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<strong>Emilia</strong> Pardo Bazán<br />
Insolación<br />
(Historia amorosa)<br />
A José Lázaro Galdiano en prenda de amistad<br />
La Autora<br />
- I -<br />
La primer señal por donde Asís Taboada se hizo cargo de que había salido de los limbos<br />
del sueño, fue un dolor como si le barrenasen las sienes de parte a parte con un barreno<br />
finísimo; luego le pareció que las raíces del pelo se le convertían en millares de puntas de<br />
aguja y se le clavaban en el cráneo. También notó que la boca estaba pegajosita, amarga y<br />
seca; la lengua, hecha un pedazo de esparto; las mejillas ardían; latían desaforadamente las<br />
arterias; y el cuerpo declaraba a gritos que, si era ya hora muy razonable de saltar de cama,<br />
no estaba él para valentías tales.<br />
Suspiró la señora; dio una vuelta, convenciéndose de que tenía molidísimos los huesos;<br />
alcanzó el cordón de la campanilla, y tiró con garbo. Entró la doncella, pisando quedo, y<br />
entreabrió las maderas del cuarto-tocador. Una flecha de luz se coló en la alcoba, y Asís<br />
exclamó con voz ronca y debilitada:<br />
- Menos abierto... Muy poco... Así.<br />
-¿Cómo le va, señorita? - preguntó muy solícita la Ángela (por mal nombre Diabla)-.<br />
¿Se encuentra algo más aliviada ahora?<br />
- Sí, hija..., pero se me abre la cabeza en dos.<br />
-¡Ay! ¿Tenemos la maldita de la jaquecona?
2<br />
- Clavada... A ver si me traes una taza de tila...<br />
-¿Muy cargada, señorita?<br />
- Regular...<br />
- Voy volando.<br />
Un cuarto de hora duró el vuelo de la Diabla. Su ama, vuelta de cara a la pared, subía<br />
las sábanas hasta cubrirse la cara con ellas, sin más objeto que sentir el fresco de la batista<br />
en aquellas mejillas y frente que estaban echando lumbre.<br />
De tiempo en tiempo, se percibía un gemido sordo.<br />
En la mollera suya funcionaba, de seguro, toda la maquinaria de la Casa de la Moneda,<br />
pues no recordaba aturdimiento como el presente, sino el que había experimentado al visitar<br />
la fábrica de dinero y salir medio loca de las salas de acuñación.<br />
Entonces, lo mismo que ahora, se le figuraba que una legión de enemigos se divertía en<br />
pegarle tenazazos en los sesos y devanarle con argadillos candentes la masa encefálica.<br />
Además, notaba cierta trepidación allá dentro, igual que si la cama fuese una hamaca, y<br />
a cada balance se le amontonase el estómago y le metiesen en prensa el corazón.<br />
La tila. Calentita, muy bien hecha. Asís se incorporó, sujetando la cabeza y apretándose<br />
las sienes con los dedos. Al acercar la cucharilla a los labios, náuseas reales y efectivas.<br />
- Hija... está hirviendo... Abrasa. ¡Ay! Sostenme un poco, por los hombros. ¡Así!<br />
Era la Diabla una chica despabilada, lista como una pimienta: una luguesa que no le<br />
cedía el paso a la andaluza más ladina. Miró a su ama guiñando un poco los ojos, y dijo<br />
compungidísima al parecer:<br />
- Señorita... Vaya por Dios. ¿Se encuentra peor? Lo que tiene no es sino eso que le<br />
dicen allá en nuestra tierra un soleado... Ayer se caían los pájaros de calor, y usted fuera<br />
todo el santo día...<br />
- Eso será... - afirmó la dama.<br />
-¿Quiere que vaya enseguidita a avisar al señor de Sánchez del Abrojo?<br />
- No seas tonta... No es cosa para andar fastidiando al médico. Un meneo a la taza.<br />
Múdala a ese vaso...<br />
Con un par de trasegaduras de vaso a taza y viceversa, quedó potable la tila. Asís se la<br />
embocó, y al punto se volvió hacia la pared.
3<br />
- Quiero dormir... No almuerzo... Almorzad vosotros... Si vienen visitas, que he salido...<br />
Atenderás por si llamo.<br />
Hablaba la dama sorda y opacamente, de mal talante, como aquel que no está para<br />
bromas y tiene igualmente desazonados el cuerpo y el espíritu.<br />
Se retiró por fin la doncella, y al verse sola, Asís suspiró más profundo y alzó otra vez<br />
las sábanas, quedándose acurrucada en una concha de tela. Se arregló los pliegues del<br />
camisón, procurando que la cubriese hasta los pies; echó atrás la madeja de pelo revuelto,<br />
empapado en sudor y áspero de polvo, y luego permaneció quietecita, con síntomas de<br />
alivio y aun de bienestar físico producido por la infusión calmante.<br />
La jaqueca, que ya se sabe cómo es de caprichosa y maniática, se había marchado por la<br />
posta desde que llegara al estómago la taza de tila; la calentura cedía, y las bascas iban<br />
aplacándose... Sí, lo que es el cuerpo se encontraba mejor, infinitamente mejor; pero, ¿y el<br />
alma? ¿Qué procesión le andaba por dentro a la señora?<br />
No cabe duda: si hay una hora del día en que la conciencia goza todos sus fueros, es la<br />
del despertar. Se distingue muy bien de colores después del descanso nocturno y el<br />
paréntesis del sueño. Ambiciones y deseos, afectos y rencores se han desvanecido entre una<br />
especie de niebla; faltan las excitaciones de la vida exterior; y así como después de un largo<br />
viaje parece que la ciudad de donde salimos hace tiempo no existe realmente, al despertar<br />
suele figurársenos que las fiebres y cuidados de la víspera se han ido en humo y ya no<br />
volverán a acosarnos nunca. Es la cama una especie de celda donde se medita y hace<br />
examen de conciencia, tanto mejor cuanto que se está muy a gusto, y ni la luz ni el ruido<br />
distraen. Grandes dolores de corazón y propósitos de la enmienda suelen quedarse entre las<br />
mantas.<br />
Unas miajas de todo esto sentía la señora; sólo que a sus demás impresiones<br />
sobrepujaba la del asombro. «¿Pero es de veras? ¿Pero me ha pasado eso? Señor Dios de<br />
los ejércitos, ¿lo he soñado o no? Sácame de esta duda». Y aunque Dios no se tomaba el<br />
trabajo de responder negando o afirmando, aquello que reside en algún rincón de nuestro<br />
ser moral y nos habla tan categóricamente como pudiera hacerlo una voz divina,<br />
contestaba: «Grandísima hipócrita, bien sabes tú cómo fue: no me preguntes, que te diré<br />
algo que te escueza».
4<br />
- Tiene razón la Diabla: ayer atrapé un soleado, y para mí, el sol... matarme. ¡Este<br />
chicharrero de Madrid! ¡El veranito y su alma! Bien empleado, por meterme en avisperos.<br />
A estas horas debía yo andar por mi tierra...<br />
Doña Francisca Taboada se quedó un poquitín más tranquila desde que pudo echarle la<br />
culpa al sol. A buen seguro que el astro-rey dijese esta boca es mía protestando, pues<br />
aunque está menos acostumbrado a las acusaciones de galeotismo que la luna, es de<br />
presumir que las acoja con igual impasibilidad e indiferencia.<br />
- De todos modos - arguyó la voz inflexible -, confiesa, Asís, que si no hubieses tomado<br />
más que sol... Vamos, a mí no me vengas tú con historias, que ya sabes que nos<br />
conocemos... ¡como que andamos juntos hace la friolera de treinta y dos abriles! Nada, aquí<br />
no valen subterfugios... Y tampoco sirve alegar que si fue inesperado, que si parece<br />
mentira, que si patatín, que si patatán... Hija de mi corazón, lo que no sucede en un año<br />
sucede en un día. No hay que darle vueltas. Tú has sido hasta la presente una señora<br />
intachable; bien: una perfecta viuda; conformes: te has llevado en peso tus dos añitos de<br />
luto (cosa tanto más meritoria cuanto que, seamos francos, últimamente ya necesitabas<br />
alguna virtud para querer a tu tío, esposo y señor natural, el insigne marqués de Andrade,<br />
con sus bigotes pintados y sus alifafes, fístulas o lo que fuesen); a pesar de tu genio<br />
animado y tu afición a las diversiones, en veinticuatro meses no se te ha visto el pelo sino<br />
en la iglesia o en casa de tus amigas íntimas;<br />
convenido: has consagrado largas horas al cuidado de tu niña y eres madre cariñosa; nadie<br />
lo niega: te has propuesto siempre portarte como una señora, disfrutar de tu posición y tu<br />
independencia, no meterte en líos ni hacer contrabando; lo reconozco: pero... ¿qué quieres,<br />
mujer?, te descuidaste un minuto, incurriste en una chiquillada (porque fue una chiquillada,<br />
pero chiquillada del género atroz, convéncete de ello), y por cuanto viene el demonio y la<br />
enreda y te encuentras de patitas en la gran trapisonda... No andemos con sol por aquí y<br />
calor por allá. Disculpas de mal pagador. Te falta hasta la excusa vulgar, la del cariñito y la<br />
pasioncilla... Nada, chica, nada. Un pecado gordo en frío, sin circunstancias atenuantes y<br />
con ribetes de desliz chabacano. ¡Te luciste!<br />
Ante estos argumentos irrefutables menguaba la acción bienhechora de la tila y Asís iba<br />
experimentando otra vez terrible desasosiego y sofoco. El barreno que antes le taladraba la<br />
sien, se había vuelto sacacorchos, y haciendo hincapié en el occipucio, parecía que
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enganchaba los sesos a fin de arrancarlos igual que el tapón de una botella. Ardía la cama y<br />
también el cuerpo de la culpable, que, como un San Lorenzo en sus parrillas, daba vueltas y<br />
más vueltas en busca de rincones frescos, al borde del colchón. Convencida de que todo<br />
abrasaba igualmente, Asís brincó de la cama abajo, y blanca y silenciosa como un fantasma<br />
entre la penumbra de la alcoba, se dirigió al lavabo, torció el grifo del depósito, y con las<br />
yemas de los dedos empapadas en agua, se humedeció frente, mejillas y nariz; luego se<br />
refrescó la boca, y por último se bañó los párpados largamente, con fruición; hecho lo cual,<br />
creyó sentir que se le despejaban las ideas y que la punta del barreno se retiraba poquito a<br />
poco de los sesos. ¡Ay, qué alivio tan rico! A la cama, a la cama otra vez, a cerrar los ojos,<br />
a estarse quietecita y callada y sin pensar en cosa ninguna...<br />
Sí, a buena parte. ¿No pensar dijiste? Cuanto más se aquietaban los zumbidos y los<br />
latidos y la jaqueca y la calentura, más nítidos y agudos eran los recuerdos, más activas y<br />
endiabladas las cavilaciones.<br />
- Si yo pudiese rezar - discurrió Asís -. No hay para esto de conciliar el sueño como<br />
repetir una misma oración de carretilla.<br />
Intentolo en efecto; mas si por un lado era soporífera la operación, por otro agravaba las<br />
inquietudes y resquemazones morales de la señora. Bonito se pondría el padre Urdax<br />
cuando tocasen a confesarse de aquella cosa inaudita y estupenda. ¡Él, que tanto se atufaba<br />
por menudencias de escotes, infracciones de ayuno, asistencia a saraos en cuaresma,<br />
mermas de misa y otros pecadillos que trae consigo la vida mundana en la corte! ¿Qué<br />
circunloquios serían más adecuados para atenuar la primer impresión de espanto y la primer<br />
filípica? Sí, sí ¡circunloquios al padre Urdax! ¡Él, que lo preguntaba todo derecho y claro,<br />
sin pararse en vergüenzas ni en reticencias! ¡Con aquel geniazo de pólvora y aquella manga<br />
estrechita que gastaba! Si al menos permitiese explicar la cosa desde un principio, bien<br />
explicada, con todas las aclaraciones y notas precisas para que se viese la fatalidad, la serie<br />
de circunstancias que... Pero, ¿quién se atreve a hacer mérito de ciertas disculpas ante un<br />
jesuita tan duro de pelar y tan largo de entendederas? Esos señores quieren que todo sea<br />
virtud a raja tabla y no entienden de componendas, ni de excusas. Antes parece que se les<br />
tachaba de tolerantísimos: no, pues lo que es ahora...<br />
No obstante el triste convencimiento de que con el padre Urdax sería perder tiempo y<br />
derrochar saliva todo lo que no fuese decir acúsome, acúsome, Asís, en la penumbra del
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dormitorio, entre el silencio, componía mentalmente el relato que sigue, donde claro está<br />
que no había de colocarse en el peor lugar, sino paliar el caso: aunque, señores, ello admitía<br />
bien pocos paliativos.<br />
- II -<br />
Hay que tomarlo desde algo atrás y contar lo que pasó, o por mejor decir, lo que se<br />
charló anteayer en la tertulia semanal de la duquesa de Sahagún, a la cual soy asidua<br />
concurrente. También la frecuenta mi paisano el comandante de artillería don Gabriel Pardo<br />
de la Lage, cumplido caballero, aunque un poquillo inocentón, y sobre todo muy<br />
estrafalario y bastante pernicioso en sus ideas, que a veces sostiene con gran calor y<br />
terquedad, si bien las más noches le da por acoquinarse y callar o jugar al tresillo, sin<br />
importársele de lo que pasa en nuestro corro. No obstante, desde que yo soy obligada todos<br />
los miércoles, notan que don Gabriel se acerca más al círculo de las señoras y gusta de<br />
armar pendencia conmigo y con la dueña de la casa; por lo cual hay quien asegura que no le<br />
parezco saco de paja a mi paisano, aun cuando otros afirman que está enamorado de una<br />
prima o sobrina suya, acerca de quien se refieren no sé qué historias raras. En fin, el caso es<br />
que disputando y peleándonos siempre, no hacemos malas migas el comandante y yo. ¡Qué<br />
malas migas! A cada polémica que armamos, parece aumentar nuestra simpatía, como si<br />
sus mismas genialidades morales (no sé darles otro nombre) me fuesen cayendo en gracia y<br />
pareciéndome indicio de cierta bondad interior... Ello va mal expresado..., pero yo me<br />
entiendo.<br />
Pues anteayer (para venir al asunto), estuvo el comandante desde los primeros<br />
momentos muy decidor y muy alborotado, haciéndonos reír con sus manías. Le sopló la<br />
ventolera de sostener una vulgaridad: que España es un país tan salvaje como el África<br />
Central, que todos tenemos sangre africana, beduina, árabe o qué sé yo, y que todas esas<br />
músicas de ferrocarriles, telégrafos, fábricas, escuelas, ateneos, libertad política y<br />
periódicos, son en nosotros postizas y como pegadas con goma, por lo cual están siempre<br />
despegándose, mientras lo verdaderamente nacional y genuino, la barbarie, subsiste,<br />
prometiendo durar por los siglos de los siglos. Sobre esto se levantó el caramillo que es de<br />
suponer. Lo primero que le repliqué fue compararlo a los franceses, que creen que sólo
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servimos para bailar el bolero y repicar las castañuelas; y añadí que la gente bien educada<br />
era igual, idéntica, en todos los países del mundo.<br />
- Pues mire usted, eso empiezo por negarlo - saltó Pardo con grandísima fogosidad -.<br />
De los Pirineos acá, todos, sin excepción, somos salvajes, lo mismo las personas finas que<br />
los tíos; lo que pasa es que nosotros lo disimulamos un poquillo más, por vergüenza, por<br />
convención social, por conveniencia propia; pero que nos pongan el plano inclinado, y ya<br />
resbalaremos. El primer rayito de sol de España (este sol con que tanto nos muelen los<br />
extranjeros y que casi nunca está en casa, porque aquí llueve lo propio que en París, que ese<br />
es el chiste...).<br />
Le interrumpí:<br />
- Hombre, sólo falta que también niegue usted el sol.<br />
- No lo niego, ¡qué he de negarlo! Por lo mismo que suele embozarse bien en invierno,<br />
de miedo a las pulmonías, en verano lo tienen ustedes convirtiendo a Madrid en sartén o<br />
caldera infernal, donde nos achicharramos todos... Y claro, no bien asoma, produce una<br />
fiebre y una excitación endiabladas... Se nos sube a la cabeza, y entonces es cuando se<br />
nivelan las clases ante la ordinariez y la ferocidad general...<br />
- Vamos, ya pareció aquello. Usted lo dice por las corridas de toros.<br />
En efecto, a Pardo le da muy fuerte eso de las corridas. Es uno de sus principales y<br />
frecuentes asuntos de sermón. En tomando la ampolleta sobre los toros, hay que oírle poner<br />
como digan dueñas a los partidarios de tal espectáculo, que él considera tan pecaminoso<br />
como el padre Urdax los bailes de Piñata y las representaciones del Demimonde y<br />
Divorciémonos. Sale a relucir aquello de las tres fieras, toro, torero y público; la primera,<br />
que se deja matar porque no tiene más remedio; la segunda, que cobra por matar; la tercera,<br />
que paga para que maten, de modo que viene a resultar la más feroz de las tres; y también<br />
aquello de la suerte de pica, y de las tripas colgando, y de las excomuniones del Papa contra<br />
los católicos que asisten a corridas, y de los perjuicios a la agricultura... Lo que es la cuenta<br />
de perjuicios la saca de un modo imponente. Hasta viene a resultar que por culpa de los<br />
toros hay déficit en la Hacienda y hemos tenido las dos guerras civiles... (Verdad que esto<br />
lo soltó en un instante de acaloramiento, y como vio la greguería y la chacota que armamos,<br />
medio se desdijo.) Por todo lo cual, yo pensé que al nombrar ferocidad y barbarie, vendrían<br />
los toros detrás. No era eso. Pardo contestó:
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- Dejemos a un lado los toros, aunque bien revelan el influjo barbarizante o<br />
barbarizador (como ustedes gusten) del sol, ya que es axiomático que sin sol no hay corrida<br />
buena. Pero prescindamos de ellos; no quiero que digan ustedes que ya es manía en mí la de<br />
sacar a relucir la gente cornúpeta. Tomemos cualquiera otra manifestación bien genuina de<br />
la vida nacional..., algo muy español y muy característico... ¿No estamos en tiempo de<br />
ferias? ¿No es mañana San Isidro Labrador? ¿No va la gente estos días a solazarse por la<br />
pradera y el cerro?<br />
- Bueno: ¿y qué? ¿También criticará usted las ferias y el Santo? Este señor no perdona<br />
ni a la corte celestial.<br />
- Bueno está el Santo, y valiente saturnal asquerosa la que sus devotos le ofrecen. Si<br />
San Isidro la ve, él que era un honrado y pacífico agricultor, convierte en piedras los<br />
garbanzos tostados, y desde el cielo descalabra a sus admiradores. Aquello es un aquelarre,<br />
una zahúrda de Plutón. Los instintos españoles más típicos corren allí desbocados, luciendo<br />
su belleza. Borracheras, pendencias, navajazos, gula, libertinaje grosero, blasfemias, robos,<br />
desacatos y bestialidades de toda calaña... Bonito tableau, señoras mías... Eso es el pueblo<br />
español cuando le dan suelta. Lo mismito que los potros al salir a la dehesa, que su<br />
felicidad consiste en hartarse de relinchos y coces.<br />
- Si me habla usted de la gente ordinaria...<br />
- No, es que insisto: todos iguales en siendo españoles; el instinto vive allá en el fondo<br />
del alma; el problema es de ocasión y lugar, de poder o no sacudir ciertos miramientos que<br />
la educación impone: cosa externa, cáscara y nada más.<br />
-¡Qué teorías, Dios misericordioso! ¿Ni siquiera admite usted excepciones a favor de<br />
las señoras? ¿Somos salvajes también?<br />
- También, y acaso más que los hombres, que al fin ustedes se educan menos y peor...<br />
No se dé usted por resentida, amiga Asís. Concederé que usted sea la menor cantidad de<br />
salvaje posible, porque al fin nuestra tierra es la porción más apacible y sensata de España.<br />
Aquí la duquesa volvió la cabeza con sobresalto. Desde el principio de la disputa estaba<br />
entretenida dando conversación a un tertuliano nuevo, muchacho andaluz, de buena<br />
presencia, hijo de un antiguo amigo del duque, el cual, según me dijeron, era un rico<br />
hacendado residente en Cádiz. La duquesa no admite presentados, y sólo por circunstancias<br />
así pueden encontrarse caras desconocidas en su tertulia. En cambio, a las relaciones ya
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antiguas las agasaja muchísimo, y es tan consecuente y cariñosa en el trato, que todos se<br />
hacen lenguas alabando su perseverancia, virtud que, según he notado, abunda en la corte<br />
más de lo que se cree. Advertía yo que, sin dejar de atender al forastero, la duquesa<br />
aplicaba el oído a nuestra disputa y rabiaba por mezclarse en ella: la proporción le vino<br />
rodada para hacerlo, metiendo en danza al gaditano.<br />
- Muchas gracias, señor de Pardo, por la parte que nos toca a los andaluces. Estos<br />
galleguitos siempre arriman el ascua a su sardina. ¡Más aprovechados son! De salvajes nos<br />
ha puesto, así como quien no quiere la cosa.<br />
-¡Oh duquesa, duquesa, duquesa! -respondió Pardo con mucha guasa-. ¡Darse por<br />
aludida usted, usted que es una señora tan inteligente, protectora de las bellas artes! ¡Usted<br />
que entiende de pucheros mudéjares y barreñones asirios! ¡Usted que posee colecciones<br />
mineralógicas que dejan con la boca abierta al embajador de Alemania! ¡Usted, señora, que<br />
sabe lo que significa fósil! ¡Pues si hasta miedo le han cobrado a usted ciertos pedantes que<br />
yo conozco!<br />
- Haga usted el favor de no quedarse conmigo suavemente. No parece sino que soy<br />
alguna literata o alguna marisabidilla... Porque le guste a uno un cuadro o una porcelana...<br />
Si cree usted que así vamos a correr un velo sobre aquello del salvajismo... ¿Qué opina<br />
usted de eso, Pacheco? Según este caballero, que ha nacido en Galicia, es salvaje toda<br />
España y más los andaluces. Asís, el señor don Diego Pacheco... Pacheco, la señora<br />
marquesa viuda de Andrade... el señor don Gabriel Pardo...<br />
El gaditano, sin pronunciar palabra, se levantó y vino a apretarme la mano haciendo una<br />
cortesía; yo murmuré entre dientes eso que se murmura en casos análogos. Llena la<br />
fórmula, nos miramos con la curiosidad fría del primer momento, sin fijarnos en detalles.<br />
Pacheco, que llevaba con soltura el frac, me pareció distinguido, y aunque andaluz, le<br />
encontré más bien trazas inglesas: se me figuró serio y no muy locuaz ni disputador.<br />
Haciéndose cargo de la indicación de la duquesa, dijo con acento cerrado y frase perezosa:<br />
- A cada país le cae bien lo suyo... Nuestra tierra no ha dado pruebas de ser nada ruda:<br />
tenemos allá de too: poetas, pintores, escritores... Cabalmente en Andalucía la gente pobre<br />
es mu fina y mu despabilaa. Protesto contra lo que se refiere a las señoras. Este cabayero<br />
convendrá en que toítas son unos ángeles del cielo.
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- Si me llama usted al terreno de la galantería - respondió Pardo -, convendré en lo que<br />
usted guste... Sólo que esas generalidades no prueban nada. En las unidades nacionales no<br />
veo hombres ni mujeres: veo una raza, que se determina históricamente en esta o en aquella<br />
dirección...<br />
-¡Ay, Pardo! - suplicó la duquesa con mucha gracia -. Nada de palabras retorcidas, ni de<br />
filosofías intrincadas. Hable usted clarito y en cristiano. Mire usted que no hemos llegado a<br />
sabios, y que nos vamos a quedar en ayunas.<br />
- Bueno: pues hablando en cristiano, digo que ellos y ellas son de la misma pasta,<br />
porque no hay más remedio, y que en España (allá va, ustedes se empeñan en que ponga los<br />
puntos sobre las íes) también las señoras pagan tributo a la barbarie -lo cual puede no<br />
advertirse a primera vista porque su sexo las obliga a adoptar formas menos toscas, y las<br />
condena al papel de ángeles, como les ha llamado este caballero-. Aquí está nuestra amiga<br />
Asís, que a pesar de haber nacido en el Noroeste, donde las mujeres son reposadas, dulces y<br />
cariñosas, sería capaz, al darle un rayo de sol en la mollera, de las mismas atrocidades que<br />
cualquier hija del barrio de Triana o del Avapiés...<br />
-¡Ay, paisano!, ya digo que está usted tocado, incurable. Con el sol tiene la tema. ¿Qué<br />
le hizo a usted el sol, para que así lo traiga al retortero?<br />
- Serán aprensiones, pero yo creo que lo llevamos disuelto en la sangre y que a lo mejor<br />
nos trastorna.<br />
año.<br />
- No lo dirá usted por nuestra tierra. Allá no le vemos la cara sino unos cuantos días del<br />
- Pues no lo achaquemos al sol; será el aire ibérico; el caso es que los gallegos, en ese<br />
punto, sólo aparentemente nos distinguimos del resto de la Península. ¿Ha visto usted qué<br />
bien nos acostumbramos a las corridas de toros? En Marineda ya se llena la plaza y se<br />
calientan los cascos igual que en Sevilla o Córdoba. Los cafés flamencos hacen furor; las<br />
cantaoras traen revuelto al sexo masculino; se han comprado cientos de navajas, y lo peor<br />
es que se hace uso de ellas; hasta los chicos de la calle se han aprendido de memoria el<br />
tecnicismo taurómaco; la manzanilla corre a mares en los tabernáculos marinedinos; hay<br />
sus cañitas y todo; una parodia ridícula; corriente; pero parodia que sería imposible donde<br />
no hubiese materia dispuesta para semejantes aficiones. Convénzanse ustedes: aquí en<br />
España, desde la Restauración, maldito si hacemos otra cosa más que jalearnos a nosotros
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mismos. Empezó la broma por todas aquellas demostraciones contra don Amadeo: lo de las<br />
peinetas y mantillas, los trajecitos a medio paso y los caireles; siguió con las barbianerías<br />
del difunto rey, que le había dado por lo chulo, y claro, la gente elegante le imitó; y ahora<br />
es ya una epidemia, y entre patriotismo y flamenquería, guitarreo y cante jondo, panderetas<br />
con madroños colorados y amarillos, y abanicos con las hazañas y los retratos de Frascuelo<br />
y Mazzantini, hemos hecho una Españita bufa, de tapiz de Goya o sainete de don Ramón de<br />
la Cruz. Nada, es moda y a seguirla. Aquí tiene usted a nuestra amiga la duquesa, con su<br />
cultura, y su finura, y sus mil dotes de dama: ¿pues no se pone tan contenta cuando le dicen<br />
que es la chula más salada de Madrid?<br />
- Hombre, si fuese verdad, ¡ya se ve que me pondría! - exclamó la duquesa con la<br />
viveza donosa que la distingue -. ¡A mucha honra!, más vale una chula que treinta gringas.<br />
Lo gringo me apesta. Soy yo muy españolaza: ¿se entera usted? Se me figura que más vale<br />
ser como Dios nos hizo, que no que andemos imitando todo lo de extranjis... Estas manías<br />
de vivir a la inglesa, a la francesa... ¿Habrá ridiculez mayor? De Francia los perifollos;<br />
bueno; no ha de salir uno por ahí espantando a la gente, vestido como en el año de la<br />
nanita... De Inglaterra los asados... y se acabó. Y diga usted, muy señor mío de mi mayor<br />
aprecio: ¿cómo es eso de que somos salvajes los españoles y no lo es el resto del género<br />
humano? En primer lugar: ¿se puede saber a qué llama usted salvajadas? En segundo: ¿qué<br />
hace nuestro pueblo, pobre infeliz, que no hagan también los demás de Europa? Conteste.<br />
-¡Ay!..., ¡si me aplasta usted!..., ¡si ya no sé por donde ando! Pietá, Signor. Vamos,<br />
duquesa, insisto en el ejemplo de antes: ¿ha visto usted la romería de San Isidro?<br />
- Vaya si la he visto. Por cierto que es de lo más entretenido y pintoresco. Tipos se<br />
encuentran allí, que... Tipos de oro. ¿Y los columpios? ¿Y los tiovivos? ¿Y aquella<br />
animación, aquel hormigueo de la gente? Le digo a usted que, para mí, hay poco tan salado<br />
como esas fiestas populares. ¿Que abundan borracheras y broncas? Pues eso pasa aquí y en<br />
Flandes: ¿o se ha creído usted que allá, por la Inglaterra, la gente no se pone nunca a<br />
medios pelos, ni se arma quimera, ni hace barbaridad ninguna?<br />
- Señora... - exclamó Pardo desalentado -, usted es para mí un enigma. Gustos tan<br />
refinados en ciertas cosas, y tal indulgencia para lo brutal y lo feroz en otras, no me lo<br />
explico sino considerando que con un corazón y un ingenio de primera, pertenece usted a
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una generación bizantina y decadente, que ha perdido los ideales... Y no digo más, porque<br />
se reirá usted de mí.<br />
- Es muy saludable ese temor; así no me hablará usted de cosazas filosóficas que yo no<br />
entiendo - respondió la duquesa soltando una de sus carcajadas argentinas, aunque<br />
reprimidas siempre -. No haga usted caso de este hombre, marquesa -murmuró volviéndose<br />
a mí-. Si se guía usted por él la convertirá en una cuákera. Vaya usted al Santo, y verá cómo<br />
tengo razón y aquello es muy original y muy famoso. Este señor ha descubierto que sólo se<br />
achispan los españoles: lo que es los ingleses, ¡angelitos de mi vida!, ¡qué habían de<br />
ajumarse nunca!<br />
- Señora - replicó el comandante riendo, pero sofocado ya-: los ingleses se achispan;<br />
conformes: pero se achispan con sherry, con cerveza o con esos alcoholes endiablados que<br />
ellos usan; no como nosotros, con el aire, el agua, e l ruido, la música y la luz del cielo;<br />
ellos se volverán unos cepos así que trincan, pero nosotros nos volvemos fieras; nos entra<br />
en el cuerpo un espíritu maligno de bravata y fanfarronería, y por gusto nos ponemos a<br />
cometer las mayores ordinarieces, empeñándonos en imitar al populacho. Y esto lo mismo<br />
las damas que los caballeros, si a mano viene, como dicen en mi país. Transijamos con<br />
todo, excepto con la ordinariez, duquesa.<br />
- Hasta la presente - declaró con gentil confusión la dama -, no hemos salido ni la<br />
marquesa de Andrade ni yo a trastear ningún novillo.<br />
- Pues todo se andará, señoras mías, si les dan paño - respondió el comandante.<br />
- A este señor le arañamos nosotras - afirmó la duquesa fingiendo con chiste un enfado<br />
descomunal.<br />
-¿Y el señor Pacheco, que no nos ayuda? - murmuré volviéndome hacia el silencioso<br />
gaditano. Este tenía los ojos fijos en mí, y sin apartarlos, disculpó su neutralidad declarando<br />
que ya nos defendíamos muy bien y maldita la falta que nos hacían auxilios ajenos: al poco<br />
rato miró el reloj, se levantó, despidiose con igual laconismo, y fuese. Su marcha varió por<br />
completo el giro de la conversación. Se habló de él, claro está: la Sahagún refirió que lo<br />
había tenido a su mesa, por ser hijo de persona a quien estimaba mucho, y añadió que ahí<br />
donde lo veíamos, hecho un moro por la indolencia y un inglés por la sosería, no era sino<br />
un calaverón de tomo y lomo, decente y caballero sí, pero aventurero y gracioso como<br />
nadie, muy gastador y muy tronera, de quien su padre no podía hacer bueno, ni traerle al
13<br />
camino de la formalidad y del sentido práctico, pues lo único para que hasta la fecha servía<br />
era para trastornar la cabeza a las mujeres. Y entonces el comandante (he notado que a<br />
todos los hombres les molesta un poquillo que delante de ellos se diga de otros que nos<br />
trastornan la cabeza) murmuró como hablando consigo mismo:<br />
- Buen ejemplar de raza española.<br />
- III -<br />
Bien sabe Dios que cuando al siguiente día, de mañana, salí a oír misa a San Pascual,<br />
por ser la festividad del patrón de Madrid, iba yo con mi eucologio y mi mantillita hecha<br />
una santa, sin pensar en nada inesperado y novelesco, y a quien me profetizase lo que<br />
sucedió después, creo que le llevo a los tribunales por embustero e insolente. Antes de<br />
entrar en la iglesia, como era temprano, me estiré a dar un borde por la calle de Alcalá, y<br />
recuerdo que, pasando frente al Suizo, dos o tres de esos chulos de pantalón estrecho y<br />
chaquetilla corta que se están siempre plantados allí en la acera, me echaron una sarta de<br />
requiebros de lo más desatinado; verbigracia: «Ole, ¡viva la purificación de la canela!<br />
Uyuyuy, ¡vaya unos ojos que se trae usted, hermosa! Soniche, ¡viva hasta el cura que<br />
bautiza a estas hembras con mansanilla e lo fino!». Trabajo me costó contener la risa al<br />
entreoír estos disparates; pero logré mantenerme seria y apreté el paso a fin de perder de<br />
vista a los ociosos.<br />
Cerca de la Cibeles me fijé en la hermosura del día. Nunca he visto aire más ligero, ni<br />
cielo más claro; la flor de las acacias del paseo de Recoletos olía a gloria, y los árboles<br />
parecía que estrenaban vestido nuevo de tafetán verde. Ganas me entraron de correr y<br />
brincar como a los quince, y hasta se me figuraba que en mis tiempos de chiquilla, no había<br />
sentido nunca tal exceso de vitalidad, tales impulsos de hacer extravagancias, de arrancar<br />
ramas de árbol y de chapuzarme en el pilón presidido por aquella buena señora de los<br />
leones... Nada menos que estas tonterías me estaba pidiendo el cuerpo a mí.<br />
Seguí bajando hacia las Pascualas, con la devoción de la misa medio evaporada y<br />
distraído el espíritu. Poco distaba ya de la iglesia, cuando distinguí a un caballero, que<br />
parado al pie de corpulento plátano, arrojaba a los jardines un puro enterito y se dirigía<br />
luego a saludarme. Y oí una voz simpática y ceceosa, que me decía:
14<br />
- A los pies... ¿Adónde bueno tan de mañana y tan sola?<br />
- Calle... Pacheco... ¿Y usted? Usted sí que de fijo no viene a misa.<br />
-¿Y usted qué sabe? ¿Por qué no he de venir a misa yo?<br />
Trocamos estas palabras con las manos cogidas y una familiaridad muy extraña, dado lo<br />
ceremonioso y somero de nuestro conocimiento la víspera. Era sin duda que influía en<br />
ambos la transparencia y alegría de la atmósfera, haciendo comunicativa nuestra<br />
satisfacción y dando carácter expansivo a nuestra voz y actitudes. Ya que estoy dialogando<br />
con mi alma y nada ha de ocultarse, la verdad es que en lo cordial de mi saludo entró por<br />
mucho la favorable impresión que me causaron las prendas personales del andaluz. Señor,<br />
¿por qué no han de tener las mujeres derecho para encontrar guapos a los hombres que lo<br />
sean, y por qué ha de mirarse mal que lo manifiesten (aunque para manifestarlo dijesen<br />
tantas majaderías como los chulos del café Suizo)? Si no lo decimos, lo pensamos, y no hay<br />
nada más peligroso que lo reprimido y oculto, lo que se queda dentro. En suma, Pacheco,<br />
que vestía un elegante terno gris claro, me pareció galán de veras; pero con igual sinceridad<br />
añadiré que esta idea no me preocupó arriba de dos segundos, pues yo no me pago<br />
solamente del exterior. Buena prueba di de ello casándome a los veinte con mi tío, que tenía<br />
lo menos cincuenta, y lo que es de gallardo...<br />
Adelante. El señor de Pacheco, sin reparar que ya tocaban a misa, pegó la hebra, y<br />
seguimos de palique, guareciéndonos a la sombra del plátano, porque el sol nos hacía<br />
guiñar los ojos más de lo justo.<br />
-¡Pero qué madrugadora!<br />
-¿Madrugadora porque oigo misa a las diez?<br />
- Sí señó: todo lo que no sea levantarse para almorsá...<br />
- Pues usted hoy madrugó otro tanto.<br />
- Tuve corasonada. Esta tarde estarán buenos los toros: ¿no va usted?<br />
- No: hoy no irá la Sahagún, y yo generalmente voy con ella.<br />
-¿Y a las carreras de caballos?<br />
- Menos; me cansan mucho: una revista de trapos y moños: una insulsez. Ni entiendo<br />
aquel tejemaneje de apuestas. Lo único divertido es el desfile.<br />
- Y entonces, ¿por qué no va a San Isidro?<br />
-¡A San Isidro! ¿Después de lo que nos predicó ayer mi paisano?
15<br />
- Buen caso hase usted de su paisano.<br />
- Y ¿creerá usted que con tantos años como llevo de vivir en Madrid, ni siquiera he<br />
visto la ermita?<br />
-¿Que no? Pues hay que verla; se distraerá usted muchísimo; ya sabe lo que opina la<br />
duquesa, que esa fiesta merece el viaje. Yo no la conozco tampoco; verdá que soy forastero.<br />
- Y... ¿y los borrachos, y los navajazos, y todo aquello de que habló don Gabriel? ¿Será<br />
exageración suya?<br />
-¡Yo qué sé! ¡Qué más da!<br />
- Me hace gracia... ¿Dice usted que no importa? ¿Y si luego paso un susto?<br />
-¡Un susto yendo conmigo!<br />
-¿Con usted? - y solté la risa.<br />
-¡Conmigo, ya se sabe! No tiene usted por qué reírse, que soy mu buen compañero.<br />
Me reí con más ganas, no sólo de la suposición de que Pacheco me acompañase, sino de<br />
su acento andaluz, que era cerrado y sandunguero sin tocar en ordinario, como el de ciertos<br />
señoritos que parecen asistentes.<br />
Pacheco me dejó acabar de reír, y sin perder su seriedad, con mucha calma, me explicó<br />
lo fácil y divertido que sería darse una vueltecita por la feria, a primera hora, regresando a<br />
Madrid sobre las doce o la una. ¡Si me hubiese tapado con cera los oídos entonces, cuántos<br />
males me evitaría! La proposición, de repente, empezó a tentarme, recordando el dicho de<br />
la Sahagún: «Vaya usted al Santo, que aquello es muy original y muy famoso». Y<br />
realmente, ¿qué mal había en satisfacer mi curiosidad?, pensaba yo. Lo mismo se oía misa<br />
en la ermita del Santo que en las Pascualas; nada desagradable podía ocurrirme llevando<br />
conmigo a Pacheco, y si alguien me veía con él, tampoco sospecharía cosa mala de mí a<br />
tales horas y en sitio tan público. Ni era probable que anduviese por allí la sombra de una<br />
persona decente, ¡en día de carreras y toros!, ¡a las diez de la mañana! La escapatoria no<br />
ofrecía riesgo... ¡y el tiempo convidaba tanto! En fin, que si Pacheco porfiaba algo más, lo<br />
que es yo...<br />
Porfió sin impertinencia, y tácitamente, sonriendo, me declaré vencida. ¡Solemne<br />
ligereza! Aún no había articulado el sí y ya discutíamos los medios de locomoción. Pacheco<br />
propuso, como más popular y típico, el tranvía; pero yo, a fin de que la cosa no tuviese el<br />
menor aspecto de informalidad, preferí mi coche. La cochera no estaba lejos: calle del
16<br />
Caballero de Gracia: Pacheco avisaría, mandaría que enganchasen e iría a recogerme a mi<br />
casa, por donde yo necesitaba pasar antes de la excursión. Tenía que tomar el abanico, dejar<br />
el devocionario, cambiar mantilla por sombrero... En casa le esperaría. Al punto que<br />
concertamos estos detalles, Pacheco me apretó la mano y se apartó corriendo de mí. A la<br />
distancia de diez pasos se paró y preguntó otra vez:<br />
-¿Dice usted que el coche cierra en el Caballero de Gracia?<br />
- Sí, a la izquierda... un gran portalón...<br />
Y tomé aprisita el camino de mi vivienda, porque la verdad es que necesitaba hacer<br />
muchas más cosas de las que le había confesado a Pacheco; ¡pero vaya usted a enterar a un<br />
hombre...! Arreglarme el pelo, darme velutina, buscar un pañolito fino, escoger unas botas<br />
nuevas que me calzan muy bien, ponerme guantes frescos y echarme en el bolsillo un<br />
sachet de raso que huele a iris (el único perfume que no me levanta dolor de cabeza).<br />
Porque al fin, aparte de todo, Pacheco era para mí persona de cumplido; íbamos a pasar<br />
algunas horas juntos y observándonos muy de cerca, y no me gustaría que algún rasgo de<br />
mi ropa o mi persona le produjese efecto desagradable. A cualquier señora, en mi caso, le<br />
sucedería lo propio.<br />
Llegué al portal sofocada y anhelosa, subí a escape, llamé con furia y me arrojé en el<br />
tocador, desprendiéndome la mantilla antes de situarme frente al espejo. «Ángela, el<br />
sombrero negro de paja con cinta escocesa... Ángela, el antucá a cuadritos..., las botas<br />
bronceadas»...<br />
Vi que la Diabla se moría de curiosidad... «¿Sí?, pues con las ganas de saber te quedas,<br />
hija... La curiosidad es muy buena para la ropa blanca». Pero no se le coció a la chica el pan<br />
en el cuerpo y me soltó la píldora.<br />
-¿La señorita almuerza en casa?<br />
Para desorientarla respondí:<br />
- Hija, no sé... Por si acaso, tenerme el almuerzo listo, de doce y media a una... Si a la<br />
una no vengo, almorzad vosotros...; pero reservándome siempre una chuleta y una taza de<br />
caldo..., y mi té con leche, y mis tostadas.<br />
Cuando estaba arreglando los rizos de la frente bajo el ala del sombrero, reparé en un<br />
precioso cacharro azul, lleno de heliotropos, gardenias y claveles, que estaba sobre la<br />
chimenea.
17<br />
-¿Quién ha mandado eso?<br />
- El señor comandante Pardo..., el señorito Gabriel.<br />
-¿Por qué no me lo enseñabas?<br />
- Vino la señorita tan aprisa... Ni me dio tiempo.<br />
No era la primera vez que mi paisano me obsequiaba con flores. Escogí una gardenia y<br />
un clavel rojo, y prendí el grupo en el pecho. Sujeté el velo con un alfiler; tomé un casaquín<br />
ligero de paño; mandé a Ángela que me estirase la enagua y volante, y me asomé, a ver si<br />
por milagro había llegado el coche. Aún no, porque era imposible; pero a los diez minutos<br />
desembocaba a la entrada de la calle. Entonces salí a la antesala andando despacio, para que<br />
la Diabla no acabase de escamarse; me contuve hasta cruzar la puerta; y ya en la escalera,<br />
me precipité, llegando al portal cuando se paraba la berlina y saltaba en la acera Pacheco.<br />
-¡Qué listo anduvo el cochero! - le dije.<br />
- El cochero y un servidor de usted, señora - contestó el gaditano teniendo la portezuela<br />
para que yo subiese-. Con estas manos he ayudao a echar las guarniciones y hasta se me<br />
figura que a lavar las ruedas.<br />
Salté en la berlina, quedándome a la derecha, y Pacheco entró por la portezuela<br />
contraria, a fin de no molestarme y con ademán de profundo respeto...: ¡valiente hipócrita<br />
está él! Nos miramos indecisos por espacio de una fracción de segundo, y mi acompañante<br />
me preguntó en voz sumisa:<br />
-¿Doy orden de ir camino de la pradera?<br />
- Sí, sí... Dígaselo usted por el vidrio.<br />
Sacó fuera la cabeza y gritó: «¡Al Santo!». La berlina arrancó inmediatamente, y entre<br />
el primer retemblido de los cristales, exclamó Pacheco:<br />
- Veo que se ha prevenío usted contra el calor y el sol... Todo hace falta.<br />
Sonreí sin responder, porque me encontraba (y no tiene nada de sorprendente) algo<br />
cohibida por la novedad de la situación. No se desalentó el gaditano.<br />
- Lleva usted ahí unas flores presiosas... ¿No sobraba para mí ninguna? ¿Ni siquiera una<br />
rosita de a ochavo? ¿Ni un palito de albahaca?<br />
- Vamos - murmuré -, que no es usted poco pedigüeño... Tome usted para que se calle.<br />
Desprendí la gardenia y se la ofrecí. Entonces hizo mil remilgos y zalemas.
18<br />
- Si yo no pretendía tanto... Con el rabillo me contentaba, o con media hoja que usted le<br />
arrancase... ¡Una gardenia para mí solo! No sé cómo lucirla... No se me va a sujetar en el<br />
ojal... A ver si usted consigue, con esos deditos...<br />
- Vamos, que usted no pedía tanto, pero quiere que se la prendan, ¿eh? Vuélvase usted<br />
un poco, voy a afianzársela. Introduje el rabo postizo de la flor en el ojal de Pacheco, y<br />
tomando de mi corpiño un alfiler sujeté la gardenia, cuyo olor a pomada me subía al<br />
cerebro, mezclado con otro perfume fino, procedente, sin duda, del pelo de mi<br />
acompañante. Sentí un calor extraordinario en el rostro, y al levantarlo, mis ojos se<br />
tropezaron con los del meridional, que en vez de darme las gracias, me contempló de un<br />
modo expresivo e interrogador. En aquel momento casi me arrepentí de la humorada de ir a<br />
la feria; pero ya...<br />
Torcí el cuello y miré por la ventanilla. Bajábamos de la plazuela de la Cebada a la calle<br />
de Toledo. Una marea de gente, que también descendía hacia la pradera, rodeaba el coche y<br />
le impedía a veces rodar. Entre la multitud dominguera se destacaban los vistosos colorines<br />
de algún bordado pañolón de Manila, con su fleco de una tercia de ancho. Las chulas se<br />
volvían y registraban con franca curiosidad el interior de la berlina. Pacheco sacó la cabeza<br />
y le dijo a una no sé qué.<br />
- Nos toman por novios - advirtió dirigiéndose a mí -. No se ponga usted más colorada:<br />
es lo que le faltaba para acabar de estar linda - añadió medio entre dientes.<br />
Hice como si no oyese el piropo y desvié la conversación, hablando del pintoresco<br />
aspecto de la calle de Toledo, con sus mil tabernillas, sus puestos ambulantes de quincalla,<br />
sus anticuadas tiendas y sus paradores que se conservan lo mismito que en tiempo de<br />
Carlos cuarto. Noté que Pacheco se fijaba poco en tales menudencias, y en vez de observar<br />
las curiosidades de la calle más típica que tiene Madrid, llevaba los ojos puestos en mí con<br />
disimulo, pero con pertinacia, como el que estudia una fisonomía desconocida para leer en<br />
ella los pensamientos de la dueña. Yo también, a hurtadillas, procuraba enterarme de los<br />
más mínimos ápices de la cara de Pacheco. No dejaba de llamarme la atención la mezcla de<br />
razas que creía ver en ella. Con un pelo negrísimo y una tez quemada del sol, casaban mal<br />
aquel bigote dorado y aquellos ojos azules.<br />
-¿Es usted hijo de inglesa? - le pregunté al fin -. Me han contado que en la costa del<br />
Mediterráneo hay muchas bodas entre ingleses y españolas, y al revés.
19<br />
sangre.<br />
- Es cierto que hay muchísimas, en Málaga sobre todo; pero yo soy español de pura<br />
Le volví a mirar y comprendí lo tonto de mi pregunta. Ya recordaba haber oído a algún<br />
sabio de los que suele convidar a comer la Sahagún cuando no tiene otra cosa en que<br />
entretenerse, que es una vulgaridad figurarse que los españoles no pueden ser rubios, y que<br />
al contrario el tipo rubio abunda en España, sólo que no se confunde con el rubio sajón,<br />
porque es mucho más fino, más enjuto, así al modo de los caballos árabes. En efecto, los<br />
ingleses que yo conozco son por lo regular unos montones de carne sanguínea, que al<br />
parecer se escapa sola a la parrilla del rosbif; tienen cada cogote y cada pescuezo como<br />
ruedas de remolacha; las bocas de ellos dan asco de puro coloradotas, y las frentes, de tan<br />
blancas, fastidian ya, porque eso de la frente pura está bueno para las señoritas, no para los<br />
hombres. ¿Cuándo se verá en ningún inglés un corte de labios sutil, y una sien hundida, y<br />
un cuello delgado y airoso como el de Pacheco? Pero al grano: ¿pues no me entretengo<br />
recreándome en las perfecciones de ese pillo?<br />
¡Qué hermoso y alegre estaba el puente de Toledo! Lo recuerdo como se recuerda una<br />
decoración del Teatro Real. Hervía la gente, y mirando hacia abajo, por la pradera y por<br />
todas las orillas del Manzanares, no se veían más que grupos, procesiones, corrillos,<br />
escenas animadísimas de esas que se pintan en las panderetas. A mí ciertos monumentos,<br />
por ejemplo las catedrales, casi me parecen más bonitas solitarias; pero el puente de<br />
Toledo, con sus retablazos, o nichos, o lo que sean aquellos fantasmones barrocos que le<br />
guarnecen a ambos lados, no está bien sin el rebullicio y la algazara de la gentuza, los<br />
chulapos y los tíos, los carniceros y los carreteros, que parece que acaban de bajarse de un<br />
lienzo de Goya. Ahora que se han puesto tan de moda los casacones, el puente tiene un<br />
encanto especial. Nuestro coche dio vuelta para tomar el camino de la pradera, y allí, en el<br />
mismo recodo, vi una tienda rara, una botería, en cuya fachada se ostentaban botas de todos<br />
los tamaños, desde la que mide treinta azumbres de vino, hasta la que cabe en el bolsillo del<br />
pantalón. Pacheco me propuso que, para adoptar el tono de la fiesta, comprásemos una<br />
botita muy cuca que colgaba sobre el escaparate y la llenásemos de Valdepeñas:<br />
proposición que rechacé horrorizada.<br />
No sé quién fue el primero que llamó feas y áridas a las orillas del Manzanares, ni por<br />
qué los periódicos han de estar siempre soltándole pullitas al pobre río, ni cómo no
20<br />
prendieron a aquel farsante de escritor francés (Alejandro Dumas, si no me engaño) que le<br />
ofreció de limosna un vaso de agua. Convengo en que no es muy caudaloso, ni tan<br />
frescachón como nuestro Miño o nuestro Sil; pero vamos, que no falta en sus orillas algún<br />
rinconcito ameno, verde y simpático. Hay árboles que convidan a descansar a la sombra, y<br />
unos puentes rústicos por entre los lavaderos, que son bonitos en cualquier parte. La verdad<br />
es que acaso influía en esta opinión que formé entonces, el que se me iba quitando el susto<br />
y me rebosaba el contento por haber realizado la escapatoria. Varios motivos se reunían<br />
para completar mi satisfacción. Mi traje de céfiro gris sembrado de anclitas rojas, era de<br />
buen gusto en una excursión matinal como aquella; mi sombrero negro de paja me sentaba<br />
bien, según comprobé en el vidrio delantero de la berlina; el calor aún no molestaba mucho;<br />
mi acompañante me agradaba, y la calaverada, que antes me ponía miedo, iba<br />
pareciéndome lo más inofensivo del mundo, pues no se veía por allí ni rastro de persona<br />
regular que pudiese conocerme. Nada me aguaría tanto la fiesta como tropezarme con algún<br />
tertuliano de la Sahagún, o vecina de butacas en el Real, que fuese luego a permitirse<br />
comentarios absurdos. Sobran personas maldicientes y deslenguadas que interpretan y<br />
traducen siniestramente las cosas más sencillas, y de poco le sirve a una mujer pasarse la<br />
vida muy sobre aviso, si se descuida una hora... (Sí, y lo que es a mí, en la actualidad, me<br />
caen muy bien estas reflexiones. En fin, prosigamos.) El caso es que la pradera ofrecía<br />
aspecto tranquilizador. Pueblo aquí, pueblo allí, pueblo en todas direcciones; y si algún<br />
hombre vestía americana, en vez de chaquetón o chaquetilla, debía de ser criado de<br />
servicio, escribiente temporero, hortera, estudiante pobre, lacayo sin colocación, que se<br />
tomaba un día de asueto y holgorio. Por eso cuando a la subida del cerro, donde ya no<br />
pueden pasar los carruajes, Pacheco y yo nos bajamos de la berlina, parecíamos, por el<br />
contraste, pareja de archiduques que tentados de la curiosidad se van a recorrer una fiesta<br />
populachera, deseosos de guardar el incógnito, y delatados por sus elegantes trazas.<br />
En fuerza de su novedad me hacía gracia el espectáculo. Aquella romería no tiene nada<br />
que ver con las de mi país, que suelen celebrarse en sitios frescos, sombreados por castaños<br />
o nogales, con una fuente o riachuelo cerquita y el santuario en el monte próximo... El<br />
campo de San Isidro es una serie de cerros pelados, un desierto de polvo, invadido por un<br />
tropel de gente entre la cual no se ve un solo campesino, sino soldados, mujerzuelas,<br />
chisperos, ralea apicarada y soez; y en lugar de vegetación, miles de tinglados y puestos
21<br />
donde se venden cachivaches que, pasado el día del Santo, no vuelven a verse en parte<br />
alguna: pitos adornados con hojas de papel de plata y rosas estupendas; vírgenes<br />
pintorreadas de esmeralda, cobalto y bermellón; medallas y escapularios igualmente<br />
rabiosos; loza y cacharros; figuritas groseras de toreros y picadores; botijos de hechuras<br />
raras; monigotes y fantoches con la cabeza de Martos, Sagasta o Castelar: ministros a dos<br />
reales; esculturas de los ratas de la Gran Vía, y al lado de la efigie del bienaventurado San<br />
Isidro, unas figuras que... ¡Válgame Dios! Hagamos como si no las viésemos.<br />
Aparte del sol que le derrite a uno la sesera y del polvo que se masca, bastan para<br />
marear tantos colorines vivos y metálicos. Si sigo mirando van a dolerme los ojos. Las<br />
naranjas apiñadas parecen de fuego; los dátiles relucen como granates obscuros; como<br />
pepitas de oro los garbanzos tostados y los cacahuetes: en los puestos de flores no se ven<br />
sino claveles amarillos, sangre de toro, o de un rosa tan encendido como las nubes a la<br />
puesta del sol: las emanaciones de toda esta clavelería no consiguen vencer el olor a aceite<br />
frito de los buñuelos, que se pega a la garganta y produce un cosquilleo inaguantable. Lo<br />
dicho, aquí no hay color que no sea desesperado: el uniforme de los militares, los mantones<br />
de las chulas, el azul del cielo, el amarillento de la tierra, los tiovivos con listas coloradas y<br />
los columpios dados de almagre con rayas de añil... Y luego la música, el rasgueo de las<br />
guitarras, el tecleo insufrible de los pianos mecánicos que nos aporrean los oídos con el<br />
paso doble de Cádiz, repitiendo desde treinta sitios de la romería: -¡Vi-va España!<br />
Nadie imagine maliciosamente que se me había pasado lo de oír misa. Tratamos de<br />
romper por entre el gentío y de deslizarnos en la ermita, abierta de par en par a los devotos;<br />
pero estos eran tantos, y tan apiñados, y tan groseros, y tan mal olientes, que si porfío en<br />
llegar a la nave, me sacan de allí desmayada o difunta. Pacheco jugaba los brazos y los<br />
puños, según podía, para defenderme; sólo lograba que nos apretasen más y que oyésemos<br />
juramentos y blasfemias atroces. Le tiré de la manga.<br />
- Vámonos, vámonos de aquí... Renuncio... No se puede.<br />
Cuando ya salimos a atmósfera respirable, suspiré muy compungida:<br />
-¡Ay, Dios mío!... Sin misa hoy...<br />
- No se apure - me contestó mi acompañante -, que yo oiré por usted aunque sea todas<br />
las gregorianas... Ya ajustaremos esa cuenta.
22<br />
- A mí sí que me la ajustará el padre Urdax tan pronto me eche la vista encima - pensé<br />
para mis adentros, mientras me tentaba el hombro, donde había recibido un codazo feroz de<br />
uno de aquellos cafres.<br />
- IV -<br />
Don Diego, que en el coche se me figuraba reservado y tristón, se volvió muy<br />
dicharachero desde que andábamos por San Isidro, justificando su fama de buena sombra.<br />
Sujetando bien mi brazo para que las mareas de gente no nos separasen, él no perdía ripio,<br />
y cada pormenor de los tinglados famosos le daba pretexto para un chiste, que muchas<br />
veces no era tal sino en virtud del tono y acento con que lo decía, porque es indudable que<br />
si se escribiesen las ocurrencias de los andaluces, no resultarían tan graciosas, ni la mitad,<br />
de lo que parecen en sus labios; al sonsonete, al ceceíllo y a la prontitud en responder, se<br />
debe la mayor parte del salero.<br />
Lo peor fue que como allí no había más personas regulares que nosotros, y Pacheco se<br />
metía con todo el mundo y a todo el mundo daba cuerda, nos rodeó la canalla de mendigos,<br />
fenómenos, chiquillos harapientos, gitanas, buñoleras y vendedoras. El impulso de mi<br />
acompañante era comprar cuanto veía, desde los escapularios hasta los botijos, hasta que<br />
me cuadré.<br />
- Si compra usted más, me enfado.<br />
-¡Soniche! Sanacabao las compras. ¡Que sanacabao digo! Al que no me deje en paz, le<br />
doy en igual de dinero, cañaso. ¿Tiene usted más que mandar?<br />
- Mire usted, pagaría por estar a la sombra un ratito.<br />
-¿En la cárcel por comprometeora? Llamaremos a la pareja y verasté que pronto.<br />
Ahora que reflexiono a sangre fría, caigo en la cuenta de que era bastante raro y muy<br />
inconveniente que a los tres cuartos de hora de pasearnos juntos por San Isidro nos<br />
hablásemos don Diego y yo con tanta broma y llaneza. Es posible, bien mirado, que mi<br />
paisano tenga razón; que aquel sol, aquel barullo y aquella atmósfera popular obren sobre el<br />
cuerpo y el alma como un licor o vino de los que más se suben a la cabeza, y rompan desde<br />
el primer momento la valla de reserva que trabajosamente levantamos las señoras un día y
23<br />
otro contra osadías peligrosas. De cualquier índole que fuese, yo sentía ya un principio de<br />
mareo cuando exclamé:<br />
- En la cárcel estaría a gusto con tal que no hiciese sol... Me encuentro así... no sé cómo:<br />
parece que me desvanezco.<br />
- Pero ¿se siente usted mala? ¿Mala? -preguntó Pacheco seriamente, con vivo interés.<br />
- Lo que se dice mala, no: es una fatiga, una sofocación... Se me nubla la vista.<br />
Echose Pacheco a reír y me dijo casi al oído:<br />
- Lo que usted tiene ya lo adivino yo, sin necesidad de ser sahorí... Usted tiene ni más ni<br />
menos que... gasusa.<br />
-¿Eh?<br />
- Debilidad, hablando pronto... Y no es usted sola... yo hace rato que doy las boqueás de<br />
hambre. ¡Si debe de ser mediodía!<br />
- Puede, puede que no se equivoque usted mucho. A estas horas suelen pasearse los<br />
ratoncitos por el estómago... Ya hemos visto el Santo; volvámonos a Madrid y podrá usted<br />
almorzar, si gusta acompañarme...<br />
- No señora... Si eso que usted discurre es un pueblo. Si lo que vamos a haser es<br />
almorsá en una fondita de aquí. ¡Que las hay!...<br />
Se llevó los dedos apiñados a la boca y arrojó un beso al aire, para expresar la<br />
excelencia de las fondas de San Isidro.<br />
Aturdida y todo como me encontraba, la idea me asustó: me pareció indecorosa, y vi de<br />
una ojeada sus dificultades y riesgos. Pero al mismo tiempo, allá en lo íntimo del alma,<br />
aquellos escollos me la hacían deliciosa, apetecible, como es siempre lo vedado y lo<br />
desconocido. ¿Era Pacheco algún atrevido, capaz de faltarme si yo no le daba pie? No, por<br />
cierto, y el no darle pie quedaba de mi cuenta. ¡Qué buen rato me perdía rehusando! ¿Qué<br />
diría Pardo de esta aventura si la supiese? Con no contársela... Mientras discurría así, en<br />
voz alta me negaba terminantemente... Nada, a Madrid de seguida.<br />
Pacheco no cejó, y en vez de formalizarse, echó a broma mi negativa. Con mil<br />
zalamerías y agudezas, ceceando más que nunca, afirmó que espicharía de necesidad si<br />
tardase en almorzar arriba de veinte minutos.<br />
- Que me pongo de rodillas aquí mismo... - exclamaba el muy truhán -. Ea, un sí de esa<br />
boquita... ¡Usted verá el gran armuerso del siglo! Fuera escrúpulos... ¿Se ha pensao usted
24<br />
que mañana voy yo a contárselo a la señá duquesa de Sahagún? A este probetico..., ¡una<br />
limosna de armuerso!<br />
Acabó por entrarme risa y tuve la flaqueza de decir:<br />
- Pero... ¿y el coche, que está aguardando allá abajo?<br />
- En un minuto se le avisa... Que procure cochera aquí... Y si no, que se vuelva a<br />
Madrid, hasta la puesta del sol... Espere usted, buscaré alguno que lleve el recao... No la he<br />
de dejar aquí solita pa que se la coma un lobo: eso sí que no.<br />
Debió de oírlo un guindilla que andaba por allí ejerciendo sus funciones, y en tono tan<br />
reverente y servicial como bronco lo usaba para intimar a la gentuza que se desapartase, nos<br />
dijo con afable sonrisa:<br />
- Yo aviso si justan... ¿Dónde está o coche? ¿Cómo le llaman al cochero?<br />
- Este no es de mi tierra, ni nada. ¿De qué parte de Galicia? -pregunté al agente.<br />
- Desviado de Lujo tres légoas, a la banda de Sarria, para servir a vusté - explicó él, y<br />
los ojos le brillaron de alegría al encontrarse con una paisana -. «¿Si éste me conocerá por<br />
conducto de la Diabla?», pensé yo recelosa; pero mi temor sería infundado, pues el agente<br />
no añadió nada más. Para despacharle pronto, le expliqué:<br />
-¿Ve aquella berlina con ruedas encarnadas..., cochero mozo, con patillas, librea verde?<br />
Allá abajo... Es la octava en la fila.<br />
- Bien veo, bien.<br />
- Pues va usted - ordenó Pachecho -, y le dice que se largue a Madrí con viento fresco, y<br />
que por la tardesita vuerva y se plantifique en el mismo lugar. ¿Estamos, compadre?<br />
Noté que mi acompañante extendía la mano y estrechaba con gran efusión la del<br />
guindilla; pero no sería esta distinción lo que tanto le alegró la cara a mi conterráneo, pues<br />
le vi cerrar la diestra deslizándola en el bolsillo del pantalón, y entreoí la fórmula gallega<br />
clásica:<br />
- De hoy en cien años.<br />
Libre ya del apéndice del carruaje, por instinto me apoyé más fuerte en el brazo de don<br />
Diego, y él a su vez estrechó el mío como ratificando un contrato.<br />
- Vamos poquito a poco subiendo al cerro... Ánimo y cogerse bien.<br />
El sol campeaba en mitad del cielo, y vertía llamas y echaba chiribitas. El aire faltaba<br />
por completo: no se respiraba sino polvo arcilloso. Yo registraba el horizonte tratando de
25<br />
descubrir la prometida fonda, que siempre sería un techo, preservativo contra aquel calor<br />
del Senegal. Mas no se veía rastro de edificio grande en toda la extensión del cerro, ni antes<br />
ni después. Las únicas murallas blancas que distinguí a mi derecha eran las tapias de la<br />
Sacramental, a cuyo amparo descansaban los muertos sin enterarse de las locuras que del<br />
otro lado cometíamos los vivos. Amenacé a Pacheco con el palo de la sombrilla:<br />
-¿Y esa fonda? ¿Se puede saber hasta qué hora vamos a andar buscándola?<br />
-¿Fonda? - saltó Pacheco como si le sorprendiese mucho mi pregunta -. ¿Dijo usted<br />
fonda? El caso es... Mardito si sé a qué lado cae.<br />
-¡Hombre..., pues de veras que tiene gracia! ¿No aseguraba usted que había fondas<br />
preciosas, magníficas? ¡Y me trae usted con tanta flema a asarme por estos vericuetos! Al<br />
menos entérese... Pregunte a cualquiera, ¡al primero que pase!<br />
-¡Oigasté... cristiano!<br />
Volviose un chulo de pelo alisado en peteneras, manos en los bolsillos de la chaquetilla,<br />
hocico puntiagudo, gorra alta de seda, estrecho pantalón y viciosa y pálida faz: el tipo<br />
perfecto del rata, de esos mocitos que se echa uno a temblar al verlos, recelando que hasta<br />
el modo de andar le timen.<br />
puro.<br />
-¿Hay por aquí alguna fonda, compañero? - interrogó Pacheco alargándole un buen<br />
- Se estima... Como haber fondas, hay fondas: misté por ahí too alredor, que fondas son;<br />
pero tocante a fonda, vamos, según se ice, de comías finas, pa la gente e aquel, me pienso<br />
que no hallarán ustés conveniencia: digo, esto me lo pienso yo: ustés verán.<br />
- No hay más que merenderos, está visto - pronunció Pacheco bajo y con acento<br />
pesaroso.<br />
Al ver que él se mostraba disgustado, yo, por ese instinto de contradicción humorística<br />
que en situaciones tales se nos desarrolla a las mujeres, me manifesté satisfecha. Además,<br />
en el fondo, no me desagradaba comer en un merendero. Tenía más carácter. Era más<br />
nuevo e imprevisto, y hasta menos clandestino y peligroso. ¿Qué riesgo hay en comer en un<br />
barracón abierto por todos lados donde está entrando y saliendo la gente? Es tan inocente<br />
como tomar un vaso de cerveza en un café al aire libre.<br />
- V -
26<br />
Convencidos ya de que no existía fonda ni sombra de ella, o de que nosotros no<br />
acertábamos a descubrirla, miramos a nuestro alrededor, eligiendo el merendero menos<br />
indecente y de mejor trapío. Casi en lo alto del cerro campeaba uno bastante grande y<br />
aseado; no ostentaba ningún rótulo extravagante, como los que se leían en otros merenderos<br />
próximos, verbigracia: «Refrescos de los que usava el Santo». «La mar en vevidas y<br />
comidas». «La Brillantez: callos y caracoles». A la entrada (que puerta no la tenía)<br />
hallábase de pie una chica joven, de fisonomía afable, con un puñal de níquel atravesado en<br />
el moño: y no había otra alma viviente en el merendero, cuyas seis mesas vacías me<br />
parecieron muy limpias y fregoteadas. Pudiera compararse el barracón a una inmensa<br />
tienda de campaña: las paredes de lona: el techo de unas esteras tendidas sobre palos:<br />
dividíase en tres partes desiguales, la menor ocultando la hornilla y el fogón donde<br />
guisaban, la grande que formaba el comedor, la mediana que venía a ser una trastienda<br />
donde se lavaban platos y cubiertos; pero estos misterios convinimos en que sería mejor no<br />
profundizarlos mucho, si habíamos de almorzar. El piso del merendero era de greda<br />
amarilla, la misma greda de todo el árido cerro: y una vieja sucia y horrible que frotaba con<br />
un estropajo las mesas, no necesitaba sino bajarse para encontrar la materia primera de<br />
aquel aseo inverosímil.<br />
Tomamos posesión de la mesa del fondo, sentándonos en un banco de madera que tenía<br />
por respaldo la pared de lona del barracón. La muchacha, con su perrera pegada a la frente<br />
por grandes churretazos de goma y su puñal de níquel en el moño, acudió solícita a ver qué<br />
mandábamos: olfateaba parroquianos gordos, y acaso adivinaba o presentía otra cosa, pues<br />
nos dirigió unas sonrisitas de inteligencia que me pusieron colorada. Decía a gritos la cara<br />
de la chica: «Buen par están estos dos... ¿Qué manía les habrá dado de venir a arrullarse en<br />
el Santo? Para eso más les valía quedarse en su nido... que no les faltará de seguro». Yo,<br />
que leía semejantes pensamientos en los ojos de la muy entremetida, adopté una actitud<br />
reservada y digna, hablando a Pacheco como se habla a un amigo íntimo, pero amigo a<br />
secas; precaución que lejos de desorientar a la maliciosa muchacha, creo que sólo sirvió<br />
para abrirle más los ojos. Nos dirigió la consabida pregunta:<br />
-¿Qué van a tomar?
27<br />
-¿Qué nos puede usted dar? - contestó Pacheco -. Diga usted lo que hay, resalada..., y la<br />
señora irá escogiendo.<br />
- Como haber..., hay de todo. ¿Quieren almorzar formalmente?<br />
- Con toa formaliá.<br />
- Pues de primer plato... una tortillita... o huevos revueltos.<br />
- Vaya por los huevos revueltos. ¿Y hay magras?<br />
-¿Unas magritas de jamón? Sí.<br />
-¿Y chuletas?<br />
- De ternera, muy ricas.<br />
-¿Pescado?<br />
- Pescado no... Si quieren latas... tenemos escabeche de besugo, sardinas...<br />
-¿Ostras no?<br />
- Como ostras..., no señora. Aquí pocas cosas finas se pueden despachar. Lo general que<br />
piden... callos y caracoles, Valdepeñas, chuletas.<br />
- Usted resolverá - indiqué volviéndome a Pacheco.<br />
-¿He de ser yo? Pues traíganos de too eso que hemos dicho, niña bonita..., huevos,<br />
magras, ternera, lata de sardinas... ¡Ay!, y lo primero de too se va usted a traer por los aires<br />
una boteya e mansaniya y unas cañitas... Y aseitunas.<br />
- Y después... ¿qué es lo que les he de servir? ¿Las chuletas antes de nada?<br />
- No: misté, azucena: nos sirve usted los huevos, luego el jamón, las sardinas, las<br />
chuletitas... De postre, si hay algún queso...<br />
-¡Ya lo creo que sí! De Flandes y de Villalón... Y pasas, y almendras, y rosquillas y<br />
avellanas tostás...<br />
- Pues vamos a armorsá mejor que el Nuncio.<br />
Esto mismo que exclamó Pacheco frotándose las manos, lo pensaba yo. Aquellas<br />
ordinarieces, como diría mi paisano el filósofo, me abrían el apetito de par en par. Y<br />
aumentaba mi buena disposición de ánimo el encontrarme a cubierto del terrible sol.<br />
Verdad que estaba a cubierto lo mismo que el que sale al campo a las doce del día bajo<br />
un paraguas. El sol, si no podía ensañarse con nuestros cráneos, se filtraba por todas partes<br />
y nos envolvía en un baño abrasador. Por entre las esteras mal juntas del techo, al través de<br />
la lona, y sobre todo, por el abierto frente de la tienda, entraban a oleadas, a torrentes, no
28<br />
sólo la luz y el calor del astro, sino el ruido, el oleaje del humano mar, los gritos, las<br />
disputas, las canciones, las risotadas, los rasgueos y punteos de guitarra y vihuela, el<br />
infernal paso doble, el ¡Viva España! de los duros pianos mecánicos.<br />
Casi al mismo punto en que la chica del puñal de níquel depositaba en la mesa una<br />
botella rotulada Manzanilla superior, dos cañas del vidrio más basto y dos conchas con<br />
rajas de salchichón y aceitunas aliñás, se coló por la abertura una mujer desgreñada, cetrina,<br />
con ojos como carbones, saya de percal con almidonados faralaes y pañuelo de crespón de<br />
lana desteñido y viejo, que al cruzarse sobre el pecho dejaba asomar la cabeza de una<br />
criatura. La mujer se nos plantó delante, fija la mano izquierda en la cadera y accionando<br />
con la derecha: de qué modo se sostenía el chiquillo, es lo que no entiendo.<br />
- En er nombre e Dios, Pare, Jijo y Epíritu Zanto, que donde va er nombre e Dios no va<br />
cosa mala. Una palabrita les voy a icir, que lase a ostés mucha farta saberla...<br />
-¡Calle! - grité yo contentísima -. ¡Una gitana que nos va a decir la buenaventura!<br />
-¿Le mando que se largue? ¿La incomoda a usted?<br />
-¡Al contrario! Si me divierte lo que no es imaginable. Verá usted cuántos enredos va a<br />
echar por esa boca. Ea, la buenaventura pronto, que tengo una curiosidad inmensa de oírla.<br />
- Pué diñe osté la mano erecha, jermosa, y una moneíta de plata pa jaser la crú.<br />
Pacheco le alargó una peseta, y al mismo tiempo, habiendo descorchado la manzanilla y<br />
pedido otra caña, se la tendió llena de vino a la egipcia. Con este motivo armaron los dos un<br />
tiroteo de agudezas y bromas; bien se conocía que eran hijos de la misma tierra, y que ni a<br />
uno ni a otro se les atascaban las palabras en el gaznate, ni se les agotaba la labia aunque la<br />
derramasen a torrentes. Al fin la gitana se embocó el contenido de la cañita, y yo la imité,<br />
porque, con la sed, tentaba aquel vinillo claro. ¡Manzanilla superior! ¡A cualquier cosa<br />
llaman superior aquí! La manzanilla dichosa sabía a esparto, a piedra alumbre y a demonios<br />
coronados; pero como al fin era un líquido, y yo con el calor estaba para beberme el<br />
Manzanares entero, no resistí cuando Pacheco me escanció otra caña. Sólo que en vez de<br />
refrescarme, se me figuró que un rayo de sol, disuelto en polvo, se me introducía en las<br />
venas y me salía en chispas por los ojos y en arreboles por la faz. Miré a Pacheco muy<br />
risueña, y luego me volví confusa, porque él me pagó la mirada con otra más larga de lo<br />
debido.<br />
-¡Qué bonitos ojos azules tiene este perdis! - pensaba yo para mí.
29<br />
El gaditano estaba sin sombrero; vestía un traje ceniza, elegante, de paño rico y flexible;<br />
de vez en cuando se enjugaba la frente sudorosa con un pañuelo fino, y a cada movimiento<br />
se le descomponía el pelo, bastante crecido, negro y sedoso; al reír, le iluminaba la cara la<br />
blancura de sus dientes, que son de los mejor puestos y más sanos que he visto nunca, y aún<br />
parecía doblemente morena su tez, o mejor dicho, doblemente tostada, porque hacia la parte<br />
que ya cubre el cuello de la camisa se entreveía un cutis claro.<br />
- La mano, jermosa - repitió la gitana.<br />
Se la alargué y ella la agarró haciéndomela tener abierta. Pacheco contemplaba las dos<br />
manos unidas.<br />
-¡Qué contraste! - murmuró en voz baja, no como el que dice una galantería a una<br />
señora, sino como el que hace una reflexión entre sí.<br />
En efecto, sin vanidad, tengo que reconocer que la mano de la gitana, al lado de la mía,<br />
parecía un pedazo de cecina feísimo: la tumbaga de plata, donde resplandecía una<br />
esmeralda falsa espantosa, contribuía a que resaltase el color cobrizo de la garra aquella, y<br />
claro está que mi diestra, que es algo chica, pulida y blanca, con anillos de perlas, zafiros y<br />
brillantes, contrastaba extrañamente. La buena de la bohemia empezó a hacer sus rayas y<br />
ensalmos, endilgándonos una retahíla de esas que no comprometen, pues son de doble<br />
sentido y se aplican a cualquier circunstancia, como las respuestas de los oráculos. Todo<br />
muy recalcado con los ojos y el ademán.<br />
- Una cosa diquelo yo en esta manica, que hae suseder mu pronto, y nadie saspera que<br />
susea... Un viaje me vasté a jaser, y no ae ser para má, que ae ser pa sastisfasión e toos...<br />
Una carta me vasté a resibir, y lae alegrá lo que viene escribío en eya... Unas presonas me<br />
tiene usté que la quieren má, y están toas perdías por jaserle daño; pero der revé les ae salir<br />
la perra intensión... Una presoniya está chalaíta por usté (al llegar aquí la bruja clavó en<br />
Pacheco las ascuas encendidas de sus ojos) y un convite le ae dar quien bien la quiere...<br />
Amorosica de genio me es usté; pero cuando se atufa, una leona brava de los montes se me<br />
güerve... Que no la enriten a usté y que le yeven toiticas las cosas ar pelo de la suavidá, que<br />
por la buena, corasón tiene usté pa tirarse en metá e la bahía e Cadis... Con mieles y no con<br />
hieles me la han de engatusar a usté... Un cariñiyo me vasté a tener mu guardadico en su<br />
pechito y no lo ae sabé ni la tierra, que secretica me es usté como la piedra e la sepultura...<br />
También una cosa le igo y es que usté mesma no me sabe lo que en ese corasonsiyo está
30<br />
guardao... Un cachito e gloria le va a caer der sielo y pasmáa se quedará usté; que a la<br />
presente me está usté como los pajariyos, que no saben el árbol onde han de ponerse...<br />
Si la dejamos creo que aún sigue ahora ensartando tonterías. A mí su parla me<br />
entretenía mucho, pues ya se sabe que en esta clase de vaticinios tan confusos y tan latos,<br />
siempre hay algo que responde a nuestras ideas, esperanzas y aspiraciones ocultas. Es lo<br />
mismo que cuando, al tiempo de jugar a los naipes, vamos corriéndolos para descubrir sólo<br />
la pinta, y adivinamos o presentimos de un modo vago la carta que va a salir. Pacheco me<br />
miraba atentamente, aguardando a que me cansase de gitanerías para despedir a la profetisa.<br />
Viendo que ya la chica del puñal en el moño acudía con la fuente de huevos revueltos, solté<br />
la mano, y mi acompañante despachó a la gitana, que antes de poner pies en polvorosa aún<br />
pidió no sé qué para er churumbeliyo.<br />
Empezábamos a servirnos del apetitoso comistrajo y a descorchar una botella de jerez,<br />
cuando otro cuerpo asomó en la abertura de la tienda, se adelantó hacia la mesa y recitó la<br />
consabida jaculatoria:<br />
- En er nombre e Dió Pare, Jijo y Epíritu Zanto, que onde va er nombre e Dió...<br />
-¡Estamos frescos! - gritó Pacheco -. ¡Gitana nueva!<br />
- Claro - murmuró con aristocrático desdén la chica del merendero -. Como a la otra le<br />
han dado cuartos y vino, se ha corrido la voz... Y tendrán aquí a todas las de la romería.<br />
Pacheco alargó a la recién venida unas monedas y un vaso de Jerez.<br />
- Bébase usté eso a mi salú..., y andar con Dios, y najensia.<br />
- E que les igo yo la buenaventura e barde... por el aqué de la sal der mundo que van<br />
ustés derramando.<br />
- No, no... - exclamé yo casi al oído de Pacheco -. Nos va a encajar lo mismo que la<br />
otra; con una vez basta. Espántela usted... sin reñirla.<br />
- Bébase usté el Jerés, prenda... y najarse he dicho -ordenó el gaditano sin enojo alguno,<br />
con campechana franqueza. La gitana, convencida de que no sacaba más raja ya, después<br />
de echarse al coleto el jerez y limpiarse la boca en el dorso de la mano, se largó con su<br />
indispensable churumbeliyo, que lo traía también escondido en el mantón como gusano en<br />
queso.<br />
-¿Tienen todas su chiquitín? - pregunté a la muchacha.
31<br />
- Todas, pues ya se ve - explicó ella con tono de persona desengañada y experta -.<br />
Valientes maulas están. Los chiquillos son tan suyos como de una servidora de ustedes.<br />
Infelices, los alquilan por ahí a otras bribonas, y sabe Dios el trato que les dan. Y está la<br />
romería plagada de estas tunantas, embusteronas. Lástima de abanico.<br />
-¿Ustedes duermen aquí? - la dije por tirarle de la lengua -. ¿No tienen miedo a que de<br />
noche les roben las ganancias del día o la comida del siguiente?<br />
- Ya se ve que dormimos con un ojo cerrado y otro abierto... Porque no se crea usted:<br />
nosotros tenemos un café a la salida de la Plaza Mayor y venimos aquí no más a poner el<br />
ambigú.<br />
Comprendí que la chica se daba importancia, deseando probarme que era, socialmente,<br />
muy superior a aquella gentecilla de poco más o menos que andaba por los demás figones.<br />
A todo esto íbamos despachando la ración de huevos revueltos y nos disponíamos a<br />
emprenderla con las magras. Interceptó la claridad de la abertura otra sombra. Esta era una<br />
chula de mantón terciado, peina de bolas, brazos desnudos, que traía en un jarro de loza un<br />
inmenso haz de rosas y claveles, murmurando con voz entre zalamera y dolorida:<br />
«¡Señoritico! ¡Cómpreme usté flores pa osequiar a esa buena moza!». Al mismo tiempo que<br />
la florera, entraron en el merendero cuatro soldados, cuatro húsares jóvenes y muy<br />
bulliciosos, que tomaron posesión de una mesa pidiendo cerveza y gaseosa, metiendo ruido<br />
con los sables y regocijando la vista con su uniforme amarillo y azul. ¡Válgame Dios, y qué<br />
virtud tan rara tienen la manzanilla y el jerez, sobre todo cuando están encabezados y<br />
compuestos! Si en otra ocasión me veo yo almorzando así, entre soldados, creo que me da<br />
un soponcio; pero empezaba a tener subvertidas las nociones de la corrección y de la<br />
jerarquía social, y hasta me hizo gracia semejante compañía y la celebré con la risa más<br />
alegre del mundo. Pacheco, al observar mi buen humor, se levantó y fue a ofrecer a los<br />
húsares jerez y otros obsequios; de suerte que no sólo comíamos con ellos en el mismo<br />
bodegón, sino que fraternizábamos.<br />
Cuando está uno de buen temple, ninguna cosa le disgusta. Alabé la comida; de la chula<br />
de los claveles dije que parecía un boceto de Sala; y entonces Pacheco sacó de la jarra las<br />
flores y me las echó en el regazo, diciendo: «Póngaselas usted todas». Así lo ejecuté, y<br />
quedó mi pecho convertido en búcaro. Luego me hizo reír con toda mi alma una<br />
desvergonzada riña que se oyó por detrás de la pared de lona, y las ocurrencias de Pacheco
32<br />
que se lió con los húsares no recuerdo con qué motivo. Volvió a nublarse el sol que entraba<br />
por la abertura y apareció un pordiosero de lo más remendado y haraposo. No contento con<br />
aflojar buena limosna, Pacheco le dio palique largo, y el mendigo nos contó aventuras de su<br />
vida: una sarta de embustes, por supuesto. Oyole el gaditano muy atentamente, y luego<br />
empezó a exigirle que trajese un guitarrillo y se cantase por lo más jondo. El pobre juraba y<br />
perjuraba que no sabía sino unas coplillas, pero sin música, y al fin le soltamos, bajo<br />
palabra de que nos traería un buen cantaor y tocador de bandurria para que nos echase polos<br />
y peteneras hasta morir. Por fortuna hizo la del humo.<br />
Yo, a todo esto, más divertida que en un sainete, y dispuesta a entenderme con las<br />
chuletas y el Champagne. Comprendía, sí, que mis pupilas destellaban lumbre y en mis<br />
mejillas se podía encender un fósforo; pero lejos de percibir el atolondramiento que suponía<br />
precursor de la embriaguez, sólo experimentaba una animación agradabilísima, con la<br />
lengua suelta, los sentidos excitados, el espíritu en volandas y gozoso el corazón. Lo que<br />
más me probaba que aquello no era cosa alarmante, era que comprendía la necesidad de<br />
guardar en mis dichos y modales cierta reserva de buen gusto; y en efecto la guardaba,<br />
evitando toda palabra o movimiento que siendo inocente pudiese parecer equívoco, sin<br />
dejar por eso de reír, de elogiar los guisos, de mostrarme jovial, en armonía con la<br />
situación... Porque allí, vamos, convengan ustedes en ello, también sería muy raro estar<br />
como si me hubiese tragado el molinillo.<br />
-VI -<br />
Pacheco, por su parte, me llevaba la corriente; cuidaba de que nunca estuviesen vacíos<br />
mi vaso ni mi plato, y ajustaba su humor al mío con tal esmero, cual si fuese un director de<br />
escena encargado de entretener y hacer pasar el mejor rato posible a un príncipe. ¡Ay!<br />
Porque eso sí: tengo que rendirle justicia al grandísimo truhán, y una vez que me encuentro<br />
a solas con mi conciencia, reconocer que, animado, oportuno, bromista y (admitamos la<br />
terrible palabra) en juerga redonda conmigo, como se encontraba al fin y al cabo Pacheco,<br />
ni un dicho libre, ni una acción descompuesta o siquiera familiar llegó a permitirse. En<br />
ocasión tan singular y crítica, hubiera sido descortesía y atrevimiento lo que en otra mero<br />
galanteo o flirtación (como dicen los ingleses). Esto lo entendía yo muy bien, aun entonces,
33<br />
y a la verdad, temía cualquiera de esas insinuaciones impertinentes que dejan a una mujer<br />
volada y le estropean el mejor rato. Sin la caballerosa delicadeza de Pacheco, aquella<br />
situación en que impremeditadamente me había colocado pudo ser muy ridícula para mí.<br />
Pero la verdad por delante: su miramiento fue tal, que no me echó ni una flor, mientras<br />
hartaba de lindas, simpáticas y retrecheras a las gitanas, a la chica del puñal de níquel y<br />
hasta a la fregona del estropajo. Cierto que a veces sorprendí sus ojos azules que me<br />
devoraban a hurtadillas; sólo que apenas notaba que yo había caído en la cuenta, los<br />
desviaba a escape. Su acento era respetuoso, sus frases serias y sencillas al dirigirse sólo a<br />
mí. Ahora se me figura que tantas exquisiteces fueron calculadas, para inspirarme confianza<br />
e interés: ¡ah malvado! Y bien que me iba comprando con aquel porte fino.<br />
Surgió de repente ante nosotros, sin que supiésemos por dónde había entrado, una<br />
figurilla color de yesca, una gitanuela de algunos trece años, típica, de encargo para modelo<br />
de un pintor: el pelo azulado de puro negro, muy aceitoso, recogido en castaña, con su<br />
peina de cuerno y su clavel sangre de toro; los dientes y los ojos, brillantes, por contraste<br />
con lo atezado de la cara; la frente, chata como la de una víbora, y los brazos desnudos,<br />
verdosos y flacos lo mismo que dos reptiles. Y con el propio tonillo desgarrado de las<br />
demás, empezó la retahíla consabida:<br />
- En er nombre de Dió Pare, Jijo...<br />
De esta vez, la chica del merendero montó en cólera, y dando al diablo sus pujos de<br />
señorita, se convirtió en chula de las más boquifrescas.<br />
-¿Hase visto hato de pindongas? ¿No dejarán comer en paz a las personas decentes?<br />
¿Conque las barre uno por un lado y se cuelan por otro? ¿Y cómo habrá entrado aquí<br />
semejante calamidá, digo yo? Pues si no te largas más pronto que la luz, bofetá como la que<br />
te arrimo no la has visto tú en tu vía. Te doy un recorrío al cuerpo, que no te queda lengua<br />
pa contarlo.<br />
La chiquilla huyó más lista que un cohete; pero no habrían transcurrido dos segundos,<br />
cuando vimos entreabrirse la lona que nos protegía las espaldas, y por la rendija del lienzo<br />
asomó una jeta que parecía la del mismo enemigo, unos dientes que rechinaban, un puño<br />
cerrado, negro como una bola de bronce, y la gitanilla berreó:
34<br />
- Arrastrá, condená, tía cochina, que malos retortijones te arranquen las tripas, y malos<br />
mengues te jagan picaíllo e los jígados, y malas culebras te piquen, y remardita tiña te<br />
pegue con er moño pa que te quedes pelá como tu ifunta agüela...<br />
Llegaba aquí de su rosario de maldiciones, cuando la del puñal, que así se vio tratada,<br />
empuñó el rabo de una cacerola y se arrojó como una fiera a descalabrar a la egipcia: al<br />
hacerlo, dio con el codo a una botella de jerez, que se derramó entera por el mantel. Este<br />
incidente hizo que la chica, olvidando el enojo, se echase a reír exclamando: «¡Alegría,<br />
alegría! Vino en el mantel... ¡boda segura!» y, por supuesto, la gitana tuvo tiempo de<br />
afufarse más pronta que un pájaro.<br />
No ocurrió durante el almuerzo ninguna otra cosa que recordarse merezca, y lo bien que<br />
hago memoria de todo cuanto pasó en él, me prueba que estaba muy despejada y muy sobre<br />
mí. Apuramos el último sorbo de Champagne y un empecatado café; saldó Pacheco la<br />
cuenta, gratificando como Dios manda, y nos levantamos con ánimo de recorrer la romería.<br />
Notaba yo cierta ligereza insólita en piernas y pies; me figuraba que se había suprimido el<br />
peso de mi cuerpo, y, en vez de andar, creía deslizarme sobre la tierra.<br />
Al salir, me deslumbró el sol: ya no estaba en el cenit ni mucho menos; pero era la hora<br />
en que sus rayos, aunque oblicuos, queman más: debían de ser las tres y media o cuatro de<br />
la tarde, y el suelo se rajaba de calor. Gente, triple que por la mañana, y veinte veces más<br />
bullanguera y estrepitosa. Al punto que nos metimos entre aquel bureo, se me puso en la<br />
cabeza que me había caído en el mar: mar caliente, que hervía a borbotones, y en el cual<br />
flotaba yo dentro de un botecillo chico como una cáscara de nuez: golpe va y golpe viene,<br />
ola arriba y ola abajo. ¡Sí, era el mar; no cabía duda! ¡El mar, con toda la angustia y<br />
desconsuelo del mareo que empieza!<br />
Lejos de disiparse esta aprensión, se aumentaba mientras iba internándome en la<br />
romería apoyada en el brazo del gaditano. Nada, señores, que estaba en mitad del golfo.<br />
Los innumerables ruidos de voces, disputas, coplas, pregones, juramentos, vihuelas,<br />
organillos, pianos, se confundían en un rumor nada más: el mugido sordo con que el<br />
Océano se estrella en los arrecifes: y allá a lo lejos, los columpios, lanzados al aire con<br />
vuelo vertiginoso, me representaban lanchas y falúas balanceadas por el oleaje. ¡Ay Dios<br />
mío, y qué desvanecimiento me entró al convencerme de que, en efecto, me encontraba en<br />
alta mar! Me agarré al brazo de Pacheco como me agarro en la temporada de baños al
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cuello del bañero robusto, para que no me lleve el agua... Sentía un pánico atroz y no me<br />
atrevía a confesarlo, porque tal vez mi acompañante se reiría de mí, por fuera o por dentro,<br />
si le dijese que me mareaba, que me mareaba a toda prisa.<br />
Una peripecia nos detuvo breves instantes. Fue una pelea de mujerotas. Pelea muy rara:<br />
por lo regular, estas riñas van acompañadas de vociferaciones, de chillidos, de injurias, y<br />
aquí no hubo nada de eso. Eran dos mozas: una que tostaba garbanzos en una sartén puesta<br />
sobre una hornilla: otra que pasó y con las sayas derribó el artilugio. Jamás he visto en<br />
rostro humano expresión de ferocidad como adquirió el de la tostadora. Más pronta que el<br />
rayo, recogió del suelo la sartén, y echándose a manera de irritada tigre sobre la autora del<br />
desaguisado, le dio con el filo en mitad de la cara. La agredida se volvió sin exhalar un ay,<br />
corriéndole de la ceja a la mejilla un hilo de sangre: y trincando a su enemiga por el moño,<br />
del primer arrechucho le arrancó un buen mechón, mientras le clavaba en el pescuezo las<br />
uñas de la mano izquierda: cayeron a tierra las dos amazonas, rodando entre trébedes,<br />
hornillas y cazos; se formó alrededor corro de mirones, sin que nadie pensase en separarlas,<br />
y ellas seguían luchando, calladas y pálidas como muertas, una con la oreja rasgada ya, otra<br />
con la sien toda ensangrentada y un ojo medio saltado de un puñetazo. Los soldados se<br />
reían a carcajadas y les decían requiebros indecentes, en tanto que se despedazaban las<br />
infelices. Advertí por un instante que se me quitaba el mareo, a fuerza de repugnancia y<br />
lástima: me acordé de mi paisano Pardo, y de aquello del salvajismo y la barbarie española.<br />
Pero duró poco esta idea, porque en seguidita se me ocurrió otra muy singular: que las dos<br />
combatientes eran dos pescados grandes, así como golfines o tiburones, y que a coletazos y<br />
mordiscos, sin chistar, estaban haciéndose trizas. Y este pensamiento me renovó la fatiga<br />
del mareo de tal modo, que arrastré a Pacheco.<br />
- Vámonos de aquí... No me gusta ver esto... Se matan.<br />
Preguntome don Diego si me sentía mal, en cuyo caso no visitaríamos los barracones<br />
donde enseñan panoramas y fenómenos. Respondí muy picada que me encontraba<br />
perfectamente y capaz de examinar todas las curiosidades de la romería. Entramos en varias<br />
barracas, y vimos un enano, un ternero de dos cabezas, y por último la mujer de cuatro<br />
piernas, muy pizpireta, muy escotada, muy vestida de seda azul con puntillas de algodón, y<br />
que enseñaba sonriendo -la risa del conejo- sus dobles muñones al extremo de cada rodilla.<br />
En esta pícara barraca se apoderó de mí, con más fuerza que nunca, la convicción de que
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me hallaba en alta mar, entregada a los vaivenes del Océano. En el lado izquierdo del<br />
barracón había una serie de agujeritos redondos por donde se veía un cosmorama: y yo<br />
empeñada en que eran las portas del buque, sin que me sacase de mi error el que al través<br />
de las susodichas portas se divisase, en vez del mar, la plaza del Carrousel... el Arco de la<br />
Estrella... el Coliseo de Roma... y otros monumentos análogos. Las perspectivas<br />
arquitectónicas me parecían desdibujadas y confusas, con gran temblequeteo y vaguedad de<br />
contornos, lo mismo que si las cubriese el trémulo velo de las olas. Al volverme y fijarme<br />
en el costado opuesto de la barraca, los grandes espejos de rigolada, de lunas cóncavas o<br />
convexas, que reflejaban mi figura con líneas grotescamente deformes, me parecieron<br />
también charcos de agua de mar... ¡Ay, ay, ay, qué malo se pone esto! Un terror espantoso<br />
cruzó por mi mente: ¿apostemos a que todas estas chifladuras marítimas y náuticas son pura<br />
y simplemente una... vamos, una filoxerita, como ahora dicen? ¡Pero si he bebido poco! ¡Si<br />
en la mesa me encontraba tan bien!<br />
- Hay que disimular - pensé -. Que Pacheco no se entere... ¡Virgen, y qué vergüenza, si<br />
lo nota!... Volver a Madrid corriendo... ¡Quia! El movimiento del coche me pierde, me<br />
acaba, de seguro... Aire, aire... ¡Si hubiese un rincón donde librarse de este gentío!<br />
O Pacheco leyó en mis pensamientos, o coincidió conmigo en sensaciones, pues se<br />
inclinó y con el más cariñoso y deferente tono murmuró a mi oído:<br />
- Hace aquí un calor intolerable... ¿Verdad que sí? ¿Quiere usted que salgamos?<br />
Daremos una vueltecita por la pradera y la alameda; estará más despejado y más fresco.<br />
- Vamos - respondí fingiendo indiferencia, aunque veía el cielo abierto con la<br />
proposición.<br />
- VII -<br />
Salimos de la barraca y bajamos del cerro a la alameda, siempre empujados y azotados<br />
por la ola del gentío, cuyas aguas eran más densas según iba acercándose la noche. Llegó<br />
un momento en que nos encontramos presos en remolino tal, que Pacheco me apretó<br />
fuertemente el brazo y tiró de mí para sacarme a flote. Me latían las sienes, se me encogía<br />
el corazón y se me nublaban los ojos: no sabía lo que me pasaba: un sudor frío bañaba mi<br />
frente. Forcejeábamos deseando romper por entre el grupo, cuando nos paró en firme una
37<br />
cosa tremenda que se apareció allí, enteramente a nuestro lado: un par de navajas desnudas,<br />
de esas lenguas de vaca con su letrero de Si esta bíbora te pica no hay remedio en la botica,<br />
volando por los aires en busca de las tripas de algún prójimo. También relucían machetes<br />
de soldados, y se enarbolaban garrotes, y se oían palabras soeces, blasfemias de las más<br />
horribles... Me arrimé despavorida al gaditano, el cual me dijo a media voz:<br />
- Por aquí... No pase usted cuidado... Vengo prevenido.<br />
Le vi meter la mano en el bolsillo derecho del chaleco y asomar en él la culata de un<br />
revólver: vista que redobló mi susto y mis esfuerzos para desviarme. No nos fue difícil,<br />
porque todo el mundo se arremolinaba en sentido contrario, hacia el lugar de la pendencia.<br />
Pronto retrocedimos hasta la alameda, sitio relativamente despejado. Allí y todo,<br />
continuaban mis ilusiones marítimas dándome guerra. Los carruajes, los carros de violín,<br />
los ómnibus, las galeras, cuanto vehículo estaba en espera de sus dueños, me parecían a mí<br />
embarcaciones fondeadas en alguna bahía o varadas en la playa, paquetes de vapor con sus<br />
ruedas, quechemarines con su arboladura. Hasta olor a carbón de piedra y a brea notaba yo.<br />
Que sí, que me había dado por la náutica.<br />
-¿Vámonos a la orilla... allí, donde haya silencio? -supliqué a Pacheco-. ¿Donde corra<br />
fresquito y no se vea un alma? Porque la gente me mar...<br />
mano.<br />
Un resto de cautela me contuvo a tiempo, y rectifiqué:<br />
- Me fatiga.<br />
-¿Sin gente? Dificilillo va a ser hoy... Mire usted. - Y Pacheco señaló extendiendo la<br />
Por la praderita verde; por las alturas peladas del cerro; por cuanta extensión de tierra<br />
registrábamos desde allí, bullía el mismo hormiguero de personas, igual confusión de<br />
colorines, balanceo de columpios, girar de tiovivos y corros de baile.<br />
- Hacia allá - indiqué -, parece que hay un espacio libre...<br />
Para llegar a donde yo indicaba, era preciso saltar un vallado, bastante alto por más<br />
señas. Pacheco lo salvó y desde el lado opuesto me tendió los brazos. ¡Cosa más particular!<br />
Pegué el brinco con agilidad sorprendente. Ni notaba el peso de mi cuerpo; se había<br />
derogado para mí la ley de gravedad: creo que podría hacer volatines. Eso sí, la firmeza no<br />
estaba en proporción con la agilidad, porque si me empujan con un dedo, me caigo y boto<br />
como una pelota.
38<br />
Atravesamos un barbecho, que fue una serie de saltos de surco a surco, y por senderos<br />
realmente solitarios fuimos a parar a la puerta de una casaca que se bañaba los pies en el<br />
Manzanares. ¡Ay, qué descanso! Verse uno allí casi solo, sin oír apenas el estrépito de la<br />
romería, con un fresquito delicioso venido de la superficie del agua, y con la media<br />
obscuridad o al menos la luz tibia del sol que iba poniéndose... ¡Alabado sea Dios! Allá<br />
queda el tempestuoso Océano con sus olas bramadoras, sus espumarajos y sus arrecifes, y<br />
héteme al borde de una pacífica ensenada, donde el agua sólo tiene un rizado de onditas<br />
muy mansas que vienen a morir en la arena sin meterse con nadie...<br />
¡Dale con el mar! ¡Mire usted que es fuerte cosa! ¿Si continuará aquello? ¿Si...?<br />
A la puerta de la casaca asomó una mujer pobremente vestida y dos chiquillos<br />
harapientos, que muy obsequiosos me sacaron una silla. Sentose Pacheco a mi lado sobre<br />
unos troncos. Noté bienestar inexplicable y me puse a mirar cómo se acostaba el sol, todo<br />
ardoroso y sofocado, destellando sus últimos resplandores en el Manzanares. Es decir, en el<br />
Manzanares no: aquello se parecía extraordinariamente a la bahía viguesa. La casa también<br />
se había vuelto una lancha muy airosa que se mecía con movimiento insensible; Pacheco,<br />
sentado en la popa, oprimía contra el pecho la caña del timón, y yo, muellemente reclinada<br />
a su lado, apoyaba un codo en su rodilla, recostaba la cabeza en su hombro, cerraba los ojos<br />
para mejor gozar del soplo de la brisa marina que me abanicaba el semblante... ¡Ay madre<br />
mía, qué bien se va así!... De aquí al cielo...<br />
Abrí los párpados... ¡Jesús, qué atrocidad! Estaba en la misma postura que he descrito, y<br />
Pacheco me sostenía en silencio y con exquisito cuidado, como a una criatura enferma,<br />
mientras me hacía aire, muy despacio, con mi propio pericón...<br />
No tuve tiempo a reflexionar en situación tan rara. No me lo permitió el afán, la fatiga<br />
inexplicable que me entró de súbito. Era como si me tirasen del estómago y de las entrañas<br />
hacia fuera con un garfio para arrancármelas por la boca. Llevé las manos a la garganta y al<br />
pecho, y gemí:<br />
-¡A tierra, a tierra! ¡Que se pare el vapor... me mareo, me mareo! ¡Que me muero!...<br />
¡Por la Virgen, a tierra!<br />
Cesé de ver la bahía, el mar verde y espumoso, las crespas olitas; cesé de sentir el soplo<br />
del nordeste y el olor del alquitrán... Percibí, como entre sueños, que me levantaban en vilo<br />
y me trasladaban... ¿Estaríamos desembarcando? Entreoí frases que para mí entonces
39<br />
carecían de sentido. «-Probetica, sa puesto mala. -Por aquí, señorito... -Sí que hay cama y lo<br />
que se necesite... -Mandar...». Sin duda ya me habían depositado en tierra firme, pues noté<br />
un consuelo grandísimo y luego una sensación inexplicable de desahogo, como si alguna<br />
manaza gigantesca rompiese un aro de hierro que me estaba comprimiendo las costillas y<br />
dificultando la respiración. Di un suspiro y abrí los ojos...<br />
Fue un intervalo lúcido, de esos que se tienen aún en medio del síncope o del acceso de<br />
locura, y en que comprendí claramente todo cuanto me sucedía. No había mar, ni barco, ni<br />
tales carneros, sino turca de padre y muy señor mío; la tierra firme era el camastro de la<br />
tabernera, el aro de hierro el corsé que acababan de aflojarme; y no me quedé muerta de<br />
sonrojo allí mismo, porque no vi en el cuarto a Pacheco. Sólo la mujer, morena y alta, muy<br />
afable, se deshacía en cuidados, me ofrecía toda clase de socorros...<br />
- No, gracias... Silencio y estar a obscuras... Es lo único... Bien, sí, llamaré si ocurre.<br />
Ya, ya me siento mejor... Silencio y dormir; no necesito más.<br />
La mujer entornó el ventanuco por donde entraba en el chiribitil la luz del sol poniente<br />
y se marchó en puntillas. Me quedé sola: me dominaba una modorra invencible: no podía<br />
mover brazo ni pierna; sin embargo, la cabeza y el corazón se me iban sosegando por efecto<br />
de la penumbra y la soledad. Cierto que andaba otra vez a vueltas con la manía náutica,<br />
pues pensaba para mis adentros: -¡Qué bien me encuentro así..., en este camarote..., en esta<br />
litera..., y qué serena debe de estar la mar!... ¡Ni chispa de balance! ¡El barco no se mueve!<br />
Yo había oído asegurar muchas veces que si tenemos los ojos cerrados y alguna persona<br />
se pone a mirarnos fijamente, una fuerza inexplicable nos obliga a abrirlos. Digo que es<br />
verdad y lo digo por experiencia. En medio de mi sopor empecé a sentir cierta comezón de<br />
alzar los párpados, y una inquietud especial, que me indicaba la presencia de alguien en el<br />
tugurio... Entreabrí los ojos y con gran sorpresa vi el agua del mar, pero no la verde y<br />
plomiza del Cantábrico, sino la del Mediterráneo, azul y tranquila... Las pupilas de<br />
Pacheco, como ustedes se habrán imaginado. Estaba de pie, y cuando clavé en él la mirada,<br />
se inclinó y me arregló delicadamente la falda del vestido para que me cubriese los pies.<br />
-¿Cómo vamos? ¿Hay ánimos para levantarse? - murmuró: es decir, sería algo por el<br />
estilo, pues no me atrevo a jurar que dijese esto. Lo que afirmo es que le tendí las dos<br />
manos, con un cariñazo repentino y descomunal, porque se me había puesto en el moño que<br />
me encontraba allí abandonadita en medio de un golfo profundo y que iba a ahogarme si no
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acierta a venir en mi auxilio Pacheco. Él tomó las manos que yo ofrecía; las apretó muy<br />
afectuoso; me tentó los pulsos y apoyó su derecha en mis sienes y frente. ¡Cuánto bien me<br />
hacía aquella presioncita cuidadosa y firme! Como si me volviese a encajar los goznes del<br />
cerebro en su verdadero sitio, dándoles aceite para que girasen mejor. Le estreché la mano<br />
izquierda... ¡Qué pegajoso, qué majadero se vuelve uno en estas situaciones... anormales!<br />
Yo me estaba muriendo por mimos, igual que una niña pequeña... ¡Quería que me tuviesen<br />
lástima!... Es sabido que a mucha gente le dan las turcas por el lado tierno. Ganas me<br />
venían de echarme a llorar, por el gusto de que me consolasen.<br />
Había a la cabecera de la cama una mugrienta silla de Vitoria, y el gaditano tomó<br />
asiento en ella acercando su cara a la dura almohada donde reclinaba la mía. No sé qué me<br />
fue diciendo por lo bajo: sí que eran cositas muy dulces y zalameras, y que yo seguía<br />
estrujándole la mano izquierda con fuerza convulsiva, sonriendo y entornando los párpados,<br />
porque me parecía que de nuevo bogábamos en el esquife, y las olas hacían un ¡clap! ¡clap!<br />
armonioso contra el costado. Sentí en la mejilla un soplo caliente, y luego un contacto<br />
parecido al revoloteo de una mariposa. Sonaron pasos fuertes, abrí los ojos, y vi a la mujer<br />
alta y morena, figonera, tabernera o lo que fuese.<br />
-¿Le traigo una tacita de té, señorita? Lo tengo mu bueno, no se piensen ustés que no...<br />
Se le pué echar unas gotas de ron, si les parece...<br />
-¡No, ron no! - articulé muy quejumbrosa, como si pidiese que no me mataran.<br />
-¡Sin ron... y calentito! - mandó Pacheco.<br />
La mujer salió. Cerré otra vez los ojos. Me zumbaban los sesos: ni que tuviese en ellos<br />
un enjambre de abejas. Pacheco seguía apretándome las sienes, lo cual me aliviaba mucho.<br />
También noté que me esponjaba la almohada, que me alisaba el pelo. Todo de una manera<br />
tan insensible, como si una brisa marina muy mansa me jugase con los rizos. Volvieron a<br />
oírse los pasos y el duro taconeo.<br />
- El té, señorito... ¿Se lo quié usté dar o se lo doy yo?<br />
- Venga - exclamó el meridional.<br />
Le sentí revolver con la cucharilla y que me la introducía entre los labios. Al primer<br />
sorbo me fatigó el esfuerzo y dije que no con la cabeza; al segundo me incorporé de golpe,<br />
tropecé con la taza, y ¡zas!, el contenido se derramó por el chaleco y pantalón de mi
41<br />
enfermero. El cual, con la insolencia más grande que cabe en persona humana, me<br />
preguntó:<br />
-¿No lo quieres ya? ¿O te pido otra tacita?<br />
Y yo... ¡Dios de bondad! ¡De esto sí que estoy segura!, le contesté empleando el mismo<br />
tuteo y muy mansa y babosa:<br />
- No, no pidas más... Se hace noche... Hay que salir de aquí... Veremos si puedo<br />
levantarme. ¡Qué mareo, Señor, qué mareo!<br />
Tendí los brazos confiadamente: el malvado me recibió en los suyos, y agarrada a su<br />
cuello, probé a saltar del camastro. Con el mayor recato y comedimiento, Pacheco me<br />
ayudó a abrocharme, me estiró las guarniciones de mi saya de surá, me presentó el<br />
imperdible, el sombrero, el velito, el agujón, el abanico y los guantes. No se veía casi nada,<br />
y yo lo atribuía a la mezquindad del cuchitril; pero así que, sostenida por Pacheco y<br />
andando muy despacio, salí a la puerta del figón, pude convencerme de que la noche había<br />
cerrado del todo. Allá a lo lejos, detrás del muro que cercaba el campo, hormigueaba<br />
confusamente la romería, salpicada de lucecillas bailadoras, innumerables...<br />
La calma de la noche y el aire exterior me produjeron el efecto de una ducha de agua<br />
fría. Sentí que la cabeza se me despejaba y que así como se va la espuma por el cuello de la<br />
botella de Champagne, se escapaban de mi mollera en burbujas el sol abrasador y los<br />
espíritus alcohólicos del endiablado vino compuesto. Eso sí: en lugar de meollo me parecía<br />
que me quedaba un sitio hueco, vacío, barrido con escoba... Encontrábame aniquilada, en el<br />
más completo idiotismo.<br />
Pacheco me guiaba, sin decir oste ni moste. Derechos como una flecha fuimos adonde<br />
mi coche aguardaba ya. Sus dos faroles lucían a la entrada de la alameda, en el mismo sitio<br />
en que por la mañana le mandáramos esperar. Entré y me dejé caer en el asiento medio<br />
exánime. Pacheco me siguió; dio una orden, y la berlina empezó a rodar poco a poco.<br />
¡Ay Dios de mi vida! ¿Quién soñó que se habían acabado ya los barcos, el oleaje, mis<br />
fantasías marítimas todas? ¡Pues si ahora es cuando navegábamos de veras, encerrados en<br />
el camarote de un trasatlántico, y a cada tres segundos cuchareaba el buque o cabeceaba<br />
bajando a los abismos del mar y arrastrándome consigo! La voz de Pacheco no era tal voz,<br />
sino el ruido del viento en las jarcias... ¡Nada, nada, que hoy naufrago!
42<br />
-¿Vas disgustá conmigo? - gemía a mi oído el sudoeste -. No vayas. Mira, bien callé y<br />
bien prudente fui... Hasta que me apretaste la mano... Perdón, sielo, me da una pena verte<br />
afligía... Es una rareza en mí, pero estoy así como aturdido de pensar si te enfadarás por lo<br />
que te dije... Pobrecita, no sabes lo guapa que estabas mareá... Los ojos tuyos echaban<br />
lumbre... ¡Vaya unos ojos que tienes tú! Anda... descansa así, en el hombro mío. Duerme,<br />
niñita, duerme...<br />
Tal vez equivoque yo las palabras, porque resultaban un murmullo y no más... Lo que sí<br />
recuerdo con absoluta exactitud es esta frase, que sin duda cayó en el intervalo de una ola a<br />
otra:<br />
-¿Sabes qué decían en aquel figón? Pues que debíamos de ser recién casados..., «porque<br />
él la trata con mucho cariño y no sabe qué hacer para cuidarla».<br />
Y puedo jurar que no me acuerdo de ninguna cosa más; de ninguna. Sí..., pero muy<br />
vagamente: que el coche se detuvo a mi puerta, y que por las escaleras me ayudó a subir<br />
Pacheco, y que desfallecida y atónita como me encontraba, le rogué que no entrase, sin<br />
duda obedeciendo a un instinto de precaución. No sé lo que me dijo al despedirse; sé que la<br />
despedida fue rápida y sosa. A la Diabla, que al abrir me incrustó en la cara su curioso<br />
mirar, le expliqué tartamudeando que me había hecho daño el sol, que deseaba acostarme.<br />
Claro que se habrá comido la partida... Sí, que se mama ella el dedo... ¡Buenas cosas<br />
pensará a estas horas de mí!<br />
Me precipité a mi cuarto, me eché en la cama, me puse de cara a la pared, y aunque al<br />
pronto volví a amodorrarme, hacia las tres de la madrugada empezó la función y se renovó<br />
mi padecimiento. No quise llamar a Ángela... ¡Para que se escamase tres veces más! ¡Ay<br />
qué noche... noche de perros! ¡Qué bascas, qué calentura, qué pesadillas, qué aturdimiento,<br />
qué jaqueca al despertar!<br />
Y sobre todo, ¡qué compromiso, qué lance, qué parchazo! ¡Qué lío tan espantoso!...<br />
¡Qué resbalón! (ya es preciso convenir en ello).<br />
- VIII -<br />
Convengamos: pero también en que Pacheco, habiéndose portado tan correctamente al<br />
principio, no debió luego echarla a perder. Si yo, por culpa de las circunstancias - eso es, de
43<br />
las circunstancias inesperadísimas en que me he visto - pude darle algún pie, a la verdad,<br />
ningún caballero se aprovecha de ocasiones semejantes; al contrario, en ellas debe<br />
manifestar su educación, si la tiene. Yo me trastorné completamente, por lo mismo que<br />
nunca anduve en pasos como estos; yo no estaba en mi cabal juicio; no señor; yo no tenía<br />
responsabilidad, y él, el grandísimo pillo, tan sereno como si le acabasen de enfriar en el<br />
pozo... Lo dicho: ¡fue una osadía, una serranada incalificable!<br />
Cuanto más lo pienso... ¡Un hombre que hace veinticuatro horas no había cruzado<br />
conmigo media docena de palabras; un hombre que ni siquiera es visita mía! Cierta heroína<br />
de novela, de las que yo leía siendo muchacha, en un caso así recuerdo que empezó a<br />
devanarse los sesos preguntándose a sí propia: «¿Le amo?». ¡Valiente tontería la de aquella<br />
simple! ¡Qué amor ni qué...! Caso de preguntar, yo me preguntaría: «¿Le conozco a este<br />
caballero?». Porque maldito si sé hasta ni cómo se llama de segundo apellido... Lo que sé es<br />
que le detesto y le juzgo un pillastre. Motivos tengo sobrados: ¡que se ponga en mi caso<br />
cualquiera!<br />
Y ahora... Supongamos que, naturalmente, cuando él aporte por aquí, me cierro a la<br />
banda y doy orden terminante a los criados: que he salido. Se pondrá furioso, y lo menos<br />
que hará, con el despecho, irse alabando en casa de Sahagún... Porque de fijo es uno de esos<br />
tipos que pegan carteles en las esquinas... ¡Como si lo viera!... Y resistir que se me presente<br />
tan fresco... vamos, es de lo que no pasa. Una, que me daría un sofoco de primera; otra, que<br />
en estas cosas, si no se empieza cortando por lo sano... Me parece lo más natural. Me<br />
niego... y se acabó. Escribirá... Bien, no contesto. Y dentro de unos días, como ya salgo de<br />
Madrid... Sí, todo se arregla.<br />
Y... a sangre fría, Asís... ¿Es ese descarado quien tiene la culpa toda? Vamos, hija, que<br />
tú... ¿Quién te mandaba satisfacer el caprichito de ir al Santo, y de acompañarte con una<br />
persona casi desconocida, y de almorzar allí en un merendero churri, como si fueses una<br />
salchichera de los barrios bajos? ¿Por qué probaste del vino aquel, que está encabezado con<br />
el amílico más venenoso? ¿No sabías que, aun sin vino, a ti el sol te marea?<br />
Te dejaste embarcar por la Sahagún... Pero la Sahagún... Para ciertas personas no rigen<br />
las ordenanzas sociales. La Sahagún no sólo es muy experta, y muy despabilada, y<br />
discretísima, y una de esas mujeres a quienes nadie se les atreve no queriendo ellas, sino<br />
que con su alta posición convierte en excentricidad graciosa e inofensiva lo que en las
44<br />
demás se toma por desvergüenza y liviandad. Hay gentes que tienen permiso para todo, y se<br />
imponen, y les caen bien hasta las barrabasadas. Pero yo que soy una señora como todas,<br />
una de tantas, debo respetar el orden establecido y no meterme en honduras. Era visto que<br />
Pacheco se había de figurar desde el primer instante... No, no es justo acusarle a él solo.<br />
Bien dice mi paisano. Somos ordinarios y populacheros; nos pule la educación treinta<br />
años seguidos y renace la corteza... Una persona decente, en ciertos sitios, obra lo mismo<br />
que obraría un mayoral. Aquí estoy yo que me he portado como una chula.<br />
Es decir... más bien obré como una tonta. Caí de inocente. No supe precaver, pero no<br />
hubo en mí mala intención. Ello ocurrió... porque sí. Me pesa, Señor. En toda mi vida me<br />
ha sucedido ni ha de volver a sucederme cosa semejante... De eso respondo, y ahora, a<br />
remediar el daño. Puerta cerrada, esquinazo, mutis. No me vuelve a ver el pelo el señorito<br />
ese. En tomando el tren de Galicia... Y sin tanto. Declaro la casa en estado de sitio... Aquí<br />
no entra una mosca. Ya verá si es tan fácil marear a una mujer cuando ella sabe lo que se<br />
hace.<br />
- IX -<br />
Así, punto más, punto menos, hubiera redactado su declaración la dama, si confiase al<br />
papel lo que le bullía en el magín. No afirmamos que, aun dialogando con su conciencia<br />
propia, fuese la marquesa viuda de Andrade perfectamente sincera, y no omitiese algún<br />
detalle, que agravara su tanto de culpa en el terreno de la imprevisión, la ligereza o la<br />
coquetería. Todo es posible y no conviene salir fiador de nadie en este género de<br />
confesiones, que nunca se hacen sin pelos en la lengua y restricciones en la mente.<br />
Sin embargo, no puede negarse que la señora había referido con bastante franqueza el<br />
terrible episodio, tanto más terrible para ella, cuanto que hasta dar este mal paso, caminara<br />
con pie firme y alegre espíritu por la senda de la honestidad. Mérito suyo, más que fruto de<br />
la educación paterna, no muy rígida, ni excesivamente vigilante. A Asís se le habían<br />
cumplido cuantos caprichos puede tener en un pueblo como Vigo una niña rica, huérfana de<br />
madre, y única. A los veinte años de edad, asistiendo a todos los bailes del Casino, a todos<br />
los paseos en la Alameda, a todas las verbenas y romerías de Cristos y Pastoras, visitando<br />
todos los buques de todas las escuadras que fondeaban en el puerto, Asís no había hecho
45<br />
cosa esencialmente mala, pues no hay severidad que baste a condenar de un modo rigoroso<br />
el carteo con un teniente de navío, a quien veía de higos a brevas -cuando la Villa de Bilbao<br />
andaba en aquellas aguas-. Por entonces le entró al papá de Asís, acaudalado negociante, la<br />
ventolera de las contratas acompañada naturalmente de la necesidad de meterse en política:<br />
tuvo distrito, y contrata va y legislatura viene, comenzó a llevarse a su hija a Madrid todos<br />
los inviernos, a dar una vueltecita -la frase sacramental-. Hospedábanse en casa de un primo<br />
de la difunta mamá de Asís, el marqués de Andrade, consejero de Estado, porque Asís era<br />
fruto de una de esas alianzas entre blasones y talegas que en Galicia y en todas partes se<br />
ven tan a menudo, sin que tuerza el gesto ningún venerable retrato de familia, ni ningún<br />
abuelo se estremezca en su tumba. El consejero de Estado se encontraba viudo y sin<br />
descendencia; conservaba un cerquillo de pelo alrededor de una lucia calva; poseía buenos<br />
modales, carácter ameno (en la Corte no existen viejos avinagrados) y la suficiente<br />
mundología para saber cómo ha de insinuarse un cincuentón con una muchacha. Asís<br />
empezó por enseñarle a su tío, bromeando, las cartas del marino, y acabó por escribir a este<br />
una significándole que sus relaciones «quedaban cortadas para siempre». Y así fue, y la<br />
esbelta sombra con gorrilla blanca y levita azul y anclas de oro, no se apareció jamás al pie<br />
del tálamo de los marqueses de Andrade.<br />
El marqués tuvo el talento de no ser celoso y hacerle grata a su mujer la vida conyugal.<br />
Hasta se separó de otra hermana suya - con la cual vivía desde su primer matrimonio -<br />
porque era devota, maniática, opuesta a la sociedad y a las distracciones, y no podía<br />
congeniar con la joven esposa; y no se mostró remiso en aflojar dinero para modistas, ni en<br />
gastar tiempo en teatros, saraos y tertulias. También supo evitar el delirio de los extremos<br />
amorosos, impropios de su edad y la de Asís combinadas; dejó dormir lo que no era para<br />
despertado, y así logró siete años de tranquila ventura y una chiquilla algo enclenque, que<br />
únicamente revivía con los aires marinos y agrestes de la tierra galaica. Un derrame seroso<br />
cortó el curso de los días del buen consejero de Estado, y Asís quedó libre, rica, moza, bien<br />
mirada y con el alma serena.<br />
Pasaba en Madrid los inviernos, teniendo a su niña de medio interna en un atildado<br />
colegio francés; los veranos se iba a Vigo, al lado de su papá; a veces (como sucedía<br />
ahora), el viaje de la chiquilla se adelantaba un poco, porque el abuelo, al cerrarse las<br />
Cortes, se la llevaba consigo a desencanijarse en la aldea... Asís la dejaba marchar de buen
46<br />
grado. El amor maternal era en ella lo que había sido el cariño conyugal: sentimiento<br />
apacible, exento de esas divinas locuras que abrasan el alma y dan a la existencia sentido<br />
nuevo. La marquesa de Andrade vivía contenta, algo envanecida de haber soltado la cáscara<br />
provinciana, y satisfecha también de conservar su honradez como la conservan allá en Vigo<br />
las señoras muy visibles, que no dan un paso sin que el vecindario sepa si fue con el pie<br />
izquierdo o el derecho. Entretenía sus ocios pensando, por ejemplo, que el último vestido<br />
que le había mandado su modista era tan gracioso y menos caro que el de Worth de la<br />
Sahagún; que estaba a bien con el padre Urdax, merced a haber entrado en una asociación<br />
benéfica muy recomendada por los jesuitas; que ella era una dama formal, intachable, y<br />
que, sin embargo, no dejaban de citarla con elogio en las revistas de salones alguna que otra<br />
vez; que podía vivirse en el mundo sin dar entrada al demonio, y que ni el mundo ni Dios<br />
tenían por qué volverle la espalda.<br />
Y ahora...<br />
- X -<br />
Oyendo un nuevo repiqueteo de campanilla, acudió Ángela despavorida, a ver qué era.<br />
Su ama estaba medio incorporada sobre un codo.<br />
- Venga quien venga, ¿entiendes?, venga quien venga..., que he salido.<br />
- A todo el mundo, vamos; que ha salido la señorita.<br />
- A todo el mundo: sin excepción. Cuidadito como me dejas entrar a nadie.<br />
-¡Jesús, señorita! Ni el aire entrará.<br />
- Y prepárame el baño.<br />
-¿El baño? ¿No le sentará mal a la señorita?<br />
- No - contestó Asís secamente -. (¡Manía de meterse en todo tienen estas doncellas!).<br />
-¿Y la orden del coche, señorita? Ya dos veces ha venido Roque a preguntarla.<br />
Al nombre del cochero, sintió Asís que le subía un pavo atroz, como si el cochero<br />
representase para ella la sociedad, el deber, todas las conveniencias pisoteadas y<br />
atropelladas la víspera. ¡El cochero sí que debía maliciarse...!<br />
- Dile..., dile que... venga dentro de un par de horas..., a las cuatro y media... No, a las<br />
cinco y cuarto. Para paseo... Las cinco y media más bien.
47<br />
Saltó de la cama, se puso la bata, y se calzó las chinelas. ¡Sentía un abatimiento grande,<br />
agujetas, cansancio, y al mismo tiempo una excitación, unas ganas de echar a andar, de huir<br />
de sí misma, de no verse ni oírse! No se podía sufrir.<br />
-¡Qué vida tan incómoda la de las señoras que anden siempre en estos enredos! No les<br />
arriendo la ganancia... ¡Ay!, aborrezco los tapujos y las ilegalidades... He nacido para vivir<br />
con orden y con decoro, está visto. ¿Le dará a ese tunante por venir?<br />
Mientras no estaba dispuesto el baño, practicó Asís las operaciones de aseo que deben<br />
precederle: limpiarse y limarse las uñas, lavar y cepillar esmeradamente la dentadura,<br />
desenredar el pelo y pasarse repetidas veces el peine menudo, registrarse cuidadosamente<br />
las orejas con la esponjita y la cucharita de marfil, frotarse el pescuezo con el guante de crin<br />
suavizado con pasta de almendra y miel. A cada higiénica operación y a cada parte de su<br />
cuerpo que quedaba como una patena, Asís creía ver desaparecer la marca de las<br />
irregularidades del día anterior, y confundiendo involuntariamente lo físico y lo moral, al<br />
asearse, juzgaba regenerarse.<br />
Avisó la Diabla que estaba listo el baño. Asís pasó a un cuartuco obscuro, que<br />
alumbraba un quinqué de petróleo (las habitaciones de baño fantásticas que se describen en<br />
las novelas no suelen existir sino en algún palacio, nunca en las casas de alquiler), y se<br />
metió en una bañadera de cinc con capa de porcelana -idéntica a las cacerolas-. ¡Qué<br />
placer! En el agua clara iban a quedarse la vergüenza, la sofoquina y las inconveniencias de<br />
la aventura... ¡Allí estaban escritas con letras de polvo! ¡Polvo doblemente vil, el polvo de<br />
la innoble feria! ¡Y cuidado que era pegajoso y espeso! ¡Si había penetrado al través de las<br />
medias, de la ropa interior, y en toda su piel lo veía depositado la dama! Agua clara y tibia -<br />
pensaba Asís- lava, lava tanta grosería, tanto flamenquismo, tanta barbaridad: lava la<br />
osadía, lava el desacato, lava el aturdimiento, lava el... Jabón y más jabón. Ahora agua de<br />
Colonia... Así.<br />
Esta manía de que con agua de Colonia y jabón fino se le quitaban las manchas a la<br />
honra, se apoderó de la señora en grado tal, que a poco se arranca el cutis, de la rabia y el<br />
encarnizamiento con que lo frotaba. Cuando su doncella le dio la bata de tela turca para<br />
enjugarse, Asís continuó con sus fricciones mitad morales, mitad higiénicas, hasta que ya<br />
rendida se dejó envolver en la ropa limpia, suspirando como el que echa de sí un enorme<br />
peso de cuidados.
48<br />
Llegó el coche algún tiempo después de terminada la faena, no sólo del baño, sino del<br />
tocado y vestido: Asís llevaba un traje serio, de señora que aspira a no llamar la atención.<br />
Ya tenía la Diabla la mano en el pestillo para abrir la puerta a su ama, cuando se le ocurrió<br />
preguntar:<br />
-¿Vendrá a comer, señorita?<br />
- No - y añadió como el que da explicaciones para que no se piense mal de él-. Estoy<br />
convidada a comer en casa de las tías de Cardeñosa.<br />
Al sentarse en su berlinita, respiró anchamente. Ya no había que temer la aparición del<br />
pillo. ¡Bah! Ni era probable que él se acordase de ella; estos troneras, así que pueden<br />
jactarse..., si te he visto no me acuerdo. Mejor que mejor. Qué ganga, si la historia se<br />
resolviese de una manera tan sencilla... Y la voz de Asís adquirió cierta sonoridad al decir<br />
al cochero:<br />
- Castellana... Y luego a casa de las tías...<br />
Aquella vibración orgullosa de su acento parece que quería significar:<br />
- Ya lo ves, Roque... No se va uno todos los días de picos pardos... De hoy más vuelvo<br />
a mi inflexible línea de conducta...<br />
Rodó el coche al trote hasta la Castellana y allí se metió en fila. Era tal el número y la<br />
apretura de carruajes, que a veces tenían que pararse todos por imposibilidad de avanzar ni<br />
retroceder. En estos momentos de forzosa quietud sucedían cosas chuscas: dos señoras que<br />
se conocían y se saludaban, pero no teniendo la intimidad suficiente para emprender<br />
conversación, permanecían con la sonrisa estereotipada, observándose con el rabillo del<br />
ojo, desmenuzándose el atavío y deseando que un leve sacudimiento del mare mágnum de<br />
carruajes pusiese fin a una situación tan pesadita. Otras veces le acontecía a Asís quedarse<br />
parada tocando con una manuela, en cuyo asiento trasero, dejando la bigotera libre, se<br />
apiñaban tres mozos de buen humor, horteras o empleadillos de ministerio, que le soltaban<br />
una andanada de dicharachos y majaderías: y nada: aguantarlos a quema ropa, sin saber qué<br />
era menos desairado, sonreírse o ponerse muy seria o hacerse la sorda. También era<br />
fastidioso encontrarse en contacto íntimo con el fogoso tronco de un milord, que sacudía la<br />
espuma del hocico dentro de la ventanilla, salpicando el haz de lilas blancas sujeto en el<br />
tarjetero, que perfumaba el interior del coche. Incidentes que distraían por un instante a la<br />
marquesa de Andrade de la dulce quietud y del bienhechor reposo producido por la frescura
49<br />
del aire impregnado de aroma de lilas y flor de acacia, por la animación distinguida y<br />
silenciosa del paseo, por el grato reclinatorio que hacía a su cabeza y espalda el rehenchido<br />
del coche, forrado de paño gris.<br />
-¡Calle! Allí va Casilda Sahagún empingorotada en el campanario de su break. ¿De<br />
dónde vendrá, señor? ¡Toma! Ya caigo; de la novillada que armaron los muchachos finos,<br />
Juanito Albares, Perico Gonzalvo, Paco Gironellas, Fernandín Hurtado... - En un minuto<br />
recordó Asís la organización de la fiesta taurina: se habían repartido programas impresos en<br />
raso lacre, redactados con muy buena sombra; no había nada más salado que leer, por<br />
ejemplo: - Banderilleros: Fernando Alfonso Hurtado de Mendoza (a) Pajarillas. - José<br />
María Aguilar y Austria (a) el Chaval. ¡Pues poca broma hubo en casa de Sahagún la noche<br />
que se arregló el plan de la corrida! Y Asís estaba convidada también. Se le había pasado:<br />
¡qué lástima! La duquesa, tan sandunguera como de costumbre, hecha un cartón de Goya<br />
con su mantilla negra y su grupo de claveles; los muchachos, ufanísimos, en carretela<br />
descubierta, envueltos en sus capotes morados y carmesíes con galón de oro. Lo que es<br />
torear habrían toreado de echarles patatas; pero ahora, nadie les ganaba a darse pisto<br />
luciendo los trajes. Revolvían el paseo de la Castellana: eran el acontecimiento de la tarde.<br />
Asís sintió un descanso mayor aún después de ver pasar la comitiva taurómaca:<br />
comprendió, guiada por el buen sentido, que a nadie, en aquel conjunto de personas<br />
siempre entretenidas por algún suceso gordo del orden político, o del orden divertido, o del<br />
orden escandaloso con platillos y timbales, se le ocurriría sospechar su aventurilla del<br />
Santo. A buen seguro que por un par de días nadie pensase más que en la becerrada<br />
aristocrática.<br />
Este convencimiento de que su escapatoria no estaba llamada a trascender al público, se<br />
robusteció en casa de las tías de Cardeñosa. Las Cardeñosas eran dos buenas señoritas,<br />
solteronas, de muy afable condición, rasas de pecho, tristes de mirar, sumamente anticuadas<br />
en el vestir, tímidas y dulces, no emancipadas, a pesar de sus cincuenta y pico, de la eterna<br />
infancia femenina; hablaban mucho de novenas, y comentaban detenidamente los<br />
acontecimientos culminantes, pero exteriores, ocurridos en la familia de Andrade y en las<br />
demás que componían su círculo de relaciones; para las bodas tenían aparejada una sonrisa<br />
golosa y tierna, como si paladeasen el licor que no habían probado nunca; para las<br />
enfermedades, calaveradas de chicos y fallecimientos de viejos, un melancólico arqueo de
50<br />
cejas, unos ademanes de resignación con los hombros y unas frases de compasión, que por<br />
ser siempre las mismas, sonaban a indiferencia. Religiosas de verdad, nunca murmuraban<br />
de nadie ni juzgaban duramente la ajena conducta, y para ellas la vida humana no tenía más<br />
que un lado, el anverso, el que cada uno quiere presentar a las gentes. Gozaban con todo<br />
esto las Cardeñosas fama de trato distinguidísimo, y su tarjeta hacía bien en cualquier<br />
bandeja de porcelana de esas donde se amontona, en forma de pedazos de cartulina, la<br />
consideración social.<br />
Para Asís, la insulsa comida de las tías de Cardeñosa y la anodina velada que la siguió,<br />
fueron al principio un bálsamo. Se le disiparon las últimas vibraciones de la jaqueca y las<br />
postreras angustias del estómago, y el espíritu se le aquietó, viendo que aquellas señoras<br />
respetadísimas y excelentes la trataban con el acostumbrado afecto y comprendiendo que ni<br />
por las mientes se les pasaba imaginar de ella nada censurable.<br />
El cuerpo y el alma se le sosegaban a la par, y gracias a tan saludable reacción, aquello<br />
se le figuraba una especie de pesadilla, un cuento fantástico...<br />
Pero obtenido este estado de calma tan necesario a sus nervios, empezó la dama a notar,<br />
hacia eso de las diez, que se aburría ferozmente, por todo lo alto, y que le entraban ya unas<br />
ganas de dormir, ya unos impulsos de tomar el aire, que se revelaban en prolongados<br />
bostezos y en revolverse en la butaca como si estuviese tapizada de alfileres punta arriba.<br />
Tanto, que las Cardeñosas lo percibieron, y con su inalterable bondad comenzaron a<br />
ofrecerle otro sillón de distinta forma, el rincón del sofá, una silla de rejilla, un taburetito<br />
para los pies, un cojín para la espalda.<br />
- No os incomodéis... Mil gracias... Pero si estoy perfectamente.<br />
Y no atreviéndose a mirar el suyo, echaba un ojo al reloj de sobremesa, un Apolo de<br />
bronce dorado, de cuya clásica desnudez ni se habían enterado siquiera las Cardeñosas, en<br />
cuarenta años que llevaba el dios de estarse sobre la consola del salón en postura<br />
académica, con la lira muy empuñada. El reloj... por supuesto, se había parado desde el<br />
primer día, como todos los de su especie. Asís quería disimular, pero se le abría la boca y se<br />
le llenaban de lágrimas los ojos; abanicándose estrepitosamente, contestando por máquina a<br />
las interrogaciones de las tías acerca de la salud de su niña y los proyectos de veraneo,<br />
inminentes ya. Las horas corrían, sin embargo, derramando en el espíritu de Asís el opio del<br />
fastidio... Cada rodar de coches por la retirada calle en que habitaban las Cardeñosas, le
51<br />
producía una sacudida eléctrica. Al fin hubo uno que paró delante de la casa misma...<br />
¡Bendito sea Dios! Por encanto recobró la dama su alegría y amabilidad de costumbre, y<br />
cuando la criada vino a decir: «Está el coche de la señora marquesa», tuvo el heroísmo de<br />
responder con indiferencia fingida:<br />
- Gracias, que se aguarde.<br />
A los dos minutos, alegando que había madrugado un poco, arrimaba las mejillas al<br />
pálido pergamino de las de sus tías, daba un glacial beso al aire y bajaba la escalera<br />
repitiendo:<br />
- Sí..., cualquier día de estos... ¡Qué! Si he pasado un rato buenísimo... ¿Mañana sin<br />
falta... eh?, las papeletas de los Asilos. Mil cosas al padre Urdax.<br />
Al tirar de la campanilla en su casa, tuvo una corazonada rarísima. Las hay, las hay, y el<br />
que lo niegue es un miope del corazón, que rehúsa a los demás la acuidad del sentido<br />
porque a él le falta. Asís, mientras sonaba el campanillazo, sintió un hormigueo y un<br />
temblor en el pulso, como si semejante tirón fuese algún acto muy importante y decisivo en<br />
su existencia. Y no experimentó ninguna sorpresa, aunque sí una violenta emoción que por<br />
poco la hace caerse redonda al suelo, cuando en vez de la Diabla o del criado, vio que le<br />
abría la puerta aquel pillo, aquel grandiosísimo truhán.<br />
- XI -<br />
Lo bueno fue que la dama, lejos de sorprenderse, saludó a Pacheco como si el<br />
encontrarle allí a tales horas le pareciese la cosa más natural del mundo, y, recíprocamente,<br />
Pacheco empleó también con ella todas las fórmulas de cortesía acostumbradas cuando un<br />
caballero se encuentra a una señora de cumplido, respetable, ya que no por sus años, por su<br />
carácter y condición. Se hizo atrás para dejarla pasar, y al seguirla al saloncito de confianza,<br />
donde ardía sobre la mesa de tijera la gran lámpara con pantalla rosa velada de encaje, se<br />
quedó próximo a la puerta y en pie, como el que espera una orden de despedida.<br />
- Siéntese usted, Pacheco... - tartamudeó la señora, bastante aturrullada aún.<br />
El gaditano no se sentó, pero adelantó despacio, como receloso; parecía, por su<br />
continente, algún hombre poco avezado a sociedad: pero este aspecto, que Asís atribuyó a<br />
hipocresía refinada, contrastaba de un modo encantador con la soltura de su cuerpo y
52<br />
modales, la elegancia no estudiada de su vestir, la finura de su chaleco blanquísimo, su tipo<br />
de persona principal. Viéndole tan contrito, Asís se rehízo y cobró ánimos. «Gran ocasión<br />
de leerle la cartilla al señorito este: ¿conque muy manso y fingiéndose arrepentido, eh?<br />
Ahora lo verás...». Porque la dama, en su inexperiencia, se había figurado que su<br />
compañero de romería iba a entrar hecho un sargento, y a las primeras de cambio le iba a<br />
soltar un abrazo furibundo o cualquier gansada semejante... Pero ya que gracias a Dios se<br />
manifestaba tan comedido, bien podía la señora acusarle las cuarenta. Y Asís abrió la boca<br />
y exclamó:<br />
- Conque usted aquí... Yo quisiera... yo...<br />
El gaditano se acercó todavía más, hasta ponerse al lado de la dama, que seguía en pie<br />
junto a la mesa. La miró fijamente y luego pronunció como el que dice la cosa más patética<br />
del mundo:<br />
- A mí va usted a regañarme too lo que guste... A los criados ni chispa... La culpa es<br />
mía toa. Un cuarto de hora de conversasión con la chica me ha costao el entrar. Hasta<br />
requiebros le he soltao. Y na, ni por esas. Al fin le dije... que vamos, que ya sabía usted que<br />
yo vendría y que para recibirme a mí se quería usted negar a los demás. Ríñame usted, que<br />
lo meresco too.<br />
Estas enormidades las murmuró con tono lánguido y quejumbroso, con los ojos<br />
mortecinos y un aire de melancolía que daba compasión. Asís se quedó de una pieza, así al<br />
pronto; que después se le deshizo el nudo de la garganta y las palabras le salieron a<br />
borbotones. Ea..., ahí va... Ahora sí que me desato...<br />
- Sí señor, que merece usted... Pues hombre... me pone usted en berlina con mis<br />
criados... ¡Por eso se escondieron cuando yo entraba... y le dejan a usted que abra la puerta!<br />
¡Gandules de profesión! A la Angelita yo le diré cuántas son cinco... Y lo que es a<br />
Perfecto... Alguno podrá ser que no duerma en casa esta noche... Los enemigos<br />
domésticos... Aguarde usted, aguarde usted... Estas jugadas no me las hacen ellos a mí...<br />
¡Habrase visto! ¡Para esto los trata uno del modo que los trata! ¡Para que le vendan a las<br />
primeras de cambio!<br />
Comprendía la misma señora que se ponía algo ordinaria chillando y manoteando así, y<br />
lo peor de todo, que era predicar en desierto, pues ni siquiera podían oírla desde la cocina;<br />
además, Pacheco, en vez de asustarse con tan caliente reprimenda, pareció que recobraba
53<br />
los espíritus, se llegó más, y bajando la cabeza, acarició las sienes de la enojada. Esta se<br />
echó atrás, no tan pronto que ya no la sujetase blandamente por la cintura un brazo del<br />
gaditano y que este no balbuciese a su oído:<br />
-¿A qué te enfadas con los criados, chiquilla? ¿No te he dicho que no tienen culpa?<br />
Mira, esa chica que te sirve, vale un Perú. Te quiere bien. Le daba dinero y no lo admitió ni<br />
hecha peazos. Dijo que con tal que tú no la riñeses... Ahora si gritas se armará un<br />
escándalo... Pero me iré cuanto tú lo mandes. Que sí me iré, mujer...<br />
Al anunciar que se iba, se sentó en el sofá-diván, obligando a la señora a sentarse<br />
también. Esta notaba una turbación que ya no se parecía a la pseudocólera de antes, y, por<br />
lo bajo, murmuraba:<br />
- Pues váyase usted... Hágame el favor de irse. Por Dios...<br />
-¿Ni un minuto hay para mí? Estoy enfermo... ¡Si vieses! En toda la noche no he<br />
dormido, no he pegado los ojos.<br />
Asís iba a preguntar: «¿por qué?», pero calló, pareciéndole inconveniente y necia la<br />
pregunta.<br />
- Necesitaba saber de ti... Si estabas ya buena, si habías descansado... Si me querías<br />
mal, o si me mirabas con alguna indulgencia. ¿Dura el mal humor? ¿Y esa cabecita? ¿A<br />
ver?<br />
Se la recostó sobre el hombro, sujetándola con la palma de la mano derecha. Asís,<br />
esforzándose en romper el lazo, notaba disminuidas sus fuerzas por dos sentimientos: el<br />
primero, que viendo tan sumiso y moderado al gran pillo, le habían entrado unas miajas de<br />
lástima; el segundo..., el sentimiento eterno, la maldita curiosidad, la que perdió en el<br />
Paraíso a la primera mujer, la que pierde a todas, y tal vez no sólo a ellas sino al género<br />
humano... ¿A ver? ¿Cómo sería? ¿Qué diría Pacheco ahora?<br />
Pacheco, en un rato, no dijo nada; ni chistó. Su palma fina, sus dedos enjutos y<br />
nerviosos oprimían suavemente la cabeza y sienes de Asís, lo mismo que si a esta le durase<br />
aún el mareo de la víspera y necesitase la medicina de tan sencillo halago. En la sala<br />
parecía que la varita de algún mágico invisible derramaba silencio apacible y amoroso, y la<br />
luz de la lámpara, al través de su celosía de encaje, alumbraba con poética suavidad el<br />
recinto. La sala estaba amueblada con esas pretensiones artísticas que hoy ostenta todo<br />
bicho viviente, sepa o no sepa lo que es arte, y con ese aspecto de prendería que resulta de
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aglomerar el mayor número posible de cosas inconexas. Sitiales, butacas bajas y<br />
coquetonas, mesillas forradas de felpa imitando un corazón o una hoja de trébol, columnas<br />
que sostienen quinqués, divancitos cambiados donde la gente puede gozar del placer de<br />
darse la espalda y coger un tortícolis, alguna drácena en jardineras de cinc, un perro de<br />
porcelana haciendo centinela junto a la chimenea, y dos hermosos vargueños patrimoniales<br />
restaurados y dorados de nuevo... Todo revuelto, colocado de la manera que más dificultase<br />
el paso a la gente, haciendo un archipiélago donde no se podía navegar sin práctico. ¿Y las<br />
paredes? Si el suelo estaba intransitable, en las paredes no quedaba sitio libre para un clavo,<br />
pues el buen marqués de Andrade, incapaz de distinguir un Ticiano de un Ribera, la había<br />
dado algún tiempo de protector de jóvenes artistas, llenando la casa de acuarelas con<br />
chulas, matones del Renacimiento o damas Luis XV; de manchas, apuntes y bocetos hechos<br />
a punta de cuchillo, o a yema de dedo, tan libres y tan francos, que ni el mismo demonio<br />
adivinaría lo que representaban; de tablitas lamidas y microscópicas, encerradas en marcos<br />
cinco veces mayores; de fotografías con retumbantes dedicatorias; migajas de arte, en<br />
suma, que al menos cubren la vulgaridad del empapelado y distraen gratamente la vista. Y<br />
en hora semejante, en medio de la amable paz que flotaba en la atmósfera y con la luz<br />
discreta transparentada por el encaje, los cachivaches se armonizaban, se fundían en una<br />
dulce intimidad, en una complicidad silenciosa; la misiva horrible carátula japonesa<br />
colgada encima de un vargueño y de uno de cuyos ojos se descolgaba una procesión de<br />
monitor de felpa, tenía un gesto menos infernal; el pañolón de Manila que cubría el piano,<br />
abría alegremente todas sus flores; las begonias, próximas a la entreabierta ventana, se<br />
estremecían como si las acariciase el vientecillo nocturno... Sólo el bull-dog de porcelana,<br />
sentado como una esfinge, miraba con alarmante persistencia al grupo del sofá, guardando<br />
una actitud digna y enérgica, como si fuese celoso guardián puesto allí por el espíritu del<br />
respetable marqués difunto... Casi parecería natural que abriese las fauces, soltase un<br />
ladrido ele alarma, y se abalanzase dispuesto a morder...<br />
Pacheco decía bajito, con el ceceo mimoso y triste de su pronunciación:<br />
-¿Te sospechabas tú lo de ayer, chiquilla? ¿A que sí? Mira, no me digas no, que las<br />
mujeres estáis siempre de vuelta en esas cosas... ¡A ver si se calla usted y no me replica! Tú<br />
veías muy bien, picarona, que yo estaba muerto, lo que se dice muerto... Sólo que creíste<br />
poder dejarme en blanco... Pero sospechar... ¡Quia! ¡Si lo calaste desde el mismo momento
55<br />
que tiré el puro en los jardines! ¿Y tú te gosabas en verme a mí sufrir, no es eso? ¡Somos<br />
más malos! Toma en castigo... ¡Y qué bonita estabas, gitana salá! ¿Te ha dicho a ti algún<br />
hombre bonita? ¿No? ¡Pues ahora te lo digo yo, vamos!, y valgo más que toos... Oye, en el<br />
coche te hubiese yo requebrado seis dosenas de veses..., te hubiese llamao mona, serrana,<br />
matadora de hombres... Sólo que no me atrevía, ¿sabes tú? Que si me atrevo, te suelto toas<br />
las flores de la primavera en un ramiyetico.<br />
Aquí Asís, sin saber por qué, recobró el uso de la palabra, y fue para gritar:<br />
- Sí..., como a la chica del merendero..., y a mi criada..., y a todas cuantas se ofrece...<br />
Lo que es por palabrería no queda.<br />
La interrumpió un enérgico tapabocas.<br />
- No compares, chiquiya, no compares... Tonterías que se disen por pasá el rato, pa que<br />
se encandilen las mujeres... Contigo..., ¡Virgen Santa!, tengo yo una ilusión..., ¡una<br />
ilusionasa de volverme loco! Has de saber que yo mismo estoy pasmao de lo que me<br />
sucede. Nunca me quedé triste después de una cosa así sino contigo. Hasta me falta<br />
resolución pa hablarte. Estoy así... medio orgulloso y medio pesaroso. Más quisiera que nos<br />
hubiésemos vuelto ayer antes de almorsá. ¿No lo crees? ¿Ah, no lo crees? Por estas...<br />
Y el meridional puso los dedos en cruz y los besó con ademán popular. Asís se echó a<br />
reír mal de su grado. Ya no había posibilidad de enfadarse: la risa desarma al más furioso.<br />
Y ahora, ¿qué hacer?, pensaba la dama, llamando en su auxilio toda su presencia de ánimo,<br />
toda su habilidad femenil. Nada, muy sencillo... No negarle la cita que pedía para el día<br />
siguiente por la tarde; porque si se le negaba, era capaz de hacer cualquier desatino. No,<br />
no..., contemporizar..., otorgar la cita, y a la hora señalada..., ¡busca!, estar en cualquier<br />
sitio menos donde Pacheco esperase... Y ahora, procurar por bien que se largase cuanto más<br />
pronto... ¡Qué diría el servicio! ¡En esa cocina estaría la Diabla haciendo unos calendarios!<br />
- XII -<br />
Doloroso es tener que reconocer y consignar ciertas cosas; sin embargo, la sinceridad<br />
obliga a no eliminarlas de la narración. Queda, eso sí, el recurso de presentarlas de forma<br />
indirecta, procurando con maña que no lastimen tanto como si apareciesen de frente,
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insolentonas y descaradas, metiéndose por los ojos. Así la implícita desaprobación del<br />
novelista se disfraza de habilidad.<br />
Tocante a la cita que la marquesa viuda de Andrade pensaba conceder en falso, con<br />
resolución firmísima de hacer la del humo, la novela puede guardar un discreto mutismo; y<br />
no faltará a su elevada misión, con tal que refiera lo que ocurría a la puerta de la dama:<br />
indicación sobria y a la vez sumamente expresiva.<br />
La berlina de la señora, enganchada desde las cinco, esperaba allí. El cochero, inmóvil,<br />
bien afianzado en su cuña, había permanecido algún tiempo en la actitud reglamentaria,<br />
enarbolada la fusta, recogidas las riendas, ladeado graciosamente el sombrero y muy juntas<br />
las punteras de las botas; pero transcurrido un cuarto de hora, el recalmón de la tardecita y<br />
el aburrimiento de la espera le derramaron en los párpados grato beleño y fue dejando caer<br />
la cabeza sobre el pecho, aflojando las manos, exhalando una especie de silbido y a veces<br />
un ronquido súbito, que le asustaba a él mismo despertándole... También el caballo, durante<br />
los primeros momentos de quietud, se mantuvo engallado, airoso, dispuesto a beberse la<br />
distancia; pero al convencerse de que teníamos plantón, desplomó el cuerpo sobre las patas,<br />
sacudió el freno regándolo con espuma, entornó los ojos y se dispuso a la siesta. Hasta la<br />
misma berlina pareció afianzarse en las ruedas con ánimo de descansar.<br />
Y fue poniéndose el sol, subiendo de piso en piso a despedirse de los cristales,<br />
refugiándose en la copa de las acacias de Recoletos cuando ya las envolvía la azul y<br />
vaporosa bruma del anochecer; y el calor disminuyó un tantico, y el farolero corrió<br />
encendiendo hilos de luz a lo largo de las calles... Berlina, caballo y cochero dormían,<br />
resignados con su suerte, sin que se les ocurriese que para semejante viaje no se necesitaban<br />
alforjas y que mejor se encontrarían la una metida en su funda, el otro despachando su<br />
ración de pienso, el último en su taberna favorita o viendo la novillada de aquella tarde...<br />
Cerca de las siete serían cuando salió de la casa un hombre. Era apuesto y andaba<br />
aprisa, recatándose de la portera. Atravesó la calle y en la acera de enfrente se detuvo,<br />
mirando hacia las ventanas del cuarto de Asís. Ni rastro de persona asomada en ellas. El<br />
hombre siguió su camino hacia Recoletos.<br />
- XIII -
57<br />
Solía el comandante Pardo ir alguna que otra noche a casa de su paisana y amiga la<br />
marquesa de Andrade. Charlaban de mil cosas, disputando, acalorándose, y en suma,<br />
pasando la velada solos, contentos y entretenidos. De galanteo propiamente dicho, ni<br />
sombra, aun cuando la gente murmuraba (de la tertulia de la Sahagún saldría el chisme) que<br />
don Gabriel hacía tiro al decente caudal y a la agradable persona de Asís; si bien otros<br />
opinaban, con trazas y tono de mejor informados, que ni a Pardo le importaba el dinero, por<br />
ser desinteresadísimo, ni las mujeres, por hallarse mal curada todavía la herida de un gran<br />
desengaño amoroso que en Galicia sufriera: una historia romántica y algo obscura con una<br />
sobrina, que por huir de él se había metido monja en un convento de Santiago.<br />
Ello es que Pardo resolvió consagrar a la dama la noche del día en que la berlina echó la<br />
siesta famosa. Serían las nueve cuando llamó a la puerta. Generalmente, los criados le<br />
hacían entrar con un apresuramiento que delataba el gusto de la señora en recibir<br />
semejantes visitas. Pero aquella noche, así Perfecto (el mozo de comedor, a quien Asís<br />
llamaba Imperfecto por sus gedeonadas) como la Diabla, se miraron y respondieron a la<br />
pregunta usual del comandante, titubeando e indecisos.<br />
-¿Qué pasa? ¿Ha salido la señorita? Los martes no acostumbra.<br />
- Salir..., como salir... - balbució Imperfecto.<br />
- No, salir no - acudió la Diabla, viéndole en apuro -. Pero está un poco...<br />
- Un poco dilicada - declaró el criado con tono diplomático.<br />
-¿Cómo delicada? - exclamó el comandante alzando la voz -. ¿Desde cuándo se<br />
encuentra enferma? ¿Y qué tiene? ¿Guarda cama?<br />
- No señor, guardar cama no... Unas miagas de jaqueca...<br />
-¡Ah!, bien: díganle ustedes que volveré mañana a saber... y que le deseo alivio. ¿Eh?<br />
¡No se olviden!<br />
Acabar de decir esto el comandante y aparecer en la antesala Asís en bata y arrastrando<br />
chinelas finas, fue todo uno.<br />
- Pero que siempre han de entender al revés cuanto se les manda... Estoy, Pardo, estoy<br />
visible... Entre usted... Qué tienen que ver las órdenes que se dan así, en general, para la<br />
gente de cumplido... Haga usted el favor de pasar aquí...<br />
Gabriel entró. La sala estaba tan simpática, tan tentadora, tan fresca como la víspera; la<br />
pantalla de encaje filtraba la misma luz rosada y ensoñadora; en un talavera de botica se
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marchitaba un ramo de lilas y rosas blancas. Tropezó el pie del comandante, al ir a sentarse<br />
en su butaca de costumbre, con un objeto medio oculto en las arrugas del tapiz turco<br />
arrojado ante el diván. Se bajó y recogió del suelo el estorbo, maquinalmente. Asís extendió<br />
la mano, y a pesar de lo muy distraído y sonámbulo que era Gabriel, no pudo menos de<br />
observar la agitación de la dama al recobrar la prenda, que era uno de esos tarjeteros sin<br />
cierre, de cuero inglés, con dos iniciales de plata enlazadas, prenda evidentemente<br />
masculina. Por un instinto de discreción y respeto, Gabriel se hizo el tonto y entregó su<br />
hallazgo sin intentar ver la cifra.<br />
- Pues me habían dado un susto ese Imperfecto y esa Diabla... - murmuró, tratando de<br />
disimular mejor la sorpresa -. Están en Belén... ¿Se había usted negado, sí o no?<br />
- Le diré a usted... Di una orden... Claro que con usted no rezaba; bien ha visto usted<br />
que le llamé... - alegó la señora con acento contrito, cual si se disculpase de alguna falta<br />
gorda, y muy inmutada, aunque esforzándose también en no descubrirlo.<br />
-¿Y qué es ello? ¿Jaqueca?<br />
- Sí..., bastante incómoda. (Asís se llevó la mano a la sien.)<br />
- Entonces le voy a dar a usted la noche si me quedo. La dejaré a usted descansar... En<br />
durmiendo se pasa.<br />
- No, no, qué disparate... No se va usted. Al contrario...<br />
-¿Cómo que al contrario? Ruego que se expliquen esas palabras - exclamó el<br />
comandante, aprovechando la ocasión de bromear para que se le quitase a Asís el<br />
sobresalto.<br />
- Se explicarán... Significan que va usted a acompañarme por ahí fuera un ratito... A dar<br />
una vuelta a pie. Me conviene esparcirme, tomar el aire...<br />
- Iremos a un teatrillo... ¿Quiere usted? Dicen que es muy gracioso El Padrón<br />
Municipal, en Lara.<br />
- Teatrillo..., ¿calor, luces, gente? Usted pretende asesinarme. No: si lo que me pide el<br />
cuerpo es ejercicio. Así, conforme estoy, sin vestirme... Me planto un abrigo y un velo...<br />
Me calzo... y jala.<br />
- A sus órdenes.<br />
Cuando salieron a la calle, Asís suspiró, aliviada, y con el impulso de su andar señaló la<br />
dirección del paseo.
59<br />
El barrio de Salamanca, a trechos, causa la ilusión gratísima de estar en el campo:<br />
masas de árboles, ambiente oxigenado y oloroso, espacio libre, y una bóveda de<br />
firmamento que parece más elevada que en el resto de Madrid.<br />
La noche era espléndida, y al levantar Asís la cabeza para contemplar el centelleo de los<br />
astros, se le ocurrió, por decir alguna cosa, compararlos a las joyas que solía admirar en los<br />
bailes.<br />
- Aquellas cuatro estrellitas seguidas parecen el imperdible de la marquesa de<br />
Riachuelo... cuatro brillantazos que le dejan a uno bizco. Esa constelación... ¡allí, hombre,<br />
allí!, hace el mismo efecto que la joya que le trajo de París su marido a la Torres-Nobles...<br />
Hasta tiene en medio una estrellita amarillenta, que será el brillante brasileño del centro.<br />
Aquel lucero tan bonito, que está solo...<br />
- Es Venus... Tiene algo de emblemático eso de que Venus sea tan guapa.<br />
- Usted siempre confundiendo lo humano y lo divino...<br />
- No, si la mezcolanza fue usted quien la armó comparando los astros a las joyas de sus<br />
amiguitas. ¡Qué hermoso es el cielo de Madrid! - añadió después de breve silencio -. En<br />
esto tenemos que rendir el pabellón, paisana. Nuestro suelo es más fresco, más bonito: pero<br />
la limpieza de esta atmósfera... Allá hay que mirar hacia abajo, aquí hacia arriba.<br />
Callaron un ratito.<br />
En aquel dosel azul sembrado de flores de pedrería, Asís y el comandante veían la<br />
misma cosa, un tarjetero de piel inglesa; y como por magnética virtud, sentían al través de<br />
sus brazos, que se tocaban, el mutuo pensamiento.<br />
Hallábanse al final del Prado, enteramente desierto a tales horas, con sus sillas<br />
recogidas y vueltas. Se escuchaba el murmurio monótono de la Cibeles, y allá en el fondo<br />
del jardincillo, tras las irregulares masas de las coníferas, destacaba el Museo su elegante<br />
silueta de palacio italiano. No pasaba un alma, y la plazuela de las Cortes, a la luz de sus<br />
faroles de gas, parecía tan solitaria como el Prado mismo.<br />
-¿Subimos hacia la Carrera? - interrogó Pardo.<br />
- No, paisano... ¡Ay Jesús! A los dos pasos nos encontrábamos algún conocido, y<br />
mañana..., chi, chi, chi..., cuentecito en casa de Sahagún o donde se les antojase. Bajemos<br />
hacia Atocha.
60<br />
- Y usted, ¿por qué da a eso tanta importancia? ¿Qué tiene de particular que salga usted<br />
a tomar el fresco en compañía de un amigo formal? Cuidado que son majaderas las<br />
fórmulas sociales. Yo puedo ir a su casa de usted y estarme allí las horas muertas sin que<br />
nadie se entere ni se ocupe, y luego, si salimos reunidos a la calle media hora... cataplum.<br />
- Qué manía tiene usted de ir contra la corriente... Nosotros no vamos a volver el mundo<br />
patas arriba. Dejarlo que ruede. Todo tiene sus porqués, y en algo se fundan esas<br />
precauciones o fórmulas, como usted les llama. ¡Ay! ¡Qué fresquito tan hermoso corre!<br />
-¿Está usted mejor?<br />
- Un poco. Me da la vida este aire.<br />
- Quiere usted sentarse un rato? El sitio convida.<br />
Sí que convidaba el sitio, a la vez acompañado y solo: unos anchos asientos de piedra<br />
que hay delante del Museo, a la entrada de la calle de Trajineros, la cual si por su gran<br />
proximidad a la plazuela de las Cortes resulta céntrica y decorosa, a semejante hora<br />
compite en lo desierta con el despoblado más formidable de Castilla. Las acacias<br />
prodigaban su rica esencia, y si el comandante tuviese propósito de declarar a la señora<br />
algún atrevido pensamiento, nunca mejor. No sería así, porque después de tomar asiento se<br />
quedaron mudos ella y él; Asís, además de muda, estaba cabizbaja y absorta.<br />
No es posible que esta clase de pausas se establezcan en una entrevista a solas de<br />
hombre y mujer, en tales sitios y horas, sin producirles a los dos un estado de ánimo<br />
singular, a la vez atractivo y embarazoso. El comandante limpió sus quevedos, operación<br />
que verificaba muy a menudo, volvió a calárselos y salió por la puerta o por la ventana,<br />
juzgando que la señora desearía explayarse.<br />
- A mí no me la pega usted con jaquecas, Paquita... usted tiene algo... alguna cosa que la<br />
preocupa en gordo... No se me alarme usted: ya sabe que somos amigos viejos.<br />
- Pero si no tengo nada... ¡Qué ocurrencia!<br />
- Mejor, señora, mejor, celebro que sea así - dijo don Gabriel retrocediendo<br />
discretamente -. Yo, en cambio, le podría confiar a usted penas muy grandes..., cosas raras.<br />
-¿Lo de la sobrina? - preguntó Asís con curiosidad, pues ya dos o tres veces en<br />
conversación familiar habían aludido de rechazo a ese misterio de la vida de don Gabriel.<br />
- Sí: al menos la parte mía..., lo que me toca..., eso puedo contárselo a usted. Sabe Dios<br />
cómo lo glosa la gente. (Pardo se alzó el sombrero porque tenía las sienes húmedas de
61<br />
sudor.) Creo que se dice que la pobrecilla me detestaba y que por librarse de mí entró en un<br />
convento de novicia... Falso. No me detestaba, y es más: me hubiera querido con toda su<br />
alma a la vuelta de poco tiempo... Sólo que ella misma no acertó a descifrarlo. Cuando me<br />
conoció, estaba comprometida con otro hombre... cuya clase... no... En fin, que no podía<br />
aspirar a ser su marido. Y al convencerse de esto, la infeliz muchacha pensó que se acababa<br />
el mundo para ella y que no tenía más refugio que el convento. ¡Ay, Paquita! ¡Si supiese<br />
usted qué ratos... qué tragedia! Es asombroso que después de ciertos acontecimientos pueda<br />
uno volver a vivir como antes..., y vaya a tertulias y se chancee, y mire otra vez a las<br />
mujeres, y le agraden, sí..., como me agrada usted, por ejemplo..., y no lo eche usted a mala<br />
parte, que no soy pretendiente importuno, sino amigo de verdad. Ya sabe usted cómo digo<br />
yo las cosas.<br />
Oía la dama la voz del artillero y al par otra interior que zumbaba confusamente:<br />
- Confíale algo..., al menos indícale tu situación... Ideas estrafalarias las tiene, y a veces<br />
es poco práctico, pero es leal... No corres peligro, no... Así te desahogarás... Tal vez te<br />
aconseje bien. Anda, boba... ¿No hace él confianza en ti? Además... no creas que callando<br />
le engañas... ¡Quítale ya la escama del tarjetero!<br />
A pesar de las excitaciones de la voz indiscreta, la señora, en alto, decía tan sólo:<br />
-¿Conque la chica le quería a usted algo? ¿Sin saberlo? ¡Eso es muy particular! ¿Y<br />
cómo lo explica usted?<br />
-¡Ay, Paquita! He renunciado a explicar cosa alguna... No hay explicación que valga<br />
para los fenómenos del corazón. Cuanto más se quieren entender, más se obscurecen. Hay<br />
en nosotros anomalías tan raras, contradicciones tan absurdas... Y a la vez cierta lógica<br />
fatal. En esto de la simpatía sexual, o del amor, o como usted guste llamarle, es en lo que se<br />
ven mayores extravagancias. Luego, a los caprichos y las desviaciones y los brincos de esta<br />
víscera que tenemos aquí, sume usted la maraña de ideas con que la sociedad complica los<br />
problemitas psicológicos. La sociedad...<br />
- Contigo tengo la tema, morena... - interrumpió Asís festivamente -. Usted le echa a la<br />
sociedad todas las culpas. Ahí que no duele. Ya no sé cómo tiene espaldas la infeliz.<br />
- Pues, figúrese usted, paisana. Como que de mi tragedia únicamente es responsable la<br />
sociedad. Por atribuir exagerada importancia a lo que tiene mucha menos ante las leyes
62<br />
naturales. Por hacer lo principal de lo accesorio. En fin, punto en boca. No quiero<br />
escandalizarla a usted.<br />
- Paisano... Pero si me da mucha curiosidad eso que iba usted diciendo... No me deje a<br />
media miel... Todas las cosas pueden decirse, según como se digan. No me escandalizaré,<br />
vamos.<br />
- Bien, siendo así... Pero ya no sé en qué estábamos... ¿Usted se acuerda?<br />
- Decía usted que lo principal y lo accesorio... Eso será alguna herejía tremenda, cuando<br />
no quiso usted pasar de ahí.<br />
- Sí, señora... Verá usted, la herejía... Yo llamo accesorio a lo que en estas cuestiones<br />
suele llamarse principal... ¿Se hace usted cargo?<br />
Asís no respondió, porque pasaba un mozalbete silbando un aire de zarzuela y mirando<br />
de reojo y con malicia al sospechoso grupo. Cuando se perdió de vista, pronunció la dama:<br />
-¿Y si me equivoco?<br />
-¿No se asusta usted si lo expreso claramente?<br />
La verdad, desde cierta distancia aquello parecía un diálogo amoroso. Acaso la valla<br />
que existía para que ni pudiese serlo ni llegase a serlo jamás, era un delgado y breve trozo<br />
de piel inglesa, la cubierta de un tarjetero.<br />
- No, no me asusto... Vamos a hablar como dos amigos... francamente.<br />
-¿Quedamos en eso? ¡Magnífico! Pues conste que ya no tiene usted derecho para<br />
reñirme si se me va la lengua... Procuraré, sin embargo... En fin, entiendo por accesorio...<br />
aquello que ustedes juzgan irreparable. ¿Lo pongo más claro aún?<br />
- No, ¡basta! - gritó la señora -. Pero entonces, ¿qué es lo principal según usted?<br />
- Una cosa que abunda menos..., en cambio, vale más... La realidad de un cariño muy<br />
grande entre dos... ¿Qué le parece a usted?<br />
-¡Caramba! - exclamó la señora, meditabunda.<br />
- Le voy a proponer a usted una demostración de mi teoría... Ejemplo; como dicen los<br />
predicadores. Imagínese que en vez de estar en el Prado, estamos en Tierra de Campos, a<br />
dos leguas de un poblachón; que yo soy un bárbaro; que me prevalgo de la ocasión, y abuso<br />
de la fuerza, y le falto a usted al respeto debido... ¿Hay entre nosotros, dos minutos<br />
después, algún vínculo que no existía dos minutos antes? No señora. Lo mismo que si ahora
63<br />
se trompica usted con una esquina..., se hace daño..., procura apartarse y andar con más<br />
cuidado otra vez... y acabose.<br />
bruto.<br />
- Pintado el lance así..., lo que habría, que usted me parecería atroz de antipático y de<br />
- Eso sí... pero vamos a perfeccionar el ejemplo, y pido a usted perdón de antemano por<br />
una conversación tan shocking. Pues no señora: suponga usted que yo no abuso de la fuerza<br />
ni ese es el camino. Lo que hago es explotar con maña la situación y despertar en usted ese<br />
germen que existe en todo ser humano... Nada de violencia: si acaso, en el terreno<br />
puramente moral... Yo soy hábil y provoco en usted un momento de flaqueza...<br />
Fortuna que era de noche y estaba lejos el farol, que si no, el sofoco y el azoramiento de<br />
la dama se le meterían por los ojos al comandante. - Lo sabe, lo sabe - calculaba para sí,<br />
toda trémula y en voz alterada y suplicante, exclamó interrumpiendo:<br />
-¡Qué horror! ¡Don Gabriel!<br />
-¿Qué horror? ¡Mire usted lo que va de ustedes a nosotros! Ese horror, Paquita del<br />
alma, no les parece horrible a los caballeros que usted trata y estima: al marqués de Huelva<br />
con su severidad de principios y su encomienda de Calatrava que no se quita ni para<br />
bañarse..., al papá de usted tan amable y francote..., yo..., el otro..., toditos. Es valor<br />
entendido y a nadie le extraña ni le importa un bledo. Tratándose de ustedes es cuando por<br />
lo más insignificante se arma una batahola de mil diablos, que no parece sino que arde por<br />
los cuatro costados Madrid. La infeliz de ustedes que resbala, si olfateamos el resbalón, nos<br />
arrojamos a ella como sabuesos, y o puede casarse con el seductor, o la matriculamos en el<br />
gremio de las mujeres galantes hasta la hora de la muerte. Ya puede después de su falta<br />
llevar vida más ejemplar que la de una monja: la hemos fallado..., no nos la pega más. O<br />
bodas, o es usted una corrida, una perdida de profesión... ¡Bonita lógica! Usted, niña<br />
inocente, que cae víctima de la poca edad, la inexperiencia y la tiranía de los afectos y las<br />
inclinaciones naturales, púdrase en un convento, que ya no tiene usted más camino... Amiga<br />
Asís... ¡Tonterías!<br />
Mientras hablaba el comandante, su fantasía, en vez de los plátanos del jardincillo, le<br />
representaba otras masas sombrías de follaje, robles y castaños; y el olor fragante de las<br />
flores de acacia le parecía el de las silvestres mentas que crecen al borde de los linderos en<br />
el valle de Ulloa. La dama que tenía a su lado, por otro fenómeno de óptica interior, veía el
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rebullicio de una feria, una casita al borde del Manzanares, un cuartuco estrecho, un<br />
camastro, una taza de té volcada...<br />
- Tonterías - prosiguió don Gabriel sin fijarse en la gran emoción de Asís -, pero que se<br />
pagan caras a veces... Sucede que se nos imponen, y que por obedecerlas, una mujer de<br />
instintos nobles se juzga manchada, vilipendiada, infamada por toda su vida a consecuencia<br />
de un minuto de extravío, y, de no poder casarse con aquel a quien se cree ligada para<br />
siempre jamás, se anula, se entierra, se despide de la felicidad por los siglos de los siglos<br />
amén... Es monja sin vocación, o es esposa sin cariño... Ahí tiene usted donde paran ciertas<br />
cosas.<br />
Al murmurar con amargura estas palabras, el comandante, en lugar de la silueta gentil<br />
del Museo, veía las verdosas tapias del convento santiagués, las negras rejas de trágicos<br />
recuerdos, y tras de aquellas rejas comidas de orín una cara pálida, con obscuros ojos, muy<br />
semejante a la de cierta hermana suya que había sido el cariño más profundo de su vida.<br />
- XIV -<br />
- Vaya, Pardo... Es usted terrible. ¿Me quiere usted igualar la moral de los hombres con<br />
la de las mujeres?<br />
- Paquita..., dejémonos de clichés. -(Pardo usaba muy a menudo esta palabrilla para<br />
condenar las frases o ideas vulgares.)- Tanto jabón llevan ustedes en las suelas del calzado<br />
como nosotros. Es una hipocresía detestable eso de acusarlas e infamarlas a ustedes con tal<br />
rigor por lo que en nosotros nada significa.<br />
-¿Y la conciencia, señor mío? ¿Y Dios?<br />
La dama argüía con cierta afectada solemnidad y severidad, bajo la cual velaba una<br />
satisfacción inmensa. Iban pareciéndole muy bonitos y sensatos los detestables sofismas del<br />
comandante, que así pervierte la pasión el entendimiento.<br />
-¡La conciencia! ¡Dios! - exclamó él remedando el tono enfático de la señora -. Otro<br />
registro. Bueno: toquémoslo también. ¿Se trata de pecadores creyentes? ¿Católicos,<br />
apostólicos, romanos?<br />
- Por supuesto. ¿Ha de ser todo el mundo hereje como usted?
65<br />
- Pues si tratamos de creyentes, la cuestión de conciencia es independiente de la de<br />
sexo. Aunque me llama usted hereje, todavía no he olvidado la doctrina; puedo decirle a<br />
usted de corrido los diez mandamientos... y se me figura que rezan igual con ustedes que<br />
con nosotros. Y también sé que el confesor las absuelve y perdona a ustedes igualito que a<br />
nosotros. Lo que pide a la penitente el ministro de Dios, es arrepentimiento, propósito de<br />
enmienda. El mundo, más severo que Dios, pide la perfección absoluta, y si no... O todo o<br />
nada.<br />
- No, no; mire usted que también el confesor nos aprieta más las clavijas. Para ustedes<br />
la manga se ensancha un poquito... - repuso Asís, saboreando el deleite de aducir malas<br />
razones para saborear el gusto de verlas refutadas.<br />
- Hija, si eso hacen, es por prudencia, para que no desertemos del confesionario si nos<br />
da por frecuentarlo... En el fondo ningún confesor le dirá a usted que hay un pecado más<br />
para las hembras. Es decir que la cosa queda reducida a las consecuencias positivas y<br />
exteriores..., al criterio social. En salvando este, en no sabiéndose nada, el asunto no tiene<br />
más trascendencia en ustedes que en nosotros... Y en nosotros... ¡ayúdeme usted a sentir!<br />
(Al argüir así, el comandante castañeteaba los dedos.) Ahora, si usted me ataca por otro<br />
lado...<br />
- Yo... - balbució la señora, sin pizca de ganas de atacar.<br />
- Si me sale usted con el respeto y la estimación propia..., con lo que cada cual se debe a<br />
sí mismo...<br />
- Eso..., lo que cada cual se debe a sí mismo - articuló Asís hecha una amapola.<br />
- Convendré en que eso siempre realza a una mujer; pero, en gran parte, depende del<br />
criterio social. La mujer se cree infamada después de una de esas caídas ante su propia<br />
conciencia, porque le han hecho concebir desde niña que lo más malo, lo más infamante, lo<br />
irreparable, es eso; que es como el infierno, donde no sale el que entra. A nosotros nos<br />
enseñan lo contrario; que es vergonzoso para el hombre no tener aventuras, y que hasta<br />
queda humillado si las rehúye... De modo, que lo mismo que a nosotros nos pone muy<br />
huecos, a ustedes las envilece. Preocupaciones hereditarias emocionales, como diría<br />
Spencer. Y vaya unos terminachos que le suelto a usted.<br />
- No, si yo con su trato ya me voy haciendo una sabia. Todos los días me aporrea usted<br />
los oídos con cada palabrota...
66<br />
-¿Y si yo le dijese a usted - prosiguió Pardo echándose a disertar -, que eso que llamé<br />
accesorio en las aventurillas, me parece a mí que en el cariño verdadero, cuando están<br />
unidas así, así, como si las pegasen con argamasa, las voluntades, llega a ser más accesorio<br />
aún? Es el complemento de otra cosa mucho más grande, que dura siempre, y que<br />
comprende eso y todo lo demás... Lo estoy embrollando, paisana. Usted se ríe de mí: a<br />
callar.<br />
Asís oía, oía con toda su alma, pareciéndole que nunca había tenido su paisano<br />
momentos tan felices como aquella noche, ni hablado tan discreta y profundamente. Los<br />
dichos del comandante, que al pronto lastimaban sus convicciones adquiridas, entraban, sin<br />
embargo, como bien disparadas saetas hasta el fondo de su entendimiento y encendían en él<br />
una especie de hoguera incendiaria, a cuya destructora luz veía tambalearse infinitas cosas<br />
de las que había creído más sólidas y firmes hasta entonces. Era como si le arrancasen del<br />
espíritu una muela dañada: dolor y susto al sentir el frío del instrumento y el tirón; pero<br />
después, un alivio, una sensación tan grata viéndose libre de aquel cuerpo muerto...<br />
Anestesia de la conciencia con cloroformo de malas doctrinas, podría llamarse aquella<br />
operación quirúrgico-moral.<br />
- Es un extravagante este hombre - pensaba la operada -. Decir me está diciendo cosas<br />
estupendas... Pero se me figura que le sobra la razón por encima de los pelos. Habla por su<br />
boca la justicia. ¿Va una a creerse criminal por unos instantes de error? Siempre estoy a<br />
tiempo de pararme y no reincidir... ¡Claro que si por sistema...! Ni él tampoco dice eso,<br />
no... Su teoría es que ciertas cosas que suceden así..., qué sé yo cómo, sin iniciativa ni<br />
premeditación por parte de uno, no han de mirarse como manchas de esas que ya nunca se<br />
limpian... El mismo padre Urdax de fijo que no es tan severo en eso como la sociedad<br />
hipocritona... ¡Ay Dios mío!... Ya estoy como mi paisano, echándole a la sociedad la culpa<br />
de todo.<br />
Al llegar aquí de sus reflexiones la dama, la molestó un cosquilleo, primero entre las<br />
cejas, luego en la membrana de la nariz... ¡Aaach! Estornudó con ruido, estremeciéndose.<br />
-¡Adiós! Ya se me ha resfriado usted - exclamó su amigo -. No está usted acostumbrada<br />
a estas vagancias al sereno... Levántese usted y paseemos.<br />
- No, si no es el rocío lo que me acatarra a mí... He tomado sol.<br />
-¿Sol? ¿Cuándo?
67<br />
- Ayer..., digo, anteayer..., yendo..., sí, yendo a misa a las Pascualas. No crea usted:<br />
desde entonces ando yo... regular, nada más que regularcita. Cuando jaquecas, cuando<br />
marcos...<br />
- De todos modos... guíese usted por mí: andemos, ¿eh? Si sobre la insolación le viene a<br />
usted un pasmo... o coge usted unas intermitentes de estas de primavera en Madrid...<br />
- No me asuste usted... Tengo poco de aprensiva -contestó la dama levantándose y<br />
envolviéndose mejor en el abrigo.<br />
-¿A su casa de usted?<br />
- Bien..., sí, vamos hacia allá despacio.<br />
No siguió el comandante explanando sus disolventes opiniones hasta la misma puerta<br />
de la señora. Al abrirla Imperfecto, Asís convidó a su amigo a que descansase un rato; él se<br />
negó; necesitaba darse una vuelta por el Círculo Militar, leer los periódicos extranjeros y<br />
hablar con un par de amigos, a última hora, en Fornos. Deseó respetuosamente las buenas<br />
noches a la señora y bajó las escaleras a paso redoblado. Con el mismo echó calle abajo<br />
aquel gran despreocupado, nihilista de la moral: y nos consta que iba haciendo este o<br />
parecido soliloquio, parecidísimo al que en igualdad de circunstancias haría otra persona<br />
que pensase según todos los clichés admitidos:<br />
- Me ha engañado la viuda... Yo que la creía una señora impecable. Un apabullo como<br />
otro cualquiera. No he mirado las iniciales del tarjetero: serían... ¡vaya usted a saber!<br />
Porque en realidad, ni nadie murmura de ella, ni veo a su alrededor persona que... En fin,<br />
cosas que suceden en la vida: chascos que uno se lleva. Cuando pienso que a veces se me<br />
pasaba por la cabeza decirle algo formal... No, esto no es un caballo muerto, ¡qué<br />
disparate!, es sólo un tropiezo del caballo... No he llegado a caerme... ¡Así fuesen los<br />
desengaños todos!...<br />
Siguió caminando sin ver los árboles del Retiro, que se agrupaban en misteriosas masas<br />
a su derecha. Ni percibía el olor de las acacias. Pero él seguía oliendo, no a los cortesanos y<br />
pulidos vegetales de los paseos públicos, sino a otros árboles rurales, bravíos y libres: los<br />
que producen la morena castaña que se asa en los magostos de noviembre, en el valle de los<br />
Pazos.<br />
- XV -
68<br />
La tarde del día siguiente la dedicó Asís a pagar visitas. Tarea maquinal y enfadosa,<br />
deber de los más irritantes que el pacto social impone. Raro es que nadie se someta a él sin<br />
murmurar, por fuera o por dentro, del mundo y sus farsas. Menos mal cuando las visitas se<br />
hacen, como las hacía la dama, en pies ajenos. Entonces lo arduo de la faena empieza en las<br />
porterías. ¡Si todas las casas fuesen como la de Sahagún o la de Torres -Nobles, por<br />
ejemplo! Allí, antes de llegar, ya llevaba Asís en la mano la tarjeta con el pico dobladito, y<br />
al sentir rodar el coche, ya estaba asomándose al ancho vano del portón el portero<br />
imponente, patilludo, correcto, amabilísimo, que recogía la tarjeta preguntando: «¿Adónde<br />
desea ir la señora?», para transmitir la orden al cochero. Los Torres-Nobles, los Sahagún,<br />
los Pinogrande y otras familias así, de muy alto copete, no recibían sino de noche alguna<br />
vez, y el llegarse a su casa para dejar la tarjeta representaba una fórmula de cortesía<br />
facilísima de cumplir al bajar al paseo o al volver de las tiendas. Pero si entre las relaciones<br />
de Asís las había tan granadas, otras eran de muchísimo menos fuste, y algunas,<br />
procedentes de Vigo, rayaban en modestas. Y allí era el entrar en portales angostos, el<br />
parlamentar con porteras gruñonas, la desconsoladora respuesta: «Sí, señora, me paece que<br />
no ha salío en to el día de casa... Tercero con entresuelo, primero y principal... a mano<br />
izquierda». Y la ascensión interminable, el sobrealiento, el tedio de subir por aquel caracol<br />
obscuro, con olores a cocina y a todas las oficinas caseras, y la cerril alcarreña que abre, y<br />
la acogida embarazosa, las empalagosas preguntitas, los chiquillos sucios y desgreñados,<br />
los relatos de enfermedades, la chismografía viguesa agigantada por la óptica de la<br />
distancia... Vamos, que era para renegar, y Asís renegaba en su interior, consultando sin<br />
embargo la lista de la cartera y diciendo con un suspiro profundo: -¡Ay!... Aún falta la<br />
viuda de Pardiñas... la madre del médico de Celas..., y Rita, la hermana de Gabriel Pardo...<br />
Y esa sí que es urgente... Ha tenido al chiquillo con difteria...<br />
Por lo mismo que el ajetreo de las visitas había sido tan cargante, que a la mayor parte<br />
se las encontrara en casa y que no le sacaron sino conversaciones capaces de aburrir a una<br />
estatua de yeso, la dama regresaba a su vivienda con el espíritu muy sosegado. A semejanza<br />
de los devotos que si les hurga la conciencia se imponen la obligación de rezar tres rosarios<br />
seguidos en una serie considerable de padrenuestros, Asís, sintiéndose reo de perturbación<br />
social, o al menos de amago de este delito, se consagraba a cumplir minuciosamente los
69<br />
ritos de desagravio, y como le habían producido tan soberano fastidio, juzgaba saldada más<br />
de la mitad de su cuenta. Por otra parte, encontrábase decidida - más que nunca - a cortar<br />
las irregularidades de su conducta presente. Tenía razón el comandante: la falta, bien<br />
mirado, no era tan inaudita; pero si trascendía al público, ¡ah!, ¡entonces! Evitar el<br />
escándalo y la reincidencia, garantizar lo venidero..., y se acabó. Cortar de raíz, eso sí (la<br />
dama veía entonces la virtud en forma de grandes y afiladísimas tijeras, como las que usan<br />
los sastres). Y bien podía hacerlo, porque, la verdad ante todo, su corazón no estaba<br />
interesado... - Vamos a ver - argüía para sí la señora -. Supongamos que ahora viniesen a<br />
decirme: Diego Pacheco se ha largado esta mañana a su tierra, donde parece que se casa<br />
con una muchacha preciosa... Nada: yo tan fresca, sin echar ni una lágrima. Hasta puede<br />
que diese gracias a Dios, viéndome libre de este grave compromiso. Pues la cosa es bien<br />
sencilla: ¿se había de ir él? Soy yo quien se larga. Así como así, días arriba o abajo, ya<br />
estaba cerca el de irse a veranear... Pues adelanto el veraneo un poquillo... y corrientes.<br />
¡Qué descanso tomar el tren! Se concluían aquellos recelos incesantes, aquel volver el<br />
rostro cuando la Diabla le preguntaba alguna cosa, aquella tartamudez, aquella vergüenza,<br />
vergüenza tonta en una viuda, que al fin y al cabo era libre y no tenía que dar a nadie cuenta<br />
de sus actos...<br />
Pensaba en estas cosas cuando se apeó y empezó a subir la escalera de su casa. Aún no<br />
estaba encendida la luz, caso frecuente en las tardes veraniegas. Al segundo tramo... ¡Dios<br />
nos asista! Un hombre que se destaca del obscuro rincón... ¡Pacheco!<br />
Reprimió el chillido. El meridional le cogía ambas manos con violencia.<br />
-¿Cómo está mi niña? Tres veces he venido y siempre te negaron... Lo que es una de<br />
ellas juro que estabas en casa... Si no quieres verme, dímelo a mí, que no vendré... Te<br />
miraré de lejitos en el paseo o en el teatro... Pero no me despidas con una criada, que se ríe<br />
de mí al darme con la puerta en las narices.<br />
- No... pero si yo... - contestaba aturdida la señora.<br />
-¿No se había negado la nena para mí?<br />
- No, para ti no... - afirmó rápidamente Asís con acento de sinceridad: tan espontáneo e<br />
inevitable suele ser en ciertas ocasiones el engaño.<br />
- Pues, entonces, vengo esta noche. ¿Sí? Esta noche a las nueve.<br />
Hizo la dama un expresivo movimiento.
70<br />
-¿No quieres? ¿Tienes compromiso de salir, de ir a alguna parte? La verdad, chiquilla.<br />
Me largaré como aquel a quien le han dado cañaso, pero no porfiaré. Me sabe mal porfiar.<br />
Por mí no has de tener tú media hora de disgusto.<br />
Asís titubeaba. Cosa rara y sin embargo explicable dentro de cierto misterioso ilogismo<br />
que impone a la conducta femenina la difícil situación de la mujer: lo que decidió su<br />
respuesta afirmativa fue cabalmente la resolución de poner tierra en medio que acababa de<br />
adoptar en el coche.<br />
- Bueno, a las nueve... (Pacheco la apretó contra sí.) ¿Pero... te irás a las diez?<br />
-¿A las diez? Es tanto como no venir... Tú tienes que hacer hoy: dímelo así, clarito.<br />
- Que hacer no... Por los criados. No me gusta dar espectáculo a esa gente.<br />
- El chico no importa, es un bausán... La chica es más avispada. Mándala con un recado<br />
fuera... Hasta pronto.<br />
Y Pacheco ocultó la cara en el pelo de la señora, descomponiéndolo y echándole el<br />
sombrero hacia atrás. Ella se lo arregló antes de llamar, lo cual hizo con pulso trémulo.<br />
Iba muy preocupada, mucho. Se desnudó distraídamente, dejando una prenda aquí y<br />
otra acullá; la Diabla las recogía y colgaba, no sin haberlas sacudido y examinado con un<br />
detenimiento que a Asís le pareció importuno. ¿Por qué no rehusar firmemente la dichosa<br />
cita?... Sí, sería mejor; pero al fin, para el tiempo que faltaba... Volviose hacia la doncella.<br />
- Mira, revisarás el mundo grande...: creo que tiene descompuestas las bisagras.<br />
Acuérdate mañana de ir a casa de madama Armandina...: puede que ya estén los sombreros<br />
listos... Si no están, le das prisa. Que quiero marcharme pronto, pronto.<br />
-¿A Vigo, señorita? - preguntó la Diabla con hipócrita suavidad.<br />
-¿Pues adónde? También te darás una vuelta por el zapatero... y a ver si en la plazuela<br />
del Ángel tienen compuesto el abanico.<br />
Dictando estas órdenes se calmaba. No, el rehusar no era factible. Si le hubiese<br />
despedido esta noche, él querría volver mañana. Disimulo, transigir... y, como decía él...,<br />
najensia.<br />
Comió poco; sentía esa constricción en el diafragma, inseparable compañera de las<br />
ansiedades y zozobras del espíritu. Miraba frecuentemente para la esfera del reloj, la cual<br />
no señalaba más que las ocho al levantarse la señora de la mesa.<br />
- Oye, Ángela...
71<br />
Faltábale saliva en la boca; la lengua se le pegaba al velo del paladar.<br />
- Oye, hija... ¿Quieres... irte a pasar esta noche con tu hermana, la casada con el guardia<br />
civil? ¿Eh?<br />
-¡Ay señorita!... Yo, con mil amores... Pero vive tan lejos: el cuartel lo tienen allá en las<br />
Peñuelas... Mientras se va y se viene...<br />
- Es lo de menos... Te pago el tranvía... o un simón. Lo que te haga falta... Y aunque<br />
vuelvas después de... media noche ¿eh?, no dejarán de abrirte. Como a escape... Mira, ¿no<br />
tiene tu hermana una niña de seis años?<br />
- De ocho, señorita, de ocho... Y un muñeco de trece meses que anda con la dentición.<br />
- Bien: a la niña podrá servirle, arreglándola... Le llevas aquella ropa de Marujita que<br />
hemos apartado el otro día...<br />
- Dios se lo pague... ¿También el sombrero de castor blanco, con el pájaro?<br />
- También... Anda ya.<br />
El sombrero de castor produjo excelente efecto. Imaginaba siempre la señora que, de<br />
algunos días a esta parte, su doncella se atrevía a mirarla y hablarla ya con indefinible<br />
acento severo, ya con disimulada entonación irónica; pero después de tan espléndida<br />
donación, por más que aguzó la malicia, no pudo advertir en el gracioso semblante de la<br />
criada sino júbilo y gratitud. Comió la Diabla en tres minutos: ni visto ni oído: y a poco se<br />
presentó a su ama muy maja y pizpireta, con traje dominguero, el pelo rizado a tenacilla,<br />
botas que cantaban.<br />
- Vete, hija, ya debe de ser tarde... Las nueve menos cuarto...<br />
- No, señorita... Las ocho y veinticinco por el comedor... ¿Tiene algo que mandar?<br />
¿Quiere alguna cosa?...<br />
- Nada, nada... Que lo pases bien... ¡Qué elegante te has puesto!... ¿Allí habrá gente, eh?<br />
¿Guardias civiles? ¿Jóvenes?<br />
- Algunos... Hay uno de nuestra tierra... de la provincia de Pontevedra, de Marín... alto<br />
él, con bigote negro.<br />
- Bien, hija... Pues lo que es por mí, ya puedes marcharte.<br />
¿Qué haría aquella maldita Diabla, que un cuarto de hora después de recibidas<br />
semejantes despachaderas aún no había tomado el portante? Con el oído pegado a la<br />
puertecilla falsa de su dormitorio, que caía al pasillo, Asís espiaba la salida de su doncella,
72<br />
mordiéndose los labios de impaciencia nerviosa. Al fin sintió pasitos, taconeo de calzado<br />
flamante, oyó una risotada, un ¡a divertirse y gastar poco! que venía de la cocina... La<br />
puerta se abrió, hizo ¡puum!, al cerrarse... ¡Ay, gracias a Dios!<br />
Así que se fue la condenada chica, pareciole a la señora que todo el piso se había<br />
quedado en un silencio religioso, en un recogimiento inexplicable. Hasta la lámpara del<br />
saloncito alumbraba, si cabe, con luz más velada, más dulce que otras noches. Eran las<br />
nueve menos cuarto: Pacheco aún tardaría cosa de veinte minutos... Se oyó un campanillazo<br />
sentimental, tímido, como si la campanilla recelase pecar de indiscreta...<br />
- XVI -<br />
Era Pacheco, envuelto en su capa de embozos grana, impropia de la estación, y de<br />
hongo. Detúvose en la puerta como irresoluto, y Asís tuvo que animarle:<br />
Asís.<br />
- Pase usted...<br />
Entonces el galán se desembozó resueltamente y se informó de cómo andaba la salud de<br />
En los primeros momentos de sus entrevistas, siempre se hablaban así, empleando<br />
fórmulas corteses y preguntando cosas insignificantes; su saludo era el saludo de ordenanza<br />
en sociedad; estrecharse la mano. Ni ellos mismos podrían explicar la razón de este<br />
procedimiento extraño, que acaso fuese la cortedad debida a lo reciente e impensado de su<br />
trato amoroso. No obstante, algo especial y distinto de otras veces notaría el andaluz en la<br />
señora, que al sentarse en el diván a su lado, murmuró después de una embarazosa pausa:<br />
-¡Qué fría me recibes! ¿Qué tienes?<br />
-¡Qué disparate! ¿Qué voy a tener?<br />
-¡Ay prenda, prenda! A mí no se me engaña... Soy perro viejo en materia de mujeres.<br />
Estorbo. Tú tenías algún plan esta noche.<br />
- Ninguno, ninguno - afirmó calurosamente Asís.<br />
- Bien, lo creo. Eso sí que lo has dicho como se dicen las verdaes. Pero, en plata: que no<br />
te pinchaban a ti las ganas de verme. Hoy me querías tú a cien leguas.
73<br />
Aseveró esto metiendo sus dedos largos, de pulcras uñas, entre el pelo de la señora, y<br />
complaciéndose en alborotar el peinado sobrio, sin postizos ni rellenos, que Asís trataba de<br />
imitar del de la Pinogrande, maestra en los toques de la elegancia.<br />
- Si no quisiese recibirte, con decírtelo...<br />
- Así debiera ser...: el corasonsillo en la mano...; pero a veces se le figura a uno que está<br />
comprometido a pintar afecto ¿sabes tú?, por caridad o qué sé yo por qué... Si yo lo he<br />
hecho a cada rato, con un ciento de novias y de querías... Harto de ellas por cima de los<br />
pelos... y empeñado en aparentar otra cosa... porque es fuerte eso de estamparle a un<br />
hombre o a una hembra en su propia cara: «Ya me tiene usted hasta aquí..., no me hace<br />
usted ni tanto de ilusión».<br />
-¿Quién sabe si eso te estará pasando a ti conmigo? - exclamó Asís festivamente,<br />
echándolas de modesta.<br />
No contestó el meridional sino con un abrazo vehemente, apretado, repentino, y un -<br />
¡ojalá!- salido del alma, tan ronco y tan dramático, que la dama sintió rara conmoción,<br />
semejante a la del que, poniendo la mano sobre un aparato eléctrico, nota la sacudida de la<br />
corriente.<br />
-¿Por qué dices ojalá? - preguntó, imitando el tono del andaluz.<br />
- Porque esto es de más; porque nunca me vi como me veo; porque tú me has dado a<br />
beber zumo de hierbas desde que te he conocío, chiquilla... Porque estoy mareado, chiflado,<br />
loco, por tus pedasos de almíbar... ¿Te enteras? Porque tú vas a ser causa de la perdición de<br />
un hombre, lo mismo que Dios está en el sielo y nos oye y nos ve... Terroncito de sal, ¿qué<br />
tienes en esta boca, y en estos ojos, y en toda tu persona, para que yo me ponga así? A ver,<br />
dímelo, gloria, veneno, sirena del mar.<br />
La señora callaba, aturdida, no sabiendo qué contestar a tan apasionadas protestas; pero<br />
vino a sacarla del apuro un estruendo inesperado y desapacible, el alboroto de una de esas<br />
músicas ratoneras antes llamadas murgas, y que en la actualidad, por la manía reinante de<br />
elevarlo todo, adoptan el nombre de bandas populares.<br />
-¡Oiga! ¿Nos dan cencerrada ya los vecinos del barrio? - gritó Pacheco levantándose del<br />
sofá y entrabriendo las vidrieras -. ¡Y cómo desafinan los malditos!... Ven a oír, chiquilla,<br />
ven a oír. Verás como te rompen el tímpano.
74<br />
En el meridional no era sorprendente este salto desde las ternezas más moriscas al más<br />
prosaico de los incidentes callejeros: estaba en su modo de ser la transición brusca, la<br />
rápida exteriorización de las impresiones.<br />
- Mira, ven... - continuó -. Te pongo aquí una butaca y nos recreamos. ¿A quién le<br />
dispararán la serenata?<br />
- A un almacén de ultramarinos que se ha estrenado hoy - contestó Asís recordando<br />
casualmente chismografías de la Diabla -. En la otra acera, pocas casas más allá de la de<br />
enfrente. Aquella puerta... allí. ¡Ya tenemos música para rato!<br />
Pacheco arrastró un sillón hacia la ventana y se sentó en él.<br />
-¡Desatento! - exclamó riendo la señora -. ¿Pues no decías que era para mí?<br />
- Para ti es - respondió el amante cogiéndola por la cintura y obligándola quieras no<br />
quieras a que se acomodase en sus rodillas. Se resistió algo la dama, y al fin tuvo que<br />
acceder. Pacheco la mecía como se mece a las criaturas, sin permitirse ningún agasajo<br />
distinto de los que pueden prodigarse a un niño inocente. Por forzosa exigencia de la<br />
postura, Asís le echó un brazo al cuello, y después de los primeros minutos, reposó la<br />
cabeza en el hombro del andaluz. Un airecillo delgado, en que flotaban perfumes de acacia<br />
y ese peculiar olor de humo y ladrillo recaliente de la atmósfera madrileña en estío, entraba<br />
por las vidrieras, intentaba en balde mover las cortinas, y traía fragmentos de la música<br />
chillona, tolerable a favor de la distancia y de la noche, hora que tiene virtud para suavizar<br />
y concertar los más discordantes sonidos. Y la proximidad de los dos cuerpos ocupando un<br />
solo sillón, estrechaba también, sin duda, los espíritus, pues por vez primera en el curso de<br />
aquella historia, entablose entre Pacheco y la dama un cuchicheo íntimo, cariñoso,<br />
confidencial.<br />
No hablaban de amor: versaba el coloquio sobre esas cosas que parecen muy<br />
insignificantes escritas y que en la vida real no se tratan casi nunca sino en ocasiones<br />
semejantes a aquella, en minutos de imprevista efusión. Asís menudeaba preguntas<br />
exigiendo detalles biográficos: ¿Qué hacía Pacheco? ¿Por dónde andaba? ¿Cómo era su<br />
familia? ¿La vida anterior? ¿Los gustos? ¿Las amistades? ¿La edad justa, justa, por meses,<br />
días y no sé si horas?<br />
- Pues yo soy más vieja que tú - murmuró pensativa, así que el gaditano hubo declarado<br />
su fe de bautismo.
75<br />
-¡Gran cosa! Será un añito, o medio.<br />
- No, no, dos lo menos. Dos, dos.<br />
- Corriente, sí, pero el hombre siempre es más viejo, cachito de gloria, porque nosotros<br />
vivimos, ¿te enteras?, y vosotras no. Yo, en particular, he vivido por una docena. No<br />
imaginarás diablura que yo no haya catado. Soy maestro en el arte de hacer desatinos. ¡Si tú<br />
supieses algunas cosas mías!<br />
Asís sintió una curiosidad punzante unida a un enojo sin motivo.<br />
- Por lo visto eres todo un perdis, buena alhaja.<br />
-¡Quia!... ¿Perdis yo? Di que no, nena mía. Yo galanteé a trescientas mil mujeres, y<br />
ahora me parece que no quise a ninguna. Yo hice cuanto disparate se puede hacer, y al<br />
mismo tiempo no tengo vicios. ¿Dirás que cómo es ese milagro? Siendo... ahí verás tú. Los<br />
vicios no prenden en mí. Ninguno arraiga, ni arraigará jamás. Aún te declaro otra cosa: que<br />
no sólo no se me puede llamar vicioso, sino que si me descuido acabo por santo. Es según<br />
los lados a que me arrimo. ¿Me ponen en circunstancias de ser perdío? No me quedo atrás.<br />
¿Qué tocan a ser bueno? Nadie me gana. Si doy con gente arrastrada, ¿qué quieres tú?<br />
-¿Hasta en lo tocante a la honra te dejarías llevar? - preguntó algo asustada Asís.<br />
El gaditano se echó atrás como si le hubiese picado una sierpe.<br />
-¡Hija! Vaya unas cosillas que me preguntas. ¿Me has tomado por algún secuestrador?<br />
Yo no secuestro más que a las hembras de tu facha. Pero ya sabes que en mi tierra, las<br />
pendencias no se cuentan por delitos... He enfriado a un infeliz... que más quisiera no<br />
haberle tocado al pelo de la ropa. Dejémoslo, que importa un pito. Fuera de esas trifulcas,<br />
no ha tenío el diablo por donde cogerme: he jugado, perdiendo y ganando un dinerillo...<br />
regular; he bebío..., vamos, que no me falta a mí saque; de novias y otros enredos... De esto<br />
estaría muy feo que te contase ná. Chitito. ¿Un cariño a tu rorro?<br />
- Vamos, que eres la gran persona - protestó escandalizada Asís, desviándose en vez de<br />
acercarse como Pacheco pretendía.<br />
- No lo sabes bien. Eso es como el Evangelio. Yo quisiera averiguar pa qué me ha<br />
echado Dios a este mundo. Porque soy, además de tronerilla, un haragán y un zángano de<br />
primera, niña del alma... No hago cosa de provecho, ni ganas de hacerla. ¿A qué? Mi padre,<br />
empeñao el buen señor en que me luzca y en que sirva al país, y dale con la chifladura de<br />
que me meta en política, y tumba con que salga diputao, y vaya a hacer el bu al Congreso...
76<br />
¡En el Congreso yo! A mí, lo que es asustarme, ni el Congreso ni veinte Congresos me<br />
asustan. La farsa aquella no me pone miedo. Te aviso que en todo cuanto me propongo salir<br />
avante, salgo y sin grandes fatigas: ¡qué! Pero a decir verdad, no me he tomado nunca<br />
trabajos así enormes, como no fuese por alguna mujer guapa. No soy memo ni lerdo, y si<br />
quisiese ir allí a pintar la mona como Albareda, la pintaría, figúrate. ¿Que se me ha muerto<br />
mi abuelita? ¡Si es la pura verdad! Sólo que too eso porque tanto se descuaja la gente, no<br />
vale los sudores que cuesta. En cambio... ¡una mujer como tú...!<br />
Díjolo al oído de la dama, a quien estrechó más contra sí.<br />
- Sólo esto, terrón de azúcar, sólo esto sabe bien en el mundo amargo... Tener así a una<br />
mujer adorándola... Así, apretadica, metida en el corasón... Lo demás... pamplina.<br />
- Pero eso es atroz - protestó severamente Asís, cuya formalidad cantábrica se<br />
despertaba entonces con gran brío ¿De modo que no te avergüenzas de ser un hombre<br />
inútil, un mequetrefe, un cero a la izquierda?<br />
-¿Y a ti qué te importa, lucerito? ¿Soy inútil pa quererte? ¿Has resuelto no enamorarte<br />
sino de tipos que mangoneen y anden agarraos a la casaca de algún ministro? Mira... Si te<br />
empeñas en hacer de mí un personaje, una notabilidad... como soy Diego que te sales con la<br />
tuya. Daré días de gloria a la patria: ¿no se dice así? Aguarda, aguarda..., verás qué<br />
registros saco. Proponte que me vuelva un Castelar o un Cánovas del Castillo, y me<br />
vuelvo... ¡Ole que sí! ¿Te creías tú que alguno de esos panolis vale más que este nene? Sólo<br />
que ellos largaron todo el trapo y yo recogí velas... Por no deslucirlos. Modestia pura.<br />
No había más remedio que reírse de los dislates de aquel tarambana, y Asís lo hizo; al<br />
reírse hubo de toser un poco.<br />
-¡Ea!, ya te me acatarraste - exclamó el gaditano consternadísimo -. Hágame usté el<br />
obsequio de ponerse algo en la cabeza... Así, tan desabrigada... ¡Loca!<br />
- Pero si nunca me pongo nada, ni... No soy enclenque.<br />
- Pues hoy te pondrás, porque yo lo mando. Si aciertas a enfermar, me suicido.<br />
Saltó Asís de brazos de su adorador muerta de risa, y al saltar perdió una de sus bonitas<br />
chinelas, que por ser sin talón, a cada rato se le escurrían del pie. Recogiola Pacheco,<br />
calzándosela con mil extremos y zalamerías. La dama entró en su alcoba, y abriendo el<br />
armario de luna empezó a buscar a tientas una toquilla de encaje para ponérsela y que no la<br />
marease aquel pesado. Vuelta estaba de espaldas a la poca luz que venía del saloncito,
77<br />
cuando sintió que dos brazos la ceñían el cuerpo. En medio de la lluvia de caricias<br />
delirantes que acompañó a demostración tan atrevida, Asís entreoyó una voz alterada, que<br />
repetía con acento serio y trágico:<br />
-¡Te adoro!... ¡Me muero, me muero por ti!<br />
Parecía la voz de otro hombre, hasta tenía ese trémolo penoso que da al acento humano<br />
el rugir de las emociones extraordinarias comprimido en la garganta por la voluntad.<br />
Impresionada, Asís se volvió soltando la toquilla.<br />
- Diego... - tartamudeó llamando así a Pacheco por primera vez.<br />
-¿Por qué no dices Diego mío, Diego del alma? - exclamó con fuego el andaluz<br />
deshaciéndola entre sus brazos.<br />
- Qué sé yo... Cuando uno habla así... me parece cosa de novela o de comedia. Es una<br />
ridiculez.<br />
-¡Prueba... prueba...! ¡Ay! ¡Cómo lo has dicho! ¡Diego mío! - prorrumpió él remedando<br />
a la señora, al mismo tiempo que la soltaba casi con igual violencia que la había cogido -.<br />
¡Pedazo de hielo! ¡Vaya unas hembras que se gastan en tu país...! ¡Marusiñas! ¡Reniego de<br />
ellas todas! ¡Que las echen al carro e la basura!<br />
- Mira - dijo la dama tomándolo otra vez a risa -, eres un cómico y un orate... No hay<br />
modo de ponerse seria con un tipo como tú. A ver: aquí está un señorito que ha tenido<br />
cuatrocientas novias y dos mil líos gordos, y ahora se ha prendado de mí como el Petrarca<br />
de la señora Laura... De mí nada más: privilegio exclusivo, patente del Gobierno.<br />
- Tómalo a guasa... Pues es tan verdad como que ahora te agarro la mano. Yo tuve un<br />
millón de devaneos, conformes; pero en ninguno me pasó lo que ahora. ¡Por estas, que son<br />
cruces! Quebraeros de cabeza míos, novias y demás, me las encuentro en la calle y ni las<br />
conozco. A ti... te dibujaría, si fuese pintor, a obscuras. Tan clavadita te tengo. De aquí a<br />
cincuenta años, cayéndote de vieja, te conocería entre mil viejas más. Otras historias las<br />
seguí por vanidad, por capricho, por golosina, por terquedad, por matar el tiempo... Me<br />
quedaba un rincón aquí, donde no ha puesto el pie nadie, y tenía yo guardaa la llave de oro<br />
para ti, prenda morena... ¿Que lo dudas? Mira, haz un ensayo... Por gusto.<br />
Arrastró a la dama hacia el salón y se recostó en el diván; tomó la mano de Asís y la<br />
colocó extendida sobre el lado izquierdo de su chaleco. Asís sintió un leve y acompasado<br />
vaivén, como de péndulo de reloj. Pacheco tenía los ojos cerrados.
78<br />
- Estoy pensando en otras mujeres, chiquilla... Quieta..., atención..., observa bien.<br />
- No late nada fuerte - afirmó la señora.<br />
- Déjate un rato así... Pienso en mi última novia, una rubia que tenía un talle de lo más<br />
fino que se encuentra en el mundo... ¿Ves qué quietecillo está el pájaro? Ahora... dime tú...<br />
¡si puedes!, alguna cosa tierna... Mas que no sea verdá.<br />
Asís discurría una gran terneza y buscaba la inflexión de voz para pronunciarla. Y al fin<br />
salió con esta eterna vulgaridad:<br />
-¡Vida mía!<br />
Bajo la palma de la señora, el corazón de Pacheco, como espíritu folleto que obedece a<br />
un conjuro, rompió en el más agitado baile que puede ejecutar semejante víscera. Eran<br />
saltos de ave azorada que embiste contra los hierros de su cárcel... El meridional entreabrió<br />
las azules pupilas; su tez tostada había palidecido algún tanto; con extraña prisa se levantó<br />
del sofá y fue derecho al balcón, donde se apoyó como para beber aire y rehacerse de algún<br />
trastorno físico y moral. Asís, inquieta, le siguió y le tocó en el brazo.<br />
- Ya ves qué majadero soy... - murmuró él volviéndose.<br />
-¿Pero te pasa algo?<br />
- Ná... - El gaditano se apartó del balcón, y viniendo a sentarse en un puf bajito, y<br />
rogando a Asís con la mirada que ocupase el sillón, apoyó la cabeza en el regazo de la<br />
dama-. Con sólo dos palabritas que tú me dijiste... Haz favor de no reírte, mona, porque<br />
donde me ves tengo mal genio... y puede que soltase un desatino. Desde que me he<br />
entontecido por ti, estoy echando peor carácter. Calladita la niní... Deje dormir a su rorro.<br />
Pacheco cruzó el umbral de aquella casa antes de sonar la media noche. La Diabla no<br />
había regresado aún. Cuando el gaditano, según costumbre hasta entonces infructuosa, se<br />
volvió desde la esquina de la calle mirando hacia los balcones de Asís, pudo distinguir en<br />
ellos un bulto blanco. La señora exponía sus sofocadísimas mejillas al aire fresco de la<br />
noche, y la embriaguez de sus sentidos y el embargo de sus potencias empezaban a<br />
disiparse. Como náufrago arrojado a la costa, que volviendo en sí toca con placer el cinto<br />
de oro que tuvo la precaución de ceñirse al sentir que se hundía el buque, Asís se felicitaba<br />
por haber conservado el átomo de razón indispensable para no acceder a cierta súplica<br />
insensata.
79<br />
-¡Buena la hacíamos! Mañana estaban enterados vecinos, servicio, portero, sereno, el<br />
diablo y su madre. ¡Ay Dios mío...! ¡Me sigue, me sigue el mareo aquel de la verbena... y lo<br />
que es ahora no hay álcali que me lo quite!... ¡Qué mareo ni qué...! Mareo, alcohol,<br />
insolación... ¡Pretextos, tonterías!... Lo que pasa es que me gusta, que me va gustando cada<br />
día un poco más, que me trastorna con su palabrería..., y punto redondo. Dice que yo le he<br />
dado bebedizos y hierbas... Él sí que me va dando a comer sesos de borrico... y nada, que<br />
no me desenredo. Cuando se va, reflexiono y caigo en la cuenta; pero en viéndole...<br />
acabose, me perdí.<br />
Llegada a este capítulo, la dama se dedicó a recordar mil pormenores, que reunidos<br />
formaban lindo mosaico de gracias y méritos de su adorador. La pasión con que<br />
requebraba; el donaire con que pedía; la gentileza de su persona; su buen porte, tan libre del<br />
menor conato de gomosería impertinente como de encogimiento provinciano; su rara<br />
mezcla de espontaneidad popular y cortesía hidalga; sus rasgos calaverescos y humorísticos<br />
unidos a cierta hermosa tristeza romántica (conjunto, dicho sea de paso, que forma el<br />
hechizo peculiar de los polos, soleares y demás canciones andaluzas), eran otros tantos<br />
motivos que la dama se alegaba a sí propia para excusar su debilidad y aquella afición<br />
avasalladora que sentía apoderarse de su alma. Pero al mismo tiempo, considerando otras<br />
cosas, se increpaba ásperamente.<br />
- No darle vueltas: aquí no hay nada superior, ni siquiera bueno: hay un truhán, un<br />
vago, un perdis... Todo eso que me dice de que sólo a mí... Ardides, trapacerías, costumbre<br />
de engañar, mañitas de calavera. En volviendo la esquina... (Pacheco acababa de verificar,<br />
hacía pocos minutos, tan sencillo movimiento) ya ni se acuerda de lo que me declama.<br />
Estos andaluces nacen actores... Juicio, Asís..., juicio. Para estas tercianas, hija mía,<br />
píldoras de camino de hierro... y extracto de Vigo, mañana y tarde, durante cuatro meses.<br />
¡Bahía de Vigo, cuándo te veré!<br />
El airecillo de la noche, burlándose de la buena señora, compuso con sus susurros<br />
delicados estas palabras:<br />
- Terronsito e asúcar..., gitana salá.<br />
- XVII -
80<br />
Muy atareadas estaban la marquesa viuda de Andrade y su doncella en revisar mundos,<br />
sacos y maletillas, operación necesaria cuando se va a emprender un viaje. Y mire usted<br />
que parece cosa del mismo enemigo. Siempre en los últimos momentos han de faltar las<br />
llaves de los baúles. Por mucho que uno las coloque en sitio determinado, diciendo para sí:<br />
«En este cajón se queda la llavecita; no olvidar que aquí la puse; le ato un estambre<br />
colorado, para acordarme mejor; no sea que el día de la marcha salgamos con que se ha<br />
obscurecido», viene el instante crítico, la busca uno, y... ¡echarle un galgo! Nada, no<br />
parece: venga el cerrajero, tiznado, sucio, preguntón, insufrible; haga una nueva, y lléveselo<br />
todo la trampa.<br />
Nerviosa y displicente, daba Asís a la Ángela estas quejas. El ajetreo del viaje la ponía<br />
de mal humor: ¡son tan cargantes los preparativos! ¡Qué babel, qué trastorno! Nunca sabe<br />
uno lo que conviene llevar y lo que debe dejarse; cree no necesitar ropa de abrigo, porque al<br />
fin se viene encima la canícula, pero ¡fíese usted de aquel clima gallego, tan inconstante,<br />
tan húmedo, tan lluvioso, que tiene seis temperaturas diferentísimas en cada veinticuatro<br />
horas! Se quedan aquí las prendas en el ropero, muertas de risa, y allá tirita uno o tiene que<br />
envolverse en mantones como las viejas... Luego las fiestecitas, los bailes dichosos de la<br />
Pastora, que obligan a ir provisto de trajes de sociedad, porque si uno se presenta sencillo,<br />
de seda cruda, les choca y se ofenden y critican... Nada, que la última hora es para volverse<br />
loco. ¿A que no se había acordado Ángela de pasarse por casa de la Armandina, a ver si<br />
tiene lista la pamela de la niña y el pajazón? ¿Apostamos a que el impermeable aún está<br />
con los mismos botones, que lastiman y en todo se prenden? ¿Y el alcanfor para poner en el<br />
abrigo de nutria? ¿Y la pimienta para que no se apolillase el tapiz de la sala?<br />
Atarugada y dando vueltas de aquí para allí, la Diabla contestaba lo mejor posible al<br />
chaparrón de advertencias, reconvenciones y preguntas de su señora. La hábil muchacha,<br />
después de los primeros pases, conocía una estocada certera para su ama: si los preparativos<br />
de viaje andaban algo retrasados, era que la señorita aquel año había dispuesto la marcha un<br />
mes antes que de costumbre, por lo menos; también a ella (la Diabla) se le quedaba sin<br />
alistar un vestido de percal, y calzado, y varias menudencias; ella creía que hasta mediados<br />
de junio, hacia el día de San Antonio... ¿Cómo se le había de ocurrir que se largaban tan de<br />
prisa y corriendo? La señora contestaba con reprimido suspiro, callaba dos minutos, y<br />
luego, redoblando su gruñir, corría del cuarto-ropero al dormitorio, de la leonera o cuarto
81<br />
de los baúles al saloncito, y aún se determinaba a entrar en la cocina y el comedor, para<br />
regañar a Imperfecto que no le había traído a su gusto papel de seda, bramante, puntas de<br />
París, algodón en rama... Imperfecto, con la boca abierta y la fisonomía estúpida, subía y<br />
bajaba cien veces la escalera haciendo recados: las puntas eran gordas, se precisaban otras<br />
más chiquitas; el algodón no convenía blanco, sino gris: era para rellenar huecos en ciertos<br />
cajones y que no se estropease lo que iba dentro... En una de estas idas y venidas del criado,<br />
la señora cruzaba el pasillo, cuando repicó la campanilla. Impremeditadamente fue a abrir -<br />
cosa que no hacía nunca- y se encontró cara a cara con su Diego.<br />
El primer movimiento fue de despecho y contrariedad mal encubierta. ¿Quién contaba<br />
con Pacheco a tales horas (las diez y media de la mañana)? No estaba Asís lo que se llama<br />
hecha un pingo, con traje roto y zapatos viejos, porque ni en una isla desierta se pondría<br />
ella en semejante facha; pero su bata de chiné blanco tenía manchas y visos obscuros, y aun<br />
no sé si alguna telaraña, indicio de la lidia con los baúles de la leonera; su peinado, revuelto<br />
sin arte, con rabos y mechones saliendo por aquí y por acullá, parecía obra de peluquería<br />
gatuna; y en la superficie del pelo y del rostro se había depositado un sutil viso polvoriento,<br />
que la señora percibía vagamente al pestañear y al pasarse la lengua por los labios, y que la<br />
impacientaba lo indecible. Y en cambio el galán venía todo soplado, con una camisa y un<br />
chaleco como el ampo de la nieve, el ojal guarnecido de fresquísimo clavel, guantes de piel<br />
de perro flamantitos y, en suma, todas las señales de haberse acicalado mucho. En la mano<br />
traía el pretexto de la visita madrugadora: dos libros medianamente gruesos.<br />
- Las novelas francesas que le prometí... - dijo en voz alta después del cambio de<br />
saludos, porque la dama le había hecho seña con el mirar de que había moros en la costa -.<br />
Si está usted ocupada, me retiro... Si no, entraré diez minutos...<br />
- Con mucho gusto... A la sala: el resto de la casa está imposible... no quiero que se<br />
asuste usted del estado en que se encuentra.<br />
Entró Pacheco en la sala; pero por aprisa que Ángela cerrase las puertas de las<br />
habitaciones interiores, el gaditano pudo ver baúles abiertos, con las bandejas fuera, ropa<br />
desparramada, cajas, sacos...<br />
-¿Está usted de mudanza... o de viaje? - preguntó quedándose de pie en medio del<br />
saloncito, con voz opaca, pero sin emplear tono de reconvención ni de queja.
82<br />
- No... - tartamudeó Asís -, tanto como de viaje precisamente... no. Es que estoy<br />
guardando la ropa de invierno, poniéndole alcanfor... Si uno se descuida, la polilla hace<br />
destrozos...<br />
Pacheco se acercó a la dama, y bajando el diapasón, con las inflexiones dolientes y<br />
melancólicas que solía adoptar a veces, le dijo:<br />
- A mí no se me engaña, te lo repito. Antes de venir sabía que te ibas. Tú no me<br />
conoces; tú te has creído que me la puedes dar. Aún no pasaron las ideas por esa cabecita y<br />
ya las he olfateado yo. Siento que gastes conmigo tapujos. Al fin no te valen, hija mía.<br />
La señora, no acertando a responder nada que valiese la pena, bajó los ojos, frunció la<br />
boca e hizo un mohín de disgusto.<br />
- No amoscarse. Si no me enfado tampoco. La nena mía es muy dueña de irse a donde<br />
quiera. Pero mientras está aquí, ¿por qué me huye? Ayer me dijiste que no podíamos<br />
vernos, por estar tú convidada a comer...<br />
Movidos por el mismo impulso, Asís y don Diego miraron en derredor. Las puertas,<br />
cerradas; al través de la que comunicaba con los cuartos interiores, pasaba amortiguado el<br />
ruido del ir y venir de la Diabla. Y sin concertarse, a un mismo tiempo, se acercaron, para<br />
cruzar mejor esas explicaciones que el corazón adivina antes de pronunciadas.<br />
- Hazte cargo... Los criados... Es una atrocidad... Yo nunca tuve de estas..., vamos..., de<br />
estas historias... No sé lo que me pasa. Por favor te pido...<br />
-¡Bendita sea tu madre, niña! Si ya lo sé... ¿Te crees que no me informo yo de los pasos<br />
en que anduvo mi reina? Estoy, enterao de que nadie consiguió de ti ni esto. Yo el<br />
primerito... ¡Ay!, te deshago... Rica, gitana... ¡Cielo!<br />
- Chist... La chica... Si pesca... Es más curiosa...<br />
- Un favor te pido no más. Vente a almorsá conmigo. Que te vienes.<br />
- Estás tocado... Quita... Chist...<br />
- Que te vienes. Palabra, no lo sabrá ni la tierra. Se arreglará..., verás tú.<br />
-¿Pero cómo? ¿Dónde?<br />
- En el campo. Te vienes, te vienes. ¡Ya pronto te quedas libre de mí...! La despedía. Al<br />
reo de muerte se le da, mujer.<br />
¿Cómo cedió y balbució que sí, prometiendo, si no por la Estigia, por algún otro<br />
juramento formidable? ¡Ah! Aunque la observación ya no resulte nueva, cedió obedeciendo
83<br />
a los dos móviles que, desde la memorable insolación de San Isidro, guiaban, sin que ella<br />
misma lo notase, su voluntad; dos resortes que podemos llamar de goma el uno y de acero<br />
el otro: el resorte de goma era la debilidad que aplaza, que remite toda gran resolución<br />
hasta que la ampare el recurso de la fuga; el resorte de acero, todavía chiquitín, menudo<br />
como pieza de reloj, era el sentimiento que así, a la chiticallando, aspiraba nada menos que<br />
a tomar plenísima posesión de sus dominios, a engranar en la máquina del espíritu, para ser<br />
su regulador absoluto, y dirigir su marcha con soberano imperio.<br />
Fiado en la palabra solemne de la señora, Pacheco se marchó, pues no convenía, por<br />
ningún estilo, que los viesen salir juntos. Asís entró en su cuarto a componerse. La Diabla<br />
la miraba con su acostumbrada curiosidad fisgona y aun le disparó tres o cuatro preguntas<br />
pérfidas referentes a la interrumpida tarea del equipaje.<br />
-¿Se cierra el mundo? ¿Se clavan los cajones? ¿La señorita quiere que avise a la Central<br />
para mañana?<br />
¿Cómo había de responder la señora a interrogaciones tan impertinentes? Claro que con<br />
alguna sequedad y no poco enfado secreto. Además, otros incidentes concurrían a<br />
exasperarla: por culpa del revoluto del equipaje, ni había cosa con cosa, ni parecía lo más<br />
indispensable de vestir: para dar con unos guantes nuevos tuvo que desbaratar el baúl más<br />
chico: para sacar un sombrero, desclavó dos cajones. Más peripecias: la hebilla del zapato<br />
inglés, descosida: al abrochar el cuerpo del traje, salta un herrete; al cepillarse los dientes,<br />
se rompe el frasco del elixir contra el mármol del lavabo...<br />
-¿Almuerza fuera la señorita? - preguntó la incorregible Diabla.<br />
- Sí... En casa de Inzula.<br />
-¿Ha de venir a buscarla Roque?<br />
- No... Pero le mandas que esté con la berlina allí, a las siete...<br />
-¿De la tarde?<br />
-¿Había de ser de la mañana? ¡Tienes cosas...!<br />
La Diabla sonrió a espaldas de su señora y se bajó para estirarle los volantes del vestido<br />
y ahuecarle el polisón. Asís piafaba, pegando taconacitos de impaciencia. ¿El pericón? ¿El<br />
gabán gris, por si refresca? ¿Pañuelo? ¿Dónde se habrá metido el velo de tul? Estos<br />
pinguitos parece que se evaporan... Nunca están en ninguna parte... ¡Ah! Por fin... Loado<br />
sea Dios...
84<br />
- XVIII -<br />
Salvó la escalera como pájaro a quien abren el postigo de su penitenciaría, y con el<br />
mismo paso vivo, echó calle abajo hasta Recoletos. La cita era en aquel sitio señalado<br />
donde Pacheco había tirado el puro: casi frente a la Cibeles. Asís avanzaba protegida por su<br />
antucá, pero bañada y animada por el sol, el sol instigador y cómplice de todo aquel enredo<br />
sin antecedentes, sin finalidad y sin excusa. La dama registró con los ojos las arboledas, los<br />
jardincillos, la entrada en la Carrera y las perspectivas del Museo, y no vio a nadie. ¿Se<br />
habría cansado Diego de esperar? ¡Capaz sería...! De pronto a sus espaldas una voz<br />
cuchicheó afanosa:<br />
- Allí... Entre aquellos árboles... El simón.<br />
Sin que ella respondiese, el gaditano la guió hacia el destartalado carricoche. Era uno de<br />
esos clarens inmundos, con forro de gutapercha resquebrajado y mal oliente, vidrios<br />
embazados y conductor medio beodo, que zarandean por Madrid adelante la prisa de los<br />
negocios o la clandestinidad del amor. Asís se metió en él con escrúpulo, pensando que<br />
bien pudiera su galán traerle otro simón menos derrotado. Pacheco, a fin de no molestarla<br />
pasando a la izquierda, subió por la portezuela contraria, y al subir arrojó al regazo de la<br />
dama un objeto... ¡Qué placer! ¡Un ramillete de rosas, o mejor dicho un mazo, casi<br />
desatado, mojado aún! El recinto se inundó de frescura.<br />
-¡Huelen tan mal estos condenaos coches! - exclamó el meridional como excusándose<br />
de su galantería. Pero Asís le flechó una ojeada de gratitud. El indecente vehículo<br />
comenzaba a rodar: ya debía de tener órdenes.<br />
-¿Se puede saber adónde vamos o es un secreto?<br />
- A las Ventas del Espíritu Santo.<br />
-¡Las Ventas! - clamó Asís alarmada -. ¡Pero si es un sitio de los más públicos! ¿Vuelta<br />
a las andadas? ¿Otro San Isidro tenemos?<br />
- Es sitio público los domingos: los días sueltos está bastante solitario. Que te calles.<br />
¿Te iba yo a llevar a donde te encontrases en un bochorno? Antes de convidarte, chiquilla,<br />
me he enterado yo de toas las maneras de almorsá en Madrid... Se puede almorsá en un<br />
buen restaurant o en cafés finos, pero eso es echar un pregón pa que te vean. Se puede ir a
85<br />
un colmado de los barrios o a una pastelería decente y escondía, pero no hay cuartos aparte:<br />
tendrías que almorsá en pública subasta, a la vera de alguna chulapa o de algún torero.<br />
Fondas, ya supondrás... No quedaban sino las Ventas o el puente de Vallecas. Creo que las<br />
Ventas es más bonito.<br />
¡Bonito! Asís miró el camino en que entraban. Dejándose atrás las frondosidades del<br />
Retiro y las construcciones coquetonas de Recoletos, el coche se metía, lento y remolón,<br />
por una comarca la más escuálida, seca y triste que puede imaginarse, a no ser que la<br />
comparemos al cerro de San Isidro. Era tal la diferencia entre la zona del Retiro y aquel<br />
arrabal de Madrid, y se advertía tan de golpe, que mejor que transición parecía sorpresa<br />
escenográfica. Cual mastín que guarda las puertas del limbo, allí estaba la estatua de<br />
Espartero, tan mezquina como el mismo personaje, y la torre mudéjar de una escuela<br />
parecía sostener con ella competencia de mal gusto. Luego, en primer término, escombros y<br />
solares marcados con empalizadas; y allá en el horizonte, parodia de algún grandioso y<br />
feroz anfiteatro romano, la plaza de toros. En aquel rincón semidesierto - a dos pasos del<br />
corazón de la vida elegante - se habían refugiado edificios heterogéneos, bien como en<br />
ciertas habitaciones de las casas se arrinconan juntas la silla inservible, la maquina de<br />
limpiar cuchillos y las colgaduras para el día de Corpus: así, después del circo taurino y la<br />
escuela, venía una fábrica de galletas y bizcochos, y luego un barracón con este rótulo:<br />
Acreditado merendero de la Alegría.<br />
Las lontananzas, una desolación. El fielato parecía viva imagen del estorbo y la<br />
importunidad. A su puerta estaba detenido un borrico cargado de liebres y conejos, y un tío<br />
de gorra peluda buscaba en su cinto los cuartos de la alcabala. Más adelante, en un<br />
descampado amarillento, jugaban a la barra varios de esos salvajes que rodean a la Corte lo<br />
mismo que los galos a Roma sitiada. Y seguían los edificios fantásticos: un castillo de la<br />
Edad Media hecho, al parecer, de cartón y cercado de tapias por donde las francesillas<br />
sacaban sus brazos floridos; un parador, tan desmantelado como teológico (dedicado al<br />
Espíritu Santo nada menos); un merendero que se honraba con la divisa tanto monta, y por<br />
último, una franja rojiza, inflamada bajo la reverberación del sol: los hornos de ladrillo. En<br />
los términos más remotos que la vista podía alcanzar, erguía el Guadarrama sus picos<br />
coronados de eternas nieves.
86<br />
Lo que sorprendió gratamente a Asís fue la ausencia total de carruajes de lujo en la<br />
carretera. Tenía razón Pacheco, por lo visto. Sólo encontraron un domador que arrastraban<br />
dos preciosas tarbesas; ten carromato tirado por innumerable serie de mulas; el tranvía, que<br />
cruzó muy bullanguero y jacarandoso, con sus bancos atestados de gentes; otro simón con<br />
tapadillo, de retorno, y un asistente, caballero en el alazán de su amo. ¡Ah! Un entierro de<br />
angelito, una caja blanca y azul que tambaleándose sobre el ridículo catafalco del carro se<br />
dirigía hacia la sacramental sin acompañamiento alguno, inundado de luz solar, como<br />
deben de ir los querubines camino del Empíreo...<br />
Poco hablaron durante el trayecto los amantes. Llevaban las manos cogidas; Asís<br />
respiraba frecuentemente el manojo de rosas y miraba y remiraba hacia fuera, porque así<br />
creía disminuir la gravedad de aquel contrabando, que en su fuero interno - cosa decidida -<br />
llamaba el último, y por lo mismo le causaba tristeza sabiéndole a confite que jamás, jamás<br />
había de gustar otra vez.<br />
Llegaron al puente, y detúvose el simón ante el pintoresco racimo de merenderos,<br />
hotelitos y jardines que constituye la parte nueva de las Ventas.<br />
-¿Qué sitio prefieres? ¿Nos apeamos aquí? - preguntó Pacheco.<br />
- Aquí... Ese merendero... Tiene trazas de alegre y limpio - indicó la dama, señalando a<br />
uno cuya entrada por el puente era una escalera de palo pintada de verde rabioso.<br />
Sobre el frontis del establecimiento podía leerse este rótulo, en letras descomunales<br />
imitando las de imprenta, y sin gazapos ortográficos: -Fonda de la Confianza. - Vinos y<br />
comidas. - Aseo y equidad.- El aspecto era original y curioso. Si no cabía llamar a aquello<br />
los jardines aéreos de Babilonia, cuando menos tenían que ser los merenderos colgantes.<br />
¡Ingenioso sistema para aprovechar terreno! Abajo una serie de jardines, mejor dicho, de<br />
plantaciones entecas y marchitas, víctimas de la aridez del suburbio matritense; y encima,<br />
sostenidos en armadijos de postes, las salas de baile, los corredores, las alcobas con pasillos<br />
rodeados de una especie de barandas, que comunicaban entre sí las viviendas. Todo ello -<br />
justo es añadirlo para evitar el descrédito de esta Citerea suspendida- muy enjabelgado,<br />
alegre, clarito, flamante, como ropa blanca recién lavada y tendida a secar al sol, como nido<br />
de jilguero colgado en rama de arbusto.<br />
Un mozo frisando en los cincuenta, de mandil pero en mangas de camisa, con cara de<br />
mico, muequera, arrugadilla y sardónica, se adelantó apresurado al divisar a la pareja.
87<br />
- Almorsá - dijo Pacheco lacónicamente.<br />
-¿Dónde desean los señoritos que se les ponga el almuerzo? El gaditano giró la vista<br />
alrededor y luego la convirtió hacia su compañera: esta había vuelto la cara. Con la agudeza<br />
de la gente de su oficio el mozo comprendió y les sacó del apuro.<br />
- Vengan los señoritos... Les daré un sitio bueno.<br />
Y torciendo a la izquierda, guió por una escalera angosta que sombreaba un grupo de<br />
acacias y castaños de Indias, llevándoles a una especie de antesala descubierta, que formaba<br />
parte de los consabidos corredores aéreos. Abriendo una puertecilla, hízose a un lado y<br />
murmuró con unción:<br />
- Pasen, señoritos, pasen.<br />
La dama experimentó mucho bienestar al encontrarse en aquella salita. Era pequeña,<br />
recogida, misteriosa, con ventanas muy chicas que cerraban gruesos postigos y enteramente<br />
blanqueada; los muebles vestían también blanquísimas fundas de calicó. La mesa, en el<br />
centro, lucía un mantel como el armiño; y lo más amable de tanta blancura era que al través<br />
de ella se percibía, se filtraba, por decirlo así, el sol, prestándole un reflejo dorado y<br />
quitándole el aspecto sepulcral de las cosas blancas cuando hace frío y hay nubes en el<br />
cielo. Mientras salía el mozo, el gaditano miró risueño a la señora.<br />
- Nos han traído al palomar - dijo entre dientes.<br />
Y levantando una cortina nívea que se veía en el fondo de la reducida estancia,<br />
descubrió un recinto más chico aún, ocupado por un solo mueble, blanco también, más<br />
blanco que una azucena...<br />
- Mira el nido - añadió tomando a Asís de la mano y obligándola a que se asomase -.<br />
Gente precavida... Bien se ve que están en todo. No me sorprende que vivan y se sostengan<br />
tantos establecimientos de esta índole. Aquí la gente no viene un día del año como a San<br />
Isidro; pero digo yo que habrá abonos a turno. ¿Nos abonamos, cacho de gloria?<br />
No sé cómo acentuó Pacheco esta broma, que en rigor, dada la situación, no afrentaba;<br />
lo cierto es que la señora sintió una sofoquina... vamos, una sofoquina de esas que están a<br />
dos deditos de la llorera y la congoja. Parecíale que le habían arañado el corazón. La mujer<br />
es un péndulo continuo que oscila entre el instinto natural y la aprendida vergüenza, y el<br />
varón más delicado no acertará a no lastimar alguna vez su invencible pudor.
88<br />
- XIX -<br />
Al colarse en el palomar los dos tórtolos, no lo hicieron sin ser vistos y atentamente<br />
examinados por una taifa de gente humilde, que a la puerta de la cocina del merendero<br />
fronterizo se dedicaba a aderezar un guisote de carnero puesto, en monumental cazuela,<br />
sobre una hornilla. Es de saber que ambos enseres domésticos los alquilaba el dueño del<br />
restaurant por módica suma en que iba comprendido también el carbón: en cuanto al<br />
carnero y al arroz de añadidura, lo habían traído en sus delantales las muchachas, que por lo<br />
que pueda importar, diremos que eran operarias de la Fábrica de tabacos.<br />
Capitaneaba la tribu una vieja pitillera, morena, lista, alegre, más sabidora que Merlín;<br />
y dos niñas de ocho y seis años travesaban alrededor de la hornilla, empeñadas en que les<br />
dejasen cuidar el guisado, para lo cual se reconocían con superiores aptitudes. Toda esta<br />
gentuza, al pasar la marquesa viuda de Andrade y su cortejo, se comunicó impresiones con<br />
mucho parpadeo y meneo de cabeza, y susurrados a media voz dichos sentenciosos.<br />
Hablaban con el seco y recalcado acento de la plebe madrileña, que tiene alguna analogía<br />
con lo que pudo ser la parla de Demóstenes si se le ocurriese escupir a cada frase una de las<br />
guijas que llevaba en la boca.<br />
- Ay... Pus van así como asustaos... Ella es guapotona, colorá y blanca.<br />
- Valiente perdía será.<br />
- Se ve caa cosa... Hijas, la mar son estos señorones de rango.<br />
- Puee que sea arguna del Circo. Tié pinta de franchuta.<br />
- Que no, que este es un belén gordo, de gente de calidá. Mujer de algún menistro lo<br />
menos. ¿Qué vus pensáis? Pus una conocí yo, casaa con un presonaje de los más<br />
superfarolíticos... de mucho coche, una casa como el Palacio Rial... y andaba como caa<br />
cuala, con su apaño. ¡Qué líos, Virgen!<br />
- No, pus muy amartelaos no van.<br />
-¿Te quies callar? Ya samartelarán dentro. Verás tú las ventanas y las puertas atrancás,<br />
como en los pantiones... Pa que el sol no los queme el cutis.<br />
Desmintiendo las profecías de la experta matrona, los postigos y vidrieras del palomar<br />
se abrieron, y asomó la cabeza de la dama, sin sombrero ya, mirando atentamente hacia el<br />
merendero.
89<br />
- Miala, miala..., la gusta el baile.<br />
En efecto, el corredor aéreo de enfrente ofrecía curiosa escena coreográfica. Un piano<br />
mecánico soltaba, con la regularidad que hace tan odiosos a estos instrumentos, el duro<br />
chorro de sus martilleadoras tocatas: Cádiz hacía el gasto: paso doble de Cádiz, tango de<br />
Cádiz, coro de majas de Cádiz... y hasta una veintena de cigarreras, de chiquillas, de<br />
fregonas muy repeinadas y con ropa de domingo, saltaba y brincaba al compás de la<br />
música, haciendo a cada zapateta temblar el merendero... Asís veía pasar y repasar las caras<br />
sofocadas, las toquillas azul y rosa; y aquel brincoteo, aquel tripudio suspendido en el aire,<br />
sin hombres, sin fiesta que lo justificara, parecía efecto escénico, coro de zarzuela bufa.<br />
Asís se imaginó que las muchachas cobraban de los fondistas algún sueldo por animar el<br />
cuadro.<br />
-¡Calla! - secreteó minutos después el grupo dedicado a vigilar la cazuela del guisote -.<br />
¡Pus si también han abierto la puerta! Chicas... quien que se entere too el mundo.<br />
- Estas tunantas ponen carteles.<br />
El mozo subía y bajaba, atareado.<br />
- Mia lo que los llevan. Tortilla... Jamón... Están abriendo latas de perdices... ¡Aire!<br />
- No se las cambio por mi rico carnero. A gloria huele.<br />
-¡Chist! - mandó el mozo, imponiéndose a aquellas cotorras -. Cuidadito... Si oyen...<br />
Son gente... ¡uf!<br />
Al expresar la calidad de los huéspedes, el mozo hizo una mueca indescriptible, mezcla<br />
de truhanería y respeto profundo a la propina que ya olfateaba. La vieja cigarrera, de<br />
repente, adoptó cierta diplomática gravedad.<br />
- Y pué que sean gente tan honrá como Dios Padre. No sé pa qué ha de condenar una su<br />
arma echando malos pensamientos. Serán argunos novios recién casaos, u dos hermanos, u<br />
tío y sobrina. Vayasté a saber. Oigasté, mozo...<br />
Se apartó y secreteó con el mozo un ratito. De esta conferencia salió un proyecto<br />
habilísimo, madurado en breves minutos en el ardiente y optimista magín de la señá<br />
Donata, que así se llamaba la pitillera, si no mienten las crónicas. Arriba dama y galán<br />
empezaban a despachar los apetitosos entremeses, las incitantes aceitunas y las sardinillas,<br />
con su ajustada túnica de plata. Aunque Pacheco había pedido vinos de lo mejor, la dama<br />
rehusaba hasta probar el Tío Pepe y el amontillado, porque con sólo ver las botellas, le
90<br />
parecía ya hallarse en la cámara de un trasatlántico, en los angustiosos minutos que<br />
preceden al mareo total. Como la señora exigía que puertas y ventanas permaneciesen<br />
abiertas, el almuerzo no revelaba más que la cordialidad propia de una luna de miel ya<br />
próxima a su cuarto menguante. Pacheco había perdido por completo su labia meridional, y<br />
manifestaba un abatimiento que, al quedar mediada la botella de Tío Pepe, se convirtió en<br />
la tristeza humorística tan frecuente en él.<br />
-¿Te aburres? - preguntaba la dama a cada vuelta del mozo.<br />
- Ajogo las peniyas, gitana - respondía el meridional apurando otro vaso de jerez, más<br />
auténtico que la famosa manzanilla del Santo.<br />
Acababa el mozo de dejar sobre la mesa las perdices en escabeche, cuando en el marco<br />
de la puerta asomó una carita infantil, colorada, regordeta, boquiabierta, guarnecida de un<br />
matorral de rizos negrísimos. ¡Qué monada de chiquilla! Y estaba allí hecha un pasmarote,<br />
si entro si no entro. Asís le hizo seña con la mano; el pájaro se coló en el nido sin esperar a<br />
que se lo dijesen dos veces. Y las preguntas y los halagos de cajón: -Eres muy guapa...<br />
¿Cómo te llamas? ¿Vas a la escuela?... Toma pasas... Cómete esta aceitunita por mí...<br />
Prueba el jerez... ¡Huy qué gesto más salado pone al vino!... Arriba con él... ¡Borrachilla!<br />
¿Dónde está tu mamá? ¿En qué trabaja tu padre?<br />
De respuesta, ni sombra. El pajarito abría dos ojos como dos espuertas, bajaba la cabeza<br />
adelantando la frente como hacen los niños cuando tienen cortedad y al par se encuentran<br />
mimados, picaba golosinas y daba con el talón del pie izquierdo en el empeine del derecho.<br />
A los tres minutos de haberse colado el primer gorrión migajero en el palomar, apareció<br />
otro. El primero representaba cinco años; el segundo, más formal pero no menos<br />
asustadizo, tendría ya ocho lo menos.<br />
-¡Hola! Ahí viene la hermanita... - dijo Asís -. Y se parecen como dos gotas... La<br />
pequeña es más saladilla... pero vaya con los ojos de la mayor... Señorita, pase usted... Esta<br />
nos enterará de cómo se llama su padre, porque a la chiquita le comieron la lengua los<br />
ratones.<br />
Permanecía la mayor incrustada en la puerta, seria y recelosa, como aquel que antes de<br />
lanzarse a alguna empresa erizada de dificultades, vacila y teme. Sus ojazos, que eran<br />
realmente árabes por el tamaño, el fuego y la precoz gravedad, iban de Asís a Diego y a su<br />
hermanita: la chiquilla meditaba, se recogía, buscaba una fórmula, y no daba con ella,
91<br />
porque había en su corazón cierta salvaje repugnancia a pedir favores, y en su carácter una<br />
indómita fiereza muy en armonía con sus pupilas africanas. Y como se prolongase la<br />
vacilación, acudiole un refuerzo, en figura de la señá Donata, que con la solicitud y el enojo<br />
peor fingidos del mundo, se entró muy resuelta en el gabinete refunfuñando:<br />
-¡Eh!, niñas, corderas, largo, que estáis dando la gran jaqueca a estos señores... A ver si<br />
vus salís afuera, u sino...<br />
- No molestan... - declaró Asís -. Son más formalitas... A esa no hay quien la haga<br />
pasar, y la chiquitilla... ni abre la boca.<br />
- Pa comer ya la abren las tunantas...<br />
Pacheco se levantó cortésmente y ofreció silla a la vieja. El gaditano, que entre gente de<br />
su misma esfera social pecaba de reservado y aun de altanero, se volvía sumamente<br />
campechano al acercarse al pueblo.<br />
- Tome usted asiento... Se va usted a bebé una copita de Jerés a la salú de toos.<br />
¡Oídos que tal oyeron! ¡Señá Donata, fuera temor, al ataque, ya que te presentan la<br />
brecha franca y expedito el rumbo! Y tan expedito, que Pacheco, desde que la vieja puso<br />
allí el pie, pareció sacudir sus penosas cavilaciones y recobrar su cháchara, diciendo los<br />
mayores desatinos del mundo. Como que se puso muy formal a solicitar a la honrada<br />
matrona, proponiéndole un paseíto a solas por los tejares. Oía la muy lagarta de la vieja, y<br />
celebraba con carcajadas pueriles, luciendo una dentadura sana y sin mella; pero al replicar,<br />
iba encajando mañosamente aquella misión diplomática que bullía en su mente fecunda<br />
desde media hora antes. Tratábase de que ella, ¿se hacen ustés cargo?, trabajaba en la<br />
Frábica de Madrí... y tenía cuatro nietecicas, de una hija que se murió de la tifusidea, y el<br />
padre de gomitar sangre, así, a golpás..., en dos meses se lo llevó la tierra, ¡señores!, que si<br />
se cuenta, mentira parece. Las dos nietecicas mayores, colocaas ya en los talleres; pero si la<br />
suerte la deparase una presona de suposición pa meter un empeño..., porque en este pícaro<br />
mundo, ya es sabío, too va por las amistaes y las enfluencias de unos y otros... Llegada a<br />
este punto, la voz de la señá Donata adquiría inflexiones patéticas: «¡Ay Virgen de la<br />
Paloma! No premita el Señor que ustés sepan lo que es comer y vestir y calzar cinco<br />
enfelices mujeres con tristes ocho u nueve riales ganaos a trompicones... Si la señorita, que<br />
tenía cara de ser tan complaciente y tan cabal, conociese por casualidá al menistro... o al<br />
menistraor de la Frábica..., o al contaor..., o algún presonaje de estos que too lo regüerven...
92<br />
pa que la chiquilla mayor, Lolilla, entrase de aprendiza también... ¡Sería una caridá de las<br />
grandes, de las mayores! Dos letricas, un cacho de papel...».<br />
Pacheco respondía a la arenga con mucha guasa, sacando la cartera, apuntando las señas<br />
de la pitillera detenidamente, y asegurándole que hablaría al presidente del Consejo, a la<br />
infanta Isabel (íntima amiga suya), al obispo, al nuncio... Enredados se hallaban en esta<br />
broma, cuando tras la abuela pedigüeña y las nietecillas mudas, se metieron en el gabinete<br />
las dos chicas mayores.<br />
- Miren mis otras huerfanicas enfelices - indicó la señá Donata.<br />
Imposible imaginarse cosa más distinta de la clásica orfandad enlutada y extenuada que<br />
representan pintores y dibujantes al cultivar el sentimentalismo artístico. Dos mozallonas<br />
frescas, sudorosas porque acababan de bailar, echando alegría y salud a chorros, y<br />
saliéndoles la juventud en rosas a los carrillos y a los labios; para más, alborotadas y<br />
retozonas, dándose codazos y pellizcándose para hacerse reír mutuamente. Viendo a<br />
semejantes ninfas, Pacheco abandonó a la señá Donata, y con el mayor rendimiento se<br />
consagró a ellas, encandilado y camelador como hijo legítimo de Andalucía. Todas las<br />
penas ajogadas por el Tío Pepe se fueron a paseo, y el gaditano, entornando los ojos,<br />
derramando sales por la boca y ceceando como nunca, aseguró a aquellas principesas del<br />
Virginia que desde el punto y hora en que habían entrado, no tenía él sosiego ni más gusto<br />
que comérselas con los ojos.<br />
-¿Vienen ustés de bailar? - les preguntó risueño.<br />
- Pus ya se ve - contestaron ellas con chulesco desgarro.<br />
-¿Sin hombres? ¿Sin pareja?<br />
- Ni mardita la falta.<br />
- Pan con pan... Eso es más soso que una calabasa, prendas. Si me hubiesen ustés<br />
llamao...<br />
-¿Que iba usté a venir? Somos poca cosa pa usté.<br />
-¿Poca cosa? Son ustés... dos peasito del tersiopelo de que está forraa la bóveda seleste.<br />
¡Ea!, ¿echamos o no ese baile? Ahora me empeñé yo... ¡A bailar!<br />
Salió como una exhalación; dio la vuelta al pasillo aéreo; cruzó el puente que a los dos<br />
merenderos unía, y en breve, al compás del horrible piano mecánico, Pacheco bailaba<br />
ágilmente con las cigarreras.
93<br />
- XX -<br />
Entre las condiciones de carácter de la marquesa viuda de Andrade, y de los gallegos en<br />
general, se cuenta cierto don de encerrar bajo llave toda impresión fuerte. Esto se llama<br />
guardarse las cosas, y si tiene la ventaja de evitar choques, tiene la desventaja de que esas<br />
impresiones archivadas y ocultas se pudren dentro. Cuando el andaluz regresó después de<br />
haber pegado cuatro saltos, enjugándose la frente con su pañuelo y abanicándose con el<br />
hongo, halló a la señora aparentemente tranquila y afable, ocupada en obsequiar con queso,<br />
bizcochos y pasas a las dos gorrioncillas, y muy atenta a la charla de la vejezuela, que<br />
refería por tercera vez las golpás de sangre causa de la defunción de su yerno. Pero el<br />
camarero, que era más fino que el oro y más largo que la cuaresma, se dio cuenta con<br />
rápida intuición de que aquello no iba por el camino natural de almuerzos semejantes, y<br />
adoptando el aire imponente de un bedel que despeja una cátedra, intimó a toda la bandada<br />
la orden de expulsión.<br />
-¡Ea!, bastante han molestado ustedes a los señores. Me parece regular que se larguen.<br />
- Oigasté... ¡El tío este! Si yo he entrao aquí, fue porque los señores me lo premitieron,<br />
¿estamos? Yo soy así, muy franca de mi natural..., y me arrimo aonde veo naturalidá, y<br />
señoritos llanos y buenos mozos, sin despreciar a nadie.<br />
-¡Ole las mujeres principales! - contestó con la mayor formalidad Pacheco, pagando el<br />
requiebro de la señá Donata. La cual no soltó el sitio hasta que don Diego y la señora<br />
prometieron unánimes acordarse de su empeño y procurar que Lolilla entrase en los<br />
talleres. Las gorrionas se dejaron besar y se llevaron las manos atestadas de postres, pero ni<br />
con tenazas se les pudo sacar palabra alguna. No piaron hasta que fueron a posarse en el<br />
salón de baile.<br />
El camarero también salió anunciando que «dentro de un ratito» traería café y licores.<br />
Al marcharse encajó bien la puerta, e inmediatamente los ojos de Pacheco buscaron los de<br />
su amiga. La vio de pie, mirando a las paredes. ¿Qué quería la niña? ¿Eh?<br />
- Un espejo.<br />
-¿Pa qué? Aquí no hay. Los que vienen aquí no se miran a sí mismos. ¿Espejo? Mírate<br />
en mí. ¿Pero cómo? ¿Vas a ponerte el sombrero, chiquilla? ¿Qué te pasa?
94<br />
- Es por ganar tiempo... Al fin, en tomando el café hemos de irnos...<br />
El meridional se acercó a Asís, y la contempló cara a cara, largo rato... La señora<br />
esquivaba el examen, poniendo, por decirlo así, sordina a sus ojos y un velo impalpable de<br />
serenidad a sus facciones. Le tomó Pacheco la cintura, y sentándose en el sofá, la atrajo<br />
hacia sí. Hablaba y reía y la acariciaba tiernamente.<br />
-¡Ay, ay, ay!... ¿Esas tenemos? Mi niña está celosa. ¡Celosita, celosita! ¡Celosita de mí<br />
la reina del mundo!<br />
Asís se enderezó en el sofá, rechazando a Pacheco.<br />
- Tienes la necedad de que todo lo conviertes en substancia. La vanidad te parte, hijo<br />
mío. Yo no estoy celosa, y si me apuras, te diré...<br />
-¿Qué? ¿Qué me dirás? - prorrumpió Pacheco algo inmutado y descolorido.<br />
- Que... es algo imposible eso de estar celoso cuando...<br />
-¡Ah! - interrumpió el meridional, más que pálido, lívido, con voz que salía a golpás,<br />
según diría la señá Donata -. No necesitas ponerlo más claro... Enterado, mujer, enterado, si<br />
yo adivino antes que hables. Pa miserables tres horas o cuatro que nos faltan de estar juntos,<br />
y probablemente serán las últimas que nos hemos de ver en este mundo perro, ya pudiste<br />
callarte y procurar engañarme como hasta aquí... Poco favor te haces, si viniste aquí no<br />
queriéndome algo. Tú te habrás creído que yo me tragaba... ¡Y me llamas necio! Yo seré un<br />
vago, un hombre que no sirve para ná, un tronera, un perdido, lo que gustes; ¡pero necio!<br />
Necio yo..., ¡y en cuestiones de faldas! ¡Mire usted que es grande! Pero, ¿qué importa?<br />
Llámame lo que quieras... y óyeme sólo esto, que te voy a decir una verdá que ni tú la<br />
sabes, niña. No me has querío hasta hoy, corriente... Hoy, más que digas por tema lo que te<br />
dé la gana, me quieres, me requieres, estás enamoraa de mí... Poquito a poco te ha ido<br />
entrando... y así que yo te falte, se te va a acabar el mundo. Esta es la fija... Ya lo verás, ya<br />
lo verás. Y por amor propio y por soberbia sales con la pata e gallo... ¡Te desdeñas de tener<br />
celos de mí! Bien hecho... Así como así, no hay de qué. Boba serías si tuvieses celos. Algún<br />
ratito ha de pasar antes de que yo me pierda por otras mujeres... ¡Maldita sea hasta la hora<br />
en que te vi!... Dispensa, ¡dispensa! No quiero ofenderte, ¿sabes?, ahora ni nunca. No sé lo<br />
que me digo... Pero digo verdad.<br />
Soltaba esta andanada paseando por el pequeño recinto, como las fieras en sus jaulas de<br />
hierro; unas veces sepultaba las manos en los bolsillos del pantalón, y otras las
95<br />
desenfundaba para accionar con violencia. Su rostro, descompuesto por la cólera, perdiendo<br />
su expresión indolente, mejoraba infinito: se acentuaban sus enjutas facciones, temblaba el<br />
bigote dorado, resplandecían los blancos dientes, y los azules ojos se obscurecían, como el<br />
agua del Mediterráneo cuando amaga tempestad. El piso retemblaba bajo sus pasos; diríase<br />
que el aéreo nido iba a saltar hecho trizas. Aquella tormenta de verano, aquella cólera<br />
meridional, no cabía en el cuartuco.<br />
Al encajar la puerta el mozo, los amantes se habían olvidado de que el nido tenía otro<br />
boquete, la ventana, abierta por Asís y dejada en la misma situación durante todo el<br />
almuerzo. Y la ventana justamente miraba al salón de baile, ocupado por parte de la<br />
bandada de gorriones, entretenidísimas a la sazón en atisbar la riña amorosa, mientras abajo<br />
Lolilla se consagraba al carnero y al arroz.<br />
- Anda..., ella está de morros con él... Está amoscá.<br />
- Porque bailó con nusotras... Me lo malicié, hijas.<br />
-¡Jesús! Pus no se ha resquemao poco... ¡Qué gesto!<br />
-¡Ay! ¡Miales! Él le está haciendo cucamonas pa que se le pase... ¡Ole!... Hombre, no<br />
nos ponga usté el gorro... Siquiera pa repichonear podían tener la ventana cerrá.<br />
-¿Quién os manda mirar?<br />
- Pa eso tiene una los ojos... ¡Calle!... Pus ella, en sus trece... Que nones... Las orejas le<br />
calienta ahora.<br />
-¡Virgen! ¿Qué cosas le habrá icho, pa que él se enfade así? Mueve los brazos que<br />
paecen aspas de molino... ¿A que le pega?<br />
-¿Que lae pegar, mujer, que lae pegar? Eso a las probes. A estas pindongas de<br />
señoronas, los hombres les rinden el pabellón. Y eso que cualisquiera de nosotras les pue<br />
vender honradez y dicencia. Digo, me paece...<br />
- No, pus enfadao ya está.<br />
-¿Va que acaba pidiendo perdón como los chiquillos? ¿No lo ije? Miale... más manso<br />
que un cordero... Ella na, espetá, secatona..., vuelta a la manía de ponerse el abrigo... Se<br />
quie largar... ¡Madre e Dios, lo que saben estas tunantas! Me lo maneja como a un<br />
fantoche... ¡Qué compungío que está!... ¿A que se pone de rodillas, pa que le echen la<br />
solución? ¡Ay, qué mujer, paece la leona del Retiro! Empeñá en que me voy... Y se sale con<br />
la suya... Mia... ¡Se largan!
96<br />
La turba se precipitó por la escalera del merendero. Verdad: Asís se largaba, se largaba.<br />
Salía tranquilamente, sin prisa ni enojo: hasta sonrió a Lolilla, que armada del soplador de<br />
mimbres avivaba el fuego. Con voz serena explicó al mozo, atónito de semejante deserción,<br />
que se les hacía tarde, que no podían aguardar ni un minuto más; que avisase al cochero, el<br />
cual probablemente estaría con el simón por allí, en alguna sombra. Mientras Pacheco,<br />
demudado, con pulso trémulo, buscaba en el portamonedas un billete, Asís trazaba en el<br />
piso rayas con la sombrilla, hasta dibujar una celosía complicada y menuda. Al terminarla<br />
extendió la mano; cogió una ramita florida de la acacia que sombreaba el merendero, y se la<br />
sujetó en el pecho con el imperdible. Acercose obsequiosa la señá Donata, ofreciendo a sus<br />
huérfanas, sus nietecitas, «pa juntar un ramo de cacias y de mapolas, si a la señorita le<br />
gustan...». Dio Asís las gracias rehusando, porque se marchaba acto continuo; y<br />
acercándose disimuladamente a la vieja, le deslizó algo en la mano, recia y curtida cual la<br />
piel del arenque. Acercose el simón: sin duda el cochero se había atizado un par de tragos,<br />
porque su nariz echaba lumbre, reluciendo al sol como la película roja que viste a los<br />
pimientos riojanos. La señora tomó por la escalerilla que bajaba desde el puente; Pacheco la<br />
siguió...<br />
- En el coche harán las paces - piaron las gorrionas mayores -. ¿A que sí?<br />
- La fija. En entrando...<br />
Grande fue el asombro de aquellas aves más parleras que canoras, viendo que, tras un<br />
corto debate al pie de la portezuela, la señora tendió la mano a Pacheco, y este llevó la suya<br />
al sombrero saludando, y el simón arrancó a paso de tortuga, bamboleándose sobre la<br />
polvorosa carretera.<br />
- Pus ella vence... Me lo deja plantadito.<br />
-¿A que él se nos vuelve aquí? -indicó la gorriona primogénita, alisando con la palma<br />
las grandes peteneras de su peinado, untadas de bandolina.<br />
No volvió el muy... Ni siquiera torció la cabeza para hacerles un saludo o enviarles una<br />
sonrisa de despedida. ¡Fantasioso! Estuvo pendiente del simón mientras este no traspuso los<br />
hornos de ladrillo; luego, cabizbajo, echó a andar a pie.
97<br />
- XXI -<br />
La buena fe, que debe servir de norma a los historiadores así de hechos memorables<br />
como de sucesos ínfimos, obliga a declarar que la marquesa viuda de Andrade se dedicó<br />
asiduamente - desde las dos de la tarde, hora en que llegó a su casa, hasta cerca de las<br />
nueve de la noche - a la faena del arreglo definitivo de su equipaje, resolviendo la marcha<br />
para el siguiente día, sin prórroga. El trajín fue gordo, y aumentó sus fatigas el desasosiego<br />
moral de la señora. Anduvo hecha un zarandillo; removió hasta el último trasto de la casa;<br />
mareó a la Diabla; aturrulló a los demás criados; y al agitarse así, la impulsaban sus<br />
nervios, tirantes como cuerdas de guitarra, al par que sentía una especie de punzada<br />
continua en el corazón, un calor extraño en el epigastrio, un saborete amargo en la boca.<br />
Después de haber comido -por fórmula y sin ganas- pidiole Ángela licencia, ya que era el<br />
último día, para decir adiós a su hermana. La negó en un arranque de cólera; la otorgó dos<br />
minutos después. Y así que la chica batió la puerta, la señora, rendida de cuerpo, más<br />
encapotada que nunca de espíritu, se retiró a su dormitorio... Tenía que poner el S. D. a un<br />
sinnúmero de tarjetas; pero ¡estaba tan molida!, ¡de humor tan perro! Además la punzadita<br />
aquella del corazón se iba convirtiendo en dolor fijo, intolerable... ¿Se aplacaría un poco<br />
recostándose en la cama? A ver...<br />
Cerró los ojos, mascando unas hieles que tenía entre la lengua y el paladar. ¿A qué<br />
venían las hieles dichosas? Ella había obrado bien, mostrándose digna y entera. En realidad,<br />
ningún desenlace mejor para la historia. De un modo o de otro ello iba a acabarse; era<br />
inevitable, inminente: mejor que se acabase así... Porque si aquella última entrevista fuese<br />
muy tierna, qué tristeza y qué... Nada; mejor así, mejor cien veces. Ella había tenido razón<br />
sobrada: una cosa son los celos, otra el amor propio y el decoro de que nunca está bien<br />
prescindir. Y a quién se le ocurre, allí, en su propia cara, ponerse a bailar con... Veía el<br />
salón de baile aéreo, el brincoteo de las gorrionas, los incidentes del almuerzo... y las hieles<br />
se volvían más amarguitas aún. Cierto que ella fue quien abrió puertas y ventanas: de todos<br />
modos, el proceder de Pacheco... Sí... buen tipo estaba Pacheco. En viendo una escoba con<br />
faldas... ¡Ay infeliz de la mujer que se fiase de sus exageraciones y sus locuras! ¡Requebrar<br />
a las cigarreras así, delante de...! ¡Y qué fatuo! ¡Pues no había querido convencerla de que<br />
estaba enamorada de él! ¿Enamorada? No, no señor, gracias a Dios... Conservaría sí un
98<br />
recuerdo..., un recuerdo de esos que... Allí tenía, en el medallón de oro, junto al pelo de<br />
Maruja, una florecita de la acacia blanca... ¡Qué tontera! Lo probable es que a Pacheco no<br />
volviese a verle nunca más... Y esta punzada del corazón, ¿qué será? Será enfermedad, o...<br />
Parece que lo aprieta un aro de hierro... ¡Jesús, qué cavilaciones más simples!<br />
Bregando con la imaginación y la memoria, se quedó traspuesta. No era dormir<br />
profundo, sino una especie de somnambulismo, en que las percepciones de la vida exterior<br />
se amalgamaban con el delirio de la fantasía. No era la pesadilla que causa la ocupación de<br />
estómago, en que tan pronto caemos de altísima torre como volamos por dilatadas zonas<br />
celestes, ni menos el sueño provocado por la acción del calor del lecho sobre los lóbulos<br />
cerebrales, donde, sin permiso de la honrada voluntad, se representan imágenes repulsivas...<br />
Lo que veía Asís, adormecida o mal despierta, puede explicarse en la forma siguiente,<br />
aunque en realidad fuese harto más vago y borroso.<br />
Encontrábase ya en el vagón, con la Diabla enfrente, la maletita y el lío de mantas en la<br />
rejilla, el velo de gasa inglesa bien ceñido sobre la toca de paja, calzados los guantes de<br />
camino, abrochado hasta el cuello el guardapolvo. El tren adelantaba, unas veces bufando y<br />
pitando, otras con perezoso cuneo, al través de las eternas estepas amarillas, caldeadas por<br />
un sol del trópico. ¡Oh Castilla la fea, la árida, la polvorosa, la de monótonos aspectos, la de<br />
escuetas lontananzas! ¡Oh sombría mole, región desconsolada del Escorial, qué felicidad<br />
perderte de vista! ¡Oh calor, calor del infierno, cuándo acabarás! Asís sentía que el sol, al<br />
través de las cortinas corridas que teñían con viso azul el departamento, se le empapaba en<br />
los sesos como el agua en una esponja, y que en sus venas la sangre se volvía alquitrán, y la<br />
punta de cada filete nervioso una aguja candente, y que los ojos se le salían de las órbitas,<br />
igual que a los gatos cuando los escaldan... El polvillo de carbón, unido al de los páramos<br />
castellanos, entraba en remolinos o en ráfagas violentas, cegando, desvaneciendo,<br />
asfixiando. No valía manejar desesperadamente el abanico: como toda la atmósfera era<br />
polvo, polvo levantaba al agitar el aire, y polvo absorbían los sedientos pulmones. «¡Agua!<br />
¡Agua! ¡Agua por Dios! Ángela, va una botella llena ahí en el cesto...». Revolvía la Diabla<br />
el fondo de la canastilla..., nada: sin duda el agua se había olvidado. ¡Ah!, una botella... El<br />
vaso plano... Asís bebía. ¡No es agua, no es agua! Es manzanilla, jerez, brasa líquida, esas<br />
ponzoñas que roban el juicio a las gentes... Venga un río, un río de mi tierra, para agotarlo<br />
de un sorbo... Mientras la señora gemía, el inmenso foco del sol ardía más implacable,
99<br />
como si estuviesen echándole carbón, convertidos en fogoneros, los arcángeles y los<br />
serafines. Y así atravesaban la pedregosa tierra de Ávila, con sus escuadrones de enormes<br />
cantos, y las llanuras de Palencia, y los severos desiertos de León, y la vieja comarca de la<br />
Maragatería. ¡Que me abraso!... ¡Que me abraso!... ¡Que me muero!... ¡Socorro!...<br />
¡Aah! ¿Qué ocurre? Salimos del país llano... ¡Montes queridos! Cada túnel es una<br />
inmersión en la noche, un baño en un pozo: al volver a la claridad, montañas y más<br />
montañas, revestidas de frondosos castañares, y por cuyas laderas... ¡oh deleite!, se<br />
despeñan saltando manantiales, cascaditas, riachuelos, mientras allá abajo, caudaloso y<br />
profundo, corre el Sil... Las mismas rocas sudan humedad; de la bóveda de los túneles<br />
rezuman gotas gordas; el suelo se encharca. Al principio, Asís revive como el pez restituido<br />
a su elemento: su corazón se dilata, cálmase el hervor de su sangre, se aplaca la horrible<br />
sed. Pero los riachuelos van engrosando; los túneles menudean, lóbregos, pantanosos; al<br />
término se divisa un cielo color de panza de burro, muy bajo, en el cual se acumulan nubes<br />
preñadas de agua, que al fin, abriendo su seno, dejan caer, primero en delgados hilos, luego<br />
en cerrada cortina, la lluvia, la eterna lluvia del Noroeste, plomo derretido y glacial, que<br />
solloza escurriendo por los vidrios. Y aquella lluvia, Asís la siente sobre el corazón, que se<br />
lo infiltra, que se lo reblandece, que se lo ensopa, hasta no poder admitir más líquido, hasta<br />
que, anegado de tristeza, el corazón empieza también a chorrear agua, primero gota a gota,<br />
luego a borbotones, con fúnebre ruido de botella que se vacía...<br />
***<br />
Pan, pan. Dos golpes en la puerta de la alcoba... -¡Jesús!... ¿Quién? ¿Pero dormía o<br />
soñaba o qué es esto? - Y la señora palpaba la almohada -. Húmeda, sí... Los ojos...<br />
También los ojos... ¡Lágrimas! ¿Quién está?... ¿Quién?<br />
- Yo, amiga Asís... Gabriel Pardo... ¿He venido a molestar? Por Dios, siga usted con sus<br />
preparativos... Me he encontrado a la chica; me dijo que mañana sin falta salía usted para<br />
nuestra tierra... Cuánto sentiré incomodarla... Me retiro, me retiro.<br />
- Por Dios... De ningún modo... Tome usted asiento... Salgo en seguida... Estaba<br />
lavándome las manos.<br />
Y en efecto, se oía ruido de chapuzón, de lavaroteo. Pero nos consta que lo que lavaba<br />
la señora eran los párpados. Luego se dio polvos, se compuso el pelo, se arregló los encajes<br />
de la gola. Apareció muy presentable. Pardo había tomado un periódico, creo que La
100<br />
Época, y leía distraído, sin entender: «La dispersión veraniega ha comenzado. Parten hoy<br />
para Biarritz en el expreso, el duque de Albares, las lindas señoritas de Amézaga...».<br />
Apenas habían tenido tiempo los dos paisanos para trocar unas cuantas frases de excusa,<br />
cuando se oyó sonar la campanilla y en el corredor retumbaron pasos fuertes, varoniles. De<br />
sofocada, la señora se volvió pálida: una sonrisa involuntaria y una luz vivísima cruzaron<br />
por sus labios y sus ojos. Pacheco entró, y al verle el comandante Pardo, reprimió el<br />
impulso de pegarse un cachete en el hueso frontal.<br />
-¡Ya pareció aquello! ¡Se despejó la incógnita! ¡Y decir que no hará dos semanas que se<br />
conocieron en casa de Sahagún! ¡Mujeres!...<br />
El gaditano - lo mismo que si se propusiese evidenciar lo que Pardo adivinaba- apenas<br />
se hubo sentado sacó del bolsillo un tarjetero de piel inglesa, con monograma de plata, y se<br />
lo entregó a Asís, murmurando cortésmente:<br />
- Marquesa... las señas que usted me pidió que le trajese. Las señas de la pitillera... ¿no<br />
recuerda usted? Puede usted copiarlas, o quedarse con el tarjetero, si gusta... Viéndolo se<br />
acuerda usted más del empeñillo.<br />
¡Ay! Asís trasudaba. Era para volarse. ¡Vaya un pretexto que daba a su visita nocturna<br />
el bueno del gaditano! Si lo quería más claro don Gabriel...<br />
Miró al comandante, que se hacía el sueco, tratando de no ver el tarjetero dichoso. No<br />
hay posición más desairada que la de tercero en concordia, y don Gabriel, notando la ojeada<br />
expresiva que trocaron Pacheco y Asís, creía estar sentado sobre brasas, tanto le apretaban<br />
las ganas de quitarse de en medio. Pero convenía hacerlo con habilidad y educación. Un<br />
cuarto de hora tardó en preparar la retirada honrosa, echándole el muerto al Círculo Militar,<br />
donde aquella noche había una conferencia muy notable. Los círculos, ateneos y clubs,<br />
serán siempre instituciones benéficas, por lo que se prestan a encubrir toda escapatoria<br />
masculina -así la del que va en busca de la propia felicidad, como la del que evita el<br />
espectáculo de la ajena-, verbigracia, Pardo.<br />
Aflojó el paso al llegar a la esquina de la calle, y se puso a reflexionar acerca del<br />
impensado descubrimiento. Raro es que el amigo de una dama, en caso semejante, no<br />
desapruebe la elección. -¡Cómo escogen las mujeres! En dándoles el puntapié el demonio...<br />
Indulgencia, Gabriel; no hay mujeres, hay humanidad, y la humanidad es así... Esta<br />
desazón, además, se parece un poquito a la envidia y al des... No, hijo, eso sí que no:
101<br />
despechado no estás: lo que pasa es que ves claro, mientras tu pobre amiga se ha quedado<br />
ciega... ¡Cómo se transformó su fisonomía al entrar el individuo! La verdad: no la creí<br />
capaz de echarse un amante... y menos ese. O mucho me equivoco o le cayó que hacer a la<br />
infeliz. Ese andaluz es uno de los tipos que mejor patentizan la decadencia de la raza<br />
española. ¡Qué provincias las del Mediodía, señor Dios de los ejércitos! ¡Qué hombre el tal<br />
Pachequito! Perezoso, ignorante, sensual, sin energía ni vigor, juguete de las pasiones,<br />
incapaz de trabajar y de servir a su patria, mujeriego, pendenciero, escéptico a fuerza de<br />
indolencia y egoísmo, inútil para fundar una familia, célula ociosa en el organismo social...<br />
¡Hay tantos así! Y sin embargo, a veces medran, con una apariencia de talento y la viveza<br />
propia del meridional; no tienen fondo, no tienen seriedad, no tienen palabra, no tienen fe,<br />
son malos padres, esposos traidores, ciudadanos zánganos, y los ve usted encumbrarse y<br />
hacer carrera... Así anda ello. Ya las mujeres... qué diablo, estos hombres les caen en<br />
gracia... Eh, dejémonos de clichés... Asís, que es de otra raza muy distinta, necesita<br />
formalidad y constancia; la compadezco... Bueno es que no se casará; no, casarse no lo creo<br />
posible. De esa madera no se hacen maridos. Como aventura tendrá sus encantos... ¡Qué<br />
casualidad! Y dirán que no hay coincidencias... ¡Tarjetero, tarjetero...!<br />
Así meditaba el comandante. ¿Era injusto o sagaz? ¿Obedecía a su costumbre de<br />
analizarlo todo, o a una puntita de berrinche? Se caló los lentes y se retorció la barba. ¿A<br />
dónde iría?<br />
- Al Círculo Militar, ya que me sirvió de pretexto para escurrir el bulto. ¡Poco gusto que<br />
les habrá dado cuando yo tomé la puerta...!<br />
Tras esta ingrata reflexión apretó a andar. La obscuridad de la noche le exaltaba, y ese<br />
grupo que ve con la fantasía todo el que sale huyendo de hacer mala obra a dos<br />
enamorados, se empeñaba en flotar, vaporoso e irónico, ante don Gabriel. Fortuna que este<br />
género de visiones no suele resistir a los efectos anodinos de una conferencia sobre<br />
«Ventajas e inconvenientes del escalafón en los cuerpos facultativos».<br />
- XXII -<br />
Epílogo
102<br />
No entremos en el saloncito de Asís mientras dure el tiroteo de explicaciones (¡cosa<br />
más empalagosa!), sino cuando la pareja liba la primera miel de las paces (empalagosísima<br />
también, pero paciencia). Ni Pacheco pregunta ya nada acerca de don Gabriel Pardo y su<br />
amistad, ni Asís se acuerda del baile en el merendero. El gaditano habla al oído de la<br />
señora.<br />
-¿Pero tú te creíste que yo no sabía que mañana te vas? A Diego Pacheco no se la ha<br />
pegado ninguna hembra... ¡Niña boba! Esta mañana ya habías dispuesto la marcha, claro<br />
que sí, y si te viniste a almorsá conmigo, fue que te di un poquillo de lástima... Decías tú<br />
allá en tus adentros: sólo faltan horas; vamos a complacer a este, que tiempo habrá de que<br />
estalle la bomba y dejarlo plantao... ¡Y ahora también piensas en cosas así, muy tristes; en<br />
que ya no nos vemos, en que se acaba el cariñito y las fatigas y el verme y el hablarme...!<br />
¡Ay chiquilla! Me quieres tú mucho más de lo que te figuras. No te has tomado el trabajo<br />
de echar la sonda ahí en ese pechito... ¡Tonta! ¡Cómo te acordarás de estos ratos, allá en tu<br />
país, entre aquella gente sosaina! Aquí se queda un hombre que te quería también un<br />
poquitillo... ¡Pobrecita, la nena!<br />
No estaban los amantes abrazados, ni siquiera muy juntos, pues Pacheco ocupaba el<br />
sillón, y el diván Asís. Sólo sus manos, encendidas por la misma fiebre, se buscaban, y<br />
habiéndose encontrado, se entrelazaban y fundían. Callaron entonces y fue el instante más<br />
hermoso. Por el mudo diálogo de los ojos y por el contacto eléctrico de las palmas, se<br />
enviaban el espíritu en arrobo inefable. Con la nueva y victoriosa dulzura de semejante<br />
comunicación, Asís sentía que se mezclaba un asombro muy grande. Miraba a Pacheco y<br />
creía no haberle visto nunca: descubría en su apostura, en su cara, en sus ojos, algo sublime,<br />
que realmente no existía, pero que la señora debía encontrar en aquel instante, pues así<br />
sucede en toda revelación para que resplandezca su origen superior a la materia inerte y al<br />
ciego acaso, y a Asís se le revelaba entonces el amor. Poco a poco, sin conciencia de sus<br />
actos, acercaba la mano de Diego a su pecho, ansiosa de apretarla contra el corazón y de<br />
calmar así el ahogo suave que le oprimía... Sus pupilas se humedecieron, su respiración se<br />
apresuró, y corrió por sus vértebras misterioso escalofrío, corriente de aire agitado por las<br />
alas del Ideal.<br />
- No estés tan tristón - tartamudeó con blandura mimosa.
103<br />
- Sí que estoy triste, prenda. Y es por ti. Estoy de remate. Estoy hasta enfermo. No sé<br />
por dónde ando. Parece que me han dao cañaso. Es un mal que se me entra por el alma<br />
arriba. Si sigo así, guardaré cama. Después que te vayas la guardaré... Es cosa rara,<br />
chiquilla. ¡Válgame Dios, a lo que llega un hombre!<br />
- Te pones tan lejos... Aquí, cerquita -murmuró la señora con el tono con que se habla a<br />
los niños.<br />
- No..., déjame aquí... Estoy bien. Mira tú qué cosas más raras hace la guilladura cuando<br />
entra de verdad. Ni ganas tengo de acercarme; la manita me basta...<br />
-¿No te gusto?<br />
- No como me gustarían otras. ¡Ah! Ya sabes si tengo ilusión por ti... Y así y todo...,<br />
ahora prefiero callar y no acercarme, gloria... ¡Ay!... ¿Pero qué es eso? ¿Llora mi niña?<br />
Puede que llorase, en efecto. No debía de ser el reflejo de la lámpara lo que tanto<br />
relucía en su mejilla izquierda... Pacheco exhaló un suspiro y se puso en pie,<br />
desenclavijando su mano de la de Asís.<br />
- Me voy - pronunció con voz alteradísima, ronca, resuelta.<br />
De un brinco se levantó Asís, echándole los brazos al cuello y sujetándole.<br />
- No, Diego, que no... ¡Vaya una ocurrencia! ¡Irte ya! ¡Pues si apenas llegaste! ¿Cómo<br />
irte? ¿Tienes que hacer? No, irte no quiero.<br />
- Niña... El mal camino andarlo pronto. No tengo ánimos para más. Estoy que con una<br />
seda me ahogan. ¿A qué aprovechar unos minutos? Es la despedida. Yéndome ahora me<br />
ahorro alguna pena. Adiós, querida... Cree que más vale así.<br />
- No, no, no te vas... Por lo mismo que ya es la última noche... Diego, por Dios, mi<br />
vida... Tú quieres sacarme de quicio. No puede ser.<br />
Pacheco sujetó los brazos de la señora, y mirándola de hito en hito, exclamó con<br />
firmeza:<br />
- Piénsalo bien. Si me quedo ahora, no me voy en toda la noche. Reflexiona. No digas<br />
después que te pongo en berlina. Te conviene soltarme. Tú decidirás.<br />
Asís dudó un minuto. Allá dentro percibía, a manera de inundación que todo lo arrolla,<br />
un torrente de pasión desatado. Principios salvadores, eternos, mal llamados por el<br />
comandante clichés, que regís las horas normales, ¿por qué no resistís mejor el embate de
104<br />
este formidable torrente? Asís articuló, oyendo su propia voz resonar como la de una<br />
persona extraña:<br />
- Quédate.<br />
El plan era absurdo, y sin embargo, los medios de realizarlo se presentaban entonces<br />
asequibles, rodados. La Diabla, fuera de casa, por casualidad feliz; la cocinera lo mismo;<br />
cuestión de engañar a Imperfecto, que era la quinta esencia de la bobería, y a la portera, que<br />
siempre estaba dormitando a tales horas. Para conseguir el apetecido resultado, combinose<br />
un atrevido plan de entradas y salidas, de pases y repases, que hizo reír a los dos<br />
delincuentes... Y a las doce de la noche, las puertas de la casa se hallaban cerradas, y dentro<br />
de ella el contraventor de las pragmáticas sociales y de las leyes divinas.<br />
Si la cosa no hubiese pasado de aquí, creo sinceramente, lector amigo, que no merecía<br />
la pena, no ya de narrarla, sino hasta de mencionarla en estos libros de memorias y<br />
exámenes de conciencia de la humanidad, que se llaman novelas. Porque aun siendo el caso<br />
tan desatinado y enorme; aun constituyendo una atrevida infracción de todo lo que no debe,<br />
ni puede infringirse, bien cabe suponer que en las fiebres pasionales tiene algo de necesario<br />
y fatídico, cual en las otras fiebres, la calentura. Pero lo que me parece verdaderamente<br />
digno de tomarse en cuenta, como dato singular y curioso; lo que quizás convendría<br />
analizar sutilmente -si no es preferible dejarlo sugerido a la imaginación del lector para que<br />
lo deduzca y reconstruya a su modo- es la causa, la génesis y el rápido desarrollo de aquella<br />
idea inesperadísima, que desenlazó precipitada y honrosamente la historia empezada por<br />
tan liviano y censurable modo en la romería del Santo...<br />
¿A cuál de los dos amantes, o mejor dicho, aunque la distinción parezca especiosa, de<br />
los dos enamorados, se le ocurrió primero la idea? ¿Fue a él, como único paliativo, heroico<br />
pero infalible, de su extraña guilladura? ¿Fue a ella, como medio de conciliar el honor con<br />
la pasión, el instinto de rectitud y el respeto al deber que siempre guardara, con la flaqueza<br />
de su voluntad ya rendida? ¿Fue que esa idea, profundamente lógica (y en el caso presente<br />
tal vez expiatoria), se presenta a la vuelta del amor, tan fatalmente como sigue a la aurora el<br />
mediodía, al crepúsculo la noche y a la vida la muerte?<br />
Que cada cual lo arregle a su gusto y rastree y discurra qué caminos siguieron aquellos<br />
espíritus para no reparar en inconvenientes, no recelar de lo futuro, cerrar los ojos a<br />
problemas del porvenir y mandar a paseo las sabias advertencias de la razón, que tiembla de
105<br />
espanto ante lo irreparable, lo indisoluble, lo que lleva escrito el letrero medroso: «Para<br />
siempre», y avisa que de malos principios rara vez se sacan buenos fines. Y reconstruya<br />
también a su modo los diálogos en que la idea se abrió paso, tímida primero, luego clara,<br />
imperiosa y terminante, después triunfadora, agasajada por el amor que, coronado de rosas,<br />
empuñando a guisa de cetro la más aguda y emponzoñada de sus flechas, velaba a la puerta<br />
el aposento, cerrando el paso a profanos disectores.<br />
Por eso, y porque no gusto de hacer mala obra, líbreme Dios de entrar hasta que el sol<br />
alumbra con dorada claridad el saloncito, colándose por la ventana que Asís, despeinada,<br />
alegre, más fresca que el amanecer, abre de par en par, sin recelo o más bien con orgullo.<br />
¡Ah!, ahora ya se puede subir. Pacheco está allí también, y los dos se asoman, juntos, casi<br />
enlazados, como si quisiesen quitar todo sabor clandestino a la entrevista, dar a su amor un<br />
baño de claridad solar, y a la vecindad entera parte de boda... Diríase que los futuros<br />
esposos deseaban cantar un himno a su numen tutelar, el sol, y ofrecerle la primer plegaria<br />
matutina.<br />
- Está el gran día, chichi... - exclamaba Pacheco -. Vas a tener un viaje...<br />
-¿Y para el tuyo? ¿Hará buen tiempo?<br />
- Lo mismo que ahora. Verás.<br />
-¿Despacharás en ocho o diez días la ida a Cádiz?<br />
- No que no. Y la aprobación del papá y too. Muerto está él porque me case y siente la<br />
cabeza. Le diré que después de la boda me presento diputao por Vigo con la ayuda del papá<br />
suegro. Verás tú. Para despabilar un asunto me pinto solo... cuando el asunto me importa,<br />
¿sabes?<br />
-¿Escribirás todo lo que prometiste?<br />
- Boba.<br />
- Simplón, monigote, feo.<br />
- Reina de España.<br />
- En Vigo..., ya sabes... formalidad.<br />
- Hasta que el cura... -(Pacheco hizo con la mano derecha un ademán litúrgico muy<br />
significativo)-. Entretanto... me dedicaré a tu chiquilla. ¿Eh? A los dos días... te la he<br />
conquistao. Puede que te deje plantaíta a ti pa casarme con ella.
106<br />
Siguieron algunas bromas y ternezas más, que ni hacen al caso, ni deben figurar aquí en<br />
modo alguno. De repente, Diego tomó la mano derecha de la señora, preguntando:<br />
-¿Te acuerdas tú de una buenaventura que te echaron en la feria?<br />
E imitando el acento y modales de la gitana, añadió:<br />
- Una cosa diquelo yo en esta manica, que hae suseder mu pronto y nadie saspera que<br />
susea... Un viaje me vasté a jaser, y no ae ser para má, que ae ser pa satisfasión e toos...<br />
Una presoniya está chalaíta por usté...<br />
El gaditano, siempre presumido, agregó:<br />
- Y usté por ella.