzar: la<br />
quema <strong>de</strong> los herejes, sus contorsiones y visajes entre las llamas, sus<br />
alaridos al sentir el fuego sobre la piel, las patéticas expresiones <strong>de</strong><br />
sus rostros en los que ya se entreveía el rastro <strong>de</strong>l infierno.<br />
Des<strong>de</strong> lo alto <strong>de</strong>l borrico, Cipriano divisó las hileras <strong>de</strong> palos, las<br />
cargas <strong>de</strong> leña, a la vera, las escalerillas, las argollas para amarrar<br />
a los reos, las nerviosas idas y venidas <strong>de</strong> guardas y verdugos al pie.<br />
La multitud apiñada prorrumpió en gran vocerío al ver llegar los<br />
primeros borriquillos.<br />
Y al oír sus gritos, los que entretenían la espera a alguna distancia<br />
echaron a correr <strong>de</strong>salados hacia los postes más próximos. Uno a<br />
uno, los asnillos con los reos se iban dispersando, buscando su sitio.<br />
Cipriano divisó inopinadamente a su lado el <strong>de</strong> Pedro Cazalla, que<br />
cabalgaba amordazado, <strong>de</strong>scompuesto por unas bascas tan<br />
aparatosas que los alguaciles se apresuraron a bajarle <strong>de</strong>l pollino<br />
para darle agua <strong>de</strong> un botijo. Había que recuperarlo. Por respeto a<br />
los espectadores había que evitar quemar a un muerto. Luego, alzó<br />
la cabeza y volvió la vista enloquecida hacia el quema<strong>de</strong>ro. Los<br />
palos se levantaban cada veinte varas, los más próximos al barrio <strong>de</strong><br />
Curtidores para los reconciliados, y, los <strong>de</strong>l otro extremo, para ellos,<br />
para los quemados vivos, por un or<strong>de</strong>n previamente establecido:<br />
Carlos <strong>de</strong> Seso, Juan Sánchez, Cipriano Salcedo, fray Domingo <strong>de</strong><br />
Rojas y Antonio Herrezuelo.<br />
<strong>El</strong> <strong>de</strong> don Carlos era contiguo al <strong>de</strong>l Doctor, que sería agarrotado<br />
previamente, y, antes <strong>de</strong> que el verdugo lo ejecutara, intentó hablar<br />
<strong>de</strong> nuevo al pueblo, pero el gentío, que adivinó su intención,<br />
prorrumpió en gritos y silbidos.<br />
Les enojaban los arrepentimientos tardíos, que dilataban o<br />
escamoteaban lo más atractivo <strong>de</strong>l espectáculo. En tanto al Doctor le<br />
ajustaban al cuello el tornillo <strong>de</strong>l garrote, dos guardas <strong>de</strong>smontaron<br />
<strong>de</strong>l borrico a Cipriano Salcedo y, una vez en el suelo, le sostuvieron<br />
por los brazos para evitar que cayera.
No podía tenerse en pie, pero vio a Minervina tan próxima que le dijo<br />
en un susurro: |¿Dón<strong>de</strong> te metiste, Mina, que no pu<strong>de</strong> encontrarte?|.<br />
Mas ya le habían cogido a peso dos guardas y le llevaban en<br />
volandas hasta el palo, don<strong>de</strong> le ataron. A su lado, en el <strong>de</strong> fray<br />
Domingo, proseguía el revuelo <strong>de</strong> sotanas, curas que subían y<br />
bajaban la escala, que se hablaban entre sí o corrían buscando<br />
clérigos más representativos para auxiliarle.<br />
Entonces volvió a comparecer el padre Tablares, jesuita, que subió<br />
atropelladamente la escalera y tuvo un largo rato <strong>de</strong> plática con el<br />
penitente. <strong>El</strong> ajetreo <strong>de</strong> la muchedumbre no permitía oír sus voces,<br />
pero algo importante <strong>de</strong>bió <strong>de</strong> <strong>de</strong>cirle porque fray Domingo se<br />
ablandó, y el padre Tablares, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> lo alto <strong>de</strong> la escalerilla,<br />
encareció a voces a los curas que se encontraban al pie que<br />
buscaran sin <strong>de</strong>mora al escribano, quien, al cabo <strong>de</strong> unos minutos,<br />
se presentó montado en una mula negra. Era hombre <strong>de</strong> media edad<br />
y barba corta, que familiarizado con su oficio, extrajo un papel<br />
blanco <strong>de</strong> la escribanía, mientras un fraile muy joven le sostenía el<br />
tintero. Fray Domingo miraba a un lado y otro como <strong>de</strong>sorientado,<br />
ausente, pero cuando el padre Tablares le habló <strong>de</strong> nuevo al oído, él<br />
asintió y proclamó, con voz llena y bien timbrada, que creía en<br />
Cristo y la Iglesia y <strong>de</strong>testaba públicamente todos sus errores<br />
pasados. Los curas y frailecillos acogieron su <strong>de</strong>claración con gritos<br />
y muestras <strong>de</strong> entusiasmo y se <strong>de</strong>cían unos a otros: ya no es<br />
pertinaz, se ha salvado, en tanto el escribano, firme al pie <strong>de</strong>l palo,<br />
levantaba acta <strong>de</strong> todo ello y la multitud enfurecida protestaba <strong>de</strong> la<br />
intervención <strong>de</strong> aquéllos.<br />
Cipriano, atado a la argolla <strong>de</strong>l palo, los ojos cobar<strong>de</strong>s posados en<br />
Minervina, sentía el empuje <strong>de</strong> la muchedumbre, la actividad <strong>de</strong><br />
verdugos y alguaciles, sus evoluciones, sus voces. ¿Dón<strong>de</strong> estaba el<br />
suyo, su verdugo? ¿Por qué no comparecía? Le sobrecogió el alarido<br />
<strong>de</strong> la multitud, el golpe sordo <strong>de</strong>l cuerpo agarrotado <strong>de</strong> fray<br />
Domingo al caer sin vida a su lado, la rápida acción <strong>de</strong>l gigantesco<br />
verdugo empujándole a las llamas, el chisporroteo inicial. <strong>El</strong> gentío,<br />
<strong>de</strong>fraudado al ver quemar un cuerpo sin vida, trataba ahora <strong>de</strong><br />
<strong>de</strong>splazarse a la izquierda, frente a los cuatro reos que esperaban<br />
aún la ejecución, pero los ya instalados, al darse cuenta <strong>de</strong> sus<br />
pretensiones, forcejeaban con ellos y armaban pequeñas algaradas.<br />
<strong>El</strong> verdugo, ajeno a sus problemas, acababa <strong>de</strong> pren<strong>de</strong>r la hoguera<br />
<strong>de</strong> Juan Sánchez que ardía furiosamente y <strong>de</strong>sprendía un acre hedor<br />
a carne quemada. Mas las llamas consumieron antes sus ligaduras<br />
que su cuerpo y Juan Sánchez, al sentirse libre, se agarró al palo y<br />
trepó por él, con agilidad <strong>de</strong> mono, gritando a voz en cuello y<br />
pidiendo misericordia. La muchedumbre aplaudía y reía ante su<br />
actitud simiesca. Juan Sánchez tenía achicharrado el costado
izquierdo, la piel arrugada y gris, y, agarrado al extremo <strong>de</strong>l palo,<br />
escuchaba las exhortaciones <strong>de</strong> un dominico, que por un momento le<br />
hicieron vacilar, mas, al volver la cabeza y reparar en la gallardía<br />
con que don Carlos <strong>de</strong> Seso aceptaba el suplicio, se <strong>de</strong>jaba quemar<br />
sin un gesto <strong>de</strong> protesta, dio un gran salto y se arrojó <strong>de</strong> nuevo a las<br />
llamas don<strong>de</strong> murió, dando brincos hasta que perdió el<br />
conocimiento.<br />
La multitud apostada ante los palos rugía <strong>de</strong> entusiasmo. Los niños<br />
y algunas mujeres lloraban, pero muchos hombres, encendidos por el<br />
alcohol, reían <strong>de</strong> las batudas y torsiones <strong>de</strong> Juan Sánchez, le<br />
llamaban leproso y malnacido y remedaban ante los espectadores<br />
sus gestos y piruetas. Asimismo <strong>de</strong>spertaron la hilaridad y las<br />
lágrimas <strong>de</strong> los presentes los contoneos y muecas <strong>de</strong>l bachiller<br />
Herrezuelo, amordazado, las llamas reptando por su entrepierna,<br />
estirándose hasta abrasarlo, el alarido inhumano que escapó <strong>de</strong> su<br />
garganta una vez que el fuego <strong>de</strong>voró su mordaza y liberó su boca.<br />
Muchas mujeres cerraban los ojos horrorizadas, otras rezaban, las<br />
manos juntas, la mirada recogida, pero algunos hombres seguían<br />
voceando e insultándole. Cipriano apenas tenía una vaga i<strong>de</strong>a <strong>de</strong><br />
que había visto morir a Seso, a Juan Sánchez y al bachiller a su<br />
lado. Las llamas habían dado rápida cuenta <strong>de</strong> sus vidas y el<br />
pesado hedor <strong>de</strong> carne quemada se asentaba sobre el campo. Divisó<br />
al verdugo encaminándose al palo, la tea humeante en su mano<br />
<strong>de</strong>recha, y, entonces, volvió a cerrar sus ojos encarnizados y a<br />
encarecer <strong>de</strong> Nuestro Señor una señal. Un cura corría ahora hacia el<br />
verdugo, la sotana arremangada, suplicándole con violentos<br />
a<strong>de</strong>manes que <strong>de</strong>morara la ejecución. Era el padre Tablares. Llegó a<br />
la escala ja<strong>de</strong>ando, se llevó una mano al pecho y se <strong>de</strong>tuvo en el<br />
primer peldaño. Al cabo, subió <strong>de</strong> un tirón y juntó su rostro<br />
compasivo al <strong>de</strong>l falleciente Salcedo. Ja<strong>de</strong>aba. Todavía aguardó<br />
unos minutos para hablar:<br />
—Hermano Cipriano, aún es tiempo —dijo al fin—. Reducíos y<br />
afirmad vuestra fe en la Iglesia.<br />
Los hombres silbaban. Cipriano entreabrió sus párpados hinchados y<br />
esbozó una tímida sonrisa.<br />
Tenía la boca seca y la mente borrosa. Levantó la cabeza y miró a lo<br />
alto:<br />
—C... creo —dijo— en la Santa Iglesia <strong>de</strong> Cristo y <strong>de</strong> los Apóstoles.<br />
<strong>El</strong> padre Tablares aproximó los labios a su mejilla y le dio la paz en<br />
el rostro:
—Hermano —suplicó—, <strong>de</strong>cid Romana, solamente eso, os lo pido por<br />
la bendita Pasión <strong>de</strong> Nuestro Señor.<br />
La gente se impacientaba. Sonaban silbidos e imprecaciones.<br />
Cipriano, con la nuca apoyada en el palo, miraba reconocido al<br />
padre Tablares. Por nada <strong>de</strong>l mundo quería pecar <strong>de</strong> engreimiento.<br />
<strong>El</strong> verdugo les miraba impaciente, la tea en la mano <strong>de</strong>recha,<br />
mientras el escribano, pluma en ristre, esperaba al pie <strong>de</strong>l palo la<br />
confesión <strong>de</strong>l reo. Cipriano volvió a cerrar los ojos, a pedir una seña<br />
a Nuestro Señor. Sintió el latido doloroso en el párpado y murmuró<br />
humil<strong>de</strong>mente, como excusándose por su obstinación:<br />
—Si la Romana es la Apostólica, creo en ella con toda mi alma,<br />
padre —musitó.<br />
La cólera <strong>de</strong>l pueblo exigiendo la hoguera, la buena disposición <strong>de</strong>l<br />
verdugo para complacerle, apremiaban al padre Tablares que, en un<br />
impulso paternal, levantó la mano <strong>de</strong>recha y acarició la mejilla <strong>de</strong>l<br />
reo:<br />
—Hijo, hijo, ¿por qué has <strong>de</strong> poner condiciones en esta hora? —dijo.<br />
La angustia crecía en el pecho <strong>de</strong> Cipriano. Buscó una nueva<br />
fórmula que no le traicionara, que expresara sus sentimientos y, al<br />
propio tiempo, diera satisfacción al jesuita; unas tiernas palabras<br />
ambiguas:<br />
—Creo en Nuestro Señor Jesucristo y en la Iglesia que lo representa<br />
—dijo con un hilo <strong>de</strong> voz.<br />
<strong>El</strong> padre Tablares bajó la cabeza <strong>de</strong>salentado. No había más tiempo.<br />
Los espectadores pedían a gritos el sacrificio: voceaban, brincaban,<br />
alzaban los brazos. Los silbatos <strong>de</strong> los niños aturdían. <strong>El</strong> humo<br />
hacía llorar los ojos. Una mujer gruesa comía buñuelos<br />
tranquilamente junto a Minervina. <strong>El</strong> padre Tablares, consciente <strong>de</strong><br />
su fracaso, <strong>de</strong>scendió lentamente la escalerilla, vio a Minervina<br />
sollozando junto al verdugo y a éste mirándole a él atentamente.<br />
Entonces hizo la seña, un leve a<strong>de</strong>mán con la mano <strong>de</strong>recha<br />
señalando la carga <strong>de</strong> leña, sobre el burrajo.<br />
<strong>El</strong> verdugo arrimó la tea a la incendaja y el fuego floreció <strong>de</strong> pronto<br />
como una amapola, <strong>de</strong>spabiló, humeó, ro<strong>de</strong>ó a Cipriano rugiendo, lo<br />
<strong>de</strong>sbordó. La multitud prorrumpió en gritos <strong>de</strong> júbilo cuando se<br />
produjo la <strong>de</strong>flagración y enormes llamas envolvieron al reo. |Señor,
acógeme| —murmuró éste. Sintió un dolor intensísimo, como si le<br />
arrancaran la piel a tiras, en las caras internas <strong>de</strong> los muslos, en<br />
todo su cuerpo, con una intensidad especial en las yemas <strong>de</strong> los<br />
<strong>de</strong>dos.<br />
Apretó los párpados en silencio, sin mover un músculo,<br />
resignadamente. <strong>El</strong> pueblo, sobrecogido por su entereza, pero en el<br />
fondo <strong>de</strong>cepcionado, había enmu<strong>de</strong>cido. Entonces rompió el silencio<br />
el <strong>de</strong>sgarrado sollozo <strong>de</strong> Minervina. La cabeza <strong>de</strong> Cipriano había<br />
caído <strong>de</strong> lado y las puntas <strong>de</strong> las llamas se cebaban en sus ojos<br />
enfermos.<br />
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Declaración <strong>de</strong> Minervina Capa<br />
En la villa <strong>de</strong> Valladolid, a veintiocho días <strong>de</strong>l mes <strong>de</strong> mayo <strong>de</strong> mil<br />
quinientos cincuenta y nueve, estando los señores inquisidores don<br />
Teodoro Romo y don Mauricio Labrador en su audiencia <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>,<br />
or<strong>de</strong>naron comparecer ante sí a Minervina Capa, <strong>de</strong> cincuenta y seis<br />
años, natural <strong>de</strong> Santovenia <strong>de</strong> Pisuerga y vecina <strong>de</strong> Tu<strong>de</strong>la, que<br />
juró en forma <strong>de</strong>bida <strong>de</strong>cir la verdad.<br />
Preguntada por la razón <strong>de</strong> su presencia en el quema<strong>de</strong>ro en la<br />
tar<strong>de</strong> <strong>de</strong>l 21 <strong>de</strong> mayo <strong>de</strong> 1559 y su relación con el relajado Cipriano<br />
Salcedo, la atestante manifestó que el interfecto había sido “su<br />
niño”, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la muerte <strong>de</strong> su madre en 1517, que le había criado a<br />
sus pechos y le había atendido en sus necesida<strong>de</strong>s. Manifestó<br />
asimismo que, terminada la crianza, esta testigo quedó al servicio<br />
<strong>de</strong> don Bernardo Salcedo, viudo y padre <strong>de</strong> la criatura, hasta que<br />
<strong>de</strong>cidió internar al niño en el Hospital <strong>de</strong> Niños Expósitos para su<br />
formación, <strong>de</strong>terminación que dolió mucho a la <strong>de</strong>clarante.<br />
Preguntada por el hecho <strong>de</strong> haber conducido la borriquilla hasta el<br />
palo, la atestante <strong>de</strong>claró que el reo iba muy enfermo <strong>de</strong> los ojos y<br />
las piernas, y que la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> que ella le condujera partió <strong>de</strong>l tío y<br />
tutor <strong>de</strong>l interfecto don Ignacio Salcedo, presi<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> la Real<br />
Chancillería, que había or<strong>de</strong>nado buscarla por todos los pueblos <strong>de</strong>l<br />
alfoz mediante pregones, y hallóla, al fin, en Tu<strong>de</strong>la <strong>de</strong> Duero don<strong>de</strong><br />
residía <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su matrimonio con el labrantín Isabelino Ortega, al<br />
cual había dado dos hijos, ya mozos. Y que el dicho don Ignacio<br />
Salcedo al pedirle que acompañara a la hoguera a su sobrino, le<br />
hizo saber que <strong>de</strong> otro modo éste se iba a encontrar muy solo en esa
tar<strong>de</strong> tan triste, momento en que esta <strong>de</strong>clarante aceptó<br />
acompañarle como hubiera accedido —dijo— a morir en su lugar si<br />
así se lo hubiesen pedido.<br />
Preguntada por las personas que hablaron con el reo en el palo, o si<br />
se le encomendó algún encargo para cuando el mismo falleciera, o si<br />
vio u oyó alguna cosa tocante a la herejía <strong>de</strong> la que <strong>de</strong>be dar cuenta<br />
al Santo Oficio, la atestante juró en forma <strong>de</strong> <strong>de</strong>recho que el día <strong>de</strong><br />
autos no advirtió ni vio nada en el quema<strong>de</strong>ro fuera <strong>de</strong> lo que a<br />
continuación iba a <strong>de</strong>cir. O sea el gran número <strong>de</strong> religiosos y<br />
colegiales <strong>de</strong> la Santa Cruz que ro<strong>de</strong>aban al penitente más grueso,<br />
un fraile <strong>de</strong> mejillas sonrosadas al que <strong>de</strong>cían fray Domingo, que al<br />
<strong>de</strong>cir <strong>de</strong> ellos iba pertinaz. Pero que fue solamente el llamado padre<br />
Tablares el que le exhortó y convenció. Y que una vez terminada la<br />
asistencia, el mismo padre Tablares acudió al palo <strong>de</strong> “su niño” y le<br />
dijo: |Hermano Cipriano, aún es tiempo. Reducíos y afirmad vuestra<br />
fe en la Iglesia Romana|, pero que “su niño” abrió un poco los ojos<br />
enfermos y le dijo: |Creo en la Santa Iglesia <strong>de</strong> Cristo y <strong>de</strong> los<br />
Apóstoles|. Asegura esta <strong>de</strong>clarante que el llamado padre Tablares<br />
porfió para que el penitente pronunciara la palabra “romana” a lo<br />
que el penitente respondió que si la Romana era la <strong>de</strong> los Apóstoles,<br />
como <strong>de</strong>bía ser, creía en ella. Dijo asimismo que algo más <strong>de</strong>bió <strong>de</strong><br />
<strong>de</strong>cirle el fraile a “su niño” puesto que estuvieron un rato con los<br />
rostros juntos pero que no guardaba memoria <strong>de</strong> lo que le dijo o tal<br />
vez no alcanzó a oírlo porque era mucho el jolgorio y la confusión<br />
que había en el quema<strong>de</strong>ro.<br />
Preguntada finalmente la atestante si vio u oyó alguna otra cosa<br />
que, por una razón o por otra, consi<strong>de</strong>rase que <strong>de</strong>be <strong>de</strong>clarar al<br />
Santo Oficio, la atestante manifestó que, en todo caso, <strong>de</strong> lo que vio<br />
aquella tar<strong>de</strong>, lo que más la conmovió fue el coraje con que murió<br />
“su niño”, que aguantó las llamas tan tieso y <strong>de</strong>terminado, que no<br />
movió un pelo, ni dio una queja, ni <strong>de</strong>rramó una lágrima, que a la<br />
vista <strong>de</strong> sus arrestos, ella diría que Nuestro Señor le quiso hacer un<br />
favor ese día. Preguntada la atestante si ella creía <strong>de</strong> buena fe que<br />
Dios Nuestro Señor podía hacer favor a un hereje, respondió que el<br />
ojo <strong>de</strong> Nuestro Señor no era <strong>de</strong> la misma condición que el <strong>de</strong> los<br />
humanos, que el ojo <strong>de</strong> Nuestro Señor no reparaba en las<br />
apariencias sino que iba directamente al corazón <strong>de</strong> los hombres,<br />
razón por la que nunca se equivocaba. Por lo <strong>de</strong>más, terminó la<br />
<strong>de</strong>clarante, no advirtió ni vio, ni oyó nada que su memoria guar<strong>de</strong>,<br />
aparte <strong>de</strong> lo transcrito.<br />
Fuela encargado el secreto so pena <strong>de</strong> excomunión.<br />
Fui presente yo, Julián Acebes, escribano.
(Declaración <strong>de</strong> Minervina Capa, <strong>de</strong> Santovenia <strong>de</strong> Pisuerga, en el<br />
informe <strong>de</strong> las personas que asistieron a las ejecuciones <strong>de</strong>l día 21<br />
<strong>de</strong> mayo <strong>de</strong> 1559.)