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PardoBazan_Emilia-Insolacion

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1<br />

<strong>Emilia</strong> Pardo Bazán<br />

Insolación<br />

(Historia amorosa)<br />

A José Lázaro Galdiano en prenda de amistad<br />

La Autora<br />

- I -<br />

La primer señal por donde Asís Taboada se hizo cargo de que había salido de los limbos<br />

del sueño, fue un dolor como si le barrenasen las sienes de parte a parte con un barreno<br />

finísimo; luego le pareció que las raíces del pelo se le convertían en millares de puntas de<br />

aguja y se le clavaban en el cráneo. También notó que la boca estaba pegajosita, amarga y<br />

seca; la lengua, hecha un pedazo de esparto; las mejillas ardían; latían desaforadamente las<br />

arterias; y el cuerpo declaraba a gritos que, si era ya hora muy razonable de saltar de cama,<br />

no estaba él para valentías tales.<br />

Suspiró la señora; dio una vuelta, convenciéndose de que tenía molidísimos los huesos;<br />

alcanzó el cordón de la campanilla, y tiró con garbo. Entró la doncella, pisando quedo, y<br />

entreabrió las maderas del cuarto-tocador. Una flecha de luz se coló en la alcoba, y Asís<br />

exclamó con voz ronca y debilitada:<br />

- Menos abierto... Muy poco... Así.<br />

-¿Cómo le va, señorita? - preguntó muy solícita la Ángela (por mal nombre Diabla)-.<br />

¿Se encuentra algo más aliviada ahora?<br />

- Sí, hija..., pero se me abre la cabeza en dos.<br />

-¡Ay! ¿Tenemos la maldita de la jaquecona?


2<br />

- Clavada... A ver si me traes una taza de tila...<br />

-¿Muy cargada, señorita?<br />

- Regular...<br />

- Voy volando.<br />

Un cuarto de hora duró el vuelo de la Diabla. Su ama, vuelta de cara a la pared, subía<br />

las sábanas hasta cubrirse la cara con ellas, sin más objeto que sentir el fresco de la batista<br />

en aquellas mejillas y frente que estaban echando lumbre.<br />

De tiempo en tiempo, se percibía un gemido sordo.<br />

En la mollera suya funcionaba, de seguro, toda la maquinaria de la Casa de la Moneda,<br />

pues no recordaba aturdimiento como el presente, sino el que había experimentado al visitar<br />

la fábrica de dinero y salir medio loca de las salas de acuñación.<br />

Entonces, lo mismo que ahora, se le figuraba que una legión de enemigos se divertía en<br />

pegarle tenazazos en los sesos y devanarle con argadillos candentes la masa encefálica.<br />

Además, notaba cierta trepidación allá dentro, igual que si la cama fuese una hamaca, y<br />

a cada balance se le amontonase el estómago y le metiesen en prensa el corazón.<br />

La tila. Calentita, muy bien hecha. Asís se incorporó, sujetando la cabeza y apretándose<br />

las sienes con los dedos. Al acercar la cucharilla a los labios, náuseas reales y efectivas.<br />

- Hija... está hirviendo... Abrasa. ¡Ay! Sostenme un poco, por los hombros. ¡Así!<br />

Era la Diabla una chica despabilada, lista como una pimienta: una luguesa que no le<br />

cedía el paso a la andaluza más ladina. Miró a su ama guiñando un poco los ojos, y dijo<br />

compungidísima al parecer:<br />

- Señorita... Vaya por Dios. ¿Se encuentra peor? Lo que tiene no es sino eso que le<br />

dicen allá en nuestra tierra un soleado... Ayer se caían los pájaros de calor, y usted fuera<br />

todo el santo día...<br />

- Eso será... - afirmó la dama.<br />

-¿Quiere que vaya enseguidita a avisar al señor de Sánchez del Abrojo?<br />

- No seas tonta... No es cosa para andar fastidiando al médico. Un meneo a la taza.<br />

Múdala a ese vaso...<br />

Con un par de trasegaduras de vaso a taza y viceversa, quedó potable la tila. Asís se la<br />

embocó, y al punto se volvió hacia la pared.


3<br />

- Quiero dormir... No almuerzo... Almorzad vosotros... Si vienen visitas, que he salido...<br />

Atenderás por si llamo.<br />

Hablaba la dama sorda y opacamente, de mal talante, como aquel que no está para<br />

bromas y tiene igualmente desazonados el cuerpo y el espíritu.<br />

Se retiró por fin la doncella, y al verse sola, Asís suspiró más profundo y alzó otra vez<br />

las sábanas, quedándose acurrucada en una concha de tela. Se arregló los pliegues del<br />

camisón, procurando que la cubriese hasta los pies; echó atrás la madeja de pelo revuelto,<br />

empapado en sudor y áspero de polvo, y luego permaneció quietecita, con síntomas de<br />

alivio y aun de bienestar físico producido por la infusión calmante.<br />

La jaqueca, que ya se sabe cómo es de caprichosa y maniática, se había marchado por la<br />

posta desde que llegara al estómago la taza de tila; la calentura cedía, y las bascas iban<br />

aplacándose... Sí, lo que es el cuerpo se encontraba mejor, infinitamente mejor; pero, ¿y el<br />

alma? ¿Qué procesión le andaba por dentro a la señora?<br />

No cabe duda: si hay una hora del día en que la conciencia goza todos sus fueros, es la<br />

del despertar. Se distingue muy bien de colores después del descanso nocturno y el<br />

paréntesis del sueño. Ambiciones y deseos, afectos y rencores se han desvanecido entre una<br />

especie de niebla; faltan las excitaciones de la vida exterior; y así como después de un largo<br />

viaje parece que la ciudad de donde salimos hace tiempo no existe realmente, al despertar<br />

suele figurársenos que las fiebres y cuidados de la víspera se han ido en humo y ya no<br />

volverán a acosarnos nunca. Es la cama una especie de celda donde se medita y hace<br />

examen de conciencia, tanto mejor cuanto que se está muy a gusto, y ni la luz ni el ruido<br />

distraen. Grandes dolores de corazón y propósitos de la enmienda suelen quedarse entre las<br />

mantas.<br />

Unas miajas de todo esto sentía la señora; sólo que a sus demás impresiones<br />

sobrepujaba la del asombro. «¿Pero es de veras? ¿Pero me ha pasado eso? Señor Dios de<br />

los ejércitos, ¿lo he soñado o no? Sácame de esta duda». Y aunque Dios no se tomaba el<br />

trabajo de responder negando o afirmando, aquello que reside en algún rincón de nuestro<br />

ser moral y nos habla tan categóricamente como pudiera hacerlo una voz divina,<br />

contestaba: «Grandísima hipócrita, bien sabes tú cómo fue: no me preguntes, que te diré<br />

algo que te escueza».


4<br />

- Tiene razón la Diabla: ayer atrapé un soleado, y para mí, el sol... matarme. ¡Este<br />

chicharrero de Madrid! ¡El veranito y su alma! Bien empleado, por meterme en avisperos.<br />

A estas horas debía yo andar por mi tierra...<br />

Doña Francisca Taboada se quedó un poquitín más tranquila desde que pudo echarle la<br />

culpa al sol. A buen seguro que el astro-rey dijese esta boca es mía protestando, pues<br />

aunque está menos acostumbrado a las acusaciones de galeotismo que la luna, es de<br />

presumir que las acoja con igual impasibilidad e indiferencia.<br />

- De todos modos - arguyó la voz inflexible -, confiesa, Asís, que si no hubieses tomado<br />

más que sol... Vamos, a mí no me vengas tú con historias, que ya sabes que nos<br />

conocemos... ¡como que andamos juntos hace la friolera de treinta y dos abriles! Nada, aquí<br />

no valen subterfugios... Y tampoco sirve alegar que si fue inesperado, que si parece<br />

mentira, que si patatín, que si patatán... Hija de mi corazón, lo que no sucede en un año<br />

sucede en un día. No hay que darle vueltas. Tú has sido hasta la presente una señora<br />

intachable; bien: una perfecta viuda; conformes: te has llevado en peso tus dos añitos de<br />

luto (cosa tanto más meritoria cuanto que, seamos francos, últimamente ya necesitabas<br />

alguna virtud para querer a tu tío, esposo y señor natural, el insigne marqués de Andrade,<br />

con sus bigotes pintados y sus alifafes, fístulas o lo que fuesen); a pesar de tu genio<br />

animado y tu afición a las diversiones, en veinticuatro meses no se te ha visto el pelo sino<br />

en la iglesia o en casa de tus amigas íntimas;<br />

convenido: has consagrado largas horas al cuidado de tu niña y eres madre cariñosa; nadie<br />

lo niega: te has propuesto siempre portarte como una señora, disfrutar de tu posición y tu<br />

independencia, no meterte en líos ni hacer contrabando; lo reconozco: pero... ¿qué quieres,<br />

mujer?, te descuidaste un minuto, incurriste en una chiquillada (porque fue una chiquillada,<br />

pero chiquillada del género atroz, convéncete de ello), y por cuanto viene el demonio y la<br />

enreda y te encuentras de patitas en la gran trapisonda... No andemos con sol por aquí y<br />

calor por allá. Disculpas de mal pagador. Te falta hasta la excusa vulgar, la del cariñito y la<br />

pasioncilla... Nada, chica, nada. Un pecado gordo en frío, sin circunstancias atenuantes y<br />

con ribetes de desliz chabacano. ¡Te luciste!<br />

Ante estos argumentos irrefutables menguaba la acción bienhechora de la tila y Asís iba<br />

experimentando otra vez terrible desasosiego y sofoco. El barreno que antes le taladraba la<br />

sien, se había vuelto sacacorchos, y haciendo hincapié en el occipucio, parecía que


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enganchaba los sesos a fin de arrancarlos igual que el tapón de una botella. Ardía la cama y<br />

también el cuerpo de la culpable, que, como un San Lorenzo en sus parrillas, daba vueltas y<br />

más vueltas en busca de rincones frescos, al borde del colchón. Convencida de que todo<br />

abrasaba igualmente, Asís brincó de la cama abajo, y blanca y silenciosa como un fantasma<br />

entre la penumbra de la alcoba, se dirigió al lavabo, torció el grifo del depósito, y con las<br />

yemas de los dedos empapadas en agua, se humedeció frente, mejillas y nariz; luego se<br />

refrescó la boca, y por último se bañó los párpados largamente, con fruición; hecho lo cual,<br />

creyó sentir que se le despejaban las ideas y que la punta del barreno se retiraba poquito a<br />

poco de los sesos. ¡Ay, qué alivio tan rico! A la cama, a la cama otra vez, a cerrar los ojos,<br />

a estarse quietecita y callada y sin pensar en cosa ninguna...<br />

Sí, a buena parte. ¿No pensar dijiste? Cuanto más se aquietaban los zumbidos y los<br />

latidos y la jaqueca y la calentura, más nítidos y agudos eran los recuerdos, más activas y<br />

endiabladas las cavilaciones.<br />

- Si yo pudiese rezar - discurrió Asís -. No hay para esto de conciliar el sueño como<br />

repetir una misma oración de carretilla.<br />

Intentolo en efecto; mas si por un lado era soporífera la operación, por otro agravaba las<br />

inquietudes y resquemazones morales de la señora. Bonito se pondría el padre Urdax<br />

cuando tocasen a confesarse de aquella cosa inaudita y estupenda. ¡Él, que tanto se atufaba<br />

por menudencias de escotes, infracciones de ayuno, asistencia a saraos en cuaresma,<br />

mermas de misa y otros pecadillos que trae consigo la vida mundana en la corte! ¿Qué<br />

circunloquios serían más adecuados para atenuar la primer impresión de espanto y la primer<br />

filípica? Sí, sí ¡circunloquios al padre Urdax! ¡Él, que lo preguntaba todo derecho y claro,<br />

sin pararse en vergüenzas ni en reticencias! ¡Con aquel geniazo de pólvora y aquella manga<br />

estrechita que gastaba! Si al menos permitiese explicar la cosa desde un principio, bien<br />

explicada, con todas las aclaraciones y notas precisas para que se viese la fatalidad, la serie<br />

de circunstancias que... Pero, ¿quién se atreve a hacer mérito de ciertas disculpas ante un<br />

jesuita tan duro de pelar y tan largo de entendederas? Esos señores quieren que todo sea<br />

virtud a raja tabla y no entienden de componendas, ni de excusas. Antes parece que se les<br />

tachaba de tolerantísimos: no, pues lo que es ahora...<br />

No obstante el triste convencimiento de que con el padre Urdax sería perder tiempo y<br />

derrochar saliva todo lo que no fuese decir acúsome, acúsome, Asís, en la penumbra del


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dormitorio, entre el silencio, componía mentalmente el relato que sigue, donde claro está<br />

que no había de colocarse en el peor lugar, sino paliar el caso: aunque, señores, ello admitía<br />

bien pocos paliativos.<br />

- II -<br />

Hay que tomarlo desde algo atrás y contar lo que pasó, o por mejor decir, lo que se<br />

charló anteayer en la tertulia semanal de la duquesa de Sahagún, a la cual soy asidua<br />

concurrente. También la frecuenta mi paisano el comandante de artillería don Gabriel Pardo<br />

de la Lage, cumplido caballero, aunque un poquillo inocentón, y sobre todo muy<br />

estrafalario y bastante pernicioso en sus ideas, que a veces sostiene con gran calor y<br />

terquedad, si bien las más noches le da por acoquinarse y callar o jugar al tresillo, sin<br />

importársele de lo que pasa en nuestro corro. No obstante, desde que yo soy obligada todos<br />

los miércoles, notan que don Gabriel se acerca más al círculo de las señoras y gusta de<br />

armar pendencia conmigo y con la dueña de la casa; por lo cual hay quien asegura que no le<br />

parezco saco de paja a mi paisano, aun cuando otros afirman que está enamorado de una<br />

prima o sobrina suya, acerca de quien se refieren no sé qué historias raras. En fin, el caso es<br />

que disputando y peleándonos siempre, no hacemos malas migas el comandante y yo. ¡Qué<br />

malas migas! A cada polémica que armamos, parece aumentar nuestra simpatía, como si<br />

sus mismas genialidades morales (no sé darles otro nombre) me fuesen cayendo en gracia y<br />

pareciéndome indicio de cierta bondad interior... Ello va mal expresado..., pero yo me<br />

entiendo.<br />

Pues anteayer (para venir al asunto), estuvo el comandante desde los primeros<br />

momentos muy decidor y muy alborotado, haciéndonos reír con sus manías. Le sopló la<br />

ventolera de sostener una vulgaridad: que España es un país tan salvaje como el África<br />

Central, que todos tenemos sangre africana, beduina, árabe o qué sé yo, y que todas esas<br />

músicas de ferrocarriles, telégrafos, fábricas, escuelas, ateneos, libertad política y<br />

periódicos, son en nosotros postizas y como pegadas con goma, por lo cual están siempre<br />

despegándose, mientras lo verdaderamente nacional y genuino, la barbarie, subsiste,<br />

prometiendo durar por los siglos de los siglos. Sobre esto se levantó el caramillo que es de<br />

suponer. Lo primero que le repliqué fue compararlo a los franceses, que creen que sólo


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servimos para bailar el bolero y repicar las castañuelas; y añadí que la gente bien educada<br />

era igual, idéntica, en todos los países del mundo.<br />

- Pues mire usted, eso empiezo por negarlo - saltó Pardo con grandísima fogosidad -.<br />

De los Pirineos acá, todos, sin excepción, somos salvajes, lo mismo las personas finas que<br />

los tíos; lo que pasa es que nosotros lo disimulamos un poquillo más, por vergüenza, por<br />

convención social, por conveniencia propia; pero que nos pongan el plano inclinado, y ya<br />

resbalaremos. El primer rayito de sol de España (este sol con que tanto nos muelen los<br />

extranjeros y que casi nunca está en casa, porque aquí llueve lo propio que en París, que ese<br />

es el chiste...).<br />

Le interrumpí:<br />

- Hombre, sólo falta que también niegue usted el sol.<br />

- No lo niego, ¡qué he de negarlo! Por lo mismo que suele embozarse bien en invierno,<br />

de miedo a las pulmonías, en verano lo tienen ustedes convirtiendo a Madrid en sartén o<br />

caldera infernal, donde nos achicharramos todos... Y claro, no bien asoma, produce una<br />

fiebre y una excitación endiabladas... Se nos sube a la cabeza, y entonces es cuando se<br />

nivelan las clases ante la ordinariez y la ferocidad general...<br />

- Vamos, ya pareció aquello. Usted lo dice por las corridas de toros.<br />

En efecto, a Pardo le da muy fuerte eso de las corridas. Es uno de sus principales y<br />

frecuentes asuntos de sermón. En tomando la ampolleta sobre los toros, hay que oírle poner<br />

como digan dueñas a los partidarios de tal espectáculo, que él considera tan pecaminoso<br />

como el padre Urdax los bailes de Piñata y las representaciones del Demimonde y<br />

Divorciémonos. Sale a relucir aquello de las tres fieras, toro, torero y público; la primera,<br />

que se deja matar porque no tiene más remedio; la segunda, que cobra por matar; la tercera,<br />

que paga para que maten, de modo que viene a resultar la más feroz de las tres; y también<br />

aquello de la suerte de pica, y de las tripas colgando, y de las excomuniones del Papa contra<br />

los católicos que asisten a corridas, y de los perjuicios a la agricultura... Lo que es la cuenta<br />

de perjuicios la saca de un modo imponente. Hasta viene a resultar que por culpa de los<br />

toros hay déficit en la Hacienda y hemos tenido las dos guerras civiles... (Verdad que esto<br />

lo soltó en un instante de acaloramiento, y como vio la greguería y la chacota que armamos,<br />

medio se desdijo.) Por todo lo cual, yo pensé que al nombrar ferocidad y barbarie, vendrían<br />

los toros detrás. No era eso. Pardo contestó:


8<br />

- Dejemos a un lado los toros, aunque bien revelan el influjo barbarizante o<br />

barbarizador (como ustedes gusten) del sol, ya que es axiomático que sin sol no hay corrida<br />

buena. Pero prescindamos de ellos; no quiero que digan ustedes que ya es manía en mí la de<br />

sacar a relucir la gente cornúpeta. Tomemos cualquiera otra manifestación bien genuina de<br />

la vida nacional..., algo muy español y muy característico... ¿No estamos en tiempo de<br />

ferias? ¿No es mañana San Isidro Labrador? ¿No va la gente estos días a solazarse por la<br />

pradera y el cerro?<br />

- Bueno: ¿y qué? ¿También criticará usted las ferias y el Santo? Este señor no perdona<br />

ni a la corte celestial.<br />

- Bueno está el Santo, y valiente saturnal asquerosa la que sus devotos le ofrecen. Si<br />

San Isidro la ve, él que era un honrado y pacífico agricultor, convierte en piedras los<br />

garbanzos tostados, y desde el cielo descalabra a sus admiradores. Aquello es un aquelarre,<br />

una zahúrda de Plutón. Los instintos españoles más típicos corren allí desbocados, luciendo<br />

su belleza. Borracheras, pendencias, navajazos, gula, libertinaje grosero, blasfemias, robos,<br />

desacatos y bestialidades de toda calaña... Bonito tableau, señoras mías... Eso es el pueblo<br />

español cuando le dan suelta. Lo mismito que los potros al salir a la dehesa, que su<br />

felicidad consiste en hartarse de relinchos y coces.<br />

- Si me habla usted de la gente ordinaria...<br />

- No, es que insisto: todos iguales en siendo españoles; el instinto vive allá en el fondo<br />

del alma; el problema es de ocasión y lugar, de poder o no sacudir ciertos miramientos que<br />

la educación impone: cosa externa, cáscara y nada más.<br />

-¡Qué teorías, Dios misericordioso! ¿Ni siquiera admite usted excepciones a favor de<br />

las señoras? ¿Somos salvajes también?<br />

- También, y acaso más que los hombres, que al fin ustedes se educan menos y peor...<br />

No se dé usted por resentida, amiga Asís. Concederé que usted sea la menor cantidad de<br />

salvaje posible, porque al fin nuestra tierra es la porción más apacible y sensata de España.<br />

Aquí la duquesa volvió la cabeza con sobresalto. Desde el principio de la disputa estaba<br />

entretenida dando conversación a un tertuliano nuevo, muchacho andaluz, de buena<br />

presencia, hijo de un antiguo amigo del duque, el cual, según me dijeron, era un rico<br />

hacendado residente en Cádiz. La duquesa no admite presentados, y sólo por circunstancias<br />

así pueden encontrarse caras desconocidas en su tertulia. En cambio, a las relaciones ya


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antiguas las agasaja muchísimo, y es tan consecuente y cariñosa en el trato, que todos se<br />

hacen lenguas alabando su perseverancia, virtud que, según he notado, abunda en la corte<br />

más de lo que se cree. Advertía yo que, sin dejar de atender al forastero, la duquesa<br />

aplicaba el oído a nuestra disputa y rabiaba por mezclarse en ella: la proporción le vino<br />

rodada para hacerlo, metiendo en danza al gaditano.<br />

- Muchas gracias, señor de Pardo, por la parte que nos toca a los andaluces. Estos<br />

galleguitos siempre arriman el ascua a su sardina. ¡Más aprovechados son! De salvajes nos<br />

ha puesto, así como quien no quiere la cosa.<br />

-¡Oh duquesa, duquesa, duquesa! -respondió Pardo con mucha guasa-. ¡Darse por<br />

aludida usted, usted que es una señora tan inteligente, protectora de las bellas artes! ¡Usted<br />

que entiende de pucheros mudéjares y barreñones asirios! ¡Usted que posee colecciones<br />

mineralógicas que dejan con la boca abierta al embajador de Alemania! ¡Usted, señora, que<br />

sabe lo que significa fósil! ¡Pues si hasta miedo le han cobrado a usted ciertos pedantes que<br />

yo conozco!<br />

- Haga usted el favor de no quedarse conmigo suavemente. No parece sino que soy<br />

alguna literata o alguna marisabidilla... Porque le guste a uno un cuadro o una porcelana...<br />

Si cree usted que así vamos a correr un velo sobre aquello del salvajismo... ¿Qué opina<br />

usted de eso, Pacheco? Según este caballero, que ha nacido en Galicia, es salvaje toda<br />

España y más los andaluces. Asís, el señor don Diego Pacheco... Pacheco, la señora<br />

marquesa viuda de Andrade... el señor don Gabriel Pardo...<br />

El gaditano, sin pronunciar palabra, se levantó y vino a apretarme la mano haciendo una<br />

cortesía; yo murmuré entre dientes eso que se murmura en casos análogos. Llena la<br />

fórmula, nos miramos con la curiosidad fría del primer momento, sin fijarnos en detalles.<br />

Pacheco, que llevaba con soltura el frac, me pareció distinguido, y aunque andaluz, le<br />

encontré más bien trazas inglesas: se me figuró serio y no muy locuaz ni disputador.<br />

Haciéndose cargo de la indicación de la duquesa, dijo con acento cerrado y frase perezosa:<br />

- A cada país le cae bien lo suyo... Nuestra tierra no ha dado pruebas de ser nada ruda:<br />

tenemos allá de too: poetas, pintores, escritores... Cabalmente en Andalucía la gente pobre<br />

es mu fina y mu despabilaa. Protesto contra lo que se refiere a las señoras. Este cabayero<br />

convendrá en que toítas son unos ángeles del cielo.


10<br />

- Si me llama usted al terreno de la galantería - respondió Pardo -, convendré en lo que<br />

usted guste... Sólo que esas generalidades no prueban nada. En las unidades nacionales no<br />

veo hombres ni mujeres: veo una raza, que se determina históricamente en esta o en aquella<br />

dirección...<br />

-¡Ay, Pardo! - suplicó la duquesa con mucha gracia -. Nada de palabras retorcidas, ni de<br />

filosofías intrincadas. Hable usted clarito y en cristiano. Mire usted que no hemos llegado a<br />

sabios, y que nos vamos a quedar en ayunas.<br />

- Bueno: pues hablando en cristiano, digo que ellos y ellas son de la misma pasta,<br />

porque no hay más remedio, y que en España (allá va, ustedes se empeñan en que ponga los<br />

puntos sobre las íes) también las señoras pagan tributo a la barbarie -lo cual puede no<br />

advertirse a primera vista porque su sexo las obliga a adoptar formas menos toscas, y las<br />

condena al papel de ángeles, como les ha llamado este caballero-. Aquí está nuestra amiga<br />

Asís, que a pesar de haber nacido en el Noroeste, donde las mujeres son reposadas, dulces y<br />

cariñosas, sería capaz, al darle un rayo de sol en la mollera, de las mismas atrocidades que<br />

cualquier hija del barrio de Triana o del Avapiés...<br />

-¡Ay, paisano!, ya digo que está usted tocado, incurable. Con el sol tiene la tema. ¿Qué<br />

le hizo a usted el sol, para que así lo traiga al retortero?<br />

- Serán aprensiones, pero yo creo que lo llevamos disuelto en la sangre y que a lo mejor<br />

nos trastorna.<br />

año.<br />

- No lo dirá usted por nuestra tierra. Allá no le vemos la cara sino unos cuantos días del<br />

- Pues no lo achaquemos al sol; será el aire ibérico; el caso es que los gallegos, en ese<br />

punto, sólo aparentemente nos distinguimos del resto de la Península. ¿Ha visto usted qué<br />

bien nos acostumbramos a las corridas de toros? En Marineda ya se llena la plaza y se<br />

calientan los cascos igual que en Sevilla o Córdoba. Los cafés flamencos hacen furor; las<br />

cantaoras traen revuelto al sexo masculino; se han comprado cientos de navajas, y lo peor<br />

es que se hace uso de ellas; hasta los chicos de la calle se han aprendido de memoria el<br />

tecnicismo taurómaco; la manzanilla corre a mares en los tabernáculos marinedinos; hay<br />

sus cañitas y todo; una parodia ridícula; corriente; pero parodia que sería imposible donde<br />

no hubiese materia dispuesta para semejantes aficiones. Convénzanse ustedes: aquí en<br />

España, desde la Restauración, maldito si hacemos otra cosa más que jalearnos a nosotros


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mismos. Empezó la broma por todas aquellas demostraciones contra don Amadeo: lo de las<br />

peinetas y mantillas, los trajecitos a medio paso y los caireles; siguió con las barbianerías<br />

del difunto rey, que le había dado por lo chulo, y claro, la gente elegante le imitó; y ahora<br />

es ya una epidemia, y entre patriotismo y flamenquería, guitarreo y cante jondo, panderetas<br />

con madroños colorados y amarillos, y abanicos con las hazañas y los retratos de Frascuelo<br />

y Mazzantini, hemos hecho una Españita bufa, de tapiz de Goya o sainete de don Ramón de<br />

la Cruz. Nada, es moda y a seguirla. Aquí tiene usted a nuestra amiga la duquesa, con su<br />

cultura, y su finura, y sus mil dotes de dama: ¿pues no se pone tan contenta cuando le dicen<br />

que es la chula más salada de Madrid?<br />

- Hombre, si fuese verdad, ¡ya se ve que me pondría! - exclamó la duquesa con la<br />

viveza donosa que la distingue -. ¡A mucha honra!, más vale una chula que treinta gringas.<br />

Lo gringo me apesta. Soy yo muy españolaza: ¿se entera usted? Se me figura que más vale<br />

ser como Dios nos hizo, que no que andemos imitando todo lo de extranjis... Estas manías<br />

de vivir a la inglesa, a la francesa... ¿Habrá ridiculez mayor? De Francia los perifollos;<br />

bueno; no ha de salir uno por ahí espantando a la gente, vestido como en el año de la<br />

nanita... De Inglaterra los asados... y se acabó. Y diga usted, muy señor mío de mi mayor<br />

aprecio: ¿cómo es eso de que somos salvajes los españoles y no lo es el resto del género<br />

humano? En primer lugar: ¿se puede saber a qué llama usted salvajadas? En segundo: ¿qué<br />

hace nuestro pueblo, pobre infeliz, que no hagan también los demás de Europa? Conteste.<br />

-¡Ay!..., ¡si me aplasta usted!..., ¡si ya no sé por donde ando! Pietá, Signor. Vamos,<br />

duquesa, insisto en el ejemplo de antes: ¿ha visto usted la romería de San Isidro?<br />

- Vaya si la he visto. Por cierto que es de lo más entretenido y pintoresco. Tipos se<br />

encuentran allí, que... Tipos de oro. ¿Y los columpios? ¿Y los tiovivos? ¿Y aquella<br />

animación, aquel hormigueo de la gente? Le digo a usted que, para mí, hay poco tan salado<br />

como esas fiestas populares. ¿Que abundan borracheras y broncas? Pues eso pasa aquí y en<br />

Flandes: ¿o se ha creído usted que allá, por la Inglaterra, la gente no se pone nunca a<br />

medios pelos, ni se arma quimera, ni hace barbaridad ninguna?<br />

- Señora... - exclamó Pardo desalentado -, usted es para mí un enigma. Gustos tan<br />

refinados en ciertas cosas, y tal indulgencia para lo brutal y lo feroz en otras, no me lo<br />

explico sino considerando que con un corazón y un ingenio de primera, pertenece usted a


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una generación bizantina y decadente, que ha perdido los ideales... Y no digo más, porque<br />

se reirá usted de mí.<br />

- Es muy saludable ese temor; así no me hablará usted de cosazas filosóficas que yo no<br />

entiendo - respondió la duquesa soltando una de sus carcajadas argentinas, aunque<br />

reprimidas siempre -. No haga usted caso de este hombre, marquesa -murmuró volviéndose<br />

a mí-. Si se guía usted por él la convertirá en una cuákera. Vaya usted al Santo, y verá cómo<br />

tengo razón y aquello es muy original y muy famoso. Este señor ha descubierto que sólo se<br />

achispan los españoles: lo que es los ingleses, ¡angelitos de mi vida!, ¡qué habían de<br />

ajumarse nunca!<br />

- Señora - replicó el comandante riendo, pero sofocado ya-: los ingleses se achispan;<br />

conformes: pero se achispan con sherry, con cerveza o con esos alcoholes endiablados que<br />

ellos usan; no como nosotros, con el aire, el agua, e l ruido, la música y la luz del cielo;<br />

ellos se volverán unos cepos así que trincan, pero nosotros nos volvemos fieras; nos entra<br />

en el cuerpo un espíritu maligno de bravata y fanfarronería, y por gusto nos ponemos a<br />

cometer las mayores ordinarieces, empeñándonos en imitar al populacho. Y esto lo mismo<br />

las damas que los caballeros, si a mano viene, como dicen en mi país. Transijamos con<br />

todo, excepto con la ordinariez, duquesa.<br />

- Hasta la presente - declaró con gentil confusión la dama -, no hemos salido ni la<br />

marquesa de Andrade ni yo a trastear ningún novillo.<br />

- Pues todo se andará, señoras mías, si les dan paño - respondió el comandante.<br />

- A este señor le arañamos nosotras - afirmó la duquesa fingiendo con chiste un enfado<br />

descomunal.<br />

-¿Y el señor Pacheco, que no nos ayuda? - murmuré volviéndome hacia el silencioso<br />

gaditano. Este tenía los ojos fijos en mí, y sin apartarlos, disculpó su neutralidad declarando<br />

que ya nos defendíamos muy bien y maldita la falta que nos hacían auxilios ajenos: al poco<br />

rato miró el reloj, se levantó, despidiose con igual laconismo, y fuese. Su marcha varió por<br />

completo el giro de la conversación. Se habló de él, claro está: la Sahagún refirió que lo<br />

había tenido a su mesa, por ser hijo de persona a quien estimaba mucho, y añadió que ahí<br />

donde lo veíamos, hecho un moro por la indolencia y un inglés por la sosería, no era sino<br />

un calaverón de tomo y lomo, decente y caballero sí, pero aventurero y gracioso como<br />

nadie, muy gastador y muy tronera, de quien su padre no podía hacer bueno, ni traerle al


13<br />

camino de la formalidad y del sentido práctico, pues lo único para que hasta la fecha servía<br />

era para trastornar la cabeza a las mujeres. Y entonces el comandante (he notado que a<br />

todos los hombres les molesta un poquillo que delante de ellos se diga de otros que nos<br />

trastornan la cabeza) murmuró como hablando consigo mismo:<br />

- Buen ejemplar de raza española.<br />

- III -<br />

Bien sabe Dios que cuando al siguiente día, de mañana, salí a oír misa a San Pascual,<br />

por ser la festividad del patrón de Madrid, iba yo con mi eucologio y mi mantillita hecha<br />

una santa, sin pensar en nada inesperado y novelesco, y a quien me profetizase lo que<br />

sucedió después, creo que le llevo a los tribunales por embustero e insolente. Antes de<br />

entrar en la iglesia, como era temprano, me estiré a dar un borde por la calle de Alcalá, y<br />

recuerdo que, pasando frente al Suizo, dos o tres de esos chulos de pantalón estrecho y<br />

chaquetilla corta que se están siempre plantados allí en la acera, me echaron una sarta de<br />

requiebros de lo más desatinado; verbigracia: «Ole, ¡viva la purificación de la canela!<br />

Uyuyuy, ¡vaya unos ojos que se trae usted, hermosa! Soniche, ¡viva hasta el cura que<br />

bautiza a estas hembras con mansanilla e lo fino!». Trabajo me costó contener la risa al<br />

entreoír estos disparates; pero logré mantenerme seria y apreté el paso a fin de perder de<br />

vista a los ociosos.<br />

Cerca de la Cibeles me fijé en la hermosura del día. Nunca he visto aire más ligero, ni<br />

cielo más claro; la flor de las acacias del paseo de Recoletos olía a gloria, y los árboles<br />

parecía que estrenaban vestido nuevo de tafetán verde. Ganas me entraron de correr y<br />

brincar como a los quince, y hasta se me figuraba que en mis tiempos de chiquilla, no había<br />

sentido nunca tal exceso de vitalidad, tales impulsos de hacer extravagancias, de arrancar<br />

ramas de árbol y de chapuzarme en el pilón presidido por aquella buena señora de los<br />

leones... Nada menos que estas tonterías me estaba pidiendo el cuerpo a mí.<br />

Seguí bajando hacia las Pascualas, con la devoción de la misa medio evaporada y<br />

distraído el espíritu. Poco distaba ya de la iglesia, cuando distinguí a un caballero, que<br />

parado al pie de corpulento plátano, arrojaba a los jardines un puro enterito y se dirigía<br />

luego a saludarme. Y oí una voz simpática y ceceosa, que me decía:


14<br />

- A los pies... ¿Adónde bueno tan de mañana y tan sola?<br />

- Calle... Pacheco... ¿Y usted? Usted sí que de fijo no viene a misa.<br />

-¿Y usted qué sabe? ¿Por qué no he de venir a misa yo?<br />

Trocamos estas palabras con las manos cogidas y una familiaridad muy extraña, dado lo<br />

ceremonioso y somero de nuestro conocimiento la víspera. Era sin duda que influía en<br />

ambos la transparencia y alegría de la atmósfera, haciendo comunicativa nuestra<br />

satisfacción y dando carácter expansivo a nuestra voz y actitudes. Ya que estoy dialogando<br />

con mi alma y nada ha de ocultarse, la verdad es que en lo cordial de mi saludo entró por<br />

mucho la favorable impresión que me causaron las prendas personales del andaluz. Señor,<br />

¿por qué no han de tener las mujeres derecho para encontrar guapos a los hombres que lo<br />

sean, y por qué ha de mirarse mal que lo manifiesten (aunque para manifestarlo dijesen<br />

tantas majaderías como los chulos del café Suizo)? Si no lo decimos, lo pensamos, y no hay<br />

nada más peligroso que lo reprimido y oculto, lo que se queda dentro. En suma, Pacheco,<br />

que vestía un elegante terno gris claro, me pareció galán de veras; pero con igual sinceridad<br />

añadiré que esta idea no me preocupó arriba de dos segundos, pues yo no me pago<br />

solamente del exterior. Buena prueba di de ello casándome a los veinte con mi tío, que tenía<br />

lo menos cincuenta, y lo que es de gallardo...<br />

Adelante. El señor de Pacheco, sin reparar que ya tocaban a misa, pegó la hebra, y<br />

seguimos de palique, guareciéndonos a la sombra del plátano, porque el sol nos hacía<br />

guiñar los ojos más de lo justo.<br />

-¡Pero qué madrugadora!<br />

-¿Madrugadora porque oigo misa a las diez?<br />

- Sí señó: todo lo que no sea levantarse para almorsá...<br />

- Pues usted hoy madrugó otro tanto.<br />

- Tuve corasonada. Esta tarde estarán buenos los toros: ¿no va usted?<br />

- No: hoy no irá la Sahagún, y yo generalmente voy con ella.<br />

-¿Y a las carreras de caballos?<br />

- Menos; me cansan mucho: una revista de trapos y moños: una insulsez. Ni entiendo<br />

aquel tejemaneje de apuestas. Lo único divertido es el desfile.<br />

- Y entonces, ¿por qué no va a San Isidro?<br />

-¡A San Isidro! ¿Después de lo que nos predicó ayer mi paisano?


15<br />

- Buen caso hase usted de su paisano.<br />

- Y ¿creerá usted que con tantos años como llevo de vivir en Madrid, ni siquiera he<br />

visto la ermita?<br />

-¿Que no? Pues hay que verla; se distraerá usted muchísimo; ya sabe lo que opina la<br />

duquesa, que esa fiesta merece el viaje. Yo no la conozco tampoco; verdá que soy forastero.<br />

- Y... ¿y los borrachos, y los navajazos, y todo aquello de que habló don Gabriel? ¿Será<br />

exageración suya?<br />

-¡Yo qué sé! ¡Qué más da!<br />

- Me hace gracia... ¿Dice usted que no importa? ¿Y si luego paso un susto?<br />

-¡Un susto yendo conmigo!<br />

-¿Con usted? - y solté la risa.<br />

-¡Conmigo, ya se sabe! No tiene usted por qué reírse, que soy mu buen compañero.<br />

Me reí con más ganas, no sólo de la suposición de que Pacheco me acompañase, sino de<br />

su acento andaluz, que era cerrado y sandunguero sin tocar en ordinario, como el de ciertos<br />

señoritos que parecen asistentes.<br />

Pacheco me dejó acabar de reír, y sin perder su seriedad, con mucha calma, me explicó<br />

lo fácil y divertido que sería darse una vueltecita por la feria, a primera hora, regresando a<br />

Madrid sobre las doce o la una. ¡Si me hubiese tapado con cera los oídos entonces, cuántos<br />

males me evitaría! La proposición, de repente, empezó a tentarme, recordando el dicho de<br />

la Sahagún: «Vaya usted al Santo, que aquello es muy original y muy famoso». Y<br />

realmente, ¿qué mal había en satisfacer mi curiosidad?, pensaba yo. Lo mismo se oía misa<br />

en la ermita del Santo que en las Pascualas; nada desagradable podía ocurrirme llevando<br />

conmigo a Pacheco, y si alguien me veía con él, tampoco sospecharía cosa mala de mí a<br />

tales horas y en sitio tan público. Ni era probable que anduviese por allí la sombra de una<br />

persona decente, ¡en día de carreras y toros!, ¡a las diez de la mañana! La escapatoria no<br />

ofrecía riesgo... ¡y el tiempo convidaba tanto! En fin, que si Pacheco porfiaba algo más, lo<br />

que es yo...<br />

Porfió sin impertinencia, y tácitamente, sonriendo, me declaré vencida. ¡Solemne<br />

ligereza! Aún no había articulado el sí y ya discutíamos los medios de locomoción. Pacheco<br />

propuso, como más popular y típico, el tranvía; pero yo, a fin de que la cosa no tuviese el<br />

menor aspecto de informalidad, preferí mi coche. La cochera no estaba lejos: calle del


16<br />

Caballero de Gracia: Pacheco avisaría, mandaría que enganchasen e iría a recogerme a mi<br />

casa, por donde yo necesitaba pasar antes de la excursión. Tenía que tomar el abanico, dejar<br />

el devocionario, cambiar mantilla por sombrero... En casa le esperaría. Al punto que<br />

concertamos estos detalles, Pacheco me apretó la mano y se apartó corriendo de mí. A la<br />

distancia de diez pasos se paró y preguntó otra vez:<br />

-¿Dice usted que el coche cierra en el Caballero de Gracia?<br />

- Sí, a la izquierda... un gran portalón...<br />

Y tomé aprisita el camino de mi vivienda, porque la verdad es que necesitaba hacer<br />

muchas más cosas de las que le había confesado a Pacheco; ¡pero vaya usted a enterar a un<br />

hombre...! Arreglarme el pelo, darme velutina, buscar un pañolito fino, escoger unas botas<br />

nuevas que me calzan muy bien, ponerme guantes frescos y echarme en el bolsillo un<br />

sachet de raso que huele a iris (el único perfume que no me levanta dolor de cabeza).<br />

Porque al fin, aparte de todo, Pacheco era para mí persona de cumplido; íbamos a pasar<br />

algunas horas juntos y observándonos muy de cerca, y no me gustaría que algún rasgo de<br />

mi ropa o mi persona le produjese efecto desagradable. A cualquier señora, en mi caso, le<br />

sucedería lo propio.<br />

Llegué al portal sofocada y anhelosa, subí a escape, llamé con furia y me arrojé en el<br />

tocador, desprendiéndome la mantilla antes de situarme frente al espejo. «Ángela, el<br />

sombrero negro de paja con cinta escocesa... Ángela, el antucá a cuadritos..., las botas<br />

bronceadas»...<br />

Vi que la Diabla se moría de curiosidad... «¿Sí?, pues con las ganas de saber te quedas,<br />

hija... La curiosidad es muy buena para la ropa blanca». Pero no se le coció a la chica el pan<br />

en el cuerpo y me soltó la píldora.<br />

-¿La señorita almuerza en casa?<br />

Para desorientarla respondí:<br />

- Hija, no sé... Por si acaso, tenerme el almuerzo listo, de doce y media a una... Si a la<br />

una no vengo, almorzad vosotros...; pero reservándome siempre una chuleta y una taza de<br />

caldo..., y mi té con leche, y mis tostadas.<br />

Cuando estaba arreglando los rizos de la frente bajo el ala del sombrero, reparé en un<br />

precioso cacharro azul, lleno de heliotropos, gardenias y claveles, que estaba sobre la<br />

chimenea.


17<br />

-¿Quién ha mandado eso?<br />

- El señor comandante Pardo..., el señorito Gabriel.<br />

-¿Por qué no me lo enseñabas?<br />

- Vino la señorita tan aprisa... Ni me dio tiempo.<br />

No era la primera vez que mi paisano me obsequiaba con flores. Escogí una gardenia y<br />

un clavel rojo, y prendí el grupo en el pecho. Sujeté el velo con un alfiler; tomé un casaquín<br />

ligero de paño; mandé a Ángela que me estirase la enagua y volante, y me asomé, a ver si<br />

por milagro había llegado el coche. Aún no, porque era imposible; pero a los diez minutos<br />

desembocaba a la entrada de la calle. Entonces salí a la antesala andando despacio, para que<br />

la Diabla no acabase de escamarse; me contuve hasta cruzar la puerta; y ya en la escalera,<br />

me precipité, llegando al portal cuando se paraba la berlina y saltaba en la acera Pacheco.<br />

-¡Qué listo anduvo el cochero! - le dije.<br />

- El cochero y un servidor de usted, señora - contestó el gaditano teniendo la portezuela<br />

para que yo subiese-. Con estas manos he ayudao a echar las guarniciones y hasta se me<br />

figura que a lavar las ruedas.<br />

Salté en la berlina, quedándome a la derecha, y Pacheco entró por la portezuela<br />

contraria, a fin de no molestarme y con ademán de profundo respeto...: ¡valiente hipócrita<br />

está él! Nos miramos indecisos por espacio de una fracción de segundo, y mi acompañante<br />

me preguntó en voz sumisa:<br />

-¿Doy orden de ir camino de la pradera?<br />

- Sí, sí... Dígaselo usted por el vidrio.<br />

Sacó fuera la cabeza y gritó: «¡Al Santo!». La berlina arrancó inmediatamente, y entre<br />

el primer retemblido de los cristales, exclamó Pacheco:<br />

- Veo que se ha prevenío usted contra el calor y el sol... Todo hace falta.<br />

Sonreí sin responder, porque me encontraba (y no tiene nada de sorprendente) algo<br />

cohibida por la novedad de la situación. No se desalentó el gaditano.<br />

- Lleva usted ahí unas flores presiosas... ¿No sobraba para mí ninguna? ¿Ni siquiera una<br />

rosita de a ochavo? ¿Ni un palito de albahaca?<br />

- Vamos - murmuré -, que no es usted poco pedigüeño... Tome usted para que se calle.<br />

Desprendí la gardenia y se la ofrecí. Entonces hizo mil remilgos y zalemas.


18<br />

- Si yo no pretendía tanto... Con el rabillo me contentaba, o con media hoja que usted le<br />

arrancase... ¡Una gardenia para mí solo! No sé cómo lucirla... No se me va a sujetar en el<br />

ojal... A ver si usted consigue, con esos deditos...<br />

- Vamos, que usted no pedía tanto, pero quiere que se la prendan, ¿eh? Vuélvase usted<br />

un poco, voy a afianzársela. Introduje el rabo postizo de la flor en el ojal de Pacheco, y<br />

tomando de mi corpiño un alfiler sujeté la gardenia, cuyo olor a pomada me subía al<br />

cerebro, mezclado con otro perfume fino, procedente, sin duda, del pelo de mi<br />

acompañante. Sentí un calor extraordinario en el rostro, y al levantarlo, mis ojos se<br />

tropezaron con los del meridional, que en vez de darme las gracias, me contempló de un<br />

modo expresivo e interrogador. En aquel momento casi me arrepentí de la humorada de ir a<br />

la feria; pero ya...<br />

Torcí el cuello y miré por la ventanilla. Bajábamos de la plazuela de la Cebada a la calle<br />

de Toledo. Una marea de gente, que también descendía hacia la pradera, rodeaba el coche y<br />

le impedía a veces rodar. Entre la multitud dominguera se destacaban los vistosos colorines<br />

de algún bordado pañolón de Manila, con su fleco de una tercia de ancho. Las chulas se<br />

volvían y registraban con franca curiosidad el interior de la berlina. Pacheco sacó la cabeza<br />

y le dijo a una no sé qué.<br />

- Nos toman por novios - advirtió dirigiéndose a mí -. No se ponga usted más colorada:<br />

es lo que le faltaba para acabar de estar linda - añadió medio entre dientes.<br />

Hice como si no oyese el piropo y desvié la conversación, hablando del pintoresco<br />

aspecto de la calle de Toledo, con sus mil tabernillas, sus puestos ambulantes de quincalla,<br />

sus anticuadas tiendas y sus paradores que se conservan lo mismito que en tiempo de<br />

Carlos cuarto. Noté que Pacheco se fijaba poco en tales menudencias, y en vez de observar<br />

las curiosidades de la calle más típica que tiene Madrid, llevaba los ojos puestos en mí con<br />

disimulo, pero con pertinacia, como el que estudia una fisonomía desconocida para leer en<br />

ella los pensamientos de la dueña. Yo también, a hurtadillas, procuraba enterarme de los<br />

más mínimos ápices de la cara de Pacheco. No dejaba de llamarme la atención la mezcla de<br />

razas que creía ver en ella. Con un pelo negrísimo y una tez quemada del sol, casaban mal<br />

aquel bigote dorado y aquellos ojos azules.<br />

-¿Es usted hijo de inglesa? - le pregunté al fin -. Me han contado que en la costa del<br />

Mediterráneo hay muchas bodas entre ingleses y españolas, y al revés.


19<br />

sangre.<br />

- Es cierto que hay muchísimas, en Málaga sobre todo; pero yo soy español de pura<br />

Le volví a mirar y comprendí lo tonto de mi pregunta. Ya recordaba haber oído a algún<br />

sabio de los que suele convidar a comer la Sahagún cuando no tiene otra cosa en que<br />

entretenerse, que es una vulgaridad figurarse que los españoles no pueden ser rubios, y que<br />

al contrario el tipo rubio abunda en España, sólo que no se confunde con el rubio sajón,<br />

porque es mucho más fino, más enjuto, así al modo de los caballos árabes. En efecto, los<br />

ingleses que yo conozco son por lo regular unos montones de carne sanguínea, que al<br />

parecer se escapa sola a la parrilla del rosbif; tienen cada cogote y cada pescuezo como<br />

ruedas de remolacha; las bocas de ellos dan asco de puro coloradotas, y las frentes, de tan<br />

blancas, fastidian ya, porque eso de la frente pura está bueno para las señoritas, no para los<br />

hombres. ¿Cuándo se verá en ningún inglés un corte de labios sutil, y una sien hundida, y<br />

un cuello delgado y airoso como el de Pacheco? Pero al grano: ¿pues no me entretengo<br />

recreándome en las perfecciones de ese pillo?<br />

¡Qué hermoso y alegre estaba el puente de Toledo! Lo recuerdo como se recuerda una<br />

decoración del Teatro Real. Hervía la gente, y mirando hacia abajo, por la pradera y por<br />

todas las orillas del Manzanares, no se veían más que grupos, procesiones, corrillos,<br />

escenas animadísimas de esas que se pintan en las panderetas. A mí ciertos monumentos,<br />

por ejemplo las catedrales, casi me parecen más bonitas solitarias; pero el puente de<br />

Toledo, con sus retablazos, o nichos, o lo que sean aquellos fantasmones barrocos que le<br />

guarnecen a ambos lados, no está bien sin el rebullicio y la algazara de la gentuza, los<br />

chulapos y los tíos, los carniceros y los carreteros, que parece que acaban de bajarse de un<br />

lienzo de Goya. Ahora que se han puesto tan de moda los casacones, el puente tiene un<br />

encanto especial. Nuestro coche dio vuelta para tomar el camino de la pradera, y allí, en el<br />

mismo recodo, vi una tienda rara, una botería, en cuya fachada se ostentaban botas de todos<br />

los tamaños, desde la que mide treinta azumbres de vino, hasta la que cabe en el bolsillo del<br />

pantalón. Pacheco me propuso que, para adoptar el tono de la fiesta, comprásemos una<br />

botita muy cuca que colgaba sobre el escaparate y la llenásemos de Valdepeñas:<br />

proposición que rechacé horrorizada.<br />

No sé quién fue el primero que llamó feas y áridas a las orillas del Manzanares, ni por<br />

qué los periódicos han de estar siempre soltándole pullitas al pobre río, ni cómo no


20<br />

prendieron a aquel farsante de escritor francés (Alejandro Dumas, si no me engaño) que le<br />

ofreció de limosna un vaso de agua. Convengo en que no es muy caudaloso, ni tan<br />

frescachón como nuestro Miño o nuestro Sil; pero vamos, que no falta en sus orillas algún<br />

rinconcito ameno, verde y simpático. Hay árboles que convidan a descansar a la sombra, y<br />

unos puentes rústicos por entre los lavaderos, que son bonitos en cualquier parte. La verdad<br />

es que acaso influía en esta opinión que formé entonces, el que se me iba quitando el susto<br />

y me rebosaba el contento por haber realizado la escapatoria. Varios motivos se reunían<br />

para completar mi satisfacción. Mi traje de céfiro gris sembrado de anclitas rojas, era de<br />

buen gusto en una excursión matinal como aquella; mi sombrero negro de paja me sentaba<br />

bien, según comprobé en el vidrio delantero de la berlina; el calor aún no molestaba mucho;<br />

mi acompañante me agradaba, y la calaverada, que antes me ponía miedo, iba<br />

pareciéndome lo más inofensivo del mundo, pues no se veía por allí ni rastro de persona<br />

regular que pudiese conocerme. Nada me aguaría tanto la fiesta como tropezarme con algún<br />

tertuliano de la Sahagún, o vecina de butacas en el Real, que fuese luego a permitirse<br />

comentarios absurdos. Sobran personas maldicientes y deslenguadas que interpretan y<br />

traducen siniestramente las cosas más sencillas, y de poco le sirve a una mujer pasarse la<br />

vida muy sobre aviso, si se descuida una hora... (Sí, y lo que es a mí, en la actualidad, me<br />

caen muy bien estas reflexiones. En fin, prosigamos.) El caso es que la pradera ofrecía<br />

aspecto tranquilizador. Pueblo aquí, pueblo allí, pueblo en todas direcciones; y si algún<br />

hombre vestía americana, en vez de chaquetón o chaquetilla, debía de ser criado de<br />

servicio, escribiente temporero, hortera, estudiante pobre, lacayo sin colocación, que se<br />

tomaba un día de asueto y holgorio. Por eso cuando a la subida del cerro, donde ya no<br />

pueden pasar los carruajes, Pacheco y yo nos bajamos de la berlina, parecíamos, por el<br />

contraste, pareja de archiduques que tentados de la curiosidad se van a recorrer una fiesta<br />

populachera, deseosos de guardar el incógnito, y delatados por sus elegantes trazas.<br />

En fuerza de su novedad me hacía gracia el espectáculo. Aquella romería no tiene nada<br />

que ver con las de mi país, que suelen celebrarse en sitios frescos, sombreados por castaños<br />

o nogales, con una fuente o riachuelo cerquita y el santuario en el monte próximo... El<br />

campo de San Isidro es una serie de cerros pelados, un desierto de polvo, invadido por un<br />

tropel de gente entre la cual no se ve un solo campesino, sino soldados, mujerzuelas,<br />

chisperos, ralea apicarada y soez; y en lugar de vegetación, miles de tinglados y puestos


21<br />

donde se venden cachivaches que, pasado el día del Santo, no vuelven a verse en parte<br />

alguna: pitos adornados con hojas de papel de plata y rosas estupendas; vírgenes<br />

pintorreadas de esmeralda, cobalto y bermellón; medallas y escapularios igualmente<br />

rabiosos; loza y cacharros; figuritas groseras de toreros y picadores; botijos de hechuras<br />

raras; monigotes y fantoches con la cabeza de Martos, Sagasta o Castelar: ministros a dos<br />

reales; esculturas de los ratas de la Gran Vía, y al lado de la efigie del bienaventurado San<br />

Isidro, unas figuras que... ¡Válgame Dios! Hagamos como si no las viésemos.<br />

Aparte del sol que le derrite a uno la sesera y del polvo que se masca, bastan para<br />

marear tantos colorines vivos y metálicos. Si sigo mirando van a dolerme los ojos. Las<br />

naranjas apiñadas parecen de fuego; los dátiles relucen como granates obscuros; como<br />

pepitas de oro los garbanzos tostados y los cacahuetes: en los puestos de flores no se ven<br />

sino claveles amarillos, sangre de toro, o de un rosa tan encendido como las nubes a la<br />

puesta del sol: las emanaciones de toda esta clavelería no consiguen vencer el olor a aceite<br />

frito de los buñuelos, que se pega a la garganta y produce un cosquilleo inaguantable. Lo<br />

dicho, aquí no hay color que no sea desesperado: el uniforme de los militares, los mantones<br />

de las chulas, el azul del cielo, el amarillento de la tierra, los tiovivos con listas coloradas y<br />

los columpios dados de almagre con rayas de añil... Y luego la música, el rasgueo de las<br />

guitarras, el tecleo insufrible de los pianos mecánicos que nos aporrean los oídos con el<br />

paso doble de Cádiz, repitiendo desde treinta sitios de la romería: -¡Vi-va España!<br />

Nadie imagine maliciosamente que se me había pasado lo de oír misa. Tratamos de<br />

romper por entre el gentío y de deslizarnos en la ermita, abierta de par en par a los devotos;<br />

pero estos eran tantos, y tan apiñados, y tan groseros, y tan mal olientes, que si porfío en<br />

llegar a la nave, me sacan de allí desmayada o difunta. Pacheco jugaba los brazos y los<br />

puños, según podía, para defenderme; sólo lograba que nos apretasen más y que oyésemos<br />

juramentos y blasfemias atroces. Le tiré de la manga.<br />

- Vámonos, vámonos de aquí... Renuncio... No se puede.<br />

Cuando ya salimos a atmósfera respirable, suspiré muy compungida:<br />

-¡Ay, Dios mío!... Sin misa hoy...<br />

- No se apure - me contestó mi acompañante -, que yo oiré por usted aunque sea todas<br />

las gregorianas... Ya ajustaremos esa cuenta.


22<br />

- A mí sí que me la ajustará el padre Urdax tan pronto me eche la vista encima - pensé<br />

para mis adentros, mientras me tentaba el hombro, donde había recibido un codazo feroz de<br />

uno de aquellos cafres.<br />

- IV -<br />

Don Diego, que en el coche se me figuraba reservado y tristón, se volvió muy<br />

dicharachero desde que andábamos por San Isidro, justificando su fama de buena sombra.<br />

Sujetando bien mi brazo para que las mareas de gente no nos separasen, él no perdía ripio,<br />

y cada pormenor de los tinglados famosos le daba pretexto para un chiste, que muchas<br />

veces no era tal sino en virtud del tono y acento con que lo decía, porque es indudable que<br />

si se escribiesen las ocurrencias de los andaluces, no resultarían tan graciosas, ni la mitad,<br />

de lo que parecen en sus labios; al sonsonete, al ceceíllo y a la prontitud en responder, se<br />

debe la mayor parte del salero.<br />

Lo peor fue que como allí no había más personas regulares que nosotros, y Pacheco se<br />

metía con todo el mundo y a todo el mundo daba cuerda, nos rodeó la canalla de mendigos,<br />

fenómenos, chiquillos harapientos, gitanas, buñoleras y vendedoras. El impulso de mi<br />

acompañante era comprar cuanto veía, desde los escapularios hasta los botijos, hasta que<br />

me cuadré.<br />

- Si compra usted más, me enfado.<br />

-¡Soniche! Sanacabao las compras. ¡Que sanacabao digo! Al que no me deje en paz, le<br />

doy en igual de dinero, cañaso. ¿Tiene usted más que mandar?<br />

- Mire usted, pagaría por estar a la sombra un ratito.<br />

-¿En la cárcel por comprometeora? Llamaremos a la pareja y verasté que pronto.<br />

Ahora que reflexiono a sangre fría, caigo en la cuenta de que era bastante raro y muy<br />

inconveniente que a los tres cuartos de hora de pasearnos juntos por San Isidro nos<br />

hablásemos don Diego y yo con tanta broma y llaneza. Es posible, bien mirado, que mi<br />

paisano tenga razón; que aquel sol, aquel barullo y aquella atmósfera popular obren sobre el<br />

cuerpo y el alma como un licor o vino de los que más se suben a la cabeza, y rompan desde<br />

el primer momento la valla de reserva que trabajosamente levantamos las señoras un día y


23<br />

otro contra osadías peligrosas. De cualquier índole que fuese, yo sentía ya un principio de<br />

mareo cuando exclamé:<br />

- En la cárcel estaría a gusto con tal que no hiciese sol... Me encuentro así... no sé cómo:<br />

parece que me desvanezco.<br />

- Pero ¿se siente usted mala? ¿Mala? -preguntó Pacheco seriamente, con vivo interés.<br />

- Lo que se dice mala, no: es una fatiga, una sofocación... Se me nubla la vista.<br />

Echose Pacheco a reír y me dijo casi al oído:<br />

- Lo que usted tiene ya lo adivino yo, sin necesidad de ser sahorí... Usted tiene ni más ni<br />

menos que... gasusa.<br />

-¿Eh?<br />

- Debilidad, hablando pronto... Y no es usted sola... yo hace rato que doy las boqueás de<br />

hambre. ¡Si debe de ser mediodía!<br />

- Puede, puede que no se equivoque usted mucho. A estas horas suelen pasearse los<br />

ratoncitos por el estómago... Ya hemos visto el Santo; volvámonos a Madrid y podrá usted<br />

almorzar, si gusta acompañarme...<br />

- No señora... Si eso que usted discurre es un pueblo. Si lo que vamos a haser es<br />

almorsá en una fondita de aquí. ¡Que las hay!...<br />

Se llevó los dedos apiñados a la boca y arrojó un beso al aire, para expresar la<br />

excelencia de las fondas de San Isidro.<br />

Aturdida y todo como me encontraba, la idea me asustó: me pareció indecorosa, y vi de<br />

una ojeada sus dificultades y riesgos. Pero al mismo tiempo, allá en lo íntimo del alma,<br />

aquellos escollos me la hacían deliciosa, apetecible, como es siempre lo vedado y lo<br />

desconocido. ¿Era Pacheco algún atrevido, capaz de faltarme si yo no le daba pie? No, por<br />

cierto, y el no darle pie quedaba de mi cuenta. ¡Qué buen rato me perdía rehusando! ¿Qué<br />

diría Pardo de esta aventura si la supiese? Con no contársela... Mientras discurría así, en<br />

voz alta me negaba terminantemente... Nada, a Madrid de seguida.<br />

Pacheco no cejó, y en vez de formalizarse, echó a broma mi negativa. Con mil<br />

zalamerías y agudezas, ceceando más que nunca, afirmó que espicharía de necesidad si<br />

tardase en almorzar arriba de veinte minutos.<br />

- Que me pongo de rodillas aquí mismo... - exclamaba el muy truhán -. Ea, un sí de esa<br />

boquita... ¡Usted verá el gran armuerso del siglo! Fuera escrúpulos... ¿Se ha pensao usted


24<br />

que mañana voy yo a contárselo a la señá duquesa de Sahagún? A este probetico..., ¡una<br />

limosna de armuerso!<br />

Acabó por entrarme risa y tuve la flaqueza de decir:<br />

- Pero... ¿y el coche, que está aguardando allá abajo?<br />

- En un minuto se le avisa... Que procure cochera aquí... Y si no, que se vuelva a<br />

Madrid, hasta la puesta del sol... Espere usted, buscaré alguno que lleve el recao... No la he<br />

de dejar aquí solita pa que se la coma un lobo: eso sí que no.<br />

Debió de oírlo un guindilla que andaba por allí ejerciendo sus funciones, y en tono tan<br />

reverente y servicial como bronco lo usaba para intimar a la gentuza que se desapartase, nos<br />

dijo con afable sonrisa:<br />

- Yo aviso si justan... ¿Dónde está o coche? ¿Cómo le llaman al cochero?<br />

- Este no es de mi tierra, ni nada. ¿De qué parte de Galicia? -pregunté al agente.<br />

- Desviado de Lujo tres légoas, a la banda de Sarria, para servir a vusté - explicó él, y<br />

los ojos le brillaron de alegría al encontrarse con una paisana -. «¿Si éste me conocerá por<br />

conducto de la Diabla?», pensé yo recelosa; pero mi temor sería infundado, pues el agente<br />

no añadió nada más. Para despacharle pronto, le expliqué:<br />

-¿Ve aquella berlina con ruedas encarnadas..., cochero mozo, con patillas, librea verde?<br />

Allá abajo... Es la octava en la fila.<br />

- Bien veo, bien.<br />

- Pues va usted - ordenó Pachecho -, y le dice que se largue a Madrí con viento fresco, y<br />

que por la tardesita vuerva y se plantifique en el mismo lugar. ¿Estamos, compadre?<br />

Noté que mi acompañante extendía la mano y estrechaba con gran efusión la del<br />

guindilla; pero no sería esta distinción lo que tanto le alegró la cara a mi conterráneo, pues<br />

le vi cerrar la diestra deslizándola en el bolsillo del pantalón, y entreoí la fórmula gallega<br />

clásica:<br />

- De hoy en cien años.<br />

Libre ya del apéndice del carruaje, por instinto me apoyé más fuerte en el brazo de don<br />

Diego, y él a su vez estrechó el mío como ratificando un contrato.<br />

- Vamos poquito a poco subiendo al cerro... Ánimo y cogerse bien.<br />

El sol campeaba en mitad del cielo, y vertía llamas y echaba chiribitas. El aire faltaba<br />

por completo: no se respiraba sino polvo arcilloso. Yo registraba el horizonte tratando de


25<br />

descubrir la prometida fonda, que siempre sería un techo, preservativo contra aquel calor<br />

del Senegal. Mas no se veía rastro de edificio grande en toda la extensión del cerro, ni antes<br />

ni después. Las únicas murallas blancas que distinguí a mi derecha eran las tapias de la<br />

Sacramental, a cuyo amparo descansaban los muertos sin enterarse de las locuras que del<br />

otro lado cometíamos los vivos. Amenacé a Pacheco con el palo de la sombrilla:<br />

-¿Y esa fonda? ¿Se puede saber hasta qué hora vamos a andar buscándola?<br />

-¿Fonda? - saltó Pacheco como si le sorprendiese mucho mi pregunta -. ¿Dijo usted<br />

fonda? El caso es... Mardito si sé a qué lado cae.<br />

-¡Hombre..., pues de veras que tiene gracia! ¿No aseguraba usted que había fondas<br />

preciosas, magníficas? ¡Y me trae usted con tanta flema a asarme por estos vericuetos! Al<br />

menos entérese... Pregunte a cualquiera, ¡al primero que pase!<br />

-¡Oigasté... cristiano!<br />

Volviose un chulo de pelo alisado en peteneras, manos en los bolsillos de la chaquetilla,<br />

hocico puntiagudo, gorra alta de seda, estrecho pantalón y viciosa y pálida faz: el tipo<br />

perfecto del rata, de esos mocitos que se echa uno a temblar al verlos, recelando que hasta<br />

el modo de andar le timen.<br />

puro.<br />

-¿Hay por aquí alguna fonda, compañero? - interrogó Pacheco alargándole un buen<br />

- Se estima... Como haber fondas, hay fondas: misté por ahí too alredor, que fondas son;<br />

pero tocante a fonda, vamos, según se ice, de comías finas, pa la gente e aquel, me pienso<br />

que no hallarán ustés conveniencia: digo, esto me lo pienso yo: ustés verán.<br />

- No hay más que merenderos, está visto - pronunció Pacheco bajo y con acento<br />

pesaroso.<br />

Al ver que él se mostraba disgustado, yo, por ese instinto de contradicción humorística<br />

que en situaciones tales se nos desarrolla a las mujeres, me manifesté satisfecha. Además,<br />

en el fondo, no me desagradaba comer en un merendero. Tenía más carácter. Era más<br />

nuevo e imprevisto, y hasta menos clandestino y peligroso. ¿Qué riesgo hay en comer en un<br />

barracón abierto por todos lados donde está entrando y saliendo la gente? Es tan inocente<br />

como tomar un vaso de cerveza en un café al aire libre.<br />

- V -


26<br />

Convencidos ya de que no existía fonda ni sombra de ella, o de que nosotros no<br />

acertábamos a descubrirla, miramos a nuestro alrededor, eligiendo el merendero menos<br />

indecente y de mejor trapío. Casi en lo alto del cerro campeaba uno bastante grande y<br />

aseado; no ostentaba ningún rótulo extravagante, como los que se leían en otros merenderos<br />

próximos, verbigracia: «Refrescos de los que usava el Santo». «La mar en vevidas y<br />

comidas». «La Brillantez: callos y caracoles». A la entrada (que puerta no la tenía)<br />

hallábase de pie una chica joven, de fisonomía afable, con un puñal de níquel atravesado en<br />

el moño: y no había otra alma viviente en el merendero, cuyas seis mesas vacías me<br />

parecieron muy limpias y fregoteadas. Pudiera compararse el barracón a una inmensa<br />

tienda de campaña: las paredes de lona: el techo de unas esteras tendidas sobre palos:<br />

dividíase en tres partes desiguales, la menor ocultando la hornilla y el fogón donde<br />

guisaban, la grande que formaba el comedor, la mediana que venía a ser una trastienda<br />

donde se lavaban platos y cubiertos; pero estos misterios convinimos en que sería mejor no<br />

profundizarlos mucho, si habíamos de almorzar. El piso del merendero era de greda<br />

amarilla, la misma greda de todo el árido cerro: y una vieja sucia y horrible que frotaba con<br />

un estropajo las mesas, no necesitaba sino bajarse para encontrar la materia primera de<br />

aquel aseo inverosímil.<br />

Tomamos posesión de la mesa del fondo, sentándonos en un banco de madera que tenía<br />

por respaldo la pared de lona del barracón. La muchacha, con su perrera pegada a la frente<br />

por grandes churretazos de goma y su puñal de níquel en el moño, acudió solícita a ver qué<br />

mandábamos: olfateaba parroquianos gordos, y acaso adivinaba o presentía otra cosa, pues<br />

nos dirigió unas sonrisitas de inteligencia que me pusieron colorada. Decía a gritos la cara<br />

de la chica: «Buen par están estos dos... ¿Qué manía les habrá dado de venir a arrullarse en<br />

el Santo? Para eso más les valía quedarse en su nido... que no les faltará de seguro». Yo,<br />

que leía semejantes pensamientos en los ojos de la muy entremetida, adopté una actitud<br />

reservada y digna, hablando a Pacheco como se habla a un amigo íntimo, pero amigo a<br />

secas; precaución que lejos de desorientar a la maliciosa muchacha, creo que sólo sirvió<br />

para abrirle más los ojos. Nos dirigió la consabida pregunta:<br />

-¿Qué van a tomar?


27<br />

-¿Qué nos puede usted dar? - contestó Pacheco -. Diga usted lo que hay, resalada..., y la<br />

señora irá escogiendo.<br />

- Como haber..., hay de todo. ¿Quieren almorzar formalmente?<br />

- Con toa formaliá.<br />

- Pues de primer plato... una tortillita... o huevos revueltos.<br />

- Vaya por los huevos revueltos. ¿Y hay magras?<br />

-¿Unas magritas de jamón? Sí.<br />

-¿Y chuletas?<br />

- De ternera, muy ricas.<br />

-¿Pescado?<br />

- Pescado no... Si quieren latas... tenemos escabeche de besugo, sardinas...<br />

-¿Ostras no?<br />

- Como ostras..., no señora. Aquí pocas cosas finas se pueden despachar. Lo general que<br />

piden... callos y caracoles, Valdepeñas, chuletas.<br />

- Usted resolverá - indiqué volviéndome a Pacheco.<br />

-¿He de ser yo? Pues traíganos de too eso que hemos dicho, niña bonita..., huevos,<br />

magras, ternera, lata de sardinas... ¡Ay!, y lo primero de too se va usted a traer por los aires<br />

una boteya e mansaniya y unas cañitas... Y aseitunas.<br />

- Y después... ¿qué es lo que les he de servir? ¿Las chuletas antes de nada?<br />

- No: misté, azucena: nos sirve usted los huevos, luego el jamón, las sardinas, las<br />

chuletitas... De postre, si hay algún queso...<br />

-¡Ya lo creo que sí! De Flandes y de Villalón... Y pasas, y almendras, y rosquillas y<br />

avellanas tostás...<br />

- Pues vamos a armorsá mejor que el Nuncio.<br />

Esto mismo que exclamó Pacheco frotándose las manos, lo pensaba yo. Aquellas<br />

ordinarieces, como diría mi paisano el filósofo, me abrían el apetito de par en par. Y<br />

aumentaba mi buena disposición de ánimo el encontrarme a cubierto del terrible sol.<br />

Verdad que estaba a cubierto lo mismo que el que sale al campo a las doce del día bajo<br />

un paraguas. El sol, si no podía ensañarse con nuestros cráneos, se filtraba por todas partes<br />

y nos envolvía en un baño abrasador. Por entre las esteras mal juntas del techo, al través de<br />

la lona, y sobre todo, por el abierto frente de la tienda, entraban a oleadas, a torrentes, no


28<br />

sólo la luz y el calor del astro, sino el ruido, el oleaje del humano mar, los gritos, las<br />

disputas, las canciones, las risotadas, los rasgueos y punteos de guitarra y vihuela, el<br />

infernal paso doble, el ¡Viva España! de los duros pianos mecánicos.<br />

Casi al mismo punto en que la chica del puñal de níquel depositaba en la mesa una<br />

botella rotulada Manzanilla superior, dos cañas del vidrio más basto y dos conchas con<br />

rajas de salchichón y aceitunas aliñás, se coló por la abertura una mujer desgreñada, cetrina,<br />

con ojos como carbones, saya de percal con almidonados faralaes y pañuelo de crespón de<br />

lana desteñido y viejo, que al cruzarse sobre el pecho dejaba asomar la cabeza de una<br />

criatura. La mujer se nos plantó delante, fija la mano izquierda en la cadera y accionando<br />

con la derecha: de qué modo se sostenía el chiquillo, es lo que no entiendo.<br />

- En er nombre e Dios, Pare, Jijo y Epíritu Zanto, que donde va er nombre e Dios no va<br />

cosa mala. Una palabrita les voy a icir, que lase a ostés mucha farta saberla...<br />

-¡Calle! - grité yo contentísima -. ¡Una gitana que nos va a decir la buenaventura!<br />

-¿Le mando que se largue? ¿La incomoda a usted?<br />

-¡Al contrario! Si me divierte lo que no es imaginable. Verá usted cuántos enredos va a<br />

echar por esa boca. Ea, la buenaventura pronto, que tengo una curiosidad inmensa de oírla.<br />

- Pué diñe osté la mano erecha, jermosa, y una moneíta de plata pa jaser la crú.<br />

Pacheco le alargó una peseta, y al mismo tiempo, habiendo descorchado la manzanilla y<br />

pedido otra caña, se la tendió llena de vino a la egipcia. Con este motivo armaron los dos un<br />

tiroteo de agudezas y bromas; bien se conocía que eran hijos de la misma tierra, y que ni a<br />

uno ni a otro se les atascaban las palabras en el gaznate, ni se les agotaba la labia aunque la<br />

derramasen a torrentes. Al fin la gitana se embocó el contenido de la cañita, y yo la imité,<br />

porque, con la sed, tentaba aquel vinillo claro. ¡Manzanilla superior! ¡A cualquier cosa<br />

llaman superior aquí! La manzanilla dichosa sabía a esparto, a piedra alumbre y a demonios<br />

coronados; pero como al fin era un líquido, y yo con el calor estaba para beberme el<br />

Manzanares entero, no resistí cuando Pacheco me escanció otra caña. Sólo que en vez de<br />

refrescarme, se me figuró que un rayo de sol, disuelto en polvo, se me introducía en las<br />

venas y me salía en chispas por los ojos y en arreboles por la faz. Miré a Pacheco muy<br />

risueña, y luego me volví confusa, porque él me pagó la mirada con otra más larga de lo<br />

debido.<br />

-¡Qué bonitos ojos azules tiene este perdis! - pensaba yo para mí.


29<br />

El gaditano estaba sin sombrero; vestía un traje ceniza, elegante, de paño rico y flexible;<br />

de vez en cuando se enjugaba la frente sudorosa con un pañuelo fino, y a cada movimiento<br />

se le descomponía el pelo, bastante crecido, negro y sedoso; al reír, le iluminaba la cara la<br />

blancura de sus dientes, que son de los mejor puestos y más sanos que he visto nunca, y aún<br />

parecía doblemente morena su tez, o mejor dicho, doblemente tostada, porque hacia la parte<br />

que ya cubre el cuello de la camisa se entreveía un cutis claro.<br />

- La mano, jermosa - repitió la gitana.<br />

Se la alargué y ella la agarró haciéndomela tener abierta. Pacheco contemplaba las dos<br />

manos unidas.<br />

-¡Qué contraste! - murmuró en voz baja, no como el que dice una galantería a una<br />

señora, sino como el que hace una reflexión entre sí.<br />

En efecto, sin vanidad, tengo que reconocer que la mano de la gitana, al lado de la mía,<br />

parecía un pedazo de cecina feísimo: la tumbaga de plata, donde resplandecía una<br />

esmeralda falsa espantosa, contribuía a que resaltase el color cobrizo de la garra aquella, y<br />

claro está que mi diestra, que es algo chica, pulida y blanca, con anillos de perlas, zafiros y<br />

brillantes, contrastaba extrañamente. La buena de la bohemia empezó a hacer sus rayas y<br />

ensalmos, endilgándonos una retahíla de esas que no comprometen, pues son de doble<br />

sentido y se aplican a cualquier circunstancia, como las respuestas de los oráculos. Todo<br />

muy recalcado con los ojos y el ademán.<br />

- Una cosa diquelo yo en esta manica, que hae suseder mu pronto, y nadie saspera que<br />

susea... Un viaje me vasté a jaser, y no ae ser para má, que ae ser pa sastisfasión e toos...<br />

Una carta me vasté a resibir, y lae alegrá lo que viene escribío en eya... Unas presonas me<br />

tiene usté que la quieren má, y están toas perdías por jaserle daño; pero der revé les ae salir<br />

la perra intensión... Una presoniya está chalaíta por usté (al llegar aquí la bruja clavó en<br />

Pacheco las ascuas encendidas de sus ojos) y un convite le ae dar quien bien la quiere...<br />

Amorosica de genio me es usté; pero cuando se atufa, una leona brava de los montes se me<br />

güerve... Que no la enriten a usté y que le yeven toiticas las cosas ar pelo de la suavidá, que<br />

por la buena, corasón tiene usté pa tirarse en metá e la bahía e Cadis... Con mieles y no con<br />

hieles me la han de engatusar a usté... Un cariñiyo me vasté a tener mu guardadico en su<br />

pechito y no lo ae sabé ni la tierra, que secretica me es usté como la piedra e la sepultura...<br />

También una cosa le igo y es que usté mesma no me sabe lo que en ese corasonsiyo está


30<br />

guardao... Un cachito e gloria le va a caer der sielo y pasmáa se quedará usté; que a la<br />

presente me está usté como los pajariyos, que no saben el árbol onde han de ponerse...<br />

Si la dejamos creo que aún sigue ahora ensartando tonterías. A mí su parla me<br />

entretenía mucho, pues ya se sabe que en esta clase de vaticinios tan confusos y tan latos,<br />

siempre hay algo que responde a nuestras ideas, esperanzas y aspiraciones ocultas. Es lo<br />

mismo que cuando, al tiempo de jugar a los naipes, vamos corriéndolos para descubrir sólo<br />

la pinta, y adivinamos o presentimos de un modo vago la carta que va a salir. Pacheco me<br />

miraba atentamente, aguardando a que me cansase de gitanerías para despedir a la profetisa.<br />

Viendo que ya la chica del puñal en el moño acudía con la fuente de huevos revueltos, solté<br />

la mano, y mi acompañante despachó a la gitana, que antes de poner pies en polvorosa aún<br />

pidió no sé qué para er churumbeliyo.<br />

Empezábamos a servirnos del apetitoso comistrajo y a descorchar una botella de jerez,<br />

cuando otro cuerpo asomó en la abertura de la tienda, se adelantó hacia la mesa y recitó la<br />

consabida jaculatoria:<br />

- En er nombre e Dió Pare, Jijo y Epíritu Zanto, que onde va er nombre e Dió...<br />

-¡Estamos frescos! - gritó Pacheco -. ¡Gitana nueva!<br />

- Claro - murmuró con aristocrático desdén la chica del merendero -. Como a la otra le<br />

han dado cuartos y vino, se ha corrido la voz... Y tendrán aquí a todas las de la romería.<br />

Pacheco alargó a la recién venida unas monedas y un vaso de Jerez.<br />

- Bébase usté eso a mi salú..., y andar con Dios, y najensia.<br />

- E que les igo yo la buenaventura e barde... por el aqué de la sal der mundo que van<br />

ustés derramando.<br />

- No, no... - exclamé yo casi al oído de Pacheco -. Nos va a encajar lo mismo que la<br />

otra; con una vez basta. Espántela usted... sin reñirla.<br />

- Bébase usté el Jerés, prenda... y najarse he dicho -ordenó el gaditano sin enojo alguno,<br />

con campechana franqueza. La gitana, convencida de que no sacaba más raja ya, después<br />

de echarse al coleto el jerez y limpiarse la boca en el dorso de la mano, se largó con su<br />

indispensable churumbeliyo, que lo traía también escondido en el mantón como gusano en<br />

queso.<br />

-¿Tienen todas su chiquitín? - pregunté a la muchacha.


31<br />

- Todas, pues ya se ve - explicó ella con tono de persona desengañada y experta -.<br />

Valientes maulas están. Los chiquillos son tan suyos como de una servidora de ustedes.<br />

Infelices, los alquilan por ahí a otras bribonas, y sabe Dios el trato que les dan. Y está la<br />

romería plagada de estas tunantas, embusteronas. Lástima de abanico.<br />

-¿Ustedes duermen aquí? - la dije por tirarle de la lengua -. ¿No tienen miedo a que de<br />

noche les roben las ganancias del día o la comida del siguiente?<br />

- Ya se ve que dormimos con un ojo cerrado y otro abierto... Porque no se crea usted:<br />

nosotros tenemos un café a la salida de la Plaza Mayor y venimos aquí no más a poner el<br />

ambigú.<br />

Comprendí que la chica se daba importancia, deseando probarme que era, socialmente,<br />

muy superior a aquella gentecilla de poco más o menos que andaba por los demás figones.<br />

A todo esto íbamos despachando la ración de huevos revueltos y nos disponíamos a<br />

emprenderla con las magras. Interceptó la claridad de la abertura otra sombra. Esta era una<br />

chula de mantón terciado, peina de bolas, brazos desnudos, que traía en un jarro de loza un<br />

inmenso haz de rosas y claveles, murmurando con voz entre zalamera y dolorida:<br />

«¡Señoritico! ¡Cómpreme usté flores pa osequiar a esa buena moza!». Al mismo tiempo que<br />

la florera, entraron en el merendero cuatro soldados, cuatro húsares jóvenes y muy<br />

bulliciosos, que tomaron posesión de una mesa pidiendo cerveza y gaseosa, metiendo ruido<br />

con los sables y regocijando la vista con su uniforme amarillo y azul. ¡Válgame Dios, y qué<br />

virtud tan rara tienen la manzanilla y el jerez, sobre todo cuando están encabezados y<br />

compuestos! Si en otra ocasión me veo yo almorzando así, entre soldados, creo que me da<br />

un soponcio; pero empezaba a tener subvertidas las nociones de la corrección y de la<br />

jerarquía social, y hasta me hizo gracia semejante compañía y la celebré con la risa más<br />

alegre del mundo. Pacheco, al observar mi buen humor, se levantó y fue a ofrecer a los<br />

húsares jerez y otros obsequios; de suerte que no sólo comíamos con ellos en el mismo<br />

bodegón, sino que fraternizábamos.<br />

Cuando está uno de buen temple, ninguna cosa le disgusta. Alabé la comida; de la chula<br />

de los claveles dije que parecía un boceto de Sala; y entonces Pacheco sacó de la jarra las<br />

flores y me las echó en el regazo, diciendo: «Póngaselas usted todas». Así lo ejecuté, y<br />

quedó mi pecho convertido en búcaro. Luego me hizo reír con toda mi alma una<br />

desvergonzada riña que se oyó por detrás de la pared de lona, y las ocurrencias de Pacheco


32<br />

que se lió con los húsares no recuerdo con qué motivo. Volvió a nublarse el sol que entraba<br />

por la abertura y apareció un pordiosero de lo más remendado y haraposo. No contento con<br />

aflojar buena limosna, Pacheco le dio palique largo, y el mendigo nos contó aventuras de su<br />

vida: una sarta de embustes, por supuesto. Oyole el gaditano muy atentamente, y luego<br />

empezó a exigirle que trajese un guitarrillo y se cantase por lo más jondo. El pobre juraba y<br />

perjuraba que no sabía sino unas coplillas, pero sin música, y al fin le soltamos, bajo<br />

palabra de que nos traería un buen cantaor y tocador de bandurria para que nos echase polos<br />

y peteneras hasta morir. Por fortuna hizo la del humo.<br />

Yo, a todo esto, más divertida que en un sainete, y dispuesta a entenderme con las<br />

chuletas y el Champagne. Comprendía, sí, que mis pupilas destellaban lumbre y en mis<br />

mejillas se podía encender un fósforo; pero lejos de percibir el atolondramiento que suponía<br />

precursor de la embriaguez, sólo experimentaba una animación agradabilísima, con la<br />

lengua suelta, los sentidos excitados, el espíritu en volandas y gozoso el corazón. Lo que<br />

más me probaba que aquello no era cosa alarmante, era que comprendía la necesidad de<br />

guardar en mis dichos y modales cierta reserva de buen gusto; y en efecto la guardaba,<br />

evitando toda palabra o movimiento que siendo inocente pudiese parecer equívoco, sin<br />

dejar por eso de reír, de elogiar los guisos, de mostrarme jovial, en armonía con la<br />

situación... Porque allí, vamos, convengan ustedes en ello, también sería muy raro estar<br />

como si me hubiese tragado el molinillo.<br />

-VI -<br />

Pacheco, por su parte, me llevaba la corriente; cuidaba de que nunca estuviesen vacíos<br />

mi vaso ni mi plato, y ajustaba su humor al mío con tal esmero, cual si fuese un director de<br />

escena encargado de entretener y hacer pasar el mejor rato posible a un príncipe. ¡Ay!<br />

Porque eso sí: tengo que rendirle justicia al grandísimo truhán, y una vez que me encuentro<br />

a solas con mi conciencia, reconocer que, animado, oportuno, bromista y (admitamos la<br />

terrible palabra) en juerga redonda conmigo, como se encontraba al fin y al cabo Pacheco,<br />

ni un dicho libre, ni una acción descompuesta o siquiera familiar llegó a permitirse. En<br />

ocasión tan singular y crítica, hubiera sido descortesía y atrevimiento lo que en otra mero<br />

galanteo o flirtación (como dicen los ingleses). Esto lo entendía yo muy bien, aun entonces,


33<br />

y a la verdad, temía cualquiera de esas insinuaciones impertinentes que dejan a una mujer<br />

volada y le estropean el mejor rato. Sin la caballerosa delicadeza de Pacheco, aquella<br />

situación en que impremeditadamente me había colocado pudo ser muy ridícula para mí.<br />

Pero la verdad por delante: su miramiento fue tal, que no me echó ni una flor, mientras<br />

hartaba de lindas, simpáticas y retrecheras a las gitanas, a la chica del puñal de níquel y<br />

hasta a la fregona del estropajo. Cierto que a veces sorprendí sus ojos azules que me<br />

devoraban a hurtadillas; sólo que apenas notaba que yo había caído en la cuenta, los<br />

desviaba a escape. Su acento era respetuoso, sus frases serias y sencillas al dirigirse sólo a<br />

mí. Ahora se me figura que tantas exquisiteces fueron calculadas, para inspirarme confianza<br />

e interés: ¡ah malvado! Y bien que me iba comprando con aquel porte fino.<br />

Surgió de repente ante nosotros, sin que supiésemos por dónde había entrado, una<br />

figurilla color de yesca, una gitanuela de algunos trece años, típica, de encargo para modelo<br />

de un pintor: el pelo azulado de puro negro, muy aceitoso, recogido en castaña, con su<br />

peina de cuerno y su clavel sangre de toro; los dientes y los ojos, brillantes, por contraste<br />

con lo atezado de la cara; la frente, chata como la de una víbora, y los brazos desnudos,<br />

verdosos y flacos lo mismo que dos reptiles. Y con el propio tonillo desgarrado de las<br />

demás, empezó la retahíla consabida:<br />

- En er nombre de Dió Pare, Jijo...<br />

De esta vez, la chica del merendero montó en cólera, y dando al diablo sus pujos de<br />

señorita, se convirtió en chula de las más boquifrescas.<br />

-¿Hase visto hato de pindongas? ¿No dejarán comer en paz a las personas decentes?<br />

¿Conque las barre uno por un lado y se cuelan por otro? ¿Y cómo habrá entrado aquí<br />

semejante calamidá, digo yo? Pues si no te largas más pronto que la luz, bofetá como la que<br />

te arrimo no la has visto tú en tu vía. Te doy un recorrío al cuerpo, que no te queda lengua<br />

pa contarlo.<br />

La chiquilla huyó más lista que un cohete; pero no habrían transcurrido dos segundos,<br />

cuando vimos entreabrirse la lona que nos protegía las espaldas, y por la rendija del lienzo<br />

asomó una jeta que parecía la del mismo enemigo, unos dientes que rechinaban, un puño<br />

cerrado, negro como una bola de bronce, y la gitanilla berreó:


34<br />

- Arrastrá, condená, tía cochina, que malos retortijones te arranquen las tripas, y malos<br />

mengues te jagan picaíllo e los jígados, y malas culebras te piquen, y remardita tiña te<br />

pegue con er moño pa que te quedes pelá como tu ifunta agüela...<br />

Llegaba aquí de su rosario de maldiciones, cuando la del puñal, que así se vio tratada,<br />

empuñó el rabo de una cacerola y se arrojó como una fiera a descalabrar a la egipcia: al<br />

hacerlo, dio con el codo a una botella de jerez, que se derramó entera por el mantel. Este<br />

incidente hizo que la chica, olvidando el enojo, se echase a reír exclamando: «¡Alegría,<br />

alegría! Vino en el mantel... ¡boda segura!» y, por supuesto, la gitana tuvo tiempo de<br />

afufarse más pronta que un pájaro.<br />

No ocurrió durante el almuerzo ninguna otra cosa que recordarse merezca, y lo bien que<br />

hago memoria de todo cuanto pasó en él, me prueba que estaba muy despejada y muy sobre<br />

mí. Apuramos el último sorbo de Champagne y un empecatado café; saldó Pacheco la<br />

cuenta, gratificando como Dios manda, y nos levantamos con ánimo de recorrer la romería.<br />

Notaba yo cierta ligereza insólita en piernas y pies; me figuraba que se había suprimido el<br />

peso de mi cuerpo, y, en vez de andar, creía deslizarme sobre la tierra.<br />

Al salir, me deslumbró el sol: ya no estaba en el cenit ni mucho menos; pero era la hora<br />

en que sus rayos, aunque oblicuos, queman más: debían de ser las tres y media o cuatro de<br />

la tarde, y el suelo se rajaba de calor. Gente, triple que por la mañana, y veinte veces más<br />

bullanguera y estrepitosa. Al punto que nos metimos entre aquel bureo, se me puso en la<br />

cabeza que me había caído en el mar: mar caliente, que hervía a borbotones, y en el cual<br />

flotaba yo dentro de un botecillo chico como una cáscara de nuez: golpe va y golpe viene,<br />

ola arriba y ola abajo. ¡Sí, era el mar; no cabía duda! ¡El mar, con toda la angustia y<br />

desconsuelo del mareo que empieza!<br />

Lejos de disiparse esta aprensión, se aumentaba mientras iba internándome en la<br />

romería apoyada en el brazo del gaditano. Nada, señores, que estaba en mitad del golfo.<br />

Los innumerables ruidos de voces, disputas, coplas, pregones, juramentos, vihuelas,<br />

organillos, pianos, se confundían en un rumor nada más: el mugido sordo con que el<br />

Océano se estrella en los arrecifes: y allá a lo lejos, los columpios, lanzados al aire con<br />

vuelo vertiginoso, me representaban lanchas y falúas balanceadas por el oleaje. ¡Ay Dios<br />

mío, y qué desvanecimiento me entró al convencerme de que, en efecto, me encontraba en<br />

alta mar! Me agarré al brazo de Pacheco como me agarro en la temporada de baños al


35<br />

cuello del bañero robusto, para que no me lleve el agua... Sentía un pánico atroz y no me<br />

atrevía a confesarlo, porque tal vez mi acompañante se reiría de mí, por fuera o por dentro,<br />

si le dijese que me mareaba, que me mareaba a toda prisa.<br />

Una peripecia nos detuvo breves instantes. Fue una pelea de mujerotas. Pelea muy rara:<br />

por lo regular, estas riñas van acompañadas de vociferaciones, de chillidos, de injurias, y<br />

aquí no hubo nada de eso. Eran dos mozas: una que tostaba garbanzos en una sartén puesta<br />

sobre una hornilla: otra que pasó y con las sayas derribó el artilugio. Jamás he visto en<br />

rostro humano expresión de ferocidad como adquirió el de la tostadora. Más pronta que el<br />

rayo, recogió del suelo la sartén, y echándose a manera de irritada tigre sobre la autora del<br />

desaguisado, le dio con el filo en mitad de la cara. La agredida se volvió sin exhalar un ay,<br />

corriéndole de la ceja a la mejilla un hilo de sangre: y trincando a su enemiga por el moño,<br />

del primer arrechucho le arrancó un buen mechón, mientras le clavaba en el pescuezo las<br />

uñas de la mano izquierda: cayeron a tierra las dos amazonas, rodando entre trébedes,<br />

hornillas y cazos; se formó alrededor corro de mirones, sin que nadie pensase en separarlas,<br />

y ellas seguían luchando, calladas y pálidas como muertas, una con la oreja rasgada ya, otra<br />

con la sien toda ensangrentada y un ojo medio saltado de un puñetazo. Los soldados se<br />

reían a carcajadas y les decían requiebros indecentes, en tanto que se despedazaban las<br />

infelices. Advertí por un instante que se me quitaba el mareo, a fuerza de repugnancia y<br />

lástima: me acordé de mi paisano Pardo, y de aquello del salvajismo y la barbarie española.<br />

Pero duró poco esta idea, porque en seguidita se me ocurrió otra muy singular: que las dos<br />

combatientes eran dos pescados grandes, así como golfines o tiburones, y que a coletazos y<br />

mordiscos, sin chistar, estaban haciéndose trizas. Y este pensamiento me renovó la fatiga<br />

del mareo de tal modo, que arrastré a Pacheco.<br />

- Vámonos de aquí... No me gusta ver esto... Se matan.<br />

Preguntome don Diego si me sentía mal, en cuyo caso no visitaríamos los barracones<br />

donde enseñan panoramas y fenómenos. Respondí muy picada que me encontraba<br />

perfectamente y capaz de examinar todas las curiosidades de la romería. Entramos en varias<br />

barracas, y vimos un enano, un ternero de dos cabezas, y por último la mujer de cuatro<br />

piernas, muy pizpireta, muy escotada, muy vestida de seda azul con puntillas de algodón, y<br />

que enseñaba sonriendo -la risa del conejo- sus dobles muñones al extremo de cada rodilla.<br />

En esta pícara barraca se apoderó de mí, con más fuerza que nunca, la convicción de que


36<br />

me hallaba en alta mar, entregada a los vaivenes del Océano. En el lado izquierdo del<br />

barracón había una serie de agujeritos redondos por donde se veía un cosmorama: y yo<br />

empeñada en que eran las portas del buque, sin que me sacase de mi error el que al través<br />

de las susodichas portas se divisase, en vez del mar, la plaza del Carrousel... el Arco de la<br />

Estrella... el Coliseo de Roma... y otros monumentos análogos. Las perspectivas<br />

arquitectónicas me parecían desdibujadas y confusas, con gran temblequeteo y vaguedad de<br />

contornos, lo mismo que si las cubriese el trémulo velo de las olas. Al volverme y fijarme<br />

en el costado opuesto de la barraca, los grandes espejos de rigolada, de lunas cóncavas o<br />

convexas, que reflejaban mi figura con líneas grotescamente deformes, me parecieron<br />

también charcos de agua de mar... ¡Ay, ay, ay, qué malo se pone esto! Un terror espantoso<br />

cruzó por mi mente: ¿apostemos a que todas estas chifladuras marítimas y náuticas son pura<br />

y simplemente una... vamos, una filoxerita, como ahora dicen? ¡Pero si he bebido poco! ¡Si<br />

en la mesa me encontraba tan bien!<br />

- Hay que disimular - pensé -. Que Pacheco no se entere... ¡Virgen, y qué vergüenza, si<br />

lo nota!... Volver a Madrid corriendo... ¡Quia! El movimiento del coche me pierde, me<br />

acaba, de seguro... Aire, aire... ¡Si hubiese un rincón donde librarse de este gentío!<br />

O Pacheco leyó en mis pensamientos, o coincidió conmigo en sensaciones, pues se<br />

inclinó y con el más cariñoso y deferente tono murmuró a mi oído:<br />

- Hace aquí un calor intolerable... ¿Verdad que sí? ¿Quiere usted que salgamos?<br />

Daremos una vueltecita por la pradera y la alameda; estará más despejado y más fresco.<br />

- Vamos - respondí fingiendo indiferencia, aunque veía el cielo abierto con la<br />

proposición.<br />

- VII -<br />

Salimos de la barraca y bajamos del cerro a la alameda, siempre empujados y azotados<br />

por la ola del gentío, cuyas aguas eran más densas según iba acercándose la noche. Llegó<br />

un momento en que nos encontramos presos en remolino tal, que Pacheco me apretó<br />

fuertemente el brazo y tiró de mí para sacarme a flote. Me latían las sienes, se me encogía<br />

el corazón y se me nublaban los ojos: no sabía lo que me pasaba: un sudor frío bañaba mi<br />

frente. Forcejeábamos deseando romper por entre el grupo, cuando nos paró en firme una


37<br />

cosa tremenda que se apareció allí, enteramente a nuestro lado: un par de navajas desnudas,<br />

de esas lenguas de vaca con su letrero de Si esta bíbora te pica no hay remedio en la botica,<br />

volando por los aires en busca de las tripas de algún prójimo. También relucían machetes<br />

de soldados, y se enarbolaban garrotes, y se oían palabras soeces, blasfemias de las más<br />

horribles... Me arrimé despavorida al gaditano, el cual me dijo a media voz:<br />

- Por aquí... No pase usted cuidado... Vengo prevenido.<br />

Le vi meter la mano en el bolsillo derecho del chaleco y asomar en él la culata de un<br />

revólver: vista que redobló mi susto y mis esfuerzos para desviarme. No nos fue difícil,<br />

porque todo el mundo se arremolinaba en sentido contrario, hacia el lugar de la pendencia.<br />

Pronto retrocedimos hasta la alameda, sitio relativamente despejado. Allí y todo,<br />

continuaban mis ilusiones marítimas dándome guerra. Los carruajes, los carros de violín,<br />

los ómnibus, las galeras, cuanto vehículo estaba en espera de sus dueños, me parecían a mí<br />

embarcaciones fondeadas en alguna bahía o varadas en la playa, paquetes de vapor con sus<br />

ruedas, quechemarines con su arboladura. Hasta olor a carbón de piedra y a brea notaba yo.<br />

Que sí, que me había dado por la náutica.<br />

-¿Vámonos a la orilla... allí, donde haya silencio? -supliqué a Pacheco-. ¿Donde corra<br />

fresquito y no se vea un alma? Porque la gente me mar...<br />

mano.<br />

Un resto de cautela me contuvo a tiempo, y rectifiqué:<br />

- Me fatiga.<br />

-¿Sin gente? Dificilillo va a ser hoy... Mire usted. - Y Pacheco señaló extendiendo la<br />

Por la praderita verde; por las alturas peladas del cerro; por cuanta extensión de tierra<br />

registrábamos desde allí, bullía el mismo hormiguero de personas, igual confusión de<br />

colorines, balanceo de columpios, girar de tiovivos y corros de baile.<br />

- Hacia allá - indiqué -, parece que hay un espacio libre...<br />

Para llegar a donde yo indicaba, era preciso saltar un vallado, bastante alto por más<br />

señas. Pacheco lo salvó y desde el lado opuesto me tendió los brazos. ¡Cosa más particular!<br />

Pegué el brinco con agilidad sorprendente. Ni notaba el peso de mi cuerpo; se había<br />

derogado para mí la ley de gravedad: creo que podría hacer volatines. Eso sí, la firmeza no<br />

estaba en proporción con la agilidad, porque si me empujan con un dedo, me caigo y boto<br />

como una pelota.


38<br />

Atravesamos un barbecho, que fue una serie de saltos de surco a surco, y por senderos<br />

realmente solitarios fuimos a parar a la puerta de una casaca que se bañaba los pies en el<br />

Manzanares. ¡Ay, qué descanso! Verse uno allí casi solo, sin oír apenas el estrépito de la<br />

romería, con un fresquito delicioso venido de la superficie del agua, y con la media<br />

obscuridad o al menos la luz tibia del sol que iba poniéndose... ¡Alabado sea Dios! Allá<br />

queda el tempestuoso Océano con sus olas bramadoras, sus espumarajos y sus arrecifes, y<br />

héteme al borde de una pacífica ensenada, donde el agua sólo tiene un rizado de onditas<br />

muy mansas que vienen a morir en la arena sin meterse con nadie...<br />

¡Dale con el mar! ¡Mire usted que es fuerte cosa! ¿Si continuará aquello? ¿Si...?<br />

A la puerta de la casaca asomó una mujer pobremente vestida y dos chiquillos<br />

harapientos, que muy obsequiosos me sacaron una silla. Sentose Pacheco a mi lado sobre<br />

unos troncos. Noté bienestar inexplicable y me puse a mirar cómo se acostaba el sol, todo<br />

ardoroso y sofocado, destellando sus últimos resplandores en el Manzanares. Es decir, en el<br />

Manzanares no: aquello se parecía extraordinariamente a la bahía viguesa. La casa también<br />

se había vuelto una lancha muy airosa que se mecía con movimiento insensible; Pacheco,<br />

sentado en la popa, oprimía contra el pecho la caña del timón, y yo, muellemente reclinada<br />

a su lado, apoyaba un codo en su rodilla, recostaba la cabeza en su hombro, cerraba los ojos<br />

para mejor gozar del soplo de la brisa marina que me abanicaba el semblante... ¡Ay madre<br />

mía, qué bien se va así!... De aquí al cielo...<br />

Abrí los párpados... ¡Jesús, qué atrocidad! Estaba en la misma postura que he descrito, y<br />

Pacheco me sostenía en silencio y con exquisito cuidado, como a una criatura enferma,<br />

mientras me hacía aire, muy despacio, con mi propio pericón...<br />

No tuve tiempo a reflexionar en situación tan rara. No me lo permitió el afán, la fatiga<br />

inexplicable que me entró de súbito. Era como si me tirasen del estómago y de las entrañas<br />

hacia fuera con un garfio para arrancármelas por la boca. Llevé las manos a la garganta y al<br />

pecho, y gemí:<br />

-¡A tierra, a tierra! ¡Que se pare el vapor... me mareo, me mareo! ¡Que me muero!...<br />

¡Por la Virgen, a tierra!<br />

Cesé de ver la bahía, el mar verde y espumoso, las crespas olitas; cesé de sentir el soplo<br />

del nordeste y el olor del alquitrán... Percibí, como entre sueños, que me levantaban en vilo<br />

y me trasladaban... ¿Estaríamos desembarcando? Entreoí frases que para mí entonces


39<br />

carecían de sentido. «-Probetica, sa puesto mala. -Por aquí, señorito... -Sí que hay cama y lo<br />

que se necesite... -Mandar...». Sin duda ya me habían depositado en tierra firme, pues noté<br />

un consuelo grandísimo y luego una sensación inexplicable de desahogo, como si alguna<br />

manaza gigantesca rompiese un aro de hierro que me estaba comprimiendo las costillas y<br />

dificultando la respiración. Di un suspiro y abrí los ojos...<br />

Fue un intervalo lúcido, de esos que se tienen aún en medio del síncope o del acceso de<br />

locura, y en que comprendí claramente todo cuanto me sucedía. No había mar, ni barco, ni<br />

tales carneros, sino turca de padre y muy señor mío; la tierra firme era el camastro de la<br />

tabernera, el aro de hierro el corsé que acababan de aflojarme; y no me quedé muerta de<br />

sonrojo allí mismo, porque no vi en el cuarto a Pacheco. Sólo la mujer, morena y alta, muy<br />

afable, se deshacía en cuidados, me ofrecía toda clase de socorros...<br />

- No, gracias... Silencio y estar a obscuras... Es lo único... Bien, sí, llamaré si ocurre.<br />

Ya, ya me siento mejor... Silencio y dormir; no necesito más.<br />

La mujer entornó el ventanuco por donde entraba en el chiribitil la luz del sol poniente<br />

y se marchó en puntillas. Me quedé sola: me dominaba una modorra invencible: no podía<br />

mover brazo ni pierna; sin embargo, la cabeza y el corazón se me iban sosegando por efecto<br />

de la penumbra y la soledad. Cierto que andaba otra vez a vueltas con la manía náutica,<br />

pues pensaba para mis adentros: -¡Qué bien me encuentro así..., en este camarote..., en esta<br />

litera..., y qué serena debe de estar la mar!... ¡Ni chispa de balance! ¡El barco no se mueve!<br />

Yo había oído asegurar muchas veces que si tenemos los ojos cerrados y alguna persona<br />

se pone a mirarnos fijamente, una fuerza inexplicable nos obliga a abrirlos. Digo que es<br />

verdad y lo digo por experiencia. En medio de mi sopor empecé a sentir cierta comezón de<br />

alzar los párpados, y una inquietud especial, que me indicaba la presencia de alguien en el<br />

tugurio... Entreabrí los ojos y con gran sorpresa vi el agua del mar, pero no la verde y<br />

plomiza del Cantábrico, sino la del Mediterráneo, azul y tranquila... Las pupilas de<br />

Pacheco, como ustedes se habrán imaginado. Estaba de pie, y cuando clavé en él la mirada,<br />

se inclinó y me arregló delicadamente la falda del vestido para que me cubriese los pies.<br />

-¿Cómo vamos? ¿Hay ánimos para levantarse? - murmuró: es decir, sería algo por el<br />

estilo, pues no me atrevo a jurar que dijese esto. Lo que afirmo es que le tendí las dos<br />

manos, con un cariñazo repentino y descomunal, porque se me había puesto en el moño que<br />

me encontraba allí abandonadita en medio de un golfo profundo y que iba a ahogarme si no


40<br />

acierta a venir en mi auxilio Pacheco. Él tomó las manos que yo ofrecía; las apretó muy<br />

afectuoso; me tentó los pulsos y apoyó su derecha en mis sienes y frente. ¡Cuánto bien me<br />

hacía aquella presioncita cuidadosa y firme! Como si me volviese a encajar los goznes del<br />

cerebro en su verdadero sitio, dándoles aceite para que girasen mejor. Le estreché la mano<br />

izquierda... ¡Qué pegajoso, qué majadero se vuelve uno en estas situaciones... anormales!<br />

Yo me estaba muriendo por mimos, igual que una niña pequeña... ¡Quería que me tuviesen<br />

lástima!... Es sabido que a mucha gente le dan las turcas por el lado tierno. Ganas me<br />

venían de echarme a llorar, por el gusto de que me consolasen.<br />

Había a la cabecera de la cama una mugrienta silla de Vitoria, y el gaditano tomó<br />

asiento en ella acercando su cara a la dura almohada donde reclinaba la mía. No sé qué me<br />

fue diciendo por lo bajo: sí que eran cositas muy dulces y zalameras, y que yo seguía<br />

estrujándole la mano izquierda con fuerza convulsiva, sonriendo y entornando los párpados,<br />

porque me parecía que de nuevo bogábamos en el esquife, y las olas hacían un ¡clap! ¡clap!<br />

armonioso contra el costado. Sentí en la mejilla un soplo caliente, y luego un contacto<br />

parecido al revoloteo de una mariposa. Sonaron pasos fuertes, abrí los ojos, y vi a la mujer<br />

alta y morena, figonera, tabernera o lo que fuese.<br />

-¿Le traigo una tacita de té, señorita? Lo tengo mu bueno, no se piensen ustés que no...<br />

Se le pué echar unas gotas de ron, si les parece...<br />

-¡No, ron no! - articulé muy quejumbrosa, como si pidiese que no me mataran.<br />

-¡Sin ron... y calentito! - mandó Pacheco.<br />

La mujer salió. Cerré otra vez los ojos. Me zumbaban los sesos: ni que tuviese en ellos<br />

un enjambre de abejas. Pacheco seguía apretándome las sienes, lo cual me aliviaba mucho.<br />

También noté que me esponjaba la almohada, que me alisaba el pelo. Todo de una manera<br />

tan insensible, como si una brisa marina muy mansa me jugase con los rizos. Volvieron a<br />

oírse los pasos y el duro taconeo.<br />

- El té, señorito... ¿Se lo quié usté dar o se lo doy yo?<br />

- Venga - exclamó el meridional.<br />

Le sentí revolver con la cucharilla y que me la introducía entre los labios. Al primer<br />

sorbo me fatigó el esfuerzo y dije que no con la cabeza; al segundo me incorporé de golpe,<br />

tropecé con la taza, y ¡zas!, el contenido se derramó por el chaleco y pantalón de mi


41<br />

enfermero. El cual, con la insolencia más grande que cabe en persona humana, me<br />

preguntó:<br />

-¿No lo quieres ya? ¿O te pido otra tacita?<br />

Y yo... ¡Dios de bondad! ¡De esto sí que estoy segura!, le contesté empleando el mismo<br />

tuteo y muy mansa y babosa:<br />

- No, no pidas más... Se hace noche... Hay que salir de aquí... Veremos si puedo<br />

levantarme. ¡Qué mareo, Señor, qué mareo!<br />

Tendí los brazos confiadamente: el malvado me recibió en los suyos, y agarrada a su<br />

cuello, probé a saltar del camastro. Con el mayor recato y comedimiento, Pacheco me<br />

ayudó a abrocharme, me estiró las guarniciones de mi saya de surá, me presentó el<br />

imperdible, el sombrero, el velito, el agujón, el abanico y los guantes. No se veía casi nada,<br />

y yo lo atribuía a la mezquindad del cuchitril; pero así que, sostenida por Pacheco y<br />

andando muy despacio, salí a la puerta del figón, pude convencerme de que la noche había<br />

cerrado del todo. Allá a lo lejos, detrás del muro que cercaba el campo, hormigueaba<br />

confusamente la romería, salpicada de lucecillas bailadoras, innumerables...<br />

La calma de la noche y el aire exterior me produjeron el efecto de una ducha de agua<br />

fría. Sentí que la cabeza se me despejaba y que así como se va la espuma por el cuello de la<br />

botella de Champagne, se escapaban de mi mollera en burbujas el sol abrasador y los<br />

espíritus alcohólicos del endiablado vino compuesto. Eso sí: en lugar de meollo me parecía<br />

que me quedaba un sitio hueco, vacío, barrido con escoba... Encontrábame aniquilada, en el<br />

más completo idiotismo.<br />

Pacheco me guiaba, sin decir oste ni moste. Derechos como una flecha fuimos adonde<br />

mi coche aguardaba ya. Sus dos faroles lucían a la entrada de la alameda, en el mismo sitio<br />

en que por la mañana le mandáramos esperar. Entré y me dejé caer en el asiento medio<br />

exánime. Pacheco me siguió; dio una orden, y la berlina empezó a rodar poco a poco.<br />

¡Ay Dios de mi vida! ¿Quién soñó que se habían acabado ya los barcos, el oleaje, mis<br />

fantasías marítimas todas? ¡Pues si ahora es cuando navegábamos de veras, encerrados en<br />

el camarote de un trasatlántico, y a cada tres segundos cuchareaba el buque o cabeceaba<br />

bajando a los abismos del mar y arrastrándome consigo! La voz de Pacheco no era tal voz,<br />

sino el ruido del viento en las jarcias... ¡Nada, nada, que hoy naufrago!


42<br />

-¿Vas disgustá conmigo? - gemía a mi oído el sudoeste -. No vayas. Mira, bien callé y<br />

bien prudente fui... Hasta que me apretaste la mano... Perdón, sielo, me da una pena verte<br />

afligía... Es una rareza en mí, pero estoy así como aturdido de pensar si te enfadarás por lo<br />

que te dije... Pobrecita, no sabes lo guapa que estabas mareá... Los ojos tuyos echaban<br />

lumbre... ¡Vaya unos ojos que tienes tú! Anda... descansa así, en el hombro mío. Duerme,<br />

niñita, duerme...<br />

Tal vez equivoque yo las palabras, porque resultaban un murmullo y no más... Lo que sí<br />

recuerdo con absoluta exactitud es esta frase, que sin duda cayó en el intervalo de una ola a<br />

otra:<br />

-¿Sabes qué decían en aquel figón? Pues que debíamos de ser recién casados..., «porque<br />

él la trata con mucho cariño y no sabe qué hacer para cuidarla».<br />

Y puedo jurar que no me acuerdo de ninguna cosa más; de ninguna. Sí..., pero muy<br />

vagamente: que el coche se detuvo a mi puerta, y que por las escaleras me ayudó a subir<br />

Pacheco, y que desfallecida y atónita como me encontraba, le rogué que no entrase, sin<br />

duda obedeciendo a un instinto de precaución. No sé lo que me dijo al despedirse; sé que la<br />

despedida fue rápida y sosa. A la Diabla, que al abrir me incrustó en la cara su curioso<br />

mirar, le expliqué tartamudeando que me había hecho daño el sol, que deseaba acostarme.<br />

Claro que se habrá comido la partida... Sí, que se mama ella el dedo... ¡Buenas cosas<br />

pensará a estas horas de mí!<br />

Me precipité a mi cuarto, me eché en la cama, me puse de cara a la pared, y aunque al<br />

pronto volví a amodorrarme, hacia las tres de la madrugada empezó la función y se renovó<br />

mi padecimiento. No quise llamar a Ángela... ¡Para que se escamase tres veces más! ¡Ay<br />

qué noche... noche de perros! ¡Qué bascas, qué calentura, qué pesadillas, qué aturdimiento,<br />

qué jaqueca al despertar!<br />

Y sobre todo, ¡qué compromiso, qué lance, qué parchazo! ¡Qué lío tan espantoso!...<br />

¡Qué resbalón! (ya es preciso convenir en ello).<br />

- VIII -<br />

Convengamos: pero también en que Pacheco, habiéndose portado tan correctamente al<br />

principio, no debió luego echarla a perder. Si yo, por culpa de las circunstancias - eso es, de


43<br />

las circunstancias inesperadísimas en que me he visto - pude darle algún pie, a la verdad,<br />

ningún caballero se aprovecha de ocasiones semejantes; al contrario, en ellas debe<br />

manifestar su educación, si la tiene. Yo me trastorné completamente, por lo mismo que<br />

nunca anduve en pasos como estos; yo no estaba en mi cabal juicio; no señor; yo no tenía<br />

responsabilidad, y él, el grandísimo pillo, tan sereno como si le acabasen de enfriar en el<br />

pozo... Lo dicho: ¡fue una osadía, una serranada incalificable!<br />

Cuanto más lo pienso... ¡Un hombre que hace veinticuatro horas no había cruzado<br />

conmigo media docena de palabras; un hombre que ni siquiera es visita mía! Cierta heroína<br />

de novela, de las que yo leía siendo muchacha, en un caso así recuerdo que empezó a<br />

devanarse los sesos preguntándose a sí propia: «¿Le amo?». ¡Valiente tontería la de aquella<br />

simple! ¡Qué amor ni qué...! Caso de preguntar, yo me preguntaría: «¿Le conozco a este<br />

caballero?». Porque maldito si sé hasta ni cómo se llama de segundo apellido... Lo que sé es<br />

que le detesto y le juzgo un pillastre. Motivos tengo sobrados: ¡que se ponga en mi caso<br />

cualquiera!<br />

Y ahora... Supongamos que, naturalmente, cuando él aporte por aquí, me cierro a la<br />

banda y doy orden terminante a los criados: que he salido. Se pondrá furioso, y lo menos<br />

que hará, con el despecho, irse alabando en casa de Sahagún... Porque de fijo es uno de esos<br />

tipos que pegan carteles en las esquinas... ¡Como si lo viera!... Y resistir que se me presente<br />

tan fresco... vamos, es de lo que no pasa. Una, que me daría un sofoco de primera; otra, que<br />

en estas cosas, si no se empieza cortando por lo sano... Me parece lo más natural. Me<br />

niego... y se acabó. Escribirá... Bien, no contesto. Y dentro de unos días, como ya salgo de<br />

Madrid... Sí, todo se arregla.<br />

Y... a sangre fría, Asís... ¿Es ese descarado quien tiene la culpa toda? Vamos, hija, que<br />

tú... ¿Quién te mandaba satisfacer el caprichito de ir al Santo, y de acompañarte con una<br />

persona casi desconocida, y de almorzar allí en un merendero churri, como si fueses una<br />

salchichera de los barrios bajos? ¿Por qué probaste del vino aquel, que está encabezado con<br />

el amílico más venenoso? ¿No sabías que, aun sin vino, a ti el sol te marea?<br />

Te dejaste embarcar por la Sahagún... Pero la Sahagún... Para ciertas personas no rigen<br />

las ordenanzas sociales. La Sahagún no sólo es muy experta, y muy despabilada, y<br />

discretísima, y una de esas mujeres a quienes nadie se les atreve no queriendo ellas, sino<br />

que con su alta posición convierte en excentricidad graciosa e inofensiva lo que en las


44<br />

demás se toma por desvergüenza y liviandad. Hay gentes que tienen permiso para todo, y se<br />

imponen, y les caen bien hasta las barrabasadas. Pero yo que soy una señora como todas,<br />

una de tantas, debo respetar el orden establecido y no meterme en honduras. Era visto que<br />

Pacheco se había de figurar desde el primer instante... No, no es justo acusarle a él solo.<br />

Bien dice mi paisano. Somos ordinarios y populacheros; nos pule la educación treinta<br />

años seguidos y renace la corteza... Una persona decente, en ciertos sitios, obra lo mismo<br />

que obraría un mayoral. Aquí estoy yo que me he portado como una chula.<br />

Es decir... más bien obré como una tonta. Caí de inocente. No supe precaver, pero no<br />

hubo en mí mala intención. Ello ocurrió... porque sí. Me pesa, Señor. En toda mi vida me<br />

ha sucedido ni ha de volver a sucederme cosa semejante... De eso respondo, y ahora, a<br />

remediar el daño. Puerta cerrada, esquinazo, mutis. No me vuelve a ver el pelo el señorito<br />

ese. En tomando el tren de Galicia... Y sin tanto. Declaro la casa en estado de sitio... Aquí<br />

no entra una mosca. Ya verá si es tan fácil marear a una mujer cuando ella sabe lo que se<br />

hace.<br />

- IX -<br />

Así, punto más, punto menos, hubiera redactado su declaración la dama, si confiase al<br />

papel lo que le bullía en el magín. No afirmamos que, aun dialogando con su conciencia<br />

propia, fuese la marquesa viuda de Andrade perfectamente sincera, y no omitiese algún<br />

detalle, que agravara su tanto de culpa en el terreno de la imprevisión, la ligereza o la<br />

coquetería. Todo es posible y no conviene salir fiador de nadie en este género de<br />

confesiones, que nunca se hacen sin pelos en la lengua y restricciones en la mente.<br />

Sin embargo, no puede negarse que la señora había referido con bastante franqueza el<br />

terrible episodio, tanto más terrible para ella, cuanto que hasta dar este mal paso, caminara<br />

con pie firme y alegre espíritu por la senda de la honestidad. Mérito suyo, más que fruto de<br />

la educación paterna, no muy rígida, ni excesivamente vigilante. A Asís se le habían<br />

cumplido cuantos caprichos puede tener en un pueblo como Vigo una niña rica, huérfana de<br />

madre, y única. A los veinte años de edad, asistiendo a todos los bailes del Casino, a todos<br />

los paseos en la Alameda, a todas las verbenas y romerías de Cristos y Pastoras, visitando<br />

todos los buques de todas las escuadras que fondeaban en el puerto, Asís no había hecho


45<br />

cosa esencialmente mala, pues no hay severidad que baste a condenar de un modo rigoroso<br />

el carteo con un teniente de navío, a quien veía de higos a brevas -cuando la Villa de Bilbao<br />

andaba en aquellas aguas-. Por entonces le entró al papá de Asís, acaudalado negociante, la<br />

ventolera de las contratas acompañada naturalmente de la necesidad de meterse en política:<br />

tuvo distrito, y contrata va y legislatura viene, comenzó a llevarse a su hija a Madrid todos<br />

los inviernos, a dar una vueltecita -la frase sacramental-. Hospedábanse en casa de un primo<br />

de la difunta mamá de Asís, el marqués de Andrade, consejero de Estado, porque Asís era<br />

fruto de una de esas alianzas entre blasones y talegas que en Galicia y en todas partes se<br />

ven tan a menudo, sin que tuerza el gesto ningún venerable retrato de familia, ni ningún<br />

abuelo se estremezca en su tumba. El consejero de Estado se encontraba viudo y sin<br />

descendencia; conservaba un cerquillo de pelo alrededor de una lucia calva; poseía buenos<br />

modales, carácter ameno (en la Corte no existen viejos avinagrados) y la suficiente<br />

mundología para saber cómo ha de insinuarse un cincuentón con una muchacha. Asís<br />

empezó por enseñarle a su tío, bromeando, las cartas del marino, y acabó por escribir a este<br />

una significándole que sus relaciones «quedaban cortadas para siempre». Y así fue, y la<br />

esbelta sombra con gorrilla blanca y levita azul y anclas de oro, no se apareció jamás al pie<br />

del tálamo de los marqueses de Andrade.<br />

El marqués tuvo el talento de no ser celoso y hacerle grata a su mujer la vida conyugal.<br />

Hasta se separó de otra hermana suya - con la cual vivía desde su primer matrimonio -<br />

porque era devota, maniática, opuesta a la sociedad y a las distracciones, y no podía<br />

congeniar con la joven esposa; y no se mostró remiso en aflojar dinero para modistas, ni en<br />

gastar tiempo en teatros, saraos y tertulias. También supo evitar el delirio de los extremos<br />

amorosos, impropios de su edad y la de Asís combinadas; dejó dormir lo que no era para<br />

despertado, y así logró siete años de tranquila ventura y una chiquilla algo enclenque, que<br />

únicamente revivía con los aires marinos y agrestes de la tierra galaica. Un derrame seroso<br />

cortó el curso de los días del buen consejero de Estado, y Asís quedó libre, rica, moza, bien<br />

mirada y con el alma serena.<br />

Pasaba en Madrid los inviernos, teniendo a su niña de medio interna en un atildado<br />

colegio francés; los veranos se iba a Vigo, al lado de su papá; a veces (como sucedía<br />

ahora), el viaje de la chiquilla se adelantaba un poco, porque el abuelo, al cerrarse las<br />

Cortes, se la llevaba consigo a desencanijarse en la aldea... Asís la dejaba marchar de buen


46<br />

grado. El amor maternal era en ella lo que había sido el cariño conyugal: sentimiento<br />

apacible, exento de esas divinas locuras que abrasan el alma y dan a la existencia sentido<br />

nuevo. La marquesa de Andrade vivía contenta, algo envanecida de haber soltado la cáscara<br />

provinciana, y satisfecha también de conservar su honradez como la conservan allá en Vigo<br />

las señoras muy visibles, que no dan un paso sin que el vecindario sepa si fue con el pie<br />

izquierdo o el derecho. Entretenía sus ocios pensando, por ejemplo, que el último vestido<br />

que le había mandado su modista era tan gracioso y menos caro que el de Worth de la<br />

Sahagún; que estaba a bien con el padre Urdax, merced a haber entrado en una asociación<br />

benéfica muy recomendada por los jesuitas; que ella era una dama formal, intachable, y<br />

que, sin embargo, no dejaban de citarla con elogio en las revistas de salones alguna que otra<br />

vez; que podía vivirse en el mundo sin dar entrada al demonio, y que ni el mundo ni Dios<br />

tenían por qué volverle la espalda.<br />

Y ahora...<br />

- X -<br />

Oyendo un nuevo repiqueteo de campanilla, acudió Ángela despavorida, a ver qué era.<br />

Su ama estaba medio incorporada sobre un codo.<br />

- Venga quien venga, ¿entiendes?, venga quien venga..., que he salido.<br />

- A todo el mundo, vamos; que ha salido la señorita.<br />

- A todo el mundo: sin excepción. Cuidadito como me dejas entrar a nadie.<br />

-¡Jesús, señorita! Ni el aire entrará.<br />

- Y prepárame el baño.<br />

-¿El baño? ¿No le sentará mal a la señorita?<br />

- No - contestó Asís secamente -. (¡Manía de meterse en todo tienen estas doncellas!).<br />

-¿Y la orden del coche, señorita? Ya dos veces ha venido Roque a preguntarla.<br />

Al nombre del cochero, sintió Asís que le subía un pavo atroz, como si el cochero<br />

representase para ella la sociedad, el deber, todas las conveniencias pisoteadas y<br />

atropelladas la víspera. ¡El cochero sí que debía maliciarse...!<br />

- Dile..., dile que... venga dentro de un par de horas..., a las cuatro y media... No, a las<br />

cinco y cuarto. Para paseo... Las cinco y media más bien.


47<br />

Saltó de la cama, se puso la bata, y se calzó las chinelas. ¡Sentía un abatimiento grande,<br />

agujetas, cansancio, y al mismo tiempo una excitación, unas ganas de echar a andar, de huir<br />

de sí misma, de no verse ni oírse! No se podía sufrir.<br />

-¡Qué vida tan incómoda la de las señoras que anden siempre en estos enredos! No les<br />

arriendo la ganancia... ¡Ay!, aborrezco los tapujos y las ilegalidades... He nacido para vivir<br />

con orden y con decoro, está visto. ¿Le dará a ese tunante por venir?<br />

Mientras no estaba dispuesto el baño, practicó Asís las operaciones de aseo que deben<br />

precederle: limpiarse y limarse las uñas, lavar y cepillar esmeradamente la dentadura,<br />

desenredar el pelo y pasarse repetidas veces el peine menudo, registrarse cuidadosamente<br />

las orejas con la esponjita y la cucharita de marfil, frotarse el pescuezo con el guante de crin<br />

suavizado con pasta de almendra y miel. A cada higiénica operación y a cada parte de su<br />

cuerpo que quedaba como una patena, Asís creía ver desaparecer la marca de las<br />

irregularidades del día anterior, y confundiendo involuntariamente lo físico y lo moral, al<br />

asearse, juzgaba regenerarse.<br />

Avisó la Diabla que estaba listo el baño. Asís pasó a un cuartuco obscuro, que<br />

alumbraba un quinqué de petróleo (las habitaciones de baño fantásticas que se describen en<br />

las novelas no suelen existir sino en algún palacio, nunca en las casas de alquiler), y se<br />

metió en una bañadera de cinc con capa de porcelana -idéntica a las cacerolas-. ¡Qué<br />

placer! En el agua clara iban a quedarse la vergüenza, la sofoquina y las inconveniencias de<br />

la aventura... ¡Allí estaban escritas con letras de polvo! ¡Polvo doblemente vil, el polvo de<br />

la innoble feria! ¡Y cuidado que era pegajoso y espeso! ¡Si había penetrado al través de las<br />

medias, de la ropa interior, y en toda su piel lo veía depositado la dama! Agua clara y tibia -<br />

pensaba Asís- lava, lava tanta grosería, tanto flamenquismo, tanta barbaridad: lava la<br />

osadía, lava el desacato, lava el aturdimiento, lava el... Jabón y más jabón. Ahora agua de<br />

Colonia... Así.<br />

Esta manía de que con agua de Colonia y jabón fino se le quitaban las manchas a la<br />

honra, se apoderó de la señora en grado tal, que a poco se arranca el cutis, de la rabia y el<br />

encarnizamiento con que lo frotaba. Cuando su doncella le dio la bata de tela turca para<br />

enjugarse, Asís continuó con sus fricciones mitad morales, mitad higiénicas, hasta que ya<br />

rendida se dejó envolver en la ropa limpia, suspirando como el que echa de sí un enorme<br />

peso de cuidados.


48<br />

Llegó el coche algún tiempo después de terminada la faena, no sólo del baño, sino del<br />

tocado y vestido: Asís llevaba un traje serio, de señora que aspira a no llamar la atención.<br />

Ya tenía la Diabla la mano en el pestillo para abrir la puerta a su ama, cuando se le ocurrió<br />

preguntar:<br />

-¿Vendrá a comer, señorita?<br />

- No - y añadió como el que da explicaciones para que no se piense mal de él-. Estoy<br />

convidada a comer en casa de las tías de Cardeñosa.<br />

Al sentarse en su berlinita, respiró anchamente. Ya no había que temer la aparición del<br />

pillo. ¡Bah! Ni era probable que él se acordase de ella; estos troneras, así que pueden<br />

jactarse..., si te he visto no me acuerdo. Mejor que mejor. Qué ganga, si la historia se<br />

resolviese de una manera tan sencilla... Y la voz de Asís adquirió cierta sonoridad al decir<br />

al cochero:<br />

- Castellana... Y luego a casa de las tías...<br />

Aquella vibración orgullosa de su acento parece que quería significar:<br />

- Ya lo ves, Roque... No se va uno todos los días de picos pardos... De hoy más vuelvo<br />

a mi inflexible línea de conducta...<br />

Rodó el coche al trote hasta la Castellana y allí se metió en fila. Era tal el número y la<br />

apretura de carruajes, que a veces tenían que pararse todos por imposibilidad de avanzar ni<br />

retroceder. En estos momentos de forzosa quietud sucedían cosas chuscas: dos señoras que<br />

se conocían y se saludaban, pero no teniendo la intimidad suficiente para emprender<br />

conversación, permanecían con la sonrisa estereotipada, observándose con el rabillo del<br />

ojo, desmenuzándose el atavío y deseando que un leve sacudimiento del mare mágnum de<br />

carruajes pusiese fin a una situación tan pesadita. Otras veces le acontecía a Asís quedarse<br />

parada tocando con una manuela, en cuyo asiento trasero, dejando la bigotera libre, se<br />

apiñaban tres mozos de buen humor, horteras o empleadillos de ministerio, que le soltaban<br />

una andanada de dicharachos y majaderías: y nada: aguantarlos a quema ropa, sin saber qué<br />

era menos desairado, sonreírse o ponerse muy seria o hacerse la sorda. También era<br />

fastidioso encontrarse en contacto íntimo con el fogoso tronco de un milord, que sacudía la<br />

espuma del hocico dentro de la ventanilla, salpicando el haz de lilas blancas sujeto en el<br />

tarjetero, que perfumaba el interior del coche. Incidentes que distraían por un instante a la<br />

marquesa de Andrade de la dulce quietud y del bienhechor reposo producido por la frescura


49<br />

del aire impregnado de aroma de lilas y flor de acacia, por la animación distinguida y<br />

silenciosa del paseo, por el grato reclinatorio que hacía a su cabeza y espalda el rehenchido<br />

del coche, forrado de paño gris.<br />

-¡Calle! Allí va Casilda Sahagún empingorotada en el campanario de su break. ¿De<br />

dónde vendrá, señor? ¡Toma! Ya caigo; de la novillada que armaron los muchachos finos,<br />

Juanito Albares, Perico Gonzalvo, Paco Gironellas, Fernandín Hurtado... - En un minuto<br />

recordó Asís la organización de la fiesta taurina: se habían repartido programas impresos en<br />

raso lacre, redactados con muy buena sombra; no había nada más salado que leer, por<br />

ejemplo: - Banderilleros: Fernando Alfonso Hurtado de Mendoza (a) Pajarillas. - José<br />

María Aguilar y Austria (a) el Chaval. ¡Pues poca broma hubo en casa de Sahagún la noche<br />

que se arregló el plan de la corrida! Y Asís estaba convidada también. Se le había pasado:<br />

¡qué lástima! La duquesa, tan sandunguera como de costumbre, hecha un cartón de Goya<br />

con su mantilla negra y su grupo de claveles; los muchachos, ufanísimos, en carretela<br />

descubierta, envueltos en sus capotes morados y carmesíes con galón de oro. Lo que es<br />

torear habrían toreado de echarles patatas; pero ahora, nadie les ganaba a darse pisto<br />

luciendo los trajes. Revolvían el paseo de la Castellana: eran el acontecimiento de la tarde.<br />

Asís sintió un descanso mayor aún después de ver pasar la comitiva taurómaca:<br />

comprendió, guiada por el buen sentido, que a nadie, en aquel conjunto de personas<br />

siempre entretenidas por algún suceso gordo del orden político, o del orden divertido, o del<br />

orden escandaloso con platillos y timbales, se le ocurriría sospechar su aventurilla del<br />

Santo. A buen seguro que por un par de días nadie pensase más que en la becerrada<br />

aristocrática.<br />

Este convencimiento de que su escapatoria no estaba llamada a trascender al público, se<br />

robusteció en casa de las tías de Cardeñosa. Las Cardeñosas eran dos buenas señoritas,<br />

solteronas, de muy afable condición, rasas de pecho, tristes de mirar, sumamente anticuadas<br />

en el vestir, tímidas y dulces, no emancipadas, a pesar de sus cincuenta y pico, de la eterna<br />

infancia femenina; hablaban mucho de novenas, y comentaban detenidamente los<br />

acontecimientos culminantes, pero exteriores, ocurridos en la familia de Andrade y en las<br />

demás que componían su círculo de relaciones; para las bodas tenían aparejada una sonrisa<br />

golosa y tierna, como si paladeasen el licor que no habían probado nunca; para las<br />

enfermedades, calaveradas de chicos y fallecimientos de viejos, un melancólico arqueo de


50<br />

cejas, unos ademanes de resignación con los hombros y unas frases de compasión, que por<br />

ser siempre las mismas, sonaban a indiferencia. Religiosas de verdad, nunca murmuraban<br />

de nadie ni juzgaban duramente la ajena conducta, y para ellas la vida humana no tenía más<br />

que un lado, el anverso, el que cada uno quiere presentar a las gentes. Gozaban con todo<br />

esto las Cardeñosas fama de trato distinguidísimo, y su tarjeta hacía bien en cualquier<br />

bandeja de porcelana de esas donde se amontona, en forma de pedazos de cartulina, la<br />

consideración social.<br />

Para Asís, la insulsa comida de las tías de Cardeñosa y la anodina velada que la siguió,<br />

fueron al principio un bálsamo. Se le disiparon las últimas vibraciones de la jaqueca y las<br />

postreras angustias del estómago, y el espíritu se le aquietó, viendo que aquellas señoras<br />

respetadísimas y excelentes la trataban con el acostumbrado afecto y comprendiendo que ni<br />

por las mientes se les pasaba imaginar de ella nada censurable.<br />

El cuerpo y el alma se le sosegaban a la par, y gracias a tan saludable reacción, aquello<br />

se le figuraba una especie de pesadilla, un cuento fantástico...<br />

Pero obtenido este estado de calma tan necesario a sus nervios, empezó la dama a notar,<br />

hacia eso de las diez, que se aburría ferozmente, por todo lo alto, y que le entraban ya unas<br />

ganas de dormir, ya unos impulsos de tomar el aire, que se revelaban en prolongados<br />

bostezos y en revolverse en la butaca como si estuviese tapizada de alfileres punta arriba.<br />

Tanto, que las Cardeñosas lo percibieron, y con su inalterable bondad comenzaron a<br />

ofrecerle otro sillón de distinta forma, el rincón del sofá, una silla de rejilla, un taburetito<br />

para los pies, un cojín para la espalda.<br />

- No os incomodéis... Mil gracias... Pero si estoy perfectamente.<br />

Y no atreviéndose a mirar el suyo, echaba un ojo al reloj de sobremesa, un Apolo de<br />

bronce dorado, de cuya clásica desnudez ni se habían enterado siquiera las Cardeñosas, en<br />

cuarenta años que llevaba el dios de estarse sobre la consola del salón en postura<br />

académica, con la lira muy empuñada. El reloj... por supuesto, se había parado desde el<br />

primer día, como todos los de su especie. Asís quería disimular, pero se le abría la boca y se<br />

le llenaban de lágrimas los ojos; abanicándose estrepitosamente, contestando por máquina a<br />

las interrogaciones de las tías acerca de la salud de su niña y los proyectos de veraneo,<br />

inminentes ya. Las horas corrían, sin embargo, derramando en el espíritu de Asís el opio del<br />

fastidio... Cada rodar de coches por la retirada calle en que habitaban las Cardeñosas, le


51<br />

producía una sacudida eléctrica. Al fin hubo uno que paró delante de la casa misma...<br />

¡Bendito sea Dios! Por encanto recobró la dama su alegría y amabilidad de costumbre, y<br />

cuando la criada vino a decir: «Está el coche de la señora marquesa», tuvo el heroísmo de<br />

responder con indiferencia fingida:<br />

- Gracias, que se aguarde.<br />

A los dos minutos, alegando que había madrugado un poco, arrimaba las mejillas al<br />

pálido pergamino de las de sus tías, daba un glacial beso al aire y bajaba la escalera<br />

repitiendo:<br />

- Sí..., cualquier día de estos... ¡Qué! Si he pasado un rato buenísimo... ¿Mañana sin<br />

falta... eh?, las papeletas de los Asilos. Mil cosas al padre Urdax.<br />

Al tirar de la campanilla en su casa, tuvo una corazonada rarísima. Las hay, las hay, y el<br />

que lo niegue es un miope del corazón, que rehúsa a los demás la acuidad del sentido<br />

porque a él le falta. Asís, mientras sonaba el campanillazo, sintió un hormigueo y un<br />

temblor en el pulso, como si semejante tirón fuese algún acto muy importante y decisivo en<br />

su existencia. Y no experimentó ninguna sorpresa, aunque sí una violenta emoción que por<br />

poco la hace caerse redonda al suelo, cuando en vez de la Diabla o del criado, vio que le<br />

abría la puerta aquel pillo, aquel grandiosísimo truhán.<br />

- XI -<br />

Lo bueno fue que la dama, lejos de sorprenderse, saludó a Pacheco como si el<br />

encontrarle allí a tales horas le pareciese la cosa más natural del mundo, y, recíprocamente,<br />

Pacheco empleó también con ella todas las fórmulas de cortesía acostumbradas cuando un<br />

caballero se encuentra a una señora de cumplido, respetable, ya que no por sus años, por su<br />

carácter y condición. Se hizo atrás para dejarla pasar, y al seguirla al saloncito de confianza,<br />

donde ardía sobre la mesa de tijera la gran lámpara con pantalla rosa velada de encaje, se<br />

quedó próximo a la puerta y en pie, como el que espera una orden de despedida.<br />

- Siéntese usted, Pacheco... - tartamudeó la señora, bastante aturrullada aún.<br />

El gaditano no se sentó, pero adelantó despacio, como receloso; parecía, por su<br />

continente, algún hombre poco avezado a sociedad: pero este aspecto, que Asís atribuyó a<br />

hipocresía refinada, contrastaba de un modo encantador con la soltura de su cuerpo y


52<br />

modales, la elegancia no estudiada de su vestir, la finura de su chaleco blanquísimo, su tipo<br />

de persona principal. Viéndole tan contrito, Asís se rehízo y cobró ánimos. «Gran ocasión<br />

de leerle la cartilla al señorito este: ¿conque muy manso y fingiéndose arrepentido, eh?<br />

Ahora lo verás...». Porque la dama, en su inexperiencia, se había figurado que su<br />

compañero de romería iba a entrar hecho un sargento, y a las primeras de cambio le iba a<br />

soltar un abrazo furibundo o cualquier gansada semejante... Pero ya que gracias a Dios se<br />

manifestaba tan comedido, bien podía la señora acusarle las cuarenta. Y Asís abrió la boca<br />

y exclamó:<br />

- Conque usted aquí... Yo quisiera... yo...<br />

El gaditano se acercó todavía más, hasta ponerse al lado de la dama, que seguía en pie<br />

junto a la mesa. La miró fijamente y luego pronunció como el que dice la cosa más patética<br />

del mundo:<br />

- A mí va usted a regañarme too lo que guste... A los criados ni chispa... La culpa es<br />

mía toa. Un cuarto de hora de conversasión con la chica me ha costao el entrar. Hasta<br />

requiebros le he soltao. Y na, ni por esas. Al fin le dije... que vamos, que ya sabía usted que<br />

yo vendría y que para recibirme a mí se quería usted negar a los demás. Ríñame usted, que<br />

lo meresco too.<br />

Estas enormidades las murmuró con tono lánguido y quejumbroso, con los ojos<br />

mortecinos y un aire de melancolía que daba compasión. Asís se quedó de una pieza, así al<br />

pronto; que después se le deshizo el nudo de la garganta y las palabras le salieron a<br />

borbotones. Ea..., ahí va... Ahora sí que me desato...<br />

- Sí señor, que merece usted... Pues hombre... me pone usted en berlina con mis<br />

criados... ¡Por eso se escondieron cuando yo entraba... y le dejan a usted que abra la puerta!<br />

¡Gandules de profesión! A la Angelita yo le diré cuántas son cinco... Y lo que es a<br />

Perfecto... Alguno podrá ser que no duerma en casa esta noche... Los enemigos<br />

domésticos... Aguarde usted, aguarde usted... Estas jugadas no me las hacen ellos a mí...<br />

¡Habrase visto! ¡Para esto los trata uno del modo que los trata! ¡Para que le vendan a las<br />

primeras de cambio!<br />

Comprendía la misma señora que se ponía algo ordinaria chillando y manoteando así, y<br />

lo peor de todo, que era predicar en desierto, pues ni siquiera podían oírla desde la cocina;<br />

además, Pacheco, en vez de asustarse con tan caliente reprimenda, pareció que recobraba


53<br />

los espíritus, se llegó más, y bajando la cabeza, acarició las sienes de la enojada. Esta se<br />

echó atrás, no tan pronto que ya no la sujetase blandamente por la cintura un brazo del<br />

gaditano y que este no balbuciese a su oído:<br />

-¿A qué te enfadas con los criados, chiquilla? ¿No te he dicho que no tienen culpa?<br />

Mira, esa chica que te sirve, vale un Perú. Te quiere bien. Le daba dinero y no lo admitió ni<br />

hecha peazos. Dijo que con tal que tú no la riñeses... Ahora si gritas se armará un<br />

escándalo... Pero me iré cuanto tú lo mandes. Que sí me iré, mujer...<br />

Al anunciar que se iba, se sentó en el sofá-diván, obligando a la señora a sentarse<br />

también. Esta notaba una turbación que ya no se parecía a la pseudocólera de antes, y, por<br />

lo bajo, murmuraba:<br />

- Pues váyase usted... Hágame el favor de irse. Por Dios...<br />

-¿Ni un minuto hay para mí? Estoy enfermo... ¡Si vieses! En toda la noche no he<br />

dormido, no he pegado los ojos.<br />

Asís iba a preguntar: «¿por qué?», pero calló, pareciéndole inconveniente y necia la<br />

pregunta.<br />

- Necesitaba saber de ti... Si estabas ya buena, si habías descansado... Si me querías<br />

mal, o si me mirabas con alguna indulgencia. ¿Dura el mal humor? ¿Y esa cabecita? ¿A<br />

ver?<br />

Se la recostó sobre el hombro, sujetándola con la palma de la mano derecha. Asís,<br />

esforzándose en romper el lazo, notaba disminuidas sus fuerzas por dos sentimientos: el<br />

primero, que viendo tan sumiso y moderado al gran pillo, le habían entrado unas miajas de<br />

lástima; el segundo..., el sentimiento eterno, la maldita curiosidad, la que perdió en el<br />

Paraíso a la primera mujer, la que pierde a todas, y tal vez no sólo a ellas sino al género<br />

humano... ¿A ver? ¿Cómo sería? ¿Qué diría Pacheco ahora?<br />

Pacheco, en un rato, no dijo nada; ni chistó. Su palma fina, sus dedos enjutos y<br />

nerviosos oprimían suavemente la cabeza y sienes de Asís, lo mismo que si a esta le durase<br />

aún el mareo de la víspera y necesitase la medicina de tan sencillo halago. En la sala<br />

parecía que la varita de algún mágico invisible derramaba silencio apacible y amoroso, y la<br />

luz de la lámpara, al través de su celosía de encaje, alumbraba con poética suavidad el<br />

recinto. La sala estaba amueblada con esas pretensiones artísticas que hoy ostenta todo<br />

bicho viviente, sepa o no sepa lo que es arte, y con ese aspecto de prendería que resulta de


54<br />

aglomerar el mayor número posible de cosas inconexas. Sitiales, butacas bajas y<br />

coquetonas, mesillas forradas de felpa imitando un corazón o una hoja de trébol, columnas<br />

que sostienen quinqués, divancitos cambiados donde la gente puede gozar del placer de<br />

darse la espalda y coger un tortícolis, alguna drácena en jardineras de cinc, un perro de<br />

porcelana haciendo centinela junto a la chimenea, y dos hermosos vargueños patrimoniales<br />

restaurados y dorados de nuevo... Todo revuelto, colocado de la manera que más dificultase<br />

el paso a la gente, haciendo un archipiélago donde no se podía navegar sin práctico. ¿Y las<br />

paredes? Si el suelo estaba intransitable, en las paredes no quedaba sitio libre para un clavo,<br />

pues el buen marqués de Andrade, incapaz de distinguir un Ticiano de un Ribera, la había<br />

dado algún tiempo de protector de jóvenes artistas, llenando la casa de acuarelas con<br />

chulas, matones del Renacimiento o damas Luis XV; de manchas, apuntes y bocetos hechos<br />

a punta de cuchillo, o a yema de dedo, tan libres y tan francos, que ni el mismo demonio<br />

adivinaría lo que representaban; de tablitas lamidas y microscópicas, encerradas en marcos<br />

cinco veces mayores; de fotografías con retumbantes dedicatorias; migajas de arte, en<br />

suma, que al menos cubren la vulgaridad del empapelado y distraen gratamente la vista. Y<br />

en hora semejante, en medio de la amable paz que flotaba en la atmósfera y con la luz<br />

discreta transparentada por el encaje, los cachivaches se armonizaban, se fundían en una<br />

dulce intimidad, en una complicidad silenciosa; la misiva horrible carátula japonesa<br />

colgada encima de un vargueño y de uno de cuyos ojos se descolgaba una procesión de<br />

monitor de felpa, tenía un gesto menos infernal; el pañolón de Manila que cubría el piano,<br />

abría alegremente todas sus flores; las begonias, próximas a la entreabierta ventana, se<br />

estremecían como si las acariciase el vientecillo nocturno... Sólo el bull-dog de porcelana,<br />

sentado como una esfinge, miraba con alarmante persistencia al grupo del sofá, guardando<br />

una actitud digna y enérgica, como si fuese celoso guardián puesto allí por el espíritu del<br />

respetable marqués difunto... Casi parecería natural que abriese las fauces, soltase un<br />

ladrido ele alarma, y se abalanzase dispuesto a morder...<br />

Pacheco decía bajito, con el ceceo mimoso y triste de su pronunciación:<br />

-¿Te sospechabas tú lo de ayer, chiquilla? ¿A que sí? Mira, no me digas no, que las<br />

mujeres estáis siempre de vuelta en esas cosas... ¡A ver si se calla usted y no me replica! Tú<br />

veías muy bien, picarona, que yo estaba muerto, lo que se dice muerto... Sólo que creíste<br />

poder dejarme en blanco... Pero sospechar... ¡Quia! ¡Si lo calaste desde el mismo momento


55<br />

que tiré el puro en los jardines! ¿Y tú te gosabas en verme a mí sufrir, no es eso? ¡Somos<br />

más malos! Toma en castigo... ¡Y qué bonita estabas, gitana salá! ¿Te ha dicho a ti algún<br />

hombre bonita? ¿No? ¡Pues ahora te lo digo yo, vamos!, y valgo más que toos... Oye, en el<br />

coche te hubiese yo requebrado seis dosenas de veses..., te hubiese llamao mona, serrana,<br />

matadora de hombres... Sólo que no me atrevía, ¿sabes tú? Que si me atrevo, te suelto toas<br />

las flores de la primavera en un ramiyetico.<br />

Aquí Asís, sin saber por qué, recobró el uso de la palabra, y fue para gritar:<br />

- Sí..., como a la chica del merendero..., y a mi criada..., y a todas cuantas se ofrece...<br />

Lo que es por palabrería no queda.<br />

La interrumpió un enérgico tapabocas.<br />

- No compares, chiquiya, no compares... Tonterías que se disen por pasá el rato, pa que<br />

se encandilen las mujeres... Contigo..., ¡Virgen Santa!, tengo yo una ilusión..., ¡una<br />

ilusionasa de volverme loco! Has de saber que yo mismo estoy pasmao de lo que me<br />

sucede. Nunca me quedé triste después de una cosa así sino contigo. Hasta me falta<br />

resolución pa hablarte. Estoy así... medio orgulloso y medio pesaroso. Más quisiera que nos<br />

hubiésemos vuelto ayer antes de almorsá. ¿No lo crees? ¿Ah, no lo crees? Por estas...<br />

Y el meridional puso los dedos en cruz y los besó con ademán popular. Asís se echó a<br />

reír mal de su grado. Ya no había posibilidad de enfadarse: la risa desarma al más furioso.<br />

Y ahora, ¿qué hacer?, pensaba la dama, llamando en su auxilio toda su presencia de ánimo,<br />

toda su habilidad femenil. Nada, muy sencillo... No negarle la cita que pedía para el día<br />

siguiente por la tarde; porque si se le negaba, era capaz de hacer cualquier desatino. No,<br />

no..., contemporizar..., otorgar la cita, y a la hora señalada..., ¡busca!, estar en cualquier<br />

sitio menos donde Pacheco esperase... Y ahora, procurar por bien que se largase cuanto más<br />

pronto... ¡Qué diría el servicio! ¡En esa cocina estaría la Diabla haciendo unos calendarios!<br />

- XII -<br />

Doloroso es tener que reconocer y consignar ciertas cosas; sin embargo, la sinceridad<br />

obliga a no eliminarlas de la narración. Queda, eso sí, el recurso de presentarlas de forma<br />

indirecta, procurando con maña que no lastimen tanto como si apareciesen de frente,


56<br />

insolentonas y descaradas, metiéndose por los ojos. Así la implícita desaprobación del<br />

novelista se disfraza de habilidad.<br />

Tocante a la cita que la marquesa viuda de Andrade pensaba conceder en falso, con<br />

resolución firmísima de hacer la del humo, la novela puede guardar un discreto mutismo; y<br />

no faltará a su elevada misión, con tal que refiera lo que ocurría a la puerta de la dama:<br />

indicación sobria y a la vez sumamente expresiva.<br />

La berlina de la señora, enganchada desde las cinco, esperaba allí. El cochero, inmóvil,<br />

bien afianzado en su cuña, había permanecido algún tiempo en la actitud reglamentaria,<br />

enarbolada la fusta, recogidas las riendas, ladeado graciosamente el sombrero y muy juntas<br />

las punteras de las botas; pero transcurrido un cuarto de hora, el recalmón de la tardecita y<br />

el aburrimiento de la espera le derramaron en los párpados grato beleño y fue dejando caer<br />

la cabeza sobre el pecho, aflojando las manos, exhalando una especie de silbido y a veces<br />

un ronquido súbito, que le asustaba a él mismo despertándole... También el caballo, durante<br />

los primeros momentos de quietud, se mantuvo engallado, airoso, dispuesto a beberse la<br />

distancia; pero al convencerse de que teníamos plantón, desplomó el cuerpo sobre las patas,<br />

sacudió el freno regándolo con espuma, entornó los ojos y se dispuso a la siesta. Hasta la<br />

misma berlina pareció afianzarse en las ruedas con ánimo de descansar.<br />

Y fue poniéndose el sol, subiendo de piso en piso a despedirse de los cristales,<br />

refugiándose en la copa de las acacias de Recoletos cuando ya las envolvía la azul y<br />

vaporosa bruma del anochecer; y el calor disminuyó un tantico, y el farolero corrió<br />

encendiendo hilos de luz a lo largo de las calles... Berlina, caballo y cochero dormían,<br />

resignados con su suerte, sin que se les ocurriese que para semejante viaje no se necesitaban<br />

alforjas y que mejor se encontrarían la una metida en su funda, el otro despachando su<br />

ración de pienso, el último en su taberna favorita o viendo la novillada de aquella tarde...<br />

Cerca de las siete serían cuando salió de la casa un hombre. Era apuesto y andaba<br />

aprisa, recatándose de la portera. Atravesó la calle y en la acera de enfrente se detuvo,<br />

mirando hacia las ventanas del cuarto de Asís. Ni rastro de persona asomada en ellas. El<br />

hombre siguió su camino hacia Recoletos.<br />

- XIII -


57<br />

Solía el comandante Pardo ir alguna que otra noche a casa de su paisana y amiga la<br />

marquesa de Andrade. Charlaban de mil cosas, disputando, acalorándose, y en suma,<br />

pasando la velada solos, contentos y entretenidos. De galanteo propiamente dicho, ni<br />

sombra, aun cuando la gente murmuraba (de la tertulia de la Sahagún saldría el chisme) que<br />

don Gabriel hacía tiro al decente caudal y a la agradable persona de Asís; si bien otros<br />

opinaban, con trazas y tono de mejor informados, que ni a Pardo le importaba el dinero, por<br />

ser desinteresadísimo, ni las mujeres, por hallarse mal curada todavía la herida de un gran<br />

desengaño amoroso que en Galicia sufriera: una historia romántica y algo obscura con una<br />

sobrina, que por huir de él se había metido monja en un convento de Santiago.<br />

Ello es que Pardo resolvió consagrar a la dama la noche del día en que la berlina echó la<br />

siesta famosa. Serían las nueve cuando llamó a la puerta. Generalmente, los criados le<br />

hacían entrar con un apresuramiento que delataba el gusto de la señora en recibir<br />

semejantes visitas. Pero aquella noche, así Perfecto (el mozo de comedor, a quien Asís<br />

llamaba Imperfecto por sus gedeonadas) como la Diabla, se miraron y respondieron a la<br />

pregunta usual del comandante, titubeando e indecisos.<br />

-¿Qué pasa? ¿Ha salido la señorita? Los martes no acostumbra.<br />

- Salir..., como salir... - balbució Imperfecto.<br />

- No, salir no - acudió la Diabla, viéndole en apuro -. Pero está un poco...<br />

- Un poco dilicada - declaró el criado con tono diplomático.<br />

-¿Cómo delicada? - exclamó el comandante alzando la voz -. ¿Desde cuándo se<br />

encuentra enferma? ¿Y qué tiene? ¿Guarda cama?<br />

- No señor, guardar cama no... Unas miagas de jaqueca...<br />

-¡Ah!, bien: díganle ustedes que volveré mañana a saber... y que le deseo alivio. ¿Eh?<br />

¡No se olviden!<br />

Acabar de decir esto el comandante y aparecer en la antesala Asís en bata y arrastrando<br />

chinelas finas, fue todo uno.<br />

- Pero que siempre han de entender al revés cuanto se les manda... Estoy, Pardo, estoy<br />

visible... Entre usted... Qué tienen que ver las órdenes que se dan así, en general, para la<br />

gente de cumplido... Haga usted el favor de pasar aquí...<br />

Gabriel entró. La sala estaba tan simpática, tan tentadora, tan fresca como la víspera; la<br />

pantalla de encaje filtraba la misma luz rosada y ensoñadora; en un talavera de botica se


58<br />

marchitaba un ramo de lilas y rosas blancas. Tropezó el pie del comandante, al ir a sentarse<br />

en su butaca de costumbre, con un objeto medio oculto en las arrugas del tapiz turco<br />

arrojado ante el diván. Se bajó y recogió del suelo el estorbo, maquinalmente. Asís extendió<br />

la mano, y a pesar de lo muy distraído y sonámbulo que era Gabriel, no pudo menos de<br />

observar la agitación de la dama al recobrar la prenda, que era uno de esos tarjeteros sin<br />

cierre, de cuero inglés, con dos iniciales de plata enlazadas, prenda evidentemente<br />

masculina. Por un instinto de discreción y respeto, Gabriel se hizo el tonto y entregó su<br />

hallazgo sin intentar ver la cifra.<br />

- Pues me habían dado un susto ese Imperfecto y esa Diabla... - murmuró, tratando de<br />

disimular mejor la sorpresa -. Están en Belén... ¿Se había usted negado, sí o no?<br />

- Le diré a usted... Di una orden... Claro que con usted no rezaba; bien ha visto usted<br />

que le llamé... - alegó la señora con acento contrito, cual si se disculpase de alguna falta<br />

gorda, y muy inmutada, aunque esforzándose también en no descubrirlo.<br />

-¿Y qué es ello? ¿Jaqueca?<br />

- Sí..., bastante incómoda. (Asís se llevó la mano a la sien.)<br />

- Entonces le voy a dar a usted la noche si me quedo. La dejaré a usted descansar... En<br />

durmiendo se pasa.<br />

- No, no, qué disparate... No se va usted. Al contrario...<br />

-¿Cómo que al contrario? Ruego que se expliquen esas palabras - exclamó el<br />

comandante, aprovechando la ocasión de bromear para que se le quitase a Asís el<br />

sobresalto.<br />

- Se explicarán... Significan que va usted a acompañarme por ahí fuera un ratito... A dar<br />

una vuelta a pie. Me conviene esparcirme, tomar el aire...<br />

- Iremos a un teatrillo... ¿Quiere usted? Dicen que es muy gracioso El Padrón<br />

Municipal, en Lara.<br />

- Teatrillo..., ¿calor, luces, gente? Usted pretende asesinarme. No: si lo que me pide el<br />

cuerpo es ejercicio. Así, conforme estoy, sin vestirme... Me planto un abrigo y un velo...<br />

Me calzo... y jala.<br />

- A sus órdenes.<br />

Cuando salieron a la calle, Asís suspiró, aliviada, y con el impulso de su andar señaló la<br />

dirección del paseo.


59<br />

El barrio de Salamanca, a trechos, causa la ilusión gratísima de estar en el campo:<br />

masas de árboles, ambiente oxigenado y oloroso, espacio libre, y una bóveda de<br />

firmamento que parece más elevada que en el resto de Madrid.<br />

La noche era espléndida, y al levantar Asís la cabeza para contemplar el centelleo de los<br />

astros, se le ocurrió, por decir alguna cosa, compararlos a las joyas que solía admirar en los<br />

bailes.<br />

- Aquellas cuatro estrellitas seguidas parecen el imperdible de la marquesa de<br />

Riachuelo... cuatro brillantazos que le dejan a uno bizco. Esa constelación... ¡allí, hombre,<br />

allí!, hace el mismo efecto que la joya que le trajo de París su marido a la Torres-Nobles...<br />

Hasta tiene en medio una estrellita amarillenta, que será el brillante brasileño del centro.<br />

Aquel lucero tan bonito, que está solo...<br />

- Es Venus... Tiene algo de emblemático eso de que Venus sea tan guapa.<br />

- Usted siempre confundiendo lo humano y lo divino...<br />

- No, si la mezcolanza fue usted quien la armó comparando los astros a las joyas de sus<br />

amiguitas. ¡Qué hermoso es el cielo de Madrid! - añadió después de breve silencio -. En<br />

esto tenemos que rendir el pabellón, paisana. Nuestro suelo es más fresco, más bonito: pero<br />

la limpieza de esta atmósfera... Allá hay que mirar hacia abajo, aquí hacia arriba.<br />

Callaron un ratito.<br />

En aquel dosel azul sembrado de flores de pedrería, Asís y el comandante veían la<br />

misma cosa, un tarjetero de piel inglesa; y como por magnética virtud, sentían al través de<br />

sus brazos, que se tocaban, el mutuo pensamiento.<br />

Hallábanse al final del Prado, enteramente desierto a tales horas, con sus sillas<br />

recogidas y vueltas. Se escuchaba el murmurio monótono de la Cibeles, y allá en el fondo<br />

del jardincillo, tras las irregulares masas de las coníferas, destacaba el Museo su elegante<br />

silueta de palacio italiano. No pasaba un alma, y la plazuela de las Cortes, a la luz de sus<br />

faroles de gas, parecía tan solitaria como el Prado mismo.<br />

-¿Subimos hacia la Carrera? - interrogó Pardo.<br />

- No, paisano... ¡Ay Jesús! A los dos pasos nos encontrábamos algún conocido, y<br />

mañana..., chi, chi, chi..., cuentecito en casa de Sahagún o donde se les antojase. Bajemos<br />

hacia Atocha.


60<br />

- Y usted, ¿por qué da a eso tanta importancia? ¿Qué tiene de particular que salga usted<br />

a tomar el fresco en compañía de un amigo formal? Cuidado que son majaderas las<br />

fórmulas sociales. Yo puedo ir a su casa de usted y estarme allí las horas muertas sin que<br />

nadie se entere ni se ocupe, y luego, si salimos reunidos a la calle media hora... cataplum.<br />

- Qué manía tiene usted de ir contra la corriente... Nosotros no vamos a volver el mundo<br />

patas arriba. Dejarlo que ruede. Todo tiene sus porqués, y en algo se fundan esas<br />

precauciones o fórmulas, como usted les llama. ¡Ay! ¡Qué fresquito tan hermoso corre!<br />

-¿Está usted mejor?<br />

- Un poco. Me da la vida este aire.<br />

- Quiere usted sentarse un rato? El sitio convida.<br />

Sí que convidaba el sitio, a la vez acompañado y solo: unos anchos asientos de piedra<br />

que hay delante del Museo, a la entrada de la calle de Trajineros, la cual si por su gran<br />

proximidad a la plazuela de las Cortes resulta céntrica y decorosa, a semejante hora<br />

compite en lo desierta con el despoblado más formidable de Castilla. Las acacias<br />

prodigaban su rica esencia, y si el comandante tuviese propósito de declarar a la señora<br />

algún atrevido pensamiento, nunca mejor. No sería así, porque después de tomar asiento se<br />

quedaron mudos ella y él; Asís, además de muda, estaba cabizbaja y absorta.<br />

No es posible que esta clase de pausas se establezcan en una entrevista a solas de<br />

hombre y mujer, en tales sitios y horas, sin producirles a los dos un estado de ánimo<br />

singular, a la vez atractivo y embarazoso. El comandante limpió sus quevedos, operación<br />

que verificaba muy a menudo, volvió a calárselos y salió por la puerta o por la ventana,<br />

juzgando que la señora desearía explayarse.<br />

- A mí no me la pega usted con jaquecas, Paquita... usted tiene algo... alguna cosa que la<br />

preocupa en gordo... No se me alarme usted: ya sabe que somos amigos viejos.<br />

- Pero si no tengo nada... ¡Qué ocurrencia!<br />

- Mejor, señora, mejor, celebro que sea así - dijo don Gabriel retrocediendo<br />

discretamente -. Yo, en cambio, le podría confiar a usted penas muy grandes..., cosas raras.<br />

-¿Lo de la sobrina? - preguntó Asís con curiosidad, pues ya dos o tres veces en<br />

conversación familiar habían aludido de rechazo a ese misterio de la vida de don Gabriel.<br />

- Sí: al menos la parte mía..., lo que me toca..., eso puedo contárselo a usted. Sabe Dios<br />

cómo lo glosa la gente. (Pardo se alzó el sombrero porque tenía las sienes húmedas de


61<br />

sudor.) Creo que se dice que la pobrecilla me detestaba y que por librarse de mí entró en un<br />

convento de novicia... Falso. No me detestaba, y es más: me hubiera querido con toda su<br />

alma a la vuelta de poco tiempo... Sólo que ella misma no acertó a descifrarlo. Cuando me<br />

conoció, estaba comprometida con otro hombre... cuya clase... no... En fin, que no podía<br />

aspirar a ser su marido. Y al convencerse de esto, la infeliz muchacha pensó que se acababa<br />

el mundo para ella y que no tenía más refugio que el convento. ¡Ay, Paquita! ¡Si supiese<br />

usted qué ratos... qué tragedia! Es asombroso que después de ciertos acontecimientos pueda<br />

uno volver a vivir como antes..., y vaya a tertulias y se chancee, y mire otra vez a las<br />

mujeres, y le agraden, sí..., como me agrada usted, por ejemplo..., y no lo eche usted a mala<br />

parte, que no soy pretendiente importuno, sino amigo de verdad. Ya sabe usted cómo digo<br />

yo las cosas.<br />

Oía la dama la voz del artillero y al par otra interior que zumbaba confusamente:<br />

- Confíale algo..., al menos indícale tu situación... Ideas estrafalarias las tiene, y a veces<br />

es poco práctico, pero es leal... No corres peligro, no... Así te desahogarás... Tal vez te<br />

aconseje bien. Anda, boba... ¿No hace él confianza en ti? Además... no creas que callando<br />

le engañas... ¡Quítale ya la escama del tarjetero!<br />

A pesar de las excitaciones de la voz indiscreta, la señora, en alto, decía tan sólo:<br />

-¿Conque la chica le quería a usted algo? ¿Sin saberlo? ¡Eso es muy particular! ¿Y<br />

cómo lo explica usted?<br />

-¡Ay, Paquita! He renunciado a explicar cosa alguna... No hay explicación que valga<br />

para los fenómenos del corazón. Cuanto más se quieren entender, más se obscurecen. Hay<br />

en nosotros anomalías tan raras, contradicciones tan absurdas... Y a la vez cierta lógica<br />

fatal. En esto de la simpatía sexual, o del amor, o como usted guste llamarle, es en lo que se<br />

ven mayores extravagancias. Luego, a los caprichos y las desviaciones y los brincos de esta<br />

víscera que tenemos aquí, sume usted la maraña de ideas con que la sociedad complica los<br />

problemitas psicológicos. La sociedad...<br />

- Contigo tengo la tema, morena... - interrumpió Asís festivamente -. Usted le echa a la<br />

sociedad todas las culpas. Ahí que no duele. Ya no sé cómo tiene espaldas la infeliz.<br />

- Pues, figúrese usted, paisana. Como que de mi tragedia únicamente es responsable la<br />

sociedad. Por atribuir exagerada importancia a lo que tiene mucha menos ante las leyes


62<br />

naturales. Por hacer lo principal de lo accesorio. En fin, punto en boca. No quiero<br />

escandalizarla a usted.<br />

- Paisano... Pero si me da mucha curiosidad eso que iba usted diciendo... No me deje a<br />

media miel... Todas las cosas pueden decirse, según como se digan. No me escandalizaré,<br />

vamos.<br />

- Bien, siendo así... Pero ya no sé en qué estábamos... ¿Usted se acuerda?<br />

- Decía usted que lo principal y lo accesorio... Eso será alguna herejía tremenda, cuando<br />

no quiso usted pasar de ahí.<br />

- Sí, señora... Verá usted, la herejía... Yo llamo accesorio a lo que en estas cuestiones<br />

suele llamarse principal... ¿Se hace usted cargo?<br />

Asís no respondió, porque pasaba un mozalbete silbando un aire de zarzuela y mirando<br />

de reojo y con malicia al sospechoso grupo. Cuando se perdió de vista, pronunció la dama:<br />

-¿Y si me equivoco?<br />

-¿No se asusta usted si lo expreso claramente?<br />

La verdad, desde cierta distancia aquello parecía un diálogo amoroso. Acaso la valla<br />

que existía para que ni pudiese serlo ni llegase a serlo jamás, era un delgado y breve trozo<br />

de piel inglesa, la cubierta de un tarjetero.<br />

- No, no me asusto... Vamos a hablar como dos amigos... francamente.<br />

-¿Quedamos en eso? ¡Magnífico! Pues conste que ya no tiene usted derecho para<br />

reñirme si se me va la lengua... Procuraré, sin embargo... En fin, entiendo por accesorio...<br />

aquello que ustedes juzgan irreparable. ¿Lo pongo más claro aún?<br />

- No, ¡basta! - gritó la señora -. Pero entonces, ¿qué es lo principal según usted?<br />

- Una cosa que abunda menos..., en cambio, vale más... La realidad de un cariño muy<br />

grande entre dos... ¿Qué le parece a usted?<br />

-¡Caramba! - exclamó la señora, meditabunda.<br />

- Le voy a proponer a usted una demostración de mi teoría... Ejemplo; como dicen los<br />

predicadores. Imagínese que en vez de estar en el Prado, estamos en Tierra de Campos, a<br />

dos leguas de un poblachón; que yo soy un bárbaro; que me prevalgo de la ocasión, y abuso<br />

de la fuerza, y le falto a usted al respeto debido... ¿Hay entre nosotros, dos minutos<br />

después, algún vínculo que no existía dos minutos antes? No señora. Lo mismo que si ahora


63<br />

se trompica usted con una esquina..., se hace daño..., procura apartarse y andar con más<br />

cuidado otra vez... y acabose.<br />

bruto.<br />

- Pintado el lance así..., lo que habría, que usted me parecería atroz de antipático y de<br />

- Eso sí... pero vamos a perfeccionar el ejemplo, y pido a usted perdón de antemano por<br />

una conversación tan shocking. Pues no señora: suponga usted que yo no abuso de la fuerza<br />

ni ese es el camino. Lo que hago es explotar con maña la situación y despertar en usted ese<br />

germen que existe en todo ser humano... Nada de violencia: si acaso, en el terreno<br />

puramente moral... Yo soy hábil y provoco en usted un momento de flaqueza...<br />

Fortuna que era de noche y estaba lejos el farol, que si no, el sofoco y el azoramiento de<br />

la dama se le meterían por los ojos al comandante. - Lo sabe, lo sabe - calculaba para sí,<br />

toda trémula y en voz alterada y suplicante, exclamó interrumpiendo:<br />

-¡Qué horror! ¡Don Gabriel!<br />

-¿Qué horror? ¡Mire usted lo que va de ustedes a nosotros! Ese horror, Paquita del<br />

alma, no les parece horrible a los caballeros que usted trata y estima: al marqués de Huelva<br />

con su severidad de principios y su encomienda de Calatrava que no se quita ni para<br />

bañarse..., al papá de usted tan amable y francote..., yo..., el otro..., toditos. Es valor<br />

entendido y a nadie le extraña ni le importa un bledo. Tratándose de ustedes es cuando por<br />

lo más insignificante se arma una batahola de mil diablos, que no parece sino que arde por<br />

los cuatro costados Madrid. La infeliz de ustedes que resbala, si olfateamos el resbalón, nos<br />

arrojamos a ella como sabuesos, y o puede casarse con el seductor, o la matriculamos en el<br />

gremio de las mujeres galantes hasta la hora de la muerte. Ya puede después de su falta<br />

llevar vida más ejemplar que la de una monja: la hemos fallado..., no nos la pega más. O<br />

bodas, o es usted una corrida, una perdida de profesión... ¡Bonita lógica! Usted, niña<br />

inocente, que cae víctima de la poca edad, la inexperiencia y la tiranía de los afectos y las<br />

inclinaciones naturales, púdrase en un convento, que ya no tiene usted más camino... Amiga<br />

Asís... ¡Tonterías!<br />

Mientras hablaba el comandante, su fantasía, en vez de los plátanos del jardincillo, le<br />

representaba otras masas sombrías de follaje, robles y castaños; y el olor fragante de las<br />

flores de acacia le parecía el de las silvestres mentas que crecen al borde de los linderos en<br />

el valle de Ulloa. La dama que tenía a su lado, por otro fenómeno de óptica interior, veía el


64<br />

rebullicio de una feria, una casita al borde del Manzanares, un cuartuco estrecho, un<br />

camastro, una taza de té volcada...<br />

- Tonterías - prosiguió don Gabriel sin fijarse en la gran emoción de Asís -, pero que se<br />

pagan caras a veces... Sucede que se nos imponen, y que por obedecerlas, una mujer de<br />

instintos nobles se juzga manchada, vilipendiada, infamada por toda su vida a consecuencia<br />

de un minuto de extravío, y, de no poder casarse con aquel a quien se cree ligada para<br />

siempre jamás, se anula, se entierra, se despide de la felicidad por los siglos de los siglos<br />

amén... Es monja sin vocación, o es esposa sin cariño... Ahí tiene usted donde paran ciertas<br />

cosas.<br />

Al murmurar con amargura estas palabras, el comandante, en lugar de la silueta gentil<br />

del Museo, veía las verdosas tapias del convento santiagués, las negras rejas de trágicos<br />

recuerdos, y tras de aquellas rejas comidas de orín una cara pálida, con obscuros ojos, muy<br />

semejante a la de cierta hermana suya que había sido el cariño más profundo de su vida.<br />

- XIV -<br />

- Vaya, Pardo... Es usted terrible. ¿Me quiere usted igualar la moral de los hombres con<br />

la de las mujeres?<br />

- Paquita..., dejémonos de clichés. -(Pardo usaba muy a menudo esta palabrilla para<br />

condenar las frases o ideas vulgares.)- Tanto jabón llevan ustedes en las suelas del calzado<br />

como nosotros. Es una hipocresía detestable eso de acusarlas e infamarlas a ustedes con tal<br />

rigor por lo que en nosotros nada significa.<br />

-¿Y la conciencia, señor mío? ¿Y Dios?<br />

La dama argüía con cierta afectada solemnidad y severidad, bajo la cual velaba una<br />

satisfacción inmensa. Iban pareciéndole muy bonitos y sensatos los detestables sofismas del<br />

comandante, que así pervierte la pasión el entendimiento.<br />

-¡La conciencia! ¡Dios! - exclamó él remedando el tono enfático de la señora -. Otro<br />

registro. Bueno: toquémoslo también. ¿Se trata de pecadores creyentes? ¿Católicos,<br />

apostólicos, romanos?<br />

- Por supuesto. ¿Ha de ser todo el mundo hereje como usted?


65<br />

- Pues si tratamos de creyentes, la cuestión de conciencia es independiente de la de<br />

sexo. Aunque me llama usted hereje, todavía no he olvidado la doctrina; puedo decirle a<br />

usted de corrido los diez mandamientos... y se me figura que rezan igual con ustedes que<br />

con nosotros. Y también sé que el confesor las absuelve y perdona a ustedes igualito que a<br />

nosotros. Lo que pide a la penitente el ministro de Dios, es arrepentimiento, propósito de<br />

enmienda. El mundo, más severo que Dios, pide la perfección absoluta, y si no... O todo o<br />

nada.<br />

- No, no; mire usted que también el confesor nos aprieta más las clavijas. Para ustedes<br />

la manga se ensancha un poquito... - repuso Asís, saboreando el deleite de aducir malas<br />

razones para saborear el gusto de verlas refutadas.<br />

- Hija, si eso hacen, es por prudencia, para que no desertemos del confesionario si nos<br />

da por frecuentarlo... En el fondo ningún confesor le dirá a usted que hay un pecado más<br />

para las hembras. Es decir que la cosa queda reducida a las consecuencias positivas y<br />

exteriores..., al criterio social. En salvando este, en no sabiéndose nada, el asunto no tiene<br />

más trascendencia en ustedes que en nosotros... Y en nosotros... ¡ayúdeme usted a sentir!<br />

(Al argüir así, el comandante castañeteaba los dedos.) Ahora, si usted me ataca por otro<br />

lado...<br />

- Yo... - balbució la señora, sin pizca de ganas de atacar.<br />

- Si me sale usted con el respeto y la estimación propia..., con lo que cada cual se debe a<br />

sí mismo...<br />

- Eso..., lo que cada cual se debe a sí mismo - articuló Asís hecha una amapola.<br />

- Convendré en que eso siempre realza a una mujer; pero, en gran parte, depende del<br />

criterio social. La mujer se cree infamada después de una de esas caídas ante su propia<br />

conciencia, porque le han hecho concebir desde niña que lo más malo, lo más infamante, lo<br />

irreparable, es eso; que es como el infierno, donde no sale el que entra. A nosotros nos<br />

enseñan lo contrario; que es vergonzoso para el hombre no tener aventuras, y que hasta<br />

queda humillado si las rehúye... De modo, que lo mismo que a nosotros nos pone muy<br />

huecos, a ustedes las envilece. Preocupaciones hereditarias emocionales, como diría<br />

Spencer. Y vaya unos terminachos que le suelto a usted.<br />

- No, si yo con su trato ya me voy haciendo una sabia. Todos los días me aporrea usted<br />

los oídos con cada palabrota...


66<br />

-¿Y si yo le dijese a usted - prosiguió Pardo echándose a disertar -, que eso que llamé<br />

accesorio en las aventurillas, me parece a mí que en el cariño verdadero, cuando están<br />

unidas así, así, como si las pegasen con argamasa, las voluntades, llega a ser más accesorio<br />

aún? Es el complemento de otra cosa mucho más grande, que dura siempre, y que<br />

comprende eso y todo lo demás... Lo estoy embrollando, paisana. Usted se ríe de mí: a<br />

callar.<br />

Asís oía, oía con toda su alma, pareciéndole que nunca había tenido su paisano<br />

momentos tan felices como aquella noche, ni hablado tan discreta y profundamente. Los<br />

dichos del comandante, que al pronto lastimaban sus convicciones adquiridas, entraban, sin<br />

embargo, como bien disparadas saetas hasta el fondo de su entendimiento y encendían en él<br />

una especie de hoguera incendiaria, a cuya destructora luz veía tambalearse infinitas cosas<br />

de las que había creído más sólidas y firmes hasta entonces. Era como si le arrancasen del<br />

espíritu una muela dañada: dolor y susto al sentir el frío del instrumento y el tirón; pero<br />

después, un alivio, una sensación tan grata viéndose libre de aquel cuerpo muerto...<br />

Anestesia de la conciencia con cloroformo de malas doctrinas, podría llamarse aquella<br />

operación quirúrgico-moral.<br />

- Es un extravagante este hombre - pensaba la operada -. Decir me está diciendo cosas<br />

estupendas... Pero se me figura que le sobra la razón por encima de los pelos. Habla por su<br />

boca la justicia. ¿Va una a creerse criminal por unos instantes de error? Siempre estoy a<br />

tiempo de pararme y no reincidir... ¡Claro que si por sistema...! Ni él tampoco dice eso,<br />

no... Su teoría es que ciertas cosas que suceden así..., qué sé yo cómo, sin iniciativa ni<br />

premeditación por parte de uno, no han de mirarse como manchas de esas que ya nunca se<br />

limpian... El mismo padre Urdax de fijo que no es tan severo en eso como la sociedad<br />

hipocritona... ¡Ay Dios mío!... Ya estoy como mi paisano, echándole a la sociedad la culpa<br />

de todo.<br />

Al llegar aquí de sus reflexiones la dama, la molestó un cosquilleo, primero entre las<br />

cejas, luego en la membrana de la nariz... ¡Aaach! Estornudó con ruido, estremeciéndose.<br />

-¡Adiós! Ya se me ha resfriado usted - exclamó su amigo -. No está usted acostumbrada<br />

a estas vagancias al sereno... Levántese usted y paseemos.<br />

- No, si no es el rocío lo que me acatarra a mí... He tomado sol.<br />

-¿Sol? ¿Cuándo?


67<br />

- Ayer..., digo, anteayer..., yendo..., sí, yendo a misa a las Pascualas. No crea usted:<br />

desde entonces ando yo... regular, nada más que regularcita. Cuando jaquecas, cuando<br />

marcos...<br />

- De todos modos... guíese usted por mí: andemos, ¿eh? Si sobre la insolación le viene a<br />

usted un pasmo... o coge usted unas intermitentes de estas de primavera en Madrid...<br />

- No me asuste usted... Tengo poco de aprensiva -contestó la dama levantándose y<br />

envolviéndose mejor en el abrigo.<br />

-¿A su casa de usted?<br />

- Bien..., sí, vamos hacia allá despacio.<br />

No siguió el comandante explanando sus disolventes opiniones hasta la misma puerta<br />

de la señora. Al abrirla Imperfecto, Asís convidó a su amigo a que descansase un rato; él se<br />

negó; necesitaba darse una vuelta por el Círculo Militar, leer los periódicos extranjeros y<br />

hablar con un par de amigos, a última hora, en Fornos. Deseó respetuosamente las buenas<br />

noches a la señora y bajó las escaleras a paso redoblado. Con el mismo echó calle abajo<br />

aquel gran despreocupado, nihilista de la moral: y nos consta que iba haciendo este o<br />

parecido soliloquio, parecidísimo al que en igualdad de circunstancias haría otra persona<br />

que pensase según todos los clichés admitidos:<br />

- Me ha engañado la viuda... Yo que la creía una señora impecable. Un apabullo como<br />

otro cualquiera. No he mirado las iniciales del tarjetero: serían... ¡vaya usted a saber!<br />

Porque en realidad, ni nadie murmura de ella, ni veo a su alrededor persona que... En fin,<br />

cosas que suceden en la vida: chascos que uno se lleva. Cuando pienso que a veces se me<br />

pasaba por la cabeza decirle algo formal... No, esto no es un caballo muerto, ¡qué<br />

disparate!, es sólo un tropiezo del caballo... No he llegado a caerme... ¡Así fuesen los<br />

desengaños todos!...<br />

Siguió caminando sin ver los árboles del Retiro, que se agrupaban en misteriosas masas<br />

a su derecha. Ni percibía el olor de las acacias. Pero él seguía oliendo, no a los cortesanos y<br />

pulidos vegetales de los paseos públicos, sino a otros árboles rurales, bravíos y libres: los<br />

que producen la morena castaña que se asa en los magostos de noviembre, en el valle de los<br />

Pazos.<br />

- XV -


68<br />

La tarde del día siguiente la dedicó Asís a pagar visitas. Tarea maquinal y enfadosa,<br />

deber de los más irritantes que el pacto social impone. Raro es que nadie se someta a él sin<br />

murmurar, por fuera o por dentro, del mundo y sus farsas. Menos mal cuando las visitas se<br />

hacen, como las hacía la dama, en pies ajenos. Entonces lo arduo de la faena empieza en las<br />

porterías. ¡Si todas las casas fuesen como la de Sahagún o la de Torres -Nobles, por<br />

ejemplo! Allí, antes de llegar, ya llevaba Asís en la mano la tarjeta con el pico dobladito, y<br />

al sentir rodar el coche, ya estaba asomándose al ancho vano del portón el portero<br />

imponente, patilludo, correcto, amabilísimo, que recogía la tarjeta preguntando: «¿Adónde<br />

desea ir la señora?», para transmitir la orden al cochero. Los Torres-Nobles, los Sahagún,<br />

los Pinogrande y otras familias así, de muy alto copete, no recibían sino de noche alguna<br />

vez, y el llegarse a su casa para dejar la tarjeta representaba una fórmula de cortesía<br />

facilísima de cumplir al bajar al paseo o al volver de las tiendas. Pero si entre las relaciones<br />

de Asís las había tan granadas, otras eran de muchísimo menos fuste, y algunas,<br />

procedentes de Vigo, rayaban en modestas. Y allí era el entrar en portales angostos, el<br />

parlamentar con porteras gruñonas, la desconsoladora respuesta: «Sí, señora, me paece que<br />

no ha salío en to el día de casa... Tercero con entresuelo, primero y principal... a mano<br />

izquierda». Y la ascensión interminable, el sobrealiento, el tedio de subir por aquel caracol<br />

obscuro, con olores a cocina y a todas las oficinas caseras, y la cerril alcarreña que abre, y<br />

la acogida embarazosa, las empalagosas preguntitas, los chiquillos sucios y desgreñados,<br />

los relatos de enfermedades, la chismografía viguesa agigantada por la óptica de la<br />

distancia... Vamos, que era para renegar, y Asís renegaba en su interior, consultando sin<br />

embargo la lista de la cartera y diciendo con un suspiro profundo: -¡Ay!... Aún falta la<br />

viuda de Pardiñas... la madre del médico de Celas..., y Rita, la hermana de Gabriel Pardo...<br />

Y esa sí que es urgente... Ha tenido al chiquillo con difteria...<br />

Por lo mismo que el ajetreo de las visitas había sido tan cargante, que a la mayor parte<br />

se las encontrara en casa y que no le sacaron sino conversaciones capaces de aburrir a una<br />

estatua de yeso, la dama regresaba a su vivienda con el espíritu muy sosegado. A semejanza<br />

de los devotos que si les hurga la conciencia se imponen la obligación de rezar tres rosarios<br />

seguidos en una serie considerable de padrenuestros, Asís, sintiéndose reo de perturbación<br />

social, o al menos de amago de este delito, se consagraba a cumplir minuciosamente los


69<br />

ritos de desagravio, y como le habían producido tan soberano fastidio, juzgaba saldada más<br />

de la mitad de su cuenta. Por otra parte, encontrábase decidida - más que nunca - a cortar<br />

las irregularidades de su conducta presente. Tenía razón el comandante: la falta, bien<br />

mirado, no era tan inaudita; pero si trascendía al público, ¡ah!, ¡entonces! Evitar el<br />

escándalo y la reincidencia, garantizar lo venidero..., y se acabó. Cortar de raíz, eso sí (la<br />

dama veía entonces la virtud en forma de grandes y afiladísimas tijeras, como las que usan<br />

los sastres). Y bien podía hacerlo, porque, la verdad ante todo, su corazón no estaba<br />

interesado... - Vamos a ver - argüía para sí la señora -. Supongamos que ahora viniesen a<br />

decirme: Diego Pacheco se ha largado esta mañana a su tierra, donde parece que se casa<br />

con una muchacha preciosa... Nada: yo tan fresca, sin echar ni una lágrima. Hasta puede<br />

que diese gracias a Dios, viéndome libre de este grave compromiso. Pues la cosa es bien<br />

sencilla: ¿se había de ir él? Soy yo quien se larga. Así como así, días arriba o abajo, ya<br />

estaba cerca el de irse a veranear... Pues adelanto el veraneo un poquillo... y corrientes.<br />

¡Qué descanso tomar el tren! Se concluían aquellos recelos incesantes, aquel volver el<br />

rostro cuando la Diabla le preguntaba alguna cosa, aquella tartamudez, aquella vergüenza,<br />

vergüenza tonta en una viuda, que al fin y al cabo era libre y no tenía que dar a nadie cuenta<br />

de sus actos...<br />

Pensaba en estas cosas cuando se apeó y empezó a subir la escalera de su casa. Aún no<br />

estaba encendida la luz, caso frecuente en las tardes veraniegas. Al segundo tramo... ¡Dios<br />

nos asista! Un hombre que se destaca del obscuro rincón... ¡Pacheco!<br />

Reprimió el chillido. El meridional le cogía ambas manos con violencia.<br />

-¿Cómo está mi niña? Tres veces he venido y siempre te negaron... Lo que es una de<br />

ellas juro que estabas en casa... Si no quieres verme, dímelo a mí, que no vendré... Te<br />

miraré de lejitos en el paseo o en el teatro... Pero no me despidas con una criada, que se ríe<br />

de mí al darme con la puerta en las narices.<br />

- No... pero si yo... - contestaba aturdida la señora.<br />

-¿No se había negado la nena para mí?<br />

- No, para ti no... - afirmó rápidamente Asís con acento de sinceridad: tan espontáneo e<br />

inevitable suele ser en ciertas ocasiones el engaño.<br />

- Pues, entonces, vengo esta noche. ¿Sí? Esta noche a las nueve.<br />

Hizo la dama un expresivo movimiento.


70<br />

-¿No quieres? ¿Tienes compromiso de salir, de ir a alguna parte? La verdad, chiquilla.<br />

Me largaré como aquel a quien le han dado cañaso, pero no porfiaré. Me sabe mal porfiar.<br />

Por mí no has de tener tú media hora de disgusto.<br />

Asís titubeaba. Cosa rara y sin embargo explicable dentro de cierto misterioso ilogismo<br />

que impone a la conducta femenina la difícil situación de la mujer: lo que decidió su<br />

respuesta afirmativa fue cabalmente la resolución de poner tierra en medio que acababa de<br />

adoptar en el coche.<br />

- Bueno, a las nueve... (Pacheco la apretó contra sí.) ¿Pero... te irás a las diez?<br />

-¿A las diez? Es tanto como no venir... Tú tienes que hacer hoy: dímelo así, clarito.<br />

- Que hacer no... Por los criados. No me gusta dar espectáculo a esa gente.<br />

- El chico no importa, es un bausán... La chica es más avispada. Mándala con un recado<br />

fuera... Hasta pronto.<br />

Y Pacheco ocultó la cara en el pelo de la señora, descomponiéndolo y echándole el<br />

sombrero hacia atrás. Ella se lo arregló antes de llamar, lo cual hizo con pulso trémulo.<br />

Iba muy preocupada, mucho. Se desnudó distraídamente, dejando una prenda aquí y<br />

otra acullá; la Diabla las recogía y colgaba, no sin haberlas sacudido y examinado con un<br />

detenimiento que a Asís le pareció importuno. ¿Por qué no rehusar firmemente la dichosa<br />

cita?... Sí, sería mejor; pero al fin, para el tiempo que faltaba... Volviose hacia la doncella.<br />

- Mira, revisarás el mundo grande...: creo que tiene descompuestas las bisagras.<br />

Acuérdate mañana de ir a casa de madama Armandina...: puede que ya estén los sombreros<br />

listos... Si no están, le das prisa. Que quiero marcharme pronto, pronto.<br />

-¿A Vigo, señorita? - preguntó la Diabla con hipócrita suavidad.<br />

-¿Pues adónde? También te darás una vuelta por el zapatero... y a ver si en la plazuela<br />

del Ángel tienen compuesto el abanico.<br />

Dictando estas órdenes se calmaba. No, el rehusar no era factible. Si le hubiese<br />

despedido esta noche, él querría volver mañana. Disimulo, transigir... y, como decía él...,<br />

najensia.<br />

Comió poco; sentía esa constricción en el diafragma, inseparable compañera de las<br />

ansiedades y zozobras del espíritu. Miraba frecuentemente para la esfera del reloj, la cual<br />

no señalaba más que las ocho al levantarse la señora de la mesa.<br />

- Oye, Ángela...


71<br />

Faltábale saliva en la boca; la lengua se le pegaba al velo del paladar.<br />

- Oye, hija... ¿Quieres... irte a pasar esta noche con tu hermana, la casada con el guardia<br />

civil? ¿Eh?<br />

-¡Ay señorita!... Yo, con mil amores... Pero vive tan lejos: el cuartel lo tienen allá en las<br />

Peñuelas... Mientras se va y se viene...<br />

- Es lo de menos... Te pago el tranvía... o un simón. Lo que te haga falta... Y aunque<br />

vuelvas después de... media noche ¿eh?, no dejarán de abrirte. Como a escape... Mira, ¿no<br />

tiene tu hermana una niña de seis años?<br />

- De ocho, señorita, de ocho... Y un muñeco de trece meses que anda con la dentición.<br />

- Bien: a la niña podrá servirle, arreglándola... Le llevas aquella ropa de Marujita que<br />

hemos apartado el otro día...<br />

- Dios se lo pague... ¿También el sombrero de castor blanco, con el pájaro?<br />

- También... Anda ya.<br />

El sombrero de castor produjo excelente efecto. Imaginaba siempre la señora que, de<br />

algunos días a esta parte, su doncella se atrevía a mirarla y hablarla ya con indefinible<br />

acento severo, ya con disimulada entonación irónica; pero después de tan espléndida<br />

donación, por más que aguzó la malicia, no pudo advertir en el gracioso semblante de la<br />

criada sino júbilo y gratitud. Comió la Diabla en tres minutos: ni visto ni oído: y a poco se<br />

presentó a su ama muy maja y pizpireta, con traje dominguero, el pelo rizado a tenacilla,<br />

botas que cantaban.<br />

- Vete, hija, ya debe de ser tarde... Las nueve menos cuarto...<br />

- No, señorita... Las ocho y veinticinco por el comedor... ¿Tiene algo que mandar?<br />

¿Quiere alguna cosa?...<br />

- Nada, nada... Que lo pases bien... ¡Qué elegante te has puesto!... ¿Allí habrá gente, eh?<br />

¿Guardias civiles? ¿Jóvenes?<br />

- Algunos... Hay uno de nuestra tierra... de la provincia de Pontevedra, de Marín... alto<br />

él, con bigote negro.<br />

- Bien, hija... Pues lo que es por mí, ya puedes marcharte.<br />

¿Qué haría aquella maldita Diabla, que un cuarto de hora después de recibidas<br />

semejantes despachaderas aún no había tomado el portante? Con el oído pegado a la<br />

puertecilla falsa de su dormitorio, que caía al pasillo, Asís espiaba la salida de su doncella,


72<br />

mordiéndose los labios de impaciencia nerviosa. Al fin sintió pasitos, taconeo de calzado<br />

flamante, oyó una risotada, un ¡a divertirse y gastar poco! que venía de la cocina... La<br />

puerta se abrió, hizo ¡puum!, al cerrarse... ¡Ay, gracias a Dios!<br />

Así que se fue la condenada chica, pareciole a la señora que todo el piso se había<br />

quedado en un silencio religioso, en un recogimiento inexplicable. Hasta la lámpara del<br />

saloncito alumbraba, si cabe, con luz más velada, más dulce que otras noches. Eran las<br />

nueve menos cuarto: Pacheco aún tardaría cosa de veinte minutos... Se oyó un campanillazo<br />

sentimental, tímido, como si la campanilla recelase pecar de indiscreta...<br />

- XVI -<br />

Era Pacheco, envuelto en su capa de embozos grana, impropia de la estación, y de<br />

hongo. Detúvose en la puerta como irresoluto, y Asís tuvo que animarle:<br />

Asís.<br />

- Pase usted...<br />

Entonces el galán se desembozó resueltamente y se informó de cómo andaba la salud de<br />

En los primeros momentos de sus entrevistas, siempre se hablaban así, empleando<br />

fórmulas corteses y preguntando cosas insignificantes; su saludo era el saludo de ordenanza<br />

en sociedad; estrecharse la mano. Ni ellos mismos podrían explicar la razón de este<br />

procedimiento extraño, que acaso fuese la cortedad debida a lo reciente e impensado de su<br />

trato amoroso. No obstante, algo especial y distinto de otras veces notaría el andaluz en la<br />

señora, que al sentarse en el diván a su lado, murmuró después de una embarazosa pausa:<br />

-¡Qué fría me recibes! ¿Qué tienes?<br />

-¡Qué disparate! ¿Qué voy a tener?<br />

-¡Ay prenda, prenda! A mí no se me engaña... Soy perro viejo en materia de mujeres.<br />

Estorbo. Tú tenías algún plan esta noche.<br />

- Ninguno, ninguno - afirmó calurosamente Asís.<br />

- Bien, lo creo. Eso sí que lo has dicho como se dicen las verdaes. Pero, en plata: que no<br />

te pinchaban a ti las ganas de verme. Hoy me querías tú a cien leguas.


73<br />

Aseveró esto metiendo sus dedos largos, de pulcras uñas, entre el pelo de la señora, y<br />

complaciéndose en alborotar el peinado sobrio, sin postizos ni rellenos, que Asís trataba de<br />

imitar del de la Pinogrande, maestra en los toques de la elegancia.<br />

- Si no quisiese recibirte, con decírtelo...<br />

- Así debiera ser...: el corasonsillo en la mano...; pero a veces se le figura a uno que está<br />

comprometido a pintar afecto ¿sabes tú?, por caridad o qué sé yo por qué... Si yo lo he<br />

hecho a cada rato, con un ciento de novias y de querías... Harto de ellas por cima de los<br />

pelos... y empeñado en aparentar otra cosa... porque es fuerte eso de estamparle a un<br />

hombre o a una hembra en su propia cara: «Ya me tiene usted hasta aquí..., no me hace<br />

usted ni tanto de ilusión».<br />

-¿Quién sabe si eso te estará pasando a ti conmigo? - exclamó Asís festivamente,<br />

echándolas de modesta.<br />

No contestó el meridional sino con un abrazo vehemente, apretado, repentino, y un -<br />

¡ojalá!- salido del alma, tan ronco y tan dramático, que la dama sintió rara conmoción,<br />

semejante a la del que, poniendo la mano sobre un aparato eléctrico, nota la sacudida de la<br />

corriente.<br />

-¿Por qué dices ojalá? - preguntó, imitando el tono del andaluz.<br />

- Porque esto es de más; porque nunca me vi como me veo; porque tú me has dado a<br />

beber zumo de hierbas desde que te he conocío, chiquilla... Porque estoy mareado, chiflado,<br />

loco, por tus pedasos de almíbar... ¿Te enteras? Porque tú vas a ser causa de la perdición de<br />

un hombre, lo mismo que Dios está en el sielo y nos oye y nos ve... Terroncito de sal, ¿qué<br />

tienes en esta boca, y en estos ojos, y en toda tu persona, para que yo me ponga así? A ver,<br />

dímelo, gloria, veneno, sirena del mar.<br />

La señora callaba, aturdida, no sabiendo qué contestar a tan apasionadas protestas; pero<br />

vino a sacarla del apuro un estruendo inesperado y desapacible, el alboroto de una de esas<br />

músicas ratoneras antes llamadas murgas, y que en la actualidad, por la manía reinante de<br />

elevarlo todo, adoptan el nombre de bandas populares.<br />

-¡Oiga! ¿Nos dan cencerrada ya los vecinos del barrio? - gritó Pacheco levantándose del<br />

sofá y entrabriendo las vidrieras -. ¡Y cómo desafinan los malditos!... Ven a oír, chiquilla,<br />

ven a oír. Verás como te rompen el tímpano.


74<br />

En el meridional no era sorprendente este salto desde las ternezas más moriscas al más<br />

prosaico de los incidentes callejeros: estaba en su modo de ser la transición brusca, la<br />

rápida exteriorización de las impresiones.<br />

- Mira, ven... - continuó -. Te pongo aquí una butaca y nos recreamos. ¿A quién le<br />

dispararán la serenata?<br />

- A un almacén de ultramarinos que se ha estrenado hoy - contestó Asís recordando<br />

casualmente chismografías de la Diabla -. En la otra acera, pocas casas más allá de la de<br />

enfrente. Aquella puerta... allí. ¡Ya tenemos música para rato!<br />

Pacheco arrastró un sillón hacia la ventana y se sentó en él.<br />

-¡Desatento! - exclamó riendo la señora -. ¿Pues no decías que era para mí?<br />

- Para ti es - respondió el amante cogiéndola por la cintura y obligándola quieras no<br />

quieras a que se acomodase en sus rodillas. Se resistió algo la dama, y al fin tuvo que<br />

acceder. Pacheco la mecía como se mece a las criaturas, sin permitirse ningún agasajo<br />

distinto de los que pueden prodigarse a un niño inocente. Por forzosa exigencia de la<br />

postura, Asís le echó un brazo al cuello, y después de los primeros minutos, reposó la<br />

cabeza en el hombro del andaluz. Un airecillo delgado, en que flotaban perfumes de acacia<br />

y ese peculiar olor de humo y ladrillo recaliente de la atmósfera madrileña en estío, entraba<br />

por las vidrieras, intentaba en balde mover las cortinas, y traía fragmentos de la música<br />

chillona, tolerable a favor de la distancia y de la noche, hora que tiene virtud para suavizar<br />

y concertar los más discordantes sonidos. Y la proximidad de los dos cuerpos ocupando un<br />

solo sillón, estrechaba también, sin duda, los espíritus, pues por vez primera en el curso de<br />

aquella historia, entablose entre Pacheco y la dama un cuchicheo íntimo, cariñoso,<br />

confidencial.<br />

No hablaban de amor: versaba el coloquio sobre esas cosas que parecen muy<br />

insignificantes escritas y que en la vida real no se tratan casi nunca sino en ocasiones<br />

semejantes a aquella, en minutos de imprevista efusión. Asís menudeaba preguntas<br />

exigiendo detalles biográficos: ¿Qué hacía Pacheco? ¿Por dónde andaba? ¿Cómo era su<br />

familia? ¿La vida anterior? ¿Los gustos? ¿Las amistades? ¿La edad justa, justa, por meses,<br />

días y no sé si horas?<br />

- Pues yo soy más vieja que tú - murmuró pensativa, así que el gaditano hubo declarado<br />

su fe de bautismo.


75<br />

-¡Gran cosa! Será un añito, o medio.<br />

- No, no, dos lo menos. Dos, dos.<br />

- Corriente, sí, pero el hombre siempre es más viejo, cachito de gloria, porque nosotros<br />

vivimos, ¿te enteras?, y vosotras no. Yo, en particular, he vivido por una docena. No<br />

imaginarás diablura que yo no haya catado. Soy maestro en el arte de hacer desatinos. ¡Si tú<br />

supieses algunas cosas mías!<br />

Asís sintió una curiosidad punzante unida a un enojo sin motivo.<br />

- Por lo visto eres todo un perdis, buena alhaja.<br />

-¡Quia!... ¿Perdis yo? Di que no, nena mía. Yo galanteé a trescientas mil mujeres, y<br />

ahora me parece que no quise a ninguna. Yo hice cuanto disparate se puede hacer, y al<br />

mismo tiempo no tengo vicios. ¿Dirás que cómo es ese milagro? Siendo... ahí verás tú. Los<br />

vicios no prenden en mí. Ninguno arraiga, ni arraigará jamás. Aún te declaro otra cosa: que<br />

no sólo no se me puede llamar vicioso, sino que si me descuido acabo por santo. Es según<br />

los lados a que me arrimo. ¿Me ponen en circunstancias de ser perdío? No me quedo atrás.<br />

¿Qué tocan a ser bueno? Nadie me gana. Si doy con gente arrastrada, ¿qué quieres tú?<br />

-¿Hasta en lo tocante a la honra te dejarías llevar? - preguntó algo asustada Asís.<br />

El gaditano se echó atrás como si le hubiese picado una sierpe.<br />

-¡Hija! Vaya unas cosillas que me preguntas. ¿Me has tomado por algún secuestrador?<br />

Yo no secuestro más que a las hembras de tu facha. Pero ya sabes que en mi tierra, las<br />

pendencias no se cuentan por delitos... He enfriado a un infeliz... que más quisiera no<br />

haberle tocado al pelo de la ropa. Dejémoslo, que importa un pito. Fuera de esas trifulcas,<br />

no ha tenío el diablo por donde cogerme: he jugado, perdiendo y ganando un dinerillo...<br />

regular; he bebío..., vamos, que no me falta a mí saque; de novias y otros enredos... De esto<br />

estaría muy feo que te contase ná. Chitito. ¿Un cariño a tu rorro?<br />

- Vamos, que eres la gran persona - protestó escandalizada Asís, desviándose en vez de<br />

acercarse como Pacheco pretendía.<br />

- No lo sabes bien. Eso es como el Evangelio. Yo quisiera averiguar pa qué me ha<br />

echado Dios a este mundo. Porque soy, además de tronerilla, un haragán y un zángano de<br />

primera, niña del alma... No hago cosa de provecho, ni ganas de hacerla. ¿A qué? Mi padre,<br />

empeñao el buen señor en que me luzca y en que sirva al país, y dale con la chifladura de<br />

que me meta en política, y tumba con que salga diputao, y vaya a hacer el bu al Congreso...


76<br />

¡En el Congreso yo! A mí, lo que es asustarme, ni el Congreso ni veinte Congresos me<br />

asustan. La farsa aquella no me pone miedo. Te aviso que en todo cuanto me propongo salir<br />

avante, salgo y sin grandes fatigas: ¡qué! Pero a decir verdad, no me he tomado nunca<br />

trabajos así enormes, como no fuese por alguna mujer guapa. No soy memo ni lerdo, y si<br />

quisiese ir allí a pintar la mona como Albareda, la pintaría, figúrate. ¿Que se me ha muerto<br />

mi abuelita? ¡Si es la pura verdad! Sólo que too eso porque tanto se descuaja la gente, no<br />

vale los sudores que cuesta. En cambio... ¡una mujer como tú...!<br />

Díjolo al oído de la dama, a quien estrechó más contra sí.<br />

- Sólo esto, terrón de azúcar, sólo esto sabe bien en el mundo amargo... Tener así a una<br />

mujer adorándola... Así, apretadica, metida en el corasón... Lo demás... pamplina.<br />

- Pero eso es atroz - protestó severamente Asís, cuya formalidad cantábrica se<br />

despertaba entonces con gran brío ¿De modo que no te avergüenzas de ser un hombre<br />

inútil, un mequetrefe, un cero a la izquierda?<br />

-¿Y a ti qué te importa, lucerito? ¿Soy inútil pa quererte? ¿Has resuelto no enamorarte<br />

sino de tipos que mangoneen y anden agarraos a la casaca de algún ministro? Mira... Si te<br />

empeñas en hacer de mí un personaje, una notabilidad... como soy Diego que te sales con la<br />

tuya. Daré días de gloria a la patria: ¿no se dice así? Aguarda, aguarda..., verás qué<br />

registros saco. Proponte que me vuelva un Castelar o un Cánovas del Castillo, y me<br />

vuelvo... ¡Ole que sí! ¿Te creías tú que alguno de esos panolis vale más que este nene? Sólo<br />

que ellos largaron todo el trapo y yo recogí velas... Por no deslucirlos. Modestia pura.<br />

No había más remedio que reírse de los dislates de aquel tarambana, y Asís lo hizo; al<br />

reírse hubo de toser un poco.<br />

-¡Ea!, ya te me acatarraste - exclamó el gaditano consternadísimo -. Hágame usté el<br />

obsequio de ponerse algo en la cabeza... Así, tan desabrigada... ¡Loca!<br />

- Pero si nunca me pongo nada, ni... No soy enclenque.<br />

- Pues hoy te pondrás, porque yo lo mando. Si aciertas a enfermar, me suicido.<br />

Saltó Asís de brazos de su adorador muerta de risa, y al saltar perdió una de sus bonitas<br />

chinelas, que por ser sin talón, a cada rato se le escurrían del pie. Recogiola Pacheco,<br />

calzándosela con mil extremos y zalamerías. La dama entró en su alcoba, y abriendo el<br />

armario de luna empezó a buscar a tientas una toquilla de encaje para ponérsela y que no la<br />

marease aquel pesado. Vuelta estaba de espaldas a la poca luz que venía del saloncito,


77<br />

cuando sintió que dos brazos la ceñían el cuerpo. En medio de la lluvia de caricias<br />

delirantes que acompañó a demostración tan atrevida, Asís entreoyó una voz alterada, que<br />

repetía con acento serio y trágico:<br />

-¡Te adoro!... ¡Me muero, me muero por ti!<br />

Parecía la voz de otro hombre, hasta tenía ese trémolo penoso que da al acento humano<br />

el rugir de las emociones extraordinarias comprimido en la garganta por la voluntad.<br />

Impresionada, Asís se volvió soltando la toquilla.<br />

- Diego... - tartamudeó llamando así a Pacheco por primera vez.<br />

-¿Por qué no dices Diego mío, Diego del alma? - exclamó con fuego el andaluz<br />

deshaciéndola entre sus brazos.<br />

- Qué sé yo... Cuando uno habla así... me parece cosa de novela o de comedia. Es una<br />

ridiculez.<br />

-¡Prueba... prueba...! ¡Ay! ¡Cómo lo has dicho! ¡Diego mío! - prorrumpió él remedando<br />

a la señora, al mismo tiempo que la soltaba casi con igual violencia que la había cogido -.<br />

¡Pedazo de hielo! ¡Vaya unas hembras que se gastan en tu país...! ¡Marusiñas! ¡Reniego de<br />

ellas todas! ¡Que las echen al carro e la basura!<br />

- Mira - dijo la dama tomándolo otra vez a risa -, eres un cómico y un orate... No hay<br />

modo de ponerse seria con un tipo como tú. A ver: aquí está un señorito que ha tenido<br />

cuatrocientas novias y dos mil líos gordos, y ahora se ha prendado de mí como el Petrarca<br />

de la señora Laura... De mí nada más: privilegio exclusivo, patente del Gobierno.<br />

- Tómalo a guasa... Pues es tan verdad como que ahora te agarro la mano. Yo tuve un<br />

millón de devaneos, conformes; pero en ninguno me pasó lo que ahora. ¡Por estas, que son<br />

cruces! Quebraeros de cabeza míos, novias y demás, me las encuentro en la calle y ni las<br />

conozco. A ti... te dibujaría, si fuese pintor, a obscuras. Tan clavadita te tengo. De aquí a<br />

cincuenta años, cayéndote de vieja, te conocería entre mil viejas más. Otras historias las<br />

seguí por vanidad, por capricho, por golosina, por terquedad, por matar el tiempo... Me<br />

quedaba un rincón aquí, donde no ha puesto el pie nadie, y tenía yo guardaa la llave de oro<br />

para ti, prenda morena... ¿Que lo dudas? Mira, haz un ensayo... Por gusto.<br />

Arrastró a la dama hacia el salón y se recostó en el diván; tomó la mano de Asís y la<br />

colocó extendida sobre el lado izquierdo de su chaleco. Asís sintió un leve y acompasado<br />

vaivén, como de péndulo de reloj. Pacheco tenía los ojos cerrados.


78<br />

- Estoy pensando en otras mujeres, chiquilla... Quieta..., atención..., observa bien.<br />

- No late nada fuerte - afirmó la señora.<br />

- Déjate un rato así... Pienso en mi última novia, una rubia que tenía un talle de lo más<br />

fino que se encuentra en el mundo... ¿Ves qué quietecillo está el pájaro? Ahora... dime tú...<br />

¡si puedes!, alguna cosa tierna... Mas que no sea verdá.<br />

Asís discurría una gran terneza y buscaba la inflexión de voz para pronunciarla. Y al fin<br />

salió con esta eterna vulgaridad:<br />

-¡Vida mía!<br />

Bajo la palma de la señora, el corazón de Pacheco, como espíritu folleto que obedece a<br />

un conjuro, rompió en el más agitado baile que puede ejecutar semejante víscera. Eran<br />

saltos de ave azorada que embiste contra los hierros de su cárcel... El meridional entreabrió<br />

las azules pupilas; su tez tostada había palidecido algún tanto; con extraña prisa se levantó<br />

del sofá y fue derecho al balcón, donde se apoyó como para beber aire y rehacerse de algún<br />

trastorno físico y moral. Asís, inquieta, le siguió y le tocó en el brazo.<br />

- Ya ves qué majadero soy... - murmuró él volviéndose.<br />

-¿Pero te pasa algo?<br />

- Ná... - El gaditano se apartó del balcón, y viniendo a sentarse en un puf bajito, y<br />

rogando a Asís con la mirada que ocupase el sillón, apoyó la cabeza en el regazo de la<br />

dama-. Con sólo dos palabritas que tú me dijiste... Haz favor de no reírte, mona, porque<br />

donde me ves tengo mal genio... y puede que soltase un desatino. Desde que me he<br />

entontecido por ti, estoy echando peor carácter. Calladita la niní... Deje dormir a su rorro.<br />

Pacheco cruzó el umbral de aquella casa antes de sonar la media noche. La Diabla no<br />

había regresado aún. Cuando el gaditano, según costumbre hasta entonces infructuosa, se<br />

volvió desde la esquina de la calle mirando hacia los balcones de Asís, pudo distinguir en<br />

ellos un bulto blanco. La señora exponía sus sofocadísimas mejillas al aire fresco de la<br />

noche, y la embriaguez de sus sentidos y el embargo de sus potencias empezaban a<br />

disiparse. Como náufrago arrojado a la costa, que volviendo en sí toca con placer el cinto<br />

de oro que tuvo la precaución de ceñirse al sentir que se hundía el buque, Asís se felicitaba<br />

por haber conservado el átomo de razón indispensable para no acceder a cierta súplica<br />

insensata.


79<br />

-¡Buena la hacíamos! Mañana estaban enterados vecinos, servicio, portero, sereno, el<br />

diablo y su madre. ¡Ay Dios mío...! ¡Me sigue, me sigue el mareo aquel de la verbena... y lo<br />

que es ahora no hay álcali que me lo quite!... ¡Qué mareo ni qué...! Mareo, alcohol,<br />

insolación... ¡Pretextos, tonterías!... Lo que pasa es que me gusta, que me va gustando cada<br />

día un poco más, que me trastorna con su palabrería..., y punto redondo. Dice que yo le he<br />

dado bebedizos y hierbas... Él sí que me va dando a comer sesos de borrico... y nada, que<br />

no me desenredo. Cuando se va, reflexiono y caigo en la cuenta; pero en viéndole...<br />

acabose, me perdí.<br />

Llegada a este capítulo, la dama se dedicó a recordar mil pormenores, que reunidos<br />

formaban lindo mosaico de gracias y méritos de su adorador. La pasión con que<br />

requebraba; el donaire con que pedía; la gentileza de su persona; su buen porte, tan libre del<br />

menor conato de gomosería impertinente como de encogimiento provinciano; su rara<br />

mezcla de espontaneidad popular y cortesía hidalga; sus rasgos calaverescos y humorísticos<br />

unidos a cierta hermosa tristeza romántica (conjunto, dicho sea de paso, que forma el<br />

hechizo peculiar de los polos, soleares y demás canciones andaluzas), eran otros tantos<br />

motivos que la dama se alegaba a sí propia para excusar su debilidad y aquella afición<br />

avasalladora que sentía apoderarse de su alma. Pero al mismo tiempo, considerando otras<br />

cosas, se increpaba ásperamente.<br />

- No darle vueltas: aquí no hay nada superior, ni siquiera bueno: hay un truhán, un<br />

vago, un perdis... Todo eso que me dice de que sólo a mí... Ardides, trapacerías, costumbre<br />

de engañar, mañitas de calavera. En volviendo la esquina... (Pacheco acababa de verificar,<br />

hacía pocos minutos, tan sencillo movimiento) ya ni se acuerda de lo que me declama.<br />

Estos andaluces nacen actores... Juicio, Asís..., juicio. Para estas tercianas, hija mía,<br />

píldoras de camino de hierro... y extracto de Vigo, mañana y tarde, durante cuatro meses.<br />

¡Bahía de Vigo, cuándo te veré!<br />

El airecillo de la noche, burlándose de la buena señora, compuso con sus susurros<br />

delicados estas palabras:<br />

- Terronsito e asúcar..., gitana salá.<br />

- XVII -


80<br />

Muy atareadas estaban la marquesa viuda de Andrade y su doncella en revisar mundos,<br />

sacos y maletillas, operación necesaria cuando se va a emprender un viaje. Y mire usted<br />

que parece cosa del mismo enemigo. Siempre en los últimos momentos han de faltar las<br />

llaves de los baúles. Por mucho que uno las coloque en sitio determinado, diciendo para sí:<br />

«En este cajón se queda la llavecita; no olvidar que aquí la puse; le ato un estambre<br />

colorado, para acordarme mejor; no sea que el día de la marcha salgamos con que se ha<br />

obscurecido», viene el instante crítico, la busca uno, y... ¡echarle un galgo! Nada, no<br />

parece: venga el cerrajero, tiznado, sucio, preguntón, insufrible; haga una nueva, y lléveselo<br />

todo la trampa.<br />

Nerviosa y displicente, daba Asís a la Ángela estas quejas. El ajetreo del viaje la ponía<br />

de mal humor: ¡son tan cargantes los preparativos! ¡Qué babel, qué trastorno! Nunca sabe<br />

uno lo que conviene llevar y lo que debe dejarse; cree no necesitar ropa de abrigo, porque al<br />

fin se viene encima la canícula, pero ¡fíese usted de aquel clima gallego, tan inconstante,<br />

tan húmedo, tan lluvioso, que tiene seis temperaturas diferentísimas en cada veinticuatro<br />

horas! Se quedan aquí las prendas en el ropero, muertas de risa, y allá tirita uno o tiene que<br />

envolverse en mantones como las viejas... Luego las fiestecitas, los bailes dichosos de la<br />

Pastora, que obligan a ir provisto de trajes de sociedad, porque si uno se presenta sencillo,<br />

de seda cruda, les choca y se ofenden y critican... Nada, que la última hora es para volverse<br />

loco. ¿A que no se había acordado Ángela de pasarse por casa de la Armandina, a ver si<br />

tiene lista la pamela de la niña y el pajazón? ¿Apostamos a que el impermeable aún está<br />

con los mismos botones, que lastiman y en todo se prenden? ¿Y el alcanfor para poner en el<br />

abrigo de nutria? ¿Y la pimienta para que no se apolillase el tapiz de la sala?<br />

Atarugada y dando vueltas de aquí para allí, la Diabla contestaba lo mejor posible al<br />

chaparrón de advertencias, reconvenciones y preguntas de su señora. La hábil muchacha,<br />

después de los primeros pases, conocía una estocada certera para su ama: si los preparativos<br />

de viaje andaban algo retrasados, era que la señorita aquel año había dispuesto la marcha un<br />

mes antes que de costumbre, por lo menos; también a ella (la Diabla) se le quedaba sin<br />

alistar un vestido de percal, y calzado, y varias menudencias; ella creía que hasta mediados<br />

de junio, hacia el día de San Antonio... ¿Cómo se le había de ocurrir que se largaban tan de<br />

prisa y corriendo? La señora contestaba con reprimido suspiro, callaba dos minutos, y<br />

luego, redoblando su gruñir, corría del cuarto-ropero al dormitorio, de la leonera o cuarto


81<br />

de los baúles al saloncito, y aún se determinaba a entrar en la cocina y el comedor, para<br />

regañar a Imperfecto que no le había traído a su gusto papel de seda, bramante, puntas de<br />

París, algodón en rama... Imperfecto, con la boca abierta y la fisonomía estúpida, subía y<br />

bajaba cien veces la escalera haciendo recados: las puntas eran gordas, se precisaban otras<br />

más chiquitas; el algodón no convenía blanco, sino gris: era para rellenar huecos en ciertos<br />

cajones y que no se estropease lo que iba dentro... En una de estas idas y venidas del criado,<br />

la señora cruzaba el pasillo, cuando repicó la campanilla. Impremeditadamente fue a abrir -<br />

cosa que no hacía nunca- y se encontró cara a cara con su Diego.<br />

El primer movimiento fue de despecho y contrariedad mal encubierta. ¿Quién contaba<br />

con Pacheco a tales horas (las diez y media de la mañana)? No estaba Asís lo que se llama<br />

hecha un pingo, con traje roto y zapatos viejos, porque ni en una isla desierta se pondría<br />

ella en semejante facha; pero su bata de chiné blanco tenía manchas y visos obscuros, y aun<br />

no sé si alguna telaraña, indicio de la lidia con los baúles de la leonera; su peinado, revuelto<br />

sin arte, con rabos y mechones saliendo por aquí y por acullá, parecía obra de peluquería<br />

gatuna; y en la superficie del pelo y del rostro se había depositado un sutil viso polvoriento,<br />

que la señora percibía vagamente al pestañear y al pasarse la lengua por los labios, y que la<br />

impacientaba lo indecible. Y en cambio el galán venía todo soplado, con una camisa y un<br />

chaleco como el ampo de la nieve, el ojal guarnecido de fresquísimo clavel, guantes de piel<br />

de perro flamantitos y, en suma, todas las señales de haberse acicalado mucho. En la mano<br />

traía el pretexto de la visita madrugadora: dos libros medianamente gruesos.<br />

- Las novelas francesas que le prometí... - dijo en voz alta después del cambio de<br />

saludos, porque la dama le había hecho seña con el mirar de que había moros en la costa -.<br />

Si está usted ocupada, me retiro... Si no, entraré diez minutos...<br />

- Con mucho gusto... A la sala: el resto de la casa está imposible... no quiero que se<br />

asuste usted del estado en que se encuentra.<br />

Entró Pacheco en la sala; pero por aprisa que Ángela cerrase las puertas de las<br />

habitaciones interiores, el gaditano pudo ver baúles abiertos, con las bandejas fuera, ropa<br />

desparramada, cajas, sacos...<br />

-¿Está usted de mudanza... o de viaje? - preguntó quedándose de pie en medio del<br />

saloncito, con voz opaca, pero sin emplear tono de reconvención ni de queja.


82<br />

- No... - tartamudeó Asís -, tanto como de viaje precisamente... no. Es que estoy<br />

guardando la ropa de invierno, poniéndole alcanfor... Si uno se descuida, la polilla hace<br />

destrozos...<br />

Pacheco se acercó a la dama, y bajando el diapasón, con las inflexiones dolientes y<br />

melancólicas que solía adoptar a veces, le dijo:<br />

- A mí no se me engaña, te lo repito. Antes de venir sabía que te ibas. Tú no me<br />

conoces; tú te has creído que me la puedes dar. Aún no pasaron las ideas por esa cabecita y<br />

ya las he olfateado yo. Siento que gastes conmigo tapujos. Al fin no te valen, hija mía.<br />

La señora, no acertando a responder nada que valiese la pena, bajó los ojos, frunció la<br />

boca e hizo un mohín de disgusto.<br />

- No amoscarse. Si no me enfado tampoco. La nena mía es muy dueña de irse a donde<br />

quiera. Pero mientras está aquí, ¿por qué me huye? Ayer me dijiste que no podíamos<br />

vernos, por estar tú convidada a comer...<br />

Movidos por el mismo impulso, Asís y don Diego miraron en derredor. Las puertas,<br />

cerradas; al través de la que comunicaba con los cuartos interiores, pasaba amortiguado el<br />

ruido del ir y venir de la Diabla. Y sin concertarse, a un mismo tiempo, se acercaron, para<br />

cruzar mejor esas explicaciones que el corazón adivina antes de pronunciadas.<br />

- Hazte cargo... Los criados... Es una atrocidad... Yo nunca tuve de estas..., vamos..., de<br />

estas historias... No sé lo que me pasa. Por favor te pido...<br />

-¡Bendita sea tu madre, niña! Si ya lo sé... ¿Te crees que no me informo yo de los pasos<br />

en que anduvo mi reina? Estoy, enterao de que nadie consiguió de ti ni esto. Yo el<br />

primerito... ¡Ay!, te deshago... Rica, gitana... ¡Cielo!<br />

- Chist... La chica... Si pesca... Es más curiosa...<br />

- Un favor te pido no más. Vente a almorsá conmigo. Que te vienes.<br />

- Estás tocado... Quita... Chist...<br />

- Que te vienes. Palabra, no lo sabrá ni la tierra. Se arreglará..., verás tú.<br />

-¿Pero cómo? ¿Dónde?<br />

- En el campo. Te vienes, te vienes. ¡Ya pronto te quedas libre de mí...! La despedía. Al<br />

reo de muerte se le da, mujer.<br />

¿Cómo cedió y balbució que sí, prometiendo, si no por la Estigia, por algún otro<br />

juramento formidable? ¡Ah! Aunque la observación ya no resulte nueva, cedió obedeciendo


83<br />

a los dos móviles que, desde la memorable insolación de San Isidro, guiaban, sin que ella<br />

misma lo notase, su voluntad; dos resortes que podemos llamar de goma el uno y de acero<br />

el otro: el resorte de goma era la debilidad que aplaza, que remite toda gran resolución<br />

hasta que la ampare el recurso de la fuga; el resorte de acero, todavía chiquitín, menudo<br />

como pieza de reloj, era el sentimiento que así, a la chiticallando, aspiraba nada menos que<br />

a tomar plenísima posesión de sus dominios, a engranar en la máquina del espíritu, para ser<br />

su regulador absoluto, y dirigir su marcha con soberano imperio.<br />

Fiado en la palabra solemne de la señora, Pacheco se marchó, pues no convenía, por<br />

ningún estilo, que los viesen salir juntos. Asís entró en su cuarto a componerse. La Diabla<br />

la miraba con su acostumbrada curiosidad fisgona y aun le disparó tres o cuatro preguntas<br />

pérfidas referentes a la interrumpida tarea del equipaje.<br />

-¿Se cierra el mundo? ¿Se clavan los cajones? ¿La señorita quiere que avise a la Central<br />

para mañana?<br />

¿Cómo había de responder la señora a interrogaciones tan impertinentes? Claro que con<br />

alguna sequedad y no poco enfado secreto. Además, otros incidentes concurrían a<br />

exasperarla: por culpa del revoluto del equipaje, ni había cosa con cosa, ni parecía lo más<br />

indispensable de vestir: para dar con unos guantes nuevos tuvo que desbaratar el baúl más<br />

chico: para sacar un sombrero, desclavó dos cajones. Más peripecias: la hebilla del zapato<br />

inglés, descosida: al abrochar el cuerpo del traje, salta un herrete; al cepillarse los dientes,<br />

se rompe el frasco del elixir contra el mármol del lavabo...<br />

-¿Almuerza fuera la señorita? - preguntó la incorregible Diabla.<br />

- Sí... En casa de Inzula.<br />

-¿Ha de venir a buscarla Roque?<br />

- No... Pero le mandas que esté con la berlina allí, a las siete...<br />

-¿De la tarde?<br />

-¿Había de ser de la mañana? ¡Tienes cosas...!<br />

La Diabla sonrió a espaldas de su señora y se bajó para estirarle los volantes del vestido<br />

y ahuecarle el polisón. Asís piafaba, pegando taconacitos de impaciencia. ¿El pericón? ¿El<br />

gabán gris, por si refresca? ¿Pañuelo? ¿Dónde se habrá metido el velo de tul? Estos<br />

pinguitos parece que se evaporan... Nunca están en ninguna parte... ¡Ah! Por fin... Loado<br />

sea Dios...


84<br />

- XVIII -<br />

Salvó la escalera como pájaro a quien abren el postigo de su penitenciaría, y con el<br />

mismo paso vivo, echó calle abajo hasta Recoletos. La cita era en aquel sitio señalado<br />

donde Pacheco había tirado el puro: casi frente a la Cibeles. Asís avanzaba protegida por su<br />

antucá, pero bañada y animada por el sol, el sol instigador y cómplice de todo aquel enredo<br />

sin antecedentes, sin finalidad y sin excusa. La dama registró con los ojos las arboledas, los<br />

jardincillos, la entrada en la Carrera y las perspectivas del Museo, y no vio a nadie. ¿Se<br />

habría cansado Diego de esperar? ¡Capaz sería...! De pronto a sus espaldas una voz<br />

cuchicheó afanosa:<br />

- Allí... Entre aquellos árboles... El simón.<br />

Sin que ella respondiese, el gaditano la guió hacia el destartalado carricoche. Era uno de<br />

esos clarens inmundos, con forro de gutapercha resquebrajado y mal oliente, vidrios<br />

embazados y conductor medio beodo, que zarandean por Madrid adelante la prisa de los<br />

negocios o la clandestinidad del amor. Asís se metió en él con escrúpulo, pensando que<br />

bien pudiera su galán traerle otro simón menos derrotado. Pacheco, a fin de no molestarla<br />

pasando a la izquierda, subió por la portezuela contraria, y al subir arrojó al regazo de la<br />

dama un objeto... ¡Qué placer! ¡Un ramillete de rosas, o mejor dicho un mazo, casi<br />

desatado, mojado aún! El recinto se inundó de frescura.<br />

-¡Huelen tan mal estos condenaos coches! - exclamó el meridional como excusándose<br />

de su galantería. Pero Asís le flechó una ojeada de gratitud. El indecente vehículo<br />

comenzaba a rodar: ya debía de tener órdenes.<br />

-¿Se puede saber adónde vamos o es un secreto?<br />

- A las Ventas del Espíritu Santo.<br />

-¡Las Ventas! - clamó Asís alarmada -. ¡Pero si es un sitio de los más públicos! ¿Vuelta<br />

a las andadas? ¿Otro San Isidro tenemos?<br />

- Es sitio público los domingos: los días sueltos está bastante solitario. Que te calles.<br />

¿Te iba yo a llevar a donde te encontrases en un bochorno? Antes de convidarte, chiquilla,<br />

me he enterado yo de toas las maneras de almorsá en Madrid... Se puede almorsá en un<br />

buen restaurant o en cafés finos, pero eso es echar un pregón pa que te vean. Se puede ir a


85<br />

un colmado de los barrios o a una pastelería decente y escondía, pero no hay cuartos aparte:<br />

tendrías que almorsá en pública subasta, a la vera de alguna chulapa o de algún torero.<br />

Fondas, ya supondrás... No quedaban sino las Ventas o el puente de Vallecas. Creo que las<br />

Ventas es más bonito.<br />

¡Bonito! Asís miró el camino en que entraban. Dejándose atrás las frondosidades del<br />

Retiro y las construcciones coquetonas de Recoletos, el coche se metía, lento y remolón,<br />

por una comarca la más escuálida, seca y triste que puede imaginarse, a no ser que la<br />

comparemos al cerro de San Isidro. Era tal la diferencia entre la zona del Retiro y aquel<br />

arrabal de Madrid, y se advertía tan de golpe, que mejor que transición parecía sorpresa<br />

escenográfica. Cual mastín que guarda las puertas del limbo, allí estaba la estatua de<br />

Espartero, tan mezquina como el mismo personaje, y la torre mudéjar de una escuela<br />

parecía sostener con ella competencia de mal gusto. Luego, en primer término, escombros y<br />

solares marcados con empalizadas; y allá en el horizonte, parodia de algún grandioso y<br />

feroz anfiteatro romano, la plaza de toros. En aquel rincón semidesierto - a dos pasos del<br />

corazón de la vida elegante - se habían refugiado edificios heterogéneos, bien como en<br />

ciertas habitaciones de las casas se arrinconan juntas la silla inservible, la maquina de<br />

limpiar cuchillos y las colgaduras para el día de Corpus: así, después del circo taurino y la<br />

escuela, venía una fábrica de galletas y bizcochos, y luego un barracón con este rótulo:<br />

Acreditado merendero de la Alegría.<br />

Las lontananzas, una desolación. El fielato parecía viva imagen del estorbo y la<br />

importunidad. A su puerta estaba detenido un borrico cargado de liebres y conejos, y un tío<br />

de gorra peluda buscaba en su cinto los cuartos de la alcabala. Más adelante, en un<br />

descampado amarillento, jugaban a la barra varios de esos salvajes que rodean a la Corte lo<br />

mismo que los galos a Roma sitiada. Y seguían los edificios fantásticos: un castillo de la<br />

Edad Media hecho, al parecer, de cartón y cercado de tapias por donde las francesillas<br />

sacaban sus brazos floridos; un parador, tan desmantelado como teológico (dedicado al<br />

Espíritu Santo nada menos); un merendero que se honraba con la divisa tanto monta, y por<br />

último, una franja rojiza, inflamada bajo la reverberación del sol: los hornos de ladrillo. En<br />

los términos más remotos que la vista podía alcanzar, erguía el Guadarrama sus picos<br />

coronados de eternas nieves.


86<br />

Lo que sorprendió gratamente a Asís fue la ausencia total de carruajes de lujo en la<br />

carretera. Tenía razón Pacheco, por lo visto. Sólo encontraron un domador que arrastraban<br />

dos preciosas tarbesas; ten carromato tirado por innumerable serie de mulas; el tranvía, que<br />

cruzó muy bullanguero y jacarandoso, con sus bancos atestados de gentes; otro simón con<br />

tapadillo, de retorno, y un asistente, caballero en el alazán de su amo. ¡Ah! Un entierro de<br />

angelito, una caja blanca y azul que tambaleándose sobre el ridículo catafalco del carro se<br />

dirigía hacia la sacramental sin acompañamiento alguno, inundado de luz solar, como<br />

deben de ir los querubines camino del Empíreo...<br />

Poco hablaron durante el trayecto los amantes. Llevaban las manos cogidas; Asís<br />

respiraba frecuentemente el manojo de rosas y miraba y remiraba hacia fuera, porque así<br />

creía disminuir la gravedad de aquel contrabando, que en su fuero interno - cosa decidida -<br />

llamaba el último, y por lo mismo le causaba tristeza sabiéndole a confite que jamás, jamás<br />

había de gustar otra vez.<br />

Llegaron al puente, y detúvose el simón ante el pintoresco racimo de merenderos,<br />

hotelitos y jardines que constituye la parte nueva de las Ventas.<br />

-¿Qué sitio prefieres? ¿Nos apeamos aquí? - preguntó Pacheco.<br />

- Aquí... Ese merendero... Tiene trazas de alegre y limpio - indicó la dama, señalando a<br />

uno cuya entrada por el puente era una escalera de palo pintada de verde rabioso.<br />

Sobre el frontis del establecimiento podía leerse este rótulo, en letras descomunales<br />

imitando las de imprenta, y sin gazapos ortográficos: -Fonda de la Confianza. - Vinos y<br />

comidas. - Aseo y equidad.- El aspecto era original y curioso. Si no cabía llamar a aquello<br />

los jardines aéreos de Babilonia, cuando menos tenían que ser los merenderos colgantes.<br />

¡Ingenioso sistema para aprovechar terreno! Abajo una serie de jardines, mejor dicho, de<br />

plantaciones entecas y marchitas, víctimas de la aridez del suburbio matritense; y encima,<br />

sostenidos en armadijos de postes, las salas de baile, los corredores, las alcobas con pasillos<br />

rodeados de una especie de barandas, que comunicaban entre sí las viviendas. Todo ello -<br />

justo es añadirlo para evitar el descrédito de esta Citerea suspendida- muy enjabelgado,<br />

alegre, clarito, flamante, como ropa blanca recién lavada y tendida a secar al sol, como nido<br />

de jilguero colgado en rama de arbusto.<br />

Un mozo frisando en los cincuenta, de mandil pero en mangas de camisa, con cara de<br />

mico, muequera, arrugadilla y sardónica, se adelantó apresurado al divisar a la pareja.


87<br />

- Almorsá - dijo Pacheco lacónicamente.<br />

-¿Dónde desean los señoritos que se les ponga el almuerzo? El gaditano giró la vista<br />

alrededor y luego la convirtió hacia su compañera: esta había vuelto la cara. Con la agudeza<br />

de la gente de su oficio el mozo comprendió y les sacó del apuro.<br />

- Vengan los señoritos... Les daré un sitio bueno.<br />

Y torciendo a la izquierda, guió por una escalera angosta que sombreaba un grupo de<br />

acacias y castaños de Indias, llevándoles a una especie de antesala descubierta, que formaba<br />

parte de los consabidos corredores aéreos. Abriendo una puertecilla, hízose a un lado y<br />

murmuró con unción:<br />

- Pasen, señoritos, pasen.<br />

La dama experimentó mucho bienestar al encontrarse en aquella salita. Era pequeña,<br />

recogida, misteriosa, con ventanas muy chicas que cerraban gruesos postigos y enteramente<br />

blanqueada; los muebles vestían también blanquísimas fundas de calicó. La mesa, en el<br />

centro, lucía un mantel como el armiño; y lo más amable de tanta blancura era que al través<br />

de ella se percibía, se filtraba, por decirlo así, el sol, prestándole un reflejo dorado y<br />

quitándole el aspecto sepulcral de las cosas blancas cuando hace frío y hay nubes en el<br />

cielo. Mientras salía el mozo, el gaditano miró risueño a la señora.<br />

- Nos han traído al palomar - dijo entre dientes.<br />

Y levantando una cortina nívea que se veía en el fondo de la reducida estancia,<br />

descubrió un recinto más chico aún, ocupado por un solo mueble, blanco también, más<br />

blanco que una azucena...<br />

- Mira el nido - añadió tomando a Asís de la mano y obligándola a que se asomase -.<br />

Gente precavida... Bien se ve que están en todo. No me sorprende que vivan y se sostengan<br />

tantos establecimientos de esta índole. Aquí la gente no viene un día del año como a San<br />

Isidro; pero digo yo que habrá abonos a turno. ¿Nos abonamos, cacho de gloria?<br />

No sé cómo acentuó Pacheco esta broma, que en rigor, dada la situación, no afrentaba;<br />

lo cierto es que la señora sintió una sofoquina... vamos, una sofoquina de esas que están a<br />

dos deditos de la llorera y la congoja. Parecíale que le habían arañado el corazón. La mujer<br />

es un péndulo continuo que oscila entre el instinto natural y la aprendida vergüenza, y el<br />

varón más delicado no acertará a no lastimar alguna vez su invencible pudor.


88<br />

- XIX -<br />

Al colarse en el palomar los dos tórtolos, no lo hicieron sin ser vistos y atentamente<br />

examinados por una taifa de gente humilde, que a la puerta de la cocina del merendero<br />

fronterizo se dedicaba a aderezar un guisote de carnero puesto, en monumental cazuela,<br />

sobre una hornilla. Es de saber que ambos enseres domésticos los alquilaba el dueño del<br />

restaurant por módica suma en que iba comprendido también el carbón: en cuanto al<br />

carnero y al arroz de añadidura, lo habían traído en sus delantales las muchachas, que por lo<br />

que pueda importar, diremos que eran operarias de la Fábrica de tabacos.<br />

Capitaneaba la tribu una vieja pitillera, morena, lista, alegre, más sabidora que Merlín;<br />

y dos niñas de ocho y seis años travesaban alrededor de la hornilla, empeñadas en que les<br />

dejasen cuidar el guisado, para lo cual se reconocían con superiores aptitudes. Toda esta<br />

gentuza, al pasar la marquesa viuda de Andrade y su cortejo, se comunicó impresiones con<br />

mucho parpadeo y meneo de cabeza, y susurrados a media voz dichos sentenciosos.<br />

Hablaban con el seco y recalcado acento de la plebe madrileña, que tiene alguna analogía<br />

con lo que pudo ser la parla de Demóstenes si se le ocurriese escupir a cada frase una de las<br />

guijas que llevaba en la boca.<br />

- Ay... Pus van así como asustaos... Ella es guapotona, colorá y blanca.<br />

- Valiente perdía será.<br />

- Se ve caa cosa... Hijas, la mar son estos señorones de rango.<br />

- Puee que sea arguna del Circo. Tié pinta de franchuta.<br />

- Que no, que este es un belén gordo, de gente de calidá. Mujer de algún menistro lo<br />

menos. ¿Qué vus pensáis? Pus una conocí yo, casaa con un presonaje de los más<br />

superfarolíticos... de mucho coche, una casa como el Palacio Rial... y andaba como caa<br />

cuala, con su apaño. ¡Qué líos, Virgen!<br />

- No, pus muy amartelaos no van.<br />

-¿Te quies callar? Ya samartelarán dentro. Verás tú las ventanas y las puertas atrancás,<br />

como en los pantiones... Pa que el sol no los queme el cutis.<br />

Desmintiendo las profecías de la experta matrona, los postigos y vidrieras del palomar<br />

se abrieron, y asomó la cabeza de la dama, sin sombrero ya, mirando atentamente hacia el<br />

merendero.


89<br />

- Miala, miala..., la gusta el baile.<br />

En efecto, el corredor aéreo de enfrente ofrecía curiosa escena coreográfica. Un piano<br />

mecánico soltaba, con la regularidad que hace tan odiosos a estos instrumentos, el duro<br />

chorro de sus martilleadoras tocatas: Cádiz hacía el gasto: paso doble de Cádiz, tango de<br />

Cádiz, coro de majas de Cádiz... y hasta una veintena de cigarreras, de chiquillas, de<br />

fregonas muy repeinadas y con ropa de domingo, saltaba y brincaba al compás de la<br />

música, haciendo a cada zapateta temblar el merendero... Asís veía pasar y repasar las caras<br />

sofocadas, las toquillas azul y rosa; y aquel brincoteo, aquel tripudio suspendido en el aire,<br />

sin hombres, sin fiesta que lo justificara, parecía efecto escénico, coro de zarzuela bufa.<br />

Asís se imaginó que las muchachas cobraban de los fondistas algún sueldo por animar el<br />

cuadro.<br />

-¡Calla! - secreteó minutos después el grupo dedicado a vigilar la cazuela del guisote -.<br />

¡Pus si también han abierto la puerta! Chicas... quien que se entere too el mundo.<br />

- Estas tunantas ponen carteles.<br />

El mozo subía y bajaba, atareado.<br />

- Mia lo que los llevan. Tortilla... Jamón... Están abriendo latas de perdices... ¡Aire!<br />

- No se las cambio por mi rico carnero. A gloria huele.<br />

-¡Chist! - mandó el mozo, imponiéndose a aquellas cotorras -. Cuidadito... Si oyen...<br />

Son gente... ¡uf!<br />

Al expresar la calidad de los huéspedes, el mozo hizo una mueca indescriptible, mezcla<br />

de truhanería y respeto profundo a la propina que ya olfateaba. La vieja cigarrera, de<br />

repente, adoptó cierta diplomática gravedad.<br />

- Y pué que sean gente tan honrá como Dios Padre. No sé pa qué ha de condenar una su<br />

arma echando malos pensamientos. Serán argunos novios recién casaos, u dos hermanos, u<br />

tío y sobrina. Vayasté a saber. Oigasté, mozo...<br />

Se apartó y secreteó con el mozo un ratito. De esta conferencia salió un proyecto<br />

habilísimo, madurado en breves minutos en el ardiente y optimista magín de la señá<br />

Donata, que así se llamaba la pitillera, si no mienten las crónicas. Arriba dama y galán<br />

empezaban a despachar los apetitosos entremeses, las incitantes aceitunas y las sardinillas,<br />

con su ajustada túnica de plata. Aunque Pacheco había pedido vinos de lo mejor, la dama<br />

rehusaba hasta probar el Tío Pepe y el amontillado, porque con sólo ver las botellas, le


90<br />

parecía ya hallarse en la cámara de un trasatlántico, en los angustiosos minutos que<br />

preceden al mareo total. Como la señora exigía que puertas y ventanas permaneciesen<br />

abiertas, el almuerzo no revelaba más que la cordialidad propia de una luna de miel ya<br />

próxima a su cuarto menguante. Pacheco había perdido por completo su labia meridional, y<br />

manifestaba un abatimiento que, al quedar mediada la botella de Tío Pepe, se convirtió en<br />

la tristeza humorística tan frecuente en él.<br />

-¿Te aburres? - preguntaba la dama a cada vuelta del mozo.<br />

- Ajogo las peniyas, gitana - respondía el meridional apurando otro vaso de jerez, más<br />

auténtico que la famosa manzanilla del Santo.<br />

Acababa el mozo de dejar sobre la mesa las perdices en escabeche, cuando en el marco<br />

de la puerta asomó una carita infantil, colorada, regordeta, boquiabierta, guarnecida de un<br />

matorral de rizos negrísimos. ¡Qué monada de chiquilla! Y estaba allí hecha un pasmarote,<br />

si entro si no entro. Asís le hizo seña con la mano; el pájaro se coló en el nido sin esperar a<br />

que se lo dijesen dos veces. Y las preguntas y los halagos de cajón: -Eres muy guapa...<br />

¿Cómo te llamas? ¿Vas a la escuela?... Toma pasas... Cómete esta aceitunita por mí...<br />

Prueba el jerez... ¡Huy qué gesto más salado pone al vino!... Arriba con él... ¡Borrachilla!<br />

¿Dónde está tu mamá? ¿En qué trabaja tu padre?<br />

De respuesta, ni sombra. El pajarito abría dos ojos como dos espuertas, bajaba la cabeza<br />

adelantando la frente como hacen los niños cuando tienen cortedad y al par se encuentran<br />

mimados, picaba golosinas y daba con el talón del pie izquierdo en el empeine del derecho.<br />

A los tres minutos de haberse colado el primer gorrión migajero en el palomar, apareció<br />

otro. El primero representaba cinco años; el segundo, más formal pero no menos<br />

asustadizo, tendría ya ocho lo menos.<br />

-¡Hola! Ahí viene la hermanita... - dijo Asís -. Y se parecen como dos gotas... La<br />

pequeña es más saladilla... pero vaya con los ojos de la mayor... Señorita, pase usted... Esta<br />

nos enterará de cómo se llama su padre, porque a la chiquita le comieron la lengua los<br />

ratones.<br />

Permanecía la mayor incrustada en la puerta, seria y recelosa, como aquel que antes de<br />

lanzarse a alguna empresa erizada de dificultades, vacila y teme. Sus ojazos, que eran<br />

realmente árabes por el tamaño, el fuego y la precoz gravedad, iban de Asís a Diego y a su<br />

hermanita: la chiquilla meditaba, se recogía, buscaba una fórmula, y no daba con ella,


91<br />

porque había en su corazón cierta salvaje repugnancia a pedir favores, y en su carácter una<br />

indómita fiereza muy en armonía con sus pupilas africanas. Y como se prolongase la<br />

vacilación, acudiole un refuerzo, en figura de la señá Donata, que con la solicitud y el enojo<br />

peor fingidos del mundo, se entró muy resuelta en el gabinete refunfuñando:<br />

-¡Eh!, niñas, corderas, largo, que estáis dando la gran jaqueca a estos señores... A ver si<br />

vus salís afuera, u sino...<br />

- No molestan... - declaró Asís -. Son más formalitas... A esa no hay quien la haga<br />

pasar, y la chiquitilla... ni abre la boca.<br />

- Pa comer ya la abren las tunantas...<br />

Pacheco se levantó cortésmente y ofreció silla a la vieja. El gaditano, que entre gente de<br />

su misma esfera social pecaba de reservado y aun de altanero, se volvía sumamente<br />

campechano al acercarse al pueblo.<br />

- Tome usted asiento... Se va usted a bebé una copita de Jerés a la salú de toos.<br />

¡Oídos que tal oyeron! ¡Señá Donata, fuera temor, al ataque, ya que te presentan la<br />

brecha franca y expedito el rumbo! Y tan expedito, que Pacheco, desde que la vieja puso<br />

allí el pie, pareció sacudir sus penosas cavilaciones y recobrar su cháchara, diciendo los<br />

mayores desatinos del mundo. Como que se puso muy formal a solicitar a la honrada<br />

matrona, proponiéndole un paseíto a solas por los tejares. Oía la muy lagarta de la vieja, y<br />

celebraba con carcajadas pueriles, luciendo una dentadura sana y sin mella; pero al replicar,<br />

iba encajando mañosamente aquella misión diplomática que bullía en su mente fecunda<br />

desde media hora antes. Tratábase de que ella, ¿se hacen ustés cargo?, trabajaba en la<br />

Frábica de Madrí... y tenía cuatro nietecicas, de una hija que se murió de la tifusidea, y el<br />

padre de gomitar sangre, así, a golpás..., en dos meses se lo llevó la tierra, ¡señores!, que si<br />

se cuenta, mentira parece. Las dos nietecicas mayores, colocaas ya en los talleres; pero si la<br />

suerte la deparase una presona de suposición pa meter un empeño..., porque en este pícaro<br />

mundo, ya es sabío, too va por las amistaes y las enfluencias de unos y otros... Llegada a<br />

este punto, la voz de la señá Donata adquiría inflexiones patéticas: «¡Ay Virgen de la<br />

Paloma! No premita el Señor que ustés sepan lo que es comer y vestir y calzar cinco<br />

enfelices mujeres con tristes ocho u nueve riales ganaos a trompicones... Si la señorita, que<br />

tenía cara de ser tan complaciente y tan cabal, conociese por casualidá al menistro... o al<br />

menistraor de la Frábica..., o al contaor..., o algún presonaje de estos que too lo regüerven...


92<br />

pa que la chiquilla mayor, Lolilla, entrase de aprendiza también... ¡Sería una caridá de las<br />

grandes, de las mayores! Dos letricas, un cacho de papel...».<br />

Pacheco respondía a la arenga con mucha guasa, sacando la cartera, apuntando las señas<br />

de la pitillera detenidamente, y asegurándole que hablaría al presidente del Consejo, a la<br />

infanta Isabel (íntima amiga suya), al obispo, al nuncio... Enredados se hallaban en esta<br />

broma, cuando tras la abuela pedigüeña y las nietecillas mudas, se metieron en el gabinete<br />

las dos chicas mayores.<br />

- Miren mis otras huerfanicas enfelices - indicó la señá Donata.<br />

Imposible imaginarse cosa más distinta de la clásica orfandad enlutada y extenuada que<br />

representan pintores y dibujantes al cultivar el sentimentalismo artístico. Dos mozallonas<br />

frescas, sudorosas porque acababan de bailar, echando alegría y salud a chorros, y<br />

saliéndoles la juventud en rosas a los carrillos y a los labios; para más, alborotadas y<br />

retozonas, dándose codazos y pellizcándose para hacerse reír mutuamente. Viendo a<br />

semejantes ninfas, Pacheco abandonó a la señá Donata, y con el mayor rendimiento se<br />

consagró a ellas, encandilado y camelador como hijo legítimo de Andalucía. Todas las<br />

penas ajogadas por el Tío Pepe se fueron a paseo, y el gaditano, entornando los ojos,<br />

derramando sales por la boca y ceceando como nunca, aseguró a aquellas principesas del<br />

Virginia que desde el punto y hora en que habían entrado, no tenía él sosiego ni más gusto<br />

que comérselas con los ojos.<br />

-¿Vienen ustés de bailar? - les preguntó risueño.<br />

- Pus ya se ve - contestaron ellas con chulesco desgarro.<br />

-¿Sin hombres? ¿Sin pareja?<br />

- Ni mardita la falta.<br />

- Pan con pan... Eso es más soso que una calabasa, prendas. Si me hubiesen ustés<br />

llamao...<br />

-¿Que iba usté a venir? Somos poca cosa pa usté.<br />

-¿Poca cosa? Son ustés... dos peasito del tersiopelo de que está forraa la bóveda seleste.<br />

¡Ea!, ¿echamos o no ese baile? Ahora me empeñé yo... ¡A bailar!<br />

Salió como una exhalación; dio la vuelta al pasillo aéreo; cruzó el puente que a los dos<br />

merenderos unía, y en breve, al compás del horrible piano mecánico, Pacheco bailaba<br />

ágilmente con las cigarreras.


93<br />

- XX -<br />

Entre las condiciones de carácter de la marquesa viuda de Andrade, y de los gallegos en<br />

general, se cuenta cierto don de encerrar bajo llave toda impresión fuerte. Esto se llama<br />

guardarse las cosas, y si tiene la ventaja de evitar choques, tiene la desventaja de que esas<br />

impresiones archivadas y ocultas se pudren dentro. Cuando el andaluz regresó después de<br />

haber pegado cuatro saltos, enjugándose la frente con su pañuelo y abanicándose con el<br />

hongo, halló a la señora aparentemente tranquila y afable, ocupada en obsequiar con queso,<br />

bizcochos y pasas a las dos gorrioncillas, y muy atenta a la charla de la vejezuela, que<br />

refería por tercera vez las golpás de sangre causa de la defunción de su yerno. Pero el<br />

camarero, que era más fino que el oro y más largo que la cuaresma, se dio cuenta con<br />

rápida intuición de que aquello no iba por el camino natural de almuerzos semejantes, y<br />

adoptando el aire imponente de un bedel que despeja una cátedra, intimó a toda la bandada<br />

la orden de expulsión.<br />

-¡Ea!, bastante han molestado ustedes a los señores. Me parece regular que se larguen.<br />

- Oigasté... ¡El tío este! Si yo he entrao aquí, fue porque los señores me lo premitieron,<br />

¿estamos? Yo soy así, muy franca de mi natural..., y me arrimo aonde veo naturalidá, y<br />

señoritos llanos y buenos mozos, sin despreciar a nadie.<br />

-¡Ole las mujeres principales! - contestó con la mayor formalidad Pacheco, pagando el<br />

requiebro de la señá Donata. La cual no soltó el sitio hasta que don Diego y la señora<br />

prometieron unánimes acordarse de su empeño y procurar que Lolilla entrase en los<br />

talleres. Las gorrionas se dejaron besar y se llevaron las manos atestadas de postres, pero ni<br />

con tenazas se les pudo sacar palabra alguna. No piaron hasta que fueron a posarse en el<br />

salón de baile.<br />

El camarero también salió anunciando que «dentro de un ratito» traería café y licores.<br />

Al marcharse encajó bien la puerta, e inmediatamente los ojos de Pacheco buscaron los de<br />

su amiga. La vio de pie, mirando a las paredes. ¿Qué quería la niña? ¿Eh?<br />

- Un espejo.<br />

-¿Pa qué? Aquí no hay. Los que vienen aquí no se miran a sí mismos. ¿Espejo? Mírate<br />

en mí. ¿Pero cómo? ¿Vas a ponerte el sombrero, chiquilla? ¿Qué te pasa?


94<br />

- Es por ganar tiempo... Al fin, en tomando el café hemos de irnos...<br />

El meridional se acercó a Asís, y la contempló cara a cara, largo rato... La señora<br />

esquivaba el examen, poniendo, por decirlo así, sordina a sus ojos y un velo impalpable de<br />

serenidad a sus facciones. Le tomó Pacheco la cintura, y sentándose en el sofá, la atrajo<br />

hacia sí. Hablaba y reía y la acariciaba tiernamente.<br />

-¡Ay, ay, ay!... ¿Esas tenemos? Mi niña está celosa. ¡Celosita, celosita! ¡Celosita de mí<br />

la reina del mundo!<br />

Asís se enderezó en el sofá, rechazando a Pacheco.<br />

- Tienes la necedad de que todo lo conviertes en substancia. La vanidad te parte, hijo<br />

mío. Yo no estoy celosa, y si me apuras, te diré...<br />

-¿Qué? ¿Qué me dirás? - prorrumpió Pacheco algo inmutado y descolorido.<br />

- Que... es algo imposible eso de estar celoso cuando...<br />

-¡Ah! - interrumpió el meridional, más que pálido, lívido, con voz que salía a golpás,<br />

según diría la señá Donata -. No necesitas ponerlo más claro... Enterado, mujer, enterado, si<br />

yo adivino antes que hables. Pa miserables tres horas o cuatro que nos faltan de estar juntos,<br />

y probablemente serán las últimas que nos hemos de ver en este mundo perro, ya pudiste<br />

callarte y procurar engañarme como hasta aquí... Poco favor te haces, si viniste aquí no<br />

queriéndome algo. Tú te habrás creído que yo me tragaba... ¡Y me llamas necio! Yo seré un<br />

vago, un hombre que no sirve para ná, un tronera, un perdido, lo que gustes; ¡pero necio!<br />

Necio yo..., ¡y en cuestiones de faldas! ¡Mire usted que es grande! Pero, ¿qué importa?<br />

Llámame lo que quieras... y óyeme sólo esto, que te voy a decir una verdá que ni tú la<br />

sabes, niña. No me has querío hasta hoy, corriente... Hoy, más que digas por tema lo que te<br />

dé la gana, me quieres, me requieres, estás enamoraa de mí... Poquito a poco te ha ido<br />

entrando... y así que yo te falte, se te va a acabar el mundo. Esta es la fija... Ya lo verás, ya<br />

lo verás. Y por amor propio y por soberbia sales con la pata e gallo... ¡Te desdeñas de tener<br />

celos de mí! Bien hecho... Así como así, no hay de qué. Boba serías si tuvieses celos. Algún<br />

ratito ha de pasar antes de que yo me pierda por otras mujeres... ¡Maldita sea hasta la hora<br />

en que te vi!... Dispensa, ¡dispensa! No quiero ofenderte, ¿sabes?, ahora ni nunca. No sé lo<br />

que me digo... Pero digo verdad.<br />

Soltaba esta andanada paseando por el pequeño recinto, como las fieras en sus jaulas de<br />

hierro; unas veces sepultaba las manos en los bolsillos del pantalón, y otras las


95<br />

desenfundaba para accionar con violencia. Su rostro, descompuesto por la cólera, perdiendo<br />

su expresión indolente, mejoraba infinito: se acentuaban sus enjutas facciones, temblaba el<br />

bigote dorado, resplandecían los blancos dientes, y los azules ojos se obscurecían, como el<br />

agua del Mediterráneo cuando amaga tempestad. El piso retemblaba bajo sus pasos; diríase<br />

que el aéreo nido iba a saltar hecho trizas. Aquella tormenta de verano, aquella cólera<br />

meridional, no cabía en el cuartuco.<br />

Al encajar la puerta el mozo, los amantes se habían olvidado de que el nido tenía otro<br />

boquete, la ventana, abierta por Asís y dejada en la misma situación durante todo el<br />

almuerzo. Y la ventana justamente miraba al salón de baile, ocupado por parte de la<br />

bandada de gorriones, entretenidísimas a la sazón en atisbar la riña amorosa, mientras abajo<br />

Lolilla se consagraba al carnero y al arroz.<br />

- Anda..., ella está de morros con él... Está amoscá.<br />

- Porque bailó con nusotras... Me lo malicié, hijas.<br />

-¡Jesús! Pus no se ha resquemao poco... ¡Qué gesto!<br />

-¡Ay! ¡Miales! Él le está haciendo cucamonas pa que se le pase... ¡Ole!... Hombre, no<br />

nos ponga usté el gorro... Siquiera pa repichonear podían tener la ventana cerrá.<br />

-¿Quién os manda mirar?<br />

- Pa eso tiene una los ojos... ¡Calle!... Pus ella, en sus trece... Que nones... Las orejas le<br />

calienta ahora.<br />

-¡Virgen! ¿Qué cosas le habrá icho, pa que él se enfade así? Mueve los brazos que<br />

paecen aspas de molino... ¿A que le pega?<br />

-¿Que lae pegar, mujer, que lae pegar? Eso a las probes. A estas pindongas de<br />

señoronas, los hombres les rinden el pabellón. Y eso que cualisquiera de nosotras les pue<br />

vender honradez y dicencia. Digo, me paece...<br />

- No, pus enfadao ya está.<br />

-¿Va que acaba pidiendo perdón como los chiquillos? ¿No lo ije? Miale... más manso<br />

que un cordero... Ella na, espetá, secatona..., vuelta a la manía de ponerse el abrigo... Se<br />

quie largar... ¡Madre e Dios, lo que saben estas tunantas! Me lo maneja como a un<br />

fantoche... ¡Qué compungío que está!... ¿A que se pone de rodillas, pa que le echen la<br />

solución? ¡Ay, qué mujer, paece la leona del Retiro! Empeñá en que me voy... Y se sale con<br />

la suya... Mia... ¡Se largan!


96<br />

La turba se precipitó por la escalera del merendero. Verdad: Asís se largaba, se largaba.<br />

Salía tranquilamente, sin prisa ni enojo: hasta sonrió a Lolilla, que armada del soplador de<br />

mimbres avivaba el fuego. Con voz serena explicó al mozo, atónito de semejante deserción,<br />

que se les hacía tarde, que no podían aguardar ni un minuto más; que avisase al cochero, el<br />

cual probablemente estaría con el simón por allí, en alguna sombra. Mientras Pacheco,<br />

demudado, con pulso trémulo, buscaba en el portamonedas un billete, Asís trazaba en el<br />

piso rayas con la sombrilla, hasta dibujar una celosía complicada y menuda. Al terminarla<br />

extendió la mano; cogió una ramita florida de la acacia que sombreaba el merendero, y se la<br />

sujetó en el pecho con el imperdible. Acercose obsequiosa la señá Donata, ofreciendo a sus<br />

huérfanas, sus nietecitas, «pa juntar un ramo de cacias y de mapolas, si a la señorita le<br />

gustan...». Dio Asís las gracias rehusando, porque se marchaba acto continuo; y<br />

acercándose disimuladamente a la vieja, le deslizó algo en la mano, recia y curtida cual la<br />

piel del arenque. Acercose el simón: sin duda el cochero se había atizado un par de tragos,<br />

porque su nariz echaba lumbre, reluciendo al sol como la película roja que viste a los<br />

pimientos riojanos. La señora tomó por la escalerilla que bajaba desde el puente; Pacheco la<br />

siguió...<br />

- En el coche harán las paces - piaron las gorrionas mayores -. ¿A que sí?<br />

- La fija. En entrando...<br />

Grande fue el asombro de aquellas aves más parleras que canoras, viendo que, tras un<br />

corto debate al pie de la portezuela, la señora tendió la mano a Pacheco, y este llevó la suya<br />

al sombrero saludando, y el simón arrancó a paso de tortuga, bamboleándose sobre la<br />

polvorosa carretera.<br />

- Pus ella vence... Me lo deja plantadito.<br />

-¿A que él se nos vuelve aquí? -indicó la gorriona primogénita, alisando con la palma<br />

las grandes peteneras de su peinado, untadas de bandolina.<br />

No volvió el muy... Ni siquiera torció la cabeza para hacerles un saludo o enviarles una<br />

sonrisa de despedida. ¡Fantasioso! Estuvo pendiente del simón mientras este no traspuso los<br />

hornos de ladrillo; luego, cabizbajo, echó a andar a pie.


97<br />

- XXI -<br />

La buena fe, que debe servir de norma a los historiadores así de hechos memorables<br />

como de sucesos ínfimos, obliga a declarar que la marquesa viuda de Andrade se dedicó<br />

asiduamente - desde las dos de la tarde, hora en que llegó a su casa, hasta cerca de las<br />

nueve de la noche - a la faena del arreglo definitivo de su equipaje, resolviendo la marcha<br />

para el siguiente día, sin prórroga. El trajín fue gordo, y aumentó sus fatigas el desasosiego<br />

moral de la señora. Anduvo hecha un zarandillo; removió hasta el último trasto de la casa;<br />

mareó a la Diabla; aturrulló a los demás criados; y al agitarse así, la impulsaban sus<br />

nervios, tirantes como cuerdas de guitarra, al par que sentía una especie de punzada<br />

continua en el corazón, un calor extraño en el epigastrio, un saborete amargo en la boca.<br />

Después de haber comido -por fórmula y sin ganas- pidiole Ángela licencia, ya que era el<br />

último día, para decir adiós a su hermana. La negó en un arranque de cólera; la otorgó dos<br />

minutos después. Y así que la chica batió la puerta, la señora, rendida de cuerpo, más<br />

encapotada que nunca de espíritu, se retiró a su dormitorio... Tenía que poner el S. D. a un<br />

sinnúmero de tarjetas; pero ¡estaba tan molida!, ¡de humor tan perro! Además la punzadita<br />

aquella del corazón se iba convirtiendo en dolor fijo, intolerable... ¿Se aplacaría un poco<br />

recostándose en la cama? A ver...<br />

Cerró los ojos, mascando unas hieles que tenía entre la lengua y el paladar. ¿A qué<br />

venían las hieles dichosas? Ella había obrado bien, mostrándose digna y entera. En realidad,<br />

ningún desenlace mejor para la historia. De un modo o de otro ello iba a acabarse; era<br />

inevitable, inminente: mejor que se acabase así... Porque si aquella última entrevista fuese<br />

muy tierna, qué tristeza y qué... Nada; mejor así, mejor cien veces. Ella había tenido razón<br />

sobrada: una cosa son los celos, otra el amor propio y el decoro de que nunca está bien<br />

prescindir. Y a quién se le ocurre, allí, en su propia cara, ponerse a bailar con... Veía el<br />

salón de baile aéreo, el brincoteo de las gorrionas, los incidentes del almuerzo... y las hieles<br />

se volvían más amarguitas aún. Cierto que ella fue quien abrió puertas y ventanas: de todos<br />

modos, el proceder de Pacheco... Sí... buen tipo estaba Pacheco. En viendo una escoba con<br />

faldas... ¡Ay infeliz de la mujer que se fiase de sus exageraciones y sus locuras! ¡Requebrar<br />

a las cigarreras así, delante de...! ¡Y qué fatuo! ¡Pues no había querido convencerla de que<br />

estaba enamorada de él! ¿Enamorada? No, no señor, gracias a Dios... Conservaría sí un


98<br />

recuerdo..., un recuerdo de esos que... Allí tenía, en el medallón de oro, junto al pelo de<br />

Maruja, una florecita de la acacia blanca... ¡Qué tontera! Lo probable es que a Pacheco no<br />

volviese a verle nunca más... Y esta punzada del corazón, ¿qué será? Será enfermedad, o...<br />

Parece que lo aprieta un aro de hierro... ¡Jesús, qué cavilaciones más simples!<br />

Bregando con la imaginación y la memoria, se quedó traspuesta. No era dormir<br />

profundo, sino una especie de somnambulismo, en que las percepciones de la vida exterior<br />

se amalgamaban con el delirio de la fantasía. No era la pesadilla que causa la ocupación de<br />

estómago, en que tan pronto caemos de altísima torre como volamos por dilatadas zonas<br />

celestes, ni menos el sueño provocado por la acción del calor del lecho sobre los lóbulos<br />

cerebrales, donde, sin permiso de la honrada voluntad, se representan imágenes repulsivas...<br />

Lo que veía Asís, adormecida o mal despierta, puede explicarse en la forma siguiente,<br />

aunque en realidad fuese harto más vago y borroso.<br />

Encontrábase ya en el vagón, con la Diabla enfrente, la maletita y el lío de mantas en la<br />

rejilla, el velo de gasa inglesa bien ceñido sobre la toca de paja, calzados los guantes de<br />

camino, abrochado hasta el cuello el guardapolvo. El tren adelantaba, unas veces bufando y<br />

pitando, otras con perezoso cuneo, al través de las eternas estepas amarillas, caldeadas por<br />

un sol del trópico. ¡Oh Castilla la fea, la árida, la polvorosa, la de monótonos aspectos, la de<br />

escuetas lontananzas! ¡Oh sombría mole, región desconsolada del Escorial, qué felicidad<br />

perderte de vista! ¡Oh calor, calor del infierno, cuándo acabarás! Asís sentía que el sol, al<br />

través de las cortinas corridas que teñían con viso azul el departamento, se le empapaba en<br />

los sesos como el agua en una esponja, y que en sus venas la sangre se volvía alquitrán, y la<br />

punta de cada filete nervioso una aguja candente, y que los ojos se le salían de las órbitas,<br />

igual que a los gatos cuando los escaldan... El polvillo de carbón, unido al de los páramos<br />

castellanos, entraba en remolinos o en ráfagas violentas, cegando, desvaneciendo,<br />

asfixiando. No valía manejar desesperadamente el abanico: como toda la atmósfera era<br />

polvo, polvo levantaba al agitar el aire, y polvo absorbían los sedientos pulmones. «¡Agua!<br />

¡Agua! ¡Agua por Dios! Ángela, va una botella llena ahí en el cesto...». Revolvía la Diabla<br />

el fondo de la canastilla..., nada: sin duda el agua se había olvidado. ¡Ah!, una botella... El<br />

vaso plano... Asís bebía. ¡No es agua, no es agua! Es manzanilla, jerez, brasa líquida, esas<br />

ponzoñas que roban el juicio a las gentes... Venga un río, un río de mi tierra, para agotarlo<br />

de un sorbo... Mientras la señora gemía, el inmenso foco del sol ardía más implacable,


99<br />

como si estuviesen echándole carbón, convertidos en fogoneros, los arcángeles y los<br />

serafines. Y así atravesaban la pedregosa tierra de Ávila, con sus escuadrones de enormes<br />

cantos, y las llanuras de Palencia, y los severos desiertos de León, y la vieja comarca de la<br />

Maragatería. ¡Que me abraso!... ¡Que me abraso!... ¡Que me muero!... ¡Socorro!...<br />

¡Aah! ¿Qué ocurre? Salimos del país llano... ¡Montes queridos! Cada túnel es una<br />

inmersión en la noche, un baño en un pozo: al volver a la claridad, montañas y más<br />

montañas, revestidas de frondosos castañares, y por cuyas laderas... ¡oh deleite!, se<br />

despeñan saltando manantiales, cascaditas, riachuelos, mientras allá abajo, caudaloso y<br />

profundo, corre el Sil... Las mismas rocas sudan humedad; de la bóveda de los túneles<br />

rezuman gotas gordas; el suelo se encharca. Al principio, Asís revive como el pez restituido<br />

a su elemento: su corazón se dilata, cálmase el hervor de su sangre, se aplaca la horrible<br />

sed. Pero los riachuelos van engrosando; los túneles menudean, lóbregos, pantanosos; al<br />

término se divisa un cielo color de panza de burro, muy bajo, en el cual se acumulan nubes<br />

preñadas de agua, que al fin, abriendo su seno, dejan caer, primero en delgados hilos, luego<br />

en cerrada cortina, la lluvia, la eterna lluvia del Noroeste, plomo derretido y glacial, que<br />

solloza escurriendo por los vidrios. Y aquella lluvia, Asís la siente sobre el corazón, que se<br />

lo infiltra, que se lo reblandece, que se lo ensopa, hasta no poder admitir más líquido, hasta<br />

que, anegado de tristeza, el corazón empieza también a chorrear agua, primero gota a gota,<br />

luego a borbotones, con fúnebre ruido de botella que se vacía...<br />

***<br />

Pan, pan. Dos golpes en la puerta de la alcoba... -¡Jesús!... ¿Quién? ¿Pero dormía o<br />

soñaba o qué es esto? - Y la señora palpaba la almohada -. Húmeda, sí... Los ojos...<br />

También los ojos... ¡Lágrimas! ¿Quién está?... ¿Quién?<br />

- Yo, amiga Asís... Gabriel Pardo... ¿He venido a molestar? Por Dios, siga usted con sus<br />

preparativos... Me he encontrado a la chica; me dijo que mañana sin falta salía usted para<br />

nuestra tierra... Cuánto sentiré incomodarla... Me retiro, me retiro.<br />

- Por Dios... De ningún modo... Tome usted asiento... Salgo en seguida... Estaba<br />

lavándome las manos.<br />

Y en efecto, se oía ruido de chapuzón, de lavaroteo. Pero nos consta que lo que lavaba<br />

la señora eran los párpados. Luego se dio polvos, se compuso el pelo, se arregló los encajes<br />

de la gola. Apareció muy presentable. Pardo había tomado un periódico, creo que La


100<br />

Época, y leía distraído, sin entender: «La dispersión veraniega ha comenzado. Parten hoy<br />

para Biarritz en el expreso, el duque de Albares, las lindas señoritas de Amézaga...».<br />

Apenas habían tenido tiempo los dos paisanos para trocar unas cuantas frases de excusa,<br />

cuando se oyó sonar la campanilla y en el corredor retumbaron pasos fuertes, varoniles. De<br />

sofocada, la señora se volvió pálida: una sonrisa involuntaria y una luz vivísima cruzaron<br />

por sus labios y sus ojos. Pacheco entró, y al verle el comandante Pardo, reprimió el<br />

impulso de pegarse un cachete en el hueso frontal.<br />

-¡Ya pareció aquello! ¡Se despejó la incógnita! ¡Y decir que no hará dos semanas que se<br />

conocieron en casa de Sahagún! ¡Mujeres!...<br />

El gaditano - lo mismo que si se propusiese evidenciar lo que Pardo adivinaba- apenas<br />

se hubo sentado sacó del bolsillo un tarjetero de piel inglesa, con monograma de plata, y se<br />

lo entregó a Asís, murmurando cortésmente:<br />

- Marquesa... las señas que usted me pidió que le trajese. Las señas de la pitillera... ¿no<br />

recuerda usted? Puede usted copiarlas, o quedarse con el tarjetero, si gusta... Viéndolo se<br />

acuerda usted más del empeñillo.<br />

¡Ay! Asís trasudaba. Era para volarse. ¡Vaya un pretexto que daba a su visita nocturna<br />

el bueno del gaditano! Si lo quería más claro don Gabriel...<br />

Miró al comandante, que se hacía el sueco, tratando de no ver el tarjetero dichoso. No<br />

hay posición más desairada que la de tercero en concordia, y don Gabriel, notando la ojeada<br />

expresiva que trocaron Pacheco y Asís, creía estar sentado sobre brasas, tanto le apretaban<br />

las ganas de quitarse de en medio. Pero convenía hacerlo con habilidad y educación. Un<br />

cuarto de hora tardó en preparar la retirada honrosa, echándole el muerto al Círculo Militar,<br />

donde aquella noche había una conferencia muy notable. Los círculos, ateneos y clubs,<br />

serán siempre instituciones benéficas, por lo que se prestan a encubrir toda escapatoria<br />

masculina -así la del que va en busca de la propia felicidad, como la del que evita el<br />

espectáculo de la ajena-, verbigracia, Pardo.<br />

Aflojó el paso al llegar a la esquina de la calle, y se puso a reflexionar acerca del<br />

impensado descubrimiento. Raro es que el amigo de una dama, en caso semejante, no<br />

desapruebe la elección. -¡Cómo escogen las mujeres! En dándoles el puntapié el demonio...<br />

Indulgencia, Gabriel; no hay mujeres, hay humanidad, y la humanidad es así... Esta<br />

desazón, además, se parece un poquito a la envidia y al des... No, hijo, eso sí que no:


101<br />

despechado no estás: lo que pasa es que ves claro, mientras tu pobre amiga se ha quedado<br />

ciega... ¡Cómo se transformó su fisonomía al entrar el individuo! La verdad: no la creí<br />

capaz de echarse un amante... y menos ese. O mucho me equivoco o le cayó que hacer a la<br />

infeliz. Ese andaluz es uno de los tipos que mejor patentizan la decadencia de la raza<br />

española. ¡Qué provincias las del Mediodía, señor Dios de los ejércitos! ¡Qué hombre el tal<br />

Pachequito! Perezoso, ignorante, sensual, sin energía ni vigor, juguete de las pasiones,<br />

incapaz de trabajar y de servir a su patria, mujeriego, pendenciero, escéptico a fuerza de<br />

indolencia y egoísmo, inútil para fundar una familia, célula ociosa en el organismo social...<br />

¡Hay tantos así! Y sin embargo, a veces medran, con una apariencia de talento y la viveza<br />

propia del meridional; no tienen fondo, no tienen seriedad, no tienen palabra, no tienen fe,<br />

son malos padres, esposos traidores, ciudadanos zánganos, y los ve usted encumbrarse y<br />

hacer carrera... Así anda ello. Ya las mujeres... qué diablo, estos hombres les caen en<br />

gracia... Eh, dejémonos de clichés... Asís, que es de otra raza muy distinta, necesita<br />

formalidad y constancia; la compadezco... Bueno es que no se casará; no, casarse no lo creo<br />

posible. De esa madera no se hacen maridos. Como aventura tendrá sus encantos... ¡Qué<br />

casualidad! Y dirán que no hay coincidencias... ¡Tarjetero, tarjetero...!<br />

Así meditaba el comandante. ¿Era injusto o sagaz? ¿Obedecía a su costumbre de<br />

analizarlo todo, o a una puntita de berrinche? Se caló los lentes y se retorció la barba. ¿A<br />

dónde iría?<br />

- Al Círculo Militar, ya que me sirvió de pretexto para escurrir el bulto. ¡Poco gusto que<br />

les habrá dado cuando yo tomé la puerta...!<br />

Tras esta ingrata reflexión apretó a andar. La obscuridad de la noche le exaltaba, y ese<br />

grupo que ve con la fantasía todo el que sale huyendo de hacer mala obra a dos<br />

enamorados, se empeñaba en flotar, vaporoso e irónico, ante don Gabriel. Fortuna que este<br />

género de visiones no suele resistir a los efectos anodinos de una conferencia sobre<br />

«Ventajas e inconvenientes del escalafón en los cuerpos facultativos».<br />

- XXII -<br />

Epílogo


102<br />

No entremos en el saloncito de Asís mientras dure el tiroteo de explicaciones (¡cosa<br />

más empalagosa!), sino cuando la pareja liba la primera miel de las paces (empalagosísima<br />

también, pero paciencia). Ni Pacheco pregunta ya nada acerca de don Gabriel Pardo y su<br />

amistad, ni Asís se acuerda del baile en el merendero. El gaditano habla al oído de la<br />

señora.<br />

-¿Pero tú te creíste que yo no sabía que mañana te vas? A Diego Pacheco no se la ha<br />

pegado ninguna hembra... ¡Niña boba! Esta mañana ya habías dispuesto la marcha, claro<br />

que sí, y si te viniste a almorsá conmigo, fue que te di un poquillo de lástima... Decías tú<br />

allá en tus adentros: sólo faltan horas; vamos a complacer a este, que tiempo habrá de que<br />

estalle la bomba y dejarlo plantao... ¡Y ahora también piensas en cosas así, muy tristes; en<br />

que ya no nos vemos, en que se acaba el cariñito y las fatigas y el verme y el hablarme...!<br />

¡Ay chiquilla! Me quieres tú mucho más de lo que te figuras. No te has tomado el trabajo<br />

de echar la sonda ahí en ese pechito... ¡Tonta! ¡Cómo te acordarás de estos ratos, allá en tu<br />

país, entre aquella gente sosaina! Aquí se queda un hombre que te quería también un<br />

poquitillo... ¡Pobrecita, la nena!<br />

No estaban los amantes abrazados, ni siquiera muy juntos, pues Pacheco ocupaba el<br />

sillón, y el diván Asís. Sólo sus manos, encendidas por la misma fiebre, se buscaban, y<br />

habiéndose encontrado, se entrelazaban y fundían. Callaron entonces y fue el instante más<br />

hermoso. Por el mudo diálogo de los ojos y por el contacto eléctrico de las palmas, se<br />

enviaban el espíritu en arrobo inefable. Con la nueva y victoriosa dulzura de semejante<br />

comunicación, Asís sentía que se mezclaba un asombro muy grande. Miraba a Pacheco y<br />

creía no haberle visto nunca: descubría en su apostura, en su cara, en sus ojos, algo sublime,<br />

que realmente no existía, pero que la señora debía encontrar en aquel instante, pues así<br />

sucede en toda revelación para que resplandezca su origen superior a la materia inerte y al<br />

ciego acaso, y a Asís se le revelaba entonces el amor. Poco a poco, sin conciencia de sus<br />

actos, acercaba la mano de Diego a su pecho, ansiosa de apretarla contra el corazón y de<br />

calmar así el ahogo suave que le oprimía... Sus pupilas se humedecieron, su respiración se<br />

apresuró, y corrió por sus vértebras misterioso escalofrío, corriente de aire agitado por las<br />

alas del Ideal.<br />

- No estés tan tristón - tartamudeó con blandura mimosa.


103<br />

- Sí que estoy triste, prenda. Y es por ti. Estoy de remate. Estoy hasta enfermo. No sé<br />

por dónde ando. Parece que me han dao cañaso. Es un mal que se me entra por el alma<br />

arriba. Si sigo así, guardaré cama. Después que te vayas la guardaré... Es cosa rara,<br />

chiquilla. ¡Válgame Dios, a lo que llega un hombre!<br />

- Te pones tan lejos... Aquí, cerquita -murmuró la señora con el tono con que se habla a<br />

los niños.<br />

- No..., déjame aquí... Estoy bien. Mira tú qué cosas más raras hace la guilladura cuando<br />

entra de verdad. Ni ganas tengo de acercarme; la manita me basta...<br />

-¿No te gusto?<br />

- No como me gustarían otras. ¡Ah! Ya sabes si tengo ilusión por ti... Y así y todo...,<br />

ahora prefiero callar y no acercarme, gloria... ¡Ay!... ¿Pero qué es eso? ¿Llora mi niña?<br />

Puede que llorase, en efecto. No debía de ser el reflejo de la lámpara lo que tanto<br />

relucía en su mejilla izquierda... Pacheco exhaló un suspiro y se puso en pie,<br />

desenclavijando su mano de la de Asís.<br />

- Me voy - pronunció con voz alteradísima, ronca, resuelta.<br />

De un brinco se levantó Asís, echándole los brazos al cuello y sujetándole.<br />

- No, Diego, que no... ¡Vaya una ocurrencia! ¡Irte ya! ¡Pues si apenas llegaste! ¿Cómo<br />

irte? ¿Tienes que hacer? No, irte no quiero.<br />

- Niña... El mal camino andarlo pronto. No tengo ánimos para más. Estoy que con una<br />

seda me ahogan. ¿A qué aprovechar unos minutos? Es la despedida. Yéndome ahora me<br />

ahorro alguna pena. Adiós, querida... Cree que más vale así.<br />

- No, no, no te vas... Por lo mismo que ya es la última noche... Diego, por Dios, mi<br />

vida... Tú quieres sacarme de quicio. No puede ser.<br />

Pacheco sujetó los brazos de la señora, y mirándola de hito en hito, exclamó con<br />

firmeza:<br />

- Piénsalo bien. Si me quedo ahora, no me voy en toda la noche. Reflexiona. No digas<br />

después que te pongo en berlina. Te conviene soltarme. Tú decidirás.<br />

Asís dudó un minuto. Allá dentro percibía, a manera de inundación que todo lo arrolla,<br />

un torrente de pasión desatado. Principios salvadores, eternos, mal llamados por el<br />

comandante clichés, que regís las horas normales, ¿por qué no resistís mejor el embate de


104<br />

este formidable torrente? Asís articuló, oyendo su propia voz resonar como la de una<br />

persona extraña:<br />

- Quédate.<br />

El plan era absurdo, y sin embargo, los medios de realizarlo se presentaban entonces<br />

asequibles, rodados. La Diabla, fuera de casa, por casualidad feliz; la cocinera lo mismo;<br />

cuestión de engañar a Imperfecto, que era la quinta esencia de la bobería, y a la portera, que<br />

siempre estaba dormitando a tales horas. Para conseguir el apetecido resultado, combinose<br />

un atrevido plan de entradas y salidas, de pases y repases, que hizo reír a los dos<br />

delincuentes... Y a las doce de la noche, las puertas de la casa se hallaban cerradas, y dentro<br />

de ella el contraventor de las pragmáticas sociales y de las leyes divinas.<br />

Si la cosa no hubiese pasado de aquí, creo sinceramente, lector amigo, que no merecía<br />

la pena, no ya de narrarla, sino hasta de mencionarla en estos libros de memorias y<br />

exámenes de conciencia de la humanidad, que se llaman novelas. Porque aun siendo el caso<br />

tan desatinado y enorme; aun constituyendo una atrevida infracción de todo lo que no debe,<br />

ni puede infringirse, bien cabe suponer que en las fiebres pasionales tiene algo de necesario<br />

y fatídico, cual en las otras fiebres, la calentura. Pero lo que me parece verdaderamente<br />

digno de tomarse en cuenta, como dato singular y curioso; lo que quizás convendría<br />

analizar sutilmente -si no es preferible dejarlo sugerido a la imaginación del lector para que<br />

lo deduzca y reconstruya a su modo- es la causa, la génesis y el rápido desarrollo de aquella<br />

idea inesperadísima, que desenlazó precipitada y honrosamente la historia empezada por<br />

tan liviano y censurable modo en la romería del Santo...<br />

¿A cuál de los dos amantes, o mejor dicho, aunque la distinción parezca especiosa, de<br />

los dos enamorados, se le ocurrió primero la idea? ¿Fue a él, como único paliativo, heroico<br />

pero infalible, de su extraña guilladura? ¿Fue a ella, como medio de conciliar el honor con<br />

la pasión, el instinto de rectitud y el respeto al deber que siempre guardara, con la flaqueza<br />

de su voluntad ya rendida? ¿Fue que esa idea, profundamente lógica (y en el caso presente<br />

tal vez expiatoria), se presenta a la vuelta del amor, tan fatalmente como sigue a la aurora el<br />

mediodía, al crepúsculo la noche y a la vida la muerte?<br />

Que cada cual lo arregle a su gusto y rastree y discurra qué caminos siguieron aquellos<br />

espíritus para no reparar en inconvenientes, no recelar de lo futuro, cerrar los ojos a<br />

problemas del porvenir y mandar a paseo las sabias advertencias de la razón, que tiembla de


105<br />

espanto ante lo irreparable, lo indisoluble, lo que lleva escrito el letrero medroso: «Para<br />

siempre», y avisa que de malos principios rara vez se sacan buenos fines. Y reconstruya<br />

también a su modo los diálogos en que la idea se abrió paso, tímida primero, luego clara,<br />

imperiosa y terminante, después triunfadora, agasajada por el amor que, coronado de rosas,<br />

empuñando a guisa de cetro la más aguda y emponzoñada de sus flechas, velaba a la puerta<br />

el aposento, cerrando el paso a profanos disectores.<br />

Por eso, y porque no gusto de hacer mala obra, líbreme Dios de entrar hasta que el sol<br />

alumbra con dorada claridad el saloncito, colándose por la ventana que Asís, despeinada,<br />

alegre, más fresca que el amanecer, abre de par en par, sin recelo o más bien con orgullo.<br />

¡Ah!, ahora ya se puede subir. Pacheco está allí también, y los dos se asoman, juntos, casi<br />

enlazados, como si quisiesen quitar todo sabor clandestino a la entrevista, dar a su amor un<br />

baño de claridad solar, y a la vecindad entera parte de boda... Diríase que los futuros<br />

esposos deseaban cantar un himno a su numen tutelar, el sol, y ofrecerle la primer plegaria<br />

matutina.<br />

- Está el gran día, chichi... - exclamaba Pacheco -. Vas a tener un viaje...<br />

-¿Y para el tuyo? ¿Hará buen tiempo?<br />

- Lo mismo que ahora. Verás.<br />

-¿Despacharás en ocho o diez días la ida a Cádiz?<br />

- No que no. Y la aprobación del papá y too. Muerto está él porque me case y siente la<br />

cabeza. Le diré que después de la boda me presento diputao por Vigo con la ayuda del papá<br />

suegro. Verás tú. Para despabilar un asunto me pinto solo... cuando el asunto me importa,<br />

¿sabes?<br />

-¿Escribirás todo lo que prometiste?<br />

- Boba.<br />

- Simplón, monigote, feo.<br />

- Reina de España.<br />

- En Vigo..., ya sabes... formalidad.<br />

- Hasta que el cura... -(Pacheco hizo con la mano derecha un ademán litúrgico muy<br />

significativo)-. Entretanto... me dedicaré a tu chiquilla. ¿Eh? A los dos días... te la he<br />

conquistao. Puede que te deje plantaíta a ti pa casarme con ella.


106<br />

Siguieron algunas bromas y ternezas más, que ni hacen al caso, ni deben figurar aquí en<br />

modo alguno. De repente, Diego tomó la mano derecha de la señora, preguntando:<br />

-¿Te acuerdas tú de una buenaventura que te echaron en la feria?<br />

E imitando el acento y modales de la gitana, añadió:<br />

- Una cosa diquelo yo en esta manica, que hae suseder mu pronto y nadie saspera que<br />

susea... Un viaje me vasté a jaser, y no ae ser para má, que ae ser pa satisfasión e toos...<br />

Una presoniya está chalaíta por usté...<br />

El gaditano, siempre presumido, agregó:<br />

- Y usté por ella.

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